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Las nubes eran catedrales negras, altas y góticas que de un momento a otro habrían de derrumbarse sobre Ginebra. Más allá, al otro lado de los Alpes de Saboya, la tormenta anunciaba su ferocidad dando azotes de viento que enfurecían al apacible lago Leman. Acosado entre el cielo y las montañas, como un animal acorralado, el lago se rebelaba echando coces de caballo, zarpazos de tigre y coletazos de dragón, todo lo cual resultaba en un oleaje tumultuoso. En una recóndita concavidad abierta entre los peñascos que se precipitaban perpendiculares hasta hundirse en las aguas, se extendía una pequeña playa: apenas una franja de arena semejante a un cuarto de luna, menguante cuando las aguas subían y creciente en la bajamar. Aquella tempestuosa tarde de julio de 1816, junto a la cabecera del muelle que limitaba el extremo oeste de la playa, amarró una pequeña embarcación. El primero en descender fue un hombre rengo que se vio obligado a hacer equilibrio para no caer en las fauces de las aguas, cuya iracundia se descargaba contra la estructura de la endeble escollera que, sobrevolada por las gaviotas, presentaba el aspecto de una fantasmagórica osamenta varada. Una vez en tierra, el recién llegado se aferró con un brazo a uno de los palos y, extendiendo el otro, ayudó a bajar al resto de sus acompañantes: primero a dos mujeres y luego a otro hombre. El grupo emprendió la caminata a lo largo del muelle hacia la tierra firme, como lo haría una troupe de torpes y alegres equilibristas, sin demorarse a esperar a que descendiera un tercero quien, no sin dificultades, tuvo que arreglárselas completamente solo. Iban en fila contra el viento y la pendiente, hasta llegar ―empapados, divertidos y jadeantes― a la casa situada en la cima del pequeño promontorio de la Villa Diodati. El tercer hombre caminaba con pasos cortos y ligeros, taciturno y sin levantar la vista del suelo, como un perro que siguiera la huella de su amo. Las mujeres eran lady Mary Godwin Wollstonecraft y su hermanastra, Jane Clairmont. La primera, pese a que aún era soltera, reclamaba para sí el derecho de llevar el apellido del hombre con el que habría de casarse: Shelley; la segunda, por razones menos conocidas, había renunciado a su nombre y se hacía llamar Claire. Los hombres eran Lord George Gordon Byron y
La residencia de la Villa Diodati era un esplendoroso palacio de tres plantas. El frente estaba presidido por una recova delimitada por una sucesión de columnas dóricas sobre cuyos capiteles descansaba una amplia veranda cubierta por un toldo. Un tejado piramidal, por donde asomaban tres claraboyas correspondientes a los altos, remataba la arquitectura de la mansión. El criado, un hombre adusto que hablaba lo mínimo indispensable, esperaba a los recién llegados bajo la recova. Con los pies completamente embarrados, trayendo los zapatos en las manos, los cuatro entraron al recibidor y, antes de que el criado intentara alcanzarles unas toallas, ya se habían quitado las ropas quedándose totalmente desnudos. Mary Shelley, alegremente exhausta, se recostó sobre el sillón y tomando de la mano a Percy Shelley lo atrajo hacia ella hasta hacerlo caer sobre su desnuda y agitada humanidad, rodeándolo con las piernas por detrás de la espalda.
Ginebra, 15 de julio de 1816
Dr. John Polidori:Quizás os sorprenderéis al recibir esta carta o, mejor dicho, de que ésta os reciba a vuestra llegada. He querido serla primera en daros la bienvenida. No os molestéis en ir al final de estas notas para descubrirla identidad del rubricante, pues en verdad no me conocéis. Pero ni sospecháis cuánto os conozco. Antes de que avancéis en la lectura, debo suplicaros que no enteréis a nadie de esta carta; de vuestro silencio depende, ahora, mi vida. Confío en que guardaréis el secreto pues, desde el momento en que habéis leído aunque más no fuera sólo estas primeras líneas, también vuestra vida depende irremediablemente de la mía. No lo toméis como una amenaza, al contrario, me ofrezco como vuestro ángel guardián en este lugar horripilante. Bajo otras circunstancias os recomendaría que partierais ahora mismo. Pero ya es demasiado tarde. Hace apenas unos meses que ―contra mi voluntad― me encuentro aquí y por cierto, nada bueno me ha deparado este sitio, salvo vuestra esperada visita. Este verano se ha presentado inusualmente espantoso; ni un solo día ha brillado el sol. Nunca he visto este lugar tan deshabitado. Pronto comprobaréis que hasta los pájaros han emigrado. He comenzado a temer a todo. Hasta mi propia persona, por momentos, me resulta extraña y temible. Yo que, lo digo sin petulancia, jamás he temido a nada. Sin embargo, acontecimientos muy extraños han comenzado a sucederse. La muerte se ha enseñoreado de este lugar: el lago se ha convertido en un animal traicionero. Desde el comienzo del verano se ha devorado sin piedad tres barcazas, de las cuales no se ha encontrado ni una madera. Literalmente desaparecieron dentro de su negra entraña y nada se ha vuelto a saber de sus ocupantes. Hace tres días, dos cuerpos aparecieron salvajemente mutilados al pie de los montes, cerca del Castillo de Chillon. Yo misma los he visto. Se trataba de dos hombres jóvenes ―aproximadamente de vuestra edad― que vivían muy cerca de la residencia que vosotros ocupáis. Ignoro el modo en que llegaron ―vivos o ya muertos― a la orilla opuesta del Leman. Y, lo que más me atormenta, no podría asegurar que yo misma no tenga alguna responsabilidad en este siniestro acontecimiento. Pero no os inquietéis, me estoy adelantando.
Vuestra anhelada presencia me tranquiliza, no porque espere nada de vos ―al menos por ahora―, sino porque la sola idea de protegeros ―sin dudas que lo necesitaréis― me devuelve algo del valor que había perdido. Si eleváis ahora mismo la mirada por sobre estas notas, veréis, del otro lado de vuestra ventana, la orilla contraria del lago. Mirad ahora las lejanas y tenues luces que se distinguen sobre la cima del monte más encumbrado. Es allí donde estoy ahora. Cuando leáis estas líneas, yo estaré vigilando vuestra ventana.
Desde el piso inferior llegaban en sordina las carcajadas de Mary y Claire, y el dulce perfume del ajenjo, el tabaco y los aromatizantes turcos, combinación a la que Polidori jamás se había terminado de acostumbrar y que le provocaba unas náuseas incontenibles. Irreflexivamente abrió la ventana, pero un miedo supersticioso lo obligó a cerrarla de inmediato. De pronto, todo el paisaje que se ofrecía al otro lado de la ventana ―cuya majestuosidad quedaba coronada por el imponente nevado del Mont Blanc―, todo aquel esplendoroso panorama velado por una translúcida mortaja de lluvia, quedó reducido a aquella minúscula luz acechante que, como un lejano ojo ciclópeo, lo observaba desde la cima de la montaña. Como movido por una voluntad contraria a la suya, retomó la lectura.
Os hablaré de mí. Debo anticiparme a decir que habré de revelaron un secreto para el cual, quizás, aún no estéis preparado. Pero confío en que, durante el curso de la lectura de esta carta, el temple de médico se impondrá a vuestra envidiable juventud. No imagináis lo que para mí significa que estéis leyendo estas líneas. Ni sospecháis, tan siquiera, el peso ―antiguo como mi larga vida― del que me estáis librando. Aunque pueda pareceros increíble sois el primero y el único ―fuera de mi familia, si es que así mereciera llamarse― que sabe de mi, hasta ahora, anónima existencia. Pero todavía no me he presentado. Mi nombre es Annette Legran d. Sois muy joven, pero aun así, tal vez no me equivoque si afirmo que alguna vez habréis oído hablar de mis hermanas, Babette y Colette Legrand. En efecto, John Polidori no solamente había escuchado hablar de las mellizas Legrand, sino que, según recordaba, había tenido oportunidad de conocerlas en casa de Miss Mardyn o ―no estaba seguro― quizás en una de las escandalosas fiestas que diera cierta amiga de su Lord, una actriz del DruryLane. Pero, sí, recordaba con absoluta claridad a las hermanas Legrand. John Polidori se había quedado vivamente sorprendido de la singularidad de las ―ya por entonces― retiradas actrices. Además de ser exactamente iguales, era motivo de comentarios la increíble unicidad que parecía gobernar sus movimientos: caminaban a la par y nunca se alejaban entre sí a más de un paso de distancia; reían de las mismas cosas o bien se mostraban idénticamente aburridas ante tal o cual conversación; tenían una natural inclinación a interrumpir los más interesantes comentarios justo en el ansiado momento del desenlace de la eventual anécdota y parecían estar animadas por un mismo y único espíritu. Pero lo que más lo había sorprendido era la desinhibida lascivia con que examinaban a cuanto hombre se cruzara frente a sus narices. No mostraban el menor pudor en clavar la mirada en las más prominentes entrepiernas. Sin el menor reparo, seguían con los ojos ―o, llegado el caso, girando impúdicamente las cabezas la trayectoria del eventual "galán". En esas circunstancias, murmuraban una en el oído de la otra y se reían, nerviosa y acaloradamente, sin disimular la alegre excitación que las asaltaba. Según parecía, no mostraban la menor preocupación por desmentir los turbios rumores que sobre ellas corrían. Rumores que iban desde las habladurías susurradas al oído hasta la injuria materialmente grabada en las puertas de los retretes públicos. Incluso recordaba haber leído en cierto artículo periodístico el neologismo "legrandesco", aplicado a cierta dama cuya reputación se estaba poniendo en duda. Al menos su Lord conservaba una altiva dignidad frente a los rumores sobre su intimidad y, en público, se cuidaba de guardar las apariencias. "Las calumnias son demasiado infames para contestarlas sólo con desdén", le había escuchado decir recientemente, cuando un indignado caballero lo enfrentara en los pasillos del Hótel d'Angleterre increpándolo porque él y sus "pestilentes amigos" constituían una "sociedad incestuosa que ofendía a la Corona". En cambio, las hermanas Legrand no parecían prestarle ninguna importancia a las formas. Polidori recordaba. Se hubiera dicho que tenía la mirada perdida en un punto impreciso, lejos de este mundo. Aquellos ojos que parecían no ver otra cosa que el paisaje difuso de su propia memoria no dejaban de escudriñar, sin embargo, aquel punto de luz sobre la cima de la montaña. John Polidori dejó la carta sobre el pequeño escritorio. Caminó de aquí para allá como si en algún lugar de su cuarto fuera a encontrar alguna explicación. De pronto se vio asaltado por un arrebato de razón: se asomó por la ventana apoyando los codos sobre el alféizar y el mentón sobre los puños. Consideró largamente la tenue multitud de luces que brillaban paralelas al lago. En la misma dificultad con que tropezó para contarlas encontró la solución: algunas se apagaban y otras aparecían súbitamente desde la lejana penumbra, unas titilaban débilmente hasta desaparecer por completo y otras eran, quizá, no más que pequeñas virtualidades reflejadas en el agua. Se dijo que si en ese preciso instante a él se le ocurría soplar la llama del candil, al mismo tiempo y por obra del más puro azar, alguna de todas aquellas luces que ahora veía habría de apagarse. En efecto, ni siquiera hizo falta que soplara la vela: una frágil lucecita que brillaba sobre la cresta de un monte dejó de arder. Sonrió. Se reía de su propia estupidez. Su Lord se estaba burlando de su supersticiosa imaginación. Dobló la apuesta para confirmar la hipótesis. Se dijo que, si ahora mismo y suponiendo que momentos antes la hubiese apagado, él volviera a encender la luz, seguramente algún otro candil lejano habría de empezar a brillar desde la nada. Al cabo de unos breves segundos pudo ver aparecer, hacia el oeste, un punto luminoso. Todo aquello no era más que una estúpida broma urdida, sin dudas, por alguna de las dos pequeñas arpías. Aquellas risas que provenían desde la escalera confirmaban sus conjeturas. Ahora estaba todo claro: habían contado con la complicidad del criado, quien había dejado la carta en su habitación antes de que él entrara. Por eso lo habían dejado rezagado en el espigón apurando el paso para adelantarse a su llegada. Más aún, ahora recordaba que la noche anterior a la partida de Ginebra, en el Hótel d'Angleterre, los cuatro habían comentado algunos pasajes de aquel horroroso relato de Matthew Lewis, The Monk, y como Polidori no pudiera disimular cierto escozor, se divirtieran a expensas de él, contando historias cada vez más siniestras. Aquella carta que ahora sostenía entre el índice y el pulgar había sido escrita por Mary o por Claire. Al igual que las luces que se prendían y apagaban sin arreglo a ninguna lógica externa, la luz que brillaba en lo alto de la montaña ―se dijo― había dejado de arder en virtud de la más pura casualidad. John Polidori plegó la carta en cuatro y se dispuso a bajar para anunciar el fin de la broma. Sin embargo, antes de salir de la habitación, para conmiserarse de su propia estupidez y convencerse de la fragilidad de la farsa, tomó el candelabro, lo acercó a la ventana y, usando el sobre a guisa de pantalla, lo interpuso entre la vela y el vidrio ocultando la llama durante tres intervalos iguales y uno más prolongado. Hecho esto, se quedó contemplando la orilla opuesta. Con una carcajada sonora, se rió de su propia imbecilidad. En el exacto momento en que estaba por girar sobre sus talones y abandonar el cuarto, pudo ver con nitidez que la lejana luz en la cima se interrumpió en tres intervalos iguales y uno más prolongado.
Por un momento, John Polidori consideró la posibilidad de que, súbitamente, hubiese perdido la razón y que todo aquello ―la inexplicable aparición de la carta que ahora creía sostener entre los dedos, el insólito diálogo de luces, las negras amenazas que suponía haber leído― no fuera sino producto de un vívido delirio. Entonces se preguntó para qué alimentar su tormento en la lectura de aquella siniestra carta, nacida de su propio y turbado juicio, si aquel tétrico despliegue que se presentaba ante sus ojos no tenía otro origen que el de su repentina demencia. Claro que esa hipótesis no lo tranquilizaba; al contrario, la sola idea de haber caído víctima de la locura lo aterró todavía más. Por eso, volvió a la lectura albergando ahora la esperanza de encontrar una explicación que lo disuadiera de la pavorosa idea de haber perdido la cordura.
Os lo advierto desde ahora: no os hagáis ilusiones respecto de mi belleza si estáis pensando en mis hermanas. Sois el primero en saber que las Legrand no son mellizas, sino que, en realidad, somos trillizas. Y sobran motivos para que nadie lo sepa. Escuchad:Pude haber sido la espina bífida de alguna de mis hermanas, un teratoma crecido al cobijo de un glúteo fraterno, uno de aquellos tumores que, cuando se extirpan, presentan el horroroso aspecto de una persona a medio hacer: un manojo de pelos, uñas y dientes. En vuestra profesión, sin duda debéis haber visto más de uno.
Sin embargo, mi querido doctor, para compasión de algunos y espanto de otros, quiso el azar que aquella malformación enquistada en las fetales nalgas de Babette tomara un curso súbitamente independiente, se separara y, finalmente, se convirtiera en esto que ahora soy. Dr. Polidori, no puedo dejar de reconocerme, si no en el fenómeno, al menos en la etimología del teratoma: teratos, monstruo.
Soy, en efecto y dicho esto sin apelara ninguna metáfora, un monstruo. Ni siquiera puedo arrogarme la inclusión dentro de la clasificación que agrupa a aquellos adefesios cuyos padres abandonan en las puertas de las iglesias o en los atrios de los cotolengos. Padezco de una cierta idiotez química, de un desconocido capricho fisiológico que hizo de mí un fenómeno inciertamente amorfo. Soy una suerte de formación residual de mis hermanas. Los animales, Dr. Polidori, al menos tienen el decoro de matar a las crías enfermas. Era de esperarse que la brutalidad química que animaba mi fisonomía modelara mi espíritu a imagen del cuerpo en el cual habitaba. Además de mis rústicos modales naturales ―más cercanos a los de una bestezuela que a los de una dama―, carezco de cualquier atributo que pudiera adjetivarse como delicado. Cualesquiera de los sentimientos que, en la mayoría de los mortales, se desatan de manera cadente, pudorosa, nocturna o inconfesable, en mi espíritu se desenlazan de un modo brutal e incontrolable, súbita e indecorosamente, sin el menor reparo en las formas sociales: actúo según el arbitrio que me imponen mis impulsos arcaicos. Yen esto último, Dr. Polidori, quizá nos parezcamos. Soy un ser desmesurado, lascivo y jamás mido las consecuencias de aquello que deseo o, más bien, de aquello que necesito conseguir. Pero soy, apenas, la tercera parte de un monstruo que ninguna razón ―ni humana ni divina― podría haber concebido. Ignoro qué oscura inteligencia gobierna la naturaleza; no dejéis que os engañen con los bucólicos encantos de los pedestres poetas. La belleza no es más que la apariencia del horror e, invariablemente, necesita de la muerte: la más hermosa de las flores hunde sus raíces en la fétida materia descompuesta. No me detendré en intentar una humillante descripción de mi persona; basta con que imaginéis al ser más horroroso que os fue dado ver y luego multipliquéis por cien aquel quantum de fealdad. No hizo falta que John Polidori hurgara demasiado en su memoria para recordar al ser más espantoso que jamás hubiera visto. Como si aquella desconocida supiera de sus recuerdos más ingratos, Polidori no pudo evitar que se le impusiera uno de los episodios más atroces de su corta existencia. Evocaba ahora el pestilente Abnormal Circus, en cuyos sórdidos subsuelos había tenido el macabro privilegio de presenciar el más espantoso desfile: estaturas mínimas, gibas como montañas, garras en lugar de uñas, cuencas de ojos vacías, brazos y piernas amputados o simplemente faltantes, gruñidos de fiera, risas enloquecidas, lamentos sordos, llantos desgarradores, pestilencias desconocidas, cabezas inconmensurables, súplicas de piedad. Así, a medio domesticar, obedientes unos a los látigos y los correajes, rebeldes otros a las cadenas y los grilletes, avanzaban ante los gritos brutales y los golpes furiosos de los "domadores" ataviados con libreas y botones dorados. Iban en tumultuosa fila por el estrecho y nauseabundo corredor hacia los sótanos. Esos veinticinco freaks traídos desde los cuatro puntos cardinales, embarcados en las hediondas bodegas de los barcos más pestilentes y enjaulados después en los subsuelos del Abnormal Circus, habrían de ser exhibidos y vendidos en subasta pública al mejor postor. Con el propósito de despojarlos de todo rasgo que denunciara algún vestigio de humanidad, les habían prodigado los más extravagantes afeites y maquillajes. El Dr. Green había concertado allí, en carácter de "práctica obligatoria", la última clase de Patología. Según había afirmado el sombrío catedrático, la esperada subasta anual del Abnormal Circus ofrecía un incomparable catálogo viviente, un encuentro privilegiado con la esencia del pathos, imposible de aprehender en la práctica clínica cotidiana. John Polidori recordaba de qué forma, antes de la subasta, el Dr. Green, con la "científica" complicidad del martillero, había sujetado a la camilla a una aterrada mujercita que no superaba el medio metro de estatura. Los ojos eran dos esferas blancas e inertes por donde jamás había entrado la luz. Para demostrarles que "la enferma" era completamente ciega, extrajo un fósforo y lo encendió delante de sus ojos. La mujer no presentó reflejos hasta que se le acercó la llama a la piel. Entonces, retorciéndose del dolor, emitió un sonido gutural, un alarido mudo que parecía provenir del fondo de una caverna. El Dr. Green explicó que, si bien "la enferma" no veía, presentaba reflejos táctiles. Acto seguido, tomó la pluma, que aún conservaba restos de tinta, y la clavó en el pulpejo de uno de los dedos de "la enferma", que arqueó la espalda al tiempo que su pie izquierdo temblaba sísmicamente. El maestro explicó el recorrido nervioso que une la yema de los dedos de las manos con las de los pies. La tinta de la pluma empezaba a mezclarse con la sangre. La mujer, moviendo la cabeza a izquierda y a derecha, parecía preguntarse ―como si tuviese noción del pecado y la piedad― qué mal había cometido para merecer aquel castigo y, a juzgar por la aterrada expresión, parecía suplicar clemencia. El Dr. Green se preguntó por las secretas impresiones que podía albergar "la enferma", habida cuenta de que era ciega, sorda y muda. Un interesante enigma acerca del cual aconsejó reflexionar a sus espantados alumnos. En ese preciso momento, una voz subterránea, cavernosa, cuyo origen no se distinguía a causa de la penumbra que reinaba en el subsuelo, preguntó: ―¿Cuáles son los mudos arcanos que los muertos intentan comunicarnos desde lo profundo de la tierra? El Dr. Green giró la cabeza y, como no viera a nadie, caminó unos pasos elevando el candil. Entonces se hizo visible la figura de un hombre inconmensurable. Tenía la forma y la complexión de una montaña, una cabeza de dimensiones increíblemente pequeñas y una expresión de pacífica e infinita tristeza. Sujeta al tobillo, llevaba una gruesa cadena en cuyo extremo había una bola de hierro. Sin prestarle atención, el profesor Green comenzó a describir el característico pathos de la reciente visita, cuando, imprevistamente, aquella mole extendió un brazo y una mano gigantesca abarcó la totalidad del diámetro de la cabeza del profesor Green. Los aterrados alumnos vieron cómo lo elevaba en el aire y lo apartaba de su camino. Cuando lo hubo soltado, el maestro cayó vertical sobre sí mismo. El visitante se abrió paso entre los discípulos paralizados de horror, liberó a la mujercita, la tomó entre sus brazos con la delicadeza de una madre, pasó por sobre el cuerpo espasmódico del Dr. Green y se volvió a perder en las tinieblas.
Como os lo dije antes, soy apenas la tercera parte de una monstruosidad. Pareciera ser que todo en nosotras está repartido en forma inversamente proporcional. Ala fama pública de mis hermanas se opone mi absoluto anonimato. A su belleza incomparable se opone mi desmesurada fealdad. A su frívola estupidez se contrapone ―y no toméis esto último como una muestra de soberbia, pues no lo presento como una virtud sino, más bien, como todo lo contrario―, mi insufrible inteligencia que me atormenta y me acosa como una enfermedad. A su locuacidad exasperante ―rayana en la grosería, pues pareciera que no pudieran sustraerse a la tentación de interrumpir compulsivamente a sus eventuales interlocutores― se opone mi obligado mutismo. A su falta de escrúpulos, mi excesiva inclinación al remordimiento, como si estuviera yo condenada a cargar con todo el peso de sus atroces crímenes y ya os estoy haciendo una confesión, pues tampoco me declaro inocente sobre mi propia conciencia.
Mi querido doctor, sois el primero en saber de mi existencia; si me conocierais y compararais mi persona con las de mis hermanas, quizás os veríais inclinado a suponer que, al igual que las riquezas, exista en el universo una determinada cantidad de belleza que, como todo, está injustamente repartida. Por cada ápice de la piel tersa, suave y perfumada de mis hermanas, por cada uno de sus recatados poros, puedo contar, sobre la superficie de la mía, el mismo número de pústulas crónicas y quistes sebáceos, de forúnculos en flor y de llagas malolientes. Por cada uno de sus cabellos rubios y ondulados, puedo contar la mitad en la escasa pelambre arratonada y mustia que deja traslucir mi cuero cabelludo seborreico y salpicado de costras de piel muerta. Desde que aprendimos a hablar, era notable en ellas una cierta tendencia a pronunciarse al unísono, lo cual, por cierto, conduciría a suponer una consecuente unicidad de pensamiento, por llamar de algún modo a aquello que gobierna el movimiento de sus lenguas. Lo que estoy a punto de revelaros ―quizá lo más escabroso que habréis de escuchar― no tiene otro propósito que el de protegeros. En este punto tal vez os estaréis preguntando de quién. Pues ya mismo os lo contestaré: de mis hermanas y, consecuentemente, de mí. Y la siguiente pregunta que de seguro os formularéis es de qué deberíais cuidaros. Mi querido Dr. Polidori, no habréis de suponer que mi monstruosidad consiste únicamente en mi extrema fealdad. No. No ignoro vuestra vastísima erudición. Sabéis que existen personas cuya supervivencia depende de la apropiación de "algo" de sus semejantes, aun cuando en la consecución de este "algo" pudiera irla vida del ocasional semejante. Conocéis la negra leyenda de la condesa Bátory, que ―según se dice― necesitaba de la sangre de sus víctimas para conservar su juventud. Probablemente, mediante este supuesto, justificara la condesa el morboso placer que le provocaba ver la sangre brotar de sus bellas sirvientas, como presenciar el espectáculo de la muerte en el curso de los inhumanos tormentos a los cuales las sometía. Sucede, mi querido Dr. Polidori, que mi propia supervivencia y, consecuentemente, la de mis hermanas, depende de la obtención de "algo" que vos poseéis. No sabéis cuánto debo resistir a la tentación, pues, desde ya os lo digo, en poco tiempo mis hermanas y yo estaremos agonizando si nos falta "aquello" de lo que sois dueño. Pero me parece prudente concluir por hoy mis confesiones. Ya os he dicho demasiado y estoy extenuada. Este verano será bastante largo. Me despido hasta muy pronto con una súplica: cuidaos.
Annette Legrand
Un crepúsculo gris amarillento se alzaba tras el Mont Blanc, cuya corona de nieve se perdía más allá de las nubes. El Leman presentaba la apariencia de una pradera devastada. El sol, una mancha difusa y apenas visible, irradiaba una luz fría que igualaba, en un incierto color otoñal, el rojo de los tejados con el verde de los álamos, el gris de las rocas con el ocre de la arena. Caía una lluvia furiosa. Había llovido sin pausa durante toda la noche.
Byron había amanecido de un pésimo humor. Tenía una expresión descompuesta y una temible arruga en el entrecejo. No pronunció palabra cuando se cruzó con su secretario en el salón. Ni siquiera había contestado al saludo de Ham. Caminó hasta la veranda y se sentó a contemplar la lluvia. Desayunó solo y de espaldas al salón.
Ham salió al encuentro del visitante que, ya en tierra, avanzaba bajo la lluvia hacia el camino que conducía a la residencia. Al cabo de unos minutos, Ham reapareció en el salón y anunció:
Byron y Shelley se asomaron a la balaustrada y, bajo la lluvia, vieron el cuerpo exánime de Polidori tendido sobre el pasto. Como exhalaciones, corrieron escaleras abajo. Cuando llegaron al jardín vieron que respiraba con un ritmo tumultuoso. Polidori lloraba con llanto amargo, agudo, un llanto hecho del odio más profundo. Había caído sobre los suaves arbustos que circundaban la casa y el espeso barro del jardín terminó de amortiguar la caída. Lo único que había conseguido era torcerse un tobillo. Lo levantaron por las axilas y lo entraron a la casa.
Entró en su habitación absolutamente convencido de la veracidad del discurso que acababa de pronunciar. Admitía que la noticia sobre la aparición de los cadáveres la había obtenido de la carta. Sin embargo, no era menos cierto que él y no otro, por razones obvias, había sido elegido confidente de aquel misterioso espíritu de las tinieblas. Repentinamente el miedo se había convertido en una grata inquietud. Intuía que podría sacar algún provecho de aquella misteriosa correspondencia. Encendió el candil y miró hacia los montes al otro lado del lago. La pequeña luz en la cima volvió a brillar. Sonrió nerviosamente y, no sin alguna ansiedad, bajó la vista hacia su escritorio. Con la respiración agitada y un amable temor, pudo comprobar que allí mismo, junto al candil, había un nuevo sobre negro con un idéntico lacrado púrpura.
Dr. PolidoryLo que habéis hecho esta tarde fue una verdadera estupidez. De milagro habéis salido ileso. Y no puedo evitar sentirme responsable. Quizás en mi carta anterior debí haberos hablado de ciertos asuntos que os darían buenos motivos para permanecer con vida. Ya os he dicho que hay "algo" que tenéis que me es de vital importancia. Y, voy a hablaros sin rodeos, lo que quiero proponeros es un negocio, pues hay otra cosa que yo poseo que, lo sé, es aquello que vos más anheláis. Pero la condición del éxito es, en primer lugar, que ambos permanezcamos con vida y, en segundo lugar, el más absoluto secreto. Lo que habéis hablado con el prefecto Didier pudo, también, haberos costado la vida. Mi querido Dr. Polidori, esto no es un juego. Ya no tengo dudas sobre mi responsabilidad en la muerte de esos dos pobres inocentes. Por momentos temo no poder seguir cargando con el peso del remordimiento. Pero vayamos a lo nuestro. Es tiempo de que os revele qué es "aquello" que preciso para poder seguir viviendo. Al igual que el agua y el aire, necesito de la simiente que produce la vida y la perpetúa a través del tiempo, aquella semilla vital que pervive a los muertos en virtud de su descendencia y lleva en sí el torrente animal de los instintos, pero también la intangible levedad del alma, los caracteres de nuestros antecesores y el potencial temperamento de los que nos sucederán, aquello que está escrito en la materia del primero de los hombres y que habrá de estarlo también en el último y por los siglos de los siglos, la herencia que nos condena hasta el fin de nuestros días a serlo que fatalmente somos, el irrevocable legado que nos da la vida con la misma insondable predeterminación con que nos la quita. Aquello, en fin, que transporta en su dulce caudal el germen de todo cuanto somos. Aquel fluido germinal que solamente vosotros, los hombres, poseéis. Habréis descubierto ya, mi querido doctor, a qué elemento me refiero. Pues sí, necesito del claro elixir de la vida lo mismo que cualquier mortal necesita del alimento. Con igual intensidad con la que cualquiera de vosotros necesita del agua para no perecer, así preciso yo beber del vital fluido. Ignoro por qué monstruosa razón la única sustancia que puede mantenerme con vida es, justamente, el más puro germen de la vida. Dr. Polidori, habréis de imaginar a qué terrible destino estoy condenada. Ya os he dicho que soy el ser más espantoso que haya existido jamás en la faz de la tierra. De más estaría deciros que no me adorna la gracia de la seducción y que, por el contrario, el solo hecho de someterme a la mirada de un hombre ―cosa que afortunadamente jamás ocurrió― provocaría en él la más profunda repugnancia. Os preguntaréis de qué manera me he podido procurar la vital sustancia hasta ahora. Sois un hombre inteligente; de seguro ya lo habréis imaginado. También os he dicho que mi extrema fealdad es inversamente proporcional a la belleza de mis hermanas. Huelga deciros que, desde luego, Babette y Colette me han proporcionado, a expensas de su idéntica hermosura, aquello que mi monstruosidad me impedía procurarme por mis propios medios. Pero me adelanto a deciros que, si durante toda la vida se han tomado este ―según se mire― "ingrato" trabajo, no lo han hecho movidas por el amor fraterno ni por el placer que, eventualmente, tal tarea pudiera provocarles. En rigor, sí del deseo de mis hermanas dependiera, ya hubiese muerto hace mucho tiempo. Me reservo para más adelante el revelaros el motivo de la “humanitaria" vocación de Babette y Colette. Es casi pública la fama de mis hermanas. Tal vez, vos mismo habéis escuchado las murmuraciones que sobre ellas corren: rameruelas, cantoneras, zorronas, corta faldas, pencurias, casquivanas, esquifadas y hasta, lisa y llanamente, putas, son algunos de los calificativos que les han endilgado. Quizás hayáis leído con vuestros propios ojos alguno de estos epítetos escrito en la puerta de algún retrete público de París. Y poco hay de cierto. No podría decir que exista en ellas una natural inclinación a la promiscuidad. Sin embargo, es probable que, a causa de la tarea casi cotidiana que las obligaba a salir a conseguir el elixir de la vida, hayan terminado por tomarle gusto o hacerse a la afición. Pero ésos son efectos y no causas. Ahora que ya os he revelado qué es aquello que vos poseéis, se impone que os hable de la historia de mi familia. Desciendo de una antigua familia protestante. Quisieron los raros avatares del azar que mis lejanos ancestros emigraran de Francia a Inglaterra y, más tarde, de Inglaterra hacia América. Mi padre, William Legrand, hombre de un frágil equilibrio espiritual, dilapidó tantas veces como rehizo la fortuna que había heredado. Nació en Nueva Orleáns y allí creció sin más preocupaciones que las que puede tener un joven de acomodada posición. Al morir mi abuelo, mi padre, presa de una de las pestes más devastadoras que sufriera América ―me refiero a la letal fiebre del oro―, dilapidó hasta la última moneda que había heredado detrás de sus quiméricas ilusiones. Sin otra compañía que la de su fiel criado ―que, por otra parte, era lo único que lo mantenía con los pies en la tierra―, se instaló en la solitaria isla de Sullivan cercana a Charleston, en Carolina del Sur. Dios sabe cómo, al cabo de dos años, volvió a Nueva Orleáns convertido en uno de los hombres más ricos de América. Pero su fortuna duró tanto como el tiempo que separa el relámpago del trueno: entusiasmado por su buena estrella, invirtió la totalidad de su capital en una descabellada expedición al inhóspito Yukon, donde, por añadidura, cerca estuvo de perder la vida. Pero como si su destino hubiese estado signado por la misma suerte de Lázaro, milagrosamente habría de levantarse, otra vez, de la más paupérrima miseria. Cuando todo parecía indicar que aquél era el fin definitivo de la ancestral fortuna de los Legrand, una mañana llamaron a su puerta. Un lacónico caballero de aspecto medieval y cara de pájaro que se presentó como notario cumplió en notificarle que, no habiendo descendientes directos ni testamento, él, William Legrand, sobrino nieto de un desconocido André Paul Legrand recientemente fallecido en Francia, era el único heredero de todos los bienes del ignoto difunto, a saber: una discreta mansión en el corazón de París con todas sus piezas de arte, joyas y mobiliario, y una suma de dinero suficiente para que pudieran vivir holgadamente, por lo menos, las tres generaciones siguientes. Habida cuenta de que ya nada lo ataba a la ciudad de Nueva Orleáns ―no tenía familia y su entrañable criado, Júpiter, que ni en las peores circunstancias lo habría abandonado, estaba muerto―, mi padre decidió que su nuevo destino habrían de serlas tierras de sus ancestros. La decisión no tardó más que el tiempo que le llevó estampar su firma en el documento que acababa de leerle el notario. Al mes siguiente mi padre llegaba a París. Durante la primavera de 17..., conoció a quien sería mi madre, Marguerite, con la que se casó en la primavera siguiente. No es mucho lo que puedo decir sobre mi madre pues no la conocí. Poco tiempo después ―a un año exactamente de su casamiento―, la vida de mi padre habría de convertirse en una pesadilla. Pero dejaré que el relato corra por su cuenta: os transcribo aquí una carta que mi padre le escribiera a cierto médico en la cual, con desesperada amargura, le relata el comienzo de mi monstruosa biografía.
París, 15 de marzo de 1747
Mi muy estimado Dr. Frankenstein:Estas líneas son hijas de la desesperación. Mucho me complacería, habida cuenta del largo tiempo que no mantenemos contacto, hablaros de cuestiones más gratas. Sin embargo, debo confesaros que, si decidí llamarme a silencio durante estos últimos tres años, ha sido, justamente, a causa del desgraciado curso que, inesperadamente, ha tomado mi vida. Os suplico que me ayudéis, pues ya no me quedan fuerzas para seguir cargando con esta cruz. Necesito de vuestro sabio consejo y, sobre todo, de vuestra noble discreción. Esta carta es a la vez una confesión, un intento de expiar culpas y un ruego. Tal vez vuestra sabiduría de médico encuentre una salida al siniestro laberinto en que, durante estos últimos tres años, se ha transformado mi existencia. Lo que habré de relataros es lo más espantoso que podría sucederle a un hombre. No me juzguéis como a un pobre loco; aún, al menos por ahora, no lo estoy. Hago votos para que Dios me anime a enviaros esta carta una vez concluida, aunque mucho me temo que el pudor me impida hacerlo. En la última, os daba la buena nueva de que Marguerite estaba encinta. Recuerdo con qué felicidad os relataba el acontecimiento, pues era un anhelo largamente acariciado por mi mujer y por mí. Todo marchaba a las mil maravillas y no había motivos para suponer otra cosa que el más auspicioso de los desenlaces. Sé que estáis enterado de que mi mujer murió durante el parto a causa de ciertas inesperadas complicaciones y también sé que estáis al tanto de que, mientras su vida se apagaba, con heroico renunciamiento y en el límite de sus fuerzas, pudo dar a luz a dos hermosas mellizas. Pero ésa es sólo una parte de la historia. Existen otros acontecimientos que nadie conoce aún y que jamás me he atrevido a revelar pues son tan terribles e inexplicables que, presa del espanto, no he sabido cómo proceder ni a quién acudir.
Trataré de contároslo con tanto detalle como me lo permita el pudor. Durante la helada madrugada del 24 de febrero de 1744, minutos antes de que un relámpago cadmio anunciara la proximidad de la tormenta más espantosa de la que este siglo tenga memoria, Marguerite ―que acababa de entrar en el séptimo mes de embarazo― se despertó sobresaltada. Recuerdo que, aquella noche ―ignoro por qué―, la había pasado yo en vela presa de una indefinible angustia que era ―hoy lo sé― la señal de los más negros augurios. Tenía la inexplicable certeza de que algo funesto habría de ocurrir. Como si de pronto los acontecimientos comenzaran a adecuarse a mis oscuros temores, mi esposa se incorporó y, apoyada sobre los codos, creyó morir de dolor. Se llevó la palma de la mano al vientre, tal como hacen las mujeres embarazadas cuando presienten la inminencia del peligro. En ese preciso momento sobrevinieron dos hechos a un mismo tiempo, como si uno fuera la causa ya la vez el efecto del otro. Cuando mi esposa posó su mano por encima del camisón, me comunicó su inquietante impresión de que el volumen de su vientre era incomparablemente mayor que al acostarse, hacía apenas unas horas; en ese mismo instante, la casa entera cimbró a causa de un trueno. Intenté tranquilizarme en la convicción de que todo aquello no era más que una falsa percepción, producto de la angustiosa duermevela. De inmediato encendí las velas del candelabro que estaba sobre la mesa de noche y, espantado, pude comprobar que, efectivamente, el vientre sietemesino, que hasta hacía unas horas apenas si sobrepasaba el perfil del exiguo busto de mi mujer, era ahora un abdomen colosal cuyo volumen le impedía juntar una mano con la otra por delante de él. Jamás sospeché que el abrupto final del sueño de mi esposa iba a ser el comienzo de la más negra de las pesadillas que habrá de atormentarme hasta el último de mis días. Del otro lado de la ventana, el cielo se cernía sobre el mundo como un ultimátum; la ciudad era una sombra lejana y endeble que parecía implorar piedad, cercada arriba por la tormenta y abajo por el río; París nunca había visto el Sena tan furioso. Las aguas empezaban a golpear con iracundia las escalinatas que bajan a la ribera hasta alcanzar, con su cresta de monstruo, las balaustradas de los puentes. Sin embargo, si hubiera imaginado lo más terrible que podía sucederle a una embarazada, hasta la fantasía más tenebrosa habría sido benévola comparada con lo que sucedió aquella noche en la que se desató la tormenta más espantosa de la que este siglo tenga memoria. Caía una lluvia furiosa. Fui hasta la ventana, desempañé el vidrio con la palma de la mano y pude comprobar que la cortina de agua y piedras de hielo hacía imposible ver más allá del alféizar, sobre cuya superficie unas macetas con malvones se deshacían como si fueran atacadas a golpe de hacha. Enfrente, la catedral parecía ser el epicentro del diluvio, como si la furia de Dios se manifestara a través de las tenebrosas bocas de las gárgolas que vomitaban unas pesadas columnas de agua. Con los ojos llenos de asombro, miraba a mi mujer, cuyo rostro, desde mi perspectiva junto a la ventana, quedaba oculto detrás del gigantesco promontorio del vientre. Los primeros cinco minutos de la tormenta ya habían hecho estragos. Mi mujer gritaba de dolor. Desesperado envolvía Marguerite en las cobijas y no sin dificultades la alcé en mis brazos. Pude darme cuenta de que el cobertizo estaba inundado recién cuando sentí el agua que trepaba hasta mis rodillas. Recostada sobre una vieja mesa en desuso, mi esposa parecía morir. Los caballos relinchaban y corcoveaban echando un vapor blanco y espeso por la boca. No había forma de sujetarlos al coche. Marguerite se retorcía de dolor y ya no quedaba demasiado tiempo. Corrí hasta la puerta y grité suplicando auxilio. Sin embargo nadie, absolutamente nadie, acudió en mi ayuda. Era como si todos los habitantes de París acabaran de ser exterminados por imperio de una súbita peste. El alarido de mi mujer me devolvió de inmediato al cobertizo. Cuando entré, la vi recostada contra la pared, jadeante y envuelta en un tul de sudor helado, intentando detener con sus manos una cascada de sangre que brotaba desde el centro de sus piernas. En otras circunstancias, y si no se hubiera tratado de la mujer que amaba, habría sucumbido al pasmo que me produjo el cuadro. Sin embargo, dueño de una súbita valentía, me arremangué dispuesto a traer a este mundo el fruto que albergaba el vientre de mi esposa. Con su último aliento, mi mujer, exhausta y pálida a causa de la imparable pérdida de sangre, se esforzaba todo cuanto se lo permitía el exánime vigor de su cuerpo. Impulsado por el más elemental instinto, introduje mi mano y, de inmediato, pude palpar la forma inconfundible de una diminuta cabeza. Me encomendé al Todopoderoso y tiré de ella con delicada firmeza hasta verla asomar entre aquella vertiente de sangre. Cuando todo hacía suponer que con un poco más de fuerza tendría aquel cuerpecito entre mis manos, noté que algo estaba obturando la salida. Giré mi mano con suavidad y entonces pude sentir con absoluta nitidez que, junto a la pequeña cabecita que sujetaba, había otra de idénticas dimensiones. Marguerite exhaló un prolongado suspiro y, para mi completa desesperación, vi que no volvía a respirar. Presa del más amargo desconsuelo, grité con todas las fuerzas de mis pulmones esperando que alguien viniera en nuestro auxilio. Dios sabe cómo, con mis propias manos, traje al mundo a las dos pequeñas. Las niñas tenían unidas las espaldas por una horrorosa pústula, una suerte de eslabón de carne inciertamente antropomorfo. Para mi completo terror, vi que aquel nexo se agitaba con movimientos propios, se contraía y se dilataba como si estuviese respirando. Cuando levan té a las niñas en mis brazos, se separaron como por accidente, sin que tuviera yo que hacer el menor esfuerzo. Aquella cosa cayó al piso ―que estaba cubierto de agua― y se deslizó, flotando, hasta un rincón del cuarto. No pude evitarla viva impresión de que esa entidad estaba animada. Intenté disuadirme con la idea de que su aparente movimiento no respondía a otra cosa que al leve vaivén del agua sobre la cual flotaba. Sin embargo, cuando me detuve a observarlo más de cerca, no tuve dudas de que aquel extraño ser estaba haciendo esfuerzos por mantenerse a flote. Era, entonces pude percibirlo, una suerte de pequeño animal, como un renacuajo, cubierto por una piel grisácea semejante a la de los murciélagos. Hubiera jurado además que esa cosa horrorosa me estaba mirando. Dr. Frankenstein, imaginad el cuadro: mi esposa muerta sobre la mesa, mis hijas en mis brazos, ese fenómeno mirándome con unos ojos llenos de hostilidad y yo solo, completamente solo y sin saber qué hacer. De pronto tuve la inmediata certeza de que la causa de toda mi súbita desgracia no podía ser sino ese ente siniestro que se debatía en el agua. Entonces ―aferrando a mis hijas entre los brazos― caminé hasta donde estaba aquel engendro y, aprisionándolo entre la planta de mi pie y el piso, me aseguré de que se ahogara bajo el agua. En ese preciso instante noté que mis hijas empezaban a ponerse moradas y que no respiraban. No tardé en comprender que una cosa era causa de la otra pues, no bien hube levantado el píe liberando del ahogo a esa cosa, mis hijas volvieron a respirar. Aquel pequeño monstruo me miraba ahora con unos ojos llenos de odio. Para mi completo espanto, vi cómo giraba sobre su diminuto eje y, con la velocidad de una rata, se perdía tras las maderas del zócalo. Mi esposa murió. Mis hijas, a las que bauticé como Babette y Colette, han crecido saludables y hermosas. Aquella pequeña monstruosidad deambula por los sótanos de la casa y rara vez se deja ver. Suelo oírla andar por los subsuelos ―la biblioteca y la bodega― y solamente sé de su existencia por sus asquerosos rastros. La he visto disputarse su comida con las ratas. Aunque nunca más he vuelto a verla, sé que permanece viva porque mis hijas aún respiran. Muchas veces, mientras intentaba dormir, he sospechado su ominosa presencia acechándome desde la oscuridad y aún temo una despiadada venganza. Sé que me odia. Una nodriza se hizo cargo de alimentara las niñas y, desde hace un año, un aya se ocupa de educarlas. Las mellizas han crecido llenas de salud y son de una belleza tan idéntica que aún hoy me cuesta distinguir a una de la otra.
Como la sola idea de la confesión lo llenó de pudor, mi padre decidió compartir el peso del secreto sólo con mis hermanas y la carta que comenzara a escribir a su amigo quedó inconclusa. La tomé del cesto de papeles. Ahora habréis de comprender por qué razón mis hermanas se han preocupado en mantenerme con vida.
Dr. Polidori, como podréis imaginar, los hechos que confiesa mi padre están cautamente tamizados por la vergüenza y, pese al tono de dramático mea culpa, apenas revelan una parcialidad de la historia. Y no lo condeno. Pero, desde luego, pese a su lastimero alegato cargado de martirio, jamás habré de perdonarle el confesado hecho de que haya querido asesinarme. En verdad os digo que no guardo un profundo aprecio por la vida. Si aún no he muerto, desde luego que no lo debo al amor de mi padre ni al fraternal cariño de mis hermanas. Conservo una férrea memoria de mis días de infancia. A nadie acuso de haberme condenado a una inexistencia civil de hecho. A ninguna otra cosa que a mi propia voluntad de retiro atribuyo mi absoluto anonimato. Desde muy pequeña sentí un irrevocable afán de soledad y siempre tuve una necesidad ―casi fisiológica― de permanecer en sitios oscuros y silenciosos. De mis rivales, las criaturas de las profundidades, he aprendido casi todo. De las ratas, la voraz apetencia por los libros; de las cucarachas, el penetrante poder de observación; de las arañas, la paciencia; de los murciélagos, el sentido de la oportunidad; de las lauchas, a recorrer distancias inconmensurables por las entrañas de las tinieblas. Conozco París mejor que el más orgulloso de los parisinos. Sé de los pasadizos y corredores que atraviesan la ciudad de extremo a extremo, a uno y otro lado del Sena y, si mi interés hubiera sido el dinero, podría haber robado cien y mil veces los tesoros napoleónicos. Desde muy pequeña sentí la viva necesidad de permanecer cerca de mis hermanas. Quizás, a causa de nuestra condición de siamesas, de nuestra germinal e íntima comunión carnal y, tal vez, con el afán de velar por su salud ―después de todo, también mi vida dependía de la de ellas― jamás pude llevar una existencia completamente independiente, como si, efectivamente, continuáramos siendo un mismo ser dividido en tres partes. De modo que, cuando éramos todavía muy pequeñas, mientras la institutriz, con infinita paciencia, se desgañitaba enseñándoles el alfabeto a mis hermanas ―que por cierto nunca tuvieron demasiadas luces, porro decir que eran lisa y llanamente dos idiotas―, yo permanecía del otro lado de la reja de la ventilación, escudriñando desde la penumbra. Así aprendí a leer y a escribir. También, desde muy pequeña, decidí que mí lugar en la casa eran los subsuelos: la biblioteca y, más abajo todavía, la bodega. Mi padre había heredado la fabulosa biblioteca de mi tío, André Paul Legran d, cuya pasión por los libros superaba holgadamente el espacio destinado a la biblioteca: la segunda planta de la casa. Sin embargo mi padre decidió que aquellos innumerables ejemplares eran un verdadero estorbo que no hacían más que quitar espacio e hizo trasladar todos los volúmenes, sin orden ni criterio, a los sótanos de la casa. Era una biblioteca verdaderamente bella. Una luz mortecina que bajaba desde las claraboyas en tenues y solemnes conos le confería un aspecto que se diría extrañamente sagrado, una suerte de basílica pagana, una lujuriosa y dionisíaca catedral que, ruinosa y abandonada, se me ofrecía ―sólo para mí― como el más tentador de los pecados. El dulce perfume del papel humedecido, el cuero de los lomos, las hojas arrancadas a dentelladas por las ratas, los gusanillos y la invasión del hongo sobre la letra otorgaban a los libros una apariencia de animal muerto, del cual se nutrían innumerables y antagónicas bestezuelas (Dr. Polidori, quien escriba con ánimo de trascender se interna por mal camino). Y en medio de ese sordo combate, también yo, animal carroñero, quería mi parte. Fue una larga y denodada lucha contra las ratas, que parecían obstinadas en devorarse exactamente aquella lectura que yo me reservaba con más fruición. Tenía que ser veloz, leer tan rápido como me fuera posible, antes de que mis rivales acabaran con mi lectura. Era una lucha desigual, pues tenía que batirme sola contra no menos de cien roedores. Bastaba con que un libro despertara mi interés, para que ése y no otro fuera inmediatamente atacado. Y precisamente los libros que más placer le habían dado a mi espíritu, esos que quería conservar con más ansias, eran las presas predilectas de mis voraces enemigas. No había escondite que no encontraran, ni barrera que no pudieran superar. Fue entonces cuando descubrí que si las ratas eran más sabias que yo, no tenía otro camino que aprender de su ancestral sabiduría. Si los libros estaban condenados a ser pábulo de las bestias, yo iba a ser la más predadora de las fieras. Leía durante días enteros. Cada página que concluía la arrancaba de inmediato y me la engullía de un bocado. Pronto aprendía distinguir el sabor y las diferencias nutritivas de cada autor, de cada texto, de cada una de las escuelas y corrientes. Y en mi infatigable lucha contra las ratas, cuanto más me parecía a ellas, tanto más, por primera vez, me sentía infinitamente humana. Así como el hombre, en su evolución, pasó de la comida cruda a la cocida, de igual manera hice mi propio progreso: de devorar, pasé a comer. Y, habida cuenta de la vecindad con la bodega, que además estaba tan bien nutrida como la biblioteca, descubrí que para cada autor había un vino y no otro. En el curso de mis primeras comidas, he almorzado una antigua edición del Quijote en español; aquella misma noche, entusiasmada con el Manco de Lepanto, cené las Novelas ejemplares y, al día siguiente ―tal fue mi fascinación por el hallazgo― me devoré, a guisa de desayuno, una bonita edición del Hidalgo Caballero en francés que, por cierto, tuve que disputarme con las ratas en una pelea cuerpo a cuerpo. Proseguí con un delicioso ejemplar de la primera edición de los Padecimientos del joven Werther y una orgiástica cena de Las mil y una noches. Habiendo ya devorado los Ensayos de Montaigne, buen provecho me hicieron Phillipe de Commines, la marquesa de Sévigné y el duque de Saint Simon. Conservo aún las tres últimas páginas del Decamerón y las últimas de Gargantúa y Pantagruel: tanto gusto me dan queme resisto a terminarlas. Engullí Los besos de Juan Segundo Everardi junto con Ariosto, Ovidio, Virgilio, Catulo, Lucrecio y Horacio. Llegué, incluso, a degustar el indigesto aunque no menos delicioso Discurso del método seguido del Tratado de las pasiones del alma. Como habéis de inferir no tengo la virtud de la relectura. Sin embargo, soy dueña de lo que me atrevo a definir como memoria del organismo: además del ingrato don de recordarlo todo ―podría recitaros La odisea de principio a fin―, lo que no sin cierta vulgaridad suele llamarse el saber se ha instalado, no en mi espíritu como una suma de conocimientos sino en mi cuerpo como un cúmulo de instintos en el sentido más animal del término. La literatura es mi modo natural de supervivencia. Dr. Polidori, os recomiendo seriamente que hagáis la prueba: comed lo que leáis. John Polidori estaba maravillado. Muchas veces se había reprochado su cortedad de memoria. Cuántas hubiese querido recitar tal o cual verso en aquellas circunstancias que se presentaban como las propicias. Pero era la suya una memoria conceptual y no literal; podía recordar la idea precisa pero le era imposible adecuarla a la métrica y a la rima con que tal poema había sido concebido. Las veces que había intentado cautivar a un eventual auditorio se había extraviado, con ridícula actitud declamatoria, en presuntos versos que jamás terminaban de rimar y cuya métrica convertía los endecasílabos en larguísimas construcciones de hasta veinticuatro sílabas. Como había traído consigo La excursión, de William Wordsworth, la consideró una buena oportunidad para iniciarse. Leyó ávidamente la primera página, la arrancó de cuajo, la estrujó entre los dedos y se la llevó a la boca. No resultaba fácil masticar la reseca factura del papel: era duro y las aristas le lastimaban la boca. En un primer intento, no pudo siquiera pasarlo por la garganta. Se consideraba a sí mismo como una suerte de rumiante; aquel miserable papel jamás acababa de ablandarse. Finalmente, después de varios intentos abortados por las náuseas, consiguió tragarlo. Ahora, mientras la hoja bajaba por el esófago, se sentía como una boa luego de devorarse un cordero íntegro. Insistió con la segunda página. A partir de la quinta, aquello le resultaba tan fácil como beber caldo. Ya en plena gula, allá por la página noventa y tres, Byron abrió la puerta del cuarto de su secretario inesperadamente y sin anunciarse. Ambos se quedaron petrifica dos mirándose el uno al otro. Polidori tenía la boca repleta de papeles que aún asomaban desde los labios anegados en una saliva negra de tinta y sostenía sobre su falda lo que quedaba del libro: las portadas y unas raquíticas hojas. Terminó de masticar y tragó ruidosamente intentando disimular lo indisimulable. Antes de girar sobre sus talones y salir por donde había entrado, Byron susurró: ―Bon appétit. Por toda respuesta Polidori soltó un eructo involuntario, seco, áspero y demasiado escueto para constituir una opinión literaria.
Durante el curso de mis subterráneas excursiones he dado por azar con uno de los más increíbles hallazgos que, no lo dudo, ha tenido para mí el valor de una verdadera revelación. En los pasadizos adyacentes al estrecho túnel que, por debajo del Sena, une Notre Dame con Saint―Germain―des―Prés, con frecuencia creía percibir el cercano ―y para mí irresistible― perfume del papel y la tinta que, a juzgar por su intensidad, se adivinaba en cantidades orgiásticas. No era, sin embargo, el olor de la tinta de imprenta sino el inquietante y para mí inconfundible aroma que tienen los manuscritos. No me fue difícil hallar el pasaje que, finalmente, me condujo a la fuente de tan tentador perfume. Se trataba, según pude inteligir, de los sótanos pertenecientes a la Librería Editorial Galland.
Frente a mis ojos tenía el tesoro más deslumbrante que me haya sido dado ver: cientos de miles de manuscritos que se apilaban desde el piso hasta el techo. Tardé en comprender su valor. No se trataba, como de seguro habréis de suponer, de los originales que habían visto en forma de libro la luz de la gloria y la posteridad, sino, muy por el contrario, de aquellos que cargaban la condena más atroz con que se puede castigar una obra: sobre la porrada todos llevaban un sello rojo que rezaba, lapidario, "IMPUBLICABLE". Si pudiera describiros las maravillas que me fueron reveladas en aquellas páginas condenadas a muerte antes de nacer... Os aseguro que la historia de las letras de Occidente habría sido otra y más gloriosa si tan sólo algunas de estas páginas, en lugar de otras ilustres, reconocidas y consagradas, hubiesen visto la luz de la publicación. Interesada en saber quién era el ignoto juez de las letras, aquel que decidía por nosotros, lectores, y por la posteridad de los escritos y sus autores, he podido conocer a uno de los más oscuros y descabellados personajes que habitaron la entraña de la tierra. El hombre responsable del fallo sobre los manuscritos presentados ocupaba un sórdido despacho del subsuelo de la librería. A sus espaldas se alzaba una máquina de dimensiones gigantescas que ocupaba casi por completo la superficie de la planta. El anónimo juez había hecho, quizá, la más escrupulosa clasificación de las grandes novelas universales. Había contado, palabra por palabra, descomponiendo y numerando cada elemento sintáctico y gramatical, desde los lejanos relatos orientales como el Genji Monogatori de Murasaki No Shikibu, el Kalila y Dimma, pasando por el Satiricón de Petronio, La historia del cavallero de Dios que había por nombre Cifar, hasta el Quijote y las Novelas ejemplares y, desde luego, Boccaccio, Quevedo, Lope de Vega, Defoe y Swift, Lasage, Lafayette y Diderot. De acuerdo con tales modelos, había descompuesto todos los elementos cuantificables de cada novela ―cantidad de páginas y de palabras, peso, artículos, sustantivos, adjetivos, adverbios, preposiciones, etc., etc., etc.― y había calculado los promedios correspondientes. Había considerado, además, los componentes no cuantificables, que dio en llamar de modo genérico, los "contenidos espirituales" que habitaban las páginas de los libros. Decidió que también era posible objetivar tales elementos sometiendo los ejemplares a diferentes tratamientos. Así, por ejemplo, los expuso al empuje de enormes prensas, a temperaturas elevadas, al vapor, a movimientos bruscos, etc., y por este camino descubrió que aquellos libros que más habían perdurado en la memoria de los tiempos eran los que, casualmente, no habían modificado su peso después de tales procesos. Tomando esta peculiaridad como ley general, ideó la que dio en llamarla máquina lectora. En la base de la máquina había una gran caldera calentada por brasas que alimentaba un fogonero. Dos colosales chimeneas trepaban hasta superar el tejado de la editorial. El artefacto presentaba una pequeña puerta por donde se colocaba el manuscrito. El primer paso consistía en pesarla obra. Si el peso estaba dentro de los promedios aceptables, era transportado hacia un contador de páginas constituido por un rodillo provisto de tantos dientes sucesivos como páginas debía tener la obra. Si el manuscrito en cuestión superaba los escollos "formales"; pasaba a la "cámara de los espíritus"; donde era sometido al tratamiento para objetivar los con―tenidos espirituales. En caso de que el ejemplar superase todas las pruebas, se lo sellaba automáticamente con una leyenda azul que decía "PUBLICARBLE" y concluía su trayecto en un largo tubo que lo conducía a la imprenta. Sí, por el contrario, el manuscrito no se adecuaba a alguno de los sucesivos parámetros, caía en la negra garganta de una tubería que desembocaba en los más profundos subsuelos y se lo calificaba con un sello rojo que rezaba "IMPUBLICABLE". En rigor, el ignoto juez había inventado su máquina con el solo propósito de ahorrar tiempo y, de ese modo, evitarse el arduo trabajo de leer. No lo animaba, sin embargo, la pereza; al contrario, su propósito era el de disponer del mayor tiempo posible para llevar adelante su mayor anhelo, la empresa que habría de justificar su oscura existencia: escribirla novela perfecta. Era, justamente, el dueño de la fórmula. Diez años le demandó la redacción de su novela, a la que tituló La llave del secreto. El glorioso día que le puso el punto final, no hubiese tenido que tomarse más trabajo que el que demandaba llevar a la imprenta su flamante obra bajo el brazo. Al fin y al cabo era el juez. Pero no pudo sustraerse a la tentación. Abrió la puertecita de su máquina y con una sonrisa satisfecha dejó que el libro tomara su justo curso. Con espanto pudo comprobar que el artefacto de su inventiva, con expeditivo desdén, escupía el manuscrito hacia los infiernos de la librería. El fogonero no tuvo tiempo de hacer nada para impedir que el juez ingresara, con paso decidido, al interior de su máquina. He podido ver, llena de horror, el cadáver que yacía sobre su propio manuscrito en los profundos subsuelos de la librería. Al igual que en la portada del original, sobre la frente del juez podía leerse en letras rojas y lapidarias:
IMPUBLICABLE.
Durante los primeros años de mi existencia llevé una vida de sosegada clausura. Y era completamente feliz. Tenía mi propio paraíso. Todo estaba al alcance de la mano. Mis nocturnas excursiones subterráneas me permitían desplazarme a todas las bibliotecas de París y devorar los más exóticos libros escritos en lenguas lejanas que aprendía descifrar. No necesitaba de la presencia de nadie. Sin embargo, al llegar a la edad de ser mujer, una cosa espantosa iba a suceder en mi vida.
De la noche a la mañana, con la misma súbita premura con que el gusano se convierte en mariposa, algo terrible iba a cambiar en mí. Inesperadamente me vería obligada a abandonar la feliz y completa soledad en la que tan a gusto me sentía para tener que depender de la ingrata existencia de mis "semejantes". El mismo día en que me convertí en mujer, me invadió una perentoria, urgente e impostergable necesidad de conocer ―en el más puro sentido bíblico― a un hombre. No eran aquellos arrebatos de excitación que tan a menudo me sobrecogían; no se trataba de las frecuentes humedades bajas que ciertas lecturas solían provocarme. En última instancia, sabía perfectamente bien cómo prodigarme íntimo consuelo. Podía arreglármelas sola y, realmente, prefería mis propias y puntuales caricias ―nadie podía conocer mi anatomía mejor que yo― a la idea de que un hombre pudiera tocarme. Pero esto era completamente nuevo y de una naturaleza puramente fisiológica: si tuviese que comparar mi estado de necesidad con algún requerimiento físico, me vería tentada a hacerlo con el hambre y la sed. Sentía que, de no mediarla presencia de un hombre, moriría igual que si dejase de comer o de beber agua. Yen efecto, el curso de los días me iba a demostrar que esta última no era una metáfora. Mi salud se deterioró hasta tal punto que me vi sumida en un estado de postración queme impedía, casi, moverme. Como ya lo habréis de suponer, el estado de salud de mis hermanas corría la misma suerte que el mío y, conforme mi agonía avanzaba, la vida en ellas se iba apagando en la misma proporción. Mis hermanas eran dos bellísimas mujercitas. Y su hermosura no iba a la zaga de su precoz y ávida lujuria. Yo misma había observado, desde el respiradero, cómo se entregaban a los juegos lascivos de monsieur Pelián, el por entonces socio de mi padre, a quien se le había confiado la educación musical de las mellizas. Monsieur Pelíán solía aprovechar las ausencias de nuestro padre para visitar a mis hermanas. Como os digo, eran juegos, lúbricos y obscenos, sí, pero no más que juegos. Monsieur Pelián solía sentar a las niñas sobre su regazo ―una sobre cada pierna―; primero les contaba alguna historieta, por cierto bastante vulgar pero lo suficientemente eficaz para que se pusieran rojas de una presunta vergüenza que, en rigor, era pura excitación. A monsieur Pelián le provocaba un infinito arrobamiento tener frente a sí a dos idénticas y bellas muñequillas, como si el paroxismo fuera provocado, no ya por la belleza de mis hermanas, sino por la condición misma de la perfecta identidad entre ambas. El juego predilecto de Pelián era aquel que había dado en llamar el "Juego de las diferencias". Según le habían confesado las mellizas, sus respectivas anatomías presentaban apenas cuatro ligeras diferencias. Como el socio de mi padre nunca había sabido a ciencia cierta cuál era Babette y cuál Colette, debía descubrir las diferencias apelando a su pericia táctil. Comenzaba, entonces, por acariciar los rubios bucles de mis hermanas. Con sus finos dedos de pianista, tocaba escrupulosamente, primero, la nuca de una; luego, bajaba suavemente hasta el cuello y, como un avezado catador, rozaba apenas con sus labios el extremo de la oreja ―lo cual inmediatamente obligaba a mi hermana a cerrarlos ojos, azules y transparentes, ya exhalar un imperceptible suspiro―; recorría con la lengua la egipcia longitud del cuello hasta el borde de la espalda. Luego se alejaba y dejaba a mi hermana, de pie, temblando como una hoja y deseosa de más caricias. Se acercaba a la otra y repetía la operación con idénticos resultados. ―Hasta aquí no he encontrado diferencias ―decía en un susurro grave y entonces se disponía a continuar examinando. Monsieur Pelián se sentaba en la butaca del piano y atraía hacia sí a una de mis hermanas, la conminaba amablemente a que permaneciera de pie delante de él y, sin tocarla todavía, le suplicaba que girara muy lentamente sobre su eje. Entonces monsieur recorría con sus ojos ávidos, primero el dulce y naciente perfil de los senos, cuyos pezones, por el solo efecto de la mirada, se ponían pétreos y se marcaban a través del vestido. Luego, y conforme seguía girando, detenía sus ojos en aquel trasero abundante y firme pero todavía infantil; mi hermana, entonces, contorsionaba la columna de modo tal que sus cuartos traseros quedaran más pronunciados de lo que ya eran por naturaleza y se los ofrecía a monsieur acercándolos hasta sus mismas narices. Pero Pelián los rehusaba y, en cambio, la tomaba por los muslos, duros y largos, hasta rozar, apenas y a través del vestido, las proximidades de la vulva que para entonces estaba completamente mojada y caliente. Al igual que antes, la separaba de sí y le suplicaba a mi otra hermana que compareciera. Con idéntico escrúpulo, repetía la escena. ―Tampoco encuentro diferencias por aquí ―susurraba con deliberado fastidio monsíeur Pelián―; tendré que seguir investigando. Entonces llegaba la parte más esperada. Les rogaba a mis hermanas que se sentaran una junto a la otra sobre la tapa del piano, lentamente les levantaba las polleras, acariciando primero sus pantorrillas firmes y torneadas y, tomando un pequeño pie de cada una de ellas, se frotaba ambas plantas contra la verga que, para entonces, estaba dura y palpitante, marcándose obscenamente a través del pantalón que parecía no poder contener su escandaloso volumen. Así, en esa posición, monsieur Pelián ascendía con su lengua desde las pantorrillas hasta los labios silenciosos que, sin embargo, parecían suplicar con leves convulsiones las caricias que ya tanto conocían. Mientras recorría con su lengua el pequeño promontorio ―erguido y rojo― que asomaba brioso desde la comisura de los labios callados de la una, introducía y retiraba suavemente, primero uno, luego dos y, finalmente, tres de sus dedos finos, alargados y diligentes en los dulces antros ardientes de la otra. Mis hermanas gemían mientras se besaban y se acariciaban mutuamente los pezones. Cuando estaban al borde del frenesí, monsieur se incorporaba, se alejaba unos pasos y se las quedaba mirando, jadeantes, bañadas en un sudor de seda. ―Sigo sin encontrar diferencia alguna ―decía contrariado. Se acomodaba las ropas, giraba sobre sus talones y se retiraba. Desde el vano de la puerta, volvía la cabeza y se despedía: ―Quizás en la próxima lección. Practicad para la siguiente clase lo que os enseñé hoy. A sus espaldas cerraba suavemente la puerta y así, sentadas sobre la tapa del piano, las piernas abiertas, las vulvas empapadas y los pezones suplicantes, se quedaban mirándose la una a la otra.
Monsieur Pelián se nos presentaba como el único capaz de darnos lo que necesitábamos. Pero, ¿acaso estábamos dispuestas a revelara monsieur Pelián mi hasta entonces desconocida existencia? ¿Cuál sería el destino de las mellizas Legrand ―y desde luego el de mi padre―, si de pronto se supiera que ocultaban a una monstruosa trilliza? ¿Cómo saber si las autoridades no iban a decidir que mi destino tenía que serla reclusión? ¿A qué abominables estudios sería sometida por morbosos médicos? Pero, lo más inminente, ¿cómo convencer a monsieur Pelián de que se entregase a mi monstruosa persona? Por muy perverso que pudiera haber resultado el socio de mi padre, por más exquisitamente retorcida que fuera su lúbrica imaginación, difícilmente llegara al extremo de dar su lujuria a un engendro cubierto de una pelambre de roedor de cloacas, un adefesio pestilente, síntesis de las bestias más inmundas de las profundas tinieblas. Lo más probable era que monsieur huyera a la carrera de la casa y denunciara la aparición de un horroroso fenómeno o, en el mejor de los casos, que muriera víctima del espanto. Decidimos con mis hermanas que un camino posible era el otro juego que solían jugar con monsieur: el del gallo ciego.
Mis hermanas guardaban cama. En el límite de la desesperación, mi padre estaba resuelto a llamar al médico. Las mellizas le suplicaron que no lo hiciera y que, en cambio, mandara a llamar a su socio. Sin comprender el motivo, nuestro padre accedió a la extravagante petiéión. Yo, por mi parte, hacía dos días que no me movía del respiradero que daba a la habitación de mis hermanas. Mi padre volvió con monsieur Pelián quien, con sincera preocupación, miró a mis hermanas, desfallecientes y pálidas, con impotente amargura. Babette le pidió a nuestro padre que las dejara un momento a solas con monsieur Pelián. Mi padre, que jamás había sospechado de la honradez de su socio, al que, por otra parte, había confiado la educación de sus hijas, supuso que, como a un confesor, mis hermanas deseaban confiar sus últimas voluntades y expiar sus infantiles culpas. Abrazó a su socio y amigo y, finalmente, conteniendo los sollozos, se retiró del cuarto. Monsieur Pelián, de pie entre las dos camas, contemplaba a mis hermanas con angustiosa intriga. ―Mis niñas ―empezó diciendo―, no bien vuestro padre me informó de la grave enfermedad acudí sin vacilar. No sé en qué podría seros útil ―dijo, conmovido, arrodillándose al pie de sendos lechos―, no soy médico. Pero podéis pedirme lo que queráis. Babette, no sin dificultades, se incorporó sobre los codos y le pidió que acercara el oído a su boca: ―Deseamos jugar al gallo ciego. Monsieur supuso que, presa del delirio, Babette estaba desvariando. ―Mi niña ―dijo mientras acariciaba sus rubios bucles―, no sabéis lo que decís... ―Sabemos perfectamente lo que decimos ―interrumpió Colette con una voz quebrada pero imperativa―, os lo suplicamos: tomadlo si queréis como una última voluntad. ―Por favor, no nos lo neguéis ―imploró dulcemente Babette, al tiempo que ponía aquella cara de inocente y perversa lascivia que tanto animaba los oscuros instintos de monsieur Pelián. ―Pero si entrara vuestro padre ―murmuró el maestro de piano―, imaginaos, vosotras así... enfermas y yo... ―Poned la traba a la puerta y venid ―musitó Babette, apoyando su índice sobre los labios de su maestro, sabiendo que monsieur ya había accedido. Colette puso una venda alrededor de los ojos de Pelián. ―No hagáis trampa, no espiéis. El juego consistía en que monsieur tenía que adivinar quién de las dos lo estaba tocando. Si el maestro se equivocaba, le quitaban una prenda. Mis hermanas se sentaron en el borde de la cama y en medio de ellas ubicaron a monsieur. Primero Babette pasó, suave, apenas perceptible, su lengua por la comisura de los labios de Pelián. ―Oh, pícara, reconozco tu aliento: Colette. Mis hermanas no tenían fuerzas ni para reír. ―Oh, oh, error. Empezaremos por el chaleco. Lentamente desabrocharon, uno a uno, los botones del chaleco empezando por los de arriba y, cuando llegaron al último, no pudieron evitar rozar, adrede, el voluminoso promontorio que empezaba a henchirse bajo el pantalón. Luego, otra vez Babette, introdujo su índice dentro de la boca del hombre. ―Ese dedo sí, indudablemente, es el de Babette ―dijo seguro monsieur. No había tiempo para ser honestas, ni estaban en condiciones de extender el juego tanto como solían hacerlo, de modo que se decidieron por el camino más expeditivo. ―Otra vez la respuesta es no. Ahora serán los zapatos. Con fatigada respiración, la una le quitó el zapato derecho y la otra el izquierdo. Según las reglas, cada zapato debía ser una prenda distinta, pero, habida cuenta de las circunstancias, monsieur no puso ningún reparo. Estaba verdaderamente preocupado de que su socio y amigo pudiera sorprenderlo, lo cual, por paradójica reacción, parecía excitarlo aún más. Luego Colette le pasó ambas manos por las ingles, circunvalando la abultada bragueta de Pelián que estaba conturbada en un dilatado palpitar. Impresionadas con el tamaño y los bríos de aquella fiera enjaulada, las mellizas, cada una con una mano, la apretaron y la recorrieron de extremo a extremo. Ya sin orden a regla ni norma, se abalanzaron sobre el maestro de piano. Babette se sentó sobre su boca y lo conminó a que le introdujera la lengua dentro de su ardiente morada. Colette terminó de desabrochar la bragueta, hasta desnudar el grueso marlo de monsieur, cuyo diámetro apenas si podía abarcar con su pequeña boca. Fue entonces cuando me descolgué de la rejilla de la ventilación y con mis últimas fuerzas me sumé al trío. Babette se aseguró de que la venda estuviera bien sujeta y ocultara por completo los ojos del maestro. En el momento exacto, Colette me ofreció lo que sujetaba entre las manos y entonces bebí hasta la última gota de aquel delicioso elixir de la vida que manaba caliente y abundante. Y conforme bebía, podía sentir cómo mágicamente mi cuerpo volvía a llenarse de vida, de aquella misma vida que llevaba en su torrentoso caudal el germen de la existencia misma. Para cuando monsieur Pelián se hubo quitado la venda de los ojos, yo estaba, otra vez, en mi anhelada biblioteca. Atónito, el maestro pudo ver que aquellas dos pobres almas que hasta hacía unos momentos desfallecían, presentaban ahora un aspecto rebosante, las mejillas sonrosadas y llenas de vitalidad. Cuando mi padre entró en el cuarto y vio a sus hijas completamente restablecidas, abrazó a su amigo, besó sus manos ya punto estuvo de hincarse a besarle los pies. ―Ahora estoy seguro de no equivocarme: eres William ―dijo enigmático monsieur Pelián, quien, agotado y confundido, no estaba dispuesto a reiniciar el juego.
Durante aquellos lejanos años, Pelián nos procuró el dulce elixir de la existencia ignorando que era el benefactor de nuestras vidas. Así Babette y Colette crecieron en igual proporción a su belleza y pronto fueron dos hermosísimas mujeres.
En la hora de su ocaso viril, mis hermanas supieron también sacar buen provecho del viejo y ya carente de atractivo monsieur Pelián. El maestro de piano tenía muchas y muy buenas amistades en los círculos más selectos del teatro. Bajo su padrinazgo, y viendo que las mellizas tenían mejores dotes histriónicas que musicales, mis hermanas pudieron ingresar sin mayores obstáculos a la compañía Théátre sur le théátre, cuya acogedora sede estaba en los altos de un pequeño teatro sobre la rue Casimir―Delavigne. Mi padre no veía con buenos ojos la incursión de sus hijas en aquellos ámbitos que sospechaba poco sanctos. Sin embargo, a instancias de su viejo amigo Pelián, acabó por aceptarlo aunque, al principio, a regañadientes. La compañía estaba dirigida por monsieur Laplume, hombre cuyo profesional criterio se veía empañado por su incoercible afición a las mujeres. Y, en efecto, el director no tardó en caer rendido ante las idénticas bellezas de Babette y Colette. Varios años más joven que monsieur Pelián, mis hermanas encontraron de inmediato al sustituto perfecto del ya decrépito maestro de piano. Si bien las mellizas hallaron en la nueva amistad un amante fogoso y atractivo con quien se sentían a gusto, no era menos cierto el carácter utilitario de la relación: no solamente tenían asegurada con frecuente regularidad la dosis vital, sino que muy pronto habían ascendido los casi siempre arduos peldaños de la dramaturgia hasta ocupar los lugares de las primeras actrices. Y ciertamente, el tiempo que habían demorado en transitar el camino desde el llano hasta la cúspide había sido breve aunque mayor que sus respectivos talentos. Mis hermanas no tardaron en ganarse la indignada antipatía del resto de las integrantes de la compañía y, en proporción inversa, la fascinada admiración del sector masculino. Como quiera que fuere, siendo extremadamente jóvenes, las mellizas Legrand ya se habían convertido en actrices famosas. Seducir hombres no representaba para ellas ninguna dificultad; por el contrario, eran numerosísimos los galanes que las cortejaban y, por cierto, hasta formaban largas filas en las puertas de los camarines o se agolpaban bajo las marquesinas a la salida de los teatros. Y, como ya habréis de imaginar, habría de llegar también, lo inevitable. Sucedió, como era de esperarse ante la súbita fama, que empezaron a llegarles numerosas propuestas de matrimonio. Monsieur Laplume llegó a expulsar a puntapiés a los pretendientes que, cargando ramos de flores y regalos, formaban fila frente a la puerta del camarín de mis hermanas. Pero por mucho que se esforzó, el irascible director no pudo evitar que, finalmente y casi al mismo tiempo, sendos galanes robaran sus corazones. Las Legrand se habían enamorado de dos jóvenes hermanos. De pronto me había convertido yo en el más odioso de los obstáculos. No solamente porque no se mostraban en absoluto dispuestas a compartir conmigo el líquido producto del amor de sus enamorados, sino que, además, el anhelado matrimonio se convertía, en los hechos, en una ilusión de imposible cumplimiento. Por fuerza, y muy a nuestro pesar, estábamos obligadas a permanecer unidas. ¿Cómo pensar en formar hogares separados? Mis hermanas consideraron seriamente la posibilidad de confesar a sus respectivos pretendientes todo acerca de mi monstruosa existencia. Pero, ¿cómo estar seguras de que no huirían espantados frente ala horrible revelación de que, en realidad, ellas mismas eran parte de una monstruosa trinidad? Y aun superando este último escollo, ¿cómo saber qué clase de descendencia serían capaces de darles a sus futuros maridos? ¿Y si, acaso, perpetuaran en la Tierra una nueva raza de monstruos iguales a nosotras? El odio hacia mi persona se hizo tan intenso que, no lo dudo, de no significar su propio fin, me hubiesen matado sin más ni más. Y no las culpo. Dr. Polidori, no tengo palabras para explicar el tormento y el sentimiento de culpa que esto me produjo. Y, lo digo sin espíritu de mártir, si mi muerte no tuviese consecuencias, yo misma me habría quitado la vida. Pero no es mi intención dramatizar. Mis hermanas tomaron la más cruel de las decisiones. No tenían otra alternativa que renunciar definitivamente al amor. Pero, por la misma razón, no podían renunciar al sexo. Así rompieron intempestivamente sus compromisos sin dar explicaciones, condenándose a un eterno calvario. Es mi obligación, entonces, decir en favor de mis hermanas frente a las murmuraciones que deshonran su fama pública, que su vida injustamente tildada de “ligera” es, en realidad, la cara visible del más puro y difícil acto de renunciamiento: la resignación al amor. En este acto de paradójico ascetismo se explican la fugacidad, ligereza y falta de compromiso en sus relaciones sentimentales. De modo que si mis hermanas se veían obligadas a trabar amistad con hombres de baja calaña y carentes de cualquier adorno espiritual u otro atractivo que no fuera el meramente camal, lo hacían con el único propósito de huir del amor. Dr. Polidori, si me permito revelaros algunas intimidades de la vida de mis hermanas, lo hago con el solo propósito de lavar su mancillada reputación. Dicho esto y salvado su buen nombre y honor, me abstendré de ventilar otros episodios. Solamente me detendré en aquellos que hacen a lo que a nuestros asuntos ―los vuestros y los míos, Dr. Polidori― concierne.
Sin embargo, mi querido doctor, los años no han pasado en vano. Os ahorraré el largo relato de nuestras biografías. La antigua lozanía de mis hermanas se vio derrotada por el paso del tiempo. Aquellos bustos magníficos y erguidos fueron perdiendo volumen y consistencia, hasta convertirse en sendos pares de magros colgajos. Los cuartos traseros, tradicionales emblemas que bien podrían haber sido los motivos del bastión heráldico de las Legrand, se transformaron en unos adiposos despojos. Y no había afeites ni lociones que pudieran disimular las profundas arrugas que, cada día, se obstinaban en multiplicarse. Ya los baños de leche tibia no alcanzaban para borrarlas manchas seniles que salpicaban, progresivamente, la antigua piel, tersa y como de porcelana, de la que otrora se enorgullecían: era ahora un lienzo con la textura de un paquidermo. De a poco, las decenas de rozagantes mozos empezaron a desertar. Los más antiguos y fieles amantes fueron perdiendo el vigor viril hasta extinguirse por completo o, en el peor de los casos, morirse de viejos. En resumidas cuentas, mis hermanas estaban ya decrépitas y ni ofreciendo dinero podían servirse de un hombre, pues no conseguían, siquiera, elevar los ímpetus varoniles. Por otra parte, tenían que cuidarlas formas, porque, como os imaginaréis, una cosa son los siempre dudosos y refutables rumores y muy otra la exhibición pública e indiscriminada. Dr. Polidori, habíamos llegado a la agonía, pues durante semanas no conseguían traer a la casa ni una gota de la vital simiente. Y, lo relato llena de pudor ajeno, mis hermanas han llegado a disfrazarse de pordioseras y echarse a los burdeles de las calles vecinas y revolver entre los desperdicios de los prostíbulos más miserables en busca de condones que contuvieran, aunque más no fuera, una gota del dulce y blanco germen de la vida. Desde luego, no era suficiente: era como calmarla sed de un beduino perdido en el desierto con una lágrima nacida de su propia desesperanza.
Nos estábamos muriendo.
París se había convertido en una ciudad hostil y peligrosa. Francia recordaba a las mellizas Legrand y, aun siendo como eran, viejas y decadentes, todavía eran reconocidas por los viandantes. Y, si bien aquella fama de casquivanas siempre les había otorgado un cierto glamour y el halo de misterio que nace del rumor, tampoco podían exhibirse como un par de ancianas ninfómanas, desesperadas por conseguir un hombre en los suburbios parisinos. De modo que, en la certeza de que bajo tales circunstancias lo más sabio era el anonimato, decidieron abandonar París.
¡A qué humillaciones no me vi sometida cada vez que debíamos emprender un viaje! Con el solo propósito de no hacer pública mi monstruosa persona, mis hermanas habían comprado una jaula de viaje para perros. ¡Cuántas horas de encierro he debido padecer en aquella celda que apenas si podía albergar mi sufriente ―permítaseme la licencia― humanidad! ¡Qué distancias no he soportado en el portaequipajes de un carruaje o, peor aún, en la infecta bodega de un barco, viajando en la ingrata compañía de las bestias! Recorrimos casi todas las grandes ciudades de Europa. Mis hermanas albergaban la ilusión de conocer sendos galanes que pudieran pro―curarnos aquello que necesitábamos y aspiraban a una vida de sosegado anonimato y reposada felicidad. En fin, aquello a lo que aspira toda mujer soltera. En la elegante Budapest, nuestro primer destino, pasearon por la tarde sus franceses abolengos a lo largo de la ribera del Danubio, sobre la señorial margen de Buda, y acabaron por la noche, cargando desesperadas su humillación y recogiendo condones en las puertas de los burdeles de las sórdidas orillas de Pest. En Londres tuvieron peor fortuna; en Roma fueron víctimas de las más crueles humillaciones; Madrid, una calamidad. En San Petersburgo estuvieron cerca de morir congeladas. Entonces se dijeron, con sensato y cruel criterio, que el mejor destino al que podían aspirar no eran las grandes ciudades sino la tranquilidad del campo: si los solitarios pastores desquitaban sus instintos, forzados por la obligada abstinencia, en sus pestilentes ovejas, cómo no iban a recibirlas, al menos, con alguna benevolencia. Mis hermanas admitían su decrepitud, pero por muy corroídas que estuvieran, se dijeron, no podían perder en la comparación con unas malolientes cabras. Pero corno la precaución siempre es buena consejera, por las dudas, aprendieron a balar.
Así, decidimos instalarnos en una bella y modesta casa en los Alpes suizos.
Me inclino a pensar que la primera víctima fue, en rigor, producto de una trágica conjunción entre necesidad de supervivencia y lujuria. El casero de nuestra modesta residencia era un hombre joven y, por cierto, muy apuesto: un campesino fornido hijo de galeses, cuyos rústicos modales le conferían un atractivo casi salvaje. Derek Talbot, tal su nombre, tenía su pequeña vivienda a poca distancia de nuestra casa. Desde la ventana, mis hermanas solían contemplarlo ocultas tras las flores del alféizar. A causa, quizá, de su agreste inocencia y de la relación casi arcaica que conservaba con la tierra, solía quitarse la camisola para cortar el césped, cosa que despertaba nuestra ―digámoslo así― inquietud, pues tenía un torso que se hubiera dicho esculpido por las manos de Fidias y unos brazos fuertes que denunciaban una solidez física de animal. Cada vez que arremetía con las tijeras, sus músculos se dilataban de un modo obsceno y no podíamos evitar representarnos su miembro, que imaginábamos tan agraciado y solícito para la erección como lo eran sus brazos para el trabajo. Pero a la natural excitación se sumaba la desesperada necesidad de conseguir, por cualquier medio y de quien fuese, el vital fluido. Yo, por mi parte, por mucho que intentaba distraerme en la lectura, no podía disuadirme de la anhelada imagen de ver surgir el blanco elixir de la vida con la fuerza de un torrente de volcánica lava porque se me aparecía con la insistencia inopinada de los malos pensamientos. Y entonces la boca se me hacía agua de sólo imaginarme bebiendo de aquella tibia fuente hasta la saciedad. Además, la obligada abstinencia me había ocasionado, al igual que a mis hermanas, una terrible debilidad que pronto habría de convertirse en agonía, a menos que me fuera proporcionado el dulce elixir. Pese a la urgencia y la fatiga, mis hermanas tenían que proceder con suma cautela. La primera estrategia que urdieron fue, cuanto menos, ingeniosa. De sus épocas de estrellato guardaban una vieja acuarela publicitaria que solían mirar llenas de nostalgia. En ella aparecían, jóvenes y deslumbrantes, completamente desnudas y besándose mientras se acariciaban mutuamente los pezones. La idea consistía en dejar, como al descuido, un sobre con la acuarela en su interior a la vista de Derek Talbot. Había dos alternativas. La primera y la más ambiciosa era que la lasciva ilustración despertara en él el deseo por las protagonistas de la escena que, si bien correspondía a épocas lejanas de dorada gloria, a pesar del paso del tiempo, no dejaban de ser las mismas. Y así, quizá, reconociendo en mis hermanas algún vestigio de su pasado esplendor, se rindiese en las actuales personas de Babette y Colette a los pretéritos encantos de la acuarela. La segunda era que, habida cuenta de la obligada abstinencia a que lo sometía el aislamiento, Derek Talbot se viera inducido a prodigarse una íntima satisfacción a sí mismo y entonces, inmediatamente después y de acuerdo a un sincronizado ardid, nos apoderaríamos de la preciada materia del éxtasis.
Aquella misma tarde, mientras el casero terminaba las tareas de jardinería, Babette entró en la casa y dejó la lámina sobre la mesa de noche. La casa tenía un tejado a dos aguas y desde la claraboya podía verse, justamente, la cama de Derek Talbot. Había entrado la noche cuando mi hermana Babette trepó subrepticiamente por la escalerilla hasta la pequeña claraboya. Colette, según lo planeado, se asomó ala ventana de nuestra casa, desde donde podía ver la lejana silueta de Babette cortada contra el cielo como una vieja gata en celo.
El joven casero se había quitado ya la ropa cuando, al sentarse en el borde de la cama, encendió el candil y entonces descubrió en la mesa de luz el sobre desde cuyo interior asomaba parte de la acuarela. Al otro lado de la claraboya, Babette pudo ver cómo el casero examinaba sorprendido el anverso y el reverso del sobre y, lleno de curiosidad, trataba de inteligirla parte de la figura visible del papel. Sabía que aquello no era para él, pero tampoco podía sustraerse a la curiosidad. Tiró un poco más de la hoja y, entonces, creyó reconocer el rostro que acababa de quedar al descubierto. Tardó en comprender que aquella cara inciertamente familiar correspondía a la de una de las mellizas, cosa que confirmó inmediatamente cuando, habiendo tirado un poco más del papel, descubrió el otro rostro idéntico y simétrico al primero. Mi hermana Babette vio cómo Derek Talbot ponía los ojos como dos monedas de oro al retirar por completo la acuarela. Babette contemplaba la escena con una mezcla de ansiedad y excitación que se hicieron manifiestas cuando el casero se tendió sobre la cama dejando ver su miembro que empezaba a apuntar hacia el norte, mientras miraba la acuarela. Su mano se empezó a deslizar tímidamente y, como impulsada por una voluntad independiente o, más bien, contraria a la suya, alcanzó sus ciegos testigos. Babette sonrió con una expresión hecha de lascivia y apetencia, al tiempo que se humedecía los labios con la lengua como un animal de presa que se aprestara a saltar sobre su víctima después de un largo ayuno. Derek Talbot posó la pintura sobre la almohada y con la otra mano, ahora libre, comenzó a frotarse suavemente el glande que había quedado completamente descubierto. Mi hermana, en puntas de pie sobre la pequeña cornisa, se levantó las faldas y humedeció sus dedos mayores con una saliva espesa: con uno se prodigaba unas levísimas caricias en torno del pezón ―que se había puesto duro y prominente― y con el otro comenzó a circunvalar el perímetro de los labios mudos. Se acariciaba con la misma cadencia con que el joven casero iba y venía con su mano alrededor del grueso mastuerzo. Mi hermana contenía o bien apuraba el ritmo de acuerdo al tempo que adivinaba en la expresión de Derek Talbot. No quería alcanzar el éxtasis ni antes ni después que el casero. En el mismo momento en que él se disponía para un orgasmo que se auguraba prodigioso en deleites y más que profuso en abundancia del anhelado fluido, acontecieron dos hechos a un tiempo. Por una parte, contra su voluntad, los ojos del casero se posaron en el Cristo que vigilaba sobre la cabecera de su cama y, como si de pronto se hubiese visto sorprendido en toda su vileza, sintió que el índice de Dios lo amenazaba, Todopoderoso y Condenatorio, con mandarlo al más profundo de los infiernos. Aterrado, el casero se detuvo, arrojó la lámina por los aires y cubriéndose el sexo ―que en un suspiro había vuelto al más diminuto de los reposos― empezó a santiguarse e implorar perdón. Mi hermana, con una mueca de congelado desconcierto, se quedó, rígida como estaba, medio en cuclillas, con un dedo metido en sus cavernosos antros y el otro a mitad de camino entre la boca y el pezón. Parecía señalarse como si se dijera: `Heme aquí, la más imbécil". Si una escultura tuviese que representar la decadencia, allí estaba mi hermana, Babette Legrand, a la intemperie nocturna, cual estatua viviente y patética, con su trasero decrépito al viento. Por otra parte, como si fuese poco, Derek Talbot, furioso consigo mismo, golpeó con toda la fuerza de sus puños la mesa de noche, con una decisión tal que el pesado candelero fue despedido con la violencia de una munición, hasta dar contra el marco de la pequeña claraboya. El ventanuco giró sobre su eje transversal abriéndose brutalmente de suerte tal que golpeó en la mandíbula de Babette quien, exánime, cayó sobre el vidrio que obró de plano inclinado haciendo que la humanidad de mi hermana se deslizara hacia el interior de la casa. Tiesa, despeinada yen la misma posición en la que estaba, se despeñó en una caída tumultuosa. El casero, aterrado, pudo ver cómo aquella maldición de Dios se acercaba desde el cielo como un cometa devastador y obsceno ―pues el dedo aún permanecía metido allí― y apenas pudo protegerse cuando Babette se estrelló contra él. Mi hermana Colette, que esperaba la señal desde nuestro balcón, no pudo comprenderla efímera escena que se había presentado a sus ojos, aunque, a juzgar por el lejano estrépito, sospechó que algo había salido mal. Corrió escaleras abajo, tomó el rifle que descansaba sobre el hogar, cruzó la puerta y, cual guerrero, se perdió en la noche en dirección a la casa vecina. Aquél iba a ser el principio de la tragedia.
Colette, rifle en mano, entró en la casa como un justiciero. A tontas ya locas, apuntó hacia adelante y entonces, justo en la línea de la mirilla, pudo ver al casero, desnudo y aterrorizado, junto a nuestra hermana Babette, que, confusa y desequilibrada, intentaba incorporarse.
Presa de la desesperación, mis hermanas, sin dejar de apuntar al pobre casero, lo ataron por las muñecas a la cabecera de la cama y por los tobillos al rodapié. Por las dudas descolgaron el Cristo y se dispusieron, como fuera, a extraer del cuerpo del joven el néctar de la vida. Derek Talbot, desnudo y aterrado, vio cómo mi hermana Colette le acercaba el rifle a la sien y con una mezcla de furia, excitación y desesperada urgencia, lo conminaba a colaborar. Mis hermanas se habían transformado, súbitamente, en un par de vulgares ladronas. Sin embargo, mi querido Dr. Polidori, como habéis de imaginar, era el suyo, cuanto menos, un extraño ―y por cierto difícil― botín. El trabajo de ladrón lo imagino fácil: si bajo las mismas circunstancias, un dúo de improvisados ladronzuelos hubiesen querido llevarse dinero u objetos, podéis suponer que habría sido una tarea sencillísima. Aun si la víctima tuviera que ser obligada a revelar el lugar del pretendido objeto, bastaría con amenazarla firmemente y con viva convicción. Y, de hecho, sospecho que un rifle apuntado certeramente ala sien es una razón suficientemente persuasiva. Pero, de pronto, mis hermanas descubrieron que era el suyo el más difícil de los botines. Es obviamente posible sustraer objetos; pueden, incluso, arrancarse confesiones, súplicas o lágrimas. Pero, ¿cómo apoderarse de aquello que ni siquiera está gobernado por la propia voluntad de la víctima? Las mujeres ―y en esto no me incluyo― pueden simular placer y hasta un actuado paroxismo. Pero a vosotros, los hombres, os está vedada la simulación. ¿Cómo actuar una erección cuando, por la razón que fuere, la voluntad de vuestro socio se niega a acompañaros en la empresa? Y mucho menos aún podéis simular el regalo del viril maná. Pues precisamente ésta era la desesperada situación a la que se veía confrontado Derek Talbot: cuanto más lo conminaban a que entregara el preciado tesoro, tanto menos podía cumplir con tales peticiones y, lejos de alcanzar siquiera una modesta erección, presentaba una vergonzante inutilidad que convirtió a aquel magnífico guerrero enhiesto, que hasta hacía unos minutos se erigía brioso y rampante cual león, en una suerte de tímido roedor que apenas asomaba la cabeza desde la madriguera de su piloso pubis. Mis hermanas comprendieron que mientras mayor fuera la exigencia sobre el joven casero, tanto menores habrían de ser las posibilidades de conseguir su propósito. De hecho, el panorama que se presentaba a los ojos de Derek Talbot no se diría precisamente voluptuoso: dos ancianas fuera de sí, una apuntándolo cual forajido y la otra, magullada y confundida, paseándose a la deriva por el cuarto, dándose de bruces contra las paredes. Colette decidió cambiarla estrategia. Primero se cercioró de que las cuerdas que aseguraban las muñecas y los tobillos del casero estuviesen firmemente sujetas, después dejó el rifle apoyado contra la pared, caminó hasta el espejo y se miró largamente. Se compuso un poco los cabellos y, sin proponérselo, adquirió de pronto el viejo talante sensual con el cual solía arreglarse frente al espejo del camarín cuando, en la primavera de su vida, se disponía a salir al escenario. Creyó ver en aquellos ojos claros ―enmarcados ahora en unos párpados hechos de arrugas― algo de la antigua sensualidad. Bajó su mirada hasta su propio busto y se dijo que, pese al rigor de los años, no se veía del todo mal o, en último caso, que aquel corsé que comprimía donde sobraba y rellenaba donde faltaba le confería una apariencia ―por ilusoria que fuera― no del todo desdeñable. Sentada como estaba, cruzó una pierna por sobre la otra y se levantó las faldas por encima de los muslos. No era benevolente consigo misma; vio, sí, las carnes blandas que pendían sobre sus propios pliegues, consideró las adiposidades que ocupaban ahora el lugar vacante de las carnes firmes que otrora le conferían a sus piernas la belleza de la madera torneada y, pese a la devastación implacable producida por el paso de los años, se reconoció en aquella sílfide que había sido. Se dijo que si su propio y despiadado juicio ―que solía atormentarla con la implacable severidad de la nostalgia― le otorgaba ahora alguna concesión, pues por qué no iba a suscitar todavía, aunque más no fuera, un pequeño rescoldo de su pasado fulgor. Sentada como estaba, giró en la silla hacia el joven casero que la había estado observando con alguna curiosidad y creyó ver en su mirada un sino de apetencia. Y no se equivocaba.
Derek Talbot la examinaba no sin cierta aprobación. Colette se sintió súbitamente bella. Sabía, íntimamente, que siempre había sido más hermosa que Babette. Sólo un idiota o un ciego podría confundirla con su melliza. Miró a Babette, que trataba de recuperarla compostura, con sincera compasión. De hecho, el casero ni siquiera había vuelto a reparar en Babette y, en cambio, recorría con sus ojos las piernas desnudas que le ofrecía Colette. Mi hermana separó las rodillas y, mirando a los ojos de Derek Talbot, primero se acarició los muslos y después extendió un brazo hasta alcanzar el rifle que descansaba apoyado vertical contra la pared. Acarició el caño del arma desplazando ahora su mirada al miembro del casero ―que se diría que empezaba a resucitar― e inmediatamente bajó el mango del rifle hasta su pubis, apretándolo entre las piernas mientras pasaba su lengua por la boca del caño. En esa posición se contoneaba como si montara un caballo al trote, suave y morosamente. Derek Talbot había recobrado algo de su expresión, cuando, momentos antes, contemplaba la antigua acuarela. Mi hermana Colette, viendo que el "socio" del casero regresaba al reino de los vivos, se incorporó, caminó hasta la cama, se hincó de rodillas y, como si rindiese una profana pleitesía, lo tomó entre sus manos y pasó su lengua desde el nacimiento hasta el glande y desde el glande al nacimiento. Babette, que empezaba a componerse, miró la escena, atónita y descreída. Colette, sin soltar su presa, levantó la vista y miró a nuestra hermana no sin alguna malicia, como si así le dijera: "Yo, Colette Legrand, he conseguido lo que tú, vieja e insulsa hermana, jamás podrías lograr".
Colette sintió entre sus manos una convulsión que se diría sísmica. Rápida y puntual, envolvió el trofeo en el pañuelo que llevaba consigo y sólo entonces, como un volcán furioso, manó la blanca y anhelada lava. Cuando hubieron cesado los estertores, Colette presionó aun más para extraer hasta la última gota. Cuando el fluido de la vida quedó depositado en la concavidad del pañuelo, Colette hizo un nudo en las puntas y guardó la virtual talega entre sus ropas. Derek Talbot temblaba todavía como una hoja cuando, súbitamente, abrió los ojos. Como si acabara de pasar del más grato de los sueños a la más atroz de las pesadillas, vio a aquel dúo de ancianas decrépitas, voraces y rapiñeras que se reían satisfechas como hienas. Derek Talbot sintió un profundo asco que se manifestó en una náusea incontenible. Primero rogó que lo liberaran, después maldijo con toda la fuerza de sus pulmones, juró denunciarlas y propalar a los cuatro vientos que las Legrand eran unas rameras de siete suelas. Me trajeron presurosas el néctar robado. Bebí hasta la saciedad y conforme el fluido de la vida bajaba por mi garganta, en la misma proporción el alma nos volvía al cuerpo hasta restablecernos por completo. Desde la pequeña casa al otro lado de la residencia llegaban los gritos y las maldiciones de Derek Talbot. Entonces mis hermanas repararon en el hecho incontestable de que si, efectivamente, el joven casero hablaba de lo sucedido, los rumores que sobre ellas corrían iban a quedar definitivamente confirmados. Ahora, llenas de vitalidad y animadas por una única convicción, rifle en mano, volvieron sobre sus pasos hasta la pequeña casa de Derek Talbot. Cuando el casero volvió a verlas, irrumpió en nuevas y más terribles maldiciones. Babette levantó el rifle hasta la altura de sus ojos, apuntó al centro de la frente del joven casero y disparó. Aquél iba a ser el inicio de una demencial serie de crímenes.
Me inclino a suponer que mis hermanas jamás se consideraron a sí mismas como un dúo de asesinas. Mataban con la misma insita naturalidad con la que el tigre hunde sus colmillos en la médula de la gacela. Mataban sin odio, sin ensañamiento. Mataban sin piedad ni espíritu de redención. Mataban sin método ni cuidado. No sentían remordimiento ni placer. Mataban conforme a las leyes de la naturaleza: sencillamente porque tenían que vivir. De pronto nos convertimos al nomadismo. Llegábamos a una ciudad o a un pueblo, mis hermanas elegían a las víctimas, obtenían el botín, mataban, volvían a matar y entonces partíamos hacia un nuevo destino. Ya os he contado el tormento que para mí significaban los desplazamientos. Se diría, en cambio, que mis hermanas estaban felices con su nueva vida.
Viajar les producía una inmensa excitación. En el curso de un año hemos viajado más que vos en toda vuestra existencia. El azar nos llevó desde el extremo occidental hasta el oriental de Europa, de Lisboa hasta San Petersburgo; de norte a sur, desde los reinos nórdicos hasta la isla de Creta. Conocimos las tierras más exóticas a uno y otro lado del Atlántico, desde los confines de los Mares del Sur y las márgenes del oceánico Río de la Plata, hasta los Estados Unidos de Norteamérica. Confieso que no podría contar, ni siquiera por aproximación, el número de muertos que dejamos tras nuestros pasos. Dr. Polidori, en lo que a mí concierne, debo confesaros que ya no puedo seguir cargando con el peso del remordimiento. Ni del cansancio. Soy ya un monstruo viejo. Si me he resuelto a confesaros mi existencia es porque sé que en lo más recóndito de nuestras almas nos parecemos. Sé que podemos sernos mutuamente útiles. Lo que tengo para ofreceros a cambio de lo que ya sabéis es lo que vuestro corazón siempre anheló. Mañana os lo entregaré. Ahora debo dormir, ya no me quedan demasiadas fuerzas. Sabréis de mí.
Annette LegrandLa lejana luz de la cima se apagó.
John William Polidori releyó las últimas líneas de la carta. Otra vez lo sobrecogió el pánico. Era, sin embargo, un miedo ambiguo. Se imaginaba los cadáveres hallados en los alrededores del Castillo de Chillon. Contra su voluntad se impuso en su pensamiento la imagen de Derek Talbot atado de pies y manos a la cama, desnudo, con la frente perforada y flotando en su propia sangre. Pero ahora, descubrió, no lo atemorizaba aquella ominosa correspondencia; al contrario, lo único que, supuso, podía salvarlo de la voracidad asesina de las mellizas Legrand era, precisamente, aquella monstruosa entidad. A pesar de la situación, cuanto menos unilateral, que surgía de la última carta, Polidori confiaba en la posibilidad de sacar algún rédito. Pero se preguntó si acaso Annette Legrand sabría qué era aquello que su corazón más anhelaba. Albergaba la supersticiosa esperanza de que lo supiera. No sentía el menor pudor en exhibir sus más recónditas miserias; al contrario, estaba dispuesto a desnudarle todas sus inconfesables ruindades. De pronto, Polidori descubrió que la abominable trilliza no solamente podría preservarlo de la muerte, sino que, aún más, podría cambiar su insignificante existencia.
Cuatro horas permaneció John Polidori frente a un papel que se obstinaba en permanecer en blanco. Hundía la pluma en el tintero, se revolvía en la silla, se incorporaba, caminaba de un extremo a otro de la habitación, volvía presuroso a la silla como si acabara de atrapar la frase justa, exacta, que abriría el relato y cuando, por fin, se disponía a volcarla sobre el papel, descubría que la tinta ya se había secado en la punta de la pluma. Para cuando había terminado de remover la membrana que se formaba en la superficie del tintero, la frase ya se había evaporado con la misma volatilidad de los alcoholes de los pigmentos. Esta escena se repetía como en una pesadilla. John Polidori sabía que tenía la historia; estaba allí, al alcance de su mano. Sin embargo, por razones que se dirían de orden puramente burocrático y completamente ajenas a su talento, nunca acababa de trasponer el umbral de la res cogitans de su prodigiosa imaginación hacia la miserable res extensa del papel. Llegó a odiar la ordinaria sustancia de aquella hoja. Ésa y no otra era la dificultad: ¿por qué un espíritu como el suyo, habitante de las alturas del mundo de las ideas, tenía que rebajarse a la llanura del papel? El verdadero poeta no tenía motivos para dejar huella y testimonio de aquella experiencia intransferible que era la Poesía. En esa convicción e intuyendo que muy pronto alguien habría de solucionar aquel problema por así decirlo― "técnico", John William Polidori, pluma en mano, se durmió profundamente sobre el escritorio.
La mañana empezaba a desplegar sus pálidos resplandores a través de las hendijas de la persiana. John William Polidori despertó a causa del entumecimiento de su brazo derecho y un dolor agudo que le surcaba el espinazo de extremo a extremo. Se acomodó en la silla, extendió las piernas apoyándolas sobre el escritorio y se hubiese vuelto a dormir inmediatamente de no haber sido por un detalle en el que acababa de reparar: no recordaba haber cerrado la persiana. Se dijo que quizá las hojas hubieran girado sobre sus bisagras a causa de la tormenta. Pero cuando miró mejor, concluyó que por muy fuerte que hubiese soplado el viento, no era razón para que el pasador se hallara prolijamente cerrado. Automáticamente dirigió la mirada hacia el pie del candil. Tal como sospechaba, pudo ver, nuevamente, un sobre negro lacrado con el sello púrpura en cuyo centro se distinguía la letra L. Por primera vez sintió el ominoso aliento, material y próximo, de la acechanza.
Mi querido doctor:Buenos días. Espero que os encontréis repuesto. No he querido importunaros, de modo que he sido sigilosa. Os he visto dormir. Parecíais un ángel. Me enterneció veros así, con la expresión de un niño. Me he tomado la libertad de desajustaros el moño y quitaras los zapatos. Ya juzgar por la sonrisa que en sueños me habéis dedicado, se diría que me estabais agradecido.
Bien, ya sabéis qué es aquello de lo que sois dueño. Pero aún no os he dicho qué es lo que os ofrezco a cambio de lo que pido. Yo sé qué es lo que más anheláis. Podría jurar que conozco aquello con lo que siempre soñasteis, cuál es la razón de vuestros desvelos y lo que obnubila vuestros ojos en los ensueños diurnos. Puedo adivinar que el amargo alimento con que se nutre vuestra alma es el veneno de la envidia. Sé que estaríais dispuesto a entregar un dedo de vuestra mano derecha por un par de sonetos rimados y hasta la mano íntegra por un relato completo. Y no dudo de que entregaríais el alma al diablo por trescientos folios discretamente redactados. Pues bien, lo que os pido a cambio no es nada que no tenga remedio. Nada, absolutamente nada perderíais si accedierais a entregarme lo que necesito para seguir con vida. No estoy pidiendo caridad. Tampoco os ofrezco la inmortalidad. Aunque sí, quizá, lo más semejante a ella: la posteridad. Tal vez lo único que he aprendido en mi larga existencia no sea otra cosa que escribir. A cambio de aquello que necesito para seguir viviendo, os daré la autoría de un libro que, no lo dudéis, os hará entrar a] Olimpo de la gloria. Escalaréis hasta el más alto pedestal ―más alto incluso que el del Lord al cual servís― de la celebridad. Las cuartillas que veis sobre el escritorio constituyen la primera cuarta parte de un relato. Tomadlo corno un obsequio. Leedlas: si consideráis que nada valen, arrojadlas al fuego y no volveré a importunaros (puedo hablar solamente por mí, no por mis hermanas). Si, en cambio, decidís que quisierais dignar con vuestra rúbrica la autoría, entonces me daréis a cambio lo que necesito. En caso de que accedierais, esta misma noche os daré la segunda parte. Será la primera de las tres entregas siguientes. Y por cada entrega me serviré de vos igual cantidad de veces. El contenido del cofrecillo simplificará las cosas, veréis.
Había entrado la noche cuando John Polidori se sentó al secrétaire, resuelto a iniciar la ceremonia. Cargó su pipa con aquel dedal de opio. Se tendió, vestido como estaba, sobre la cama y sólo entonces acercó el fuego al crisol. Retuvo la bocanada inicial durante varios segundos, primero en la boca, paladeando el sabor del humo. Contempló las montañas que amenazaban, negras y pétreas, recortadas contra un cielo hecho de espanto. Las nubes eran ciudades flotantes que pronto habrían de derribarse sobre el mundo. Un viento feroz revolvía las copas de los pinos y levantaba en veloces remolinos las hojas muertas del jardín.
John Polidori, sin dejar de abrazar las cuartillas, las piernas abiertas, tembloroso y jadeante, contempló su pequeño miembro mientras Annette Legrand lo recorría con la punta de la lengua. La alforja que contenía la cabeza de Lord Byron ―en apariencia definitivamente exánime junto a la puerta de la habitación― comenzó nuevamente a dar unas sacudidas convulsivas acompañadas de un sordo farfullido. John Polidori disfrutaba postergando el pago, cosa que se manifestaba en unas breves convulsiones que inflamaban el glande violáceo. Annette Legrand sintió entre sus dedos los fluidos que iban y venían, lo cual, se diría, no parecía provocarle más que una desesperante ansiedad que pronto habría de convertirse en fastidio. Y cuanto más conminaba a su amante a que de una vez por todas le entregara su parte del pacto, John Polidori, en la misma proporción, tanto más demoraba su cumplimiento.
Tres días permaneció John Polidori encerrado en su habitación. Annette Legrand había tenido la infinita benevolencia de procurarle tres botellines que, con puntual cumplimiento, pasaba a recoger durante la noche mientras Polidori dormía luego del fatigoso y vergonzante trámite que le demandaba llenarlos. A cambio, y con simétrica honradez, la trilliza le dejaba las cuartillas correspondientes sobre el escritorio, junto al candil. Cuando finalizó el contrato, John Polidori presentaba un aspecto lamentable.
Al cuarto día, John William Polidori salió de su habitación. Estaba impecable. Aquélla era la noche en la que, según lo estipulado, cada uno debía leer, a las doce en punto, la historia prometida. Desde lo alto de la escalera, John Polidori pudo ver el salón especialmente preparado para el acontecimiento: cuatro candelabros ubicados en los ángulos del salón proyectaban una luz mortecina que apenas iluminaba la mesa. A través de los ventanales entraba el resplandor de un cielo gris hecho de nubes que, filtrado por las cortinas purpúreas, le confería a la sala un sino de recinto mortuorio. Lord Byron y Percy Shelley ocupaban sendas cabeceras. Mary y Claire, los laterales. Todos con sus respectivos manuscritos delante de sí. Nadie había percibido la omnisciente mirada de Polidori, quien, en lo alto de la escalera, quedaba envuelto en la más absoluta penumbra. En rigor, nadie esperaba que el secretario acudiera a la cita. Polidori tardó en percatarse de que ni siquiera le habían reservado un lugar en la mesa. Una indignación corrosiva le atravesó la garganta. Sin embargo, aquel original que traía bajo el brazo era suficientemente disuasivo: no valía la pena descargar su ira en esos pobres engreídos.
En aquel tiempo apareció, en medio de las frivolidades invernales de Londres, en las numerosas reuniones a que la moda obliga en esta época, un lord más notable aun por su singularidad que por su alcurnia...
Su originalidad hacía que fuera invitado a todas partes. Todos querían conocerlo y aquellos a quienes, habituados desde siempre a las emociones violentas, la saciedad les hacía por fin sentir el peso del tedio, se felicitaban de encontrar algo que de nuevo despertase su interés adormecido.
Aubrey ―leyó mirando fijo a los ojos de Shelley―, tendido en su lecho de dolor y poseído de una fiebre devoradora, llamaba, en los accesos de delirio, a Lord Ruthwen ―y entonces clavaba sus ojos en Byron― ya Ianthe ―leía y desplazaba la mirada hacia Claire―. A veces suplicaba a su antiguo compañero de viajes que perdonase a su amada...
...Lord Ruthwen había desaparecido y la sangre de su infortunada compañera había aplacado la sed de un vampiro ―concluyó.
John William Polidori era el hombre más feliz del mundo. No bien llegara a Londres, entregaría al editor de Byron ―nada más humillante para su Lord― los manuscritos de El vampiro. Sin embargo, de pronto se dio cuenta de que el texto ―que estaba llamado a abrir caminos― resultaba, pese a su genialidad y oscura luminosidad, escaso para que su nombre ascendiera a la gloria de la posteridad. Y mientras contemplaba el raquítico cuaderno ―que no excedía los cincuenta folios― se dijo que un solo cuento, por más sublime, original y novedoso que fuera, era nada comparado, por ejemplo, con la obra de su Lord. Ya podía imaginar las ironías de Byron acerca de las Obras completas de su secretario. De pronto lo invadió una desazón más profunda que el lago que ahora contemplaba a través de la ventana. Miraba más allá de la cortina de agua que caía, oblicua e incesante, y trataba de distinguir la pequeña luz sobre la montaña. Pero no pudo percibir ningún indicio. Pese a la repugnancia, se dijo que estaría dispuesto a dar cualquier cosa a cambio de un nuevo libro.
Mi muy querida Annette:Sois, en efecto, el ser más horroroso, despreciable y vil que me haya tocado en desgracia conocer. La descripción que hicierais sobre vuestra espantosa persona resultó benévola en comparación con la real anatomía que "cometéis". Y vuestro espíritu no va a la zaga. Sin embargo, debo admitir que el relato que me legasteis en paternidad es, sencillamente, sublime. Ignoro cómo habéis hecho para indagar en mi espíritu y develar lo más recóndito, oscuro y atroz de mi ser. Nadie podría dudar de la autoría de El vampiro, pues no es en absoluto ajeno a mi propia biografía. Sois el mismo diablo, un demonio maloliente y espantoso. Pero necesito ahora de vuestro maldito talento en la misma proporción que vos necesitáis de mi simiente para no perecer. Me entrego pues a este secreto matrimonio. Al igual que un noble señor necesita de la femenina carne para procrear y prolongar, de ese modo, su noble genealogía en los vástagos de su sangre, así preciso yo de vuestra eterna compañía. Os espero esta misma noche.
John Polidori se despertó excitado como un niño. Se incorporó y de inmediato miró hacia el escritorio. En efecto, allí donde siempre, al pie del candil, estaba la nueva carta. Abrió el sobre y con una sonrisa infantil se dispuso a leer.
Querido Dr. Polidori:Para cuando estéis leyendo esta carta, yo ya no estaré aquí. Hemos decidido abandonar Ginebra por razones sobre las cuales no me explayaré, aunque de seguro habréis de sospechar. No sabéis cuánto me halaga vuestra propuesta de "matrimonio"; confieso que jamás he soñado con que alguien me hiciera semejante proposición y menos aún que vos, un joven hermoso, os convirtierais en mi pretendiente. Lamento no poder complaceros. Pero odio los compromisos formales. Sucede que vosotros, hombres, nunca estáis satisfechos con lo que tenéis. Daos por conforme con El vampiro que, modestamente, es demasiada obra para un pobre medicastro condenado a serla sombra de su Lord. Convenceos: no servís para otra cosa. Así escribierais una obra comparable a la del hermoso Percy Shelley, no podríais dejar de ser el paupérrimo sirviente hijo del secretario y, si pudierais ser padre, no podríais dar al mundo sino otros miserables secretarios como vos. No os engañéis, no tenéis más abolengo ni genealogía que los que os otorga la sombra de vuestro Lord. Por lo demás, ¿qué os hace suponer que vuestro fluido vital ―delicioso, por cierto― es el único del que podría yo disponer? Por fortuna, existen millones de hombres en este mundo. Además, la paternidad es siempre lo más dudoso. Me halagan los adjetivos con los que me calificáis aunque os recomendaría que, en honor a la prosa, evitéis el abuso de ellos. Me habéis llamado "diabólica " y os agradezco el cumplido. Pero, precisamente, debo recordaros que es el diablo quien elige las almas que ha de comprar y nunca se interesaría en el alma de quien, miserablemente, se la ofreciera en venta. Conformaos con lo que os di. Adiós, mi querido Polly Dolly.
Conocía la letra de su Lord mejor que la de su propio puño. ¿Pero qué hacía una carta de Byron allí, en los repugnantes antros del monstruo sólo conocido por él, el sombrío Polidori? Y cuanto más leía y releía el encabezamiento, tanto menos podía entender, como si aquellas letras claras y redondas fuesen incomprensibles caracteres de un idioma desconocido.
Abominable musa de las tinieblas:Acabo de leer la segunda parte de vuestro Manfred ―o acaso debería decir "mi" Manfred y debo confesaros que, si los primeros versos eran alentadores, los siguientes son sencillamente cautivantes. Tienen un decidido tono byroniano, lo cual, por cierto, los hace verdaderamente exquisitos. Espero que os hayáis alimentado con provecho (no podríais quejaros de la abundancia de vuestra última cena) y, a juzgar por vuestra producción literaria, mi fluido vital parece haberos llenado de mi primorosa inspiración. El niño Manfred tiene las cualidades de su noble padre. En verdad me gusta. Si continuáis por el mismo camino, acabaré por enamorarme. Ignoro de dónde proviene vuestro maléfico talento, de dónde habéis tomado la voz de Manfred que, entre las heladas paredes de aquella catedral gótica, sin duda, resuena desterrada y dramática, idéntica a la mía. Aquella culpa, infinita e irremisible, es el remordimiento anticipado que, lo sé, habrá de atormentarme hasta el último de mis días. No hace falta que os diga por qué. No he leído el Fausto ―ignoro el alemán―, pero casualmente hace muy poco tiempo mi amigo Matthew Lewis me tradujo, viva voce, un largo fragmento y no he podido evitarla misma viva impresión que me produjo la lectura de Manfred. ¡Cuánto desearía ser como vuestro héroe y tener su mismo temple ante las tentaciones! Pero como veis, ni siquiera puedo resistirme a la de aceptar la paternidad de Manfred.
Notre (horrible) Dame:Si de mi humilde persona dependiese, ya os hubiera dado el ministerio que hoy ocupa ―o debería decir "usurpa "― el ridículo conde Rasumovskiz, cuya monstruosidad es de una tipología infinitamente más abyecta que la vuestra. Ya quisiera el ministro servirse del talento que os adorna, aunque mucho me temo que no tenga nada bueno para daros a cambio, ya que ni siquiera goza del vigor que ostenta nuestro archimandrita Fotij ―Señor líbranos a nosotros, pobres pecadores, de estos pastores― quien al parecer muestra igual pasión por el alma de los hombres que por el cuerpo de las mujeres. Con más fundamentos que el archimandrita, puedo deciros lo mismo que Fotij a la señora Orlov: "¿Qué es lo que has hecho de mí, convirtiendo en alma mi cuerpo?". He leído con infinito placer la segunda parte de La dama de pique. En verdad es el relato que quisiera estar escribiendo. Mucho me complacería saber cómo habrá de terminar mi historia. Os espero esta noche.
Alexander Puschkin
Pocos son los datos ciertos que se conocen sobre John William Polidori durante el curso de los cuatro años que sobrevivió a aquel verano que cambió el curso de la literatura universal. De su propio diario se desprende que el joven médico ―según Byron, "más apto para producir enfermedades que para curarlas"― marchaba irremediablemente hacia un desequilibrio definitivo. Aprovechando la ausencia de su Lord, el secretario entregó los manuscritos de The Vampyre en 1819. La obra se publicó y, contrariando los pronósticos del propio Lord, la edición se agotó el mismo día de su salida. Sin embargo, la obra no había aparecido con la firma de su presunto autor, John Polidori, sino con la de Byron. Desde Venecia, indignado y furioso, Lord Byron hizo llegar al editor una categórica desmentida. Mary Shelley fue aún más lapidaria: en la advertencia que precede a su novela Frankenstein, en la que relata las circunstancias en las que concibió a su criatura durante el curso de aquel lluvioso verano de 1816 en Villa Diodati, hace mención al pacto según el cual "cada uno de nosotros debía escribir un cuento fundado en alguna manifestación sobrenatural". Hacia el final del pequeño prólogo, Mary Shelley afirma falsamente que "el tiempo mejoró de improviso y mis amigos me abandonaron para dedicarse a explorar los Alpes, entre cuyos magníficos parajes olvidaron nuestro compromiso con las evocaciones espectrales. Por ello, el relato que se ofrece a continuación es el único que llegó a concluirse". Por alguna extraña razón, la autora de Frankenstein decidió omitir el nacimiento de The Vampyre e ignorar con el más cruel de los silencios a John William Polidori.
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