Publicado en
julio 29, 2012
Antes era una mujer rodeada de flores, diamantes y lujo. Una mujer que vivía para amar y ser amada. Hoy... hoy todo es diferente.
Por Elizabeth Subercaseaux
En los tiempos de mi abuelo, la amante era una figura lejana, indescifrable, cuyo rostro nunca aparecía en público y cuyo nombre andaba de boca en boca, entre los cuchicheos de las malas lenguas y los comentarios de las beatas.
Si alguien quería imaginar a una amante, necesariamente pensaba en una mujer bella, elegantísima, con la voz algo arrastrada y tal vez un poco ronca, una boquilla entre los dedos, los labios brillantes y carnosos, los ojos semicerrados. ¿Y dónde estaría esa amante? En un departamento, especialmente puesto para ella, en el barrio más lujoso, echada en un salón blanco, alfombrado, con música ambiental y un mozo ofreciéndole bocadillos de caviar y una copa de champán. Todo pagado por el marido de alguna otra mujer. Ese marido la iría a visitar cada tarde y cuando no pudiese ir, le enviaría rosas rojas. Y ella estaría siempre perfectamente lista para recibirlo, bien maquillada, linda, brillante y feliz.
Las amantes de esa época (al menos, es lo que pensábamos) oficiaban en la vida de eso, nada más: de amantes. Estaban para amar y ser amadas, para limarse las uñas, ir a la peluquería, verse hermosas mañana, tarde y noche, salir de compras en su auto con chofer y arreglar las flores de los jarrones. Una vez al año iban a Europa, para encontrarse allá con su amor y vivir, por un rato, la ilusión de tener marido. Pero eso jamás pasaba del plano de la ilusión, porque en el fondo de su alma, la amante de aquellos tiempos no tenía el menor interés en casarse. Le gustaba ser "tu amor" y nada más, vivir como princesa, sin tener que lidiar con los aburrimientos de la vida doméstica, sin zurcir calcetines rotos o lavar camisas.
Y los maridos, haciendo gala de esa extraña manera que tiene el latin lover de arreglar las cosas, pasaban la vida girando cheques. Para que la amante estuviese contenta, para que no se le ocurriera la mala idea de enojarse con él y hacer público el romance. Para que la cosa pudiese continuar el más largo tiempo posible sin que la mujer propia se enterase. "Porque una canita al aire no le hace mal a nadie" , aunque la "canita" costara miles de dólares y toda suerte de insatisfacciones para la esposa.
Así era en los tiempos de mi abuelo. Después las cosas cambiaron. Sin embargo, millones de mujeres latinoamericanas (por no decir una de cada cuatro) se han visto envueltas, alguna vez en su vida, en una historia clandestina.
Será porque el sistema de vida cambió y las mujeres comenzaron a relacionarse más con otros hombres en el trabajo. Será porque el latin lover se entusiasmó con la vida moderna y la idea de una "mayor libertad" y comenzó a enamorarse (cada vez con más frecuencia) de mujeres menores que la suya. Yo no sé, pero lo cierto es que en cada esquina se encuentra una con una mujer abandonada por el marido, en la mitad de la vida y de la juventud, mirando hacia los lados y cayendo finalmente en brazos de otro latin lover, casi igual al que acaba de abandonarla, pero casado.
Claro que esa amante de otros tiempos, la que llamaba a toda suerte de intrigas y misterios, la que pasaba las tardes echada en el sofá de terciopelo, a media luz, con la copa semivacía en la mano, pasó a la historia...
"La amante" de fines del siglo XX puede ser cualquiera, la cajera del banco, la flaca de la farmacia o la crespa de la tienda de la esquina. Y en general se trata de mujeres separadas, sin un cobre en los bolsillos y llenas de toda suerte de problemas. Nada de romanticismos, sino todo lo contrario. Mujeres que no tienen posibilidades de enfrentar la vida, con éxito, en países como los nuestros. Mujeres que, de golpe y porrazo, se encuentran separadas del marido. Y el marido partió llevándose la tranquilidad económica, el sofá del living, la cuchillería de su abuela y, a vuelta de correo, le envió un abogado, no para que la ayudara, sino para quitarle los chiquillos y notificarle que "de ahora en adelante tienes que arreglártelas lo mejor que puedas". Sin pensar, ni por un momento, que la mujer no tiene profesión, y que si la tiene, jamás va a poder ganar un sueldo que le permita vivir como vivía con él. Eso es en cuanto a la economía. Ni hablar de la tristeza. Porque lo frecuente en Latinoamérica es que el marido, cuando se va (y porque no es capaz de enfrentar su propia responsabilidad en el asunto) le cuenta a medio mundo que su mujer era una "loca", que él fue un "santo" hasta que ya no pudo más, y que va a meterle un pleito "para quedarme con los niños", porque ella no está bien capacitada para educarlos "como a mí me gusta".
No es raro que esa mujer comience a mirar hacia los lados... Es joven todavía, tiene ganas de vivir, de olvidar, de sentirse querida por alguien. Los sábados y domingos son una maldición. Sus amigas se van al cine con el marido y los niños, mientras sus propios niños no están en la casa, porque el fin de semana les "toca" con el papá. Hay en la casa un silencio hondo, la Domitila también salió, el teléfono llamó dos veces y las dos veces era una llamada equivocada, ella se pasea entre la cocina y el living, sube a su cuarto, lee un rato, después sale al jardín y riega las plantas. Hasta que llega la noche y prende la televisión. Luego se sirve un par de tragos y hacia las doce se va a la cama. Allí se enrosca y trata de dormir, pero lo que está campanilleando en su mente no es el sueño, sino la soledad.
No tiene nada de raro que esa mujer termine metida en una historia de amantes. Recuerdo el día en que mi amiga Anita cayó en brazos de un tal Ricardo.
Anita llevaba dos años separada de su marido cuando lo conoció. Y el tal Ricardo le contó la misma historia que cualquier latin lover que se respete le cuenta a una mujer que acaba de conocer en una fiesta. Se llevaba pésimo con su mujer, había cometido el error de la vida al casarse con ella, su mujer no lo comprendía, era medio loca, fría como un pescado y él necesitaba ternura y calor de hogar. "Tengo la sensación de haberte conocido hace mil años", le dijo a los diez minutos. Después le susurró al oído que ella era "tan inteligente" (como si lo normal fuese que las mujeres sean taradas) y acto seguido la convidó a un motel.
Al día siguiente, Anita llegó a mi casa contándome que estaba feliz, por fin había encontrado a "su hombre" , se llamaba Ricardo, era víctima de un matrimonio desgraciadísimo, pero iba a separse de su mujer para casarse con ella, "es fabuloso". ¡Pobre Anita!
Durante un año, Anita no hizo otra cosa que prepararse para su matrimonio con el famoso Ricardo. Iban a casarse el primero de octubre, en cuanto Ricardo terminára de arreglar los papeles de su nulidad. Anita habló con sus cuatro hijos. En cuanto Ricardo se separara de su mujer, ella se los iba a presentar. "¡Van a adorarlo!", les dijo. Pero ni los hijos ni nadie de la familia de Anita llegó a conocerlo. Y muchos años después, Anita me comentó lo que había sido ese año con el amante.
El primer mes, las cosas anduvieron "más o menos bien". Ricardo la llamaba en las mañanas a la oficina, almorzaban juntos en un restaurante escondido (porque nadie podía verlos juntos), una que otra noche la pasaban en un motel de mala muerte (porque Ricardo era un político demasiado conocido), y para su cumpleaños, Ricardo llegó a verla a la casa (pero sin entrar, porque su hija mayor era compañera de curso de la hija mayor de Anita).
Al mes cuatro tuvieron la primera pelea. Anita le pidió ayuda para pagar una letra del auto y Ricardo se puso a gritar. ¡Otra vez él no era más que una chequera! "Igual a la Lula". ¿Cuándo iban a entender las mujeres que los hombres servían para mucho más que para girar cheques? Y cosas de esas.
Al mes cinco Lula se enfermó grave. Ricardo pasó todo el mes encerrado en la clínica, y las dos veces que llamó a Anita por teléfono le dijo que si Lula moría, la culpa la tenía ella, que era un castigo de Dios y "reza para que la Lula no se muera". La Lula no murió, Anita y Ricardo siguieron adelante con su relación, cada vez más clandestina.
El romance terminó en un hotel de Washington. Ricardo fue enviado a Estados Unidos por su Partido y convidó a Anita, "para demostrarte que eres la mujer de mi vida" . Una tarde se encontraban descansando en la pieza del hotel cuando Lula llamó a Ricardo desde Santiago. Estaba furiosa. Alguien le había dicho que Ricardo había partido con otra mujer. Y Ricardo, ante el estupor de Anita (que escuchaba esta conversación retorciéndose las manos), le dijo a Lula que no eran más que "imaginaciones suyas". ¿Por qué no tomaba el próximo avión para Estados Unidos? Para que ella misma viera que lo que decían las malas lenguas no era más que una sarta de mentiras. Lula estuvo encantada con la idea. Tomaría el avión ese mismo día...
Cuando colgó el teléfono, Ricardo se volvió hacia Anita y le dijo que lo sentía mucho, pero ella debía regresar a Santiago, "ahora mismo". Mañana llegaba su mujer. Y la fletó de vuelta.
Cuando llegué a vivir a Estados Unidos me parecía increíble el porcentaje de matrimonios que se separan. Casi un cincuenta por ciento. Pero después de algunos meses viviendo aquí, entendí la razón. No es porque los americanos sean dados al amor libre ni porque sean más "livianos" o menos responsables. Lo que pasa es que aquí no existe la institución de la amante. Tener amante es visto en este país como una cosa francamente despreciable. Poca gente lo comprendería. Ningún hombre casado se atrevería a vanagloriarse porque tiene amores con otra mujer. A nadie le haría la menor gracia. Y si se ven casos de amantes, se trata más bien de gente del mundo del cine o del gran mundo de los negocios, pero no es frecuente entre la gente común y corriente. Tampoco se trata de que los norteamericanos sean tan puritanos como se suele creer. Lo cierto es que son mucho más honestos, y a la hora de descubrir que el matrimonio no funciona, lo que hacen es divorciarse.
Casos como los de Anita o de los latin lovers como Ricardo, no se ven por estos lados. Y eso es algo que sí debiéramos aprender de los americanos. Porque si ser la esposa de uno de nuestros "trogloditas" es difícil, ser la "amante" es mortal.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL DE 1992