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enero 22, 2012
© 1982 POR JEAN JEFFREY GIETZEN. CONDENSADO DEL ”MILWAUKEE JOURNAL” (20-VI -1982). DE MILWAUKEE. WISCONSIN. ILUSTRACIÓN SUSAN OBRANT.¿Llegaría la hora de curar aquella herida, abierta desde hacia tanto tiempo?
Por Jean Jeffrey GietzenESTOY bailando con papá el día de las bodas de oro de mis padres, mientras la orquesta toca un vals anticuado, a cuyo ritmo nos deslizamos grácilmente por el salón. La mano de mi padre, apoyada en mi cintura, me conduce, como siempre lo hacía, en tanto canturrea en voz baja, en forma resuelta y juvenil. Entre giro y giro, reímos y saludamos a las demás parejas que bailan.
Todos dicen que somos la mejor pareja. Mi padre oprime mi mano y me sonríe. Así se borran todos esos años en que me negué a bailar con él, y evoco aquella lejana época.Recuerdo el día en que tenía yo casi tres años y papá llegó a casa después del trabajo; me cargó en brazos y empezó a bailar conmigo alrededor de la mesa. Mi madre rió y nos dijo que la cena se enfriaría, pero él replicó:—Apenas está aprendiendo a seguir el ritmo, querida. ¡La cena puede esperar!Y empezó a cantar en voz alta: Rueden el barril, llenemos el barril de diversión,* y a mi vez contesté cantando: Que así rueden todas las tristezas.Año tras año, nos divertíamos bailando juntos. Incluso ganamos un concurso de baile en un club de muchachas. Luego aprendimos el jitterbug en el club militar que estaba en el centro de la ciudad. En cuanto se aprendió los pasos, mi padre bailó con las mujeres que estaban en el salón. Todos reíamos y aplaudíamos al diestro bailarín.Una noche, cuando tenía yo 15 años y sufría de alguna dolorosa melancolía de adolescente, mi padre puso en el tocadiscos una serie de discos y me invitó a bailar.—¡Vamos! —me dijo—, que así rueden todas las tristezas.Le di la espalda y, al ponerme la mano en el hombro, di un salto en la silla y grité:—¡No me toques! ¡Estoy harta de bailar contigo!Noté la pena en su rostro; sin embargo, ya lo había dicho y no podía echarme atrás. Corrí a mi habitación, sollozando histéricamente.*© 1934 "Skoda Lasky" renovado. © 1939 Shapiro, Bernstein & Co. Inc., de Nueva York, Nueva York. Renovado. Utilizada con permiso.A partir de aquella noche no volvimos a bailar juntos. Encontré otros compañeros de baile, y mi padre me esperaba en casa después de las fiestas, sentado en su sillón favorito, enfundado en su pijama de franela. A veces, al regresar, lo encontraba dormido y lo despertaba diciéndole:—Si estabas tan cansado, debiste ir a la cama.—No, no. Sólo te esperaba.Entonces cerrábamos las puertas y nos íbamos a dormir.Durante los años que asistí a la escuela secundaria y a la universidad, esperaba a que regresara de las fiestas, mientras yo seguía bailando y apartándome de su vida.Poco después del nacimiento de mi primer hijo, mi madre me telefoneó para decirme que papá estaba enfermo: "Es un problema cardiaco. Pero prefiero que no vengas. Estamos a quinientos kilómetros, y tu padre se preocuparía".Una dieta adecuada le devolvió la salud. Mi madre me escribió que ella y él se habían hecho socios de un club de baile: "El doctor opina que es muy buen ejercicio. Seguramente recuerdas cuánto le ha gustado siempre bailar".Por supuesto que me acordaba. Los recuerdos se agolparon en mi mente.Al jubilarse mi padre, logramos reunirnos nuevamente; los abrazos y los besos abundaban cuando nos visitábamos. Bailaba con las nietas, pero jamás me pidió que bailara con él. Yo sabía que esperaba una disculpa, pero no se me ocurrían las palabras apropiadas.Como se acercaban las bodas de oro de mis padres, mis hermanos y yo nos reunimos a proyectar la fiesta. Mi hermano mayor comentó: "¿Recuerdas aquella noche que no quisiste bailar con él? ¡Qué disgustado estaba! No me cabía en la cabeza que eso lo molestara tanto. Apuesto a que desde entonces no has bailado con él".No quise decirle que estaba en lo cierto.Mi hermano menor prometió conseguir la banda de música. "Asegúrate de que sepan tocar valses y polcas", le advertí, sin explicarle que lo que yo quería era bailar una vez más con papá.Cuando la banda empezó a tocar después de la cena, mis padres iniciaron el baile, deslizándose por todo el salón e invitando a los demás a que también bailaran. Los invitados se pusieron de pie, y aplaudieron a la pareja festejada. Papá bailó con sus nietas, y luego la banda empezó a tocar la Polca del barril de cerveza.Rueden el barril, oí cantar a mi padre. Entonces supe que había llegado el momento esperado. Me abrí paso a través de las parejas que bailaban y di una palmada en el hombro de mi hija.—Perdóname —dije mirando a los ojos de mi padre, casi ahogándome en mis propias palabras—, pero me parece que esta pieza me toca a mí.Mi padre se quedó como clavado en el suelo. Nuestros ojos se encontraron y mentalmente retrocedimos hasta aquella noche de mi adolescencia. Con voz temblorosa, empecé a cantar: Que así rueden todas las tristezas.Mi padre me hizo una reverencia y comentó:—¡Pues claro; estaba esperando que me lo pidieras!Luego papá rió de buena gana, y empezamos a bailar tiernamente abrazados.