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noviembre 20, 2011
Correspondiente a la edición de Noviembre de 1998Por María del Carmen AlmeidaHace varios años, en Washington, cuando yo era joven, acompañé a mi padre y a mis tíos al hospital a visitar a Camilo Ponce Enríquez. El estaba muy grave. Unos meses antes, mi madre había muerto de cáncer.
Yo fui porque quería pedirle a Camilo que cuando se encontrara con mi madre, le diera un abrazo de mi parte. Nunca se lo pedí. Un pudor pendejo me retuvo. Hoy me arrepiento porque hay que seguir esos impulsos buenos. Son los que nos enseñan a vivir la vida. Fue, a la postre, la primera lección que aquel día me dejó.En el hospital nos encontramos con Galo Plaza y Rosarito Pallares, su mujer. Ellos también habían ido a visitar a Camilo. El se veía demacrado. Lo que más me impresionó fue su mirada inteligente y lúcida; su cordialidad y su sentido del humor. Todos nos portábamos como siempre se hace ante un enfermo grave: callados; como si quisiéramos esconder el hecho de que para nosotros era sólo un día más, mientras que para el enfermo era, definitivamente, un día menos.Camilo era quien rompía el hielo, interesándose por todo y por todos. En un momento dado, cuando la conversación mermaba, alguien sugirió bajar a la cafetería. Galo se quedó. Yo me refugié en un rincón, con una revista. Me dije a mí misma que tenía que encontrar el momento para mandarle el recado a mi mamá. Pero me había acobardado.Hoy sé que fui al hospital, que me quedé en el cuarto y que he puesto en juego la impertinencia, porque alguien tenía que escribir esto. Porque a Camilo y a Galo les dolería el Ecuador que tenemos.Los dos se pusieron a charlar. Galo en una silla al lado de la cama, Camilo recostado. Al principio, el tono de la charla era intrascendente. Luego, se olvidaron de mí. Empezaron a reírse. Se acordaban de tantos y tantos enfrentamientos políticos que tuvieron. No terminaban las frases muchas veces. No les hacía falta. Hablaban como hablan dos personas que se conocen bien. Era una clave propia. Al fin y al cabo, habían construido los entretelones.Era una conversación entrecortada, salpicada de carcajadas, de apuntes y de sentencias. Los dos estaban muy a gusto. Se echaban en cara infinidad de afrentas y se respondían sin misericordia, porque ya no cabían ni el miedo ni el cálculo. Eran dos titanes que supieron hacer historia y marcar derroteros para su pueblo. Pero ese día, se reían como niños de sus hazañas, de sus peleas, de sus enfrentamientos, de sus batallas, de sus disputas.De pronto todo cambió. Se hizo un silencio repentino. Galo se levantó y fue a mirar por la ventana. Camilo cerró los ojos y se pasó las manos por la cara. Al cabo de un rato, con voz queda pero firme, le llamó.Lentamente, como queriendo detener el tiempo, Galo se dio vuelta y miró a Camilo con la ternura que los hombres guardan para los seres que realmente respetan. Luego, se acercó a la cama. Se sentó y tomó la mano de Camilo entre las suyas. El contrincante de mil batallas a lo largo de la vida, le tendía la mano para que no enfrentara solo la más dura de todas.Yo dejé la revista. Me levanté de la silla y logré salir del cuarto sin tropezarme. Cerré la puerta y me paré delante, como quien hace guardia. No iba a permitir que nadie entrase. Le pedí perdón a mi conciencia por haber invadido la intimidad ajena.Camilo murió poco tiempo después en Quito. Unos años después, Galo también se fue.Hoy me imagino a los dos haciendo política en el purgatorio. Se me ocurre que ambos habrían preferido el infierno por ser más divertido. Pero Dios, en su infinita sabiduría y sentido del humor, les debió mandar al purgatorio. Claro que Camilo llevaba ventaja, pero Galo debió equilibrar las cosas en cuanto llegó. En este ins-tante, el purgatorio debe estar dividido en huestes conservadoras y liberales.Al final del día, sin embargo, Camilo Ponce y Galo Plaza se deben encontrar en algún remanso de su Shangri-La. Y allí se sentarán a reírse y a mirarnos. Y como aquella vez en un hospital de Washington, al final del día se darán la mano.