QUIRÓFANO DE MASCOTAS Y FIERAS
Publicado en
julio 22, 2012
En manos expertas- La doctora Orla Mahony (izquierda) le practica un examen endoscópico a un gato.Hasta cierto punto es como cualquier otra sala de urgencias: los médicos son diligentes, experimentados, bien capacitados y atentos. Los pacientes, en cambio, son muy especiales: vuelan, saltan, nadan o reptan. Esta clínica, ubicada en las afueras de Boston, es un mundo en el que la más avanzada tecnología se combina con la compasión humana para obrar verdaderos milagros en favor de los animales.
Por la Facultad de Veterinaria de la Universidad Tufts, en colaboración con Vicki Croke.
Fotografías de Michael Carroll.MISTY, perra de raza akita, no es precisamente un ejemplar de concurso. Los perros de esta raza son de talla grande, músculos bien marcados y pelo abundante y tupido, vestigios de los días en que eran utilizados para cazar osos. Misty, en cambio, es pequeña, rechoncha y tiene ralo el pelo.
A sus dueños, David y Cheryl Alger, no les importa. Cuando la adoptaron, hace dos años, Misty estaba en los huesos y muy enferma. Tenía apelmazado el poco pelo que le quedaba, y la cola, también muy rala y sucia. Estaba así por el descuido de un criador. La había apareado para vender los cachorros y luego, sabrá Dios por qué, echado a la calle. Gracias a su inteligencia y sagacidad natural, la perra sobrevivió un mes sin hogar, hasta que el departamento sanitario la atrapó y los Alger se enteraron de su existencia.Por no haber tenido una vida normal, dice su dueña, Misty "ni siquiera sabía jugar con una pelota". Con paciencia, buenos cuidados y mucho afecto, los esposos la hicieron salir adelante.Esta tibia tarde de noviembre, empero, Misty afronta un nuevo reto: corre peligro de morir a causa de un trastorno grave que los veterinarios llaman vólvulo gástrico. Algunas razas son propensas a este mal, entre ellas el lobero irlandés, el pastor alemán, el gran danés y, por desgracia para Misty, el akita.El vólvulo gástrico consiste en la dilatación y torsión del estómago, en cuyo interior quedan atrapados gases, comida y agua. Los vasos sanguíneos se tuercen y se interrumpe el paso de sangre del estómago y el bazo al corazón. Como no llega sangre oxigenada a estos órganos, se acumulan desechos celulares tóxicos y el animal entra en estado de choque. El trastorno se presenta de súbito y se agrava rápidamente, así que hay que actuar sin demora: los minutos cuentan.Como el veterinario al que acuden los Alger no cuenta con el equipo necesario para operar a Misty, trasladan a la perra al Hospital para Especies Pequeñas Henry y Lois Foster, situado en terrenos de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Tufts. Una vez allí, la llevan a la Unidad de Terapia Intensiva (UTI) y la atan con correa a una mesa de exploración de acero inoxidable.Los perros akita tienen pequeños los ojos y arrugada la frente, lo que los hace parecer eternamente preocupados. En el extraño ambiente del hospital, a Misty le sobran motivos para tener ese semblante. Sea porque es muy recelosa o porque se le dificulta sentarse o echarse, permanece en pie estoicamente, observando en silencio la intensa actividad que la rodea. Es un día de mucho ajetreo en la UTI: un dálmata recién operado de un disco intervertebral ladra y aúlla lastimeramente; un cobrador dorado al que un coche atropelló hace una semana ha sufrido una recaída y todos corren a atenderlo. Y un teléfono que no para de sonar se suma al caos.John MacGregor, médico interno, se encargará del caso de Misty. Pese a ser un hombre retraído, llama la atención por su estatura, su ancha espalda y su pelo rojo. Vestido con bata blanca y ropa de quirófano, se reúne con los preocupados dueños de la perra. Los Alger corrieron al hospital en cuanto notaron que Misty no estaba bien. David, quien compite en carreras ciclistas, tuvo que interrumpir un entrenamiento y aún lleva suéter y mallas negras.John les explica que, sin una operación exploratoria, no hay manera de saber si la perra presenta daños en el estómago y el bazo. Aclara, además, que Misty podría morir mientras la operan.Luego hace una pausa. Ha llegado a la parte de la conversación que todos los veterinarios detestan: el asunto del dinero. La cirugía y los cuidados postoperatorios costarán entre 2000 y 2200 dólares. En tono de disculpa, John advierte:—Y algunos akita no reaccionan tan bien a este tratamiento como otros perros. El costo podría ser mucho mayor.Cheryl mira al especialista a los ojos y le dice:—La queremos mucho.—Es como un miembro de la familia —agrega David.Los esposos preguntan si pueden despedirse de su mascota. Le hablan en voz baja, la acarician y luego se alejan. Misty gimotea al verlos partir. Cheryl no puede contener el llanto. Son las 4 de la tarde.Una hora después, la perra está anestesiada y tendida panza arriba en la mesa del quirófano. Caroline Garzotto, cirujana residente, se prepara para operarla. Misty tiene entreabierto el hocico, y la lengua le cuelga sobre un tubo conectado a un pulmón artificial. Está cubierta de cabeza a patas de papel azul; sólo se le ve el abdomen.Caroline empieza a hacer una incisión. Conforme describe lo que ve, el nerviosismo aumenta en la sala. Ha llegado el momento de determinar si los Alger podrán volver a casa o no con su mascota curada.Con sumo cuidado, la cirujana le destuerce el estómago a la perra y luego inspecciona otros órganos.—Veamos —dice—: el hígado está bien... El bazo también...Aunque todos usan gorro y cubreboca, se nota que sonríen. La doctora Garzotto sutura el estómago a la pared abdominal para evitar que se vuelva a torcer y alguien rocía la zona con una solución salina. La operación ha sido un éxito.A las 6:15 de la tarde Misty empieza a despertar y la colocan en una jaula. Una pequeña colchoneta y una manta hacen más confortable el espacio de recuperación.En la tarde del día siguiente, domingo, Cheryl pasa a ver a su mascota. Al entrar en la sala de espera, la perra no puede contener su alegría. Pese a estar recién operada, se abalanza sobre su dueña gimiendo débilmente. Luego se sienta, la mira a los ojos sin dejar de lloriquear y apoya las patas delanteras en el pecho de Cheryl.Ella se echa a reír mientras abraza y acaricia al animal.—Me está diciendo que quiere irse a casa —explica.Y, en efecto, se va al otro día.
En recuperación- El animalito examinado recibió un pronóstico alentador.DONDE SE HACEN MILAGROS
ES ASOMBROSA la calidad y variedad de los servicios veterinarios que se ofrecen hoy en día en Estados Unidos. En la actualidad hay marcapasos y trasplantes de órganos para animales, y oncólogos, oftalmólogos y dentistas veterinarios que proporcionan a sus pacientes quimioterapia, radioterapia, endodoncias y tratamiento de cataratas con láser.
Quien marcha a la vanguardia en este campo es la UTI de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Tufts, que, aunque dispone de poco espacio, hace uso de la tecnología más avanzada. Esta universidad es una de las pocas instituciones de educación superior en Estados Unidos que ofrecen cursos de posgrado en urgencias veterinarias y terapia intensiva para animales.El camino que conduce a la UTI, en North Grafton, Massachusetts, atraviesa hermosos parajes típicos de Nueva Inglaterra. A ambos lados de la carretera se alzan viejas fincas que parecen desafiar el tiempo, y unos muretes de piedra cubierta de musgo cercan pastizales ondulantes. En las mañanas frías las vacas se amontonan y se dejan envolver en el vapor de su aliento.Con todo, la belleza de la zona a menudo pasa inadvertida para muchos de los viajeros: dueños de animales enfermos que llevan a sus mascotas al Hospital Foster. Aunque llegan allí preocupados, saben bien que en ese lugar sus animales pueden salvar la vida.Al trasponer la doble puerta de vidrio de la entrada de la UTI se llega a una típica sala de espera: bien iluminada pero atestada de perros, gatos, aves, roedores y reptiles que aguardan a que los examine un experto veterinario.En un día ordinario el personal puede atender a un dragón de agua aquejado de dolor de barriga, a un loro australiano que "aspiró" una semilla y no puede respirar, o a una rata que tiene una pata hinchada porque la mordió un cobayo.La UTI es una sala poco espaciosa cuya forma semeja una croqueta de perro y a la cual se entra por un extremo. A la derecha hay una pequeña cocina en cuyo refrigerador se guardan medicinas, sangre y sus derivados, y comida para mascotas. A la izquierda se halla un escritorio largo; encima de él hay papeles y carpetas desgastadas, y abajo, mochilas y bolsas de almuerzo.En el otro extremo se ven dos mesas de exploración de acero inoxidable y, remetidas en los rincones, varias incubadoras. Del techo cuelgan rasuradoras eléctricas que se utilizan para afeitar a los animales antes de colocarles las sondas intravenosas o de operarlos.Supervisan todo esto tres veterinarios certificados, especialistas en emergencias y terapia intensiva. En el escalafón los siguen los residentes, quienes cursan una especialización de tres años. Luego están los internos (los cuales asisten a cursos de un año), y los técnicos, que se encargan de tomar muestras de sangre, vigilar a los pacientes, darles medicinas y limpiar las jaulas.Quienes se capacitan aquí recorren cada día el pintoresco camino que conduce al hospital, a menudo antes del amanecer, y se despabilan bebiendo tazas de café de un sorbo.Hay una sola regla para vestir y es sencilla: usar ropa que resulte cómoda para dos días, pues los turnos suelen durar hasta la mañana siguiente. Esto significa camisa, pantalón, gorro y botas de quirófano. Se trabaja a un ritmo frenético. Algunos se anotan datos en las manos, lo cual es más práctico que en papel, y cuando se oye el pitido de un radiolocalizador portátil todos bajan la vista para mirar el suyo.Los veterinarios de la UTI son como pilotos expertos con mentalidad de estratega. Su singular combinación de conocimientos especializados, reflejos rápidos y confianza en sí mismos salva muchas vidas. La capacitación que reciben en la facultad es muy similar a la de los médicos, y lo que los impulsa a emprender estudios tan arduos es su amor por los animales.Para muchos de ellos, salvar animales ha sido la pasión de su vida. Gretchen Schoeffler, una residente, reconoce que tiene la debilidad de encariñarse mucho con sus pacientes. Cuando esta extrovertida pelirroja ve un animal enfermo, invariablemente se enamora de él y hace todo lo que esté en sus manos para que se restablezca.Otro residente, Ari Jutkowitz, de 28 años, recuerda que a los seis años perdió a Charlie, su adorado periquito. "Desde ese día quise ser veterinario", cuenta.Para este delgado joven, que lleva el ondulado pelo oscuro atado en una cola de caballo, aliviar el sufrimiento de un animal enfermo es más importante que resolver un caso difícil. "Tiendo a comprometerme emocionalmente", admite.Aún sufre al rememorar cualquiera de los casos que ha atendido, pero por nada del mundo dejaría de ser veterinario de urgencias.Para todos los que trabajan en la UTI, así como para los visitantes, no hay otro lugar igual.
Ajetreo sin fin– A toda hora hay manos ocupadas en atender pacientes.QUIGLEY, EL CANGURO
NO TODOS LOS ANIMALES que llegan a la UTI son mascotas ordinarias. Algunos pacientes arman revuelo al entrar a la sala de espera. Ha habido personas que han solicitado auxilio para cebras, elefantes, emúes, avestruces, ballenas (aunque éstas no pasan por la sala de espera), serpientes, loros, tortugas y, al menos en una ocasión, un canguro llamado Quigley.
A las 9 de la mañana de un día de diciembre, un camión especialmente equipado entró en el estacionamiento del hospital. Larry Records y su esposa, Alexandra Burpee, propietarios de un zoológico donde los niños pueden tocar y alimentar a los animales, bajan del vehículo a su pasajero, Quigley, de siete años, y lo conducen cuidadosamente a través del estacionamiento.Casi ciego, el marsupial de sedoso pelo rojizo avanza con cautela mientras Alexandra le habla con voz suave. Por momentos el animal se detiene y la oye con atención. Prefiere a las mujeres en general, y a su dueña en particular.Ella lo guía por los pasillos de piso ahulado del edificio. El canguro usa sus pequeñas extremidades superiores, que parecen manos, para tantear el camino y mantener el equilibrio mientras arrastra las patas traseras hacia delante. Cada varios pasos se detiene, se vuelve y pega la nariz a la de Alexandra.Ésta lo lleva hasta una espaciosa sala de exploración, donde aguarda un nutrido grupo de estudiantes, internos, residentes y otros miembros del personal, entre ellos el veterinario Anthony Moore, quien se acerca a Quigley y lo saluda:—¡Hola, galán!—Ay, no! —dice Alexandra—. Se va a poner como basilisco.En efecto, al oír una voz de varón, el canguro se yergue sobre sus fuertes patas traseras, usando la cola para estabilizarse. Convertido de repente en un energúmeno de 1,80 metros de altura, el animal se prepara para atacar. Larry, el corpulento esposo de Alexandra, de inmediato lo agarra de la pesada cola para desequilibrarlo. Entonces, sujetándolo con fuerza, la dueña y otro veterinario lo obligan a agacharse.Una vez apaciguado el canguro, se apagan las luces de la sala. Con un oftalmoscopio, el doctor Moore le examina el ojo derecho, al que lo cubre una mancha grisácea. Después de tocarle ambos ojos con otro instrumento, el médico emite el diagnóstico: glaucoma en el ojo izquierdo y una catarata en el derecho. Quigley queda en libertad mientras sus dueños y los veterinarios analizan el problema.Moore explica que, para que el animal recupere en parte la vista, habrá que operarle la catarata. En cuanto al otro ojo, no hay nada que hacer: tendrán que extirpárseloAñade luego que remediar la catarata costará unos 750 dólares, sin contar la anestesia. Con la otra operación, el total ascenderá a alrededor de 2000 dólares.Larry se pregunta en voz alta si no sería mejor dejar al animal como está. Explica que Quigley, ciego y por lo general agresivo, se ha vuelto muy cauteloso al moverse. Si viera un poco, teme Larry, podría confiarse demasiado y hacerse daño.Como si entendiera lo que hablan, el canguro busca consuelo en Alexandra. Es más alto que ella, así que se agacha un poco para hacerle un mimo con la nariz.Los esposos están consternados. Han tenido una mala racha con otros de sus animales: un tucán que está enfermo del hígado, un camello que se fracturó una pata...A pocos metros de la sala de exploración está su cebra, Tu-Tone, que recibirá quimioterapia por segunda ocasión. El mes anterior habían llevado al macho para que le extirparan un tumor que le sale en la piel, cerca del lagrimal derecho.El día en que Larry llevó a la cebra al hospital por primera vez, todos se apartaron para dejarla pasar. Estos animales se irritan con facilidad y sus coces son temibles, pero aquel día Tu-Tone estaba tranquilo porque lo acompañaba una amiga: una llama de nombre Luna Negra. Con ella a su lado, se dejó conducir dócilmente con una correa. Luego los veterinarios le extirparon el tumor y lo sometieron a una intensa sesión de quimioterapia.Larry y Alexandra aún no deciden qué hacer con Quigley. En el hospital es de sobra conocida la compasión con que tratan a sus animales, pero la racha de enfermedades los ha dejado sin dinero. Y como el canguro ya no va a formar parte del zoológico, no parece muy útil gastar tanto en operarlo.Pese a todo, los esposos deciden que vale la pena curar a Quigley. "Muchas personas tienen animales para ganar dinero; nosotros, en cambio, ganamos dinero para poder tener animales", dice Larry.El doctor Moore le opera la catarata al canguro, le extirpa el otro ojo y, antes de suturar, le coloca un implante. En la actualidad, ya retirado del zoológico, el nervioso marsupial goza de buena salud.En cuanto a Tu-Tone, tras la última sesión de quimioterapia, el tumor no reapareció y la herida de la operación cicatrizó casi sin dejar huella. El tratamiento dio tan buen resultado que, como comentó uno de los veterinarios, hasta las rayas se le veían como recién pintadas.
Diablillo— La doctora Gretchen Schoeffler examina a un cachorro que se lesionó al caer desde el escritorio de su dueño.EL RECINTO DE LOS ANIMALES SALVAJES
A CIERTA DISTANCIA de la UTI, en un rincón apartado de la universidad, hay una casita pintada de marrón donde se alojan entre 1200 y 1500 pacientes cada año, y que llegan en cajas de zapatos o envueltos en toallas o mantas. Es la Clínica de Animales Salvajes de la facultad, donde se atiende a ratones, ardillas, lechuzas, tortugas, ciervos, halcones, cisnes y visones, entre otras especies. Las dolencias más frecuentes son lesiones por atropellamiento o descarga eléctrica y heridas de bala o flecha.
A la clínica acuden estudiantes deseosos de aprender las técnicas para salvar a esas criaturas. Allí descubren que los casos que se presentan siguen un patrón estacional. Hay una temporada de crías heridas (primavera y verano); una de lesiones causadas por cazadores (otoño); una de botulismo (en el verano, cuando los animales comen desperdicios de comida que contienen las toxinas de cierto bacilo), y una de inanición y deshidratación (invierno).Los veterinarios en ciernes también aprenden datos fundamentales sobre diversas especies. Por ejemplo, los cormoranes, que se sumergen para pescar, no tienen orificios nasales externos. Es importante saber esto, pues si un veterinario le cierra el pico con cinta adhesiva a un cormorán para curarlo, el ave a duras penas podrá respirar. Otro dato esencial: cuando se sienten acorraladas, estas criaturas dirigen sus picotazos a los ojos, así que quienes las atienden deben usar gafas protectoras.Hay también una técnica especial para manejar aves de presa. Cierto día la doctora Elizabeth Stone se encuentra en el sótano con tres estudiantes, todas mujeres. Les está explicando cómo se debe sacar de una jaula una aguililla colirroja.Una de las jóvenes se pone guantes, mete las manos en un armazón de madera que le llega al pecho y trata de sacar al ave. De la jaula sólo sale una nube de plumas.—Ten cuidado —le dice la médica—. Cuando vayas a agarrarla, recuerda que va a tratar de apartarse aleteando hacia arriba.Al segundo intento las manos de la estudiante emergen con el aguililla, que cuelga de cabeza. La joven la sujeta cuidadosamente de patas y alas y luego la endereza.—Mantengan el vientre alejado de las garras —les advierte la veterinaria—. Y no permitan que les acerque el pico al pecho.Las estudiantes dan un paso atrás y ríen. Luego llevan al majestuoso animal a uno de los quirófanos, en la planta alta. El ave tiene rota el ala derecha y ya le han colocado unos broches de sostén. La van a anestesiar para someterla a una fisioterapia que consiste en estirarle el ala herida muy lentamente.Las jóvenes colocan a la aguililla en la mesa de operación, sobre una toalla rosada, de tal manera que el pecho y el vientre, de color marfil salpicado de manchas pardas, queden hacia arriba. Después le cubren el pico con una mascarilla de plástico y la anestesian. El cuerpo del ave se pone flojo.Al final de la sesión, la examinan nuevamente y vuelven a colocarle los vendajes. Cuando el animal despierta, lo devuelven a la jaula y le dan de comer un ratón muerto inyectado con antibióticosEn la clínica se atiende incluso a especies que algunos considerarían demasiado comunes para tomarse la molestia, como palomas, ardillas y cuervos. Esto se debe en parte a que los estudiantes tienen que practicar con criaturas vivas y es preferible que lo hagan con especies que no corren peligro de extinciónCon todo, el estado de salud de muchos pacientes a veces suscita discusión entre el personal. ¿Hasta dónde hay que llegar para salvar a un animal? ¿En verdad es posible lograr que sobreviva?Tal fue el caso de una rolliza cría de puerco espín que alguien encontró en un bosque. Estaba tan enferma, que ni siquiera intentó huir.El animalito, de suave pelo color chocolate, yace inerte en una mesa de exploración. Su inmovilidad es mala señal. Los veterinarios descubren que tiene rota una pata trasera, quizá debido al golpe de un coche, y que su aparato circulatorio no está llevando suficiente oxígeno a los órganos ni eliminando desechos tóxicos en la forma debida.Como es mamífero y los síntomas son graves, sospechan que podría tener rabia. Aunque estos especialistas están vacunados contra ese mal, a veces las vacunas fallan. Hoy nadie quiere correr riesgos: todos llevan puestos guantes de látexColocan al puerco espín sobre un cojín térmico y le inyectan suero. Con una jeringa le suministran por vía oral una pasta pardusca rica en glucosa y vitaminas; después le cubren el hocico con una mascarilla de aire en forma de campana.Tendida sobre la mesa, con dos dientecillos asomando y el suave pelo erizado de finas púas amarillas, la cría parece un muñeco de felpa. Sin embargo, su estado es crítico: su temperatura corporal es de 32.2° c. (la normal es de alrededor de 38°).Le colocan encima otro cojín térmico y una bolsa de agua caliente entre las patas traseras. En seguida le insertan una sonda en el cuello para administrarle más suero. La respiración y el pulso del animalito empiezan a mejorar.Un estudiante que lleva un minuto tratando de encontrarle una vena para extraer una muestra de sangre comenta sin ironía:—¡Vaya que es dificil picar a un puerco espín!La temperatura de la cría y la concentración de glucosa en su sangre van en aumento, pero es evidente que no hay mejoría. La doctora Stone empieza a pensar que es hora de desistir. Un colega coincide, y añade que no hay otro remedio que hacer pasar al animalito "a mejor vida". Alguien comenta que esta vida no debe de haber sido mala para él:—No es más que un puerco espín. Jamás ha dañado a nadie.Al poco rato le inyectan por la sonda una solución rosada que le causará la muerte. Es un momento muy triste para todos.A veces llegan tantos animales sin posibilidad de sobrevivir, que las eutanasias se vuelven incontables. Con todo, la doctora Rosemarie Borkowski expresa: "Me duele en el alma tener que sacrificarlos".Esta mujer rubia, retraída y delgada es la veterinaria de especies exóticas de la facultad y lo ha visto todo. Ha recibido arañazos y mordeduras de una mayor variedad de especies que el veterinario común, y también afrontado el dilema de decidir hasta dónde llegar para salvar un animal. Aún recuerda el caso de una cría de lechuza que fue llevada a la clínica con una fea herida en la cabeza e infestada de gusanos. Estaba tan enferma y débil, que no podía mantenerse erguida.Había mucho ajetreo en la clínica y Rose llevaba horas trabajando sin descanso. Entre tanto, la lechuza esperaba. Cuando por fin pudo atenderla, en la noche, la médica estaba extenuada. Unos técnicos le dijeron que la cría no tenía salvación. Iba a tener que sacrificarla.Rose sacó la solución rosada. "Cuando estaba a punto de inyectarla", cuenta, "el animalito empezó a luchar por sobrevivir. Recuerdo que me dije: Esta criatura todavía tiene mucha cuerda".En eso, otro veterinario comentó que si la lechuza se salvaba y no podían devolverla a su hábitat, quizá podrían enviarla a un parque ecológico cercano a la universidad.Al comprender que no podía tomar una decisión juiciosa estando tan fatigada, Rose metió a la cría en una jaula y se fue a casa a dormir. Al día siguiente, con la mente despejada, resolvió tratar de salvarla. La anestesió, le desinfectó la herida y le extrajo los gusanos.Al cabo de unos días, el ave por fin alzó la cabeza; iba a restablecerse. Los veterinarios la pusieron con Archie, un búho listado que había perdido un ala y vivía en la clínica. Congeniaron casi de inmediato."Tenemos unas fotos estupendas de las dos aves comiendo ratones juntas", dice Rose.Con el tiempo, la lechuza recobró fuerzas suficientes para regresar a su medio. Rose afirma que esa ave huérfana le enseñó una de las lecciones más importantes de su profesión: nunca hay que tomar decisiones médicas precipitadas.
Mala nueva- La doctora Mahony habla con los dueños de un gato que sufre un grave mal.HISTORIA DE PERROS
A LA SALA DE URGENCIAS llegan muchos dueños de animales en busca de milagros, pero a veces los adelantos tecnológicos del hospital no bastan para enviarlos a casa con sus mascotas curadas.
A las 9 de la mañana de un frío día de diciembre, George y Melody LeFrancois entran con un chirrido de neumáticos en el estacionamiento del hospital. Meka, su querida perra husky siberiano, está en el asiento trasero de la camioneta vomitando sangre, con los ojos azules vidriosos y la mirada perdida. Entre tanto, Lobito, el otro perro husky de la pareja, yace muerto en el garaje de la casa, y en el jardín trasero hay una tumba a medio excavar. Lo que mató a Lobito también está acabando lentamente con Meka.Melody está sollozando y George hace un esfuerzo por contener las lágrimas al llegar a la recepción. Un técnico sale a toda prisa a examinar al nuevo paciente, cuyo pésimo estado moviliza a todo el personal.La historia de los dos perros empezó años atrás, cuando los esposos encontraron a Lobito vagando en las calles de Linwood, Massachusetts, cerca del restaurante del que eran dueños. El perro, que tenía el pelo apelmazado y sucio, estaba hurgando en un basurero en busca de comida. Le faltaba una pata delantera.Un sentimiento piadoso hizo que George detuviera la camioneta esa noche, cuando se dirigían a casa. Melody abrió la portezuela de su lado y su esposo tuvo la ocurrencia de decirle al animal:—Si te subes tú solo, te llevaremos con nosotros.Con gran sorpresa de ambos, el perro subió al vehículo y reanudaron la marcha. Como el animal tenía tupido el pelo, las orejas aguzadas y el hocico afilado, decidieron llamarlo Lobito.Resultó ser un animal muy manso, y Melody y George no tardaron en encariñarse con él. Estaban pensando en conseguirle una compañera cuando un pariente les mostró un anuncio de periódico: otro perro husky necesitaba dueño. Por increíble coincidencia, a éste también le faltaba una pata. Alguien lo había abandonado en un parque luego de atarlo. Era hembra y los esposos le pusieron por nombre Meka.Los perros hicieron buenas migas y se volvieron parte de la familia LeFrancois. George y Melody incluso los dejaban pasearse por su establecimiento. Mandaron instalar una ventana especial para que los clientes pudieran acariciar a los animales. Tanto se ganaron éstos el afecto de los parroquianos, que al poco tiempo todos llamaban al restaurante "la guarida de los lobos".A los esposos les iba muy bien en su negocio. La vida les sonreía, pero un extraño revés de la fortuna cambió las cosas. Lobito encontró un hueso de cuero crudo que llevaba mucho tiempo enterrado en el jardín y se puso a mordisquearlo. Al poco rato Meka estaba haciendo lo mismo. Melody jamás pensó que hubiera algún peligro en ello.Poco después, empero, los perros cayeron gravemente enfermos. Tenían vómitos y diarrea. Más tarde un veterinario les dijo a los dueños que, al parecer, el hueso estaba contaminado con moho o bacterias. Les administró suero a los animales y los envió a casa. Pensaba terminar el tratamiento al otro día.Lobito fue llevado al consultorio a la mañana siguiente, y como Meka parecía estar mejor, la dejaron en la casa. A los pocos días Melody encontró a Lobito muerto en el garaje. George emprendió la dolorosa tarea de cavar una tumba en el jardín. Querían tener cerca a su mascota, aunque ya no viviera.No había terminado de cavar la fosa cuando Meka empezó a patalear y estremecerse sin control. El veterinario les dijo que la única posibilidad de salvarla era llevarla al hospital de la Universidad Tufts.La doctora Lisa Powell, residente de 31 años que viste pantalones de algodón y camiseta azul, se hace cargo de Meka. Todos clavan la vista en esta afable médica de abundante pelo rizado, que sabe que la vida de la perra depende de ella.De inmediato ordena que le administren suero y oxígeno. Luego le examina las encías: las tiene de un tono rojizo oscuro muy intenso. Está al borde de sufrir un choque septicémico y, por tanto, de morir. La presión arterial le ha bajado peligrosamente: 61/28 (la normal es de 150/100, aproximadamente). Lisa solicita un análisis de sangre. El pronóstico es sombrío.El personal trata de confortar a la perra, pero a eso de las 10:25 de la mañana Meka pone los ojos en blanco y empieza a toser y a vomitar sangre. Un técnico lleva al animal a la mesa de exploración.Por momentos Meka se recupera y, más despierta, se relame y mira a su alrededor. En seguida la doctora Powell está de regreso en la UTI.—¡Ay, pequeña! —le dice a la perra con voz animosa—. No te mueras. ¿Por qué nos das estos sustos?Tendida aún en la mesa de exploración, Meka levanta un poco la cabeza y comienza a gemir débilmente. El gemido es largo, lastimero, como si anunciara algo funesto.A las 10:42 le toman otra muestra de sangre de una pata trasera. Los resultados llegan a los pocos minutos. La concentración de glóbulos blancos es de 480 (la normal es de 6000); la de plaquetas, de 2000 (debería ser de cerca de 200.000).—Esto no me gusta nada —dice Lisa en voz baja al oír la mala nueva. Luego se vuelve hacia Meka y exclama—: ¡Ay, pequeña!Ella está convencida de que hablarles a los animales es parte esencial del tratamiento. "Pienso que esto ayuda mucho a que se alivien. El animal se ve de pronto en un sitio extraño, está enfermo y no sabe qué ocurre. Al sentir que lo inyectan tal vez se diga: Estoy acostumbrado a reposar en la cama de mi dueño y a que me mimen y acaricien. ¿Qué me pasa ahora?"Sin embargo, Meka está tan grave que no puede oír las palabras amables que le dirigen. Pese a las fuertes dosis de antibiótico, tiene una infección galopante.Le administran más suero y antibióticos. La perra se pone rígida y estira el cuello. Empieza a presentar respiración agónica.Un estudiante titubea al conectar un tubo de respiración. La doctora Powell se acerca de un salto, lo conecta y le coloca a Meka una mascarilla en el morro. El animal empieza a respirar con más facilidad y la crisis pasa. Son las 11:10.A las 11:30 la perra vuelve a agravarse. Tiene el hocico abierto, y los estertores indican que está en agonía otra vez. Sangra por todas partes. Para entonces, tres veterinarios más han llegado a ayudar a Lisa, que está salpicada de sangre.Cuando dan las 12:05 la perra está en las últimas; todo su organismo está fallando. Minutos después cierra los ojos. Lisa le sostiene la cabeza y le dice con voz angustiada:—¿Meka? ¿Meka?Pero el animal no reacciona.La doctora sabe que seguir tratando de mantenerla con vida sólo le prolongaría el sufrimiento. Entonces manda llamar a los dueños para darles la triste noticia.Melody, que está física y anímicamente agotada por haber pasado la noche en vela, rompe en sollozos.—¡No puedo dejar que la maten! —dice, y George la abraza. Conmovido, otro veterinario se acerca a ellos.—Es el último favor que podemos hacerles a los animales —les dice—, y el más altruista.Aunque con gran dolor, Melody finalmente acepta. Pide que le quiten los tubos a la perra para despedirse de ella. Meka vuelve a emitir un gemido, largo, débil y de infinita tristeza. Todos guardan silencio. Algunos lloran. Entonces la doctora Powell le inyecta la solución rosada que pondrá punto final a su vida sin causarle dolor. Rodeada por las personas que la querían, la perra muere. Son las 12:30.En la entrada de la UTI, la veterinaria y Melody se abrazan.Muy afligidos por la doble pérdida, los LeFrancois reanudan su vida. Creen que jamás podrán reemplazar a sus queridas mascotas, pero un día, al consultar páginas de animales en Internet, Melody encuentra un perro husky necesitado de hogar. El perro perdió una pata en un accidente. Esa noche, los esposos hacen una llamada telefónica y son dueños otra vez de un "lobo".
En busca de pistas– La doctora Schoeffler examina unas radiografías.PACIENTES EXOTICOS
DE NIÑA, a Rose Borkowski le gustaba cuidar aves heridas, sobre todo patos porque vivía cerca de un lago, en Florida. Al llegar a la adolescencia consiguió un empleo como entrenadora de delfines y se convenció, según cuenta, de que quería ser "una veterinaria capaz de curar a cualquier animal".
En la UTI ha alcanzado esa meta y aprendido particularidades acerca de diversas especies. Por ejemplo, de las iguanas. "Me gustan mucho", expresa Rose. "Cuando uno les acaricia la frente, donde tienen la glándula pineal, algunas cierran los ojos y se calman. Esto permite tomarles ultrasonografías".Otras criaturas menos exóticas son pacientes más difíciles. "Los conejos son los peores", afirma. "Son muy delicados y se asustan fácilmente. Trabajar con ellos puede ser una experiencia muy intensa".Añade que estos animales son tan asustadizos, que literalmente llegan a caer muertos en la sala de urgencias. Algunos veterinarios han visto conejos saltar aterrados de la mesa de exploración y desnucarse al caer.Por eso Rose siempre tiene que mantenerse alerta. Cierto día está atendiendo a Henrietta, un obeso erizo pigmeo hembra. Hecha un ovillo, postura de defensa de estos animales, parece una toronja con púas. Está enfadada y sisea como un neumático perforado. Rose pronto descubre por qué: tiene la piel agrietada, y la médica sospecha que es a causa de ácaros.Mete al erizo en una cámara de vidrio y la llena de gas anestésico. Una vez dormida la paciente, Rose confirma que está infestada de garrapatas. Es hora de darle un buen tratamiento de limpieza.Mientras le frota los rollos de grasa con una compresa de algodón, la veterinaria se da cuenta de que el animalito huele a demonios. Frunciendo la nariz, ríe y continúa la tarea. Henrietta tiene ácaros hasta en las orejas. Cuando empieza a despertar, Rose ya ha terminado.En otra ocasión, la doctora Borkowski tuvo que atender nada menos que a una anaconda "anoréxica". El reptil provenía del Acuario de Nueva Inglaterra y llevaba cinco meses sin probar alimento. Dos meses sin comer es normal para las anacondas, pero cinco es peligroso.El plan de Rose es insertarle por la boca a la serpiente un endoscopio, tubo largo y flexible provisto de una minicámara y una lamparilla en un extremo. El instrumento les permitirá a ella y a sus colegas ver el tracto digestivo del animal en una pantalla de televisión.La reducida sala de endoscopía se llena de estudiantes, técnicos y médicos curiosos que se colocan alrededor de Rose y de la doctora Orla Mahony, experta en endoscopía.Un especialista en manejo de serpientes saca de una jaula a la paciente. La anaconda tiene tres años y medio, pesa 5,5 kilos y es de color verde oliva con manchas pardas salpicadas de amarillo. Vestida con pantalón de mezclilla, suéter de lana y bata blanca, Rose utiliza una especie de espátula para abrirle las fauces al reptil y después le mete los dedos en la boca.Sabe que el animal tiene los dientes muy afilados y que, en su hábitat, los usa para inmovilizar a la presa antes de enroscar su cuerpo en ella para asfixiarla. Con todo, la doctora Borkowski prosigue serenamente, e inserta un tubo con anestésico hasta la tráquea de la serpiente.—Avísame cuando se le ponga floja la cola —le dice a un colega que está en el otro extremo.Pronto la anaconda se duerme. Entonces se apagan las luces y la doctora Mahony entra en acción. La pantalla del televisor muestra una clara imagen de las rosadas encías del animal. Estamos en territorio inexplorado: ninguno de los presentes le ha practicado una endoscopía a una serpiente.A medida que el tubo entra, todos ven la luz recorrer el interior del reptil, desde la boca hasta la cola. En la pantalla aparece un larguísimo trecho de sinuosidades.Lo que Rose y los demás están buscando es algún indicio de tumor o infección. Cuando el instrumento ha entrado unos 60 centímetros, los veterinarios creen ver algo. En la pared del tracto hay numerosas estrías rojizas que parecen llagas. Con unas pinzas que inserta en el endoscopio, Orla toma muestras de tejido de varios sitios.Las serpientes que viven en cautiverio y que reciben alimentos ricos en grasas suelen padecer trastornos hepáticos. Aprovechando que la anaconda está anestesiada, los veterinarios la trasladan al ultrasonógrafo para examinarle el hígado.Tras revisar los resultados, Rose concluye que en realidad la paciente no está nada mal. El hígado está sano y las estrías rojas son parte normal del tejido.Este diagnóstico, empero, no resuelve el problema de hacer que la serpiente vuelva a comer. Aparentemente, la causa de su inapetencia tiene que ver más con el lugar en que vive que con su organismo. Las autoridades del acuario deciden enviarla a que la examine un herpetólogo, el cual recomendará ajustes en el sitio que le sirve de morada y le cambiará la dieta por una que sea más apetecible para ella. A veces también los animales parecen tener altibajos "emocionales".
Mimado— Este pequeño paciente se convirtió en la mascota de la UTI.OFICIO TEMERARIO
EN EL MUNDO de las urgencias veterinarias abundan los peligros. La mayoría de los médicos no tienen que vérselas con pacientes que los pueden destrozar, aplastar, morder, arañar o envenenar. En cambio, para los veterinarios, sobre todo para los de la sala de urgencias, el riesgo es cotidiano y deben ser muy precavidos.
Uno de los casos más embarazosos de ataque de un animal fue el que le ocurrió al doctor Nick Dodman. Este médico británico, que goza de cierta fama por sus libros sobre el comportamiento animal y sus presentaciones en televisión, es bien conocido en la Universidad Tufts por otra razón."No es una historia muy digna de contar", reconoce con un dejo de sarcasmo. Le sucedió cuando trabajaba con un joven residente que provenía de Australia.Cierto día llevaron al hospital un paciente enorme: un toro de 360 kilos, al cual le iban a hacer una operación del aparato reproductor. Uno de los preparativos consistía en inmovilizarlo por la cabeza con un soporte de metal. Hecho esto, el joven australiano tenía que insertarle un catéter en una vena del cuello para anestesiarlo.Al ver cómo su ayudante le hincaba la aguja al animal, a Dodman le pareció que no le había atinado en la vena y se lo dijo. Sin embargo, el joven replicó que sí.Aun cuando Nick era el experto, se quedó callado. Pensó: Si cree que lo hizo bien, pues que así sea.En seguida llevaron al toro a un pequeño cuarto de paredes acolchadas para anestesiarlo. Le habían inyectado un sedante y ya estaba surtiendo efecto. Iba con la cabeza baja, como en un estado de sopor beatífico.Una vez en el cuarto, el joven residente. continuó con los preparativos. Debía administrarle al animal un potente relajante muscular a través del catéter y luego la anestesia.Dodman seguía dudando de si la aguja había penetrado en la vena, pero al ver el líquido empezar a gotear en el catéter al ritmo deseado, comenzó a tranquilizarse.En eso estaba cuando de repente el toro despertó y se puso hecho una furia. Hubo una pausa interminable en el cuarto. Entonces el animal arremetió a topetazos contra la barrera a la que estaba sujeto e hizo que el catéter se desprendiera de su musculoso cuello.Dodman creyó confirmar su sospecha de que el australiano había inyectado mal y dedujo que el relajante apenas había traspasado la piel, pero luego cambió de parecer. "Esa sustancia causa dolor", explica. "Es irritante, y eso fue lo que despertó al toro".Dodman conserva un vívido recuerdo de lo que ocurrió después. "Corrí hacia la puerta. Los demás me siguieron dando alaridos y la cerramos de un golpe". Revivir el pánico que sintió lo hace reír.Todo el mundo soltó un suspiro de alivio. Entonces alguien dijo: —¿Dónde está Donnie?Otro agregó:— Y Carl?Se asomaron al cuarto por una ventana y los vieron: allí estaban los compañeros faltantes."Se habían subido de un salto a la barrera", cuenta Dodman, "y estaban pálidos como cadáveres. Se morían de miedo y el animal seguía dando topetazos, como en una corrida de toros."Para entonces estaba totalmente enloquecido y dispuesto a matar a cualquiera que se le acercara".Los veterinarios corrieron a llamar a un colega experto en especies salvajes. Dodman recuerda que éste tuvo que dispararle varios cartuchos de tranquilizante hasta que por fin se desplomó. Una vez dormido el animal, los médicos pudieron colocarle bien el catéter y realizar la operación.Desde ese día no han dejado de mofarse de Dodman por haber corrido hacia la salida antes que nadie. "¿Qué otra cosa podía hacer?", pregunta él, sonrojándose.ATAQUE BRUTAL
NADA MOVILIZA MÁS al personal de la sala de urgencias que un caso de vida o muerte, sobre todo cuando el paciente es como Bailey, un adorable cruce de labrador. Su historia comenzó tres días antes de una Navidad, cuando su dueña, Kim Deary, regresó del trabajo a casa a la hora del almuerzo a envolver unos regalos. Al estacionar su coche, Kim, de piel trigueña y ojos azules, vio que los dos perros rottweiler de los vecinos andaban sueltos.
En la puerta estaba Bailey, que, como siempre, se puso feliz al verla. A eso de las 3 de la tarde, Kim salió a revisar el buzón. El perro siempre la acompañaba y luego corría y esperaba a que le abriera la puerta corrediza trasera de la casa.Sin embargo, cuando ella entró y fue a abrirle la puerta, no lo encontró allí. Entonces oyó un rechinido de neumáticos y un bocinazo. Con el corazón latiéndole con fuerza, salió por la puerta principal y vio que los rottweiler estaban atacando a su mascota.Bailey aullaba aterrado al sentir las feroces dentelladas. Por momentos los otros perros lo soltaban y esperaban a que tratara de huir para írsele encima otra vez. Tal violencia le recordó a Kim esos documentales de la fauna en que aparecen fieras matando a sus presas.Entre tanto, el automovilista que había dado el bocinazo para asustar a los perros entró en una casa a llamar a la policía. Un vecino trató de ahuyentar a los rottweiler arrojándoles piedras y gritando, pero no consiguió que soltaran a Bailey.Kim calcula que la policía llegó unos 15 minutos después de haber empezado el ataque. Algunas personas pedían a los agentes que les dispararan a los rottweiler, pero no fue necesario: por extraña razón, los perros se apartaron al ver a aquéllos dar un paso al frente.Libre al fin, Bailey corrió despavorido hacia la casa. Kim alcanzó a ver que del pecho le colgaba un enorme trozo de músculo y piel desgarrada. Cuando logró meter al aterrado animal en la casa, éste corrió de cuarto en cuarto, salpicándolo todo de sangre.Llena de angustia, Kim, telefoneó a sus familiares y al poco rato llevaron a Bailey al consultorio de un veterinario. El médico le administró suero, antibióticos y un analgésico, pero al ver que las heridas que tenía en el lomo y el cuello eran muy profundas, recomendó que lo trasladaran cuanto antes al hospital de la Universidad Tufts.A la doctora Gretchen Schoeffler se le arrasan los ojos cuando recuerda la primera vez que vio a Bailey en la UTI. Las heridas que tenía eran horribles. Las orejas le colgaban de unos delgados jirones de piel. Pero a pesar del intenso dolor y de su lastimero estado, el manso animal la miró a los ojos y, sorprendentemente, meneó la cola.Luego de un rápido examen, la veterinaria le explicó a Kim que el perro estaba muy malherido y que el tratamiento sería costoso. La dueña no titubeó ni un instante: contestó que no repararía en gastos con tal de salvar a su mascota.Con ayuda de un estudiante de cuarto grado, Gretchen anestesió a Bailey y se pasó horas afeitándolo y limpiándole las heridas. "Parecía un rompecabezas", refiere. "Una de las orejas se le desprendió, así que se la reimplanté lo mejor que pude". Con una sonrisa nerviosa añade: "Cuando le bajó la hinchazón noté que le había quedado un poco más arriba que la otra".La doctora estuvo atendiendo al perro desde las 9:30 de la noche hasta las 3 de la madrugada. Al terminar anotó en el expediente: "Tiene suerte de estar con vida".Todos sabían que aún no estaba a salvo. Las heridas eran graves, y como una superficie muy grande de su cuerpo había estado expuesta a gérmenes, corría mucho peligro de sufrir infecciones. "En tales casos es muy poco lo que podemos hacer apartir de cierto momento", señala la especialista. "Si acaso aguardar y no perder la esperanza".Aletargado por la morfina en una jaula, Bailey ofrecía un espectáculo lamentable: le habían afeitado toda la cara, desde la base del cuello hasta las cejas; tenía suturas por todas partes, y unos tubos amarillos le salían del cuerpo. Por unos instantes logró ponerse en pie, pero en seguida volvió de golpe al suelo. No comía ni tomaba agua. Ese mismo día, 24 de diciembre, fue oficialmente puesto al cuidado del residente Ari Jutkowitz.Al igual que sus colegas, Ari estaba impresionado por la fortaleza del perro. Aun estando al borde de la muerte, había tenido ánimos para menear la cola.En la noche, cuando Kim fue a ver a Bailey, el residente aprovechó para informarle sobre la gravedad de las heridas del perro. Le explicó que aún podía sufrir una recaída, pero que, para apresurar la curación, le había desinfectado nuevamente todas las heridas.Kim regresó al hospital a la mañana siguiente. Llevaba galletas, chocolates y pastelillos para el personal, y golosinas para todos los pacientes de la UTI. Bailey tenía mejor aspecto, aunque siseaba al respirar y la cara aún se le veía hinchada. Kim se marchó con lágrimas en los ojos.Al otro día, Ari la recibió con una sorpresa: el perro estaba mejor... pero no fuera de peligro aún.Horas después, el corazón de Bailey presentó lo que los médicos llaman "ritmo de galope". Tal vez era señal de que no le estaba funcionando bien; o de endocarditis, infección del endocardio y de las válvulas cardiacas.Ari le explicó a Kim que, a causa de esa anomalía, el corazón del perro no estaba haciendo circular por todo el cuerpo los líquidos que le estaban administrando.Un ecocardiograma reveló que, al parecer, el problema era el volumen de líquidos suministrados y la debilidad del corazón, de manera que redujeron la cantidad de suero y de medicamentos.La medida pareció dar resultado. Para el 28 de diciembre, la hinchazón casi había desaparecido. Por primera vez Ari pensó que su paciente iba a salvarse.En los días siguientes Bailey pudo salir a dar breves paseos. Algunas de las zonas infectadas ya mostraban mejoría. Finalmente, la víspera de Año Nuevo, Kim llegó al hospital con un gran motivo para celebrar: iban a dar de alta a su mascota. Aunque era su día de descanso, Ari acudió a despedirse de su paciente.De nueva cuenta Kim llevaba regalos para todo el mundo. A la doctora Schoeffler, hada madrina de Bailey, le obsequió un poco de abrillantador de perlas y una figurilla de un hada; a Ari, un perrito de felpa negro con bufanda roja que se parecía a Bailey, y al resto del personal, chocolates.Al ver a su perro entrar en la sala de exploración, donde lo estaba esperando, le dijo:—¿Quieres dar un paseo?Era la palabra mágica. Al oírla, Bailey ladeó la cabeza y se puso a palmearle la mano a Kim con una pata. Luego se dirigió a la puerta: era hora de volver a casa.Antes de partir, Ari le dio a Kim una hoja con instrucciones sobre los cuidados que debía darle a su mascota. En el último renglón, ella leyó lo siguiente: "Todos lo vamos a echar mucho de menos".Cuando Kim echó a andar con su perro hacia la salida, Ari los siguió de cerca. Lo último que el veterinario vio fue a Bailey caminando muy orondo junto a su dueña y meneando la cola. Ese momento, dice, "fue el más hermoso que recuerdo".CONDENSADO DE "ANIMAL ER" © 1999 POR LA FACULTAD DE VETERINARIA DE LA UNIVERSIDAD TUFTS, PRÓXIMA PUBLICACIÓN DE DUTTON, FILIAL DE PENGUIN PUTNAM INC., DE NUEVA YORK.