TAMBIÉN VOLVER ES MORIR UN POCO
Publicado en
marzo 18, 2012
Por Jorge Enrique AdoumLo había afirmado ya (Partir es morir un poco, Diners, mayo de 1994), pero entonces me limité a señalar los inexistentes servicios aeroportuarios y la rabia e impotencia que el viajero siente ante la lentitud en el control de pasaportes y la corrupción magna en el control de aduanas. De modo que, en tal caso, debí haber dicho que quedarse o llegar era morir un poco.
Esta vez volvía, orgulloso: había presenciado y escuchado en Cambridge (EUA) al conjunto Tierra caliente de marimba y baile, que actuó en el Festival de la Cultura Ecuatoriana organizado por el Municipio Metropolitano de Quito y la Universidad de Harvard. Orgulloso de pertenecer a un pueblo capaz de albergar, entre sus diversas culturas, a una capaz de ofrecer, en cualquier gran teatro del mundo, ese espectáculo de una autenticidad ajena a las seudofolclóricas deformaciones comerciales y de un profesionalismo raro en nuestros conjuntos musicales populares. Orgulloso de que en mi país se haya elegido Miss Ecuador a una hermosa muchacha negra, aunque al día siguiente haya advertido en la burla la decepción de algunas hermosas muchachas blancas y mestizas y de un "grupo de damas" que creen representar, a diferencia de la otra, a "la mujer ecuatoriana". Volvía hasta cierto punto contento de volver: sucede que Nueva York, pese a ser el más completo resumen del urbanismo que la humanidad ha desarrollado desde Babilonia hasta el siglo XXI y a toda la fascinación maldita que ejerce, es una ciudad que no me duele dejar. Pero fue una alegría que duró hasta el momento de llegar al mostrador de SAETA –prestado o alquilado por British Airways– en el aeropuerto J. F. Kennedy.La primera señal de que me acercaba a mi país fue la protesta que escuché, debida a que la línea aérea ecuatoriana suele proteger las maletas con una funda de plástico, lo que para una señora compatriota era prueba de discriminación, puesto que "cuando quieren robarse, se roban con o sin plástico". Y para el compatriota esposo de la señora, la verdadera discriminación vino después, cuando se pidió que pasaran primero los pasajeros del vuelo de la British Airways: "Claro, primero los gringos". De nada sirvió que le explicara que ese avión partía inmediatamente, mientras que para el despegue del nuestro faltaban más de dos horas. "No, dijo, sino que siempre tratan así a los ecuatorianos".Antes de pasar a la sala de embarque pude entrever el problema del equipaje de mano. Un funcionario de la British fue a buscar una balanza, seguramente en vista del esfuerzo que hacían los viajeros para levantar o arrastrar cajas, evidentemente amarradas con cuerdas o aseguradas con cinta scotch, y maletas, a más de las bolsas y fundas de plástico con compras de última hora, sin contar las hechas en los almacenes duty-free del propio aeropuerto. Colocándola en el suelo, el funcionario comenzó a pesar el equipaje de mano de los viajeros, arrancando reclamos tímidos, ("la balanza ha de estar mal"), ruegos piadosos ("por esta vez, no más"), explicaciones tenues ("es que le llevo ropa a mi papá que ya está viejito"): cada uno traía tres o cuatro piezas que, sumadas, pesaban, según oí, hasta 25 kilos.De nada sirve, tampoco, al abordar el avión entre empellones, recordar a la gente que todos tenemos un asiento numerado. Pero, a diferencia de lo que escribí la vez anterior, advertí que no se trata de "ganar puesto" para sentarse, sino para colocar, en el portaequipajes previsto para un "máximo de dos piezas por persona", voluminosos paquetes, mochilas, maletines, cajas, desplazando lo que otros han puesto allí, forzando inútil pero repetidamente la portezuela, hasta que una azafata o el steward recuerda al viajero resentido que debe colocar la caja, maletín, mochila o paquete en el suelo, debajo del asiento delantero.Avión repleto de compatriotas, donde uno se siente ya en el país, milagrosamente llegado, sin transcurso de tiempo: conversaciones a gritos ("Abuelita, no me dejará sola, que no sé como es de bajar") de un lado a otro de la cabina; exclamaciones de disgusto por la calefacción del avión frente a una temperatura exterior de 3 grados centígrados ("Yo aquí me quemo, me sofoco"), o por la prohibición de utilizar los baños mientras la nave está en tierra ("Qué poca atención la de esta gente") o porque un desconocido no quiere cambiar su asiento junto a la ventanilla por otro en mitad de la hilera del medio ("Es que viajo con mi señora y ella está allá solita"), o porque la azafata, atareada con cerca de doscientos pasajeros de la misma laya, no responde inmediatamente al llamado sonoro de algún impaciente que quiere algo.Una muchacha (la que viajaba con su abuelita), sentada a mi lado, que llevaba una chompa gruesa y una gorra, me preguntó si en el avión había baño, tras lo cual se envolvió en una manta (lo que debe haber aumentado la sofocación de la señora de atrás) y se dispuso a dormir. Pero pronto la llamaron por un altavoz para que cancelara noventa dólares por exceso de equipaje. Dijo que "mi apá" los había pagado, mas cuando le pidieron el recibo mostró la tarjeta de embarque, las hojas que quedaban de su boleto, el comprobante de haber pagado el impuesto de salida, una carta, tras lo cual, ante el anuncio de que una maleta suya se quedaría en tierra, pidió que avisaran a su "apá", recostándose nuevamente y de veras tranquila, porque "ahora todo se hace por computadora".La proyección de una película logró hacer que muchos durmieran, pese a algunas carcajadas inoportunas. Luego, la cena, devorada con ansiedad a la una de la mañana por gente que había esperado en el aeropuerto desde las siete de la noche. Cuando retiraban las fuentes, despertó mi compañera y pidió, en perfecto inglés, a la azafata ecuatoriana algo de comer, mas cuando le trajo, tardíamente, un plato, dormía nuevamente. Sirvieron luego postre y café, y sucedió lo mismo: despertó en el momento en que retiraban los restos, pidió a snack, something to eat, le trajeron un bocadillo pero ella dormía con profundidad. Debo decir, para ser honesto, que no roncó en todo el viaje.Renació la algarabía, ya alimentada. Era indudable que todos sentían la alegría de volver: conversaciones en voz alta, risas ruidosas, visitas a los amigos de la parte posterior de la cabina, desfile interminable al baño, las muchachas siempre de dos en dos. Escuché a una señora decir: "A mí me gustan todas las músicas. Pero la mía la prefiero hasta en la Cochinchina". Lo malo, grave, es que dio una demostración de ello: un coro de cuatro mujeres, más un varón que silbaba cerca de mi oído izquierdo, interpretó un pot-pourri de pasillos, mejor dicho de comienzos de pasillos pues, al parecer, nadie conocía la letra entera. No importa, por ejemplo, que en la hermosa canción de Francisco Paredes Herrera reemplazaran "vívidos paisajes" por "lívidos" (ambas palabras son esdrújulas) y Manabí por Guayaquil (aunque eso era algo como enviar a una mujer una carta de amor escrita a otra), ni que la amante de la música ecuatoriana en Cochinchina fuera tiple (según el diccionario y el oído, "la más aguda de las voces humanas"), sino que el conjunto –física y musicalmente salido del programa Chispazos– actuaba a las dos y media de la madrugada. Me acerqué a decirles, respetuosamente, que no eran propietarios del avión ni sus únicos pasajeros, a lo que la tiple respondió diciendo que a nadie molesta la música; respetuosamente contesté que eso era verdad cuando uno quería oírla pero que había personas que trataban de dormir o, más raramente, de leer, a lo que respondió que no me pusiera histérico, que yo tampoco era el dueño del avión.Logré quedarme dormido pero, casi en seguida, mi vecina, que en nada se parecía a la durmiente del cuento de García Márquez, me dio palmaditas en el brazo. Debió haber soñado porque me dijo: "Entonces, ¿el baño queda abajo?" , y no era un avión de dos pisos. Poco después, la nave aterrizaba en Panamá, con aplausos de quienes así felicitaban al piloto, supongo que por no haberse estrellado en tierra o estallado en el aire.Poco antes del amanecer fui a uno de los servicios higiénicos: debo creer que fueron niños quienes habían cubierto el piso con trozos de papel enrollados o arrugados, y adultos quienes, a juzgar por el olor, no lograron descubrir –pero ¿buscaron?– el dispositivo para vaciar el agua, que se encontraba detrás de la tapa levantada.Al llegar a Guayaquil fue más nítido ese poco de muerte –por rabia, vergüenza, casi repulsión– de que habla el título. Pese a las escenas del aeropuerto de Nueva York, no me había dado cuenta de que se trataba de un avión prácticamente fletado por comerciantes, mercaderes y mercachifles, la mayoría (¿no todos?) contrabandistas. El desembarque, cargando y halando maletines y fardos, era realmente obsceno: las mujeres a dos brazos y dos manos, los hombres ocupándose de cajas y cajones, los niños halando bultos que pesaban más que ellos, algún precavido tratando de colocar cuatro y hasta cinco piezas de equipaje sobre dos ruedas, atadas con un elástico. Fue tan larga la duración de la escala que pregunté al steward la razón de la demora para seguir el vuelo a su destino final. "Hay que descargar, porque eso no es equipaje sino carga", me dijo. Las diez o doce personas que arribaron a Quito no eran muy diferentes, de modo que comprendí el significado de esas palabras.(Claro que las fiestas de fin de año estaban cerca, claro que todos tratamos de traer algún regalo. Y quisiera sinceramente creer, poder decir que los aforadores hicieron su trabajo y no sólo desordenar el contenido de los bultos y maletas hinchados como si se tratara de una mudanza. Pero, según dicen, los derechos se han pagado previamente o se pagan esa tarde o noche, entre tragos, en la casa del viajero).