EL VALLE DE LOS PERDIDOS (Robert E. Howard)
Publicado en
agosto 19, 2012
Jim Brill se humedeció con la punta de la lengua los resecos labios mirando a su alrededor con ojos enrojecidos. Tras él quedaba la arena formando suaves oteros y largas ondas; ante él se alzaban los severos perfiles de las montañas sin nombre que eran su objetivo. El sol colgaba sobre el horizonte occidental prestando tonalidad de oro viejo al polvo que teñía de amarillo al cielo y prestaba sabor al aire que se respiraba.
Aun así, Jim Brill lo agradecía; a no ser por la tormenta de arena habría compartido el destino fatal de sus guías y criados.El ataque tuvo lugar al amanecer. Desde detrás de un pelado risco que había ocultado su aproximación, un enjambre de agazapados jinetes, cabalgando sobre hirsutas monturas, invadieron el campamento profiriendo endiablados alaridos, disparando y asesinando. En plena batalla la tormenta había traído verdaderas nubes de arena que avanzaron sobre el desierto, y a través de ellas huyó Jim Brill, sabiendo que era el único superviviente de la expedición que tantos esfuerzos hizo para llegar hasta allí.En aquellos momentos, tras una huída que le había dejado casi agotado, no veía ya a sus perseguidores, aunque el polvo que flotaba sobre el desierto limitaba considerablemente la visión.Era el único blanco de la expedición. Sus anteriores experiencias con los bandidos mongoles le aseguraban que no le dejarían escapar mientras pudiesen impedirlo.El equipo de Brill se componía del 45 que colgaba en su cadera, una cantimplora que contenía muy poca agua, y el agotado caballo que en aquel momento avanzaba con la cabeza baja, soportando aún su peso, tras la prolongada huida.Al darse cuenta de esto, Brill desmontó y comenzó a caminar conduciendo al animal por las riendas. Miró hacia las quebradas pendientes que tenía ante él, pero lo hizo sin la menor esperanza. Una muerte segura le esperaba en el desierto; no sabía lo que le reservaban las montañas. Ningún hombre sabía lo que había en aquella región inexplorada. Si alguna vez un hombre blanco entró allí, nunca salió con vida para relatar lo que hubiera encontrado.El caballo relinchó súbitamente y alzó violentamente la cabeza tirando de las riendas. Brill gruñó algo ininteligible y trató de calmar al animal. Los ojos del caballo giraron y temblaron sus flancos. Inquieto, Brill miró a su alrededor. En aquel instante penetraban por la estrecha boca de un cañón de suelo rocoso donde se iniciaba una pendiente ascendente. Los lados también se presentaban con gran inclinación, rotos aquí y allá por sobresalientes rocas. Sobre uno de estos últimos que casi colgaba sobre la boca del cañón, «algo» se movió ocultándose luego tras una roca. Brill tuvo la vaga impresión de algo voluminoso y peludo que se movía en forma tal que sugería la idea no de hombre ni de bestia.Avanzando, se apartó del retallo ciñéndose a la pared contraria. Cuando se encontró a la altura del lugar, el caballo clavó en el suelo rocoso las dos manos y relinchó. Pero al cabo de un momento, cuando pasaron de largo, el animal se tranquilizó. Sin duda alguna, lo que el animal temía se hallaba oculto tras aquellas rocas situadas a mediana altura.Brill reflexionaba sobre tal circunstancia ascendiendo por el cañón, cuando el problema quedó suprimido en su mente por un sonido que le galvanizó... ¡El tronar de cascos de caballo! Giró sobre sus talones sintiendo el pánico de un lobo atrapado. En la arena del desierto, y dirigiéndose hacia la entrada del cañón, galopaba un grupo de jinetes... Eran diez agazapadas figuras ataviadas con pieles de lobo, azotando a sus monturas y blandiendo sus sables con violento ademán. La tormenta no les hizo perder su pista. En aquel momento le habían visto y lanzaban terribles alaridos.Brill soltó las riendas de su caballo y se ocultó tras una roca, al mismo tiempo que desenfundaba su 45. Se fijó luego en que los jinetes no empuñaban los rifles que guardaban en sus fundas, a la altura de las rodillas. Por otra parte, su sed de sangre les hacía olvidar toda otra precaución.Brill apoyó el arma sobre la cresta de la roca y apuntó al jinete que cabalgaba en vanguardia. Mecánicamente calculó la distancia, intentando disparar cuando el hombre llegase a la altura del retallo donde su montura se había asustado. Pero el disparo nunca llegó a hacerse.Justamente cuando el mongol pasaba por debajo del retallo, algún sonido, o quizás el instinto, le hizo mirar hacia arriba. Al hacerlo así, su rostro palideció como la muerte. Lanzando un alarido levantó ambos brazos. Y simultáneamente, algo negro y velludo saltó desde el retallo sobre su pecho, derribándole.Los hombres que galopaban detrás gritaron y frenaron sus monturas tan violentamente que les obligaron casi a apoyarse en sus cuartos traseros; por encima de sus gritos se elevó un alarido de mortal agonía. Los caballos relincharon y dieron la vuelta.El derribado mongol se retorcía sobre el suelo rocoso atrapado debajo de una forma que parecía surgida de una pesadilla. Brill la contempló momentáneamente paralizado por el asombro. Era una araña, algo como una tarántula, con cuerpo grueso cubierto por hirsuto vello negro y patas del mismo color; pero era tan grande como un cerdo. Bajo ella cesaron los gritos del mongol. Hubo un momento en el que de su garganta surgió un ahogado sonido, y al cabo de unos segundos quedó totalmente inmóvil.Los demás hombres del desierto se detuvieron en el exterior de la entrada del cañón, y uno de ellos alzó un rifle y disparó sobre la monstruosa araña, pero evidentemente sus nervios no eran muy seguros. La bala se aplastó contra una roca. Como si se sintiera molesto por el ruido, el monstruo se volvió en su dirección y lanzando nuevos alaridos los jinetes mongoles emprendieron una ignominiosa huida por el desierto.Brill les contempló, inmóvil, hasta que no fueron más que unas diminutas motas negras en el desierto, y luego se incorporó cautelosamente detrás de la roca que le servía de parapeto. Su caballo se había fugado mucho más arriba, por el cañón. Estaba aproximándose el crepúsculo y se encontraba solo con aquella velluda monstruosidad que cubría al hombre que acababa de matar.Brill esperaba salir del cañón sin sufrir molestia alguna, pero cuando se incorporó totalmente el monstruo abandonó su presa y se lanzó hacia él con sorprendente velocidad.Sudando por el pánico que le abrumaba, Brill apuntó hacia la formidable monstruosidad negra y oprimió el gatillo. El impacto de la bala de gran calibre tumbó al animal de costado, pero volvió a ponerse en pie y continuó avanzando con rojizos ojos que brillaban entre el espeso vello negro. Una y otra vez sonó la pistola, resonando los disparos en cien ecos entre los riscos hasta que el monstruo cayó agitando sus enormes patas en el aire. Entonces, por todas partes sonó un ominoso arrastrarse de cuerpos. Brill sintió un escalofrío y vio cómo una verdadera horda de enormes arañas descendía por el cañón. Parecían surgir de todos los rincones, de todas las grietas, cayendo a continuación sobre la masa velluda que aún se agitaba en el suelo rocoso de la garganta. Ninguna de las arañas era tan grande como la primera, pero todas eran lo suficientemente grandes y horribles como para hacer dudar a cualquier hombre sobre su buen estado mental.Ignoraron a Brill y cayeron sobre su desamparada reina como lobos. La gigantesca araña quedó inmediatamente oculta por una masa de cuerpos grises y negros, y Brill se apresuró a ascender por el cañón antes de que los monstruosos animales terminasen su festín y se fijaran en él.Subió a las montañas porque no se atrevía a bajar de nuevo por aquella garganta de muerte, aparte de que en el desierto le esperaba, sin duda alguna, una terrible muerte por falta de agua, y también porque en primer lugar el hecho de encontrar aquellas colinas había sido el motivo principal de adentrarse en Gobi. Jim Brill buscaba a un hombre, a un hombre que odiaba más que nada en el mundo, y en nombre de cuyo odio incluso estaba dispuesto a arriesgar la vida.Ciertamente no era el amor hacia Richard Barlow, eminente científico y explorador, lo que había enviado a Brill en su búsqueda; tenía sus propias razones y esto era suficiente. Siguiendo oscuras pistas y atendiendo a indicaciones de los nativos, llegó a la conclusión de que el hombre que buscaba, si todavía vivía, tenía que hallarse en las misteriosas colinas que se alzaban en una región que no figuraba en los mapas, en una zona de Gobi. Y Brill creía que aquéllas eran las colinas que buscaba tan afanosamente.Salió finalmente del cañón para encontrarse en una auténtica maraña de riscos y cañadas. No había vegetación ni agua; los riscos se alzaban amenazadores y negros en la media luz que le rodeaba. Recordó a las grandes arañas y trató de forzar el oído esperando escuchar el ahogado sonar de sus patas sobre la tierra, pero aquel terreno presentaba un aspecto totalmente desolado, tanto como debió serlo la tierra antes de la creación del hombre. La luna, que acababa de salir, hacía que los riscos arrojasen negras sombras sobre la tierra y Brill muy pronto se fijó en un sendero, un sendero trazado sin duda alguna por el hombre, que era lógico condujese a algún alojamiento humano situado en ignorado rincón.Brill lo siguió; serpenteaba entre altos riscos hasta un pequeño desfiladero. Cuando llegó a este último se detuvo, jadeando por el esfuerzo realizado, y gruñendo con sorpresa. En la misma entrada del desfiladero había tendida una gruesa cadena impidiendo la entrada. Descansando ambas manos sobre ella, miró hacia el desfiladero. Era estrecho, y más allá de él se extendía una larga pendiente que iba a parar a un valle donde el agua brillaba bajo la débil luz de la luna entre espesos bosquecillos de árboles. Y algo más brillaba entre los árboles: torres y muros, al parecer de mármol blanco.Por lo tanto, las historias que relataban los nativos eran ciertas, y existía una ciudad entre aquellas colinas. Pero, ¿qué clase de hombres habitaban allí? Al cruzar este pensamiento por su mente, algo se movió en las sombras de los riscos. Durante una décima de segundo vio una figura alta y negra con cabeza de forma extraña y ojos que brillaban como bolas de fuego. Brill dejó escapar un grito ahogado. Ningún ser humano tenía ojos como aquéllos.Asiendo la gruesa cadena para mantenerse en pie, trató de desenfundar el revólver. Y en aquel preciso instante, el universo estalló a su alrededor cruzando el cielo con chispas rojas que se hundieron instantáneamente en la negrura del olvido.Cuando Jim Brill recuperó el sentido, su primera impresión fue que se encontraba sobre algo blando que acogía amorosamente su agotado cuerpo. Sobre él flotaba un rostro oval y pálido con ojos negros y oblicuos. Una voz familiar, pero el acento no lo era, y al cabo de un momento el rostro se desvaneció. Entonces Jim Brill se sintió totalmente espabilado y miró a su alrededor.Se encontraba tendido sobre un diván de satén en una cámara cuyo techo estaba formado por una cúpula bien trabajada. Colgaduras, también de satén bordadas con dragones dorados, adornaban las paredes. Unas espesas alfombras cubrían el suelo.Todo esto lo vio de una sola ojeada, antes de que su atención se centrara en la figura que se hallaba sentada cerca de él. Se trataba de un hombre fornido, cuya incongruente túnica de gruesa seda no lograba ocultar su musculoso torso. Se cubría con un gorro de terciopelo, y sus ojos grises y fríos hacían perfecto juego con la dureza de sus facciones. Fue la agresiva y avanzada mandíbula la que hizo que Brill reconociese inmediatamente al hombre.—¡Barlow! —exclamó.Tomó asiento en el borde del diván y contempló al otro hombre como si viese a un resucitado.—Sí, soy yo —replicó el hombre con tono sardónico—. Es curioso que hayas llegado de esta manera.—Estuve dándote caza, ¡maldita sea! —murmuró Brill entre dientes.Efectivamente, aquél era Barlow, con su virtud de poner nervioso a Brill.—¿Cazándome?La sorpresa que se exteriorizaba en el tono de Barlow era sincera.—¡Oh... no creas que ha sido por amor a ti! —gruñó Brill—. Te aseguro que nunca me has hecho perder el sueño.—Entonces... ¿por qué?—¡Gran Judas, amigo!... ¿Es que no lo adivinas? —exclamó Brill con tono de irritación—. Gloria...—¡Oh! —murmuró Barlow con extraña expresión, como si recordara algo olvidado—. ¿De forma que te ha enviado mi esposa?—Naturalmente. Esperó cuatro años. Nadie sabía si estabas vivo o muerto. Simplemente desapareciste en el interior de Mongolia. Jamás se supo una sola palabra de ti. Gloria vino a verme porque no tenía otra persona a quien acudir. Financió la expedición, y aquí estoy.—Y muy disgustado de encontrarme vivo —aseguró Barlow.Brill gruñó algo ininteligible. Era muy poco partidario de la hipocresía.—¿Qué es lo que sucedió? —preguntó Brill—. ¿Qué era esa cosa endiablada que he visto antes de perder el conocimiento?—Uno de mis sirvientes con túnica y capucha, y ojos fosforescentes pintados en ella. Un pequeño truco para asustar a nuestros supersticiosos vecinos los mongoles. Este criado te atacó recurriendo sencillamente a lo que yo le enseñé. Es uno de los guardianes del desfiladero. Hizo funcionar una pequeña palanca y envió una descarga eléctrica por la cadena sobre la cual te apoyabas. Si no hubiese visto que eras un hombre blanco, a estas horas estarías muerto.Brill se miró la mano. No sabía nada sobre electricidad, pero tenía una vaga idea de que una descarga lo suficientemente fuerte como para hacerle perder el sentido, también le hubiese quemado la mano.—No tienes ninguna quemadura encima —le aseguró Barlow—. ¿Acaso no has visto o has oído hablar de hombres derribados por un rayo sin haber sufrido quemaduras de ninguna clase? Pues éste es el mismo principio. Puedo controlar la electricidad tan fácilmente como escribir mi nombre. Y creo que sé más cosas sobre electricidad que cualquier otro hombre del mundo.—Modesto... como de costumbre —gruñó Brill.Barlow sonrió con despreciativa tolerancia. Había cambiado ligeramente en cuatro años. Mostraba más tranquilidad y había en él un mayor aire de superioridad. Y existía algo diferente en sus facciones. En su tez, en la forma de sus ojos... Brill no acababa de localizar lo que era, pero aun así, la diferencia existía. E incluso, a veces, la voz de Barlow sonaba poco familiar.—Bien... De todas formas, dime, ¿qué e todo esto? —añadió Brill.Brill ofrecía un enorme contraste con su camisa sucia de sudor y polvo, y botas altas, frente aquella exótica cámara y la figura que tenía ante él, vestida de seda bordada. Bill era tan alto y fornido como Barlow, tenía anchos hombros, brazos enormemente musculados y una energía física que podía dispararse en cualquier momento concediéndole la rapidez de un gato.—Ésta es la ciudad de Khor —replicó Barlow, como si sus palabras lo explicaran todo.—Khor es un mito —adujo Brill-. Ya he oído a los mongoles contar muchos embustes sobre ella...Barlow sonrió fríamente.—Ahora mismo ocupas la misma posición de aquel granjero que veía una jirafa y, sin embargo, no admitía su existencia. Khor existe y en este momento te encuentras en su palacio real.—Entonces, ¿dónde está el rey? —exigió Brill sarcásticamente.Barlow se inclinó ante él con burlona modestia, luego enlazó ambas manos sobre el regazo y miró a Brill con ojos entornados. Brill se sentía un poco incómodo. Había algo extraño en el aspecto de Barlow.—¿Quieres decir que eres el jefe de esta ciudad? —interrogó incrédulamente.—Y de todo este valle. ¡Oh, no fue muy difícil! La gente de aquí es enormemente supersticiosa. Me traje todo un laboratorio cargado en camellos. Solamente mis dispositivos eléctricos les convencieron de que yo era un mago poderosísimo. Entonces yo era el poder detrás del trono de su rey, el viejo Khitai Khan, hasta que murió en un ataque mongol. Después me calcé sus zapatos sin la menor dificultad. No tenía herederos. No soy solamente el gran hechicero de Khor: soy también Ak Khan, el Rey Blanco.—¿Quiénes son estas gentes?—Una raza mezclada. Mongólica y turca, con cierta sangre china. ¿Has oído hablar alguna vez de Genghis Khan?—¿Quién no ha oído hablar de él? —interrogó Brill impacientemente.—Bien, como sabes, conquistó la mayor parte de Asia a principios del siglo XIII. Destruyó muchas ciudades, pero construyó otras. Ésta es su ciudad de recreo y la construyeron unos hábiles arquitectos persas. La llenó de esclavos, hombres y mujeres. Cuando murió, el mundo olvidó Khor, ciudad aislada entre estas montañas. Los descendientes de aquellos esclavos han vivido aquí desde entonces, bajo sus propios khans, cultivando su comida en el valle y obteniendo otros productos que necesitaban de los pocos comerciantes mongoles que visitaban las colinas.Y tras pronunciar estas últimas palabras, Barlow dio una fuerte palmada al mismo tiempo que añadía:—Olvidaba que debes tener apetito.Los ojos de Brill brillaron cuando una esbelta figura ataviada con túnica de seda se deslizó suavemente en la estancia.—Esto sí que no es un sueño —murmuró.—Por supuesto —replicó Barlow riendo—. Los mongoles la robaron a una caravana china y me la vendieron. Se llama Lala Tzu.Las mujeres chinas no tenían ningún atractivo para Brill, pero aquella muchacha era innegablemente bella. Sus oblicuos ojos brillaban con suave fuego, sus rasgos estaban delicadamente moldeados, y su esbelto cuerpo era una maravilla de flexibilidad.—Una bailarina —decidió Brill, comenzando a devorar ansiosamente la comida y el vino que la muchacha acababa de colocar ante él.Por el rabillo del ojo vio cómo la muchacha pasaba un brazo por encima de los hombros de Barlow y murmuraba palabras afectuosas en su oído. Barlow la rechazó con ademán de impaciencia y le hizo una seña para que saliese de la estancia. Los esbeltos hombros de la muchacha se inclinaron ante el súbito rechazo, pero obedeció diligentemente.—¿Te gustaría ver la ciudad? —preguntó Barlow de repente.Brill se puso en pie gruñendo algo en el sentido de que tal pregunta resultaba por completo innecesaria.Pero cuando abandonaron la cámara se dio cuenta de que había permanecido sin conocimiento durante horas. En el exterior era totalmente de día. Barlow le condujo por una serie de vestíbulos y pasillos hasta salir a un pequeño patio abierto rodeados tres de sus lados por galerías y el cuarto lado por un bajo muro. Desde este muro Brill miró hacia la ciudad, en medio de la cual se alzaba el palacio, sobre una colina. Era muy parecida a cualquier otra ciudad oriental, con zocos y puestos de venta abiertos que mostraban sus productos al aire libre, y casas de techados llanos. Las principales diferencias se basaban en la insólita limpieza y en la riqueza de los edificios. Las casas estaban construidas con mármol en lugar de barro, y las calles pavimentadas con el mismo material.—En estas colinas hay grandes canteras de mármol —explicó Barlow como si estuviera leyendo sus pensamientos—. Les obligué a limpiarlo todo cuando llegué a ser Khan. No quería que las epidemias dispusieran de terreno abonado.Brill distinguió perfectamente el valle, que se hallaba como encajonado por altos farallones. Aparte del paso por el que él había entrado, y hacia el que conducía una rampa, los demás farallones no presentaban ninguna falla que pudiera considerarse como punto de entrada al valle. Un arroyo atravesaba el valle y la vegetación que cubría sus orillas resultaba paradisíaca en comparación con la desnuda monotonía del desierto exterior. Jardines con pequeñas cabañas se extendían por todo el valle, y las ovejas y otras clases de ganado pastaban hasta muy cerca de la muralla de la ciudad, que, desde luego, no era muy grande pero sí densamente poblada.Los habitantes se movían indolentemente por las calles ataviados con sus ropajes de seda. Sus pieles eran amarillentas y sus rostros redondos y un tanto aplastados. Le parecían a Brill los restos de una raza que ya había cumplido su destino y ahora esperaba su muerte resignadamente.Los criados de Barlow eran de estirpe diferente, delgados, hombres de piel oscura, de Tonkin, que rara vez hablaban pero que tenían el aspecto peligroso de unos gatos rapidísimos. Barlow dijo que los había traído con él a Khor.—Supongo que, en primer lugar, te estarás preguntando por qué vine a Khor —observó Barlow—. Bien... Me sentía constreñido en América. Aquellos estúpidos, con sus más estúpidas leyes, lo interferían todo. Oí hablar de este lugar y me pareció ideal para mis propósitos. Y realmente lo es. He ido mucho más allá del sueño de cualquier científico occidental. Nadie se mezcla en mis cosas. Nadie me estorba. Aquí la vida humana no significa nada; la voluntad del que gobierna lo es todo.Brill gruñó ante las últimas palabras de Barlow y preguntó:—¿Te refieres a que experimentas con seres humanos?—¿Por qué no? Estos criados viven solamente para mí y por mí, y los que se sujetan al Corán me consideran sacerdote de Erlik, el dios que adoran desde tiempos inmemoriales. Lo que les exijo no pasa de ser simples ofrecimientos al dios, de acuerdo con su forma de pensar. Yo solamente les sacrifico a la causa de la ciencia.—¡A la causa del diablo! —replicó Brill con tono de irritación—. A mí no me cuentes cuentos. Te importa tres cominos el progreso de la humanidad; siempre has sido esclavo de tus propias ambiciones.Barlow se echó a reír sin el menor resentimiento.—Bien... De todas formas, mi voluntad es la única ley que hay en Khor..., hecho que mejor será no olvides. Si ocasionalmente empleo a uno de estos gordos estúpidos en un experimento del que luego no se recupera, también es cierto que les protejo. Antes de llegar yo aquí solían padecer los ataques de los mongoles. La única entrada al valle es a través de ese estrecho desfiladero, pero aun así los atacantes lograban pasar y devastaban los alrededores de la ciudad. Más pronto o más tarde habrían destruido la propia ciudad.»Cerré el desfiladero con esa cadena eléctrica e hice otras cosas que asustaron tanto a los mongoles que muy rara vez se atreven a penetrar en las colinas. Por ejemplo, tengo una máquina en una cúpula de este palacio, que cualquier potencia mundial pagaría una enorme fortuna por ella si la conociesen.—Esas enormes arañas... —comenzó a decir Brill.—También son obra mía. Originalmente eran diminutas criaturas que habitaban en las cuevas y grietas de las colinas. Encontré la forma de convertirlas en monstruos carnívoros y son maravillosos perros de guarda. Los mongoles las temen terriblemente y en absoluta desproporción con la real capacidad de hacer daño de esos animales. El desarrollarlas así fue un triunfo. Pero ahora he ido mucho más lejos que todo eso. Estoy explorando el más profundo de todos los misterios.—¿De qué se trata?—De la mente humana; el yo, el espíritu, el alma. Llámale como quieras. Siempre ha sido la principal esencia de vida. Ha habido muchos hombres que han tratado el tema bajo procedimientos que llamaban ocultos, como si fuesen brujos o hechiceros. Ya era hora de que se tratase tal misterio en forma científica. Y así lo he tratado yo.—Bien, escucha —dijo Brill bruscamente—. He venido desde muy lejos para encontrarte creyendo incluso que estarías prisionero en alguna tribu de las colinas. Ahora te encuentro como jefe de una tribu y totalmente libre para hacer lo que deseas. Al menos podías haber enviado una carta a Gloria.—¿Cómo? —preguntó Barlow—. Ninguno de mis criados regresaría vivo si saliese de aquí y tampoco podía yo confiar en un comerciante mongol para que sacara de aquí una carta. De todas maneras, cuando un hombre se dedica por entero al trabajo de su vida, no tiene tiempo para preocuparse por una mujer.—¿Ni siquiera de su propia esposa, eh? —interrogó Brill con tono de resentimiento que iba poco a poco en aumento—. Bien..., ahora que te he encontrado, ¿regresarás a América conmigo?—Desde luego que no.—¿Qué diré a Gloria?—Lo que quieras... porque de todas maneras así lo harás.Brill crispó los puños. La actitud del hombre era intolerable. Pero antes de que pudiese pronunciar la salvaje respuesta que tenía a flor de labios, Barlow añadió:—Te enseñaré mi último triunfo. No lo entenderás y puede ser que no lo comprendas, pero para mí es algo demasiado grande, algo que no puedo mantener en secreto y deseo enseñárselo a un hombre blanco, aunque ese hombre blanco seas tú.Cuando Barlow de nuevo le condujo por los mismos pasillos de antes, Brill vio cómo una esbelta mano apartaba una cortina y el rostro de Lala Tzu quedó enmarcado en terciopelo negro. Sus ojos se posaron en Barlow y luego, endureciéndose y brillando de ira, se volvieron hacia Brill. Evidentemente la muchacha lamentaba su presencia. Era dudoso que entendiese inglés y hubiera escuchado la conversación para temer que Brill se llevase a su amo a América.
Barlow se detuvo ante una puerta arqueada de teca laqueada sobre la cual aparecía incrustada la maravillosa figura de un dragón. Una antigua cerradura funcionaba con una llave igualmente antigua y al cabo de unos instantes Barlow condujo a Brill al interior de aquella nueva cámara.En lo alto de ésta había una cúpula en la que se distinguían incrustaciones hechas en oro y marfil. Las paredes no estaban cubiertas por tapices de ninguna clase, aun cuando eran de una suave piedra verdosa y brillante. El suelo era del mismo material. No había ventanas, pero la cúpula se hallaba diestramente trabajada y por ella se filtraba suficiente luz para iluminar el interior. El único mobiliario era un diván tapizado con satén.—Esta es la cámara de meditación del gran Khan, Genghis —dijo Barlow—. Durante toda su vida sólo él entró aquí, y después de su muerte nadie cruzó el umbral de esta puerta hasta que llegué yo. Aquí él tomaba asiento y se dejaba arrastrar por los sueños que le producían el vino, el opio y el bhang. Y aquí fue donde primero concebí mi descubrimiento.»Todas las cosas dejan sus impresiones en sus alrededores, vistas, sonidos, incluso el pensamiento, ya que el pensamiento es una fuerza tangible, solamente invisible a causa de hallarse en plano diferente a la sustancia visible. Cuando un hombre ocupa una habitación, deja la huella de su personalidad en tal estancia con tanta exactitud y seguridad como sus pies de carne humana dejan huellas sobre el barro o la arena. La madera, el acero, la piedra... todos estos materiales son, en efecto, potenciales cámaras cinematográficas y aparatos grabadores donde quedan registrados imperecederamente todos los sonidos y escenas que han ocurrido en sus cercanías. Pero en el caso del hombre de la habitación... hay otras personas que entran y salen dejando también sus impresiones, y todas estas diferentes impresiones se sobreponen unas a otras hasta llegar a mezclarse muy desafortunadamente, por supuesto.»Naturalmente, algunas substancias retienen impresiones más clara y largamente que otras, de la misma manera que el barro retiene una huella con más claridad que la piedra. Estas paredes poseen esa cualidad en asombrosa medida. No existe piedra natural como ésta en toda la tierra. Creo que procede de un meteorito que cayó en este valle hace mucho tiempo. Luego se serró y se usó para este propósito por los constructores de Khor.»Estas paredes mantienen las impresiones del pensamiento de Genghis Khan, sin que otras se hayan sobrepuesto, excepto las mías, que son tan pocas que apenas cuentan. Como te decía, estos muros contienen indeleblemente impresos todos los pensamientos, sueños e ideas que formaron la personalidad del gran conquistador. Imagina estas paredes como una cámara fotográfica. ¡Sobre ellas revelaré las fotografías registradas por ellas invisiblemente.Brill gruñó despreciativo.—¿Cómo? —preguntó—. ¿Con una varita mágica?—Mediante procesos que quizá tú entenderías lo mismo que un salvaje del Congo comprendería la televisión —respondió Barlow imperturbablemente—. Pero te diré esto que sí podrás comprender: solamente un novato necesita dispositivos mecánicos para ayudarse en el campo de la física. Un maestro puede prescindir de ellos, prescindir de medios artificiales. No los necesita en mayor grado que un atleta unas muletas... por emplear un símil que estará al alcance de tu bajo grado mental.»He desarrollado mi energía física... y uso este término a falta de otro más explícito. Esa energía es la verdadera fuerza de la vida; el propio cerebro no es más que una de sus emanaciones, una máquina que trabaja. No necesita dispositivos mecánicos. La mecánica tampoco es más que un canal para su liberación. Yo he descubierto cómo liberar naturalmente su terrorífica energía.»Admitiré que el experimento que estoy a punto de realizar se hace posible solamente a causa de una extraña serie de circunstancias, dependiendo en último lugar de la maravillosa cualidad de estas paredes. En este planeta algunas personas son psíquicas; y aquí tenemos una sustancia que es definitivamente psíquica.—Pero un pensamiento abstracto...—¿Y qué es cualquier personalidad a no ser una apariencia material que abarca o encierra una miríada de abstracciones? El universo es una cadena gigantesca con cada eslabón inseparablemente unido a otro. Algunos de estos eslabones los conocemos mediante nuestros sentidos externos, y otros solamente a través de nuestros poderes psíquicos, y únicamente cuando estos últimos están especialmente desarrollados. Yo simplemente enmarco un invisible eslabón dentro de una forma reconocible por nuestras facultades externas.»Simplemente se trata de una cuestión de transmutación, de reducción a principios básicos. Los pensamientos se relacionan, a última hora, con cosas materiales. Las emanaciones de la mentalidad que dejan sus impresiones sobre las cosas materiales se pueden transformar en formas reconocibles por los sentidos externos. ¡Mira!Barlow tomó asiento en el diván y apoyando ambos codos sobre las rodillas descansó la barbilla en ambas manos, mirando luego hipnóticamente a la pared opuesta. Hubo un cambio peculiar en la atmósfera de la estancia; la luz se tornó en el color gris del crepúsculo. La tonalidad uniforme de los muros verdes se alteró mediante varias sombras que se cambiaban como nubes que cabalgasen sobre un cielo oscuro. Brill miró a su alrededor, nerviosamente. Solo vio las paredes desnudas que variaban su tonalidad, la cúpula gris que se alzaba sobre ellos y aquella críptica figura que, inmóvil, como una estatua, ocupaba el diván.Miró de nuevo hacia las paredes. Pasaron unas sombras sobre ellas en interminable desfile; eran nebulosas, sin forma alguna. Algunas veces una distorsión de la débil luz les hacía tomar forma humana. Y todas ellas convergían en el lugar donde Barlow clavaba sus ojos. Y en aquel mismo punto la sustancia verdosa comenzó a brillar, a profundizarse, a tomar el aspecto de algo translúcido. En su profundidad había movimientos e inquietud, como el surgimiento de formas antropomórficas y débiles. Cuando las sombras penetraron también en aquella profundidad, la amalgama de figuras tomó clara forma. Brill reprimió un grito de sorpresa. Era como si estuviese mirando a la profundidad de un verde lago, y en su profundidad, nebulosamente, vio una figura humana, un gigante agachado y ataviado con ropas de seda. Los detalles de los ropajes y cuerpo eran vagos e inestables, pero el rostro se distinguía mucho más claramente bajo el gorro de terciopelo. Era un rostro ancho, impasible, con rasgados ojos grises, y un fino mostacho que caía sobre ambos lados de los labios delgados. «Era... »Aunque trató de impedirlo el grito escapó de labios de Brill. Se hallaba en pie, temblando como una hoja. Súbitamente la imagen desapareció. Las sombras se esfumaron dejando la superficie verdosa de las paredes perfectamente nítida. Barlow contemplaba a Brill con gesto un tanto cínico.—¿Bien...? —interrogó el científico.—Es un truco —respondió Brill—. Tienes escondido en alguna parte un proyector cinematográfico. He visto el rostro de Genghis Khan en antiguas monedas chinas y tú también. No hubiese sido difícil para ti falsificarlo.Pero al hablar se daba perfecta cuenta de que el sudor se deslizaba por todo su cuerpo.—No esperaba que lo creyeses —adujo Barlow, tomando asiento como un Buda.Bajo la débil luz, el desagradable cambio de su aspecto se hacía mucho más notable. Casi llegaba a ser una deformidad, y Brill no acababa de localizarla.—Tengo la impresión de que crees en muy pocas cosas —dijo Barlow plácidamente—. Yo «sé» que la figura era Genghis Khan. No, no su fantasma ni un resucitado de entre los muertos. Pero sí el total combinado de sus pensamientos, sueños y memorias, que en conjunto forman una suma tan real y vital como el hombre mismo. Sí, «es» el hombre. Porque dime, ¿qué es el hombre además de sus sentimientos, emociones, sensaciones y pensamientos? El cuerpo de Genghis Khan es puro polvo desde hace siglos; pero las partes inmortales de él dormitan en estas paredes. Cuando se materializan sobre un plano visible, naturalmente toman el aspecto del hombre físico del cual emanaron.»Me he sentado aquí durante muchas horas y he contemplado al Gran Khan hacerse más y más claro hasta que las paredes, esta cámara y el tiempo parecían desvanecerse, hasta que sólo él y mi propia mente parecían las únicas realidades del universo... ¡hasta que parecía penetrar en mi propio yo! Entiendo sus sueños; conceptos y el secreto de su poder.»A todos los grandes conquistadores, a César, Alejandro, Napoleón, Genghis Khan... la naturaleza concedió poderes que jamás poseyeron otros hombres. ¡Y yo estoy adquiriendo el formidable genio mediante el cual Genghis Khan, que nació en una tienda de nómadas, sojuzgó ejércitos, reyes, ciudades e imperios!Barlow, excitado, se puso en pie y se acercó a grandes zancadas hasta un pasillo simulado por una cortina, cerrando la puerta a sus espaldas.—¿Y qué...? —preguntó Brill, que le había seguido de cerca.—¡Yo también seré un conquistador! Mi yo absorbe todas las impresiones dejadas por el suyo. ¡Seré emperador de Asia!—¡Y un cuerno! —se burló Brill—. ¡Ya estoy harto de oír tus fantasías. Lo que quiero escuchar de tus labios es si estás dispuesto a venir a América y a Gloria.—No. Serás tú quien traiga aquí a Gloria.—¡Cómo! —exclamó Brill.—Sí. Lo he decidido. Ella encajará perfectamente en mis proyectos. Ella vendrá si le envió un mensaje. Siempre fue una esposa obediente.—Imagino que demasiado —comentó Brill irónicamente—. De lo contrario haría mucho tiempo que se habría divorciado. Sí, ella vendría. Y no porque te ame. Sus padres la obligaron a contraer matrimonio contigo cuando sólo era una niña y tú la has tratado como un perro; pero ella, sin duda alguna posee un alto sentido del deber. Ésa es la razón de que me haya enviado a buscarte. Ella y yo siempre nos hemos amado. Te confesaré que esperaba hallarte muerto... y siento encontrarte vivo. Pero no pienso traer a Gloria a este valle abandonado de la mano de Dios. ¿Y esa muchacha china llamada Lala Tzu? Tienes el valor de...—¡Cállate! —rugió Barlow, encolerizado— ¡Tú me traerás a Gloria! ¡Me traerás a mi esposa!—¡Eres un...! —gritó Brill poniéndose en pie y crispando ambos puños.Pero antes de que pudiera moverse cualquiera de los hombres entró en escena una esbelta y delicada figura, tras apartar otra cortina. Era Lala Tzu. En sus bellas facciones se exteriorizaba la furia.—¡Lo he oído! —gritó—. ¡No traerás a otra mujer aquí! ¡No me apartarás a un lado en favor de una mujer blanca! Seré capaz de matar...Con las facciones congestionadas por la pasión, Barlow golpeó salvajemente el rostro de la muchacha con la mano abierta, lanzando a continuación una serie de gritos guturales que Brill no entendió. Tres delgados y silenciosos tonkineses penetraron en la estancia, asieron a Lala y la arrastraron al exterior atravesando una arcada encortinada. Se oyó un fuerte golpe, un alarido de dolor, y luego los apasionados sollozos de la muchacha cuyo sonido se fue perdiendo a lo lejos.Barlow permaneció impasible, inmóvil, como si fuese la imagen de la imperial ira oriental, y Brill le miró con tremenda incredulidad.—¡Ahora lo sé! —exclamó Brill— ¡Desde un principio sabía que habías cambiado! ¡Tu acento... es mongol! Tus ojos han comenzado a tomar forma oblicua. En tu piel se destaca un tono cobrizo. Esas impresiones de que has alardeado... ¡Las has absorbido hasta que te han cambiado! ¡Te han cambiado! ¡Maldito diablo... has cambiado hasta convertirte en un mongol!Una diabólica alegría pareció apoderarse de Barlow, quien rugió:—¡Sí! Te dije que estaba absorbiendo las emanaciones mentales de Genghis Khan. ¡Yo seré Genghis Khan! Su personalidad remplazará a la mía porque la suya es la más fuerte. Y al igual que él, conquistaré el mundo. Dejaré de luchar contra los mongoles porque ya soy uno de ellos. Serán mi pueblo; ¡todos los asiáticos serán mi pueblo! Haré un regalo al jefe de los mongoles y ganaré amistad. Tú regresarás a América y me traerás a esa pequeña loca con la que me case en un momento de debilidad; es bella; será mi regalo a Togrukh Khan, el jefe mongol.Lanzando un enloquecido rugido, Brill se arrojó sobre él. Cada uno de los nervios de su cuerpo vibraba con la pasión primitiva de golpear, rasgar, y quebrar. De la garganta del científico surgió un poderoso gruñido y los dos hombres chocaron violentamente.Brill apenas notó los golpes que caían en su rostro y cuerpo. Inmerso en una roja neblina de terrible furia hizo retroceder a Barlow al mismo tiempo que una y otra vez dejaba caer sus puños sobre las odiadas facciones de su enemigo. El científico cayó hacia atrás, sobre las ruinas de una mesa y Brill sobre él hundiendo sus dedos en la garganta de toro de Barlow. Brill murmuró algo ininteligible cuando concentró toda la fuerza de sus musculados hombros sobre sus manos que comenzaban a estrangular. La sangre de la garganta de Barlow manchó los dedos de Brill; la lengua del hombre sobresalió por entre unos labios azulados; los ojos de Barlow comenzaban a nublarse.Brill recuperó el conocimiento comprendiendo claramente todo cuanto había sucedido y sintiendo el ferviente deseo de reanudar la lucha; pero se encontraba ligado de pies y manos a una silla. La sangre se deslizaba hasta sus ojos desde una herida sufrida en la cabeza. La movió para aclarar la visión y vio a Barlow frente a él. Brill sonrió sardónicamente cuando vio el daño que había producido en las facciones del hombre. Sabía que la nariz de Barlow estaba fracturada y que lo mismo había sucedido por lo menos con una de sus costillas. Su rostro parecía una máscara confeccionada con unos cuantos filetes de buey y su único ojo abierto brillaba fieramente.—¡Fuera de aquí! —gritó con terrible cólera.El impasible tonkinés que se hallaba presente abandonó la cámara.Volviendo la cabeza hacia un lado, Brill decidió que le habían llevado hasta el laboratorio de Barlow. Aparatos científicos de todas clases llenaban la gran estancia, y unos enormes frascos de cristal contenían espantosas reliquias que Brill no miró dos veces. Volvió a dirigir sus ojos hacia Barlow en el cual parecía haber desaparecido todo buen uso mental.—¡Esperabas encontrarme vivo —estaba diciendo el hombre—.... para regresar y casarte con mi esposa! Bien, te voy a enviar a ella. ¿Ves esa cosa que hay ahí? Ese mono disecado? Pues bien, ese será tu aspecto dentro de una hora. ¡Ríe ahora, estúpido! Hace menos de un mes ese mono era un hombre tan inteligente y desarrollado como tú. He descubierto un proceso de degeneración que hace retroceder a los seres humanos a la bestia que fue su progenitora. Todavía podría ir más lejos, y convertirte en el protozoo que nos dio vida a todos.«Pero te daré forma de mono... en una especie ya desaparecida, pero tú vivirás... ¡para saltar y hacer muecas en algún zoo o circo!... ¡Imbécil!... ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? ¡Serás una bestia! ¡Un antropoide asqueroso y velludo! Te enviaré a mi muy amada esposa con mis felicitaciones...Sucedió tan rápidamente que Brill apenas se dio cuenta. Desde una arcada cubierta por una cortina una figura esbelta y ágil, felina, acababa de saltar al interior del laboratorio blandiendo un brillante alfanje de acero. Brill oyó el impacto del golpe y el gruñido de agonía del hombre. Entonces, Barlow, con su máscara de muerte, dio un inseguro paso y se derrumbó. Sus manos, sobresaliendo por las anchas mangas de seda, se movieron espasmódicamente sobre el suelo hasta quedar inmóvil. Brill sintió un escalofrío al darse cuenta de que aquellas manos tenían la piel amarillenta y que las uñas no eran las de un hombre blanco. Las facciones de Barlow apenas podían reconocerse; su aspecto era extraño y muy poco natural.Lala Tzu permaneció en pie junto al hombre que acababa de matar, sosteniendo al alfanje en la mano y mirando a Brill con los ojos muy abiertos. Brill le devolvió la mirada totalmente fascinado. Aquella encantadora muchacha era probable que le matara con la misma facilidad que acababa de hacerlo con el hombre que había amado. Y en aquel instante Brill gritó advirtiéndole de algo, instintivamente. Más allá de donde se encontraba la muchacha, un rostro amarillo atisbaba por entre las separadas cortinas. Uno de los criados tonkineses miró hacia el cadáver de su amo. Lala Tzu gritó agudamente al mismo tiempo que alzaba el alfanje, pero el rostro desapareció y en el pasillo exterior sonó un estridente alarido. Lala Tzu permaneció en pie, dudando.—¡Suéltame, muchacha! —exclamó Brill debatiéndose bajo sus ligaduras—. Yo te ayudaré.En un instante Lala cortó las sogas que le sujetaban a la silla. Mirando a su alrededor en busca de un arma, Brill vio una gran cimitarra que colgaba de la pared. La descolgó justamente cuando los tonkineses penetraban en el laboratorio blandiendo unas brillantes dagas. Asiendo la poderosa arma con ambas manos la alzó sobre su cabeza y golpeó a izquierda y derecha. La hoja de acero, tan afilada como una navaja de afeitar atravesó carne y hueso, decapitando a un hombre instantáneamente. Otro gritó cuando un brazo se desprendió de su cuerpo entre un enorme chorro de sangre. Los demás retrocedieron, sorprendidos, y luego, lanzando ensordecedores alaridos, abandonaron corriendo el laboratorio. Brill les contempló temblando de ira y sintiéndose enfermo por la sangre que acababa de verter aun cuando había sido en loca batalla. Lala Tzu le tocó un brazo.—¡Han ido en busca de armas de fuego! —chilló la muchacha—. ¡Nos matarán como perros! ¡No podemos escapar del palacio, pero hay un lugar donde podemos resguardarnos!Brill siguió a la muchacha al exterior de la cámara para continuar luego andando por un pasillo. Detrás de ellos sonaban muchos gritos y en algún lugar sonaba un ruido parecido al que harían los fuegos artificiales. Parecía proceder del exterior del palacio, pero el estrépito era tan furioso que Brill no podía estar seguro. Los pequeños pies de la muchacha se deslizaban rápidamente sobre las losas de mármol, hasta que llegó a una escalera de caracol. La muchacha subió sin dudarlo un solo momento. La escalera ascendía hasta una alta cúpula. Brill ya jadeaba fatigosamente antes de alcanzar la parte superior de la escalera. Sus perseguidores casi les pisaban los talones. Estaban mucho más cerca de lo que él pensaba. Cuando alcanzó la cima de la escalera y se volvió, un tonkinés atacó con tanta rapidez que blandió una pistola ante el rostro de Brill antes de que éste se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. La cimitarra descendió al mismo tiempo que disparaba el arma; la pólvora quemó el rostro de Brill y la cabeza del oriental se abrió como si fuese un huevo bajo la terrible hoja de acero. El impacto del golpe hizo caer hacia atrás al cuerpo del tonkinés desmoralizando a los demás hombres que le seguían.Dispararon las armas de fuego y las balas rebotaron en las paredes, pero Brill y la muchacha ya habían doblado la última curva de la escalera y los nativos no se atrevieron a atacar ante aquellos formidables golpes de cimitarra. Mientras esperaba, cubierto de sudor, y aún asiendo con ambas manos el mango de su poderosa arma, Brill escuchó un enorme clamor y el sonar de muchos rifles. Lala Tzu gritó advirtiendo a Brill y éste durante un instante arriesgó su vida volviéndose para mirar hacia donde señalaba la muchacha.Se encontraban bajo el arco de una alta cúpula que era el pináculo del palacio. En una plataforma había montado lo que parecía ser un gran telescopio, con su extremo sobresaliendo a través de una especie de tronera. Mirando a través de una ventana que había a su lado, Brill vio las calles de la ciudad a sus pies, y los muros y el valle más lejos. Y también vio que la fatalidad acababa de caer sobre Khor.Descendiendo por la rampa que conducía hasta el desfiladero, un verdadero enjambre de jinetes que cantaban y muchos más hombres a pie, descendían incendiando cabañas y disparando cobardemente sobre el ganado. Varios cientos más de hombres se hallaban en el exterior de la gran puerta. Sosteniendo un enorme tronco de árbol entre unos caballos como si fuese un ariete, algunos hombres asaltaban la puerta principal mientras otros disparaban contra los defensores de las murallas que se esforzaban por devolver el plomo. ¡Los mongoles se hallaban por fin, en el valle, a pesar de todas las barreras de Barlow.En la parte baja del palacio estalló también un enorme clamor, y Brill corrió hacia la escalera blandiendo una espada. Pero el ataque no llegó. Una voz estridente aulló con desesperación, y Lala Tzu, escuchando, se volvió hacia Brill.—Dicen que los mongoles derribarán la puerta y les cortarán la garganta —murmuró—. Te ruegan que les salves. Creen que tú también eres un mago blanco. Dicen además, que un mongol trepó hasta la cima de los farallones y disparó sobre el vigilante del desfiladero antes de que pudiera bajar la palanca y lograr que la cadena fuese barrera imposible de franquear. Llegaron en tal número que no temieron a las arañas. Son conducidos por Togrukh Khan que no teme a la magia del hombre blanco. Juran que te obedecerán si les salvas de los mongoles.—¿Cómo puedo hacerlo? —interrogó Brill con tono de desamparo.—¡Yo te enseñaré!La muchacha le tomó por una mano y le condujo hacia la gran máquina que se alzaba en la plataforma.—¡El siempre dijo que usaría esto si los mongoles llegaban a los muros! Mira, apunta como si fuese el cañón de un arma... hacia la puerta principal. Él me enseñó... ¡sostenlo así y oprime el gatillo!—Hazles jurar primero que no nos harán daño —pidió Brill.La muchacha llamó a los que estaban abajo y hubo una respuesta; gritos salvajes, el súbito sonar de golpes pesados, y luego una voz que sonaba triunfalmente.—¿Qué ha sido eso? —preguntó Brill, nerviosamente.—Los tonkineses querían matarnos —respondió la muchacha—. Los hombres de Khor los han suprimido y juran que te obedecerán. No temas. Mantendrán su palabra. ¡Deprisa... las puertas comienzas a ceder!Era cierto. Los musulmanes que habían estado tratando de sostener la puerta abandonaron ésta y empezaron a correr dando alaridos. La puerta quedó instantáneamente destrozada, abriéndose hacia dentro y los jinetes comenzaron a penetrar en la ciudad aullando como lobos al ver ante ellos su desamparada presa. Brill se situó tras el gran cañón y oprimió el gatillo. Esperaba alguna especie de explosión acompañada del correspondiente retroceso. Pera nada de esto sucedió. Por la boca del arma surgió un largo rayo de luz azulada que alcanzó la puerta y la horda que la atravesaba. El resultado fue espantoso.Durante un instante hubo como una especie de nebulosa cortina a través de la cual no se veía con claridad. Después, un clamor de pánico hendió los aires. La puerta apareció bloqueada por una masa ennegrecida de carne y huesos desintegrados perteneciente a lo que hacía un instante eran más de cien hombres con sus monturas. Aquel rayo ni había quemado ni rasgado. Simplemente, y mediante una terrible fuerza, envió a la eternidad a todo cuanto había ante la puerta, abriendo luego ancho camino entre las hordas que se encontraban un poco más lejos. Durante un instante los supervivientes permanecieron inmóviles, paralizados por el terror, y a continuación, lanzando formidables alaridos, hicieron dar la vuelta a sus caballos y huyeron hacia las colinas, luchando como diablos para atravesar cuanto antes el desfiladero. Brill contempló la escena, sintiendo náuseas, hasta que Lala Tzu le tocó en un brazo. Desde la parte inferior de las escaleras llegó hasta ellos un clamor de alegría.—El pueblo de Khor da gracias por su liberación —dijo Lala Tzu— y te ruega que ocupes el trono de Khital Khan... que era el trono de Ak Khan, a quien mataste.—¿A quién he matado? —interrogó Brill con un gruñido— ¡Esto sí que es bueno! Bien... di al pueblo de Khor que se lo agradezco mucho, pero que todo cuanto deseo es caballos, comida, y unas cuantas cantimploras de agua. Quiero salir de este país mientras los mongoles aún cabalguen en otra dirección, y deseo regresar a América tan pronto como pueda. Hay alguien que me está esperando allí.FIN