DÍGALE QUE ME LLAMO LEONARDO
Publicado en
mayo 13, 2012
Por Cecilia SáenzA todos nos gusta sentirnos importantes. Saber que al entrar a un evento social o cultural nuestra presencia hace exclamar: ¡Ah, ya llegó el fulanito!, es tan o más reconfortante que recibir un aumento de sueldo.
Sin embargo, lo que pasa con los enecientos conocidos con quienes departimos en las reuniones aludidas, es que casi de nadie se conoce el nombre.Yo solucioné este problema hace muchos años. Convencida de que los padres bautizan a sus hijos con el nombre incorrecto, tan pronto conozco a alguien le digo: oye fulanito, tienes cara de Patricio, Ernesto o Mercedes. Con personas de mayor confianza, sustituyo sus horribles nombres con un sobrenombre adecuado.Los que me conocen, comprensivos con mi edad y mi mala memoria, casi nunca han protestado.En estas circunstancias, no es raro escucharme saludar, de una esquina a otra, con un simple guau guau guau. O, como suelo hacerlo con mis ex-compañeros, con el acostumbrado ¡Horror un cadáver! En una de esas ocasiones, mientras Hugo se lanzaba a abrazarme afectuosamente, su compañero japonés, completamente pálido, preguntaba ¿pone tá cadáver?Por mi falta de memoria, también he recibido amenazas casi de muerte. Un día al saludar a un amigo que tiene una egregia cara de patricio, me sorprendió al amenazarme con retirarme su amistad y tomar fuertes represalias dentro del club, si yo no era capaz de llamarlo por su respetado nombre de Eduardo.Un jefe mío que tiene acciones en la naviera Mar Abierto, me aseguró que me despediría si seguía enviando a los periodistas a que le entrevisten en la naviera Río Chico.En este ir y venir con mi cruz del olvido a cuestas, tengo que conocer y tratar a cientos de personas, todas importantes. Menos mal que cuento con otros mecanismos para cumplir con la primera regla de oro de mi profesión: hacer sentir al visitante que sé quien es. Soy capaz de acordarme de los chistes que nos hemos contado años atrás, de la operación de nariz de nuestra común amiga, o de la importante posición que ocupa su empresa. Lo único que no recuerdo si no hasta un par de días después, ¡es su verdadero nombre!Hace dos meses empezó a llamar a la oficina un señor Roberto Cedeño, quien decía ser mi amigo de años. Debo aclarar que, por el tipo de trabajo que realizo, todo el mundo dice ser mi amigo.Después de recibir varios recados telefónicos, yo seguía pidiendo a mi secretaria que tratara de averiguar quién era el bendito señor Cedeño. La respuesta siempre era igual: no tiene teléfono, pero es su amigo personal; se han visto la semana pasada en la galería de arte y él ha quedado en llamarle para reconfirmar la cita.Después de seis llamadas infructuosas, el señor Cedeño, bastante disgustado, tomó valor y le explicó a mi secretaria: Señorita, sí soy un amigo... ¡dígale que ella me llama Leonardo!Cuando volví a la oficina, entre sonreída y sorprendida Marcela me dijo: le volvió a llamar el señor Cedeño y le dejó un mensaje raro: que usted le llama Leonardo.Yo exclamé de inmediato, ¡Ah, el Leonardo, claro que es mi amigo! Le conozco desde hace años. ¡Pero qué loco! ¿Por qué no dijo quién era desde el principio?Al día siguiente recibí a Leonardo, mejor dicho a Roberto Cedeño, a quien presenté todas mis excusas y también le reclamé por qué no dijo simplemente que era Leonardo!Leonardo, completamente decepcionado, me increpaba casi llorando: No puedo creer que después de tantos años no sepas que me llamo Roberto!