LA INGENIOSA PESQUISA DE LORD PETER
Publicado en
diciembre 04, 2011
CONDENSADO DE "HANGMAN'S HOLIDAY", 1941, 1972 POR LOS ALBACEAS DE ANTHONY FLEMING. PUBLICADO POR LA NEW ENGLISH LIBRARY. ILUSTRACIÓN: JOHN BESWICKPor Dorothy Leigh Sayers (1893-1957, novelista y traductora, es conocida sobre todo por sus 12 novelas policiacas. En todas, excepto una, el protagonista es el aristocrático investigador lord Peter Wimsey, quien apareció por primera vez en Whose Body?, publicada en 1923.)SIR SEPTIMUS SHALE estaba acostumbrado a hacer valer su autoridad una vez al año, y sólo una vez. Permitía a su esposa, que era joven y muy de su época, decorar su mansión, situada en Essex, con un mobiliario ultramoderno, de diseño lineal, coleccionar cuadros de pintores de vanguardia, y vestir de manera tan extravagante como quisiera; pero insistía en celebrar la Navidad a la antigua. Ordenaba que la servidumbre colgara adornos de acebo y muérdago de las lámparas y los arbotantes de estilo cubista; llenaba el aparador de finos manjares, y hacía que retiraran los radiadores de las modernistas chimeneas para poner a arder leños.
Reunía entonces a su familia y a sus amigos, los instaba a que engulleran comida díckensiana a más no poder, y después los llevaba al salón, donde organizaba algunos pasatiempos. La diversión culminaba con el juego del escondite a oscuras, por toda la casa. Como sir Septimus era muy rico, sus invitados se avenían a su programa.Otra encantadora tradición que había instituido era la de regalar a su hija Margharita una perla cada día de su cumpleaños, el cuál coincidía con la víspera de Navidad.En esta Nochebuena en particular, sir Septimus, lady Shale y la hija de ambos tenían varios invitados, casi todos parientes consanguíneos o políticos más o menos cercanos: Oswald Truegood, joven con ambiciones parlamentarias; George Comphrey, primo de lady Shale, de unos 30 años de edad, notorio hombre de mundo; Lavinia Prescott, invitada de George; Richard y Beryl Dennison, parientes lejanos de lady Shale, quienes llevaban en Londres un fastuoso tren de vida con recursos cuya procedencia nadie conocía; y lord Peter Wimsey, a quien Margharita invitó movida por cierta ilusión irrealizable.Desde luego, asistieron William Norgate, secretario de sir Septimus, y la señorita Tomkins, secretaria de lady Shale; tenían que estar presentes porque, sin su reposada eficiencia, los preparativos para la Navidad no se habrían llevado a cabo con la debida atingencia.La cena, interminable sucesión de platillos presidida por el sonriente sir Septimus, había concluido. La linda Margharita lucía sus perlas, que eran ya 21, cada una del tamaño de un guisante grande.Los comensales, ahítos y sólo deseosos de tenderse en posición horizontal, fueron conducidos al salón, donde se acomodaron en sillas de aluminio y empezaron a mover las inquietas puntas de los pies sobre el negro y cristalino piso, bajo la intensa iluminación eléctrica reflejada por el techo de bronce. Se pusieron a jugar a las sillas musicales (la señorita Tomkins tocaba el piano), a la zapatilla escondida (zapatilla proporcionada por la señorita Tomkins), y a "animal, vegetal o mineral", juego de adivinanzas muy divertido, en el cual sir Septimus se lucía haciendo preguntas ingeniosas. Él fue el primero que pasó al saloncito contiguo, para empezar el juego.Varios invitados adivinaron, cada uno a su tiempo, en qué habían pensado los demás: una fotografía de la madre de la señorita Tomkins, el planeta Plutón y la bufanda que llevaba la señora Dennison (muy buena elección esta última, porque no era de seda y, por tanto, su procedencia no era animal, ni estaba hecha de fibras vegetales que imitaban la seda, sino que era de fibra de vidrio, de origen mineral).Decidieron escoger una palabra más, y luego pasar al juego del escondite. Oswald Truegood se encontraba en el saloncito, mientras el resto de la concurrencia deliberaba, cuando sir Septimus interrumpió la discusión y le preguntó a su hija:—¡Margy!, ¿y tu collar?—Me lo quité —respondió la joven—. Pensé que se podría romper. Está aquí, en esta mesa. ¡No, aquí no está!Todo el mundo se puso de pie y empezó a buscar. No había muchos lugares en aquel salón desnudo e impecable donde pudiera encontrarse el collar. A los diez minutos de búsqueda infructuosa, Richard Dennison, quien había estado sentado junto a la mesa donde estuvieron las perlas, se mostraba ya incómodo.—Extraño, ¿no le parece? —comentó con Wimsey.Todos se concentraron luego en el saloncito, y lo escudriñaron palmo a palmo. La situación empezó a parecer grave. Pasada media hora, era ya evidente que las perlas habían desaparecido.—Tienen que estar en alguna de estas dos habitaciones —observó Wimsey.William Norgate, eficiente como siempre, fue quien tomó cartas en el asunto, al proponer:—Creo, sir Septimus, que sería un alivio para todos los presentes si se nos registrara.Al anfitrión le horrorizó la idea, pero los invitados la aprobaron, y se llevó a efecto. Las damas pasaron al saloncito, y los hombres se quedaron en el gran salón.A nadie le extrañó que lord Peter Wimsey llevara una lupa consigo; ¿no era acaso el Sherlock Holmes de la alta sociedad? En cambio, que el pulcro y metódico Norgate tuviera un carrete de cordel de algodón blanco, tres tramos sueltos del mismo cordón y 12 imperdibles pareció insólito, hasta que alguien recordó que había supervisado los trabajos de la decoración navideña. A Oswald Truegood se le encontraron dos píldoras para el hígado, y a George Comphrey, unas tijeritas plegables. Richard Dennison provocó cierta sorpresa y algunas risas cuando mostró una liga femenina, un estuche de polvo compacto y la mitad de una papa. Esta última, explicó, le servía para prevenir el reumatismo, y los otros objetos pertenecían a su esposa.Del lado de las damas, lo más notable fueron unos broches invisibles para el pelo y la foto de un bebé (encontrados en la señorita Tomkins), una cigarrera china de truco (en Beryl Dennison) y una carta muy confidencial (en Lavinia Prescott). En pocas palabras, la indagación solamente dio como resultado el bochorno general. Pero las perlas tenían que estar en alguna parte. ¿No podría lord Peter Wimsey, con su experiencia en sucesos misteriosos, hacer algo para esclarecer este? "¡Oh, por Júpiter!, desde luego", accedió el joven aristócrata. "Trataré. ¿Les importaría tomar asiento en el salón y quedarse ahí? Todos, menos uno de ustedes; más vale que alguien atestigüe cuanto yo haga o encuentre. Sir Septimus: usted sería el más indicado".Wimsey inició una detenida exploración de ambas habitaciones; examinó cada superficie, observó el pulido techo de bronce y recorrió a gatas el negro y brillante piso.Llegó al saloncito, en donde se tendió de bruces para hurgar bajo un gabinete de metal, uno de los pocos muebles que tenían patas cortas. Algo llamó su atención. Se enrolló la manga, metió el brazo y extrajo un objeto diminuto: un alfiler de cabeza pequeña, como los que utilizan los entomólogos para fijar insectos en tableros.—¿Alguien colecciona aquí mariposas o escarabajos? —preguntó.—Puedo asegurarle que no —contestó sir Septimus.Wimsey miró fijamente al suelo, desde el cual su propia imagen lo observaba, meditabunda.—Ya veo —dijo—. Así es como lo hicieron. He descubierto dónde están las perlas, sir Septimus, pero todavía no sé quién las escamoteó. Por ahora, están a salvo. Dígales a sus invitados que se vayan a dormir. Cierre con llave el salón, y mañana atraparemos al culpable, o a la culpable.— ¡Válgame Dios! —exclamó sir Septimus, que estaba totalmente desconcertado.Poco después, Wimsey hizo una lista de las personas que podían codiciar las perlas. Los dos secretarios habían obtenido su empleo con buenas recomendaciones, las cuales de todos modos se habrían agenciado de haberse propuesto alguna fechoría. Beryl y Richard Dennison eran unos vividores bien conocidos; George Comphrey era especulador; Oswald Truegood frecuentaba los hipódromos. En cada caso, resultaba fácil encontrar un móvil.Durante el desayuno, la atmósfera se sintió bastante pesada, pero nadie pronunció una palabra sobre las perlas sino hasta que terminaron. Sir Septimus, mirando a Wimsey como si fuera su apuntador, se acla-ró la garganta y dijo:—Hemos tenido una experiencia muy desagradable. Y en Navidad. Se echó a perder la fiesta. No soporto ver estos adornos por todas partes —señaló los festones y guirnaldas que adornaban las paredes—. Vamos a quitarlos. ¿Qué les parece? Ya no tienen objeto. Quémenlos, si quieren.—¿Llamo a James? —sugirió William Norgate.—No —se opuso Comphrey—. Hay que hacerlo nosotros mismos. Eso nos hará olvidar el mal rato.—Es verdad —convino sir Septimus. Odio ver todo esto.Entonces, tiró de una rama de acebo que estaba sobre la repisa de la chimenea y la arrojó al fuego.—¡Hagamos una buena hoguera! —propuso Richard Dennison, y se levantó de la mesa—. ¡Quitémoslo todo! De las escaleras y del salón. Que alguien se dedique a juntarlo.—¿No está cerrado con llave el salón? —preguntó Oswald.—No. Lord Peter asegura que las perlas no están ahí.—Así es —confirmó Wimsey—. Apuesto mi reputación a que no están ahí.—En ese caso —atajó Comphrey—, vamos, Lavinia. Dennison y tú se van a encargar del salón, y yo del saloncito. A ver quién termina primero.Oswald y Margharita quitaron, entre risas, los adornos de la escalera. Y en el piso alto, George llevó a cabo con gran celeridad su destructiva tarea; apostó con los otros dos a que él terminaría antes que ellos de quitar las guirnaldas.Después, todos regresaron al vestíbulo, en donde el fuego rugía y chisporroteaba. George Comphrey parecía sentirse mal.—Señor Comphrey, si no me equivoco, esto le pertenece —dijo Wimsey, y extendió la palma de la mano para mostrar 22 alfileres de cabeza pequeña.INGENIOSO —continuó lord Peter—, pero muy desafortunado, sir Septimus, que mencionara usted las perlas cuando lo hizo. El señor Comphrey esperaba que no se descubriera la pérdida sino hasta que hubiéramos pasado de las adivinanzas al juego del escondite. De haber sido así, vaya usted a saber en qué lugar de la casa estarían las perlas.
Comphrey ya había pasado la Navidad con ustedes, y sabía que jugaríamos a animal, vegetal o mineral. Tomó de la mesa el collar cuando le tocó pasar al saloncito, y allí estuvo solo por lo menos cinco minutos, mientras discutíamos sobre la siguiente adivinanza. Fue entonces cuando cortó el hilo del collar con sus tijeras de bolsillo, desensartó las perlas, quemó el hilo en la chimenea y prendió las perlas en la guirnalda con los alfileres."El adorno de acebo estaba colgado del candil, bastante alto, porque el techo es alto, pero él, para alcanzarlo, se subió a la mesa de cristal, en la cual no dejó huellas. Estaba seguro de que nadie pensaría en examinar el acebo.” "Anoche quité las perlas de la guirnalda. También encontré el broche, prendido al follaje. Aquí están. Supe que Comphrey era nuestro hombre cuando sugirió que los invitados quitáramos los adornos entre todos, y él escogió el saloncito. ¡Lástima que no le vi la cara cuando descubrió que las perlas habían desaparecido!"—¿Y usted resolvió el caso cuando encontró el alfiler en el suelo? —preguntó sir Septimus.—Sí —contestó Wimsey.—Pero usted ni siquiera miró la guirnalda.—La vi reflejada en el reluciente piso negro, y me llamó la atención que las bayas parecieran perlas.