UN PLACER EN EL OTOÑO DE MI VIDA
Publicado en
julio 10, 2011
CONDENSADO DE THE OBSERVER (15-11-1998). © 1998 POR THE OBSERVER, DE LONDRES.Hay cosas que se aprenden mejor en la madurez.
Por Richard IngramsMi interés por el piano despertó la tarde del domingo 20 de abril de 1986, cuando vi por televisión un recital que Vladimir Horowitz ofreció en Moscú. El maestro, de 81 años, había regresado por fin a su Rusia natal después de años de exilio en Estados Unidos. Era una ocasión emotiva. Comenzó con sonatas de Scarlatti y Mozart, y después, cuando cesaron los aplausos, siguió con el Preludio en sol mayor, opus 32 número 5, de su gran amigo Rajmáninov.
Horowitz me pareció totalmente distinto de otros pianistas a quienes había yo visto, que se agachaban sobre sus instrumentos, tensos y con el ceño fruncido. Él, en cambio, se veía completamente relajado y no se ceñía a las normas técnicas. Extendía y abría sus largos dedos (no los curvaba, como me habían enseñado a mí en la escuela), y sus muñecas muchas veces caían a un nivel inferior al del teclado. Hacía que pareciera fácil tocar el instrumento.Desde ese momento quise tocar como Horowitz e interpretar la música de Rajmáninov.Inspirado, empecé a tomar clases con una maestra de piano de una escuela cercana. Me puso a practicar los ejercicios de Czerny, pero debido en parte a mis problemas domésticos y en parte a las ocupaciones de mi profesora, mis estudios se interrumpieron.Volví a concebir esperanzas en 1992, poco después de que unos compañeros y yo fundamos la revista The Oldie. En respuesta a una convocatoria que hizo la publicación para recibir propuestas de candidatos a "Veteranos del año", el profesor Raymond Banning, de la Escuela de Música Trinity de Londres, envió una carta proponiendo al gran pianista ruso Shura Cherkasski, octogenario que seguía tocando con la vitalidad de un joven. Al dar acuse de recibo a su misiva, aproveché para preguntarle si conocía a alguien que pudiera darme clases de piano. Se ofreció a enseñarme él mismo.Raymond confirmó mi impresión de que Horowitz pertenecía a una tradición diferente, en gran medida despreciada en una era que valora más la destreza y la habilidad técnica que el poder de interpretación.Yo me identificaba con la actitud de Horowitz ante el teclado, así que cuando comenzamos las lecciones, no hubo ejercicios de Czerny ni escalas. El objetivo principal era "producir un sonido hermoso", y esto implicaba renunciar al método que me habían enseñado, según el cual debía tener la muñeca en alto, el antebrazo rígido y el dorso de la mano tan plano que pudiera sostener una moneda.En aquellas primeras lecciones dediqué horas tan sólo a aflojar la muñeca, a tratar de relajarme para lograr que el brazo "flotara". No fue fácil, pero hoy ya soy dueño de otra técnica.Aprender a tocar el piano es algo que, definitivamente, se logra mejor en los años de madurez. No se trata sólo de que en esos años se tiene mayor capacidad para concentrarse en los detalles, sino de que se dispone de tiempo para practicar. En la escuela, lo único que me interesaba era ofrecer una impresión de la pieza y salir del paso en las partes difíciles. Ahora que tengo más de 60 años me produce un verdadero placer trabajar un pasaje complicado y tocarlo una y otra vez hasta dominarlo. En una edad en la que las facultades y la memoria comienzan a fallar, es bueno tener una actividad en la que se está mejorando.No debemos olvidar que antes de que aparecieran Liszt y Chopin con su virtuosismo, la mayor parte del repertorio clásico se escribía para aficionados. Bach pone la siguiente inscripción en su magnífica serie de seis Partitas: "Práctica de teclado... compuesta para refrescar el espíritu de los amantes de la música". Nunca pretendió que esta obra fuera interpretada frente a 2000 personas.Así, bastan unos meses para que un estudiante de piano pueda interpretar la obra de un maestro tal como fue escrita. Ninguna otra expresión artística ofrece un contacto tan directo e instantáneo con lo mejor.