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mayo 02, 2011

El mayor anhelo de un niño es ahora fuente de alegría para miles.
Por Lynn WaldsmithCalma. Ya van a traer la comida —les dijo Deb Colvin a sus hijos, Chris, de nueve años, y Mackenzie, de tres, que se agitaban con impaciencia en sus asientos en el restaurante.
Era una tarde fría y lluviosa de enero de 1995, pero Deb y su esposo, Pete, tenían motivos para estar muy contentos. En la casa adonde acababan de mudarse, en Cascade, Michigan, empezaba a sentirse calor de hogar. Ambos eran empresarios entusiastas cuya experiencia en bienes raíces y diseño de interiores los había hecho prosperar en el campo de la reconstrucción de inmuebles. Además, y sobre todo, adoraban a sus dos pequeños, en especial a Mackenzie, tal vez por ser el benjamín.En muchos aspectos Mackie, como lo llamaban, era un niño común: le fascinaban las aventuras y en sus hermosos ojos castaños se adivinaba una sonrisa traviesa; sin embargo, no era como sus compañeros del jardín de niños. Por ser alegre y muy despierto, sus padres y otros adultos le decían cariñosamente "hombrecito".A los dos años, Mackie era capaz de recitar diálogos enteros de su película favorita, o una canción de rap. Tenía el don de hacer reír a carcajadas a los adultos. En una ocasión, en la escuela, estaba asomándose de puntillas al aula contigua por una media puerta cuando de pronto se fue de cabeza al otro lado. Se puso de pie lentamente, sonrió con timidez y, haciendo un gesto lastimero a la maestra que estaba plantada frente a él, preguntó:—¿Me río o lloro?Aquella tarde en el restaurante, inclinado sobre la mesa, Pete se había puesto a hablar, lleno de emoción, del más reciente proyecto de trabajo de la pareja: reconstruir el ruinoso Centro Comercial City Centre, de 33.000 metros cuadrados, en el corazón de la ciudad de Grand Rapids. Empezaron a preguntarse en voz alta: ¿Qué debería tener el centro comercial? ¿Qué le hacía falta a la ciudad?En eso, Chris sugirió:—Debería tener montones de cosas para los niños.—¡Sí! —convino Mackie—. Y un dinosaurio también. Pero no como Barney. ¡Uno que asuste! Con dientes grandes y afilados.Pete y Deb se echaron a reír. No cabía esperar menos de Mackie, ya que luego de ver varias veces Parque Jurásico, se había vuelto apasionado de los tiranosaurios.Al poco rato la familia estaba haciendo planes para salir de vacaciones. Los esposos podían permitirse hacer eso por sus hijos y más, pues tenían tiempo de sobra para dar forma a su proyecto de trabajo. Al menos eso creían, pues no sospechaban el terrible golpe que iban a sufrir al día siguiente y que iba a cambiarles la vida para siempre.Al otro día, cuando despertó, Mackie se quejó de dolor de estómago. Más tarde vomitó, y sus padres, cada vez más preocupados, decidieron telefonear al pediatra. Éste les dijo que no había por qué preocuparse. Era invierno y la gripe estaba postrando en cama a mucha gente. A pesar de haber llamado varias veces más al médico, Deb siguió intranquila. Durante todo el día se turnó con Pete para cuidar al niño.Al caer la noche, Pete propuso a los niños que "acamparan" en la sala. A Mackie le encantó la idea de instalarse allí a ver vídeos con su padre y su hermano. Pronto estaba acurrucado entre ellos, enfundado en su piyama, frente al televisor.Deb les dio las buenas noches a Pete y a Chris con un beso y luego se agachó para besar a Mackie. ¡Dios mío, se le ve tan extenuado!, pensó.—Mañana te vas a sentir mejor, cariño —le dijo, acariciándole la cabeza, y en seguida subió a dormir a la planta alta.Al otro día, unos gritos angustiados despertaron a Deb.
—¡Llama una ambulancia! —le dijo Chris—. ¡Mackie no respira!Aturdida, Deb tomó el teléfono inalámbrico y, mientras bajaba corriendo la escalera, marcó el número de emergencias. Vio a Mackie tendido en el sofá, con los ojos abiertos y la mirada perdida. Pete lo había vigilado durante la noche y le pareció que se encontraba bien, pero en la mañana, cuando despertó, vio que no estaba respirando.Chris corrió descalzo sobre la nieve hasta la casa de un vecino. Un minuto después, éste y Pete estaban oprimiéndole el pecho a Mackie y dándole respiración boca a boca. El niño no reaccionó.Entre tanto, Deb iba y venía por el cuarto llorando y rezando. Cuando llegaron los socorristas, hicieron esfuerzos desesperados por reanimar a Mackie. Además de oprimirle el pecho, le insertaron una sonda en la boca. Al final, desistieron.—¡Hagan algo! —imploraba Deb.Nada podían hacer ya. Ella se sintió desfallecer y rompió a llorar. Pete estaba mudo, sin poder creer que su hijo hubiese muerto. Los ojos se le arrasaron cuando se inclinó para acariciarle la mejilla.Los esposos estuvieron tres horas acunando en brazos a Mackie, desgarrados de dolor.
El hombrecito- Mackie y su hermano mayor, Chris.La autopsia reveló que el pequeño había perecido a causa de una hernia intestinal. El trastorno interrumpió la absorción de líquidos, lo cual provocó que el corazón dejara de latir. El médico forense encargado del dictamen comentó que nunca había visto un caso igual.
Para Deb y Pete, enterarse de la rareza de la enfermedad de Mackie sólo hizo más dolorosa la pérdida. No entendían cómo pudo haberle ocurrido eso a su hijo adorado.El funeral se celebró dos días después. Vistieron a Mackie con pantalones de mezclilla, una camisa con estampado de pingüinos, un suéter que le tejió su abuela y sus pequeñas botas de trabajo. Junto a él, en el ataúd, colocaron su tiranosaurio de Parque Jurásico y otros dinosaurios de juguete.Un amigo de los Colvin que era músico tocó al piano un hermoso popurrí de las canciones infantiles que más le gustaban a Mackie. La madre de Deb empezó a leer un pasaje de uno de los libros del niño, pero estaba tan conmovida, que la voz se le quebró y no pudo seguir. Entonces Deb le rodeó el hombro con el brazo y continuó la lectura: "Hemos compartido todas las cosas bellas que comparte una familia, pero, sobre todo, el amor. Y eso es lo que siempre habremos de recordar, porque el amor nunca nos abandona: es lo que llevamos con nosotros adondequiera que vayamos".En las semanas que siguieron, a pesar de que su dolor aún era grande, Pete y Deb retomaron el proyecto de reconstrucción del centro comercial. Recordaron aquel día en el restaurante, cuando sus hijos propusieron que el lugar estuviera dedicado a los niños. De pronto, los esposos se miraron, inspirados por la misma idea: ¡Había que hacer eso! ¿Qué otro tributo a Mackie podría ser mejor?
Así pues, decidieron convertir el centro comercial en un sitio de entretenimiento para niños de hasta 12 años, que fomentara las actividades artísticas, deportivas y familiares. Lo llamarían El Mundo de Mackie y donarían parte de las ganancias a organizaciones de asistencia a la infancia.Al discurrir ideas para el centro comercial, Pete y Deb pensaron en todas las cosas que a su hijo le habría gustado encontrar allí. Invirtieron toda su energía —y, cuando llegó el momento, casi todos sus ahorros— en El Mundo de Mackie. Muchas personas pensaban que el proyecto nunca se haría realidad, y durante un tiempo pareció que tenían razón, hasta que una compañía de inversiones de Wall Street logró reunir la mayor parte de los 20 millones de dólares que se requerían.Justo cuando los Colvin creían haber superado los mayores obstáculos, la autoridad municipal de Grand Rapids reclamó un pago de medio millón de dólares de una hipoteca que pesaba sobre el inmueble desde hacía años. Todo el dinero que Pete y Deb habían logrado reunir entre los inversionistas locales podría perderse en un instante.En la asamblea pública en que se tomó la decisión sobre la demanda, Deb no pudo contener el llanto. Esa noche, mientras caminaba abatida por su oficina, sus ojos se detuvieron en un retrato de Mackie. ¡Dios mío, cuánto lo extraño!, pensó, embargada de tristeza.Segundos después, mientras contemplaba el dulce rostro del niño, su estado de ánimo cambió abruptamente. ¿Qué podía ser peor que la pérdida de su querido hijo? Pete y ella habían afrontado la desgracia y sobrevivido. Sin duda también podrían superar ese revés. No podían darse por vencidos.Sintiéndose reanimada, se besó las puntas de los dedos y tocó la carita sonriente de Mackie.Por fin, el 15 de agosto de 1998, El Mundo de Mackie (el primer centro comercial exclusivo para niños en Estados Unidos) abrió sus puertas. Contaba con un enorme centro deportivo donde los niños podrían practicar el lanzamiento y bateo de pelotas, encestar balones de basquetbol, jugar al hockey sobre duela, patear balones de fútbol y pasar zumbando por doquier en cochecitos eléctricos. Había también un campo de golf en miniatura de 15 hoyos, un tren monocarril y un autocinema donde los niños podrían ver las películas sentados en los cochecitos.
Además de varias tiendas, otra atracción era un centro interactivo donde los niños podrían aprender a producir un programa de televisión, grabar discos compactos o editar un periódico mensual. Asimismo, podrían tomar clases de pintura y de actuación, o sencillamente hacer su tarea de la escuela en el comedor del centro comercial, que estaba diseñado para convertirse en salón de estudios en las tardes.Más de 13.000 personas asistieron a la ceremonia de apertura. En cuanto se cortó el listón inaugural, cientos de niños echaron a correr en tropel por el espacioso recinto. Deb, que luchaba por controlar la emoción, abrazó a Pete mientras veía cómo un grupo de pequeñines se apretujaban para pasar por la entrada principal y luego se quedaban inmóviles y boquiabiertos ante la mayor de las atracciones: un enorme tiranosaurio de tamaño natural con dientes grandes y afilados, tal como Mackie lo quería.Al ver esa alegría tan desbordante, Deb supo que a través de niños como ellos el espíritu de Mackie estaría siempre presente.