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    ---------------------

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    Fade In (estándar)


    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
  • Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

    45 90

    135 180
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    0 X




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Seleccionar Hora y Minutos

    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

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    Avatar 6

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    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
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    10%
    )


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    )


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    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

    20 40

    60 80

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    FILTROS

    ELEMENTO

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    Dos Puntos
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    Slide
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    FILTRO

    Blur
    (0 - 20)

    Contrast
    (1 - 1000)

    Hue-Rotate
    (0 - 358)

    Sepia
    (1 - 100)
    VALORES

    ▪ Normal

    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

    ACTIVAR

    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

    ▪ Normal
    SUPERIOR-INFERIOR

    ▪ Arriba (s)

    ▪ Centrar

    ▪ Inferior
    MOVER

    Abajo - Arriba
    REDUCIR-AUMENTAR

    Aumentar

    Reducir

    Normal
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    Más - Menos
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    Restablecer Reloj
    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    H= M= R=
    -------
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    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


    DESACTIVADO
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    Almacenar

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    Relojes a cambiar

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    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
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    ▪3


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    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    EL POLICÍA QUE RÍE (Maj Sjowall & Per Wahloo)

    Publicado en diciembre 26, 2010
    (Martin Beck 04)

    Traducción de Martin Lexell y Manuel Abell

    Título original: Skrattande polisen
    © Maj Sjöwall y Per Wahlöö, 1968
    Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency
    © prólogo, Jonathan Franzen, 2009
    © traducción, Martin Lexell y Manuel Abella, 2009
    © de esta edición, RBA Libros, S.A. 2009
    Santa Perpetua, 12 ― 08012 Barcelona

    rba―libros@rba.es / www.rbalibros.com
    Primera edición: enero 2009
    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
    Ref.: OAFI298
    ISBN: 978―84―9867―394―4
    Composición: Víctor Igual
    Impreso por Liberdúplex
    Depósito legal: B―27―12009

    PRÓLOGO


    Un sueco de verdad, Ekström, que compartía habitación conmigo en la residencia universitaria, fue quien me dio a conocer este libro. Me regaló una edición barata, de bolsillo, en cuya portada aparecía la foto cutre de un individuo enfundado en una gabardina, que lucía gafas de sol de estilo mod y apuntaba a la cara del lector con una ametralladora. Esto sucedió en 1979. Por entonces, yo sólo leía gran literatura (Shakespeare, Kafka, Goethe) y aunque podía perdonar a Ekström por no advertir que me había convertido en una persona seria, lo cierto es que no sentí ni el más mínimo interés por leer un libro con una portada tan escabrosa. Sólo al cabo de muchos años, una mañana que estaba en cama, enfermo y demasiado débil para enfrentarme a Faulkner, Henry James y gente por el estilo, volví por azar a echar mano al libro. En esa época, yo estaba casado con una mujer que también se dedicaba a escribir, e invertía buena parte de mis energías en la obsesiva tarea de evitar resfriados, hasta tal punto que me lavaba las manos de forma compulsiva y llegué a inventar un pequeño gesto privado, para recordar a mi mujer que antes de llevarse las manos a los ojos debía limpiarlas de gérmenes. La razón de todo esto era que cada vez que cogía un catarro era incapaz de escribir y de fumar, y cuando era incapaz de escribir y de fumar no lograba sentirme inteligente, puesto que sentirme inteligente constituía mi única defensa frente al mundo. Pues bien, ¡qué consuelo más perfecto resultó ser El policía que rie! Después de conocer al comisario Beck perdí para siempre el miedo a los catarros (y mi mujer, a su vez, dejó de sentir miedo ante mi malhumor, cada vez que cogía uno). Y es que, desde ese momento, los catarros quedaron asociados al lúgubre y divertido mundo de la policía criminal sueca. Diez eran, en total, las novelas negras de Martin Beck, todas ellas dignas de ser leídas de cabo a rabo durante el peor día de dolor de garganta. Mi entrega favorita, la que leía más a menudo, era El policía que ríe. Sus autores, el feliz matrimonio de Maj Sjöwall y Per Wahlöö, conseguían casar en ellas la satisfactoria sencillez de la novela de género y el aliento tragicómico de la gran literatura. En sus libros el bello y hábil trabajo de la investigación detectivesca se combina con poderosas y puras evocaciones del tipo de sufrimiento que tanto ansia la gente con dolor de garganta.



    «El tiempo era horrible», nos informan los autores en la primera página de El policía que ríe. E igual de horrible seguirá siendo durante toda la obra. El suelo de la jefatura de policía «aparecía cubierto de suciedad», y quienes lo ensuciaban estaban «empapados de sudor y lluvia». La acción de uno de los capítulos se desarrolla durante «un miércoles repulsivo». Otro comienza: «Lunes. Nieve. Viento. Un frío de todos los demonios». Y lo que vale para el tiempo vale también para la sociedad en general. La visión negativa que tienen Sjöwall y Wahlöö de la Suecia de posguerra, tema recurrente en todas sus novelas, alcanza extremos delirantes en El policía que ríe. El invierno sueco es indefectiblemente un asco, los periodistas suecos son indefectiblemente sensacionalistas y estúpidos, las caseras suecas son indefectiblemente racistas y codiciosas, las autoridades policiales suecas miran indefectiblemente por su propio interés, la clase alta sueca es indefectiblemente decadente o depravada, los manifestantes pacifistas suecos son indefectiblemente perseguidos, los ceniceros suecos están indefectiblemente llenos a rebosar, el sexo en Suecia es indefectiblemente sórdido o repulsivamente crudo y las calles suecas en período navideño constituyen indefectiblemente una pesadilla. Cuando el inspector Lennart Kollberg consigue por fin una tarde libre y se sienta a tomarse un buen trago de aguardiente, el lector sabe con seguridad que su teléfono está a punto de sonar con algún asunto urgente. Es probable que el Estocolmo de los años sesenta tuviese su buena dosis de fealdad y frustraciones, pero la fealdad absoluta y la frustración absoluta que se describen en la novela son, evidentemente, exageraciones cómicas.

    Huelga decir que el modélico sufridor del libro, Martin Beck, no le ve la gracia al asunto. Es más, si algo hace de esta novela una lectura tan reconfortante es precisamente su negativa a reconfortar al protagonista. Cuando sus hijos, el día de Navidad, pinchan en el tocadiscos una grabación de la canción El policía que ríe, en la que Charles Penrose suelta enormes carcajadas entre verso y verso, Beck escucha serio como una tumba mientras sus hijos ríen sin parar. Beck se suena la nariz y estornuda ―arrastra un catarro aparentemente incurable― sin dejar de fumar su tabaco malo, marca Florida. Es un hombre caído de hombros y de tez grisácea, mal jugador de ajedrez. Padece úlcera, toma demasiado café («para empeorar las cosas») y duerme solo en el sofá del cuarto de estar (para no tener que vérselas con su mujer, una auténtica tarasca). En ningún momento contribuye de forma espectacular a la aclaración de la matanza cometida en el capítulo 2 del libro. Su única aportación valiosa consiste en descubrir qué viejo caso archivado estaba investigando un joven colega fallecido. Pero olvida comentar este dato con los demás y, por no registrar a conciencia el escritorio de su difunto colega, hace que su equipo de trabajo pase por toda una serie de contratiempos, que se prolongan durante mes y medio y bien hubieran podido evitarse. En este libro, su intervención más digna de mención no viene a resolver un crimen sino a evitar otro, quitando las balas del cargador de una pistola.

    Un rasgo llamativo de Sjöwall y Wahlöö, como autores de novela de intriga, es el insobornable distanciamiento que mantienen frente al protagonista. Dejan que Martin Beck sea un policía de verdad, lo cual significa que no caen en la tentación de convertirlo en rebelde romántico, héroe inadaptado, genio en la resolución de enigmas, bebedor interesante, benefactor anónimo o cualquier otra máscara autocomplaciente, de esas que los autores de novela negra suelen proyectar sobre sus protagonistas. Beck es cauteloso, retraído, flemático y, en general, poco literario. Sin embargo, Sjöwall y Wahlöö, al representarle con comprensión no exenta de rigor, hacen justicia a la realidad del trabajo policial. Es verdad que a veces se permiten ciertas libertades con los personajes secundarios, especialmente con Lennart Kollberg, hombre «sensual» y que odia las armas, en cuyas diatribas izquierdistas resulta difícil no percibir la voz y las opiniones de los propios autores. Pero Kollberg, significativamente, es el detective que más extraño se siente dentro del departamento de policía. En una entrega posterior de la serie acabará incluso abandonando la policía, mientras que Martin Beck, fiel a su deber, continuará subiendo en el escalafón. Aunque se ha insistido mucho ―y con razón― en que la pretensión de Sjöwall y Wahlöö, en los diez volúmenes que componen la serie, era trazar el retrato de una sociedad moderna y corrompida, no menos impresionante resulta el modo en que, libro a libro, se nos va revelando cuan obstinadamente Otro es el mundo en que se desarrolla el trabajo policial.

    Mientras la matanza sigue sin resolver, Beck no puede dejar de sentirse abatido. Él y sus colegas investigan miles de pistas inútiles, van de puerta en puerta desafiando gélidos vientos, aguantan los improperios que les dirigen todo tipo de necios y sádicos, emprenden largos y sufridos viajes en coche por carreteras invernales, se tragan un número inimaginable de indigestos informes. Hacer trabajo policial es, en una palabra, sufrir. Los lectores, que no somos Martin Beck, podemos reírnos de lo horrible que resulta dicho mundo y de su espantosa capacidad para infligir sufrimiento a los detectives. Para los lectores, el libro es un entretenimiento de principio a fin. Con todo, son precisamente esos sufridos maderos quienes consiguen el bello resultado final: la aclaración simultánea de un crimen viejísimo y de otro reciente, espantoso, resolución que se articula en torno a un delicioso motivo de recóndita erudición automovilística y que viene preludiada por las palabras que, uno tras otro, van repitiendo todos los testigos: «Eso mismo me preguntó él». El policía que ríe atraviesa la fealdad del mundo real para alcanzar finalmente la belleza autosuficiente del trabajo policial bien hecho. El libro se nutre de la tensión entre la visión antiutópica de los autores y el optimismo propio del género― Cuando Martin Beck finalmente ríe, en la última página, lo hace al advertir cuan innecesario ha sido todo el sufrimiento. Y cuan irreal.

    JONATHAN FRANZEN


    CAPÍTULO I


    En la tarde del 13 de noviembre en Estocolmo llovía a cántaros. Martin Beck y Kollberg estaban en casa de este último, situada no muy lejos de la estación de metro de Skärmarbrink, en una de las zonas residenciales del sur, enfrascados en una partida de ajedrez. Ambos libraban, pues los últimos días no había sucedido nada de particular.



    Martin Beck era un pésimo jugador de ajedrez, pero de todas maneras se obstinaba en jugar. Kollberg tenía una hija de poco más de dos meses. Precisamente esa tarde se veía obligado a ejercer de niñero. Martin Beck, por su parte, no tenía muchas ganas de volver a casa antes de lo estrictamente necesario. El tiempo era horrible. La lluvia caía a rachas, barriendo los tejados de las casas y golpeando con estrépito en los cristales de las ventanas. Las calles estaban en general desiertas, pobladas tan sólo por un pequeño número de personas, que creían tener razones de peso para salir de casa con un tiempo así.

    Ante la embajada de Estados Unidos, sita en Strandvägen, y a lo largo de las calles adyacentes, cuatrocientos doce policías se enfrentaban a aproximadamente el doble de manifestantes. Los agentes del orden iban provistos de bombas de gas lacrimógeno, pistolas, látigos, porras de goma, coches, motocicletas, estaciones de onda corta, megáfonos de pilas, perros―policía y caballos alborotados. Los manifestantes no tenían más arma que una misiva y pancartas de cartón, que comenzaban a deslavazarse bajo la lluvia torrencial. Resultaba difícil ver en ellos un grupo unitario, pues había gente de la más variada extracción social: desde colegialas de trece años con vaqueros y trenkas y estudiantes universitarios serios como tumbas, hasta provocadores y pendencieros de oficio, y como mínimo una artista de ochenta y cinco años con boina y paraguas de seda azul. Algún poderoso interés común los había echado a la calle, a despecho de la lluvia y de lo que pudiera sucederles. Por otra parte, el bando policial tampoco reunía precisamente a lo más selecto del cuerpo; había sido formado con gente procedente de todos los distritos, pero cualquier policía que tuviera amistad con un médico o que dominase el arte de escurrir el bulto, se había descolgado de tan desagradable empresa. Quedaban, por tanto, los que sabían lo que hacían y hallaban gusto en ello, y también los que en la jerga profesional se denominaban «gallitos», esto es, novatos sin ninguna experiencia que, por ello mismo, no osaban escaquearse y que tampoco tenían la más remota idea de lo que realmente se traían entre manos los otros, ni menos aún de por qué lo hacían. Los caballos se encabritaban y mordían el freno, los policías manoseaban las fundas de sus pistolas y se lanzaban al ataque una y otra vez con las porras de goma. Una chica joven esgrimía una pancarta con la memorable consigna: ¡CUMPLE CON TU DEBER: FOLLAR Y PARIR MÁS POLICÍAS! Tres agentes de ochenta y cinco kilos de peso se abalanzaron sobre ella, rompieron en pedazos la pancarta y arrastraron a la chica a uno de los furgones, donde le retorcieron el brazo tras la espalda y le tocaron las tetas. Ese mismo día había cumplido trece años y aún no había mucho de donde agarrar.

    En total fueron arrestadas unas cincuenta personas. Muchos sangraban. Entre los detenidos había algunos famosos, que previsiblemente escribirían sobre esto en los periódicos o se quejarían en radio y televisión. Al verlos, los subinspectores de guardia en las comisarías de los distritos eran presa de escalofríos, y se apresuraban a acompañarles hasta la puerta con sonrisas excúlpalorias y comedidas reverencias. Otros, en cambio, lo pasaron mucho peor durante el interrogatorio de rigor. Un policía montado había recibido en la cabeza el impacto de una botella vacía, obviamente lanzada por alguien. El jefe de la operación era un alto cargo de la policía con formación militar. Pasaba por ser experto en cuestiones de orden público, y contemplaba satisfecho el completo caos que había conseguido provocar.

    En el piso de Skärmarbrink, Kollberg recogió las figuras de ajedrez, las puso en la caja de madera y, dando un golpe, cerró la tapa corrediza. Su mujer había vuelto del curso vespertino y se había acostado inmediatamente.

    ― Nunca aprenderás ―se quejó Kollberg.
    ― Tengo entendido que requiere algún tipo de talento especial ―replicó Martin Beck melancólicamente―. Por lo visto, se denomina talento ajedrecístico.

    Kollberg cambió de tema.

    ― Esta tarde debe de haber un follón de mil demonios en Strandvägen ―comentó.
    ― Seguro. ¿De qué se trata exactamente?
    ― Iban a entregar una carta al embajador ―contestó Kollberg―. Una carta. ¿Por qué no la mandan por correo?
    ― Sería menos espectacular.
    ― Ya. Pero de todas maneras es tan estúpido que da vergüenza.
    ― Sí ―asintió Martin Beck.

    Se había puesto abrigo y sombrero y se disponía a irse. Kollberg se levantó apresuradamente.

    ― Salgo contigo.
    ― ¿Y qué vas a hacer ahora?
    ― Bueno… dar una vuelta.
    ― ¿Con este tiempo?
    ― Me gusta la lluvia ―dijo Kollberg, enfundándose su gabardina de color azul oscuro.
    ― ¿No basta con que yo esté resfriado? ―dijo Martin Beck.

    Martin Beck y Kollberg eran policías. Estaban adscritos a la Brigada Nacional de Homicidios. De momento no tenían nada especial entre manos y podían considerarse libres sin demasiada mala conciencia.

    En la ciudad no se veía ni un solo policía por la calle. Delante de la estación central, una señora anciana esperaba en vano la llegada de algún agente que, tras hacerle el saludo militar, la ayudase sonriente a cruzar la calle. En pleno centro, una persona acababa de romper un escaparate con un ladrillo, sin temor alguno a que la llegada de un coche patrulla viniese, entre aullidos, a interrumpir sus actividades.

    La policía estaba ocupada.

    Una semana antes, el director general de la policía había declarado públicamente que muchas de las tareas cotidianas desarrolladas por el cuerpo quedaban necesariamente postergadas, ante la necesidad de proteger al embajador norteamericano de cartas y demás molestias causadas por personas que desaprobaban la guerra de Vietnam y la política del presidente Lyndon Johnson.

    El subinspector primero de la policía criminal Lennart Kollberg tampoco aprobaba a Lyndon Johnson, ni la guerra de Vietnam, pero en cambio sí los paseos bajo la lluvia.

    A las once de la noche todavía seguía lloviendo y la manifestación podía considerarse disuelta.

    Hacia esa misma hora, se produjeron en Estocolmo ocho asesinatos y uno más en grado de tentativa.


    CAPÍTULO II


    Lluvia, pensó, mientras miraba malhumorado por la ventana. Oscuridad de noviembre y lluvia, fría y torrencial. Presagio de un invierno inminente. Pronto empezaría a nevar.



    Nada en la ciudad le resultaba especialmente atractivo en ese momento, desde luego no aquella calle, con sus árboles pelados y sus grandes y desvencijados bloques de apartamentos; una explanada desértica, mal trazada y mal planificada desde el momento mismo de su proyección. No conducía ni había conducido nunca a ninguna parte y sólo subsistía como triste vestigio de un plan de ensanche iniciado hace tiempo con muchas ínfulas pero nunca llevado a término. No había escaparates iluminados ni gente por las aceras. Sólo grandes árboles pelados y las farolas del alumbrado público, cuya blanca y gélida luz se reflejaba en los charcos y en las carrocerías de los coches, relucientes de lluvia.

    Había caminado tanto tiempo bajo la lluvia que tenía el pelo empapado y caladas las perneras del pantalón. Podía sentir la humedad en las piernas y las frías gotas de lluvia que descendían por su cuello, cerviz abajo, hasta alcanzar la espalda.

    Soltó los dos botones superiores de su gabardina, metió la mano derecha dentro de la chaqueta y palpó con precaución la culata de su pistola, también fría y húmeda.

    Al tocarla, el hombre de la gabardina azul oscura se estremeció involuntariamente e intentó pensar en otra cosa. Por ejemplo, en la terraza del hotel de Andraitx en el que había pasado sus vacaciones cinco meses antes. En el calor abrasador y el sol resplandeciente sobre el muelle y las barcas de los pescadores, y en el azul profundo del infinito cielo, sobre la cresta de la montaña, al otro lado de la bahía.

    Luego pensó que en esta época del año sin duda estaría lloviendo allí también, y en las casas no había calefacción, sólo chimeneas abiertas.

    Después advirtió que ya no estaban en la calle de antes. Dentro de poco, tendría que volver a salir a la lluvia.

    Oyó cómo alguien descendía la escalera a sus espaldas y supo que se trataba de la persona que había subido al autobús doce paradas antes, delante de los grandes almacenes Åhléns de Klarabergsgatan, en el centro de la ciudad.

    Lluvia, pensó. No va conmigo. La verdad es que la odio. Me pregunto cuándo van a ascenderme. ¿Qué se me ha perdido a mí aquí? ¿Por qué no estoy en casa con…?

    Éste fue su último pensamiento.

    El vehículo era un autobús rojo de dos pisos, con un cuerpo superior de color crema y techo lacado en gris, modelo Leyland Atlantean, fabricado en Inglaterra pero adaptado a la circulación por la derecha, implantada en Suecia dos meses antes. Se daba la circunstancia de que esa tarde cubría la línea 47, que hacía el recorrido de ida y vuelta entre Bellmansro, en Djurgården, y Karlberg. En ese momento avanzaba en dirección noroeste, aproximándose a su final de trayecto en Norra Stationsgatan, situada a sólo unos metros del límite municipal entre Estocolmo y Solna.

    Solna es una ciudad residencial colindante con Estocolmo, que funciona como entidad independiente a efectos administrativos, si bien el límite entre ambos municipios no se deja notar más que como una línea trazada en el plano urbano.

    El autobús rojo era grande, más de once metros de largo y casi cuatro y medio de altura. Su peso superaba las quince toneladas. Tenía los faros encendidos y resultaba cálido y acogedor, con sus ventanas empañadas, mientras avanzaba zumbando entre las filas de árboles pelados a lo largo del desierto Karlbergvägen. Luego torció a la derecha, enfilando Norrbackagatan, y el ruido del motor se amortiguó por la larga pendiente que desciende hasta Norra Stationsgatan. La recia lluvia repicaba contra la carrocería y los cristales, y las ruedas descendían firme e implacablemente, arrojando a su paso torrentes de agua arremolinada.

    El cabo de la calle marcaba también el final de la pendiente. Aquí, el autobús debía torcer en ángulo de treinta grados y entrar en Norra Stationsgatan. Desde este punto al final de trayecto restaban sólo unos trescientos metros.

    La única persona que observaba el vehículo en ese momento era un hombre arrimado al muro de una casa, unos ciento cincuenta metros más arriba, en Norrbackagatan. Era un ladrón, que estaba a punto de romper un escaparate. Miró el autobús, porque quería que se quitara de en medio, y esperó a que pasara.

    Vio cómo, efectivamente, el autobús frenó al llegar al cruce y luego comenzó a girar a la izquierda con los intermitentes encendidos. Luego se perdió de vista. El ruido de la lluvia era ensordecedor. El individuo levantó la mano y echó abajo el cristal.

    Lo que no pudo ver fue que el giro nunca llegó a completarse.

    Por un instante, el autobús rojo de dos pisos pareció detenerse en mitad de la curva. Luego, cruzó transversalmente la calzada, atravesó la acera y penetró medio cuerpo por la verja de alambre que separa Norra Stationsgatan de los desiertos solares de la terminal ferroviaria, sita al otro lado.

    Allí se detuvo. El motor se paró. Pero los faros y la iluminación interior continuaron encendidos. Las ventanas empañadas seguían brillando como antes, cálidas y acogedoras en medio del frío y de la oscuridad. Y la lluvia azotaba el techo de chapa.

    Pasaban tres minutos de las once de la noche, el 13 de noviembre de 1967. En Estocolmo.


    CAPÍTULO III


    Kristiansson y Kvant eran agentes de radiopatrulla en Solna. A lo largo de su carrera profesional, no especialmente pródiga en sucesos, habían tenido ocasión de arrestar a varios millares de borrachos y a no pocos mangantes. En una ocasión, al parecer, llegaron incluso a salvar la vida de una niña de seis años, deteniendo a un notorio asesino sexual que estaba a punto de abatirse sobre la criatura. Esto había ocurrido hacía menos de cinco meses, de forma puramente fortuita, por decirlo de algún modo. No obstante, la intervención no dejaba de ser una hazaña, y ellos se habían propuesto vivir de las rentas durante mucho tiempo.



    Esa tarde no habían pillado nada, aparte de unas cervezas que quizá contravenían el reglamento y respecto de las cuales, por tanto, hubo que omitir toda referencia.

    Poco antes de las diez y media recibieron un aviso por radio y pusieron rumbo a la dirección indicada, en Kapellgatan, distrito de Huvudsta, donde alguien había encontrado a un hombre inconsciente junto a la escalera exterior de su casa. Apenas tardaron tres minutos en personarse en el lugar.

    Allí, efectivamente, tumbado de través delante de la puerta, descubrieron a un individuo ataviado con unos pantalones negros deshilachados, zapatos gastados y un abrigo ulster andrajoso de color grisáceo. Una mujer mayor aguardaba en bata y zapatillas en el rellano de la escalera iluminado, al otro lado de la puerta. Ella era por lo visto la que se había quejado. Les hizo señas a través del cristal, luego entreabrió la puerta, sacó un brazo por la rendija y señaló imperiosamente al hombre que yacía inmóvil.

    ― Bueno, ¿entonces qué pasa aquí? ―preguntó Kristiansson.

    Kvant se agachó y se puso a husmear.

    ― Inconsciente ―dijo con profundo e íntimo desagrado―.

    Venga, echa una mano, Kalle.

    ― Espera un momento ―respondió Kristiansson.
    ― ¿Qué?
    ― Señora, ¿conoce usted a este hombre? ―preguntó Kristiansson educadamente.
    ― ¡Vaya que si le conozco!
    ― ¿Y dónde vive?

    La mujer señaló una puerta del corredor, tres metros más allá.

    ― Allí ―dijo―. Se quedó dormido mientras intentaba abrir.
    ― Cierto, todavía tiene las llaves en la mano ―dijo Kristiansson rascándose la cabeza―. ¿Vive solo?
    ― ¿Y quién va a querer vivir con una mierda de hombre así? ―respondió la señora.
    ― ¿Qué piensas hacer? ―inquirió Kvant con desconfianza.

    Kristiansson no respondió. Se inclinó y tomó las llaves de la mano del durmiente. Agarrándolo en seco, de un modo que evidenciaba largos años de experiencia profesional, puso de pie al borracho, abrió la puerta de un empujón con la rodilla y remolcó al individuo a lo largo del corredor. La mujer se hizo a un lado y Kvant se quedó parado en la escalera delante del portal. Ambos contemplaban la escena en actitud de pasivo desagrado.

    Kristiansson abrió la puerta con la llave, dio la luz y le quitó al individuo el abrigo mojado. El borracho avanzó unos pasos, tambaleándose, se desplomó encima de la cama y balbució:

    ― Gracias, querida señorita.

    Luego se puso de lado y se quedo dormido. Kristiansson dejó el llavero en una silla de tijera junto a la cama, apagó la luz, cerró la puerta tras de sí y regresó al coche.

    ― Buenas noches, señora ―dijo.

    La mujer se le quedó mirando con la boca fruncida, levantó la cabeza y se marchó.

    La razón de tal conducta en Kristiansson no era tanto el amor al prójimo cuanto su propia holgazanería. Esto nadie lo sabía mejor que Kvant. Cuando ambos prestaban todavía servicio en Malmö como simples agentes de ronda, había visto muchas veces a Kristiansson coger a los borrachos y conducirlos cuidadosamente al otro lado de la calle o, incluso, de un puente, para así encasquetárselos a los del otro distrito.

    Kvant se puso al volante. Arrancó el motor y dijo malhumorado:

    ― Siv no hace más que decir que soy un vago. Tendría que verte a ti.

    Siv era la mujer de Kvant y también su tema de conversación favorito; en muchas ocasiones, único.

    ― ¿Y por qué va a tener que arriesgarse uno a que le echen la pota encima, sin necesidad?―respondió Kristiansson filosóficamente.

    Kristiansson y Kvant se parecían mucho en su constitución corporal y apariencia física. Ambos medían uno ochenta y seis, eran rubios, anchos de hombros y con ojos azules. Sin embargo, tenían un temperamento muy distinto, y en muchas cuestiones manifestaban opiniones divergentes. Ésta era una de ellas.

    Kvant era insobornable. Si veía algo, no intentaba quitarse el muerto de encima. Pero, eso sí, se había especializado en ver lo menos posible.

    Desde Huvudsta y sumidos en un silencio enfurruñado, Kvant condujo despacio por un camino que pasaba junto a la Academia de Policía del Estado, una colonia de casitas aparceladas, el Museo del Ferrocarril, el Instituto Nacional de Bacteriología y el internado para niños ciegos. Luego atravesaron en zigzag el amplio campus universitario, con sus diferentes facultades, para finalmente torcer junto a los edificios administrativos del ferrocarril, entrando en Tomtebodavägen.

    Se trataba de una ruta magistralmente elegida, pues conducía por zonas en las que estaba prácticamente garantizado que no encontrarían a nadie. Durante todo el trayecto no se les cruzó ni un coche y sólo vieron a dos seres vivos: primero un gato callejero y poco después otro.

    Cuando llegaron al final de Tomtebodavägen, Kvant se detuvo con el radiador del coche a un metro del límite urbano de Estocolmo, dejando el motor en punto muerto, mientras consideraba cómo planificar el resto del turno.

    «Me pregunto si serás capaz de dar media vuelta y regresar por el mismo sitio», pensó Kristiansson. Luego, en voz alta dijo:

    ― ¿Me puedes prestar diez coronas?

    Kvant asintió, sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y entregó el billete a su colega, sin tan siquiera dignarse a mirarlo. Al mismo tiempo, tomó una rápida decisión. Cruzando el límite urbano y siguiendo unos quinientos metros en dirección noreste por Norra Stationsgalan, tardarían como mucho dos minutos en volver a abandonar el término municipal de Estocolmo. Luego podía coger Eugeniavägen, cruzar el recinto del hospital y continuar por Hagaparken y el cementerio del norte para, finalmente, llegar a la comisaría. Para entonces, el turno habría terminado, y las posibilidades de encontrar algo por el camino deberían de ser mínimas.

    El coche se metió en el término municipal de Estocolmo y torció a la izquierda, entrando en Norra Stationsgatan.

    Kristiansson se guardó el billete de diez coronas y bostezó. Luego contempló con ojos entornados la lluvia torrencial y dijo:

    ― Por allí corriendo viene un tipo, arriba, allí.

    Kristiansson y Kvant eran de Escania y su instinto para ordenar las palabras dentro de la frase dejaba bastante que desear.

    ― Un perro trae también ―siguió Kristiansson― y nos está haciendo señas.
    ― No es mi problema ―dijo Kvant.

    El hombre del perro ―un perro, por cierto, ridiculamente canijo, que el individuo prácticamente arrastraba tras de sí a través de los charcos― invadió corriendo la calzada y se colocó delante del coche.

    ― ¡Joder! ―exclamó Kvant y frenó en seco.

    Bajó el cristal de la ventanilla y rugió:

    ― ¡Cómo se atreve usted a irrumpir de este modo en mitad de la calzada!
    ― Ahí… ahí detrás hay un autobús… ―dijo el hombre casi sin aliento, señalando a lo largo de la calle.
    ― ¿Y qué? ―le espetó Kvant de mala manera―. Además, ¿cómo puede tratar así al perro? ¡Pobre animal!
    ― Ha… ha ocurrido un accidente.
    ― Sí, sí, ahora vamos a ver qué pasa ―respondió Kvant con impaciencia―. Quítese de en medio.

    Hizo avanzar el coche despacio.

    ― Y no vuelva a actuar de este modo ―gritó por encima del hombro.

    Kristiansson echó una mirada a través de la lluvia.

    ― Pues sí ―dijo con resignación―, un autobús se ha salido de la calzada. Uno de esos de dos pisos.
    ― Tiene las luces encendidas ―dijo Kvant― y la puerta delantera está abierta. Baja y mira a ver, Kalle.

    Paró detrás del autobús, en diagonal. Kristiansson abrió la puerta del coche. En un gesto automático, se recompuso el cinturón y murmuró para sí:

    ― Bueno, ¿y qué pasa aquí?

    Al igual que Kvant, llevaba botas y una cazadora de cuero con botones brillantes, con pistola y porra de goma colgadas del cinturón.

    Kvant se quedó sentado en el coche, mirando a Kristiansson, que avanzaba tranquilo hacia la puerta abierta del autobús. Lo vio alzar la mano al asidero y subir con desgana hasta la plataforma de acceso para echar un vistazo al interior. Pero, acto seguido, se estremeció y, agazapándose, llevó rápidamente la mano derecha a la funda de su pistola.

    Kvant reaccionó al instante. En menos de un segundo, encendió la luz azul, el faro piloto y la luz anaranjada intermitente del coche patrulla. Kristiansson continuaba todavía agazapado junto al autobús cuando Kvant abrió de un tirón la puerta del coche y se precipitó al exterior, en medio de la tromba de agua. Ya había tenido tiempo de echar mano de su Walther calibre 7.65, de quitarle el seguro e incluso de echar un vistazo a su reloj.

    Eran exactamente las 23 horas 13 minutos.


    CAPÍTULO IV


    El primer mando policial que se personó en el lugar de los hechos en Norra Stationsgatan fue Gunvald Larsson.



    Había estado sentado en su escritorio de la Jefatura de Kungsholmen, hojeando un indigesto informe policial, con desgana manifiesta, y posiblemente por décima vez, preguntándose cuándo demonios se iría por fin a casa toda aquella gente.

    «Toda aquella gente» incluía, entre otros, al director de la policía nacional y a un jefe local interino, así como a varios comisarios jefes y comisarios, que iban y venían por escaleras y pasillos, celebrando el feliz final de las manifestaciones. Gunvald Larsson se proponía desaparecer a escape, tan pronto como dichos señores tuviesen a bien poner fin a su jornada laboral y largarse a casa.

    Sonó el teléfono. Refunfuñando, echó mano al aparato.

    ― Larsson al habla.
    ― Aquí unidad central. Un coche patrulla de Solna ha descubierto un autobús lleno de cadáveres en Norra Stationsgatan.

    Gunvald Larsson echó una mirada al reloj eléctrico de pared, que marcaba exactamente las 23 horas y 18 minutos, y replicó:

    ― ¿Y cómo es posible que una patrulla de Solna haya encontrado un autobús lleno de cadáveres… en Estocolmo?

    Gunvald Larsson era subinspector primero de la brigada antiviolencia de la policía criminal de Estocolmo. Tenía un carácter envarado y no era, precisamente, una de las personas más apreciadas dentro del cuerpo. Pero no era de los que pierden el tiempo, y fue quien primero se presentó en el lugar de los hechos.

    Paró el coche en seco, se subió el cuello del abrigo y salió al aguacero. Vio un autobús rojo de dos pisos, cruzado sobre la acera, que con su parte delantera había impactado contra una alta valla de alambre, atravesándola parcialmente. Vio también un Plymouth negro, con chapas de protección blancas, en cuyas puertas podía leerse, escrita en grandes letras blancas, la palabra POLICÍA. Tenía encendidos los faros de emergencia, y en el cono de luz emitida por el faro piloto aparecían dos policías uniformados, pistola en mano. Ambos mostraban una palidez anormal. Uno de ellos había vomitado, y secaba atribulado su chaqueta de cuero con un pañuelo empapado.

    ― ¿Qué pasa aquí? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― Eso… eso está lleno de muertos ―dijo uno de los policías.
    ― Sí ―asintió el otro―. Así es. Justo. Y de casquillos de bala.
    ― Y uno de ellos da signos de vida.
    ― Y hay un policía.
    ― ¿Un policía? ―preguntó sorprendido Gunvald Larsson.
    ― Sí, de la policía criminal.
    ― Lo hemos reconocido. Trabaja en Västberga, en la brigada de homicidios.
    ― No sabemos su nombre. Lleva puesto un abrigo azul. Y está muerto.

    Los patrulleros hablaban inseguros y en voz baja, interrumpiéndose mutuamente.

    Desde luego, no se podía decir que fueran de baja estatura, pero al lado de Gunvald Larsson no causaban lo que se dice mucha impresión. Gunvald Larsson medía uno noventa y dos y pesaba noventa y nueve kilos. Tenía la anchura de hombros propia de un boxeador de peso pesado, y grandes manos velludas. Su pelo, peinado hacia atrás, estaba ya empapado de lluvia.

    El aullido de muchas sirenas penetró el fragor de la lluvia. Parecían llegar desde todas partes. Gunvald Larsson prestó atención un momento, luego preguntó:

    ― ¿Es esto Solna?
    ― Justo en el límite municipal ―respondió Kvant con astucia.

    Gunvald Larsson clavó una inexpresiva mirada celeste a Kristiansson y Kvant. Luego avanzó hacia el autobús a grandes zancadas.

    ― Ahí dentro… parece un matadero ―dijo Kristiansson.

    Gunvald Larsson no tocó el autobús. Asomó la cabeza por la puerta abierta y echó un vistazo.

    ― Sí ―constató sin perder la calma―. La verdad es que sí.



    CAPÍTULO V


    Martin Beck se detuvo a la entrada de su piso en Bagarmossen. Se quitó abrigo y sombrero y, tras sacudirles el agua, los colgó del perchero y cerró la puerta de la calle.



    El recibidor estaba a oscuras, pero Martin Beck no se molestó en encender la luz. Por debajo de la puerta de la habitación de su hija se veía una fina raya iluminada y dentro sonaba la radio o el tocadiscos. Llamó y entró.

    La muchacha se llamaba Ingrid y tenía dieciséis años. Ultima―mente había madurado bastante y Martin Beck tenía cada vez mejor relación con ella. Era una chica tranquila, realista, bastante inteligente, y a Martin Beck le gustaba hablar con ella. Estaba en el último curso de la escuela obligatoria e iba bastante bien, pero sin pertenecer a esa categoría de estudiantes que en los tiempos de Martin Beck solían denominarse «empollones».

    Ahora estaba tumbada de espaldas sobre la cama, leyendo. En la mesilla de noche sonaba el tocadiscos. No música pop, sino algo clásico, Beethoven, supuso.

    ― ¡Hola! ―dijo―. ¿Aún estás despierta?

    Se calló en seguida, paralizado por el total sinsentido de la pregunta y se paró a pensar por un momento en cuántas cosas insustanciales se habían dicho entre estas cuatro paredes en los últimos diez años.

    Ingrid dejó a un lado el libro y paró el tocadiscos.

    ― Hola, papá, ¿qué has dicho?

    Martin Beck negó con la cabeza.

    ― ¡Pero si tienes las perneras del pantalón caladas! ¿Tanto llueve ahí fuera?
    ― A cántaros. ¿Están ya dormidos mamá y Rolf?
    ― Creo que sí. Mamá mandó a la cama a Rolf nada más cenar. Dice que está resfriado.

    Martin Beck se sentó en el borde de la cama.

    ― ¿Y no es verdad?
    ― A mí me ha parecido que tenía buena cara. Pero se fue a su cuarto sin rechistar. Supongo que quiere librarse de la escuela mañana.
    ― Bueno, tú por lo menos pareces aplicada. ¿Qué estás estudiando?
    ― Francés. Mañana tenemos examen. ¿Quieres preguntarme?
    ― No serviría de mucho. El francés nunca ha sido mi fuerte. Mejor, acuéstate.

    Martin Beck se levantó, y la muchacha, obediente, se deslizó bajo el edredón y se acomodó. Él la abrigó y antes de cerrar la puerta tras de sí, la oyó susurrar:

    ― Mañana, cuando te acuerdes de mí, deséame suerte.
    ― Buenas noches.

    Sin encender la luz, entró en la cocina y se quedó parado un momento junto a la ventana. Parecía que la lluvia había remitido algo, aunque quizá era sólo que la ventana estaba protegida del viento. Martin Beck se preguntó qué habría ocurrido en la manifestación delante de la Embajada americana, y si la prensa mañana calificaría la actuación policial de torpe e incompetente o, más bien, de brutal y desafiante. Sea como fuere, los juicios serían desfavorables. Martin Beck, guiado desde siempre por un espíritu de solidaridad corporativa, sólo para sus adentros reconocía que las críticas a menudo estaban justificadas, aunque carecían de matices y de comprensión. Pensó en algo que Ingrid le había contado una tarde, un par de semanas atrás. Muchos de sus compañeros de clase intervenían en política, tomaban parte en las manifestaciones y, en su mayoría, tenían un pésimo concepto de la policía. De pequeña, le dijo, podía alardear de que su padre era policía y estar orgullosa de ello, pero ahora prefería callárselo. No es que la muchacha se avergonzase de él, pero a menudo se veía envuelta en discusiones donde se esperaba de ella que respondiera por todo el cuerpo de policía. Absurdo, desde luego, pero así estaban las cosas.

    Martin Beck entró en el salón. Se puso a escuchar junto a la puerta del dormitorio de su mujer y oyó sus ligeros ronquidos. Con cuidado, abrió el sofá cama, encendió la lámpara de pared y corrió la cortina. Acababa de comprar el sofá cama y abandonar el dormitorio común, pretextando que no quería molestar a su mujer cuando llegaba tarde por las noches. Ella protestó, recordando que a menudo se pasaba toda la noche trabajando y, en consecuencia, dormía durante el día, así que no quería tenerle tirado en medio del salón. Él prometió que en esas ocasiones le tendría tirado en medio del dormitorio, por donde ella no solía aparecer durante el día. Así pues, llevaba ya un mes durmiendo en el salón y se sentía a gusto.

    Su mujer se llamaba Inga.

    Con los años, su relación había ido empeorando y dejar de compartir cama supuso un alivio para Martin Beck. Este sentimiento a veces le daba remordimientos, pero tras diecisiete años de matrimonio la cosa no tenía ya mucho remedio, y hacía ya tiempo que había dejado incluso de plantearse quién tenía la culpa.

    Martin Beck reprimió un acceso de tos, se quitó los pantalones mojados y los colgó sobre una silla junto a la calefacción. Se sentó en el borde del sofá y, mientras se quitaba los calcetines, le vino a la cabeza la idea de que quizá Kollberg salía a pasear de noche bajo la lluvia porque también su matrimonio comenzaba a caer en la rutina y en el tedio. ¿Tan pronto? Kollberg llevaba casado sólo año y medio.

    Descartó la idea antes incluso de haberse quitado el primer calcetín. Lennart y Gun eran felices, no cabían dudas al respecto. Además, no era asunto suyo.

    Se levantó, cruzó desnudo el cuarto hasta la librería y estuvo deliberando un rato antes de decidirse. Eligió un libro del viejo diplomático inglés Sir Eugen Millington―Drake que trataba del Graf Spee y de la batalla de La Plata. Lo había comprado hacía ya un año en una librería de viejo, pero todavía no había empezado a leerlo. Se metió en la cama, tosió con sentimiento de culpabilidad, abrió el libro y se dio cuenta de que no tenía los cigarrillos a mano. Una de las ventajas del sofá era que ahora podía fumar libremente.

    Volvió a levantarse, sacó un húmedo y arrugado paquete de Florida del bolsillo del abrigo, extrajo los cigarrillos, los puso a secar en fila sobre el tablero de la mesita de noche, escogió el que mejor pinta tenía y lo encendió. Estaba ya con el cigarrillo entre los dientes y una pierna en la cama cuando sonó el teléfono.

    El teléfono estaba en el hall. Seis meses atrás, había solicitado una segunda toma en el salón, pero dado el ritmo habitual de trabajo de la compañía telefónica, probablemente podría considerarse afortunado si la instalación se realizase en el plazo de otros seis meses.

    Cruzó la habitación dando grandes y apresuradas zancadas y descolgó el auricular antes de que terminara el segundo timbrazo.

    ― Beck.
    ― ¿El comisario Beck?

    No reconoció la voz.

    ― Sí, soy yo.
    ― Aquí centralita. Varios pasajeros han sido hallados muertos a tiros en un autobús de la línea 47, cerca de su final de trayecto, en Norra Stationsgatan. Se ruega acuda usted inmediatamente.

    Lo primero que se le ocurrió fue que alguien le estaba gastando una broma de mal gusto, o que algún adversario intentaba engañarle para que saliera de noche en mitad de la lluvia, sólo por fastidiar.

    ― ¿Quién ha enviado el mensaje? ―preguntó.
    ― Hansson, del quinto distrito. El comisario jefe Hammar está ya informado.
    ― ¿Cuántos muertos?
    ― Este dato no está todavía del todo confirmado. Como mínimo, seis.
    ― ¿Hay algún detenido?
    ― Que yo sepa, no.

    Martin Beck pensó: «Pasaré a recoger a Kollberg por el camino. Espero que haya taxis». Luego dijo, en voz alta:

    ― De acuerdo. Salgo ahora mismo.
    ― Disculpe, señor comisario…
    ― ¿Sí?
    ― Uno de los muertos… parece que se trata de uno de sus hombres…

    Martin Beck apretó el auricular.

    ― ¿Quién?
    ― No lo sé. No se ha mencionado ningún nombre.

    Martin Beck estrelló el auricular contra el aparato y apoyó la frente contra la pared. ¡Lennart! Tenía que ser él. Maldita sea, ¿por qué tenía que salir a esas horas bajo la lluvia? ¿Qué coño pintaba en un autobús de la línea 47? Pero no, no podía ser Kollberg. Debía de tratarse de un error.

    Volvió a levantar el auricular y marcó el número de Kollberg. Primera llamada. Segunda. Tercera. Cuarta. Quinta.

    ― Diga.

    Era la voz somnolienta de Gun. Martin Beck intentó adoptar un tono natural, tranquilo:

    ― Hola, ¿está Lennart?

    Creyó oír los crujidos del lecho al incorporarse ella. El tiempo que tardó en responder se le hizo eterno.

    ― No, por lo menos no está en la cama. Creí que estaba contigo. Mejor dicho, que tú estabas aquí.
    ― Cuando me fui, salió conmigo. Dijo que quería dar un paseo. ¿Estás segura de que no ha vuelto?
    ― Bueno, a lo mejor está en la cocina. Espera, que voy a ver.

    El tiempo que tardó en volver al teléfono se le hizo nuevamente eterno.

    ― No, Martin, no está en casa.

    Ahora, su voz se había vuelto intranquila.

    ― ¿Dónde crees que puede estar ―preguntó ella― con un tiempo así?
    ― Querrá tomar un poco el aire. Tampoco lleva tanto tiempo fuera, yo mismo acabo de llegar a casa. No te preocupes.
    ― ¿Quieres que te llame cuando vuelva?

    Parecía otra vez tranquila.

    ― No, no es nada importante. Que descanses. ¡Buenas noches!

    Colgó y, de repente, notó que temblaba de frío. Volvió a coger el auricular, pensando en llamar a alguien que pudiera aclararle lo sucedido. Pero luego pensó que lo mejor sería acudir lo antes posible al lugar de los hechos. Marcó el número de la parada de taxis más cercana y le atendieron en seguida.

    Martin Beck llevaba veintitrés años trabajando en la policía. Durante este tiempo, varios colegas habían muerto en acto de servicio. En esas ocasiones, se había sentido profundamente afectado, y en algún lugar de su inconsciente había surgido la convicción de que el trabajo policial se iba haciendo más duro de año en año, y de que la próxima vez podría tocarle a él. Pero con Kollberg le unía una relación que desbordaba el ámbito profesional. En el trabajo cada vez dependían más el uno del otro. Se complementaban bien y con el paso del tiempo habían aprendido a comprender las ideas y los sentimientos del otro sin necesidad de intercambiar muchas palabras. Cuando, año y medio atrás, Kollberg se casó y se mudó a vivir a Skärmarbrink, su cercania se hizo también geográfica y comenzaron a verse en horas fuera de servicio.

    Recientemente, en uno de sus raros momentos de depresión, Kollberg había dicho:

    ― Si tú no estuvieras, vete a saber si seguiría yo en este maldito cuerpo.

    Martin Beck pensaba en todo esto mientras volvía a ponerse el húmedo abrigo y se apresuraba escalera abajo hasta el taxi que ya le estaba esperando.


    CAPÍTULO VI


    A pesar de la lluvia y de la hora tardía, tras el cordón policial instalado en Karlbergsvägen ya se habían concentrado unas cuantas personas, que miraron con curiosidad a Martin Beck cuando descendió del taxi. Al verle, un joven policía enfundado en un chubasquero negro realizó un gesto brusco, como para echarle el alto, pero otro agente le tomó del brazo, impidiéndoselo, y se llevó la mano a la visera.



    Un señor bajito en gabardina y gorra deportiva se cruzó en el camino de Martin Beck y dijo:

    ― Mis condolencias, señor comisario. Acabo de saber que uno de sus…

    Una mirada de Martin Beck bastó para que el hombre se tragase el resto de la frase. Conocía perfectamente al individuo de la gorra deportiva y no lo soportaba. Se trataba de un periodista freelance, que se autodenominaba reportero criminal. Su especialidad eran los reportajes sobre asesinatos, llenos de detalles sensacionalistas, escabrosos y en su mayor parte falsos, que sólo se publicaban en semanarios de la peor especie.

    El hombre se retiró y Martin Beck pasó por encima del acordonamiento. Advirtió que se había realizado otro acordonamiento parecido en dirección Torsplan, un poco más arriba. En la zona acotada pululaban los coches blanquinegros de la policía y figuras irreconocibles en chubasqueros relucientes. La tierra en torno al autobús rojo de dos pisos se hallaba descompuesta y resbaladiza.

    En el autobús había luz y los faros estaban encendidos, pero la fuerte lluvia impedía que la luz se proyectase demasiado lejos. Detrás del vehículo se había estacionado el autobús de guardia del Laboratorio Nacional de Investigaciones Forenses, con el radiador mirando hacia Karlbergsvägen, También estaba el coche del médico forense. Tras la verja golpeada, varios operarios instalaban reflectores. Todos estos detalles ponían de manifiesto que acababa de ocurrir algo muy por encima de lo común.

    Martin Beck levantó la vista a los desangelados bloques de pisos situados al otro lado de la calle. En muchas de las ventanas iluminadas se perfilaban siluetas, y al otro lado de los cristales, golpeados por la lluvia, aparecían rostros apretados, como borrosas manchas blancas. Una mujer con las piernas desnudas, tras colocarse sus botas altas y el chubasquero directamente sobre el camisón, salió de un portal situado casi en frente del autobús. Tuvo tiempo de cruzar media calle antes de ser interceptada por un policía que la agarró del brazo y la condujo de vuelta al portal. El policía daba grandes zancadas y ella seguía su paso a trompicones, al tiempo que el camisón blanco, mojado, se le enredaba entre las piernas.

    Martin Beck no podía ver las puertas del autobús, pero advirtió gente en movimiento al otro lado de las ventanas y supuso que los técnicos forenses ya estaban trabajando. Tampoco podía ver a ninguno de sus colegas de la brigada de homicidios, ni de la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo, pero supuso que se hallaban en alguna parte al otro lado del vehículo.

    Involuntariamente, comenzó a aminorar el paso. Mientras rodeaba el autobús gris de los técnicos forenses, intentó prepararse psicológicamente para lo que se le venía encima y apretó los puños dentro de los bolsillos.

    En el foco de luz que salía por las puertas abiertas del autobús estaba Hammar, que había sido su superior durante muchos años y que en la actualidad desempeñaba funciones de comisario jefe, hablando con alguien que, por lo visto, se encontraba en el interior del autobús. Al ver a Martin Beck, se interrumpió y le dijo:

    ― Pero si estás aquí. Ya empezaba a pensar que habían olvidado llamarte.

    Sin responder, Martin Beck se acercó a las puertas y asomó la cabeza. Sintió cómo el estómago se le comprimía. Era peor de lo que había esperado. Bajo la clara y fría luz, los detalles se mostraban con nitidez de aguafuerte. Todo el autobús parecía lleno de cuerpos inertes, ensangrentados, en posturas desencajadas.

    Hubiera preferido dar media vuelta y marcharse para no tener que ver aquello, pero ninguno de estos sentimientos se reflejaba en su rostro. En vez de ello, se obligó a sí mismo a realizar un registro sistemático de todos los detalles. Los técnicos forenses trabajaban en silencio, de manera metódica. Uno de ellos advirtió la presencia de Martin Beck y meneó despacio la cabeza.

    Fue examinando los muertos uno tras otro. No reconoció a ninguno. Por lo menos no en su actual estado.

    ― ¿Está arriba? ―preguntó de repente―. Ha…

    Se giró hacia Hammar y se interrumpió.

    Tras Hammar, Kollberg emergía desde la oscuridad, sin sombrero, con el cabello pegado a la frente.

    Martin Beck se le quedó mirando fijamente.

    ― Hola ―saludó Kollberg―. Ya empezaba a preguntarme dónde te habías metido. Casi pensé pedirle a alguien que te volviera a llamar.

    Se quedó parado delante de Martin Beck, mirándolo inquisitivamente. Luego echó un rápido y asqueado vistazo al interior del autobús y añadió:

    ― Necesitas una taza de café. Voy por ella ―Martin Beck negó con la cabeza―. Que sí ―replicó Kollberg.

    Se marchó chapoteando. Martin Beck se le quedó mirando, luego se dirigió a las puertas delanteras del autobús y se asomó. Hammar le siguió con pasos pesados.

    En el asiento delantero yacía el cuerpo del conductor volcado sobre el volante. Al parecer, un disparo le había atravesado la cabeza. Martin Beck contempló lo que una vez fue el rostro del hombre y experimentó un leve asombro al comprobar que no sentía náuseas. Giró la cabeza y miró a Hammar, que observaba la lluvia fijamente con gesto inexpresivo.

    ― ¿Te puedes explicar por qué diablos tenía que estar aquí? ―preguntó Hammar con voz apagada―. ¿En este autobús?

    En ese preciso instante, Martin Beck comprendió a quién se había referido el hombre que le dio el aviso por teléfono.

    Pegado a la ventana, detrás de la escalera que conducía al piso de arriba, estaba sentado Åke Stenström, subinspector de la Brigada Nacional de Homicidios, uno de los colaboradores más jóvenes de Martin Beck. Aunque decir que estaba sentado no era, quizá, del todo apropiado. Tenía la gabardina azul oscuro empapada de sangre y se hallaba medio tumbado con el hombro derecho apoyado contra la espalda de una mujer joven, doblada en el asiento de al lado.

    Estaba muerto. Al igual que la mujer y los otros seis individuos del autobús.

    En la mano derecha empuñaba su pistola reglamentaria.


    CAPÍTULO VII


    La lluvia continuó durante toda la noche y, aunque, según el calendario, el sol salía a las ocho y veinte, hasta casi las nueve de la mañana no consiguió la luz atravesar la capa de nubes y arrojar un poco de claridad vacilante, nebulosa.



    El autobús rojo seguía todavía atravesado en mitad de la acera de Norra Stationsgatan, igual que nueve horas antes.

    Pero ésta era la única circunstancia que no había cambiado. Dentro de la zona acordonada trabajaban ahora unos cincuenta hombres y fuera de ella seguían congregándose más y más curiosos. Muchos llevaban allí desde medianoche› sin ver otra cosa que policías, personal de ambulancia y vehículos ululantes de todas las formas imaginables. Había sido una noche llena de aullidos de sirenas, con un continuo flujo de coches que recorrían las calles mojadas de lluvia al parecer sin orden ni concierto alguno.

    Nadie sabía nada cierto, pero había una palabra que pasaba entre susurros de unos a otros y que no tardó en extenderse en círculos concéntricos, primero entre las filas de mirones y los edificios aledaños, luego a toda la ciudad y que finalmente adquirió unos contornos cada vez más precisos, proyectándose sobre el país entero. A esas alturas, el rumor ya había llegado mucho más allá de las fronteras.

    Matanza.

    Matanza en Estocolmo.

    Matanza en un autobús de Estocolmo.

    Eso era, por lo menos, lo que todos creían saber.

    La verdad es que en la Jefatura de la policía en Kungholmsgatan no sabían mucho más. Ni siquiera se sabía exactamente quién dirigía la investigación. La confusión parecía total. Los teléfonos sonaban sin cesar, la gente iba y venía a toda prisa, el suelo aparecía cubierto de suciedad y los hombres que lo ensuciaban estaban excitados y empapados de sudor y lluvia.

    ― ¿Quién se encarga de la lista de nombres? ―preguntó Martin Beck.
    ― Creo que Rönn ―respondió Kollberg sin volverse.

    Estaba ocupado pegando con celo un croquis en la pared. El plano tenía tres metros de largo y más de medio metro de ancho y no resultaba fácil manejarlo.

    ― ¿Es que nadie puede echar una mano? ―bufó Kollberg.
    ― Claro que sí ―replicó tranquilamente Melander y se levantó dejando a un lado su pipa.

    Fredrik Melander era un hombre alto y enjuto, de apariencia seria y hábitos metódicos. Tenía cuarenta y ocho años, y era subinspector primero en la brigada antiviolencia de la policía de Estocolmo. Anteriormente, Kollberg y él habían trabajado juntos muchos años. Kollberg no recordaba cuántos, pero sí Melander, que se había hecho célebre porque nunca olvidaba nada.

    Dos teléfonos sonaron.

    ― Aquí comisario Beck. ¿Quién? No, no está aquí. ¿Quiere que le llame luego? ¿No?

    Colgó y agarró el segundo auricular. Un hombre casi enteramente cano en la cincuentena entreabrió educadamente la puerta y permaneció indeciso en el umbral.

    ― Sí, Ek, ¿qué quieres? ―preguntó Martin Beck con el auricular ya en la mano.
    ― En lo referente al autobús… ―dijo el hombre del pelo cano.
    ― ¿Que cuándo voy a volver a casa? ¡No tengo ni la menor idea! ―dijo Martin Beck al aparato.
    ― Maldita sea ―blasfemó Kollberg cuando la cinta adhesiva se enredó entre sus gordos dedos.
    ― Tómatelo con calma ―sugirió Melander.

    Martin Beck se volvió otra vez al hombre del umbral:

    ― Sí. ¿Qué pasa con el autobús?

    Ek cerró la puerta tras de sí y echó un vistazo rápido a su nota.

    ― Fabricado por Leyland en Inglaterra. El modelo se llama Atlantean, aquí se denomina H 35. Número de asientos: setenta y cinco. Lo raro es que…

    La puerta se abrió de un golpe. Gunvald Larsson contempló el desorden de su despacho con gesto de desconcierto. Venía con su chubasquero claro empapado de lluvia, al igual que los pantalones y el pelo rubio. Sus zapatos estaban llenos de barro.

    ― Joder, cómo está esto ―dijo con desagrado.
    ― ¿Qué es lo que había de raro respecto del autobús? ―preguntó Melander.
    ― Bueno, pues, que ese tipo de vehículos no se emplean en la línea 47.
    ― ¿No?
    ― Normalmente, no, quiero decir. En principio, el trayecto lo cubren autobuses de fabricación alemana, de la marca Büssing, también de dos pisos. Fue una casualidad.
    ― Una pista magnífica ―comentó Gunvald Larsson―. El loco que ha hecho esto sólo mata a gente en autobuses ingleses. ¿Es esto lo que sugieres?

    Ek lo miró resignadamente. Gunvald Larsson se sacudió y siguió:

    ― Por cierto, esa panda de mandriles que está alborotando en el vestíbulo, ¿quiénes son?
    ― Los periodistas ―replicó Ek―. Alguien debería hablar con ellos.
    ― Yo no ―se apresuró a decir Kollberg.
    ― ¿No va a emitir un comunicado Hammar, o el director general de la policía, o el ministro de Justicia o algún otro capitoste? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― No creo que esté redactado aún ―repuso Martin Beck―. Ek tiene razón. Alguien debería hablar con ellos.
    ― Yo, no ―repitió Kollberg.

    Y luego se dio la vuelta con un gesto casi de triunfo, como si se le hubiera ocurrido una idea liberadora:

    ― Gunvald ―dijo―. Tú fuiste el primero en llegar. Podrías dar una rueda de prensa.

    Gunvald Larsson clavó la mirada en el interior de la habitación y se retiró de la frente un mechón de pelo mojado con el dorso de su enorme diestra velluda. Martin Beck no dijo nada, ni siquiera se tomó la molestia de mirar en dirección a la puerta.

    ― De acuerdo ―dijo Gunvald Larsson―. Encargaos de que los metan en algún sitio. Yo hablaré con ellos. Pero hay una cosa que tengo que saber antes…
    ― ¿Qué? ―le preguntó Martin Beck.
    ― ¿Ha hablado alguien con la vieja de Stenström?

    Un silencio sepulcral se apoderó del despacho, como si la pregunta hubiera hecho enmudecer a todos los presentes, incluido el propio Gunvald Larsson, que desde el umbral los iba mirando sucesivamente.

    Finalmente, Melander movió la cabeza y dijo:

    ― Sí. Está avisada.
    ― Bien ―replicó Gunvald Larsson y dio un portazo.
    ― Bien ―dijo para sí Martin Beck, tamborileando con sus dedos sobre la superficie del escritorio.
    ― Me pregunto si habrá sido buena idea ―dijo Kollberg.
    ― ¿Qué?
    ― Dejar que Gunvald… En la prensa nos iban a poner verdes de todos modos, aunque no les mandásemos a Gunvald. ¿No te parece?

    Martin Beck lo miró sin responder. Kollberg se encogió de hombros.

    ― Bueno ―dijo―. Da igual.

    Melander regresó a la mesa, tomó su pipa y la encendió.

    ― Es verdad ―asintió―. No tiene la menor importancia.

    Él y Kollberg tenían ya colgado el croquis, que contenía un perfil quebrado de la planta baja del autobús. En él aparecían bosquejadas toda una serie de figuras, numeradas de uno a nueve.

    ― ¿Qué está haciendo Rönn con la lista? ―murmuró Martin Beck.
    ― Volviendo al autobús ―dijo Ek porfiadamente.

    Y los teléfonos sonaban.


    CAPÍTULO VIII


    La sala en que tuvo lugar el primer careo improvisado con la prensa no era, desde luego, adecuada para tal fin. Sólo tenía una mesa, unos cuantos armarios y cuatro sillas. Cuando entró Gunvald Larsson el aire estaba ya viciado por el humo del tabaco y el olor de los abrigos mojados.



    Se paró justo delante de la puerta, miró a los periodistas y fotógrafos allí congregados y dijo con voz inexpresiva:

    ― Bueno, ¿qué quieren saber?

    Enseguida todos empezaron a hablar a la vez, atropellándose unos a otros. Gunvald Larsson alzó la palma de la mano derecha y dijo:

    ― ¡De uno en uno, por favor! Empiece usted allí, al fondo. Y luego seguiremos de izquierda a derecha.

    Dio así comienzo la rueda de prensa, que transcurrió en los siguientes términos:

    Pregunta: ¿Cuándo se descubrió el autobús?

    Respuesta: Ayer por la noche, a eso de las once y diez.

    P.: ¿Quién lo encontró?
    R.: Un ciudadano, que alertó a un coche radiopatrulla.
    P.: ¿Cuántas personas había en el autobús?
    R.: Ocho.
    P.: ¿Todos muertos?
    R.: Sí.
    P.: ¿De qué manera fallecieron estas personas?
    R.: Sería prematuro expresarse al respecto.
    P.: ¿Su muerte fue causada por violencia externa?
    R.: Probablemente.
    P.: ¿Qué quiere usted decir con «probablemente»?
    R.: Justamente eso.
    P.: ¿Se han hallado indicios de tiroteo?
    R.: Sí.
    P.: Entonces, ¿todas estas personas murieron como consecuencia de disparos de bala?
    R.: Probablemente.
    P.: ¿Se trata, pues, realmente de una matanza?
    R.: Sí.
    P.: ¿Han encontrado el arma con la que se cometieron los crímenes?
    R.: No.
    P.: ¿Ha practicado la policía alguna detención?
    R.: No.
    P.: ¿Hay huellas o indicios que apunten a alguna persona concreta?
    R.: No.
    P.: ¿Han sido cometidos los crímenes por una sola persona?
    R.: No sabemos.
    P.: ¿Hay algún indicio de que en estos ocho asesinatos haya podido intervenir más de una persona?
    R.: No.
    P.: ¿Cómo es posible que una sola persona mate a ocho pasajeros de un autobús sin que nadie ofrezca resistencia?
    R.: No se sabe.
    P.: Quien efectuó los disparos, ¿estaba dentro o fuera del autobús?
    R.: Los disparos no provenían del exterior.
    P.: ¿Cómo lo saben?
    R.: Las ventanillas que resultaron rotas recibieron los disparos desde el interior.
    P.: ¿Qué tipo de arma utilizó el asesino?
    R.: No se sabe.
    P.: Pero lo razonable es que se trate de una metralleta o de una ametralladora, ¿no es cierto?
    R.: Sin comentarios.
    P.: En el momento de producirse los asesinatos, ¿el autobús estaba parado o en marcha?
    R.: No se sabe.
    P.: Pero la posición en la que apareció el autobús, ¿no induce a pensar que el tiroteo tuvo lugar mientras el autobús se hallaba en movimiento y que luego se salió de la calzada?
    R.: Sí.
    P.: ¿Los perros policía han encontrado pistas?
    R.: Estaba lloviendo.
    P.: El autobús era de dos pisos, ¿no es cierto?
    R.: Sí.
    P.: ¿Dónde se han encontrado los cuerpos, en el piso superior o en el inferior?
    R.: En el inferior.
    P.: ¿Los ocho?
    R.:Sí.
    P.: ¿Han sido identificadas las víctimas?
    R.: No.
    P.: ¿Se ha identificado a alguien?
    R.: Sí.
    P.: ¿A quién? ¿Al conductor?
    R.: No. A un agente de policía.
    P.: ¿Un policía? ¿Nos puede decir su nombre?
    R.: Sí, se trata del subinspector primero Åke Stenström.
    P.: ¿Stenström? ¿De la Brigada Nacional de Homicidios?
    R.: Sí.

    Un par de periodistas intentaron abrirse camino hacia la puerta, pero Gunvald Larsson volvió a levantar la mano.

    ― Hagan el favor de no moverse de acá para allá. ¿Más preguntas?
    P.: ¿El subinspector primero Stenström era uno de los pasajeros del autobús?
    R.: En cualquier caso, no era el conductor.
    P.: ¿Considera usted que su presencia allí era puramente casual?
    R.: No se sabe.
    P.: La pregunta iba dirigida a usted a título personal. ¿Considera usted fortuito que uno de los asesinados sea un subinspector de la policía criminal?
    R.: No he venido aquí a responder preguntas a título personal.
    P.: En el momento de producirse los hechos, ¿realizaba el subinspector primero Stenström algún tipo de investigación especial?
    R.: No se sabe.
    P.: ¿Estaba de servicio ayer por la noche?
    R.: No.
    P.: ¿Por lo tanto, libraba?
    R.: Sí.
    P.: En consecuencia, su presencia allí era puramente casual. ¿Pueden ustedes dar los nombres de otras víctimas?
    R.: No.
    P.: Es la primera vez que en Suecia se produce un asesinato en masa propiamente dicho. Por el contrario, en el extranjero han ocurrido últimamente varios sucesos semejantes. ¿Cree usted que un hecho demencial como éste puede estar inspirado por casos parecidos, como los acontecidos en América?
    R.: No se sabe.
    P.: ¿Considera la policía que el asesino es un enfermo mental que ha querido causar una conmoción para provocar expectación en torno a su persona?
    R.: Eso es una hipótesis.
    P.: Sí, pero eso no responde a mi pregunta. ¿Trabaja la policía con esta teoría?
    R.: Se están teniendo en cuenta todas las posibilidades.
    P.: ¿Cuántas mujeres hay entre las víctimas?
    R.: Dos.
    P.: ¿Seis de los asesinados son, por tanto, hombres?
    R.: Sí.
    P.: ¿Incluyendo al conductor y al subinspector primero Stenström?
    R.: Sí.
    P.: Escuche un momento. Hemos oído declaraciones conforme a las cuales una de las personas que viajaban en el autobús habría sobrevivido, siendo trasladada por una de las ambulancias que llegaron al lugar de los hechos antes de que la policía tuviera tiempo de acordonar la zona.
    R.: ¿Ah, sí?
    P.: ¿Es esto cierto?
    R.: Siguiente pregunta.
    P.: Según lo que se nos ha dicho, fue usted uno de los primeros policías que se personaron en el lugar de los hechos. ¿Es así?
    R.: Sí.
    P.: ¿A qué hora llegó usted?
    R.: A las once y veinticinco.
    P.: ¿Y qué vio en el autobús entonces?
    R.: ¿Usted qué cree?
    P.: ¿Diría usted que se trataba del espectáculo más espantoso que haya visto en toda su vida?

    Gunvald Larsson observó con mirada inexpresiva al periodista que le había planteado tal pregunta, y que era extremadamente joven, con gafas redondas con montura de acero y una barba roja bastante descuidada. Finalmente, le dijo:

    ― No, no lo diría.

    La respuesta pareció causar cierto estupor. Una de las mujeres periodistas frunció las cejas y preguntó despacio, con incredulidad:

    ― ¿Qué quiere usted decir?
    ― Exactamente lo que he dicho.

    Antes de hacerse policía, Gunvald Larsson había sido militar profesional en la armada. En agosto de 1943 tuvo que participar en las tareas de salvamento del submarino Ulven, que tras chocar con una mina pasó tres meses en el fondo del mar. De los treinta y cinco fallecidos, varios eran compañeros suyos de promoción. Luego, tras la guerra, participó, entre otras cosas, en la evacuación forzosa de los colaboracionistas bálticos del campo de Ränneslätt, y también en la recepción de miles de víctimas repatriadas desde los campos de concentración alemanes. La mayor parte de ellos eran mujeres, y muchos no consiguieron sobrevivir.

    Sin embargo, no vio la necesidad de explicarse al respecto ante un grupo formado mayoritariamente por personas jóvenes, de modo que se limitó a decir, lacónicamente:

    ― ¿Más preguntas?
    ― ¿Ha contactado la policía con algún testigo del suceso?
    ― No.
    ― Se ha cometido una matanza en pleno centro de Estocolmo, ocho personas han perdido la vida, ¿y esto es todo lo que la policía tiene que decir?
    ― Sí.

    De esta manera concluyó la rueda de prensa.


    CAPÍTULO IX


    Tardaron un rato en advertir que Rönn había llegado con la lista. Martin Beck, Kollberg, Melander y Gunvald Larsson estaban inclinados sobre una de las mesas, repleta de fotografías del escenario del crimen, cuando Rönn apareció a su lado y dijo:



    ― Bueno. Ya está, la lista.

    Había nacido y crecido en Arjeplog. Llevaba ya más de veinte años viviendo en Estocolmo, pero aún conservaba su dialecto del norte.

    Dejó el papel en una esquina de la mesa, se acercó una silla y tomó asiento.

    ― Vaya susto ―exclamó Kollberg.

    Llevaban tanto tiempo en silencio que al oír la voz de Rönn se estremeció.

    ― Bueno, vamos a ver ―dijo Gunvald Larsson impaciente, extendiendo la mano hacia la lista.

    La miró durante un rato. Luego se la pasó de nuevo a Rönn.

    ― ¡Vaya galimatías! ¿De verdad puedes leer tu propia letra? ¿No has mandado hacer copias?
    ― Sí ―repuso Rönn―. Lo he hecho. Dentro de un rato tendréis copias.
    ― Vale ―dijo Kollberg―. Te escuchamos.

    Rönn se puso las gafas y se aclaró la voz. Repasó sus anotaciones.

    ― De los ocho muertos, cuatro vivían cerca del final de trayecto ―comenzó―. También el superviviente vive allí.
    ― Ve por orden, si puede ser ―le rogó Martin Beck.
    ― Vale. El primero es el conductor. Recibió dos disparos en el cuello y otro en la parte posterior del cráneo. Debió de morir inmediatamente.

    A Martin Beck no le hizo falta mirar la fotografía que Rönn extrajo del montón de la mesa. Demasiado bien recordaba la imagen del hombre sentado al volante.

    ― El conductor se llamaba Gustav Bengtsson, cuarenta y ocho años, casado, dos hijos, con domicilio en Inedalsgatan 5. La familia está informada. Era su último trayecto del día y, tras dejar a los pasajeros en la parada final, tendría que haber conducido el autobús a las cocheras de Hornberg, en Lindhagensgatan. La caja estaba intacta y en su cartera llevaba ciento veinte coronas.

    Miró a los demás por encima de las gafas.

    ― De momento, es todo lo que se sabe de él.
    ― Continúa ―dijo Melander.
    ― Voy a ir nombrándolos según el orden del plano. El siguiente es Åke Stenström. Recibió cinco tiros en la espalda y otro más en el hombro derecho, que penetró de lado y puede haber sido de rebote. Tenía veintinueve años y vivía…

    Gunvald Larsson lo interrumpió.

    ― Todo eso puedes saltártelo. Sabemos dónde vivía.
    ― Yo no lo sabía ―dijo Rönn.
    ― Continúa ―intervino Melander.

    Rönn se aclaró la voz.

    ― Vivía en Tjärhovsgatan, con su novia…

    Gunvald Larsson volvió a interrumpirle.

    ― No estaban prometidos. Le pregunté hace poco.

    Martin Beck dirigió a Gunvald Larsson una mirada irritada e hizo señas a Rönn para que siguiera.

    ― Con Åsa Torell, veinticuatro años, empleada en una agencia de viajes.

    Miró de soslayo a Gunvald Larsson y dijo:

    ― En pecado. No sé si ha sido informada.

    Melander se sacó la pipa de la boca y dijo:

    ― Ha sido informada.

    Ninguno de los cinco hombres sentados en torno a la mesa quiso mirar las fotografías del cuerpo destrozado de Stenström. Ya lo habían hecho antes y preferían no volver a verlas. En la mano derecha empuñaba su arma reglamentaria. El seguro estaba retirado pero Stenström no había efectuado disparo alguno. En los bolsillos llevaba su cartera, con treinta y siete coronas, su carné de identificación, una foto de Åsa Torell, una carta de su madre y algunos recibos. Además del carné de conducir, una libreta, bolígrafos y un llavero.

    ― Cuando terminen los del laboratorio, nos enviarán todo eso. ¿Puedo seguir?
    ― Sí, por favor ―dijo Kollberg.
    ― La chica que ocupaba el asiento contiguo al de Stenström se llamaba Britt Danielsson. Tenía veintiocho años, estaba soltera y trabajaba en el hospital de Sabbatsberg. Era enfermera diplomada.
    ― Me pregunto si iban juntos ―intervino Gunvald Larsson―.

    Quizá tuviera un lío.

    Rönn le dirigió una mirada de desaprobación.

    ― Ya lo averiguaremos ―dijo Kollberg.
    ― Compartía piso en Karlbergsvägen 87 con otra enfermera de Sabbatsberg. Según su compañera de piso, Monika Granholm, Britt Danielsson regresaba directamente del hospital. Recibió un disparo. En la sien. Es la única persona del autobús que sólo recibió un disparo. En su bolso llevaba treinta y ocho objetos distintos. ¿Los voy enumerando?
    ― No, joder ―replicó Gunvald Larsson.
    ― El número cuatro, en la lista y en el dibujo, es Alfons Schwerin, el superviviente. Yacía de espaldas en el suelo entre los dos bancos transversales del fondo. Los daños que ha sufrido ya los sabéis. Un disparo en el vientre y una bala en la región del corazón. De él sabemos que vive solo. Domicilio: Norra Sationsgatan, 117. Tiene cuarenta y tres años y trabaja para la concejalía de urbanismo. Por cierto, ¿cómo está?
    ― Sigue en coma ―dijo Martin Beck―. Los médicos dicen que hay alguna posibilidad de que sobreviva, pero no saben si en tal caso podrá volver a hablar o recordar algo.
    ― ¿Es que un tiro en la barriga quita el habla? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― Es por la conmoción ―respondió Martin Beck. Echó atrás la silla y se estiró. Luego encendió un cigarrillo y se colocó junto al plano.
    ― Bueno, ¿y qué hay del de la esquina, el número ocho?

    Señaló el fondo derecho del autobús. Rönn consultó sus apuntes:

    ― Recibió ocho balazos. En el pecho y en el estómago. Era árabe y se llamaba Mohamed Boussie, ciudadano argelino, treinta y seis años, sin familia en Suecia. Vivía en una especie de pensión en Norra Stationsgatan. Al parecer, volvía a casa desde su lugar de trabajo en Zig―Zag, el asador de Vasagatan. De momento no se sabe nada más de él.
    ― Arabia ―dijo Gunvald Larsson―. ¿No es ahí donde se pasan todo el puto día a tiros?
    ― Tus conocimientos de política son abrumadores ―repuso Kollberg―. Deberías pedir traslado a la policía de seguridad.
    ― Se dice Departamento de Seguridad de la Dirección General de Policía.

    Rönn se levantó, extrajo del montón varias fotografías y las extendió sobre la mesa:

    ― A este individuo no hemos podido identificarlo. Es el número seis.

    Estaba sentado en el asiento del pasillo inmediatamente detrás de las puertas centrales del autobús y recibió seis impactos. En sus bolsillos llevaba una caja de cerillas, un paquete de cigarrillos Bill, un ticket de autobús y mil ochocientas veintitrés coronas en billetes sueltos. Eso es todo.

    ― Mucho dinero ―dijo Melander meditabundo.

    Inclinados sobre la mesa, se pusieron a estudiar las fotografías del desconocido. Se había deslizado a lo largo del asiento y estaba medio caído sobre el respaldo, con los brazos colgando y la pierna izquierda extendida por el corredor intermedio. La parte delantera de su abrigo aparecía empapada de sangre. No tenía rostro.

    ― ¡Hay que joderse! ―exclamó Gunvald Larsson―. Tenía que ser precisamente éste. No lo reconocería ni su vieja.

    Martin Beck se había puesto nuevamente a estudiar el croquis desplegado en la pared. Se llevó la mano izquierda a la cara y dijo:

    ― Me pregunto si no habrán sido dos, de todas maneras.

    Los otros lo miraron.

    ― ¿Dos qué? ―dijo Gunvald Larsson.
    ― Los que dispararon. Fijaos en que todos están tranquilamente sentados en sus asientos. Todos menos el que todavía sigue con vida, que bien puede haber caído del banco después.
    ― Dos locos ―comentó Gunvald Larsson incrédulo―. ¿A la vez?

    Kollberg se levantó y se colocó al lado de Martin Beck.

    ― Quieres decir que si hubiera sido uno solo alguien habría tenido tiempo de reaccionar. Sí, puede ser. Pero la verdad es que los ha acribillado. Todo debió de suceder muy deprisa, y si se tiene en cuenta que les cogió desprevenidos…
    ― ¿Continuamos con la lista? De eso nos enteraremos en cuanto sepamos si se trata de una o de varias armas.
    ― Sí, claro ―dijo Martin Beck―. Sigue, Einar.
    ― El número siete es John Källström, jefe de taller. Viajaba sentado junto al individuo que todavía sigue sin identificar. Tenía cincuenta y dos años, estaba casado y vivía en Karlbergsvägen 89. Según su mujer, regresaba de su taller en Sibyllegatan, donde había estado haciendo horas extra. Así que respecto a él tampoco hay nada que llame la atención.
    ― No, si acaso, que le llenaron el estómago de plomo mientras volvía del trabajo a casa ―intervino Gunvald Larsson.
    ― Junto a la ventana inmediatamente anterior a las puertas intermedias tenemos a Gösta Assarsson, número 8. Cuarenta y dos años. Un disparo le voló media cabeza. Vivía en Tegnérgatan 40, donde tenía también su despacho y su empresa, un negocio de importación y exportación que dirigía junto con su hermano. Su mujer no sabía por qué razón viajaba en el autobús. Según ella, debería haber estado en una asamblea, en Narvavägen.
    ― ¡Vaya, vaya! ―exclamó Gunvald Larsson―. Corriendo aventuras fuera de casa.
    ― Sí, hay indicios que apuntan en esa dirección. En su cartera llevaba una botella de whisky de la marca Johnny Walker, Black Label.
    ― Anda ―dijo Kollberg, que era un sibarita.
    ― Iba bien provisto de condones ―siguió Rönn―. En el bolsillo interior llevaba siete. Además de su libreta de cheques y ochocientas coronas en metálico.
    ― ¿Y por qué precisamente siete? ―preguntó Gunvald Larsson.

    La puerta se abrió y Ek asomó la cabeza.

    ― Hammar dice que os paséis todos por su despacho dentro de un cuarto de hora. Toca puesta en común. Hasta las once menos cuarto, entonces.

    Y volvió a desaparecer.

    ― Vale, sigamos ―dijo Martin Beck.
    ― ¿Dónde estábamos?
    ― El tío de los siete condones ―dijo Gunvald Larsson.
    ― ¿Hay algo más que decir sobre él? ―preguntó Martin Beck. Rönn echó una ojeada a su papel lleno de garabatos.
    ― Creo que no.
    ― Pues entonces continúa ―dijo Martin Beck tomando asiento junto a la mesa de Gunvald Larsson.
    ― Dos hileras de asientos delante de Assarsson viajaba el número nueve, la señora Hildur Johansson, sesenta y ocho años, viuda, residente en Norra Stationsgatan 119. Una bala le dio en el hombro y otra le atravesó el cuello. Tiene una hija casada que vive en Västmannagatan y regresaba desde allí a casa tras haber estado cuidando a los niños.

    Rönn plegó el papel y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

    ― Eso es todo ―dijo.

    Gunvald Larsson suspiró y dispuso las fotografías en nueve montoncitos bien ordenados. Melander dejó a un lado la pipa, murmuró algo y se marchó al servicio. Kollberg, meciendo su silla, dijo:

    ― Bueno, ¿y qué sacamos en claro de todo esto? Que una tarde cualquiera, en un autobús cualquiera, nueve personas de lo más corriente son abatidas con una metralleta sin motivo aparente. Dejando aparte al individuo que todavía sigue sin identificar, no logro ver nada raro en ninguna de estas personas.
    ― Bueno, en una sí ―dijo Martin Beck―. Stenström. ¿Qué estaba haciendo en ese autobús?

    Nadie respondió. Una hora más tarde, era Hammar quien le planteaba esa misma pregunta a Martin Beck.

    Hammar había reunido al grupo especial de investigación que, a partir de este momento, se ocuparía exclusivamente de la matanza en el autobús. El grupo estaba formado por diecisiete hombres de la policía criminal con amplia experiencia, con el propio Hammar al frente. Martin Beck y Kollberg también se incorporaban a la dirección de la investigación.

    Habían recapitulado los hechos de los que tenían constancia, intentando analizar la situación y repartiendo las diferentes tareas. Una vez concluida la reunión, cuando ya todos habían abandonado la sala a excepción de Martin Beck y Kollberg, Hammar preguntó:

    ― ¿Qué hacía Stenström en ese autobús?
    ― No sé ―respondió Martín Beck.
    ― Parece que nadie sabe de qué se ocupaba últimamente. ¿Alguno de vosotros tiene idea?

    Kollberg hizo un gesto de resignación con los brazos y se encogió de hombros.

    ― No ―respondió―. Quiero decir, aparte del trabajo rutinario. Posiblemente nada.
    ― Últimamente hemos estado más bien escasos de trabajo ―comentó Martin Beck―. Así que ha tenido mucho tiempo libre. Bien merecido, por cierto, pues antes había echado un montón de horas extra.

    Hammar tamborileó con los dedos contra el canto de la mesa y se puso a pensar un rato. Luego dijo:

    ― ¿Quién se encargó de decírselo a su novia?
    ― Melander ―respondió Kollberg.
    ― Creo que tendréis que hablar un poco más detenidamente con ella tan pronto como sea posible ―dijo Hammar―. Ella debe de saber qué se traía entre manos.

    Hizo una pausa y luego añadió:

    ― A no ser que…

    Se interrumpió.

    ― ¿Qué? ―preguntó Martin Beck.
    ― A no ser que tuviera algo con la enfermera del autobús, quieres decir ―terminó Kollberg.

    Hammar no dijo nada.

    ― O estuviera de camino a algún otro asunto parecido ―dijo Kollberg.

    Hammar asintió:

    ― Enteraos de eso.


    CAPÍTULO X


    Delante de la Jefatura de policía de Kungholmsgatan había dos individuos que, sin duda alguna, hubieran preferido encontrarse en cualquier otro sitio. Iban vestidos con gorra de uniforme y cazadora de cuero con botones dorados, llevaban un cinturón cruzado en diagonal sobre el pecho y pistola y cachiporra atadas a la cintura. Se llamaban Kristiansson y Kvant.



    Una mujer mayor bien vestida se acercó a ellos y dijo:

    ― Disculpen, ¿cómo puedo ir a Hjärnegatan?
    ― No lo sé ―dijo Kvant―. Pregunte usted a algún policía. Mire, ahí hay uno.

    La señora lo contempló perpleja.

    ― Es que no conocemos mucho esta zona ―dijo Kristiansson a modo de explicación.

    Mientras ascendían por la escalinata, la mujer aún seguía mirándolos.

    ― ¿Para qué nos querrán? ―preguntó Kristiansson inquieto.
    ― ¡Hombre, pues para tomarnos declaración! ¡Fuimos nosotros los que lo descubrimos!
    ― Sí ―respondió Kristiansson―. Eso ya lo sé, pero…
    ― Déjate de peros, Kalle, y haz el favor de entrar en el ascensor.

    Dos plantas más arriba se encontraron con Kollberg, que los saludó con gesto sombrío y distante. Luego abrió una puerta y dijo:

    ― Gunvald, ya están aquí los dos colegas de Solna.
    ― Diles que esperen ―se oyó una voz desde dentro.
    ― Esperad ―dijo Kollberg, y se fue.

    Cuando llevaban veinte minutos esperando, Kvant se sacudió y dijo:

    ― ¡A la mierda todo esto! ¡Ahora deberíamos estar de permiso! Siv tiene hoy médico y yo le había prometido encargarme de los niños.
    ― Sí, ya lo has dicho antes ―respondió Kristiansson aburrido.
    ― Dice que nota algo raro en el co…
    ― Sí, también lo has dicho ―le cortó Kristiansson.
    ― Y ahora va a volver a ponerse como una fiera ―dijo Kvant―. Ya no la entiendo. Y, además, cada día que pasa está más fea. ¿También Kerstin está echando culo?

    Kristiansson no respondió.

    Kerstin era su mujer y no le agradaba hablar de ella. Kvant no lograba entenderle en ese punto.

    Cinco minutos más tarde, Gunvald Larsson abrió la puerta y dijo lacónicamente:

    ― Pasad.

    Entraron y tomaron asiento. Gunvald Larsson los examinó críticamente.

    ― Haced el favor de sentaros.
    ― Ya lo hemos hecho ―replicó Kristiansson de manera borreguil.

    Kvant lo mandó callar con un gesto de impaciencia. Comenzó a sospechar que iba a haber problemas. Gunvald Larsson permaneció callado durante un rato. Finalmente, ocupó su lugar al otro lado del escritorio, suspiró profundamente y dijo:

    ― ¿Cuánto tiempo lleváis en la policía?
    ― Ocho años ―dijo Kvant.

    Gunvald Larsson cogió un papel de encima de la mesa y se puso a estudiarlo.

    ― ¿Sabéis leer? ―preguntó.
    ― Por supuesto ―respondió Kristiansson antes de que Kvant tuviera tiempo de detenerlo.
    ― Pues entonces, lee ―dijo Gunvald Larsson extendiendo el documento hacia el otro lado de la mesa.
    ― ¿Entendéis lo que pone ahí o tengo que explicároslo?

    Kristiansson negó con la cabeza.

    ― Pues con mucho gusto os lo explico. Se trata de un informe preliminar de la investigación realizada en el lugar del crimen. Dice que dos personas que calzaban un cuarenta y seis han dejado aproximadamente cien huellas de su paso por el jodido autobús, tanto en el piso superior como en el inferior. ¿Tenéis alguna idea de quiénes pueden ser estas dos personas?

    Ninguno de los dos respondió.

    ― Para dejarlo todo aún más claro, puedo añadir que hace un rato estuve hablando con un experto del laboratorio y me dijo que parecía como si en el lugar del crimen hubiera acampado una manada de hipopótamos. Dicho experto no logra comprender cómo es posible que un grupo de seres humanos, por lo demás integrado por dos únicos individuos, sea capaz de destruir la práctica totalidad de las huellas de una manera tan completa y en tan breve espacio de tiempo.

    Kvant, que comenzaba a perder la paciencia, clavó una mirada rígida e irritada en el hombre sentado al otro lado del escritorio.

    ― Ocurre, en todo caso, que hipopótamos y demás bestias no suelen ir armados ―dijo Gunvald Larsson con suavidad―. Pero hete aquí que, pese a todo, alguien disparó con un Walther de 7.65 milímetros en el interior del autobús, más exactamente hacia arriba por la escalera delantera. La bala rebotó contra el techo y ha aparecido alojada en el acolchado de uno de los asientos del piso de arriba. ¿Tenéis alguna idea de quién podría haber efectuado ese disparo?
    ― Nosotros ―respondió Kristiansson―. Quiero decir, yo.
    ― ¿Ah, sí? ¡No me digas! ¿Y contra qué disparabas?

    Kristiansson se rascó el cuello con gesto compungido.

    ― Contra nada ―repuso.
    ― Era un disparo de aviso ―intervino Kvant.
    ― ¿Dirigido a quién?
    ― Pensamos que tal vez el asesino estuviera todavía en el autobús, escondido en el otro piso ―dijo Kristiansson.
    ― ¿Y era así?
    ― No ―contestó Kvant.
    ― ¿Cómo podéis saberlo? ¿Qué hicisteis después de aquel chupinazo?
    ― Subimos a ver ―dijo Kristiansson.
    ― Y allí no había nadie ―añadió Kvant.

    Gunvald Larsson clavó la mirada en ellos durante medio minuto. Luego golpeó la mesa con la palma de la mano derecha y gritó:

    ― ¡Así que subisteis los dos arriba! ¡Cómo coño se puede ser tan gilipollas!
    ― Cada cual subió desde su posición ―replicó Kvant en tono defensivo―. Yo subí por detrás y Kalle tomó la escalera de delante.
    ― Así que, de haber habido alguien arriba, no hubiera podido escapar ―precisó Kristiansson.
    ― ¡Pero es que arriba no había nadie, joder! ¡Y lo único que habéis conseguido ha sido echar a perder hasta la última huella que había en el puto autobús! ¡Y eso, por no hablar del exterior! ¿Y por qué estuvisteis dando vueltas entre los cadáveres? ¿Para llenar todavía más de sangre aquello?
    ― Para ver si alguno seguía todavía vivo ―explicó Kristiansson.

    Empalideció y tragó saliva.

    ― No te pongas a vomitar, Kalle ―le reprendió Kvant.

    La puerta se abrió y entró Martin Beck. Kristiansson se levantó inmediatamente. Pasado un momento, Kvant siguió su ejemplo.

    Martin Beck los saludó a ambos con un movimiento de cabeza y luego miró inquisitivo a Gunvald Larsson.

    ― ¿Eras tú el que daba voces? Tampoco sirve de mucho ponerse a gritar a los chicos.
    ― ¡Cómo que no! Tiene un sentido.
    ― ¿Un sentido?
    ― Exacto. Estos dos idiotas…

    Se interrumpió y trató de elegir mejor su vocabulario.

    ― Estos dos colegas son los únicos testigos que tenemos. Ahora, escuchadme los dos. ¿A qué hora llegasteis al lugar de los hechos?
    ― A las once y trece ―respondió Kvant―Exactamente. Miré la hora en mi cronógrafo.
    ― Y yo estaba sentado exactamente en el mismo lugar en que me encuentro ahora ―dijo Gunvald Larsson―. Recibí el aviso a las once y dieciocho. Si manejamos unos márgenes amplios y suponemos que os llevó medio minuto manejar la radio, y que luego la central tardó quince segundos en contactar conmigo, ¡quedan todavía cuatro minutos largos! ¿Qué hicisteis durante todo ese tiempo?
    ― Bueno, pues… ―empezó Kvant.
    ― Corretear de acá para allá como ratas envenenadas, pisoteando sangre y restos de masa encefálica, removiendo los cuerpos y no sé qué más. ¡Durante cuatro minutos!
    ― La verdad es que no veo qué sentido tiene esto… ―empezó a decir Martin Beck pero Gunvald Larsson le interrumpió inmediatamente.
    ― Sí, espera un poco. Pasemos por alto que estos mendas emplearon cuatro minutos en dejar arrasado el lugar del crimen. En cualquier caso, llegaron allí a las once y trece. Y no se acercaron allí por propia iniciativa, sino que fueron alertados por el hombre que primero descubrió el autobús. ¿No es así?
    ― Sí ―replicó Kvant.
    ― El tío del perro ―añadió Kristiansson.
    ― Exacto. Los llamó una persona cuyo nombre ni siquiera se preocuparon de averiguar y que nosotros tal vez no hubiéramos podido identificar, de no haber tenido él la amabilidad de presentarse aquí hoy. ¿Cuándo visteis por primera vez al hombre del perro?
    ― Bueno, pues… ―dijo Kvant.
    ― Aproximadamente dos minutos antes de llegar al autobús ―contestó Kristiansson con la mirada puesta en sus botas.
    ― ¡Exacto! Porque estos tipos, según la declaración del hombre, dejaron escapar como mínimo un minuto sentaditos en el coche, echándole la bronca a él. Sobre perros y demás. ¿Me equivoco?
    ― No ―murmuró Kristiansson.
    ― O sea, cuando recibisteis el aviso pasaban aproximadamente diez u once minutos de las once. ¿A qué distancia del autobús se encontraba el hombre cuando os llamó?
    ― A unos trescientos metros ―dijo Kvant.
    ― Correcto. Correcto ―dijo Gunvald Larsson―. Y considerando que el hombre tiene setenta años y que además tiraba de un chucho enfermo…
    ― ¿Enfermo? ―preguntó Kvant sorprendido.
    ― Sí, eso es ―continuó Gunvald Larsson―. El jodido perro salchicha tiene una hernia discal y casi no puede mover las patas traseras.
    ― Por fin creo que empiezo a entender lo que quieres decir ―intervino Martin Beck.
    ― ¿Sí? Hoy he hecho que el viejo corriera todo el tramo, para probar.

    Con el perro y toda la hostia. Lo hizo tres veces, pero luego el perro ya no podía más.

    ― Eso es maltrato a los animales ―protestó Kvant indignado.

    Martin Beck le dirigió una mirada de asombro e interés.

    ― Y en ningún caso ha sido posible conseguir que la comitiva bajase de los tres minutos. Esto quiere decir que el hombre tuvo que ver el autobús, ya parado, como muy tarde, a las once y siete minutos. Y sabemos con toda certeza que la masacre tuvo lugar entre tres y cuatro minutos antes.
    ― ¿Y cómo sabemos eso? ―preguntaron a la vez Kristiansson y Kvant.
    ― No es asunto vuestro ―replicó Gunvald Larsson.
    ― Por el reloj del subinspector primero Stenström ―aclaró Martin Beck―. Una de las balas le atravesó el pecho y fue a alojarse en su muñeca derecha. Arrancó la rueda de su reloj de pulsera, un Omega Speedmaster, y esto, según los expertos, hizo que el reloj se detuviera en el acto. Quedó parado a las 23 horas 3 minutos y 37 segundos.

    Gunvald Larsson le dirigió una mirada de desaprobación.

    ― Quienes conocíamos al subinspector primero Stenström sabemos que era muy puntilloso en lo referente a la hora ―siguió Martin Beck apenado―. Era de esas personas a las que los relojeros suelen llamar «cazasegundos». En otras palabras, su reloj marcaba siempre la hora exacta. Continúa, Gunvald.
    ― El tío del perro caminaba por Norrbackagatan procedente de Karlsbergvägen. De hecho, el autobús le sobrepasó justo en la cabecera de la calle. Él tardó unos cinco minutos en recorrer Norrbackagatan. El autobús empleó aproximadamente cuarenta y cinco segundos en hacer el mismo trayecto. No se cruzó con nadie en el camino. Cuando llegó a la esquina, pudo ver el autobús detenido al otro lado de la calle.
    ― Ya, ¿y qué? ―preguntó Kvant.
    ― Cállate la boca ―le espetó Gunvald Larsson.

    Kvant hizo un gesto brusco y a punto estuvo de decir algo, pero echó una mirada a Martin Beck y se contuvo.

    ― El hombre no vio que las ventanas estaban rotas, cosa que, dicho entre paréntesis, tampoco advirtieron estos dos fenómenos aquí presentes, cuando finalmente consiguieron arrastrar el culo hasta el lugar de los hechos. Por el contrario, sí notó que la puerta delantera estaba abierta. Pensó que se trataba de un accidente de tráfico y se apresuró a buscar ayuda. Calculó, muy sabiamente, que tardaría menos en llegar hasta la parada final de la línea que en volver a subir Norrbackagatan, así que tomó Norra Sationsgatan en dirección suroeste.
    ― ¿Por qué? ―preguntó Martin Beck.
    ― Porque pensaba que en la parada final de trayecto habría otro autobús. Pero no fue así, y en vez de ello tuvo la desgracia de encontrarse con un coche de policía.

    Los ojos de color azul porcelana de Gunvald Larsson lanzaron una mirada devastadora sobre Kristiansson y Kvant.

    ― Un coche patrulla de Solna que venía arrastrándose desde su distrito, como una babosa que aparece cuando uno levanta una piedra. A ver, ¿cuánto tiempo os tirasteis sentados al volante y con el motor en punto muerto, parados junto al límite de la ciudad?
    ― Tres minutos ―respondió Kvant.
    ― Más bien cuatro o cinco ―corrigió Kristiansson.

    Kvant le dirigió una mirada desafecta.

    ― ¿Y visteis a alguien en aquella dirección?
    ― No ―repuso Kristiansson―. Al primero que vimos fue al hombre del perro.
    ― Lo cual prueba, en todo caso, que el criminal no puede haber escapado en dirección suroeste, a lo largo de Norra Sationsgatan, ni hacia el sur, por Norrbackagatan. Y si aceptamos que tampoco huyó cruzando a través de los terrenos del ferrocarril, sólo queda una posibilidad: que escapara por Norra Stationsgatan en dirección opuesta.
    ― ¿Y cómo sabe…mos que no tiró por los terrenos del ferrocarril? ―preguntó Kristiansson.
    ― Porque se trata del único punto en que vosotros no lo pisoteasteis todo. ¡Se os olvidó cruzar la verja y poner perdido también aquello!
    ― De acuerdo, Gunvald, has llegado a donde querías ―dijo Martin Beck―. Pero, como de costumbre, has tardado demasiado tiempo en venir al grano.

    La respuesta de Martin Beck animó a Kristiansson y a Kvant a intercambiar una mirada de alivio y connivencia. Pero Gunvald Larsson añadió inmediatamente:

    ― Si en vuestras tristes cabezas hubiera quedado algún asomo de lucidez os habríais puesto al volante a perseguir al criminal, alcanzarle y detenerle.
    ― O nos hubiera matado también a nosotros ―comentó Kristiansson con pesimismo.
    ― Cuando haya que ir a coger a ese tío, os juro que os llevaré a vosotros dos delante ―puntualizó Gunvald Larsson encolerizado.

    Kvant miró de refilón el reloj de pared y dijo:

    ― ¿Nos podemos ir ya? Es que mi mujer…
    ― Sí ―le espetó Gunvald Larsson―. Iros a la mierda.

    Esquivando la mirada de reproche que le dirigía Martin Beck, exclamó:

    ― ¿Por qué no usaron la cabeza?
    ― Algunas personas necesitan más tiempo que otras para razonar ―repuso Martin Beck amigablemente―. Y esto no sólo vale para los detectives.


    CAPÍTULO XI


    Pues ahora nos toca razonar a nosotros ―dijo Gunvald Larsson en tono enérgico, cerrando la puerta de un golpe―. Hay reunión con Hammar a las tres en punto. Dentro de diez minutos.



    Martin Beck, que estaba sentado con el teléfono pegado a la oreja, le dirigió una mirada irritada y Kollberg, levantando la vista de sus papeles, murmuró en tono sombrío:

    ― Como si no lo supiéramos. Pero prueba a razonar con el estómago vacío, ya verás qué fácil es…

    Verse obligado a saltarse una comida era una de las pocas cosas que podían poner a Kollberg de mal humor. A estas alturas se había saltado por lo menos tres comidas y se sentía, en consecuencia, extremadamente melancólico. Además, sospechaba que el rostro satisfecho de Gunvald Larsson se debía a que había salido a comer fuera, pensamiento que no venía precisamente a mejorar su estado de ánimo.

    ― ¿A dónde has ido? ―preguntó con suspicacia.

    Gunvald Larsson no respondió. Mientras se acercaba a su mesa y tomaba asiento, Kollberg lo siguió con la mirada.

    Martin Beck colgó el teléfono.

    ― ¿A qué vienen esas voces? ―preguntó.

    Luego se levantó, tomó sus notas y se acercó a Kollberg.

    ― Era del laboratorio ―dijo―. Han contado sesenta y ocho casquillos de bala.
    ― ¿De qué calibre? ―preguntó Kollberg.
    ― Lo que creíamos, nueve milímetros. Nada impide pensar que sesenta y siete de ellos provengan de la misma arma.
    ― ¿Y el sesenta y ocho?
    ― Un Walther 7.65.
    ― El disparo que el tal Kristiansson lanzó al techo ―constató Kollberg. ―Exacto.
    ― Así que, con toda probabilidad, se trata de un único loco ―dijo Gunvald Larsson.
    ― Así es ―asintió Martin Beck.

    Luego se acercó al croquis y dibujó una cruz bajo la puerta central más amplia.

    ― Sí ―dijo Kollberg―. Tiene que haber estado ahí.
    ― Lo cual explicaría…
    ― ¿Qué? ―interrumpió Gunvald Larsson.

    Martin Beck no respondió.

    ― ¿Qué ibas a decir? ―le preguntó Kollberg―. ¿Qué es lo que explicaría?
    ― Por qué Stenström no tuvo tiempo de disparar ―respondió Martin Beck.

    Los otros lo miraron inquisitivamente. ―¡Bah! ―exclamó Gunvald Larsson.

    ― Vale, vale, tenéis razón ―dijo Martin Beck meditabundo, acariciándose el puente de la nariz con los dedos pulgar e índice de la mano derecha.

    Hammar abrió la puerta de golpe y entró en la habitación seguido por Ek y un hombre de la fiscalía.

    ― ¡Reconstrucción! ―anunció bruscamente―. Cortad todas las llamadas telefónicas. ¿Estáis listos?

    Martin Beck lo miró apesadumbrado. Precisamente así solía hacer su entrada Stenström, dejándose caer por sorpresa y sin llamar a la puerta. Casi siempre. Era algo que a él le irritaba muchísimo.

    ― ¿Qué es eso? ―preguntó Gunvald Larsson―, ¿los periódicos vespertinos?
    ― Sí ―respondió Hammar―. Muy confortantes.

    Levantó los periódicos mirándolos con inquina. Los titulares eran grandes y negros, pero el contenido aclaraba poco.

    ― Cito literalmente ―dijo Hammar―: «Se trata del crimen del siglo», afirma el curtido detective Gunvald Larsson de la policía criminal de Estocolmo, y añade: «Ha sido el espectáculo más terrible que he visto en toda mi vida». Dos signos de exclamación.

    Gunvald Larsson se reclinó en su silla y frunció las cejas en señal de descontento.

    ― Estás en buena compañía ―le dijo Hammar―. También se recoge una declaración del ministro de Justicia: «Hay que poner fin a esta marea de anarquía y mentalidad criminal. La policía está dedicando todos sus recursos materiales y humanos a atrapar al malhechor cuanto antes».

    Miró a su alrededor y dijo:

    ― ¡Pues estos son los recursos!

    Martin Beck se sonó la nariz.

    ― En estos momentos ya participan directamente en la investigación un centenar de los mejores expertos de la policía criminal del país ―continuó Hammar señalando uno de los periódicos―. Se trata del mayor despliegue realizado en la historia criminal de Suecia.

    Kollberg suspiró y se rascó la cabeza.

    ― Políticos ―murmuró Hammar para sí.

    Tiró los periódicos sobre la mesa y dijo:

    ― ¿Dónde está Melander?
    ― Hablando con los psicólogos ―respondió Kollberg.
    ― ¿Y Rönn?
    ― En el hospital.
    ― ¿Hay novedades de allí?

    Martin Beck negó con la cabeza.

    ― Siguen en el quirófano.
    ― Bueno ―dijo Hammar―. La reconstrucción.

    Kollberg revolvió entre sus papeles.

    ― El autobús salió de Bellmansro aproximadamente a las diez de la noche ―dijo.
    ― ¿Aproximadamente?
    ― Sí, hubo un desplazamiento de horario, debido al tumulto de Strandvägen. Los autobuses quedaron atrapados en los embotellamientos y en los acordonamientos policiales y, como los retrasos eran ya grandes, los conductores recibieron la orden de olvidarse del horario y dar la vuelta directamente al llegar al final del trayecto.
    ― ¿Por radio?
    ― Sí. Los conductores de la línea 47 recibieron dicha orden poco después de las nueve de la noche, por la longitud de onda de la propia empresa municipal de transportes.
    ― Sigue.
    ― Es de suponer que hay personas que viajaron en este autobús en algún tramo concreto. Pero hasta el momento no hemos logrado contactar con ningún testigo.
    ― Ya aparecerán ―dijo Hammar.

    Señaló los periódicos y añadió:

    ― En cuanto vean esto.
    ― El reloj de Stenström se detuvo a las 23 horas 03 minutos y 37 segundos ―continuó Kollberg con voz monótona―. Hay motivos para suponer que se trata del momento exacto en que se efectuaron los disparos.
    ― ¿Los primeros o los últimos? ―preguntó Hammar.
    ― Los primeros ―dijo Martin Beck.

    Luego se dirigió hacia el croquis colgado en la pared y puso el índice derecho sobre la cruz que había dibujado un poco antes.

    ― Suponemos que quien disparó estaba situado precisamente aquí, en la plataforma que conduce a las puertas de salida.
    ― ¿En qué te basas para suponerlo?
    ― En las trayectorias de las balas. En la posición de los casquillos en relación a los cuerpos.
    ― Vale. ¿Qué más?
    ― También suponemos que el individuo en cuestión disparó tres ráfagas. La primera, hacia delante, de izquierda a derecha, alcanzando a todas las personas que viajaban en la parte delantera del autobús, esto es, las que en el croquis aparecen representadas con los números uno, dos, tres, ocho y nueve. El uno es el conductor; el dos, Stenström.
    ― ¿Y luego?
    ― Luego se dio la vuelta, probablemente por la derecha, y disparó una segunda ráfaga contra los cuatro que se hallaban en la parte trasera del coche, también de izquierda a derecha, matando a los números cinco, seis y siete e hiriendo al número cuatro, el tal Schwerin, que yacía de espaldas en la parte posterior del pasillo. En nuestra interpretación, esto quiere decir que iba sentado en el banco transversal izquierdo del autobús y que tuvo tiempo de levantarse. Habría sido, por tanto, el último en recibir los disparos.
    ― ¿Y la tercera descarga?
    ― Fue también hacia delante ―respondió Martin Beck―, pero esta vez de derecha a izquierda.
    ― ¿Y el arma sería una metralleta?
    ― Sí ―respondió Kollberg―. Lógicamente. Si se trata del tipo corriente en el ejército,…
    ― Un momento ―le interrumpió Hammar―. ¿Cuánto tiempo requeriría todo esto? Quiero decir: disparar hacia delante, dar media vuelta, disparar hacia atrás, dirigir nuevamente el arma hacia delante y vaciar el cargador…
    ― Teniendo en cuenta que ignoramos el tipo de arma… ―comenzó a decir Kollberg, pero Gunvald Larsson le interrumpió:
    ― Unos diez segundos.
    ― ¿Y cómo salió del autobús? ―preguntó Hammar.

    Martin Beck hizo un gesto con la cabeza a Ek y dijo:

    ― Tu turno, haz el favor.

    Ek pasó los dedos por su cabello plateado, se aclaró la voz y dijo:

    ― El acceso abierto era la puerta posterior de las puertas de entrada. Con toda probabilidad, el asesino salió del autobús por allí. Para poder abrirla, tuvo que desplazarse primero a lo largo del pasillo hasta el asiento del conductor, extender el brazo por encima o esquivando al conductor y apretar un interruptor.

    Sacó las gafas, las limpió con un pañuelo y se acercó a la pared.

    ― He mandado ampliar dos dibujos que ilustran las instrucciones de uso. En el primero puede verse el cuadro de mandos en su conjunto; el segundo muestra sólo la manija de las puertas delanteras. En el primer dibujo, el interruptor que da corriente a la zona de las puertas está marcado con el número quince, y la manija de la puerta con el número dieciocho. La manija se halla, por tanto, a la izquierda del volante, un poco por debajo de la ventanilla lateral. Como podéis ver en la figura, la manija admite cinco posiciones distintas.
    ― No se entiende una mierda ―exclamó Gunvald Larsson.
    ― En la posición horizontal, o posición número uno, ambas puertas permanecen cerradas ―prosiguió Ek imperturbable―. En la posición número dos, un punto más arriba, se abre la puerta posterior de las puertas delanteras; en la posición número tres, dos pasos más arriba, se abren ambas puertas. La manija admite además otras dos posiciones hacia abajo, número cuatro y número cinco. La primera de ellas abre la puerta anterior de las puertas delanteras. La otra vuelve a abrir ambas puertas.
    ― Resume ―intervino Hammar.
    ― En resumen ―dijo Ek―, el individuo de marras tuvo que desplazarse a lo largo del pasillo, desde el lugar en que presuntamente se hallaba hasta el asiento del conductor. Una vez allí, se inclinó por encima del conductor, que yacía tumbado sobre el volante, y llevó la manija a la posición número dos. De esta manera logró abrir la puerta posterior de las puertas delanteras, que era precisamente la que seguía abierta cuando llegó al lugar el primer coche de policía.

    Martin Beck se apresuró a recoger el testigo:

    ― De hecho, hay indicios de que los últimos disparos se realizaron mientras el tirador avanzaba hacia delante a lo largo del pasillo. Por la izquierda. Uno de esos disparos parece haber alcanzado a Stenström.
    ― Guerra de trincheras en toda regla ―terció Gunvald Larsson―. Fuego a discreción.
    ― Gunvald hizo hace un rato un comentario bastante atinado ―intervino Hammar secamente―. Dijo que no entendía nada. Todo esto apunta a que el autor de los disparos estaba bien familiarizado con el autobús y sabía manejar el cuadro de mandos.
    ― Por lo menos, que la persona en cuestión sabía manejar las puertas ―matizó Ek.

    Se hizo el silencio en la sala. Hammar arrugó la frente. Finalmente, dijo:

    ― O sea, ¿queréis decir que alguien se plantó de repente en mitad del autobús, disparó a todos los presentes y luego se fue como si nada? ¿Sin que nadie tuviera tiempo de reaccionar? ¿Sin que el conductor viera nada en su espejo panorámico?
    ― No ―dijo Kollberg―. No exactamente.
    ― ¿Qué pensáis entonces?
    ― Que alguien descendió por la escalera trasera desde el piso de arriba con la metralleta ya lista ―dijo Martin Beck.
    ― Alguien que llevaba ya un rato sentado allí arriba ―añadió Kollberg―. Alguien que se tomó su tiempo, esperando el momento más adecuado.
    ― ¿Cómo puede saber el conductor si hay alguien en el piso de arriba? ―preguntó Hammar.

    Todos miraron inquisitivamente a Ek, quien volvió a aclararse la voz y dijo:

    ― En las escaleras hay células fotoeléctricas, que se encuentran conectadas a un sistema de cómputo instalado en el cuadro de mandos. Cada vez que una persona accede al piso superior por la escalera delantera, el sistema de cómputo añade una unidad. De esta manera, el conductor puede saber en todo momento cuántas personas hay arriba.
    ― ¿Y cuando el autobús apareció, el sistema de cómputo marcaba cero?
    ― Sí.

    Hammar permaneció en silencio unos segundos. Luego dijo:

    ― No, no concuerda.
    ― ¿El qué? ―preguntó Martin Beck.
    ― La reconstrucción.
    ― ¿Por qué no? ―dijo Kollberg.
    ― Porque todo parece demasiado elaborado. Un asesino en masa enajenado no actúa siguiendo un plan tan minucioso.
    ― Bueno… ―intervino Gunvald Larsson―. El asesino que en América disparó el verano pasado a más de treinta personas desde lo alto de un campanario lo había planificado todo de cojones. Llevaba incluso comida encima.
    ― Sí ―dijo Hammar―. Pero había una cosa con la que no había contado.
    ― ¿Qué?

    Fue Martin Beck quien respondió:

    ― Cómo salir de allí.


    CAPÍTULO XII


    Siete horas más tarde, a eso de las diez, Martin Beck y Kollberg seguían todavía en la Jefatura de Kungholmsgatan.



    Era ya de noche y la lluvia había cesado.

    Por lo demás, no había sucedido nada particular. Oficialmente, esto se expresaba diciendo que la investigación continuaba sin novedad.

    La persona que agonizaba en el hospital Karolinska seguía todavía agonizando.

    A lo largo de la tarde se presentaron hasta veinte testigos dispuestos a colaborar. De ellos, resultó que diecinueve habían viajado en otros autobuses.

    El testigo restante era una muchacha de dieciocho años que había subido al autobús en Nybroplan y continuado en él dos paradas, hasta la plaza de Sergel, donde tomó el metro. Declaró que, junto a ella, se apearon del autobús varios pasajeros más, cosa que parecía verosímil. Llegó incluso a reconocer al conductor, pero eso fue todo.

    Kollberg andaba inquieto de un lado a otro y no paraba de mirar de reojo la puerta, como si esperase todo el tiempo que alguien la abriese de un empujón y entrase corriendo en el despacho.

    Martin Beck estaba de pie junto a los croquis colgados en la pared. Tenía las manos cruzadas sobre la espalda y se balanceaba de atrás adelante sobre las plantas de los pies, hábito irritante que había adquirido mucho tiempo atrás cuando patrullaba las calles y que luego ya nunca había conseguido desterrar.

    Habían colgado sus chaquetas sobre los respaldos de las sillas y se habían arremangado las camisas. Kollberg había tirado la corbata encima de la mesa y, aunque no hacía demasiado calor, sudaba por la cara y las axilas. Martin Beck tosió larga y ruidosamente, luego se llevó la mano a la mejilla en señal de reflexión y se puso a estudiar los croquis.

    Kollberg se paró en seco, lo examinó críticamente y sentenció:

    ― Esa tos suena fatal.
    ― Cada día que pasa te pareces más a Inga.

    Justo en ese momento, Hammar abrió la puerta de un tirón y entró.

    ― ¿Dónde están Larsson y Melander?
    ― Se han ido a casa.
    ― ¿Y Rönn?
    ― En el hospital.
    ― Claro, claro. ¿Se sabe algo de allí?

    Kollberg negó con la cabeza.

    ― A partir de mañana estaremos al completo.
    ― ¿Al completo?
    ― Refuerzos. De fuera. ―Hammar hizo una breve pausa. Luego dijo, con ambigüedad―: Se considera necesario.

    Martin Beck se sonó la nariz larga y cuidadosamente.

    ― ¿Quién? ―preguntó Kollberg―. ¿O debo decir «quiénes»?
    ― Mañana llega un tal Månsson de Malmö. ¿Lo conocéis?
    ― Lo he visto alguna vez ―dijo Martin Beck sin el menor asomo de entusiasmo.
    ― Yo también ―añadió Kollberg.
    ― Y van a intentar traerse a Gunnar Ahlberg, de Motala.
    ― Ése está bien ―dijo Kollberg cansinamente.
    ― Es todo lo que sé ―añadió Hammar―. Se habló de alguien de Sundsvall. No sé quién.
    ― Vale ―dijo Martin Beck.
    ― Si no lo solucionáis antes, claro ―remarcó Hammar con aspereza.
    ― Claro ―dijo Martin Beck.
    ― Los hechos parecen indicar que… ―Hammar se interrumpió y miró inquisitivamente a Martin Beck―. ¿Qué te pasa?
    ― Estoy resfriado.

    Hammar continuó con los ojos clavados en él. Kollberg siguió su mirada y dijo, cambiando de tema:

    ― Los hechos parecen indicar que alguien tiroteó a nueve personas en un autobús ayer por la noche. Y que el autor de los hechos, al contrario que en otros casos de matanzas sensacionalistas conocidos internacionalmente, ni dejó huellas particulares ni tampoco fue detenido. Puede, desde luego, haberse suicidado, pero aun suponiendo que fuera así, no sabemos nada. Tenemos dos hilos sustanciales de los que tirar. Las balas y los casquillos que, llegado el caso, pueden conducirnos hasta el arma homicida, y el hombre del hospital que quizá vuelva a la vida y pueda hablar del autor de los disparos. Iba sentado al fondo del autobús, así que tuvo que ver al asesino.
    ― Ya―murmuró Hammar.
    ― Desde luego, no es mucho ―continuó Kollberg―. Especialmente, si el tal Schwerin muere o resulta que ha perdido la memoria. Sus heridas son muy graves. Además, ignoramos el móvil. Y tampoco tenemos testigos que merezcan la pena.
    ― Tal vez aparezcan ―comentó Hammar―. Y el móvil no tiene por qué ser un problema. Los asesinos en masa son psicópatas y las causas que provocan sus acciones a menudo forman parte del cuadro patológico.
    ― ¿Sí? ―dijo Kollberg―. Bueno, Melander se ha encargado de la parte científica del asunto. Presentará un informe cualquier día de éstos.
    ― Nuestra mejor baza…

    Empezó Hammar, y miró el reloj.

    ― Es la investigación interior ―dijo Kollberg.
    ― Exacto. En nueve de cada diez casos conduce a la detención del criminal. No os quedéis aquí mucho más tiempo. Es mejor que estéis descansados mañana. Buenas noches.

    Salió y se hizo un silencio en la sala. Pasados unos segundos, Kollberg suspiró y preguntó:

    ― A ver, ¿qué te pasa?

    Martin Beck no respondió.

    ― ¿Es por Stenström?

    Kollberg cabeceó para sí y dijo filosóficamente:

    ― Con todo lo que me he metido con el chaval estos años. Y van y lo matan a tiros.
    ― El Månsson ese… ―dijo Martin Beck―. ¿Te acuerdas de él? Kollberg asintió.
    ― El de los mondadientes ―respondió―. No creo para nada en todo este despliegue de gente. Sería mejor que nos encargásemos de esto nosotros solos. Tú, yo y Melander.
    ― Bueno, en cualquier caso, Ahlberg está bien.
    ― Es cierto ―reconoció Kollberg―. Pero, ¿cuántas investigaciones de asesinato ha realizado allá en Motala en los últimos diez años?
    ― Una.
    ― Exacto. Además, no me gusta la forma que Hammar tiene de venir y empezar a soltar topicazos y obviedades en nuestras narices: investigación interior, psicópata, un elemento del cuadro patológico, al completo. ¡Bah!

    Volvió a hacerse el silencio durante un rato. Luego, Martin Beck miró a Kollberg y dijo:

    ― Bueno.
    ― ¿Bueno qué?
    ― ¿Qué hacía Stenström en ese autobús?
    ― Eso es ―dijo Kollberg―. ¿Qué coño se le había perdido allí? La tía esa, quizá. La enfermera…
    ― ¿Iba a ir armado, si salía con una chica?
    ― Quizá, para darse aires.
    ― Él no era así ―replicó Martin Beck―. Lo sabes tan bien como yo.
    ― Bueno, la verdad es que llevaba muy a menudo la pistola encima. Más que tú. Y muchísimo más, desde luego, que yo.
    ― Sí. Pero cuando estaba de servicio.
    ― Yo sólo lo he visto estando de servicio ―dijo Kollberg secamente.
    ― Y yo igual. Pero es un hecho que fue uno de los primeros en morir en ese maldito autobús. Con todo, tuvo tiempo de desabrocharse dos botones del abrigo y de coger la pistola.
    ― Lo cual indica que ya antes se había desabrochado el abrigo ―dijo Kollberg meditabundo―. Otra cosa.
    ― Sí.
    ― Hammar dijo algo hoy en la reunión.
    ― Sí, ya sé ―le interrumpió Martin Beck―. Dijo más o menos: «Eso no concuerda: un asesino en masa enajenado no actúa siguiendo un plan tan minucioso».
    ― ¿Crees que tiene razón?
    ― Sí, en principio.
    ― Y esto, ¿qué implicaría?
    ― Pues que el autor de los disparos no era un asesino en masa enajenado. O, dicho de otro modo, que no se trata de un asesinato cometido para causar sensación.

    Kollberg se secó el sudor de la frente con un pañuelo doblado, lo miró pensativamente y luego dijo…

    ― El señor Larsson comentó…
    ― ¿Gunvald?
    ― El mismo. Antes de irse a casa a echarse desodorante en las axilas sentenció desde la altura de su sabiduría que no entendía absolutamente nada. Por ejemplo, que no entendía cómo es que el asesino no se quitó la vida o se quedó a esperar a que lo agarraran.
    ― Me parece que subestimas a Gunvald ―dijo Martin Beck.
    ― ¿Tú crees?

    Kollberg se encogió de hombros irritado.

    ― ¡Bah! Chorradas. No cabe la menor duda de que se trata de asesinato en masa. Y, por supuesto, el que disparó está loco. Por lo que sabemos, ahora mismo puede estar sentado viendo la televisión y disfrutando del efecto. También es perfectamente posible que se haya suicidado. Que Stenström fuera armado no significa nada, pues no conocemos sus costumbres. Probablemente, estaba en compañía de la enfermera. O de camino a casa de alguna zorra o de algún colega. A lo mejor discutió con su chica, o su vieja le montó una bronca y cogió y se sentó cabreado en un autobús, porque ya era demasiado tarde para ir al cine y no tenía ningún otro sitio donde meterse.
    ― Bueno, eso habrá que investigarlo ―dijo Martin Beck.
    ― Sí, mañana. Pero hay una cosa que podríamos hacer inmediatamente. Antes de que se le ocurra a otra persona.
    ― Registrar su escritorio en Västberga ―dijo Martin Beck.
    ― Tu capacidad para extraer conclusiones es admirable ―dijo Kollberg.

    Se metió la corbata en el bolsillo del pantalón y comenzó a ponerse la chaqueta.

    Seguía sin llover, pero había niebla y la helada nocturna cubría como un sudario árboles, calles y tejados. Kollberg tenía dificultades para ver a través del cristal de la ventana, y mascullaba sombrías maldiciones cuando el coche patinaba en las curvas. En todo el camino hasta la jefatura sur apenas cruzaron dos frases. Kollberg dijo:

    ― ¿Los asesinos en masa suelen tener antecedentes criminales?

    Martin Beck respondió:

    ― En general. Pero no siempre.

    En Västberga, la jefatura estaba silenciosa y desértica. Cruzaron en silencio el vestíbulo y subieron por la escalera. Dos pisos más arriba, marcaron un código numérico en los botones de un panel colocado junto a las puertas de cristal y continuaron hasta el despacho de Stenström.

    Kollberg vaciló un momento. Luego se sentó ante el escritorio y tanteó los cajones. No estaban cerrados con llave.

    El despacho parecía limpio y ordenado pero resultaba totalmente impersonal. Stenström ni siquiera tenía un retrato de su novia sobre la mesa del escritorio.

    En cambio, en la bandeja para lápices había dos fotografías del propio Stenström. Martin Beck sabía por qué. Por primera vez en muchos años, Stenström había tenido la suerte de conseguir vacaciones en Navidad y Año Nuevo. Y había reservado ya asientos en un vuelo chárter a las Islas Canarias. Las fotos eran para la renovación del pasaporte.

    «La suerte…»

    Pensó Martin Beck mientras observaba las fotografías, que eran recientes y mucho mejores que las publicadas en las portadas de los diarios vespertinos.

    Stenström tenía veintinueve años, pero aparentaba bastantes menos. Tenía una mirada franca y clara, y cabello de color castaño oscuro, peinado hacia atrás, que en estas fotos, como casi siempre, daba la impresión de estar un poco revuelto. Al principio, una parte de sus colegas lo habían considerado ingenuo y bastante mediocre, entre ellos Kollberg, cuyos sarcasmos y trato condescendiente habían sido un calvario permanente. Pero esto fue mucho antes. Martin Beck recordaba que una vez, mientras todavía trabajaban en la sede de la antigua policía nacional en Kristineberg, había discutido sobre esto con Kollberg. Había dicho:

    ― ¿Por qué no paras de meterte con el chaval?

    Y la respuesta de Kollberg fue:

    ― Para quebrar la falsa confianza que tiene en sí mismo. Para darle la oportunidad de que se forje otra nueva. Para que llegue a ser un buen policía. Para que aprenda a llamar a las puertas antes de entrar.

    Posiblemente, Kollberg tenía razón. En cualquier caso, Stenström cambió con el paso del tiempo. Y aunque no consiguió aprender a llamar a las puertas, se convirtió en un buen policía: capaz, trabajador y con bastante buen juicio. En su apariencia externa era la gala del cuerpo: buena presencia, trato amigable, buena forma, buen deportista. De hecho, lo podrían haber utilizado en la propaganda de reclutamiento, cosa que no se podría decir de otros. Por ejemplo, de Kollberg, con su arrogancia y sus kilos de más. O del estoico Melander, cuya apariencia no venía en modo alguno a desmentir la tesis según la cual los individuos más anodinos son a menudo los mejores policías. O de Rönn, con su nariz roja, que era una medianía en todos los sentidos. O de Gunvald Larsson, capaz de aterrar a cualquiera con sus proporciones descomunales y su intensa mirada, y que además se sentía orgulloso de ello.

    O incluso de él mismo, el gangoso Martin Beck. Esa tarde, sin ir más lejos, se había mirado al espejo, descubriendo a un individuo largo y de apariencia siniestra, de rostro demacrado, frente ancha, mandíbula poderosa y ojos tristes, de un color azul grisáceo.

    Por lo demás, Stenström se había especializado en un par de cosas que habían resultado muy útiles para todos.

    En todo esto pensaba Martin Beck mientras contemplaba los objetos que Kollberg iba sacando sistemáticamente de los cajones y colocando encima de la mesa.

    Ahora recapitulaba fríamente lo que sabía del difunto Åke Stenström. Los sentimientos que por un momento habían estado a punto de dominarle, mientras Hammar soltaba obviedades a diestro y siniestro en el despacho de Kungholmsgatan, habían desaparecido. El momento pasó y ya nunca volvería.

    Tras colgar la gorra en el sombrerero y vender su uniforme a un viejo compañero de la academia, Stenström había trabajado siempre a las órdenes de Martin Beck. Primero en Kristineberg, en los tiempos de la vieja Brigada Nacional de Homicidios, que en aquel entonces estaba adscrita a la Policía Nacional y funcionaba, sobre todo, como una suerte de unidad de intervención especial, pensada para prestar asistencia en situaciones de emergencia a la policía municipal de provincias.

    Después, la totalidad de la policía pasó a depender del Estado, cosa que sucedió a partir del año 1965. Pasado algún tiempo, se trasladaron a Västberga.

    A lo largo de los años, Kollberg había desempeñado diferentes comisiones de servicios y Melander fue trasladado por deseo propio, pero Stenström permaneció siempre con Martin Beck. Éste lo conocía desde hacía más de cinco años y habían trabajado juntos en innumerables investigaciones. Durante este tiempo, Stenström fue aprendiendo todo lo que sabía en el campo del trabajo policial práctico, y no era poco. Además, también había ido madurando, superando en buena medida su inseguridad y su timidez. Dejó la habitación en casa de sus padres para, con el tiempo, irse a vivir con la mujer que había elegido para compartir su vida. Antes, su padre había muerto y su madre regresó a Västmanland.

    Martin Beck, por tanto, debería saber casi todo sobre Stenström.

    Lo peculiar era que no sabía mucho. Ciertamente, tenía todos los datos importantes y una impresión general, sin duda bien fundada, sobre el carácter de Stenström, así como sus méritos y defectos como policía, pero a esto no había mucho más que añadir.

    Un buen chico. Ambicioso, testarudo, bastante espabilado, dócil. Por otro lado, un poco tímido, todavía algo infantil, cualquier cosa menos ingenioso, en general sin mucho sentido del humor. Pero, ¿de quién no podía decirse lo mismo? Quizás estuviese acomplejado. Frente a Kollberg, por ejemplo, que brillaba con citas literarias y enrevesados sofismas. Frente a Gunvald Larsson, que una vez tardó quince segundos en derribar a patadas una puerta cerrada con llave y dejar inconsciente de un golpe a un asesino demente que blandía un hacha, mientras Stenström se quedaba parado a dos metros de distancia, reflexionando sobre qué hacer. O frente a Melander, que nunca cambiaba el gesto ni olvidaba nada que hubiera visto, leído u oído.

    Claro, ¿quién no iba a estar acomplejado entre gente así?

    ¿Por qué sabía tan poco de Stenström? ¿Quizá por no haber sido suficientemente atento? ¿O tal vez porque en realidad no había nada que descubrir?

    Martin Beck se masajeaba la raíz del cabello con las yemas de los dedos, examinando las cosas que Kollberg había puesto sobre la mesa.

    Stenström había tenido siempre su punto de pedantería, por ejemplo en lo referente al reloj, que siempre debía marcar la hora exacta hasta el último segundo, algo que se reflejaba también en el orden meticuloso que imperaba sobre su escritorio y en los cajones.

    Papeles, papeles y más papeles. Copias de informes, anotaciones, actas de procesos judiciales, instrucciones multicopiadas, separatas de textos legales. Todo en lotes pulcramente ordenados.

    Lo más personal que allí había era una caja de cerillas y un paquete de chicles sin abrir. Teniendo en cuenta que Stenström no fumaba ni era mascador compulsivo de chicle, había que suponer que guardaba estas cosas para ofrecérselas a la gente que venía aquí a ser interrogada o quizá simplemente para sentarse a hablar.

    Kollberg suspiró profundamente y dijo:

    ― Si en ese autobús hubiera estado yo, ahora Stenström y tú estaríais hurgando en mis cajones. Sin duda, una tarea mucho más jodida. Seguramente, habríais encontrado cosas que ensuciarían mi reputación.

    Martin Beck podía hacerse una idea aproximada de lo que cabía encontrar en el escritorio de Kollberg, pero se abstuvo de todo comentario.

    ― Lo que hay aquí no es como para ensuciar la reputación de nadie ―dijo Kollberg.

    Martin Beck seguía sin contestar. Examinaron los papeles en silencio, con rapidez y minuciosidad. No apareció nada que no pudieran identificar inmediatamente o colocar en su contexto. Todas las anotaciones y documentos estaban relacionados con investigaciones en las que había participado Stenström y que ellos conocían bien.

    Al final sólo quedaba una cosa. Un sobre marrón en cuarto. Estaba sellado y era bastante voluminoso.

    ― ¿Qué crees que puede haber aquí? ―preguntó Kollberg.
    ― Ábrelo y mira a ver.

    Kollberg hizo girar el sobre en sus manos.

    ― Parece que lo ha precintado con mucho cuidado. Fíjate en la cinta adhesiva.

    Se encogió de hombros, sacó el abrecartas del estuche y abrió el sobre resueltamente.

    ― ¡Vaya! No sabía yo que Stenström se dedicaba a la fotografía.

    Hojeó el montón de fotografías y después las extendió delante de sí.

    ― Y tampoco hubiera pensado que le interesaran estas cosas.
    ― Es su novia ―dijo Martin Beck apagadamente.
    ― Sí, desde luego, pero nunca hubiera pensado que el chico tuviera unas inclinaciones tan sofisticadas.

    Martin Beck repasó las fotografías movido por su sentido del deber, pero con el sentimiento de incomodidad que experimentaba siempre que se veía más o menos obligado a inmiscuirse en la vida privada de otras personas. Se trataba de una reacción espontánea e innata, que ni siquiera veintitrés años de trabajo en el cuerpo habían conseguido dominar.

    Kollberg, en cambio, no sentía escrúpulos semejantes. Además, era un hombre con un fuerte instinto sensual.

    ― Pero si es muy guapa, joder ―dijo con aprobación y gran énfasis.

    Luego siguió estudiando las imágenes.

    ― Y también sabe hacer el pino. Nunca hubiera imaginado que fuera así de guapa.
    ― Pero si ya la has visto antes.
    ― Sí, pero vestida. Esto no tiene nada que ver.

    Kollberg tenía razón, pero Martin Beck prefirió no hacer más comentarios al respecto. Se limitó a decir:

    ― Pues mañana vas a volver a verla.
    ― Sí ―replicó Kollberg en un tono sombrío―. No va a ser divertido.

    Recogió las fotografías y volvió a meterlas en el sobre. Luego dijo:

    ― A lo mejor deberíamos marcharnos a casa ya. Si quieres, te acerco.

    Apagaron la luz y salieron. Ya en el coche, Martin Beck dijo:

    ― Por cierto, ¿cómo contactaron contigo ayer por la noche, para decirte que fueras a Norra Stationsgatan? Cuando llamé, Gun no sabía dónde estabas, pero te presentaste en el lugar bastante antes que yo.
    ― Fue de pura casualidad. Cuando nos separamos, me puse a caminar en dirección al centro. En el puente de Skanstull me crucé con dos tipos en un coche radiopatrulla que me reconocieron. Acababan de recibir la alerta por radio y me llevaron hasta allí directamente. Fui uno de los primeros en llegar.

    Permanecieron sentados en silencio un largo rato. Luego, Kollberg dijo pensativamente:

    ― ¿Qué te parece? ¿Para qué querría esas fotos?
    ― Para mirarlas ―respondió Martin Beck.
    ― Sí, claro, pero…


    CAPÍTULO XIII


    La mañana del jueves, antes de salir de casa, Martin Beck llamó a Kollberg. La conversación fue breve:



    ― Aquí Kollberg.
    ― Hola. Soy Martin. Salgo ahora.
    ― Vale.

    Cuando el convoy entró en la estación de metro de Skärmarbrink, Kollberg estaba ya esperándole en el andén. Solían subir siempre en el último vagón, y así a menudo viajaban juntos hasta el centro, incluso sin quedar previamente.

    Se apearon en Medborgarplatsen y salieron a Folkungagatan. Eran las nueve y veinte de la mañana y la desvaída luz solar se iba filtrando por entre la capa de nubes. Alzaron los cuellos de sus abrigos para protegerse del gélido viento y echaron a caminar por Folkungagatan en dirección este.

    Al doblar la esquina de Östgötagatan, Kollberg dijo:

    ― ¿Sabes algo del tipo del hospital, el Schwerin ese?
    ― Sí. Llamé al Hospital Karolinska ayer. Ha salido vivo del quirófano. Pero sigue inconsciente y hasta que despierte los médicos no pueden decir nada sobre su evolución.
    ― ¿Entonces, despertará?

    Martin Beck se encogió de hombros.

    ― No se sabe. Esperemos que sí.
    ― Me pregunto cuánto tiempo van a tardar los periódicos en dar con él.
    ― En el Karolinska han prometido guardar el secreto.
    ― Sí ―dijo Kollberg―, pero ya sabes cómo son los periodistas. Igual que sanguijuelas.

    Siguieron caminando por Tjärhovsgatan hasta el número dieciocho, TORELL, podía leerse en la lista de vecinos colocada en el portal. Pero dos pisos más arriba, en la puerta de la vivienda, había una tarjeta blanca con el nombre ÅKE STENSTRÖM escrito con letra de imprenta en tinta negra.

    La muchacha que les abrió era menuda. En una apreciación rutinaria, Martin Beck le echó un metro sesenta de estatura.

    ― Pasen y dejen ahí sus cosas ―dijo cerrando la puerta tras de sí.

    Hablaba en voz baja y con algo de ronquera.

    Åsa Torell llevaba unos pantalones negros y ajustados, y un jersey de cuello alto de punto grueso, color azul centaura. En los pies tenía calcetines gruesos de lana, de color gris, que le venían varias tallas grandes y posiblemente habrían pertenecido a Stenström. Tenía ojos castaños y pelo oscuro, muy corto. Su rostro era anguloso y no podía calificarse ni como bonito ni como bello, más bien gracioso y picante. Era de complexión delgada, con hombros y caderas estrechas y poco pecho.

    Permaneció callada aguardando, mientras Martin Beck y Kollberg colocaban sus sombreros junto a la vieja gorra de Stenström y se desprendían de sus abrigos. Luego, los condujo hasta el interior del apartamento.

    El salón, con sus dos ventanas exteriores, resultaba cálido y acogedor. En una de las paredes había una enorme librería, con laterales tallados y frontones del mismo estilo. Quitando este mueble y un sillón de orejas tapizado de cuero, el mobiliario parecía bastante nuevo. El suelo estaba cubierto casi en su totalidad por una gruesa alfombra de nudos de color rojo brillante y las finas cortinas de lana tenían exactamente el mismo matiz de rojo.

    El salón era irregular y, al fondo, un corto pasillo conducía a la cocina. Una puerta abierta del corredor permitía vislumbrar la otra habitación del apartamento. La cocina y el dormitorio daban al jardín.

    Åsa Torell se sentó en el sillón de piel y pasó los pies por debajo. Señaló dos sillas safari, y Martin Beck y Kollberg tomaron asiento. El cenicero de la mesita baja situada entre ellos y la mujer estaba lleno a rebosar de colillas.

    ― Espero que comprenda que no nos agrada molestarla ―dijo Martin Beck―, pero era necesario que hablásemos con usted lo antes posible.

    Åsa Torell no respondió inmediatamente. Cogió el cigarro que yacía encendido en el cenicero y le dio una larga calada. Su mano temblaba ligeramente y tenía sombras oscuras bajo los ojos.

    ― Claro ―dijo―. Lo comprendo. Está bien que hayan venido. He estado sentada en este sillón desde… sí, desde que supe… He estado aquí sentada, intentando comprender… intentando asumir que es cierto que…
    ― Señorita Torell ―dijo Kollberg―. ¿No tiene usted a nadie que pueda venir a quedarse con usted?

    Negó con la cabeza.

    ― No. Y tampoco quiero que venga nadie.
    ― ¿Y sus padres?

    Volvió a negar con la cabeza.

    ― Mi madre murió el año pasado. Mi padre, hace ya veinte.

    Martin Beck se inclinó hacia delante y la miró inquisitivamente.

    ― ¿Ha podido dormir algo? ―preguntó.
    ― No sé. Los que estuvieron aquí… ayer… me dieron un par de pastillas, para que durmiera un rato. Pero tampoco tiene mucha importancia. Me las arreglo.

    Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y bajando la mirada murmuró:

    ― Todo lo que debo hacer es acostumbrarme a la idea de que está muerto. Me llevará tiempo, sin duda.

    Ni Martin Beck ni Kollberg supieron qué decir. Martin Beck advirtió de repente que el aire estaba viciado y cargado de humo de tabaco. Un silencio opresivo se apoderó del salón. Finalmente, Kollberg carraspeó y dijo en tono sepulcral:

    ― Señorita Torell, ¿le importaría que le hiciéramos algunas preguntas sobre Stenstr… sobre Åke?

    Åsa Torell levantó los ojos lentamente. De repente, sus ojos se iluminaron y sonrió:

    ― ¿No pensaréis en serio que os voy a llamar «señor comisario» y «señor subinspector primero». Haced el favor de llamarme Åsa, porque yo pienso tutearos. En cierto sentido, os conozco ya bastante bien.

    Los miró con ojos burlones y añadió:

    ― A través de Åke. La verdad es que él y yo pasábamos bastante tiempo juntos, sabéis. Vivimos aquí desde hace varios años.

    «Señores empresarios de pompas fúnebres Kollberg and Beck animaos». Pensó Martin Beck. La chica está bien.

    ― Nosotros también hemos oído hablar de ti ―dijo Kollberg en un tono más distendido.

    Åsa se levantó y abrió una ventana. Luego cogió el cenicero y se lo llevó a la cocina. La sonrisa había desaparecido, sustituida por un gesto firme en torno a la boca. Volvió con otro cenicero y se sentó de nuevo en el sillón.

    ― ¿Queréis hacer el favor de contarme cómo sucedió? ―dijo―. ¿Qué es lo que pasó realmente? Ayer no me enteré de mucho y, desde luego, no pienso leer los periódicos.

    Martin Beck encendió un Florida.

    ― De acuerdo ―dijo.

    Mientras Martin Beck narraba los hechos, ella permaneció absolutamente tranquila sin dejar de mirarlo.

    Le hizo un relato de lo sucedido siguiendo la reconstrucción de los hechos, pero omitiendo ciertos detalles. Cuando terminó, Åsa preguntó:

    ― ¿A dónde iba Åke? ¿Por qué viajaba en ese autobús?

    Kollberg miró a Martin Beck y luego dijo:

    ― Esto es precisamente lo que esperábamos que tú nos pudieses aclarar.

    Åsa Torell negó con la cabeza.

    ― No tengo ni la menor idea.
    ― ¿Y sabes qué estuvo haciendo antes, ese día? ―preguntó Martin Beck.

    Ella lo miró desconcertada.

    ― ¿Es que no lo sabéis vosotros? Pero si estuvo trabajando todo el día. Deberíais saber lo que hacía, ¿no?

    Martin Beck vaciló un momento, luego dijo:

    ― La última vez que lo vi con vida fue el viernes. Subió un rato a verme por la mañana.

    Ella se levantó y dio unos pasos por la habitación. Luego se volvió:

    ― Pero si estuvo trabajando tanto el sábado como el lunes. El lunes por la mañana salimos de casa juntos. ¿Tú tampoco viste a Åke el lunes?

    Fijó la mirada en Kollberg, que negaba con la cabeza y reflexionaba:

    ― ¿Te dijo si iba a Västberga? ―preguntó Kollberg―, ¿o a Kungholmsgatan?

    Åsa meditó un momento.

    ― No, no dijo nada ―respondió―. Eso tal vez lo explica todo. Debió de estar en la calle, ocupado en algo.
    ― ¿Has dicho que también trabajó el sábado? ―preguntó Martin Beck.

    Ella asintió.

    ― Sí, pero no todo el día. Salimos juntos por la mañana. Yo terminé a la una y volví a casa directamente desde el trabajo. Poco después apareció Åke. Había hecho la compra. El domingo libró y pasamos juntos todo el día.

    Volvió y se sentó en el sillón, estiró las piernas, enlazó los dedos sujetando las rodillas subidas al sillón y se mordió el labio inferior.

    ― ¿Y no te contó qué se traía entre manos? ―preguntó Kollberg.

    Åsa negó con la cabeza.

    ― ¿No solía hablar de su trabajo? ―intervino Martin Beck.
    ― Sí, sí que lo hacía. Nos lo contábamos todo. Pero últimamente no. De este último trabajo no decía nada. Me pareció raro que no hablase conmigo de ello, porque siempre me solía comentar los diferentes casos, especialmente cuando se trataba de un asunto latoso y difícil. Pero quizá no pudo…

    Se interrumpió y elevó la voz:

    ― ¿Pero por qué me lo preguntáis a mí? Vosotros erais sus superiores. Si lo que queréis es saber si me contó algún secreto policial, os puedo asegurar que no. Las tres últimas semanas no dijo ni pío sobre su trabajo.
    ― Quizá no había nada que contar ―dijo Kollberg para tranquilizarla―. En estas tres últimas semanas no ha sucedido prácticamente nada y la verdad es que no hemos tenido mucho que hacer.

    Åsa Torell se le quedó mirando.

    ― ¿Pero qué dices? Åke, por lo menos, tenía mucho que hacer. Últimamente ha estado trabajando día y noche.


    CAPITULO XIV


    Rönn miró el reloj y bostezó.



    Después echó un vistazo a la camilla y al individuo que yacía en ella, vendado de forma indescriptible. Luego contempló los complejos aparatos requeridos, al parecer, para mantener al herido con vida, y la engreída enfermera de mediana edad encargada de controlar que todo funcionase correctamente. En ese mismo momento procedía a cambiar una de las botellas de goteo. Sus movimientos eran rápidos y precisos, y el modo en que ejecutaba las diferentes operaciones evidenciaba una experiencia de muchos años y una admirable economía de movimientos corporales.

    Rönn suspiró y volvió a bostezar detrás de su protector bucal.

    La enfermera lo advirtió de inmediato y le dirigió una rápida mirada de desaprobación.

    Llevaba ya demasiadas horas en esta aséptica sala de aislamiento, con su fría luz y sus blancos muros desnudos, o deambulando de un lado para otro en los corredores fuera del quirófano.

    Además, la mayor parte del tiempo había estado en compañía de un individuo llamado Ullholm, al que nunca había visto antes, pero que resultó ser un subinspector primero de policía en traje de paisano.

    Rönn no era uno de los grandes talentos del mundo contemporáneo y tampoco tenía pretensiones de ser especialmente lúcido. Se declaraba satisfecho consigo mismo y con la existencia en general y pensaba que la mayor parte de las cosas estaban bien como estaban. Eran precisamente estas cualidades las que hacían de él un policía aprovechable, por no decir hábil. Enfocaba los asuntos desde un punto de vista simple y directo, sin la más mínima propensión a generar problemas y dificultades que no existían.

    La mayor parte de la gente le caía bien y él caía bien a la mayor parte de la gente.

    Pero incluso para una persona tan poco complicada como Rönn, el tal Ullholm resultaba un prodigio de pesadez y estupidez reaccionaria.

    Ullholm se mostraba descontento con todo, comenzando por el lugar que ocupaba en la escala salarial ―bastante bajo, según era de esperar― y terminando por el director general de la policía, que según él carecía de mano dura.

    Le indignaba el hecho de que los niños ya no aprendieran modales en la escuela y el relajamiento de la disciplina dentro de los cuerpos de seguridad del estado.

    Se cebaba con especial intensidad en tres categorías de ciudadanos, que para Rönn no habían sido nunca motivo de preocupación ni de reflexión: los extranjeros, los jóvenes y los socialistas.

    Ullholm pensaba que era un escándalo que los policías de uniforme pudiesen dejarse barba. «Todo lo más, bigote ―decía―. Pero incluso esto resulta sumamente discutible. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?».

    Ullholm consideraba que no había existido un verdadero orden social desde los años treinta.

    El fuerte incremento de la criminalidad y el salvajismo se debían, según él, a que la policía carecía de una formación militar adecuada y había dejado de llevar sable.

    El cambio de la circulación a la derecha debía considerarse un error clamoroso, que venía a complicar extremadamente las cosas en una sociedad ya de por sí indisciplinada y postrada moralmente.

    ― Además, provoca un aumento de la promiscuidad. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?
    ― ¿Qué? ―decía Rönn.
    ― La promiscuidad. Todos esos lugares para girar y aparcar en las vías de circulación. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?

    Se trataba de un individuo que sabía la mayor parte de las cosas y se mostraba entendido en todo. Sólo una vez se vio obligado a pedir aclaraciones a Rönn. Todo comenzó cuando dijo:

    ― Contemplando tanta relajación, le entran a uno ganas de regresar a la naturaleza. Yo me iría a las montañas del norte, si no fuera porque toda Laponia está llena de lapones. Supongo que entiendes a lo que me refiero, ¿no?
    ― Sí, claro, estoy casado con una sami ―replicó Rönn.

    Ullholm lo miró con una peculiar mezcla de repulsión y curiosidad, bajó el tono de voz y dijo:

    ― Me parece extremadamente peculiar e interesante. ¿Es cierto eso de que las mujeres laponas lo tienen de través?
    ― No ―contestó Rönn fatigado―. No es verdad. Es sólo una superstición muy extendida.

    Rönn se preguntaba cómo es que un individuo así no llevaba ya tiempo destinado en el departamento de objetos perdidos. Ullholm hablaba prácticamente sin interrupción, cerrando cada una de sus intervenciones con las palabras: «supongo que sabes a lo que me refiero, ¿no?».

    Pero Rönn sólo sabía dos cosas.

    Primero: lo que realmente había sucedido en el centro de operaciones cuando él mismo planteó la inocente pregunta:

    ― Bueno, ¿y quién está vigilando en el hospital?

    Kollberg estaba hojeando sus papeles con indiferencia y respondió:

    ― Un tal Ullholm.

    Al parecer, el único que reconoció el nombre fue Gunvald Larsson, quien al instante exclamó:

    ― ¿Cómo? ¿Quién?
    ― Ullholm ―repitió Kollberg.
    ― ¡No puede ser! ¡Tenemos que enviar a alguien para vigilarlo! Alguien que esté más o menos en sus cabales.

    Al final, esa persona más o menos en sus cabales resultó ser Rönn. Con la misma inocencia había preguntado:

    ― ¿Queréis que lo releve?
    ― ¿Relevarlo? ¡No, eso es imposible! Si lo relevamos se sentirá menospreciado y escribirá cientos de instancias. Denunciará a la Dirección General de Policía ante el Defensor del Pueblo. Llamará al ministro.

    Y cuando Rönn ya se iba, Gunvald Larsson le dio una última instrucción.

    ― ¡Einar!
    ― Sí.
    ― No permitas que le dirija ni una sola palabra al testigo. ¡No antes de ver el certificado de defunción!

    Segundo: de la manera que fuera, se hacía necesario poner diques a tanta verborrea. Al final, ideó una solución teórica que trasladada a la práctica se concretó como sigue. Ullholm dio fin a un largo parlamento diciendo:

    ― Resulta absolutamente obvio que yo, como individuo particular y persona de derechas, ciudadano de un estado libre y democrático, no voy a hacer la más mínima acepción de personas en función de cosas como el color de la piel, la raza o la ideología. Pero imagínate qué pasaría en un cuerpo de policía lleno de judíos y comunistas. Supongo que sabes a lo que me refiero, ¿no?

    Ante lo cual, Rönn carraspeó modestamente detrás de su protector bucal y dijo:

    ― Sí, pero resulta que yo mismo soy socialista y…
    ― ¿¡Comunista!?
    ― Sí, justo.

    Ullholm se abismó inmediatamente en un silencio sepulcral y se retiró hasta la ventana.

    Allí llevaba ya dos horas, mirando hoscamente el perverso y taimado mundo que le rodeaba.

    Schwerin había sido sometido a tres operaciones. Lograron retirar las dos balas alojadas en su cuerpo, pero nadie del equipo médico que había realizado la intervención parecía especialmente optimista, y las discretas preguntas de Rönn no recibían más respuesta que encogimientos de hombros.

    Pero hacía aproximadamente un cuarto de hora, uno de los cirujanos se había personado en la unidad de cuidados intensivos, declarando:

    ― Si recupera la conciencia, tendrá que ser ahora. En la próxima media hora.
    ― ¿Saldrá de ésta?

    El médico miró a Rönn largamente y luego dijo:

    ― No parece probable. Pero está en buena forma física y su estado general es bastante satisfactorio.

    Rönn contempló al enfermo con gesto abatido, preguntándose qué pinta debía de tener uno para que el estado general se considerase poco satisfactorio o lisa y llanamente malo. De manera meticulosa, había formulado dos preguntas que por razones de seguridad llevaba escritas en su libreta de notas.

    La primera decía:

    ¿Quién disparó?

    Y la segunda:

    ¿Qué apariencia tenía?

    También había tomado otras medidas, como por ejemplo poner su magnetófono portátil en una silla junto a la cabecera de la cama, enchufar el micrófono y colgarlo sobre el respaldo de la silla. Ullholm no había colaborado en tales preparativos, limitándose a observar críticamente a Rönn de vez en cuando desde su sitio junto a la ventana.

    Cuando faltaban cuatro minutos para las dos y media, la enfermera se inclinó de repente sobre el paciente y llamó a los dos policías con gesto rápido e impaciente, al tiempo que extendía la otra mano y apretaba el botón de llamada.

    Rönn se abalanzó y tomó el micrófono.

    ― Creo que está despertándose ―dijo la enfermera.

    El rostro del herido pareció experimentar una especie de transformación. Un estremecimiento recorrió los párpados y aletas de la nariz.

    ― Sí ―dijo la enfermera―. Ahora.

    Rönn acercó el micrófono.

    ― ¿Quién disparó? ―preguntó.

    No hubo reacción. Al cabo de un instante, Rönn repitió la pregunta.

    ― ¿Quién disparó?

    Esta vez, los labios del hombre se movieron y dijo algo. Rönn esperó dos segundos antes de decir:

    ― ¿Qué apariencia tenía?

    El herido reaccionó también en esta ocasión; su respuesta fue incluso más articulada.

    Un médico entró en la sala.

    Rönn empezaba a abrir la boca para repetir la pregunta número dos cuando el hombre que yacía en la cama torció la cabeza hacia la izquierda. La mandíbula inferior cayó y de su boca brotó una masa de flema ensangrentada.

    Rönn levantó la mirada hasta el médico, que consultaba su instrumental y movía la cabeza con semblante serio.

    Ullholm se acercó a Rönn y le espetó hoscamente:

    ― ¿Esto es todo lo que sabes sacar en limpio del interrogatorio?

    Luego añadió en voz alta y potente:

    ― Escuche, buen hombre, le habla el subinspector primero Ullholm…
    ― Ha muerto ―dijo Rönn tranquilamente.

    Ullholm lo miró fijamente y le soltó una sola palabra:

    ― Chapucero.

    Rönn desenchufó el micrófono y se llevó el magnetófono a la ventana. Rebobinó cuidadosamente con el dedo índice de la mano derecha y apretó el botón de reproducción:

    ― ¿Quién disparó?
    ― D―n―r―k.
    ― ¿Qué apariencia tenía?
    ― Kamalson.
    ― ¿Qué podemos sacar en claro de esto? ―preguntó.

    Ullholm clavó en Rönn una mirada envarada y rencorosa que duró al menos diez segundos. Luego dijo:

    ― ¿Sacar en claro? Voy a presentar una queja contra ti por falta en el cumplimiento de tus funciones. No veo otra solución. Supongo que sabes a lo que me refiero, ¿no?

    Se dio media vuelta y abandonó la habitación. Sus pasos eran rápidos y enérgicos. Rönn lo miró apesadumbrado.


    CAPÍTULO XV


    Al abrir la puerta de la comisaría, un helado golpe de viento arrojó sobre Martin Beck una ráfaga de afilados copos de nieve, dejándole sin aliento. Agachó la cabeza contra el viento y se apresuró a abotonarse el abrigo. Esa misma mañana se había puesto por fin el abrigo de invierno, capitulando ante las recriminaciones de Inga, las temperaturas bajo cero y su propio resfriado. Se cubrió la nuca con la bufanda de lana y echó a andar en dirección al centro.



    Tras cruzar Agnegatan, se detuvo indeciso a deliberar sobre qué medio de transporte tomar. Todavía no había conseguido aprenderse todas las nuevas líneas de autobuses surgidas tras la desaparición de los tranvías, retirados en septiembre, coincidiendo con el cambio del tráfico a la derecha.

    Un coche frenó junto a él. Gunvald Larsson bajó el cristal de la ventanilla y gritó:

    ― ¡Sube!

    Martin Beck se sentó, agradecido, en el asiento delantero.

    ― ¡Buf! ―rezongó―. Ya empieza otra vez esta mierda. Apenas te das cuenta de que el verano ha pasado y de pronto otra vez esto. ¿A dónde vas?
    ― Västmannagatan ―dijo Gunvald Larsson―. Voy a hablar con la hija de la tía que iba en el autobús.
    ― Bien ―dijo Martin Beck―. Déjame en el hospital de Sabbatsberg.

    Cruzaron el puente Kungsbron y luego siguieron por el antiguo mercado. La nieve, seca y fina, se arremolinaba contra los cristales.

    ― Una nieve así no sirve de nada ―dijo Gunvald Larsson―. No cuaja. Lo único que hace es revolotear y complicar la visibilidad.

    A diferencia de Martin Beck, a Gunvald Larsson le gustaba conducir; además, estaba considerado como un buen conductor. Siguieron por Vasagatan hasta llegar a Norra Bantorget; delante del Instituto de Bachillerato de Norra Latin adelantaron a un autobús de dos pisos de la línea 47.

    ― Buf ―dijo Martin Beck―, Después de lo que ha pasado, ver un autobús de éstos casi me pone malo.

    Gunvald Larsson miró el autobús de reojo.

    ― No es del mismo tipo. Ése es alemán, un Büssing. ―Pasado un rato añadió―: ¿Te vienes luego a ver a la parienta de Assarsson? El de los condones… Voy allí a las tres.
    ― No sé ―dijo Martin Beck.
    ― Si te pilla cerca, quiero decir. Desde Sabbatsberg es sólo una manzana. Y luego te traigo de vuelta.
    ― A lo mejor. Dependerá del tiempo que tarde con la enfermera.

    En el cruce entre Dalagatan y Tegnérgatan les echó el alto un individuo que llevaba un casco de protección amarillo y empuñaba una bandera roja. En el recinto del hospital de Sabbatberg continuaban las obras de remodelación: los viejos edificios caían a golpes de piqueta, mientras otros nuevos se perfilaban ya en las alturas. En esos precisos instantes, estaban ocupados en hacer saltar por los aires el alto peñasco colindante con Dalagatan. Aún resonaba el eco de la detonación entre los muros de las casas cuando Gunvald Larsson dijo:

    ― ¿Por qué no hacen saltar por los aires todo Estocolmo de una vez, en lugar de hacerlo poco a poco? Tendrían que hacer lo que Ronald Reagan, o como se llame, dijo sobre Vietnam: «Asfaltar todo el puto país, pintarlo de rayas amarillas y hacer plazas de aparcamiento». Si los urbanistas de esta ciudad se salen con la suya, el resultado no va a ser mucho peor.

    Martin Beck se bajó del coche junto al camino de acceso a la parte del hospital ubicada junto al instituto Eastman, en la que están la maternidad y la clínica ginecológica.

    La explanada situada frente a las puertas de entrada estaba vacía, pero al acercarse pudo ver a una mujer en zamarra que le hacía señas al otro lado de las puertas de cristal. Abrió la puerta y le dijo:

    ― ¿Comisario Beck? Soy Monika Granholm.

    Tomó su mano con fuerza y la estrechó con entusiasmo. Martin Beck casi creyó oír el crujido de los huesos de la mano. Confió en que la mujer no pusiese la misma vehemencia en su trato con los recién nacidos.

    Era casi de la misma altura que Martin Beck, pero mucho más corpulenta. Tenía una piel fresca y rosada, dientes blancos y fuertes. Su cabello, de color castaño claro, era denso y ondulado. En sus ojos, grandes y hermosos, el iris era de un tono parecido al del cabello. Todo en ella producía una impresión de fuerza, salud y grandeza.

    La muchacha que resultó muerta en el autobús era menuda y tierna; al lado de su compañera de piso tendría que haber resultado increíblemente frágil.

    Caminaron hacia Dalagatan.

    ― ¿Le importa si vamos a Wasahof, al otro lado de la calle? ―dijo Monika Granholm―. Necesito tomarme algo antes de hablar.

    La hora del almuerzo había terminado, y en el restaurante quedaban varias mesas vacías. Martin Beck eligió una colocada junto a la ventana, pero Monika Granholm prefería sentarse en la zona interior del local.

    ― No quiero que nadie del hospital nos vea ―dijo―. No puede imaginarse cuánto chismorreo hay allí.

    Ella misma confirmó este punto, entreteniendo a Martin Beck con diferentes cotilleos mientras devoraba con buen apetito una enorme ración de albóndigas y puré de patata. Martin Beck la miraba celoso. Él, como de costumbre, más que hambriento se sentía indispuesto, y tomó un café que sólo vino a empeorar las cosas. Esperó a que ella diera fin a su comida, y estaba a punto de introducir el tema de su difunta compañera cuando la mujer, retirando a un lado el plato, dijo:

    ― Muy bien. Empiece con sus preguntas, señor comisario. Intentaré responder lo mejor que pueda. De todos modos, ¿puedo preguntarle yo una cosa antes?
    ― Por supuesto ―respondió Martin Beck, ofreciendo un paquete de Florida que ella rechazó con un gesto de la cabeza.
    ― No fumo, gracias. ¿Han cogido ya a ese loco?
    ― No ―contestó Martin Beck―. Aún no.
    ― La gente está muy alarmada, sabe usted. Una de las chicas de mi sección ya no se atreve a venir al trabajo en autobús. Tiene miedo de que ese loco aparezca de repente con su ametralladora. Desde que sucedió, va y viene del hospital en taxi. Tienen que cogerlo.

    Miró a Martin Beck con gesto serio.

    ― Estamos haciendo todo lo posible ―replicó éste.

    Ella asintió.

    ― Bien ―dijo.
    ― Gracias ―contestó Martin Beck también con gesto serio.
    ― ¿Qué es lo que quiere saber de Britt?
    ― ¿Hasta qué punto la conocía usted? ¿Cuánto tiempo llevaban compartiendo piso?
    ― Creo que la conocía mejor que nadie. Llevábamos tres años viviendo juntas, desde que ella empezó a trabajar en el hospital. Era la mejor compañera del mundo y una excelente enfermera. Físicamente era poca cosa, pero trabajaba duro. Era la enfermera perfecta. Nunca pensaba en sí misma.

    La mujer cogió la cafetera y llenó la taza de Martin Beck.

    ― Gracias ―dijo éste―. ¿No tenía novio?
    ― Sí, un chico encantador. Todavía no estaban comprometidos, pero ella había comenzado ya a decirme que pronto dejaría la casa, para que me fuera preparando. Creo que pensaban casarse a comienzos del año que viene. Él ya tiene piso.
    ― ¿Se conocían desde hace mucho?

    Se mordisqueó la uña del dedo pulgar y se puso a meditar.

    ― Como mínimo diez meses. Él es médico. Sí, ya sé que se dice que las chicas se hacen enfermeras sólo para casarse con médicos, pero en el caso de Britt no fue así. Ella era terriblemente tímida, los hombres más bien la asustaban. Lo que ocurrió fue que el invierno pasado estuvo de baja, con anemia. Estaba completamente agotada, y tenía que hacerse controles muy a menudo. Fue así como conoció a Bertil. Amor a primera vista. Ella solía decir que lo que la curó no fue su tratamiento, sino su amor.

    Martin Beck suspiró cansinamente.

    ― ¿Hay algo de malo en ello? ―preguntó ella con desconfianza.
    ― Nada en absoluto. ¿Se relacionaba con muchos hombres?

    Monika Granholm sonrió y negó con la cabeza.

    ― Sólo los que conocía en el hospital. Ella era muy reservada. No creo que hubiera estado nunca con un hombre, antes de conocer a Bertil.

    Dibujaba con el dedo en la superficie de la mesa. Luego arrugó la frente y miró a Martin Beck.

    ― ¿Lo que le interesa a usted es su vida amorosa? ¿Qué puede tener esto que ver con el caso?

    Martin Beck sacó su cartera del bolsillo interior de la chaqueta y la puso ante sí sobre la mesa.

    ― En el autobús, junto a Britt Danielsson iba sentado un hombre, un policía llamado Åke Stenström. Tenemos motivos para sospechar que él y la señorita Danielsson se conocían y viajaban juntos. Lo que nos interesa saber es lo siguiente: ¿Mencionó la señorita Danielsson alguna vez el nombre de Åke Stenström?

    Dicho esto, extrajo de la cartera la fotografía de Stenström y la puso delante de Monika Granholm.

    ― ¿Ha visto usted alguna vez a este hombre?

    La mujer observó la fotografía y negó con la cabeza. Pero luego la cogió y se puso a estudiarla más detenidamente.

    ― Mejor dicho, sí. En los periódicos. Pero esta foto es mejor.

    Luego, dejando la foto, añadió:

    ― Britt no conocía a este hombre. Casi podría jurarlo. Y, desde luego, está descartado que ella llevara a su casa a otro hombre distinto de su novio. Simplemente, ella no era así.

    Martin Beck volvió a guardarse la cartera.

    ― Quizá fueran buenos amigos y…

    Ella negó enérgicamente con la cabeza.

    ― Britt era muy correcta y muy tímida; como le dije, los hombres casi le daban miedo. Además, estaba enamorada de Bertil hasta las orejas y ni siquiera hubiera mirado a otro hombre. Ni como amigo, ni como otra cosa. Y yo era la única persona del mundo con la que ella tenía confianza; aparte de Bertil, se entiende. A mí me lo contaba todo. Lo siento, señor comisario, pero debe de tratarse de un error.

    Abrió su bolso y sacó el monedero.

    ― Bueno, tengo que volver con mis bebés. Ahora mismo tengo diecisiete.

    Se puso a revolver en el monedero, pero Martin Beck extendió la mano, reteniéndola.

    ― Paga el Estado ―dijo.

    Ante la verja del hospital, ya de vuelta, Monika Granholm comentó:

    ― Puede ser que se conocieran, claro. A lo mejor fueron amigos de infancia, o compañeros de clase, y resulta que se encontraron por casualidad. No puedo concebir otra cosa. Britt vivió en Eslöv hasta los veinte años. ¿De dónde era ese policía?
    ― Hallstahammar ―dijo Martin Beck―. ¿Cómo se apellida ese médico, Bertil?
    ― Persson.
    ― ¿Y dónde vive?
    ― Gillbacken 22, en Bandhagen.

    Le extendió la mano, pero de forma vacilante y con el guante puesto por razones de seguridad.

    ― Salude usted al Estado y déle las gracias por la comida ―dijo Monika, alejándose a grandes zancadas hacia la puerta.


    CAPÍTULO XVI


    El coche de Gunvald Larsson estaba aparcado delante del número 40 de Tegnérgatan. Martin Beck miró su reloj y abrió la puerta.



    Eran las tres y veinte, y esto significaba que Gunvald Larsson, que tenía por costumbre ser puntual, se había demorado ya más de veinte minutos en casa de la señora Assarsson. A estas alturas, debía de estar ya perfectamente al corriente de toda la vida del director Assarsson, desde sus primeros años en la escuela.

    La técnica empleada por Gunvald Larsson en sus interrogatorios seguía la regla fundamental de comenzar por el principio y desarrollarlo todo desde su base, método que, ciertamente, podía ser efectivo pero que a menudo se revelaba fatigoso y suponía una pérdida de tiempo.

    Abrió la puerta del piso un hombre de mediana edad que vestía un traje oscuro y una corbata plateada. Martin Beck se presentó y mostró su placa policial. El hombre le tendió la mano.

    ― Ture Assarsson ―dijo―. Soy hermano de… del difunto. Pase, por favor, su colega ha llegado ya.

    Aguardó a que Martin Beck se despojara de sus prendas de abrigo, y luego le precedió a través de un par de altas puertas dobles.

    ― Marta, querida, está aquí el comisario Beck.

    La sala de estar era grande y más bien oscura. En un sofá bajo de color avena, que tendría como mínimo tres metros de largo, estaba sentada una mujer delgada, vestida con un traje de punto, con una copa en la mano. Dejó la copa en una mesita negra de mármol colocada delante del sofá y extendió la mano con un gracioso movimiento de muñeca, como esperando que fueran a besársela. Martin Beck agarró torpemente sus dedos vacilantes y murmuró de manera confusa:

    ― La acompaño en el sentimiento, señora Assarsson.

    Al otro lado de la mesita de mármol había agrupados tres sillones bajos de color rosa y en uno de ellos estaba sentado Gunvald Larsson, que tenía una pinta rara. Sólo después de tomar asiento en otro de los sillones, siguiendo un gesto indulgente de la señora Assarsson, logró Martin Beck comprender cuál era el problema de Gunvald Larsson.

    Como el diseño del sillón sólo permitía a su ocupante yacer recostado, pero no dejaba de resultar extraño que un interrogador se tumbase, Gunvald Larsson se había visto obligado a adoptar una especie de postura doblada que resultaba bastante forzada. Tenía la cara colorada y lanzaba miradas furiosas a Martin Beck por entre las rodillas, erguidas ante él como dos cumbres alpinas.

    Martin Beck torció primero las piernas a la izquierda, luego a la derecha y luego intentó cruzarlas y colocarlas bajo el sillón, pero éste era demasiado bajo. Finalmente, adoptó la misma posición que Gunvald Larsson.

    Mientras tanto, la viuda apuró su copa y se la extendió al cuñado, para que lo volviera a llenar. Éste la miró inquisitivo pero luego se fue y regresó con una garrafa y un vaso limpio, que sacó de un armario.

    ― El señor comisario no rechazará una copita de jerez―dijo.

    Y antes de que Martin Beck tuviera tiempo de protestar, el hombre llenó la copa y la colocó en la mesa junto a él.

    ― Estaba preguntándole a la señora Assarsson si sabe por qué razón viajaba su marido en ese autobús el lunes por la tarde ―dijo Gunvald Larsson.
    ― Y yo le he respondido a usted lo mismo que le respondí a la persona que tuvo el mal gusto de interrogarme sobre mi marido pocos momentos después de recibir la noticia de su muerte: que no lo sé.

    Elevó su copa en dirección a Martin Beck y luego la vació de un trago. Martin Beck hizo un intento de alcanzar la suya, pero falló por un par de decímetros y se dejó caer nuevamente en su sillón.

    ― ¿Y sabe usted dónde había estado su marido con anterioridad esa misma tarde? ―preguntó.

    Ella dejó su copa y cogió un cigarrillo de color anaranjado y boquilla dorada de una arquilla de cristal verde colocada sobre la mesa. El cigarrillo se le escapó varias veces de entre sus torpes dedos, yendo a dar contra la tapa de la arquilla. Finalmente, dejó que se lo encendiera su cuñado. Martin Beck comprendió que no estaba completamente sobria.

    ― Sí, eso sí lo sé ―dijo―. Estuvo en una reunión. Cenamos juntos a eso de las seis. Luego se cambió y salió hacia las siete.

    Gunvald Larsson sacó una cuartilla de papel y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta y, hurgándose la oreja con el bolígrafo, preguntó:

    ― ¿Una reunión? ¿Dónde y con quién?

    Assarsson miró a su cuñada y, viendo que ésta no respondía, dijo:

    ― Se trata de una peña de viejos conocidos. Los camellos, se llaman. Está formada por nueve miembros, que se conocen desde los tiempos en que coincidieron en la escuela de cadetes de la armada. Solían reunirse en casa de un tal director Sjöberg, en Narvavägen.
    ― ¿Los camellos? ―preguntó Gunvald Larsson con desconfianza.
    ― Sí ―dijo Assarsson―. Tenían la costumbre de saludarse entre ellos diciendo: «¡Hola viejo camello!», así es como terminaron llamándose «Los camellos».

    La viuda miraba a su cuñado con gesto crítico.

    ― Se trata de una asociación benéfica ―precisó―. Hacen un montón de obras de caridad.
    ― ¿Ah, sí? ―dijo Gunvald Larsson―, ¿como por ejemplo…?
    ― Es un secreto ―respondió la señora Assarsson―. Ni siquiera sus mujeres podíamos saberlo. Algunas asociaciones lo hacen así. Trabajan en secreto.

    Martin Beck sintió que la mirada de Gunvald Larsson se posaba en él, y dijo:

    ― ¿Y sabe usted, señora Assarsson, a qué hora se fue su marido de Narvavägen?
    ― Sí. Esa noche no podía dormir, así que me levanté a tomar una copita para conciliar el sueño a eso de las dos, y cuando vi que Gösta no estaba en casa llamé a Tornillo; bueno, ése es el mote que le han puesto al director Sjöberg, y Tornillo me dijo que Gösta se había ido de allí hacia las diez y media.

    Se interrumpió y apagó el cigarrillo.

    ― ¿Y a dónde cree usted, señora Assarsson, que iba su marido en el autobús 47? ―preguntó Martin Beck.

    Assarsson lo miró con cara de susto.

    ― Indudablemente, debía de ir a casa de algún conocido del mundo de los negocios. Mi marido era un hombre muy emprendedor y trabajaba duro en su empresa; bueno, Ture, aquí presente, es también copropietario, claro, y no era infrecuente que tuviera asuntos de negocios por las noches. Por ejemplo, cuando llegaba gente de provincias que sólo venía a Estocolmo a pasar la noche.

    Pareció perder el hilo, luego levantó su copa vacía, haciéndola girar entre los dedos. Gunvald Larsson estaba ocupado, escribiendo en su hoja de papel. Martin Beck extendió una de sus piernas y se masajeó la rodilla.

    ― ¿Tiene usted hijos, señora Assarsson? ―preguntó Martin Beck.

    La señora Assarsson puso su copa delante de su cuñado, para que se la llenara, pero éste, sin mirarla, se limitó a apartarla a un lado de la mesa. Ella lo miró amargada, se levantó con dificultad y se sacudió un resto de ceniza que había caído sobre su falda.

    ― No, señor comisario Peck, no tengo. Por desgracia, mi marido no pudo darme hijos.

    Durante un rato, fijó sus ojos brillantes en algún punto indeterminado más allá de la oreja izquierda de Martin Beck. Éste advirtió entonces que estaba bastante borracha. Ella parpadeó despacio un par de veces y luego le miró:

    ― ¿Tiene usted antepasados norteamericanos, comisario Peck?
    ― No ―respondió Martin Beck.

    Gunvald Larsson seguía escribiendo. Martin Beck alargó el cuello y miró la hoja. Estaba llena de dibujos de camellos.

    ― Si me disculpan ustedes, señores comisarios Peck y Larsson, me gustaría retirarme ―dijo la señora Assarsson encaminándose hacia la puerta con pasos vacilantes.
    ― Adiós, entonces. Ha sido un placer ―dijo tambaleándose y cerró la puerta tras de sí.

    Gunvald Larsson se guardó en el bolsillo el bolígrafo y la hoja con los camellos y se levantó con dificultad de la silla.

    ― ¿Con quién se acostaba? ―dijo sin tan siquiera mirar a Assarsson.

    Assarsson echó una mirada hacia la puerta cerrada.

    ― Eivor Olsson ―dijo―. Una chica de la oficina.


    CAPÍTULO XVII


    Pocas cosas buenas podían decirse de aquel miércoles repulsivo.



    Como era previsible, los periódicos vespertinos se enteraron del asunto Schwerin, y daban cuenta de él a toda página, con todo tipo de detalles y pullas sarcásticas contra la policía.

    La investigación, decían, había entrado en punto muerto. La policía había ocultado a su único testigo importante. La policía había mentido descaradamente a la prensa y a la opinión pública.

    Si la prensa y ese Gran Detective que es la opinión pública no recibían una información veraz, ¿cómo pretendía luego la policía recabar ayuda?

    Lo único que la prensa todavía seguía sin comunicar era la muerte de Schwerin, pero esto sin duda se debía sólo al largo tiempo de imprenta.

    De alguna manera, también se las habían ingeniado para descubrir el lamentable estado en que se hallaba el lugar del crimen cuando llegaron los técnicos forenses.

    Se había perdido un tiempo precioso.

    Y, por si esto fuera poco, se daba la circunstancia de que la matanza había coincidido en el tiempo con una redada, decidida un par de semanas antes, de intervención de material pornográfico lesivo contra las buenas costumbres en kioscos y estancos.

    Uno de los periódicos tuvo el detalle de publicar en primera página que un loco asesino campaba a sus anchas en la ciudad y que la gente en su conjunto era presa del pánico.

    Y, añadía, con las huellas del crimen todavía recientes, todo un ejército de descendientes espirituales de Fernández y González anda por ahí mirando fotos pornográficas, rascándose la cabeza y tratando de interpretar las difusas instrucciones del Ministerio de Justicia sobre lo que debe considerarse un atentado contra las buenas costumbres.

    Cuando Kollberg llegó a Kungsholmsgatan, a eso de las cuatro de la tarde, tenía cristales de hielo en el cabello y en las cejas, gesto huraño y los periódicos vespertinos bajo el brazo.

    ― Si tuviéramos tantos confidentes como la prensa amarilla, no tendríamos que preocuparnos de dar un palo al agua.
    ― Es una cuestión de dinero ―dijo Melander.
    ― Ya lo sé, ¿pero acaso eso mejora la situación?
    ― No ―dijo Melander―. Pero es así de sencillo.

    Vació su pipa dándole golpecitos y volvió a sus papeles.

    ― ¿Has hablado ya con los psicólogos? ―le preguntó Kollberg malhumorado.
    ― Sí ―respondió Melander sin levantar la cabeza―. Se están haciendo copias del informe.

    En el cuartel general de operaciones había un nuevo rostro. Ya había llegado una tercera parte de los refuerzos prometidos: Månsson, de Malmö.

    Månsson era casi tan alto como Gunvald Larsson pero de apariencia considerablemente más pacífica. Había llegado desde Escania, viajando de noche en su propio vehículo. Y no para agenciarse los miseros cuarenta y seis céntimos por kilómetro que daban de comisión, sino porque había pensado, muy atinadamente, que podía resultar útil tener a su disposición un coche con matrícula M de Malmö.

    Ahora estaba junto a la ventana mirando al exterior mientras mascaba un mondadientes.

    ― ¿Puedo hacer algo? ―preguntó.
    ― Sí. Hay varias personas a las que todavía no hemos tenido tiempo de tomar declaración. Ésta por ejemplo. La señora Ester Källström, viuda de una de las víctimas.
    ― ¿Del jefe de taller Johan Källström?
    ― Eso es. Karlbergsvägen 89.
    ― ¿Dónde está Karlbergsvägen?
    ― Allí hay un plano ―dijo Kollberg fatigado.

    Månsson dejó el mondadientes mascado en el cenicero de Melander, sacó uno nuevo del bolsillo de la chaqueta y lo contempló sin ningún tipo de entusiasmo. Examinó el plano unos instantes y se puso el abrigo. Cuando ya estaba en la puerta, se volvió para mirar a Kollberg.

    ― Oye.
    ― Sí, ¿qué pasa?
    ― ¿Conoces alguna tienda que venda mondadientes con sabores?
    ― No, la verdad es que no.
    ― Pues vaya ―dijo Månsson abatido.

    Antes de irse añadió, a modo de explicación:

    ― Tengo entendido que los hay. Estoy intentando dejar de fumar.

    Cuando la puerta se cerró, Kollberg miró a Melander y dijo:

    ― Sólo he visto a ese tipo una vez en mi vida. El verano pasado, en Malmö. Entonces me preguntó exactamente lo mismo.
    ― ¿Lo de los mondadientes?
    ― Sí.
    ― Curioso.
    ― ¿Qué?
    ― Que lleve más de un año sin conseguirlos.
    ― Bah ―dijo Kollberg―. Tú no tienes remedio.

    Melander comenzó a cargar su pipa. Todavía sin levantar la mirada, inquirió:

    ― ¿Estás de mal humor?
    ― Pues, claro. No te jode.
    ― No tiene sentido cabrearse. Sólo trae inconvenientes.
    ― Mira quién habla ―replicó Kollberg―, que no tienes sangre en las venas.

    Melander no replicó y la conversación terminó ahí.

    Pese a todas las afirmaciones de signo contrario, ese Gran Detective que es la opinión pública se empeñó a fondo durante las horas de la tarde. Centenares de personas llamaron por teléfono o se presentaron para declarar que, probablemente, habían viajado en el autobús de la matanza. La investigación se veía obligada a tramitar todas estas informaciones y lo cierto es que, por una vez, semejante medida se reveló no enteramente errática.

    Un hombre que había subido a un autobús de dos pisos en el puente de Djurgården hacia las diez de la noche decía estar dispuesto a jurar que había visto a Stenström. Comunicó este punto por teléfono y la información fue derivada a Melander, que inmediatamente se puso en contacto con él. Era un hombre de unos cincuenta años. Parecía seguro de su testimonio:

    ― ¿Dice usted que vio al subinspector primero Stenström?
    ― Sí.
    ― ¿Dónde?
    ― Cuando subí en el puente de Djurgården. Iba sentado en el lado izquierdo del autobús, en el asiento situado detrás del conductor.

    Melander asintió para sí. La información sobre la situación de las víctimas dentro del autobús no había sido todavía filtrada a la prensa.

    ― ¿Está seguro de que se trataba de él?
    ― Sí.
    ― ¿Cómo puede usted saberlo?
    ― Porque lo reconocí. He trabajado como vigilante nocturno.
    ― Sí, claro ―dijo Melander―. Ya caigo. Usted trabajó hace unos años en el vestíbulo de la vieja comisaría de Agnegatan. Me acuerdo de usted.
    ― Así es ―replicó el hombre asombrado―. Yo, en cambio, no me acuerdo de usted.
    ― Es que sólo nos hemos visto dos veces ―replicó Melander―. Y nunca hemos hablado…
    ― Pero de Stenström me acuerdo perfectamente, porque… Pareció vacilar.
    ― ¿Sí? ―intervino Melander amablemente―. ¿Por qué?
    ― Bueno, parecía tan joven… Además, iba vestido con vaqueros y camisa de sport. Así que pensé que no era de allí y le pedí que se identificara, y…
    ― ¿Sí…?
    ― Un par de semanas después cometí otra vez el mismo error. Lamentablemente.
    ― Bueno, son cosas que pasan. Pero, cuando lo volvió a ver anteayer por la tarde, ¿le reconoció él a usted?
    ― No, desde luego que no.
    ― ¿Había alguien en el asiento de al lado?
    ― No, estaba vacío. Esto lo recuerdo perfectamente, pues en un primer momento se me ocurrió saludarle y sentarme allí. Pero luego pensé que quizá sería una inconveniencia…
    ― Qué lástima ―dijo Melander―. Y luego usted se apeó en la plaza de Sergel.
    ― Sí. Allí tomé el metro.
    ― ¿Stenström continuaba allí?
    ― Creo que sí. En todo caso, no lo vi salir del autobús. Aunque la verdad es que yo estaba sentado arriba.
    ― ¿Puedo invitarle a un café?
    ― Sí, muy amable ―dijo el hombre.
    ― Nos haría usted un favor si tuviera la bondad de mirar unas fotografías ―dijo Melander―. Pero lamento decirle que son bastante desagradables.
    ― Sí, lo entiendo ―murmuró el hombre.

    Mientras examinaba las fotografías, empalideció y tragó saliva varias veces. Pero la única persona a la que reconoció fue a Stenström.

    Pasado un rato llegaron Martin Beck, Gunvald Larsson y Rönn, los tres prácticamente a la vez.

    ― ¿Qué? ―dijo Kollberg―. Schwerin ha…
    ― Pues sí ―replicó Rönn―. Ha muerto.
    ― ¿Y?
    ― Dijo algo.
    ― ¿Qué?
    ― No lo sé ―respondió Kollberg colocando el magnetófono sobre la mesa.

    Tomaron posiciones en torno a la mesa y se dispusieron a escuchar.

    ― ¿Quién disparó?
    ― D―n―r―k.
    ― ¿Qué apariencia tenía?
    ― Kamalson.
    ― ¿Esto es todo lo que sabes sacar en limpio del interrogatorio?
    ― Escuche, buen hombre, le habla el subinspector primero Ullholm…
    ― Ha muerto.
    ― ¡Joder! ―exclamó Gunvald Larsson―. Me da náuseas sólo de oír esa voz. Ese tío me denunció una vez por falta en el cumplimiento de mis funciones.
    ― ¿Qué habías hecho? ―preguntó Rönn.
    ― Decir «coño» en el puesto de guardia del barrio de Klara. Llegaron un par de colegas arrastrando a una puta desnuda. Estaba borracha como una cuba, gritaba como loca y se había quitado toda la ropa en el coche patrulla. Intenté convencerles de que le echaran encima una manta o algo, antes de trasladarla a la brigada criminal. Él me acusó de maltratar psicológicamente a una mujer todavía menor de edad, empleando un lenguaje brutal e indigno. Ese día estaba de oficial de guardia. Luego pidió trasladó a Solna, para estar más cerca de la naturaleza.
    ― ;De la naturaleza?
    ― De su mujer, supongo.

    Martin Beck volvió a poner en marcha el magnetófono.

    ― ¿Quién disparó?
    ― D―n―r―k.
    ― ¿Qué apariencia tenía?
    ― Kamalson.
    ― ¿Fuiste tú el que ideó las preguntas? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― Pues sí, la verdad es que fui yo ―respondió Rönn con timidez.
    ― ¡Magnífico!
    ― Sólo estuvo consciente medio minuto ―dijo Rönn mortificado―. Luego se murió.

    Martin Beck volvió a rebobinar la cinta. Escucharon una v otra vez.

    ― Qué demonios está diciendo ―exclamó Kollberg.

    No había tenido tiempo de afeitarse y se rascaba meditabundo la barba incipiente.

    Martin Beck se dirigió a Rönn.

    ― ¿Y qué piensas tú, que estuviste allí?
    ― Bueno ―repuso Rönn―, creo que comprende las preguntas y que intenta responder.
    ― ¿Y?
    ― Que responde algo negativo a la primera pregunta, por ejemplo «no sé» o «no lo conocía».
    ― ¿Y cómo cojones sacas eso de d―n―k―r? ―preguntó Gunvald Larsson desconcertado.

    Rönn se puso colorado y se removió.

    ― Sí ―dijo Martin Beck―, ¿qué te hace llegar a esa conclusión?
    ― Bueno ―respondió Rönn―. Eso es lo que creo. Me dio esa impresión.
    ― Vale ―intervino Gunvald Larsson―. ¿Y después?
    ― A la segunda pregunta responde con mucha claridad Kamalson.
    ― Sí ―dijo Kollberg―. Lo he oído. Pero ¿qué quiere decir?

    Martin Beck se masajeaba el nacimiento del pelo con las yemas de los dedos.

    ― Debe de ser un apellido: Karlsson ―dijo pensativo―. O quizá Hjalmarsson.
    ― Dice Kamalson ―insistió Rönn.
    ― Desde luego ―replicó Kollberg―. Pero no hay nadie que se llame así.
    ― Habrá que mirarlo ―intervino Melander―. El nombre puede existir. Mientras tanto…
    ― ¿Sí?
    ― Mientras tanto creo que deberíamos enviar la cinta a algún experto, para que la analice. Y si nuestros peritos no sacan nada en claro, podemos contactar con la radio. Allí, los técnicos de sonido tienen a su disposición todo tipo de medios. Pueden fragmentar el sonido de la cinta, ensayar diferentes velocidades…
    ― Sí ―asintió Martin Beck―. Es una buena idea.
    ― Pero primero borra la voz de Ullholm, joder ―comentó Gunvald Larsson―. De lo contrario vamos a ser el hazmerreír de todo el mundo.

    Recorrió la habitación con la mirada.

    ― ¿Dónde está el pájaro ese, Månsson?
    ― A lo mejor se ha perdido ―respondió Kollberg―. Igual tenemos que dar orden de búsqueda.

    Suspiró profundamente.

    En este momento entró Ek, que mesaba meditabundo su pelo plateado.

    ― ¿Qué hay? ―preguntó Martin Beck.
    ― Los periódicos se quejan de que todavía no han recibido una fotografía del hombre ese, el que sigue sin estar identificado.
    ― Ya sabes cómo sería esa foto ―repuso Kollberg.
    ― Esperad un momento ―dijo Melander―. Podemos completar la descripción: entre treinta y cinco y cuarenta años, un metro setenta y uno de estatura, sesenta y nueve kilos, número de pie cuarenta y dos, ojos castaños, cabello castaño oscuro. Operado de apendicitis. Vello oscuro en pecho y estómago. Cicatriz de alguna vieja herida en el tobillo. Dientes… no, no se puede.
    ― Les enviaré eso ―dijo Ek, y se fue.

    Permanecieron en silencio durante un rato.

    ― Fredrik ha descubierto algo ―dijo finalmente Kollberg―. Que Stenström viajaba ya en el autobús a la altura del puente de Djurgården. Así que tenía que venir de Djurgården.
    ― ¿Y qué demonios se le había perdido allí? ―preguntó Gunvald Larsson―. De noche. Con un tiempo semejante.
    ― Yo también he descubierto algo ―dijo Martin Beck―. Que lo más probable es que no conociera a la enfermera.
    ― ¿Estás seguro? ―preguntó Kollberg.
    ― No.
    ― Al parecer a la altura del puente de Djurgården iba solo ―dijo Melander.
    ― Y Rönn también ha descubierto algo ―intervino Gunvald Larsson.
    ― ¿Qué?
    ― Pues que d―n―r―k significa «No lo conocía». Para no hablar del tipo ese, Kamalson.

    Esto fue todo lo que consiguieron descubrir el miércoles 15 de noviembre.

    Fuera nevaba. Grandes copos aguanosos. Ya había anochecido.

    Naturalmente, no había nadie llamado Kamalson. Por lo menos, no en Suecia.

    El jueves no descubrieron absolutamente nada.

    Eran ya más de las once, la noche del jueves, cuando Kollberg llegó a su casa en Palandergatan. Su mujer estaba sentada leyendo bajo el círculo de luz de la lámpara de pie. Llevaba una bata corta cerrada por delante y estaba acurrucada en el sillón con las piernas desnudas apretadas bajo el cuerpo.

    ― Hola ―saludó Kollberg―. ¿Qué tal va tu curso de español?
    ― Se fue al carajo, naturalmente. Tiene gracia. Pensar que puedes hacer algo cuando tu marido trabaja en la policía.

    En lugar de responder, Kollberg se desvistió y entró en el baño. Allí se afeitó y estuvo duchándose durante largo rato, temiendo que a lo mejor algún vecino idiota llamara a la policía para quejarse del ruido provocado por el agua corriente. Luego se puso el albornoz, salió al salón y se sentó en frente de su mujer. La observó reflexivamente.

    ― Hace tiempo que no se te ve el pelo ―dijo ella sin levantar la vista. ¿Qué tal os va?
    ― Mal.
    ― Lo siento. Resulta extraño que alguien pueda matar a tiros a nueve personas en un autobús en mitad de la ciudad, así sin más. Y que a la policía no se le ocurra nada mejor que ponerse a hacer redadas tontas.
    ― Pues sí ―replicó Kollberg―. Es extraño.
    ― ¿Alguien más se ha pasado treinta y seis horas fuera de casa, además de ti?
    ― Seguramente.

    Ella volvió a su lectura. Kollberg permaneció un rato sentado en silencio, quizá diez minutos o un cuarto de hora, sin apartar los ojos de ella.

    ― ¿Qué miras? ―le preguntó.

    Seguía sin levantar la mirada, pero en su voz había un matiz de picardía.

    Kollberg no respondió y ella se enfrascó todavía más en su lectura. Tenía el pelo oscuro y ojos castaños, rasgos limpios y cejas muy marcadas. Era catorce años más joven que él y acababa de cumplir los veintinueve. Él siempre la había considerado muy guapa. Finalmente, Kollberg dijo:

    ― ¿Gun?

    Ella lo miró por primera vez desde su vuelta a casa, con una débil sonrisa y un destello de descarada sensualidad en la mirada.

    ― ¿Sí?
    ― Levántate.
    ― Vale ―respondió.

    Ella dobló el borde superior derecho de la hoja en que se había quedado, cerró el libro y lo dejó sobre el brazo del sillón. Luego se levantó y se quedó parada, de brazos caídos y con los pies descalzos muy separados. Se quedó mirándolo fijamente.

    ― Qué feo ―dijo Kollberg.
    ― ¿Yo?
    ― No, doblar las páginas de esa manera.
    ― El libro es mío ―replicó ella―. Lo he comprado con mi dinero.
    ― Anda, quítate la ropa.

    Se llevó la mano derecha hasta el cuello y fue desabrochando los botones, uno tras otro, lentamente. Sin apartar la mirada de él, abrió la fina bata de algodón y lo dejó caer al suelo, tras sí.

    ― Date la vuelta, dijo Kollberg.

    Ella le volvió la espalda.

    ― ¡Qué bella eres!
    ― Gracias. ¿Me quedo así?
    ― No. Prefiero la delantera.
    ― Vale.

    Se dio media vuelta y lo contempló con la misma expresión que antes.

    ― ¿Puedes hacer el pino?
    ― Por lo menos podía, antes de conocerte a ti. Luego ya no he tenido ocasión. ¿Quieres que pruebe?
    ― No hace falta.
    ― Lo haré, de todos modos…

    Se fue de puntillas hasta la pared e hizo el pino, hasta sostenerse sobre las manos, formando un arco, al parecer sin dificultad. Kollberg la miraba reconcentrado.

    ― ¿Me quedo así?
    ― No, no hace falta.
    ― No me importa hacerlo, si te excita. Al parecer, pasado un rato, uno se desmaya. En tal caso, puedes ponerme encima algo. Una tela o algo.
    ― No, ven.

    Volvió a ponerse de pie despacio y con agilidad, al tiempo que lo miraba por encima del hombro.

    ― Si yo quisiera fotografiarte así, ¿qué dirías?
    ― ¿Qué quieres decir? ¿Desnuda?
    ― Sí.
    ― ¿Haciendo el pino?
    ― Por ejemplo…
    ― ¡Pero si ni siquiera tienes cámara!
    ― Cierto, pero no importa.
    ― Si quieres, claro que puedes. Conmigo puedes hacer lo que quieras. Eso ya te lo dije hace dos años.

    Kollberg no respondió. Ella seguía todavía junto a la pared.

    ― ¿Y qué piensas hacer con las fotos, por cierto?
    ― De eso se trata…

    Ella se volvió y se dirigió a él. Luego dijo:

    ― Pero vamos a ver. ¿Por qué diablos me preguntas todo esto? Si la cuestión es que quieres acostarte conmigo, ahí dentro tenemos una cama magnífica, y si te da pereza ir tan lejos, aquí tenemos una alfombra excelente, suave y agradable. La he hecho yo.
    ― Stenström tenía un paquete de fotos de esas en un cajón de su escritorio.
    ― ¿En el trabajo?
    ― Sí.
    ― ¿De quién?
    ― De su chica.
    ― ¿Åsa?
    ― Sí.
    ― Pues no creo que haya sido lo que se dice un festín visual.
    ― Yo no diría eso ―replicó Kollberg.

    Ella lo miró con ceño fruncido.

    ― La cuestión es ¿por qué?
    ― ¿Importa?
    ― No sé. No logro explicármelo.
    ― Quizá le gustaba mirarlas.
    ― Eso mismo dijo Martin.
    ― Pues me parece bastante más razonable dejarse caer por casa de vez en cuando y mirarla a ella en persona.
    ― Además, Martin tampoco es tan inteligente. Por ejemplo, se preocupa por nosotros. Se le nota.
    ― ¿Por nosotros? ¿Por qué?
    ― Creo que porque salí solo el viernes por la tarde.
    ― ¿No tiene él su propia mujer?
    ― Hay algo que no cuadra ―dijo Kollberg―. Quiero decir, con Stenström y esas fotos…
    ― ¿Y por qué no? Ya se sabe cómo sois los tíos. ¿Estaba guapa en las fotos?
    ― Sí.
    ― ¿Mucho?
    ― Sí.
    ― Ya sabes lo que debería decir ahora.
    ― Sí.
    ― No voy a decir nada.
    ― Sí, ya lo sé.
    ― A lo mejor Stenström las quería para enseñárselas a sus colegas. Para presumir.
    ― No vale. Él no era así.
    ― ¿Por qué le das vueltas a este asunto?
    ― No sé. Supongo que no hay más cabos de los que tirar.
    ― ¿De verdad crees que se trata de una pista? ¿Que alguien mató a Stenström a causa de esas fotos? En tal caso, ¿por qué hubiera asesinado a otras ocho personas?

    Kollberg la miró largo rato.

    ― Exacto ―respondió―. Ésa es una buena pregunta.

    Ella se inclinó hacia delante y lo besó levemente en la frente.

    ― ¿Y si nos acostamos? ―dijo Kollberg.
    ― Magnífica idea. Pero antes voy a prepararle el biberón a Bodil. No tardo más de treinta segundos. Según las instrucciones. Nos vemos en la cama. O en el suelo, o en la bañera o donde prefieras.
    ― En la cama, por favor.

    Se fue a la cocina. Kollberg se levantó y apagó la lámpara de pie.

    ― ¿Lennart?
    ― Sí.
    ― ¿Qué edad tiene Åsa?
    ― Veinticuatro.
    ― Ahá. La actividad sexual de la mujer llega a su punto máximo entre los veintinueve y los treinta y dos, lo dice Kinsey.
    ― Vaya. ¿Y la del hombre?
    ― Hacia los dieciocho.

    La oyó batir la papilla en la cacerola. Luego añadió:

    ― Pero en el caso de los hombres, depende más de cada persona. Lo digo por si te consuela…

    Kollberg miró a su mujer a través de la puerta de la cocina, entreabierta. Estaba desnuda junto al fregadero, removiendo en la cacerola. Su esposa era una mujer de piernas largas, de constitución física normal y carácter sensual. Era exactamente lo que él quería, pero había necesitado veinte años para encontrarla y uno más para pensárselo.

    Ella adoptaba una postura de impaciencia moviendo continuamente los pies.

    ― Treinta segundos ―dijo para sí―. Jodidos mentirosos.

    Kollberg sonrió en la oscuridad. Sabía que estaba a punto de apartar de su cabeza a Stenström y al autobús rojo de dos plantas. Por primera vez en tres días.

    Martin Beck no había empleado veinte años en dar con su mujer. La había conocido diecisiete años atrás. Acto seguido, la dejó embarazada y se casaron. Aquí te pillo, aquí te mato.

    Ahora estaba allí, en la puerta del dormitorio, como un augurio funesto, vestida con un camisón arrugado y luciendo en su rostro las señales de la almohada.

    ― Estás tosiendo y gangueando de un modo que vas a despertar a todo el edificio.
    ― Perdón.
    ― ¿Y qué haces fumando en mitad de la noche, con lo mal que tienes la garganta?

    Estrujó el cigarrillo en el cenicero y dijo:

    ― Siento mucho haberte despertado.
    ― No importa. Lo principal es que no salgas ahora y vuelvas a coger una pulmonía. Lo mejor será que te quedes en casa mañana.
    ― Eso va a ser un poco difícil.
    ― Tonterías. Si estás enfermo no tienes por qué ir a trabajar. Hay más policías. Además, deberías intentar dormir, en vez de estar tumbado ahí leyendo viejos informes. El asesinato ese del taxista no conseguirás aclararlo nunca. Es la una y media de la noche. Haz el favor de dejar a un lado ese viejo mamotreto y apaga la luz. Buenas noches.
    ― Buenas noches ―respondió Martin Beck mecánicamente a la puerta cerrada del dormitorio.

    Frunció las cejas y, lentamente, dejó a un lado el informe encuadernado. Ciertamente, constituía un error referirse a él como «viejo mamotreto», pues se trataba de una copia del informe de la autopsia que había recibido esa misma tarde, antes de salir para casa. En cambio, era cierto que un par de meses antes había pasado las noches en vela revisando la investigación del asesinato de un taxista, cometido doce años antes.

    Estuvo tumbado un rato contemplando fijamente el techo. Pero cuando escuchó los leves ronquidos de su esposa en el dormitorio, se levantó apresuradamente del lecho y se dirigió en silencio al recibidor. Ya con la mano en el teléfono, vaciló un instante. Pero luego se encogió de hombros, alzó el auricular y marcó el número de Kollberg.

    ― Diga ―respondió Gun todavía jadeante.
    ― Hola, ¿está por ahí Lennart?
    ― Sí. Y más cerca de lo que te imaginas.
    ― ¿Qué hay? ―respondió Kollberg.
    ― ¿Te he llamado en mal momento?
    ― Ya lo creo. ¿Qué coño quieres?
    ― Pues verás, ¿te acuerdas del verano pasado, después de los asesinatos en los parques?
    ― Claro.
    ― No teníamos nada especial que hacer, así que Hammar nos dijo que revisáramos viejos casos sin resolver. ¿Recuerdas?
    ― ¡Cómo no me voy a acordar, joder! ¿Y qué pasa?
    ― Yo me encargué del asesinato del taxista en Borås y tú te ocupaste del tipo aquel de Östermalm que desapareció como por encanto, hace siete años.
    ― Sí. ¿Llamas para contarme eso?
    ― No. ¿De qué se ocupó Stenström? Acababa de regresar de vacaciones…
    ― No tengo ni la más remota idea. Creí que te lo había dicho.
    ― No, nunca habló conmigo del asunto.
    ― Pues entonces se lo diría a Hammar.
    ― Sí. Claro. Tienes razón. Adiós. Perdóname por haberte despertado.
    ― Vete a la mierda.

    Martin Beck le oyó colgar el teléfono. Permaneció unos momentos en pie, con el auricular pegado a la oreja. Luego colgó y se retiró compungido hasta el sofá cama.

    Volvió a echarse y apagó la luz. Tumbado en la oscuridad, se sentía imbécil.


    CAPÍTULO XVIII


    Contra toda sospecha razonable, la mañana del viernes trajo consigo una novedad esperanzadora.



    Fue Martin Beck quien se enteró de ella por teléfono. Los demás le oyeron decir:

    ― ¿Cómo? ¿Lo habéis conseguido? ¿De verdad?

    En el despacho, todos dejaron a un lado lo que tenían entre manos y fijaron la mirada en él. Colgó y dijo:

    ― Han terminado el informe balístico.
    ― ¿Y?
    ― Se considera identificada el arma.
    ― Vaya ―dijo Kollberg con desidia.
    ― Una metralleta ―sentenció Gunvald Larsson―. Los militares las tienen a millares, en arsenales sin vigilancia. Sería mejor si las repartieran gratis entre los maleantes, así se ahorrarían tener que comprar nuevos candados todas las semanas. Dame media hora y saldré por allí a comprar una docena.
    ― No es lo que pensáis ―dijo Martin Beck, mostrando la hoja con sus anotaciones―. Modelo 37, tipo Suomi.
    ― ¿De verdad? ―dijo Melander.
    ― El viejo modelo con culata de madera ―constató Gunvald Larsson―No he vuelto a ver uno desde los años cuarenta.
    ― ¿Fabricado en Finlandia o aquí con licencia? ―preguntó Kollberg.
    ― Finlandesa ―contestó Martin Beck―. El tipo que llamó me aseguró que están prácticamente seguros. La munición es también antigua. Hecho por la fábrica de máquinas de coser Tikkakosti.
    ― Una M 37 ―dijo Kollberg― con capacidad para setenta cartuchos en el cargador. ¿Quién puede poseer algo así hoy en día?
    ― Nadie ―respondió Gunvald Larsson―. A estas alturas estará ya en el fondo del Strömmen a treinta metros de profundidad.
    ― Probablemente ―intervino Martin Beck―. Pero, ¿quién puede haberla poseído hace cuatro días?
    ― Algún finés loco ―respondió Gunvald Larsson―. A la calle el furgón de los perros, a pillar a todos los finlandeses locos que hay en la ciudad. ¡Va a ser la hostia de divertido!
    ― ¿Contamos a los periódicos algo de todo esto? ―preguntó Kollberg.
    ― No ―contestó Martin Beck―. Nada de nada.

    Se quedaron en silencio. Era su primera pista. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar hasta conseguir otra?

    La puerta se abrió y entró un hombre joven, que miró alrededor con curiosidad. Llevaba en la mano un sobre marrón.

    ― ¿A quién busca?
    ― A Melander ―dijo el joven.
    ― Subinspector primero Melander ―le corrigió Kollberg―. Ésa es su mesa.

    El joven se acercó a la mesa de Melander y dejó el sobre encima de ella. Cuando estaba a punto de dejar la habitación, Kollberg le comentó:

    ― No te he oído llamar a la puerta.

    El joven, que ya tenía la mano en el picaporte, se detuvo pero no dijo nada. Se hizo el silencio en el despacho. Entonces Kollberg habló, despacio y con claridad, como cuando se explica algo a un niño:

    ― Antes de entrar en una habitación hay que llamar a la puerta. Luego, espera uno a que le den permiso para entrar. Sólo después se abre la puerta y se entra. ¿Entendido?
    ― Sí ―murmuró el joven a regañadientes y con la mirada clavada en los pies de Kollberg.
    ― Muy bien ―dijo Kollberg, y le dio la espalda.

    El joven salió apresuradamente por la puerta y la cerró sin hacer ruido.

    ― ¿Quién era ése? ―preguntó Gunvald Larsson.

    Kollberg se encogió de hombros.

    ― Me recordó a Stenström ―dijo Gunvald Larsson.

    Melander dejó a un lado la pipa, abrió el sobre y sacó un cuaderno de un centímetro de grosor, con tapas verdes.

    ― ¿Qué es eso? ―preguntó Martin Beck.

    Melander hojeó el cuaderno verde.

    ― El informe de los psicólogos. Lo mandé encuadernar.
    ― Muy bien ―dijo Gunvald Larsson―. ¿Y cuáles son sus geniales teorías? Que a nuestro pobre asesino en masa una vez en la adolescencia lo echaron de un autobús porque no tenía dinero para pagar el billete, y que esta vivencia dejó una profunda huella en su alma sensible…

    Martin Beck lo interrumpió:

    ― No tiene gracia, Gunvald ―dijo bruscamente.

    Kollberg lo miró un instante, asombrado, y luego se volvió a Melander:

    ― Bueno, Fredrik, ¿qué has sacado en limpio de ese mamotreto? Melander sacudió su pipa en un papel, lo dobló y lo echó a la papelera.
    ― En Suecia no hay precedentes ―empezó―. A no ser que nos remontemos en el tiempo hasta la masacre de Nordlund en el vapor Prins Carl. Así que, en lo fundamental, han tenido que documentarse acudiendo a investigaciones americanas de las últimas décadas.

    Sopló en la pipa a modo de prueba y luego comenzó a llenarla, mientras decía:

    ― A diferencia de nosotros, a los psicólogos norteamericanos no les falta material con el que trabajar. Este compendio, por ejemplo, se refiere al estrangulador de Boston, a Speck, el asesino de ocho enfermeras en Chicago, a Whitman, que mató a dieciséis personas e hirió a muchas más disparando desde una torre, a Unruh, que salió a una calle en Nueva Jersey y mató a tiros a trece personas en doce minutos, y a otros cuantos más, de los que seguro ya teníais noticia.

    Hojeó el informe.

    ― El asesinato en masa parece ser una especialidad americana ―constató Gunvald Larsson.
    ― Sí ―respondió Melander―. Y en el informe se ofrecen algunas teorías bastante plausibles sobre por qué esto es así.
    ― La glorificación de la violencia ―dijo Kollberg―. La sociedad competitiva. Venta de armas por correo. La cruel guerra de Vietnam.

    Melander encendió su pipa y asintió.

    ― Entre otras cosas.
    ― He leído en alguna parte que de cada mil americanos uno o dos es un asesino en masa potencial ―siguió Kollberg―. Me pregunto cómo se las habrán arreglado para llegar a esta conclusión.
    ― Estudio de mercados ―replicó Gunvald Larsson―. Otra de las especialidades norteamericanas. Van casa por casa preguntando a la gente si se ven cometiendo una matanza. Dos de cada mil responden: claro que sí, me encantaría.

    Martin Beck se sonó la nariz y luego contempló a Gunvald Larsson con ojos rojos y cara de crispación.

    Melander se reclinó en su silla y extendió las piernas delante de sí.

    ― ¿Y qué dicen tus psicólogos sobre la forma de ser de un asesino en masa? ―quiso saber Kollberg.

    Melander abrió por una de las páginas del informe y leyó:

    ― Que posiblemente tiene menos de treinta años, acostumbra a ser tímido y retraído, pero en su entorno suele estar considerado como educado y cumplidor. Puede suceder que beba alcohol, pero lo más normal es que sea abstemio. Posiblemente es de complexión menuda, con algún defecto físico u otro tipo de tara que le aparta de las personas normales. Carece de roles sociales significativos y su infancia se ha desarrollado en circunstancias precarias. En muchos casos sus padres están divorciados o es huérfano, y ha tenido una infancia con grandes carencias afectivas. La mayor parte de las veces, nunca antes ha cometido una acción criminal seria.

    Alzó la mirada y añadió:

    ― Todo esto se basa en una recopilación de datos procedentes de exámenes personales y psicológicos realizados a asesinos en masa norteamericanos.
    ― Pero un asesino en masa de éstos tiene que ser un loco de atar ―comentó Gunvald Larsson―. ¿No se advierte algo así antes de que salga por ahí y mate a un montón de gente?
    ― Un psicópata puede resultar completamente normal hasta que sucede algo que desencadena su anomalía. Psicopatía quiere decir que la persona en cuestión posee uno o varios rasgos desarrollados de forma anómala, mientras que resulta perfectamente normal en todo lo demás: talento, capacidad para el trabajo, etcétera. La mayoría de quienes cometen de repente una matanza, tras perder la cabeza y sin motivo aparente, suelen ser descritos por sus conocidos como respetuosos, amables y educados, la última persona de la que nadie hubiera podido esperar una acción semejante. En algunos de estos casos americanos se cuenta que las personas en cuestión fueron durante largo tiempo conscientes de su enfermedad e intentaron reprimir sus tendencias destructivas, hasta que finalmente acabaron cediendo a ellas. Un asesino en masa puede sufrir manía persecutoria, megalomanía o tener un complejo de culpa enfermizo. No es inusual que explique su acción diciendo que simplemente pretendía hacerse famoso y ver su nombre en los titulares de los periódicos. Casi siempre, detrás del crimen, hay ansias de notoriedad y de venganza. Se sienten infravalorados, incomprendidos y maltratados. En la mayor parte de los casos tienen grandes problemas sexuales.

    Tras la clase magistral de Melander, el despacho quedó en silencio. Martin Beck miraba fijamente a través de la ventana. Estaba pálido, tenía la mirada vacía y parecía incluso más encorvado que de costumbre.

    Kollberg estaba sentado en la mesa de Gunvald Larsson, encadenando los clips de éste en una gran cadena. Gunvald Larsson, irritado, retiró la caja de los clips. Kollberg rompió el silencio:

    ― Ese tal Whitman, ya sabéis, el que disparó a un montón de gente desde la torre de la universidad de Austin… Ayer leía un libro sobre él. El autor, un catedrático de psicología austríaco, explicaba que su problema sexual consistía en que, en realidad, con quien quería acostarse era con su vieja. En lugar de penetrarla con su falo, escribía el tipo, le clavó un cuchillo. No tengo la memoria de Fredrik, pero recuerdo que la última frase del libro decía exactamente: «luego subió a la erguida torre ―claramente un símbolo fálico― y vertió su semen letal en forma de flechas de amor sobre la Madre Tierra».

    Månsson entró en la habitación con su eterno mondadientes en la comisura de la boca.

    ― Dios mío, ¿de qué estáis hablando, si se puede saber?
    ― Pues que a lo mejor resulta que el autobús es una especie de símbolo sexual ―explicó Gunvald Larsson meditabundo―. Pero horizontal.

    Månsson lo miró perplejo.

    Martin Beck se levantó, se acercó a Melander y tomó el cuaderno verde.

    ― Te lo tomo prestado para leerlo luego con tranquilidad, sin comentarios espirituales ―dijo.

    Cuando se dirigía hacia la puerta, Månsson lo detuvo y, sacándose el palillo de la boca, le preguntó:

    ― ¿Y ahora qué hago?
    ― No sé, pregunta a Kollberg ―respondió Martin Beck secamente y abandonó la habitación.
    ― Puedes ir a hablar con la patrona del árabe ―sugirió Kollberg.

    Escribió el nombre y la dirección en una hoja. Luego se la pasó a Månsson.

    ― ¿Qué le pasa a Martin? ―preguntó Gunvald Larsson―. ¿Por qué está tan borde?

    Kollberg se encogió de hombros.

    ― Tendrá sus razones.

    Media hora larga tardó Månsson en llegar hasta Norra Stationsgatan, abriéndose camino entre el tráfico de Estocolmo. Cuando finalmente logró aparcar su coche enfrente de la parada del 47 pasaban varios minutos de las cuatro y ya se había hecho de noche.

    En la casa había dos inquilinos apellidados Karlsson, pero a Månsson no le resultó difícil deducir cuál de ellos era el que buscaba.

    En la puerta había ocho tarjetas, clavadas con chinchetas. Dos de ellas llevaban el nombre impreso, las otras estaban escritas a mano, en diferentes estilos, y todas contenían nombres extranjeros. Entre ellos no figuraba ya el de Mohammed Boussie.

    Månsson llamó al timbre. Abrió la puerta un hombre de tez morena, que vestía unos pantalones arrugados y una camiseta interior blanca.

    ― ¿Está en casa la señora Karlsson? ―preguntó Månsson.

    El hombre esbozó una amplia sonrisa, dejando ver sus dientes blancos, y extendió los brazos:

    ― Señora Karlsson no estar ―dijo en sueco chapurreado―. Pronto viene.
    ― Entonces la esperaré aquí ―dijo Månsson, entrando en el recibidor.

    Colgó su abrigo y miró al hombre sonriente.

    ― ¿Conocía usted a Mohammed Boussie, que vivía aquí? ―le preguntó.

    La sonrisa desapareció al instante del rostro del hombre.

    ― Sí. Ha sido muy terrible. Espantoso. Mohammed estaba mi amigo.
    ― ¿Es usted también árabe? ―preguntó Månsson.
    ― No, turco. ¿Usted también extranjero?
    ― No, yo soy sueco.
    ― ¡Ah! Me pareció usted tener un poco acento.

    Månsson le lanzó una dura mirada.

    ― Soy policía ―dijo― y me gustaría echar un vistazo, si es posible. ¿Hay alguien más en la casa?
    ― No. Sólo yo. Estoy de baja.

    Månsson miró alrededor suyo. El recibidor era oscuro y alargado, amueblado con una silla plegable, una mesita y un paragüero de chapa. Sobre la mesa había un par de periódicos y cartas con sellos extranjeros. Además de la puerta de calle, daban al recibidor otras cinco puertas, una de ellas doble y otras dos más pequeñas, posiblemente las del baño y el guardarropa.

    Månsson se acercó a las puertas dobles y abrió una de ellas.

    ― Ésa es habitación privada de señora Karlsson ―dijo asustado el hombre en camiseta―. Está prohibido ir.

    Månsson echó un vistazo a la habitación que estaba atestada de muebles y, al parecer, servía a la vez de dormitorio y de sala de estar.

    La siguiente puerta conducía a la cocina, amplia y reformada.

    ― Está prohibido ir en la cocina ―dijo el turco tras él.
    ― ¿Cuántas habitaciones hay? ―preguntó Månsson.
    ― La de señora Karlsson, la cocina y la habitación para nosotros ―dijo el hombre―. Y el servicio y los guardarropas.

    Månsson frunció las cejas.

    ― Entonces, dos habitaciones y cocina ―constató para sí.
    ― Usted mirar nuestra habitación ―dijo el turco abriendo la puerta.

    La habitación sería aproximadamente de unos siete metros de largo por cinco de ancho. Tenía dos ventanas que daban a la calle, cubiertas con cortinas desteñidas. A lo largo de las paredes había dispuestas varias camas de diferentes tipos y, entre las ventanas, un estrecho diván con el cabecero contra la pared.

    Månsson contó seis camas. Tres de ellas estaban sin hacer. Por todas partes en la habitación se veían zapatos, prendas de vestir, libros y periódicos. En mitad de la habitación había una mesa redonda lacada en blanco, rodeada por cinco sillas desiguales. Completaba el mobiliario una gran cómoda de tonos oscuros, puesta contra la pared delante de una de las ventanas.

    La habitación tenía además otras dos puertas. Una cama estaba colocada delante de una de ellas, que con toda seguridad conducía a la habitación de la señora Karlsson y estaba cerrada con llave. La otra daba a un pequeño guardarropa, lleno de prendas de vestir y bolsos de viaje.

    ― ¿Y aquí viven seis personas? ―preguntó Månsson.
    ― No, ocho ―respondió el turco.

    Se acercó hasta la cama que estaba delante de la puerta y sacó a la mitad una cama nido. Luego señaló otra de las camas.

    ― Hay dos así. La de Mohammed, allí.
    ― Y las otras siete personas quiénes son, ¿turcos como usted?
    ― No, somos tres turcos, dos árabes, quiero decir, uno, dos es―pañolos, un fínlandeso y el nuevo, que es griego.
    ― ¿También comen aquí?

    El turco cruzó rápidamente la habitación y movió la almohada de una de las camas. Månsson tuvo tiempo de entrever una revista pornográfica abierta, antes de que la almohada la cubriera.

    ― Perdono ―dijo el turco―, es un poco… no es muy arreglado. ¿Comemos aquí…? No, es prohibido cocinar. Prohibido ir a la cocina y prohibido tener fogón aquí. No se puede hacer comida, no café.
    ― ¿Cuánto pagan de alquiler?
    ― Pagamos trescientas cincuenta coronas por cabeza ―respondió el turco.
    ― ¿Al mes?
    ― Sí, todos meses trescientas cincuenta coronas.

    Asintió con la cabeza y se rascó la mata de vello negro hirsuto que sobresalía por el cuello de la camiseta.

    ― Gano muy bien. Ciento setenta coronas la semana. Yo conducir carretilla elevadora en almacén. Antes trabajo en restaurante y no ganar bien.
    ― ¿Sabe usted si Mohammed Boussie tenía familiares, padres o hermanos?

    El turco negó con la cabeza.

    ― No, no sé. Éramos mucho amigos, pero Mohammed no decir mucho. Era muy asustado.

    Månsson estaba junto a la ventana, contemplando al pequeño grupo de personas que, ateridas de frío, esperaban el autobús en la parada final de trayecto.

    Se dio la vuelta.

    ― ¿Asustado?
    ― No, asustado no. ¿Cómo se dice? Temido.
    ― Sí, tímido ―dijo Månsson―. ¿Sabe usted cuánto tiempo estuvo viviendo aquí?

    El turco se sentó en el diván situado entre las ventanas y negó con la cabeza.

    ― No, no sé. Cuando venir el mes pasado Mohammed ya vivir aquí.

    Månsson sudaba enfundado en su grueso abrigo. En el aire del cuarto parecían flotar las emanaciones de las ocho personas que lo habitaban. Sintió una intensa nostalgia de Malmö y de su piso elegante en Regementsgatan.

    Sacó del bolsillo su último mondadientes y preguntó:

    ― ¿Cuándo vuelve la señora Karlsson?

    El turco se encogió de hombros.

    ― No sé ―dijo―, pronto.

    Månsson se metió en la boca el mondadientes, se sentó junto a la mesa redonda y se dispuso a esperar.

    Pasada media hora, echó al cenicero lo que quedaba del mondadientes, hecho pedazos a fuerza de mascarlo.

    Habían llegado ya dos de los hospicianos de la señora Karlsson, pero la patrona se hacía esperar.

    Los recién llegados eran los dos españoles. Como sus conocimientos de sueco eran escasos y el español de Månsson nulo, éste abandonó rápidamente el propósito de interrogarles. Lo único que pudo sacar en claro fue que se llamaban Juan y Ramón y trabajaban como lavaplatos en un restaurante asador.

    El turco se había sentado en el diván y hojeaba con desgana un semanario alemán. Los españoles mantenían una animada conversación mientras se arreglaban para su ocio nocturno, en el que por lo visto iba incluida una chica llamada Kerstin. Al parecer, la conversación giraba en torno a ella.

    Månsson miraba incesantemente el reloj. Había tomado la decisión de esperar sólo hasta las cinco y media, ni un minuto más.

    Cuando faltaban dos minutos para las cinco y media, llegó la señora Karlsson.

    Sentó a Månsson en su sofá elegante, le sirvió un oporto y se deshizo en una jeremiada sobre sus tribulaciones como patrona.

    ― La verdad es que no es nada agradable, para una pobre mujer sola, tener la casa llena de hombres, Y encima extranjeros. ¿Pero qué puede hacer una pobre viuda sin recursos?

    Månsson hizo un cálculo rápido. La pobre viuda se sacaba unas tres mil coronas al mes en alquileres.

    ― El Mohammed ese, por ejemplo. Me debía un mes. ¿Podría usted, quizá, encargarse de que me lo pagaran? Él, desde luego, tenía dinero en el banco.

    Cuando Månsson le preguntó qué opinión tenía de Mohammed, ella respondió:

    ― Pues la verdad es que era realmente agradable para ser árabe. Suelen ser tan sucios y tan poco fiables. Pero él era un hombre amable y callado, y parecía aplicado. No empinaba el codo, y creo que tampoco tenía chica. Pero dejó sin pagar su último mes, como ya le he dicho.

    Resultó que la mujer estaba bastante al corriente de la vida privada de sus huéspedes. De Ramón, por ejemplo, sabía que estaba liado con una individua llamada Kerstin. Pero de Mohammed no había mucho que contar. Tenía una hermana casada, en París, que solía enviarle cartas pero éstas eran completamente ilegibles, pues estaban escritas en árabe.

    La señora Karlsson cogió un puñado de cartas y se las entregó a Månsson. En los sobres figuraba el nombre y la dirección de la hermana. Todos los bienes terrenales de Mohammed Boussie estaban empaquetados en una bolsa de viaje de lona que Månsson se llevó también consigo.

    Antes de cerrar tras él la puerta del piso, la señora Karlsson volvió a hacer referencia al asunto del alquiler impagado:

    ― Vieja bruja ―murmuró Månsson mientras bajaba las escaleras camino de la calle y del coche.


    CAPÍTULO XIX


    Lunes. Nieve. Viento. Un frío de todos los demonios.



    ― Buen tiempo para esquiar ―dijo Rönn.

    Estaba junto a la ventana, contemplando embelesado la calle y los tejados de las casas, apenas visibles bajo el blanco cendal de niebla. Gunvald Larsson lo observó con suspicacia y le preguntó:

    ― ¿Es un chiste?
    ― No. Simplemente estoy pensando en lo que sentía cuando era chaval.
    ― Extraordinariamente constructivo. ¿Y no podrías plantearte la posibilidad de hacer algo de más provecho? Quiero decir, desde el punto de vista de la investigación…
    ― Pues sí ―dijo Rönn―. Pero…
    ― ¿Pero qué?
    ― Sí, eso mismo iba yo a decir: ¿qué?
    ― Nueve personas han sido asesinadas ―dijo Gunvald Larsson―. Y tú, aquí, sin saber qué hacer. Porque eres policía, ¿o no?
    ― Pues sí.
    ― Pues entonces investiga, ¡coño!
    ― ¿Dónde?
    ― Y yo qué sé. Haz algo.
    ― ¿Y tú qué estás haciendo?
    ― ¿No lo ves? Me he puesto a leer el refrito ése que han guisado Melander y los psicólogos.
    ― ¿Para qué?
    ― No sé. ¿Cómo voy a saberlo todo?

    Había transcurrido una semana desde la matanza en el autobús. Pero la investigación seguía en punto muerto y la carencia de ideas constructivas resultaba manifiesta. Incluso, había comenzado a remitir la catarata de comunicaciones sin interés procedentes de la colaboración ciudadana.

    La sociedad de consumo y sus agobiados ciudadanos tenían otras cosas en las que pensar. Aunque todavía faltaba más de un mes hasta Navidad, la orgía publicitaria había comenzado ya y la histeria consumista se extendía rauda e inexorable como la peste negra por las calles comerciales engalanadas. La epidemia resultaba irresistible y no había lugar alguno al que huir. Invadía casas y pisos, envenenando y sometiendo todo a su paso. Los niños lloraban de hartazgo y los padres de familia estaban ya endeudados hasta el verano siguiente. Venía a ser una especie de tocomocho legal que alcanzaba en estos momentos su pleno apogeo. Los hospitales registraban un incremento espectacular de ataques al corazón, crisis nerviosas y úlceras de estómago.

    En las comisarías de policía del centro de la ciudad se recibían continuas visitas anunciadoras de la gran fiesta familiar, en forma de papanoeles borrachos como cubas, desalojados de portales y urinarios públicos. En la plaza Maria, dos fatigados agentes del orden dejaron caer en la cuneta a un papá Noel completamente borracho mientras intentaban meterlo en un taxi.

    En el revuelo subsiguiente, ambos policías fueron duramente hostigados por niños que lloraban atribulados y por borrachos que blasfemaban fuera de sí. Uno de los agentes perdió la paciencia tras ser alcanzado en el ojo por un trozo de hielo, y echó mano de su porra. Blandiéndola a ciegas golpeó a un pensionista curioso. No era un espectáculo bonito y los detractores de la policía arrimaron el ascua a su sardina.

    ― Hay un odio latente contra la policía extendido por todas las clases sociales ―declaró Melander―. Y basta un leve impulso para que se desencadene.
    ― Pues vaya ―replicó Kollberg sin interés―. ¿Y a qué se debe?
    ― Se debe a que la policía es un mal necesario ―sentenció Melander―. Todas las personas, incluidos los criminales profesionales, saben que en determinadas situaciones la policía es su único recurso. Cuando un ladrón se despierta por la noche y oye ruidos raros en el sótano de su casa, ¿qué hace? Por supuesto, llamar a la policía. Pero cuando no se dan tales circunstancias, la mayor parte de la gente reacciona con miedo o desprecio cuando la policía, de un modo u otro, se mete en su vida o viene a perturbar su tranquilidad.
    ― O sea, que por si tuviéramos poco, debemos sentirnos como un mal necesario ―dijo Kollberg malhumorado.
    ― El quid de la cuestión ―continuó Melander imperturbable― es el carácter paradójico del propio oficio de policía: por un lado, presupone el más alto nivel de inteligencia, así como cualidades físicas, psíquicas y morales extraordinarias en quienes lo desempeñan; pero, por otro lado, no ofrece nada capaz de atraer a personas semejantes.
    ― Eres terrible ―exclamó Kollberg.

    Martin Beck había escuchado esta reflexión en numerosas ocasiones y estaba ya harto de ella.

    ― ¿No podéis proseguir vuestros debates sociológicos en otra parte? ―preguntó malhumorado―. Estoy intentando pensar.
    ― ¿En qué? ―preguntó Kollberg.

    Sonó el teléfono.

    ― Sí, aquí Beck.
    ― Soy Hjelm. ¿Qué tal vais?
    ― Aquí, nada de nada, dicho entre nosotros.
    ― ¿No habéis identificado al tipo sin rostro?

    Martin Beck conocía a Hjelm desde hacía mucho tiempo y tenía gran confianza en él. En esto no era el único, pues había quien pensaba que Hjelm era uno de los mejores técnicos forenses del mundo. Pero, eso sí, había que saber tratarlo.

    ― No ―respondió Martin Beck―. Parece que nadie le echa de menos. Y nuestras visitas puerta a puerta no han dado resultado.

    Tomó aliento profundamente y luego preguntó:

    ― ¿No irás a decirme que habéis descubierto algo nuevo?

    A Hjelm había que darle coba. Era un hecho sabido.

    ― Pues sí ―reconoció con autocomplacencia―. Hemos realizado algún examen adicional. Para hacernos una imagen más detallada. Una imagen capaz de dar una idea de la persona viva. Creo que hemos conseguido darle un cierto carácter.

    «Quizá debería decir: ¿No me digas?», pensó Martin Beck.

    ― ¿No me digas? ―dijo Martin Beck.
    ― Pues sí ―respondió Hjelm complacido―. Y el resultado supera las expectativas.

    «¿A qué palabras podría recurrir ahora? ¿Fantástico? ¿Magnífico? ¿O quizá simplemente «bien»? ¿O tal vez «muy bien»? Tendré que practicar con Inga y sus amigas cuando se juntan a tomar café», pensó.

    ― Estupendo ―dijo Martin Beck.
    ― Gracias ―respondió Hjelm entusiasmado.
    ― No hay de qué. Pero, ¿no nos puedes contar…?
    ― Pues claro que sí. Para eso llamaba. Primero miramos sus dientes. No ha sido fácil. Quedaron bastante mal. Pero los empastes que hemos encontrado son bastante chapuceros. No creo que los haya hecho un dentista sueco. Pero no me atrevo a concluir nada más al respecto.
    ― Eso ya es bastante ―respondió Martin Beck.
    ― Luego están sus ropas. Hemos descubierto que el traje se compró en alguna de las tiendas Hollywood de Estocolmo. Hay tres, como quizá sepas. Una en Vasagatan, otra en Götgatan y otra en Sankt Eriksplan.
    ― Bien ―dijo Martin Beck lacónicamente, incapaz ya de continuar haciendo la pelota.
    ― Sí ―dijo Hjelm mohíno―, eso mismo pienso yo. Además, el traje estaba bastante sucio. No lo han lavado nunca, esto es obvio, y yo diría que llevaba mucho tiempo utilizándolo más o menos a diario.
    ― ¿Cuánto tiempo?
    ― Un año, digamos.
    ― ¿Hay algo más?

    Se hizo el silencio durante un momento. Hjelm se reservaba lo mejor para el final. La pausa tenía finalidad dramática.

    ― Pues la verdad es que sí ―dijo finalmente―. En el bolsillo interior de la chaqueta han aparecido restos de hachís, y en el bolsillo derecho del pantalón hay trozos de pastillas de preludina desmenuzadas. El análisis de diferentes muestras tomadas durante la autopsia refuerza la hipótesis de que el individuo era droga―dicto.

    Nueva pausa con intención dramática. Martin Beck guardó silencio.

    ― Además, tenía gonorrea ―sentenció Hjelm―. En estado avanzado.

    Martin Beck terminó de escribir sus notas, agradeció la llamada y dio por terminada la conversación.

    ― Todo esto apesta de lejos a hampa ―dijo Kollberg, que había permanecido tras la silla escuchando clandestinamente la conversación.
    ― Sí ―asintió Martin Beck―. Pero sus huellas dactilares no figuran en nuestros registros.
    ― A lo mejor era extranjero.
    ― Es posible ―dijo Martin Beck―. Pero, ¿qué vamos a hacer con estos datos? No podemos dárselos a la prensa.
    ― No ―dijo Melander―. Pero podemos dejar que circulen boca a boca entre confidentes y drogadictos conocidos, recurriendo a la gente de narcóticos y a las brigadas de protección de los distritos.
    ― Vale ―dijo Martin Beck―, hazlo.

    Es agarrarse a un clavo ardiendo, pensó, pero ¿qué hacer sino? En los últimos días, la policía había realizado dos espectaculares redadas en el denominado mundo del hampa. El resultado fue el esperado. Pobre. La medida sólo pilló desprevenidos a los más acabados y consumidos. Se practicaron ciento cincuenta detenciones, en su mayor parte casos clínicos, personas que hubo que trasladar directamente a diferentes instituciones asistenciales.

    La investigación de puertas adentro tampoco había dado, hasta ahora, ningún resultado. Y quienes tenían contactos en el mundo del hampa estaban convencidos de que los confidentes no mentían cuando aseguraban que nadie sabía nada.

    Muchas cosas hacían pensar que esto era así. Nadie podía tener interés en proteger a un criminal semejante.

    ― Excepto él mismo ―comentó Gunvald Larsson, que sentía cierta debilidad por las observaciones innecesarias.

    Lo único que se podía hacer era seguir trabajando con el material disponible. Tratar de descubrir el arma y seguir interrogando a todos los que, de alguna manera, tuvieran relación con las víctimas. Estos interrogatorios los realizaban ahora gente de refuerzo, es decir, Månsson y un subinspector primero apellidado Nordin, procedente de Sundsvall. Gunnar Ahlberg no había podido ser dispensado de sus labores ordinarias, pero esto ya no tenía importancia, pues todos estaban convencidos, en mayor o menor medida, de que esos interrogatorios no conducirían a nada.

    Las horas se sucedían a paso de tortuga, sin novedad. Un día se sumaba a otro. Juntos formaban una semana y luego otra más. Volvió a ser otra vez lunes. Cuatro de diciembre, día de Santa Bárbara. Hacía frío y viento, y la fiebre navideña seguía en aumento. Los refuerzos flaqueaban y empezaban a echar de menos su hogar: Månsson, el clima benigno del sur de Suecia, y Nordin, el invierno auténtico y puro de Norrland. Ninguno estaba acostumbrado a la gran ciudad, y ambos se sentían a disgusto en Estocolmo. Eran muchas las cosas que les sacaban de quicio, sobre todo el ajetreo, las aglomeraciones y la agresividad de la gente. Y profesionalmente les irritaba la degradación criminal y la delincuencia de pequeña escala, que campaba a sus anchas.

    ― No sé cómo aguantáis esta ciudad ―se quejó Nordin.

    Era un tipo calvo y achaparrado, de cejas pobladas y entornados ojos castaños.

    ― Hemos nacido aquí ―repuso Kollberg―. No conocemos otra cosa.
    ― Acabo de llegar en metro ―continuó Nordin―. Sólo en el trayecto comprendido entre las estaciones de Alvik y Fridhemsplan he visto como mínimo a quince personas que, de haber estado en mi tierra, en Sundsvall, habrían sido inmediatamente detenidas por la policía.
    ― Nos falta gente―dijo Martin Beck.
    ― Sí, lo sé, pero…
    ― ¿Pero qué?
    ― ¿Habéis pensado en una cosa? Aquí, la gente está asustada. Me refiero a la gente normal, honrada. Si te acercas a alguien para preguntarle cómo se va a un sitio, o para pedir fuego, casi se echan a correr. Tienen miedo, ¡así de claro! Se sienten desprotegidos.
    ― ¿Y quién no? ―preguntó Kollberg.
    ― Yo no ―repuso Nordin―. Por lo menos no en condiciones normales. Pero dentro de poco me empezará a pasar, sin duda. ¿Tenéis algo para mí?
    ― Hemos recibido una información curiosa ―dijo Melander.
    ― ¿Sobre qué?
    ― Sobre el individuo del autobús que sigue sin ser identificado. Una mujer de Hägersten llamó para decir que vive junto a un garaje frecuentado por extranjeros.
    ― Vale. ¿Y qué?
    ― Que suele haber camorra. Por supuesto, no utilizó la palabra camorra. Suele haber ruido, fue lo que dijo. Uno de los más ruidosos era un tipo moreno, bajito, de unos treinta y cinco años. Sus ropas coincidían un poco con la descripción dada por los periódicos, dijo la mujer, y además lleva ya unos días sin dejarse ver.
    ― Habrá unas diez mil personas con esa ropa ―comentó Nordin escéptico.
    ― Sí ―replicó Melander―. Es verdad. Y hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que la información carezca de valor. Los datos son tan vagos que, en realidad, no hay nada que contrastar. Además, la mujer parecía muy insegura. Pero si no tienes otra cosa que hacer…

    Dejó la frase sin terminar, escribió el nombre y la dirección del informante en su bloc de notas y luego arrancó la hoja. Sonó el teléfono y al tiempo que descolgaba le pasó la hoja a Nordin.

    ― Toma.
    ― Esto es ilegible ―protestó Nordin.

    La letra de Melander era retorcida y, para decirlo benévolamente, difícil de entender. En realidad, resultaba incomprensible para los no iniciados. Kollberg cogió la hoja y la miró.

    ― Escritura cuneiforme ―constató―. O quizá hebreo antiguo. Seguramente fue Fredrik quien escribió los rollos del Mar Muerto. Aunque la verdad es que le falta sentido del humor. En cualquier caso, yo soy su principal descifrador.

    Copió rápidamente los datos y dijo:

    ― Aquí lo tienes, puesto en claro.
    ― Vale ―dijo Nordin―. Me acercaré a ver. ¿Hay algún coche disponible?
    ― Sí. Pero teniendo en cuenta el tráfico y el estado de las carreteras, lo mejor que puedes hacer es utilizar el metro. Coge la línea 13 o la 23 en dirección sur y bájate en Axelsberg.
    ― Hasta luego ―dijo Nordin y se fue.
    ― La verdad es que hoy no parecía muy inspirado ―dijo Kollberg.
    ― ¿Y se le puede reprochar? ―replicó Martin Beck y se sonó la nariz.
    ― La verdad es que no ―respondió Kollberg suspirando―. ¿Por qué no dejamos que estos tipos se vuelvan a su casa?
    ― Porque no es asunto nuestro ―comentó Martin Beck―. Están aquí para participar en la caza humana más intensa en la historia del país.
    ― Pues estaría bien… ―dijo Kollberg interrumpiéndose.

    No tuvo necesidad de terminar la frase. Indudablemente, estaría bien saber a quién estaban intentando cazar y dónde tenían que actuar.

    ― Sólo estoy citando al ministro de Justicia ―repuso Martin Beck en tono inocente―. Nuestras mejores cabezas (debe de referirse, sin duda, a Månsson y Nordin) se están empleando a fondo para cercar y capturar a un asesino en masa demente, cuya neutralización es asunto prioritario tanto para la sociedad como para el individuo.
    ― ¿Cuándo dijo eso?
    ― La primera vez hace diecisiete días. La última, ayer. Pero ayer sólo consiguió cuatro líneas en la página veintidós. Esto seguro que le cabreó. El año que viene hay elecciones.

    Melander había terminado ya su llamada telefónica. Atizó la cazoleta de su pipa con un clip desdoblado y dijo sosegadamente:

    ― ¿Y no va siendo hora, por decirlo de algún modo, de aparcar la hipótesis del asesino en masa demente?

    Kollberg tardó quince segundos en responder:

    ― Sí ―dijo―. Totalmente. Y también va siendo hora de cerrar las puertas y desconectar los teléfonos.
    ― ¿Está aquí Gunvald? ―preguntó Martin Beck.
    ― Sí, el señor Larsson está ahí sentado, hurgándose los dientes con el abrecartas.
    ― Pues encargaos de que le pasen a él todas las llamadas ―dijo Martin Beck.

    Melander extendió el brazo para coger el teléfono.

    ― Aprovecha para pedir café ―dijo Kollberg―. Tres pasteles de hojaldre y un pastel mazarin para mí, gracias.

    El café llegó pasados diez minutos. Kollberg cerró la puerta con llave.

    Se sentaron. Kollberg sorbió su café y se dispuso a dar cuenta del pastel de hojaldre.

    ― La situación es como sigue ―dijo, entre bocado y bocado―: La hipótesis del asesino que busca causar sensación queda colgada en el guardarropa del director general de la policía. Llegado el caso, ya volveríamos a sacarla y a desempolvarla. La hipótesis de trabajo es ahora la siguiente: un individuo armado con una metralleta de marca Suomi 37 mata a tiros a nueve personas en un autobús. Estas nueve personas no tienen relación alguna entre sí, simplemente dio la causalidad de que se hallaban simultáneamente en el mismo sitio.
    ― El que dispara tiene un motivo ―intervino Martin Beck.
    ― Sí ―dijo Kollberg echando mano al pastel mazarin―. Eso es lo que pensé yo desde un primer momento. Pero no puede tener motivo para eliminar a un grupo de personas reunido de forma casual. Por lo tanto, su verdadera intención es eliminar a una de ellas.
    ― El asesinato se ha planeado minuciosamente ―comentó Martin Beck.
    ― Una de las nueve ―dijo Kollberg―. Pero, ¿cuál de ellas? ¿Tienes la lista, Fredrik?
    ― No la necesito ―dijo Melander.
    ― No, claro que no. No me lo tengas en cuenta. ¿Las repasamos?

    Martin Beck asintió. A continuación, la conversación derivó en una especie de vis a vis entre Kollberg y Melander.

    ― Gustav Bengtsson ―dijo Melander―, es decir, el conductor. Puede decirse que su presencia en el autobús estaba motivada. ―Sin duda.
    ― Parece que su vida era de lo más normal. Un matrimonio que no andaba mal. Sin antecedentes policiales. Cumplidor en su trabajo. Valorado por sus compañeros. Hemos hablado también con varios amigos de la familia. Dicen que era un hombre cumplidor y simpático. Pertenecía a una organización de abstemios. Cuarenta y ocho años. Nacido aquí, en Estocolmo.
    ― ¿Enemigos? No. ¿Poder? Ninguno. ¿Dinero? Tampoco. ¿Motivos para acabar con su vida? Ninguno. ¡El siguiente!
    ― Voy a apartarme de la numeración de Rönn ―dijo Melander―. Hildur Johansson, viuda, sesenta y ocho años. Volvía a su domicilio de Norra Stationsgatan desde casa de su hija en Västmannagatan. Nacida en Edsbro. La hija ha sido interrogada por Larsson, Månsson y… bueno, da igual. Llevaba una vida retirada y vivía de su pensión. Poco más se puede decir de ella.
    ― Bueno, que al parecer subió al autobús en Odengatan y sólo viajó seis paradas. Y que nadie, a excepción de su hija y su yerno, sabían que haría ese trayecto a esa hora. Sigue.
    ― Johan Källström. Cincuenta y dos años de edad, nacido en Västerås. Jefe de un taller de automóviles, Grens, junto a Sibyllegatan. Había hecho horas extra y volvía a casa. De esto no hay duda. Casado sin problemas, también él. Le interesaba sobre todo su coche y la casa de campo. Sin antecedentes. No ganaba mal, pero tampoco demasiado. Quienes lo conocen dicen que posiblemente viajó en metro desde Östermalmstorg hasta Centralen y que allí cogió el autobús. Así que debe de haber subido en la parada que hay delante de los almacenes Åhléns. Su jefe dice que conocía su oficio y que sabía dirigir a los demás. El personal del taller dice que era…
    ― …un tirano con aquellos sobre los que tenía autoridad y un lameculos con los jefes. Fui yo quien se acercó a hablar con ellos. Siguiente.
    ― Alfons Schwerin tenía cuarenta y tres años y nació en Minneapolis, Estados Unidos, de padres sueco―americanos. Volvieron a Suecia inmediatamente después de la guerra y se establecieron aquí. Fue propietario de una pequeña empresa que importaba madera de abeto de los Cárpatos para confeccionar cajas de resonancia, pero la empresa se declaró en quiebra hace diez años. Schwerin bebía. Ha estado ingresado dos veces en el sanatorio de Beckomberga, y también ha pasado tres meses en la cárcel de Bogesund por conducir en estado de embriaguez. Esto fue hace tres años. Cuando los negocios se fueron a pique, se empleó como obrero no cualificado. Actualmente trabajaba para el ayuntamiento, en la concejalía de urbanismo. Esa tarde estuvo en Pilen, el restaurante de Bryggargatan, y volvía a casa. No bebió demasiado, posiblemente porque andaba mal de dinero. Vivía muy pobremente. Lo más probable es que hiciese a pie el trayecto entre el restaurante y la parada de Vasagatan. Era soltero y no tenía parientes en Suecia. Caía bien a sus compañeros de trabajo. Dicen que era alegre y simpático, que tenía buen beber y ni un solo enemigo en el mundo.
    ― Y vio al que disparó y antes de morir le dijo a Rönn algo incomprensible. ¿Se ha recibido algún dictamen de los expertos en referencia a la cinta?
    ― No. Mohammed Boussie, argelino, empleado en un restaurante, treinta y seis años, nacido en algún lugar de nombre impronunciable que no consigo recordar.
    ― Qué desidia.
    ― Llevaba seis años en Suecia, antes estuvo en París. Carecía de compromisos e intereses políticos. El dinero que ahorraba lo ingresaba en una cuenta corriente. Los que le conocen afirman que era tímido y retraído. Había terminado su trabajo a las diez y media y volvía a casa. Buena persona, pero tacaño y aburrido.
    ― Te estás describiendo.
    ― La enfermera, Britt Danielsson, nacida en 1940 en Eslöv. Iba sentada junto a Stenström, pero nada hace pensar que se conocieran. Esa noche, el médico con quien mantenía relaciones estaba trabajando en el Hospital de Söder. Se cree que subió al autobús en Odengatan, al mismo tiempo que la viuda Johansson. Volvía a casa. En este caso, no hay márgenes de tiempo: cogió el autobús nada más terminar su trabajo. Por supuesto, no podemos afirmar con absoluta seguridad que no fuera con Stenström.

    Kollberg negó con la cabeza.

    ― Ni la más mínima posibilidad ―dijo―. ¿Por qué habría de interesarse Stenström por esa muchachita pálida? En casa tenía todo lo que podía desear.

    Melander lo miró sin entender, pero prefirió eludir la cuestión.

    ― Llegamos entonces a Assarsson. Pulcro por fuera, pero las cosas cambian cuando levantamos la alfombra…

    Melander hizo una pausa para ocuparse de su pipa. Luego continuó:

    ― Un personaje bastante sospechoso, el tal Assarsson. Condenado dos veces por defraudar al fisco y, además, por un delito contra la moralidad pública, a principios de los cincuenta. Abusó sexualmente de una chica de los recados de catorce años. Encarcelado en las tres ocasiones. Assarsson estaba bien de dinero. Carecía de escrúpulos en los negocios y en todo lo demás. Mucha gente tenía motivos para odiarle. Incluso su mujer y su hermano lo encontraban bastante repulsivo. Pero una cosa queda clara: su presencia en el autobús está motivada. Regresaba de una reunión de una especie de asociación y se encaminaba a casa de una amante, apellidada Olsson, que vive en Karlbergsvägen y trabaja en la oficina de Assarsson. La había llamado con anterioridad, para anunciar su llegada. La hemos interrogado varias veces.
    ― ¿Quién la ha interrogado?
    ― Gunvald y Månsson. En diferentes ocasiones. Dice que…
    ― Un momento. ¿Por qué cogió el autobús?
    ― Al parecer, porque había bebido mucho y no se atrevía a conducir su propio coche. Y tampoco pudo tomar un taxi, debido a la lluvia. El servicio de taxis estaba colapsado y no quedaba un solo coche libre en todo el centro.
    ― De acuerdo. ¿Y qué dice la dama de compañía?
    ― Que Assarsson le daba asco. Que era un viejo verde y poco menos que impotente. Que ella lo hacía por dinero y para conservar su trabajo. Gunvald tuvo la impresión de que era una especie de medio puta, una fulana, bastante retrasada. Dice también que se parecía a Schasa Gabor, que vete tú a saber quién es.
    ― El señor Larsson y las mujeres. Creo que voy a escribir una novela con ese título.
    ― A Månsson le admitió también que solía hacer servicios (ésa fue la expresión que utilizó) a gente con la que Assarsson tenía negocios. Siguiendo las órdenes de éste. Assarsson había nacido en Gotemburgo, y subió al autobús en el puente de Djurgården.
    ― Gracias, buen amigo. Así precisamente comenzará mi libro: «Había nacido en Gotemburgo y subió al autobús en el puente de Djurgården». Brillante.
    ― Todas las horas concuerdan ―prosiguió Melander impertérrito.

    Martin Beck terció por primera vez en el diálogo:

    ― Entonces, sólo quedan Stenström y el desconocido.
    ― Sí ―repuso Melander―. De Stenström sabemos que venía de Djurgården, cosa extraña. Y que iba armado. Y del desconocido sabemos que era drogadicto y que tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Nada más.
    ― Y la presencia de todos los demás en el autobús está justificada ―dijo Martin Beck.
    ― Sí.
    ― Hemos aclarado por qué se encontraban allí.
    ― Sí.
    ― Con lo cual llega el momento de volver a plantear la ya clásica pregunta: ¿Qué hacía Stenström en el autobús?
    ― Tenemos que hablar con la chica ―dijo Martin Beck.

    Melander se sacó la pipa de la boca y dijo:

    ― ¿Con Åsa Torell? Pero si ya habéis hablado con ella. Y luego hemos vuelto a interrogarla una vez más.
    ― ¿Quién? ―preguntó Martin Beck.
    ― Rönn, hace poco más de una semana.
    ― No, Rönn no ―dijo Martin Beck para sus adentros.
    ― ¿Qué quieres decir? ―preguntó Melander.
    ― Rönn es un buen tipo ―dijo Martin Beck―, pero no creo que vea claro de qué va este asunto. Además, no tenía mucha relación con Stenström.

    Kollberg y Martin Beck se miraron un buen rato. No dijeron nada, y finalmente fue Melander quien rompió el silencio.

    ― Entonces, ¿qué? ¿Qué estaba haciendo Stenström en el autobús?
    ― Iba a ver a una mujer ―respondió Kollberg de mala gana―. O quizá a un amigo.

    En las conversaciones de este tipo, Kollberg asumía siempre el papel de abogado del diablo, pero esta vez no estaba muy convencido de sí mismo.

    ― Te olvidas de una cosa ―dijo Melander―. Hemos hecho visitas puerta a puerta por toda esa zona más de diez veces. Y no hemos encontrado a nadie que en toda su vida hubiera oído hablar de Stenström.
    ― Eso no prueba nada. Esa parte de la ciudad está llena de cuchitriles peculiares y pensiones poco recomendables. En sitios semejantes, la policía no es precisamente popular…
    ― En cualquier caso, pienso que podemos abandonar la teoría de la amante ―dijo Martin Beck.
    ― ¿Con qué razones? ―preguntó rápidamente Kollberg.
    ― No creo en ella.
    ― Pero aceptas que es perfectamente concebible.
    ― Sí.
    ― Bueno. Pues entonces, abandónala. De momento.
    ― La pregunta clave, por tanto, parece ser: ¿qué hacía Stenström en el autobús?

    Dijo Martin Beck y fue inmediatamente replicado:

    ― ¿Y qué hacía el desconocido en el autobús?
    ― Prescindamos por un momento del desconocido.
    ― De ningún modo. Su presencia allí resulta tan llamativa como la de Stenström. Por lo demás, no sabemos ni quién era ni qué se traía entre manos.
    ― A lo mejor simplemente viajaba en autobús sin más…
    ― ¿Viajaba en autobús sin más?
    ― Sí. Muchas personas sin domicilio lo hacen. Por una corona puedes hacer dos viajes. Eso son un par de horas.
    ― El metro es más caliente ―dijo Kollberg―Y allí, además, se puede viajar todo el tiempo que uno quiera, a condición de que no cruzar los torniquetes y cambiar de vagón de vez en cuando.
    ― Sí, pero…
    ― Además, te olvidas de una cosa importante. El desconocido no sólo tenía restos de hachís y pastillas en sus bolsillos. También llevaba encima más dinero que todos los demás ocupantes del autobús juntos.
    ― Lo cual, dicho sea de paso, excluye que pueda tratarse de un robo ―intervino Melander.
    ― Por otro lado ―dijo Martin Beck―, como tú bien has dicho, esa parte de la ciudad está atestada de cuchitriles y de pensiones extrañas. Quizá viviera en algún sitio de ésos. Pero no, volvamos a la pregunta fundamental: ¿Qué hacía Stenström en el autobús?

    Permanecieron callados durante al menos un minuto. En la habitación de al lado sonaban los teléfonos. De vez en cuando se oían voces, como las de Gunvald Larsson o Rönn. Finalmente, Melander rompió el silencio:

    ― ¿Qué cosas sabía hacer Stenström?

    Los tres conocían la respuesta a esta pregunta. Melander asintió despacio y se respondió a sí mismo:

    ― Lo que mejor se le daba era hacer un seguimiento.
    ― Sí ―asintió Martin Beck―. Era su especialidad. Era hábil y tenaz. Podía pasarse semanas detrás de una persona.

    Kollberg se rascó el cuello y dijo:

    ― Me acuerdo de cómo sacó de sus casillas a ese asesino sexual del barco del canal de Gota, hace cuatro años.
    ― Fue un acoso en toda regla ―sentenció Martin Beck.

    Nadie respondió.

    ― Ya entonces sabía cómo hacerlo ―prosiguió Martin Beck―. Pero luego aprendió mucho más.
    ― Por cierto, ¿te acordaste de preguntar a Hammar al respecto? ―dijo Kollberg de repente―. Quiero decir, sobre lo que Stenström estuvo haciendo en verano, cuando nos pusimos a revisar casos sin resolver.
    ― Sí ―respondió Martin Beck―. Pero sin resultado. Stenström fue a ver a Hammar para discutir el asunto. Hammar le hizo algunas propuestas, ya no recordaba cuáles, pero resultó imposible por una cuestión de edad. No porque los casos fueran demasiado viejos, sino porque Stenström era demasiado joven. No quería ocuparse de asuntos sucedidos cuando él tenía diez años y jugaba a policías y ladrones en Hallstahammar. Finalmente, decidió involucrarse en el asunto de aquella desaparición que te ocupaba también a ti.
    ― Pues a mí nunca me consultó nada ―repuso Kollberg.
    ― Supongo que se habrá limitado a repasar lo que encontró escrito.
    ― Probablemente.

    Volvió a hacerse el silencio y nuevamente fue Melander quien lo rompió. Levantándose, dijo:

    ― Bueno, ¿y qué hemos sacado en limpio?
    ― Pues, no lo sé ―repuso Martin Beck.
    ― Disculpadme ―dijo Melander y se fue al servicio. Cuando cerró la puerta, Kollberg miró a Martin Beck y dijo:
    ― ¿Quién va a ver a Åsa?
    ― Tú. Es trabajo para una sola persona. Y a ti te pega más que a mí.

    Kollberg no respondió.

    ― ¿Es que no quieres? ―preguntó Martin Beck.
    ― No, no quiero ―respondió Kollberg―. Pero en cualquier caso lo haré.
    ― ¿Esta tarde?
    ― Tengo dos cosas que hacer antes. Una en Västberga y otra en casa. Llámala y dile que llegaré a eso de las siete y media.

    Una hora más tarde, Kollberg llegó a su domicilio en Palandergatan. Eran las cinco de la tarde, pero fuera hacía ya varias horas que había anochecido.

    Su mujer estaba ocupada pintando las sillas de la cocina. Llevaba encima unos vaqueros viejísimos y una camisa de franela a cuadros. La camisa era de Kollberg, pero hacía mucho tiempo que no se la ponía. Ella la llevaba arremangada y con un nudo descuidado en la cintura. Tenía manchas de pintura en manos y pies, y también en mitad de la frente.

    ― Quítate la ropa ―dijo Kollberg.

    Ella se quedó parada, con el pincel en la mano. Le miraba inquisitivamente.

    ― ¿Tanta prisa corre? ―le preguntó en tono burlón.
    ― ¡Sí!

    Entonces se puso muy seria.

    ― ¿Tienes que volver a irte?
    ― Sí, tengo un interrogatorio.

    Ella asintió y dejó el pincel en el bote de pintura. Luego se secó las manos.

    ― Se trata de Åsa ―dijo―. Un asunto difícil en todos los sentidos.
    ― Ya. Y necesitas ir vacunado…
    ― Sí.
    ― Pues te voy a poner bastante pringoso ―dijo ella, desabrochándose la camisa.


    CAPÍTULO XX


    Delante de una casa situada en Klubbacken, Hägersten, había un hombre cubierto de nieve, mirando pensativo un trozo de papel empapado que comenzaba a deshacerse. No resultaba fácil interpretar el texto en mitad de la ventisca, bajo la escasa luz que emitían las farolas. Sin embargo, parecía que finalmente había llegado al lugar adecuado. Se sacudió como un perro mojado y comenzó a ascender la escalera exterior. Dio unas pisadas enérgicas sobre el suelo del zaguán y llamó al timbre. Sacudió de su sombrero los blancos copos húmedos y se quedó con él en la mano, esperando a que llegara alguien.



    La puerta se entreabrió y asomó una mujer de mediana edad. Iba vestida con bata y delantal y tenía las manos llenas de harina.

    ― Policía ―dijo él con voz ronca.

    Luego se aclaró la voz y prosiguió.

    ― Subinspector primero Nordin.

    La mujer lo miró asustada.

    ― ¿Puede usted acreditarse? ―dijo finalmente―. Quiero decir…

    Él dio un profundo suspiro, se pasó el sombrero a la mano izquierda y comenzó a desabrocharse el abrigo y la chaqueta. Finalmente sacó su cartera y mostró su documento de identificación.

    La mujer siguió todo el proceso con mirada aterrada, como temiendo que el hombre fuera a sacar una bomba, una ametralladora o un condón.

    Nordin no soltó su documento y ella, para poder verlo, tuvo que entornar los ojos con gesto miope a través de la rendija abierta en la puerta, de apenas unos diez centímetros.

    ― ¿No tienen los detectives placas de ésas? ―preguntó vacilante.
    ― Sí, señora, tengo una ―dijo con tristeza.

    Llevaba su placa de servicio en el bolsillo de atrás, y se preguntó cómo podría cogerla sin primero soltar el sombrero o ponérselo en la cabeza.

    ― Bueno, con esto basta ―dijo la mujer, insegura―. ¿Sundsvall? ¿Viene usted desde Norrland para hablar conmigo?
    ― Bueno, tenía también otras tareas aquí en la ciudad.
    ― Perdone usted, pero entiéndame, creo que…

    Se quedó callada.

    ― ¿Qué quiere usted decir, señora?
    ― Creo que hoy en día hay que ser muy precavido. No se sabe nunca…

    Nordin se planteó qué hacer con el sombrero. La nieve caía densamente sobre su coronilla y los copos se derretían sobre su calva. No resultaba especialmente agradable quedarse allí de pie con el documento de identificación en una mano y el sombrero en la otra. Quizá, en algún momento, tendría que tomar notas. Ponerse el sombrero sería lo más práctico pero, por otro lado, podría parecer descortés. Y dejarlo en la escalera exterior resultaría ridículo. Tal vez debería pedir a la mujer que le dejase pasar. Pero esto la pondría en la tesitura de tomar una decisión, de tener que decir sí o no, y si las conclusiones a las que había llegado respecto de la mujer eran correctas, semejante decisión podía requerir su tiempo.

    Nordin procedía de una región en la que lo habitual era meter a todos los forasteros a la cocina, ofrecerles una taza de café y dejar que se calentaran junto al fuego. Una costumbre bonita y práctica, pensó. Aunque quizá no especialmente adecuada en las grandes ciudades. Finalmente, se armó de valor y dijo:

    ― Cuando llamó usted hizo referencia a un hombre y a un garaje, ¿no es así?
    ― Siento muchísimo haberles molestado.
    ― Al contrario, le estamos muy agradecidos…

    Ella se dio la vuelta y echó un vistazo al interior de la vivienda. Al tiempo, volvió a cerrar la puerta casi por completo. Probablemente, le preocupaban sus galletas de jengibre en el horno.

    ― … Estamos encantados ―continuó Nordin para sí―. Enormemente encantados. No hay quien lo resista…

    La mujer volvió a entreabrir la puerta y dijo:

    ― ¿Cómo…?
    ― Sí, ese garaje…
    ― Está allí…

    Él siguió su mirada y dijo:

    ― No veo nada.
    ― Se ve desde el piso de arriba ―dijo ella.
    ― ¿Y ese hombre?
    ― Sí, resultaba raro. Y ahora llevo ya dos semanas sin verlo. Un tipo pequeño, moreno.
    ― ¿Vigila usted continuamente el garaje?
    ― Bueno, es que se ve desde la ventana del dormitorio. ―La mujer se puso colorada. «¿Qué habré hecho mal ahora?», se preguntó Nordin―. El que lo lleva es un extranjero. Siempre hay por allí un montón de gente rara. Y la verdad, una quiere controlar un poco lo que…

    Resultaba imposible determinar si se había interrumpido o si, por el contrario, había continuado en voz tan baja que le impedía entender sus palabras.

    ― ¿Y qué es lo que tenía de extraño ese individuo moreno y de baja estatura?
    ― Pues… se reía.
    ― ¿Se reía?
    ― Sí, de forma escandalosa.
    ― ¿Sabe si hay alguien ahora en el garaje?
    ― Hace un rato había luz, cuando estuve arriba y miré.

    Nordin suspiró y se puso el sombrero.

    ― Bueno, me acercaré a ver. Muchas gracias, señora.
    ― ¿No quiere usted… pasar?
    ― No, gracias.

    Abrió la puerta otros diez centímetros, se le quedó mirando y preguntó codiciosa:

    ― ¿Hay recompensa?
    ― ¿De qué?
    ― Ah, no sé…
    ― Adiós.

    Se puso en camino en la dirección que había indicado la mujer. Se sentía como si alguien hubiera puesto paños húmedos sobre su cabeza. La mujer había cerrado la puerta a escape y, posiblemente, ocupaba ya su posición junto a la ventana del dormitorio, en el piso de arriba.

    El garaje era un edificio independiente con paredes de fibrocemento y tejado de chapa corrugada. Era muy pequeño y, como mucho, tendría sitio para dos coches. Delante de las puertas había una lámpara eléctrica. Abrió una de las puertas y entró.

    Dentro había un Skoda Octavia verde modelo 1959. De no hallarse en muy mal estado, podría valer unas cuatrocientas coronas, pensó Nordin, que a lo largo de su carrera policial había dedicado bastante tiempo a vehículos de motor y a oscuros negocios de venta de automóviles. El coche estaba levantado sobre soportes bajos y tenía abierto el capó. Bajo el chasis había un hombre tumbado boca arriba, completamente inmóvil. Sólo se veían sus piernas, enfundadas en un mono azul.

    Muerto, pensó Nordin. Con un picahielo clavado en el corazón. Se olvidó de Sundsvall y de Hjoggböle, el lugar donde había nacido y crecido, se acercó al coche y golpeó ligeramente al hombre con el pie derecho.

    El hombre colocado debajo del coche se sobresaltó como si hubiera recibido una descarga eléctrica, salió arrastrándose y se puso en pie. Se quedó mirando atónito al visitante, con la linterna en su mano derecha.

    ― Policía ―dijo Nordin.
    ― Mis papeles están en regla ―se apresuró a decir el hombre.
    ― No lo pongo en duda ―dijo Nordin.

    El dueño del garaje era un hombre en la treintena, alto y delgado, de ojos marrones, pelo ondulado y patillas repeinadas.

    ― ¿Italiano? ―preguntó Nordin, que no era precisamente experto en acentos extranjeros, aparte del finés.
    ― Suizo. De la parte alemana, cantón de Graubünden.
    ― Hablas bien el sueco.
    ― Llevo seis años viviendo aquí. ¿Qué pasa?
    ― Estamos intentando ponernos en contacto con un compañero tuyo.
    ― ¿Con quién?
    ― No sabemos su nombre.

    Nordin examinó al hombre del mono azul. Luego siguió.

    ― No es tan alto como tú, pero un poco más gordo. Cabello oscuro y ojos castaños. Pelo bastante largo. Aproximadamente unos treinta y cinco años.

    El otro negó con la cabeza.

    ― No tengo ningún compañero con esa apariencia. La verdad es que no me relaciono con muchas gentes.
    ― Se dice mucha gente ―dijo Nordin en tono cordial.
    ― Claro. Mucha gente.
    ― Pero por aquí suele pasarse bastante gente, según he oído decir.
    ― Vienen con sus coches, a que se los repare cuando tienen algún problema.

    Se paró un momento a pensar y luego añadió a modo de explicación:

    ― Arreglo coches. Trabajo en un taller en Ringweg… quiero decir Ringvägen. Sólo por las mañanas. Todos esos alemanes y austríacos saben que tengo este garaje. Así que vienen aquí para que les repare el coche gratis. A muchos ni siquiera los conozco. En Estocolmo viven muchos.
    ― Bueno ―dijo Nordin―. El individuo con el que nos gustaría contactar vestía una chaqueta negra de nylon y un traje de color beige claro.
    ― No me dice nada. No recuerdo a nadie así, se lo aseguro.
    ― ¿Qué clase de compañeros tienes?
    ― ¿Mis amigos? Alemanes y austríacos…
    ― ¿Alguno de ellos ha pasado por aquí hoy?
    ― No, todos saben que estoy ocupado. Trabajo noche y día con este.

    Señaló el coche con un dedo grasiento y dijo:

    ― Tengo que ponerlo a punto antes de Navidad. Quiero ir a ver a mis padres.
    ― ¿A Suiza?
    ― Sí.
    ― No va a ser fácil.
    ― No. Pago sólo cien coronas por el coche. Pero lo pongo a punto. Yo soy mecánico bueno.
    ― ¿Cómo te llamas?
    ― Horst. Horst Dieke.
    ― Yo me llamo Ulf. Ulf Nordin.

    El suizo sonrió, mostrando unos dientes blancos impecables. Parecía un joven simpático y responsable.

    ― Entonces, Horst, ¿no sabes a quién estoy buscando? Dieke negó con la cabeza. ―No, lo siento.

    Nordin no se sentía en modo alguno decepcionado. En realidad, había llegado al resultado nulo que ya todos se esperaban. De no haber andado tan escasos de pistas, esta información ni siquiera hubiera sido investigada. Pero no estaba dispuesto a tirar la toalla tan pronto y, por lo demás, no sentía tampoco un especial deseo de volver a meterse en el metro, con su hormigueo de personas antipáticas, vestidas con ropa mojada. Finalmente, el suizo intentaba ayudar. Dijo:

    ― ¿Y no hay nada más? Sobre ese individuo, quiero decir…

    Nordin reflexionó. Finalmente dijo:

    ― Reía. A voces.

    El rostro del hombre se iluminó al instante.

    ― Ah, creo que sé quién es. Hay uno que ríe así.

    Dieke abrió la boca y produjo una especie de berrido, agudo y cortante como el grito de una becada.

    Nordin, a quien el sonido pilló completamente desprevenido, necesitó varios segundos para reponerse. Finalmente dijo:

    ― Sí, quizá sea él.
    ― Sí, claro que sí ―dijo Dieke―. Ya sé a quién refieres. Un chico pequeño, moreno.

    Nordin siguió expectante.

    ― Ha estado aquí unas cuatro o cinco veces. Quizá más. Pero no sé su nombre. Vino aquí con un español que quería venderme piezas de repuesto. Vino varias veces, pero yo no compré.
    ― ¿Por qué no?
    ― Baratas. Probablemente robadas.
    ― ¿Y cómo se llamaba ese español?

    Dieke se encogió de hombros.

    ― No sé. Paco. Pablo. Paquito. Algo así.
    ― ¿Qué clase de coche tenía?
    ― Un buen coche. Volvo Amazon. Blanco.
    ― ¿Y el hombre que se reía?
    ― No tengo ni idea. Venía con el otro en el coche. Parecía bebido.

    Pero no conducía.

    ― ¿Era también español?
    ― Creo que no. Probablemente sueco. Pero no sé.
    ― ¿Hace cuánto que vino aquí?

    Nordin se detuvo un momento e intentó formular la frase correctamente:

    ― ¿Cuánto tiempo hace que vino aquí por última vez?

    Se preguntó si se diría así.

    ― Hace tres semanas. Quizá dos. No sé exacto.
    ― ¿Has vuelto a ver al español desde entonces? A Paco, o como se llame…
    ― No. Debe de haberse vuelto a España. Necesitaba dinero, por eso quería vender. Al menos, eso decía.

    Nordin volvió a reflexionar.

    ― Has dicho que parecía como si ese tipo estuviera bebido. ¿Podría ser, quizá, que estuviera bajo los efectos de alguna droga? ¿Colocado?

    El suizo se encogió de hombros.

    ― No sé. Creo que había bebido alcohol. Pero… ¿drogadicto? Si, por qué no. Casi todos los de por aquí lo son. Se pasan todo el tiempo en sus cuchitriles, cuando no están robando. ¿No?
    ― ¿Entonces no tienes idea de cuál es su nombre, o de cómo le llaman?
    ― No, pero un par de veces vino en el coche una chica. Iba con él, creo. Una chica grande. De pelo rubio grande.
    ― ¿Y cómo se llama ella?
    ― Su nombre no lo sé, pero su apodo…
    ― ¿Cuál es su apodo?
    ― La Rubia Malin, creo.
    ― ¿Cómo lo sabes?
    ― La he visto antes, en la ciudad.
    ― ¿Dónde?
    ― En el café en Tegnérgatan. Cerca de Sveavägen. Donde van todos los extranjeros. Ella es sueca.
    ― ¿La Rubia Malin, dices?
    ― Sí.

    A Nordin no se le ocurría ya nada más que preguntar. Observó pensativo el coche verde y dijo:

    ― Espero que puedas llegar a casa sin problemas.

    Dieke esbozó su sonrisa pegadiza.

    ― Sí, la cosa irá bien.
    ― ¿Cuándo estarás de vuelta?
    ― Nunca.
    ― ¿Nunca?
    ― No, Suecia es mal país. Estocolmo es mala ciudad. No hay más que violencia, drogas, ladrones y alcohol.

    Nordin no dijo nada. En esto último coincidía en buena medida:

    ― Un asco ―dijo el suizo a modo de resumen―. Pero para un extranjero es fácil ganar dinero. Todo lo demás, una pena. Comparto habitación con otros tres. Pago cuatrocientas coronas al mes. Es un sablazo. Una cochinada. Porque no hay viviendas. Sólo ricos y criminales pueden ir a comer a un restaurante. He ahorrado dinero. Vuelvo a casa, me compro un pequeño taller propio y me caso.
    ― ¿Y no has conocido a chicas aquí?
    ― Las suecas no valen nada. A lo mejor los estudiantes y gente así encuentran buenas chicas. Pero los trabajadores sólo encontramos un tipo de chicas. Como la Rubia Malin…
    ― ¿Qué tipo de chicas?
    ― Putonas.
    ― ¿Quieres decir que no te gusta pagar para tener chicas?

    Horst Dieke frunció los labios:

    ― Muchas lo hacen gratis. Pero de todas maneras, putonas. Putonas gratis.

    Nordin negó con la cabeza.

    ― Sólo conoces Estocolmo, Horst. ¡Es una pena!
    ― ¿El resto es mejor?

    Nordin asintió con gran énfasis. Luego dijo:

    ― ¿Y no recuerdas nada más de ese tipo?
    ― No. Sólo que reía así.

    Dieke abrió la boca y volvió a emitir el berrido, agudo y cortante.

    Nordin asintió y se fue.

    Al llegar a la primera farola, se detuvo y sacó su libreta.

    ― La Rubia Malin ―se dijo―. Cuchitriles. Putonas gratis. ¡Vaya oficio que tengo! La culpa no es mía, pensó. Fue mi viejo el que me obligó.

    Por la acera se aproximaba un individuo. Nordin se quitó su sombrero de cazador, que estaba ya cubierto de nieve, y dijo:

    ― Disculpe, puede usted…

    El hombre le echó una rápida mirada desconfiada, se encogió y apresuró el paso.

    ― …decirme en qué dirección queda la estación de metro ―dijo Nordin en voz baja y considerada, dirigiéndose a la nieve acuosa y arremolinada.

    Meneó la cabeza y anotó un par de palabras en la hoja abierta.

    Pablo o Paco. Un Volvo Amazon blanco. Un café entre Tegnérgatan y Sveavägen. La risa. La Rubia Malin, putona gratis.

    Luego se guardó el bolígrafo y la libreta, suspiró y abandonó el círculo de luz.


    CAPÍTULO XXI


    Kollberg se hallaba ante la puerta del apartamento de Åsa Torell, en la segunda planta del edificio de Tjärhovsgatan. Eran ya las ocho de la tarde y, pese a todo, se sentía apesadumbrado y distraído. En la mano derecha llevaba el sobre encontrado en el escritorio de Västberga.



    La tarjeta blanca con el nombre de Stenström estaba todavía colocada delante de la placa de aluminio. Parecía como si el timbre estuviera estropeado, así que, según su costumbre, golpeó reciamente la puerta con el puño. Åsa Torell abrió inmediatamente. Se quedó mirándolo y dijo:

    ― Sí, sí, aquí estoy, pero por favor no derribes la puerta.
    ― Perdón ―dijo Kollberg.

    El apartamento estaba bastante oscuro. Kollberg se quitó el abrigo y encendió la lámpara del recibidor. La vieja gorra de policía seguía encima del perchero, igual que la vez anterior. El cable del timbre había sido cortado y colgaba del dintel.

    Åsa Torell siguió su mirada y murmuró:

    ― Venían por aquí un montón de idiotas. Periodistas, fotógrafos y no sé qué más. No paraban de llamar a la puerta.

    Kollberg no dijo nada. Pasó al salón y se sentó en uno de los sillones.

    ― ¿No puedes encender la luz, para que por lo menos nos veamos?
    ― Yo veo suficiente. Pero claro, claro, ahora mismo la enciendo.

    Apretó el interruptor, pero en lugar de sentarse comenzó a dar vueltas inquieta de acá para allá, como si estuviese enjaulada y buscase una salida.

    El aire de la habitación estaba viciado y olía a rancio. Los ceniceros llevaban varios días sin ser vaciados. La habitación producía una impresión general de desorden y falta de limpieza, y por la puerta del dormitorio pudo ver la cama, que estaba revuelta y sin hacer. Desde el recibidor había podido echar un vistazo a la cocina, donde las cacerolas y los platos sin lavar se acumulaban en la pila.

    Luego miró a la mujer, que se acercó inquieta a la ventana de la calle, dio media vuelta y volvió en dirección al dormitorio. Después se quedó quieta unos segundos mirando hacia la cama, volvió a darse la vuelta y se dirigió nuevamente a la ventana. Una y otra vez. Para poder seguirla con la mirada se veía obligado a mover la cabeza de un lado a otro. Era casi como ver un partido de tenis.

    En los diecinueve días transcurridos desde que la vio por primera vez, Åsa Torell se había transformado. En los pies seguía llevando los mismos calcetines gruesos o, en todo caso, otros muy parecidos. Y también los mismos pantalones largos. Tenía el pelo corto y el rostro anguloso. Pero los pantalones estaban manchados de ceniza y el pelo despeinado y enmarañado. Sus ojos castaños miraban de forma vacilante e insegura. Tenía sombras oscuras bajo los ojos y sus labios se mostraban resecos y agrietados. No podía dejar las manos quietas y en la parte interior de los dedos corazón e índice de la izquierda se veían manchas de nicotina. En la mesa había cinco paquetes de cigarrillos abiertos. Fumaba una marca danesa, Cecil. Åke Stenström no fumaba.

    ― ¿Qué quieres? ―le preguntó de forma antipática.

    Se acercó a la mesa, sacó un cigarrillo de uno de los paquetes, lo encendió con manos temblorosas y tiró la cerilla al suelo. Luego añadió:

    ― Nada, por supuesto. Lo mismo que ese idiota de Rönn, que estuvo ahí murmurando y meneando la cabeza durante dos horas.

    Kollberg no respondió.

    ― Voy a dar de baja el teléfono ―dijo de improviso.
    ― ¿No trabajas?
    ― Estoy de baja.

    Kollberg asintió.

    ― Una tontería ―siguió―. Mi empresa tiene un médico propio. Me dijo que me fuese un mes a descansar al campo, o mejor que viajase al extranjero. Luego me trajo en su coche a casa.

    Dio una profunda calada a su cigarrillo y sacudió la ceniza, que en su mayor parte cayó fuera del cenicero.

    ― De esto hace tres semanas. Habría sido mucho mejor si me hubieran dejado trabajar como de costumbre.

    Dio media vuelta y se acercó a la ventana, se asomó a la calle mientras toqueteaba las cortinas con los dedos.

    ― Como de costumbre ―repitió para sí.

    Kollberg se removió incómodo en su silla. Las cosas iban a ser peor de lo que había imaginado.

    ― ¿Qué quieres? ―le preguntó ella sin volver la cabeza―. Respóndeme, por el amor de Dios. Di algo.

    De alguna manera tenía que romper el aislamiento. ¿Pero cómo?

    Se levantó y se fue hasta la gran librería tallada. Tras mirar los títulos, extrajo uno de los volúmenes. Era un libro bastante viejo, el Manual de investigación en el lugar del crimen, de Otto Wendel y Arne Svensson, impreso en 1949. Lo hojeó pasando las páginas de encabezamiento y leyó:

    Este libro se publica en edición numerada. El presente ejemplar hace el número 2080, y está destinado AL POLICÍA CRIMINAL LENNART KOLLBERG. El libro pretende ser de utilidad a los policías en su trabajo en el lugar del crimen, a menudo difícil y lleno de responsabilidad. El contenido tiene carácter confidencial y, por ello, los autores apelan a los propietarios para que tengan cuidado de que el libro no caiga en manos equivocadas.

    Las palabras «al policía criminal Lennart Kollberg» las había escrito él mismo, hacía muchos años. Se trataba de un buen libro, que le había sido de gran utilidad en los viejos tiempos.

    ― Éste es mi viejo libro.
    ― Pues llévatelo ―dijo ella.
    ― No. Se lo regalé a Åke hace un par de años.
    ― Bueno. Por lo menos no lo ha robado.

    Kollberg siguió hojeando el libro mientras reflexionaba sobre qué debería decir o hacer. En diferentes lugares, Stenström había subrayado cosas. En dos pasajes descubrió anotaciones escritas con bolígrafo. Ambas aparecían en el capítulo titulado «Asesinato sexual».

    Los asesinos por placer sexual (sádicos) son a menudo impotentes y sus actos criminales constituyen, en tal caso, un procedimiento anormal para la obtención de satisfacción sexual.

    Alguien, con toda seguridad el propio Stenström, había subrayado esta frase. Al lado, había trazado un signo de exclamación y escrito: «O al revés».

    Un poco más abajo, en otro párrafo de la misma página que comenzaba con las palabras «En caso de asesinato sádico la víctima puede haber sido asesinada…», Stenström había subrayado dos puntos, a saber: «4) después del acto sexual, para evitar una denuncia, y 5) como consecuencia del shock».

    Al margen, había escrito el siguiente comentario: «6) para quitar de en medio a la víctima; pero, en tal caso, ¿se trataría verdaderamente de un asesinato sádico?».

    ― Åsa ―dijo Kollberg.
    ― ¿Sí? ¿Qué pasa?
    ― ¿Sabes cuándo escribió esto Åke?

    Ella se acercó hasta él, echó una rápida mirada al libro y dijo:

    ― Ni idea.
    ― Åsa ―repitió Kollberg.

    Ella estrelló su cigarrillo a medio fumar en el repleto cenicero y se quedó de pie junto al borde de la mesa, con las manos entrelazadas sobre el estómago.

    ― Sí, ¿qué diablos quieres? ―preguntó.

    Kollberg se quedó mirándola. Su apariencia era realmente lamentable. En lugar del jersey de punto grueso, hoy llevaba encima una camisa suelta azul, de manga corta. En los brazos tenía piel de gallina. Y aunque la camisa caía en pliegues sobre su cuerpo flaco como un trapo suelto, sus grandes pezones se perfilaban como acentuadas elevaciones bajo la tela.

    ― Siéntate ―le dijo Kollberg.

    Ella se encogió de hombros, sacó otro cigarrillo y se alejó en dirección a la puerta del dormitorio, manejando el mechero con torpeza.

    ― ¡Siéntate! ―gritó Kollberg.

    Ella se estremeció y miró a Kollberg. En sus grandes ojos castaños apareció un brillo casi de odio. En cualquier caso, se acercó al sillón y se sentó enfrente de él, rígida como una vela, con las manos sobre los muslos. En la mano derecha sostenía el mechero, en la izquierda el cigarrillo, todavía sin encender.

    ― Vamos a poner todas las cartas sobre el tapete.

    Dijo Kollberg y miró de soslayo y avergonzado el sobre marrón mientras meditaba sobre lo tremendamente desafortunada que resultaba la expresión que había empleado.

    ― Magnífico ―dijo ella con voz cristalina―. El único problema es que yo no me guardo ninguna carta.
    ― Pero yo sí.
    ― ¿Ah, sí?
    ― Cuando estuvimos aquí la primera vez no fuimos del todo francos contigo.

    Ella frunció sus espesas y oscuras cejas.

    ― ¿En qué sentido?
    ― En diferentes sentidos. En primer lugar, tengo que preguntarte si sabías qué hacía Åke en ese autobús.
    ― No, no y no. No tengo ni idea.
    ― Nosotros tampoco lo sabemos ―dijo Kollberg.

    Hizo una breve pausa. Respiró profundamente y luego añadió:

    ― Åke te mintió.

    Su reacción fue violenta. Sus ojos centellearon. Apretó fuertemente las manos. El cigarrillo quedó aplastado entre sus dedos y las partículas de tabaco cayeron sobre la tela del pantalón.

    ― ¡Cómo te atreves a decirme eso! ―exclamó.
    ― Porque es la verdad. Åke no estaba de servicio ni el lunes, cuando murió, ni tampoco el sábado de la semana anterior. La verdad es que llevaba sin apenas trabajar todo el mes de octubre y las dos primeras semanas de noviembre.

    Ella lo miró fijamente, sin decir nada.

    ― Así es ―continuó Kollberg―. Otra cosa que quiero saber es la siguiente: ¿Solía llevar pistola cuando no estaba de servicio?

    Pasó un rato antes de que ella respondiera.

    ― Lárgate de aquí y deja de torturarme con vuestras técnicas de interrogatorio. Además, ¿cómo es que no ha venido el gran interrogador en persona, Martin Beck?

    Kollberg se mordió el labio inferior.

    ― ¿Has llorado mucho? ―preguntó.
    ― No, no es mi estilo.
    ― Bueno, respóndeme, joder. Tienes que ayudarnos.
    ― ¿A qué?
    ― A coger al que lo mató. A él y a los demás.
    ― ¿Por qué?

    Permaneció callada un rato. Luego dijo, en voz tan baja que Kollberg apenas pudo oírla:

    ― Por venganza. Eso es. Vengarse.
    ― ¿Solía llevar pistola consigo?
    ― Sí. Por lo menos a menudo.
    ― ¿Por qué?
    ― ¿Y por qué no? Al final, resultó que le hizo falta. ¿No te parece?

    Kollberg no respondió.

    ― Aunque no le sirvió de nada ―añadió.

    Kollberg siguió callado.

    ― Yo quería a Åke ―dijo.

    Su voz resultaba clara y objetiva. Parecía fijarse en algún punto situado detrás de Kollberg.

    ― Åsa…
    ― ¿Sí?
    ― El caso es que él pasaba mucho tiempo fuera. Tú no sabes qué hacía y nosotros tampoco. ¿Piensas que puede haber estado con alguien más? ¿Alguna otra mujer, por ejemplo?
    ― No.
    ― ¿No lo crees?
    ― No es que lo crea, lo sé.
    ― ¿Cómo puedes saberlo?
    ― Esto no le importa a nadie más que a mí. Y yo lo sé.

    De repente, lo miró a los ojos y dijo asombrada:

    ― ¿Es eso lo que pensáis? ¿Que tenía una amante?
    ― Sí. Seguimos barajando la hipótesis de que tuviera una amante.
    ― Pues dadla por liquidada. Está excluida.
    ― ¿Por qué?
    ― Ya te he dicho que no te importa.

    Kollberg tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa y dijo:

    ― ¿Pero estás completamente segura?
    ― Sí, estoy segura.

    Kollberg volvió a respirar hondo, como para tomar impulso.

    ― ¿Era Åke aficionado a la fotografía?
    ― Sí, la verdad es que era su único entretenimiento, desde que dejó de jugar al fútbol. Tiene tres cámaras. Y en el váter tiene un aparato para hacer ampliaciones, quiero decir en el cuarto de baño. Digamos que era su cuarto oscuro.

    Miró extrañada a Kollberg.

    ― ¿Por qué me preguntas eso?

    Empujó el sobre al otro lado de la mesa. Ella dejó a un lado el mechero y extrajo las fotos con mano temblorosa. Miró la primera de todas e inmediatamente se puso colorada.

    ― ¿Dónde… dónde has encontrado esto?
    ― Estaban en su mesa, en Västberga.
    ― ¿Qué? ¿En su mesa?

    Pestañeó y dijo inesperadamente:

    ― ¿Cuántos las han visto? ¿Todo el cuerpo de policía?
    ― Sólo tres personas.
    ― ¿Quiénes?
    ― Martin, yo mismo y mi mujer.
    ― ¿Gun?
    ― Sí.
    ― ¿Y por qué se las enseñaste?
    ― Porque tenía que venir aquí, y quería que ella viese cómo eres.
    ― ¿Cómo soy? Querrás decir cómo somos, Åke y…
    ― Åke está muerto ―dijo Kollberg en voz baja.

    Seguía todavía sonrojada. Además, el rubor se había extendido también al cuello y los brazos. En su frente se había formado una diadema de gotas de sudor, minúsculas y cristalinas, justo debajo del nacimiento del pelo.

    ― Las fotos están tomadas aquí dentro ―dijo Kollberg.

    Ella asintió.

    ― ¿Cuándo?

    Åsa Torell se mordió el labio inferior con nerviosismo.

    ― Hace unos tres meses ―dijo.
    ― Imagino que fue él mismo quien las tomó. ―Por supuesto. Tiene… tenía todo tipo de instrumental fotográfico: autodisparador, trípode y todo lo demás.
    ― ¿Por qué hizo estas fotos?

    Ella continuaba ruborizada y sudorosa, pero su voz había recuperado algo de seguridad.

    ― Nos pareció divertido.
    ― ¿Y por qué las tenía en su escritorio?

    Kollberg hizo una breve pausa.

    ― Lo curioso es que en su escritorio no tenía ni un solo objeto personal ―dijo a modo de explicación―. Sólo estas fotografías.

    Siguió un largo silencio. Finalmente, Åsa sacudió lentamente la cabeza y dijo:

    ― No lo sé.

    «Es hora de cambiar de asunto» pensó Kollberg. Luego preguntó:

    ― ¿Llevaba siempre pistola?
    ― Casi siempre.
    ― ¿Por qué?
    ― Le gustaba. Últimamente le interesaban las armas de fuego.

    Guardó silencio. Parecía pensar en algo. De repente, se levantó y salió apresuradamente de la habitación. Kollberg la vio cruzar el breve pasillo, entrar en el dormitorio y dirigirse hacia la cama. Junto al cabecero de la cama había dos almohadas aplastadas. Metió la mano bajo una de ellas y dijo vacilante:

    ― Aquí tengo un trasto… una pistola…

    La relativa obesidad de Kollberg, unida a su carácter flemático, no era sino una apariencia que resultaba engañosa para muchos, en diferentes respectos. En realidad, estaba en muy buena forma física y su capacidad de reacción era desconcertante.

    Åsa Torell permanecía todavía ligeramente inclinada sobre la cama cuando Kollberg se plantó en el dormitorio y le arrebató el arma.

    ― No es una pistola. Es un revólver americano. Un Colt 45 de cañón largo. Un Peacemaker, que es como se llama, aunque parezca absurdo. Además, está cargado. Y no tiene el seguro echado.
    ― Como si no lo supiera ―murmuró ella.

    Kollberg abrió el cargador y extrajo los cartuchos.

    ― Encima, cargado con balas con cortes en la punta ―constató―. Prohibidas hasta en Estados Unidos. El arma de fuego personal más peligrosa que pueda imaginarse. Con ella se puede matar a un elefante. Si disparas a un hombre a cinco metros de distancia, la bala produce una herida tan grande como un plato de sopa y arroja el cuerpo unos diez metros. ¿De dónde diablos lo has sacado?

    Ella se encogió de hombros, perpleja.

    ― Åke ―dijo―. Lo tenía desde siempre.
    ― ¿En la cama?

    Ella negó con la cabeza y dijo en voz baja:

    ― No, no, fui yo la que… bueno…

    Kollberg se guardó los cartuchos en el bolsillo del pantalón, apuntó el revólver contra el suelo y apretó el gatillo. El clic resonó en el piso silencioso.

    ― Y por si fuera poco, han limado el disparador ―dijo―. Para que resulte más rápido y sensible. Un peligro absolutamente mortal. Peor que una granada de mano preparada. Hubiera bastado con que te hubieses dado la vuelta en el sueño para…

    Se interrumpió.

    ― No he dormido mucho últimamente ―dijo ella.
    ― Hmm ―murmuró Kollberg para sus adentros―. Debe de habérselo apropiado durante alguna confiscación de armas… O, dicho más claramente, que lo mangó.

    Se quedó mirando el enorme y pesado revólver mientras lo sopesaba en la mano. Luego miró la muñeca derecha de la chica. Era fina como la de un niño.

    ― Bueno, le entiendo ―murmuró Kollberg―. Si a uno le fascinan las armas, esto…

    Pero de repente alzó la voz:

    ― ¡Pero a mí no me fascinan! ―gritó―. ¡A mí me dan asco estas cosas! ¿Entiendes? ¡Este trasto es un horror que no debería existir! No debería haber armas de fuego. ¡Ninguna! Que todavía se sigan fabricando y todo tipo de gente las tenga guardadas en sus armarios y en los cajones de sus escritorios, o salga con ellas a la calle, es una prueba de que el orden social en su conjunto está pervertido y trastornado. ¿Me comprendes? Hay cabrones que se forran fabricando y vendiendo armas, lo mismo que otros se forran produciendo droga y pastillas, que son un peligro para la vida. ¿Te das cuenta?

    Ella lo miró. Esta vez, en su mirada había un matiz distinto, claro y apreciativo.

    ― Haz el favor de sentarte ―le dijo Kollberg secamente―. Ahora sí que vamos a hablar. Esto va en serio.

    Åsa Torell no replicó. Se fue inmediatamente al salón y se sentó en el sillón.

    Kollberg salió al corredor y puso el revolver en el sombrerero. Luego se quitó la chaqueta y la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se arremangó. Hecho esto, se fue a la cocina, enjuagó un cazo y preparó dos tazas de té, que colocó encima de la mesa. Vació el cenicero, entreabrió una ventana y se sentó.

    ― Bueno. Lo primero que me interesa saber es qué quisiste decir antes con eso de «últimamente», cuando comentaste que «últimamente le gustaba ir armado».
    ― Calla ―dijo Åsa.

    Pasados diez segundos, añadió:

    ― Espera.

    Levantó las piernas de tal forma que los pies, enfundados en sus calcetines gruesos, vinieron a posarse sobre el borde del sillón, luego se pasó los brazos por las canillas y se quedó completamente quieta.

    Kollberg esperaba.

    Para ser exactos, estuvo esperando quince minutos. Durante todo este tiempo, ella sólo le miró una vez. Los dos permanecieron callados. Luego, ella lo miró a los ojos y dijo:

    ― ¿Sí?
    ― ¿Cómo te sientes?
    ― Mejor no, pero sí algo distinta. Pregunta lo que quieras. Prometo responder. Acerca de lo que sea. Pero hay una cosa que quiero saber primero…
    ― ¿Sí?
    ― ¿Me lo has contado todo?
    ― No ―respondió Kollberg―. Pero voy a hacerlo ahora. La razón por la que estoy aquí es que no me creo la versión oficial, según la cual Stenström tuvo la mala suerte de convertirse en víctima casual de un loco asesino en masa. Y, dejando de lado tu convicción de que no te engañaba o como quieras decirlo, así como las razones que puedas tener para creerlo, pienso que si estaba en el autobús no era en viaje de placer.
    ― ¿Qué piensas entonces?
    ― Que tenías razón desde el primer momento, cuando dijiste que estaba trabajando. Que se estaba ocupando de algo en su condición de policía pero que por una u otra razón no quería hablar de ello, ni contigo ni con nosotros. Es posible, por ejemplo, que llevase mucho tiempo siguiendo a alguien y que el individuo al que seguía finalmente perdiera los estribos y lo matara. Aunque personalmente no creo que esta teoría sea plausible.

    Hizo una breve pausa.

    ― Åke era muy bueno haciendo seguimientos. Le gustaba.
    ― Sí, lo sé.
    ― Hay dos maneras de hacer un seguimiento ―dijo Kollberg―. Una de ellas es seguir a un individuo de la forma más imperceptible posible, para descubrir qué se trae entre manos. La otra, hacerlo abiertamente, para provocar su desesperación y conseguir que dé un paso en falso o, de alguna manera, se quite la máscara. Stenström dominaba ambos procedimientos mejor que nadie que yo conozca.
    ― ¿Hay alguien más que piense como tú? ―preguntó Åsa Torell.
    ― Sí, por lo menos Beck y Melander.

    Se rascó el cuello y siguió:

    ― En cualquier caso, la argumentación tiene varios puntos débiles, aunque no es necesario que hablemos de ellos ahora.

    Ella asintió.

    ― ¿Qué quieres saber?
    ― Ni yo mismo lo sé. Hablemos y a ver adonde llegamos. No estoy seguro de haber entendido qué quisiste decir antes con lo de: «últimamente llevaba una pistola encima porque le gustaba». ¿Qué quiere decir «últimamente»?
    ― Cuando conocí a Åke hace cuatro años era todavía un crío ―dijo tranquilamente.
    ― ¿En qué sentido?
    ― Era tímido e infantil. En cambio, hace tres semanas, cuando lo mataron, era ya un hombre hecho y derecho. En lo fundamental, este proceso de maduración no se produjo en el trabajo, contigo y con Beck, sino aquí. La primera vez que estuvimos juntos, allí, en esa habitación y en esa cama, lo último que se quitó fue la pistola.

    Kollberg arqueó un poco las cejas.

    ― Lo cierto es que se dejó la camisa puesta. Y la pistola la puso en la mesilla de noche. Yo me quedé a cuadros. La verdad es que esa vez ni siquiera sabía todavía que era policía, y me pregunté a qué clase de loco había metido en mi cama.

    Miró a Kollberg muy seriamente.

    ― No nos enamoramos exactamente aquella vez, pero la siguiente sí. Y luego comprendí. Åke tenía veinticinco y yo acababa de cumplir veinte. Pero si de uno de nosotros podía decirse que era adulto o medianamente maduro, ésa era yo. Él iba por ahí con su pistola para hacerse el duro. En fin, era muy infantil y le excitaba enormemente verme tumbada desnuda, mirando embobada a un tipo que llevaba camisa y una funda de pistola colgada del hombro. Pronto lo superó, pero ya se había convertido en costumbre. Además, le gustaban las armas de fuego…

    Se interrumpió y preguntó:

    ― ¿Tú tienes valor, quiero decir, valor físico?
    ― No especialmente.
    ― Åke era cobarde físicamente, a pesar de que hacía todo lo posible para superarlo. La pistola le daba una sensación de seguridad.

    Kollberg hizo una objeción.

    ― Has dicho que al final se hizo un hombre. Pero lo cierto es que era policía y, desde el punto de vista profesional, dejarse tirotear por la espalda por el individuo al que uno está siguiendo no es precisamente un signo de madurez. Pero ya antes te dije que me cuesta trabajo creer este punto…
    ― Exacto ―dijo Åsa Torell―. Y yo no lo creo en absoluto. Hay algo que no cuadra.

    Kollberg reflexionó sobre esto. Pasado un rato dijo:

    ― Pero sigue siendo un hecho que se ocupaba de algo, y nadie sabe de qué. Yo no. Y tú tampoco. ¿Me equivoco?
    ― No.
    ― ¿Cambió de alguna manera? ¿Antes de que ocurriese esto? Ella no respondió. Alzó la mano izquierda y se pasó los dedos por el corto y oscuro cabello.
    ― Sí ―dijo por fin.
    ― ¿En qué?
    ― No es fácil decirlo.
    ― ¿Tuvo ese cambio algo que ver con estas fotos?
    ― Sí ―respondió―. Y en sumo grado.

    Extendió la mano, cogió las fotografías y las miró.

    ― Hablar de esto con otra persona exige un grado de confianza que no estoy segura de tener contigo ―dijo―. Pero, en todo caso, lo intentaré.

    Las palmas de sus manos comenzaban a sudar, y Kollberg se las secó en las perneras del pantalón. Habían intercambiado los papeles. Ahora, ella estaba tranquila y él se ponía nervioso.

    ― Yo quería a Åke. Desde el primer momento. Pero la verdad es que no pegábamos mucho. Sexualmente, quiero decir. Nuestros ritmos eran distintos, y nuestros temperamentos también. Teníamos necesidades diferentes.

    Åsa lo miró inquisitivamente.

    ― Pero, con todo, se puede ser feliz. Se puede aprender. ¿Lo sabías?
    ― No.
    ― Pues nosotros somos la prueba. Aprendimos. Creo que me entiendes.

    Kollberg asintió.

    ― Beck no lo entendería. Y desde luego tampoco Rönn ni ningún otro de los que conozco.

    Se encogió de hombros.

    ― Sea como sea, aprendimos. Nos amoldamos el uno al otro y salió bien.

    Por un momento, Kollberg dejó de escuchar. Se trataba de una posibilidad que no había llegado a considerar en ningún momento.

    ― Es difícil. Pero tengo que explicártelo. Porque si no lo hago tampoco podré explicarte en qué sentido cambió Åke. Y aunque te dé un montón de detalles que definitivamente pertenecen a mi vida privada, no estoy segura de que vayas a entenderme. Pero espero que sí.

    Tosió y luego reconoció:

    ― Estas últimas semanas he fumado demasiado.

    Kollberg advirtió que estaba a punto de producirse un cambio. De repente, sonrió. Y Åsa Torell también sonrió. Con una pizca de amargura, pero se trataba de una sonrisa, al fin y al cabo.

    ― Bueno ―dijo―. Acabemos con esto. Cuanto antes, mejor. Por desgracia, soy bastante tímida. Por raro que pueda parecer.
    ― No tiene nada de raro. Yo también soy tremendamente tímido. La timidez suele ir unida a la sensualidad.
    ― Antes de conocer a Åke, yo casi me consideraba ninfómana o loca ―dijo apresuradamente―. Pero luego nos enamoramos y aprendimos a adaptarnos uno a otro. Yo lo tomé muy en serio. Åke también, por cierto, y el caso es que resultó. Salió bien, mejor de lo que yo hubiera soñado. Yo incluso olvidé que mi sexualidad era mucho más fuerte que la suya. Al principio, hablamos de esto un par de veces, pero luego dejamos de hablar de sexo. No hacía falta. Nos acostábamos cuando él tenía ganas, que solía ser unas dos o, como mucho, tres veces por semana. Nos iba muy bien y nunca nos hizo falta recurrir a nada más. Así que tampoco tuvimos necesidad de ser infieles, para utilizar tu inspirada expresión. Pero…
    ― … de repente, el pasado verano… ―intervino Kollberg.

    Ella le dirigió una mirada rápida, de asentimiento.

    ― Exacto. Por cierto, cuando me casé con un policía renuncié también a ir al teatro. Bueno, el caso es que el pasado verano nos fuimos de vacaciones a Mallorca. Durante ese tiempo tuvisteis aquí en la ciudad un caso abominable…
    ― Sí, los asesinatos en los parques.
    ― Eso es. Cuando nosotros volvimos, ya estaba solucionado. Åke se cabreó.

    Se interrumpió para luego continuar pasados unos segundos, con idéntica rapidez y fluidez.

    ― Esto suena fatal, pero la verdad es que también suenan fatal muchas otras cosas que ya he dicho o me quedan por decir. El caso es que se cabreó por haberse perdido la investigación. Åke se había puesto grandes metas, era ambicioso, casi en exceso. Se pasaba la vida soñando que descubría algo, algo grande, que a los demás se les había pasado por alto. Además, era mucho más joven que vosotros y pensaba que en el trabajo no hacíais más que ponerle la zancadilla por lo menos al principio. Me consta que pensaba que tú precisamente eras uno de los que más se metía con él.
    ― Por desgracia, tenía razón.
    ― Tú no le hacías ninguna gracia. Le gustaban más, por ejemplo, Beck y Melander. A mí no, desde luego, pero esto no viene al caso. En algún momento a finales de julio o comienzos de agosto se produjo en él un cambio súbito, como he dicho, y sucedió de una manera que puso patas arriba toda nuestra vida en común. Fue entonces cuando hizo las fotos. Muchas más, por cierto, un montón de carretes. Como te he dicho, nuestra vida en común había dado lugar a una especie de rutina, que estaba bien. Pero de repente se vino abajo de golpe, y desde luego no fui yo quien la derribó, sino él. Estábamos… estábamos juntos…
    ― Os acostabais…
    ― Vale, nos acostábamos tantas veces al día como antes solíamos hacerlo en todo un mes. Muchos días ni siquiera me dejaba ir al trabajo. No tiene sentido negar que estaba encantada. Y muy sorprendida. ¡Teniendo en cuenta que llevábamos más de cuatro años viviendo juntos!, pero…
    ― Sigue ―dijo Kollberg.

    Ella inspiró profundamente.

    ― Por supuesto que me gustaba hacer la carretilla, o que me despertara a las cuatro de la madrugada y no me dejara ni dormir, ni vestirme ni ir al trabajo; que no me dejara en paz en la cocina y me abordara en la pila y en la bañera, por delante, por detrás, arriba, abajo y en cualquier silla que se terciase. Pero él mismo apenas había cambiado, y pasado un tiempo me dio por pensar que me estaba utilizando en algún tipo de experimento. Le preguntaba, pero él sólo se reía.
    ― ¿Se reía?
    ― Sí. Durante todo ese tiempo estuvo de muy buen humor. Hasta que… sí, hasta que lo mataron.
    ― ¿Por qué?
    ― Eso es lo que no sé. Pero una cosa sí que comprendí, al menos después del primer shock.
    ― ¿Qué?
    ― Que me utilizaba como una especie de conejillo de indias. La verdad es que sabía todo sobre mí. Él sabía que yo podía excitarme inmensamente si se esforzaba un poco. Pero yo también lo sabía todo sobre él. Por ejemplo, que en el fondo no tenía mucho interés, sólo de vez en cuando.
    ― ¿Cuánto tiempo siguió así?
    ― Hasta mediados de septiembre. Fue entonces cuando empezó a decir que tenía mucho trabajo, y a no aparecer por casa.
    ― Cosa que no es verdad ―señaló Kollberg.

    La contempló durante un buen rato. Finalmente dijo:

    ― Gracias. Eres una buena chica. Me caes muy bien.

    Ella lo miró sorprendida y un tanto desconfiada.

    ― ¿Y no te dijo qué estaba haciendo?

    Negó con la cabeza.

    ― ¿No insinuó absolutamente nada?

    Nuevo gesto de negación.

    ― ¿Ni tú tampoco notaste nada especial?
    ― Pasaba mucho tiempo fuera. Quiero decir, en la calle. Eso se nota: volvía a casa calado y frío.

    Kollberg asintió.

    ― Varias veces me despertó cuando llegaba a casa y se acostaba, frío como un témpano, muy tarde. Pero el último caso que me comentó fue uno sucedido la primera quincena de septiembre. Un individuo que había matado a su mujer. Creo que el tipo se llamaba Birgersson.
    ― Sí, me acuerdo ―dijo Kollberg ―. Un drama doméstico. La historia era de lo más sencilla y vulgar. Ni siquiera entiendo por qué tuvimos que intervenir nosotros. Parecía sacada de un manual: matrimonio fracasado, neurosis, broncas, mala situación económica. El hombre terminó por matar a su mujer, de forma más o menos fortuita. Luego pensó quitarse la vida, pero no tuvo fuerzas y se entregó a la policía. Pero es cierto, Stenström intervino en el asunto. Él se encargó del interrogatorio.
    ― Espera un momento. En el interrogatorio pasó algo…
    ― ¿Qué?
    ― No lo sé. Pero una tarde Åke volvió a casa muy excitado.
    ― Tenía poco de excitante. Una historia patética. Un crimen típico de la sociedad del bienestar. Un hombre aislado casado con una mujer obsesionada por el estatus social que continuamente le echaba la bronca porque no ganaba bastante dinero para comprarse una lancha motora, una casita de vacaciones y un coche tan bueno como el de los vecinos.
    ― Pero durante el interrogatorio ese hombre le dijo algo a Åke.
    ― ¿Qué?
    ― No lo sé. Pero fue algo que le pareció muy importante. Naturalmente, yo pregunté lo mismo que tú, pero él se limitó a reírse, y a decirme que pronto lo vería.
    ― ¿Dijo eso exactamente?
    ― «Pronto lo verás, Åsa querida». Exactamente eso fue lo que dijo. Parecía de muy buen humor.
    ― Curioso…

    Permanecieron en silencio durante un rato. Luego, Kollberg se removió, tomó de la mesa el libro abierto y dijo:

    ― ¿Entiendes estos comentarios?

    Åsa Torell se levantó, dio la vuelta a la mesa y puso la mano sobre su hombro, mientras contemplaba el libro:

    ― Wendel y Svensson escriben aquí que, a menudo, un asesino sádico es impotente y mediante la comisión del acto violento logra una satisfacción anormal. Al margen, Åke ha escrito: «O al revés».

    Kollberg se encogió de hombros y dijo:

    ― Cierto. Quiere decir, obviamente, que a menudo lo que pasa es que el asesino tiene una sexualidad exagerada.

    Ella se apresuró a retirar la mano. Kollberg la miró y descubrió, para su sorpresa, que se había puesto colorada.

    ― No, no es eso lo que quiere decir.
    ― ¿Qué quiere decir entonces?
    ― Exactamente lo contrario. Que la mujer, es decir, la víctima, puede llegar a poner en riesgo su vida precisamente porque ella tiene una sexualidad exagerada.
    ― ¿Cómo puedes saberlo?
    ― Porque una vez hablamos sobre ello. Cuando trabajabais en el caso de aquella chica americana que murió asesinada en el Canal de Gota.
    ― Roseanna ―dijo Kollberg.

    Se quedó pensativo un momento, luego añadió:

    ― Pero entonces este libro todavía no estaba en su poder. Recuerdo que di con él haciendo limpieza en mi escritorio, cuando nos trasladamos desde Kristineberg. Fue mucho después.
    ― Y lo otro que ha escrito resulta bastante ilógico ―comentó ella.
    ― Sí. ¿No hay por ahí algún bloc, dietario o lo que fuera, donde apuntara cosas?
    ― ¿Es que no llevaba encima su libreta?
    ― Sí. Lo hemos mirado. No contiene nada de interés.
    ― He buscado por toda la casa.
    ― ¿Y qué has encontrado?
    ― En resumidas cuentas, nada. No solía esconder cosas. Además, era muy ordenado. Por supuesto, tenía una libreta suplementaria. Está allí, sobre el escritorio.

    Kollberg se levantó y fue a buscar la libreta. Era del mismo tipo que la que Stenström llevaba en el bolsillo.

    ― En esa libreta no hay casi nada ―dijo Åsa Torell.

    Se quitó el calcetín derecho y se rascó la planta del pie. Tenía un pie fino y pequeño, de configuración delicada, con dedos largos, rectos. Kollberg lo miró. Luego examinó la libreta de notas. La chica tenía razón. En ella no había casi nada escrito. La primera hoja contenía apuntes del desgraciado individuo apellidado Birgersson, que había matado a golpes a su mujer. En la parte superior de la segunda hoja había una única palabra. Un nombre: Morris.

    Åsa Torell miró la libreta y se encogió de hombros.

    ― Un coche ―dijo.
    ― O un agente literario de Nueva York ―replicó Kollberg.

    Ella se colocó junto a la mesa. Miró las consabidas fotografías. De repente, golpeó la palma de la mano en la mesa y exclamó en voz alta:

    ― ¡Si por lo menos estuviera embarazada!

    Luego bajó el tono de voz:

    ― Dijo que teníamos tiempo de sobra, que esperáramos hasta que le ascendieran.

    Kollberg se dirigió vacilante hacia el vestíbulo.

    ― Sí, tiempo de sobra ―murmuró.

    Y luego:

    ― ¿Qué va a ser de mí ahora?

    Kollberg se volvió y dijo:

    ― Esto no puede seguir así, Åsa. Ven conmigo.

    Ella se volvió hacia él como un rayo y le espetó con rabia:

    ― ¿Que vaya contigo? ¿A dónde? ¿A la cama? ¡Desde luego!

    Kollberg la miró.

    De cada mil hombres, novecientos noventa y nueve hubieran visto en ella a una chica flaca, pequeña, pálida y poco desarrollada, sin garbo, de cuerpo frágil, finos dedos amarillos de nicotina y rasgos curtidos. Despeinada, vestida con cuatro trapos y con un calcetín grueso, de talla muy superior a la suya, en uno de los pies.

    Lennart Kollberg, en cambio, veía a una muchacha física y psíquicamente compleja, con ojos flameantes, de caderas anchas y sugestivas; una chica atractiva, interesante, a la que merecería la pena conocer. ¿Habría visto todo esto también Stenström? ¿O era uno más de los novecientos noventa y nueve y simplemente había tenido una suerte enorme? Suerte.

    ― No quería decir eso ―respondió Kollberg―. Quería decir que vinieras conmigo a casa. Tenemos sitio de sobra. Has estado demasiado tiempo sola.

    Comenzó a llorar ya en el coche.


    CAPÍTULO XXII


    Cuando Nordin salió del metro, en la intersección de Sveavägen y Rådmansgatan, corría un aire helado. Con el viento de espalda, descendió a toda prisa Sveavägen en dirección sur. Tras doblar la esquina de Tegnérgatan, quedó al abrigo del viento y aminoró su marcha. A unos veinte metros de la esquina había una pastelería. Se detuvo ante el escaparate y echó un vistazo al interior.



    Detrás del mostrador estaba sentada una mujer pelirroja, que llevaba una chaqueta de color verde pistacho y hablaba por teléfono. No había nadie más en el local.

    Nordin continuó, cruzó Luntmakargatan y se quedó mirando una pintura al óleo que colgaba tras el cristal de la puerta de una librería de viejo. Mientras permanecía en pie, pensando si la intención del autor había sido representar dos alces, dos renos o, tal vez, un alce y un reno, pudo oír una voz a sus espaldas.

    ― Aber Mensch, bist du doch ganz verrückt? (1)

    Nordin se giró y vio a dos hombres cruzar la calle. Pero sólo cuando alcanzaron la acera advirtió que se dirigían a la pastelería. Entró en el local al tiempo que ambos individuos descendían por una escalera de caracol situada al otro lado del mostrador y se fue tras ellos.

    El local estaba lleno de jóvenes y el jaleo y la música resultaban ensordecedores. Buscó una mesa vacía, pero daba la impresión de que no quedaba ninguna. Se preguntó si debía quitarse abrigo y sombrero, pero finalmente decidió no correr riesgos. En Estocolmo, uno no podía fiarse de nadie, tal era su convicción.

    Nordin examinó a los clientes de sexo femenino. En la sala había varias rubias, pero ninguna encajaba en la descripción de la Rubia Malin.

    El alemán parecía ser la lengua dominante. Junto a una morena delgada que tenía toda la pinta de ser sueca, había una silla libre. Nordin se desabrochó el abrigo y tomó asiento. Puso el sombrero sobre sus rodillas, y cayó en la cuenta de que con su sombrero de cazador y su abrigo de paño tirolés no se distinguía demasiado de la mayoría de los alemanes.

    La camarera se hizo esperar un cuarto de hora. Mientras tanto, echó un vistazo a su alrededor. Del otro lado de la mesa, la amiga de la morena le echaba de vez en cuando una mirada contenida.

    Llegó por fin su café y se puso a remover la taza, mientras miraba de refilón a la chica sentada junto a él. Con la vaga esperanza de pasar por cliente habitual, al dirigirse a ella, hizo un esfuerzo para pronunciar sus palabras con acento de Estocolmo, y dijo:

    ― ¿No sabrás por dónde anda la Rubia Malin?

    La morena lo miró fijamente. Luego sonrió, se inclinó sobre la mesa y le dijo a su compañera:

    ― Oye, Eva, aquí hay un tipo de Norrland que pregunta por la Rubia Malin. ¿Sabes dónde está?

    La amiga echó una mirada a Nordin, luego llamó a gritos a alguien situado en una mesa apartada.

    ― Aquí hay un madero que pregunta por la Rubia Malin. ¿No habrá nadie que sepa dónde anda, a que no?
    ― Noooo ―respondieron al unísono desde la otra mesa.

    Apesadumbrado, Nordin apuraba su café intentando comprender qué delataba su condición de policía. No conseguía entender a la gente de Estocolmo. De vuelta ya en la planta de arriba, la camarera que le había servido el café se acercó a él.

    ― He oído que busca a la Rubia Malin ―dijo―. ¿De verdad es usted policía?

    Nordin vaciló un momento. Luego asintió, con gesto lúgubre.

    ― Si consiguierais echarle el guante a esa tipa me daríais una alegría ―prosiguió―. Creo que sé dónde anda. Cuando no está por aquí suele ir a un café de Engelbrektsplan.

    Nordin dio las gracias y salió de nuevo al frío.

    La Rubia Malin no estaba tampoco en el segundo local, que había sido poco menos que abandonado por su eventual clientela. Pero Nordin, que se resistía a tirar la toalla, se acercó a una mujer sentada sin compañía que estaba leyendo una revista bastante sobada. No sabía quién era la Rubia Malin, pero le recomendó echar un vistazo en un restaurante con carta de vinos de Kungsgatan.

    Nordin volvió a patearse las odiosas calles de Estocolmo, deseando volver a su casa de Sundsvall.

    Pero esta vez su esfuerzo se vio recompensado.

    Rechazó con un movimiento de cabeza al encargado del guardarropa, que se había acercado para tomar su abrigo, y se colocó en la puerta del restaurante para echar una mirada al local. La descubrió casi al instante. Era de constitución fuerte, pero no parecía gorda. Su cabello, de color rubio platino, estaba recogido en un peinado artístico sobre la coronilla.

    Nordin no dudó ni un momento que se trataba de la Rubia Malin. Estaba sentada en un sofá pegado a la pared, con una copa de vino delante. La acompañaba una mujer de bastante más edad, con una larga melena negra de rizos indómitos que caía sobre sus hombros sin conseguir devolverle el aspecto juvenil. Sin duda, una «putona gratis», pensó Nordin.

    Observó a las dos mujeres durante un rato. No hablaban. La Rubia Malin tenía los ojos fijos en la copa de vino, que hacía girar entre sus dedos. La morena no paraba de mirar alrededor y, de vez en cuando, dejaba caer su melena con un coqueto movimiento de cabeza.

    Nordin se dirigió al encargado del guardarropa:

    ― Perdone, ¿sabe usted cómo se llama la señora rubia que está sentada en aquel sofá?

    El hombre echó un vistazo.

    ― ¿Señora? ―rezongó―. ¿Esa? No, no sé cuál es su nombre, pero la llaman nosequé Malin. La gorda Malin, o algo por el estilo.

    Nordin le entregó abrigo y sombrero.

    Cuando se acercó a la mesa, la morena lo observó expectante.

    ― Perdonen que las moleste, pero si puede ser me gustaría hablar con la señorita Malin.

    La Rubia Malin lo miró y tomo un sorbo de vino.

    ― ¿De qué se trata?
    ― Se refiere a un amigo suyo ―dijo Nordin―. ¿Le importaría a usted si nos cambiáramos a otra mesa un rato, para así poder hablar más tranquilamente?

    La Rubia Malin cruzó una mirada con su amiga, y Nordin se apresuró a decir.

    ― Por supuesto, si a su amiga no le importa.

    La morena cogió la jarra que había en la mesa, llenó su copa y se levantó.

    ― No quiero molestarles ―dijo agraviada.

    La Rubia Malin no hizo ningún comentario.

    ― Voy a sentarme con Tora ―dijo la amiga―. Luego nos vemos, Malin.

    Cogió su copa y se alejó hacia una mesa situada al otro lado del local.

    Nordin cogió una silla y se sentó. La Rubia Malin lo miraba expectante.

    ― Mi nombre es Ulf Nordin, subinspector primero de policía ―dijo―. Quizá pueda usted ayudarnos en un asunto.
    ― ¿Ah, sí? ―respondió la Rubia Malin―. ¿Y de qué se trata? Dijo usted que tiene que ver con un amigo mío.
    ― Sí ―contestó Nordin―. Querríamos saber cosas sobre un conocido suyo.

    La Rubia Malin lo miró llena de desprecio.

    ― No soy una chivata ―dijo.

    Nordin sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y le ofreció. Ella sacó un cigarrillo y Nordin le dio fuego.

    ― No se trata de dar chivatazos ―dijo―. Hace un par de semanas, fue usted en compañía de dos hombres, que conducían un Volvo Amazon blanco, hasta un garaje de Hägersten. El garaje está situado en Klubbacken y su propietario es un suizo, de nombre Horst. El hombre que conducía el coche era español. ¿Se acuerda usted de esto?
    ― Sí, claro, lo recuerdo perfectamente. ¿Por qué? Nisse y yo sólo fuimos con el tal Paco porque Nisse quería enseñarle cómo se iba a ese garaje. Y por cierto, se ha ido a España.
    ― ¿Paco?
    ― Sí.

    Apuró su copa y luego se echó lo que quedaba de vino en la jarra.

    ― ¿Puedo invitarla a tomar algo? ¿Un poco más de vino?

    Ella asintió y Nordin hizo un gesto a la camarera. Pidió media jarra de vino y una pinta de cerveza.

    ― ¿Quién es Nisse? ―preguntó.
    ― Pues el otro que venía en el coche, ¿quién va a ser? ¡Si usted mismo lo acaba de decir!
    ― Sí, pero lo que le pregunto es cuál es su nombre completo. ¿A qué se dedica?
    ― Se llama Göransson. Nils Erik «Nisse» Göransson. Y no sé a qué se dedica. Lleva un par de semanas sin dejarse ver…
    ― ¿Y eso? ―preguntó Nordin.
    ― ¿Cómo?
    ― Le pregunto que cómo es que lleva un par de semanas sin verlo. Antes, solían ustedes verse más a menudo, ¿no?
    ― Oiga, que no estamos casados, ¿eh? Ni siquiera enrollados. Salíamos de vez en cuando. Lo mismo ha conocido a alguna tía. ¡Yo qué sé! Pero, desde luego, lleva ya un tiempo sin dejarse ver.

    La camarera llegó con el vino y la cerveza de Nordin. La Rubia Malin se apresuró a llenar su copa.

    ― ¿Sabe dónde vive? ―le preguntó Nordin.
    ― ¿Nisse? No. Digamos que no tiene residencia fija. Durante un tiempo vivió conmigo, luego se fue a Söder, a casa de un colega, pero me parece que ya no vive allí. La verdad es que no lo sé. Y aunque lo supiera, no se lo iba a contar a un madero. Yo no me chivo de nadie.

    Nordin bebió un trago de cerveza y miró con simpatía a la gran mujer rubia sentada en el sofá.

    ― No tiene necesidad de hacerlo, señorita… Perdone, ¿cuál es su nombre completo, además de Malin?
    ― No me llamo Malin ―replicó―. Mi nombre es Magdalena Rosén. La gente me llama «la Rubia Malin» por mi color de pelo.

    Se pasó la mano por el pelo.

    ― ¿Para qué busca a Nisse, por cierto? ¿Ha hecho algo? No estoy dispuesta a quedarme aquí sentada, respondiendo a un montón de preguntas, si primero no me dice de qué se trata.
    ― Claro, la entiendo, señorita Rosen. Intentaré explicarle en qué sentido puede sernos de utilidad ―dijo Ulf Nordin.

    Bebió un trago de cerveza y se secó los labios.

    ― ¿Puedo hacerle una pregunta más? ―dijo.

    Ella asintió.

    ― ¿Cómo solía ir vestido Nisse?

    La mujer arrugó la frente y reflexionó durante un instante.

    ― Casi siempre llevaba traje ―dijo―. Un traje claro, de color beige, con botones forrados. Y luego camisa, zapatos y calzoncillos, como todos los demás tíos.
    ― ¿Y no llevaba abrigo?
    ― Abrigo, lo que se dice abrigo, no. Llevaba una especie de cosa negra, fina, de nylon o algo así. ¿Por qué?

    Miró a Nordin con gesto inquisitivo.

    ― Bueno, señorita Rosen, es posible que haya muerto.
    ― ¿Muerto? ¿Nisse? Pero… ¿por qué… por qué dice usted que «es posible»? ¿Cómo sabe que ha muerto?

    Ulf Nordin sacó su pañuelo y se secó el cuello. En el restaurante hacía mucho calor y se sentía pegajoso por todo el cuerpo.

    ― Lo que ocurre es que en el depósito de cadáveres tenernos un hombre al que no hemos podido identificar. Hay razones para pensar que se trata de Nils Erik Göransson.
    ― ¿Y cuál sería la causa de su muerte? ―preguntó la Rubia Malin con desconfianza.
    ― Era uno de los pasajeros que viajaban en el autobús de marras. Seguramente habrá oído hablar del caso… Le dispararon en la cabeza y posiblemente murió en el acto. Es usted la única persona que conocía a Göransson con la que hemos podido contactar, así que le estaríamos agradecidos si quisiera venir al depósito mañana, a ver si es él.

    La mujer le miró aterrada.

    ― ¿Yo? ¿Al depósito de cadáveres? ¡jamás de los jamases!

    A las nueve de la mañana del miércoles, Nordin y la Rubia Malin bajaban de un taxi ante el Instituto de Medicina Forense de Tomtebodavägen. Martin Beck llevaba esperándolos un cuarto de hora. Entraron juntos en el depósito de cadáveres.

    Bajo la capa de maquillaje, administrado con descuido, la Rubia Malin aparecía pálida. Tenía el rostro abotargado, y su cabello rubio no estaba tan bien peinado como la noche anterior.

    Nordin había tenido que esperarla en el vestíbulo mientras ella se arreglaba. Cuando finalmente estuvo lista y salieron a la calle, Nordin pudo constatar que la iluminación apagada del restaurante la favorecía mucho más que la lívida luz matinal.

    El personal del depósito de cadáveres estaba avisado, y fue el propio director quien se encargó de conducirlos hasta el enfriadero.

    Habían echado un trapo sobre el rostro destrozado del cadáver, pero dejando el cabello visible.

    La Rubia Malin se agarró al brazo de Nordin y murmuró:

    ― ¡Joder!

    Nordin pasó un brazo por su amplia espalda y la fue acercando.

    ― Mire usted bien ―dijo en voz baja―. A ver si es capaz de reconocerlo.

    Ella se llevó la mano a la boca y contempló el cuerpo desnudo.

    ― ¿Y qué pasa con la cara? ¿Es que no puedo ver su cara?
    ― Puede usted dar las gracias por no tener que hacerlo ―dijo Martin Beck―. De todos modos, tampoco podría reconocerlo.

    La Rubia Malin asintió. Luego se quitó el pañuelo de la boca y volvió a asentir.

    ― Sí ―dijo―, es Nisse. La cicatriz, y… sí, es él.
    ― Gracias, señorita Rosen ―dijo Martin Beck―. Ahora nos vamos a tomar un café a la comisaría.

    La Rubia Malin hizo el trayecto en silencio, pálida, sentada junto a Nordin en el asiento de atrás del taxi. De vez en cuando murmuraba:

    ― ¡Joder, qué espanto!

    Martin Beck y Nordin le ofrecieron café y pasteles de hojaldre. Pasado un rato, aparecieron Kollberg, Melander y Rönn.

    La mujer empezó a sobreponerse rápidamente. Resultaba obvio que el café no era lo único que contribuía a darle ánimos, sino también las atenciones que se le prodigaban. Respondió a todas las preguntas de buena gana, y antes de irse les dio a todos un apretón de manos y dijo:

    ― Muchas gracias. La verdad, no me figuraba yo que los made… que los policías eran tan majetes.

    Cuando la puerta se cerró tras ella, siguieron todavía un rato reflexionando sobre estas últimas palabras. Finalmente, Kollberg dijo:

    ― Bueno, majetes, ¿resumimos?

    Éste era el resumen:

    Nils Erik «Nisse» Göransson.

    Edad: treinta y ocho o treinta y nueve años.

    Desde 1965, quizá incluso antes, sin ocupación fija.

    Entre marzo y agosto de 1967 estuvo viviendo con Magdalena Rosén (alias la Rubia Malin), Arbetargatan, 3, Estocolmo K.

    Después, hasta algún momento del mes de octubre, residió en casa de Sune Björk, en Söder.

    Se desconoce su domicilio las semanas inmediatamente anteriores a su muerte.

    Drogadicto. Fumaba, comía y se metía en vena todo lo que pillaba.

    Posiblemente, también camello.

    Padecía gonorrea.

    La última vez que lo vio Magdalena Rosén fue el 3 o el 4 de noviembre, delante del restaurante Damberg. Llevaba entonces el mismo traje y el mismo abrigo que el día 13.

    Solía tener mucho dinero.


    CAPÍTULO XXIII


    Así pues, de entre todos los que se ocupaban del caso, Nordin había sido el primero en aportar lo que, con algo de buena voluntad, podía calificarse de resultado positivo. Pero incluso en este punto había división de opiniones.



    ― Vale ―dijo Gunvald Larsson―, ya sabemos el nombre de ese guarro. ¿Y ahora qué?
    ― Sí, sí ―dijo Melander pensativo.
    ― ¿Qué murmuras?
    ― No le habíamos echado nunca el guante, al tal Göransson. Pero a mí ese nombre me suena.
    ― ¿Ah sí?
    ― Como si hubiera tenido alguna vez relación con alguna investigación…
    ― ¿Quieres decir que le has interrogado?
    ― No. En ese caso me acordaría. No he hablado nunca con él. Y también estoy seguro de no haberlo visto nunca. Pero, ese nombre… Nils Erik Göransson. Me suena de algo.

    Melander fijó la mirada en algún punto remoto del despacho y dio una calada a su pipa.

    Gunvald Larsson hacía aspavientos con sus manos enormes. Era enemigo declarado del tabaco y el humo le molestaba.

    ― A mí me interesa más ese cerdo, Assarsson ―dijo.
    ― Bueno, ya me acordaré… ―dijo Melander.
    ― Seguro, si no te mueres antes de un cáncer de pulmón.

    Gunvald Larsson se levantó y entró en el despacho de Martin Beck.

    ― ¿De dónde sacó el dinero Assarsson?
    ― Ni idea.
    ― ¿A qué se dedica su empresa?
    ― Importan un montón de trastos. Al parecer, cualquier cosa que resulte provechosa, desde grúas hasta árboles de Navidad de plástico.
    ― ¿Árboles de Navidad de plástico?
    ― Sí, hoy en día hay una gran demanda. Por desgracia.
    ― Me he tomado la molestia de investigar los impuestos que estos tipos y su empresa han pagado en los últimos años.
    ― ¿Y?
    ― Aproximadamente una tercera parte de lo que soltamos tú o yo. ¡Y cuando pienso en la casa que tenía montada la viuda!
    ― ¿Sí?
    ― Me encantaría poder registrar sus oficinas.
    ― ¿Con qué pretexto?
    ― No sé.

    Martin Beck se encogió de hombros. Gunvald Larsson se dirigió hacia la puerta. Luego, parándose en el umbral, añadió:

    ― Un cabronazo, el tal Assarsson. Y no creo que el hermano sea mucho mejor.

    Inmediatamente después, fue Kollberg quien apareció por la puerta del despacho. Parecía cansado y tristón. Sus ojos estaban inyectados de sangre.

    ― ¿Qué te traes entre manos? ―le preguntó Martin Beck.
    ― He estado escuchando la cinta del interrogatorio que Stenström le hizo a Birgersson, el tío que se cargó a su mujer. Me ha llevado toda la noche.
    ― ¿Y?
    ― Nada. Absolutamente nada. A no ser que a mí se me haya escapado algo.
    ― Siempre cabe esa posibilidad.
    ― Muy amable de tu parte ―respondió Kollberg y cerró la puerta tras de sí, dando un portazo.

    Martin Beck clavó los codos sobre la mesa y se cogió la cabeza con las manos.

    Era ya viernes, 8 de diciembre. Habían pasado veinticinco días, pero en buena medida podía decirse que la investigación seguía todavía en punto muerto. Por si esto fuera poco, comenzaba a haber signos de desbandada. Cada cual tiraba de su propio hilo.

    Melander intentaba recordar dónde y cuándo había visto u oído el nombre de Nils Erik Göransson.

    Gunvald Larsson andaba caviloso, intentando averiguar de dónde había salido el dinero de los hermanos Assarsson.

    Kollberg intentaba aclarar en qué sentido un parricida perturbado de nombre Birgersson había podido poner a Stenström de buen humor.

    Nordin procuraba establecer algún vínculo entre Göransson, la matanza y el garaje de Hägersten.

    Ek había avanzado en su conocimiento técnico del autobús rojo de dos pisos hasta tal punto que, ahora mismo, resultaba prácticamente imposible hablar con él de otra cosa que no fueran circuitos eléctricos o limpiaparabrisas.

    Månsson había hecho suyas las vagas ideas de Gunvald Larsson de que Mohammed Boussie debía de desempeñar un papel clave, teniendo en cuenta su condición de argelino, y estaba realizando interrogatorios sistemáticos a toda la población árabe de Estocolmo.

    El propio Martin Beck no se quitaba a Stenström de la cabeza: de qué se ocupaba, a quiénes había estado siguiendo, y si cabía la posibilidad de que alguno de ellos le hubiera disparado. El razonamiento resultaba cualquier cosa menos convincente. ¿Era concebible que un policía tan experimentado como Stenström se dejase matar a tiros por la persona a la que seguía? ¿En un autobús?

    Y Rönn no podía dejar de pensar en lo que Schwerin había dicho en el hospital segundos antes de morir.

    Precisamente esta tarde habló por teléfono con el técnico de sonido de Radio Suecia que había intentado analizar lo que se decía en la cinta.

    El hombre se había tomado su tiempo, pero finalmente consiguió acabar su informe.

    ― No puede decirse que el material disponible sea especialmente fecundo ―dijo―. En cualquier caso, he llegado a algunas conclusiones. ¿Quiere oírlas?
    ― Sí ―contestó Rönn.

    Se cambió el auricular a la mano izquierda y echó mano de su libreta de notas.

    ― Usted es de Norrland, ¿no es así?
    ― Pues, sí.
    ― Bueno, en cualquier caso lo que nos interesa no son las preguntas, sino las respuestas. Lo primero que he procurado ha sido eliminar todos los sonidos marginales que aparecen en la cinta, como zumbidos, goteos y demás.

    Rönn atendía con el bolígrafo preparado.

    ― Por lo que hace a la primera respuesta, la que contesta a la pregunta sobre quién disparó, se pueden distinguir claramente cuatro consonantes: d, n, r y k.
    ― Pues sí ―dijo Rönn.
    ― Un análisis más detallado permite oír también ciertos sonidos vocálicos y diptongos, entre y detrás de esas consonantes. Por ejemplo, entre la d y la n se escucha una «e» o una «i».
    ― Dinrk ―dijo Rönn.
    ― Sí, aproximadamente así es como suena para un oído no Entrenado ―dijo el perito―. También me parece oír que el hombre pronuncia un «ai» muy suave después de la «k».
    ― Dinrk ai ―dijo Rönn.
    ― Algo por el estilo, sí. Aunque el «ai» no es tan fuerte.

    El experto hizo una pausa. Luego dijo, en tono meditativo:

    ― ¿Este hombre se hallaba en unas condiciones pésimas, verdad?
    ― Pues sí.
    ― Y es de suponer que sentía dolor.
    ― Probablemente ―respondió Rönn.
    ― Entonces ―prosiguió el experto en un tono más animado―, se podría explicar por qué dice «ay».

    Rönn asintió, al tiempo que tomaba notas. Se daba golpecitos con el bolígrafo en la punta de la nariz. Escuchaba.

    ― En cualquier caso, yo tengo la convicción de que esos sonidos articulan una frase, formada por varias palabras.
    ― ¿Y qué dice esa frase? ―preguntó Rönn acercando el bolígrafo al papel.
    ― Resulta muy difícil de decir. Realmente, muy difícil. Por ejemplo, algo así como «de un rico, ay» o «Don Henryk, ay».
    ― ¿¡Don Henryk, ay!? ―exclamó Rönn estupefacto.
    ― Sí. Es sólo por ponerle un ejemplo, desde luego. Bueno, y por lo que se refiere a la otra respuesta…
    ― ¿Kamalson?
    ― ¿Ah, así es cómo lo interpretó usted? ¡Qué curioso! Yo no. Yo, por mi parte, he sacado en limpio que dice dos palabras. Primero «kam» o «sam» y luego «alson».
    ― ¿Y eso qué podría significar?
    ― Bueno, cabe pensar que se trata de un nombre: Alson, o a lo mejor incluso Ålson, con Å.
    ― ¿Sam Alson? ¿Sam Ålson?
    ― Sí, justo. Exactamente. En la palabra Alson usted pronuncia la misma «l» con resonancia velar. Quizá se trate de un dialecto parecido.

    El técnico de sonido guardó silencio durante unos segundos. Luego dijo:

    ― Pero resulta poco probable que haya alguien llamado Sam Alson o Sam Álson, ¿no es así?
    ― Sí.
    ― Pues eso es todo. Naturalmente, les enviaré un informe escrito, junto con la factura. En cualquier caso, pensé que lo mejor era llamarle por teléfono, por si corría prisa.
    ― Gracias ―dijo Rönn.

    Colgó el teléfono y contempló pensativo sus anotaciones.

    Tras una ponderada reflexión, tomo la decisión de no comunicar nada a la dirección de la investigación. En cualquier caso, no en la fase actual.

    Cuando Kollberg llegó a Långholmen había oscurecido ya, y eso que el reloj marcaba sólo las tres menos cuarto de la tarde. Tenía frío, estaba de mal humor y el ambiente carcelario no venía precisamente a mejorar las cosas. El frío y destartalado cuarto destinado a las visitas resultaba poco acogedor, y Kollberg paseaba de un lado para otro con gesto sombrío, aguardando la aparición de la persona a la que había venido a ver. El individuo que se llamaba Birgersson había matado a golpes a su mujer y permanecía bajo observación médica en el Instituto de Psiquiatría Forense. Era de suponer que, llegado el momento, sería declarado no responsable de sus actos y trasladado a alguna institución.

    Transcurrido aproximadamente un cuarto de hora, se abrió una puerta y un vigilante enfundado en un uniforme azul oscuro introdujo en la sala a un hombrecillo de cabello ralo que rondaría los sesenta años. El hombre se detuvo apenas franqueado el umbral, sonrió e hizo una educada reverencia. Kollberg se acercó a él y se dieron la mano.

    ― Kollberg.
    ― Birgersson.

    El hombre resultaba simpático y locuaz.

    ― ¿El subinspector Stenström? ¡Pues claro que me acuerdo de él! Era muy simpático. Salúdele usted de mi parte.
    ― Ha muerto.
    ― ¿Muerto? ¡No me lo puedo creer! Un chico tan joven… ¿Qué le ha pasado?
    ― Precisamente de eso quería hablar con usted.

    Kollberg le puso al corriente del tema que quería discutir con él.

    ― He escuchado toda la grabación ―dijo a modo de conclusión―. Pero me imagino que cuando comían algo, o tomaban café, no tenían el magnetófono en marcha…
    ― Así es.
    ― Y también entonces seguían hablando, ¿no?
    ― Desde luego. La mayor parte de las veces.
    ― ¿Sobre qué?
    ― Sobre cualquier cosa.
    ― ¿Puede usted recordar algo que a Stenström le resultara especialmente interesante?

    El hombre reflexionó y luego negó con la cabeza.

    ― Hablábamos de todo un poco. De esto y de aquello. Pero… ¿algo especial? ¿Qué podría haber sido?
    ― Eso es precisamente lo que ignoro.

    Kollberg sacó el libro de notas que había encontrado en casa de Åsa y se lo mostró.

    ― ¿Le dice algo esto? ¿Por qué escribió «Morris»?

    El rostro del hombre se iluminó súbitamente.

    ― Supongo que hablábamos de coches. Yo tenía un Morris ocho, el modelo grande, sabe usted. Quizá me referí a él por casualidad.
    ― Vale. Eso lo explica todo. Si se acuerda de algo más, por favor, llámeme inmediatamente. A la hora que sea.
    ― Era viejo y la verdad es que no valía mucho, mi Morris, pero funcionaba bien. A mi… mujer le daba vergüenza. Decía que tener un trasto así, cuando todos los demás tenían coches nuevos…

    Parpadeó y se interrumpió.

    Kollberg se apresuró a concluir la conversación. Cuando el vigilante se llevó al parricida, entró en la sala un médico joven con bata blanca.

    ― Dígame, ¿qué impresión le ha producido Birgersson?
    ― Parecía agradable.
    ― Así es, respondió el médico. Está perfectamente. Lo único que le estaba haciendo falta era quitarse de encima a esa tarasca con la que se había casado.

    Kollberg le dirigió una larga mirada, guardó sus papeles y desapareció.

    Eran las once y media de la noche del sábado y Gunvald Larsson estaba helado de frío pese a llevar encima su abrigo más grueso, su gorra de piel imitación de oveja de Crimea y sus pantalones y botas de esquí. Se hallaba en el portal del inmueble situado en Tegnérgatan 53, tan parado como sólo puede estarlo un policía. Su presencia, que resultaba difícil de advertir debido a la oscuridad, no era desde luego fortuita. En realidad, llevaba allí desde hacía cuatro horas, y no era tampoco su primera noche, sino la décima o decimoprimera.

    Estaba ya pensando en marcharse a casa cuando la luz se apagó en ciertas ventanas, que sometía a vigilancia. Por lo demás, no pensaba en nada. Pero un cuarto de hora antes de medianoche, un Mercedes gris con matrícula extranjera paró frente al portal del edificio al otro lado de la calle. Un hombre bajó del coche, abrió el maletero y sacó una maleta. Luego cruzó la acera, abrió la puerta con llave y entró. Dos minutos más tarde se encendió la luz tras las persianas echadas de dos ventanas de la planta baja.

    Gunvald Larsson cruzó la calle a pasos largos y apresurados. Dos semanas antes se había hecho ya con una llave. Una vez dentro del edificio se quitó el abrigo, lo dobló cuidadosamente y lo dejó sobre el pasamanos de la escalera de mármol. Luego colocó encima la gorra de piel, se desabrochó la chaqueta y llevó su mano derecha a la pistola, que tenía prendida con un clip de la pretina del pantalón.

    Desde mucho tiempo atrás, sabía que la puerta se abría hacia dentro. La contempló durante cinco segundos y pensó: «Si irrumpo en el apartamento sin motivo válido, se considerará falta de servicio, y seguramente seré suspendido de empleo y sueldo, tal vez incluso expulsado del cuerpo». Acto seguido, derribó la puerta de una patada.

    Ture Assarsson y el hombre que había bajado del coche extranjero estaban de pie a ambos lados de una mesa. Si quisiéramos utilizar una expresión de gusto popular, podría decirse que se quedaron como si les hubiera caído un rayo. Acababan de abrir la maleta, que yacía entre ambos.

    Gunvald Larsson los apuntaba con la pistola y, al tiempo, completaba la cadena de pensamientos que había iniciado fuera, en la escalera: «Bueno, no importa, siempre me puedo volver a la marina».

    Gunvald Larsson cogió el teléfono y marcó el 90 000. Con la mano izquierda y sin bajar su arma reglamentaria. No dijo nada. Los otros dos tampoco. No había mucho que decir.

    En la bolsa de viaje había doscientas cincuenta mil pastillas de la marca Ritalina. En el mercado negro de la droga podían llegar a valer, aproximadamente, un millón de coronas suecas.

    Gunvald Larsson volvió a su casa de Bollmora a las tres de la madrugada del domingo. Estaba soltero y vivía solo. Como de costumbre, se tiró veinte minutos en el baño, antes de ponerse el pijama e irse a la cama. Abrió la novela de Övre Richter―Frich que por entonces estaba leyendo, pero apenas transcurridos unos minutos, volvió a dejarla y cogió el teléfono. El teléfono era un modelo kobra, blanco. Lo levantó y marcó el número de Martin Beck.

    Gunvald Larsson era fiel a la máxima de no pensar nunca en el trabajo cuando estaba en casa, y no podía recordar ni una sola vez en que hubiese realizado una llamada profesional desde la cama.

    Recibió respuesta ya desde la segunda señal.

    ― Hola. ¿Te has enterado de lo de Assarsson?
    ― Sí.
    ― Acabo de darme cuenta de una cosa.
    ― ¿De qué?
    ― De que nos podemos haber equivocado en un punto. A quien seguía Stenström, naturalmente, era a Gösta Assarsson. Y el autor de los disparos mató dos pájaros de un tiro. A Assarsson y al que lo seguía.
    ― Sí ―dijo Martin Beck―. Puede haber algo de razón en lo que dices.

    Gunvald Larsson estaba equivocado. Pero, en cualquier caso, acababa de poner la investigación en la dirección correcta.


    CAPÍTULO XXIV


    Tres tardes consecutivas dedicó Nordin a patearse la ciudad con su sombrero de cazador y abrigo tirolés, intentando tomar contacto con el mundo del hampa de Estocolmo. Se recorrió todos los cafés, pastelerías, restaurantes y pistas de baile a los que la Rubia Malin se había referido como lugares frecuentados por Göransson.



    En algunas ocasiones tomaba el coche. Y precisamente la tarde del viernes se hallaba sentado en él, mirando atentamente hacia la plaza Maria sin ver otra cosa de interés que a otros dos individuos, también sentados en su coche y mirando con atención. No los reconoció, pero supuso que eran policías de paisano adscritos al distrito, o miembros de la brigada de narcóticos.

    El caso es que todas estas incursiones no le reportaron ni la más mínima información adicional sobre el difunto Nils Erik Göransson. Sin embargo, durante el día consiguió completar los datos aportados por la Rubia Malin, mediante una serie de visitas a la oficina de empadronamiento, los despachos parroquiales, oficinas de contratación de marineros y también a la antigua mujer del finado, que vivía en Borås y dijo que ya casi no se acordaba de su ex marido. Desde la última vez que lo vio habían pasado veinte años.

    La mañana del sábado informó a Martin Beck de sus discretos resultados. Luego se sentó a escribir una larga carta, triste y melancólica, a su mujer en Sundsvall, y de vez en cuando miraba con mala conciencia a Rönn y Kollberg, muy atareados en sus respectivas máquinas de escribir.

    Cuando Martin Beck entró en el despacho, todavía no había terminado la carta.

    ― ¿Quién fue el imbécil que te puso a patear la ciudad? ―preguntó.

    Nordin se apresuró a cubrir la carta con la fotocopia de un informe. Acababa de escribir: «Y cada día que pasa, Martin Beck está más raro y más cabreado».

    Kollberg extrajo el papel de su máquina y contestó:

    ― Fuiste tú.
    ― ¿Cómo? ¿Yo?
    ― Exacto. El miércoles pasado, cuando estuvo aquí la Rubia Malin.

    Martin Beck miró con escepticismo a Kollberg.

    ― Qué raro ―dijo―. No logro recordarlo. En cualquier caso, no deja de ser una idiotez mandar una misión así a un tipo de Norrland que apenas sabe llegar a Stureplan.

    Nordin parecía ofendido, pero en el fondo reconoció que Martin Beck tenía razón.

    ― Rönn ―dijo Martin Beck―, procura enterarte de dónde se metía ese tal Göransson, con quiénes iba y qué se traía entre manos. Y procura encontrar al tal Björk, con el que había estado viviendo.
    ― Vale ―respondió Rönn.

    En esos momentos, Rönn se dedicaba a confeccionar una lista con las posibles lecturas de las últimas palabras de Schwerin, A la cabeza figuraba la frase: De un rico, ¡ayl Al final aparecía la última interpretación que se le había ocurrido: Di, ¿no recordáis? Aquí cada cual iba a lo suyo, y estaban todos más ocupados que nunca.

    La mañana del lunes, Martin Beck se levantó a las seis y media, tras pasar casi toda la noche en blanco. Se sentía mal y el chocolate que se tomó en la cocina en compañía de su hija no vino a mejorar las cosas. Ni rastro de los demás miembros de la familia. Su mujer tenía un sueño matinal excelente, circunstancia que, al parecer, había heredado también el hijo, a quien siempre le había costado trabajo llegar puntual a la escuela. Ingrid, en cambio, se levantaba puntualmente a las seis y media y cerraba tras de sí la puerta de entrada a las ocho menos cuarto. Siempre. Inga solía decir que podían fiarse de ella para poner en hora el reloj.

    Inga tenía una clara propensión hacia los lugares comunes. Se hubiera podido recopilar una antología de las frases hechas que utilizaba habitualmente, y luego venderla como compendio para periodistas novatos. Una especie de vademécum. «La obra, desde luego, debería titularse: Quien puede hablar, también puede escribir». Pensó Martin Beck.

    ― ¿En qué estás pensando, papá? ―le preguntó Ingrid.
    ― En nada ―respondió rutinariamente.
    ― Llevo sin verte reír desde la primavera.

    Martin Beck alzó la mirada de los papanoeles que danzaban en el mantel de hule, contempló a su hija e intentó sonreír. Ingrid era una chica maja, pero esto en sí mismo tampoco tenía nada de gracioso. La chica se levantó y fue a buscar sus libros. Cuando Martin Beck se puso el sombrero, el abrigo y los chanclos de goma, su hija le esperaba ya con la mano en el picaporte. Cogió la cartera libanesa de cuero, vieja y desgastada, llena de pegatinas del FNL argelino.

    También esto formaba parte de la rutina. Nueve años atrás, llevó la cartera de Ingrid en su primer día de clase. Y desde entonces seguía haciéndolo. Aquella vez, llevó a su hija de la mano. Una mano muy pequeña, caliente, que sudaba y temblaba de excitación ante lo que estaba a punto de suceder. ¿Cuándo había dejado de llevarla de la mano? Ya no lo recordaba.

    ― Bueno, ya te reirás en Nochebuena ―dijo la chica.
    ― ¿Ah sí?
    ― Sí, cuando abras mi regalo de Navidad. Frunció las cejas y añadió:
    ― Garantizado.
    ― Bueno, ¿y tú qué vas a querer?
    ― Un caballo.
    ― ¿Y dónde piensas meterlo?
    ― Pues no sé. Pero eso es lo que quiero.
    ― ¿Sabes cuánto cuesta un caballo?
    ― Sí, por desgracia.

    Se separaron.

    En Kungholmsgatan le estaba esperando Gunvald Larsson y una investigación que ya ni siquiera merecía el nombre de «concurso de adivinanzas», como Hammar había tenido la gentileza de decirles el día anterior.

    ― ¿Qué pasa con la coartada de Ture Assarsson? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― La coartada de Ture Assarsson es una de las más firmes que haya conocido la historia del crimen ―respondió Martin Beck―. De entrada, resulta que en el momento del crimen estaba en una cena, pronunciando un discurso ante veinticinco personas. Y por si esto fuera poco, resulta que la cena tenía lugar en el Stadshotell de Södertälje.
    ― ¡Vaya! ―dijo Gunvald Larsson apesadumbrado.
    ― Además, dicho sea con todo respeto, no parece muy lógico pensar que Gösta Assarsson no se diera cuenta de que su propio hermano subía al autobús con una metralleta debajo del abrigo.
    ― Sí, hablando del abrigo ―dijo Gunvald Larsson―. Tiene que haber sido bastante amplio, para poder ocultar debajo una M 37. Si no la llevaba en una bolsa.
    ― En eso tienes razón ―admitió Martin Beck.
    ― Efectivamente, a veces ocurre que tengo razón.
    ― Y es una suerte ―replicó Martin Beck―. Porque si anteayer por la tarde te hubieras equivocado ahora las cosas no nos irían demasiado bien.

    Le hizo al otro un gesto con el cigarrillo y añadió:

    ― Cualquier día de estos te van a enchironar, Gunvald.
    ― No creo.

    Dicho esto, Gunvald Larsson salió del despacho con pasos estrepitosos. En la puerta se encontró con Kollberg, que se echó a un lado y luego, mirando de reojo sus enormes espaldas, dijo:

    ― ¿Qué le pasa al hombre―ariete? ¿Se ha cabreado?

    Martin Beck asintió. Kollberg se acercó a la ventana y echó un vistazo.

    ― Hay que joderse ―dijo.
    ― ¿Sigue todavía Åsa con vosotros?
    ― Sí. Y, por favor, no me preguntes si he montado un harén. Ya me lo ha preguntado el señor Larsson.

    Martin Beck estornudó.

    ― Salud ―dijo Kollberg―. A punto estuve de cogerlo y tirarlo por la ventana.

    Desde luego, Kollberg debía de ser uno de los pocos capaces de llevar a cabo semejante tarea, pensó Martin Beck.

    ― Gracias ―dijo.
    ― ¿Por qué me das las gracias?
    ― Por haberme deseado salud.
    ― De nada. Dar las gracias es algo que muchos no saben hacer. Una vez me tocó ocuparme del caso de un fotógrafo de prensa que dio a su mujer una tremenda paliza y luego la tiró desnuda a la nieve por no darle las gracias cuando le dijo «¡salud!». En Nochevieja. Ni que decir tiene que estaba borracho.

    Se quedó callado un momento, luego dijo vacilante:

    ― No hay forma de sacarle nada más. A Åsa, quiero decir.
    ― Bueno, ahora ya sabemos de qué se ocupaba Stenström ―replicó Martin Beck.

    Kollberg lo miró asombrado.

    ― ¿Ah, sí? ¿Lo sabemos?
    ― Desde luego. Del caso Teresa. Claro como el agua.
    ― ¿Del caso Teresa?
    ― Sí. ¿No me digas que no has caído en ello?
    ― Pues no ―repuso Kollberg―. No he caído. Y eso que he repasado mentalmente todo lo sucedido en los últimos diez años. ¿Por qué no me dijiste nada?

    Martin Beck lo miró y mordió pensativo su bolígrafo. Ambos tenían el mismo pensamiento, y fue Kollberg quien lo puso en palabras:

    ― No conviene comunicarse exclusivamente por vía telepática.
    ― La verdad es que no ―dijo Martin Beck―. Además, el caso Teresa es de hace dieciséis años. Y tú no tuviste nada que ver en la investigación. Fue la policía de Estocolmo la que se ocupo de él, de principio a fin. Ek debe de ser el único que sigue aquí desde entonces.
    ― Entonces, ¿ya has revisado la documentación?
    ― Qué va. Sólo la he hojeado un poco. La investigación tiene miles de páginas. Los papeles están en Västberga. ¿Quieres que vayamos a ver?
    ― Sí. Creo que necesito refrescar la memoria.

    Ya en el coche, Martin Beck dijo:

    ― Quizá lo que recuerdes sea suficiente para comprender por qué Stenström decidió ocuparse de Teresa…

    Kollberg asintió.

    ― Sí, porque es el caso más difícil que pudo encontrar.
    ― Exacto. Un asunto imposible. Quería mostrar de una vez por todas de lo que era capaz.
    ― Y salió con los pies por delante… ―dijo Kollberg―. ¡Hay que ser idiota, joder! ¿Pero cuál sería la relación?

    Martin Beck no respondió. Ya no volvieron a decir nada hasta que, después de diversas vicisitudes, consiguieron llegar a Västberga y aparcar en plena nevada junto a la jefatura sur de policía. Entonces, Kollberg dijo:

    ― ¿El caso Teresa puede resolverse? ¿Ahora?
    ― Ni hablar ―respondió Martin Beck.


    CAPÍTULO XXV


    Kollberg suspiró tristemente, mientras hojeaba con desgana y sin orden los montones de informes encuadernados.



    ― Repasar todo esto nos llevará una semana ―dijo.
    ― Como mínimo. ¿Conoces los hechos básicos?
    ― No. Ni siquiera en líneas generales.
    ― Por aquí deben de tener un resumen en alguna parte. Si no, yo te lo hago.

    Kollberg asintió. Martin Beck hojeó los papeles y dijo:

    ― Los hechos, en sí mismos, son claros e inequívocos. Muy simples. Precisamente en ello estriba la dificultad.
    ― Empieza ―dijo Kollberg.
    ― La mañana del 10 de junio de 1951, es decir, hace más de dieciséis años, un individuo que buscaba a su gato, que se había escapado, encontró a una mujer muerta en unos matorrales cercanos al estadio de Stadshagen, en Kungsholmen, aquí en la ciudad. Estaba desnuda y tumbada boca abajo, con los brazos pegados a los costados. La investigación forense reveló que la víctima había sido estrangulada y que llevaba muerta aproximadamente cinco días. El cuerpo estaba bien conservado y, por lo visto, había estado en una cámara frigorífica o en algún otro sitio parecido. Todo apuntaba a un crimen de tipo sádico, pero como había transcurrido tanto tiempo, el forense no consiguió encontrar indicios fehacientes de agresión sexual.
    ― Lo cual, normalmente, es señal de que se trata de un asesinato sádico ―dijo Kollberg.
    ― Exactamente. Por otro lado, la investigación realizada en el lugar del crimen puso de manifiesto que el cuerpo había estado allí como mucho doce horas, circunstancia que posteriormente vinieron a confirmar los testigos que pasaron por el lugar la noche anterior y que no hubieran podido dejar de ver el cadáver, caso de encontrarse allí. Aparecieron además fibras y partículas de tejidos que mostraban que la mujer había sido conducida hasta ese sitio envuelta en una manta de fieltro gris. Quedaba completamente claro, por tanto, que el lugar del hallazgo no coincidía con el lugar del crimen, y que el cuerpo había sido arrojado entre los arbustos. Tampoco se hizo ningún esfuerzo especial por cubrirlo, echando encima musgo, ramas o alguna otra cosa. Bueno, y esto sería todo… Aunque quizá habría que añadir un par de cosas más: primero, que cuando murió, la mujer llevaba bastantes horas sin comer. Y segundo, que no pudieron encontrarse huellas del asesino, del tipo pisadas y demás.

    Martin Beck pasó página y hojeó el texto mecanografiado.

    ― Ese mismo día se consiguió identificar a la mujer. Se llamaba Teresa Camarão. Tenía veintiséis años y había nacido en Portugal. Llegó a Suecia en 1945 y ese mismo año se casó con un compatriota llamado Henrique Camarão, dos años mayor, que había trabajado como telegrafista en la marina mercante, puesto que más tarde abandonó para emplearse como técnico radiofónico. Teresa Camarão nació en Lisboa en 1925. Según la policía portuguesa, procedía de buena familia, bien situada. Clase media alta. Había venido aquí a estudiar en la universidad, con algo de retraso debido a la guerra. Pero de estudios no hubo nada, en su lugar conoció al tal Henrique Camarão y se casó con él. No tenían hijos. Vivían bien. Residían en Torsgatan.
    ― ¿Quién la identificó?
    ― La policía. Quiero decir, gente de la brigada antivicio. La conocían muy bien desde hacía dos años. El 15 de mayo de 1949, las circunstancias permitían precisar la fecha exacta, su vida dio un vuelco completo. Abandonó el domicilio familiar (eso es lo que pone aquí) y desde entonces se movió en el mundo del hampa. En resumidas cuentas: se hizo puta. Era ninfómana y durante esos dos años tuvo tiempo de acostarse con centenares de hombres.
    ― Sí, lo recuerdo ―dijo Kollberg.
    ― Pues ahora viene la guinda de todo el pastel. En el plazo de tres días la policía encontró nada menos que tres testigos que, la noche anterior, a eso de las once y media, afirmaron haber visto un coche aparcado en Kungsholmsgatan, en la cuesta que conduce hasta el sendero donde apareció el cuerpo. Los tres eran hombres. Dos de ellos cruzaron en coche. El tercero, a pie. Los dos que iban en coche vieron también a un hombre junto al vehículo. Junto a él, en el suelo, había un bulto de dimensiones semejantes a las de un cuerpo humano, envuelto en lo que parecía ser una manta gris. El tercer testigo pasó por allí varios minutos más tarde y sólo vio el coche. Las descripciones que dieron del individuo eran vagas. Llovía, el individuo estaba en penumbra, y todo lo que podía concretarse con seguridad es que se trataba de un hombre y que era bastante alto. Cuando les preguntaron qué querían decir con lo de «bastante alto», las respuestas oscilaron entre un metro setenta y cuatro y un metro ochenta y cinco, lo cual incluye al noventa por ciento de la población masculina de este país. Pero…
    ― ¿Pero qué?
    ― Pues que en lo referente al coche los tres testigos coincidieron. Todos ellos dijeron, por separado, que se trataba de un coche francés, de la marca Renault, modelo CV―4, que fue lanzado al mercado en 1947 y que luego se siguió fabricando con cambios insignificantes de un año para otro.
    ― El Renault CV―4 ―dijo Kollberg― fue diseñado por el ingeniero alemán Porsche, durante el tiempo en que los franceses lo tuvieron retenido como criminal de guerra. Lo tenían encerrado en la portería de la fábrica, donde se pasaba el día dibujando. Luego, por lo visto, fue absuelto, y los franceses ganaron miles de millones con ese coche.
    ― Tus conocimientos de las más diversas materias son asombrosos ―dijo secamente Martin Beck―. ¿No podrías explicarme también la relación existente entre el caso Teresa y la muerte de Stenström a manos de un asesino en masa, acaecida en un autobús hace cuatro semanas?
    ― Espera un poco ―respondió Kollberg―. ¿Y qué pasó después?
    ― Luego sucedió lo siguiente: La policía de Estocolmo puso en marcha el mayor despliegue jamás conocido en la historia del país. La investigación alcanzó dimensiones descomunales. Bueno, tú mismo puedes comprobarlo aquí. Se interrogó a varios centenares de personas que habían conocido y estado en contacto con Teresa Camarão, pero no se consiguió aclarar quién fue la última persona que la vio con vida. Todas las pistas cesaban justo una semana antes de la aparición del cadáver. Ese día, pasó la noche con un individuo en un hotel de Nybrogatan, y luego se despidió de él a las doce y media de la mañana, delante de un restaurante de Mäster Samuelsgatan. Punto final. Luego se procedió a registrar todos los CV―4 que fue posible hallar. Primero en Estocolmo, pues los testigos afirmaban que la matrícula tenía una A. Luego se examinaron todos los demás coches del país, sospechando que la matrícula podía ser falsa. Eso casi les llevó un año. Y finalmente quedó probado, y digo bien: probado, que ninguno de estos coches pudo haberse hallado junto a Stadshagen a las once y media de la noche el 9 de junio de 1951.
    ― Vale ―dijo Kollberg―. Y desde ese momento…
    ― Eso es. Desde ese momento la investigación quedó varada como una ballena. Sencillamente, estaba terminada. Todo se había realizado como mandan los cánones. El único problema era que Teresa Camarão había sido realmente asesinada y no se sabía quién lo hizo. Los últimos coletazos del caso Teresa se remontan a 1952, cuando los servicios policiales de Dinamarca, Noruega y Finlandia notificaron que el condenado coche no podía proceder de Escandinavia. Simultáneamente, las aduanas suecas confirmaron que tampoco podía haber entrado desde algún otro país extranjero. En aquella época, como quizá recuerdes, no había todavía muchos coches, y pasar un coche por la frontera requería un montón de trámites.
    ― Sí, lo recuerdo. ¿Y los testigos eran fiables?
    ― Los dos testigos que iban en el coche eran compañeros de trabajo.

    Uno de ellos era contramaestre en un taller de automóviles y el otro, mecánico. El tercer individuo estaba también muy bien documentado en asuntos de coches, porque trabajaba… a ver, adivina qué profesión tenía…

    ― ¿Director de las factorías Renault?
    ― No. Era sargento de policía. Especializado en tráfico. Carlberg, se llamaba. Ya ha muerto. Pero tampoco se descuidó este punto. Ya entonces habíamos empezado un poco a trabajar el tema de la psicología de los testigos. Así que los individuos tuvieron que pasar por una serie de tests. Se les pidió también, separadamente, que identificaran siluetas de diferentes tipos de coche, proyectadas mediante un proyector. Los tres reconocieron los tipos de coche más corrientes, y el contramaestre llegó incluso a identificar modelos de lo más atípico, como Hispano―Suiza o Pegaso. Ni siquiera dibujando un coche que no existía consiguieron engañarle. Dijo que la parte delantera era un Fiat 500 y la parte trasera un Dyna Panhard.
    ― Impresionante ―dijo Kollberg―. Pero, ¿y qué pensaban los colegas que llevaban la investigación, quiero decir, a título personal?
    ― Lo que se decía dé puertas para adentro es que el nombre del asesino debía estar entre los papeles, que debía tratarse de alguno de los innumerables individuos que se habían acostado con Teresa Camarão y que, en uno de esos accesos típicos de los criminales de carácter sexual, había terminado estrangulándola. Decían también que la investigación se había colapsado como consecuencia de algún error cometido en la identificación del Renault. Así que otra vez se pusieron a revisarlo todo. Y otra más. Luego se pensó, con razón, que había pasado ya tanto tiempo que las huellas habrían desaparecido. Siguieron pensando que el control de los vehículos había fallado en algún punto, pero que ya era demasiado tarde para remediarlo. Estoy seguro de que por ejemplo Ek, que participó en aquello, sigue siendo de esa opinión. En buena medida, yo también la comparto, pues no encuentro ninguna otra explicación.

    Kollberg permaneció callado un rato. Luego preguntó:

    ― ¿Y qué le pasó a Teresa el día al que te has referido antes, en mayo de 1949?

    Martin Beck estudió los papeles y dijo:

    ― Sufrió una especie de shock que desembocó en un fenómeno psicológico y en un estado psicofísico que resulta relativamente raro, pero que en modo alguno es singular. Teresa Camarão había crecido en una familia de clase alta. Sus padres eran católicos, como ella misma. Cuando se casó, a los veinte años, seguía virgen. Los cuatro años que estuvo con su marido hizo una vida típicamente sueca, aunque ambos eran extranjeros, en el entorno social que sigue siendo típico de la clase social media―alta acomodada. Se trataba de una mujer reservada, inteligente y de carácter tranquilo. Su marido pensaba que su matrimonio era feliz. Un médico dice aquí que era un producto puro de los dos medios en que había vivido: la clase alta católica más estricta y la burguesía sueca más estricta, con todos los tabúes morales que cada una de ellas tiene, por no hablar del resultado producido por la suma de ambas. El 15 de mayo de 1949 su marido estaba en Norrland, en viaje de trabajo. Ella fue a una conferencia junto con una amiga. Allí se encentraron con un hombre al que la amiga conocía desde hacía tiempo. Él las acompañó hasta el piso de los Camarão en Torsgatan, donde la amiga tenía intención de pasar la noche, pues también su marido estaba fuera. Tomaron té y unas copas de vino y hablaron de la conferencia. El tipo aquel estaba deprimido, porque había tenido bronca con una chica, con la que, por cierto, se casó al poco tiempo. En ese momento no salía con nadie. Teresa le pareció guapa, cosa que efectivamente era, e intentó ligar con ella. La amiga, que sabía que Teresa tenía unos principios morales muy estrictos, se fue a acostar a un sofá situado en el recibidor, desde donde podía oírlo todo. El tipo insistió un sinfín de veces a Teresa que se acostara con él, pero ella se negó en todo momento. Entonces la levantó de la silla, la llevó en volandas hasta el dormitorio, le quitó la ropa y se acostó con ella. Que se sepa, Teresa Camarão jamás en su vida adulta se había mostrado desnuda delante de nadie, ni siquiera delante de otras mujeres. Nunca antes había tenido un orgasmo. Esa noche tuvo veinte, o algo por el estilo. En algún momento de la madrugada, el tipo le dijo adiós y se largó. Ella lo estuvo llamando a razón de diez veces al día durante toda una semana, pero luego ya no volvió a saber más de él. El tipo solucionó las movidas que tenía con su novia y se casaron. La cosa salió bastante bien. Él aguantó diez interrogatorios, aquí están las actas. Lo marearon de lo lindo, pero tenía coartada y no poseía coche. Además, era un individuo honrado y decente, que estaba felizmente casado y no había traicionado nunca a su mujer.
    ― ¿Y fue a raíz de este suceso cuando Teresa inició su carrera?
    ― Sí, en el más estricto sentido de la palabra. Se fue de casa, fue repudiada por su marido y expulsada de los círculos a los que había pertenecido. En el plazo de dos años, vivió durante breves periodos de tiempo con una veintena de hombres y mantuvo relaciones sexuales con un número diez veces superior. Era ninfómana y no le hacía ascos a nada. Al principio, gratis; después, parece ser, a cambio de dinero, al menos temporalmente. Naturalmente, nunca encontró a nadie dispuesto a seguir con ella durante mucho tiempo. Entre sus conocidos no había ninguna mujer. Su descenso por la escala social fue rápido. En menos de medio año, la mayor parte de sus relaciones procedían de los círculos sociales de personas sin domicilio fijo que, por entonces, denominábamos «el inframundo». También comenzó a beber. Los policías encargados de moralidad pública la conocían, pero no consiguieron intervenir a tiempo. Alguien consideró la posibilidad de encerrarla por vagancia, pero cuando quisieron hacer algo ya estaba muerta.

    Martin Beck señaló el informe y siguió:

    ― Entre estos papeles hay también un montón de interrogatorios con hombres que tuvieron relaciones con ella. Dicen que era pesada e insaciable. La mayor parte de ellos salían espantados ya la primera vez, especialmente los que estaban casados y sólo pretendían echar una cana al aire. Conocía a un buen número de maleantes y gángsters de pacotilla, rateros y ladrones de motos, estraperlistas y gente por el estilo. Supongo que recuerdas el tipo de clientela que teníamos en aquellos tiempos…
    ― ¿Y qué pasó con su marido?
    ― Se consideró salpicado por el escándalo, hasta cierto punto con razón, así que cambió su nombre y adquirió la nacionalidad sueca. Conoció a una chica de Stocksund, de buena familia; se casó con ella, tuvo dos hijos, y continúa viviendo felizmente en su mansión de Lidingö. Su coartada, por cierto, estaba tan bien impermeabilizada como la flota del capitán Cassel.
    ― ¿Como qué?
    ― Sabes de todo menos de barcos ―dijo Martin Beck―. Si echas un vistazo a esa carpeta, te darás cuenta de dónde sacó Stenström algunas de sus ideas…

    Kollberg echó un vistazo a la carpeta.

    ― Hostias. Es la tía más peluda que he visto en mi vida. ¿Se puede saber quién hizo estas fotos?
    ― Una persona aficionada a la fotografía que tenía una coartada perfecta y no disponía de coche Renault. Pero que, a diferencia de Stenström, se sacaba un dinerillo vendiendo las fotos. Como recordarás, en aquella época no había empezado todavía la marea de material pornográfico más avanzado.

    Permanecieron en silencio durante un rato. Finalmente, Kollberg dijo:

    ― ¿Y qué relación hay entre todo esto y el hecho de que Stenström y otras ocho personas fueran tiroteadas en un autobús dieciséis años más tarde?
    ― Absolutamente ninguna ―dijo Martin Beck―. Simplemente, regresamos a la hipótesis del asesino loco que busca causar sensación.
    ― ¿Y por qué no dijo nada sobre…?

    Comenzó Kollberg, pero se interrumpió.

    ― Exacto ―dijo Martin Beck―. Eso encuentra ahora su explicación natural. Stenström estuvo repasando casos sin resolver. Como era ambicioso y todavía un poco ingenuo, eligió el más desesperado de todos los que encontró. «Si logro aclarar el caso Teresa», debió de decirse, «habré realizado una hazaña sin parangón». Y no nos dijo nada porque sabía que algunos de nosotros nos reiríamos de él. Cuando le dijo a Hammar que no quería encargarse de casos viejos, en realidad ya había tomado la decisión de ocuparse de éste. Por la época en que Teresa Camarão yacía en el depósito de cadáveres, Stenström tenía doce años, y es de suponer que ni siquiera leía los periódicos. Debió de pensar que sería capaz de examinar el caso con ojos nuevos. Se trasegó toda la documentación.
    ― ¿Y qué descubrió?
    ― Nada. Porque no hay nada que descubrir. No hay ni siquiera un solo cabo suelto.
    ― ¿Cómo puedes saberlo?

    Martin Beck miró seriamente a Kollberg y le explicó:

    ― Lo sé porque yo también hice lo mismo hace once años. No encontré absolutamente nada. Aunque la verdad es que yo no disponía de una Åsa Torell para realizar experimentos sobre psicología sexual. Supe de que se había ocupado Stenström en el instante mismo en que me contaste todas aquellas cosas sobre Åsa. Pero se me olvidó que tú no sabías tanto como yo sobre Teresa Camarão. Por lo demás, debería haberme dado cuenta mucho antes, cuando encontramos las fotos en su escritorio.
    ― O sea, que estaba ensayando una especie de método psicológico…
    ― Sí, era lo único que quedaba por probar: echar mano de alguien que de algún modo se pareciera a Teresa e investigar sus reacciones. No deja de ser razonable hacer algo así, especialmente cuando tienes en casa a la persona adecuada. Una investigación como ésta carece de lagunas. Si no…
    ― ¿Qué?
    ― Iba a decir que si no habría que encomendarse a una médium, cosa que, por cierto, también debió de ocurrírsele a alguna lumbrera. Lo dice el informe.
    ― Pero todo esto nada nos dice sobre lo que hacía en el autobús.
    ― No, ni lo más mínimo.
    ― Bueno, en cualquier caso, quiero mirar un par de cosas.
    ― Sí, claro, hazlo ―dijo Martin Beck.

    Kollberg buscó información sobre Henrique Camarão, que ahora se hacía llamar Hendrik Caam, un hombre gordo de mediana edad que suspiraba y miraba de reojo, con cara de infelicidad, a su rubia esposa de clase alta y a su hijo de trece años con americana de terciopelo y pelo arreglado a lo Beatles, al tiempo que decía:

    ― ¿Pero es que nunca me van a dejar tranquilo? Este verano pasado, sin ir más lejos, estuvo aquí un detective joven y…

    Kollberg también comprobó la coartada del señor director Caam para la tarde del 13 de noviembre. Impecable.

    Buscó también al individuo que le había hecho las fotos a Teresa dieciocho años antes. Y lo que encontró fue un viejo ratero, alcoholizado y sin dientes, que permanecía recluido en el pabellón de Långholmen destinado a internos de larga duración. El viejo contrajo su boca fruncida y dijo:

    ― Teresie, ¡vaya si la recuerdo! Tenía los pezones como el tapón de una botella de aguardiente. Por cierto, hace unos meses ya estuvo por aquí un madero…

    Kollberg leyó pacientemente hasta la última línea del informe. Le llevó exactamente una semana. La noche del martes 18 de diciembre de 1967 acabó la última página. Después miró a su mujer, que llevaba ya varias horas dormida, con la cabeza oscura y desmelenada hundida en la almohada. Yacía boca abajo, con la rodilla derecha levantada y la colcha bajada hasta la cintura. Luego oyó los crujidos del diván del salón. Era Åsa Torell, que se levantaba, salía a la cocina y bebía un vaso de agua. Todavía le resultaba difícil conciliar el sueño.

    «En todo esto no hay ni una sola laguna», pensó Kollberg. «Ni un solo cabo suelto. De todos modos, mañana haré una lista de todas las personas que fueron interrogadas o que tuvieron algún contacto conocido con Teresa Camarão. Luego veremos quiénes viven aún, y a qué se dedican».


    CAPÍTULO XXVI


    Un mes había transcurrido ya desde el día en que sonaron sesenta y siete tiros en el autobús de Norra Stationsgatan, pero el asesino múltiple, con nueve vidas a sus espaldas, andaba todavía suelto.



    La Dirección General de Policía, la prensa y el segmento de la opinión pública que se dedica a escribir cartas a los periódicos no eran los únicos que se mostraban impacientes. Había, además, otra categoría humana especialmente interesada en que la policía cogiera al culpable lo antes posible. Dicho grupo era lo que popularmente se denomina el mundo del hampa.

    La mayoría de quienes, en condiciones normales, se dedicaban a la actividad delictiva, se habían visto en los últimos meses condenados a la inacción. Mientras la policía continuara alerta, lo mejor era portarse bien. En todo Estocolmo no había un solo ratero, drogadicto, camello, ladrón o chulo de putas que no desease de todo corazón la inmediata detención del asesino, para que así la policía pudiera volver a emplearse contra los manifestantes anti―Vietnam y los infractores de las normas de aparcamiento, permitiéndoles a ellos volver al ejercicio de su profesión.

    Por una vez, todo esto generó una ola de solidaridad con la policía, de forma tal que la mayoría no ponía reparo alguno a la hora de colaborar en la búsqueda del criminal.

    De esta manera, los esfuerzos de Rönn para poner orden en las piezas del rompecabezas denominado Nils Erik Göransson se beneficiaron notablemente de la disponibilidad de tales individuos. Hasta Rönn se daba perfecta cuenta de las razones que motivaban la inusitada benevolencia con que se le recibía, mas no por ello dejaba de quedarles muy agradecido.

    Había dedicado las últimas noches a ponerse en contacto con personas que conocían a Göransson. Las había ido encontrando en casas a punto de derribo, tabernas, tugurios de cerveza, salones de billar y pensiones para solteros. Y aunque no todas se mostraron dispuestas a transmitirle sus conocimientos, muchas sí lo hicieron.

    La noche del 13 de diciembre, día de Santa Lucía, conoció en una gabarra amarrada en Söder Mälarstrand a una chica que le prometió que la tarde siguiente le pondría en contacto con Sune Björk, el individuo que durante varias semanas había compartido su casa con Göransson.

    El día siguiente era jueves, y Rönn, que en los últimos días apenas había pegado ojo, dedicó la mitad del día a dormir. Se levantó a la una de la tarde y ayudó a su mujer a hacer la maleta. La había convencido para que se fuese a pasar la Navidad a casa de sus padres en Arjeplog, pues tenía la sospecha de que este año él mismo no iba a disponer de mucho tiempo para celebraciones.

    Tras despedir a su mujer en el andén, volvió en coche a casa y se sentó a la mesa de la cocina con bolígrafo y papel. Puso delante el informe de Nordin y su propia libreta de notas, se caló las gafas y comenzó a escribir:

    Nils Erik «Nisse» Göransson.

    Nacido en Estocolmo y registrado en la congregación de los finlandeses, el 4 de octubre de 1929.

    Padres: Algot Erik Göransson, electricista, y Benita Rantanen.

    Los padres se divorciaron en 1935. La madre se marchó a Helsinki y el padre recibió la custodia del hijo.

    G. vivió en casa de su padre en Sundbyberg hasta 1945.

    Siete años de escuela, luego dos aprendiendo el oficio de pintor.

    En 1947 se fue a vivir a Gotemburgo, donde trabajó como aprendiz de pintor. Casado en Gotemburgo el 1 de diciembre de 1948 con Gudrun Maria Svensson. Divorciados el 13 de mayo de 1949.

    Desde junio de 1949 hasta marzo de 1950 trabajó como marinero en los barcos de la Sveabolaget, cubriendo líneas en el Báltico.

    En el verano de 1950 se vino a vivir a Estocolmo. Hasta noviembre de ese mismo año estuvo empleado en la empresa de pinturas Amandus Gustavsson, de la que fue despedido, al parecer, por consumo de alcohol en horario laboral. Parece que a partir de este momento empezó su caída en picado. Empleado sólo en trabajos ocasionales, como portero nocturno, recadero, peón, mozo de almacén y cosas por el estilo, lograba mantenerse, probablemente, mediante pequeños robos y otros delitos de poca monta. Sin embargo, no ha sido nunca detenido como sospechoso de ningún delito, pero en alguna ocasión sí que se le ha echado el alto por estar bajo los efectos del alcohol. En ocasiones ha empleado el apellido de soltera de su madre, Rantanen. Su padre murió en 1958, y entre esta fecha y 1964 habitó el piso de éste, en Sundbyberg. Fue desalojado en 1964, después de tres meses sin pagar el alquiler.

    Al parecer, empezó a consumir droga en algún momento de 1964. Desde este año y hasta el momento de su muerte careció de residencia fija. En enero de 1965 se fue a vivir con Gurli Löfgren, Skeppar Karls grand, 3. La convivencia duró hasta la primavera de 1966. Ni Löfgren ni él tenían en aquel momento trabajo fijo. Löfgren figura en el registro de la brigada antivicio, pero dada su edad y aspecto físico, no parece que la prostitución haya podido reportarle grandes ingresos en aquel tiempo. También ella era adicta a las drogas.

    Gurli Löfgren murió de cáncer el día de Navidad de 1966, a los cuarenta y siete años. A comienzos de marzo de 1967 Göransson conoció a Magdalena Rosén (alias la Rubia Malin), con la que residió en el inmueble situado en Arbetargatan, desde el 3 hasta el 29 de agosto de 1967. Desde comienzos de septiembre hasta mediados de octubre de este año residió ocasionalmente en casa de Sune Björk.

    Tras contraer una enfermedad sexual (gonorrea) recibió tratamiento en dos ocasiones (octubre―noviembre) en el hospital de Sankt Göran.

    La madre volvió a casarse y reside en Helsinki desde 1947. Fue informada por carta de la muerte de su hijo.

    Rosén declara que Göransson tenía siempre dinero, y que no sabe de dónde salía. Dice también que ella no tiene constancia de que vendiera droga ni de que ejerciera ningún otro tipo de actividad.

    Rönn releyó lo que había escrito. Su letra era tan diminuta que todo el informe cabía holgadamente en un pliego de tamaño A4. Puso la hoja en su cartera, metió la libreta en el bolsillo y se fue a ver a Sune Björk.

    La chica de la gabarra le estaba esperando junto al quiosco de prensa de la plaza Maria.

    ― Yo no te acompaño ―dijo―. Pero ya he hablado con Sune, y está enterado de que vas. Espero no haber metido la pata. No soy una chivata.

    Le dio una dirección situada en Tavastgatan y desapareció en dirección a Slussen.

    Sune Björk era más joven de lo que Rönn esperaba. Seguramente no tendría más de veinticinco años. Lucía una barba rubia y parecía relativamente agradable. Nada en su apariencia hacía pensar que fuera drogadicto, y Rönn se preguntó qué podía tener en común con Göransson, bastante más viejo y deteriorado.

    El apartamento tenía una única habitación, más la cocina, y estaba pobremente amueblado. Las ventanas daban a un patio trasero lleno de trastos. Rönn tomó asiento en la única silla de la habitación y Björk se sentó en la cama.

    ― He oído que quería saber cosas sobre Nisse ―dijo Björk ―. Debo reconocer que yo mismo no sé mucho sobre él, pero pense que a lo mejor podría usted llevarse sus cosas.

    Se agachó, sacó una bolsa de papel colocada a los pies de la cama y se la entregó a Rönn.

    ― Esto se lo dejó aquí cuando se largó. Se llevó consigo un montón de cosas. Aquí se dejó sobre todo ropa. Un montón de mierda.

    Rönn cogió la bolsa y la dejó junto a la silla.

    ― ¿Podría contarme cuánto tiempo hace que conoce a Göransson, cómo y cuándo lo conoció y cómo es que le permitió instalarse en su casa?

    Björk se reacomodó sobre la cama, con las piernas cruzadas.

    ― Claro que sí. ¿Me da un cigarrillo?

    Rönn sacó un paquete de Prince, extrajo un cigarrillo y se lo ofreció a Björk, que rompió el filtro y lo encendió.

    ― Un día estaba sentado en Zum Franziskaner tomándome una birra. Nisse estaba en la mesa de al lado. No lo conocía de antes, pero empezamos a charlar y me invitó a vino. Me pareció un tío legal, así que cuando cerraron y me dijo que no tenía nadie con quien irse me lo traje aquí. Esa noche acabamos bastante borrachos y al día siguiente me pagó el papeo y unos tragos en Södergård. Esto fue el tres o el cuatro de septiembre, no recuerdo bien.
    ― ¿Y no se dio usted cuenta de que era drogadicto? ―preguntó Rönn.
    ― En ese momento, no. Pero pasados un par de días se metió un chute por la mañana, cuando nos levantamos, y entonces caí. Por cierto, me ofreció pero yo paso de esa mierda.

    Björk llevaba arremangadas las mangas de la camisa por encima del codo. Rönn echó una mirada de experto a sus brazos y constató que probablemente decía la verdad.

    ― La verdad es que usted no anda muy sobrado de sitio. ¿Por qué le dejó vivir aquí durante tanto tiempo? ¿Le pagaba algo?
    ― Me pareció un tío majo. No me daba pasta por el catre, pero andaba bien de pasta y compraba todo lo que hacía falta, papeo, bebidas y demás.
    ― ¿De dónde sacaba el dinero?

    Björk se encogió de hombros.

    ― No tengo ni idea. Eso no era asunto mío. Lo que sí sé es que estaba sin curro.

    Rönn observó las manos de Björk, que estaban negras de suciedad retestinada.

    ― ¿Y usted en qué trabaja?
    ― Coches ―dijo Björk―. He quedado con una piba dentro de un rato, así que si no le importa darse prisa… ¿Quiere saber algo más?
    ― ¿De qué hablaba? ¿Le contaba cosas de su vida?

    Björk se pasó rápidamente el dedo índice por debajo la nariz unas cuantas veces y dijo:

    ― Decía que había trabajado en el mar, aunque de eso debía de hacer mucho tiempo. Y también hablaba de tías. De una con la que se había enrollado y que acababa de palman Decía que había sido como una madre para él, sólo que mejor. ―Pausa―. Es que a tu madre no te la puedes follar ―dijo Björk muy serio―. Pero de todos modos no le hacía mucha gracia hablar de sí mismo.
    ― ¿Cuándo se fue de aquí?
    ― El 8 de octubre. Me acuerdo porque era domingo. Además, era su santo. Se llevó sus cosas, todo menos eso. No tenía mucho. Lo que cabe en una maleta normal. Dijo que se había buscado otro sitio, pero que vendría a verme pasados unos días.

    Hizo una pausa y apagó el cigarrillo en una taza de café puesta en el suelo.

    ― Luego ya no lo volví a ver. Y ahora resulta que está muerto, según me ha dicho Sivan. ¿De verdad que era uno de los del autobús?

    Rönn asintió.

    ― ¿Sabe usted a dónde se fue?
    ― Ni idea. No volvió a dar señales de vida y yo no tenía ni idea de dónde estaba. Cuando vivía aquí, conoció a algunos de mis colegas, pero él nunca me presentó a los suyos. Así que prácticamente no sé nada de él.

    Björk se levantó, se acercó a un espejo que colgaba de la pared y empezó a peinarse.

    ― ¿Sabe quién lo hizo? Lo del autobús, quiero decir…
    ― No ―dijo Rönn―. Todavía no.

    Björk se quitó el jersey.

    ― Tengo que cambiarme. La piba espera.

    Rönn se levantó, cogió la bolsa y se dirigió hacia la puerta.

    ― Entonces no tiene ni idea de dónde estuvo viviendo después del 8 de octubre ―dijo.
    ― No, ya se lo he dicho.

    Sacó de un cajón del armario una camisa recién planchada y arrancó la cinta de papel de la empresa de lavandería.

    ― Sólo sé una cosa.
    ― ¿Qué?
    ― Que las semanas antes de irse estaba tremendamente nervioso. Como si estuviera acosado.
    ― ¿Pero no sabe la razón?
    ― No, ni idea.

    Nada más llegar a su piso vacío, Rönn entró en la cocina y volcó en el suelo el contenido de la bolsa de papel. Luego fue recogiendo los objetos cuidadosamente, examinándolos y devolviéndolos a la bolsa, de uno en uno.

    Una gorra jaspeada y bastante vieja, un par de calzoncillos que en sus buenos tiempos debieron de ser blancos, una corbata arrugada a rayas rojas y verdes, un cinturón sintético con hebilla dorada de aluminio, una pipa con la boquilla comida a fuerza de mordiscos, un guante de cuero forrado de lana, un par de calcetines cortos amarillos de crepenylon, dos pañuelos sucios y una camisa de popelín arrugada, color azul celeste. Rönn cogió la camisa, y a punto estaba ya de colocarla sobre las demás cosas, dentro de la bolsa, cuando descubrió un papel que sobresalía del bolsillo del pecho. Dejó la camisa a un lado y desplegó el papel, lira una cuenta del restaurante Pilen, por un importe de setenta y ocho coronas con veinticinco céntimos. Estaba fechada el siete de octubre e incluía una serie de ítems, impresos a máquina: uno de comida, seis de alcohol y tres de agua.

    Rönn dio la vuelta a la nota. En la otra cara, al margen, alguien había escrito a bolígrafo lo siguiente:

    8 / 10 bf 3000
    Morf. 500
    Deuda ga 100
    Deuda mb 50
    Dr.P. 650
    ____________________
    1300
    Resto 1700

    Rönn creyó reconocer la letra de Göransson, de la que había visto algunas muestras en casa de la Rubia Malin. Interpretó este escrito de la manera siguiente: El 8 de octubre, esto es, el día en que se fue de casa de Sune Björk, debió de recibir tres mil coronas en concepto de algo, quizá de una persona cuyas iniciales eran B. F. De este dinero, apartó quinientas coronas para comprar morfina, pagó deudas contraídas por valor de ciento cincuenta coronas y entregó a un cierto doctor P. otras seiscientas cincuenta, a cambio de drogas o por alguna otra razón. Le quedaron entonces mil setecientas coronas. Cuando al cabo de mes y pico lo encontraron muerto en el autobús, llevaba en el bolsillo mil ochocientas coronas. Esto significaba que después del 8 de octubre tenía que haber recibido más dinero. Rönn se preguntó si también este dinero procedería de la misma fuente, bf o B. F. Naturalmente, no tenía por qué tratarse de una persona, podía ser la abreviatura de alguna otra cosa.

    ¿Banco? ¿Fondos, quizá? Göransson no parecía el tipo de persona que tiene un fondo bancario. Lo más probable era que, pese a todo, bf designase a una persona. Rönn miró en su libreta, pero ninguna de las personas con las que había hablado o de las que había oído hablar en relación con Gransson tenía las iniciales B.F.

    Rönn cogió la bolsa y la nota y salió al recibidor. Puso la nota en su cartera y colocó bolsa y cartera en la mesa del recibidor. Luego se fue a la cama.

    Se preguntaba de dónde habría sacado Göransson el dinero.


    CAPÍTULO XXVII


    La mañana del jueves 21 de diciembre, ser policía era cualquier cosa menos agradable. La tarde anterior, en mitad de la ciudad y en plena histeria navideña, un ejército de agentes del orden, uniformados y de paisano, se había enzarzado en una caótica y espectacular trifulca con los numerosos obreros e intelectuales que salían de un acto de apoyo al FLN en la Casa del Pueblo. Las opiniones sobre lo sucedido estaban divididas y así habrían de permanecer, pero lo cierto es que aquella melancólica y fría mañana la risa escaseaba entre los miembros del cuerpo.



    El único que sacó provecho del incidente fue Månsson. Había cometido la imprudencia de reconocer que no tenía nada entre manos, razón por la cual fue inmediatamente enviado a restablecer el orden. En un primer momento, se había retirado a las zonas oscuras que rodean la iglesia de Adolf Fredrik, junto a Sveavägen, con la esperanza de que los disturbios, caso de producirse, no se extenderían en esa dirección. Pero la policía presionó a los congregados desde todas las direcciones, de forma asistemática y sin mucha reflexión previa, y los manifestantes, que obviamente por algún sitio tenían que tirar, comenzaron a extenderse también por la zona donde se hallaba Månsson. Éste se retiró a escape en dirección norte a lo largo de Sveavägen y finalmente llegó a un restaurante, donde entró para calentarse y espiar un poco. Al salir, cogió un mondadientes del especiero colocado en una de las mesas. Venía envuelto en un papel y sabía a menta.

    Así que, muy posiblemente, él era el único en todo el cuerpo de policía que estaba feliz aquella horrible mañana. Llamó al responsable del almacén del restaurante, quien le dio la dirección del proveedor.

    Einar Rönn, en cambio, no estaba contento. Detenido en Ringvägen, en mitad del ventarrón, contemplaba un hoyo en el suelo, un panel para cubrirlo y varios postes de acordonamiento, de los utilizados por la concejalía de obras públicas, colocados alrededor. El hoyo, al parecer, estaba deshabitado. No así la vagoneta de trabajo, situada a unos cincuenta metros. Rönn conocía a los cuatro individuos que estaban sentados dentro, bebiendo de sus termos, y se limitó a decir.

    ― Hola, pues.
    ― Hola y pasa y cierra la puerta. Pero si fuiste tú el que le pegó a mi chaval con la porra en la cabeza ayer por la tarde en Barnhusgatan, no quiero hablar contigo.
    ― No ―dijo Rönn―. No fui yo. Yo estaba en casa viendo la tele. La parienta se ha ido a Norrland.
    ― Siéntate, anda. ¿Quieres un cafelito?
    ― Bueno, vale.

    Y al cabo de un rato:

    ― ¿Querías algo?
    ― Pues sí. El Schwerin ese, había nacido en América. ¿Se le notaba al hablar?
    ― ¡Vaya que si se le notaba! Chapurreaba que parecía la Anita Ekberg. Y cuando estaba mamado… sólo hablaba inglés.
    ― ¿…cuando estaba mamado?
    ― Sí. Y cuando se cabreaba. O cuando se le iba el santo al cielo.

    Rönn regresó a Kungsholmen en la línea 54. Viajó en un autobús rojo de dos pisos del tipo Leylan Atlantean, con el cuerpo superior pintado de color crema y el techo lacado en gris. Aunque Ek decía que en los autobuses de dos pisos sólo aceptaban pasajeros sentados, lo cierto es que éste iba hasta la bandera de personas de pie, cargadas con bolsas y paquetes.

    Hizo todo el trayecto caviloso. Luego se sentó un rato en su escritorio. Se levantó, pasó al despacho de al lado y dijo:

    ― Hola chicos, ¿cómo se dice «no lo reconocí» en inglés?
    ― Didn't recognize him ―dijo Kollberg, sin levantar la vista de sus papeles.
    ― Lo sabía ―dijo Rönn y se fue.
    ― Otro que se ha vuelto loco ―exclamó Gunvald Larsson.
    ― Espera un poco ―dijo Martin Beck―. Creo que ha descubierto algo.

    Se levantó y se fue al despacho de Rönn. Pero en la habitación no había nadie. Abrigo y sombrero habían desaparecido.

    Media hora más tarde, Rönn volvió a abrir la puerta de la vagoneta estacionada en Ringvägen. Los antiguos compañeros de trabajo de Schwerin seguían en el mismo sitio. Daba la impresión de que el hoyo no había sido todavía tocado por la mano del hombre.

    ― ¡Joder, qué susto me has dado! ―dijo uno de ellos―. Pensé que era Olsson.
    ― ¿Olsson?
    ― Sí. O Álson, como solía decir Alf.

    Rönn no presentó sus resultados hasta la mañana siguiente, dos días antes de Nochebuena. Martin Beck detuvo el magnetófono y dijo:

    ― O sea, quieres decir que fue así: Tú preguntas: ¿Quién disparó? Y él responde en inglés: Didn't recognize him.
    ― Pues sí.
    ― Y luego dices: ¿Qué apariencia tenía? Y Schwerin contesta «Como Olsson».
    ― Pues sí. Y luego se murió.
    ― Muy bien, Einar ―dijo Martin Beck.
    ― ¿Pero quién diablos es Olsson? ―preguntó Gunvald Lars―son.
    ― Una especie de inspector. Va de acá para allá, controlando si los hombres trabajan.
    ― ¿Y qué aspecto tiene, joder?
    ― Está en mi despacho ―replicó modestamente Rönn.

    Martin Beck y Gunvald Larsson entraron en el despacho de al lado y se quedaron mirando a Olsson. Gunvald Larsson sólo necesitó diez segundos. Luego dijo.

    ― Muy bien.

    Y salió. Olsson se le quedó mirando, atónito.

    Martin Beck permaneció otro medio minuto más y dijo:

    ― Supongo que has anotado todos los datos, Einar.
    ― Pues sí ―dijo Rönn.
    ― Bueno, muchas gracias, señor Olsson.

    Martin Beck se fue, dejando a Olsson completamente estupefacto.

    Cuando Martin Beck regresó del almuerzo, durante el cual sólo consiguió meterse en el cuerpo un vaso de leche, dos lonchas de queso y una taza de café, se encontró con un papel que Rönn había dejado encima de su mesa. Llevaba un encabezamiento lapidario: Olsson.

    Olsson tiene cuarenta y seis años y trabaja como inspector en el servicio de obras públicas.

    Mide un metro ochenta y tres y pesa, sin ropa, setenta y siete kilos.

    Tiene cabello ondulado de color rubio ceniza y ojos grises. De constitución física larguirucha.

    Su rostro es fino y alargado, con rasgos marcados: nariz prominente, un poco arqueada; boca grande, labios finos y dientes sanos. Calza un cuarenta y tres.

    Tez bastante oscura, pero según afirma esto se debe a que su oficio le obliga a pasar mucho tiempo en la calle.

    La vestimenta, pulcra: traje gris, camisa blanca con corbata; zapatos negros. Cuando tiene que salir por razones de trabajo, lleva un abrigo impermeable que le llega a la rodilla, suelto y amplio, de color gris. Tiene dos abrigos iguales, y en invierno suele utilizar alternativamente uno u otro. En la cabeza lleva un sombrero negro de cuero, de ala pequeña. Zapatos negros, gruesos, con suelas de goma de surco profundo. Pero cuando llueve o nieva suele llevar botas de goma negras con bandas reflectantes.

    Olsson tiene coartada para la noche del 13 de noviembre. A la hora de marras, entre las 22:00 y las 24:00 horas, se hallaba en un local perteneciente al club de bridge del que es miembro, participando en un concurso. Su presencia allí queda atestiguada por las actas del concurso y por el testimonio de los otros tres participantes.

    Acerca de Alfons (Alf) Schwerin, Olsson afirma que era un hombre de conversación fácil, pero vago y dado a las bebidas fuertes.

    ¿Crees que Rönn lo dejó en pelotas para pesarlo? ―preguntó Gunvald Larsson.

    Martin Beck no respondió.

    ― Llega a conclusiones lógicas muy finas ―prosiguió Gunvald Larsson―. El sombrero en la cabeza y los zapatos en los pies. La nariz sobresale y sólo llevaba un abrigo cada vez. ¿Y qué es lo que estaba arqueado, la nariz o la boca? ¿Qué piensas hacer con esto?
    ― No lo sé. Supongo que se trata de una especie de descripción.
    ― Sí, de Olsson.
    ― ¿Y cómo vas con Assarsson?
    ― Hace un rato he estado hablando con Jacobsson ―dijo Gunvald Larsson―. Menudo pájaro.
    ― ¿Jacobsson?
    ― Sí, ése también ―contestó Gunvald Larsson―. O sea, que ellos no consiguen hacer su jodidas confiscaciones de droga, se las hacemos nosotros, y encima se cabrea.
    ― Nosotros no, tú.
    ― Pues mira, hasta Jacobsson reconoce que Assarsson es el mayor narcotraficante que hasta ahora ha caído en sus redes. Tienen que haber ganado un montón de dinero, esos dos hermanos.
    ― ¿Y el otro tipo? ¿El extranjero?
    ― Hacía de intermediario. Un griego. El muy cabrón tenía pasaporte diplomático. Y también era drogadicto. Assarsson cree que fue él quien dio el chivatazo. Dice que el que confía en un yonqui se juega la vida. Está muy enfadado. Seguramente por no haber sabido deshacerse del intermediario de manera apropiada y en el momento oportuno.

    Hizo una breve pausa.

    ― Pues, Göransson, el del autobús, era también drogadicto. Tal vez…

    No llegó a terminar la frase pero aun así dio a Martin Beck algo en qué pensar.

    Kollberg se dedicaba a sus listas, pero no quería enseñárselas a nadie. Cada vez comprendía mejor los sentimientos que Stenström había experimentado mientras se ocupaba del viejo caso. Efectivamente, como decía Martin Beck, la investigación del caso Teresa era impecable. Algún pedante incorregible había llegado incluso a decir que «el caso estaba resuelto desde el punto de vista técnico y que la pesquisa podía valer como ejemplo pedagógico de lo que debe ser una investigación policial perfecta». Había que concluir, por tanto, que el caso era, efectivamente, un ejemplo del tan discutido concepto de «crimen perfecto».

    Registrar los nombres de todos los individuos que hubieran tenido relación con Teresa Camarão no era, desde luego, trabajo fácil. Causaba asombro descubrir cuánta gente había muerto, emigrado o cambiado de nombre durante dieciséis anos. Otros habían contraído enfermedades mentales incurables, e ingresado en algún tipo de institución. Unos cuantos estaban internados en cárceles o en instituciones para alcohólicos. No eran tampoco escasos los que habían desaparecido sin dejar rastro, en el mar o de algún otro modo. Varios de ellos se habían ido a vivir hacía ya tiempo a regiones remotas del país, en busca de una nueva vida para ellos y los suyos y podían ser, en la mayor parte de los casos, despachados mediante rápidos controles rutinarios. Aparte de todos éstos, la lista de Kollberg contenía veintinueve nombres. Se trataba de individuos que campaban libremente y seguían residiendo en Estocolmo o en sus alrededores. Hasta el momento, sólo había recogido datos sumarísimos de dichas personas: edad actual, oficio, dirección postal y estado civil. La lista, numerada de uno a veintinueve y puesta en orden alfabético, era la siguiente:


    1. Sven Ahlgren, cuarenta y uno, dependiente, Estocolmo NE, casado.
    2. Karl Andersson, sesenta y tres, ¿?, Estocolmo SO (clínica de Högalid), soltero.
    3. Ingvar Bengtsson, cuarenta y tres, periodista, Estocolmo Oa, divorciado.
    4. Rune Bengtsson, cincuenta y seis, director, Stocksund, casado.
    5. Jan Carlsson, cuarenta y seis, chatarrero, Upplands Väsby, soltero.
    6. Rune Carlsson, treinta y dos, ingeniero, Nacka 5, casado.
    7. Stig Ekberg, ochenta y tres, peón jubilado, Estocolmo SO (Residencia de ancianos de Roselund), viudo.
    8. Ove Eriksson, cuarenta y siete, mecánico, Bandhagen, casado.
    9. Valter Eriksson, sesenta y nueve, trabajador portuario jubilado, Estocolmo SO (clínica de Högalid), viudo.
    10. Stig Ferm, treinta y uno, pintor, Sollentuna, casado.
    11. Bjórn Forsberg, cuarenta y ocho, empresario, Stocksund, casado.
    12. Bengt Eredriksson, cincuenta y seis, artista, Estocolmo C, divorciado.
    13. Bo Frostensson, sesenta y seis, actor, Estocolmo E, divorciado.
    14. Johan Gran, cincuenta y dos, camarero jubilado, Solna, soltero.
    15. Jan―Åke Karlsson, treinta y ocho, oficinista, Enköping, casado.
    16. Kenneth Karlsson, treinta y tres, chófer, Skälby, soltero.
    17. Lennart Lindgren, ochenta y uno, director de sucursal bancaria jubilado, Lindigö 1, casado.
    18. Sven Lundström, treinta y siete, mozo de almacén, Estocolmo K, divorciado.
    19. Tage Nilsson, sesenta y uno, procurador, Estocolmo SE, soltero.
    20. Carl―Gustaf Nilsson, cincuenta y uno, mecánico jubilado, Johanneshov, divorciado.
    21. Heinz Ollendorf, cuarenta y seis, artista, Estocolmo K, soltero.
    22. Kurt Olsson, cincuenta y nueve, director de oficina, Saltsjöbaden, casado.
    23. Bernhard Peters, treinta y nueve, dibujante, Bromma, casado (de raza negra).
    24. Vilhelm Rosberg, setenta y uno, ¿?, Estocolmo SO, viudo.
    25. Bernt Turesson, cuarenta y dos, mecánico, Gustavberg, divorciado.
    26. Ragnar Viklund, sesenta, comandante, Vaxholm, casado.
    27. Bengt Wahlberg, treinta y ocho, comprador al por mayor, Estocolmo K, soltero.
    28. Hans Wennström, setenta y seis, dependiente de pescadería jubilado, Solna, soltero.
    29. Lennart Öberg, treinta y cinco, ingeniero, Enskede, casado.

    Kollberg suspiró y miró la lista. Teresa Camarão no había descuidado ningún segmento social. Además, su ámbito de actuación abarcaba varias generaciones. Cuando ella murió, el más joven de estos individuos tenía quince años, y el más viejo sesenta y siete. Sólo en la enumeración presente había desde directores de banco residentes en Stocksund a viejos rateros alcoholizados internados en la clínica de Högalid.

    ― ¿Qué piensas hacer con eso? ―preguntó Martin Beck.
    ― No sé ―respondió Kollberg, desalentado, pero sin faltar a la verdad.

    Luego entró en el despacho de Melander y puso el papel sobre su mesa.

    ― Oye, tú que te acuerdas de todo. Si tienes tiempo, mira a ver si recuerdas algo de interés sobre estos individuos.

    Melander echó una mirada inexpresiva a la lista y asintió.

    El día 23, víspera de Nochebuena, Månsson y Nordin cogieron un vuelo a casa, sin que nadie los echara en falta. Estaba previsto que regresaran en los días comprendidos entre Navidad y Año Nuevo.

    Arreciaba el frío y hacía un tiempo espantoso. La sociedad de consumo funcionaba a pleno rendimiento. En un día como ése resultaba posible vender prácticamente cualquier cosa. Y al precio que fuera. A menudo, con cargo a tarjetas de crédito y cheques sin fondos.

    Esa tarde, mientras regresaba a casa, Martin Beck pensó que ahora Suecia tenía su primer asesinato en masa propiamente dicho. Y el primer asesinato de un policía sin esclarecer.

    La investigación policial parecía haberse frenado en seco. Y desde el punto de vista técnico, a diferencia del caso Teresa, esta investigación era un montón de basura.


    CAPÍTULO XXVIII


    Llegó Nochebuena.



    Martin Beck recibió un regalo de Navidad que, pese a todas las especulaciones en sentido contrario, no le hizo reír.

    Lennart Kollberg recibió un regalo que hizo llorar a su mujer.

    Los dos se habían propuesto no dedicar ni un solo pensamiento a Åke Stenström y a Teresa Camarão, pero ambos fracasaron en su empeño.

    Martin Beck se despertó temprano, pero permaneció en la cama, leyendo el libro sobre el Graf Spree hasta que el resto de su familia diese signos de vida. Entonces se levantó, colgó el traje de todos los días y se puso unos pantalones caqui y un jersey de lana. Su mujer, que consideraba que en Nochebuena había que estar bien vestido, frunció las cejas al examinar su ropa, pero por una vez no dijo nada.

    Mientras ella hacía su ya tradicional visita a la tumba de sus padres en Skogskyrkogården, Martin Beck se puso a engalanar el árbol en compañía de Rolf e Ingrid. Los chicos estaban excitados y alborotados, y él se esforzó todo lo que pudo para no amargar la fiesta. Finalmente, la mujer regresó de su visita ritual a los difuntos y él participó esforzadamente en una costumbre con la que le costaba un gran esfuerzo reconciliarse: mojar pan en la olla en que se hervía el jamón.

    Pasado un rato, el dolor en el diafragma comenzó a dejarse sentir. Martin Beck estaba ya tan acostumbrado a estos accesos de dolor sordo que prácticamente no les prestaba atención, aunque tenía la sensación de que en los últimos tiempos se sucedían con mayor frecuencia e intensidad. De un tiempo a esta parto, cuando el dolor sobrevenía ya no le decía nada a Inga. Antes si, pero ella había estado a punto de matarle con sus tisanas de hierbas y sus inagotables cuidados. Para ella, la enfermedad constituía un acontecimiento tan importante como la vida misma.

    La cena de Nochebuena fue colosal, sobre todo teniendo en cuenta que estaba destinada a cuatro personas, de las cuales una sólo raramente conseguía meterse en el cuerpo una ración normal de comida guisada, otra estaba a régimen, y otra había trabajado demasiado en la cocina como para tener ganas de comer lo que ella misma había preparado. Sólo quedaba Rolf, que, él sí, comió como una lima. El chaval tenía doce años y a Martin Beck no dejaba de asombrarle que, con ese cuerpo tan flaco, pudiese meterse diariamente entre pecho y espalda una cantidad de comida aproximadamente equivalente a la que el propio Martin Beck, haciendo un esfuerzo, lograba ingerir en toda una semana.

    Todos ayudaron a fregar, circunstancia ésta que sólo acontecía en Nochebuena.

    Luego Martin Beck encendió las luces del árbol de Navidad acordándose de los hermanos Assarsson, que importaban árboles navideños de plástico como tapadera para su negocio de narcotráfico. Llegó la hora del glögg y las pastas y fue Ingrid quien dijo:

    ― Bueno, me parece que ya es hora de hacer entrar al caballo.

    Como de costumbre, todos habían prometido no regalar mas que una sola cosa a cada uno y, como de costumbre, todos habían comprado muchas más.

    Martin Beck no le había comprado un caballo a Ingrid, pero como sustituto ésta recibió pantalones de montar y un vale que financiaba sus lecciones de equitación durante el próximo semestre.

    A él le regalaron, entre otras cosas, un modelo a escala del clipper Cutty Sark, y una bufanda de dos metros tejida por Ingrid.

    Su hija le hizo también entrega de un paquete plano. Mientras lo desenvolvía, ella le miraba expectante. Resultó que el paquete contenía un disco EP de cuarenta y cinco revoluciones. En la funda plastificada del disco había una foto que representaba a un hombre gordo, ataviado con el uniforme y el casco de los populares bobbies londinenses. Lucía un bigote largo y poblado y aparecía con las manos enguantadas dobladas sobre la barriga. Estaba colocado junto a un micrófono de los antiguos y, a juzgar por la expresión de su rostro, reía a carcajadas. Según el texto impreso, se llamaba Charles Penrose, y el título del disco era The Adventures of the Laughing Policeman.

    Ingrid fue a buscar el tocadiscos, que colocó en el suelo, junto a la silla de Martin Beck.

    ― Ahora lo vas a ver ―dijo―. Es una locura.

    Sacó el disco de la funda y observó la etiqueta.

    ― La primera canción se titula «El policía que ríe». ¿Pega, a que sí?

    Martin Beck no era un gran melómano, pero advirtió inmediatamente que la grabación debía de haber sido realizada en los años veinte o treinta, quizá incluso antes. Recordó haber oído la canción en su infancia y de repente le vinieron a la cabeza un par de estrofas en la versión sueca:

    Si un día por la calle,
    A un poli ves reír,
    Dale un par de monedas,
    Le harás aún más feliz.

    Creyó incluso recordar que esta canción, entonces, la cantaba uno de Escania. Entre verso y verso había grandes salvas de risotadas, que por lo visto debían de ser contagiosas, pues Inga, Rolf e Ingrid se estaban partiendo de risa.

    Martin Beck no fue capaz de hacer un gesto. Ni siquiera pudo sonreír. A fin de no defraudar a los suyos, se levantó y, dándoles la espalda, hizo como que retocaba las luces del árbol.

    Cuando el plato del tocadiscos dejó de girar, regresó a su silla. Ingrid se secaba las lágrimas de los ojos y lo miraba.

    ― Pero, papá, ¡no te has reído! ―dijo en tono de reproche.
    ― Claro que sí, me ha parecido muy divertido ―respondió de forma poco convincente.
    ― Bueno, ahora escucha ésta ―dijo Ingrid, dando la vuelta al disco―. «Jolly Coppers on Parade».
    ― Desfile de maderos contentos ―tradujo Rolf.

    Resultaba evidente que Ingrid se había puesto el disco muchas veces, y entraba en la canción en el momento exacto, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que formar dueto con el policía reidor.

    There' s a tramp, tramp, tramp
    At the end of the street
    It's the jolly coppers walking on parade
    And their uniforms are blue
    And the brass is shining too
    A finer lot of men were never made…

    El abeto hacía sentir su olor, las luces ardían, los niños cantaban e Inga se acurrucaba en su bata nueva y mordisqueaba la cabeza de un cerdito de mazapán. Martin Beck estaba sentado con el cuerpo inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas y la mandíbula cogida entre las manos, contemplando al policía sonriente de la carátula del disco.

    Pensaba en Stenström.

    Y sonó el teléfono.

    En su fuero interno, Kollberg no estaba contento ni conseguía olvidar sus obligaciones. Pero como no resultaba fácil precisar en qué sentido estaba faltando a éstas, tampoco vio motivo alguno para enturbiar las celebraciones navideñas con cavilaciones innecesarias.

    Así es que preparó cuidadosamente el glögg, lo probó unas cuantas veces antes de darse por satisfecho, se sentó a la mesa y se puso a contemplar la escena de ilusorio idilio que le rodeaba. Bodil estaba tumbada boca abajo junto al árbol de Navidad, chillando de contenta. Sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, Åsa Torell jugaba con el bebé, dándole pellizcos. Y Gun daba vueltas por el piso con dulce y perezosa indolencia, descalza y enfundada en un desconcertante híbrido de chándal y pijama.

    Se sirvió una porción de bacalao macerado. Lo paladeó con deleite y se puso a pensar en la bien merecida comilona que, en breves momentos, iba a despacharse. Metió la servilleta dentro de la camisa y la desplegó sobre el pecho. Luego se sirvió un buen trago de aguardiente. Alzó la copita, contempló el líquido cristalino, y justo en ese momento sonó el teléfono.

    Vaciló un momento, apuró la copita de un trago, entró en el dormitorio y respondió:

    ― Buenas. Mi nombre es Fröjd.
    ― Mucho gusto.

    Replicó Kollberg, con la seguridad que le daba saber que no estaba en la lista de guardia, y que ni siquiera un nuevo asesinato en masa podría obligarle a salir a la nieve. Contaban para ello con personas capaces, como Gunvald Larsson, que de hecho sí que estaba en la lista, o Martin Beck, que no tenía más remedio que asumir las responsabilidades inherentes a su condición de alto mando.

    ― Trabajo en el Instituto de Psiquiatría Forense de Långholmen ―dijo el individuo―. Y tenemos un paciente que insiste en hablar con usted inmediatamente. Se llama Birgersson. Dice que lo ha prometido y que es importante y que…

    Kollberg frunció las cejas.

    ― ¿Puede ponerse al teléfono?
    ― No es posible. Va contra el reglamento. Está bajo…

    El rostro de Kollberg se contrajo en un gesto de pesar. Evidentemente, quienes trabajaban en Nochebuena no eran precisamente los del primer equipo.

    ― Vale, ahora voy ―dijo―. Y colgó.

    Gun, que había oído la última respuesta, se le quedó mirando de hito en hito.

    ― Tengo que ir a Långholmen ―dijo fatigado―. ¿Cómo cojones se las arregla uno para coger un taxi en Nochebuena?
    ― Yo puedo acercarte ―dijo Åsa―. No he bebido nada.

    Durante el camino no intercambiaron palabra. El policía de prisiones que estaba de guardia miró con desconfianza a Åsa Torell.

    ― Es mi secretaria ―dijo Kollberg.
    ― ¿Su qué…? Un momento, permítame ver de nuevo su tarjeta de identificación.

    Birgersson no había cambiado. Quizá incluso parecía más apacible y considerado que dos semanas antes.

    ― ¿Qué quería usted decirme? ―le preguntó Kollberg con brusquedad.

    Birgersson sonrió.

    ― Parece una tontería. Pero esta misma tarde me vino a la cabeza una cosa que usted dijo. Usted me preguntó por lo de mi coche, mi Morris. Y…
    ― ¿Sí? ¿Y?
    ― Bueno, una vez que el subinspector Stenström y yo hicimos una pausa para comer, yo le conté una historia. Recuerdo que comimos codillo con puré de nabos. Es mi plato favorito, y ahora cuando nos han traído la comida navideña…

    Kollberg contempló al individuo con enorme desaprobación:

    ― Una historia ―dijo en tono inquisitivo.
    ― Más bien, quizá, un relato sobre mí mismo. De la época en que vivíamos en Roslagsgatan, mi…

    Se interrumpió y dirigió una mirada vacilante a Åsa Torell. El guardia de prisiones bostezaba junto a la puerta.

    ― Sí, ya ―dijo Kollberg―. Por favor, cuente.
    ― Mi mujer y yo, quiero decir. Sólo teníamos una habitación, y cuando estaba en casa me sentía enormemente nervioso e intranquilo, como si estuviera encerrado. También me costaba mucho conciliar el sueño.
    ― De acuerdo ―dijo Kollberg.

    Se notaba acalorado y un tanto confuso. Tenía mucha sed y, sobre todo, hambre. Además, el lugar le producía depresión y sentía un intenso deseo de volver a casa. Birgersson continuó hablando, de una forma tranquila pero circunstanciada.

    ― … así que por las tardes salía, sólo por largarme un rato de casa. De esto hace unos veinte años. Recorría las calles horas y horas, a veces durante toda la noche, pero nunca hablaba con nadie, simplemente daba vueltas por ahí, para estar tranquilo. Pasado un rato, una hora o así, empezaba a aplacarme. Pero en algo tenía que ocupar mis pensamientos, si no quería que lo otro empezara a torturarme; quiero decir, la casa, mi mujer y demás. Así que me inventaba cosas. Para distraerme de mí mismo, de mis propios pensamientos y cavilaciones.

    Kollberg miró el reloj.

    ― Vale, de acuerdo. ¿Y qué hacía? ¿Coches?
    ― Sí. Recorría las calles y aparcamientos, mirando los coches. La verdad es que los coches no me interesaban, pero de esta manera llegué a conocer todos los modelos y marcas existentes. Pasado un tiempo, me los sabía todos. Y esto resultaba para mí una fuente de satisfacción. Uno sabía algo. Podía reconocer cualquier coche a una distancia de treinta o cuarenta metros, observado desde cualquier posición. Si me hubieran llevado a algún concurso de esos, «La pregunta de las diez mil coronas», o como se llame, creo que hubiera ganado. Lo mismo me daba por delante, por detrás o de lado.
    ― ¿Y qué hubiera pasado de haberlo visto desde arriba? ―preguntó Åsa Torell.

    Kollberg la miró asombrado. Birgersson se ensombreció un poco.

    ― Bueno, a eso no estaba acostumbrado. Quizá no me hubiera ido tan bien.

    Se quedó pensativo un momento. Kollberg, resignado, se encogió de hombros.

    ― La verdad es que una ocupación tan simple como ésta puede resultar muy entretenida ―continuó Birgersson―. Y excitante. A veces se encontraba uno coches realmente raros, como un Lagonda, un Zim o un EMW. Y daba mucha alegría.
    ― ¿Y esto fue lo que le contó usted al subinspector primero Stenström?
    ― Sí. Nunca antes se lo había contado a nadie.
    ― ¿Y qué dijo?
    ― Pues que le parecía interesante.
    ― De acuerdo. ¿Y para contarme esto me hace usted venir aquí? ¡A las nueve y media de la noche! ¡En Nochebuena!

    Birgersson pareció ofendido.

    ― Sí ―repuso―. Fue usted mismo quien dijo que si recordaba algo se lo comunicara…
    ― Sí, claro ―replicó Kollberg cansado―. Muchas gracias.

    Se levantó.

    ― Pero todavía no le he dicho lo más importante ―murmuró el hombre―. Había una cosa que al señor subinspector pareció interesarle mucho. Me acordé de ello porque usted habló del Morris.

    Kollberg volvió a tomar asiento.

    ― ¿Ah, sí? ¿Qué?
    ― Bueno, la verdad es que este hobby mío, si puedo llamarlo así, tenía también sus dificultades. Resultaba muy difícil distinguir ciertos modelos, vistos de noche y a larga distancia. Por ejemplo, un Moskvich y un Opel Kadett; o un DWK y un IFA.

    Hizo una pausa y añadió pensativo:

    ― Muy, muy difícil. Sólo se distinguían en pequeños detalles.
    ― ¿Y qué tiene todo esto que ver con su Morris y con Stenström?
    ― No, no con mi Morris ―repuso Bigersson―. Cuando el señor subinspector pareció interesarse mucho fue cuando le dije que una de las cosas más difíciles era distinguir entre un Morris Minor y un Renault CV―4, vistos por delante. No de lado o por detrás, en eso no hay ninguna dificultad. Pero directamente de frente o de refilón, no resulta nada sencillo. Yo aprendí a distinguirlos con el tiempo, y raramente me equivocaba. Pero alguna vez, sí.
    ― Espere un momento ―le interrumpió Kollberg―. ¿Ha dicho usted un Morris Minor y un Renault CV―4?
    ― Sí. Y recuerdo que el señor subinspector primero dio un bote cuando se lo conté. Hasta ese momento, mientras yo hablaba, él se había limitado a permanecer sentado y asentir. Llegué a pensar que no me escuchaba. Pero cuando le conté eso mostró un enorme interés. Volvió a preguntarme por ello varias veces.
    ― ¿Por delante, dijo usted?
    ― Sí, eso mismo me preguntó él varias veces. Sí, por delante o de refilón resulta muy difícil.

    De vuelta en el coche, Åsa Torell preguntó:

    ― ¿Qué significa todo esto?
    ― No lo sé muy bien. Pero puede tener una enorme importancia.
    ― ¿Para descubrir quién mató a Åke?
    ― No sé. En cualquier caso, esto explica por qué anotó el nombre del coche en su libreta.
    ― Yo también he recordado una cosa ―intervino ella―. Algo que Åke comentó un par de semanas antes de ser asesinado. Dijo que tan pronto como tuviera un par de días libres se iría a Småland, a averiguar algo. A Eksjö, creo que era. ¿Te dice algo?
    ― Ni lo más mínimo ―repuso Kollberg.

    La ciudad estaba desierta, y los únicos signos de vida provenían de algún que otro Papá Noel, retrasado en el ejercicio de sus funciones y entorpecido en sus movimientos como consecuencia de un excesivo número de tragos dispensado en un excesivo número de hogares hospitalarios, además de dos ambulancias y un coche de policía. Pasado un rato, Kollberg dijo:

    ― Le he oído comentar a Gun que nos dejas en Año Nuevo.
    ― Sí, he cambiado mi piso por un apartamento en Kungsholms Strand. Estoy vendiendo todos los trastos y comprando cosas nuevas. También he pensado en buscar otro trabajo.
    ― ¿Dónde?
    ― Todavía no lo sé bien. Me lo estoy pensando.

    Permaneció en silencio durante unos segundos. Luego preguntó:

    ― ¿Qué hay de la policía? ¿Hay plazas vacantes?
    ― Ya lo creo ―respondió Kollberg ausente. Luego dio un respingo y añadió―: ¿No lo dirás en serio?
    ― Sí ―respondió ella―. Lo digo en serio.

    Åsa Torell se concentró en la conducción. Frunció las cejas y entornó los ojos mirando a la ventisca.

    Cuando estuvieron de vuelta en Palandergatan, Bodil ya se había dormido, y Gun estaba sentada en un sillón, leyendo. Tenía lágrimas en los ojos.

    ― ¿Qué te pasa? ―le preguntó Kollberg.
    ― La jodida comida. Se ha echado a perder.
    ― De eso nada. Con tu cara bonita y con mi hambre, me puedes servir un gato muerto y me harás feliz. Saca la manduca, anda.
    ― Y ha llamado el maldito Martin. Hace media hora.
    ― Vale ―respondió Kollberg en tono afable―. Le daré un toque mientras vosotras recomponéis la mesa navideña.

    Quitándose chaqueta y corbata, entró en el cuarto y llamó.

    ― Sí, aquí Beck.
    ― ¿Quién es ése que ríe? ―preguntó Kollberg desconfiado.
    ― El policía que ríe.
    ― ¿Qué?
    ― Un disco de vinilo.
    ― Ah, sí, ahora le reconozco. Un viejo éxito de los tiempos del music―hall. Charles Penrose, ¿no? Se cantaba ya antes de la Primera Guerra Mundial.

    Al fondo se oían tremendas carcajadas.

    ― No tiene importancia ―dijo Martin Beck abúlicamente―. Te llamé tras recibir una llamada de Melander.
    ― Vaya. ¿Y qué quería?
    ― Dijo que por fin había recordado dónde había visto el nombre de Nils Erik Göransson.
    ― ¿Dónde?
    ― En el caso Teresa Camarão.

    Kollberg se desató los zapatos. Meditó un instante. Luego dijo:

    ― Pues dile que por una vez se equivoca. Me he leído todo el mamotreto, palabra por palabra. Y es impensable que se me haya podido escapar una cosa semejante.
    ― ¿Tienes los papeles en casa?
    ― No, están en Västberga. Pero estoy seguro. Completamente seguro.
    ― Vale, te creo. ¿Y qué hacías en Långholmen?
    ― Conseguí un par de informaciones. Demasiado difusas y complicadas como para intentar explicártelo ahora, pero si son correctas…
    ― ¿Sí?
    ― Pueden mandar a tomar por saco definitivamente toda la investigación del caso Teresa. ¡Feliz Navidad!

    Colgó.

    ― ¿Vas a volver a salir? ―preguntó su mujer, desconfiada.
    ― Sí, pero no antes del miércoles. ¿Dónde está el aguardiente?


    CAPÍTULO XXIX


    Melander no era de los que se vienen abajo al primer envite, pero la mañana del día 27 parecía abatido y desconcertado hasta el punto de que el propio Gunvald Larsson creyó tener motivos para preguntarle:



    ― ¿Qué te pasa? ¿No has encontrado la almendra en el arroz con leche?
    ― Esa tradición la dejamos de hacer cuando nos casamos ―contestó Melander―. Hace exactamente veintidós años. No, lo que pasa es que no suelo equivocarme.
    ― Bueno, alguna vez tenía que ser la primera ―dijo Rönn en tono consolador.
    ― Sí, pero no logro entenderlo.

    Martin Beck llamó a la puerta y, sin dar tiempo a nadie a reaccionar, entró en la habitación, alto, serio y tosiendo levemente.

    ― ¿Qué es lo que no logras entender?
    ― Lo de Göransson. ¿Cómo pude equivocarme?
    ― Acabo de llegar de Västberga. Y tengo un dato que quizá te anime.
    ― ¿A qué te refieres?
    ― Falta una hoja en la investigación del caso Teresa. El folio mil doscientos cuarenta y cuatro, para ser exactos.

    A las tres de la tarde, Kollberg se hallaba ante un concesionario de coches en Södertälje. Ese día, había tenido ya bastante que hacer. Entre otras cosas, se había encargado de confirmar que los tres testigos que habían visto el coche junto al polideportivo de Stadshagen, dieciséis años y medio antes, lo contemplaron por delante o de refilón. Además, había supervisado grandes cantidades de material fotográfico y llevaba enrollada en el bolsillo interior de la chaqueta una imagen publicitaria, oscurecida y ligeramente retocada, de un Morris Minor modelo 1950. De los tres testigos, dos habían muerto ya: el agente de policía y el mecánico. Pero el auténtico experto, el contramaestre, estaba todavía vivito y coleando. Y trabajaba allí en Södertälje. Pero ya no trabajaba de contramaestre, sino que tenía un cargo más elevado y en estos momentos se hallaba sentado en una oficina de paredes acristaladas, hablando por teléfono. Cuando terminó la llamada, Kollberg entró en el despacho sin llamar a la puerta, sin identificarse en modo alguno y sin siquiera decir su nombre. Se limitó a poner la fotografía sobre la mesa, delante del hombre, y a decir:

    ― ¿Qué modelo de coche es éste?
    ― Un Renault CV―4. Un trasto viejo.
    ― ¿Estás seguro?
    ― Claro que estoy seguro. Nunca me equivoco.
    ― ¿Completamente seguro?

    El hombre echó un vistazo al coche.

    ― Sí ―dijo―. Es un CV―4. Un modelo antiguo.
    ― Gracias ―dijo Kollberg, extendiendo la mano para coger la fotografía.

    El hombre le lanzó una mirada desconcertada.

    ― Espera un momento, ¿no estarás intentando engañarme?

    Volvió a examinar minuciosamente la foto. Transcurridos unos quince segundos dijo despacio:

    ― No. No es un Renault. Es un Morris. Un Morris Minor del modelo 1950 o 1951. Y algo le han hecho a la foto.
    ― Sí ―dijo Kollberg―. Ha sido retocada y fijada un poco, para dar la impresión de que se tomó con poca luz y en tiempo lluvioso, por ejemplo una noche de verano.

    El hombre se quedó mirando fijamente.

    ― Oiga, ¿y quién es usted? ―preguntó.
    ― De la policía ―respondió Kollberg.
    ― Debería haberme dado cuenta ―dijo el hombre―. El otoño pasado vino por aquí un policía que…

    Esa misma tarde, poco antes de las cinco y media, Martin Beck reunió a todos sus colaboradores más próximos en el centro de operaciones. Con el regreso de Nordin y Månsson, las fuerzas volvían a estar, por así decir, al completo. Sólo faltaba Hammar, que se había ido a pasar las fiestas fuera. Sabía lo poco que se había conseguido en cuarenta y cuatro días de investigación intensiva, y no consideraba que hubiera muchas probabilidades de que la investigación se reavivara entre Navidad y Año Nuevo, días en que tanto los cazadores como la caza se pasan la mayor parte del tiempo en casa, eructando y pensando cómo conseguir alargar el presupuesto hasta finales de enero.

    ― Así que falta una página ―dijo Melander satisfecho―. ¿Y quién puede haberla cogido?

    Martin Beck y Kollberg cruzaron una mirada rápida.

    ― ¿Alguno de vosotros es especialista en registros domiciliarios? ―preguntó Martin Beck.
    ― Yo ―respondió Månsson cansinamente desde el lugar que ocupaba junto a la ventana―. A mí se me da bien buscar. Si hay algo, lo encuentro.
    ― Bien ―dijo Martin Beck―, pues entonces vas a encargarte de registrar el apartamento de Åke Stenström en Tjärhovsgatan.
    ― ¿Y qué tengo que buscar?
    ― Una hoja de un informe policial ―respondió Kollberg―.

    Tiene que llevar como número de página uno―dos―cuatro―cuatro, y es posible que el nombre Nils Erik Göransson aparezca en el texto.

    ― Mañana ―dijo Månsson―. Es más fácil hacerlo a la luz del día.
    ― De acuerdo ―asintió Martin Beck.
    ― Mañana temprano te daré las llaves ―intervino Kollberg.

    Las llaves se hallaban en su bolsillo, pero tenía la intención de hacer desaparecer ciertos testimonios de la actividad fotográfica de Stenström antes de dejar a Månsson vía libre.

    A las dos de la tarde del día siguiente sonó el teléfono del escritorio de Martin Beck.

    ― Buenas, soy Per.
    ― ¿Qué Per?
    ― Månsson.
    ― Ah, eres tú. ¿Bueno?
    ― Estoy en el apartamento de Stenström. El papel no se encuentra aquí.
    ― ¿Estás seguro?
    ― ¿Que si estoy seguro…?

    Månsson parecía en extremo ofendido.

    ― Claro que estoy seguro, coño. ¿Estáis seguros vosotros de que fue él quien se llevó la hoja esa?
    ― Eso creemos.
    ― Vale ―dijo Månsson―. Pues entonces seguiré buscando en otra parte.

    Martin Beck se masajeaba el nacimiento del pelo con las puntas de los dedos.

    ― ¿Qué significa «en otra parte»? ―preguntó.

    Pero para entonces Månsson ya había colgado.

    ― El registro criminal tiene que tener alguna puñetera copia ―dijo Gunvald Larsson―. O la fiscalía.
    ― Eso es ―dijo Martin Beck.

    Cogió el teléfono y marcó un número interno.

    Mientras, en el despacho contiguo se desarrollaba la siguiente conversación entre Kollberg y Melander.

    ― He mirado tu lista.
    ― Ah, sí… ¿Y has encontrado algo?
    ― Un montón de cosas, pero no sé si servirán de algo.
    ― Eso déjamelo a mí.
    ― Varios de esos individuos son delincuentes habituales. Por ejemplo, Karl Andersson, Vilhelm Rosberg y Bengt Wahlberg. Ladrones de toda la vida, los tres. Condenados docenas de veces. Pero ahora son ya demasiado viejos para seguir en el oficio.
    ― Sigue…
    ― Johan Gran era perista, y lo más seguro es que lo siga siendo. Eso que dice de que es camarero es un camelo. Estuvo encarcelado hasta hace un año. Y por lo que respecta al tal Valter Eriksson, ¿sabes cómo se quedó viudo?
    ― No.
    ― Mató a golpes a su mujer con una silla de cocina durante un altercado, un día que estaba borracho. Fue condenado por homicidio y cumplió cinco años.
    ― ¡Joder!
    ― En la lista hay otros camorristas, además de él. Tanto Ove Eriksson como Bengt Fredriksson han sido condenados por maltrato. Fredriksson, la friolera de seis veces. Y dos de las acusaciones deberían haber sido por tentativa de homicidio. Jan Carlsson, el chatarrero, es también un personaje sospechoso. Todavía no ha pisado la cárcel, pero ha estado a punto varias veces. De Björn Forsberg también me acuerdo. En su momento, hizo de todo, y fue bastante conocido en el mundo del hampa en la segunda mitad de los cuarenta. Luego sentó la cabeza e hizo carrera. Se casó con una rica, convirtiéndose en un respetable hombre de negocios. Su único antecedente es una vieja condena por estafa, del año cuarenta y siete. Hans Wennström tiene también una magnífica hoja de servicios. Ha hecho de todo, desde pequeños hurtos a reventar cajas fuertes. Y, por cierto, ¡vaya oficio que alega!
    ― Sí, dependiente de pescadería retirado ―dijo Kollberg, examinando la lista.
    ― Tengo entendido que estuvo un par de veces en el mercadillo de la plaza de Sundbyberg, hace veinticinco años. Bueno, también él es más viejo que la polca. Ingvar Bengtsson, que actualmente dice ser periodista, fue uno de los pioneros en el campo de la estafa con cheques falsos. También fue chulo, durante un tiempo. Y Bo Frostensson es un actor de tercera fila y tristemente célebre por su drogadicción.
    ― ¿Es que la tipa ésa no se planteó nunca la posibilidad de acostarse con algún individuo decente? ―preguntó Kollberg en tono lastimero.
    ― No, sí, hay varios así en la lista. Por ejemplo, Rune Bengtsson, Lennart Lindgren, Kurt Olsson y Ragnar Vilklund. Todos ellos de extracción social alta. Irreprochables los cuatro.

    Kollberg, que tenía aún frescas las actas del proceso, dijo:

    ― Sí ―dijo―. Si no fuera porque los cuatro estaban casados. Para explicárselo a sus mujeres debieron de pasarlas putas…
    ― Bueno, en lo referente a este punto, la policía actuó con bastante discreción. Y esos jóvenes, que por entonces tenían unos veinte años o menos, tampoco eran tan malos. De los seis individuos de esa edad que hay en tu lista, sólo uno ha tenido problemas después. Se trata de Kenneth Karlsson, varias veces detenido. Reformatorio y demás. Aunque la verdad es que se trata de asuntos muy viejos y sin importancia. ¿Quieres que me meta a investigar en serio los antecedentes de estos individuos?
    ― Sí, por favor. Si quieres, puedes prescindir de los que son ya viejos, digamos los que tienen más de sesenta años. Y también de los más jóvenes, de treinta y ocho para abajo.
    ― Quitamos, entonces, ocho por un lado y siete por otro. Quince en total. Quedan, pues, catorce. El campo se estrecha.
    ― ¿Qué campo?
    ― Bueno ―dijo Melander―. Naturalmente, todos estos individuos tienen coartada en lo referente al asesinato de Teresa.
    ― Hombre, claro, no te jode. Por lo menos, para el momento en que el cuerpo fue abandonado en Stadshagen.

    La búsqueda de copias del informe que recogía la investigación del caso Teresa comenzó el Día de los Inocentes, pero no dio frutos hasta bien entrado el año nuevo, 1968.

    A primeras horas de la mañana del cinco de enero, víspera de Reyes, sobre el escritorio de Martin Beck apareció un mamotreto polvoriento. No hacía falta ser detective para darse cuenta de que provenía de las covachas más recónditas del archivo policial, donde debía de haber pasado bastantes años sin que ninguna mano de hombre lo tocara.

    Martin Beck recorrió sus páginas rápidamente hasta llegar a la 1244. El texto era breve. Kollberg se inclinó por encima de sus hombros y ambos leyeron lo siguiente:

    Interrogatorio realizado a Nils Erik Göransson, vendedor, el 7 de agosto de 1951.

    Göransson dice que nació el 4 de octubre de 1929, en la congregación finlandesa de Estocolmo, hijo del electricista Algot Erik Göransson y de Benita Göransson, cuyo apellido de soltera era Rantanen. En la actualidad trabaja como vendedor en la empresa Allimport, domiciliada en Holländaregatan 10, Estocolmo.

    Göransson declara que conocía a Teresa Camarão, que frecuentó durante un tiempo los mismos círculos que él, si bien no en los meses inmediatamente anteriores a su muerte. Góransson declara también que en dos ocasiones tuvo trato íntimo (sexual) con Teresa Camárao. La primera vez aquí en la ciudad, en un apartamento sito en Svartmansgatan, en presencia de varias personas más. De estas personas, dice que la única que recuerda es un cierto Karl―Åke Birger Svensson―Rask. En el segundo caso, el encuentro tuvo lugar en un sótano de Holländaregatan, Estocolmo. También en este caso estuvo presente Svensson―Rask, que tuvo igualmente trato íntimo (sexual) con la señora Camarão. Göransson dice no recordar la fecha exacta en que se produjeron estos encuentros, pero considera que debieron suceder, con una diferencia de varios días entre uno y otro, a finales de noviembre y lo primeros de diciembre del año pasado, esto es, de 1950. Por lo demás, Göransson declara no conocer con qué otras personas se relacionaba la señora Camarão.

    Entre los días 2 y 13 de junio, Göransson se hallaba en Eksjö, lugar al que se trasladó en el turismo con matrícula A 6310, enviado en viaje de negocios por la empresa textil en que trabaja. Göransson es el propietario y conductor del vehículo A 6310, un Morris Minor modelo 1949. Leído y conforme. Por poder.

    (firma)
    Puede añadirse que el antementado Karl Åke Birger Svensson―Rask es justamente la persona que primero contó a la policía que Góransson había tenido relaciones íntimas (sexuales) con la señora Camarão. Las declaraciones de Göransson sobre su estancia en Eksjö han sido corroboradas por el personal empleado en el Stadshotell de dicha localidad. Interrogado acerca de la presencia de Göransson durante la tarde―noche del 10 de junio, Sverker Johnsson, camarero de dicho hotel, declara que Göransson pasó todo el tiempo en el comedor del establecimiento, hasta su cierre a las 23:30 h. Göransson se hallaba bajo los efectos del alcohol. Las declaraciones de Sverker Johnsson son dignas de crédito, máxime teniendo en cuenta que quedan confirmadas por la factura de hotel de Göransson.

    ― Bueno ―sentenció Kollberg―. Hasta aquí la cosa está clara…
    ― ¿Y qué piensas hacer ahora?
    ― Pues lo que Stenström no tuvo tiempo de hacer. Viajar a Eksjö.
    ― Las piezas comienzan a encajar ―constató Martin Beck.
    ― Sí ―respondió Kollberg―. Por cierto, ¿dónde está Månsson?
    ― Debe de andar en Hallstahammar buscando este papel. En casa de la madre de Stenström.
    ― Nunca se rinde ―dijo Kollberg―. ¡Lástima! Había pensando tomar prestado su coche. El mío tiene problemas de ignición.

    Kollberg llegó a Eksjö la mañana del ocho de junio. Hizo el trayecto durante la noche: trescientos treinta y cinco kilómetros bajo una tormenta de nieve, recorriendo carreteras heladas. Con todo, no se sentía especialmente cansado. El Stadshotell se hallaba situado en plena plaza, y era un bello edificio anticuado que encajaba perfectamente en la pequeña e idílica ciudad provinciana sueca, con apariencia de tarjeta postal navideña. El camarero llamado Sverker Johnsson había fallecido diez años atrás, pero todavía se conservaba una copia de la factura de Nils Erik Göransson. Les llevó varias horas dar con ella en una polvorienta caja de cartón del sótano.

    La factura parecía confirmar que Göransson había pasado en el hotel once días. Todos ellos habían comido y bebido en el comedor, firmando las cuentas del restaurante. Con éstas se calculó después el importe total de su factura. Figuraban además toda una serie de partidas adicionales, por ejemplo conferencias telefónicas, pero los números a los que llamó Göransson no fueron anotados. En cualquier caso, lo que atrajo inmediatamente la atención de Kollberg fue otro gasto: el 6 de junio de 1951, el hotel había pagado, a cuenta de su cliente, cincuenta y dos coronas y veinticinco céntimos a un taller mecánico. La factura decía: «Remolque y reparación».

    ― ¿Sigue existiendo ese taller? ―le preguntó Kollberg al propietario del hotel.
    ― Claro que sí, y el propietario es el mismo desde hace veinticinco años. Tome la carretera de Långanäs y…

    En realidad, el individuo era propietario del taller desde hacía veintisiete años. Desconcertado, clavó sus ojos en Kollberg y exclamó:

    ― ¿Hace dieciséis años y medio? ¡Pero cómo demonios voy a acordarme!
    ― ¿No lleva usted libros de contabilidad?
    ― ¡Claro! Puede usted estar seguro de ello. Aquí todo está en orden.

    Encontrar el viejo libro de cuentas le llevó hora y media. Daba la impresión de que no quería dejarlo en manos de Kollberg, y se puso a inspeccionarlo él mismo, hasta dar finalmente con el día de marras.

    ― El 6 de junio ―dijo―. Aquí lo tiene usted. Hubo que ir a buscar el coche al hotel. Exacto. Se rompió el cable del acelerador. Costó cincuenta y dos coronas y veinticinco céntimos en total, incluyendo el remolque.

    Kollberg permanecía expectante.

    ― Remolque ―murmuró el hombre―. Vaya un idiota. ¿Cómo no se le ocurrió conectar de algún modo el cable del acelerador y conducir él mismo hasta aquí?
    ― ¿Tiene usted algún dato sobre el coche?
    ― Sí, matrícula A… A… no sé qué. No hay forma de leerlo. Alguien puso un dedo manchado de aceite sobre los números. En cualquier caso, era de Estocolmo.
    ― ¿Y no sabe usted de qué modelo se trataba?
    ― Sí, sí. Era un Ford Vedette.
    ― ¿No sería un Morris Minor?
    ― Si aquí dice que era un Ford Vedette, no le quepa a usted la menor duda de que era un Ford Vedette ―dijo el propietario del taller―. ¿Un Morris Minor, dice usted? No se parecen en lo más mínimo.

    Finalmente, Kollberg se llevó consigo el libro, tras pasarse más de media hora porfiando con el hombre, amenazas incluidas. Cuando ya se marchaba, el dueño le dijo:

    ― Bueno, en cualquier caso ahora se entiende por qué tiró el dinero en lo del remolque…
    ― ¿Ah, sí? ¿Por qué?
    ― Pues porque era de Estocolmo.

    Cuando Kollberg regresó al Stadshotell de Eksjö había atardecido ya. Estaba hambriento, helado y muerto de cansancio y en lugar de sentarse al volante y poner rumbo al norte, decidió quedarse en una habitación del hotel. Se bañó y pidió la cena. Mientras esperaba a que llegara, hizo dos llamadas telefónicas. La primera, a Melander.

    ― ¿Podrías averiguar qué tipos, de los de la lista, tenían coche en junio del cincuenta y uno? ¿Y de qué marcas?
    ― Claro que sí. Mañana temprano.
    ― ¿Y de qué color era el Morris de Göransson?
    ― Sí.

    Luego, a Martin Beck.

    ― Göransson no vino aquí con su Morris. Condujo otro vehículo.
    ― Entonces, Stenström tenía razón.
    ― ¿Podrías mandar a alguien a investigar quién era el propietario de la empresa de Holländaregatan en la que estaba empleado Stenström, y de qué se ocupaba allí?
    ― Claro.
    ― Estaré de vuelta mañana a mediodía.

    Luego bajó al comedor a cenar. De repente, recordó que había pasado una temporada en este hotel exactamente dieciséis años antes. Por entonces, Kollberg estaba adscrito a la Policía Criminal del Estado y se ocupaba del asesinato de un taxista. Tardaron en poner en claro el asunto tres o cuatro días. De haber sabido entonces todo lo que conocía ahora, quizá hubiera podido aclarar el caso Teresa en diez minutos.

    Rönn pensaba en Olsson y en la cuenta del bar que había encontrado entre las cosas que contenía la bolsa de papel de Göransson. La mañana del martes tuvo una idea y, como ocurría siempre que algo le agobiaba, se fue a ver a Gunvald Larsson. A pesar de la poca cordialidad que manifestaban en horas de trabajo, Rönn y Gunvald Larsson eran amigos, algo que muy pocos sabían. De hecho, habían pasado juntos tanto la Nochebuena como la Nochevieja, cosa que, de llegarse a conocer, hubiera asombrado a casi todo el mundo.

    ― Estoy pensando en ese papel con las letras B. F. ―dijo Rönn―. En la lista esa que Melander y Kollberg se traen todo el tiempo entre manos hay tres personas con esas iniciales: Bo Frostensson, Bengt Fredriksson y Björn Forsberg.
    ― ¿Y…?
    ― Pues que podríamos echarles un vistazo, con discreción, para ver si alguno de ellos se parece a Olsson.
    ― ¿Puedes localizarlos?
    ― Bueno, sin duda Melander podrá.

    Efectivamente, Melander podía. Apenas tardó veinte minutos en enterarse de que Forsberg estaba en casa, y que aparecería por su oficina en el centro, después del almuerzo. A las doce estaba citado para almorzar con un cliente en el Ambassadör. Frostensson se encontraba en un estudio cinematográfico de Råsunda, donde interpretaba un breve papel en una película de Arne Mattson.

    ― Y Fredriksson seguramente estará tomándose una cerveza en el Kafé Tian. O por lo menos tiene la costumbre de dejarse caer por allí a esta hora.
    ― Voy contigo ―dijo Martin Beck de manera un tanto inesperada―.

    Cogemos el coche de Månsson. A cambio, le he dado uno de los nuestros.

    Bengt Fredriksson, artista y alborotador profesional, estaba efectivamente sentado en la mencionada cervecería de Gamlastan. Era muy gordo, lucía tupida barba, roja y descuidada, y cabello hirsuto y gris. Además, estaba ya borracho.

    El encargado de producción les condujo a través de largos y tortuosos corredores, hasta un rincón de los grandes estudios cinematográficos de Solna.

    ― Frostensson tiene que rodar una escena dentro de cinco minutos. Es su única intervención en toda la película.

    Aunque se encontraban a considerable distancia, bajo la luz afilada y corrosiva de los focos podían ver claramente el escenario, situado detrás de un amasijo de cables y decorados echados a un lado. La escena parecía representar el interior de una tienda.

    ― ¡Atención! ―gritó el director―. ¡Silencio! ¡Toma! ¡Cámara! ¡Alto!

    Un individuo ataviado con gorra de charcutero y chaqueta blanca penetró en el círculo de luz y dijo.

    ― Bueno. ¿Y qué va a querer usted?

    Frostensson tuvo que repetir esta única escena cinco veces. Era un hombrecillo delgado y calvo, que tartamudeaba y fruncía nerviosamente la boca y los ojos.

    Media hora más tarde, Gunvald Larsson frenaba a veinticinco metros de la puerta enrejada del chalé de Björn Forsberg en Stocksund. Martin Beck y Rönn se apretaban en el asiento de atrás. A través de las puertas abiertas del garaje se podía ver un Mercedes negro del modelo más grande.

    ― Debe de estar a punto de salir ―dijo Gunvald Larsson―. Si no quiere llegar tarde a su almuerzo.

    Tuvieron que esperar quince minutos hasta que se abrió la puerta del chalé y un individuo comenzó a descender por la escalera, seguido por una mujer rubia, un perro y una niña de unos siete años. Besó a la mujer en la mejilla y luego tomó en volandas a la niña, abrazándola. Finalmente se dirigió hacia el garaje, a pasos largos y apresurados, entró en el coche y arrancó. La niña le mandó un beso, se echó a reír y gritó algo.

    Björn Forsberg era alto y delgado. Tenía una cara sumamente agraciada, como sacada de una ilustración de fotonovela, con rasgos pronunciados y mirada franca. Lucía bronceado y tenía una actitud desenvuelta y deportiva. Iba sin sombrero y enfundado en un abrigo gris, amplio. Tenía el cabello ondulado y peinado hacia atrás. No aparentaba los cuarenta y ocho años que tenía.

    ― Como Olsson ―constató Rönn―. En especial la constitución física y la ropa. Quiero decir, el abrigo.
    ― Más o menos ―dijo Gunvald Larsson―. Con la diferencia de que Olsson se compró su abrigo en las rebajas por trescientos pavos, hace tres años. Mientras que este tipo debe de haber soltado unos cinco mil por el suyo. Pero claro, un tipo como Schwerin no nota la diferencia.
    ― Ni yo, a decir verdad ―repuso Rönn.
    ― Pues yo sí ―dijo Gunvald Larsson―. Por suerte, hay gente que tiene sentido de la calidad. Si no fuera así, se construirían burdeles en Saville Row.
    ― ¿Dónde? ―preguntó Rönn estupefacto.

    El horario previsto por Kollberg se fue completamente al garete. En parte, porque se quedó dormido hasta más tarde de lo previsto; en parte, porque el tiempo era horrible. A la una y media, sólo se hallaba a la altura de un hotel situado un poco más al norte de Linköping, donde bebió un café, se tomó un pastel mazarin e hizo una llamada a Estocolmo.

    ― ¿Entonces qué?
    ― Sólo nueve tenían coche en el verano del cincuenta y uno ―dijo Melander―. Ingvar Bengtsson tenía un Volkswagen nuevo; Rune Bengtsson un Packard 49; Kent Carlsson un DKW 38; Ove Eriksson un viejo Opel Kapitán, de un modelo anterior a la guerra; Björn Forsberg un Ford Vedette 49 y…
    ― ¡Para! ¿Hay alguno más con el mismo modelo?
    ― ¿Un Vedette? No.
    ― Pues ya está.
    ― El color original del Morris de Göransson era verde claro. Pero, naturalmente, pudo volver a pintar el coche durante el tiempo en que fue su propietario.
    ― Bien. ¿Puedes ponerme con Martin?
    ― Espera, una cosa más. Göransson mandó al desguace su coche ese mismo verano del año cincuenta y uno. Fue dado de baja en el registro de automóviles el quince de agosto, sólo una semana después del interrogatorio policial al que fue sometido.

    Kollberg echó otra moneda de una corona, y mientras se establecía la conexión pensó con impaciencia en los doscientos cuatro kilómetros de carretera que todavía tenía por delante. Con este tiempo, el viaje le llevaría varias horas. Se arrepentía de no haber enviado por tren, la tarde anterior, el libro de cuentas del taller.

    ― Sí, aquí el comisario Beck.
    ― Hola. ¿De qué se ocupaba esa empresa?
    ― Me da la impresión de que vendía bienes robados. Pero nunca pudo probarse. Tenía un par de comerciales que recorrían ciudades de provincia, vendiendo ropa y demás.
    ― ¿Y quién era el propietario?
    ― Björn Forsberg.

    Kollberg reflexionó un momento. Luego dijo:

    ― Dile a Melander que se dedique a Forsberg. Y pídele a Hjelm que él, u otro técnico, permanezca en el laboratorio forense hasta que yo llegue. Tengo una cosa para analizar.

    Hacia las cinco, Kollberg aún no había regresado. Melander llamó con los nudillos a la puerta del despacho de Martin Beck y entró con la pipa en una mano y un par de papeles en la otra. Comenzó a hablar inmediatamente:

    ― Björn Forsberg se casó el 17 de junio de 1951 con una dama llamada Elsa Beatrice Håkansson, hija única de un tal Magnus Håkansson, director de una empresa de materiales de construcción y prácticamente propietario único del negocio. Se le atribuía una gran fortuna. Desde ese momento, Forsberg se retiró de todos sus negocios previos, que eran del tipo de la empresa de Holländaregatan. Se puso a trabajar duro, estudió empresariales y economía y se convirtió en un hábil hombre de negocios. Cuando Håkansson murió, hace nueve años, su hija heredó simultáneamente su fortuna y su empresa, en la que Forsberg llevaba ya desde mediados de los cincuenta trabajando como director gerente. Compró el chalé de Stocksund en el cincuenta y nueve. Ya entonces debió de costarle medio millón.

    Martin Beck se sonó.

    ― ¿Y cuánto tiempo llevaba tratando a la chica, antes de casarse?
    ― Por lo visto se conocieron en Åre, en marzo del cincuenta y uno ―dijo Melander―. Forsberg era un gran aficionado a los deportes de invierno. Y lo sigue siendo. Su mujer, también. Debió de ser un flechazo, que se dice. Luego siguieron viéndose continuamente hasta la boda, y él acudía frecuentemente a la casa de los padres de ella. Por entonces, él tenía treinta y dos años y ella veinticinco.

    Melander cambió de papel:

    ― El matrimonio, por lo visto, ha sido feliz. Tienen tres hijos: dos chicos de trece y doce años y una niña de siete. Vendió su Ford Vedette inmediatamente después de casarse, y se compró un Lincoln. Desde entonces, ha tenido un montón de coches distintos.

    Melander guardó silencio y encendió su pipa.

    ― ¿Eso es todo? ―preguntó Martin Beck.
    ― Hay una cosa más. Y creo que importante. Björn Forsberg luchó como voluntario en el frente de Finlandia en el invierno de 1940. Tenía entonces veintiún años y se fue al frente inmediatamente después de cumplir su servicio militar, aquí en Suecia. Su padre era sargento primero en el Regimiento de Artillería de Wende, con sede en Kristianstad. Es de buena familia y parecía un joven prometedor hasta que las cosas comenzaron a torcerse justo después de la guerra.
    ― Bueno, pues parece que es él.
    ― Eso parece ―respondió Melander.
    ― ¿Quién queda por aquí todavía?
    ― Gunvald, Rönn, Nordin y Ek. ¿Quieres que comprobemos su coartada?
    ― Sí ―dijo Martin Beck.

    Kollberg no consiguió llegar a Estocolmo antes de las siete. Se dirigió en primer lugar al laboratorio, donde dejó el libro del taller.

    ― Nuestro horario laboral está regulado ―dijo Hjelm con acritud―. Terminamos a las cinco.
    ― En tal caso, sería extraordinariamente amable por tu parte…
    ― Sí, sí. Llamaré dentro de un rato. ¿Entonces, lo único que quieres es averiguar el número de matrícula?
    ― Sí. Estaré en Kungholmsgatan.

    Kollberg y Martin Beck no habían tenido apenas tiempo de intercambiar impresiones cuando llegó la llamada.

    ― A seis siete cero ocho ―dijo Hjelm lacónicamente.
    ― ¡Excelente!
    ― Poca cosa. Casi deberías haberlo podido ver tú mismo.

    Kollberg colgó. Martin Beck lo miró inquisitivamente.

    ― Sí. El coche empleado por Göransson en Eksjö fue el de Forsberg.

    La cosa está clara. ¿Qué hay de la coartada de Forsberg?

    ― Es floja. En junio del cincuenta y uno poseía un apartamento de soltero en Holändaregatan, en el mismo inmueble en que tenía sede aquella empresa suya. En el interrogatorio policial, declaró que en la tarde―noche del día diez había estado en Norrtälje. Al parecer fue así, pues se entrevistó allí con alguien a eso de las siete. Luego, según su propia declaración, regresó en el último tren y llegó a Estocolmo a las once y media de la noche. Dijo también que había prestado su coche a uno de sus vendedores, punto confirmado también por éste.
    ― Pero tuvo mucho cuidado en no decir que había cambiado su coche con Göransson.
    ― Sí ―dijo Martin Beck―. El Morris de Göransson lo tenía él. Con esto, el asunto toma un cariz completamente distinto. Con el coche pudo volver a Estocolmo en hora y media. Los coches solían estar aparcados en el patio de la casa de Holländaregatan, que no se podía observar desde fuera. Allí había también una cámara frigorífica. Se utilizaba para almacenar pieles, que según la versión oficial permanecían allí en verano, en depósito, pero que, con toda probabilidad, eran robadas. ¿Por qué piensas que cambiaron sus coches?
    ― La explicación es, probablemente, muy sencilla ―dijo Kollberg―. Göransson era vendedor y llevaba consigo un montón de ropa y trastos. En el Ford Vedette podía meter tres veces más cosas que en su Morris.

    Permaneció en silencio durante un momento. Luego añadió:

    ― Göransson no debió de saber nada hasta después. Cuando regresó se dio cuenta de lo que había sucedido y comprendió que el coche podría resultar peligroso. Por eso lo mandó al desguace inmediatamente después del interrogatorio policial.
    ― ¿Qué dijo Forsberg sobre sus relaciones con Teresa? ―preguntó Martin Beck.
    ― Que la había conocido en un local de baile en otoño de 1950 y que se había acostado con ella algunas veces, no recordaba exactamente cuántas. Luego, en invierno, conoció a su futura mujer y perdió interés en las ninfómanas.
    ― ¿Eso dijo?
    ― Sí, casi con esas mismas palabras. ¿Por qué crees que la mató? ¿Para quitársela de en medio, como apuntó Stenström en el margen del libro de Wendel?
    ― Posiblemente. Todos coinciden en decir que esa mujer era un lastre. Lo que está claro es que no fue un asesinato sádico.
    ― No, pero pretendió hacerlo pasar por tal. Luego tuvo la enorme suerte de que los testigos confundieran los coches. Qué bien debió de sentirse entonces. Con eso ya pudo estar prácticamente seguro. El único problema era Göransson.
    ― Pero Göransson y Forsberg eran amigos ―dijo Martin Beck.
    ― Luego, ya no sucedió nada hasta que Stenström comenzó a remover el caso Teresa y Birgersson le dio esa pista desconcertante. Descubrió que, de entre todas las personas involucradas, Göransson era el único que había poseído un Morris Minor. Y del color adecuado, encima. Comenzó a interrogar por su propia cuenta a un montón de gente y se puso a seguir a Göransson. Obviamente, tardó poco en descubrir que Göransson recibía dinero de alguien y supuso que tal dinero procedía del asesino de Teresa Camarão. Göransson fue poniéndose más y más nervioso… Por cierto, ¿se sabe ya dónde estuvo metido entre el 8 de octubre y el 13 de noviembre?
    ― Sí, en un barco en Klara Sjö. Nordin dio ayer con el lugar.

    Kollberg asintió.

    ― Stenström contaba con que Göransson, antes o después, le conduciría hasta el asesino. Así que estuvo siguiéndole día tras día, sin duda de forma completamente abierta. Al final resultó que estaba en lo cierto. Pero con fatales consecuencias para su propia persona. ¡Si en vez de ello se hubiera preocupado de aclarar el viaje a Småland!

    Kollberg guardó silencio. Martin Beck se frotó reflexivamente el puente de la nariz con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.

    ― Sí, parece que todo concuerda ―constató―. Incluso en términos psicológicos. ¡Nueve años más y el caso Teresa hubiera prescrito! Además, un asesinato es el único tipo de delito lo suficientemente grave como para que una persona, digamos, normal, llegue a hacer una cosa tan extrema para evitar ser descubierto. Encima, Forsberg tiene mucho que perder…
    ― ¿Alguien sabe qué hizo la tarde del 13 de noviembre?
    ― Sí, masacró a todos los que viajaban en el autobús, Stenström incluido. También a Göransson, que en una situación semejante suponía para él un peligro mortal. En cualquier caso, lo único de lo que por ahora tenemos constancia es que pudo cometer el crimen.
    ― ¿Y eso cómo se ha podido saber?
    ― Gunvald se las arregló para secuestrar a la asistenta alemana de los Forsberg. Libra todos los lunes por la tarde. Y, según una agenda de bolsillo que llevaba en el bolso, la noche del trece al catorce estuvo en casa de lo que ella denomina «su novio». Sabemos también, gracias a la misma fuente, que la señora Forsberg también pasó fuera toda la tarde, cenando con amigas. Por consiguiente, debemos suponer que Forsberg estaba en casa. Tienen por principio no dejar nunca a los niños solos.
    ― ¿Y dónde está ahora? La asistenta, quiero decir…
    ― Aquí. Y se quedará con nosotros toda la noche.
    ― ¿Cuál crees que debe de ser el estado mental de Forsberg? ―preguntó Kollberg.
    ― Supongo que bastante malo. Al borde mismo del colapso.
    ― La cuestión es si tenemos pruebas suficientes para detenerlo ―apuntó Kollberg.
    ― Para lo del autobús, no. Sería un error. Pero podemos detenerlo como sospechoso del asesinato de Teresa Camarão. Un testigo clave ha modificado su declaración. Y hay además toda una serie de hechos nuevos.
    ― ¿Cuándo, entonces?
    ― Mañana por la mañana.
    ― ¿Dónde?
    ― En su oficina. En cuanto llegue. Es mejor que no estén por medio la mujer y los niños, especialmente si intenta algo a la desesperada.
    ― ¿Y cómo lo haremos?
    ― Con toda la tranquilidad posible. Sin pegar tiros ni echar puertas abajo.

    Kollberg se paró a pensar un instante antes de formular su última pregunta:

    ― ¿Quién irá?
    ― Melander y yo.


    CAPÍTULO XXX


    Cuando Martin Beck y Melander hicieron su entrada en la recepción, la rubia encargada de la centralita, tras el mostrador de mármol, dejó a un lado la lima de uñas.



    La oficina de Björn Forsberg se hallaba ubicada en la sexta planta de un inmueble situado en Kungsgatan, no lejos de Stureplan. La empresa ocupaba también los pisos cuarto y quinto.

    El reloj marcaba aún las nueve y cinco; ellos ya sabían que Forsberg nunca llegaba antes de las nueve y media.

    ― Pero su secretaria está a punto de llegar ―dijo la chica―. Siéntese ustedes y esperen un momento.

    Al otro lado de la sala, fuera del campo visual de la recepcionista, había unos cuantos sillones agrupados en torno a una mesa baja de cristal. Se despojaron de sus abrigos y tomaron asiento.

    Las seis puertas que daban a la sala carecían de placas con nombres. Una de ellas estaba entreabierta. Martin Beck se levantó, echó un vistazo por la rendija entreabierta y entró en el despacho. Melander sacó la pipa y el tabaco, llenó la cazoleta y encendió la pipa con una cerilla. Martin Beck regresó y tomó asiento.

    Permanecieron sentados en silencio, esperando. De vez en cuando llegaba hasta ellos la voz de la recepcionista y el zumbido de las líneas telefónicas cuando pasaba las llamadas. Aparte de esto, el único ruido que llegaba hasta ellos era el rumor del tráfico. Martin Beck hojeó un número atrasado de la revista Industria. Melander se recostó en su sillón con la pipa en la boca y los ojos medio cerrados.

    A las nueve y veinte se abrió de golpe la puerta exterior y entró una mujer. Iba enfundada en un abrigo de piel y botas altas de cuero, y llevaba un enorme bolso colgado del brazo.

    Hizo un breve gesto de saludo a la recepcionista y se encaminó apresuradamente hacia la puerta entreabierta. Al pasar junto a los hombres sentados en los sillones les dirigió una mirada inexpresiva, sin aminorar la marcha. Luego cerró de un portazo.

    Transcurridos otros veinte minutos llegó Forsberg. Iba vestido igual que el día anterior y se movía rápida y enérgicamente. En el momento de quitarse el abrigo, advirtió la presencia de Martin Beck y Melander. Durante una fracción de segundo, su movimiento quedó interrumpido. Luego se sobrepuso, colgó el abrigo de una percha y se fue a recibir a sus visitantes.

    Martin Beck y Melander se levantaron a la vez. Björn Forsberg arqueó las cejas en actitud inquisitiva. Abrió la boca para decir algo, pero Martin Beck le extendió la mano y dijo:

    ― Soy el comisario Beck. Él es el subinspector primero Melander. Nos gustaría hablar con usted.

    Björn Forsberg estrechó sus manos.

    ― Naturalmente ―respondió―. No faltaba más. Tengan la amabilidad de pasar.

    Mientras les sostenía la puerta, el individuo parecía enteramente tranquilo e incluso de buen humor. Haciendo un gesto a su secretaria, dijo:

    ― Buenos días, señorita Sköld. Ahora mismo estoy con usted. Primero tengo que hablar un momento con estos caballeros.

    Entró delante de ellos en su despacho grande y luminoso, amueblado con elegancia. El suelo estaba cubierto en su totalidad por una alfombra gruesa de tono azul grisáceo y un enorme escritorio, reluciente y vacío. En una mesa más pequeña, situada a un lado de la silla giratoria de cuero negro, había dos teléfonos, un dictáfono y un teléfono de línea directa. Sobre el amplio alféizar de la ventana había cuatro fotografías en marcos de estaño. La mujer y los tres hijos. En la pared situada entre las ventanas colgaba un retrato al óleo, que con toda probabilidad representaba a su suegro. Había también un mueble bar, una mesa de reuniones con jarra y vasos de agua dispuestos sobre una bandeja, un tresillo, una vitrina con libros y figuras de porcelana y también una caja fuerte, discretamente instalada en la pared. Martin Beck observó todo esto mientras cerraba la puerta tras de sí y Björn Forsberg avanzaba hacia su escritorio con paso firme.

    Björn Forsberg se colocó de pie detrás del escritorio, puso la mano izquierda sobre la superficie de la mesa, se inclinó hacia delante, abrió el cajón superior del lado derecho del escritorio y metió la mano en él. Cuando la mano volvió a ser visible, sus dedos se cerraban sobre la culata de una pistola.

    Sin dejar de apoyar la mano izquierda en la mesa, se llevó el cañón de la pistola a la boca, lo introdujo tan dentro como pudo, cerró los labios contra el acero azul resplandeciente y apretó el gatillo. Durante todo este tiempo no perdió de vista a Martin Beck. Su mirada continuaba siendo casi alegre.

    Todo esto sucedió tan deprisa que cuando Björn Forsberg se desplomó sobre la mesa, Martin Beck y Melander se hallaban todavía a medio camino entre ella y la puerta.

    Björn Forsberg había quitado el seguro de la pistola y había apretado el gatillo. Sonó incluso un áspero chasquido cuando el gatillo golpeó contra el cargador. Pero la bala que debería haber saltado por la embocadura, atravesando el paladar de Björn Forsberg y haciendo saltar una buena parte de sus sesos por la parte posterior del cráneo, no llegó a abandonar el cañón. Permanecía en su funda de aluminio. Y el cartucho se hallaba en el bolsillo derecho del pantalón de Martin Beck, junto con los otros cinco que habían estado en el cargador.

    Martin Beck sacó uno de los cartuchos, lo deslizó entre sus dedos y leyó el texto grabado en el revestimiento de cobre de la tapadera: METALLVERKEN 38 SPL. El cartucho era sueco, pero la pistola procedía de Estados Unidos: una Smith and Wesson 38 Special, fabricada en Springfield, Massachussets.

    Björn Forsberg seguía todavía caído, con el rostro apretado contra la pulida superficie del escritorio. Su cuerpo sufría convulsiones. Pasados unos segundos, se dejó caer al suelo y comenzó a gritar.

    ― Es mejor que llamemos a una ambulancia ―dijo Melander.

    Y así fue como Rönn tuvo otra vez que montar guardia, provisto de magnetófono, en una sala de aislamiento del hospital Karolinska. Con la diferencia de que esta vez no estaba en la sección de cirugía torácica sino en la clínica psiquiátrica, y acompañado por Gunvald Larsson, en vez de por el odioso Ullholm.

    Björn Forsberg había sido sometido a diferentes tratamientos, que incluían inyecciones sedantes y demás. El médico encargado de su recuperación psíquica llevaba ya varias horas en la habitación, Pero daba la impresión de que lo único que el paciente podía decir era:

    ― ¿Por qué no me dejasteis morir?

    Frase que había repetido sin parar y que volvió a pronunciar todavía una vez más.

    ― ¿Por qué no me dejasteis morir?
    ― Buena pregunta ―murmuró Gunvald Larsson.

    El médico le miró con rostro serio. En realidad, su presencia allí se debía a que lo médicos habían declarado que, en efecto, había un cierto riesgo de que Forsberg muriera. Decían que había sufrido un shock descomunal, que su corazón fallaba y tenía los nervios hechos polvo. Y concluyeron su pronóstico afirmando que el estado general del paciente no era demasiado malo, si bien cabía la posibilidad de que un ataque al corazón pusiera fin a su vida en cualquier momento.

    Rönn estaba pensando en eso del estado general.

    ― ¿Por qué no me dejasteis morir? ―repitió Forsberg.
    ― ¿Por qué no dejó usted vivir a Teresa Camarão? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― Porque no podía ser. Tenía que deshacerme de ella.
    ― Bueno ―dijo Rönn armado de paciencia―. ¿Y por qué tenía usted que hacerlo?
    ― No había otra elección. Hubiera destrozado mi vida.
    ― Pues la verdad es que parece bastante destrozada de todos modos ―dijo Gunvald Larsson.

    El médico volvió a mirarle con gesto serio.

    ― No me entienden. Le ordené que no volviera a aparecer. Llegué incluso a darle dinero, aunque a mí me venía justo. Y, pese a todo…
    ― ¿A dónde quiere usted llegar? ―le preguntó Rönn amablemente.
    ― ¡Me perseguía! Aquella tarde, cuando llegué a casa, me la encontré metida en mi cama. Desnuda. Conocía el lugar en que yo solía esconder mi llave de reserva, y se coló en mi casa. ¡Y faltaba un cuarto de hora para que llegase mi esposa… mi prometida! No había nada más que hacer.
    ― ¿Y después?
    ― La metí en la sala de refrigeración que usábamos para las pieles.
    ― ¿Y no le dio miedo que alguien pudiera encontrarla allí?
    ― Sólo había dos llaves. Una la tenía yo; la otra, Nisse Göransson. Y él estaba de viaje.
    ― ¿Cuánto tiempo la tuvo allí metida? ―preguntó Rönn.
    ― Cinco días. Quise esperar a que lloviera.
    ― Sí, la verdad es que a usted le gusta la lluvia ―comentó Gunvald Larsson.
    ― ¿Pero es que no me entienden? ¡Estaba loca! ¡Podría haber destruido toda mi vida en un minuto! ¡Todos mis planes de futuro!

    Rönn asintió para sí. La cosa iba bien.

    ― ¿De dónde sacó la metralleta? ―preguntó Gunvald Larsson de repente.
    ― Me la traje de la guerra.

    Forsberg se interrumpió durante un rato. Luego añadió con orgullo:

    ― Maté a tres bolcheviques con ella.
    ― ¿De fabricación sueca? ―preguntó Gunvald Larsson.
    ― Finlandesa. Suomi modelo 37.
    ― ¿Y ahora dónde está?
    ― Donde no hay riesgo de que nadie la encuentre.
    ― ¿En el mar?

    Forsberg asintió. Pareció abstraerse en sus pensamientos.

    ― ¿Apreciaba usted a Nils Erik Göransson? ―preguntó Rönn pasado un rato.
    ― Era majo. Un buen tío. Yo era como un padre para él.
    ― ¿Pero aún así lo mató?
    ― Constituía una amenaza para mi existencia. Mi familia. Todo aquello por lo que vivo. Todo lo que daba sentido a mi vida. Él no podía evitarlo. Pero le di un final rápido, sin dolor. Yo no le torturé como ustedes me están torturando a mí.
    ― ¿Sabía Nisse que usted era el asesino de Teresa? ―preguntó Rönn. Hablaba en todo momento de manera tranquila y afable.
    ― Lo descubrió ―dijo Forsberg―. Nisse no era tonto. Y era un buen amigo. Cuando me casé, le di diez mil coronas y un coche nuevo. Luego nos separamos para siempre.
    ― ¿Para siempre?
    ― Sí, nunca más volví a saber de él… hasta el pasado otoño. Me llamó para decirme que alguien le estaba siguiendo día y noche. Estaba asustado y necesitaba dinero. Le di dinero. Intenté convencerle de que se fuera al extranjero.
    ― Pero… ¿no lo hizo?
    ― No, estaba ya demasiado hundido. Y temía por su vida. Pensaba que si se largaba, podía resultar sospechoso.
    ― ¿Así que lo mató?
    ― Me vi obligado. La situación no me dejaba otra elección. De lo contrario hubiera destruido mi existencia. El futuro de mis hijos. Mi empresa. Todo. No es que él quisiera hacerlo, pero era débil, no se podía confiar en él, estaba asustado. Yo sabía que antes o después acabaría viniendo a mí, en busca de protección. Y eso hubiera sido mi ruina. O si no, le habría cogido la policía y le habría hecho cantar. Era drogadicto, un hombre débil. No se podía confiar en él. La policía le hubiera torturado hasta hacerle confesar todo lo que sabía.
    ― La policía no tiene por costumbre torturar a la gente ―puntualizó Rönn mansamente.

    Forsberg volvió la cabeza por primera vez. Estaba esposado de manos y pies. Miró a Rönn y dijo:

    ― ¿Y esto qué es?

    Rönn agachó la mirada.

    ― ¿Dónde tomó usted el autobús?
    ― En Klarabergsgatan. Frente a los almacenes Åhlens.
    ― ¿Cómo se trasladó hasta allí?
    ― En mi coche. Aparqué junto a mi oficina. Allí tengo una plaza de garaje.
    ― ¿Y cómo sabía usted en qué autobús viajaba Göransson?
    ― Llamó y recibió instrucciones.
    ― O sea, en otras palabras, le dio usted órdenes sobre cómo debía actuar para ser asesinado.
    ― ¿Pero es que no entiende usted que no me quedaba otra elección? Además, actué con humanidad. No tuvo tiempo de comprender ni de enterarse de nada.
    ― ¿Con humanidad? ¡Explíqueme eso!
    ― ¿Es que no pueden dejarme en paz?
    ― Aún no. Intentemos aclarar primero el asunto del autobús.
    ― Vale, vale. Pero luego se irán. ¿Lo prometen?

    Rönn lanzó una mirada a Gunvald Larsson y luego dijo:

    ― Bueno, vale.
    ― Nisse me llamó a la oficina el lunes a mediodía. Estaba desesperado y dijo que aquel individuo lo seguía a todas partes. Comprendí que estaba a punto de derrumbarse. Y sabía también que mi mujer y la asistenta estarían fuera esa tarde. El tiempo era desapacible. Y los niños se duermen siempre pronto, así que yo…
    ― ¿Sí?
    ― Le dije a Nisse que quería ver personalmente al individuo que lo seguía. Que se lo llevara hasta Djurgården, cogiera un autobús de dos pisos a eso de las nueve y luego hiciera todo el trayecto hasta el final. Le dije también que, un cuarto de hora antes de tomar el autobús, me llamase a la oficina, al teléfono que tiene línea directa. Me fui de casa pasadas las nueve, aparqué el coche, subí a la oficina y me senté a esperar. No di la luz. Cuando llamó, según lo previsto, bajé a la calle y esperé el autobús.
    ― ¿Examinó previamente el lugar?
    ― Hice el trayecto antes ese mismo día. Me pareció un buen lugar. Pensé que no habría nadie en las inmediaciones, especialmente si se ponía a llover. Y contaba con que pocos pasajeros seguirían hasta el final de trayecto. Lo mejor hubiera sido que en el autobús no hubiese quedado más que Nisse, el que lo seguía, el conductor y alguna persona más.
    ― Alguna persona más ―repitió Gunvald Larsson―. ¿A quién se refiere usted?
    ― A nadie en concreto. Alguien cualquiera. Para encubrir.

    Rönn miró a Gunvald Larsson y sacudió la cabeza. Luego se dirigió al hombre tumbado en la camilla y dijo:

    ― ¿Qué sintió usted?
    ― Siempre cuesta trabajo tomar una decisión difícil. Pero es que yo, cuando tomo la decisión de hacer algo…

    Se interrumpió.

    ― ¿No habían prometido largarse?
    ― Pero es que nosotros, una cosa es lo que prometemos y otra lo que hacemos ―intervino Gunvald Larsson.

    Forsberg lo miró y dijo amargamente:

    ― Ustedes lo único que saben hacer es torturarme y mentir.
    ― No soy el único que miente aquí ―dijo Gunvald Larsson―. La decisión de matar a Göransson y al subinspector primero Stenström la tomó con semanas de antelación, ¿no es cierto?
    ― Sí.
    ― ¿Cómo sabía que Stenström era policía?
    ― Ya lo había estado observando antes, sin que Nisse se diera cuenta.
    ― ¿Y cómo sabía que trabajaba en solitario?
    ― Porque nadie le relevaba. Deduje que trabajaba por cuenta propia. Para hacer carrera.

    Gunvald Larsson guardó silencio durante medio minuto.

    ― ¿Fue usted quien ordenó a Göransson no llevar ningún tipo de documentación encima?
    ― Sí, esa orden se la di ya la primera vez que me llamó.
    ― ¿Cómo aprendió a manejar las puertas del autobús?
    ― Me fijé en cómo lo hacían los conductores. Pero todo estuvo a punto de irse al carajo. Porque el autobús era de otra clase…
    ― ¿Dónde viajaba usted dentro del autobús? ¿Abajo o arriba?
    ― Arriba. Me quedé solo bastante pronto.
    ― ¿Y luego bajó la escalera con la metralleta preparada?
    ― Sí, la cubrí con mi propio cuerpo, para que Nisse y los demás que viajaban en la parte trasera del autobús no la vieran. Pero aún así uno tuvo tiempo de levantarse. Hay que estar preparado para esas cosas.
    ― ¿Y si se hubiera quedado encasquillada? En mis tiempos, pasaba a menudo con este tipo de trastos…
    ― Estaba seguro de que funcionaría. Conocía el arma y la había estado revisando a fondo antes de llevármela a la oficina.
    ― ¿Cuándo se llevó el arma a la oficina?
    ― Una semana antes.
    ― ¿Y no tuvo miedo de que alguien pudiera descubrirla?
    ― Nadie se atreve a meter la nariz en mis cajones ―dijo Forsberg en tono autoritario―. Además, estaba envuelta.
    ― ¿Y dónde la había guardado hasta entonces?
    ― En una maleta cerrada con llave, en el desván. Junto con mis otros trofeos de guerra.
    ― ¿Cómo escapó del lugar tras acabar con la vida de aquella gente?
    ― Recorrí a pie Norra Sationsgatan, en dirección este, luego cogí un taxi en la terminal de Haga, recogí mi coche en la oficina y me volví a mi casa de Stocksund.
    ― Y durante el trayecto se deshizo de la metralleta―dijo Gunvald Larsson―. Pero puede usted estar tranquilo: la encontraremos.

    Forsberg no respondió.

    ― ¿Y qué sintió usted? ―volvió a preguntar Rönn sin alterarse―. Quiero decir, después de los disparos…
    ― Que actuaba en defensa propia y de mi familia, mi casa y mi empresa. ¿Se las ha visto usted alguna vez arma en mano, consciente de que en quince segundos tiene que precipitarse sobre una trinchera repleta de enemigos?
    ― No ―respondió Rönn―. Nunca.
    ― ¡Pues entonces no entiende usted nada! ―gritó Forsberg―. ¡No tiene ni siquiera derecho a hablar! ¿Cómo va a poder entenderme un idiota como usted?
    ― Esto no puede seguir ―intervino el médico―. Hay que someterle a tratamiento.

    Hizo sonar un timbre y entraron un par de enfermeros. Mientras sacaban la cama de la habitación, Forsberg no paraba de gritar. Rönn comenzó a recoger el magnetófono.

    ― Odio a ese desgraciado ―dijo de repente Gunvald Larsson.
    ― ¿Cómo?
    ― Mira, voy a confesarte algo que nunca le he dicho a nadie ―prosiguió Gunvald Larsson―. La mayor parte de la gente que tenemos ocasión de conocer en este oficio me da más bien pena. Son unos pobres diablos que preferirían no haber nacido. Si no se enteran de nada y la vida es una mierda, tampoco es culpa suya. Pero son precisamente los tipos como éste los que destruyen su existencia. Hijos de puta egoístas que sólo piensan en su dinero, en su casa, en su familia y en lo que ellos mismos denominan «su posición». Que creen que pueden disponer a su antojo de los demás simplemente porque da la casualidad de que están mejor situados. Hay un montón de tipos como éste, aunque la mayor parte no son tan tontos como para ir por ahí estrangulando a putas portuguesas. Y por eso nunca les pillamos. Sólo vemos a sus víctimas. Este caso es una excepción.
    ― Pues sí ―dijo Rönn―. Puede que sea así.

    Salieron de la habitación. Delante de una puerta situada en la otra punta del corredor había dos policías uniformados, con las piernas abiertas y los brazos cruzados.

    ― Anda, pero si sois vosotros ―exclamó malhumorado Gunvald Larsson―. Claro. Este hospital está en Solna.
    ― Al final lo habéis pillado ―dijo Kvant.
    ― Sí ―dijo Kristiansson.
    ― Nosotros no ―replicó Gunvald Larsson―. Stenström lo hizo prácticamente todo.

    Una hora más tarde, Martin Beck y Kollberg estaban sentados bebiendo café en uno de los despachos de Kungholmsgatan.

    ― En realidad, fue Stenström quien resolvió el caso Teresa ―dijo Martin Beck.
    ― Sí ―dijo Kollberg―, pero de todos modos actuó de forma estúpida. Trabajar en solitario de esa manera, y sin dejar ni un solo papel. Es raro, pero siguió siendo un crío hasta el final.

    Sonó el teléfono. Martin Beck respondió.

    ― Hola. Soy Månsson.
    ― ¿Se puede saber dónde andas?
    ― Aquí, en Västberga. Acabo de encontrar el papel.
    ― ¿Dónde?
    ― En el escritorio de Stenström. Bajo la placa para escribir.

    Martin Beck no dijo nada.

    ― Pensaba que vosotros ya habíais registrado esto ―dijo Månsson en tono de reproche―. Y…
    ― ¿Sí…?
    ― Que en la hoja hizo también un par de anotaciones a lápiz. En el margen superior derecho dice: «Debe restituirse a la carpeta del caso Teresa». Y abajo hay escrito un nombre: Björn Forsberg, seguido de un signo de interrogación. ¿Os dice algo?

    Martin Beck no respondió. Se quedó sentado, con el auricular en la mano. Luego comenzó a reír.

    ― Muy bien ―dijo Kollberg rebuscando en sus bolsillos―. El policía que ríe. Toma, tu propina.

    FIN

    1. Alemán: ¡Venga, tío! ¿Es que estás loco?

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