UN DÍA EN EL CONFIN DEL MUNDO (Lord Dunsany)
Publicado en
septiembre 04, 2011
Hay cosas que sólo conoce el guardián de Tong Tong Tarrup, que está sentado a la entrada del bastión mascullando sus propios recuerdos.
Recuerda la guerra que hubo en los corredores de los gnomos; y cómo una vez las hadas vinieron a buscar los ópalos que había en Tong Tong Tarrup; y la forma en que los gigantes atravesaban los predios de abajo, mientras él los observaba desde su puerta: recuerda demandas que todavía asombran a los dioses. Ni siquiera me ha dicho quiénes moran en esas casas heladas allá en lo alto, en el mismo borde del mundo, y eso que tiene fama de parlanchín. Entre los elfos, únicos seres vivos vistos alguna vez a tan espantosa altitud, donde extraen turquesa en los más elevados riscos de la Tierra, su nombre es el prototipo de la locuacidad con el que ridiculizan a los habladores.
Su relato favorito cuando alguien le ofrece bash ―droga a la que es adicto y por la que se ofrecería en servicio de armas a los elfos en su guerra contra los goblins, o viceversa, si los goblins le dieran más―, su relato favorito cuando está sosegado físicamente por la droga y furiosamente excitado en lo mental, habla de una demanda emprendida hace mucho tiempo, algo menos vendible que una conseja de vieja.
Imagínenselo contándola. En primer término puede verse un anciano, enjuto y barbado, y casi monstruosamente alto, que se repantinga en la entrada de una ciudad, elevada sobre un risco de unas diez millas de altura poco más o menos; detrás unas casas, la mayor parte de las cuales dan al este, iluminadas por el sol y la luna y las constelaciones que conocemos; en la cumbre del risco, una casa que mira por encima del Confín del Mundo, iluminada por el tenue resplandor de esos espacios extraterrestres en los que un largo ocaso atenúa la luz de las estrellas. Le entrego mi pequeña ofrenda de bash e inmediatamente un largo dedo índice y un sucio y ávido pulgar cogen la droga. Al fondo, el misterio de esas casas silenciosas cuyos habitantes no se sabe quiénes son, o qué servicio les presta el guardián, o qué pago recibe éste a cambio, o si es mortal.
Imagínenselo en la puerta de esa increíble ciudad, después de haber ingerido en silencio mi bash, tendiéndose a todo lo largo, reclinándose y poniéndose a hablar.
Según parece, una luminosa mañana de hace centenares de años, un visitante procedente del Mundo trepó hasta Tong Tong Tarrup. Había dejado atrás la nieve y comenzaba ya a subir la escalera que desciende entre rocas desde Tong Tong Tarrup, cuando lo vio el guardián. Trepaba con tanta dificultad aquellos cómodos peldaños que el hombre canoso que lo observaba tuvo tiempo de preguntarse si el desconocido le traería o no bash, la droga que daba sentido a las estrellas y parecía explicar el crepúsculo. Y al final resultó que el desconocido no tenía ni una pizca de bash, y no dispuso de nada mejor que ofrecer a aquel hombre canoso que su simple historia.
Al parecer el desconocido se llamaba Gerald Jones y había vivido siempre en Londres, aunque de niño había estado una vez en un páramo norteño. Hacía tanto tiempo de esto que únicamente se acordaba de que, de un modo u otro, había caminado solo por el páramo, y que el brezo estaba en flor. No se veía más que brezo y helecho, si exceptuamos, a lo lejos, próximo ya el ocaso, unos remotos bancales, sobre imprecisas colinas, parecidos a los campos que cultivan los humanos. Al atardecer se levantó una niebla que ocultó las colinas, mas él siguió caminando por el páramo. Luego llegó al valle, minúsculo en medio del páramo y con laderas increíblemente empinadas. Se tumbó en el suelo y contempló el valle a través de las raíces del brezo. Y mucho más abajo de donde él se encontraba, en un huerto junto a una casa de campo rodeada de malvarrosas más altas que ella misma, había una anciana sentada en una silla de madera, cantando al atardecer.
El hombre se había encaprichado de la canción y la recordaba luego en Londres, y cada vez que le venía a la mente rememoraba los atardeceres ―ésos que no se ven en Londres― y escuchaba de nuevo el suave viento que batía ociosamente el páramo y a los abejorros que se apresuraban; así se olvidaba del ruido del tráfico. Y cada vez que oía a los hombres hablar del Tiempo, le envidiaba sobre todo esa canción. Más tarde regresó en cierta ocasión a aquel páramo norteño y encontró el diminuto valle, mas en el huerto no había ninguna anciana, ni nadie que cantara canción alguna. No sentía ningún pesar por la canción que la anciana había cantado un atardecer veraniego hacía veinte años y que a diario se desvanecía de su mente, sino por el fastidioso trabajo que hacía en Londres para una gran empresa completamente ineficaz; y envejeció prematuramente, como los hombres suelen hacer en las ciudades. Y finalmente, cuando la melancolía únicamente le producía pesar y la inutilidad de su trabajo ganaba terreno con la edad, decidió consultar a un mago. Así es que fue a ver a un mago y le contó sus problemas, en especial que había oído cierta canción.
―Y ahora ―dijo― no se oye en ninguna parte del Mundo.
―En el Mundo, por supuesto que no ―le respondió el mago―, mas puedes encontrarla fácilmente más allá de su Confín.
Y añadió que estaba padeciendo el paso del tiempo, y le recomendó que pasara un día en el Confín del Mundo. Jones le preguntó a qué parte del Confín del Mundo debería dirigirse, y el mago le respondió que había oído hablar muy bien de Tong Tong Tarrup; de manera que le pagó, como era usual, con ópalos y se puso inmediatamente en marcha. Los caminos que conducían a esa ciudad eran sinuosos; en la estación Victoria compró el billete que sólo despachan a los que conocen; dejó atrás Bleth; pasó por las colinas de Neol―Hungar y llegó a la Quebrada de Poy, lugares todos ellos situados en esa parte del Mundo que pertenece a la esfera de lo conocido. Sin embargo, más allá de la Quebrada de Poy, en esas llanuras corrientes que tanto recuerdan a Sussex, lo primero con lo que uno se encuentra es inverosímil. En el límite de la llanura que se extendía a partir de la Quebrada de Poy podía verse una hilera de vulgares colinas grises, las colinas de Sneg; allí es donde comienza lo increíble, al principio muy raramente, mas cada vez con mayor asiduidad conforme se ascienden las colinas. Por ejemplo, en una ocasión descendí a las llanuras de Poy y lo primero que divisé fue un simple pastor que cuidaba de un rebaño de simples ovejas. Los observé durante algún tiempo y nada sucedió, cuando, sin mediar palabra alguna, una de las ovejas se acercó al pastor y, apropiándose de su pipa, se puso a fumar, incidente que me impresionó por su inverosimilitud. Mas en las colinas de Sneg encontré a un político honesto. Jones cruzó esas llanuras y las colinas de Sneg, tropezándose con cosas al principio inverosímiles y luego increíbles, hasta llegar a la larga pendiente que, más allá de las colinas, conduce al Confín del Mundo, donde, como cuentan todas las guías turísticas, nada puede suceder. Al pie de esa pendiente era posible ver cosas que concebiblemente podían ocurrir en el mundo que conocemos. Mas pronto desaparecieron y el viajero no vio nada más que fabulosas fieras, ramoneando flores tan asombrosas como ellas mismas, y rocas tan alteradas que sus formas tenían evidentemente un sentido, el cual era demasiado sorprendente para ser accidental. Incluso los árboles eran espantosamente poco corrientes: habría tanto que decir de ellos, y se apoyaban unos sobre otros cada vez que hablaban y adoptaban actitudes grotescas y miraban de soslayo. Jones vio dos abetos peleando. La impresión que ejercían esas escenas sobre sus nervios era muy intensa; no obstante, siguió ascendiendo y se alegró mucho finalmente al ver una prímula, única cosa conocida que había visto en horas, mas ésta silbó y alejóse dando saltos. Vio a los unicornios en su valle secreto. Luego, la noche cubrió el cielo siniestramente y no sólo brillaron las estrellas, sino que también lunas menores y mayores, y oyó a los dragones cascabeleando en la oscuridad.
Al alba apareció por encima de él, entre sus asombrosos riscos, la torre de Tong Tong Tarrup, con sus heladas escaleras iluminadas, formando un minúsculo grupo de casas allá arriba en el cielo. Ahora se encontraba en la abrupta montaña: la niebla la estaba abandonando lentamente, revelando, conforme se iba alejando, cosas cada vez más asombrosas. Antes de que la niebla desapareciera del todo, escuchó bastante cerca de él, en lo que había creído que era una simple montaña, el ruido de un pesado galope sobre el césped. Había llegado a la meseta de los centauros. Y de pronto los avistó en medio de la niebla: allí estaban, producto de la fábula, cinco enormes centauros. Si hubiera vacilado a causa del asombro, no habría ido tan lejos: cruzó la meseta y se acercó bastante a los centauros. Nunca ha sido costumbre de los centauros el reparar en los hombres, piafaron y se gritaron unos a otros en griego, mas no le dirigieron la palabra. No obstante, cuando se fue, se volvieron y lo miraron fijamente; y, cuando hubo cruzado la meseta y siguió todavía avanzando, los cinco se fueron a medio galope hasta los límites de su verde país; pues más arriba de la elevada meseta verde de los centauros no hay más que montaña pelada: el último verdor que el montañero ve cuando recorre Tong Tong Tarrup es la hierba que pisan los centauros. Llegó a las extensiones de nieve que cubren la montaña como una capa, por encima de la cual su cumbre aparece pelada, y siguió ascendiendo. Los centauros lo observaron con creciente asombro.
Ahora ya no le rodeaban bestias fabulosas ni extraños árboles diabólicos, sólo nieve y el risco completamente pelado encima del cual estaba Tong Tong Tarrup. Estuvo ascendiendo todo el día y el atardecer le sorprendió más arriba del límite de las nieves perpetuas; y pronto llegó a la escalera tallada en la roca y avistó a aquel hombre del pelo blanco, el guardián de Tong Tong Tarrup, sentado mascullando para sí asombrosos recuerdos personales y esperando en vano que algún forastero le regalara bash.
Al parecer, tan pronto como el forastero llegó a la entrada del bastión exigió inmediatamente, pese a estar cansado, una habitación que dispusiera de una buena vista del Confín del Mundo. Mas el guardián, aquel hombre de pelo cano, decepcionado por la falta de bash, antes de indicarle el camino le exigió al forastero que le contara su historia para agregarla a sus recuerdos. Y ésta es la historia, si es que el guardián me ha contado la verdad y su memoria todavía es lo que era. Y cuando la acabó de contar, el hombre canoso se levantó y, balanceando en el aire sus cantarinas llaves, atravesó varias puertas, subió muchas escaleras y condujo al forastero a la casa más elevada, el techo más alto del Mundo, y en el salón le mostró una ventana. El fatigado forastero se sentó allí en una silla y miró por la ventana más allá del Confín del Mundo. La ventana estaba cerrada y en sus relucientes cristales resplandecía y danzaba el crepúsculo del Confín del Mundo, en parte como una lámpara de luciérnagas y en parte como el cabrilleo del mar; llegaba en oleadas, repleto de lunas maravillosas. Mas el forastero no miraba aquellas maravillosas lunas. Pues desde el abismo crecía, enraizada en remotas constelaciones, una hilera de malvarrosas, en medio de las cuales un pequeño jardín verde se estremecía y temblaba como el reflejo en el agua; más arriba, flotaba en el crepúsculo brezo florecido, inundándolo hasta convertirlo en púrpura; abajo, el pequeño jardín verde colgaba en medio de él. Y tanto el jardín de abajo como el brezo que lo circundaba parecían también temblar y dejarse llevar por una canción. Pues el crepúsculo estaba absorto en una canción que sonaba y resonaba por todos los confines del Mundo, y el jardín verde y el brezo parecían danzar y murmurar al compás que aquélla les marcaba, mientras una anciana la estaba cantando abajo en el jardín. Un abejorro salió del otro lado del Confín del Mundo. Y la canción que envolvía las costas del Mundo, y que las estrellas bailaban, era la misma que él había oído cantar a la anciana hacía mucho tiempo allá abajo en el valle en medio del páramo norteño. Mas aquel hombre canoso, el guardián, no dejó que el forastero se quedara, ya que no le había traído bash, y le empujó con impaciencia, sin preocuparse de echar una ojeada a través de la ventana más alejada del Mundo; pues las tierras que el Tiempo aflige y los espacios que el Tiempo conoce no son lo mismo para ese hombre canoso; y el bash que ingiere pasma su mente más profundamente de lo que cualquier hombre pueda experimentar, tanto en el Mundo que conocemos, como más allá de su Confín. Y, protestando amargamente, el viajero regresó y bajó de nuevo al Mundo.
Acostumbrado como estoy a lo increíble desde que conocí el Confín del Mundo, la historia me plantea problemas. No obstante, es posible que la devastación causada por el Tiempo sea meramente local y que, fuera del ámbito de su destrucción, las viejas canciones todavía las sigan cantando aquellos que nosotros consideramos muertos. Me esfuerzo por creer eso. Y, sin embargo, cuanto más investigo la historia que me contó el guardián en la ciudad de Tong Tong Tarrup, tanto más plausible parece la otra teoría alternativa: que aquel hombre canoso es un mentiroso.
Fin