LA MUERTE DEL DR. ISLA (Gene Wolfe)
Publicado en
marzo 19, 2011
Gene Wolfe, autor de la obra antológica del año pasado, La Quinta Cabeza de Cerbero, vuelve con una novela sobre un extraño muchacho que mueve continuamente la cabeza de lado a lado, como hacen ciertos reptiles, y de lo que acaeció entre él y otros dos seres en un satélite de Júpiter creado por los hombres. Si el escenario está magistralmente descrito, su psicología es aún más interesante:
He deseado ir
donde no falten las primaveras
a los campos donde los insectos no piquen
ni molesten, y se mezan unos cuantos lirios.
He pedido estar
donde no estallen tormentas
donde los prados crecen en los mudos cielos
y lejos del vaivén del mar.
Gerard Manley Hopkins
* * *
Un grano de arena, oscilando al borde de un pozo, se agitó y cayó dentro— en el fondo, la hormiga león surgió furiosa. Durante un momento todo quedó en silencio. Luego, el pozo y un metro cuadrado de arena que lo rodeaba se agitaron como borrachos mientras dos cocoteros se inclinaban para mirar. La arena se amontonó en el borde y surgió la cicatrizada cabeza de un muchacho —una maraña de cabello castaño le cubría casi las suturas. Con los oscuros ojos dilatados, se detuvo; el cuello, justo donde había estado la hormiga león y como aguijoneado desde abajo, saltó hacia la playa, se volvió y arrojó la arena a puntapiés dentro del hoyo de donde había emergido y lo obturó por completo. El muchacho aparentaba unos catorce años.
Durante un rato se mantuvo agachado empujando a un lado la arena para encontrar la entrada. Unos centímetro más abajo tropezó con un material sólido, pedregoso, que bien no era ni hormigón ni piedra arenisca poseía la calidez de ambos, un plástico orgánico enarenado. Rascó hasta que los dedos se le pusieron en carne viva pero no consiguió dar con los bordes del hueco. Entonces, se levantó y miró a su alrededor moviendo continuamente la cabeza como hacen ciertos reptiles, de atrás hacia delante, sin pausa al final de cada movimiento. Lo hacía sin cesar —siempre— y por lo mismo, no volveremos a mencionarlo más, como tampoco que respiraba. Sí respiraba, y al hacerlo la cabeza, como la cola de una serpiente, giraba de parte a parte. El muchacho era delgado, desnudo y liso como una rana.Ante él, la arena se inclinaba suavemente hacia el mar color zafiro; en la playa había cocos, conchas y un huidizo cangrejo que jugaba con los bordes de los dedos de cada ola que agonizaba. Detrás de él sólo se veían palmeras y arena. Las palmeras crecían cada vez más juntas a medida que se alejaban del mar hasta que el bosque de sus columnatas de troncos semejaba arquitectónica, como un laberinto palaciego cubierto de enredaderas y lianas de hojas verdes, escarlata y amarillas; se entrelazaban con bambúes y árboles de hojas caducas salpicados de refulgentes orquídeas hasta lo que alcanzaba su vista, para acabar en un muro sembrado de lentejuelas cuyo color predominante era el verde oscuro.El muchacho se dirigió a la orilla y se metió en el mar hasta que el agua, caliente como la sangre, le llegaba casi a las rodillas. Introdujo las manos y la probó: era pura, sin pizca de esos desinfectantes a los que estaba habituado. Vadeó por la orilla, salió a la arena y se sentó a unos cinco metros de la franja que bordaban las olas y a los diez minutos, en los que no oyó más ruido que el del viento y el mar, echó atrás la cabeza y empezó a gritar. Su grito era agudo, penetrante y cada respiración terminaba en una nota ululante e ininteligible seguida del jadeo sordo, cavernoso de la próxima inspiración. En una ocasión había gritado de ese modo, sin cesar, catorce horas y veintidós minutos y, al final, una enfermera religiosa con un expediente de servicios ejemplar que abarcaba diecisiete años le había administrado una inyección sin consultar al ayudante del médico.Pasado un rato el muchacho paró —no porque estuviera cansado, sino para escuchar mejor, pero sólo se oía el silbido del viento entre las frondosas palmeras y el murmullo de las olas al romper, pero le pareció oír una voz. El muchacho lo mismo se mostraba tranquilo que bullicioso y ahora estaba quieto v callado. Con la mano izquierda levantaba arena, tan blanca v pura como sal, que se deslizaba por entre los dedos mientras con la derecha arrojaba chinas y guijarros transparentes como cuentas de cristal a las olas rompientes.—Óyeme —dijo la ola—. Óyeme. Óyeme.—Te oigo —contestó el chico.—Bueno—replicó la ola y el eco resonó débil: Bueno, bueno, bueno.El muchacho se encogió de hombros.—¿Cómo debo llamarte? —preguntó la ola.—Me llamo Nicholas Kenneth de Vore.—Nick, ¿Nick... Nick?El chico se levantó y volviéndose de espaldas al mar caminó tierra adentro. Cuando hubo perdido de vista el mar tropezó con un cocotero doblado en ángulo, reclinándose ymeciéndose entre sus compañeros como el penacho de un reactor que asciende arrebatado por el viento. Tras palpar su tosco exterior con ambas manos empezó a trepar: era inexperto y se encaramaba despacio y un poco torpe, pero su cuerpo era ligero y fuerte. No tardó en llegar a la copa, molestando a los monitos pardos y felpudos que huyeron chillando a otra palmera, dejándolo solo entre los tallos y la fronda de los verdes cocos.—También yo estoy aquí—proclamó una voz desde la palmera.El muchacho, que miraba el cielo color zafiro v que oscilaba sobre su cabeza, lanzó una exclamación.—Te llamaré Nicholas.—Veo el mar—dijo el chico.—¿Sabes cómo me llamo?El chico no contestó. Por debajo de él, el largo tallo de la torcida palmera se movía ligeramente. —Mis amigos me llaman Dr. Isla.—Yo no te llamaré así.—Con eso indicas que no eres mi amigo.Una gaviota chilló.—Sin embargo, te acepto como amigo. Aunque digas que yo no soy tu amigo yo afirmo que sí lo —eres. Me gustas, Nicholas, y te trataré como un amigo.—¿Eres una máquina, una persona o un comité? —preguntó el muchacho.—Soy todo eso y aún más. Soy el espíritu de esta isla, el genio tutelar.—Mentira.—Ahora que nos hemos conocido, ¿prefieres que te deje?Tampoco esta vez contestó el muchacho.—Quizá prefieras quedarte solo con tus pensamientos. Quisiera decirte que hoy hemos progresado más de lo que suponía. Presiento que los dos nos vamos a llevar muy bien.Pasados quince minutos, el muchacho preguntó:—¿De dónde viene la luz?No hubo respuesta. El chico aguardó un rato, luego se deslizó por el tronco, se soltó a unos cinco metros del suelo y cayó rodando sobre la blanda arena. De nuevo se dirigió a la orilla, donde se detuvo para contemplar el mar. Vio que a lo lejos se curvaba hacia arriba; las lejanas olas rompían en una espuma blanca hasta que el mar se volvió como un cielo salpicado de blanco. A su derecha y a su izquierda la playa se desvanecía en una curva doblándose hacia el infinito. Echó a andar y vio, casi en el punto donde se perdía la vista, una figura humana. Echó a correr y un momento después se detuvo para volverse. A lo lejos, otro caminante, apenas visible, recorría la playa a largos trancos Nicholas no hizo caso: encontró un coco y trató de arbirlo luego, lo arrojó a un lado y prosiguió la marcha. De vez en cuando, saltaba un pez y vio también un ave marina que revoloteaba y se zambullía en picado. La luz menguaba. Se percató de que hacía rato que no había comido pero, a decir verdad, no estaba hambriento en el estricto sentido de la palabra, le gustaba sentir hambre del mismo modo que en cierta ocasión se rajó el brazo para verlo sangrar. Al pasar ante una palmera llamó: "Dr. Isla.", y se puso a tararear: "Dr. Isla, Dr. Isla, Dr. Isla", hasta que las palabras perdieron todo significado. Nadó en el mar como le habían enseñado en las grandes cisternas de asistencia médica de Callisto, para mejorar su coordinación y chapoteaba y resoplaba hasta que se acostumbró a las olas. Cuando oscureció tanto que apenas veía la blanca arena y la blanca espuma de las olas al romperse, bebió del mar y se durmió en la playa. Apoyó primero el lado derecho de su tenso y feo rostro, de modo que parecía dormido mientras conservaba abierto y mirando el ojo izquierdo— mecía la cabeza de lado a lado; la comisura izquierda de la boca conservaba, como una mascarilla, su expresión característica —enfado, aislamiento—, matizada de esa cualidad inhumana que sólo se encuentra en ciertos semblantes humanos.Cuando despertó aún no había luz pero la noche se esfumaba en una suavidad gris. Las palmeras, desmochadas, se alzaban como altos fantasmas de parte a parte de la playa, los remates, perdidos en la niebla y la menguante oscuridad. Sintió frío. Se frotó los costados con las manos; bailo sobre la arena y echó a correr hacia el borde del mar para entrar en calor ante él, un puntito rojo se convirtió en una hoguera y aflojó la marcha.Un hombre que aparentaba unos veinticinco años se hallaba agachado junto al fuego. El cabello negro y enmarañado le caía sobre los hombros y tenía una barba rala; además, estaba tan desnudo y era tan lampiño como Nicholas. Tenía los ojos negros, grandes y vacíos como los bordes de un tubo roto. Atizaba la hoguera y con el humo surgía el aroma del pescado asado. Nicholas se detuvo a cierta distancia y observó durante un rato.De una comisura de la boca del hombre le corría un hilo de saliva que se secó con una mano, dejando en su cara un tizne de ceniza. Nicholas se fue acercando hasta quedar de pie al otro lado de la hoguera. El pescado estaba envuelto en anchas hojas y barro en medio de las brasas.—Soy Nícholas, y tú, ¿quién eres?El joven no lo miró; nunca lo había mirado.—Oye, me gustaría comer un pedacito de pescado, no mucho, ¿te parece?El joven alzó la cabeza pero sin mirar a Nicholas, sino a un punto más lejano; luego, bajó otra vez la vista. Nicholas sonrió. La sonrisa ponía de manifiesto la calidad inconexa de su expresión; la curva desigual de su boca.—Solo un trocito. ¿Ya está hecho?Nicholas se agachó imitando al joven y como si aquel gesto fuera una señal, éste se arrojó contra el muchacho a través del fuego. Nicholas saltó hacia atrás, pero demasiado tarde —el cuerpo del joven chocó con el suyo y cayó al suelo con los dedos del hombre clavados en su cuello. Con un grito agudo Nicholas se soltó rodando hacia el mar, pero el Joven chapoteó tras él y el muchacho se zambulló.Nadaba bajo el agua, el vientre rozaba la arena rizada por el oleaje hasta que llegó a aguas más profundas— luego, emergió para respirar y vio al joven que, a su vez, también lo vio. Volvió a zambullirse; esta vez emergió más lejos, donde no tocaba pie. Pedaleando en el mar, vio la hoguera en la playa y a la temprana luz, al joven que regresaba a ella. Nicholas nadó hasta encontrarse a— quinientos metros de la playa y poco después, vadeando hacia la orilla, se encaminó adonde estaba la fogata.El Joven lo vio cuando aún estaba lejos pero continuó sentado, comiendo rosados pedacitos de pescado y observando a Nicholas.—¿Qué te pasa? —le preguntó el muchacho cuando aún se encontraba lo bastante lejos para sentirse seguro—. ¿Estas enfadado conmigo?Desde el bosque los pájaros le avisaron:—Ten cuidado, Nicholas.—No— te haré daño —contestó el joven. Se levantó secándose contra el pecho las aceitosas manos y con un gesto le indicó el pescado que estaba a sus pies—. ¿Quieres un poco?Nicholas asintió sonriendo con su risa anquilosada.—Entonces acércate.Nicholas aguardó, esperando que el joven se apartase del pescado, pero no lo hizo, ni tampoco le devolvió la sonrisa.—Nicholas —susurraban las pequeñas olas a sus pies— este es Ignacio.—Oye, ¿de veras me vas a dar un poco? —preguntó Nicholas.Ignacio afirmó con la cabeza sin sonreír.Nicholas se acercó cauteloso; cuando se inclinaba para coger el pescado, las fuertes manos de Ignacio lo agarraron; trató de luchar para soltarse pero el joven lo arrojó al suelo debajo de él.—¡Suéltame, por favor! —gritó el muchacho.Los ojos se le llenaron de lágrimas. Quiso volver a gritar pero le faltó el aliento; sentía la lengua paralizada y más gruesa que su muñeca.Ignacio lo soltó y le golpeó el rostro con el puño. Nicholas había peleado antes con otros chicos de su edad, a veces, salvajemente— le habían abofeteado, aporreado, había recibido toda clase de palizas pero jamás había luchado con un hombre como luchan los hombres. Ignacio le volvió a golpear hasta que le rajó los labios y brotó la sangre.Permaneció largo rato tendido sobre la arena junto a la hoguera que se extinguía. Poco a poco fue recobrando el conocimiento; parpadeó, se movió, volvió a parpadear. Tenía la boca llena de sangre y cuando la escupió sobre la arena, se formó un cuajarón como carne blanda, oscura y polimorfa. Tenía el carrillo izquierdo enormemente hinchado y apenas veía con el ojo izquierdo. Pasados unos minutos se arrastró hasta el mar y al cabo de un rato salió y se encaminó tembloroso hacia las cenizas de la fogata. Ignacio se había ido, sólo quedaban las espinas del pescado.
—Ignacio se ha ido —dijo el Dr. Isla desde la cresta de las olas.Nicholas se sentó en la arena con las piernas cruzadas.—Te libraste muy bien de él.—¿Nos viste pelear?—Os he visto; yo lo veo todo, Nicholas.—Éste es el peor de los lugares —exclamó Nicholas; hablaba a su regazo.—¿Qué quieres decir con eso?—Antes estuve en lugares malos... sitios donde te pegan o te arrojan chorros de agua helada con grandes mangueras que te derriban pero no donde permiten que otro...—¿Otro paciente? —preguntó una gaviota que revoloteaba.—... lo haga.—Tuviste suerte, Nicholas. Ignacio es un homicida.—Podías haberlo impedido.—No, no pude. Todo este mundo son mis ojos, Nicholas; mis oídos y mi lengua, Pero no tengo manos.—Creí que habías hecho todo esto.—Todo lo hicieron los hombres.—Pensé que tú permitiste que le siguiera.—Sigue solo, y tú... y toda esta gente de aquí, lo dirige.Nicholas miro el mar.—¿Qué mueve las olas?—El viento y la marea.—¿Estamos en la Tierra?—¿Te sentirías más seguro en la Tierra?—Nunca estuve allí; me gustaría conocerla.—Nicholas, yo soy tan igual a la Tierra como la misma Tierra; si tomaras la mejor playa de todas las playas mejores de la Tierra, y la despojaras de las impurezas y porquerías de los últimos tres siglos, eso harías conmigo.—Pero, ¿no es esto la Tierra?No obtuvo respuesta. Nicholas dio una vuelta por entre las cenizas que rodeaban la hoguera hasta que encontró las huellas de Ignacio. No era un rastreador, pero las depresiones en la blanda arena de la playa no requerían esa cualidad; las siguió, oscilando la cabeza al caminar, como un detector de minas.Durante varios kilómetros pudo seguir las huellas, de pronto, éstas se desviaron bruscamente extraviándose entre los cocoteros y, finalmente, se perdieron en el suelo firme. Nicholas levantó la cabeza y llamó:—¡Ignacio! ¡Ignacio!Pasado un momento oyó un golpe seco y el ruido de alguien que separaba las ramas. Aguardó.—¿Mamá?De entre la espesura surgió una joven y se le acercó. Era bonita aunque demasiado delgada y aparentaba unos diecinueve años. Tenía el cabello rubio por donde le daba más el sol y oscuro por el interior.—¿Te has arañado?—inquirió Nicholas—. Estás sangrando.—Creí que eras mi madre —contestó la joven. Le llevaba toda la cabeza al muchacho—. ¿Te has peleado, verdad? ¿Has venido a buscarme?Nicholas había sostenido antes conversaciones más o menos parecidas y en general prefería ignorar las observaciones pero ahora se sentía muy solo.—¿Quieres irte a tu casa? —preguntó—Pues, a decir verdad, creo que debería ir, ¿no te parece?—Pero, ¿quieres ir?—Mi mamá dice siempre: si tienes algo en el fuego no querrás que se queme... es una cocinera excelente, de veras. ¿Te gusta la col con tocino ahumado?—¿Tienes algo para comer?—Ahora, no, pero hace un rato sí que tenía.—¿Qué era?—Un pájaro. —La joven hizo un vago ademán sin mirar a Nicholas—. Si no recuerdo mal me zampé un pájaro.—¿Quieres que vayamos a dar un paseo junto al mar?—y ya se dirigían a la playa.—Iba a tomar un sorbo. Eres un nene muy simpático.A Nicholas no le gustó que lo llamara "nene" y replicó:—Prendo fuego en muchos sitios.—¡No irás a prender fuego a este lugar! Hubiera sido agradable hace un par de días, pero cuando la gente está triste, llueve.Nicholas guardó silencio durante un rato. Cuando llegaron al mar la joven se arrodilló para beber. El largo cabello le cubría el rostro y las puntas se mecían en el agua, así como los pezones casi fuera de la blusa.—Ahí no —le advirtió Nicholas—. Está lleno de arena porque baña la playa. Ven aquíPenetró en el mar hasta que las olas le llegaron casi hasta las axilas, bajó la cabeza y bebió.—Jamás se me hubiera ocurrido —exclamó la joven—. Mamá dice que soy estúpida y también papá. ¿Crees que soy estúpida?Nicholas sacudió la cabeza.—¿Cómo te llamas?—Nicholas Kenneth de Vore, ¿y tú?—Diane. Te llamaré Nicky, ¿te importa?—Te haré daño mientras duermes —dijo Nicholas.—No lo harás.—Sí. En St. John's, donde estaba, casi siempre tenía cero en conducta y una chica me llamaba algo que no me gustaba. Una noche me escapé y entré en su cuarto mientras dormía y anulé todas sus restricciones; después flotaba hasta que tropezó con algo y despertó, trató de agarrarse y rebotó, se rompió dos dedos y la nariz; la sangre le chorreaba por todas partes. Entraron los celadores y uno me dijo, entonces no sabía que yo lo había hecho, que al salir, la bata blanca parecía un vestido de lunares rojos. tan salpicada estaba de sangre.La joven le sonrió y se le formó un hoyuelo en la delgada carita.—¿Cómo descubrieron que fuiste tú?—Se lo dije a alguien que luego lo contó.—Apuesto a que lo dijiste tú.—¡Te juro que no! —se alejó furioso por el agua, pero apenas había dado unos pasos, volvió a la playa y se sentó en la arena de espaldas a ella.—No fue mi intención ofenderle, señor de Vore.—¡No estoy ofendido!La joven no estaba muy segura de lo que el chico pensaba. Se sentó a su lado, aunque un poquito más atrás y empezó a amontonar arena en su regazo.—Veo que os habéis conocido —exclamó el Dr. Isla.Nicholas se volvió buscando la voz.—Pensé que lo veías todo.—Sólo lo más importante y he estado muy ocupado en otra parte de mí. Me alegra saber que os conocéis, ¿os gusta vuestra relación?Ninguno de los dos respondió.—Debéis obrar de mutuo acuerdo con Ignacio; os necesitáis.—No sabemos dónde está —contestó Nicholas.—Caminad a la izquierda, playa abajo, hasta que veáis la gran piedra; luego, girad tierra adentro, unos quinientos metros.Nicholas se levantó y dando la vuelta a la derecha echó a andar. Diane le siguió corriendo hasta alcanzarlo.—No me gusta—dijo Nicholas sacudiendo un hombro para indicar algo detrás de él.—¿Ignacio?—El doctor.—¿Por qué mueves la cabeza de ese modo?—¿No te lo han dicho?—Nadie me ha hablado de ti.—La abrieron por completo... —Nicholas se tocó las cicatrices—; entonces cortaron con un cuchillo todo mi—corpus... corpus...—Corpus callosum—exclamó el seco ramaje de una palmera—El cerebro es como el interior de una nuez. Hay dos mitades y justo en medio una especie de carne gruesa que las une. Pues bien, cortaron eso.—Te estás burlando de mí, ¿verdad?—No, no se burla —le dijo un mono que había llegado hasta la orilla en busca de mariscos—. Le han dividido el cerebro quirúrgicamente; consta en su ficha.Era un mono joven, con una cara convincente llena de pequeños y feos lunares.—Está en mi cabeza —saltó Nicholas.—Creí que eso te mataría o haría de ti un idiota —sugirió Diane.—Dicen que la mitad de mí es tan lista como las dos juntas De todos modos esta mitad es... la mitad... el que habla soy yo.—Entonces, ¿eres dos?—Si cortas un gusano por la mitad y ambas partes viven son dos, ¿no? ¿Qué otra cosa podría ser? Nunca más volveremos a unirnos.—Pero, ¿yo hablo sólo a uno de ti?—Los dos te oímos.—¿Cuál contesta?Nicholas se tocó el lado derecho del pecho con la mano derecha.—Yo, contesto yo. Me dijeron que la parte izquierda de mi cerebro es la que posee los centros del habla, pero yo no lo siento de ese modo, los nervios lo cruzan y salen por el otro lado y es, justamente, mi lado derecho el que habla. Ambos oídos oyen por los dos, pero por cada ojo sólo vemos mitad y mitad... es decir, sólo veo lo que está a la derecha de lo que miro y por el otro lado supongo que sólo ve el izquierdo; por eso siempre muevo la cabeza. Imagino que es como ser un poco ciego, aunque llegas a acostumbrarte.La muchacha todavía pensaba en el cuerpo dividido.—Si sólo eres la mitad, no comprendo cómo puedes caminar—Puedo mover un poco la parte izquierda y no nos molestamos entre nosotros. Se supone que no podemos unirnos, en absoluto, pero lo hacemos: por debajo, entre las piernas, y en el extremo de los dedos y también hacia arriba. Solamente que no hablo con mi otro lado porque no puede, pero comprende.—¿Por qué te lo hicieron?El mono, que los había seguido, exclamó:—Tenía ataques incontrolables.—¿Tú? —inquirió la muchachaEstaba mirando cómo un ave marina se precipitaba en el mar y daba la impresión de estar abstraída.Nicholas agarró una concha y se la arrojó al mono, que de un brinco se apartó del camino. Tras medio minuto de silencio exclamó:—Tenía visiones.—¡Oh!, ¿de veras?—No les gustaba. Decían que me caía y me sacudía terriblemente y a veces me hacía daño al caer, otras me mordía la lengua hasta hacerme sangre. Pero no es eso lo que me parece; no supe nada de esas cosas hasta después. Para mí fue como si hubiera ido muy lejos y tuviera que retroceder. No queríaEl viento sacudió el cabello de Diane, que se lo echó hacia atrás para despejarse la cara—¿Veías cosas que iban a pasar?—A veces.—¿De veras?—Sí, a veces.—Cuéntame lo que veías que iba a suceder.—Me veía muerto. Estaba todo negro y encogido como esas cosas podridas que cortan en los laboratorios de anatomía, y flotaba y giraba como en el mar, pero no era el mar, sólo flotaba y daba vueltas en el espacio, en la nada. A mis dos lados había luces de modo que estaban brillantes aunque negros y también veía mis dientes porque... —se estiró los carrillos— se habían caído y eran blancos.—Eso aún no ha pasado.—Aquí no.—Cuéntame algo de lo que viste y haya sucedido.—Te refieres, por ejemplo a cuando la hermana de alguien se va a casar, ¿verdad? Eso era lo que las chicas de donde yo estaba querían saber, o cuándo iban a volver a sus casas, pero no era casi nada de eso .—Pero a veces, ¿lo era?—Eso creo.—Cuéntame una.—No te gustaría y de todos modos, no era así. Casi siempre eran luces que nunca había visto y voces que jamás había escuchado, contándome cosas que no había palabras para describirlas; esas cosas, pero ahora no las recuerdo. Oye, quería preguntarte por Ignacio.—No es nadie —contestó la muchacha.—¿Qué quieres decir con que no es nadie? ¿Hay alguien aquí además de ti, de mí, de Ignacio y del Dr. Isla?—No que podamos ver y tocar.El mono gritó:—Hay otros pacientes, pero de momento, oye, Nicholas, por tu propio bien y el suyo, es mejor que sigas siendo tú mismo.Era una frase demasiado larga para un mono.—¿Qué es eso?—Si te lo digo, ¿me contarás algo de lo que viste y pasó realmente ?—De acuerdo.—Primero, cuéntame.—Donde yo estaba había una chica llamada Maya. Como ya sabes, tenían dormitorios de "chicos" y de "chicas", pero nos veíamos todos en la sala de recepción, en el comedor, etc., y ella estaba en mi grupo de psicodrama. Tenía el cabello negro y brillante corno los muebles lacados del Dr. Hong; la picl blanca como la madreperla, los ojos grandes, de mirada felina (te hacían pensar en los de un gato), de un azul tan intenso que parecía negro. Tenía quince años, o así lo creía Nicholas, quizá dieciséis. "Me voy a casa", le dijo. Era durante el psicodrama y él representaba a su hermano, menor que ella, y Maya ya estaba en su casa pero, al decirlo, el flotante aro de luz que los separaba de la pequeña audiencia doctor-paciente, cesó, por acuerdo inmediato. para convertirse en el cuarto de estar de la madre de Maya y luego en un salón. Nicholas/Jerry gritaba: "¡Eh, esto es estupendo! Tengo una bicicleta nueva, cuando vengas a casa, ¿querrás montar? La madre de Maya/Maureen contestaba: "No, Maya. Tropezarás y te romperás los dientes, y ya sabes lo que cuestan."—No dejas que me divierta.—Por supuesto que sí, mi vida, pero de otro modo. Una joven ha de tener mucho cuidado. ¡Oh! Maya, quisiera que entendieras cuánto cuidado debe tener una chica.Nadie protestó, de modo que Nicholas-Jerry añadió:—Tiene una propulsión con tres paletas y les ataré unos gallardetes con cinta adhesiva y cuando baje por el corredor de esos tipos del B, gritarán: ¡Cuidado, ahí viene ese loco derrapando!—Así —dijo Maya; juntó las piernas y extendió los brazos para imitar una bicicleta con hélice de tres paletas o un crucifijo.Empezó a dar vueltas como una rueda en el centro del escenario: shorts rojos, blusa blanca, shorts rojos, blusa blanca, shorts rojos, sin zapatos.—¿Y tú viste que en lugar de irse a su casa la llevarían al hospital, que se cortaría la muñeca y que iba a morir?Nicholas asintió.—¿Se lo dijiste?—Sí —contestó Nicholas—. No.—Decídete, ¿se lo dijiste? Vamos, no te enfades.—¿Es decirlo cuando a quien se lo cuentas no te cree?Diane dio unos pasos meditando aquellas palabras mientras Nicholas se echaba un poco de agua en las ardientes contusiones que le había inferido Ignacio en el rostro.—Era sencillo y claro y debió haberlo entendido... Ese es el problema que tengo con mi familia.—¿Qué es? —preguntó Nicholas.—No dicen nada..., ¿sabes a lo que me refiero? Les insto, mirad, habladme, decidme lo que debo hacer, lo que queréis, pero siempre es diferente. Mi madre dice: "Diane, tienes que conocer a algunos muchachos, no puedes salir siempre con él, ni tu padre ni yo lo conocemos, ni sabemos quién es su familia. Douglas hay algo que deberías saber de Diane. A veces está como trastornada, la llevamos a un médico, ha estado en un hospital, trata..."—De no excitarla —terminó por ella.—¿Estabas escuchando? Oye, ¿eres de los Planetas Troyanos? ¿Conoces a mi madre?—Desde hace tiempo sólo vivo en este lugar, pero tú hablas como otra gente —repuso Nicholas.—Ahora que estoy contigo me siento mejor; eres muy simpático. Me gustaría que fueras mayor.—No estoy seguro de llegar a ser mucho mayor.—Va a llover..., ¿lo notas?Nicholas nesJó cor—Mira. —Diane saltó unos tres metros por el aire como un conejito desgarbado—. ¿Ves lo alto que puedo saltar? Eso indica que la gente está triste y va a llover. Te lo dije.—No me lo has dicho.—Sí, Nicholas, recuérdalo.El muchacho hizo un ademán indicando que no le interesaba la discusión al ocurrírsele de pronto una idea.—Has estado alguna vez en Callisto?La joven le indicó que no, y Nicholas prosiguió:—Yo sí; allí me operaron. Es tan grande la gravedad, mucho más de lo normal y todo estaba abovedado con mucho aire dentro.—¿ Qué más ?—Mientras estuve allí, llovió. Se produjo una avería en una de las pilas generadoras y las cerraron y hacía tanto frío que la gente iba envuelta en mantas como los amerindios que ves en los libros. Cerraron la calefacción de los cuartos de baño y las enfermeras y celadores decían que no era peligroso, sólo racionaban la fuerza para evitar que se bloqueara lo que debía seguir funcionando. Llovía igual que en la Tierra. Decían que teníamos tanto frío por el agua condensada en el aire y era como si todo el hospital se encontrase bajo una ducha. Los del piso superior tuvieron que bajar porque llovía hasta en sus camas y durante dos noches tuve que compartir mi habitación con un hombre que se había amputado el brazo con una máquina. Pero no podemos saltar más ato y está oscureciendo.—Aquí no siempre oscurece —contestó Diane—. A veces la lluvia centellea. Pienso que el Dr. Isla lo hace para alegrarnos.—No comentaron las olas—; por lo menos, no como tú supones.Nicholas estaba hambriento y les pidió algo de comer; luego, enemistó al hambre contra ella misma, escupió en la arena y se quedó tranquilo.—Llueve cuando muchos de vosotros estáis tristes —susurraban las olas—, porque la lluvia es triste para el alma humana. Quizás esa misma tristeza palia la melancolía porque recuerda a los desgraciados sus propias lágrimas.— Bueno, pero yo a veces me encuentro mejor cuando llueve.—Lo cual debiera contribuir a que te comprendieras mejor. Mucha gente vive en calma cuando el ambiente que la rodea se halla en armonía con sus emociones y angustiada cuando sucede lo contrario. Una persona remite su cólera en una habitación encarnada y los infelices sólo se exasperan con el sol y el canto de los pájaros. Recuerda: Y echándote de menos camino distraído por el seco prado, liso, suave, para contemplar la andariega luna caminando junto at a ~o ~eo d el mediodía como una a la ~lue har~ dejado extraviada por el camino sin senda,— del ancho cielo.Diane movió la cabeza en sentido negativo.—¿Lo escribió alguien? ¡Dijlste que no podías hacer nada! —arguyó Nicholas.Las olas replicaron:—No pudo... excepto hablarte.—Vosotras hacéis llover.—Tu corazón late, percibo sus latidos hasta cuando hablo..., ¿dominas los latidos de tu corazón?—No puedo dejar de respirar.—Sinceramente, Nicholas, ¿puedes detener tu corazón?—Supongo que no.—Tampoco yo domino el tiempo de mi mundo, ni impido que nadie haga lo que desea o te doy de comer si tienes hambre; por mi parte y por propia voluntad no es imprescindible que tus emociones sean vigiladas, dosificadas y nuestro tiempo responde: calma y sol para la tranquilidad, lluvia para la melancolía; tormentas para la ira y así sucesivamente. Esto es lo que la humanidad siempre ha querido.—¿Qué es? —preguntó Diane.—Que el entorno debiera responder al pensamiento humano. Es la esencia de la magia v el sueño más antiguo de la humanidad; y aquí, en mí, es un hecho.—¿Así que nos curaremos?Nicholas profirió enojado:—¡No estás enferma!—Por lo menos algo de vosotros puede regresar a la sociedad —opinó el Dr. Isla.Nicholas lanzó una concha al mar como si quisiera golpear la boca que hablaba.—¿Por qué hablamos de eso?—Aguarda, pequeño creo que es interesante.—Mentira y sólo mentira.—¿Cómo miento, Nicholas? —preguntó el Dr. Isla. —Dijiste que era magia...—No, dije que cuando la humanidad ha soñado la magia el deseo oculto tras ese sueño ha sido la omnipotencia dei pensamiento. ¿No has deseado alguna vez ser mago, Nicholas, haciendo surgir palacios de la noche a la mañana o montando un caballo encantado de ébano para luchar con los demonios del aire?—Yo soy un mago... poseo poderes preternaturales y antes de que nos cortaran en dios.Diane le interrumpió:—Dijiste que dosificabas las emociones, ¿cuando haces llover?—Sí.—¿No indica eso que si una persona está muy triste cambiaría tanto su estado que podría hacer llover o cualquier otra cosa? No me parece justo.Las olas debieron sonreír.—Eso jamás sucedió, Diane, pero si pasara, si una persona sintiera una emoción tan honda, piensa cuán grande sería su necesidad. ¿No crees que deberíamos contestar a eso?Diane miró a Nicholas, pero éste caminaba de nuevo moviendo la cabeza sin hacer caso de ella ni de la voz de las olas.—Espera... dijiste que no estaba enferma; pues lo estoy, ahora ya lo sabes.—No lo estás.La joven corrió tras él.—Todos lo afirman y unas veces me siento confusa y otras hiervo por dentro sí, hiervo. Mamá dice que si tienes algo en el fogón no querrás que se queme, sólo tienes que sostener con un dedo el asa del perol y ya no se quema, pero yo no lo consigo, no siempre encuentro el asa o no me acuerdo.Sin volverse a mirarla el muchacho sentenció:—Tu madre seguramente está enferma y quizá también tu padre, no lo sé. Pero tú no lo estás. Sólo con que te dejaran sola te pondrías buena. ¿Cómo resistes tener que vivir con dos personas estúpidas?—¡Nicholas! —y lo agarró por los delgados hombros—. ¡Eso no es cierto !—Sí lo es.—Estoy enferma, todos lo dicen.—Yo no, así que todos sólo son los que lo afirman..., ¿no es cierto? Y si tú tampoco estás de acuerdo, ya somos dos, ya ves que no son todos.La muchacha llamó:—¿Doctor? ¿Dr. Isla?—No irás a creerla, ¿verdad?—Dr. Isla, ¿es cierto?—¿Qué es cierto, Diane?—Lo que dijo. ¿Estoy enferma?—La enfermedad —aunque sea física— es relativa, Diane; la salud completa es un ideal, una abstracción, aunque no lo sea en el otro platillo de la balanza.—Ya sabes a lo que me refiero.—Físicamente no estás enferma.—Una ola larga y azulada se curvó en una línea de silbante rocío que llegó desde el infinito del mar a su derecha y a su izquierda—. Como afirmaste hace un momento, a veces estás confundida y otras, inquieta.—Dijo que si no fuera por otra gente, si no fuera por mi padre y mi madre, no tendría que estar aquí.—Diane. . .—Bien, ¿es cierto o no?—Diane, la mayoría de las enfermedades emocionales no existirían si uno pudiera separarse tanto en pensamiento como en circunstancia..., aunque sólo fuera por algún tiempo.—¿Separarse uno mismo?—¿No has pensado alguna vez en marcharte, aunque sólo fuera una temporada?La joven asintió: luego, como si no estuviera muy segura de que el Dr. Isla pudiera verla dijo:—Supongo que muchas veces; dejar la escuela y tener mi propio piso en alguna parte... ir a Aquiles. A veces lo he deseado ardientemente.—¿Por qué no lo hiciste?—Se hubieran preocupado y de cualquier modo, me habrían encontrado obligándome a volver a casa.—¿ Serviría de algo si yo... o un doctor humano, les convenciera para que no te obligasen?Como la joven no respondiera, Nicholas profirió:—Podrías haberlos encerrado.—Nicholas, son personas activas. Compran y venden, trabajan y pagan los impuestos...—De nada serviría, Nicholas, están dentro de mí —expuso Diane con dulzura.—Diane ya no funciona, en la universidad fallaba en cada tema y, en cuanto aparecía en la clase, su presencia molestaba a los profesores y estudiantes. No funcionabas y la gente de tu edad tenía miedo de ti.—Eso es lo que deberías hacer: funcionar.—Si fuera diferente a todos, ¿te serviría cuando volvieras al mundo?—Eres diferente. —Nicholas dio un puntapié a la arena—. Nadie ha visto jamás un lugar como éste.—¿Quieres decir que para ti la realidad es los pasillos de metal, las habitaciones sin ventanas, el ruido?—Sí.—Eso es la irrealidad, Nicholas. Muchas personas no tuvieron que soportar nunca tales cosas. Aun ahora, este... mi playa, mi mar, mis árboles... están más en armonía con las vidas humanas que tus pasillos de metal; y aquí, yo soy tu entorno) social, lo que la gente llama "ellos". Mira, a veces, si tomamos a personas que se sienten molestas por algo, como por ejemplo yo, y las trasladas a un lugar idealizado por la naturaleza, les sirve de mucho.—Vamos —dijo Nicholas a la muchacha.La tomó del brazo dándose perfecta cuenta de que era mucho más bajo que ella.—Una pregunta —murmuraron las olas—. Si los padres de Diane hubieran venido aquí en lugar de ella, ¿crees que les hubiera servido de mucho?Nicholas no contestó.—Tenemos tratamientos para personas perturbadas, pero por ahora, Nicholas, no tenemos ninguno para personas que perturban.Diane y el muchacho se habían vuelto y el silbido y chapoteo de las olas cesó de conversar. Las gaviotas giraban por encima y un loro encarnado y amarillo revoloteó de una palmera a otra. Un mono, corriendo a cuatro patas como un perrito, se acercó a ellos y Nicholas lo persiguió, pero el animal logró escapar.—Algún día me llevaré a uno de ésos y lo haré servir de títere.¿Vamos a dar toda la vuelta? —preguntó Diane.Posiblemente hablaba consigo misma.—¿Te ves con ánimo?—¡Oh, no puedes dar toda la vuelta al Dr. Isla, sería demasiado largo, y aun así, no llegarías! Pero podemos caminar hasta que regresemos al punto de partida... casi seguro que nos encontramos a medio camino.—¿Ves otras islas desde aquí?La joven hizo un gesto negativo.—Creo que no; en este satélite sólo hay esta gran isla, el resto es mar.—Si sólo hay esta isla vamos a darle la vuelta y regresaremos adonde comenzamos. ¿De qué te ríes?—Echa un vistazo a la playa, hacia abajo y tan lejos como puedas. No importa si se desliza por el lado... da la impresión de que es recta.—No veo nada—¿De veras? Mira —Diana esta vez saltó seis metros y agitó los brazos.—Parece que abajo, en la playa, hay alguien.—Uy, ahora parece que está detrás.—De acuerdo también allí hay alguien. Ahora caigo que vi alguien en la playa cuando llegué por primera vez. Era divertido mirar tan lejos, pero pensé que se trataba de otros pacientes. Ahora diviso dos personas.—Somos nosotros. Seguramente fuiste tú la persona que viste la otra vez. Hay tantos como nosotros en cada zona de la playa y el Dr. Isla solamente quiere que se mezclen algunos. Así, el espacio se inclina alrededor. Cuando lleguemos a un extremo de nuestra zona y tratemos de cruzarla estaremos al otro lado. —¿Cómo lo descubriste?—Cuando llegué y el Dr. Isla me lo dijo. —La muchacha guardó silencio un momento y su sonrisa se esfumó—. Oye, Nicholas, ¿quieres ver algo muy divertido?—¿Qué? —y al preguntar le cayó en la cara una gota de lluvia.—Ya verás. Vamos, de prisa. Tenemos que internarnos en vez de quedarnos en la playa; así podremos guarecernos de la lluvia debajo de los árboles.Cuando abandonaron la playa y el rumor de las olas y estuvieron sobre la tierra firme bajo los árboles de verde follaje Nicholas comentó:—Qúizás encontremos frutos.Se sentían tan ligeros que debían ir con cuidado para no saltar por el aire a cada paso. La lluvia caía lentamente sobre ellos en esferas de cristal.
—Quizá —contestó la joven dubitativa—. Espera, parémonos aquí.—Se sentó bajo un enorme árbol que extendía veinte metros de bóveda de madera sobre el oscuro y musgoso suelo—. ¿Quieres trepar para ver si encuentras algo?.—Está bien —acordó Nicholas.De un salto se asió fácilmente a una rama sobre la cabeza de la muchacha. En un instante se encaramaba a un mundo verde con la lluvia tamborileando a su alrededor. Siguió por las ramas que se iban estrechando y penetró en la enorme frondosidad donde el agua fría corría. desde cada ramita que rozaba, y en dos ocasiones halló vacíos los nidos de los pájaros y en otra, tropezó con una delgada serpiente tan verde como las hojas con una cabeza del tamaño de su pulgar, pero no encontró fruta.—Nada —exclamó defraudado, cuando se dejó caer junto a la joven.—No importa, ya encontraremos algo.—Eso espero —y observó que la chica lo miraba extrañada. Entonces se percató de que la mano izquierda se le había levantado para tocarse la parte derecha del pecho. Mientras se la miraba, la bajó y notó que el rostro se le encendía—. Lo siento —se disculpó.—No te preocupes.—Nos gustas. Está ahí, no puede hablar, como ya sabes, y creo que yo tampoco.—Pienso que eres tú en dos trozos. No me importa.—Gracias. —Había cogido una hoja, marchita y mojada y la estaba despedazando, primero la rompía con la mano derecha mientras la sostenía con la izquierda, luego a la inversa—. ¿De dónde procede la lluvia? —Los trocitos sucios de la hoja se le adherían a los dedos de ambas manos.—¿Cómo?—Que de dónde viene la lluvia. Supongo que no será porque aquí hace frío, como en Callisto, sino porque la gravedad empieza a descender, ¿verdad?—Del mar. ¿No sabes cómo se creó este lugar?. Nicholas hizo un gesto negativo.—¿No te lo enseñaron desde la nave cuando viniste? Es muy hermoso. A mí me lo enseñaron... me quedé sentada mirándolo y no les hablaba. La enfermera creyó que no prestaba atención pero lo oía todo, sólo que no quería hablar con ella. No sirvió de nada.—Comprendo lo que sentías.—Pero ellos, ¿no te lo mostraron?—No, en mi nave me tenían encerrado porque quemé algo. Creían que no podía prender fuego sin una llama, pero si tienes electricidad en un enchufe de pared, es muy fácil. Me pusieron una cosa, ¿sabes? —y apretó los brazos contra el cuerpo para enseñarle cómo lo habían contenido—. También mordí a uno... creo que aún no te dije que muerdo. Me encerraron y durante mucho tiempo no hacía nada; luego noté que tropezábamos con algo, me agarraron y me obligaron a bajar por una escalera recta que no se acababa nunca. Luego, me atiborraron de Tranquilizante C (ignoraban que no me hacía efecto), levantaron una especie de puerta y me sacaron de un empujón.—¿No te desvistieron?—Ya lo estaba. Cuando me ataron llevaba cosas en la ropa y me las quitaron, estaban furiosos. —Sonrió torcidamente—. ¿Te hace efecto el Tranquilizante C, o cualquiera de esos potingues ?—Supongo que sí, pero yo no hago esas cosas que haces—Quizá sería mejor que las hicieras.—A veces me daban un medicamento que según decían servía para animarme, pero no me dejaba dormir y caminaba, caminaba tropezando con los objetos y les molestaba mucho a todos, pero dime, ¿me ayudaría a mejorar?Nicholas se encogió de hombros.—No hacerlas tampoco te sirve de alivio... como ves, ambos estamos aquí. A propósito, sé que les pegué un susto; me inyectaron eso y ya no estoy loco, pero sé lo que es y. pienso en lo que haría si estuviera loco y lo hago y cuando pasa me alegro de haberlo hecho.—Me parece que aún estás enfadado, cálmateNicholas pensaba en algo más.—Esta isla dice que Ignacio mata a la gente — tras una pausa—: ¿Cómo es?—¿Ignacio?—No, a él ya lo he visto. El Dr. Isla.—¡Ah, te refieres a cuando yo estaba en la nave! El satélite es redondo, por supuesto, y claro, salvo donde está el Dr. Isla, de modo que hay un punto oscuro, el resto es cristalizado y desde el espacio ni siquiera ves el mar.—Lo que está arriba es el mar, ¿verdad? —preguntó Nicholas tratando de mirar hacia arriba por entre el follaje de los árboles y la cortina de lluvia—. Cuando llegué pensé que lo era.—Por supuesto. Es como una bola de cristal y estamos dentro y también el mar que rodea toda la curva.—Por eso veo tan lejos desde la playa, ¿eh? En lugar de bajar desde ti, como en Callisto, se dobla hacia arriba y lo ves.La muchacha asintió.—Y el mar deja penetrar la luz, pero filtra los rayos ultravioletas. Además, nos proporciona calor específico, de ese modo no nos calentamos demasiado cuando estamos entre el sol y la Mancha Brillante.—¿Es la Mancha Brillante lo que nos mantiene calientes? —Fíjate, le damos la vuelta en diez horas y así siempre.—¿Por qué no lo veo, entonces? Debe parecerse a Sol visto desde el Cinturón, sólo que mayor; aunque en el cielo hay un resplandor hasta cuando no llueve.—Las ondas difractan la luz y descomponen la imagen. De todos modos si el aire no fuera tan transparente verías el Foco; ¿sabes lo que es el Foco? Dentro de poco lo veremos, en cuanto pare la lluvia, entonces te lo contaré. —Pero aún no entiendo lo de la lluvia. De pronto, Diane soltó una risita.—Pensaba... ¿sabes lo que suponían que iba a ser en la escuela?—Callada.—No, tonto, me refiero a lo que me hubieran enseñado después de graduarme. Iba a ser maestra. Imagínate, con todas esas cámaras enfocándome y los niños mirando y lanzándome preguntas a las que debía responder; ¡espantoso! Ahora lo hago aquí, pero sólo con uno.—¿Te importa?—En absoluto, hasta me divierte. —Tenía en el muslo una marca amoratada v se la frotaba pensativa con la mano mientras hablaba—. La gravedad se forma de tres maneras, ¿las conoces? Responde, alumno.—Claro: aceleración, masa y síntesis.—Eso está bien; el movimiento y la masa son dos curvas en el espacio, claro, por lo cual la paradoja de Zenón no estaba calculada de ese modo y porque las masas se mueve entre sí, lo que llamamos "caída", por lo menos lo intentan y si se separaran se produciría la tensión que percibimos como una fuerza y llamamos peso y todas esas bobadas. Naturalmente, si curvas el espacio sintetizas un efecto de gravedad y eso es lo que mantiene toda esa agua contra la capa translúcida que sólo se consigue con suficiente masa.—¿Te refieres a que este agua procede del mar? —y Nicholas levantó una mano para sostener una gota de lluvia que se movía lentamente.—Exacto, un punto a tu favor. Mira, las diferencias de temperatura en el aire producen los vientos, y éstos las olas y corrientes que viste mientras paseábamos por la playa. Cuando las olas rompen, lanzan hacia arriba esas gotitas y si te fijas verás que aun cuando está claro a veces saltan a gran distancia. Entonces, si la gravedad es menor, pueden separarse del todo y si nos hallásemos fuera volarían en el espacio; pero no lo estamos, sino dentro, de modo que lo único que hacen es cruzar el centro, más o menos, hasta que chocan otra vez con el mar, o el Dr. Isla.—El Dr. Isla dijo que, a veces, cuando la gente se enfada hay tormenta.—Sí. Mucho viento y también mucha lluvia, sólo que entonces, la lluvia se produce porque el viento rompe las crestas de las olas y no hay luz, como en una lluvia normal.—¿Qué produce tanto viento?—Lo ignoro, pero sucede.Se sentaron en silencio y Nicholas escuchaba el goteo de las hojas. Entonces recordó que finalmente reformaban las naves del hospital para conseguir del aire los pequeños coágulos de sangre; la de Maya se reparaba en las parrillas de los conductos de las válvulas de depuración, manchándolas de negro y alguien temió que se pudrieran y oliera mal. No estaba allí cuando sucedió pero se imaginaba las gotitas asentándose como ésta, en un lento giro. El que fue grupo de psicodrama ya se había deshecho y cuando veía a Maureen o a los demás en la sala de recepción hablaban de los Felices Días Pasados. Entonces no le parecían tan felices esos días, excepto por Maya.—Va a parar —opinó Diane.—A mí me parece que hace mal tiempo.—No, va a parar... mira, ahora caen un poco más aprisa y más fuertes.—¿Descansaste bastante? ¿Nos vamos? —le preguntó Nicholas.—Nos mojaremos.El chico hizo un gesto de indiferencia.—No quiero mojarme el pelo, Nicholas. Dentro de un momento habrá cesado la lluvia.Nicholas se volvió a sentar.—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?—No estoy segura.—¿No cuentas los días?—Me despisto mucho.—¿Más de una semana?—Nicholas, no me interrogues, ¿de acuerdo?—¿No había nadie más en ese pedazo del Dr. Isla aparte de ti, Ignacio y yo ?—No creo que aparte de Ignacio hubiera alguien más antes de llegar tú.—¿Quién es él?La muchacha lo miró—Bueno, ¿quién es él? Me conoces a mí, a nosotros, Nicholas Kenneth de Vore, y tu eres Diane, ¿qué?—Phillips.—Para empezar, supongo que procedes de los Planetas Troyanos y yo del Cinturón Exterior. ¿Qué hay de Ignacio? A veces le hablas, ¿verdad? ¿Quién es?—No sé, pero es importante.Nicholas permaneció unos instantes completamente inmóvil.—¿Qué quieres decir?—Importante —la muchacha se estaba frotando las rodillas.—Tal vez todo el mundo es importante.—Nicholas, comprendo que eres sólo un niño, pero no seas tan estúpido. Anda ¿no querías marcharte? Pues vámonos, ya ha parado de llover —se alzó desperezándose y con los brazos en alto—. Tengo las rodillas ásperas... ahora que lo pienso, cuando llegué aún estaban suaves. Me frotaba con una loción porque mi papá cuando las tocaba, así como las manos y los codos, decía que si no eran suaves nadie me querría. Mamá no decía nada, pero no lo aprobaba; yo guardaba una botella en mi cuarto y me ponía loción cuando venían a verme. Una vez bebí un poco.Nicholas seguía callado.—¿No me preguntas si fallecí? —dio unos pasos delante de él apartando las ramas que goteaban—. Oye, siento mucho haberte dicho que eres un estúpido.—Sólo pensaba —contestó Nicholas—. No estoy enojado contigo. ¿De veras sabes algo de él?—No, pero mira —y con un ademán prosiguió—, mira a tu alrededor: alguien ha creado todo esto.—Piensas que costó mucho.—Por supuesto, es automático pero aun así... bien, ahora dime, ¿dónde estuviste antes y cuánto espacio había para cada paciente? Toma el volumen total y divídelo por el número de personas que lo ocupaban.—Bueno, éste es mucho mayor, pero quizá pensaban que era lo que nos merecíamos—Nicholas... Nicholas, Ignacio es un homicida, ¿no te lo advirtió el Dr. Isla?—Sí.—Y tú sólo tienes catorce años— y no— eres muy fuerte, y yo soy sólo una chica, ¿quién les molesta?El semblante de Nicholas la sobresaltó.Llegaron al cabo de una hora o más de caminar. Era una franja de vegetación marchita, parda y negra y revuelta, y tan recta como si la hubieran dibujado con una regla.
—Temía que no hubiera venido aquí —dijo Diane—. Se traslada adonde hay tormenta. Quizá nunca vino a este sector.—¿De qué hablas?—Del Foco. Ha estado por todas partes, pero por lo general las plantas crecen más aprisa cuando se aleja.—Hay un olor muy raro... como la cocina de un lugar donde querían que yo trabajara.—Son vegetales podridos. ¿Qué hacías?—Nada... echar detergente en lo que guisaban. ¿Qué produce esto?—La Mancha Brillante. Mira, cuando está justamente sobre la curva del cielo y el mar forma una lente. No es una lente muy buena... dispersa mucho la luz, pero enfoca lo suficiente. No nos abrasaría si pasara ahora, ¿es eso lo que preguntas? ¿Por qué no hace mucho calor? Yo me he quedado en él, pero tú quieres salir en un minuto.—Pensé que sería como si nos viéramos en la playa.Diane se sentó en el tronco de un árbol caído.—Lo era, de veras. La última vez que estuve aquí, llegó más allá del mar y supongo que se quedaría mucho tiempo porqué limpió un montón de cosas marchitas. Mira, por aquí los bordes del sector están más cerca; todo él se estrecha como un trozo de pastel. Puedes mirar el Foco desde cualquier parte y te ves más cerca que en la playa; casi como si estuvieras en una habitación muy grande con un espejo en cada pared o como si tú mismo estuvieras detrás de ti. Pensé que te gustaría.—Voy a probar desde aquí —anunció Nicholas y se encaramó a uno de los secos árboles mientras la joven esperaba abajo, pero las ramas secas crujieron y se quebraron bajo sus pies y ya no pudo seguir subiendo para verse en cualquier dirección. Al caer junto a Diane exclamó—: ¡Tampoco aquí hay nada para comer! ¿Y ahí?—No encontré nada.—Ellos... me refiero al Dr. Isla, no nos dejarán morir de hambre, ¿verdad?—No creo que pueda hacer nada; así es cómo se creó este lugar. A veces encuentras cosas; yo traté de pescar, pero nunca lo conseguí. Sin embargo, un par de veces Ignacio medio parte de lo que tenía, para eso es bueno. Apúesto a que piensas que estoy flaca, ¿eh? Era más gordita cuando llegué.—¿Qué haremos ahora?—Supongo que seguir caminando; tal vez volver al mar.—¿Crees que encontraremos algo?Desde un tronco podrido un insecto chilló:—Aguarda.—¿Sabes dónde hay algo? —preguntó Nicholas.—¿Algo para que comas tú? De momento, no; pero no lejos de aquí podría mostrarte algo mucho más interesante que este montón de árboles pudriéndose. ¿Te gustaría verlo?—No vayas, Nicholas —invocó Diane.—¿Qué es?—Diane, quien llama a esto "el Foco", llama a lo que quiero mostrarte "el Punto".—¿Por qué no debo ir? —inquirió Nicholas.—Yo no voy, ya estuve una vez.—Yo la llevé—profirió el Dr. Isla—. Y te llevaré a ti. No lo haría si creyera que no te iba a servir de nada.—Al parecer, a Diane no le gustó.—Diane no quiere que la ayuden... la ayuda puede ser dolorosa y muchas personas no la aceptan. Pero mi deber es ayudar si puedo, tanto si quieren como si no.—¿Y si yo no quiero ir?—En tal caso no puedo obligarte, ya lo sabes, pero serás el único paciente en este sector que no lo ha visto— y también el más joven. Tanto Ignacio como Diane lo vieron, e Ignacio acude con frecuencia.—¿Es peligroso?—No, ¿tienes miedo?Nicholas miró interrogante a Diane.—¿Qué es? ¿Qué veré?La joven se había alejado mientras Nicholas hablaba con el Dr. Isla y estaba sentada con las piernas cruzadas a unos cinco metros de donde estaba Nicholas y se contemplaba las manos.Nicholas repitió:—¿Qué veré, Diane?—aunque pensaba que la joven no le respondería.—Un vidrio. Un espejo.—¿Sólo un espejo?—¿Recuerdas lo que te dije cuando trepaste al árbol? El Punto está donde los bordes se unen. Puedes verte —como en la playa—, pero más cerca.—Me he mirado en espejos muchísimas veces —respondió Nicholas desilusionado.El Dr. Isla, cuya voz se encontraba ahora entre el susurro de las olas, preguntó:—Nicholas, ~ tenías un espejo en tu cuarto antes de llegar aquí?—Uno de acero.—Así que, ¿no podías romperlo?—Creo que no. A veces le arrojaba diversos objetos pero sólo lo abollaba—y al pensar en los reflejos deformes se echó a reír..—Tampoco puedes romper éste.—Me parece que no merece la pena que lo vea.—Creo que sí.—Diane, ¿piensas aún que no debería ir?No obtuvo respuesta. La muchacha miraba el suelo frente a ella. Nicholas se acercó para observarla y vio que una lágrima había dejado una huella húmeda en cada una de sus flacas mejillas, pero al tocarla, ni se movió.—Está catatónica, ¿verdad?Una rama verde que estaba justo fuera del Foco asintió.—Esquizofrenia catatónica.—Tenía un médico que una vez pronunció esas mismas palabras. No significaban nada. (El doctor era un robot—terapeuta, pues un médico humano atendía sólo a los de mayor prestigio. Los pacientes de los robots se sentaban en cabinas sin puertas—en el caso de Nicholas, dos horas y media: una hora y media por la mañana y una hora por la tarde—y le hablaban a algo que parecía una pequeña y amistosa nevera. Algunos se sentaban todo el día en silencio, mientras otros conversaban continuamente, y, para tales pacientes, los celadores raras veces se molestaban en dar cuerda a las máquinas.)—Quería decir causa y tratamiento. Era lo correcto.Nicholas contemplaba el cabello castaño con mechas doradas de la muchacha.—¿Cuál es la causa? Me refiero a ella.—No lo sé.—¿Y cuál el tratamiento?—Lo estás viendo.—¿Puedo ayudarla?—Probablemente, no.—Escucha, ella puede oírte, ¿no lo sabes? Oye todo lo que decimos.—Nicholas, si mi respuesta te disgusta, la cambio. La aliviarías si ella consintiera que la ayudaran: si insiste en aferrarse a su enfermedad, no.—Deberíamos irnos de aquí —dijo Nicholas intranquilo.—A tu izquierda encontrarás un pequeño sendero, apenas perceptible; entre el árbol torcido y el arbusto de flores amarillas.Nicholas echó a andar volviéndose varias veces para mirar a Diane. Las flores eran mariposas que al acercarse a ellas revolotearon entre una nube de colores y se preguntó si el Dr. Isla lo sabía. Cuando hubo caminado un centenar de pasos y se encontró lejos de la parda y podrida vegetación exclamó:—¿Estaba sentada en el Foco?—¿Sigue aún allí?—¿Qué ocurrirá cuando llegue la Mancha Brillante?—Se notará incómoda y se marchará, si aún sigue en el mismo sitio.—Cierta vez en uno de los lugares que frecuentaba, había un hombre en las mismas condiciones que ella y dijeron que no comería nada si no se levantaba para buscarse la comida hubieran podido alimentarlo con el tubo nasal pero no le hicieron caso y falleció. Les contamos el caso pero no hicieron nada y murió de hambre allí; cuando falleció lo metieron en una camilla, cambiaron la ropa de la cama y pusieron a otro en su lugar.—Lo sé, Nicholas. Se lo contaste a los doctores de St. John's y consta en tu ficha, pero piensa un momento: hombres sanos se han muerto de hambre, sí, se han dejado morir, como protesta por lo que consideraban injusticias políticas. ¿Es tan sorprendente que tu amiguita se mate del mismo modo como protesta por lo que considera una injusticia física?—Él no era mi amigo. Oye, ¿de veras lo creías cuando dijiste que el tratamiento que seguía Diane la aliviaría si ella aceptaba que la ayudasen?—No.Nicholas se detuvo en medio de un paso.—¿No lo creías? ¿No lo consideras cierto?—No. Dudo que algo la ayude.—No deberías mentirnos.—¿Por qué no? Si por casualidad te recuperas, te soltarán y tendrás que mezclarte con la sociedad, que te mentirá con frecuencia Aquí, donde hay tan pocos individuos, debo asumir el papel de la sociedad. Ya te lo dije.—¿Es eso lo que tú eres?—¿Suplente de la sociedad? Por supuesto. ¿Quién supones que me creó? ¿Qué otra cosa podría ser?—El doctor.—Habéis tenido muchos médicos y ninguno os ha ayudado gran cosa.—Ni siquiera estoy seguro de que aceptes ayudarnos.—¿Deseas ver lo que Diane llama "el Punto"?—Sin duda.—En tal caso, camina. No lo verás si te quedas ahí de pie.Nicholas echó a andar apartando ramas frondosas y enredaderas húmedas de lluvia. La jungla despedía un olor a hierba y tierra mojada; por los troncos de los árboles corrían hormigas y libélulas de cuerpos rojos y cálidos, con alas tan largas como sus manos.—¿Quieres ayudarnos? —preguntó pasado un rato.—Mis sentimientos hacia ti son ambivalentes, pero si deseas que te ayuden yo también lo deseo.El suelo se empinaba ligeramente y a medida que ascendía se iba despejando; los enormes árboles se espaciaban la maleza se volvía hierba y helechos. De vez en cuando, afloraban rocas que debía escalar y surgían claros en el revuelto cielo. Nicholas inquirió:
—¿Quién hizo este sendero?—Ignacio. Viene con frecuencia.—¿No tiene miedo? Diane, sí.—Ignacio también tiene miedo, pero viene.—Diane afirma que Ignacio es importante.—En efecto.—¿Qué pretendes dar a entender? ¿Que Ignacio es más importante que nosotros?—¿Recuerdas que te dije que yo era un suplente de la sociedad? ¿Qué supones tú que puede desear la sociedad, Nicholas?—Todos hacen lo que dice.—Si te refieres a la conformidad, sí, ha de haber conformidad, pero también algo más... consciencia.—No quiero oír hablar de eso.—Sin consciencia, a la que puedes llamar sensibilidad siempre que vayas con cuidado en no confundir los términos no hay progreso. Hace un siglo, la Humanidad se asfixiaba en la Tierra; ahora, se asfixia de nuevo. Casi la mitad de las personas que han contribuido de un modo sustancial al progreso de la Humanidad, muestran señales de trastornos emocionales.—Ya te dije que no quiero oír hablar de ello. Te formulé una pregunta sencilla: ¿es Ignacio más importante que Diane y que yo?, y no me has contestado. Ya oí todo lo que dijiste. Lo he escuchado de muchos más de cien veces y son embustes; lo de siempre, y lo debes tener anotado en una ficha que lees siempre que alguien te pregunta. Esa gente a la que te refieres y que, según tú, se volvió loca, perdieron la razón porque mientras ayudaban a "progresar a la Humanidad" o como lo llames, fueron arrojadas a puntapiés de sus casas porque no podían pagar y, en tanto a ellos los echaban, se enriquecían otros que jamás habían dado golpe en su vida, salvo pensar en llegar adonde hoy están. —Nicholas, a veces resulta difícil determinar ante el hecho, o incluso el tiempo, quién merece respeto.—¿Cómo lo sabes si jamás lo intentaste? —Has preguntado si Ignacio era más importante que Diane y que tú. Sólo puedo decirte que, a mi juicio, Ignacio promete una completa recuperación junto con una contribución sustancial al progreso humano.Si tan bueno es, ¿por qué está loco?—A muchos les pasa, Nicholas. Incluso dentro de los planetas no existe un buen ambiente para la Humanidad y nuestro espacio transmarciano es peor. Aquí, cualquier joven, y.ne, y que dan la impresión de adaptarse a las condiciones con que nos enfrentamos y que parecen mejores que los demás, son muy apreciados.—O Ignacio.—Exacto, o Ignacio, que tiene un cociente intelectual de doscientos diez. Diane lo tiene de ciento veinte y el tuyo es de noventa y cinco.—¡Jamás tomaron el mío!—Consta en tu ficha Nicholas.—Lo intentaron, pero arrojé el casco y se rompió. La hermana Carmela, que era la enfermera, anotó algo en un papel y me mandó salir.—Comprendo. Pediré una investigación completa.—A que no—¿No me crees?—Nicholas... Nicholas... —largas lenguas de hierba comenzaban a surgir bajo los inmensos y susurrantes árboles—. ¿No comprendes que es esencial cierta confianza entre los—¿Me crees?—¿Por qué lo preguntas? Supón que respondo que sí; ¿me creerías tú?—Cuando me confirmes que me han vuelto a clasificar.—Tendrías que pasar un nuevo test, para el cual aquí no hay facilidades.—Si me crees, ¿por qué me propones un nuevo test? Ya te dije que no me hicieron ningún test... de todos modos ya puedes borrar el noventa y cinco.—No me es posible definir tu terapia sin un cálculo de tu inteligencia, y no tengo nada con que remplazarlo.Ahora el suelo se elevaba más bruscamente y, en un claro, el muchacho se detuvo y se volvió a mirar la frondosa capa, como algas sobre una laguna, que había escalado desde abajo, y a lo lejos, el mar. A derecha e izquierda su vista se hallaba aún cercada por el follaje y ante él se recortaba un prado (como el cuadrado de arena del que había surgido, aunque no lo pensó), salpicado aún de árboles y que se extendía en pendiente hacia una invisible cima. Le pareció que bajo los pies, la falda de la montaña oscilaba siempre, aunque muy ligeramente. De pronto, interpeló al viento:—¿Dónde está Ignacio?—Aquí no. Mucho más cerca de la playa.—¿Y Diane?—Donde la dejaste. ¿Te gusta el panorama?—Es bonito, pero me da la impresión de que nos mecemos.—Así es. Yo estoy amarrado por doscientos cables al exterior cristalizado de nuestro satélite, pero así y todo, la marea y las corrientes imparten a mi cuerpo un ligero movimiento. Naturalmente, ese movimiento se acentúa a medida que subes.—Pensé que estabas atado al casco; si debajo de ti hay agua, ¿cómo es que la gente entra y sale?—Estoy ligado a la esclusa de aire por un tubo comunicante. Cuando llegaste, seguramente te pareció una escalera normal.Nicholas asintió; volvió la espalda a las hojas y al mar y volvió a trepar.—Estás en un lugar muy hermoso, Nicholas; ¿abres tu corazón a la belleza?Tras aguardar una respuesta que no llegaba el viento cantó:La arbolada montaña llega hasta la cumbre y el césped y los serpenteantes calveros se alzan como senderos hasta el cielo.El esbelto cocotero que languidece coronado de plumas. El encendido resplandor de aves e insectos el lustre de las largas enredaderas que se enroscan en torno a los majestuosos troncos y se extienden hasta el confín de la tierra.El brillo y la magnificencia del amplio cinturón del mundo. Todo eso, lo vio.—Nicholas, ¿ todo esto no significa nada para ti?—Has leído mucho, ¿verdad?—Sí, cuando anochece todos duermen y apenas tengo nada que hacer.—Hablas como una mujer, ¿eres mujer?—¿Cómo podría ser una mujer?—Ya sabes a lo que me refiero, salvo que cuando hablas con Diane pareces un hombre.—Aún no me has dicho que me encuentras hermoso.—Eres un huevo de Pascua.—¿Qué quieres decir con eso, Nicholas?—No tiene importancia. —Veía el huevo como si colgara en el aire ante él, resplandeciente de oro y cubierto de flores.—Por Pascua pintan los huevos de vivos colores y mi colorido es hermoso, ¿es eso lo que quieres decir, Nicholas?Su madre le había llevado un huevo el día de visita, aunque ella no podía haberlo hecho, pero Nicholas sabía quién lo elaboró. El oro era del más puro que se utiliza para revestir delicados instrumentos; las brillantes laminillas de carbón cristalizado que salpicaban la superficie del huevo como diminutas estrellas sólo podían proceder del horno de alta presión de un laboratorio. ¡Qué furioso debió sentirse cuando ella le dijo que se lo iba a regalar!—Es bonito, ¿verdad, Nicky?Colgaba entre ellos en la ingravidez, girando muy despacio con el recuerdo de sus perfumados guantes.—Las flores son reinas de los prados; campanillas, lirios del valle y rosas silvestres, aunque no creo que las conozcas, mi amor.Su madre jamás había estado bajo la órbita de Marte pero pretendía haber pasado su infancia en la Tierra, y cada referencia a esa mentira colmaba a Nicholas de una furia y vergüenza inefables. El huevo medía unos veinte centímetros de largo y giraba sobre sí mismo ocho veces más aprisa que sus propias pulsaciones. La duración de las visitas era exactamente de veintitrés minutos.—¿No vas a mirarlo?—Lo veo muy bien desde aquí. —Intentaba que su madre comprendiera—. Esos puntitos rojos son cristales de óxido de aluminio, ¿eh?—Míralo por dentro, Nicky.Entonces se fijó que en un extremo había una lente oculta en una gota de rocío en la corola de un asfódelo. Lentamente, tomó el huevo en sus manos, cerró un ojo y miró. En el interior no había luz, como presumía, matizado de oro pero de un blanco brillantísimo, procedente de alguna fuente escondida. Seguramente un mundo que pretendía remedar la Tierra visto desde debajo de la órbita de la luna, mar índigo y tierra esmeralda. Por la llanura discurrían ríos de un pardo como tierra.—¿No es precioso? —observó su madre.Por las curvas colgaba la noche de un funebre púrpura y enviaba largas sombras como fríos y amantes brazos para acariciar el día, y mientras lo miraba y tocaba, unas aves de cuello largo, de un rosa intenso, casi rojo, arrastraban las zancudas patas por el cielo con las alas extendidas formando cruces.
—Se llaman flamencos —dijo el Dr. Isla siguiendo la trayectoria de su mirada—. Es una palabra preciosa para un hermoso pájaro, aunque supongo que nos gustarían lo mismo si los llamáramos gorriones, ¿verdad?—Me lo llevaré a casa y te lo guardaré—alegó la madre—. Es demasiado hermoso para dejárselo a un niño, pero si alguna vez vuelves, te estará aguardando sobre tu cómoda junto al cepillo del pelo.—Te haces un lío con las palabras —observó Nicholas.—No deberías desdeñarlas, Nicholas. Además, poseen una gran belleza y sirven para reducir la tensión. Pueden serte provechosas.—Pretendes convencerte a ti mismo.—Pretendo que la habilidad de una persona para expresar sus sentimientos, aunque sólo sea para sí, puede evitar su propia destrucción. La evolución nos enseña que el propósito original de la lengua era solemnizar las amenazas y maldiciones de los hombres, sus ensalmos para invocar a los dioses; la comunicación llegó después. Las palabras pueden ser una válvula de seguridad.—Quiero ser una bomba. Una bomba no requiere válvula de seguridad —y dirigiéndose a su madre—: ¿Eso es Sudamérica mamá?—No, mi amor, es India. A tu izquierda la Costa Malabar y a tu derecha la Costa Coromandel; debajo, Ceilán. —Palabras.—Una bomba se destruye sola, Nicholas.—Una bomba no tiene importancia, a la bomba no le importa.Trepaba resueltamente, agarrándose con los dedos de los pies a las raíces de los árboles y al suave y musgoso suelo; su médico ya no era el viento sino un mono pardo que lo seguía a tiro de piedra.—Oigo que alguien se acerca.—Si.—¿Es Ignacio?—No, es Nicholas. Ahora está cerca.—¿Cerca del Punto?—Sí.Se paró para mirar a su alrededor. Los ruidos que oyera, las pisadas de pies descalzos hollando el blando suelo también se detuvieron. Nada parecía extraño; la tierra seguía ascendiendo y en las sombras más densas, grandes árboles muy espaciados sobre el musgo; hierba donde no había luz.—Los tres grandes árboles son iguales —exclamó Nicholas—. ¿Es ahí donde sabías que estábamos?—Exacto.En su pensamiento llamó al que estaba delante de él "Ceilán" y a los otros dos "Coromandel" y "Malabar". Se dirigió hacia Ceilán escudriñando sus fuertes y retorcidas ramas. Un muchacho tan desnudo como él surgió de la selva, a su izquierda hacia Malabar, y no miró a Nicholas, que gritó y corrió tras él.El muchacho desapareció. Solamente Malabar, sólido y real se aliaba ante Nicholas, corrió hasta él, palpó la áspera corteza y divisó un poco más lejos un cuarto árbol similar a Ceilán, y, al lado, un chico que atisbaba con la cabeza desviada. Nicholas lo observó unos segundos y dijo:—Comprendo.—¿De veras? —parloteó el mono.—Es como un espejo sólo que al revés. La luz que sale frente a mí se refleja en el borde y penetra por el otro lado, sólo que yo no lo veo porque no miro a esa parte. Lo que veo es la luz que surge por mi espalda más o menos porque vuelve hacia aquí. Al correr, ¿di la vuelta alrededor?—Sí, saliste corriendo del lado izquierdo del segmento y por supuesto, regresaste inmediatamente desde la derecha.—No me asusta, es divertido.—Agarró un palo y lo arrojó con fuerza al árbol Malabar. Éste se desvaneció, pasó silbando sobre su cabeza, volvió a desaparecer y lo golpeó por detrás de las piernas—: ¿Le asustó esto a Diane?No obtuvo respuesta. Se alejó a grandes pasos; unos chicos desnudos caminaban a su derecha y a su izquierda, pero parecían estar siempre lejos de él y se le iban acercando poco a poco.—No sigas—le ordenó a su espalda el Dr. Isla—. Puede ser peligroso si intentas atravesar el Punto.—Lo veo —contestó Nicholas.Divisó otros tres árboles que se alzaban muy juntos, precisamente ante él; las ramas, extrañamente enlazadas al danzar impulsadas por el viento, y por detrás no había absolutamente nada.—En realidad, no puedes cruzar el Punto—dijo el Dr. Isla— Mono—. El árbol lo cubre.—En tal caso, ¿por qué me avisas?Cojeando y marcados con cicatrices, los chicos de su izquierda y los de su derecha ya sólo se encontraban a dos metros de él; había descubierto que si miraban en línea recta conseguía a veces vislumbrar sus contusos perfiles.—No te alejes más, Nicholas.—Quiero tocar el árbol.Dio un paso, y otro más y se volvió. El chico Malabar lo imitó mostrando su delgada espalda en que las costillas y la columna vertebral parecían haber sido zurradas. Nicholas alargó ambas manos sobre los delgados hombros y al momento sintió otras manos —manos frías, insensibles de un desconocido, manos secas y muy pequeñas— que tocaban sus hombros y le subían hacia el cuello.—¡Nicholas!De un salto se apartó del árbol y se miró las manos, oscilando la cabeza.—No era yo.—Sí, eras tú, Nicholas—dijo el mono.—Fue uno de ellos.—Tú eres todos ellos.Con un rápido movimiento agarró un leño largo como un brazo—era una rama caída—y lo lanzó contra el mono. El golpe derribó al animal, pero éste se levantó de un brinco y huyó sobre tres patas. Nicholas corrió tras él.Casi lo había alcanzado cuando el animal se desvió precipitadamente; con la misma rapidez saltó sobre el mono que venía corriendo hacia él. En un instante lo tuvo agarrado. El mono se debatía tratando inútilmente de morderle. Le golpeó la cabeza contra el suelo, luego lo agarró por los tobillos y lo zarandeó contra el árbol Ceilán, hasta que al tercer impacto oyó que el cráneo crujía y se detuvo.Esperaba encontrar alambres pero no halló ninguno. La sangre rezumaba de la magullada carita y el peludo cuerpo yacía en sus manos caliente y fláccido. Sobre su cabeza las hojas anunciaron:—Nicholas, no me has matado, nunca lo conseguirás.—¿Cómo funciona?Todavía buscaba alambres, pequeños circuitos impresos que contuvieran micrológica. Buscó una piedra puntiaguda para abrir el cuerpo del mono pero no encontró ninguna.—No es más que un mono—dijeron las hojas—. Si lo hubieras preguntado te lo habría dicho.—¿Cómo lo hacías hablar?—dejó caer el mono, lo contempló un momento y lo apartó de un puntapié.Se secó los dedos manchados de sangre en las hojas de los árboles.—Nicholas, sólo mi mente habla a la tuya.Tras una exclamación, el muchacho decidió:—Ya lo he oído, pero no pensé que fuera así, sino en mí cabeza.—Tu ficha no indica alucinaciones auditivas, pero, ¿nunca supiste de alguien que las tuviera?—Una vez conocí a una chica...—¿Y?—Confundía los ruidos..., ¿comprendes?—¿Que más?—Por ejemplo: si corría por el pasillo el carrito del servicio ella oía el ventilador y creía...—¿Que?—Ah, pues cosas distintas; que alguien la llamaba.—Los oía.—¿Cómo? ¿Maya?—y se sentó.—Vienen a por mí.—¿Maya?El Dr. Isla le habló a través de las hojas:—Nicholas, cuando te hablo parece que tu mente no recibe el mensaje que te transmite mi pensamiento. Me oyes en el suave rumor de la lluvia o en el alegre trino de los pájaros, pero si quisiera podría ampliar lo que digo hasta que cada idea o sugerencia se dirigieran a tu conciencia clavándose en ella. Entonces, harías todo cuanto yo deseo.—No lo creo —contestó Nicholas—. Si eres capaz de eso, ¿por qué no le sugieres a Diane que no sea catatónica?—Primero, porque aún se refugiaría más en su enfermedad con el ánimo de huir de mí, y segundo porque curarla de su mal de ese modo no extirparía la causa.—¿Y tercero?—No he dicho "tercero", Nicholas.—Me pareció oírlo... cuando dos hojas se rozaron.—Tercero, porque tanto tú como ella habéis sido elegidos para que produzcáis un efecto sobre alguien; si os cambiara tan bruscamente, ese efecto se perdería.El Dr. Isla era otra vez un mono, aunque un mono distinto, que parloteaba desde la protección de un árbol a veinte metros. Nicholas le arrojó un palo.—Los monos no son más que animales, Nicholas; les gusta imitar a las personas y parlotear.—Apuesto a que Ignacio los mata.—No, le gustan mucho; sólo mata peces para comer.De pronto, Nicholas se percató de que tenía hambre y echó a andar.Encontró a Ignacio rezando en la playa. Por espacio de una hora, o más, Nicholas permaneció escondido tras el tronco de una palmera pero tardó mucho en resolver a quién rezaba Ignacio. Este se hallaba arrodillado donde las olas rompen sus orlas de encaje, mirando hacia el mar y de vez en cuando se inclinaba para rozar con la frente la arena mojada, luego, Nicholas percibió su voz, muy débil, sobre el rumor y el silbido de las olas. En general, Nicholas aprobaba a los que rezaban al notar que éstos eran unos compañeros más interesantes que los otros; pero también comprobó que si bien no importaba el nombre que el devoto daba al objeto de su devoción, sí interesaba descubrir como era el dios que se imaginaba. Ignacio no parecía rezar al Dr. Isla —en ese caso pensaba Nicholas, miraría a otro lado—y durante un rato se preguntó si no estaría rezando a las olas. Desde su escondite siguió la línea de visión de Ignacio, ola tras ola hasta el radiante e indefinido cielo, cada vez mas arriba hasta que se curvaba por completo y retornaba por detrás de Ignacio y entonces se le ocurrió que el Joven se rezaba a sí mismo. Abandonó su escondite y se adelantó a medio camino de donde Ignacio estaba arrodillado y se sentó. Sobre el rumor del mar y el murmullo de la voz deIgnacio se extendía un silencio tan intenso y frágil que en cualquier momento parecía que todo el satélite acristalado cnrl~ri ~ m ~ n b~tirltinAl cabo de un rato, Nicholas notó que su lado izquierdo temblaba. Con la mano derecha se lo palpó, recorriendo con los dedos el lado izquierdo desde el hombro hasta el muslo. Le preocupaba que su lado izquierdo estuviera tan asustado y pensó que tal vez la otra mitad de su cerebro del que se hallaba separado para siempre, oía lo que Ignacio decía a las olas. También él comenzó a rezar, de modo que el otro (y tal vez el mismo Ignacio) lo oyeran y en voz no demasiado baja: "No te asustes, no temas, no nos hará daño es bueno, y si lo hace, lo mataremos; lo único que queremos es encontrar algo para comer; quizá nos enseñe cómo pescar un pez, creo que esta vez será bueno". Sin embargo, sabía, o por lo menos lo imaginó, que Ignacio tampoco sería amable en esta ocasiónFinalmente, Ignacio se alzó; no se volvió para mirar a Nicholas, sino que penetró en el mar, luego, como si supiera que el muchacho había permanecido todo el rato detrás de él (aunque Nicholas no estaba seguro de que lo hubiera oído, quizás el Dr. Isla se lo había advertido a Ignacio), le hizo un gesto indicándole que lo siguiera.
No recordaba haber notado jamás el agua tan fría, la arena tan áspera y rasposa entre los dedos de los pies. Pensó _n lo que el Dr. Isla le había dicho y que parte de la nave debía de ser esta arena, bajo el agua, que llegaba (¿hasta dónde?) al mar. Donde acababa no habría nada más que a lo lejos el helado cristal del mismo satélite.—Ven —le dijo Ignacio—, ¿sabes nadar? —como si se hubiera olvidado de la noche anterior. Nicholas le respondió afirmativamente pensando que Ignacio lo miraría, pero éste no se volvió.—¿Sabes por qué estás aquí?—Me invitaste a que viniera—Ignacio quiere decir aquí. ¿No te recuerda algún lugar donde estuviste antes?Nicholas pensó en el batintín de cristal y en el huevo de Pascua; luego, en las microscópicas gotitas que por Navidad flotaban, a veces por los pasillos hasta estallar en el limpio polvo y en un fresco perfume de pino cuando los niños las tocaban con sus muletas, pero no dijo nada.El joven prosiguió:—Deja que Ignacio te cuente un cuento. "Una vez, había en la Tierra un hombre, en realidad un niño, que..."Nicholas Pensó por qué siempre eran hombres —por su experiencia casi siempre médicos y psicoanalistas— los que querían contar historias. Recordó que Jesús siempre relataba historias y la Virgen nunca; aunque una vez conoció a una mujer, a la que tomó por la Virgen María, que siempre le hablaba de su hijo. Pensó que Ignacio se parecía un poco a Jesús. Intentó recordar si su madre le contaba cuentos cuando vivía en su casa y decidió que no; se limitaba a pasar las transparencias de los dibujos animados.—... quería...—... contar un cuento —finalizó Nicholas.—¿Cómo lo sabes? —enfadado y sorprendido.—Eras tú, ¿verdad?, y ahora querías contarme uno.—Pero no lo que Ignacio hubiera dicho. Iba a hablarte de un pez.—¿Dónde está?—preguntó Nicholas pensando en el pescado que Ignacio se había comido la noche pasada e imaginándose otro igual, pescado mientras él llegaba, tal vez desde el Punto, y ahora, escondido en algún lugar, en espera de ser asado—. ¿Es un pescado grande?—Ya no existe, pero era como la mano de un hombre. Lo pesqué en el gran río.—Huckleberry.—Ya sé, el Mississippi; era un siluro o una rueda o pez—sol—. Finn.—Posiblemente era como tú lo llamas; durante un rato parecía que le daba el sol—la luz de algún lugar bailó sobre el mar—. En cualquier caso, se encontraba sobre la mesa del comedor de la casa donde se vive la vida. Se hallaba dentro de un recipiente, pero no de los antiguos en que ves el vidrio con aros de metal en el borde, sino de los modernos, en los que el cristal es muy fuerte, aunque delgado, y curvado, de modo que no refleja, ni tiene curvas, sólo un ingenioso mecanismo que mantiene el agua siempre limpia. Extrajo un puñado de agua, sin levantar los ojos hacia los de Nicholas—. Tan clara como ésta, y no había olas y no la veías, en absoluto. Mi pez flotaba en el centro de mi mesa, encima de unas cuantas piedras.—¿Flotabas en el río sobre una balsa?—No en un pequeño bote. Ignacio pescó ese pez con una red, de la que casi destrozó las mallas antes de sacarlo a tierra— poseía unos dientes magníficos. En la casa no había nadie más que él, el otro y los robots; pero cada mañana al guien iba al estanque del patio y pescaba un pez de colores para él. Cuando Ignacio bajaba para desayunar encontraba el pez de colores y pensaba: "Buen pez, has sido elegido para el monstruo, ¿quieres ser el que lo destruya? Si lo consigues, tendrás siempre su casa de diamante para ti." Entonces el pez, que tenía una manchita roja debajo de sus espléndidos dientes, una mancha como una cereza, se arrojaba sobre el pececito de colores y al instante el agua se teñía de sangre.—¿Y qué sucedía luego?—El ingenioso mecanismo aclaraba de nuevo el agua y el pez flotaba como antes sobre las rocas, el pez de espléndidos dientes e Ignacio tocaba el pequeño interruptor de la mesa y pedía más pan y más fruta.—¿Ahora tienes hambre?—No, me siento fatigado y tengo pereza, si te persigo no te alcanzaré y si te alcanzo—a causa de tu torpeza y lentitud—no te mataré, y si te mato, no te comeré.Nicholas había empezado a retroceder y cuando Ignacio pronunció las últimas palabras, dándose cuenta de que era una señal, dio la vuelta y echó a correr, chapoteando por las superficiales aguas. Ignacio lo perseguía con la ventaja de sus largas piernas; el cabello le flotaba por detrás de su moreno rostro; los fuertes dientes —blancos como huesos y grandes como las uñas de los pulgares de Nicholas—parecían espectadores que se alineaban en las barandillas de sus labios.—No corras, Nicholas—gritó el Dr. Isla con la voz de una ola—. Si corres sólo conseguirás acuciar su hambre.Nicholas no contestó pero dobló a su izquierda subiendo por la playa, entre los troncos de las palmeras, sin dejar de correr porque no tenía modo de saber si Ignacio se encontraba detrás de él para agarrarlo por el cuello. Cuando se detuvo, se encontró en la espesa jungla, entre los troncos de los viejos árboles, donde se apoyó, casi sin aliento; los latidos de su corazón eran el único ruido en aquella atmósfera silenciosa y dormida como un largo e inclemente día de la Tierra.Estuvo atento durante un rato por si oía algún ruido que le indicase que Ignacio lo buscaba, pero no oyó nada; respiro a fondo y exclamó:—Bueno, se acabó —esperando a que el Dr. Isla respondiera desde algún lugar, pero sólo percibía el verde silencio.La luz era aún clara y fuerte y casi sin sombras, pero un sentimiento interior le avisaba que el día estaba a punto de declinar y observo que unas débiles y largas sombras se extendían deformando los objetos de forma horizontal. No sentía hambre, pero había corrido mucho y comprendía hasta cuándo podría resistir, no se sentía tan fuerte como el día anterior y seguramente, al día siguiente sería incapaz de rebasar a Ignacio. Ahora se percataba de que debió comerse el mono que mató, pero ante la idea de comer carne cruda se le revolvía el estómago y no sabía cómo encender una hoguera, por más que la noche anterior Ignacio había comido el pescado crudo. Aunque consiguiera pescar un pez, éste le repugnaría tanto o más que la carne cruda del mono. Recordó su esfuerzo para abrir un coco —no lo había conseguido pero posiblemente se podía abrir. No estaba muy seguro de lo que contenía un coco, pero debía tener un interior comestible, porque en los libros se los comían. Decidió dar un amplio rodeo por la jungla hasta la playa, si bien muy lejos de Ignacio, pues muchas veces había visto cocos sobre la arena debajo de los árboles.Caminaba en silencio, un poco asustado todavía, pensando en el modo de abrir el coco cuando lo encontrara. Se imaginó de pie, ante una gran roca de cantos picudos, sosteniendo el coco con ambas manos. Lo levantaba y lo aplastaba, pero al romperlo, en lugar del coco era la cabeza de Maya; oyó cómo el cartílago de la nariz se rompía con un chasquido elástico, inconfundible. Sus ojos, tan azules como el resplandeciente cielo de Madhya Pradesh, lo miraban desde el azul del huevo pero él no podía verlos, se apartaban de los suyos y se le ocurrió de repente que Lucifer, en su caída, debió hacerlo en los fuegos y los hielos del espacio para no volver jamás a ver los tiernos azules, pardos y verdes de la Tierra: Vio caer a Satanás como el rayo del cielo. Lo había escuchado en una cinta magnetofónica pero no recordaba dónde. Había leído que en la Tierra el rayo no procede de las nubes, sino que saltaba hacia ellos desde la superficie planetaria, para nunca más volver.
—Nicholas.Escuchó, pero no volvió a oír su nombre. El mar barbotaba suavemente, ¿había empleado el Dr. Isla aquel sonido para hablarle? Se dirigió hacia él y tropezó con un riachuelo que serpenteaba entre los árboles. Lo siguió. A los cien pasos se ensanchó, aminoró el curso v terminó en un charco. Diane se hallaba sentada sobre el musgo, al otro lado; al verle, sonrío.—Hola.—Hola, Nicholas. Pensé que te oía y no me equivoqué, ¿verdad?—No decía nada—con el pie removió las oscuras aguas y las encontró muy frías.—Me imaginé que lanzabas un ligero grito. Lo oí y me dije: es Nicholas, y te llamé. Luego, pensé que me había equivocado o que quizás era Ignacio.—Ignacio me perseguía. Tal vez aún está aquí, aunque lo más probable es que haya abandonado su propósitoLa joven asintió mirando las oscuras aguas del charco, pero daba la impresión de no haberlo oído El muchacho se dirigió a ella subiendo por las raíces enroscadas de los árboles.—Diane, ¿por qué Ignacio me quiere matar?—A veces también a mí me quiere matar.—Pero, ¿por qué?—Creo que está un poco asustado de nosotros. ¿Le hablaste alguna vez,— Nicholas?—Hoy un poco. Me contó una historia sobre un pececito que tenía.—Ignacio se ha criado completamente solo, ¿no te lo dijo? En la Tierra, en una plantación del Brasil, junto al Amazonas. Me lo contó el Dr. Isla.—Creía que la Tierra estaba muy poblada.—Las ciudades y los pueblos sí, pero hay lugares completamente deshabitados. Donde estaba Ignacio debía haber pieles rojas, cazadores, hace unos doscientos o trescientos años pero cuando él estaba allí no había nadie, sólo máquinas. Ahora no quiere que nadie lo mire ni se le acerque.—El Dr. Isla dijo que muchas personas no estarían enfermas si siempre tuvieran otras a su lado, ¿lo recuerdas?—dijo Nicholas muy despacio.—Oye, Nicholas, ¿te conté lo del pájaro?—de nuevo no escuchaba.—¿Qué pájaro?—Tengo un pájaro dentro —se acarició el liso estómago por debajo de los pequeños pechos y por un momento el muchacho penso que había encontrado alimento—. Se sienta aquí. Ha formado un nido en mis entrañas y con el pico me desgarra la respiración. Te parezco sana, ¿verdad?, pues por dentro estoy hueca y podrida y me vuelvo negra, sucia y rezumo plumas viejas.—Como quieras —contestó el chico y se volvió para marcharse.—He bebido de este agua para ver si lo ahogaba y me parece que he bebido tanta que no podría levantarme aunque quisiera, pero el ave ni se ha mojado, ¿sabes una cosa? He descubierto que yo no soy yo, sino ella.—¿Cuándo comiste algo por última vez? —preguntó Nicholas volviéndose.—No lo sé Hace dos o tres días. Ignacio me dio algo.—Voy a intentar abrir un coco; si lo consigo, te lo traeré.Al llegar a la playa, Nicholas dio la vuelta y se encaminó lentamente en dirección de la hoguera apagada esta vez, a lo largo de la arena mojada, entre el mar y las pálmeras. Pensaba en las máquinas.Pasado el cinturón había centenares de miles, quizá millones de máquinas, pero muy pocos o ninguno de los sofisticados criados robots terrícolas, ésos eran un lujo. ¿ Habría tenido Ignacio esos lujos en Brasil o en otro lugar? Nicholas dedujo que no. Esos robots eran casi como personas y vivir junto a ellos hubiera sido como vivir con la gente. A Nicholas le hubiera gustado hablar brasileñoEn St. John's tuvo los robots—terapeutas; no le gustaban y pensó que a Ignacio, probablemente, tampoco. Si le hubiera gustado su robot—terapeuta, no lo habrían enviado aquí. Penso en la vieja máquina, desportillada y oxidada, que limpiaba los pasillos. Maya la llamaba Corredora, pero los otros sólo "Eh". No hablaba y Nicholas dudaba que sintiera ningún tipo de emoción, excepto quizás, una especie de amor por laLimpieza. Alguien le decía dentro de su cabeza: "Comprenderás que todo motivo se puede dividir en dos clases". ¿Un doctor? ¿Un robot—terapeuta? Qué más daba. "Extrínseco e intrínseco. Un motivo extrínseco posee siempre algún fin a la vista y ese fin lo llamamos un motivo intrínseco. Así, cuando hemos reducido la motivación a motivación intrínseca, la reducimos a sus partes más simples. Toma esa máquina que está ahí."—¿Freud hubiera dicho que estaba fijada en la última etapa anal, tal vez debido al cuidado que ejercieron sus constructores para que no soltara la porquería que recogía. Como ves, a causa de su fijación, obsesionada por la limpieza y el orden, el impulso de barrer y limpiar palía su ansiedad. Es una fuerza y no una debilidad de la teoría de Freud que sirva para explicar muchas de las actividades de las maquinas así como los actos de las personas.Hola, Corredora.Mi cabeza al moverse de parte a parte, debe recodarte un radar. Cuando camino con pasos mesurados, rítmicos y precisos, emito un zumbido apenas perceptible y al oscilar la cabeza fijo los ojos pero no en ti, Ignacio, sino donde las olas se pierden de vista y se curvan hacia el cielo. Me detengo a diez n1etros de ti, y aguardo.Ve, te sigo a diez metros. ¿Lo que quiero? Nada.Sí, recogeré las astillas y te seguiré... a cinco metros.—Rómpelas y échalas al fuego. Todas no, sólo unas cuantas.—Ignacio siempre mantiene encendido el fuego. A veces saca las brasas de una hoguera para encender otras, pero aquí, bajo la gran palmera, siempre tiene fuego. Aquí no llueve. Siempre hay fuego . ¿ Sabes cómo lo encendió la primera vez? ¡Contéstale!—No.—No, Patrao.—Ignacio se lo robó a los dioses, a Poseidón. Ahora Poseidón está muerto, vace en el fondo del mar, que es lo mejor. ¿Te gustaría verlo?—Si tú lo quieres, Patrao.—Pronto será de noche y es la hora de pescar; ¿tienes un arpón?—No, Patrao.—En tal caso, Ignacio te dará uno.Ignacio tomó un puñado de leña y rompiéndola en astillas las arrojó al fuego y sopló. Tras unos momentos, Nicholas se inclinó y soplo a su vez hasta que las astillas ardieron.—Ahora buscaremos un bambú; ahí detrás hay. Sígueme.La luz, todavía sin sombras, se iba debilitando de modo que a Nicholas le parecía que caminaban sobre un suelo hueco, aunque lo notaba bajo los pies. Ignacio iba delante con aire majestuoso sosteniendo las teas encendidas hasta que el fuego pareció extinguirse, entonces bajó los extremos dejando que las llamas lamieran su mano y éstas revivieron. Un suave viento soplaba hacia el mar llevándose el rumor de las olas y trayendo un frío húmedo y, cuando hubieron caminado varios minutos, Nicholas percibió en el viento un débil, seco y casi rítmico castañeteo.Ignacio se volvió a mirarle y exclamó:—Es música; los grandes tallos hablan, ¿los oyes?Encontraron una caña apenas más delgada que el puño de Nicholas. Amontonaron en su base las teas ardiendo y añadieron más. Al caer, Ignacio quemó también la parte superior construyendo un palo tan largo como alto era Nicholas y con una concha raspó el extremo hasta dejarlo puntiagudo.—Ahora ya eres un pescador —le dijo a Nicholas..—Sí, Patrao —respondió el muchacho cuidando de no encontrarse aún con sus ojos.—¿Tienes hambre?—Sí, Patrao.—En tal caso te diré algo: todo lo que tienes es de Ignacio, ¿comprendes?, y lo que pesques también es suyo, pero cuando haya terminado de comer lo que quede es para ti. Ahora vámonos, e Ignacio te enseñará a pescar o te ahogarás.El arpón de Ignacio estaba enterrado en la arena cerca de la hoguera; era mucho mayor que el que había confeccionado para Nicholas. Con él cruzado en su pecho descendió hasta el mar, vadeando hasta que el agua le llegó a la cintura y luego nadó sin mirar si Nicholas lo seguía. Este descubrió que podía nadar con el arpón poniendo todo su esfuerzo en el movimiento de las piernas, sosteniendo el arpón con la mano izquierda y, eventualmente, braceando con la derecha.—Respira y vigila el arpón —dijo con voz queda, y luego sólo debía alzar la cabeza de vez en cuando.Creyó que Ignacio empezaría a buscar pesca tan pronto se alejaran de la playa pero el brasileño continuó nadando lenta pero firmemente hasta un kilómetro o más de la orilla. De pronto, como si las luces de una habitación respondieran a un interruptor, el oscuro mar se transmutó en un azul opalescente. Ignacio se detuvo pedaleando en el mar y empleando el arpón para mantenerse a flote.—Aquí —dijo—. Péscalos entre tú y el arpón.Con los ojos abiertos introdujo la cabeza en el agua, la sacó, respiró hondo y se zambulló. Nicholas siguió su ejemplo notando boca abajo con los ojos abiertos.Todo el mundo de resplandor danzarín y la negra isla se esfumaron como si hubiera sumergido el rostro en un sueño. Muy lejos, debajo de él, Júpiter exhibía su disco listado, desfigurado por la extensión de la Mancha Brillante, donde las enzima de silicona fabricadas por el hombre habían despojado el hidrógeno del metano para crear la fusión; un cáncer y un nuevo y ardiente sol. Entre ese sol y sus ojos se abrían, invisibles, cien mil kilómetros de espacio y la capa acristalada del satélite, centenares de metros de mar iluminado y en él, el cuerpo extendido de Ignacio, moreno a la luz, pedaleando aún hacia abajo, y en la mano el arpón como una negra pincelada.Nicholas sacó involuntariamente la cabeza, regresando al universo de resplandecientes olas, consciente de que lo que llamaba "noche" era solamente la sombra que arrojaba el Dr. Isla cuando Júpiter y la Mancha Brillante se deslizaban por debajo de ella. Aquella línea oscura, inobservable en el aire se veía ahora con toda claridad a través del agua detrás de él. Aspiró profundamente y se sumergió.Casi en el acto, un pez surgió precipitadamente y con el brazo izquierdo arrojó el arpón pero no lo alcanzó. Nadó tras él y más abajo vio otro mayor y se zambulló en su busca, adelantándose a Ignacio que emergía para respirar. El pez estaba muy abajo y a él le faltaba el oxígeno; los pulmones le dolían por la falta de aire y nadó hacia arriba con el deseo de soltar el arpón, percatándose en el último momento de que sólo podría emerger a la superficie si lo soltaba. Dividió el agua con la cabeza y boqueó luchando por respirar; el corazón le latía con fuerza; el agua le golpeaba el rostro y de repente reconoció, como si hubieran dejado de existir mientras él no estaba, el violento batir de las olas.Ignacio lo esperaba y exclamó:—Esta vez vendrás con Ignacio, que te mostrará el dios del mar, muerto. Luego, pescaremos.Incapaz de hablar, Nicholas cabeceó. Aspiró tres veces más, Ignacio se zambulló y Nicholas tuvo que seguirle, pedaleando hacia abajo hasta que la presión cantó en sus oídos.Por entre el mar azul asomaba al filo de la luz una enorme masa de metal anclada al casco cristalino del satélite; por encima, colgando inerte como el tallo de una gran parra cortada de raíz, un cable dos veces mayor que el cuerpo de un hombre y en el fondo echado junto a la inmensa áncora, un agresivo dios que podría parecer un insecto muerto si no fuera porque medía por lo menos seis metros. Ignacio se volvió para ver si Nicholas comprendía: el muchacho, aún sin saber nada, hizo un gesto afirmativo y con un impulso de los brazos emergió de nuevo.
Después de que Ignacio trajera el primer pescado, se turnaron en la superficie para vigilar la presa y entretanto la Mancha Brillante se deslizaba por debajo del borde en declive del Dr. Isla. Arponearon dos veces más y en una consiguieron un pez muy grande. Luego, como Nicholas estaba tan agotado que apenas conseguía levantar los brazos regresaron a la orilla, donde Ignacio enseñó al muchacho a destripar los peces con una espina y el canto de una concha y a envolverlos con fango y hojas para asarlos al fuego. Cuando Ignacio hubo empezado a comer el pez más grande, Nicholas sacó tímidamente el más pequeño y comió por primera vez desde que llegó a Dr. Isla. Sólo cuando hubo terminado se acordó de Diane.No se atrevía a llevarle a la muchacha el último pescado, pero mirando con disimulo a Ignacio comenzó a separarse de la fogata. El brasileño no dio señales de percatarse. Cuando Nicholas estuvo en la sombra, se detuvo, luego se alejó unos pasos y, muy despacio, como le advertía su instinto, caminó sin correr hasta que se halló a una distancia de unos cien metros.Encontró a Diane sentada apática y callada a la orilla de la charca. Con mucha dificultad consiguió que se levantara, sujetándola con las manos por debajo de los brazos. Una vez de pie, la muchacha lo siguió agarrada a su mano. Le habló, aunque sabía que la joven no daba señales de oírle pero lo escuchaba y que las palabras la reanimaban.—Hemos ido a pescar... Ignacio me ha enseñado y ha encendido una hoguera. Lo aprendió, no sé cómo, de una especie de robot que fijaba uno de los cables que sostienen a Dr. Isla. Óyeme, hemos cogido tres peces, yo me comí uno e Ignacio otro muy grande y no creo que le importe si te doy el último; pero fíjate bien, no digas nada más que "Sí, Patrao" y "No, Patrao"; le gusta mucho y sólo está acostumbrado a las máquinas. No debes sonreírle, mira únicamente la hoguera; eso es lo que yo hago: miro sólo el fuego. Le pareció lo más prudente no decirle nada a Ignacio. Condujo a Diane al lugar donde él se había sentado unos momentos antes, y le puso en el regazo unos trozos de pescado. Al ver que no comía, cogió un trocito de la carne más tierna y tostada y se lo metió en la boca.—Ignaclo creyó que estaba muerta —dijo Ignacio.—No, Patrao —respondió Nicholas.—Hay otro pescado; dáselo.Nicholas extrajo de las brasas la masa de lodo, la abrió con el canto de la mano y sacándole la piel y las espinas de los humeantes filetes se los dio a comer una vez estuvieron solamente templados. Diane retuvo el pescado en la boca casi medio minuto, luego, empezó a masticar y tragar y al tercer bocado ya comía sola, aunque sin mirar a ninguno de los dos.—Ignacio pensaba que estaba muerta —repitió el brasileño.—No, Patrao —respondió Nicholas despacio—: Como ves, está viva—Es una linda criatura, con la luz del fuego en sus mejillas, ¿verdad?—Sí, Patrao muy linda.—Pero demasiado flaca. —Ignacio dio la vuelta a la hoguera y se sentó al lado de Diane, luego alargó una mano para coger el pescado que Nicholas había dado a la joven.Ésta cerró las manos apresando el manjar pero sin mirar a Ignacio.—Fíjate, después de todo nos conocemos, no somos fantasmas—exclamó Ignacio.—;Déjalo que lo coja! —profirió en el acto el muchacho.Muy despacito, Diane fue separando los dedos, pero Ignacio no cogió el pescado.—Sólo bromeaba, pequeña, y aun así, no me parece una broma de buen gusto —dijo Ignacio.Luego, al notar quc ella no replicaba se alejó de su lado mirando a la oscuridad v arrojando agua a algo que Nicholas no veía.—Le gustas, Patrao —dijo Nicholas. Aquellas palabras le sonaron como una inmundicia pero pensó en el ave que desgarraba el pecho de Diane y en la sangre de Maya salpicando de motitas rojas la bata blanca y añadió—: Sólo que es demasiado tímida. Es mejor así.—Oye, ¿qué sabes tú?Ignacio ya no miraba al mar y Nicholas respondió:—¿No es cierto, Patrao?—Si, es cierto.Diane cogió el pescado llevándose a la boca con los delicados dedos diminutos trocitos, y con voz clara pero casi sin darse cuenta dijo:—Vete, Nicholas.El muchacho miró a Ignacio, pero los ojos del brasileño no se volvieron a la muchacha ni contestó.—Nicholas, vete, por favor.Con voz tan baja como para que Ignacio no le oyera, Nicholas le dijo:—Te veré mañana, ¿de acuerdo?La joven, apenas bajó la cabeza en señal de asentimientoUna vez lejos de la hoguera, cualquier lugar de la playa le parecía bueno para dormir. Hubiera querido llevarse un leño para encender otra hoguera y trató de cubrirse las piernas con arena para preservarlas del helado viento, pero la arena se desparramaba cada vez que se movía y las piernas, lo mismo que la mano izquierda, se le agitaban sin que él se lo propusieraLa ola, lamiendo la playa ondulada, dijo:—Lo hiciste muy bien, Nicholas—Noto cómo te mueves; antes no lo sentía, salvo cuando estaba drogado.—Dudo que ahora puedas; mi oscilación es menor que una centésima de grado.—Puedo, sí; querías que hiciera amistad con Ignacio, ¿verdad?—Nicholas, ¿conoces el efecto de Harlow?El muchacho lo negó.—Hace unos cien años, el Dr. Harlow experimentó con monos criados en la más completa soledad... sin madre ni otros de su especie.—¡Qué afortunados!—Cuando los monos fueron adultos los metió en jaulas con otros normales, por cualquier causa se peleaban con los que se les acercaban y, si podían, los mataban.—Los psicólogos siempre ponen las cosas en jaulas; ¿no se les ha ocurrido que conseguirían mejores resultados dejándolos libres ?—No, Nicholas, aunque nosotros... ¿ibas a decir algo?—Creo que no.—El Dr. Harlow intentó que los monos aislados criaran —el sexo es la función social primaria—, pero se negaban. Siempre que se les acercaba otro mono, del sexo que fuera, mostraban agresividad, que a su vez les devolvían los otros. Finalmente los curó, introduciendo en la jaula monos infantiles y sociables, monitos, en lugar de monos adultos. Estos necesitaban tanto a los aislados que se les acercaban aunque fueran rechazados siempre y con violencia, hasta que por último fueron aceptados y los aislados se volvieron sociables. Es interesante observar que el fundador del cristianismo tuvo una intuición de este principio... pero han transcurrido casi dos mil años antes de que se demostrase científicamente.—No creo que aquí surtiera efecto. Fue mucho más complicado que todo esto.—Nicholas, los seres humanos son monos complicados.—Es la primera vez que te oigo contar un chiste. No te gusta ser humano, ,verdad?—¡Claro! ¿Y a ti?—Creía que sí, pero ahora no estoy seguro. Lo dijiste para ayudarme ¿no? Pues no me gusta.Una ola, mayor que las otras, salpicó de helada espuma las piernas de Nicholas y por un momento el muchacho se preguntó si no sería la respuesta del Dr. Isla. Pasado medio minuto, otra ola lo mojó y luego otra, hasta que se apartó de la orilla para evitarlas. El viento arreciaba pero se durmió y sólo le despertó un instante el resplandor de una luz que procedía de donde había venido él. Trató de adivinar la causa; pensó en Diane e Ignacio arrojando teas encendidas por el aire para ver los arcos de luz, sonrió —demasiado soñoliento para sentir enojo— y volvió a conciliar el sueño.La mañana amaneció fría y desapacible. Nicholas corría de parte a parte de la playa frotándose el cuerpo con las manos. Una fina lluvia o espuma—era difícil adivinarlo—soplaba en el viento cubriendo la luz de un resplandor gris. Se preguntó si a Diane e Ignacio no les importaría que regresara y decidió aguardar. Luego pensó en pescar; de ese modo les llevaría algo de comer, pero el mar estaba muy frío y las olas tan altas que lo derribaron, arrebatándole de las manos su arpón de bambú. Ignacio lo encontró chorreando agua sentado con la espalda apoyada en el tronco de una palmera y contemplando las curvas que se alzaban del mar.
—Hola, tú —saludó Ignacio.—Buenos días, Patrao.Ignacio se sentó.—¿Cómo te llamas? Creo que me lo dijiste cuando nos vimos por vez primera, pero lo he olvidado. Lo siento.—Nicholas.—Ah, sí.—Patrao, tengo mucho frío, ¿podríamos ir a tu hoguera?—Me llamo Ignacio; llámame así.Nicholas asintió, asustado.—No podemos ir a la hoguera porque el fuego se ha apagado.—¿No podríamos encender otra, Patrao?—No me crees, ¿verdad? No te culpo. No, no puedo... si lo deseas, cuando yo me haya ido puedes usar la que tenía y encender otra. He venido sólo para decirte adiós.—¿Te vas?En la frondosa palmera el viento gritó:—Ignacio está ahora mucho mejor. Se irá a otro lugar.—¿A un hospital?—Sí, a un hospital, pero no creo que permanezca allí mucho tiempo.—Pero...Nicholas trató entonces de pensar en algo determinado. En St. John's y otros lugares en donde estuvo confinado, cuando alguien se iba, apenas se hablaba ya de él; en cuanto se sabía con certeza que abandonaba el establecimiento era como si estuviera contaminado, lo que helaba las sonrisas y secaba las lágrimas de los excluidos. Por último comentó:—Gracias por enseñarme a pescar.—Lo pasamos muy bien —contestó Ignacio.Se levantó, posó una mano sobre el hombro de — Nicholas y se alejó. A unos cuantos metros a su izquierda, la arena mojada comenzó a elevarse Y agrietarse. Mientras Nicholas observaba, se abrió del todo mostrando una escotilla de paredes blancas brillantemente iluminada. Ignacio se apartó de los ojos el negro y rizado cabello, descendió por ella y la arena se cerró con un golpe seco.—No volverá, ¿verdad? —exclamó Nicholas.—No—Dijo que podía usar sus cosas para encender otra hoguera, pero ni siquiera sé lo que son.El Dr. Isla no contestó. Nicholas se alzó y empezó a caminar hacia el lugar donde estaba la hoguera pensando en Diane y preguntándose si tendría hambre; él también estaba hambriento.La encontró junto al fuego apagado. Tenía el pecho quemado y a su lado, cerca del agujero en la arena donde Ignacio debió esconderlo, se hallaba un voluminoso soldador nuclear. El grupo electrógeno era demasiado pesado para que Nicholas lo levantase, pero agarró el soplete por el cable más corto y acarició el disparador, produciendo una descarga de plasma de dos metros con la que jugó a lo largo de la arena hasta que el cuerpo de Diane se redujo a cenizas. Cuando acabó, el viento azotaba las palmeras y enviaba una lluvia que le escocía los ojos pero el muchacho recogió un montón de leña y encendió otra hoguera, mayor, tanto, que rugía como una fragua en el viento—¡La mató! —gritó a las olas.—Sí —la voz del Dr. Isla se oyó fuerte y violenta.—Dijiste que estaba mejor.—LO ESTÁ —aulló el viento—. TU MATASTE AL MONO QUE QUERIA JUGAR CONTIGO. A LA LARGA, IGNACIO TE HUBIERA MATADO, PUES TE HACES ODIAR CON FACILIDAD AL SER TAN DIFERENTE DE LO QUE SE SUPONE QUE DEBE SER UN MUCHACHO. PERO MATAR AL MONOTE AYUDÓ, ¿RECUERDAS? TE HIZO MEJOR. A IGNACIO LE ASUSTABAN LAS MUJERES. AHORA SABE QUE EN REALIDAD SON MUY DÉBILES Y OBRAS DE ACUERDO CON CIERTAS FANTASIAS OUE ENCUENTRAS CRUELES.—Te estás meciendo, ¿Yo también? —preguntó Nicholas.—TU PENSAMIENTOUna palmera se quebró con la tormenta pero en lugar de caer, voló para aplastarse entre las otras; su frondosa copa; atrapaba el viento como una vela—Te estoy matando —profirió Nicholas— destruyéndote. —El lado izquierdo de su cara estaba tan deformado por el dolor y la furia que apenas podía hablar.— El Dr. Isla se alzó de debajo de sus pies.—Uno de tus cables ya está roto, lo vi, y quizá más de uno. Os soltaréis. Los cohetes están de acuerdo con mi postura) giran a nuestro alrededor v el deslizamiento lo produce el viento y el alta mar, y cuando os soltéis, jamás volveréis a vuestro equilibrio anterior, nunca más.—¡NO!—¿Cuál es la tensión de tus cables? ¿No lo sabes?—SON MUY FUERTES.—¡Vaya respuesta! con ello no concretas nada. Deberías anunciarlo más o menos de este modo: "La tensión del cable doce tiene una fuerza de veinte billones de kilos. ¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN! Faltan noventa y siete minutos para que se produzca la hecatombe. ¡ATENCIÓN! ¿Ni siquiera sabes cómo habla una máquina?Nicholas chillaba y cada ola llegaba a la playa más lejos que la última; de ese modo, la parte baja de las palmeras que estaban junto al mar ya se hallaba inundada.—VUÉLVETE, NICHOLAS. BUSCA LAS TIERRAS MÁS ALTAS. ENTRA EN LA SELVA —decían las olas al romper.—No quiero.Una gran serpiente de agua llegó hasta el fuego, que silbó y chisporroteó.—¡VUÉLVETE!—¡No quiero!Una segunda ola alcanzó la pantorrilla de Nicholas y casi apaga la hoguera.—TODO ESTO PRONTO ESTARÁ BAJO EL AGUA, ¡VUÉLVETE!Nicholas recogió algunas teas que aún ardían y trató de llevárselas pero el viento las apagó con su soplo apenas las hubo levantado de la hoguera. Quiso llevarse el soldador a rastras pero no pudo.—¡VUÉLVETE!Penetró en la jungla donde los árboles se azotaban hasta deshojarse en el viento y las ramas desgajadas volaban por el aire como los escombros después de una explosión. Durante un rato oyó la voz de Diane que gritaba en el viento; luego, la de Maya, después la de su madre o la de la hermana Carmela y otras cien más Se sentía cansado y a la vez que el viento amainaba ya no percibía el temblor de la tierra.—Al fin y al cabo yo no te maté, ¿verdad?—profirió, pero no le respondieron.De vuelta a la plava halló el soldador medio enterrado en la arena. No había trazas de las cenizas de Diane ni de la hoguera Reunió unos pedazos de leña y con el soldador encendió otra.—Ahora —escarbó en la arena que rodeaba el soldador hasta alcanzar la áspera roca de debajo v giró hacia ella la llama del soplete; aquélla se ennegrecía y burbujeaba.—¡No! —gritó el Dr. Isla.—¡Sí! —se inclinó observando atentamente la llama; ambas manos cerradas sobre el disparador.—Nicholas, deja eso —y como el chico no respondiera añadió—: Mira detrás de ti.Se oyó un chapoteo más fuerte que el de las olas al romper y un chirrido metálico. Se giró y vio al gran robot que Ignacio le había mostrado en el fondo del mar como un gran escarabajo. Diminutas conchas se adherían a la piel de metal y el agua, ligeramente verde, todavía chorreaba de su cuerpo. Antes de volver el soplete hacia él, el robot abalanzó las manos como dos grapas y se lo arrancó de un tirón. Por toda la playa unas máquinas parecidas alisaban la arena y reparaban los destrozos de la tormenta.—Esa cosa está muerta. Ignacio la mató —profirió Nicholas.El robot levantó el grupo electrógeno, lo sacudió para despojarlo de la arena y dando la vuelta se dirigió al mar con paso majestuoso.—Eso es lo que Ignacio creyó, y es mejor que así fuera.—Y tu decías que no podías hacer nada, que no tenías manos.—También te dije que te trataría como la sociedad, una vez te suelten; que ésa era mi naturaleza. Después de lo ocurrido, ¿aún crees todo lo que te dije? Nicholas, estás trastornado porque Diane ha muerto—¡Debiste protegerla!—Pero al morir hizo algo más... algo muy importante... su prognosis era pésima; ella sólo deseaba morir y ésta fue la muerte que elegí para ella. Puedes llamarla la muerte del Dr. Isla, una muerte que salvará otra vida. Ahora estás solo pero pronto, en este sector habrá más pacientes y tú también les ayudarás... si puedes; y quizás ellos también te ayuden, ¿comprendes?—¡No! —gritó Nicholas. Se arrojó sobre la arena. El viento había calmado pero la lluvia arreciaba. Pensó en la visión que tuvo una vez y que refirió a Diane la noche antes—. Esto no termina como yo creía —musitó, y como un lejano quejido que surgía del fondo de su garganta—: ¡Jamas nada acaba bien!Las olas, el viento, el susurro de las frondosas palmeras y el tamborileo de la lluvia, los monos que habían descendido a la playa en busca de alimento que arrojaba el mar a la orilla contestaron:—Aléjate, vuelve atrás, no te muevas.Nicholas apretó la cicatrizada cabeza contra las rodillas meciéndose de una parte a otra.—No te muevas.Durante largo rato siguió todavía sentado con la lluvia golpeándole la espalda y los chorreantes monos retozando y peleándose a su alrededor. Cuando al fin alzó la cara, se reflejaba en ella un elemento de personalidad que antes sólo había estado en potencia y con ello un vacío y una expresión de sorpresa. Movió los labios y los sonidos que emitía eran los de un sordomudo que intenta hablar.—Nicholas se ha ido —proclamaban las olas—. Nicholas el que fue el lado derecho de tu cuerpo, la parte izquierda de tu cerebro lo he forzado a la catatonía; el resto de tu vida él será para ti sólo lo que ya fuiste para él, o menos, ¿comprendes?El muchacho asintió.—Te llamaremos Kenneth, el silencioso, y si Nicholas intenta volver debes desecharlo... o regresar a lo que habías sido.El muchacho asintió por segunda vez y un momento después comenzó a recoger leña para la hoguera que se extinguía. Las olas cantaban como para sí:Esta noche el mar está violento...
sobre la isla Sado se extienden
calladas nubes d e estrellas.
No hubo respuesta. FIN