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agosto 28, 2011
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© 1988 POR PETER STEINHART. CONDENSADO DE "AUDUBON" (MARZO DE 1988). DE NUEVA YORK. NUEVA YORK
Esquivo y seductor, el espíritu del viento nos induce a trasponer los límites que nos hemos impuesto.
Por Peter Steinhart
En el pasado, observábamos atentamente los vientos. Los cazadores sabían que sus presas se desplazaban con los vientos, y que mantenerse de cara al viento era esencial para un acecho eficaz. Los granjeros entendían que los vientos cambiantes traían ya la lluvia, ya la sequía.
Los navegantes polinesios lograron descubrir islas, más allá del horizonte, al tenderse de espaldas en sus canoas y sentir el oleaje levantado por el viento que los llevaba a islas situadas a muchos kilómetros de allí. Los esquimales navegaron en medio de las ventiscas del Ártico, mientras la niebla o la nieve oscurecían todos sus puntos de referencia, al seguir de memoria las corrientes de aire sobre la nieve o el hielo.
La pericia en el aprovechamiento de los vientos llevó a los navios españoles, holandeses, franceses e ingleses a las costas de África, la India y América. Diferenciando las tonalidades del viento en el cordaje de su nave, el capitán inglés Ross era capaz de predecir una tormenta. Esa habilidad ganó imperios.
Originalmente, la traza de la mayoría de nuestras ciudades corría de este a oeste o de norte a sur; remembranza de la importancia de lá brújula al dar nombre a los vientos. Antiguamente, la gente tenía veletas en sus casas para saber en qué dirección soplaba el viento, y recordaba así los puntos cardinales. Al llegar el ferrocarril, los nuevos poblados se orientaron según los rieles. Las calles se alinearon en función del comercio, y la dirección del viento quedó en el olvido.
Hoy día, pocos son quienes pueden identificar desde dónde sopla el viento. Vivimos entre muros, rodeados de cromo y de cristal, y, a menudo, los vientos de fuera son ráfagas de nuestras propias creaciones: estelas de automóviles, o corrientes de aire que corren por las estrechas calles de la ciudad. Nos enteramos del tiempo a través de los noticiarios, y no por el viento que sopla a nuestras espaldas. Oímos el viento por los ruidos de las casas: el vibrar de las ventanas, el roce de las ramas en los cristales, el ulular de una ráfaga bajo la puerta principal. Todo esto es como la música comercial, y no el estilo clásico, eterno, del viento, formado por la colisión de maderas y metales, los crujidos del follaje bajo tensión, el rodar de las olas del mar.
Sí advertimos, en cambio, cuando el viento se presenta inclemente; cuando los árboles se doblegan ante él; cuando nos hiere en lo más vivo de nuestros corazones. "Ciertos vientos malhumoran a los hombres", observó en una ocasión la novelista inglesa George Eliot. En Israel, el Sharav produce irritabilidad,' jaquecas, náusea y dificultades respiratorias. En Alemania, se asegura, el Foehn, viento seco de las montañas, causa tristeza a su paso desde los Alpes. En el sur de California, el Santa Ana se relaciona con un aumento en la depresión y la violencia sociales.
Los científicos han tratado en vano de identificar el sustrato fisiológico de estas reacciones. Empero, todos saben que algunos vientos secos como el Santa Ana, de Estados Unidos, el Mistral, de Francia, y el Foehn de Alemania y Suiza, originan aparentemente efectos negativos en nuestro bienestar físico y mental.
En días ventosos, suelen ser más frecuentes las riñas de juego, los suicidios y los ataques cardiacos. En Ginebra, Suiza, los accidentes de tráfico aumentan al soplar un viento llamado Bise. A solicitud de los pacientes, algunos hospitales de Suiza y Alemania difieren toda intervención quirúrgica durante el Foehn.
Es humano preguntarse qué hay detrás del viento. Fácil es, también, personificar al viento como el aliento de Dios. La acción de llevar aire a nuestros pulmones es lo que nos da vida. Judíos, árabes, romanos y griegos enlazaron semánticamente las palabras "viento" y "espíritu". En una época, las mujeres esquimales echaban al viento de sus casas azotándolo con palos, mientras los hombres le disparaban con fusiles para matar al espíritu maligno que, según creían, cabalgaba sobre sus ráfagas. Un poema de los indios navajos habla de las sinuosidades de las yemas de los dedos como "las huellas del viento", marcadas por "el viento que sopló cuando fueron creados nuestros antepasados".
Pero nuestra vida cotidiana ya no se inspira más con los vientos. Hemos dejado de identificar al viento con el espíritu. Eso es bueno para el comercio, pero cobra un precio en el ojo y el corazón humanos. El viento nos brinda placeres sencillos. Hay corrientes que besan playas perfumadas, que nos bañan en fragancia de coco y exóticas especias, y que nos invitan a ir aún más lejos. Al pie del faro de Kilauea, en Kauai, Hawai, orientar la nariz en dirección de los vientos que llegan del norte es tener la oportunidad de disfrutar de hálitos provenientes de China y Japón.
A veces, el viento da con todo lo que puede: el polvo del Sáhara cae como sangre roja sobre Francia; las tormentas de arena de Nuevo México y de Oklahoma acarrean un polvo rojo hasta Michigan y Washington, D.C., a miles de kilómetros de distancia. En vientos de esta clase pueden verse indicios de mundos por descubrir.
Con todo, el viento sigue portando una sabiduría. En las noches de verano, ráfagas de aire descendente llevan por las colinas el tufo del zorrillo y el olor a hierba seca. Hay criaturas que conocen estas corrientes. Los osos hurgan en ellas en los bosques, en medio de la tranquilidad de la noche. Acaso las aves calculen sus migraciones guiándose por estas corrientes. En los atardeceres de otoño, las arañas hilan largas hebras de seda para atrapar al viento y elevarse al cielo con su fuerza.
Nos fascina el vuelo y nos place ver a otras criaturas dominar el viento: águilas que se elevan más y más en corrientes térmicas; gansos que, durante el otoño, se dejan llevar por los vientos del norte desde el Ártico; gaviotas que juguetean con las brisas sobre las olas del océano.
También lo oímos: el viento es la única oportunidad que una planta tiene de crear música. Escuchar largamente al viento permite diferenciar las voces de las plantas... saber que los pinos tienen un gemido agudo, que los robles crujen, que la hierba suspira, y que las secoyas cantan dulcemente.
Conocer los vientos es una forma de sabiduría; equivale a una comprensión de los horizontes. Para conocer el viento, hay que saber dónde se está y cuánto tiempo se ha permanecido allí.
Y si los vientos a veces parecen crueles, debemos recordar una maldición aún más cruel de nuestra época: nos hemos dado tantas comodidades y seguridad, que los acontecimientos mismos ya no nos conmueven ni nos hacen madurar. El viento fue, en un tiempo, fuente de desviación que nos fortalecía; un venero de sorpresas que nos obligaba a ser audaces. A menudo, nos creemos superiores a la naturaleza. Pero aún sopla el viento...