AUDACES MEDICOS COMBATEN EL MAL DE PARKINSON
Publicado en
agosto 28, 2011
Los doctores Rene Drucker Colín e Ignacio Madrazo, en uno de los laboratorios del Instituto de Fisiología Celular de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Por Peter Michelmore
Hace 20 años, la droga L-dopa revolucionó el tratamiento del mal de Parkinson al dominar la parálisis agitante causada por la pérdida de una sustancia química del cerebro: la dopamina. Para muchos pacientes parkinsonianos, sin embargo, el regocijo fue breve, porque el aumento de las dosis de L-dopa no detenía su progresivo trastorno degenerativo.
En 1987, los médicos especialistas mexicanos Ignacio Madrazo Navarro y René Drucker Colín asombraron al mundo de la medicina con su informe de la eficacia de una nueva técnica quirúrgica para atender el mal de Parkinson. Concebido para estimular la producción natural de dopamina, el procedimiento consiste en trasplantar tejido de las glándulas suprarrenales al cerebro humano. Cada uno de los pacientes voluntarios conocía los riesgos implícitos, y los aceptó conscientemente. Junto con sus diligentes galenos, todos emprendieron un viaje a lo desconocido.
José Luis Meza Castro reposaba en cama, inmóvil y sin poder hablar; su rostro tenía un aire inexpresivo; sus ojos, un velo de desesperanza. Cinco años antes, había sido un hombre feliz, un joven jefe de familia lleno de anhelos y amor por la vida. Tenía ya una nena y Bertha, su esposa, estaba otra vez encinta. Le agradaba su empleo de oficinista en Ferrocarriles Nacionales de México, la empresa ferrocarrilera nacional. Era, además, diestro jugador de fútbol, bien clasificado en una liga de aficionados.
La agitación y la rigidez, leves al principio, se iniciaron en el brazo derecho. Los médicos le diagnosticaron calambres por tener que escribir mucho en su empleo, y le recetaron relajantes musculares. No obstante, poco a poco, un temblor incontrolable se extendió por todo el cuerpo de José Luis. Consultó a un neurólogo y se enteró de su verdadero padecimiento: el mal de Parkinson, parálisis agitante causada por la falta de dopamina, sustancia del cerebro.
Los galenos probaron la L-dopa, y todos los demás fármacos que suelen aliviar los síntomas de esta temible afección. Sin embargo, estos medicamentos le provocaron vómitos y lo paralizaron. Los médicos se dieron por vencidos. Parecía que José Luis estaba condenado a padecer aquello sin esperanza de curarse.
Su vida se convirtió en una pesadilla. Ya no podía escribir, y lo declararon incapacitado. Incluso alimentarse y afeitarse eran toda una prueba.
Sus hijos jamás lo habían visto sano. Claudia, quien actualmente tiene nueve años, y Mario, de siete, no podían comprender por qué era diferente de otros padres. Por algún tiempo, Mario lo acompañó sirviéndole de apoyo; pero, en cierta ocasión, vio caer a su padre a media calle y se asustó. Después, ya no quería salir a caminar con su papá. Al agravarse su estado, José Luis confesó tristemente a Bertha: "Lamento que tú y los niños deban sufrir por mi enfermedad".
Su familia, con todo, no perdió nunca la esperanza. Su hermana Graciela, enfermera del Hospital de Especialidades del Centro Médico La Raza, de la Ciudad de México, siguió preguntando a los médicos si había algo que se pudiera hacer por José Luis. Al cabo, la remitieron al doctor Ignacio Madrazo, de 43 años, quien junto con el doctor Rene Drucker Colín, de 48, neurofisiólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México, había introducido un audaz tratamiento innovador, a base de trasplantes, contra el mal de Parkinson. Madrazo estaba listo para operar por vez primera en un ser humano. Atento, escuchó a la enfermera Meza Castro mientras ella le hablaba de su hermano. Y el médico aceptó examinar a José Luis.
Aunque nunca ha recibido la atención pública de otras enfermedades comunes, el mal de Parkinson aflige a millones de hombres y mujeres en todo el planeta; sus víctimas son más numerosas que el total de pacientes de distrofia muscular y esclerosis múltiple. Se le llamó parálisis agitante hasta 1817, cuando un cirujano británico, James Parkinson, explicó los múltiples síntomas que inevitablemente empeoran hasta provocar una inmovilidad casi completa.
En 1960 los investigadores médicos concluyeron que el padecimiento se debía a la deficiencia de dopamina. Por motivos desconocidos, la mayoría de las células de la substantia nigra, diminuta área del mesencéfalo, deja de funcionar. Normalmente, estas células suministran la dopamina al cuerpo estriado del cerebro. Sin la dopamina, el cuerpo estriado no puede regular el movimiento físico ni el equilibrio.
Tomar la dopamina como droga no sirve de nada, porque no pasa de la sangre al cerebro. En cambio, la L-dopa —sustancia afín que comenzó a utilizarse a fines de la década de los sesentas— sí puede entrar en el cerebro y convertirse en dopamina.
La L-dopa revolucionó el tratamiento del mal de Parkinson. En la mayoría de los casos produjo el alivio inmediato de los síntomas. No obstante, esta droga es incapaz de detener la degeneración de las células de la substantia nigra. Con el tiempo, los síntomas se agravan. Conforme se necesita más L-dopa para el alivio, el organismo reacciona con extraños movimientos involuntarios. A los enfermos graves, los médicos ya no les ofrecían esperanza.
A principio de los años ochentas, investigadores médicos de Estados Unidos y Suecia pensaron en injertar células sanas, productoras de dopamina, en el cerebro: ellas sustituirían, se esperaba, a las dañadas células de la substantia nigra en sus funciones. Los resultados prometedores con ratas de laboratorio habían alentado a los médicos suecos, dirigidos por el doctor Lars Olson, del Instituto Karolinska, en Estocolmo, a ensayar su técnica en cuatro pacientes del mal de Parkinson.
Los cirujanos extrajeron fragmentos de tejido de la parte interior (médula) de la cápsula suprarrenal —fuente natural de dopamina— y los colocaron con largas sondas en el cerebro de los pacientes. La substantia nigra quedó intacta; los tejidos iban a dar muy adentro, en una pequeña sección del cuerpo estriado denominada núcleo caudado. Contra toda expectativa, los síntomas de los pacientes no mejoraron significativamente. Se desechó, por tanto, el procedimiento.
Por su parte, Madrazo y Drucker Colín se convencieron de que, en vez de implantar el tejido dentro del núcleo caudado, debía injertarse en su superficie externa. Fue esta estrategia la que persuadió a los comités de investigación y ética del Hospital de Especialidades de La Raza permitir la práctica de esta operación en un ser humano.
Tras resolver que un paciente joven y por lo demás saludable sería el candidato ideal, el doctor Madrazo se reunió con José Luis, en compañía de su esposa y sus padres. El neurocirujano explicó su osado plan para detener y tal vez curar la enfermedad penetrando en el cerebro de José Luis, e injertando allí el tejido procedente de la glándula suprarrenal. Nunca antes se había practicado la cirugía a cerebro abierto para un injerto en un ser humano, pero el doctor Madrazo consideró que era el momento propicio para combinar su experiencia de neurocirujano con los alentadores resultados obtenidos por el doctor Drucker Colín siguiendo procedimientos semejantes en animales de laboratorio, en el Instituto de Fisiología Celular de la Universidad Nacional Autónoma de México. Madrazo opinó que había muchas probabilidades de mejorar el estado de José Luis, pero no podía garantizar nada.
José Luis tardó en tomar la decisión. Al cabo, concluyó que lo peor que podría pasarle sería quedar igual. Así pues, llegó al quirófano.
Dos equipos de cirujanos rodeaban la mesa de operaciones en aquella mañana de marzo: penetraron simultáneamente en el cerebro y en la región inferior derecha de la espalda del paciente.
Un equipo dejó al descubierto la glándula suprarrenal, de forma triangular, ubicada encima del riñon, y meticulosamente empezó a separar y ligar la gruesa vena central y los vasos sanguíneos menores que conectaban la glándula con el tejido circundante.
Entretanto, luego de apartar piel, hueso y membrana al abrir el cerebro, Madrazo se inclinó sobre un microscopio quirúrgico y, empleando retractores y un tubo de succión, comenzó a abrir un conducto hasta la cavidad ventricular.
Su objetivo era la superficie ventricular del núcleo caudado derecho. A cinco centímetros de profundidad dentro del cerebro, la superficie quedó a la vista con claridad. En seguida, manipulando diestramente las agudas pinzas especiales dentro del núcleo caudado, de color blanco grisáceo, formó una cavidad de unos tres milímetros.
Madrazo se retiró luego, mientras otros cirujanos liberaban la livianísima cápsula suprarrenal y disecaban fragmentos de tejido del interior del órgano.
Pedazo a pedazo, Madrazo colocó un gramo del tejido en la cavidad que había hecho en el núcleo caudado, y aseguró el injerto con grapas de acero inoxidable. "Es vitalmente importante el sitio donde se hace el injerto", comentó. En el lugar que él y Drucker Colín habían elegido, el implante estaría nutrido por el líquido cefalorraquídeo del ventrículo. Madrazo confiaba en que allí sobreviviría, funcionando como una pequeña bomba de dopamina.
A seis horas de haber sido anestesiado, se cerraron las heridas de José Luis y el paciente fue llevado a terapia intensiva. La cirugía en sí se había ejecutado exactamente según lo planeado. La cuestión ahora era cómo reaccionaría José Luis, e implicaba tremendas consecuencias para el futuro tratamiento del mal de Parkinson y de otras enfermedades neurodegenerativas.
Durante las dos semanas siguientes a la intervención quirúrgica, los síntomas del mal de Parkinson no mejoraron en José Luis, quien creía que la operación había fracasado. Bertha pasaba casi todo el tiempo en el hospital, atendiéndolo e infundiéndole esperanza.
En el decimoséptimo día, temblando como la hoja de un árbol, José Luis bajó de la cama y dio unos cuantos pasos, apoyado en el brazo de un médico. "Para nosotros, esos pasos inseguros fueron grandes pasos", comentaría Bertha después.
Día tras día, José Luis lograba caminar más lejos y era capaz ya de sonreír y conversar espontáneamente. El injerto no había suprimido aún la rigidez ni calmado los estremecimientos, pero los síntomas no eran tan graves.
José Luis pasó casi dos meses en el hospital después de la operación, y luego volvió a casa. La primera vez que fue al mercado, ya caminando solo, sus vecinos no daban crédito a sus ojos, y preguntaron a Bertha qué había sucedido.
Durante el verano, y ya entrado el otoño, los temblores del lado derecho del paciente disminuyeron gradualmente hasta volverse apenas perceptibles. Se redujo también el sacudimiento del lado izquierdo, y los músculos de las piernas dejaron de estar agarrotados.
Madrazo aguardó cinco meses para estar absolutamente seguro de que no habría recaídas. Luego, obtuvo autorización para practicar la misma operación en otros pacientes parkinsonianos. Uno de sus sujetos de experimentación, Nabor Ageo Galicia Linares, ingeniero civil de 33 años, había quedado reducido a indefenso inválido por la enfermedad. La parte superior de su cuerpo se estremecía con tal violencia que no podía alimentarse solo.
Esta vez, el suspenso posoperatorio fue breve, pues el temblor de Nabor Ageo disminuyó en la primera semana y, al undécimo día, los estremecimientos se presentaban con una frecuencia cinco veces menor que antes. En tres meses, el paciente ya no presentaba rigidez, aunque sí un temblor muy leve, y se dispuso a reanudar su trabajo a medio tiempo. Lo mismo hizo José Luis, que ya pateaba una pelota de fútbol con su hijo Mario.
Madrazo y su equipo habían hecho historia en la medicina, y su informe de las operaciones suscitó asombro al publicarse el 2 de abril de 1987 en la prestigiosa Revista Médica de Nueva Inglaterra, de Estados Unidos.
Desde entonces, cirujanos de 14 naciones han observado a Madrazo y a su equipo ejecutar implantes de glándula suprarrenal en el Hospital de Especialidades del Centro Médico La Raza, antes de poner en práctica este procedimiento en sus respectivas patrias. Ya se ha informado de éxitos obtenidos en Venezuela, Colombia, Argentina y Cuba.
Luego de haber ejecutado 30 de estas operaciones, el propio doctor Madrazo logró otro espectacular avance en septiembre de 1987, al trasplantar tejido fetal humano en el cerebro de dos pacientes parkinsonianos. El tejido se obtuvo tras el aborto espontáneo de un feto de 13 semanas de gestación, inmediatamente después de que se certificó su muerte. Los padres dieron el consentimiento legal para que Madrazo utilizara la glándula suprarrenal y la substantia nigra extraída del cerebro fetal. Los injertos se colocaron en la cabeza del núcleo caudado de una mujer de 35 años y de un hombre de 50. Ambos experimentaron el alivio casi inmediato de su parkinsonismo, y Madrazo consideró que el tejido fetal tenía un efecto curativo superior.
Hoy día, José Luis Meza Castro lleva una vida casi normal. Se dedica a la crianza de cerdos y tiene una tiendecita en su casa. Aunque no puede regresar a su antiguo empleo, porque en ciertos días presenta ligeros temblores y fatiga general, declara: "Estoy muy agradecido con el doctor Madrazo y sus ayudantes. ¡Me hicieron vivir otra vez! Nuevamente, soy un ser humano útil". Nabor Ageo Galicia Linares sí ha vuelto a su empleo en la Dirección de Obras Públicas del Estado de México. Aunque tiene menos responsabilidades, se siente muy feliz de trabajar de nuevo. "Todavía soy joven", comenta, "y espero que, en los próximos años, el doctor Madrazo y el doctor Drucker Colín obtengan nuevos avances que me beneficien a mí y a otras víctimas del mal de Parkinson".
De los 50 pacientes sometidos en México a esta operación, cinco fallecieron (dos de ellos, como consecuencia de la intervención quirúrgica), cinco permanecieron en el mismo estado, otros cinco tuvieron un alivio moderado, y 35 presentaron una mejoría considerable. Las probabilidades de obtener buenos resultados son mayores en los pacientes más jóvenes. El doctor Madrazo señala: "Creo que podemos vislumbrar el día en que habrá cientos de procedimientos para realizar injertos en diferentes partes del cerebro. Ya no existe el tabú".