LA TERRIBLE CONFESION DE UNA MADRE
Publicado en
agosto 16, 2011
Selecciones del Reader's Digest publica a veces artículos inquietantes, francos en sus trágicos detalles, y este es uno de ellos. Se trata de la historia de una madre que comprendía el daño que le causaba a su hijo, pero no podía romper los lazos que la ataban a su pasado, ni con el enconado resentimiento que la dominaba. Esperamos que la apasionada narración de Patricia Bissell arroje luz sobre ciertos horrores que la opinión pública en muchos países antes ignoraba, y hoy son motivo de creciente preocupación.
Por Patricia Bissell
Vivíamos en un motel de Corpus Christi, Texas. Se aproximaba la Navidad de 1957, y estábamos a la espera de que nos entregaran nuestra nueva casa. Cuando empezaron los dolores, me dio gusto pensar que, con motivo del parto, escaparía de aquella estrecha habitación que ocupábamos mi marido y yo con nuestros tres hijos, de seis, cuatro y dos años de edad. Pero no deseaba al nuevo bebé.
A mis 29 años, ya hacía tiempo que había perdido mi entusiasmo de madre joven. Después del nacimiento de nuestro segundo hijo, le rogué al médico que me ligara las trompas, pues ya no podría hacerme cargo de más criaturas; pero él se rehusó a complacerme, so pretexto de que más tarde acaso cambiara yo de opinión. Cuando llegaron más bebés, me sentí en medio de un ciclón; mis emociones se exacerbaban por causa de secretos que eran demasiado oscuros incluso para mí misma.
Un médico llegó muy alegre a la sala de recuperación del hospital a comunicarme que había yo dado a luz a gemelos dicigóticos. Me sentí abatida, sin pizca de alegría. No tenía deseos de tomarlos en brazos ni de verlos, pero una enfermera me los llevó. Uno estaba bien dormido, y el otro, robusto y vigoroso, parecía observarme. Sin pensarlo, le puse un dedo en la manecita, y él lo asió firmemente. Aunque estaba segura de no poder amarlo, aquel pequeño detalle desencadenó en mí una catarata de intensas y encontradas emociones.
A este varoncito lo bautizamos Walter Patrick, y a partir de ese día siempre le dijimos Wally. Veinte años después, al convertirse en estrella de ballet en Nueva York, fue conocido como Patrick Bissell. Si se me hubiera dado la oportunidad de formular un deseo en aquellos tempestuosos días, habría suplicado para él una vida serena y una niñez diferente de la que tuvo.
Millones de madres se enfrentan con éxito a las frustraciones cotidianas de la crianza de los hijos, pero yo no pude. Ocultaba un siniestro secreto que me hacía diferente. Un legado de inmenso poder destructivo bullía en mi psique.
Nací en 1928, en el seno de una familia acomodada y acosada por demonios que deben de haberse posado en las torcidas ramas de nuestro árbol genealógico desde hacía muchísimo tiempo. Por donde se le mire, mi infancia fue un horror incesante. Antes de que cumpliera yo dos años, mi madre murió a manos de un matasanos a quien recurrió, obligada por mi padre, para que le provocara un aborto. Mi padre me detestaba, y de ninguna manera deseaba tener un segundo hijo.
Fuimos a vivir con mi abuela paterna, mujer severa y santurrona, considerada lideresa en nuestra iglesia y en la comunidad. Todos los recuerdos de mi primera infancia están teñidos del miedo cerval que me inspiraba mi padre. Me azotaba casi a diario con el asentador de cuero de sus navajas de afeitar (práctica que mi abuela aprobaba), y a veces me encerraba en un armario.
Los recuerdos de escenas atroces de aquellos tiempos me ensucian la mente. Uno de los más aterradores corresponde a la "guasa del recibidor", que a mi padre le encantaba hacerme. Después de colocarme a horcajadas sobre sus hombros, se ponía a bailar por toda la habitación, muerto de risa. Luego, pasaba por una puerta y hacía que me estrellara la cabeza con el dintel de manipostería.
En la única fotografía que conservo de mi padre y de mí, aparecemos al frente de la casa. Él me sostiene en brazos y sonríe, mientras que a mí se me ve el terror en el semblante y en la actitud de rechazarlo con todas mis fuerzas.
Tenía yo seis años, más o menos, cuando mi padre me llevó a su cama. Después de la violación, las aberraciones sexuales que pasaron a formar parte de mi niñez son verdaderamente innombrables. No sé cómo sobreviví, y no lo digo en sentido figurado. Aun hoy día, recordar el hedor de mi padre me produce náusea.
Cuando tenía yo siete años, un conocido de la familia lo mató a puñaladas en la despensa de la casa. No recuerdo haber recibido del autor de mis días, ni de nadie más en aquellos tiempos, la menor muestra de simpatía o de amor.
Los siguientes seis años viví con mi abuela. Ella siguió dándome palizas, porque me hacían bien, según ella. Estoy segura de que mi abuela también trató a mi padre con odio y violencia, y sospecho que los padres de ella acostumbraban pegarle.
Abrumada por la desesperación, jamás dije a nadie ni una palabra de lo que me sucedía. Cuando regresaba de la escuela, me escondía detrás del seto y me quedaba mirando la casa hasta el último instante en que mi ausencia no llamara la atención.
Finalmente, convertida ya en una adolescente huraña, me enviaron a una ciudad lejana a vivir con mi abuela materna, una mujer bondadosa que nunca habría creído mis terribles experiencias. Aquella nueva vida me dio la esperanza de escapar de mi pasado.
Poco después de que terminé la escuela preparatoria, me enamoré de un guapo ex combatiente de la Marina al que había conocido en nuestra iglesia. Alto, inteligente y ambicioso, iba a recibirse de ingeniero químico. Era amable y tímido, cualidades tan admirables a mis ojos que, cuando me propuso matrimonio, acepté con indecible júbilo.
Nos casamos en 1947. Yo confiaba entonces plenamente en que nuestro amor borraría la vergüenza de mi infancia. Ansiaba tener hijos, pues creía que me amarían, y que yo los amaría a ellos. No sabía que me envenenaba una monstruosa agresividad compulsiva, tan destructora como puede serlo cualquier enfermedad genética.
En los años siguientes, nos mudamos 16 veces a 13 ciudades distintas, pues mi esposo aprovechaba las oportunidades que se le presentaban en diversas compañías. A cada mudanza buscábamos una iglesia protestante afín a nuestras creencias. Yo cantaba en el coro y enseñaba doctrina en la escuela dominical. Pero la violencia emocional y física me dominaba tan fácilmente como el amor aflora en quienes fueron amados de niños.
Casi desde el principio empecé a maltratar a mis hijos; les gritaba a los más pequeños, y a los mayores los azotaba con un cinturón de cuero (nunca en presencia de mi marido; él solía ausentarse por motivos de negocios). La más pequeña falta me enfurecía. Así pues, golpeé la autoestima de los niños tanto como sus cuerpos, y lo primero quizá fue peor que lo segundo.
Necesitaba desesperadamente ayuda, pero la vergüenza y el sentimiento de culpabilidad no me permitían pedirla. Cuando le confesaba a algún médico, ministro religioso o consejero que era "demasiado estricta con mis hijos", no lo tomaban muy en serio. Aun después de mis dos intentos de suicidio, nadie supo deducir mis motivaciones; los médicos se limitaban a recetarme una nueva pastilla. Tomaba pildoras para calmarme, para reanimarme y para dormir. Al final, esos medicamentos sólo servían para alimentar al monstruo de madre en que me había convertido.
Wally llegó a ser muy pronto mi víctima favorita. Una madre normal habría estado fascinada con él. No puedo imaginar a un niño que se enfrentara a la vida con ímpetu y deleite mayores que aquella criatura. Empezó a andar a los siete meses, y poco después corría por toda la casa, gritando de alegría. Para mis hijos mayores, era una chispa de luz en su medio aterrador.
Era maravilloso: alegre, seguro de sí, listo, audaz, y poseía los dones del optimismo y de la buena coordinación muscular. Pero, hiciera lo que hiciera por complacer a su madre (y nunca dejó de intentarlo), siempre le negué hasta el menor indicio de gratitud. Llegaba a dirigirle "holas" y "adioses" acartonados, pero jamás lo abracé, ni lo besé, ni lo consolé.
A una persona normal debe de resultarle muy difícil entender que una madre golpee a su hijo, pero el pequeño Wally me conoció muy pronto. Él sabía cuándo había hecho algo que provocaría mi ira. Un dormitorio desordenado bastaba para suscitar una retahila de gritos, y el sentimiento de culpa originaba la violencia física. Mientras azotaba con una mano a Wally en las piernas y la espalda, con la otra lo cogía de un brazo para que no huyera. Se quedaba mirándome directamente a los ojos con una firmeza y una serenidad que de inmediato me recordaban los episodios más lóbregos de mi infancia. De modo que arremetía con el cinturón con más fuerza, y esto sólo recrudecía mi remordimiento y mi rabia. Todo terminaba con una humillación progresiva, cuando lograba yo doblegar aquella mirada y a Wally se le nublaban los ojos de dolor y miedo. Sólo entonces lo soltaba, y al hacerlo sentía un extraño alivio; una especie de retorno a mis orígenes.
Cierta noche, cuando él aún no cumplía siete años, lo golpeé mucho y ni así me sentí apaciguada. Creo que me detuve por la misma razón de siempre: temía lastimarlo tanto que los demás se enteraran de mi terrible secreto. Entonces, lo saqué de la casa a empellones, me lo llevé por la calle hasta un lugar oscuro, y ahí grité: "¿Por qué no te largas? ¡Ya no quiero ser tu madre!"
Di la media vuelta y lo abandoné. Él regresó más tarde a casa. Al día siguiente, como de costumbre, no mencionamos lo ocurrido. En ocasiones como esa sentía el impulso de abrazarlo y decirle que estaba arrepentida, pero no sabía cómo hacerlo. Cuando lo intentaba, de inmediato estaba otra vez fuera de mí.
Aún no sé cómo pudo Wally sobrevivir a todo eso, como tampoco entiendo cómo sobreviví yo a mi infancia. Wally luchaba con todas sus fuerzas por no dormirse, pues cuando conciliaba el sueño lo asediaban toda clase de pesadillas; y yo, lejos de consolarlo, lo castigaba por estar despierto.
Hoy, al revisar las fotografías del álbum familiar, puedo relatar paso a paso cómo destruí el espíritu de Wally. En las fotos más viejas se ve una carita sonriente, de mirada cálida y vivaz, pero en las subsecuentes, cuando Wally va creciendo, su expresión evoluciona de la tristeza al temor, y luego a la cautela. Finalmente, al chico de 15 años se le percibe en los ojos un latente desafío. Ya había encontrado el consuelo y el alivio que tan tenazmente yo le había negado. Se había entregado a la drogadicción, mortal compañera que no lo abandonaría el resto de su vida.
Su hermana mayor le dio a Wally una luz de esperanza. Desde hacía años sabíamos que él poseía vitalidad y coordinación muscular extraordinarias, y ella le propuso que la acompañara a sus clases de ballet, cuando el chico tenía diez años y ella 16. Nunca supe si mi hija realmente necesitaba una pareja, como nos dijo, o sólo trataba de alejar a su hermano de mí; pero ese fue el punto de partida de una espléndida carrera.
Wally se abrió camino en las escuelas de danza, gracias a sus brillantes actuaciones, pero al mismo tiempo consolidó sus hábitos letales: bebía mucho y experimentaba ávidamente con las drogas, consumiéndolas, e incluso vendiéndolas.
A sus 20 años, Wally, que era conocido profesionalmente bajo el nombre de Patrick Bissell, llegó a los escenarios de ballet de Nueva York como pareja de algunas de las mejores bailarinas del mundo. Excepcionalmente fuerte, con 1.88 metros de estatura, las hacía girar sin el menor esfuerzo. Su encantadora y vigorosa personalidad se reflejó en su arte, y adquirió fama porque contribuía a que sus compañeras lucieran y bailaran bien. Los críticos se deshacían en elogios. En los años siguientes gozó de gran éxito; en el pináculo de su carrera ganaba 250,000 dólares al año.
En aquellos tiempos hicimos las paces, por decirlo así, y de esa manera él dio una nueva muestra de generosidad y buena voluntad. Pero cuando lo visitaba en Nueva York, me daba cuenta de que seguía lastimosamente atrapado por el alcohol y las drogas.
Al contrario de lo que muchos piensan, Wally no recurrió a la cocaína como apoyo para darse valor y salir a escena, sino que se refugiaba en los estimulantes después de las actuaciones. En cierta entrevista que le hicieron, declaró: "Después de lograr un éxito, me castigo con las drogas. Trato de destruirme. Es un extraño círculo vicioso. No sabe uno por qué razón reacciona así el cerebro".
Desde luego, creo que yo sí sé la razón de que el cerebro de Wally reaccionara de esa manera. Por muy impresionante que fuera su actuación, y por más que el público y los críticos la celebraran, él siempre sentía que no daba la medida. Tal sentimiento de fracaso fue la terrible herencia que recibió de mí. Llevaba todas las de perder.
El 29 de diciembre de 1987, varios meses después de que Wally saliera de un tratamiento de rehabilitación para cocainómanos, su novia encontró su cuerpo inerte en un sofá, en su apartamento de Hoboken, Nueva Jersey. La autopsia reveló que su organismo estaba saturado de toda clase de estupefacientes.
Cuando nos enteramos, enfermé de remordimiento. Para mí era de una claridad meridiana y aplastante que yo misma había llevado a mi hijo a tan trágico fin. Para entonces ya había comprendido, gracias a una terapia intensiva, lo que les hice a mis hijos, y por qué. Pero era ya demasiado tarde para dar marcha atrás. Había despojado a Wally de lo necesario para enfrentarse a la vida.
¿Por qué relato esta pavorosa historia? Habrá quien no la crea. Otros pensarán que lo hago por justificarme, y otros más considerarán que es mejor no rumiar tan desagradables recuerdos.
Pero, si escribo todo esto, es por las dos hermanas y los dos hermanos de Wally, quienes no tienen hijos aún. Deseo con toda mi alma que comprendan las circunstancias en que fueron criados, y de esa manera estén mejor preparados emocionalmente para sobreponerse a la nefasta herencia que les dejé.
Escribo, también, para aquellos que por propia experiencia saben que estos horrores pueden ocurrir. Quisiera que me escucharan quienes se sienten víctimas sin esperanza de maltratos y violencia como los que he descrito, y decirles: busquen ayuda.
No creo que a ningún mortal le baste su sola fuerza para romper estos círculos viciosos. Pero todos tenemos a nuestro alrededor gente buena dispuesta a ayudarnos. Mi deseo es que nunca más tenga nadie que enfrentarse, solo y desamparado, a angustias tan devastadoras como las que emponzoñaron mi vida, y la vida que le di a mi hijo.