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enero 29, 2012

Aunque hermano y hermana, eran tan diferentes uno del otro como un día soleado y la borrasca.
Por Richard WolkomirEN SEGUIDA supimos cuál sería nuestro cachorrito. En la perrera semicubierta, aquella cachorrita híbrida avanzó a nuestro encuentro tambaleándose, pero con evidente entusiasmo, mientras sus dos hermanitas dormían al sol. Era de pelaje blanco y amarillento, cara graciosa y, en el lomo, una franja de color castaño como silla de montar propia para duendes. Alzándose sobre las patas, manoteó a tiempo que nos regalaba con sonrisa digna de una estrellita de cine.
—Llamémosla Sasha —propuse a Joyce, mi esposa, quien la levantó en brazos.En eso, descubrí dos ojos amarillos que me miraban fijamente desde la sombra. Me incliné y saqué de allí al único macho de la camada. Todo él era castaño oscuro, excepto los ojos amarillos, la franja blanca en el pecho y la mancha color de rosa en la punta de la lengua. Las orejas, enormes para tan pequeño cuerpo, le daban aspecto chistoso.
—Que se llame Sam —sugerí, pues fue el primer nombre que se me ocurrió.—Pero quedamos en llevarnos un solo cachorrito —objetó Joyce.—Es que tiene una apariencia tan chistosa —repuse—, que si nosotros no lo adoptamos, nadie lo hará.Por tanto, aquel día regresamos a casa con Sasha y Sam.Desde el principio, Sasha era juguetona, de carácter encantador, cariñosa, siempre dispuesta a lamer cualquier cara que estuviera a su alcance, incluso la de Sam. Su hermano, en cambio, estaba erizado de rasgos contradictorios, ninguno de ellos honorable. Si por azar una mariposa aleteaba hacia Sam, aullaba y se encogía de miedo. Al oír un trueno, corría a esconderse debajo de una cama. Ante un peligro verdadero, sin embargo, su actitud era de tonta despreocupación. El principal de esos peligros era la carretera que pasaba frente a nuestra casa: un sinuoso camino rural, donde los automovilistas que transitaban velozmente no tenían tiempo de frenar por esquivar a un perro. Sasha comprendió pronto que ese camino era lugar prohibido, pero a Sam le atraía, como a un alma débil ante el pecado. Por eso decidimos que ya no lo dejaríamos corretear libremente.Pero a los diez minutos de haberlo atado, Sam ya estaba rascando la puerta con impaciencia; del cuello le colgaba un trozo de cuerda, que había roto con los dientes. Sasha, sentada en la hierba, agachaba la cabeza, como si se sintiera cómplice del delincuente.Enganchamos una cadena de acero al collar de Sam, pero el Houdini de los perros no tardó en zafarse. Construí entonces una espaciosa jaula, rodeada de una alambrada de dos metros de altura. Pensé que ni el hábil Sam podría escapar de la prisión.Dos o tres noches después, a mitad de la cena que ofrecimos a varios invitados, interrumpió la conversación un repentino ¡guau! Era Sam, que, evadido de su jaula, llamaba a la puerta. Venía cubierto de barro y lleno de púas de puerco espín. Vi, horrorizado, cómo entró en el comedor tal esperpento y, objeto de la atención general, vomitó.En los días siguientes, 15 minutos después de haber encerrado a Sam en su jaula, solía yo encontrarlo metiendo las patas en el estanque, atrapando ranas, o bien trotando hacia el camino. Para saber cómo se las ingeniaba para escapar una y otra vez, Joyce y yo lo espiábamos ocultos tras las cortinas de la ventana. Luego de echar una rápida mirada en torno, asegurándose de que nadie lo observaba, se encaramaba a la cerca como un mono, se balanceaba un momento arriba de ella, saltaba al suelo y se alejaba al trote.Lejos de ser buen compañero de Sasha, Sam le emponzoñó la existencia. Si dábamos un hueso a cada perro, no tardaba Sam en mordisquear el suyo y el de su hermana. El truhán acaparaba la cama que habíamos dispuesto para ambos en un rincón del comedor, echándose en el centro de ella, en lugar de acurrucarse en el extremo. Si Sasha dormía en su mitad de la cama, Sam corría hasta la ventana y empezaba a ladrar. El resultado inevitable era que la perrita se lanzara también hacia la ventana, momento en el que Sam se precipitaba hacia la cama y se acomodaba a sus anchas, suspirando con satisfacción.Sin embargo, en general, Sam no parecía tomar en cuenta a Sasha, a la que sencillamente había descartado de su vida, juzgándola un can enclenque. En realidad, a Sasha no se le podía reprochar sino un pecado: al lado de la puerta trasera de la casa crecía un macizo de violetas, que la perrita se gozaba en pisotear. Aunque Sam desdeñaba alegremente todas las reglas de la casa, con las violetas no se metía. Cualquier infracción que Sasha cometiera era demasiado insignificante para un animal de la categoría de Sam. Si reprendíamos a Sasha por aplastar las violetas, su hermano parecía tan divertido como un incorregible salteador de trenes al ver que un juez multaba severamente a un cura por el delito de caminar sobre el césped.Las únicas ocasiones en que Sam reconocía la existencia de Sasha eran las noches de luna. Entonces, ambos canes, sentados junto a la ventana del comedor, aullaban en armonía canina.Una gélida noche de otoño, poco después del acostumbrado concierto perruno, dejé salir a Sasha para que diera un paseo. Sam permaneció en su sitio. Al rato, como Sasha no regresaba, abrí la puerta y escudriñé la escarchada extensión de hojas secas, que resplandecían al claro de luna. Y percibí que algo yacía en la carretera."¡Sasha!", grité, mientras cruzaba el umbral de la puerta.En cuanto alcé en brazos el inerte cuerpo del animal supe que había muerto.Durante varias semanas ni Joyce ni yo pudimos mirar la tumba de Sasha sin que los ojos se nos llenaran de lágrimas. Sam, sin embargo, no daba indicios de notar siquiera la desaparición de su hermana.Pero una noche Sam entró en el comedor, se detuvo junto a la ventana y emitió un trémolo vacilante; como si quisiera recordar una tonadilla. Y de pronto empezó a aullar, haciendo pausa tras cada ulular, como siempre lo había hecho, para oír el aullido de respuesta de Sasha. Pero esta vez Sam aguzaba las orejas para captar una voz que sólo él escuchaba. Aquello se prolongó largo rato: eran los aullidos de un perro solista, que imitaba un dueto.A la mañana siguiente, Sam caminó rodeando la casa con toda intención y, por primera vez en su vida, pisoteó el macizo de violetas.Aquello sucedió hace cinco años. Ahora, mientras escribo, veo a Sam echado al sol, observándome con ojos nublados. Ya cumplió 18 años (el equivalente de bastante más de 100 en un ser humano), está medio ciego y casi completamente sordo.También Sasha, en cierto sentido, aún nos acompaña. En efecto, las noches de luna, oímos el dúo de aullidos de un perro solista, aullando en la ventana del comedor. Además, cuando le da la gana, Sam pisotea las violetas, como ritual delito conmemorativo.Y nos gusta que lo haga.