BAÑADO EN ASFALTO ARDIENTE
Publicado en
mayo 20, 2012
Mark Boller con su esposa, Julie, y sus hijas, Maygen (izquierda) y Jerrica. (Foto: cortesía de Mark y Julie Boller)Drama de la vida realVíctima de un terrible accidente, un obrero se quema en vida ante los ojos impotentes de sus compañeros.
Por Siobhan McMahon
Foto: P. Ridenour/The Image BankCOMO ME GUSTARÍA que tuvieras más vacaciones! —le dijo Julie Boller a su esposo al despedirse de él en la puerta de su casa, en Mogo, pueblo situado 300 kilómetros al sur de Sydney, en el estado australiano de Nueva Gales del Sur.
—A mí también —contestó Mark, y luego le dio un beso.Era el 1 de noviembre de 1993, y Boller, de 30 años, debía reintegrarse a su trabajo de operario en Southern Asphalters, una fábrica de asfalto ubicada cerca de allí, tras unas vacaciones de dos semanas. Había disfrutado mucho de aquel descanso con Julie, de 27 años, y sus dos hijas, Jerrica, de tres, y Maygen, que pronto cumpliría dos.Aunque delgado y de sólo 1,60 metros de estatura, Boller era fornido y tenía fama de tenaz y diligente. Antes de sus vacaciones había trabajado sábados y domingos durante diez semanas seguidas para ayudar a producir 10.000 toneladas de asfalto para la Dirección de Caminos y Tránsito de Nueva Gales del Sur, uno de los mayores clientes de la fábrica. En esa época se sintió preocupado muchas veces por robarle tiempo a su familia, pero se tranquilizaba diciéndose que necesitaban el dinero. Su salario debía alcanzar para pagar la hipoteca de su casa de dos dormitorios y los gastos médicos de Jerrica, que padecía una parálisis cerebral leve. Además, le había prometido a su mujer que el producto de las horas extras serviría para comprarle una silla de ruedas a la pequeña.A las 7 de la mañana, Boller dobló por el camino de entrada a la fábrica, la cual ocupaba una superficie de dos hectáreas. Había un pequeño embalse a la izquierda del camino, y más allá, a la derecha, una construcción de aluminio que servía de oficina. Al fondo se encontraba la instalación principal: un tambor mezclador de siete metros de largo, dispuesto horizontalmente. En uno de sus extremos, una cinta transportadora vertía grava; en el otro ardía un enorme quemador de diesel. Junto al mezclador se erguía, hasta cinco metros de altura, un depósito blindado de asfalto. En su interior, una enorme resistencia mantenía a 170° C. los 56.000 litros del lustroso líquido negro, producto de la destilación del petróleo.Boller estacionó su camioneta cerca del depósito y luego se reunió con cinco compañeros para tomarse una taza de café antes de comenzar la jornada. En el grupo se encontraba Stephen Harris, hombre barbado de 38 años, relativamente nuevo en la fábrica, que conducía un camión cisterna y que admiraba el carácter optimista de Boller. En su primer día de trabajo, su compañero le había dado la bienvenida con un firme apretón de manos y le había dicho:—Quita esa cara de preocupación, amigo. Cuando menos te des cuenta habrás aprendido el oficio.Desde entonces se había dado una verdadera camaradería entre ellos.Aquel día, Boller debía remplazar un tubo de ventilación en la parte superior del depósito. Subió por una escala adosada a la pared y se encaramó sobre la cubierta, de lámina negra. Aunque pared y cubierta tenían una capa de aislante térmico, Boller sintió el calor a través de las botas. Sabía que el asfalto era muy peligroso a esa temperatura. Tengo que darme prisa para bajar de aquí cuanto antes, pensó.De pronto oyó un estruendo a sus espaldas, y al volverse, vio salir un siseante chorro de vapor de un respiradero del centro de la cubierta, señal de que la presión del asfalto iba en aumento. Al ver que el depósito retumbaba y se estremecía, comprendió, alarmado, que iba a estallar.Sin pérdida de tiempo saltó a una cámara de contención, más pequeña y más baja, situada como a metro y medio de distancia. Para llegar al suelo aún le faltaba dar un salto de 4,50 metros, la altura de una casa. ¡Tengo que saltar ahora mismo!, pensó. Así lo hizo, y cuando iba en el aire se le cortó el aliento de pavor: en el sitio donde estaba por caer había comenzado a derramarse un chorro de asfalto fundido que salía a presión por una rajadura que acababa de abrirse en la base del depósito.Al dar en el suelo sintió cómo se le desgarraban los cartílagos de las rodillas. Cayó de costado, y el asfalto lo bañó al instante. Un dolor inaudito lo recorrió de pies a cabeza cuando el líquido hirviente le cubrió el rostro, le impregnó la ropa y se le pegó a la piel; en seguida le brotaron ampollas en la espalda, y la barba se le chamuscó. ¡Me estoy cocinando vivo!, se dijo.Se levantó con dificultad para correr, pero antes de que pudiera dar un paso, la rajadura se ensanchó como por obra de un enorme abrelatas. A causa de la presión, la parte superior del depósito salió disparada al aire como un cohete y dejó escapar un alud de asfalto que derribó a Boller y lo arrastró a varios metros de distancia, mientras él pataleaba y manoteaba en vano para sacar la cabeza y tomar aire. Una vez que pasó la oleada, el obrero quedó cubierto por una capa de asfalto de un centímetro de grueso. El líquido le había entrado en los oídos y perforado los tímpanos, y le escaldaba el interior de la boca y la nariz.¡Agua!, pensó. ¡El embalse! Un año antes, él mismo había ayudado a hacer la excavación, de seis por diez metros, para que la fábrica tuviera una reserva adicional de agua. Estaba a 60 metros de distancia cuesta abajo. Es mi única esperanza.Aunque las rodillas le crujían por la lesión, volvió a levantarse para correr, pero más tardó en hacerlo que en dar otra vez en el suelo. De nada le servían las botas en aquella masa resbaladiza, que para entonces le llegaba a los tobillos. Una vez más se puso en pie y echó a andar, pero al cabo de unos cuantos pasos estaba exhausto porque el asfalto había comenzado a fraguar y se volvía cada vez más pegajoso. "¡Maldita sea!", aulló con desesperación.Haciendo un gran esfuerzo, siguió andando hasta llegar a su camioneta, y se apoyó en una portezuela. Se volvió hacia el embalse y lo miró por una hendidura del asfalto que le tapaba el ojo izquierdo, única parte del rostro que le quedaba descubierta ¡Tienes que llegar!, se dijo.STEPHEN HARRIS estaba conversando con su jefe en la puerta de la oficina cuando oyó la explosión. Dio media vuelta y vio, incrédulo, los restos del depósito y, apoyado en la camioneta de Mark, lo que parecía una momia negra. No reconoció a su amigo, pero aquella figura lastimosa le inspiró la mayor piedad.La "momia" echó a andar cuesta abajo, tambaleante y con los brazos abiertos.—¡Llamen pronto una ambulancia! —gritó Harris hacia la oficina.Mientras tanto, el accidentado llegó a la orilla del embalse y se echó de bruces en el agua, que tenía 1,50 metros de profundidad. Por la cuesta, detrás de él, iba bajando un río de asfalto hirviente.FUE UN GRAN ALIVIO para Boller sumergirse en el agua fría, pero cuando intentó salir a la superficie, la sangre se le heló en las venas: endurecido como caramelo, el asfalto no le permitía moverse. Presa de la desesperación, hizo fuerza con brazos y piernas, y el asfalto se partió junto con su piel, causándole unos dolores atroces. Se le abrieron heridas en las axilas y en las corvas, y el agua lodosa se le metió en ellas. La falta de aire era ya insoportable. ¡Moriré ahogado!, pensó.Aunque llevaba diez años levantando pesas, Boller tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para impulsarse con los brazos contra el fondo. Luego estiró las piernas y logró por fin sacar la cabeza del agua. El pecho se le hinchó entonces para succionar aire, pero fue en vano: el asfalto le había fraguado en la nariz y en la boca. Sobreponiéndose al pánico, empujó una porción con la lengua y pudo al fin respirar.Habían pasado unos dos minutos desde la explosión.—Ya viene la ambulancia —lo tranquilizó Harris cuando llegó al embalse, sin saber aún quién era—. Te salvarás, compañero.Boller, que apenas oía, no estaba tan seguro. De pie en el agua, con la barbilla rozando la superficie, sentía los lacerantes dolores de las quemaduras en todo el cuerpo. Había oído decir que estas lesiones, si son por contacto con asfalto y abarcan más de la mitad de la piel, pueden causar la muerte.Aunque temía lo peor, no se acobardó. ¡Puedes superar esto!, se dijo. Nunca se dejaba vencer, y a menudo trataba de demostrar a los demás que su corta estatura no era ningún impedimento para él. Una vez, en una competencia de levantamiento de pesas con las piernas, provocó las risas de los organizadores al pedir 317 kilogramos para su primer intento, lo mismo que había levantado el ganador de la categoría de peso pesado, un hombre que lo aventajaba 15 centímetros en estatura y 20 kilos en peso.—¿Cómo se le ocurre? —le dijo uno de los organizadores—. Usted es de peso ligero.Boller se subió al aparato, se acostó boca arriba con las piernas encogidas y, sujetando el marco con los brazos, empujó la barra. Al término del día había levantado 363 kilos, y ya nadie se reía.—¡AUXILIO!Harris reconoció la voz de Mark en seguida. Tengo que darle una mano, pensó. Él haría lo mismo por mí.Sin quitarse las botas ni el traje de faena, se metió en el agua y pasó las manos bajo las axilas de Boller para sostenerlo. El tacto del asfalto endurecido y tibio le pareció como el de una piel de cocodrilo.—Ya te tengo, compañero —le dijo—. Aquí nos quedaremos hasta que llegue la ambulancia.Habían transcurrido cinco minutos desde la explosión.—¡El asfalto viene hacia aquí! —gritó una de las personas que habían acudido al embalse.Harris se volvió y vio con horror el río negro, que comenzó a verterse lentamente en el depósito, levantando bocanadas de vapor. Una espuma pardusca flotaba hacia ellos y amenazaba con quemarles la cabeza.—¡Vámonos! —exclamó Harris.Sosteniendo a Boller por los codos, lo llevó de prisa a la orilla opuesta, donde se alzaba un talud casi vertical de 2,50 metros. Entonces lo levantó por las piernas para ayudarlo a trepar, pero los dedos del herido, engarrotados por el asfalto, no hicieron más que resbalar en el cieno que cubría el talud. Incapaz de asirse, Boller volvió a caer al agua sobre su compañero. La espuma se hallaba ya a dos metros de ellos, y poco después a uno.—¡Sácalo! —le gritó Harris a un hombre que estaba en lo alto.Boller lanzó un alarido cuando, con el tirón, las heridas de las axilas se le abrieron aun más. Harris salió del agua justo a tiempo para que la espuma no lo alcanzara.Jadeante, Harris se quedó mirando con la boca abierta la figura que se tambaleaba ante él. Luego apartó la vista, sobrecogido. ¡Pobre Mark!, pensó. ¡No durarás hasta mañana!APENAS lo sacaron del agua, Boller volvió a sentir que se quemaba.—¡Mójenme, por favor! —dijo en tono suplicante.Lo condujeron hacia un camión que estaba estacionado cerca del embalse y tenía adosada una ducha para usarse en caso de quemaduras de asfalto. Boller se colocó bajo la alcachofa, pero el delgado chorro no le brindó ningún alivio.—No sirve —gimió.—¡Traigan la manguera, pronto! —gritó Harris.Un hombre corrió a la oficina y conectó una manguera de jardín a un grifo, pero ésta resultó corta y Boller tuvo que subir diez metros, con ayuda de sus compañeros, para que pudieran rociarlo.El agua mitigó su dolor, pero le causó un frío insoportable. El herido comenzó a estremecerse sin control, primer signo de que estaba cayendo en estado de choque.—Voy a desmayarme —dijo.Sus compañeros se apresuraron a sentarlo en una silla y siguieron rociándolo con la manguera. A pesar de su lamentable estado, Boller se animó a bromear:—Ahora sólo falta que me echen un saco de plumas.Nadie sonrió.A las 8:20 de la mañana, unos 30 minutos después de la explosión, la ambulancia se lo llevó a toda velocidad al Hospital de Distrito de la Bahía Batemans. En el camino, Boller iba pensando en su mujer y en sus hijas. Desde que le diagnosticaron parálisis cerebral a Jerrica, hacía dos años, Julie y él se levantaban de madrugada para darle masaje en las enflaquecidas piernas, fijarle soportes ortopédicos a los tobillos y convencerla de que ejercitara su indolente ojo derecho. ¿Qué harán si me muero?, se preguntó. ¡Por favor, Dios mío: por su bien, ayúdame a vivir!EN EL HOSPITAL, el doctor John Berick le desprendió un fragmento de asfalto del antebrazo y le insertó un catéter intravenoso para administrarle suero fisiológico. Como sabía que las víctimas de quemaduras extensas pierden grandes cantidades de plasma por los vasos capilares de la piel, le inyectó seis litros de suero en un lapso de tres horas, junto con morfina para aliviarle el dolor. Cuando las enfermeras intentaron cambiarle la máscara de oxígeno por otra más eficaz, se encontraron con que se le había pegado a la piel. Tuvieron que recortarla y protegerle el rostro con envoltura de plástico adherente.A las 8:40 de la mañana le avisaron por teléfono a Julie que su esposo se había accidentado. La guapa pelirroja dejó a sus hijas al cuidado de una amiga y se lanzó al hospital a todo correr. Al ver las ennegrecidas botas de su marido ante la puerta de la sala de urgencias, pensó: ¡Gracias a Dios, sólo se le han quemado los pies!El doctor Berick se asomó por la puerta, sin color en el rostro.—Venga, por favor —le dijo—. Es imposible prepararla para esto.A ella se le cayó el alma a los pies, y al ver a su esposo se llenó de aflicción. Estaba irreconocible, y su horrenda envoltura negra despedía un fuerte olor a gasolina. Con el rostro surcado de lágrimas, Julie lo tomó delicadamente de la mano.—Voy a poner todo de mi parte para salvarme —dijo él—, pero si no lo consigo, haz lo necesario para que las niñas y tú salgan adelante. Vende la casa.—No te preocupes por eso —dijo Julie con una sonrisa forzada—. Concéntrate en ponerte bien, ¿eh?A eso de la 1:45 de la tarde lo anestesiaron y lo trasladaron en helicóptero al Hospital Royal North Shore, en Sydney, donde las enfermeras de la unidad de terapia intensiva le aplicaron con esponjas más de diez litros de queroseno para reblandecer el asfalto, que luego desprendieron con todo cuidado. Los médicos determinaron que había sufrido quemaduras de tercer grado en el 81 por ciento del cuerpo, proporción casi siempre mortal. Sumido en una profunda sedación, Boller se fue hinchando hasta que su cabeza alcanzó el tamaño de un balón de futbol. Tenía la presión arterial muy baja, primero porque los vasos sanguíneos lesionados derramaron su contenido en los tejidos circundantes, y más tarde porque las bacterias le invadieron el torrente sanguíneo.La tercera noche que pasó en el hospital, el doctor Ray Raper, especialista de alto rango, llamó a Julie, que había viajado en coche a Sydney, a una sala de reuniones.—Nunca había visto quemaduras como éstas —le dijo—. La vida de su esposo corre un grave peligro.Julie bajó en el ascensor a la capilla, y allí se quedó sentada en silencio durante dos horas. Las enfermeras le habían advertido que, si su esposo vivía, seguiría sufriendo dolores durante meses y podía quedar afectado psicológicamente. Dios mío, rezó, quiero que Mark se salve, pero es egoísta esperar que soporte todo eso por las niñas y por mí.Cuando volvió al lado de Mark, que estaba inconsciente y envuelto en vendas, le dijo sollozando:—Si esto es demasiado para ti, tienes mi permiso para morir.Durante cuatro semanas Boller estuvo a las puertas de la muerte, mientras lo sometían a siete intervenciones reconstructoras. En cada ocasión, los cirujanos le recortaban fragmentos de piel de un sexcentésimo de milímetro de grueso de los muslos —únicas partes de su cuerpo relativamente indemnes— y los colocaban en una máquina que los estiraba hasta aumentar nueve veces su superficie. Para repetir el procedimiento debían esperar a que los fragmentos recortados se regeneraran. También le reconstruyeron los tímpanos y, más adelante, lo sometieron a fisioterapia para fortalecerle los músculos. Aunque sus signos vitales flaqueaban a veces, siempre se rehacía, y poco a poco fue recobrando las fuerzas. Por fin, al cabo de cinco meses y medio de hospitalización, lo dieron de alta.Los injertos de la cara y el cuello están tan bien hechos que no le han dejado grandes cicatrices. El pelo le ha vuelto a crecer, y sólo padece una leve cojera. La Comisión de Relaciones Industriales de Australia publicará este año los resultados de su investigación sobre la causa del accidente."Es un milagro que Mark esté vivo", comenta Julie con una sonrisa, tomando a su esposo de la mano. "Mis hijas y yo siempre tendremos presente lo afortunadas que somos de que aún esté con nosotras".