LADRONA DE MEDIANOCHE (Nalo Hopkinson) - Parte 2
Publicado en
diciembre 05, 2010
Parte 1
Se sentó en el porche trasero, con las piernas colgando por la barandilla, e intentó disfrutar del sol de la mañana mientras pensaba en lo claras que serían las conversaciones que mantuviera a partir de ahora con Janisette. ¿Orgullo? A mi entender, tengo todo el derecho del mundo a ser orgullosa.
¿Vergüenza? Tienes todo el derecho del mundo a sentir vergüenza. No eres mejor que tu madre.
Ignoró a aquella voz silenciosa.
Alguien se acercaba silbando a la parte posterior de la casa. Era la melodía favorita de Cabeza de Melón. Tan-Tan sonrió y levantó la cabeza. Ahí estaba su amigo, con unos pantalones cortos de color caqui excesivamente remendados y una camiseta agujereada. El polvo cubría sus pies descalzos hasta la altura del tobillo.
—Muchacha, ¿qué le has hecho a Janisette, eh? Acabo de cruzarme con ella y llevaba la cara enterrada en un pañuelo.
Los mechones que envolvía su enorme y redonda cabeza de melón se balanceaban con sus pasos; al caminar, los tendones de sus arqueados muslos se flexionaban. Esbozó una gran sonrisa divertida.
Tan-Tan rió.
—Pero, eh-eh. ¿Acaso no es una mujer adulta y yo no soy más que una niña? ¿Qué podría haberle hecho?
Él se apoyó en la barandilla junto a ella y le quitó una hoja del pelo, que había llegado hasta allí con el viento.
—Ya no eres una niña. Mañana serás adulta. ¿Has hecho las maletas?
Tan-Tan se puso seria.
—No, las haré luego.
—¿Les has dicho ya que te vas? —preguntó Cabeza de Melón frunciendo el ceño.
—No. No hables tan alto. Papá está por aquí —Tan-Tan se frotó los brazos sintiendo un poco de frío, pues el sol se había escondido tras una nube—. Ya te lo he dicho. Quiero irme sigilosamente mañana por la noche. Papá y Janisette habrán bebido tanto alcohol que se quedarán dormidos. Dejemos que se levanten por la mañana y descubran que nos hemos ido, ¿de acuerdo?
Cabeza de Melón suspiró mientras levantaba un pie hasta el suelo de la barandilla, aunque sus piernas eran demasiado cortas para que pudiera hacerlo con gracia. Tan-Tan, distraída, quitó algo de polvo de la nudosa rodilla que tenía delante.
—Tan-Tan, ten un poco de sentido común. ¿Cómo vamos a escaparnos durante la noche, eh? Tenemos que ir por el bosque. ¿Quieres que el cachorro del suelo nos coma? ¿Quieres que las moscas de arena nos sorban los ojos y los dejen secos?
—Conozco el camino a Dulce Pan de Maíz.
—Pero sólo hay bosque. ¿Tienes alguna calabaza en la que llevar agua para el viaje?
—¿No puedo compartir la tuya?
—¿Qué comida piensas llevar? ¿Tienes buey bouilli, buju, guisantes y todo eso?
—Un poco —respondió tranquila—. Robaré un poco de comida a Janisette.
—¿Tienes un cazo para cocinarlos y palos para hacer fuego?
—Tengo un cuchillo —dijo, señalando la funda de su cintura.
—¿Y qué? ¿Acaso pretendes cazar jabalíes con eso y con tus manos? ¿Cómo vas a comer? ¿Cómo vas a dormir? ¿Tienes una tienda de campaña y un petate?
—Pensé que podría compartir tus cosas...
—¡Que Nanny me dé fuerzas! Tan-Tan, ¿eres una mujer adulta o sigues siendo una niña? Llevo dos meses preguntándote lo mismo y aún no has preparado nada. ¿No quieres ir a Dulce Pan de Maíz o qué?
—¡Sshh! —susurró Tan-Tan—. ¡Papá te oirá!
Cabeza de Melón la miró con el ceño fruncido y se pasó una mano por la cabeza. Siempre hacía eso cuando estaba preocupado. Tan-Tan intentó explicarse.
—Simplemente quiero hacerlo en silencio, salir de aquí rápidamente sin que se den cuenta.
—¿Cuándo dejarás de esconderte de ellos? —preguntó. Vaciló y añadió suavemente—: Sé que te pegan.
Un remolino de pánico se apoderó de su garganta, como alas agitándose. Cálmalo, disimúlalo, redúcelo. Rió a carcajadas.
—Cabeza de Melón, ¿ese gran cabezón que tienes ha estado haciendo horas extra o qué? Me dieron un par de bofetadas cuando era pequeña, igual que a ti. ¡Hace años que no me ponen una mano encima, hombre! —hizo un gesto de falta de interés con la mano y apartó la mirada para no ver el dolor en los ojos de su amigo.
—Tan-Tan, no intentes engañarme. No voy a dejar que lo hagas. Temes a Antonio y a Janisette y te da miedo irte. Puedo verlo, te conozco demasiado bien.
Tan-Tan solo pudo mirarlo fijamente.
—¿Quieres que se lo diga yo?
—¡No! ¡No les digas nada!
—Hablo en serio. De esta forma, papá y yo podremos ayudarte con los preparativos, si es que tu familia no tiene intenciones de hacerlo —su mirada se suavizó de una forma que no había visto nunca en el rostro jovial y despreocupado de su amigo. Añadió con torpeza—: Yo, hum... que Nanny me oiga, Tan-Tan. Haría todo lo que fuera por ti.
—¿Qué? —El primer "ja" de la risa empezó a salir de sus labios, pero entonces, miró a Cabeza de Melón a los ojos y notó que en su cara se había dibujado una expresión de asombro.
—¿Qué? —repitió, cogiendo aliento. Le aterraba conocer la respuesta.
Cabeza de Melón, que parecía avergonzado, retrocedió un poco.
—Mira, no importa. Volveré más tarde, ¿de acuerdo? —con pasos apresurados y torpes empezó a alejarse.
—Quédate, Cabeza de Melón —él se detuvo, dándole la espalda y mirando hacia el suelo—. ¿Qué estabas diciendo?
Él se giró lentamente, aunque seguía sin mirarla.
—Te reirás.
—¿Me he reído de ti alguna vez? Dímelo.
—Yo... hace tanto que quería decírtelo, pedírtelo... —la cogió de la mano y jugueteó nervioso con una de las cuentas de su brazalete. No la miraba a los ojos—. ¿Crees que alguna vez querrás ser mi compañera?
—¿Yo? —el sonido de su voz bien podría haber sido un sollozo. Apartó la mano—. ¿Por qué me quieres?
—Tú y yo paseamos bien juntos, hablamos bien juntos. No quiero que eso deje de ocurrir, nunca. ¿No te gusto, Tan-Tan?
Aquel no era su amigo; delante de ella había una nueva criatura.
—Nunca había pensado...
Él la interrumpió inmediatamente.
—Sé que nunca habíamos hablado de esto y que tienes muchos pretendientes. Y también sé que mirar mi cara es como mirar a un asno a través de unas bragas rotas...
Una risita burbujeó en los labios de Tan-Tan.
—¡No digas eso! ¡No eres feo!
Los ojos de Cabeza de Melón buscaron los de su amiga. Sonrió vacilante y esperó. Siempre sabía cuándo tenía que esperar, para dejarle hablar a ella... o para dejarle pensar. No era un nuevo Cabeza de Melón; lo único que pasaba es que ahora lo estaba viendo con otros ojos. Siempre había cuidado de ella, siempre la había protegido. ¿A quién le importa el barro de la calle?, susurró la Tan-Tan mala; sin embargo, aquella voz no consiguió herirla; por primera vez en su vida, pudo ignorarla.
—¿Cuándo lo haremos? —se atrevió a preguntar en voz baja.
—¿El ritual? —preguntó él con el rostro radiante de esperanza—. Antes de irnos, para que todo el mundo pueda venir.
—No. Aquí no. Hagámoslo en un lugar nuevo, con gente nueva. Por favor, Cabeza de Melón, aquí no. Cuando nos establezcamos en Dulce Pan de Maíz podemos enviar a buscar a tu padre y celebrarlo allí con él, en nuestro propio hogar.
En nuestro propio hogar; ¿era ella quien estaba pronunciando aquellas palabras?
Él sonrió.
—De acuerdo, si eso es lo que quieres.
—Y qué hay de...
De pronto estaba muy alegre.
—¿Te refieres a tus mil y un pretendientes? Podemos ser una pareja libre, cariño —apartó la mirada con timidez, al igual que ella, sorprendidos por el sonido de aquella palabra cariñosa.
Era la solución perfecta. Él no la despreciaría, ni la insultaría, ni la castigaría. La Tan-Tan mala no estaba de acuerdo, pero pensaría en ello más tarde. Con seriedad, le dijo a Cabeza de Melón:
—Hagámoslo —apenas podía respirar de la alegría. Cabeza de Melón se acercó más a ella, sus ardientes manos estaban sobre sus rodillas. Cuando se inclinó para acariciar sus labios con los de ella, notó que su aliento olía a especias dulces.
¡Crash! Trozos de vidrio roto cayeron sobre ellos. Poniéndose en pie de un salto, vio que Antonio sostenía en la mano el cuello roto de una botella de ron. Su padre empezó a amenazar al muchacho, que retrocedió al instante.
—¡Hijo de puta robacoños! —rugió Antonio—. ¿Qué le has contado para conseguir llevártela a la cama? ¿Eh? —Dio un paso adelante y, tambaleándose, intentó saltar sobre la barandilla. Resbaló y cayó, con los pies descalzos, sobre el cristal roto. Estaba tan borracho que ni siquiera advirtió que sus pies sangraban—. ¿Quieres que te rompa tu bonita cara? ¡No te acerques a mi hija!
Cabeza de Melón se irguió con el rostro gélido.
—Su hija es bastante mayor para hacer lo que le plazca, señor.
El rostro de Antonio enrojeció de furia.
—¡Serás descarado...! —Antonio bajó con rapidez las escaleras del porche.
—¡No, papá! —Tan-Tan lo cogió con las manos para detenerlo y recibió un bofetón en la oreja en la que le habían hecho el implante. El dolor estalló detrás de sus ojos, pero consiguió mantenerse en pie. Sacando fuerzas de su desesperación, cogió a su padre por la cintura para impedirle que bajara las escaleras.
—¡Cabeza de Melón! ¡Vete a casa!
—¡No voy a dejarte sola!
—¡Ella no va a ir a ningún sitio contigo, desgraciado!
—¡Vete, Cabeza de Melón, o será peor!
—¿Estás segura?
—¡Sí! ¡Iré a hablar contigo más tarde!
Cabeza de Melón retrocedió sólo un paso, intentando asegurarse de que Tan-Tan estaría bien. Antonio se calmó, aunque siguió haciéndole gestos obscenos desde la barandilla y murmurando maldiciones incoherentes.
—Tan-Tan —le dijo Cabeza de Melón—, os doy una hora para que habléis. Después vendré con papá y el sheriff y te sacaremos de aquí.
Oh, por favor Nanny, sí.
—¡He dicho que te vayas!
Caminó lentamente hacia atrás, mirando con dureza a Antonio, que hizo acopio de energías y le lanzó el cuello de la botella. Cabeza de Melón la esquivó, dio media vuelta y salió corriendo a la calle.
—Ven, papá. Voy a limpiarte los pies.
Antonio la cogió del brazo con tanta fuerza que sintió que la piel se amorataba.
—¡Puta en celo! —la golpeó con el dorso de la mano. Tan-Tan sintió que sus dientes se clavaban en la lengua.
—¡No, papá!
—¡Cada vez que me doy la vuelta te pones a tontear con alguien! ¿Te crees muy mayor? ¿Eh? ¡Acaso te has olido?
—¡No, papá! ¡Por favor, papá! ¡No volverá a suceder!
Pero Antonio la arrastró hasta el salón. Por mucho que forcejeó, Tan-Tan no pudo soltarse.
—Eres una maldita zorra cuya madre no era más que una zorra. No eres tan mayor como para que no pueda darte unos azotes.
Con una mano, Antonio desató el pesado cinturón de cuero y se lo quitó. Entonces, lo dobló por la mitad y golpeó con él sus espinillas. El dolor era como si la estuvieran cortando con un cuchillo.
—¡Papá! —gritó.
La golpeó en las pantorrillas, en los muslos. Sentía que los golpes eran cada vez más fuertes y gritó, pero Cabeza de Melón estaba demasiado lejos para oírla.
Mientras la azotaba, Antonio la había cogido del brazo y la llevaba a rastras por la casa, hacia su habitación. La tiró sobre la cama.
—¿Es un hombre lo que quieres? ¿Es un hombre? ¡Voy a enseñarte qué puede hacer por ti un hombre!
No. No. Después de tantos años libre, no podía volver a enfrentarse a eso. Antonio le separó las piernas, tiró con fuerza de su falda y desgarró su ropa interior. La penetró y empezó a empujar. Ella lloraba y gritaba por aquel dolor desgarrador que sentía entre las piernas.
—¡Yo también soy un hombre, sabes! ¿Es esto lo que querías? ¿Es esto?
Algo estaba clavándose en su cintura. Acercó la mano para ver qué era y lo encontró: la funda, con el cuchillo dentro. Al oír aquel sonido se sorprendió, pues estaba segura de que no lo había hecho ella. Tenía que haber sido la Reina Ladrona quien había sacado el cuchillo de la funda. Antonio se levantó un poco, preparándose para la siguiente embestida. Tenía que haber sido la Reina Ladrona, la forajida, quien había puesto el cuchillo sobre su esternón y lo había levantado, con la misma rapidez que una serpiente, en el mismo instante en que Antonio dejó caer su pesado cuerpo sobre ella. La hoja se hundió en su abdomen.
—¡Uhhh! —Antonio se sacudió como un pez en un anzuelo y cayó encima de ella. El peso de su cuerpo impulsó hacia atrás el mango del cuchillo, que seguía apoyado en el esternón de Tan-Tan, y éste se abrió camino hacia arriba, hasta llegar a la altura de la barbilla. La cabeza de Antonio cayó sobre Tan-Tan, que empezó a gritar. El cuerpo de su padre sufrió unas cuantas convulsiones pero, finalmente, se relajó. Por su boca salía una sangre muy espesa. Oyó que sus entrañas quedaban libres al morir y, a continuación, sintió que le envolvía un olor muy desagradable.
Tan-Tan se quedó paralizada. Su cuerpo empezó a temblar sin que ella pudiera hacer nada para controlarlo. Se quedó allí, bajo el cadáver de Antonio, esperando a que regresara Cabeza de Melón y pusiera fin a aquella pesadilla.
Y fue allí dónde la encontró Chichibud. El douen olfateó el aire antes de entrar en la habitación.
—Está muerto —dijo.
Tan-Tan sintió que iba a tener un ataque de histeria.
—¡Quítamelo de encima! ¡Quítamelo!
Chichibud saltó sobre la cama y empujó el cuerpo de Antonio hacia un lado. Tan-Tan no podía dejar de temblar; ni siquiera conseguía ponerse la falda bien para taparse las piernas. Chichibud la ayudó. Un suave lamento salía de la boca de la muchacha.
—Sh, sh, doux-doux. Puedo leer las señales. Sé que él te atacó.
Tan-Tan logró encontrar las palabras.
—Él me pegó —tragó saliva. Su pecho le ardía allí donde el mango del cuchillo había trazado un surco, empujado por el cuerpo de papá—. Me pegó muy fuerte, con su cinturón de cuero. Después... en ningún momento tuve la intención de usar el cuchillo, Chichibud. Sólo quería que dejara de hacerme daño. ¡Oh, Dios! ¿Papá ha muerto?
—Sí. Tenemos que irnos de aquí rápidamente.
—No. Cabeza de Melón me dijo que regresaría con Un Ojo.
—Entonces tenemos que ponernos en marcha ahora mismo. Las leyes de Un Ojo son implacables. El asesinato se paga con el árbol de la horca.
—¿Yo? —no podía creérselo.
—Sí, tú. Recoge tus cosas.
Chichibud la empujó hacia el armario mientras él envolvía el cuerpo de Antonio con sábanas. Tan-Tan no hizo nada. Era incapaz de pensar. Sólo lo miraba. Chichibud limpió su nuevo cuchillo de caza entre las sábanas y se lo devolvió.
—¡No, no, Chichibud! ¡No quiero tocarlo! ¡Tíralo!
—No te preocupes, Tan-Tan, no te preocupes —enfundó el cuchillo en su cintura.
Rasgó un trozo de sábana y limpió la sangre del rostro de Tan-Tan. A continuación, señaló la herida que le había hecho el mango del cuchillo en el pecho.
—Te la vendaré luego.
Abrió el armario y empezó a sacar ropa.
Había matado a papá.
De alguna forma, consiguió ponerse la blusa limpia que le tendía Chichibud. Sus manos temblaban con tanta fuerza que sólo consiguió atarse tres botones. El douen le pasó otra prenda: era la falda nueva, la falda de cumpleaños que le había hecho su mujer. Se la puso sobre la falda que llevaba, se quitó la otra y la dejó caer al suelo. Sus ojos seguían perdidos en el bulto sangriento de la cama, que ahora estaba envuelto en sus sábanas. El olor a muerte era intenso. Había matado a su papá.
Chichibud la condujo hacia el exterior de la casa, hablándole suavemente.
—No pasa nada. Tú y yo vamos a ir a dar un paseo, como siempre. Qué bien que Benta haya venido conmigo hoy. Podremos montar en ella.
Fueron a la parte delantera de la casa, hasta el lugar donde crecía el guayabo. Benta, su enorme y robusto pájaro de carga, estaba tendido en el suelo. Era tan grande y sólido como una vaca, aunque tenía plumas verdes y marrones. Cogía hojas de la enredadera de agua que se entrelazaba con el carcomido guayabo y las chupaba. Tenía un cesto de cuero atado al lomo, entre sus rechonchas alas y el cuello, y una gran silla de cuero atada alrededor del cuerpo.
Cuando Benta vio a Chichibud se puso en pie, y empezó a graznar y a batir sus inútiles alas.
—¡Calla! ¡La muchacha se ha metido en un buen lío! No queremos que todo el mundo se entere de nuestros planes.
—Wroow —dijo Benta. Golpeó su cabeza suavemente contra el hombro de Tan-Tan, pues éste era su saludo habitual. A continuación, acarició con el pico el cuello de la muchacha y le peinó sus despeinadas trenzas. Cualquier otro día, eso la hubiera hecho sonreír, pues Benta siempre intentaba arreglarle el pelo. Sin embargo, hoy se quedó de pie y se estremeció. Papá estaba muerto. Alguien lo había matado. Alguien malo.
—Abajo, Benta —dijo Chichibud. El pájaro se agachó—. Tan-Tan, métete en el cesto.
Podía hacerlo. Podía seguir una orden. Benta dobló el cuello y Tan-Tan se sentó en la cesta, con las rodillas dobladas enfrente de la nariz. Le dolía el cuerpo. Esperó a ver qué quería hacer Chichibud. Éste se montó en el asiento que había detrás, sobre el lomo del pájaro. Pasó una tira de cuero entre un mango de la cesta y el otro y los ató.
—Sujétate a esto cuando se ponga en marcha —dijo—. Y mantén la cabeza agachada.
Dentro del cesto olía bien, como a serrín. Oyó que Chichibud se abrochaba el cinturón de su asiento.
—Sujétate, pequeña. Adelante, Benta. Ve directamente al bosque.
El pájaro se puso en pie, sacudió las alas y empezó a correr. Dio la vuelta a la casa, usando las alas para mantener el equilibrio cada vez que giraba. Tan-Tan cerró los ojos. Aquel viaje lleno de baches, dentro de una oscuridad limitada, despertó en su mente el recuerdo de aquello que había sucedido hacía casi una década, cuando se escondió en el maletero del coche de la policía la noche que se llevaban a papá al exilio. Papá...
Poco después, el sonido de los pasos de Benta se convirtió en un ruido sordo; bajo sus pies crepitaban restos de maíz. Tan-Tan abrió los ojos. Se encontraban en los maizales que había alrededor de Junjuh, dirigiéndose rápidamente hacia el bosque, hacia el atardecer.
Por fin llegaron al bosque, al abrigo de los árboles. Cuando la primera rama le golpeó en la cara, intentó agacharse más. Las ramitas golpeaban el cesto. Tan-Tan ignoraba cómo se protegía de ellas Chichibud, porque Benta no había reducido demasiado la velocidad. Pisaba todas las ramas que podía y esquivaba las que no podía pisar. El ruido que había en el interior de la mente de Tan-Tan no se había detenido desde que había empalado a Antonio con su cuchillo. La Tan-Tan mala gritaba en silencio: Antonio está muerto, está muerto. Antonio está muerto. Tú lo has matado.
Después de un rato, Chichibud pidió a Benta que se detuviera. Tan-Tan oyó que olfateaba el aire.
—Vienen a por nosotros, Tan-Tan. Traen a los perros.
¡Los perros! Todos los perros procedentes de Toussaint se habían ido cruzando diversas veces hasta convertirse en robustos mestizos con malas pulgas. Eran capaces de seguir un rastro hasta el Reino Futuro. En alguna ocasión, Tan-Tan había visto animales que habían sido destrozados por la jauría de Junjuh. Eran unos perros demasiado fuertes para poder enfrentarse a ellos. En silencio, se volvió para mirar a Chichibud.
—Benta, depende de ti —dijo él—. Los perros tienen que perder nuestro rastro. Tan-Tan, ¿vas bien atada? Sujétate fuerte.
—Wroow —respondió Benta, que saltó sobre un enorme árbol cercano y arañó con fuerza su tronco. Incluso bajo la rojiza luz del atardecer, Tan-Tan podía ver las garras de Benta clavándose en la madera. El pájaro hundió su pico en el tronco, subió un poco más y, para sorpresa de Tan-Tan, empezó a trepar. Avanzó furtivamente paso a paso, usando el pico para seguir escalando hasta llegar a las hojas, donde se ocultarían. Los perros perderían su rastro en el aire.
Chichibud rió con un suave shu-shu.
—Las personas altas no tenéis ni idea de todo lo que son capaces de hacer los pájaros de carga, ¿verdad?
Tan-Tan se agarró a los lados del cesto hasta que sus dedos le dolieron.
—Tienes que dejarme aquí, para que me encuentren.
—¿Para que el sheriff te cuelgue? Sólo te estabas defendiendo.
—Un Ojo haría bien en colgarme. He matado a papá.
—Papa Bois ha visto lo que realmente sucedió en aquel cuarto, Tan-Tan, y no te ha condenado.
Benta había llegado a la copa del árbol. Antes de que Tan-Tan supiera qué estaba sucediendo, saltó hasta el árbol contiguo, agitando sus inútiles alas al hacerlo. A Tan-Tan se le escapó un gritito.
—Silencio. No querrás que nos oigan.
Benta aterrizó con firmeza en el otro árbol y siguió ascendiendo. Tan-Tan ya podía oír los aullidos de los perros, que seguían su olor y el evidente rastro que había dejado Benta. Llevaban el hocico clavado en el suelo mientras los hombres que corrían tras ellos gritaban: "¡Por aquí! ¡Por aquí!". Las luces de las linternas danzaban entre los arbustos como luces fantasmagóricas en la oscuridad.
Benta se quedó quieta.
Tan-Tan fue tan silenciosa como el último aliento entre la vida y la muerte. Ni siquiera se atrevía a mirar hacia abajo. Los perros gruñían y corrían por los alrededores, buscando el rastro que habían perdido.
—¿Qué diablos pasa con estos sabuesos? ¡Encontradlos, os lo ordeno! —dijo la voz de Un Ojo.
Los hombres golpearon a los perros con látigos. Los perros aullaron, pero habían perdido la pista; ya no había ningún rastro.
—Volvamos a casa —dijo una voz. Era Cabeza de Melón. Tan-Tan logró detener el llanto antes de que éste saliera de su boca. Se sentó en la oscuridad con Chichibud y Benta, apartando con los nudillos sus ardientes lágrimas y las moscas de arena que volaban alrededor de sus ojos.
Las luces y las voces del grupo de caza se desvanecieron. Entonces, Chichibud hizo un sonido chirriante con sus garras, aquel sonido que Tan-Tan conocía tan bien, pues lo hacia siempre que estaba preocupado.
—Creo que ha llegado el momento —se dijo a sí mismo—. Todos sabíamos que esto iba a suceder.
Benta emitió una serie de gorjeos que hicieron pensar a Tan-Tan en una canción de nanny, aunque no eran más que frases sin sentido. Benta empezó a trepar de nuevo, hasta que pudieron ver las estrellas entre las hojas. Continuó subiendo y comprobando su peso sobre las ramas, que cada vez eran más pequeñas. Tan-Tan estaba mareada por el bamboleo de la subida. ¿Las ramas aguantarían su peso? Miró hacia el bosque. Sólo podía distinguir una luz que parpadeaba en la ciudad de Junjuh: una de las lámparas que la gente colgaba en la puerta principal de su casa durante la noche. La oscuridad que había a su alrededor era como una manta espesa, como la del maletero del coche en el que se había escondido cuando... la voz de Chichibud era apenas un susurro cuando le dijo:
—Las personas altas lleváis mucho tiempo viviendo en nuestras tierras; aunque compartimos el mismo aceite, el mismo agua y el mismo aire, nosotros siempre nos hemos mantenido alejados de vosotros. Sin embargo, esta noche, todo cambiará, Tan-Tan. Voy a llevarte muy lejos, donde la gente de Junjuh no pueda encontrarte. Pero para ello tendrás que venir a vivir con los douens. Vas a descubrir cosas sobre mi pueblo que desconocen todos los humanos, y empezarás a conocerlas esta misma noche —Tan-Tan se giró para mirar la silueta de su amigo, agachado sobre el lomo de Benta entre la oscuridad—. Tienes que comprender que estoy depositando en ti una gran confianza, doux-doux. Tienes que comprender que lo estoy haciendo para salvarte. A cambio, tú tendrás que protegernos.
—No te sigo.
—Cuando quitas una vida, tienes que devolver dos, ¿Mantendrás a salvo los secretos de los douens? Debes jurarlo. Sé que en estos momento no tienes demasiadas ganas de hablar, pero tienes que jurarlo en voz alta.
El corazón de Tan-Tan latía lentamente y con fuerza en su pecho, como un tambor. Cuando quitas una vida, tienes que devolver dos. Tan-Tan inclinó la cabeza y prestó el juramento que Chichibud le había pedido.
—Lo juro, Chichibud.
—Recuerda que lo has jurado, pequeña. Papa Bois está escuchando.
¿Qué haría a continuación? Recordó que de pequeña solía pensar que los douens eran mágicos.
—Durante el día —le explicó Chichibud—, el pájaro de carga sólo se mueve por el suelo; pero ahora es de noche, nadie puede verlo.
Entonces, levantó la voz.
—¡Benta! ¡Ahora!
El pájaro de carga dio un graznido que parecía de alegría. Hinchó y deshinchó su abdomen repetidas veces y empezó a batir las alas, fuerte y rápidamente. Las sombras que aleteaban entre la oscuridad cada vez eran más grandes. Aquellas alas que a Tan-Tan siempre le habían parecido demasiado pequeñas estaban creciendo, haciéndose largas y fuertes.
—¡Chichibud! ¿Qué está haciendo?
—Las estrías de sus alas se llenan de aire cuando tiene que volar —respondió Chichibud gritando, para hacerse oír sobre el sonido de las alas.
¿Volar? Benta saltó del árbol y cayó en picado hacia el suelo. Tan-Tan gritó. Con un golpe de sus poderosas alas se enganchó en el aire y con el siguiente, empezó a volar por encima del bosque, ganando más y más altura, hasta que Tan-Tan fue incapaz de distinguir las copas de los árboles en la oscuridad.
Chichibud se inclinó y gritó sobre el fuerte viento.
—Desde que las personas altas empezasteis a venir a Nuevo Árbol a Medio Camino, los pájaros de carga sólo vuelan de noche, donde nadie puede verlos. Te voy a llevar a un lugar que no ha visto jamás ninguna persona alta.
El viento susurraba en el rostro de Tan-Tan y la brisa secó sus lágrimas. El aire frío y limpio despejó parte de la niebla que había en su mente. Tan-Tan, la Ladrona de Medianoche, estaba volando sobre su reino, libre de todo pensamiento y sin nada que temer. Dulce carroza, es hora de pasear. Rió a carcajadas, pero el viento le arrancó la risa de la boca y se la llevó muy lejos. Antonio ha muerto, siseó la Tan-Tan mala. Tú lo mataste. Cuando quitas una vida, tienes que devolver dos.
Una fuerte bajada en picado despertó a Tan-Tan, que se sujetó a la correa del cesto. Estaba empezando a amanecer. La muchacha miró hacia atrás, hacia donde estaba sentado Chichibud, y vio que a pesar del fuerte descenso, el douen seguía dormido. Sin embargo, sus largos dedos se sujetaban con fuerza a la correa en el punto en el que ésta se curvaba alrededor del cuerpo de Benta.
Aunque Chichibud la había tapado con una manta, Tan-Tan tenía mucho frío. Además, le dolían las rodillas, pues había pasado la noche entera con las piernas flexionadas dentro del cesto. De todas formas, prefirió pensar más tarde en los cardenales que tenía. Rebuscó en su bolsillo y encontró un pedacito de carne seca de rana de San Antonio que le había dado Chichibud. Se lo llevó a la boca, ensalivándolo bien para ablandarlo.
La noche había sido larga, oui. El enérgico viento les impedía hablar durante el vuelo, así que habían viajado en silencio. Tan-Tan, envuelta en aquella rápida oscuridad, era incapaz de apartar de su mente el recuerdo del peso y el olor del cadáver de Antonio apuntalándola a la cama. Había logrado dormir unas cuantas veces, pero había despertado por el dolor de sus rodillas.
Ahora el día era más brillante y podía ver qué había a su alrededor. Tan-Tan se sentó bien erguida en el cesto y acercó una mano a las mejillas. Al rozarlas, cayeron unas lágrimas secas. Benta seguía bajando en picado. Tan-Tan miró hacia abajo.
—¡Mierda! —gritó.
Se estaban dirigiendo directamente hacia el dosel del bosque, hacia un círculo frondoso, tan grande como cualquier pueblo, que se encontraba a menor altura que las copas de los árboles más altos.
—Eso de allí es nuestro hogar —gritó Chichibud, logrando que su voz se oyera por encima del sonido del viento.
Entonces empezaron a descender entre hojas y ramas verdes que se hundían al pasar. Tan-Tan cerró los ojos y escondió la cabeza en el fondo del cesto para evitar los latigazos de la vegetación.
Benta chilló, movió las alas hacia atrás y aterrizó con una sacudida. En algún lugar entre la maleza, Tan-Tan oyó el grito de otro pájaro de carga.
—¡Hola Taya! —gritó Chichibud en respuesta. A continuación, le explicó a Tan-Tan—: Es la hermana de Benta.
Benta chilló a su vez para saludarla (de nuevo, con aquella canción de Nanny sin sentido), balanceando la cabeza y arrullando, como una paloma. Empezó a sacudir las alas para que se redujeran de tamaño y, a continuación, las dobló.
Al principio, Tan-Tan no era capaz de comprender qué era lo que estaba viendo. Era algo tan grande que sólo podía ir asimilándolo por trozos: primero la penumbra y un intenso calor húmedo; el sonido de hojas susurrando en el viento y brillantes hojas de borgoña a su alrededor, algunas tan grandes como ella. Después descubrió que el lugar en el que habían aterrizado, que se curvaba a ambos lados, no era el suelo, sino una rama; una rama gigantesca, tan ancha como una autovía de dos carriles. Había ramas enormes por todas partes, tan grandes que desaparecían en las sombras como si fueran senderos. Otras más pequeñas salían de ellas, como si fueran sendas. Aquel lugar era un árbol impresionante, tan grande que no podía verlo entero.
¡Otro chillido! Trinos y gorjeos multitudinarios que llamaban a Chichibud y a Benta. Los douens salían de entre la maleza, descendiendo por las ramas, balanceándose en lianas y volando sobre pájaros de carga. Arriba, en el aire, unos animales parecidos a los murciélagos saltaban de una rama a otra y se llamaban entre sí. Empezaron a aterrizar, ¡prap! ¡prap! ¡prap!, a su alrededor. En realidad aquellos animales no volaban, sino que planeaban. Aterrizaban en una rama, cogían impulso y saltaban hacia la siguiente. Y no paraban de charlar entre sí como niños pequeños. ¡Mama Nanny! ¡Qué feos eran! Si hubiese estado sola, Tan-Tan habría salido corriendo sin dejar de gritar, pero Chichibud les estaba sonriendo y Benta gorjeaba a modo de saludo.
Por fin les alcanzaron los primeros douens. Todos miraron sorprendidos a Tan-Tan y se pusieron a hablar con Chichibud. En respuesta, éste pió lo más rápido que pudo. Benta chilló y batió las alas, y todo el conjunto era una cacofonía. ¿Cómo lograban entenderse entre tanto alboroto?
En aquel momento, Tan-Tan se dio cuenta de que había dos tipos de murciélagos: unos tenían extremidades similares a las de Chichibud, con las dos patas traseras dobladas hacia atrás. Algunos estaban cubiertos de largos cabellos y otros, que parecían mayores, carecían de él. La mayoría tenían aletas de piel que se expandían entre los brazos y el cuerpo. ¡Los niños douens podían volar! Imaginó que el otro tipo de murciélagos debían de ser pájaros de carga jóvenes; sus plumas estaban alborotadas, hacia arriba, igual que el pelo cuando te acabas de levantar. ¿Pero qué clase de pájaros de carga eran? ¡Sus bocas eran una mezcla de hocico y pico y estaban repletas de dientes! Algunos caminaban encorvados, como si estuvieran aprendiendo a mantenerse erguidos. Además, saltaban como los douens en vez de caminar o correr como Benta. Por primera vez, Tan-Tan advirtió lo parecidos que eran los pies de los pájaros de carga y los de los douens.
Chichibud saltó de su silla hasta la rama del árbol.
—Estás en Papa Bois —le dijo a Tan-Tan—. El padre árbol que nos alimenta y nos cobija. Cada pueblo douen tiene su propio padre árbol. Tan-Tan, ven en paz a mi hogar y, cuando te vayas, hazlo con amistad.
¿Amistad?, gritó la voz de la Tan-Tan mala, que en la tierra de los douens sonaba con más fuerza. ¿Acaso puedes ser amiga de alguien? ¿Acaso eras amiga de nuestro padre? Chichibud se acercó a ella para ayudarla a bajar. Ella retrocedió.
—Prefiero hacerlo sola —descendió por el lomo de Benta.
Dos niños aterrizaron junto a ella, un douen y un pájaro de carga. Benta gorjeó un saludo.
—Hola Zake —dijo Chichibud—. Hola Abitefa.
¿Aquel niño douen era su hijo? Zake le hizo pensar en los antiguos disfraces de murciélago, correosos y lisos, de la Vieja Mascarada. ¡Qué niño lagarto más feo! Dio una paso hacia atrás. El niño retrocedió en dirección contraria y el niño pájaro de carga hizo lo mismo.
Los habitantes del árbol habían formado un círculo a su alrededor: niños y hombres douen y pájaros de carga. ¿Dónde estaban las misteriosas mujeres douen? Todos los hombres hablaban con Chichibud muy rápido, en su idioma. Entonces, su amigo gritó y la mayoría de los douens guardaron silencio. Los niños se apretujaron delante del todo sin dejar de mirar a Tan-Tan, haciendo chasquidos nerviosos con sus diminutas garras y presionando sus pequeños cuerpos contra los de los adultos, buscando consuelo. Chichibud volvió a llamar a Zake y por fin, el niño salió del corro arrastrando los pies, sin dejar de mirar de reojo a Tan-Tan. Su joven mascota de pájaro de carga le seguía, avanzando torpemente con sus andares de anciano. Benta acarició con la nariz al niño y al pájaro.
Mientras Chichibud desataba la silla de Benta y la cargaba sobre su espalda, uno de los douens se acercó a él. Tenía la gola del cuello hinchada, debido a la cólera que sentía. Dejó escapar aire por la boca con un fuerte silbido y empezó a discutir de nuevo, moviendo el hocico en dirección a Tan-Tan. Chichibud le respondió con calma y algunos douens del corro repitieron sus mismas palabras, como si estuvieran de acuerdo con él. Sin embargo, el que estaba enfadado empezó a mirar a Tan-Tan fijamente a los ojos; de repente, acercó una de sus extremidades a su zona genital y dejó escapar un chorro caliente y verde de orina allí mismo, en la rama que había a los pies de la muchacha. Tan-Tan se apartó. La fina capa de madera que había sido alcanzada por la orina empezó a deshacerse. Inmediatamente, Chichibud saltó entre ella y el douen enfadado con la gola del cuello totalmente levantada. Ambos se miraron y se gritaron entre sí. El extraño, acercando una mano al cinturón del cuchillo, se abalanzó sobre Tan-Tan y, de un golpe, la tiró al suelo. Entonces, algo grande y cálido cubrió el cuerpo de la muchacha con delicadeza: Benta se había colocado encima de ella para protegerla bajo su inmenso y cálido cuerpo. A pesar de su enorme tamaño, el cuerpo de Benta era ligero. Tan-Tan oía batir sus alas mientras gritaba:
—¡Krret! ¡Tzitzippud!
La última palabra sonaba prácticamente igual que el nombre de Chichibud. Desde donde estaba, Tan-Tan sólo podía ver las suaves plumas del pecho de Benta. El douen enfadado se acuclilló delante del pájaro de carga y dejó el cuchillo en la funda. Extendió las manos, que ahora estaban vacías, y deshinchó la gola de su cuello. Chichibud se acercó a Benta lentamente y le murmuró algo en voz baja en el idioma de los douens. Entonces, el pájaro de carga se levantó para que la muchacha pudiera salir, pero ella se sentía tan segura en aquella oscuridad que le había proporcionado Benta que no se movió.
—Sal de ahí ahora mismo —le ordenó Chichibud.
—¿Estás seguro? Me da miedo que ese hombre me mate.
—¿Kret? No, mujer. Si lo intenta, Benta le parará los pies.
—¿Por qué quiere hacerme daño?
—Considera que tendría que haberte dejado en Junjuh para que las personas altas se ocuparan de ti a su modo. Pero debes confiar en Benta, Tan-Tan. Ella te protegerá. Tratar con una mujer es mucho más difícil, ¿oui?
—¿Una mujer?
—Ese es otro asunto de los douens que tienes que aprender. Benta es mi esposa.
Benta rió con alegría. Se levantó y metió la cabeza debajo de su cuerpo para mirar a Tan-Tan con un ojo púrpura. Si realmente estaba hablando, los sonidos que emitía bien podían significar "bienvenida". Tan-Tan salió de debajo de ella y miró enfadada a Chichibud.
—¿Te estás burlando de mí?
Benta gorjeó en dirección a Chichibud.
—Sí. Ya te dije que no se lo creería.
El douen que había atacado a Tan-Tan hizo un sonido similar al de una bisagra oxidada; después, se levantó y se unió al corro.
Benta se acercó a la muchacha y gritó: "¡Tann-Tann!", mientras le daba golpecitos con el pico en el pelo, intentando peinarlo.
—No, no; espera —¡Estaba hablando con el pájaro como si pudiera entenderla! Benta retrocedió—. Chichibud, no lo entiendo. Pertenecéis a dos especies distintas.
Los pájaros de carga que había a su alrededor agitaron las plumas.
—Lo que estás diciendo les resulta divertido —explicó Chichibud—. Todos pertenecemos a la misma especie. Sólo las personas altas son iguales; las mujeres os parecéis mucho a los hombres, y también los niños.
¡Tan-Tan empezó a reír! Contuvo la risa y miró atentamente a Benta. Observó sus pies de pájaro, tan parecidos a los pies de los douens y descubrió que sus plumas eran muy parecidas a los largos cabellos de los niños murciélago. El pájaro de... es decir, la mujer douen, la miraba con calma.
—¿Y siempre ha sabido hablar? —preguntó a Chichibud.
—¡Háblame a mí! —gorjeó Benta. En esta ocasión, los hombres douen añadieron su risa shu-shu al movimiento de las alas de los pájaros de carga.
—Lo... Lo siento, Benta.
—Bien.
Ahora que Tan-Tan sabía que Benta era inteligente y capaz de hablar el lenguaje humano, podía comprender al pájaro de carga con mayor claridad.
—Benta siempre ha sabido hablar —dijo Chichibud—. Todas las hinte, las mujeres douen, pueden hacerlo. Lo único que sucede es que nunca hablan delante de las personas altas. Quieren mantenerlo en secreto.
—Qué raro —murmuró Tan-Tan.
—Las hinte prefieren comunicarse cantando. No hay momento más dulce en el mundo que cuando una hinte te canta.
Entonces, Benta inició una concatenación de sonidos, un mudo gorjeo similar a la canción de Nanny. Chichibud se acercó a ella.
A continuación, Tan-Tan conoció a toda la comunidad de Chichibud y Benta. Primero al viejo Res, el más anciano de todos, que tenía los ojos nublados y cuyos colmillos se habían ido erosionando hasta convertirse en estaquillas. Tan-Tan se preguntó cuántos años vivían los douens. Res olfateó su piel para saludarla y después trepó con agilidad por una enredadera, hasta una rama más elevada del padre árbol, para seguir contemplando la escena. De uno en uno, todos se presentaron. Las hinte le lamieron la ropa y las manos con su fina lengua córnea; los hombres y los niños la olfatearon. Al haber tantísimos douens, el olor a nuez moscada y vinagre de los adultos era muy intenso. Los niños, inquietos y nerviosos, olían a algo parecido a saliva. Una niña que estaba a punto de convertirse en pájaro de carga le lamió la blusa y le olfateó la piel, como un niño y una mujer. Al verlo, hubo muchos shu-shu y susurros entre los douens, divertidos por su confusión de adolescente. Los hombres olfateaban a Tan-Tan educadamente, aunque algunos de ellos bajaron sus segundos párpados del mismo modo que solían hacer cuando algo olía mal. Muchos la saludaron en su idioma y Tan-Tan creyó reconocer a alguno de ellos. A decir verdad, había ocasiones en las que la única forma que tenía de distinguir a Chichibud del resto de douens que trabajaban en Junjuh era por la cicatriz de su pierna, que se hizo el día que luchó contra el pájaro jumbie. Kret se limitó a quedarse a un lado y, cuando Tan-Tan lo miró a los ojos, le dio la espalda. Después, todos los douens, hombres y mujeres, se situaron debajo de la rama que ocupaba Res. Se quedaron de pie, hablando entre sí en su melódica lengua y mirando a Tan-Tan de vez en cuando. Para alegría de la muchacha, Benta permaneció junto a ella. Ya no le podían quedar por ver muchas más cosas extrañas, ¿oui? Se abrazó al cálido costado de Benta, que se recostó y emitió un sonido reconfortante. Entonces, Tan-Tan recordó que era una mujer, no un pájaro de carga. Con las orejas rojas por la vergüenza, se separó de ella.
—¿Dónde voy a quedarme, Benta?
—Conmigo —gorjeó; añadió algo más, pero Tan-Tan tuvo que pedirle disculpas: hablaba demasiado rápido para entenderla.
Chichibud dejó al grupo que estaba discutiendo y regresó junto a Tan-Tan y Benta. Intentó volver a presentarle a sus hijos, Zake y Abitefa (pues era una niña douen, no un pájaro de carga), pero no quisieron acercarse. Arriba, en su rama, Res graznaba con severidad a los douens congregados.
—Así que... —empezó a decir Tan-Tan, intentando desesperadamente encontrar algún sentido al nuevo mundo en el que se encontraba—. ¿Así que las mujeres douen tienen hijos de dos clases?
Benta empezó a trinar una respuesta. Tan-Tan escuchó con toda su atención, pero sólo logró entender alguna palabra suelta: "douen", "niños" y "volar".
—No... —dijo con impotencia.
Chichibud empezó a explicárselo de nuevo.
—Cuando salen del huevo —(¿Salen del huevo?, pensó Tan-Tan)—, todos los niños douen son como Zake, tanto los varones como las hembras. Todos tienen piel y alitas y pueden planear. A medida que los varones van creciendo, pierden las alitas y el pelo; sin embargo, en las hembras, el pelo se transforma en plumas, los brazos se arquean para convertirse en alas y la boca se transforma en un pico. Empiezan a volar en cuanto ponen el primer huevo. Además, las hembras aprenden dos formas de hablar: una para comunicarse entre ellas y otra que utilizan cuando hablan con los hombres y los niños. A los hombres douen nos resulta muy triste recordar que una vez fuimos capaces de volar como ellas. Si uno de nosotros quiere volver a volar, tiene que unirse a una hinte.
Tan-Tan no quería escuchar nada más, ¿oui? Se sentó en la rama del árbol para intentar recuperar un poco de cordura. Entonces, algo cayó del aire y aterrizó sobre su regazo. Era un objeto pequeño y suave. Levantó la mirada y vio que el Viejo Res estaba justo encima de ella. En la penumbra, no podía ver qué era lo que le había tirado, así que lo recogió y lo sostuvo bajo la luz. El objeto se retorcía entre sus dedos. ¡Era una viscosa rana de San Antonio!
—¡Aahh! —Tan-Tan intentó lanzarla bien lejos, pero Chichibud fue más rápido que ella. Saltó y cerró su puño sobre el de la muchacha, y la rana de San Antonio quedó atrapada en la jaula que formaron con sus manos. La muchacha intentó sacársela de encima. Odiaba las cosas viscosas, pues le recordaban a las diversas formas que tenía el cuerpo de segregar babas, a todos aquellos fluidos corporales que había conocido con padre.
Chichibud le sujetó las manos con fuerza.
—¡Oh! —gritó, como si pretendiera que todos le oyeran—. Es un regalo que te ha hecho Res. La carne cruda de rana de San Antonio es la más dulce que tenemos. El hecho de que te haya ofrecido este regalo significa que te ha aceptado como huésped en nuestro padre árbol. Debes agradecérselo y comértela.
—¿Te has vuelto loco o qué? —siseó Tan-Tan—. ¿Cómo voy a comerme esa asquerosidad?
—Pequeña —respondió con suavidad el douen—, si quieres dormir segura esta noche, cierra la boca y haz lo que te he dicho. A muchos de mis compañeros no les hace demasiada gracia la idea de que haya una persona alta entre nosotros, y menos aún si es una que puede causarnos problemas, pues ha matado a uno de los suyos. Temen que aparezcan más personas altas en tu búsqueda. Es una oportunidad que te está dando Res, al igual que yo, así que tienes que hacer lo que te estoy pidiendo, ¿de acuerdo?
Si quitas una, tienes que devolver dos. Al igual que había hecho Chichibud, Res le estaba ofreciendo su bondad. Ambos intentaban salvarle la vida.
—¿Qué tengo que hacer, Chichibud?
—Tienes que comerte la rana.
—¿Cruda? —Tan-Tan sintió arcadas. La aceitosa rana se retorcía frenéticamente en su mano.
—Sí, pero voy a intentar que no te resulte tan duro.
Tan-Tan apretó los dientes y asintió.
—Buena chica. Tienes agallas.
Chichibud le dijo algo a Res y el viejo douen rió con su shu-shu. A continuación, se volvió hacia Tan-Tan.
—Le he explicado que como no conoces nuestras costumbres, tengo que enseñarte a comer una rana de San Antonio —antes de que Tan-Tan pudiera responder, Chichibud se la quitó de las manos y le arrancó la cabeza de un mordisco. Después, acercó su cuerpo a los labios de la muchacha. Tan-Tan sintió que se ahogaba e intentó con todas sus fuerzas no echar a correr—. Toma un poco de sangre, doux-doux. Pero haz ver que te la estás bebiendo toda.
Tan-Tan dio un pequeño sorbo al cálido hilo de sangre que bombeaba bajo su barbilla. Era salada y dulce a la vez. Cuando se extendió por su lengua, como si fuera barro espeso, recordó la primera vez que Antonio había eyaculado en su boca mientras le susurraba al oído: Sí, cariño, lo quieres, ¿a que sí? Sintió que el estómago se le subía a la garganta, pero continuó bebiendo la sangre de la rana. ¡Oh, Nanny! Miró a Chichibud a los ojos, suplicándole que acabara aquella tortura... pero aún tenía que hacer algo más.
—Toma, Tan-Tan. Muerde una de las patas. Si puedes comértela, hazlo; si no puedes, haz ver que la estás masticando y déjala junto a la mejilla.
Intentó no vomitar. Aunque las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, cogió el diminuto animal muerto que le ofrecía Chichibud. Contuvo el aliento. Cerró los ojos y dio un mordisco a la rana de San Antonio. Oyó que estallaban unos huesos y sintió cómo se desgarraba el tendón. Intentó ignorar aquel olor, el olor del cuerpo de Antonio después de haber sido abierto en canal. Sin saber cómo, logró tragarse el pequeño trozo de carne y escupió el hueso de la pata en su mano.
Y entonces tuvo la impresión de que aquella era la señal que habían estado esperando todos los douens: los hombres que estaban en lo alto del padre árbol empezaron a entonar una especie de canción tirolesa y las hinte batieron las alas y balancearon la cabeza, gritando al cielo.
—¿Qué pasa? — preguntó Tan-Tan a Chichibud, mirando a su alrededor para buscar un lugar por el que pudiera escapar.
—Has comido rana de San Antonio, así que has comido nuestros secretos. Ahora sabemos que estamos a salvo contigo.
Sólo Kret parecía molesto. Pasó lentamente por delante de Tan-Tan, manteniendo sus ojos nublados fijos en ella. Había cerrado sus segundos párpados para mirarla, hecho que representaba una grave insulto para los douens. Benta siseó. Kret le dedicó a Tan-Tan una última mirada y corrió hacia el borde de la rama en la que se encontraban. Entonces saltó, agarrándose a una enredadera, y desapareció.
Parecía que todo había terminado. Los douens empezaron a desvanecerse por el padre árbol, algunos planeando, otros saltando y otros caminando. Al final, sólo quedaban en aquella rama Benta, Chichibud y sus dos hijos. Tan-Tan le dio a su amigo lo que quedaba de la rana, y él se la metió en la boca y empezó a masticarla como si fuera un caramelo duro. Tan-Tan podía oír cómo estallaban los huesos. Apartó la mirada.
—¿Hay algún lugar en el que pueda acostarme? —imploró—. Estoy muy cansada.
—Ven, te lo enseñaré —Benta los condujo al contrafuerte aéreo de una planta trepadora. En una higuera de Bengala normal hubiera sido estrecho, pero en este gigantesco árbol era más ancho que Tan-Tan con los brazos extendidos. Además, había asideros tallados en él.
Sus ojos, que ya se habían acostumbrado a la penumbra, descubrieron que el padre árbol era una especie de manglar. Diversos troncos inmensos sostenían su masa. Por todas partes crecía un hongo fluorescente que proporcionaba luces de orientación. Tan-Tan se quedó boquiabierta cuando Zake saltó de la rama y, tras abrir sus alitas, empezó a planear. Se dirigía hacia abajo, hacia la oscuridad. Abitefa gorjeó algo a su madre y empezó a descender por la raíz aérea.
—Móntate a lomos de Benta —le dijo Chichibud. Él cogió una liana y descendió por ella.
Tan-Tan miró a la hinte, que murmuró alguna cosa. Tan-Tan frunció el ceño, aunque en verdad, lo único que le apetecía en aquellos momentos era ponerse a llorar. No comprendía nada. Quería regresar a casa, pero no podía hacerlo. Benta avanzó hacia ella e intentó poner un hombro debajo de su muslo, pero por mucho que se agachaba, seguía siendo demasiado alta para que la muchacha pudiera pasar la pierna sobre su inmensa espalda. Benta gorjeó y Tan-Tan sacudió la cabeza con impaciencia, pasándose las manos por el cabello. Entonces, la hinte le dio unos golpecitos en la espalda con el pico. Tan-Tan miró hacia el lugar que le señalaba y vio que había doblado una pata para hacer un escalón por el que pudiera encaramarse a su espalda.
—¿Quieres que me suba a tu pierna, Benta?
—Sí.
Y de esta forma, Tan-Tan logró encaramarse a la espalda de la hinte. Apenas se había sentado cuando Benta cogió impulso y se lanzó en picado. El estómago de Tan-Tan dio un salto. Se agarró a su serpentino cuello y apretó las piernas con todas sus fuerzas. ¡Benta no había sacado las alas!
La hinte planeó con seguridad, aterrizando sobre una rama y dejándose caer de nuevo para aterrizar en la siguiente. Tan-Tan cerró los ojos para no ver las hojas que pasaban a toda velocidad junto a su cara. Los oídos le estallaron y sus doloridas piernas protestaban. Benta aterrizó con una sacudida sobre una superficie dura. En esta ocasión, no saltó inmediatamente a otra rama. El mundo volvía a estar quieto. Tan-Tan abrió los ojos.
La estructura que tenía delante era un conjunto de esferas del tamaño de una habitación, del color y la textura de las hojas secas. Tan-Tan intentaba buscar un recuerdo de su infancia. Aquella cosa parecía un nido de avispas gigantesco. Junto a él crecía un árbol de halwa que hundía sus raíces en el padre árbol, como un loro apoyado en un palo. A su alrededor brotaban diversas plantas que se alimentaban directamente de las ramas. En la superficie, a ambos lados de la estructura del nido de avispas, estaban las dos mitades del pico del pájaro jumbie que Chichibud había matado hacía tantos años. Benta le dijo algo a Zake, que se había encaramado a una de las mitades, y el niño se deslizó hasta la rama y desapareció por un agujero de la estructura del nido de avispa. En aquel mismo instante, Chichibud apareció por aquel mismo agujero, seguido de Abitefa, que trepaba con torpeza tras él.
—Ahora bájate —dijo Benta. Tan-Tan se soltó de su cuello, aunque sentía que sus brazos querían quedarse allí para siempre. Bajó hasta el suelo, deslizándose por el cuerpo de la mujer.
—¡Habéis llegado! —dijo riendo Chichibud—. Empezaba a pensar que Benta te había dejado caer.
Abitefa chilló y agitó su cuerpo, riendo como las hinte.
—Me alegro de que os resulte tan divertido —murmuró Tan-Tan—; sin embargo, yo no soy un murciélago, ¿sabéis? No estoy acostumbrada a viajar así.
—Entra.
Al acercarse, Tan-Tan pudo ver la sustancia legamosa que formaba las cúpulas de la vivienda, y las ramitas y las hojas secas que habían mezclado en ella para reforzarla. Sobre aquella sustancia crecía un suave musgo con diminutas hojas cuadradas. Probablemente, servía para impedir que entrara el agua.
La familia douen había desaparecido por el agujero de la entrada. Tan-Tan tuvo que agacharse para entrar y, al hacerlo, sintió un intenso dolor en las heridas.
El interior era espacioso y estaba bien ventilado. Por todas partes crecía un hongo resplandeciente que iluminaba la sala, ayudado por unas lámparas de queroseno (compradas a los humanos) que colgaban a cada nivel. Las cúpulas se conectaban por el interior en forma de barco, ascendiendo tres o cuatro plantas. Algunas de las paredes tenían agujeros redondos a modo de ventanas... o puertas, imaginó Tan-Tan, pues los douens podían volar.
Algunas de las cúpulas de la casa habían sido construidas con ramas más pequeñas del padre árbol. El conjunto de la estructura parecía muy estable.
Zake brincó hasta una raíz aérea en la que se habían tallado los mismos asideros que había visto antes. El niño trepó por la rama dirigiéndose al siguiente nivel. Una vez allí, abrió bien los brazos y, gritando de alegría, saltó en el aire para planear hasta el nivel del suelo. En cuanto aterrizó, se alejó brincando hacia otra habitación. Tan-Tan y los demás lo siguieron.
En medio de la sala se alzaba una mesa oval bastante baja. A su alrededor había un círculo de leños, probablemente para sentarse o encaramarse a ellos, dependiendo de quién los utilizara. Zake se zambulló en una pila de cojines bastante esféricos, aunque de diferentes tamaños y formas, que había junto a una pared, y los puso a su alrededor para hacerse un nido temporal. Después de acomodarse, extendió un brazo y arrancó un trozo de hongo fluorescente que crecía en la pared. Para sorpresa de Tan-Tan, se lo metió en la boca y se lo comió. El niño la miraba con atención, sin decir nada.
Tan-Tan reconoció el tinte del tejido de los cojines; era obra de la mujer de Chichibud...
—¿Cómo teje Benta?
—¿Por qué no se lo preguntas a ella, doux-doux? —respondió—. Estoy seguro de que le encantará explicártelo.
Tan-Tan sintió que sus orejas enrojecían de vergüenza. Había vuelto a olvidar que podía hablar directamente con ella.
—Sígueme.
La hinte la condujo por una habitación que tenía un agujero en el suelo. Tan-Tan tenía ganas de hacer pis, pero no tenía ninguna intención de acuclillarse en el suelo y quedarse con el trasero al aire en aquel agujero, como si fuera algún animal salvaje, una bestia del bosque. ¡Además, aquella habitación ni siquiera tenía puerta! Arrugó la boca, asqueada.
La siguiente sala, que estaba demasiado oscura para verla bien, era el lugar donde trabajaba Benta. Por todas partes había telares y tintes; diversas tiras de color rojo pimentón y amarillo ocre estaban secándose, colgadas de cables que iban de una pared a la de enfrente; las telas estaban dobladas en cuadrados y apiladas en una de las mesas de poca altura; en un telar inclinado había una tela a medio terminar. Tan-Tan pudo ver las danzantes figuras negras que Benta estaba tejiendo en ella. Si no tenía manos, ¿cómo lo hacía?
Benta se acercó al telar y, con el pico, cogió un enredado hilo que colgaba a un lado. El extremo del hilo estaba unido a una lanzadera. Benta empezó a pasarlo por el telar, usando un pie y el pico, como si fuera un loro comiendo una nuez. Movía el pedal con el pie que tenía en el suelo.
—¡Pero eh-eh! —rió Tan-Tan. ¡En este lugar es todo tan extraño!
Benta dejó el telar y gorjeó:
—Es hora de bañarse.
El cuarto de baño era una oscura habitación que había junto a la que tenía el agujero para hacer pis. En aquella sala había un enorme tiesto que brotaba del padre árbol. A Tan-Tan le hizo pensar en la parte superior de una piña, aunque medía más de tres metros. Las puntas desaparecían por unos pequeños agujeros que se abrían a los lados de la habitación, por los que entraba una luz serena y difusa. Además, la sala también estaba iluminada por una lámpara de queroseno que colgaba de uno de los espinosos pétalos de la flor, proyectando un chorro de luz parpadeante sobre la pared. Cuando sus ojos se adaptaron a aquella tenue iluminación, Tan-Tan descubrió que la corola de la flor estaba llena de agua. ¡Era una bañera natural! Abitefa estaba tirando en su interior unas hierbas machacadas que llevaba en un pequeño cuenco, mientras removía el agua con aquellos brazos que se estaban convirtiendo en alas. Las hierbas tenían un olor intenso, como el del café recién hecho. En cuanto acabó, la niña se puso en pie y se acercó a una estantería para coger un botecito de hierro que estaba agujereado por los lados; al moverlo en el aire, salió un humo aromático. El cuarto de baño era un lugar tranquilo y silencioso, un lugar perfecto para limpiar el cuerpo y la mente.
Benta las dejó solas en la habitación. Abitefa miró a Tan-Tan, apartó la mirada y se alejó arrastrando los pies.
—Hum, ¿Abitefa? —dijo Tan-Tan. La joven hinte se detuvo y la observó en silencio. ¿Sabía hablar en su idioma?—. Tengo que, uh... Tengo que hacer pis.
Abitefa la condujo a la habitación contigua que había cruzado hacía escasos minutos. Tan-Tan miró hacia el interior del agujero y descubrió que de él colgaba una especie de cuenco. Cuando vio las pálidas y enormes larvas que se retorcían entre la asquerosidad que había allí dentro se le revolvió el estómago, pero no podía esperar más. Estaba a punto de reventar.
—¿Puedes vigilar la puerta, por favor?
Abitefa gorjeó, pero luego cambió de idioma:
—¿Qué tengo que vigilar?
Era una pregunta.
—Quiero decir que si te puedes quedar junto a la puerta para asegurarte que nadie me ve mientras hago pis.
Abitefa agitó sus incipientes plumas divertida, pero se dirigió a la puerta y miró.
—No hay nadie —gorjeó.
Había un gran alboroto de llamadas y gritos en algún lugar de la casa. Tan-Tan hizo sus necesidades con rapidez mientras Abitefa murmuraba y se agitaba de la risa. La ácida orina le escocía allí donde... al sentir que la Tan-Tan mala se revolvía, abandonó aquel pensamiento.
—Ya he acabado —dijo, tras colocarse a toda prisa la ropa en su sitio.
Abitefa la llevó a la habitación contigua y continuó preparando el baño. Como no sabía qué decirle, Tan-Tan se limitó a mirar a su alrededor. En el suelo, junto a la bañera de flor, había un cuenco con vainas para frotarse. A un lado de la bañera crecía un puñado de tallos gruesos como brazos, que salían de un agujero que se había abierto en el lado de la habitación que daba al tronco. Abitefa cogió uno de los tallos: era una gran flor de color azul oscuro, en forma de cántaro y con la copa profunda. Abitefa dobló el tallo sobre la bañera y vació en su interior el agua que había en la flor.
—¡Oh! —dijo Tan-Tan.
—Ahora te bañas —cantó Abitefa. Dejó sola a Tan-Tan sin darle más explicaciones.
La muchacha se acercó más a la bañera flor. Pudo ver que sobre ella caía un chorro de condensación; de esta forma, conseguían que se rellenara constantemente y, si era necesario añadir más agua, utilizaban la de las flores cántaro. Sin embargo, ¿cómo la vaciaban?
Por fin estaba sola. El parpadeante hilo de luz de la lámpara emitía suaves y gentiles sombras sobre las hojas y las ramas. Tan-Tan metió la mano en el agua de la bañera. Estaba caliente. El sonido del goteo del agua le resultaba reconfortante. Aquella habitación olía a paz, a cosas que crecían. Estaba muy cansada... estaba tan agotada que le temblaban las piernas. Empezó a quitarse la camisa.., pero la puerta, ¡no había puerta!
Gritó cuando Abitefa entró en el cuarto de baño sin previo aviso. Del susto, a la niña hinte se le cayeron los trapos doblados y sin blanquear que llevaba en los brazos. Ambas se miraron fijamente. ¿La joven hinte estaba asustada? ¿Estaba enfadada? ¿Le resultaba indiferente? Las alargadas manos de Abitefa aún conservaban los dedos. Cogió uno de los paños y lo frotó contra su cuerpo.
—¿Quieres decirme que tengo que secarme el cuerpo con ellos? —preguntó Tan-Tan.
—Sí.
Volvió a irse. Tan-Tan anudó dos ó tres paños entre sí y los colgó en el hueco por el que se accedía al cuarto de baño.
Por fin algo de paz, oui. Tan-Tan se quitó la ropa y se encaramó a la bañera. Sus pies se deslizaron hacia el centro, donde las amplias púas de la flor se superponían para contener el agua. Aquí la temperatura era más alta; el calor parecía proceder del centro de la flor. ¡Resultaba tan extraño estar dentro de una bañera viva! Se tumbó en su interior.
Cuando su espalda tocó aquella agua caliente y fragante, todas las heridas y cortes de día anterior empezaron a dolerle. Respiró con fuerza y, poco a poco, el dolor empezó a remitir. Le temblaban las manos y las rodillas; de pronto, se sentía mareada. Cada rasguño era un recuerdo; cada corte, una imagen. La Tan-Tan mala le gritaba, le acusaba. Podía ver los cardenales que le había dejado en las piernas el cinturón de Antonio. Sollozando, cogió un poco de agua para mojarse la cara, y, entonces, ésta también le empezó a arder. Tocó el lugar que le dolía con cuidado: era otro cardenal, del bofetón que le había dado su padre. Y allí había otro más, de la ramita que le había golpeado en la cara durante el vuelo por el bosque.
Lentamente, las hierbas que Abitefa había puesto en la bañera aliviaron el dolor de sus heridas hasta que sólo sintió un bendito entumecimiento; sin embargo, para cuando estuvo bien limpia no podía dejar de llorar. Aquel no era un viaje de un día, ni una aventura, sino que había vuelto a irse para siempre de su hogar.
Tan-Tan se acuclilló en la bañera, viendo cómo las lágrimas caían de una en una en el agua. Tenía el estómago revuelto. Sólo los muertos están bien, siseó la Tan-Tan mala. Las lágrimas que caían de sus ojos formaban aros en la bañera.
Se quedó allí hasta que empezó a sentir tanto frío que tuvo que regresar a la realidad. ¿Tenía hambre, verdad? Salió de la bañera y se secó. Cogió la falda que le había regalado Chichibud para ponérsela. ¡Hoy era el día de su cumpleaños! Tenía un olor extraño, diferente al de las hierbas y el humo purificadores: olía a sangre. Tan-Tan se levantó y metió la falda dentro de la bañera; la frotó, la retorció y la dejó sobre una espina de la flor para que se secara. A continuación buscó un paño seco entre el montón que le había llevado Abitefa y lo ató como un dhoti alrededor de las caderas; utilizó otro para envolverse el pecho y lo ató alrededor del cuello y la cintura. Miró hacia abajo para verse, con una triste sonrisa.
—Fíjate dónde estoy. Viviendo en un árbol como un mono y vistiéndome con paños. Señor, si Janisette viera este modelito se moriría de risa.
Janisette. La mente de Tan-Tan volvió a cerrarse con fuerza, como una boca.
Su estómago refunfuñó. ¿Chichibud y su familia le darían algo de comer? Deslizó los pies en las sandalias y salió del cuarto de baño, en busca de la familia.
La sala principal estaba vacía. Benta no estaba en la habitación del telar y no vio ni a Abitefa ni a Zake por ninguna parte.
—¿Hola? —dijo suavemente. Después, un poco más alto—: ¿Dónde habrán ido todos?
—¡Aquí arriba, doux-doux!
Tan-Tan levantó la cabeza. Del techo colgaban tres o cuatro cuerdas que salían de un agujero redondo. Toda la familia la miraba desde una sala que había allí arriba.
Chichibud le regañó:
—Todavía puedo oler el calor de la lámpara, pequeña. Al Bosque Poopa no le gusta que se dejen fuegos encendidos y sin vigilar.
De modo que Tan-Tan tuvo que dar media vuelta y apagar la lámpara. Cuando regresó, Chichibud le dijo que trepara por una de las cuerdas y se uniera a ellos en la comida de mediodía.
A lo largo de las cuerdas había nudos en los que habría podido apoyar los pies si hubiese tenido los dedos largos y prensiles, como los douens. Sin embargo, siempre le había gustado trepar, así que se quitó las sandalias y se sujetó a la cuerda. La subida le pareció eterna. Para cuando consiguió meter la cabeza en el agujero, había añadido quemaduras de cuerda al resto de las heridas que ya tenía por todo el cuerpo. Los músculos de sus brazos ardían como la pimienta. Aunque Chichibud y Benta tuvieron que tirar de ella para que completara el trayecto, Tan-Tan no podía dejar de sonreír como una tonta. ¡Lo había conseguido!
—Me alegro de saber atar los dhoti —anunció a la familia—. No podría haber subido con aquella faldita.
Un trozo del tronco del padre árbol formaba una pared en el lugar en el que se encontraba. Dos ramas que salían de él y se dirigían hacia el exterior formaban otra pared. El tronco seguía subiendo por el techo, donde se había abierto otro agujero. De las ramas del padre árbol brotaban hojas gruesas y suculentas; algunas eran del tamaño de su mano, mientras que otras eran tan grandes como ella. Entre las ramas vio más de aquellos tallos de flores que había en el cuarto de baño, así que tenían un montón de agua para preparar la comida. Alguien había hecho pequeños agujeros en las ramas, los había cubierto con lo que parecían hojas secas y había plantado hierbas en su interior. Imaginó que sus raíces llegaban a los sistemas de alimentación del padre árbol. Tan-Tan pudo reconocer la hierbabuena y la pimienta que probablemente habían intercambiado con los humanos, pero había toda una serie de plantas que no había visto en su vida.
La familia estaba sentada o acuclillada sobre la moqueta en forma de medialuna que cubría el suelo. Delante de ellos había cuencos, pero Tan-Tan no tenía ni idea de lo que había en su interior.
—Siéntate, Tan-Tan —dijo Chichibud.
El douen se levantó y se acercó a una mesa que estaba justo debajo de las hierbas. Sobre la mesa había una serie de cuencos de madera y hierro, y unos montones de lo que parecía carne y plantas. Chichibud cogió un cuchillo, dio media vuelta a uno de los cuencos y empezó a cortar en pedazos las cosas que habían caído de su interior, que se alejaron de él arrastrándose. A Tan-Tan se le pusieron los pelos de punta: eran las mismas larvas que había visto en el retrete. A medida que Chichibud las cortaba con el cuchillo, su zumo salpicaba por todas partes. Atrapó una larva que había conseguido llegar al borde de la mesa, se la llevó a la boca y la masticó alegremente. Tan-Tan tragó aire para impedir que su estómago se vaciara allí mismo. ¡Mama Nanny! ¿Qué estaba haciendo en aquel lugar?
—No tengo demasiada hambre, ¿sabéis? —anunció.
—Bueno, aunque ahora no tengas hambre, faltan muchas horas para la comida de la noche.
Chichibud le dijo algo a Zake, que se levantó y se acercó a la otra mesa. Cogió dos cuencos y un montón de brochetas de madera y los llevó donde estaba sentada su familia, mientras Chichibud hacía lo mismo con el cuenco de larvas machacadas. La mesa estaba servida. Tan-Tan se acuclilló al lado de Abitefa, que le enseñó los pocos dientes que tenía. ¿Aquello era una sonrisa o una mueca? Tan-Tan sintió náuseas al ver su extraña boca, mitad pico, mitad hocico. ¿Qué iba a hacer en ese lugar, entre aquellas personas mitad pájaro, mitad lagarto que comían todas esas porquerías? Se inclinó hacia delante para mirar el contenido de los cuencos y saber qué era lo que esperaban que se comiera.
Un diminuto lagarto salió rápidamente de una hendidura de la pared. Pasó por encima de su mano, cogió un trozo de lechuga de un cuenco y volvió a deslizarse hasta su agujero batiendo las alitas, idénticas a las que tenían los niños douen. Tan-Tan escondió rápidamente la mano.
Abitefa gorjeó y extendió el brazo para detener al lagarto. El reptil corrió hasta el hombro de la niña y se detuvo allí, erguido sobre sus patas traseras, para comerse la hoja de lechuga que sostenía con sus diminutas garras.
—Primo —dijo Chichibud al lagarto—. ¡Qué bien que hayas venido a visitarnos!
Entonces, acercó la mano a uno de los cuencos y cogió algo que tenía tantas patas (que aún se agitaban) como doce ciempiés juntos. En cuanto se lo mostró al lagarto, los ojos del animal se hicieron tan grandes como los de un gato que acaba de ver pasar una cucaracha. Abandonó volando el hombro de Abitefa y se abalanzó sobre aquella especie de ciempiés. Chichibud soltó al bicho, y el lagarto forcejeó con él hasta que ambos acabaron en el suelo, donde le arrancó la cabeza de un mordisco, tal y como había hecho Chichibud con la rana de San Antonio. Entonces, el lagarto se sentó para dar cuenta de su comida, que masticó ruidosamente, incluidos los huesos.
Tan-Tan volvió a coger aire con fuerza.
—¿Puedo tomar simplemente algo de ensalada? ¿Sólo lechuga, sin añadir nada más?
—Sí —dijo Benta.
Todos empezaron a comer; cogían comida de los diversos cuencos y se llevaban a la boca carne cruda, insectos vivos y cosas similares. Con frecuencia, uno de ellos metía algún bicho vivo en un cuenco de pasta de lavanda que Abitefa había dejado sobre la mesa y se lo llevaban a la boca, emitiendo sonidos siseantes, como si aquella porquería que se estaban comiendo estuviera riquísima. Del cuenco de larvas cortadas salía un olor delicioso. Al serle negada la comida, el estómago de Tan-Tan refunfuñó. Ella lo ignoró.
—Benta —dijo—. Me preocupa Kret. ¿Crees que volverá a molestarme?
—Kret está celoso. No se lleva bien con sus compañeros de nido ni tiene ninguna mujer que lo lleve volando. Tampoco hay ningún hombre que comparta una rana con él, y por eso está resentido. Hace tiempo que tiene celos de Chichibud y de mí.
Era el discurso más largo de Benta que Tan-Tan había oído. La escuchó atentamente para comprender sus palabras cantadas. Chichibud rió;
—Bueno, ha estado cortejando a tu hermana sin parar, pero de momento, Taya no le ha aceptado, ¿oui? —se volvió hacia Tan-Tan—. Benta ya ha advertido a Kret sobre ti. Sólo un loco se enfrentaría a una hinte.
Tan-Tan consideraba que Kret estaba bastante perturbado. Cogió el cuenco de la ensalada, haciendo ver que buscaba las hojas más tiernas, aunque en realidad se estaba asegurando que no había nada más que hojas en su interior. Cuando se quedó tranquila, empezó a comérsela, sin aderezar, para calmar su hambre. ¿Estás contenta?, se burló la Tan-Tan mala. Ahora, éste es tu hogar.
Sí, lo sé, doux-doux. Las cosas están cambiando a tú alrededor con demasiada rapidez, pero no les prestes demasiada atención. Esto sucedería con o sin ti. Escucha, te voy a cantar otra historia:
En todos los años que pasó en Nuevo Árbol a Medio Camino, y a pesar de todas las historias de anansi que inventaban los exiliados y los douens para hablar sobre su vida, Tan-Tan nunca oyó ningún relato que explicara cómo escapó de la Ciudad de Junjuh a lomos de Benta. Un exiliado narró una vez una historia que hablaba sobre un pájaro que se había llevado a alguien, pero el relato se centraba más en el momento en el que aquel inmenso pájaro jumbie intentó deshacerse de su padre. Sin embargo, en ocasiones, Tan-Tan se preguntaba por qué la voz de Hueso Seco le recordaba tanto a aquella otra voz que había dentro de su cabeza:
Tan-Tan y Hueso Seco
Si vieras a Hueso Seco... Era un hombre flaco, con los brazos y las piernas tan delgados como los palos de las cerillas. ¡Y tenía tanta cara que conseguía que un burro le hiciera un favor incluso cuando estaba enfermo!
La Ciudad del Espíritu Muerto es el lugar al que van las personas cuando la vida les da la espalda, cuando la esperanza les abandona y la alegría se aleja de ellos pavoneándose. Los habitantes de Espíritu Muerto arrastran los pies al caminar y los alimentos que cocinan saben igual que las cenizas del cementerio. Todos ellos tienen un pie en el mundo y el otro cruzando el umbral del lugar en donde viven los verdaderos espíritus. En la Ciudad del Espíritu Muerto te dirán que no existe ninguna forma de alejarse de Hueso Seco, el hombre de piel y huesos, pues por mucho que le cierres la puerta de tu casa en las narices, su cuerpo, que es tan delgado como la esperanza de la salvación, le permite deslizarse por el resquicio y colarse en su interior.
Hueso Seco estaba sentado sobre una pequeña caja de madera en la plaza del mercado de la Ciudad del Espíritu Muerto. Sólo pensaba en comida, pues estaba tan hambriento que el estómago le ardía, se retorcía en su caja torácica como un gato salvaje colérico y se agarraba a su columna vertebral. Así que se quedó allí sentado, refunfuñando.
Hueso Seco se pasaba el día entero sentado en la plaza del mercado, limitándose a mirar el cielo que había encima de él, pues no le gustaba aquel azul infinito. Temía que cayera sobre él y continuara cayendo.
Hueso Seco afirmaba que sería capaz de comerse dos o tres de las delgadas gallinas que vendían las mujeres del mercado, con plumas y todo; de remojarlas después con un fruto seco del árbol de pan, crudo y duro, que vendía el campesino que había al otro lado del camino; y cinco o seis ristras de mango de aquel puesto de frutas de allí. Hueso Seco jamás podría conseguir suficiente comida; además, como hacía días que no probaba bocado, incluso la comida de los habitantes del Espíritu Muerto le parecía apetitosa. Pero no tenía dinero. Las personas del mercado no se preocupaban por él, sino que se limitaban a vigilarlo como si fuera un chucho, para que no se acercara rápidamente a sus puestos y les robase alguno de sus productos. En la Ciudad del Espíritu Muerto solían decir que, si le dabas algo de comer, ya nunca podías dejar de hacerlo, y que entonces tus hijos se morían de hambre porque él se comía todas tus provisiones. Después, se encogían de hombros y hacían una mueca, pues sabían que el hambre era sólo una de las cruces que tenían que soportar los niños de Espíritu Muerto.
Sin embargo, los habitantes de Espíritu Muerto ignoraban que él estaba esperando a alguien... A una persona llamada Tan-Tan.
Así que... tenemos a Hueso Seco ahí sentado, escuchando los gritos de su estómago. Y así fue como lo encontró Tan-Tan, descansando sobre la caja de madera como si fuera una gran araña anansi negra.
Hueso Seco observó a la mujer que avanzaba por el mercado arrastrando los pies con tristeza, como si llevara un mono en la espalda. Pero aquella mujer no tenía ningún derecho a estar triste: su cuerpo era alto y recto como un bastón y sus piernas eran fuertes. Sin embargo, la mirada de su bello rostro era como la de un cachorro que ha perdido a su madre, y llevaba la mano apoyada en el mango de su machete del mismo modo que alguien pondría su mano en el hombro de un amigo. Hueso Seco se irguió y se humedeció los labios. Había una forastera en Espíritu Muerto, alguien que no sabía cómo evitarle, alguien incapaz de estar alegre debido a su pesar, que era la comida favorita de Hueso Seco. La conocía bien, pues conocía a todas las almas que le alimentaban. La reconoció perfectamente y descubrió su nombre en la curva de su columna. Entonces Hueso Seco rió, haciendo un ruido similar al que hace la tierra cayendo por un barranco árido.
—Pequeña Tan-Tan —susurró—. Voy a hacer que hoy me lleves contigo. Cuando me recojas, habrás recogido problemas.
Llamó a Tan-Tan.
—Hola preciosa mía. ¿Estás disfrutando del día?
Tan-Tan observó a aquel hombrecito de pies finos que estaba tan flaco que prácticamente se podía ver a través de él.
—¿Qué quiere, abuelo? —preguntó.
Hueso Seco sonrió al oír que le llamaba "Abuelo". En verdad, los habitantes de Espíritu Muerto solían decir que era más viejo que la propia Muerte.
—Bueno, pequeña doux-doux, no iba a decir nada, pero ya que has preguntado, ¿puedo pedirte una moneda para comprarme algo de comer? No he comido nada desde esta mañana.
El corazón de Tan-Tan se ablandó. Pensó que, quizá, si ayudaba a aquel anciano que parecía estar en las últimas, podría mitigar un poco su maldición, pues ya conoces su historia: había matado a Antonio, su padre, la única familia que tenía en Nuevo Árbol a Medio Camino. El sentido de la culpabilidad casi le había roto el corazón y, para empeorar aún más las cosas, el pueblo douen impuso una maldición sobre ella el día que cometió aquel crimen. Eso es, muy bien: no podría descansar hasta que salvara la vida de dos personas para compensar la del hombre que había matado. Allá donde iba, podía oír cómo le seguía el canto de los douens:
No puede haber magia al hacerlo,
Si quitas una, tienes que devolver dos.
Tan-Tan rebuscó en sus bolsillos para darle al anciano un par de monedas. Le pareció extraño que su propia gente no le diera de comer, así que levantó la voz para que le oyeran todas las personas que había en la plaza del mercado.
—¿Cómo pueden permitir que este hombre pase hambre? ¿No les da vergüenza?
—Aléjate de él —dijo la mujer que vendía aves de corral—. No te metas en sus asuntos. ¡Es Hueso Seco! ¡Cuando lo recoges, recoges problemas!
—¿Qué estupideces son esas, señora? ¿Acaso le ha afectado este sol o qué? ¿Cuántos problemas podría causar este ancianito?
Un hombre que estaba haciendo un pastel sobre una oxidada plancha de hierro galvanizado levantó la cabeza.
—Deberías escuchar a la gente cuando te dice algo, pequeña. Permíteme que te diga esto: no se te ocurra tocar a Hueso Seco, pues es como tocar a la Muerte, ¡Después no digas que nadie te ha avisado!
Tan-Tan volvió a mirar al ancianito, que estaba sujetándose el estómago mientras esperaba que alguien sintiera lástima de él. Entonces, la muchacha chasqueó los dientes, ¡chist!
—Todos ustedes son demasiado cobardes, ¿me oyen? Venga, padre. Voy a comprarle algo de comer y luego le llevaré a casa para cocinarle algo bueno. ¿De acuerdo?
Hueso Seco se emocionó. ¡Estaba a punto de conseguir a aquella muchacha!
—Gracias, querida. Que Granny Nanny te bendiga, doux-doux. No te causaré demasiados problemas. Sin embargo, ¿puedo pedirte un favor? Mis viejos huesos están tan debilitados por el hambre que no creo que tenga fuerzas para caminar hasta tu casa. Pero soy un hombre pequeño, prácticamente un espíritu, así que podrás cargar conmigo fácilmente.
—¿Me está diciendo que estas personas permiten que se quede aquí sentado hasta que tiene tanta hambre que ni siquiera puede caminar?
Tan-Tan sabía que podía cargar con él, pues era el hombre más pequeño que había visto en su vida.
De repente, la plaza se quedó en silencio; todo el mundo la miraba para ver qué iba a hacer. Tan-Tan se inclinó para coger al anciano en sus brazos. Hueso Seco se acercó a ella para sujetarse. En el mismo instante en que la tocó, la muchacha sintió que un frío manto envolvía su corazón. En cuanto cogió al anciano, sintió que acababa de cargar con todas las preocupaciones del mundo.
—Eh-eh, abuelo. Pesa más de lo que parece, ¿sabe? —bromeó.
Entonces fue cuando pudo oír que la voz de Hueso Seco susurraba dentro de su cabeza, sht-sht-sht, como una hoja seca en un árbol muerto. Y en aquel instante se dio cuenta de que cuando había estado hablando con él, en ningún momento había movido los labios.
—Me llamo Hueso Seco —dijo el hombre—. Soy tan viejo como la Muerte, y, cuando me recoges, recoges problemas. No podrás deshacerte de mí hasta que haya bebido toda tu esencia. Aliméntame, Tan-Tan.
Tan-Tan sintió que Hueso Seco pesaba más y más, pero no podía dejarlo caer. Sintió el peso de todas las cargas que tenía que soportar: estaba sola y había huido de Nuevo Árbol a Medio Camino con una maldición sobre su cabeza, pues era una mujer malvada y tan desagradecida que había matado a su propio padre.
—Aliméntame, Tan-Tan, o te estrangularé—con los brazos, apretó con fuerza el cuello de la muchacha para evitar que respirara. Ella avanzó tambaleándose hacia el puesto de mercado más cercano. La mujer que vendía las gallinas retrocedió, con los ojos llenos de miedo. Jadeando, Tan-Tan extendió el brazo, tocó dos aves muertas y las cogió. Hueso Seco cloqueó y relajó un poco los brazos para que Tan-Tan pudiera coger una bocanada de aire. A continuación, agarró una gallina y se la metió en la boca, con plumas y todo. Masticó y después se la tragó.
—Más, Tan-Tan. Aliméntame —volvió a estrangularla.
El cuerpo de Tan-Tan, que clamaba por un poco de aire, se tambaleó de un puesto del mercado a otro. Los vendedores le llenaron la cesta. Le habían avisado, pero ella nunca escuchaba. Ninguno de ellos aceptó su dinero. Hueso Seco volvió a dejarle respirar.
—Ahora llévame a casa, Tan-Tan.
Tan-Tan cogió al hombrecito por la cintura e intentó quitárselo de encima, pero se había pegado a ella como si fuera un bebé de alquitrán. Él rió en su mente del mismo modo que hace un cachorro al ver una paloma.
—Me cogiste por tu propia voluntad. Ahora no puedes soltarme. Llévame a casa, Tan-Tan.
Tan-Tan dirigió sus pies hacia la pequeña cabaña que tenía en el bosque. A cada paso que daba por el estrecho camino de gravilla que se internaba en el bosque, Hueso Seco pesaba un poco más. A Tan-Tan su madre nunca la había querido; Ione había conseguido que Antonio la secuestrara y se la llevara a Nuevo Árbol a Medio Camino. Incluso su padre, que siempre decía que la amaba, solía pegarle, además de hacerle otras cosas peores. En aquella ocasión, Tan-Tan no pudo ver el árbol cantor que crecía a un lado del camino que llevaba a su casa ni pudo oír al viento tocando el arpa con sus hojas. Tampoco pudo ver las brillantes mariposas lanudas de color azul que solían acercarse a ella, volando rápidamente por el bosque y transportando las flores que cogían con sus pequeñas manos. Como llevaba a Hueso Seco sobre su espalda y la cesta, llena a rebosar, en los brazos, tenía que usar los hombros para apartar las ramas y abrirse camino hacia su cabaña. Las ramas estiraban sus huesudos dedos para tirar de sus miedos, pero ella no sentía ningún dolor. Sólo sentía un gran pesar, pues se había dado cuenta que era una mujer malvada y despreciable que sólo servía para alimentar a un espíritu como Hueso Seco. ¿Cómo podía quererla alguien? No merecía nada mejor.
—Date prisa, mujer —gruñó Hueso Seco—. Y manténte debajo de los árboles, ¿me oyes? No quiero estar bajo cielo abierto.
Cuando llegaron a la cabaña con el techo de paja que se alzaba solitaria en el bosque, la espalda de Tan-Tan estaba encorvada por el peso de todo lo que estaba cargando. Parecía que Hueso Seco había crecido, ¿oui? Tan-Tan se detuvo en el exterior de la casa, jadeando por el peso de todas sus cargas.
—Llévame dentro, Tan-Tan. Prefiero estar en el interior.
—Sí, Hueso Seco.
Jadeando, subió los escalones del porche y lo llevó hasta el interior de su oscura y vil cabaña de una sola habitación. Era exactamente el tipo de lugar en donde tenía que vivir una mujer despreciable: sólo había una silla rota para sentarse, un colchón viejo donde tumbarse cuando tenía sueño y dos lámparas oxidadas repletas de aceite rancio (una para iluminar el interior de la cabaña y la otra para colgarla en el porche cuando llegaba la noche, para mantener alejados a los cachorros del suelo y a los pájaros jumbie). También tenía una vieja olla de carbón y un cubo lleno de agua sucia, en la que flotaban arañas muertas y otros bichos. Eso era todo. A pesar de todas las cosas bonitas que había robado a la gente, nunca se había guardado nada para ella. Siempre había regalado todo a aquellos que lo necesitaban.
La voz de Hueso Seco volvió a llenar su mente.
—Déjame sobre el colchón, pues parece más blando que la silla. Ahí es donde me quedaré de ahora en adelante.
—Sí, Hueso Seco.
Aunque lo dejó allí tumbado, no sintió que se hubiera liberado de su peso. Era como si aún cargara con él, como si cerca de su corazón hubiera algo muy pesado que continuamente iba ganando peso.
—Estoy hambriento, Tan-Tan. Cocina esos alimentos para mí. Todos, ¿me oyes?
—Sí, Hueso Seco.
Y Tan-Tan desplumó la gallina, le cortó la cabeza y le quitó las tripas. Cuando acabó, encendió un fuego en el exterior de la cabaña en el que asó la gallina, calentó agua para hervir la raíz de topi-tambo y asó un fruto del árbol de pan.
—También quiero pastel.
Así que Tan-Tan buscó el único cuenco que tenía y la sartén. Cogió su pequeña provisión de harina y aceite y añadió agua para hacer la masa. En cuanto la masa estuvo lista, la depositó en la sartén para que se friera. Y mientras trabajaba, podía oír a Hueso Seco susurrando en su cabeza:
—Sé cómo eres, Tan-Tan. Sé que eres despreciable y que tienes un corazón de hierro. Sé que puedes matar y que no te importa nadie. Cometiste un error al cogerme. Cargaste con problemas.
Cuando acabó de hacer la comida, no tenía platos suficientes para servirla de una vez, así que tenía que llevar un plato a Hueso Seco, esperar a que se lo comiera y llevárselo de nuevo para volver a llenarlo. Hueso Seco engulló hasta el último pedazo de pastel. Masticó la raíz de topi-tambo, con piel y todo, y se la tragó. Ni siquiera esperó a que Tan-Tan le pelara la fruta del árbol de pan, sino que se la llevó a la boca entera. Desgarró la carne de los huesos de la gallina y después se los comió. A medida que comía, su estómago se iba haciendo redondo y duro, pero sus brazos y piernas estaban cada vez más delgados. Tan-Tan aún podía sentir el peso de aquel hombre descansando sobre su pecho, hasta que apenas pudo respirar.
—Esto no es suficiente —dijo Hueso Seco—. ¿Dónde están las tripas de la gallina?
—Las he envuelto en una hoja y las he enterrado en el patio de atrás —murmuró Tan-Tan.
—Desentiérralas y tráemelas.
—¿Quieres que las cocine en el fuego?
—No, estúpida y dura de oídos —dijo Hueso Seco con su voz de papel de lija—. No te he dicho que las cocines. Quiero comérmelas crudas.
En verdad tenía problemas en los oídos, y también era estúpida. Seguramente tenía razón. Tan-Tan se alejó con la cabeza inclinada. Desenterró las entrañas de la gallina y se las llevó. Hueso Seco masticó aquella carne; sus encías desdentadas chasqueaban en la oscuridad de la cabaña. Se llevó la bilis a la boca, como si fuera una uva, y también se la tragó.
—Bien —dijo—, esto me bastará por ahora, pero dentro de un par de horas tendrás que volver a darme de comer. No parece que tengas demasiadas cosas, ¿eh, Tan-Tan? Será mejor que vayas a buscarme algo de comida para luego.
Y eso era lo mejor que podía esperar. Tan-Tan sabía que debía estar contenta porque Hueso Seco le había permitido seguir con vida. Sus pies volvieron a llevarla hacia Espíritu Muerto. Mientras caminaba, sentía que el peso que llevaba encima la empujaba hacia el suelo. Las ramas le arañaban en la cara y los mosquitos le picaban. Cuando llegó al lugar en el que siempre se había encontrado Espíritu Muerto, descubrió que no había nada. Los habitantes habían cogido sus llaves, provisiones y barriles y la habían abandonado, en su vergüenza, con Hueso Seco. Las lágrimas empezaron a dibujar surcos en su rostro. Estaba muy cansada, no podía dar ni un paso más, pero tenía que alimentar a aquel pequeño hombre espíritu. Perezosa, dijo la voz de su cabeza. ¡Qué ganas tiene esta mujer de eludir un poco de trabajo! Tan-Tan tiró de una malla de plantas trepadoras para hacer con ellas una cesta. Buscó por el bosque. Encontró un par de setas bajo un roca y un árbol de halwa con un fruto casi maduro. Lanzó el cuchillo, que se clavó en un lagarto de guinea. Hueso Seco se lo comería con huesos y todo. Puede que eso lograra saciar su estómago.
Y pasaron los días. Hueso Seco comía y al instante volvía a estar hambriento. Tan-Tan tenía que buscar presas, cazarlas, destriparlas y cocinarlas, y sólo podía hurtar un poquito de comida para ella cuando Hueso Seco estaba dormido, aunque parecía que nunca lo hacía. Se pasaba el día y la noche enteros tumbado en la única cama que tenía, dándole órdenes. Durante aquellas largas noches, la muchacha tenía que intentar dormir en la silla que tenía el asiento roto o en el frío suelo y, antes de que llegara la mañana, tenía que volver a levantarse para avivar el fuego y ponerse a cocinar. ¡Y cómo crecía el estómago de Hueso Seco! Era tan grande como una sandía. Sin embargo, el resto de su cuerpo estaba consumiéndose, sólo había huesos y piel. En ocasiones, a Tan-Tan le resultaba imposible verlo dentro de la oscura cabaña, pues no era más que un bulto redondo que sobresalía de la cama.
Un día, después de que haberse comido tres lagartos, dos frutos del árbol del pan, una gallina con tripas incluidas y cuatro huevos, Hueso Seco suspiró y volvió a tumbarse en la cama. Cerró los ojos.
Tan-Tan se acercó al colchón. Hueso Seco no se movía. Agitó una mano delante de su cara, pero no abrió los ojos. ¿Se había quedado dormido? ¿Podría aprovechar ese momento para escapar? Tan-Tan estaba dando media vuelta para dirigirse a la puerta cuando cuatro huesudos dedos la cogieron por el brazo y se lo apretaron con fuerza.
—No puedes huir, Tan-Tan. Te seguiré a todas partes. Tienes que ocuparte de mí.
Debía de ser cierto. Hueso Seco había hecho que sus pecados la acosaran para llevarla a la tumba. Tan-Tan no volvería a intentar alejarse de él nunca más. Más tarde, aquella misma noche, lloró con amargura.
Un día, fue hasta el río para coger algo de agua fresca para prepararle una sopa. Cuando se inclinó sobre el río para sumergir el cuenco, vio un reflejo en el agua: era el Maestro Cuervo John, el pájaro cuervo, el buitre pavo, que estaba encaramado a la rama de un árbol buscando carroña para la cena. Su cabeza calva relucía al sol como un huevo duro.
Seguramente estaba pasando mucho calor bajo su hábito negro. Sus ojos parecían tristes y tenía el pico encorvado como la cera de una vela. Tan-Tan recordó ser educada:
—Buenos días, señor Buitre —dijo—. ¿Qué tal va todo?
—No demasiado bien —respondió el Maestro Cuervo John—. Creo que hoy voy a pasar hambre. Por mucho que miro, no veo nada muerto ni que esté a punto de morir. ¿Y tú, te encuentras bien, Tan-Tan?
—Sí, Maestro Buitre, gracias a Nanny.
—Pero no tienes buen aspecto, ¿sabes? Tienes los ojos muy hundidos y la piel cenicienta. Además, caminas encorvada. Sí, puedo oler la muerte desde aquí. ¡Se me está despertando el apetito!
—Sólo estoy cansada, señor. Hueso Seco se ha aferrado a mí y no tengo ni un momento para descansar. Me paso el día y la noche enteros dándole de comer.
—¿Hueso Seco? —el buitre pavo se irguió en la rama. Tan-Tan pudo ver una lengua negra reptando por su boca debido a la excitación.
—Verá, Maestro Buitre. Soy una mujer malvada y debo pagar por mi maldad cuidando de Hueso Seco. Sé que eso me llevará a la tumba, pero entonces, usted tendrá su comida.
—No sé nada sobre tu maldad, doux-doux —Cuervo John saltó de la rama y se deslizó hasta el suelo, junto a Tan-Tan—. Además, tú olor es tan fresco como la vida.
Era casi tan grande como ella, y el hábito de plumas que llevaba era tupido y desigual. En él, podía oler a carroña. Tan-Tan retrocedió un poco.
—No sabe las cosas terribles que he hecho —respondió.
—Si un hombre te ataca, pequeña, ¿acaso no tienes que defenderte? Lo único que sé es que tu cuerpo no huele a putrefacción, y ése es mi olor preferido. Si mueres pronto, te agradeceré tu dedicación con cada bocado de tus entrañas; sin embargo, te estaré más agradecido si te mantienes viva el tiempo suficiente para entregarme a Hueso Seco.
—¿Qué quiere decir, Maestro Cuervo?
—Hueso Seco murió y se pudrió mucho antes de que Nanny fuera una niña, pero aún sigue con vida. Él es el bocado más dulce para un hombre como yo. Podría alimentarme de Hueso Seco durante el resto de mis días, y aún así no habría acabado con él. Hace años que intento atraparlo para llenar mi despensa. ¿Por qué crees que le da tanto miedo que no haya un techo sobre su cabeza? El cielo abierto es mi hogar. ¿Me harás ese favor?
Tan-Tan sintió que la esperanza empezaba a renacer en su corazón
—¿Qué quiere que haga, Maestro Cuervo?
—Simplemente tienes que conseguir que salga al jardín. Yo me ocuparé del resto.
Así que ambos lo planearon todo.
—De todas formas, Hueso Seco no es el único mono que estás cargando sobre tus espaldas, pequeña. Estás soportando una carga más grande que él, y no quiero que ésta siga allí. No huele a muerte, sino a algo que nunca ha vivido. Lo mejor que puedes hacer es buscar a Papa Bois —le dijo Maestro Cuervo antes de alejarse volando.
—¿Y quién es Papa Bois, señor?
—El anciano del bosque, el que cuida de todas las bestias. Él podrá mirar en tus ojos y ver tu alma. Y te dirá cómo puedes limpiarla.
A Tan-Tan no le gustó eso de que alguien examinara su alma, así que se limitó a responder educadamente.
—Gracias, Maestro Cuervo John. Puede que lo haga.
—Muy bien, pequeña. Hasta luego.
Entonces, maestro Buitre se alejó volando a esperar a que empezara su parte del plan.
Tan-Tan recogió el agua para la sopa y regresó a la cabaña, sintiéndose casi feliz por primera vez en muchas semanas. De camino a casa, llenó el saco que llevaba con un gran fruto halwa, tres puñados de setas, algunas batatas que había encontrado cavando y que eran tan grandes como su cabeza, y todas las ciruelas maduras que halló por el suelo. Iba a hacer que Hueso Seco comiera hasta que se volviera tonto, ¿oui?
Cuando llegó a la cabaña, empezó a preparar la comida de buena gana. Hirvió la sopa, que espesó con setas, batatas y bolas de harina de maíz. Asó la fruta halwa en la olla de carbón y espolvoreó nuez moscada y azúcar moreno sobre ella, hasta que su dulce olor inundó toda la cabaña. Después, lavó las ciruelas y las depositó en su mejor cuenco. Y mientras trabajaba, canturreaba para sí misma:
Si Cuervo lo dice así, así tiene que ser,
Si Cuervo lo dice así, así tiene que ser,
Hueso Seco, que estaba recostado en la cama, se limitaba a mirarla con sus diminutos ojos que parecían cuentas rojas con el centro negro.
—¿Por qué estás tan contenta?
Tan-Tan se quedó callada. No podía permitir que Hueso Seco oyera el nombre del Maestro Cuervo John. Entonces, hizo una mueca de tristeza con los labios y puso ojos tristes.
—La verdad es que no estoy contenta, Hueso Seco —respondió—. Lo único que sucede es que me he dado cuenta de que, si canto, puedo trabajar con mayor rapidez.
Hueso Seco seguía receloso.
—¿Y qué es eso que cantas? Cántalo en voz alta para que pueda oírlo.
—Es una canción sobre cómo se hace la sopa.
Entonces, Tan-Tan empezó a cantar:
Si la batata hierve así, así tiene que ser,
Si la batata hierve así, así tiene que ser.
—¡Calla, mujer estúpida! ¡Y date prisa en hacer la comida! ¿Me oyes?
—Sí, Hueso Seco —dejó de cantar. El miedo formó una masa de hielo en su pecho. ¿Y si Hueso Seco descubría sus planes?
Tan-Tan acabó de preparar la comida lo más deprisa que pudo. En cuanto estuvo lista, se la llevó a la cama.
Para entonces, la piel del rostro de Hueso Seco era tan fina como el papel. Sus ojos se habían retirado hasta tan al fondo de su cabeza que Tan-Tan apenas podía verlos. No sabía qué era lo que mantenía unidas sus extremidades, pues parecía que toda la carne había desaparecido. Sólo el estómago continuaba creciendo debido a toda la comida que le había preparado. Si Tan-Tan hubiera tropezado con algo similar a él en el bosque, habría pensado que era un cadáver pudriéndose al sol. Hueso Seco, el hombre de piel y huesos. Realmente, cuando lo recogías, recogías problemas.
Hueso Seco hizo una mueca a Tan-Tan, enseñándole los dientes.
—Parece que esta vez has hecho mucha comida, casi la suficiente para un tentempié. Dame la sopa primero.
El espíritu cogió la olla con sus dos manos, se la acercó a la boca y bebió directamente. Ni siquiera se detuvo a masticar la raíz de batata y las bolas de harina de maíz: simplemente engullía. Cuando dejó la olla en el suelo y eructó, Tan-Tan vio que salía vapor de su boca, pues la sopa estaba muy caliente. Cogió con las manos la fruta halwa y masticó sus duras semillas como si fueran higos; acto seguido, se comió la dura corteza. Su estómago seguía creciendo. Se comió las ciruelas de una en una y, cuando acabó, dejó caer el mejor cuenco de Tan-Tan. La muchacha logró cogerlo antes de que chocara contra el suelo y se rompiera en pedazos.
Hueso Secó se tumbó y suspiró.
—Esto ha estado bien. Ha logrado saciar un poco mi hambre. En dos o tres horas querré comer algo más.
Semanas atrás, al oír aquellas palabras, Tan-Tan hubiera sentido que le estaban dando un puñetazo; sin embargo, en esta ocasión, sabía qué tenía que hacer.
—Hueso Seco —dijo dulcemente—, ¿no le apetecería salir al porche para tomar un poco el sol mientras cocino su próxima comida?
Los ojos de Hueso Seco se abrieron de par en par. Tan-Tan pudo ver su propia muerte en la frialdad de aquella mirada.
—Pero mujer, ¿estás loca? ¿Cómo voy a querer salir? ¿Quieres que la brisa me mate o qué? Además, estoy muy cómodo aquí dentro —cerró los ojos y se acomodó en la cama.
Entonces, Tan-Tan lo intentó de nuevo.
—Quiero limpiar la casa, maestro. Tengo que hacer la cama y ponerle sábanas limpias para que se sienta más cómodo. ¿Por qué no se sienta en el porche un par de minutos mientras lo hago?
—No me hagas enfadar —Tan-Tan sintió que el sofocante peso del espíritu le constreñía con más fuerza. Por su garganta sólo lograron pasar dos bocanadas de aire.
El plan no iba a funcionar. Tan-Tan empezó a desesperarse. Entonces recordó cómo le gustaba jugar a disfrazarse de Reina Ladrona cuando era una niña, cómo podía pronunciar con su boca palabras tan bellas como el mármol e inventar cualquier tipo de historia. Tenía talento para hablar como la Reina Ladrona. Tata solía decirle que podría conseguir que el color amarillo creyera que era rojo.
—Pero Hueso Seco —jadeó—, mire qué bonito y robusto es mi porche; en él podría sentarse un rey. Observe cómo protege del sol. —Abrió la boca para coger aire, una bocanada—. No hay ningún resplandor del que protegerse, ni cielo abierto que le incomode. En él sólo hay una dulce brisa que danzará por su rostro y le apaciguará cuando vuelva a acostarse. ¿No desea que le lleve hasta allí y le siente en la silla de mimbre? Así podrá calentar un poco sus huesos mientras observa su propiedad. Hoy el tiempo es cálido y agradable. Podrá oír a las gallinas cantando cocorocó y ver a los lagartos de guinea dormitando, relajándose al sol. De verdad que es muy agradable estar allí fuera; es como pasar un día en el cielo. No hay ninguna amenaza, nada que pueda causarle daño. Puedo llevarlo hasta allí sobre mis brazos y acomodarlo en la silla de mimbre, poniéndole dos almohadas en la espalda para que se esté más cómodo, como un rey en su trono. ¿No le gustaría?
Hueso Seco sonrió. La sofocación de su pecho se relajó ligeramente.
—De acuerdo, Tan-Tan; estás aprendiendo a tratarme bien. Llévame fuera. Pero tendrás que cuidar de mí: no dejes que el cielo abierto me atrape. Recuerda, cuando me recoges, recoges problemas. Si no me proteges, lo lamentarás.
—Sí, Hueso Seco —lo cogió en brazos. Después de todos los alimentos que había ingerido, pesaba tanto como un ataque de corazón. Lo llevó al porche y lo dejó en la silla de mimbre, con dos almohadas en la espalda.
Hueso Seco recostó su cuerpo de muerto en la silla. En sus labios se dibujó una sonrisa apacible.
—Sí, me gusta esto. Puede que, de ahora en adelante, tengas que traerme la comida aquí fuera.
Tan-Tan le dio un vaso de acedera para que lo fuera bebiendo mientras preparaba la comida y regresó al interior de la cabaña. Mientras cocinaba, canturreaba en voz baja:
Si Cuervo lo dice así, así tiene que ser,
Si Cuervo lo dice así, así tiene que ser.
Mientras tanto, no podía dejar de mirar el cielo a través de la única ventana que tenía la cabaña. ¿Y si el Maestro Cuervo John no venía?
—Mujer, ¿está lista la comida? —gritó Hueso Seco.
—Casi, Hueso Seco.
¿Era una sombra negra aquello que veía en el cielo? ¿Se estaba moviendo? ¿Se acercaba volando en su dirección? No. No era más que una hoja que volaba con el viento.
—¡El pollo guisado ya está listo! —gritó hacia el porche— ¡Ahora voy a hacer las bolitas de harina de maíz!
Y siguió canturreando la melodía, deseando que el Maestro Cuervo John la oyera.
¿Qué era eso? ¿Era él? No, sólo era una pequeña nube de lluvia que se acercaba.
—¡Ya he hecho las bolitas! ¡Estoy friendo las hananasi
—¡Hoy estás tardando mucho! —refunfuñó Hueso Seco.
¡Sí! Deslizándose silenciosamente sobre sus alas del tamaño de un hombre adulto, el Maestro Cuervo John, el pájaro cuervo, se estaba acercando por el aire. Desde su ventana, Tan-Tan vio cómo aterrizaba en la barandilla, junto a Hueso Seco, con tanta suavidad que el hombre espíritu ni siquiera lo oyó. El corazón de Tan-Tan empezó a danzar en su pecho, ligero y etéreo como una bandera. La muchacha se acercó de puntillas a la puerta para observar el drama.
Hueso Seco aún tenía los ojos cerrados. Maestro Cuervo John extendió su largo cuello para mirarlo a la cara, con la misma ternura que un amante. Deslizó su negra lengua por un lado de su puntiagudo pico para limpiarse la comisura de un ojo.
—¡Ah, Hueso Seco! —dijo. Su voz era el viento en la estación seca—. ¡Cuánto tiempo llevo esperando este día!
Hueso Seco abrió los dos ojos, que se convirtieron en cuatro cuando vio al Maestro Cuervo John. Gritó e intentó levantarse de la silla, pero su tripa era demasiado pesada para sus extremidades de piel y huesos.
—¡No me toques! —gritó—. ¡Cuándo me recoges, recoges problemas! Tan-Tan, ¡ven a ahuyentar a este buitre!
Pero Tan-Tan no se movió.
Atacando como una serpiente, el Maestro Cuervo John cogió un brazo de Hueso Seco con el pico; Tan-Tan oyó que chasqueaba como una ramita.
—¡No puedes cogerme! ¡Estás recogiendo problemas!
Sin embargo, sin soltarle el brazo, el Maestro Cuervo John arrastró a Hueso Seco hasta el patio. Después, lo sujetó por la nuca con sus garras e inició el vuelo, llevándoselo con él. Al hombre de piel y hueso se le había caído el cielo encima de verdad.
Mientras Maestro Cuervo John aleteaba sobre los árboles con su recompensa, Tan-Tan le oyó decir entre risas:
—Ah, Hueso Seco. ¡Estás muerto! Los problemas me resultan tan dulces como la yema del huevo que me alimentó. ¿Acaso has comido problemas para tener el estómago así de grande? Está maduro como una sandía. Quiero que intentes causarme muchos, muchos problemas. Quiero que esto dure largo tiempo.
Tan-Tan se sentó en la silla de mimbre del porche para observar cómo se alejaban volando. No se movió de allí hasta que fue incapaz de oír los gritos de Hueso Seco y Maestro Cuervo John no fue más que una mota negra en el cielo. Entonces, susurró para sí misma:
Si Cuervo lo dice así, así tiene que ser,
Por favor, Cuervo John, coge a Hueso Seco y vete,
Tan-Tan te lo dice así,
Tan-Tan te lo implora así.
Más tarde, la muchacha entró en su pequeño hogar y lo observó. No supondría demasiados problemas hacer otra ventana para que entrara más luz. Después de haber vivido con el problema de Hueso Seco, nada podría comportarle demasiados problemas. Mañana mismo haría una ventana, y pasado, arreglaría el asiento de la silla rota.
Tan-Tan cogió la lámpara de queroseno y salió al bosque a buscar hierbas para pulir la silla y quitarle el óxido. Eso le daría algo que hacer mientras pensaba en lo que el Maestro Cuervo John le había dicho. Puede que incluso fuera a buscar a Papa Bois, ¿oui?
El hilo se dobla,
Termina la historia.
El primer día que pasó Tan-Tan en el padre árbol, el día de su cumpleaños, el primer día de su vida adulta, la familia douen descubrió que había algo en su orina que resultaba venenoso para las larvas que comían. Después de que la muchacha hubiera hecho pipí en el cubo, todas las larvas se quedaron flotando en la parte superior y murieron, hinchadas y descoloridas... como si su aspecto no hubiera sido ya bastante repugnante. Mientras Benta contemplaba el espectáculo, Tan-Tan sólo deseaba morirse de la vergüenza.
—De ahora en adelante —le dijo Benta—, te bajaré al suelo cuando tengas que hacer tus necesidades.
—Por el amor de Nanny, Benta. ¿Eso no te supondría demasiados problemas?
—Sí. Pero cuando te recogimos, Chichibud y yo ya sabíamos a qué nos exponíamos, así que no te preocupes.
A la hora de acostarse, Benta le dio un colchón relleno de hojas muertas para dormir. Era cómodo. En algún momento de la noche, sintió que había algo encima de su cabeza. Medio dormida, movió la mano para apartarlo. Se despertó por completo cuando notó que un diminuto animal se retorcía entre sus dedos. Sus gritos obligaron a todos los habitantes de la casa a levantarse para ver qué sucedía.
—Sólo es un primo de la casa, pequeña —dijo Chichibud—. Les gusta dormir calentitos, sobre nosotros.
Un primo de la casa. Un lagarto volador. Una sabandija. Tan-Tan le pidió a Benta un trozo de tela con la que se envolvió la cabeza. Sólo así logró volver a conciliar el sueño aquella noche. Pero los sueños... los sueños. Antonio le pegaba, le azotaba en las piernas con el extremo de la hebilla de su cinturón. Ella se lo arrebató para devolverle los golpes, pero en cuanto lo osciló en el aire, éste se convirtió en un machete que, de un solo golpe, le cortó el pene. Era la primera vez que lo veía desnudo. El sangriento cilindro de carne cayó al suelo y se convirtió en uno de los gusanos del bote de orina de los douens, en uno muy grande.
—¡Cómetelo! —le ordenó Antonio con la voz de la muerte—. Te lo mereces, pues eres igual que tu madre.
Sintió la mano de su padre en la nuca, empujando su cabeza hacia el pene que se retorcía en el suelo.
Se despertó sudando, con el sonido de las ranas de San Antonio que croaban al amanecer. Todo le parecía irreal. ¿En qué mundo estaba viviendo? ¿En el del padre árbol o en el mundo de la pesadilla de papá?
Benta la llevó hasta el suelo del bosque. El estómago de Tan-Tan aún no se había acostumbrado a la sensación de caer en picado entre las ramas del padre árbol. Se sintió aliviada cuando se deslizaron suavemente por el pasillo que formaban dos gigantescas raíces del padre árbol en la base de uno de sus inmensos troncos. El pasillo de las raíces era casi tan alto como una casa de una planta. Tan-Tan dirigía su lámpara hacia la oscuridad, deseando ver algún destello que le recordara a su hogar, a su hogar de Toussaint. Cuando se bajó del lomo de Benta, sus pies se hundieron hasta la altura de los tobillos entre las hojas y las ramitas secas que formaban el manto del bosque. Las raíces descendían gradualmente hasta el suelo, así que, si era necesario, podía subir por ellas.
—Camina con cuidado.
El suelo estaba húmedo y allí abajo no soplaba ninguna brisa reconfortante como en el padre árbol. Hacía mucho calor; todo estaba oscuro y húmedo. Era como respirar en agua caliente. El sudor se deslizaba por su pecho. Los mechones de su espeso cabello empezaron a ondearse por la humedad. Escondiéndose de los ojos de Benta, avanzó hacia el otro lado de las raíces para hacer sus necesidades. No había nada parecido al papel. ¿Qué haría cuando le llegara la regla? Imaginó que tendría que utilizar trozos de tela de Benta. Se secó con algunas hojas secas e hizo una mueca de dolor cuando éstas le arañaron. En cuanto acabó, la hinte se la llevó de nuevo al Padre Árbol.
Aquella mañana, la familia de Benta y Chichibud buscó su desayuno por el bosque. Abitefa se subió a lomos de su madre y ambas volaron por el padre árbol para ir a pedirle larvas a un vecino con las que reemplazaron a las que Tan-Tan había envenenado. Chichibud le dio una bolsa hecha de enredaderas y la muchacha subió con ellos por el padre árbol, donde le enseñaron a buscar nidos de ranas de San Antonio. Con timidez, Zake intentó hablar con ella en anglopatwa, señalándole los brotes comestibles y los mejores asideros de manos y pies para escalar. Cuando encontraron huevos de rana de San Antonio, Chichibud y Zake sorbieron su crudo contenido allí mismo, con embriones incluidos. Al verlos, Tan-Tan sintió náuseas.
—¿Tenéis alguna forma de cocinar en vuestra casa? —preguntó—. Si así fuera, podría coger algunos de esos huevos para hacer una tortilla.
—Tenemos una olla de carbón en la cocina, doux-doux, pero no la usamos con demasiada frecuencia. No podemos permitir que las llamas atrapen al padre árbol. Puedes usarla hoy, pero tendrás que aprender a comerte la comida cruda. Además, está mucho más sabrosa así, pues en ella se puede saborear la vida.
Pero Tan-Tan prefería que su comida estuviera buena y muerta. Intentando mantener los huevos a salvo en la bolsa, descendió con torpeza hacia el nivel en el que se encontraba el nido de Chichibud y Benta. Dos o tres niños la vieron forcejeando y, tras consultarlo entre sí, saltaron al aire para planear rápidamente sobre sus alitas, riendo con su shu-shu y dándole golpecitos en la cabeza al pasar junto a ella. Tan-Tan les gritó para que pararan, pero no le hicieron caso. En dos ocasiones estuvo a punto de perder el equilibrio. Cuando por fin llegó al nido, la mayor parte de los huevos se había roto y su contenido caía por los agujeros de la cesta, resbalando por su pierna. Temblaba a causa de la ira y el cansancio. Entró en el nido y subió por la cuerda que conducía al comedor. Sólo tres huevos habían logrado sobrevivir a la excursión. Tuvo que quitar las masas de yema y los brotes de su interior antes de poder prepararse algo para comer. Como las ranas de San Antonio eran animales pequeños, la tortilla que consiguió hacerse ocupaba lo mismo que una cuchara de mesa. La familia douen no tenía sal.
Masticó la tortilla con determinación. La había quemado y Chichibud le había obligado a apagar el fuego. No podía pasarse toda la vida hambrienta, ¿oui? No podía dedicarse a comer animales vivos ni aquellas larvas que crecían en los excrementos de los douens. Tenía que haber alguna forma de poder cocinar para ella. Escupió un trozo afilado de cáscara de rana de San Antonio.
¡El suelo del bosque! Podía bajar a buscar alimentos y cocinar los que encontrara, de la misma forma que Chichibud les había enseñado a ella y a Antonio el primer día que estuvieron en Nuevo Árbol a Medio Camino. De todas formas, tenía que bajar al bosque con regularidad así que, lo mejor que podía hacer era aprovechar el viaje.
¿Podría descender por sí sola? Cogió su cuchillo y el saco. Encontró una lámpara y un recipiente tapado en el que vertió el aceite de la lámpara. Allí también había cerillas (aquel nuevo invento de la colonia Macaco Saltarín). Metió el aceite, las cerillas y la lámpara en el saco y se lo colgó al hombro, cruzándolo sobre su cuerpo.
Una vez en el exterior, contempló el tronco del padre árbol más cercano al nido de la familia de Chichibud. Hoy ya había trepado un poco por él; había sido duro, pero podría acostumbrarse. Colocó los pies y las manos en el primer grupo de asideros y empezó a descender. Al verla, todos los douens interrumpían aquello que estuvieran haciendo para mirarla. Ninguno le saludó; ninguno de ellos le habló. Siguió descendiendo y pasó junto a un douen que trepaba en dirección contraria. Ambos tuvieron que realizar una complicada danza de intercambio de asideros de manos y pies.
—Persona alta —murmuró al acercarse a ella—. Al traerte a este lugar, Chichibud y Benta han traído la desgracia sobre nuestras cabezas.
Antes de que pudiera responderle, el douen ya estaba muy arriba.
Tiene razón, dijo la voz de la Tan-Tan mala. Eres un agobio, una cruz perversa que tienen que soportar todas estas personas.
¿Por qué aquella hinte de allí la estaba mirando? ¡Que se ocupe de sus asuntos! Tan-Tan saludó con fingida alegría a la mujer douen y esbozó una falsa sonrisa enseñándole los dientes. La hinte se alejó volando y Tan-Tan siguió descendiendo. Más douens salieron de sus nidos para mirarla. La sangre de la muchacha hervía de cólera, y ésta acabó apoderándose de su voz y de su lengua. Se detuvo en donde estaba y les gritó:
—Buenos días, señor; buenos días, señora. Hola niños lagarto. ¿Estáis disfrutando de este caluroso día? ¿Están creciendo bien los gusanos en vuestra mierda? ¿Eh? ¿Hay muchos lagartos trepando por vuestra comida? Qué bien, me alegro.
Esperó. Algunos regresaron a sus hogares y otros encontraron otros asuntos de los que ocuparse. Todos se dispersaron. Aquellas palabras retóricas habían despertado con fuerza el recuerdo de la Reina Ladrona y habían logrado mitigar ligeramente la voz de la Tan-Tan mala. Nadie más volvió a mirarla durante el resto del descenso, excepto un par de niños maleducados. No sabía cómo se las habían arreglado para correr tan rápidamente la voz de que la dejaran tranquila, pero tampoco le importaba. La Reina Ladrona había triunfado.
El descenso representó media hora larga de rodillas peladas y ampollas en las manos antes de llegar al suelo del bosque. Le temblaban las piernas y los brazos por el esfuerzo que acababa de realizar. A oscuras, buscó a tientas la lámpara y derramó gran parte del aceite. Cuando por fin logró encenderla, se alejó de las raíces para internarse en aquella oscuridad.
Delante de ella se alzaba un arbusto del diablo inmenso, que bordeó para evitar sus afiladas y venenosas espinas. Éstas atraparon la luz de la lámpara y crearon un resplandor de alerta en el interior de cada una de sus hojas. No muy lejos había un bastón estúpido. El bosque que le rodeaba era muy espeso; debido al follaje y a la oscuridad, apenas podía ver unos metros en cada dirección. Aquel bosque sombrío engullía la débil luz de la lámpara. Deseó con todas sus fuerzas que aquel resplandor fuera suficiente para mantener alejados a los pájaros jumbie, sí.
Una inmensa planta de fruta de la pasión se abrazaba con fuerza a un árbol muerto, usándolo como una escalera para llegar al sol. La flora terrestre que habían traído a este mundo los exiliados hacía algo similar.
Vio un sendero que se alejaba en la distancia; sin duda alguna, había sido creado por los douens. Como en aquellos instantes no le apetecía ver a ninguno de ellos, empezó a caminar en dirección contraria. Oyó un sonido crepitante, como si unos pies se arrastraran sobre las hojas muertas que había en el lecho del bosque. Se quedó helada, mirando a su alrededor entre la oscuridad. ¿Aquello de allá eran dos árboles que crecían muy juntos, o eran las patas de un pájaro jumbie? No, tenían que ser dos árboles, pues podía ver hojas sobre ellos. ¿Y qué diablos era aquello que había visto deslizarse por el rabillo del ojo? Oh, una rata manicou que corría sobre una rama baja. Tan-Tan se tranquilizó un poco al ver a aquel diminuto animal que le resultaba tan familiar. Estaba regordete y tenía buena pinta. Deseó saber cómo cazarlo, pues la carne de manicou asado era una de las más dulces del mundo.
Todo pasó con demasiada rapidez. Al dar un paso hacia delante, pisó el extremo de un gran trozo de madera muerta que había quedado oculta por el musgo y las hojas; el otro extremo se levantó al instante desde el suelo del bosque. Entonces, ladrando, un cachorro del suelo se abalanzó sobre ella: tenía dos puñados de pelo amarillo en el hocico y los dientes incrustados en él. Era una boca roja con un aro de colmillos a su alrededor. Tan-Tan gritó y lo golpeó. El cachorro del suelo saltó a sus rodillas y le arañó los muslos. A continuación, desapareció entre la oscuridad sobre sus doce patas.
—¡Mierda! ¿Por qué diablos mi gente decidió llamar a esa cosa "cachorro", eh? Ese bicho parece una bola de pelo con dientes.
Nerviosa y asustada, Tan-Tan se agachó para examinar el mordisco que le había dado. En la rodilla tenía un círculo de marcas de dientes del que salía un poco de sangre. Los mordiscos de los cachorros del suelo podían ulcerarse, así que tendría que pedirle a Chichibud algún ungüento para curárselo.
Al acuclillarse, descubrió que estaban saliendo diversos animalitos del lugar en el que había estado apoyada la madera. Vio un puñado de insectos parecidos a cangrejos y algo que era una especie de hoja verde y brillante con millones de patas diminutas que corrían sin parar por debajo. El cuerpo de aquel bicho ondulaba de tal forma que el estómago de Tan-Tan se retorció en un gesto de compasión. El animal trepó por un árbol alto y estrecho, dio media vuelta y se deslizó bajo un trozo de corteza.
Tan-Tan deseaba estar en algún lugar seguro, familiar, donde la gente fuera parecida a ella y hablara en su idioma. Un lugar en el que pudiera soportar la comida. Se quedó acuclillada en el suelo durante un rato, cogiendo aire y recordando su infancia, cuando era una niñita y tenía un hogar.
Su estómago refunfuñó. Los recuerdos no iban a saciarlo, así que se levantó. Apoyándose sobre un pie, se quitó la sandalia y la sacudió; cuando acabó, repitió la misma operación con el otro pie. No quería tener ningún cangrejito ni ninguna hoja con un millón de patas revolviéndose dentro de sus zapatos, ¿oui? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que podía bajar hasta allí calzada con unas sandalias de lona? Zorra estúpida, dijo la voz de su interior. Quizá, Chichibud y Benta pudieran traerle unas botas la próxima que vez que fueran a comerciar a una colonia penitenciaria.
Encontró un palo largo y lo usó para comprobar el suelo del bosque a medida que avanzaba. Había aprendido la lección, así que caminaba lentamente y sólo daba un paso hacia delante cuando estaba segura de que no había nada peligroso en el punto en el que iba a apoyar el pie. Encontró algunas setas grandes y apetitosas y las metió en el saco. Un poco más lejos vio un pequeño árbol de halwa, cubierto de maleza, que crecía a la sombra del padre árbol. Su boca se hizo agua al pensar en aquella fruta dulce y aromática y, en un instante, ya se había subido al tronco. Por fin Nanny estaba siendo piadosa con ella: el árbol sólo tenía dos frutos pequeños, pero estaban maduros. Cuando regresó al suelo, despejó un espacio sobre el lecho de hojas, que le llegaba hasta las pantorrillas. No tenía ganas de pensar en las repugnantes cosas que debía de haber apartado; una de ellas era como un saco de huesos seco, oui. Utilizó las ramitas que había en el suelo para hacer una hoguera y asar la fruta. Comió hasta que su estómago se hinchó y asó las setas sobre las brasas. Se comería las setas y lo que quedaba de la fruta para cenar.
Era hora de volver a trepar por el padre árbol.
Pero no lo encontraba. En la oscuridad que la envolvía, era incapaz de encontrar ninguno de sus troncos. ¿Por dónde había venido? No podía recordarlo. ¿Por allí quizá? Dio unos pasos en esa dirección. Las hojas muertas crujían bajo sus pies. Tropezó con un leño. Estaba segura de que antes no estaba allí, así que no había venido por ese camino. Retrocedió y avanzó en la siguiente dirección, mirando entre la oscuridad. Avanzó cien pasos, doscientos, pero seguía sin encontrar el tronco del padre árbol.
—Chichibud —susurró.
Vio una planta trepadora que se extendía entre un gran arbusto y el siguiente. ¿Había pasado por allí antes? No podía recordarlo. ¿Y ese tronco agujereado? ¿Y aquella seta de color púrpura resplandeciente que le llegaba a la cintura? Estaba totalmente desorientada. No sabía ni en qué dirección había venido ni por dónde debía seguir avanzando. Le resultó imposible detener los sollozos que subían por su garganta. Se dirigió a la derecha, clavando el palo en el suelo enfrente de ella. Seguía sin saber dónde estaba. Se agachó rápidamente al oír un susurro entre las hojas que había sobre su cabeza. Miró hacia ellas. Una hoja muerta se deslizaba lentamente hacia el suelo para formar parte del lecho del bosque. Era una hoja grande. Una hoja roja. Una hoja jugosa. Sus sollozos casi lograron convertirse en una risita.
—¡Jo! Soy una estúpida. ¿Acaso las ramas del padre árbol no están encima de mí? —El padre árbol era tan amplio como un pueblo. ¡Había estado debajo de él en todo momento!
Sostuvo en alto la lámpara y analizó la forma de las ramas del padre árbol para ver de dónde venían. En el punto en el que se encontraran se alzaría uno de sus troncos. Era así de sencillo. Avanzó en la dirección que le indicaban y, cuando vio las raíces del tronco principal asomando entre la oscuridad, estuvo a punto de reír a carcajadas del alivio que sintió.
¡Chichibud estaba allí! Se había tumbado sobre una de las raíces, con las garras traseras clavadas en la madera del padre árbol para esperarla. Tan-Tan llamó con alegría a su amigo.
—Me llamo Kret —respondió el douen—. Las personas altas nunca sois capaces de diferenciarnos.
¡Kret! El que estaba en contra de que ella estuviera allí. Así que sabía hablar criollo. Tan-Tan se quedó en donde estaba. Entonces, Kret abrió el hocico y sus afilados colmillos brillaron en la penumbra. Bajó de un salto de la raíz y se aproximó a ella. Tan-Tan sujetó con fuerza el palo, preparada para defenderse.
—Muchacha, estás haciendo tanto ruido como para levantar dolor de cabeza al polvo —le dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí abajo?
Tan-Tan le mostró el saco para que lo viera.
—¿Qué llevas ahí dentro? —preguntó.
No quería acercarse a él para enseñárselo.
—Setas.
Él olfateó el aire.
—Y halwa asada. Como si fueras demasiado buena para las bendiciones del padre árbol. Podrías haber encontrado esas cosas allí arriba.
Sí, podría haberlo hecho, pero no le había apetecido. Quería estar sola. Además, en aquellos instantes lo único que deseaba era deshacerse de Kret.
—Benta me ha traído —mintió. Señaló hacia algún punto en la oscuridad—. Está por allí. Me ha dicho que viniera y la esperara aquí.
Kret miró hacia el lugar que señalaba. Movió el hocico hacia arriba de una forma extraña, como haría un perro que estuviera ladrando. Sin embargo, de su boca no salió ningún sonido.
—Niña mentirosa —respondió.
¿Cómo sabía que era mentira?
El douen volvió a subirse a la raíz.
—Mira, no quiero tener ningún trato con personas altas irrespetuosas. Puedes jugar aquí abajo si quieres; no lloraré si te atrapa un pájaro jumbie.
Ágil como una serpiente, empezó a trepar hacia la luz.
Cuando Tan-Tan dejó de verlo, también ella empezó a ascender por el árbol.
—Veneno —dijo Benta cuando vio lo que Tan-Tan le proponía que cenaran. Con el pico, cogió las setas y las tiró, de una en una, por lo agujeros de la ventana. Veneno.
—Mierda —Tan-Tan se dio aire con las manos en la zona que se había rozado al trepar por el tronco. Aún podía sentir que sus muslos temblaban debido al esfuerzo de la subida—. No puedo comer las cosas que coméis vosotros, ni puedo moverme por el padre árbol como vosotros. ¡Ni siquiera puedo hacer pis sin molestar a nadie!
—Eso no nos importa —dijo Chichibud—. Eres nuestra invitada. Necesitas tiempo para que tu cuerpo y tu mente logren recuperarse de lo que te hizo Antonio.
No, eso no. Habla de cualquier otra cosa.
—Pero ninguno de los douens me quiere aquí.
—El Anciano Res dijo que te podías quedar, así que, por mucho que digan, ninguno de ellos va a hacerte nada. No tienes que preocuparte. Por otra parte, los niños son traviesos y te tomarán el pelo, pero no tienes que hacerles ningún caso.
—¿Y qué voy a hacer con la comida? Lo siento mucho, Chichibud, pero no puedo comer huevos crudos y ciempiés vivos como vosotros.
De todas las cosas que podría haber hecho, Chichibud se limitó a reír.
—Lo sé. Las personas altas quitáis toda la vida de vuestros alimentos antes de comerlos y, ni siquiera entonces os quedáis satisfechos. Tenéis que quemarlos hasta conseguir que estén más muertos que la muerte. Los douens somos incapaces de comprender cómo os puede gustar algo que coméis después de haberlo quemado con carbón. Lo siento, cariño, pero tenemos que tener mucho cuidado con el fuego en el padre árbol. Aquí arriba no solemos cocinar.
—Puedes ir abajo con Abitefa —trinó Benta.
—¿Qué quieres decir? —Tan-Tan se esforzó en comprender sus gorjeantes palabras.
—Abitefa pasa mucho tiempo sola; empezó a hacerlo durante la pasada estación y tendrá que hacerlo durante las dos próximas. Ha tenido que dejar a sus amigos para ponerse a prueba cada día en el bosque. Ve con ella. Escalar será una buena práctica para ti, y pasar tiempo con una persona alta será beneficioso para ella cuando se convierta en un pájaro de carga. Ambas podéis buscar comida y cocinarla cuando estéis abajo. Abitefa cuidará de ti. Además, de esta forma pasarás tiempo alejada de todos douens que se sienten intranquilos de tenerte aquí. ¿Comprendes?
Podía funcionar, sí.
—Sí, Benta, lo he entendido. Suena bien.
Pero cuando Abitefa llegó a la hora de la cena y Benta le explicó el plan, la joven hinte gruñó. Benta le susurró algo y la niña escupió su respuesta entre silbidos afilados como el cristal. Su madre gritó, golpeando el suelo con el pie. Sus alas se inflaron al instante y empezaron a batirse en el aire, tirando una de las frutas halwa de la mesa. La fruta estalló en el suelo, mojando los tobillos de Tan-Tan con la sustancia marrón y gelatinosa de su interior.
—Chichibud, ¿qué están diciendo? —preguntó Tan-Tan.
—No te preocupes, Abitefa hará lo que su madre le diga.
Chichibud habló con su mujer y su hija lentamente, con suavidad. Abitefa siguió protestando. Chichibud y Benta la mandaron callar. Benta gritó una vez más algo que parecía una orden.
—Asunto zanjado —dijo Chichibud—. Abitefa te llevará con ella al bosque siempre que vaya.
Pero la niña emitía unos sonidos silenciosos y agudos. Estaba claro que no le apetecía nada tener que hacer de canguro.
Aquella noche, Tan-Tan pudo llenarse el estómago con ensalada y los restos de fruta. Cuando llegó la hora de dormir, volvió a cubrirse la cabeza con el trapo que le había dado Benta, se tumbó en el colchón y se quedó mirando fijamente la oscuridad, suplicando tener un sueño apacible.
Sin embargo, sus plegarias no fueron atendidas, oui. Antonio la estuvo persiguiendo durante toda la noche.
Abitefa saltó desde la rama más baja del padre árbol, que estaba a unos seis metros de altura. Cayó como una bala, doblando las rodillas traseras para aterrizar en silencio en el lecho del bosque. Las dos lámparas de queroseno que llevaba encima ni siquiera se movieron. Tan-Tan descendió hasta una raíz e intentó mantener el equilibrio, pero no lo consiguió y cayó rodando hasta el suelo. Aterrizó con un ¡plas! y se llenó de hojas el cabello. Abitefa ni siquiera se dignó mirar hacia ella. Encendió las dos lámparas, empujó una hacia Tan-Tan, le dio la espalda y se internó en el bosque. Sus pasos eran tan silenciosos como la brisa. Tan-Tan se levantó y se apresuró a seguir a Abitefa, triturando ruidosamente las hojas secas a cada paso que daba.
—¡Jo! —murmuró para sí misma—. Cualquiera diría que soy yo la que tiene los pies tan grandes como una pala.
De alguna forma, consiguió recoger la lámpara encendida sin tener que detenerse. Cuando logró alcanzar a Abitefa, ésta se encontraba junto a la planta de fruta de la pasión que Tan-Tan había visto el día anterior. La planta estaba repleta de frutos maduros; su dulce olor inundaba el aire. Sin embargo, ayer ni siquiera había flores.
—¡Qué rápido crecen las cosas en este lugar! —le dijo a Abitefa. La hinte no le respondió. Tan-Tan dejó la lámpara en el suelo para tener las manos libres y cogió todas las frutas de la pasión maduras que pudo alcanzar. Con los dientes rompió la suave corteza amarilla de la última que había cogido, sorbió su jugo, fragante y picante, y se comió las diminutas semillas negras. Empezó a pensar en Toussaint.
Cuando abrió los ojos, Abitefa se había ido. No la veía entre aquella la penumbra que la engullía; tampoco la oía. Gritó su nombre, pero no le respondió.
Deambuló por la oscuridad, atisbando por el círculo de luz que proyectaba la lámpara, llamándola a gritos e intentando ignorar el pánico que forcejeaba con su garganta, amenazando con derramarse por su boca en forma de grito.
Tranquilízate, Tan-Tan, se dijo a sí misma.
Estúpida, dijo la Tan-Tan mala. Algún día te morirás de lo estúpida que eres. Tranquilízate, muchacha. Recuerda lo que te dijo Chichibud el primer día que estuviste en Nuevo Árbol a Medio Camino. ¿Cómo puedes sobrevivir en el bosque?
Se detuvo e intentó recordar las lecciones de Chichibud. Tienes que aprender a utilizar todos tus sentidos; eso era lo que le había dicho.
Tan-Tan miró a su alrededor efectuando un giro completo. No vio a Abitefa por ninguna parte. Lo único que oía era el susurro de los animales y los insectos del bosque, que se movían sigilosos. Ni el gusto ni el tacto podían ayudarla. Sintiéndose como una idiota, levantó la nariz para oler. ¿Qué se supone que estás haciendo ahora?, se burló la Tan-Tan mala. Incluso una gallina con la cabeza cortada tendría más sentido común que tú. No percibía ningún olor, excepto el del aire puro y el de la fruta de la pasión que tenía en las manos. Hum. Quizá, al fin y al cabo, el olfato sirviera de algo. Tan-Tan cerró los ojos y volvió a respirar profundamente. Entonces, pudo oler el ungüento que Abitefa le había puesto sobre sus mordiscos y heridas aquella mañana... olía a pino y a menta. Por su derecha, donde el árbol de halwa dejaba caer sus frutos maduros, el aire le llegaba con un aroma fuerte y dulce. Ayer, aquellos frutos aún estaban madurando. La ligera brisa llevaba consigo historias. Exhaló el aire y volvió a respirar con fuerza. Entonces sintió un olor a putrefacción muy, muy débil. Miró hacia el lugar de donde procedía: allí crecía una densa masa de hongos de color marrón rosáceo que, quizá, estaban alimentándose con el cuerpo de un pequeño animal muerto.
Y entonces advirtió un débil aroma que no pertenecía al bosque. ¿Qué era? Le resultaba muy familiar...
Tan-Tan avanzó hacia el lugar de donde procedía el olor. Éste se hizo un poco más intenso. ¿Qué era? Algún tipo de compuesto químico. ¡Ah! Sonrió. Apagó la lámpara y se acercó con todo el sigilo que pudo hacia él. Tan sólo estaba a unos metros de ella, al otro lado de aquella enorme roca cubierta de un musgo azul y brillante...
Abitefa estaba sentada en el suelo, apoyada contra la roca. Usaba los dientes y las puntas de los dedos de sus alas para entretejer unas enredaderas. Apenas levantó la mirada cuando Tan-Tan apareció por detrás de la roca. Probablemente la había oído acercarse. La muchacha intentó tomárselo con calma, así que se sentó junto a Abitefa y se quitó un zapato. Lo agitó para que cayera una hoja con mil pies que había dentro y entonces le dijo:
—¿Tú lámpara se acaba de apagar ahora mismo, verdad? Puedo oler las cerillas cuando las enciendes.
Los hombros de Abitefa se agitaron por la risa. ¿Qué diablos...? ¿A qué tipo de juego creía que estaban jugando? Tan-Tan podría haber sido devorada por un pájaro jumbie cuando se quedó sola en la oscuridad. ¡Y a esa horrible mujer murciélago le resultaba divertido! Furiosa, Tan-Tan le golpeó en el hombro.
—¡Zorra! ¿Crees que esto es una broma? ¿Eh?
Inmediatamente, Abitefa se puso en pie y se inclinó para mirar a Tan-Tan, doblando sus afiladas garras y extendiendo sus casi alas en lo que parecía una postura de pelea. Su garganta emitió un sonido amenazador, pero la Tan-Tan mala e incauta se adelantó. Se abalanzó sobre Abitefa y la derribó. Ambas rodaron sobre el lecho de hojas, intentando asestar un buen golpe a la otra. Tan-Tan le pegó un puñetazo en su horrible boca; Abitefa le mordió la mano. Tan-Tan sintió que la piel se desgarraba, pero su rabia era más fuerte que la cautela. Agarró una de las alitas de la hinte con una rodilla y volvió a golpearle en la cara. Abitefa gritó e impulsó uno de sus grandes pies de pájaro para pegarle una fuerte patada en el pecho. Tan-Tan salió despedida y aterrizó sobre la gran roca.
El porrazo la dejó aturdida. Intentó levantarse para volver a atacar a Abitefa, pero sus piernas temblaban. Notó que su cuerpo descendía hacia abajo, hacia el suelo. Le pareció que tardaba una eternidad en quedar tendida sobre el manto del bosque. Entonces, su cabeza tocó el lecho de hojas, que era tan suave como los sueños.
Un chorro de agua ligeramente ácida entró en la boca de Tan-Tan: era jugo de hoja del padre árbol. Antes de recuperar por completo el sentido, notó que un fuerte olor penetraba por su nariz. Tosió e intentó incorporarse. Unos dedos demasiado largos le estaban tocando la cara. Cogió la mano de Abitefa y la apartó.
—Aparta. ¿Qué me has puesto en la nariz?
Colgando de las garras de Abitefa había una hoja milpiés aplastada.
—¡Puaj! —dijo Tan-Tan—. Esos bichos nunca me han gustado, ni siquiera la primera vez que los vi. ¡Qué peste! Es una bota con patas de sales apestosas, ¿oui?
Abitefa gorjeó algo y volvió a acercase. Tan-Tan la miraba con cautela a la luz de la lámpara. Lentamente, se inclinó sobre ella y le puso las manos en la nuca. Estaba comprobando el lugar en el que se había golpeado contra la roca.
—Estoy bien —dijo Tan-Tan apartándole las manos. Abitefa se levantó sobre sus pies de pala, emitiendo sonidos de preocupación. Tan-Tan frunció el ceño y se sentó, reflexionado. A continuación sonrió.
—Supongo que lo tengo merecido, ¿eh? ¿Quién me mandaba enzarzarme en una pelea con un murciélago de cuatro patas? —rió—. Papá siempre me decía que era un poco marimacho.
Antonio. De repente, volvió a ponerse seria.
—De todas formas, Abitefa, lo siento. ¿Me entiendes?
—Sí.
Abitefa le dijo algo. Parecía más un trino que palabras, pero Tan-Tan la entendió. La hinte se puso en pie, cantándole algo más; podía ser una disculpa o una maldición, no lo sabía, pero se lo dijo con suavidad y sin hacer ningún movimiento amenazador.
—No te preocupes —la forma de hablar de la hinte era muy similar a la canción de Nanny. Por impulso, Tan-Tan le cantó la frase de la red de Anansi que significaba "soleado y bueno", pues de esa forma solía responder Nanny cuando le preguntaban por el tiempo. En ocasiones, los habitantes del Condado Puente de Mando tarareaban aquella frase para decir "entre nosotros dos no hay ningún problema"; sin embargo, Abitefa no le respondió, sino que se quedó mirándola fijamente. Tan-Tan se encogió de hombros. El saco estaba en el suelo, debajo de ella, y las frutas de la pasión se habían reventado. Le ofreció una a Abitefa que, después de partirla por la mitad, apartó las semillas y la pulpa y masticó su áspera corteza amarilla. Tan-Tan rió. Después de comer, la hinte recogió el objeto que había estado entretejiendo cuando Tan-Tan la encontró: era otro saco, mucho más grande, con un cabestrillo para llevarlo colgado del hombro. Abitefa se lo ofreció con un gorjeo.
—¿Es para mí?
—Sí.
—Que Nanny te bendiga. Vayamos de caza, ¿de acuerdo?
Abitefa la dirigió por el bosque. Le mostró un bicho parecido a una hormiga, pero tan grande como una baya. Había construido su nido en una especie de árbol pequeño y cubierto de maleza que chorreaba savia pegajosa. Docenas de hormigas grises corrían alrededor de aquel pegajoso conjunto de burbujas que era su hogar. Abitefa enrolló una hoja de padre árbol para formar un cono e introdujo el extremo abierto en el nido de savia. Al instante, un grupo de hormigas corrió por la hoja para investigar qué era aquello. Entonces, la hinte arrancó el extremo cerrado de la hoja y se lo llevó a la boca, atrapando con la lengua a las hormigas que huían. Le tendió una hoja a Tan-Tan para que lo probara.
—No, gracias.
Continuaron avanzando. De pronto, Abitefa puso una mano sobre la boca de Tan-Tan, para detenerla y amortiguar su voz al mismo tiempo.
—¿Qué...? —Abitefa la apretó con más fuerza. Tan-Tan miró hacia el lugar que le señalaba.
El animal estaba entrando en un claro en el que se filtraba la luz del sol. Era como un tanque blindado que le llegaba a Tan-Tan a la altura del hombro. Era tan ancho como un camión y estaba cubierto de escamas superpuestas, cada una del tamaño de un plato. Tenía un hocico con seis colmillos que apuntaban hacia delante y avanzaba lentamente por el bosque, aplastando todo aquello que hubiera en su camino. Arrastraba una cola enorme, tan ancha como los dos muslos de Tan-Tan juntos. La cola tenía una sarta de púas en el extremo. En aquel momento, Tan-Tan decidió que no volvería a bajar sola al bosque nunca más. Al pasar, el monstruo alborotó el subsuelo, molestando a un cachorro del suelo que, ladrando, se abalanzó sobre él y aterrizó sobre su cola. Debió de morderle en algún punto sensible, pues un escalofrío recorrió la cola del animal y después todo su cuerpo. Entonces, el monstruo lanzó su cola hacia un lado para que chocara contra un árbol; las púas dejaron unos agujeros del tamaño de la yema del dedo en el tronco. Cuando la bestia ladeó la cabeza para enterrarla entre unos matojos, Abitefa empujó a Tan-Tan hacia la dirección contraria, indicándole que se moviera sigilosamente.
Cuando consideró que estaban fuera del alcance de su oído, Tan-Tan susurró:
—Nunca había visto nada tan terrible. ¿Qué era eso? —la respuesta de Abitefa sonó como una tos seca. Sí, ese era un buen nombre para el monstruo.
Abitefa se alejó del padre árbol para internarse en el bosque. Allí había un camino definido: montones de douens caminaban por él. ¿Acaso se dirigían a una colonia humana? Tan-Tan se emocionó ante la idea de volver a ver personas, pero entonces recordó la razón por la que había tenido que abandonar la ciudad de Junjuh.
Oyó el sonido antes de que llegaran al siguiente claro: un traqueteo, un repique y un martilleo, como si alguien estuviera golpeando un metal contra otro. Les llegó una ráfaga de calor.
—¡Mamá Nanny, qué calor! ¿Estás seguro de que aún puede calentarse más?
Aquel sonido le resultaba familiar. Al llegar a un lugar bañado por la luz del sol, vieron una improvisada fundición que se alzaba en un amplio claro, en medio del bosque. Una bóveda de cemento gris cubría el edificio, que tenía grandes agujeros redondos a su alrededor. Tan-Tan frunció el ceño. A través de aquellas ventanas de tamaño humano podía ver douens, pero ella siempre había creído que no sabían construir con cemento ni trabajar el metal. Sin embargo, no había ninguna duda de que estaban forjando hierro. Tan-Tan observó a todos aquellos douens que utilizaban la magia obeah con el martillo y el fuego, convirtiendo los bloques de piedra en reluciente metal. Una mujer douen, sentada sobre un leño en el exterior de la herrería, estaba atando un tejido en un marco de hierro. Con el pico y las garras tensó la tela y la estiró en el marco. El trozo de tela de color barro revelaba una historia en imágenes: en ella había una figura que caminaba totalmente inclinada, como si estuviera soportando el peso del mundo; algún tipo de animal pequeño se aferraba a su espalda. Sobre ambos había un pájaro o un murciélago muy grande, que volaba en círculos en el aire. La hinte tiró por última vez de la tela, pero el marco se aflojó y las débiles uniones se trenzaron en forma de diamante. Enfadada, la mujer lo dejó caer y dos douens se acercaron saltando hasta allí para ver qué había sucedido. ¡Eran Chichibud y Benta! Tan-Tan corrió hacia ellos mientras Abitefa saltaba a su lado.
—¡Chichibud! ¡Benta! ¡No vais a creer qué acabamos de ver en el bosque!
La otra hinte gritó y corrió hacia el interior de la fundición. Chichibud ladró enfadado a Abitefa, que se sentó sobre sus talones y hundió el hocico en el pecho. Benta avanzaba con fuertes pasos. Sin embargo, Tan-Tan no prestó ningún tipo de atención a aquellas señales de enfado sino que, emocionada, les describió a la inmensa bestia del bosque que parecía un tanque. Benta gorjeó una pregunta a Abitefa y la joven hinte respondió con aquella palabra que parecía una tos seca.
—Becerro rodante. Así es como lo llamáis las personas altas —le explicó Benta.
¡Becerro rodante! En aquel momento cobró vida en su mente otra historia del folclore anansi. La había oído durante la última Estación de Jonkanoo que estuvo en Toussaint, cuando fue a cantar con los Jubilante Mummers del Condado Puente de Mando. Los Mummers iban a pie, pues esa era la tradición. Mientras recorrían bajo la oscuridad la distancia que separaba una casa de otra, era costumbre entretenerse contando historias de miedo. El becerro rodante era un gigantesco toro fantasma que tenía los ojos del color de las llamas y el cuerpo envuelto en cadenas. De su boca salía fuego y daba zarpazos en el suelo. El becerro rodante dejaba a su paso un rastro humeante de tierra quemada. Si tropezabas con uno por la noche y no había ninguna razón que te obligara a estar en el lugar en el que lo habías encontrado, se convertía en una enorme bola de fuego y te perseguía hasta que caías muerto de miedo y extenuación. Caminando en la oscuridad con los Mummers, la pequeña Tan-Tan había deseado que el becerro rodante entendiera que ellos tenían que estar allí fuera para cantar, y se había cogido con fuerza a la mano de Ione.
—Los becerros rodantes son malvados —dijo Chichibud—. Atacan por despecho. Sólo un maestro de caza puede matarlos.
—¿Y cómo se les puede matar con esa armadura que tienen?
—Su punto débil se encuentra debajo de la mandíbula. Tienes que clavarle un machete en ese lugar y hundirlo hasta el cerebro. Si te equivocas, es probable que no vivas el tiempo suficiente para intentarlo de nuevo. ¿Ahora entiendes por qué no queremos que bajes sola al bosque? ¿Llevas la lámpara encendida para mantener alejados a los pájaros jumbie?
Con el pico, Benta rebuscó entre el suelo. Cogió una astilla encendida y se la tendió a Tan-Tan. Sin decir ni una palabra, la muchacha volvió a encenderla usando la llama de la lámpara de Abitefa.
—Y ahora, nuestra propia hija acaba de enseñarte otro secreto de los douens —dijo Chichibud.
—Esto es una fundición —replicó Tan-Tan.
—Sí. Intentamos aprender por nosotros mismos, porque las personas altas os negáis a enseñarnos.
—¿Por qué queréis aprender si podéis comerciar con nosotros?
Chichibud la miró fijamente durante largo rato. Tan-Tan se puso nerviosa, pues no estaba acostumbrada a que su amigo la mirara como si fuera una extraña.
—¿Qué se puede hacer con fuego y metal? —dijo por fin Chichibud.
—¿Qué quieres decir? Se pueden hacer un montón de cosas. Ganchos y todo eso para colgar cosas, cochecitos de bebé, marcos como el que la hinte estaba intentando engarzar...
—Pistolas, bombas, coches, aviones. Todas estas palabras las he aprendido de las personas altas.
—No te entiendo.
—Ésa es una de las razones por las que Abitefa ha venido aquí abajo contigo. Se suponía que tenía que impedir que te enteraras de esto, no que te trajera directamente hasta este lugar. Estúpida niña rebelde. Si los douens no aprendemos los trucos de las personas altas, los usaréis contra nosotros.
—¡No digas tonterías!
Él se acercó. Aunque era pequeño, la muchacha pudo sentir su fuerza. Resultaba imponente.
—Pequeña, puedes creer lo que quieras. Los douens observamos cómo os comportáis, incluso entre vosotros, y por eso nos estamos preparando.
Tan-Tan recordó los perros que Un Ojo había lanzado tras ella mientras él y su amigo Cabeza de Melón la perseguían por el bosque. Observamos cómo os comportáis, incluso entre vosotros.
—Nos vamos a ausentar durante tres días —pió Benta—. Abitefa cuidará de ti.
Abitefa seguía con el hocico enterrado en el pecho.
—¿Os vais? ¿Adonde? ¿Por qué? —Tan-Tan sintió pánico al pensar que no estarían cerca de ella.
—A comerciar —respondió Benta—. Allí.
Movió la cabeza para indicarle la dirección.
—¿Con quién?
—Con un pueblo de personas altas. No está muy lejos de aquí —respondió Chichibud—. Tenemos que entregar mercancía a cambio de lámparas de aceite y algunas semillas que tienen y que no habíamos visto nunca. Cuando vosotros trepáis por el árbol a medio camino, traéis algunas verdaderas maravillas.
Tan-Tan no le estaba prestando atención.
—¿Un pueblo? ¿Un pueblo humano? Voy con vosotros —su corazón empezó a latir con fuerza al pensar que volvería a ver personas, que oiría hablar de una forma que no le resultaría difícil de entender.
—No, doux-doux —respondió Benta con suavidad—. Es demasiado peligroso.
El rencor invadió a Tan-Tan como la hiel.
—¿Cómo que es peligroso? ¿Tú también crees que os voy a causar muchos problemas, verdad? Apuesto que Abitefa os acompañará.
Un douen que pasaba junto a ellos cargado con un trozo de hierro se detuvo al oír sus palabras.
—Niña de persona alta; las alas de Abitefa ni siquiera han empezado a brotar. ¿Qué sabrás tú? Mírala bien. ¿Qué crees que harían las personas altas si vieran algo mitad douen y mitad pájaro de carga, que no pudiera hablar con ellos en su idioma y que fuera tan grande como para defenderse si le atacaran? ¿Eh? Si Abitefa pusiera un pie en el territorio de las personas altas, moriría. Eso es lo que todos vosotros hacéis con aquello que os da miedo.
—¿Pero por qué no puedo ir yo? —dijo sin tener en cuenta sus palabras—. Soy humana, como ellos.
—El peligro eres tú, no ellos —respondió Chichibud—. No podemos arriesgarnos a que les hables de nosotros.
Tan-Tan sintió un escalofrío. Nunca le dejarían irse.
Como Tan-Tan y Abitefa se pasaban todo el día juntas merodeando por el bosque, se hicieron grandes amigas. Abitefa le enseñó a cazar animales pequeños; a gritar y lanzar palos para sorprender a las presas o asustar a los animales más grandes; y también a ahumar la carne. Tan-Tan intentó aprender a hablar como la hinte, pero sus sonidos eran demasiado líquidos y complejos para que los pudiera pronunciar su boca. Abitefa reía cada vez que Tan-Tan lo intentaba. Siempre que se bañaba en la bañera flor del nido, Tan-Tan observaba el reflejo de su rostro en el agua y movía los labios hacia arriba, enseñando los dientes, intentando ponerlos en la posición correcta para poder trinar como una hinte. Cuando creía que lo había conseguido, enrollaba la lengua para formar un tubo con ella y entonces piaba y silbaba; sin embargo, por mucho que se esforzaba, las palabras salían muertas y lisas. Cuando intentaba cantar como una hinte, parecía una rana de San Antonio solitaria croando en la oscuridad. ¡Se sentía tan frustraba por no conseguir articular bien aquellos sonidos...! Empezó a desear tener un pico como el de Benta, incluso un hocico que se estuviera convirtiendo en pico, como el de Abitefa. Cuando oía a la madre y a la hija trinando y gorjeando entre sí se sentía invisible, como si no tuviera una boca para hablar y no hubiera nadie que la escuchara. En cambio, a Abitefa no le resultó difícil aprender la lengua de las personas altas. En poco tiempo, empezó a hablar en su idioma con fluidez. Ella y Tan-Tan se llevaban bien, y a Chichibud y Benta les resultaba más sencillo relacionarse con el resto de los habitantes del padre árbol cuando Tan-Tan no estaba con ellos, así que las dos niñas pasaban la mayor parte del día juntas en el bosque.
Tan-Tan se apartó de Abitefa dándole un empujón. No había tiempo para explicaciones. Rápidamente, se deslizó hasta una raíz y saltó al suelo, manteniendo la mano en su boca. Logró arrodillarse justo a tiempo, antes de que la fruta halwa y la rana asada fría que había desayunado en el nido salieran de su boca. Su amargo sabor ardía en el fondo de su garganta. Se ensalivó la boca para volver a escupir y quitárselo de encima. Cuando acabó, asomó la cabeza entre las raíces y miró en la distancia.
Abitefa saltó junto a ella. Sus segundos párpados aún se movían por la sorpresa. Respiró profundamente y dejó escapar el aire muy despacio.
—Cada vez que bajo, lo siento con más fuerza. Es como si mi cuerpo estuviera fabricando más calor.
—¿Estás enferma? —preguntó Abitefa.
Tan-Tan se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Enferma no; embarazada. Hace un mes que no menstruo. Oh, Dios; voy a tener un bebé de mi propio padre —Otra vez. Se apoyó contra la raíz del padre árbol—. ¿Qué voy a hacer? ¿Dime, qué puedo hacer?
Una amarga risa salió de su garganta.
—¿Y cómo voy a llamarle, eh? ¿Hijo o hermano? —miró a su amiga—. No puedo tenerlo, Abitefa. Es un monstruo. Ya me deshice de una de estas bestias una vez. Puedo volver a hacerlo.
Los brazos de Abitefa ya parecían alitas: eran más largos y tenían plumas. Al oír sus palabras, éstas se le alborotaron del susto.
—¿Por qué? Si pones un huevo, tienes que descansar sobre él; es un regalo que te hace el padre árbol.
¡Un regalo! Sus palabras provocaron otra risa amarga en sus labios.
—Nosotros no descansamos encima de los huevos —explicó—. Sacamos a nuestros hijos vivos y llorando. Y esto no es un regalo, sino una maldición.
—¿No hay huevo? ¡Oh! —dijo Abitefa, mirando el estómago de Tan-Tan—. Por eso no veo ninguna cascara... alrededor del bebé.
Tan-Tan la miró.
—¿Qué ves qué? ¿Cómo vas a verlo? ¿De qué estás hablando?
—Del mismo modo que veo si una fruta halwa puede comerse o no —respondió con un gimoteo que daba a entender que se sentía desconcertada.
—No te entiendo.
—Puedo llamarlo para verlo. Es algo parecido al grito que doy cuando quiero atrapar algo de carne pequeña. Simplemente lo llamo, de esta forma... —levantó el hocico en el aire y abrió y cerró la boca como si estuviera gritando, pero Tan-Tan no oyó nada. Entonces, una rana de San Antonio cayó desde el dosel que había encima de ellas y se quedó allí unos instantes, aturdida. A continuación, saltó con torpeza y se alejó.
—Abitefa —susurró Tan-Tan—. ¿Has hecho tú eso?
La hinte hacía aquel mismo movimiento silencioso cuando enseñaba a Tan-Tan a sorprender a los animales. Como siempre que lo hacía lanzaba un palo, Tan-Tan pensaba que era un extraño lenguaje corporal. ¿Acaso Abitefa emitía un sonido supersónico?
—Sí —respondió la hinte—. ¿No lo oyes? Si lo hago muy agudo, el sonido confunde a la carne pequeña: a las ranas de San Antonio y cosas similares. Si lo hago suave, veo cosas dentro de las cosas. Por ejemplo, al bebé que hay en tu interior.
—¡Mierda! ¡Todos vosotros tenéis un sonar!
—¿Un sonar?
—Sí. Un sonar. Y también tenéis orientación por resonancia, en serio. Abitefa, ¿puedes ver en la oscuridad aquí abajo?
—No demasiado bien. Al menos, no con los ojos. Por eso grito. De esta forma consigo oír si hay algo en mi camino. Cuando me crezcan las alas, será así como vuele por la noche.
—¿Te das cuenta de lo que digo? —rió Tan-Tan, alegre por poder pensar en esta nueva noticia en vez de en sus problemas—. Chica, eres un verdadero murciélago.
Entonces se le ocurrió una idea. Siempre se lo había preguntado...
—Explícame esto. ¿Cómo sabéis dónde va a aparecer el siguiente grupo de exiliados?
—Emiten un sonido fuerte, muy agudo —gorjeó Abitefa—. Nos hace daño en los oídos. ¿Nunca lo has oído?
Los segundos párpados de la hinte brillaron por la sorpresa.
—No, nunca he oído cómo se materializa una vaina del cambio. Ningún humano puede oírlo.
—Oh —respondió Abitefa. Al fin y al cabo, había un montón de cosas que no podían hacer las personas altas. Sostuvo en alto la lámpara y miró a su alrededor—. ¿Te encuentras mejor? ¿Estás lista para ponerte en marcha?
—Sí, las náuseas se me pasan en cuanto vomito. Muchas mujeres no tienen tanta suerte —¡Suerte! Tan-Tan frunció el ceño. Se frotó el estómago con la mano, imaginando que podía hundir en él los dedos para sacarse de encima a aquella cosa que crecía en su interior—. El sonar no va a ayudarme, Tefa. Necesito perder a este bebé. Tengo que matarlo antes de que crezca un poco más.
—No —insistió la hinte.
—Oh, Dios, Abitefa. ¿Qué voy a hacer? —Tan-Tan se recostó contra el cálido cuerpo de su amiga, tan reconfortante como el de Benta, aunque sus plumas aún estaban creciendo. Tan-Tan deseó tener alas y un afilado pico como el de su amiga. Por mucho que sus huesos estuvieran huecos para ayudarle a volar, Abitefa era más grande y fuerte que cualquier hombre de su pueblo. Podía defenderse.
—Abitefa —dijo Tan-Tan una tarde mientras trepaban por el tronco del padre árbol—. Si supieras lo cansada que estoy de comer manicou asado y fruta halwa...
Con los pies, Tan-Tan enrolló el empeine en la enredadera y se detuvo para descansar. Debido a su embarazo, se sofocaba con facilidad. Abitefa saltó hasta una rama cercana para esperar a que estuviera lista para seguir escalando.
—Esta noche te daré algunas de mis ranas de San Antonio —sugirió la hinte.
—No, mujer. Al fin y al cabo, estarán crudas.
—Están buenas así, no quemadas como te las comes tú. Papá debe de estar loco, pues come los alimentos quemados de las personas altas.
Abitefa había probado una vez algo de lo que había cocinado Tan-Tan. Lo había escupido en el acto.
—Sin cocinar, tienen un sabor repugnante. Soy incapaz de acostumbrarme a lo que coméis, ¿me entiendes? —Tan-Tan desató de nuevo sus pies y continuó trepando. Abitefa le siguió en silencio. Entonces, Tan-Tan se detuvo.
—Lo siento. No pretendía insultarte. No dejo de pensar en este bebé que se está comiendo mis entrañas —suspiró—. Tefa, ¿quieres ir al pueblo conmigo mañana?
—Ya vivimos en el pueblo.
—No, me refiero al pueblo de las personas altas, no al de los douens. A la colonia cercana a la que fueron Chichibud y Benta aquella vez. ¿Quieres venir conmigo?
—Es demasiado peligroso para mí.
—Sí, tienes razón —respondió con tristeza—. Pensarán que eres una bestia del bosque y te lanzarán dos machetes para cortarte el cuello.
Escalaron un poco más.
—Pero no tienes que recorrer todo el camino conmigo, Tefa. Sólo tienes que enseñarme cómo llegar hasta allí y esperarme en el bosque. No me quedaré demasiado rato. Sólo tengo que encontrar a su doctor y pedirle que me dé algo que me haga abortar a este niño.
—¿Qué le haga qué al niño?
Por mucho que lo había intentado, Tan-Tan no había sido capaz de conseguir que Abitefa lo entendiera. Para ella era muy fácil. Cuando tuviera edad para poner huevos, si no quería o no podía cuidar de una de sus crías, lo harían los compañeros de nido que ella escogiera, o incluso los douens de otro nido.
—Quitármelo de encima. ¿Vas a ayudarme?
—No puedo ir, y tú tampoco deberías hacerlo. Ya oíste a papá.
Tan-Tan se encaramó a una rama joven y estrecha del padre árbol y se detuvo en ella, jadeando. Aquel monstruo la estaba dejando sin aire.
—Abitefa, voy a ser sincera contigo. Si no pierdo a este niño me mataré —Abitefa la miró y erizó las plumas, alarmada. Tan-Tan repitió—: Así que, ¿vas a ayudarme o no?
Cuando Abitefa respondió con un "sí" poco entusiasta, fue como si Tan-Tan se hubiera librado de un gran peso que le oprimía el pecho. Rió a carcajadas, ignorando a los niños douen que se movían por las ramas, a su alrededor.
—Oh, Tefa. Eres una verdadera amiga, ¿sabes?
No perdieron el tiempo, oui. Al día siguiente, al amanecer, ambas estaban en el bosque.
—Lo siento, no puedo volar todavía —dijo Abitefa—. Si no, te llevaría.
Siguieron el camino habitual. Abitefa dirigía a Tan-Tan, que iba dando golpecitos en el suelo con un palo antes de avanzar. Como todo lo que había en el territorio de los douens, el sendero cobró vida rápidamente. Los cachorros del suelo saltaban sobre Tan-Tan; las ramas muertas se levantaban para golpearla en las pantorrillas; las moscas de arena le molestaban; un manicou defecó sobre su cabeza desde un árbol. ¿Pero Abitefa? Parecía que una bendición la envolvía como una manta. Nada podía tocarla. Veía las ramas antes de que se enredaran en su piel y esquivaba a los cachorros del suelo antes de que se abalanzaran sobre ella. Para Tan-Tan, aquel viaje era una pesadilla; en cambio, para la hinte era como una brisa refrescante. En dos o tres ocasiones, Tan-Tan estuvo a punto de decirle que dieran media vuelta, pero aquella mañana las náuseas ardían en su estómago como si fueran ácido, obligándola a seguir adelante con su propósito. La apremiaban a continuar. Cada pocos minutos, Tan-Tan palpaba el anillo de oro que había atado en un extremo del dhoti que llevaba. Era el anillo de bodas de Antonio, el que le había regalado al cumplir los nueve años. Desde entonces lo había llevado encima y, cada vez que lo tocaba, recordaba la noche de su cumpleaños: cómo la tocaba Antonio, el daño que le hacía, el olor a alcohol de su aliento. El segundo día que estuvo en el padre árbol se lo quitó de la correa de cuero que llevaba alrededor del cuello. Pensaba utilizarlo para liberarse de su hijo monstruo. La Tan-Tan mala de su interior la llamaba ingrata. Continuó avanzando con obstinación por el inmenso camino.
El rosado sol ya se había alzado. De vez en cuando, lanzaba algún rayo de luz al sombrío bosque. Con él llegó el calor y las molestas moscas de arena se alejaron. Caminaron durante otro par de horas, deteniéndose un par de veces para que el estómago de Tan-Tan se deshiciera del desayuno. Finalmente, descansaron junto a un árbol que, en comparación con el padre árbol, parecía una hierbecita.
—Sigue caminando por allí —susurró Abitefa, señalando la dirección—. Llegarás al pueblo.
Tan-Tan no veía nada más que bosque.
—Avanza un poco más y llegarás. Te espero en este árbol —Abitefa hizo una muesca concreta en la corteza para que Tan-Tan supiera dónde estaría escondida. Después se encaramó al árbol y le gorjeó—: Ten cuidado.
—Sí —Tan-Tan tardó un minuto en desatarse el dhoti, que envolvió a modo de sarong alrededor de sus caderas. Dio una palmadita al nudo en el que se escondía el anillo y se puso en marcha. ¡Hacía tanto tiempo que no veía personas! En cuanto vendiera el anillo y visitara al doctor, puede que le quedara dinero suficiente para comprar comida de verdad. Su boca se hizo agua al pensar que comería gallina estofada con batata y bolitas de harina de maíz y bebería acedera dulce. Sin embargo, su estómago se sublevó. Tuvo que pararse una vez más para vomitar.
Unos minutos después, los árboles empezaron a dispersarse. Más tarde, sólo había arbustos bajos y algunos hierbajos marrones que intentaban crecer en el duro suelo, bajo el ardiente sol. A lo lejos había un maizal, cuyas mazorcas emplumadas eran de color marrón debido a la falta de agua. Parecía que nada crecía con facilidad en ese lugar. En aquel momento no había nadie trabajando en el campo de maíz porque el sol brillaba con todas sus fuerzas, así que pudo cruzarlo sin ser vista.
Su corazón empezó a latir con fuerza cuando salió del maizal. ¡Vería personas de nuevo! Un sucio sendero se dirigía hacia la derecha. Lo siguió hasta el punto en el que se detenía, formando un cruce en forma de "T" con una calle adoquinada que discurría en perpendicular. En la calle de su derecha se alineaban dos o tres alquerías derruidas; a su izquierda, la calle adoquinada se alejaba, serpenteando, probablemente hacia la ciudad. Tan-Tan volvió a observar las alquerías. Las dos cabras que estaban atadas en el patio de la más cercana apenas levantaron la cabeza para mirarla.
Una mujer apareció por el lateral de la casa. Tan-Tan se sorprendió y miró a su alrededor buscando algún lugar donde esconderse. Entonces intentó calmarse: al fin y al cabo, había venido para que la viera un médico.
La mujer se bamboleaba debido al peso de un cubo que llevaba sobre la cabeza. Vio a la muchacha y se quedó mirándola. Estaba demasiado lejos para distinguir la expresión de su rostro. Durante unos instantes, Tan-Tan se quedó quieta observando lo rara que era aquella mujer: tenía el rostro redondo, sin pico ni hocico, y sus piernas se doblaban hacia delante, no hacia atrás. Las usaba para caminar, no para saltar. Tan-Tan se sentía extraña. Entonces, notó que su cuerpo empezaba a recordar que era humana, no douen, y que sus pies estaban hechos para caminar sobre el suelo, no para trepar por los árboles. Sonrió a la mujer.
—Buenos días, Compère —dijo.
La mujer dio media vuelta y se dirigió hacia un montón de estiércol con el cubo. ¿Qué iba a hacer allí? Había personas que no tenían ningún tipo de educación. Tan-Tan se encogió de hombros y se alejó por la calle adoquinada, buscando el centro del pueblo.
A los lados de la calle había hileras de casas de adobe y cañas; todo apestaba al estiércol de cabra con el que habían hecho la argamasa. Los escalones delanteros de una de ellas se habían podrido por completo, y alguien había puesto un trozo de tablero combado sobre ellos para hacer una rampa. Un poco más lejos había un gran montón de basura, en el que había de todo: desde una cuna de bebé hasta entrañas. Todo estaba pudriéndose al sol. Encima de toda aquella basura había una cabra que estaba desgarrando y comiéndose las hojas de un antiguo libro de papel. El panorama era sobrecogedor. ¿Quién podía haber tirado a la basura un libro de sabiduría?
Con sus ojos maliciosos, la cabra observó cómo se alejaba, moviendo las orejas para espantar a las moscas. Arrugó la nariz como si fuera ella la que olía mal.
En el patio delantero de una casa situada más allá del basurero vio que había hombre desaliñado cavando en su huerta, que estaba prácticamente muerta. Después de tocar el nudo que ocultaba su anillo, se acercó para saludarle. La casa de aquel hombre era pequeña y asimétrica, como todas las demás. Algo había sido arrojado o escupido contra una de sus paredes de color barro. Era un residuo seco de color amarillo anaranjado y de textura arenosa. Vio que por el suelo había más restos. La mitad de los escalones que conducían a la casa se habían derrumbado. En el patio delantero había un perro sarnoso y flaco, atado con un trozo de cuerda repleta de nudos. El perro empezó a ladrar en cuanto la vio. Eran ladridos jadeantes y resentidos.
—¡Buenos días! —dijo Tan-Tan con voz alegre.
El hombre se enderezó, estiró la espalda y la miró. Entonces, sus ojos se abrieron de par en par y le esbozó una gran sonrisa. Su boca era igual que los escalones delanteros de su casa: le faltaban tres dientes incisivos. Además, tenía el pelo enredado y grasiento.
El perro seguía ladrando. Se acercó a él y tiró con crueldad de la cuerda que había alrededor de su cuello.
—¡Calla!
El perro gimió y se tumbó en el suelo. Dejó de ladrar.
El hombre dedicó a Tan-Tan otra sonrisa desdentada y se subió los pantalones, pues los llevaba tan bajos sobre la cadera que Tan-Tan había visto el nacimiento del vello del pubis asomando sobre el cinturón.
—Ah —suspiró él—. De qué forma más bella me ha traído la mañana un pedazo de dulzura para honrar a mi jardín.
Era tan feo como el trasero de un asno, pero tenía que preguntarle dónde podía encontrar al doctor. Aún recordaba los modales de las personas altas. La Tan-Tan mala esbozó su sonrisa más tímida.
—Buenos días, señor —susurró—. Me he perdido, ¿sabe? ¿No es éste el camino que conduce a la casa del doctor?
El hombre se rascó la cabeza y reventó algo entre sus dedos.
—¿Así que eres nueva en Mordisco de Garrapata, doux-doux?
Por supuesto, aquel lugar tenía que tener el nombre de un parásito, pensó Tan-Tan con sarcasmo. Sin embargo, se limitó a reír y a jugar con su cabello.
—Sí, señor. He venido de visita desde allí —dijo, señalando vagamente hacia el lado opuesto del pueblo.
—Oh. ¿Desde Espera un Momento?
Espera un Momento. Ése debía de ser el nombre de la siguiente colonia.
—Así es —dijo—. ¿Cómo se llama usted, señor?
El hombre la miró con atención. Estiró hacia abajo el dobladillo de la camisa, que había ido trepando por su abdomen hasta revelar una tripa tan suave como un montón de barro; era un hombre flaco con un abdomen inflado. Sin darse cuenta, dejó suelto el mango de la azada. Intentó sujetarlo, pero éste cayó hacia atrás golpeándole en la oreja. Tan-Tan tuvo que morderse los labios para no echarse a reír a carcajadas.
—¿Yo? —dijo el hombre, frotándose con tristeza la oreja—. Me llamo Alyosius. Alyosius Pereira. Al para abreviar. Y tú, mi niña, seguro que te llamas Belleza para hacer honor a tu naturaleza, pues soy incapaz de recordar cuándo fue la última vez que vi algo tan bonito como tú.
Para sorpresa de Tan-Tan, la mirada de los ojos de Al era cálida y genuina. ¡Pero qué estúpido era aquel tipo! Su sonrisa se desvaneció.
—¿Dónde está el doctor? —preguntó de nuevo.
—Deja que te acompañe, querida. Te daré una vuelta por Mordisco de Garrapata—apoyó la azada contra la pared de la casa y le hizo señas para que le siguiera. De cerca, olía a dientes podridos y a sudor de días. Al ponerse a su lado, Tan-Tan estuvo a punto de desmayarse, así que intentó respirar con mucha suavidad. Regresaron a la calle adoquinada.
—El Pueblo del Mordisco de Garrapata —dijo Al con voz radiante— es la colonia de exiliados más sucia y miserable de Nuevo Árbol a Medio Camino, ¿oui? En Mordisco de Garrapata, todos los hombres y mujeres viven solos.
Pasaron por otro montón de basura. En comparación, el olor de Al era dulce.
—Digamos que tienes una cabra; una cabra apestosa y sarnosa, tan delgada que puedes jurar que ves brillar el sol a través de ella. Sin embargo, te da leche cuando ella quiere, cuando puedes cogerla antes de que te pegue un mordisco. Ahora, digamos que un tipo echa el ojo sobre tu cabra porque tiene ganas de cenar un buen plato de cabra al curry. Bueno, entonces lo mejor es que te andes con mucho cuidado, ¿oui? Puede que lleves a la cabra por el sucio sendero que lleva al río para que beba algo de agua, y que vayas distraído. Entonces, puede que lo siguiente que sepas es que alguien ha cortado con un golpe de machete la cuerda con la que llevabas a tu cabra flaca. Si empiezas a correr e intentas detener al tipo que se ha quedado con lo que te pertenece, bueno... media hora después, puede que encuentren tu cadáver flotando en el río, ensuciando el agua con la sangre que te cae del tajo de la garganta.
Tan-Tan lo miró fijamente. Al le señaló la casa que estaban dejando atrás, más sucia que la de él. Una mujer estaba colgando su harapienta colada de una cuerda que había atado desde su casa hasta un tilo seco cercano. Dos mocosos que no tendrían más de dos años se agarraban al dobladillo de su vestido. Uno de ellos cogió una ramita y la lanzó en dirección de Al y Tan-Tan, pero su bracito no tenía suficiente fuerza. La ramita cayó al suelo justo delante del pie del niño. Sin siquiera mirarlo, la madre le dio un bofetón en la cara. El niño no pareció darse cuenta.
Al continuó con su historia.
—Y en este lugar no encontrarás a nadie que sienta lástima por ti, ¿oui? En cuanto mueres, tú mujer va a darle gracias a Dios por permitirle pasar un día en esta tierra sin tener que ser la esclava de nadie. Sólo un día, pues ya sabes que mañana algún hombre que no haya encontrado antes a ninguna mujer estará olfateándole las faldas. Tus hijos serán unos salvajes, pues no habrá nadie que les azote y les dé latigazos en las piernas. ¿Y amigos? Nadie tiene amigos en Mordisco de Garrapata. Sólo hay dos tipos de personas: las que te matarían inmediatamente y las que no moverían ni un dedo por ti.
Tan-Tan decidió que sería mejor que se diera prisa en hacer lo que había venido a hacer y se fuera inmediatamente de aquel lugar.
—¿Al? ¿Por dónde vive el doctor?
Al se detuvo y la miró de arriba abajo, bebiendo de ella igual que un hombre sediento engulliría agua.
—Oh, cariño, pareces demasiado fuerte y sana como para necesitar a un médico. Si yo fuera otro tipo de hombre, puede que tú y yo pudiéramos ser nuestras respectivas medicinas, oui —dijo mientras frotaba la espalda de la muchacha con la mano.
Tan-Tan se apartó con brusquedad. Respiró con fuerza una vez, luego otra. Antonio rasgó su ropa interior con una mano. Empujó dentro de ella con un gruñido. Hizo un sonido similar al que haría un pollo al ver una mangosta.
Alyosius parecía confuso.
—¿Qué sucede, Tan-Tan?
Tan-Tan regresó al mundo.
—Nada... nada, Al. Lo único que pasa es que tengo que encontrar al...
—¿Alyosius? ¡ Alyosius Pereira! Llevo media hora llamándote, perezoso, y no me has contestado. Ni siquiera has mirado en mi dirección. ¿Cómo se te ocurre abandonar el jardín y pasear tranquilamente por la calle, eh? ¿Acaso te he dado permiso para que corretees detrás de unas faldas? ¿Eh? ¿No te dije que ataras todas las judías?
La anciana que avanzaba contoneándose hacia ellos podría duplicar a una montaña en su tiempo libre. El sucio vestido de percal que llevaba no conseguía contener la mole de sus pechos, que salían de su sostén como la masa cuando crece. Mientras caminaba hacia ellos, su estómago se tambaleaba de un lado al otro. Los mofletes le temblaban. Alguien mantenía muy bien alimentada a aquella mujer, oui. El sudor se deslizaba por su frente bajo el harapiento trozo de tela con el que envolvía su cabeza, bañándole el rostro de sal. Amenazaba a Al con un palo.
—¡Mamá! —dijo Alyosius. Se acercó más a Tan-Tan. De repente, le pareció que era un niño pequeño—. No iba a ir muy lejos, mamá. Sólo le estaba indicando a esta joven su destino.
La madre de Al miró a Tan-Tan. Su rostro se oscureció de ira.
—¿Desde cuando te interesa alguna mujer? ¿Eh? ¿Crees que alguna mujer va a quererte? Apestas a sudor, tienes la barriga enorme y no tienes dientes, engendro de hombre. ¿Quién va a quererte, eh? ¡Sólo una fulana como ésta! —la mujer golpeó el suelo con el palo justo a los pies de Tan-Tan. La muchacha retrocedió. Entonces, la mujer golpeó a Al en las pantorrillas. Él aulló, alejándose de su alcance. Ella siguió oscilando el palo, intentando golpearle en las piernas, mientras siseaba—: ¿Es una mujer lo que quieres, eh? ¿Una fulana? ¿Una cualquiera? ¿Una zorra caliente? ¿Eh? Te voy a enseñar qué es estar caliente. ¡Voy a calentarte el trasero con este palo!
Una multitud de mugrientos y flacos habitantes de Mordisco de Garrapata se habían congregado a su alrededor para presenciar el espectáculo.
—Pero Alyosius, ¿dónde has aprendido a bailar así? —gritó alguien.
Antonio desató el pesado cinturón de cuero y se lo quitó. Entonces, lo dobló por la mitad y golpeó con él sus espinillas. Estuvo apunto de desmayarse del dolor.
Algo en Tan-Tan se liberó, aullando. Le ardía la piel. Empujó a Alyosius hacia un lado, le arrebató el palo a su sorprendida madre y lo osciló, swips, contra sus piernas.
—¿Le gusta lo que se siente? (Swips) ¿Eh? ¿Cree que a él le gusta más que a usted? (Swips) ¿Eh?
La mujer intentaba esquivar los golpes.
—Tenga piedad, señora —gritaba—. ¿Qué está haciendo? ¡Detenedla!
Alguien rió entre dientes, pero Tan-Tan no permitió que aquella risa le distrajera. Era como si un espíritu la hubiera poseído. La venganza se había apoderado de ella y relucía en sus ojos con tanta fuerza como la justicia. Ninguno de ellos se atrevería a detenerla. Azotó las piernas de aquella zorra, obligándola a hacer cabriolas. Sabía qué se sentía al bailar de aquella forma. Sabía qué se sentía al gritar de aquella forma, al implorar piedad y no recibirla. Por mucho que la mujer sollozaba, Tan-Tan la seguía azotando. Por mucho que imploraba, Tan-Tan seguía golpeándola con el palo. Alyosius revoloteaba a su alrededor, pidiéndole que parara, que tuviera piedad. Pero nadie se había apiadado nunca de ella. Cuando Al intentó cogerle el palo, lo alejó de su alcance.
La mujer berreaba.
—Señora, por el amor de Dios. ¡No me haga esto! ¡Por favor, no me golpee más!
Por favor, papá, no me golpees más.
En aquel momento, la cólera abandonó a Tan-Tan. Bajó el palo y se quedó allí de pie, respirando con fuerza. Alyosius se lo arrebató y lo lanzó lejos de su alcance. Corrió hacia su madre y la envolvió entre sus brazos.
—Está bien, mamá, está bien. Lo siento, mamá. Ven, te llevaré a casa. Te pondré un bálsamo curativo sobre las heridas, ¿de acuerdo? Así dejarán de dolerte. No llores más, mamá. Ven.
La mujer se recostó sobre él, sollozando por los cardenales que estaban apareciendo en sus piernas.
Al observó colérico a Tan-Tan.
—Será mejor que vayas a entrometerte a otro lugar, ¿oui? Antes de que me hierva la sangre.
Se fue con su madre, susurrándole para tranquilizarla.
¿Cómo era posible que pudiera tocar a aquella mujer? ¿Cómo podía quererla después del daño que le había hecho?
—Cómo puedes... —dijo alguien que hablaba en voz alta por la boca de Tan-Tan. Las palabras que pronunciaba aquel alguien brotaban por su boca como si fuera agua. Aquel alguien hablaba del mismo modo que los Reyes Ladrones de Carnaval tramaban sus relatos, diciendo la misma cantidad de cosas absurdas y lógicas, pronunciando palabras elegantes que se hilaban en sus bocas como el hilo que escupe una araña: un hilo de seda tan fuerte como una historia. Las palabras de aquel alguien pusieron en marcha la lengua de Tan-Tan.
—Deteneos y quedaos en pie, Oh Arenque Macho y su gorda, gorda madre —dijo la Reina Ladrona.
Alyosius y su madre se detuvieron y dieron media vuelta al oír al Monarca de Carnaval. Las personas del corro empezaron a reír entre dientes de nuevo.
—Mujer, observe cómo se inclina su hijo, cómo se inclina hacia usted, cómo se inclina por usted, dispuesto a ser un hombre de mamá por su amor y por su cariño. De qué forma le ama su hijo, como dos palomas arrullándose en un redil. Voy a cubrir mi garganta con palabras de sabiduría; acérquese y preste atención.
—¡Está loca! —susurró la madre de Al en voz demasiado alta. Tomó a Al de la mano y empezó a tirar de él para alejarse. La Reina Ladrona saltó y se puso delante de ellos, deteniéndolos con una mano imperiosa:
—No. Quédense, granujas, y préstenme atención. Me avergüenza pertenecer a su raza, ¿oui? Usted le trata peor que a un perro, y en cambio, él la ama como un gorrino ama al barro. Mi padre era un rey y mi madre era su reina. Me llevaban en carrozas que flotaban en el aire hasta cualquier lugar, desde mi gabinete de seda hasta mi pagoda rodeada de jazmines. Me daban siervos invisibles que hacían todo lo que les pedía, pero ni siquiera con todo eso sentí un amor como el que este hombre profesa por esta mujer, por su madre. Compère, no se rinda.
Una sonrisa de admiración se dibujó, vacilante, en el rostro de Al.
—Sí, Compère —dijo su madre, retrocediendo del mismo modo que alguien que tropieza con un perro rabioso—. En ocasiones mi temperamento me hace perder el control, ¿sabe? Eso es todo.
La mujer de las palabras, la Reina Ladrona, observó a aquella señora durante largo tiempo.
—Le ordeno que no vuelva a hacer daño a su hijo nunca más. Si se lo hace, me enteraré. Yo, Tan-Tan, la Reina Ladrona.
Madre e hijo se alejaron deprisa por el camino.
Había regresado a su cuerpo. Aquel alguien se había ido. Tan-Tan se sentía agotada. Con un hilo de voz, preguntó a la multitud:
—Por favor, ¿hay algún doctor en este lugar?
Todos retrocedieron.
—No —murmuró alguien.
—Loca como Francia —dijo otro.
—¿No? ¿Entonces dónde me llevaba Al?
—A dar un paseo, ¿oui? No lo sé. Aquí no tenemos doctor. Si nos ponemos enfermos, morimos. Eso es todo.
No había ningún doctor. Nadie que le pudiera quitar de encima aquel parásito. Tan-Tan escupió en el suelo. Giró sobre sus tobillos y se alejó. Podía sentir los ojos de todos aquellos hombres clavados en su espalda.
Al pasar por delante de la cabaña de Alyosius y su madre, vio un movimiento en su interior: alguien había descorrido ligeramente las descoloridas cortinas para mirarla.
Mientras cruzaba el maizal para reunirse con Abitefa, Tan-Tan empezó a sentirse orgullosa de sí misma; estaba tan henchida de orgullo que podría haber estallado. Recordaba aquella voz que había salido de su interior, tenía que haber sido ella. Ella sola, sin ayuda de nadie, había enseñado a aquella mujer una lección; le había dicho todo lo que pensaba sintiéndose segura de sí misma; y ella (sí, así era cómo se lo contaría a Abitefa) había controlado a una multitud de personas que fácilmente le podrían haber apedreado si les hubiera apetecido. Ni siquiera sentía ser la misma Tan-Tan de siempre.
Y por una vez, la Tan-Tan mala guardaba silencio.
Cuando llegó al árbol marcado, gritó:
—¡Abitefa! ¿Sigues aquí?
La hinte asomó la cabeza entre las ramas y miró a su alrededor. Hizo aquella llamada silenciosa y pareció satisfecha. Descendió del árbol y le dio a Tan-Tan un sombrero que había tejido con unas ramitas flexibles mientras la esperaba.
—¿El bebé se ha ido ya?
Tan-Tan frunció el ceño.
—No. Es un lugar subdesarrollado, ¿sabes? No tenían lo que quería —su rostro resplandeció de nuevo—. Pero Abitefa, deja que te explique lo que me ha sucedido en el pueblo del Mordisco de Garrapata. Chica, ha sido tan dulce; ¡Tan-Tan, la Reina Ladrona, acaba de aparecer en Mordisco de Garrapata!
Aquella noche se quedó tumbada en el colchón, a oscuras, mirando fijamente la llama de la lámpara. Por alguna razón estaba nerviosa, no podía dormir. ¿Qué era lo que la carcomía por dentro? ¿Qué era? Intentó sosegarse y conciliar el sueño con imágenes que saltaban bajo la luz parpadeante: Ella y Cabeza de Melón subidos a un húmedo árbol de azúcar, discutiendo alegremente si era o no humano que los Mundos de la Nación exiliaran a las personas indeseables a un mundo tecnológicamente subdesarrollado, en el que las privaban del sexto sentido que era Granny Nanny. Ella y Quamina, mucho más jóvenes, desvistiendo a sus muñecas y jugando con ellas a doctores, y la divertida expresión del rostro de Aislin cuando las encontró. Chichibud aquel primer día en Nuevo Árbol a Medio Camino, enseñándole a cocinar la carne en un asador sin decirle que odiaba los alimentos cocinados. Su madre, Ione, dejándole jugar con su maquillaje, probando un color de labios tras otro con ella y riéndose al ver su imagen en el espejo. El eshu de la casa de Toussaint, cantándole nanas cuando se despertaba asustada por una pesadilla.
Echaba de menos al eshu. No había pensado en la I.A. en años. Se preguntó qué sucedió cuando la gente se dio cuenta de que ella y Antonio se habían ido de Toussaint, que habían salido de aquella dimensión para siempre.
Tenía acidez de estómago. Aquel bebé parásito otra vez. Se retorció en el colchón irritada, intentando ponerse más cómoda. Su mente no dejaba de retroceder, de retroceder en el tiempo. La llama de la lámpara abrió otro surco, brilló con otra imagen. Antonio, proyectando en la pantalla del eshu un libro de ilustraciones infantiles y meciéndola para que se durmiera, mientras sus ojos se iban cerrando ante aquellas brillantes imágenes.
Las lágrimas brotaron de repente, deslizándose por sus mejillas y quemándole la cara. Benta debió de oírla, pues gorjeó una pregunta desde el otro lado del nido.
—¡Estoy bien —respondió Tan-Tan. Para intentar tranquilizarse, centró la mirada en la llama, en la niñita bien tapada que dormía en la seguridad de los brazos de su padre.
Papá está muerto. Tú lo mataste.
Apoyó la cabeza en el colchón y se puso la almohada sobre los oídos. Sin embargo, aún podía oír aquella voz malvada en su interior.
Deseaba que su padre bueno regresara. Su mente daba rápidos saltos sobre el ataque de la víspera de su cumpleaños. ¿Podría haberlo evitado? ¿Haberlo detenido? ¿Qué hubiera sucedido si hubiera tardado menos en hacer los recados y hubiera impedido que bebiera la fruta empapada en licor? ¿Y si no se hubiera demorado con Cabeza de Melón en el porche? Su papá se había ido. Sollozó y se meció, odiándose a sí misma. Una amarga y silenciosa Tan-Tan le lanzaba acusaciones a gritos, y todas eran ciertas, todas. Todo lo que había sucedido era culpa de ella.
No pudo dormir nada aquella noche.
El sol empezaba a lanzar motas de color rosa sobre las hojas del padre árbol cuando descubrió qué era lo que tenía que hacer para silenciar a aquella voz interna que nunca callaba. La Tan-Tan mala le había dejado en paz durante unos instantes mientras salvaba a Al; además, Chichibud le había dicho: "Cuando quitas una, tienes que devolver dos". Tenía que compensar dos veces lo que le había hecho a Antonio. Ayudar a Al había sido un pequeño primer paso. Tenía que regresar a Mordisco de Garrapata.
Tan-Tan arrugó la nariz, intentando hacerla más pequeña para no notar tanto aquel olor. El aire del atardecer era fresco. Se puso sobre los hombros el chal que le había regalado Benta.
El callejón que había detrás de la tienda de ron de Mordisco de Garrapata estaba repleto de charcos de agua sucia. La puerta que conducía a la callejuela se abrió. Tan-Tan se escondió un poco más en las sombras, intentando ignorar el chapoteo que sentía bajo sus pies. Sus sandalias estaban totalmente empapadas.
En el umbral apareció una mujer joven con el rostro serio y repleto de cicatrices. Se apartó un poco la ropa y se metió una mano dentro. Entonces, dejó escapar un chorro de orina que salió hacia el exterior formando una curva precisa, guiada por los dos dedos que se había introducido entre los labios. El chispeante líquido atrapó la mortecina luz del sol para brillar con el color de la mandarina, aunque en un tono más suave y centelleante. Cuando acabó, sacó la mano de ahí dentro y la sacudió. A continuación, se llevó los dedos en la boca y los chupó con aire reflexivo. Finalmente, se frotó la mano contra su ropa para secársela.
—¡Cocinero! —gritó hacia el interior de la tienda de ron—. ¡Pedazo de imbécil, tráeme cerdo y guisantes estofados!
Cerró de golpe la puerta a sus espaldas, anulando el rombo de luz que ésta había proyectado en el suelo mientras había estado abierta.
Pronto llegaría la noche. Benta y Chichibud ya no se preocupaban cuando Tan-Tan se quedaba en el bosque hasta tan tarde. Ahora descendía del padre árbol a todas horas, para desahogarse, y se quedaba en el suelo del silencioso bosque durante tanto tiempo como deseaba. Le habían dado un machete para que lo usara como herramienta y arma, pues no deseaba tocar nunca más el cuchillo que le había regalado Janisette por su aniversario. Además, después de pasar tantos años cultivando maíz, sabía perfectamente cómo empuñar un machete.
Liberó sus pies de la putrefacta succión del barro y avanzó lentamente hacia la corteza de árbol de azúcar que formaba el cristal de la ventana de la parte de atrás de la tienda de ron. Miró hacia el interior. El propietario de la tienda estaba cortando trozos de carne curada y tirándolos a una sartén chisporroteante. Las llamas saltaban en la chimenea de ladrillos. El hombre, tras pasarse una mano por la frente, tomó un trago de una jarra que había junto a la tabla de cortar.
—¡Cocinero! —gritó una voz profunda desde la habitación principal de la tienda de ron—. ¡Dos licores de pimienta!
El hombre dejó la jarra y se secó la boca con el dorso de la mano.
—¿Fuertes o suaves? —preguntó.
—Serás imbécil. ¿Acaso he tomado alguna vez el suave? ¡Quiero el fuerte!
—Ahora te lo llevo, Japheth —Cocinero puso la carne frita en un plato y añadió los guisantes estofados que cogió de un bote con un cucharón. El estómago de Tan-Tan se quejaba. A continuación, el hombre se acercó a una urna de barro que contenía el licor de pimienta de color granate y, con otro cucharón, llenó a medias las dos jarras. Entonces, cogió agua de un cubo para acabar de rellenarlas. Con el plato y las dos jarras se dirigió a la habitación principal.
¡Así que les daba el suave pero les cobraba el fuerte! Tan-Tan descubrió que acababa de encontrar algo con lo que entretenerse aquella noche. Estaba decidida. Se ató el chal alrededor del cuerpo como si fuera un delantal, para ocultar el machete entre sus pliegues, y después le hizo un nudo en un extremo. Así, el dueño creería que llevaba dinero y se mostraría menos receloso.
El suelo del lugar en el que se encontraba estaba seco. Se inclinó, metió tres dedos en la mugre del callejón y se los restregó por la cara. Los habitantes de Mordisco de Garrapata no iban nunca demasiado limpios, oui. No quería destacar.
El corazón le latía con fuerza por la emoción de lo que estaba a punto de hacer. Respiró profundamente para calmarse y se colocó la pañoleta sobre la frente para ocultar un poco sus rasgos. Encorvó los hombros y bajó la mirada de forma dócil; entonces avanzó arrastrando los pies, del mismo modo que caminaría alguien habituado a trabajar con sus manos desde el alba hasta el anochecer. Se dirigió a la puerta principal y entró cojeando en la tienda de ron. Algunas personas levantaron la mirada, pero pronto volvieron a centrarse en sus bebidas.
Tan-Tan se quedó quieta unos instantes, parpadeando ante la oscilante luz de las lámparas. La mujer que había orinado en la parte posterior estaba sentada en una mesa, riendo y hablando con tres mujeres. Una de ellas vestía con el estilo de ropa que se llevaba en Toussaint y tenía la mirada asustada y perdida de una nueva ciega: debía de haber sido enviada al exilio recientemente. Solas o acompañadas, todas las personas que había allí dentro estaban relajándose después de un duro día de trabajo. El humo de la hierba de la sabiduría inundaba el aire.
El propietario estaba en la barra, limpiando algunos ceniceros. Tan-Tan se acercó a él arrastrando los pies. El hombre miró, con el ceño fruncido, a aquella mujer sucia y cansada que tenía delante.
—Compère —dijo Tan-Tan con voz temblorosa—. ¿Puedo mendigarle algo de licor?
—¿Estás loca o qué? —gruñó el hombre—. Aquí no tenemos nada gratis.
—No, no, Compère, puedo pagarlo —dijo, palpando el nudo del delantal—. Tengo oro.
—¿Oro de verdad o falso? Déjame verlo —ordenó, inclinándose sobre la barra para ver mejor en la penumbra.
Sí, eso mismo. Inclínate un poco más. Siguió manoseando el nudo, sin parar de charlar como si estuviera intentando disimular sus nervios.
—No me gusta demasiado salir cuando ha oscurecido, oui; pero esta noche, mi mujer me ha pedido que le lleve licor de pimienta y se ha olvidado de darme dinero, ¿sabe? Menos mal que llevo este anillo de oro que me dio mi madre...
Desató el nudo y empezó a abrir los pliegues de la tela. El propietario del bar estiró el cuello sobre el extremo de la barra intentando ver qué llevaba allí dentro. Ya te tengo, hijo de puta. Tan-Tan lo cogió por el cuello de la camisa y apretó su cabeza contra la barra. Antes de que el hombre pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, había sacado el machete y se lo había puesto en el cuello. Uno de los clientes gritó y empezó a avanzar hacia ella.
—¡No! Si alguien se atreve siquiera a parpadear, lo mataré.
Dos personas se estaban acercado furtivamente por su espalda. Podía oírlas. Nunca podrían sobrevivir en el bosque.
—Este hombre os ha estado estafando a todos, ¿sabéis? —dijo Tan-Tan. Los pasos se detuvieron.
—¿Estafando? ¿Qué quieres decir?
Les dedicó una rápida mirada.
—¿Sois vosotros los que acabáis de pedir licor de pimienta?
—Sí.
—Pues debéis saber que os dice que os está dando el fuerte cuando, en verdad, le añade agua para suavizarlo.
Las personas que había en la tienda de ron empezaron a susurrar y murmurar entre sí.
—Cocinero —dijo alguien—. ¿Es cierto eso que dice?
El propietario de la tienda empezó a blasfemar. Intentó saltar sobre ella, pero recibió un corte superficial en el cuello.
—¡Au! ¡Jodida bestia!
Tan-Tan sonrió al ver el delgado hilo de sangre. Eso era justo lo que necesitaba: una alegría afilada y desesperada. Ya había conseguido llamar la atención de la multitud.
—¿Deseáis comprobar si es cierto lo que he dicho o si os mentido? —preguntó.
—Sí, señora —respondieron todos con alegría. Los dos hombres que había a sus espaldas se acercaron y sujetaron a Cocinero por los brazos.
—¡Elroy! —gritó él—. ¡Christopher! ¿Qué diablos os pasa? Soltadme. ¡Sujetadla a ella!
—Espero que no te importe —respondió uno de ellos—. Llevo dos años viniendo a tu bar. Si descubro que me has estado estafando desde entonces...
—¿Deseáis saber la verdad? —canturreó Tan-Tan.
—Sí, señora —respondió a coro la multitud.
—¿Todos queréis estar seguros de que recibís la mercancía justa que pagáis con vuestras rupias?
—Sí, señora.
—De acuerdo. Entonces, observad.
Apuntándolo con el machete, Tan-Tan llevó al propietario de la bar hasta la cocina. Los clientes les siguieron, apretándose en la diminuta sala para ver el espectáculo.
—Eso es el licor fuerte —dijo Tan-Tan, señalándolo con la barbilla. A continuación, volviéndose hacia los dos hombres que sujetaban a Cocinero preguntó—: ¿Dónde están las jarras que os ha servido?
—¡Voy a buscarlas! —dijo alguien. Llevaron las jarras a la cocina. Aún quedaban los posos.
—Muy bien. Ahora, que uno de vosotros dos coja el cucharón para probar el contenido del barril.
—¡No! —dijo Cocinero—. ¡Si lo tocan demasiadas bocas se hará amargo!
—No te preocupes —dijo Tan-Tan—. Cuando acabemos, no quedará nada que se pueda hacer amargo.
Uno de los hombres bebió un buen trago del cucharón y, a continuación, tomó un sorbo de la jarra que Cocinero le había llevado.
—¡Puaj! —lo escupió en la cara de Cocinero—. Es pis aguado.
Incapaz de usar las manos, Cocinero pestañeó una y otra vez para quitarse el ardiente alcohol de los ojos.
—Así que es cierto que nos has estado estafando, Joseph. Cada vez que pienso en lo mucho que trabajo durante todo el día —dijo una anciana, dirigiéndose a los presentes—, y que vengo aquí casi todas las noches para aliviar algunas de mis penas y le doy a Joseph mi dinero... Y ahora descubro que me ha estado engañando. Joseph, has conseguido que me duela mucho el corazón.
El propietario del bar no respondió.
—¡Pero bueno! —exclamó otra persona—. ¡Este tipo es un farsante! ¿Qué piensa hacer, señora?
—Esto —apuntándole con el machete, Tan-Tan obligó al propietario del bar a beberse el cubo de agua.
—Bebe, canalla, bébetelo entero. Bébete tu estafa, bébete tu fraude. ¡Traga! ¡Ahora! ¡Sigue! —Algunos clientes aplaudían mientras observaban cómo se esforzaba en tragar hasta que consiguió beberse toda el agua del cubo. Pero Tan-Tan aún no había acabado—. No, señor, aún no has acabado. Sé que tienes suficiente agua en esta cocina como para beber sin parar durante un día entero. Sí, aquí está.
El barril le llegaba a las caderas.
—Vuelve a llenar el cubo. Ahora, bébetelo. Bebe, te digo —Joseph acercó el cubo a su boca—. Bebe un trago por cada una de estas personas a las que has estafado. ¡Traga, sin derramar nada! Vuelve a beber tres veces más por cada miembro de este hermoso pueblo al que has estrangulado con tu aguado brebaje y que te ha pagado el favor con el dinero que tanto le ha costado ganar.
El dueño del bar empezó a toser y a vomitar el agua, por la nariz y todo, pero Tan-Tan le obligó a beberse otro cubo completo, y otro más. El hombre cayó de rodillas y vomitó copiosamente en el suelo, que quedó llenó de charcos del baboso líquido, en el que flotaban los fibrosos restos de la cena. Pocos perdieron el tiempo riéndose de él; estaban demasiado ocupados dando cuenta del alijo de licor de pimienta, puro y dulce.
Cocinero gimió; sus enrojecidos ojos lanzaban puñales a Tan-Tan. Ella le sonrió con dulzura.
—Cuando te pregunten quien te llevó a la ruina hoy, diles que fue Tan-Tan, la Reina Ladrona, el terror de los malvados. Vine a esta vida desde mucho más lejos de lo que puede alcanzar tu imaginación. Nací tras la espalda de Dios, bajo otro sol. Mi madre era la reina de las reinas, y mi padre su consorte; me trajeron a este lugar en una poderosa máquina. Los pájaros del aire me llevan consigo; los lagartos de los árboles me alimentan. Me han enseñado a ser invisible, así que si empiezas a aguar tus bebidas de nuevo, no podrás verme, pero lo sabré. Es Tan-Tan quien te lo dice.
Llenó una jarra de casi dos litros de licor fuerte para ella. Los clientes del bar aplaudieron. Dio media vuelta para salir del bar. Al y su madre estaban juntos en una esquina, mirándola; el corazón de Tan-Tan saltó como si dentro hubiera petardos, pero ninguno de los dos hizo ningún movimiento para detenerla. El odio que se reflejaba en el rostro de la madre podría haberla fulminado, pero no le importó, sino que se limitó a sonreír. Le sopló un beso a Al, al torpe, cobarde, apestoso y dulce Al. Él bajó la mirada, pero no pudo ocultar la sonrisa que se había dibujado en sus labios. Cantando de alegría, Tan-Tan avanzó por la oscuridad. A sus espaldas, podía oír a las personas que festejaban el buen licor de Cocinero, riendo y cantando y charlando.
Cuando Tan-Tan se reunió con Abitefa en el bosque, la hinte rió a carcajadas al conocer la historia. Ambas se sentaron en el suelo y Tan-Tan le explicó el relato a la luz de las lámparas de queroseno.
—¡Si hubieras visto al propietario de la tienda, Abitefa! Estoy segura de que no volverá a tener sed en toda su vida, oui.
Tan-Tan desenroscó la tapa del frasco de licor. Se lo llevó a la boca y lo escupió al instante.
—¡Mierda!
Su olor y su sabor le irritaron el estómago.
—¿Qué? —preguntó Abitefa.
—¡Se ha estropeado! ¿Cómo ha podido estropearse durante el camino?
—A mí me huele bien —respondió la hinte.
—¿Estás loca? Entonces, pruébalo.
Tiraron el agua de la calabaza de Abitefa y la reemplazaron con el licor de pimienta. Abitefa hundió el pico en ella e inclinó la cabeza hacia atrás para dejar que el líquido corriera por su garganta.
—Está bueno. Sabe como la fruta, pero mejor.
¿De qué estaba hablando? Tan-Tan volvió a oler el alcohol y lo probó. Seguía siendo repugnante, pero las personas de Mordisco de Garrapata lo habían estado bebiendo como sí fuera excelente. No sabían diferenciar el fuerte del suave, pero seguro que conocían la diferencia entre estropeado y potable, ¿no?
Era culpa del bebé, de aquel monstruo que vivía en su vientre y que ya era tan redondo y duro como una patata. Sus dos meses de embarazo habían cambiado la química de su cuerpo hasta conseguir que el alcohol le supiera y le oliera mal. Molesta, Tan-Tan se clavó los dedos en el estómago, pero la rebelde cosa que habitaba en ella no se rindió. Movió la cabeza enfadada. Sólo podía beber lo que ese monstruo le dejaba y comer lo que le permitía. ¿Y su fuerza? Últimamente, trepaba por el tronco del padre árbol en un abrir y cerrar de ojos. Aquella cosa de su interior la mantenía tan robusta y sana como un caballo, como un buen caballo en el que poder cabalgar.
Abitefa no había probado nunca el licor de pimienta, sólo los ponches salados y fermentados que hacían los douens. Empezó sintiéndose bien y acabó totalmente borracha. Se puso a correr en círculo por el bosque, sujetando en lo alto la lámpara de queroseno y moviendo sin parar el brazo que tenía libre, como si intentara volar. Al verla, Tan-Tan estuvo a punto de morirse de risa. Condujo a Abitefa hacia el interior del bosque para que los habitantes de Mordisco de Garrapata no la oyeran. Nanny fue testigo de su alegría: ¡Aquella noche se lo pasaron realmente bien! Tan-Tan no podía parar de reír mientras guiaba a Abitefa por el bosque, sujetando el cuello de su amiga con una mano y la lámpara de queroseno con la otra, para mantener alejados a los pájaros jumbie. Abitefa silbaba y trinaba sin cesar en la lengua de los douens mezclada con criollo. A cada instante, la hinte se detenía y decía:
—¡La historia, Tan-Tan! Cuéntame otra vez cómo asustaste a todos en Mordisco de Garrapata.
Y Tan-Tan se la contaba una y otra vez. La acosadora voz de su interior no le molestó en ningún momento. Aquella noche fue dulce, de verdad.
Se hizo demasiado confiada. Había empezado a moverse furtivamente por Mordisco de Garrapata a todas horas del día y de la noche, realizando una hazaña aquí y otra allá. Sus habitantes empezaban a reconocerla, pero siempre que no centrara en ellos su ira, el hecho de que apareciera en el pueblo era motivo de celebración y alegría. Empezó a oír rumores: que Tan-Tan era un fantasma, el espíritu vengador de una mujer que había sido apaleada y abandonada en el bosque hasta morir; que era una heroína tan vieja como Nanny y Anacaona, que estaba allí para ayudar a todas las personas que habían sido enviadas a vivir tras la espalda de Dios, porque los Mundos de la Nación querían deshacerse de ellas; que era una bruja que chupaba la sangre a los niños mientras dormían. Apenas podía reconocerse a sí misma en aquellas historias. No les prestaba ningún tipo de atención, pues lo único que estaba haciendo era intentar liberarse de su maldición para mantener sus pesadillas a raya.
Pero aquella noche se arriesgó demasiado. Tres hombres habían acuchillado a un anciano en un callejón para robarle. Confundido por el miedo, el anciano había olvidado que su audífono ya no podía escuchar a Nanny y estaba suplicándole ayuda a su eshu a gritos. Debía de ser un nuevo exiliado. Tan-Tan sorprendió a aquellos hombres repugnantes y, amenazándolos con el machete, les obligó a retroceder por el callejón sin salida hasta que llegaron al final. La víctima recuperó el juicio y se alejó en cuanto vio que el camino estaba despejado. Perfecto. Pero cuando Tan-Tan inició su discurso de Reina Ladrona sin parar de oscilar su machete, se quedó fascinada por su propia oratoria. Ni siquiera se dio cuenta de que se acercaba un cuarto hombre, el centinela, hasta que éste saltó sobre ella desde un tejado. Dejó caer su arma y, en aquel mismo instante, los cuatro hombres se abalanzaron sobre ella. Alguien le golpeó en la cabeza con tanta fuerza que sintió que perdía el conocimiento. La habían tirado al suelo y la golpeaban sin cesar. Fue como si reviviera su decimosexto aniversario, como si estuviera debajo del cuerpo de Antonio, luchando por su vida.
Entonces se detuvieron.
—¡Mierda! —gritó uno de ellos—. ¿Qué es eso? Corred, todos. ¡Corred!
Tan-Tan aún estaba demasiado aturdida como para saber qué estaba sucediendo. Una gran garra se cerró alrededor de su brazo y tiró débilmente de ella. Otra garra le sujetó la cabeza. ¡Era Abitefa!
—¡Levanta, Tan-Tan! —chilló la hinte—. Sujétate a mi cuello.
De alguna forma consiguió levantarse.
—Mi gran salvadora, mi dulce ángel guardián —murmuraba sin cesar Tan-Tan al oído de Abitefa, como si estuviera borracha.
Salieron rápidamente de Mordisco de Garrapata. Tan-Tan iba cogida del cuello de su amiga, que corría, saltaba y se agachaba porque, como su cuerpo aún no había cambiado por completo, no podía volar cargando con Tan-Tan. Abitefa se había portado muy bien en esta pequeña aventura, ¿oui?
Tumbada en el maizal que había a las afueras de Mordisco de Garrapata, Tan-Tan apenas prestaba atención a su amiga. Aún le dolía la cabeza de lo fuerte que le habían golpeado aquellos hombres, y sólo oía a medias lo que le estaba contando. Entonces, se dio cuenta de cuánto se parecía su forma de hablar a la de Benta. Abitefa estaba a punto de convertirse en una mujer, ¿oui?
Tan-Tan se tocó su vientre de calabaza que llevaba al demonio dentro. Tres meses. ¿Podía ser que la violencia de la pelea hubiera hecho que se desprendiera? Volvió a tumbarse, escuchando a Abitefa, que seguía hablando sin cesar. Imploró que empezaran de una vez los calambres que le harían abortar a aquel demonio, pero no sucedió nada. Cuando se despertó a la mañana siguiente, el hijo de Antonio seguía con ella.
Durante la pelea había perdido el machete, así que tuvo que regresar a Mordisco de Garrapata aquella misma noche para robar otro, a pesar de que Abitefa se negaba rotundamente a que volviera a ese lugar.
Estaba anocheciendo; ése era el momento más bello del día en Nuevo Árbol a Medio Camino. El agonizante sol había conseguido que toda su luz se tiñera de color lavanda. Cuando salió del bosque y volvió a entrar en el maizal, estaba refrescando. Las ondulantes hojas le acariciaban el rostro al pasar, del mismo modo que Antonio solía pasar sus resecos dedos, finos como el papel, por sus mejillas, como si intentara recordar el momento en que su piel era así de joven. Tan-Tan se estremeció y se puso una mano delante de la cara para protegerse de las hojas del maíz, que ondeaban y murmuraban con la brisa. Avanzando sigilosamente sobre las botas de gato que Chichibud le había regalado, Tan-Tan oía que sus pies se posaban en el suelo sin hacer ningún ruido, como dos amantes susurrándose secretos. Con su gran chal y las botas, se sentía como la Reina Ladrona.
No tardó nada en coger un machete del granero. Podría haber dado media vuelta en aquel momento, pero desde donde estaba podía ver el parpadeo de las lámparas de aceite de Mordisco de Garrapata. El corazón empezó a latirle más deprisa. Se acercó a la ciudad, sólo para saber qué sucedía en ella. Parecía que nunca se cansaba de ver qué hacían en todo momento las personas altas. Casi se muere de risa al oír las historias sobre ella que estaban susurrando los clientes de la tienda de ron alrededor de las lámparas de queroseno. Dio media vuelta y regresó a toda prisa junto a Abitefa, para contarle lo que les había oído explicar junto al fuego.
—Imagínate: dicen que Tan-Tan, la Reina Ladrona, tiene los ojos de fuego y que ni siquiera es humana. Se supone que tengo dos cabezas, una delante y otra detrás, y también alas de murciélago, como si fuera Shaitan que ha salido del mismo Infierno. Incluso alguien ha dicho que me vio escupir veneno verde y desaparecer volando en la noche. ¡Es todo tan dulce, Abitefa!
Sonrió a su amiga y le dio un mordisco a la pata de manicou que había asado en el fuego. La grasa caliente se le escurrió por la boca y se deslizó por la barbilla. Intentó imaginar qué era lo que veían en ella las personas altas para que la describieran como si fuera un espíritu, un murciélago o una depredadora. ¿Acaso lo era? ¿Era algo espeluznante surgido de una historia de anansi? ¿O simplemente era ella misma? No lo sabía. Sin embargo, tenía comida caliente en el estómago y una amiga fuerte a su lado. Al menos, por unos instantes, la vida era bella.
Tan-Tan sabía que debía esperar un par de semanas antes de regresar a Mordisco de Garrapata. Tenía que dejar pasar un poco de tiempo para que sus habitantes se relajaran y dejaran de prestarle atención, pero la espera le hacía sentirse tan inquieta que no podía soportarlo. Benta intentó enseñarle a tejer, pero sólo conseguía enredar la tela. Además, ¿para qué necesitaba aprender a tejer? Chichibud la llevó de un nivel a otro del padre árbol para presentarle a sus vecinos, pero ella no se molestó demasiado en saber quién era quién. Se mostraba educada, pero sólo lo justo, pues, al fin y al cabo, el pueblo douen no deseaba que la muchacha viviera con ellos. No le gustaba pasar el día en el padre árbol, y las noches le aterraban: se tumbaba en la oscuridad con la cabeza envuelta en la tela, para evitar que se acomodaran en ella los primos de la casa, y mantenía los ojos abiertos de par en par para no dormir, intentando mantenerse despierta hasta que se hiciera de día. Pero por mucho que se esforzaba, sus ojos siempre acababan cerrándose y, entonces, Antonio estaba allí, esperándola.
—Pronto, doux-doux —le susurraba, deslizando las manos por su cuerpo. Antonio era tan fuerte que no podía soltarse—. Pronto volveré a estar contigo. Han pasado cuatro meses. Sólo hay que esperar unos cuantos más. Pronto estaremos juntos, Ione.
Cada mañana, Tan-Tan se despertaba bañada en sudor y con el estómago revuelto. Iba a volverse loca en ese lugar. Dedicaba gran parte de su tiempo a construir una cabaña en el suelo del bosque, con trozos flexibles de sauce verde que cortaba. En verdad, no tenía ni idea de cómo se hacía una cabaña, pero fue aprendiendo a medida que la construía; además, así se mantenía entretenida, tanto mental como físicamente. El trabajo duro logró calmar sus ánimos. Pero un día, mientras oscilaba su machete contra un árbol joven, algo se movió en el interior de su estómago. Dejo caer el cuchillo y se llevó las manos al vientre. Sintió que el bebé giraba entre sus manos, una vez.
La cólera se apoderó de ella; zumbaba en su cabeza como las abejas. Recogió el machete y empezó a cortar y a cortar sin parar, como si quisiera acabar con todos los árboles de aquel jodido planeta. Cuando Abitefa la encontró poco después, jadeaba con fuerza y tenía la ropa tan empapada en sudor que se pegaba a ella como las plumas de una gallina cuando llueve. Aún así, seguía cortando con todas sus fuerzas. ¡Y blasfemando! Si las blasfemias fueran machetes, Tan-Tan hubiera podido talar todo el bosque sólo con la boca. Miró encolerizada a su amiga pero, ¿acaso el lenguaje corporal de una persona alta tenía algún significado para un douen? Aquella maldita cosa sarnosa que aún no era una hinte no entendió las advertencias que le estaba lanzando con la mirada. Abitefa se acercó y, con un pie, le quitó el machete.
—Estás cansada. Tienes que descansar.
Tan-Tan sintió que su boca empezaba a temblar. Respiró con fuerza, intentando coger más aire. Sus jadeos se convirtieron en sollozos.
—Me violó, Abitefa. Me metió a este bebé dentro a la fuerza, igual que hizo con el anterior. Intentaba sembrarme continuamente, como si yo fuera su terreno de cultivo.
Abitefa escarbó un poco el suelo con los dos pies.
—¿Por qué?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? ¿Eh? ¡Dime! Sólo desearía haber podido detenerlo... ¡Haberle pateado con las garras de mis pies; haberle sacado los ojos con mi afilado pico!
—No eres una hinte —señaló Abitefa.
Los sollozos se hicieron más fuertes; eran roncos como la tos.
—No soy una hinte, no valgo nada. Estaría mejor muerta, oui.
Abitefa dobló las rodillas traseras para sentarse en el suelo junto a Tan-Tan. Se meció de un lado a otro, emitiendo un zumbido desde el fondo de la garganta. Estaba pensando.
El bebé seguía moviéndose en su interior. Tan-Tan puso una mano encima y el bebé se apartó. No había duda de que lo que había allí dentro estaba vivo.
Abitefa levantó la cabeza para mirar a su amiga.
—No es necesario desear la muerte, pues nos llegará pronto. A todos nos acaba llegando.
Tefa no la entendía, oui.
—Está bien, Abitefa.
Se lo había pasado genial, se había divertido de lo lindo. Aquella pobre mujer, que de tan fatigada estaba dormía como los muertos en su pequeña cabaña destartalada, tendría una gran sorpresa cuando se despertara: encontraría una gran olla de cabra al curry en su mesa de cocina. Tan-Tan se preguntó si el dueño del puesto de alimentos cocinados ya la habría echado en falta.
Empezaba a oscurecer. Las luces se estaban encendiendo en Mordisco de Garrapata. Quizá, aquella noche podría regresar un poco antes al padre árbol.
Casi había llegado a las afueras del pueblo cuando oyó un ruido en una calle lateral: Put-put-put. Aquel sonido le resultaba familiar, y cada vez estaba más cerca. Frunciendo el ceño, Tan-Tan esperó para ver qué era.
Un coche que venía por una calle lateral giró para acceder a la de Tan-Tan. ¡Un coche! Grande, ruidoso y apestoso; una máquina construida con oxidadas láminas de hierro unidas con remaches, y grandes ruedas repletas de protuberancias hechas de savia de árbol o algo similar. Del tubo de escape salían nubes de humo negro que se mezclaban con el aire limpio. Las explosiones que oía procedían del tubo de escape. ¡Y fíjate! ¡Quien estaba al volante era la retorcida de Gladys!
Al principio, Tan-Tan ni siquiera se sintió asustada. ¡Así que era eso lo que Gladys y Michael estaban haciendo en la herrería! Michael iba sentado junto a Gladys, apartándose el humo de la cara con un abanico de hoja de palma.
¿Y quién estaba sentada detrás, en lo alto del furgón de cola? Era la madrastra de Tan-Tan, Janisette.
—¡Ahí está! —gritó Janisette.
Gladys llevó el coche hacia Tan-Tan mientras Janisette apuntaba a su hijastra con un rifle. Tan-Tan se alejó corriendo tras la esquina de una casa. ¡Pum! Unos trozos de yeso cayeron sobre sus ojos, pues la bala había impactado en la pared que estaba junto a su cabeza.
Put-put-put. Tan-Tan corrió por los jardines traseros de las casas, agazapándose tras los gallineros. El bebé rebotaba como una sandía en su vientre, obligándola a ir más despacio, como si quisiera que la atraparan. Era el espíritu de Antonio, acechándole y dándole caza desde su interior. Tan-Tan lo sujetó con las manos para que no se moviera tanto. Corría, corría, corría.
—Nanny, Granny Nanny, ayúdame... —cogía aire sin cesar, pero no era suficiente. El automóvil la acechaba, put, put, put. Entró en la huerta de calabazas de alguien. Uno de sus pies aplastó, ¡plash!, una calabaza madura. Tuvo que detenerse para quitársela de encima. Entre lágrimas de terror, vio que había un rostro en la ventana de la cocina que le sonría con crueldad bajo la luz de las velas: era la madre de Al, que saludó con la cabeza a los ocupantes del coche.
Put, put, put.
Tan-Tan corría.
El coche se había quedado atrapado entre las enredaderas de las calabazas; no tenía la potencia necesaria para romperlas y liberarse. Janisette disparó una vez más y volvió a fallar. Con la garganta ardiendo, Tan-Tan se dirigió hacia los campos de maíz. Podía oír el gemido del automóvil tirando de las plantas que lo retenían; el carraspeo del motor mientras las ruedas giraban sin cesar, lanzando restos de calabaza por todas partes. Consiguió perderlos de vista entre el maíz y escapó hacia el bosque, corriendo sin parar. Corrió tanto que al respirar sentía que aspiraba vidrio esmerilado, y sus extremidades estaban en carne viva debido a los latigazos de las ramas de los árboles. Cayó al suelo, jadeando con fuerza. ¿Cómo? ¿Cómo? Esas palabras la asustaban demasiado; no pudo completar aquel pensamiento. ¿La estarían siguiendo todavía? Intentó respirar más suavemente y escuchar con atención. No oía ningún coche. ¿Acaso la seguían a pie? ¿Se abalanzarían sobre ella en aquel instante? Tan-Tan miró hacia la dirección que había seguido para llegar hasta allí. En Mordisco de Garrapata, el cielo seguía oscureciéndose y en aquellos instantes era de color rojo oscuro; sin embargo, en el bosque ya era noche cerrada, sólida como un trozo de carbón. No podía ver nada. El sudor, que se estaba enfriando, le hizo tiritar. Una mosca de arena le mordisqueó una esquina del ojo, causándole un gran dolor, pero no se atrevió a apartarla de su cara de un palmetazo. ¿Aquello era luz? ¿Eso que oía eran pasos? No. Esperó unos minutos más. No, no iban tras ella.
¿Dónde estaba? No había entrado en el bosque por el sitio habitual No había tenido tiempo de pensar en la lámpara y mucho menos de recogerla del lugar en el que la había escondido.
Las moscas de arena se estaban congregando, atraídas por el calor de su cuerpo. Podía oír su zumbido. La mordieron una vez; después otra. Golpeándose los ojos con furia, metió la otra mano en su saco y buscó a tientas sus preciadas cerillas. Tenía la impresión de que llevaba años andando a ciegas en la oscuridad cuando sus manos tocaron lo que parecía algún tipo de madera. Al moverla, molestó a un cachorro de suelo que le dio un buen mordisco en el brazo antes de alejarse saltando en la oscuridad. A su alrededor había algo de color púrpura que brillaba.
Ahora, las moscas de arena le estaban molestando tanto que apenas podía apartar las manos de sus ojos para prender la madera. Le costó mucho encenderla con las cerillas; necesitó nueve o diez intentos. Cuando la madera empezó a arder, tenía los ojos tan hinchados que estaban prácticamente cerrados.
La madera prendió, alejando a las moscas de arena. Bendito, bendito alivio. Oyó un sonido que se alejaba de ella, de la luz; oyó que algo aplastaba con fuerza la maleza, una vez; otra. ¿Seria un pájaro jumbie? ¿Un becerro rodante? Empezó a temblar.
Pasaron horas antes de que consiguiera llegar al sendero de los douens. Podría haber llorado de alivio, pero no se atrevió, pues apenas veía con sus torturados ojos. Avanzó tambaleándose por el camino. Cuando sus espinillas chocaron, por fin, contra la raíz del padre árbol, pensó que aquel dolor era el más dulce que había sentido en toda su vida. Apagó la rama ardiente golpeándola contra la tierra humedecida y, con los ojos cerrados, empezó a trepar hasta que las primeras luces de los douens brillaron entre sus pestañas. Estaba en casa. Trepó hasta el nido de Chichibud y Benta. Chichibud estaba despierto, esperándola.
—Imaginé que eras tú quien chocaba contra las hojas —dijo—. ¿Por qué has dejado que las moscas de arena te hicieran eso? ¿Qué le ha pasado a tu lámpara?
—La perdí. La dejé en algún lugar y no lo señalé bien.
—Te pondré algún bálsamo. Vete a la cama.
El bálsamo calmante funcionó, al igual que la medicina de los douens. El picor y el ardor se disiparon pronto y la hinchazón remitió. Tan-Tan cayó en un sueño agotador. Corrió en sueños durante toda la noche, perseguida por algo que no podía ver. Cuando despertó, descubrió qué era lo que le acosaba: Janisette y los otros dos no se habían sorprendido al verla en Mordisco de Garrapata. Debían de haber preguntando a otras colonias de los alrededores de Junjuh si tenían noticias de ella. ¿Sería la madre de Al quien la había traicionado?
A la mañana siguiente, ayudó a Benta a doblar algunas telas recién hiladas.
—Debiste de sentir un gran dolor anoche —dijo Benta entre dientes.
Empecé a sentir dolor hace mucho tiempo.
—Pero no pasó nada. Estoy bien.
—No, demostraste que sigues siendo un bebé del bosque. Estás a mi cargo y al de Chichibud, y no podemos dejar que te pongas en peligro. De ahora en adelante, sólo bajarás al bosque durante el día.
Y por mucho que protestó, tuvo que obedecer. El resto de los douens decía que había intentado escapar y que alguien del nido había ido a buscarla. Durante una semana, el toque de queda le hizo sentirse avergonzada y furiosa. Era una mujer adulta. ¿Cómo se atrevían aquellos dos murciélagos a decirle lo que tenía que hacer?
No podía soportarlo más. Una mañana decidió hablar con ellos sobre el tema. Estaban en la cocina; Chichibud estaba haciendo agujeros en el tronco para plantar nuevas hierbas en su interior y Benta estaba arreglando los nuevos brotes del padre árbol con su afilado pico. Tan-Tan empezó a abrir la boca para hablar con ellos.
¡Bang-bang-bang! Se oyó por todo el padre árbol. Tan-Tan se tiró al suelo boca abajo. En un instante, Benta estaba tumbada junto a ella, empujándola bajo su cuerpo para que estuviera segura. Llamó a gritos a Zake y Abitefa, que treparon hasta la cocina y también se escondieron debajo de su madre. ¡Bang-bang-bang! El ruido procedía del suelo del bosque. Chichibud les dijo a gritos que iba a ver qué era todo aquel alboroto y saltó por el agujero, agarrándose a la cuerda. Oyeron que sus pies golpeaban el suelo al llegar abajo y se alejaban corriendo hacia el exterior.
Zake gemía sin parar, "¡Uhu! ¡Uhu!"; Benta le gorjeaba con ternura. Las ramas del padre árbol se movían debido a todos los douens que corrían y descendían a toda prisa hasta el suelo del bosque para ver qué estaba sucediendo. Tan-Tan, Zake y Abitefa permanecieron bajo el pecho de Benta, como los polluelos en un nido. ¿Qué estaba pasando? Aterrada, la mente de Tan-Tan saltaba de una idea a otra.
El cuenco de los ciempiés volcó; al verse libres, aquellos repugnantes bichos de color amarillo verdoso se alejaron, reptando, hacia la libertad. Mientras tanto, lo único que se oía era: ¡Bang-bang-bang! Crec-crec-put-put.
Entonces, oyeron unos pasos que corrían por el nido.
—¿Chichibud? —gorjeó Benta.
Chichibud canturreó. Entonces, su cabeza asomó por el agujero del suelo.
—Venid pronto a ver esto. En el suelo del bosque. Tú también, Tan-Tan; tiene que ser obra de las personas altas.
No había tiempo de ponerse los arneses. Chichibud se subió a lomos de Benta y se agarró a sus costados emplumados con los pies. Tan-Tan se sentó detrás de él y le envolvió la cintura con los brazos. Aquel traqueteo carecía de toda lógica. El olor a nuez moscada y vinagre de Chichibud era fuerte: estaba muy nervioso. Abitefa se dejó caer por un tronco del padre árbol y descendió con rapidez hasta el nivel del suelo. Benta agitó las alas y saltó de la rama. Durante la caída en picado, el estómago de Tan-Tan no paraba de dar vueltas. La muchacha intentó controlar las náuseas.
Al llegar a los niveles inferiores del tronco, los douens descendían tan sigilosamente como los espíritus. Benta aterrizó en la rama más baja, que era tan amplia como una avenida. Consiguió abrirse paso hasta un extremo que ya estaba repleto de hileras de douens. Tan-Tan y Chichibud se apearon. Algunos douens trepaban, frenéticos, desde el nivel del suelo para unirse a ellos. Eran los que trabajaban en la fundición. ¿De qué estaban huyendo?
Las explosiones venían del bosque, de la misma dirección que seguían para ir a Mordisco de Garrapata. Cada vez estaban más cerca. Por favor, que no sucediera nunca, que no fuera posible. Tan-Tan se inclinó hacia Chichibud y le susurró al oído:
—¿A qué estamos esperando?
—Ahora lo verás. No te muevas.
Fue como si hubiera dado aquella orden a todo el mundo. Todos los douens guardaron silencio y se hicieron invisibles, deslizándose hacia las sombras u ocultándose bajo las grandes hojas del padre árbol. Era como si no hubiese nadie.
Tan-Tan se acuclilló y observó hacia el lugar del que procedía el ruido. Cada vez estaba más cerca, sonaba con más fuerza. Por fin, salió del bosque y apareció en el espacio que había bajo el padre árbol. Crec-crec-put-put-put. ¡Era el coche, iluminado por las lámparas que llevaban sus ocupantes! Tan-Tan chilló, tapándose la boca con la mano. ¡Habían seguido su rastro desde Mordisco de Garrapata!
El coche se detuvo. Las ruedas, que estaban envueltas con cadenas, habían mordido y levantado grandes trozos de tierra, trazando un sendero desde el padre árbol hasta Mordisco de Garrapata.
—¡Qué cosa más fea! —susurró Chichibud.
Sentada en el furgón, Janisette llevaba una escotada blusa negra de campesina y unos ceñidos pantalones de peto negros, con un gran sombrero de paja negro y un velo para protegerse la cara y el pecho. Parecía La Diablesse, la Mujer Diablo. Dejó la lámpara junto a ella y se levantó el velo para mirar a su alrededor. A pesar de sus aires de viuda, no parecía estar demasiado triste, ¿oui? Más bien, parecía estar hecha una furia. Tenía el mismo aspecto que una nube de tormenta antes de que llegue el huracán, o el mismo que tiene un becerro rodante cuando se convierte en una gran bola negra antes de atacar. Levantó la cabeza y contempló la altura y la amplitud del padre árbol.
—¡Qué cosa más fea y horrible! Se parece más a una montaña que a un árbol. Michael, ¿estás seguro de que esa zorra ha venido hasta aquí?
—Aquí es donde acaba el rastro —respondió Michael—. Será mejor que lo comprobemos. ¡Mierda! ¿Habíais visto alguna vez un árbol tan grande?
—¿Qué crees que podría estar haciendo Tan-Tan en este lugar? —Janisette miró a su alrededor, con una mueca de desprecio. Ahuecó la mano en la boca y dijo con dulzura:
—¡Tan-Tan! ¿Estás aquí? ¿Estás bien? Ven, doux-doux. Está todo olvidado. Mamá te está buscando.
—¿Sabes? Eres una mujer con dos caras —dijo Gladys—. ¿Cómo puedes intentar atraer a la niña con palabras dulces?
—Eso no es una niña; es la zorra que mató a mi marido.
—Nadie lo sabe con seguridad.
Janisette escupió a un lado del coche.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Puede que Antonio se enzarzara en una pelea con uno de los hombres de Tan-Tan, ¿oui? Sentía unos celos enfermizos de los novios de su hija.
—¡Calla la boca!
—No, Compère. Hacerte este coche fue un buen reto y aprendimos mucho, pero ya estoy harta de toda esta tontería. Michael y yo queremos regresar a casa.
Michael sonrió a Gladys; a continuación, miró a Janisette y se encogió de hombros, a modo de disculpa.
Frunciendo el ceño, Janisette señaló hacia el lugar por donde habían venido.
—¿Os queréis ir? Entonces, ¿por qué no salís del coche y os vais?
—Parece que has olvidado que somos nosotros quienes hemos construido este vehículo y que aún no nos lo has pagado. —Janisette chasqueó los dientes y apartó la mirada, pero Gladys aún no había acabado—. Puede que nos hayas hecho embarcar en esta cacería para nada. Los deseos de esa niña-mujer son demasiado ardientes, pero te lo vuelvo a repetir: cualquiera pudo hacerle eso a Antonio. Cualquier persona a la que hubiera engañado o insultado. Cuffee, por ejemplo. O Chichibud. Todos vosotros confiáis demasiado en los douens.
—Y tú dejas que tu jodida boca hable demasiado. Sale tanta mierda de ella como del trasero de un pato.
—¿No os iréis a pelear, verdad? —interrumpió Michael—. Eso no sería de gran ayuda.
Tan-Tan sabía qué era lo que tenía que hacer. Ella era la responsable de todo este lío y no quería implicar a los douens. Empezó a descender por el tronco más cercano, pero Chichibud se lo impidió.
Michael salió del coche. Tuvo que saltar por un lado, pues parecía que no les había dado tiempo a construir las puertas. Se acercó hasta uno de los troncos del padre árbol y, entonces, fue como si todos los douens que había sobre sus ramas se quedaran petrificados: ni siquiera se oía el murmullo de la respiración de sus pulmones. Michael entornó los ojos hacia la oscuridad, ladeando la cabeza. Apoyó una mano en la raíz e hizo un sonido inquisitivo.
—Gladys, tráeme una lámpara.
Bajo su luz, las marcas de arañazos que había en la raíz se hicieron evidentes.
—¿Ves? Es como si alguien hubiera subido por aquí —sostuvo la lámpara lo más alto que pudo, pero no logró iluminar el lugar en el que se habían escondido todos.
Le tendió la lámpara a Gladys y saltó sobre la raíz.
—Ve con cuidado, cariño —dijo ella.
—No hay ningún problema. Es como subir por una rampa —llegó al tronco y lo tocó—. ¡Estupendo! ¡Aquí hay asideros!
En silencio, las mujeres douen empezaron a cargar a sus hijos pequeños y adolescentes sobre sus lomos. Algunos de los más pequeños gorjearon para saber qué estaba pasando.
—¿Has oído eso? —preguntó Janisette.
—Sí —respondió Michael—. Parece el trino de los pájaros.
Ya estaba trepando por el tronco. Las mujeres con niños se alejaron rápidamente para ocultarse entre las sombras. Las demás, se quedaron con los hombres.
Michael estaba a punto de alcanzar la primera rama. Se encontraba demasiado cerca para que alguien más pudiera escapar. Tan-Tan, acuclillada en la rama junto a Chichibud, imploraba a todos los dioses en los que podía pensar que impidieran que Michael se acercara más. Oyó uno suave sonido a su lado: Chichibud se había sacado el cuchillo del cinturón. Los demás hicieron lo mismo, excepto las hinte, que tenían picos y garras para picar y desgarrar. Oh, Nanny; parece que se va a derramar más sangre por mi culpa.
Michael miró entre la oscuridad de las hojas del padre árbol.
—¿Ves algo? —gritó Janisette.
—No demasiado bien —respondió, frunciendo el ceño. Entonces la sorpresa se dibujó en su rostro—. Pero ¡eh-eh! Si vieras el tamaño de los nidos de avispa que hay aquí arriba, Gladys. ¡Sea lo que sea lo que vive ahí dentro, tiene que ser tan grande como yo!
—¡Nanny, sálvanos! —exclamó Gladys—. Ve con cuidado, ¿me oyes, doux-doux? No creo que debas seguir escalando. ¿Y si te pica una?
—Sólo un poco más, querida. Iré con cuidado.
Trepó un par de pasos más.
Con un chillido, una hinte se abalanzó sobre él. Gladys gritó. Michael y la hinte cayeron en picado hasta el suelo, mientras la mujer batía sus encogidas alas con furia. Michael aterrizó con un fuerte golpe, debajo de ella. Era Taya, la hermana de Benta.
—¡Taya! —gritó Kret
La hinte sujetó a Michael contra el suelo con uno de los pies, mirándolo a los ojos con odio. Michael gritaba, con los brazos levantados para protegerse la cara. La sangre chorreaba por sus antebrazos.
Con rapidez, Tan-Tan descendió por el tronco del padre árbol.
—¡Taya! ¡Para! ¡Para!
Cuando sus pies tocaron el suelo, el aire que había a su alrededor explotó con tanta fuerza que parecía que alguien le había dado una palmada en las orejas. Se volvió hacia el lugar de donde procedía el ruido: trozos de sangre, hueso y pico se extendían por el bosque, alrededor del padre árbol. Gladys estaba de pie sobre el coche, mirando aún por los visores del rifle que había utilizado para reventar a Taya en pedazos.
—¡Taya!
Kret bajó de un salto del padre árbol y se acercó corriendo al lugar en el que se encontraba la destrozada cabeza de Taya. Su pico aún se abría y se cerraba; era un acto reflejo que hacía su cerebro, que aún no había muerto. Michael seguía en el suelo, aterrado, abrazándose las rodillas como un bebé que aún no ha nacido. Sorprendida por todo aquel movimiento, Gladys apuntó con el rifle a Kret y después, a Tan-Tan. Janisette se lo quitó de las manos.
—No dispares a Tan-Tan. Quiero que vuelva a Junjuh con nosotros. Quiero oír cómo grita en la caja de hojalata, debilitándose y debilitándose durante días.
Janisette miró a su hijastra con odio; de sus ojos salían puñales; Tan-Tan tuvo la impresión de que, si se movía un poco, se clavarían en ella.
Acuclillándose, Kret recogió la sangrienta cabeza de Taya y la hundió en su pecho, sin dejar de pronunciar su nombre con pesar. Cuando sus segundos párpados seccionados se cerraron y el pico dejó de moverse, Kret la depositó en el suelo con ternura, con mucha ternura, como si estuviera acostando a un bebé en la cuna para que durmiera. En un terrible y rápido silencio, corrió hacia Gladys. Era una sombra letal que blandía un cuchillo. Tranquila como el agua estancada, Janisette le apuntó con el rifle y disparó. El sonido fue como el de un trueno. Más sangre. Mas trozos de hueso y tejidos volando por el aire.
—¡No, no, no! ¡Ya basta! —gritó Tan-Tan. Ensordecida por el estruendo del rifle, era incapaz de oír sus palabras. El amargo olor de la pólvora, unido al olor dulce y salado de la sangre del douen, inundaron su nariz. La furia se apoderó de ella; sentía fuego en el estómago. Se olvidó del miedo, se olvidó de la razón. En un instante, saltó sobre Janisette y, arrebatándole el rifle, le apuntó con él. Los ojos de Janisette no perdieron su furia. Vacilando, Tan-Tan hundió la boca del arma en el suelo.
Empezaba a recuperar el oído. A sus espaldas, Chichibud estaba diciendo:
—Quédese quieto, señor Michael. En este lugar hay demasiados douens; no podrán enfrentarse a todos.
Tan-Tan volvió la cabeza un instante. Michael estaba agazapado en el suelo, rodeado por los afilados cuchillos y picos de los douens.
—Así que estabas aquí —le dijo Janisette—. Jugando en los árboles con los monos. Asesina.
El pesar afiló la voz de Tan-Tan del mismo modo que el agua del río erosiona las rocas.
—¿Sabes lo que me hacía? ¿Sabes qué me estuvo haciendo durante siete años? ¡No podía soportarlo más, Janisette!
Janisette cerró con fuerza los puños y se inclinó hacia Tan-Tan.
—¿Crees que no lo sé? ¡Puta! ¡Eres capaz de follarte a todo lo que ves, incluso a tu propio padre!
La consternación le llenó la boca de hiel. Empezó a temblar.
—¡Fuiste tú quien le obligó a hacerlo! —continuó Janisette—. A mi no me quedaba más remedio que aguantarme, sabiendo que mi propio marido prefería hacerlo con su hija que conmigo.
Para Tan-Tan, fue como si pudiera volver a sentir las manos de Antonio sobre ella, su boca, cómo la penetraba, cómo la desgarraba. Antes de poder responder, tuvo que escupir una amarga saliva de su boca.
—¡Eso es mentira, Janisette! ¡No fue culpa mía! ¡Papá me hacía daño!
Sólo podía pensar en borrar las palabras de Janisette, en asegurarse de que no las volvería a pronunciar nunca más. Levantó el rifle y apuntó con él a su madrastra. La mirada de miedo que apareció en su rostro fue un verdadero placer para Tan-Tan. Con una oleada de alegría, apretó el gatillo, ¡pum!, en el mismo instante en que las garras de la mano de Chichibud empujaban el cañón del rifle hacia el suelo. El polvo y las hojas cegaron a Tan-Tan, que se quedó paralizada de horror al darse cuenta de lo que acababa de hacer. Dejó caer el rifle sobre las manos de Chichibud. Cuando el polvo se asentó, vio que Janisette estaba apoyada a un lado del coche, con el rostro ceniciento por el susto.
Acabo de intentar matar a mi madrastra. ¿Qué tipo de monstruo soy?
—Qué forma tan estúpida tiene esto; no es más que un tubo y un mango —dijo Chichibud. En su voz había un ligero gorjeo: no estaba tan tranquilo como parecía—. ¿Quién podría imaginar que puede causar tanto dolor? ¿Cómo se llama esto, Tan-Tan?
—Es una pistola —respondió, ausente. ¿Y si Chichibud no la hubiera apartado a tiempo?—. No aprietes el gatillo, podrías dispararte a los pies.
Gladys, que estaba recuperando la consciencia, forcejeaba con sus piernas, intentando que entraran en el coche.
—¿Y has apuntado y disparado... así? —Chichibud apuntó con la pistola hacia el lugar en el que estaba sentado Michael.
—¡No dispare! —gritó Gladys—. Por favor, señor douen... ¡No dispare a mi marido!
No había reconocido a Chichibud. Lo veía prácticamente cada mes, cuando llevaba a Junjuh mercancía con la que comerciar; sin embargo, seguía siendo incapaz de distinguirlo de otros douens. ¿Pero acaso yo soy diferente? En vez de centrarse en lo que estaba sucediendo delante de ella, la mente de Tan-Tan se aferró a ese pensamiento. En ocasiones, me resulta difícil distinguirlo de los demás.
—¿No puedo dispararle? ¿Ni siquiera para practicar? —aunque lo dijo sin ninguna entonación humana, sus palabras parecían compungidas, irónicas—. ¿No ha pensado que cuando lleve esta... pistola a nuestro herrero, tendré que poder decirle cómo funciona?
—Se lo suplico, señor. Haré todo lo que me pida pero, por favor, no lo mate.
—¿Y si yo le hubiera suplicado que no matara a mi gente, qué hubiera hecho usted?
Acercó el visor del rifle a sus ojos. Michael lo miró fijamente, levantó la barbilla y esperó. Tan-Tan se dio cuenta de que aquel pobre hombre no podía hacer nada más. Ahora eran los douens quienes habían asumido el control... Chichibud, ella y los demás.
—Chichibud, dejemos que vuelvan al coche —dijo.
—¡Mierda! ¿Ése es Chichibud? —dijo Gladys, cogiendo aire con fuerza.
Tan-Tan vio que Michael se levantaba. Janisette parecía haberse recuperado del susto. Se quedó de pie, mirando encolerizada a Tan-Tan hasta que los otros dos entraron en el coche.
—Dejad que este pueblo viva en paz y regresad por donde habéis venido —dijo Tan-Tan al grupo de caza—. No tenéis ninguna rencilla con ellos. Y en cuanto a mí, os lo diré: hice lo que hice en defensa propia.
¡Mentirosa! ¡Lo mataste a sangre fría! Sacudió la cabeza para que se disipara aquella voz.
—¡Dejadme en paz! Iré a alguna colonia en la que las leyes de Junjuh no puedan hacerme daño.
Chichibud seguía apuntando a Michael con la pistola. El hombre intentó poner el coche en marcha, pero no lo consiguió hasta el tercer intento. Entonces, del tubo de escape empezaron a salir nocivos gases negros. Girando con fuerza el volante, consiguió dar media vuelta. Janisette señaló a Tan-Tan con un dedo amenazador.
—Algún día te encontraré en algún lugar en el que no haya bestias que te protejan —prometió—. Entonces, te llevaré de vuelta a Junjuh para que te ases como un pollo en la caja.
Se fueron; el coche iba lanzando ventosidades cada pocos metros.
Los douens se quedaron mirándolos hasta que estuvieron bien lejos. Por extraño que parezca, Tan-Tan deseó haberles preguntado por Cabeza de Melón.
Las hinte y algunos adolescentes que habían huido empezaron a regresar, después de haber dejado a los niños en la seguridad de las ramas más altas del padre árbol. El desconsuelo de Benta por la muerte de su hermana llegaba hasta el cielo. El corazón de Tan-Tan se desgarró.
—Os tengo que dejar; tengo que irme —dijo Tan-Tan a Chichibud.
—¿Cómo sabían que te encontrarían aquí? —preguntó.
—Eso no importa. Ahora saben dónde vivimos —gorjeó una hinte—. Si nos hubierais escuchado y no hubieseis metido las narices en los asuntos de las personas altas...
Chichibud bajó el arma y dejó caer los brazos a los lados. Se quedó callado.
—Habéis ayudado a esta chica —continuó la hinte—, así que vendrán más personas altas hasta aquí para darnos caza. Lucharán con nosotros con más de sus pistolas. ¡Nunca más volveremos a estar en paz con las personas altas!
—¿Cómo lo han sabido, Tan-Tan? —preguntó con tristeza Chichibud. La muchacha era incapaz de mirarlo a los ojos. Él continuó—: Oh, pequeña, nuestra hora habrá llegado cuando las personas altas vengan al bosque a buscarnos, pero no sabía que mis acciones serían las que las trajeran hasta aquí.
—¡Pero podéis luchar! —dijo Tan-Tan.
—Podemos luchar, sí—respondió la hinte—, pero las personas altas sois tan malas como el demonio. Estoy segura de que muchos de nosotros moriremos en la batalla y que seréis vosotros quienes ganareis.
No podía soportarlo. Allá donde iba, llevaba problemas, como si fueran una carga que llevaba sobre la espalda.
El anciano Res, que estaba detrás de Chichibud, expresó con un gruñido algo en el idioma de los douens. Chichibud se giró al instante y gorjeó una respuesta. Por sus movimientos, Tan-Tan se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido, y no sólo a él. Todos los douens, hombres y mujeres, se congregaron a su alrededor, chillando y gorjeando. Res intentó responderles, pero no lograba hacerse oír. Los douens graznaban y cacareaban al anciano. Las mujeres, angustiadas, batían las alas. Un par de adolescentes empezaron a llorar con aquel uhu-uhu que había oído a Zake. Incluso Abitefa estaba en medio de la discusión, chasqueando las garras alarmada. Res se mantuvo firme y les respondió con tranquilidad.
Tan-Tan tocó la espalda de Chichibud.
—¿Qué está diciendo?
—Dice que no podemos permitir que más personas altas nos encuentren.
La esperanza se movió como un pájaro en la garganta de Tan-Tan.
—¿Cómo?
—Tenemos que destruir nuestro hogar e irnos a otra parte.
—¿Qué? ¿Vuestros hogares?
Chichibud no respondió; se alejó de ella para reunirse con su familia. La disputa con Res continuó, pero al final todos estuvieron de acuerdo con él: talarían el padre árbol.
Durante el resto del día, todos vaciaron sus casas e hicieron pequeños paquetes con las cosas que necesitaban, pero sólo aquellas que pudieran cargar a la espalda. Benta miraba a Tan-Tan con ojos tan fríos como el corazón de un espíritu; y tristes, muy tristes. Por fin, todos depositaron sus bienes empaquetados en el interior de la fundición para recogerlos más tarde, en cuanto hubieran talado el árbol.
Benta se acercó a Tan-Tan, que la miró con cautela, afligida.
—Taya se ha ido. Apenas había salido del cascarón y ya se ha ido.
—Benta, lo lamento muchísimo.
—No fuiste tú quien construyó la pistola ni fuiste tú quien la disparó. Pero han sido tus acciones las que la han llevado a la muerte, así que es bueno que lo sientas —se acuclilló sobre los talones y miró hacia el padre árbol—. Tardaremos toda la noche en hacer este trabajo. Quédate en la fundición, lejos de la sombra de nuestro padre árbol.
—¿Qué puedo hacer?
—Ayuda a cuidar de los pequeños.
Y eso es lo que hubiera hecho si se lo hubieran permitido. Los douens habían convertido la fundición en una guardería para los niños; todos los adolescentes y los ancianos los cuidaban. Sin embargo, cada vez que Tan-Tan se acercaba a uno, alguien lo apartaba de su alcance. Finalmente, un douen que estaba siendo atosigado por cuatro niños de diferentes estaturas dejó al más pequeño en brazos de la sorprendida Tan-Tan. El bebé, por instinto, envolvió sus brazos con los pies y le enredó los dedos de una mano en su cabello.
—Ya le he dado de comer; ahora tiene que dormir. Debo ir a ayudar a los demás a talar el árbol. Alguien más se ocupará de estos tres. Cuídalo bien.
Lo cuidaría tan bien como a su propia vida, de lo agradecida que estaba de que alguien hubiera confiado en ella. Se sentó sobre un yunque para mecer al bebé. El niño cerró en un puño la mano que le quedaba libre y la dejó sobre su pecho. Empezó a quedarse dormido. No le parecía tan feo como la primera vez que vio con sus ojos a los niños douens.
Desde lo alto del padre árbol se oía el sonido de las hachas. Sin dejar de mecer al bebé, se dirigió a la puerta de la fundición. Todo estaba tan oscuro, que no podía ver nada a través de las ramas del padre árbol; sin embargo, podía oír aquel sonido. En lo más alto del árbol, los douens cortaban sus troncos. Era un sonido sobrecogedor. Con fuertes chasquidos, las partes superiores de los troncos se separaron del padre árbol en una rápida sucesión, dejando que entrara la luz del atardecer. Todas las mujeres douen estaban en el aire, volando en círculos. Rápidamente, los douens que formaban el primer equipo cogieron las ramas con sus garras y tiraron de ellas hasta dejarlas bien lejos del árbol. Las hinte se alejaron volando hasta más allá de lo que podían ver sus ojos.
Sobresaltado por el ruido, el bebé despertó y sollozó, uhu-uhu; el desconsuelo arrugó su carita de murciélago.
—Shh —susurró Tan-Tan, meciéndolo. Entonces cantó—: "Capitán, capitán, lléveme a tierra/Ya no quiero ir."
Entonces cerró la boca con fuerza. Aquella canción no. Acarició la frente del bebé con la yema del dedo, tal y como había visto hacer a los douens. El bebé se calmó un poco. Tan-Tan observó el cielo que antes no dejaba ver el árbol. Benta le había dicho que las hinte se lo llevarían, trozo a trozo, hasta el mar, y que entonces lo dejarían caer. Nunca había visto el mar en Nuevo Árbol a Medio Camino, nunca se había preguntado cómo eran los océanos en aquel lugar. Las personas altas estaban tan ocupadas intentando mantener el cuerpo y el alma unidos que no tenían tiempo para ir a explorar.
Otro nivel del padre árbol cayó al suelo. Una espesa savia de color marrón brotaba de los troncos cortados, cayendo en forma de gotas sobre el suelo del bosque. El resto de las hinte seguían volando en círculos.
El equipo de los hombres con hachas descendió otro nivel y se dispuso a cortar de nuevo. En aquel nivel se hallaban los hogares de algunos de ellos; sus propietarios ya los habían abandonado. Casas de nido de avispa. La primera vez que las vio, Tan-Tan se había burlado de ellas, pero ahora daría todo lo que fuera por salvar el hogar de Benta y Chichibud; daría todo lo que fuera para que los douens no tuvieran que destruir sus hogares.
Los douens talaron y talaron hasta que cayó al suelo otra sección del padre árbol. Otro equipo de mujeres se alejó volando hacia el mar. Y así sucesivamente, un nivel tras otro, hasta que lo único que quedó fueron los grandes muñones y las raíces del padre árbol. Sobre el suelo del bosque había una gruesa capa de savia y restos de los hogares de los douens.
En el lugar que solía ocupar la copa del padre árbol ahora sólo quedaba un enorme agujero. Tan-Tan miró el azulado sol del atardecer. Has sido tú quien ha hecho esto, eres un ser despreciable; has sido tú quien ha permitido que el cielo entrara en el bosque.
El pueblo douen se congregó en círculos en el nuevo claro, alrededor de los llorosos muñones que antes levantaban al padre árbol. Todos esperaban. Algunos ya habían encendido sus lámparas. La luz de las lámparas; la luz del cielo; ¿cuándo habría sido la última vez que esta parte del bosque estuvo tan iluminada?
Por fin, el último equipo de mujeres douen regresó del mar. Todas revolotearon hasta el suelo para unirse a sus compañeros. Benta empezó a balancearse, apoyándose sobre un pie y luego sobre el otro. Todos la imitaron. Res entonó un cántico desde lo más profundo de su garganta... un lamento que parecía el llanto de un bebé douen. Tan-Tan sólo pudo entender las palabras "casa", "comida" y "gracias". El lamento se intensificó, del mismo modo que un niño lloraría al saber que su padre ha muerto. Otros douens se unieron; algunos cantaban en tono grave y apasionado, como Res, y otros gritaban, ululaban, lloraban. Entonaron su lamento fúnebre al cielo. Cada uno de ellos daba gracias al padre árbol por haberles acogido y lloraba su pérdida. Aquel sonido inundó el aire, perforando los oídos de Tan-Tan como si fueran cuchillos, golpeándole el cuerpo como puños y bofetadas. El bebé que tenía en brazos volvió a despertarse llorando. Esta vez dejó que lo hiciera. Aunque Tan-Tan sentía que no tenía ningún derecho a participar en aquel duelo, el árbol también la había acogido en sus brazos. En voz baja, susurró:
—Muchas gracias, padre árbol. Lo lamento mucho, muchísimo. Gracias.
Lentamente, los plañidos de los douens se fueron apagando hasta que sólo sollozaron los niños. Entonces, Tan-Tan vio que Res se sacaba su miembro viril y orinaba sobre el muñón del tronco que tenía delante... un pis verde y espeso que deshacía la madera allá donde la tocaba. Los demás hombres douen hicieron lo mismo, desde el lugar en el que se encontraban. ¡Los muñones del padre árbol se estaban disolviendo!
—¡Papá Dios! —exclamó Tan-Tan—. ¿Qué están haciendo?
—Enterrar al padre árbol —explicó Abitefa. Sus palabras eran pastosas: se le habían empezado a caer los dientes porque su boca se estaba transformando en pico—. Es la primera vez que lo veo, pero había oído hablar de esto. Están haciendo agua abrasadora. Así lograrán ocultar el viejo árbol y ayudarán a crecer con mayor rapidez al nuevo.
—¿Y cómo consiguen orinar sin derretir todo el suelo? —preguntó. ¡Kret podría haberle abrasado la pierna aquel día!
—El agua abrasadora no siempre quema, sólo cuando ellos quieren. Kret no debería haberte hecho eso aquel día.
—¿Y cómo es que los niños no les ayudan?
—Son demasiado jóvenes. Los niños no pueden hacer agua abrasadora, primero se tienen que convertir en hombres.
Tan-Tan chasqueó los dientes asombrada.
—Y nosotros que decimos que un hombre no es un hombre hasta que es capaz de orinar haciendo espuma.
La luz del día había desaparecido casi por completo. Los hombres acabaron su trabajo. Lo único que quedaba del padre árbol era una sopa de color verde que olía a amoniaco y a sangre. El suelo del bosque estaba repleto de espesos charcos de barro. Avanzando con cuidado entre los aromáticos charcos, Chichibud se acercó saltando a su familia. Como Tan-Tan le conocía desde que era una niña, sabía interpretar las emociones que manifestaba con su lenguaje corporal. Nunca lo había visto tan triste como aquella noche, pero lo único que dijo cuando se reunió con ellos fue:
—¿Tenéis algo de savia del árbol encima? ¿En la planta del pie, en algún sitio? Apartarla con cuidado con una hoja muerta. ¡No la toquéis! Tirad la hoja al suelo y salid de aquí. Los pequeños dientes vendrán en cualquier momento, atraídos por el olor de la savia.
¿Pequeños dientes? Tan-Tan, después de entregar el bebé a su padre, se apresuró en hacer lo que le había ordenado Chichibud. A su alrededor, los douens apartaron cualquier resto de savia de sus cuerpos y se alejaron rápidamente del claro, para resguardarse bajo un árbol. Todos se reunieron allí. Nueve o diez de los douens hundieron largos palos en la savia y en la sopa de orina para hacer un sendero que se alejara del claro, del lugar en el que se había congregado todo el pueblo. Tan-Tan se acercó a Chichibud.
—En contra del viento estaremos a salvo. Podremos observarlo desde aquí —dijo Benta. Acercó a Abitefa hacia ella con el pico, cobijándola en su pecho. La niña se acuclilló formando una bola, al calor del cuerpo de su madre.
De una en una, más lámparas se encendieron para iluminar la oscuridad; era un fulgor vital e incorpóreo. Tan-Tan recordó el mito de los douens que le habían contado en Toussaint, aquel que afirmaba que atraían a las personas con sus luces y el sonido de sus voces hasta que se internaban tanto en el bosque que quedaban perdidas para siempre. Tan-Tan sabía que estaba totalmente perdida... estaba tan lejos de sí misma que no sabía cómo regresar.
Nadie hablaba. ¿Qué iba a suceder? Tan-Tan preguntó a Chichibud qué estaban esperando, pero, entonces, se oyó una voz en la oscuridad que dijo en un anglopatwa deliberado y despectivo:
—Chichibud, haz callar a la persona alta, ¿me oyes? Ninguno de nosotros quiere oír su voz esta noche —muriéndose de vergüenza, Tan-Tan cerró con fuerza los labios.
Desde la oscuridad, desde más allá de dónde estaban todos reunidos, llegaba un sonido siseante. El siseo se convirtió en un susurro; después, en un gorjeo; finalmente, en un crujido. Entonces, apareció una ola de color rojo brillante en el claro que había dejado el padre árbol. A la luz de las lámparas, Tan-Tan pudo ver los destellos de miles y miles de diminutos caparazones: eran los pequeños dientes. La ola se acercó. Tan-Tan intentó verlos mejor. Eran como langostas, un ejército de animales carroñeros del tamaño de su mano, que escalaban unos sobre otros en su ímpetu por llegar a la savia del padre árbol mezclada con orina. El sonido que oía era el que hacían sus pies al avanzar, al escalar sobre todo aquello que había en su camino, incluso sus compañeros. El sonido lo hacían sus pinzas, que cortaban, mordían y desgarraban todo aquello que tuviera savia y lo arrastraban con ellos: trozos de cáñamo y barro; hojas y ramas del padre árbol que se habían quedado atrás; un trozo de tela de alguna hinte; una pata desgarrada de uno de los suyos; cualquier cosa, todo. Y mientras lo desgarraban, se lo comían.
Tan-Tan sintió que subía un gemido por su garganta, pero fue incapaz de oírlo debido al alboroto que hacían aquellos pequeños dientes al alimentarse. Dejó de contemplar el espectáculo del claro y se recostó sobre Benta. Entonces, oyó el grito de un animal. Los pequeños dientes estaban comiéndose a un mamífero que buscaba comida en el claro y que probablemente tenía algo de savia en los pies. El animal era del tamaño de un perro pequeño, pero, con el peso de sus cuerpos apilados, los pequeños dientes lograron derribarlo contra el suelo. Tan-Tan era incapaz de apartar los ojos de la irritante masa que ocultaba a la bestia. Ésta dejó de aullar. Segundos después, los pequeños dientes que le habían atacado volvieron a ponerse en marcha. Sólo quedaban huesos roídos.
Todo acabó tan rápido como comenzó. Los pequeños dientes engulleron todo aquello que había en su camino, mientras seguían el rastro de la savia que se alejaba del claro. Desaparecieron en el oscuro bosque. El suelo se había quedado totalmente desnudo, excepto por los huesos de las criaturas que habían devorado a su paso.
—Los pequeños dientes nunca dejan nada atrás, sólo su guano —dijo Chichibud. Era cierto; a la luz de las lámparas, Tan-Tan podía ver las gotitas por todas partes, unas bolitas diminutas que ensuciaban el claro. Y entonces sucedió lo más asombroso de toda la noche: mientras Tan-Tan observaba, el suelo empezó a brotar de nuevo, ¡delante de sus ojos!
—Dios mío! —jadeó—. ¡Mira eso!
—Eso es lo que hace el guano de los pequeños dientes —explicó Chichibud—. Cuando comen savia mezclada con agua abrasadora, su guano hace que las cosas crezcan rápidamente durante unas horas. Mañana por la mañana, en este lugar no habrá ningún claro, sólo un padre árbol joven. Cualquiera que venga a buscarnos, encontrará la fundición en medio del bosque, pero no será más que un edificio vacío y destruido. No habrá ningún padre árbol ni douens a los que dar caza. Nos habremos ido de este lugar.
—Y vosotras dos no podéis venir con nosotros —añadió, volviéndose hacia Abitefa y Tan-Tan. Aquellas palabras golpearon los oídos de Tan-Tan como las botellas y las cucharas de Carnaval.
—¿Qué? ¿Qué acabas de decir?
Abitefa gritó. Temblando, intentó enterrarse más bajo el cuerpo de su madre. Chichibud gorjeó, dando un paso hacia ella, pero Res le dijo algo gruñendo y el douen retrocedió. Benta la acarició con el pico y se alejó de ella. El círculo de luces de los douens se alejó del lugar en el que se encontraban la muchachas, para volver a reunirse más lejos, en el bosque.
¡No podían hacer eso!
—Chichibud —preguntó de nuevo Tan-Tan—. ¿Qué nos estás diciendo?
—Es mi deber que os lo diga, pues he sido yo quien ha traído esta desgracia a mi pueblo. Así es como hacemos las cosas, Tan-Tan. Has causado problemas a toda nuestra comunidad y has conseguido que el padre árbol haya tenido que morir. Abitefa colaboró contigo al ayudarte a encontrar el pueblo de Mordisco de Garrapata. Debería habernos ayudado a conservar nuestros secretos, no los tuyos. Para nosotros es demasiado peligroso que nos acompañéis. De ahora en adelante, tendréis que cuidar de vosotras mismas.
En un silencio abrumador, Abitefa se estaba arrancando sus nuevas plumas, de una en una.
El nuevo padre árbol ya tenía la altura de un hombre y su copa empezaba a unirse. Sin embargo, su crecimiento se había ralentizado, ya no podía percibirse con los ojos.
Alrededor de Tan-Tan y Abitefa, los douens se olían entre sí, tal y como solían hacer para saludarse y despedirse. Se estaban separando en grupos, pues todos ellos emprenderían caminos diferentes. Otros padres árboles los cobijarían. Todos sabían como sobrevivir en el bosque, así que no necesitaban cargar con demasiadas provisiones. Por eso, sólo habían guardado aquello que más apreciaban: un douen estaba acuclillado en el suelo, volviendo a empaquetar una caja de madera llena de herramientas para trabajar el hierro; una hinte pasó delante de Tan-Tan llevando en el pico lo que parecían dos libros de personas altas... ¿Sabría patwa escrito? Tan-Tan se preguntó qué debía de entender en aquellas extrañas palabras que aparecían en sus páginas.
—Abitefa —preguntó con timidez—, ¿qué vas a llevarte?
La joven parecía haberse recuperado ligeramente de la conmoción. Abrió la bolsa que llevaba alrededor del cuello y le mostró algunos trozos de lo que parecía una piel arrugada, gruesa como la cascara de una naranja.
—El cascarón del que nací. Cuando tenga pareja, mi compañero se pondrá un trozo en su bolsa genital. Con el resto, haré una tobillera para mi primer polluelo.
Tan-Tan sentía que su estómago estaba lleno de hielo. ¿Cómo iba a encontrar a un compañero si había sido exiliada de su pueblo? Has sido tú quien ha provocado esto; has destrozado otra vida.
Chichibud se acercó a ellas y le tendió algo a Tan-Tan: el regalo que le había hecho Janisette en su decimosexto aniversario.
—¡No lo quiero!
La funda de cuero estaba bien engrasada. Chichibud extrajo ligeramente el cuchillo para que pudiera ver lo limpio que estaba el filo.
—Antes de deshacerte de él debes tener en cuenta que es un regalo —le dijo—. Ahora lo necesitarás, pues el machete no será suficiente. Puedes perderlo o romperlo. Este cuchillo te salvó del peligro en una ocasión, ¿recuerdas?
—¡Maté a mi padre!
Fuiste tú quien mató a papá.
—Sí, tuvo un precio. Si un regalo puede cortar, cortará. Pero en ocasiones, incluso un árbol necesita que lo poden, ¿oui? Cógelo.
Extendió el brazo y lo tocó. Cerró los ojos ante los recuerdos que se despertaron en su mente con aquel roce, pero sólo consiguió que se hicieran más claros. Abrió los ojos de nuevo. Cogió el cuchillo y ató la funda alrededor de su cintura, junto al machete. Tuvo que ponérselo debajo de la tripa, que ya era completamente redonda. Cuando la funda rozó su carne, se le pusieron los pelos de punta.
—Doux-doux, lamento mucho que haya pasado esto. Puede que, en el fondo, tu pueblo y el mío no puedan vivir juntos, oui.
Aún así, me dejas con tu hija murciélago.
—Está bien, Chichibud. Buscaré una colonia para vivir. No pueden ser todas tan duras como Junjuh, ¿no?
—Otro padre árbol cobijará a Abitefa. Volveremos a encontrarla. Sin embargo, le he dicho que no puede abandonarte hasta que encuentres un nuevo hogar.
No había respondido a su pregunta.
El douen dio media vuelta para marcharse. ¡Era cierto que las iban a dejar solas en el bosque! Tan-Tan corrió hacia Chichibud y Benta. Tefa se le adelantó de un salto. Mordisqueó el cuello de Zake y se abrazó a su familia. Benta miró a Tan-Tan y levantó un ala.
—Ven.
Y por última vez, Tan-Tan se apoyó contra el cálido cuerpo de Benta, dejándole que peinara sus desordenadas rastas. Entonces, Res dio una orden y tuvieron que separarse del pueblo douen para siempre.
Todos empezaron a abandonar el lugar, volando o a pie. Tan-Tan y Abitefa se acuclillaron junto a una gran roca y los vieron marchar, un grupo detrás de otro. Al amanecer, ya se habían ido todos. El nuevo padre árbol tenía unos dos metros de altura. Tefa se puso en pie y estiró sus brazos-alas.
—Tenemos que irnos de aquí antes de que las personas altas regresen con sus objetos asesinos.
Tienes que entenderlo, querido: Abitefa y Tan-Tan no eran más que unas niñas. Aunque sabían muchas cosas sobre cómo sobrevivir en el bosque, no lo sabían todo. Antes de que pasara mucho tiempo, las dos vivían en la miseria: no tenían suficiente que comer, la lluvia y el rocío traspasaban el tejado de hierbas que había construido Abitefa y el fuego se les apagaba continuamente. Las garrapatas se clavaban en sus pies y la hinte tenía una herida en los dedos que no acababa de curarse, en el lugar en donde le había mordido un cachorro del suelo una noche que iba caminando sin prestar atención. Abitefa comía bien, pero Tan-Tan sólo comía setas crudas y todas los frutos que podía encontrar, pues así no tenía que perder el tiempo encendiendo un fuego. Aquella dieta empezó a debilitarla; las tripas le sonaban constantemente.
—No podemos continuar así —dijo Tan-Tan—. Cada vez que se apaga el fuego, temo que venga el pájaro jumbie y nos coma. Necesitamos lámparas y queroseno. También necesitamos alcohol para curarte el pie, una pala para cavar un hoyo en el que podamos hacer un buen fuego y un hacha para cortar madera. ¡Además, sería capaz de matar por comerme una gallina asada, oui!
Tan-Tan convenció a Tefa para que la acompañara hasta un lugar más próximo a alguna de las colonias de las personas altas.
—Sólo durante un tiempo. Hasta que consigamos todo lo que necesitamos.
Y así fue cómo llegaron al bosque que rodeaba a una colonia llamada Begorrat.
Tan-Tan no conocía los cultivos que crecían en los campos que rodeaban a Begorrat. Eran altos y tenían largas hojas rasposas, como el maíz, aunque sus tallos segmentados eran tan gruesos como su muñeca y se arqueaban por su peso. Los apartó con el codo, intentando evitar que las hojas tocaran su piel desnuda. Cuando salió de aquel campo de cultivo, tropezó con una mujer que debía de tener, aproximadamente, su misma edad. El corazón le ardía como la bala de una pistola.
—Disculpe, Compère.
La joven esbozó una amable sonrisa cansada y se detuvo. Parecía tranquila. Sus ojos marrones centelleaban, rivalizando con los destellos rojizos de su fino y rebelde cabello. Le faltaban dos dientes incisivos.
—Ve con cuidado, ¿eh? No permitas que Jefe te pille haciendo pis entre las cañas,
¿Jefe? Esa era una palabra que utilizaban las máquinas, no las personas.
—¿A qué te refieres?
—Te has quedado sin comida. ¿Quieres algo de la mía? —le mostró un bammy quemado que ya había sido mordido—. Por culpa de los dientes me cuesta mucho comer, ¿sabes?
Tan-Tan cortó un trozo de la pegajosa tortita de yuca rallada que le ofrecía la mujer. Alguien la había mojado en caldo de carne para ablandarla, antes de cocinarla en la plancha. La parte exterior estaba requemada y la interior estaba dura, pero después de pasar semanas enteras alimentándose de cosas frías y llenas de arena, el bammy, que aún humeaba, estaba delicioso.
—Gracias.
—La orina quema las raíces de las cañas —dijo la mujer. Mordiendo con torpeza por un lado de la boca, logró coger un bocado de su comida y la masticó con cuidado. Hizo un sonido de dolor y dejó de masticar—. No puedo comer bien desde el día en que Jefe me golpeó en la boca. —Siguió comiendo—. Sé que una caña muerta no sirve de mucho, pero yo también lo hago. Opino que cada una que mato es una menos que tendré que cortar, ¿no? —su sonrisa conspiradora era reconfortante; su rostro, bello, incluso deformado alrededor del bulto de bammy que intentaba comer. Parecía analizar y aprobar lo que veía. Tan-Tan le devolvió la sonrisa, alejando de su mente una imagen fugaz de las piernas arqueadas de la mujer, que llevaba unos pantalones cortos de color caqui, y de aquella cabeza que era demasiado grande para el fuerte y enjuto cuerpo que coronaba.
—¿Esto se llama caña? ¿Por qué queréis matarla?
Una triple ráfaga de silbidos resonó desde el campo de cañas. La mujer se giró y miró sobre los hombros, sin moverse aún del lugar en el que se había detenido.
—Es hora de regresar al trabajo. Tendré que acabar de comerme esto mientras corto —metió el bammy en una bolsa que llevaba colgada de la cintura—. Desde que me enviaron a este Nuevo Árbol a Medio Camino, he sido incapaz de aprender todo lo que se necesita para poder sobrevivir sin Nanny ¿oui? Así que, si corto un trozo de caña y presto atención a lo que dice Jefe, recibo cobijo para mi cabeza y alimentos para mi cuerpo. Algunos de nosotros estamos ahorrando, hasta que tengamos lo necesario para conseguir algo mejor, pero creo que eso es imposible. ¿De dónde eres tú, que no sabes qué significa ser un siervo?
Siervo. Aquella era una palabra de sus lecciones de historia.
—¿Significa que alguien os obliga a trabajar para él?
Una voz de mujer, profunda y cavernosa, estaba ordenando a todo el mundo regresar al trabajo, llamándolos perezosos y vagos. La joven tomó las manos de Tan-Tan, apremiante, sujetándoselas con fuerza. Su cálido roce era sorprendente. Cuando Tan-Tan también se las apretó, la mujer le dedicó una mirada intensa.
—Preciosa, no sé de dónde vienes, pero si vivías mejor en ese lugar, será mejor que saques tu precioso trasero de este pueblo. Para mí, ésta es la mejor oportunidad que tengo de conseguir una vida estable.
Tan-Tan sólo la escuchaba a medias. La boca de aquella mujer era regordeta y brillaba con la grasa del bammy.
—¡Ya voy, Jefe! ¡Ya voy! —gritó la mujer sobre sus hombros. A continuación, dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies, pues tenía una pierna sujeta por una bola y una cadena. Tan-Tan no la había visto antes; debía de estar escondida entre la hierba. Sintió que se le ponía la piel de gallina. Se alejó a toda prisa hacia la libertad del bosque, ignorando aquellas cañas que le arañaban la piel.
Se pasó toda la noche temblando, tumbada entre aquella fría oscuridad junto a Abitefa. La voz de su interior no paraba de regañarle. ¿Qué tipo de Reina Ladrona era, volviendo la espalda y huyendo del verdadero mal?
En Corbeau cambió el anillo de su madre por tres lámparas, aceite, cerillas, alcohol, un hacha, cinco quilos de harina y dos pollos. Vio cómo desaparecía la última prueba de la existencia de Ione en el delantal del tendero. Después, le dio la mitad de la harina y uno de los pollos a una familia pobre que vivía en una chabola junto a un montón de basura. De todas formas, no podía cargar con todo.
—Hagan sopa y bolitas de harina de maíz —les dijo—. Con esto, podrán comer los seis.
El padre le preguntó cómo se llamaba.
—Reina Ladrona —respondió, antes de dar media vuelta para regresar al bosque.
Tefa siseó cuando el alcohol le abrasó el pie, pero la herida se secó durante la noche.
Tan-Tan permaneció una semana en Babilonia en Otoño. Allí consiguió dos mantas bastante gruesas a cambio de algunas ratas manicou que había cazado, matado y ahumado. Se maldijo a sí misma por haber dado el anillo de Ione cuando podría haber recurrido a sus tácticas de supervivencia para tener bienes con los que comerciar, como manicou ahumado.
Le gustaba Babilonia en Otoño. Allí no había ninguna caja de hojalata para torturar a sus habitantes. Regresaría y le diría a Abitefa que pensaba quedarse en aquella colonia. El día que las mantas estuvieron listas, las recogió y se fue a hablar con una mujer que tenía una habitación para alquilar. Durante el camino, vio que un nuevo exiliado estaba a punto de caer en el pozo del pueblo. Lo apartó del peligro con un empujón y, a cambio, recibió una retahíla de obscenidades. Además, una de las mantas cayó al agua. Mientras la estaba sacando del pozo, oyó un familiar put-put-put. Como estaba en medio del camino, no podía esconderse en ningún lugar; así que saltó al pozo y se agarró al borde con los dedos. La manta volvió a aterrizar, en silencio, en el fondo.
El sonido se aproximó y pasó por su lado. Tan-Tan asomó la cabeza: Janisette había vuelto a encontrarla. Su madrastra estaba sola. Esta vez conducía un jeep que, evidentemente, había sido construido con algunas partes que Gladys y Michael habían reciclado del coche anterior. Sin embargo, el jeep era más pesado y se movía con mayor suavidad. Era un vehículo fuerte.
Entonces oyó el chirrido de los frenos y la voz de Janisette blasfemando. A continuación, para consternación de Tan-Tan, oyó que el coche regresaba. Con los bíceps ardiendo, volvió a ocultarse en el pozo. El peso del bebé tiraba de ella y empezaba a sentir calambres en los tendones de la ingle. Sus pies estaban helados por el contacto con el agua. El jeep se detuvo. Tan-Tan pudo sentir los duros ladrillos del borde del pozo arañándole las yemas de los dedos. Sus botas se habían llenado de agua helada y estaba empezando a tiritar. ¿Qué profundidad tenía el pozo? Sus brazos gritaban por soltarse, por dejarse caer. Sabía nadar, ¿no? No podía pasarle nada. Pero continuó sujetándose. Podía ver que los músculos de sus brazos se crispaban de forma involuntaria. Tenía los pies totalmente entumecidos, pero el peso del agua que había entrado en las botas tiraba de ella con fuerza. Sus dedos empezaron a resbalar, pues el peso del bebé también la empujaba hacia abajo. Pronto, sólo la sujetaron las yemas de los dedos.
Janisette hizo un sonido de impaciencia.
—Mierda. Éste es el lugar en el que me dijeron que la encontraría —el jeep se puso en marcha de nuevo, put-put-put, alejándose.
Jadeando por el dolor que sentía en sus maltratados brazos, Tan-Tan forcejeó con los pies hasta que encontró un apoyo entre los asimétricos ladrillos de la pared del pozo. Separó los muslos para dejar espacio al bulto de su estómago y apoyó los pies y la espalda contra las paredes. Lentamente, empujando con los muslos y arqueando la espalda, consiguió subir. Por fin, salió del pozo y rodó hasta el suelo, para gran asombro de dos niñitas que acababan de llegar con sus cubos para recoger agua. Ambas la miraron con los ojos abiertos de par en par.
—Tened cuidado —les dijo—. No os caigáis.
Los brazos no le ayudarían a levantarse, pues temblaban y le dolían. Tan-Tan se balanceó sobre las rodillas y después sobre los pies. Sollozó al recoger la manta y cargarla sobre los hombros. Dedicó su sonrisa más dulce a las niñas, que seguían mirándola muy serias. Entonces, emprendió el regreso hacia la seguridad del bosque, donde Abitefa le estaba esperando. Nunca podría tener un hogar en las tierras de las personas altas: Janisette olfatearía el rastro de las historias que contaban sobre ella, que le seguía allá donde iba. Debería mantenerse alejada de las colonias... pero en ocasiones deseaba ver los rostros de las personas altas.
En el pueblo de Cerdo de Pobre consiguió que convirtieran la manta que le quedaba en una capa con la que ocultar su tripa de siete meses. La dura vida del bosque le había dejado en los huesos, así que, si llevaba ropa holgada, no se le notaba la tripa. Pero ésta seguía creciendo sin parar.
La costurera había intentado cambiar la tela que le había dado Tan-Tan por otra más barata, así que decidió quedarse junto a ella mientras cosía. Robó todas y cada una de las velas que tenía la mujer y las guardó en su saco. Cuando la capa estuvo terminada, la pagó y se la llevó. Mientras cenaba en una tienda de ron, grabó con el cuchillo "Tan-Tan la Reina Ladrona" en la vela más larga. Se aseguró de irse mientras el sol empezaba a pensar que ya iba siendo hora de retirarse. Entonces, merodeó por el pueblo hasta que encontró una casa a oscuras. Dejó las velas en el escalón de la puerta principal, llamó a la puerta y escapó. La capa ondeaba tras ella.
A partir de entonces, empezó a ver a las niñas pequeñas jugando a la Reina Ladrona en las colonias.
Sientes la presión, ¿verdad doux-doux? No te preocupes, es normal. No falta mucho, te lo prometo. Cuando todo esto acabe, empezarás una nueva vida.
No, no luches contra eso, relájate. Sólo conseguirás que te duela más. Sí, relájate. Si me dejas continuar con la historia, conseguirás apartar todo esto de tu mente.
Así que, poco después de que iniciara sus escapadas regulares por las colonias de Nuevo Árbol a Medio Camino, Tan-Tan empezó a oír las primeras historias de anansi sobre sí misma. Creo que ésta te va a gustar, querido. Es la única que, en ocasiones, Tan-Tan se repite a sí misma:
Tan-Tan y el becerro rodante
Una día, Tan-Tan estaba huyendo de nuevo, oui. En esta ocasión, huía de los cazadores de recompensas. Acababa de matar a un hombre, a un proxeneta cuya especialización eran las muchachas muy, muy jóvenes. Además, era un camello. A decir verdad, nadie en Nuevo Árbol a Medio Camino lamentó su muerte, pero un asesinato era un asesinato, así que Tan-Tan debía pagar por ello. Se había cambiado de ropa para que nadie la reconociera y corría sin parar, dirigiéndose hacia el bosque, como hacía siempre que estaba en apuros. Caminó durante horas, hasta que estuvo lejos, muy lejos de casa. Se sentía agotada y estaba anocheciendo, pero el Pueblo de Resurrección se encontraba justo en la cima de la siguiente montaña. Allí vivía una mujer llamada Pearl que le daría de comer y la ocultaría durante la noche, así que Tan-Tan se dirigió hacia el sendero de la montaña y, aunque arrastraba los pies por la fatiga, iba con los ojos bien abiertos ante el peligro.
Un agradable aire soplaba suavemente entre los árboles que crecían junto al camino. Era la misma canción que oía susurrar a la brisa entre los árboles del planeta Toussaint, cuando Tan-Tan no era más que una niñita. Mientras caminaba, estuvo a punto de olvidar que había sido exiliada a Nuevo Árbol a Medio Camino y que sobre su cabeza pesaba la maldición que le habían impuesto los douens: cada vez que le quitara algo a alguien, tendría que devolver el doble de la cantidad robada. En realidad, parecía que nunca podía apartar de su mente aquella maldición, ¿verdad? Y ahora, como acababa de quitar una vida, tenía que salvar dos más para compensarla. Tan-Tan volvía a oír los susurros de los douens en su cabeza:
No puede haber magia al hacerlo.
Si quitas una, tienes que devolver dos.
Tan-Tan suspiró y siguió avanzando. Entonces, en la oscuridad, vio una figura que caminaba delante de ella, alguien que se apresuraba en llegar a casa; una mujer vestida con largas faldas. Caminaba muy deprisa, con los hombros inclinados hacia delante. No paraba de mirar a un lado y al otro del bosque, como si pudiera ver el peligro antes de que apareciera, ¿oui? Una rana de San Antonio gritó "Croac-croac" en la noche; la mujer dio un respingo y empezó a caminar aún más deprisa. Tan-Tan vio en ella una oportunidad de ayudar a alguien y poder silenciar parte de los susurros de su cabeza.
—Buenas noches, hermana —gritó—. ¿Va usted a casa?
—Que Dios tenga piedad —susurró la mujer, girándose rápidamente para ver quién había detrás de ella.
—No tema, señora —dijo Tan-Tan—, no tema. Estoy subiendo la montaña para ir a Juncanoo, que está un poco después del Pueblo de Resurrección. Voy a pasar algún tiempo con mi abuela, que últimamente está muy débil, oui.
A medida que Tan-Tan se acercaba, pudo ver que los hombros de la mujer se relajaban; sin embargo, cuando le respondió, su voz todavía temblaba.
—Gracias a Dios que eres una mujer honesta. Los cazadores de recompensas me han dicho que Tan-Tan está por aquí, por eso me da miedo caminar por este solitario sendero cuando ya ha oscurecido. Me he demorado en el mercado. ¡Tengo miedo de que Tan-Tan me atrape y me corte el cuello como a un cerdo!
Tan-Tan sonrió al oír que alguien decía que era una mujer honesta.
—Está bien, señora. Puedo caminar un rato con usted para hacerle compañía. ¿Adónde va?
Sadie iba a Basse-Terre, un pueblo que había al lado de Resurrección. Tan-Tan accedió a caminar con ella hasta el pie de la colina, donde el camino se bifurcaba. Mientras avanzaban, hablaron sobre muchas cosas: lo caro que estaba el ackee (la fruta nacional de Jamaica. N. T.) en el mercado debido a la sequía; lo triste que era que una mujer se convirtiera en una forajida y tuviera el corazón tan duro como Tan-Tan, la Reina Ladrona; lo desvergonzados que eran los jóvenes en la actualidad, que no se preocupaban por sus ancianos. Poco a poco, Sadie empezó a reír y bromear con ella como si fueran viejas amigas; sin embargo, a Tan-Tan le resultó muy difícil, pues hacía mucho tiempo que no conversaba con nadie. Sadie estuvo a punto de descubrirla cuando preguntó:
—¿Y tú qué, cariño? ¿Crees que tu yaya se pondrá bien?
¿Qué yaya? Tan-Tan estaba a punto de contestar, pero logró acordarse de la historia justo a tiempo:
—No lo sé. Es muy mayor, ¿sabes? Cada vez que se pone así de enferma, ya nunca más vuelve a ser tan fuerte como antes.
Tan-Tan inclinó la cabeza y la sacudió, como si sintiera una gran tristeza al pensar en su fingida abuela. Entonces, vio que una sombra se movía rápidamente hacia el lugar que Sadie estaba a punto de pisar.
—¡Cuidado con el pie! —pero ya era demasiado tarde; ya lo había pisado. La sombra gimió.
—¡Oh, Dios! —gritó Sadie, escondiéndose rápidamente tras la espalda de Tan-Tan que, sin perder ni un segundo, sacó el machete. Sin embargo, cuando miró hacia la sombra sólo pudo echarse a reír. No era más que un cachorro que estaba encogido en el suelo delante de las dos mujeres, gimiendo como un bebé y moviendo su diminuta cola arriba y abajo entre el polvo del camino. Tan-Tan enfundó el machete y se inclinó para recoger al animalito.
—No temas, Sadie —dijo mostrándoselo—. No es más que un bebé de becerro rodante. Mira, las púas de la cola aún son demasiado pequeñas para tener veneno. No puede hacerte daño.
—¡Jesús! —dijo Sadie, acercándose para verlo mejor—. ¿No te da miedo que te muerda?
—No, hombre. Sólo debes preocuparte por los grandes. Son unas criaturas miserables que te hacen destrozos sin ningún motivo. Éste, algún día, será tan grande como un toro y sus cuatro patas tendrán unas garras perversas. ¿Ves las diminutas escamas que tiene por el cuerpo? Pues se harán más gruesas y duras, como una armadura de cuero. Dejémoslo aquí. Encontrará el camino de regreso a su hogar cuando esté listo.
Volvió a dejar al bebé en el suelo y las dos se pusieron en marcha.
Bueno, doux-doux, Sadie no podía creerse lo que acababa de suceder. Empezó a parlotear sin cesar, como si su boca fuera una olla sin fondo.
—¡Dios mío, qué cruz! Estoy caminando por el sendero, pensando en mis asuntos, cuando una bestia salvaje intenta arrancarme el pie. De verdad te lo digo, jovencita, ¡no sé qué hubiera hecho si no hubieses estado aquí para ayudarme! ¡Jesús!
Tan-Tan intentaba decirle que los becerros rodantes sólo comían arbustos, pero Sadie continuó hablando y hablando hasta que Tan-Tan fue incapaz de soportar el ruido. Se adelantó un poco, intentando no oír parte de sus palabras, pero entonces Sadie volvió a gritar. Tan-Tan se giró, justo a tiempo de ver a una enorme criatura que se abalanzaba hacia Sadie y la tiraba al suelo. ¡Un becerro rodante! ¡Pero esta vez era grande! La madre ha venido para proteger a su bebé, pensó Tan-Tan mientras volvía a coger el machete y corría a ayudar a Sadie. Al oír el matraqueo de la cola de la bestia recordó que no debía acercarse, pues sus púas podían matarla con facilidad. Tan-Tan dio un salto hacia atrás justo a tiempo y la cola no consiguió golpearla. En la oscuridad, apenas podía distinguir a Sadie, que estaba retorciéndose debajo de la bestia, intentando escapar de sus destructoras mandíbulas.
—¡Sadie! ¡Ya voy, muchacha! —Tan-Tan clavó el machete en la cola del animal y las púas salieron volando. El becerro rodante chilló y soltó a Sadie para atacar a Tan-Tan. No podía verlo bien en la oscuridad, pero podía olerlo: su aliento olía a fermentado, como la masa de pan podrida, Los becerros rodantes tienen el hocico repleto de dientes demoledores y una vista afilada, pues la oscuridad de la selva del árbol a medio camino es como el alma del caballero del Corazón Negro. Además, tienen el cuerpo cubierto de duras escamas. Cuando se mueven deprisa, las escamas y las púas de la cola matraquean, y ésta es la razón por la que los primeros colonos lo llamaron "becerro rodante", pues aquel matraqueo les recordaba a las terribles historias de anansi que sus abuelas les contaban sobre el Becerro Rodante, un becerro enorme con ojos de fuego y con el cuerpo totalmente envuelto en cadenas, que acechaba a las personas que viajaban solas durante la noche.
El becerro rodante se abalanzó sobre Tan-Tan y la golpeó. La cogió por la manga; la muchacha tuvo que cortársela para liberarse.
—¡Au! —gritó, pues parte de la carne de su brazo se había quedado en sus mandíbulas.
Tan-Tan podía oír a Sadie sollozando en el suelo, sin parar de rezar, pero no podía prestarle atención. La bestia la golpeó con su cola herida y la lanzó volando hasta el suelo. El golpe la dejó sin aire. Intentó alejarse rodando, pero el becerro rodante la agarró por un pie. Sintió que el mordisco de sus demoledoras mandíbulas le desgarraba la carne hasta llegar al hueso. Gritó y sacudió el pie, pero el zapato se quedó atrás, en la boca del animal. No me digas que voy a morir aquí, esta misma noche, pensó Tan-Tan. Tenía que moverse con rapidez; la única forma de matar a un becerro rodante era clavándole un puñal en el cerebro, pero sólo tenía una oportunidad. Si fallaba y la bestia le pisoteaba, moriría de todas formas. El becerro rodante retrocedió un poco para volver a embestirla. En aquel momento, Tan-Tan se puso de rodillas bajo sus mandíbulas trituradoras y, con dos manos, levantó el machete, rezando para acertar en el cerebro. Sintió que el machete temblaba. La sangre del becerro rodante empezó a brotar por la herida, cubriéndole las manos. Entonces, la bestia cayó sobre ella. El golpe estuvo a punto de dejarla sin sentido. No podía moverse. Oía gritar a Sadie:
—Muchacha, ¿estás bien? Oh, Dios, muchacha, ¡no te mueras!
—No estoy muerta, Sadie. ¿Puedes ayudarme?
Sadie se acercó cojeando y le ayudó a salir, sin dejar de llorar y dando gracias a Dios por haberles salvado la vida. A Tan-Tan no le importó. Dejó que Sadie rompiera su pañuelo para limpiarle la sangre del animal y vendarle el pie. Era agradable tener a alguien que se preocupara por ella. Sadie tuvo que ayudar a Tan-Tan a levantarse, pues aún seguía atontada por los golpes que había recibido, pero no podían quedarse allí. Tan-Tan sacó el machete del cadáver y lo usó para recuperar su zapato, que había quedado atrapado entre los dientes del animal. Cuando se lo puso, estaba lleno de babas.
—¿Pero has visto cómo estamos? —dijo, esbozando una temblorosa sonrisa a Sadie—. Me ha mordido el pie, tú tienes el corpiño destrozado y las dos estamos repletas de magulladuras. ¿Dónde demonios ha ido a parar tu bolsa del mercado?
La encontraron en el lugar en el que había caído cuando el becerro rodante las atacó. La mayor parte de los productos seguían dentro, aunque todos los huevos, excepto tres, estaban rotos. Volvieron a ponerse en marcha. Tan-Tan se apoyaba en el hombro de Sadie para aliviar el dolor de su pie (¿cuándo había sido la última vez que había confiado tanto en alguien?), y Sadie no paraba de hablar sobre cómo habían estado a punto de morir. Sin embargo, Tan-Tan dejó que hablara... pues ahora era la voz de una amiga.
En cuanto bajaron la colina, llegaron al punto en el que se bifurcaba el camino. A mano derecha estaban las luces del Pueblo de Resurrección; a mano izquierda, se podía ver Basse-Terre. Tan-Tan se detuvo e intentó mantenerse en pie sin ayuda, pero Sadie no quería dejarla marchar.
—Muchacha —dijo—, las palabras no bastan para agradecerte todo lo que has hecho por mí. ¡Esta noche me has salvado la vida! Mi casa no queda lejos de aquí. ¿Quieres venir? Puedes pasar la noche conmigo.
Tan-Tan estaba tan cansada como un perro, pero no podía permitir que Sadie descubriera quién era. Además, lo único que deseaba era llegar al Pueblo de Resurrección donde, aunque dijera su nombre, siempre era bien recibida. Allí podría descansar tranquila durante toda la noche.
—No, gracias, querida. Mi abuelita me espera en Juncanoo, y no quiero dejarla sola esta noche.
—De acuerdo, lo comprendo, pero iré a visitarte mientras estés allí. Permite que te dé algo para el camino, ¿de acuerdo? Aún me quedan algunas bayas deliciosas del mercado —Sadie cogió la cesta para darle la fruta a Tan-Tan, pero ésta decidió poner punto y final al engaño. No podía consentir que Sadie fuera a buscarla. Se llevó la mano a la cabeza y se quitó la pañoleta. Las rastas cayeron sobre sus hombros, negras como anguilas en el agua del río. Sadie se quedó boquiabierta y dejó caer la fruta, que reventó sobre el camino. Las semillas negras le recordaron a los ojos de los douens, que eran completamente negros, sin pupilas.
—Puedes dejar de llamarme muchacha —le dijo a Sadie—: ¡Me llamo Tan-Tan! Sigue tu camino en paz, querida, y deja que yo siga con el mío. Dile a la gente de Basse-Terre que ha sido Tan-Tan quien te ha salvado la vida esta noche.
—Oh, Dios. Oh, Dios. ¡Me iré! No me haga daño, buena mujer, Mujer del Diablo, yo... —Sadie dio media vuelta y se alejó corriendo colina abajo, mirando atrás a cada momento para asegurarse de que Tan-Tan no la estaba siguiendo. Tan-Tan observó cómo se alejaba y sintió que le invadía una profunda tristeza: de nuevo, estaba sola bajo la noche. Se puso en marcha, dirigiéndose hacia el Pueblo de Resurrección; sin embargo, antes de que consiguiera llegar muy lejos, volvió a oír aquel susurro en su cabeza:
No puede haber magia al hacerlo,
Si quitas una, tienes que devolver dos.
—¡Oh, Dios! ¿Queréis dejarme en paz? Ya he salvado una vida esta noche. ¡Estoy muy cansada! ¿No podéis dejarme descansar un poco? ¿Por favor? —pero las voces de su cabeza sólo decían, no una, sino dos...
Tan-Tan cayó de rodillas en el suelo, sollozando por la fatiga. Dos... dos... dos... Por fin, se levantó y volvió a recorrer, cojeando, el camino por el que había venido. Cuando llegó al cadáver del becerro rodante, oyó que algo gemía en la oscuridad. El cachorro estaba acuclillado junto al cuerpo sin vida de su madre, llorando su pérdida. Cuando vio a Tan-Tan, empezó a silbar y a gruñir.
—Oh —dijo Tan-Tan al bebé—, si te dejo aquí, las mangostas te comerán antes de que llegue la mañana —recogió al bebé, que intentó golpearla y le azotó la cara con la cola.
—Eres pequeño, pero valiente —dijo Tan-Tan con una sonrisa. Se puso al bebé debajo del brazo, para que no pudiera hacerle daño con la cola, y volvió a ponerse en marcha, canturreando una melodía para calmar al bebé de becerro rodante. El cachorro no paró de darle patadas, forcejear y arañarle los dos brazos, pero le hacía compañía. Cuando llegaron al Pueblo de Resurrección, el bebé estaba tan agotado que se había quedado dormido. Estaba a punto de amanecer y Tan-Tan era la única persona que caminaba por sus calles. Se dirigió hacia la casa de Pearl con el bebé de becerro rodante, que cada vez pesaba más en sus fatigados brazos. Las voces de los douens de su cabeza guardaban silencio pero, ¿cómo iba a convencer a Pearl para que le dejara pasar la noche en su limpia casa con un animal salvaje?
Un ruido sordo despertó a Tan-Tan. Exhausta, entreabrió los ojos y sopló para apartarse de la cara las plumas del pecho de Tefa. El lastimoso gemido se repitió. Haciendo grandes esfuerzos, la muchacha se puso de rodillas y se inclinó sobre un extremo del nido. Sí. Durante la noche, el cachorro de becerro rodante se había comido todas las hojas que había en un círculo de seis metros alrededor del árbol al que habían atado la correa, y ahora estaba pidiendo el desayuno. Tan-Tan y Abitefa llevaban varias semanas cuidando del cachorro, que había crecido con rapidez y ya casi llegaba a la altura de las caderas de Tan-Tan. Estaba tirando de la cadena que lo sujetaba, intentando llegar a unos brotes que quedaban fuera de su alcance. Abría y cerraba su pico flexible pidiendo ayuda.
—Pronto habrá llegado el momento de liberarlo.
—¿Estás segura?
—Ya es casi lo bastante grande como para defenderse por sí mismo.
Tefa desconfiaba del cachorro de becerro rodante y había intentado convencer a Tan-Tan para que lo soltara en el bosque en cuanto le aparecieran las mandíbulas dentadas. No les había supuesto ningún gasto mantenerlo, aparte del coste inicial de la cadena, pues sólo comía hojas... y ellas las tenían en abundancia, oui. Resultaba difícil creer que algo que parecía tan capaz de cazar y matar para alimentarse fuera herbívoro, y que sólo fuera peligroso si se sentía asustado o amenazado. O si te cruzabas en su camino. A Tan-Tan aún le dolía el pie que le había pisado el animal el día anterior.
El cachorro volvió a gruñir.
—Sí, ya voy. Espera un segundo, ¿de acuerdo?
Trepó con torpeza para salir del nido y se sentó a horcajadas en la rama mientras intentaba recuperar el aliento. Su centro de gravedad cambiaba casi a diario, a medida que crecía su estómago. Había perdido la cuenta, ¿estaba de siete meses? ¿De siete y medio? ¿Más, quizá? La espalda le dolía continuamente y cuando dormía no conseguía descansar. Maldito bebé. Y como si la hubiera oído, le pegó una patada. ¡Ay! Las depravadas piernas de aquel monstruo cada día eran más fuertes. Se columpió con fuerza para bajar del árbol, haciendo una mueca de dolor cuando el impacto del aterrizaje hizo que su estómago tirara de los tendones de la entrepierna. El cachorro corrió hacia ella, emitiendo un sonido similar al que harían tres hombres adultos con dolor de barriga. Cuando el animal intentó apoyarse en su pierna, Tan-Tan retrocedió.
—¡No! ¡Eres demasiado grande! ¡Tienes que dejar de hacer eso!
Su piel de armadura de cuero se había ido endureciendo a medida que crecía. Ahora podía arañarle la piel y dejársela en carne viva. Movía su rabo con púas a un lado y al otro, dejando en el suelo surcos del grosor del pulgar. En cuanto le quitó la sofocante cadena del cuello, el animal sacudió su corpulenta cabeza, de la que brotaban tres cuernos, y se alejó pesadamente en busca de vegetación. Tan-Tan sabía que algún día no volvería a regresar. Tefa tenía razón: ya era bastante grande. Ya no era necesario que lo retuvieran a su lado para protegerlo durante la noche, pero no quería dejarlo en libertad. De momento, era la primera criatura a la que le había salvado la vida, el primer paso que había dado para liberarse de la maldición de los douens que pesaba sobre su cabeza. Si le dejaba en libertad y moría, ¿tendría que empezar de nuevo?
Tefa ya había bajado del nido y se estaba dando un baño de polvo para asfixiar a las garrapatas. Había levantado una nube opaca. Tan-Tan tosió y retrocedió, moviendo las manos para apartar el polvo de su cara.
Tampoco podía seguir atando a Tefa. En los alrededores había otras tres comunidades de douens. Abitefa había insistido en buscarlas para advertirles que no dejaran rastros obvios entre el padre árbol y las colonias humanas. Por naturaleza, los humanos eran animales curiosos, y habían empezado a preguntarse cómo vivían los douens, así que los más valientes se aventuraban a internarse cada vez más en el bosque. El grupo de caza de Janisette era el que, de momento, había conseguido llegar más lejos, aunque se había convertido en el hazmerreír de su pueblo. Casi nadie había creído su relato sobre un árbol tan grande como una montaña que, de la noche a la mañana, se había convertido en un arbolito de apenas dos metros. Tefa se había negado a quedarse en ninguna de las comunidades de douens porque Tan-Tan se negaba a quedarse con ella; también se mostraba reacia a intentar vivir con personas altas, pues sabía que sólo era cuestión de tiempo que Janisette la encontrara. No quería llevar la desgracia sobre nadie más. Abitefa tendría que abandonarla pronto en aquel sombrío lugar situado entre dos culturas distintas. Y entonces, ¿adonde iría Tan-Tan? ¿Y qué ocurriría cuando naciera aquel bebé del demonio?
Círculos. Últimamente, su mente no paraba de dar vueltas en círculo, sin llegar nunca a una conclusión.
—Tefa —gritó—, voy a la colonia que hay por allí.
La nube de polvo detuvo su danza. Abitefa la miró de reojo.
—¿Por qué?
—Necesito blusas nuevas... la tripa me ha vuelto a crecer —eso sólo era parcialmente cierto. El último conjunto de ropa que había adquirido le serviría perfectamente hasta que diera a luz; sin embargo, se sentía inquieta, quería ver personas a su alrededor. Además, aún no había ido a echar un vistazo a esa colonia. Trepó por el árbol jadeando. Pronto tendría que acampar en el suelo y entonces, ¿qué haría? Más adelante, piensa en eso más adelante. Encaramada al árbol, marcó el camino del sol y después bajó al suelo de un salto.
—Volveré al anochecer, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Buen viaje.
Tan-Tan fue marcando el camino a medida que avanzaba: tallaba una muesca en la corteza de un árbol, más adelante levantaba una pequeña pirámide de rocas... Aparte de la incomodidad del bebé que llevaba en la tripa, le sentaba bien ejercitar el cuerpo. Los exiliados adultos de Nuevo Árbol a Medio Camino casi nunca lograban sentir plenamente la satisfacción de notar cómo se movían todos sus músculos.
Tardó unas dos horas en ver el principio del bosque medio, que señalaba la proximidad de una colonia. Al llegar al límite del bosque, ocultó la lámpara en un arbusto y metió la cabeza entre unos matorrales. Aproximadamente a un metro en dirección al sol había un campo de semillas de la sabiduría que le permitiría ocultarse, tanto cuando entrara como cuando saliera de la colonia. Decidió bordearlo por el bosque.
Aquella mañana había gente trabajando en el campo. Estaban en una cabaña cercana, comiendo el almuerzo a la sombra del calor de mediodía. Uno de ellos estaba relatando una historia sobre Tan-Tan, la que hablaba sobre Kabo Tano y el generoso árbol. Tan-Tan sonrió. Vio que un trozo de campo aún no había sido segado, así que le resultaría sencillo pasar junto a ellos sin ser vista.
¡Cómo habían ido creciendo las historias sobre Tan-Tan, oui! Aunque se habían originado a partir de ella, habían acabado convirtiéndose en algo mucho más grande. Cada vez que oía una, tenía la impresión de que era mucho más elaborada que la anterior. Anansi la Embaucadora no podría haber urdido telarañas de mentiras tan delicadas. Sin embargo, no podía evitar seguir intentando discernir las verdades sobre sí misma en aquellos relatos que contaban sobre Tan-Tan. A la gente les gustaban tanto que debía de haber algo en ellos, ¿no? Las personas debían de ver en Tan-Tan algo fuerte y sólido; algo que ella debería poder oír y conocer sobre sí misma y mantener en su corazón. Conocerte es una pérdida de tiempo estúpida.
Encontró el camino y preguntó a un transeúnte si había algún sastre en el pueblo. Lo había. Siguió las instrucciones que le dio el hombre para llegar hasta allí. Una o dos personas la miraron con curiosidad. Algunos la saludaron con la cabeza. Casi había olvidado qué significaba aquel gesto. Llevaba unos minutos caminando cuando se dio cuenta de lo extraña que era aquella colonia: estaba limpia. Las calles no olían a aguas residuales. No había basura tirada por todas partes. Los niños sólo olían tan mal como se lo permitían sus diligentes padres.
Y eso de allí debía de ser la tienda del sastre, justo donde aquel hombre le había dicho que estaría. La puerta de la pequeña cabaña estaba abierta. Entró. El sastre, sentado delante de una antigua máquina de coser de pedales, levantó la mirada.
—Buenos días, Compère. ¿En qué puedo ayudarla hoy?
Tan-Tan lo miró e inclinó ligeramente el sombrero para que la sombra le ocultara el rostro.
—Está bien —dijo con voz profunda, y salió precipitadamente de la tienda.
—¿Qué...?
Tan-Tan no respondió, siguió caminando con rapidez. ¿Qué colonia era ésta?
Debió de preguntarlo en voz alta, pues un joven le respondió:
— Dulce Pan de Maíz, Compère.
Tan-Tan se alejó corriendo sin darle las gracias. Su corazón latía con fuerza; el peso de su estómago la empujaba hacia el suelo. ¡Date prisa!
Accedió a una calle lateral y se encontró en un mercado. ¡Date prisa! La capa arrastró una culebra destripada del mostrador de alguien; oyó cómo sus húmedas entrañas golpeaban el suelo. El vendedor le gritó.
—Lo siento, lo siento mucho — se disculpó Tan-Tan — . Pero tengo mucha prisa.
Ahora prácticamente estaba corriendo, tan deprisa como se lo permitía el bebe monstruo. Sus piernas quedaron atrapadas en la correa de una cabra y, al sujetarse para no caer, volcó una pirámide de fruta halwa. Los vendedores le gritaban para que tuviera cuidado. Chocó contra una niñita, que empezó a llorar.
—Señora, ¿qué diablos le pasa? —preguntó la madre de la niña mientras se inclinaba para ver qué le había pasado a su hija.
Tan-Tan le había roto el labio; podía ver la sangre. Se detuvo.
—Oh. No quería hacerle daño...
—¿Por qué no mira por dónde va? —preguntó la mujer. Dirigiéndose a la niña, añadió—: No te preocupes, doux-doux. Sólo es una señora estúpida.
Buscaba algo con lo que secar la boca de su hija. Tan-Tan se inclinó y utilizó una esquina de su capa.
—Lo siento, lo siento mucho.
Oyó unos pasos que se acercaban corriendo. Sintió que una sombra se detenía junto a ella.
—¿Compère?
Ya no podía escapar de él. Cuando levantó la cabeza, vio el rostro de Cabeza de Melón.
—Quítate la capa y el sombrero, ¿de acuerdo? Estás sudando una barbaridad.
—No, gracias. Estoy bien.
Cabeza de Melón se encogió de hombros, vacilante. Tan-Tan recordaba aquella expresión: era la que ponía siempre que no le creía, pero tampoco tenía ganas de seguir insistiendo. Podía ver aquel rostro que tanto cariño despertaba en ella. Imaginaba que volvía a peinarle el cabello entre los dedos, como hacía antes; sin embargo, se limitó a extender el brazo para coger el vaso de agua de árbol de azúcar, concentrándose en beber un sorbo cada vez. Estaban sentados tranquilamente en una tienda de ron, pero ella estaba nerviosa: si quería sobrevivir, no podía quedarse demasiado tiempo en un mismo lugar. De todas formas, su deslustrado disfraz estaba funcionando: la gente no le prestaba atención.
—Creía que habías muerto en el bosque —dijo Cabeza de Melón con una voz muy dulce.
—No —Él había acompañado a Un Ojo y a los perros que intentaban darle caza. ¿Qué pretendía?
—Pensé que, quizá, si no habías muerto, intentarías reunirte conmigo en Dulce Pan de Maíz —añadió con voz aún más dulce—. Como habías prometido.
—No.
En secreto, analizó el lugar en el que se encontraba, preparando una ruta de escape. La salida que había a su derecha daba a la calle principal, que estaba lo bastante concurrida como para desaparecer en ella, si realmente era cierto que nadie la estaba buscando. No debería haber venido a esta colonia a plena luz del día. Estúpida. Algún día morirás de lo estúpida que eres.
—¿Por qué no me hablas, Tan-Tan?
¿Qué intenciones tenía realmente? ¿Acaso creía que se iba a dejar atrapar?
—No tengo nada que decir. ¿No vas a volver al trabajo?
—¿Tienes otro compañero? —preguntó él.
Ya era suficiente.
—¿Acaso es asunto tuyo? ¿Sólo sabes pensar en formar una pareja aquí y otra allá? Aunque nuestra historia nunca comenzó, ahora ha terminado. Acabó en el mismo instante en que fuiste con los perros a darme caza.
El dolor y la consternación distorsionaron el rostro de su amigo.
—¿Yo? ¿Darte caza? ¡Tan-Tan, seguí a Un Ojo para asegurarme que no acabaría contigo allí mismo!
Patrañas. No iba a creerse su historia de anansi.
Cabeza de Melón debió advertir la duda en su rostro.
—¡Es cierto! Papá y yo regresamos más tarde, aquella misma noche, para intentar encontrarte. Yo volví de nuevo a la mañana siguiente, y la otra. Durante una semana, regresé una y otra vez, con la esperanza de encontrarte. Entonces, empecé a pensar que habías muerto.
Un viejo pesar entristeció su rostro. No, no tan viejo; desde la última vez que se vieron sólo habían transcurrido siete meses (¿o habían sido ocho?). Para ella, habían pasado años enteros.
—¿No me crees?
Tan-Tan suspiró. No era rencorosa.
—De acuerdo, te creo.
—Entonces, ¿qué te impidió venir a buscarme?
—Janisette me persigue.
—¿Qué?
—No puedo descansar en ningún lugar. Es como si en todas las colonias hubiera alguien a quien paga para que me busque. Cree que maté a papá a sangre fría.
—¡Qué estupidez! Nadie en Junjuh piensa eso. Todo el mundo dice que te pegaba como a un perro desde hacía años.
¿Todo el mundo decía eso?
—Me hacía algo mucho peor.
—¿Peor que qué?
Mierda. Se le había escapado.
—No importa. ¿No vas a volver al trabajo?
Pero él no quería dejarla, ni quería que cambiaran de tema. Le apremió para que le contara los detalles de todo lo que había sucedido aquella noche y cómo había logrado sobrevivir en el bosque durante tanto tiempo. Ella le contó verdades a medias, intentando desesperadamente narrar una historia coherente. Estaba segura de que Antonio iba a matarla a golpes, así que osciló a ciegas el cuchillo que le había regalado Janisette. Huyó al bosque y se subió a un árbol para que los perros perdieran su rastro. De alguna forma, había conseguido llegar a otras colonias humanas; en todas ellas había mendigado, robado y tomado prestado, y había tenido que abandonarlas en cuanto la encontraba Janisette.
No le contó nada sobre la violación, ni se le ocurrió mencionar a Chichibud ni a Benta, ni al padre árbol. Había bebido sangre de rana de San Antonio y, con ella, había bebido los secretos del pueblo douen. Les debía el silencio.
Cabeza de Melón le invitó a comer. Durante la comida, rieron y hablaron como no habían hecho en mucho tiempo. Cuando Cabeza de Melón abandonó Junjuh, Quamina estaba bien, aunque aún lloraba porque echaba de menos a Tan-Tan. También Aislin. Glorianna había tenido dos niñas gemelas con Rick.
—Dos niñas tan bonitas, ¿sabes? Ayudé a papá a coser nueve camisones para ellas, con el encaje que hizo Quamina.
Estar en compañía de Cabeza de Melón era muy dulce. Tan-Tan se dio cuenta de que no deseaba separarse de él, de que no quería regresar a su frío nido del bosque sin compañía humana. Entonces, se sintió culpable. Abitefa era su amiga.
—¡Oh! ¡Deja que te cuente esta historia, Tan-Tan! Te gustará, pues lleva tu nombre. Hace mucho tiempo, Tan-Tan, la Reina Ladrona, vivía en la luna...
La cosa que habitaba en su vientre le asestó una fuerte patada y se movió tanto como la mañana de Jour Ouvert.
—No, no es más que una historia falsa. Hablemos de otra cosa. Dime... ¿cómo es que la gente de este lugar come carne de culebra? Es demasiado vulgar —mientras él se lo explicaba, ella volvió a coger aire.
El dueño del bar les llevó una jarra tras otra de agua de árbol de azúcar y cuencos de guisantes secos, salados y fritos. Al verlos sentados con las cabezas tan juntas, otros clientes de la tienda de ron les sonreían con indulgencia. Ella y Cabeza de Melón hablaron y hablaron... ella urdiendo mentiras, y él atrapado en su red.
El sol había iniciado su ocaso bajo el arco del cielo. Si no estaba de vuelta en el nido antes de que anocheciera, Abitefa se pondría nerviosa, al igual que el cachorro de becerro rodante.
—Vamos, Cabeza de Melón. Déjame que te acompañe a tu tienda. Ya va siendo hora de hora que cierres y regreses a casa.
—Vivo allí.
Pero en la tienda sólo había visto una habitación con un estrecho colchón de paja enrollado junto a la esquina.
—¿Qué? ¿No compartes casa con nadie?
El rostro de Cabeza de Melón se arrugó.
—Tan-Tan, parece que no lo entiendes. He estado llorando tu pérdida.
También ella había estado llorando, por diversas pérdidas.
—Vamos, te acompañaré.
Él la miró, suspiró y sacudió la cabeza. Apretaba los labios con fuerza, como si intentara evitar que salieran las palabras que había en su boca. Se levantó.
En cuanto Tan-Tan se puso en pie, tuvo la impresión de que aquel condenado bebé fantasma había crecido durante el rato que había pasado sentada en aquel bar. Estiró las piernas e intentó imitar la forma de andar de las mujeres que no están embarazadas. Si alguien se daba cuenta de que su capacidad para moverse estaba obstaculizada, sería un blanco fácil. Mientras paseaban por la calle principal vio nuevos deportados: resultaba fácil identificarlos por la tersura de su piel, que no estaba acostumbrada al trabajo físico, y por aquella mirada, distante y frenética, que tenían todos los nuevos ciegos. Sin embargo, la mayor parte de los habitantes de esta colonia parecían alegres. Aunque el duro trabajo manual los había hecho más delgados y fuertes, todos parecían gozar de buena salud. Además, todas sus necesidades básicas estaban cubiertas: tenían agua corriente, un mercado y comerciantes; también un médico, un carpintero, un herrero y a Cabeza de Melón, el sastre. En Dulce Pan de Maíz también había diversos corredores de rickshaw. Todo el mundo saludaba a su amigo con una sonrisa en los labios, llamándole Compère Charlie. ¡Así que ése era su verdadero nombre! Él se detenía una y otra vez para presentarle a sus vecinos, hasta que Tan-Tan tuvo que llevárselo a un lado y recordarle que no podía permitir que la gente la reconociera. El rostro de su amigo se entristeció, pero no dijo nada. Continuaron avanzando.
—¿Te gusta vivir aquí? — preguntó Tan-Tan.
—Sí. Esta gente está trabajando duro para construirse una nueva vida, ¿sabes? Casi hemos acabado de levantar una Sala de Plenos en la que podremos reunirnos y conversar. ¡Incluso tenemos una pequeña biblioteca con casi cien libros! Si los cuidamos bien, los textos de energía solar durarán eternamente.
Libros, manuales. ¡Cuantos tenían! No era extraño que los habitantes de Dulce Pan de Maíz pudieran desarrollar sus conocimientos, pues tenían libros que les enseñaban. Tan-Tan advirtió que, al hablar de su pueblo, Cabeza de Melón se incluía en él.
Habían llegado a su casa. Un ordenado montón de ropa doblada descansaba sobre el colchón. Cabeza de Melón la desdobló. Era pequeña: ropa de niño confeccionada con un tejido que no había sido blanqueado.
—Debe de haberlas traído Rehan mientras estábamos fuera. Son los pantalones de su hijo pequeño; reconozco el desgarrón que zurcí cuando se cayó sobre una roca y se abrió la rodilla. Mira, la mancha de sangre todavía no ha desaparecido. Éstas son mis puntadas.
Con orgullo, le mostró los pantaloncitos y las pulcras y perfectas costuras que remendaban los bordes rotos del tejido para unirlos.
— No hay nada roto, así que el niño debe de haber crecido y ahora le quedan pequeños. Tendré que sacar el dobladillo.
Tan-Tan tuvo una breve visión de una niña con su misma cara, que danzaba y reía bajo la luz del sol. Cuando era pequeña, también ella se rompía las rodilleras de los pantalones mientras jugaba. Apartó de su mente aquella imagen y observó el resto de la cabaña. No había mucho más que ver, aparte de las ordenadas herramientas de trabajo de Cabeza de Melón: agujas, punzones, dedales, tijeras y una pequeña rueda para hilar.
Cabeza de Melón inspeccionó el resto de la ropa que le habían dejado, descubriendo que en una prenda había un roto, en otra faltaba un botón... Volvió a doblarla, pero luego la desdobló y la colgó sobre la silla. Parecía incómodo.
—Hum. ¿Quieres quedarte un rato?
—No, gracias. Tengo que irme
¿Parecía aliviado?
—¿Dónde te hospedas?
Tan-Tan suspiró.
—No me lo preguntes, Cabeza de Melón, ya te he dicho que tengo que vivir en la clandestinidad. Nunca me quedo en ningún sitio durante mucho tiempo. Vendré a verte alguna vez, ¿de acuerdo? —dio media vuelta para irse.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó suavemente. Al ver su mirada, se enojó—. No pienso quedarme ni nada de eso, ni tampoco quiero darte pena. Sólo quiero acompañarte a casa, hablar contigo un poco más. Después te dejaré tranquila, te lo prometo. Hace mucho tiempo que no te veo, muchacha.
Casa. Pensaba que tenía una casa. Eso era lo que anhelaba con todas sus fuerzas... y aquel deseo le estaba rompiendo el corazón.
—¿Sabes moverte por el bosque? —dijo, antes de que pudiera darle tiempo a pensar qué le estaba ofreciendo.
—¡Que Nanny nos salve! ¿Estás viviendo en el bosque?
No podía soportar la compasión que se dibujó en su rostro.
—Hoy sí, en el bosque; la semana que viene en otro lugar; y puede que la próxima, de nuevo en el bosque. Te guste o no, así es como vivo.
—No, no quería decir nada de eso —respondió, mientras buscaba algo por su habitación—. Espera un segundo, mientras me pongo las botas buenas.
—Tenemos que ir por rutas alternativas, ¿sabes? No puedo dejar que nadie sepa adonde voy.
Después de atarse los cordones, el muchacho se levantó. Tan-Tan había olvidado sus piernas cortas, dulces y arqueadas.
—¿De verdad es necesario tanto secreto, muchacha?
El pánico se agitó en su garganta.
—¡Sí! Y si no puedes prometerme que guardarás el secreto, dímelo ahora y deja que me vaya sola.
—Jamás he roto ninguna promesa que te haya hecho, Tan-Tan.
Pero ella sí que había roto las que le había hecho a él.
—Pongámonos en marcha —se hundió el sombrero en la cabeza. La siguió sin quejarse, sumergiéndose en las calles laterales y tomando las rutas más solitarias. La siguió bajo el escondite que proporcionaban los campos de maíz al atardecer, hasta el bosque medio, donde había escondido la lámpara. Levantó una ceja al ver lo rápido que la encontraba. Habría oscurecido antes de que consiguieran llegar al campamento. Abitefa estaría preocupada. No debería haberse quedado tanto tiempo. ¿Cómo podía hacer saber a su amiga que regresaba acompañada? ¿Cómo reaccionaría Cabeza de Melón cuando viera a la hinte? ¿Y cuando viera al cachorro de becerro rodante? No sabía qué estaba haciendo ni el motivo por el que lo hacía.
—Tenemos que darnos prisa.
Caminó en silencio junto a ella durante casi una hora; su presencia le tranquilizaba. Le sostuvo la lámpara mientras Tan-Tan la encendía.
—¿Vas a tener un bebé, verdad? —le dijo cuando se la devolvió.
—¡Te has dado cuenta! —balbució ella. Le había cogido tan de sorpresa que fue incapaz de negarlo.
—No, al principio no. Esa capa lo oculta muy bien. Pero lo noté en cuanto salimos de Dulce Pan de Maíz, por tu forma de caminar.
—Hum —empezó a caminar más rápido, dejándolo atrás. Pasaron media hora más en silencio, pero esta vez no era reconfortante. El cerebro de Tan-Tan hervía, funcionaba demasiado rápido para los sentidos. Estaba al tanto de todos y cada uno de los pasos que daba Cabeza de Melón, de cada inclinación que hacía su cabeza. Estuvo a punto de echar a correr cuando advirtió que su amigo cogía aire a modo de introducción. Se disponía a hablar.
—Tan-Tan, no te enfades por la pregunta pero, ¿ese bebé es de Antonio?
—¿Por qué me preguntas algo así? —dijo, dando grandes zancadas para alejarse de él. Entonces se sintió horrorizada por haber pensado, de forma fugaz, que podía abandonarlo allí, en medio el bosque, como en las historias de los douens. Había dejado que se acercara demasiado.
Él la alcanzó y la miró, expectante. Maldito tío, siempre esperando, esperando a que le dijera lo que pasaba por su mente.
—No puedo hablar sobre eso —respondió ella—. Por favor, no me preguntes.
Cabeza de Melón asintió.
—De acuerdo.
Continuaron andando. Minutos más tarde, él la cogió suavemente de la mano. Ella se la sujetó con fuerza, como las plantas enredaderas.
—¿De verdad me estás llevando a tu casa, Tan-Tan?
—A mi campamento, sí.
—Esto está tan oscuro como el alma de backra, oui. ¿No te da miedo pasar la noche en el bosque?
—Ya no —respondió, sintiéndose orgullosa de sí misma.
Una hora más tarde empezaron a aproximarse al lugar en el que ella y Abitefa habían levantado su campamento. Tefa le había dejado señales en el bosque para decirle en qué árbol había construido el nido aquella noche. Todas las noches cambiaban de árbol, para que el cachorro de becerro rodante pudiera pastar en una nueva zona. Probablemente, Abitefa ya había oído los dos pares de pies avanzando por el bosque y se estaba preguntando qué habría sucedido.
—¡Tefa! —gritó en el lenguaje de las hinte, que ya hablaba bastante mejor—. ¡Hay una persona alta conmigo!
Tefa canturreó una especie de respuesta, diciéndole que estaba preparada.
Sobresaltado por sus gritos, Cabeza de Melón se quedó quieto.
—¿Por qué has hecho ese ruido? —preguntó.
—Hay un pájaro de carga conmigo —respondió. Era la historia que ella y Tefa habían preparado en caso de que fuera necesario. Deseó que funcionara—. Simplemente estoy... haciéndole saber que estoy llegando.
Ahora, podía ver la luz vacilante del campamento a través de los árboles.
—Cabeza de Melón, tengo un... una mascota.
—¿Te refieres al pájaro?
Tardó un segundo en darse cuenta de que pensaba que Abitefa era una mascota.
—No, otro animal. No temas cuando lo veas.
A la luz de la lámpara, pudo ver que sonreía.
—¿Qué tienes? ¿Un perro de caza o algo así?
—No, es algo más parecido a un anquilosaurio.
—¿Qué quieres decir?
—Está creciendo, ¿de acuerdo? Y tiene un aspecto temible, pero no te hará ningún daño. Simplemente no te metas en medio de su camino, porque podría pisarte.
Llegaron al campamento. Olfateándola con alegría, el cachorro de becerro rodante se acercó corriendo a Tan-Tan y estuvo a punto de matarla con uno de sus cuernos. Cabeza de Melón gritó y se quedó paralizado.
—¿Qué diablos...?
Con aire inquisitivo, el cachorro se acercó a él para olfatearlo. Cabeza de Melón extendió las manos con precaución; tenía la cara gris por el susto. El cachorro probó un poco de su manga.
—¡Para! —gritó Tan-Tan, tirando de sus cuernos.— Lo siento, Cabeza de Melón. Está creciendo, pero no tiene ninguna intención de hacerte daño. Lo único que sucede es que siempre está hambriento.
—¿Aún va a crecer más? —el cachorro masticó la manga con aire reflexivo y escupió un botón.
—Un poco más, sí. Ten cuidado con la cola. Su madre me golpeó en la espalda. La maté, a la madre, me refiero, pero fue culpa mía. La asusté y me atacó. Por eso no pude abandonar al cachorro.
Parte del miedo había desaparecido del rostro de Cabeza de Melón. Con cuidado, extendió una mano y acarició uno de los cuernos del animal.
—En toda mi vida, nunca...
Abitefa bajó revoloteando del nido. Cabeza de Melón se levantó y sonrió.
—Mira, aquí hay algo que me resulta más familiar. Cucú, un pájaro de carga —imitó el sonido de las palomas, tendiéndole la mano. Tefa miró a Tan-Tan en busca de orientación.
—Hum... No está acostumbrada a ver extraños. No se acercará a ti.
Cabeza de Melón bajó la mano y la apartó del alcance de la boca dentada del cachorro. Con el pico, Abitefa cogió un leño de la madera que había reunido para alimentar el fuego. Debió de pensárselo de nuevo, pues lo dejó caer y se quedó mirando al muchacho. Durante su vida no había visto a demasiadas personas altas.
Cabeza de Melón echó un vistazo al campamento.
—¡Por el amor de Nanny, Tan-Tan! ¿Es aquí dónde vives? ¿Y todo por culpa de Janisette?
—Me gusta estar aquí —mintió ella—. ¿Tienes hambre?
Fue una noche larga, tanto en el buen sentido de la palabra como en el malo. Por ejemplo, cuando se dio cuenta de que Cabeza de Melón no conseguiría regresar sólo a la colonia en la oscuridad. Tendría que quedarse en el bosque con ellas. ¿Cómo no había pensado antes en eso? Le daba miedo, pero al mismo tiempo le encantaba saber que tendría que quedarse a pasar la noche. Le enseñó a trepar hasta el nido y él alabó su ingenio al haber adiestrado a su pájaro de carga para que lo construyera. Las plumas del cuello de Abitefa se habían erizado. Tan-Tan le dijo que siempre dormía acurrucada al pájaro de carga para estar más caliente.
—Hoy no tendrás que hacerlo, cariño —le dijo él con dulzura—. Esta noche estoy yo aquí.
Tan-Tan lo observó con la boca abierta; a continuación, miró a Abitefa con impotencia. La hinte se limitó a contemplarlos con los ojos abiertos de par en par. Por fin, Tan-Tan tuvo que preguntarle torpemente, en su idioma, si por favor, podía pasar aquella noche en otro lugar. Abitefa, tras emitir un extraño sonido, trepó un poco más por el mismo árbol. Mientras se construía un nuevo nido, sobre Tan-Tan y Cabeza de Melón cayó una lluvia de ramas y hojas.
Sí, tuvo que pasar una larguísima noche en un espacio limitado con Cabeza de Melón. Sin embargo, logró salir airosa al hacerse la dormida casi al instante. Su amigo, después de susurrar su nombre unas cuantas veces, suspiró y se acurrucó junto a ella, abrazándola. Ella se quedó allí tumbada durante horas, sintiendo el débil latido del corazón del muchacho contra su columna vertebral y su brazo rodeándole la barriga.
A la mañana siguiente, Abitefa no apareció por ninguna parte. Intentando no preocuparse, Tan-Tan compartió con Cabeza de Melón su desayuno, consistente en rana de San Antonio ahumada y fruta halwa seca. La situación era embarazosa, debido a los silencios que ella insistía en dejar. Cuando él le dijo que tenía que regresar a su tienda, lo acompañó hasta el límite del bosque. Durante todo el trayecto no hablaron más que de cosas irrelevantes. Antes de entrar en Dulce Pan de Maíz, Cabeza de Melón le cogió de la mano.
—¿Vas a irte pronto de aquí? —preguntó.
—Sí. ¿No debería hacerlo?
—No estoy convencido, pero si eso es lo que quieres... ¿Vendrás a verme antes de irte?
—Te lo prometo.
—No me lo prometas. Simplemente, hazlo.
Era cierto. Sus promesas no tenían demasiado valor. Con tristeza, observó cómo se alejaba por el campo de maíz. Había vuelto a decepcionarle una vez más.
Cuando regresó al campamento, Abitefa la estaba esperando.
—¿Ahora te mezclas con las personas altas?
No, no lo hacía. Sin embargo, dos días más tarde volvió a regresar a Dulce Pan de Maíz, buscando excusas para pasar una y otra vez por delante de la tienda de Cabeza de Melón, pero demasiado nerviosa como para atreverse a entrar. Observaba con melancolía a las personas que lo hacían; un anciano con un traje anacrónico; una niña regordeta que agarraba con fuerza una pelota de caucho con una mano, mientras sujetaba con la otra unos pantalones rotos; la joven de aspecto preocupado que llevaba una bolsa llena de ropa. Ésta última era guapa... estaba un poco rellenita, pero tenía la carne firme y un trasero redondo y bien alto. Para el gusto de Tan-Tan, permaneció en la tienda de Cabeza de Melón demasiado tiempo y, cuando la abandonó, en su rostro se dibujaba una gran sonrisa.
¿Pero acaso Tan-Tan tenía algún derecho a sentirse molesta? Allí, de pie, con su ropa remendada y repleta de manchas de hojas y tierra, sin ningún cubo en donde orinar, sin ningún techo sobre su cabeza... ¿quién era ella para espiar a Cabeza de Melón, intentando descubrir con quién se entretenía?
Estaba preocupada, y ése fue el motivo por el que la descubrió. Cualquier otro día hubiera podido desvanecerse entre las sombras en cuanto él hubiera puesto un pie fuera de la tienda, pero aquel condenado bebé le estaba haciendo perder sus rápidos reflejos, sí.
—¡Tan-Tan! —gritó él agitando los brazos. Se quedó boquiabierta. Se estaba aproximando a ella, con la cara radiante de alegría—. ¡Has venido a verme!
—Hum... Sí, supongo que sí —no pudo mirarle a los ojos. Se sentía sucia, vulgar.
Entonces, el rostro de su amigo se ensombreció.
—¿Es porque te vas?
—Pronto, sí. Ahora mismo no. He venido, he venido... porque quiero que me hagas algo de ropa nueva —continuó, contenta por haber logrado pensar en algo que le hiciera sentirse más atractiva—. Necesito un traje nuevo que me oculte esta tripa.
En esta ocasión, la sonrisa de su amigo tenía algo de traviesa. Tan-Tan conocía bien aquella sonrisa, pues era la que había utilizado para convencerla de que le ayudara a atar todas las camisetas amarillentas del Compère Ramdass cuando estaban colgadas, secándose, en el tendedero que tenía detrás de su casa.
—Si tengo que coser para ti, tendré que tomarte las medidas —dijo Cabeza de Melón.
Las orejas le ardían. Se limitó a asentir con la cabeza.
—Pues pongámonos manos a la obra, ¿de acuerdo?
Le siguió hasta el interior de la tienda. Al haberle pedido que le hiciera ropa, tendría que retrasar su marcha. Debería esperar a que estuviera lista antes de poder irse. Tendría que quedarse una temporada más en el campamento.
Cabeza de Melón cerró la puerta.
—Puedes quitarte la capa; la gente sabe que no puede entrar mientras estoy tomando medidas.
Agradecida, ella se quitó la pesada tela sin blanquear que se ponía siempre que iba a estar entre personas altas. Tendría que lavarla pronto, pues estaba repleta de manchas de hojas y tierra. Movió los ojos de forma lujuriosa y estiró el cuello.
Cabeza de Melón se sentó en su mesa de trabajo y empezó a sacar rápidamente diversos objetos que guardaba en una caja junto a la máquina de coser: cinta métrica, un bolígrafo, trozos de papel.
—¿Por qué quieres ocultar que vas a tener un bebé, Tan-Tan? Lamento la pregunta pero, ¿a quién puede importarle?
—No puedo dejar que nadie... —empezó a decir, pero se detuvo. No podía hablarle de Tan-Tan la Reina Ladrona. Aquello era otro ser, otra dimensión—. Estoy sola en el camino. Si alguien supiera que estoy embarazada, puede que intentase aprovecharse.
Al conocer la respuesta, pareció preocupado.
—Es cierto. Quizá deberías quedarte aquí un poco más, hasta que nazca el bebé. No creo que Janisette te encuentre. Ven, ponte aquí —se colgó del cuello la cinta métrica y se levantó para medirla. Su cabello olía a aceite dulce. Con las mejillas ardiendo, dejó que le tomara las medidas y las apuntara, mientras ella intentaba distraerse mirando a su alrededor.
¡Detenerse durante un tiempo en una colonia! Dulce Pan de Maíz era un lugar agradable. Sorprendida, Tan-Tan descubrió que todavía no había interpretado el papel de Reina Ladrona para los habitantes de aquel pueblo.
Había más telas en la tienda de Cabeza de Melón que la última vez que estuvo allí. Muchísimas más; además, todas eran de colores muy brillantes. A su hermana Quamina le habría encantado estar en este lugar, con todas esas agujas brillantes y aquellas bellísimas telas.
—Parece que alguien te ha dado mucho trabajo, ¿eh?
Él rió.
—Querida, ¿llevas tanto tiempo en el bosque que ni siquiera recuerdas en qué época del año estamos?
Claro que lo recordaba. Era la época en la que los pájaros jumbie emigraban a los polos. Era la época en la que las víboras mudaban la piel. Tan-Tan estaba intentado descubrir la manera de teñir los trozos que dejaban atrás para poder hacer con ellos carteras y venderlas. Frunció el ceño. ¿Qué hacían las personas altas en aquella época del año?
Cabeza de Melón le cogió de los hombros y le obligó a mirarle a la cara.
—Tan-Tan, Carnaval es dentro de tres semanas. ¿De qué vas a disfrazarte?
Tan-Tan se detuvo unos instantes detrás de la nueva Sala de Plenos de Dulce Pan de Maíz, antes de doblar la esquina para entrar en la plaza del pueblo. Le gustaba sentir sobre sus hombros la capa de Reina Ladrona; era un peso reconfortante. Cabeza de Melón era un genio, ¿oui? En los extremos, había cosido tiras de terciopelo negro y había perfilado las uniones con bellos botones de concha irisados. También le había puesto largas cintas de colores brillantes que revoloteaban a sus espaldas. La capa se ataba por delante con unos historiados cierres de latón, y tenía dos largas aberturas por las que podía deslizar los brazos. Debajo del cuello había cosido un refuerzo que ayudaba a mantener la capa apartada de su estómago. El bebé que pronto nacería estaba bien escondido.
Y aún había más. Cabeza de Melón había cogido un trozo de fieltro de lana de cabra y lo había teñido de negro para hacerle un delicado sombrero de Reina Ladrona. También le había dado un cinturón, muy largo, con dos pistoleras y fundas para el cuchillo y el machete, para que se lo atara alrededor de la cintura. ¡Incluso había puesto dentro algunas balas de pistola! Giró sobre sí misma para comprobar el movimiento de la capa, que brilló bajo la luz del sol. Deseó que Cabeza de Melón estuviera allí para verlo, pero se había quedado en la tienda para hacer algunos ajustes de última hora a los disfraces.
—Me reuniré contigo más tarde, doux-doux —le había dicho—. En la plaza, ¿de acuerdo? Chica, ¡estás espléndida!
Tan-Tan se había inclinado sobre su estómago embarazado y le había besado en la boca. Se sintió complacida al ver la sorpresa que se dibujó en el rostro de su amigo segundos antes de que sus labios se tocaran.
—De acuerdo, hasta luego —agitó la mano alegremente y se fue.
Se dio cuenta de que, al tocar la piel de su amigo, había sentido un hormigueo por todo el cuerpo. Sorprendida, se detuvo en medio de la calle. Al besar a Cabeza de Melón se había sentido bien, había sido algo puro, un placer que no había quedado ensombrecido por el miedo ni por la ira. Había sido algo completamente distinto a lo que había sentido siempre.
Pero aquel sentimiento de bienestar se disipó con rapidez. Ella no pertenecía a este lugar, a este pueblo. Al acercarse a la plaza empezó a oír la música. Una banda de cazuelas de acero tocaba lo que en teoría era una dulce marcha para los caminantes. Las cazuelas más hondas emitían notas profundas y graves, como los latidos del corazón; Bum, bum-bum-bum-bum. ¿Pero por qué tenía la impresión de que decían "doom"? ("Doom", en inglés, significa condena, perdición, destino funesto. N.T.) Sobre aquellas notas graves, las cazuelas tenores componían con fuerza la melodía: de ellas salían notas puras, de estaño, que danzaban hasta el cielo... creando una música que hacía que desearas moverte con el viento, deslizarte en el tiempo y beber un trago del frasco de ron rojo que llevabas en el bolsillo de atrás: Ting, ting ti-ting ting ting. Sin embargo, lo único que podía oír Tan-Tan en aquella melodía era "Tan-Tan; doom, doom-doom-doom-doom".
La plaza estaba abarrotada de gente. Incluso con la música, podía oír los pies que se arrastraban, las risas y las alegres voces que gritaban: "¡Madre Mía, vaya fiesta! ¡Moved la cintura!". Durante las últimas semanas, Cabeza de Melón había estado muy atareado confeccionando disfraces para todos aquellos que no podían hacérselos. Tan-Tan vio demonios Jab-Jab, con cuernos en la cabeza, que chasqueaban sus látigos; indios disfrazados que saltaban sobre sus suaves mocasines mientras sujetaban las plumas que llevaban en la cabeza para que no volaran; vampiros silenciosos y temibles, vestidos de marrón y negro ceñido a la piel, que batían sus enormes alas de murciélago entre la multitud. ¡Incluso había algunos Ladrones de Medianoche! Llevaban sombreros de terciopelo, con alas de un metro de ancho y orlas y calaveras de papel maché. Completaban su disfraz con zahones de cuero, muchos flecos, matracas y pistolas de mentira. Los Ladrones llevaban sacos para guardar las libras y peniques que la gente les lanzaría si les gustaban sus discursos. Algunos de ellos incluso imitaban a Tan-Tan, la Reina Ladrona de Nuevo Árbol a Medio Camino. Ella se había camuflado del mejor modo posible: ¡disfrazada de sí misma! La sonrisa que se dibujó en su rostro le resultó casi extraña, pues creía que se le había olvidado sonreír. Simplemente únete a la fiesta, niña estúpida. ¿Cuándo fue la última vez que te lo pasaste bien?
Sin embargo, había algo que se lo impedía. Al pasar tantos meses viviendo en el bosque con Abitefa, su oído se había hecho muy sensible y podía percibir incluso los sonidos más débiles. Aunque en la ciudad había demasiado alboroto, bajo el sonido de todos aquellos gritos y cacerolas había algo más... quizá era aquella ligera brisa cruzada, un poco más cálida que el resto del aire, que pasaba rápidamente por sus espinillas. Sin embargo, oía un tamborileo grave que no parecía proceder de la banda de cacerolas, y también percibía un redoble que no emitían las matracas. ¿Qué era lo que iba mal?
A decir verdad, en aquella tierra sombría de Nuevo Árbol a Medio Camino nunca podía ir todo completamente bien en Carnaval. Como todos los habitantes de este mundo vivían en el exilio, esta fiesta sólo podía ser una imitación fantasma de la que hubieran celebrado en Toussaint.
¡Pero bueno! No podía pasarse todo el día pensando. Había llegado el momento de pasárselo bien. ¡Sí!
Tan-Tan respiró profundamente y se dirigió hacia la esquina de la nueva Sala de Plenos, hacia el Carnaval de Dulce Pan de Maíz.
¡Madre mía! ¡Si vieras qué Mascarada!
La banda de cacerolas de acero tocaba sobre un escenario que se había levantado en medio de la plaza. Estaba formada por una treintena de hombres y mujeres que interpretaban la melodía golpeando los tambores de acero con palos envueltos en caucho. ¡Además, todos bailaban! Los miembros de la orquesta no podían evitar mover los pies al ritmo de la música que estaban tocando, así que todo el escenario se sacudía con fuerza.
Todos los habitantes de Dulce Pan de Maíz y de las colonias cercanas debían de estar en la plaza del pueblo saltando al ritmo de la música. ¡El Carnaval había conseguido unir a las personas en Nuevo Árbol a Medio Camino! Tan-Tan disfrutó observando los bellos disfraces de los vampiros, los jab-jab y los indios. Incluso vio pequeñas comparsas, ¿oui? Había una que seguía el estilo del viejo carnaval: la formaba un grupo de hombres de espaldas robustas vestidos con enaguas blancas de mujer, que giraban y movían las caderas sin parar, enseñando las manchas rojas que se habían pintado en las bragas; también había un grupo de marineros en el que todos los hombres y mujeres vestían uniformes navales de color azul marino y blanco con pantalones acampanados. Todos se tambaleaban de un lado a otro como si fueran marineros borrachos. Entonces, se fijó en un pequeño grupo que estaba formado tan sólo por dos personas: el Rey iba vestido de raso y diamantes de imitación, cabalgando sobre un caballo de papel maché; la Reina, enfundada en un sari, caminaba a su lado pasando una bandeja de latón para recoger dinero. Siguiendo la melodía de la banda de acero, ambos cantaban:
Raja, Raja Hindako
Dhal bhat, dhal bhat Hindako
Boa, Mary, Soo Danka
Los Ladrones de Medianoche interrumpían a la gente para pronunciar sus discursos. Todo el mundo reía al oír sus palabras y les entregaban el botín: calabazas rellenas de licor, joyas de plata... ¡Incluso había quién se quitaba sus zapatos buenos de cuero para dárselos a los ladrones!
Las personas que no se habían disfrazado iban vestidas de forma llamativa: con corpiños más apretados y bandanas más brillantes. Muchas de ellas colaboraban con la orquesta, golpeando botellas con una cuchara.
—¡Oi-yo-yoi! —coreaban dos hombres delante de Tan-Tan, arrollándose entre sí, estómago contra trasero. El hombre que estaba delante llevaba los pantalones más cortos que Tan-Tan había visto en su vida. Su piel morena relucía por el sudor y la brillantina dorada con la que se había untado todo el cuerpo. Llevaba unas cuerdas en los muslos, como de alambre, que tiraban de él hacia abajo, y movía sin cesar las caderas contra la entrepierna de su compañero. El hombre de detrás vestía un taparrabos y nada más, excepto unas sandalias de esparto. Se había cortado el pelo por los lados y bailaba agitando una matraca de madera. Su barriga redonda se movía y saltaba al compás de la música. Tan-Tan sonrió al verlos.
—¡Mas abajo! ¡Imitadme, venga! —reunidas en un círculo, cuatro personas estaban celebrando un concurso para ver quién podía bailar más cerca del suelo sin caerse. Tenían que abrir mucho las rodillas para conseguir que las caderas llegaran lo más abajo posible. Gritando y riendo, tres de ellos cayeron al suelo. La que había quedado en pie era una mujer que llevaba una camiseta con un ojo pintado en cada pecho. Se levantó y realizó una pequeña danza de victoria; sus manos hacían florituras en el aire. Sus tres contrincantes rieron, se levantaron y se cepillaron los trajes. Uno de ellos dejó caer en la boca de la ganadora un chorro de la bebida que llevaba en una botella de cuero. Cogidos del brazo, los cuatro se alejaron bailando hasta el centro de la plaza. ¡Mamá, qué Carnaval! Hoy, todo el mundo había olvidado sus problemas. ¡La música era tan dulce, oui!
Tan-Tan movió las caderas a un lado y luego al otro. Estaban oxidadas. ¿Cómo podía haberse olvidado de bailar?
Pero el ritmo pronto la atrapó. Moviéndose al son de la música, dejó atrás a los dos hombres para dirigirse al centro del Carnaval. Se colgó el saco a la espalda y dejó que su mente se perdiera en la música durante unos instantes. ¿Aquel de allí era Cabeza de Melón? No. Seguro que pronto lo encontraría.
Había llegado el momento de ganarse una monedas en este día de Carnaval. Se dirigió al borde de la plaza y se paseó por allí hasta que encontró un buen blanco para su primer discurso: un anciano que bailaba alejado de la multitud. Desenfundó la pistola, se puso delante de él y disparó, ¡pum! ¡pum!, al aire.
—¡Papa-oi! ¡Levántese y escuche mis tribulaciones!
El anciano sonrió y se cruzó de brazos, esperando a oír su discurso para juzgar si era lo bastante bueno como para dejarle algunas monedas en el saco.
—Levántese y entrégueme sus lágrimas y sus monedas —dijo la Reina Ladrona—. ¡Si no, pagará mi amargo y triste relato con sus lágrimas y con su vida!
Su voz se fue llenando de fuerza a medida que la Reina Ladrona invadía su ser. Narró su historia, sobre cuando nació siendo una princesa entre los hombres.
—Mi padre, el Señor Raja, era el Rey de los Reyes, la némesis de los poderosos. Controlaba las máquinas de la tierra y éstas le obedecían. Mi madre, la Reina Niobe, podía hacer que las estrellas se cayeran del cielo ante su belleza y que el viento suspirara cuando la veía danzar. ¿Cómo podría yo no estar alegre? ¿Cómo podría yo no estar dichosa?
Hiló su hábil trama explicando que había sido secuestrada y raptada. Describió cómo había logrado escapar de sus secuestradores, robando para sobrevivir y ayudando a aquellos que estaban peor que ella.
—¡Un simple golpe con mis dedos siembra el terror en los corazones de los cobardes!
Una pequeña multitud se había congregado para escuchar su relato. Algunas personas depositaron en su saco monedas de cobre y latón. Por fin, el anciano también dejó caer en él dos monedas de cobre. Había sido un buen comienzo. La habían honrado tal y como merecía. La Reina de Medianoche se inclinó con gentileza, aceptando su benevolencia. Su pequeña audiencia aplaudió y se dispersó. Entonces, Tan-Tan se quedó sorprendida al descubrir que volvía a ser, simplemente, una mujer disfrazada.
Se alejó un poco y relató su historia algunas veces más, consiguiendo nuevas monedas y regalos. Le iba a resultar difícil cargar con todo eso cuando regresara junto a Abitefa; además, hoy la espalda le dolía bastante. Quizá Cabeza de Melón le ayudaría. Bailó un poco más, pero aquel zumbido subyacente que parecía que sólo ella podía oír la estaba apagando. ¡No iba a permitir que le estropeara la primera fiesta a la que había asistido en años! Se acercó al escenario, situándose justo delante del lugar en el que tocaba la banda. La música era tan fuerte que bailaba en su sangre como si fuera el latido de su propio corazón. Sí, como eso. Puso las manos sobre el escenario y, dando saltos, empezó a girar al compás de la melodía.
—¡Poned las manos en el aire! —gritó con el coro. —Sí, todos vosotros. Mirad cómo baila la Reina Ladrona.
Un tono grave retumbó por toda la plaza. La cazuelas tenores fueron las primeras en detenerse. La multitud empezó a protestar. Entonces, las cazuelas de bajos también guardaron silencio y la trompeta se detuvo con un sonido brusco. ¿Qué estaba sucediendo? Tan-Tan levantó la mirada hacia el escenario. Todos los músicos miraban con la boca abierta hacia algo que había detrás de ella. Entre la multitud se hizo un silencio absoluto. A sus espaldas se oía un ronroneo controlado, un suave siseo. Tan-Tan se giró.
El tanque con forma de bala era elegante como un gato. Su cuerpo metálico había sido pulido para que brillara, y los remaches proporcionaban una distinguida puntuación a sus laterales. No había nada en Nuevo Árbol a Medio Camino parecido a aquel objeto que avanzaba hacia ella, ronroneando desde la parte inferior de su estómago. El rastro de aceite que dejaba atrás susurraba sobre el polvo de la plaza del pueblo. La luz del sol reflejaba agujas de luz sobre él y los faros delanteros se movían arriba y abajo, buscando... buscando a Tan-Tan. La bocina volvió a rugir. El destino la había encontrado. Petrificada, Tan-Tan sólo podía observar cómo se acercaba.
La multitud retrocedió. Tan-Tan oía que los miembros de la banda abandonaban el escenario. Cuando el tanque se detuvo a unos centímetros de ella con un movimiento amenazador, dejó caer el saco. Se abrió la escotilla.
Janisette bajó de un salto. Iba vestida con un ceñido traje de color negro de una pieza y botas negras; llevaba el cabello peinado hacia atrás y cubierto por una bandana, también de color negro.
—¡Aja! El diablo de las dos caras está aquí. ¡La mujer que mató a mi marido!
—Fue en defensa propia... —susurró Tan-Tan. Su voz carecía de fuerza. El peso de la barriga la arrastraba hacia el suelo.
Janisette avanzó hacia ella con paso majestuoso.
—Vienes de Junjuh, así que debes enfrentarte a la justicia de esa colonia. Regresarás conmigo —cogió a Tan-Tan de la muñeca y cerró unas esposas a su alrededor. El aro de metal tenía la fuerza de los dedos de Antonio. Sí, es bueno para ti. Debes recibir tu castigo.
Paralizada, vio como le cogía la otra muñeca para encerrarla también en las esposas.
—Sí —canturreó Janisette, extendiendo los dedos para sujetarla—. Esto es lo más justo. Irás a la caja de hojalata.
Los ojos de Tan-Tan percibieron un movimiento. Levantó la mirada y vio su propio reflejo en el sonriente rostro del tanque: era una mujer difamada, con un sombrero marchito y una estúpida capa de colores. Esta imagen la hizo empequeñecer, a la vez que su vientre crecía. Tan-Tan pensó en el bebé que llevaba oculto bajo la capa. No sólo una vida, sino dos.
Sacudió con fuerza la muñeca que tenía encadena para apartarla de la mano de Janisette. En cuanto las esposas se movieron, su madrastra tuvo que apartarse para que no la golpearan.
—¡Jodida zorra! —espetó a Tan-Tan.
—¡Cuidado con lo que dices! —gritó ella. Se liberó del agarre de Janisette y empezó a retroceder, alejándose de sus manos. Abrió de nuevo la boca, pero esta vez fue la Tan-Tan mala quien pronunció su arenga;
—¿No te da vergüenza, ramera teñida de carmín? ¿No te da vergüenza detener esta fiesta y algarabía con tus groseras calumnias?
—¡Ya verás cuando te atrape, mal bicho!
La fuerza inundó a Tan-Tan, la fuerza de la Reina Ladrona... la fuerza de las palabras:
—Nunca conseguirás atraparme, pues nunca podrás igualarme; acallaré tus viles patrañas; huiré y volaré para huir de nuevo—. Nanny, dulce Nanny. La Tan-Tan mala hablaba como la Reina Ladrona.
—¡Vas a venir conmigo, muchacha! —se abalanzó sobre ella y cogió el ala de su sombrero. Tan-Tan serpenteó, alejándose de sus manos.
—No me llames muchacha; Me llamo Tan-Tan, una "T" y un "AN"; soy la AN-acaona, la redentora del pueblo Taino; el AN-nie Christmas, el barco de vapor que zozobró; la Yass As-AN-tewa, la reina guerrera del pueblo Ashanti; la N-AN-ny, la Abuelita Maroon; que significa abuela, madre, protectora de una nación. ¡No debes confundir estos términos! —entonces Tan-Tan, la Reina Ladrona, se alzó en lo alto con las pistolas cruzadas sobre el pecho. ¡Que su contrincante igualara eso!
Alguien de entre la multitud dio un silbido de aprobación.
—¡Bravo! ¡Cuéntalo bien alto para que podamos oírlo, Tan-Tan!
¿Contarlo? La Reina Ladrona abrió la boca para regalar al pueblo más ciencia hablada.
—¡Es falso! ¡Tan-Tan es una vieja historia, nunca ha existido! —gritó la voz de un hombre.
No, no era real. Tenía razón. Simplemente era una zorra embarazada y disfrazada. El hechizo se desvaneció como un sueño. Simplemente era Tan-Tan.
—Soy tan real como tú —graznó. Su voz se desmenuzó en el aire. Estaba intentando, intentando explicar la historia real, pero se sentía agotada y Janisette sólo se encontraba a unos pasos de ella. Un bebé demasiado grande, una culpa demasiado grande con la que cargar. Su madrastra se abalanzó sobre ella. Tan-Tan logró esquivarla, tiró las pistolas y empezó a correr alrededor de la plaza, sintiendo que los tendones de sus ingles se iban a desgarrar. Las esposas le golpeaban la muñeca. No había forma de pasar entre la gente. Además, de todas formas, ¿adonde podría escapar?
Janisette chasqueó los dientes y, rápidamente, se encaramó al tanque. Éste rugió al cobrar vida y avanzó directamente hacia Tan-Tan. ¡Va a atropellarme! Dio unos pasos desesperados y cayó de rodillas. La muerte se precipitaba para aplastarla.
El tanque estaba encima de ella. Rodó sobre el suelo, sintiendo que las armas que llevaba enfundadas le arañaban la carne. La capa se enredó entre las ruedas del tanque y tiró de ella, arrastrándola, durante unos agonizantes metros antes de que el botón del cuello cediera, dejándola sin aliento y con el costado en carne viva. Janisette estaba dando media vuelta para intentarlo de nuevo. El bebé de Tan-Tan daba patadas intentando salir. Cuando quitas una, tienes que devolver dos. Tenía dos vidas que salvar, la de ella y la del niño. Intentó con todas sus fuerzas ponerse en pie; su estómago empujaba hacia fuera y crecía para que todos lo vieran.
—¡Que Nanny tenga piedad de nosotros! ¡Está embarazada! —el tanque ya volvía a estar sobre ella; sus faros la iluminaban por completo. No había nada que hacer. Acarició su vientre, esperando. Las luces del tanque la cegaron.
Entonces, oyó el chirrido de los frenos. Janisette se había detenido a escasos centímetros del vientre de Tan-Tan. La muchacha se concentró en coger aire, que era tan dulce como podía ser, en ocasiones, la vida. El costado le ardía y sentía unas dolorosas pulsaciones en la región lumbar.
—¿De quién es el niño que llena tu vientre, asesina?
¿De quien? Había llevado a aquel monstruo durante todo este tiempo. Aquel condenado bebé sólo le pertenecía a ella. Tan-Tan volvió a coger aire, acariciándose la barriga.
—La Reina Ladrona va a dar a luz al amor —dijo alguien, dulcemente, por su boca—, a un amor tan dulce que quema.
Janisette frunció el ceño. La multitud se aproximó para oír sus palabras. Alguien, dentro del cuerpo de Tan-Tan, cogió aliento y, llenando sus pulmones de aire cantarín, habló con su voz:
Su hermosa madre,
Era otra,
No era Janisette, la mujer vengativa de labios furiosos,
Sino que era Ione, la adorable, la de hermosos ojos,
Tan-Tan siempre deseó complacer a su madre.
Pero no lo tuvo fácil,
Pues su padre,
A pesar de que tenía todo lo que un hombre puede desear,
Asesinó a un hombre en Toussaint y abandonó a su familia, su hogar.
Después de secuestrar a su niñita, huyó por el velo dimensional.
Y Tan-Tan, con sólo siete años.
Se vio obligada a vivir en este amargo lugar.
Aunque digan que la Reina Ladrona por el árbol de la vida eterna subió,
De verdad os digo que fui yo quién por él trepó.
—¿Qué diablos es esto? —gritó alguien entre la multitud—. ¿Qué clase de discurso de Ladrón de Medianoche es éste? Mirad, será mejor que prosigamos con nuestros bailes, ¿oui?
¡Oh! El populacho intentaba armar alboroto. ¿Cómo se atrevía aquel hombre de rostro temerario a no creerse su historia? De forma regia, sacó su machete y lo blandió hacia el bravucón. ¡Era la Brigand a Midnuit! ¡Todos escucharían sus palabras! Profirió con furia:
Soy yo. ¡De verdad os lo digo! ¡Tan-Tan, la Reina Ladrona!
La que calienta a los pobres con llamas de velas,
Y protege a los inválidos de todas las penas.
—¡Oh! —dijo el bravucón—. Ahora sé quien eres. Eres la amiga chiflada de Charlie. Doux-doux/ cariño, puede que te llames Tan-Tan, pero eso no te convierte en una leyenda.
Por supuesto que no.
¿Acaso no crees estar hablando con su majestad?
De ello no te puedo culpar;
Pues tu propio rostro dice, de forma tajante:
¿Qué le voy a hacer, si soy un ignorante?
Alguien rió entre dientes.
—Es cierto, Dambudzo, ya sabes que el sol no siempre brilla con tanta fuerza para ti como para el resto de nosotros —la gente rió—. Deja que escuchemos su historia.
Dambudzo frunció el ceño. Janisette aceleró el motor del coche. Su Majestad, la Ladrona de Medianoche, retrocedió un par de pasos por prudencia.
¡Esperad! Pues aún no os he contado
toda la monstruosidad de este hombre, el padre de Tan-Tan.
Ella no vino aquí por propia elección,
Él jamás le preguntó cuál era su opinión
Sobre su destino.
Recurrió a sus tretas para engañarla,
y de su madre separarla.
Ahora incluso su defensor había perdido el interés.
—¡Jo, mujer, eso no es asunto nuestro! En este lugar, la vida de todos nosotros es difícil. Podrías haber relatado algo más interesante, muchacha. ¡Adelante, orquesta! ¡Que vuelva a sonar la música!
—No. Respóndeme, zorra —chilló Janisette, saliendo del vehículo. Se inclinó sobre ella y escupió las palabras delante de la cara de aquel ser que vivía en las entrañas de la Reina—. ¿De quién es el niño que crece en tu vientre?
¡Oh! La Reina Bandido no pudo reprimir por más tiempo su cólera y estalló:
Como si no supieras, mujer madrastra,
Que era su padre quien la fornicaba.
La inquieta multitud guardó silencio. Incluso desde el lugar en el que se encontraba, la Reina pudo ver la conmoción que se dibujó en el rostro de algunos juerguistas debido a la crudeza de sus palabras. Todo esto era demasiado desagradable para Carnaval, pero no le importaba.
Sí. Inyectó en Tan-Tan al niño,
A su hijo o hermano,
¿Y ahora tú me señalas con la mano
para acusarme? ¿De qué, me pregunto yo?
Las lágrimas asomaron en los ojos de Janisette.
—Te acuso de libertina —dijo—. De fulana. Fuiste tú quién tentó a Antonio.
Oh, Mama Nanny, aquella mujer era la mentira personificada. ¡Y se atrevía a mentir delante de la realeza!
¿De verdad es eso lo que crees, mujer de Antonio?
¿Qué fue ella quién lo tentó con engaños?
Entonces, ¿por qué le regalaste un cuchillo por su cumpleaños?
La Reina Ladrona sacó de la funda el cuchillo de Tan-Tan y lo movió para que el filo parpadeara bajo la luz. A continuación, sacó también el machete y, sosteniendo las dos armas en lo alto, desafió a Janisette a que se abalanzara sobre ella.
Alguien se adelantó entre la multitud. Unas piernas cortas, unas rodillas nudosas, una cabeza demasiado grande para su cuerpo.
—¡Reconócelo, Janisette! ¿Para qué demonios le diste a tu hijastra un cuchillo, si no era para que se protegiera del ataque de su propio padre?
El corazón de la Reina Ladrona danzó en su pecho al oír hablar al amigo de Tan-Tan en su defensa. Sin embargo, esta historia debía ser cantada desde su propio alma, ¿oui? Sin soltar el cuchillo, levantó el brazo para que Cabeza de Melón guardara silencio.
Amables personas, debéis comprenderlo,
El padre de la Reina Ladrona era un hombre enfermo.
La primera vez que le hizo un niño, sólo tenía catorce años,
Y también solía golpearla con sus manos,
A Janisette la galanteó con dulces palabras,
Pero después sólo tuvo experiencias amargas.
Janisette se llevó una temblorosa mano a la cara, donde los puntos de sutura de Aislin trazaban una cicatriz que iba desde su mejilla hasta la barbilla.
Tan-Tan no podía enfrentarse a él,
Así que cuando cumplió los dieciséis,
Ella y vuestro sastre prepararon un plan:
A Dulce Pan de Maíz huirían,
Donde eternamente se amarían,
Lejos de Antonio.
Janisette se acariciaba el labio inferior. Miró a Cabeza de Melón de una forma angustiosa, ilegible.
¿La Reina contaría el resto de la historia? Cargada de emoción, su agrietada voz brotó en dos registros de forma simultánea. Tan-Tan, la Reina Ladrona, tanto la buena como la mala, observaron a Janisette con una mirada regia y hablaron:
Aquel plan de amor jamás se hizo realidad.
Pues Antonio violó a Tan-Tan en cuanto supo la verdad.
Mientras su apaleado cuerpo debajo del de su padre yacía,
Cogió el cuchillo y se lo clavó; sólo intentaba salvar su vida.
Había matado a su padre. La culpabilidad la inundó.
Y aquel mismo día, la Reina Ladrona nació.
Pendiente de cada palabra, la multitud estaba paralizada. En la mayor parte de los rostros se dibujaba el horror, aunque algunos simplemente parecían asustados, como si se estuvieran preguntado: ¿y si vienen a por mí? Sin embargo, no lograba descifrar la expresión de aquella cara. De acuerdo, Brer Mangosta parecía estar vigilante, al igual que Brer Ave de Corral.
Janisette estaba temblando, llorando, furiosa. De alguna forma, se las arregló para volver a subirse al tanque.
—Me defendí —dijo la Reina Ladrona, abandonando la rima libre y volviendo a su ser—. Por primera vez en mi vida, me defendí, Janisette.
Su madrastra se volvió al oír su nombre y se quedó con un pie en el aire.
—Fuiste tú quien me dio el cuchillo para que lo hiciera —continuó Tan-Tan—. No me digas que nunca oíste comentar a nadie lo que me estaba haciendo Antonio. Tú fuiste testigo de mi dura experiencia y nunca tuviste valor para decir nada. Así que, ¿por qué intentas acabar conmigo ahora, mujer, si sólo hice aquello para lo que tú me diste las herramientas?
Entonces Tan-Tan se dio cuenta de que había recuperado el control de su cuerpo y sintió que su boca se abría, sorprendida por las palabras que habían salido de ella. Ahora era Tan-Tan quien estaba contando la verdad.
—Sans humanité —espetó a Janisette—. ¡Sin compasión!
Era la típica frase final de los cantantes de calipso que ganaban el concurso de talento e ingenio. Tan-Tan se quedó boquiabierta y se llevó una mano a su boca mágica.
Su canción había resonado por toda la plaza. Todos la habían oído cantar la verdadera historia de su vida. Había contado la verdad delante de todos, había pronunciado aquellas dolorosas palabras. Había confesado su asesinato y había permitido que los habitantes de Dulce Pan de Maíz fueran sus testigos. Bajó la mirada hasta el suelo y esperó a que la máquina de Janisette se pusiera en marcha. Nanny, ahora me matará.
Pero no sucedió nada.
Levantó la mirada.
El pesar y el amor que se reflejaban en el rostro de Cabeza de Melón fueron como un bálsamo curativo. Con una gran sonrisa en la cara, su amigo le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Janisette estaba de pie sobre el tanque, con los brazos caídos a los lados, como una mujer que estuviera escuchando su propia condena. Su rostro se había arrugado como una fruta de la pasión que ha perdido todo su jugo.
La multitud empezó a aplaudir. Libras y peniques de Carnaval llovieron sobre la cabeza de la muchacha, que volvió a enfundar los cuchillos. De pie, entre la lluvia de dinero, era simplemente Tan-Tan y, aunque a veces era buena y a veces mala, siempre intentaba seguir adelante, como el resto de la gente. Sintió que la Reina Ladrona se relajaba en un agradecido sopor. Papá estaba muerto, pero su bebé estaba vivo. Había llegado la hora de dejar atrás el sentido de la culpabilidad.
Cabeza de Melón se acercó y la abrazó con los ojos brillantes. Le devolvió las pistolas que se le habían caído al intentar escapar de Janisette.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió ella. Esta vez era cierto.
Janisette bajó del tanque, pesada y torpemente. Su rostro era una máscara de amargura. Se acercó a Tan-Tan, le lanzó la llave de las esposas y escupió en el suelo, a sus pies.
—Me has dado hiel amarga para comer —le dijo—. Espero que el dolor te consuma del mismo modo que me ha consumido a mí.
—He sentido mucho pesar por mi padre y por mi madre. Conozco bien el dolor.
La banda había vuelto a subir al escenario. La multitud se congregó de nuevo en la plaza. La gente observaba a Tan-Tan de forma vacilante. Algunos le sonreían, pero muchos la miraban con el ceño fruncido.
—¿Así que esto era real o una obra de teatro? —oyó que le preguntaba alguien a un amigo.
Cabeza de Melón recogió la llave y liberó la muñeca de Tan-Tan.
Un hombre se acercó a ella cargando con su saco.
—Señora, lo ha hecho muy bien. He recogido todas las monedas que he podido encontrar y las he metido dentro.
Cabeza de Melón cogió el saco que le tendía el hombre y le dio las gracias.
—Ven a casa conmigo, Tan-Tan.
La música volvió a sonar. Mientras se alejaban de la plaza, Tan-Tan oyó que el tanque se ponía en marcha. Se giró para ver cómo avanzaba entre la multitud, abatido, alejándose.
Casi habían llegado a la puerta de su casa cuando un repentino dolor hizo que se le retorcieran las entrañas. Se quedó sin aliento. Respiró con fuerza.
—Cabeza de Melón, tengo que volver a casa.
—¿A qué casa? ¿Adónde?
—Tengo que regresar al bosque con Abitefa.
—¿Estás loca o qué? ¿Has perdido la cabeza? Necesitas tumbarte y descansar.
—Me acostaré cuando esté de vuelta en el bosque. Tengo que irme ahora mismo —sujetándose la barriga, protegiéndola, dio media vuelta sobre sus tobillos y empezó a caminar. Iba a irse, con o sin él.
—Pronto nos veremos —susurró a su vientre—. Quité una vida, pero acabo de salvar dos.
¡Oh, querido! Ésta es la parte más dura, la última parte del trabajo. Estoy aquí contigo, no tengas miedo. Sé que parece que tu mamá está intentando aplastarte para acabar contigo, pero lo único que sucede es que su cuerpo te está empujando para que salgas al mundo. No, ella no puede oírte todavía, sólo yo puedo hacerlo. Sí, ésta ha sido fuerte. Descansa un poco; viene otra.
En realidad, la Gran Red de Anansi y yo deberíamos estar hablando en estos momentos con tu mamá. Cuando Granny Nanny descubrió que Antonio había secuestrado a Tan-Tan, lo persiguió por los velos dimensionales, mientras yo cabalgaba sobre su espalda como Hueso Seco. Sólo un ordenador cuántico era capaz de rastrear a Tan-Tan por dimensiones infinitas como ésa, sólo Granny Nanny y yo, un eshu del hogar. Y sólo lo conseguimos porque el audífono de Tan-Tan no había muerto. Fue un viaje espantoso, pequeño; casi tan espantoso como el que estás emprendiendo tú en estos instantes. ¡Ay, ay! ¡Ha empujado con mucha fuerza! Lo sé, doux-doux. Intenta no asustarte. ¿Ves? Ya ha parado. Sólo falta un poco más.
Encontramos a tu mamá hace nueve años e intentamos ponernos en contacto con ella, pero los nanoácaros que crecían en su audífono no conseguían calibrarse bien cuando Nanny intentaba conectar con ellos entre las dimensiones. Granny Nanny tardó ocho años en conseguir que se calibraran, pero entonces ya era demasiado tarde, pues Tan-Tan ya era una mujer adulta: el audífono se había endurecido y Nanny no podría volver a hablar con ella nunca más. Viene otra contracción, cariño. Aguanta.
Antonio era un hombre enfermo, necesitado. Sin embargo, fue él quien nos proporcionó la forma de que pudiéramos volver a ponernos en contacto con Tan-Tan. Cuando se quedó embarazada de ti, Nanny ya había resuelto el tema de la calibración y ordenó a los nanoácaros de la sangre de tu mamá que migraran a tus tejidos, que se fueran transmutando en ti a medida que crecías, para que pudieras oír la canción de Nanny. Puedes oírme porque todo tu cuerpo es una conexión viva con la Interfaz de Nanotecnología de la Gran Anansi. Tu pequeño cordón umbilical cantará las melodías de Nanny, doux-doux. Serás un tejido de su red. Las personas de carne dicen que los audífonos les permiten tener un sexto sentido, aunque en realidad no es más que un apoyo, ¿oui? No les proporciona una percepción totalmente funcional. Sin embargo, tú sí que posees esa extremidad adicional, ¿sabes? ¡Ups! ¡Ya llega! ¡Ya llega! Eso que sientes es tu cabeza que está coronando, amor mío... Lo que sientes en la piel del cuero cabelludo es aire. ¡Bienvenido a uno de los mundos, pequeño!
Tan-Tan estaba acostada, aturdida por el cansancio y mirando a la personita que tenía entre los brazos. Los ojos del bebé vacilaron sobre su cuerpo, esforzándose en enfocar cuando llegaron a la cara de su mamá. Durante un segundo, consiguió verla bien. El bebé tenía la carita de Antonio, pero esos también eran sus rasgos, los de ella. Su hijo no era ningún monstruo. El recién nacido bostezó torciendo la boca y la volvió a cerrar. De ella salieron unos sonidos chirriantes.
—Está cantando —dijo riendo Cabeza de Melón, acariciando la mejilla del bebé.
—No —respondió Tan-Tan—. Creo que sólo es un gas.
Abitefa acercó el hocico al nido de mantas que les había llevado Cabeza de Melón y olfateó la piel del pequeño a modo de bienvenida.
—¿Cómo vas a llamarlo? —preguntó Cabeza de Melón, pasando los dedos sobre los diminutos rizos del pelo del bebé.
—Tubman —Tan-Tan se sorprendió de lo rápido que había pronunciado aquel nombre. No había pensado en ningún momento en cómo lo iba a llamar. Levantó la cabeza y sonrió a Cabeza de Melón.
Tubman: el puente humano de la esclavitud a la libertad. Te ha dado un buen nombre, doux-doux. El nombre que te hubiera dado una mujer visionaria. Duerme, Tubman.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado
Nota sobre la autora
Nalo Hopkinson nació el 20 de diciembre de 1960 en Kingston, Jamaica. Tal y como ella misma reconoce, buena parte de su obra refleja esa dualidad entre su país de procedencia y el lugar de residencia. Nalo Hopkinson comenzó a escribir en 1993, el mismo año en que falleció su padre, el poeta, profesor, actor y escritor teatral Slade Hopkinson —formado en la Universidad de Yale—, una de sus principales influencias a nivel literario. Su madre trabajaba en una librería, lo cual permitió a la joven Nalo descubrir la sección de ciencia ficción y autores como Harlan Ellison, Samuel R. Delany y Elizabeth Lynn o corrientes como la New Wave. La familia se trasladó a Canadá en 1977, cuando contaba dieciséis años. Concluyó sus estudios en la Universidad de York en 1982. Actualmente, vive en Ontario.
Sus comienzos en la literatura fueron fruto de la voluntad y el azar a partes iguales. En 1995 se desplazó hasta el «Clarion Science Fiction and Fantasy Writers' Workshop», organizado por la Universidad de Michigan, para mejorar su narrativa breve. De regreso, se enteró de la celebración del concurso «Warner Aspect First Novel». La escritora tenía un manuscrito incompleto y mandó una muestra.
Dos semanas después recibió la confirmación de que había pasado el primer corte y el ruego de que enviase la novela completa. Pasó los dos siguientes meses escribiendo a toda velocidad la novela y repasándola, puntualmente, cada dos semanas con su grupo del taller literario en el que se hallaba colaborando. Exhausta, logró finalizar justo a tiempo. A los seis meses, Betsy Mitchell —representante de Warner—, la telefoneó para comunicarle que Brown Girl in the Ring había ganado el premio en su edición de 1997. Este triunfo lanzaba la carrera de una de las novelistas más prometedoras que ha surgido en los últimos años. Gozando de una cálida acogida por parte de la crítica, la novela ha sido reeditada ya en cinco ocasiones y se ha publicado en países como Francia o Polonia. En 1998 obtuvo el galardón «Ontario Arts Council Foundation» que se concede al artista más prometedor y un año más tarde el «John W. Campbell» que se concede por la misma razón.
En 2000, de mano de la misma editorial, publicó Midnight Robber. Nuevamente gozó de buen trato por la crítica. Para ser sólo la segunda novela de su carrera, le ha supuesto el reconocimiento absoluto a su labor y la ha situado en lo más alto de la consideración de los lectores, ya que ha estado en la recta final para ganar los más prestigiosos galardones de la cf mundial: el Hugo, el Nebula y el Philip K. Dick.
Actualmente, se encuentra preparando su próxima novela, cuyo título provisional es Griffonne. Hopkinson ha anunciado que la magia, los personajes femeninos y la diáspora africana estarán presentes en su obra.
La autora define su obra como ficción especulativa, considerando ésta como un compendio de sus principales referencias: realismo mágico, ciencia ficción, fantasía y terror y, por supuesto, sin renunciar a su estilo poético y prosa sutil. Hopkinson concede gran preponderancia a los personajes femeninos y a la ambientación caribeña.
Bibliografía de Nalo Hopkinson
Novelas
▪ 1997 — Brown Girl in the Ring
*Ganadora del concurso que Warner organiza para premiar las mejores óperas primas, se publicó en julio de 1998
▪ 2000 — Midnight Robber
La Ladrona de Medianoche, La Factoría de Ideas (2001), Solaris Ficción n° 16
La escritora caribeña no se ha prodigado mucho en la faceta de narrativa breve pese a que ha demostrado una especial inclinación hacia el relato corto. La razón de esta aparente contradicción obedece a su fulgurante eclosión, coincidiendo sus primeros relatos con su primera novela. Tras la excelente acogida de sus novelas, Hopkinson ha concentrado sus esfuerzos en sus libros. En diciembre de 2001, la editorial Warner va a publicar la antología Sink Folk.
Relatos
▪ 1995 — Midnight Robber
*Publicado en Exile Magazine, número 18. Este relato, que posteriormente le serviría para desarrollar su segunda novela, se inspira en una de las leyendas jamaicanas más populares: la del héroe y villano Jack «Tres dedos».
▪ 1996 — Ahabit of Waste
*Publicado en el número 53 del semanario feminista Fireweed, recopilado para el público norteamericano en la antología Northern Suns de la editorial Tor y el australiano \Women of the Other Worlds. Sin duda, su relato más personal. Entremezcla la historia de una joven mujer de raza negra que intenta adaptar a su cuerpo los cánones de belleza de las revistas con un trasfondo más personal: el poema más conocido de su padre, The Madwoman of Papine.
▪ 1997 — Money Tree
*Aparecido en Tesseracts 6 e inspirado en la leyenda jamaicana de la mesa dorada.
▪ 1997 — Riding the Red
*Publicado en la antología Black Swan, White Rav.
▪ 1997 — Tan-Tanad the Rolling Calf
*Publicado en Lady Churchill's Rosebud Wristlet.
▪ 1973 — Inconstant Moon
*Selección de relatos tomados de sus antologías The Shape of Space y All the Myriad Ways
▪ 1998 — Slow Cold Chick
*Realizado para la Canadian Broadcoast Corporation, aparecería posteriormente en la antología Northern Frights 5. La autora ha definido la esencia del relato como una conjunción de emociones soterradas y deseos silenciados.
▪ 1999 — The Glass Bottle Trick
▪ 1999 — Precious
*Un relato del que está especialmente orgullosa, se encontraba bloqueada y se levantó de madrugada; no paró de escribir hasta que amaneció. Ha sido publicado la antología Silver Birch, Blood Moon.
▪ 2000 — Bitter
*Un monólogo encargado por el Toronto World Stage Festival y leído por el actor Sandi Ross.
▪ 2000 — Greedy Choke Puppy
* En la antología Dark Matter: A Century of Speculative Fiction From the African Diaspora. La autora siempre se sintió fascinada por los cuentos caribeños sobre mujeres vampiro y su iconografía
▪ 2000 — Ganger: Ball Lightning
*En la antología Dark Mattter: A Century of Speculative Fiction From the African Diaspora. El fuego de San Telmo y el sensual rito de la preparación del chocolate constituyen el original núcleo de este relato.
▪ 2001 — Under Glass
*Relato publicado en la división de e-books de la editorial Warner.
Nota
La autora también ha publicado algunos cuentos que no se adscriben a la ficción especulativa o el fantástico, como Fisherman. Pequeño cuento de corte erótico que aborda la historia de una persona peculiar, con una vida no menos peculiar, que afronta el pavor y el placer del sexo por primera vez.
Premios
Desde que la escritora afincada en Canadá ha despuntado, su nombre no ha cesado de figurar en las posiciones cabeceras de los grandes premios, incluido el prestigioso Hugo. Evidentemente, con una producción relativamente pequeña su palmares todavía es exiguo, pero, a tenor de la calidad de su obra, no parece aventurado suponer que el futuro le pertenece. Una voz propia y una ambientación tremendamente personal, casi única, son sus principales bazas. Los galardones obtenidos, o a punto de obtener, hasta la fecha son:
▪ 1998 — Ontario Arts Council Foundation al escritor más prometedor.
▪ 1999 — Locus de Novela por Brown Girl in the Ring.
▪ 1999 — John W. Campbell de Novela por Brown Girl in the Ring.
▪ 2001 — Finalista del Hugo de Novela por Ladrona de medianoche
▪ 2001 — Finalista del Nebula de Novela por Ladrona de medianoche
▪ 2001 — Finalista del Philip K. Dick de Novela por Ladrona de medianoche
Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni el registro en un sistema informático, ni la transmisión bajo cualquier forma o a través de cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación o por otros métodos, sin el permiso previo, específico y por escrito, de los titulares del copyright.
Título original: Midnight Robber
Traducción: Isabel Merino Bodes
Directores de colección: París Álvarez y Juan Carlos Foujade
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Dúo
Ilustración de cubierta: Grupo Marte, Comunicación Gráfica
Vista Alegre, 12 - 28019 Madrid
Escaneado por Tidida
Directores editoriales: Juan Carlos Poujade y Miguel Ángel Álvarez
Filmación: Autopublish Impresión: Graficinco, S.A.
Impreso en España
Colección Solaris Ficción n°16
Publicado por La Factoría de Ideas, C/Pico Mulhacén, 24.
Pol. Industrial "El Alquitón". 28500 Arganda del Rey. Madrid.
Teléfono: 91 870 45 85
www.distrimagen.es
Derechos exclusivos de la edición en español: © 2001, La Factoría de Ideas
Primera edición
La mención o referencia a cualquier otra compañía o producto en estas páginas no debe ser tomada como un ataque a las marcas registradas o propiedades intelectuales correspondientes, 11
ISBN: 84-8421-468-0Depósito Legal; M-48458-2001