UNAS VACACIONES (Evaristo Escalera)
Publicado en
julio 29, 2012
I
Lena, 29 de julio.Querido León: Dispensa que no te haya escrito en tantos días: estoy completamente absorbido por la caza, por esa distracción que borra tan bien los grandes pesares y que sabe apartar de mi imaginación los nombres fatídicos de mis acreedores, que no consigo ahuyentar de ella sino cuando echo al hombro la escopeta y me pierdo por entre los poéticos jarales que circundan estos alrededores. Tú, en calidad de chico estudioso, me preguntarás qué hice de aquellas solemnes promesas de entregarme en cuerpo y alma al estudio, de pasar las tardes enteras a la sombra de los árboles hojeando los autores de texto; pero yo, querido amigo, te responderé que las he relegado al olvido; que no vivo más que para la Naturaleza, y que, por apéndice, he resuelto creer en la Providencia, en esa divinidad de los malos estudiantes, de los malos políticos y de los jugadores de lotería. Es preciso creer, amigo mío; y si la fe, como nos la enseña el Evangelio, remueve las montañas, malo será que, por tibia que sea la mía, no tenga bastante fuerza para removerme de este segundo año de Medicina en que me han dejado suspenso. Y luego, ¿la inspiración no vale nada? ¿Los grandes artistas han estudiado en algún libro sus grandes concepciones? ¿Por qué no he de creer, pues, en esa inspiración sublime del momento, que inflama en nuestro cerebro una musa desconocida? Creer y esperar son las dos palabras más bellas que hay en el diccionario de la lengua: el estudiante estudioso es el peor de los ateos.
¡Ah! Estoy aquí divinamente. Mi padre es un buen señor que no cuida más que de sus rentas y de sus gallinas, y que está creído que tiene en su hijo un chico tan sabio como pródigo. Vivo a mi albedrío, sin cortapisa, autonómicamente, distribuyendo el tiempo del mejor modo posible entre los placeres que me son más agradables. Con todo, no vayas a figurarte un solo momento que me he convertido una sola vez en pescador de caña.Querido mío, basta ya. No quiero abusar de la superioridad que sobre ti me da la ventajosa posición en que me encuentro. Sin quererlo, establecerías comparaciones, y las comparaciones son siempre odiosas.Tu amigo de corazón,Miguel.
II
Lena, 12 de agosto.Querido León: ¡Oh! ¿Por qué no estamos en los felices tiempos de las Amaralis, época dichosa en que bailaban las zagalas al son del tamboril? ¿Por qué no estamos en el que las pastoras adornaban sus dorados cabellos con las frescas y odoríferas rosas cogidas en los valles, cuando la mano pródiga del alba depositaba sobre sus corolas las perlas que destila? He aquí la interrogación que hice en mi mente, al mismo tiempo que me servía un jarro de agua una muchacha que debía ser muy linda, y que vive en uno de los pintorescos valles que con más frecuencia recorro. Y digo que debía ser muy linda, porque lo era a pesar de sus cabellos desgreñados, de sus manos tostadas por el sol y de ese traje tan poco a propósito para ilusionar, que visten las aldeanas de aquí.
La pobrecita tembló para darme el jarro de agua, bajó sus ojos azules, y en seguida se fue sin decirme una palabra. Al retirarme, lo confieso ingenuamente, parecíame que me había quedado algo en la casa de la campesina. Fumé un cigarro, cargué mi escopeta, ¡oh fortuna! Cuando yo estaba pensando en volverme a beber otro jarro de agua, he aquí que pasa a mi lado esa aldeana.—¡Eh, muchacha! —le dije cariñosamente.—¿Qué se le ofrece a usted? —respondió deteniéndose y mirándome con extrañeza.—Toma y dispénsame por haberme ido sin darte las gracias por la amabilidad con que has apagado mi sed.Y la puse en la mano un napoleón.La aldeana se quedó mirando la moneda sin atreverse a guardarla ni rehusarla.—Guárdatela —le dije, viendo su indecisión—. Yo cazo mucho por este valle y, en adelante, beberé de esa agua riquísima que me has servido.—¿Me le da usted de veras? Yo no lo creo —balbuceó—. Mi abuela y yo trabajamos ocho días para ganar esa moneda.—Tanto mejor...; eso consiste en que recompensan muy mal vuestro trabajo.—Pues bien, la guardo. ¡Voy a comprarme tantas cosas con ella! ¡Adiós, adiós!Y echó a correr como una loca, cantando, con su cántaro debajo del brazo.Yo me quedé contemplándola, lleno de esperanzas.¿No te parece que debo visitar a esa aldeana que, según mis noticias, vive con su abuela, medio ciega? ¿Que debo cazar mucho en sus alrededores, y decirla que es bonita y regalarla muchos napoleones, en vez de componerla algunas églogas?La ocasión la pintan calva; además, yo quiero tener unos amores agrestes; por malos que sean, nunca serán tan amargos como los cortesanos; en fin, amar a una aldeana, mitad mujer, mitad no sé qué.En fin, amigo mío, es necesario que agote todos los placeres que se me ofrecen...¡Qué bella tarde he pasado ayer con Ambrosio! Los dos hubiéramos dado cualquier cosa porque tú estuvieras a nuestro lado, mezclándote en nuestra conversación, respirando la atmósfera más pura, contemplando el paisaje ameno de nuestras montañas, de nuestros bosques, de esta Naturaleza, en fin, tan rica, tan animada, tan deleitosa, como diría un poeta bucólico. Muy triste nos ha sido pensar que tú estarías encerrado entre cuatro tabiques, mirando desde la ventana las paredes del patio, oyendo, en vez del gorjeo de las aves, ese maldito canto de la Maritornes, que tantas veces hemos maldecido juntos.No quiero, no debo contestar a tus heréticos razonamientos. Ni por un momento has conseguido hacer vacilar mi fe. Sí, te lo digo muy alto: Cruveilhier y Muller nunca me inspirarán otra cosa que lástima... En esta parte no hago más que obedecer los impulsos de la conciencia.Desengáñate: es una tontería, pero una tontería de a folio, consagrarse al estudio para tener uno que cantar al fin de su jornada la palinodia, como el sabio aquél que dijo, interrogado acerca de su sabiduría, sólo sé que no sé nada.Tu amigo de corazón,Miguel.
III
Lena, 21 de agosto.Querido León: Me hacen gracia tus moralejas, y, sobre todo, el tono grave con que las escribes. Quieres que desista de ver esa aldeanita, que no la persiga, que la deje en paz... ¡Y cuándo me lo dices! ¡Cuando es una necesidad que yo la vea a todas horas; en el momento en que mi corazón siente algo por ella! Eres un niño; eres un viejo, mejor dicho, que no comprendes el corazón humano más que en la sala de disección, con el escalpelo y las pinzas en la mano.
La aldeana en cuestión se llama María; es huérfana, tiene dieciocho años, la tez fresca y sonrosada como las rosas que nacen en su huerto.Dime tú ahora si hay camino para retroceder.En la parte moral, es una joven que parece cándida. ¡Suponte que me ha devuelto los diecinueve leales, diciéndome que su abuela le había prohibido admitirlos! Pero, en cambio, y esto es lo que la abuela no sabe, ha admitido otras monedas más peligrosas. Me ama, y no ha podido disimularlo: no la amo en el sentido que comprendo el verdadero amor, y la he hecho creer que la idolatro. Sin embargo, hasta aquí no he querido abusar de mi posición. ¿Abusaré mañana de ella? La casualidad puede darme el lauro de la virtud.No puedes formarte una idea del sentimiento que se apodera de mí al contemplar cómo van pasando estos días hermosos de vacaciones. Te aseguro que si pudiera convencer a mi buen papá que la Medicina, que todas las carreras son un disparate inventado por la vanidad y el necio orgullo de los hombres, no volvería a pisar los claustros, que maldigo con todo el odio de mi corazón.Adiós: voy a ver a María, porque esto me parece preferible a proseguir esta carta estrafalaria.Tu verdadero amigo,Miguel.
IV
Lena, 17 de septiembre.Esta vez, querido León, no has contestado a la mía, ¿por qué?, lo ignoro; no quisiera que la causa de ello fuera motivada por algún incidente desagradable.
Empiezo a escribirte bajo dos impresiones dolorosísimas. Hasta que el calendario, ese libro terrible, ese reloj de arena, no me dijo la fecha en que nos encontramos, no supuse siquiera que ya no me restan más que cuatro días para abandonar estos bellos lugares. Y lo peor no es esto, sino que siento que aquella fe de que te hablé en mis cartas se desvanece; que mis locas creencias se disipan. En mi desesperación evoco los autores del texto, que me responden con una carcajada homérica.¡Añade a esto que María está loca, que me ama con ese delirio de las mujeres vírgenes, y que aquel algo que te dije experimentar por ella se ha evaporado completamente, y tendrás una idea formada de mi situación! Luego, esa niña es tan imprudente, que temo que mi familia vaya a enterarse de unos amores que no me perdonarán jamás...¡Pobre niña! He despreciado tus consejos con una insensatez que ahora me abruma.Adiós, adiós, y no me contestes, porque uno de estos días te abrazará,Miguel.V
Era una mañana de noviembre, y los estudiantes de Medicina salían en tropel de la cátedra de Anatomía para dirigirse a la sala de disección. Entre los últimos venía Miguel, el autor de las cartas que acabamos de transcribir, que no sabemos si empezaba por la tercera o la cuarta vez los estudios de segundo año de la facultad de Medicina.
—¡Magnífico día —decía a uno de sus compañeros— para enterrar las manos en el vientre de un cadáver! Dígase lo que se quiera, paréceme una solemne bestialidad destrozar esos cuerpos ateridos... ¡Pobre ciencia humana, que tienes que encarnizarte, como los buitres, contra los despojos de los muertos para engalanarte con un miserable descubrimiento!—Vamos, no disparates —le contestó su condiscípulo—. Es necesario que abandones una filosofía que, de otro modo, te va a eternizar en el segundo año.—Tienes razón —contestó Miguel con la volubilidad de carácter que le distinguía—. A rajar, a cortar... alons!Y en el mismo momento, ya en la sala de disección, Miguel tiró de la sábana que encubría el primer cadáver que encontró...—¡Oh!, magnífico; una joven. En estos cadáveres da gusto trabajar... Estas carnes tersas y frescas...Y Miguel se reclinó para operar sobre el pecho de la joven, que parecía una de esas estatuas de mármol blanco acostadas sobre un sepulcro, según la costumbre de la Edad Media. En esta actitud, semejábase el estudiante más a un escultor que a lo que en realidad era. Pero de pronto dio un grito y se balanceó para no caer.—¿Qué es eso? —le dijo un condiscípulo asiéndole del brazo—. ¿Te has cortado?Miguel no pudo responder; pasó maquinalmente la mano sobre su frente pálida y balbuceó unas palabras que nadie pudo comprender.—¡Oh!, dejadme marchar —dijo a sus condiscípulos que le rodeaban, un poco calmado, volviendo con tenacidad el rostro en dirección opuesta al cadáver—; dejadme marchar.Sus compañeros le desasieron, y Miguel se lanzó como un loco fuera de la sala de disección.Epílogo
El cadáver era de María, que había abandonado su escondida aldea para buscar a su amante en la corte.
Pobre y sin recursos, la había recogido un sereno, en una de esas heladas noches de invierno, medio exánime, acurrucada en una calle, y dos días después moría, víctima de una pulmonía fulminante, en el Hospital General. Por una fatalidad, dos caprichos la habían elegido dos veces para ensangrentar su corazón.Fin