LAS CUATRO HERMANAS (Maureen Lee) - Parte 2
Publicado en
diciembre 12, 2010
Parte 1
Capítulo 8
Los setenta
Cuando me enteré de que mi hija le había pedido a Con que la acompañara hasta el altar sentí ganas de estrangularla. Fue un alivio que él no llevara a su esposa a la boda, y lo fue aún más el que se marchara después de dar un bonito discurso. De esa forma, apenas tuvimos ocasión de hablar, lo que me parecía perfecto.
Dos semanas antes, Eve había traído a Rob y a sus padres a casa. La limpié de arriba abajo, compré sábanas nuevas para la cama de matrimonio por si querían pasar allí la noche, planché cosas que no había planchado nunca, y compré un ramo de crisantemos caros para ponerlos en la ventana. Si a Aileen le hubiera dado por volver aquel día, se habría quedado impresionada.
La señora Horton ni siquiera intentó ser amable. Rubia de bote, de unos cincuenta y tantos años y con forma de barril, llevaba unas gafas gruesas con montura de cebra e incrustadas con algo parecido a diamantes. Miró la casa impoluta con el mismo desdén que si se tratara de una pocilga. En vez de sentirme ofendida, me entraron ganas de echarme a reír. Hablaba de forma tan repipi que hasta la Reina habría sentido vergüenza ajena.
Su marido se parecía a ella como un huevo a una castaña. Era pequeño y tenía pinta de duende, con las orejas puntiagudas y una cara radiante y sonrosada. Era de clase trabajadora y estaba orgulloso de ello. Me dijo que lo llamara Barney y me regaló una botella de whisky.
—Malta irlandesa, de la mejor -cacareó.
Le ofrecí un vaso y él lo aceptó inmediatamente.
—¿Quiere usted un poco, señora Horton? -pregunté educadamente-. ¿O prefiere té o café?
—¿El café es de máquina?
—No, me temo que es de bote.
—Entonces tomaré té.
Era evidente que Rob estaba prendado de mi hija. Sus ojos la seguían a todas partes con adoración mientras ella revoloteaba por la habitación vestida con una amalgama de ropa vieja que sólo podía haber comprado en una tienda de segunda mano. El llevaba un traje de terciopelo de color granate y una pajarita gris algo suelta, y tenía el mismo aspecto desgarbado que en la foto, pero era muy guapo. Tenía el pelo denso y largo hasta los hombros, y le colgaba en forma de flequillo por encima de sus ojos soñolientos. Hablaba arrastrando las palabras, aunque no tenía un acento tan fino como el de su madre. Más tarde me enteré de que era marchante de arte moderno. Eve me siguió hasta la cocina.
—¿No es genial? -susurró.
—¿Te refieres a tu futura suegra?
—Sí. Barney es majo, pero la señora Horton es la mayor esnob del mundo. -Siguió hablando en susurros-. Viven en una casa enorme y lujosa en Hampstead, y ella se cree la repera porque tienen mucho dinero. No hace tanto que viven así: tienen otros dos hijos, mucho mayores que Rob, y sus esposas son de lo más normal; pero cuando el pequeño nació, tenían dinero suficiente para mandarlo a una escuela privada. Ella quería que Rob se casara con alguien importante, no con una cualquiera como yo.
—¡Tú no eres una cualquiera! -exclamé completamente anonadada-. Eres una señorita muy bien educada.
—La señora Horton no piensa lo mismo.
—Bueno, pues la señora Horton se puede ir preparando como me diga algo así a la cara. ¿De dónde han sacado tanto dinero?
Eve sonrió con malicia.
—¡Del crimen!
—¿Crimen? -me atraganté.
—Barney tiene un desguace en algún lugar de Essex, pero, Rob dice que en realidad vende piezas robadas.
—¿Y la esposa de un traficante tiene el morro de decir que tú eres una cualquiera?
Eve asintió y no pudo reprimir una risilla.
—Como ya te he dicho, es genial. Ha tomado clases de dicción, pero cuando se enfada, lo olvida, se pone a decir barbaridades como una verdulera y no se acuerda del acento fino en ningún momento.
—Cariño, ¿realmente quieres entrar en una familia como ésa? -pregunté, seria.
Su respuesta fue igual de seria:
—Me caso con Rob, no con sus padres, y él es un chico encantador. Me quiere de todo corazón y tiene muchas ganas de casarse conmigo. -Sonrió encantada-. Eso es lo que realmente preciso, que me quieran y me necesiten.
Lo expresó de tal forma que uno diría que nadie la había querido ni necesitado en su vida.
Por aquella época hubo varias bodas casi al mismo tiempo: Eve, la primera McCarthy en casarse en un juzgado (desde que se mudó a Londres había abandonado la religión, según me dijo); después, el hijo mayor de Claire, Mark (que había dejado el grupo de música), se casó con una chica de Kirkby llamada Verónica; y para horror de Norah y Roy, su querida Bernadette se casó con un muchacho llamado Johnny Kelly tras confesar que estaba embarazada de tres meses. Johnny permanecía en el paro desde que había dejado la escuela.
—Teníamos muchas esperanzas puestas en ella -decía Norah entre sollozos-, pero no quiso ir a la universidad y ahora va a tener un hijo con un vago inútil que además no tiene un céntimo. ¡Hijos! -exclamó amargada-. ¿Qué puede hacer una con ellos, eh?
—A mí no me mires.
Al menos, Rob tenía dinero y un piso propio en una calle que hacía esquina con King's Road, en Chelsea, uno de los mejores barrios de Londres, según Eve. Recordé que Graham me había dicho lo mismo de su piso en Mayfair. Le dije a Eve que podía quedarse con la casa de Maghull si quería:
—Si lees la carta, esa carta, hasta el final, verás que Michael dice que iba a dejarla a tu nombre, aunque no sé si lo llegó a, hacer alguna vez.
Eve esbozó una sonrisa.
—¿Y qué harías tú si Rob y yo quisiéramos vivir aquí?
—Encontraría otro sitio, por supuesto.
Era más fácil decirlo que hacerlo, pensé apesadumbrada.
—Vamos, Kitty, no digas tonterías. Como si yo fuera a echarte de tu casa. Además, Liverpool es el último sitio en el que me gustaría vivir. Prefiero mil veces Londres.
Y así, ella se fue y me quedé sola en la casa de Maghull. Había estado sola antes, pero siempre había esperado que llegara el día en que volviera y se quedara. Ahora se había casado e iba a tener una familia. Se había ido para siempre.
Holly Horton, de apenas tres kilos y medio, nació en abril. Rob telefoneó para anunciar, con voz soñolienta, que acababa de ser padre.
—¿Cómo está Eve? -pregunté.
—Está bien, creo -dijo sin concretar más.
Eve no pensaba bautizar a su hija, por lo que Muriel y yo fuimos a Londres un día para ver al bebé, que tenía ya tres semanas. Muriel era, de alguna forma, su bisabuela. Yo, por otra parte, era abuela a los treinta y nueve años. No me hacía mucha gracia que no hubiera bautizo, pero era un alivio saber que no tendríamos que vernos cara a cara con la horrible señora Horton.
El piso de Chelsea era como una galería de arte moderno. Muriel y yo nos miramos perplejas cuando entramos en la enorme sala de estar y vimos los espantosos cuadros que cubrían prácticamente cada centímetro de pared. Recordé que Rob era marchante. Quizá aquéllos fueran los que no había logrado vender.
Eve nos llevó al cuarto del bebé, donde Holly, bien despierta, estaba echada en una cuna de madera de pino y cubierta de satén blanco con volantes.
—Es preciosa -suspiré al ver aquella mata de pelo negros aquellos profundos ojos azules y aquella carita de mejillas rosadas-. Tiene el pelo de Rob, pero los rasgos son tuyos, Eve.
Me preguntaba si sus ojos serían siempre azules.
—Puedes cogerla si quieres -ofreció, generosa.
Pasamos todos a la sala de estar, donde nos sentamos entre aquellos espeluznantes cuadros, y yo mecí a mi nieta entre mis brazos. Sentía su cuerpecito cálido junto al mío, el latir de su corazón y el leve movimiento de sus piernas, igual que cuando sostuve a su madre aquella única vez.
—Pero qué guapa eres -dije en voz baja, tocando su redonda barbilla.
Quería sostenerla para siempre, pero me acordé de Muriel y le di al bebé, aunque me costó bastante.
—Es preciosa -murmuró Muriel, y me pareció ver lágrimas en sus ojos.
Eve estaba como pez en el agua. Su gusto por la ropa había cambiado a mejor: pantalones de franela gris, una larga blusa de seda blanca y sandalias con tacones. Holly era un bebé ideal, y apenas lloraba, según nos contó Eve con orgullo. Tenían una au pair que vivía con ellos, Francine, que la llevaba de paseo, limpiaba y cuidaba de la pequeña siempre que sus padres salían.
—De hecho, ahora mismo podemos ir a comer y dejar a Holly con Francine -dijo alegremente-. A la vuelta de la esquina hay un restaurante italiano maravilloso. Siempre comemos allí.
—Prefiero quedarme con Holly –respondí mirando al bebé y deseando que Muriel me lo devolviera-. Al fin y al cabo, hemos venido hasta aquí paró verla, no para ir a un restaurante italiano caro.
Eve sonrió.
—Eres de lo más pragmática, Kitty. Nos quedaremos aquí y le diré a Francine que prepare tortillas. Ve a llamarla, Rob, cariño. Estará en su cuarto.
Rob se había mantenido al margen todo el tiempo. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y apenas decía una palabra. Parecía alegrarse de tener algo que hacer. Volvió y anunció que Francine iba a preparar las tortillas y que él tenía una reunión con un tipo en Bond Street y debía salir un rato.
—Me alegro -dijo Eve, aliviada, cuando se cerró la puerta.
No quiso explicar por qué se alegraba, y pensé que no era muy buena señal que le gustara librarse de un marido con el que no llevaba casada más que unos meses. Quise preguntarle si era feliz, pero lo deseché por ser un poco tópico. El caso es que parecía bastante feliz, pero me daba la impresión de que no era más que una pose, que quería demostrarme que había hecho lo correcto al casarse con el padre de su hija.
De camino a casa, Muriel se durmió y yo me quedé a solas con mis pensamientos. Me hubiera gustado que Eve viviera en Liverpool para así poder ver a Holly siempre que quisiera, como Claire a sus nietos, o Norah cuando naciera el suyo. Esperaba que Eve no fuera demasiado dura con Francine: no tenía más que diecisiete años y parecía muy fatigada. Me preocupaba el matrimonio de Eve y Rob, y si ella sería capaz de decirme que las cosas no iban bien. Entonces me preocupé por Muriel, que se despertó justo antes de llegar a Liverpool diciendo que no se encontraba bien.
—Creo que debo de tener algún virus del estómago o algo así.
—Quizá fuera la tortilla. Puede que la tuya llevara algún huevo en mal estado.
La dejé en un taxi cuando llegamos a Lime Street y después caminé hasta Exchange Station, donde cogí el tren hasta Maghull. Cuando abrí la puerta, el teléfono estaba sonando. Era Claire, que se encargaba de la tienda durante las vacaciones y cuando yo necesitaba tomarme un día libre. Sólo llamaba para decir que todo había ido bien y para preguntar cómo era Holly.
—Preciosa, preciosa de verdad. Quería traérmela a casa conmigo.
Ya le explicaría en otro momento mis sospechas respecto a la relación entre Rob y Eve, porque, de lo contrario, estaríamos hablando hasta medianoche.
Colgué. Apenas había llegado a la cocina para poner la tetera al fuego y prepararme un té que me hacía bastante falta, cuando sonó el teléfono de nuevo. Cogí el auricular y pronuncié el número entre dientes.
—¿Hola? ¿Con quién hablo? -dijo una voz suave y con acento irlandés.
—¿No se supone que soy yo quien tiene que preguntarlo? -respondí con algo de brusquedad.
—Oh, perdón. Soy Mary Brady. Estaba mirando un viejo diario de Michael y encontré su número. ¿Es usted pariente suyo?
El corazón me dio un vuelco.
—¿Michael? ¿Michael Gilbert?
—Exacto. Vaya, no me estoy explicando muy bien, ¿verdad? Debería haber dicho que se apellidaba Gilbert.
—Soy Kitty McCarthy, su cuñada. ¿Qué ha sido de Michael? ¿Está bien?
—No, lo lamento mucho, pero Michael murió hace dos días. -Hablaba con un innecesario tono de disculpa: no creo que fuera su culpa que hubiera muerto-. Llamaba por si alguien quería asistir a su funeral. Nunca nos habló de sus parientes, pero sabía que debía tener alguno. Y no me equivoqué, ¿verdad? El funeral es dentro de tres días, el viernes.
—¿Dónde?
—En Belfast. Vivía con nosotros en un hotelito llamado Buckles, en Falls Road. Es a las diez de la mañana, así que tendría usted que venir el día antes. Puede alojarse en el hotel, hay sitio de sobra.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba usted?
—Mary Brady. Era la... amiga de Michael.
Recuperé los modales.
—Gracias, Mary. Es muy amable por su parte el haber llamado. Nos veremos el jueves. Ah, y la madre de Michael vendrá conmigo.
—Traiga a quien quiera: serán más que bienvenidos.
Michael había muerto. Había pensado en él cientos de veces durante todos estos años. En él y en Aileen. Debería haberle preguntado a Mary Brady cómo había fallecido, pero podía hacerlo el jueves. Había hecho una pausa antes de decir «amiga», como si hubieran sido más que eso. Esperaba que así fuera. Por la voz, parecía una buena persona, y yo había sido muy brusca. Pero si ella y Michael habían sido más que amigos, debía de estar muy afligida.
Los pensamientos se sucedían rápidamente en mi fatigado cerebro. ¿A quién debería llamar? A Muriel, claro. Se llevaría un gran disgusto. A Claire, no sólo porque querría saberlo, sino también porque tendría que pedirle otra vez que se encargase de la tienda. ¿Eve? No estaba segura. Durante mucho tiempo pensó que Michael era su padre y yo recordaba que le tenía más cariño a él que a Aileen. Pero sólo habían pasado dos semanas desde que había nacido Holly y podría sentirse obligada a ir al funeral. No. Se lo diría después. Si eso la molestaba, lo sentía mucho.
Me levanté con dificultad, salí al pasillo y marqué el número de Muriel. Mientras daba tono, recordé que se había sentido mal al bajar del tren. Colgué. La llamaría al día siguiente, cuando probablemente se sentiría mejor.
Claire se quedó de una pieza.
—Siempre me metía con él... ¿Recuerdas cómo conducía? Como un caracol. Pero era un buen tipo. Aileen se merece una buena tunda por la forma en que lo trató.
Me vino a la mente la noche en que murió mamá. Yo estaba en el pasillo del hospital con mi padre. «Aileen ha encontrado un buen partido -afirmó él-. Mientras esté casada con Michael no le faltará de nada.»
—Cuidaré de la tienda todo el tiempo que haga falta, Kit -decía Claire-, me gusta mucho estar allí y creo que por fin me he acostumbrado al sistema decimal con las monedas. Lo puedo hacer también el sábado por la mañana, para que no tengas que venir a toda prisa; sabes cómo son los funerales irlandeses: eternos. Y ya que estás en Belfast, podrías comprar una corona de parte de Liam y mía. Te daré el dinero cuando vuelvas.
Por la mañana llamé a Muriel, pero nadie cogió el teléfono; ni tampoco por la tarde, cuando llamé desde la tienda. Al día siguiente tenía pensado coger el ferry de las diez a Belfast y era imprescindible ponerme en contacto con ella cuanto antes. Vivía en Woolton, al sur de Liverpool (Maghull estaba al norte), y me preguntaba si debía coger el autobús hasta allí cuando cerrase la tienda o ir a casa en tren y acercarme en coche por la noche; nunca lo usaba para ir al trabajo, era mucho más rápido y menos fastidioso ir en tren.
No me había decidido todavía cuando se me ocurrió que, si Muriel no cogía el teléfono, seguramente tampoco abriría la puerta. Me entró el pánico y me la imaginé en la cama, gravemente enferma e incapaz de llamar a nadie. Estaba a punto de cerrar la tienda e ir corriendo a Woolton en un taxi (forzaría la cerradura si era necesario), cuando me acordé de que tenía un hermano, el misterioso Paul, a quien nunca había conocido, pero que vivía a unas pocas calles de su hermana.
Encontré el nombre de Paul Ainsworth en el listín telefónico. Cogió el teléfono inmediatamente, como si hubiera estado todo el rato esperando con él en las rodillas. No dijo el número, sólo se oyó:
—¿Diga?
—Soy Kitty, de la tienda. Lamento molestarle, pero estaba preocupada por Muriel. No coge el teléfono.
—Está en el hospital, querida. -Hablaba como Laurence Olivier, con una voz suave y melodiosa-. Anoche le extirparon el apéndice y va a tener que guardar cama una temporada. ¿Hay algún problema con la tienda? ¿Puedo ayudar en algo?
—No tiene nada que ver con la tienda. -Le conté lo de Michael. Aspiró profundamente-. Voy a ir al funeral y pensé que Muriel querría venir conmigo.
—Oh, le habría gustado, le habría gustado, querida. -Le temblaba ligeramente la voz-. Es terrible lo de Michael. Muriel se va a llevar un gran disgusto, pero no le diré nada hasta que salga del hospital. Michael era un muchacho de lo más bueno -recordó-, obediente y alegre. Siempre sonreía. Si no es mucha molestia, quizá podrías comprar una corona para él. Toma el dinero de la caja registradora y pon en la tarjeta: «Con amor de su madre y del tío Paul».
Belfast me recordaba a Liverpool, con el muelle y las largas calles de casas con balcón. Papá solía referirse a ella como la ciudad del Titanic, porque allí fue donde se construyó el barco. El aire olía igual, a una mezcla de sal y humo. Se veían muchos soldados británicos, todos armados, lo que me recordó que allí prácticamente había una guerra civil.
Cogí un taxi hasta el Buckles Hotel, un estrecho edificio de tres plantas en la ajetreada Falls Road. La puerta principal era una obra de arte, compuesta en su totalidad de pequeñas ventanitas de cristal esmerilado, cada una con una flor diferente. Estaba entreabierta y, cuando la abrí del todo, me encontré cara a cara con una docena de hombres reunidos en el recibidor con una jarra de cerveza rubia en la mano (o quizá fuera Guinness, no sabía distinguirlas). En el mostrador, que un cartelito designaba como «Recepción», no había nadie. Todos me miraron con interés, aunque algunas de las miradas no fueron precisamente acogedoras. Uno de ellos se plantó frente a mí como si quisiera cortarme el paso, pero otro, impresionantemente alto y calvo como una bola de billar, dijo con sequedad:
—Apuesto a que has venido por el funeral de Michael, ¿a que sí?
Confirmé que así era y prosiguió:
—Mary nos contó que seríais dos, no sólo una.
—Su madre no ha podido venir; está en el hospital.
—¿Y tú eres su prima? Creo recordar que Mary dijo que vendría una prima.
—No, soy su cuñada. Michael estaba casado con mi hermana.
—Ah, así que Michael tenía una esposa, al fin y al cabo. Siempre nos lo preguntamos. Bueno, pues entra, cuñada de Michael. Mary está en el bar.
Abrió una puerta que tenía detrás y la sostuvo; tuve que agacharme por debajo de su brazo para poder entrar.
—Mary pensó que llegarías más o menos a esta hora, así que puso la tetera a calentar.
En el bar había una docena de personas, más de lo que yo esperaba. La parte de abajo estaba cubierta de un papel con mucho relieve que daba la impresión de estar pintado con melaza, y la parte de arriba era de un lúgubre beis. Las mesas de madera maciza parecían plantadas junto a los bancos que había a ambos lados de éstas, y el suelo, de madera, no estaba enmoquetado. Las tablas estaban gastadas en algunos trozos por el paso de miles de pies. La barra ocupaba una esquina al fondo, y la mujer que había tras ella sonrió cuando me acerqué hasta allí.
—Hola, soy Mary Brady, imagino que tú eres Kitty McCarthy, ¿no es así?
Yo le devolví la sonrisa y recordé lo maleducada que había sido con ella por teléfono.
—Me temo que la señora Gilbert no ha podido venir. Le han extirpado el apéndice y todavía no sabe nada de lo de Michael.
—Vaya por Dios, es una pena.
Nos dimos la mano e intenté no mirar directamente la marca de nacimiento que Mary Brady tenía en la cara: un hemangioma plano que le cubría la oreja y la mejilla derecha sin llegar a su bonita y respingona nariz. Aparentaba unos cuarenta años, tenía el pelo corto y castaño, cortado casi como un chico, y los ojos de un verde oscuro. En mi escuela había una niña con una mancha similar, pero algo más pequeña, y solía llevar el pelo suelto por un lado para que le tapara la mejilla. Mary no intentaba ocultar aquella marca de nacimiento de ninguna manera.
—¿Quieres tomar ahora una taza de té, Kitty, o prefieres un vaso de algo más fuerte o una limonada?
—Té, por favor.
—¿Y quieres bebértelo aquí, en la cocina o en tu cuarto?
—Aquí mismo está bien.
Había algunas mujeres, así que no me sentía demasiado fuera de lugar.
—Voy a prepararlo entonces. Siéntate en esa mesa que hay ahí cerca y así podré hablar contigo mientras no hago nada: vamos a cerrar pronto. Por cierto, Michael está en la oficina si quieres echarle un vistazo mientras preparo el té. Es por esa puerta; así no tendrás que pasar por el recibidor para que se te quede mirando esa panda de gañanes.
Casi me reí, incrédula al ver el cuerpo que yacía en un ataúd, en una habitación oscura y mal ventilada en la que sólo había un oxidado archivador, un escritorio y una máquina de escribir más antigua aún que la que tenía Hilda. Aquel cuerpo no era el de Michael. Aquel hombre tenía el pelo gris, entradas y una barba llena de canas. Tenía un pendiente de oro en la oreja izquierda. No se me ocurría forma humana de haber convencido al Michael Gilbert que yo conocí para dejarse barba o ponerse un pendiente. El Michael que yo conocí tenía la piel blanca y suave y unas manos delicadas.
Eché un último vistazo al cuerpo antes de salir... y me detuve. Por encima de la densa barba, la piel era suave y blanca, y las manos, cruzadas apaciblemente sobre el pecho, eran pequeñas y delicadas. Desenfoqué la vista e intenté ignorar la barba. Era Michael. Hasta llevaba puesto un traje de raya diplomática de corte elegante, como los que siempre le habían gustado.
Se abrió la puerta y entró Mary Brady.
—¿Qué fue de él? -susurré. Estaba nerviosa-. Ha cambiado mucho.
Mary contestó con voz normal.
—Cuando llegó al hotel iba perfectamente afeitado. Sólo pretendía quedarse un par de noches, pero luego fueron un par de semanas y al final no se fue nunca. Solía ayudar en la barra, limpiaba, esa clase de cosas.
—¿Michael limpiaba? -exclamé-. Pero si en Liverpool era contable. Tenía un puesto muy importante.
—¿De veras? Vaya, no me sorprende -dijo Mary tranquila-. Se ocupaba de los libros de cuentas de mi padre en un santiamén, cuando mi padre tardaba semanas. No sé si era feliz siendo contable en Liverpool, pero aquí sí que lo fue. Era muy popular. Todo el mundo vendrá a su funeral.
—Pasó algo -murmuré-. Su mujer, mi hermana Aileen, se fue con otro: iba a tener un hijo con ese hombre. Por eso él se marchó.
—¿Él no tenía hijos?
Era evidente que le interesaba conocer el pasado de Michael.
—Una hija adoptiva, Eve. Yo me he encargado de cuidarla. Se casó el año pasado y acaba de tener una niña. -Volví al ataúd y toqué aquel rostro frío-. ¿Por qué se dejó barba?
—Así se sentía como uno más de los chicos. Lo del pendiente fue por una apuesta. Nadie creía que fuera a hacerlo, pero lo hizo.
Todavía no había hecho la pregunta más obvia.
—¿Cómo murió, Mary?
—Fue un accidente de coche -suspiró-. Salió el sábado pasado por la mañana, para comprar el pan, y se cruzó en el camino de un autobús. Murió dos días más tarde. Creo que el conductor todavía no ha dejado de llorar. No es el único, aunque yo lloro por dentro. -Se agachó y le besó la blanca frente-. ¿Por qué? ¿Por qué no miraste por dónde ibas, Michael, cariño?
—Lo siento mucho -dije con tacto-. Aunque me alegro de que te tuviera a ti.
—Yo me alegro de que nos tuviéramos el uno al otro durante más de diez años. Lo voy a enterrar en el cementerio de Milltown, en la misma tumba que mi madre. Papá y yo nos uniremos a ellos cuando el Buen Señor decida que ha llegado nuestra hora. -Se sorbió la nariz y me cogió de la mano-. Vamos, Kitty. Te he preparado el té. Cuando te lo hayas bebido, te enseñaré tu habitación. Puede que te haga falta echarte un rato. Después de todo, has tenido un largo viaje desde Liverpool.
—Me gustaría encargar tres coronas, si no es demasiado tarde.
Una era de Claire y Liam, otra de Muriel y Paul, y la tercera, mía.
—No es tarde en absoluto. Puedes hacerlo por teléfono. Hay una floristería cerca de aquí; nosotros le encargamos nuestras flores. Si me das el dinero, les pagaré cuando las traigan por la mañana.
Me desperté algunas horas más tarde con música: un piano, un violín y alguien que cantaba bien alto. Eran las ocho y media y el sol todavía brillaba fuera. Me levanté, me lavé la cara, me la empolvé y me puse algo de carmín. Aparte de la ropa que llevaba puesta (una blusa blanca, una falda de flores y una rebeca azul), sólo había traído un vestido negro y una chaqueta para el funeral. No tenía ni idea de si me iría nada más terminar o si me quedaría para el velatorio y me marcharía el sábado. Claire me había prometido vigilar la tienda el tiempo que hiciera falta, así que no había necesidad de volver con prisas. Intenté alisar las arrugas de la falda, me peiné y bajé las escaleras.
El recibidor estaba hasta los topes, el bar también; el ruido era ensordecedor y el aire, muy denso por el humo de los cigarrillos. Me abrí camino entre la multitud hasta Mary, cuya cabeza pude vislumbrar al fondo junto a la de un hombre más mayor y con escaso pelo plateado. Mary sonrió al verme llegar y dijo algo que no pude entender. El hombre me estrechó la mano y adiviné que acababa de presentarme a su padre. Creí que me preguntaba si quería beber algo y grité por si acaso:
—¡Vino blanco, por favor!
Quizá sus oídos estuvieran acostumbrados al ruido, porque me sirvió un vaso de vino, aunque se negó a aceptar el dinero. Me senté al borde de un banco, en una mesa abarrotada. Todos me sonrieron, y me dio la impresión de que sabían que era la cuñada de Michael Gilbert y querían hacerme sentir como en casa. Me relajé y escuché canciones que conocía perfectamente, pues las había cantado cientos de veces antes, en fiestas y funerales: «The Red Velvet Band», «The White Colonial Boy», «The Leaving of Liverpool»...
Había un piano en la pared de enfrente que tocaba un hombre de pelo largo y desaliñado cuyo rostro no podía ver. Tenía unas espaldas anchas, y sus dedos relampagueaban sobre el teclado. El violinista era poco más que un adolescente, menudo y de pelo claro, con una sombra de barba y la cara brillante por el sudor, pues se dejaba el alma en la música. El hombre alto que me abrió la puerta estaba de pie junto al piano y cantaba con tanta fuerza que su voz se oía por encima de la de los demás. Sus ojos y su cara mostraban la misma dureza que su voz. Pensé que no me gustaría caerle mal ni a él ni a sus amigos, los mismos que antes, cuando llegué por la tarde, me habían mirado de forma tan amenazante.
La música llegó a un abrupto final, el violinista se limpió el sudor con la manga y el pianista se levantó y se dio la vuelta. Era joven, de veintipocos años, alto y delgado; vestía pantalones vaqueros y una camisa blanca con el cuello desabrochado. Tenía los ojos oscuros, y era hermoso a la vez que masculino, como les sucede a algunos hombres. Cuando sonrió, el corazón me dio un vuelco, no sé muy bien por qué. Habló y el hombre del rostro duro le pasó una bebida, como si hubiera dicho: «Tengo sed». Dio unos cuantos tragos, sonrió por segunda vez y, de nuevo, el corazón me palpitó con violencia, o se retorció; el caso es que hizo algo. No entendía lo que me pasaba. Me sentía estúpida y torpe. Derramé un poco de vino en mi rodilla y dejé el vaso sobre la mesa con mano temblorosa. Cuando alcé la vista, aquel joven me observaba pensativo y nuestras miradas se cruzaron durante lo que me pareció una eternidad, aunque seguramente no fueron más que unos segundos antes de apartar yo los ojos. Me miré los pies hasta que la música volvió a empezar. Pero cuando alcé de nuevo la cabeza, otro hombre tocaba el piano y no había rastro de aquel chico de pelo y ojos oscuros que tanto me había afectado al corazón.
El humo hacía que me escocieran los ojos y el ruido me daba dolor de cabeza. Era hora de irme a la cama. Me terminé el vino, me despedí de Mary y de su padre con la mano y pasé a la oficina. Quería decirle adiós a Michael por última vez.
Aquella habitación estaba ahora a oscuras y no me molesté en buscar el interruptor. El ataúd parecía suspendido en el aire y sólo podía ver el pálido rostro de Michael y sus manos cruzadas.
—Me pregunto qué diría Aileen si te viera ahora -susurré rozando mi mejilla contra la suya, fría. Su barba era suave y aterciopelada-. Buenas noches, querido Michael, y adiós.
Mi cuarto estaba en el segundo piso, pequeño y coqueto, y tenía una cama a la antigua, con el cabecero de hierro y un grueso colchón de plumas. No me había molestado en cerrar con llave y, al entrar, me sorprendió ver que la luz estaba encendida: cuando salí era de día y no había hecho falta encenderla. Entré con cautela y me llevé el susto de mi vida: el joven que tanto me había afectado estaba sentado sobre mi cama.
—Hola, Kitty. -Sus ojos oscuros centelleaban. Se puso de pie y, para mi sorpresa, me rodeó con los brazos-. ¡Qué casualidad encontrarte aquí!
Me dio un beso en la frente, en la nariz y en ambas mejillas, y después se rió ante mi cara de sorpresa.
—No me reconoces, ¿verdad? Cuando vi que te quedabas mirándome, pensé que sí.
—Me estaba preguntando dónde te había visto antes -mentí, pues no quería que supiera que lo había estado mirando por otro motivo bien distinto.
—Soy Oliver. Oliver Knowles.
—¡Oliver! -exclamé. Le rodeé el cuello con los brazos-. ¡Oh, Oliver! ¿Cómo iba a reconocerte? Deben de haber pasado veinte años desde la última vez que te vi. No tenías más que cuatro. -Me recordé a mí misma cuando solía bañarlo, cambiarle la ropa y darle mimos. Era natural que nos abrazáramos de aquella forma al volver a vernos, pero lo que no era tan normal era que yo lo disfrutara tanto-. ¿Dónde diablos aprendiste a tocar el piano de esa manera?
—Recibí clases cuando volvimos a Richmond definitivamente. Robin también.
—¿Cómo están tu madre y Robin?
Aflojé los brazos y los descansé sobre sus hombros. Él dejó caer sus manos hasta mi cintura y se puso a dar vueltas mientras hablábamos.
—Están los dos bien. Robin da clase en una escuela cerca de donde tú vives, en Preston. Se casó el año pasado. Su mujer tuvo gemelos hace unas semanas. De hecho, mamá estaba pensando en mudarse al norte para verlos más a menudo. La abuela murió hace mucho tiempo y la casa de Richmond es demasiado grande para ella.
—Espero que sean más buenos que Robin y tú. Erais dos granujillas.
Sonrió y sus ojos brillaron con el mismo destello travieso de siempre.
—No parecía que te importara. Tenías la paciencia de un santo.
—No podía enfadarme con vosotros. Os quería demasiado.
—Yo también te quería, Kitty. Sino recuerdo mal, juré que me casaría contigo cuando fuera mayor. -Me cogió la mano y la examinó-. Y ahora, aquí estoy, ya mayor -observó muy serio-, y tú no llevas anillo de casada.
Me sonrojé y me quedé helada en un momento, pero me dije que sólo estaba bromeando. Estaba pensando qué responder cuando se oyeron pasos en las escaleras. Él dejó caer mi mano y echó el pestillo de la puerta.
—¿Por qué has hecho eso? -pregunté.
Se llevó un dedo a los labios y susurró:
—¡Shhh!
Me callé. Esperó hasta que los pasos volvieron a bajar las escaleras y volvió a hablar.
—Tienes que prometerme que no le dirás a nadie que me conoces de antes -dijo con prisa, agarrándome del brazo-. Mi nombre no es Oliver Knowles, sino Jack O'Donnell. Por favor, no me preguntes por qué, Kitty, no puedo decírtelo.
—No quiero saberlo. -No hacía falta mucha imaginación para darse cuenta de que, fuera lo que fuera, era peligroso. Los hombres con los que estaba en el bar... Me entró un escalofrío y me senté sobre la cama-. Espero que tengas cuidado, Oliver.
—Todo el cuidado del mundo. Pero es curioso... -prosiguió, sentándose a mi lado-, hace un año que conocía a Michael y todo ese tiempo hubo una conexión entre nosotros: ¡tú! Ahora que lo pienso, creo que recuerdo haberlo visto una vez que vino a casa para llevarte al hospital, cuando tu madre cayó enferma.
—¿Hace un año que estás aquí? Perdona -murmuré cuando alzó las cejas-, no quería hacerte ninguna pregunta.
—Hablemos de ti, para variar.
Se apoyó contra el cabecero de metal y le dio unos golpecitos a la almohada que tenía a su lado. Yo apoyé el trasero y nos sentamos juntos, con las piernas entrecruzadas. Por fuera estaba tranquila, pero por dentro luchaba contra toda clase de emociones. Seguía sintiéndome increíblemente atraída por aquel joven que había estado tocando el piano en el piso de abajo, a pesar de haber descubierto que se trataba de Oliver Knowles, a quien había cuidado cuando él tenía tan sólo tres años y yo diecinueve.
—Todavía recuerdo el día en que te conocí -dije-. Acababas de emprender un viaje a Egipto para ver a tu padre, en tu triciclo.
—Ya me acuerdo. Intentaste impedírmelo.
—Y lo conseguí.
Me reí sin motivo y él me cogió del brazo.
—¿Qué fue de tu bebé? Recuerdo que de repente te pusiste gorda y mamá decía que era porque tenías un bebé dentro de la tripa. ¡Yo estaba celoso porque quería haber sido ese bebé!
—Tuve una niña. Se llama Eve. Mi hermana Aileen, que estaba casada con Michael, la crió. -No me gustaba decir que la había dado en adopción-. Entonces Aileen abandonó a Michael, él se marchó de Liverpool y yo me ocupé de ella. Ahora está casada y vive en Londres. De hecho, tuvo un bebé más o menos al mismo tiempo que la mujer de Robin, así que tú has sido tío y yo abuela más o menos a la vez.
—¡No puedes ser abuela, Kitty! -protestó con cara de absoluta incredulidad.
—Pues sí que lo soy.
—Vaya, eres la abuela más joven y más guapa que he conocido en mi vida.
No tengo ni idea de por qué, al saber que era abuela, se vio impulsado a besarme, pero el caso es que lo hizo, en los labios y durante un buen rato. Sentí como si me hundiera más y más en el suave colchón de plumas. Sabía que debía apartarlo y decir algo serio como «No hagas tonterías, Oliver». Pero no quería. Quería que siguiera besándome, que siguiera desabrochándome la blusa, besándome los pechos, metiendo la mano por debajo de la falda, tocándome, tocándome...
Se deslizó dentro de mí y mi cuerpo se arqueó para unirse al suyo. Oh Dios, oh Dios, ¡oh Dios! Fue maravilloso, cierta, profunda y fantásticamente maravilloso. Yo temblaba, me retorcía y tiritaba como si todo mi cuerpo intentara alcanzar algo mucho mejor que quedaba justo fuera de mi alcance. Entonces lo alcancé, llegué a ello, y fue mucho más maravilloso que ninguna otra sensación que hubiera tenido nunca. Aquella sensación fue diluyéndose, como los últimos granos de un reloj de arena, y me vine abajo como un globo que se desinfla. Oliver cayó sobre mí. Hubo un largo silencio hasta que dijo, satisfecho:
—Siempre quise hacer esto.
—No me lo creo -contesté jadeando. Seguía sin aliento-. Cuando te conocía no eras más que un niño pequeño.
—Pues es cierto. Siempre quise que me abrazaras, que me mimaras, que me acariciaras el cabello. Me enfadaba cuando se lo hacías a Robin. Quería que fueras tú la que me llevara a la cama, la que me bañara. Tenía sueños húmedos pensando en ti -dijo a modo de reproche, y me mordió la oreja.
—¿Con cuántos años?
—No lo recuerdo.
Me mordió la otra oreja. Entonces suspiró y anunció:
—Tengo que irme. Ya hace bastante rato que he desaparecido y se estarán preguntando dónde ando.
Se bajó de la cama y se puso a alisarse la ropa.
—¿Dónde creen que estás ahora mismo?
—Les dije que iba a dar un paseo para despejar la cabeza, pero siguen sin fiarse de mí, al menos no del todo. Salí por la puerta principal y volví a entrar por la trasera.
—¿Y ahora tienes que salir por la trasera y volver a entrar por la principal?
—Exacto.
Se subió la cremallera de los vaqueros, se abrochó el cinturón, se alisó el cabello enmarañado y me miró.
—¿Cuándo podré volver a verte, Kitty? Tengo que verte otra vez.
—Puedo quedarme una noche más.
No sería difícil que me pasara como a Michael y me quedara allí el resto de mi vida.
—Aquí no. Es demasiado arriesgado. Para mí, quiero decir. Encontraré otro sitio y te lo diré en el funeral.
—Está bien. -A Mary le parecería muy raro que me fuera a otro hotel. Tenía que decir que volvía a Liverpool. Gracias a Dios que Muriel no había venido conmigo. No debería alegrarme de que le hubieran extirpado el apéndice, pero el caso es que así era-. ¿Pero no se supone que tenemos que hacer como que no nos conocemos?
—Y no nos conocemos. Seguro que alguien me presenta a la cuñada de Michael. Si no lo hacen, me presentaré yo mismo. -Me acarició la cara y me dio un impetuoso beso en la boca-. Nos vemos en el funeral, Kitty.
Y se marchó.
La iglesia estaba hasta los topes para la misa funeraria. El sol penetraba por las vidrieras, de manera que los colores bailaban sobre el ataúd de Michael, decorado con una cruz de lirios blancos. Reconocí varias caras de la noche anterior, incluida aquella tan dura del hombre que estaba con Oliver. Y, por supuesto, también estaba el mismo Oliver, vestido con un traje barato y una corbata negra. El corazón se me aceleró sólo con verlo. La mayoría de las mujeres iban de negro. Mary llevaba un denso velo que le cubría la cara, escondía la marca de nacimiento y le daba un aire misterioso a la vez que entrañable.
El cura se refería a Michael como «nuestro buen amigo» y «nuestro camarada», y yo me pregunté a qué se habría dedicado mi apocado cuñado en Belfast. Qué curiosa e impredecible era la vida. Si Aileen no lo hubiera abandonado, seguiría siendo contable, viviría en la casa de Maghull y se iría haciendo viejo. Limpiaría el coche los domingos y hablaría sobre si ya era hora o no de comprar una nueva moqueta, o de pintar la puerta principal de otro color, o de adónde irían de vacaciones el año próximo. Puede que Eve no se hubiera marchado a Londres, que no hubiera conocido a Rob Horton, que no hubiera tenido una hija llamada Holly. Quizá se hubiera casado con otro, o directamente no se hubiera casado con nadie. Y mi vida también habría sido completamente distinta en muchos aspectos, sobre todo en que no habría venido hasta Belfast para el funeral de Michael y no me habría encontrado con Oliver Knowles.
El velatorio resultó bastante animado. Había mucha comida y bebida. Como era la única pariente de Michael presente, me prestaron especial atención. Todo el mundo quería darme la mano y contarme lo buen muchacho que era Michael, el mejor, el que les reparaba la instalación eléctrica cuando se estropeaba y sin cobrarles ni un penique, o daba de comer a su perro y lo sacaba a pasear cuando tenían que irse a Inglaterra a ver a Davy. Se había encargado de hacerle recados a la anciana señora McCready cuando tuvo que guardar cama con una gripe espantosa, y siempre estaba dispuesto a dejar lo que estuviera haciendo y llevarlos al médico o al dentista en la vieja furgoneta de los Brady si no tenían ganas de caminar.
—Lo echaremos mucho de menos -me decían una y otra vez.
—Hola, soy Jack O'Donnell -me dijo una voz al oído, a media tarde.
Me di la vuelta y me encontré con Oliver, que estaba detrás de mí. Sentí cómo me ruborizaba.
—Encantada, Jack. -Nos dimos la mano. La suya era fuerte y cálida-. ¿Conocías bien a Michael?
—No tanto como la mayoría de la gente que hay aquí, pero era un buen tipo y todos lo echamos de menos. Te he reservado una habitación a tu nombre en el Continental Hotel, en Great Victoria Street -prosiguió con el mismo tono distendido-. Coge un taxi. Te veré allí sobre las siete y media. ¿Cuándo vuelves a Liverpool, Kitty?
—En el barco de las seis -respondí bien alto. Miré mi reloj y vi que eran casi las cuatro-. De hecho, ya va siendo hora de que recoja mis cosas.
Nos dimos la mano de nuevo. Le dije que me había gustado conocerlo.
Me desagradaba actuar de manera solapada. De hecho, no me gustó nada decirle a Mary que me iba cuando no era en absoluto cierto, sino que me cambiaba a otro hotel. Pero de esa forma, volvería a ver a Oliver, así que no me importaba. Estaba enamorada, realmente enamorada por primera vez en mi vida, y estaba dispuesta a contar todas las mentiras que hicieran falta.
Fue algo violento cuando Mary se ofreció a llevarme al ferry en la furgoneta.
—Así te ahorrarás un dinero -insistió cuando yo protesté diciendo que prefería llamar a un taxi, pues ella estaba demasiado ocupada, atendiendo la barra-. Se las pueden arreglar sin mí media hora o así. Mi padre se apaña solo a la perfección.
No habíamos estado a solas mucho tiempo, y me di cuenta de que quería hablar de Michael y Aileen. ¿Cómo era Aileen? ¿Era guapa? ¿Cómo era la casa en la que vivían? ¿De verdad tenía Michael un trabajo tan importante?
Cuando le dije que había sido director de la compañía para la que trabajaba, ella frunció los labios y soltó un pequeña silbido.
—¡Imagínate! Nunca hablaba de su pasado. Es una pena que su pobre madre no pudiera venir al funeral. ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Muriel. Es encantadora. Será un golpe muy duro para ello: cuando se entere de que ha fallecido, pero le gustará saber que tenía tantos amigos en Belfast. Ha sido un funeral precioso Mary
—Un funeral precioso para un hombre maravilloso -añadió con dulzura-. Echaremos mucho de menos a Michael.
—Eso es lo que me dijo todo el mundo.
Llegamos al muelle. Nos dimos un beso y nos prometimos que volveríamos a vernos.
—Tienes que venir y pasar unas vacaciones de verdad en Belfast. Te enseñaré todo lo que hay que ver.
—Y tú tienes que venir a Liverpool a conocer a Muriel. Le encantará.
Me pasó un sobre marrón y gastado.
—Son los papeles de Michael. Hay un testamento (al menos eso es lo que dice el sobre, yo no lo he abierto), y su pasaporte, que está caducado desde hace tiempo. Creo que su intención era viajar por todo el mundo, pero sólo llegó hasta aquí. Ah, y el viejo diario en el que encontré tu número.
Le di las gracias, salí de la furgoneta y recé porque no esperase a que entrara en la terminal antes de marcharse. Por si acaso, me quedé quieta sobre el asfalto, me despedí enérgicamente con la mano hasta que arrancó la furgoneta y no dejé de hacerlo hasta que desapareció de mi vista. Suspiré aliviada, fui a una parada de taxis y pedí que me llevaran al Continental Hotel.
El Continental era muy señorial, con un recibidor de lo más fino, lleno de gente igual de fina. Me inscribí y me dijeron que la habitación había sido reservada por un tiempo indefinido y que les avisara la noche antes del día que tuviera pensado marcharme. Entré en un ascensor tan poco ruidoso que apenas pareció moverse hasta que se detuvo en el quinto piso. El pasillo, de gruesa moqueta, era silencioso como una tumba. Encontré mi habitación, la cincuenta y cinco, y nada más entrar lo dejé todo en el suelo, me quité la chaqueta y me dejé caer sobre la cama con los brazos abiertos.
Al cabo de un poco, en cuanto descansara, llamaría a Paul Ainsworth para ver cómo estaba Muriel y le contaría cómo había ido el funeral. Después de eso, me daría un largo baño caliente y esperaría a Oliver.
Sentía como si por mis venas corriera electricidad, no sangre. Todo mi cuerpo palpitaba, me dolían los pies y tenía el cuello rígido. No podía quedarme quieta, y eso que hacía todo lo posible por relajarme. Los últimos días habían sido tremendamente raros, los más raros de mi vida: me había enterado de lo de Michael, me había reencontrado con Oliver, el funeral... Todo aquello daba vueltas en mi cabeza. Me alegraba por Michael, no por su muerte sino porque había tenido una vida agradable después de marcharse de Liverpool.
El encuentro con Oliver había sido lo más extraño de todo. No podía sacarme de la cabeza el hecho de que, la noche anterior, el niño pequeño del que había cuidado tantos años atrás me hubiera hecho el amor. Y estaba tan deseosa de que lo volviera a hacer que apenas podía esperar.
Y así lo hizo, no muchas horas más tarde. Yo había salido del baño hacía poco, y seguía con el albornoz puesto cuando llamaron a la puerta y la abrí para encontrarme con Oliver, que todavía llevaba el mismo traje que en el funeral, aunque se había quitado la corbata negra. Dio un grito de alegría, me cogió en brazos y bailamos hasta la cama, donde hicimos el amor. Fue todavía mejor que la noche anterior. No teníamos tanta prisa y pudimos disfrutarlo más, prolongarlo hasta el punto en que me entraron ganas de gritar, pues lo que sentía era casi doloroso y, al mismo tiempo, completamente maravilloso.
—¡Vaya! -murmuró Oliver cuando terminamos-. Esto ha estado mucho mejor de lo que me imaginaba cuando tenía tres años.
—Nunca creí que pudieras llegar a ser tan apasionado -dije agotada.
Sonrió.
—Intentaba esconder mi pasión por ti. Por eso no te dabas cuenta.
—He de confesar que yo no profesaba la misma pasión por ti, aunque te quería mucho más que a Robin.
—¡Pobre Robin! No sabía lo que se perdía.
—No se perdía nada. Siempre me aseguré de que no se me notara. -Me erguí, sedienta-. ¿Quieres que encarguemos un poco de té al servicio de habitaciones?
—No hay tiempo. Tengo que marcharme dentro de media hora y quiero hacerte el amor otra vez antes de irme. -Su mirada hizo que me derritiera por dentro-. Entonces podrás pedir té si quieres.
—Pero yo pensaba que ibas a pasar aquí la noche. Sentí una amarga decepción.
—No puedo, Kitty, querida.
Empezó a acariciarme los pechos y yo olvidé la decepción; me olvidé de todo excepto de Oliver y de lo que me hacía. Hicimos el amor de nuevo; esta vez con prisas, pero con la misma pasión.
—¿Puedes quedarte también mañana?
—Sí -dije inmediatamente.
Por nada en el mundo me habría negado.
—Es sábado, no hay que trabajar. Puedo faltar más tiempo.
—¿A qué te dedicas?
—Fabrico ataúdes. Últimamente ha habido mucha demanda en Belfast.
Más tarde, lo observé mientras se vestía, maravillada ante su belleza y su masculinidad, sus largos brazos y piernas y su ancho pecho. Aquellos bracitos que antaño se enroscaban alrededor de mi cuello habían desarrollado ahora fuertes músculos.
—¿Por qué no puedes pasar la noche aquí? -pregunté.
—Porque no puedo estar lejos demasiado tiempo. Ya te lo dije anoche, no se fían de mí.
—¿Quién es esa gente de la que tanto hablas?
—Kitty, eres una mujer inteligente. Estoy seguro de que ya lo has adivinado. -Me miró con cara de pena-. Me haces preguntas que no puedo responder.
—Lo siento -dije sintiéndome culpable-. Soy de lo más entrometida.
—Y yo siento no poder ser más franco contigo, pero es alto secreto y no se lo puedo contar a nadie. Mamá no lo sabe, ni Robin. Nadie.
¡Estaba en el Ejército! Por las películas que había visto, sabía que «alto secreto» era una expresión militar. Se había infiltrado en un grupo de terroristas y los espiaba, algo bastante peligroso. «Dios santo, que no le pase nada», rezaba.
En cuanto se hubo marchado, pedí que me trajeran té y un bocadillo y me pasé el resto de la noche viendo la tele y leyendo la novela que llevaba conmigo para el barco. Me fui a la cama temprano, pero no antes de llamar al servicio de habitaciones otra vez para pedir que me trajeran el desayuno a mi habitación. Pensé que sería buena idea no dejarme ver demasiado por el hotel. Quizá alguien que hubiera estado en el funeral de Michael trabajara allí, y no quería que Mary se enterase de que seguía en Belfast por si eso podía causarle algún perjuicio a Oliver. No quería imaginar qué perjuicio podía ser ése, pero era mejor no arriesgarse.
No me quedé dormida hasta muy tarde. Era mi segunda noche en Belfast, pero me parecía que llevaba allí cien. Mi vida en Liverpool pertenecía a otro mundo: sólo ésta era real. Me dormí pensando en si volvería a ver a Oliver cuando terminara con su labor de espía y reemprendiera su antigua vida.
Estaba terminando de desayunar cuando sonó el teléfono.
—Buenos días, Kitty. Quería asegurarme de que estabas despierta.
—Totalmente despierta. Estoy sentada en la ventana con una taza de café. Hoy también hace un día espléndido.
—Ojalá pudiéramos ir a dar un paseo -dijo apenado-. Te encantaría el jardín Botánico.
—No quiero ir a dar un paseo. Te quiero a ti. Ven aquí inmediatamente, Oliver, o te vas a meter en un buen lío.
—Ya estoy aquí. Estoy en el recibidor y he traído algo de vino.
Colgué, salí a la puerta y coloqué el cartel de «No molestar» - en la puerta.
Nunca antes había vivido un día semejante, ni lo viviría después. Oliver y yo, los dos solos en una habitación de hotel en Belfast, haciendo el amor, bebiendo vino, durmiendo, hablando, viendo la tele y haciendo el amor de nuevo. Nos duchamos juntos y nos sentamos junto a la ventana, envueltos en toallas, observando tranquilamente como la gente pasaba por debajo, compadeciéndolos por no ser nosotros.
—Vaya vidas más monótonas y aburridas que deben de llevar -comentó Oliver.
Yo estuve de acuerdo.
—No saben lo que se pierden.
Me besó de nuevo y dijo, como quien no quiere la cosa:
—Quizá algún día, cuando vuelva a ser Oliver Knowles; podríamos casarnos, ¿no crees?
Me quedé sin aliento.
—Quizá sí, cariño.
Lo dije completamente en serio, aunque tenía la fuerte sensación de que aquello no sucedería nunca.
—¿Lo dices de verdad? ¿No es sólo por decir?
—Lo he dicho en serio. -Le acaricié la cara y recordé que nuestros cumpleaños eran el mismo día. Dentro de dos semanas, yo tendría cuarenta años y él veinticuatro. La diferencia de edad no me importaba, pero podría ser un problema para él si lo pensaba bien-. Me encantaría ser tu esposa, pero vamos a esperar a que vuelvas a ser Oliver Knowles y a ver qué opinas entonces.
—Opinaré exactamente lo mismo que ahora. Te querré con todo mi corazón y querré que seas mi esposa, que estemos juntos.
—Sé que así será.
Lo estreché entre mis brazos y apreté su cabeza contra mi pecho. Pasé los dedos por sus largos y descuidados cabellos.
—Debes de sentirte muy solo en Belfast.
—Así es. Encontrarme contigo me ha devuelto la cordura, aunque sólo sea por un tiempo.
—Ven conmigo -susurré cogiéndolo de la mano y llevándolo a la cama.
Las toallas cayeron al suelo. Lo empujé hacia abajo y acaricié su maravilloso cuerpo, cada centímetro. Cuando terminé, me arrodillé encima de él, se deslizó dentro de mí y viajamos al paraíso, de donde regresamos sin habla, extasiados, para dormirnos el uno en brazos del otro. Cuando me desperté, más de una hora después, se estaba vistiendo.
—Tengo que irme -dijo-. ¿Será mañana nuestro último día?
Parecía que estuviera a punto de echarse a llorar. Asentí. Yo también tenía ganas de llorar. Mañana sería domingo: si no volvía pronto a casa, la gente empezaría a preocuparse y no podía pedirle a Claire que cuidara de la tienda para siempre.
—Cogeré el último barco.
—Traeré champán -prometió antes de darme un beso de buenas noches.
—Eso sería estupendo, Oliver.
Cuando se fue, lloré. Me preguntaba cómo sería el día siguiente y, cuando nos despidiéramos, si sería para siempre.
Las campanas de la iglesia me sacaron de un sueño extraño. En él, estaba en el ferry y Oliver iba conmigo, pero nunca conseguíamos mirarnos cara a cara. Todo el rato lo veía desaparecer por las esquinas o en las escaleras, pero, cuando lo seguía, no lo encontraba. Me daba la vuelta, decepcionada, y entonces lo veía cruzar una puerta. Pero, cuando yo entraba, no estaba por ninguna parte. Me desperté agitada y nerviosa por algo que no sabía identificar con exactitud. Quizá fuera porque sabía que iba a faltar a misa por primera vez en mi vida. Me sentí aliviada cuando sonó el teléfono. Sólo podía ser Oliver, y así era.
—¿Te parecería tomar champán con el desayuno?
—Me encantaría.
—Estoy en el recibidor. Subiré dentro de un minuto.
Llamaron a la puerta: era el camarero con el desayuno en un carrito. Me serví el té. Ya no estaba nerviosa ni agitada. Si el día anterior había sido bueno, éste sería mucho mejor, aunque lamentablemente tendría que llegar a su fin. Levanté la tapa del plato: panceta, huevos y salchichas. Había suficiente para dos personas, y muchas tostadas.
Me senté en la ventana con el camisón, fui dando sorbos al té y me pregunté por qué Oliver no había venido todavía. Quizá los ascensores estuvieran estropeados y tuviera que subir por las escaleras. Me puse algo de ropa y salí al pasillo, hasta los ascensores. Uno de ellos se detuvo y de él salió una señora que me dio los buenos días.
—Buenos días -respondí.
La puerta de las escaleras estaba al lado de los ascensores. La abrí y entré.
—¿Hola? -llamé.
Pero nadie contestó ni vino. De nuevo en el pasillo, cogí un ascensor hasta el recibidor. Allí tampoco había rastro de Oliver: Enseguida supe que debía haber pasado algo verdaderamente, horrible.
Me quedé en la habitación todo el día hasta que llegó el momento de coger el barco a Liverpool. Durante las largas hora que pasé tirada en la cama, imaginé como obligaban a Oliver a salir del hotel y lo metían en un coche, pero mi mente se negaba a ir más allá. No quería pensar, no podía soportar pensar que podía haberle pasado después.
Capítulo 9
—Eve llamó una mañana temprano, a finales de mayo, para felicitarme por mi cumpleaños.
—Ya tienes cuarenta -me recordó como si yo no lo supiera-. Te haces mayor.
—Tú también -señalé-. Todo el mundo.
—¡No digas eso! -Me la imaginé estremeciéndose ligeramente-. No quiero tener cuarenta nunca.
—No te pasa sólo a ti, pero la única forma de evitarlo es morir antes.
—No pareces de muy buen humor para ser tu cumpleaños. ¿Qué tiempo hace por allí? Aquí está nublado y llueve un poco.
Miré por la ventana y suspiré.
—Aquí está nublado y llueve un poco.
—¿Te gustó el bolso?
—Sí, lo siento. Me había olvidado de darte las gracias. Es precioso, como a mí me gusta.
Me había enviado un bolso rojo muy bonito, con muchos bolsillos.
—No pasa nada -dijo, tranquilamente-. ¿Vas a celebrar una fiesta?
—Voy a salir a cenar al centro con Claire, Norah y Marge. -Claire se había ofrecido a montar una fiesta, pero yo le había dicho que no-. Y estaba de muy buen humor hasta que me has recordado que me estoy haciendo mayor. -No era cierto. No suelo ponerme melancólica, pero el mundo me parecía un lugar muy sombrío desde mi vuelta de Belfast-. En fin, ¿cómo está Holly? -Mi nieta ya tenía seis semanas y sólo la había visto aquella vez-. Me gustaría hacerle una visita pronto.
—Holly está creciendo muy deprisa y puedes venir siempre que quieras. ¿Cuándo crees que será?
La pregunta sonó algo brusca, pero noté que tenía muchas ganas de que fuera. Eso me gustaba en cierto modo, pero me preocupaba que fuera una señal de que las cosas no iban bien entre ella y Rob.
—¿Qué te parece el domingo? Iré en coche.
Tenía que invitar a Muriel, pero pensaba que no querría venir. La operación y la noticia de lo de Michael la habían debilitado mucho; ya no era ni de lejos la misma de siempre.
—Nos vemos entonces, Kitty.
Colgó.
La cena resultó un poco aburrida. Fue por mi culpa: era incapaz de dejarme llevar. Nos reímos un poco, y también hubo muchos silencios incómodos que ni siquiera Claire, con su habitual exuberancia, supo rellenar. La comida estaba excelente, pero no podía dejar de pensar en lo mucho que habían cambiado mis hermanas y mi amiga, como si me estuviera dando cuenta por primera vez de que, al igual que yo, se habían hecho mayores. Me fijé en los mechones grises de Claire (algo que no resultaba muy sorprendente, pues tenía cincuenta y dos años), en la boca caída de Norah (estaba bastante deprimida desde que Bernadette se casó), y en la inexistente cintura de Marge (comía demasiado). Volví a casa en coche, preguntándome por qué se suponía que debía ser feliz el día de mi cumpleaños. ¿A qué edad dejaba una de alegrarse de cumplir un año más y empezaba a desear ser un año más joven? «A los veintinueve», pensé. Ese era el momento en el que una se daba cuenta de que al año siguiente tendría treinta y que la vida era cada vez más corta.
—Pero qué... -murmuré cuando paré frente a la casa.
Vi que las luces estaban encendidas y que había un Mini de color amarillo chillón aparcado delante. Cuando entré, me encontré con una cuna portátil y una gran maleta en el pasillo, y a Eve en el salón. Llevaba un horrible vestido de rayas geométricas y mecía a Holly, que estaba de lo más irritable.
—No sabía que te habías sacado el carné de conducir -fue todo lo que se me ocurrió.
Sabía que había estado dando clases. Me obsequió con una enorme sonrisa.
—No me lo he sacado, pero sé conducir perfectamente. El profesor me dijo que me movía como pez en el agua.
—¿Quieres decir que has venido desde Londres hasta aquí sin carné?
—Sí -respondió orgullosa, como si hubiera realizado toda una hazaña-. Simplemente le quité los carteles con la L. ¿Por qué llevas dos bolsos?
—El blanco me lo ha regalado Norah por mi cumpleaños. -Me senté de golpe-. ¿Qué haces aquí?
Me volví a levantar y, de su rodilla, cogí al bebé, que no dejaba de llorar. Estaba muy caliente. Le quité el chal de lana, me la eché al hombro y le di unas palmaditas en la espalda.
—Ea, ea, cariño -dije.
—Ésta es mi casa, ¿no? Papá... Michael dijo en el testamento que es mía. No es como si me hubiera colado en casa ajena.
—Nadie te ha acusado de eso, Eve: Sólo te he preguntado por qué habías venido.
Su actitud era tan arrogante que me entraron ganas de darle una buena torta. Desde que se había marchado de casa, ya no la veía con los mismos ojos. No era aquella niña tímida y torpe que lloraba desconsolada en las rodillas de su padre y me rompía el corazón, sino una jovencita petulante con una gran habilidad para ponerme de los nervios. La quería igual que siempre, pero la relación madre-hija parecía mucho más sana y normal últimamente.
—He dejado a Rob -anunció con dramatismo, echando la cabeza hacia atrás de tal manera que le bailaron los largos pendientes plateados que llevaba-. Me acabo de dar cuenta de lo gilipollas que es. Se supone que es marchante de arte, pero no hace otra cosa que comprar cuadros a estudiantes por una miseria y luego venderlos por un montón de dinero.
—Eso se llama capitalismo -dije con cierta brusquedad-. Pasa cada vez que compras algo en una tienda.
Holly había dejado de llorar y estaba haciendo de vientre.
—Sea lo que sea, es un asco.
También lo era lo que estaba soltando Holly.
—¿Y hasta hoy no te habías dado cuenta de que Rob es gilipollas? Cuando hablé contigo esta mañana no me dijiste nada de dejarlo.
—Bueno, la verdad, Kitty -se sonrojó-, es que al padre de Rob, Barney, lo han arrestado esta mañana por comprar mercancía robada, y la señora Horton ha venido a casa diciendo que le daba miedo vivir sola. Pero lo peor..., si es que puede haber algo peor que vivir en la misma casa que mi suegra, es que temo que Rob esté implicado. A veces vende antigüedades además de cuadros, y no tengo ni idea de dónde las saca.
Al parecer, no tenía la más mínima intención de «permanecer junto a su hombre», como decía la canción. Y, por cierto, menuda familia política se había buscado.
—¿Significa eso que has vuelto para quedarte?
—Supongo que sí. ¿Te importa?
Arqueé las cejas y me encogí de hombros con indiferencia.
—¿Cambiaría algo si así fuera? Después de todo, como me acabas de recordar, la casa es tuya.
Volvió a sonrojarse.
—No quería que sonara así, ya lo sabes. Es tu casa siempre que la quieras. ¿Puedo comer algo? Me muero de hambre.
—Puedes prepararte algo tú misma o cambiarle los pañales a Holly, una de dos.
—Haré la comida -dijo enseguida-. No sé cambiar pañales. Francine, la au pair, se encargaba de eso.
—Pues será mejor que aprendas pronto -le advertí muy seria-. No tengo intención de hacerlo siempre.
—Bueno, tampoco lo hiciste conmigo -contestó, con la misma seriedad, mientras salía de la habitación y se ponía a remover ruidosamente cosas en la cocina.
«Eso me lo he ganado», pensé con tristeza.
—¿Dónde están los pañales? -grité.
—En la bolsa que hay sobre el sofá.
Coloqué a Holly en el suelo y rebusqué en la bolsa, pero no vi los pañales por ninguna parte hasta que me fijé en un paquete de almohadillas de algodón, como toallitas gigantes. Eran de esos que sólo se usaban una vez y luego se tiraban por el inodoro. Había oído hablar de ellos, pero nunca los había visto.
—¿Siempre usas de los desechables? -grité de nuevo-. ¿No son muy caros?
—Muy, muy caros. Pero los de toalla hay que lavarlos.
—Cielo santo -le dije a Holly, que se había despertado y me miraba con sus inteligentes ojos azules-. No podemos dejar que mamá lave pañales, ¿verdad? -Holly movió los pies en señal de acuerdo-. Vamos a llevarte arriba y a cambiarte en el baño.
Tuve que tirar de la cadena tres veces hasta que el pañal sucio desapareció. En el futuro, los tiraría a la papelera. Aquello olería fatal, pero era mejor que tener las cañerías atascadas.
Cuando volví abajo con una Holly lavada y perfumada (le había espolvoreado el culito con una buena dosis de polvos de talco), Eve estaba sentada a la mesa comiendo una tostada con judías.
—¿Eso es todo lo que has encontrado? -pregunté-. Hay un montón de comida.
—Es lo único que sé hacer. He perdido la costumbre de cocinar. -Yo no recordaba que la hubiera tenido nunca-. Casi siempre comíamos fuera, y en casa cocinaba Francine.
—¿No hay que darle de comer a Holly?
—Hay un biberón y una lata de leche en polvo en la bolsa. Las instrucciones vienen en un lateral. Podrías prepararla mientras como.
—¿Eso también lo hacía Francine?
—Sí -dijo en tono defensivo-. Pero siempre era yo la que le daba el biberón a Holly.
—Bueno es saberlo.
Se atragantó con las judías y farfulló:
—Si vas a estar diciendo cosas así todo el rato, Kitty, me vuelvo a Londres.
La miré y sonreí.
—¿Crees que soy peor que la señora Horton?
—No, creo que no -respondió, devolviéndome la sonrisa para mi alivio.
Me alegraba de que estuviera en casa, pensé cuando me fui a la cama. Me hacía sentir bien saber que mi hija estaba en la habitación de al lado y que mi nieta dormía tranquilamente en la cuna portátil, en el cuarto de invitados. La vieja cuna de Eve estaba en el ático: la sacaría por la mañana. Probablemente hiciera falta un nuevo colchón. Me quedé dormida pensando si, de comprar uno nuevo en el centro, podría traerlo a casa en tren. Era un cambio agradable, comparado con los pensamientos más sombríos que había tenido últimamente.
Aquel aullido desesperado, que le rompía a una el corazón, me despertó exactamente a las tres y media. Me quedé allí tirada un rato, sin saber qué era, hasta que me di cuenta de que se trataba de Holly, que estaba llorando. Esperé a que Eve fuera a ocuparse de ella, pero cuando me pareció que eso no iba a suceder, me levanté y caminé como un zombi por el pasillo. ¡Eve había tenido la cara de cerrar la puerta de su cuarto! Sin duda, la pobre Francine era la encargada de cuidar del bebé por las noches. Holly era una niña ideal; eso nos había dicho Eve, orgullosa, cuando Muriel y yo fuimos a visitarla. Pero Holly podría haber sido el bebé más problemático del mundo y su madre no lo sabría. Empezaba a desear que se hubiera traído consigo a Francine.
—¿Qué te pasa? -le susurré a mi nieta.
Dejó de llorar y me miró con ojos suplicantes. No estaba segura de si aquella mirada quería decir que tenía hambre o si necesitaba que la cambiaran, así que pensé que lo mejor era ocuparme de las dos cosas. Le cambié el pañal, preparé un biberón y se lo di, sentada en la cama.
—Tu madre tendrá que ponerse las pilas -le dije mientras chupaba con ganas-. Si cree que voy a hacer yo de au pair, va lista.
En cuanto dejé a Holly en la cuna, abrí la puerta de Eve todo lo que pude. Estaba dormida como un tronco. Sólo un ligero movimiento en el pecho indicaba que seguía viva. Si Holly se volvía a despertar, quería asegurarme de que su madre se enteraba.
Apareció mientras yo desayunaba, otro día gris y con algo de lluvia. No se había quitado el maquillaje de la noche anterior y tenía unos manchurrones oscuros bajo los ojos. Con aquel escaso camisón de algodón y el pelo rubio enmarañado, parecía una chica de la calle, una de aquellas tristes mujeres maltratadas que buscaban refugio en la casa de Hilda en Everton Valley: Había olvidado lo largas que tenía las piernas.
—Deberías haberte quedado en la cama -le dije-. Iba a llevarte una taza de té antes de irme.
—¡De irte! -Se quedó boquiabierta-. ¿Irte adónde?
—A trabajar. Tengo una tienda, ¿recuerdas?
Parecía desesperada.
—Pero hoy no irás, ¿verdad?
—No se me ocurre ninguna razón para no hacerlo -expuse.
—Pero yo sola no me las puedo arreglar con Holly -se lamentó-. Te necesito aquí. Se va a despertar en cualquier momento y no sé qué hacer con ella.
—Llamaré a tu tía Claire dentro de un rato y le preguntaré si puede venir. Ella te ayudará. Es una pena que no amamantaras a Holly. Da muchos menos problemas que los biberones.
—Tú tampoco me amamantaste a mí.
—Bueno, pues ahora no puedo compensarte amamantando a tu hija.
Me asusté cuando vi que de sus ojos brotaban lágrimas.
—¿Tienes que ser siempre tan fría?
—Es mejor ser fría que enfadarme cada vez que me recuerdas lo mala madre que fui.
A mí tampoco me hubiera importado echar una buena llorera.
—Lo siento -dijo sorbiéndose la nariz-. Aunque es cierto que fuiste una mala madre.
Estuve de acuerdo en que, más que mala madre, había sido una madre ausente, y le pedí perdón por ello.
—Parece que siempre estamos intentando ganar la discusión. Quizá deberíamos prometernos que vamos a portarnos bien la una con la otra a partir de ahora, ¿no te parece?
Asintió.
—Me parece bien.
Como muestra de lo bien que podía portarme, le dije que se sentara, le serví una taza de té y le propuse ir a trabajar más tarde de lo habitual.
—Esperaré a que llegue Claire (así tendrás tiempo de darte una ducha y de comer algo), y luego te enseñaré a cambiar un pañal. Con los desechables es facilísimo. ¿Crees que ahora te los podrás permitir? Lo que quiero decir es: ¿Rob te va a pasar algún dinero?
—Si tiene que ir a la cárcel con su padre, no. Pero tenemos mucho dinero en la cuenta conjunta. Puedo sacar de ahí.
—No si Rob llega primero. Si yo fuera tú, iría al banco cuanto antes, abriría una nueva cuenta y transferiría el dinero allí.
Ella arrugó la nariz.
—Me parece un poco feo.
—Pero cariño -razoné-, tienes que cuidar de Holly. Necesitarás dinero para ella y para ti. Tienes derecho al que hay en la cuenta. ¿Quieres a Rob? ¿Tienes miedo de hacerle daño?
—Rob me importa una mierda -espetó-. Nunca lo quise, pero él sí me quería y eso me pareció suficiente. Estuvo una eternidad pidiéndome que me casara con él, pero en cuanto lo hice, perdió el interés. Dejó de hablarme y salía con otras mujeres. ¡Fue infiel! -Parecía que aquello la escandalizaba más que entristecía-. Era como si ya no importase que fuera su esposa. Si no hubiera sido así, me habría mantenido a su lado aunque hubiera ido a la cárcel. Es lo que hacen las esposas, ¿no?
Me miró con unos ojos enormes y húmedos.
—¡Oh, Eve! -busqué su mano-. Ojalá me lo hubieras contado antes.
Me sentía furiosa porque ella hubiera tenido que soportar un comportamiento semejante a una edad tan temprana.
—Pensé que dirías «te lo dije». Me advertiste de que debía casarme sólo con alguien con quien quisiera pasar el resto de mi vida. Cuando me casé con Rob, no tenía tanta visión de futuro.
—¡Yo nunca te diría algo así! -Pensándolo mejor, habría podido perfectamente-. ¿Quieres una tostada, cariño?
—Sí, por favor, Kitty. -Le temblaba el labio inferior.
Después de hacer la tostada y otra tetera, llamé a Claire, que me prometió dejar todo lo que estaba haciendo y venir inmediatamente. No tenía ni idea de cómo se las habrían arreglado los McCarthy sin su gran corazón. Aunque tenía una numerosa familia de la que cuidar, siempre se podía contar con ella cuando había problemas.
—Cuanto más mayores se hacen los hijos, más problemas dan -declaró-. La pobre Norah y el pobre Roy no saben qué hacer. Tienen a Bernadette, al bebé y al vago de su yerno viviendo con ellos. La casa está hecha un asco; Bernadette no deja de llorar, ni Debbie tampoco. Y lo único que hace ese tipo que se hace llamar yerno es estar tirado, comerse toda su comida y ver la tele.
—Aquí no estamos tan mal -expliqué agradecida-, pero creo que el tipo que se hace llamar mi yerno podría acabar en la cárcel dentro de poco.
Entrar en la tienda, silenciosa y tranquila, fue un alivio. Alguien había puesto una nota en la. puerta que decía: «¡Creía que la tienda debía estar ABIERTA!». La hice pedazos. No me importaba perder a un cliente habitual. Últimamente había muchas cosas que no me importaban demasiado: mi aspecto, si comía o no, lo que decía... La noche anterior me había portado fatal con Eve, no le había mostrado la más mínima comprensión. Eso sí que me importaba. Me había parecido muy irresponsable al haber escapado de su esposo después de unos pocos meses, sin darle ni una oportunidad al matrimonio. Ahora sabía la verdad, pero el caso es que ella debía haber conocido un poco mejor a Rob antes de casarse con él.
Puse la tetera en el fuego, vendí una caja de bolígrafos, hice el té, contesté al teléfono; sí, tenemos tíquets para rifas; no, no cerramos a la hora de comer. Colgué el auricular, lo cogí otra vez y marqué un número. Una voz perfectamente modulada respondió:
—Hola, Faith Knowles al habla.
Colgué. Era la cuarta vez que lo hacía y seguía sin saber por qué. Sentía que oír la voz de su madre era lo más parecido a oír la del propio Oliver.
Cuando llegué a casa, después de una jornada de trabajo, Claire ya se había ido, pero había venido Muriel. Eve y Holly se estaban echando una breve siesta, según me contó.
—Tu hermana tuvo que marcharse y por eso Eve me llamó y me preguntó si podía venir.
Parecía muy contenta de que alguien la necesitara. Había preparado queso y flan de huevo, y había hervido unas patatas para el té. Antes, me dijo, había llevado a Holly a dar un largo paseo mientras que Eve había cogido el tren a Walton Vale.
—Tenía que ir al banco y, al parecer, había perdido las llaves del coche.
—No las ha perdido, están en mi bolso. -Se había dejado el Mini abierto con las llaves puestas. Cualquiera podría haberlo robado-. No se ha sacado el carné de conducir y aun así vino en coche desde Londres. -Todavía me escandalizaba pensarlo-. Las quité para que no pudiera usarlo.
Muriel chasqueó la lengua en señal de reprobación a Eve.
—Has hecho bien, querida. Los jóvenes tienden a ser demasiado inconscientes, aunque Michael siempre tenía mucho cuidado en todo lo que hacía. Nunca se la jugaba.
Desde la muerte de Michael, Muriel hablaba mucho de su hijo. Aquel día tenía mejor aspecto, y más tarde me enteré de que había llamado a Mary Brady y había quedado en pasar el fin de semana siguiente al próximo en Buckles.
—Tengo muchas ganas -dijo-. Así podremos compartir recuerdos de Michael.
—Serán muy distintos -le advertí.
—Ya lo sé, Kitty, pero creo que a las dos nos vendrá bien.
Apareció Eve, con unas sandalias blancas y un coqueto vestido rojo sin mangas ni espalda.
—Holly aún duerme. ¿Está el té listo? Me muero de hambre.
—Está todo listo, lo sacaré.
Muriel se fue corriendo a la cocina.
—Siempre te mueres de hambre -comenté.
—¿Te molesta? -preguntó con voz gélida.
—Claro que no. Me alegro de que tengas buen apetito. ¿Ponemos la mesa para ayudar a Muriel?
Me faltó añadir: «A no ser que hayas perdido también esa costumbre», pero recordé que había prometido portarme mejor con ella.
—Llamé a Penny antes -anunció Eve-. Ha vuelto de Londres definitivamente. Perdimos un poco el contacto después de mi boda. ¿Te importaría cuidar de Holly mañana por la noche para que podamos ir a una discoteca o algo?
—No me importa, no.
Me di cuenta de que mi vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados. Había quedado con Marge esa noche para ir a ver Dos hombres y un destino por segunda vez. Marge no estaba segura de si le gustaba más Paul Newman o Robert Redford. La llamaría más tarde para pasarlo a la noche siguiente.
La sociedad se venía abajo, o al menos la pequeña parte representada por la familia McCarthy. Lisa dejó a mi hermano Jamie y se volvió a Berlín con sus dos hijos. En un abrir y cerrar de ojos, Jamie apareció por Amethyst Street con una nueva novia. Claire estaba convencida de que de nueva no tenía nada, y posiblemente era la razón por la que Lisa se había marchado.
Norah y Roy echaron a su yerno de casa y le dijeron que no volviera hasta que encontrara un trabajo y se ganase la vida. Bernadette se indignó, pero no se fue con él.
Entonces nos enteramos de que Bobby, el adorable bebé al que yo había visto en el hospital pocos días después de nacer, era ahora un apuesto veinteañero, de quien se descubrió que tenía una aventura con una mujer casada que casi le doblaba en edad.
—¿Qué le pasa al mundo? -chillaba Claire-. A nadie le importa un carajo la moral. Gracias a Dios que mamá y papá ya no viven. Todo esto los mataría seguro.
Comenté que ella y Liam no habían tenido más remedio que casarse, al igual que Danny y Marge, y que yo había tenido a Eve.
—Éramos igual de inmorales, pero hoy en día las cosas se tratan de manera más abierta y honesta. A mí me gusta más así.
—No me extraña -se limitó a decir Claire-. Tú siempre has ido contracorriente.
Estaba a punto de volver a hacerlo. Claire siempre decía que podía saber si una mujer estaba embarazada por la cara que tenía, pero hasta el momento no se había dado cuenta de que estaba embarazada de tres meses de Oliver Knowles.
—Hola, Faith Knowles al habla.
—¡Faith! Seguro que no sabes quién soy: Kitty, Kitty McCarthy. ¿Te acuerdas de mí?
—¡Kitty! ¿Cómo iba a olvidarte? -dijo Faith cariñosamente-. Qué agradable sorpresa saber de ti después de tanto tiempo. ¿Cómo estás, querida?
—Muy bien, gracias. ¿Y tú?
—También bien, gracias, Kitty. Me sentía un poco rara, yo sola en esta casa tan grande (mi madre murió hace tiempo), así que la puse a la venta y se acaba de vender.
Me la imaginé en el extenso pasillo donde estaba el teléfono, sobre una mesita tallada junto a una silla tapizada. El sol debía de entrar por la ventana, haciendo que brillara la madera lustrada. Era agosto y el país entero disfrutaba de una ola de calor.
Me humedecí los labios.
—¿Y cómo están los chicos?
—Robin se casó este año con una chica encantadora llamada Alice. Tienen dos gemelos, Jeremy y Stuart, que nacieron más o menos en Semana Santa. Son adorables, Kitty -dijo orgullosa-. Te encantarían.
—Estoy segura. ¿Y Oliver?
Hubo una pausa.
—Oliver está aquí conmigo.
La cabeza me daba vueltas. No sabía qué decir. Me humedecí los labios de nuevo y pensé algo.
—Faith, te llamaba porque voy a ir el domingo a Londres con el coche. Pensé que podía pasarme y haceros una visita.
Hubo otra pausa. Cuando volvió a hablar, su tono era más educado que cálido.
—Estaría bien volver a verte, Kitty. De hecho, he estado buscando una casa por tu zona; Robin vive en Preston y me gustaría ver más a los gemelos. Me han hablado de una en Southport que tiene buena pinta. Te los presentaré cuando vengas. Hubo un tiempo en que tú y yo estábamos muy unidas -prosiguió algo melancólica-, casi como hermanas. Fue culpa de Eric que dejáramos de vernos. Pero bueno, todo eso es agua pasada, ¿no?
Dije, al menos eso creo (fue más bien un murmullo), que podríamos volver a ser amigas cuando se mudara a Southport. Me preguntó a qué hora debía esperarme al día siguiente (no me había dado cuenta de que sólo faltaba un día para el domingo), y dije que alrededor del mediodía. Y colgué.
Los árboles del jardín trasero estaban más altos: pude ver como se elevaban por encima del tejado cuando caminaba hacia la casa. Eran las doce menos diez. Había salido de Maghull bastante pronto, poco después de las siete, porque no conocía el camino: el mapa de carreteras que había dejado Michael no tenía ni pies ni cabeza.
—Está completamente desfasado -había dicho Eve-. Hay una autopista nueva, la M1, que no sale. ¿Quieres que vaya contigo? -preguntó amablemente, como si hablara con una anciana que no había usado un mapa en su vida, por no hablar de uno de carreteras-. Podría dejar a Holly con Muriel y ser tu guía.
—No, gracias. Me las arreglaré.
Me habría encantado tenerla de guía, pero aquél era un viaje que tenía que hacer yo sola.
—¿Qué le pasa a esa tal Faith que tienes que irte hasta Richmond en coche con tanta prisa?
—No le pasa nada. Bueno, nada grave. Es que necesita mi consejo sobre un asunto y yo me ofrecí a visitarla.
Agradecía su interés, pero deseé que dejara de hacer preguntas. Necesitaba una excusa para desaparecer durante todo el día y quería que fuera lo más cercana posible a la verdad.
Hizo una lista de las ciudades y pueblos que atravesaría y los números de las carreteras, y me dijo que lo pusiera en el asiento del copiloto.
—Pero no lo leas mientras conduces. Encuentra primero un sitio donde parar -añadió.
—Sí, Eve -dije obediente.
Sólo hacía un mes que tenía el carné de conducir, pero estaba claro que se consideraba una experta en comparación conmigo, que llevaba conduciendo desde poco después de su nacimiento.
Hice el viaje sin demasiados problemas gracias a las indicaciones de Eve (ya se lo diría a la vuelta), y ahora, allí estaba, llamando a la puerta y esperando a que Faith abriese. Era consciente de que Oliver estaría allí dentro, y de que me explicaría por qué nunca subió a la habitación del hotel en Belfast y por qué no había intentado encontrarme, cuando le habría resultado bastante fácil.
Faith abrió la puerta y me rodeó con sus brazos.
—Vaya, ¿por qué no habremos hecho esto antes? -exclamó. Me cogió de los hombros-. Apenas has cambiado desde que eras una jovencita que venía a verme a Orrell Park hace muchos años... ¿Cuántos han pasado ya? ¿Veintiuno?
Confirmé que así era.
—Tú tampoco has cambiado mucho, Faith.
Recordé lo mucho que envidiaba su estructura ósea. Ahora tenía unos sesenta y tantos años, y bajo los ojos y alrededor de la boca tenía unas finas líneas de expresión, pero su cuello seguía siendo suave y esbelto, sin rastro de papada. Sería hermosa hasta el día de su muerte. Llevaba un sencillo vestido blanco de algodón que dejaba al descubierto sus brazos morenos.
—Entra, querida, entra. Voy a preparar un poco de café. Luego podemos comer algo. Qué prefieres, ¿café o té?
—Café, por favor.
En el pasado, siempre bebíamos café, nunca té.
—Vamos a la cocina entonces. Hace un día soleado y espléndido, mucho mejor que en ese cargado comedor. No le prestes demasiada atención al desorden: he estado vaciando el ático. No te creerías la de cosas que he encontrado.
En el pasillo había cajas de mudanza, libros apilados en las escaleras y montones de sábanas atadas con cuerda. Lo único que me interesaba era Oliver, pero no había rastro de él por ninguna parte.
—Bueno, siéntate, Kitty, y cuéntame absolutamente todo lo que te ha pasado desde la última vez que nos vimos.
Faith puso una taza de café frente a mí, me acercó un plato de galletas de higo y se sentó al otro lado de la mesa, dispuesta a escuchar mis historias. Su exagerada amabilidad me daba a entender que todo era por mí, que en el fondo había algo que la preocupaba. Sus manos, esbeltas y alargadas, temblaban tanto que cuando dejó la taza de café en la mesa, derramó un poco sobre el mantel blanco, aunque ni se dio cuenta.
De todas formas, se lo conté todo, empezando por Hilda y Dorothy y la casa de Everton Valley, hasta cuando Eve dejó a Rob y se vino con Holly a vivir a la casa de Maghull, resumiendo la historia de mi vida adulta en unos pocos cientos de palabras que sólo me llevó unos minutos relatar. Pensé que era mejor no decir que el funeral de Michael había sido en Belfast; pero eso fue lo único que me guardé.
—Así que eres abuela -me felicitó cuando terminé. Faith siempre me colmaba de atenciones cuando estaba nerviosa-. ¡Es increíble! Pareces jovencísima, y sin embargo hemos tenido nietos más o menos al mismo tiempo. Por cierto, Hope tiene un montón de hijos adoptivos. No te enterarías, pero después de la muerte de Graham, se casó con un viudo con cinco hijos.
—¿Qué fue de Fred? -pregunté de repente-. Le escribí cientos de veces, pero nunca recibí respuesta.
—Graham le dejó a Fred su apartamento en el sur de Francia. En Montecarlo, creo que era... Sí. Fred se mudó inmediatamente. Por lo que sé, debe de seguir viviendo allí, como un maharajá.
Seguía sin saber nada de Oliver. Estaba a punto de preguntar por él; rezaba porque no hubiera decidido salir deliberadamente al enterarse de que yo iba a ir a la casa y porque no quisiera evitarme, pero entonces Faith dijo:
—Vamos a ver a Oliver. Está en el jardín.
Se levantó. Yo la seguí, nerviosa. Sentía como si mi corazón hubiera doblado, triplicado su tamaño normal, y me repicaba violentamente dentro del pecho.
Junto al olmo grande y sombrío al que Oliver solía encaramarse de pequeño había una silla en la que estaba sentada una figura dolorosamente familiar. Cuando se subía al árbol, yo tenía que ir tras él y rescatarlo más de una vez, incluso a pesar de estar embarazada de Eve. Me sorprendieron dos cosas: Oliver no volvió la cabeza cuando se acercó su madre y la silla era de ruedas, con un catéter instalado en un lateral.
—Oliver, cariño. -Faith se arrodilló sobre la hierba, cogió una de las manos de Oliver y se la llevó a su propia mejilla-. Han venido a verte. ¿Te acuerdas de Kitty? ¿Recuerdas que solía cuidar de Robin y de ti cuando erais pequeños? Mira, cariño, aquí está.
Pero la cabeza de Oliver permaneció inmóvil. La hierba reseca crujía cada vez que yo daba un paso. Cuando me planté frente a la silla de ruedas, sentí que se me revolvía el estómago al contemplar la mirada vacía en el rostro demacrado e inexpresivo de Oliver. Tenía la cabeza afeitada, con una finísima capa de pelo negro.
Faith se puso a llorar.
—Le partieron las piernas -dijo con un afligido susurro-, y luego lo golpearon con bates de béisbol hasta que lo dejaron seco. No oye, no puede andar, no entiende nada. No me queda más que el fantasma de mi querido hijo.
—¿Cómo sucedió, Faith?
Me temblaban las piernas, pero me las arreglé para arrodillarme junto a ella y cogerle la mano a Oliver. Estaba demasiado fría. Me estremecí. Las ramas del árbol también temblaron, y los pequeños rayos de luz que se colaban por entre las hojas bailaban sobre la hierba.
—Entró en el Ejército... El capitán Knowles, yo estaba orgullosísima. -Le caían lágrimas por las mejillas, pero no se molestó en limpiarlas-. Desde que dejó la universidad, se volvió muy inquieto. No daba señales de querer asentarse como Robin, que estudió para ser profesor: es lo que siempre quiso ser. Oliver empezó media docena de trabajos, pero siempre los dejaba, decía que se aburría. Sentí alivio cuando entró en el Ejército. Por fin un sitio en el que hacer carrera, pensé.
Sonrió con melancolía. Yo puse la mano que tenía libre sobre su hombro y lo apreté.
—Lo enviaron a Belfast -prosiguió-, y yo me di cuenta enseguida de que pasaba algo raro. Tenía que enviarle las cartas a un apartado de correos. Apenas contestaba y nunca daba explicaciones. Entonces pasó esto... -Se detuvo unos segundos, incapaz de seguir-. Sólo puedo imaginarme el motivo. El Ejército nunca me dio una explicación oficial.
—¿No debería estar en el hospital?
—Suele estarlo. Es el primer fin de semana que le dejan venir a casa. Los médicos creen que le vendrá bien estar en un lugar conocido, con su madre.
—¿Y crees que ha sido así?
Sujeté la mano de Oliver y le acaricié la palma con el pulgar, pero él no reaccionó. Recordé que aquella mano había acariciado mi cuerpo, me había tocado...
—No lo sé -sollozó Faith-. No tengo forma de saberlo. A veces creo ver en sus ojos un destello de reconocimiento, o que una sonrisa se dibuja en sus labios, pero seguramente sea sólo mi imaginación. Quiero que pase con toda mi alma, con todo mi corazón -repitió-: con todo, todo mi corazón.
—¿Y sucederá? -pregunté, pues quería saber lo que pudiera sobre mi amado Oliver-. Es decir, se pondrá mejor con el tiempo, ¿no?
—Los médicos creen que hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que recupere la consciencia, pero ha sufrido daños cerebrales irreversibles y es posible que nunca vuelva a ser el Oliver que conocimos. -Dejó con cuidado la mano de su hijo sobre la rodilla de éste y se quedó de cuclillas-. ¿Quieres beber algo, Kitty? ¿Algo con alcohol? Me avergüenza decirlo, pero lo cierto es que desde que sucedió esto, he estado bebiendo bastante (supongo que me viene de mi madre), y le he cogido el gusto al brandy, pero dentro hay muchas otras cosas.
—Un poco de jerez estaría bien -dije sólo por cortesía.
Se levantó con un suspiro y entró. Yo le di a Oliver un suave beso en los labios.
—Cariño, soy Kitty. Nos volvimos a ver en Belfast, ¿recuerdas? Tocabas el piano en un hotel llamado Buckles, y después de eso subiste a mi habitación e hicimos el amor. Me dijiste que siempre me habías querido, desde que eras un niño pequeño, e hicimos el amor otra vez en otro hotel distinto. ¿Recuerdas lo maravilloso que fue, Oliver, cariño? Me preguntaste si algún día me casaría contigo y dije que sí, que lo haría. Bueno, pues ahora podemos casarnos si es lo que quieres. ¡Cielos! -me lamenté-. Háblame, Oliver, di algo, lo que sea. Por favor, háblame.
—Eso es lo que el médico recomendó que hiciéramos. -Faith había vuelto con una copa en cada mano-. Hablar con él. Creo que estos dos últimos días he recurrido a todos y cada uno de los recuerdos que tenía del pasado, pero me habría dado lo mismo contárselos al árbol, para lo que ha servido -concluyó con amargura.
—Llevará tiempo.
—Supongo que sí -dijo con voz desesperada.
—No te des por vencida, Faith -le supliqué-. ¿Sabe Eric lo que pasó? Al fin y al cabo, es el padre de Oliver.
Necesitaba a alguien que la apoyara en aquel trance. No podía imaginar que Hope pudiera ser de mucha ayuda, y Robin vivía a cientos de kilómetros de allí, en Preston, y tenía una familia de la que ocuparse.
—¡Eric! -Se estremeció como si el nombre le pareciera repugnante-. Lo último que supe de Eric era que estaba viviendo con una mujer con la mitad de años que él y que había formado otra familia. No tengo ni idea de cómo entrar en contacto. Robin llama todos los días y Charlie está en Hong Kong. Nunca se casó, y siempre envía unas cartas largas y muy bonitas. Además, llama por teléfono una vez a la semana, pero tiene un trabajo muy importante en un banco y no puede venir cuando quiere.
Charlie, al que yo nunca conocí, recordé que era el hijo de su primer matrimonio.
—¿Te llevarás a Oliver contigo si te mudas a Southport? -pregunté.
—Sí. Hay un hospital en Chester donde cuidarán de él y lo traeré a casa los fines de semana. -Miró a su hijo, pensativa-. Supongo que ha mejorado un poco desde la primera vez que lo vi. Antes se le caía la cabeza a un lado, pero ahora puede mantenerla erguida. Los médicos dicen que físicamente está en buena forma, así que eso debería ser de ayuda.
Propuse que comiéramos fuera.
—Enfrente de él. Y podemos traer esa radio portátil que he visto en la cocina y ponerla bien alta. Haremos que se fije en nosotras, aunque sólo sea en su mente.
Ella volvió a llorar.
—Cuando llamaste ayer, estuve a punto de decirte que no vinieras, pero entonces recordé lo buena que habías sido con él y con Robin. Me alegro mucho de que hayas venido, Kitty. Parece que siempre sabes lo que hay que hacer.
Me quedé hasta que llegó la ambulancia, sobre las seis y media, y se llevó a Oliver. En algún momento de la tarde, Faith me preguntó cuál era la verdadera razón por la que había ido a visitarla.
—Tenías que venir de todas formas, ¿no? No sólo a verme, ¿verdad?
—Eve se dejó casi toda su ropa en el piso de Chelsea. Tiene mucha prisa por recuperarla, sobre todo la de invierno, pero no le apetece encontrarse cara a cara con su suegra. Me ofrecí a recogerla por ella. -Sólo la última frase era mentira. Era cierto que Eve tenía prisa por recuperar sus chaquetas de cuero y sus botas altas, y otras cosas que seguramente no podría pagar de nuevo, al menos no iguales-. Pero -le dije a Faith-, no es importante. Siempre puedo recogerla en otro momento. Prefiero veros a ti y a Oliver.
Ya estaba embarazada de tres meses y pensé que iba siendo hora de contárselo a todo el mundo. Para mi sorpresa, Eve se echó a reír.
—Eres -dijo casi ahogada-, seguramente la madre más rara que te puedas imaginar. ¡Tener un hijo ilegítimo a tu edad! ¿Y quién es el padre? Nunca te he visto con un hombre.
Marge se limitó a sonreír.
—Felicidades, Kitty. ¿Quién es el afortunado?
—¡Oh, Kitty! -suspiró Norah-. No estás casada y no se te ocurre otra cosa que quedarte embarazada, a tu edad. ¿Es que no tienes vergüenza?
Tuve que admitir que no.
Claire se tiraba de los pelos, pues yo no le revelé la identidad del padre.
—Venga, Kit, a mí me lo puedes decir -intentó coaccionarme.
Pero yo me negué. Era un secreto que había decidido llevarme a la tumba.
Hilda y Dorothy no quedaron muy impresionadas. Habían visto demasiado a lo largo de sus ajetreadas y largas vidas, y ya nada las sorprendía. Dorothy se ofreció a tejer ropa de bebé:
—Blanca, así valdrá igual sea niño o niña. ¿Qué te gustaría que fuera, Kitty, querida?
—Me es igual -dije sin darle importancia, aunque deseaba con todo mi corazón que fuera un niño, otro Oliver.
Se lo dije a Faith la siguiente vez que fui a Richmond (por aquel entonces era ya evidente), y simplemente dijo que parecía estar cogiendo la costumbre de quedarme embarazada cada veinte años.
Muriel fue la única a quien le pareció mal. Lo noté por la forma en que apretó los labios cuando le di la noticia. No dijo nada, así que decidí dejar que se hiciera a la idea con el tiempo.
Tenía el doble de años que cuando había estado embarazada de Eve. Esta vez fui al médico directamente. Me examinó y me comunicó que estaba más sana que un buey, pero me sugirió que fuera a verlo inmediatamente si surgía algún problema. De cualquier forma, quería que volviera en un mes.
—Para poder tenerte controlada. Ah, y veo que en tu ficha pone «Señorita Kitty McCarthy». ¿Me das tu nombre de casada?
—No tengo -dije tranquilamente-. Sigo siendo la señorita Kitty McCarthy.
Dos meses más tarde, un frío y ventoso día de octubre, Faith se mudó a Southport. Fui a visitarla esa misma noche para ayudarla a colocar cosas en aquel precioso bungaló de tres dormitorios, con un amplio y trabajado jardín, y rosas alrededor de la puerta principal.
Robin estaba allí. La última vez que lo había visto no tenía más que dos años, pero nos abrazamos y besamos, y juró que me habría reconocido en cualquier parte.
—Recuerdo que, cuando nos fuimos a vivir a Richmond, estabas embarazada. Oliver y yo creíamos que estabas engordando, pero mamá dijo que esperabas un bebé.
Oliver me había dicho lo mismo en Belfast.
—Mañana lo traerán a Chester -me dijo Faith-. Vendrá a pasar dos días en casa al final de la semana que viene.
Prometí estar allí.
—¿Ha mejorado algo desde la última vez que lo vi?
Había estado en Richmond dos veces más después de la primera visita y estaba segura de haber notado una cierta mejoría. Esperaba que no fuera simple optimismo cuando me parecía verlo más despierto, con la mirada no tan perdida.
—¡Sí! -dijo Faith, radiante-. Puede beber con una pajita, así que ya no tienen que alimentarlo por vía intravenosa. Y desde que le ha crecido el pelo, se asemeja mucho más a como era antes.
No parecía extrañarle mi interés por el estado de Oliver, sino que le parecía perfectamente normal que me preocupara por un niño al que había querido tanto en el pasado.
—¿De dónde sacarás el dinero cuando tengas el bebé? -me preguntó Eve una mañana, desayunando-. Tendrás que dejar la tienda. Yo todavía tengo bastante en la cuenta, pero no durará para siempre. Seguramente conseguiré una pensión cuando arreglemos lo del divorcio, pero no sé de cuánto: depende mucho de la situación financiera de Rob. -Iba a divorciarse alegando adulterio. El juicio de Barney era en diciembre y, por lo que sabía, a Rob no lo habían acusado de nada-. Quizá las antigüedades que vendía fueran legales y él sea completamente inocente, o a lo mejor es que Barney lo protege. Sea como sea, no voy a volver. Ya he tenido suficiente de Rob Horton.
Solté un quejido.
—Yo también me he estado preguntando cómo me las arreglaré sin trabajo.
—¿No tienes derecho a algo así como un permiso de maternidad?
—Seis semanas antes de que nazca el bebé y seis semanas después. Claire ya se ha ofrecido a sustituirme: le gusta la tienda y el dinero le viene bien. Pero no me veo volviendo al trabajo con un bebé, ¿no te parece? -me quejé de nuevo.
—Lamentarse no sirve de nada, Kitty -dijo Eve sonriente-. Es culpa tuya, por quedarte embarazada del hombre invisible. ¿Y si yo me encargara de la tienda y tú cuidaras de Holly? -añadió como si nada.
—¿Qué? -grité.
—Ya me has oído. Para entonces, Holly ya tendrá diecinueve meses, y es más buena que el pan.
—Para entonces habrá empezado a gatear y habrá que darle de comer, cambiarle los pañales y bañarla. -Fui contando con los dedos-. ¿Quién se encargará de lavar la ropa? ¿Y de limpiar la casa? Y, por favor, no me digas que tú, Eve, porque sé perfectamente que no lo harás. Yo estaré ocupadísima -terminé indignada.
Lo cierto es que no era tan mala idea: muchas mujeres se las arreglaban para cuidar a dos bebés al mismo tiempo.
—Podemos hacer las labores de la casa juntas, los fines de semana. La tía Claire nos puede echar una mano.
—¿De verdad crees que se lo iba a pedir? Además, ¿qué te hace pensar que Muriel estará de acuerdo con que tú te encargues de la tienda?
—A Muriel la tengo en el bote -dijo Eve con una sonrisa traviesa-. Me dejará hacer lo que me venga en gana.
Le prometí que lo pensaría, a sabiendas de que acabaría aceptando.
Eve tenía ganas de conocer a Oliver.
—Es de lo más romántico -suspiraba-, como en Niebla en el pasado, con Ronald Colman y Greer Garson. La dieron en la tele el otro día. Se enamoraban y se casaban, pero él tenía un accidente, perdía la memoria y lo olvidaba todo sobre ella, por lo que ella se convertía en su secretaria y conseguía que él se enamorase de nuevo.
—Lo de Oliver no tiene nada de romántico, cariño -dije apenada. Recordaba haber visto Niebla en el pasado con Marge cuando teníamos unos quince años: lloramos como magdalenas-. No sólo ha perdido la memoria, también ha sufrido daños cerebrales. No puede caminar ni comer por sí mismo.
—Ya, pero está mejorando, ¿no? Al menos eso dijiste la última vez que fuiste.
Concedí que así era y le propuse venir conmigo la próxima vez que fuera a Southport. Según los médicos de Oliver, cuanta más gente conociera, más estímulos recibiría su cerebro.
Noviembre resultó ser uno de esos meses horribles en los que el sol parecía no salir nunca y el cielo estaba siempre gris. Llovió casi todos los días, como el domingo en que llevé a Eve a Southport a conocer a Oliver. Holly iba en el asiento trasero, en la cuna portátil, balbuciendo mientras jugaba con sus pies. Era una niña preciosa y tranquila, con el mismo pelo liso y negro de su padre. Sus ojos se habían vuelto de un bonito marrón dorado.
El bungaló era agradable y cálido. Faith se había librado de los muebles de la otra casa, grandes y anticuados, y había comprado cosas más pequeñas para las habitaciones, también más reducidas. Oliver estaba en el salón, sentado en su silla de ruedas, frente a la chimenea encendida. Faith, con un vestido bordado, estaba echada en el sofá de color cereza, y la lámpara de pie emitía una luz rosa oscura. La habitación estaba llena de pequeñas mesitas de estilo victoriano y había un bonito escritorio en una de las paredes decoradas con papel de flores.
—Oliver, tienes visita -dijo Faith bien alto cuando nos abrió la puerta.
Oliver movió ligeramente la cabeza hacia nosotras. Sus ojos se movieron, pero era imposible saber si nos veía o no. Me acerqué hasta él y le di un beso en la mejilla.
—He traído a mi hija para que te conozca, Oliver. Se llama Eve.
Tenía mejor aspecto, estaba segura, como alguien que echa caminar después de un largo y profundo sueño. Casi esperaba verle pestañear y preguntar: «¿Dónde estoy?».
—Hola, Oliver -dijo Eve con timidez-. Me alegro de conocerte. Kitty me ha hablado mucho de ti. Ésta es Holly, mi hija. Tiene siete meses. ¿Te gustaría cogerla?
Di un grito cuando Eve le puso el bebé sobre la rodilla. Faith exclamó:
—¡No!
—No pasa nada, no la voy a soltar.
Eve mantuvo la mano firme alrededor de la generosa cintura de Holly, pero no hubiera hecho falta. Volví a gritar cuando los brazos de Oliver rodearon a la pequeña y sonrió.
—¡Dios mío! -dijo Faith, y cayó sobre el sofá.
Pero el milagro no había terminado todavía. Eve le tocó las mejillas a Oliver y le acercó la cara.
—Ésta es Holly. Holly.
Y él abrió la boca y articuló débilmente:
—Hol... ly.
—Y yo soy Eve. Eve, dilo conmigo, Oliver: Eve.
—Eve -repitió él muy despacio-, Eve.
—Eso es. Muy bien.
Eve se sorbió la nariz y se echó a llorar.
—No sé por qué lo hice -dijo más tarde, de rodillas en el salón, cuando estábamos tomando el té. Holly estaba profundamente dormida en la cuna portátil, y Oliver hacía lo mismo en la silla-. En cuanto lo he visto me he sentido extraña, casi mareada, y sabía que si me concentraba lo suficiente, podía hacerle hacer cosas. Me temblaban las manos, como si me corriera alguna clase de poder por los dedos hasta el cerebro de Oliver para que pudiera saber lo que quería que hiciera.
En vez de estar satisfecha de sí misma, parecía muy impresionada y atónita con lo que había logrado.
—¿Puedo venir a verlo mañana? -preguntó.
—Me temo que mañana no estará -dijo Faith. Miraba a mi hija con un respeto considerable-. La ambulancia vendrá a por él dentro de una o dos horas. Pero preguntaré en el hospital si puede empezar a venir a mediados de la semana: los miércoles, por ejemplo. Entonces puedes visitarlo siempre que quieras. Seguro que a los médicos les impresiona el progreso que ha hecho hoy. Gracias, Eve. -Le brillaban los ojos, con una mezcla de gratitud y lágrimas-. Muchas gracias por lo que has hecho con Oliver.
—Kitty -dijo Eve, soñolienta, de camino a casa.
—¿Sí, cariño?
—¿Recuerdas cuando dijiste que una no debía casarse con un hombre a menos que pensara pasar con él el resto de su vida?
—Lo recuerdo, sí.
—Pues el caso es que en cuanto vi a Oliver Knowles, supe que él es la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida -suspiró contenta-. En cuanto mejore, me casaré con él.
Había perdido el interés en la tienda. La llevaba con la misma eficacia de siempre, no faltaba nunca de nada, cambiaba el escaparate con regularidad y ya me estaba preparando para la Navidad con pedidos de regalos especiales. Pero cuando cerrase la puerta el día de Nochebuena, sería la última vez. Claire me sustituiría hasta que tuviera el bebé y me encontrara lo suficientemente bien como para cuidar de Holly. Entonces, la llave iría a parar a manos de Eve.
Noviembre había llegado a su miserable fin y diciembre había traído consigo el sol y un cielo azul y despejado. Me senté tras el mostrador después de una mañana inusualmente lenta, y miré a la calle soleada. Pensé en Eve y Oliver.
Oliver mejoraba deprisa. Seguía sin poder andar, pero eso era porque le habían partido las piernas, y con el tiempo sería capaz de hacerlo de nuevo.
Aunque hablaba con dificultad, su vocabulario iba creciendo y era capaz de reconocer a la gente y recordar sus nombres. Pero seguía sin recordar absolutamente nada de su vida antes de aquella brutal paliza. Por segunda vez, supo que Faith era su madre y Robin su hermano. Y yo, una amiga.
—Una vieja amiga, cariño -le explicó Faith-. Kitty cuidaba de ti y de Robin cuando erais pequeños.
Y Oliver me sonrió. Fue una sonrisa dulce y generosa, pero su mirada me decía que no recordaba ni remotamente que habíamos sido amantes además de amigos. Estaba segura de que lo había perdido.
—Los médicos creen que su memoria podría bloquear para siempre el tiempo que pasó en el Ejército -dijo Faith-, por lo turbulento y horrible que fue. Lo llaman mecanismo de defensa o algo parecido.
Por aquel entonces, Oliver ya pasaba más tiempo en casa que en el hospital, y cada día que estaba en el bungaló, Eve iba a verlo.
—Tu hija es una mujer excepcional -dijo Faith embargada por la emoción-. Se dedica por completo a conseguir que Oliver mejore. Él les tiene mucho cariño a ella y a Holly. Oh, Kitty, ¿no sería maravilloso que se enamorasen?
—Maravilloso -respondí-. Absolutamente maravilloso.
Apoyé los codos en el mostrador y la barbilla sobre las manos. No sabía si vivía en un sueño o en una pesadilla. Sentía celos de mi propia hija, pero al mismo tiempo me gustaba que ella y Oliver se llevaran tan bien. No era una persona altruista, lo quería para mí, pero nunca volvería a ser el hombre que había conocido en Belfast, el hombre del que me había enamorado profundamente con una sola mirada. Aquel Oliver estaba muerto y yo me preguntaba: ¿sabría, podría yo amar al nuevo tanto como al viejo? Su bebé me dio una buena patada. Yo lo acaricié suavemente y le dije que estuviera quieto, que estaba pensando en su padre.
Al final me di cuenta de que no tenía más opción que dejar que las cosas siguieran su curso. Si el destino establecía que mi vida debía ir por tal camino, no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.
Aunque la tienda ya no me parecía ni de lejos tan interesante como antes, me resultó duro dejarla. Como todos los trabajos, me proporcionaba una rutina: me levantaba y venía a la misma hora, sabía que los sábados por la tarde eran para mí y que los domingos podía levantarme cuando me apeteciera, siempre que no faltara a misa. Pensé que sin esa rutina me sentiría perdida, aunque, sin duda, mi bebé me proporcionaría una nueva cuando naciera.
El último día, un sábado, vino Muriel para llevarme a comer. Ya me había perdonado por quedarme embarazada y me preguntó cómo me encontraba.
—¡Enorme! -me di una palmada en la barriga-. Como un globo.
Cuando terminamos de comer, ella sacó una cajita alargada recubierta de terciopelo que contenía un precioso reloj de oro.
—Es de parte de Paul y mía -dijo-, en señal de agradecimiento por todo lo que has hecho con la tienda. La has convertido en una pequeña mina.
—Ha sido un placer. He disfrutado cada minuto -me coloqué la correa de oro alrededor de la muñeca. Me quedaba perfecta-. Gracias, Muriel. Y dale las gracias a Paul de mi parte. Lo guardaré con cariño toda la vida.
—También le he comprado algo a Claire. Es muy simpática y muy cumplida. ¿Sabes? -comentó algo triste-, me hubiera gustado conoceros mejor a todos cuando Aileen y Michael se casaron. Me habéis cambiado la vida. Os estaré eternamente agradecida.
Quizá fuera cosa mía, pero la Navidad me parecía increíblemente aburrida. Fuimos todos a cenar a casa de Claire y merendamos en casa de Norah. El día siguiente lo pasamos en Amethyst Street con Marge y Danny, y todo el mundo vino una noche a Maghull para celebrar una fiesta. Cada vez acabamos cantando las mismas canciones de siempre, contando los mismos chistes y reviviendo los mismos recuerdos. Pero el caso es que estábamos unidos por una mezcla de amor y sangre, y no podía imaginarme que las Navidades fueran de ninguna otra manera.
Hilda seguía tan espabilada como siempre, pero cada vez podía moverse menos.
—La edad pasa factura -comentó, alegre, el día de Nochevieja, cuando fui a hacerle una visita. Le brillaban los ojos en su rostro marchito-. Mis huesos están hechos cisco y empiezan a venirse abajo o algo así. Cuando los médicos me relatan la lista de mis achaques, no les presto atención: prefiero no saberlo.
—No quiere tomarse sus medicamentos -acusó Dorothy.
—Y así voy a seguir, querida Dottie. Tengo intención de morir cuando mi cuerpo decida que ha llegado el momento, y no engulliré cientos de pastillas al día para aguantar un poco más. Es antinatural.
—Pensaba que eras enfermera -comenté-. ¿Eso decías a tus pacientes?
—Les dejaba decidir si querían tomarse los medicamentos o no. -Le lanzó una mirada envenenada a su amiga-. No como otras enfermeras que conozco.
—Espero que ella falte antes que yo -dijo Dorothy cuando me acompañó hasta la puerta-. Si me muero antes, tendrá que ir a un asilo y no le gustará nada.
Yo me estremecí.
—Por favor, deja de hablar de la muerte. Es deprimente.
—Lo siento, querida -se disculpó Dorothy, acongojada-. Tienes una nueva vida creciendo en tu vientre y aquí estamos las dos hablando de muerte. Nos encontramos en polos opuestos, ¿no te parece?
Eve abandonó a los McCarthy durante las fiestas y pasó la mayor parte del tiempo con los Knowles. Cuando ella y Holly volvieron a casa el día de Navidad, era ya tarde. Oliver había recordado lo que era el muérdago y la había besado cuando se sentaron a cenar, según me contó. Le brillaban los ojos de la emoción, como estrellas. Y ahora que podía andar con muletas, Faith lo había llevado de tiendas y Oliver le había comprado a Eve un collar que había elegido él mismo.
—¿No es bonito?
Me lo enseñó. Era de plata con incrustaciones de cuarzo rosa.
—Muy bonito -reconocí.
—Y a la niña le ha comprado una muñeca vestida de terciopelo verde y rojo: los colores de Holly. La tengo en el bolso. Ahora te la enseño. Ah, y también hay un regalo para ti. Creo que es una bufanda. A Faith y a Alice también les ha regalado bufandas. Y llevaba puesto el jersey que le compré el otro día. -Paró para coger aliento-. Me pidió que os diera las gracias por el libro, y que había empezado a leerlo antes de dormir. Faith te ha mandado algo y Robin también. ¡Oh, Kitty! -exclamó-. Ha sido el día más maravilloso de mi vida. El mejor.
—Me alegro mucho, cariño.
Me alegraba de verdad y, al mismo tiempo, estaba verde de envidia.
Con grandes dolores, Jake McCarthy llegó al mundo justo antes de la medianoche del 14 de enero de 1972. No podía saber si para él había sido tan doloroso como para mí, pero cuando salió era una casquería de color azul que continuó chillando donde su madre lo había dejado.
—¡Santo Dios! -exclamé-. ¡Qué dolor!
—Eso nos lo ha dejado claro, señorita McCarthy -dijo la matrona con una sonrisa mientras levantaba a mi enrojecido, rugoso y escandaloso hijo.
—Me temo que no soy de las que sufren en silencio. ¿El bebé se encuentra bien? -pregunté ansiosa.
—Bueno, tiene un buen par de pulmones, eso está claro, y todo lo demás parece en su sitio. Es un chico precioso. ¿Cómo lo va a llamar?
—Jake.
—¿El diminutivo de Jacob?
—No, el diminutivo de Jake. -Era una pregunta que me iban a repetir muchas veces a lo largo de mi vida. Yo siempre di la misma respuesta-. ¿Puedo cogerlo?
—Sólo un momento. Luego tenemos que limpiarlos a los dos.
Cogí a mi pequeño y lo sujeté contra el pecho. Parecía furioso, pero ya había dejado de llorar, gracias a Dios.
—Hola, Jake -susurré-. Me llamo Kitty y soy tu madre. Tienes una hermana que se llama Eve y una sobrina que se llama Holly, y las dos se mueren de ganas por conocerte. Al menos Eve. Holly todavía es demasiado pequeña como para saber que tiene un tío.
—¿Cree que lo ha pillado todo? -preguntó la matrona.
—Claro que sí -le aseguré-. Has escuchado con atención, ¿a que sí, Jake?
No es que Jake asintiera, pero parecía interesado y ya no estaba tan enfadado.
—Es usted una de las madres más raras que hemos tenido -opinó la matrona.
—No lo sabe bien le aseguré.
Observé a mi hijo. Tenía la frente ancha y la barbilla firme, y había heredado la gran boca de los McCarthy y el pelo negro de Oliver. Por ahora, su nariz no era más que un botoncito, pero eso cambiaría. Tenía una buena espalda y era bastante alargado.
—Vas a ser muy alto cuando crezcas -le dije. La matrona se había ido, así que nadie podía espiar nuestra conversación-, como tu padre.
Jake dio un puñetazo al aire para mostrar que estaba de acuerdo.
—Supongo que a éste no lo vas a dar en adopción -dijo Claire con cierto retintín cuando vino a verme a la mañana siguiente.
Jake estaba dormido en una cuna junto a mi cama. Lo examinó de cerca con la débil esperanza de adivinar la identidad del padre.
—No tengo la intención de cometer dos veces el mismo error -contesté con idéntico retintín.
—Eso espero. ¿Jake no es el diminutivo de Jacob? ¿No es un nombre judío?
—Es el diminutivo de Jake, y me importa un comino si es judío o no.
—Es precioso -dijo de corazón.
—Lo sé.
Nos sonreímos mutuamente.
—Parece que tenga un mes, no unas horas.
—Mide cincuenta y seis centímetros -expliqué orgullosa-. Y ha pesado cuatro kilos y ciento cuarenta gramos.
—¿Vas a darle el pecho?
—¡Y que a nadie se le ocurra impedírmelo!
Iba a hacer por Jake todo lo que no había hecho por Eve. Esta vez no había ninguna mujer junto a mi cama con los brazos extendidos que quisiera quitarme a mi bebé de las manos. Esta vez, mi hijo era sólo mío y tenía intención de disfrutar cada minuto que pasara con él.
Por supuesto, no fue así. Al menos no cada minuto. Era un bebé encantador, muy inteligente (bueno, al menos eso pensaba yo), pero había ocasiones en las que me entraban ganas de matarlo, sobre todo cuando se despertaba dos veces en una noche porque tenía hambre.
—Eres -le decía-, el bebé más exigente del mundo. ¿Acaso te crees que estoy hecha de leche o qué?
No tenía ni seis semanas y ya podía imaginármelo con veinte años, despertándome en mitad de la noche para que le preparase un té y unos bocadillos.
Eve no era de gran ayuda. Ella y Holly iban a ver a Oliver prácticamente todos los días. Además, Jake le producía pánico, pues era grande y escandaloso en comparación con su propia hija, mucho más apocada. Y echaba mucho en falta la ayuda de Claire, pero ella estaba demasiado ocupada con la tienda como para venir a verme.
La asistente del hospital me sugirió que complementara la lactancia con un biberón.
—Creo que no tiene usted leche suficiente como para satisfacerlo. No olvide que ya no es tan joven como antes.
—¿Y quién lo es? -dije molesta.
Ignoró el comentario.
—Necesita dos madres: una por la noche y otra por el día. Para serle franca, no recibe suficiente alimento.
En cuanto se marchó, me puse a llorar ante la idea de que era una mala madre que había estado haciendo pasar hambre a mi propio hijo.
—Soy una inútil -me lamentaba.
Eve, que estaba a punto de irse a Southport, vino a ver cuál era el motivo de tanto ruido. Le conté lo que me había dicho la asistente.
—No deberías sentirte culpable, Kitty -dijo mi hija, muy seria-. Es un bebé grande y necesita mucha comida. Cuando Holly era más pequeña, Francine le daba un biberón por la noche.
—Eso es sólo porque tú eras demasiado vaga como para levantarte por la noche y darle el pecho -afirmé sollozando.
Eve admitió que así era.
—Cuando una tiene dinero, se vuelve más vaga. Pagas a la gente para que haga todo lo que a ti no te apetece. -Se le iluminó la cara-. Hablando de dinero, ahora que ha terminado el proceso de divorcio, dentro de poco mi abogado me dirá a cuánto asciende la pensión que me tiene que pasar Rob.
El pobre Barney, el padre de Rob, estaba en la cárcel cumpliendo el primer año de una condena de cinco. Si su hijo era culpable de algo, eso no lo sabríamos nunca; pero si había hecho algo ilegal, el caso es que se había ido de rositas.
La carta del abogado llegó al principio de la semana siguiente, mientras los dos bebés dormían profundamente. Yo estaba disfrutando de un desayuno inusualmente tranquilo y apacible.
Eve pegó un grito al leerla, dándome un susto de muerte y despertando a Jake. Entró en la cocina, agitando la carta.
—Doscientas cincuenta libras al mes para mí y el doble para Holly. ¡Cielos! -Tenía la cara blanca, y mientras seguía leyendo la carta, me pareció que estaba nerviosa-. Aquí pone que el señor Horton se reserva el derecho a tener contacto con su hija en el futuro. ¡Qué cara más dura! -dijo-. Hasta ahora no ha mostrado por ella el más mínimo interés, ni siquiera ha llamado por teléfono para ver cómo estaba.
—Sólo dice que «se reserva el derecho». Seguramente no signifique nada -la tranquilicé-. Lo más probable es que a su abogado le pareciera buena idea ponerlo por si acaso.
—¿De veras lo crees? -se mordió el labio, nerviosa todavía.
—Lo creo, no lo sé.
Me acerqué a la puerta. Los chillidos de Jake iban en aumento. Me dio la impresión de que estaba dispuesto a tomarse un biberón y el contenido de dos pechos.
—Un momento... Si renunciara al dinero, ¿crees que él conservaría el derecho a ver a Holly?
—Muy probablemente. -No es que fuera una experta en casos de divorcio, y tenía prisa por ir a por mi hijo antes de que se le reventara una arteria-. Eso y el dinero son dos cosas completamente distintas. Además, cariño, vas a necesitarlo para el futuro próximo. El otro día decías que no te quedaba demasiado en el banco.
Me miró de forma evasiva.
—Puede que eso ya no importe. Me detuve al instante.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Recuerdas el día en que conocí a Oliver y te comenté que quería casarme con él cuando mejorase?
—Lo recuerdo, sí. -Sentí como las piernas me flojeaban y me agarré al pomo de la puerta-. ¿Te ha propuesto matrimonio?
—No, pero yo voy a proponérselo a él. -Los ojos le centelleaban-. Lo decidí ayer. Lo estuve hablando con Faith y a ella le parece una idea estupenda.
—¿Se encuentra él lo suficientemente bien como para aceptar?
Ahora era yo la que estaba nerviosa.
—¿Crees que se lo propondría de no estarlo? -respondió dolida.
—No creo, pero, si pidieras mi opinión, te diría que esperases hasta que se le ocurriese a él.
—Bueno, pues menos mal que se la pedí a Faith y no a ti.
Y me sacó la lengua.
Subí a ver a Jake. Cogí su cuerpo, caliente y pesado, y le dije que era bastante probable que mi hija se casara con su padre. -Pero tendremos que hacer como que no nos importa, ¿vale, hijo?
Oliver aceptó la mano de Eve en matrimonio. De nuevo le pidieron a Connor Daley que participara en la ceremonia que se celebró en un juzgado, esta vez en Southport. Con trajo a su esposa, June. Una vez me dijo que a ella no le molestaba que él tuviera una hija de una relación anterior, pero al parecer sí que le molestaba conocer a la madre de esa hija.
Era un día soleado y cálido de mayo, el sol brillaba y no había ni una nube en el cielo azul. Eve estaba radiante con su vestido color crema de falda corta plisada y un gran tocado del mismo tono. Sus zapatos, también crema, eran de tacón y plataforma, con lo que parecía casi de la misma altura que Oliver. Llevaba un ramo de pequeñas rosas color crema. Su prima Kate, la única dama de honor, estaba guapísima con su vestido amarillo.
El novio ya podía caminar con la ayuda de un bastón, aunque sus movimientos eran rígidos y torpes. Tenía el pelo corto, al estilo militar, y me preguntaba si recordaría que una vez lo había llevado largo. Estaba claro que adoraba a Eve, su felicidad saltaba a la vista, y tenía una familiar sonrisa aniñada. Tuve la horrible sensación de que quien se casaba era Oliver el niño, no Oliver el hombre.
Me había esforzado mucho en estar guapa para la boda. Faith había ido a Londres a comprar el traje y Hope también iba a venir, seguramente ataviada con algo tremendamente caro y elegante. Yo me había pasado los últimos tres meses vestida como una mendiga y mi cara había olvidado lo que era el maquillaje. Me preocupaba verme obligada a ir a la boda de la misma guisa, pero Claire vino en mi ayuda y, una tarde de sábado cuando salió de la tienda, se ofreció a cuidar de Jake para que yo pudiera ir a comprarme un vestido digno de la madre de la novia. Eve se había ofrecido a pagarlo.
—Puede ser tu regalo de cumpleaños -había dicho.
Caminar sola por las tiendas me produjo una sensación maravillosa y liberadora, y al mismo tiempo me sentía rara, como si no estuviera completa y hubiera dejado atrás una parte importante de mí misma: sentía el impulso de volver corriendo a casa a recuperarla. Al final me compré un vestido de gasa largo, azul claro y adornado con margaritas blancas, de Owen Owen's. Tenía el cuello subido, mangas largas abombadas en los codos y una falda cortada al bies que estilizaba mucho mi figura. Compré un sombrero blanco de mimbre con más margaritas, unos guantes cortos también blancos y un minúsculo bolso del mismo color que seguramente no volvería a usar en la vida. Recordaba vagamente que Marge me dijo una vez que no debían llevarse más de tres accesorios del mismo color, así que me las arreglé para encontrar un par de sandalias con unos tacones moderadamente altos y exactamente del mismo azul que mi vestido.
No decepcioné a mi hija cuando se casó con Oliver Knowles. Ni siquiera lloré, aunque tenía muchas ganas de hacerlo. Había pasado casi un año desde que conocí a un Oliver bien distinto en un hotel de Belfast llamado Buckles. Por un breve período de tiempo fuimos amantes, pero ahora ese amante era mi yerno y nadie podía tener mejor razón para echarse a llorar.
Faith y Eve habían pagado el convite entre las dos. Con había insistido en pagar los coches y las flores. El banquete se celebró en un hotel increíblemente fino en Southport, y comimos sentados: salmón fresco, ensalada y patatas nuevas, pastel de cerezas y litros y litros de vino. Un conjunto de músicos algo apagado tocó canciones románticas como «When I Fall in Love», «I Only Have Eyes for You» o «Night and Day», pero apenas se les oía con el ruido de la gente hablando y el repicar de los platos. Claire se había llevado a Jake hasta que éste se cansara. Como padres de la novia, Con y yo estábamos sentados el uno al lado del otro, mientras que a su mujer, June, le tocó en una mesa más baja, con Norah a un lado y Liam al otro. Cuando nos presentaron se había mostrado fría hasta la descortesía, y estuvo todo el rato lanzándome miradas envenenadas que Con no pudo evitar ver y por las que se disculpó.
—No se esperaba que fueras tan guapa.
—Pues lo siento mucho.
Me guiñó un ojo. Como el resto de los adultos presentes, yo incluida, había bebido demasiado vino.
—Yo no.
—No digas esas cosas, Con -le recriminé.
Aunque me sentía halagada y contenta, para variar respecto al cúmulo de emociones que había padecido durante todo el día.
—No puedo evitarlo, Kit -suspiró.
—¿Algún problema?
—Mi matrimonio no atraviesa un buen momento, eso es todo.
Volvió a suspirar.
—Todos los matrimonios tienen malos momentos. Ya se arreglará, con el tiempo.
—¿Cómo lo sabes? Nunca has estado casada. ¿Qué fue del padre de ese pequeño? -Miró a Jake, que estaba colgado del hombro de Claire tragando del biberón-. ¿Se te declaró y lo mandaste a paseo como hiciste conmigo? ¿Sabe él que tiene un hijo?
Respondí lo primero que se me pasó por la cabeza.
—El padre de Jake está muerto.
—¡Cielos, Kitty! -Se estremeció-. Lo siento.
—Y yo también.
Me di cuenta de que June nos lanzaba miradas asesinas, y estaba a punto de sugerir que habláramos con nuestros vecinos y no el uno con el otro, cuando Robin, el padrino, dio unos golpes en la mesa para pedir silencio y comenzaron los discursos. Creo que me quedé dormida. Cuando terminaron, no recordaba ni una palabra de lo que habían dicho.
A media tarde, Eve y Oliver se marcharon de luna de miel a Jersey, los músicos demostraron que lo que realmente les iba era el rock & roll y el resto de la gente se dedicó a pasárselo bien; excepto yo, que me sentía tremendamente desgraciada. Recuperé a mi hijo (me pareció que estaba bastante satisfecho), y me puse a dar vueltas por el hotel hasta encontrar un rincón tranquilo en el que poder sentarme y pensar, con lo que sólo conseguí sentirme todavía peor.
—No te preocupes, hijo -le dije a Jake-. Podemos volver a casa temprano, aunque estará muy silenciosa sin Eve ni Holly.
No iban a volver. Como regalo de cumpleaños, Faith le había comprado a la pareja de recién casados una casa en Ainsdale. Yo, en cambio, les había obsequiado con una tetera eléctrica y una tostadora a juego.
Pero, como ya me decía la experiencia, la vida nunca es predecible. Resultó que la casa de Maghull no estuvo tranquila durante mucho tiempo. Antes de que terminara el mes, otra mujer y su bebé habían ocupado el lugar que habían dejado Eve y Holly.
Capítulo 10
Eve y Oliver volvieron de su luna de miel una semana después. El todavía estaba bajo cuidado médico y le habían advertido que no debía permanecer mucho tiempo fuera. Eso sólo confirmaba mi opinión de que debería haber esperado a estar totalmente recuperado antes de casarse con Eve. Pero yo no era ninguna experta en temas médicos (ni en nada, pensándolo bien), así que tampoco tenía derecho a dar mi opinión al respecto.
Eso sí, mientras estuvieron fuera, pensé mucho en Eve y Oliver. Pensaba fríamente en ellos haciendo el amor, yéndose a dormir y despertándose juntos en la misma cama, mirando por la ventana del hotel como Oliver y yo habíamos hecho cuando estuvimos en aquel otro, compadeciéndonos de la gente que pasaba por la calle porque no eran nosotros. Pero aun así no sentía nada: ni envidia, ni deseo de estar en el lugar de Eve. Nada.
Aquella sensación me duró unos cinco minutos y fue reemplazada por unos celos salvajes. Todavía deseaba a Oliver, todavía lo amaba, pero no podía hacer nada. Sólo me quedaba acostumbrarme al hecho de que estaba casado con mi hija y de que lo que habíamos hecho durante aquellos pocos y maravillosos días en Belfast no se repetiría jamás.
La casa había estado demasiado silenciosa, pero me sorprendió descubrir que no me importaba. Jake ya no se despertaba en mitad de la noche. Tuve algunas visitas y siguió haciendo buen tiempo. Junio no quedaba lejos; el verano estaba a punto de comenzar. Los setos rebosaban de flores de mayo, los vecinos salían remolones a cortar el césped por primera vez aquel año y por todas partes olía a hierba segada. Mi césped seguía sin cortar, plagado de campanillas y margaritas. Apenas podía esperar a que hiciera el suficiente calor para llevar a Jake al parque de arena de Formby. Así podría ver a Hilda y a Dorothy al mismo tiempo.
La vida pasaba despacio, tranquila y sin cambios, como nunca lo había hecho antes. Con el dinero que recibía del Estado me daba para vivir, aunque me hubiera gustado sentirme más feliz.
A veces me preocupaba por la tienda. Claire se encargaba de llevarla desde diciembre, pero no quería un trabajo permanente y a tiempo completo. Tenía hijos y nietos que la necesitaban y deseaba dejarlo ya, pero no quería defraudar a Muriel. Ahora que Eve se había vuelto a casar, el puesto ya no le interesaba. Yo sabía que Muriel no querría darle el empleo a un desconocido, y no paraba de darle vueltas a la cabeza pensando en alguien que pudiera encargarse de la tienda. Pero Marge ya tenía un trabajo a tiempo parcial en una taberna, y Norah decía que, sencillamente, no tenía ganas: lo de Bernadette la había dejado hecha polvo.
De cualquier forma, la tienda ya no era asunto mío y me alegré al saber que la hija de una amiga de Muriel había aceptado encargarse de ella. Yo tenía un bebé al que cuidar y que ocupaba casi todo mi tiempo libre, y además debía mantener la casa limpia y ordenada.
Durante las últimas semanas había tenido lugar un milagro: Jake ya no era un bebé enojado y exigente, sino un chico alegre y risueño que sonreía todo el rato.
—Debe de haber sido el cólico del lactante, por eso estaba de mal humor -comentó Claire-. Incluso cuando te dijeron que era porque no tenía suficiente leche para alimentarse, siguió con la misma perra.
—¡Menuda tontería! -espetó Hilda cuando se lo conté-. El cólico del lactante no existe.
A mí no me importaba lo más mínimo cuál había sido el motivo del tempestuoso carácter de Jake durante los primeros meses. Simplemente me alegraba cuando, al abrir los ojos por la mañana, me lo encontraba despierto en la cuna, junto a mi cama, riéndose e intentando agarrar los móviles que colgaban encima de su cabeza. Ya iba siendo hora de que durmiera solo, pero antes quería decorar el cuarto de invitados, comprar cortinas nuevas y una lámpara para bebés. Siempre lo retrasaba porque sabía que echaría de menos dormir en la misma habitación. Cuando me veía, pataleaba y balbuceaba encantado. Era su forma de decir: «Buenos días, Kitty».
—Buenos días, Jake.
Entonces lo cogía y nos echábamos un rato en la cama mientras yo le decía lo increíblemente bueno que era. Luego lo amamantaba, y él tomaba mi pecho entre las manos como si fuera un biberón. A veces sentía ganas de llorar porque todo aquello me emocionaba y conmovía mucho.
Así era como pasaba los días, cuidando a mi bebé, maravillándome cada vez que hacía algo por primera vez: coger el sonajero y agitarlo asombrado ante aquel sonido, dar vueltas, apoyarse sobre las manos como una pequeña foquita o mirarme cuando oía mi voz. Muriel le había comprado una sillita con muelles, parecida a una silla plegable pero de metal. Lo llevaba conmigo por toda la casa para que pudiera verme mientras hacía la cama, limpiaba la cocina o veía la televisión. Él siempre intentaba por todos los medios agarrar a los personajes que aparecían en la pantalla, al mismo tiempo que ahogaba sus voces con sus sonoros e incoherentes balbuceos. Al final siempre acababa mirándolo a él y no a la televisión. Era mucho más entretenido.
Ya le había salido una densa y oscura melena negra, igual que la de Oliver. Tenía los mismos ojos marrones y yo estaba convencida de que sus rasgos eran iguales, aunque quizá esto sólo fuera porque sabía que Oliver era su padre. Claire, nuestra famosa detective, no se había dado cuenta; y si no se fijaba ella, entonces no lo haría nadie.
Una mañana temprano estaba echada en la cama escuchando la suave respiración de Jake y preguntándome qué me pondría aquella tarde para ir a casa de Eve y Oliver, que celebraban una fiesta de inauguración. Acababan de comprarse un cachorro y un gatito, Bootsie y Snudge, y yo tenía ganas de verlos.
Estuve pensando en ponerme el vestido azul, pero me pareció demasiado pomposo. Me decidí por la falda vaquera y un jersey blanco de algodón. Entonces recordé que Jake había vomitado sobre el jersey y que todavía no lo había lavado. Tendría que buscar otra cosa.
El sol resplandecía en los bordes de la cortina: iba a ser otro día fantástico. Llamaron a la puerta principal y solté un quejido. Salí a duras penas de la cama, me puse el camisón con cierta dificultad y bajé a ver quién era. Seguramente se trataría del cartero, con un paquete o algún correo certificado.
Pero en su lugar me encontré con una mujer apocada y mohína, de pelo gris, acompañada de un muchacho de unos doce años.
—¿Sí? -pregunté soñolienta.
El chico sonrió y la mujer me miró malhumorada.
—¿Así es como me recibes? -preguntó irritada.
—¿Perdón? -respondí atónita mientras sopesaba darle con la puerta en las narices.
—Soy Aileen, tu hermana. ¿Qué demonios haces en mi casa, Kitty? ¿Y dónde está Michael?
—¿Tu casa? -exclamé después de que ella se abriera camino de un empujón y nos encontráramos cara a cara en el pasillo. El niño ya no sonreía y parecía preocupado-. ¿Cómo que tu casa? Ni que te hubieras ido a dar una vuelta de media hora y yo me hubiera colado en tu ausencia. Por Dios, has estado doce años desaparecida. Doce y medio, para ser exactos.
—¿Dónde está Michael? -volvió a preguntar.
Casi parecía que esperase que saliera de cualquier rincón y la recibiera con los brazos abiertos.
—Michael murió -le solté. No estaba de humor para adornarle la historia-. Murió hace ya un año, en Belfast.
Ella se echó a llorar. Debería haber tenido más tacto. El niño la abrazó.
—No llores, mamá, no llores.
Debía de ser el hijo del que estaba embarazada cuando se fugó con su amante: no recordaba su nombre.
—Pensé que seguiría aquí -dijo sollozando-. Nunca imaginé que se marcharía de esta casa.
—Bueno, no es que estuviera llena de gratos recuerdos, ¿no te parece? -Suavicé el tono, más por el niño que por Aileen-. Se marchó un día después que tú.
Ella se sorbió la nariz. -¿Y qué hacía en Belfast?
—Vivía con una mujer llamada Mary Brady. La conocí en el funeral. Mira, será mejor que te sientes, voy a preparar un poco de té.
Puse la tetera al fuego, subí corriendo y me vestí con algo de ropa. Me alivió ver que Jake seguía dormido. Volví al piso de abajo. La tetera ya hervía. Preparé el té y lo llevé al salón en una bandeja. Mi hermana y su hijo estaban en el sofá. Ella fumaba y él la cogía de la mano y la miraba con ojos preocupados. Aileen era dos años más joven que Claire, pero aparentaba muchos más. Tenía el pelo completamente gris y la cara ajada y llena de arrugas. La ropa que llevaba debía de haber conocido tiempos mejores. Por debajo de la gabardina, con los ojales deshilachados, le colgaba el dobladillo del vestido. Las suelas de los zapatos se veían gastadas y en las medias había carreras a la altura de los tobillos. No tenía absolutamente nada que ver con la elegante y esbelta Aileen de otro tiempo.
Su hijo iba mucho mejor vestido. Llevaba unos vaqueros, una camiseta y un anorak marrón. Sus zapatillas de deporte eran nuevas.
—¿Cómo te llamas? -le pregunté con una sonrisa.
—Ben -respondió él con otra sonrisa.
Era un chico guapo, muy moreno, con el pelo claro y rizado, los ojos azules y la boca ancha de los McCarthy.
—¿Tomas el té con azúcar, Ben?
—Dos cucharadas, por favor.
Hablaba con firmeza y tenía un ligero acento.
—Seguramente tenga hambre -dijo Aileen-. No ha comido nada desde el avión. Aterrizó anoche en Heathrow y fuimos directamente a Euston. El último tren a Liverpool estaba a punto de salir, así que no nos dio tiempo a comer nada. Hemos pasado las últimas horas dando vueltas por Lime Street Station esperando a que saliera el primer autobús. No podía pagar un taxi.
—Enseguida te preparo de comer, Ben -le prometí-. A lo mejor quieres ir a mirar a la nevera por si hay algo que te gusta. La cocina está al final del pasillo.
Ben se fue para allá inmediatamente y yo le pregunté a Aileen:
—¿De dónde has venido en avión?
—De Australia -dijo cansada-. Hemos tardado dos días en llegar y estamos agotados.
—¿Y qué pasa con..? -Seguía sin recordar su nombre.
—Steve. -Se encogió de hombros, aunque casi no tenía fuerzas ni para eso-. Steve McSherry. Nos abandonó hace un año. Me las he arreglado durante un tiempo, pero sentía mucha nostalgia y quería volver a casa con Michael. Tenía un trabajo, pero el sueldo no era gran cosa y tardé una eternidad en reunir el dinero suficiente para pagar el billete.
—¿Y esperabas encontrar aquí a Michael después de todo este tiempo?
Me costaba creerme lo arrogante que era, lo segura que estaba de que Michael seguiría enamorado de ella, de que podía volver a empezar donde lo había dejado todo.
—Me obligué a creerlo -dijo desencantada-. Pensar en Michael era lo único que me hacía seguir adelante.
—¿Y eso lo sentiste después de que se marchara Steve o antes?
Aparte de Ben, no había muchas cosas que me gustaran de mi hermana.
—Después -susurró-. ¡Oh, Kitty! -Subió la voz. Ahora era casi un llanto, un lamento-. No sabes lo que es estar enamorada, enamorada de verdad, como yo lo estaba de Steve. Ocupa toda tu vida. No puedes pensar en nada más. -Volvió a bajar la voz-. Cuando se fue, de no ser por Ben, me habría suicidado.
Yo sabía lo que era estar enamorada, pero no de la forma en que ella lo había descrito. Dije que sería mejor prepararle algo a Ben y le pregunté si también ella quería algo.
—Un bocadillo. No podría comer nada guisado.
Quince minutos más tarde, el chico atacaba un montón de comida frita y Aileen, que ya se había quitado la gabardina, mordisqueaba un bocadillito de queso. Yo iba a preparar más té cuando oí a Jake soltar un breve e impaciente quejido. Subí corriendo a buscarlo.
—¿Te preguntabas dónde estaba, cariño?
Pataleó en señal de bienvenida y yo lo cogí y lo apreté contra mi corazón. El regreso de Aileen me preocupaba, casi me asustaba. ¿Qué iba a pasar ahora?
Cuando reaparecí con un bebé, ella me miró, asombrada.
—¿Y eso de quién es? -preguntó con frialdad.
—Es mío. Se llama Jake y tiene poco más de cuatro meses.
No me gustaba nada que se hablara de mi querido hijo como «eso».
—¿Estás casada? No llevas anillo.
—No lo llevo porque no estoy casada.
Ben levantó la mirada de la comida y sonrió.
—Es un niño muy guapo.
—Y tú también -le respondí con otra sonrisa.
Aileen había perdido el interés en Jake. Encendió otro cigarrillo y dijo:
—Por cierto, ¿dónde está Eve? Me había olvidado de preguntar por ella.
—Ya me he dado cuenta -repuse con cierto retintín-. El mes pasado se casó en segundas nupcias con un chico estupendo, Oliver Knowles. Tiene una hija, Holly, de un año. Se acaban de mudar a una casa cerca de aquí, en Formby.
—¿Oliver Knowles? -preguntó frunciendo el ceño-. Me suena ese nombre.
—Es uno de los chicos a los que yo cuidaba en Orrell Park.
—¡Claro! -Desfrunció el ceño-. No le ha ido mal a Eve, entonces.
—Le ha ido muy bien.
Salí de la habitación diciendo que tenía que prepararle el biberón a Jake. Ya lo amamantaría más tarde, cuando no estuviera tan nerviosa. Una vez en la cocina, lo senté en su silla.
Cuando me vio sacar el biberón, ya preparado, de la nevera, y lo puse a calentar en una olla, pegó un gritito y agitó las manos.
—¿Tienes hambre? -le pregunté.
Y él asintió con otro animado gritito.
Oí como Aileen subía al piso de arriba. Sus zapatos resonaban a cada paso. Sonó la cisterna, pero pasó un buen rato hasta que volví a oír el ruido de sus zapatos.
—La casa está hecha un asco -dijo al entrar en la cocina. Debía de haber estado investigando habitación por habitación. Miró a su alrededor y vio que la cocina estaba todavía peor-. No la has cuidado mucho, la verdad.
Pronto llegué a la conclusión de que estaba completamente loca.
—No creo que eso sea asunto tuyo, Aileen -contesté con frialdad.
—Pues yo creo que sí, Kitty -me miró muy seria-. Ya sé que me fui, que abandoné a Michael...
—Y a Eve -añadí.
Ella no me hizo caso.
—Michael era mi marido, nunca nos divorciamos, así que, legalmente, la casa es mía. No tengo ni idea de por qué vives aquí y no espero que te marches, al menos no inmediatamente, pero Ben y yo necesitamos un lugar donde vivir y esto es todo lo que tenemos. He visto que el coche de Michael todavía está en el garaje. Luego iré al centro a recoger nuestro equipaje de Lime Street Station. A partir de ahora, Jake y tú podéis dormir en la habitación de invitados hasta que encontréis otro sitio.
Me eché unas gotas de leche en el reverso de la mano. La temperatura era la adecuada.
—Vamos, Jake -dije con voz ahogada.
Lo cogí y lo llevé al salón. Ben rebañaba el plato.
—Estaba buenísimo, tía Kitty.
—Llámame Kitty.
—Vale, Kitty.
—Hay té preparado, por si quieres un poco. Y en la lata de rayas con la tapa roja hay galletas.
—Gracias -salió corriendo hacia la cocina con el plato sucio en la mano.
Me senté en una esquina del sofá. Jake intentaba hacerse con el biberón, que quedaba fuera de su alcance y lo tenía obsesionado. Yo le llevé la tetilla a la boca y él se puso a chupar con ganas, como si llevara una semana sin comer. Esperaba que no se diera cuenta de que el corazón me latía a toda prisa por la ira, el miedo y el desprecio que me inspiraba aquella mujer que y decía ser mi hermana.
—Respecto a lo que acabo de decir, Kitty…
Me había seguido hasta el cuarto y se estaba encendiendo otro cigarrillo.
—Respecto a lo que acabas de decir, Aileen, primero, la casa no te pertenece. Era de Michael y él se la dejó a Eve. En el aparador hay una carta que escribió la mañana en que se marchó; luego te la enseñaré. No recuerdo exactamente lo que decía, pero creo que era algo así como que no te pertenece ni un solo ladrillo. Segundo, el coche está asegurado a mi nombre y no vas a tocarlo. Y, por último, la razón por la que he vivido aquí los últimos doce años es porque Michael me pidió que cuidara de Eve. -Jake dejó de chupar y me miró fijamente. De alguna forma, se había dado cuenta de que me había puesto como una hidra-. No pasa nada, cariño -susurré, y sonreí-. Mamá está bien. -Volvió a chupar, pero sin apartar la vista de mi cara.
Aileen se echó a llorar.
—Lo siento -gimoteó-. Nunca se me habría ocurrido echarte. Lo que me preocupa es Ben. Los últimos años han sido muy duros para él.
—También lo fueron para Eve cuando te marchaste.
—No pensé en ella ni en Michael. -Su voz reflejaba una gran desesperación-. Sólo podía pensar en Steve. No me importaba el daño que hiciera a los demás.
—Pues me parece que ahora piensas igual. No te ha importado el daño que pudieras hacernos a Jake y a mí.
—No era mi intención -sollozó.
Suspiré y le sugerí que se echara un rato.
—En el cuarto de Eve -dije con firmeza-. Te sentirás mejor después de descansar un poco.
Esperaba decididamente que así fuera. Ella asintió, obediente.
—Apenas he dormido en los dos últimos días.
Observé cómo se iba. Seguía siendo incapaz de relacionar a esta Aileen con la que conocía antaño.
Le pregunté a Ben si también quería tumbarse un rato, pero él me aseguró que no se encontraba nada cansado y que prefería ir a dar un paseo.
—Para ver cómo es Liverpool. Desde el tren no he visto casi nada.
—Esto es Maghull, no Liverpool. Si fueras hasta allí, quizá no encontrases el camino de vuelta.
Dijo que por ahora le valía con Maghull, así que le escribí mi dirección en un trozo de papel e insistí en que se lo llevara consigo.
—Por si te pierdes.
—Gracias, Kitty. -Sospechaba que lo que quería era perder de vista a su madre un rato. Era evidente que se querían mucho, pero Aileen no debía de haber sido la mejor persona con la que convivir tras la marcha de Steve. Lo observé salir a la calle, alto y confiado, un hijo del que sentirse orgullosa.
Subí de puntillas a asegurarme de que la puerta del cuarto de Eve estaba cerrada, volví abajo y cogí el teléfono. Si estiraba el cable, podía llegar hasta el salón. Dejé a Jake en el suelo para que pudiera dar vueltas y llamé a Claire.
—No adivinarías lo que ha pasado -dije en voz baja cuando ella cogió el teléfono.
—No voy ni a intentarlo.
—Aileen ha vuelto y se ha traído a su hijo consigo. Ah, y, además -hablaba de forma atropellada-, está de lo más rara. Steve la ha dejado y creo que ha perdido el norte.
—Jesús, María y José! -chilló Claire-. ¿Dónde ha estado metida todo este tiempo?
—En Australia.
—Mi amiga Mildred Sweeney tenía el presentimiento de que se había ido a Australia, ¿te acuerdas? Tenía esa impresión. ¿Cómo es su hijo? Tendrá unos doce años, ¿verdad? ¿Y a qué te refieres con que está muy rara?
—Muy, muy rara, desequilibrada, le falta un tornillo. Quería echarnos a Jake y a mí, decía que ésta era su casa. Le contesté que no lo era, que pertenecía a Eve. Ah, y su hijo, Ben, es encantador, muy maduro para tener sólo doce años. Espera un segundo.
Dejé el auricular en el suelo y alcancé a Jake justo antes de que le pegara un mordisco a la pata de una silla. Estaba en la fase de meterse en la boca todo lo que pillaba. Pero con la silla, tenía que poner un límite. Lo volví a dejar en mitad de la habitación y cogí el teléfono.
—Era Jake -expliqué-. Estaba a punto de comerse los muebles.
—Te tiembla la voz, cariño. ¿Aileen te ha dado algún disgusto?
—Y que lo digas. Además, tiene un aspecto horrible: parece una vagabunda de cien años de edad.
—¿Dónde está ahora?
—Dormida.
—Bien. Bueno, Kitty, hazte una buena taza de té y deja de preocuparte. Cogeré el próximo tren a Maghull: estaré contigo en más o menos una hora.
Y colgó.
Aileen seguía dormida cuando llegó Claire, exactamente una hora después. Ben ya había vuelto y se cayeron estupendamente la una al otro. A todo el mundo le gustaba Claire. Mientras ella mecía a Jake, Ben nos habló de la vida en Australia. Sonaba de lo más interesante, pero tenía ganas de que saliera a dar otra vuelta para poder hablar de su madre.
Finalmente, llegó el momento en que tenía que prepararme para la fiesta de inauguración de Eve y Oliver, aunque Aileen estaba todavía dormida.
—Has de ir -dijo Claire cuando comenté que debería llamar por teléfono para avisar de que no podía asistir-. Nosotros estaremos aquí para ocuparnos de tu madre cuando se despierte, ¿a que sí, Ben?
—Sí, tía Claire -asintió él de forma muy responsable.
—¿Quieres que te prepare algo de comer, cariño?
—Sí, por favor.
Cuando yo iba a salir, Ben estaba engullendo otra comida pantagruélica. Me sentí aliviada de poder escapar del ambiente envenenado que dominaba la casa desde que Aileen había llegado. Claire salió un momento mientras yo le ponía el cinturón a Jake.
—¡Menuda historia! -exclamó.
—Y que lo digas. Espero que haya despertado cuando vuelva a casa. La tensión me está matando.
—La despertaré en un momento. Le prepararé un té y averiguaré qué es lo que se trae entre manos.
Le di un beso en la mejilla y le juré que no sabía qué sería de mi vida sin ella.
La casa era de finales del siglo pasado. Los ladrillos eran de un rojo rosado, las ventanas eran de celosía y la puerta principal estaba compuesta de distintas capas de vieja madera de roble unidas por tiras de metal negras. El liquen trepaba por el tejado gris, y las hojas de los manzanos se entremezclaban en el jardín trasero de tal forma que creaban un enrevesado y sombrío techado.
Oliver me abrió la puerta, aseado y elegante. Llevaba unos pantalones de franela gris y una camisa de cuadros bien planchada.
—Ya veo que te apañas sin el bastón -dije, sonriendo cuando él me dio un beso de cortesía.
—Sólo en casa, pero voy mejorando. -Hablaba con educación y respeto, de la manera en que uno se dirige a su suegra-. El otro día conduje un poco.
—Espero que no fuera dentro de casa.
—Claro que no. -Su cara de asombro se transformó en un gesto avergonzado-. Perdona. Era un chiste, ¿verdad? El cerebro todavía me va un poco lento. Me cuesta darme cuenta de cuándo la gente está de broma. Hola, Jake. -Le dio una palmadita a su hijo en la tripa; Jake se lo agradeció a su padre con una tímida sonrisa-. Están todos en el jardín, Kitty. ¿Quieres beber algo? ¿Frío, caliente, con alcohol? Lo que quieras.
—Zumo de naranja, por favor. O limonada. Algo grande y frío. He traído biberones para Jake.
Caminé por dentro de la casa hasta salir al soleado jardín. Faith, que estaba espectacular con un vestido de gasa con flores (lo que me hizo desear haberme puesto el vestido azul), estaba sentada en una silla plegable mientras Robin y Alice conversaban en el césped y vigilaban a los gemelos, que habían empezado a andar hacía poco. Holly andaba también, pero prefería ir a gatas, pues era mucho más rápido. Entraba y salía de detrás de los árboles como una locomotora, seguida de Eve, que no le quitaba ojo. Nos saludamos. Todo aquello me recordaba un cuadro impresionista. Seguramente se llamaría algo así como La inauguración de la casa o Tarde en el jardín.
Bootsie y Snudge se perseguían el uno al otro, por turnos, dentro y fuera de la casa. Bootsie era un terrier escocés, negro como el carbón, y Snudge era de un precioso tono rojizo. Resultaba evidente que ya se habían hecho grandes amigos. Faith dio unas palmas cuando aparecí con Jake.
—¡Cuántos bebés! ¿No es maravilloso? Y lo mejor es que no tengo que calmarlos cuando se ponen a llorar, ni levantarme en mitad de la noche para darles de comer. -Extendió los brazos-. ¿Puedo cogerlo un rato?
Coloqué a Jake sobre su rodilla. Inmediatamente, él agarró el collar de perlas de Faith y se lo llevó a la boca.
—¡Cielos! Podría romperlo y tragarse alguna perla -exclamó ella.
Yo conseguí recuperar el collar entero. Faith se lo quitó y le aconsejé que hiciera lo mismo con los pendientes.
—Oliver y Robin hacían lo mismo -comentó ella-. Se lo metían todo en la boca.
Oliver me trajo algo de beber y fue a relevar a Eve, que vino a darme un abrazo.
—No podría quererla más, ni aunque fuera su propia hija. ¿No es maravilloso? Todo es maravilloso. -Suspiró de alegría-. Soy muy feliz, Kitty.
—Me alegro, cariño.
Lo decía completamente en serio.
—¿Te encuentras mal o algo? -Me examinó, meditabunda-. Estás muy pálida.
—Ha pasado algo. Luego te lo cuento.
—No, cuéntamelo ahora. Vamos a la cocina. Yo también necesito beber algo.
La cocina era de estilo antiguo. Había un fregadero muy hondo y una caldera excesivamente grande. Eve tenía pensado modernizarla en el futuro. Se sirvió un vaso de zumo de naranja.
—Bueno, ¿qué ha pasado? Es evidente que te has llevado un disgusto.
—Aileen ha vuelto.
—¡Mierda! -Se le torció el gesto-. ¿Qué quiere?
Estuve a punto de decirle que evitara los tacos, pero ya no era asunto mío el controlar su forma de hablar. Le conté lo sucedido aquella mañana y terminé diciendo que Aileen seguramente seguiría durmiendo y que había dejado a Claire a cargo de Ben.
—¡Mierda! -repitió-. Supongo que debería ir a verla. Llevaré a Holly, pero no a Oliver. ¿Qué vas a hacer tú, Kitty?
Negué con la cabeza con tal fuerza que me mareé.
—No, ¿qué vas a hacer tú? Es tu casa, Eve. Tú decides si se queda o no.
—Por Dios, Kitty -dijo irritada-. Ya sabes que la casa es tuya siempre que la quieras. Yo nunca volveré a vivir allí. Ésta es mi casa, la casa en la que vivo con Oliver y Holly.
Miró por la ventana, a Oliver, que llevaba a la niña a caballito, e imaginé que pensaría en los años idílicos que tenía por delante, con su marido y su hija, y sin duda más hijos con el tiempo.
—Lo que hagas con Aileen depende de ti -añadió.
Me marché pronto. Estaba demasiado nerviosa como para pasármelo bien, así que volví a Maghull con Jake profundamente dormido y haciendo pompitas de saliva. Cuando llegué a casa, Claire estaba viendo la televisión en el salón. Todas las ventanas estaban abiertas y no se veía a Aileen ni a Ben por ninguna parte.
—¿Se han vuelto a Australia? -pregunté esperanzada.
—Me temo que no, cariño. -Apagó la televisión-. He mandado a Aileen a comprar algo de comida. Ben ha salido con ella. Parece que necesita almorzar cada hora, y tu nevera se asemeja al desierto del Sahara. Ah, y he tenido que darle dinero. Al parecer, no tiene un céntimo.
—¿Qué puedo hacer con ella, Claire? Ya sé que la casa es de Eve, pero ella me ha dicho que la decisión es mía.
—Siéntate y te contaré la historia de su vida. A lo mejor te ayuda a decidirte.
—Primero voy a llevar a Jake arriba.
Dejé a Jake en su cuna y, al volver, pasé por la nevera para servirme zumo de naranja, pero ya no quedaba. Bebí un poco de agua.
Claire dio unas palmaditas en el sofá, a su lado. Yo me senté. Se aclaró la garganta, como si se dispusiera a dar un discurso, y me habló de los doce años que nuestra hermana había pasado en Australia.
—Estuvieron en Melbourne los primeros cinco años. Entonces a Steve le entraron ganas de aventura y se fueron a vivir al interior, donde él trabajó para un granjero con ovejas. Después de algunos años, Steve empezó a serle infiel. Aileen cree que la habría dejado de no ser por Ben. Pasó el tiempo y, al final, la dejó por una mujer que tenía la mitad de años que ella. El granjero echó a Ben y a Aileen, así que en pocas semanas se quedó sin Steve y sin casa. Según dice, el pelo se le puso gris de un día para otro. Había oído que era posible, pero hasta ahora no me lo creía.
—Cielo santo -suspiré.
—Y que lo digas. -Claire sonrió levemente-. Una siente pena por ella, ¿no te parece? En fin, el caso es que se puso a trabajar de asistenta para otro granjero. La trataba como basura, le encargaba todos los trabajos sucios; pero ella se quedó hasta reunir suficiente dinero para el billete de vuelta. Se convenció a sí misma de que Michael seguiría viviendo aquí y que querría volver con ella. No diría que ha perdido completamente el juicio, pero va bien encaminada.
—Supongo que debería dejar que se quede, aunque sólo sea por Ben. -Pensarlo me deprimía-. Bueno, y por ella también.
—Al fin y al cabo, es nuestra hermana -dijo Claire, no muy convencida-. Los McCarthy siempre hemos estado unidos.
—Menos Aileen -comenté-. Se marchó sin siquiera despedirse.
—Estaba obnubilada con Steve. -Claire se levantó y murmuró algo sobre quedarse hasta que volvieran Aileen y Ben, y luego se iría a casa-. Si te estás preguntado por qué están abiertas todas las ventanas, fue para dejar salir el humo. Fuma como una chimenea. -Soltó una risita-. En cierto sentido, tiene gracia. Cuando vivía aquí, no dejaba que nadie fumara dentro de la casa.
—Voy a establecer la misma norma.
Eso me deprimía todavía más. Yo odiaba las normas.
Aileen se quedó un año. Se tiñó el pelo de rojo, pero le quedaba muy artificial y poco natural, en absoluto como cuando era joven. La ropa que había dejado seguía en el armario del cuarto de invitados, donde yo la había colgado doce años atrás, y ella la llevó al sastre para que le subiera o le bajara el dobladillo.
No hizo falta establecer ninguna norma contra el tabaco porque lo dejó inmediatamente. Quizá necesitara el dinero para comprar las cremas caras que se echaba en la cara y el cuello.
A mí no me pareció que le quitaran ni una arruga, aunque sí es cierto que cada vez se parecía más a la hermana que yo recordaba. Se puso a trabajar en un hotel de Southport como encargada de la lavandería. El salario no era muy alto, pero le daba para mantenerse a sí misma y a Ben, y le quedaba suficiente para ahorrar algo en el banco. Nunca me dijo para qué ahorraba, pero muchas veces la vi apuntar cifras en una libreta y sumarlas.
Creo que no pasó una sola noche en la que no llorase por su desgracia, con intensidad y sonoridad. Al principio me acercaba hasta su habitación para preguntarle si podía hacer algo por ella, pero me espetaba que la dejara en paz, así que renuncié a preguntar, aunque no podía dormir hasta que no paraba de llorar.
No había forma de saber cómo afectaba todo esto a Ben. Empezó a ir a clase en la misma escuela a la que había ido Eve y parecía gustarle. Era un chico que caía bien (era muy bueno al fútbol y todavía mejor al críquet), y pronto se hizo popular. Pero él también oía como su madre lloraba todas las noches y eso debía de afectarle de alguna manera, aunque no lo mostrara. Sus muchos primos hacían lo imposible para que se sintiera como en casa. Liam, que había dejado ya de jugar y se contentaba con ser espectador, lo llevaba al fútbol todos los sábados por la tarde. Eve y él se cogieron mucho cariño, e iba a verla al menos una vez por semana. Eve visitó a Aileen algunas veces, pero la mujer que antaño había sido su madre la miraba ahora como a una desconocida y apenas hablaban de nada.
Claire y Norah venían siempre que podían, más por mí que por Aileen. «Para aliviarte la carga», decía Claire. A menudo sentía como si realmente fuera una carga que tendría que arrastrar hasta que sucediera algo y se marchara.
No creo que Aileen se diera mucha cuenta de quién venía y quién no. Se mostraba fría y distante con todos, incluida yo, a pesar de que vivíamos en la misma casa. Acabé haciendo toda clase de cosas en el jardín, que nunca había hecho antes, sólo para evitar a mi hermana, que parecía haber perdido las dotes para la conversación y se pasaba la mayor parte del tiempo con la mirada perdida, sin duda pensando en Steve McSherry. A mí me daba mucha lástima, pero ella me dejó claro que no deseaba mi simpatía. Lo único que quería era un techo sobre su cabeza y la de Ben, y no una amiga, ni aunque fuera su propia hermana.
Los que no vinieron nunca fueron Danny y Jamie. Me molestaba que no hicieran el más mínimo esfuerzo por verla. No podía dejar de pensar en Amethyst Street, cuando vivían mamá y papá, y en lo unidos que habíamos estado todos. Parecía como si los McCarthy se fueran separando irremisiblemente y nunca más fueran a estar juntos.
En septiembre murió Hilda. Estaba viendo la televisión mientras Dorothy se entretenía con su tapiz de la batalla de Trafalgar, que le había llevado años y ya estaba casi acabado.
—Terminó el programa que estaba viendo -me contó más tarde-, y empezó un concurso. Después de un rato, pensé: «¿Qué demonios hace viendo eso? Odia los concursos». Le dije: «¿Quieres que cambie de canal, Hilda?», pero no contestó. Había fallecido en el sillón. Si le hubieran dejado elegir, seguro que habría escogido morir así.
—Debes de estar destrozada, Dorothy -dije con ternura.
Estábamos sentadas en la habitación desde la que se veía el Mersey. En la arena, los niños jugaban y chapoteaban en el agua centelleante. Sus agudos gritos se escuchaban en la casa.
—Así es, pero me alegro de que ella fuera la primera -respondió Dorothy con gran valor, aunque la tristeza de su mirada me daba ganas de llorar-. No habría aguantado en un asilo. -Esbozó una tenue sonrisa-. Y en el asilo no la habrían aguantado a ella.
—¿Vas a seguir viviendo aquí? -pregunté.
—Oh, sí. -Volvió a sonreír sin ganas-. Me lo dejó todo en su testamento, incluida la casa, con la condición de que, al morir yo, lo donara a organizaciones caritativas. -Miró a su alrededor. En todas partes había cosas de Hilda, muestras de su ajetreada y, hasta hacía poco, activa vida-. Te encargarás de todo eso cuando llegue el momento, ¿verdad, Kitty? Hay que asegurarse de que todo va al lugar indicado. A la biblioteca le gustaría recibir los libros, y seguro que hay alguien que agradece los muebles. De la venta de la casa se encargará un abogado.
Le prometí que me ocuparía de todo, pero añadí:
—Falta mucho para eso. -A pesar de su avanzada edad, Dorothy parecía muy en forma y perfectamente sana-. Todavía te dará tiempo a hacer otra media docena de tapices antes de que tenga que encargarme de ello.
—Por cierto -dijo con una mirada tímida-. Me gustaría que te quedaras con mi tapiz, querida. Estará terminado antes de que acabe la semana.
—¡Oh, Dottie! -Se me saltaron las lágrimas y le di un abrazo-. No se me ocurre nada que pudiera gustarme más.
Teniendo en cuenta toda la gente a la que Hilda ayudó a lo largo de su vida, fue lamentable las pocas personas que asistieron al funeral: Muriel, Claire (que sólo había visto a Hilda en contadas ocasiones, pero que la admiraba profundamente), Eve (que la recordaba de cuando venía conmigo a la casa de Everton Valley), algunos vecinos, un hombre mayor del club de golf al que se había apuntado Hilda y una atractiva mujer de unos cincuenta y tantos años, vestida con un elegante traje gris y que me resultaba vagamente familiar. Peggy Tyler (que ahora se apellidaba Spencer), embarazada de otro bebé, envió una corona de flores. Hacía tiempo que no sabía nada de Cecily; esperaba que se hubiera ido a vivir con aquel encantador caballero canadiense llamado Max.
La mujer que me resultaba vagamente familiar se me acercó cuando terminó la ceremonia.
—Hola. Me preguntaba si estarías aquí. Eres Kitty, ¿verdad? No te acordarás de mí, pero viniste a mi casa una vez con uno de los paquetes de la señorita Foxton. Por aquel entonces vivía en Allerton y acababa de tener a mi hija Eliza. Me llamaba Christine Mason, pero me volví a casar algunos años después y ahora me apellido Gregory. Cuando vi el anuncio de la muerte de la señorita Foxton en el Echo, pensé que tenía que venir al funeral.
—Me acuerdo muy bien de ti. Me estaba preguntando dónde te había visto antes. -Era una profesora, recordé, que había perdido a su marido en la guerra y después se había enamorado de un hombre que la había abandonado al enterarse de que la había dejado preñada. Me emocionó que viniera al funeral de Hilda; y me gustaba su calidez y su tono agradable, aparte del hecho de que, a pesar de que vestía ropa cara, no le avergonzaba reconocer que en el pasado había necesitado de la caridad de Hilda-. ¿Cómo está Eliza?
—Ahora tiene catorce años, es increíblemente guapa y le va bien en la escuela. La verdad es que tuve otro niño, nada menos que a los cuarenta y cinco años: un niñito llamado Peter. Afortunadamente, para entonces ya estaba casada y podía pagarme los pañales -terminó con una sonrisa.
—¿Quieres venir a la casa a comer algo? -pregunté.
—Me encantaría, pero cuando Peter empezó la escuela, volví a dar clases y sólo me he tomado la mañana libre.
Regresamos a los coches. Dorothy sólo había pedido uno para ella y para los vecinos. El resto habíamos venido por nuestra cuenta. Christine Gregory abrió la puerta de un Mercedes rojo que parecía recién salido de la fábrica y se subió a él.
—Adiós, Kitty -dijo despidiéndose con la mano.
—Adiós, Christine.
Me subí al Ford Consul de Michael, que ya tenía sus años y seguramente no pasaría la próxima ITV, y seguí al coche fúnebre hasta la casa que ahora pertenecía a Dorothy. Pensé, como tantas otras veces, en lo extraña que era la vida y lo fácilmente que cambian las cosas.
Hacía apenas una semana que Hilda descansaba en su tumba cuando Dorothy falleció una tarde, de forma igual de apacible que su querida compañera. Me preguntaba si se le habría partido el corazón, si habría renunciado a seguir viviendo después de la muerte de Hilda.
Yo me había propuesto llamarla todos los días hasta que se acostumbrara a vivir sola. La puerta trasera estaba abierta cuando llegué, y me di cuenta de que olía a quemado. Al abrir el horno vi que había dos bandejas de pastelitos negros.
—Dorothy -la llamé-. Dottie, ¿dónde estás? Se te han quemado los pastelitos.
La encontré sobre la cama, vestida, como si hubiera decidido echarse un rato mientras se hacían los pasteles. Moví su rechoncho hombro varias veces intentando despertarla, pero no sirvió de nada. Dorothy había muerto y yo había perdido a dos de las mejores amigas que pudiera tener.
Al funeral de Dorothy asistió aún menos gente que al de Hilda. Sólo algunos vecinos y yo fuimos a despedirnos de aquella mujer buena y generosa, que se había pasado toda su vida cuidando de los pobres, los enfermos y los desposeídos.
Más tarde, Claire y yo pasamos dos semanas ajetreadas organizando las cosas de la casa, acompañadas de un irritable Jake al que le estaban saliendo los dientes. Llevamos los libros a la biblioteca, y los trajes, la decoración y la ropa de cama a una tienda caritativa. Otra tienda mandó una furgoneta para recoger los muebles.
Claire me hizo quemar las docenas de cartas personales que encontramos, los diarios de Dorothy y las viejas fotografías de personas desconocidas, vestidas con ropa antigua y sonriendo o frunciendo el ceño ante la cámara. Yo las habría guardado.
—¿Para qué? -me preguntó Claire-. No conoces a la gente que sale en esas fotos y no puedes ponerte a leer las cartas y los diarios, son privados. Lo único que conseguirías es tenerlo todo por la casa acumulando polvo, y Eve tendría que tirarlo cuando tú murieras.
—Pero esto forma una parte muy importante de la vida de Hilda y Dorothy -sollozaba yo-. Es como si las estuviera quemando a ellas.
Aun así, tiré otro montón de cartas al fuego sin poder evitar la curiosidad de saber de quién eran y lo que decían. Jake dejó de quejarse por los dientes y se quedó mirando, fascinado, cómo ascendían las llamas por la chimenea.
—No digas tonterías. Cuando yo me muera, no quiero que mi familia se ponga a lloriquear por un montón de recuerdos viejos. Siempre que me lleven con cariño en el corazón, no me importa nada más. ¡Mira! -Me pasó una fotografía en blanco y negro, tamaño postal-. Creo que son Hilda y Dorothy después de sacarse el título de enfermeras. Ésa puedes quedártela.
—Sí, son ellas -susurré.
Eran dos enfermeras jóvenes, con cofia y vestido a rayas, fotografiadas de medio cuerpo. Una le sacaba al menos quince centímetros a la otra. El rostro de Hilda era el más reconocible, delgado y lleno de vida. Tenía la cara tan lavada que le brillaba. Y Dorothy, ya entrada en carnes, sonreía con timidez.
—Tuvieron una buena vida -murmuré.
—Y una muerte tranquila -añadió Claire-. ¿Qué más se puede pedir? Bueno, ¿qué vamos a hacer con ese horror? -preguntó señalando el tapiz, todavía en el bastidor.
Medía unos tres metros por metro y medio y mostraba el momento más álgido y sangriento de la batalla de Trafalgar: los barcos navegando en un mar bravío; los cañones disparando; el almirante Nelson, con un parche en el ojo, al borde de la muerte en la cubierta del Victory; y los pobres marineros, que habían salido volando hasta caer al mar y nadaban, desesperados, para salvar la vida.
—Es mío -señalé-. Dorothy me lo regaló. Lo terminó justo antes de morir. Lo voy a enmarcar y lo colgaré encima de la chimenea.
—Aileen ya está lo suficientemente deprimida. Eso sólo empeoraría su estado. ¿No podía haber hecho Dorothy algo más alegre, como un ramo de flores o un cuenco con fruta?
—Esto requería mucha más habilidad -dije en su defensa.
Pero, pensándolo bien, era difícil que aquel tapiz animara a alguien. Lo colgaría en el pasillo, donde no estuviera tan a la vista. Esperaba que a Dorothy no le hubiera importado.
Llegó la Navidad y se repitió la rutina de siempre: comida en Amethyst Street, té en casa de Norah y fiesta en casa de Claire. Jamie no apareció (hacía meses que nadie sabía nada de él), y Aileen se negó a salir de Maghull pues aseguraba sentirse demasiado cansada. No tenía precisamente ganas de fiesta cuando todos vinieron a mi casa en Nochevieja, y se fue a dormir antes de que el Big Ben anunciara el comienzo de 1973.
Nos dimos los besos de rigor, nos deseamos un feliz Año Nuevo y cantamos «Auld Lang Syne». Me pareció que no era lo mismo, y deseé que Jamie estuviera allí y que Aileen no se hubiera ido a la cama.
Sonó el teléfono: era Eve. Ella y Oliver habían preferido pasar la noche solos en su nueva casa. Me deseó un feliz Año Nuevo y me anunció que estaba embarazada de nuevo.
—Nacerá a mediados de julio. Oliver está entusiasmado.
—Yo también -le dije-. Enhorabuena, cariño. Deséale a Oliver un feliz Año Nuevo, y también a Holly. ¿Él tiene ganas de empezar a trabajar?
A Oliver le disgustaba no tener nada que hacer en todo el día. Fue un alivio cuando el médico le comunicó que su estado de salud era lo suficientemente bueno como para buscar un trabajo, siempre que no fuera demasiado duro. Un antiguo oficial del Ejército que ahora se dedicaba a la venta de antigüedades se había ofrecido a tomarlo como ayudante en su tienda de Formby. De repente tuve una repentina e inesperada visión de aquel enérgico joven de mirada deslumbrante que tocaba el piano en Buckles. Aquel Oliver no habría aceptado ese trabajo ni aunque le obligaran a ello.
—¡Se muere de ganas! -dijo Eve emocionada-. Empieza pasado mañana, aunque voy a sentirme muy sola, todo el día sin él. ¿Te parece bien que vaya a verte el primer día que se vaya a trabajar?
—¿Y desde cuándo me tienes que pedir permiso para venir?
La noticia del bebé me hizo sentir mejor. Subí al piso de arriba y le deseé a Jake, que dormía profundamente, un feliz Año Nuevo. Como Ben había ocupado el cuarto de invitados, Jake seguía durmiendo en una cuna junto a mi cama. Me senté y descansé la barbilla en un extremo de la cuna.
—Dentro de dos semanas tendrás un año -le susurré-, y caminarás por la casa como un loco.
Ya gateaba por la habitación y, más de una vez, había intentado trepar por las escaleras. Le preguntaría a Claire si Liam podría montar una pequeña verja.
Como por arte de magia, mi hermana mayor apareció en la habitación y se sentó a mi lado, en la cama.
—¿Te encuentras bien? -susurró-. Antes me pareció que estabas un poco decaída.
—Me hubiera gustado que Jamie hubiera venido y que Aileen no se hubiera ido a la cama. Pero ahora estoy bien -le aseguré-. Era Eve, al teléfono. Está embarazada de nuevo.
—¡Niños! -exclamó Claire-. Cuando llegue el verano, tendré otro par de nietos. Siempre que estoy deprimida, pienso en los niños. Me alegra el día.
—¿Pero cuándo te sientes tú deprimida? -pregunté sarcástica-. Eres la persona más alegre que he conocido en mi vida.
—Me pasa como a ti, cariño -me cogió del brazo-. No me gusta que la gente envejezca ni que se muera, yo incluida. Pero el sentido común me dice que la gente no vive para siempre. El mundo se llenaría si no fuera así. Yo también he echado de menos a Jamie esta noche, y a Aileen; pero eso es algo que tampoco podemos esperar que suceda: que los McCarthy permanezcan juntos hasta el fin de los días. Jamie tiene su propia vida. Es un hombre divorciado en busca de una nueva esposa, y para él eso es más importante que nosotros. En cuanto a Aileen, no puede pensar en otra cosa que en ese canalla de Steve.
Jake se movió y emitió una serie de pequeños gruñidos. Yo le puse la mano en la frente y lo arrullé hasta que se volvió a dormir. Abajo, todos cantaban «When Irish Eyes are Smiling». Esperé un momento para asegurarme de que Jake no se despertaba y bajé para unirme a ellos. Se abrió la puerta y entró Ben (había estado en una fiesta en una casa que había una manzana más allá), y todos dejamos de cantar para desearle un feliz Año Nuevo.
De repente, volví a sentirme feliz de estar viva y me puse a cantar a grito pelado. «Feliz Año Nuevo, Kitty», me deseé a mí misma.
En mayo, Aileen se marchó igual que Michael lo había hecho tantos años atrás, en mitad de la noche y sin dejar más que una nota para explicarse, aunque la suya era más corta. La encontré sobre la mesa cuando bajé a preparar la primera tetera del día.
«Querida Kitty -decía-, me vuelvo a Australia para buscar a Steve. Por favor, cuida de Ben. Os quiere, Aileen.»
—¡Cielo santo! -murmuré.
Y desperté a Ben para comunicárselo. Al principio, pareció sorprendido, pero, aparte de eso, se lo tomó con bastante calma.
—Ha estado ahorrando para el billete desde que llegamos -me explicó-. Siempre supe que algún día se volvería a ir.
—¿Eso te lo dijo ella, cariño? El negó con la cabeza.
—No, pero quería mucho a mi padre. Nunca se habría ido de Australia de no ser por mí. -Me miró preocupado-. ¿Te importa que me quede aquí?
Le revolví el pelo.
—¡Pues claro que no! Qué pregunta más tonta.
Sentía pena por Aileen, pero también alivio por su marcha. El ambiente de la casa mejoró mucho sin su sombría presencia. Y además, eso quería decir que Jake por fin podría tener su propio cuarto. O así lo pensaba yo.
Norah siempre había sido la más discreta de las hermanas McCarthy. Tenía cinco años más que yo y había sido ella quien me había llevado a la escuela en mi primer día. Por aquel entonces Norah estaba ya en el último curso de St. James. Siempre me buscaba en el recreo para asegurarse de que estaba bien y me traía a casa cuando terminaban las clases. Me cogía de la mano con fuerza como si le preocupara que me fuera a escapar y, casi siempre, Marge se colgaba de la otra mano.
La mayor parte del tiempo Norah mostraba una sonrisa taciturna, algo abstraída. Nunca tenía rabietas, ni gritaba ni se peleaba con nadie. Mientras que Aileen, Claire y yo nos comportábamos como prima donnas y armábamos un escándalo si las cosas no salían como queríamos, Norah siempre estaba en su propio mundo, indiferente al jaleo.
Cuando conoció a Peter Murphy tenía veintiún años y se quedó completamente prendada de él. Tres meses más tarde, se prometieron. Tres años más tarde, él la dejó por una chica llamada Emily, que trabajaba en el guardarropa del Adelphi. Todos pensamos que Norah se vendría abajo, pero poco después se casó con Roy Hall; nosotras pensamos que él no era más que un consuelo y que no durarían mucho tiempo. Pero Roy resultó ser un marido excepcional. Se compraron una casita adosada en Seaforth, cerca de la playa y de donde vivía antes Con. Norah nunca tuvo que trabajar y parecía satisfecha quedándose en casa, cuidando de su marido y de su querida Bernadette.
Tanto Roy como Norah se escandalizaron cuando su hija se casó con Johnny Kelly, un chico que no había dado pie con bola en toda su vida. Desde entonces, él había estado cobrando el paro de manera intermitente y Bernadette había tenido un segundo bebé. Vivían en una casa de protección oficial cerca de Stanley Road.
—Teníamos muchas esperanzas puestas en ella -se quejaba-. Pensábamos que sería profesora, o doctora, algo importante. Nos habría llenado de orgullo.
Me sorprendí mucho el día que Norah apareció en Maghull de forma bastante inesperada. No era nada propio de ella. Cuando quería ver a alguien, normalmente llamaba antes paro asegurarse de que no era una molestia.
—¡Te has cortado el pelo! -fue lo primero que dije. Llevaba pantalones vaqueros y camiseta por primera vez en su vida, Y tenía un aspecto de lo más juvenil-. Pareces mucho más joven.
—Lo sé. -Se pasó los dedos por entre los rizos, cortos y rojizos, con poquísimas canas-. A Roy siempre le gustó más el pelo largo, pero esto es mucho más cómodo.
Me siguió hasta la cocina y yo puse la tetera a hervir.
—¿Y a Roy no le importa que te lo hayas cortado?
Echó la cabeza hacia atrás, agitando los rizos.
—No lo he hablado con él. Me importa un pimiento lo que piense al respecto. -Aquél era un comentario bastante radical viniendo de Norah, que había sido siempre una esposa de lo más sumisa-. Lo voy a dejar -añadió, con otro movimiento de cabeza-. Por eso he venido, Kit. Quería saber si puedo vivir aquí contigo una temporada. Podría quedarme en el cuarto donde dormía Aileen.
La noticia era un bombazo considerable.
—¿Pero qué ha pasado? -le pregunté casi sin aliento.
—No sé -dijo sin más-. Creo que es porque se ha ido Bernadette y ya no tenemos nada de lo que hablar. Nunca debí casarme con Roy. Sólo lo hice por despecho, porque Peter Murphy me dejó.
La miré, atónita.
—Pero eso fue hace casi un cuarto de siglo. ¿Te acabas de dar cuenta ahora?
—Me di cuenta hace mucho tiempo, Kit. Pero, ¿qué podía hacer? -Mostró las palmas de las manos en un gesto exculpatorio-. Roy era un buen marido. Pero había un problema: que sólo lo era porque yo era buena esposa. Le dejaba dictar las normas, me quedaba en casa cuando en realidad quería buscar un trabajo, no llevaba nunca pantalones y me dejaba el pelo largo porque a él le gustaba así... Pero ahora Bernadette se ha ido y quiero disfrutar de un poco de libertad, y eso es algo que a Roy no le gusta ni un pelo. Dice -añadió, indignada-, que con estos vaqueros parezco un lobo con piel de cordero.
—Pero qué tontería, si te quedan estupendamente. -Nunca, en todos los años de su matrimonio, había dicho nada malo sobre Roy..., hasta ahora. Siempre pensé que era muy feliz-. ¿Pero a qué te refieres con un poco de libertad? -inquirí suspicaz.
Me preguntaba qué uso pretendía darle al dormitorio. Sólo llevaba dos semanas vacío y yo ya había comprado papel pintado de trenecitos rojos y nubes de algodón para convertirlo en el cuarto de Jake.
—No estoy segura -dijo Norah, de nuevo poco concreta-. Me gustaría conseguir un trabajo, tomar clases de conducir, ir a la escuela nocturna y aprender a cocinar platos exóticos. Quizá algún día pueda abrir mi propio restaurante. Supongo que estoy harta de no ser más que la esposa de Roy y la madre de Bernadette. Por una vez, me gustaría ser yo misma.
—¡Oh, Norah! -Le di un abrazo-. Claro que puedes quedarte, aunque no en el cuarto de Aileen. Iba a decorarlo para Jake, pero tendrá que compartirlo con Ben (compraré literas), y tú puedes quedarte con el de invitados. ¿Quieres mudarte hoy mismo?
Norah se encogió de hombros.
—Hoy, mañana, la semana que viene... La verdad es que no importa. Si quieres, te ayudaré con la decoración.
—Eso estaría muy bien.
No había puesto papel pintado en mi vida y me preocupaba montar un follón.
Al final resultó que Norah tampoco había puesto papel pintado en su vida y, entre las dos, montamos un buen follón. Pero cuando terminamos, parecía que casi no importaba que la parte delantera de los trenes no siempre coincidiera con la trasera y que algunas de las nubes estuvieran un poco torcidas. Compré las literas (Norah insistió en pagarme la mitad), y dos semanas más tarde, se mudó al cuarto de invitados. Para entonces ya había conseguido un trabajo de cajera en un aparcamiento de Southport Road. Creo que le gustaba al jefe, porque la recogía todas las mañanas a las ocho y media, la traía a casa a las seis y a la hora del almuerzo le daba clases de conducir.
Durante el día, yo recibía innumerables llamadas de Roy, que quería saber si ella estaba bien.
—Kitty, no era necesario que se fuera. Se lo dije mil veces, pero ya se había decidido y no había quien le hiciera cambiar de idea.
—Creo que está bien -le explicaba cada vez que llamaba. No me parecía justo decirle que Norah se lo estaba pasando de miedo y que disfrutaba cada minuto de su recién obtenida libertad.
Eve llamó sobre las tres de la tarde, un espléndido día de julio, para decir que había tenido la primera contracción y para preguntarme si no me importaría cuidar de Holly durante unos días.
—Faith se ha ofrecido, pero no se encuentra muy bien y pensé que a ti no te importaría.
Respondí que me encantaría cuidar de Holly, y me ofrecí a ir hasta allí en coche para recogerla.
—No te preocupes -dijo Eve-. Yo misma la llevaré, de camino al hospital.
—¡De ninguna manera vas a conducir hasta el hospital estando de parto!
Me parecía una locura y una irresponsabilidad.
—Sólo he tenido una contracción, Kitty -aseguró molesta-. No pasa nada.
—¿Por qué no dejas que te lleve yo? -insistí.
—¿En esa chatarra tuya? No, gracias.
Y colgó.
—Vas a ser tío de nuevo -le dije a Jake-. Me pregunto si será sobrino o sobrina.
Él me miró, con el teléfono de plástico por el que había estado manteniendo una misteriosa conversación, y sonrió complacido.
—Tío -dijo-. Tío, tío, tío.
Al parecer, le gustaba cómo sonaba aquella palabra.
—Holly vendrá dentro de un rato.
—Holly, Holly, Holly.
—¿Tienes que repetirlo todo tres veces?
—Veces, veces, veces.
Se cayó para atrás de risa. Jugamos a las palabras hasta que sonó un claxon. Salí corriendo a recoger a Holly para que Eve no tuviera que salir del coche.
—¿Cómo te encuentras? pregunté.
—Estupendamente -dijo sarcástica.
Y se marchó antes de que yo pudiera decir nada más. Desde casa llamé a Oliver, quien me contó que estaba a punto de salir hacia el hospital.
—Eve me dijo que esperara a terminar la jornada, pero yo le respondí que no.
Los dos estábamos de acuerdo en que Eve era demasiado independiente. Me prometió que me telefonearía en cuanto hubiera alguna noticia.
—A lo mejor te llamo y, si no es demasiado tarde, le doy las buenas noches a Holly.
Norah vino a casa a las seis y le conté lo de Eve.
—Ojalá hubiéramos tenido más hijos -dijo melancólica-. Concentramos todo nuestro amor y cariño en Bernadette. No debimos esperar de ella que fuera a la universidad y llegara a ser profesora o doctora, aunque ya es un poco tarde para lamentarse. Sencillamente, a la pobre no le interesaba. Los padres no tienen derecho a organizarles la vida a sus hijos. Deberían poder tomar sus propias decisiones.
—Ben quiere ir a la universidad -dije-. Antes, al venir de la escuela, se ha portado muy bien con Jake y Holly. Los sentó en el suelo y les enseñó a contar hasta diez. Es curioso -medité-, lo bueno y sensato que es teniendo en cuenta la vida que ha llevado. Tanto su padre como su madre lo abandonaron.
—Más que curioso, es un milagro. -Norah bostezó y estiró sus brazos de un color dorado: cuando el aparcamiento no tenía clientes, ella se sentaba al sol, y había conseguido, un bonito moreno-. Creo que me voy a dar una ducha antes de comer. ¿Ha llamado Roy?
—Dos veces esta mañana. Le dije que estabas bien.
—Estoy mejor que bien, me siento genial. -Parecía un gato después de tomarse un cuenco entero de leche-. Nunca pensé que la vida podía ser tan divertida.
Todos se habían ido a la cama y la televisión estaba encendida, pero sin sonido. Esperaba a que comenzaran las noticias de las diez cuando llamó Oliver para decir que Eve había tenido otra niña.
—La vamos a llamar Louisa. Es preciosa -me contó con voz temblorosa-. Eve me ha pedido que te diga que se encuentra estupendamente.
—Enhorabuena, Oliver -le felicité cariñosamente-. Mañana iré a verla.
—¿Cómo está Holly? -preguntó.
—Profundamente dormida, a los pies de la cama de Jake. Se lo han pasado muy bien juntos.
—Me alegro. Por cierto, Kitty, ¿te importa que me pase por tu casa? No me apetece volver a la mía, vacía. No puedo dormir en este estado, han sido demasiadas emociones.
—Claro, Oliver. Nunca me acuesto antes de medianoche.
—Estaré allí dentro de un rato -prometió-, en cuanto me despida de Eve.
Subí el volumen de la televisión, encendí las lámparas y cerré las cortinas al final de lo que había sido un día maravilloso. Y a juzgar por los tonos rojizos en el cielo azul marino, el siguiente lo sería también. ¡Ahora mi hija tenía otra hija! Me senté, medio echada sobre el sofá, sin prestar atención a las noticias y pensando en Eve y en todas las fases por las que había pasado: tensa y nerviosa cuando vivimos juntas por primera vez, pero cada vez más independiente y segura de sí misma. Recordaba lo mucho que se había enfadado al descubrir que yo era su madre, los años locos en Londres, el matrimonio con aquel sinsustancia de Rob Horton. Pero ahora, aquellos tiempos ajetreados habían quedado atrás y estaba felizmente casada con Oliver Knowles. Pensé en la fiesta de inauguración de su casa, en cómo miraba Eve por la ventana a Oliver y a Holly, en cómo yo me preguntaba si estaría visualizando los idílicos años que tenían por delante.
Oliver llegó antes de lo esperado. Eve estaba dormida cuando él fue a despedirse, por lo que se marchó inmediatamente. Cuando entró, le brillaban los ojos, no llevaba chaqueta ni corbata y me recordaba un poco al Oliver que conocí en Buckles. Le di un beso en la mejilla y le felicité una vez más. Se dejó caer en un sillón, exhausto. Por primera vez desde que lo vi en aquella silla de ruedas en el jardín de su madre, en Richmond, parecía rebosante de vida, como si por fin funcionaran a plena potencia todos sus sentidos. Me sonrió.
—No puedo dejar de pensar que soy padre.
—Te acostumbrarás -le garanticé-. ¿Quieres beber algo? ¿Algo bueno para brindar por Louisa?
—El médico me ha prohibido beber por las pastillas que estoy tomando, ¡pero qué leches! -dijo con atrevimiento-. Esto no pasa todos los días. ¿Qué tienes?
—Queda un poco de whisky de las Navidades, algo de ginebra y mucho jerez. Pero Oliver -protesté-, preferiría que no bebieras si te lo han desaconsejado.
—Un vaso de whisky no puede hacerme daño. No tengo intención de ser abstemio durante el resto de mi vida.
—Bueno, pero uno pequeño.
—¿De qué están hablando?
Estaba sirviendo las copas (whisky para Oliver, jerez para mí) y, cuando me di la vuelta, vi que tenía la mirada fija en la televisión. El presentador estaba resumiendo las noticias del día.
—¿De qué está hablando quién? -pregunté.
—Ha explotado una bomba en Belfast. Uno de los psiquiatras que me trataron me dijo que cuando pasó esto, me habían destinado a Belfast -se tocó la cabeza-, pero no recuerdo absolutamente nada. Tú has estado allí, ¿verdad, Kitty? -Me miró-. Eve dijo que fuiste a un funeral. Cree que debimos estar allí más o menos por la misma época.
Le di el whisky.
—Por Louisa -dije alzando el vaso.
—Por Louisa -repitió distraído-. ¿Cuándo estuviste en Belfast?
Quería cambiar de tema.
—No lo recuerdo muy bien. Hace unos dos años, creo. Sólo estuve allí unos días.
—Me han dicho que yo permanecí un año. Algún día, cuando reúna el valor para hacerlo, a lo mejor voy hasta allí a ver si algo me refresca la memoria.
—¿Crees que es una buena idea? Quizá haya cosas que es mejor que queden en el olvido.
Él negó con la cabeza.
—No, Kitty. No sabes lo frustrante que es haber perdido períodos enteros de tu vida. A veces me vienen cosas a la cabeza y me cuesta ordenar los recuerdos, ponerlos en contexto. Es como cuando uno abre una persiana... ¿Cómo se llaman esas que están divididas en partes y hay que tirar de una cuerda para abrirlas?
—Persianas de lamas.
—Eso. Cada cierto tiempo se abre una porción y recuerdo un poco más. Lo escribo todo antes de irme a dormir y Eve me lo lee a la mañana siguiente. Pero no seré feliz hasta que la persiana esté subida del todo y recuerde cada detalle.
Se tomó el whisky de un solo trago y preguntó si podía beberse otro.
—Luego no me tomaré ninguna pastilla para dormir -dijo cuando puse objeciones-. Esta noche me siento muy bien. Otra copa no me sentará mal.
—Bueno, de acuerdo. Pero no me eches la culpa si no es así.
Le serví una copa que apenas cubría el fondo del vaso. Arriba, uno de los niños dio un gritito. No podía discernir si se trataba de Holly o de Jake. El ruido debía de haber molestado a Ben, pues el colchón de la litera de arriba crujió al darse la vuelta.
Oliver sonrió.
—No se me ocurriría echarte la culpa de nada, Kitty. Te diré algo que sí recuerdo: mi cuarto cumpleaños. Estábamos en Orrell Park y yo juré que me casaría contigo cuando fuera mayor. Lo escribí, y cuando Eve lo leyó, le pareció muy bonito. Pero eso ya te lo he dicho, ¿verdad? -comentó frunciendo el ceño-. ¿Verdad, Kitty? -insistió al ver que yo no respondía.
Seguía sin responder. Me limité a encogerme de hombros y a intentar que no se notara lo que pensaba. En mi cabeza había saltado la alarma. Me lo había dicho en Buckles, cuando estábamos sentados en la cama de mi habitación.
—Aunque no puede ser. Hace dos semanas que no te veo y el recuerdo no me vino hasta el otro día. -Volvió a fruncir el ceño y me fijé en que le latía una vena en la frente-. Sí, puedo oír mi voz diciendo esas palabras. Entonces te cogí de la mano... ¿Por qué te cogí de la mano? Y dije... dije... -Había cerrado los puños y tenía los nudillos blancos. Al frotarlos, hacían un ruido agudo, áspero. Le sudaba la frente mientras intentaba hacer funcionar su cerebro lastimado-. Dije: «Y ahora, aquí estoy, ya mayor, y tú no llevas anillo de casada». ¿Por qué dije eso, Kitty?
—Oliver -respondí incapaz de soportar su gesto de asombro y esfuerzo al intentar comprender el sentido de aquellas palabras-, estás borracho y te imaginas cosas. Creo que deberías irte a casa ahora mismo. -Pero no podía conducir en ese estado. Me levanté de un salto-. Llamaré a un taxi.
—No -dijo frenético. Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación-. No quiero irme a casa. Me están viniendo toda clase de recuerdos. ¿Quién es Jack O'Donnell? El psiquiatra me preguntó si recordaba a Jack O'Donnell y lo tengo ahí, en la punta de la lengua. Hubo un funeral, ¿fue el suyo? Yo estaba en una iglesia, con un ataúd. Ahora lo veo claro. ¿De quién era el funeral al que asististe, Kitty?
—Te voy a preparar un café bien cargado.
Una vez en la cocina, me apoyé en el fregadero, cerré los ojos y cogí aire. Quería por todos los medios que Oliver mejorase, tanto por él como por Eve, pero eso no sucedería hasta que recuperase todos los recuerdos perdidos. Debería ayudarle, no ponerle trabas, pero había ciertos recuerdos que era mejor dejar en el olvido.
Entró en la cocina, se apoyó contra el marco de la puerta y dijo con voz baja y furiosa:
—Yo era Jack O'Donnell y tú estabas en el funeral. ¿Puede saberse por qué demonios no me lo habías contado antes, Kitty?
—No lo sé -susurré.
—Eve dijo que habías ido al funeral de un pariente -insistió-. Alguien llamado Michael.
Me rendí. No podía negarme a contestar más preguntas. No era justo.
—Michael era mi cuñado. Estaba casado con mi hermana Aileen. Cuando se separaron, él se fue a vivir a Belfast. Cuidaron de Eve hasta que cumplió nueve años.
—¿Cuál era el apellido de Michael? Eve no me lo dijo.
—Gilbert -murmuré.
—Michael Gilbert. ¿Y por qué iba a estar yo en el funeral de Michael Gilbert? Trabajaba como infiltrado para el Ejército, me lo han contado, pero parece que nadie conoce los detalles. O eso o se los guardan por alguna razón. ¿Cómo es que estábamos en el mismo funeral, Kitty? -Me cogió de los hombros y me agitó con fuerza-. ¡Dímelo!
—Estabas infiltrado en un grupo terrorista. -Intenté por todos los medios mantener la voz firme y tranquila-. Ellos (y tú), solíais beber en un hotel llamado Buckles, en Falls Road, donde vivía Michael.
—¡Con Mary Brady! -Hablaba atropelladamente-. Siento como si tuviera una serpiente reptándome por el cerebro. -Se golpeó la frente con el puño-. El padre de Mary Brady era el dueño del hotel. Yo tocaba el piano allí, y una noche me di la vuelta y te vi. Fue entonces cuando te dije que había prometido casarme contigo cuando fuera mayor. Te lo dije en el piso de arriba. -Se puso rojo y se estremeció-. Nos acostarnos. Cielo santo, Kitty -exclamó-, deberías habérmelo contado antes de casarme con Eve.
Cerré la puerta de la cocina, preocupada de que pudiera oírnos alguien.
—No, no debería habértelo contado, Oliver, porque ya no importaba. Era historia, cosa del pasado.
—Cosa de nuestro pasado. -Se puso a dar vueltas otra vez por la pequeña cocina, dando un golpe en la pared al llegar a un extremo y en la puerta al llegar al otro-. Yo te quería. Te pedí que te casaras conmigo y dijiste que sí. Quizá todavía te quiera, no lo sé.
—Ahora quieres a Eve --aseveré con voz firme-. Es tu mujer y habéis tenido un hijo.
Sentí ganas de morderme la lengua en cuanto salieron aquellas palabras, porque Oliver dejó de andar y me miró con ojos furiosos.
—¿Y nosotros? ¿Tenemos un hijo? -preguntó con dureza-. ¿Jake es mío?
Me sentía demasiado mareada para decir nada, pero asentí con la cabeza. Me di la vuelta para esconder la cara, completamente roja, y eché agua en la tetera. Lavé dos tazas y puse café en ellas. Intenté recordar si Oliver tomaba azúcar o no.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? -inquirió después de un largo silencio.
—Nada -dije muy seria-. Nada en absoluto. Sigue con tu vida como si nunca nos hubiéramos visto en Belfast. Todo eso pertenece al pasado. No debes decírselo a nadie. Yo no lo he hecho. Estás casado con Eve y tienes una familia. Ellos son tu responsabilidad.
—¿Y qué pasa contigo? -exclamó-. ¿Qué pasa con Jake?
—Jake y yo estamos bien así, gracias.
Hubo otro largo silencio. Entonces Oliver explicó:
—Empiezo a verlo todo claro. Es como una película. Había traído champán para acompañar el desayuno. Te llamé desde el vestíbulo del hotel, pero cuando me di la vuelta, detrás de mí estaban dos de ellos: Sean Doyle y Joe McMurphy. -Hablaba muy rápido, como si le preocupara perder el hilo si las palabras no salían lo suficientemente deprisa, como si fuera a olvidar lo que quería decir-. Antes de saber dónde estaba, me tiraron al maletero de un coche y me sacaron de Belfast. Me arrastraron por el suelo y me pegaron en la cabeza con bates de béisbol. Cuando me dispararon en las rodillas, ya había perdido el conocimiento.
—¿Fue culpa mía que te descubrieran, Oliver?
Les debía de haber parecido muy sospechoso cuando se enteraron de que conocía a la cuñada de Michael.
—No tuvo nada que ver contigo, Kitty. Ellos también tenían a gente infiltrada, igual que nosotros. Alguien, nunca sabré quién, me delató. Esa mañana me siguieron al hotel... -Se encogió de hombros-. Ya te he contado lo que pasó después. Es lo que pasó antes lo que me preocupa.
—¿A qué te refieres?
—Los días que pasamos juntos en aquel hotel. Cielo santo, Kitty, nunca antes había vivido algo así... Ni después, por cierto. -Entrecerró los ojos y su mirada espoleó recuerdos que yo prefería olvidar. Era la misma mirada que tenía cuando íbamos a hacer el amor-. Fue increíble. ¿Cómo podríamos olvidar lo que nos hicimos el uno al otro?
—Porque tenemos que hacerlo, Oliver. -Me forcé para sonar enfadada-. Porque tengo dieciséis años más que tú y estás casado con mi hija, que acaba de dar a luz a tu bebé. Porque lo nuestro fue una aventura, eso es todo. No significó nada para ninguno de los dos y no debes volver a mencionarlo, ni a mí ni a nadie. -Golpeé el suelo con el pie-. Nunca, nunca, nunca.
Y con estas palabras, fui a llamar a un taxi. Llegó al cabo de unos minutos y lo llevó hasta Formby. Durante aquellos minutos, ninguno de los dos dijo nada.
Capítulo 11
—Jamie se casó por segunda vez en agosto. Su nueva esposa, Bárbara, era una mujer divorciada y con dos hijos; no era ni de lejos tan guapa como su primera mujer, ni los niños eran la mitad de buenos que los que Lisa se había llevado consigo a Berlín.
—Una mujer de segunda y unos hijos de segunda, y todo por no ser capaz de mantener la bragueta cerrada cuando estaba con Lisa -dijo Claire molesta-. Pero así son los hombres. El mundo sería un lugar mucho mejor si el Señor no les hubiera dado pililas.
En general, los McCarthy estuvimos de acuerdo con la primera parte de la frase, aunque no tanto con la segunda: a todos nos caía muy bien Lisa y no tanto Bárbara.
La boda tuvo lugar en un juzgado y Jamie no invitó más que a la familia directa: Claire y Liam, Danny y Marge, Norah y Roy, que seguían siendo pareja a pesar de vivir separados, y yo.
La ceremonia fue corta y bastante expeditiva: después fuimos al centro y almorzamos en un comedor privado que había en el piso superior de un restaurante de London Road. Me puse el vestido largo azul que había comprado para la boda de Eve y Oliver, y Claire dijo que yo tenía más pinta de novia que Bárbara, que llevaba un traje de lino gris.
Cuando terminamos de comer, le dimos la mano a la madre de Bárbara, incapaz de sonreír, y a sus hermanas y cuñados, que tampoco parecían saber hacerlo. Quizá Jamie no resistiera la comparación con el primer marido de Bárbara. Entonces nos fuimos, cada uno por su lado: Claire y Liam se fueron a mirar camas (la vieja se caía a pedazos), Norah, Roy y Danny volvieron al trabajo, y Marge y yo nos quedamos preguntándonos qué hacer.
—Esta boda ha sido peor que la mía con Danny -comentó Marge mientras me cogía del brazo. Últimamente estaba mucho más contenta. Sus hijas trabajaban y vivían en Amethyst Street, así que no tenían problemas de dinero, y se había hecho a la idea de que Danny pasaba la mitad de su vida en la taberna. Algunas noches, hasta iba con él-. Vamos al cine -dijo-. Será como en los viejos tiempos.
Por aquella época apenas había ya cines en Liverpool, pero en el Odeón daban El padrino, con Marlon Brando. Salimos de la sala después de tres horas, bastante impresionadas, y las dos estuvimos de acuerdo en que era la mejor película que habíamos visto nunca.
—Comparadas con eso, nuestras vidas son de lo más aburridas -comentó Marge, y suspiró.
—Prefiero tener una vida aburrida a estar casada con un miembro de la mafia -dije estremeciéndome-. ¡Le cortan la cabeza a un caballo!
—¿Quieres ir a tomar algo?
—Lo siento, Marge, pero he dejado a Jake con Eve y le prometí que lo recogería hace ya un buen rato. Debe de estar volviéndose loca. Holly intenta dar la nota todo el rato desde que nació Louisa, creo que está un poco celosa, y Louisa es como Jake: nunca duerme.
La pequeña tenía cuatro semanas. Era un bebé muy guapo, con el pelo rubio de su madre y una carita afilada. Parecía bastante delicada, pero era fuerte como un buey. Siempre se quitaba de encima las sábanas a patadas, por muy remetidas que estuvieran.
—No le gusta sentirse atrapada -explicó Eve, cansada.
Yo le dije a Louisa que la íbamos a devolver como no se portara bien, pero ella no me hizo ningún caso y siguió tratando las sábanas como si fueran una cárcel de la que tenía que escapar por todos los medios.
—¿Dónde te habías metido? -preguntó Eve, apática.
Había llegado a Formby una hora después de lo prometido. El suelo estaba lleno de juguetes; Eve llevaba vaqueros y una camiseta de Oliver. Tenía el pelo revuelto y, cosa rara, no llevaba nada de maquillaje. Louisa estaba en su cuna portátil, bien despierta, meditando profundamente algún asunto. Bootsie y Snudge permanecían sentados, juntos, en un sillón: hasta ellos parecían hartos.
—Marge y yo fuimos al cine después del banquete, pero la película era muy larga. Lo siento, cariño -dije-. ¿Se ha portado muy mal Jake? -Mi hijo se aferró a mis piernas. Yo me senté y lo subí sobre mi rodilla-. ¿Me has echado de menos? -pregunté. Sus ojillos marrones, como los de Oliver, refulgían con malicia.
—No -respondió riéndose.
—Jake se ha portado muy bien -añadió Eve-, pero Holly me ha puesto de los nervios. En cuanto me siento, quiere subirse encima de mí. -Sorbió la nariz, cansada-. La he acostado temprano y no ha parado de llorar hasta dormirse. Creo que eso sólo ha servido para empeorar las cosas.
—Bueno, la pobre seguramente sentirá que ha perdido protagonismo, ahora que hay un nuevo bebé en casa. A lo mejor se cree que Louisa ha venido a ocupar su lugar.
Quería decirle que debía volcarse con Holly, no ignorarla, pero no parecía estar de humor para escuchar los consejos de su madre.
—¿Dónde está Oliver?
Ya debería haber vuelto, pero no se le veía por ninguna parte. Era un alivio: no nos habíamos visto desde la noche en que nació Louisa y prefería evitarlo todo el tiempo que me fuera posible.
—Está en Gales comprando antigüedades. Al parecer, trabajar en la tienda le resulta aburrido. Él también me pone de los nervios. -Parecía a punto de echarse a llorar-. Hace nada era un inválido; ahora es un torbellino de energía. Quería renovar la cocina; ahora ha decidido hacerlo él mismo. Empezó anoche y todo está manga por hombro. Quise contratar instaladores profesionales, pero no me dejaba. Hoy he llamado a papá y me ha dicho que se encargará de la fontanería. Vendrá mañana a primera hora para echar un vistazo.
—¿Papá? -arqueé las cejas.
—Papá, también conocido como Connor Daley -espetó-. El hombre que tú me dijiste que era mi padre.
—Ah, sí, Con. Me ha sonado un poco raro cuando has dicho «papá».
Había olvidado que veía a Con de vez en cuando. Ella alzó la vista, exasperada.
—La verdad, Kitty, eres una madre de lo que no hay. Raro es que no tenga toda clase de complejos y de trastornos de la personalidad por tu culpa.
—Lo siento -dije amedrentada.
Sabía que no lo decía en serio. Mis faltas como madre eran una especie de broma entre nosotras, aunque algo oscura, eso sí.
—Así lo espero. ¿Qué vas a decirle a Jake cuando quiera saber quién es su padre?
—No lo sé. Ya lo decidiré cuando llegue el momento.
—Papá dijo que le contaste que el padre de Jake había muerto. ¿Es eso cierto?
—Sí y no.
—¿Pero qué clase de respuesta es ésa? -preguntó sorprendida-. O está muerto o no lo está.
Yo respondí que prefería no hablar del tema y le pregunté si quería tomar algo.
—¿Té o café?
Ella se encogió de hombros.
—Café.
—Pues entonces voy a recoger un poco. Y tú puedes arreglarte algo antes de que venga tu marido. Parece que te hayan arrastrado boca abajo con un tractor.
Dejé a Jake en el suelo y me puse de pie. Él se agarró a mi falda y me siguió hasta la cocina, que parecía haber sido objeto de un bombardeo. Los armarios estaban arrancados de las paredes, el fregadero se apoyaba sobre un montón de ladrillos y faltaba la mitad del papel pintado.
—Bonito, ¿a que sí? -comentó Eve desde la puerta-. ¿Cómo voy a lavar y a cocinar en este vertedero? No sé qué le pasa a Oliver, de verdad. No puede estarse quieto ni un segundo.
—Es horrible -farfullé-. Un auténtico desastre. Ojalá me lo hubieras enseñado antes: no se me habría ocurrido dejar a Jake contigo. Haré la colada en mi casa y mañana pasarás el día conmigo. Mañana y todos los días hasta que alguien arregle este despropósito.
—En el fondo eres una buena madre, Kitty -dijo Eve con una tenue sonrisa.
—¿Dónde están las tazas y los platillos? ¿O es que Oliver también los ha destrozado?
—En esa caja de ahí. El café está en la nevera, y también la leche. No tengo ni idea de dónde está el azúcar, pero ni tú ni yo lo tomamos, así que da igual.
—Bueno, al menos la nevera sigue intacta -murmuré al abrir la puerta.
Al llegar a casa, Ben y Norah estaban en el sofá viendo Are You Being Served? Era uno de mis programas favoritos y me daba pena habérmelo perdido. Jake salió corriendo y se acomodó entre los dos, con un pequeño ruidito de satisfacción. Recordé que su padre hizo lo mismo cuando Con y yo éramos novios, en la casa de Orrell Park, el fatídico día en que Faith salió a cenar con Eric y Hope.
En cuanto metí la ropa de Eve en la lavadora, busqué el número de Connor Daley en el listín. Había dos: uno de la casa y otro de la oficina. Llamé primero a la oficina por si estuviera allí, aunque no era probable dada la hora. Para mi sorpresa, lo cogió.
—Soy Kitty. No pensaba que fuera a encontrarte ahí -dije.
—Hola, Kitty. -Sonaba ligeramente divertido-. Entonces, si no esperabas encontrarme, ¿para qué has telefoneado aquí?
—Pensé intentarlo primero en la oficina, antes de llamar a casa y que lo cogiera June. No quería causarte problemas.
—Muy atento por tu parte, Kitty. Aunque no siempre fuiste tan atenta. -Hizo una pausa para que pudiera digerir aquello-. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿O sólo llamas por placer?
—¿Estás ocupado? No interrumpo nada importante, ¿verdad?
Quizá estuviera haciendo las cuentas o preparando un presupuesto.
—Tú eres muy importante. Estaba a punto de abrir una lata de cerveza, pero eso puede esperar. Venga, dispara, Kitty.
—Es por Eve. Oliver se ha vuelto loco y ha destrozado la cocina. Ella me ha dicho que tú habías aceptado ocuparte de la fontanería.
—Cierto, cierto -asintió con el mismo tono divertido-. Llamó esta mañana.
—¿Podrías hacer toda la cocina, Con? ¿Los armarios y todo?
—Si me lo pides con educación, sí.
—Te lo pido todo lo educadamente que puedo.
No parecía que estuviera del todo sobrio. Me preguntaba cuántas latas de cerveza se habría bebido ya.
—¿Y para cuándo lo necesitaríais?
—Lo antes posible.
—Corrígeme si me equivoco: ¿no estás siendo una suegra un poco entrometida?
—Sí, pero Eve tiene que ocuparse de Holly y del nuevo bebé y la cocina está hecha un verdadero desastre.
—¿Qué le ha pasado a Oliver?
Esta vez sonó más serio.
—Se encuentra mejor, más como antes, y quiere hacer cosas, gastar energía. Seguro que ha empezado lo de la cocina de buena fe, pero no se da cuenta de que es un trabajo demasiado ambicioso.
—A mí me parece un poco idiota. Pero bueno, le prometí a Eve que iría mañana a primera hora. ¿Estarás tú?
Pensé que sería lo mejor.
—Sí. No le digas que yo te he llamado. Propón tú mismo hacer toda la cocina, seguro que ella está de acuerdo. ¿Con?
—¿Sí, Kitty?
—¿Qué haces bebiendo solo en la oficina a estas horas?
—Es mucho mejor que hacerlo en casa. Adiós, Kitty. Hasta mañana.
Ben estaba de vacaciones y tenía muchas ganas de venirse con Jake y conmigo a Formby. Con llegó algunos minutos antes que nosotros. Fue un alivio que el coche de Oliver no estuviera allí: debía de haberse ido a trabajar.
Eve todavía llevaba puesto el camisón y estaba en la cocina acompañada de Con, examinando el caos causado por Oliver.
—Ha dibujado los planos. Tiene intención de construir los armarios nuevos él mismo -decía Eve cuando entré por la puerta trasera-. Ah, hola, Kitty. -Parecía contenta de verme-: Te estaba esperando.
—Había pensado que no estaría mal pasarme a ver qué decía Con.
Él me saludó con un discreto movimiento de cabeza.
—¿Oliver es carpintero, cariño? -le preguntó a Eve.
—No -respondió ella indignada-. No ha hecho algo así en su vida.
Yo estuve a punto de decir que en Belfast hacía ataúdes, pero me di cuenta, justo a tiempo, de que supuestamente aquello no era algo que yo debiera saber.
—Creo que esto le viene un poco grande -dijo Con en tono de admirable diplomacia-. También hay que saber enyesar, por no hablar de la fontanería, del alicatado, el cableado, la decoración y alguna que otra cosa más.
Se dio una vuelta por la cocina, dando golpecitos en las paredes y pisando el suelo, abriendo y cerrando los grifos, aparentemente muy concentrado. Parecía seguro y cómodo, un hombre en quien confiar. ¿Qué demonios le pasaría a su matrimonio?, me preguntaba.
—Eve, cariño -dijo por fin-, ¿quieres que me encargue yo de todo el trabajo? Si le dedico todo mi tiempo y me traigo a mis hombres, podría terminarlo en una semana. No hay tiempo de hacer los armarios a medida, habrá que comprarlos ya hechos, pero con algo de ingenio haremos que encajen. En manos de tu marido, tardará meses en acabar, si es que termina algún día.
El rostro de Eve era la imagen de la felicidad.
—¡Papá! Eres genial, de verdad. Pero ¿qué pasa con tus otros clientes? ¿No cuentan contigo para esta semana?
—Tú eres mi hija, cariño -dijo Con, serio-. Primero estás tú y luego mis clientes. Me temo que tendrán que esperar.
Por la forma de hablar, me recordaba a mi propio padre. Entonces me di cuenta de lo horrible que había sido privar a Eve de un padre como Con durante la mayor parte de su vida. Esperaba que ella no estuviera pensando lo mismo. Con dijo que, precisamente, llevaba consigo un catálogo de armarios en la furgoneta y que ella podía escoger los que más le gustaran.
—Iré a buscarlo, tomaré algunas medidas y luego me acercaré a Kirkby Trading State, donde los hacen.
—¿No se molestará Oliver si tomas decisiones sin consultarle? -le pregunté a Eve cuando se marchó Con.
Si se molestaba, sería culpa mía por meterme en los asuntos de los demás.
—No me importa si le molesta o no -dijo Eve acalorada-. Anoche llamé a Faith y le conté lo de la cocina. Dijo que no le extrañaba teniendo en cuenta lo que ha mejorado: siempre fue muy impetuoso. Me sugirió que le pidiera a papá que se encargase de toda la cocina, pero él lo ha propuesto primero, así que no ha hecho falta. Si Oliver dice algo, le haré saber que hasta su madre está de mi parte.
—Y la tuya también -le garanticé.
La cocina resultó ser un gran cambio en muchas vidas. Fue la razón de la primera de muchas peleas entre Oliver y Eve, y la de que Con y yo volviéramos a ser amigos, pero, esta vez, la relación fue platónica.
Todos los días, después del trabajo, venía a Maghull para informar a Eve de los progresos de la jornada, aunque habría bastado con llamar por teléfono. Eve podría haber comprobado ella misma cómo iban las cosas al volver a casa. Me daba la impresión de que Con sólo venía porque se sentía solo.
En cuanto Eve y los niños se iban, yo le preparaba algo de comer -Jake estaba ya en la cama para entonces-, y después jugábamos a las cartas con Norah y Ben, veíamos la tele o simplemente nos sentábamos a charlar los cuatro. A Norah siempre le cayó bien Con cuando fuimos más que amigos, y con Ben se llevaba estupendamente.
Cuando la cocina estuvo terminada, le dije a Con que podía pasarse a comer siempre que quisiera, cuando estuviera por la zona.
—Siempre serás bienvenido -le aseguré.
—Podría estar por la zona casi todos los días, Kitty -respondió con un brillo bastante familiar en sus ojos verdes-. ¿Te preocupas por mí?
—Sí -le confesé sin ambages-. No me gusta que pases tanto tiempo en la oficina bebiendo como un animal. ¿Qué os pasa a June y a ti?
—Nada que tú puedas arreglar -explicó encogiéndose de hombros-. Empezamos a ponernos de los nervios el uno al otro. Ella decía que yo trabajaba demasiado y que no me veía casi nunca. No recuerdo lo que le dije yo, pero la cosa siguió yendo a peor hasta que casi no nos podíamos ni ver. La última vez que hablamos como personas adultas fue sobre el divorcio. Creo que tendré noticias de su abogado en cualquier momento.
—¿Y los niños?
—Se quedarán con June. Yo me compraré una casita en alguna parte, seguiré trabajando, y Philip y Marian podrán venir a verme los fines de semana. Es extraño, Kitty -dijo pensativo-, pero me siento más unido a Eve que a ellos. Quizá sea porque ella valora más el tener un padre.
Me encogí de hombros sin decir nada. Me parecía increíble que ni él ni Eve me guardasen rencor por los crímenes cometidos contra ellos. De hecho, parecía que incluso les caía bastante bien.
En septiembre Ben volvió a la escuela y Norah se apuntó a clases nocturnas de cocina francesa. Nadie sugirió que se fuera a vivir a otra parte. Disfrutábamos de la mutua compañía. Yo me sentía culpable porque a veces deseaba que no volviera con Roy.
Claire se encontró con su amiga Mildred Sweeney, que seguía trabajando en Wexford's, donde antaño lo habían hecho Aileen y Michael. Le contó que Steve McSherry había vuelto a Liverpool.
—Al parecer, se enteró por terceros, pero pobre Aileen, ¿no te parece? Probablemente siga en Australia, buscándolo por todas partes. Ojalá hubiera alguna forma de hacérselo saber. ¿Mantiene algún contacto con Ben?
—Le manda postales de vez en cuando, pero nunca viene ninguna dirección.
Los sellos eran el único indicador del paradero de Aileen en cada momento.
—¡Maldita sea! Suelo rezar por ella cada noche antes de irme a la cama. A partir de ahora, lo haré dos veces. ¿Crees que deberíamos decirle a Ben que su padre está aquí?
—Creo que debería ser su padre quien se lo dijera, ¿no te parece? Ben se llevará un disgusto si no viene a verlo.
Eve y Oliver seguían discutiendo por la cocina. Al parecer, los armarios que Eve había escogido eran peores que los que él pensaba construir, y los fogones estaban en el sitio menos indicado. Además, él tampoco habría escogido linóleo para el suelo, sino que tenía pensado usar azulejos de verdad.
—Yo creo que está estupenda -dije la primera vez que vi la nueva cocina.
Los armarios eran de una preciosa madera dorada de pino con tiradores negros de época, y los que colgaban de la pared tenían puertas de cristales reforzadas con plomo y luces debajo. La antigua y fea caldera había sido sustituida por otra mucho más pequeña, y el linóleo estaba decorado con un dibujo de azulejos de un rojo oscuro. El conjunto daba una sensación cálida y acogedora, sobre todo si se comparaba con mi austera cocina.
—A mí también me parece fantástica, pero Oliver no deja de decir que si la hubiera hecho él, habría quedado mucho mejor -explicó Eve molesta-. Le pedí a papá que pusiera la caldera en una esquina, allí está más segura, y el linóleo tiene más de un centímetro de grosor. Ha costado lo indecible, pero da mucho más calor que los azulejos. No me hubiera gustado nada poner azulejos.
—Habrían sido muy fríos -dije mostrando mi acuerdo-. ¿No puedes convencer a Oliver para que construya un secadero en el jardín y que así esté ocupado? O que excave algo, o que plante algún árbol, o que lo corte.
—Ya tiene planes para el jardín. Está diseñando un cenador y tiene pensado hacer columpios y una casita del árbol para las niñas. -Se río, cosa que yo no me esperaba-. Me va a volver loca, pero, por alguna razón, no me importa. Antes, era como tener un hijo en vez de un marido: por eso quería casarme, para cuidarlo. Ahora me dan ganas de matarlo, pero es mucho más emocionante vivir con él.
—¡Qué alivio! Estaba preocupada por vosotros dos.
—No tienes por qué. Durante un tiempo yo también lo estuve, pero todo va bien.
Esperaba que Oliver pensase lo mismo.
Septiembre casi había llegado a su fin cuando recibí una carta de la profesora de Ben, Yvonne Harris, en la que me pedía autorización para que se presentara a dos de los exámenes de selectividad en junio, los de matemáticas y lengua: «Para entonces tendrá catorce años, dos menos de lo habitual, pero Ben es un joven excepcionalmente inteligente y nos gustaría ver cómo le va».
—¿Qué te parece a ti? -le pregunté a Ben.
—Me encantaría hacerlos, Kitty -dijo con entusiasmo.
Era un chico de lo más maduro para tener trece años. Desde que se había venido a vivir con nosotras, había crecido bastante deprisa y ahora medía cerca de un metro ochenta. La voz le había cambiado casi de la noche a la mañana, y cualquiera podría pensar que tenía dieciséis, hasta dieciocho, apurando. Era una pena que Aileen se estuviera perdiendo una parte tan importante de la vida de su hijo, los años en los que pasaría de ser un niño a un hombre.
—¿Eres el único alumno que va a hacer los exámenes de selectividad antes de tiempo?
No quería que se sintiera como un bicho raro.
—En total somos nueve: cinco chicas y cuatro chicos. ¿Te parece bien que vaya a merendar a casa de una de las chicas el domingo? -preguntó sin darle mucha importancia.
—Claro que me parece bien, Ben. -Hacía tiempo que me preguntaba cuándo se echaría novia, con lo guapo que era-. ¿Cómo se llama?
—Samantha Whelan. Empezó la escuela un año antes que yo, así que no nos conocimos hasta que el director nos llamó a su despacho para hablar de la selectividad. Después, me invitó a merendar. Me cae bastante bien -dijo como quien no quiere la cosa.
Pero, por la cara que puso, me di cuenta de que Samantha Whelan le gustaba mucho.
Al parecer, ella pensaba lo mismo. Al día siguiente, la señora Whelan llamó para decir, con un acento de lo más fino, que su hija llevaba varios días sin hablar de otra cosa que no fuera Ben.
—Le han gustado otros chicos antes, pero nunca de esta forma. Y siempre solía ser alguien imposible, como George Best o Paul McCartney. -Hubo una pausa y entonces añadió-: Supongo que puedo confiar en que Ben es un chico sensato, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere exactamente.
Sabía perfectamente a lo que se refería y me molestó que pudiera sugerir que Ben fuera a aprovecharse de una jovencita vulnerable.
—Creo que sí lo sabe, señora McSherry. Samantha no es muy sofisticada. No ha tenido ningún novio todavía.
—Ben tampoco ha tenido ninguna novia. Además, ¿no es Samantha un año mayor que él? Estoy segura de que será un chico responsable y confío en que Samantha hará lo mismo. Ah, por cierto, yo no soy la madre de Ben, soy su tía. Me llamo Kitty McCarthy.
Colgué. Quería proteger a su hija, como cualquier otra madre, pero no me gustaba nada su tono. Hablaba como si Ben fuera un casanova que se dedicaba a seducir mujeres como pasatiempo, y no un colegial de trece años que iba a merendar a casa de su primera novia.
Norah estaba practicando sus habilidades culinarias. Todos los domingos preparaba una comida de tres platos que nos dejaba encantados. Mi favorita era la que empezaba con sopa de entrante -entrée en francés-, seguida de coq au vin y créme caramel.
Invitamos a la familia, de dos en dos, para probar el recién descubierto talento de nuestra hermana en la preparación de suculentos platos: Claire y Liam; Danny y Marge; Jamie y Bárbara. La comida del domingo se convirtió pronto en el evento de la semana. Todos querían volver de nuevo.
—¿Cuándo vas a invitar a Eve y a Oliver? -preguntó Norah un día-. Me sorprende que no lo hayas hecho ya.
Murmuré algo sobre que Eve estaba demasiado ocupada con el nuevo bebé, pero lo cierto era que me las había arreglado para evitar a Oliver durante meses. Pensaba que él hacía lo mismo. Hasta ahora, no parecía que Eve se hubiera dado cuenta de nada, pero no podía seguir evitándolo mucho más tiempo. No podíamos pasarnos el resto de nuestras vidas sin vernos.
—Les diré que vengan el próximo domingo -prometí-. Además, tú nunca has invitado a Bernadette y a Johnny.
Norah torció el gesto.
—Eso es porque, como Johnny se entere de que todos los domingos hay una comida de gourmet gratis en Maghull, no lo sacaremos de aquí ni con martillo y cincel. ¿Por qué no le dices a Con que venga con Eve y con Oliver?
—Prefiero invitarlo la semana siguiente.
No me apetecía comer con los dos padres de mis hijos a la vez.
Los pantalones de franela gris, las camisas planchadas y los zapatos abrillantados eran historia. Oliver apareció vestido con un jersey con cuello tipo polo, vaqueros y una vieja chaqueta de gamuza que debía de llevar años en el armario. Se estaba dejando el pelo largo y se le formaban rizos sobre las orejas y el cuello, quemado por el sol. Tenía las manos llenas de cortes y cicatrices debidos al trabajo manual (estaba en pleno proceso de construir un garaje a un lado de la casa). Apenas me miró durante la comida y no me dirigió la palabra directamente ni una vez, aunque le prestaba mucha atención a Jake, que estaba sentado en su sillita, contento al mismo tiempo por la comida y por la compañía, y regalándonos con sus opiniones de vez en cuando.
Mientras degustábamos el plato principal (boeuf au vin rouge), Oliver nos dijo que estaba pensando seriamente en dejar el trabajo en la tienda de antigüedades y montar un negocio de mobiliario de jardín. Le gustaba trabajar con las manos.
—Es mucho más satisfactorio que vender cosas viejas y llenas de polvo.
—¿Y a ti qué te parece? -le pregunté a Eve.
Faith se había llevado a los niños por ese día y ella parecía aliviada de haber dejado atrás la maternidad por unas horas. Estaba de lo más elegante, con unos pantalones acampanados de terciopelo negro y una camisa de seda roja. Y además se había maquillado con mucho gusto.
—Me parece estupendo si así deja la casa en paz. Estoy harta de oír martillazos y el ruido de la sierra durante todo el día. Es como vivir en una obra.
Le dedicó una esplendorosa sonrisa a su marido, como para decir que, en realidad, no le importaba. Cuando se casaron, estaba enamorada de Oliver, pero era un amor dulce, protector.
Ahora estaba loca por él. Me daba cuenta por la forma en que lo miraba, por el brillo de sus ojos.
—¿Por qué no vuelves a alistarte en el Ejército, Oliver? -preguntó Ben.
—No me aceptarían, Ben -dijo lamentándose, como si ya hubiera pensado en ello-. Soy mercancía dañada.
—¿Volverías al Ejército después de lo que pasó? Casi te matan -pregunté metiendo baza.
—Sí -respondió Oliver, conciso-. No creo que fuera a suceder otra vez.
—Es cierto -admití-. La próxima vez te matarían directamente.
—¡Kitty, no digas eso! -exclamó Eve tapándose los oídos.
—¿Quién quiere más carne estofada? -preguntó Norah.
Se oyeron varios «yo», excepto de Eve, que estaba a dieta.
—Apenas puedo abrocharme la cremallera de estos pantalones. Tengo que perder un poco de peso.
—Mamá, quiero hacer pipí -vociferó Jake como si desease que se enterara todo el mundo.
—Bueno, está bien -dije impaciente-, pero creía haberte dicho que hicieras pipí antes de comer.
—Lo intenté, mamá, pero no salió nada.
—Yo lo llevaré.
Oliver sacó rápidamente a Jake de la sillita, se lo echó al hombro y lo llevó al piso de arriba. Jake daba grititos de alegría. Volvieron algunos minutos más tarde; esta vez, Oliver llevaba a Jake bajo el brazo, como un paquete. Lo dejó en el suelo y jugaron a boxear durante un rato hasta que Oliver se llevó la mano a la mandíbula y exclamó:
—¡Ay! Eso ha dolido.
Seguimos comiendo. Jake miraba a Oliver, preocupado. Yo dije:
—Oliver, tiene miedo de haberte hecho daño de verdad. ¿Puedes decirle que estás bien?
Al parecer, para hacerlo, Oliver tenía que agacharse junto a la sillita y pasar la mano de Jake por la barbilla para demostrar que no se había roto ningún hueso. Yo contuve la respiración: eran tan parecidos que me asombraba que nadie se hubiera dado cuenta. Pero, quizá, la idea de que Oliver fuera el padre de Jake era tan absurda que a nadie se le ocurriría siquiera planteársela.
—Estoy bien, hijito, sólo estaba jugando. Pero de todas formas, la verdad es que tienes un gancho temible. -Se dieron la mano y Oliver me miró directamente por primera vez-. El chico necesita un padre que juegue con él. Todos los niños tienen derecho a un padre.
Eve exclamó:
—¡Oliver! ¿Cómo puedes ser tan maleducado e insensible?
Se me pusieron los pelos de punta. Me aterraba pensar en lo próximo que diría Oliver.
Afortunadamente, Norah recordó que Jamie había sido campeón de boxeo en el Ejército.
—Cuando se marchó, decía que estaba pensando en hacerse profesional, pero nunca lo hizo -dijo-. Para entonces ya se había casado con Lisa y tuvo que abandonar la idea.
La conversación prosiguió de manera normal hasta que terminamos de comer. Norah recogió la mesa. Yo estaba a punto de ir tras ella para ayudarla con los platos, pero Eve se levantó primero. Ben subió a su cuarto a estudiar y me quedé con Oliver y Jake, que parecía considerar de suma importancia escalar por la pierna de su padre y celebrar otro combate de boxeo. Seguía esperando a que Oliver se disculpara por su comentario fuera de lugar, pero no parecía que estuviera dispuesto a hacerlo, así que le advertí, en voz baja y seca, de tal forma que me tembló la garganta:
—Ni se te ocurra volver a decir algo así, Oliver. ¿Qué intentas hacer? ¿Arruinarle la vida a todo el mundo?
—Es cierto -contestó Oliver, impertérrito-. Los niños necesitan un padre.
Jake había dejado de boxear y estaba examinando el reloj de oro de Oliver.
—Ya sabes por qué Jake no tiene padre -susurré-. Ha sido un comentario completamente innecesario.
—Pero Jake sí que tiene un padre. ¡Yo! Tenía derecho a saberlo antes de casarme con Eve.
—¿Y qué habrías hecho entonces?
Me miró de tal forma que se me disparó la presión sanguínea.
—Me habría casado contigo.
—No digas tonterías, Oliver Knowles -le solté intentando mantener la calma-. Antes de casarte con Eve, no sabías quién era yo, aparte de su madre. Imagínate que me hubiera dado por anunciar, así como así, que tú eras el padre de Jake. Eso sí que habría sido abrir la caja de Pandora, ¿no te parece?
—Que le den a Pandora. -Sus ojos oscuros bullían de ira-. Era tu deber decir algo. No tenías derecho a guardar silencio.
—Basta, Oliver -dije imprimiendo toda la fuerza de mi enfado y desesperación en mis palabras-. Basta ya. Es horrible que hables así cuando Eve está en la habitación de al lado. Es tu esposa y te quiere. Y también es mi hija y la quiero más de lo que se pueda expresar con palabras. No estoy dispuesta a dejar que sufra ningún daño, ¿me oyes? -Le lancé una mirada funesta. Él me contempló con altivez-. Nuestras vidas han tomado un camino, y así se van a quedar. Ahora voy a subir a echarme un rato: me has dado dolor de cabeza.
Pero no tenía ningún dolor de cabeza. Sólo quería perderlo de vista.
Cuanto mayor se hace una, más gente conocida muere. Poco antes de Navidad, Muriel, que llevaba varios meses sintiéndose débil, ingresó en el hospital por una neumonía y no volvió a salir. Me sentía fatal: no la había visto mucho últimamente, aunque tenía varias excusas: desde el coche, que siempre me dejaba tirada, hasta Jake, pues me preocupaba que pudiera destrozar su bonita casa.
Muriel había sido lo más parecido a una abuela que Eve había tenido en su vida y se llevó un gran disgusto. Pero lo que más le dolió fue que Oliver se negara a ir al funeral.
—Le expliqué lo mucho que ella significaba para mí -me contó cuando salimos de la abarrotada iglesia (estaba claro que Muriel tenía muchas amigas)-, pero él dijo que tenía una cita a la que no podía faltar de ninguna manera.
—Algunas personas no soportan los funerales -comenté para tranquilizarla.
Ella nunca sabría que yo era la razón por la que Oliver no había querido venir. Cuando hablé por teléfono con Paul, el hermano de Muriel, me comentó que Mary Brady iba a venir desde Belfast. Ella y Muriel habían llegado a ser buenas amigas. Oliver iba a pedir el día libre en la tienda de antigüedades, pero yo lo llamé inmediatamente para contárselo.
—Será mejor que no te vea. Podría llegar a oídos de aquellos brutos que casi te matan y podrían venir a Liverpool a terminar el trabajo.
—Tienes razón -dijo muy serio-. Gracias por avisarme.
—No hay de qué.
Muriel se acordó de Eve y de los niños en el testamento. Había fondos de inversiones para Holly y Louisa y diez mil libras para Eve. También me dejó mil libras, gesto por el que llegué a llorar de agradecimiento. Vendí el Consul inmediatamente, sorprendida de que alguien estuviera todavía dispuesto a pagar por él, y me compré un Morris Marina de segunda mano en excelentes condiciones.
Gracias a la herencia, a Eve le preocuparía menos que Oliver dejara el trabajo.
—El Ejército le pasa una buena pensión, así que tampoco nos vamos a morir de hambre, pero nos habría sido difícil arreglárnoslas sin su salario. Tiene que comprar el equipo para su negocio, y la publicidad cuesta un ojo de la cara.
—¿No os podría ayudar Faith? -pregunté.
—Le encantaría, pero Oliver no quiere aceptar ni un céntimo de ella. Ni siquiera me deja usar el dinero que Rob me pasa para Holly. Me obliga a meterlo todo en el banco, para cuando ella sea mayor.
Arqueé las cejas.
—¿Te obliga?
Yo no dejaría que un hombre me obligara a hacer nada y pensaba que mi hija haría lo mismo.
—Sí, me obliga. Últimamente está de lo más mandón, Kitty. -Soltó una risita tímida-. La verdad es que me gusta.
Apenas pude contener las ganas de vomitar.
De nuevo llegó la Navidad, pero este año Danny y Marge iban a comer en un hotel.
—Espero que a nadie le importe, pero Danny ganó la comida en una rifa y pensamos que estaría bien, para variar -dijo Marge, a modo de disculpa.
Claire pensó que también estaría bien que ellos fueran a casa de Patsy: los había invitado ya varios años y estaba harta de que siempre se negaran. Bernadette, la hija de Norah, no se encontraba muy bien últimamente, y Norah pensó que debía pasar el día con ella, Johnny y los niños.
—Roy también irá -dijo con un suspiro-. Va a ser horrible.
Jamie y Bárbara iban a comer en casa de los padres de ella, Ben en casa de Samantha, y Con iba a ir a Manchester a ver a una de sus hermanas.
—Así que me parece que vamos a ser tú y yo solos, pequeño -le expliqué a Jake, que parecía no entender-. A mí no me importa lo más mínimo, no sé a ti.
Pero Eve no estaba dispuesta.
—Tenéis que venir a nuestra casa -insistió cuando se enteró de que Jake y yo íbamos a pasar el día de Navidad solos-. Vendrá Faith; y Robin, Alice y los niños se pasarán a merendar. Estará la familia al completo.
—Bueno, está bien -dije algo reticente-. Iré a ver a Oliver el mandón.
Al final me alegré de haber asistido: resultó ser un día maravilloso. Habíamos quedado en no abrir los regalos hasta que llegáramos Jake y yo, y fue estupendo oír sus grititos y los de Holly al abrir los suyos bajo el árbol. Louisa estaba sentada en la rodilla de Faith, alzando los brazos hacia las luces, titilantes y con forma de estrella.
Me emocioné mucho al abrir el regalo que me había hecho Faith, un frasco de Chanel n.° 5, algo que siempre había deseado pero que nunca me había podido permitir. Me daba un poco de vergüenza, porque yo sólo le había comprado unos guantes de piel que había conseguido a mitad de precio en las rebajas de verano.
—¡Qué jersey más bonito! -exclamé al abrir el paquete de parte de Eve y Oliver.
Era de un color parecido al albaricoque, con adornos de cristal alrededor del cuello y las mangas.
—Kitty, es un suéter, no un jersey -me regañó Eve-. Ya nadie dice jersey, queda muy antiguo. Y tienes que dejar de llamar bombachos a los pantalones. ¿Te gusta el color? Oliver pensó que ese tono iría bien con tu pelo.
—Me encanta el color. Me encanta el suéter. -Tuve que contenerme para no sacarle la lengua.
Me sentí muy orgullosa de mi hija ese día por organizarlo todo tan bien. La casa se veía literalmente rebosante de adornos, el árbol parecía sacado de un cuento de hadas y la comida estaba deliciosa.
—Qué bonito -comenté señalando el centro de mesa cuando nos sentamos a comer.
Era un trozo de corteza de árbol del tamaño de un plato, con piñas, hojas de acebo y una vela roja en el centro, todo decorado con nieve artificial de un color plateado.
—Lo he hecho yo -dijo Eve orgullosa.
—Cuando Oliver abra su negocio, podrías vender cosas así en Navidad.
—Es una idea estupenda, Kitty. -Miró a Oliver-. ¿No te parece, cariño?
—Estupenda -reconoció Oliver-. Si tienes otras ideas geniales para el negocio, Kitty, házmelo saber.
Intenté averiguar si aquellas palabras encerraban un doble sentido, pero no lo encontraba.
—Lo haré -prometí.
Aquel día no podía encontrarle ni una pega a su comportamiento. Se volcó con Eve y se mostró muy educado conmigo. Pasamos la tarde remoloneando y digiriendo la comida, bebiendo y viendo cómo los niños jugaban con sus juguetes nuevos. Jake había recibido un par de guantes de boxeo y de nuevo estaba usando a Oliver como saco.
A las cinco llegaron Robin, Alice y los gemelos, y se abrieron más regalos. En aquel momento, Faith sacó una cámara e hizo una foto de cada uno en distintas situaciones: yo posé junto al árbol con Eve, con Eve y con Alice, y de nuevo con Jake. Ayudé a Eve a poner la mesa y fui a decirle a todo el mundo que la comida estaba lista justo cuando Faith anunció que se le había acabado el carrete.
Más tarde, con los niños ya en la cama (menos Louisa, que se negaba rotundamente a dormir), jugamos a adivinar el personaje, al Trivial y a las películas, mi juego favorito. Después cenamos y yo dije que iba siendo hora de irse a casa aprovechando que todavía me quedaban energías para conducir.
Eve me acompañó al coche mientras Oliver subía a buscar a Jake.
—Ha sido uno de los mejores días de mi vida. -Le di un abrazo y un beso-. Gracias, cariño.
—Somos muy afortunados por tener una familia, dinero y un maravilloso hogar -dijo ella, más seria.
Le di otro abrazo.
—Espero que siempre tengas la misma suerte, Eve.
Ella asintió.
—Y yo también, pero tengo miedo de que cambie. Es raro, pero al ser tan feliz con Oliver y las niñas, a veces lo pienso. Me preocupa saber que la felicidad no puede durar para siempre y que algún día tendremos mala suerte.
—No pienses esas cosas -la reprendí-. Lo mejor que puedes hacer es aceptar cada nuevo día como venga e intentar pensar en el futuro sólo de forma positiva.
—Es más fácil decirlo que hacerlo, Kitty. Ah, ahí está Oliver con Jake. Voy para adentro, me estoy helando.
Abrí la puerta trasera del coche y Oliver le puso el cinturón a un Jake soñoliento.
—Gracias -dije cortésmente-. Le estaba diciendo a Eve que ha sido un día maravilloso.
—Ha sido genial -dijo, algo seco.
Acarició la mejilla de Jake y le dio un beso en la frente.
—Buenas noches, hijo.
Volví a casa preguntándome si el mayor peligro para Eve no sería su propio marido.
El día después de Navidad por la mañana tuvimos visita. Ben abrió la puerta y entró en la cocina, donde yo estaba ayudando a Norah a preparar otro de sus platos exóticos. Nos anunció que había venido su padre y que quería hablar con él.
—Le he tenido que decir que entre. Está en el salón.
—¿No quieres hablar con él, Ben?
El chico parecía preocupado, lo que no era de extrañar, pues pensaba que su padre estaba en la otra punta del mundo.
—Supongo que debería hacerlo -dijo con reticencia.
—¿Quieres que yo esté contigo?
—No, gracias Kitty Prefiero que estemos los dos solos.
—¿Quieres que te lleve algo de té?
Me moría de ganas por echarle un vistazo a Steve McSherry, el hombre por el que Aileen lo había abandonado todo en la vida.
—Sí, por favor.
Preparé rápidamente el té y un par de bocadillos de jamón, puse tres pastelitos en un plato, lo coloqué todo sobre una bandeja y lo llevé al salón. Dejé la puerta abierta para que Norah pudiera ver algo.
Steve McSherry todavía era atractivo, en cierto sentido. Aunque le hacía mucha falta un buen afeitado, no dejaba de ser un hombre guapo, algo salvaje. Pero me daba la impresión de que no lo sería por mucho más tiempo: le estaban saliendo bolsas bajo los ojos y tenía las mejillas un poco flácidas. El pelo, con grandes entradas, era más gris que castaño, y estaba recogido en una coleta demasiado fina y algo patética. Llevaba unos vaqueros muy gastados y un jersey -un suéter- que le quedaba grande, lleno de hilos sueltos. Recordé vagamente que Danny había tenido una gabardina con cinturón cuando tenía veinte años, pero hacía mucho que habían pasado de moda. Me daba la impresión de que Steve McSherry había conseguido su ropa en una tienda de caridad.
—Hola -dije alegre-. Soy Kitty, la hermana de Aileen.
Él se levantó de un salto.
—¿Cómo estás, Kitty? Me alegro de conocerte.
No me había dado cuenta de que era irlandés: todavía tenía acento, además de una sonrisa juvenil. Nos dimos la mano y él sostuvo la mía durante una fracción de segundo más de lo necesario, como si intentara encandilarme de la misma forma que lo había hecho con Aileen.
—Gracias por cuidar de mi chico. He de decir que está haciendo un buen trabajo. Creo que es tan alto como su viejo padre, incluso quizá más.
—No tiene usted por qué darme las gracias por nada, señor McSherry. Es un placer tenerlo con nosotros, y mi hijo Jake lo adora.
Me di cuenta de que Ben se sentía muy incómodo y me fui rápidamente.
Norah y yo hicimos todo lo posible por escuchar la conversación sin llegar a espiar directamente, pero no podíamos oír más que voces sordas, así que desistimos.
Me sorprendí cuando, quince minutos más tarde, alguien cerró la puerta principal de golpe y me encontré a Ben solo, en mitad del salón, con el ceño fruncido.
—¿Se ha ido ya tu padre? -pregunté-. Norah y yo habíamos pensado en invitarle a comer. -A las dos nos daba mucha pena aquel hombre, a pesar de ser un temible conquistador-. ¿Qué era lo que quería?
—Quería saber si había sitio suficiente para venirse a vivir aquí. Cuando le dije que no, me dijo que quería que yo fuera con él. Al parecer vive en una habitación mugrienta y el ayuntamiento le daría una casa si tuviera un hijo. -Tembló de rabia. Nunca antes había visto a Ben enfadado, y no era algo agradable-. No lo sabía, pero hace meses que está en Liverpool y no encuentra trabajo. Acaba de pasar unas Navidades terribles y me ha visto como la solución a sus problemas, si no a todos al menos a algunos. Le dije que se marchara y que no quería volver a verlo.
Miré por la ventana. Steve McSherry arrastraba los pies por la calle, con los hombros caídos. Era la viva imagen del rechazo.
—Pero es tu padre, Ben, sangre de tu sangre. ¿No sientes un poco de lástima por él?
—En absoluto -dijo abrupto-. Abandonó a una familia por mamá, y después la abandonó a ella por otra mujer. No merece lástima; no merece nada. -Estaba segura de ver un rastro de lágrimas en sus ojos, pero no sabía si eran por su padre-. No me importa un carajo lo que sea de él. Por lo que a mí respecta, se puede ir al infierno.
—Lo he oído -susurró Norah cuando volví a la cocina-. ¿Recuerdas que una vez dijiste que Ben parecía muy sensato y sociable, teniendo en cuenta la vida que había tenido? Bueno, pues no creo que sea cierto. Se ha vuelto muy insensible. Yo nunca podría hacer algo así con mi propio padre, por muy mal que se hubiera portado. -Ni yo tampoco.
Me preocupaba Ben. Con tan poca disposición a perdonar, no era probable que tuviera una vida muy feliz.
—El parecido entre los dos es asombroso -comentaba Faith-. Si no supiera que es una locura, juraría que Oliver y Jake están relacionados de alguna forma. En esa fotografía casi parecen padre e hijo.
—Yo no termino de verlo -murmuré.
Me quedé mirando la foto que tenía en la mano: Oliver con Jake en sus rodillas, el día de Navidad. Yo estaba poniendo la mesa cuando se tomaron casi todas las fotos y no me había dado cuenta de cuándo se había hecho ésa. ¿Oliver le habría pedido a propósito a su madre que la hiciera? ¿Acaso quería que la verdad saliera a la luz?
—Puede que se parezcan un poco -admití. Era absurdo negarlo, pues Jake se estaba convirtiendo en el doble de aquel niño al que impedí partir hacia Egipto en triciclo más de veinte años atrás-. El padre de Jake tenía un tipo parecido al de Oliver: el mismo color de ojos y de pelo.
No estaba segura de hasta qué punto se podía considerar aquello una mentira, pero no me gustó nada decirlo. Lamentaba profundamente el día en que Oliver Knowles había recuperado la memoria.
—Ah, bueno, eso lo explica todo. -Faith sonrió-. ¿Quieres una copia de la foto? Por eso las he traído, para que escojas las que quieras copiar.
—Sí, por favor. Y algunas de las otras también. Voy a preparar un poco de café y luego las volveré a mirar.
Como recordé cuando Faith se fue, Oliver cuidaba de los niños mientras Eve iba a las rebajas en Southport. Me había preguntado si quería ir con ella, pero yo prefería no llevarme a Jake y no había nadie disponible para cuidar de él. Norah había vuelto al trabajo y Ben estaba preparando uno de los exámenes con Samantha. Senté a Jake en el suelo con una libreta y unos rotuladores, le pedí que hiciera un dibujo y fui al pasillo para llamar a su padre.
—¿Qué intentas hacerme? -pregunté en cuanto Oliver cogió el teléfono. No estaba dispuesta a marear la perdiz-. ¿Qué intentas hacerle a Eve y a los niños? ¿Por qué hiciste que te sacaran esa foto con Jake? ¿Para que todo el mundo pudiera ver el parecido? Hasta tu madre ha dicho que parecíais padre e hijo.
—¿De veras? -preguntó sorprendido.
—Pues sí -dije, molesta.
—Quería una foto de los dos juntos, eso es todo.
—¿Y no se te pasó por la cabeza que eso llamaría la atención sobre lo mucho que os parecéis Jake y tú?
—No, Kitty, te lo prometo -respondió amedrentado.
No sabía si creerle o no.
—Oliver -dije-, lo que pasó en Belfast... Ninguno de los dos le fue infiel a nadie, así que no causamos ningún daño, pero si Eve se enterase, sufriría mucho. Tenemos que asegurarnos de que eso no pase nunca. ¿Lo entiendes?
—Kitty, no soy un niño -contestó airado-. Claro que lo entiendo.
—Entonces, ¿por qué me da la sensación de que no es así? Casi parece que quisieras que la gente se dé cuenta, parece que vayas dejando pistas con la esperanza de que alguien lo adivine.
Hubo una larga pausa. Finalmente dijo:
—Creo que tienes razón. No debería haberme casado con Eve. Había pasado muy poco tiempo desde la paliza y no era yo mismo. Ella me lo pidió, mamá estaba encantada y no tuve el valor para decir que no.
Suspiré.
—Le advertí que debía esperar a que te encontrases mejor.
—Pues no lo hizo -añadió con amargura-. Ahora me siento atrapado y tengo ganas de escapar. Tal vez por eso voy dejando pistas: estoy buscando una vía de escape.
—¿Una vía de escape hacia dónde?
Otra pausa.
—Hacia ti Kitty. Hacia ti y hacia Jake.
—¡Oh, Oliver! -exclamé-. Por favor, no digas eso.
—No puedo evitarlo. -Se le quebró la voz-. No puedo pensar en otra cosa: el día que pasamos juntos en Belfast.
Jake me tiraba de la pierna.
—Mamá, he hecho un dibujo, ¡mira!
Así lo hice. Había dibujado lo que parecía una mora gigante con ojos, nariz y boca.
—Muy bien, cariño -susurré-. Luego lo miraré con más calma.
—¿Quieres que dibuje otra cosa?
—Sí, por favor.
Volvió trotando al salón. Se le veía muy robusto con el mono vaquero y la sudadera roja. Sentí una oleada de amor que casi me ahoga.
—¿Era Jake? -preguntó Oliver.
—Sí. Está dibujando.
—Holly también: un árbol de Navidad. No está nada mal.
—Y la vida podría no estar nada mal si tú dejaras que así fuera, Oliver. El otro día, sin ir más lejos, Eve me dijo que se sentía muy afortunada de tenerte a ti y a las niñas. ¿Podrías al menos intentar sentir lo mismo tú también?
—Dime una cosa, Kitty. Prométeme que responderás honestamente y yo te prometo que nunca más volveré a dejar ninguna pista sobre lo de Belfast. Si yo estuviera libre, ¿te casarías conmigo?
Cubrí el auricular con la mano por miedo a que alguien pudiera oírme.
—Sí, Oliver -dije en voz baja.
—¿Me quieres, Kitty? -Hablaba con dureza.
—Con todo mi corazón.
—Eso es todo lo que quería saber. -Colgó.
Cuando lo admití, me sentí mejor, y creo que Oliver se sintió mejor al saberlo. No volvimos a hablar del tema y él se dedicó plenamente a su negocio de mobiliario de jardín. Al cumplir mis cuarenta y tres años, construyó un pequeño cenador donde yo me senté a ver cómo jugaba Jake y estudiaban Ben y Samantha.
En agosto llegaron los resultados de los exámenes de mi sobrino. Había sacado buenas notas en ambas asignaturas, un logro excepcional para alguien de tan sólo catorce años: su fotografía apareció en The Crosby Herald. La recorté para enseñársela a Aileen cuando volviera.
Como recompensa por el esfuerzo de Ben, reservé un chalet en un campo de recreo en la Isla de Man para él, para Jake y para mí. Nunca antes había tenido unas vacaciones como Dios manda. Casi siempre usaba el tiempo libre para limpiar la casa u ocuparme del jardín. Cuando Norah se enteró, preguntó si podía venir con nosotros. Entonces la noticia llegó a Claire, quien también quiso saber si ella y Liam podían apuntarse. Marge llamó para decir que a Danny no le vendría mal pasar una semana fuera. Al final, los McCarthy partieron en masa hacia la Isla de Man para una fiesta que duraría una semana. Yo esperaba que apareciese Jamie, pero no lo hizo.
Casi un año después de mi conversación telefónica con Oliver, justo antes de Navidad, Eve tuvo otra hija, una adorable niña llamada Caroline. Al mes siguiente, Jake cumplió tres años y empezó a ir a la guardería. Casi se me parte el corazón al dejarlo allí. Me costó mucho separarme de él, pero Jake necesitaba compañeros de juego de su edad. Enseguida se subió a un balancín con otro niño y se olvidó de su madre. Yo fui corriendo a casa para llorar a lágrima viva, después de lo cual me tomé unas diez tazas de té y un vaso de jerez.
Aquél fue el año en que se casaron los tres hijos de Danny y Marge, que en diciembre fueron abuelos. Marge sufrió una especie de metamorfosis y perdió casi trece kilos, se tiñó el pelo de rubio y se compró un montón de ropa elegante. Ella y Danny se apuntaron a un club de baile latinoamericano e hicieron montones de amigos nuevos.
Con se divorció y empezó a salir con una mujer llamada Isobel, a la que le había instalado un nuevo cuarto de baño.
—No me voy a casar, Kit -me dijo-. Ya he tenido suficiente. Un matrimonio me basta para toda la vida.
No sé lo que hizo Isobel para hacerle cambiar de idea, pero el caso es que lo consiguió. Seis meses más tarde, Norah y yo fuimos invitadas a la boda.
Norah ya no asistía a clases de cocina francesa. En vez de eso, empezó a impartirlas ella misma. Había dejado el trabajo en el aparcamiento y, cuando no daba clases, preparaba saumon au cresson, moules gratinées, porc aux haricots, crepes Suzette, y demás platos de nombre impronunciable, pero por lo demás deliciosos, que llevaba a gente que tenía invitados a cenar y que hacía como si los hubieran cocinado ellos.
Y así los meses pasaron volando y se convirtieron en años. Pronto estuve colgando los adornos navideños y, casi sin darme cuenta, los estaba quitando. Jake empezó a ir a la escuela, Ben y Samantha a la universidad de Norwich; Claire y Marge tuvieron cinco nietos entre las dos; me encontré varias canas y las oculté con un tinte color caoba; y el negocio de Oliver tuvo éxito y contrató a dos ayudantes. Pensaba en él cada vez que explotaba una bomba del IRA, y me preguntaba si los matones que había conocido en Belfast tendrían algo que ver.
Conseguí un empleo de recepcionista en la consulta de un cirujano en Waterloo, a pocas paradas de tren. Hacía sustituciones por las tardes, cuando faltaba alguien. Si no, ayudaba a Norah cuando tenía que preparar una cena importante. Para entonces, las vacaciones anuales en la Isla de Man ya se habían convertido en una tradición, aunque a veces sólo íbamos Jake y yo.
En 1978, Eric Knowles se ahogó frente a las costas de Cornualles. Faith se enteró porque leyó la noticia en The Times. No asistió al funeral. Un año más tarde, el país vio como, por primera vez, una mujer se convertía en primera ministra: Margaret Thatcher.
Pronto llegaron los ochenta y los setenta ya no eran más que un recuerdo.
Capítulo 12
Los ochenta
Nochevieja
—Me había ofrecido para hacer de canguro para Eve y Oliver el día de Nochevieja: iban a ir a un cotillón con unos amigos en Southport. Faith estaría allí, y la verdad es que a mí me apetecía bastante. Cuando se lo dije a Claire, le pareció una forma bastante aburrida de pasar a la nueva década.
—Te estás haciendo vieja antes de tiempo -me dijo como regañándome-. Liam y yo vamos a ir a una fiesta en casa de Patsy. Jake y tú podéis venir, si queréis.
—No puedo, ya se lo he prometido a Eve.
Quizá fuera cierto que me estaba volviendo vieja antes de tiempo. Pero, si así era, no me importaba.
Llegué con Jake justo cuando Eve y Oliver estaban a punto de salir. El salón se veía repleto de espumillones plateados y las luces del árbol se encendían y apagaban en la habitación, poco iluminada. En la chimenea, los troncos se partían y crujían tras una brillante rejilla de latón. Bootsie y Snudge estaban delante del fuego, formando una montañita de pelo negro y rojizo. La escena habría servido perfectamente para ilustrar una postal navideña.
Jake salió disparado hacia el piano del comedor y se puso a tocar «Chopsticks». Según me dijo Eve, Faith estaba en el piso de arriba supervisando a las niñas, que se estaban poniendo el pijama.
—Les he dado permiso para quedarse despiertas hasta medianoche, pero sólo si antes se preparan para ir a dormir.
—Estás de lo más elegante -dije yo-. ¿El vestido es nuevo?
Era de un azul plateado con cintas cruzadas y le quedaba tan ajustado al cuerpo, largo y esbelto, como una media.
—Oliver me lo regaló por Navidades. ¿No es precioso? -Giró sobre sí misma y se dio una palmadita en sus delgadas caderas-. ¿No te parece que he cogido algún kilo?
—En absoluto. De hecho, te vendría bien engordar un poquito: estás demasiado delgada.
Le preocupaba mucho su peso y siempre estaba a dieta.
—¡No digas eso, Kitty! -dijo estremeciéndose-. No puedo soportar la idea de estar gorda. ¿No te parece que Oliver está guapísimo con el traje de noche?
Oliver miró para otro lado, avergonzado.
—Muy guapo.
A decir verdad, estaba para comérselo. Tenía treinta y dos años y rebosaba salud. Sus rasgos eran perfectos y afilados, y estaba muy moreno de trabajar al aire libre. Sentí una punzada de envidia al imaginar cómo sería pasar la velada con él, y más tarde en sus brazos, bailando. Quizá no me estuviera haciendo tan vieja, después de todo.
Faith bajó con las niñas, que se acababan de lavar la cara y estaban resplandecientes y guapísimas con los camisoncitos de volantes y las batas.
—Hola, Kitty.
Faith me dio un beso en la mejilla. Tenía ya setenta y tres años y seguía siendo una mujer elegante y hermosa, con el pelo plateado y una perfecta estructura ósea.
Louisa y Caroline no me hicieron caso y se fueron al comedor a ver a Jake, que estaba tocando «Chopsticks» por quinta o sexta vez. Lo traía todos los jueves por la tarde para que tomara clases, pero no tenía mucho sentido, porque en casa no teníamos piano y no podía practicar. Holly me dio un abrazo.
—Me alegro de que hayas venido, Kitty.
—He venido especialmente para verte a ti, cariño -susurré. Aunque estaba segura de que Eve y Oliver querían a Holly tanto como a las otras dos niñas, siempre me daba la impresión de que ella se sentía algo desplazada. Formaba parte de la vida de Eve antes de conocer a Oliver, y Rob no había hecho ningún esfuerzo por contactar con ella. Aun así, con el pelo y los ojos oscuros, se parecía mucho más a Oliver que sus medio hermanas, que habían heredado de Eve los ojos azules y los rizos rubios y claros.
Faith fue a preparar café, y Oliver y Eve se marcharon al cotillón.
—Que os lo paséis muy bien -grité cuando Oliver le abrió la puerta del coche a Eve, envuelta en un chal de piel blanca de Faith.
«Podría haber sido perfectamente una estrella de cine de camino a los Oscar», pensé orgullosa. Oliver dio la vuelta al automóvil y abrió la puerta del conductor con un gesto tan triste en el rostro que se me partió el corazón. Durante los últimos cuatro años me había parecido que era feliz con mi hija, pero en aquel instante no me dio esa impresión.
—¿No te parece que Oliver estaba un poco tristón esta noche? -preguntó Faith al traer el café.
Holly se había unido a los demás niños en el comedor.
—Un poco -tuve que admitir.
—Quizá no tenga tantas ganas de ir a la fiesta como Eve. A la mayoría de los hombres no les interesan las reuniones sociales, emperifollarse ni nada de eso. A Eric no le importaba, siempre estaba pavoneándose y flirteando con otras mujeres, pero Tom, mi primer marido, lo odiaba. -Me miró con un gesto de preocupación en su precioso rostro-. La verdad es que Oliver no ha vuelto a ser el mismo desde lo de Belfast. Los médicos dicen que quizá no se recupere nunca del todo. Todavía toma pastillas para la depresión, pero yo creo que es algo más que eso.
—¿Como qué?
—No debería decirlo, al fin y al cabo, Eve es tu hija... Pero creo que en Belfast pudo haber conocido a una mujer y todavía la echa de menos, después de todo este tiempo.
—¿Y de dónde te has sacado esa idea? -exclamé.
Ella se encogió de hombros con elegancia.
—La verdad es que no lo sé. Quizá sea porque soy su madre. ¿Tú no te das cuenta cuando a Jake le pasa algo, aunque no te lo cuente él?
—Supongo que sí. -Unas pocas semanas atrás, se había peleado con otro niño en la escuela y, cuando vino a casa, le noté en la cara que había pasado algo. Fue dos días antes de saber la verdad-. ¿Quieres decir entonces que Oliver y Eve no deberían haberse casado?
Los troncos de la chimenea se movieron. Las dos nos sobresaltamos. Cogí un tronco grande de la cesta y lo tiré encima de los otros. Bootsie alzó la cabeza y me miró, soñoliento. Le di unas palmaditas y se volvió a dormir.
—No, no, claro que no. -Faith parecía nerviosa-. Vaya, te he ofendido, ¿a que sí? Eve es perfecta para él. Oliver no podría tener una esposa mejor. Quizá sea sólo el baile o los viejos recuerdos, que suelen ser más vivos en noches como ésta. No sé a ti, pero a mí la Nochevieja siempre me ha parecido bastante deprimente.
Antes de que pudiera decir nada más, las niñas y Jake vinieron a toda prisa diciendo que querían ver la televisión. Se encendió el aparato y Faith no volvió a sacar el tema.
Pasamos el resto de la noche viendo la tele, cantando villancicos y jugando, hasta que el Big Ben anunció la llegada del año nuevo. Jake y las niñas estaban muy emocionados. No era sólo un nuevo año lo que empezaba, sino una nueva década.
—¡Es mil novecientos ochenta! -chilló Louisa.
Se pusieron todos a correr por la habitación, al grito de:
—Mil novecientos ochenta, mil novecientos ochenta.
—Ah, la juventud-dijo Faith con una débil sonrisa-. Cuando una llega a mi edad, no puede dejar de pensar en si seguirá viva cuando llegue el año próximo, y no digamos la próxima década.
Norah había pasado la velada en casa de Bernadette y no se los había pasado nada bien, sobre todo porque Roy se había presentado con otra mujer.
—Una verdadera pelandusca -dijo el primer día del año, indignada, mientras cogíamos un agradable puntillo de jerez , frente a la horrible chimenea eléctrica con carbón falso. Jake se había quedado a dormir en Formby con las niñas. Eve prometió traerlo después de comer-. Iba más pintada que una puerta y llevaba las uñas de un morado brillante. Le medían por lo. menos tres centímetros.
—¿Y a ti qué más te da? -pregunté fulminante-. Tú lo abandonaste hace ya... ¿seis años?
—A mí me da igual -afirmó enfadada-. Pero de haber sabido que él iba a llevar a otra mujer, yo habría llevado a otro hombre.
—¿A qué hombre? No tienes ninguno al que llevar.
—Lo sé. -Se hundió en el sillón como un balón pinchado-. Si me uno a un club de solteros, ¿vendrás conmigo?
—De ninguna manera, Norah -dije de forma aún más fulminante-. Hay unas veinte mujeres por cada hombre y sería muy degradante. Si tantas ganas tienes de estar con uno, vuelve con Roy. Todavía estáis casados, y él dejaría a esa pelandusca sin pensárselo dos veces.
Roy todavía llamaba de vez en cuando para preguntar cómo estaba ella y siempre mandaba flores el día de su cumpleaños.
—No quiero volver con Roy -aseguró orgullosa-. Soy muy feliz aquí, contigo, cocinando mis platos.
—Me alegro, porque yo también estoy muy feliz de que vivas aquí. Pero entonces, ¿para qué te quieres apuntar a un club de solteros?
—Porque me vendría bien un hombre de vez en cuando -se lamentó-. Como anoche, por ejemplo. Me sentía como una carabina.
—No tiene nada de vergonzoso estar sola. Deberías sentirte orgullosa. Es tu forma de decirle al mundo que no necesitas un hombre para nada.
—¡Cómo eres! -exclamó poco convencida-. No eres como los demás. Nunca entenderé por qué no te casaste con Connor Daley. Es uno de los hombres más agradables que he conocido nunca y habría sido un marido ejemplar. ¿Por qué no lo hiciste, Kit? preguntó con curiosidad.
Lo pensé bien antes de contestar.
—Yo quería a Con -dije por fin-. Pero me parecía que, si me casaba, me estaría cerrando muchas puertas. Eso significaría perder la oportunidad de vivir algo realmente maravilloso en el futuro.
—¿Y sucedió algo realmente maravilloso en el futuro?
Su curiosidad iba en aumento.
—Conocí al padre de Jake.
Mi hermana tenía los ojos como platos.
—¿Por qué no te casaste con él, entonces?
—No fue posible -me limité a decir.
—¿Estaba casado?
Quizá el jerez me estuviera haciendo hablar más de la cuenta, porque me acerqué más a la verdad de lo que lo había hecho nunca. Conseguí echarme atrás justo a tiempo.
—Te he contado todo lo que estoy dispuesta a contar, Norah.
—¡Qué mala eres! Me has dejado a medias. -Hizo un puchero y rellenó los dos vasos-. Entonces, todo eso de sentirse orgullosa de estar sola, ¿es sólo porque no pudiste casarte con el padre de Jake?
—Supongo que sí -admití-, pero tampoco me fui corriendo a apuntarme a un club de solteros, ¿verdad? Si no podía tenerlo a él, no quería a nadie.
—¿Te importaría si yo me apunto a uno?
—¿Importarme? -me reí-. ¿Por qué me iba a importar? Es tu vida, y si quieres apuntarte a un club de solteros, es cosa tuya.
Estábamos tiradas en los sofás, demasiado borrachas como para preparar la comida, cuando llegó Eve con Jake.
—Nunca me gustó esa chimenea -dijo torciendo el gesto-. El carbón no parece carbón. ¿Por qué no habéis comprado una nueva?
—No tenemos dinero -respondí lacónica.
—Huele mal.
—Está lleno de polvo -expliqué-, y no hay forma humana de limpiarlo.
—A esta casa no le vendría mal una modernización de arriba abajo. -Miró las paredes con asco, como si tuviera ganas de tirarlas abajo-. La cocina está fatal, el baño es muy antiguo y la calefacción central es de los tiempos de Matusalén. Tampoco vendrían mal unas ventanas de doble cristal.
—A ver si puedo arreglar todo eso para mañana.
—En serio, Kitty, Michael la compró en mil novecientos cuarenta y algo.
—1946 -concretó Norah-. Fue una de las primeras casas que se construyeron en Liverpool después de la guerra. Tiene treinta y cuatro años.
—Y se nota -dijo Eve con asco-. Hablaré con Oliver, a ver qué le parece que se puede hacer con este lugar.
—Oliver no querrá encargarse de la cocina, ¿verdad? Eve sonrió.
—No, se lo pediré a Con. Podrías tener una cocina como la mía.
Me erguí, interesada. Hasta entonces, no había aceptado muchos favores.
—Me encantaría tener una cocina como la tuya.
—Pues la tendrás -aseguró Eve magnánima.
Durante los dos meses siguientes, la casa fue un caos. Se cambió el baño verde por uno precioso, color crema. En la cocina se instalaron armarios de madera de pino, como los de Eve, además de un horno, una lavadora y una nevera empotrados. Se arrancaron los horribles azulejos grises del suelo y se cambiaron por unos de color rojo cereza. Solté un grito de júbilo cuando sacaron aquella chimenea apestosa y la tiraron al contenedor. La nueva tenía llamas que parecían de verdad y que saltaban al tocar un interruptor.
Fue estupendo volver a ver a Con. Le pregunté qué tal le iba con Isobel y él arrugó la nariz.
—¡Con, no me digas que te vuelve a ir mal! -exclamé.
—No me va mal del todo, pero tampoco me va bien del todo. -Por un momento me pareció viejo y cansado. Entonces reunió fuerzas y, con aquella sonrisa que tan bien conocía, dijo-: Supongo que no estoy hecho para el matrimonio, aunque creo que contigo sí que habría sido feliz.
—No creo que a mí me hubiera convencido -respondí cariñosamente.
—Bueno, qué se le va a hacer. La vida no es perfecta, al menos no para la mayoría de la gente. Ahora ya lo sé, pero tardé bastante tiempo en darme cuenta y lo pasé bastante mal hasta entonces.
—¿Estás mal ahora?
—Mitad y mitad -contestó alegre.
Como la casa estaba patas arriba, Eve ofreció la suya para celebrar el octavo cumpleaños de Jake. Pregunté si podía invitar a algunos de sus amigos de la escuela.
—Claro -contestó sin saber en lo que se metía.
Hasta el día en que media docena de niños llegaron y le destrozaron el jardín, persiguieron a Bootsie escaleras arriba y abajo (Snudge había sido lo suficientemente espabilado como para esconderse bajo una de las camas), llenaron la moqueta de patatas fritas que luego pisotearon y mancharon de limonada el mejor mantel.
—No deberías haber sacado el mejor mantel -le dije cuando se quejó.
—No sabía que iba a recibir a una horda de salvajes -contestó disgustada-. Las niñas se portan mucho mejor.
—Me parece que tus niñas se lo están pasando bastante bien.
Las niñas eran ahora tan salvajes como los niños y se tiraban trozos de césped las unas a las otras.
—Los niños son una mala influencia.
La cosa se calmó cuando vino Oliver a casa y organizó una partida de críquet.
—Jugábamos cuando él era pequeño -le dije a Eve mientras mirábamos por la ventana-. Yo hacía las marcas en un árbol. Se me daba fatal batear, pero era una buena lanzadora. Cuando estaba embarazada de ti, sólo lanzaba la bola porque no podía correr.
—¡Qué raro! -murmuró Eve.
—¿Qué tiene de raro?
—Que tú jugaras con Oliver cuando estabas embarazada de mí y que acabáramos casándonos. Supongo que, por aquel entonces, debía de ser lo último que esperabas que sucediera.
—Totalmente -concedí.
—A mí también se me hace raro -prosiguió sin variar el tono-, que Oliver y tú, al parecer, no os llevéis bien últimamente.
Me quedé con la boca abierta.
—¿Por qué lo dices?
—Siempre sois muy fríos el uno con el otro. Es bastante evidente.
—Lo quiero mucho. Cuando jugábamos al críquet hace tantos años, me hubiera alegrado mucho saber que el bebé que llevaba dentro se iba a casar con Oliver Knowles. ¿Crees que eso tiene sentido?
Me parecía una afirmación algo confusa.
—Todo el sentido del mundo. Espero que sea cierto y que no lo digas sólo para contentarme. -En ese momento Oliver dio un salto y atrapó una bola que parecía imposible. Siempre había sido un recogedor excelente. Eve dijo-: Quiero mucho a mis niñas, pero me hubiera gustado que alguna hubiera sido un chico, por Oliver. Le habría encantado. Creo que por eso quiere tanto a Jake: para él es como un hijo. Ah, por cierto -añadió volviéndose hacia mí-, le hemos comprado una bici por su cumpleaños. Está en el garaje. Por eso ha venido Oliver a casa antes de tiempo, para poder dársela en persona. En Navidades, Jake comentó que le encantaría tener una bicicleta, pero que no se la iba a pedir a su mamá porque no podía pagarla.
—¿Estás llorando, mamá? -preguntó Jake de camino a casa.
Contuve un gimoteo y me limpié discretamente las lágrimas de los ojos.
—No, cariño -mentí-. Creo que estoy un poco resfriada, eso es todo.
—¿Puedo dar una vuelta en mi bici al llegar a casa?
La llevábamos en el maletero.
—Está muy oscuro, Jake. Tendrás que esperar a mañana.
—Tiene una luz.
—¿De veras? -No me había fijado-. Bueno, puedes llevarla por la acera un par de veces, pero yo te seguiré por si te caes.
—Está bien, mamá -dijo satisfecho.
Sin que él se diera cuenta, volví a llorar porque todo era un lío, y un lío muy triste.
Llegó la Semana Santa y Marge me llamó el Viernes Santo muy emocionada.
—Nunca adivinarías quién ha venido.
—¿Te refieres a que ha ido a tu casa?
—No, a la de al lado.
—Pues entonces sólo puede ser Ada Tutty. Ha venido a enterrar a su madre.
La señora Tutty había muerto días atrás, a la venerable edad de ochenta y nueve años. El señor Tutty se había reunido con su Creador mucho tiempo atrás y a los chicos no se les había visto el pelo desde el funeral. Lo mismo podía decirse de la señora Tutty, que apenas salía de casa últimamente. Una trabajadora social se pasaba por allí de vez en cuando y los vecinos le hacían la compra. Marge exclamó:
—¡Pensé que no lo adivinarías en la vida!
—No soy estúpida, Marge. Cualquier idiota sabría a quién te referías.
—Está bien, listilla. En fin, el caso es que le gustaría verte.
—¿El patito feo se ha convertido en cisne?
—No, pero ha cambiado.
—¿En qué sentido, aparte de tener treinta años más?
Al mes siguiente, yo cumpliría cuarenta y nueve años, y Ada tendría uno menos.
—Ya lo verás cuando vengas.
Ada Tutty abrió la puerta vestida con unos vaqueros, una camisa suelta de algodón y sandalias de cuero. Su rostro, sorprendentemente juvenil, estaba moreno y no iba maquillada. Llevaba el pelo corto y mal cortado; no me habría sorprendido saber que se lo había hecho ella misma en el espejo del baño.
—Hola, Kitty -dijo con una voz vigorosa-. No has cambiado casi nada. Te hubiera reconocido en cualquier parte. Entra, estaba ocupándome de las cosas de mi madre, así que me temo que está todo un poco manga por hombro.
—Tú tampoco has cambiado, aparte de perder el acento de Liverpool.
Lo cierto es que lo había hecho, y una barbaridad. Ya sabía a lo que se refería Marge al decir que estaba cambiada. Cuando la seguí por el pasillo, me di cuenta de que ya no caminaba temerosa como un ratoncillo, sino que tenía un aire de autoridad que le hacía parecer más alta.
—Perdona por el olor -se excusó con el mismo vigor.
La casa apestaba a polvo y a viejo, y no habían cambiado la decoración desde el año de Maricastaña. Las cortinas de la sala de estar eran poco más que hilachas y el suelo de linóleo estaba lleno de agujeros. Había montones de bolsas de plástico llenas de ropa vieja y platos rotos. Ada le dio una patada a una de ellas.
—Esto es para los de la basura.
—Siento lo de tu madre -dije.
—Y yo. -Se sentó en una silla que había junto a la desvencijada mesa y me hizo un gesto para que la imitara-. Tuvo una vida lamentable. No tengo ni idea de lo que fue de ella en este lugar. Es evidente que no limpiaba, y no hay radio, ni televisión, ni libros. Creo que lo único que hacía era contar el dinero. Había más de cuatro mil libras bajo el colchón de su cuarto. Por cierto -aclaró con una sonrisa-, el dinero que me llevé cuando me fui, lo devolví un año después. He estado enviándole dinero desde entonces, pero creo que iba directo al colchón. Así es como los de Servicios Sociales se pusieron en contacto conmigo, por mis cartas. Cogí un avión a casa inmediatamente.
—¿Qué has estado haciendo todo este tiempo, Ada?
Fuera lo que fuera, le había sentado bien: rezumaba confianza en sí misma. A pesar de ello, me dio la impresión de que quería que yo supiera cómo le había ido la vida desde que huyó de Amethyst Street. Fue su telegrama lo que mató a mamá, recordé con pena, aunque no se la podía culpar por ello.
—Estuve trabajando en Londres una temporada -comenzó-, fui a la escuela nocturna, aprendí francés y español y conseguí trabajo de intérprete para las Naciones Unidas, en Roma.
—Recuerdo que siempre decías que querías ser intérprete -murmuré.
Ya sentía envidia de ella. Nunca había salido del país, aparte de la Isla de Man o Belfast.
Ada se encogió de hombros, como si no fuera gran cosa.
—Me aburrí después de un tiempo, así que me fui a África, a trabajar para una ONG. Llevo con ellos desde entonces. Ahora mismo estamos en Etiopía, donde ha habido una hambruna seguida de una guerra: el año que viene esperan sequía. Estoy a cargo de un orfanato. -Se le enterneció el gesto-. Pobres niños, siempre son las primeras víctimas cuando algo va mal.
—Los he visto por la televisión -dije-, esos bebés que intentan chupar los pechos secos de sus madres, llenos de moscas.
—¿Y qué has hecho al respecto, Kitty? -preguntó con mirada desafiante.
—Pues... nada -tartamudeé-. ¿Qué puedo hacer yo?
—Escribirle a tu parlamentario correspondiente, a los periódicos, recolectar dinero, llevar cosas a las tiendas de Oxfam, poner un póster en la ventana. -Iba enumerando con los dedos-. Es lamentable que Occidente no haga nada y permita que sucedan estas horribles tragedias. Siempre tragedias. Siempre que tengan el estómago lleno, les importa un pimiento el resto del mundo. Y eso que vivimos en un mundo que tiene mucho que ofrecer -prosiguió cada vez más enfadada-. ¿Sabías que en algunos países vuelven a meter el grano en la tierra porque les preocupa que haya excedente y caigan los precios? En Europa tenemos de todo, de todo, Kitty, y a nadie se le ocurre darles un poco a los que no han visto comida desde Dios sabe cuándo. -Rebuscó en su espacioso bolso-. Mira, éste es nuestro orfanato. La sacó un periodista hace unas semanas.
Me dio una fotografía en blanco y negro en la que se veía un edificio alargado, de madera, delante del cual había unos cincuenta niños mal vestidos y extremadamente delgados de varias edades. Todos sonreían a la cámara. Ada estaba en el centro con un bebé en brazos.
—Éstos son los afortunados -añadió-. La mayoría de los niños se las tienen que arreglar solos.
—Haces un trabajo maravilloso, Ada -dije, mustia. Me había hecho sentir completamente inútil. Mi vida parecía patética en comparación con la suya-. Si me das un póster, lo pondré en la ventana. Quizá podría invitar a la gente a tomar café y recolectar dinero para tu ONG.
—Llamaré a dirección para que te envíen media docena de pósters y así podrás repartirlos entre tus amigos y vecinos. Todo el dinero que saques será bien recibido, Kitty. Nunca es suficiente. ¿Sabes tejer?
—No muy bien.
Empezaba a preguntarme si tenía algún sentido haber nacido. Había trabajado en la organización de Hilda, pero eso había sido mucho tiempo atrás, y más por casualidad que de forma deliberada. No sólo eso, sino que la diferencia entre Everton Valley y Etiopía era abismal.
—Desde dirección te enviarán un sencillo patrón para hacer una chaqueta de punto para bebés junto con los pósters. Con lana suelta valdrá. La mayoría de la gente lo termina en una noche.
Tragué saliva.
—Lo intentaré.
Volvió a mirar en el bolso y sacó un paquete de tabaco de liar.
—¿Fumas? -Negué con la cabeza-. Es mi único vicio -confesó, y lió un cigarrillo con bastante maña-. No bebo, como poco y toda mi ropa es de segunda mano. ¡Ah, qué bien! -dijo al dar una larga calada-. Marge me ha contado que tienes dos hijos, un chico y una chica.
Me alegraba de que hubiera cambiado de tema y no tuviera que seguir sintiéndome culpable por no llevar un orfanato en África ni tejer chaquetas de bebé en mis ratos libres. Con un cigarrillo en la mano, también parecía más humana.
—Eve va a cumplir veintinueve este año; Jake sólo tiene ocho.
—¿Te casaste con alguien que yo conozca? -Entrecerró los ojos y echó su cabecita a un lado, como un pájaro-. Si recuerde bien, cuando me marché tenías un novio pelirrojo.
—Era Connor Daley, el padre de Eve. Pero nunca me casé; Ada. Sigo siendo Kitty McCarthy.
—Y yo sigo siendo Ada Tutty. -Sonreímos-. Aunque lo cierto es, y esto nunca se lo he dicho a nadie, que me gustaba mucho tu hermano Danny. Me habría casado con él inmediatamente si me lo hubiera pedido.
No le conté que eso lo sabía todo el barrio.
—¿Te alegras de no haberlo hecho o te da pena?
Soltó una profunda y ronca carcajada.
—Me sorprende que lo preguntes, Kitty. No quiero criticar a Danny, pero, si me hubiera casado con él, seguiría viviendo en la casa de al lado, nuestros hijos habrían crecido y hasta quizá me hubiera apuntado a clases de baile. -Se estremeció-. No, no. He disfrutado cada minuto de mi vida y no me arrepiento de nada.
Nos despedimos como amigas. Me dio su dirección en Etiopía y yo prometí que le escribiría. Rechazó una invitación a cenar para la noche siguiente.
—Norah es una cocinera fantástica -le hice saber.
—Lo siento, Kitty, pero tengo demasiadas cosas que hacer. El martes por la mañana es el funeral de mi madre, con lo que sólo me quedan tres días para recoger la casa. Todavía tengo que encargarme de los muebles. Y he de mandar muchas cartas y llamar por teléfono; Marge me ha dicho que puedo usar el suyo.
—Yo trabajo por las mañanas en la consulta de un cirujano y después de las vacaciones va a haber mucho trabajo, así que no podré ir al funeral, pero si necesitas ayuda con la casa, dímelo.
Soltó otra de sus atractivas carcajadas.
—Ni se me ocurriría obligarte a pasar un segundo de tus vacaciones en este agujero infecto. No, me las arreglaré sola. He lidiado con cosas peores en mi vida, pero gracias por la oferta, Kitty.
Me acompañó hasta la puerta. Cuando cerró, pude oír como cantaba mientras volvía a enfrentarse al caos de la casa de su madre.
Ben tenía veinte años, medía un metro noventa y lucía una melena rubia y un atractivo juvenil. Era un perfecto espécimen humano. Quedaba claro que Samantha Whelan y él estaban hechos el uno para el otro. Llevaban enamorados desde hacía casi siete años, desde que eran poco más que niños, y tenían pensado casarse cuando terminasen la universidad, el verano después del siguiente.
Pero el amor, por perfecto que sea, nunca está exento de sobresaltos. Cuando vino a casa durante las vacaciones de verano, me di cuenta, por la cara que traía, de que algo no iba bien. Le pregunté sin rodeos cuál era el problema cuando lo acorralé en el cenador, después de haberse pasado un par de horas dando vueltas por la casa sin decir ni comer nada, y sin ni siquiera darse cuenta de todo lo que había cambiado el lugar desde las Navidades.
—Nada -se limitó a decir.
—No me mientas, Ben. Si trajeras una cara más larga, la barbilla te daría con el suelo. ¿Es por la señora Whelan?
A la madre de Samantha no le había gustado aquella pareja desde el principio. No tenía nada que ver con Ben. Sencillamente no quería que su hija, su única hija, se conformase con el primer chico que se cruzaba en su camino.
—Me casé con mi primer amor -me explicó, amargamente, una de las pocas veces que nos vimos-, y fue el mayor error que cometí en mi vida. Hubiera preferido que Samantha se divirtiera un poco antes de asentarse, que «tanteara el terreno», creo que se dice.
—Lo peor que puede hacer es intentar separarlos -señalé yo-. Eso sólo fortalecerá sus ganas de estar juntos.
Ella no me hizo ningún caso y siguió poniendo todas las trabas posibles a la joven pareja, sin resultado alguno, al menos hasta el momento.
—No tiene nada que ver con la señora Whelan -dijo Ben. En sus ojos azules se adivinaban lágrimas.
—¿Entonces qué pasa? Puedes decírmelo ahora o más tarde, pero antes o después me enteraré.
Me miró con cara de pena.
—Samantha está embarazada.
Yo me había imaginado algo peor, como que Samantha hubiera conocido a otro, por ejemplo.
—Bueno, tampoco es el fin del mundo -dije para confortarlo-. ¿No hay ahora guarderías en las universidades?
—Sí, pero yo quería sacarme el doctorado después de licenciarme. Me han ofrecido un puesto en Cambridge, ¿pero cómo voy a aceptarlo con una esposa y un hijo a los que mantener?
Tenía la cara hinchada de ira.
—¿Significa eso que quieres que Samantha aborte?
Sentía como mi propia ira iba en aumento. Él se puso todavía más rojo.
—Sí, pero ella se niega. No habla de otra cosa que del maldito bebé. No teníamos planeado tener hijos hasta dentro de unos años. Quería ser editora. Se puede vivir en Londres y trabajar en Cambridge.
—Si obligas a Samantha a abortar, Ben -dije despacio-, no te lo perdonará nunca. Puede que siguierais casados y vivieseis en Cambridge, pero ella te guardaría rencor por el resto de su vida, por mucho que te quisiera.
Ben se puso de pie, todo lo alto que era, y se quedó en la puerta.
—¿Por qué nadie piensa primero en mi? -gritó-. Mi padre me abandonó cuando tenía diez años, luego mi madre, y ahora Samantha hace lo mismo, anteponiendo al bebé.
Parecía perdido y herido, lo cual era normal respecto a lo de sus padres. Sin embargo, ahora corría el peligro de ser igual de cruel con Samantha.
—Pero eso es algo que deberías hacer tú también, Ben -grité-. Anteponer al bebé. Debería ir antes que nadie y que nada. Es tu hijo, no sólo de Samantha. Eres su padre. Ya te las arreglarás en Cambridge. En cuanto a tus padres, no eres el único en el que no pensaron, ¿verdad? No olvides que Steve abandonó a sus otros hijos cuando se fugó con tu madre, y que ella abandonó a Eve y a Michael. Son dos personas muy egoístas y corres el peligro de ser como ellos. De hecho, lo tuyo sería peor, si obligaras a Samantha a matar a tu bebé por tu carrera.
Me miró, aterrado.
—¿Es así como lo ves tú, Kitty?
—Es la única forma de verlo, Ben.
Dejó caer los hombros y tuvo el detalle de mostrarse avergonzado.
—No lo había visto así antes.
—Estoy segura de que Samantha te quiere mucho. La mayoría de las chicas en su situación te habrían mandado a paseo. Yo lo habría hecho.
—¿De veras?
Asentí, furiosa.
—Si la quieres tanto como ella parece quererte a ti, yo en tu lugar no volvería a mencionar lo del aborto. Tiene veintiún años, ya es mayor para tomar sus propias decisiones, y piensa que lo que hace es lo correcto para ti, para el bebé y para ella. Alégrate por Samantha y pronto verás que tú mismo eres feliz.
—Eso suena a frase de tarjeta de felicitación.
Sonrió por primera vez desde que había llegado a casa. Volvió a sentarse y se quedó mirando sus zapatos del cuarenta y seis mientras yo me puse a recortar el seto, que necesitaba un repaso, y a cortar la hierba, algo que odiaba hacer, principalmente porque tardaba una eternidad en arrancar el cortacésped de gasolina. Le pediría a Ben que lo hiciera cuando estuviera de mejor humor.
—Supongo que creerás que me he portado como un idiota -dijo.
—Yo aun diría más: idiota es demasiado suave.
Puso una cara triste.
—¿Qué debería hacer ahora, Kitty?
—Para empezar, pedirle perdón a Samantha. Debes de haberle causado un gran disgusto.
De nuevo volvió a examinar sus zapatos, como si pudieran proporcionarle la solución a sus problemas.
—Quizá deberíamos casarnos antes de que nazca el niño y no esperar al año que viene.
Sonreí aliviada. Los zapatos habían aportado una gran solución.
—No es mala idea. Hace uno o dos años que los McCarthy no celebramos una boda, así que será bien recibida.
—Voy a llamar a Samantha, a ver qué piensa. -Se puso a caminar hacia la casa, se detuvo y se dio la vuelta-. La quiero de verdad, Kitty. Me alegro de haber hablado contigo. Me has ayudado a ver las cosas de una forma completamente distinta.
Lo seguí hasta la casa. Ya estaba marcando el número de Samantha, así que me metí en la cocina y cerré la puerta. Por primera vez en mi vida, no quería oír ni por casualidad una conversación privada.
—¿Averiguaste lo que le pasaba? -preguntó Norah.
Estaba sacando la masa para hacer una tarta de pera y avellana (tarte aux poires), la favorita de Ben.
—Sí, luego te lo cuento. ¿Cuánto se tarda en preparar una tarta de bodas?
—Habría que hacerla con bastante tiempo, pero si es una emergencia, podría hacerla en dos días. -Se le iluminó la cara-. ¿Es para Ben y Samantha?
—Eso espero.
Se abrió la puerta y entró Ben a toda prisa.
—Vamos a solicitar una licencia especial mañana mismo. -Me dio un beso en la nariz-. Gracias, Kitty. ¿Quieres que recoja a Jake de la escuela?
—Le encantará, Ben.
—Sea lo que sea, lo que le has dicho le ha sentado de maravilla -comentó Norah cuando Ben se marchó.
—Eso parece.
No me habría importado tener a alguien con quien hablar cuando había problemas en mi vida.
Diez días más tarde, los McCarthy asistieron en bloque a la boda de Ben y Samantha, tanto los jóvenes como los mayores, aunque era un día entre semana y la mayoría deberían haber estado en el trabajo. Hasta Jamie y Bárbara vinieron. Quizá fuera porque hacía mucho tiempo que no estábamos todos juntos en el mismo sitio y una boda era el lugar ideal para un reencuentro, además de una excusa para que las mujeres nos compráramos ropa nueva.
Claire estaba despampanante con su vestido rosa. Norah, que nunca fue muy arriesgada, se había comprado uno liso, azul marino, con sombrero blanco. Yo no le dije a nadie que mi vestido turquesa era de la tienda de Oxfam y que había guardado el dinero ahorrado en ropa para mandárselo a Ada la próxima vez que le escribiese. Tenía a toda la familia tejiendo chaquetillas y, en las dos reuniones que había celebrado, había recolectado casi treinta libras. Marge apostó por un vestido amarillo con una falda con volantes y zapatos, guantes, sombrero y bolso de color verde oscuro.
—Alguien me dijo una vez que no había que llevar más de tres accesorios del mismo color -le comenté-. Deberías haber traído un sombrero amarillo.
—Pues no sé quién te lo dijo -comentó Marge indignada-, pero es una tontería.
—Pues lo cierto es que fuiste tú, en la boda de Norah.
Pensé que estaría impresionada por mi prodigiosa memoria, pero no lo estuvo en absoluto.
La boda tuvo lugar en la iglesia de St. Peter and Paul, en Crosby, un soleado día de julio. La señora Whelan llamó para decir que no vendría.
—Tengo un disgusto enorme con lo de la boda y con lo del niño. No es lo que tenía pensado para Samantha.
—Es un gran error planear la vida de los hijos, señora Whelan. Lo mejor es dejar que vayan por su propio camino y rezar porque tomen las decisiones adecuadas.
Aquello sonó de lo más sabiondo y me hubiera gustado no haberlo dicho. Era evidente que la señora Whelan pensaba lo mismo.
—Cuando necesite consejos sobre cómo educar a una hija, señora McCarthy, los pediré -me soltó.
—¿Vendrá el señor Whelan?
—No tengo ni idea. Ahora mismo está de viaje. No hablamos mucho últimamente. Puede que sí o puede que no.
El señor Whelan, un hombre apuesto, de cuarenta y tantos años y con una sonrisa encantadora, debió de pensar que no quería perderse la boda de su hija. Aquel día Samantha caminó hasta el altar de la mano de su padre. Llevaba un sencillo vestido azul claro hasta la pantorrilla y una corona de nomeolvides en el pelo, liso y largo. Por el momento, no se le notaba nada el bebé que esperaba.
Los únicos otros invitados por parte de la novia eran dos ancianas tías abuelas y una pareja de mediana edad. La mujer resultó ser la hermana de la señora Whelan.
Fue una ceremonia sencilla, muy bonita, en la que la mayoría de la gente conocía la vida tan poco habitual que había tenido Ben. Ahora iba a tomar esposa y muy pronto tendría su propia familia.
En cuanto terminó, nos empezamos a marchar, y entonces pudimos ver a la señora Whelan al fondo de la iglesia, llorando a moco tendido.
—No podía perderme su boda, Ron -gimoteaba, mientras su marido se acercaba apresuradamente hacia ella.
—Vamos, Beth, cariño.
La rodeó con el brazo y la acompañó afuera. Hasta entonces yo había conseguido no llorar, pero, por alguna razón, aquella escena me conmovió. Cuando salimos, lloraba desconsolada.
No habíamos tenido mucho tiempo para organizar el convite. A pesar del trauma que había supuesto la fiesta de Jake el año anterior, Eve tuvo el valor de ofrecer su jardín para que montaran una carpa, porque, como ella misma dijo:
—Le tengo mucho cariño a Ben y quiero que tenga una boda que pueda recordar toda la vida.
Norah y yo habíamos estado trabajando como esclavas hasta la madrugada para hacer pequeñas pizzas, rollitos de salchicha, vol-au-vents con seis rellenos diferentes, tiras de queso, todo tipo de pastelitos y una tarta de bodas de dos pisos decorada con rosas rosas. El piso de arriba lo guardaríamos para el bautizo del bebé. La comida estaba dispuesta en mesas, al fondo de la carpa, para que los invitados se sirvieran a su antojo. Eve no me dejó poner una caja de donativos para la ONG de Ada con el pretexto de que esa clase de cosas no se hacían en las bodas. La música sonaba suavemente desde un tocadiscos que había en un rincón. Más tarde vendría un grupo de avejentados rockeros a animar un poco la fiesta. Eran amigos de un amigo de Liam, y en su momento habían sido bastante famosos.
Yo estaba en la cocina, preparando otra tetera, cuando vino la señora Whelan a disculparse por haber sido tan melodramática.
—Menudo numerito he montado, ¿verdad? Y tenía usted razón, señora McCarthy, no hay que planear la vida de los hijos. Esa chica alta y rubia, la dueña de la casa... Tengo entendido que es su hija, ¿no es así?
—Sí, se llama Eve. Y yo me llamo Kitty, por cierto.
—Yo soy Beth -dijo, tímida-. Eve es toda una mujer. Debes de estar muy orgullosa de ella.
—Lo estoy, sí -le confirmé-. Lo único que he querido siempre es que fuera feliz, y lo mismo digo de mi pequeño, Jake. Hay gente que piensa que la felicidad no es lo mejor que se puede desear para los hijos, pero a mí no se me ocurre nada más importante en la vida.
—Tienes razón -asintió-. Espero que Samantha sea feliz con Ben.
—Yo también lo espero.
No estaba segura del todo. La actitud de Ben ante la vida era demasiado dura, en mi opinión. Esperaba que en el futuro no hubiera problemas.
—A Ron y a mí nos gustaría pagar esto. -Señaló la carpa-. Después de todo, se supone que la familia de la novia es la que tiene que organizar la boda, y yo, nosotros, no hemos hecho nada. Te enviaré un cheque dentro de unos días.
Fue un alivio escuchar aquello. La comida había costado una fortuna.
—Muchas gracias.
Se marchó y entró Oliver.
—Estaba buscando un abrelatas -dijo-. Hay uno en el cajón de los cubiertos. -Abrió el cajón y lo buscó-. Lo encontré.
—Me alegro. Ha sido muy amable por tu parte poner la carpa en tu jardín, Oliver.
No había tenido la oportunidad de darle las gracias antes.
—Fue idea de Eve, pero a mí me pareció estupendo. Ben es un buen chico y la vida le ha tratado mal. Está yendo muy bien, ¿no te parece? Me refiero al convite.
—Perfectamente.
Nos sonreímos educadamente y él volvió a la carpa. Los siguientes en llegar fueron Norah y Liam, que habían venido juntos.
—Liam tiene algo importante que decirnos -anunció Norah.
—¿Nos hemos quedado sin cerveza? -pregunté en broma.
—No, es algo más serio.
El pelo castaño de Liam, que tenía ya sesenta y tres años, había desaparecido casi por completo y lo que quedaba era gris, pero, aun así, tenía el porte y las hechuras de un hombre mucho más joven y continuaba siendo el alma de las fiestas. Él y Claire seguían tan enamorados como siempre.
—¿Hay algo más serio que quedarse sin cerveza?
—Sí, Kitty, me temo que sí.
Me sorprendió la gravedad de su tono: Liam no solía hablar de forma tan sombría y deseé no haber bromeado.
—Lo siento, Liam. ¿Qué sucede?
—Es Claire -dijo directamente, con cierto temblor en la voz-. Tiene un bulto en el pecho y no quiere ir al médico. He pensado que a lo mejor vosotras podéis convencerla.
Lo miramos las dos, horrorizadas.
—¡Dios santo! -gritó Norah.
—Puede que sea benigno -me apresuré a decir.
Me negaba a creer que a mi hermana pudiera pasarle nada malo.
—Y también puede que no, Kitty, cariño. Tiene que ir al médico para averiguarlo.
—La llevaremos a rastras, ¿a que sí, Norah? -Norah no respondió. Estaba demasiado impresionada como para decir nada-. La llevaremos mañana mismo, aunque haya que darle un golpe y dejarla sin sentido.
—Esperemos que no sea necesario. Intentad convencerla de que yo..., de que todos la necesitamos y la queremos mucho. -Se vino abajo-. No creo que pudiera vivir sin Claire -dijo sollozando.
Me lancé a abrazarlo.
—No te preocupes, Liam. No vivirás sin ella. Nos aseguraremos de que vaya al médico. Ya verás como no habrá nada de lo que preocuparse.
—Sois muy buenas chicas, las dos. Siento haberos aguado la fiesta, pero tenía que hablar con alguien. -Se marchó dando tumbos hacia la puerta como un anciano y murmurando para sí mismo-. Claire no quiere ni hablar del tema. Siempre me dice que no sea idiota y se va de la habitación.
—No deberías haberle dicho eso -señaló Norah cuando nuestro cuñado se fue-. No eres Dios. ¿Cómo puedes saber si todo va a salir bien?
—Porque así va a ser. -Golpeé el suelo con el pie-. Claire no se va a morir. No se lo permitiría.
—No puedes hacer nada, Kit, cariño. Si el Señor decide que a Claire le ha llegado la hora, no podemos hacer nada.
—¿Cómo te atreves a hablar de que no esté... de que muera? -grité-. Puede que el bulto sea benigno, la mayoría lo son. Lo sé, trabajo en la consulta de un cirujano, por si lo habías olvidado.
Norah suspiró profundamente.
—Espero que tengas razón, Kitty.
Capítulo 13
Desde el día de la boda de Samantha y Ben, nuestra familia había pasado de la luz a la oscuridad en un abrir y cerrar de ojos. Ninguno de nosotros había tenido antes una enfermedad grave. Lo peor que yo había tenido había sido la gripe, Norah de vez en cuando desarrollaba una ligera bronquitis, y Danny sufría la maldición de una uña encarnada que le obligaba a cojear hasta el podólogo cada dos por tres. Todos nuestros dientes eran nuestros, aunque a alguno le faltara alguno que otro. Por eso, cuando supimos que el bulto de Claire era maligno, aquello supuso un tremendo shock para todo el mundo.
Yo le había insistido, fastidiado, persuadido y amenazado; le había dicho que no era justo para Liam, para su familia, ni para ella misma. Que era una irresponsable, una boba y una cobarde.
—Si yo estuviera en tu situación y me negase a ir al médico, tú no lo tolerarías -grité.
Ya había pedido cita en el médico tres veces y ella no había ido a ninguna. Al final dio su brazo a torcer y fue a la cuarta.
—Aunque sólo sea para que me dejes en paz.
El médico la mandó hacerse una mamografía en la que aparecía el bulto, y una semana después fue a que le hicieran la biopsia. El día que llegaron los resultados del patólogo, me llamó, a la consulta.
—Tengo cáncer -anunció con voz rasposa. Se me cayó el alma a los pies, como si fuera de plomo-. ¿Estás contenta, Kitty? Si no fuera por ti, no me habría enterado nunca.
—Pero ahora te lo pueden tratar -dije con desesperación.
—No quiero tratarlo. Prefiero que me dejen en paz. ¿Y si me tienen que quitar el pecho? ¿Qué pensaría Liam?
—A Liam le importará un pimiento siempre que sigas viva.
Me hubiera gustado estar físicamente con ella para agarrarla de los hombros y sacudirla hasta que pensara con un poco de sentido común.
—¿Y tú qué sabes?
—Conozco a Liam y sé lo mucho que te quiere.
Se echó a llorar.
—No tengo valor para esto, Kit. A decir verdad, estoy muerta de miedo. Preferiría que los chicos no se enterasen.
—No puedes ocultárselo. Es mejor que se lo digas tú a que se enteren por otra persona. -Había leído muchos panfletos y sabía cuál era la mejor forma de afrontar cualquier situación imaginable-. ¿Se lo has dicho a Liam?
—No. Se lo diré cuando vuelva del trabajo.
—¿Estás sola en casa?
—Por ahora. Dentro de un rato saldré a hacer la compra. Se ha acabado la harina. Luego hablamos, Kitty.
Colgó. Llamé a Norah y le di la noticia.
La postura de Norah respecto a nuestra hermana había sido completamente distinta de la mía. Ella pensaba que Claire debía poder decidir qué clase de tratamiento quería seguir, y que yo no debía interferir.
—Pero Liam nos pidió que interfiriésemos -expliqué-. Nos lo suplicó. No tengo intención de defraudarle.
—Estamos hablando del cuerpo de Claire, no del de Liam -había dicho Norah con terquedad-. La decisión de tratarse es suya y de nadie más.
—¿Qué va a pasar ahora? -preguntó cuando le conté que los resultados habían confirmado que Claire tenía cáncer.
—La mandarán a un especialista y él decidirá lo que hay que hacer. Mira, Norah -dije-, no sé cuándo llegaré a casa. En cuanto salga de trabajar iré a verla. -Para entonces ya habría vuelto de la compra-. Estará en casa, completamente sola. Alguien debería estar con ella.
—¿Y qué te hace pensar que quiere verte a ti? Eres demasiado prepotente. De hecho, eres una abusona. Yo iré a ver a Claire. No le voy a dar ninguna lección moral ni a decirle lo que debe hacer. Nos sentaremos y charlaremos. Estoy segura de que ella lo preferirá.
—Bueno, está bien -contesté reticente.
Lo único que quería era que mi hermana se pusiera bien. No quería que Claire muriera.
No podía pensar en otra cosa. Mi misión de salvar a Claire ocupaba mi mente y no dejaba sitio para nada más. Insistí en acompañarla cuando fuera a ver al especialista. Fui yo quien le cogió de la mano cuando él le informó de que una mastectomía era la única opción.
—El cáncer se ha propagado demasiado como para hacer una tumorectomía, señora Quinn. Me temo que habrá que extirparle el pecho derecho. Y aun así, es posible que no podamos sacar todo el cáncer. Casi con toda seguridad, será necesario un tratamiento adicional.
—¿Qué clase de tratamiento, doctor? -pregunté yo.
—Quimioterapia -fue la respuesta.
Claire lloró de camino a casa.
—Voy a perder el pelo -sollozaba-. Creo que prefiero perder el pecho al pelo.
—Bueno, al menos el pelo te volverá a crecer.
No era el mejor consuelo, pero no se me ocurría nada mejor. La operación tendría lugar al cabo de tres semanas. Aquella noche se lo contó a su familia y, como había imaginado, hicieron una piña. Les aterraba pensar que podían perder a su madre. Sus yernos y nueras mostraron el mismo apoyo. A partir de entonces, la casa estuvo siempre llena de gente que venía a hacer compañía a Claire. Bárbara, la mujer de Jamie, que nunca nos había caído especialmente bien, resultó ser una buena amiga con una gran capacidad para escuchar cuando Claire hablaba de sus miedos. Yo, en cambio, no dejaba de interrumpirla con toda clase de consejos. Liam no fue de mucha ayuda, siempre estaba a punto de echarse a llorar y Claire tenía que tranquilizarlo, en lugar de ser al revés. Norah se mantuvo al margen.
—Lo que Claire necesita es espacio, no una casa llena de gente lamentándose. Me ha dicho que hay quien insiste en seguirla al lavabo como si se fuera a caer por el inodoro o algo así. Y el otro día, Patsy recitó el rosario en voz alta y todo el mundo se unió. Claire se sintió como si ya hubiera muerto. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.
Fueron un par de veces juntas al cine, a ver Annie Hall, con Diane Keaton y Woody Allen, y a Burt Reynolds en Los caraduras.
Hubo una persona que no puso un pie en la casa: Marge. Yo fui hasta Amethyst Street para preguntarle por qué.
—He estado ocupada -dijo poco convincente-. Entra.
Con la cara cubierta de crema blanca, parecía un fantasma. Por algún motivo, llevaba un vestido de baile de colores chillones puesto al revés. Me fijé en que, alrededor de la cintura, tenía pinzas y agujas. Debía estar ajustándoselo.
—¿Ocupada con qué?
—Cosas. -Movió los brazos-. Toda clase de cosas.
—¿Como embadurnarte la cara de plasta y modificar un vestido?
Volvió la cabeza.
—Esta noche hay una competición de cha-cha-chá. Danny y yo nos hemos apuntado y quiero tener buen aspecto.
—Estoy segura de que eso es muy importante.
No había venido con la intención de enfadarme: simplemente me salió. Quizá fuera al ver aquel vestido de colores chillones. ¿Sentía envidia porque, en el fondo, quería apuntarme a un club de baile?
—Te interesará saber que Claire se ha dado cuenta de que no has ido a verla y está muy disgustada. -Eso era una mentira tremenda. Claire no se había dado cuenta y, de haberlo hecho, no le habría molestado en absoluto. Era yo quien estaba disgustada-. El próximo lunes le van a hacer la mastectomía.
—En ese caso, iré a verla después del té. -Marge sacó una aguja y un hilo que colgaban de una de las pinzas-. Sí que tengo una razón -dijo con tranquilidad-, una de verdad, pero es algo que nunca entenderías. Eres demasiado dura, demasiado fuerte. No tienes tiempo para la gente como yo.
—¿A qué te refieres con gente como tú?
—Gente débil. Soy débil, Kitty Tú eres todo lo contrario. Si no he visitado a Claire es porque tengo miedo. Me hace pensar en mi propia... No me sale la palabra.
—¿Mortalidad?
Asintió.
—Eso es, mortalidad. No quiero tener nada que ver con el cáncer. Oh, ya sé que no es contagioso, pero no quiero besar a nadie con cáncer. No quiero tocarlos. He llorado por Claire, he llorado mucho, y también he rezado. He puesto una vela en St. James casi todos los días. Pero esta noche iré a verla. Me siento fatal causándole disgustos cuando está tan enferma.
Me dejé caer en uno de los sillones.
—Lo siento -murmuré.
Marge me miró sorprendida.
—Cielo santo, Kitty, ¿qué te pasa? Primero me culpas por no ir a ver a Claire y luego dices que lo sientes. ¿Qué es lo que sientes?
—Todo. -De repente, estaba completamente agotada-. No sé ni en qué día estoy, Marge. No puedo pensar en otra cosa que no sea Claire. Ah, y ella no está disgustada, era yo.
—Te lo tomas demasiado a pecho, querida. Te estás quedando sin fuerzas. Como sigas así, te vas a poner enferma.
No entendía por qué se mostraba tan comprensiva cuando yo había sido tan dura con ella. Y no me sentía fuerte, de ninguna manera. A decir verdad, me sentía más débil que un gatito.
—De hecho -dije-, no me preocupo sólo por Claire. Si tienes una hermana con cáncer de mama, las probabilidades de tenerlo tú también se doblan. Aún peor, Eve también corre el riesgo. Oh, Marge -me lamenté-, a veces me gustaría no trabajar para un cirujano. Se entera una de toda clase de cosas que es mejor no saber.
Faith Knowles me llamó el sábado por la mañana para invitarme a cenar esa noche.
—Ya sé que te aviso con poca antelación, pero tengo una sorpresa para ti y había pensado que te vendría bien desconectar, durante algunas horas.
—Es muy amable por tu parte, Faith, aunque creo que ahora mismo no soy la mejor compañía.
—Lo único que tienes que hacer es sentarte y escuchar lo que te decimos.
—Bueno, está bien.
Faith tenía razón. Necesitaba urgentemente un descanso.
—Podemos quedar entre las siete y las siete y media. Y ven en taxi, Kitty, o no podrás beber nada.
Allí estaba, dándome un baño caliente y con sales, haciendo todo lo posible para relajarme. Notaba como la tensión abandonaba mi cuerpo, como respiraba más lentamente y tenía los hombros cada vez menos rígidos. De vez en cuando abría el grifo del agua caliente para no tener frío. Una hora después salí sintiéndome como nueva (o casi), me lavé el pelo y me puse unos rulos. No me había olvidado de todas mis preocupaciones, sólo las había apartado en un rincón temporalmente. Marge tenía razón: si seguía así, acabaría por sufrir un ataque de nervios.
Preparé la tabla de planchar para el vestido azul que me compré para la boda de Eve.
—¿Eso es lo que vas a llevar? -preguntó Norah-. Te queda de maravilla.
—Tiene varios años ya, pero no me lo he puesto casi nunca. Siempre me hace sentir de lo más glamurosa.
La plancha se deslizaba con facilidad por el suave tejido. La casa estaba excepcionalmente tranquila. Jake permanecía tirado en el suelo frente a la televisión viendo un campeonato de billar. La voz del comentarista, que hablaba muy bajo, unida al choque de las bolas, resultaban casi hipnóticos.
—Me pregunto qué sorpresa sería esa de la que hablaba Faith -murmuró Norah.
—No tengo ni idea. Hablaba de «nosotros», así que habrá al menos otro invitado.
—A lo mejor te ha comprado un regalo, mamá.
—No creo que me invite a cenar sólo para darme un regalo, Jake.
En cuanto se me secó el pelo, lo peiné con fuerza para que pareciera más voluminoso y me maquillé con sumo cuidado. Me lo pensé muy bien antes de llamar a un taxi. Era caro, pero estaría bien poder tomar un trago por una vez, y si iba en tren, la casa de Faith quedaba a un buen paseo de Southport Station. Al final, Norah me convenció y el taxi llegó puntualmente a las seis y media.
Desde la boda, había estado demasiado preocupada como para fijarme en lo que pasaba en el resto del mundo. Mientras el taxi me llevaba a Southport, me sorprendí al ver que las hojas de los árboles comenzaban a volverse de un tono dorado y me di cuenta de que estábamos en septiembre. El conductor me preguntó si me importaba que abriera la ventana.
—Hay un poco de humo. El último cliente al que he llevado fumaba.
Le dije que no me importaba lo más mínimo. Me acomodé en el asiento y escuché como los pájaros se contaban los últimos cotilleos del día. Aspiré los aromas del atardecer: el perfume de las flores, una fogata lejana, el gusto salado del río en la distancia.
—Ya hemos llegado.
Abrí los ojos. El taxi estaba parado frente a la casa de Faith, y el conductor me sonreía desde su asiento. ¡Me había quedado dormida!
—Que pase una buena noche -dijo cuando le pagué.
Le deseé lo mismo y abrí la verja. El jardín de Faith tenía césped a ambos lados del camino de cemento por el que se llegaba a la puerta principal. Cada parcela de césped estaba rodeada por un estrecho borde de flores que, a primera vista, parecían bonitas, pero que de cerca resultaban estar un poco mustias. Se morían poco a poco como todos nosotros, pensé, triste. Un sentimiento de depresión se apoderó de mí con tal fuerza que apenas podía respirar y lo veía todo a través de una neblina gris que no lograba despejar por mucho que parpadeara. No podía oír nada, ningún sonido, ni siquiera el de los pájaros. Por un momento, tuve miedo de ser la única persona sobre la faz de la tierra. No deseaba pasar la velada con Faith. Prefería estar en casa con Jake. En aquel momento, mi hijo era la única persona con la que quería estar. Necesitaba tocarlo para permanecer en contacto con la realidad, porque ya no podía contar con mis hermanas. Jake me mantenía viva. Volví a la carretera con la esperanza de que el taxi siguiera allí, pero no lo vi por ninguna parte.
—¡Kitty! -Faith abrió la puerta vestida con algo de color gris y vaporoso-. Me había parecido oír un coche.
Me obligué a sonreír e intenté pensar en algo que decir.
—Qué noche más buena hace.
Mi voz sonaba como si fuera la de otra persona.
—Preciosa. Pronto llegará el otoño, mi estación favorita.
—La mía es la primavera.
Necesitaba desesperadamente que llegara la primavera. Si estuviéramos en primavera, lo vería todo de otra forma bien distinta.
—Entra, querida. Parece que tienes frío, pero no has traído rebeca. Te dejaré una mía.
—Gracias.
Temblaba. Entré en el comedor, donde habían abierto los ventanales y la mesa estaba puesta para tres personas. ¿Sería el tercer invitado la sorpresa? Y en tal caso, ¿de quién se trataría? Recé para que no fuera Hope.
Tenía los sentidos muy despiertos y noté que del jardín emanaba un olor horrible: el aroma enfermizo de las flores moribundas. Salí afuera, todavía con la vista nublada, y examiné un rosal de rosas de color rosa lleno de flores marchitas. Aquello me hizo sentir ganas de llorar y me imaginé que el pecho de Claire era como aquellos bonitos pétalos, ahora podridos.
—Tienes cáncer -dije en voz alta, y enterré la cara entre las flores.
—¿Cómo dices? -preguntó una voz.
—La flor tiene cáncer.
Un hombre había salido al jardín y estaba detrás de mí. Sólo podía verlo a través de la neblina: un tipo alto, rubio y desgarbado de unos cincuenta años, con una nariz demasiado grande para su cara. En mi estado actual no me pareció extraño que me resultase familiar y, sin embargo, estaba segura de que no nos habíamos visto antes.
—Qué flor es la que tiene cáncer? -inquirió.
—Esta. Y esa de allí. -Señalé otra rosa marchita-. Todas lo tienen.
—Nunca lo había visto así. -Se metió las manos en los bolsillos y examinó las flores con interés-. Nunca había pensado que las flores enfermasen antes de morir.
—Todos enfermamos antes de morir. Algunas flores son arrancadas y mueren antes que las demás, como las personas. Como mis hermanos, Will y Jeff.
Parecía bastante impresionado. Yo misma lo estaba.
—¿Siempre has visto la naturaleza de esa forma?
—Normalmente no suelo ver la naturaleza de ninguna forma. No sé nada sobre ella. Es que mi hermana se enteró hace poco de que tiene cáncer y yo me he vuelto bastante morbosa, sobre todo esta noche.
Me puso la mano en el antebrazo y me llevó de vuelta a la casa. Su mano era muy grande y cálida. Me dio pena que la retirara cuando fue a cerrar las ventanas.
—Supongo que eres Kitty McCarthy, ¿no es así?
—Exacto.
Examiné su rostro: nariz ligeramente torcida y labios finos. Tenía los ojos grises con pequeñas vetas plateadas. Era una cara agradable, amable. Me gustó al instante. Vestía de forma bastante convencional, con unos pantalones de tela beis y una camisa color crema, sin corbata.
—No adivino quién eres tú, pero el caso es que me suenas de algo.
—Soy Charlie Collier.
—¡Charlie! Claro, eres el hijo que Faith tuvo con su primer marido. -Había vivido casi toda su vida adulta en Hong Kong-. He visto la fotografía de tu padre mil veces. Te pareces mucho a él.
—Eso dice la gente que conoció a mi padre.
Sus ojos buscaron la foto por la habitación.
—Está en la repisa de la chimenea, en el salón -le hice saber-. También hay una tuya, pero no debías de tener más de catorce años.
Entró Faith, con una estola azul de seda.
—Estaba buscando algo que pegara con tu bonito vestido. Esto te quedará perfecto. -Sonrió cariñosamente mientras me la echaba por encima de los hombros-. Veo que ya os habéis presentado. Kitty, hace treinta años que nos conocemos, pero, hasta ahora, Charlie y tú no os habíais visto. Se ha cogido unas vacaciones largas en el banco, así que se va a quedar un buen tiempo, ¿no es verdad, cariño?
—Sí, mamá: seis meses.
Se balanceó sobre los talones mientras sonreía cariñosamente a su madre.
—Dentro de no mucho tiempo, Hong Kong será devuelto a China y él quiere marcharse antes de que eso suceda, así que está buscando una casa por aquí cerca, para cuando se retire.
Charlie negó con la cabeza.
—Eso sólo es cierto en parte, mamá. Tienes razón en cuanto a Hong Kong, pero yo habré dejado el trabajo mucho antes de que sea devuelto a China. Al cumplir los sesenta nos echan del banco -explicó-, así que me quedan otros ocho años. Tengo pensado comprar una casa por aquí cuando eso suceda, pero no voy a retirarme.
—¿Qué piensas hacer? -pregunté.
—Construir la maqueta de un tren -dijo al instante-. Me buscaré una casa con ático y me pasaré allí todo el día. No apareceré más que de vez en cuando, como un fantasma.
—Ya eres un poco como un fantasma, cariño. -Faith le dio unos golpecitos reprobatorios en el hombro-. Se diría que no has comido nada en meses. Me he fijado en que te abrochas el cinturón dos agujeros más que antes. Espero que no hayas estado jugando demasiado al rugby.
—Estoy un poco mayor para jugar, mamá. Hace años que lo dejé.
Tenía el tipo de un jugador de rugby, pero no parecía ni de lejos lo suficientemente bruto como para lanzarse a una melé.
—Pues entonces seguro que has estado trabajando demasiado. -Faith me miró-. Es la primera vez que tiene tiempo de venir a casa desde Dios sabe cuándo.
Charlie miró hacia arriba y suspiró:
—¡Madres!
Faith se puso a dar vueltas, ajetreada, preguntando qué queríamos beber, diciéndonos que nos sentáramos, preguntando si la estola me daba suficiente calor.
—Charlie, ve a por las bebidas, eso es. El entrante no tardará.
Me ofrecí a echar una mano, pero ella no lo consintió y se fue a la cocina. Me senté mientras Charlie preparaba las copas. Me preguntó si quería una guinda en el Martini y yo respondí que sí.
—Antes -dijo al darme la bebida-, has dicho que últimamente estabas muy morbosa, sobre todo esta noche. ¿Te encuentras mejor ahora?
—La sensación ha desaparecido. -Me llevé los dedos a la frente, como si esa sensación fuera algo palpable-. Se ha ido sin darme cuenta.
Ahora veía perfectamente.
—Me alegro.
Me sonrió con cariño, aunque quizá fuera más bien compasión. Seguramente pensaba que yo era un poco rara, después de haberme visto mantener una conversación con una rosa en el jardín.
—Charlie, cariño, ¿puedes encender las velas de la mesa, por favor? -preguntó Faith-. Hay un mechero en el aparador.
Había tres velas rojas en un candelabro de plata.
—Ya te imaginas lo que se trae entre manos, ¿verdad? -dijo Charlie con una mirada cómplice mientras encendía la primera vela.
—¿Traer la cena?
—No. Está haciendo de celestina. Cree que tú serías una esposa ideal para mí, que me cuidarías cuando fuera mayor tan bien como cuidaste de Oliver y Robin. Nunca he estado casado y ella se preocupa por mí.
Se sorbió la nariz de forma algo triste, pero después soltó una risilla. Me revolví, incómoda.
—Ojalá no me lo hubieras dicho. Ahora me siento avergonzada.
—Pensé que era mejor avisarte. -Tuvo que concentrarse en la última vela, que se negaba a ser encendida-. Seguramente te proponga que me ayudes a buscar casa y no quiero que digas que no por miedo a que yo vaya tras de ti. La veo venir desde lejos. Piensa que es una buena forma de que acabemos juntos.
La vela se encendió.
—¡Por fin! -murmuró-. El caso, Kitty, es que me vendría muy bien que me ayudaras a buscar una casa, si así conseguimos que mamá me deje en paz. Seguramente intentará convencerme para que compre algo que no me gusta: cree que todos los hombres quieren vivir cerca de un campo de golf, en una casa muy sencilla, funcional y fácil de limpiar.
—¿Y tú quieres otro tipo de casa?
—En Hong Kong he vivido durante años en un piso sencillo, funcional y fácil de limpiar. Me gustaría encontrar un sitio un poco excéntrico, para variar. No es que busque una ermita o un iglú, sólo algo ligeramente fuera de lo común.
Dije que me encantaría ayudarle a buscar y prometí que mantendría el gesto serio cuando Faith me lo propusiera.
La mastectomía de Claire salió perfectamente. Cuando dejó el hospital, tres días más tarde, se encontró la casa llena de crisantemos y de toda la gente que había venido a recibirla. Liam la recogió en taxi. Durante su ausencia, como sorpresa, había pintado el salón de un bonito amarillo cálido.
—Cree que estoy curada -me susurró ella-. Todos lo creen.
—¿Y no lo estás?
Había rezado tanto para que la operación fuera lo último que tuviera que aguantar, que ya estaba convencida de que se habría librado del cáncer.
—Depende del informe sobre el tejido de mi pecho. No recuerdo cómo se llamaba... Empieza por pe.
—El informe del patólogo.
—Llegará dentro de unos días. ¿Recuerdas lo que nos explicó el especialista, Kitty? ¿Que quizá necesitara más tratamiento si no se habían eliminado todas las células negativas?
—Quieres decir las células positivas.
—¿Tú crees? -Estaba muy débil y pálida, pero también parecía muy valiente. Me sentía fatal por haberla llamado cobarde y tenía ganas de darle un abrazo. Pero los abrazos estaban prohibidos por el momento, le resultaban demasiado dolorosos-. ¿Sabes? -dijo algo cansada-. En el hospital me han dado unos somníferos y el caso es que me encantaría irme a dormir, pero no quiero decepcionar a todo el mundo.
—Al diablo todo el mundo, Claire. Lo único que importa ahora es cómo te encuentras tú.
Fui a buscar a Liam. Estaba en la cocina, sacando latas de cerveza de la nevera, dispuesto a celebrar una fiesta. Le conté que Claire quería echarse un rato. Volvió a meter las latas, echó educadamente a todo el mundo de la casa y prácticamente llevó en brazos a su querida esposa hasta el piso de arriba.
—¿Cómo se encuentra? -preguntó Norah cuando volví a Maghull.
No había participado en el comité de bienvenida, pues estaba segura de que, si Claire la necesitaba, la llamaría.
—Bueno, acaba de pasar por una operación muy importante, es normal que esté cansada. Se ha echado un rato. Liam es el único que se ha quedado con ella.
—Faith llamó antes. Dijo que ese tal Charlie va a llevar a cenar a todos a Southport, incluidos Oliver y Eve, y también a Robin y a su mujer. Ha dicho que les avises cuanto antes de si vas a ir para que puedan reservar para uno más.
—No creo que vaya esta noche.
No podía dejar de pensar en mi hermana, tumbada en la habitación de aquella casa tan silenciosa que antaño había sido la más ruidosa de toda la calle. Me preguntaba si Liam estaría en la habitación con ella, tumbado a su lado, cogiéndole la mano y mirando cómo dormía.
Unos días más tarde, Charlie Collier me recogió frente a la consulta. Esta vez iba vestido con vaqueros y una sudadera azul. Tenía un aspecto limpio y saludable, casi apuesto, con un estilo duro y tosco. Como había sugerido Faith, íbamos a buscarle una casa.
—¿Cómo está tu hermana? -preguntó cuando me subí al coche alquilado, un Ford Sierra de color granate.
—Muy debilitada, pero intenta por todos los medios que no se le note. -Parpadeé con fuerza antes de que las lágrimas tuvieran oportunidad de brotar-. Se está recuperando bien de la operación, pero ayer llegó el informe del patólogo. Para ser concisa: tiene que pasar un tratamiento de quimioterapia.
Él revolucionó el motor y se metió entre el tráfico.
—Yo conocía a alguien que tuvo que pasar por la quimioterapia. Lo deja a uno bastante hecho polvo. Es uno de esos casos en los que el remedio es peor que la enfermedad.
—¿El tratamiento tuvo éxito?
—No -dijo con voz ahogada.
—Lo siento. ¿Era algún amigo o amiga?
—Era más que eso.
Hubo algo en su tono de voz me hizo sospechar que no tenía muchas ganas de seguir respondiendo preguntas, así que no insistí, aunque me picaba la curiosidad. Nunca se había casado, pero eso no significaba que no hubiera tenido una vida amorosa. Yo tampoco me había casado nunca, y aunque mi vida amorosa había sido limitada, lo que importaba era la calidad, no la cantidad, y el resultado habían sido dos hijos maravillosos.
—¿Dónde está la casa? -pregunté.
—En Birkdale, junto al campo de golf. -Hizo una mueca-. Pero, a pesar de eso, tiene buena pinta, así que pensé que podía echarle un vistazo. Mi madre me ha dicho que eres una experta en casas y que debías venir conmigo.
—No sé nada sobre casas -dije-, aparte de vivir en ellas. Nunca he comprado una casa, así que no sé qué es lo que hay que buscar. Tu madre te la ha jugado.
—Bueno, como ya sabes, mi madre tiene otros planes para nosotros. Al parecer, según ella, eres una experta en toda clase de cosas, no sólo en casas.
Nos reímos y pensé que no estaba mal tener a Charlie Collier como amigo. Los dos sabíamos lo que pensaba el otro, así que no había tensión. No me preocupaba que me tirara los tejos, ni deseaba que lo hiciera. Además, según Norah, que se había apuntado a un club de solteros, los hombres de cincuenta sólo estaban interesados en mujeres mucho más jóvenes que ellos.
—Van detrás de las de veinte y treinta -me contó indignada-. Yo sólo gusto a los pensionistas viejos. Pero viejos de verdad.
Estaba pensándose seriamente en dejar de buscar un acompañante ocasional y centrarse en la cocina.
Le pregunté a Charlie si se lo había pasado bien en la cena de Southport. Dijo que había estado bien ver de nuevo a sus hermanos.
—Son mucho más jóvenes que yo y, cuando eran pequeños, no los veía demasiado. Me siento más como su tío que como su hermano. Me las arreglé para estar aquí en la boda de Robin y Alice, pero a Eve no la había conocido. Es una jovencita encantadora y las niñas son maravillosas. Ella y Oliver parecen muy felices juntos.
—Lo son.
Bueno, Eve al menos. Permanecimos en silencio un rato y no resultó nada violento. Casi habíamos llegado a Birkdale cuando comentó:
—Tengo entendido que conoces a Eric Knowles.
—Sólo un poco. La verdad es que no me caía demasiado bien.
—A mí tampoco -dijo con tono sombrío-. Yo me marché al extranjero por aquel entonces, después de la guerra, cuando mamá se casó con él. No tenía más que dieciséis años. Primero me fui a Australia, un sitio interesante por aquella época, y estuve dando tumbos, recolectando fruta durante algunos años. Era una vida maravillosa, pero yo tenía ganas de conocer otros lugares y me fui al Tíbet.
—¡El Tíbet! Nunca habla conocido a nadie que hubiera estado en el Tíbet.
—Pues ya lo conoces. Me hice budista, y me habría quedado si los chinos no lo hubieran invadido. Era ya 1950, yo tenía veintidós años y pensé que había llegado la hora de cambiar. Acabé en Hong Kong y conseguí un trabajo en un banco.
Yo me reí.
—De budista a banquero. Menudo cambio.
—En cierto sentido, hubiera deseado que fuera al revés. Era mejor persona como budista que como banquero.
—Ahora pareces bastante buena persona -le garanticé.
—Tengo que decirle a mi madre que has dicho eso. Creerá que estamos progresando. -Frenó-. Creo que es aquí. Se llama Miranda Lodge.
Se había detenido frente a un chalet cuadrado de ladrillos amarillos que se encontraba en una parcela bastante grande. Los hierbajos de la altura de un hombre se mezclaban con árboles de bastante edad. En un tablón que había sobre la puerta estaba escrito «Miranda Lodge».
—Al jardín no le vendría mal un repaso -comenté-, pero la casa no está nada mal. Da la impresión de que hubiera crecido aquí, como los árboles.
—Según el agente inmobiliario, tiene unos ciento cincuenta años y lleva vacía desde la muerte del dueño, algún tiempo atrás. -Salimos del coche y caminamos por el crujiente camino de piedrecillas que llevaba a la puerta principal-. Su mujer murió antes que él, no tenían hijos y había un problema con el testamento. Han tardado un tiempo en arreglarlo, así que acaba de salir al mercado. El agente me ha asegurado que hay docenas de compradores desesperados que se mueren por hacerse con ella y que tengo mucha suerte por tener esta oportunidad.
—Qué suerte tienes -dije con cinismo.
—Está claro que no te caen demasiado bien los agentes inmobiliarios.
Arqueé las cejas.
—¿Es que le gustan a alguien?
Él arqueó las suyas.
—¿Has conocido a muchos?
—A ninguno, pero en el periódico hicieron una encuesta de popularidad. No recuerdo si los últimos eran ellos o los políticos. ¿Tienes la llave?
—Claro que tengo la llave, señorita McCarthy. No iba a echar la puerta abajo.
La puerta se abrió descubriendo un estrecho y polvoriento pasillo. No tenía moqueta. Me fijé en que los tablones del suelo se conservaban en buen estado. Los pisé con fuerza y sentí alivio al ver que no se movían.
—No parece que haya podredumbre. -Entré en la habitación que tenía a la derecha-. Es bonita y espaciosa. -Medía unos cuatro metros y medio por cuatro y medio, y tenía ventanas que dominaban la parte delantera y la lateral de la casa, además de una preciosa chimenea victoriana. Señalé una mancha de humedad que había en uno de los rincones-. Tendrás que encargarte de esto.
—¿Crees que habrá que hacer una gran obra?
No parecía importarle demasiado.
—Depende de cuál sea la causa. A lo mejor sólo hay que repasar los ladrillos del exterior.
—Creía que no eras una experta en casas.
—No lo soy, es simple sentido común.
Eve tuvo el mismo problema en su casa.
—Está bien -dijo satisfecho-. Voy a ver cómo está el ático. Según el agente, es muy grande, y creo que es exactamente lo que estoy buscando para la maqueta del tren. Te dejo que vayas mirando el resto de la casa. Ya me dirás qué te parece.
Subió las escaleras de dos en dos. Yo proseguí con la inspección. Había cuatro habitaciones en cada piso, todas del mismo tamaño y todas con ventanas en dos paredes. La cocina, antigua, estaba empotrada en lo que parecía ser un cobertizo construido al fondo. El baño había sido evidentemente un dormitorio y en él se encontraban una bañera llena de óxido, un lavabo y un inodoro que habían sido añadidos con el tiempo. Pude oír como Charlie se movía por el ático.
—¿Cómo está la cosa por ahí arriba? -grité.
—Es grande, como dijo el agente -contestó su voz en la distancia-. Seguramente podría poner kilómetros de vías. Ven a verlo tú misma.
—¿Qué? ¿Y subir por ahí? -De la trampilla abierta colgaba una raída escalera de cuerda-. No aguantaría mi peso.
Sacó la cabeza por la abertura.
—Ha podido conmigo.
Tenía una expresión juvenil, aniñada, como si estuviera disfrutando al pensar en sus trenes.
—No me voy a arriesgar -aseguré con firmeza-. Además, estás cubierto de telarañas y a mí me dan pánico las arañas. Voy a echar un vistazo al jardín. Prefiero no estar aquí cuando bajes por esa escalera, pero grita si se rompe y necesitas una ambulancia.
Volvimos al coche con hambre, sed y mucho calor.
—¿Te apetece comer algo? -preguntó-. A mí no me vendría mal limpiarme en el baño de caballeros.
El agua de la casa estaba cortada.
—No me importaría comerme un bocata y beber algo grande y frío.
—¿Qué es un bocata?
—Un bocadillo. Quiero volver a casa a las tres y media, cuando Jake regrese de la escuela.
—Si nos comemos los bocatas rápido, nos dará tiempo.
Echó un último vistazo a la casa antes de marcharnos de allí.
—Bueno, experta -dijo-, ¿qué te ha parecido Miranda Lodge?
Carraspeé con aire profundo y procedí a relatar mi informe:
—Me ha gustado mucho. Sobre todo lo grandes que son las habitaciones, pero habrá que invertir dinero. La cocina no se puede usar, hay que tirarla y construir una nueva en una de las habitaciones del fondo. Oliver podría ayudarte: le encanta destrozar cocinas. Ya te lo explicaré algún día -comenté cuando se mostró confundido-. También hará falta un nuevo baño, una decoración general e instalar calefacción central. Yo dejaría esas chimeneas tan bonitas en los dormitorios, aunque no vayan a hacer falta.
—¡Mmm! -dijo pensativo-. ¿Y qué pasa con el jardín?
—Debía de ser muy bonito. Sólo que hace mucho tiempo que no se poda, eso es todo. Hay muchos árboles preciosos, rododendros y otras plantas cuyos nombres desconozco. La jardinería se me da fatal. Tardo una eternidad en cortar el césped; tengo que hacerlo ya -añadí con un suspiro-. Seguramente sea demasiado grande como para que lo cuides tú mismo, y estarás muy ocupado con tus trenes. En cuanto se arregle, necesitarás contratar un jardinero al menos una vez por semana.
Me hubiera gustado poder hacer lo mismo.
—¡Mmm! -repitió-. Hay una taberna más adelante. Podemos parar allí una hora.
—Debería comprarla? La casa, me refiero -preguntó cuando nos sentamos en un rincón de la taberna a comer nuestros bocadillos.
Estaba casi vacía. Yo había pedido una limonada y Charlie una cerveza.
—¡No me lo preguntes a mí! -exclamé, horrorizada-. Ni siquiera la has mirado bien. Deberías encargar una inspección para ver si tiene problemas serios.
—¿Como por ejemplo?
Me encogí de hombros.
—No sé. Podría correr peligro de derrumbarse o tener carcoma, o podría haber algún problema con las cañerías. Además, nadie compra la primera casa que ve. Lo normal es ver muchas antes de decidirse.
Arqueó las cejas con gesto interrogante.
—¿Ni siquiera aunque la primera casa que vean sea exactamente lo que están buscando?
—Es una casa bastante grande para una sola persona -dije.
—Quizá quisieran casarse y tener una gran familia.
—En tal caso, sería perfecta.
Debería explicarle eso a su madre, la celestina, para que pudiera buscarle una mujer bastante más joven que yo. Tenía ya casi cincuenta años, edad a la que difícilmente podía proporcionarle una familia, grande o pequeña.
Me dejó frente a la escuela y rechazó una invitación de volver a tomar algo, pues quería enseñarle la casa a Faith mientras tuviera la llave.
—No le gustaría nada que hiciera una oferta sin haberla visto ella.
Por absurdo que fuera, me molestó no poder ver más casas, pues me había divertido bastante. Además, me llevé una agradable sorpresa cuando Charlie se presentó al día siguiente y se ofreció a cortar el césped.
—Me pareció que tú no tenías muchas ganas de hacerlo y pensé que así podría practicar para cuando tenga mi propia casa. -Había hecho una oferta por ella, la habían aceptado y, dentro de poco, Miranda Lodge sería suya-. Pero sólo si pasa la inspección -añadió al ver mi expresión preocupada.
Cuando Jake llegó a casa, el césped estaba cortado y Charlie estaba sentado en el cenador con un vaso de limonada casera de Norah. Yo dejé de admirar la hierba recién segada y los presenté.
—Charlie, éste es mi hijo, Jake. Jake, éste es el señor Collier, el hermano mayor de Oliver. Vive en Hong Kong.
—Hola Jake. Puedes llamarme Charlie.
Charlie sonrió cuando se dieron la mano.
—¿Hace mucho calor en Hong Kong? -preguntó Jake.
—Muchísimo. A veces, demasiado.
—No sé exactamente dónde está Hong Kong -dijo mi hijo, avergonzado.
—¿Tienes un atlas?
—En la casa.
—Iré contigo a verlo y te enseñaré dónde está Hong Kong. Necesito cuanto antes un poco más de la deliciosa limonada de tu tía Norah.
—¿Se va a quedar a cenar? -siseó Norah cuando entré en la cocina.
—No lo sé, no se lo he preguntado.
—Pues pregúntaselo ya y me pondré a cocinar algo bueno.
—Todo lo que haces está bueno, Norah.
—Pues entonces algo muy bueno. -Bajó la voz-. ¿Crees que la cosa puede ir en serio entre tú y él? Si no lo quieres, no me importaría quedármelo.
—Charlie y yo sólo somos buenos amigos -le aclaré-. Puedes quedártelo si quieres, pero tendrás que estar dispuesta a darle muchos bebés.
A Norah le cambió la cara.
—Bueno, sólo era una idea.
A Claire se le cayó el pelo después de la segunda sesión de quimioterapia.
—Si sirve para que me ponga mejor, no me importa -dijo, valiente, uno de sus días buenos.
Nadie podía verlo, sólo Liam. Llevaba un pañuelo en la cabeza, dentro y fuera de casa. El tratamiento le provocaba náuseas, tenía llagas en la boca y había perdido el apetito por completo.
Yo iba a verla todos los días al salir de la consulta y me la encontraba acurrucada en un sillón, diminuta y muy enferma. Tosía sin cesar. A menudo pensaba en la vieja Claire. Había un incidente que me venía a la mente con regularidad. Fue el año antes de que empezara la guerra. Yo estaba jugando en Amethyst Street con una comba cuando Claire vino hacia mí del brazo de un joven al que no había visto antes. Era alto y musculoso, muy apuesto, y vestía el que sin duda era su mejor traje: azul oscuro con rayas grises. Claire llevaba un vestido rosa de manga corta, falda acampanada y un cinturón bien apretado alrededor de su delgada cintura. Sólo tenía diecinueve años. Llevaba un sombrerito blanco ladeado, posado como un pajarillo sobre el pelo oscuro, que por aquel entonces llevaba largo. Tenía las mejillas sonrosadas y me preguntaba por qué le brillaban tanto los ojos. Aquel día me sentí orgullosa de mi hermana. Cuando me vio, se detuvo y, muy exultante, dijo:
—Hola, Kitty. Este es Liam Quinn. Nos conocimos el otro día en el ferry de New Brighton. Liam, ésta es mi hermana, Kitty.
—¿Cómo estás, Kitty?
Liam se quitó el sombrero. Yo respondí, muy adulta:
—Bien, gracias. ¿Cómo estás tú?
Ahora, más de cuarenta años después, uno de los días malos, Claire se lamentaba:
—No quiero morir, Kitty. No puedo soportar la idea de no volver a ver nunca a Liam y a mis hijos.
—No permitiré que eso suceda -susurré.
Era una afirmación un poco inocente, pero no se me ocurrió nada más.
—No es justo -le dije a Charlie una noche. Seguíamos viéndonos con regularidad. Faith estaba convencida de que nuestro «cortejo» progresaba satisfactoriamente-. Claire jamás le ha hecho daño a nadie. Es una de las personas más buenas que hay sobre la faz de la tierra. ¿Por qué tiene que tener ella cáncer y no yo? Soy una mala persona. Siempre estoy haciendo daño a los demás.
—La vida es injusta -respondió Charlie apenado-. La buena suerte está mal repartida. A algunos les toca demasiada y a otros muy poca.
—Yo creo que he tenido de más. He sido muy feliz durante casi toda mi vida.
—Por cierto, el otro día conocí al padre de Eve, Connor Daley. Va a instalar una cocina y un baño nuevos en Miranda Lodge. Eve insistió en que lo contratase.
—Espero que no quieras saber por qué no me casé con él -me apresuré a decir-, porque ni yo misma estoy segura. Cada vez que alguien me lo pregunta, doy una respuesta diferente.
—Ni se me ocurriría preguntártelo. Además, yo no creo que seas una mala persona, y a mí no me has hecho ningún daño. Al menos, por ahora -añadió con una sonrisa.
Yo era como un péndulo que oscilaba entre Claire en un extremo y Charlie en el otro.
—Me alegro de que volvieras a casa en aquel momento -le dije en otra ocasión.
Habíamos cenado en un hotel de Southport, que se había convertido en nuestro favorito, y estábamos tomando ya el café.
—¿Y eso por qué? -preguntó tranquilamente mientras le hacía un gesto autoritario al camarero para que no le echara nata en el café.
Yo deseé tener la misma fuerza de voluntad.
—Bueno, me ayudas a desconectar. En la consulta siempre estamos demasiado ocupados como para ponernos a charlar y, aparte de Faith, eres prácticamente la única persona que conozco que no forma parte de la familia. Con ellos no hay otro tema de conversación que Claire. Y no es que me importe -me apresuré a añadir-. No me importa en absoluto. Me alegro de que todo el mundo se preocupe por ella, pero tú haces que sea más fácil de llevar.
—Me alegro. Es curioso, pero para mí tú desempeñas un papel parecido. Me ayudas a sobrellevar algo. -Se quedó mirando el café. Me di cuenta de que pensaba en otra cosa-. Por eso volví, porque no podía soportar ni un minuto más en Hong Kong. Sólo tenía planeado quedarme en casa de mi madre hasta encontrar una propia, y después pensaba viajar a Estados Unidos o a Sudamérica, recorrer el mundo un poco. Pero en cuanto te conocí, decidí quedarme aquí los seis meses. Me sientas bien, Kitty.
—Nos sentamos bien el uno al otro -coincidí yo.
Aquél fue uno de los diciembres más fríos que podía recordar. La Navidad llegó cargada de nieve, pero este año nadie ponía en duda que los McCarthy la pasaríamos juntos. Éramos conscientes de que podrían ser las últimas Navidades de Claire en este mundo. El día de Navidad, Norah y yo fuimos temprano a la casa de Opal Street para preparar la cena, después de dejar a Jake en casa de Eve y Oliver, donde se lo pasaría bastante mejor con las niñas.
Claire, la gran detective, sabía perfectamente lo que nos traíamos entre manos. Cuando estábamos terminando de preparar la comida, perdió los estribos.
—Estoy harta de que la gente me mire como si fuera a ser la última vez -gritó-. Estoy mejorando, lo noto. Las próximas Navidades seguiré aquí, ya lo veréis. Para entonces tendré todo mi pelo y estaré bailando por las calles.
—Pero apenas has tocado la comida, cariño -se quejó Liam.
—Últimamente sólo como fruta. Imaginaba que ya os habríais dado cuenta, sobre todo tú, Liam Quinn, ya que vivimos juntos en la misma casa. La fruta es mucho mejor que las patatas asadas nadando en salsa. ¿Y quién ha preparado el relleno? Está como una maldita piedra.
—Lo hice yo -confesé.
—Pues deberías haber dejado que lo hiciera Norah. Ella sí que sabe cocinar.
—Quería haberlo hecho -gimoteó Norah-, pero ella insistió.
—Porque quería cumplir con mi parte -dije malhumorada.
Marge se unió a la discusión:
—La verdad es que a mí me gusta que el relleno esté duro. Así se parte mejor.
—Yo lo prefiero crujiente -dijo Danny.
Posiblemente toda la familia se habría embarcado en aquella discusión de no haber llamado alguien a la puerta. Liam fue a ver de quién se trataba. Volvió poco después acompañado de una mujer elegante, muy bien maquillada, con una esplendorosa melena plateada y un caro abrigo de pieles. Me pareció que era de marta, pero sé tan poco de pieles como de plantas.
—Es Aileen -anunció Liam-. Ha venido a desearnos feliz Navidad.
—Feliz Navidad a todos -dijo Aileen con una sonrisa que emanaba confianza en sí misma. Pegó un grito al ver a Claire-. ¡Cielo santo! Parece que estés a las puertas de la muerte. ¿A qué viene ese pañuelo? Me parece que he vuelto a casa justo a tiempo.
Los hombres, sencillamente, no entienden a las mujeres. Se marcharon todos a la taberna rápidamente cuando nos pusimos a dar gritos. Bueno, al menos las hermanas McCarthy. Bárbara no conocía a Aileen y seguramente se preguntaba a qué venía aquel alboroto, y Marge parecía bastante molesta. Aileen nunca le había caído demasiado bien, por la sencilla razón de que Aileen siempre había dejado claro que a ella no le caía bien Marge.
—¿Dónde diablos has estado todos estos años? -ladró Claire después de que dejáramos de chillar.
Le presentamos a Bárbara, le informamos de que Ben, su hijo, estaba casado y que su mujer esperaba un bebé dentro de nada, y Claire negó indignada que se encontrara en absoluto cerca de la muerte.
—Estoy mejorando -afirmó, y yo pensaba que tenía razón. Aileen se dejó caer en una silla vacía. Abrió su bolso de charol, sacó una polvera de oro y se, maquilló bajo los ojos. Se le habían humedecido un poco al enterarse de lo de Ben.
—He estado en Australia.
—Pero Steve McSherry volvió hace años -argumentó Claire-. Kitty y yo queríamos escribirte para contártelo, pero no teníamos tu dirección.
—Ah, Steve -dijo Aileen encogiéndose de hombros con indiferencia-. No recuerdo la última vez que pensé en él. Hace cuatro años me casé con un tipo de lo más agradable: Vernon Cartwright. Es el dueño de una fábrica de cerveza a las afueras de Canberra.
Seguramente Vernon no andaba mal de dinero, a juzgar por el abrigo de pieles. El cambio desde la última vez que la habíamos visto era considerable.
—¿Ha venido contigo? -preguntó Norah.
—No. Está un poco mayor y no tenía ganas de hacer el viaje, pero no le importa que haya venido a casa a ver a mi familia. -Nos dedicó una esplendorosa sonrisa-. Tengo regalos para todos. De hecho, os los voy a dar ahora.
—Ha sido un día de lo más raro -le comenté a Norah cuando volvíamos a casa-. ¡Menuda forma de presentarse, la de Aileen! Empezaba a pensar que no volveríamos a verla.
—Yo he llegado a la conclusión de que todos los McCarthy están chiflados. Por lo menos, las mujeres; y los hombres probablemente también. Aileen es la que peor está. Tú no le andas a la zaga. Desaparece durante años y se cree que se lo va a encontrar todo igual. ¿Has visto lo que me ha comprado? ¡Un bikini! Tengo cincuenta y cinco años y espera que me ponga un bikini -concluyó, molesta.
—A lo mejor en Australia es normal.
—¡Sí, claro! ¿Qué te ha regalado a ti?
—Un camisón. Es bonito, aunque un poco corto. Creo que se lo daré a Eve. ¿Pero no te parece que Claire estaba muy guapa con el collar y los pendientes?
—Estaba preciosa -dijo Norah enternecida-. La verdad es que sí parece que está mejorando. Escuchándola, daba esa impresión. Como cuando le echó la bronca a Liam.
Pasamos los siguientes cinco minutos en silencio, pensando en Claire, hasta que pregunté si le gustaría ir directamente a casa o venir conmigo a Formby a recoger a Jake.
—Seguramente me quede una hora o así. No voy a pasar por allí como un relámpago.
—Prefiero irme a casa, si no te importa. A lo mejor me pruebo el bikini. Podría llevarme el susto de mi vida.
Me encantó cómo tenía mi hija la casa por Navidad. Faith abrió la puerta y me dijo que acababan de merendar.
—Las niñas se han puesto un poco de mal humor, así que se han ido a echar un rato. Jake está viendo la televisión, y Oliver y Eve están lavando los platos. Las próximas Navidades les regalaré un lavaplatos.
—Seguro que les encanta.
Entré en la habitación, profusamente decorada, un poco decepcionada porque no hubiera mencionado a Charlie; esperaba que estuviera allí. Me llevé una grata sorpresa al verlo sentado en el sofá con Bootsie en una rodilla y Snudge en la otra. Jake estaba en el suelo viendo The Snowman. Una voz infantil cantaba «We're Walking in the Air». Faith preguntó por Claire y, acto seguido, subió a asegurarse de que las niñas estaban descansando. En la cocina se oía el ruido de platos acompañado de carcajadas.
—Hola, mamá.
Jake me cogió del tobillo cuando pasé a su lado. Me agaché y le di un beso en su rosada cara.
—¿Te lo has pasado bien, cariño?
—Genial. Esta tarde hemos tenido una pelea de bolas de nieve. Holly me metió una por el cuello, así que yo le hice lo mismo y nos hemos tenido que cambiar de ropa. ¿Te lo has pasado bien tú, mamá?
—Ha sido más raro que otra cosa.
—Tengo unos regalos increíbles -suspiró satisfecho-. Hay algunos para ti, bajo el árbol.
—Luego los abriré. Hola, Charlie.
—Hola, Kitty.
Parecía tan contento de verme como yo de verlo a él.
—Me gusta tu suéter.
Era de un amarillo anaranjado, con el cuello vuelto, y parecía un pollito recién nacido.
—Es bonito, ¿verdad? Me lo ha regalado mi madre. -Pestañeó, con un brillo alegre en los ojos. Cada tantos años, según me explicó, Faith le regalaba un suéter amarillo por Navidad. Era el color que menos le gustaba de todos-. Gracias por el cuadro. Ha sido una sorpresa estupenda. Quedará muy bien encima de la chimenea de Miranda Lodge. He dejado tu regalo bajo el árbol. Es un bolso. Mamá me comentó que te gustaban los bolsos, así que le dejé elegir uno para ti.
—Gracias. -No me vendría mal otro bolso-. Y tú dijiste que te gustaba Picasso. Ojalá te hubiera podido comprar el original, pero no tenía unos cuantos millones de libras de sobra.
—El original debería estar en un museo, donde todo el mundo pueda verlo. Un póster me viene estupendamente. Por cierto, esta mañana me he acercado a ver cómo va la casa y me he encontrado a Con trabajando en el baño.
Yo solté un quejido de lástima.
—¡El día de Navidad! Pobre Con. Este matrimonio le ha salido tan mal como el primero. Lo llamaré por la mañana y le invitaré a casa.
Bootsie soltó un pequeño gruñido y Charlie acarició cariñosamente su grueso pelaje negro.
—Cuando me instale en Miranda Lodge, me haré con un gato.
—Para eso falta mucho tiempo.
Otros ocho años, para ser precisos, cuando cumpliera los sesenta.
—Menos de lo que crees. -Me sonrió, feliz-. Estoy tan bien aquí que he decidido pedir la jubilación anticipada. Volveré a Hong Kong, como tenía planeado, presentaré mi dimisión y regresaré a casa de forma permanente para las próximas Navidades.
—¡Qué noticia más maravillosa! -exclamé-. Seguro que tu madre está muy contenta.
Faith entró tras haber escuchado la conversación por encima.
—Estoy contentísima. Por primera vez en mi vida, mis tres hijos vivirán cerca de mí. No puedo esperar a que Charlie esté en su nueva casa.
—Yo tampoco, mamá.
No podía dejar de preguntarme si yo sería la verdadera razón por la que Charlie quería volver. Aquella noticia me produjo un cálido cosquilleo en el pecho. Me imaginé a los tres, él, Jake y yo, viviendo en Miranda Lodge, y me di cuenta de que ya no podía negar que aquello era lo que más deseaba en el mundo. Su mirada se cruzó con la mía y pude sentir que él pensaba exactamente lo mismo.
Eve y Oliver salieron abrazados de la cocina. Él me saludó con la cabeza y Eve, con voz cantarina, dijo:
—Hola, Kitty No sabía que habías venido. ¿Qué tal el día?
—Ha sido más raro que otra cosa -le informó Jake.
—Suena interesante, ya nos contarás luego. -Parecía especialmente jovial-. Ahora que estáis todos, quiero anunciar algo. Voy a tener otro bebé. Oliver está encantado, ¿a que sí, cariño?
—Estoy entusiasmado -confirmó Oliver jubiloso.
Cogió la cara de Eve entre las manos y le dio un sonoro beso en los labios. Faith se puso a dar palmas, Charlie silbó y yo me di cuenta de que Oliver se había enamorado de mi hija..., por fin. A partir de ahora, sería simplemente su suegra. Era exactamente lo que quería que sucediera, aunque siempre me quedaría una minúscula tristeza porque mi vida no hubiera seguido un camino completamente diferente.
Aileen decidió quedarse en Liverpool hasta que Samantha tuviera el bebé. Dijo que a Vernon no le importaría.
—Sólo quiere que sea feliz.
Como no había sitio para ella en mi casa (gracias a Dios) se quedó con Claire y Liam, convirtiéndose en un verdadero incordio, según palabras de este último. Tiraba el periódico a la basura antes de que él pudiera leerlo y nunca podía encontrar el Radio Times.
—La casa está impoluta, no hay nada fuera de su sitio -se quejaba-, pero ya no me siento a gusto.
En enero, Ben volvió a la universidad y Samantha se quedó en Crosby con sus padres esperando a que naciera el bebé. Llegó dos semanas más tarde. Fue un niño precioso y lo llamaron Jasper, un nombre que, a mi juicio, era un castigo inmerecido para cualquier niño. Ben vino a toda prisa desde Norwich para ver a su hijo, después de haber encontrado una casa para que viviera su pequeña familia. Aileen se había ofrecido a pagar parte del alquiler y lloró a moco tendido en el bautizo. Otras dos semanas después, la joven pareja volvió a Norwich con Jasper, Aileen regresó a Australia después de prometer que ya no se comportaría nunca más como una extraña, y Liam dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.
Claire seguía mejorando. En febrero la acompañé al hospital para la última sesión de quimioterapia. Era relativamente indolora: tenía que sentarse en una silla mientras le administraban por vía intravenosa un cóctel de medicamentos. Me quedé con ella y estuvimos charlando. Dijo que no comprendía cómo Samantha dejaba a Jasper en una guardería y seguía con los estudios.
—Yo no sería capaz.
Estaba a punto de decir que yo tampoco, cuando recordé que había dado a mi hija en adopción a mi hermana. ¡Ojalá pudiera viajar en el tiempo y cambiar las cosas! Me pregunté cuántas veces en mi vida lo habría deseado.
Hablamos de Aileen.
—¿Crees que la volveremos a ver? -me preguntaba.
—Creo que sí. Le disgustó no haber estado aquí cuando se casó Ben. Para ella, si no está presente, es como si las cosas no pasaran. O eso, o se piensa que cada vez que se marcha del país, el tiempo se congela. Me da la impresión de que a Vernon no le queda mucho tiempo en este mundo. Cuando fallezca, seguramente volverá para siempre. -Suspiró satisfecha-. No me importaría: no estaría nada mal volver a tener a todas las hermanas McCarthy juntas en Liverpool de nuevo.
—Lo mismo piensa Faith de Charlie.
Claire me miró fijamente. Estaba segura de que podía leerme el pensamiento.
—¿Vais en serio, tú y Charlie?
—Sí -balbuceé-. Al menos yo voy en serio, y creo que él siente lo mismo, pero no ha dicho nada. Ni siquiera ha intentado besarme -dije torciendo el gesto-. El caso es que, cuando nos conocimos, en cierto sentido pactamos que no seríamos más que amigos.
—En tal caso deberías decir algo. -Me dio un empujoncito con la mano que tenía libre-. Nunca has tenido problemas en ser directa, Kitty. Quizá sea demasiado tímido o no esté interesado. ¿Cuándo vuelve a Hong Kong?
—El mes que viene, en marzo.
—Si no te ha dicho nada antes, díselo tú.
Cuando terminó el tratamiento, la llevé a casa en coche. Estaba emocionada, pues sabía que no tendría que volver a pasar por la quimioterapia.
—A partir de ahora, la cosa sólo puede ir a mejor. Siento que ya he recorrido la mitad del camino.
Estábamos en el tercer mes de clima ártico y era difícil imaginar que existiera un mundo sin nieve. Se amontonaba en los extremos del cristal y no me dejaba ver con claridad, a pesar de que los limpiaparabrisas iban tan deprisa que tenía que entrecerrar los ojos para ver bien. Tenía que concentrar toda mi atención en la conducción y apenas hablaba. Casi habíamos llegado a Dock Road cuando hice un comentario sobre el mal tiempo y Claire no respondió. Pensé que se habría quedado dormida, pero, cuando miré, vi que tenía la boca abierta y la cara de un color gris enfermizo.
—¡Claire!
Frené. El conductor del coche de atrás tocó el claxon, enfurecido, y gesticuló con el brazo cuando me adelantó. Otros coches hicieron lo mismo. Estaba obstaculizando el tráfico, algo imperdonable.
Agité suavemente a mi hermana, pero ella se cayó hacia un lado y se dio con la cabeza en la puerta. Yo grité:
—¡Claire!
Pero no hubo respuesta.
No recuerdo cómo conduje de vuelta al hospital; de alguna manera, me las arreglé. Llevaron a Claire a toda prisa a una sala y me hicieron docenas de preguntas que yo creo que respondí con coherencia. Vinieron los médicos, me hicieron salir y estuve esperando, horrorizada al pensar que mi hermana había muerto o que estaba a punto de hacerlo.
Se me acercó una enfermera.
—Ha reaccionado mal a uno de los medicamentos que se le han administrado esta mañana. La quimioterapia a veces resulta impredecible.
—¿Se pondrá bien?
—Eso todavía no lo sabemos -dijo la enfermera, enigmática-. ¿Está casada?
—Sí.
—Quizá sea buena idea decirle a su marido que venga, y al resto de la familia también. Hay un teléfono al final del pasillo.
Llamé a Liam al trabajo y vino una hora más tarde. Quizá fuera más, quizá menos. Cada vez que miraba el reloj, no me decía nada. Poco después llegó Patsy, seguida de los demás hijos de Claire, y yo sentí que estorbaba. Volví a salir y me quedé en el pasillo. Por mucho que quisiera a mi hermana, su marido y sus hijos eran lo primero.
Iba siendo hora de llamar a Norah; debería haberlo hecho antes. Cuando cogió el teléfono, parecía nerviosa.
—Estaba muy preocupada por ti, Kitty. Pensaba que podrías haber tenido un accidente, tal y como está el tiempo. He llamado a casa de Claire, pero no contesta nadie.
—Hemos vuelto al hospital. -Le expliqué lo sucedido-. No sé qué hacer -dije desesperada.
—Ven a casa -respondió al instante-. Yo iré al hospital en tren. Te haré saber si hay alguna novedad. ¿Te encuentras bien para conducir?
—Estoy bien -aseguré, aunque me temblaba todo el cuerpo-. Dile a Jake que estaré allí dentro de una hora.
—No te preocupes por Jake. Charlie está aquí. Dice que habíais quedado para cenar en el centro antes de ir al teatro. Le he preparado algo de comer y Jake ha merendado ya. Espera un momento, Charlie me quiere decir algo. -Hubo una pausa y añadió-: Me va a llevar hasta la estación.
Había olvidado la cita con Charlie. Conduje con cuidado hasta Maghull. Cuando me fui del hospital, no había cambios en el estado de Claire. Aparqué el coche en la entrada: Charlie y Jake estaban en la puerta.
—Jake ha reconocido el sonido del motor -anunció Charlie-. Liam llamó hace un rato. Dijo que Claire había abierto los ojos, que estaba consciente.
Me eché a llorar.
—Gracias a Dios.
Él me rodeó con el brazo. Jake me cogió de la mano y me llevaron adentro. Me hizo sentir querida y apreciada.
—Mamá, hay té hecho -dijo Jake-. ¿Quieres que te sirva un poco?
—Sí, por favor, cariño. Ha sido un día horrible. -Mi hijo se fue a por el té-. Qué alivio estar en casa -le confesé a Charlie, y me hundí en un sillón-. Mi madre siempre decía que no se está en ningún sitio como en casa, aunque sólo saliera durante unas horas.
—¿Tienes calor suficiente? -preguntó muy atento-. ¿Quieres que suba el fuego?
—Estoy bien, gracias.
Jake trajo el té y me contó que Charlie le había estado ayudando con los deberes.
—Eran de gramática. Le he dicho que a ti se te daba muy bien.
—Se me da de miedo -alardeé-. Fui a clases en la escuela nocturna durante un año, porque antes no sabía ni dónde iban las comas.
—Y bien que hiciste -dijo Charlie con una sonrisa-. Por cierto, hoy he encargado un cortacésped. Es como un pequeño tractor: sólo hay que sentarse encima y conducir. Cortar el césped en Miranda Lodge será coser y cantar.
—¡Qué suerte! -exclamé-. Me muero de envidia.
—Eso pensaba yo. -Sus ojos azules centellearon-. A lo mejor me acerco una vez al mes a cortarte la hierba.
—No me importaría -respondí con un sentido suspiro.
—¿Puedo conducirlo algún día, Charlie? -preguntó Jake con gesto resplandeciente.
—Podría ser un poco peligroso, Jake, pero, si quieres, puedes venir a mirar algún día. Yo tengo tantas ganas de conducirlo como tú.
Norah llamó para decir que Claire casi había vuelto a su estado habitual, aunque se sentía muy débil.
—Tendrá que pasar la noche en el hospital, pero está preocupada por ti. Quiere saber cómo te encuentras.
—Dile que no se preocupe. -Miré por la puerta y vi a Charlie y a Jake sentados frente a la chimenea. Me hacía sentir muy feliz-. Estoy bien, en casa. ¿Y tú? ¿Volverás pronto?
—Me quedaré un rato más con Liam y después volveré.
—Hasta luego, hermanita.
Jake se fue a la cama a las ocho y media.
—¿Te cae bien Charlie? -le pregunté mientras lo arropaba.
—Sabes que sí, mamá. Ya te lo he dicho antes. ¿Puedo leer un rato?
—Sabes que sí. Ya te lo he dicho antes.
Nos sonreímos. Le acaricié la cabeza y volví abajo. Entonces, antes de pensármelo dos veces, entré en la sala de estar y dije apresuradamente:
—¿Por qué no nos casamos, Charlie? Te quiero y sé que tú me quieres a mí. Sería una estupidez no hacerlo.
Esperaba que se sorprendiera, pero no que se quedara anonadado. Se revolvió en su asiento y movió la boca, pero no dijo nada hasta que, por fin, consiguió balbucear:
—Pero yo creía que lo habías entendido, Kitty Ya te dejé claro desde el principio que sólo seríamos amigos.
—Eso fue hace meses. Ahora no siento lo mismo. ¿Y tú? -pregunté exigiendo una respuesta clara.
—Tampoco, desde luego. -Estaba tan avergonzado que casi resultaba violento verlo-. Me gustas muchísimo, Kitty, pero, lo siento, no quiero casarme contigo.
—¿Es porque no puedo tener hijos? -inquirí molesta. No estaba siendo muy razonable, pero nunca lo había sido-. Dijiste que te gustaría casarte y tener muchos hijos. Y si ése era el caso, no ha estado muy bien por tu parte dejar que me crease expectativas.
—Kitty, querida, eso fue un chiste. Fue algo muy inapropiado. Después de aquello, me preguntaba cómo podía haber dicho una cosa así. -Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación, evidentemente alterado-. No he dejado que te crees expectativas. Pensaba que éramos amigos, buenos amigos, que eras la mejor amiga que había tenido nunca. Me siento profundamente halagado porque tú me quieras, pero me temo que yo no te quiero a ti, al menos de la forma en que tú esperabas.
—Es por la mujer que conocías en Hong Kong, ¿verdad? La que murió de cáncer. Sigues enamorado de ella.
Sabía que había metido la pata como nunca en mi vida, pero era incapaz de admitirlo, incluso a mí misma. Estaba convencida de que, si insistía, lograría que Charlie pensara como yo.
—No fue una mujer quien murió. Al menos, no lo era todavía. Era mi hija, Jennifer. Sólo tenía dieciséis años.
Hablaba despacio, con una voz marcada por el dolor.
—¡Oh, Dios! -Sentí como se estremecía todo mi cuerpo. ¿Qué había hecho? Acababa de obligar a Charlie a contar algo que él quería guardarse, pues de lo contrario ya me lo habría dicho-. Oh, Dios, Charlie, lo siento muchísimo. -No habían pasado ni unas horas desde que había querido volver atrás en el tiempo y cambiar las cosas, pero nunca lo había deseado tanto como en aquel momento-. No sé qué decir -murmuré con ganas de que me tragase la tierra.
—Entonces no digas nada, Kitty. -Voy a preparar un poco de té.
Si la tierra no me tragaba, al menos podía irme a otra habitación. Charlie me cogió del brazo.
—No, Kitty, quédate. Quiero que lo sepas todo. Es mejor así, porque cuando vuelva de Hong Kong, me traeré a alguien conmigo.
—¿La madre de Jennifer? -susurré.
Asintió.
—Tenemos una relación desde hace casi veinte años. Su marido lo sabía, pero no le importaba, aunque se negaba a concederle el divorcio. Es un miembro del Gobierno de allí y no quería un escándalo. -Se sentó de espaldas a mí mirando el fuego-. En cierto sentido, no nos importaba. Alquilamos un pequeño apartamento que no conocía nadie más y nos veíamos siempre que queríamos. Jennifer vivía allí con una niñera. -Golpeó el reposabrazos con la mano-. Jennifer murió hace dieciocho meses. Tenía leucemia. La vida parecía no tener ya valor. Imelda y yo nos fuimos distanciando. Un año después de la muerte de Jennifer, me di cuenta de que necesitaba abandonar Hong Kong una temporada y volví a casa.
—¡Oh, Charlie, eso es muy triste! -exclamé-. Pero ¿por qué no me dijiste nada de Jennifer antes?
Se volvió y me miró fijamente.
—Porque no quería que lo supieras. No quería que la gente se volcara conmigo y sintiera pena. No quería que me hicieran preguntas o que dejaran de hacérmelas por miedo a causarme daño. ¿Habrías sido tan franca con lo de Claire de haber sabido que había perdido a una hija por el cáncer?
—No.
Habría muchas cosas que no le habría contado.
—La forma en que confiaste en mí me ayudó a enfrentarme con mi propio dolor.
Me arrastré hasta el otro sillón. Ahora me sentía más avergonzada que violenta. «Siempre actúas antes de pensar», me decía mi madre. Estaba claro que éste era un buen ejemplo. El rostro de Charlie mostraba un profundo dolor y era por mi culpa. Añadí de todo corazón:
—Me alegro de que Imelda vaya a vivir contigo en Miranda Lodge, Charlie.
—Me escribió en Navidades. Va a divorciarse de su marido y quiere vivir conmigo de manera legítima. -Le brillaron los ojos y recordé lo feliz que me había parecido el día de Navidad-. La llamé por teléfono y decidimos que ya estábamos hartos de Hong Kong. Por eso me voy a jubilar anticipadamente.
¡Y yo que había pensado que era por mí!
—No le digas nada sobre Jenny a mi madre, ¿vale, Kitty? Sólo le daría un disgusto. Quizá se lo cuente más adelante, cuando Imelda esté aquí.
—No le diré ni una palabra a nadie.
Durante un buen rato, ninguno de los dos dijimos nada. Nos limitamos a mirar las llamas y el carbón, que parecía de verdad. Yo fui quien rompió el silencio:
—Siento haberme portado así esta noche, Charlie. No sé qué me ha pasado. Supongo que lo mejor será que no volvamos a vernos.
El recuerdo de lo sucedido me atormentaría el resto de mi vida.
—Eso sería bastante difícil, Kitty. Tu hija es mi cuñada. Somos parte de la misma familia. Y además -sonrió por primera vez-, yo quiero volver a verte. Cuando dije que eras la mejor amiga que había tenido nunca, era en serio. Y me gustaría que te hicieras amiga de Imelda. Probablemente al principio se sienta un poco rara, después de haber vivido toda su vida en Hong Kong.
—Haré todo lo que pueda -le aseguré en serio-. ¿Puedo decirte algo, Charlie?
—Lo que sea, Kit -contestó cariñosamente.
Supe que todo iba a ir bien entre nosotros, aunque quizá tardara un tiempo.
—También tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie. Es algo que nunca he contado.
—No saldrá de esta habitación.
—Oliver es el padre de Jake. Nos enamoramos y tuvimos un idilio antes de que él conociera a Eve.
No sé por qué, pero sentía la necesidad de contárselo. Quizá quisiera hacerle saber que no era la única persona con secretos en su pasado.
—¡Vaya! -Parecía impresionado-. ¿Sabe Oliver que Jake es su hijo?
—Sí, lo sabe, pero todo eso forma parte del pasado y ahora está enamorado de Eve. Espero y rezo porque ella nunca lo sepa. Ninguno de los dos fue infiel, pero me da la impresión de que Eve nunca podría perdonarnos ni a mí ni a Oliver, que eso arruinaría su matrimonio.
—No lo creo, Kitty, pero seguramente es mejor no arriesgarse.
—¿Quieres un poco de té, Charlie?
Me sentía más cómoda, ahora que nos habíamos contado nuestros secretos más profundos.
—¿Tienes cacao?
—Sí. ¿Te apetece?
—Mucho. Mamá nunca tiene. Lo primero que voy a comprar cuando me mude a Miranda Lodge será una lata de cacao.
Charlie se había ido. Insistí en que se marchara al ver que estaba nevando otra vez. El camino hasta la casa de su madre era largo. Me sentí aliviada cuando se marchó. Así podía respirar más tranquilamente mientras asumía la vergüenza que había pasado. Norah todavía no había vuelto.
Subí al piso de arriba. Jake estaba dormido, pero quería verlo, tocarlo, convencerme a mí misma de que seguía allí. Bajé otra vez y me quedé junto a la ventana, mirando como la nieve caía sin cesar en el jardín de atrás, cubriendo el césped y formando enormes montones sobre los arbustos. Aquel pedazo de tierra, que me pertenecía, se había convertido en un lugar extraño, casi daba miedo. La vista era tan desoladora y deprimente como mi corazón.
Apreté la frente contra la ventana y unas lágrimas frías se deslizaron por mis mejillas. Quería a Charlie, pero el destino había resuelto que no fuéramos más que amigos y yo no podía hacer nada al respecto. Lo cierto es que empezaba a hartarme de que el destino siempre se inmiscuyera en mis asuntos. Charlie no era más que uno de los muchos errores de mi vida: Con, Eve, Oliver...
¡Con! Me sentí de nuevo en aquel restaurante chino de Lime Street donde le dije que no quería volver a verlo. Debió de sentirse como yo ahora: rechazado, miserable, incapaz de creer que alguien a quien quería tanto no sintiera lo mismo por él. Y eso que, al contrario que Charlie, yo no tenía un buen motivo. Sencillamente, había estado jugando con los sentimientos de Con. No se merecía enamorarse de alguien como yo.
Corrí las cortinas para no ver la nieve. El paisaje no sería siempre tan deprimente y desolador, ni tampoco mi corazón. Muy pronto brillaría el sol, la nieve se derretiría, crecería el césped, saldrían las hojas y florecerían las plantas.
Me froté las manos. No podía esperar. Se abrió la puerta: Norah había llegado. Entré en la cocina apresuradamente para preparar el té. Sinceramente, no sabía qué habría sido de mi vida sin mis hermanas.
Capítulo 14
Agosto de 1981
—¿Te encuentras bien, cariño?
—Estoy bien, gracias, Liam.
Claire estaba echada en una tumbona en el jardín de su hermana. El sol le calentaba la cara y ella tenía las piernas desnudas y estiradas. Se las miraba, pensativa. No estaban mal para una mujer de sesenta y dos años: bonitas y morenas, con cierto brillo y una forma nada desdeñable. No tenía ninguna vena marcada, a pesar de haber tenido cinco hijos. Apartó con la mano una avispa que amenazaba con posarse en su rodilla.
—¿Estás bien, Claire?
Faith la miraba sonriente. Llevaba puesto lo que parecía una blanca y esponjosa nube, y Claire pensó que le recordaba a la Reina Madre.
—Estoy perfectamente, gracias -contestó Claire, paciente.
Le hubiera gustado decirle a Faith que se fuera al carajo; a ella y a todos los que insistían en preguntarle si se encontraba bien un millón de veces al día: su marido, sus hijos, sus amigos, sus vecinos... Hacía meses que se encontraba bien. Todavía tenía que ir al hospital a hacerse revisiones, pero parecía que se iba a recuperar por completo.
El pelo le estaba volviendo a crecer por fin. Se lo tocó. Los mechones puntiagudos se habían convertido en pequeños rizos y ya no parecía un sargento militar o una funcionaria de prisiones. Tenía el pelo de un bonito color plateado y eso le gustaba, como le gustaban sus piernas. De hecho, se gustaba toda ella, sobre todo porque seguía viva.
Norah se tumbó en la hierba, a su lado. Ella no le preguntaba cómo se encontraba. Norah parecía saberlo de forma instintiva. Dijo:
—Estás guapísima. El rosa te sienta de maravilla.
—Es lo que me puse para la boda de Ben. -Claire se alisó la falda. Parecía de lino, pero tenía algo que impedía que se arrugase-. Pensé que sería buena idea ponerme guapa para una fiesta en el jardín. Nunca antes había asistido a una.
—Hace un día espléndido para celebrarla.
El jardín de Kitty no era nada del otro mundo, pero olía bien. Las hortensias estaban exuberantes y el sol brillaba sobre las hojas verdes dándoles un tono plateado, como el de su nuevo pelo. Liam había venido el día anterior a cortar el césped; quizá por eso oliera tan bien. Los Quinn no tenían jardín, sólo un patio trasero, y Claire no sabía nada del tema.
Jake y Holly jugaban con un balón que colgaba de un palo; le apetecía participar. Si Liam protestaba, le cantaría las cuarenta, insistiría en que el ejercicio le vendría bien y le diría que estaba harta de que la trataran como a una inválida.
Lo que realmente le apetecía era una taza de té, pero no quería pedirla, no ahora que se encontraba tan bien. Nunca le había gustado que la gente revoloteara a su alrededor haciéndole favores. Lo cierto era que la tumbona resultaba de lo más cómoda y se sentía un poco vaga. Quizá alguien se ofreciera a ir a buscarlo, pensó esperanzada. No era lo mismo que pedirlo.
—¡Mirad! Ahí viene Eve con Zack -exclamó Norah, cuando Eve entró en el jardín hecha una sílfide, con un vestido verde esmeralda y un bebé en brazos.
Oliver la seguía, orgulloso.
—Todavía no lo he visto. -Claire volvió la cabeza, pero no pudo ver más que una cosa blanca-. ¿Cómo es?
—Faith nos ha enseñado algunas fotos de cuando Oliver era pequeño y Zack es la viva imagen de su padre: con el pelo muy oscuro y muy guapo.
Claire siempre había pensado que Jake era la viva imagen de Oliver, y que seguía siéndolo, pero las probabilidades de que Kitty hubiera tenido un lío con Oliver Knowles eran tan remotas que casi no merecía la pena pensar en ello. Rechinó los dientes. Le molestaba mucho que Kitty no quisiera revelar la identidad del padre de Jake. Dijo:
—Me pregunto cómo hará Eve para mantenerse tan delgada. Cada vez que yo tenía un hijo, el estómago se me caía hasta las rodillas durante meses, pero ella lo tiene liso como una tabla.
—Se esfuerza mucho -explicó Norah-. Hace ejercicio todos los días y come como un conejo: nada más que verde.
—¡Verde!
—Ya sabes, lechuga y cosas así, berros, algún tomate de vez en cuando. Kitty está muy intranquila por ella. Le preocupa tanto coger peso que se ha convertido en una obsesión. Kitty también está muy delgada, pero come como un caballo.
—Desde que me encuentro mejor -señaló Claire con un suspiro-, estoy obsesionada con comer. Si no tengo cuidado, acabaré hecha un tonel.
—Si te pusieras gorda lo llevarías fatal.
—Lo sé, pero lo paso muy mal cuando tengo hambre.
—Entonces tendrás que elegir entre una cosa u otra. Yo preferiría pasar hambre.
Claire se río.
—Es curioso escuchar eso de alguien que está a punto de abrir un restaurante.
—No me importa que mis clientes engorden, sólo hablaba de ti. ¿Quieres ver los menús? -Norah se puso de pie-. Llegaron ayer de la imprenta. Tienen muy buena pinta. Están en francés.
—Si alguien ha preparado té, no me importaría tomar una taza -comentó Claire mientras Norah se alejaba.
Liam vino y se sentó en el lugar que acababa de dejar vacío Norah. Llevaba una lata de cerveza en la mano.
—Si has venido a preguntarme si me encuentro bien -dijo Claire, malhumorada-, te voy a dar con la tumbona en la cabeza.
—Apuesto a que serías capaz.
Sonrió, y ella cambió completamente de humor. Hacía poco que habían vuelto a hacer el amor y cada vez era mejor que la anterior. A veces se preguntaba si no era la mujer más afortunada del mundo por tener a Liam Quinn por marido. Recordó lo triste que él se había sentido cuando estaba enferma y le acarició el cuello. Él le cogió la mano y la besó.
—Te quiero, Claire.
—Y yo a ti, Liam.
Quizá fuera porque el sol le daba en los ojos, pero tenía la impresión de que su marido estaba igual que el día en que se conocieron en el ferry de New Brighton, tanto tiempo atrás.
Una pelota cayó a sus pies, una de esas grandes de colores que tanto botan. La recogió y se la tiró a Louisa, una de las hijas de Eve, que había venido corriendo a por ella.
—Lo siento, tía Claire, espero no haberte hecho daño -se disculpó Louisa muy remilgada.
—No soy un jarrón de porcelana, cariño. No me ha dolido en absoluto. Toma, tíramela otra vez, a ver si la atrapo. -Jugaron a la pelota durante un rato, hasta que Claire dijo-: Bueno, será mejor que vuelvas a jugar con tu hermana.
Por nada del mundo habría admitido que lanzar la pelota le había dejado el brazo dolorido. De vez en cuando sentía dolor donde antes había tenido un pecho. Liam le decía que estaba mejor sin él. «Nunca me gustó tanto como el otro», sostenía.
Norah volvió con los menús y una taza de té.
—Voy a ayudar a Kitty con la comida. No da abasto.
Claire cogió la taza con una mano y el menú con la otra.
—Son muy bonitos, cariño. Ah, ya veo que has puesto la traducción debajo para que la gente sepa lo que pide. ¿Qué te parecen, Liam?
—Muy elegantes -asintió-. Muy, pero que muy elegantes. ¿Cuándo será la inauguración, Norah?
—El primero de octubre, pero el día antes voy a invitar a la familia para una especie de ensayo general. Se va a llamar La Bohéme.
Claire estudiaba el menú intentando decidir ya lo que pediría.
—Bueno, Nor, te deseo toda la suerte del mundo -dijo cariñosamente.
Faith había puesto dinero para comprar una vieja tiendecita que había cerca de Lord Street, en Southport, un lugar ideal para un restaurante. Nunca se había imaginado que Norah tuviera el valor de afrontar un negocio tan arriesgado y la admiraba por ello. Todos, Liam incluido, habían ayudado a arreglar el lugar. Ahora parecía francés de verdad, con manteles a cuadros rojos y blancos y una lamparita con la base roja en el centro de cada mesa. Si la cosa salía bien, Norah pensaba comprar el piso de arriba, que también estaba vacío, para no tener que ir y venir desde Maghull todos los días.
—Si necesitas una camarera para la hora de comer -dijo Claire-, no me importaría echar algunas horas.
Miró a Liam, desafiándolo a protestar. Si ella no lo impedía, era capaz de envolverla en algodón por el resto de su vida. ¡Pero era tan bonito que se preocupara por ella! Que tanta gente se preocupara por ella.
Eve y Oliver se le plantaron delante con el nuevo bebé.
—Hola, Claire, ¿cómo estás? -preguntó Eve.
—Bien -respondió de forma automática.
Dejó la taza de té en la hierba y se esforzó para levantarse, pero parecía que no iba a conseguirlo.
Oliver se apresuró a ayudarla, pero Eve dijo:
—No te muevas. Yo te lo daré, así será más fácil. -Dejó el bebé en brazos de Claire-. Hoy está un poco gruñón.
—Es enorme -exclamó Claire-. ¿Ha estado haciendo pesas o qué? Tiene hombros de culturista.
—Al nacer pesaba casi cuatro kilos y medio -explicó Oliver orgulloso.
Eve se estremeció al pensarlo.
—No veas si dolió -se quejó.
—Bueno, tienes las caderas estrechas, ¿verdad?
Zack era una réplica exacta de Jake. Claire recordaba perfectamente cuando fue a verlo, el día después de nacer, y lo mucho que la impresionó su tamaño. Su cerebro se puso a trabajar a toda máquina. Kitty ya estaba embarazada cuando los Knowles reaparecieron en escena, así que Oliver no podía ser el padre. ¡Demonios! Se preguntaba si había alguna posibilidad de que se hubieran visto antes. Claire abrazó a Zack bajo su barbilla, redonda y firme, y habría podido jurar que la miraba con desprecio. Jake también había sido un enano con bastante mala leche los primeros tres meses.
—Es precioso.
—Lo cogeré, no quiero cansarte.
—Tener en brazos a un bebé no me va a cansar, cariño -protestó Claire, pero le quitaron el niño de todos modos.
Norah fue a ayudar a Kitty con la comida y Liam a por otra cerveza. Claire volvió a coger el té: dentro había una avispa luchando por su vida. Vació lo que quedaba sobre la hierba.
—Si vas a volver a hacer eso -dijo cuando el insecto salió volando-, será mejor que aprendas a nadar.
Danny y Marge estaban practicando la rumba, o quizá fuera la samba, en el cenador. Claire intentaba convencer a Liam para unirse al club de baile. Quería aprovechar al máximo la vida para hacer toda clase de cosas. El baile era sólo una de ellas. Kitty se había ofrecido a enseñarle a conducir.
Saludó a Connor Daley cuando éste entró en el jardín. Siempre le había caído bien. Vino y se sentó junto a ella.
—Para ahorrarte la pregunta, te diré que me encuentro bien -se apresuró a decir. Se rió-. He venido corriendo desde Bootle y no me importaría volver de la misma manera.
—Bueno, la verdad es que tienes buen aspecto -observó Con sonriente.
Claire sintió ganas de darle una buena patada en el trasero a Kitty por no haberse casado con aquel tipo. Habría sido un buen marido. Según tenía entendido, iba a divorciarse por segunda vez.
—Kitty no me había dicho que te había invitado -comentó Claire.
—Eso es porque Kitty no me ha invitado. Me invitó Eve -dijo, seco.
—Siento que tu matrimonio no haya ido bien, Con.
—Y yo. El problema es que siempre me caso con la mujer equivocada porque la correcta no quiso casarse conmigo.
Se dio cuenta de que se sentía bastante triste, pues de otro modo no habría sido tan franco.
—Creo que nuestra Kitty no piensa con la cabeza -opinó.
—Ah, entonces por eso me rechazó.
Con sonrió, pero sus ojos no decían lo mismo. Kitty había escogido ese preciso momento para salir, dar unas palmadas y anunciar que la comida estaba lista.
—Iba a servirla en el jardín -gritó-, pero hay demasiadas avispas. Será mejor que comamos dentro.
Claire oyó como Con dejaba escapar un pequeño y hondo suspiro. Kitty estaba bastante guapa aquel día y le recordaba a su madre cuando era joven y rebosaba de vida. Nadie diría que tenía cincuenta años. Su figura era de lo más juvenil y sus rasgos, muy firmes. Su pelo rojo brillaba al sol y llevaba pintalabios a juego. Además, aquel vestido violeta le quedaba realmente bien. No tenía mangas y sí un cuello alto y una hilera de botones perlados en la parte frontal.
—Ese vestido se lo compró en una tienda de comercio justo y le añadió los botones ella misma -le explicó a Con-. Los originales eran grandes como monedas de media corona y muy feos.
Nunca se acostumbraría al hecho de que ya no existían las medias coronas, ni tampoco las monedas de seis peniques ni las de tres. Ni recordaba la última vez que había visto un cuarto de penique.
Con asintió con desgana y le preguntó si quería ir adentro.
—En un momento -dijo. Quería esperar a que Liam la ayudara a levantarse de la tumbona-. Puedes llevarte esto, ya que vas.
Le pasó la taza a Con.
—¿Quieres que te la rellene mientras esperas? -preguntó.
—No te diría que no, pero asegúrate de que lavan la taza antes. Una avispa ha estado nadando dentro.
Marge y Danny salieron del cenador. Marge parecía una bailaora, vestida de un rojo brillante, con una falda de faralaes y pendientes del tamaño de lámparas de araña.
—¿Te encuentras bien, Claire? -inquirió.
—Estoy bien, gracias. Iré dentro de un momento.
De repente, se quedó sola en el jardín, y Claire, que siempre era tan valiente, sintió miedo. Estar sola era algo que antes nunca le había importado, pero últimamente le provocaba pánico. Cuando Liam se iba a trabajar, se ponía a hacer tareas por la casa y entonces esperaba a que alguna de sus hijas o de sus nueras se pasara por allí. Si a las diez y media no había venido nadie, cogía el tren a Maghull y pasaba el día con sus hermanas. Por eso tenía las piernas tan morenas; se había pasado el verano tomando el sol en ese mismo jardín.
Se sintió aliviada cuando Kitty volvió a salir.
—Con dijo que querías más té. ¿Por qué no vienes dentro? Acabo de preparar una tetera.
Claire se sorbió la nariz.
—Estaba esperando a que Liam me sacara de esta maldita tumbona. Ha ido a por una cerveza.
—Ya tiene la cerveza y está viendo los deportes en la televisión.
—¿Qué deporte? El fútbol todavía no ha empezado.
—No sé cuál. -Kitty se encogió de hombros-. Hay un montón de hombres haciendo algo con una pelota. Dándole golpes, patadas o tirándola por ahí. No me he fijado. Ven, te ayudaré a levantarte de la silla.
—Me da miedo que se vaya a plegar conmigo dentro. Dile a Liam que venga, será lo mejor.
Liam la sostendría por la cintura como a una muñeca.
—No digas tonterías. -Kitty cogió a Claire de la mano derecha, le puso la otra mano tras la nuca y la ayudó a levantarse-. ¡Eso es! No te ha dolido nada, ¿a que no?
—No, Kitty -dijo Claire avergonzada.
A veces se preguntaba si se habría puesto mejor de no haber tenido a Kitty detrás, insistiendo. Su hermana pequeña se había negado en redondo a dejar que se muriese. No quería ni pensar en lo que habría pasado de no haber funcionado la quimioterapia. Kitty se habría vuelto loca y se habría puesto a buscar otra cura, o quizá hubiera descubierto una ella misma.
—Ayer recibí carta de Aileen -le comentó mientras paseaban hacia la casa-. Va a volver a Liverpool en Navidad.
—Lo sé. -Claire torció el gesto-. Yo también he recibido carta suya. Quiere quedarse en nuestra casa. Liam se sube por las paredes. Es un incordio vivir con Aileen. En cuanto me echo hacia delante en un sillón, ella viene por detrás y mulle el cojín.
—Lo siento, Claire, pero me temo que no puedo ayudaros. Todos nuestros dormitorios están ocupados.
—No hace falta que seas tan condescendiente.
El contraste entre la luminosidad del exterior y la oscuridad del interior era tal que, al principio, Claire no veía nada. Sus ojos se fueron acostumbrando y distinguió a Faith en la cocina sirviendo vino. Rechazó una copa.
—Me tomo un montón de pastillas cada día y se supone que no puedo beber alcohol -aclaró lamentándose.
—Espero que puedas comer, porque hay un montón de comida en el salón.
—Me parece que es lo único que puedo hacer.
—Bueno, necesitas recuperar fuerzas, después de todo lo que has pasado.
Kitty había hecho que le trajeran un sillón. Claire llenó un plato de toda clase de apetitosos bocados. Se le hacía la boca agua. Los niños ya habían vuelto al jardín con la comida, sin importarles las avispas; los hombres veían la televisión con el volumen muy alto en un extremo de la habitación, y las mujeres se habían reunido en el otro. A Zack, el centro de atención, le acababan de cambiar el pañal, y parecía mucho menos malhumorado que cuando Claire lo vio por primera vez.
Faith vino y se unió a ellas. Kitty le dejó su asiento y se acomodó en el reposabrazos del sillón de Claire. Rodeó a su hermana con el brazo. Hablaron de los bebés que habían tenido, de lo que comían y de cómo dormían.
—A Charlie le di el pecho -comentó Faith-. Por aquella época no estaba bien visto darles el biberón a los bebés, pero con Oliver y Robin no podía hacer otra cosa.
—Jake hubiera necesitado dos madres -aseguró Kitty-. Casi me muero cuando vinieron del hospital a decirme que no recibía suficiente alimento. -Se estremeció-. Todavía me siento culpable.
—Yo les di el pecho a todos -dijo Claire orgullosa.
Marge añadió que ella también.
—Tenía tanta leche que podría haber puesto una central lechera.
Bernadette era tan delicada de pequeña que Norah no había tenido oportunidad de amamantarla.
—Le dieron biberones directamente. Para cuando salió del hospital, yo ya no tenía leche -explicó apenada, y todas mostraron su empatía.
Eve ya le daba a Zack un biberón por las noches.
—Para que se acostumbre. Odio dar el pecho. Es fatal para la figura.
—¡Vaya! -soltó Kitty.
—Eve, ¿eso que lleva Zack es un brazalete? -preguntó Marge-. Me acabo de fijar.
Claire tampoco se había fijado.
—Lo envió una mujer llamada Mary Brady. Era amiga de Michael y la conocí en el funeral de Muriel. Es de lo más simpática y, desde entonces, nos mandamos felicitaciones por Navidad. El año pasado le dije que estaba embarazada y ella me mandó esto.
Eve tocó el pequeño brazalete plateado que rodeaba la regordeta muñeca de Zack. Miró a su madre.
—Tú la conociste, ¿verdad, Kitty? No sólo en el funeral de Muriel, sino en el de Michael, en Belfast, ¿verdad? Es simpática, ¿a que sí?
La respuesta de Kitty, «Muy simpática, sí», fue casi ahogada por el estruendo que vino del otro extremo de la habitación. Alguien debía de haber marcado un gol o una canasta. Fuera como fuera, Claire se percató de que Kitty parecía estar algo tensa y se preguntó por qué. Quizá no le cayera muy bien Mary Brady y sólo estuviera siendo educada.
Eve prosiguió.
—Lo cierto es que Michael murió cuando Oliver estaba en Belfast, por lo que él y Kitty estuvieron allí al mismo tiempo, aunque no se cruzaron.
—Belfast es un lugar muy grande, así que no es de extrañar, Eve.
No sólo la voz de Kitty sonaba forzada, sino que tenía todo el cuerpo tenso. Claire lo notó en el brazo que tenía a la espalda. Cogió aire, su cerebro se puso a trabajar a toda prisa y todo se le presentó con claridad cristalina. Recordaba que Kitty había pasado cuatro días enteros en Belfast. Debía haber vuelto a Liverpool el viernes o el sábado, pero no lo había hecho hasta el domingo por la noche. ¡Oliver era el padre de Jake! Habían tenido un lío. A Kitty no le había importado que Oliver tuviera la mitad de años que ella.
—¿Te encuentras bien, Claire? -preguntó Faith preocupada-. Te has puesto colorada.
Kitty se levantó de un salto.
—Voy a por un poco de agua.
—Estás muy caliente, cariño -dijo Norah palpándole la frente.
—Quizá debieras echarte un rato -sugirió Marge.
Eve se preguntó en voz alta si no se trataría de un sofoco.
—No sé muy bien lo que es, pero les pasa a las mujeres mayores.
—Estoy perfectamente -insistió Claire.
¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Muchas veces se había quedado despierta en la cama preguntándose quién sería el padre de Jake. ¡Y ahora lo sabía! Nunca se lo diría a nadie, y menos a Kitty, pero la duda ya nunca más la carcomería. Habría estado bien saber si Oliver era consciente de que Jake era su hijo, y si Eve también lo sabía, pero eso eran simples detalles y podía vivir sin averiguarlo.
Las horas pasaron, el aire se volvió más frío y las sombras se alargaron sobre la hierba. Se lavaron los platos, se guardó la comida y Oliver y Eve se fueron a casa porque las niñas estaban muy cansadas y Zack empezaba a quejarse. Faith los acompañó para ayudar a acostar a los niños. Se apagó la televisión y Liam, Danny y Con se fueron a la taberna. Se llevaron a Jake con ellos.
—Pero si sólo tiene nueve años -protestó Kitty.
—No importa, Kit -dijo Liam con tranquilidad-. Nos sentaremos fuera y él puede tomarse una limonada y una bolsa de patatas.
—¡Por favor, mamá!
El rostro de Jake se retorcía de angustia al ver que su madre parecía a punto de negarse.
—Bueno, de acuerdo -concedió ella-, aunque no me parece bien que un niño de nueve años vaya a una taberna.
—Seguro que hay montones de niños -le aseguró Claire.
—Aun así -dijo Kitty- tenéis que traerlo de vuelta antes de la hora del cierre.
Ya sólo quedaban las hermanas y Marge, que no se había ido. La casa estaba inusualmente tranquila. Norah preguntó si querían beber y comer algo.
—Queda mucha comida.
—Claire nunca dice que no a una taza de té -comentó Kitty, como si ella misma tuviera la costumbre de rechazarlas.
Norah se fue a la cocina y Marge la siguió para echar una mano.
—¿Por qué no invitaste a Con a la fiesta? -le preguntó Claire a Kitty en cuanto se quedaron solas.
Kitty arqueó las cejas.
—Ha venido, ¿no?
—Sí, pero me dijo que lo invitó vuestra hija.
—Quería hacerlo, pero Eve se lo pidió primero. Ella lo ve más a menudo que yo.
—Es una pena. Todavía te quiere. Su vida es un desastre y ya sabes de quién es la culpa, ¿verdad? -Claire se preparó para el ataque-. No entiendo por qué no te casaste con él. Pero es que no sólo lo rechazaste; además, no le dijiste nada de Eve. Te portaste fatal, Kit, y no parece que te importe un comino.
Aquello sonó un poco exagerado, pero le daba igual. En parte, esperaba que su hermana se pusiera furiosa. En vez de eso, Kitty murmuró:
—Le tengo mucho cariño a Con, siempre se lo he tenido. Sé que me porté mal con él, pero ya es demasiado tarde como para cambiar las cosas.
—Nunca es demasiado tarde, cariño.
Quería decirle: «Al diablo, ¿por qué no te casas con él? Estaría encantado y os haríais compañía el uno al otro en la vejez. Después de todo, puede que Norah se vaya pronto y Jake no vivirá contigo para siempre». Pero sería terrible decirle algo así a alguien como Kitty. No estaría dispuesta a casarse sólo para tener compañía, aunque a Claire se le ocurrían una docena de razones peores.
Para su sorpresa, su hermana se echó a reír.
—Dentro de nada me propondrás que le diga que se case conmigo. Hiciste lo mismo con Charlie Collier, ¿te acuerdas?
—¿Y lo hiciste?
Claire se lo había preguntado a menudo, pero no se atrevía a decir nada.
—No, y menos mal. Ya estaba enamorado de otra.
—Pensaba que estabas loca por él.
Desde luego, ésa era la impresión que daba.
—Sólo un poco, y no me duró mucho.
Kitty hizo un gesto para restarle importancia al asunto.
Vino Marge con el té.
—He oído eso último. No sabía que te gustaba Charlie Collier, Kit. Parece un buen tipo, ¿pero no jugaba con trenecitos? Danny cree que es un caso de crecimiento retardado.
—¿Estás diciendo que Danny y tú habéis estado hablando de mis asuntos? -preguntó Kitty haciéndose la ofendida.
—Pues claro -afirmó Marge alegremente-. Hablamos de ti todo el tiempo. Danny siempre dice que deberías haberte casado con Connor Daley.
—Eso es lo que yo decía -añadió Claire inmediatamente. Cada pequeña gota contaba.
El sol empezaba a hundirse tras las casas que había más allá del jardín y los pájaros se habían posado sobre los árboles. Recordaron los viejos tiempos, como solían hacer cuando estaban las cuatro juntas. Recordaron cuando mamá hacía esto, o cuando papá hacía aquello, cuando Jamie se fue a hacer el servicio militar.
—Él y Bárbara no han venido hoy -señaló Kitty apenada-, y eso que los había invitado.
—Quizá no les pareciera muy importante. -Claire también había echado en falta a su hermano pequeño-. Pero Jamie es un McCarthy y siempre estará ahí cuando lo necesitemos de verdad.
Los hombres volvieron justo antes de las nueve. Jake caminaba pavoneándose después de su primera visita a una taberna.
—He comido dos bolsas de patatas, mamá, y una Pepsi. El tío Liam me ha dejado darle un sorbo a su cerveza -explicó torciendo el gesto-. Sabía fatal.
—Bueno, espero que siempre pienses lo mismo, cariño -dijo Claire muy seria-, para que no acabes siendo un borrachín como tu tío Liam. Ha bebido demasiada cerveza en su vida.
Liam no parecía ofendido en absoluto (Claire se habría molestado de ser así), y comentó que ya iba siendo hora de volver a casa. Ella admitió que estaba bastante cansada.
—Pero ha sido un día maravilloso, Kit, me lo he pasado muy bien. Y la comida estaba deliciosa, Norah.
Les dio un beso a ambas y un abrazo extrafuerte, tanto que le dolió el brazo.
Danny dijo que, si se daban prisa, él y Marge tenían tiempo de pasar una o dos horas en el club de baile.
—Primero he de ir a casa a cambiarme -se quejó Marge.
Pero Danny aseguró que así estaba bien.
—Será mejor que me vaya -dijo Con.
—¿Por qué no te quedas un poco más, Con? -sugirió Claire-. Kitty no se va a ir a dormir hasta dentro de un buen rato. -Miró a su hermana, desafiante-. ¿Verdad, Kitty?
Kitty pestañeó y respondió que, efectivamente, así era.
—Estaría bien, Con, si tienes tiempo.
Él dijo, como quien no quiere la cosa, que no le importaría quedarse, y Claire intentó que no se le notara su sensación de triunfo.
Jake se había echado en el sofá y ya estaba medio dormido. Kitty lo mandó a la cama inmediatamente. Norah anunció que no le importaría irse a dormir pronto.
—¡Estoy agotada! -exclamó estirándose y bostezando exageradamente al mismo tiempo.
Le guiñó un ojo a Claire, que asintió en señal de aprobación. Norah ya se había dado cuenta de lo que se traía entre manos. Todo iba según lo planeado.
Menos de una hora después, Claire estaba sentada en la cama bebiéndose el cacao que Liam le había preparado mientras él sostenía el News of the World. Pero sólo leía las páginas de deportes y no tenía ni idea de lo que sucedía en el mundo.
—Ha sido un día genial -dijo ella.
—Sí, genial -coincidió él sin apartar la vista del periódico.
Ella se preguntó de qué estarían hablando Kitty y Con. A menudo la gente se negaba a admitir lo evidente. Kitty era testaruda, y Claire esperaba que no pasara mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que era una locura no casarse con Connor Daley. Claire estaba convencida de que así sería. Reclutaría a Marge para convencerla, le propondría que los invitara a los dos al club de baile cuando celebrasen una fiesta que no fuera sólo para socios, y le diría a Norah que se asegurase de que se sentaban juntos en la cena que tenía pensado celebrar en su nuevo restaurante, La nosequé. Debería haberle pedido un menú para enseñárselo a los vecinos.
—¿Qué color me sienta mejor? -le preguntó a Liam, que seguía con la nariz enterrada en el periódico.
—¿Cómo?
El ni siquiera alzó la vista.
—Que qué color me sienta mejor.
—Ah, esto... el negro, cariño.
—Pero no puedo ir de negro a una boda -replicó.
—¿Qué boda?
Por fin había captado su atención.
—La de Kitty y Con. Me gustaría comprar algo nuevo. El turquesa estaría bien, para variar. -No recordaba haber tenido nunca nada de color turquesa.
Liam parecía dolido.
—Con no me dijo nada en la taberna de que él y Kitty fueran a casarse.
—Eso es porque todavía no lo sabe. Ni tampoco Kitty.
Pero, cuando terminase con ellos, Claire no albergaba la más mínima duda de que los McCarthy celebrarían otra boda antes de que acabase el año.
Tenía ese presentimiento.
FIN
1.- Faith: fe; Hope: esperanza; Charity: caridad. (N. de la T.)
2.- El 1 de abril es el día de los Santos Inocentes en el Reino Unido. (N. de la T.)
3.- El nombre del novelista Anthony Trollope puede confundirse con la palabra trollop, que significa «prostituta». (N. de la T.)
4.- Plato tradicional inglés, preparado con las verduras y la carne sobrantes de un asado. (N. de la T.)
Título original: KITTY AND HER SISTERS
Diseño de cubierta: ROMI SANMARTÍ
Fotografía de cubierta:
© Hanna Monika Cybulko/Dreamstime
© Maureen Lee, 2006
© De la traducción: MÓNICA RUBIO FERNÁNDEZ, 2009
© MAEVA EDICIONES, 2009
Benito Castro, 6 28028 MADRID
ISBN: 978-84-92695-03-4
Depósito legal: M-23.559-2009
Fotomecánica: G-4, S. A.
Impresión y encuadernación: Huertas, S. A.
Impreso en España / Printed in Spain