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noviembre 20, 2011
Beth y Blake Schultz, en octubre de 1990La única esperanza para aquel feto era operarlo en el vientre materno para cerrar el orificio que tenía en el diafragma; pero ese procedimiento siempre había fallado.
Por Joanne GoldbergBETH SCHULTZ aguardaba mientras el médico estudiaba la imagen, obtenida por ultrasonido, del bebé que crecía en su interior. Hasta entonces, el embarazo había transcurrido sin ningún contratiempo. Un sonograma anterior le había permitido saber que su bebé era varón, y Beth y Rick, su marido, estaban pensando qué nombre le pondrían. Precisamente esa mañana, Ryan, su hijo de cuatro años, le había dicho: "Quiero que se llame Bryan".
De pronto, el médico salió presuroso de la habitación. Asustada, Beth le preguntó al técnico:—¿Qué significa eso?El técnico se encogió de hombros y respondió:—Llame a su obstetra dentro de media hora.Beth se dirigió en auto a su trabajo en Ann Arbor, Michigan, y telefoneó, angustiada, a la obstetra. La doctora Susan Kennedy confirmó el temor que sentía Beth de que algo anduviera mal: "Es posible que su bebé tenga un orificio en el diafragma, el músculo que separa el tórax del abdomen. De ser así, tal vez no pueda respirar bien cuando nazca". Sin embargo, la doctora Kennedy aclaró que el diagnóstico —un mal llamado hernia diafragmática congénita (HDC)— podía ser erróneo, así que remitió a Beth a unos especialistas de Detroit, Michigan. Beth colgó el teléfono y se echó a llorar.Ella y Rick habían deseado mucho ese niño, y ahora debían hacerse a la idea de que podían perderlo.Varios días después, yendo con Rick en auto al Hospital Hutzel de Detroit, Beth musitó una sencilla plegaria: ¡Que estén equivocados!Cuando se presenta una HDC (que afecta aproximadamente a uno de cada 3500 recién nacidos), el estómago, el intestino delgado y otros órganos se meten al tórax del feto por un orificio del diafragma y comprimen los pulmones, impidiendo que se desarrollen bien. Al nacer el producto, sus pulmones son tan pequeños, que no puede respirar. La doctora Kennedy explicó que el tratamiento habitual para esta afección consistía en esperar a que naciera el niño, conectarlo en seguida a un respirador artificial y, luego, reducir quirúrgicamente la hernia lo más pronto posible.Los médicos de Detroit confirmaron el diagnóstico. Peor aún: descubrieron que la hernia del bebé era tan grande, que muy posiblemente este no sobreviviría al parto el tiempo suficiente para someterlo a una intervención quirúrgica. "Tal vez no tenga más que un diez por ciento de probabilidades de sobrevivir", observó el doctor Mark Evans, director del departamento de genética de la reproducción.Posteriormente, Evans informó a la obstetra de Beth que había una esperanza: operar al bebé antes de que este naciera. Dicho procedimiento nunca había tenido éxito; pero Evans conocía al único cirujano que creía poder lograrlo.EN 1969, recién graduado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, Míchael Harrison vio a su primer paciente de HDC. Era un bebé perfecto, de no ser por el orificio del diafragma que le causaba insuficiencia respiratoria. En su primer año como médico residente del Hospital General de Massachusetts en Boston, Harrison vio a varios recién nacidos morir o sufrir lesiones incapacitantes por este mal. Cada uno de ellos era como un puñal clavado en su corazón.
Pese a las dudas de sus colegas, Harrison estaba convencido de que era posible salvar a esos bebés por medio de la reparación fetal de la HDC. Para llevar a cabo su innovadora investigación, aceptó el empleo de profesor e investigador de cirugía pediátrica en la Universidad de California en San Francisco.En 1978, junto con el obstetra Mitchell Golbus, destacado especialista en diagnóstico prenatal, y el radiólogo Roy Filly, experto en sonografía fetal, Harrison empezó a formar un equipo con la meta final de practicar cirugía fetal. Su entusiasmo y determinación le valieron para reclutar a los mejores especialistas de la universidad.La enfermera de cirugía pediátrica Anne Hummel Levine pensaba cambiar de especialidad, cuando Harrison la convenció de que se integrara a su equipo. Horrorizada, la enfermera Maribeth Inturrisi había presenciado cómo, a causa de un trastorno semejante a la HDC, moría el tan anhelado bebé de un matrimonio sin haber siquiera respirado. Maribeth se sumó gustosa al grupo, con la esperanza de ayudar a evitar a otras parejas semejante infortunio. También el cirujano pediatra Scott Adzick se adhirió al grupo.Durante los cinco años siguientes, el equipo perfeccionó la técnica quirúrgica de la reparación de HDC en animales. Finalmente, Harrison estuvo seguro de que podrían aplicar el procedimiento en un feto humano sin poner en peligro a la madre. Por los riesgos que esto entrañaba, el feto elegido debía tener una hernia tan grande, que no le quedara casi ninguna probabilidad de sobrevivir sin cirugía.El 31 de enero de 1985, los integrantes del equipo se reunieron, emocionados y optimistas, para efectuar la primera reparación quirúrgica de una HDC en un ser humano. Sin embargo, no les fue posible devolver a su sitio el hígado del feto, que había atravesado el orificio del diafragma, sin interrumpir el flujo de sangre al corazón. No había ninguna posibilidad de éxito. El segundo intento falló por la misma causa. El tercer producto sobrevivió a la operación; pero inmediatamente después la madre empezó a perder líquido amniótico, y el pequeño falleció al poco tiempo de nacer.La cuarta paciente estaba segura de que la operación sería un éxito. Con cerca de 40 años de edad y dos hijos varones, llevaba en sus entrañas a una hija que había anhelado mucho. Aparentemente la reparación había quedado bien, pero la frecuencia cardiaca del feto empezó a disminuir después del regreso al útero. En vano intentó el equipo todas las maniobras posibles para resucitar a la bebé moribunda.La operación debería de haber sido un éxito, pensó después el doctor Harrison. Todas las operaciones deberían de haber salido bien. Su entusiasmo empezó a decaer. ¿Cuánto tiempo podría seguir sometiendo a esas mujeres y a sus familias a un trauma emocional y físico tan tremendo? No obstante, aquellas madres habían aceptado someterse a una operación arriesgada y de resultados inciertos, no sólo con la esperanza de salvar a sus hijos, sino para que otros niños vivieran. Con su valor y su apoyo, Harrison concluyó que no podía darse por vencido.La operación del quinto feto tuvo éxito; pero, varias semanas después de nacido, el bebé falleció en un raro accidente ocurrido en la sala de cunas. También salió bien la sexta reparación de una HDC fetal; mas a las tres semanas de vida el bebé sucumbió a una infección masiva que no tuvo relación alguna con la cirugía fetal.Seis reparaciones… seis defunciones. Todas ellas habían suministrado a los médicos importante información sobre la reducción de las HDC, datos que ellos aprovechaban para experimentar otras técnicas de cirugía fetal, como la extirpación de tumores y la corrección de obstrucciones de las vías urinarias. Sin embargo, la reparación de la HDC, que era un procedimiento mucho más difícil, seguía siendo su meta inalcanzable. Y, a cada fracaso, el ánimo del equipo decaía más. Lo único que los hacía continuar eran el entusiasmo y la perseverancia de Harrison.EN MAYO de 1989, Mark Evans, el especialista de Detroit, telefoneó a Michael Harrison para hablarle de Beth Schultz, que ya estaba en su sexto mes de embarazo. Parecía una buena candidata. Harrison abrigaba la esperanza de que los Schultz siguieran interesados en la operación aun después de conocer los riesgos que entrañaba.
El 12 de junio, Beth recibió un telefonema: "Están listos para aten-derla", le informó Evans. En San Francisco, el doctor Harrison y su equipo advirtieron a los Schultz que el procedimiento implicaba riesgos importantes… y no sólo para el bebé. Si Beth contraía una infección, tal vez perdiera el útero.Beth se desalentó al enterarse de que ninguno de los otros bebés había sobrevivido, pero sabía que debía hacer cuanto estuviera a su alcance para salvar a su hijito. Al final de aquel día, los Schultz decidieron recurrir a la cirugía.La mañana del 15 de junio de 1989, Rick se despidió de Beth a las puertas del quirófano con un beso. La tensión era casi palpable en la sala. El equipo observó cómo hacía Harrison las incisiones, primero en el abdomen y luego en el útero de Beth, cuidando de no tocar la placenta. Tras extraer el líquido amniótico, los cirujanos sacaron el brazo izquierdo del feto por la incisión abdominal de la madre y le conectaron un monitor cardiaco. Teniendo a la vista el hemitórax izquierdo del nene, iniciaron la parte más difícil de la intervención.Harrison tenía la frente perlada de sudor cuando abrió el abdomen fetal y acomodó los órganos en su sitio. A continuación, él y Scott Adzick parcharon con un pedazo de tela especial el orificio del diafragma. Después de muchos años de práctica, los dos cirujanos se comunicaban sin necesidad de hablar y sus movimientos estaban perfectamente sincronizados.En un momento de quietud, Anne Levine extendió la mano y tocó la piel traslúcida del brazo del nene, que era como el de una muñeca. El bebé Schultz medía apenas unos 30 centímetros. Su mano era del tamaño de la uña del pulgar de Anne, y sus dedos tenían la anchura de un fósforo. Era un bebé perfecto en miniatura: demasiado pequeño para vivir; demasiado hermoso para morir.Los médicos aplicaron otro parche en el exterior del abdomen del feto y se dispusieron a acomodar de nuevo el brazo en el seno materno. Devolver el brazo al útero era casi siempre un proceso difícil y delicado, pero en esta ocasión el brazo se deslizó fácilmente hacia adentro. Los médicos volvieron a meter el líquido amniótico, cerraron el útero de Beth con un sellador quirúrgico especial y varios puntos de sutura, y luego empezaron a suturar también la incisión abdominal.Aunque todo había salido a las mil maravillas, era demasiado pronto para celebrar. No hay satisfacción inmediata en esto, pensó Michael Harrison. El médico estaría angustiado hasta que naciera el niño y todo resultara bien.Beth soportó estoicamente el dolor posoperatorio. Nueve días después de la cirugía, los dos pacientes regresaron a Michigan en avión.Trascurridas seis semanas, Beth sintió dolor en la región inferior del abdomen. "Intérnese esta misma noche para que nazca su hijo", recomendó Susan Kennedy. A juzgar por el estudio más reciente, los pul-mones del niño se habían desarrollado bien.En el Centro Médico de la Universidad de Michigan, la doctora Kennedy le practicó a Beth una cesárea y rápidamente envió al recién nacido —Blake Bryan—, de 1930 gramos de peso, a la sala pediátrica de terapia intensiva. A las pocas horas, en una camilla con ruedas, llevaron a Beth a verlo.Beth contempló al hijo por quien había aceptado tantos riesgos: como estaba conectado a varios monitores y sondas, no podía abrazarlo. Con todo, pensó la madre, ¡tu nacimiento es un milagro!Cinco días después, Beth Schultz salió del hospital con los brazos vacíos. Blake presentaba numerosas anomalías que ponían en peligro su vida. Sus trastornos respiratorios, comunes en los bebés prematuros y en los que padecen HDC, lo mantuvieron cuatro semanas conectado a un respirador artificial. Un músculo anormal que separaba al esófago del estómago le provocaba un reflujo, lo que dificultaba muchísimo al diminuto recién nacido conservar el alimento en el estómago.A pesar de todo, Blake se aferró tenazmente a la vida. Poco a poco fue mejorando, e incluso comenzó a aumentar de peso. A los tres meses ya había crecido bastante, de modo que lo sometieron a una operación que le corrigió el reflujo y le reforzó la región abdominal donde se le había aplicado el parche.Y el pequeño Blake Bryan Schultz se fue por fin a casa. A los cuatro meses de vida era un niño milagro: el primero en sobrevivir a la cirugía fetal de HDC.EL 29 de mayo de 1990, los Schultz volaron a San Francisco para presentar a su activo pequeñín de diez meses a las personas que le habían salvado la vida. Michael Harrison tomó al niño en brazos y sonrió, feliz. Al tomar a Blake en brazos, Anne Levine recordó cómo le había tocado el brazo durante la intervención quirúrgica. Sólo por esto valen la pena diez años de trabajo, pensó.
Dos meses después, Beth y Rick se reunieron con sus amistades y parientes a celebrar el primer cumpleaños de Blake. Gracioso, con expresivos ojos de color castaño y piel blanquísima, Blake se sentó en la cocina del hogar de su familia. Como lo desconcertaba el montón de regalos que había sobre la mesa, Ryan ayudó a quitarles las envolturas, mientras su hermano menor jugaba con los listones.Feliz, Blake dejó que Karen Wireman, su abuela, enseñara a los invitados la línea irregular de sus cicatrices abdominales; huellas de su lucha perinatal que desaparecerán con el tiempo. Karen recordó entonces que, en una ocasión reciente en que había ido de compras con Blake, este había comenzado a gritar. Una mirona, molesta, exclamó: "¡Santo cielo! ¡Qué pulmones tiene ese bebé!" Karen estaba a punto de disculparse por el escándalo que hacía Blake; pero advirtió cuan afortunada era al andar de compras con su bullicioso nieto. ¡Oiga, señora, estamos orgullosos de esos pulmones! pensó. ¡Son precisamente como los deseábamos!