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junio 26, 2011
Aquel triste llanto cambió su vida... y la de cientos de criaturas inocentes.
Por Jenni Meili LauPhil y lianne kono se abrieron paso entre la multitud en el aeropuerto de Nanning, en el sur de China. Aunque el vuelo desde Seattle, Washington, había sido largo y extenuante, la mente de Lianne era un volcán. ¿Le agradaremos?, pensaba. ¿Nos querrá?
En eso, entre un mar de cabezas que subían y bajaban, Lianne vio a una joven china que llevaba una criatura en brazos. Son ellas, se dijo, y entonces se acercó con el corazón latiéndole con fuerza.—Señora, le entrego a su hija —le dijo la joven.Al recibir con brazos temblorosos a la pequeña, Lianne percibió la suavidad de su piel y el dulce olor de su pelo.Phil soltó las maletas, abrazó a su esposa y a la niña y, llorando de felicidad, susurró:—Por fin somos padres.Chan Kit Ying, la joven, se estremeció al mirar a la pareja y pensar en el terrible destino al que de milagro había escapado esa criatura... y muchas otras.El sol caía a plomo aquella mañana de agosto de 1992 mientras Chan Kit Ying se dirigía a un feo edificio situado en las afueras de Nanning. Unos amigos suyos, misioneros cristianos, le habían hablado de las atroces condiciones que existían en el orfanato estatal de Nanning, y Chan, trabajadora social de 30 años, había viajado allí desde Hong Kong para comprobarlo.
Llevaba varias cajas de pañales y algunos regalos con que esperaba granjearse la simpatía de los empleados. Así fue: el director la dejó recorrer libremente el lugar.Lo que vio la horrorizó. En cada uno de los oxidados catres se hacinaban cinco bebés. Muchos tenían ronchas y parecían desnutridos; algunos yacían inmóviles, con los ojos vidriosos, indiferentes a las moscas que revoloteaban a su alrededor. El llanto de los niños era desgarrador, pero nadie los consolaba.Chan contó más de 30 bebés, casi todos niñas. Sabía que el abandono de pequeñas era común debido a la ley china que prohibe procrear más de un hijo y al arraigado prejuicio social en favor de los varones. Los pocos niños que había en el hospicio tenían defectos congénitos.Una criatura en especial le llamó la atención. Estaba en los huesos y, apretujada entre otras dos, lloraba furiosamente. Cuando Chan la tomó en brazos, se quedó dormida en el acto. Debo hacer algo, pensó.—Mi avión no sale hasta mañana —le dijo al director—. ¿Me permitiría llevarme esta bebé a pasar la noche conmigo en el hotel?—Esa niña da mucha lata —repuso el hombre—. Si quiere, llévese una mayor y más sana.La joven le dijo que era experta en cuidar bebés. Aquél la miró con suspicacia, pero al final accedió. Chan se sintió feliz. Al menos podré brindarle a esta pequeña una noche de amor y cuidados, pensó.Le curó las llagas y el salpullido y la acunó en brazos toda la noche. Al otro día, la idea de devolverla al orfanato, donde era muy probable que muriera, le pareció un crimen.Al hospicio llegaban cada día hasta cuatro bebés abandonados y, por falta de recursos, el personal daba prioridad a los más sanos. Los débiles recibían pocos cuidados y a menudo no sobrevivían.Chan permaneció en Nanning y, poco después, unos amigos le dijeron que una pareja estadounidense, Phil Kono, ingeniero en informática de 41 años, y su esposa Lianne, de 37, llevaban más de un año tratando de adoptar un niño. Deseaban un bebé chino, así que Chan acudió al Ministerio de Asuntos Civiles, donde se autorizó la adopción.Cuando volvió a su trabajo, en el centro de asistencia infantil Opción Maternal, en Hong Kong, Chan estaba sumida en un dilema. Pensaba que podía ayudar a los huérfanos de Nanning, pero eso implicaría renunciar a la vida estable y al buen empleo que tenía.—Muchas personas de esta ciudad le temen a China y yo soy una de ellas —les confió a sus supervisores, Gary y Helen Stephens.—Si regresar allí es lo que tienes que hacer —le dijeron—, Dios te dará fuerzas para vencer el temor.Chan tuvo una infancia feliz. Sus padres, dueños de una fábrica de ropa, le proporcionaron un hogar lleno de amor y una educación universitaria en Canadá, adonde emigraron. También le inculcaron el sentido del deber moral. La joven recordó que, cuando cursaba la primaria, la familia de su mejor amiga pasó por dificultades económicas y sus padres se encargaron de costear su educación.
¿Qué va a ser de esas criaturas?, se decía una y otra vez. Sabía que miles de occidentales ardían en deseos de adoptar un huérfano, así que regresó a Nanning y en unos cuantos meses colocó a 14 bebés en Estados Unidos.De pronto sus esfuerzos se vieron interrumpidos. Al enterarse de que en toda China se estaban realizando adopciones ilegales, el gobierno central de Pekín prohibió dar niños en adopción a extranjeros hasta que se promulgaran leyes nuevas.Fue un duro golpe para Chan, pero no se dio por vencida. Salió a la calle en busca de personas que estuvieran dispuestas a aceptar a los niños en sus hogares. En el resto de China no eran comunes los padres sustitutivos, pero en Nanning la joven encontró mucha ayuda.Uno de los primeros voluntarios fue una mujer llamada A-yi, quien quedó huérfana a los diez años. A pesar de ser ciega, había trabajado muchos años en una fábrica y criado a dos hijos con su esposo, un porcicultor. A sus 52 años y ya jubilada, A-yi se pasaba el día arreglando la casa, pero como se sentía insatisfecha, tomó a cargo un bebé. Chan se asombró de que fuera tan sensible a las necesidades del niño.Al poco tiempo Chan contaba ya con unos 20 hogares sustitutivos, y les pagaba a los voluntarios unos 30 dólares al mes con fondos de Opción Maternal. Además, se había hecho cargo de un par de bebés.Admirado por la tenacidad de la jovpn, el director del orfanato le ofreció un apartamento para que pudiera cuidar más criaturas. Chan consiguió ayudantes y juntos se encargaron de decenas de niños.Las penurias eran grandes. A veces había apagones y tenían que cuidar a los pequeños a la luz de las velas. En otras ocasiones escaseaba el agua y tenían que acarrearla en baldes desde un grifo lejano.Pese a todo, también había momentos de aliento. Chan recibía cartas de los Kono y de los padres de los otros niños, y el personal del hospicio empezaba a confiar en ella. A muchas de las empleadas el trabajo les parecía frustrante e incluso aterrador. Una le contó que solía soñar con bebés que morían.—Se necesita ser insensible para trabajar aquí —le dijo otra.Además, no estaban bien capacitadas, así que Chan empezó a organizar clases informales para enseñarles lo esencial. Unas diez jóvenes se reunían con ella para aprender a preparar el alimento de los bebés, a hacerlos eructar y a bañarlos.Al propagarse la noticia de su labor, los habitantes de la ciudad empezaron a encariñarse con ella y a invitarla a sus casas.Chan también tuvo un cambio.—Aquí me he hallado a mí misma —le dijo a Helen Stephens por teléfono—. Ahora puedo decir con orgullo que soy china.Unidos y felices- Carissa Kono (derecha) disfruta unos momentos de solaz con sus padres adoptivos y su hermanita, Janelle.Afines de 1993 se levantó la prohibición sobre las adopciones, pero Chan pensó que lograría aún más si las autoridades chinas pudieran ver los resultados de su labor. La agencia de adopciones Holt International, de Oregon, aceptó recibir a la joven y a dos funcionarios de la Unidad de Adopciones Foráneas de Guangxi. En mayo de 1994 los llevaron a una casa de un suburbio de Nueva Jersey, donde se habían reunido los padres adoptivos de seis bebés de Nanning.
Los visitantes fueron agasajados con una comida sencilla en un cuarto lleno de niñas rebosantes de salud y sus amorosos padres.—Natalie ha llenado nuestra vida de alegría —les dijo Beverly Lim Henes a los funcionarios.Sentada en el regazo de su madre, la niña, de 21 meses, irradiaba felicidad. Chan miró a la pequeña y recordó que la habían llevado al orfanato en una caja de cartón.Natalie tenía sólo 16 días de nacida cuando la adoptaron Beverly y su esposo, Peers, dueños de una empresa mercantil de Nueva York. Beverly, estadounidense de origen chino, agregó que quería preservar la herencia cultural de su hija.—Agradezco a mis padres por haberme hecho consciente de mis raíces —dijo—. Y aunque quizá es poco lo que sé de la cultura china, se lo voy a transmitir a Natalie.Durante el resto de la tarde los padres de las otras niñas se fueron acercando a los visitantes para expresarles su gratitud.—Me conmovió mucho ver cuánto amor están recibiendo esas niñas —le dijo uno de los funcionarios a Chan más tarde—. Es más de lo que hubiera podido imaginar.Poco después las autoridades chinas permitieron a Opción Maternal fundar un hospicio en Nanning, y Chan fue nombrada directora. Le ofrecieron un edificio deshabitado en las afueras de dicha ciudad. En medio del patio del inmueble, de 54 habitaciones, había una estatua de una mujer con un niño pequeño a su lado. Nadie sabía por qué la habían puesto en ese sitio.—¿Cómo se llama? —le preguntó la joven al guía.—"Amor Maternal" —contestó él.Chan y sus asistentes se mudaron allí en mayo de 1995, y en noviembre se celebró la inauguración. Acudieron altos funcionarios de Pekín, más de 40 benefactores de Hong Kong y los padres de Chan, procedentes de Toronto. Desde 1992, más de 500 huérfanos de Nanning han sido adoptados por extranjeros.Al reconocerse la labor de Amor Maternal y de los voluntarios, empezaron a recibir visitas de directores de orfanatos y funcionarios de varias provincias del país, que regresaron a sus ciudades ansiosos por imitar los métodos de Chan.Tía chan, ¿quieres té? —preguntó Carissa Kono, con una taza de plástico en la mano.
—Sí, gracias —contestó la joven, que asió la taza, simuló dar un sorbo y después sonrió a la alegre niña de cuatro años que tenía frente a ella.Vestida con un tutú, Carissa empezó a ejecutar unos pasos de ballet. Es un milagro, pensó Chan mientras la veía bailar. Era la cuarta ocasión que iba a Seattle a visitarla, y esa noche estuvieron viendo un álbum que les había regalado a los Kono. Eran más de 50 fotografías tomadas en Nanning. La niña las había visto muchas veces, pero no se cansaba de verlas, sobre todo cuando Chan se las explicaba.—Nunca dejaré de agradecer que la hayas sacado del hospicio aquel día —le dijo Lianne a la joven.—¿Sabes? —respondió la visitante—. Creo que no fui yo quien ayudó a Carissa ese día, sino Dios. Es una niña muy especial.Sonriendo, la madre añadió:—Chan, espero que cuando Carissa crezca sea como tú.