Publicado en
julio 22, 2012
Por Elizabeth Subercaseaux
La pregunta de un millón de dólares es: ¿Quién inventó el Día de los Enamorados? ¿Dios, los enamorados o los comerciantes?
Según mi abuela, Dios. Según mi tía Eulogia, los enamorados. Y según la Domitila, un grupo de locos. No porque la Domi fuera especialmente escéptica, sino por la experiencia que tuvo con el vecino de mi tía Eulogia, aquel lejano 14 de febrero de 1945, cuando a mi tía la picó el insecto del amor con una fuerza patológica y la Domi fue nombrada "escribidora de versos". Corría el mes de enero.
Mi tía tenía 17 años recién cumplidos. La casa de al lado ya se había vendido y esa mañana llegarían los nuevos vecinos. Mi tía, muy curiosa por ver cómo serían, se encontraba apostada en la ventana, esperando que arribaran.
A las once en punto llegó el camión de la mudanza y tras el camión el auto de la familia. Bajó un caballero gordo, que era el papá. Bajó una señora espigada y bella, que era la mamá. Bajó una niña de unos 7 años, que era la hija, y tras ellos bajó "la cosa más linda de toda la tierra" (como lo describiría más tarde mi tía Eulogia), que era el hermano.
"La cosa más linda de toda la tierra" se llamaba Raúl, tenía unos 18 años, un pelo lacio que le caía con gracia sobre la frente, unos labios gruesos y sensuales, unos ojos hondos y una voz arrastrada de hombre que ha salido recién del cascarón. Mi tía lo vio, puso los ojos en blanco, perdió la respiración y apenas fue capaz de contener un grito de emoción. Después de unos segundos, se desmayó.
—Si sigue comportándose como una niña mimada, nadie se va a fijar en usted —la recriminó la Domi, mientras le echaba aire con una hoja de plátano.
"La cosa más linda de toda la tierra" se percató de que algo singular estaba ocurriendo en la casa vecina y miró hacia la ventana de mi tía. Los ojos de los dos se cruzaron por unos segundos y mi tía, enamorada hasta los huesos a partir de ese mismísimo instante, decidió conquistarlo fuera como fuera.
Esa noche se quedó hasta las dos de la madrugada escribiendo poemas de amor para el vecino.
Vecino de ojos azulinos.
Cabellos dorados, pupilas de vinos.
¿De dónde saliste corazón lejano,
que no te había visto de antemano?
—¡Qué horror! —exclamó la Domi cuando mi tía le mostró el poema—. Si le envía esa poesía tan mala, el muchacho va a salir arrancando.
—¿Y qué hago, Domi?
—Nada, pues, ¿qué va a hacer si no sabe ni escribir?
Esa primera noche mi tía se llenó de congoja y al día siguiente, cuando Raúl la saludó desde la vereda del frente y le mostró esa sonrisa franca que tenía, la congoja le aumentó al doble.
Pasaron unas semanas y ya se acercaba el Día de los Enamorados.
—¿Qué puedo hacer, Domi, para que se fije en mí?
—Escríbale algo que valga la pena —recomendó la Domi.
—Pero si no sé cómo hacerlo —se desesperó mi tía.
Y fue entonces cuando la Domi, movida por quién sabe qué arresto de locura, le dijo:
—Déjemelo a mí. Yo le voy a escribir una poesía a ese caballerito y verá usted cómo se lo tengo comiendo en la mano en sólo cuatro días.
Dicho esto se encerró en su cuarto, "porque para inspirarme tengo que estar tranquila", dijo, y a las dos horas salió de allí con el primer poema en la mano:
¿Quieres que conservemos una dulce memoria de este amor?
Pues amémonos hoy mucho y mañana, ¡digámonos adiós!"
—Ese poema es mucho peor que el mío. ¿Cómo se te ocurre que le voy a proponer decirnos adiós cuando todavía no nos conocemos?
La Domi, ofendida, se encerró de nuevo y escribió otro.
Tú guardabas la estela de luz,
de seres rotos que el sol abandonado,
atardeciendo, arroja a las iglesias.
Teñida con miradas, con objetos de abejas,
tu material de inesperada llama huyendo precede
y sigue al día y a su familia de oro.
—Ese me encanta —exclamó mi tía enardecida— ¡me encanta lo podrías llevar ahora mismo?
—¿Yo?
—Sí, llévaselo tú, yo no me atrevo.
Y la Domi partió a la casa de al lado con el poema apretado contra el pecho.
"La cosa más linda de toda la tierra", en persona, le abrió la puerta.
—¿Diga?
—Domitila del Carmen Aguayo, para servirle.
—Mucho gusto señorita, ¿qué desea usted?
—Yo no deseo nada, es la señorita Eulogia la que desea.
—La señorita Eulogia, de la casa de al lado?
—La misma.
—¿Y qué desea ella, si se puede saber? —preguntó.
—A usted, pues, ¿qué otra cosa va a querer ella?
"La cosa más linda de toda la tierra" se quedó mirando a la Domi desconcertado y sin saber qué decir.
—Mire —dijo ella— aquí le envió esta poesía. ¿No ve que mañana es el Día de los Enamorados? La escribí anoche a toda carrera, pero yo creo que me quedó bastante buena, aunque no fui yo, exactamente, quien la inventó, sino un caballero llamado Polo Neruda o algo parecido, pero yo la copié.
El joven tomó el poema, dobló la hoja en dos, se metió dentro de la casa y ni siquiera lo leyó.
—¿Cómo pudiste hacerme eso? ¿Para qué le contaste que el poema lo habías escrito tú? —gritó mi tía furiosa y al borde de las lágrimas.
—Yo no le dije eso, ¿cómo se le ocurre? —se defendió la Domi—. Yo le dije que lo había escrito don Polo Neruda.
Esa misma noche llevaron a mi tía al hospital, presa de un ataque de nervios. Cuando la ambulancia la trajo de vuelta, la Domi la estaba esperando en la puerta con la noticia que cambiaría toda su vida: "la cosa más linda de toda la tierra" había pasado a dejarle una flor.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO DE 1996