Publicado en
marzo 19, 2011
I
En el patio del hospital hay un pequeño pabellón circundado de cardos, hortigas y cáñamo silvestre. Tiene el tejado mohoso, la chimenea semiderrengada, los escalones del porche carcomidos y cubiertos de abrojos; y del revoque no quedan sino huellas. Su fachada principal da al hospital, y la posterior, al campo, del que la separa una valla gris, llena de clavos. Los clavos en cuestión están colocados punta arriba; y la valla y el propio pabellón presentan ese aspecto tan peculiar, triste y abandonado que sólo se encuentra en Rusia en los edificios de hospitales y cárceles.
Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho sendero que conduce al pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste. Al abrir la primera puerta, pasamos al zaguán. Junto a la pared y cerca de la estufa hay montones de objetos: colchones, viejas batas desgarradas, pantalones, camisas a rayas azules, zapatos viejísimos. Todo ello amontonado, arrugado, revuelto, medio podrido y maloliente. Tumbado sobre tanto trasto y con la pipa siempre entre los dientes, está el loquero Nikita, viejo soldado de galones descoloridos, rostro severo y alcohólico, grandes cejas arqueadas, que le dan aspecto de mastín estepario, y nariz roja. Es de baja estatura, enjuto y huesudo; pero tiene un porte impresionante y unos puños grandísimos. Pertenece a esa categoría de gente adusta, cumplidora y obtusa que prefiere el orden sobre todas las cosas y que, por ello, cree en las virtudes del palo. Él pega en la cara, en el pecho, en la espalda, en donde se tercia; y está convencido de que sin esto no habría orden aquí. Después entrarán ustedes en una habitación espaciosa, que ocupa el pabellón entero, menos el zaguán. Las paredes están embadurnadas con pintura de color azul borroso. El techo, ahumado como el de un fogón, denota que en el invierno se enciende la estufa, despidiendo un humo sofocante. Por su parte interior, las ventanas están provistas de rejas de hierro. El piso es gris y astilloso. Huele a col agria, a tufo de candil, a chinches y amoniaco; y esta pestilencia, en el momento de entrar, produce la impresión de que se entra en una casa de fieras. Hay en la habitación camas atornilladas al suelo. Sentados o tendidos sobre ellas, se nos presentan hombres con batas azules y gorros de dormir a la antigua usanza. Son locos.Cinco locos. Sólo uno es de ascendencia noble; los demás proceden de la pequeña burguesía. El primero conforme se entra, un meschanin alto, delgado, de bigote rojo y brillante y ojos llorosos, está sentado con la cabeza apoyada en la mano y la mirada fija en un punto. Se pasa el día y la noche con el semblante triste, moviendo la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente. Rara vez interviene en las conversaciones; y no suele responder a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando se lo dan. A juzgar por su tos convulsiva y torturante, por su delgadez y por la ligera coloración de su rostro, está en la primera fase de la tuberculosis. El siguiente es un viejecillo pequeño, ágil y vivaz, de aguda perilla y pelo azabachado y rizoso, como el de un negro. Durante el día se pasea de ventana en ventana o se sienta en su cama a la manera turca; y silba sin cesar, como un jilguero, o canta y ríe quedamente. Su alegría infantil y su viveza de carácter se manifiestan también de noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse golpes de pecho y hurgar en las cerraduras. Es el judío Moiseika, un tontuelo que perdió el juicio hace veinte años, al quemársele un taller de sombrerería. De todos los habitantes del pabellón número seis, es Moiseika el único al que se permite salir del pabellón e incluso del patio a la calle. Disfruta de este privilegio desde hace tiempo, acaso por su veteranía en el hospital y por ser un tonto tranquilo e inocente, un payaso de la ciudad, acostumbrada ya a verle en las calles rodeado de chiquillos y de perros. Con su raído batín, su ridículo gorro, sus zapatillas, y a veces descalzo y hasta sin pantalón, recorre las calles deteniéndose ante las tiendas y pidiendo una limosna. Aquí le dan kvas, allí pan, más allá una kopeka. De tal modo, suele regresar al pabellón, harto y rico. Pero todo lo que trae se lo arrebata Nikita y se queda con ello. Lo registra brutalmente, con celo y enojo, dándoles la vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que jamás volverá a dejar salir al judío y de que el desorden es lo peor del mundo para él. Moiseika es servicial; lleva agua a sus compañeros, los tapa cuando están dormidos, promete a todos traerles una kopeka de la calle y hacerles un gorro; y da de comer a su vecino de la izquierda, un paralítico. Y no obra así por compasión o por consideraciones humanitarias, sino imitando y obedeciendo involuntariamente a su vecino de la derecha, apellidado Grómov. Iván Dimítrich Grómov, hombre de unos treinta y tres años, de familia noble, antiguo empleado de la Audiencia y secretario provincial, sufre manía persecutoria. Suele estar enroscado en la cama; o recorre el pabellón de un rincón a otro, con el solo objeto de moverse; y rara vez se sienta. Siempre parece excitado, nervioso, como esperando no se sabe qué. Al menor ruido en el zaguán o al menor grito en el patio levanta la cabeza y aguza el oído, temeroso de que vengan por él. Y en su cara refleja una intranquilidad y un miedo extremos. Me gusta su rostro ancho, pomuloso, siempre pálido y demacrado, espejo de un alma atormentada por la lucha interna y por el miedo permanente. Sus muecas son enfermizas y extrañas; pero los delicados rasgos que han dejado impresos en su semblante unos sufrimientos profundos y sinceros, son discretos e inteligentes; y sus ojos tienen un brillo cálido y sano. Me agrada esta persona cortés, servicial y delicada con todos, menos con Nikita. Si a alguien se le cae un botón o una cuchara, Grómov salta rápidamente de la cama para recoger el objeto caído. Todas las mañanas da los buenos días a sus compañeros; y al acostarse, les desea que pasen buena noche. Aparte del nerviosismo y las muecas, hay otra expresión de su locura; algunas noches se envuelve en su batín; y, tiritando con todo el cuerpo y castañeteando los dientes, se pone a andar, presuroso, de un rincón a otro y entre las camas. Diríase que es presa de una fiebre voraz. Por su manera de detenerse repentinamente y de mirar a los compañeros, se le nota el deseo de decir algo importante; pero, tal vez creyendo que no van a escucharle o a comprenderle, agita la cabeza y sigue andando. Sin embargo, el ansia de hablar se impone pronto a las demás consideraciones; y Grómov, dando rienda suelta a la lengua, habla con cálido apasionamiento. Su discurso es desordenado, febril, semejante al delirio, entrecortado y no siempre comprensible; pero en sus palabras y en su voz se percibe un matiz extraordinariamente bondadoso. Cuando habla, se nota en él al loco y al hombre. Es difícil trasplantar al papel sus demenciales discursos. Habla de la vileza humana, de la violencia que pisotea a la razón, de lo hermosa que será la vida en la tierra con el tiempo, de los barrotes, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y la crueldad de los esbirros. Un caótico y desordenado popurrí de tópicos que, aunque viejos, no han caducado todavíaII
Hace doce o quince años, en una casa de su propiedad, situada en la calle principal de una ciudad de Rusia, vivía con su familia el funcionario Grómov, persona seria y acomodada. Tenía dos hijos: Serguei e Iván. El primero, siendo ya estudiante de cuarto curso, enfermó de tisis galopante y murió muy pronto. Su muerte marcó el comienzo de una serie de desgracias que cayeron súbitamente sobre la familia. A la semana de enterrado Serguei, el padre fue procesado por fraude y malversación, falleciendo poco después en la enfermería de la cárcel, donde contrajo el tifus. La casa y todos los bienes fueron vendidos en almoneda, quedando Iván y su madre privados de recursos.
En vida de su padre, Iván vivía en Petersburgo, estudiando en la universidad; recibía de casa 60 o 70 rublos mensuales, e ignoraba lo que pudiera ser la necesidad; luego, en cambio, hubo de modificar radicalmente su vida: de la mañana a la noche tenía que dedicarse a dar clases ―muy mal pagadas― o a hacer de copista, pasando hambre a pesar de todo, pues enviaba la casi totalidad de las ganancias a su madre. Iván Dimítrich no resistió; desanimado, se quedó como un pajarito y, abandonando los estudios, se marchó a su casa. De regreso en su ciudad natal, y valiéndose de recomendaciones, obtuvo una plaza de maestro en una escuela; pero como no congenió con sus colegas, ni tampoco gustó a los alumnos, pronto renunció a su puesto. Murió la madre, Iván Dimítrich anduvo cosa de medio año cesante, alimentándose tan sólo de pan y agua; y luego encontró un empleo en la Audiencia que ocupó hasta que fue licenciado por enfermedad. Nunca, ni aun en sus jóvenes años estudiantiles, dio sensación de salud. Siempre fue pálido, flaco, resfriadizo; comía poco y dormía mal. Una copa de vino bastaba para darle mareos y enervarle hasta el histerismo. Aunque buscaba la compañía de la gente, su carácter colérico y sugestionable le impedía intimar con quienquiera que fuese y tener amigos. Hablaba con desprecio de sus conciudadanos, diciendo que su grosera ignorancia y su existencia soñolienta y animal le parecían repulsivas. Se expresaba con voz de tenor, fuerte, apasionadamente, tan pronto indignándose airado como admirándose jubiloso; pero siempre con sinceridad. Fuese cual fuere la materia de que se hablara con él, todo lo resumía en una conclusión: la vida en aquella ciudad ahogaba y aburría; la sociedad carecía de intereses vitales y arrastraba una existencia oscura y absurda, amenizándola con la violencia, la perversión más burda y la hipocresía; los granujas estaban hartos y vestidos, mientras que los honestos se alimentaban de migajas; hacían falta escuelas, un periódico local honrado, un teatro, conferencias públicas, cohesión de las fuerzas intelectuales; urgía que la sociedad se reconociera a sí misma y se horrorizara. En su apreciación de las personas, no utilizaba sino tintas cargadas, pero sólo blancas y negras, sin matices de otro género. Para él, la humanidad se dividía en honrados y canallas; no había cualidades intermedias. De las mujeres y del amor hablaba siempre con apasionado entusiasmo, aunque nunca estuvo enamorado. Pese a la rigidez de sus juicios y a su nerviosismo, en la ciudad le querían; y a espaldas suyas le llamaban con el diminutivo de Vania. Su delicadeza innata, su naturaleza servicial, su honradez, su pureza moral y su levita usada, su aspecto enfermizo y los infortunios de su familia, engendraban un sentimiento bueno, cálido y triste. Como, por otra parte, era instruido y leído, la gente lo creía enterado de todo; y por eso hacía las veces de un manual viviente de consulta. Leía muchísimo. Sentado en el club, tocándose, nervioso, la barba, hojeaba revistas y libros. Y por la cara se le notaba que no leía, sino que engullía lo que pasaba ante sus ojos, sin que le diese tiempo a masticarlo. Cabe suponer que la lectura fuese una de sus costumbres enfermizas, pues se lanzaba con la misma ansiedad sobre todo lo que se le ponía a mano, aunque fuesen periódicos o calendarios del año anterior. Cuando estaba en su casa, siempre leía acostado.III
Una mañana de otoño, Iván Dimítrich, subido el cuello del abrigo y chapoteando con los pies en el barro, iba por callejuelas y patios a casa de un individuo al que debía cobrarle cierta contribución. Llevaba, como todas las mañanas, un humor lúgubre. En una calleja se encontró a dos detenidos que, arrastrando cadenas, marchaban escoltados por una patrulla de cuatro soldados con fusiles. En más de una ocasión, Iván Dimítrich había visto detenidos, los cuales suscitaban siempre en su alma un sentimiento de piedad y de desazón. Ahora, en cambio, el encuentro le produjo una impresión muy particular y extraña. Por no se sabe que razón, pensó que también a él podían encadenarlo y conducirlo por el barro a la cárcel. Cumplido el servicio, y camino ya de su casa, halló cerca de la oficina de correos a un inspector de policía que le saludó y le acompañó unos pasos, circunstancia que se le antojó sospechosa. Una vez en su domicilio, se pasó el día sin que se le fueran de la imaginación los presos y los soldados con fusiles. Una incomprensible inquietud espiritual le impedía concentrarse y leer. Aquella tarde no encendió la luz; ni durmió por la noche, siempre atosigado por la idea de que podían detenerlo, encadenarlo y meterlo en prisión. Se sabía inocente de toda culpa y podía garantizar que jamás mataría, robaría o quemaría nada; pero ¿acaso era tan difícil delinquir casual e involuntariamente o estaba fuera de lo posible una falsa denuncia o un error judicial? No en vano, un adagio popular, basado en una experiencia de siglos, decía que nadie asegurase que no iría a la cárcel o a mendigar. Con el sistema judicial imperante era muy posible un error de los tribunales. Las personas que, en razón de su cargo, ven a diario sufrimientos ajenos, terminan por insensibilizarse hasta tal extremo, que aun queriendo, no pueden tratar a sus clientes sino de una manera formalista. En este sentido no se diferencian en nada del mujik que en un corral mata borregos y becerros sin reparar en la sangre. Bajo el imperio de esta actitud formalista, de este trato insensible, el juez no necesitaba más que tiempo para privar a un inocente de sus derechos y de su hacienda y para mandarlo a trabajos forzados. Sólo necesitaba tiempo para observar unas formalidades por las que le pagaban un sueldo; y luego, adiós: ¡cualquiera iba a buscar justicia y protección en aquel villorrio sucio, a más de 200 kilómetros del ferrocarril! Por otra parte, ¿no era ridículo pensar en la justicia cuando toda violencia era acogida por la sociedad como una necesidad razonable y conveniente, mientras que todo acto de misericordia, por ejemplo, una sentencia absolutoria, suscitaba un estallido de desaprobación y de sentimientos vengativos?
A la mañana siguiente, Iván Dimítrich se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío, seguro ya de que podían arrestarle en cualquier momento. Si los azarosos pensamientos de la víspera no le abandonaban, era porque algo tenían de ciertos ―pensaba él―, pues no se le iban a venir a la cabeza sin ningún fundamento. Un guardia municipal pasó muy despacio por delante de la ventana. Por algo sería. Dos desconocidos se detuvieron frente a la casa y permanecieron callados. ¿Por qué callaban? Iván Dimítrich atravesó días y noches horribles. Todos los que pasaban junto a la ventana o entraban en el patio se le antojaban espías y policías. A eso de las doce pasaba en un carruaje el capitán de policía, que iba desde su hacienda campestre al cuartelillo; pero a Iván Dimítrich le parecía que iba demasiado aprisa y con una expresión enigmática; de fijo que iba a anunciar que en la ciudad había un criminal muy importante. Nuestro hombre temblaba cuando sonaba el timbre o llamaban a la puerta; se acongojaba al ver en la casa a una persona nueva; y al tropezarse con policías o guardias sonreía o se ponía a silbar para parecer indiferente. No dormía noches enteras esperando que viniesen a detenerle, pero roncaba y jadeaba como en sueños para que la dueña de la casa creyese que dormía, pues de saberse que estaba en vela, ¡qué prueba contra él! Demostraríase que no tenía la conciencia tranquila. Los hechos y la lógica le convencían de que tales temores eran pura alucinación psicopatológica y de que, bien vistas las cosas, nada tenían de horrible la detención o la cárcel si la conciencia estaba tranquila. Pero cuanto más razonaba discreta y lógicamente, tanto mayor y más torturante era la desazón espiritual. Aquello hacía recordar la historia del hombre que deseaba hacer un claro en la selva virgen para vivir y cuanto más trabajaba con el hacha, tanto más crecía el bosque. Por último, Iván Dimítrich. viendo la inutilidad de los razonamientos, los abandonó totalmente, entregándose por entero a la desesperación y al miedo. Comenzó a eludir la compañía de sus semejantes. La oficina, que antes le desagradaba ya, se le hizo ahora insoportable. Temía que le tendiesen una trampa; que le pusieran dinero en el bolsillo y después le acusasen de haber tomado una propina; cometer casualmente en documentos oficiales un error equivalente a una falsificación, o perder dineros ajenos. Cosa extraña: nunca había sido su pensamiento tan ágil ni su inventiva tan grande como ahora, en que imaginaba a diario mil motivos distintos para temer seriamente por su libertad y su honor. En cambio, disminuyó mucho su interés por el mundo exterior, en particular por los libros; y la memoria comenzó a fallarle. En primavera, al derretirse la nieve, hallaron en un barranco cercano al cementerio dos cadáveres semiputrefactos, de una vieja y de un niño, con síntomas de muerte violenta. No se hablaba en la ciudad de otra cosa que del asesinato y de los asesinos desconocidos. Iván Dimítrich, para que nadie pensase que había sido él, andaba por las calles sonriendo; y al encontrarse con algún conocido, palidecía, enrojecía y comenzaba a afirmar que no había crimen más bajo que el asesinato de gente débil e indefensa. Mas esto acabó por cansarle; y, al cabo de mucho reflexionar, creyó que, en su situación, lo mejor era esconderse en la cueva de la casa. Permaneció allí un día y una noche. Al segundo día se le hizo irresistible el frío y, esperando a que oscureciera, volvió a su cuarto ocultándose como un ladrón. Estuvo de pie en medio de la habitación hasta el amanecer, atento el oído y sin hacer el menor movimiento. Muy temprano, antes de que saliera el sol, vinieron unos fumistas llamados por la dueña. Iván Dimítrich sabía perfectamente que habían venido para rehacer el horno de la cocina; pero el miedo le sugirió que eran policías disfrazados de fumistas. Saliendo secretamente, huyó a la calle horrorizado, sin gorro ni levita. Los perros le perseguían; un mujik gritaba detrás; el viento le ululaba en los oídos; y el pobre Iván Dimítrich creía que las violencias de todo el mundo se habían unido con ánimo de darle alcance. Por fin le detuvieron, le llevaron a su casa y mandaron a la dueña en busca del doctor. El doctor, Andrei Efímich, de quien hablaremos a su debido tiempo, le recetó compresas frías en la cabeza y unas gotas de laurel y cerezas, movió tristemente la cabeza y se despidió diciendo a la dueña que no regresaría, pues no se debe impedir que la gente se vuelva loca. Por carecer de medios para vivir y tratarse, Iván Dimítrich fue enviado al hospital donde le acomodaron en el pabellón de venéreo. Como no dormía de noche, discutía con el personal y molestaba a los enfermos, Andrei Efímich dispuso que le trasladaran al pabellón número seis. Al cabo de un año, todo el mundo se olvidó de Iván Dimítrich; y sus libros, arrumbados por la dueña en un trineo, bajo un cobertizo, no tardaron en ser pasto de los chiquillos.IV
Según dijimos, el vecino de la izquierda de Iván Dimítrich es el judío Moiseika; y el de la derecha es un mujik adiposo, casi redondo, de cara grosera y estúpida; un animal inmóvil, tragón y sucio, que ha perdido hace tiempo hasta la facultad de pensar y sentir. Exhala siempre un hedor ácido y asfixiante.
Nikita, encargado de la limpieza, le pega horriblemente, volteando el brazo y sin piedad para sus propios puños. Y lo terrible no es que le pegue, pues uno puede acostumbrarse a verlo, sino que el insensible animal no conteste siquiera con un sonido, con un ademán, con una expresión de los ojos; se limita a un ligero movimiento de su cuerpo, semejante a un barril. El quinto y último habitante del pabellón número seis es un meschanín que prestó servicio en correos como seleccionador de cartas; un sujeto rubio y enjuto, de rostro bondadoso aunque un tanto maligno. A juzgar por sus ojos inteligentes y tranquilos, de mirada serena y jovial, le gusta darse tono y tiene un secreto muy importante y agradable. Guarda bajo la almohada y el colchón algo que no enseña a nadie; pero no lo hace por miedo a que se lo roben, sino por decoro. A veces se acerca a la ventana, y de espaldas a sus compañeros, se pone algo en el pecho y lo mira agachando la cabeza. Si uno se llega en ese momento hasta él, se azora y se arranca del pecho el objeto en cuestión. Pero no es nada difícil adivinar su secreto. ―Felicíteme ―suele dirigirse a Iván Dimítrich―. He sido propuesto para la Orden de San Estanislao de segunda clase, con estrella. La segunda clase con estrella se otorga solamente a extranjeros; pero conmigo quieren hacer esta excepción ―sonríe y se encoge de hombros como con perplejidad―. Le confieso que no lo esperaba... ―No entiendo una palabra de esas cosas ―replica, sombrío, Iván Dimítrich. ―Pero, ¿sabe usted lo que conseguiré tarde o temprano? ―continúa el exempleado de correos entornando picarescamente los ojos―. Obtendré, sin falta, la Estrella Polar sueca. Una condecoración que vale la pena de gestionarla. Cruz blanca y cinta negra. Resulta muy bonita. Acaso en ningún sitio será la vida tan monótona como en el pabellón. Por la mañana, los enfermos, a excepción del paralítico y del mujik gordo, salen al zaguán, se lavan en una tina y se secan con los faldones de las batas. Después toman en jarros de lata el té que les trae Nikita del pabellón principal. A cada uno le corresponde un jarro. Al medio día comen sopa de col agria y gachas. Y por la noche cenan gachas de las que les quedaron al medio día. Entre comida y comida están tendidos, durmiendo, mirando por la ventana o andando de un rincón a otro. Así todos los días. Para que la monotonía sea mayor, el antiguo empleado de correos habla siempre de las mismas condecoraciones. Los habitantes del pabellón número seis ven a muy poca gente. El doctor no admite ya más alienados; y hay en este mundo muy pocos aficionados a visitar manicomios. Una vez cada dos meses viene Semión Lazarich, el barbero. No hablaremos de cómo pela a los locos, de cómo le ayuda Nikita en su labor y de cómo se alborotan los pacientes al ver aparecer al barbero, borracho y sonriente. Nadie más visita el pabellón. Los locos están condenados a ver tan sólo a Nikita. Sin embargo, últimamente ha corrido por el pabellón principal un rumor harto extraño. ¡Han puesto en circulación el rumor de que el médico ha comenzado a visitar el pabellón número seis!V
¡Extraño rumor!
El doctor Andrei Efímich Raguin es un hombre notable en su género. Se dice que allá en su juventud era muy devoto, se preparaba para la carrera eclesiástica; y en 1863, al terminar el bachillerato, tuvo intención de ingresar en la Academia de Teología; pero su padre, doctor en medicina y cirujano, lo tomó a risa y declaró, categóricamente, que dejaría de considerarle hijo suyo si se metía a pope. Ignoro hasta qué punto será verdad todo esto; pero el propio Andrei Efímich reconoció más de una vez que jamás tuvo ninguna vocación por la medicina o por las ciencias especiales en general. Fuese como fuese, lo cierto es que terminó sus estudios de medicina y que no se hizo pope. No se mostraba muy beato, y al principio de su carrera como médico se parecía a un sacerdote tan poco o menos que ahora. Tiene un aspecto pesado, torpe, de mujik. Por su cara, su barba, su pelo liso y su cuerpo fornido y basto, recuerda a un ventero de carretera, harto, inmoderado y brusco. Su cara es rígida, surcada de venillas azules; sus ojos, pequeños; y su nariz roja. Alto de estatura y ancho de hombros, tiene unos brazos y unas piernas enormes. Diríase que al que coja con su puño le sacaría el alma del cuerpo. Pero su pisada es suave y sus andares pausados, cautos. Al encontrarse con alguien en un pasillo estrecho, siempre es el primero en detenerse para dejar paso, y se excusa con blanda voz de tenor, y no de bajo, como uno espera. Una pequeña hinchazón le impide usar cuello almidonado, razón por la cual lleva camisa de percal o de lienzo suave. Su indumentaria no es la de un médico. El mismo traje le dura alrededor de diez años; y la ropa nueva, que compra en la tienda de algún judío, parece tan vieja y arrugada como la anterior. Vestido con la misma levita recibe a los enfermos, almuerza y va de visita. Pero no lo hace por tacañería, sino por descuido hacia su persona. Cuando Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, el «establecimiento filantrópico» se hallaba en condiciones horribles. El hedor en los pabellones, en los pasillos y hasta en el patio, hacían difícil la respiración. Los guardas, las enfermeras y sus hijos, dormían en los mismos pabellones que los enfermos. Todos se quejaban de que las cucarachas, las chinches y los ratones les hacían la vida imposible. En la sección de cirugía, la erisipela era cosa permanente. Para todo el hospital había únicamente dos escalpelos y ningún termómetro. El cuarto de baño servía de almacén de patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el practicante robaban a los enfermos; y se murmuraba que el antiguo médico, el predecesor de Andrei Efímich, vendía secretamente el alcohol del hospital y había formado un auténtico harén de enfermeras y enfermas. En la ciudad se conocían estas anormalidades e incluso se las exageraba; pero la actitud de todos era de tolerancia. Unos las justificaban afirmando que en el hospital ingresaban sólo gente baja y mujiks, los cuales no podían estar insatisfechos, ya que en sus casas vivían mucho peor. ¡No los iban a alimentar con faisanes! Otros buscaban el argumento de que a una ciudad, sin la ayuda de la Diputación provincial, le era imposible costear un buen hospital; y por consiguiente, había que dar gracias a Dios por tener uno, aunque fuera malo. Y la Diputación no abría ningún establecimiento sanitario en la ciudad ni en sus inmediaciones, alegando que ya había un hospital. Después de inspeccionarlo, Andrei Efímich dedujo que aquel establecimiento era inmoral y nocivo en alto grado para la salud del vecindario. A su entender, lo más inteligente hubiera sido dar libertad a los enfermos y cerrar el hospital. Mas consideró que para ello no bastaba con su voluntad y que, por otra parte, sería inútil, pues al desterrar de un lugar la inmundicia física y moral, ésta se trasladaría a otro. En consecuencia, procedía esperar a que ella, por sí sola, se liquidase. Además, el hecho mismo de que la gente hubiera abierto un hospital y lo tolerase, significaba que le era necesario; los prejuicios y tantas otras porquerías e inmundicias de la vida diaria, eran precisos, porque con el correr del tiempo, se convertían en algo útil, como el estiércol o la tierra negra. No hay en el mundo cosa buena que no provenga de una inmundicia, pensaba él. Al tomar posesión del cargo, Andrei Efímich pareció ser indiferente a las anomalías del hospital. Limitóse a ordenar a los guardas y a las enfermeras que no pernoctasen en los pabellones; y a colocar dos armarios con instrumental. El inspector, la encargada de la ropa, el practicante y la erisipela de la sección quirúrgica permanecieron en sus puestos. Andrei Efímich ama extraordinariamente la inteligencia y la honradez, pero para organizar a su alrededor una vida inteligente y honrada le faltan carácter y confianza en sí mismo. No sabe ordenar, prohibir e insistir. Diríase que ha hecho voto de no levantar nunca la voz ni emplear el modo imperativo. Se le hace difícil decir «dame» o «tráeme». Cuando tiene gana de comer, deja oír una tosecilla de indecisión y dice a la cocinera: «Estaría bien tomar un poco de té» o «Me gustaría almorzar». En cambio, se siente sin fuerzas para decir al inspector que deje de robar, o para despedirlo, o para abolir ese cargo, inútil y parasitario. Cuando le engañan, o le adulan, o le traen a la firma una cuenta, falsa a todas luces, Andrei Efímich se pone más colorado que un cangrejo y se siente culpable; pero firma la cuenta. Y si los enfermos se quejan de que pasan hambre o de malos tratos por parte de las enfermeras, él se desconcierta y masculla con aire de culpabilidad: ―Está bien, está bien, ya me informaré... De seguro que se trata de una mala interpretación. En los primeros tiempos, Andrei Efímich trabajó con enorme celo. Recibía enfermos desde por la mañana hasta la hora del almuerzo; practicaba operaciones y hasta asistía a parturientas. Las señoras decían que adivinaba admirablemente las enfermedades, sobre todo las de mujeres y niños. Pero poco a poco, se fue aburriendo de todo aquello, con su monotonía y su evidente inutilidad. Hoy recibía treinta enfermos, y al día siguiente se le presentaban treinta y cinco, a los dos días, cuarenta; y así, sucesivamente, día tras día y año tras año, sin que en la población descendiese la mortalidad. No había modo humano de atender seriamente a cuarenta enfermos en el curso de una mañana; por consiguiente, aquello era un engaño. Si en un año había recibido a doce mil enfermos, quería decirse, hablando lisa y llanamente, que había engañado a doce mil personas. Tampoco era posible internar a los pacientes graves y tratarlos según las reglas de la ciencia, porque había reglas y no ciencias; y si, dejando a un lado la filosofía, se atenía a las reglas de un modo formalista, como los demás médicos, para ello necesitaba, en primer término, limpieza y ventilación, en lugar de suciedad: alimentación sana y no schi de apestosa col agria; y buenos auxiliares, en vez de ladrones. Por otra parte, ¿para qué impedir que la gente muriese si la muerte es el fin normal y legítimo de todos y cada uno? ¿Qué se ganaría con que un mercachifle o un chupatintas viviese cinco o diez años más? Considerando que el objeto de la medicina consistía en aliviar los sufrimientos, surgía la pregunta: ¿Y para qué aliviarlos? En primer lugar, se decía que los sufrimientos llevaban al hombre a la perfección; y en segundo, si la humanidad aprendiese a mitigar sus males con píldoras y gotas abandonaría totalmente la religión y la filosofía, en las que hasta entonces encontraba, no sólo un escudo contra las calamidades, sino incluso la felicidad. Pushkin padeció horribles tormentos antes de morir; y el pobre Heine estuvo paralítico varios años. ¿Qué razón había, pues, para que no aguantasen enfermedades un Andrei Efímich o una Matriona Savishna, cuyas vidas carecían de contenido y resultarían completamente hueras y semejantes a la de la amiba, a no ser por los sufrimientos? Abrumado por tales reflexiones, Andrei Efímich se desalentó y dejó de ir al hospital diariamente.VI
Su existencia transcurre del siguiente modo: se levanta alrededor de las ocho, se viste y se desayuna. Luego se sienta a leer en su gabinete o se marcha al hospital. Allí encuentra, en el pasillo, a numerosos enfermos que esperan para la visita. Por su lado pasan, golpeando el suelo de ladrillo con sus botas, guardas y enfermeras. Deambulan escuálidos enfermos cubiertos con batas. Llevan y traen cadáveres y recipientes de basura. Lloran niños. Sopla viento en corriente. Andrei Efímich sabe que este ambiente es horrible para los enfermos con fiebre, los tuberculosos y los impresionables; pero ¿qué se le va a hacer? En el gabinete de visita le espera el practicante Serguei Sergueich, rechoncho, rasurado, carirredondo, de ademanes suaves y finos, con traje nuevo y holgado. Antes parece un senador que un practicante. Tiene en la ciudad una enorme clientela, usa corbata blanca y se cree más competente que el doctor, el cual carece de clientes. En un rincón del gabinete, dentro de un fanal, hay una imagen iluminada por una gran lámpara; junto a ella, un reclinatorio con funda blanca; pendientes de las paredes, retratos de obispos, una vista del monasterio de Sviatogorsk y coronas de florecillas de aciano, ya secas. Serguei Sergueich es muy religioso y amante de la beatitud. La imagen la ha costeado él. Los domingos, cualquier enfermo a quien él se lo ordene, lee en el gabinete una oración; y acto seguido el propio Serguei Sergueich recorre los pabellones con el incensario, sahumándolas una por una.
Como los enfermos son muchos y el tiempo escaso, Andrei Efímich se limita a hacerles unas preguntas y a recetarles cualquier ungüento o aceite de castor. El médico, sentado y con la mejilla apoyada en la mano, como pensativo, pregunta maquinalmente. Serguei Sergueich, también sentado, se frota las manos; y, de tarde en tarde, pronuncia unas palabras. ―Padecemos enfermedades y miserias porque no rezamos como es debido a Dios misericordioso ―dice. En las horas de visita, Andrei Efímich no practica ninguna operación: hace tiempo que se ha desacostumbrado; y la sangre le produce una desazón desagradable. Cuando tiene que abrirle a un niño la boca para verle la garganta y el niño llora y se defiende con las manos, el ruido da vértigo al doctor, y las lágrimas asoman a sus ojos. En tales casos, se apresura a escribir la receta y apremia a la madre para que se lleve pronto a la criatura. Durante la recepción, le fastidian la timidez y la torpeza de los pacientes, la proximidad del santurrón Serguei Sergueich, los retratos de la pared y hasta sus propias preguntas, que son las mismas desde hace veinte años largos. Y se marcha, después de recibir a cinco o seis enfermos, dejándole los demás al practicante. Alegre y satisfecho de pensar que, gracias a Dios, no tiene clientes particulares y nadie va a molestarle, Andrei Efímich llega a su casa, toma asiento en el gabinete y se pone a leer. Lee mucho, y siempre con sumo placer. Gasta la mitad del sueldo en literatura: y tres de las seis habitaciones del piso están llenas de revistas y de libros viejos. Prefiere las obras de historia y de filosofía. En cambio, de su especialidad recibe solamente la revista Vrach, que siempre comienza a leer por la última página. La lectura se prolonga varias horas, sin hacérsele aburrida. Andrei Efímich no lee tan rápida y vorazmente como en tiempos lo hiciera Iván Dimítrich, sino con lentitud e inspiración, deteniéndose en los pasajes que le agradan o que no comprende. Siempre tiene junto al libro una garrafita de vodka más un pepino en salmuera o una manzana en remojo que, sin plato ni nada, están sobre el tapete de la mesa. Cada media hora, el médico, sin apartar los ojos del libro, se llena una copa de vodka, se la bebe y, también sin mirar, coge el pepino y le da un bocado. A eso de las tres, se llega cuidadosamente hasta la puerta de la cocina, tose y dice: ―Dariushka: me gustaría almorzar... Después del almuerzo, bastante malo y desaseado, Andrei Efímich recorre, pensativo, sus habitaciones, con los brazos cruzados. Dan las cuatro, dan las cinco, y él continúa su recorrido y sus meditaciones. Alguna vez rechina la puerta de la cocina y asoma la cara de Dariushka, roja y soñolienta. ―Andrei Efímich, ¿no es la hora de la cerveza? ―pregunta, preocupada, la cocinera. ―No, no es todavía la hora. Esperaré... Esperaré... Ya anochecido, suele acudir el jefe de correos, Mijaíjl Averiánich, la única persona de la ciudad cuya compañía no le resulta fastidiosa al médico. Mijaíl Averiánich fue en tiempos un hacendado muy rico, y sirvió en caballería; pero se arruinó, y la necesidad le obligó, a la vejez, a buscar un trabajo en correos. De aspecto jovial y lozano, exuberantes patillas grises, finos modales y agradable voz recia, es bondadoso y sensible, aunque vehemente. Si en la oficina de correos protesta alguien, o no accede a alguna cosa, o simplemente presenta alguna objeción, Mijaíl Averiánich se pone de color purpúreo, tiembla como un azogado y grita con voz de trueno: «¡Cállese!», de modo que la oficina impone temor a la gente. Mijaíl Averiánich estima y respeta a Andrei Efímich, por su educación y su nobleza. A todos los restantes convecinos los trata y considera como a subordinados. ―¡Aquí me tiene! ―exclama al entrar en casa del médico―. Buenas tardes, mi querido amigo. ¿Le molesto, eh? ―Al contrario, encantado ―responde el doctor―. Siempre me alegro de verle. Los dos amigos se sientan en el diván del gabinete y pasan un momento fumando en silencio. ―Dariushka: no estaría mal un poco de cerveza ―dice Andrei Efímich. Mientras se toman la primera botella, callan también: el médico pensativo; y Mijaíl Averiánich con cara de alegre animación, como quien tiene algo muy interesante que referir. El doctor es siempre quien inicia la conversación. ―¡Qué lástima! ―pronuncia, lenta y quedamente, moviendo la cabeza y sin mirar a los ojos de su interlocutor, cosa que nunca hace―. ¡Qué lástima estimado Mijaíl Averiánich, que no haya en toda la ciudad personas capaces y amantes de sostener una plática interesante e inteligente! Es una gran privación para nosotros. Ni siquiera los intelectuales están por encima de lo vulgar. Le aseguro que su nivel de desarrollo no va más allá del de la clase baja. ―Tiene usted plena razón. Completamente cierto. ―Bien sabe usted ―prosigue Andrei Efímich, reposadamente―, que en este mundo todo es minúsculo e intrascendente, salvo las supremas manifestaciones espirituales del entendimiento humano. La razón establece un límite acusadísimo entre el animal y el hombre; sugiere el origen divino de este último; y, en cierto modo, hasta le concede una inmortalidad de que carece. De ahí que la razón sea la única fuente posible de placer. No vemos ni oímos junto a nosotros la razón; quiere decirse que estamos privados de placeres. Cierto que disponemos de libros, pero éstos son muy distintos que la conversación y el trato. Si me permite usted una comparación no del todo feliz, yo diría que los libros son la partitura, y la conversación el canto. ―Completamente cierto. Se produce una pausa. De la cocina sale Dariushka; y con cara de bobo embelesamiento, la barbilla apoyada en el puño, se detiene a la puerta para escuchar. ―¡Ay! ―suspira Mijaíl Averiánich―.¡Vaya usted a pedirle razón a la gente de hoy en día! Y refiere cuan interesante, sana y alegre era anteriormente la vida en Rusia; que intelectualidad tan capaz había, y a que altura colocaba las nociones de honor y amistad. Se prestaba dinero sin pagarés y se consideraba oprobioso no tender una mano a un compañero necesitado.¡ Y que campañas militares las de entonces, que aventuras, que escaramuzas, que camaradas, que mujeres! ¡Y que paraje tan maravilloso el Cáucaso! La mujer del comandante de un batallón, una señora la mar de extraña, se vestía de oficial y se iba por la noche a las montañas, sin acompañante alguno. Aseguraban por allí que tenía amores con un reyezuelo montañés. ―¡Reina de los cielos! ―suspiraba Dariushka. ―¡Como comíamos! ¡Como bebíamos! ¡Y que liberales éramos! Andrei Efímich le oye sin enterarse de lo que dice: ―¡Reina de los cielos! ―suspiraba Dariushka. ―A menudo, sueño que estoy charlando con personas inteligentes ―interrumpe a Mijaíl Averiánich―. Mi padre me dio una educación esmerada; pero, bajo el influjo de las ideas de los años del sesenta, me obligo a hacerme médico. Creo que si entonces no le hubiera obedecido, me encontraría ahora en el mismo centro del movimiento intelectual. De fijo que sería miembro de alguna facultad. Por supuesto, la inteligencia no es perpetua; por el contrario, es cosa pasajera; pero usted sabe por que le tengo afición. La vida es una trampa fatidiosa. Cuando un hombre pensante adquiere edad y conciencia, parese sentirse dentro de una trampa sin salida. Al margen de su voluntad y en virtud de una serie de casualidades, se le ha sacado de la nada a la vida... ¿Para que? Si pretende conocer el sentido y el fin de su existencia, no se lo dicen o le sueltan cuatro absurdos; llama a su puerta, y no le abren; la muerte le llega también contra su voluntad; y así como en la cárcel los hombres ligados por el infortunio común experimentan un alivio cuando se juntan, así también en la vida no se advierte la trampa cuando las personas inclinadas al análisis y a las sintetizaciones se reúnen y pasan el tiempo intercambiando ideas libres. En este sentido, la razón es un placer insustituible. ―Completamente cierto. Sin mirar a los ojos de su interlocutor, pausada y serenamente, Andrei Efímich sigue hablando de hombres inteligentes, y de las conversaciones con ellos, mientras Mijaíl Averiánich le escucha atentamente muestra su Mijaíl Averiánich le escucha atentamente muestra su conformidad: «Completamente cierto» ―¿Y usted no cree en la inmortalidad del alma? ―pregunta, de pronto, el jefe de correos. ―No, estimado Mijaíl Averiánich. No creo ni tengo motivos para creer. A decir verdad, yo también tengo mis dudas. Y eso que, por otra parte, se me antoja que no he de morirme nunca. A veces pienso: «¡Eh, viejo zorro; ya es hora de ir al hoyo!» pero una vocecita me dice desde las profundidades del alma: «No lo creas, no te morirás». Poco después de las nueve, se marcha Mijaíl Averiánich. Mientras se pone el abrigo en el recibidor, se lamenta, con un suspiro: ―¡A que parajes tan remotos nos ha empujado el destino! Y lo que más rabia da es que tendremos que morirnos aquí ¡Oh!VII
Una vez que ha despedido al amigo, Andrei Efímich se sienta a la mesa y reanuda su lectura. Ningún sonido altera el silencio de la noche. El tiempo parece detenerse e inmovilizarse, como el doctor, sobre el libro; y dijérase que nada existe fuera del libro y de la lámpara con su pantalla verde. El rostro del doctor, tosco y digno de un mujik, resplandece, poco a poco, en una sonrisa de enternecimiento y de júbilo ante las realizaciones del cerebro humano. ¡Oh!, ¿por qué no será inmortal el hombre? ―piensa―. ¿Para qué existen los centros y las circunvoluciones cerebrales, para qué la vista, la palabra, el sentimiento y el genio, si todo ello está condenado a convertirse en polvo y, en fin de cuentas, a enfriarse con la corteza terrestre y a volar millones de años, sin sentido ni objeto, junto con la tierra, alrededor del sol? Para que se enfríe y luego gire, no hacía falta sacar de la nada al hombre con su razón excelsa, casi divina, y luego, como por burla, convertirlo en barro.
¡La transformación de la materia! ¡Qué cobardía consolarse con este sucedáneo de la inmortalidad! Los procesos inconscientes que se verifican en la naturaleza están, incluso, por debajo de la estulticia humana, ya que en la estulticia se encierra un algo de conciencia y de voluntad; mientras que en tales procesos no hay absolutamente nada. Sólo un pusilánime, con más miedo a la muerte que dignidad humana, puede consolarse pensando que su cuerpo vivirá algún día en una hierba, en una piedra o en un sapo... Ver la inmortalidad en la transformación de las substancias es tan paradójico como augurar un porvenir magnífico a la funda después que el rico violín se ha roto y ha quedado inútil. Cuando el reloj da las horas, Andrei Efímich se recuesta en el respaldo del sillón y cierra los ojos para meditar un instante. Y, como por casualidad, incitado por los buenos pensamientos que acaba de leer en el libro, lanza una ojeada a su pasado y a su presente. El pasado es repelente; vale más no pensar en él. Y el presente, lo mismo. Andrei Efímich sabe que mientras sus pensamientos giran en torno al sol en compañía de la Tierra enfriada, a poca distancia de su casa, en el pabellón principal, muchas personas sufren enfermedades y suciedad física. Acaso haya algún enfermo desvelado, luchando contra los parásitos, contagiándose de erisipela o quejándose por tener la venda demasiado apretada; acaso otros estén jugando a las cartas con las enfermeras y bebiendo vodka. Durante el último año fueron engañadas doce mil personas. Igual que hace veinte años, en los servicios sanitarios imperan el robo, el chismorreo, la murmuración, el compadrazgo, la charlatanería mas grosera; y el hospital sigue constituyendo un establecimiento inmoral y nocivo, en grado sumo, para la salud publica. Andrei Efímich sabe que en el pabellón número seis, Nikita vapulea a los enfermos; y que Moiseika recorre diariamente la ciudad pidiendo limosna. De otro lado, el doctor sabe perfectamente que durante los últimos veinticinco años se han producido cambios fabulosos en la medicina. Cuando él estudiaba en la universidad, creía que la medicina iba a correr pronto la suerte de la alquimia y de la metafísica. Ahora , cuando lee de noche, la medicina le tienta, suscitando en él sorpresa y entusiasmo. ¡Qué florecimiento tan inesperado, que revolución! Gracias a los antisépticos se realizan operaciones que el gran Pigorov consideraba imposibles incluso in spe. Simples médicos provincianos se atreven a efectuar resecciones de la articulación de la rodilla; por cada cien operaciones de vientre sólo hay un desenlace mortal; y el mal de piedra se considera tal insignificancia, que ni siquiera se escribe acerca de él. Se cura radicalmente la sífilis. ¿ Y la teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, la estadística de la higiene y la medicina rural rusa? La psiquiatría, con su actual clasificación de las enfermedades, los métodos de diagnóstico y tratamiento, todo ello, en comparación con lo anterior, es un mundo nuevo. A los alienados no se les echa ahora agua en la cabeza ni se les ponen camisas de fuerza; se les da un trato humano, y según escriben los periódicos, hasta se organizan para ellos espectáculos y bailes. Andrei Efímich no ignora que, con el criterio y la moral actuales, una infamia como la del pabellón número seis sólo es posible a 200 kilómetros largos del ferrocarril, en un villorrio donde el alcalde y todos los consejales son pequeños burgueses semianalfabetos, que tienen al médico por un sacerdote en el que hay que confiar a pie juntillas, aunque ordene echarle a uno estaño ardiente en la boca; en cualquier otro lugar, el público y los periódicos hubieran derruido y deshecho esta pequeña Bastilla. «Bueno, ¿ y qué ? ―se pregunta Andrei Efímich abriendo los ojos―. ¿Qué se gana con todo eso? Antisépticos, Koch, Pasteur; pero la realidad de las cosas ha cambiado bien poco. Las enfermedades y la mortalidad siguen siendo las mismas. Se organizan bailes y espectáculos para los locos; pero, a pesar de todo, no los sueltan. Quiere decirse que todo es tontería y vanidad, y que la diferencia entre la mejor clínica de Viena y mi hospital es nula, en esencia». Pero la amargura y un sentimiento parecido a la envidia le impiden permanecer indiferente. Quizá todo ello sea producto de la fatiga. La cabeza, pesada, se le cae sobre el libro. El médico se pone las manos bajo la cara y piensa: «Estoy dedicado a una labor perjudicial y me dan mi sueldo personas a quienes engaño. No soy honrado. Pero, por mí mismo, no represento nada: soy únicamente una partícula de un mal social inevitable: todos los funcionarios comarcales son dañinos y cobran sin hacer nada... de donde se deduce que no soy yo sino el tiempo, el culpable de mi deshonestidad... si hubiera nacido doscientos años después sería otra cosa distinta...» Al sonar las tres de la madrugada, apaga la lámpara y se dirige al dormitorio. Va sin ganas de dormir.VIII
Hará cosa de dos años, la Diputación tuvo un rasgo de generosidad y acordó asignar 300 rublos mensuales como subsidio para reforzar el personal sanitario del hospital de la ciudad, hasta el momento en que se inaugurase el hospital comarcal; y para ayudar a Andrei Efímich requirió los servicios del médico Evgueni Fiodorich Jobotov. Se trata de un joven que aún no ha cumplido los treinta, moreno, alto, de anchos pómulos y pequeños ojillos. Sus padres, con toda seguridad, no eran rusos. Llegó a la ciudad sin un ochavo, con un maletín y con una mujer joven y fea, a la que da el nombre de cocinera y que tiene un niño de pecho. Evgueni Fiodorich usa gorra de visera y botas altas; y en invierno lleva pelliza. Se ha hecho íntimo del practicante Serguei Sergueich y del cajero. Sin que se conozca la razón, tilda de aristócratas a los demás funcionarios, cuya compañía rehúye. Tiene en su domicilio un solo libro: Novísimas recetas de la clínica de Viena para 1881, libro que lleva consigo siempre que va a visitar a un enfermo. Por las noches juega al billar en el club. No le gustan las cartas. Y es gran amigo de emplear en la conversación palabras y giros como galimatías, átame esa mosca por el rabo, no oscurezcas las cosas y otras por el estilo.
Va al hospital dos veces por semana, recorre los pabellones y recibe a los enfermos. La falta absoluta de antisépticos y la aplicación de ventosas le indignan; pero no se atreve a introducir nuevos procedimientos, para no ofender a Andrei Efímich. Considera a éste un viejo farsante, le cree poseedor de una gran riqueza y le envidia en secreto. De buena gana ocuparía su puesto.IX
Una noche de fines de marzo, cuando ya no había nieve en el suelo y cantaban los estorninos en el jardín del hospital, el doctor salió a la puerta a despedir a su amigo, el jefe de correos. Precisamente en aquel momento entró en el patio el judío Moiseika, que regresaba con su botín. Destocado y con los pies desnudos metidos en unos chanclos, llevaba una alforja con las limosnas recogidas.
―Dame una kopeka ―se dirigió al doctor, tiritando de frío y sonriendo. Andrei Efímich, incapaz de negar nada, le dio un grivennik. «¡Qué horror! ―pensó mirando aquellos pies desnudos y aquellos tobillos escuálidos y rojos―. ¡Con tanto barro!».Y llevado de un sentimiento mezcla de compasión y de repugnancia, le siguió hasta el pabellón, mirando tan pronto los tobillos como la calva de Moiseika. Al entrar el doctor, Nikita saltó del montón de cachivaches y se colocó en posición de firmes. ―Hola, Nikita ―le dijo el médico en tono dulce no estaría mal darle a este judío unas botas, porque si no, puede resfriarse. ―A sus órdenes, señor. Se lo comunicaré al inspector. ―Sí, haz el favor. Pídeselo de mi parte. Dile que yo se lo pido. La puerta de zaguán al pabellón estaba abierta. Iván Dimítrich, acostado en su cama, se incorporó sobre un codo, puso oído a aquella voz extraña y de pronto notó que era la del doctor. Temblando de cólera, saltó de la cama y, con el rostro encendido, desorbitados los ojos, corrió al centro del pabellón. ―¡Ha venido el doctor! ―gritó; y se echó a reír inesperadamente―. ¡Por fin! ¡Les felicito, señores! ¡El médico nos honra con su visita! ¡Maldito bicho! ―rugió, y con frenesí nunca visto en el pabellón, se puso a patear el piso―. ¡Hay que matar a esa culebra! ¡No; matarlo sería poco! ¡Habría que ahogarlo en el retrete! Andrei Efímich, que oyó tales palabras, asomó la cabeza desde el zaguán al pabellón y preguntó con voz suave: ―¿Por qué? ―¿Que por qué? ―vociferó Iván Dimítrich, acercándosele con aire amenazador y tiritando febrilmente dentro del batín―. ¿Quieres saber por qué? ¡Ladrón! ―masculló con repugnancia, poniendo los labios como para escupirle―. ¡Charlatán! ¡Verdugo! ―Cálmese ―respondió Andrei Efímich, sonriendo como quien se disculpa―. Le aseguro que nunca he robado nada. Y en lo demás, exagera usted, probablemente. Veo que está enfadado conmigo. Haga el favor de serenarse, si puede, y dígame con tranquilidad: ¿por qué está usted enojado? ―¿Y por qué me tiene usted aquí? ―Pues porque está usted enfermo. ―Sí, lo estoy. Pero decenas de locos, cientos de locos se pasean tranquilamente por la calle porque la ignorancia de ustedes es incapaz de distinguirlos de los sanos. ¿Por qué razón, estos desdichados y yo debemos estar aquí encerrados por todos, como conejillos de indias? Usted, el practicante, el inspector y toda su canalla son infinitamente más bajos, desde el punto de vista moral, que cualquiera de nosotros. ¿Por qué, pues, debemos permanecer encerrados nosotros y no ustedes? ¿Dónde está la lógica? ―La moral y la lógica no tienen nada que ver con esto. Todo depende de la casualidad. Está encerrado el que han encerrado; y el que no han encerrado se pasea tan ufano por la calle. Y nada más. En el hecho de que yo sea médico y usted alienado, no hay ni moral ni lógica, sino una simple casualidad. ―No entiendo ese embrollo ―gruñó sordamente Iván Dimítrich y se sentó en su cama. Moiseika, a quien Nikita no se había atrevido a registrar en presencia del doctor, colocó sobre su lecho los trozos de pan, los papeles y los huesos recogidos como limosnas; y, todavía temblando de frío, pronunció, como cantando, unas frases en hebreo. Probablemente, se imaginaba haber abierto una tienda. ―Déjeme marcharme ―exigió Iván Dimítrich con voz trémula. ―No puedo. ―¿Por qué? ¿Por qué? ―Porque no depende de mí. Juzgue usted mismo: ¿qué provecho sacará con que yo le suelte? Váyase. Le detendría la gente o la policía; y volverán a traerle aquí. ―Sí, sí, es verdad ―murmuró Iván Dimítrich y se secó la frente―. ¡Es espantoso! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer? La voz de Iván Dimítrich y su joven e inteligente rostro, gesticulante siempre, agradaron a Andrei Efímich, que se sintió impelido a consolar al loco y a aplacarlo. Sentándose junto a él en la cama, pensó un instante y dijo: ―¿Qué hacer? ¿Eso pregunta usted? En su situación, lo mejor sería escaparse de aquí. Pero, por desgracia, resultaría inútil, porque le atraparían. La sociedad es invencible cuando se preserva de delincuentes, alienados y gente molesta en general. Le queda a usted solamente una solución: tranquilizarse pensando que su estancia aquí es necesaria. ―Nadie la necesita. ―Si existen las cárceles y los manicomios, alguien debe haber en ellos. Si no es usted, seré yo o un tercero. En un futuro muy lejano, cuando dejen de existir las cárceles y los manicomios, no habrá rejas ni batines. Pero esa época tardará. Iván Dimítrich sonrió burlón. ―Está usted de broma ―dijo, entornando los ojos―. Señores como usted o como su ayudante Nikita se preocupan muy poco del futuro; pero puede tener la seguridad, caballero, de que vendrán mejores tiempos. Yo me expresaré mal, y usted se reirá de mí; pero brillará la aurora de una nueva vida, triunfará la razón, y habrá fiesta en nuestra calle. Yo no lo veré, me moriré antes; pero lo verán nuestros descendientes. ¡Les saludo de todo corazón y me alegro por ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos! Iván Dimítrich, fulgurantes los ojos, se levantó; y, extendiendo un brazo hacia la ventana, continuó con voz trémula: ―¡Desde detrás de estas rejas, yo os bendigo! ¡Viva la razón! ¡Me alegro por vosotros! ―No veo tanto motivo para alegrarse ―dijo Andrei Efímich a quien el movimiento de Iván Dimítrich le había parecido teatral, aunque no dejó de gustarle―. No habrá cárceles ni manicomios, y la razón triunfará, según ha manifestado usted; pero la esencia de las cosas no cambiará, y las leyes de la naturaleza seguirán siendo las mismas. La gente enfermará, envejecerá y morirá como hasta ahora. Por muy majestuosa que sea la aurora que ilumine su vida, en fin de cuentas le meterán en un ataúd y le enterrarán en un hoyo. ―¿Y la inmortalidad? ―¡Bah! ―¿No cree usted en ella? Pues yo creo. No sé si ha sido Dostoievski o Voltaire quien ha dicho que si no hubiera Dios, lo inventarían los hombres. Y yo estoy profundamente convencido de que si no existe la inmortalidad la inventará, tarde o temprano, el gran entendimiento humano. ―Bien dicho ―replicó Andrei Efímich, sonriendo satisfecho―. Me parece muy bien que crea usted. Con esa fe puede vivir en el mejor de los mundos hasta un hombre emparedado. ¿Ha hecho usted estudios? ―Sí. Estudié en la universidad; pero no terminé la carrera. ―Es usted persona inteligente y reflexiva; y en cualquier situación puede hallar consuelo en sí mismo. Un entendimiento libre y profundo que tiende a la interpretación de la vida, y un total desprecio a la estúpida vanidad del mundo: he aquí dos bienes que mejores no los conoce el hombre. Usted puede poseerlos, aunque se halle detrás de tres rejas. Diógenes vivía en un barril y era más feliz que todos los reyes de la tierra. ―Ese Diógenes era un animal ―masculló, sombrío, Iván Dimítrich―. ¿A qué me viene usted con Diógenes ni con interpretaciones? ―levantóse, indignado―. ¡Yo amo la vida, la amo con pasión! Tengo manía persecutoria, un temor permanente y torturador; pero hay momentos en que se apodera de mí la sed de vivir, y entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia enorme de vivir! Alterado y nervioso, recorrió el pabellón; y agregó, bajando la voz: ―Cuando sueño me visitan espectros. Se me presentan unos hombres extraños; oigo voces, música; me parece que estoy paseando por un bosque, por la orilla del mar; y me entra tal ansia de tener preocupaciones y quehaceres... Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? ¿Qué hay de nuevo? ―¿Se refiere usted a la ciudad o habla en general? ―Cuénteme primero lo que haya en la ciudad; y luego, en general. ―Pues, ¿qué quiere que le diga? La ciudad sigue siendo fastidiosamente aburrida... No hay a quién decir una palabra ni de quién oírla. Tampoco hay gente nueva. Aunque, para ser preciso, debo decirle que hace poco ha venido el joven doctor Jobotov. ―Vino cuando yo estaba todavía en libertad. Será un cínico, ¿no? ―Pues sí. Es hombre de poca cultura. Resulta cosa extraña, ¿sabe? A juzgar por todos los síntomas, en nuestras capitales no se observa un estancamiento intelectual, antes bien se nota un progreso. Por consiguiente, debe haber allí personas auténticas; pero, por no se qué razón, siempre nos mandan gente que no vale la pena de mirarla. ¡Qué ciudad tan desdichada! ―Desdichadísima ―suspiró Iván Dimítrich; y sonrió―. ¿Y cómo van las cosas en general? ¿Qué escriben los periódicos y las revistas? El pabellón estaba ya oscuro. El doctor se levantó; y se puso a contar lo que se escribía en el extranjero y en Rusia, y a describir las tendencias ideológicas que se observaban. Iván Dimítrich le oía con atención, haciendo preguntas de cuando en cuando; pero de pronto, como si recordase algo horroroso, se agarró la cabeza con las dos manos y se tendió en la cama, de espaldas al doctor. ―¿Qué le pasa? ―inquirió éste. ―No volverá usted a oír una sola palabra mía ―respondió, rudamente, el loco―. ¡Déjeme en paz! ―Pero, ¿por qué? ―Le digo que me deje en paz, ¡qué diablo! Andrei Efímich se encogió de hombros, suspiró y abandonó el pabellón. Al pasar por el zaguán dijo al guarda: ―Nikita, estaría bien limpiar un poco esto... ¡Hay un olor terrible! ―A sus órdenes, señor. «¡Qué joven tan agradable! ―iba pensando el médico camino de su domicilio―. Desde que vivo aquí creo que es la primera persona con quien se puede hablar. Sabe razonar y se interesa precisamente por las cosas de peso. Mientras leía y, luego, al acostarse, no dejó de pensar en Iván Dimítrich. Y al despertarse a la mañana siguiente, recordó que la víspera había conocido a un joven inteligente e interesante, decidiendo ir a visitarle en la primera ocasión.X
Iván Dimítrich estaba tendido en la misma posición que el día anterior, con la cabeza entre las manos y las piernas encogidas. La cara no se le veía.
―Buenas tardes, amigo ―le saludó Andrei Efímich entrando―. ¿No duerme usted? ―En primer lugar, yo no soy su amigo ―replicó Iván Dimítrich, con la cara hundida en la almohada―. Y en segundo, es inútil que se empeñe: no me sacará usted una sola palabra. ―Es extraño ―murmuró el doctor confundido―. Ayer estábamos charlando tan tranquilamente; y de pronto se enfadó usted e interrumpió la conversación... Quizá le disgustaría alguna de mis expresiones, o acaso yo dijera algo contrario a sus ideas... ―¡Como que se cree usted que va a engañarme! ―dijo Iván Dimítrich, incorporándose un poco y mirando al doctor con sorna e inquietud, a un tiempo y con los ojos inyectados en sangre―. Puede marcharse a espiar a otro lado, pues aquí no tiene nada qué hacer. Ayer mismo me di cuenta de por qué viene. ―Extraña fantasía ―sonrió Andrei Efímich―. ¿De modo que usted me cree un espía? ―Si, lo creo... Un espía o un médico encargado de examinarme. Para el caso es lo mismo. ―¡Oh, qué... qué raro es usted! Y dispense la expresión... El doctor sentóse en un taburete, junto a la cama; y movió la cabeza en son de reproche. ―Bueno ―prosiguió―. Admitamos que lleva usted razón; que yo vengo a cazar arteramente sus palabras para delatarle a la policía; que le detienen y le condenan. ¿Es que, acaso, en el tribunal o en la cárcel va usted a estar peor que aquí? E incluso si le deportan o le mandan a trabajos forzados, ¿será peor su situación que en este pabellón? Creo que no será peor. ¿Qué motivo hay, pues, para temer? A lo que se ve, estas palabras influyeron en el ánimo de Iván Dimítrich, que se sentó, calmado. Eran más de las cuatro de la tarde, la hora en que Andrei Efímich solía recorrer sus habitaciones y Dariushka le preguntaba si no había llegado el momento de tomarse la cerveza. El tiempo era claro y apacible. ―Después de almorzar, salí a dar un paseo; y de camino he venido por aquí, como usted ve ―continuó―. Hace un tiempo verdaderamente primaveral. ―¿En qué mes estamos? ¿En marzo? ―interesóse Iván Dimítrich. ―Si, a fines de marzo. ―¿Hay mucho barro en la calle? ―No, no mucho. Ya se puede andar por los senderillos del jardín. ―Buena época para darse un paseo en coche por las afueras de la ciudad ―dijo Iván Dimítrich, restregándose los ojos enrojecidos, como si acabara de despertarse―. Darse un paseo por las afueras y después volver a casa, meterse en el gabinete, cómodo y abrigado, y que un buen médico le cure a uno el dolor de cabeza... Hace mucho tiempo que no vivo como las personas. ¡Esto da asco! ¡Es insoportable! Después de la excitación de la víspera, se mostraba fatigado y débil y hablaba como con desgana. Le temblaban los dedos; y, por su semblante, se notaba que le dolía fuertemente la cabeza. ―Entre un gabinete abrigado y cómodo y este pabellón no hay diferencia alguna ―sentenció Andrei Efímich―. La quietud y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en él mismo. ―¿Qué quiere decir eso? ―Que el hombre corriente busca lo bueno y lo malo fuera de sí mismo, o sea, en un coche o en un gabinete; mientras que el hombre meditativo lo busca en sí mismo. ―Váyase a predicar esa filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas, que aquí no va con el clima. ¿No fue con usted con quien hablé de Diógenes? ―Sí, hablamos ayer. ―Diógenes no necesitaba un gabinete ni un local abrigado; ya sin eso hace bastante calor allí. Con un tonel para meterse y unas cuantas naranjas y aceitunas que comer, basta y sobra. Pero si Diógenes hubiera vivido en Rusia, no digo yo en diciembre, sino hasta en mayo, habría pedido habitación. Vamos, si no quería helarse. ―No. El frío, como todos los dolores, puede no sentirse. Marco Aurelio dijo: «El frío es una noción viva del dolor; haz un esfuerzo de voluntad para modificar esta noción, recházala, deja de quejarte, y el dolor desaparecerá». Es una gran verdad. Un sabio o, sencillamente, un pensador, un meditador, se distingue de los demás en que desprecia el sufrimiento, siempre está satisfecho y de nada se asombra. ―Quiere decirse que yo soy idiota porque sufro, estoy descontento y me asombro de la bajeza humana. ―Hace mal. Reflexione más a menudo; y comprenderá cuán insignificante es todo lo exterior que nos emociona. Hay que tender a la interpretación de la vida. Ahí reside la verdadera bienaventuranza. ―Interpretación... ―Iván Dimítrich frunció el ceño―. Interior... exterior... Perdone usted, pero no comprendo nada de eso. Sé tan sólo ―y se levantó mirando hoscamente al doctor―, sé tan sólo que Dios me ha hecho de sangre caliente y de nervios... ¡Sí, señor! Y el tejido orgánico, cuando tiene vida, debe reaccionar a toda excitación. ¡Por eso reacciono yo! Contesto al dolor con gritos y lágrimas: a las infamias, con indignación; a las inmundicias, con asco. Eso es lo que, a mi juicio, se llama vida. Cuanto más inferior es el organismo, tanto menos sensible es y tanto menos reacciona a las excitaciones; y, por el contrario, cuanto mayor es su perfección, tanto mayor es su sensibilidad y tanto más enérgica su reacción ante la realidad. ¿Cómo puede ignorarse esto? ¡Médico, y no sabe cosas tan elementales! Para despreciar el sufrimiento, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar a la situación de éste ―Iván Dimítrich señaló al mujik gordo y adiposo― o haberse templado en el sufrimiento, hasta el punto de perder toda sensibilidad o, dicho de otro modo, dejar de vivir. Perdóneme; no soy ni un sabio ni un filósofo ―prosiguió Iván Dimítrich indignado―, y no comprendo nada de esto. No estoy en condiciones de razonar. ―Al contrario. Razona usted admirablemente. ―Los estoicos, de los cuales hace usted una parodia, fueron hombres magníficos; pero su doctrina se petrificó hace ya dos mil años, y no ha avanzado un solo paso ni lo avanzará, porque no es práctica ni viable. Ha gozado de algún predicamento entre una minoría, que se pasa la vida estudiando y probando diversas doctrinas; pero la mayoría no la ha comprendido. Una doctrina que predica la indiferencia hacia la riqueza, las comodidades de la vida, los sufrimientos y la muerte, resulta absolutamente incomprensible para la inmensa mayoría; porque esa mayoría jamás ha conocido ni la riqueza ni las comodidades de la vida; y despreciar los sufrimientos equivaldría, para los más, a despreciar la propia vida, ya que todo el ser del hombre consiste en sensaciones de hambre, de frío, de ofensas, de pérdidas y de un miedo a la muerte, digno de Hamlet. En esas sensaciones reside la vida: puede uno cansarse de ella y hasta odiarla; pero nunca despreciarla. Repito que la doctrina de los estoicos no puede tener ningún porvenir; mientras que, por el contrario, como usted ve, desde el comienzo del siglo hasta ahora progresan la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la facultad de reaccionar a las excitaciones... Iván Dimítrich perdió repentinamente el hilo de sus pensamientos, se detuvo y se secó la frente. ―Quería decir algo importante, pero se me ha ido de la cabeza ―lamentóse enfadado―. ¿A qué me estaba refiriendo? ¡Ah, sí! Un estoico se vendió en esclavitud para redimir a un semejante. ¿Ve usted? Hasta un estoico reaccionó a la excitación; pues para realizar un acto tan magnánimo como es el del autosacrificio en favor del prójimo, hace falta un alma compasiva y emocionada. En esta cárcel se me ha olvidado todo lo que aprendí: de no ser así, recordaría algunas cosas más. ¿Y si hablamos de Cristo? Cristo respondía a la realidad llorando, sonriendo, apenándose, enfureciéndose. Hasta nostalgia sentía. No afrontaba los sufrimientos con una sonrisa, ni despreciaba la muerte; por el contrario, oró en el huerto de Getsemaní para no tener que apurar el cáliz de la amargura... Iván Dimítrich se rió y volvió a tomar asiento. ―Admitamos que la tranquilidad y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en su interior ―continuó―. Admitamos que hay que despreciar los sufrimientos y no asombrarse de nada. ¿Con qué fundamento predica usted todo eso? ¿Es usted un sabio? ¿Un filósofo? ―No; no soy un filósofo: pero eso debe predicarlo cada cual, porque es razonable. ―Lo que quiero saber es por qué se considera usted competente en lo que respecta a la interpretación de la vida, al desprecio de los sufrimientos, etcétera. ¿Es que usted ha sufrido alguna vez? ¿Tiene alguna noción del sufrimiento? Permítame una pregunta: ¿le pegaban a usted cuando niño? ―No. Mis padres sentían horror por los castigos corporales. ―Pues mi padre me pegaba sin compasión. Era un funcionario rudo, hemorroidal, de nariz larga y cuello amarillo. Pero hablemos de usted. En toda su vida, nadie le ha tocado al pelo de la ropa, ni le ha asustado. Tiene usted la salud de un toro. Creció bajo las alas de su padre; estudió por cuenta de él; e inmediatamente le cayó en suerte un puesto bueno. Ha vivido más de veinte años sin pagar casa, con calefacción, con luz, con sirvienta, con derecho a trabajar lo que quisiera e incluso a no hacer nada. Por naturaleza, es usted perezoso, vago; y ha procurado organizar su existencia de modo que nadie le moleste ni le haga moverse. Ha puesto todos los asuntos en manos del practicante y de otros canallas; y usted, mientras tanto, sentado en una habitación cálida y silenciosa, juntando dinero, leyendo libros, deleitándose en meditaciones sobre estupideces muy elevadas y (aquí Iván Dimítrich miró la roja nariz del doctor) empinando el codo. Dicho en otras palabras, no ha visto usted la vida, ni la conoce en absoluto; y de la realidad no tiene sino una noción teórica. Si desprecia los sufrimientos y de nada se asombra, es por un motivo muy simple: la vanidad de vanidades, lo externo y lo interno, el desprecio a la vida, a los sufrimientos y a la muerte, la interpretación y la verdadera bienaventuranza, son mera filosofía más grata para el zángano ruso. Usted ve, por ejemplo, a un mujik pegándole a su mujer. ¿Para qué inmiscuirse? Que le pegue: al fin y al cabo, los dos se morirán, tarde o temprano; y, además, el que pega no ofende a su víctima, sino a sí mismo. Emborracharse es estúpido e indecente; pero igual se muere el que se emborracha que el que no. Llega una mujer con dolor de muelas... Como el dolor es la idea de que duele y como, por añadidura, no hay modo de evitar las enfermedades en este mundo, y todos hemos de morir, que se vaya la mujeruca con sus dolores y le deje a usted meditar y beber vodka. Un joven pide consejo y pregunta qué hacer y cómo vivir. Antes de responder, otro reflexionaría un poco; pero usted tiene lista la respuesta: «Aspira a lograr la interpretación de la vida y la auténtica bienaventuranza». ¿Y qué es esa fantástica «bienaventuranza»? Naturalmente, no hay contestación. Aquí nos tienen recluidos tras unos barrotes; nos obligan a pudrirnos y nos martirizan; pero todo ello es magnífico y razonable, porque entre este pabellón y un gabinete cómodo y abrigado no existe ninguna diferencia. Estupenda filosofía: no hay nada que hacer, y la conciencia está tranquila, y uno se siente sabio... Pues no, señor: eso no es filosofía, ni pensamiento, ni amplitud de miras, sino pereza, artimaña, soñolencia... ¡Sí, señor! ―tornó a enfadarse Iván Dimítrich―. Dice usted que desprecia los sufrimientos; pero ya veríamos los gritos que daría si le cogieran un dedo con una puerta. ―O quizá no gritara ―objetó Andrei Efímich con una sonrisa tímida. ―¡Vaya que sí! O supongamos que se queda usted paralítico o que algún idiota desvergonzado, aprovechándose de su rango y situación, le insulta públicamente y usted sabe que la ofensa quedará impune. Entonces comprenderá usted lo que significa pedir a los demás que se contenten con la interpretación de la vida o con la auténtica bienaventuranza. ―Es original ―exclamó Andrei Efímich, riendo de contento y frotándose las manos―. Me causa agradable sorpresa su tendencia a las sintetizaciones; y creo que la característica que acaba de hacer de mí es francamente brillante. He de reconocer que la conversación con usted me proporciona un placer enorme. Bueno, yo le he escuchado ya. Ahora hágame el favor de escucharme a mí...XI
La conversación duró todavía cosa de una hora; y, al parecer, produjo gran impresión al doctor. A partir de entonces, comenzó a visitar el pabellón todos los días. Iba por la mañana y después de almorzar; y a menudo, oscurecía, charlando con Iván Dimítrich. Al principio, éste se mostraba huidizo, sospechando mala intención; y expresaba su hostilidad francamente: pero pronto se acostumbró al trato con el médico, y cambió su rudeza por una actitud mezcla de condescendencia y de ironía.
Pronto se propagó en el hospital el rumor de que Andrei Efímich visitaba el pabellón número seis. Ni el practicante, ni Nikita, ni las enfermeras acertaban a explicarse para qué iba, por qué se pasaba allí horas enteras, de qué hablaba y por qué no daba recetas. Sus actos parecían extraños. Mijaíl Averiánich no le encontraba a menudo en su domicilio, cosa que jamás había ocurrido antes; y Dariushka estaba muy desconcertada, pues el doctor no tomaba ya la cerveza a una hora fija; y hasta llegaba tarde a almorzar algunas veces. Un día de fines de junio, el doctor Jobotov vino a ver a Andrei Efímich para un asunto. Como no le hallara en casa, se fue a buscarlo por el patio, donde alguien le dijo que el viejo médico había entrado en el pabellón de los locos. Penetrando en él y deteniéndose en el zaguán, Jobotov oyó la siguiente conversación: ―Nunca llegaremos a un acuerdo, y desde luego, no conseguirá usted convertirme a sus creencias ―decía Iván Dimítrich hoscamente―. Usted ignora por completo la realidad: jamás ha sufrido, y como una sanguijuela, se ha nutrido de los sufrimientos ajenos. Yo, en cambio, he sufrido desde el día de mi nacimiento hasta el de hoy. Por eso le digo, sin rodeos, que me considero por encima de usted y más competente que usted en todos los órdenes. Nada tiene que enseñarme. ―No tengo la pretensión de convertirle a mis creencias ―pronunció en voz baja Andrei Efímich, lamentando que no quisieran comprenderlo―. Y no se trata de eso, amigo mío. El quid no está en que usted haya sufrido y yo no. Los sufrimientos y las alegrías son cosa efímera. Dejémoslos a un lado, y que se vayan con Dios. El quid está en que usted y yo pensamos. Vemos, el uno en el otro, personas capaces de pensar y de razonar; y esto nos hace solidarios, por diversos que sean nuestros criterios. ¡Si supiera usted, amigo mío, cómo me fastidian la insensatez, la torpeza, la cerrazón generales, y con cuánta alegría charlo con usted todas las veces! Es usted inteligente, y me deleita su conversación. Jobotov entreabrió la puerta y miró al pabellón: Iván Dimítrich, con el gorro de dormir, y el doctor Andrei Efímich estaban sentados juntos en la cama. El loco gesticulaba, temblaba y se arrebujaba febrilmente en la bata; y el doctor, inmóvil, gacha la cabeza, tenía la cara roja y la expresión abatida y triste. Jobotov se encogió de hombros, sonrió y miró a Nikita. Nikita se encogió también de hombros. Al día siguiente, el joven médico acudió al pabellón acompañado del practicante, y los dos se pusieron a escuchar en el zaguán. ―Parece que nuestro abuelo se ha ido de la cabeza ―comentó Jobotov al salir. ―¡Señor, ten piedad de nosotros, pecadores! ―suspiró el beato Serguei Sergueich, rodeando cuidadosamente los charcos, para no ensuciarse las lustrosas botas―. A decir verdad, estimado Evgueni Fiodorich, hace tiempo que yo lo esperaba.XII
A partir de entonces, Andrei Efímich comenzó a notar una atmósfera extraña a su alrededor. Los guardas, las enfermeras y los enfermos, al encontrarse con él, le miraban con aire interrogativo y luego cuchicheaban entre sí. Masha, la hijita del inspector, con la que siempre le gustaba encontrarse en el jardín del hospital, escapaba cuando él, sonriente, quería acercársele para acariciarle la cabecita. El jefe de correos, Mijaíl Averiánich, al oírle, ya no decía «Completamente cierto», sino mascullaba con incomprensible azoramiento: «Pues sí, sí, sí...» y le miraba triste y compasivamente. Por razones ignoradas, había comenzado a aconsejar a su amigo que dejase el vodka y la cerveza; pero como era persona delicada, no se lo decía claramente, sino con rodeos, refiriéndole la historia de un comandante de batallón, excelente sujeto, o del capellán de un regimiento, magnífica persona, que bebían y enfermaron; pero recobraron totalmente la salud apenas se quitaron de la bebida. Su colega Jobotov también estuvo a verle dos o tres veces, recomendándole que dejase de beber, y aconsejándole que tomase bromuro de potasio, sin que Andrei Efímich viese el menor motivo para ello.
En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del alcalde rogándole que fuese a verle, para tratar un asunto importantísimo. Cuando se presentó en el Ayuntamiento, Andrei Efímich encontró allí al jefe de la guarnición, al inspector del instituto comarcal, que era concejal, a Jobotov y a un señor grueso y rubio, que le fue presentado como médico. Este médico de apellido polaco, muy difícil de pronunciar, vivía a cosa de 30 kilómetros de la ciudad, en una granja caballar, y estaba allí de paso, según le dijeron. ―Hay aquí una propuesta que le concierne ―dirigióse el concejal a Andrei Efímich, una vez intercambiados los saludos de rigor y sentados ya todos―. Evgueni Fiodorich dice que la farmacia del hospital tiene poco sitio en el pabellón principal y que habría que trasladarla a uno de los pequeños. Naturalmente, se puede trasladar; pero habrá que arreglar el pabellón adonde se la traslade. ―En efecto, la reparación será imprescindible ―asintió Andrei Efímich, al cabo de un momento de reflexión―. Si acondicionamos el pabellón del extremo para farmacia, creo que se necesitarán, como minimum, 500 rublos. Un gasto improductivo. Se produjo una pausa. ―Ya tuve el honor de informar hace diez años ―agregó Andrei Efímich en voz más queda― que este hospital, en su estado presente, constituye un lujo exagerado para la ciudad. Lo construyeron en la década del cuarenta, cuando los recursos eran distintos. La ciudad gasta mucho dinero en construcciones innecesarias y en cargos superfluos. Creo que con igual dinero, y en otras condiciones, podrían sostenerse dos hospitales ejemplares. ―Bueno; pues vamos a crear otras condiciones ―se apresuró a responder el concejal. ―Ya tuve el honor de hacer una propuesta: transfieran ustedes los servicios médicos a la Diputación. ―Sí, sí: transfieran el dinero a la Diputación, y lo robarán todo ―rió el doctor rubio. ―Es lo que siempre ocurre ―asintió el concejal, sonriéndose a su vez. Andrei Efímich echó al doctor rubio una mirada desvaída y replicó: ―Hay que ser justos. Nueva pausa. Sirvieron té. El militar, inexplicablemente confuso, tocó a través de la mesa la mano de Andrei Efímich y le dijo: ―Nos tiene usted totalmente olvidados, doctor. Claro, que usted es un monje: ni juega a las cartas ni le gustan las mujeres. Con nosotros se aburriría... Todos se pusieron a comentar lo tediosa que era la vida en aquella ciudad, para un hombre instruido, ni teatro, ni música; y en el último baile celebrado en el club, había cerca de veinte damas y solamente dos caballeros, porque los jóvenes no bailaban, sino que se agolpaban junto al ambigú o jugaban a las cartas. Andrei Efímich, reposadamente, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima, una verdadera lástima, que la gente dedicara sus energías, su inteligencia y su corazón a las cartas y al cotilleo; y que no supiera o no quisiera pasar el tiempo ocupada en una conversación interesante, o en la lectura, o disfrutando de los placeres del entendimiento. Sólo el entendimiento era interesante y magnífico: lo demás no pasaba de ruin y minúsculo. Jobotov escuchó atentamente a su colega; y, de pronto, le interrumpió: ―Andrei Efímich, ¿a cómo estamos hoy? Obtenida la respuesta, Jobotov y el doctor rubio, en tono de examinadores que notan su falta de habilidad, preguntaron a Andrei Efímich qué día era, cuántos días tenía el año y si era cierto que en el pabellón número seis habitaba un notable profeta. Al oír la última pregunta, Andrei Efímich enrojeció y dijo: ―Es un joven alienado; pero muy interesante. Ya no le preguntaron nada más. A la salida, cuando Andrei Efímich estaba poniéndose el abrigo en el recibidor, se le acercó el militar, le puso la mano en el hombro y suspiró: ―Ya es hora de que los viejos descansemos. Una vez en la calle, nuestro hombre comprendió que había sido examinado por una comisión encargada de dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó las preguntas que le habían hecho, enrojeció; y, por primera vez en su vida, le dio lástima la medicina. «Dios mío ―pensó al recordar a los médicos que acababan de observarle―. ¡Pero si no hace ni tres días que se examinaron de psiquiatría! ¿Cómo son tan ignorantes? ¡Si no tienen ni idea de la materia!» Y, por primera vez en su vida, se sintió ofendido y enojado. Aquella misma tarde acudió a visitarle Mijaíl Averiánich. Sin saludar siquiera, el jefe de correos se le acercó y, cogiéndole las dos manos, le dijo con voz emocionada: ―Querido amigo mío, demuéstreme que cree en mi sincera estima y que me considera amigo suyo... ¡Andrei Efímich! ―y, sin dejar hablar al médico, prosiguió cariñoso―: Le tengo verdadero afecto, por su instrucción y por su nobleza. Escúcheme, querido: las reglas de la ciencia obligan a los doctores a ocultarle la verdad; pero yo, como militar, tiro por la calle de en medio: ¡Está usted enfermo! Dispense mi franqueza, querido, pero es la pura verdad de la que se han percatado hace tiempo todos los que le rodean. El doctor Evgueni Fiodorich acaba de comunicarme que debiera usted descansar y distraerse, en bien de su salud. ¡Es completamente cierto! ¡Estupendo! Estos días pediré mis vacaciones y me voy a respirar otros aires. ¡Demuéstreme que es amigo mío! ¡Vámonos juntos! ¡Vámonos! ¡Nos sacudiremos los años! ―Yo me siento perfectamente sano ―repuso Andrei Efímich después de pensar un breve instante―. No puedo ir a ninguna parte. Permítame que le demuestre mi amistad de algún otro modo. Irse no se sabe dónde ni para qué, sin los libros, sin Dariushka, sin cerveza; alterar bruscamente un régimen de vida establecido hacía más de veinte años... Tal idea se le antojó absurda y fantástica en el primer momento. Pero luego recordó la reunión del Ayuntamiento y el mal estado de ánimo que se apoderó de él al volver a su casa. Y la idea de abandonar un poco de tiempo una ciudad donde la gente estúpida le consideraba loco, le sonrió. ―¿Y a dónde piensa usted ir? ―inquirió. ―A Moscú, a San Petersburgo, a Varsovia... En Varsovia pasé los cinco años más felices de mi vida. ¡Qué ciudad más admirable! ¡Venga conmigo, querido! XIII
Una semana después propusieron a Andrei Efímich que descansase, es decir, que presentara la dimisión, propuesta que él acogió con entera indiferencia. Y al cabo de otra semana, Mijaíl Averiánich y él iban ya en la diligencia, camino de la estación del ferrocarril. Los días eran frescos, claros, de cielo azul y horizonte transparente. Hasta llegar a la estación, recorriendo los 200 kilómetros de distancia, hubieron de pasar dos noches en el camino. Cuando en las estaciones de postas servían el té en vasos mal lavados o tardaban en enganchar los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía de color púrpura; y, temblando con todo su cuerpo, vociferaba contra el servicio y gritaba: «¡A callar! ¡No quiero excusas!» Y mientras viajaban en la diligencia no cesaba un minuto de relatar sus viajes al Cáucaso y al reino de Polonia. ¡Qué aventuras! ¡Qué encuentros! Hablaba a gritos, poniendo tales ojos de admiración, que pudiera creerse que mentía. Además, lo hacía con la boca pegada a la cara de Andrei Efímich, respirando junto a su mejilla y riéndosele en el mismo oído, todo lo cual molestaba al médico y le impedía concentrarse.
Para economizar en el billete de ferrocarril, sacaron tercera clase. Iban en un coche para viajeros no fumadores. La mitad de los compañeros de departamento era gente aseada. Mijaíl Averiánich no tardó en trabar conocimiento con todos; y, pasando de un asiento a otro, decía en voz alta que nadie debiera utilizar aquellos ferrocarriles indignos. ¡Engaño por todas partes! ¡Qué distinto ir a caballo! Después de recorrer 100 verstas en un día, se sentía uno más fresco y más lozano que nunca. Y la mala cosecha se debía a que habían secado los pantanos de Pinsk. Se observaba un cuadro general de anormalidades horribles. Hablaba casi a gritos, sin dejar que los demás intercalasen una palabra. La interminable charla, mezclada con grandes risas y con ademanes y gestos expresivos, terminó por fatigar a Andrei Efímich. «¿Cuál de nosotros dos será el loco? ―pensaba con fastidio―. ¿Soy, acaso yo, que procuro no molestar para nada a los pasajeros, o este egoísta, que se cree el más listo y el más interesante de cuantos vamos aquí, y por eso no deja tranquilo a nadie?» Al llegar a Moscú, Mijaíl Averiánich se puso una guerrera militar sin hombreras y unos pantalones con franja roja. Para andar por la calle usaba gorra oficial y capote, y los soldados le saludaban al pasar. Al médico le parecía que aquel hombre se había desprendido de todo lo bueno que tuvieran sus costumbres señoriales de antaño, quedándose con lo malo. Le gustaba que le sirvieran incluso cuando no era necesario; teniendo los fósforos sobre la mesa, al alcance de la mano, y viéndolos él, gritaba al camarero que se los diera; en la habitación del hotel, no se cohibía de andar en ropas menores delante de la camarera; tuteaba a todos los sirvientes, sin distinción, incluso a los viejos; y si se enfadaba, los llamaba torpes e idiotas. A juicio de Andrei Efímich, todo esto era señoritil y repugnante. Ante todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo a ver la virgen de Iverskaia. Oró fervorosamente, con genuflexiones hasta el suelo e incluso derramando lágrimas. Al terminar suspiró profundamente y dijo: ―Aunque uno no crea, siempre se queda más tranquilo rezando. Bésela, amigo. El médico, un tanto confuso, besó la imagen. Mijaíl Averiánich, alargando los labios y moviendo la cabeza, musitaba una oración mientras las lágrimas acudían de nuevo a sus ojos. Después estuvieron en el Kremlin, vieron allí el Rey de los Cañones y la Reina de las Campanas, llegando incluso a tocarlos; admiraron el paisaje que ofrecía el barrio de Zamoskvorechie; y visitaron el templo del Salvador y el Museo Rumiantsev. Almorzaron en el restaurante Testov. Mijaíl Averiánich estuvo un buen rato contemplando la carta y acariciándose al mismo tiempo las patillas; y por último dijo en el tono de un gourmet acostumbrado a sentirse en tales restaurantes como en su propia casa: ―Vamos a ver qué nos da usted hoy, ángel.XIV
El doctor iba de acá para allá, miraba, comía, bebía. Pero su única sensación era de fastidio contra Mijaíl Averiánich. Ansiaba descansar de su amigo, huir de su compañía, ocultarse. Y el amigo se consideraba obligado a no dejarle solo un instante y a procurarle el mayor número de distracciones. Cuando no tenían nada que ver, le distraía con su conversación. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero declaró al amigo que se sentía indispuesto y deseaba quedarse en la habitación; a lo que respondió aquél diciendo que, en tal caso, también él se quedaría: era necesario descansar, pues de otro modo iban a perder hasta el aliento. Andrei Efímich se tendió en el diván, de cara a la pared; y, apretando los dientes, estuvo oyendo al militar, quien aseguraba que Francia, más tarde o más temprano, destruiría a Alemania; que en Moscú había muchos granujas; y que por la figura de un caballo no podían apreciarse sus cualidades. Al doctor comenzaron a zumbarle los oídos y se le aceleraron las palpitaciones del corazón; pero no se atrevió, por delicadeza, a pedir al otro que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich terminó aburriéndose de estar en la habitación y se marchó, después de comer, a dar un paseo.
Cuando se vio solo, Andrei Efímich se entregó al descanso. ¡Qué agrado estar inmóvil en el diván y saberse solo en la habitación! No era posible la dicha completa sin la soledad. El ángel caído debió traicionar a Dios porque deseaba la soledad, que los ángeles desconocen. El doctor hubiera querido pensar en lo visto y oído en los últimos días, pero Mijaíl Averiánich no se le iba de la imaginación. «La cosa es que ha tomado sus vacaciones y se ha venido conmigo por amistad, por generosidad ―pensaba el doctor con enfado―. No hay nada peor que esta especie de tutela amistosa. Parece bueno, magnánimo y alegre; pero es aburridísimo. Insoportablemente aburrido. Así son los que siempre pronuncian bellas frases; pero uno se da cuenta de que son unos brutos.» Al día siguiente, Andrei Efímich pretextó hallarse enfermo y no salió de la habitación. Tendido en el diván, de cara a la pared, sufría cuando el amigo trataba de distraerle, charlando o descansaba en su ausencia. Tan pronto se enojaba consigo mismo por haber emprendido el viaje con su amigo, cada día más charlatán y desenvuelto. Y no lograba pensar en nada serio o elevado. «Me está castigando la realidad de que hablaba Iván Dimítrich ―pensaba, disgustado por su quisquillosería―. Aunque, por otra parte, todo es pura bobada... Cuando vuelva a casa, las cosas volverán a su cauce.» Y en San Petersburgo, igual: días enteros sin salir de la habitación, echado en el diván, del que sólo se levantaba para beber cerveza. Mijaíl Averiánich se daba prisa para irse a Varsovia. ―Pero, querido, ¿qué tengo yo que hacer allí? ―protestaba Andrei Efímich con voz suplicante―. ¡Váyase solo y permítame que yo me vuelva a casa! ¡Por favor! ―¡De ninguna manera! ―exclamaba Mijaíl Averiánich―. ¡Es una ciudad maravillosa! Yo pasé en ella los cinco años más felices de mi vida. Como al doctor le faltaba carácter para mantenerse en lo suyo, se fue a Varsovia, aunque a regañadientes. Tampoco allí salió de la habitación del hotel; también permaneció tendido en el diván; y también se enojó consigo mismo y con su amigo, a más de con los mozos, que se resistían a comprender el ruso. Y Mijaíl Averiánich, sano, optimista y alegre como de ordinario, andaba siempre por la ciudad buscando a sus viejos amigos. Pasó varias noches fuera del hotel. Después de una de estas noches, regresó por la mañana temprano, en estado de fuerte alteración, rojo y despeinado. Recorrió largo tiempo la pieza yendo de un rincón a otro, gruñendo para sí; y por último se detuvo y dijo: ―¡El honor ante todo! Después volvió a andar un poco; y, agarrándose la cabeza con las dos manos, pronunció, trágico: ―¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido amigo ―dirigiéndose al doctor―, desprécieme usted: he perdido a las cartas. Présteme 500 rublos. Andrei Efímich contó la suma pedida; y, sin decir palabra, se la dio a su amigo. Éste, rojo todavía de vergüenza y de cólera, barbotó un juramento tan incoherente como innecesario, encasquetóse la gorra y salió. Volvió cosa de dos horas más tarde, aquí se desplomó en un sillón; y, suspirando profundamente, dijo: ―¡El honor está a salvo! Vámonos de aquí, amigo mío. No quiero estar ni un minuto más en esta maldita tierra. ¡Granujas! ¡Espías austriacos! Cuando los dos regresaron a la ciudad de su residencia, era ya noviembre; y las calles aparecían cubiertas de nieve. El puesto de Andrei Efímich estaba ya ocupado por Jobotov, que vivía en su viejo domicilio, esperando a que llegase Andrei Efímich y desalojara el piso cedido por el hospital. La fea mujer a la que él llamaba «cocinera» habitaba ya en uno de los pabellones. Corrían por la ciudad nuevos chismes acerca del hospital. Murmurábase que la fea había reñido con el inspector; y que éste se arrastraba ante ella, pidiéndole perdón. Andrei Efímich tuvo que buscar nuevo alojamiento el primer día de su regreso. ―Querido amigo ―le preguntó tímidamente el jefe de correos―. Perdone si la pregunta es indiscreta: ¿de qué medios dispone usted? El médico contó en silencio su dinero y respondió: ―Ochenta y seis rublos. ―No le pregunto lo que lleva encima ―murmuró, confuso, Mijaíl Averiánich―. Le pregunto qué recursos tiene usted, en general. ―Pues eso es lo que le digo: 86 rublos... No dispongo de nada más. Mijaíl Averiánich consideraba al doctor persona honesta y noble; pero le atribuía un capital de 20 000 rublos como mínimo. Ahora, al enterarse de que era casi un mendigo, sin ningún medio de vida, se echó a llorar y abrazó a su amigo.Andrei Efímich se mudó a una casita de tres ventanas, propiedad de una tal Bielova, en la que había tres habitaciones sin contar la cocina. Dos de ellas las ocupaba el doctor; y en la tercera y en la cocina vivían Dariushka y la dueña, con sus tres niños. De cuando en cuando, el amante de Bielova venía a pasar la noche con ella. Era un mujik borracho, que escandalizaba e infundía pánico a Dariushka y a los niños. Cuando llegaba y, sentado en la cocina, exigía vodka, todos se asustaban; y el doctor, movido a compasión, recogía a los niños, atemorizados y llorosos, acostándolos en el suelo de una de sus habitaciones, lo que le causaba honda satisfacción. Seguía levantándose a las ocho; y, después de desayunar, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas, puesto que carecía de dinero para comprar nuevos. Ya fuese porque los libros eran viejos o por el cambio de situación, lo cierto es que la lectura, lejos de cautivarle como antes, hasta le fatigaba. Para no caer en la ociosidad completa, compuso un catálogo detallado de sus libros y pegó a todos unos papelitos en las pastas. Y esta labor, mecánica y minuciosa, le parecía más amena que la lectura: con su monotonía y minuciosidad, abstraía su pensamiento de un modo incomprensible, impidiéndole la reflexión y haciendo más corto el tiempo. Hasta pelar patatas con Dariushka en la cocina o limpiar el alforfón se le hacía más entretenido que leer. Iba a la iglesia los sábados y los domingos. De pie junto a la pared y con los ojos entornados, oía cantar y pensaba en su padre, en su madre, en la universidad, en las religiones. Sentíase tranquilo, triste; y al salir de la iglesia, lamentaba que la misa hubiera terminado tan pronto. Fue dos veces al hospital para visitar a Iván Dimítrich y charlar con él. Pero en ambas ocasiones, Iván Dimítrich, muy excitado y furioso, gritó que le dejara en paz, que ya estaba harto de tanto charlar en balde y que por todos los sufrimientos que atravesaba, sólo pedía a la maldita gente una recompensa: que le encerrasen solo. ¿Es que le iban a negar incluso aquello? Las dos noches, cuando Andrei Efímich se despidió, deseándole buenas noches, el loco se enfureció y gritó: ―¡Al diablo! Andrei Efímich no sabía ya si ir a verle por tercera vez. Y la cosa era que sentía deseo de ir. En otros tiempos, Andrei Efímich, al terminar el almuerzo paseaba por las habitaciones pensando en cosas elevadas. Ahora, en cambio, se pasaba desde el almuerzo hasta la cena acostado en el diván, de cara al respaldo, y entregado a pensamientos mezquinos, que no podía apartar de su imaginación. Le dolía que, habiendo prestado servicio durante más de veinte años, no le hubiesen concedido pensión alguna, ni le hubieran dado aunque sólo fuese una gratificación. Cierto que no había servido honradamente; mas también era cierto que las pensiones se otorgaban a todos los empleados, honestos o no. La justicia moderna consistía en que los rangos, las condecoraciones y los subsidios no se concedían a las prendas o cualidades morales, sino al servicio en general, cualquiera que fuese. ¿Por qué razón debían hacer una excepción con él? Ya no le quedaba dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña: debía ya 32 rublos de cerveza. También estaba en deuda con el ama de la casa. Dariushka vendía a hurtadillas los viejos libros y la ropa; y engañaba a la dueña diciéndole que el doctor iba a recibir pronto mucho dinero. Andrei Efímich no podía perdonarse haber gastado en el viaje 1 000 rublos, producto de sus ahorros. ¡Qué buen servicio le harían ahora! Le molestaba que la gente no le dejase en paz. Jobotov se creía obligado a visitar de vez en cuando al colega enfermo. Todo él le resultaba antipático a Andrei Efímich: su cara de hartazgo, su tono de condescendencia, su trato de «colega» y hasta sus botas altas. Y lo más desagradable era que se considerase en el deber de cuidar a Andrei Efímich y que pensase que, verdaderamente, lo estaba curando. A cada visita le traía un frasco de bromuro de potasio y píldoras de ruibarbo. También Mijaíl Averiánich se creía en la obligación de visitar y distraer al amigo. Siempre entraba en casa de éste, con afectada desenvoltura, riendo forzadamente y tratando de hacerle creer que tenía un aspecto magnífico y que, a Dios gracias, su estado iba mejorando; de donde podía deducirse que consideraba desesperada la situación de su amigo. Como no le había pagado la deuda de Varsovia, y se sentía confuso y abochornado por ello, trataba de reír con más fuerza y contar las cosas más cómicas. Sus anécdotas y chistes parecían ahora interminables; y eran un tormento para Andrei Efímich y para él mismo. En su presencia, Andrei Efímich solía tenderse en el diván, de cara a la pared, y escucharle apretando los dientes. Iban sedimentándose en su alma capas de hastío; y a cada visita del amigo, el médico notaba que los sedimentos iban subiendo y llegándole casi a la garganta. Para ahogar los sentimientos mezquinos, Andrei Efímich se apresuraba a considerar que él mismo y Jobotov y Mijaíl Averiánich, perecerían tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza rastro de su paso. Suponiendo que dentro de un millón de años pasase junto a la tierra algún espíritu, no vería en ella sino arcilla y peñas desnudas. Todo, incluso la cultura y las leyes morales, desaparecería; y no crecería ni siquiera la hierba. ¿Qué importaba la vergüenza ante el tendero, o el miserable Jobotov, o la fatigosa amistad de Mijaíl Averiánich ? Todo era tontería, nimiedad. Pero tales razonamientos no servían ya de nada. Apenas se ponía a pensar en lo que sería el globo terráqueo dentro de un millón de años, detrás de una peña desnuda aparecía Jobotov con sus botas altas o salía Mijaíl Averiánich con su risa forzada; incluso se oía su voz queda y cohibida: «La deuda de Varsovia se la pagaré uno de estos días, amigo... Se la pagaré sin falta». XV
Una vez, Mijaíl Averiánich llegó después del almuerzo, estando Andrei Efímich tendido en el diván. Y su llegada coincidió con la de Jobotov, que se presentó a la misma hora, con un frasco de bromuro de potasio. Andrei Efímich se incorporó pesadamente, sentóse; y quedó con ambas manos apoyadas en el diván.
―Hoy, querido amigo ―comenzó el jefe de correos―, tiene usted un color mucho más lozano que el de ayer. ¡Está usted hecho un valiente! ¡De veras que es usted un valiente! ―Ya es hora de ponerse bien, colega, ya es hora ―intervino Jobotov bostezando―. De fijo que usted mismo estará ya harto de este galimatías... ―¡Y se pondrá bueno! ―exclamó alegremente Mijaíl Averiánich―. Vivirá cien años todavía. ¡Ni uno menos! ―Cien, quizá no; pero para veinte le sobra cuerda ―habló, consolador Jobotov―. Esto no es nada, colega, no se amilane... No oscurezca usted las cosas. ―Todavía daremos de que hablar ―rió Mijaíl Averiánich a carcajadas; y dio a su amigo unas palmadas en la rodilla―. ¡Daremos de que hablar! El verano que viene, Dios mediante, nos vamos al Cáucaso y lo recorremos todo a caballo: ¡hop, hop, hop! Y apenas volvamos del Cáucaso, celebraremos la boda ―Mijaíl Averiánich hizo un guiño malicioso―. ¡Le casaremos a usted, querido amigo! Le casaremos... Andrei Efímich notó, repentinamente, que el sedimento le llegaba a la garganta. El corazón comenzó a palpitarle con latido acelerado. ―¡Qué bajeza! ―exclamó levantándose rápidamente y retirándose a la ventana―. ¿No comprenden ustedes que es una bajeza lo que dicen? Quiso luego dulcificar el tono; pero sin poderse contener, en un arranque superior a su voluntad, cerró los puños y los levantó por encima de su cabeza. ―¡Déjenme tranquilo! & gritó con voz extraña, rojo y tembloroso―. ¡Fuera! ¡Fuera los dos! Mijaíl Averiánich y Jobotov se levantaron; y le miraron, con perplejidad al principio y con miedo después. ―¡Fuera los dos! ―continuó gritando Andrei Efímich―. ¡Torpes! ¡Estúpidos! ¡No necesito ni tu amistad ni tus mejunjes, so idiota! ¡Qué bajeza! ¡Qué asco! Jobotov y el jefe de correos se miraron, aturdidos; retrocedieron hacia la puerta y salieron al zaguán. Andrei Efímich agarró el frasco de la medicina y se lo tiró. El cristal sonó al romperse en el umbral. ―¡Váyanse al diablo! ―les gritó Andrei Efímich, con voz llorosa, saliendo al zaguán―. ¡Al diablo! Cuando los visitantes se hubieron marchado, el viejo médico, temblando como un palúdico, se tendió en el diván; y continuó repitiendo largo tiempo: ―¡Torpes! ¡Estúpidos! Una vez que se calmó, lo primero que le vino a la mente fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía estar horriblemente avergonzado y entristecido; y que todo aquello era espantoso. Jamás le había sucedido nada semejante. ¿Dónde estaban la discreción y el tacto? ¿Dónde la interpretación de las cosas y la ecuanimidad filosófica? Lleno de vergüenza y de enojo contra sí mismo, no pudo dormir en toda la noche. Y por la mañana, a eso de las diez, encaminóse a la oficina de correos y pidió perdón a Mijaíl Averiánich. ―Olvidemos lo ocurrido ―dijo éste, suspirando conmovido, y apretándole la mano―. Al que recuerde lo viejo se le saltará un ojo. ¡Lubavkin! ―gritó de repente con tanta fuerza, que todos los empleados y visitantes se estremecieron―. ¡A ver, trae una silla! ¡Y tú, espera! ―gritó a una mujeruca que a través de la reja le tendía una carta certificada―. ¿Es que no ves que estoy ocupado? No vamos a recordar lo pasado ―prosiguió afectuoso, dirigiéndose a Andrei Efímich―. Siéntese, por favor, querido. Durante unos segundos de silencio, se pasó las manos por ambas rodillas y luego dijo: ―Ni por asomo se me ha ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es un dulce. Lo comprendo de sobra. El ataque de ayer nos asustó al doctor y a mí. Estuvimos hablando de usted largo rato. Querido amigo: ¿qué razón hay para que se resista usted a tomar en serio su enfermedad? ¿Cómo es posible ese abandono? Perdone la franqueza de un amigo ―susurró Mijaíl Averiánich―. Vive usted en las condiciones más desfavorables: estrechez, suciedad, descuido, falta de medios para tratarse... Querido: el doctor y yo le pedimos de todo corazón que acepte nuestro consejo. Ingrese en el hospital. Allí tendrá buena alimentación, cuidados, un tratamiento. Evgueni Fiodorich, aunque hombre de mauvais ton, dicho sea entre nosotros, es entendido en medicina y podemos confiar en él. Me ha dado palabra de ocuparse de usted. Andrei Efímich se enterneció, al ver la sincera preocupación y las lágrimas que brillaron en las mejillas del jefe de correos. ―Respetable Mijaíl Averiánich ―murmuró, poniendo la mano en el corazón―. ¡No les crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad consiste en que durante veinte años no he encontrado en la ciudad más que una persona inteligente, y la única que he hallado está loca. No hay dolencia alguna; pero he caído en un círculo vicioso, del que no se puede salir. Ahora bien: como me da igual, estoy dispuesto a todo. ―Ingrese en el hospital, querido. ―Me es indiferente. En el hospital o en el hoyo. ―Déme su palabra de que va a obedecer en todo a Evgueni Fiodorich. ―Bueno, pues le doy mi palabra. Sin embargo, le repito que he caído en un círculo cerrado. Todo, incluso la sincera compasión de mis amigos, conduce ahora a mi perdición. Voy a perderme y tengo el valor de reconocerlo. ―Allí sanará, amigo mío. ―¿Para qué hablar? ―se excitó Andrei Efímich―. Rara es la persona que al final de su vida no experimenta lo que yo ahora. Cuando le digan que está usted enfermo de los riñones o que tiene dilatado el corazón, y que se ponga en tratamiento, o cuando le declaren loco o delincuente, o sea, cuando la gente pare su atención en usted, sepa que ha caído en un laberinto del que jamás saldrá. Y si lo intenta, se extraviará más aún. Claudique, porque ya no habrá fuerza humana que le salve. Así me parece a mí. Entre tanto, ante la ventanilla iba reuniéndose público. Para no molestar, Andrei Efímich se levantó y se dispuso a despedirse. Mijaíl Averiánich volvió a pedirle su palabra de honor, y le acompañó hasta la puerta de la calle. Aquel mismo día, antes de que anocheciera, se presentó Jobotov en casa de Andrei Efímich. Llevaba pelliza y botas altas. Como si el día anterior no hubiese ocurrido nada, dijo, desenvuelto: ―Traigo un asunto para usted, colega: ¿aceptaría venir conmigo a una consulta de médicos? Pensando que Jobotov quería distraerle con un paseo, o acaso proporcionarle algún dinero con la anunciada consulta, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con el colega a la calle. Se alegraba de poder lavar su culpa de la víspera; y en el fondo de su alma, daba gracias a Jobotov, quien ni siquiera aludió al incidente y, que, por lo visto, le había perdonado. De una persona tan mal educada era difícil esperar tanta delicadeza. ―¿Dónde está el enfermo? ―inquirió Andrei Efímich. ―En el hospital. Hace tiempo que deseaba mostrárselo. Es un caso interesantísimo. Entraron en el patio y, dando la vuelta al pabellón principal, se dirigieron al de los alienados. Todo ello, sin decir palabra, por algún oculto motivo. Cuando pasaron al zaguán, Nikita, siguiendo su costumbre, se levantó de un salto y se puso firme. ―Hay aquí uno al que se le han apreciado ciertas anormalidades en los pulmones ―declaró Jobotov a media voz, entrando en el pabellón con Andrei Efímich―. Espere un momento, que en seguida vuelvo. Voy por el estetoscopio. Y salió. XVI
Ya oscurecía. Iván Dimítrich estaba tendido en su cama con la cara hundida en la almohada. El paralítico, sentado e inmóvil, lloriqueaba moviendo los labios. El mujik gordo y el antiguo empleado de correos dormían. Reinaba el silencio.
Andrei Efímich se puso a esperar, sentado en la cama de Iván Dimítrich. Pero transcurrió media hora, y en lugar de Jobotov entró Nikita llevando una bata, ropa interior y unos zapatos. ―Ya puede vestirse su señoría ―dijo sin alzar la voz―. Esta es su cama ―agregó indicando una cama vacía que, probablemente, llevaba poco tiempo allí―. No se apure. Con ayuda de Dios se pondrá bueno. Andrei Efímich lo comprendió todo. Sin despegar los labios se dirigió a la cama que le indicara Nikita y se sentó en ella. Viendo que el loquero esperaba, se desnudó por completo y sintió vergüenza. Después se puso la ropa del hospital: los calzoncillos eran cortos; el camisón, largo; y la bata apestaba a pescado ahumado. ―Si Dios quiere, sanará usted ―repitió Nikita. Y dicho esto, recogió la ropa de Andrei Efímich y salió, cerrando la puerta. «Da lo mismo... ―pensó Andrei Efímich arrebujándose, cohibido, en el batín y notando que, con su nueva indumentaria, tenía el aspecto de un presidiario―. Da lo mismo... Igual es un frac que un uniforme o que esta bata.» Pero ¿y el reloj?, ¿y el cuaderno de notas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta?, ¿y los cigarrillos?, ¿y a dónde se había llevado Nikita la ropa? De fijo que hasta la muerte no se pondría más un pantalón, un chaleco ni unas botas. Todo ello se le antojaba extraño y hasta incomprensible. Andrei Efímich seguía convencido de que entre la casa de Bielova y el pabellón número seis no existía diferencia alguna; y de que, en el mundo, todo era tontería vanidad de vanidades; pero las manos le temblaban, sentía frío en las piernas y se horrorizaba al pensar que Iván Dimitrich se levantaría pronto y le vería vestido con aquel batín. Poniéndose en pie, dio un paseo por el pabellón y tornó a sentarse. Así permaneció media hora, una hora, terriblemente aburrido. ¿Sería posible vivir allí un día entero, una semana e incluso años, como aquellos seres? Él había estado sentado; luego se había levantado, dando una vuelta y sentándose de nuevo; aún podía ir a mirar por la ventana y pasearse una vez más de rincón a rincón; pero ¿y después?, ¿iba a estarse eternamente allí, como una estatua y cavilando? No, imposible. Andrei Efímich se acostó; pero se levantó al instante, enjugóse el sudor frío de la frente con la manga; y notó que toda la cara había comenzado a olerle a pescado ahumado. Confuso, dio otro paseo. ―Aquí hay una confusión ―dijo abriendo los brazos con perplejidad―. Hay que aclarar las cosas. Esto es una equivocación... En este momento despertó Iván Dimítrich. Sentóse y apoyó la cara en los dos puños. Escupió después, miro perezosamente al doctor; y, por lo visto, no se percató de pronto de lo que veía; pero luego su rostro soñoliento se tomó burlón y malévolo. ―¡Ah, de manera que también a usted le han metido aquí, palomo! ―exclamó con voz ronca de sueño, entornando un ojo―. Pues me alegro mucho. Antes le chupaba usted la sangre a los demás, y ahora se han cambiado las tornas. ¡Estupendo! ―Es una confusión ―respondió Andrei Efímich asustado de las palabras de Iván Dimítrich―. Alguna confusión... ―repitió, encogiendo los hombros, como extrañado. Iván Dimítrich escupió de nuevo y se acostó. ―¡Maldita vida! ―refunfuñó―. Y lo más amargo y enojoso es que esta vida no terminará con una recompensa por los sufrimientos soportados, ni con una apoteosis, como las óperas, sino con la muerte. Vendrán unos mujiks y, agarrando el cadáver de los brazos y las piernas, se lo llevarán al sótano. ¡Brrr! Bueno, qué le vamos a hacer... En el otro mundo será la nuestra... Desde allí vendré en forma de espectro para asustar a estos bichos... Haré que les salgan canas. En esto regresó Moiseika y, al ver al doctor, le tendió la mano: ―Dame una kopeka. XVII
Andrei Efímich se acercó a la ventana y miró al campo. El crepúsculo había proyectado ya sus sombras, y en el horizonte, por la derecha, asomaba la luna, fría y purpúrea. A cosa de 200 metros de la valla del hospital se alzaba un alto edificio blanco circundado por una muralla de piedra. Era la cárcel.
―¡Ésa es la realidad! ―dijo para sí Andrei Efímich, atemorizado. Infundían temor la luna y la cárcel, los clavos de la valla y la llama lejana de una fábrica. Andrei Efímich volvió la cara y vio a un hombre con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que sonreía y guiñaba un ojo maliciosamente. Y también esto le pareció horrible. Trató de convencerse a sí mismo de que ni la luna ni la cárcel tenían nada de particular y consideró que incluso personas en su cabal juicio llevaban condecoraciones y que, con el tiempo, todo perecería y se convertiría en polvo; pero de pronto se apoderó de él la desesperación; asiéndose a los barrotes con ambas manos, zarandeó fuertemente la reja. Ésta, sin embargo, era resistente y no cedió. Después, para disipar un poco sus temores, Andrei Efímich se fue a la cama de Iván Dimítrich y se sentó en ella. ―Mi ánimo ha decaído, amigo ―masculló, temblando y secándose el sudor frío―. Ha decaído. ―Pues consuélese filosofando ―respondió, sarcástico, Iván Dimítrich. ―¡ Dios mío, Dios mío!... Sí, Sí... Usted dijo en cierta ocasión que en Rusia no hay filosofía, pero que filosofa todo el mundo, incluso la morralla. Ahora bien: a nadie perjudica la morralla cuando filosofa ―dijo Andrei Efímich, como con ganas de llorar y de mover a compasión―. ¿A qué viene, querido, esa risa maligna? ¿Y cómo no va a filosofar la morralla si no está satisfecha? Un hombre inteligente, instruido, altivo, libre, semejanza de Dios, no tiene otro remedio que irse de médico a un villorrio sucio y estúpido, pasándose la vida entre ventosas, sanguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería, cerrazón, ruindad! ¡Oh Dios mío! ―No dice usted más que sandeces. Si no le gustaba ser médico, podía haberse metido a ministro. ―A nada, a nada. Somos débiles, querido... Yo era impasible; razonaba de la manera más optimista y cuerda; y ha bastado que la vida me tratase rudamente para hacerme perder el ánimo... para postrarme... Somos débiles. Somos despreciables... Y usted también lo es, querido. Es usted inteligente, noble; con la leche de su madre mamó afanes bondadosos, pero apenas penetró en la vida, se fatigó y se enfermó... ¡Somos débiles, somos débiles!... ―Algo más, aparte del miedo y el enojo, inquietaba a Andrei Efímich desde que oscureció. Era algo inconcreto. Y por fin se dio cuenta de lo que era: quería beber cerveza y fumar. ―Yo me voy de aquí, querido ―dijo al cabo de un instante―. Pediré que den la luz... No puedo seguir así... Me es imposible... Andrei Efímich se dirigió a la puerta y la abrió, pero instantáneamente Nikita le cerró el paso: ―¿A dónde va usted? No se puede salir, no se puede. Es hora de dormir. ―Sólo un momento; deseo dar una vuelta por el patio ―explicó Andrei Efímich. ―Imposible, imposible. Hay una orden de no dejar salir a nadie. Usted mismo lo sabe. Nikita cerró la puerta y apretó la espalda contra ella. ―Pero si yo salgo, ¿a quién dañaré con ello? ―preguntó Andrei Efímich encogiendo los hombros―. No lo comprendo. ¡Nikita, debo salir! ¡Lo necesito! ―añadió, con voz temblona. ―¡No provoque desórdenes, mire que no está bien! ―le aleccionó Nikita. ―¡Valiente diablo! ―gruñó Iván Dimítrich, levantándose repentinamente―. ¿Qué derecho tiene éste a no dejarle salir? ¿Por qué nos tienen encerrados aquí? Me parece que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser privado de su libertad como no sea por los tribunales. ¡Esto es una arbitrariedad! ¡Esto es violencia! ―¡Arbitrariedad, arbitrariedad! ―le secundó Andrei Efímich alentado por los gritos de Iván Dimítrich―. ¡Tengo necesidad de salir, y debo salir! ¡Nadie tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir! ―¿Lo oyes, bruto inmundo? ―gritó Iván Dimítrich, y se puso a golpear la puerta―. ¡Abre, o echo abajo la puerta! ¡Asesino! ―¡Abre! ¡Yo lo exijo! ―gritó también Andrei Efímich, temblando de arriba abajo. ―Sigue hablando y verás ―respondió Nikita desde el otro lado de la puerta―. Sigue hablando. ―Por lo menos, llama a Evgueni Fiodorich. Dile que le ruego que venga... un minuto. ―Mañana vendrá. ―No nos soltarán nunca ―dijo Iván Dimítrich―. Nos pudriremos aquí. ¡Dios de los cielos! ¿Será posible que no haya en el otro mundo un infierno y que estos canallas se queden sin ir a él? ¿Dónde está la justicia? ¡Abre, granuja, que me asfixio! gritó, ronco, y se arrojó contra la puerta―. ¡Me romperé la cabeza! ¡Asesinos! Nikita abrió inopinadamente la puerta, dio un rudo empujón a Andrei Efímich con ambas manos y con la rodilla, y luego, volteando el brazo, le descargó un puñetazo en plena cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola salada le había envuelto arrastrándole hasta la cama. Notó en la boca un gusto salobre: probablemente era sangre de los dientes. Como si tratase de salir de la ola, agitó los brazos y se asió a la cama, pero en aquel momento sintió que Nikita le asestaba otros dos golpes en la espalda. Oyó al instante gritos de Iván Dimítrich. También debían estar pegándole. Después todo quedó en silencio. La difusa luz de la luna penetraba por la reja, proyectando en el suelo la sombra de una red. Daba miedo. Andrei Efímich, tendido en la cama y contenida la respiración, esperaba horrorizado nuevos golpes. Diríase que alguien le hubiera clavado una hoz, retorciéndosela varias veces en el pecho y en el vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes. Y de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, se abrió paso una idea horrible, sobrecogedora: aquellos hombres, que ahora semejaban sombras negras a la luz de la luna, habían padecido el mismo dolor años enteros, día tras día. ¿Cómo había sido posible que él no lo supiera, ni quisiera saberlo, durante más de veinte años? Él lo ignoraba, desconocía la existencia de aquel sufrimiento. Por consiguiente, no era culpable. Pero la conciencia, tan incomprensiva y tan ruda como Nikita, le hizo helarse de la cabeza a los pies. Saltó de la cama, quiso gritar con toda la fuerza de sus pulmones y correr a matar a Nikita, a Jobotov, al inspector y al practicante, suicidándose luego; mas su pecho no emitió sonido alguno, y las piernas no le obedecieron. Jadeante y furioso, Andrei Efímich desgarró sobre su pecho la bata y el camisón, y después de hacerlos jirones, perdió el conocimiento y se desplomó en la cama.XVIII
A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban los oídos y se sentía muy decaído. No se avergonzaba al recordar su debilidad de la víspera. Había sido un pusilánime, tuvo miedo hasta de la luna y puso de manifiesto sentimientos e ideas que jamás había imaginado tener: por ejemplo, la idea de la insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le importaba poco.
No comía, no bebía, yacía inmóvil y callaba. «Nada me importaba ―pensaba cuando le preguntaban algo―. No voy a contestar... Me da igual.» Después de almorzar llegó Mijaíl Averiánich y le trajo un paquete de té y una libra de mermelada. También fue a visitarle Dariushka, que permaneció una hora entera de pie junto a la cama, con una expresión de amargura en el semblante. Acudió, asimismo, el doctor Jobotov, quien trajo el consabido frasco de bromuro de potasio y ordenó a Nikita que sahumara el pabellón con algo. Antes de que anocheciera, Andrei Efímich murió de una apoplejía. Al principio notó escalofríos penetrantes y fuertes náuseas. Parecióle que algo repugnante se le expandía por el cuerpo, hasta los dedos, y partiendo del estómago en dirección a la cabeza, le inundaba los ojos y los oídos. Una capa verde le veló los ojos. Andrei Efímich comprendió que había llegado su fin y recordó que Iván Dimítrich, Mijaíl Averiánich y millones de seres creían en la inmortalidad. ¿Y si, verdaderamente, existía? Pero él no deseaba la inmortalidad; y pensó en ella un instante tan sólo. Un rebaño de renos, de gracia y belleza excepcionales, cuya descripción había leído en un libro el día anterior, pasó junto a él; después, una mujeruca le tendió la mano con una carta certificada... Mijaíl Averiánich pronunció unas palabras. Luego desapareció todo; y Andrei Efímich se durmió para siempre. Llegaron unos mujiks, lo asieron de los brazos y de las piernas y se lo llevaron en volandas a la capilla. Allí estuvo tendido en una mesa, con los ojos abiertos, iluminado por la luna. A la mañana siguiente, Serguei Sergueich oró muy devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos a su antiguo jefe. El entierro fue un día después. Asistieron solamente Mijaíl Averiánich y Dariushka.FIN