LAS CUATRO HERMANAS (Maureen Lee)
Publicado en
diciembre 12, 2010
Una joven inconformista
en el Liverpool de los años cincuenta.
Capítulo 1
Los cincuenta
Bootle, Liverpool 1950
Me pregunto por qué la gente todavía canta canciones de la guerra -murmuré-. «Roll Out the Barrel», «When the Lights Go On Again» y otras parecidas. Lo lógico sería pensar que la gente quiere olvidarse de la guerra, y no recordarla, sobre todo en una boda.
Mi amiga Margaret se limitó a soltar un gruñido. Estábamos sentadas junto a la ventana y mirábamos a Norah, que se estaba sacando una foto con su nuevo marido, Roy Hall. El vestido de novia de Norah consistía en un atuendo rosa claro y sombrero, bolso y guantes blancos. Al igual que mis otras hermanas y que yo misma, Norah no era ni muy alta ni muy baja, y tenía el pelo del mismo color rojo oscuro, los ojos azules y la boca ancha. Ninguna de las chicas McCarthy era especialmente bonita; a menudo nos describían más bien como llamativas.
Yo pensaba que Norah se echaba a perder con Roy Hall, un tipo poco atractivo, de pelo copiosamente engominado y con un bigote como el que solía lucir Adolf Hitler. Trabajaba de dependiente en la Bootle Corporation.
El banquete de boda había llegado a la fase que yo siempre concebía como «intermedio». En cualquier momento, Norah y Roy se marcharían de luna de miel. Ya había desaparecido la mayor parte de la comida y sólo quedaban unas bandejas en una mesa, dispuestas para que la gente se sirviera sola. Algunos de los invitados más ancianos se habían marchado ya, los niños pequeños se habían quedado dormidos en el regazo de sus madres, y los que eran un poco más mayores daban vueltas, mortalmente aburridos, mientras esperaban a que volviera la actividad.
—Qué mal huele -dijo Marge tapándose la nariz.
—No me extraña.
En el techo flotaban varias capas de humo y la habitación apestaba a colillas, cerveza y cuerpos sudorosos. Vi cómo mi hermano Jamie, que contaba diecisiete años y no tenía ya edad para esas cosas, hacía explotar un globo y sobresaltaba a todo el mundo. El pianista había desaparecido y había dejado una jarra vacía con la esperanza de que alguien se la rellenase. La caseta, poco antes a punto de derrumbarse por el estruendoso júbilo, ahora estaba extrañamente silenciosa. Las puertas permanecían abiertas y dejaban entrar las últimas luces del sol de la tarde. Estábamos en junio, y el día era perfecto para celebrar una boda.
—Norah debería haberse puesto un sombrero rosa -comentó Marge-. Leí en una revista que una no debe llevar nunca más de tres complementos del mismo color.
Marge llevaba un elegante vestido de lino color crema, conjuntado con unos zapatos marrón oscuro. Había dejado el sombrero, una boina también de color crema, en el cuarto de los abrigos. El problema de Marge era que siempre se compraba ropa de una talla menos de la que debía, de manera que la chaqueta abotonada le apretaba los pechos y la falda se le arrugaba a la altura de los muslos. Como siempre, llevaba su bonita cara embadurnada de maquillaje y se había hecho la permanente. Ojalá alguien tuviera el valor de decirle que parecía una pelandusca. Yo, desde luego, no me atrevía.
—Me parece que es un poco tarde para decirle a Norah que ha escogido mal el color del sombrero -dije-. Dentro de un rato iré a casa a quitarme el vestido de dama de honor. Más tarde la cosa se animará y se podría estropear, o alguien podría tirarme una cerveza encima. De todas formas, me parece horroroso.
El vestido era de raso, lila y con mangas abombadas, una falda larga y fruncida acabada en volantes y una banda que terminaba en un enorme lazo a la espalda. Me había deshecho de la pamela lila, pero seguía sintiéndome como una muñeca colgada de un árbol de Navidad.
—Estarás más cómoda con algo tuyo -comentó Marge distraída.
—Espero que no lo digas porque estoy irresistiblemente guapa y tú te mueres de envidia -dije sonriendo.
Marge me siguió el juego y se hizo la dolida.
—¡De ninguna manera! Tu hermana Claire ya se lo ha quitado, pero Aileen sigue con el suyo.
—Pobre Claire. No sabía lo que le esperaba cuando Norah encargó los vestidos de dama de honor. El sastre tuvo que ensancharlo para hacerle hueco al bulto. -En cuanto se sacaron las fotos, Claire se puso un vestido prenatal-. Y Aileen está esperando a que Norah se vaya para cambiarse.
Marge me dio un toque.
—¿Te has fijado en que Ada Tutty no deja de mirar a Danny como si se lo fuera a comer? -preguntó en voz baja-. No le ha quitado el ojo en toda la tarde.
Me fijé en una joven más bien tristona y de rostro insulso, que llevaba un vestido más apropiado para alguien tres veces mayor que ella, y que observaba a mi hermano con gesto melancólico. Ada era la hija de nuestro vecino en Amethyst Street. Siempre que la veía sentía pena por ella.
—Está loca por nuestro Danny -dije-. Los domingos se queda esperando junto a la ventana de la entrada hasta que él llega a misa, y entonces lo sigue y se arrodilla tan cerca como le es posible. Da igual a qué misa vaya él, a la primera o a la última, ella siempre está allí. Lo va a volver loco.
—La verdad es que a mí tampoco me parece que Danny esté nada mal -confesó Marge.
En aquel momento, mi hermano flirteaba de manera escandalosa con una amiga de Norah. Tenía veintidós años y a mí no me parecía que hubiera en él nada destacable, pero debía de tener un gran magnetismo, porque todas las chicas se sentían atraídas por él como las abejas por la miel.
—¿Quieres que se lo diga? -me ofrecí.
—¡Jesús, María y José, ni se te ocurra! -exclamó Marge.
—Estaría bien tenerte de cuñada, Marge.
Las dos teníamos diecinueve años y éramos amigas desde que empezamos juntas la escuela, con cinco.
—Sería la bomba -concedió Marge-. Pero como le digas una palabra a Danny, no volveré a hablarte.
Movimos las sillas para hacer sitio a mi sobrina de diez años, Patsy, que utilizaba uno de los sombreros de dama de honor para transportar todo el confeti que había acumulado.
—¿Qué piensas hacer con todo eso? -inquirí.
—Lo voy a guardar para cuando me case -anunció Patsy-. Pero sólo quiero los trocitos plateados. Son los que más me gustan.
—¿Por qué las niñas pequeñas siempre piensan que se van a casar? -me pregunté en voz alta cuando Patsy se hubo marchado.
Marge se encogió de hombros.
—Porque es lo que hacen las niñas cuando crecen.
—No todas -repliqué.
—Sólo si ningún hombre se lo pide, y entonces acaban convertidas en tristes solteronas.
—¿Y qué pasa si una mujer decide no casarse, por muchos hombres que se lo propongan?
Me molestaba la idea de que una mujer tuviera que sentirse triste automáticamente por no tener un hombre.
—Entonces estaría loca -espetó Marge-. Hay que estar mal de la cabeza para preferir ser una solterona cuando podrías encontrar un marido. Yo quiero tener hijos, y para eso hay que casarse.
—¿Quieres decir que te casarías con cualquiera sólo para que te pusiera un anillo en el dedo?
—Siempre que tenga un buen trabajo y no tenga cara de caballo. -Me lanzó una mirada desafiante-. ¿Tú no?
—Así no.
Había salido con muchos chicos, pero ninguno con el que hubiera querido pasar el día entero, por no hablar del resto de mi vida.
—Estás diciendo tonterías, Kitty McCarthy.
No me apetecía seguir discutiendo.
—¡Mira! Norah y Roy vienen a despedirse. ¿No te parece que es un soso?
Quizá Marge tuviera razón; yo estaba convencida de que Norah se había casado con Roy porque ya tenía veinticuatro años y le preocupaba que se le pasara el arroz después de que Peter Murphy la hubiera dejado en la estacada tras tres años de noviazgo.
—Preferiría mil veces ser una solterona que acabar con un soso como Roy Hall -dije en tono desafiante.
En cuanto los recién casados se despidieron de todo el mundo, Norah tiró el ramo (que atrapó Marge, para su gran satisfacción), y se marcharon en la furgoneta del hermano de Roy a pasar la luna de miel en Cornualles.
Llegó Aileen.
—Hermanita, no veo el momento de quitarme este horrible vestido. No quería hacerlo antes para no ofender a Norah, pero ahora mismo me voy a Amethyst Street para cambiarme. Papá y mamá se fueron hace poco.
—¿Estaba bien mamá? -pregunté preocupada.
—Perfectamente -me tranquilizó Aileen-. Simplemente dijo que le apetecía tomarse una buena taza de té y echarse un rato.
—Muy bien. Espera un momento mientras busco mi bolso. Iré contigo.
—A ti te queda de lujo; el vestido, quiero decir -comentó Aileen mientras caminábamos por Marsh Lane hacia la casa en la que habíamos nacido.
Cuatro años antes, Aileen se había casado con Michael Gilbert y ahora vivía en Maghull. Tenía un buen empleo, era supervisora en la fábrica de galletas Wexford's en Dock Road, donde Michael trabajaba como director de cuentas. Era la primera McCarthy que vivía en una casa comprada, y, por lo tanto, se consideraba superior al resto de nosotros.
—A ti también te queda bien -dije amablemente-. Y a Claire también le habría sentado bien de no estar en estado. La pobre parecía un paquete mal envuelto.
—No me importaría parecer un paquete mal envuelto si al menos estuviera embarazada -dijo Aileen melancólica; estaba desesperada por tener un bebé.
—No te preocupes, hermana, ya llegará el día -me arriesgué a prometer-. ¿Te has fijado en que todo el mundo nos mira?
Me alegré de que las tiendas hubieran cerrado y de que no hubiera tanta gente por la calle.
—No me sorprende. Con este vestido me siento como un plato de comida para perros. Esperaba que Norah escogiera seda o crepé, y un color menos empalagoso. Los podríamos haber arreglado para ponérnoslos otra vez. Ahora no sé qué hacer con él -terminó, disgustada-. No se me ocurre ni una sola cosa que hacer con él.
—¿Cojines?
Aileen parpadeó.
—A veces -dijo cuando entramos en Amethyst Street-, doy vueltas por mi semiadosado de tres dormitorios y me pregunto cómo podíamos apretujarnos diez personas en una de estas casitas con terraza. En aquellos días, el lavabo estaba al fondo del jardín y nos bañábamos en un barreño frente a la chimenea.
—Sí, pero las cosas han mejorado desde entonces.
Papá había instalado un retrete y un lavabo en el lavadero con la ayuda de Danny, que era fontanero. También habían colocado una puerta que llevaba a la cocina. El viejo lavabo ya no estaba, y ahora usábamos aquel lugar para guardar el carbón.
—Pero ha tenido que pasar bastante tiempo -comentó Aileen sorbiendo con la nariz.
—No sabes cuánto lamento que se vaya Norah -dije intentando parecer sincera-, pero ahora voy a tener una cama doble para mí sola, por primera vez en mi vida.
—En otras palabras, no lo lamentas en absoluto.
Aileen se detuvo junto a una farola sobre la que alguien había enganchado una cuerda; un niño pequeño daba vueltas y vueltas a su alrededor, con los ojos cerrados y expresión de felicidad.
—Recuerdo cuánto me divertía hacer eso -dijo con nostalgia-. De pequeñas, Claire y yo teníamos unas peleas terribles para ver quién se columpiaba primero.
—¿Y quién solía ganar?
Cuando nací, Claire ya tenía doce años, y Aileen diez.
—Yo era la más pequeña, pero mis puñetazos eran más fuertes.
Después de tantos años, me resultaba imposible imaginarme a mis hermanas, la elegante Aileen y la maternal Claire, enzarzadas a puñetazos.
Llegamos al número veintidós. Aileen metió la mano por el buzón y sacó la llave que había colgada de una cuerda. Abrió la puerta y entró. Entonces se dio la vuelta y me susurró:
—Mamá está llorando. Me parece que está arriba. Papá está con ella.
Torcí el gesto.
—Pensaba que ya estaba mejor. No la había oído llorar desde hacía meses.
Caminamos silenciosamente por el pasillo y nos sentamos al final de la escalera para escuchar. Nuestros vestidos flotaron a nuestro alrededor con un sonido susurrante antes de apelmazarse los dobleces a nuestros pies.
—Lo siento, Bob -gimoteaba mamá-. Siento estropearte el día, pero desde que me levanté esta mañana no he podido dejar de pensar en nuestro Jeff y en nuestro Will. Deberían haber estado en la boda de Norah, y yo veía sus caras entre las de los invitados. Eran como fantasmas, con una sonrisa en sus caras espectrales. Pero siempre que volvía la vista hacia ellos, desaparecían. He podido mantener la compostura por el bien de Norah, pero en cuanto ella se fue, sólo tenía ganas de volver a casa y llorar.
—Llora todo lo que quieras, Bernie, cariño -dijo papá reconfortándola.
—No paro de pensarlo. De seguir vivo, Jeff tendría ahora treinta años y se habría casado con Theresa; esos niños que tiene serían de él. Y Will tendría veintisiete. ¡Oh, Bob! -gimió-. Nunca podré superar el haber perdido a mis chicos, ni aunque viva cien años.
Los sollozos estremecían su frágil cuerpo y su respiración era violenta y desordenada. Sentí que se me hacía un nudo en la garganta. A Aileen le corrían lágrimas por la mejilla. Entonces mi hermana extendió los brazos y, al final de la escalera, nos estrechamos la una a la otra mientras escuchábamos como lloraba nuestra madre desde el fondo de su corazón.
Cuando empezó la guerra, once años atrás, en 1939, la familia McCarthy tenía ocho hijos -cuatro chicos y cuatro chicas-, pero cuando terminó, seis años más tarde, no quedaban más que dos muchachos. El primero en caer fue Jeff, que sólo tenía veinticuatro cuando lo alcanzó en el pecho el disparo de un francotirador; los aliados se abrían camino por la Francia ocupada. Seguíamos en estado de shock cuando Will, tres años más joven que su hermano, se hundió con todo el barco en las heladas aguas del mar de Bering después de que fuera alcanzado por un torpedo, cortesía de un submarino alemán que acechaba en las profundidades.
Perder a Jeff había sido terrible, pero, para mamá, la muerte de Will fue la gota que colmó el vaso. Quitó el crucifijo que había sobre el aparador y todas las imágenes y figuras de santos que había en la casa, como si hubiera dejado de creer en Dios, aunque seguía asistiendo a misa y a la bendición sacramental los domingos. Pasaron los años y apenas comía; yo me preguntaba si lo hacía a propósito, con la esperanza de morir y poder reunirse con sus chicos, olvidándose por completo de que todavía le quedaba un marido y seis hijos más que la necesitaban.
Sin embargo, últimamente parecía que empezaba a asumir la muerte de sus dos robustos muchachos. Quizá los preparativos de la boda de Norah le hubieran ayudado a pensar en otra cosa. Pero ahora que Norah se había casado, ¿empezaría de nuevo? ¿Tendríamos que volver a ver como nuestra madre se consumía ante nuestros ojos?
—¿Qué pasó exactamente cuando murieron, Bob? -preguntaba mamá con voz débil y temblorosa-. La bala que alcanzó a Jeff en el pecho, ¿lo mató al instante? ¿O se quedó allí tirado, agonizando hasta que falleció? Y Will, ¿lo mató el torpedo? ¿O se ahogó cuando se hundió el barco? Me paso todo el día pensando en ello. He revivido sus muertes un millón de veces.
—Vamos, vamos, cariño.
La voz de papá denotaba una ligera desesperación. Quizá no le quedaran ya palabras de aliento. No había tenido oportunidad de lamentar la muerte de sus hijos, nadie se había preocupado de él como él lo había hecho de mamá. Los hijos que le quedábamos lo intentábamos, pero no era suficiente. Sólo alguien en su situación podría comprender lo que sentía. Yo no me atrevía a decirlo en voz alta, pero a veces me preguntaba si no estaba mal que mamá descargase todas sus miserias en papá cuando él ya tenía bastantes por su cuenta. Las tragedias se deben compartir y no cargar uno solo con todo el peso, por muy fuerte que aparente ser.
—Tengo mi ropa en el dormitorio principal -susurró Aileen-, pero no puedo molestarlos. Volveré a la fiesta y me cambiaré más tarde.
—Yo haré lo mismo.
Mi ropa estaba en el dormitorio que compartía con Norah, pero pensé que era mejor no subir al piso de arriba en aquel momento.
Cuando regresamos a la caseta, el ambiente se había animado. Habían traído bocadillos recién hechos, el pianista había vuelto -le habían rellenado la jarra- y tocaba una alegre marcha para los niños, que estaban entretenidos con el juego de la silla.
—Es como si hubiera empezado de nuevo la guerra -dijo Claire, disgustada, cuando nos unimos a ella. Parecía muy cansada. Me preguntaba, con cierta culpabilidad, si habría tenido que hacer todos los bocadillos-. Los niños grandes tiran a los pequeños por los suelos para coger las sillas. Los tres míos ya han sido eliminados y no les hace mucha gracia. Patsy ha perdido todo el confeti, Colette cojea, y estoy bastante segura de que Mark no tenía el ojo morado cuando salimos de casa esta mañana.
—En tu estado, será mejor que te apartes de la carretera -le advertí cuando vi a mi hermana embarazada (y favorita) a punto de ser arrollada por un círculo decreciente de niños frenéticos, deseosos de que parase la música para poder pelearse por una silla.
Claire se echó hacia atrás.
—Creía que habíais ido a casa para quitaros esos vestidos horribles.
—Así es, pero mamá estaba llorando en el piso de arriba y pensamos que era mejor dejarlo para más tarde -explicó Aileen-. Pobre papá, sonaba como si no pudiera más.
—Mamá decía que no dejaba de ver a Jeff y a Will en la boda, como fantasmas. Quizá deberíamos haber imaginado que el día de hoy no le sentaría demasiado bien -añadí.
—Ahora mismo no quiero oírlo -dijo Claire algo brusca-. Mis niños se han lastimado todos de una u otra forma, mi marido ha desaparecido y el bebé no deja de dar patadas. Ya tengo bastantes cosas por las que preocuparme. La verdad es que no me importaría irme a casa. -Parecía a punto de echarse a llorar-. Ah, y a lo mejor os interesa saber que Jamie está como una cuba. -El más joven de los McCarthy siempre se metía en algún lío. Claire miró para otro lado y masculló-: Mamá no es la única que ha visto fantasmas en la boda.
Yo también había estado todo el día pensando en mis hermanos, pero no dije nada. En vez de eso, cambié de tema.
—¿Tenemos algún premio para el que gane? -pregunté.
El juego ya casi había acabado, sólo quedaba una silla y una niña de diez años y aspecto bastante fornido, de la familia del novio, competía contra un niño larguirucho de edad indeterminada al que no había visto antes. Era bastante rápido.
—Si gana la niña -dijo Claire en tono amenazante-, el premio será un buen azote. Fue ella la que le puso la zancadilla a Colette y la dejó cojeando.
Afortunadamente para la niña, ganó el chico, que no parecía esperar ningún premio. El aplauso y la sensación de haber logrado algo eran suficientes para él.
Fui en busca de Marge y me la encontré hablando con Ada Tutty. Debía de haberle dado pena aquella chica.
—¿Sabes que Ada va a la escuela nocturna para aprender francés y español? -me preguntó.
—¿De veras?
No sabía mucho sobre Ada, aparte de que estaba locamente enamorada de Danny y que, cuando íbamos a la escuela, estaba un curso por debajo de Marge y de mí. Era una chica inteligente y había aprobado los exámenes para acceder al instituto, pero su madre no la dejó ir argumentando que no tenía dinero para pagar el uniforme. Ada era muy pequeña, tenía la cara pálida y el pelo muy fino y con poco color. Era la clase de chica en la que nadie se fija dos veces.
—Quiero ser intérprete -susurró.
—¿Hay mucha demanda de intérpretes en Bootle? -inquirió Marge.
Me hizo un guiño a espaldas de Ada, pero yo la ignoré.
—No, pero sí en Londres y en el extranjero.
—¿Estás pensando en irte a trabajar al extranjero, Ada? -pregunté impresionada.
—Puede.
Ada se ruborizó y miró brevemente a Danny. Ahora flirteaba con otra chica, que pestañeaba coqueta.
—Me parece una idea estupenda. -Lo dije en serio, aunque me daba la impresión de que a Ada no se le pasaría por la cabeza irse al extranjero si pudiera echarle el guante a nuestro Danny-. A mí misma no me importaría. Tampoco me importaría ir a la escuela nocturna. Aprendería lengua. En la escuela deletreaba fatal y mi gramática era aún peor. Ni siquiera estoy segura de saber dónde poner una coma.
—¿Y eso de qué te sirve? -preguntó Marge.
—¿Saber dónde poner una coma?
—No, dar clases de lengua, boba.
—Bueno, para empezar, sabría escribir una carta como Dios manda -dije convencida.
—¿Cuántas cartas escribes al año, Kitty?
—Un par o tres, y tengo que mirar el diccionario cada dos minutos.
Marge sorbió con la nariz.
—Mejor te iría si aprendieras a cocinar. Al menos te serviría de algo. Eres una cocinera terrible.
—¡Oh, no! -El soso rostro de Ada se transformó de repente y ahora parecía bastante animada-. Kitty tiene tiempo de sobra para aprender a cocinar, pero escribir cartas, escribir cualquier cosa, es algo muy importante. Hay que saber cómo expresarse y qué palabras utilizar. Yo escribo poesías -añadió tímida.
—¿Ves? -dije mirando desafiante a mi amiga-. Yo no he escrito un poema en mi vida.
—Pues de mucho te iba a servir.
Me hubiera gustado seguir con la conversación, pero el pianista se puso a tocar «Gay Gordons» y Liam, el marido de Claire, me sacó a bailar.
—Espero que no te importe, pero a Claire no le apetece y yo necesito un poco de ejercicio -comentó irrumpiendo con un pisotón en el suelo, como un miembro de la Gestapo.
Liam Quinn me caía bien; era un tipo grande y ruidoso, con el pelo castaño y rizado, unos ojos risueños del mismo color y una personalidad extrovertida. Jugaba al fútbol con los Bootle Rangers, un equipo de aficionados, y mi hermana y él estaban muy contentos el uno con el otro.
—Claire me dijo que habías desaparecido -dije en tono acusador.
—Me había acercado a casa de un amigo a escuchar los resultados del críquet en la radio y tomarme una cerveza tranquilamente. Por cierto, si te interesan estas cosas, Corea del Norte ha invadido Corea del Sur. Lo han dicho en las noticias.
—¿Y eso qué significa?
—Otra guerra -respondió Liam lacónico.
Me dio una vuelta y volvimos por donde habíamos venido.
—¡Pero si sólo han pasado cinco años desde que terminó la última!
—A mí me lo vas a contar, Kitty. Yo estuve con los fusileros de Lancashire, ¿recuerdas?
—¿Volverán a llamarte a filas? ¿Tendrá que ir nuestro Danny? ¿Y Jamie? En diciembre cumplirá dieciocho. Oh, mamá se va a morir -me lamenté.
—No sé lo que va a pasar. -Se encogió de hombros-. Corea del Norte tiene a la Unión Soviética detrás, y Estados Unidos apoya al sur. Podría ser el comienzo de la Tercera Guerra Mundial, y podríamos acabar reventándonos mutuamente con bombas atómicas. Habrá que ver. Vamos, Kitty -dijo mientras intentaba darle una vuelta a mi cuerpo, inmóvil-. Esto es peor que bailar con un saco de serrín. Me iría mejor con Claire, y eso que está embarazada de seis meses.
—Lo siento, Liam, pero ya no me apetece seguir bailando.
Me retiré.
—Oh, venga, cielo. Lo de la guerra era una exageración. -Me siguió y me cogió del brazo-. Será una tormenta en un vaso de agua, eso es todo.
Todavía me agarraba del brazo cuando salí afuera, donde el sol se estaba poniendo. Hacía más frío que antes.
—Kitty, no quería darte un disgusto -dijo preocupado-. Estaba exagerando, ya te lo he dicho.
—Pero puede que haya una guerra. Oh, Liam, odio las guerras.
La experiencia de estar sentada en el refugio escuchando como explotaban las bombas por todo Bootle me había parecido horrible; odiaba ir a la escuela a la mañana siguiente y ver los agujeros que quedaban donde antes había casas, y las mesas vacías de mis compañeras de clase que vivían en ellas, muertas o heridas. Lo peor de todo había sido perder a dos hermanos a los que quería con todo mi corazón, y después ver como mi madre se convertía en una anciana casi de un día para otro.
Liam me estrechó entre sus brazos y me dio unas palmaditas en la espalda.
—Vamos, vamos, no pasa nada -dijo con el mismo tono que mi padre había usado horas antes con mi madre.
Iba a apartarlo, avergonzada de mi propia debilidad, cuando apareció Claire por la puerta.
—Liam, ¿debería divorciarme de ti ahora por tener una aventura con mi hermana pequeña, o debería esperar a tener más pruebas? -preguntó con una sonrisa. Había recobrado el buen humor.
—Le acabo de dar a Kitty una mala noticia que he oído por la radio -explicó Liam-. No le ha sentado muy bien.
—Eres incapaz de mantener la boca cerrada, Liam Quinn -dijo Claire en tono afable-. Ya me dirás mañana cuál es la mala noticia. Ahora no estoy de humor. Venga Kitty, cariño, vamos a la cocina a tomar un té.
—Me pregunto si Norah habrá llegado ya a Bridgenorth -comentó Claire.
Encendió el fuego de la destartalada cocina y puso dos cucharadas de té en una enorme olla metálica.
—No sé muy bien a cuánto está Bridgenorth de aquí. Norah y Roy iban a pasar la noche allí y seguir hasta Cornualles por la mañana.
—Yo tampoco -dijo Claire sonriendo-. No la envidio. Acostarse con Roy Hall por primera vez... O a lo mejor no es la primera vez, ¿qué sé yo? No entiendo cómo se casó con él.
—Porque Peter Murphy le dio calabazas. Por eso.
—Sí, pero sólo tenía que esperar un poco y habría aparecido otro, alguien un poco más interesante, que no pareciese un muerto recalentado.
—Y que no tuviera el bigote de Hitler -añadí.
—Y que no tuviera el bigote de Hitler -coincidió Claire con una nueva sonrisa-. La verdad es que no entiendo por qué las mujeres tienen siempre tanta prisa en casarse.
—Tú lo hiciste cuando tenías veinte años.
—Ya, pero yo tenía que hacerlo. ¿No lo sabías? -preguntó al ver mis ojos como platos por la sorpresa-. Pensaba que todo el mundo lo sabía, o al menos todos los que viven en Amethyst Street. Patsy nació siete meses después de la boda. Mamá le dijo a todo el mundo que había nacido prematuramente, pero nadie se lo creyó.
—Yo me lo creí -dije indignada-. Esperaba encontrarme un bebé pequeño y frágil, pero Patsy era bastante grande, y me preguntaba qué aspecto tendría de haberla gestado los nueve meses.
Claire se rió.
—¡Pobre Kitty, qué inocente eres! En fin, poco después de que llegara Patsy, llamaron a Liam a filas, y en lugar de pasar los siguientes cinco años trabajando para la guerra y pasándomelo bien con mis amigas, me tuve que quedar encerrada en casa con un bebé. Quiero a Liam con locura, pero ojalá no nos hubiéramos casado entonces. -Se puso seria-. Escucha lo que te digo, Kitty, si en algún momento sientes la tentación de irte con un chico, asegúrate de no acabar con un bebé y teniendo que casarte con él. Puede que no acabes con alguien como Liam Quinn, sino con un muchacho como nuestro Danny, de quien no me fío un pelo. Sería un marido horrible.
—Lo recordaré -prometí.
Obviamente, no fue así. Con el tiempo, llegó el día en que cometí el mismo error que Claire, pero en mi caso la cosa fue bastante distinta.
Se hizo de noche. Papá y mamá volvieron. Los dos parecían bastante cansados. Danny sacó a bailar a Marge dos veces, y ella no podía borrar una sonrisa triunfal mientras daba vueltas en sus brazos. Aileen y yo llegamos a la conclusión de que no merecía la pena volver a casa a cambiarnos. Nadie mencionó el hecho de que Corea del Norte hubiera invadido Corea del Sur... ¿O era el sur el que había invadido el norte? Nunca antes había oído hablar de Corea, y a lo mejor me había equivocado. Liam encontró a Jamie durmiendo la borrachera detrás de la caseta. Claire le pidió que lo dejase allí.
—Que duerma. ¡Será bobo! Si se despierta en mitad de la noche y se han ido todos, se lo tendrá merecido.
—Eres muy estricta, Claire Quinn -dijo Liam, encogiéndose de hombros.
—Tengo que serlo, con un marido tan tonto como el que tengo.
Liam me miró como diciendo: «¿Pero yo qué he hecho?». La madre de Roy se peleó con su marido y mi padre tuvo que separarlos. Una señora mayor se quedó dormida dentro del único servicio que había y no hubo forma de despertarla hasta que alguien trepó por encima de la puerta. Ada Tutty tuvo que llevar a la señora Tutty a casa cuando se puso a jurar que le estaba dando un ataque al corazón, pero al final resultó ser una indigestión.
Con todo, fue una típica boda de Liverpool, y aparte de algún que otro ataque de hipo, lo pasé bastante bien. Aquel día empecé a ver la vida con ojos bien distintos. Quizá fuera Norah casada con el soso de Roy Hill, quizá lo que Claire había dicho sobre casarse joven, el discurso de Marge sobre las solteronas o la forma en que Ada miraba a nuestro Danny, pero aquél fue el día en que decidí que no iba a seguir en mi trabajo sin futuro, esperando a que viniera algún chico a salvarme. Encontraría otro trabajo, iría a la escuela nocturna y aprendería dónde se ponen las comas. Ah, y sólo me casaría con un hombre del que estuviera completamente enamorada. Si no conocía a ninguno, entonces no tendría ningún problema en acabar convertida en solterona, aunque me prometí a mí misma que no estaría triste.
Llevaba trabajando en el departamento de embalaje de la fábrica de zapatos Cameron's, en Hawthorn Road, desde que había dejado la escuela a los catorce. Envolvía los zapatos con papel, los colocaba en la caja adecuada y pegaba una etiqueta en un extremo: escarpines para señoras, talla 37; zapatos grises estilo Oxford para caballero, talla 44; sandalia marrón para niño, talla 31. La etiqueta incluía además un dibujito del modelo que había en la caja y un número de referencia para futuros pedidos. No era precisamente un empleo estimulante, pero trabajaba con otras tres mujeres: Betty, Enid y Theresa. Nos llevábamos bien y nos divertíamos juntas.
Betty y Enid tenían las dos sesenta años, y a Theresa la conocía desde hacía mucho tiempo, desde antes de trabajar en Cameron's, porque había estado prometida con Jeff. Iban a casarse cuando terminase la guerra. Yo admiraba su rostro sereno y su suave cabello castaño, que seguía llevando recogido en un moño. Ahora estaba casada con un tipo llamado Barry Quigley y tenía dos hijos, un niño y una niña. Su madre cuidaba de ellos durante el día.
—¿Cómo fue la boda? -preguntó el lunes, cuando llegué.
Al parecer, Betty y Enid iban a retrasarse.
—Bien -respondí-. Siento mucho que no te invitaran, pero mamá no podía soportar verte con los niños. Le habría recordado demasiado a Jeff.
—Quizá a mí también me hayan recordado demasiado a Jeff -dijo Theresa en voz baja. Nunca hablaba del tema, pero no creo que fuera muy feliz con Barry-. El de tu madre no fue el único corazón destrozado por la muerte de Jeff -prosiguió en el mismo tono-. Pero hay que mirar hacia delante, y no vivir en el pasado y amargarle la vida a los que te rodean. Verás, cariño, no debería decirlo, pero ya va siendo hora de que tu madre asuma que Jeff y Will están muertos. No digo que tenga que superarlo, eso sería pedir demasiado, pero no es justo para el resto de vosotros que siga lamentándose y recordándooslo, como si hubiera pasado ayer y no hace seis años.
Yo misma había empezado a pensarlo, pero no tuve la oportunidad de decirlo, porque Betty y Enid entraron juntas, llenas de historias sobre el fin de semana y también deseosas de oír cosas sobre la boda. Sólo les hablé de los momentos divertidos, como cuando aquella señora se quedó dormida en el servicio, o cuando Jamie volvió a casa por la mañana después de despertarse tras la caseta con una resaca espantosa y muy indignado porque lo habíamos dejado allí.
—Me podrían haber asesinado -se quejó cuando bajé a ver qué era todo aquel ruido, preocupada de que fuera a molestar a mamá.
—Y bien que te lo habrías merecido -le dije-. ¿Quién te manda emborracharte a tu edad?
A las demás, Theresa incluida, les pareció muy divertido, y el supervisor, Ronnie Turnbull, se acercó a preguntar qué era lo que nos hacía tanta gracia.
—Tu cara -le espetó Enid entre risas.
Y las carcajadas no pararon mientras seguíamos empaquetando zapatos y pegando etiquetas en las cajas. Ronnie nunca había tenido ningún motivo para quejarse de nuestro trabajo.
A medida que fueron pasando las horas y me empezaron a doler los brazos, recordé que me había prometido encontrar otro trabajo. Había pasado cinco años en Cameron's –ocho horas al día, cinco días y medio a la semana-, y no era precisamente gratificante. Echaría de menos a mis compañeras, pero la vida tenía que ser algo más que empaquetar zapatos.
Al día siguiente lo hablé con Theresa en el comedor, mientras almorzábamos, y le expliqué lo que pensaba.
—Muchas veces me he preguntado qué haces aquí, Kitty. En trabajos como éste no necesitas más que medio cerebro. ¿Pero tú? -Me dedicó una cálida sonrisa, y yo deseé que se hubiera casado con Jeff y hubiéramos sido cuñadas-. A menos que tengas la intención de casarte dentro de poco, estarías mejor haciendo algo más interesante.
—Cualquier cosa sería más interesante que lo que hago ahora -dije suspirando.
—No necesariamente, cariño. Al menos nos tenemos las unas a las otras para que el tiempo no se eternice.
—Supongo que sí.
—Es así, Kitty, no hay nada que suponer. Hay lunes en que tengo ganas de entrar a trabajar después de pasar el fin de semana en casa. Barry y yo no nos llevamos exactamente de maravilla.
Me dedicó una mirada lánguida.
—Lo siento.
Cogí sus manos entre las mías.
Aquella noche estuve mirando docenas de ofertas de trabajo en el Liverpool Echo. No tenía la experiencia necesaria para aquellas que me interesaban, y las demás no me llamaban la atención.
—¿Estás pensando en coger otro empleo, cariño? -preguntó papá cuando vio qué página estaba leyendo.
Acabábamos de tomar el té. Danny estaba arriba, preparándose para salir. La verdad, no tenía ni idea de lo que hacía allí, pero tardaba una eternidad y siempre bajaba con el mismo aspecto, con el detalle añadido de que llevaba un traje. Jamie estaba inmerso en el Wizard. Mamá descansaba en el salón.
—Sí, papá, pero no hay ninguno que se ajuste a mi perfil. Al menos hoy no.
—Puedes mirar otra vez mañana. ¿Buscas algo en concreto?
—Bueno... -Me apoyé sobre la mesa y descansé la barbilla sobre las manos-, no me importaría ser actriz, cantante o escritora, pero no sé actuar, cantar ni escribir sin faltas de ortografía.
Jamie sacó la cabeza del Wizard.
—Ja, ja -río burlón.
Al parecer, pensaba que había sido yo la que había decidido dejarlo tras la caseta.
—¿Estás seguro de que tu cerebro es lo suficientemente grande como para leer ese cómic? -pregunté arisca-. ¿O sólo miras los dibujos?
—El Wizard no es un cómic, es una revista -respondió. Yo le saqué la lengua.
—Ja, ja.
Papá sonrió ante aquella trifulca y me sorprendió darme cuenta de lo poco que sonreía. Quería abrazarlo y darle un beso, pero no era un hombre efusivo y podría parecerle embarazoso. También me fijé en que su aspecto era enfermizo. Tenía la cara pálida y llena de arrugas, y la mirada perdida. Sentí ganas de llorar. Si le pasara algo, si se moría, no podría soportarlo. Era nuestra roca, fuerte e inamovible, la persona de la que dependía toda la familia, más que de nadie. Toda su vida había trabajado en el muelle, durante muchas horas, en un puesto que requería gran fuerza física. Pero los últimos seis años le habían pasado factura y yo me preguntaba si todavía podía llevar a cabo su trabajo.
—¿Quieres que haga más té, papá? -pregunté, después de tragar saliva. Fue lo único que se me ocurrió.
—No me importaría, cariño, gracias.
Fui hasta la cocina y empecé a rellenar la tetera, cuando mamá, con voz débil, exclamó desde el salón:
—¿Bob, estás ahí?
—No te preocupes, papá, ya voy yo.
Volví corriendo a la sala de estar y puse la mano sobre su hombro, apretándolo suavemente. Miré a Jamie y le hice un gesto con la cabeza, señalando la cocina.
—Prepara tú el té -le dije.
Él asintió.
—¿Dónde está tu padre? -susurró mamá cuando me vio entrar.
Estaba echada en el sofá, con una manta por encima. Tenía la cara algo pálida y el pelo completamente blanco. Resultaba difícil creer que aquélla fuera la misma mujer que, años atrás, había sido tan guapa y había estado tan llena de energía que las otras chicas de la escuela me envidiaban por tener una madre como ella.
—Jamie le está preparando una taza de té, mamá.
—Dile que venga, ¿quieres, Kitty?
Me hice un hueco en un extremo del sofá. Sentí sus piernas, finas como palillos.
—¿Qué es lo que quieres? Yo te lo traeré.
—Sólo quería hablar con él un momento -dijo con voz lastimera.
—Bueno, puedes hablar conmigo. Como te he dicho, Jamie le está preparando un té. No hace ni una hora que ha vuelto del trabajo y está muy cansado. -Hice lo posible para contener las lágrimas-. Mamá, me preocupa. No tiene buen aspecto.
—¿De veras?
Vi como el miedo se asomaba en sus ojos. Ella, más que nadie, estaría perdida sin papá.
Recordé lo que Theresa había dicho aquella mañana y sentí como la empatía oscilaba violentamente entre mi madre y mi padre. Mamá no podía salir de aquel agujero de dolor, y a mí se me partía el corazón, pero también arrastraba a papá al interior del agujero. Le acaricié la frente; la tenía caliente y pegajosa.
—Hoy sale Paul Temple por la radio, mamá. ¿Por qué no lo escuchas un rato? A papá le vendrá bien pasar una tarde tranquila. Yo puedo ir a Reilly's y comprar unos dulces, ¿qué te parece?
Sólo tenía dinero para comprar un par de barras de chocolate, pero eso era mejor que nada. Ella se las arregló para mostrar un atisbo de sonrisa.
—Eres una buena chica, Kitty Haré lo que tú digas.
—¿Te apetece una taza de té?
—La verdad es que sí. De hecho, voy a ir al otro cuarto y me la tomaré contigo.
La ayudé a levantarse del sofá. Jamie había preparado el té, y Danny había bajado. Nos sentamos todos alrededor de la mesa, y fue casi como en los viejos tiempos, aunque me parecía que la situación se sostenía con alfileres. Me preocupaba que alguien dijera las palabras equivocadas y mamá se echase a llorar.
Más tarde fui a Reilly's y compré una barra de Cadbury's Caramel y otra de frutas con nueces, la favorita de papá. Cuando volví, Danny ya no estaba, Jamie había vuelto a sumergirse en el Wizard y papá y mamá comentaban la posible compra de un tresillo nuevo.
—Podríamos ir al centro el sábado por la tarde y echar un vistazo por las tiendas -dijo él.
Mamá asintió.
—Estaría bien.
Esperaba que lo dijera en serio y que no estuviera haciendo un esfuerzo por interesarse. Pero cualquiera de las dos cosas era una buena señal.
—Llegas tarde -me recriminó Marge al abrir la puerta de la casa de Garnet Street en la que vivía con su madre-. Ya debe de haber empezado la primera película.
Marge era hija única y su padre se había largado antes incluso de nacer ella. No era nada sorprendente, teniendo en cuenta que la señora King era la mujer más insoportable del mundo, con un mal genio terrible y la costumbre de golpear a todo aquel que se le pusiera a tiro. En cierta ocasión, cuando éramos pequeñas, llegó a pegarme y mi madre tuvo que ir hasta Garnet Street a cantarle las cuarenta.
Dije que lo sentía.
—Había cosas que hacer en casa y no me he podido escaquear.
—No pasa nada. -Me perdonó-. Vamos, Kitty, entra.
—¿Está tu madre? -pregunté, nerviosa. Todavía le tenía miedo a la señora King.
—No. Se ha ido a la taberna, así que tengo la casa para mí sola hasta que cierren los bares.
—Podemos ir al cine mañana.
En el Palace, en Marsh Lane, echaban La máscara de los Borgia, con Paulette Goddard y Macdonald Carey, y yo me moría de ganas de verla. Entonces recordé que me había gastado todo el dinero en los caramelos y que tendría que pedírselo prestado a alguien.
—Mañana yo no puedo. Es martes y he quedado con tu Danny, ¿no te acuerdas?
Me lanzó una irritante sonrisa.
—Lo había olvidado.
Pasamos al salón, un cuarto bastante lúgubre que olía a polvo y a rancio, y nos sentamos en el sofá, lleno de bultos.
—¿Y qué me dices del miércoles?
—Está bien. ¿Qué hace Danny esta noche? -preguntó como quien no quiere la cosa.
—No lo sé -respondí encogiéndome de hombros-. Salió bastante temprano.
—¿Tiene alguna cita?
Esta vez no habló de forma tan despreocupada, sino más bien inquieta.
—No lo sé -repetí, aunque estaba bastante segura de que Danny había quedado con una de las amigas de Norah que había conocido en la boda. Seguramente tuviera una cita con la otra el miércoles.
—Creo que le gusto -anunció mirándome, como si esperase que le dijera: «Está loco por ti, Marge». Pero Danny nunca hablaba de su compleja vida amorosa con nadie.
—Tú le gustas a todo el mundo, Marge -respondí, en vez de lo que ella esperaba, y era cierto.
Probablemente también se podía aplicar a Danny, pero a él le gustaban muchas chicas. Demasiadas, a decir verdad.
Seguía mirando el periódico en busca de un empleo, pero a menos que estuviera dispuesta a trabajar en una tienda, en otra fábrica o limpiar en algún sitio, no había nada para mí.
—Te estás volviendo muy exigente ahora que te has hecho mayor -me soltó Claire cuando la familia se reunió para tomar el té el domingo y yo le conté mis planes.
Antes de casarse con Liam, ella había estado trabajando en la panadería Scott's.
—No es eso -intenté explicarle-. No creo que sea demasiado buena como para trabajar en una panadería, por ejemplo. Sencillamente estoy buscando algo más interesante, eso es todo.
—Scott's era bastante interesante. Algunas de las clientas eran divertidísimas.
—Déjala en paz -dijo mamá-. Si quiere cambiar de trabajo, tiene todo el derecho.
—Parece que está mejor -me susurró Claire cuando nuestra madre se fue a la cocina. Papá y Liam habían llevado a los niños a jugar a Stanley Park-. ¿Ha hecho ella la tarta? -Asentí-. Hacía años que no preparaba una tarta. Está para chuparse los dedos.
—El otro día le comenté que papá parecía no encontrarse demasiado bien. Creo que entendió que lo estaba extenuando. -Pensé que debería haber dicho algo parecido mucho antes-. Ayer, papá y ella fueron a la ciudad a mirar tresillos.
—¡No me digas! -A Claire le brillaban los ojos-. Si se compran uno nuevo, ¿crees que me dejarán quedarme con el viejo? Me gusta mucho el tweed marrón, como el que Aileen se compró en Maple's para su lujosa casa nueva, pero el de papá y mamá me servirá. Norah no lo querrá. Ella y Roy lo tienen todo amueblado. Nuestra casa era de segunda mano, o quizá de tercera, y ahora no viviría allí ni un mendigo.
—Estoy segura de que te dejará quedártelo.
Claire vivía cerca de allí, en Opal Street, en una casa parecida a la nuestra. Liam era jornalero y trabajaba para uno de los mayores terratenientes de Bootle, pero no ganaba demasiado.
Ella sentía envidia de Aileen y su «lujosa casa nueva», y Aileen sentía envidia de Claire por sus tres hijos. La gente nunca estaba contenta con lo que tenía, pero yo tampoco, así que no podía decir nada.
Me enteré de que la Autoridad Educativa de los Trabajadores organizaba clases en el centro comunitario de Strand Road, así que me apunté a gramática inglesa cuando empezó el curso, en septiembre. Estaba muy contenta conmigo misma por dar un paso más para convertirme en la nueva Kitty McCarthy, aunque había pasado un mes desde la boda y tenía menos probabilidades que nunca de encontrar un trabajo.
Papá y mamá se habían comprado un tresillo nuevo -velludillo color avena-, y Liam, muy contento, se había llevado el viejo en un carrito. Claire había regalado el que tenían ellos, incapaz de creer que alguien pudiera meter aquello en su casa. Norah y Roy habían regresado de la luna de miel. Norah parecía bastante contenta, así que quizá Roy no estaba tan mal si lo conocías bien.
Casi no se había hablado de la guerra en Corea, lo cual no resultaba demasiado sorprendente teniendo en cuenta lo lejos que quedaba, al contrario que la anterior. Gran Bretaña había enviado tropas, pero todo el mundo opinaba que no iban a llamar a nadie a filas. Papá siempre se aseguraba de que mamá no escuchara las noticias en la radio, de modo que ella no se enteró de nada.
Marge había salido regularmente con Danny, al menos dos veces por semana, y parecía estar locamente enamorada. Cada vez que pasábamos frente a una joyería, ella se detenía a mirar los precios de los anillos de compromiso.
—Me parece que es posible que acabe siendo tu cuñada, Kit -había dicho unos días atrás.
Estábamos en el ferry, de vuelta de New Brighton. Era lo único que podíamos permitirnos, pues era jueves, el día antes de que nos pagaran, y ambas estábamos prácticamente sin blanca. No nos compramos más que una bolsa de patatas de tres peniques que compartimos entre las dos.
—Que hayas salido con él media docena de veces no quiere decir que vaya a casarse contigo -dije mientras miraba las luces reflejadas en el río Mersey, que se agitaban sobre el mecer de las olas.
—En realidad han sido ocho veces -repuso, pagada de sí misma.
—Pues ocho. Peter Murphy salió cientos de veces con Norah y al final la dejó.
Desde que Claire me hizo ver que Danny podría ser un marido horrible, no estaba tan segura de querer que mi mejor amiga se casara con él.
Se necesita mujer, entre dieciocho y cuarenta años, para ayudar a cuidar a dos niños pequeños de lunes a viernes, de nueve a cinco y media. Imprescindible referencias. Doña F. Knowles, Weld Road 12, Orrell Park, Liverpool.
Leí el anuncio varias veces. No era exactamente lo que estaba buscando, pero sería un cambio y me gustaban los niños. Al menos me gustaban los tres de Claire. La señorita Knowles no mencionaba nada sobre la experiencia, y Orrell Park estaba a unos minutos de Bootle en autobús. El salario era de cinco chelines menos que el que tenía en Cameron's, y además tendría que pagar el billete para llegar hasta allí, pero eso no me echó para atrás.
—¿Qué te parece éste?
Le enseñé el anuncio a Jamie, que era el único que estaba por allí.
—Si te tienen a ti de canguro, esos niños estarán muertos dentro de un mes -dijo socarrón.
—No, en serio -insistí.
—Va en serio. ¡Eh, vale! -Se agachó cuando le lancé el periódico-. A mí me parece de lo más aburrido. No lo haría ni aunque me pagaran el doble, pero supongo que será mejor que embalar zapatos. ¿Tienes referencias?
—Puedo conseguir una en Cameron's.
Más tarde, papá y mamá me dijeron que no tenía nada de malo presentarme, así que me senté a la mesa y escribí una carta con mi mejor letra. Tuve que consultar el diccionario más de una vez. No recordaba si «solicitud» terminaba en d o en z, ni si «nacimiento» era con z o con c.
En cuanto terminé, se la llevé a Ada Tutty, que vivía al lado, junto con el anuncio.
—¿Te parece que está bien, Ada?
Su casa estaba incluso en peores condiciones que la de Marge. El señor Tutty trabajaba en el muelle, como mi padre, y los dos hijos varones eran camioneros de larga distancia, así que tampoco es que fueran pobres, pero la señora Tutty era una avara tremenda y prefería guardar el dinero bajo el colchón antes que gastarlo.
—Bueno, no está mal del todo -dijo Ada tras leer la carta.
—¿Qué le pasa? -pregunté dolida.
—En lugar de decir «Quiero presentarme», sería mejor poner «me gustaría», y «Estimada señora Knowles» suena más agradable que «Estimada señora». Has puesto «escuela» con h, y lo has escrito todo en un solo párrafo, cuando deberías haberlo dividido en tres. ¿Quieres que te lo corrija -preguntó amablemente- para que puedas repetirla? Hay una o dos cosas que quedarían mejor si las cambiaras. Por ejemplo, no tienes que firmar como «Señorita Katherine McCarthy», sino que debes poner «Katherine McCarthy» primero y el «señorita» después, entre paréntesis.
—Gracias, Ada. -No me había molestado en mirar «escuela» en el diccionario, porque pensaba que sabía cómo se escribía-. Tiene que estar muy bien eso de ser tan lista -dije sinceramente.
—No te sirve de mucho si trabajas de dependienta en una carnicería -respondió con cierta amargura-. Ojalá hubiera podido ir al instituto, pero mamá dijo que no nos lo podíamos permitir. Estaba impaciente por que tuviera un trabajo y trajera algo de dinero.
Escribió notas por toda la carta y me la devolvió.
—¿Marge King está saliendo con tu hermano Danny? -preguntó como quien no quiere la cosa-. Los he visto juntos un par de veces.
—Marge cree que están saliendo, pero dudo mucho que Danny piense lo mismo.
Por correo me llegó una respuesta. E Knowles (señorita), me pedía que me presentara en su casa el lunes por la tarde para una entrevista. Weld Koad estaba a un par de minutos a pie de Orrell Park Station, según me informaba en la carta. Me preguntaba qué significaría la F... ¿Freda, Fanny, Fay, Florence? En mi clase de la escuela había una muchacha llamada Francesca.
Decidí tomarme el lunes libre y no decírselo a nadie antes de tiempo, excepto a Theresa. Si conseguía el trabajo, daría el aviso de baja el martes. Si no, diría que había estado enferma.
El lunes me puse mi mejor vestido color crema, un sombrero de paja que se había dejado Norah y guantes de encaje que le había cogido prestados a Aileen; yo tenía los míos, pero estaban llenos de agujeros y necesitaban un repaso. Me planté frente al espejo, me puse algo de carmín, me empolvé la nariz y me eché hacia atrás para examinar el resultado. Me gustaba mucho mi cara. Podía juzgar mi apariencia mejor que la mayoría de la gente, pues mis hermanas y yo nos parecíamos bastante: Claire tenía la cara más rellenita, los ojos de Aileen eran de un azul más pálido que los de las demás, y el pelo de Norah era de un rojo ligeramente más oscuro. Yo tenía la boca más ancha; de hecho, habría jurado que cada día era más grande y que en algún momento me llegaría hasta las orejas. Me coloqué el sombrero sobre el pelo, rizado y corto. Aileen y Norah lo llevaban largo, pero yo lo prefería así; daba menos problemas.
Cuando salí no eran más que las doce y media, y apenas la una cuando me bajé del autobús en Orrell Park. Hacía un día espléndido; el sol refulgía con un brillo cegador. Llegué a Weld Road sin problemas y allí encontré el número doce; era un semiadosado de tres pisos con un largo jardín en la entrada. Parecía que nadie había cortado el césped durante una buena temporada, y a la puerta no le hubiera venido mal un poco de pintura. Iba a volver hacia donde había algunas tiendas y comprar un par de cosas en el Woolworths, pero de la parte trasera de la casa apareció a toda prisa un niño de unos tres años vestido únicamente con unos calzoncillos y montado en un triciclo. Pedaleaba como un loco por el sendero, y estaba a punto de salir a la calle por la puerta abierta cuando se abrió la de la casa y salió una mujer.
—¡Oliver! -gritó con desgana-. Oliver, cariño, vuelve, por favor.
Yo me planté frente al niño. Cuando me pareció que su intención era atropellarme, me eché a un lado y agarré el manillar.
La mujer había llegado ya a la verja.
—Gracias -exclamó-. Quiere ir a vera su padre. Está en Egipto... Bueno, esta mañana he recibido una postal de allí, pero ahora debe estar en otra parte.
Miré al niño, empecinado todavía en pedalear a pesar de que yo sujetaba el triciclo por el manillar. Me recordaba a un querubín, con el pelo negro y rizado, mejillas sonrosadas y una boquita de color rosa. Tenía unos ojos enormes y casi tan oscuros como el pelo.
—Oliver, vas a necesitar más que una bicicleta para llegar hasta Egipto -le dije.
—Quiero ver a papá -respondió obstinado.
—Pues tendrás que esperar a que vuelva.
Cogí el triciclo y a Oliver, los coloqué mirando en dirección contraria y desaparecieron detrás de la casa.
—Intento tener la puerta cerrada, pero el cartero siempre la deja abierta -explicó la mujer, distraída.
Debía de tener unos cuarenta y tantos años. Bastante mayor, pensé, para tener dos hijos pequeños. Daba por sentado que debía tratarse de la señora Knowles. Llevaba pantalones y una blusa de algodón, nada de maquillaje y el pelo alborotado. Tenía una estructura ósea admirable, la nariz recta y unas mejillas perfectamente contorneadas. Los ojos eran de un gris plateado.
Sonrió débilmente, me dio las gracias otra vez, y estaba a punto de volver a la casa cuando otro querubín, una versión todavía más pequeña de Oliver, apareció tambaleándose por el sendero, completamente desnudo.
—¡Robin! Dios santo, se ha escapado de la cuna y ha bajado él solo por las escaleras -gritó.
Recogió al niño con el brazo como si fuera una bola de helado y entró en la casa a toda prisa. Yo la seguí y cerré la puerta del jardín con firmeza.
—Perdone -dije en voz alta a través de la puerta, que seguía abierta-, me llamo Kitty McCarthy y venía a presentarme para el puesto de canguro. ¿Quiere que le eche una mano?
Estaba sentada al principio de la escalera, agarrada a Robin y con aspecto de estar completamente fatigada. El sudor le brillaba en la frente y había empezado a resbalar por sus bonitas mejillas.
—Llega temprano -dijo con voz temblorosa.
Robin se río y tiró a su madre del pelo.
—Lo sé. Sólo había venido para asegurarme de saber dónde estaba la casa. Tenía pensado hacer algunas compras y volver a las dos, pero entonces salió Oliver... -Me callé. Ella ya sabía lo que había pasado después-. ¿Quiere que vista a Robin?
—Si no es mucha molestia... La ropa está en su dormitorio, al fondo de la casa.
En aquel momento, creo que habría dejado a Robin hasta en manos del monstruo del lago Ness.
—Muy bien. -Estiré el brazo-. Vamos, Robin. Hay que ponerse algo encima.
Robin me cogió la mano muy dispuesto y me llevó al piso de arriba. El cuarto era una leonera: había ropa y juguetes desperdigados por todas partes, y la cuna y la cama individual, que debía de ser de su hermano, estaban deshechas y las sábanas necesitaban un buen lavado. Encontré ropa interior, unos minúsculos pantaloncitos de algodón, una camisa de manga corta y unas sandalias; pero no había calcetines por ninguna parte. Mientras lo vestía, él agarró mi sombrero y lo tiró al suelo, y entonces me soltó una mirada desafiante, con ojos maquiavélicos, y me sacó una diminuta lengua rosada.
—Esto no es un juego -le reprendí-. No me lo voy a volver a poner para que tú me lo vueltas a quitar. Venga, mete los pies en las sandalias. Cuando bajemos, le pediré a tu madre unos calcetines, porque si no te vas a despellejar los talones.
Oliver entró y me miró con curiosidad, seguramente preguntándose quién sería aquella extraña mujer que le había impedido partir hacia Egipto y que ahora estaba vistiendo a su hermanito.
—Pareces lo suficientemente listo como para vestirte tú solo -le dije-. ¿Quieres que me quede aquí y mire cómo lo haces?
Cinco minutos más tarde, los llevé a ambos al piso de abajo y me encontré a la señora Knowles profundamente dormida en una enorme cocina por la que parecía haber pasado un tifón. Tenía la cabeza apoyada sobre la mesa. Le di un toque en el brazo y ella se despertó alarmada.
—Ah, veo que ya los has vestido. ¿Cómo lo has conseguido? -Sin esperar mi respuesta, prosiguió-: Gracias de nuevo. Ahora será mejor que te vayas. Imagino que no querrás el trabajo.
—Todavía no me ha entrevistado.
Ella me miró sorprendida.
—¿Sigues interesada?
—Todavía no ha habido nada que me haya hecho cambiar de opinión.
Recogí a Robin y lo senté sobre mi rodilla. Inmediatamente me agarró del pelo, y yo recordé que tenía que recoger el sombrero de Aileen antes de volver a casa.
—Esta mañana he entrevistado a tres mujeres: una de ellas dijo que lo que necesitaban era disciplina y una dosis regular de azotes, otra dijo que había que encerrarlos en sus cuartos, y la tercera tenía la curiosa idea de que había que enseñarles a cantar y bailar. «Así estarán entretenidos», decía. -A duras penas, se puso de pie-. ¿Quieres beber algo? Yo me muero por un café. Hace horas que no me tomo uno. Robin me despertó a las seis de la mañana, lo que significa que llevo siete horas despierta y no he hecho prácticamente nada. -Movió la cabeza, agotada-. No sé qué hago con el tiempo.
—Me encantaría tomar un poco de café, gracias.
Los McCarthy no éramos bebedores de café, pero a mí me gustaba tomar una taza de vez en cuando. Ella echó agua en una cafetera mientras me miraba por encima del hombro.
—Dijiste que te llamabas Kitty No recuerdo haber recibido carta de nadie que se llame así.
—Firmé como Katherine. Katherine McCarthy.
—Ah, la tuya era la que estaba tan bien escrita. Muy bien estructurada. Trabajas en una fábrica de zapatos, ¿verdad?
Me sentí halagada, aunque el mérito de la carta correspondía a Ada.
—Sí. Me he tomado el día libre para venir.
—¿Te sería posible empezar mañana?
Probablemente aquélla fuera la entrevista más rápida a la que nadie se había presentado nunca: no me había preguntado nada relevante ni había mencionado las referencias.
—La verdad es que no. Tengo que avisar con una semana de antelación. Si lo notifico mañana, todavía me faltaría un día, pero no creo que a nadie le importe.
Parecía decepcionada. Echó unas cucharadas de café en la cafetera y la puso sobre el fuego.
—La mujer de la oficina de correos fue la que me sugirió que buscara ayuda con los niños. En cuanto me hice a la idea, decidí que necesitaba a alguien inmediatamente. Me sorprende que no se me hubiera ocurrido antes, pero supongo que no me gustaba demasiado pensar que yo sola no era capaz de arreglármelas con dos niños pequeños.
Oliver había apoyado la barbilla sobre la mesa y sus traviesos ojos oscuros saltaban rápidamente de su madre a mí.
—Soy un trasto -anunció.
—Qué horror -se quejó la señora Knowles-. No debería haber dicho eso delante de él.
—Un verdadero trasto -recalcó Oliver, con la intención de hacer que su madre se sintiera aún peor.
—Cariño, ¿por qué no vas fuera a buscar la pelota roja? Tengo la terrible sospecha de que puede haber caído en el jardín de los vecinos, y la señora se va a enfadar otra vez.
—La señora que vive al lado es una imbécil -dijo Oliver-. Y la odiamos, ¿a que sí, mamá?
Y después de decir eso, salió a buscar la pelota.
—Está en el cobertizo -confesó la señora Knowles-. Pero quería que saliera un rato para poder explicar mis circunstancias. -Se aclaró la garganta-. Tanto Eric como yo (Eric es mi marido) hemos estado casados antes. Mi primer marido estaba en la Marina y murió el primer año de la guerra. La mujer de Eric murió en el ataque sobre Londres.
Hice los pertinentes gestos de condolencia, que ella aceptó asintiendo ligeramente con la cabeza.
—Conocí a Eric en 1944, y nos casamos cuando terminó la guerra. Yo tenía treinta y ocho, y él cuarenta y tres. No teníamos realmente intención de tener hijos (tengo uno de mi primer matrimonio), pero cuando me enteré de que estaba embarazada de Oliver, nos alegramos. No podía imaginarme -dijo encogiéndose de hombros-, que cuidar de un bebé sería tan agotador. El médico me ha dicho que soy anémica y que por eso tengo tan poca energía.
—Qué pena.
Robin estaba sentado sobre mi rodilla y puso su nariz contra la mía. Aparté sus regordetas manos de mis orejas.
—No sé por qué te cuento todo esto, Kitty -confesó su madre, y se sentó-. Hace apenas cinco minutos que te conozco y ya sabes la historia de mi vida. Supongo que no quiero que pienses que soy una de esas mujeres que cargan a sus hijos a otra persona porque no quieren molestarse en cuidar de ellos por sí mismas. Lo intento, lo intento de veras, pero me temo que, desde que llegó Robin, no doy abasto. Mi hermana, Hope, vive conmigo desde el año pasado y no soporta a los niños. Dice que no valgo como madre.
—Son muy vivaces -comenté mientras Robin intentaba desatornillarme la nariz.
—Demasiado. Apenas duermen y se pasan el día de arriba abajo. -Se levantó-. El café ya debe de estar listo. ¿Lo tomas con leche y azúcar?
—Las dos cosas, por favor. ¿Quiere que lleve a los niños a dar un paseo para que pueda usted descansar un poco? He visto que en el pasillo había un cochecito bastante grande.
—Sería maravilloso. Gracias, Kitty. Todavía no me he lavado, y no recuerdo cuándo fue la última vez que me peiné. -Se pasó los dedos por el pelo, dejándolo peor aún-. Sabe Dios lo que pensaron las otras mujeres esta mañana. ¿Te importa que te llame Kitty? Yo me llamo Faith, por cierto.
¡Faith y Hope! Me preguntaba si también habría una Charity.1
—No es usted de Liverpool, ¿verdad?
No tenía el más mínimo acento.
—No. Nací en Richmond, a las afueras de Londres. Nos vinimos a vivir a Liverpool porque es donde suele atracar el barco de Eric. Es capitán de un crucero -dijo con orgullo-. Suele navegar entre América y aquí, pero ahora está dando la vuelta al mundo. -Sonrió con alegría. Parecía bastante menos atribulada que cuando llegué-. Bueno, Kitty, te he contado todo sobre mi vida. Ahora me tienes que decir algo sobre ti. ¿Tienes hermanos o hermanas? ¿Un novio? ¡Cielos, espero que no vayas a casarte dentro de poco y nos abandones!
Me sentí halagada. Todavía no había empezado y ella ya se preocupaba de que me fuera a marchar. Era yo la responsable de aquella alegre sonrisa. Me gustaba mucho Faith Knowles. Sus hijos eran unos diablillos, pero tenía ganas de cuidar de ellos. Nunca había tenido ganas de embalar zapatos.
Le conté la historia de mi vida -no parecía muy interesante- y después llevé a los niños a dar un largo paseo en el carrito hasta Derby Park, donde les dejé correr por la hierba durante un rato. Se portaron como animales salvajes recién escapados de sus aulas y me costó lo mío atraparlos.
Cuando volví a Weld Road, Faith se había lavado, peinado y maquillado. Se había quitado los pantalones y la blusa y llevaba un bonito vestido veraniego de flores. Estaba muy hermosa.
—¡Es la primera vez que me pongo un vestido en siglos! -exclamó-. Y ni siquiera he podido plancharlo. -Se quedó mirando el carrito-. Están los dos dormidos -dijo-. No puedo creer lo que ven mis ojos: nunca se duermen cuando es de día.
—Están los dos exhaustos. Voy a llevar a Oliver arriba, ¿le parece? Podemos dejar a Robin donde está.
—Todavía tengo café listo para cuando bajes.
Nos miramos con una sonrisa triunfal y nos dimos cuenta de que Faith Knowles y yo íbamos a llevarnos bastante bien.
Capítulo 2
Llevaba dos semanas en mi nuevo trabajo y estaba encantada, pero al parecer Marge no estaba muy contenta conmigo.
Habíamos ido al centro, al Forum, a ver Eva al desnudo, con Bette Davis y Anne Baxter, y volvíamos a casa en tranvía. Yo le contaba cómo era el enorme salón de Faith, con ventanas que llegaban hasta el suelo (probablemente fuera la segunda o tercera vez que lo hacía), el comedor, también enorme, y la acogedora cocina.
—Y estoy convencida de que nuestra casa cabría entera en su cocina -decía cuando me interrumpió Marge.
—Estoy hasta las narices de oírte hablar de Faith Knowles y de sus hijos y de su enorme casa de cinco dormitorios -se quejó-. No hablas de otra cosa. La verdad, no creo que sea tan estupenda si no puede ni cuidar de sus propios hijos.
—Tiene cuarenta y cuatro años -respondí en su defensa-, y los niños son unos diablillos. Faith es mi amiga.
—¿Después de una semana y media, nada más? -dijo Marge, burlona-. Pensaba que yo era tu amiga.
—Se puede tener más de una. -Le di un toque cómplice-. Mi mejor amiga eres tú.
—¿De veras?
Me miró de una manera que sólo podía describirse como patética, y nada propia de Marge.
—¿Qué te pasa? -pregunté. Había estado muy rara toda la noche.
—Nada. -Miró para otro lado, evitando mis ojos-. Hoy no he ido a trabajar -dijo dirigiéndose al respaldo del asiento delantero.
—¿Por qué no?
Trabajaba en una lavandería en Strand Road.
—No tenía ganas -respondió, y se encogió de hombros.
—¿Qué te ha parecido la película? -pregunté tras una larga pausa-. A mí me ha parecido la bomba. De las mejores que he visto.
—No sé. No le he prestado mucha atención.
Permanecimos en silencio el resto del viaje, que a mí se me hizo bastante incómodo. Cuando nos bajamos del tranvía en Stanley Road, Marge dijo:
—¿Podrías venir a mi casa un momento?
—Está bien.
Llovía. Era la clase de llovizna que apenas se nota pero que te cala toda la ropa. Caminamos bajo nuestros paraguas, todavía en silencio, hasta llegar a Garnet Street. Marge abrió la puerta de la casa y me llevó hasta el salón, donde encendió la lámpara de gas. Al contrario que nosotros, los King no tenían electricidad.
—¿Puedes subirla? -pregunté.
Aquella luz tan tenue hacía que el salón pareciera todavía más lúgubre de lo que ya era.
—No -me espetó. Se dejó caer en el sofá, y los muelles soltaron un quejido de protesta-. Estoy embarazada -anunció con la misma brusquedad.
—¡Marge! -Estaba tan sorprendida que me quedé fría. Normalmente nos lo contábamos todo, pero ella nunca me había dicho que se había acostado con un hombre-. ¿Quién es el padre? -pregunté con voz temblorosa.
—Tu hermano Danny.
Me quedé más fría todavía. Sabía que Danny tenía un ejército de novias, pero, en mi inocencia, pensaba que todo lo que hacían era manosearse un poco. Que yo supiera, ninguna se había quedado embarazada.
—No llevas saliendo con él el tiempo suficiente como para saber que estás embarazada. -Intenté no sonar tan fría como me sentía por dentro, pero no funcionó.
—Han pasado ya siete semanas. Casi ocho. Me he saltado un período entero, y hace tres días que debería haberme venido el siguiente; no ha pasado nada. Yo siempre he sido muy regular, nunca me he retrasado ni un día.
—¿Es que te acostaste con él la primera vez que salisteis?
—No nos acostamos, Kitty Lo hicimos de pie, en el portal que hay detrás de Reilly's. Y -prosiguió enfadada-, no tienes por qué ser tan crítica. No es que yo haya obligado a Danny a nada; él lo disfrutó tanto como yo. Y antes de que lo preguntes, pasó más de una vez. Lo hicimos todas las veces que salimos.
—Y supongo que ahora esperas que Danny se case contigo, ¿verdad? -Creía que no podía hablar con más frialdad, pero me equivocaba.
—No pensarás que puede no casarse conmigo, ¿verdad? -Alzó la barbilla, y estoy segura de que vi un atisbo de sonrisa en su cara excesivamente maquillada-. Voy a tener un bebé y él es el padre. En la boda dijiste que te gustaría tenerme por cuñada.
—Así no, Marge. -Aquella sonrisa me había vuelto suspicaz-. ¿Fue una encerrona? -inquirí-. ¿Te has quedado embarazada a propósito para que tuviera que casarse contigo?
Danny tenía un buen trabajo de fontanero y no tenía cara de caballo, las dos cualidades que ella había dicho que buscaba en un marido.
—¿Cómo puede una quedarse embarazada a propósito? Qué cosas dices, Kitty McCarthy. Corrí un riesgo y Danny también. -Se levantó de un salto-. No hace ni cinco minutos que has dicho que era tu mejor amiga. Te lo he contado porque pensaba que me apoyarías, que lo entenderías, pero ahora vas y me acusas.
Yo también me levanté y nos miramos a la cara en aquella habitación mal iluminada.
—¿Entender el qué? -exclamé-. ¿Que has engañado a Danny para que se case contigo? Puede que seas mi mejor amiga, Marge, pero Danny es mi hermano y yo le quiero. No me parece bien que una chica a la que apenas conoce le prepare una encerrona para que tenga que casarse con ella. Además, ¿cómo puedes estar segura de que el bebé es de Danny? Por lo que sé, podrías haber estado con un montón de hombres.
—¿Cómo te atreves? -Levantó la mano, como si fuera a darme una bofetada, pero debió de pensárselo mejor-. Era virgen antes de salir con Danny. Si crees que miento, pregúntaselo a él. Él lo sabe.
—Muy bien, eso pienso hacer.
Salí de la casa como un vendaval, dando un portazo. Me había olvidado de la lluvia y me había dejado el paraguas. Me crucé con la señora King, que volvía a casa, pero estaba demasiado borracha como para reconocerme. Me pregunté cómo reaccionaría ella al enterarse de que Marge se había quedado embarazada.
Cuando llegué, papá y mamá estaban a punto de irse a dormir. Últimamente tenían mucho mejor aspecto. Papá parecía menos fatigado, y no había oído llorar a mamá en mucho tiempo. A menudo me preocupaba pensar que esperaba a que la casa estuviera vacía para hacerlo, pero no lo podíamos saber. Según me explicaron, Jamie estaba en la cama, leyendo un libro, y Danny había salido.
Dije que me iba a preparar una taza de té y que subiría después, lo cual era mentira, pues lo que quería era hablar con Danny. Nunca se sabe, quizá Marge se lo hubiera inventado todo.
Una vez hecho el té, me senté frente a la chimenea. No estaba encendida, pero mamá siempre la dejaba preparada -una pastilla al fondo, cubierta de papel arrugado, madera y carbón-, por si la temperatura bajaba inesperadamente. De esa manera no tenía más que encender una cerilla.
Una amistad de quince años acababa de terminar en unos minutos. No me lo podía creer. Creía que Marge y yo seríamos amigas para siempre. Tenía razón al decir que no la había apoyado. Aquella sonrisita complacida me había hecho darme cuenta de que se alegraba de estar embarazada y que lo que esperaba era una felicitación, no apoyo. En cierto sentido me sentía traicionada. Ella había intentado ponerme de su parte sabiendo que más tarde habría fricciones.
Cuando llegó Danny eran las once y media. Como siempre, parecía encantado de conocerse. Mientras lo esperaba había intentado leer el periódico, pero había sido inútil: las palabras no me decían nada.
—¿Qué haces levantada todavía? -preguntó sorprendido al verme.
Tenía la corbata desanudada y carmín en la barbilla. Supongo que en cierto sentido era bastante atractivo: alto, como lo habían sido Jeff y Will, con el pelo rizado entre castaño y pelirrojo, los ojos azules y la misma sonrisa agradable. Siempre iba bien vestido; tenía tres trajes buenos. Papá, y todos los demás hombres que yo conocía, no tenían más que uno.
—Quería hablar contigo. -Fui directa al grano-. Marge dice que está embarazada y que tú eres el padre.
Danny se quedó blanco. Cerró la puerta y se dejó caer en un sillón.
—Pero si ella me dijo que usaba algo para eso -tartamudeó.
—¿Que usaba el qué?
—No sé. -Se miraba los pies. No era la clásica conversación que uno tiene con su hermana-. Lo que sea que usen las mujeres para no quedarse embarazadas.
Yo había oído que empapaban una esponja en vinagre y se la metían dentro. Me parecía algo tan asqueroso que no me podía imaginar a mí misma haciéndolo.
—Danny, cariño -me lamenté-. ¿En qué demonios estabas pensando? Y Marge, precisamente. ¿Te olvidaste de que era mi amiga?
—¿Y eso qué tiene que ver? -Se revolvió, incómodo-. Cuando una mujer está dispuesta a entregarse, hay pocos hombres que le digan que no. ¡Santa María, madre de Dios! -se quejó, llevándose las manos a la cabeza-. ¿Y ahora qué va a pasar?
—Pues espera que te cases con ella.
Ya no me quedaba ninguna duda: definitivamente, Marge se la había jugado a mi hermano. Danny parecía completamente desbordado por el pánico.
—¡Pero yo no quiero casarme con Marge King! No quiero casarme con nadie, todavía no. Un compañero del trabajo y yo teníamos pensado montar nuestro propio negocio de fontanería. Para eso hay que asumir riesgos, y no puedo hacerlo si tengo que mantener a una esposa y a un hijo.
Quería decirle que debería haber pensado todo eso antes, pero me dio pena. Había sido un primo y Marge había sido más lista que él. De haberse espabilado un poco más, no se habría creído ni una palabra de lo que ella decía y habría tomado las precauciones por su cuenta. Había visto preservativos en callejones montones de veces.
—¿Qué voy a hacer, Kitty? Papá y mamá se van a quedar de piedra.
Parecía aterrado.
—No te quedan muchas opciones, Danny. Tendrás que casarte con ella.
—Podría huir. -El labio inferior le tembló al pensarlo.
—Podrías, pero sería de lo más cobarde. -Sentí un resquicio de pena por Marge al pensar que podría quedarse sola con el bebé. Su madre la echaría de casa y no tendría ningún sitio adonde ir-. Al menos, a papá y a mamá les gusta Marge -dije.
Pero que les cayera bien era una cosa, y tenerla por nuera porque a su hijo no le quedaba más remedio que casarse con ella era otra bien distinta.
Se lo conté todo a Faith Knowles a la mañana siguiente, mientras tomábamos café en su inmaculada cocina. La casa no tenía nada que ver con aquella en la que entré por primera vez unas semanas antes. Faith limpiaba y ordenaba, lavaba y planchaba y se regalaba largos baños, mientras yo llevaba a los niños de paseo o jugaba con ellos en el jardín. Ella estaba casi tan irreconocible como la casa. Aparentaba menos años y siempre iba bien vestida.
—Ya casi nunca me siento cansada desde que llegaste, Kitty -me explicó-. Me has cambiado la vida.
Mientras los niños se echaban una larga siesta, agotados por toda la energía gastada en el parque, Faith y yo cotilleábamos ante incontables tazas de café. Era un trabajo ideal. Me pagaban por cotillear y beber café.
—Me parece una pena que Marge y tú ya no seáis amigas -comentó cuando le relaté lo sucedido la noche anterior.
—¿Seguirías tú siendo amiga de alguien que se ha comportado de esa manera?
—Seguramente no -accedió-. No tengo un hermano, pero, de tenerlo, siempre lo antepondría a los demás. Aunque sí es cierto, Kitty, que Danny debería asumir parte de la culpa. Aunque Marge se «entregó», como tú dices, él no tenía por qué tomarla. No le puso una pistola en la cabeza y le obligó a hacerle el amor.
—«Hacer el amor» no me parece lo más apropiado, teniendo en cuenta que lo hicieron en un sucio portal escondido.
—Lo llames como lo llames, lo hicieran como lo hicieran, el resultado ha sido un bebé y ahora eso es lo primero. El niño tiene derecho a tener una madre y un padre. ¿No te parece?
Me miró fijamente.
—He de admitir que no había pensado demasiado en el bebé.
Todavía no había asumido del todo el hecho de que, en el vientre de Marge, se estaba gestando un ser humano.
—¿Se lo has contado ya a tu madre? -preguntó Faith.
Negué con la cabeza.
—Ya me he entrometido demasiado. Le corresponde a Danny contárselo a mamá.
—Será todo un disgusto para ella -dijo torciendo el gesto (sabía lo de Jeff y Will)- que Danny se vea obligado a casarse. Esperemos que tu hermano sepa fingir que se trata de un evento feliz, como si él y Marge hubieran querido casarse desde el principio y ahora tuvieran que darse prisa porque hay un bebé en camino.
—No es mala idea.
La noche anterior apenas había dormido: me preocupaba por Danny y por papá, pero sobre todo por mamá.
Entró Oliver, frotándose los ojos, soñoliento.
—¿Podemos jugar al fútbol, Kitty?
—Te has olvidado de pedirlo por favor, cariño -le informó su madre.
—Kitty, ¿podemos jugar al fútbol, por favor? -repitió el pequeño con una sonrisa traviesa.
—En cuanto me termine el café. Ve al jardín y busca la pelota.
Había días en los que no me hubiera importado echarme una siesta.
Aquella noche, por primera vez en mi vida, fui al cine sola. No habría llamado a Marge ni aunque me hubiera ido la vida en ello, y no tenía intención de quedarme en casa sólo porque no hubiera nadie más con quien ir. Fui hasta el Palace, en Marsh Lane, que estaba bastante cerca, y vi Los peligros de Paulina, con Betty Hutton.
A la salida, me topé con Danny.
—¿Qué haces tú aquí? -pregunté-. Qué raro estás sin una chica colgada del brazo.
—He renunciado a las mujeres -dijo apesadumbrado-. No quería quedarme en casa, así que he venido con un amigo. Está por ahí detrás.
Llegó el mencionado amigo. Era un sonriente joven, con el pelo rojo, pero mucho más claro que el mío, casi del color de la zanahoria, y con unas diez millones de pecas. Tenía los ojos verdes, y era casi tan alto como Danny, que nos presentó con la misma voz apesadumbrada:
—Esta es mi hermana, Kitty. Kitty, éste es Con Daley. Es un amigo del trabajo.
Nos dimos la mano.
—¿De dónde viene Con? -pregunté.
—Es el diminutivo de Connor -contestó con una sonrisa-. ¿Qué le pasa a tu hermano? Lleva toda la noche de morros.
—No tengo ni idea -mentí.
Intenté coger del brazo a Danny, pero él se revolvió.
—Con y yo nos vamos a tomar una pinta -masculló.
—¿Puedo ir con vosotros? -supliqué.
Ir sola al cine no había sido tan divertido como esperaba y me gustaba la idea de estar acompañada. Parecía que Danny iba a mandarme al cuerno, pero Con me cogió del brazo.
—Será un placer. ¿Sabes? Me sorprende que tus padres hayan dejado que una chica tan despampanante salga por ahí sola.
—Normalmente salgo con una amiga, pero está enferma. -¡Otra mentira!
—¿Y crees que lo estará mucho tiempo? -Me miró con gesto serio, pero todavía quedaba en su cara un rastro de sonrisa-. Si es así, estoy dispuesto a apiadarme de ti y llevarte al cine de vez en cuando. Mañana, por ejemplo. O podríamos ir a bailar, al Grafton o al Locarno.
—Eso estaría bien -dije con recato.
Esta vez no mentía. Tenía sentido del humor, y una sonrisa preciosa.
Danny recobró la voz.
—Eh, que estás hablando con mi hermana. Será mejor que la trates bien, Con Daley, o tendrás que vértelas conmigo.
No pude evitar pensar que era un hipócrita, teniendo en cuenta lo que él había hecho con Marge, que no tenía a nadie que se preocupara por ella: ni hermanas, ni hermanos, ni un padre. Sólo una madre que se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna. Llegamos al Clarence, en Marsh Lane, y Con fue a por las bebidas. Yo había pedido una clara. En cuanto se hubo marchado, agarré a Danny por la barbilla y volví su cara hacia mí.
—Escúchame -dije con prisa, y le conté lo que Faith me había sugerido ese mismo día-. Marge y tú tenéis que decirle a papá y a mamá que os vais a casar dentro de poco. No hay por qué explicar nada del bebé, ellos mismos se darán cuenta cuando sepan que llevas casi dos meses saliendo con ella. Haz como si estuvieras muy contento, como si lo hubieras tenido planeado desde el principio, y no les causará tanto disgusto. ¿Te has enterado, Danny?
—Sí. -Me apartó la mano, irritado-. Me gustaría que no metieras las narices en mis asuntos, hermanita.
—¿Pero no crees que es una buena idea? -Tenía ganas de zarandearlo hasta que le castañetearan los dientes-. De esa manera, en la boda no tendremos un ambiente deprimente.
A Marge le parecería estupendo, pues sabría que de esa forma no tendría a Claire, Aileen y Norah lanzándole miradas envenenadas en la iglesia. Yo sería la única que sabría la verdad sobre el asunto, sin contar a la feliz pareja, claro.
Él se estremeció al oír la palabra «boda», suspiró y se llevó las manos a los bolsillos.
—Supongo que sí. Mañana iré a ver a Marge para hablar de ello. Ahora es demasiado tarde. -Con trajo las bebidas y Danny susurró-: Todavía estoy pensando en huir.
Pero yo supe que esta vez era él quien mentía.
A la noche siguiente fui al Locarno acompañada de Con Daley, que resultó ser un bailarín lamentable pero un gran conversador, por lo que eso fue lo que hicimos casi toda la noche: quedarnos sentados en un rincón, hablando. Intenté contar sus pecas, pero me di por vencida cuando iba por cincuenta, y eso sólo en la frente. Tenía veintidós años, siete hermanas y dos hermanos, de los cuales era el más joven. Como yo, era católico y vivía en Seaforth, muy cerca de Bootle. Resultó que Danny había pensado montar el negocio con él. Para Con, el plan todavía seguía en pie. No quería decirle que Danny podría tener que renunciar a la idea. Eso me hizo recordar que, quizá en aquel momento, Danny y Marge podrían estar diciéndoles a mis padres que iban a casarse. Recé porque todo saliera bien.
Entre sonrisa y sonrisa, Con podía ponerse bastante serio. Tenía opiniones sobre todo, sobre política, por ejemplo, y sobre lo bueno y lo malo de la pena de muerte; cosas sobre las que yo no había pensado nunca. Sabía que, el año anterior, habían ahorcado a una mujer llamada Margaret Allen en Manchester, y a Con le parecía algo lamentable.
—¿No mató a una anciana?
—Sí, pero luego el Estado la mató a ella -dijo Con; sus ojos verdes brillaban-. Eso no es más que un asesinato judicial, lo que nos rebaja al nivel de la asesina original.
Entonces se embarcó en una diatriba contra la bomba atómica. Me pareció aterrador y estuve de acuerdo con todo lo que dijo. A las once le pregunté si podía acompañarme a casa, así que me llevó a ritmo de vals hasta la salida, aunque la banda tocaba un foxtrot. A mitad de camino, me sopló en el pelo. No era lo que se dice un gesto romántico, pero aquello me conmovió de una manera extraña, y por alguna razón estreché aún más el brazo alrededor de su cuello y él hizo lo mismo con mi espalda. Llegamos a la salida en lo que sólo podría describirse como un abrazo apasionado, y nos cogimos de la mano durante todo el viaje en tranvía hasta Bootle. Ya a la puerta de mi casa, me dio un suave beso en los labios. Quedamos en salir otra vez dos días después, el sábado.
—Podemos ir a algún sitio y comer algo -prometió.
Entré en casa embriagada por una agradable sensación. No estaba enamorada, ni siquiera un ápice, pero pensé que era una posibilidad nada desdeñable.
La luz del salón estaba encendida, y supuse que Danny se había quedado levantado para contarme lo que había pasado antes. Pero entonces entré y, para mi sorpresa, no sólo estaba allí Danny, sino también papá, mamá, Jamie y Claire. Danny estaba sentado a la mesa con gesto lúgubre, como si se le hubiera venido el mundo encima, mamá había llorado, el rostro de papá se había venido abajo, como si le hubieran quitado el relleno, Jamie parecía confundido, y Claire estaba hecha una hidra.
—¿Qué sucede? -pregunté.
Al principio pensé que aquello no tenía nada que ver con Marge, sino que era algo peor.
Contestó Claire:
—Resulta que nuestro Danny ha dejado preñada a Marge King -me espetó-. Ella misma vino hace un rato llorando. Al parecer se lo contó a su madre, que la echó de casa al instante, así que ¿adónde podía ir si no aquí?
—¿Dónde está ahora?
—Arriba, en tu cama, cariño -dijo mamá, nerviosa-. Tendréis que dormir juntas hasta que todo se arregle.
—Es decir, hasta que ella y Danny se casen -soltó Claire.
—Pero yo pensé... -miré furtivamente a Danny; no tenía que haber sido así.
Danny miraba al suelo.
—Fui a verla -murmuró-, pero decidí que antes necesitaba tomarme un par de pintas. Cuando llamé a la puerta de su casa, no había nadie. Estaba aquí.
La agradable y embriagadora sensación de antes desapareció, al igual que cualquier pensamiento acerca de Con Daley. Aquel sentimiento había sido reemplazado por la ira. Marge no tenía por qué decirle nada todavía a su madre. Estaba segura de que lo había hecho porque sabía que la iba a echar, y así podría pedir el amparo de un corazón mucho más bondadoso, es decir: mi propia madre. De haber mantenido cerrada la boca, la cosa se podría haber arreglado sin mayores traumas, o al menos mejor de lo que estaba ahora. Quería subir corriendo, sacarla a rastras de mi cama y decirle todo aquello a la cara, pero eso sólo serviría para aumentar el disgusto de mamá.
—¿Tú lo sabías ya, Kitty? -preguntó Claire.
—Marge me lo contó hace dos días, pero no era yo quien tenía que decírselo a nadie -expliqué con cierto desdén-. Era cosa de Danny.
Por la cara que puso, me pareció que Claire iba a cantarme las cuarenta, pero debió de pensar que no era justo. En vez de eso, centró su ira sobre Marge.
—Esa chica no es más que una furcia -dijo enfurecida-. No hay más que verla. No me sorprendería que se hubiera acostado con todos los hombres de Bootle.
—Eso no es cierto, hermana -se apresuró a decir Danny.
—¿Y tú qué leches sabes?
—¿Pues cómo crees que lo sé?
Claire se ruborizó. Sólo había una manera de que Danny lo supiera, y no era precisamente algo que pudiera describir delante de toda la familia. Podía apostar a que no había dicho que Marge se le había echado encima, y le admiraba por no buscar ninguna excusa.
—Bueno, me voy a casa -anunció Claire levantándose de un salto-. Sólo quería pasar un momento para darle una receta a mamá, y llevo aquí varias horas. Es casi medianoche. Liam va a pensar que lo he abandonado.
Se marchó cerrando la puerta con tal fuerza que tuvo que despertar a media calle.
—Creo que es mejor que nos vayamos a la cama, Bob -dijo mamá-. Mañana Danny tendrá que enterarse de cómo conseguir la licencia y anunciar la ceremonia. Te sugiero que te cases entre semana, hijo, así no habrá demasiada gente en la iglesia. -Sorbió las lágrimas-. Serás el primero de mis chicos en casarse y yo siempre pensé que no sería así.
Danny esperó a oír como se cerraba la puerta del dormitorio antes de echarse a llorar.
Jamie dijo:
—No entiendo a qué viene tanto jaleo.
A la mañana siguiente, al llegar a Weld Road, había un coche negro en la entrada del número doce y Oliver estaba atareado dibujando caras en el capó con una tiza. Cuando abrí la verja, una mujer salió de la casa.
—¡Estúpido niño! ¡Serás estúpido! -gritó enfadada.
—No pasa nada. Ya lo borro yo -dije.
Aquella mujer me lanzó una mirada que hubiera amedrentado a alguien con menos aplomo. Pero a mí sólo me amedrentaba la madre de Marge. Debía de ser Hope, la hermana de Faith. Era cinco años más joven y se parecían mucho. Tenían los mismos rasgos clásicos, aunque el rostro de Hope era duro como una piedra, y su mirada fría y antipática. Tenía un trabajo importante en un banco. Aquel día llevaba un elegante vestido negro y zapatos de charol negros con unos tacones altísimos.
—Tú debes de ser Kitty.
—Debo de serlo. -Me abrí paso hacia la casa-. Voy a entrar a por un paño.
—Ya debería saber que esas cosas no se hacen -dijo Hope cuando volví y limpié las marcas de tiza.
—No ha hecho ningún daño -la tranquilicé-. No lo vas a volver a hacer, ¿a que no, Oliver?
Oliver estaba mirando al suelo, con los brazos a la espalda. Negó con la cabeza, en silencio. Era evidente que Hope lo había puesto nervioso.
—Lo que estos niños necesitan es un buen azote -concluyó antes de subirse al coche y marcharse de allí.
Cogí a Oliver de la mano. Entramos en la casa. Faith estaba bajando por las escaleras con Robin vestido de pies a cabeza.
—¿Qué pasa, cariño? -le preguntó a Oliver, preocupada-. Estás muy triste.
La única respuesta de Oliver consistió en un largo y tembloroso sorbo, por lo que tuve que explicar lo que había pasado con el coche y la tiza.
—Pero salió inmediatamente en cuanto froté un poco.
—Mi hermana tenía una reunión en Southport esta mañana y quería ir directamente. Por eso se ha marchado tan tarde. Me pareció oír gritos. ¿Era Hope la que gritaba a Oliver?
Asentí y ella puso cara de preocupación.
Más tarde, dibujé una rayuela sobre el sendero con la tiza, y Oliver y yo estuvimos jugando durante algo más de una hora, hasta que no pudimos más. A Robin le daba por sentarse en los cuadrados, pero nos las arreglábamos para sortearlo.
A media mañana, Faith me llamó para tomar café. Había bebido más café en su casa que en toda mi vida. Dejé a los niños jugando con una pelota y entré.
—¿Estás dispuesta a escuchar una buena sarta de lamentos? -me preguntó Faith cuando nos sentamos a la mesa.
Le dije que era toda oídos, y que yo también tenía cosas de las que quejarme cuando ella hubiera terminado.
—Es Hope -comenzó-. Hace un año, cuando, por alguna razón, dejó a su marido, me preguntó si podía venirse a vivir conmigo. A mí me pareció estupendo. Le dije que ni se me ocurriría cobrarle alquiler, así que vive aquí gratis. El caso, Kitty -prosiguió, torciendo su perfecta nariz, indignada-, es que no muestra ninguna paciencia con los niños; ni conmigo, por cierto, por no mantenerlos a raya. No me gustaría pelearme con ella por eso, pero me tiene amargada.
—No me extraña -dije comprensiva. A mí no me caía demasiado bien Hope por lo que había podido oír sobre ella, y ahora que la había conocido me gustaba aún menos-. Es tu casa, y son tus hijos. No tiene derecho a criticarte.
—Me alegro de que estés de acuerdo conmigo. Tenía miedo de ser demasiado exigente al pedirle que encajara ella con nosotros, y no al revés. Se enfada mucho cuando la despiertan en mitad de la noche. El pobre Robin no paró de llorar cuando le salieron los dientes.
—Me parece que tiene mucha cara. No tiene hijos, así que no sabe nada del tema.
—¡Precisamente! -Faith dio con ambas manos sobre la mesa y me dedicó una espléndida sonrisa-. Me siento mucho mejor después de haberlo soltado. ¿Quieres más café? Así los lamentos serán recíprocos.
Apunté mentalmente la palabra «recíproco», que no había oído nunca.
—Se trata de Marge -dije.
—Me lo imaginaba -respondió Faith, preocupada.
Le conté todo lo que había pasado la noche anterior y ella fue mostrando gestos de comprensión.
—Ahora, papá y mamá están desesperados. Justo cuando las cosas casi habían vuelto a la normalidad. Danny está hecho un cuadro, y mi hermana, Claire, está que trina. Seguramente se lo dirá a Aileen y a Norah, y ellas se pondrán igual. No puedo decir que tenga ganas de que llegue la boda: va a ser horrible.
—¿De veras tienes que dormir con Marge? -preguntó Faith, horrorizada.
—Sí, hasta que se case con Danny -dije, irritada al pensarlo.
La noche anterior, cuando me fui a la cama, Marge estaba llorando en voz baja, pero yo la ignoré. Casi no había podido conciliar el sueño.
—Tenemos un dormitorio libre en el piso de arriba. Es por si alguna vez viene Charlie. -Charlie era el hijo de su anterior matrimonio. Vivía en Hong Kong-. Si quieres, puedes quedarte aquí hasta que pase todo -ofreció generosamente.
—Es muy amable por tu parte. -Me conmoví-. Pero me sentiría como si estuviera abandonando un barco que se hunde. Eso sólo empeoraría las cosas en casa.
Me dio una palmadita en el hombro.
—Lo comprendo. Eres una buena chica, Kitty. Si hubiera tenido una hija, me hubiera gustado que fuera como tú.
Aquella noche, al principio, no cabía ni un alfiler en casa de los McCarthy. Claire y Liam llegaron poco después del té, y algo más tarde vinieron Aileen y Michael. Norah y Roy tampoco tardaron. Se apretujaron en el salón, junto a papá, mamá, Jamie, Danny y una ruborizada Marge, que no había ido a trabajar, sino que se había dedicado a seguir a mamá durante todo el día, diciendo todo el rato que no quería causar problemas; una mentira como una catedral.
Lo cierto es que mamá sentía lástima por ella. Ya me había advertido que no debía «meterme con la pobre chica. La culpa es tanto de Danny como suya». Y eso era lo que yo les había dicho a mis hermanas cuando llegaron.
Casi en un susurro, Danny comunicó que había obtenido una licencia, había ido a la iglesia para publicar el anuncio, y que la boda tendría lugar el miércoles 12 de septiembre, a las diez en punto.
—Ése es el día en que salgo de cuentas -dijo Claire, enfadada.
—No importa, cariño. -Era evidente que mamá intentaba mantener la paz.
—¿Cómo que no importa? A mí, por lo menos, me parece importante no poder asistir a la boda de mi hermano.
—Legalmente es el primer día en que podemos casarnos -explicó Danny con voz débil-. ¿Preferirías que fuera más tarde?
—Claro que no, Danny. -Mamá miró a Claire-. Al decir que no importa, lo que quiero decir es que lo mejor es que terminemos con la boda cuanto antes. Para entonces, Marge estará ya de tres meses. ¿Acaso queremos que todo el mundo sepa por qué se van a casar ella y Danny?
—Siempre se puede explicar a la gente que el bebé nació antes de tiempo, como con Patsy -dijo Claire con voz fría-. La verdad, mamá, parece que sólo te importen las apariencias. Para empezar, no veo por qué Danny y Marge se tienen que casar. ¿Por qué no le pasa simplemente una pensión semanal para los gastos del bebé?
En aquel momento, Danny alzó la cabeza, esperanzado, Marge levantó los brazos, alarmada, y papá sentenció:
—Las apariencias son muy importantes para tu madre, Claire. Marge y Danny se tienen que casar cuanto antes, y no hay más que hablar.
—Bueno -dijo Liam, poniéndose de pie y encaminándose hacia la puerta-, ahora que eso está arreglado, me voy a tomar una pinta. ¿Venís conmigo? ¿Mike? ¿Roy?
—¿Puedo ir yo? -preguntó Jamie.
Liam estaba a punto de decir que sí cuando intervino papá:
—Todavía no tienes edad, hijo.
—Voy a cumplir los dieciocho dentro de unas semanas, papá.
—Faltan más que unas semanas. No los cumples hasta diciembre.
—Oh, venga, Bob, déjale -le presionó mamá-. No le va a pasar nada. ¿Por qué no vas tú también, cariño? Te vendrá bien un descanso, y Danny puede ir con vosotros. No creo que quiera quedarse solo en una casa llena de mujeres.
—Pensaba que íbamos a tener una charla importante -dijo Aileen cuando no quedó ni un hombre en la casa.
—Y yo también -se quejó Norah-. Todavía no he dicho prácticamente nada.
—La cosa se ha arreglado mucho más deprisa de lo que pensaba -confesó mamá-. Voy a preparar un poco de té, ¿os parece? Vamos, Marge, puedes echarnos una mano.
Marge la siguió como un rayo. Mamá era su protectora y quería estar cerca de ella. Quizá tuviera miedo de que el resto de las chicas McCarthy fueran a sacarle los ojos.
—Pues ya sabéis lo que eso significa -dijo Claire con gesto aciago.
—¿Qué significa el qué? -preguntó Norah.
—Lo que ha dicho Jamie. Que dentro de poco cumplirá los dieciocho. Eso significa que le tocará hacer el servicio militar. El gobierno está enviando a los reclutas a combatir en Corea. Si va nuestro Jamie, a mamá le dará algo.
De repente, que Danny y Marge tuvieran que casarse nos pareció algo insignificante comparado con la idea de que nuestro hermanito tuviera que luchar en otra guerra más.
La boda fue horrible. Nadie se molestó en comprarse vestidos nuevos para la ocasión. Marge se puso el mismo que había usado en la boda de Norah, y yo llevé el mejor que tenía en color crema. Aparte de la familia directa no había más invitados. Liam, Michael y Roy tuvieron el detalle de tomarse la mañana libre en el trabajo para acompañar a sus esposas. Claire estaba enorme, y se esperaba que el bebé naciera, literalmente, en cualquier momento. La madre de Marge tuvo la desfachatez de presentarse. Al parecer, el hecho de que su hija se casara con un McCarthy había aplacado su ira. Nuestra familia tenía muy buen nombre en Bootle.
Nadie sonrió, pero muchos lloraron, mamá sobre todo. Danny y Marge parecían dos reos esperando a ser ahorcados y descuartizados. Me preguntaba si ahora se arrepentiría de lo que había hecho. Al fin y al cabo, era una forma bastante cutre de conseguir un marido.
Cuando salimos de la iglesia, pude ver como Ada Tutty se alejaba de allí con prisa. Seguramente habría visto la ceremonia desde el fondo.
Volvimos todos a Amethyst Street para tomar algo: unos bocadillos, alguna tarta, jerez para las mujeres y cerveza para los hombres. A mediodía, los que tenían trabajo se habían marchado ya, incluida yo, afortunadamente. La madre de Marge seguía allí, y sin duda se quedaría hasta acabar con el jerez y con la cerveza. Cuando me fui, pensé que, al volver, Danny ya no estaría. Mamá había encontrado un pequeño apartamento para Marge y para él encima de la sastrería que había en la esquina de Pearl Street. Y, dentro de algunos meses, era posible que Jamie se fuera también, con lo que yo sería la última hija de los McCarthy que quedaría en la casa. No me importaba, pero al mismo tiempo me sentía muy, muy triste.
—Es que es triste -dijo Con cuando aquella noche le conté lo que sentía, mientras cenábamos gambas al curry con arroz en el Golden Moon, un restaurante chino del centro.
Insistí en pagar la cuenta. Aunque ganaba el doble que yo, no me sentía cómoda dejando que pagara siempre él, así que, una vez a la semana, era yo la que invitaba.
—Tus padres ya sabían que algún día sus hijos se irían de casa y se quedarían solos, pero eso no hace que sea menos triste. Al menos, por ahora todavía te tienen a ti. -Me mostró su contagiosa sonrisa-. Qué suerte tienen.
—Ajá.
Me parecía que él estaba ligeramente enamorado de mí y yo no estaba segura de sentir lo mismo. Nos llevábamos estupendamente, siempre teníamos montones de cosas de las que hablar y sus besos de despedida eran cada vez más apasionados. Yo reaccionaba con la misma pasión, y me hubiera gustado despedirme en otro lugar que no fuera el portal de una tienda o unas oficinas, en algún sitio más tranquilo y confortable en el que no nos molestara nadie. Me preguntaba qué harían Danny y Marge en su pisito, encima de la sastrería, donde tenían toda la intimidad del mundo. ¿Se hablaban? ¿Dormían juntos en la cama de matrimonio?
Con estiró la mano y sentí su calor cuando tomó la mía.
—Un penique por tus pensamientos.
—No valen ni eso.
—Pues medio penique.
—Ni siquiera eso. -Sonreí, harta de estar tan triste. Habíamos dejado claro que había ciertas cosas en la vida que eran tristes, pero no podíamos hacer nada para remediarlo-. Anoche fui a mi primera clase de lengua -le recordé.
—Me había olvidado por completo. -Puso una cara de disculpa muy apropiada-. ¿Qué aprendiste?
—Que un adjetivo es una palabra descriptiva. Bueno, lo cierto es que eso ya lo sabía, pero nunca he tenido muy claro qué era un verbo, ni un nombre o un pronombre.
—¿Y ahora sí?
—Ahora sí, pero todavía no le he cogido el tranquillo a los adverbios, y no hemos empezado con las comas.
Tenía muchas ganas de aprender las comas.
La noche cayó deprisa. Cuando salimos del restaurante, estaba totalmente oscuro y hacía fresco. Caminamos hasta Pier Head y cogimos el tranvía. El me rodeó los hombros con el brazo y yo hice lo mismo con su cintura. A medio camino hacia Lord Street, se detuvo frente a una joyería y se quedó mirando el escaparate.
—¿Qué buscas? -pregunté.
—Me interesa saber el precio de las cosas.
—¿De qué clase de cosas?
—Anillos de compromiso. Hay una chica a la que estoy pensando en pedir matrimonio. ¿Qué clase de anillo crees que le gustaría?
La cabeza empezó a darme vueltas, igual que cuando nos besábamos.
—No lo sé -murmuré.
—Vamos Kitty. -Me apretó el brazo-. No sé nada de piedras preciosas, excepto que puedes comprarlas rojas, verdes o azules.
—Los anillos de compromiso llevan un diamante y no son de ningún color. Son como el cristal.
—¿Crees que le gustaría un anillo de diamantes? -Le brillaban los ojos, verdes como esmeraldas.
Me encogí de hombros y negué con la cabeza.
—No lo sé -repetí.
—Me pregunto si le gustaría un diamante, dos o incluso tres. Mira, ahí tienen uno con forma de corazón. ¿Qué te parece, Kitty?
Quería decir algo importante, pero aquélla era su manera de declararse, complicada y con rodeos, y sabía que heriría sus sentimientos. Cogí aire.
—Quizá deberías preguntarle primero a la chica si quiere un anillo de compromiso. A mí, al menos, siempre me han parecido como esas etiquetas que ponen en los muebles de las tiendas que dicen «Vendido, a recoger». Al menos así es como me sentiría yo llevando uno.
Me miró, desesperado.
—Cielo santo, Kitty McCarthy, qué cosas dices.
—De todas formas, los anillos de compromiso no significan nada -añadí sorbiendo-. Peter Murphy le compró uno a Norah, un diamante precioso, pero eso no le impidió dejarla tres años después. Y hasta le pidió que le devolviera el anillo.
—Creo que eres la mujer menos romántica de la historia. Te estoy pidiendo que te cases conmigo y tú tiras mi declaración por los suelos. -Hablaba despreocupado, pero me di cuenta de que se sentía herido.
—No es cierto. Lo único que he tirado por los suelos ha sido un anillo de compromiso.
—Entonces, si me arrodillo y me declaro, no me darás una patada ni nada parecido, ¿verdad?
—No, ¿pero no te parece que es un poco pronto? -Le miré a la cara, lo rodeé con los brazos y pegué mi mejilla a la suya-. Sólo hace unas semanas que nos conocemos -le susurré al oído-. Esperemos un poco más, al menos seis meses, antes de pensar en casarnos. ¿Por qué no nos olvidamos de anillos, promesas y compromisos y simplemente seguimos pasándolo de muerte?
—Si es lo que quieres... Pero me preocupa perderte, Kitty. -Se le resquebrajó la voz y por primera vez en mi vida sentí el poder de ser una mujer amada por un hombre-. Nunca antes había conocido a nadie como tú. Te quiero, Kitty. Si por mí fuera, me casaría contigo mañana, te encerraría con llave y no te dejaría escapar nunca.
Sabía que no había sido su intención que aquello sonara de esa forma, pero sus palabras me dieron un pequeño escalofrío.
Entonces me olvidé de todo, porque empezó a besarme en plena Lord Street. La gente pasaba a ambos lados, pero no nos importaba. Seguimos besándonos hasta que nos faltó el aire, y entonces corrimos hasta el portal vacío más cercano, donde seguimos besándonos.
Cuando llegué a casa me encontré a mamá sonriendo. Liam se había pasado para anunciar que Claire había tenido el bebé, un niño, y que el parto había ido sobre ruedas.
—Lo va a llamar Robert, como tu padre. Bobby, abreviado. Por la mañana iré al hospital a verlo.
Prometí que yo también los visitaría a la mañana siguiente. ¡Un nacimiento y una boda en el mismo día!
—Ah, y casi se me olvida, con tantas emociones: Norah vino antes y me dijo que ella está esperando un bebé. Nacerá en mayo.
El viernes, el barco de Eric Knowles atracó en Liverpool y por fin lo conocí. Había pasado cinco meses fuera, el tiempo más largo que Faith y él habían estado separados. El día antes, ella había ido a la peluquería y se había comprado un vestido nuevo: de terciopelo azul oscuro, mangas largas y falda de vuelo. Le dije que estaba muy guapa y que Eric se quedaría pasmado.
—Eso espero. Cuando viene, intento limpiar la casa y ponerme guapa, no siempre con éxito. Para él será un cambio verlo todo limpio y ordenado y a su mujer como la chica con la que se casó. -Lucía una gran sonrisa; era evidente que estaba muy enamorada de Eric-. Y Kitty, no sabes lo que me alegra que te hayas ofrecido a cuidar de los niños. Hope se niega en redondo a hacerlo, y así, Eric y yo podremos ir al teatro o a cenar... ¡O las dos cosas! -Se le torció el gesto-. Va a estar en casa una semana, luego se volverá a ir, pero esta vez sólo tiene que ir a Estados Unidos.
—¿Te importa que Con me ayude a cuidar de los niños?
—Ningún problema. Ya sé lo que es ser novios y no tener ningún sitio a donde ir. Así fue con Tom, mi primer marido. Eric y yo teníamos ya nuestras propias casas, así que no había problema, pero con Tom siempre nos faltaba algún lugar en el que poder ser nosotros mismos. Recuerdo cierta ocasión en que un amigo de Tom nos dejó su apartamento mientras él estaba fuera el fin de semana, pero apareció su madre y tuvimos que marcharnos: era eso o aguantar a la madre dos días. -Se quedó completamente inmóvil, con una tenue sonrisa en los labios y la mirada perdida en algún punto del pasado-. A veces casi me olvido de Tom, y sin embargo fue el amor de mi vida. Nunca podré querer a Eric ni la mitad de lo que lo quise a él. Aquello era amor joven, el primero, nunca hay otro igual.
En el salón había una fotografía de Tom y Faith (por aquel entonces se apellidaba Collier). La había tomado uno de los invitados el día de su boda y no era nada forzada. En ella se veía a ambos saliendo de la iglesia, corriendo, con la boca entreabierta y cogidos de la mano. A Faith se le había volado el velo hacia arriba y los dos parecían muy jóvenes y alegremente despreocupados. Al pensar en ello, en la melancolía que marcaba ahora la cara de Faith, me entraban ganas de llorar.
En el salón había más fotografías: Eric con su primera mujer, Eric y Faith el día de su boda, el otro hijo de Faith, Charlie, que se parecía mucho a su padre, y algunas de Oliver y Robin. Sin duda, Eric era el más agraciado. Era un hombre no muy alto, elegante, de pelo y ojos oscuros y apuesto como una estrella de cine, mientras que Tom era alto, rubio y desgarbado, con la nariz demasiado grande para la cara que tenía. Y, sin embargo, a juzgar por las fotos, prefería a Tom, pues me recordaba un poco a Con y algo más a mi robusto padre, el tipo de persona a quien podría confiar mi vida.
Eric Knowles llegó a media tarde en taxi. Faith, cuyos sentidos estaban bien alerta, oyó como se cerraba la puerta de un coche y salió corriendo a verlo, seguida de los niños, que se peleaban por abrir la puerta. Yo me quedé en la cocina, contenta de poder disfrutar de unos minutos de paz. Faith ya me presentaría cuando llegara el momento.
Y llegó unos diez minutos después. Los niños entraron en tropel en la cocina junto a una Faith ruborizada, y Eric venía detrás. Llevaba un uniforme azul marino, con muchos remates dorados, y era ligeramente más alto de lo que me esperaba. El pelo, casi negro, empezaba a encanecer en las sienes, lo cual le hacía todavía más atractivo, como un ídolo de la pantalla: Charles Boyer o Herbert Marshall.
—Ésta es la joven que ha conseguido instaurar el orden donde antes reinaba el caos, cariño -anunció triunfalmente Faith-. Kitty, querida, éste es Eric, mi marido.
—Tengo mucho que agradecerte, Kitty. -Eric me estrechó afectuosamente la mano. Nunca antes había visto a un hombre con las manos tan blancas y cuidadas; parecía que se hubiera hecho la manicura-. Gracias a ti, ahora tengo a mi mujer como era antes. Hacía mucho que no la veía tan espléndida. -Besó a Faith en la mejilla y la estrechó con, el brazo-. Cómo me alegro de estar en casa.
Para mí, aquello sonaba un poco ofensivo. Faith tenía que ocuparse de una casa y dos niños pequeños, y aun así él esperaba encontrar una modelo al llegar.
—Kitty y su novio se ocuparán de los niños mañana por la noche -exclamó Faith-, y cualquier otra que queramos salir.
Eric sonrió y me dijo que era un ángel venido del cielo y que no sabía cómo darme las gracias. Parecía muy confiado y seguro de sí mismo, como correspondía al capitán de un barco.
A la noche siguiente, Faith nos abrió la puerta. Estaba muy glamorosa con aquel vestido de terciopelo y el collar de perlas de tres hileras con pendientes a juego. Me sorprendió verla algo decepcionada, aunque logró esbozar una sonrisa cuando le presenté a Con.
—Te habría reconocido en cualquier parte -comentó-. Kitty me dijo que te parecías un poco a Van Johnson.
—A mí no me lo ha dicho nunca -respondió Con indignado.
—Bueno, pues te pareces. Vamos, sentaos en el salón y os prepararé algo de beber. Oliver y Robin están dormidos; esperemos que sigan así. Eric ha reservado mesa en el George a las ocho, así que nos iremos en cualquier momento.
Le indiqué a Con dónde estaba el salón, pero no me quedé con él. En vez de eso, seguí a Faith hasta la cocina.
—¿Qué te pasa? -pregunté.
—Vaya, ¿se nota? -Se llevó las manos a las mejillas-. Quiero hacer como que no me importa.
—¿Que no te importa el qué?
—Que Hope venga a cenar con nosotros. Se lo preguntó a Eric y me parece que él no se sintió cómodo diciendo que no. -Parpadeó furiosa, intentando contener las lágrimas que se amontonaban en sus ojos-. Es la primera vez que estamos juntos en Dios sabe cuánto, los dos solos, y tenía muchas ganas.
Sentí deseos de insultar a Hope hasta quedarme seca, pero lo único que dije fue:
—Lo siento mucho, Faith.
—Yo también -convino amargada-. Ha arruinado la noche incluso antes de empezar.
Diez minutos después, los tres se marcharon en el coche de Hope. Eric iba en el asiento del copiloto y Faith en el de atrás, sola. En cuanto el coche hubo desaparecido, Con y yo nos arrojamos el uno en los brazos del otro, en el salón, satisfechos de tener unas cuantas horas para nosotros solos. Le estaba contando cómo Hope había echado la noche a perder cuando se abrió la puerta y entró Oliver, con la cara resplandeciente y recién lavada, mirada maliciosa y totalmente adorable con su pijama a rayas. Soltó una poderosa risilla y se tiró encima de nosotros.
—Vamos a jugar al fútbol, Kitty.
—De ninguna manera -dije indignada-. Tu madre me prometió que estarías dormido.
Soltó otra risilla.
—Sólo me hacía el dormido.
—No está bien engañar, Oliver. La próxima vez le diré a tu madre que te clave una aguja para comprobar si estás dormido o si finges.
—No servirá -respondió bravucón. Miró a Con (de alguna manera, había conseguido meterse entre nosotros)-. ¿Y tú quién eres?
—Soy el novio de Kitty, pequeño. -Con pestañeó-. ¿Y quién eres tú?
—Me llamo Oliver Knowles y vivo aquí.
—¿No crees que deberías volver a la cama, Oliver Knowles? En todo el país, los niños pequeños como tú están ya dormidos.
—Pero es que no estoy cansado, novio de Kitty.
—Aun así sigo pensando que deberías volver a la cama -concluí.
Lo cogí en brazos, lo llevé al piso de arriba y lo acosté.
—Vamos, duérmete -dije bien seria mientras remetía las sábanas-. Mamá se enfadará si le cuento que has bajado. Cerró los ojos y murmuró:
—No, no se enfadará.
Salí del cuarto de puntillas.
Con y yo no nos habíamos dado más que un beso cuando volvió a bajar, esta vez con Robin. Decidimos rendirnos y esperar que se cansaran pronto. Para ello, Con los llevó a caballito por la habitación, jugamos al escondite, al pilla pilla e hicimos carreras alrededor del sofá. Pasó una hora antes de que empezaran a cerrar los ojos. Le preparé una taza de leche caliente a cada uno y accedieron a irse a la cama, no demasiado convencidos.
Cuando volvimos al salón, Con y yo caímos rendidos en el sofá, muertos de risa.
—Parece que Faith no es la única a quien le han arruinado la noche -dije-. Estoy destrozada.
—Y yo también, pero no tanto como para no hacer esto. -Estiró los brazos-. Ven aquí, Kitty McCarthy.
Me hundí entre sus brazos y nos quedamos allí sentados, respirando violentamente y recuperando energías para poder hacer por fin lo que teníamos pensado hacer cuando entró Oliver.
Aquella noche me tocó los pechos por primera vez y sentí un fuego interno cuando me frotó los pezones con los dedos. Me estremecí de placer, y él susurró con voz ronca:
—Te quiero, Kitty.
—Yo también te quiero -contesté con voz temblorosa. Minutos más tarde me acariciaba el muslo, y entonces oímos cómo un coche aparcaba en la entrada. Se apagó el motor y alguien dio un portazo. Me abroché rápidamente el sujetador, y me estaba abotonando la blusa cuando se abrió la puerta y entró Faith. Todavía no la tenía bien puesta, pero creo que Faith no se habría fijado en mí ni aunque hubiera estado desnuda. Su gesto era torcido y la mirada, febril.
—Hemos venido antes. Tengo un dolor de cabeza insoportable. -Se llevó la mano a la frente, como si intentara contenerlo-. Espero que no te importe que me vaya directamente a la cama.
—¿Quieres que te suba una aspirina y algo caliente para beber?
—Gracias Kitty, sería estupendo. ¿Se han portado bien los niños?
—Perfectamente -le aseguré-. Ni el más mínimo ruido.
—Bien.
Al subir las escaleras se tambaleó ligeramente, con su elegante y delgada figura vestida de azul oscuro.
Con entró en la cocina mientras yo esperaba a que se calentara la leche, comprobando con el dedo para no pasarme. Me abrazó por la espalda y me respiró en la nuca.
—Eso no es muy higiénico. Sabe Dios dónde habrá estado ese dedo.
—Me lo he lavado antes.
—No me he dado cuenta.
—Pues es verdad.
Me eché hacia atrás, apoyándome en él, y se puso a acariciarme los pechos. Antes de darme cuenta, la leche había hervido y se había desbordado, y tuve que tirar un poco y mezclarla con leche fría. Le dije a Con que era culpa suya y le mandé limpiar la cocina mientras yo le llevaba a Faith la leche y las aspirinas. Ella había dejado la ropa en una silla y se había metido en la cama, en la penumbra. Por algún motivo, sólo una de las cortinas estaba echada, así que dejé la taza y las tabletas en la mesilla de noche y fui a correr la otra.
Faith se irguió, se echó tres tabletas en la mano y las tragó con la leche. Entonces se dejó caer entre las sábanas y se las echó por encima de la cabeza sin decir nada. Ni «gracias» ni «buenas noches».
Estaba segura de que, cuando había corrido la primera cortina, había visto exactamente lo mismo que yo al echar la segunda: a su marido y a su hermana besándose apasionadamente frente a la entrada.
Eché en falta a Marge. Quería contarle lo que había visto al mirar por la ventana del dormitorio de Faith. Habríamos hablado de ello durante horas, incluso días, habríamos intentado imaginar qué pasaría después, lo que habríamos hecho de estar en su lugar, y yo habría comentado que no me fiaba de Eric desde que vi su fotografía.
Pero al pensarlo un poco mejor, me dije que no podría haberle contado nada. Era demasiado personal, demasiado íntimo, demasiado horrible para explicárselo a nadie, excepto a Con cuando volvimos a casa en autobús y sólo porque estaba en estado de shock y no me terminaba de creer lo que había visto.
—Faith parecía muy simpática.
—Lo es. No se merece un marido como ése..., ni una hermana como Hope.
—¿Qué vas a hacer?
—Nada. A menos que Faith lo mencione primero.
El domingo por la tarde fui al hospital a ver a Claire y a Bobby, el recién nacido. Me llevé a Con; ya iba siendo hora de que conociera a mi familia. Me di cuenta de que a papá y a mamá les caía bien, y Claire, ruborizada y feliz, lo examinó lentamente, de la cabeza a los pies, y después asintió satisfecha, como si dijera: «Nos valdrá». Liam ya lo había conocido, y se dieron la mano con tal intensidad que parecía que se hubieran encontrado en mitad del desierto del Sahara.
Mamá, Norah y Aileen estaban ya allí. Ahora que Claire acababa de tener un hijo y Norah y Marge esperaban los suyos, Aileen no debía de estar de muy buen ánimo.
Entonces entró Marge con un ramo de crisantemos. Hubo un breve e incómodo silencio, y mamá se levantó y le dio un caluroso abrazo y un beso. Claire se esforzó para soltar un educado:
—Gracias Marge, son preciosas.
Yo me limité a quedarme de pie al otro lado de la cama y a ignorarla.
Llegó una enfermera, un marimacho con abundantes cejas y un asomo de bigote.
—Las madres sólo pueden recibir a dos visitantes al mismo tiempo -gruñó-. El resto tendrán que marcharse y volver después.
Liam, que nunca desperdiciaba una oportunidad de ir a la taberna, invitó a Con a tomar una copa, «para bautizar al niño con algo».
—Ya lo has bautizado unas cien veces -observó Claire, severa pero con una sonrisa.
Marge señaló que sólo había venido para dejar las flores, y Aileen, que ella y Michael iban a cenar con la madre de éste y ya debían marcharse.
—No tengo demasiadas ganas -dijo no con mucho tacto-. Se pasa el día criticando.
De sus labios nunca salía nada bueno sobre su suegra.
La enfermera seguía rondando por la sala, por lo que fui a la maternidad a echarle un nuevo vistazo a Bobby con la esperanza de que se hubiera ido al volver. Cuando llegué, había media docena de personas mirando por el cristal.
Bobby Quinn, de cuatro días, estaba en la segunda fila, llorando desconsolado, y con la cara tan roja que me preocupaba que se le fuera a reventar una vena.
—¿Está bien? -pregunté a una enfermera que pasaba por allí, señalando a mi último sobrino.
—Están todos bien -dijo casi sin aliento-. Algunos tienen hambre, otros están cansados, otros quieren que les cambien los pañales. Pero, aparte de eso, están bien.
Y se marchó con prisa. Miré a Bobby, poco convencida. No parecía estar bien. Golpeaba el aire con los puños cerrados y movía violentamente los piececitos. Quería entrar corriendo en la maternidad, recogerlo y llevárselo a Claire, pero no creía que ella fuera a agradecer tal muestra de preocupación.
—Bobby está bien -dijo una voz-. En cuanto se vayan las visitas, se lo darán a Claire y ella le cambiará el pañal, le dará de comer y le hará unos mimos. Ahora mismo, el pequeño se está desahogando.
—¿Y cómo lo sabes? -gruñí.
Marge estaba a mi lado. Se la veía muy triste y algo perdida. No llevaba maquillaje, para variar, y por lo tanto parecía mucho más joven.
—Simplemente lo sé -suspiró-. El año que viene, por estas fechas, yo misma tendré un bebé. Tendrá unos seis meses.
—Qué te crees, ¿que no lo sé?
Tardó un buen rato en responder.
—Lo siento Kitty Tenías razón, se la jugué a Danny. Le dije que usaba algo y era mentira. Pero aquél fue el mayor error que he cometido en mi vida. No me habla, no me toca; somos como dos desconocidos.
Yo miraba a Bobby otra vez. Me pareció que sus movimientos eran cada vez más lentos. Se estaba cansando. De pronto dejó de llorar y se quedó dormido ante mis propios ojos, convirtiéndose en un bebé completamente diferente.
—¿Quién es el chico que ha venido contigo al hospital? -preguntó Marge.
—Con Daley. Llevamos saliendo unas cinco semanas.
—Parece simpático... Y te quiere mucho. Se le notaba en la mirada.
—Yo lo quiero a él.
Nos apartamos para dejar que dos ancianas vieran a los bebés. Por la conversación que mantenían, deduje que una de ellas acababa de ser abuela por primera vez.
Marge se mordió el labio.
—Es una pena que lleves tanto tiempo con novio y yo no me haya enterado.
—¿Y de quién es la culpa, Marge?
—Mía. -Asintió con rabia-. Todo es culpa mía. He causado un lío enorme. Le he arruinado la vida a Danny, por no hablar de la mía. Tus hermanas me odian, he perdido tu amistad y les he causado un disgusto a tus padres. Quiero mucho a tu madre, Kitty. Es una mujer excepcional. -Dejó escapar un largo y estremecedor suspiro-. La verdad, a veces me entran ganas de meter la cabeza en el horno de gas. Sería lo mejor para todos.
—No para el bebé -señalé-. Y mis hermanas no te odian. -Pero sabía que podrían llegar a odiarla si se enteraban de que había engañado a Danny para quedarse embarazada-. No saben toda la verdad, y el enfado se les pasará pronto.
Ella parecía ligeramente aliviada.
—Pensaba que tú les habías contado que..., ya sabes.
—Pues no lo hice, ni tampoco Danny.
—Bueno, algo es algo. En fin, me voy. Hasta luego, Kitty.
Se dio la vuelta y se marchó, ella, la chica que hasta hacía pocas semanas había sido mi mejor amiga. Viéndola de espaldas me fijé en que había perdido bastante peso, cuando en su estado lo normal era que ganara.
—Marge -la llamé, y ella se dio la vuelta tan rápido que se tambaleó. Me acerqué a toda prisa y le cogí el brazo-. ¿Por qué no vienes conmigo a la sala un rato?
La enfermera debía de haberse ido ya. Le brillaron los ojos.
—Me encantaría. En el apartamento me siento muy triste. Los fines de semana, Danny desaparece, no tengo ni idea de adónde va.
Volvimos juntas a la sala. No la cogí del brazo como habría hecho en otros tiempos, pero había dado el primer paso para recuperar mi amistad con Marge, aunque sabía que nunca volvería a ser como antes.
El lunes le pregunté a Faith si estaba mejor del dolor de cabeza y ella se río.
—Cuando me levanté a la mañana siguiente se me había pasado ya. No sé qué me pasó, Kitty Casi nunca me duele la cabeza, pero no llevábamos ni una hora en el restaurante cuando empecé a notar una palpitación bastante dolorosa. Salí fuera un rato, pero al final no me quedó más remedio que volver a casa. Propuse coger un taxi y dejar que Eric y Hope terminasen de comer, pero insistieron en traerme. Pobres -se rió-, les he arruinado la noche.
Según recordaba, ella ya había afirmado que la noche estaba arruinada antes de salir de casa, pero no volvió a mencionar a Hope, y me dijo que Eric iba a ir al centro más tarde, «para hacer unas compras. El barco atraca en toda clase de ciudades mientras están de crucero, pero apenas tiene tiempo de pisar tierra firme».
—¿Quieres que cuide de Oliver y Robin para que puedas ir de compras con él?
—Eres muy amable, querida, pero la verdad es que no me apetece.
Se río de nuevo.
Hablaba demasiado deprisa y se reía sin motivo. Tenía ganas de contarle que había visto a Eric y a Hope besándose frente a la casa el sábado por la noche. Le sentaría bien hablarlo, pero era ella la que tenía que tomar esa decisión.
Los papeles del servicio militar de Jamie habían llegado ya. Tenía que irse a Aldershot, Kent, el 3 de diciembre, dos días después de su decimoctavo cumpleaños, para tomar parte en un cursillo de entrenamiento. Planeamos una gran fiesta. Todos sus compañeros de clase y del trabajo estaban invitados, además de la familia. Me daba la impresión de que a Jamie le parecía bastante emocionante eso de ser llamado a filas, pero se esforzaba en no demostrarlo por el bien de mamá. Y precisamente por el bien de mamá, todos evitábamos mencionar las palabras «Aldershot» y «servicio militar». En cuanto a la guerra de Corea, nadie había oído hablar de ella, al menos en lo que a la familia McCarthy respectaba.
Mamá no hablaba más que de la fiesta de cumpleaños; la comida, la bebida, si sería la clase de fiesta en la que hay juegos o si la gente se limitaría a hablar...
—Le preguntaré a Aileen si nos deja su gramola -dijo animada-. Michael y ella tienen muchos discos modernos: Frank Sinatra y Perry Como. Estará bien tener algo de música de fondo.
Nos aterraba pensar en lo que pasaría después de la fiesta, cuando Jamie tuviera que irse.
Capítulo 3
Cuando Will se fue de casa para alistarse en la Marina, yo tenía nueve años y estaba en la escuela. Mamá me dijo que se había «presentado voluntario». Por aquel entonces, yo no sabía lo que quería decir. Jeff, que tenía tres años más, había esperado nueve meses hasta que lo llamaron a filas y se incorporó al Ejército. Se marchó un sábado. Muchos de los vecinos salieron de sus casas para despedirlo. Una niña se le acercó corriendo y le dio una barra de chocolate, y un hombre le lanzó un paquete de Craven A, aunque él no fumaba. En cuanto dobló la esquina, mamá y la prometida de Jeff, Theresa, entraron corriendo en el salón y se echaron a llorar, aunque no pensaban que fuera a faltar mucho tiempo. La guerra no había terminado en seis meses, como todo el mundo había previsto, pero seguramente lo haría pronto. A nadie se le pasaba por la cabeza que fuera a durar seis años.
Will y Jeff eran unos niños cuando nací, pero yo los recordaba sobre todo como adultos: dos hombres de metro noventa que a veces se comportaban como niños pequeños. Luchaban hasta caerse al suelo, siempre en broma, y no les importaba si Jamie y yo nos uníamos. Eran muy buenos con nosotros.
Los fines de semana nuestra casa parecía una estación. Venían los novios de Claire y Aileen, y las novias de Will y Jeff, todos a la vez. A mamá le encantaba. Se encontraba muy a gusto y preparaba incontables teteras y bocadillos.
Mis hermanos mayores a veces venían a casa de permiso, hasta que un día ya no vinieron más. Creo que a mí lo que más me preocupaba eran papá y mamá. Lloraban mucho. Todos llorábamos, hasta los vecinos, sobre todo cuando se hundió el barco de Will y mis padres perdieron a su segundo hijo.
Al recordarlo, me parecía todo muy irreal, como si mis hermanos no hubieran existido nunca y no hubiera sido más que un sueño.
Pero Jamie no era un sueño. Jamie era real. Cuando nació, yo tenía sólo dos años y era el bebé de la familia. De repente, me di cuenta de que no podía sentarme en el regazo de mamá siempre que me apeteciera porque estaba ocupada con Jamie.
Recuerdo cuando aprendió a andar, y la primera vez que dijo «Kitty». Estaba muy orgullosa, porque el mío era el primer nombre que había aprendido después de «mamá» y «papá». Lo sabía todo sobre Jamie. Cosas que nunca supe sobre Jeff o sobre Will. Había visto como pasaba de ser un bebé a un niño, y de niño a jovencito de dieciocho años. Desde los dos años, no había pasado ni un solo día de mi vida del que él no formase parte.
Pero ahora tenía que marcharse, y yo no podía soportarlo. Sólo se iba a cumplir el servicio militar, aunque teniendo en cuenta la historia familiar de los McCarthy, por no hablar de que había una guerra, aquello significaba más para nosotros que para nadie. El clima no ayudaba demasiado: gris, húmedo y frío. Mamá llevó el mejor traje de Jamie al tinte, Claire le compró una corbata nueva, papá le limpió los zapatos y yo le ayudé a hacer la maleta. Se había puesto el reloj que Aileen y Michael le regalaron por su cumpleaños, y en el bolsillo portaba una cartera de cuero que le habían comprado Norah y Roy, además de uno de los pañuelos blancos con una J azul bordada, de parte de Danny y Marge. Venía en una caja de cuatro.
—Estás para colocarte en el escaparate de Burton's -comentó Claire cuando lo vio vestido.
Estaba muy elegante y parecía sorprendentemente mayor, y, sin embargo, al mismo tiempo, era poco más que un niño. Su rostro tenía todavía el tacto del de un bebé y sólo se afeitaba una vez por semana. No era tan alto como Danny -quizá todavía tuviera que crecer un poco más-, ni en absoluto tan engreído. Aunque lo cierto era que Danny había perdido todo el engreimiento de sopetón cuando se enteró de que Marge esperaba un bebé, y además era ya demasiado mayor para hacer el servicio militar. El pelo de Jamie era más castaño que pelirrojo. Odiaba cortárselo, sobre todo desde que fue lo suficientemente mayor como para ir al barbero. Quizá pensara que a éste se le podía resbalar la mano y cortarle una oreja, no lo sé, pero la única forma de convencer a Jamie para que se pelara era decirle que parecía una chica. Entonces salía para allá escopetado.
—Me tengo que ir dentro de nada -apuntó.
—¿Seguro que no quieres que te acompañemos al centro, hijo? -preguntó papá.
Iba a coger el tren del mediodía a Londres en Exchange Station, y de ahí cogería otro hasta Aldershot, donde pasaría seis semanas entrenándose para ser un soldado. En el piso de arriba, Bobby, que tenía ya dos meses y medio, se puso a llorar, pero Claire lo ignoró.
—No, me sentiría un poco ridículo si aparezco allí con mis padres. Pero gracias por preguntar -añadió rápidamente, preocupado de haber herido sus sentimientos.
—Escribe en cuanto puedas, Jamie.
—En cuanto llegue, mamá. -Cogió la maleta y se dirigió a la puerta-. Hasta la vista.
Yo me eché a llorar.
—No creas que te vas a librar tan fácilmente, Jamie McCarthy. -Lo estreché entre mis brazos-. Cuídate, cariño.
—Ay, quita.
Se apartó, pero pude ver que estaba a punto de llorar.
—¡Ven aquí! -exclamó Claire.
Ella le dio un beso rápido y una palmadita en la cara. Papá le cogió del brazo y le dio otra, más enérgica, en la espalda. Mamá simplemente le besó con suavidad en la mejilla y lo estrechó por un instante. Entonces salimos todos a la puerta y nos despedimos con la mano.
—¿Estás bien, Bernie? -preguntó papá cuando volvimos adentro.
—Sí, Bob. No te preocupes -respondió mamá en un tono que sólo podría calificar de frío-. No voy a llorar, pero si nuestro Jamie no regresa, me quitaré la vida.
—Fue horrible -aseguré sollozando-. Realmente horrible.
—¿De verdad dijo que iba a quitarse la vida?
Faith estaba espantada. Me había tomado la mañana libre para despedirme de Jamie, pero no pude dejar de llorar durante todo el trayecto de autobús hasta Weld Road, ni tampoco cuando llegué allí. La pobre Faith no sabía qué hacer conmigo. Había encendido la luz de la cocina porque fuera estaba muy oscuro, y los niños jugaban a indios y vaqueros por toda la casa. Por primera vez, el ruido me ponía de los nervios.
—Todavía puedo oírlo. Lo dijo de tal forma que parecía que iba en serio.
—¡Vaya por Dios! Mira, te prepararé un café, muy fuerte y con montones de azúcar. Quizá eso te ayude.
No pensaba que nada pudiera ayudarme, pero me bebí el café a pequeños sorbos, y cuando hube terminado, las lágrimas habían cesado.
—Lo siento -dije sorbiéndome la nariz-. Vengo aquí para cuidar de Oliver y Robin, y en vez de eso estoy en la cocina llorando a moco tendido.
—¡Kitty, por favor! Como si me importara -respondió Faith, cálida-. Somos amigas, y para eso están los amigos, para contarse las cosas cuando pasa algo horrible. ¿Yo no te he dado ya la lata mil veces con mis problemas?
—Sea como sea -insistí sorbiendo de nuevo-, no me pagas para esto, ¿verdad?
—Tampoco te pago por hacer esos penachos de indio tan bonitos para los niños el otro día, y sin embargo los hiciste. No te pago por muchas cosas que haces, Kitty, así que no me vuelvas a hablar de dinero porque me disgustaré mucho. -Se oyó un grito en el piso de arriba, y ella dijo-: Es Robin. Parece que se ha caído.
Ya me había levantado de la silla, pero ella me hizo sentar de nuevo.
—Quédate aquí. Ya voy yo.
Le escuché decir:
—Ay, pobrecito, te has hecho un chichón. Deja que mamá te lleve al baño y lo lave. Luego bajaremos al piso de abajo. Ha venido Kitty, y te dará un beso para que se te pase el dolor.
Tenía mucha paciencia con los niños, que habrían vuelto loca a cualquier mujer. Me caía muy bien, casi podía decir que la quería, y me aterraba pensar en el día en que descubriera que Eric y Hope tenían una aventura. O quizá ya lo supiera y prefería ignorarlo por algún motivo, con la esperanza de que se terminara. Por enésima vez, me pregunté si habría visto realmente lo que pasó frente a la casa la noche que Con y yo cuidamos de los niños. Ella no lo había mencionado nunca, ni yo tampoco. Quizá no lo había visto, o quizá lo hubiera achacado todo al hecho de que ambos habían bebido mucho y por lo tanto no significaba nada.
Unas seis semanas antes, Hope había ido a Guildford a pasar unos días en casa de una vieja amiga de la escuela llamada Emily Rowe.
—Fueron damas de honor en sus respectivas bodas, y hace siglos que no se ven, aunque se escriben y telefonean todo el tiempo -me dijo Faith-. Se va a quedar dos semanas. La verdad es que me parece estupendo. Eso quiere decir que los niños podrán hacer todo el ruido que quieran mientras ella no esté. Se enfada mucho cuando la despiertan demasiado temprano el domingo por la mañana.
Hope se marchó en coche la jornada antes de que Eric volviera a su barco. Unos días más tarde, Faith estaba en el baño y yo en la cocina viendo cómo Oliver y Robin rellenaban sus libros de colorear, cuando sonó el teléfono. Fui a cogerlo.
—¿Faith? -preguntó una voz de mujer.
—Está dándose un baño.
—¿Puedo hablar con Hope? Acabo de llamar al banco y me han dicho que no ha ido porque estaba enferma. Sólo quería saber qué le pasaba, eso es todo. Por cierto, soy Emily Rowe, la amiga de Hope.
Por un instante no supe qué responder. Pensé en decir que Hope estaba en el hospital, pero quizá Emily quisiera saber en cuál y tendría que seguir mintiendo. Al final decidí contar la verdad. No tenía por qué cubrir las espaldas a Hope.
—Le dijo a Faith que iba a pasar unos días con usted. Si no está ahí, no tengo ni idea de dónde puede estar.
—¡Oh, cielos! -se oyó una exclamación de horror al otro lado de la línea-. ¿Con quién hablo?
—Me llamo Kitty Cuido de los niños de Faith.
—Mira Kitty, ¿te importaría olvidar que hemos tenido esta conversación? Me parece que he metido la pata. No tengo ni idea de qué se trae Hope entre manos, pero, por favor, olvida que he llamado.
—Ya me he olvidado -contesté, y colgué.
Pensaba a toda prisa. Hope se había ido un día antes que Eric. Si tuviera cien libras, apostaría hasta el último penique a que se había ido con él en el barco a Nueva York.
Era martes y por la noche tenía clase de gramática inglesa. La coma, como había descubierto ya, separaba las palabras y las frases para crear pausas. También era necesario poner una entre adjetivo y adjetivo. Por ejemplo: «Kitty McCarthy tiene la boca grande, ancha y abierta». La semana anterior habíamos estudiado los apóstrofes y los signos de interrogación, y ahora estábamos aprendiendo a estructurar las frases. Ya sabía que no había que decir «yo y Con», sino «Con y yo».
En la boda de Norah, Marge me había preguntado de qué servía aprender gramática. Yo sólo sabía que me hacía sentir mejor conmigo misma, aunque no escribiera más que listas de la compra (con una coma entre un artículo y otro). Ah, y me estaba esforzando en no decir «la dije» cuando quería decir «le dije».
Con me estaba esperando frente al edificio municipal. Había hecho un día pésimo y la noche parecía ir por los mismos derroteros. El asfalto estaba mojado, aunque no había llovido, y cada vez había más niebla. Últimamente, Con y yo nos veíamos todos los días. A veces no hacíamos más que pasear por Dock Road hasta Liverpool y luego cogíamos el tranvía para volver, o nos pasábamos las horas sentados en la taberna, él con su pinta de cerveza y yo con una clara.
Por aquel entonces estábamos ya locamente enamorados, pero mi cerebro estaba dividido. Una mitad deseaba pasar el resto de mi vida con él, la otra temía que me propusiera matrimonio por segunda vez. A esa mitad de mi cerebro le gustaban las cosas tal y como estaban: nos veíamos todos los días, íbamos al centro a ver los últimos estrenos y cenábamos juntos.
—¿Adónde podemos ir? -preguntó cogiéndome del brazo.
—¿Te importa si volvemos a mi casa? Jamie se marchó a Aldershot esta misma mañana y me gustaría estar con papá y mamá.
Cuando tomamos el té los tres solos, el ambiente había sido más bien frío. El rostro de papá estaba rígido y apenado, y mamá apenas abrió la boca. En el momento en que lo hizo, su voz sonó tan fría como cuando se marchó Jamie. Me había sentido mal al irme a clase de lengua.
Con era el tipo más afable del mundo. Sencillamente, dio media vuelta y nos dirigimos a Amethyst Street. De camino, le conté lo que había dicho mamá aquella mañana. Su reacción me sorprendió. Al parecer, no era tan afable.
—¡Qué horror! ¿Cómo puede decir algo así? -me espetó-. Ahora tu padre y todos los demás estaréis en vilo durante dos años, hasta que vuelva Jamie. Espero que no te importe que lo diga, Kitty, pero tu madre es de lo más egoísta.
—¿Cómo que egoísta?
Yo siempre había pensado que mamá era la antítesis del egoísmo y, sin embargo, Theresa me había dicho más o menos lo mismo.
—Egoísta, desconsiderada, lo que sea. ¿Amenazar con quitarse la vida si no vuelve Jamie? -Temblaba de indignación-. La verdad, no me parece justo.
No contesté, pero pensé en la cara de papá cuando tomamos el té. Con tenía razón: no era justo.
Al llegar a Amethyst Street, la niebla era más densa. Iba a meter la llave cuando se abrió la puerta y apareció Claire.
—Acabo de limpiar el cuarto de Jamie para que mamá no tenga que hacerlo. Menuda leonera. No hay nadie en casa. Aileen y Michael pasaron con el coche para recoger la gramola e insistieron en sacar a cenar a papá y a mamá. No había niebla todavía, así que sabe Dios cuándo volverán. Michael va a un kilómetro por hora en circunstancias normales, así que a lo mejor no aparecen hasta la semana que viene. Hasta entonces, tenéis la casa para vosotros. -Guiñó un ojo, suspicaz-. No hagáis nada que yo no hiciera. Hasta luego.
—Hasta luego -murmuramos los dos.
En cuanto cerramos la puerta, le pregunté a Con si quería tomar un té.
—Después -contestó.
Para mi alivio, él volvía a sonreír.
—¿Después de qué?
—De esto.
Me estrechó entre sus brazos y pasamos al salón, donde nos hundimos en el sofá. Hicimos el amor. No esperaba que sucediera, pero así fue. Podría haberlo impedido fácilmente, pero no quería. Al principio me dolió un poco, pero no me importó. Me gustaba sentir a Con dentro, ser parte de él y que él lo fuera de mí.
Cuando terminó, no preparé el té, como había prometido, hasta pasado un buen rato. Nos quedamos allí, tumbados, apretados el uno contra el otro en el sofá, pensando en lo maravilloso que había sido.
Con dijo:
—¿Cuándo demonios podremos hacer esto otra vez?
Confesé que no tenía ni idea.
—Papá y mamá no suelen salir por la noche, excepto el domingo, que acuden a la misa nocturna.
—Mi madre va a jugar a las cartas todos los miércoles, y papá se marcha a la taberna. Sheila todavía vive en casa, pero tiene novio y está siempre fuera. Y aunque estuviera, no se chivaría. Bueno, dos veces por semana era mejor que nada.
Jamie escribía regularmente. Sus palabras eran algo nostálgicas. Aparte de eso, parecía estar pasándoselo bien. No le gustaba la instrucción, pero el gimnasio era la bomba. Además estaba aprendiendo a boxear. «Se me da bastante bien, y quizá me haga profesional cuando vuelva a casa», decía.
A Faith le llegaba el Times a casa cada día, y yo leía todo lo que contaba sobre la guerra de Corea. Me espanté al enterarme de que el ejército chino se había aliado con los norcoreanos, por lo que Estados Unidos y sus aliados tenían que combatir en dos frentes distintos. De hecho, hasta se hablaba de usar la bomba atómica y de la amenaza de una Tercera Guerra Mundial. El primer ministro británico, Clement Atlee, viajó a Estados Unidos para entrevistarse con el presidente Truman y criticar el posible uso de la bomba. Habían enviado a miles de soldados británicos, sobre todo a los que estaban haciendo el servicio militar, como Jamie. Los que ya habían cumplido los dos años reglamentarios habían tenido que ampliar el plazo. La cosa era mucho peor de lo que me había imaginado y estaba muy avergonzada de mi ignorancia.
En Navidad, Jamie vino a casa unos días, muy en forma y en absoluto aniñado. Se fue con Danny al jardín y le enseñó a boxear, aunque la lección terminó abruptamente cuando Danny acabó accidentalmente con la nariz llena de sangre.
Faith y los niños fueron a pasar la Navidad a Richmond, con su madre viuda. Eric no volvería hasta Año Nuevo y Hope se iba a quedar en casa de su amiga Emily Rowe.
—Ya van dos veces en pocos meses -comentó Faith-. Al parecer, Emily está deprimida por algo. Kitty, si no tienes nada mejor que hacer, quizá podrías pasarte de vez en cuando por la casa para ver que todo está bien.
Como a la casa no podía pasarle nada, a no ser que sufriera una combustión espontánea, entendí aquello como una elaborada forma de decir que Con y yo podíamos ir por allí siempre que quisiéramos, y eso fue exactamente lo que hicimos. Nos pasábamos las horas tirados, descaradamente, rechazando todas las invitaciones a comer de nuestras respectivas familias. Yo decía que había prometido ir a casa de Con, mientras que él decía que le habíamos invitado a la nuestra. Como consecuencia, durante las Navidades apenas comimos nada. En vez de eso, pasamos unos momentos bastante intensos en el dormitorio del segundo piso de la casa de Weld Road.
No podía dejar de pensar que sabía perfectamente que Con no tomaba precauciones cuando hacíamos el amor, y por lo tanto había bastantes posibilidades de quedarme embarazada. Me preguntaba si me estaba dejando llevar hasta que la decisión ya no fuera mía y tuviéramos que casarnos. De ser así, ¿de qué mitad de mi cerebro salía aquella idea?
Los Knowles regresaron de Richmond, y Jamie volvió a Aldershot para completar la segunda mitad de su instrucción. Tres semanas después sería un soldado entrenado, listo para combatir en una guerra lejana en un país extraño en el que muchos militares británicos habían perdido ya la vida.
Todo volvió a la normalidad. Llegó el año 1951 y yo reanudé las clases de lengua, seguí cuidando de Oliver y Robin y salía; con Con. Durante las Navidades nos habíamos acostumbrados mal. Ya no nos parecían suficientes la media hora justa que teníamos en el salón de Amethyst Street cuando papá y mamá iban a misa y el poco tiempo más de que disfrutábamos en la casa de Con en Seaforth. De nuevo volvió a pedirme que me casara con él, y yo le respondí otra vez que no, pues le había dicho que esperase seis meses antes de proponérmelo de nuevo.
No le hice mucho caso mientras detallaba todas las ventajas del matrimonio, la principal de las cuales era que podíamos hacer el amor siempre que quisiéramos. Yo no me molesté en indicar que no sería lo mismo, que nada podía superar a la emoción de hacerlo apresuradamente, en secreto, en un lugar en el que podían descubrirnos en cualquier momento, en el que nuestros corazones latían violentamente cada vez que oíamos pasos que podrían pertenecer a alguien que llegaba a casa. O en Weld Road, donde había sido como una arriesgada aventura. No estaba del todo convencida de haber interpretado correctamente lo que Faith había querido decir cuando me pidió que vigilara la casa. Al regresar parecía haberse olvidado de todo, y no me preguntó si había ido o no. De todas formas, a finales de enero pasó algo. Algo tan terrible que no se me borrará de la mente hasta el día en que me muera. Me olvidé por completo de casarme con mi novio y de cualquier otra cosa.
Jamie había terminado la instrucción y estaba en Aldershot, esperando a que le dijeran si iban a enviarlo a la guerra. A Norah le subió la presión sanguínea hasta niveles alarmantes, tanto que le preocupaba perder al niño. Le ordenaron no levantar ni un dedo y permanecer sentada con los pies en alto hasta el nacimiento. Roy, que tan soso me había parecido, resultó ser muy fuerte y cuidaba de su mujer día y noche; le traía flores y regalos prácticamente a diario. Pensé que, al fin y al cabo, me caía bien.
Oliver cogió un catarro y se lo pegó a Robin. Les leía cuentos hasta quedarme ronca, y no me habría importado estrangular a Ricitos de Oro y a los tres ositos, su historia favorita, si se hubieran presentado en carne y hueso, o en carne y pelo en el caso de los osos. Por primera vez en una semana, los niños podían jugar en el piso de abajo y estaban tumbados cada uno en un extremo del sofá, en el salón, con cara triste y cansada. Hacía un día seco de invierno, con mucho sol. Yo estaba leyendo Jack y las habichuelas mágicas (un cambio que agradecía), cuando sonó el timbre. Faith fue a abrir. Segundos más tarde, entró otra vez.
—Kitty, hay un hombre que quiere verte.
—¿Quién es?
—No lo sé, querida. No es Con. Ha venido en coche. Dame el libro, yo seguiré leyendo.
En el recibidor estaba Michael dando saltitos nerviosos con uno y otro pie, pero el marido de Aileen era de la clase de personas que siempre parecen nerviosas por alguna razón. Al principio no me di cuenta de que no habría venido de no ser por algo realmente importante.
—¡Kitty! -Me cogió de ambos brazos y me sacudió violentamente, como si fuera una prenda mojada y estuviera intentando secarme-. Kitty, me temo que tu madre está muy mal. La han llevado al hospital de Bootle; creen que haya podido sufrir un ataque al corazón.
—Voy ahora mismo. -Cogí el abrigo, que estaba colgado en el perchero-. Déjame decírselo a Faith.
Pero Faith ya había abierto la puerta del salón.
—No he podido evitar oírlo, Kitty. Espero que tu madre mejore pronto. Uno de mis tíos sufrió un ataque, pero se recuperó completamente.
—¿Qué ha pasado? -le pregunté a Michael en el coche.
Me sentía bastante tranquila. Mamá no estaba precisamente riendo cuando salí de casa por la mañana, pero aparte de eso no parecía que le ocurriera nada.
—¿Que qué ha pasado? -dijo Michael sombrío-. Pues que ha llegado un telegrama y...
—¡Un telegrama!
Sentí un ataque de náusea. ¡Jamie!
—No era para los McCarthy -prosiguió Michael, y me sentí igualmente mareada, pero de alivio-, sino para los vecinos de al lado, los Tutty. No había nadie en casa, por lo que el mensajero llamó a vuestra puerta para que alguien lo firmara. Tu madre echó un vistazo y se puso a gritar como una loca.
Me imaginé a mamá abriendo la puerta y viendo a un chico de uniforme con un sobre naranja en la mano. Habría pensado lo mismo que yo: ¡Jamie! En su vida sólo había recibido dos telegramas, y cada uno de ellos le había informado de la pérdida de un hijo. ¿Qué otra razón podía haber para que le enviaran un tercero que no fuera la pérdida de otro?
Michael me cogió de la rodilla.
—¿Estás bien, Kit?
—Más o menos.
La verdad es que yo también tenía ganas de ponerme a gritar.
—Bueno, el caso es que salieron los vecinos, pero no pudieron hacer nada para que dejase de gritar. Siguió y siguió, desgarrada, hasta que perdió el sentido. De cansancio, pensaron ellos. Llamaron a tu padre y a Claire. Entonces llegó una ambulancia y llevó a tu madre al hospital. Claire me telefoneó desde allí para preguntarme si podía recoger a Aileen. Quería llamar a Weld Koad, pero yo dije que pasaría a buscarte. Habría sido una faena que tuvieras que volver a casa en autobús.
—Gracias, Michael.
Era un hombre considerado, increíblemente bueno, de rostro amable, pálido y con poco pelo, lo que le hacía parecer más joven de los treinta y siete años que tenía. Me caía muy bien, pero ponía nerviosa a Aileen constantemente, y ella no se molestaba en ocultarlo. A menudo le echaba la bronca en público y él se quedaba allí, de pie y en silencio.
Algunos, como Claire y yo, por ejemplo, nos reíamos de su pedante forma de hablar y de su incapacidad para conducir deprisa (nos acercábamos a Bootle a paso de caracol, aunque tenía las manos aferradas al volante como si estuviera conduciendo a cientos de kilómetros por hora). Siguió contándome lo que había pasado esa mañana, sin intención de precipitarse. La empresa de Danny le había encargado media docena de trabajillos, por lo que nadie sabía dónde estaba, pero esperaban haberlo encontrado a esas alturas. Marge estaba de camino al hospital, mientras que a Norah nadie le había explicado nada por su delicado estado de salud:
—Tu padre ha dicho que no le contemos nada hasta que no sea absolutamente necesario.
En cuanto me dejara en el hospital, Michael volvería a Amethyst Street para buscar entre los papeles de Jamie, por si podía encontrar el teléfono de los barracones de Aldershot y solicitar para él un permiso.
—¿Crees -pregunté- que es absolutamente necesario? Me refiero a decírselo a Norah y a hacer venir a Jamie hasta aquí.
—No he hablado con el médico, Kitty, pero, según tu padre, el estado de tu madre es crítico.
Hasta entonces no me había dado cuenta. Crítico. En otras palabras, era posible que mamá muriera.
La familia permanecía escondida tras una sección separada por una cortina, en una esquina de la sala. Estaban Aileen, Claire, Marge y un Danny sin aliento, que acababa de llegar, y por supuesto, mi padre con la ropa de trabajo. En su cara había un gesto de resignación, como si hubiera estado esperando que sucediera durante todos estos años. Ahora había pasado por fin, pero él ya lo había vivido antes, quizá cientos de veces.
—Hola, Kitty, cariño. -Me besó, cansado, en la frente-. Tu madre todavía no ha dicho ni una palabra.
Aún no podía creer que la persona de la cama fuera mi madre. Pensé en aquella mujer delgada y pelirroja que nos había llevado al refugio poco después de empezar la guerra. Entonces era hermosa y estaba llena de vida, siempre era la primera en ponerse a cantar, en organizar juegos para los niños (y no sólo para los McCarthy). Nos leía cuentos de hadas como los que yo les había estado leyendo a los niños menos de media hora antes. Eso había sido tan sólo una década atrás, y sin embargo, mirando a mamá ahora, con la piel amarillenta y el pelo blanco y escaso, parecía que hubieran pasado veinte o treinta años.
En aquel momento me prometí que, pasara lo que pasara en mi vida, por muy trágico que fuera, no permitiría que arruinase mi existencia ni la de los que me rodeaban como le había sucedido a mi madre.
Me agaché y le susurré al oído:
—Hola, mamá, soy Kitty.
—No te oye, cariño -me explicó Claire-. No puede oír ni hablar, pero mueve los labios todo el rato, como si estuviera hablando para sí misma.
—Me pregunto qué estará diciendo.
—Seguro que tiene que ver con Jamie -susurró Aileen-. Cree que ha muerto. Por eso no se levanta, porque cree que Jamie ha muerto y no puede afrontarlo.
Marge dejó escapar un sonido ahogado y se echó a llorar.
—Danny, no quiero que tu madre se muera. La echaría mucho de menos.
Recordé cómo, en otro hospital, me había dicho lo mucho que quería a mamá. Es una mujer excepcional. Para mi sorpresa, Danny pasó el brazo por encima del hombro de su esposa y la estrechó contra sí.
—No se va a morir, Marge. Puede que no lo parezca, pero mamá es fuerte como un buey.
Llegó un doctor, alto y corpulento, de pelo rubio rojizo. Le tomó el pulso a mamá y se fue sin decir palabra. Claire cogió la misma mano blanquecina y buscó el pulso.
—No lo encuentro -dijo molesta.
—Déjala -repuso papá suspirando-. Déjala tranquila, eso es.
—Está bien, papá -consintió Claire, obediente, y dejó con cuidado la mano de mamá sobre la sábana.
Llegó Michael y dijo que había encontrado el número de teléfono de los barracones y que habían enviado a Jamie a casa. Pensé esperanzada que si él regresaba y convencía a mamá de que estaba vivo, entonces seguro que se recuperaba.
De repente llegó la hora de visita. Vino toda clase de gente; rieron, contaron chistes e historias y trajeron flores y fruta que perfumaron la sala. Estaba prohibido fumar, pero el olor a cigarrillos entraba desde el pasillo. Entonces, de manera igualmente abrupta, terminó la hora de visita y todos los que habían venido se marcharon con un coro de «hasta luegos» y ruidosos besos, dejando a su paso el leve aroma de las flores y el tabaco.
Llegó una enfermera acompañada de dos médicos: el alto y corpulento y otro, mucho mayor y de aspecto distinguido, con el pelo plateado. Del cuello les colgaban estetoscopios. La enfermera nos preguntó si nos importaría esperar fuera mientras examinaban a la paciente.
—El doctor Whiteside es especialista en cardiología -susurró-. Es muy conocido en círculos médicos y acaba de llegar.
Nos quedamos dando vueltas en el pasillo sin saber de qué hablar. Marge dijo que necesitaba sentarse; Danny se la llevó a buscar una silla. Claire y Aileen fueron a buscar el baño de señoras, y Michael a ver si alguien podía conseguirnos una taza de té. Papá y yo nos quedamos solos.
—¿Sabes, Kitty? -murmuró, con un tono de voz tan bajo que apenas podía oírlo-. Siempre había esperado, más o menos, que sucediera algo así. En el trabajo, cuando alguien me llamaba, se me salía el corazón por la boca y pensaba: «Es Bernie. Por fin lo ha hecho, se ha suicidado o ha caído enferma de desesperación».
Le cogí la mano. La sensación fue exactamente la que esperaba.
—Va a salir de ésta, papá. Como ha dicho Danny, mamá es fuerte como un buey.
Él negó con la cabeza.
—No sé de dónde habrá sacado Danny esa idea. Desde que murieron tus hermanos, tu madre ha sido débil como un cordero.
Michael regresó con una bandeja, siete tazas de té y un cuenquito de azúcar.
—Los de la cocina se han apiadado de nosotros -anunció.
Nos dio una taza a cada uno y luego pasó la bandeja a los demás.
Papá dijo:
—Aileen ha encontrado un buen partido. Ojalá no fuera tan dura con él. Sé que es un poco blando, y no muy interesante, pero mientras esté casada con Michael no le faltará de nada. Es una pena que no tengan hijos. Sería un gran padre.
Claire y Aileen volvieron y se marcharon inmediatamente después, en busca de Michael y el té. Necesitaban desesperadamente una taza.
Se abrieron las puertas de la sala y salió el doctor del pelo plateado.
—¿Señor McCarthy? -Papá asintió para confirmar que era él-. Me temo que su esposa ha sufrido un ataque cardíaco masivo. Hemos hecho todo lo posible, pero dudo mucho que sobreviva a esta noche. Lamento ser tan directo, pero pensé que usted debía estar preparado.
Papá asintió de nuevo, bastante sereno.
—Gracias por decírmelo, doctor. ¿Podemos ir con ella ahora?
—Por supuesto. -Puso una mano muy bien cuidada sobre la manga de la vieja chaqueta de trabajo de papá-. Lo siento mucho, señor McCarthy.
—Yo también. Pero verá, doctor, el corazón se le partió hace ya tiempo, así que no me sorprende que esto haya pasado.
El médico miró a mi padre compadeciéndose de él. Creí que iba a explicar que un corazón partido no tenía nada que ver con un ataque, pero debió de pensar que no valía la pena. Se dio la vuelta y volvió a la sala.
Ya había regresado todo el mundo. Michael se fue a buscar a Norah. Claire me quitó las palabras de la boca cuando dijo:
—Espero que el impacto de la noticia no sea perjudicial para el bebé.
Entonces pasamos todos a la sala y corrimos las cortinas a nuestro alrededor, lo cual me dio la sensación de estar inmersos en nuestro propio mundo, como si lo que sucediera fuera no tuviera importancia. No estábamos más que nosotros, los McCarthy, esperando a que muriese nuestra madre.
Bernadette McCarthy falleció a las nueve y veintitrés minutos; momento en el que seguía hablando sola. Entonces sus labios dejaron de moverse y su corazón destrozado dejó de latir para siempre.
—Se ha ido al cielo, con Jeff y Will -susurró papá, y plantó un último beso en los labios de su esposa.
Jamie llegó una media hora después. Decidimos no contarle lo del telegrama; podría haberse sentido responsable de alguna forma.
Entonces todos volvimos a Amethyst Street. Con había llamado antes y le habíamos dicho que mamá estaba en el hospital. Me estaba esperando en la puerta y, por la expresión de mi rostro, supo que había pasado lo peor.
—Lo siento, Kit. -Me estrechó entre sus brazos-. Lo siento mucho.
Una vez dijo que mamá era «egoísta». Quizá fuera cierto, no lo sé, pero ahora ella estaba muerta y yo sentía que había perdido a la mejor madre del mundo.
La mañana del funeral de mamá, Amethyst Street parecía haberse quedado ciega. Cuando llegó el coche fúnebre a recoger el féretro, todas las cortinas estaban echadas. El ataúd había pasado cinco días en el salón, sin la tapa, para que todo el mundo pudiera ver su rostro sereno. El padre Ryan había dirigido las oraciones cada noche.
Caminamos tras el coche fúnebre (la iglesia de St. James estaba a un minuto de casa). Papá iba erguido, alto, con una dignidad admirable. Roy sujetaba a Norah, que caminaba temblorosa, con las manos apoyadas sobre el vientre hinchado, como si quisiera proteger al bebé.
Marge fue la única que lloró. Los demás salimos de la misa de réquiem con los ojos secos y así pudimos ver las flores y coronas que la gente había dejado afuera, sobre la hierba. Había una preciosa, de Faith, de hiedra y lirios, y otra igual de bonita de la familia de Con; otra de Cameron's, firmada por Theresa, Betty y Enid. Había flores de todas las personas que conocíamos, e incluso de algunas de quienes yo no había oído hablar en mi vida. Estreché docenas de manos, muchas de ellas de desconocidos que habían leído la esquela en el Bootle Times y habían venido a dar el pésame.
Todos nos acompañaron después a casa para comer los aperitivos que habíamos estado preparando Claire y yo desde primera hora de la mañana. Cantamos las canciones favoritas de mamá y fue como si volviéramos a vivir la época de los bombardeos. La gente se marchó poco a poco, hasta que sólo quedamos los McCarthy.
Ahora teníamos que seguir adelante con nuestras vidas... Y sin mamá.
El telegrama que mató a mamá resultó ser de Ada Tutty y estaba dirigido a su madre. Al parecer, aquel día salió a trabajar mucho más temprano de lo habitual, pero en lugar de ir a la carnicería, cogió el tren a Londres. El telegrama decía que se marchaba de casa y no tenía intención de volver. Más tarde nos enteramos de que se había llevado el dinero que la señora Tutty llevaba ahorrando años y que guardaba bajo el colchón: setenta y cuatro libras, cuatro chelines y ocho peniques, según la propia señora Tutty, que lo tenía apuntado.
El bebé de Norah nació antes de tiempo (esta vez de verdad), a finales de marzo. Era una niña diminuta que pesaba poco más de dos kilos. La llamaron Bernadette, por mamá.
Marge se molestó:
—Si tengo una niña, pensaba llamarla Bernadette -se quejaba-. A Danny le parece una idea genial.
—No tiene nada de malo que haya dos Bernadettes en la misma familia -le aseguré-. A una la podemos llamar Bernie.
Se le iluminó la mirada.
—No me importaría que fuera cualquiera de las dos: Bernadette o Bernie.
Últimamente, Marge parecía bastante contenta. No sé muy bien cómo había sucedido, pero ella y Danny se llevaban estupendamente. De hecho, teniendo en cuenta que mis hermanos eran más o menos felices con sus matrimonios, no sé por qué yo sentía tal aversión, por qué me parecía que era el final de todo y el principio de nada.
Más o menos por aquel entonces (el 1 de abril, concretamente, lo que me hizo darme cuenta de lo inocente que había sido)2 me di cuenta de que podía estar embarazada. Tenía un retraso de cinco días. Ya me había pasado antes, pero nunca más de uno o dos días. No había por qué asustarse ni montar una escena; yo misma me había metido en aquella situación y la culpa no era de nadie más que mía.
Sabía que debía decírselo a Con inmediatamente para poder casarnos cuanto antes. No sé por qué no lo hice. Las señales eran cada vez más claras. Me levantaba todas las mañanas con ganas de vomitar, pero nunca lo hacía. Sin embargo, la idea de que iba a tener un bebé fue tomando cuerpo hasta que estuve segura de que así era.
Algunos días más tarde, Con me propuso otra vez que nos casáramos. Habíamos cenado en nuestro restaurante chino favorito y acabábamos de pedir café.
—¿Te das cuenta -preguntó dolido-, de que ya hace tiempo que pasaron los seis meses que pusiste de límite? La verdad es que esperaba que fueras tú misma la que sacara el tema, que me pidieras a mí que me casara contigo, para variar.
—Lo siento.
Lo miré. Por fuera parecía tranquila, pero por dentro sentía una tormenta en el pecho. Era el momento de decir: «Sí, sí. Me casaré contigo, y más vale que sea pronto porque voy a tener un hijo tuyo». Pero esas palabras, las correctas, se negaban a salir. Las que lo hicieron en su lugar fueron todo lo contrario a lo que él quería oír:
—Lo siento Con -dije de nuevo-. Pero no quiero casarme. Ni contigo ni con nadie. Será mejor que lo dejemos. Te estoy haciendo perder el tiempo y estarás mejor con otra chica.
Se quedó mudo. Llegó el camarero con el café. Yo cogí mi taza y agaché la cabeza para beber y no ver así su cara de asombro.
—No lo dices en serio, ¿verdad, Kitty?
—Sí -susurré dentro de la taza.
—¿De verdad me estás diciendo que me busque a otra? -Soltó una carcajada que pareció más bien un ladrido-. ¿Y dónde se supone que voy a encontrar otra chica como tú?
Lo miré directamente a los ojos, dispuesta a decirle: «Hay muchas». Pero me pareció que sonaba con retintín.
—No lo sé, Con. Pero algún día la encontrarás.
—Lo dudo mucho, Kitty. De hecho, no lo dudo. Lo sé. Estamos hechos el uno para el otro, cariño. Lo supe desde el día en que te conocí.
Nunca antes me había llamado «cariño», y me pareció un poco triste que lo hiciera el día de nuestra última cita.
—Pues te equivocas, Con. No estoy hecha para ti. De ser así, querría casarme contigo.
Aquello sonó demasiado brusco, y no era mi intención que así fuera. Me sentía muy mal por ser la responsable de la expresión desesperada de su rostro, del dolor de sus ojos verdes. No era justo tratar así de mal a otra persona, sobre todo si era alguien tan honesto y decente como Con, a quien quería de verdad, pero no lo suficiente.
Se puso a suplicar, insistir y razonar, pero yo me mantuve firme. Me resultó difícil, sobre todo cuando me prometió no volver a hablar de matrimonio.
—Sigamos como hasta ahora -suplicó-. No debería habértelo pedido tan pronto. He insistido demasiado. Al fin y al cabo, no ha pasado ni un año desde que nos conocimos.
De no haber sido por el bebé, me habría visto tentada a aceptar, pero eso sólo sería prolongar la agonía de la ruptura, dentro de tres o cinco años.
Negué con la cabeza.
—No, Con.
Aquellas dos palabras provocaron que se le saltaran las lágrimas.
—Kitty, te quiero mucho -lloró.
Los de la mesa de al lado se quedaron mirándolo. Me levanté y cogí mi bolso (olvidándome por completo de que había prometido pagar la cena).
—Lo sé, Con -dije dulcemente-. Como ya te he dicho, lo siento.
Lo sentía tanto que yo misma lloraba cuando salí del restaurante. En lugar de caminar por Pier Head y arriesgarme a que me siguiera, subí por Skelhorne Street y cogí el autobús de Ribble hasta Walton Vale, y después tomé el que utilizaba para ir y volver a Weld Road, que pasaba por Bootle.
Aquella noche me dormí con lágrimas en los ojos. ¿Acababa de cometer el mayor error de mi vida al rechazar a un buen hombre como Connor Daley? Me levanté a horas intempestivas, cuando todo estaba en silencio, y pensé en el bebé. No estaba dispuesta a quedarme en casa, avergonzar a mi familia y convertirme en la comidilla de los vecinos. Tampoco había pensado en deshacerme de él, aunque se decía que en Ford Street había una mujer que practicaba abortos y no cobraba ni un penique. No, sabía exactamente lo que iba a hacer con el bebé.
A la mañana siguiente llamé a mi hermana Aileen desde Weld Road y le pregunté si podía pasarme a verla por la noche.
—Claro, hermanita. Estaré en casa sobre las seis. Michael a lo mejor llega un poco mas tarde, pero a los dos nos encantará verte. Desde que murió mamá, apenas tenemos visitas -prosiguió en tono de reproche-. Claire siempre está ocupada, Norah tiene que encargarse del bebé, Marge está a punto de tener el suyo (ya lleva una semana de retraso), y supongo que al pobre papá no le apetece demasiado.
Prometí llegar lo antes posible después de las seis. Habría ido directamente desde Weld Road, pero pensé que antes debía pasar por casa a tomar el té, pues Claire siempre venía a prepararlo. Me sentía culpable de no haber ido a visitar a Aileen desde sabe Dios cuándo, pero el viaje hasta Maghull era largo, y había que coger autobuses que pasaban cada mucho tiempo. De hecho, cuando mamá vivía, sólo iba con papá algún domingo por la tarde. Michael siempre los llevaba en coche a casa para que tuvieran tiempo de ir a la misa nocturna.
Todas las calles de la urbanización llevaban nombres de escritores famosos: Dickens (donde vivían Aileen y Michael), Thackeray, Austen, Galsworthy, Eliot. Trollope Road ahora se llamaba a, Shakespeare Road, pues los vecinos se habían quejado de que daba lugar a equívocos.3
—Hola, desconocida -me saludó Aileen al abrir la puerta, sobre las siete y media-. Pensaba que llegarías mucho antes.
—¿Cómo me puedes llamar desconocida, si nos vimos hace unos días en casa de Norah? -pregunté irritada.
—Eres una desconocida en esta casa -se quejó.
—Bueno, pues no deberíais vivir en el fin del mundo. He tenido que esperar el autobús, y se tarda un montón en llegar hasta aquí. ¿Vas a dejarme pasar o tengo que quedarme en la puerta toda la noche?
—Perdona, hermanita. Entra. Michael está en el garaje haciendo algo con el coche. Ahora viene.
—Lo cierto es que no me importaría hablar contigo a solas un momento.
Aileen me miró intrigada.
—¿Te pasa algo? -preguntó.
Yo negué con la cabeza. Entrarnos en lo que ella llamaba «el lounge», una habitación grande, con ventanas a ambos lados y moqueta naranja. El papel pintado era de color crema con un patrón de flores naranjas, y el tresillo de tweed era de color chocolate. Sobre cada uno de los sillones y a cada lado del sofá había un cojín naranja colocado exactamente a la misma altura, como si fueran cuatrillizos. El mueble con forma de caja que había al fondo era en realidad una televisión, aunque la pantalla quedaba oculta por unas puertas.
La casa de Aileen y Michael me deprimía. Era demasiado nueva, demasiado limpia y ordenada. En el papel pintado no había ni una mancha, la moqueta estaba impoluta y la cocina parecía no haber sido utilizada nunca; todo estaba escondido en relucientes aparadores blancos, o en la nevera, que era todavía más reluciente. Claire se moría de envidia cuando veía aquella nevera, por no hablar de la televisión, la gramola, el coche del garaje y hasta el garaje mismo, del que se podría hacer una habitación extra. A pesar de todo, Claire era indudablemente más feliz en su casita de Opal Street. Aileen nunca estaba contenta con lo que tenía, algo que yo achacaba a sus ganas de tener un bebé. Esperaba que lo que estaba a punto de decirle cambiara las cosas.
Me senté cuidadosamente en un sillón, esforzándome por no descolocar el cojín. No sabía muy bien por dónde empezar, pero pensé que lo mejor era hacerlo por el principio, así que le espeté:
—Voy a tener un bebé.
Aileen se quedó boquiabierta y parpadeó con violencia.
—¿Es de Con?
—Sí.
—Bueno -dijo restándole importancia-, conociéndolo, estará encantado de casarse contigo, así que no hay nada de lo que preocuparse.
—Es que yo no quiero casarme con él. Me lo volvió a pedir ayer por la noche. Le he dejado.
Volvió a quedarse boquiabierta, esta vez más todavía.
—¿Sabe lo del bebé?
—No. Tú eres la única que lo sabe.
—¿De verdad? -Parecía contenta-. Kit, si hay algo que Michael o yo podamos hacer...
Tragué saliva. Sabía que lo que estaba a punto de decir era un bombazo.
—Podéis ayudarme quedándoos con el bebé, haciendo como si lo adoptarais. No quiero que la gente sepa que es mío.
—¡Kitty! -Movía los labios de forma nerviosa, de tal manera que me recordaba a mamá en su lecho de muerte-. Kitty, no deberías decir esas cosas. ¿Cómo demonios piensas tener un bebé sin que nadie se entere?
—Me iré -anuncié tranquila-. No quiero ser la comidilla de Amethyst Street y tampoco quiero darle un disgusto a papá ni que Claire me dé uno de sus sermones. El embarazo no se empezará a notar hasta los cuatro meses. Puedes decirle a la gente que estás haciendo los trámites para adoptar y luego vienes a recogerlo adonde quiera que esté yo cuando nazca.
—Lo dices como si fuera muy fácil -señaló temblando de emoción.
—Es que es muy fácil -le aseguré-. No tiene nada de complicado.
—¿Ah, no? -Se cruzó de brazos-. A ver, dime, ¿dónde piensas vivir durante cinco meses sin que nadie adivine por qué te has ido? Claire se dará cuenta enseguida, siempre ha tenido olfato para estas cosas. Se le daría bien ser espía.
—Había pensado en ir a Londres. -Si Ada Tutty podía irse a Londres, yo también; aunque tuve que confesar que todavía no se me había ocurrido una excusa convincente para explicar mi larga ausencia de Amethyst Street-. Tengo mucho tiempo para pensarlo -le expliqué.
Ella seguía sin parecer muy convencida.
—¿Cuántas veces te ha faltado la regla?
—Sólo una.
—¡Sólo una! -Se había enfadado-. A mí me pasa constantemente, a muchas mujeres. ¿Cómo puedes estar segura de que estás embarazada si sólo te ha dejado de venir una vez?
—Nunca me había dejado de venir, y por las mañanas tengo ganas de vomitar. Créeme, hermana, estoy segura de que voy a tener un bebé.
—¡Oh, Kitty! -exclamó-. No tienes ni veinte años, y me parece que no te das cuenta de lo serio que es todo esto. Me estás ofreciendo quedarme con tu bebé. Tu bebé, Kit. –Movió los brazos, como si tuviera un niño entre ellos-. ¿Cómo sabes que no querrás quedártelo cuando nazca? ¿Realmente estás dispuesta a dejar que otra mujer críe a tu hijo?
—Sólo si esa mujer eres tú, Aileen.
En ese momento se echó a llorar. Me puse a pensar si, en el fondo, aquélla era la razón por la que nunca me había importado quedarme embarazada: sabía que podía darles el bebé a Aileen y a Michael, que querían uno con todo su corazón.
—Es muy injusto para Con, ¿no crees, Kitty? -dijo Aileen entre lágrimas-. Al fin y al cabo, es tan hijo suyo como tuyo.
Concedí que era bastante injusto para Con.
—Pero, si lo supiera, podría oponerse a que os lo diera Michael y a ti.
En ese momento entró Michael. Normalmente vestía muy elegante, pero parecía otro con unos pantalones viejos y una camisa con el cuello deshilachado. Tenía una mancha de aceite en la mejilla e iba descalzo. Aileen llevaba zapatillas de andar por casa, y entonces me di cuenta, demasiado tarde, de que me había olvidado de quitarme los zapatos al entrar, y era norma de la casa. Esperaba no haber dejado marcas en la impoluta moqueta.
—¿Qué te pasa, cariño? -preguntó, preocupado cuando vio las lágrimas de Aileen.
Inmediatamente me excusé diciendo que tenía que ir al baño. No era mentira, la verdad es que últimamente tenía ganas de ir cada cinco minutos. Podía ser otra señal de embarazo, pero no estaba segura. No quería estar presente cuando Aileen le explicara a Michael el motivo de mi visita.
Me quedé en el baño más de diez minutos, admirada ante los azulejos de color verde pálido de la pared y la cortina verde pálido que colgaba sobre la bañera verde pálido, que era a la vez una ducha. Bajo el inodoro había un felpudo abultado, de un verde mucho más oscuro, y la tapa tenía una funda a juego. El retrete de nuestra casa no tenía ni siquiera tapa, por no hablar de una funda.
—¿Te encuentras bien, Kitty? -gritó Michael.
Volví al piso de abajo. Estaba al final de la escalera, con los brazos abiertos y un gesto de radiante felicidad como no se lo había visto en mi vida.
—Gracias, Kitty. Muchas gracias. Acabas de concedernos a Aileen y a mí nuestro mayor deseo. Te lo agradeceremos por el resto de nuestras vidas.
Le anuncié a Faith que me iría dentro de tres meses y le expliqué por qué, aunque sin mencionar a Aileen.
—Estoy embarazada -dije-, pero no quiero que lo sepa nadie en mi familia, así que me voy a ir a vivir a Londres de julio a noviembre. Cuando nazca, lo daré en adopción.
Aquello no le chocó, pero se mostró decepcionada por perderme. Le hablé con tanta franqueza y decisión que no me preguntó por qué no me casaba con el padre ni cuestionó mi resolución en modo alguno.
—Me da pena perderte, Kitty -comentó en tono cariñoso-, y Oliver y Robin se pondrán muy tristes. Te quieren mucho.
—Regresaré a Liverpool cuando pase todo y volveré a trabajar para ti, si es lo que quieres.
—Mmm -murmuró pensativa, aunque yo pensaba que aceptaría inmediatamente.
No había hablado casi nada durante aquel día, y yo empecé a pensar que quizá sí que le hubiera chocado todo aquello y no quisiera que una persona de tan dudosa moralidad como yo cuidara de sus hijos.
Justo antes de marcharme, me preguntó:
—¿Sabes ya dónde vas a quedarte en Londres, Kitty?
—No. No tengo ni idea.
Michael iba a ocuparse del alojamiento. Aileen y él habían insistido en pagarme el alquiler y darme una paga mientras gestaba a su bebé, y yo quería vivir en un lugar tranquilo.
—¿Qué te parece una casita de campo en Lake District? -sugirió él al principio.
Yo solté un quejido y dije que me moriría de aburrimiento.
—Prefiero Londres.
—Allí tendrás muchas distracciones, Kitty -dijo con gesto preocupado-. Me gustaría pensar que te tomas las cosas con calma, no que estás todo el día por ahí.
—¡Oh, vamos, Michael! -exclamó Aileen-. Va a tener un bebé, no a meditar. Kitty es una chica sensata, sabrá cuidar de sí misma, ¿a que sí, hermana?
Les prometí sinceramente que así sería. No me habría importado divertirme un poco, pero no quería hacerlo estando embarazada.
En aquel momento sonó el teléfono. Era Claire, desde el hospital, que llamaba para decirnos que Marge acababa de dar a luz a un precioso niño de casi cinco kilos. Aileen nos transmitió la noticia.
—Claire dice que Marge parece tan cansada que se diría que acaba de parir media tonelada de patatas, y Danny está en una nube. Lo van a llamar George, por el Rey, y quieren que tú seas la madrina, Kitty.
Pasado algún tiempo, durante un resplandeciente día de abril, mientras Faith y yo estábamos sentadas en sillas desplegables en el jardín y los niños jugaban con dos barquitos en un viejo barreño de lata que habían sacado del cobertizo, me dijo que iba a dejar a Eric. Me sorprendió, pero tampoco demasiado.
—Tiene una aventura con Hope -anunció torciendo el gesto. Yo hice como que me chocaba oírlo-. Eric es un donjuán. Siempre lo he sabido, y estaba dispuesta a aguantarlo siempre que lo hiciese cuando estaba en el barco, pero no si metía a mi hermana de por medio. Deben de creerse que soy tonta -prosiguió indignada-. ¡Como si no fuera a darme cuenta, ante mis narices! Empecé a sospechar hace meses. Cuando fuimos a cenar al Adelphi, Hope flirteaba con él como una loca y, más tarde, los vi besarse nada menos que frente a mi balcón. Desde entonces ha habido muchas señales, no las suficientes para acusarles de nada serio hasta que, hace unas semanas, Hope limpió su cuarto y dejó algunas cosas en la papelera. Más tarde, al ir a tirar las mondas de patata, vi un menú del barco de Eric, el Adrienne, de la víspera del pasado Halloween, cuando se supone que Hope estaba en casa de su amiga Emily. ¡En vez de eso, debía de estar en el barco de Eric!
Sus ojos grises, que normalmente transmitían tranquilidad, irradiaban ahora un odio incontenible.
—No pareces muy disgustada -comenté.
No dije nada sobre aquella llamada telefónica de Emily Rowe que había prometido olvidar.
—Estoy demasiado enfadada para disgustarme. Había pensado en irme varias veces, Kitty, pero, para serte sincera, no quería dejarte a ti. Poco falta para que te doble en edad, pero para mí eres casi más una hermana de lo que Hope ha sido o será nunca.
Un poco avergonzada, murmuré algo sobre que yo también la veía como una hermana, aunque ya tenía tres a las que quería mucho.
—¿Y cuándo te irás? -pregunté.
Al parecer, mi trabajo en Weld Road iba a terminar pronto. Ella sonrió con ganas.
—Cuando te vayas tú, cariño. Voy a volver a Richmond y puedes venir conmigo. Seria la excusa perfecta para tu familia cuando les digas que te marchas: que Faith va a dejar a su marido y que te lleva con ella para que cuides de Oliver y Robin. Nadie sospechará nada, ni siquiera tu hermana Claire, la gran espía.
A Aileen y a Michael les pareció una idea maravillosa, aunque él tenía miedo de que me fuera a cansar demasiado cuidando de los niños.
—Tendrás que encontrar tiempo cada día para levantar los pies durante unas horas.
Le pregunté si quería venirse conmigo a Richmond para vigilarme.
—Lo siento, Kitty -dijo avergonzado-. Sé que me estoy poniendo muy quisquilloso, pero esto es lo más maravilloso que nos ha pasado nunca a Aileen y a mí. Tengo mucho miedo de que algo vaya mal.
Le di un afectuoso beso en la mejilla.
—Nada va a ir mal, Michael. Me encuentro perfectamente y á todo saldrá de maravilla, así que deja de preocuparte o acabaremos todos de los nervios para cuando nazca el bebé.
—¡Y que lo digas! -exclamó Aileen.
En marzo enviaron a Jamie al extranjero, pero no a Corea, sino a Berlín. Allí se unió al ejército de ocupación del Rin, con quienes no tenía muchas posibilidades de morir, al menos en combate. De no haber llegado aquel telegrama para los Tutty, mamá estaría viva y se habría enterado, y habría conocido a sus dos nietos: Bernadette, tan diminuta al nacer pero que iba cogiendo peso con rapidez, y el rollizo Georgie, mi ahijado, que no lloraba nunca (ni siquiera durante el bautizo) y dormía veinte horas al día. Claire estaba embarazada de nuevo, y pronto Aileen y Michael anunciarían que iban a adoptar un bebé y que dentro de poco ella también sería madre.
—Es casi como anunciar que estás embarazada -dijo frotándose las manos de emoción.
Últimamente parecía mucho más contenta, y había dejado de ser tan dura con Michael.
En pocas semanas, a finales de mayo, yo cumpliría la veintena. Oliver se alegró mucho al descubrir que él cumpliría cuatro el mismo día y que íbamos a celebrar un cumpleaños conjunto en Weld Road.
Después de todo, los McCarthy habíamos logrado recuperarnos de la muerte de mamá, de la que sólo habían pasado tres meses. Pensaba en ella todo el tiempo, hablábamos de ella constantemente, seguíamos echándola de menos, y, sin embargo, era como' si hubiera desaparecido una sombra de la casa de Amethyst Street y se hubiera convertido en un lugar mucho más alegre. Ya no teníamos que andar de puntillas para no molestar a mamá y podíamos decir lo que quisiéramos sin preocuparnos de que se nos escapara lo que no debía. Papá ahora iba al fútbol con Liam y, alguna que otra noche a la semana, iba a tomarse una pinta con los compañeros de trabajo. Antes ni se le pasaba por la cabeza dejar sola a mamá. Hacía poco que había vuelto a sonreír, y bastante.
Me molestaba tanto pensar que la muerte de nuestra querida madre hubiera podido ser un alivio para la gente a la que había dejado que un día lo comenté con Faith.
—En cierto modo -dijo ella muy seria-, tu madre estaba muy enferma. Si no se había recuperado de la muerte de tus hermanos después de seis años, era muy probable que no lo hiciera nunca. Su vida era muy triste. Cuando alguien que sufre se muere, es casi un acto de piedad, porque termina el sufrimiento y todos los afectados sienten alivio. ¿Crees que tiene sentido lo que digo?
—Más o menos. -Sólo más o menos.
La noche antes de mi cumpleaños, Danny vino a casa. Nos contó que iba de camino a la taberna, pero que se había pasado porque quería preguntarme algo.
—Lo que quieras -dije dispuesta.
—Prométeme que no te vas a enfadar.
—Te lo prometo por lo más sagrado.
Me llevé la mano al corazón como prueba de ello.
—Todavía no he hablado con papá, pensé que seria mejor decírtelo a ti primero: ¿qué te parecería que Marge, Georgie y yo viniéramos a vivir a Amethyst Street? El piso es demasiado pequeño para dos personas y un bebé, y aquí hay sitio de sobra. Marge se ocupará de la casa, lavará la ropa y cocinará. ¿Qué te parece, hermanita?
—No hace ninguna falta que lave nada. Lo mío, prefiero lavarle... lavarlo yo -dije y me sentí avergonzada al instante-. De hecho, Danny, creo que es una idea estupenda -admití efusivamente, en compensación por el primer comentario, que me había salido algo hosco-. Y a mí me viene muy bien, porque Faith va a dejar a su marido y yo me voy a ir con ella a Richmond a cuidar de sus niños.
—No vas a quedarte allí para siempre, ¿verdad? -se apresuró a preguntar.
No parecía que la noticia le hiciera mucha gracia.
—Solo será durante unos meses, mientras se acostumbra a vivir allí. -No se me había pasado por la cabeza que alguien me fuera a echar de menos, aparte de papá-. Oliver cumplirá cuatro años mañana, y en septiembre empezará la guardería. Robin solo no dará muchos problemas.
—Bien -dijo Danny aliviado-. De todas formas, hablaré con papá sobre lo de venirnos a vivir aquí, a ver qué le parece. Ah, por cierto, el otro día me encontré a Con Daley. Ha montado una empresa y le va bastante bien. Me preguntó por ti.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Y qué le dijiste?
Danny se encogió de hombros.
—No me acuerdo. Creo que le dije que estabas bien.
El día de mi cumpleaños recibí una tarjeta de Con. Probablemente fuera la más cara de toda la tienda; la cubierta era de satén acolchado, con volantes de encaje y una rosa en el centro. El mensaje impreso decía: «Feliz cumpleaños a un ser amado», y venía firmado «Con». Una vez más me pregunté si no habría cometido un gravísimo error, pero no podía dar marcha atrás por mucho que quisiera. El bebé que llevaba en mis entrañas ya no era ni mío ni suyo, sino de Aileen y Michael.
La fiesta en Weld Road fue espléndida. Oliver y yo brindamos con limonada casera y él prometió que se casaría conmigo cuando fuera mayor.
—Algún día te recordaré tus palabras -le advertí en broma.
—No me olvidaré, Kitty -dijo él muy serio.
—Faith, tienes dos hijos guapísimos -señalé mientras mirábamos cómo se mataban mutuamente con las metralletas de juguete que les había comprado (una para cada uno, para que Robin no se sintiera dejado de lado).
—Lo sé. -Los miró con ternura-. Al principio tenía la sensación de haber engendrado dos monstruitos, pero ahora los veo como dos niños exuberantes. Si de algo tengo que estarle agradecida a Eric es de los niños. Los quiere con locura, y ellos a él. Supongo que en Richmond lo veré muy a menudo. Seguro qué quiere visitarlos.
—¿A tu madre no le importará tenernos a ti a los niños y a mi?
Faith y Hope nacieron cuando su madre andaba por la treintena, así que ahora debía de tener setenta y tantos años.
—No le importará en absoluto. No tiene la cabeza muy en su sitio... No es por la edad, siempre ha sido un poco excéntrica, pero la cosa ha ido a peor desde que murió mi padre. Además, la casa no es suya, es mía. Verás -se dispuso a explicar al ver mi gesto de sorpresa-, cuando mi padre murió, en 1942, no hacía mucho que habían matado a Tom y yo era una viuda con un niño del que ocuparme, Charlie. Aunque a mi madre le dejó en herencia una cantidad abundante, en el testamento estipuló que todo lo demás era para mí, incluida la casa, siempre que mamá pudiera vivir en ella todo el tiempo que quisiera. A Hope no le tocó ni un penique: se acababa de casar con Graham Sheridan, que era inmensamente rico y dueño de una compañía de ingeniería. Cuando terminó la guerra era todavía más rico.
—¿Y cómo es, aparte de rico?
Me había preguntado a menudo por el marido de Hope.
—Despiadado, es un hombre de negocios sin escrúpulos, pero increíblemente encantador. Tiene unos quince años más que Hope. Probablemente lo conocerás; se pasa a menudo a visitar a mi madre. ¡Oh, Kitty! -Se sonrojó de repente y se llevó las manos a la cabeza-. Se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Crees que Hope vino a vivir conmigo porque se había enamorado de Eric? ¿Tendría intención de robármelo? Nunca me explicó por qué había dejado a Graham. Oh, Kitty -se quejó-, qué tonta he sido.
—Ahora ya no importa demasiado -dije para tranquilizarla.
Ella suspiró.
—No, supongo que no.
Al final acabé marchándome de casa algunas semanas antes de lo planeado. Había transcurrido casi un año desde la boda de Norah, un año verdaderamente ajetreado en el que había pasado de todo. El motivo de mi temprana partida fue que se acabó mi clase de lengua y decidimos dar una pequeña fiesta, pero cuando me puse mi mejor vestido color crema, me di cuenta de que no podía abrochar los botones a la altura de la cintura. Sabía que, si me quedaba más tiempo, Claire empezaría a lanzarme miradas suspicaces.
A Faith le costaba mucho esperarme. Cada vez le costaba más ser amable con Hope, y con Eric cuando estaba en casa, pero no estaba preparada para explicarle a ninguno de los dos por qué se iba a marchar.
—Sé que me estoy portando como una cobarde -dijo-, pero ellos negarían que están teniendo una aventura y dirían que soy idiota por pensar tal locura. -Se puso firme-. No. Al irme, le dejaré una nota a Hope. Que se lo explique ella a Eric cuando él regrese a casa.
—Seguramente se volverá loco -comenté-. Tener una aventura con Hope es una cosa; vivir con ella puede que no sea exactamente lo que él tenía pensado.
—Pues qué pena -añadió Faith encogiéndose de hombros.
La casa era alquilada y los muebles venían incluidos, así que sólo tenía que guardar la ropa y los juguetes de los niños.
Y así nos fuimos a mediados de junio, un día húmedo y sin sol. Faith había pedido un taxi hasta Lime Street Station que pasaría por mi casa a recogerme. Papá y Danny me dieron sendos besos efusivos antes de irse a trabajar. Danny y Marge vivían ahora en Amethyst Street y la cosa iba bien. Más tarde vinieron mis hermanas a despedirse.
—Ten cuidado, hermanita -me aconsejó Claire, llorosa, estrechándome entre sus brazos.
—Pásatelo bien -dijo Norah, como si me fuera de vacaciones.
—Cuídate, Kitty -susurró Aileen-. Michael y yo pensaremos en ti todo el tiempo.
—Buena suerte, Kitty -me deseó Marge. Dudé un momento antes de darle un torpe beso en la mejilla.
Llegó el taxi. Me subí y saludé efusivamente con la mano por la ventana trasera, hasta que doblamos la esquina y Amethyst Street desapareció de mi vista.
—¿Adónde vas, chica? -preguntó el conductor-. Quiero decir, después de que te deje en la estación.
—A un lugar llamado Richmond. Está a las afueras de Londres. Pero no estaré fuera mucho tiempo -dije decidida. Ya sentía nostalgia-. Volveré dentro de unos meses.
Capítulo 4
—Kitty, querida, ¿has visto mi bolso lila?
—Está en la cocina, señora Appleton. Lo trajo consigo al desayuno. Espere un momento, que iré a buscarlo.
—¡Eres un encanto! La verdad, a veces pienso que me olvidaría la cabeza si no la tuviera pegada a los hombros. ¿No te dije que me llamaras Grace?
—Sí, es cierto..., Grace.
Cogí el bolso. Habría pegado con el vestido de dama de honor que llevé en la boda de Norah. Al volver, Grace Appleton había desaparecido del pasillo en el que acabábamos de hablar y la encontré mirando por la ventana del elegante salón, con cortinas de seda verde salvia y papel pintado con motivos chinos.
—Mollie se retrasa -se quejó-. Me prometió que me llamaría a la una. Vamos a ir a Harrod's a tomar el té.
Miré el precioso reloj negro lacado.
—Sólo son las doce y media.
—¿No me digas? -preguntó distraída-. Entonces Mollie no se retrasa al fin y al cabo.
Así se lo confirmé y me dejé caer sobre uno de los enormes y mullidos sillones, donde me quedé dormida al instante.
Por la espalda, uno podría confundir a la madre de Faith con una mujer mucho más joven. Tenía que darse la vuelta para aparentar su verdadera edad, setenta y cinco años. Aquel día llevaba un vestido de lino lila y una blusa de encaje con un volante tupido que escondía su ajado cuello. El rostro que surgía de aquel volante estaba marcado por las arrugas y llevaba mucho maquillaje. Se embadurnaba con diversos productos cosméticos nada más levantarse cada mañana, y a medida que pasaba el día, el pintalabios se iba corriendo en pequeñas líneas alrededor de la boca, la sombra de ojos se derretía en pegotes por encima de sus ojos azul claro, y el colorete se amontonaba a los lados de la nariz, ya llena de brillos. Nunca se le ocurría mirarse en un espejo y retocarse ligeramente.
Era increíblemente distraída. El día anterior, sin ir más lejos, nos cruzamos en la escalera y me ignoró completamente, y, sin embargo, una hora más tarde me llamaba «querida». Faith ya me había advertido que no debía hacerle demasiado caso.
—Hace lo mismo con todos, hasta con la familia, como si de vez en cuando perdiera el contacto con el resto del mundo. Creo que ya te dije que había empeorado desde la muerte de papá.
—Quizá, cuando pierde el contacto con el mundo, su espíritu se reúne con el de tu padre -sugerí.
—¡Qué idea tan bonita, Kitty! Nunca lo había visto así. -Faith parecía conmovida-. Papá y ella se adoraban. Se conocieron en una sala de conciertos: mamá era corista y él estaba entre el 'público. La esperó frente a la entrada de artistas y le hizo la corte durante años hasta que ella por fin aceptó casarse. Hace diez años todavía era capaz de bailar el cancán.
Independientemente de su estado, Grace Appleton seguía: teniendo montones de amigas, muchas de ellas de su época de artista. Venían a verla en manada, y a menudo se encontraban con que había salido cuando les había dicho que estaría en casa, o que se había ido a comer o a tomar el té con otra persona cuando les había prometido que iría con ellas.
—Bueno, así es Grace -decían siempre entre risas, en absoluto molestas.
Los niños adoraban a su abuela. Oliver repasaba las arrugas de su cara con el dedo, empezando por la frente hasta el cuello. A él y a Robin les gustaba vivir en Richmond, en una casa mucho más grande y esplendorosa que la de Orrell Park. En el jardín, además de un impresionante despliegue de coloridas rosas y otras flores, había media docena de árboles añejos, y yo ataba cuerdas a las ramas más fuertes para hacer columpios y pintaba metas en alguno de los troncos para poder jugar al críquet. Sólo llevábamos diez días en Richmond, pero ellos ya estaban acostumbrados a que su padre no estuviera. Ninguno de los dos me había preguntado dónde estaba o cuándo iba a venir.
En cuanto a mí, Richmond no me gustaba ni un pelo, aunque pensaba que empezaría a cogerle el gusto una vez que me acostumbrara y dejase de añorar mi casa. Después de vivir en Bootle, aquellas anchas carreteras con chalets a los lados se me hacían extrañas, por no hablar de que no había ni un niño jugando en la calle, ni mujeres limpiando las escaleras o las ventanas de las casas, o, simplemente, charlando con las vecinas. Me resultaba muy raro tener que caminar varios kilómetros para llegar a la tienda más cercana, y no ver una taberna en cada esquina.
Por las noches lloraba en la cama porque echaba mucho de menos a mi familia. Sobre todo a papá y a Claire. Desde la muerte de mama, Claire me había prestado mucha atención, como si intentase ocupar su lugar, y a menudo deseaba que irrumpiera en mi cuarto, me cogiera entre sus brazos y me convenciera para volver a casa.
Pero aunque aquello era bastante improbable, si hubiese sucedido, habría tenido que decirle que no. Estábamos en julio, el quinto mes de mi embarazo, y se empezaba a notar. Yo ya vestía ropa prenatal, y no podía salir de Richmond hasta que naciera el bebé y se lo entregase a Michael y Aileen. Sólo entonces me permitiría regresar a Bootle.
Faith me había prestado una alianza que Tom, su primer marido, le había comprado cuando se alistó en la Marina.
—Me prometí que no me la pondría hasta que llegara a casa sano y salvo -dijo-. Pero como nunca lo hizo, apenas me la he puesto. Puedes llevarla como anillo de casada, Kitty.
Para poder presentarme a todas las visitas como una mujer casada, ahora me hacía llamar señora Kitty de McCarthy. Mi marido, John, había emigrado recientemente a Australia para buscar trabajo y un lugar donde vivir. Yo me uniría a él en cuanto naciera el bebé. Faith pensó que sería mejor conservar mi verdadero nombre para evitar confusiones cuando llegase correo de Bootle para mí.
—¿No se dará cuenta la gente de que no me llega ninguna carta de mi marido, de Australia? -pregunté con una sonrisa burlona.
Lo cierto era que me gustaba el aspecto misterioso de la situación.
—Mi madre suele ser la que recoge el correo. Sus amigas le escriben desde todas partes del mundo y no creo que se fije en la procedencia de tus cartas, ni en si pone «señora» o «señorita».
En realidad, no podía quejarme de mi vida en Richmond. La casa era preciosa, mi dormitorio era grande y bien amueblado (hasta había una mecedora junto a la ventana, desde la que se veía el jardín trasero), Oliver y Robin estaban tan alegres como siempre, y Faith parecía más tranquila y feliz. Grace Appleton cada vez me caía mejor, a pesar de su comportamiento errático; me llevaba bien con la cocinera, la señora Hyde, y mantenía largas conversaciones sobre cine con la señora de la limpieza, Maud, que había visto Lo que el viento se llevó quince veces.
En cuanto dejara de sentir nostalgia, estaría bien.
Eric volvería de Nueva York al día siguiente y Hope iría a buscarlo y a explicarle que su mujer y sus hijos lo habían abandonado. Faith tenía miedo de que él viniera hasta Richmond, asegurando que era completamente inocente, e intentara convencerla de que todo aquello no había sido sino el producto de su calenturienta imaginación. Me miraba atemorizada.
—Lo que más me preocupa, Kitty, es que pueda creerle.
—Cuando lo viste a él y a Hope besándose frente a la casa no fue producto de tu imaginación, ¿verdad?
—No creo, no. Pero sí que es cierto que aquella noche tenía , un dolor de cabeza terrible. No podía ver demasiado bien.
—Bueno, pues yo no tenía ningún dolor de cabeza y también los vi. No te había dicho nada antes porque no quería darte un disgusto.
—¿De veras? Bueno, eso está bien. Ahora no podrá decir que me lo imaginé.
De hecho, Eric llegó a Richmond esa misma noche, después de haber regresado a Liverpool antes de lo esperado. Cogió el primer tren a Londres en Lime Street Station y un taxi desde Euston hasta Richmond, donde golpeó violentamente la puerta, despertando a todos los que estábamos en la casa.
Poco después, Faith y él se encerraron en el salón, del que salieron bastantes gritos, sobre todo por parte de Eric. Grace, Oliver, Robin y yo fuimos a la cocina y preparé té para todos; lo habían comprado expresamente para mí.
—Nunca me gustó, si te digo la verdad. -El rostro de Grace brillaba por la crema facial y lanzó una discreta mirada con sus ojos azules en la dirección de la que provenían los gritos-. Es un tipo muy irritante, y ya sabes quién se merece a alguien mucho mejor.
—¿Estáis hablando de papá? -preguntó Oliver.
Era evidente que los dos niños estaban preocupados. Robin había corrido a los brazos de su padre, pero éste lo había apartado con poca delicadeza.
—Qué va, cariño. Estoy hablando de otra persona que no tiene nada que ver. -Me miró-. Si Nicholas, mi marido, siguiera vivo, tampoco le habría gustado.
—Y entonces, ¿de quién estáis hablando? -preguntó Oliver.
—De un señor llamado Hoskins, que nos trae la carne.
—¿Y qué hacéis hablando de ese señor mientras mamá y papá se pelean?
—Pues no lo sé, cariño, la verdad.
Nos callamos. Sabía que era una pérdida de tiempo pedirles a los niños que volvieran a la cama y maldije a Eric por haberlos despertado. Propuse que jugáramos a las cartas, una idea que normalmente les habría parecido estupenda, pero no les interesó. Robin estaba a punto de echarse a llorar y Oliver aparentaba más enfado que tristeza.
Siguieron los gritos, pero cada vez con menos fuerza. Finalmente cesaron y Faith apareció en la puerta acompañada de Eric, que parecía sentirse incómodo.
—Papá se va a quedar aquí esta noche, quizá algunas más, ya veremos -dijo Faith-. Y ahora -añadió, dedicando a su marido una mirada, mezcla de ira y desprecio-, le gustaría acostar a sus chicos.
Eric estiró los brazos mirando a sus hijos. Robin corrió hacia ellos, pero Oliver se acercó con más reticencia.
—¿Por qué le gritabas a mamá? -inquirió en tono acusador.
—Porque perdí los nervios, hijo, pero le he prometido que no volverá a pasar. A partir de ahora voy a ser un papá muy bueno. ¿No es cierto, cariño? -le preguntó a Faith.
—Si tú lo dices... -murmuró con frialdad.
—¿Qué ha hecho? -preguntó Grace cuando Eric se llevó a los niños a la cama.
Faith se sentó en una silla y suspiró.
—Nada menos que tener una aventura con tu otra hija.
Grace no parecía en absoluto sorprendida.
—Hope siempre quiso lo que tenías tú. Debí de haber sabido que Eric no tendría el valor de rechazarla. -Sorbió con desdén-. Nunca debiste casarte con ese hombre.
—Es un poco tarde para decir eso, mamá.
—Te lo advertí mucho antes de que te casaras con él, pero no querías hacerme caso. -Grace se puso de pie-. Ahora que ha terminado el drama, voy a seguir con mi sueño reparador. Mañana viene Graham a llevarme a una sesión matutina en el West End, Arms and the Man, de George Bernard Shaw, y quiero tener buen aspecto.
Salió de allí a paso acelerado.
—Lo que faltaba -dijo Faith torciendo el gesto-. Graham es el marido de Hope. Espero que mi madre no mencione que ha tenido una aventura con Eric; podríamos tener otra escena.
—¿Dónde va a dormir Eric esta noche?
—En uno de los cuartos de invitados. ¡Oh! -Me miró, ofendida-. ¿No habrás pensado que le iba a dejar dormir conmigo? Le he dado libertad absoluta para ver a los niños siempre que quiera, pero eso es todo.
—Me alegro por ti -murmuré.
—Yo también. -Parecía bastante satisfecha-. De hecho, estoy orgullosa de mí misma. Me he mantenido firme y me he negado a creerle cuando ha dicho que nunca había tocado a Hope. Al final lo ha admitido, pero ha dicho que la culpa fue de ella: se arrojó en sus brazos y él no pudo resistirse. -Soltó una amarga carcajada-. Jura que no quiere tener nada más que ver con ella y me ha suplicado perdón. Entonces ha tenido el valor de pedirme que vuelva con él a Liverpool, donde le diría a Hope que se marchara y no volvería a mirar a otra mujer durante el resto de su vida.
—¿Y qué le has dicho tú?
—Le he dicho que no importaba si le perdonaba o no, y que no tenía intención de volver a vivir con él. Entonces le he pedido que acostara a los niños y les diera muchos besos porque los había preocupado mucho. Como has visto, ha hecho exactamente lo que le he dicho.
—Me alegro de que se haya arreglado -afirmé sinceramente-. Ahora podrás seguir adelante con tu vida.
—Sí, pero no como tenía pensado. -Ya no había alegría en su voz-. Yo amaba a Eric. En cierta forma, todavía lo amo. Pensaba que envejeceríamos juntos, no que nos separaríamos de una forma tan lamentable. Me pregunto si él también me ama -se dijo pensativa-, y si hablaba en serio cuando dijo que nunca miraría a otra mujer.
Confesé que no tenía ni idea y preparé algo de beber. Café, esta vez.
Al día siguiente Eric jugó con Oliver y Robin en el jardín durante horas, haciendo un alto cada cierto tiempo para cubrir de atenciones a Faith, como si quisiera convencer a sus hijos de que era un gran padre y de que su mujer iba a cometer un grave error al renunciar a un marido tan fantástico.
Era tan patético que no podía soportar mirarlo. De todas formas, el calor del sol de mediodía me estaba derritiendo. Entré en la casa y me senté con los pies en alto en mi habitación favorita, el estudio del difunto señor Appleton. Era uno de los cuartos más pequeños de la casa, de unos diez metros cuadrados, y en él había una mesa, dos enormes y mullidos sillones de cuero (uno tras la mesa y otro enfrente), una estantería llena de novelas y otra con ensayos sobre diversos aspectos de la mente, lo que me recordaba que el señor Appleton había sido psiquiatra, con consulta en Harley Street. También había un pequeño aparador que no había investigado. Los cuadros de la pared eran casi todos de estampas nevadas, y sobre la puerta colgaba un pescado en una urna de vidrio, aunque yo no lograba entender cómo alguien podía pensar que un pez muerto era una buena idea en términos decorativos. Desde la ventana no se veía nada más que una extensión de hierba y el seto que separaba la casa de la de los vecinos.
Estaba sentada en la silla que había tras la mesa, con los pies apoyados en el reposapiés cubierto de terciopelo, un libro sin abrir en mi regazo (La piedra lunar, de Wilkie Collins; iba por la mitad), y pensaba en la vida y en los inesperados giros y sorpresas que la pueblan. En ese momento sonó el timbre y Grace gritó:
—Ya voy yo.
Segundos más tarde se puso a dar grititos de entusiasmo.
—¡Graham! ¡Graham, cariño, hace siglos que no te veía, años!
—No es verdad, querida. Vine en Pascua y te traje un huevo gigante. ¿No te acuerdas? -Tenía una voz potente y musical, casi parecía que cantase las palabras-. Me he enterado de que esos niños tan encantadores están aquí contigo. ¿Dónde andan? Les he traído unos regalos.
—En el jardín, jugando con su padre.
—¿Eric está aquí? -Se oyó un estallido de sonoras carcajadas-. ¿Ha conseguido Hope seducir por fin a ese granuja? Es la única razón por la que me dejó y se fue a vivir a Liverpool.
—Pues sí que lo ha hecho -dijo Grace muy seria-. Y no tiene gracia, Graham. Faith lo ha pasado muy mal, los niños están preocupados y la amiga de Faith, Kitty, se ha venido a vivir con nosotros. Está embarazada, y el guirigay de ayer no le puede haber sentado muy bien.
—¡Guirigay! Qué palabra más divertida, Grace. Y la amiga de Faith, Kitty, ¿está casada? ¿O acaso fue Eric u otro granuja el que la dejó así?
—Mira que eres malpensado, querido -repuso Grace con una risita-. Fue otro granuja. Le gusta fingir que está casada, pero, en realidad lleva la alianza que Tom le dio a Faith antes de alistarse en la Marina, y además en las cartas que recibe dice «señorita». A mí, la verdad, me importa un comino que esté casada o no, pero Graham, tú no debes contarle lo que te acabo de decir a nadie. Si Kitty quiere hacer como que está casada, es cosa suya.
Roja como un tomate, pensé que Faith había subestimado la inteligencia de su madre. En cuanto a Graham Sheridan, parecía un genuino idiota. ¡Sabía que su mujer iba detrás de Eric!
—Bueno, así que algún tipejo se ha aprovechado de Kitty y le ha dejado un regalito, ¿no? -dijo, y me puse más roja todavía,
—La verdad es que Kitty no da esa impresión. Mira, querida sírvete algo de beber mientras yo subo y me cambio de zapatos. Me molestan una barbaridad.
—¿Puedo tomar una gota del mejor whisky de nuestro querido Nicholas?
—Por supuesto. Ya sabes dónde está.
Los zapatos de tacón de Grace subieron repiqueteando por las escaleras, se abrió la puerta del estudio y Graham Sheridan entró como un vendaval, deteniéndose cuando me vio sentada tras la mesa con la cara roja como un pimiento. Me dio la impresión de que no era la clase de hombre al que le faltaban las palabras, pero esta vez sí le pasó. Era alto, un poco más joven que mi padre, y me recordaba un poco a él, con aquel pecho y los hombros tan anchos; aunque papá nunca habría llevado un traje gris claro con corbata a juego, una camisa rosa y zapatos de piel de cocodrilo. Me daba la impresión de que su vestimenta no era de muy buen gusto. Tenía la cabeza tan grande como la de un león, una melena de pelo gris que parecía recién salida de la peluquería, cejas pobladas y una boca todavía mayor que la mía. Sus ojillos marrones me miraban, brillantes y amables.
—Nadie se ha aprovechado de mí -dije muy despacio y deliberadamente, haciendo una pequeña pausa entre cada palabra-. El bebé es de mi novio y él se moría de ganas por casarse con migo, pero yo lo rechace. Estoy pasando por esto sola porque así lo he preferido.
Me dieron ganas de sacar la lengua y decir «¡chúpate ésa!». Su reacción fue más o menos la que me esperaba. Se dejó caer sobre la otra silla y se echó a reír. Lo hacía con tal fuerza e intensidad que también me entraron ganas de reírme. Cuando se levantó, seguía soltando carcajadas con los hombros temblorosos. Abrió el aparador, sacó una botella y un vaso y se sirvió una copa. Me miró y agitó la botella, pero yo negué con la cabeza.
—No, gracias.
En cuanto se volvió a sentar, dejó de reír y dijo:
—Me caes bien, Kitty… ¿Cuál es tu apellido?
—McCarthy -salté.
—Me caes bien, Kitty McCarthy.
—Menudo alivio.
Era difícil resistirse a aquellos ojillos brillantes. El también empezaba a caerme bien.
—¿Cuántos años tienes?
—Métete en tus asuntos.
—¿Sabes quién soy?
—Eres el marido de Hope.
—¿Conoces a mi encantadora esposa? -preguntó con sorna.
Admití que la había visto unas cuantas veces.
—Pero no teníamos mucho de qué hablar.
—Estoy seguro. Hope sólo se digna a hablar a la gente que puede serle de alguna utilidad. Sospecho que tú no le valías de nada, por lo que no se molestó en gastar aliento.
Asentí.
—Creo que tienes razón.
—Claro que tengo razón -afirmó tajantemente-. Estuve casado con ella durante ocho años y la conozco como la palma de mi mano. Sé que sólo se casó conmigo por el dinero. Yo, en cambio, sólo me casé con ella por su aspecto.
—No debió de ser un matrimonio muy feliz.
—Fue miserable. -Se rió, aunque yo no lograba verle la gracia-. Un año después de casados, ya teníamos aventuras los dos. -Se bebió el whisky de un solo trago y se sirvió otra copa-. ¿Por qué te cuento todo esto?
—No tengo ni idea. Quizá mi cara te inspire confianza, o te has dado cuenta de que te he oído preguntarle a Grace si Hope había seducido a Eric y ésta es tu forma de explicarme que no te importa.
—No me importa lo que hayas oído y tampoco me importa que Hope haya conseguido llevarse al huerto al capitán. Obviamente, lo siento por Faith y los pequeños, pero no debería haber dejado que esa víbora entrara en su nido. -Repicó con los dedos en la mesa-. Tampoco sé por qué te he contado eso. Normalmente no suelo darle explicaciones a nadie.
—En ese caso, estoy perpleja.
«Perplejo» era la palabra favorita de Oliver.
—Debe de ser por tu cara, entonces.
Graham Sheridan me examinó. Para no quedarme atrás, yo hice lo mismo con él. Faith me lo había descrito como despiadado. No me parecía que lo fuera excesivamente, pero tampoco me daba la impresión de que fuera muy amable. Sospechaba que aquellos ojillos brillantes podían volverse impasibles con rapidez y que era un hombre decidido a salirse con la suya en toda clase de situaciones, de los que no soportan tonterías de nadie. Y además resultaba evidentemente muy vanidoso, a juzgar por la ropa y el peinado.
Terminamos el examen y me preguntó:
—¿Por qué te habías escondido aquí?
—No estaba escondida, estaba leyendo. -Saqué el libro y lo dejé sobre la mesa-. Afuera hace calor, Eric está con los niños y no me necesitan.
—¿Qué te parecería venirte con Grace y conmigo a Londres? -sugirió-. Estoy seguro de que se va a quedar dormida al volver, o que entrará en uno de sus trances; así por lo menos podré hablar contigo.
—¿Al teatro?
—Los mejores asientos estarán ocupados ya y tendrías que irte al gallinero. No, te dejaré en el West End y así podrás darte una vuelta. ¿Has estado alguna vez en Londres?
—Todavía no, pero me muero de ganas -admití.
Me sentí muy complacida con la invitación; me halagaba que alguien como Graham Sheridan quisiera dirigirme la palabra, aunque de ninguna manera iba a dejar que se me notara. Me consideraba tan buena como él, pero es cierto que mis dotes para la conversación eran limitadas. No lograba entender del todo por qué un exitoso y acaudalado hombre de negocios estaba interesado en mi compañía, pero había dicho que le caía bien y quizá ésa fuera la razón.
A mí también me caía bien él; si no, no habría ido.
El coche de Graham era plateado y grande como un autobús. Cuando salimos de la casa, un hombre alto, de hombros torneados y vestido con un elegante uniforme vino a abrirnos la puerta. Graham dijo, muy educadamente:
—Gracias, Fred.
Grace y yo nos sentamos en el asiento trasero, y Graham se colocó en un pequeño asiento extraíble frente a nosotras. Durante la mayor parte del camino, Grace nos regaló los oídos con historias de sus días como corista.
—La vi una vez, cuando era un niño -me contó Graham-. Fui con mi padre. A mi madre le dio un ataque cuando se enteró. Dijo que no quería que me mezclara con esa clase de gente, aunque sus palabras exactas fueron algo más crudas.
—¡Qué tontería! -sentenció Grace-. Las coristas éramos gente muy moral.
—Si no recuerdo mal, querida, llevabas unos pantaloncitos con volantes y un liguero negro de encaje.
—Eso sólo era sobre el escenario. En privado, vestía como una monja.
—¿Eres de Londres, Graham?
—No sólo eso, querida -contestó, orgulloso-. Nací al son de las campanas de St. Mary-le-Bow, lo que me convierte en un ; auténtico cockney.
—Su familia bebía en botes de mermelada y comía con los dedos porque no podían pagarse unos cubiertos -dijo Grace en tono sarcástico.
Graham le lanzó una mirada de reproche.
—Nunca he dicho que fuera tan pobre, querida. Teníamos dinero suficiente para comprar tazas, platillos y cubiertos, aunque no fueran a juego.
Grace me guiñó el ojo.
—Empezó sin nada y no hay quien lo pare cuando se pone a hablar de ello.
—Como sigas siendo tan mala, Grace, voy a dejar de hablarte -dijo Graham haciéndose el ofendido.
—Oh, querido, sabes que te quiero con locura. -Grace le dio una palmadita en la rodilla-. Nunca entenderé por qué la estúpida de mi hija te dejó para perseguir a ese listillo de Eric. Tú eres mucho más guapo. Tienes más atractivo en el dedo meñique que ese hombre en todo el cuerpo. Si fuera más joven, yo misma me casaría contigo.
—Podríamos tener una aventura, ¿no? -sugirió Graham.
—¿Existen las aventuras platónicas? Me temo que no valdría para nada más.
—En tal caso, no la tendremos. Sólo me interesan las aventuras de la otra clase.
Nunca había oído a nadie, y menos a alguien tan mayor, hablar de aquella forma, y me sentí incómoda con la conversación. Me alivió que Grace se dirigiera a mí, aunque su pregunta me dejó un poco descolocada.
—¿Te has dejado seducir por los encantos de Eric, cariño?
—¿Qué encantos? -respondí con sincera confusión.
Por alguna razón, a ambos les pareció una respuesta sumamente divertida y rieron sonoramente. Siguieron haciéndolo hasta que llegamos a Londres. Nunca en mi vida había visto un tráfico tan intenso. El coche avanzó a paso de tortuga por Regent Street (Graham fue diciéndome los nombres de las calles), donde la ropa expuesta en los escaparates de aquellas grandes tiendas me hizo la boca agua. Llegamos a Piccadilly Circus, bordeamos Shaftesbury Avenue y nos detuvimos frente al teatro. Todos salimos del coche.
—Nos encontraremos contigo aquí mismo, Kitty, dentro de dos horas y media exactamente -dispuso Graham con la autoridad de alguien acostumbrado a dar órdenes-. No lo olvides: estamos en Shaftesbury Avenue, y éste es el Apollo Theatre. -No me olvidaré..., señor.
Arrugué la nariz y él sonrió.
—Que te diviertas, Kitty -dijo Grace.
Y me saludó con la mano hasta que desaparecieron en el vestíbulo.
No hacía ni un minuto que se habían marchado cuando empecé a notar un calor asfixiante. Sentía como si me ardiera el pelo, y la acera estaba tan caliente que la percibía a través de las suelas de mis sandalias. El aire cargado y el humo sofocante del tráfico me dificultaban la respiración, y además de todo eso, de repente me sentí increíblemente cansada. Por culpa de la aparición de Eric la noche anterior, había perdido varias horas de sueño y mis piernas amenazaban con dejar de sostenerme. Y lo que era peor,' parecía que me iba metiendo en el camino de todo el mundo. Me estaba abanicando con la mano, preguntándome qué dirección tomar, cuando se detuvo una señora y me preguntó:
—¿Te encuentras bien, pequeña?
—No del todo -le dije.
—Tienes que sentarte. Si vas por ahí y giras a la izquierda, llegarás a Leicester Square, y allí te podrás sentar a la sombra de los árboles, donde no hace tanto calor. Hoy no es un día indicado para que alguien en tu estado ande por La Humareda. -¿La Humareda?
—Londres, querida. Así lo llamamos: La Humareda.
Le di las gracias, encontré Leicester Square y me compré una botella de zumo de naranja helado. Me fijé en que la plaza estaba casi totalmente rodeada de cines. Daban La Reina de África, con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn, una película que me había prometido ver pero que no había llegado a Liverpool cuando me marché. Terminé el zumo, compré una entrada y me adentré en el frescor de la sala de cine, que estaba prácticamente vacía. La película acababa de empezar y disfruté cada minuto de ella, incluida la pequeña siesta que me eché justo a la mitad.
Salí de allí dos horas después. Y caminé despacio hasta Shaftesbury Avenue. Me encontraba mejor, pero tampoco demasiado. La tarde me había descolocado. Estaba acostumbrada a sentirme como un roble. Normalmente, perder unas pocas horas de sueño no me habría afectado, ni tampoco el calor, pero ahora llevaba a otro ser humano dentro de mí y se hacía notar. No me gustaba mucho la idea de tomarme las cosas con calma y decidí no contarles a Grace y a Graham que me había pasado la tarde en el cine. Quería que la gente me viera como una persona fuerte.
—¿Lo has pasado bien, querida? -preguntó Grace cuando nos encontramos a la salida del Apollo-. ¿Has ido de tiendas?
—Sólo a Liberty's. -Era el único nombre que podía recordar.
—Estás muy pálida, Kitty -dijo Graham sintiéndose culpable-. No debería haberte pedido que vinieras con nosotros. Había olvidado que en el centro de Londres hace varios grados más que en los suburbios.
—Pero si estoy bien -mentí.
—Entonces vamos a comer algo. Hay un restaurante muy bueno justo a la vuelta de la esquina.
Tomé ensalada de pollo, lo cual me parecía más sensato que comer algo caliente, y me limité a beber agua, nada de vino. Cuando salimos, una hora más tarde, Fred estaba esperándonos afuera con el coche, como por arte de magia. Igual que había predicho Graham, Grace se quedó dormida en el camino de vuelta y él me habló sobre la obra.
—¿Has visto algo de George Bernard Shaw?
—Ni siquiera había oído hablar de él. Y nunca he estado en el teatro -contesté.
—Yo tampoco había oído hablar de él cuando tenía tu edad..., sea la que sea. No me lo dijiste cuando te lo pregunté antes.
—Tengo veinte.
—Pareces más joven, pero te comportas como si fueras mayor. Cuando no haga tanto calor-dijo con su voz autoritaria-, te llevaré a ver una de sus obras. Seguro que hay alguna en Londres.
—Sí, señor -respondí haciendo un saludo militar-. Lo que usted diga, señor.
El día había sido bastante divertido, pensé más tarde, al irme a la cama. Pocos minutos después dormía como un tronco. A la mañana siguiente, cuando me levanté, me di cuenta de que había sido la primera noche que no me había dormido llorando.
No hablé de Graham Sheridan en la siguiente carta que envié a casa. Cada pocos días le escribía una a un miembro de la familia y le pedía que se la pasara a los demás. Había algo ligeramente indecoroso en un hombre que tenía casi la edad de nuestro padre y bromeaba sobre pantaloncitos rojos y aventuras amorosas. Tampoco dije nada acerca de la llegada de Eric y el jaleo que montó. Nunca les expliqué que Grace Appleton había sido corista, ni que tenía el hábito de desconectarse de este mundo y olvidarse de todos los que la rodeaban. Mi familia debía pensar que mi vida era extraordinariamente aburrida porque sólo les contaba los detalles más inocentes, como que Oliver no supiera bajar de un árbol (no les conté, en cambio, que fui yo la que tuvo que encaramarse a rescatarlo porque Aileen y Michael hubieran leído la carta y seguramente se habrían preocupado por mis excesos físicos).
En realidad sí que me excedía, pero después de la visita a Londres, me obligué a tomármelo con calma. Todavía jugaba al críquet con los niños, pero sólo si podía lanzar desde donde estaba: no me sentía en condiciones de correr ni un centímetro. Por primera vez fui al médico, que me examinó y afirmó que me encontraba perfectamente.
—¿Y en qué parte de Australia vive su marido? -preguntó. Era un hombre mayor, que parecía estar a punto de jubilarse. Ya me habían hecho la misma pregunta varias veces, así que tenía la respuesta preparada.
—Perth -contesté.
—¿Quiere que la apunte en la maternidad del hospital más cercano o irá a uno privado?
—El hospital más cercano, por favor.
—Bien. No me gusta la gente que va a los privados. Tenemos una Seguridad Social fantástica: todo el mundo debería usarla.
El calor y la humedad se mantuvieron durante todo julio y me sentí aliviada cuando llego agosto y empezó a refrescar. Por entonces, Eric había vuelto ya dos veces, Graham Sheridan nos había llevado a Grace y a mí a pasar el día a Brighton, y el bebé daba patadas como un poseso, aunque me preocupaba si se quedaba quieto mucho tiempo.
—¿Estará muerto? -le pregunté una vez a Faith, aterrada.
—Claro que no, no digas tonterías -dijo, y se rió-. El, o ella, está durmiendo.
Había cogido la costumbre de llevarme las manos a la tripa para poder sentir aquellos piececitos dando pequeños golpes contra mis manos. Aquél era mi bebé: de Con y mío. A veces me resultaba imposible entender por qué estaba en aquel lugar extraño embarazada de un bebé y dispuesta a entregárselo a otra mujer, aunque fuera mi hermana. ¿Por qué no estaba en Bootle, casada con Con, esperando a que naciera nuestro hijo? Lo único en que podía pensar era que no quería vivir como el resto de la gente. Quería algo distinto, aunque no tenía ni idea de qué. Algún día podría pasar algo realmente espectacular y no estaba dispuesta a perdérmelo por estar casada.
Hope ya no vivía en la casa de Orrell Park y se había mudado a Crosby.
—¿Cómo es ese sitio? -me preguntó Faith.
—Muy agradable y respetable, le gustará. -¡Como si me importara!
—En la carta que le escribió a mi madre decía que se sentía muy sola -suspiró-. Cuando éramos jóvenes, nos llevábamos de miedo. Por aquel entonces, ella era muy dulce. Nunca se me pasó por la cabeza que algún día me robaría el marido. En cierto modo, siento pena por ella porque ha fracasado y no puede ser muy feliz sola, aunque es todo por su culpa.
A finales de agosto, un día fresco y esplendoroso con una ligerísima llovizna, Graham Sheridan me llevó a ver El carro de las manzanas, del ilustre George Bernard Shaw.
—¿Qué te ha parecido? -me preguntó después, en un restaurante que, según fanfarroneaba él, era de los más caros de todo Londres.
—Genial -respondí con entusiasmo-. Me he partido de risa.
—Estoy seguro de que al señor Shaw le habría encantado recibir una crítica tan franca -dijo Graham con gran sarcasmo.
—¿Está muerto?
—Falleció el año pasado, a la madura y venerable edad de noventa y cuatro años. Deberías hacerte crítica teatral para alguno de los periódicos de Londres -comentó en el mismo tono.
—En alguna parte he leído que el sarcasmo es la forma más baja de ingenio y la más alta de ignorancia.
—Es un comentario muy sagaz. Deberías apuntármelo para que lo pueda usar yo algún día.
—Encantada.
Por fin había comprendido por qué le agradaba mi compañía. Era porque, detrás de aquella voz atronadora y la risa fácil, la ropa y los restaurantes caros, y las montañas de dinero, Graham Sheridan era un hombre inseguro y ligeramente desasosegado. En cierto sentido, anhelaba ser un hombre de mundo, pues en el fondo no era más que un tipo corriente como mi padre, sólo que le había ido bien en la vida. De vez en cuando, su acento cambiaba y farfullaba alguna interjección genuinamente cockney. Conmigo podía comportarse con total naturalidad. Nuestro origen era parecido, yo no trabajaba para él y no quería nada suyo. No había tensión entre nosotros y él disfrutaba dándole a conocer a una ignorante como yo la obra de George Bernard Shaw e impresionándome al llevarme a restaurantes caros.
Llegó el camarero con dos platos de una gelatina negra y poco apetecible. En cuanto se hubo marchado, le di unos golpecitos con el reverso de la cuchara.
—¿Qué es esto?
—Caviar. Se hace con las huevas del esturión ruso.
—¡Cielos! ¿Y esto es lo que comen los ricos?
—Sí, igual que los pobres comen manitas de cerdo y anguilas en gelatina.
—Yo nunca he visto siquiera las anguilas en gelatina, pero me encantan las manitas de cerdo. No las he vuelto a probar desde que me vine a vivir a Richmond.
—Y no creo que tengas muchas oportunidades, la verdad. -Con gesto fino, se comió el caviar con la cuchara-. Un día de éstos tienes que venir a comer a mi apartamento y Fred preparará manitas de cerdo como nunca las has probado, acompañadas de bubble and squeak.4
—Creía que Fred era tu chofer.
Probé el caviar. Estaba bien, pero tampoco era como para tirar cohetes.
—También es mi cocinero, mi ayuda de cámara y mi criado, todo en uno. Nos conocemos desde que éramos unos chavales. Acababa de empezar la Primera Guerra Mundial cuando nos alistamos. Pasamos los siguientes cuatro años en las trincheras. -Se le humedecieron los ojos grises-. Nos salvamos la vida el uno al otro más de una vez. Hope y él se odiaban. Ella no dejaba de decirme que me librase de Fred, pero yo no estaba dispuesto a hacerlo. Le dije que antes preferiría librarme de ella.
—No me sorprende que tuviera aventuras con otros hombres si tú adoptaste esa actitud.
Estaba bastante segura de que Hope le había hecho mucho daño, no por haberse acostado con Eric, sino por haberse enamorado de él.
Parecía inmerso en sus pensamientos, así que aproveché la ocasión para echar un buen vistazo a mi alrededor. El techo del restaurante era como la parte superior de una tarta de bodas, con toda clase de rulos, canutillos y tirabuzones. Las lámparas de araña refulgían, al igual que las mesas con los manteles de un blanco resplandeciente, aceiteras de plata y cubertería fina. Tenía los pies casi hundidos en la gruesa moqueta. La mayoría de los comensales iban vestidos de etiqueta. Yo llevaba un vestido prenatal de algodón y me sentía como Annie la huerfanita, rodeada de tantas mujeres cargadas de joyas, vestidas de satén y terciopelo. Me daba la impresión de que no me habrían dejado entrar de no ir acompañada de Graham, que iba exquisitamente arreglado, con un traje de seda azul marino, camisa blanca con chorreras y una pajarita. Parecía conocer a todos los camareros por el nombre y había reservado una de las mejores mesas, cerca de un pequeño escenario en el que una hermosa mujer negra con un vestido de lentejuelas cantaba y tocaba al piano algunas de mis canciones favoritas: «Somewhere Over the Rainbow», «Moonlight Becomes You», «East of the Sun»...
Terminé el caviar. Un camarero retiró con pericia los platos vacíos. Segundos más tarde, otro llegó con el plato principal, pato salvaje asado, y pensé en lo mucho que habían cambiado las cosas desde que estaba en Bootle.
Claire me mandó una carta en la que me contaba que estaba hecha polvo. Iba a tener el próximo bebé dentro de diez semanas, más o menos al mismo tiempo que yo. «Le he dicho a Liam que con éste basta», escribía:
Con cinco es suficiente para cualquiera. Esto ya no es como antes, cuando algunas mujeres tenían un bebé al año. ¿Por qué no vienes al bautizo, Kitty? Son sólo cuatro horas en tren. A Faith no le importará que te tomes un día libre, ¿o es que también espera que trabajes los domingos?
¿Ya te ha contado Aileen que ella y Michael van a adoptar a un bebé? La madre todavía no ha dado a luz, así que no saben si será niño o niña. Esperemos que Aileen esté preparada para ver ese tresillo tan mono que tiene lleno de vómitos, y que no le importe que la casa huela a pañales usados.
Jamie cree que volverá a casa por Nabidad. Si mamá estuviera viva, se pondría la mar de contenta. Lo cual me recuerda, por cierto, que creemos que papá está viendo a otra mujer. Se llama Edna Nelson y es viuda. Cuando me henteré me disgusté algo, pero teniendo en cuenta lo paziente que fue con ella durante tantos años, supongo que se merece ser un poco feliz para bariar.
En fin, Kitty, cuídate. Intenta venir a casa para el bautizo, si te es posible.
Mucho amor,
Aparte de la imperiosa necesidad que sentí de agarrar un bolígrafo rojo, corregir aquella escandalosa ortografía y devolverle la carta a mi hermana con una nota de cero sobre diez, aquello me produjo una serie de emociones contradictorias. Tampoco me hacía mucha gracia saber que papá podía estar viendo a otra mujer, aunque también creía que tenía derecho a disfrutar de un poco de romanticismo en su vida.
Ahora debía enfrentarme al problema de inventarme una excusa creíble para no ir al bautizo, pero lo que más me preocupaba era lo que Claire me contaba sobre Aileen. Pensé en su casa perfecta, en la que todo estaba en su sitio. ¿De verdad tenían Michael y ella tantas ganas de tener un bebé como para que no les importase en absoluto que el tresillo color chocolate y la inmaculada moqueta naranja acabaran cubiertos de vómitos? Me llevé los brazos al vientre en un gesto protector sobre el bebé, que para variar no se movía. Seguramente estuviera profundamente dormido. Sin duda, la casa de Aileen era así porque no tenía niños. En cuanto tuviera a mi bebé, la cosa iba a cambiar.
Eric Knowles vino a ver a sus hijos, muy serio y amargado.
—¿Qué le pasa? -le susurré a Faith.
Mirábamos cómo les daba un abrazo, primero a Oliver y después a Robin, con un atisbo de lágrimas en los ojos. Por el caso que me hizo, podría decirse que me había vuelto invisible.
—Los echa mucho de menos -me contestó ella-. La casa de Weld Road debe parecerle muy deprimente cuando vuelve y no hay nadie. Y luego encima tiene que hacer un largo viaje para ver a su familia.
Al día siguiente, Eric preguntó si podía llevar a los niños al zoológico de Regent's Park. Cuando Faith le dijo que sí, él le propuso que los acompañara.
—No estoy acostumbrado a salir con los niños yo solo. Me da miedo perder a alguno -dijo con una sonrisa encantadora-. Estaría bien que saliéramos todos juntos para variar.
Se fueron temprano. Pronto comprendí lo que debía sentir Eric en una casa vacía, porque Grace se marchó poco después y Maud tenía el día libre, con lo que sólo quedaba la señora Hyde, que estaba ocupada en la cocina y no le gustaba que la interrumpiesen. Fui dando tumbos por la casa, molesta por el silencio y demasiado aburrida como para hacer nada. Escaparme a mi habitación favorita era una cosa bien distinta cuando tenía gente de la que escapar, pero el estudio no me parecía nada interesante cuando tenía toda la casa para mí, excepto la cocina.
Grace llegó a media tarde, me miró con extrañeza, pero no dijo nada y se fue directamente a la cama. Los Knowles no volvieron hasta casi las ocho, y para entonces la señora Hyde se había ido a casa y no podía prepararles nada, pero no importaba porque habían comido ya en Londres.
—En un restaurante italiano -exclamó Faith. Pensaba que estaría harta después de haber pasado el día entero con Eric, pero parecía todo lo contrario, bastante entusiasmada-. Los niños han tomado espaguetis a la boloñesa y les ha encantado, ¿a que sí, chicos?
Oliver se sentó sobre mi rodilla y me describió los espaguetis.
—Son como trocitos de cuerda, Kitty. Se supone que hay que enroscarlos con el tenedor, pero a mí se me caían todo el rato. Papá me los tuvo que cortar en trocitos. Me los comí con cuchara. Mamá hizo lo mismo con los de Robin. -Descansó la cabeza en mi cuello-. ¿Por qué no has venido con nosotros, Kitty? Te he echado de menos.
—Tenía muchas cosas que hacer, Oliver, por eso no he ido.
Aunque me hubieran invitado, habría dicho que no. Habría sentido como si sobrase, una carabina no deseada. Me preguntaba por qué Faith había vuelto a casa tan radiante. Sospeché , pero me quité esa idea de la cabeza encogiéndome de hombros, y le di un abrazo al niño. Oliver era mi favorito. La semana próxima iba a empezar la guardería, y estaba para comérselo con su uniforme: cazadora granate, pantalones cortos grises, camisa blanca y una corbata a rayas. Era un niño precioso y encantador, además de muy valiente. Recordé el primer día que lo vi, cuando se disponía a ir a Egipto en su triciclo para ver a su padre. En otra ocasión, se esforzó tanto en apartar con la mano una avispa que me estaba molestando que no le importó que pudiera picarle a él. Cuando así sucedió y le salió un enorme bulto, no se quejó un ápice.
Eric, que seguía intentando causar una buena impresión, se había ido a regar el jardín. Faith se llevó a un soñoliento Robin a la cama, y después volvió a por Oliver, aunque éste enterró todavía más la cabeza en mi cuello.
—Quiero que me lleve Kitty.
—Está a bien cariño. -Fue a por la cafetera-. Voy a preparar un poco de café. Kitty, cuando vuelvas, quiero hablar contigo.
La sospecha volvió a rondarme la cabeza. Bañé a Oliver, lo acosté y empecé a contarle un cuento, pero se quedó dormido a la mitad. Le remetí las sábanas y bajé. La cafetera burbujeaba y de ella salía un olor delicioso.
—Ahí estás.
Faith parecía muy agitada. Por su cara, me di cuenta de que lo que iba a decir la incomodaba. Sospeché por tercera vez, y pronto me di cuenta de que era con razón: Faith y los niños iban a volver a Liverpool con Eric.
—Sería una tontería no hacerlo -decía Faith-. Todavía nos queremos y él siente muchísimo lo que pasó con Hope. Me echa de menos tanto como a los niños, y ha admitido que fue muy débil. Fue el mayor error de su vida y ha jurado que nunca volvería a hacer algo parecido.
—Eso ya lo dijo hace meses -farfullé.
—Sí, pero entonces no le creí. Ahora sí. Oh, Kitty -añadió llorosa-, odio tener que dejarte, pero aquí estarás bien, ¿no es verdad? A mi madre le encanta tenerte. Te pagaré el salario de tres meses para que no te falte dinero.
—No es necesario, gracias. Tengo mucho dinero. -Michael me enviaba un giro postal de cinco libras todas las semanas-.¿Cuándo te vas?
De nuevo parecía incómoda.
—Mañana. Eric va a alquilar un coche, uno grande, para que podamos meterlo todo. Así estaremos allí para despedirnos de él cuando vuelva a hacerse a la mar.
Asentí sin mostrar gesto alguno, aunque lo que realmente quería era darle la vuelta a la mesa, tirar las sillas contra la pared y gritar con todas mis fuerzas que no habría ido a Richmond de no ser por ella. Grace Appleton era una buena mujer, pero estaba fuera casi siempre, y cuando permanecía en casa se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. No era precisamente la clase de persona a la que habría escogido para pasar las diez semanas siguientes. Entendía que Faith antepusiera a su marido (aunque él no había hecho lo mismo con ella), pero creía que también se me debía cierto respeto. De haber estado en el lugar de Faith, me habría sentido obligada a quedarme hasta que naciera el bebé. Sólo entonces habría vuelto a Liverpool con mi marido.
Me miraba, preocupada.
—Estás molesta, ¿verdad, Kitty? Pero no olvides que te ofreciste a cuidar de los niños después de tener el bebé. Para Navidad podríamos estar todos juntos otra vez en Weld Road y la cosas volverían a ser como antes.
—No lo creo, Faith -dije, muy seria-. Nada volverá a ser como antes.
Me había fallado, y eso es algo que no iba a olvidar nunca.
Casi se me partió el corazón al ver como Oliver y Robin se marchaban al día siguiente, después de comer. Estaban desolados. Oliver se aferró a mis piernas, negándose a ir.
—¿Por qué no viene Kitty con nosotros? -gritó.
Eric tuvo que tirar de él y llevarlo en brazos hasta el coche, entre llantos. Faith, que parecía algo avergonzada, me dio un beso de despedida.
—Lo siento, Kitty, pero ya sabes como son las cosas...
—Claro.
Me despedí con la mano hasta que el coche desapareció de mi vista, y entonces volví a la casa con Grace. Estaba a punto de desaparecer en mi habitación para soltar una buena llorera cuando ella dijo:
—Ahora que Faith se ha ido, llamaré a Hope y le diré que puede venir.
—¿Cómo has dicho?
No estaba segura de haberla entendido bien.
—Hope lleva mucho tiempo queriendo venir, pero no podía hacerlo mientras estuviera aquí su hermana. No sólo es la casa de Faith, es que además se acostó con su marido. -Negó con la cabeza en señal de desaprobación y después sonrió-. A veces Hope puede ser muy traviesa.
—¿Y va a venir a vivir aquí?
—Sí, querida. Dentro de uno o dos días. Me pregunto dónde habré dejado la carta con su número de teléfono. -Entró en el salón-. A lo mejor no se queda mucho tiempo. Las cosas le han ido tan mal en Liverpool que no me extrañaría que le pidiera a Graham que volviera con ella.
Me senté sobre la cama con la mirada perdida. ¿Qué demonios iba a hacer yo ahora? Estaba segura, como que me llamaba Kitty, de que a Hope no le haría mucha gracia que yo viviera en la casa. En Liverpool no le caía bien, pero ahora le iba a caer todavía peor porque vendría con el rabo entre las piernas y yo conocía el motivo. Me pareció muy poco probable que Graham quisiera volver con ella.
Al día siguiente decidí que me iría a Londres, encontraría una pensión barata y buscaría un sitio donde vivir. Si la pensión no costaba demasiado, podría quedarme allí durante las diez semanas siguientes, aunque no me apetecía demasiado. Pero el caso es que me había inscrito ya en un hospital cercano a Richmond y tendría que encontrar el camino de vuelta cuando fuera a dar a luz.
Solté un quejido y pensé brevemente en ponerme en contacto con Michael. Pero eso sólo serviría para asustarlo. No, prefería arreglármelas yo sola.
Aquella noche me acosté temprano, pero no sin antes ir al cuarto de los niños y guardar la ropa y los juguetes que se habían dejado. En el coche no había sitio para todo y Faith había dicho que lo recogería la próxima vez que fuera.
—A lo mejor hasta vengo a hacerte una visita mientras sigas aquí, Kitty. Estaría bien, ¿no te parece? -había dicho.
—Sería genial -me había limitado a responder.
Entre sollozos, recogí camisetas y pantaloncitos, junté los calcetines por pares, doblé las camisas y los jerséis y los coloqué todos, bien ordenados, en los cajones. Robin se había olvidado su oso de peluche favorito. Se lo enviaría por correo al día siguiente. Sin Teddy estaba perdido.
Pero no tanto como me sentía yo sin él y sin Oliver.
A la mañana siguiente salí de casa temprano. Cuando fui a ver a Grace para decirle hasta luego, me la encontré sentada en la cama, vestida con un camisón de tul rosa y tomando el desayuno. Ya había llegado la señora Hyde.
—Hoy no me encuentro demasiado bien -explicó Grace-. Es por todas estas emociones, tantas idas y venidas. La verdad es que tengo muchas ganas de que venga Hope. A veces creo que prefiero a mi hija traviesa que a la buena. ¿Te encuentras bien, Kitty? Tú tampoco tienes muy buen aspecto.
Le aseguré que me encontraba perfectamente y después caminé sin muchas ganas hasta la estación, con el vientre hacia fuera, como un ariete, dispuesta a tumbar al primero que se cruzara en mi camino. Casi no me di cuenta cuando un coche paró al otro lado de la carretera haciendo chirriar los frenos. De él saltó un hombre y oí una voz familiar que gritaba:
—¡Kitty! ¿Adónde vas? Fred y yo hemos venido a rescatarte.
—¿A rescatarme de qué? -pregunté inocentemente mientras Graham cruzaba la calle.
—De mi querida esposa, de Grace, de Richmond. -Sonrió ampliamente-. Grace me llamó anoche para decirme que Faith se había marchado y que Hope iba a subirse a su escoba y a volar hasta casa, aunque ésas no fueron sus palabras exactas. ¿Adónde ibas, Kitty? -preguntó, esta vez en tono más serio.
—A Londres, a buscar un hotel. Iba a pasar a recoger mi maleta más tarde.
—Pensé que harías alguna locura semejante y por eso he venido tan pronto. Vamos, querida, sube al coche y recojamos tu maleta. A Grace no le importará, sobre todo ahora que Hope va a venir dentro de un día o dos.
—¿Pero dónde me quedaré?
—En mi piso de Grosvenor Square. Fred cuidará de ti.
—Hola, pequeña -saludó Fred cuando subí al coche.
—Hola -dije con voz débil.
Nunca había creído realmente que todas las desgracias tuvieran un lado bueno, pero ahora sí.
El piso de Graham era el último de un antiguo edificio, con un ascensor chirriante y un portero de uniforme plantado en el vestíbulo para vigilar a las visitas. Tenía tres amplios dormitorios, tres recibidores igual de espaciosos, un baño de mármol negro que, en mi opinión, tenía un aspecto ligeramente siniestro, un pequeño estudio y una diminuta cocina.
—Aquí es donde Fred es dueño y señor -comentó Graham mientras me la enseñaba-. ¿No es verdad, Fred?
—Me gusta cocinar -admitió a regañadientes.
Era un hombre alto y de aspecto lúgubre, con el rostro muy arrugado, una nariz larga y estrecha y ojos tristes; me recordaba bastante a un caballo. Fred sólo hablaba cuando era estrictamente necesario. Al principio pensé que Graham había sido un poco maleducado en el viaje en coche, pues nunca incluía a Fred en la conversación, hasta que me di cuenta de que él prefería quedarse a solas con sus pensamientos y no participar en un parloteo intrascendente.
—¿Te apetece una taza de té, pequeña?
—Me muero por tomar una -exclamé.
—¿Por qué no deshaces la maleta mientras yo te la preparo?
Mis dos vestidos y mi abrigo tenían un aspecto patético colgados en aquel armario, lo suficientemente grande como para poder dormir dentro. El resto de mis cosas cabían en un solo cajón. Era una habitación de hombre, con las paredes grises y los muebles oscuros. La funda del lecho era gris con rayas negras. Estaba metiendo la maleta bajo la cama cuando apareció Graham en la puerta.
—¿Todo bien?
—Sí. ¿Por qué tiene banderas el edificio que hay al otro lado de la plaza?
—Porque es la embajada estadounidense. Ésta es una de las mejores zonas de Londres -dijo con orgullo-. Todo el que es alguien, vive en Mayfair.
—¿Vivía Hope aquí contigo?
No había ni el más mínimo toque femenino.
—Sólo cuando teníamos algún motivo para quedarnos en Londres. Ella prefería la casa de Surrey. Es mucho más grande y el terreno es más bonito.
—¡Tienes dos casas!
—Tengo tres. Además tengo un apartamento en el sur de Francia, en Mónaco.
—Qué suerte, aunque no le veo mucho sentido. Sólo se puede vivir en una cada vez.
—Es cierto, Kitty, es cierto -concedió con una sonrisa.
Fui realmente feliz las semanas que pasé en el piso de Graham en Grosvenor Square. Seguía echando de menos a Oliver y a Robin, pero estaba disfrutando mi estancia demasiado como para apenarme y no me importaba quedarme sola los días que Fred llevaba a Graham a una de sus fábricas en Middlesex, Essex y el oeste de Londres, a un lugar llamado Acton.
—Está medio retirado, pero le gusta apretarles las tuercas a los encargados -me explicó Fred, que había resultado ser todo un parlanchín en cuanto se le conocía bien-. Siempre aparece un día distinto para que no tengan ni idea de cuándo deben esperarlo. A veces vuelve al día siguiente para que no se relajen. Durante la guerra, las tres fábricas habían producido armamento. La de Acton seguía haciéndolo, pero las otras se habían pasado a productos menos letales y más ordinarios, como neveras y lavadoras en Middlesex y motocicletas en Essex.
—El jefe tiene trozos de muchos pasteles -me contaba Fred. A menudo alardeaba de su jefe, del mismo modo que Graham alardeaba de sí mismo-. Es dueño de un par de periódicos y revistas, de una cadena de pequeños hoteles en Escocia y de unos grandes almacenes en Bristol, y sin embargo, cuando éramos chavales, apenas teníamos un penique con el que rascarnos el trasero.
—¿No te molestó que llegara a ser tan rico y poderoso? Graham me contó que os conocéis de toda la vida.
—¡Qué va! -Fred negó con la cabeza-. Hace tiempo me ofrecía toda clase de trabajos importantes, pero yo los rechacé. No tengo cabeza para los negocios. No vine aquí hasta que murió mi esposa, Elsie. Había estado trabajando en un asador cerca de Old Kent Road, y a eso me dedicaba, a cocinar y a limpiar. La pobre Elsie fue inválida durante bastante tiempo, así que en casa también yo tenía que encargarme de lavar y planchar. El jefe me pagó las clases de conducir para que pudiera llevarle de un sitio a otro. Me gusta mi trabajo, pequeña, no lo cambiaría por nada del mundo.
—Eso es lo que pensaba yo cuando cuidaba de los hijos de Faith, aunque sabía que no podía durar para siempre, que algún día empezarían la escuela y ya no me necesitarían.
—Seguro que puedes llegar a algo más que a cuidar a los niños de alguien, pequeña. -Se quedó mirando mi vientre, que era más grande cada día que pasaba-. ¿Qué va a ser del tuyo cuando nazca?
—Se lo va a quedar mi hermana. Ella y su marido no pueden tener hijos.
—¿Y al padre del crío le parece bien?
—No sabe que estoy embarazada.
Fred frunció el ceño.
—¿No te parece un poco desconsiderado por tu parte? El pobre muchacho tiene derecho a saber que va a ser padre.
Arrugué la nariz y murmuré una respuesta. Fred tenía razón. Con tenía derecho a saberlo, pero ahora era demasiado tarde. ¿Quién sabía qué sucedería si se lo decía? Y además, no podía permitirme defraudar a Aileen y Michael.
Cuando hacía buen tiempo y ellos habían salido, yo solía ir a dar un paseo por Hyde Park, que, quedaba a tan sólo un minuto; estaba precioso ahora que había llegado el otoño y habían empezado a caer las hojas, que formaban una crujiente moqueta dorada. Los días grises, daba vueltas por Selfridges y Derry & Toms. El precio de casi todo escapaba a mi presupuesto, pero siempre estaba C&A, donde el coste era más razonable. Allí me compré un elegante bolso de cuero negro. Me encantaban los bolsos y ya tenía cuatro. Me sentía un poco como Graham con sus casas, pues sabía que sólo podía llevar un bolso cada vez.
Graham, Fred y yo llegamos a estar muy unidos. Cuando me iba a la cama, Fred me traía una taza de chocolate y se sentaba a un lado mientras me lo bebía. Entonces, Graham tenía por costumbre entrar también y sentarse en el lado contrario. A mí aquello no me incomodaba en absoluto. Hablábamos y hablábamos sin parar, hasta que los ojos se me cerraban de cansancio y entonces los dos se marchaban. Fred se llevaba la taza para lavarla en la pequeña cocina, donde preparaba unas comidas deliciosas: mi favorita era manitas de cerdo con bubble and squeak, seguida de una macedonia de frutas frescas de postre.
A veces, Fred y yo íbamos al cine, a la sesión matinal, y dejábamos a Graham concentrado en su estudio, poniéndose al día de los asuntos de sus muchas empresas y acosando por teléfono a los encargados. Ni siquiera en mi vejez llegué a olvidar el día en que Fred y yo fuimos a ver Desfile de Pascua, ni tampoco la lamentable imitación que hicimos de Fred Astaire y Judy Garland de camino a casa.
Una noche, cuando estaban los dos sentados en mi cama, Graham dijo:
—Te vamos a echar mucho de menos cuando te vayas, Kitty. Has alegrado la vida a dos viejos más bien amargados. Nos ha encantado tenerte con nosotros. Lo he estado hablando con; Fred y nos gustaría que te quedases después de que nazca el bebé.
Antes de que se me ocurriera ninguna respuesta, Fred añadió:
—Y nos gustaría todavía más que te quedaras con el bebé, pequeña. Ni el jefe ni yo hemos tenido la suerte de tener hijos. Sería maravilloso tener un niño en la casa... Y tendría dos papás.
—Piénsatelo, Kitty-dijo Graham cariñosamente-. Podríamos convertir uno de los recibidores en un cuarto de bebé.
Me dio una palmadita en los pies bajo la sábana, Fred hizo lo mismo y se fueron. Yo me quedé atónita y completamente confundida, aunque se me pasaron por la cabeza agradables imágenes de paseos con el bebé en su carrito por Hyde Park los días soleados, o de fríos días de invierno en los que la hierba y los árboles estarían cubiertos de nieve.
¡Pero no! Aparte del hecho de que no estaría nada bien defraudar a mi hermana, sería demasiado fácil. No sabía si era posible que llegase a llevarme tan bien con dos personas como me sucedía con Graham y con Fred, pero, ya fuera que me quedase con el bebé o yo sola, sería como hacer trampas con el mundo real. Yo prefería ser dueña de mi propio destino, no depender de otros. Algún día, Graham podía volver con Hope, igual que Faith había hecho con Eric. ¿y qué sería de mí entonces?
Mi hija llegó una lluviosa tarde de domingo en noviembre, pocos días antes de lo esperado. Graham me había reservado una habitación en una clínica privada en Chelsea. Había llamado por teléfono para cancelar la de Richmond. Fred me llevó a toda prisa con el coche. Antes de irnos, llamé a Aileen a Maghull para darle la noticia. Ella y Michael tenían planeado venir a Londres y quedarse en un hotel al día siguiente para poder estar presentes durante el parto, pero Michael dijo que vendrían inmediatamente.
Debía de haber sido bastante tajante, para variar. Llegaron unas seis horas después, mientras yo todavía estaba de parto. Ya había oscurecido y las cortinas estaban echadas en la habitación donde yo yacía sola, contando los minutos entre contracciones. Fred había querido quedarse, pero insistí en que se fuera a casa. De vez en cuando aparecía una enfermera rubia para comprobar que no había problemas y me decía que lo estaba haciendo bien.
Aileen me agarró la mano.
—No puedo creer que vaya a suceder, que vaya a pasar de verdad. En cualquier momento, seré madre y Michael será padre.
Creo que sonreí, pero no estoy segura. Veía a mi hermana y a su marido a través de una densa neblina, y sus voces más me parecían ecos que voces reales. No es que me doliera, más bien creía que todo aquello era un sueño del que pronto despertaría para encontrarme en Amethyst Street, donde nada habría cambiado: mamá seguiría viva y yo seguiría siendo novia de Con. Regresó la enfermera y oí como una voz sin cuerpo les pedía a Aileen y a Michael que salieran. De pronto, alguien estaba empujando mi cama, que tenía ruedas, por un pasillo fuertemente iluminado, donde otra voz incorpórea, esta vez masculina, me preguntó cómo me encontraba. La primera voz respondió:
—Ha perdido el conocimiento, doctor. No creo que pueda oírle.
Sí que podía, lo que no podía era contestar, pues aquello no era más que un sueño.
Desperté inmediatamente después de nacer el bebé. Apenas me dolió. Abrí los ojos, escuché sus gritos, vi que el médico tenía entre sus brazos a un bebé de verdad, vivo, y me di cuenta, de sopetón, de que era mío.
—Ha tenido usted una hija, señora McCarthy -dijo el doctor, satisfecho-. ¿Cómo va a llamarla?
—Todavía no lo he decidido.
Eso se lo iba a dejar a mi hermana. La enfermera me ayudó a erguirme y el doctor me dejó a mi hija entre los brazos. Estaba envuelta en una mullida toalla.
—Puede cogerla durante un minuto y después la enfermera las limpiará a las dos.
—Gracias.
El cuerpecito de mi niña era cálido y fuerte. Movía las piernas y apretaba los pies contra mis brazos, como si disfrutara de la libertad de poder moverse a sus anchas. No era capaz de distinguir el color de su pelo porque estaba oscuro y sucio y había que lavarlo. Bostezó, mostrándome unas encías rosadas. Abrió los ojos y me miró, perdida. Eran muy azules, pero todos los recién nacidos los tienen de ese color. Examiné sus minúsculas manos. Las uñas eran como perlas. No tenía ni idea de cómo me sentía; era algo que no podría describir aunque me fuera la vida en ello, pero me parecía poco menos que un milagro el que aquella niña, tan perfecta, hubiera estado agazapada en mi interior durante nueve meses enteros hasta que había decidido salir al exterior. Ahora ya no dependía de mí para sobrevivir, otra persona iba a ocuparse de eso.
La enfermera se la llevó y yo sentí una irreprimible sensación de pérdida. Otra enfermera, mucho mayor que la primera, me bañó y me cambió de camisón. Entonces me llevaron de vuelta a mi habitación, donde Aileen y Michael me estaban esperando. Los dos se levantaron de un salto.
—¿Qué ha sido? preguntaron a la vez.
Ninguno de los dos parecía interesado en cómo estaba yo, sólo en el bebé.
—Niña -me limité a responder.
—Una preciosa niña de tres kilos y setecientos ochenta gramos -apuntó la enfermera-. Se la traeré enseguida.
—En cuanto al nombre, Kitty... -dijo Aileen, muy excitada, una vez se hubo ido la enfermera-. Nos gustaría llamarla Eve, si te parece bien.
—Creo que Eve es un bonito nombre.
—¡Eve Bernadette Gilbert! -exclamó Aileen con los ojos resplandecientes de la emoción.
Michael la rodeó con el brazo y la estrechó: yo hubiera querido que alguien hiciera lo mismo conmigo.
Una chica vestida con una bata blanca vino a preguntar si quería cenar. Dije que me moría de hambre. Se fue y volvió la enfermera de más edad con Eve. Aileen dio un paso adelante y extendió los brazos, con una mezcla de avaricia y esperanza en el rostro. La enfermera no se fijó en ella, o no le hizo caso, y me dio a Eve a mí.
—El doctor cree que debería intentar darle el pecho -dijo.
Le expliqué que no iba a darle el pecho y le pregunté si podía preparar un biberón. Se fue sin decir palabra, pero me di cuenta de que no le parecía bien.
—Tienes mucho mejor aspecto después de bañarte -le dije a Eve-. ¡Y tienes el pelo claro! -Su cabello era de un amarillo cremoso, sin un ápice del pelo anaranjado de Con, ni del mío, rojo-. Me pregunto de dónde lo habrás sacado. Eres un bebé precioso, Eve Bernadette Gilbert.
—¿Puedo cogerla? -inquirió Aileen con voz temblorosa.
—Todavía no.
En aquel momento odiaba a mi hermana con todo mi corazón. Le eché un buen vistazo a mi hija, consciente de que era la última vez que la tendría de bebé en mis brazos. Cuando volviera a Bootle, le pediría a Aileen que no se cruzara en mi camino, que no esperase verme en Maghull. Sería demasiado doloroso, y sin embargo yo había pensado que no me importaría en absoluto. Como habría dicho mamá, me acababa de dar un palo yo misma y me lo había llevado merecidamente.
Suspiré y le pasé el bebé a Aileen.
Salí del hospital a la mañana siguiente. Llovía más que el día anterior. Una enfermera a la que no había visto antes soltó un grito cuando, al entrar en mi habitación, me encontró totalmente vestida y de pie.
—¡Se supone que debe usted permanecer en cama durante cinco días -exclamó-, y otros cinco convaleciente!
—Me encuentro muy bien, así que me voy a casa -le dije.
—¿Pero no irá a llevarse al bebé? No creo que se lo permitan.
—No, no me voy a llevar al bebé. Deben cuidarlo durante el tiempo que sea necesario y después entregárselo a mi hermana. Ella y su marido vendrán dentro de poco tiempo.
Y después de decir aquello, agarré mi maleta y me marché. Cogí un taxi de vuelta al piso de Grosvenor Square. Me sentí aliviada al comprobar que no había nadie en casa. Preparé el té y me eché en la cama durante una hora. Me di cuenta de que no me encontraba tan bien como yo misma había asegurado. Me sentía como si me hubieran pasado un rodillo por encima y me dolía el estómago. Después de descansar, escribí una larga carta a Graham y a Fred en la que les decía que los echaría tanto de menos como ellos a mí, pero que sentía que debía seguir con mi vida. Les di las gracias por su generosidad y su cariño, y les prometí que los recordaría durante toda mi vida.
Entonces hice la maleta, cogí un autobús a Euston Station, donde me compré un billete para Liverpool, y me fui a casa.
Capítulo 5
Los sesenta
—Creo que eso es todo, señora Tyler -dije-. Dos docenas de pañales, dos biberones y un par de tetillas de repuesto, ropa de bebé, incluidos pantalones de hule para los pañales de tela y un chal, y pastillas de hierro para usted. Tiene que tomarse una con cada comida, tres veces al día.
—No necesito los biberones, enfermera. Como puede ver, le doy de mamar.
La mujer miró al pequeño bebé que succionaba con avaricia el pecho caído. Se llamaba Ronnie.
—Según el hospital, señora Tyler, su hija Josie sólo tiene nueve meses y medio; no puede darle el pecho a dos niños a la vez. -Asumí que habría estado dándole el pecho a Josie hasta que tuvo a Ronnie; la leche materna era el alimento para bebes mas barato y muchas mujeres usaban ese método a veces hasta los dos o tres años-. Los biberones son para ella. Ya es lo suficientemente mayor como para beber leche fresca y he traído medio litro conmigo. Debería bastar para hoy y mañana. Dele una mitad de leche y otra de agua caliente para empezar, por si le sienta mal a la tripa.
—Gracias, enfermera. Le estoy muy agradecida.
No parecía estarlo especialmente. A nadie le gustaba aceptar la caridad de otros, y a algunos hasta les sentaba mal. Olive Tyler era una de ellos, aunque debía culpar a su marido por haberla dejado embarazada pocas semanas, quizá incluso días, después de haber tenido a su última hija. Era una mujer pálida, sin forma y con los ojos hinchados. Aparentaba cincuenta y muchos, aunque sólo tenía treinta y tres. Hasta el momento había dado a luz a doce niños de los cuales habían muerto tres.
No me molesté en señalar que yo no era enfermera, sino que sólo lo parecía, con aquel vestido azul pálido de algodón y una chaqueta azul marino. Como Hilda había comentado, sería muy poco considerado visitar a mujeres sumidas en la pobreza vestida como una gran dama.
—¿Puedo hacer algo por usted, señora Tyler, ahora que estoy aquí? -pregunté-. ¿Alimentar a Josie, quizá?
Debía de ser Josie la que gritaba como una posesa en el piso de arriba. Bajo la mesa había sentados dos pequeños, vestidos únicamente con una camiseta y chupando nerviosamente sus chupetes. Me preguntaba si habrían comido algo aquel día. También tenía otro hijo menor de cinco años, aunque no lo veía por ninguna parte: quizá fuera uno de los que estaban jugando en la calle. El resto estaban en la escuela, al menos eso pensaba yo hasta que una niña de unos doce años bajó por las escaleras con Josie en brazos. El bebé dejó de llorar, aunque siguió soltando lastimeros quejidos. Aquello me partía el corazón.
—Enfermera, si me enseña usted a preparar la leche, yo la alimentaré -se ofreció la niña.
Le pregunté cómo se llamaba y contestó:
—Peggy. Soy la mayor y no he ido al colegio para ayudar a mi madre.
Cogí un biberón, una tetilla y la leche, y fuimos a la cocina. Estaba hecha un asco. La ventana se veía tan sucia que el brillo del sol de agosto no podía pasar por ella. Tenía ganas de limpiarla de arriba abajo, pero aquella mañana debía ir a ver a otras dos madres y no había tiempo. Además, a Hilda no le habría parecido bien. «Siempre te involucras demasiado», me regañaba.
Palpé la tetera: todavía estaba caliente y dentro había algo de agua. Preparé el biberón, lo agité bien y se lo pasé a Peggy.
—Hay que darle de comer tres o cuatro veces al día, hasta que empiece a tomar cosas sólidas.
—Le di té en una cuchara mientras mamá estaba en el hospital y parece que le gustó -dijo la niña.
—Seguro que sí, pequeña, pero Josie no es más que un bebé y necesita algo más que té para crecer.
No me habría sorprendido saber que Josie había vuelto a la dieta de té antes de que terminase el día, ni tampoco enterarme de que Peggy pasaba más tiempo en casa ayudando a su madre que en la escuela.
—Eso me recuerda... Asegúrate de que tu madre se toma las pastillas de hierro. Ella también necesita fuerzas.
Peggy asintió obediente.
—Está bien, enfermera.
Me preguntaba si la señora Tyler había sido alguna vez tan guapa como su hija. Peggy tenía unos preciosos ojos marrones y el pelo del mismo color. De alguna manera, se las arreglaba para permanecer limpia entre tanta suciedad, aunque el vestido que llevaba estaba gastado bajo los brazos y no lo habían planchado. Llevó el biberón a la boca de Josie y el bebé se puso a chupar, hambriento. Antes de salir de la cocina, me fijé en un par de pantalones cortos de algodón que colgaban de un tendedero. Parecían secos, así que los llevé al salón y convencí a los niños para que se los pusieran. Su madre me lanzó una mirada fulminante y me di cuenta de que llevaba allí más tiempo del deseado.
—¿Quiere que vuelva mañana? -pregunté.
Respondió Peggy:
—Si no le importa, enfermera. Cinco pequeños son muchos para mamá.
Acordamos que volvería a la misma hora, pues parecía que Peggy era la que se encargaba de organizar las cosas. Me acompañó hasta la puerta, con Josie en brazos chupando del biberón. Cuando ya estaba fuera, me preguntó en voz baja:
—¿Hay alguna manera de apartar a mi padre de mi madre? Anoche volvió a por ella, y eso que acababa de regresar del hospital. Antes de que nos demos cuenta, estará preñada otra vez.
—No que yo sepa, Peggy -contesté a mi pesar.
Era una pregunta horrible en labios de una niña de doce años, pero aparte de matar a aquel hombre, no se me ocurría ninguna forma de ayudar.
Mientras me alejaba en coche de la casa de los Tyler aquel día de agosto tan brillante y perfecto, pensé que era difícil de creer que en la segunda mitad del siglo XX existiera tal grado de pobreza, no sólo en Liverpool, sino en ciudades de toda Gran Bretaña. No era tan malo como lo que yo recordaba de mi infancia (pocos años atrás se había introducido el programa de Ayuda Infantil, que había supuesto un gran apoyo), pero todavía había mucha gente pobre, y muchas mujeres debían estar agradecidas a Hilda Foxton por los paquetes de ropa y pañales como el que yo acababa de entregar a la señora Tyler. Hasta ahora no se la había atendido, pues Ronnie era el primero de sus hijos nacido en un hospital. Había tenido a los otros en casa y nadie había informado de ello a Hilda.
Conocí a Hilda Foxton casi nueve años antes, el día que me marché de Londres y regresé a Liverpool, un día que conservo en la memoria como si hubiera sido ayer. Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que di a luz a Eve, y cuando me subí al tren me mareé. Al ponerse en marcha, la cosa fue a peor. La lluvia repicaba sobre el tejado y el paisaje parecía tan difuso como mi corazón. Sentía algo horrible, como si fuera a alumbrar otro bebé, y deseé desesperadamente haberme quedado en el hospital. Solté un quejido y me dejé caer de lado sobre el asiento, que afortunadamente estaba vacío. Tuve más suerte aún cuando, en aquel tren con pasillos, el otro pasajero del compartimento, un hombre de mediana edad que leía The Times, salió corriendo a pedir un médico. Pude oír como su voz se iba haciendo más distante a medida que proseguía su búsqueda por el tren. Entró una mujer, me puso la mano en la frente y me dijo que tenía fiebre,
—Llevo algo de té en un termo, cariño, ¿quieres un poco?
Negué con la cabeza. No sabía lo que quería, sólo deseaba morir. Entonces apareció Hilda en la puerta.
—No soy médico, pero soy enfermera profesional -anunció con una voz sonora y de lo más refinada-. ¿Qué le pasa a esta chica?
Contestó la primera mujer.
—No tengo ni idea. Sólo sé que le arde la frente. Le acabo de ofrecer un poco de té, pero no quiere.
—Agua, necesita agua. ¿Le importaría traer un poco del vagón restaurante?
La mujer se alejó apresuradamente y Hilda se arrodilló a mi lado.
—¿Sabes lo que te pasa, jovencita?
Tenía demasiado miedo como para no admitir la verdad.
—Ayer di a luz y ahora siento como si fuera a tener otro bebé
—Probablemente sea el posparto. Vamos a ver. -Echó las cortinas, me levantó la falda, me quitó las bragas y dijo-: Lo que decía. El posparto consiste en la expulsión de la placenta, el cordón umbilical y otras membranas. Dicen que es bueno para las rosas, ¿lo sabías?
—No -respondí con voz débil.
Ya me sentía mejor sabiendo que me encontraba en buenas manos. Hilda cogió el ejemplar de The Times que había dejado el hombre y lo usó para recoger aquella mezcla sanguinolenta que yo había tomado por un bebé.
Regresó la mujer con el agua. Hilda le dio el periódico y le dijo que lo tirase a la papelera.
—Si no encuentras ninguna, tíralo por la ventana. Le vendrá bien al campo. Bueno, jovencita, imagino que llevarás contigo varias compresas sanitarias, ¿verdad?
—Tengo un paquete entero en la maleta.
La cogió del portaequipajes, encontró las toallas y me metió dos en el cinturón sanitario. Me aconsejó darme un baño en cuanto llegara a casa, me colocó bien la ropa, tomó mis manos y me ayudó a sentarme. Entonces ella se sentó enfrente.
—¿Cómo te encuentras ahora?
—Bien.
—No digas tonterías, jovencita -dijo-. Es imposible que te encuentres bien: un poco mejor que antes, quizá, pero no bien. Anda, bébete el agua. ¿Cómo te llamas?
—Kitty McCarthy -contesté algo intimidada.
—Yo soy Hilda Foxton, y como he dicho antes, soy enfermera y matrona titulada. Deberías quedarte en la cama y no andar por ahí cogiendo trenes justo después de haber dado a luz. Eres muy irresponsable, Kitty McCarthy. De no haber estado yo aquí, ¿qué habrías hecho? ¿Eh?
—¿Me habría muerto? -sugerí.
La sombra de una sonrisa cruzó su rígido rostro. La examiné mientras daba sorbos de agua. Tendría unos cincuenta y tantos años, era extraordinariamente alta y delgada, y llevaba unos anteojos de alambre que se le resbalaban por la nariz afilada como una cuchilla. Tenía la boca tan fina como el resto del cuerpo, y la barbilla le terminaba en punta. Llevaba chaqueta y falda gris, que tenían pinta de haber costado un ojo de la cara mucho antes de nacer yo, y un viejo abrigo de piel que olía a naftalina. Pero en aquel momento, lo único que me importaba era la compasión que irradiaban los grandes ojos marrones de Hilda. Quizá hablara como un sargento, pero resultó ser la persona más buena y generosa que conocí en toda mi vida.
—No te habrías muerto -dijo-, pero te habrían sacado del tren en Stafford y te habrían tenido que trasladar al hospital más cercano. ¿Qué te habría parecido eso?
—No me habría gustado nada -confesé.
—¿Dónde está el bebé? -preguntó, lo cual me sorprendió-. El que tuviste ayer.
—Es una larga historia.
Se cruzó de brazos y se acomodó en el asiento.
—Tenemos mucho tiempo. El tren no llegará a Liverpool hasta dentro de dos horas.
Alguien llamó a la puerta y Hilda abrió una rendija. Era el hombre que había ido a buscar un médico. Cogió su sombrero hongo y la maleta del portaequipajes y dijo en voz baja:
—Creo que me he dejado el periódico.
—Lo han tirado por la ventana -le espetó Hilda.
—Oh, vaya. Ya veo.
Se marchó tímidamente, demasiado intimidado como para preguntar el motivo.
Le conté todo a Hilda: cuando terminé, íbamos ya por Crewe.
—Eres una jovencita muy necia. Te arrepentirás de lo que has hecho durante el resto de tus días. De todas formas -dijo encogiéndose de hombros-, ya está y no hay vuelta atrás. Es más, no puedes volver a casa en tu estado. Estás hecha un guiñapo y tu familia se va a preocupar. Lo que necesitas es pasar algo de tiempo en una cama para recuperar fuerzas. Si quieres, puedes venir conmigo; Dorothy cuidará de ti.
—¿Quién es Dorothy?
—Mi amiga. Ella también es enfermera. No serás la primera chica en tu estado de la que cuida.
La casa de Hilda estaba en Everton Valley. Unos cien años antes, aquella zona era una de las mejores de Liverpool (su abuelo había sido comerciante de algodón), pero desde entonces se había deteriorado, y ahora los ladrillos estaban ennegrecidos por el humo, los sirvientes se habían marchado a trabajar a barrios más prósperos, y la de Hilda era la única casa de la calle que no habían convertido en apartamentos. Tenía cinco pisos, desde un oscuro y húmedo sótano, que antaño había servido de cocina, hasta un espacioso ático.
Hilda y Dorothy dormían en el primer piso. Bastante a menudo, durante la semana en la que una regordeta y atenta Dorothy me había ayudado a recobrar la salud, el resto de los dormitorios los ocuparon otras mujeres como yo. En cuanto me encontré mejor, regresé a Amethyst Street y la bienvenida por parte de mi familia fue tan calurosa que lloré a moco tendido. Cuando me marché seis meses antes, me había parecido casi como un juego, pero ahora me sentía fatal por haberlos engañado a todos y haber contado tantas mentiras. No podía dejar de pensar en el bebé. Pero como Hilda dijo en el tren, ya no había vuelta atrás, y las mentiras seguirían siendo mentiras y el engaño permanecería oculto durante bastantes años.
Conocí al nuevo bebé de Claire, una niñita llamada Katherine, que había nacido una semana antes que Eve.
—La hemos llamado así en tu honor, pero la llamaremos Kate para evitar confusiones.
Unos días más tarde, Aileen y Michael vinieron de Londres con Eve. Me las arreglé para no estar en casa cuando trajeron a su hija «adoptada» a ver a papá, y confié en que nadie se diera cuenta de que yo siempre evitaba ver a la hija de mi hermana. Estoy bastante segura de que nadie se fijó. Verla habría sido demasiado doloroso.
Jamie volvió a casa por Navidad, la primera que pasábamos sin mamá. Debería haber sido algo triste, pero cuatro bebés se habían unido al clan McCarthy, y aquello significaba más una celebración que un duelo. Aileen estaba demasiado ocupada con Eve para venir a Amethyst Street, y yo me inventaba excusas para no ir a verla a Maghull.
En cuanto pasaron las Navidades, Jamie volvió a Berlín y yo anuncié que iba a empezar en un nuevo empleo.
—¿Y dónde es, cariño? -preguntó papá.
Todavía mantenía escondida a Edna Nelson, pero Liam decía que a menudo los veía juntos en la taberna.
—Voy a trabajar para una señora llamada Hilda Foxton, en Everton Valley. Es enfermera. No está casada y hace años fundó una organización caritativa que dona todo lo necesario a las mujeres que acaban de dar a luz..., si son demasiado pobres como para comprarlo ellas, claro. Y también hace otras cosas -proseguí animada-. A veces deja que las mujeres y los bebés se queden en su casa mientras ella les encuentra un lugar decente en el que vivir, o acoge a chicas embarazadas sin marido a las que sus madres han echado de casa.
Papá parecía impresionado.
—Me parece que esa Hilda tiene un corazón grande y bondadoso, ¿pero de dónde saca el dinero, Kitty? ¿Puede permitirse pagar salarios?
—Puede, aunque no son gran cosa. -Torcí el gesto. Pasaría mucho tiempo antes de poder volver a comprarme ropa, y tendría que limitar mi asistencia al cine-. Hilda se gastó hace tiempo su propio dinero, y ahora depende de las donaciones de buenos samaritanos, como dice ella.
—En fin, teniendo en cuenta que tú eres una chica sensata... al menos la mayor parte del tiempo -había dicho Hilda cuando estaba a punto de salir de su casa-, ¿por qué no vienes a trabajar conmigo? A Dorothy siempre la necesitamos aquí, y últimamente he de encargarme de mucho papeleo. Algunas veces me , tengo que quedar en el despacho hasta medianoche. Si tuviera a alguien que hiciera las visitas por mí, todo sería mucho más fácil.
Acepté de buena gana, a pesar del escaso sueldo. Recordé lo mucho que me había costado conocer a alguien interesante cuando suspiraba por dejar la fábrica de Cameron's, y sabía que nunca tendría otra oportunidad como aquélla. Aprendí a conducir el viejo Morris Minor de Hilda, que estaba completamente oxidado y se estremecía cada vez que doblaba una esquina.
Nueve años después, no podía decir que amase mi trabajo (me enfrentaba a demasiada miseria), pero sentía que estaba haciendo algo útil, aunque tenía tendencia a implicarme demasiado. Le acababa de prometer a Peggy Tyler que volvería al día siguiente cuando todo lo que se me pedía era que entregase un paquete y desapareciera de la vida de los Tyler.
La siguiente señora de mi lista era Christine Mason, de cuarenta y dos años, que vivía en una calle de clase media en Allerton. Me preguntaba por qué necesitaba de caridad, y pronto descubrí el motivo, pues la señora Mason todavía mostraba el dolor que le había causado el padre de su hija. Era una mujer atractiva, bien vestida, que no daba la impresión de dejarse engañar con facilidad. Hablaba sin parar. Imagino que no tenía mucha gente en la que confiar. Quizá yo fuera la primera.
—Mi marido murió en la guerra, poco después de casarnos. Era maestro, como yo. Nunca soñé que me volvería a casar, pero entonces conocí a Ray. -Se mordió los labios con amargura-. Era encantador. Le creí cuando me dijo que se había enamorado de mí. Quizá, sin saberlo, me sentía demasiado sola, porque antes de darme cuenta era yo la que me había enamorado de él y me emocioné cuando supe que estaba embarazada. Mi marido y yo teníamos intención de formar una familia después de la guerra. Tranquila, tranquila, cariño. -El bebé que tenía echado al hombro soltó un sonoro eructo y ella sonrió-. Es un alivio cuando suelta los gases.
—Es un bebé precioso -comenté-. ¿Cómo se llama?
—Eliza. Así se llamaba mi madre -explicó torciendo el gesto-. No me imagino lo que diría mamá si me viera ahora.
—¿Y qué pasó con Ray?
Lo cierto es que ya iba siendo hora de irme, pero no quería hacerlo hasta que no terminase la historia.
—¡Él! -dijo con desprecio-. Bueno, en cuanto le conté que estaba embarazada, salió corriendo. Resultó que estaba casado, pero para entonces ya se las había arreglado para timarme todo el dinero que tenía ahorrado para poner en marcha un negocio ficticio. Más tarde me di cuenta de que se había llevado todos los objetos caros que me había dejado mi madre, además de las pocas joyas que tenía.
—¿No llamó a la policía?
Se encogió de hombros.
—Lo pensé, pero me daba vergüenza que se rieran de mí. Tuve que renunciar a mi empleo como maestra y apuntarme al paro, aunque no me da para vivir ni de lejos. Al final empeñé cosas, como mis mejores vestidos y algunos de los muebles, para poder pagar el alquiler y otras facturas. Sabe Dios cómo me las voy a arreglar ahora. Ya casi no me queda nada que empeñar y me resulta imposible trabajar teniendo a Eliza. ¿Se cobra el paro cuando se tiene un bebé?
—No tengo ni idea, pero cuando vuelva a la oficina se lo preguntaré a la señora Foxton. Quizá tenga derecho a pedir otras ayudas.
No podía solicitar las Ayudas Infantiles porque sólo se aplicaban a partir del segundo hijo.
—Es usted muy amable -repuso Christine Mason. Señaló las cosas que había sobre la mesa-. Uso las toallas como pañales.
Me preguntaba qué tendría que empeñar ahora para comprar otros nuevos.
—Dígame una cosa -pregunté cuando me estaba levantando para marcharme-: si no fuera por Ray, usted no tendría a Eliza: ¿preferiría no haberlo conocido?
Ella se lo pensó bien durante un buen rato y entonces se le iluminó el rostro.
—Prefiero tener a Eliza, sin duda. Oh, cuánto me alegro de que me haya hecho esa pregunta. Me ha dado cierta perspectiva. A pesar de las dificultades, ella es lo mejor que me ha pasado en la vida. Y eso tengo que agradecérselo al cerdo de Ray.
Mi última visita de la mañana fue a la señora Martha O'Donnell, una mujer vivaz a la que ya había visitado dos veces cuando había dado a luz a sendos bebés. El último era un niño llamado Seamus, que estaba profundamente dormido en una caja de cartón frente a la chimenea, en la que ardía un pequeño fuego. La habitación era bastante destartalada, pero estaba impecablemente limpia. Cuando llegué, la señora O'Donnell estaba ocupada en limpiar el suelo y abrió la puerta con una fregona en la mano.
—Oh, vamos, no necesito todo esto, querida -exclamó cuando abrí el paquete-. Será mejor que se lo lleves a otra mujer. Yo ya tengo pañales que sobraron de Paddy y también mucha de su ropa. Como ves, todavía conservo su chal.
—Estoy segura de que a Seamus le gustaría tener algunas cosas nuevas.
El chal que tenía encima había soportado tantos lavados que tenía la textura de una moqueta.
—Bueno, supongo que no le importaría, ¿no es verdad, cariño? -Miró al bebé con amor.
—¿Cómo están sus otros hijos, señora O'Donnell?
Tenía siete; el mayor, de quince años.
—Están todos bien -dijo ella alegremente-. Sean se puso a trabajar hacer un mes y me pasa cada penique que gana, no como mi marido, que se gasta casi todo en cerveza. ¿Te apetece un té, querida? Iba a prepararme uno ahora mismo.
—Me encantaría, gracias.
Nos sentamos y charlamos durante una media hora. La señora O'Donnell suspiraba pensando en el día en que todos sus hijos tendrían un trabajo y la mantendrían.
—Entonces podré decirle a mi marido que se vaya a hacer puñetas. No lo necesitaré más.
Dentro de lo que cabe, había sido una mañana muy satisfactoria, aunque había tardado el doble de lo que tenía pensado. Cuando salí de la casa de la señora O'Donnell en Toxteth, di la vuelta con el coche y me dirigí a Bootle. Los martes y los jueves comía en Amethyst Street. Marge me estaría esperando.
Cuando regresé de Londres, muchos años atrás, Marge ya estaba embarazada de su segundo bebé. En cuanto nació Elizabeth, me di cuenta de que la casa de Amethyst Street no era lo suficientemente grande para todos. No me importaba mudarme, pues Hilda ya me había ofrecido su ático. Era una habitación enorme, con una ventana en cada extremo y un inodoro propio, aunque el baño tenía que compartirlo con Hilda, Dorothy y cualquiera que se alojara allí.
Así que volví a dejar mi casa, pero esta vez no le importó a nadie, ni siquiera a mí. Después de todo, iba a vivir a pocos kilómetros de distancia, en Everton Valley, y no en un lugar lejano en el que me invadiera la nostalgia.
Desde entonces, Marge había tenido un tercer bebé, Angela, y los tres niños iban ya a la escuela. Danny y ella parecían bastante felices, pero a menudo me preguntaba si no lo habrían sido más de haberse casado por amor.
—¡Qué bien huele! -grité al entrar.
Marge estaba preparando la mesa en la sala de estar.
—Es estofado. He comprado salsa de carne concentrada especialmente para ti. No le gusta a nadie más.
—Me alegro -dije frotándome las manos-. Me muero de hambre.
—Siempre te mueres de hambre, Kitty. No entiendo cómo no engordas.
—¿Qué quieres decir con que engorde? -repuse indignada-. No lo he hecho ni una pizca.
—Lo sé -coincidió apesadumbrada-. A mí me basta con mirar una tarta para coger un kilo más.
No es que Marge se hubiera echado a perder, pero tampoco es que hiciera mucho por tener buen aspecto. Últimamente apenas se molestaba en maquillarse y no llevaba el pelo mal del todo, pero no pasaba de ahí. Usaba un delantal por encima de la ropa, y por el agujero de una de las zapatillas le asomaba el dedo gordo del pie.
—Pues no las mires. Me refiero a las tartas.
—Eso es fácil de decir -respondió con un suspiro.
—¿Dónde está papá?
—Sigue en el trabajo: debería llegar en cualquier momento.
Papá se había retirado de su puesto en el muelle, pero todavía estaba fuerte y sano y se aburría en casa sin nada que hacer, por lo que había encontrado un empleo a tiempo parcial en un pequeño y acogedor estanco en Marsh Lane, donde trabajaba de ocho a una. Claire estaba convencida de que tenía una relación con la dueña de la tienda, Margaret Gill. Hacía mucho que no se lo veía con Edna Nelson, pero se lo había relacionado coro media docena de mujeres durante los últimos años. Nunca las traía a casa. Quizá le preocupase que sus hijos lo vieran como una forma de reemplazar a su madre y pensara que eso podía ser doloroso, pero no creo.
Se abrió la puerta trasera y entró en el jardín. Había alcanzado ya los setenta años, pero caminaba tan erguido como siempre. Tenía el pelo plateado e igual de fuerte. Me levanté de un salto y le di un beso.
—Hola, Kitty, cariño. -Me pellizcó la oreja-. Qué bien huele, Marge. Eso sólo puede ser estofado, mi plato favorito. ¿Va venir a comer Danny? -Se acomodó en la silla.
—Puede que sí y puede que no, no estaba seguro. Queda mucha comida en la olla, si se digna a aparecer.
Miré furtivamente a Marge. Sus palabras me parecieron más duras de lo necesario. Cuando fue a por la comida, parecía molesta. Yo alabé su cocina y comenté que nadie hacía un estofado mejor que el suyo.
—Y que lo digas -confirmó papá, y golpeó la mesa con el cuchillo.
Cuando terminamos, Marge sonreía.
Después de comer, papá se fue a la taberna y Marge y yo pasamos a la cocina para lavar los platos.
—¿Qué pasa? -pregunté.
Tenía la cabeza agachada sobre el fregadero y no me miró al decir:
—¿A qué te refieres?
—¿Te has peleado con Danny?
—No. Y no creo que vayamos a pelearnos, porque nunca está aquí. -Me miró, con los ojos llenos de ira-. Te diré una cosa, Kitty. Estoy hasta las narices de los hombres, de tu hermano Danny en particular, y también de tu padre. Tengo tres hijos y una casa de la que ocuparme, y a nadie se le pasa por la cabeza echarme una mano. En cuanto han comido, se largan a la taberna y allí se quedan toda la noche con sus amigotes, mientras yo tengo que quedarme aquí y acostar a los niños, y para entonces ya estoy demasiado cansada para hacer otra cosa que no sea irme a la cama. Si esto es la vida de casada, que se la quede otra. -Se puso a lavar los platos, colocándolos en la bandeja con tanta vehemencia que uno de ellos se rompió, y entonces murmuró-: ¡Leche!
—Sólo se ha roto un pedacito -dije mientras lo secaba-. Todavía se puede usar.
—No sabes lo que te envidio, Kitty. Tienes un buen trabajo y el resto de tu tiempo te pertenece. -Me miró fijamente-. ¿Por qué narices sonríes? A mí me parece que esto no tiene ni pizca de gracia.
No me había dado cuenta de que sonreía.
—Lo siento, pero estaba recordando la conversación que tuvimos en la boda de Norah. -Era algo que no me había podido quitar de la cabeza desde entonces-. Dijiste que una mujer debía de estar loca para no casarse, y que si no lo hacía, acabaría siendo una solterona. Me llamaste boba por no pensar lo mismo.
—Bueno, pues ahora yo pienso como tú. ¿Vale? -admitió malhumorada.
—Vale, Marge -contesté tratando de calmarla-. Mira, vamos a lavar los platos y a tomarnos otra taza de té. Pero tengo que irme dentro de poco. Hilda debe de estar preguntándose dónde estoy.
—Envidio a Claire -dijo Marge una vez que pasamos a la sala de estar con el té-. Tiene cinco hijos, pero es un torrente de energía. No para de traer tartas y toda clase de cosas que prepara. -Sorbió patéticamente-. Las envidio a todas. No sólo a Claire, sino también a Norah y a Aileen. Por las mañanas, Roy le lleva a Norah una taza de té a la cama, y apenas va a la taberna; y Aileen volvió a trabajar en cuanto Eve empezó a ir a la escuela y tiene a una señora que le limpia la casa.
Fue entonces cuando dije que tenía que marcharme, pero no sin proponerle ir al cine por la noche. A menudo acudía yo sola, y me limitaba a hacerlo una vez por semana (mi salario había aumentado con los años, pero no demasiado).
—En el centro dan Indiscreta, con Cary Grant e Ingrid Bergman -dije-. Es una comedia romántica estupenda y a lo mejor te cambia los ánimos.
—¡Oh, Kitty! -me miró emocionada-. Hace siglos que no voy al cine y me encantaría, pero después de lo que te acabo de contar, ¿cómo esperas que encuentre tiempo?
—Vete preparando mientras Danny toma el té, y entonces dile, simplemente, que sales -le espeté-. Si quiere saber quién va a cuidar de los niños, dile que él mismo. No puede negarse, ¿no crees?
—No, la verdad es que no. Oh, ¿podemos ir mañana? -exclamó dando palmadas de alegría.
—Mañana entonces -dije, y añadí, con cierto aire de grandeza-: Te recogeré en mi coche.
Cuando volví a Everton Valley me encontré a Hilda en su despacho, sentada frente a una vieja máquina de escribir y rodeada por montañas de papel. Había dejado de ser enfermera a los cuarenta por culpa de una lesión de espalda pero, como mi padre, la vida le parecía aburrida sin nada que hacer. Para entonces había heredado ya la fortuna familiar y empezó a donar el dinero a causas humanitarias.
—Pero firmar cheques no era lo que yo entendía por estar ocupada -me explicó-, por lo que decidí fundar mi propia organización caritativa. Ya había asistido suficientes partos como para saber que algunas mujeres pobres se veían obligadas a usar trapos en lugar de pañales y que les resultaba imposible pagar lo que valía la ropa de los bebés. Al principio, llevaba los paquetes al hospital, pero las mujeres estaban tan faltas de dinero que se los vendían a otras madres más ricas. Que yo sepa, quizá siguen vendiéndolos, pero no es tan probable ahora que se los llevamos a sus casas cuando ya han nacido los bebés.
La organización de Hilda se llamaba MYB, Madres y bebés.
Todos los días escribía docenas de cartas para animar a la gente a donar dinero. Tecleaba vehementemente con dos dedos, con la cabeza sobre la máquina y casi tocando las teclas con la nariz. También escribía artículos para los periódicos y revistas, en los que describía la labor de su organización. Si alguien en este mundo se merecía una medalla, era Hilda Foxton; y si por mí fuera, se la otorgaría mañana mismo.
—Tengo una mala noticia que darte, Kitty -me anunció con su voz sonora y penetrante-. He recibido una carta de un abogado en Londres: tu amigo, Graham Sheridan, murió hace unas semanas.
—¡Oh, no!
No había visto a Graham desde que me fui de Londres, pero nos escribíamos con regularidad y, a veces, me llamaba por teléfono para charlar un rato.
—No estés triste, chica -dijo Hilda-. Es algo que nos pasa a todos, antes o después.
—Lo sé, pero sigue siendo triste. Me pregunto qué será de Fred.
—Por lo que me has contado, estoy segura de que no tendrá de qué preocuparse.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué te ha escrito un abogado para decirte que Graham ha muerto?
—Porque nos ha dejado cinco mil libras en herencia. -Hilda agitó la carta ante mí con gesto triunfal. Teniendo en cuenta el disgusto que yo tenía, aquel gesto no era de mucho tacto-. Es la mayor donación que hemos recibido nunca. Con esto tenemos suficiente para subirte el sueldo, por ejemplo.
—¡Pero yo no puedo aceptarlo!
—Puedes y lo harás, querida. Y no me discutas -me ordenó en cuanto abrí la boca para protestar-. Trabajas por una miseria y eso no está bien. Antes no podía permitirme un aumento, pero ahora sí. Al fin y al cabo, una libra más al mes sólo es una pequeña parte de lo que nos ha dejado tu amigo, y él no habría sabido de nuestra existencia de no ser por ti.
Intenté contactar con Fred por teléfono, pero nadie respondió en el piso de Grosvenor Square, por lo que escribí una carta. El resto de la tarde lo pasé cuidando de una niña llamada Rosa, cuya madre estaba en el hospital a punto de dar a luz a su segundo hijo.
—Tiene sólo diecinueve años, la pobre -me explicó Dorothy-. Su marido está trabajando y no quería dejar a Rosa con los vecinos. Son gente muy bruta y no se fía de ellos, así que nos la ha traído a nosotros.
La voz de Dorothy era tan dulce y suave como dura y sonora la de Hilda. Llevaban años trabajando juntas, y Dorothy se mudó con su amiga cuando se retiró y tuvo que abandonar la residencia de enfermeras en la que había pasado toda su vida adulta. Todo en Dorothy era redondo: su cara, su cuerpo y sus entrañables ojos azules.
Rosa tenía dos años. Era muy habladora y directa para su edad. Llevaba un vestido que le llegaba hasta los tobillos y que le habría sentado bien a una niña de cinco años. Jugamos a las muñecas, le conté cuentos, me ayudó a preparar una tarta para el té y la llevé a dar un paseo. Todo el tiempo estuve pensando en mi propia hija: tenía la misma edad que ella la primera vez que la vi después de habérsela entregado a mi hermana en Londres un lluvioso día de noviembre.
Esto sucedió otro día de noviembre. El cielo estaba cubierto de nubarrones grises, pero seguía sin llover. Yo me había tomado la tarde libre para ir a Maghull con Claire y Kate. Eve, mi hija, iba a celebrar su segundo cumpleaños. Fui porque me lo pidió Claire y porque sabía que no podía pasarme el resto de mi vida , evitando a Eve.
—Le he propuesto preparar una tarta -dijo Claire cuando íbamos de camino en el autobús (se había negado a que la llevara yo en coche, pues decía que no se fiaba ni del automóvil ni de mí)-, pero Aileen ha dicho que iba a comprar una. –Alzó la voz, indignada-. ¿Dónde se ha visto eso, tener que comprar la tarta de cumpleaños?
—Bueno, supongo que hay quien lo hace.
—Aileen tiene más dinero que sentido común. ¿Sabías que han ascendido a Michael? Le han hecho director de Wexford's, sea lo que sea.
—Ya me lo dijo papá. Le tiene mucho aprecio a Michael
—Michael es un buen hombre, pero aburre a las ovejas. Igual que Roy, el de Norah. Liam es un liante, pero es cualquier cosa menos aburrido. -Señaló las casas nuevas, con forma de caja que vimos al pasar-. Parecen ataúdes. Prefiero vivir en Bootle con Liam que en cualquiera de ellas.
—Seguro que a Liam le gustará saberlo -comenté.
—Oh, ya lo sabe, Kitty -suspiró contenta-. Cuanto más tiempo llevamos casados, más nos queremos. A algunas parejas les pasa lo contrario. Kate, ¿puedes quedarte quieta un momento? ¿Es que tienes hormigas en los pantalones o qué?
—No, mamá, avispas -bromeó Kate.
Era la típica McCarthy: ojos azules y pelirroja.
—¿Has visto qué cosas dice? Apenas tiene dos años y ya hace chistes. Tu papá nunca morirá mientras tú estés viva, jovencita. Creo que nos bajamos en la próxima parada. Vamos, Kitty.
La casa de Aileen estaba exactamente igual que la última vez que la había visto. El sofá color chocolate y la moqueta naranja estaban como nuevos, y no había absolutamente nada fuera de lugar. Una lámpara de pie con volante en la pantalla estaba encendida, y en la cómoda había otra más pequeña, lo que le daba a la habitación un aspecto cálido y agradable en un día tan gris. No se veía a Aileen por ninguna parte, pero Norah ya estaba allí, con Bernadette sentada en sus rodillas. Aunque había nacido prematuramente, Bernadette cogió peso con rapidez y ya era una niña perfectamente sana, aunque Norah y Ray la trataban como si fuera una inválida. Tenían miedo de que cogiera cualquier enfermedad y la llevaban al médico por un simple estornudo. La pobre estaba mimadísima, la agasajaban con juguetes y le hacían comer mucho. Si Norah y Ray no tenían cuidado, su hija pronto alcanzaría un peso más bien poco saludable.
La mujer alemana de Jamie, Lisa, también había venido. Se habían casado en Berlín y nos habíamos perdido la boda. Lisa era verdaderamente guapa, tenía el pelo completamente rubio y los ojos exactamente del mismo tono que el sofá de Aileen. Estaba en avanzado estado de gestación y se esperaba que el bebé naciera en Nochebuena. Jamie había terminado el servicio militar sin un rasguño y sin tener que ir nunca a Corea o alrededores. La guerra había terminado sin que ningún bando se declarase ganador: miles de vidas se habían perdido en vano.
Barrí la habitación con la mirada en busca de mi hija. Había otras tres mujeres a las que no conocía, muy elegantes y que debían de ser amigas de Aileen. Al fondo había cinco niñas dando saltitos como ranas y soltando agudas risitas. No sabía si estaban nerviosas o si sólo era un juego, pero, por alguna razón, enseguida supe que ninguna era la mía. Kate corrió hacia ellas, Bernadette luchó para bajarse de la rodilla de su madre, y Aileen entró en la habitación.
—¿Dónde está Eve? -preguntó.
Norah señaló:
—Ha subido. Creo que tenía miedo de tanto ruido.
—Iré a buscarla. Es que no está acostumbrada a tener compañía.
Aileen se marchó y Claire susurró:
—Lo que pasa es que nunca invita a otros niños para que jueguen con ella. Le preocupa que vayan a destrozar la maldita casa. Eve no es más que una nueva adquisición, como la tele y el tresillo ese tan vistoso. Además, ¿te has dado cuenta de que Marge no está? Aileen la considera demasiado vulgar como para mezclarse con las pijas de sus amigas.
Pude oír como Aileen bajaba por las escaleras diciendo:
—No hay nada de lo que asustarse, cariño. Son sólo niñas, amigas que han venido a jugar contigo en tu cumpleaños.
—¿Tengo dos años, mamá? -pió una vocecilla.
—Sí, cariño, tienes dos. Luego habrá una tarta con dos velas y podrás soplarlas mientras todos cantan «Cumpleaños feliz». -Aileen se río al entrar-. Estaba jugando con sus muñecas. Mira, Eve, tu tía Claire ha venido; y Kate. -Cuando me vio le cambió la cara, y me miró con gesto trémulo-. No sabía que vendrías, Kitty.
—Claire me lo pidió. De todas formas, ya iba siendo hora de que viniera.
Aileen asintió.
—Seguramente -dijo más tranquila.
Se apartó y vi como Kate arrastraba a Eve, su prima, junto a las demás. Kate era una niña generosa y de buen corazón, igual que Claire. Eve todavía estaba algo nerviosa. Se dio la vuelta buscando a su madre y su mirada se cruzó con la mía. Para mi sorpresa, se le encendió la cara y sonrió, como si me conociera, o quizá simplemente le hubiera caído bien a primera vista. Le devolví la sonrisa, Kate le dio un toque, y todas las niñas se dieron la mano y se pusieron a bailar en círculo, cantando «Al corro de la patata». Cuando llegaron a la parte que dice «sentadita me quedé», Eve se dejó caer entre risas y me volvió a mirar. Yo seguía sonriendo.
Supongo que no era más guapa ni iba mejor vestida que las demás niñas con sus trajecitos de fiesta (el suyo era de tafetán azul, con rosas de tela en las mangas y en el dobladillo), pero era mi niña y, para mí, era la más bonita de todas. Todavía tenía el pelo del color de la mantequilla, sus ojos seguían siendo azules y había algo vulnerable en su pequeña carita con forma de corazón que me daba ganas de llorar. No tenía tanta seguridad en sí misma como Kate y las otras niñas. Eso me irritó, porque sabía que, de habérmela quedado, no tendría ese aspecto. Entonces me odié a mí misma: nadie me había obligado a entregársela a Aileen.
«Lo dices como si fuera muy fácil -me había dicho hacía ya siglos en aquella misma habitación, cuando le ofrecí mi bebé-. ¿Realmente estás dispuesta a dejar que otra mujer críe a tu hijo?» «Sólo si esa mujer eres tú, Aileen», le había contestado.
Ahora era como si culpara a mi hermana por habérsela llevado, como si de alguna forma hubiera esperado que Aileen me leyera el pensamiento y criara a mi hija exactamente como yo lo habría hecho.
Terminó el juego. Eve se acercó y se pegó a mis rodillas. De cerca pude ver que tenía los ojos de un azul casi lila y las pestañas, gruesas y doradas.
—Hola -dijo.
—Hola, Eve, me llamo Kitty.
—Hoy cumplo dos años. Es mi cumpleaños.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Sí.
Asintió muy seria. Estaba a punto de cogerla y sentarla sobre mis rodillas, pero vino Aileen y se la llevó. Ni siquiera me miró. Creo que le preocupaba que fuera a hacer algo terrible, como anunciar a todo el mundo que Eve era en realidad mía.
—Vamos, cariño. Vamos a jugar a otra cosa.
La tarde fue una tortura y, sin embargo, no quería que terminase, aunque aquello me destrozaba por dentro. «Eve no es más que una nueva adquisición», había dicho Claire. ¿Era eso cierto? No me gustaba pensar tan mal de mi hermana y deseaba con todo mi corazón no haber sido tan irresponsable con mi pequeña, deseaba no habérsela entregado a Aileen como si fuera uno de los paquetes de Hilda. De habérmela quedado, me las habría arreglado de alguna forma. Entonces no tendría aquella mirada tan tímida, y Claire habría podido hacer la tarta de cumpleaños.
Tuve que llevar a Rosa en brazos hasta la casa desde Stanley Park, donde empezó a quejarse de que estaba cansada. Debía sugerirle a Hilda que nos hiciéramos con un viejo carrito de bebé para ocasiones como ésta.
Cuando la cogí, me pareció que Rosa no pesaba nada, pero tardé poco en sentir que llevaba un saco de carbón a hombros. Cada vez andaba más lento, la pequeña se quedó dormida y mis pensamientos volvieron a verse ocupados por Eve...
Desde la fiesta de cumpleaños, la había visto exactamente cuatro veces: una fue en Navidad; la segunda, en casa de Norah, a quien había ido a visitar un domingo por la tarde para encontrarme que Aileen y Eve estaban allí; la tercera vez fue cuando Patsy, la hija de Claire, se casó en la iglesia de St. James; y la cuarta, pocas semanas atrás, cuando Claire y Liam dieron una fiesta para celebrar su vigésimo aniversario de bodas. Eve ya tenía ocho años y me sonreía como si le resultara muy familiar, no como a alguien a quien sólo veía muy de tanto en cuanto. Seguía teniendo la misma expresión nerviosa que cuando tenía dos años y parecía no estar muy segura de cuál era su lugar en el mundo, algo que a mí no me pasaba a su edad. Crecía muy deprisa e incluso era algo desgarbada, con aquellas piernas tan largas y delgadas y aquellos brazos tan finos. Esta vez, Aileen no se la llevó de mi lado cuando vino a hablar conmigo. Quizá mi hermana se sintiera ya más segura de sí misma.
Escudriñé los ojos azules de Eve y le pregunté qué era lo que más le gustaba de lo que aprendía en el colegio.
—Escribir -respondió muy seria-. Me gusta escribir historias y poesía. Me gusta rimar cosas.
—Pareces una niña muy inteligente -dije admirada-. A mí también me gustaban esas cosas cuando iba a la escuela.
Eve asistía a un colegio privado donde recibiría una educación mejor que la que había tenido su madre. Ella no iría a la escuela nocturna a aprender dónde se ponen las comas.
—¿Quieres que te escriba un poema, Kitty? -preguntó.
Dije que me encantaría, y era completamente cierto.
—¿Sobre qué lo escribirás?
Frunció el ceño, pensativa.
—No lo sé. ¿Sobre qué te gustaría?
—¿Sobre flores? -sugerí-. Una margarita muy bonita y un lirio muy serio.
Me miró atónita y luego empezó a reír. Su risa era de lo más sonora, casi estridente, sobre todo viniendo de un cuerpecito tan menudo, y además era muy contagiosa. Papá se echó a reír, y también Marge, que estaba sentada allí al lado. Entonces a Aileen no se le ocurrió otra cosa que darle un golpe en el brazo desnudo.
—¡Cállate, Eve! Deja de hacer el ridículo. Todo el mundo te está mirando.
—Sólo se estaba riendo, cariño -dijo papá, molesto-. No se merecía que le dieras. Cuando tú tenías ocho años hacías cosas mucho peores y yo nunca te puse la mano encima.
Aileen se sonrojó.
—Lo siento. No me encuentro muy bien esta noche. Lo siento, cariño.
Intentó darle un abrazo a Eve, que se había quedado petrificada, pero ésta se apartó. Me preguntaba si me atrevería a cogerla yo cuando, después de examinar la habitación, la niña dio con Michael, que observaba desde la otra punta, y fue hacia él. Aileen se marchó y pude oír como subía corriendo al piso de arriba.
Papá negó con la cabeza.
—Aileen es demasiado dura con esa pobre niña. Pretende que se comporte como una dama y no es más que una cría. Me pregunto qué pensaría la madre biológica de saber que le había dado un golpe a Eve sólo por reírse.
Yo me dirigí al jardín para calmar los ánimos, porque no recordaba haber sentido mayor enfado en toda mi vida, pero antes tenía que pasar por la cocina, donde Claire estaba preparando más bocadillos.
—Acabo de escuchar el contratiempo -dijo señalando la sala de estar con la cabeza-. Aileen tiene un amante, por eso está tan nerviosa. Michael lo sabe y la cosa está bastante tensa.
—¿Y tú cómo te has enterado?
Al parecer, no había nada en el mundo que no supiera Claire.
—Tengo una amiga que trabaja en Wexford's. Ella me lo contó -aclaró mi hermana, satisfecha de sus contactos-. Al parecer el tipo, el que está liado con Aileen, es una especie de Montgomery Clift y Rex Harrison mezclados en uno. En otras palabras, que es un bombón, y se parece a Michael como un huevo a una castaña. Se llama Steve nosequé, es un poco más joven que Aileen, está casado y tiene un par de críos. No sé él, pero en el caso de ella creo que no es más que una crisis de mediana edad. Dentro de poco cumplirá cuarenta. Michael se parece más al pato Donald que a Rex Harrison. -Claire dejó de preparar bocadillos y dijo, pensativa-: Probablemente le guste la emoción de liarse con alguien guapo para variar. En cuanto se canse, todo volverá a la normalidad.
—No es muy justo para Michael, ¿no te parece?
—No es que no sea justo, es que es de lo más cruel. Pero aun así, él la quiere, y aunque sea un poco aburrido, es demasiado bueno como para no olvidarlo todo.
Digerí lentamente toda aquella información. Me preguntaba cómo afectaría eso a Eve, pero sabía que no podía hacer nada.
—¿Suele golpear a Eve de esa forma?
—No. Bueno, creo que no. Tampoco podría afirmarlo con seguridad, aunque es un poco estricta. Ya sabes: no hay que hablar si no te dirigen la palabra, los niños no deben molestar a los mayores, quita los codos de la mesa y sácate las manos de los bolsillos... -Claire se sorbió la nariz con sonoridad-. Eso último nunca lo he entendido. Vamos a ver, ¿para qué están los bolsillos si no es para meter las manos? -Se acordó de los bocadillos y se puso a cortarlos por la mitad con una energía salvaje-. No te preocupes, Kit. Aileen quiere a Eve con locura y ni se le ocurriría hacerle daño. Es sólo que, ahora mismo, la cosa está un poco tensa.
Cuando Claire me dijo que no me preocupase, debería haber sospechado que sabía más de lo que daba a entender. Era normal que yo pensara en Eve, pero no que me preocupara. Pasaron unas semanas más antes de enterarme de que Claire conocía la verdad desde el principio.
Dorothy ya había preparado el té cuando yo llegué a la casa con Rosa y me encontré con que teníamos otra invitada temporal, mucho mayor que las que habíamos albergado hasta entonces.
Pronto me enteré de que Cecily Hunter tenía sesenta y dos años, no tenía hijos y había sido la fiel esposa del señor Hunter durante cuarenta y un años. Él era perito mercantil y miembro de la Cámara de Comercio de Liverpool. Cecily iba bien vestida, con un traje color crema, y llevaba el pelo, más canoso que castaño, como si hubiera salido recientemente de la peluquería. La única cosa fuera de lo común acerca de Cecily era que su cara se veía destrozada a golpes. Tenía los dos ojos y la nariz hinchados y amoratados, y un corte en la barbilla que Dorothy ya había frotado con yodo. Se apreciaba bastante sangre en el vestido color crema.
Al parecer, el señor Hunter había llegado a casa y se había encontrado con que su mujer no estaba, por lo que la esperó hasta que volvió y le dio una buena paliza. Cecily nos contó que él casi nunca iba a comer a casa, por lo que no había motivos para que ella tuviera que quedarse. La paliza la había dejado algo aturdida, pero aparte de eso parecía inusitadamente tranquila.
—Ya ha pasado en innumerables ocasiones -nos dijo con una voz ligeramente temblorosa-. Siempre que algo va mal en su trabajo o en cualquier otro aspecto de su vida, la toma conmigo. Esta vez he decidido que ya es suficiente. Tenía una partida de bridge esta tarde, pero me he visto obligada a dejar colgada a mi pareja. La señora que me limpia la casa me habló de este lugar, así que me preguntaba si podría quedarme aquí hasta que se me curen las heridas de la cara, y entonces haré algo que debería haber hecho hace años: dejar a James y encontrar otro lugar donde vivir. Les pagaré, por supuesto.
—Eso no es necesario, querida -le dijo Dorothy-. Somos una organización humanitaria. Para eso estamos.
—Entonces haré una donación a su organización -insistió Cecily-. Tengo mucho dinero, pero aunque fuera tan rica como Craso, no puedo ir a muchos sitios con esta cara.
Dorothy no le dijo que era la primera vez que acogíamos a una mujer maltratada. Alguna vez había venido alguien con el ojo morado o un cardenal por algún puñetazo suelto de su marido, pero nunca nadie que hubiera recibido una paliza tan brutal como Cecily. A mí ni se me había pasado por la cabeza que la violencia doméstica tuviera lugar en hogares de clase media. «A la cama no te irás sin saber una cosa más», pensé con tristeza.
Cecily dormía en la habitación que había debajo de la mía y me desperté en mitad de la noche al oír su llanto. Lloraba con todas sus fuerzas; sus sollozos eran roncos, sonoros y desesperados, y le salían de lo más profundo. Pensé en bajar a tranquilizarla, pero seguramente preferiría llorar sola. A partir de ahora, tendría que hacerlo todo sola. No tenía hijos, ni familiares, ni amigos cercanos.
—Creo que por eso no había dejado antes a James -nos había dicho poco antes de irse a la cama-, porque me daba miedo estar sola.
Las cosas siempre nos parecen peores en mitad de la noche que durante el día. Pasó poco antes de que yo misma empezara a preocuparme de acabar igual que Cecily cuando tuviera sesenta y dos años. Tenía muchos familiares, pero la verdad es que no podía contar a Marge como amiga íntima, y en la práctica, no tenía hijos. Me deprimía pensarlo, pero cuando me levanté por la mañana, ya no me importaba en absoluto.
El día siguiente fue tan ajetreado como de costumbre. Lo primero que hice fue ir a ver a la señora Tyler y llevarle otro medio litro de leche para Josie. Peggy me abrió la puerta. Me preguntaba si aquella niña recibía alguna educación escolar.
—Mamá y los pequeños están todavía en la cama -me dijo-. Ronnie nos ha tenido a todos despiertos media noche con sus llantos, pero he conseguido que los mayores se fueran a clase.
A Josie le había gustado la leche pero, según me contó apesadumbrada, para la hora de la merienda ya no quedaba más y había tenido que darle té.
—¿Té sin leche? -pregunté.
—Sí, enfermera -confesó Peggy-. A mi padre sólo le gusta el té si lleva leche, y se bebió la que quedaba.
Parecía incómoda, como si sintiera que aquello era culpa suya. Me percaté de que estaba cargando demasiada responsabilidad sobre sus pequeños hombros. No era ella quien debía ocuparse de que Josie tuviera una alimentación adecuada, ni yo tampoco. En lo que a los Tyler respectaba, debía haber terminado mi trabajo el día anterior. Le dije a Peggy que era una chica maravillosa por hacer todas esas cosas, le di la leche y la ayudé a limpiar la cocina. Entonces fui a entregar el siguiente paquete. Mi relación con la familia Tyler había terminado para siempre O eso pensaba yo.
Cuando volví a Everton Valley me encontré a Cecily Hunter en la oficina, escribiendo a máquina. Yo estaba asombrada con la velocidad a la que tecleaba, cuando ella se detuvo.
—Solía pasar a máquina lo que me dictaba James cuando nos casamos y abrió su propio negocio -dijo-. Pensé que a Hilda le vendría bien tomarse un descanso: le duele la espalda y se ha echado un rato.
—¿Te ves capaz? -pregunté.
Todavía tenía la cara hinchada y los cardenales se habían vuelto de un morado profundo.
—No, la verdad es que no, pero me gusta estar ocupada. Así distraigo la mente.
Recordé que la noche anterior la había oído llorar.
—Arriba hay otra mujer -me explicó-. Llegó esta mañana. Está muy embarazada, y ha vivido en una habitación alquilada hasta que el casero la ha echado porque no quiere tener un bebé en casa. No ha dicho nada de un marido. Dorothy la está cuidando. Rosa está por ahí, en alguna parte.
—Será mejor que le eche una mano.
Antes de salir de la oficina, llamé al piso de Grosvenor Square otra vez con la esperanza de hablar con Fred, pero el teléfono estuvo dando tono durante siglos sin que nadie lo cogiera. Ya debería haber recibido mi carta. Esperaba una respuesta con impaciencia.
La nueva mujer resultó ser una prostituta de unos cuarenta años, de mirada fría y rostro demacrado. Se llamaba Sally Reilly.
—Se lo dije -clamaba cuando entré-. Le dije a ese bastardo que no iba a quedarme el bebé. Le dije que se lo daría a otra persona. ¿Cómo voy a cuidar de un niño en una habitación de mierda como ésa? La mayor parte del tiempo no funciona el agua caliente y en invierno hace un frío de muerte. -Se echó a llorar-. Dime, ¿cómo va a cuidar de un bebé alguien como yo?
—Puedes si quieres, Sally -dijo Dorothy con dulzura-. Piénsalo. Si decides quedarte con el bebé, te encontraremos un sitio en el que nadie se queje de ti. Si prefieres darlo en adopción, entonces depende de ti. La decisión es tuya y de nadie más. Mientras tanto, puedes quedarte aquí si lo deseas.
—No sería una madre muy buena, ¿no os parece? -preguntó sorbiéndose las lágrimas.
—Eso es algo sobre lo que no puedo opinar. Quizá seas una madre maravillosa o una terrible, eso no lo puedo saber.
—En cuanto veas al bebé, querrás quedártelo -señalé sin pensar.
Dorothy frunció el ceño y negó con la cabeza. Se suponía que no debíamos dar nuestra opinión ni presionar a las mujeres para que hicieran lo que haríamos nosotras en su lugar. Dije «perdón» en voz baja y fui a buscar a Rosa, que estaba sentada sobre la cama de Hilda leyéndole un cuento.
—Bueno, no me lo está leyendo exactamente -aclaró Hilda-. Me describe lo que cree que pasa en cada dibujo. ¿No es así, cariño? -Rosa asintió-. Las historias han tomado un camino completamente distinto del que pretendía el autor.
Algunos días más tarde, Sally Reilly fue al hospital y dio a luz a un niño totalmente sano que decidió quedarse. Hilda le encontró un pequeño piso en Grove Street, en una casa en la que ya vivían varios niños y en la que al casero no le importaba tener uno más.
—Sólo espero que no vuelva a su antigua profesión -dijo Hilda con un suspiro.
La madre de Rosa volvió para recogerla. Había tenido otra niña y deseaba reunir de nuevo a la familia.
—Mi marido va a volver este fin de semana y se muere de ganas por ver a la recién nacida -dijo.
El rostro de Cecily Hunter se iba curando poco a poco. Me preguntó si me importaría volver con ella a Calderstones para recoger su ropa y otras cosas. Todavía llevaba aquel vestido manchado de sangre (no había salido ni frotando), y había estado durmiendo en ropa interior porque no tenía camisón.
—Me preocupa que esté James. Podemos coger un taxi para ir y volver. Si es que estás dispuesta a venir, claro. -Logró esbozar una sonrisa-. No creo que vaya a pegarnos a las dos.
Yo estaba encantada de acompañarla: sería todo un cambio en mi rutina.
La casa de Cecily era muy parecida a la de Richmond, a excepción de los muebles, que eran mucho más modernos, y la decoración, que era más alegre.
—Me pasé años dejando este lugar bien bonito -dijo mientras subíamos las escaleras-, pero ahora no me trae ningún buen recuerdo. No tengo ganas de volver a verlo.
El papel pintado del dormitorio era rosa con flores plateadas, y las cortinas llevaban el mismo dibujo. Yo no sabía que se podían comprar cortinas a juego con el papel pintado. El dormitorio era de un gris pálido, igual que la moqueta. Cecily me comentó que a veces se pasaba semanas buscando cosas para la casa.
—Abajo hay un jarrón turquesa precioso que tardé siglos en encontrar. Va perfecto con las cortinas y me recuerda lo bien que me sentí cuando di con él. -Se sentó de repente sobre la cama-. Después de haber pasado apenas una semana en casa de Hilda, todo eso me parece de lo más trivial. El de Hilda es un hogar: esto no es más que una casa. Aquí nunca pasó nada bueno. -Suspiró-. Voy a sacar las maletas del desván. ¿Te importa ir doblando la ropa, Kitty? Está en ese armario de ahí. James guarda la suya en ese más pequeño.
Saqué un montón de ropa del armario, la tiré sobre la cama y me puse a doblar vestidos de tweed y elegantes faldas y blusas de un solo color. Estaba sacando uno de noche de crepé violeta cuando entró Cecily, cargada con dos enormes maletas, y me dijo que lo dejara donde estaba.
—No me veo llevando un vestido de noche otra vez, la verdad.
—Se lo puedes dar a Dorothy -sugerí-. Es bastante mañosa con la aguja y el hilo y podría sacar dos vestiditos de él.
—Entonces nos lo llevamos -se apresuró a decir Cecily-. A mí tampoco se me da mal coser, así que puedo echarle una mano.
—Había pensado que será mejor que llevemos los abrigos al hombro porque en las maletas no van a caber.
Después de pensarlo un rato, Cecily añadió:
—La verdad es que no necesito tantos abrigos y tenía pensado dejar algunos aquí, pero Dorothy podrá darles algún uso. Seguro que a algunas de vuestras chicas les vienen bien unos abrigos que les den calor.
Al final lo cogimos todo y bajamos a duras penas por la escalera. En las maletas ya no cabía ni un alfiler. Las dejamos en el recibidor y volvimos a por los abrigos y a por las maletas de mano, en las que había otras cosas más pequeñas.
Afuera nos esperaba el taxi. Cuando habíamos recorrido la mitad del camino, Cecily dijo:
—Acabo de pensar una cosa.
Dejó la maleta y fue a hablar con el conductor. Unos segundos más tarde, éste se marchó y Cecily volvió para anunciarme:
—Le he pagado y le he dicho que se vaya. Tengo mi propio coche en el garaje. Iremos en él y así podréis usarlo en lugar de esa chatarra que tenéis ahora.
—¿Nos vas a dar tu coche? -exclamé.
—Sí, es un Mini, está casi nuevo. Será mi donación. Lo cierto es que vuestra organización me parece de lo más... inspiradora, Kitty -dijo con sinceridad-. Hilda, Dorothy y tú sois las personas más buenas que he conocido nunca. Ya tengo nada menos que sesenta y dos años, y en mi vida he hecho nada comparable a todas las cosas maravillosas que hacéis vosotras. -Su rostro, todavía magullado, lucía con una alegría que me pareció conmovedora-. Pero no es demasiado tarde -gritó-, puedo empezar ahora. Dime, en la casa hay cuatro habitaciones de sobra ¿Alguna vez las tenéis ocupadas a la vez?
Negué con la cabeza.
—No recuerdo que haya pasado nunca.
—Entonces, ¿crees que Hilda me dejará vivir con vosotras? Puedo ayudar a mecanografiar y a cocinar. Hace mucho que no limpio mi propia casa, pero seguro que recuerdo cómo se hace y no cobraría nada. ¿Qué te parece, Kitty?
—¿A mí? Me encantaría que te quedaras, pero antes tienes que hablarlo con Hilda.
Cuando volvimos a Everton Valley, Hilda dijo que nos vendría bien un apoyo en casa. Más tarde, ayudé a Cecily a guardar la ropa en el viejo y desgastado armario y en la destartalada cómoda de su nueva habitación. Pensé en lo poca cosa que parecía en comparación con la anterior, con el papel pintado rosa y plateado. Y, sin embargo, no creía que hubiera en Liverpool una mujer más feliz que Cecily en aquel momento.
Pasaron tres meses y, según Claire, Aileen todavía tenía una; aventura.
—La mujer a quien conozco en Wexford's (se llama Mildred Sweeney, por cierto), me explicó que ella y ese tal Steve ya ni siquiera se molestan en ocultarlo. El otro día apareció su mujer y le montó una escena a Aileen en su despacho. Empezó a gritarle que no le pusiera sus mugrientas manos encima a su marido. Lo siento mucho por Michael -dijo muy seria.
—¿Cómo está Eve?
—No tengo ni idea, Kit. -Claire se encogió de hombros-. No he visto el pelo a Aileen, a Michael ni a Eve desde hace siglos. La semana pasada hablé con él, cuando llamé para invitar a la niña al cumpleaños de nuestra Kate el domingo; no se presentaron. La semana que viene Eve cumplirá nueve, pero no tengo ni idea de qué van a hacer.
Algunos días más tarde vino a pedirme ayuda una niña algo mayor que Eve, y durante un tiempo me olvidé por completo de mi hija.
Aquélla había sido una mañana extraña, de grandes emociones. Sobre las seis y media llamaron al timbre, Dorothy abrió la puerta y se encontró con un niño que no debía de tener más que unas horas de vida. Estaba bien abrigado, con ropa de calidad, pero no había rastro de quién lo había dejado allí. Una vez que Dorothy se aseguró de que no le pasaba nada, los llevé a ella y al bebé a un hospital en Oxford Street mientras Hilda llamaba a la policía. Cuando volvimos, algunas horas más tarde, todavía estaba esperándolos.
—Ha venido alguien a verte, Kitty -dijo Hilda-. No quiere hablar con nadie más y ni siquiera me ha dicho cómo se llama. La he dejado en la sala de estar; con la chimenea encendida se está bien allí. La pobre niña parece muy afectada por algo.
—¿Es una niña?
Por un momento pensé que podría tratarse de Eve, pero si tuviera algún problema, iría a ver a su abuelo o a Claire, no a mí. No sé por qué, pero me sorprendí al ver que se trataba de Peggy Tyler, con un vestido de algodón y un abrigo demasiado corto. Se levantó de un salto al verme y me fijé en que tenía los ojos rojos y las mejillas cetrinas y hundidas. Parecía más una mujer mayor que una niña de doce o trece años.
—Hola, enfermera. Sabía dónde vivía porque, cuando vino a dejarnos los pañales y todo lo demás, nos dejó una tarjeta con la dirección. Espero que no le importe que haya venido.
—Claro que no, Peggy. -Le mostré una cálida sonrisa, con la esperanza de que así se tranquilizara-. ¿Le pasa algo a tu madre? Vamos a sentarnos, cariño, y me lo cuentas todo.
La llevé hasta el sofá.
—No, enfermera, no es mi madre. Soy yo. -Se echó a llorar-. Creo que voy a tener un bebé. Tengo náuseas todo el rato, igual que mamá cuando está embarazada.
¡Jesús, María y José! Me quedé helada.
—¿Y quién es el padre, Peggy? -le pregunté suavemente.
—No puedo contárselo. Mi madre se volvería loca si se enterase. Tampoco sabe que he venido. Le dije que iba a la escuela.
—No se lo diré a tu madre, te lo prometo. -Cogí aire-. ¿Ha sido tu padre, cariño?
Ella asintió de mala gana.
—Intento que me deje en paz, de veras, pero no para.
—¿Lo ha hecho más de una vez?
Volvió a asentir.
—Verá, él y mamá se pelearon. Ella le dijo que no estaba dispuesta a tener más hijos y que si no se mantenía alejado de ella; lo mataría. -Me cogió de la mano-. No me gusta, enfermera, es horrible.
No se me daban bien esas situaciones. No se me ocurría ninguna palabra, aparte de maldecir e insultar al señor Tyler con toda mi alma, aunque me las arreglé para no hacerlo en voz alta,
—Mira, Peggy -sugerí después de un rato-, yo no soy enfermera, pero aquí hay dos señoras que sí lo son. ¿Te importaría que una de ellas te examine para ver si realmente estás embarazada? Mientras lo hacen, prepararé el té. ¿Has desayunado algo hoy?
Por la cara que tenía, se diría que no había comido nada en varios días.
—No, enfermera. No recuerdo cuándo fue la última vez que comí algo.
—Te haré unos huevos duros y una tostada. Quédate aquí sentada un momento mientras voy a por las otras.
Hilda estaba en su despacho y le conté lo que había pasado de la manera más breve que pude.
—Yo la examinaré -dijo-. La verdad, Kitty, a algunos hombres habría que castrarlos. De hecho, no me importaría hacerlo yo misma en el caso del señor Tyler.
Cuando salió Hilda, yo estaba esperando afuera con los huevos y la tostada.
—Efectivamente, está embarazada. Le he preguntado si quería tener el bebé y ella ha negado con la cabeza hasta que casi se le cae de los hombros, así que le voy a practicar un aborto. Llévate los huevos y limpia bien la mesa de la cocina. No pongas esa cara, Kitty Ya lo he hecho antes, por eso dejé de ser enfermera; no por la espalda, sino porque me echaron por practicarle un aborto a una niña de once años a la que habían violado sus hermanos. Sí, hermanos -repitió al ver que mi asombro aumentaba-. Los tres.
—¿Que vamos a decirle a la señora Tyler? -le pregunté a Hilda la tarde.
Ella conducía a toda velocidad por Scotland Road hacia Kingdom Street, donde vivían los Tyler. Ya empezaba a oscurecer y, sobre la ciudad, caía una niebla que lo envolvía todo.
—Que Peggy ha tenido un accidente.
La niña estaba acostada en una cama de la casa de Everton Valley y no podría levantarse hasta el día siguiente. El hijo de su padre ya no existía.
—¿Qué clase de accidente? Seguro que lo preguntan.
—No lo sé -dijo Hilda algo irritada-. Ya se me ocurrirá algo cuando lleguemos.
—Su hija se desmayó en la calle, señora Tyler -anunció después de que una niña no mucho más joven que Peggy nos abriera la puerta. En la chimenea había un fuego encendido, pero se mantenía sólo a base de trocitos de madera, por lo que no duró mucho-. Alguien llamó a una ambulancia y la llevaron al hospital. Allí descubrieron que sufre malnutrición, o sea, que no se alimenta lo suficiente. Al parecer, no había comido nada. Va a pasar allí la noche y volverá a casa mañana. Le sugiero que le haga guardar cama durante unos días.
—¿Pero se pondrá bien?
Aquella mujer parecía devastada. Su vida ya era bastante desgraciada, y lo de Peggy era el colmo. Su hogar era un desastre: había niños por todas partes y uno de los pequeños dormía bajo la mesa. Al parecer, ni siquiera se le había pasado por la cabeza la razón por la que yo iba a visitarla.
—Se pondrá bien si descansa. ¿Por qué no ha comido, señora Tyler? ¿Tienen comida en casa?
Me pareció que Hilda se comportaba con una brusquedad innecesaria.
—Tenemos pan y mermelada. -Hizo un débil gesto con su mano delgada-. Hace un rato todos hemos comido pan y mermelada.
—Eso es totalmente inapropiado para los niños en edad de crecimiento -dijo Hilda, molesta-. Dígame, ¿qué va a comer su marido cuando llegue a casa del trabajo?
Ella miró al suelo.
—Patatas hervidas y estofado de carne. Bert dice que tiene que comer algo caliente.
—¿Ah, sí? Pues lo que es bueno para Bert, es bueno también para sus hijos.
Una expresión de ira surcó el rostro de la mujer, pero se fue tan rápido como había venido.
—¿Y de dónde vamos a sacar el dinero para pagar estofado para todos? -preguntó con voz lánguida.
Hilda siempre sabía qué respuesta dar.
—Tiene nueve hijos, señora Tyler. Si no me equivoco, usted debe recibir unas cuatro libras semanales de Ayuda Infantil, más que suficiente para comprar comida de verdad.
La señora Tyler volvió a mirar al suelo.
—Sí, pero se lo queda Bert.
—La Ayuda Infantil sólo puede cobrarla la madre. ¿Cómo se queda Bert con el dinero?
—Me obliga a firmar el formulario en la parte de atrás y luego lo cobra él. Entonces me da treinta chelines para la casa. Después de pagar el alquiler, no queda mucho para comida.
—¡Y supongo que el resto se lo queda Bert, además de su salario! -El fiero gesto de Hilda se había derretido y sonrió de tal manera que le habría ablandado el corazón a cualquiera-. Querida señora Tyler -dijo en tono cálido-, tiene usted que aguantar muchas cosas, pero sus hijos no pidieron nacer. Ahora que están ahí, ha de ponerlos a ellos antes que a Bert.
Entró en la habitación un bebé que no llevaba más que un pañal y una funda de plástico. Tenía que ser Josie. Hilda la recogió.
—¡Qué niña más bonita! Tiene usted una familia maravillosa, señora Tyler. Debe estar muy orgullosa.
—Bueno, sí, es verdad -afirmó ella tragando saliva.
Miró a su alrededor y vio a todos aquellos niños esqueléticos que se habían reunido junto a Hilda, sin duda fascinados por su refinada forma de hablar y sus extrañas ropas. En esta ocasión, vestía una falda estrecha que le llegaba hasta los tobillos y el avejentado abrigo de pieles que llevaba la primera vez que la vi en el tren a Liverpool. Después de todos aquellos años, estaba todavía más viejo.
—Sí, estoy orgullosa de ellos -repitió la señora Tyler.
Hilda se dirigió a los niños.
—Imagino que todos ayudaréis a vuestra madre con la casa, ¿no es así?
—Así es, señorita -cantaron a coro los mayores, aunque no sonó muy sincero.
—Lo que de verdad sería una ayuda sería que los mayores vistieran a los pequeños antes de ir a la escuela, y que los preparasen para ir a la cama por las noches. Prometedme que a partir de ahora lo haréis.
—Oh... sí, señorita.
—¡Bien! Nunca se sabe si Santa Claus nos está observando; a lo mejor os trae caramelos esta Navidad.
Hilda entregó a Josie al niño que tenía más cerca, les dio unas palmaditas en la cabeza y anunció:
—Bueno, ahora debemos irnos. Encantada de conocerla, señora Tyler. Adiós, niños. Volveré a veros pronto. Ah, casi se me olvida. ¿Quién quiere ir a comprar fish and chips para merendar
—Yo, señorita, yo.
Se alzó media docena de manos. Hilda escogió la que más alta estaba.
—¿Cómo te llamas?
—Alan, señorita.
—Compra media corona, Alan. -Le puso una moneda en la mano-. Y vuelve deprisa, no sea que se enfríe.
—Gracias, señorita.
Alan salió de la casa corriendo a la velocidad de la luz. Hilda dejó dos monedas más en la cómoda.
—A lo mejor más tarde quiere usted mandar a dos de los muchachos a por un saco de carbón, señora Tyler.
—Al principio has sido un poco dura con la señora Tyler -comenté cuando ya estábamos en el coche.
La niebla era ahora más densa y a mí me daba pánico volver a casa con Hilda, quien al parecer no creía necesario aumentar la precaución al volante.
—Lo sé -dijo amargamente-. Odio tener que hacerlo, pero era la única forma de que me entendiera. La pobre mujer tiene el juicio trastocado con tanta miseria. Creo que al final lo conseguí.
—¿Por qué no enciendes el motor? -pregunté al ver que a Hilda parecía bastarle con sentarse aferrada al volante y la barbilla apoyada sobre éste.
—Porque estoy esperando a que el señor Tyler llegue a casa. Me gustaría hablar con él.
Por la calle pasaron pocos hombres. Yo apretaba los dientes cada vez, esperando a que uno de ellos se detuviera frente a la casa de los Tyler. Alan volvió corriendo con un enorme paquete de fish and chips. La niebla se volvió todavía más densa y yo sentía como si, poco a poco, estuviera muriendo de congelación. Justo entonces se acercó un tipo pequeño y enclenque, de bigote caído. Sacó una llave y, estaba a punto de abrir la puerta, cuando Hilda salió escopetada del coche y lo llamó.
—¿Señor Tyler?
—¿Quién lo pregunta? -contestó aquel hombre en un tono defensivo.
—Yo. Quédate aquí, Kitty -me ordenó cuando fui a abrir la puerta.
Apreté los dientes. No podía oír nada. Hilda se acercó a aquel hombre y le clavó el dedo en el pecho. Le sacaba media cabeza, y lo cierto es que no me esperaba que el señor Tyler fuera tan poca cosa. Me imaginaba a alguien alto y fuerte.
Hilda siguió dándole con el dedo en el pecho y él se fue echando hacia atrás, hasta que casi se perdieron en la niebla. Ella volvió unos diez minutos después, jadeando, y encendió motor. Le pregunté qué le había dicho.
—Le expliqué que el incesto es un crimen, y que si se atrevía a ponerle otra vez la mano encima a Peggy (o a cualquiera de su hijos), haría caer sobre él todo el peso de la ley y podría pasar al menos diez años en la cárcel. Después le dije que, mañana, tenía intención de avisar a los empleados de la oficina de correos para que llamasen a la policía si él intentaba recoger el dinero de Ayuda Infantil que debía ser para su esposa. -Hilda se recompuso y añadió en tono disgustado-: Es uno de esos despreciables hombrecillos que pagan sus problemas con su familia. Pero -prosiguió; las ruedas del Mini de Cecily chirriaban al dar la vuelta a una esquina y casi chocamos contra un tranvía-, le he metido miedo y no volverá a hacerlo.
Me sentí bastante afortunada cuando llegamos a Everton Valley de una sola pieza. Había sido un día desagradable y tenía ganas de comer algo y leer tranquilamente. Pero apenas había pasado un minuto cuando Cecily me informó de que había llamado mi hermana Claire: quería que la telefonease cuanto antes.
—Llamó hace poco. Dijo que era urgente.
Solté un quejido. No tenía ganas de utilizar el teléfono, pero me pareció que no me quedaba más remedio que llamar a Claire inmediatamente. A ella y a Liam les habían instalado el aparato hacía poco.
—¡Kitty! -dijo Claire con voz tensa-. Creo que te interesará saber que Aileen va a tener un hijo de Steve y que se han fugado juntos, sabe Dios adónde. Michael lleva varios días sin ir a trabajar y no tengo ni idea de qué ha sido de Eve.
Yo estaba muy cansada y no entendía nada. ¿Qué era lo que Claire creía que podía haberle pasado a Eve? Sólo podía estar con Michael.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí? -pregunté.
—Kitty, cariño. Eve es tu hija, y a mí me tiene muy preocupada. Sabe Dios en qué estado estará Michael o lo que puede hacer. Iba a ir yo misma a Maghull, pero hay mucha niebla y tardaría una eternidad con el autobús. Había pensado que podrías pasar a recogerme con el coche. Iremos juntas.
De repente, todo me pareció muy claro; ya no estaba cansada.
—Ahora mismo -dije con energía. Y colgué de golpe el auricular.
Capítulo 6
—Yo era una buena conductora. Nunca iba demasiado deprisa ni demasiado despacio, y siempre obedecía el código de circulación. El tráfico intenso no me molestaba, ni tampoco la lluvia; pero nunca antes había conducido con una niebla tan densa. El viaje a Maghull fue una pesadilla. Durante gran parte del camino no tenía ni idea de dónde estaba, y me limité a seguir las luces del coche que iba delante. Los puntos que para mí eran reconocibles quedaron envueltos por la niebla. Me pareció que paraba y volvía a arrancar mil veces hasta que, gracias a algún milagro me di cuenta de que estaba en Bootle y conduje por las calles sucias hasta llegar a Opal Street. Me detuve frente a la casa de los Quinn y toqué el claxon. Claire salió inmediatamente y se subió al Mini.
—Te lo has tomado con calma -se quejó.
—Es que me gusta tanto conducir con niebla que he tomado , la ruta más larga -respondí irónicamente.
De camino a Maghull, apenas hablamos. Claire intentó iniciar una conversación un par de veces, pero yo le dije que se callara. Tenía que concentrarme, sobre todo en un tramo particularmente largo en el que no había iluminación y yo tenía miedo de acabar en una zanja. Llegamos a Maghull y encontramos Dickens Road, pero no podía ver los números de las casas. Claire salió para mirarlos mientras yo iba todo lo despacio que podía, hasta que me hizo una señal para que me detuviera. Salí del coche con los brazos temblando, las piernas tiritando y sintiendo como si tuviera la cabeza rellena de algodón.
—La luz está encendida, pero el garaje está vacío. Michael debe de haber salido con el coche -dijo Claire.
Llamó al timbre. Seguía sin entender el porqué de las prisas. Eve era mi hija y por ella era capaz de cualquier cosa. Pero aunque resultaba preocupante que Aileen hubiera dejado a Michael, no era realmente de mi incumbencia. No podía empeñarme en llevarme a Eve. Para ella, eso sería un problema añadido, y además me estaría llevando al único familiar que le quedaba a Michael. Sería demasiado cruel.
Una señora agradable y de pelo canoso abrió la puerta. Al parecer se llamaba Susan Mercer, y era la canguro habitual; Claire ya la conocía. Nos dejó pasar inmediatamente y comentó la mala noche que hacía.
—Pasábamos por aquí -dijo Claire-, y pensamos que podríamos visitar a Aileen y a Michael.
Con la niebla, aquélla no parecía una excusa muy plausible, pero la señora Mercer la aceptó sin rechistar.
—El señor y la señora Gilbert han salido -nos contó. Era obvio que no sabía nada de la ruptura-. El señor Gilbert me llamó a la hora del té y me preguntó si podía cuidar de Eve. La señora Gilbert está de viaje, pero él no me explicó dónde.
—¡Claro! -dijo Claire dándose una fenomenal palmada en la frente. Nunca se le había dado muy bien mentir-. Había olvidado que Aileen no estaba. Entonces, Eve está arriba, ¿no es así?
—Exacto. -La señora miró a Claire, como si quisiera decir: «¿y dónde iba a estar si no?»-. La última vez que subí, estaba profundamente dormida.
—Mi hermana y yo vamos a quedarnos hasta que vuelva Michael, así que puede irse usted a casa si quiere, señora Mercer.
—¿Está segura?
Parecía indecisa.
—Completamente. Era evidente que Claire quería librarse de ella, pero no quería ser maleducada-. Viendo cómo está el tiempo, será mejor que se vaya cuanto antes, no sea que empeore. ¿Vive usted muy lejos?
—A la vuelta de la esquina, en Thackeray Road.
—¡Té, té, té! -exclamó Claire cuando se hubo marchado la señora Mercer-. Necesito inmediatamente una taza de té. No, diez tazas, una detrás de otra.
Pasamos a la cocina, inmaculada.
—Parece como si aquí no viviera nadie -dijo Claire en tono de reprobación mientras mirábamos aquellas superficies blancas y desnudas-. Me pregunto dónde guardará las cosas. No veo ni una maldita tetera.
Yo comenté que iba a subir para echarle un vistazo a Eve, y dejé que se encargara ella de encontrar las cosas.
Mi pequeña estaba acostada de lado, con el brazo alrededor de una muñeca de trapo que había conocido días mejores. Sólo podía ver parte de su cara, y me pareció que estaba exageradamente pálida. Me preguntaba si habría tenido que asistir a demasiadas peleas desde que Michael descubrió que su mujer tenía una aventura. Entonces recordé lo que Claire me había dicho: Aileen esperaba un hijo de su amante. Si no había podido tener hijos antes, tenía que ser por culpa de Michael. Era difícil imaginar lo que debía de sentir el pobre. Eve se puso a parpadear con fuerza y dejó escapar un gritito, pero no se despertó. No me atrevía a tocarla, así que simplemente susurré:
—Buenas noches, cariño.
Y volví al piso de abajo. Claire había conseguido localizar todo lo necesario y yo fui a la sala de estar, donde encontré té y un paquete de galletas Garibaldi encima de una mesa que había frente a la chimenea eléctrica. Ésta tenía un carbón falso que no parecía real ni de lejos. Por primera vez, me di cuenta de que habían cambiado el tresillo marrón por uno precioso de terciopelo azul, y que la moqueta era de color crema en lugar de naranja.
—Daría un ojo de la cara por una sala como ésta -comentó Claire. Estaba ya hundida en uno de los sillones-. Aunque, claro, los míos la habrían hecho trizas en menos de una semana.
—Quizá ahora puedas decirme por qué hemos tenido que venir aquí a toda prisa, como dos locas -pregunté-. Eve está dormida en su cama y Michael volverá en un par de horas. ¿Qué esperabas encontrar?
Claire parecía avergonzada.
—Mildred Sweeney me dijo que a Michael se le había puesto cara de suicida. El otro día leí en el periódico la historia de un tipo del sur cuya mujer se largó con otro; a él no se le ocurrió otra cosa que ahogar a sus dos hijos y ahorcarse en el rellano.
—Estás chalada, Claire Quinn -me limité a decir. Al menos su corazón latía en la dirección adecuada-. ¿Desde cuándo sabes que Eve es mi hija?
—Desde que volviste de Londres. Antes de que te fueras me di cuenta de que estabas embarazada, y cuando volviste y Aileen apareció con Eve más o menos al mismo tiempo, sumé dos y dos y saqué la conclusión lógica.
—¿Quién más lo sabe?
—Nadie más ha dicho nunca nada. Yo no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Liam. Cuando se toma un par de pintas, no se calla ni debajo del agua. Imagino que Connor Daley es el padre, ¿verdad?
—Sí. Deberías haber sido detective: eres mejor que Sherlock Holmes.
—Lo sé. -Parecía satisfecha de sí misma, pero enseguida se le puso el rostro serio-. De todas formas, preferiría que hubieras confiado en mí, Kitty Debió de ser horrible estar embarazada sin tener a ningún miembro de tu familia contigo.
—Oh, no me importó en absoluto -respondí enseguida, sin acordarme de lo triste que me había sentido al principio-. Me gustó estar en Richmond con Faith y los chicos.
No les había hablado nunca de Graham y Fred, ni del piso en Grosvenor Square, simplemente porque Aileen y Michael podrían haberse preocupado al saber que estaba viviendo con dos ancianos. Fred recogía mis cartas en Richmond.
—¿Qué fue de Faith? -preguntó Claire-. Hace tiempo que quería preguntártelo.
—Bueno, ella y los chicos volvieron a Liverpool con Eric, pero no se quedaron aquí mucho tiempo. Poco después, Faith se enteró de que él tenía una aventura con una azafata del barco y lo dejó definitivamente.
Llevaba poco tiempo en Liverpool cuando hice una visita a la casa de Orrell Park. Oliver y Robin se alegraron tanto al verme que se me hizo un nudo en la garganta, pero Faith se había mostrado un poco distante. Creo que por aquel entonces ya sabía que Eric había vuelto a serle infiel. La vez siguiente que pasé por allí, la casa estaba vacía. Me dolió mucho que Faith no me hubiera dicho adónde se habían mudado. Poco después, Graham me escribió para decirme que habían vuelto todos a Richmond y que Hope estaba buscando un sitio para vivir. «Lo creas o no, se atrevió a pedirme que volviera con ella -escribía-, pero le dije que Fred y yo preferíamos estar solos. Nos llamó mariquitas, pero ¿a mí qué me importa?» Me lo imaginaba riéndose mientras escribía la carta.
—¿En qué piensas? -preguntó Claire.
—En nada. -Suspiré y fui a por más té.
Las horas siguientes transcurrieron en un silencio casi absoluto. De vez en cuando pasaba por allí un coche, o se escuchaban unos pasos lejanos en la calle. Claire no dejaba de levantar la cortina para ver si se había levantado la niebla, pero cada vez que lo hacía, yo habría jurado que era todavía más densa. Llamó a Liam para decir que no tenía ni idea de a qué hora volvería; yo llamé a Hilda a Everton Valley para decirle lo mismo. Encendí la televisión, pero la apagué enseguida para no despertar a Eve. De todas formas, preferíamos charlar. Hablamos de mamá, de cómo eran las cosas antes de la muerte de Jeff y Will y de cómo habían sido después.
—Sé que no debería decirlo, pero a veces mamá me ponía un poco de los nervios -dijo Claire en un tono sombrío-. Más que nada, era la forma en que trataba a papá.
—Con decía que era un poco egoísta -le confesé.
—Liam conoció a Con hace unos meses. No le va nada mal con ese negocio de fontanería. Tiene tres empleados y menudo salen anuncios suyos en el Echo. Deberías haberte quedado con él, Kitty, pero ya es demasiado tarde. Se casó con una chica de Walton Vale y tienen dos hijos.
—Lo sé, Danny me lo dijo. Se arrepiente mucho de no haber entrado con él en aquel negocio, pero no podía asumir ningún riesgo al casarse con Marge. Y yo no debería haberme quedado con él -proseguí. Me molestaba que ella pensara que debía haberme casado con él sólo porque era un fontanero con éxito-. Me encanta mi trabajo y soy muy feliz así.
—¿Has sido feliz viendo como tu hermana criaba a tu hija? -preguntó Claire en voz baja-. Yo no lo habría aguantado ni cinco minutos. Pero tampoco le habría dado uno de mis hijos a otra aunque me fuera la vida en ello.
—No me di cuenta de que me dolería tanto hasta que fue demasiado tarde -confesé-, pero ya no había nada que hacer.
Me acordé de Aileen junto a mi cama, con los brazos extendidos, esperando a que le diera mi bebé. Ahora iba a tener el suyo y ya no quería a mi hija.
—Es casi medianoche -murmuró Claire-. Me pregunto dónde diablos estará Michael.
Llegó casi una hora después, tan borracho que apenas podía caminar. Oímos como el coche se estrellaba contra algo cuando intentaba aparcar en el garaje, y tuvimos que abrirle la puerta porque no conseguía encajar la llave.
—Me acabo de cargar el cortacésped -anunció arrastrando la voz. Entró también arrastrando las piernas-. Aileen me va a matar, si es que no la mato yo antes -añadió con una sonrisa macabra.
No parecía darse cuenta de que había dos mujeres cuando había dejado a Eve sólo con una. La verdad es que no creo que nos reconociera ni a Claire ni a mí.
—Vamos, cariño, a la cama.
Claire lo cogió de un brazo y me hizo un gesto para que hiciera lo mismo. Entre las dos, conseguimos arrastrar a nuestro cuñado, que generalmente iba muy bien vestido y sobrio. Apestaba a alcohol, había perdido la corbata y debía de haberse caído al suelo, porque tenía los pantalones llenos de barro. Por algún motivo, llevaba los cordones de los zapatos desatados. Llegamos al rellano y Claire hizo una pausa.
—Creo que lo mejor será que lo dejemos en el cuarto de invitados. Nosotras dormiremos en la cama de matrimonio. No podemos irnos a casa y dejarlo así. Tendré que llamar a Liam otra vez.
Dejamos a Michael con cuidado sobre la cama individual; mientras lo hacíamos, se le cayeron los zapatos. Claire le quitó una pernera del pantalón, yo tiré de la otra, y entre las dos conseguimos quitarle la chaqueta sin demasiados problemas.
—Mira a ver si encuentras alguna manta en la cómoda, Kit -susurró Claire-. Deberíamos haber quitado las sábanas antes de acostarlo.
Encontré dos mantas gruesas. Cuando se las hubimos echado por encima, él ya estaba profundamente dormido. Antes de volver al piso de abajo, le eché un ojo a Eve: seguía en la misma postura, con el brazo alrededor de la muñeca.
Claire estaba en la cocina, a punto de poner la tetera al fuego.
—He encontrado un poco de cacao. Voy a preparar dos tazas y después será mejor que nos vayamos a dormir. Me da pena, el pobre. -Señaló con la, cabeza hacia el piso de arriba-. Vamos a tener que volcarnos con Michael durante las próximas semanas, darle nuestro apoyo. Se le acaba de venir el mundo encima.
Pero ninguna de las dos tuvo oportunidad de volcarse con Michael. Cuando me levanté a la mañana siguiente, la niebla había desaparecido, al igual que él. Claire estaba ya levantada y la encontré en la sala de estar, con una carta en la mano.
—Michael ha dejado esto en la mesa -dijo-. Va dirigida a ti, pero la he leído.
—Entonces quizá puedas decirme qué pone.
En cualquier otra circunstancia, le habría dicho que no tenía ningún derecho a leer mis cartas.
—Será mejor que la leas tú misma.
—Gracias -respondí irónicamente.
La letra era sorprendentemente ordenada, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba pocas horas antes. Decía así:
Querida Kitty:
Me marcho, no tengo ni idea de adónde. Necesito escapar del infierno en que se ha convertido mi vida este último año. Dejo a Eve contigo. ¿Quién podría cuidar mejor de ella que su propia madre?
No sé cuándo volveré, ni siquiera sé si lo haré algún día. La casa es mía y sólo mía. La compré con la herencia de mi padre. Mi mujer no tiene derecho a un solo ladrillo y, algún día, dentro de poco, se la cederé a Eve. Voy a seguir pagándole el colegio y lo arreglaré para que el banco te envíe una cantidad mensual con la que afrontar las facturas. Dejo el coche y espero que tu seguro te permita conducirlo. Si Eve pregunta por su papá, dile que la quiero más que a mi vida, pero que tuve que irme por el bien de mi salud mental.
Que Dios te bendiga, Kitty, y gracias por el regalo que fue mi querida hija, quien tanta felicidad me ha proporcionado.
—¡Dios santo! -musité casi llorando-. Ahora mismo le arrancaría la cabeza a Aileen.
—Y yo -confesó Claire-. El pobre ha debido de ir hasta la estación a pie -susurró-. Supongo que lo mejor será que despiertes a Eve y le cuentes lo que ha pasado. En tu lugar yo le diría que su papá se ha ido sólo por un tiempo. Nunca se sabe, a lo mejor vuelve dentro de unos meses. Luego yo me iré a casa para ocuparme de la familia. Patsy tiene que ingresar en el hospital en cualquier momento para tener al bebé. En cuanto a ti, la verdad es que no puedes ir a trabajar. Tienes mucho en que pensar. Y por cierto, será mejor que escondas la carta de Michael y la guardes, por si Eve quiere leerla cuando sea mayor.
Sí que fui a trabajar, aunque mucho más tarde de lo habitual. Insistí en que Claire despertase a Eve en lugar de hacerlo yo. Para ella era mucho más familiar, así que yo esperé en el piso de abajo hasta que apareció, desolada y algo perdida. Era un poco más alta de lo que yo recordaba, y vestía un pichi azul marino, camisa blanca y corbata a rayas. Me aliviaba saber que, a pesar de haberse enterado de lo de Michael, todavía quería ir a la escuela. Besé a mi propia hija por primera vez en mi vida y dije:
—No te vendría mal un buen par de medias, cariño.
Llevaba unos calcetines altos con el elástico completamente dado de sí.
—Lo sé. Mamá dice que soy demasiado pequeña para llevar tirantes y con las ligas no siento las piernas. -No tenía el más mínimo rastro de acento de Liverpool-. La tía Claire me ha dicho que papá estará fuera un tiempo y que tú vas a cuidar de mí hasta que vuelva. Mamá ya se ha ido, porque ha conocido a un señor que le gusta más que papá. -Dio un patético sorbo-. Me pregunto si me habría llevado consigo de saber que papá también se iba a ir.
Torcí el gesto y pensé en qué diablos se le habría pasado por la cabeza a Michael para decir algo así. Quizá hubiera llegado al punto en que no le importaba lo que explicaba.
—¿Qué quieres desayunar, cariño?
—Copos de maíz, por favor. ¿Dijo papá adónde iba? -preguntó ansiosa.
Claire interrumpió apresuradamente.
—No, pero no debe de haberse ido muy lejos. Bueno, Eve, ¿cómo sueles ir a la escuela? ¿Te llevaba papá en coche?
—No, me recoge la madre de Marian Caffrey. También me trae de vuelta y me quedo en su casa hasta que mamá y papá vuelven del trabajo. Llegará dentro de quince minutos. ¿Me puedes hacer los lazos de las coletas, por favor? Están en el cajón que hay al lado de la nevera. Mamá me pone un lazo limpio cada mañana. No le gusta que estén arrugados.
Abrí el cajón y encontré varios lazos enrollados ordenadamente.
—Los hay verdes, amarillos y blancos. ¿Qué color prefieres?
—Blanco, por favor.
Iba a coger un manojo de pelo y recogerlo en un lazo, pero Eve dijo:
—Mamá siempre me separa el pelo por la mitad antes de ponerlo.
En el cajón había un peine. Separé en dos su pelo sedoso y le hice dos lazos perfectos mientras Claire servía copos de maíz en tres cuencos. Entonces nos sentamos a desayunar.
La señora Caffrey llegó con una puntualidad absoluta. Eve estaba ya en el recibidor, vestida con un abriguito azul marino y un sombrero de terciopelo, y llevaba una cartera al hombro. Le di otro beso y la despedí con la mano desde la puerta. La señora Caffrey me devolvió el saludo. Me preguntaba si, al subir al coche, le habría preguntado a Eve quién era yo.
—¡Uf!-Claire estaba lavando los platos-. Esa niña guarda la compostura con tanto celo que en cualquier momento se le va a reventar una vena. En cuanto empiecen las lágrimas, seguro que no para de llorar en una semana. -Me miró de lado-. ¿Vas a decirle que eres su madre, Kit?
—Ni en sueños -respondí atónita-. Quizá ni siquiera conoce el hecho de que es adoptada. ¿Sabes qué le contó Aileen?
Claire se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Esas cosas me las explicaba antes, pero desde que se casó con Michael, Aileen y yo no teníamos la misma relación. Creo que pensaba que ahora pertenecía a la clase media y por eso había dejado atrás al resto de los McCarthy. Cariño, ¿quieres que vuelva esta noche y te eche una mano?
—No, gracias -dije con firmeza-. Tengo que aprender a arreglármelas yo sola. Además, si tu Patsy tiene al bebé, querrá que su madre esté con ella.
—En tal caso me iré dentro de poco. ¿Sabes a qué hora pasan los autobuses?
Le contesté que no hacía falta coger el autobús, que yo la llevaría de camino al trabajo.
—Pero, Kitty, tienes que aclarar las ideas -protestó.
—Puedo aclararlas mientras hago algo. No voy a quedarme aquí sola todo el día volviéndome loca.
Ahora mi hija volvía a ser mía. Aunque todo había pasado de forma tan repentina y desagradable que, por ella, hubiera preferido que no hubiera sucedido en absoluto. Había crecido pensando que Aileen y Michael eran sus padres, pero ahora los dos se habían marchado y yo debía convertirme en padre y madre a la vez. Sin embargo, apenas nos conocíamos. Yo no sabía nada de ella. No sabía lo que le gustaba ni lo que no, a excepción de que la lengua era su asignatura favorita y que disfrutaba escribiendo poesías. ¿Le gustaba merendar en casa de los Caffrey todos los días? (Aileen debía haberlo arreglado de esa forma para poder volver del trabajo a su hora), ¿o preferiría volver directamente a casa y merendar aquí? ¿Debería preguntárselo? ¿O debería simplemente dejar que las cosas siguieran igual que cuando estaban Aileen y Michael para no provocar más cambios bruscos?
También debía pensar en mi empleo, y me sentía de lo más egoísta, pues no quería dejarlo. Nunca había trabajado con un horario normal. Al vivir en la oficina, estaba disponible las veinticuatro horas, casi todos los días de la semana, aunque de vez en cuando me tomaba una tarde libre para ir al cine, últimamente en compañía de Marge. Muchas veces me había levantado en mitad de la noche por alguna crisis, pero ahora tendría que conducir hasta Everton Valley todos los días y volver a Maghull antes de que Eve llegara a casa. ¿Y qué pasaría en vacaciones? De hecho, ¿qué hacía Aileen cuando Eve las tenía? ¿Se la dejaba a alguien? Pues yo no tenía intención de hacerlo. Pero entonces, ¿qué iba a hacer?
Aunque ni se me pasaba por la cabeza comparar mi situación con la de Michael, su vida no era la única que iba a dar un cambio radical.
—Tráetela aquí contigo -dijo Hilda alegremente cuando le expliqué los problemas a los que tenía que enfrentarme ahora-. ¿Cuántos años has dicho que tiene?
—Casi nueve, lo que me recuerda... Será mejor que empiece a organizarle una fiesta, si es que quiere una. -Quizá no estuviera de humor.
—Con nueve años ya se sabe cómo viven los menos afortunados. Puede ayudarte a entregar los paquetes y echarle una mano a Dorothy. Dices que tiene tendencia a ponerse nerviosa, pues eso le vendrá muy bien. Se sentirá útil, madura.
—¿Lo crees de verdad?
Intenté imaginarme cómo me sentiría de haber hecho esa clase de cosas con nueve años. Quizá Hilda tuviera razón.
—Todavía le falta para empezar las vacaciones de Navidad. Dentro de unas semanas, en cuanto os hayáis acostumbrado la una a la otra, tráela un sábado. Dile que quieres enseñarle dónde trabajas.
—Oh, Hilda -dije, agradecida-. Eres un genio, de verdad.
Hilda se sorbió la nariz y me pidió que no dijera tonterías.
—Me he enseñado a mí misma a pensar con los pies en la tierra. Otras personas ven obstáculos donde no los hay.
—Pero, de esta forma, no podré ayudar por las noches.
—No, pero Cecily sí. Kitty, cariño -Hilda me clavó la mano en el brazo-, te echaremos mucho de menos, pero podemos arreglárnoslas sin ti. Además, ya va siendo hora de que tengas una vida fuera de aquí. Ya ves, otra vez estoy pensando con los pies en la tierra.
Fue un día extraño. No tenía nada que entregar, en la oficina no había más mujeres que nosotras y Cecily tenía todo el papeleo al día. Dorothy desapareció para afrontar una mastodóntica sesión de cocina, Cecily se puso a pulir la barandilla de las escaleras, Hilda se fue a hacer unas compras y yo me ocupé de limpiar el ático. Me preguntaba si algún día volvería a vivir allí. Metí mi ropa y algunos libros en la maleta que había traído conmigo casi nueve años atrás para llevármelo todo. Aunque tendría que acostumbrarme a pensar que la de Aileen y Michael era ahora «mi casa».
Cuando llegué a «casa», eché las cortinas de la sala de estar y encendí las lámparas, la chimenea y la televisión para que la habitación estuviera agradable cuando Eve llegase. Hacía calor y los radiadores estaban calientes. Debían de encenderse solos, pensé sin darle mucha importancia. No tenía ni idea de cómo funcionaba la calefacción central. Nunca antes había tenido que ocuparme de una casa y, como cocinera, era terrible. Hasta ahora, otros me habían hecho siempre la comida. Como mucho, podía hacer una tostada con jamón o con queso. Ah, y sabía hervir un huevo.
La tetera estaba en el fuego y yo estaba echando cucharadas de té cuando se abrió la puerta. Fui a ver. Allí estaba Eve, con una cara de pena tal que se diría que todo el peso del mundo descansaba sobre sus hombros. No me había visto, y sentí un gran enfado con Aileen y Michael por haberse antepuesto a sí mismos y haber abandonado a mi hija en aquel estado. Suspiró, dejó la cartera, se quitó los zapatos, el sombrero y el abrigo, y lo guardó todo en el armario que había bajo las escaleras.
Desplegué mi mejor sonrisa y fui a saludarla.
—Ahí estás, cariño. -Le di un breve abrazo y un beso igual de fugaz, pues no quería abrumarla con un cariño que podía no ser bienvenido-. ¿Qué tal te ha ido hoy en la escuela?
—No ha estado mal -dijo con desgana.
Sus ojos azules me miraban con temor. Recordé que no era a mí a quien esperaba encontrarse al volver a casa del colegio.
—¿Habéis tenido clase de lengua? Recuerdo que me dijiste que era tu asignatura favorita.
—Tenemos lengua tres veces por semana, pero hoy no. Hoy hemos tenido clase de arte. Me gusta, pero también tocaban costura y aritmética. -Frunció el ceño-. La costura no se me da del todo mal, pero la aritmética se me da fatal, y nos han dado un montón de deberes.
—Si quieres luego puedo ayudarte, ¿te parece? -me ofrecí sin pensar.
A mí tampoco se me daba nada bien, pero al menos había hecho mis deberes hasta los catorce.
—Gracias. ¿Cómo te llamo, tía Kitty o sólo Kitty?
—Oh, sólo Kitty, por favor. Y ahora, ¿por qué no te sientas mientras te preparo algo de beber? ¿Qué te apetece? ¿Quieres que te haga también algo de comida? Ya sé que acabas de merendar, pero a lo mejor todavía tienes hambre.
De nuevo hice una oferta sin pensar, pues no tenía ni idea de qué había en la despensa.
—Me encantaría comer algo. Me muero de hambre. La señora Caffrey no nos dio más que bocadillos. Más tarde esperaban visita y estaba ocupada preparando la cena.
Tragué saliva y dije animada:
—Vamos a ver qué hay en la cocina, ¿vale?
—Los botes están en el armario de arriba, tras la puerta, y las cosas frescas están en la nevera -me informó Eve.
Abrí la nevera y estudiamos su contenido: cuatro salchichas en un plato, algo de jamón cocido, una lata medio vacía de judías y otra de sopa de tomate, queso, mantequilla, manteca, una bandeja con huevos y dos botellas de leche.
—¿Te apetece algo de aquí? -pregunté.
—¿Puedo comer lo que yo quiera? -respondió entusiasmada.
—Lo que tú quieras.
—Pues entonces me gustaría comer salchichas, judías y un huevo frito, por favor.
—¿Y qué le apetece beber a la señorita mientras se lo preparo?
Para mi grata sorpresa, consiguió esbozar una sonrisa.
—Leche, por favor. Pero antes subiré a mi cuarto a cambiarme. ¿Sabías que la televisión está encendida?
—Sí, la encendí para ti. Puedes verla mientras te hago la comida.
—Pero si no he hecho los deberes -señaló con cierto tono de reproche-. Mamá no me deja verla hasta que he terminado.
No quería recordarle que su madre ya no estaba.
—Bueno, pues a mí no me importa, así que de ti depende si quieres verla o no.
Asintió pensativa y subió a su cuarto. Volvió vestida con un jersey y una falda. Más tarde le llevé la leche y me sentí ligeramente triunfal al ver que estaba viendo la televisión. «Chúpate esa, Aileen -pensé-. No hace ni cinco minutos que no está y ya he conseguido que Eve rompa una de sus reglas.»
—¿Puedo ver Bootsie and Snudge? -preguntó-. Lo echan más tarde. Normalmente me voy a la cama antes de que empiece, pero a todas las chicas de mi clase les dejan verlo.
—Si quieres, sí. ¿A qué hora sueles irte a la cama?
Arrugó la nariz.
—A las siete y media, pero -añadió rápidamente-, nunca estoy cansada.
Intenté recordar a qué hora me iba yo a la cama a su edad, pero me di cuenta de que aquello había sido durante la guerra y que por aquel entonces la gente se iba a dormir a horas muy diversas, si es que podían, pues a veces había un ataque aéreo durante toda la noche.
—Supongo que a partir de ahora no pasa nada porque te acuestes a las ocho y media. Los fines de semana podrás acostarte más tarde porque no tienes que ir al colegio.
Recordé que era viernes, así que tocaba irse a la cama tarde.
Eve parecía tan maravillada con la noticia que empecé a preocuparme de que quizá no fuera buena idea dejarle hacer cosas que no le estaban permitidas hasta entonces. Y, sin embargo, no veía por qué tenía que acostarse tan pronto, ni por qué no podía ver la televisión hasta haber terminado los deberes. «¿Quién mejor para cuidar de ella que su propia madre?», decía la carta de Michael. Así que, a partir de ahora, siempre que a Eve le pareciera bien, trataría a mi hija como lo habría hecho de haberla criado yo desde el principio.
No parecía importarle que las salchichas estuvieran quemadas, ni que el huevo estuviera demasiado frito. Las judías estaban perfectas, pues las había removido todo el rato y no se habían pegado a la sartén. Yo me preparé un bocadillo de jamón. Eve sacó dos preciosas servilletas planchadas de encaje de un cajón del aparador y pusimos la mesa para comer. Tenía unos modales impecables y comía con delicadeza pero apresuradamente, como si tuviera mucha hambre.
—¿Por qué quería papá que cuidaras tú de mí? -preguntó en cuanto hubo terminado.
Era una pregunta obvia, una que iba a hacer antes o después. Debería haber preparado una respuesta, y me imaginé cómo mi cerebro se ponía a trabajar a toda máquina para encontrarla.
—No estoy segura. Quizá sea porque soy la única hermana que no está casada y no tiene una familia, y pensó que por eso era la más indicada.
Lo pensó durante un rato.
—Puede ser -dijo, no muy convencida.
—La tía Claire tiene cinco hijos -proseguí.
—La tía Norah sólo tiene una -señaló-. Y por cierto, Bernadette no me cae muy bien. Mamá dice que está muy mimada.
Le expliqué que eso era porque, al nacer, Bernadette era un bebé muy pequeño y frágil, y Norah y Roy tenían miedo de que fuera a morir.
—Nunca lo superaron. Todavía la tratan como si fuera muy delicada, cuando en realidad es una niña de nueve años bastante grande y corpulenta.
—Está gorda -espetó Eve.
—Eso no es culpa de Bernadette. Es porque le dan muchos dulces y tartas. -Tuve una idea-. Ya sé por qué tu padre me pidió que cuidara de ti: porque soy la única que no tiene casa y de esta forma podía venir a vivir contigo a ésta. No te habría gustado tener que mudarte a otra casa, ¿a que no?
Dejó caer la cabeza como una flor mustia y respondió:
—No. Hubiera preferido que todo siguiera igual y que mamá y papá no se hubieran ido.
No tenía respuesta para eso. Le dije que apagase la televisión mientras hacía los deberes. Entre las dos conseguimos afrontar aquellas complicadas divisiones y restas. Me explicó:
—Papá era muy bueno con la aritmética, pero él la llamaba «matemáticas».
Me pareció que había estado más unida a Michael que a Aileen.
Vimos Bootsie and Snudge. Yo no lo había visto nunca y me pareció que era para partirse de risa. Poco después, se fue a la cama. Subí a acostarla y la encontré tumbada, abrazada a la muñeca. Tenía los labios rosados bien fruncidos, como si se estuviera esforzando por no llorar.
—¿Cómo se llama tu muñeca? -le pregunté.
—Gloria -contestó con voz débil-. Es mi nombre favorito.
—Es un nombre precioso. -Me agaché y le di un beso a ella y otro a Gloria-. Mira, cariño -dije suavemente-, ya se que tienes que sentirte muy mal por todo lo que ha pasado, y quizá te viniera bien llorar un poco.
Me miró extrañada.
—Mamá dice que las niñas valientes no lloran.
—Entonces yo no debo de ser muy valiente, porque lloro todo el rato.
—¿De veras?
Volvió a mirarme extrañada. Asentí con vehemencia.
—Lloro por la menor tontería. El otro día fui al cine con mi amiga Marge y lloramos durante toda la película. Y también durante todo el camino a casa.
La película era Locuras de verano, con Katharine Hepburn, y me había dado mucha pena.
—¿Te refieres a la tía Marge, la que está casada con el tío Danny y vive con el abuelo?
—Esa misma.
—¿Ella llora?
—Todo el mundo llora en algún momento, cariño. Yo he visto a la tía Claire y a la tía Norah llorar montones de veces.
También había visto llorar a Aileen, pero no dije nada.
—Entonces, ¿llorar no está mal?
—No tiene absolutamente nada de malo -le aseguré.
Soltó un ruidito de satisfacción.
—Cuando me metí en la cama tenía ganas de llorar, pero ya no.
—Eso también está bien -le eché las sábanas por encima y les di a ella y a Gloria otro beso-. Buenas noches, preciosa, te veré por la mañana.
—Papá siempre me llamaba preciosa -dijo con voz soñolienta.
Cuando salí por la puerta, ella dormía ya a pierna suelta. Bajé las escaleras y lloré hasta que no pude más.
A la familia le parecía muy raro que Michael hubiera pensado en mí para cuidar de su hija.
—A mí no me habría importado hacerme cargo de ella -dijo Norah indignada cuando se enteró.
—Podría haber venido aquí -añadió Marge.
—¿Podrás arreglártelas tú sola, Kitty, cariño? -preguntó mi padre cuando llevé a Eve a Amethyst Street un domingo a comer, el primer fin de semana que pasábamos juntas-. No tienes experiencia con niños.
—En mi trabajo tengo que ocuparme de ellos todo el tiempo -le respondí-. No me va mal. Eve y yo nos llevamos muy bien.
—Bueno, espero que a partir de ahora la veamos más -dijo papá-. Le tengo mucho cariño a esa niña, pero Aileen no la traía mucho. No le gustaba Marge -añadió susurrando-. Le parecía de lo más vulgar.
—Bueno, pues ahora se lo está pasando muy bien -comenté-. Me refiero a Eve. Nunca antes había jugado en la calle.
La había observado salir desde la ventana del salón. Las tres niñas de Marge jugaban al fútbol con otros chavales. Al principio, Eve se había mantenido a raya, sin muchas ganas de participar, hasta que la pelota aterrizó a sus pies. La miró, anonadada durante unos segundos, y después le dio una patada y marcó un gol al primer toque. Se escucharon sonoros vítores y, de repente, pasó a ser una más. Yo me sentí henchida de orgullo y me entraron ganas de echar una lagrimilla.
Después de la comida, vino Claire con Kate y nos anunció que era abuela.
—Patsy ha tenido un niño de tres kilos y medio sobre las dos de la madrugada. Lo va a llamar Jay, como un actor de El llanero solitario. Yo creía que Jay era un caballo, pero se conoce que no.
—Soy tía -dijo Kate muy orgullosa-. Hola, Eve. No sabía que estabas aquí. ¿Por qué no viniste a mi fiesta? Cumplí nueve.
Eve se puso colorada.
—Lo siento, pero no sabía que celebrabas una fiesta.
Claire estaba hablando con papá, pero, al parecer, otra de sus muchas habilidades consistía en escuchar varias conversaciones a la vez. Dijo:
—Llamé a tu padre para decírselo, cariño, pero se le debió de olvidar.
—Lo siento, Kate -volvió a decir Eve.
—No fue culpa tuya -concedió amablemente Kate-. Vamos, te enseñaré cómo hacer malabares con dos bolas. Patsy sabe hacerlo con tres, pero ahora que acaba de tener un bebé no creo que lo haga más.
Entonces se fueron corriendo juntas y Claire me dedicó un guiño conspirativo, aunque yo no supe muy bien por qué.
Llegaron Norah, Roy y Bernadette, seguidos poco después de Jamie, Lisa y su bebé, Isobel, que tenía ahora diez meses y era tan hermosa como su madre, que ya estaba embarazada de su segundo hijo. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos aquellas reuniones familiares cuando vivía en Everton Valley. No había razón para que yo no fuera, pero siempre me mostraba reticente a marcharme por si había algún problema en la oficina. Hilda tenía razón: ya iba siendo hora de tener una vida fuera de allí.
El martes Eve cumpliría nueve años. Había pedido expresamente no celebrar una fiesta.
—No me gustan. Al menos, las mías. Todo el mundo te mira y tienes que sonreír todo el rato y hacer como que te diviertes, aunque no sea así.
—En tal caso, no tendrás fiesta -prometí-. Pero no podemos dejar que pase tu cumpleaños sin celebrarlo de alguna manera. ¿Qué te parece si te recojo de la escuela y vamos al cine? Mejor aún, si lo dejamos para el sábado, podríamos ir a comprarte un regalo y merendar antes.
—¿Podemos ir a Southport? -A Eve se le encendieron los ojos como dos estrellitas azules-. Southport me gusta más que Liverpool.
—Pues entonces iremos a Southport. Me enteraré de qué películas echan. -Ya tenía ganas de ir.
Había dejado el Mini en Everton Valley para que lo usaran Hilda y Cecily, y ahora conducía el Ford Consul de Michael, que era el doble de grande y gastaba el doble de gasolina. El martes, el día del cumpleaños de Eve, metí el coche en el garaje, cerré las puertas y me puse a buscar las llaves de la casa en mi bolso. Estaba pensando que debía poner las llaves de la casa y las del coche en el mismo llavero cuando de un gran y reluciente coche negro aparcado en la calle salió una mujer que vino hasta mí. Llevaba el abrigo de pieles más largo y grande que había visto en mi vida y podía oler su perfume a varios metros de distancia.
—¿Quién es usted? -preguntó con enfado-. ¿Y por qué conduce el coche de mi hijo?
—Soy Kitty McCarthy, la cuñada de Michael. Usted debe de ser su madre.
Me había olvidado completamente de que Michael tenía una madre. La señora Gilbert y Aileen no se llevaban muy bien, según podía recordar. No tenía ni idea de lo que pensaba Michael al respecto, pero en su carta no la mencionaba por ninguna parte.
—¿Dónde está mi hijo? -preguntó en un tono que era sólo ligeramente menos agresivo-. ¿Qué sucede? Hace siglos que no tengo noticias suyas y hoy he llamado a Wexford y me han dicho que se ha ido. ¿Dónde está Eve? Le he traído un regalo de cumpleaños.
Me enseñó una bolsa de George Henry Lee.
—Eve volverá a casa en cualquier momento. En cuanto a Michael... Mire, será mejor que pase, yo se lo explicaré todo.
Afuera hacía un frío terrible. Abrí la puerta y encendí la luz y el fuego.
—¿Quiere una taza de té?
—No hasta que alguien me explique dónde está mi hijo.
Me encogí de hombros y extendí las manos.
—No tengo ni idea de dónde está Michael. Sencillamente, se marchó. No dijo adónde iba ni si pensaba volver.
Bajo la luz de la casa, pude ver que la señora Gilbert estaba temblando, no de ira sino de honda preocupación. Era una mujer atractiva con el pelo gris oscuro y una nariz aristocrática. Tenía las cejas gruesas y negras, lo que creaba un extraño contraste con su pelo perfecto, de bucles plateados.
—¿Pero por qué? ¿Por qué se ha ido? ¿Y dónde está su mujer? ¿Dónde está -hizo una pausa antes de escupir la siguiente palabra- Aileen?
¡Cielo santo! Nadie debía de haberle contado nada de la aventura de Aileen. Le dije:
—¿Por qué no se quita el abrigo y se sienta? Aquí hace calor.
Se lo quitó y lo tiró sobre el respaldo de una silla, pero cayó al suelo haciendo un sonido siseante y resbaladizo, como si tuviera vida propia, y se quedó allí arrugado.
Le expliqué lo que había pasado usando la menor cantidad posible de palabras, porque quería terminar con aquello antes de que llegara Eve. Acabé diciendo:.
—En cuanto mi hermana Claire se entero de que Aileen se había fugado con ese tipo, Steve, vinimos a toda prisa para asegurarnos de que Michael estaba bien.
—¿Y lo estaba? -preguntó en tono hosco, con una intensa angustia en la mirada.
Michael era su hijo, y le habían hecho mucho daño. Era evidente que le resultaba tan doloroso como si él fuera todavía un niño y no un hombre de cuarenta años.
—La verdad es que no. Cuando llegamos, había salido. Eve se había quedado con la niñera. Al regresar a casa, estaba borracho, por lo que lo metimos en la cama y decidimos pasar aquí la noche Cuando nos levantamos al día siguiente, se había marchado. Dejó una carta en la que decía que quería que yo cuidara de Eve.
—¿Puedo leer esa carta?
—Me temo que la tiré -contesté con firmeza.
No quería que supiera que yo era la madre de Eve.
—¿Me mencionaba a mí?
—No que yo recuerde.
—En otras palabras: no. ¡Oh, Dios santo! -gimoteó-. Pobre Michael. Pobre hijo mío.
Se abrió la puerta y dije apresuradamente:
—Señora Gilbert, por favor, no deje que Eve la vea así. Desde que pasó todo, lo está llevando bastante bien y no quiero que se disguste.
—Tendré cuidado, no te preocupes.
Se limpió la cara, llena de lágrimas, con el reverso de la mano. Fui al recibidor, donde Eve estaba colgando el abrigo tras la puerta del armario, y le anuncié que tenía visita.
—¿Yo tengo visita?
—Tú tienes visita. Ven a saludar.
—Feliz cumpleaños, cariño -cantó la señora Gilbert cuando entramos en la sala de estar-. Te he traído un regalo.
—Hola, abuelita -dijo Eve, tímida.
No lograba averiguar si se alegraba de ver a su abuela o no. Cogió la bolsa que le entregó la señora Gilbert, y sacó de ella un bonito vestido azul acolchado.
—Es precioso, abuela. Muchas gracias.
—¿Es lo suficientemente precioso como para que me des un beso?
Eve le dio un educado beso en la mejilla.
—Gracias, abuelita -repitió.
—¿No vas a celebrar una fiesta por tu cumpleaños, cariño?
—No. El sábado, Kitty y yo iremos al cine en Southport. -Su voz adquirió un tono emocionado-. Y antes iremos de compras y a merendar.
—Me parece estupendo, Eve. Espero que te lo pases bien..., que os lo paséis bien.
La señora Gilbert asintió, mirándome. Me pareció admirable la entereza que había logrado reunir, después de haber recibido el disgusto de Michael.
Eve subió a cambiarse. Yo me fui a la cocina a preparar el té y me encontré con que todos los platos que habían quedado en el fregadero aquella mañana estaban lavados, secos y en su sitio, junto a la tetera, la caja del té, el azucarero y todas las demás cosas que había dejado fuera porque no me apetecía guardarlas. Recordé que Aileen tenía empleada a una señora de la limpieza, que debía de seguir yendo y por lo tanto tenía que ser la responsable de convertir aquella cocina normal en una habitación desnuda y aséptica. Más tarde, me di cuenta de que había cambiado las sábanas y pasado la aspiradora por la moqueta. No había una mota de polvo en toda la casa. La semana siguiente le dejé una nota en la que le decía que no volviera, pero que me informase de cuánto se le debía. A partir de ahora, Eve y yo nos ocuparíamos de la limpieza entre las dos.
La señora Gilbert apareció en la puerta de la cocina.
—Parece que Eve está bien. Veo que te llevas estupendamente con ella.
—¿Usted cree?
Me sentí de lo más orgullosa.
—Aunque no me sorprende para nada. Tú eres su madre, ¿no es verdad?
En aquel preciso instante estaba vertiendo el agua en la tetera, pero me llevé tal impresión que se me resbaló y me empapé la falda. Cerré el grifo y escuché por si Eve pudiera venir.
—No te preocupes. He oído como entraba al baño. Tardará un rato en bajar. -¿Por qué ha dicho eso? -pregunté anonadada-. ¿Se lo contó Michael?
—Michael no me dijo nada. No, lo he adivinado ahora mismo, en cuanto os he visto entrar juntas. Es la forma en que la miras. -Su rostro, bastante serio, se deshizo en una sonrisa-. La quieres, se te nota en la cara, y hay pocas tías que quieran a sus sobrinas hasta ese punto. Hasta tenéis la misma forma de estar de pie, con las manos a la espalda y los pies casi en ángulo recto.
Terminé de verter el agua, encendí el fuego y busqué la tetera y la caja del té, sin decir una palabra.
—Espero que nadie más lo adivine -añadí por fin-. Mi hermana Claire es la única que lo sabe. Bueno, y la mujer para la que trabajo. No me preocupo por mí, pero no quiero que Eve se entere. Ya ha tenido demasiadas emociones últimamente. No la adoptaron de manera oficial y yo no firmé nada. Ni siquiera estoy segura de que ella sepa que Aileen y Michael no son sus verdaderos padres.
—No lo sabe. Michael decía que se lo iban a contar cuando fuera más mayor. Yo les comenté que era mejor que lo supiera desde el principio, pero tu hermana me mandó al infierno como de costumbre. -Se encogió de hombros-. No te pareces en nada a ella, Kitty. ¿Te importa que te llame Kitty?
—Bueno, es mi nombre. Claro que no me importa.
—Tú llámame Muriel. Aileen nunca lo hacía. Seguía siendo la señora Gilbert aunque llevara dieciséis años casada con Michael. Bueno -dijo-, me ha encantado conocerte y volver a ver a Eve, pero me voy a ir, no quiero molestar.
—¡No puedes marcharte sin tomar una taza de té! De hecho, deberías quedarte a comer. Todavía no sé qué hacer. Eve ya ha merendado en casa de los Caffrey, pero sigue teniendo hambre cuando vuelve. Le dejo coger lo que quiera de la nevera, aunque tampoco es que haya muchas cosas. Soy demasiado desorganizada -le expliqué-. Antes nunca tenía que comprar la comida, y mucho menos cocinarla. Aprendo poco a poco, por no decir a paso de tortuga.
—Me encantaría quedarme a comer con vosotras, gracias -aceptó Muriel. Parecía tan contenta que casi daba pena.
Llegó Eve y abrió la nevera. Las dos observamos cómo torcía la cabeza y miraba lo que había dentro, que no era mucho.
—¿Puedo tomar un bocadillo de panceta, por favor?
—Tus deseos son órdenes, cariño. Ve a sentarte. Te lo llevaré en un momento.
—¿Hay panceta suficiente para mí también? -preguntó Muriel.
Me preguntaba si realmente habría comido alguna vez un bocadillo de panceta y si no estaría simplemente intentando agradar.
—Hay medio kilo, más que suficiente. -Me sentí de lo más eficiente.
Quince minutos después, las tres estábamos sentadas frente a la chimenea, engullendo nuestros bocadillos de panceta y viendo Sooty and Sweep. Más tarde, Muriel y yo nos sentamos a hablar tranquilamente de esto y lo otro mientras Eve hacía los deberes. Terminó justo a tiempo de ver Hancock's Half Hour, antes de irse a la cama.
—¿Qué te parece la abuela, Eve? -pregunté mientras ella se acurrucaba bajo las sábanas con Gloria.
—Me gusta más el abuelo McCarthy. Es mi abuelo favorito del mundo, pero la abuela también me gusta.
—¿Lo de la abuela lo dices en serio o es sólo por educación?
Ella soltó una risilla.
—Lo digo en serio. Antes no venía a casa casi nunca y nosotros sólo íbamos a la suya en Navidad, pero esta noche me ha gustado.
—Eso está bien.
—¿Por qué está bien?
—No lo sé, pero lo está.
Lo cierto es que a mí también me caía bastante bien la madre de Michael.
Bajé las escaleras y me encontré a la señora Gilbert (a Muriel), lavando los platos.
—No te molestes -protesté.
—No es molestia. Alguien tiene que hacerlo y no veo por qué: no he de ser yo. Así compensaré lo maleducada que he sido al principio. La verdad es que no sabía qué pensar cuando te vi llegar en el coche de Michael. Ya estaba bastante preocupada desde que me dijeron en Wexford que había dejado el trabajo. Cuando vi a una desconocida al volante de su automóvil, me puse a pensar que quizá le hubiera pasado algo horrible, que lo hubieran asesinado. -Dejó escapar un frágil suspiro-. Bueno, lo cierto es que sí ha pasado algo horrible, pero al menos está vivo.
—Estoy segura de que se pondrá en contacto contigo pronto -dije para tranquilizarla.
—Espero que así sea. Michael y yo estábamos muy unidos. -Se quedó mirando por la ventana el oscuro cielo de noviembre. Tenía la mirada perdida y se había olvidado de los platos-. Su padre murió en Francia, el último año de la Gran Guerra, cuando Michael tenía cuatro años. Fue nuestro único hijo, nunca tuvimos la oportunidad de tener otro. Me casé con Hugh en 1913, y la guerra empezó al año siguiente. Hugh se presentó voluntario. Nunca volví a verlo. Y él nunca vio a Michael. -Me miró-. ¿Conocías ya la historia?
—Sólo sabía que Michael no había conocido a su padre. Me lo dijo una vez.
—Era un niño tan bueno... -explicó con gesto conmovido-. Cuando Hugh se fue, mi padre insistió en que me pusiera a trabajar para él. Vendía material de oficina al por mayor: papelería, tinta, resmas de papel, cosas así. Teníamos (bueno, todavía la tenemos), nuestra propia tienda en Liverpool, pero sobre todo trabajábamos con grandes compañías. Sólo servía para que yo no me sintiera demasiado sola en casa con el bebé. Solía llevar a Michael conmigo. Gateaba entre las estanterías de artículos de papelería; era más bueno que el pan. Cuando se hizo mayor, me ayudaba a hacer el inventario. Nos convertimos en socios, en un equipo. Incluso cuando cumplió los dieciocho y se marchó a la universidad, volvía todos los fines de semana para ver a su madre.
—Típico de Michael -murmuré.
—¿Verdad? -Sonrió orgullosa-. Pero claro, yo sabía que eso no podía durar, que algún día se casaría y que yo dejaría de ser la persona más importante en su vida. No tuvo muchas novias, era demasiado tímido, así que me alegré mucho cuando conoció a Aileen en Wexford y se enamoraron. La verdad es que no sé qué pudo ir mal. -Se pasó la mano por sus cabellos plateados, distraída-. Yo no quería ser posesiva, pero quizá lo fuera un poco. Para mí, él lo era todo: no podía dejar de preocuparme por mi hijo así como así. Quizá me volvía un poco pesada, siempre le hacía ponerse una bufanda cuando hacía frío y cosas así. Fuera lo que fuera, Aileen pensaba que yo lo retenía, y, sin embargo, yo lo único que quería era que Michael fuera feliz. Cuando estábamos las dos juntas, el ambiente era cada vez más tenso. Yo no podía abrir la boca sin que ella lo interpretase de manera equivocada. Si decía que aquel día tenía el pelo bonito, ella pensaba que lo que quería decir era que, normalmente, yo pensaba que no tenía un pelo bonito. Entonces iba y le contaba a Michael que la había insultado y él me pedía que fuera más amable con ella. Al final me di cuenta de que la posesiva era Aileen.
—Debió de ser horrible.
Estaba anonadada. No sabía que mi hermana pudiera ser tan mala.
—Lo fue. -Se acordó de los platos y se puso a lavarlos de nuevo-. No debería contarte todo esto. Al fin y al cabo, Aileen es tu hermana, pero es que tenía miedo de que ella te hubiera hablado de mí y que te hubieras hecho una opinión negativa.
—No tenía una opinión muy buena -dije con sinceridad.
—¿Y sigues pensando lo mismo?
Me preguntaba por qué seguía mirando por la ventana y no a mí, hasta que me di cuenta de que nos reflejábamos con tanta claridad como en un espejo y que era a mi reflejo al que se dirigía.
—No. -Negué con la cabeza y no dije más.
—Entonces, ¿crees que es posible que yo tenga algo que ver en la vida de Eve? -preguntó esperanzada-. Apenas he estado con ella, pero la quiero igual. Podría cuidarla si tú quieres salir. -Se calló y se mordió el labio, como si hubiera hablado más de la cuenta-. Espero que no pienses que te estoy forzando.
—En absoluto. Estoy segura de que a Eve le gustará conocer mejor a su abuela. Y a mí también -añadí con una sonrisa.
En Southport nos lo pasamos estupendamente. Le compré a Eve una pulsera de la suerte plateada por su cumpleaños y también encontré una blusa blanca de broderie anglaise para mí. Para, merendar, comimos fish and chips seguido de un bizcocho al jerez, y luego fuimos a ver El botones, con Jerry Lewis. Había pensado en decirle a Muriel que viniera con nosotras, pero me pareció demasiado pronto, así que en lugar de ello le propuse que viniera los domingos a comer con nosotras.
Era ya el primer domingo de diciembre y las tiendas estaban decoradas con motivos navideños. Yo me había llevado a Eve Liverpool a comprar regalos para sus amigos de la escuela, y de camino paramos en la casa de Everton Valley. Ya le había contada en qué consistía mi trabajo y lo que suponía, y me emocioné cuando ella me preguntó si podía ver el lugar en el que trabajaba.
Al entrar, Dorothy le dio un beso, Hilda le dio la mano como si fuera una persona mayor, y Cecily le dio una libra para que se comprara un regalo de Navidad. Conoció a Chrissie y a su hija de tres años, Nuala, que habían venido el día antes a quedarse en la casa. Le expliqué que Nuala llevaba una venda en el brazo porque su padre le había apagado ahí un cigarrillo. Eve se puso muy seria.
Después de comprar los regalos para sus amigos, comimos pavo en Owen Owen's y ella dijo que le gustaría gastar la libra que le había dado Cecily en una muñeca para Nuala. Después compró una en la sección de juguetes, enorme, de plástico y vestida de hada; la dejamos en Everton Valley de camino a casa. Nuala estaba durmiendo la siesta, pero Chrissie pareció alegrarse por las dos cuando Eve, algo sonrojada, le dio su regalo.
—¿Quieres venir a trabajar conmigo en Navidad, cariño? -le pregunté en el coche-. Hay muchas cosas que podrías hacer.
—¡Oh, Kitty, me encantaría! -exclamó-. ¿Estará Nuala?
—No estoy segura. A lo mejor para entonces Hilda ha encontrado ya un lugar en el que puedan vivir ella y Chrissie.
Me alegraba doblemente por no tener que pedirle a la señora Caffrey ni a Susan Mercer que cuidaran de ella durante las vacaciones.
—¿Nos vamos ahora a casa? -preguntó.
—Todavía no. Le he comprado una chaquetita en el centro a Jay, el hijo de Patsy. Cuando nació no le hice ningún regalo. Pasaremos por Amethyst Street, y tú puedes quedarte con el abuelo mientras yo me paso por casa de la tía Claire para darle la rebeca. ¿Te parece bien, cariño?
—Está bien -contestó dejando escapar un suspiro de satisfacción.
Nunca decía nada al respecto, pero yo sospechaba que últimamente llevaba una vida mucho más interesante que la que tenía con Aileen.
Por una vez, en la casa no había nadie más que papá. Marge, Danny y los niños se habían ido a un concierto navideño en la iglesia de St. James.
Papá extendió los brazos. Eve salió corriendo a su encuentro y se sentó sobre sus rodillas, cubriéndolo de besos.
—Tu cara pica mucho, abuelo -se quejó-. Duele un poco.
—Perdona, cariño -dijo papá acariciándose la barbilla-, pero tenía que afeitarme y lo estaba dejando para la noche, cuando salga. Pero no sabía que antes de eso iba a recibir un beso de una chica tan guapa como tú.
Ella lo miró, coqueta.
—¿Crees que soy guapa, abuelo?
—Guapa como una estrella de cine. ¿Qué digo? ¡Mucho más!
—Lo dices por decir.
Fuera como fuera, Eve parecía bastante halagada.
Me pasé por casa de Claire y me encontré con que estaba llena de niños de todas las edades. «I ain't nothing but a hound dog», cantaba Elvis Presley en la radio.
—¿Se supone que tengo que darles de merendar a todos estos niños? -preguntó Claire, desesperada. Estaba en la cocina, cruzada de brazos, como si no supiera por dónde empezar-. A la mitad ni siquiera los conozco.
—Hazles unos bocadillos -sugerí-, y quizá después se vayan a casa.
—Si les hago bocadillos, quizá se quieran quedar. Liam está jugando al fútbol, así que sabe Dios a qué hora volverá para echarnos una mano. Le dije que, a su edad, ya va siendo hora de dejarlo, pero todavía cree que tiene veintiún años.
Yo señalé que sólo había venido un momento para darle la chaquetita de Jay, pero que, si no, le habría echado una mano.
—He dejado a Eve con papá.
—Patsy vendrá más tarde; se la daré. Al parecer, tiene problemas con la lactancia. No sé qué cree que puedo hacer yo al respecto.
—Darle algunos consejos, supongo.
—Supongo. -Suspiró. Parecía agobiada-. Ya sé lo que haré. -Se quitó el delantal-. Iré contigo a casa de papá. Si alguien quiere comer algo, se lo puede preparar. Al menos así me podré sentar en alguna parte.
En cuanto abrimos la puerta, papá salió al pasillo y se llevó el dedo a los labios.
—¡Shhh! -susurró-. Eve está dormida. He tenido que dejarla en el sofá del salón, el brazo se me estaba durmiendo.
—¡Dormida! -me acerqué de puntillas hasta el salón, donde Eve estaba tumbada con el pulgar en la boca. Tenía la cara roja e hinchada. Salí y cerré la puerta-. ¿Ha estado llorando, papá?
—Ha llorado lo suficiente como para llenar el desierto del Sahara, cariño. No sé por qué habrá sido. -Parecía sorprendido y algo preocupado-. Estaba sentada en mi rodilla y de repente se echó a llorar sin motivo aparente, al menos que yo supiera. Le di unas palmaditas en la espalda. Siempre se dice que no tiene nada de malo llorar de vez en cuando, así que la dejé. Después de un rato, paró y se durmió.
—Me pregunto por qué lo haría. -Estaba realmente preocupada-. Lo lamento si te ha asustado.
—No me ha asustado, cariño. Además, no creo que pueda decirse que fuera por tu culpa. Simplemente, me ha sorprendido un poco. -Su rostro, generalmente imperturbable, mostraba señales de inquietud-. Pobrecilla. Me dan ganas de matar a Aileen por marcharse y abandonarla. Y sabe Dios por lo que estará pasando Michael. ¿Has tenido noticias suyas, Kitty?
—No, y la verdad es que no creo que las tenga, al menos por un tiempo.
—Es un pedazo de pan. No se podría tener un yerno mejor. La verdad, no es nada justo que lo hayan tratado así.
Claire nos dijo que iba a preparar algo de beber, pero yo la agarré del brazo y la obligué a sentarse.
—Siempre que hablo contigo estás frente al fregadero. Siéntate, yo prepararé las bebidas.
En el coche, de vuelta a Maghull, Eve estaba tan habladora como siempre. Quería preguntarle por qué había llorado, pero decidí que era mejor dejar que fuera ella misma quien sacara el tema. Nunca lo hizo. Era casi como si hubiera olvidado el incidente, o quizá pensase que lo había soñado. Pero volvió a suceder poco después de Navidad, cuando Marge y yo llevamos a las niñas a ver El mago de Oz y Eve preguntó si, en vez de eso, podía quedarse con el abuelo. Era como si, para ella, él fuera la única persona ante la que dar rienda suelta a sus emociones sin sentir vergüenza. Me dolía un poco que no quisiera llorar cuando estaba yo, pero aunque deliberadamente la volví a dejar con mi padre algunas veces más, no hubo más llantos. Había sido su forma de lamentarse por la pérdida de las dos personas a quienes ella consideraba su madre y su padre. A partir de ahora, esperaba que pudiera llegar a querer a su tía Kitty tanto como los había querido a ellos.
El cambio pareció suceder de la noche a la mañana. Liverpool pasó de ser una ciudad cualquiera en las Islas Británicas a convertirse en una de las más famosas del mundo. Esto sólo podía achacarse a cuatro jovencitos que se hacían llamar The Beatles, a un club que había en un sótano de Mathew Street llamado The Cavern, y a un nuevo tipo de música conocido como rock & roll.
Los grupos de Liverpool dominaban las listas de éxitos, y todos los chicos que conocía habían pedido una guitarra a sus padres. El mayor de Claire, Mark, fundó una banda, The Termites. Ninguno de ellos sabía tocar un instrumento y el ruido que hacían resultaba insufrible, pero Claire y Liam confiaban plenamente en que algún día se hicieran famosos. Eve se gastaba hasta el último penique en discos y la casa se estremecía al ritmo de Gerry and The Peacemakers, The Three Jays, The Searches y, por supuesto, The Beatles.
Marge y yo fuimos a The Cavern una noche para ver cómo era aquello, pero teníamos treinta y el resto de la gente era al menos diez años más joven. Nos sentíamos fuera de lugar.
—Pertenecemos a una generación perdida -me quejé-. Demasiado jóvenes para haber participado en la guerra, y demasiado viejos para disfrutar de The Cavern.
—Aun así -dijo Marge suspirando-, siempre podremos contarle a nuestros nietos que estuvimos aquí. ¿Quieres que mejor nos vayamos al cine?
Fuimos a ver El apartamento, con Jack Lemmon y Shirley Maclaine. Era conmovedora, pero a mí me costó concentrarme. Por primera vez en mi vida, me sentía vieja observándome desde fuera. En el mundo estaban pasando toda clase de cosas emocionantes a las cuales yo ya no podía pertenecer. Aunque cuando los poetas de Liverpool se hicieron famosos por sus creaciones avant garde, yo me apunté a un grupo de poesía y nos reuníamos en las casas de los miembros una vez al mes, donde leíamos orgullosos nuestros poemas en voz alta. Le pregunté a Eve si quería participar, pero había perdido el interés en la poesía.
Los años pasaron inexorablemente. Eve cumplió diez, once, doce... No es que se negara a ir a la escuela superior privada a la que pasaron la mayoría de sus compañeras de clase, pero pidió por favor si podía ir a la William Morris Comprehensive, que no estaba más que a un paseo de Dickens Road.
—Las niñas son mucho más simpáticas y no tienen quo aprender latín y tonterías de ésas. Aprenden a cocinar y mecanografía.
—Y también hay chicos -dije con una sonrisa.
—Me gustan los chicos -admitió con franqueza-, pero sólo conozco a mis primos y a sus amigos.
A mí me preocupaba que fuera a pasar a otra escuela sólo para niñas. El papel de la mujer estaba cambiando. No es que yo lo notara, pero lo había leído en el periódico. Las mujeres mostraban cada vez más determinación y exigían el mismo salario por el mismo trabajo. No entendían por qué algunos empleos se consideraban destinados exclusivamente a los hombres.
Eve pudo ir a la escuela que ella quería. Yo no le dije que hubiera preferido que aprendiese latín en lugar de cocina y mecanografía, y que si aprendía esto último daba al traste con cualquier posibilidad de llegar a ser, por ejemplo, médico, y sólo conseguiría convertirse en una buena ama de casa con un insignificante trabajo a tiempo parcial.
De todos modos, aquella escuela era gratuita y hacía algunos meses que había dejado de recibir la paga mensual de Michael. De ninguna manera podía permitirme el elevado coste de la escuela privada. Muriel Gilbert se había convertido en una buena amiga y yo sabía que le habría encantado ayudar. Era una mujer acaudalada y a menudo preguntaba si necesitaba dinero, pero yo siempre lo rechazaba. Me alegraba de no tener que pedírselo para pagar la escolarización de Eve.
No podía dejar de preguntarme qué habría sido de Michael. Nunca se puso en contacto conmigo ni con su madre. Podría estar en cualquier parte del mundo. Tampoco había tenido noticias de Aileen. Ni siquiera Claire, con sus contactos en Wexford's, tenía la más mínima idea de su paradero.
—Mildred Sweeney está convencida de que -se marchó a Australia -me dijo una vez.
—¿Y tiene algún motivo para decirlo?
—Ninguno. Simplemente tiene esa impresión.
La vida prosiguió, agradable aunque sin mayores acontecimientos. Eso sí, fuera de mi pequeño y cómodo universo sucedían cosas que hacían temblar el mundo. Una tarde, a última hora, una semana después del duodécimo cumpleaños de Eve, encendí la televisión y me enteré de que habían asesinado al presidente Kennedy en un lugar llamado Dallas, Texas. Lloré, no sé la razón. Quizá fuera porque, al contrario que la mayoría de los políticos, me parecía realmente simpático y sincero. Un año más tarde, Estados Unidos estaba al borde de una nueva guerra, esta vez en Vietnam, otro país del que, al igual que Corea, nunca había oído hablar.
Le hablé a Eve de Will y Jeff, y del telegrama que había matado a su abuela.
—Pensó que era para informarle de la muerte de Jamie, pero resultó que era para la vecina de al lado.
—Oh, Kitty, eso es de lo más triste -dijo apesadumbrada-. Seguro que el abuelo se llevó un buen disgusto.
—Todos nos lo llevamos -le aseguré.
Eve y yo estábamos muy unidas, más como hermanas que como madre e hija. Yo asistía a todos los eventos escolares: los conciertos, los discursos y los acontecimientos deportivos. Tuve algunos novios, pero ninguno tan serio como la relación que había tenido con Connor Daley, que seguía siendo el único hombre con el que me había acostado. ¿Me habría casado con él si las cosas no hubieran sido tan agradables, tan llenas de acontecimientos? Era algo que seguía preguntándome. En cualquier caso, habría seguido yendo a casa de mi padre todos los domingos y al cine con Marge una vez al mes. Y Eve seguiría siendo mi hija, aunque quizá ahora tuviera más niños. Todavía seguía a la espera de algo espectacular, algo que me habría perdido de estar casada, pero parecía destinada a esperar eternamente. O quizá aquello no fuera más que una excusa y simplemente yo era de las que no se casan nunca.
Eve se compró su primera barra de labios y empezó a poner especial atención a la ropa que se ponía. A los catorce años, me sacaba ya casi ocho centímetros y tenía unas piernas largas y esbeltas que mostraba en su totalidad con una de esas nuevas minifaldas. Yo misma me compré una, pero nunca tuve el valor de ponérmela fuera de casa, pues me preocupaba parecer una señora mayor disfrazada de jovencita. Como las minifaldas quedaban fatal con ligueros y medias, aparecieron los leotardos, de manera que las mujeres nunca más tuvieron que padecer la tortura de llevar un gancho de metal apretándoles los muslos.
Claire me explicó que Liam le había prohibido llevar leotardos porque no eran ni remotamente sexys.
—Bueno, al menos lo intentó -me contaba-. Le dije que se fuera al carajo. Si tanto le gustan los ligueros, que se quede los míos. Yo me paso a los leotardos. Son mil veces más cómodos.
Y así prosiguió mi agradable y poco interesante vida, hasta que en 1966 sucedieron tres cosas: perdí mi trabajo, mi padre murió y Eve descubrió que yo era su verdadera madre.
Capítulo 7
Hilda había dejado de repartir paquetes años atrás, pero no porque ya no hicieran falta los pañales y la ropa, sino porque no teníamos tiempo para ello. Últimamente, la casa de Everton Valley estaba hasta arriba de esposas e hijos de hombres violentos. No era que los maridos fueran cada vez más brutos, sino que las mujeres se habían ido dando cuenta, poco a poco, de que no tenían ningún derecho a tratarlas como a sacos de boxeo.
No rechazábamos a nadie, ni siquiera cuando todas las habitaciones estaban ocupadas. Dormían en la sala de estar, o Dorothy les dejaba su cuarto y ella dormía en un saco de dormir con Hilda hasta que se les encontraba un lugar más adecuado para vivir.
A menudo llegaba por la mañana y me encontraba a una pareja de policías que habían tenido que presentarse porque algún marido iracundo había descubierto el paradero de su familia y aporreaba la puerta en mitad de la noche, gritando que los quería de vuelta. Dos veces entraron por atrás y, en ambas ocasiones, Cecily fue agredida al intentar impedirles que abrieran una a una las puertas, en busca de sus convalecientes y amoratadas familias.
El ruido era constante. Los niños se deslizaban por la barandilla y jugaban en los descansillos. A pesar de las heridas que habían sufrido a manos de los que eran mucho más fuertes que ellas, muchas de aquellas mujeres infligían los mismos golpes a sus hijos -o a los hijos de las demás, si les daba por ahí-. A menudo surgían peleas, pero Hilda se negaba en redondo a tolerar agresiones bajo su techo. Más de una vez ella acababa recibiendo golpes de la gente a la que pretendía ayudar.
—No es culpa suya -aseguraba después-. Sencillamente, no conocen otra cosa, los pobres: la violencia y la agresión. La mayoría de las mujeres nos agradecen lo que hacemos.
De todas formas, Hilda y Dorothy ya tenían más de setenta, y Cecily no era mucho más joven. Me sentía culpable al dormir tranquilamente en Maghull dejando que ellas lidiaran con la traumática experiencia de dirigir el refugio. No me sorprendió cuando Hilda anunció que ya había tenido suficiente.
—Nunca pensé que lo diría, Kitty, pero esto es demasiado para mí. Voy a vender la casa y a comprar un bungaló en Formby para Dorothy y para mí -me dijo en la oficina durante un raro momento de paz-. Creo que las dos nos hemos ganado algo de descanso y tranquilidad en nuestra vejez. Hay muchos libros que quiero leer, y programas de televisión que quiero ver. Y Dorothy tiene aficiones que desea poner en práctica, pero no le queda tiempo para ello.
Me di cuenta, por primera vez, de lo frágil y agotada que parecía Hilda, de lo cansada que era su mirada; y recordé el día en que conocí a aquella mujer bondadosa y llena de, vida en el tren a Liverpool, menos de veinticuatro horas después de tener a Eve. Dije, con los ojos llorosos:
—No me puedo imaginar la vida sin Dorothy y sin ti.
—Te las arreglarás, querida -me aseguró con una sonrisa-, y seguramente encontrarás trabajo. La casa la va a comprar otra organización caritativa con base en Londres y seguirá funcionando como hasta ahora, seguirá siendo un refugio para mujeres maltratadas. Reciben donativos de gente muy adinerada y tienen intención de contratar a encargados permanentes, uno de día y otro de noche. El resto del equipo serán voluntarios qué trabajarán en turnos de cuatro horas. Yo ya te he propuesto como encargada de día y estoy segura de que no dudarán en contratar a alguien con tu experiencia.
—Gracias, Hilda. -Me sentía aliviada por no tener que buscar otro trabajo-. ¿Qué será de Cecily?
Volvió a sonreír.
—Cecily va a volver a Calderstones para cuidar de su marido, que está muy enfermo y necesita atenciones constantes. No creo que dure mucho -añadió con aspereza-. En cualquier caso, querida, el mes que viene, marzo, vendrá de Londres una mujer de la organización para irse haciendo al lugar, por decirlo de alguna manera. Se llama Millicent de Silva, y por teléfono parecía muy agradable. Estoy segura de que os llevaréis estupendamente. Se quedará aquí una semana, después de lo cual, Dorothy y yo tenemos planeado mudarnos a nuestro bungaló frente al Mersey, desde donde veremos cómo las pequeñas olas van a parar a la playa y pensaremos en la casa de Everton Valley y en cómo te van las cosas.
Millicent de Silva era una mujer muy atractiva, esbelta y pálida, de unos cuarenta años, y hablaba muy bien. Tenía el pelo negro y lustroso, con raya en medio y recogido en un moño en la nuca. Llevaba un elegante traje de rayas blancas y negras y una camisa almidonada. Parecía recién salida de una revista de modas. Hilda me encargó que le enseñara el lugar. En aquel momento teníamos a tres mujeres y a nueve niños viviendo con nosotras.
Era la hora de comer y la primera habitación que visitamos fue la cocina, donde tres niños y su madre, Sheila, estaban sentados a la mesa mientras Dorothy preparaba un suculento guiso.
—Hola, Kit.
Sheila me saludó con la cabeza. Lucía un tremendo ojo morado y llevaba el brazo en cabestrillo. Por suerte, sólo tenía la muñeca torcida.
—Hola, Kit -repitieron los niños.
—Hola a todo el mundo. -Les di unas palmaditas en la cabeza a los pequeños-. ¿Cómo te encuentras hoy, Sheila?
—Lo suficientemente bien como para darle su merecido a ese puto marido mío -rugió-. Me gustaría echarle esa puta olla de estofado por encima.
—No es estofado, querida -comentó Dorothy-. Es caldo escocés.
—Sea lo que sea, me gustaría dejar ciego a ese cabrón.
—Sheila está aquí desde hace tres días -le dije a Millicent cuando salimos al pasillo-. Su marido lleva años sin encontrar trabajo y lo paga con ella y los niños. Hilda ha rellenado una solicitud para que les den una vivienda de protección oficial, pero no sé cuánto tendrán que esperar. ¿Vamos arriba?
Golpeé suavemente en la primera puerta que encontramos al subir.
—¿Os habéis levantado tú y los niños, Edie?
Se abrió un resquicio de la puerta.
—Bajaremos en un momentito -susurró una voz-. Me muero por una taza de té, pero los niños todavía están dormidos. Tommy no se durmió hasta bien pasada la medianoche.
—No te preocupes, cariño, siempre hay té preparado -susurré-. Sírvetelo tú misma. Edie llegó ayer por la noche -le expliqué a Millicent cuando se cerró la puerta-. Tiene cuatro niños pequeños. Su marido volvió del trabajo ciego de ira. Se puso a zarandear al bebé por los tobillos y amenazó con estamparlo contra la pared, pero Edie consiguió rescatarlo y escapar de la casa con los demás niños. Estuvieron caminando sin rumbo por la calle hasta que la policía los encontró y les dio nuestra dirección. Creemos que acabará volviendo con el marido. Dijo que era la primera vez que hacía algo parecido.
—Entiendo. -Millicent asintió, sin mostrar ninguna expresión-. Veo que aquí hay un ambiente muy relajado.
—No nos queda otra. Las familias han pasado por cosas terribles. Hace falta mucho valor para marcharse de casa, por horrible que sea la situación. -Se me hizo un nudo en la garganta-. Sinceramente, creo que son mujeres muy valientes. Las admiro por ello.
—Entiendo.
Le enseñé la habitación de Sheila, un caos de camas, viejos armarios roperos y una cómoda, y entonces subimos otro tramo de escaleras.
—Ahora mismo, sólo una de las habitaciones está ocupada. Anne Jones tiene dos niños maravillosos. Su marido es electricista, y padece ataques de depresión severa, aunque se niega a ir al médico. Cuando le dio el último, estuvo a punto de estrangularla, así que no le quedaba más remedio que irse de casar, Todos los días sale a dar largos paseos con los niños en el carrito. No tengo ni idea de qué será de ellos. -El cuarto de Anne estaba' impecablemente ordenado, las camas perfectamente hechas y no se veía ni una prenda suelta. Proseguí-. Yo viví aquí durante años. Cuando me fui, llegó Cecily, pero ahora que ella se va también, habrá una habitación más.
—Entiendo -dijo Millicent de Silva por tercera vez-. Gracias por enseñarme el lugar, Kitty Ahora me gustaría hablar de los aspectos financieros con Hilda.
Fueron unos cinco días de lo más extraños. Millicent se alojaba en el Adelphi, el mejor hotel de Liverpool, y venía cada día hecha un pincel, con un vestido distinto. Hilda la dejó moverse a su antojo por la casa y a menudo me la cruzaba, apuntando cosas en una libreta. No terminaba de calarla y esperaba que en algún momento me ofreciera el puesto de encargada de día, pero todavía no había dicho nada. El viernes llegaron voluntarias y ella les enseñó la casa. Parecían gente rica, pero a Hilda le pasaba lo mismo, y era la persona más buena y amable del mundo.
Hilda y Dorothy se encerraban en sus habitaciones cada vez que tenían un minuto libre, para hacer las maletas para irse a Formby, mientras que Cecily regresó a Calderstones después de una serie de emotivos abrazos y besos y promesas de no perder el contacto.
—Claro que no lo perderemos -espetó Hilda-. Kitty y tú tenéis que visitarnos. Venid en Semana Santa, el Domingo de Ramos, y Dorothy os hará una merienda para chuparse los dedos, ¿a que sí, Dottie?
—Me muero de ganas -nos aseguró ella.
—Pues el Domingo de Ramos, entonces.
Cecily parecía entusiasmada con la idea. Después de unos cuantos besos y abrazos más, se marchó. La casa estaba todavía más rara sin ella y no me gustaba nada pensar en cómo sería cuando también se fueran Hilda y Dorothy.
Como esperábamos, Edie volvió con su marido después de que éste se disculpara profusamente y prometiera no volver a hacerlo (una promesa que yo ya había oído antes, pero que no siempre se mantenía). A Sheila le concedieron una vivienda de protección oficial en Huyton, y Anne Jones se fue a vivir con su madre a Portsmouth, mientras que su marido accedió a recibir tratamiento médico para la depresión. Sus habitaciones estuvieron vacías unas pocas horas, antes de volver a ser ocupadas. Yo me perdí la llegada de Ivy Glaister, la huéspeda más anciana hasta la fecha. Ivy sobrepasaba los ochenta años y tenía una energía impresionante, a pesar de haber pasado por el hospital para que le cosieran la oreja que le habían arrancado antes de venir a la casa.
—Me lo hizo Albert, mi hermano -dijo-. Iba corriendo por la casa con una cuchilla, como un loco. Yo no vuelvo allí hasta que lo encierren en un manicomio. La policía va a encargarse de él hoy mismo.
Millicent de Silva me llamó a su oficina el viernes por la tarde y me comunicó que quería tener una pequeña charla conmigo. Se sentó tras la mesa de Hilda y dijo:
—Imagino que ya sabrás que Hilda te recomendó para el puesto de encargada de día, ¿no es así?
—Lo mencionó, es verdad -murmuré.
Me fijé en lo bien que se había maquillado y me pregunté qué tal me quedaría a mí el lápiz de ojos.
—Lo siento muchísimo -anunció en tono amable-, pero después de haber visto cómo trabajas, no tengo intención de seguir esa recomendación. Para serte sincera, me parece que tratas a las mujeres con demasiada familiaridad y les permites tratarte de la misma forma. Deberías ser más fría y vincularte menos. Además, también eres demasiado emocional, te identificas con sus problemas y los tratas como si fueran los tuyos. En vez de ser una figura autoritaria, te conviertes en su amiga.
Sentí que me entraban calores.
—Pero es que ellas ya han tenido que escapar de una figura autoritaria -expliqué-, y es lo último que quieren encontrar. Necesitan una amiga, alguien que entienda cómo se sienten y por todo lo que han pasado.
—No podría estar más en desacuerdo, Kitty, pero sería una pérdida de tiempo para ambas seguir discutiendo este asunto. -Me extendió un sobre, como si quisiera librarse ya de mí-. Aquí tienes el sueldo de dos semanas a modo de indemnización. Hilda y Dorothy se mudarán mañana, así que no hace falta que vuelvas. A partir de entonces entrará a trabajar el nuevo equipo. Yo haré las veces de encargada hasta que halle a alguien apropiado.,
Encontré a Hilda en su habitación. Ella y Dorothy estaban sentadas sobre la cama, con cara apesadumbrada.
—No te ha dado el trabajo, ¿verdad, cariño? -Hilda lloró al ver que mi cara estaba más apesadumbrada que las suyas-. No quería decir nada, pero sospechaba que pasaría esto. Eres demasiado buena, no lo suficientemente estricta. No le gusta que llamemos a las mujeres por el nombre de pila. De hecho, no le gusta nada de lo que hemos hecho.
—Es una de esas señoras pijas y ricas que se meten en actividades caritativas porque tienen demasiado tiempo libre y quieren sentirse bien consigo mismas -dijo Dorothy con enfado-. ¡Mira esto! -Me pasó una hoja de papel-. Es una lista de las reglas.
—¡Reglas!
Leí la lista con una mezcla de ira y asombro. Las mujeres debían levantarse a las ocho, desayunar a las nueve y después desempeñar las tareas que se les habían asignado. El almuerzo era a las doce y media y la cena a las seis. Entre una hora y otra, no se podía pasar a la cocina. A las diez y media se apagaban las luces, después de lo cual se exigía un silencio absoluto. No se permitían los tacos, los niños no podían jugar en las escaleras y no se podía beber alcohol. La última regla era la única que había sido introducida por Hilda.
—¿A qué se refiere con «tareas asignadas»?
—A limpiar, imagino -dijo Hilda con desprecio-. Parece más una cárcel que un hogar de acogida.
—No me extraña que quiera poner una encargada de día y otra de noche -gruñí-. Las mujeres de Liverpool no lo permitirán. Tendrá un motín la primera semana.
Quedé en encontrarme con Hilda y Dorothy en Formby a la mañana siguiente para ayudarles a deshacer el equipaje. Después me fui a casa, desempleada por primera vez en mi vida, exceptuando el breve período que estuve en el piso de Graham en Mayfair y que en realidad no contaba, pues estaba embarazada.
Eve no llegó a casa a la hora de siempre y recordé que se iba a quedar más tiempo en la escuela porque participaba en un club de debate que acababan de fundar. Aquella noche iban a discutir los pros y los contras de la vivisección. Lo sentí, porque necesitaba contarle a alguien todo lo que había sucedido, y Eve era la opción ideal. En vez de eso, llamé a Claire.
Kate cogió el teléfono y me informó de que su madre había salido.
—Ha ido al centro con la tía Norah y todavía no ha vuelto. Vamos a merendar muy tarde hoy -se quejó, como si esperase que yo hiciera algo al respecto.
Pensé que no tenía mucho sentido llamar a Norah a casa, y no podía hablar con papá ni con Marge porque en Amethyst Street no tenían teléfono. Desesperada, llamé a Muriel Gilbert, quien escuchó atentamente toda la historia y coincidió conmigo en que Millicent de Silva era una perra mayúscula.
—¿Y qué vas a hacer para ganarte la vida? -preguntó.
—Bueno, me las arreglaré -dije confiada-. Me han dado dos semanas de salario a modo de indemnización. Para cuando me lo gaste, ya habré encontrado otro trabajo.
—No te olvides de que, en la práctica, Eve es mi nieta y que fue mi hijo quien la abandonó. Me enfadaré mucho si me entero de que no tenéis nada que llevaros a la boca y no me has pedido ayuda.
Le prometí de corazón que la avisaría si corríamos cualquier peligro de morir de hambre o de ir a juicio por no pagar las facturas.
—Me alegro -dijo-. Ah, Kitty, y si no encuentras trabajo, sé de uno que va a quedar libre en cualquier momento.
—¿Qué clase de trabajo?
—En una tienda. En nuestra tienda, la papelería de la que te hablé, en John Street. -Muriel y su hermano Paul, al que yo no conocía, habían heredado el negocio de su padre-. No te lo vas a creer -prosiguió Muriel-, pero Robert McKendrick, el encargado de la tienda, era amigo de mi padre. Papá tendría ahora más de noventa años de seguir vivo, así que Robert no puede andar lejos. Creo que tiene pensado morir allí mismo, pero le he dicho que no estoy dispuesta. De cualquier forma, le he convencido de que se retire en Semana Santa. El puesto es tuyo si quieres, Kitty.
—Me lo pensaré -prometí, aunque esperaba no pasar de ahí.
Después de haber trabajado en un hogar de acogida durante catorce años, esperaba encontrar algo más interesante que una tienda.
Suspiré y subí las escaleras de mala gana, pensando en el largo baño caliente que iba a darme. Media hora más tarde, salí del agua, que se enfriaba rápidamente. Me sentía mucho mejor conmigo misma, pero la sensación se enfrió tan rápido como el agua cuando me fijé en mi propia figura en el espejo, envuelta en una toalla. ¿Cómo no me había dado cuenta antes de lo enmarañado que llevaba el pelo y de que aparentaba cuarenta años cuando no tenía más que treinta y cuatro? Examiné mi rostro de cerca por primera vez en años. Algunas partes estaban caídas, y tenía unas líneas marcadas desde los lados de la nariz hasta la barbilla. Bueno, eso sería si todavía tuviera una barbilla. ¿Dónde se había ido? Me di golpecitos frenéticamente hasta que apareció. Era por mi postura. Se había hundido en el cuello. Me había olvidado de caminar erguida. Me puse firme y enseguida mejoró mi aspecto. Más contenta, dejé caer la toalla y, para mi disgusto, descubrí que tenía un michelín. Ahora que debía buscar un empleo nuevo, no sería mala idea adecentarme un poco. Había tomado por costumbre ponerme lo primero que encontraba cuando iba al trabajo y no me molestaba en maquillarme. Me toqué los dedos de los pies y me sentí aliviada al ver que todavía llegaba. Al día siguiente iría a la peluquería a que me cortasen y arreglasen el pelo, y haría ejercicio todos los días hasta recuperar la figura. También me compraría ropa nueva.
Algunas semanas más tarde, mi pelo tenía mejor aspecto. Poco a poco, el michelín iba desapareciendo, me había comprado un vestido en C&A -azul marino, de falda acampanada, que apenas me llegaba a las rodillas-, y estaba convencida de tener un aspecto fantástico, pero, aun así, nadie parecía dispuesto a darme un trabajo. Había escrito a todas las organizaciones caritativas de Liverpool y más allá (cartas perfectamente escritas, de gramática intachable), pero, al parecer, todos mis años en el hogar de acogida no contaban para nada si no podía acompañarlos de algún título.
Al final me puse en contacto con Muriel para decirle que pensaba aceptar el puesto en la tienda. Estaba preocupada, pues pensaba que quizá ya se lo hubiera dado a otra persona.
—¿Podrías empezar el martes después de Semana Santa? -preguntó.
—Sí.
Intenté no sonar tan desesperada como en realidad estaba.
—¿Quieres que quedemos en la tienda sobre las ocho y media? Hace siglos que no voy y sospecho que Robert lo debe de tener muy descuidado. Lleva años perdiendo dinero y, sin embargo, está en un lugar ideal; podría convertirse en una mina en las manos adecuadas.
—¿Qué ha sido de Robert?
—Lo convencí para que volviera a Escocia. Tiene hermanos allí. Debe de ser una familia de lo más longeva.
—¿Y quién ha estado cuidando de la tienda entonces?
—Nadie, querida. Está cerrada. Estaba esperando a ver si encontrabas trabajo antes de coger a otra persona, para que tuvieras la tienda como colchón de seguridad por si no tenías éxito.
—Oh, Muriel -dije emocionada-, qué buena eres.
El Domingo de Ramos por la tarde tomé el té en casa de Hilda y Dorothy. El bungaló estaba rodeado por un muro de piedra y se encontraba a las afueras de Formby Sands. Nos sentamos en sillones frente al ventanal y nos quedamos mirando cómo el Mersey se revolvía y espumaba mientras comíamos sándwiches de pepino y una selección de deliciosos pasteles de Dorothy: galletas de pascua, lenguas de gato cubiertas de chocolate, rollos de tarta de café, tartaletas de crema de piña... Se me hacía la boca agua con sólo mirarlos.
—He preparado dos tartas de frutas para que Cecily y tú os llevéis a casa -nos dijo.
—Hace días que está como pez en el agua -comentó Hilda con una risilla.
Cecily había dejado a su marido con una vecina durante la tarde.
—No le queda mucho tiempo. Ojalá me importase más, pero cada vez que lo cojo de la mano, no puedo evitar pensar en todas las ocasiones en que la usó para pegarme.
—Espero que sepa apreciar lo que estás haciendo por él -gruñó Hilda.
—Oh, creo que sí. A veces me mira y veo algo en sus ojos, como si me estuviera pidiendo perdón. Quizá lo haga cuando llegue el final.
Vimos cómo el cielo se oscurecía y el agua adoptaba un tono plateado. Pasó por allí un hombre que le tiraba un palo a su perro seguido de una pareja; éstos iban cogidos del brazo. Debían de haberse acercado demasiado a la marea, porque la mujer soltó un grito repentino y el hombre se rió mientras la apartaba.
—Qué lugar tan maravilloso y relajado. -Me acurruqué en el sillón-. ¿Cómo van todos esos libros que querías leer, Hilda?
Desde que se retiró, parecía mucho menos fatigada. Para mi sorpresa, torció el gesto.
—No demasiado bien. A decir verdad, me parece que esto es demasiado relajado. Me aburro. Echo de menos el hogar de acogida y a las mujeres, el no saber qué va a pasar al día siguiente.
—Probablemente necesites algunos meses más para acostumbrarte -sugirió Cecily.
—Es posible, pero estaba pensando en empezar a jugar al bridge y en unirme al Instituto de la Mujer. En septiembre iré a la escuela nocturna y me apuntaré a algunas clases para ejercitar el cerebro.
—Antes de que nos demos cuenta -dijo Dorothy-, estará tan ocupada como siempre.
Les hablé del trabajo que iba a empezar dentro de dos días y me prometieron que, si alguna vez necesitaban tinta o una libreta, vendrían a comprarla a North John Street.
La tienda tenía apenas tres metros de ancho y me dio la impresión de que no le habían pasado una mano de pintura desde Dios sabía cuándo. Fuera cuando fuera, la última capa era de un marrón oscuro y descolorido. Había más trozos desconchados que pintados, y el nombre «Papelería Ainsworth's», en letras doradas, apenas se leía (Ainsworth's era el nombre de soltera de Muriel). Yo debía de haber pasado por delante docenas de veces, pero nunca me había fijado, lo que no me sorprendía, al ver que el escaparate no servía para mostrar los artículos en venta sino para almacenarlos. Sobre cajas polvorientas se apilaban otras cajas polvorientas, y el polvo parecía demasiado denso como para haberse acumulado sólo desde que Robert McKendrick se había ido a Escocia. Aquel polvo debía de tener la misma edad que él y sus hermanos.
—Hay un lavabo al fondo que seguramente habrá que limpiar -me dijo Muriel cuando me enseñó el lugar (le llevó menos de un minuto)-, y una pila y un hornillo para hervir agua, por si quieres prepararte una taza de té cuando te apetezca.
El lavabo apestaba de manera indescriptible, el hornillo estaba lleno de hollín y la minúscula pila sugería que alguna vez había sido blanca. Además de todo eso, el suelo necesitaba un buen fregado, el mostrador de madera pedía á gritos un encerado y el escaparate estaba tan sucio que no se veía nada. No me hubiera sorprendido si me hubieran dicho que el teléfono era el primero que se fabricó, al igual que la caja registradora.
—De haber sabido que estaba en este estado, habría hecho algo antes -comentó Muriel arrugando la nariz-. Será mejor que permanezca cerrado otra semana y que busquemos a alguien que lo limpie de arriba abajo y que pinte la fachada.
—Yo lo haré -anuncié-. Me refiero a la limpieza, no a lo de pintar la fachada. -Estaba harta de pasarme el día en casa tocándome las narices y me había fijado en un delantal marrón que había colgado tras la puerta trasera y que podría ponerme por encima del vestido-. Dime dónde pueden comprarse artículos de limpieza por aquí cerca y me pondré manos a la obra ahora mismo.
—¿Estás segura, Kitty?
—Me vendrá bien. A lo mejor hasta consigo quitarme definitivamente este michelín de encima. Si compro la pintura, ¿podrías conseguir que venga alguien a hacer el trabajo lo antes posible?
—¿Tienes pensado limpiar el Queen Mary, bonita? -preguntó el hombre que trabajaba en la ferretería (estaba en un sótano cercano a Exchange Station) cuando saqué la lista de material de limpieza que iba a necesitar: Vim, Harpic, una gamuza para la ventana, una lata de cera, media docena de bayetas, un cepillo y estropajos.
Muriel me había dado el dinero.
—¿Estás segura de que no te has olvidado nada? -dijo una vez que había colocado todo sobre el mostrador.
—Sí, un paño para el suelo. Ah, y algún desinfectante que huela bien: a pino, si puede ser. Mañana volveré a por la pintura, ¿Tiene de color rojo vivo?
Muriel no había especificado color alguno.
—Tengo del rojo que usan para pintar los buzones de correos, ¿te vale?
—Me parece perfecto. Gracias.
Me pasé el resto del día frotando y raspando. Tuve que volver a la ferretería para comprar un cubo para el agua que usé para limpiar las ventanas, un plumero para quitar las telarañas del techo y una escalera pequeña. El hombre se ofreció a llevarme la escalera. Aparte de usarla para las ventanas, también me vendría bien para los estantes más altos a los que no llegaba y a los que evidentemente tampoco llegaba Robert McKendrick, pues en ellos no había otra cosa que polvo.
—¿Cómo va la cosa? -preguntó cuando íbamos para allá.
—Poco a poco. Al menos, ahora huele bien.
Limpié las ventanas por dentro y por fuera, y cuando estaba dándole el último repaso a la parte interior, un joven asomó la cabeza por la puerta y preguntó:
—¿Estás tú a la venta?
Parpadeé coqueta.
—Un millón de libras y soy tuya.
—Dame diez minutos, que voy al banco. -Sonrió y yo le devolví la sonrisa. No estaba nada mal, tendría unos veinticinco años, llevaba un traje oscuro, una radiante camisa blanca y una corbata a rayas-. No, en serio...
—Creía que hablabas en serio.
—No, en serio, ¿vas a ser la nueva encargada de Ainsworth's o sólo la limpiaventanas?
—Soy la encargada y la limpiaventanas.
—¿Le llegó la hora al viejo Robert?
—No, sólo se ha ido a vivir con sus hermanos a Escocia.
—¡Vaya! -Parecía impresionado-. ¿Podré comprar algunos artículos de papelería mañana?
—Estamos abiertos, así que puedes comprarlos hoy mismo. Eso sí, tendrás que esperar mientras los busco.
—Mañana está bien. Quiero cinco resmas de DIN A4 y cinco de papel cebolla. No, mejor una de cada, y así tendré una excusa para volver los cinco días siguientes. Adiós... ¿Cómo te llamas?
—Kitty.
—Adiós, Kitty. -Me guiñó un ojo-. Por cierto, yo soy Kieran.
—Hasta luego, Kieran.
Se metió las manos en los bolsillos y se marchó silbando «Love Me Do». Me sentía bastante halagada por aquel flirteo y me pregunté si Millicent de Silva me habría hecho un favor al no aceptarme como encargada de día en el hogar de acogida, donde los únicos hombres que había podido conocer eran maltratadores y policías. Terminé de limpiar mientras cantaba «Love Me Do» a grito pelado.
A la mañana siguiente tuve que enfrentarme al dilema de qué poner en el escaparate. Las estanterías, que se alzaban hasta el techo en tres de las paredes de la tienda, estaban ahora repletas de resmas de papel bien etiquetado, al igual que las cajas de tinta negra, azul, roja, lila y verde. Sabía exactamente dónde encontrar el papel carbón, las estilográficas, los bolígrafos, las plumillas, los lápices, las libretas y todas las demás cosas que se usaban en las oficinas; y cosas que no, como el confeti, las tarjetas de felicitación, los pañuelos de todos los colores, las ceras, las libretas de dibujo y los rotuladores.
Al final me decidí por poner todo el material que no era de oficina en el escaparate y organizarlo sin demasiadas complicaciones, con una libreta de dibujo en el medio, abierta por la primera página, en la que había escrito con grandes letras: «No vendemos sólo material de oficina».
—Muy artístico -dijo Kieran al entrar-. Una resma de papel blanco y otra de papel cebolla, por favor. Ah, ¿me puedes hacer una factura para dársela a mi jefe?
—¿No le parecerá raro que pierdas el tiempo comprando el papel tan poco a poco en lugar de en una sola vez? -inquirí mientras forcejeaba con la vieja caja registradora.
—Seguramente, pero además de jefe, es mi padre, así que no le importará.
—¿Y a qué se dedica tu padre? -pregunté con curiosidad.
—Es abogado. Yo también, pero a él le tocan todos los casos interesantes, y a mí sólo las tonterías.
—¡Pobrecillo! -exclamé con burlona simpatía cuando le entregué la factura.
—Hasta mañana.
Se marchó tras saludar alegremente con la mano y yo me concentré en el catálogo de material de oficina que Muriel me había dado el día antes para cuando quisiera hacer pedidos. Vendían de todo, desde escritorios hasta multicopistas. Después de un rato, escribí algo más en la libreta de dibujo del escaparate: «No lo olviden, también pueden comprar aquí mobiliario y maquinaria de oficina». Muriel había dicho que la tienda podría ser una mina en las manos adecuadas y yo estaba decidida a demostrar que esas manos eran las mías.
Media hora después llegó el pintor y, al finalizar el día, la Papelería Ainsworth's era de un brillante rojo, en vez del marrón sucio, y el nombre se pintó en negro. También atendí a diez clientes satisfechos, hice una lista con los nuevos horarios de apertura y la pegué tras la puerta. Ya no estaría cerrada a la hora de comer ni los miércoles por la tarde. Eso sí, los sábados sólo abriría de nueve a doce.
Efectivamente, Millicent de Silva me había hecho un favor. Aquel trabajo era entretenido y, aunque el empleo en el hogar de acogida me había enriquecido mucho, catorce años después pensaba que me merecía pasarlo bien, para variar.
—Si quieres ganar algo de paga extra -le propuse a Eve-, puedes ocuparte de la tienda los sábados por la mañana.
—¿Cuánto ganaría? -preguntó interesada.
—Siete chelines con seis peniques la hora. Eso suma veintidós chelines y seis peniques por tres horas, pero tendrás que descontar los gastos de transporte.
Yo había ganado menos en mi primera semana en la fábrica de zapatos Cameron's.
—Mi billete cuesta la mitad, así que no será mucho. Eso significa que ganaré más de una libra entera. Y puedo quedar con mis amigos en el centro, como siempre. ¡Oh, Kitty! -Sus ojos azules resplandecían-. Me encantaría.
—Eso pensaba yo.
Después de seis semanas en la tienda, aprendí que la mayoría de las oficinas cerraban los sábados y que el negocio iba muy tranquilo. Algunas de las amigas de Eve tenían trabajillos lavando platos en un pub, repartiendo periódicos y cosas así. Se gastaban el dinero en ropa, más ropa y maquillaje.
Su vida era casi igual que la mía cuando tenía catorce años, sólo que ella y sus amigas tenían más dinero. Muriel le daba una libra de vez en cuando y yo hacía como que no me daba cuenta. Incluso cuando Marge y yo trabajábamos, teníamos que pasar el dinero directamente a nuestras madres y a cambio recibíamos unos pocos chelines. Los sábados por la tarde nos dábamos una vuelta por las tiendas de Stanley Road (Woolworths, donde nada costaba más de seis peniques, era nuestra favorita), mientras que Eve y sus amigas iban al centro y recorrían los grandes almacenes. Tomaban café en el Kardomah; Marge y yo compartíamos una bolsa de patatas de tres peniques. No creo que se lo pasaran mejor que nosotras, pero envidiaba su juventud y el hecho de que tuvieran toda la vida por delante. Sólo esperaba que Eve no cometiera los mismos errores que Marge y que yo.
Cecily vino a comprar unas tarjetas para anunciar la muerte de su marido.
—Supongo que estoy triste -dijo mientras tomábamos el té (yo les ofrecía una taza a todos mis familiares y amigos)-, pero tampoco demasiado. Voy a vender la casa de Calderstones y a comprar algo más pequeño. Después viajaré por el mundo. Hay muchos países exóticos que quiero visitar.
Hilda y Dorothy compraron una libreta para cada una y dos tinteros (lavanda y verde), y Dorothy vino sola un día a comprar una estilográfica Parker para el septuagésimo tercer aniversario de Hilda. Esta se acababa de apuntar al Instituto de la Mujer y había empezado a jugar al bridge y al julepe, según me contó.
—Y se va a apuntar a clases de política y asuntos internacionales en la escuela nocturna. Está tan ocupada que apenas la veo.
—¿Y te molesta? -pregunté interesada.
Sería terrible que Dorothy se sintiera sola.
—En absoluto. Cuando estoy ocupada con algún bordado difícil, puede ser una pesada de cuidado: no se calla ni debajo del agua. Acabo de empezar un gran tapiz de la batalla de Trafalgar. Creo que me va a llevar años. -Dorothy dejó escapar un suspiro de satisfacción.
Más tarde, ese mismo día, una chica joven abrió la puerta y preguntó si vendíamos tarjetas de felicitación de cumpleaños.
—Quería haber comprado una en W H. Smiths, pero me olvidé y ya no me apetece volver hasta allí.
Yo le confirmé que teníamos tarjetas y ella preguntó si me importaba que metiera el carrito del bebé dentro de la tienda.
—En algunas no se puede -señaló.
—Claro que no hay problema.
Salí de detrás del mostrador para ayudarla y sujeté la puerta.
—Su pequeño podría asustarse si se despierta y ve que su mamá ha desaparecido. Veo que ya juega al fútbol. -El niño, de más o menos un año, tenía una melena de rizos rubios y llevaba un uniforme en miniatura del Everton-. ¿Cómo se llama?
—Gary. -Se rió-. Si cuando sea mayor no es jugador de fútbol profesional y ficha por el Everton, creo que mi marido se tirará de un puente. -Torció la cabeza-. ¿No la he visto antes en alguna parte?
—Lo mismo me estaba preguntando yo.
Nos miramos fijamente la una a la otra. Me daba la impresión de que tenía algo que ver con el hogar de acogida.
—¡Eres Peggy Tyler! -exclamé después de un rato.
Hilda le había practicado un aborto con el bebé de su padre sobre la mesa de la cocina. Esperaba que no se sintiera incómoda con aquel reencuentro y me alivió ver que en su bonito rostro se dibujaba una sonrisa.
—Ahora soy Peggy Spencer. Y tú eras la enfermera... No recuerdo tu nombre.
—Kitty McCarthy, aunque nunca fui enfermera: eso era algo que pensaba la gente. ¡Y ahora estás casada y con un hijo! -Me alegraba mucho saber que la vida le había ido bien a Peggy. Su gesto alegre me indicaba que no se había quedado traumatizada por las cosas horribles que su padre le había hecho-. ¿Y cómo está tu madre?
Volvió a sonreír.
—No la reconocerías si la vieras -dijo orgullosa-. Cuando papá nos abandonó, supo hacer frente a las circunstancias. Ahora todos los niños van a la escuela y ha conseguido un trabajo a tiempo parcial. Le diré que has preguntado por ella; le encantará saber de ti.
—¿Tu padre os abandonó?
Lo cierto es que no me sorprendía demasiado.
—Fue poco después de que aquella señora del hogar de acogida viniera a casa... Tampoco recuerdo su nombre.
—Hilda Foxton -le recordé.
—Yo no estaba en casa, pero mi hermana Lillian nos lo contó más tarde. A partir de aquel día, mamá empezó a cambiar y nuestro padre también. -Le brillaban los ojos, como si recordarlo todavía le resultara agradable-. Realmente cambiaron las tornas. En fin, el caso es que una mañana se fue a trabajar y nunca volvió. A nadie le importó demasiado -añadió lacónica.
Estaba segura de que así había sido. Le ofrecí algo de beber, pero dijo que no tenía tiempo, que tenía que volver a casa y preparar el té, pero también me preguntó si me importaría que ella y Gary se pasaran por allí la próxima vez que estuvieran por el centro. Yo respondí que me encantaría volver a verlos, y ya estaba marchándose cuando nos acordamos de la tarjeta de cumpleaños.
Claire y Norah se pasaban a menudo a tomar una taza de té y a charlar un rato, y algunos de mis clientes se quedaban tanto tiempo en la tienda que casi esperaba que enviaran una expedición de rescate a por ellos. Era difícil creer que un hombre tan anodino como el señor Manning, agente de seguros, hubiera pasado los años de la guerra luchando contra Rommel en el desierto norteafricano; o que el pálido señor Swanson, que trabajaba para un abogado y cojeaba de una pierna, hubiera pilotado un Spitfire en la batalla de Inglaterra con tan sólo dieciocho años. También supe que la señorita Mary Sutcliffe, secretaria de un contable, había perdido a su prometido en un accidente de coche treinta años atrás.
—Teníamos veintiuno -dijo-, y desde entonces no he conocido a otro hombre con el que quiera casarme.
Yo sentía el impulso de ofrecerle una taza de té a todo el mundo que pasaba por allí, pero me preocupaba que al final aquello acabara convirtiéndose en un restaurante. De cualquier forma, las ventas se habían multiplicado por tres desde que yo me había convertido en encargada, y Muriel estaba encantada conmigo.
—¿Puede saberse qué haces en el centro? -exclamé una maravillosa y soleada tarde de junio cuando sonó la campanilla de la puerta y mi padre entró en la tienda.
—Sólo quería pasarme a ver cómo te iba, cariño -se acomodó en la silla que había al otro lado del mostrador y echó un buen vistazo-. Se está bien aquí. Es agradable. Es bastante interesante, de hecho, con todas esas cajas y demás. Imagino que sabrás lo que contiene cada una, ¿no es así?
—Todas y cada una de ellas, papá. Tú dime si quieres clips o una grapadora y yo te lo conseguiré en un santiamén.
—No sé lo que es una grapadora, cariño, y nunca he necesitado clips para nada -me miró, orgulloso-. Claire me ha dicho que eres la única que está al mando. Supongo que eso te convierte en la encargada.
—Supongo que sí -admití-, aunque tampoco tengo empleados a mis órdenes, a no ser que cuentes a Eve, que trabaja aquí los sábados.
—Sea como sea, eres una chica muy lista, Kitty. Me asombra que tú sola puedas llevar adelante la tienda. A mí me parece de lo más complicado.
—No creas -dije, modesta-. Tienes buen aspecto, papá.
Estaba a punto de cumplir los ochenta, pero era la viva imagen de la salud: tenía el rostro sonrosado por el sol y los ojos brillantes y llenos de vigor.
—Me siento bien, cariño. -Irguió sus anchos hombros, como para demostrar lo fuerte y sano que se encontraba-. Luego creo que voy a navegar un poco por el Mersey, sólo hasta New Brighton y de vuelta. Tu madre y yo lo hacíamos cuando éramos novios y no teníamos dinero; apenas costaba unos chelines. A veces, uno se podía sentar en el ferry durante horas y horas de un lado a otro, si no venía ningún revisor a comprobar los billetes.
—Me parece muy bien, papá. -Miré por la ventana y vi como el sol, resplandeciente, hacía refulgir el asfalto-. De hecho, ojalá pudiera ir contigo.
—A mí también me gustaría que vinieras, cariño. Sería casi como ir con tu madre... Te pareces más a ella que cualquiera de tus hermanas.
Por un momento sentí la tentación de cerrar la tienda e ir con él, pero, al fin y al cabo, era la encargada y tenía que ser responsable.
Se quedó un rato más, hasta terminarse el té, y entonces se levantó con la fuerza de un hombre con la mitad de años y me dio un beso en la nariz.
—Bueno, Bernie, cariño, me voy.
—Hasta luego, papá.
Era la primera vez en mi vida que me llamaba por el nombre de mi madre. Se me hizo un nudo en la garganta y me entraron ganas de llorar, pero eso me pasaba constantemente y siempre me entraban ganas de llorar por cualquier motivo.
Aproximadamente cuatro horas después encontraron a papá en el ferry de New Brighton, sentado en uno de los bancos, bajo el sol. Su cuerpo estaba ya frío como la piedra. Su corazón, grande y fuerte, sencillamente se había rendido, y su muerte no podía haber sido más serena y tranquila. Seguramente estaría pensando en mamá, quizá incluso ella le hubiera invitado a unírsele en el cielo, también con Jeff y Will, que es donde debían de estar.
Sus hijos no nos lo podíamos creer. Nuestro padre había estado allí, con nosotros, toda la vida: ahora éramos como barcos perdidos en un mar salvaje y peligroso, sin brújula. Los chicos, Danny y Jamie, lloraron a conciencia. Las chicas nos apoyamos las unas a las otras, Eve y Marge incluidas. Hasta Lisa, la mujer de Jamie, se vio muy afectada por la muerte de su suegro, al que había llegado a querer profundamente.
El funeral tuvo lugar otro soleado día de junio y pareció como si toda la población de Bootle hubiera venido a lamentar la pérdida de un hombre muy digno y respetado, que además había sido nuestro padre. Lo enterraron en la misma tumba que a mamá.
La vida siguió su curso. Tenía que ser así. Muriera quien muriese, por muy querido o indispensable que pareciera para mi existencia, la vida seguía siempre adelante. Me pareció que no había pasado nada de tiempo antes de volver a hacer lo mismo que hacía con anterioridad a la muerte de papá: trabajar, ir al cine, incluso reírme un poco; aunque tuvo que pasar bastante tiempo hasta que los McCarthy dejáramos de sentirnos raros, como si faltara algo muy importante en nuestras vidas y nunca pudiera ser reemplazado.
Eve, Kate (la hija de Claire) y Bernadette (la hija de Norah) habían nacido todas el mismo año. Siempre que veía a mis hermanas, hablábamos del futuro de nuestras hijas. Cuando terminase la escuela, Kate quería trabajar en una de las nuevas boutiques que habían aparecido por todas partes.
—Ha empezado a coser su propia ropa -decía Claire exultante-. Y se le da muy bien. Hasta es capaz de doblar un cuello, o lo que sea que se hace con los cuellos. Al parecer, es de lo más complicado.
—Bernadette quiere ir a la universidad y ser profesora -explicó Norah.
Claire y yo nos miramos. Sabíamos que no era verdad. Bernadette no era precisamente la mujer más lista de Inglaterra. Eran Norah y Roy los que querían que fuera a la universidad y se hiciera profesora. Al contrario que sus primos, que estaban todos en un instituto de secundaria, Bernadette iba a Seafield Convent, un colegio de monjas, y sólo porque habían contratado a un profesor particular para que la ayudara a pasar los exámenes de acceso. Ahora otro profesor la preparaba para la selectividad. Estaba bastante segura de que Bernadette preferiría trabajar en una boutique con Kate sin dudarlo.
—Eve no tiene ni idea de lo que hará cuando termine la escuela -comenté suspirando.
Tenía catorce años y en septiembre empezaría el último curso, pero siempre que yo sacaba el tema de su futuro, respondía contrariada: «Todavía no podemos saberlo, Kitty». Tras lo que generalmente añadía la opción que más gracia le hacía esa semana.
—La verdad es que me gustaría ser bailarina de ballet -dijo un domingo cuando yo volví a sacar el tema.
—Nunca has recibido ni una sola lección -señalé yo. La última vez había querido unirse a un circo, y antes de eso, recorrer el mundo a dedo. Enfermería le había atraído durante un tiempo, y lo de ser azafata de aviones le duró sus buenas dos semanas-. Tienes que aclararte pronto.
—Quizá no me aclare nunca. También puede que tenga toda clase de trabajos y luego me case.
Eso me sorprendió bastante.
—¿De veras quieres casarte?
Estaba echada en el sofá, con las piernas sobre el reposabrazos, y se las arregló para encogerse de hombros.
—No lo sé. Mamá y papá no me dejaron un buen ejemplo, ¿no crees?
—La verdad es que no.
—La mayoría de las chicas de la escuela quieren casarse.
Hizo oscilar un zapato sobre el dedo gordo del pie y lo dejó caer al suelo.
—Eso no quiere decir que tú tengas que hacerlo.
Ella alzó la cabeza.
—¿Quieres convencerme para que no lo haga?
—No. Es sólo que pienso que casarte no debería ser tu único objetivo vital. Deberías casarte sólo si te enamoras de un hombre con el que quieras pasar el resto de tu vida.
—¿Por qué no te casaste tú, Kitty?
Cayó el otro zapato.
—Porque nunca he conocido a ningún hombre con el que quisiera pasar el resto de mi vida.
—Pero no eres infeliz, ¿verdad?
Alcé las cejas.
—¿Te parezco infeliz?
—No, me parece que estás bien. -Me miró fijamente, sonriendo-. No parece que seas tan feliz como la tía Claire cuando está con el tío Liam, pero sí más que la tía Marge todo el rato. Ella y el tío Danny no se llevan bien, ¿verdad?
Era bastante perspicaz para tener catorce años.
—Seguramente se llevarán bien -le expliqué-. Tienen sus momentos buenos y sus momentos malos, pero no están enamorados.
—Y entonces, ¿por qué se casaron?
No le vendría mal conocer la verdad.
—Porque tuvieron que hacerlo. De haber tenido más tiempo, seguramente se habrían casado con otras personas bien distintas.
—¿Has estado alguna vez enamorada, Kitty?
Se dejó caer al suelo y se puso a mover sus largas y delgadas piernas arriba y abajo.
—Una vez creí estarlo, pero no me parece que fuera el caso, porque me negué a casarme con él.
—¿Cómo se llamaba?
La conversación estaba tomando un cariz peligroso y yo ya había tenido bastante.
—Métete en tus propios asuntos -le dije-. Es domingo por la tarde. ¿Cómo es que no estás jugando al tenis o algo así?
—Hace demasiado calor. Estoy esperando a que vengan Charlotte y Penny. Vamos a sentarnos en mi cama y a hablar de con quién nos gustaría casarnos. -Sonrió, y yo le tiré un cojín. Lo atrapó y, de repente, se puso seria-. ¿Sabes Kitty? A veces casi me alegro de que mamá y papá se fueran y tú vinieras aquí a vivir conmigo.
Llamaron a la puerta, ella se levantó con la agilidad de una gacela y fue a abrir. Yo me quedé sentada, sonrojada y halagada. Probablemente aquello era lo más bonito que me había dicho nunca.
Como quien no quiere la cosa, llegó la Navidad. Decoré el escaparate de la tienda con varios metros de espumillón, acebo de plástico y luces de colores, y lo llené de ideas para regalo: estilográficas y bolígrafos retráctiles en lujosos envoltorios, estuches de cuero, tinteros de cristal, diarios de todos los colores... Kieran, de quien ahora sabía que, aparte de tener una descarada afición por el flirteo, estaba casado, compró un diario de escritorio para su padre. El día de Nochebuena, el escaparate estaba casi vacío.
—Has hecho maravillas, Kitty -dijo Muriel, admirada, cuan llegó.
Era justo antes de mediodía, la hora de cierre, y me invitó a comer.
—Siempre que no tengas prisa por volver a casa.
—No, y estaré encantada de ir a comer contigo, gracias. Esta mañana ha sido de lo más atareada. Todo el mundo venía a comprar regalos de última hora.
—¿Cuánto has sacado?
Abrí la caja y miré el contenido.
—No estoy segura, cincuenta o sesenta libras, creo. ¿Quieres que lo cuente?
—No hace falta, querida. Métetelo todo en el bolso. Paul y yo queremos que te lo quedes como aguinaldo.
—Pero yo no puedo... -empecé a decir.
—Puedes y lo harás. -La expresión de su rostro no dejaba lugar a discusiones-. Estamos encantados con la tienda. El otro día, cuando vine por aquí, era como un faro de luz que alumbraba la vieja y sosa North John Street. Paul pasó por aquí la otra noche y se quedó muy impresionado.
—¿Crees que algún día podré conocer a Paul? -pregunté.
—Lo dudo. Es un viejo soltero cascarrabias, y lo único que le interesa en esta vida es el ajedrez. De hecho, cuando pasó frente a la tienda, iba de camino a su club de ajedrez.
—Eso es algo que podría haber vendido como regalo -dije, pensativa-. Juegos de ajedrez. Podría haber puesto uno en el escaparate, con las piezas sobre el tablero.
—Kitty, cariño -me cogió del brazo-, casi es Navidad. La tienda va a cerrar y te prohíbo terminantemente pensar en ella hasta que la vuelvas a abrir dentro de tres días.
—Estaba preguntándome si debería organizar unas rebajas para el Año Nuevo.
—Haz lo que quieras. -Le dio la vuelta al cartel de «Abierto» que había en la puerta y lo dejó en «Cerrado»-. Vamos, fuera nos espera un taxi para llevarnos al Adelphi. He reservado una mesa para dos. Y si mencionas la tienda mientras comemos, gritaré.
En Navidad echamos de menos a papá, pero él habría sido el primero en decirnos que dejáramos de lloriquear y nos lo pasáramos bien, aunque a ninguno le apetecía comer en Amethyst Street, algo que se había convertido en ritual familiar. En vez de eso, lo celebramos en casa de Claire y luego fuimos a casa de Norah a merendar.
El día después de Navidad fui a ver a Hilda y a Dorothy, y me llevé a Muriel conmigo. Eve había manifestado un desinterés absoluto y se había ido a ver a una amiga.
Hilda había recibido carta de Cecily, y ésta incluía instrucciones de que me la leyera a mí también.
—Para ahorrarse el tener que escribirla dos veces -dijo Hilda. Yo había hecho lo mismo cuando vivía en Richmond. Cecily estaba en California, después de haber descubierto que los países exóticos que siempre había querido visitar estaban castigados por la pobreza, las enfermedades y los insectos «¡tan grandes como conejos, y hasta serpientes!». La carta seguía: «No soy tan aventurera como pensaba. Al menos, California es limpio y la gente habla inglés, aunque sea con acento estadounidense. He conocido a un caballero canadiense encantador. Se llama Max y me está enseñando el lugar. El otro día, podría jurar que vi a Clark Gable pasar en una limusina amarilla descapotable».
—Eso es imposible -gruñó Hilda cuando leí esa parte en voz alta-. Clark Gable murió en 1960.
—¿Cómo demonios sabes eso? -pregunté asombrada-. No creo que forme parte del curso de política y asuntos internacionales, ¿verdad?
—Lee los periódicos de principio a fin todos los días -explicó Dorothy-. Lo sabe todo. Te puede decir cuáles fueron los resultados de la liga de fútbol de la semana pasada, si te interesa.
—No especialmente -me apresuré a aclarar.
Antes de irnos, Muriel quedó en volver el domingo para ser cuatro al bridge.
—Dorothy es muy sensata y Hilda es de lo más interesante -dijo, de vuelta a Maghull-. Me alegro de que nos hayas presentado, Kitty.
—¡Kitty! -gritó Eve en cuanto entró por la puerta-. ¿Dónde está mi certificado de nacimiento?
—Está en un gran sobre marrón que hay en el cajón de la derecha de la cómoda, con todos los demás papeles importantes.
Abandoné el bizcocho que estaba haciendo y salí al pasillo, donde ella se estaba quitando el abrigo rojo que le había regalado por Navidad. Con él se le veían los muslos, y no daba el más mínimo calor.
—¿Para qué lo quieres?
—Para sacarme el pasaporte y poder pasar un fin de semana en París, en Semana Santa.
Lo organizaba la escuela para las alumnas que iban a tener examen de francés en la selectividad.
—¿Hoy?
Eran las cuatro de la tarde del día de Nochevieja, y no creía que la oficina donde expedían el pasaporte fuera a estar abierta. Yo había cerrado la tienda a la una sin haber tenido ni un solo cliente en todo el día.
—Claro que no es para hoy -dijo con impaciencia-. Sólo quería asegurarme de que tengo uno. La madre de Penny no encuentra el suyo y ha tenido que encargar una copia.
—El tuyo está bien a salvo, te lo aseguro. Puedes comprobarlo si quieres.
Era de aquellos en los que no venía incluido el nombre de los padres, sólo el del niño y el lugar de nacimiento. Volví a mi bizcocho, que pensaba llevar a Amethyst Street esa noche, donde pasaría el Año Nuevo con el resto del clan McCarthy. Con los adultos, claro. La mayoría de los jóvenes, incluida Eve, tenían otras fiestas a las que ir. Estaba preparándome para cuando me preguntase por qué había nacido en Londres, intentando encontrar una buena respuesta, cuando ella entró en la cocina. No llevaba en la mano el certificado de nacimiento, sino una carta que, al principio, no reconocí.
—Es de papá -dijo en un tono extraño, seco.
Sentí como si se me helara la sangre. Me había olvidado por completo de que la carta de Michael estaba en aquel sobre. ¿Por qué la había guardado?
—No tiene fecha, pero está claro que la escribió el día que se marchó. Dice así: «Querida Kitty», y añade: «¿Quién podría cuidar mejor de ella que su propia madre?».
Se llevó la carta al pecho, aferrándose a ella, y me miró. Tenía los ojos abiertos de par en par y llenos de lágrimas, pero, al mismo tiempo, su mirada era acusadora, llena de ira.
—Kitty, ¿eres mi madre?
—Sí -susurré.
Sentí como si todos los órganos de mi cuerpo se movieran en una dirección diferente.
—¿Por qué no me lo dijiste? -Hizo una bola con la carta y me la tiró a la cara-. ¿Por qué no me lo dijiste? -gritó.
—No lo sé -respondí sin saber qué hacer.
—¿Pensabas decírmelo algún día?
Seguía gritando y se había quedado completamente pálida.
—Tampoco lo sé. Creías que Aileen y Michael eran tus padres. Me preocupaba que fueras a disgustarte al conocer la verdad.
—¿Disgustarme yo? ¡Ja! -exclamó con amarga ironía-. Se largaron, me abandonaron los dos. ¿Por qué iba a molestarme descubrir que no era de ellos, sino tuya? -Se quedó callada un momento y, por el movimiento de su cabeza y de sus labios, daba la impresión de que estaba pensando algo-. Pero tú..., tú debiste darme en adopción porque no me querías. Apuesto a que no te hizo mucha gracia cuando tuviste que volver a ocuparte de mí.
Se echó a llorar y salió corriendo hacia el salón. Yo la seguí. Se había tirado sobre el sofá, con la cara hundida en un cojín, lloraba a moco tendido.
—Cariño. -Me arrodillé junto a ella y la rodeé con mis brazos-. Cariño, no fue así para nada.
—Entonces, ¿cómo fue? -Su voz se oía apagada por culpa del cojín-. Si me querías, ¿por qué me entregaste a tu hermana? -Se esforzó en sentarse, desembarazándose violentamente de mi hombro-. Cuéntamelo todo -exigió-. Empieza por el principio y cuéntamelo todo. Tengo derecho a saberlo -dijo desafiante, pues yo debía parecer reacia-. ¿Quién es mi padre? ¿Cómo se llama? ¿Es aquel hombre que quería casarse contigo pero al que tú rechazaste porque no lo querías?
—Bien, te lo explicaré todo, pero antes quiero hacer un poco de té.
Me agarró de la falda.
—No. Cuéntamelo ahora.
Si no podía tomar té, tomaría jerez. Había comprado algunas botellas para Navidad y lo que quedaba estaba en una bandeja en el aparador, junto a algunos vasos. Llené uno casi hasta arriba; me temblaba la mano y el corazón me latía a toda prisa. Me senté y me bebí la mitad del jerez de un trago. No me produjo la más mínima sensación.
—Yo tenía veinte años -empecé-, no, diecinueve, cuando conocí a tu padre. Se llamaba Con, Connor. Era amigo del tío Danny. Nos llevábamos muy bien, pero cuando él me propuso el matrimonio, yo lo rechacé: Supongo -añadí pensativa-, que en cierta forma sí que lo quería, pero no estaba muy convencida con eso de casarme. De hecho, sigo sin estarlo.
—Si pensabas eso, deberías haber evitado el embarazo -me reprochó Eve.
—Lo sé. -Bebí más jerez y esta vez la cabeza empezó a darme vueltas-. Pero lo cierto es que disfrutaba con el riesgo. Era muy emocionante y sabía que siempre podría casarme llegado el caso. Es más, Aileen y Michael estaban desesperados por tener un bebé, y yo podía dárselo a ellos. -Me acerqué y dije con sinceridad-. Al darme cuenta de que estaba embarazada, no pensaba en ti como en una persona, sino como en un bebé anónimo que crecía en mi vientre. Cuando se lo dije a Aileen, ella y Michael se emocionaron muchísimo, como si les fuera a regalar el Santo Grial. Me sentía muy bien.
—¡Bien! -repitió Eve.
Esperé a que dijera algo más, pero se limitó a suspirar y a mirar al suelo.
—En fin, el caso es que, aparte de Michael y Aileen, no le conté nada a nadie más de la familia. Me fui a vivir a un lugar llamado Richmond con Faith Knowles. Ella lo sabía, claro. Te he hablado de Faith alguna vez, ¿no?
—¿La que tenía dos niños pequeños?
—Exacto, aunque ahora ya deben de ser dos hombres adultos...; bueno, casi. No me parecía real, al menos no hasta el final, cuando por fin naciste y te dejaron en mis brazos. -Sonreí al recordar aquel momento-. Eras tan dulce, tan pequeña, tan maravillosa. No quería que se te llevaran, pero Aileen estaba allí con los brazos extendidos, diciendo «Kitty» con tono apremiante, como si le disgustara cada segundo que pasabas conmigo. En aquel momento la odié. La he odiado desde entonces, aunque no se puede decir que fuera culpa suya.
—Así que querías quedarte conmigo -le tembló la voz.
—Más que nada en el mundo, cariño.
Nos miramos la una a la otra y, por un instante, pensé que todo iba a salir bien, pero ella se marchó y dijo con desprecio.
—Para ti todo era un juego, ¿verdad? Podías casarte con mi padre o entregarme a tu hermana; a ti te daba igual.
Tenía razón. Había sido tremendamente irresponsable. Había jugado con su vida y no la había antepuesto a lo demás.
—Lo siento -pronuncié débilmente.
—Ahora ya es un poco tarde para sentirlo.
¡De qué manera lo dijo! Su tono fue completamente adulto, sobrio. En el breve espacio de tiempo que había transcurrido desde que había leído la carta de Michael, había pasado de ser una niña a convertirse en mujer.
—Lo he sentido durante años. Ya te lo he dicho, desde el mismo momento en que naciste, quise quedarme contigo. Tanto, que me dolía.
—¡No me digas! No debía dolerte demasiado, si no, no me habrías entregado.
—No sabía qué hacer. Me sentía muy débil (te acababa de tener), y mis sentimientos luchaban entre quedarme contigo y decepcionar a Aileen y a Michael.
Sonó como un argumento bastante pobre.
—Y mis sentimientos no te importaban un comino -soltó con desdén.
—Eras un bebé de pocas horas de edad. Mira, Eve -dije lentamente-, tampoco es que te entregara a la bruja mala del Norte. Aileen y Michael poseían una casa estupenda y mucho dinero, e intentaban tener un hijo desde que se casaron. Sabía que podían proporcionarte una vida mucho mejor que yo, que te querrían y te cuidarían como si fueras su hija.
—Eso es una estupidez y lo sabes perfectamente.
Tenía respuestas para todo. Daba igual qué excusa me inventara (y, efectivamente, eran excusas), ella la echaba por tierra: ¿De dónde había sacado aquel talento? ¿Era un talento?
—Al final lo que importa, Kitty -dijo, como una profesor resumiendo la lección-, es que te acostaste con mi padre porque te parecía emocionante, pero cuando aquello resultó en un bebé, en lugar de casarte como una mujer normal, te libraste de mí de tal forma que pudieras sentirte bien contigo misma. Me sorprende que no abortaras -apuntilló con amargura.
—Ni se me pasó por la cabeza. -Estaba cansada. Cansada y mareada. Había bebido demasiado jerez en muy poco tiempo-. Mira, cariño, ya te he dicho que lo siento. ¿Qué más quieres que haga?
—Nada. Nada en absoluto.
Se levantó de repente y se marchó. Poco después oí como se cerraba violentamente la puerta de su dormitorio, lo que me sobresaltó. Empezó a sonar música (le había dejado llevarse el tocadiscos al piso de arriba). Estaba tan alta que apenas podía pensar. Preparé el té que tanto necesitaba con el doble de hojas. Cuando añadí el agua, lo agité con frenesí. Bebí una taza, apoyada contra el fregadero, y entonces me di cuenta de que el bizcocho todavía estaba en el cuenco. Lo metí en la nevera y miré el reloj de la pared: las cinco y media.
Una hora más tarde, la música seguía tronando desde el piso de arriba y me había bebido una segunda tetera. Ya iba siendo hora de prepararse. Le había prometido a Marge que llegaría antes y la ayudaría a preparar la comida, pero no me podía mover de la silla, estaba como pegada. No tenía muchas ganas de celebrar nada. La música cesó y Eve bajó corriendo las escaleras. Entró en la habitación jadeando, con los ojos llenos de ira.
—¿Y qué pensaba mi padre de que me entregaras a otra? -preguntó con voz bronca.
¡Dios santo! La cosa se ponía cada vez peor.
—No sabía que existías.
—¿Que no lo sabía? ¿No se lo dijiste? ¿No sabe que tiene una hija?
Las preguntas salían disparadas como las balas de una metralleta. Me llevé la mano a la frente, como si acabara de recibir un golpe.
—No.
Me mojé los labios, nerviosa. Ella se río, pero aquello no tenía nada de divertido.
—Eres la leche, ¿lo sabías, Kitty? De lo que no hay. ¿Cómo se llama? ¿Cuál es su apellido?
—No puedo decírtelo. -Negué con la cabeza con tal fuerza que me mareé.
—¿Por qué no?
—Porque está casado y tiene dos hijos. Creo que son dos. No quiero que vayas a verlo. No sería justo, después de tanto tiempo. Cariño, ¿no deberías ir preparándote para la fiesta?
Ignoró completamente la pregunta.
—Eres la última persona del mundo con derecho a hablar de lo que es justo o no -su rostro volvía a tener aquel aire socarrón-. ¿Sabía el abuelo que yo era tu hija?
—No lo sabía nadie de la familia excepto Claire, y sólo porque lo adivinó. Hilda y Dorothy lo sabían, y tu abuela también. Ella también lo adivinó.
—¿La abuela lo sabía y no me lo dijo?
—Creo que piensa que no es ella quien debía decírtelo. Mira, Eve -intenté ponerme de pie, pero sentía como si la cabeza me hubiera dado la vuelta y caí de nuevo sobre la silla-. Mira, cariño, me dio mucha pena cuando se fueron Aileen y Michael, pero me alegré cuando me di cuenta de que iba a recuperarte...
Me interrumpió antes de poder terminar.
—¿Cómo ibas a recuperarme si nunca me tuviste?
Se dio la vuelta y volvió al piso de arriba, aunque esta vez no se escuchó música.
Marge me llamó por teléfono poco después (habían instalado un teléfono en Amethyst Street tras la muerte de papá) para preguntar por qué llegaba tarde. Le dije que lo sentía, pero que no me encontraba bien y que no tenía ganas de fiesta. Me prometió llamar después de medianoche para desearme un feliz Año Nuevo.
—No estarás en la cama, ¿verdad? Nadie se acuesta antes de media noche el día de Nochevieja, por muy mal que se encuentre. Imagínate, la próxima vez que hablemos será 1967. Cómo pasa el tiempo, ¿eh?
—Y que lo digas.
No podía esperar a que llegara 1967, o incluso 1968, pues esperaba que para entonces Eve me hubiera perdonado.
Nadie me había hecho nunca tanto daño como mi hija. Me resultó chocante descubrir el poder que tienen los hijos para romper el corazón a sus padres. Si hubiera creído que serviría para algo, me habría puesto de rodillas y le habría suplicado perdón, pero pensé que eso sólo agravaría la situación. Lo mejor que podía hacer era dejar que, con el tiempo, se acostumbrara saber que yo era su madre.
Hablaba con ella en tono normal, le preguntaba sobre el colegio, adónde iba tal noche, si se lo había pasado bien... Sus respuestas eran cada vez menos frías, su tono cada vez más suave, y pronto pidió de nuevo mi opinión sobre diversos asuntos. Pero nunca volvió a ser igual que antes: en absoluto nos llevábamos tan bien siendo madre e hija como cuando ella me tomaba por su tía.
Dejó la escuela en Navidades, pocas semanas antes de cumplir los dieciséis, porque no quería hacer la selectividad en verano. Empezó a trabajar de mecanógrafa en una oficina que no quedaba muy lejos de la tienda. Intenté convencerla de que se presentara a la selectividad, pero fue en vano. Sentí que había perdido el poder de influir en sus decisiones. La había perdido.
El verano siguiente, cuando su amiga Penny dejó la escuela, me informó de que ambas se iban a ir a vivir a Londres.
—Tenemos la esperanza de encontrar un trabajo en Carnaby Street, donde están todas las tiendas de moda -dijo animada.
Ni siquiera traté de convencerla para que no lo hiciera.
Escribía una vez al mes: cartas largas y enrevesadas en las que contaba lo bien que se lo pasaban ella y Penny, las fiestas a las que iban, la gente a la que habían conocido, los trabajos que habían tenido (sobre todo de camareras), y la ropa que se habían comprado. Me envió una foto de Penny y ella frente a una tienda en Carnaby Street. Llevaban vestidos por los tobillos, chales y sombreros de paja ondulados decorados con flores, y las acompañaban dos jóvenes vestidos con uniformes militares de segunda mano.
—Menuda pinta, ¿eh? -Claire se asombró cuando le enseñé la foto-. Me recuerdan a dos abuelitas; y los chicos, como si acabaran de luchar en la batalla de Waterloo. Parecen un poco bobos. Un chico de Liverpool nunca se vestiría de forma tan ridícula.
—Eso es cierto.
Liverpool ya no era el centro del Universo. The Cavern había cerrado y los grupos de rock & roll se habían separado o se habían ido a vivir a la capital. Ahora el centro era Londres, el lugar donde todos querían estar.
A petición mía, fue Claire quien le dijo al resto de la familia que Eve era mi hija. Me contó que nadie parecía haberse llevado una gran sorpresa, aunque se alegraba de no haber tenido que contárselo a papá, pues podría haberse llevado un disgusto. Marge dijo más tarde que aquello encajaba perfectamente con mi vida fuera de lo común, con mis trabajos fuera de lo común y mis amigas fuera de lo común, como Hilda y Dorothy.
Yo repliqué que mi vida no tenía nada de extraño, ni tampoco mis trabajos ni mis amigas, pero Marge añadió:
—Eso es porque estamos hechas de una pasta diferente, Kit.
No hacía ni una semana que se había marchado Eve cuando recibí una visita inesperada. Era sábado, uno de esos maravillosos días soleados de invierno que normalmente me hacían alegrarme de estar viva, aunque cuando volví de la tienda me sentía decaída y sin ánimo alguno. Supe quién era el visitante antes de abrir la puerta porque afuera había una furgoneta en cuyo lateral decía «Connor Daley, Fontanería y Calefacción». El corazón me dio un vuelco.
—Hola, Kitty.
Sonrió. Vi en él al viejo Con: fuerte y fiable, el mismo pelo anaranjado y millones de pecas. Llevaba vaqueros, una camisa de cuadros y un anorak. Antes nunca vestía de manera tan informal, pero lo cierto es que cuando éramos novios, ningún hombre se vestía de aquella forma. Su rostro desprendía salud y bonanza, y parecía la viva imagen del éxito.
—No has cambiado nada, Con.
Los años pasaban a toda velocidad y me pareció que había sido ayer cuando nos vimos por última vez (en un restaurante chino de Lime Street, según podía recordar), donde le dije que no quería volver a verlo.
—Tú tampoco, aunque estás un poco más delgada.
—¿De veras?
Me eché a un lado para dejarle pasar. Me rozó con el brazo y sentí un inesperado y nada intencionado arranque de deseo. Lo llevé al salón, lo invité a sentarse y le ofrecí té.
Él lo rechazó y dijo:
—No voy a estar más que un minuto. Imagino que ya sabrás por qué he venido.
—Lo sospecho.
Eve debía de haber contactado con él. Le había dicho que se llamaba Connor, que era fontanero y que era amigo de Danny. Lo único que tenía que hacer era sondear un poco y encontraría la respuesta.
—Nuestra hija vino a verme hace más o menos una semana. Eve. Es muy guapa, pero no se parece a ninguno de los dos.
Se reclinó en el sillón y cruzó las piernas. Me fijé en que llevaba unas botas de cuero que debían de haberle costado un ojo de la cara.
—Espero que no fuera a verte a tu casa.
No creía que Eve pudiera haber sido tan irreflexiva.
—No, vino a la oficina y pidió hablar a solas conmigo. He de decir que fue todo un shock. ¿Por qué no me lo dijiste, Kitty? -preguntó tranquilamente.
—No lo sé. -Me humedecí los labios-. No lo sé, de verdad.
—Sí que lo sabes. Fue porque pensaste que yo insistiría en casarnos. Y no tenías derecho a darla en adopción, aunque fuera a tu hermana. Yo me habría quedado con ella. A mi madre le hubiera gustado tener un bebé en casa. Y a June, mi esposa, no le hubiera importado que yo tuviera una hija de una relación anterior. De hecho, le he hablado de Eve y ella ha dicho que le gustaría conocerla. -Negó con la cabeza-. Ni en un millón de años llegaré a entenderte, Kitty. Parece que siempre tienes que hacerlo todo mal.
—Tampoco yo creo que me entienda a mí misma, Con -murmuré.
Se dio una palmada en la rodilla.
—¿Sabes? Creo que, después de todo, no me importaría tomar algo. Café o té, me da igual.
Abrí la nevera para sacar la leche y entonces brotaron las lágrimas. No sabía por qué. No había tenido ganas de llorar hasta ese momento, pero entonces se me saltaron de repente y se formaron unos pequeños charcos en el suelo. Pensaba que no había hecho ruido alguno, pero, por algún motivo, Con vino y me abrazó.
—Ay, Kitty -dijo-. Ay, Kitty.
Yo hundí la cabeza en su hombro y seguí llorando.
—No sé por qué lloro -expliqué con voz quebrada.
—Yo tampoco, pero lo cierto es que también tengo ganas de llorar. -Me acarició el pelo-. Sueños perdidos, supongo. Esperanzas perdidas. -Me abrazó con más fuerza-. Sé que no debería decirlo, Kit, pero nunca dejé de quererte. June es una chica maravillosa, pero siempre estuvo por detrás de ti.
Me cogió del pelo hasta que estuvimos cara a cara y me dio un beso en los labios. La cabeza empezó a darme vueltas, pero al mismo tiempo era consciente de que aquello estaba tremendamente mal. Lo aparté exactamente al mismo tiempo que él me apartaba a mí.
—Será mejor que olvidemos ese té -dijo bruscamente antes de salir a toda prisa de la casa.
Yo me quedé donde estaba, rodeada de mis lágrimas, que se iban secando, y oí como se encendía el motor de la furgoneta. Con dio marcha atrás y se alejó hacia el frío y soleado horizonte de noviembre.
—¿Qué ha pasado? -me preguntaba asombrada.
Yo no era de esa clase de personas que podían ser infelices para siempre. Tenía salud y fuerza, me encantaba mi trabajo y quería a mi familia. Me convencí a mí misma de que Eve estaba haciendo lo mismo que miles de jóvenes de su generación: vivir una aventura. Era algo que podía haber hecho perfectamente de haber seguido viviendo con Aileen y Michael. Aproximadamente cada tres meses, pasaba por casa como un torbellino: alta y encantadora, oliendo a flores y maquillada. Los vecinos se quedaban asombrados con su peculiar vestimenta y sus peinados imposibles, aunque me importaba un comino lo que pensaran.
Era otoño y no faltaban más que unas semanas para su decimoctavo cumpleaños. Fue entonces cuando escribió para contarme que se iba a casar: «Con Rob Horton. Es el que está entre Penny y yo en la foto que te envié. Voy a llevarlo a casa dentro de dos fines de semana: sus padres también vendrán». Había un postdata formada por sólo dos palabras: «Estoy embarazada»;
Me la imaginé con la lengua fuera, diciendo: «¿Has visto? Yo sí que me voy a casar. Al contrario que tú, no voy a dar a mi bebé en adopción».
Parte 2