EL ROSTRO VUELTO HACIA ARRIBA (Stephen Crane)
Publicado en
julio 17, 2011
¿Qué vamos a hacer ahora? ―preguntó inquieto y excitado el ayudante.
―Enterrarlo ―dijo Timothy Lean.
Los dos oficiales bajaron la mirada hacia el cuerpo de su camarada, que yacía junto a la punta de sus pies. El rostro tenía un color de tiza azul; los ojos, brillantes, miraban con fijeza al cielo. Por encima de las dos figuras paradas se escuchaba el silbido de las balas, y en la cima de la colina la postrada compañía de infantería de Spitzbergen disparaba rítmicas descargadas cerradas.
―No le parece que sería mejor... ―comenzó el ayudante―. Podríamos dejarlo hasta mañana. ―No ―dijo Lean―. No puedo sostener esta posición un hora más. Tengo que retroceder y tenemos que enterrar al viejo Bill.―Claro ―dijo inmediatamente el ayudante―. ¿Sus hombres tienen herramientas de trinchera? Lean gritó en dirección a la pequeña línea y dos hombres se adelantaron lentamente, uno con un pico, el otro con una pala. Se dirigían hacia los tiradores apostados de Rostina. Las balas estallaban cerca de sus oídos.―Caven aquí ―dijo Lean, con aspereza.
Los hombres, obligados así a bajar sus miradas hacia el césped, adoptaron gestos apresurados y asustados sólo porque no podían ver de dónde llegaban las balas. El golpe sordo del pico, chocando contra la tierra, resonó en medio del rápido estallido de las balas cercanas. Al poco rato el otro soldado raso empezó a palear.
―Supongo ―dijo lentamente el ayudante― que sería conveniente revisarle la ropa por... las cosas.
Lean asintió con la cabeza. A un mismo tiempo, con extraño ensimismamiento, miraron al cuerpo. Entonces, de pronto, Lean sacudió los hombros, como si despertara.
―Sí ―dijo―, sería conveniente que viéramos lo que tiene.
Se puso de rodillas, y sus manos se acercaron al cuerpo del oficial muerto. Pero sus manos ―vacilaron sobre los botones de la chaqueta. El primer botón tenía un color rojo ladrillo a causa de la sangre seca y Lean no parecía atreverse a tocarlo.
―Prosiga ―dijo el ayudante, con voz ronca. Lean alargó su mano torpe y los dedos manosearon los botones manchados de sangre. Finalmente, se levantó, con el rostro lívido. Había reunido un reloj, un pito, una pipa, una bolsa para tabaco, un pañuelo, un pequeño estuche de naipes y papeles. Miró al ayudante. Se produjo un silencio. El ayudante sentía que había sido un cobarde al permitir que Lean hiciese solo la espantosa tarea. ―Bueno ―dijo Lean―, eso es todo, creo. ¿Tiene usted la espada y el revólver de él?―Sí ―dijo el ayudante, con el rostro crispado, y luego estalló, de pronto, en un extraño arranque de furia dirigido a los dos soldados―: ¿Por qué no se apresuran con esa tumba? ¿Qué es lo que están haciendo, de todos modos? Apúrense, ¿escucharon? Nunca vi semejante torpeza...
Aun mientras él gritaba de cólera, los dos hombres se preocupaban por sus vidas. Siempre, encima de sus cabezas, seguían silbando las balas.
La tumba estaba terminada. No era una obra de arte, sino una triste y pequeña cosa superficial. Lean y el ayudante se miraron una vez más en una curiosa comunicación de silencio.
De súbito, el ayudante lanzó una risa horripilante como un graznido. Era una de esas risas terribles que tienen su origen en aquella parte de la mente que los nervios estremecidos conmueven primero.
―Bueno ―le dijo jocosamente a Lean―. Creo que sería mejor que lo arrojáramos adentro.―Sí ―dijo Lean. Los dos soldados se quedaron esperando, inclinados sobre sus herramientas―. Supongo que deberíamos... deberíamos decir algo. ¿Conoce usted el servicio religioso, Tim?―El servicio religioso no se lee hasta que no está cubierta la tumba ―dijo Lean, apretando los labios con expresión académica.―¿Ah, no? ―dijo el ayudante ―exclamó, de repente―, digamos algo... mientras él nos pueda ayudar.―Muy bien ―dijo Lean―. ¿Conoce usted el servicio religioso?―No me puedo acordar ni una sola línea ―dijo el ayudante.
Lean se mostró extremadamente indeciso:
―Puedo repetir un par de líneas, pero... ―Bueno, hágalo ―dijo el ayudante―. Siga hasta donde pueda. Es mejor que nada. Y esos brutos han ubicado nuestro blanco exactamente.
Lean miró a sus dos hombres.
―Atención ―ladró.
Los soldados se enderezaron con un golpe de tacos, dando la impresión de sentirse muy vejados. El ayudante bajó el casco hasta la rodilla. Lean, con la cabeza descubierta, se paró frente a la tumba. Los tiradores apostados de Rostina disparaban en forma acelerada.
―Oh, Padre, nuestro amigo se ha hundido en las aguas profundas de la muerte, pero su espíritu se ha elevado hacia Ti en la misma forma en que la burbuja surge de los labios del ahogado. Recibe, te suplicamos, oh Padre, la pequeña burbuja flotante y...
Lean, aunque ronco y avergonzado, no había titubeado hasta este punto, pero se detuvo con un sentimiento de impotencia y miró el cadáver.
El ayudante se movió, inquieto.
―Y desde Tus soberbias alturas... ―comenzó, y luego también se detuvo.―Y desde Tus soberbias alturas... ―dijo Lean. El ayudante se acordó, de súbito, de la frase final del servicio fúnebre de Spitzbergen, y la aprovechó con el aire triunfante de quien lo ha recordado todo y puede proseguir.―Oh, Dios, ten misericordia...―Oh, Dios, ten misericordia... ―dijo Lean. ―Misericordia ―repitió el ayudante, fracasando rápidamente.―Misericordia ―dijo Lean. Y entonces se sintió impulsado por un sentimiento de violencia, y volviéndose hacia sus dos hombres dijo ferozmente―: Arrojen la tierra.
El fuego de los tiradores apostados de Rostina era preciso y continuo.
Uno de los soldados vejados se adelantó con su pala. Levantó su primera carga de tierra con la pala y, durante un instante de inexplicable vacilación, ésta se mantuvo suspendida sobre el cadáver, el que, con su rostro de un color de tiza azul, miraba penetrantemente desde la tumba. Entonces el soldado volcó la pala sobre... sobre los pies.
Timothy Lean sintió como si le hubieran sacado de pronto toneladas de encima de la frente. Había tenido la impresión de que el soldado iba quizá a volcar la pala sobre... sobre el rostro. En cambio, la había volcado sobre los pies. Con esto se había conseguido algo muy importante, ¡ja, ja!..., la primera palada la habían volcado sobre los pies. ¡Qué satisfactorio!
El ayudante comenzó a balbucear:
―Bueno, claro, un hombre con el cual hemos hecho rancho todos estos años..., imposible..., no se puede, entiende, dejar al amigo íntimo de uno pudriéndose en los campos. Prosigue, por amor de Dios, con esa pala.
De súbito el hombre de la pala se agachó rápidamente, se tomó el brazo izquierdo con la mano derecha, y miró a su oficial en busca de órdenes. Lean levantó la pala del suelo.
―Vete a la retaguardia ―le dijo al hombre herido. También le habló al otro soldado―: Cúbrete tú también; yo terminaré esto.
El hombre herido trepó penosamente hacia la cima de la colina, sin dedicar una sola ojeada en dirección de donde llegaban las balas, y el otro hombre lo siguió a un mismo paso; pero se condujo de modo diferente, tres veces miró ansiosamente hacia atrás.
Esto no es más que lo habitual, frecuentemente, en los heridos y no heridos.
Timothy Lean llenó la pala, vaciló, y luego, con un movimiento semejante a un gesto de aversión, arrojó la tierra a la tumba, y cuando ésta aterrizó hizo un ruido: plum. Lean se detuvo, de pronto, y se enjugó la frente: un trabajador cansado.
―Quizá hicimos mal ―dijo el ayudante. Miró en derredor estúpidamente―. Quizá hubiera sido mejor no enterrarlo justamente ahora. Claro, si lo dejamos para mañana el cuerpo habría estado...―¡Maldito sea―dijo Lean―, ¡cállese la boca! El era el oficial más antiguo.
Llenó nuevamente la pala y arrojó la tierra. Siempre hacía la tierra este ruido: plum. Durante un rato Lean trabajó frenéticamente, como un hombre que espera encontrar su salvación cavando.
Pronto no quedó nada más a la vista que el rostro color tiza azul. Lean llenó la pala.
―¡Dios mío! ―le gritó al ayudante―. ¿Por qué no trató de darlo vuelta cuando lo puso adentro?
Esto... ―entonces Lean comenzó a tartamudear. El ayudante comprendió. Estaba pálido hasta los labios.
―¡Prosiga, hombre! ―exclamó en tono de súplica, casi en un grito.
Lean balanceó la pala hacia atrás. Esta avanzó describiendo una curva del péndulo. Cuando la tierra aterrizó hizo un ruido: plum.
Fin