Publicado en
marzo 19, 2011
Ha empezado a rajarse y está raído en algunos sitios, pero para mí no hay mejor lugar en el mundo.
Por Armin SellheimConocí mi sillón en enero de 1961. Estaba en la oficina del director de la editorial en la que entré a trabajar. Él lo ocupaba en el momento de contratarme como "ayudante para asuntos jurídicos y de personal".
Al punto me gustó. Tenía brazos fuertes y un respaldo que llegaba hasta los hombros. Patas y brazos eran de haya; las patas tenían casquillos de latón de unos ocho centímetros de alto, y los brazos, soportes en forma de ese, de latón también. Asiento y respaldo estaban tapizados de cuero de cerdo café, sujeto con tachones dorados.Siempre que entraba yo en la oficina del director, lo encontraba sentado en su sillón, pero un día soplaron aires de cambio —reemplazaron el mobiliario, no al director— y el sillón quedó arrumbado en el almacén. A mí se me olvidó durante algún tiempo.Luego me ascendieron y me mudé a una oficina más grande, acorde con mi nuevo puesto, pero no podía acostumbrarme a la silla que me dieron, un armatoste espantoso que andaba de aquí para allá en cinco ruedas.—Vaya al almacén y escoja algo —me dijo el director.Allí encontré el sillón, junto al cesto de los papeles que hacía juego con él. Para mí eran tan inseparables el uno del otro como la Luna de la Tierra. Estaban cubiertos de polvo y echándose a perder entre los archivos abandonados.Llevé sillón y cesto a mi oficina.Desde el punto de vista estético, ambos estaban fuera de lugar en ese recinto, decorado profesionalmente en colores plateado, gris y negro (como el atuendo de mis colegas), pero a todo aquel que les hacía ascos, yo le decía: "Sin este sillón no puedo ser creativo".A fines de 1978 le dije adiós al director de la editorial y a mi empleo, pero no soportaba la idea de salir del edificio sin el sillón, así que lo compré, junto con el cesto de los papeles, por 14 dólares, lo que por fin lo hizo incontestablemente mío a los ojos de la ley.No habría podido estar mejor que en el sitio adonde lo llevé. Era el adorno perfecto para mi oficina de paredes estucadas, en una antigua mansión señorial, donde nos dedicábamos a convertir aprendices de periodismo en auténticos reporteros, con distintos grados de éxito.No sé cuántas personas se habrán sentado en mi sillón, pero fue sobre todo en el seminario de "adiestramiento para entrevistas" cuando sirvió de asiento a eminentes invitados: directores de publicaciones, actrices, ministros.Su larga vida de servicio le ha dejado huellas visibles. El director de la editorial, muchos invitados y yo lo hemos ocupado en total durante más de 20.000 horas de trabajo. Con todo, no cojea, ni cruje, ni rechina.Sin embargo, así como a todos nos van saliendo arrugas y canas, la madera ha empezado a rajarse y el tapizado está raído en algunas partes. Y así como se nos cae el pelo, a mi sillón se le ha caído uno que otro tachón dorado.Cuando, por la mañana, llego a la oficina, allí lo veo y me parece un poco triste con su cuero deslustrado. De mala gana se deja mover de un lado a otro, aferrado como está al suelo con sus cuatro zapatos de latón. Pero cuando el sol de la tarde entra por la ventana y le da de lleno, el cuero de cerdo de color café se reviste de una pátina esplendorosa.Entonces me doy cuenta de que nos haremos viejos juntos. Y hasta puede ser que lo mencione en mi testamento.