ESCLAVOS EN LA TIERRA DE PROMISION
Publicado en
junio 26, 2011
Su anhelo era tener un empleo bien pagado; lo que encontraron fue una cruel explotación.
Por Brian EadsLek buathong* se ganaba la vida en una modesta fábrica de ropa en Nakhon Phanom, en la región nororiental de Tailandia. Era madre soltera y una costurera excelente, pero, con un salario de menos de 200 dólares mensuales, a duras penas podía sostener a su pequeña hija.
Cierto día de mayo de 1992, una compañera le habló de lo que parecía ser una oportunidad única.—En Estados Unidos podríamos ganar en un mes lo que aquí nos pagan en un año —le dijo.Los tailandeses sabían de muchos compatriotas que habían emigrado a países ricos y que, con los buenos sueldos que allí tenían, ayudaban a mantener a sus familias en su tierra natal. La mujer aseguró a Lek que ella también podría emigrar.—Ve a hablar con Sanchai —le dijo—. El te explicará.Para convencer a los interesados, Sanchai Manasurangkun les mostraba fotos de El Monte, un suburbio de Los Angeles, California, en las que se veían modernas máquinas de coser, salas con altas pilas de telas, confortables dormitorios y sonrientes trabajadores tailandeses, la mayoría de ellos mujeres. "Vas a trabajar de 8 de la mañana a 6 de la tarde, cinco días por semana, y ganarás entre 1200 y 2400 dólares mensuales", prometía Sanchai. "Los fines de semana podrás divertirte. Te llevaremos a Disneylandia".Los reclutados debían pagar el costo del boleto de avión y otros gastos (unos 4800 dólares cada uno), si bien esa suma representaba sólo entre dos y cuatro meses de salario.ILUSIONES
Llena de entusiasmo, Lek aceptó viajar a Estados Unidos. Lo que no sabía es que, una vez allí, no visitaría Disneylandia ni recibiría dinero para enviarlo a casa. Lo que iba a encontrar era una terrible explotación y años de privaciones.
Para reclutar a trabajadores pobres como Lek, los Manasurangkun se valían de engaños y mentiras, con lo cual violaban las leyes de inmigración, empleo y derechos civiles de Estados Unidos. Luego de hacerlos entrar ilegalmente en el país, la madre de Sanchai, Suni Manasurangkun, una matrona tailandesa de ascendencia china a quien llamaban "la Tía", y sus cinco hijos los obligaban a trabajar hasta 20 horas diarias, los siete días de la semana, so pena de tomar violentas represalias contra sus familias si desobedecían.Una vez que Lek tramitó el pasaporte, Sanchai abrió una cuenta bancaria a nombre de ella e hizo un depósito. También le entregó documentos falsos según los cuales ella era una empresaria cuyos prósperos negocios en Tailandia garantizaban que regresaría a su país.Sanchai le aseguró que podrían conseguir una visa sin ningún riesgo. La embajada de Estados Unidos en Bangkok recibía diariamente hasta 350 solicitudes de visas para no inmigrantes (90.000 por año) y aprobaba 92 por ciento de ellas.Con una visa para diez años estampada en el pasaporte y 1000 dólares en efectivo que le dio Sanchai, Lek fue llevada al Aeropuerto Internacional Don Muang de Bangkok. Allí, ella y otras cinco trabajadoras se unieron a un numeroso grupo de turistas tailandeses que iban a visitar Estados Unidos a través de una de las principales agencias de viajes de la capital.En el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, Lek y las demás mujeres pasaron rápidamente por la oficina de inmigración. Pero entonces sufrieron el primer desencanto. Fuera del aeropuerto, Phansak, otro de los hijos de la Tía, les ordenó subir a la parte posterior de una camioneta. Como no había asientos, todas se acuclillaron en el piso junto con sus maletas.Ya había oscurecido cuando llegaron a la Avenida Santa Anita, en El Monte. De pronto se abrió un portón de hierro forjado y quedó a la vista un edificio de apartamentos. La puerta del garaje estaba levantada unos cuantos centímetros y dentro había luces encendidas.En seguida se acercó una mujer sesentona vestida con un traje holgado de estilo oriental. Era baja y gruesa, de cabello canoso y cara redonda, embadurnada de maquillaje. En los dedos llevaba unos costosos anillos.—Yo soy la Tía —se presentó, y en seguida les dijo las reglas a las recién llegadas—: No hablen demasiado. No busquen amistades ni tampoco hagan preguntas.Entonces les quitó dinero, boletos de avión y pasaportes.DE SOL A SOL
Lek y al menos otras diez mujeres compartían dos pequeños dormitorios y un baño. Se levantaban a las 5 de la mañana a fin de hacer fila para ducharse. El trabajo empezaba a las 7, en lo que alguna vez fue una sala. En ese incómodo espacio, de 4,5 por 5,5 metros, había 15 máquinas de coser. Lek cosía camisetas, blusas y calzoncillos durante 16 horas o más al día, con pocos descansos. A menudo no se le permitía parar hasta la una de la madrugada.
Aunque el salario mínimo oficial era de 4,25 dólares por hora, a los empleados de El Monte se les pagaba una fracción de esa suma por coser ropa para marcas prestigiosas. En un mes de mucho trabajo, Lek ganaba 500 dólares, pero la Tía le descontaba la mitad por "gastos" y "alquiler". Lo que le quedaba era poco más de lo que ganaba en su país. No había días de descanso.En realidad, los trabajadores estaban en cautiverio. La única salida era el portón de la entrada, siempre cerrado con llave. La barda que separaba el edificio de la calle estaba rematada con puntas de hierro dobladas hacia dentro, para prevenir fugas más que intromisiones.La carencia de intimidad empeoraba la situación de los empleados. Las ventanas de los cuartos de costura, que estaban mal ventilados, se mantenían cerradas y la temperatura llegaba a subir hasta 35° C. En el garaje adaptado donde se hacía la mayor parte del trabajo había un cordón pegado a la pared, a 30 centímetros del suelo. Estaba prohibido alzar la puerta a mayor altura que el cordón, para evitar que los residentes de un predio para casas rodantes que había enfrente se percataran de lo que ocurría dentro.Al igual que casi todos los trabajadores, Lek empezó a sufrir trastornos de salud por la exposición constante al polvo de las telas. A veces tenía dificultades para respirar y le aparecieron dolorosas erupciones en la piel. Otros se quejaban de vista cansada y de dolores de cabeza y espalda. La Tía no los dejaba salir a consultar un médico. Les decía que, si necesitaban medicinas, les pidieran a sus parientes que se las enviaran desde Tailandia.EN RECLUSION
Las personas explotadas en El Monte tendrían que haber sido liberadas mucho antes. En 1991, Philip Bonner, agente especial del Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN) que hablaba la lengua tai con soltura, recibió un informe sobre cinco fábricas clandestinas que daban empleo a trabajadores tailandeses introducidos ilegalmente al país. No pudo convencer a sus superiores de que hicieran pesquisas.
Un año después, un informante anónimo proporcionó la dirección de la fábrica de El Monte y detalles sobre cómo trataban a los tailandeses. Otro agente del SIN investigó y luego solicitó una orden de registro. La petición le fue denegada y se dio carpetazo al asunto.Mientras tanto, varias trabajadoras planearon una fuga. Dos jóvenes salieron arrastrándose por el conducto de ventilación del edificio, saltaron la barda y se refugiaron en un templo budista ubicado en la zona norte de Hollywood. Poco después escaparon otras siete.La respuesta de la Tía fue hacer aún más temibles las amenazas.—Si huyes, quemaremos la casa de tu familia —le dijo a Lek uno de los fornidos hijos de la matrona.Finalmente, ésta mandó colocar alambre cortante sobre la barda para hacerla más alta, así como tapiar las ventanas de los cuartos y baños de la planta alta con hojas de madera contrachapada. Para que entrara aire dejaron sólo unas rendijas.Al principio, los trabajadores recibieron orden de mostrarse contentos en las cartas que enviaban a Tailandia. A raíz de las fugas, los Manasurangkun leían y censuraban las misivas que éstos enviaban y abrían las que les llegaban.CONSTERNACION
El 15 de agosto de 1995, poco antes del amanecer, a Lek le pareció oír un golpe de hacha en la puerta de la planta baja que había a la altura de su cuarto. Ninguna de sus compañeras se movió en los camastros. Tan agotada como ellas, Lek pensó que estaba soñando.
Entonces un altoparlante terminó de despertarla.—¡Policía! No se asusten. Bajen con calma —ordenó una voz en tai.Mientras observaba a los agentes interrogar a sus patrones, a Lek la embargó una extraña sensación de alivio y angustia. Alivio porque los años de explotación por fin se iban a acabar; angustia porque pensó que la deportarían.Una de las mujeres que habían escapado denunció las infamias de la Tía. Le contó todo a un abogado y éste dio aviso a las autoridades. Esta vez, con el testimonio de una víctima como prueba, se dio orden de registrar el edificio.Los funcionarios de asuntos laborales del estado y la policía de El Monte encontraron allí miles de prendas que se iban a enviar a decenas de renombrados comercios de venta al por menor del país. Posteriormente, Robert Reich, quien era secretario del Trabajo, acusó a varios fabricantes de haber comprado ropa confeccionada en El Monte.En la caja fuerte de la casa que la Tía tenía en la ciudad, los agentes hallaron más de 850.000 dólares en efectivo, junto con oro y joyas que valían 55.000 dólares. Los archivos revelaron que se habían transferido por cable cientos de miles de dólares a cuentas bancarias en Tailandia.En mayo de 1996, un tribunal de California sentenció a Suni Manasurangkun, alias "la Tía", a siete años de cárcel y le ordenó indemnizar a las víctimas con un pago de más de 4,5 millones de dólares cuando saliera de prisión.La noticia de lo ocurrido en El Monte apareció en la primera plana de los periódicos tailandeses, lo cual avergonzó a muchos. "Fue muy doloroso enterarnos de las crueldades que algunos tailandeses hicieron padecer a sus compatriotas", expresa Thongbai Thongpao, abogado especialista en derechos humanos que reside en Bangkok.Casi todas las personas rescatadas de El Monte siguen viviendo en Estados Unidos. LeK ahora trabaja en una fábrica de ropa con registro oficial en Glendale, California, y estudia inglés en sus horas libres. Ofrece este consejo a quienes pudieran pasar por una situación como la suya: siempre hay que investigar cuidadosamente los ofrecimientos de trabajo en el extranjero cuyas bondades sean dudosas.
* Los nombres se cambiaron para proteger de represalias a los trabajadores.