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noviembre 06, 2011
Drama de la vida realAtrapado en su destrozado avión, aquel médico sabía que moriría si los rescatistas no lo encontraban pronto.
Por James McDermottEL VIERNES 19 de febrero de 1988 fue un día gris y lluvioso. Howard Balick, ginecoobstetra neoyorquino de 38 años de edad, estaba de visita en casa de Bob y Karen Gerstl, en Manalapan, Nueva Jersey.
Howard y Bob eran amigos desde su niñez, en la Ciudad de Nueva York. Durante la cena, Bob bromeó cariñosamente con Howard sobre la atractiva mujer con la que estaba saliendo."Conque esta Caprice es la elegida, ¿eh?" , comentó Karen, haciéndose eco de las bromas. ¿Realmente se había enamorado el independiente y mundano Howard? Esta vez, el médico no rechazó las chanzas de sus amigos.Bob propuso un brindis. Él y Karen tomaron vino, pero Howard sólo bebió un refresco porque pensaba pilotear un avión esa misma noche. Había dejado su automóvil en el Aeropuerto de Teterboro, Nueva Jersey, en las afueras de la ciudad de Nueva York, y había contratado los servicios de un auto para ir a la casa de los Gerstl. Un avión alquilado lo esperaba en el cercano Aeropuerto de Old Bridge, en Nueva Jersey, para el vuelo de regreso a la gran urbe.Siempre aventurero, Howard había obtenido tres años antes su licencía de piloto privado. Además, el médico —hombre delgado, pero fuerte— practicaba paracaidismo deportivo, equitación y esquí, deportes insólitos para el hijo del dueño de una ferretería de Greenwich Village, viejo sector de la Ciudad de Nueva York.Howard se quedó con los Gerstl hasta cerca de las 11 de la noche. Luego subió al auto de Bob para que este lo llevara al Aeropuerto de Old Bridge. El avión alquilado era un monomotor Mooney 201, aeronave de cuatro plazas con una cabina diseñada para que el piloto extendiera las piernas por debajo del tablero de instrumentos; a Howard le gustaba esa sensación de ir en auto deportivo. También le entusiasmaban los modernos instrumentos electrónicos de la nave, que podían guiarlo para aterrizar incluso con mal tiempo.En el pequeño aeropuerto no se necesitaba permiso para despegar. Howard se deslizó hasta la pista y, un minuto después, ya estaba en el aire. Casi inmediatamente quedó envuelto en densas nubes. Cuando solicitó por radio nuevas instrucciones de vuelo, se enteró de que el Aeropuerto de Teterboro estaba cerrado temporalmente. Enfiló hacia el Aeropuerto Municipal de Morristown, Nueva Jersey, cerca de Teterboro.El centro de control del tráfico aéreo (TRACON) de Westbury, Nueva York, le trasmitió el parte meteorológico de Morristown: 2° C., con nublados, lluvia y niebla. A las 12:27 de la madrugada, al entrar Howard en la ruta de planeo del aeropuerto, el TRACON le indicó: "Manténgase a 2000 pies de altitud. Tiene libre el acceso a la pista 23". Howard se dio por enterado de las instrucciones y, dos minutos después, anunció: "Entendido".Nadie sabrá jamás lo que ocurrió después. Quizá, al contemplar el vacío, a Howard le dio vértigo, una desorientación en que el piloto ya no distingue entre arriba y abajo; en tal caso, posiblemente haya confiado más en su instinto ofuscado que en los instrumentos del avión.Precipitándose a unos 160 k.p.h., el Mooney rozó las copas de algunos árboles y se estrelló en un pantano.Howard volvió en sí sobresaltado. ¿Qué pasó?, se preguntó. Revisó el arnés de seguridad: todavía lo tenía puesto. Fijó la vista al frente y sólo vio una espesa niebla blanca. ¡Aquí hay algo extraño! Extendió la mano y advirtió que el tablero de instrumentos se había desprendido, junto con el frente del avión. Se hallaba al borde del vacío y sus piernas colgaban en el aire.¡Sus piernas! De pronto, Howard sintió una oleada de lacerante dolor. Miró hacia abajo. Apenas visibles en la penumbra, sus pantalones de caqui se habían desgarrado a la altura de la rodilla izquierda, donde una herida dejaba al descubierto la reluciente rótula. Más abajo se veían los dos huesos. Intentó alzar esa pierna, y un grito de dolor escapó de su garganta.Al dolor sucedió la náusea cuando se vio el pie izquierdo: destrozado, colgaba inerte de los tendones y de él estaba manando sangre. También el pie derecho lo tenía fracturado y sangrante.¡Oh, no!, pensó. Ya conocía bien esa clase de lesiones. ¡Esto es muy grave!Procuró apartar la mente del miedo. ¡Contrólate! Se palpó el cuerpo en busca de más lesiones. Posibles fracturas de costillas. El tórax está bien; los hombros, el cuello... ¿Por qué no puedo ver bien? ¿Qué tengo en la cara? Se tocó el sitio donde debería de haber estado el ojo izquierdo, y sólo encontró carne viva, húmeda.¡Oh, Dios mío, he perdido un ojo! Este pensamiento lo horrorizó. ¿Cómo viviré? ¿Cómo trabajaré? Una lluvia helada le caía en la cara. La chaqueta de cuero, la camisa de algodón y los desgarrados pantalones estaban empapados. Howard tiritaba.Su reloj marcaba las 12:35. Sería muy difícil para los controladores del tráfico aéreo saber dónde había ido él a parar. En eso recordó el trasmisor—localizador de emergencia (TLE) del Mooney: debería de haberse encendido con el choque. Al retrasmitirse la señal por satélite, indicaría a los rescatistas el sitio exacto del accidente. Pronto lo encontrarían. Será cosa de diez, quizá 20 minutos, se dijo Howard.Al pasar media hora empezaron a desvanecerse sus esperanzas. Tal vez se destruyó el TLE. La lluvia caía implacablemente. Si no me muero de hemorragia, moriré de frío. Resolvió arrastrarse hasta la parte posterior del avión, donde se guarecería.Dobló lentamente el asiento del copiloto y empezó a avanzar hasta el fondo de la nave. Cada movimiento le producía intensos dolores. Se sujetó con una mano el destrozado pie izquierdo, para que no se le trabara en algo y se le desprendiera. El pie derecho, inútil, se deslizaba con movimientos torpes. La primera vez que se golpeó contra el asiento, Howard dio tal alarido que apenas creía que fuera suyo.Tras echarse sobre los asientos traseros, volvió a ver la hora: era la 1:30 de la madrugada. Aquel arrastrarse había durado media hora. Intentó desprender del suelo una parte del tapete para envolverse en él, pero le faltó fuerza. Cada gota de sangre que le escurría de las piernas significaba que se le estaba agotando el tiempo.Sólo diez minutos más, se repetía. Su reloj marcaba ya las 2. "¿Por qué no vienen?", gritó con voz ronca. Un viento frío gimió entre los árboles.En la vida de Howard Balick había habido muchas segundas oportunidades. De joven había sido un estudiante apático y varias veces abandonó los estudios universitarios. Pero siempre los había reanudado. Finalmente ingresó en la facultad de medicina y obtuvo su título de médico. En varias ocasiones se había salvado por un pelo al practicar el paracaidismo. En esos momentos se preguntó si ya se le habrían agotado las segundas oportunidades. Tenía una hemorragia, pero no podía calcular con exactitud cuánta sangre estaba perdiendo. Estoy en estado de choque, se dijo. Pierdo sangre. Probablemente mi temperatura corporal esté bajando…BRUCE D'ALOISIO, el supervisor de operaciones del Aeropuerto Municipal de Morris-town, saltó de la cama al oír el teléfono cerca de la 1 de la madrugada. "Un avión privado descendió por debajo del alcance de nuestro radar al acercarse a la pista 23 de ustedes", informó el controlador del TRACON, ”y no ha llamado para cancelar el vuelo".
D'Aloisio se dirigió en su auto al aeropuerto e inició una serie de telefonemas. Localizó el auto de Howard en el estacionamiento del Aeropuerto de Teterboro y convenció a la policía de forzar la cerradura para entrar en el vehículo y conseguir la dirección del médico. Al no obtener respuesta del teléfono de Balick, hizo que la policía de la Ciudad de Nueva York registrara el apartamento: allí no había nadie. DAloisio llamó entonces al Comando Norteamericano de Defensa Aérea, para vér si había algún TLE funcionando en alguna parte. La respuesta fue negativa. Llamó a la policía de Trenton, Nueva Jersey, para que ordenara una búsqueda en helicóptero, pero el clima aún era malo.COMO MÉDICO, Howard detestaba perder el dominio de las situacione. Pero en esta ocasión tenía dolores muy intensos y se sentía completamente solo y desamparado. Con todo, sabía que necesitaba sentir aquel dolor. La insensibilidad significaba formación de coágulos y disminución del riego sanguíneo; y si por sus destrozadas piernas no circulaba suficiente sangre, no cabía duda de que las perdería. Pero, ¿cuánta sangre habría perdido? ¿Cuántas lesiones irreversibles habría sufrido? ¿Volvería a caminar? ¡Y mi ojo! ¿Se habrá vaciado por completo, o…? El miedo obstruía su capacidad de analizarse objetivamente, sobre todo respecto a ese ojo.A las 3 de la madrugada Howard empezó a estar seguro de que no lo rescatarían. Sus únicas opciones eran sufrir un poco más... o morir. Si tuviera un botón de autodestrucción, pensó, lo oprimiría.Despuntó el alba a las 6:46. Howard forzó el ojo sano a buscar indicios de su paradero. No hay edificios ni autopista. ¡Es un pantano! Gimió de frustración. No podré atravesarlo de ninguna manera. Hacía ya seis horas que se desangraba lentamente y sabía que su vida pendía de un hilo.A eso de las 6:30 de la mañana, D’Aloisio aún no sabía dónde estaba Balick, pero el cielo se había despejado lo suficiente para emprender una misión de búsqueda y rescate en helicóptero.A las 8, en la estación de policía de East Hanover, Nueva Jersey, el patrullero James Monaghan y el sargento Thomas Swartz recibieron instrucciones de colaborar en la búsqueda. En sus vehículos, ambos sintonizaron la radio en la frecuencia del helicóptero y se dirigieron hacia el Aeropuerto de Morristown.A las 9:15, el sargento Robert Dennis, que piloteaba el helicóptero de rescate, avisó por radio que ya había localizado el avión. "Estamos sobre la nave", indicó. "Nos cerniremos sobre ella para que puedan llegar a donde está".Monaghan encendió las luces intermitentes y se metió por un camino de tierra. "¡Escúchenme!" , tronó su radio. "¡Hay un hombre en la nave y está vivo!" Monaghan pisó el acelerador hasta el fondo y avanzó a toda máquina hasta donde terminaba el camino. El patrullero Walter Ferenc, de la policía de Hanover, llegó al mismo tiempo que Monaghan y Swartz.Cuando el trío se detuvo al borde del pantano, todos lanzaron quejidos de desánimo: cien metros de agua helada los separaban del avión de Balick.Los tres se metieron en el agua. Estaba tan fría, que les cortó la respiración. De pronto se rompió una capa de hielo bajo el agua, haciendo que se hundieran hasta el pecho en el lodo. Tras avanzar chapoteando más de diez metros, a Swartz se le trabó el tobillo en algo. "¡Jimmy!" gritó, "¡no puedo moverme!" Monaghan lo liberó, pero Swartz estaba exhausto. "Sigan sin mí", les pidió.Cuando Monaghan y Ferenc lograron introducirse en el avión, se quedaron atónitos. El rostro del piloto parecía una máscara de monstruo. Lo tenía cubierto de sangre coagulada, igual que la chaqueta, y la pierna izquierda se veía horriblemente destrozada.El piloto habló débilmente: "Sé que tengo mal aspecto", comentó, "pero voy a sobrevivir". Y comenzó a perder el conocimiento. Mientras le entablillaban las piernas y solicitaban por radio la presencia de paramédicos, los dos patrulleros charlaron con Balick para mantenerlo despierto. Ambos dudaban de que saliera con vida de aquello.Llegó el Auto 69 de Búsqueda y Rescate de Parsippany, Nueva Jersey, y sus ocupantes inflaron una balsa de goma. A las 9:30, por primera vez en nueve horas de sufrimiento, Howard sintió cierto alivio. ¡Me he salvado!, pensó.Cuando vio a su paciente, el doctor Clayton Griffin, director del Centro de Traumatología de Nueva Jersey en el Hospital Universitario de Newark, supo que no había tiempo que perder. La temperatura corporal de Howard llegaba apenas a los 35.5° C. y su presión arterial —90 sobre 60— denotaba una importante pérdida de sangre. Griffin le administró líquidos tibios por vía intravenosa.La reacción de Howard Balick fue espectacular. En menos de 90 minutos su estado pasó de "entre la vida y la muerte" a "grave". También descubrió que no se le había lesionado el ojo. La carne húmeda que había palpado era sólo un colgajo de tejido que se le había desprendido de la frente y le había caído sobre el ojo izquierdo. Seis horas tardó la intervención quirúrgica del equipo de traumatólogos. Al anochecer, trasladaron al piloto a la unidad de terapia intensiva del hospital.En la primavera de 1989, Howard no podía practicar aún sus deportes preferidos, pero había recuperado poco a poco todo lo que era importante para él: el ejercicio de la medicina, sus amistades, y a Caprice, su prometida.
La dura prueba le enseñó mucho acerca de la resistencia humana. Nadie es inmune al miedo, al dolor o a las pérdidas. Debemos aceptar esa vulnerabilidad y vivir con orgullo y pasión, a pesar de todo. Hoy, Howard Balick sabe que la vida es un privilegio.