Publicado en
octubre 17, 2010
.jpg)
Un libro muy, muy bueno
sobre unos niños muy, muy malos
A mis queridas Auriol, Fan y Connie y a las niñeras de todas partes
ARGUMENTO
Guapos, educados y de buena familia, los hermanos Darling parecen los niños ideales… ¡pero son peligrosísimos!
Iris, Narciso y Prímula, hijos de un rico hombre de negocios, siempre están al cuidado de frías niñeras. Y les encanta atormentarlas…
Hasta que aparece una institutriz muy estrafalaria que les enredará en una alocada aventura, vivirán en el barco de unos ladrones torpes, perseguirán un raro objeto robado y se enfrentarán a unos saqueadores muy brutos. Rodeados de malhechores, los hermanos Darling encontrarán una salida a sus respectivos talentos y disfrutarán de lo lindo metiéndose en tremendos problemas.
Personajes
Los Darling:
Miembros de la familia y otras personas.
Iris Darling:
Edad: 12 ½ años
Le gustan: la ropa y las situaciones peliagudas.
No le gustan: las niñeras, los idiotas.
Narciso Darling:
Edad: 11 5/16 años, aproximadamente.
Le gustan: la maquinaria y las explosiones.
No le gustan: las cosas de color rosa, las flores, lavarse.
Prímula Darling:
Edad: 10 años recién cumplidos.
Le gusta: cocinar, a veces con venenos poco conocidos.
Apariencia: rosadita y absolutamente dulce.
Personalidad auténtica: muy peligrosa.
Papá Darling:
Profesión: ejecutivo de negocios internacionales.
Aptitudes: gran habilidad para la aplicación de estrategias de dirección al ámbito doméstico.
—¿Cómo dice? Perdón, lo que le gusta es mandar.
Señora Darling II:
Edad: tiene 26 años desde hace 20.
Le gustan: las cosas maravillosas, a saber: las joyas y las vacaciones en el Caribe.
No le gustan: las cosas sucias, apestosas, mugrientas, a saber: los niños.
Capitán:
Edad: no tiene.
Profesión: capitán de barco.
Apariencia: desenvueltamente seductor.
Dato ultrasecreto: no pensará usted que voy a revelárselo, ¿verdad? ¡Léase el libro!
La señorita Petro:
Profesión: niñera, ladrona.
Aficiones: la violencia, tratar bien a los niños.
Conduce: un Jaguar grande y negro.
Fodolí Penseque:
Profesión: pigmeo ladrón.
Afición: entrometerse.
Apariencia: diminuto, tatuado, sin dientes.
Capítulo 1
En el espléndido salón principal de la casa situada en el número uno de la avenida del Mariscal Pinturero, la señorita Dodgson se desabrochó los puños almidonados de la blusa de su uniforme y se remangó hasta los codos.
En el primer descansillo de la enorme escalera oval se oía el rumor de un secador de pelo. El Signor Tesiwesi, el multipremiado peluquero de la señora Darling, rizaba con unas tenacillas los mechones de la colmena rubia y pegajosa que la señora Darling tenía sobre la cabeza. Como de costumbre, papá y la señora Darling estaban preparándose para salir a cenar,
Al otro lado de una puerta muy grande que daba al vestíbulo con suelo de mármol se oían los bramidos y la farfulla de papá Darling, director y presidente de Darling Gigantic, S.A., quien daba instrucciones para la construcción de un bloque más de oficinas en otra reserva natural.
Arriba, en el piso de los niños, donde los pequeños Darling permanecían cautivos, no se oía más que un silencio muy, muy profundo.
La señorita Dodgson dio el toque final a sus mangas con el pliegue especial que había aprendido en la Real y Antigua Academia de Niñeras. Levantó la barbilla con determinación. Sus ojos brillaron con serenidad bajo el ala de su bombín marrón. Sin embargo, bajo el almidón blanco e impecable de su delantal, justo en la boca del estómago, un nudo iba estrechándose y apretándose. Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo. Eso no le gustaba a la señorita Dodgson. No le gustaba ni un pelo.
Pero estaba entrenada precisamente para afrontar situaciones como aquélla.
Respiró hondo, apoyó uno de sus lustrosos zapatos estilo Oxford sobre el primer escalón y empezó a subir, murmurando entre dientes para darse ánimos: «Los niños no deben interrumpir a los mayores; la pereza es la madre de todos los vicios; buen porte y buenos modales abren puertas principales; la paciencia es la madre de la ciencia y una de las más grandes virtudes; Virtudes era una niña mala que no se lavaba la...»
—Señorita —dijo una voz chillona.
La señorita Dodgson se percató de que sus Pensamientos Edificantes la habían conducido hasta el primer descansillo. Se quedó quieta, con una amable sonrisa y las manos entrelazadas, esperando órdenes.
—¿Sí, señora Darling?
—Saldremos esta noche —gorjeó la señora Darling mientras el Signor Tesiwesi abría un túnel en su cabellera—. No le importa quedarse sola con los niños, ¿verdad?
—En absoluto, señora. Adoro a esas personitas encantadoras.
La sonrisa embadurnada de carmín de la señora Darling quedó momentáneamente petrificada. Era un auténtico engorro tener que asistir a tantas cenas, siempre con prisas. Además, el pobre de Colin estaba ocupado a todas horas con sus negocios y a veces incluso tenía que viajar a las Bahamas. La gente no se imaginaba siquiera el estrés que suponía criar niños, sobre todo los de otra persona...
Entonces la señora Darling recordó una pregunta que le rondaba por la cabeza desde hacía días.
—Señorita —dijo—, ¿qué edad calcula que tienen?
—¿Quiénes, señora?
—Los niños.
—Iris, la mayor...
—Ah, sí, siempre he pensado que es la mayor —la interrumpió la señora Darling, con un gesto de asentimiento. Se preciaba de ser muy observadora.
—¡Porca miseria! Haga el favore de no mover la testa —protestó el Signor Tesiwesi.
—... cumplirá doce y medio el martes, la muy picarona —continuó la señorita Dodgson—. El granujilla de Narciso cumplirá once y un cuarto el próximo miércoles.
—Estaremos en casa de lady Mortdarthur —dijo la señora Darling—. Han estado en Mustique, ¿sabe?
—A Narciso le gusta la mecánica —prosiguió la señorita Dodgson, sorbiéndose los mocos—. Y Prímula, la pequeñita, tiene diez años, qué mona ella. Los cumplió hace dos semanas. Ustedes estaban en casa de los Teagarden.
—No, creo que estábamos con los De Barpa —dijo la señora Darling—. ¡Qué flores tan bonitas! Y dígame, señorita, ¿están los niños en casa?
—Sí, señora.
—Maravilloso. Bueno, debo irme enseguida.
—Ma primero hay que finire con la testa —advirtió el Signor Tesiwesi.
La señorita Dodgson reanudó su penoso ascenso hacia el silencio que reinaba en la planta de arriba. De no haber sido una niñera, habría jurado que olía a humo.
Pero, claro, a las niñeras no les gustan los juramentos.
Los tres niños estaban sentados frente a la chimenea encendida del cuarto de juegos. La repisa era de mármol italiano. El carbón del hogar procedía de la mejor mina del país. El espetón con el que asaban una paloma de ciudad cuidadosamente embroquelada era de oro y platino.
Las paredes estaban cubiertas de cuadros en los que aparecían niños angelicales y de diminutas prendas para muñecas en marcos dorados, con etiquetas de Yves Saint Laurent, Hardy Amies, Balenciaga... Entre estas primorosas obras de arte había unas placas de caoba pulida que sostenían las cabezas de unos ratones capturados por Narciso a raíz de las quejas de Iris, y posteriormente disecados por Prímula. En medio de las placas pequeñas había una más grande que servía de soporte a un objeto más bien redondo y pardusco hecho de felpa raída. PRÍNCIPE EDUARDO: SALVA SEA LA PARTE, decía la placa de latón. Debajo, alguna criatura malintencionada (no las había de otra clase en esa habitación) había grabado con letras mayúsculas cuidadosamente trazadas las palabras: EL TRASERO DEL OSO. Y, en efecto, amables lectores, no se trataba de otra cosa que del trasero de un oso; el trasero del oso más asombroso, valioso y ventajoso del mundo entero.
Pero nos estamos adelantando. Vayamos por partes. ¿Están todos cómodamente sentados?
Bien.
Una campanilla tintineó en lo alto de la pared.
—Ahí viene —anunció Iris. Era una jovencita pecosa, de ojos pensativos de un verde amarillento y unas magníficas uñas color rojo sangre que en esos momentos estaba secando al amor del hogar.
—Venga, señorita, alégreme el día —murmuró Prímula, torciendo la boca. Ella tenía el cabello liso y rubio, sujeto con una cinta elástica, y los ojos de color azul claro. En este momento estaba mirando fijamente la paloma que chisporroteaba con suavidad en la chimenea. Prímula era una cocinera entusiasta y consumada.
—Activando circuitos uno y dos —anunció Narciso, un muchacho bajo y fornido con un flequillo negro que le caía sobre la frente manchada de grasa, lo que le daba una apariencia ceñuda y concentrada, que es como de hecho solía estar—. ¿Preparadas? Tres, dos, uno, ¡ya!
«Qué raro», pensó la señorita Dodgson al ver el cochecito de juguete en el rellano. Llevaba exactamente dieciocho días con la familia Darling y su presencia allí todavía no había obrado en los niños el efecto que ella habría deseado. Los padres eran todo cuanto una niñera pudiera pedir, por supuesto: no interferían en absoluto. El papá era un hombre muy ocupado cuyo tiempo no le pertenecía. La mamá era..., bueno, en realidad no era la mamá de verdad. Más bien era la secretaria del papá, que pasaba con ella más tiempo que con la mamá hasta que la mamá se marchó y la secretaria ocupó su lugar. Por descontado, la mamá secretaria sabía lo que más convenía a los niños: básicamente una niñera estricta pero justa.
Oooh, sí, pensó la señorita Dodgson, con su cerebro del tamaño de un guisante encerrado en el cráneo de treinta centímetros de grosor bajo el bombín reforzado.
Aquel trabajo era un auténtico chollo. Nada de interferencias.
Por otro lado, no cabía duda de que los niños eran díscolos. Un claro ejemplo de ello, siguió pensando la señorita Dodgson, era aquel cochecito abandonado en el último escalón. ¿Qué niño bien educado habría dejado un juguete en el suelo después de que su niñera le indicase que ordenara sus cosas? ¡Intolerable!
La señorita Dodgson resopló mientras se agachaba para recoger el cochecito. Era una mujer corpulenta, de busto generoso, robusta, que estaba en una forma estupenda para ser una niñera, pero no lo bastante buena para subir escaleras.
Tal vez por eso no se fijó en los cables que salían del cochecito y discurrían bajo la alfombra turca hasta desaparecer por un agujero disimulado entre los elaborados relieves tallados en la puerta del cuarto de juegos.
En cuanto los dedos de la señorita Dodgson se cerraron en torno al juguete, doscientos veinte voltios de electricidad le recorrieron el cuerpo. El bombín marrón salió disparado de su cabeza y acabó incrustado en el techo. Todos los pelos de color gris acero se le pusieron de punta, mientras toda ella emitía un sonido silbante como el de las botellas de Bollinger —un tipo de champán especialmente burbujeante e increíblemente caro— de papá Darling.
Los dedos humeantes de la niñera soltaron el cochecito. Extendió la mano hacia el pomo de la puerta del cuarto de los niños. Acto seguido, al recordar lo que había sucedido la última vez que había tocado un objeto metálico en aquella casa, cambió de idea. Al grito de «¡Agarraos que voy, niños diabólicos!», embistió la puerta con el hombro.
Podrán ustedes objetar que las niñeras no acostumbran a embestir puertas como delanteros de rugby. Pues se equivocan, y aquella fatídica tarde Iris estaba bastante mejor informada que ustedes.
—Ahora —murmuró, soplándose una uña color rojo sangre.
Narciso abrió la puerta.
—Buenas tardes, señorita —saludaron a coro los niños con exquisita cortesía.
En ese momento la señorita Dodgson irrumpió, corriendo de costado, a sesenta y cuatro kilómetros por hora. Rebotó contra el respaldo del sofá hacia la derecha y se precipitó a toda velocidad en dirección a la puerta del baño, que Prímula abrió amablemente.
La señorita Dodgson parecía estar patinando, aunque en realidad sólo le preocupaba una cosa: olía a quemado, de eso no cabía duda alguna. Pero enseguida olvidó esta preocupación, porque el mundo se volvió amarillo.
¿Amarillo?
Los pequeños Darling se quedaron muy quietos en el vano de la puerta del baño. Los tres asintieron con la cabeza en señal de satisfacción mientras los gruesos zapatos marrones de la señorita Dodgson resbalaban sobre el suelo enjabonado con dirección a la bañera. Se felicitaron mutuamente estrechándose la mano cuando la señorita tropezó y cayó dentro con gran estrépito, salpicando natillas en todas direcciones.
¿Natillas?
Los pequeños Darling sabían muy bien qué les gustaba, y las natillas no figuraban en la lista de sus preferencias, sobre todo cuando tenían una capa de azúcar quemado por encima. Ésa había sido una de las primeras observaciones que le habían hecho a la señorita Dodgson. Así pues, durante los siguientes quince días, ella les había servido natillas para desayunar, almorzar, merendar y cenar, y no los dejaba levantarse de la mesa hasta que se las terminaran.
—¿Creéis que se ahogará? —preguntó Iris, interesada por las consecuencias.
—Ya veremos —contestó Narciso, empleando una frase muy socorrida entre las niñeras de los Darling (habían tenido dieciocho hasta la fecha).
—Se quemará antes de ahogarse—apuntó Prímula, quien se había encargado de encender los pequeños troncos que ahora ardían suavemente bajo la bañera—. ¡Oh oh! ¡Replegaos!
La señorita Dodgsbn empezaba a levantarse de la bañera, cubierta por un velo de natillas color vainilla. De su boca salieron unos sonidos burbujeantes entre los que se alcanzaba a distinguir una sarta de las típicas expresiones de niñera:
—Jamás en toda mi vida... Vuestros pobres padres... No tenéis remedio... Os iréis a la cama sin cenar...
—Fase tres —anunció Narciso, tensando al máximo un cable con un pequeño torno.
La señorita Dodgson avanzó chapoteando hacia el rellano de la escalera. Lo veía todo rojo debido a la ira y amarillo debido a las natillas.
Tal vez por eso no vio los cables-trampa.
Uno de sus zapatos estilo Oxford topó con el ingenioso artilugio de Narciso, y la niñera rodó escaleras abajo como una girándula de natillas.
La señora Darling acabó de empolvarse la frente, se esponjó los volantes de tul del escote y lanzó un beso embadurnado y escarlata a su imagen en el enorme espejo dorado. Lady Mortdarthur se pondría verde de envidia al ver su peinado. El Signor Tesiwesi había hecho un trabajo divino...
Pero ¿qué era todo ese alboroto?
Salió al descansillo y cien kilogramos de Dodgson la golpearon de lleno. Hechas una maraña de piernas y brazos, la señora Darling y la niñera descendieron hasta el vestíbulo como un gran alud de natillas. Se quedaron tendidas bajo la araña de luces, gimiendo.
Papá Darling salió del estudio.
—¿Nos encontramos ya en un estado de preparación funcional, querida? —preguntó.
—¡Mi vestido! —chilló la señora Darling—. ¡Mis joyas! ¡Mi pelo!
—Tengo la impresión de que tu apariencia personal es de todo punto aceptable —comentó papá Darling, frotando una salpicadura de natillas de forma poco enérgica. Echó un vistazo a su reloj y frunció el entrecejo—. Nos hallamos en una situación de puntualidad negativa.
—¡Animal! —le gritó la señora Darling.
Papá Darling la ayudó a levantarse. Sabía que había dicho algo improcedente y ahora necesitaba desahogarse con alguien. Se volvió hacia la señorita Dodgson, que yacía electrocutada, cubierta de natillas y conmocionada, quejándose amargamente.
—Usted —señaló el señor Darling—. Usted será reubicada fuera de esta casa como parte de una reestructuración ad hoc de nuestra plantilla de puericultores.
—¿Lo cualo? —burbujeó la señorita Dodgson.
—Queda usted despedida.
—¡Nooo! —aulló la señora Darling—. ¡No sabes lo que haces! ¿No te acuerdas de lo que nos dijeron los de la agencia la última vez? Ella es nuestra única esperanza. Ellos nunca...
—Calla, pequeña —la interrumpió papá Darling en el mismo tono imperioso que había empleado para hacer salir a la señora Darling de las filas de mecanógrafas aquella maravillosa mañana en que se conocieron—. Como bien sabes, entre mis aptitudes curriculares figura la contratación. Si utilizo estas aptitudes no me resultará difícil encontrar a otra técnica en puericultura. ¡Fuera de mi casa, pérfida señorita Dodgson! ¡Váyase ahora mismo!
Desde la ventana del cuarto de juegos. Iris vio que la señorita Dodgson salía tambaleándose por la puerta principal.
—Todavía no... —dijo la niña—. Todavía no... ¡Bombas fuera!
Narciso soltó la barra superdensa y extrapesada de pan que Prímula había horneado para la ocasión. Los tres la observaron mientras caía quince metros hasta impactar justo en el centro del bombín manchado de natillas. Advirtieron que a la niñera se le doblaban las rodillas y que, momentos después, se desplomaba en la alcantarilla, despatarrada. Los niños se apartaron de la ventana, sacudiéndose las manos.
Al cabo de cinco minutos, varias sirenas de ambulancia resonaron en la calle. Los tres abrieron sus libretas llenas de complicadas sumas y esperaron cándidamente a que se oyesen pisadas en la escalera.
—¿Es que no aprenderán nunca? —suspiró Iris.
Capítulo 2
—Vamos —apremió papá Darling—, que llegaremos tarde.
—¿Es que no lo entiendes? —gimió la señora Darling—. Las agencias de niñeras no... Me advirtieron la última vez que...
—Te equivocas, pichoncita —repuso papá Darling, que estaba convencido de que todo tenía arreglo, siempre y cuando fuera él quien se encargara de arreglarlo con su dinero—. Tú ve y reorienta tu labor de acicalamiento. Yo abordaré la resolución de nuestro problema de personal.
—Pero...
—¡Silencio, mujercita! —la acalló papá Darling. Ella se alejó obedientemente, aunque sacudiendo la cabeza y refunfuñando de forma ininteligible. No le gustaba que la llamaran mujercita ni que la obligaran a callar. Cuando era la secretaria de papá Darling, ella le dirigía la vida. ¿Quién se creía él que era? Bien, ya lo averiguaría por sí mismo, y entonces ella podría regodearse a su costa. Llegarían tarde a la velada de lady Mortdarthur, pero eso le permitiría hacer una entrada triunfal. Era la noche ideal para lucir sus zafiros.
Papá Darling marcó un número.
—Aquedemia de niñeres —contestó una voz femenina muy melindrosa.
—Buenas tardes —dijo papá Darling—. Quisiera contratar los servicios de una asistente técnica en puericultura. Imprescindible experiencia y capacidad de adaptación y aprendizaje. Indolentes abstenerse. —Le vino a la mente una imagen de sus hijos. Era una imagen un poco brumosa, porque no los había visto recientemente—. Cualquiera que tenga. Que esté aquí en unos diez minutos, a ser posible. Estamos en el número uno de la avenida del Mariscal Pinturero, la casa más grande de la ciudad, con un Rolls dorado aparcado delante. No tiene pérdida.
—Perdone —dijo la voz, que ahora sonaba como un glaciar melindroso—. ¿Estoy hablando con el señor Darling?
—Participa usted en una conversación con la susodicha persona, en efecto. Pero puede llamarme Colin.
—No tengo el menor interés en llamarle de forma alguna, señor Darling. Debo informarle de que acaban de traer a la señorita Dodgson en estado de colapso, y cuando salga del hospital necesitará someterse a un proceso completo de reprogramación. Al igual que las diecisiete niñeras precedentes, dicho sea de paso.
—Escuche —dijo papá Darling—, ofrezco una remuneración sumamente interesante. Estamos hablando del doble de los honorarios previstos, no miento: del triple, más incentivos, libre acceso a la bodega y a las existencias de bombones, así como el último modelo de Honda Aerodeck...
Sin embargo, la recepcionista de la Academia de Niñeras ya había colgado.
—¡Pfff! —resopló papá Darling—. Capacidad de comunicación deficiente. Bueno, no pasa nada. Algo más encontraremos. —Consultó las Páginas Amarillas y marcó otro número.
Y otro.
Y después otro, y otro después de ése.
En Servicios de Guardería Acmé le dijeron que por desgracia todas sus niñeras habían contraído de pronto una misteriosa enfermedad vírica. En Canguros Asociados, la recepcionista fingió ser el contestador automático en cuanto oyó su nombre. La de la agencia Especialistas en el Cuidado de los Niños le colgó directamente. Y las empleadas de Niñeras Ni Caso estaban por lo visto aquejadas de la misma enfermedad que las de Guardería Acmé.
Papá Darling se tiró del labio inferior. Sus años de experiencia en la administración de empresas no lo habían preparado para esta situación. Llamó a Expertos en Logística del Cuidado Infantil. Allí también lo trataron con extrema frialdad.
—Tengo ciertas dificultades para interpretar esta respuesta negativa generalizada —le dijo a la voz melindrosa habitual que lo atendía.
—¿Cómo dice?
—¿Por qué no puedo conseguir una maldita niñera, y perdone la expresión, para mis retoños?
La niñera del otro lado de la línea se sorbió los mocos con brusquedad.
—No sabría decirle —respondió la voz.
—Comprendo —dijo papá Darling—. Estamos en una especie de lista negra, ¿verdad?
Silencio absoluto. Luego la voz, viscosa como una anguila social, dijo:
—Por expresarlo de algún modo, señor... ejem, Darling, podríamos decir, efectivamente, que su nombre figura en una lista de la Red de Niñeras, y, como usted bien supone, no se trata en modo alguno de una lista blanca. Que tenga usted buenas tardes. —Se oyó un «clic» y acto seguido un «piiiiii».
—¡Yujuu! —La voz sospechosamente melosa de la mujercita de papá lo llamó desde las escaleras—. Ya has resuelto nuestro problemilla, ¿verdad? ¿Estás listo, Calixto querido?
Iris contemplaba el fuego con el ceño fruncido. Narciso, en un rincón, estaba soldándole dientes a una ratonera. Prímula se encontraba delante de su cocinita de juguete, espolvoreando sobre la masa para un pastel una sustancia de color marrón oscuro que salía de un recipiente etiquetado como OPIO.
—Me pregunto cómo será la próxima —dijo Iris, con aire pesimista.
—Sea quien sea, estaremos preparados para recibirla —aseguró Prímula, mientras amasaba con sus manitas blancas.
—Me sorprende que todavía encuentren a gente dispuesta a venir —comentó Narciso, subiéndose la careta de soldar—. Quiero decir que yo no querría cuidar de nosotros. ¿Vosotras sí?
—Desde luego que no —respondió Iris, horrorizada—. Pero a alguien encontrarán. No les queda más remedio. ¿Os los imagináis quedándose en casa, sin salir cada noche? Es más, ¿os los imagináis hablando con nosotros?
Se impuso el silencio.
Nadie podía imaginárselos así.
Si papá Darling se había hecho inmensa y asquerosamente rico no era precisamente porque se diese por vencido a la primera de cambio. La voz de su esposa, empalagosa, requemada y dura como un caramelo recocido, le recordó que su empeño de hallar una niñera sustituta estaba a punto de desembocar en un humillante fracaso. Lo asaltó una creciente sensación de pánico. ¿Yo?, pensó. ¿El presidente y director ejecutivo de Darling Gigantic, una empresa clave en el floreciente sector del asfaltado de las reservas naturales, voy a dejarme vencer por una vieja urraca con zapatos estilo Oxford y medias de lana? Ni hablar del peluquín. Faltaría más.
Pero ¿qué podía hacer? Podía llamar a la señorita Excelente, su devota, espantosa y cuidadosamente elegida nueva secretaria, y rogarle que viniera a hacer de canguro. Pero entonces visualizó el paciente semblante de la señorita Excelente en posición horizontal, con el resto del cuerpo ensartado en el asador sobre la cocina de acero inoxidable, mientras Narciso forzaba los interruptores de seguridad. Iris afilaba un cuchillo de trinchar y Prímula hacía anotaciones a lápiz en un recetario de salsas para carne. Pequeños sinvergüenzas, pensó papá Darling, casi (pero no del todo) con afecto. Además, era difícil encontrar secretarias, y más difícil aún conservarlas.
En ese momento sus ojos se posaron en un anuncio tan grande que ni siquiera había reparado antes en él. Ocupaba toda una página de la guía, al principio de la sección de niñeras. «OOO Oolito: Cuidado y Seguridad Infantiles —decía—. Comprendemos los problemas de los pudientes. Precios competitivos. Agencia no afiliada. Olvide sus sinsabores: contrate a los mejores. Disponemos de referencias de la Casa Real...»
Pero papá Darling había dejado de leer al llegar a las palabras «no afiliada». Eso significaba, si no había leído mal, que OOO Oolito no formaba parte de la Red de Niñeras. Y eso significaba que no tenía acceso a la lista negra.
Marcó el número sin pensárselo dos veces.
El tono de llamada sonó durante largo rato. Finalmente, contestó una voz masculina.
—¿Sí?
—¿Estoy llamando a OOO Oolito?
—Pues sí, ¿qué pasa?
No era ése el tono que papá Darling esperaba en una agencia de niñeras, por muy poco afiliadas que estuviesen. Pero como ya pasaban dos minutos de la hora a la que debían llegar a la cena, prosiguió:
—Deseo hacer una solicitud para una niñera.
—¿Qué?
—Yo... esto... Necesitamos una niñera.
—¿Cuándo?
—De corto a medio plazo.
—¿Cómo dice?
—Dentro de diez minutos, como mucho.
La persona que estaba al otro lado de la línea hizo un ruido de succión con los labios.
—Pues... no sé —dijo—. A ver, hemos enviado a la señorita Georgina a cuidar a los hermosos churumbeles de la reina de Tonga...
—¿Los qué?
—Los churumbeles. Los críos. Y la señorita Doberman está en Hoxton con el Loco Dave, el artista. A sus fierecillas les gusta morder, pero tenemos la esperanza de que esta vez la antirrábica surta efecto. Tal vez podamos encontrar un hueco para usted el martes.
—Interesante propuesta —comentó papá Darling—.
Si la modificamos ligeramente, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo satisfactorio...
—¿Ein? —preguntó la voz.
—Escucha, majo —murmuró papá Darling en tono amenazador—. Yo y mi señorial esposa vamos a salir a cenar con la clase de personas que en tu vida soñarías con conocer, así que queremos que nos mandes a una de tus proletarias empleadas, para ayer, o incluso mejor antes. ¿Me sigues?
Algo en la voz del hombre cambió notoriamente.
—Uuuh —dijo, emitiendo un sonido semejante al arrullo de las palomas urbanas—. Así que va a salir a cenar el señor, ¿o debería decir Su Excelencia? ¿Pero por qué no lo ha dicho antes, hombre? Triple O Oolito pondrá con sumo gusto a su servicio a nuestra, ejem, niñera especial para situaciones de emergencia, la señorita Petro, cuyo nombre completo es Petronila Padilla. ¿A qué dirección debo enviarla, Su Alteza?
De pronto, papá Darling se percató de que aquella persona tan poco convencional pero respetuosa le caía simpática.
—Al número uno de la avenida del Mariscal Pinturero —respondió él.
Se produjo una pausa, que papá Darling interpretó como señal de admiración.
La voz al otro lado de la línea sonó todavía más melosa:
—¿Ah, sí? Qué estupendo, si me permite decírselo. La señorita Padilla saldrá para allá en cuanto haya metido la pistola aturdidora en su bolso, por usar una frase hecha, je, je.
—Procure que así sea —exigió papá Darling con autosuficiencia y acto seguido colgó el auricular. Qué curioso; normalmente pedían dinero.
—¿Y bien? —preguntó la señora Secretaria Darling, con una voz que ya no recordaba al caramelo, sino a un puñado de vidrios rotos—. No has encontrado a nadie, y nuestra cena se va a la porra. Y mira que te lo he dicho: es dificilísimo encontrar niñera, pero claro, los hombres no entend...
—Querida —la cortó papá Darling. Se disponía a hacer un comentario sobre lo mucho que la estrategia de embellecimiento personal de la señora Darling enriquecía su vida, pero ella relucía con tal intensidad que él creyó que le iba a dar algún tipo de ataque epiléptico. Era uno de aquellos momentos en que resultaba más conveniente emplear el lenguaje coloquial—. ¡Arrea! —exclamó, protegiéndose los ojos con la mano—. Estás literalmente radiante, querida. Yo siempre he dicho que los zafiros combinan con los diamantes, y veo que los cabujones de rubí son la guinda perfecta. La niñera Padilla estará aquí en unos cinco minutos.
Los niños estaban sentados en el alféizar de la ventana del cuarto de juegos, dando taconazos contra la fachada y contemplando con el ceño fruncido la desierta avenida del Mariscal Pinturero. Por supuesto, estaban infringiendo flagrantemente las normas, pero en ese momento no había ninguna niñera a la vista que les recordara esas normas. Un sedán negro torció la esquina con dos ruedas en el aire y se detuvo bruscamente junto al bordillo con un chirrido de frenos.
—Qué coche más curioso —comentó Iris.
—Es un Jaguar —explicó Narciso—. Mark 2, con parabrisas doble. Es el clásico vehículo de huida de los atracadores de bancos. Necesita un cambio de bujías.
La puerta del Jaguar se abrió de golpe. Una figura salió tambaleándose y se quedó encorvada contra la brisa. Llevaba un bombín marrón. Visto desde la segunda planta, todo el mundo parecía bajito y fornido, pero no tanto como aquella figura.
—Parece nerviosa —observó Narciso, enfocándola con sus gafas de visión nocturna.
—Espero que lo esté —dijo Prímula.
La niñera sacó de su bolso un objeto que despedía destellos a la luz procedente de las enormes puertas vidrieras de los Darling. Se lo llevó a los labios y echó la cabeza hacia atrás.
—Es whisky —les informó Narciso—. Big Cogorza's.
—Pobre inconsciente —suspiró Iris—. Ya viene.
La niñera se había secado los labios con el dorso de la mano, irguió las anchas espaldas y subió los escalones de mármol de la entrada. En la planta baja, sonó el tenue y lejano sonido del timbre.
—¡Ya se van! —exclamó Prímula.
En efecto: la puerta principal se abrió, y la señora Secretaria Darling, espectacular con su vestido de fibra metálica dorada, se dirigió majestuosamente hacia el Rolls. Tras ella salió papá Darling, mirando su reloj, como de costumbre.
—¡Señorita niñera! —dijeron los niños con dulzura, recogiendo un cojín cada uno y abriendo de par en par la puerta de la habitación.
Los pequeños Darling habían establecido todo un ritual para recibir a las nuevas niñeras.
Lo que ocurrió a continuación fue lo siguiente:
El pasamanos de la espléndida escalera oval formaba una brillante espiral de caoba desde la planta de los niños hasta el vestíbulo.
—¡Ensillad! —chilló Iris, que había visto La carga de la brigada ligera, una película que todas las niñeras aprobaban.
Los niños colocaron sus almohadones sobre la caoba pulimentada con un gesto decidido.
—Conforme vaya diciendo vuestros números, montad, avanzad al paso y luego al trote —les recordó Iris—. ¡Uno!
Narciso era el Uno. Echó a correr empujando su cojín a lo largo de la barandilla. Cuando llegó al borde de la escalera saltó y se sentó a horcajadas sobre el pasamanos, inclinado hacia adelante, y aceleró pendiente abajo, mientras Iris, a su espalda, gritaba «¡Dos!» y Prímula subía a la barandilla. A la voz de «¡Tres!» la propia Iris saltó también, y al poco los tres se deslizaban vertiginosamente, gritando: «¡A la caaaarga!»
Narciso había calculado que alcanzarían una velocidad de 49,9 kilómetros por hora. Aunque en realidad no importaba la velocidad exacta: todas las niñeras la encontraban sumamente ofensiva. Por ejemplo: la señorita Danvers se había escabullido por la puerta a toda prisa sin siquiera haber tenido tiempo de posar su maletín en el suelo. A la señorita Dredd, que había fingido no notar nada extraño y había recibido el impacto de los botines de Narciso justo en la boca del estómago, habían tenido que llevársela al sanatorio de niñeras en dos ambulancias. Por lo general, las niñeras que tenían buenos reflejos se lanzaban bajo la maciza mesa de mármol y oro del salón. Aunque nunca recuperaban su prestigio por completo.
Ésta era diferente.
Al grito habitual de «¡banzái!», un sólido ariete compuesto por niños salió despedido del extremo inferior de la barandilla y se precipitó, con los pies por delante, hacia donde la nueva niñera debía estar, con sus zapatos estilo Oxford, diciendo «mequetrefe» sin perder la sonrisa, como sólo las niñeras saben hacerlo.
Pero allí no había ninguna niñera. En cambio, Narciso vio una pila anormal de almohadones que alguien había colocado para amortiguar su caída. Acto seguido, él y sus hermanas aterrizaron con un sonoro cataplum.
Mientras Narciso intentaba desenredar sus piernas de las de las niñas, las oía hablar.
—Interesante —decía Iris, en un tono que indicaba que estaba tratando de dilucidar las intenciones de alguien—. Muy interesante.
Prímula se reajustó la cinta del pelo con una sonrisa enternecedora.
—Desde este momento se acabaron las contemplaciones —farfulló.
Narciso, por su parte, miraba a la niñera.
Era una mujer de baja estatura, pero más robusta que ninguna otra niñera que hubiese visto en la vida. Estaba al otro lado del umbral del comedor. Uno de los cajones del aparador estaba abierto. La niñera se había puesto en el ojo un cristal de aumento de los que usan los joyeros y examinaba un puñado de cubiertos. Al percatarse de que Narciso la observaba, alzó la vista.
—Hola—saludó—. ¿Tú quién eres?
—Ocúpese de sus asuntos,—replicó Narciso, ansioso por encauzar las cosas por el buen camino tras el fracaso de la carga de la brigada ligera.
—¿Se puede saber qué está haciendo? —inquirió Prímula.
—Sólo estaba curioseando —respondió la niñera—. Inspeccionando el terreno, por así decirlo. Bonita cuchara, si os interesa mi opinión.
—No nos interesa —repuso Iris.
Los tres niños clavaron en la niñera su consabida Mirada Silenciosa. Ella se aflojó el cuello almidonado, ligeramente aturullada.
—¿Cómo se llama? —preguntó Iris.
—Soy la niñera primera Petronila Padilla —contestó la niñera—. Pero podéis llamarme Petro.
—Es la hora de nuestra rica cena, señorita Padilla —anunció Iris, en el mismo tono glacial de antes.
—Oh... Ah... —dijo la señorita Padilla—. Bueno, ¿qué os apetece cenar?
Los niños, atónitos, se quedaron callados. Las niñeras nunca preguntaban; daban órdenes. Iris les propinó sendos codazos a sus hermanos. Seguro que se trataba de una trampa. Pedirían pollo, patatas fritas y fresas con nata, y la niñera les daría puré grumoso y natillas quemadas de todas maneras.
—No lo sabemos —dijo Iris, con una horrorosa sonrisa de tonta—. Es que somos muy tímidos, ¿sabe?
La señorita Padilla había estado admirando boquiabierta las estatuas y las brillantes lámparas del salón mientras silbaba una tonadilla. Ahora se acarició la barbilla con el pulgar y el índice. Su mentón aparecía cubierto por la sombra inequívoca de una barba de pocos días, cosa rara, pues por lo común las niñeras no se afeitaban, ni siquiera la señorita Virola, a quien no le habría venido mal.
—Pues os dejo escoger —exclamó la niñera, al tiempo que esgrimía un teléfono móvil—. Comida india, china o pizza.
Los niños guardaron silencio de nuevo, esta vez desconcertados de verdad. Al final. Iris habló:
—Nunca hemos probado la comida india.
—Ni china tampoco —añadió Narciso.
—¿Qué es pizza? —terció Prímula.
La señorita Padilla frunció unas cejas demasiado pobladas incluso para una niñera. Se acercó a la bandeja de las bebidas y se sirvió un vaso grande de whisky. Descolgó el auricular, marcó el número de Gran Manjará, el del Chin Chu Lín y el de Antonio's, y habló con cada uno de estos establecimientos durante cinco minutos. Cuando terminó, se volvió hacia los niños con un brillo amistoso en los ojos.
—Chicos, ésta es la primera noche del resto de vuestra vida. El futuro empieza precisamente ahora.
Los niños se quedaron sentados, más que pasmados. Se habían preparado para masacrar a esta niñera, como habían hecho con todas las demás. Sin embargo, por algún motivo, no se les ocurría nada que decir.
Excepto una frase que no habían pronunciado jamás.
—Sí, señorita.
Capítulo 3
Fue una noche de lo más especial.
A los niños, cuyo menú habitual consistía en estofado irlandés y arroz con leche requemado, les costó un poco acostumbrarse a la nueva dieta. A pesar de todo acabó por gustarles esa mezcla explosiva de sabores, especialmente la de la pizza con piña, pimientos y atún. Y lo mejor de todo fue comer en el gran salón, sentados sobre pieles de oso —papá Darling cazaba osos con frecuencia, sobre todo desde helicópteros— frente al fuego, escupiendo huesos de pollo y de aceituna a las llamas de la chimenea de gas con troncos de imitación modelo Tremendo Inferno.
Iris acribilló a preguntas a la señorita Petro. A diferencia de la mayoría de las niñeras, que opinaban que la curiosidad mató al gato, la señorita Petro llegaba al extremo de contestar a lo que se le preguntaba, aunque lo cierto es que sus respuestas no eran del todo fáciles de entender. A juzgar por sus palabras, había cuidado de muchos caballos y timbas además de niños. Iris no acababa de comprender cómo encajaban todas esas cosas entre sí. Además, Narciso interrumpía constantemente interesándose por detalles sobre los juegos de cartas, y Prímula intervenía una y otra vez para preguntar si aquella sustancia roja que bañaba el pollo tandoori les parecía ketchup o más bien barniz. A pesar de todo, los tres hicieron muy buenas migas con ella, e Iris tenía la clara impresión de que la señorita Petro sentía por los hermanos Darling una curiosidad parecida a la que ella inspiraba a los niños. Y eso resultaba sumamente inusitado en una niñera.
Aun así, no tuvieron mucho tiempo de extrañarse. Para empezar, la señorita Petro los deleitó con una breve pero auténtica exhibición de bailes marineros. A continuación les explicó a grandes rasgos las reglas del póquer. Los niños le pillaron el truco enseguida, y Petro dio por cerrado el juego después de perder once libras y media y declaró que los tres tenían un futuro prometedor. Después todos ejecutaron más bailes marineros. A decir verdad, aquel gran salón con su suelo de mármol negro y sus cuadros exorbitantemente caros de señoras gordas en pelotas nunca había sido escenario de semejantes actividades. Cuando terminaron de bailar, todos se pusieron a reír y charlar. La señorita Petro se reclinó en un sillón de brocado de oro con una jarra de plata llena del oporto añejo especial de papá Darling y encendió un Capstan Robusto.
—Venga, un poco de musiquilla —dijo, señalando el piano.
—No sabemos tocar —objetó Iris—. Además, está desafinado.
—¿Desafinado?
—Desde que se marchó mamá. Nuestra mamá de verdad. Fue hace siglos. Ya no nos acordamos de ella. Tocaba el piano con frecuencia. Stand By Me era su melodía favorita, según nos dijo papá. La cantaban juntos.
Después mamá se fue, y ahora papá no deja que nadie ponga un dedo en el piano.
—Es una pena que una pianola de primera como ésa esté desaprovechada —comentó la señorita Petro—. Muy bien, chavales, ¿a qué hora os metéis en el sobre?
—¿Eh?
—Que a qué hora os empiltráis. Os vais al catre. A sobar. A soñar con los angelitos.
—Ah, más o menos hacia la medianoche —respondió Narciso.
—Y a veces más tarde —se apresuró a añadir Iris.
—En realidad, cuando nos apetece —puntualizó Prímula. Aunque esta niñera parecía mucho mejor que las otras, más valía no bajar la guardia. Los Darling habían tenido niñeras durante el tiempo suficiente para saber que cualquier gesto amable era una muestra de debilidad.
La señorita Petro apuró el oporto, soltó un eructo y arrojó su colilla al Tremendo Inferno.
—Pues se siente —dijo—, pero a partir de hoy estáis bajo un nuevo régimen. Ahora mismito os vais a la cama. Sin rechistar.
—Ooh, señorita Petro —gimotearon los niños al unísono. Iris intercambió una mirada con Narciso, que dio un ligero codazo a Prímula, y los tres se acercaron a la niñera y se aferraron a su falda—. Va, porfaaa... Nos lo prometiste.
La señorita Petro llegó a ruborizarse, como si no estuviese acostumbrada a esta clase de trato.
—Cuchi, cuchi, cuchi —le dijo Iris, haciéndole cosquillas en el costillar.
—Ji ji ji —rió la inocente y confiada señorita Petro.
Iris ya había dado la señal. Mientras Prímula y Narciso le hacían cosquillas, los ágiles dedos de Iris le registraban todos los bolsillos del uniforme. Era el procedimiento que ponían en práctica con todas las niñeras que daban muestras de debilidad.
La señorita Petro se enderezó trabajosamente, quitándose de encima a los pequeños Darling como una montaña que se despojara de las rocas que la cubren.
—¡Ya basta! —gritó—. ¡A la cama!
Y los tres subieron corriendo las escaleras con chillidos de júbilo infantil.
—¡Contaré hasta diez y subiré! —les advirtió la niñera desde abajo.
La puerta de la habitación de los niños se cerró.
—Muy bien —dijo Narciso, borrando la expresión bobalicona de su rostro—. Dejádmela a mí. Estad listos a la cuenta de cinco.
—Entendido —asintió Prímula.
—¿Qué es lo que has entendido? —inquirió Iris—. Oh, no, el Kit del Pequeño Robacoches otra vez no.
Pero Narciso ya había puesto manos a la obra. Abrió una caja de Action Man que se encontraba en un rincón. Dentro no había un idiota de plástico con pantalones de camuflaje, sino un artilugio para copiar llaves que Narciso había montado con piezas de un Meccano y de una batidora que la cocinera creía haber tirado a la basura. Introdujo en el aparato la llave que Iris le había sustraído a la niñera; la llave, si no estaba equivocado, del estupendo Jaguar en el que había llegado la señorita Petro.
La mayor parte de los coches que les había robado a las niñeras eran pequeños, de mala calidad y de color beige, además de estar espantosamente limpios. Narciso tenía muchísimas ganas de darse una vuelta en un Jaguar.
Hizo dos copias de la llave. Cuando estaba guardando la máquina, se oyeron los pasos de unos pies calzados con unos pesados zapatos estilo Oxford que subían la escalera.
—¡Ya viene! —susurró Iris, que ya estaba en la cama, al igual que Prímula.
Narciso se metió el pijama de un salto y rápidamente se abalanzó sobre la cama.
—¡Muy bien! —gritó la señorita Petro—. ¡Todos a la piltra!
—Ya estamos, querida niñera —respondió Iris—. ¿Verdad que sí? Y nos hemos lavado los dientes.
—Y el pelo, cien veces —agregó Prímula.
—Y los zapatos —terció Narciso, en un tono de lo más repelente.
Los tres yacían en sus camas como niños buenos, tapados con las mantas hasta el cuello.
—¡Denos un besito de buenas noches, señorita! —pidió Iris.
La niñera Petro masculló entre dientes algo parecido a «uf». Aspiró a fondo y le dio un beso a Iris. Luego se acercó para darle uno a Narciso también, pero éste dijo «puaj» y la apartó de un empujón. Mientras lo hacía, metió la llave en el bolsillo de Petro sin que ella lo notara.
—¡Qué chico tan tímido! —exclamó la niñera, extrañamente aliviada.
—¡Cuéntenos un cuento, señorita Petro! —rogó Prímula.
—No me sé ninguno —contestó la niñera.
—¡Pues entonces cántenos una canción!
—Ah—dijo la señorita Petro—. Vale. Mi-mi-mi-mi-mi-mi-mi-miiii. Ejem.
Entonces, con una voz un tanto ronca, se puso a cantar:
Restez endormis, mes enfants.
Béfense de s'égarer la nuit,
Car des millions de voleurs immondes
Se trouvent blottis aufond de vos lits. *
Y así prosiguió la canción durante un buen rato.
—¿Qué significa eso? —preguntó Prímula.
—Está en francés —le informó la señorita Petro—. Leed la nota al pie de página.
—Ha sido maravilloso —aseguró Iris, que no estaba acostumbrada a que le cantaran canciones para dormir.
Pero la niñera se había marchado.
Oyeron que entraba con sus pesados pasos en el cuarto de juegos. Percibieron un sonido metálico cuando levantó la rejilla de la chimenea y, acto seguido, el borboteo de un chorro de agua y los ruidos del espetón que estaba limpiando en el lavabo. Después se oyeron de nuevo sus pasos, una exclamación aguda y el chirrido de las patas de una silla.
—¿Qué está haciendo? —quiso saber Prímula.
—Enderezando los cuadros —dijo Iris.
A las niñeras les encantaba que todo guardase su simetría. Las cosas volvían a su curso normal. Los niños permanecieron un rato acostados, satisfechos y reconfortados, hasta que la niñera de los zapatones bajó las escaleras.
Entonces Narciso se levantó y salió del dormitorio seguido por Prímula y por Iris.
Los cuadros del cuarto de juegos estaban muy rectos, y la rejilla de la chimenea, reluciente, sin el menor rastro de grasa de paloma. Por supuesto, Narciso y Prímula
*Quedaos dormidos, mis niños, no os perdáis en la oscuridad, pues millones de cacos malignos os acechan llenos de maldad.
no perdieron ni un segundo en admirar aquella limpieza. Reptaron hacia la puerta, con las mandíbulas apretadas y los ojos entrecerrados, muy decididos, que es como hay que estar cuando uno se propone afanar un Jaguar.
—Esperad —dijo Iris.
Sus hermanos se volvieron hacia ella, que estaba mirando la pared con el ceño fruncido y una uña bellamente pintada en su bonito mentón.
—Aquí hay algo que falla —dictaminó.
—Ya, es por lo que hacen con los cuadros —dijo Prímula.
—No —replicó Iris—. El trasero del oso.
—¿Qué le pasa?
—No está. —Con un gesto de su elegante mano les indicó el espacio vacío en la pared—. Ése es su sitio —señaló—, y ahora ya no está.
—Debe de estar limpiándolo —aventuró Prímula—. Esa antigualla estaba llena de polvo.
—Las niñeras siempre andan limpiando —añadió Narciso.
A pesar de todo, a Iris le pareció raro. En realidad nadie sabía para qué servía el trasero del oso. Tenía fama de caro. Dios sabe por qué. Muchos objetos colgaban en las paredes del número uno de la avenida del Mariscal Pinturero sencillamente porque eran caros. Los niños habían dejado de hacer preguntas al respecto porque varias niñeras les habían dicho que la curiosidad mató al gato, y las que sí respondían les contaban cosas tan aburridas que no se entendían. Sin embargo, había algo más acerca del trasero del oso. Había llegado a la casa muy poco después de la desaparición de la mamá de verdad...
¿Que ustedes no sabían nada de esto? Les pido disculpas.
La primera señora Darling era una persona bondadosa; de hecho, hacía todo lo que cabía esperar en una madre, salvo porque las niñeras no la dejaban entrar en el cuarto de juegos. Un día, sin decir una palabra, se marchó. Y poco después llegó el trasero del oso.
Más o menos a partir de esa época (costaba recordarlo con exactitud; ellos eran muy pequeños entonces) los hermanos Darling habían sido criados por niñeras. Ellas siempre guardaban la compostura y llevaban zapatos bien cepillados y lustrosos. Si los niños daban la lata, ellas los mandaban a la cama sin cenar.
Así fue como se convirtieron en niños muy bien educados. No interrumpían a los mayores, tenían unos modales impecables y se pasaban el día en la planta de la casa que les estaba destinada. Callados, corteses e invisibles, se desquitaban cruelmente con todas las niñeras.
Bajaron las escaleras en silencio. Al acercarse con sigilo al comedor a través del vestíbulo oyeron el entrechocar de objetos de metal. Con sumo cuidado, abrieron la puerta principal. Resguardados por la sombra de unos arbustos escandalosamente caros, avanzaron hacia el coche.
Era una auténtica belleza, negro y brillante a la luz de las farolas. Despedía un tenue pero penetrante olor a aceite de ricino quemado.
—¡Está modificado para carreras! —observó Narciso.
—Como si supieras lo que significa eso —se mofó Iris.
—Es sólo un coche —comentó Prímula—. Y apesta.
—Esperad un momento y ya veréis —dijo Narciso, introduciendo uno de los duplicados de la llave en la cerradura. Los seguros de las puertas saltaron con un chasquido profundo y grave—. Cierre centralizado instalado por encargo —dijo Narciso—. Ya podéis subir, chicas.
Ahora venía la parte que más detestaban las niñas, pues por muy buen mecánico que fuera Narciso, era un pésimo conductor. Además, los pies apenas le llegaban a los pedales.
—No me siento bien —gimió Prímula.
—No seas gallina —dijo Narciso, echando el seguro.
Los tres estaban sentados muy juntos en los asientos delanteros. Narciso se inclinó hacia delante y metió la llave en el contacto.
—Creo que voy a volver a la cama —dijo Iris—, y que le den morcilla a tu estúpido Jag... Oh oh.
La puerta principal se había abierto, y la señorita Petro estaba de pie en el umbral. Se bamboleaba un poco. Tal vez era por el whisky y el oporto. O tal vez fuese por el enorme saco que llevaba al hombro.
—Pero ¿qué demo...? —preguntó Narciso.
—Escondeos —dijo Iris, demostrando unos reflejos más rápidos. Los tres saltaron a la parte posterior y se apretujaron detrás de los asientos delanteros—. Aguantad la respiración —susurró.
Fuera se oyó el tintineo de unas llaves. Una voz, amortiguada por el acero y el vidrio del coche, tarareaba una tonada.
El maletero se abrió. Acto seguido, estalló una barahúnda de ruidos metálicos y gruñidos, como si alguien se esforzara por meter un objeto muy grande en un espacio muy pequeño. Narciso dedujo qué estaba ocurriendo.
—El Jaguar Mark 2, aunque en casi todos los aspectos es el vehículo ideal, dispone de un portaequipajes más adecuado para el turista ocasional de fin de semana que para el viajero habitual —musitó, citando una de las innumerables revistas de coches que se amontonaban en su habitación—. No obstante, el asiento posterior...
Alguien profirió una maldición. La puerta trasera se abrió, y algo parecido a un alud de objetos de metal sepultó a los niños. Iris notó un codazo suave en las costillas.
—¿Qué pasa? —siseó.
—Fe me ha mefido algo en la foca —dijo Prímula—. Ptuaj. Huele fuy fal y eftá lleno de folvo, que afeo. Pienfo que... —Se interrumpió al ver que se abría la puerta delantera. Alguien que pesaba mucho se dejó caer en el asiento del conductor. El arranque carraspeó y el motor se puso en marcha con un rugido. Las ruedas chirriaron y el Jaguar salió disparado en una perfecta maniobra de huida. El bombín marrón de la señorita Petro, que iba al volante, apenas asomaba sobre el respaldo de su asiento.
—¿Qué sucede? —preguntó Narciso, con la voz prácticamente ahogada bajo el bramido atronador del motor de seis cilindros en V,
—Te lo explicaré —susurró Iris, que había estado meditando sobre todo el asunto—. Esa niñera no es una niñera. Sólo lo fingía para meterse en la casa, y ahora ha desvalijado nuestra mansión creyéndose que estábamos dormidos. En cambio, gracias a tu afición enfermiza por los coches, vamos camino de una... de uno de esos lugares donde se esconden los ladrones, se llame como se llame.
Todos se quedaron pensativos y se impuso un silencio dominado por el fuerte rugido del motor. Prímula finalmente se las ingenió para sacarse lo que tenía en la boca. Sus dedos palparon felpa y una plancha de caoba con una placa de latón. Era el trasero del oso.
—Una guarida de ladrones —dijo.
—Bienes robados —añadió Narciso.
—Mamá Secretaria y papá se pondrán hechos una fiera —comentó Iris.
Hubo otra pausa. Entonces los tres, bajo el enorme costal lleno de plata, murmuraron a coro:
—¡Estupendo!
Sin embargo, Narciso estaba pensando en otras cosas.
Cuando el coche había arrancado frente a la casa, había echado un vistazo por la ventana y le había llamado la atención algo de lo más peculiar.
Un vehículo grande y de color claro se había detenido bajo los árboles, unos metros más adelante. Era una especie de camión descomunal, blanco, con los guardabarros oxidados. Mientras el Jaguar avanzaba a toda velocidad por la calle, los costados del camión se habían abierto y convertido en unas rampas por las que descendieron unas máquinas enormes. Se trataba de una excavadora, un volquete y un bulldozer, o algo parecido, y las tres habían pasado entre las dos casetas de guardia situadas frente a la verja del número uno de la avenida del Mariscal Pinturero. La señorita Petro había echado una ojeada en derredor, y Narciso la había visto sonreír malévolamente y decir «je je».
Después el Jaguar había doblado una esquina y Narciso había perdido la escena de vista.
Todo era extraño. Muy extraño.
Capítulo 4
La velada en casa de lady Mortdarthur no había estado nada mal, definitivamente. El señor Darling había llegado a la conclusión de que era más rico que nadie en aquel salón repleto de gente rica. Eso siempre le levantaba la moral. Además, lady Alfonsine de Luxe, al ver la sutil combinación de lame dorado, diamantes, rubíes y zafiros que lucía la señora Darling, se había puesto unas gafas de sol. Eso también solía levantar la moral.
—Oooh, querido, ¿no sería maravilloso que esta noche no acabara nunca? —suspiró la señora Darling cuando iban en el coche, camino de regreso a casa.
—Es posible transformarla en una situación prolongada —respondió el señor Darling, sacando su teléfono móvil con un ágil movimiento. Cuando acabó de hablar, sopló por el tubo acústico y bramó—: ¡Chófer!
—A sus órdenes, señor —contestó el chófer, limpiándose las gotitas de saliva de la oreja con un pañuelo.
—¡Al aeropuerto! —ladró el señor Darling—. ¡A la terminal de salidas de vuelos de primera clase al Caribe!
—¿Al Caribe? —preguntó la señora Darling.
—Desayunaremos en Antigua —anunció el señor Darling—. Sol, playa, y un proyecto de asfaltado. Nos lo hemos ganado.
—Oh, sí. Y podré comprar todo lo que necesito... —La señora Darling se sumió en una fantasía color de rosa en la que iba de compras. Pero de pronto dijo—: ¿Y los niños?
—La niñera cuidará de ellos. Es buena mujer. —El señor Darling se atusó el cabello—. Como bien sabes, tengo experiencia en el campo de los recursos humanos. Poseo grandes aptitudes para juzgar el carácter de las personas.
—Sí, cariño —dijo la señora Darling, no del todo convencida.
—Además —agregó el señor Darling—, cuando lleguemos a Antigua, les enviaremos una postal.
La señora Darling sonrió encantada. Ya nadie podría acusarla de no preocuparse por los hijos de su marido, se llamaran como se llamasen.
—Pero qué listo eres —lo aduló, acurrucándose a su lado—. ¡Papá Darling, eres el papá más mejor de todo el mundo!
La visión se ve algo entorpecida cuando uno se encuentra boca abajo en la parte posterior de un Jaguar Mark 2 debajo de un montón de metales preciosos y el trasero de un oso. En general, lo mejor que se puede hacer es escuchar.
Los sonidos eran un tanto confusos. Estaba el del motor, por supuesto, un rugido ronco y ensordecedor. También había un ruido de fondo parecido al de una ciudad, con bocinazos y traqueteos de trenes. Además, el coche frenaba y arrancaba a menudo, probablemente en intersecciones con semáforos. Después, el vehículo dobló muchas esquinas, y se oyeron voces que hablaban en idiomas extranjeros. Finalmente hubo una sacudida y empezó a sonar un ruido sordo constante, como si se desplazaran sobre adoquines, y, poco después, el Jaguar se detuvo.
La puerta del conductor se abrió y se cerró. Las pisadas de la señorita Petro se alejaron, crujiendo sobre la grava. Narciso descubrió que empujando con los hombros podía abrirse un hueco bajo la montaña de oro y plata. A duras penas logró asomar la cabeza entre la portezuela y el Trofeo del Reto de la Federación de Empresas Constructoras que había ganado papá por haber masacrado tres especies en peligro de extinción. Al fin consiguió echar un vistazo al exterior.
—Caramba —exclamó y se sumió en un silencio cargado de estupor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Iris, pellizcándole la pierna.
Sin embargo, su hermano estaba demasiado atónito para hablar.
El Jaguar estaba aparcado en un muelle adoquinado. La luna llena brillaba en medio de un cielo sin nubes y rielaba en las negras aguas de una ensenada amplia. Nada se movía en la superficie, excepto las pequeñas olas, siempre cambiantes, siempre iguales.
La señorita Petro caminaba por unas herrumbrosas vías de tren en dirección a un muro alto que formaba parte de un edificio enorme con torrecillas rematadas por agujas. Tal vez fue un efecto de las caprichosas sombras que proyectaba la luna, pero a Narciso le pareció que en otro tiempo había habido letras muy grandes grabadas en la ancha obra de mampostería que separaba el mirador, con su hilera de ventanas rotas, de la fila de contrafuertes, semejantes a las raíces de un fantasmal árbol de piedra.
La señorita Petro llegó ante un gigantesco portón de dos hojas, tachonado de clavos.
—¿Qué ocurre? —insistió Iris, pellizcando de nuevo a Narciso.
Éste le describió la escena.
—No sé qué pensar de todo esto —dijo Iris.
—Pues yo sí —dijo Prímula.
—Eso es porque eres demasiado pequeña y no te enteras —replicó Iris.
—¡Huuuy! —se mofaron a la vez Prímula y Narciso—. ¡Iris la niñera!
Iris notó que se sonrojaba de vergüenza. Sus hermanos tenían razón, por supuesto. Como era la mayor, a veces se dejaba llevar por pensamientos que casi cabría calificar de niñerescos.
—Os ruego que me disculpéis —dijo.
—No tiene importancia —respondió Narciso.
—Es perfectamente comprensible —añadió Prímula.
—La cuestión es la siguiente —dijo Narciso—: no tenemos donde escondernos. Si intentamos huir ahora, ella puede perseguirnos con el coche y atraparnos.
Iris chasqueó la lengua en señal de desaprobación, como llevan haciendo todas las hermanas mayores desde que a un hermano menor se le ocurrió la genial idea de que a lo mejor las pieles de los tigres dientes de sable serían unas buenas alfombras para la caverna.
—¿Y si no huimos y él nos lleva al otro lado de ese muro?
—Entonces estaremos en la guarida —contestó Narciso.
—Donde habrá un botín —terció Prímula—. Un botín inmenso.
—Además, el trasero del oso está aquí.
—Eso es, en efecto, un tanto misterioso.
—Supongo que sí.
Se impuso un silencio mientras los tres niños meditaban sobre el trasero del oso, el momento de su aparición —que se remontaba a su más primitiva infancia—, y el robo de que había sido objeto esa noche.
—Hmmm —dijo Iris al cabo de una pausa más bien larga—. Entonces ¿qué hacemos? ¿Seguimos al trasero?
—Pues, ya puestos... —dijo Prímula.
—¡Chsss! —las acalló Narciso.
La señorita Petro hizo girar una llave enorme en la cerradura de una de las puertas y procedió a abrirla a tirones, dejando al descubierto el vano, un arco oscuro como boca de lobo. Después echó a andar de vuelta hacia el coche.
Narciso, boquiabierto, se colocó una cubitera boca abajo sobre la cabeza para protegerse. Había visto algo espantoso a la luz de la luna.
La señorita Petro se había quitado el bombín.
Las niñeras siempre tenían el cabello castaño y bien cuidado, se lo peinaban con esmero y se lo recogían con redecillas para que pareciera una caca de caballo.
En cambio, la cabeza de la señorita Petro relucía, blanca como un huevo, bajo la luna.
La señorita Petro era completamente calva.
La portezuela del lado del conductor se cerró de golpe, y el motor arrancó de nuevo con un rugido. La señorita Petro introdujo el coche a través del portón, bajó y luego cerró con llave. El Jaguar avanzó de nuevo. Se oyó el claxon: pi pi pi piii. Un chirrido mecánico invadió el coche.
—Esto empieza a resultar un poco aterrador —comentó Iris, con la voz ahogada bajo todos los objetos de plata.
—Más que un poco —repuso Prímula.
—Yo diría que aterrador del todo —susurró Narciso.
—Pero interesante —murmuró Iris.
—Es salir de la rutina —bisbiseó Prímula.
—¡Jopeta! ¡Ya lo creo! —musitó Narciso.
—¡Narciso! —sisearon sus hermanas.
—Mil perdones —susurró él—. Me he emocionado más de la cuenta.
—Nosotras también —dijeron Prímula e Iris.
Los envolvía el fascinante estruendo de engranajes que giraban.
—¿Y ahora qué? —preguntó Narciso en voz alta.
Iris tomó una decisión.
—¡Arriba!
Los tres se levantaron y emergieron de un relumbrante mar de metales preciosos.
—¡Mecachis! —exclamó la señorita Petro, volviéndose tan deprisa que oyeron crujir su cuello. Llevaba un tatuaje en la coronilla. Cuando Iris lo miró con atención descubrió que se trataba del dibujo de un águila.
—¡Es usted un hombre! —chilló Prímula.
—¡Toma, pues claro! —exclamó la señorita Petro, bastante aturdida—. Y vosotros ¿quiénes sois?
—Somos los hermanos Darling, señorita —respondieron a coro.
—Que me aspen —dijo la señorita Petro—. Pues sí que lo sois.
Los tres empezaron a soltar dulces balbuceos; obviamente, no les quedaba más remedio que recurrir al infantilismo.
—¿Es que no lo recuerda? Llegó a nuestra casa, esquivó la carga de la brigada ligera, encargó una cena de lo más extraña, nos arropó en la cama y nos cantó una canción...
—Y afanó las cucharas —señaló Narciso, con suma tranquilidad.
—Y el trasero del oso —agregó Iris.
La señorita Petro, que estaba reclinada en el asiento del conductor, limpiándose las uñas con una navaja automática, la cerró con un siniestro y experto movimiento de muñeca y se la guardó en el puño de su blusa de niñera.
—¿Y qué pasa con el trasero del oso? —inquirió.
Tal vez fuese un hombre con un águila tatuada en la cabeza rapada, pero era también una persona uniformada, lo que la convertía en objetivo legítimo.
—¿El trasero del oso? —preguntaron los tres, empleando la vieja técnica de repetir lo que se les decía y fingir ignorancia, gracias a la cual la niñera De Sastre había acabado en un manicomio en menos de dos semanas.
La señorita Petro sacudió la cabeza, aparentemente desconcertada.
—Debería llevaros derechito a vuestra casa —dijo—, pero la cosa no es tan fácil.
—De todas formas —intervino Iris—, ya nos has traído hasta aquí, y ahora nos gustaría quedarnos un ratito.
—Una idea fetén —gruñó la señorita Petro con aire sombrío—. Quiero decir, eso sería estupendo.
—¡Oh, muchas gracias, señorita! —gritaron con entusiasmo los pequeños Darling.
—Ya vale con lo de «señorita» —protestó Petro.
Los niños asintieron en silencio. Todos sabían que estaban metidos en una situación preocupante, pero cada uno estaba absorto en pensamientos distintos. Prímula se preguntaba si dolería mucho hacerse un tatuaje en la cabeza, porque a veces se cansaba de las cintas para el pelo y las mejillas sonrosadas. Narciso admiraba la gigantesca grúa que estaba haciendo bajar una red de carga desde muy alto, y se preguntaba qué clase de edificio era aquel junto al que habían aparcado. Como de costumbre. Iris meditaba sobre cuanto ocurría, intentando discurrir la manera de obtener respuesta a algunos de los miles de interrogantes que se agolpaban en su cabeza.
—Seguro que estás preguntándote qué hacer con nosotros —señaló.
—Pues sí —admitió Petro.
—Te recuerdo que has de tratarnos bien —advirtió Iris.
—Ya no estáis en vuestra mansión —les recordó Petro—. Podría arrearos un porrazo en la cabeza y pasaros por la plancha.
—¿Por la plancha? ¿Nos vas a comer? —inquirió Iris.
—No —dijo Petro—, quiero decir que podría tiraros al mar.
—Creo que eso no te conviene —replicó Iris, aunque en el fondo no estaba tan segura. Al fin y al cabo, se encontraban en el coche de un desconocido, dentro de una muralla con un portón lleno de clavos, y la red de carga estaba muy cerca.
«Bah —pensó—. Hay que ver el lado positivo.» Estaban solos, sin padres ni niñeras alrededor, a menos que Petro contase como niñera, lo que no era el caso. Llevaba años soñando con una situación como ésta.
—Entonces —dijo Petro—, ¿qué me impide echaros al agua?
—¡Por favor! —soltó Iris en tono irónico, chascando la lengua con impaciencia—. Eres un ladrón, no un asesino. ¿Dónde está tu ética profesional?
—No te falta razón en eso —reconoció Petro—, pero ¿y si yo fuera también un asesino? A lo mejor estoy pluriempleado.
—Ni hablar —repuso Iris, si bien tenía la boca seca como el papel de lija.
—Disculpadme un momento —dijo Petro. La red de carga había llegado al suelo. Los niños advirtieron que había dos hombres agarrados a los lados. Uno de ellos medía sólo un metro de estatura. Ambos tenían la cabeza rapada y varios tatuajes. Empezaron a cerrar la red en torno al coche.
—Daos prisa y subidlo cuanto antes.
—¿Fon rehenef? —preguntó el hombre de un metro de estatura, que no tenía dientes, mirando por la ventanilla del Jaguar.
—Rehenes —confirmó Petro con una carcajada perversa. A Iris aquella perversidad le sonó un poco forzada.
—Se está echando un farol —aseguró Iris—. Somos sus invitados. Invitados de honor. Subidlo, chicos.
—¡Ostras! —exclamó Petro, y a Iris le dio la sensación de que no se equivocaba y debajo de aquella coraza tatuada había un tipo con un corazón de oro.
El Jaguar estaba ya totalmente envuelto y sujeto a la red, y la grúa empezó a izarlo, con sus ocupantes dentro.
—Escuchad —susurró Petro—. Esto no ha sido idea mía. Yo lo único que quiero es llevar una vida tranquila. Os llevaré a casa, ¿vale?
—No queremos regresar a casa —dijo Prímula—. Si nos devuelves allí, nos chivaremos. Tú mismo.
Se impuso un silencio absoluto salvo por el rumor mecánico de la grúa. Iris trataba de concentrarse en lo que ocurriría cuando llegaran arriba del todo. Sin embargo, había algunas distracciones.
La pared a lo largo de la cual los estaban izando medía unos treinta metros de altura. Conforme subían, vieron desfilar ante ellos varios ojos de buey. Algunos de ellos estaban iluminados. A través de una de esas portillas, Prímula atisbo una enorme cocina de hierro fundido que se extendía hasta perderse de vista. A través de otra, Narciso entrevió unos generadores de latón bruñido.
—¡Oooh! —exclamó Iris cuando pasaron junto a un salón de baile.
—Es un barco —concluyó Narciso.
Desde luego que era un barco; un barco de enormes dimensiones. Dejaron abajo cubiertas, galerías, botes salvavidas. Vislumbraron unas chimeneas redondas descomunales que se alzaban majestuosamente entre vaharadas de vapor. A sus pies, reducido a una fina franja debido a la distancia, estaba el muelle. Al mirar a Petro, Iris vio que se le había emplastado una especie de sonrisa sentimental en el rostro. Al parecer, el ladrón estaba orgulloso del barco. Iris decidió hacer el intento de ganárselo.
—Es lo más asombroso que he visto nunca—afirmó.
—Sí, ¿verdad? —dijo Petro, ruborizándose ligeramente—. Es el buque de vapor Cleptoman. Ahora mismo está atracado en las dársenas privadas de la Compañía de Vapores Transglobal. En otro tiempo fue el orgullo de la flota. Ahora pertenece a OOO Oolito: Cuidado y Seguridad Infantiles.
—¿Cómo conseguisteis el barco?
—Lo apañamos. En cierta forma.
—¿A qué te refieres con eso de «en cierta forma»?
Petro se sonrojó.
—Lo apañamos y punto.
—Pero si sigue aquí.
—Sí —admitió Petro—. Siempre nos pasa lo mismo.
—Genial —comentó Iris con sarcasmo.
—No hace falta ser tan mordaz —protestó Petro, ofendido—. Vamos mejorando. Os lo explicaré cuando lleguemos allí.
Una cara apareció al otro lado de la ventanilla.
—Tiene rafón, ¿fabéif? —dijo la persona extremadamente pequeña y sin dientes, aferrada a la red de carga—. La práctica hafe al maeftro. Difculpadme. No he podido evitar oír lo que defíaif. Fodolí Penseque a vueftraf órdenef. Ya cafi eftamof a bordo.
En efecto; la red que envolvía el Jaguar se balanceaba ahora sobre pistas de tejo y una piscina llena de algo que parecía carbón, hacia una cubierta verde en la que había pintada una J blanca.
Poco después, la grúa depositó el coche sobre ella.
Aparecieron cinco hombres con carretillas. Vaciaron el asiento posterior de objetos de oro y plata y se llevaron el trasero del oso, transportándolo con extraña delicadeza. Apenas había oro y plata suficientes para llenar tres carretillas y media.
—¿Efo ef todo? —preguntó Fodolí, claramente decepcionado.
—Pues claro que es todo —respondió Petro a la defensiva.
—Ah, eftupendo. Lo que ocurre ef que...
—¿Qué?
—Bueno, no ef mucho, ¿o fí? Me refiero a que feguramente había alfombraf turcaf, una cadena de múfica, un par de telef, un trefillo, cofaf por el eftilo. ¿Y qué me difef de la caja fuerte?
Petro frunció el ceño con aire amenazador.
—Oye —dijo—, yo estaba con un bombín marrón en una casa desconocida. Hice lo que pude dadas las circunstancias. Además, tengo el trasero del oso.
—¿Qué tienef qué? —exclamó Fodolí—. Increíble. ¿Yfi...?
—Chsss —lo acalló Petro, señalando con un movimiento de la cabeza a los pasajeros del coche—. El caso es que sólo tenía unas tres horas para hacer el trabajo, en primer lugar porque los padres iban a volver, y en segundo, porque, aunque me esforcé por ser amable, esos niños no son precisamente de trato fácil, como podrás comprobar tú mismo. Yo los encuentro bastante inquietos, por expresarlo suavemente. Y en tercer lugar, un camión blanco había estado siguiéndome toda la noche...
—¿Un camión blanco?
—Sí.
—¿Un camión blanco de lof malof?
—Sí.
—¿Y a qué niñof te refieref?
—A los que están en el coche.
—Ah —dijo Fodolí, que tal vez no tenía muchas luces—. O fea que no te referíaf a lof niñof que acaban de falir corriendo y fe han metido a travéf de aquella efcotilla en laf extrañaf del barco.
Petro se volvió. Había sido una noche muy, muy larga. Se percató de que en el coche y en cubierta no había nadie, y vio una escotilla abierta.
—Las entrañas —murmuró.
—¿Cómo dicef ?
—No son las extrañas. Son las entrañas. Como las vísceras. Ahora nunca los encontraremos.
—No hay tiempo para efo —dijo Fodolí—. El capitán quiere hablar contigo.
—Siempre llueve sobre mojado —se lamentó Petro.
Capítulo 5
—Ahora nunca nos encontrarán —se regodeó Narciso.
Ninguna de sus hermanas le respondió. No les gustaba que la gente dijese obviedades. Continuaron bajando en silencio por la escalera de mano de hierro grasiento hacia una oscuridad que olía a aceite. Desde muy abajo llegaban ruidos sordos y golpes metálicos raros, y en una ocasión les pareció oír un alarido. No era un sonido alentador. Ni Prímula ni Iris tenían muchas ganas de averiguar de dónde procedía, así que respiraron aliviadas cuando Narciso se apartó de la escalera al llegar a una especie de rellano. Encendió su linterna de bolsillo, la sujetó entre los dientes y empezó a dar vueltas a la manija de una enorme compuerta. Tiró de ella un poco para entreabrirla y echó un vistazo por el resquicio.
—¿Y bien? —susurró Iris.
—No hay moros en la costa —musitó Narciso.
Cruzó el umbral seguido por sus hermanas.
Se hallaban en un pasillo largo que se prolongaba en ambas direcciones hasta donde abarcaba la vista. Bajo sus pies había una alfombra suave y granate, ribeteada de amarillo en los bordes. Las paredes eran de caoba. Del techo colgaban arañas de luces de cristal tallado.
—Qué encantador —comentó Prímula.
—De lo más selecto. Pero ¿dónde estamos? —preguntó Iris.
—Probablemente en la cubierta donde se encuentran los camarotes de primera clase —contestó Narciso, que era un entendido en construcción naval. Apuntó con el dedo a la pared de la izquierda, en la que se sucedían innumerables puertas—. Suites, supongo.
—Maravilloso —dijo Iris. Cerró la mano en torno a un pomo de latón y abrió la puerta de un empujón—. Bueno, debo reconocer que es sin duda alguna perfectamente aceptable.
Estaba en lo cierto.
Los Darling se encontraban en un camarote espacioso, amueblado con sofás dorados, una mesa de nogal con seis sillas estilo Chippendale y un reloj de pie.
—Procederemos a realizar una ronda de reconocimiento. Volved para presentar vuestros informes dentro de cinco minutos —murmuró Iris con la boca torcida, corriendo los grandes pestillos de latón de la puerta.
Cinco minutos después, los niños estaban reunidos, emocionados y contentos, en el sofá.
—El baño —explicó Prímula—: bañera con burbujas e hidromasaje, ducha con regulador de chorro, lavabo, cepillos de dientes de marfil incluidos. Agua caliente abierta.
—Entendido —dijo Iris—. ¿Narciso?
—Tres habitaciones —informó Narciso—. Camas con dosel, colchas de brocado, lámparas de lectura, tubos acústicos y cartas para el servicio de habitaciones.
—Delicioso —opinó Iris—. Y yo he descubierto un mapa.
Era un objeto extenso y enmarcado. Mostraba la situación de todas las cubiertas del buque. Tres de ellas estaban marcadas como INFORMACIÓN PARA NUESTROS DISTINGUIDOS PASAJEROS. Se trataba de los camarotes de primera clase, el salón de baile y el comedor. Otras dos cubiertas estaban señaladas como INFORMACIÓN PARA LOS PASAJEROS, y en ellas estaban los camarotes de segunda clase y los de tercera, que eran pequeños, no tenían ventanas y se hallaban cerca del eje de la hélice y de los cuartos de baño de la tripulación. Por último, otras seis cubiertas estaban indicadas con la leyenda SIN INTERÉS PARA LOS PASAJEROS, y en ellas se indicaba el emplazamiento de las salas de máquinas, las cocinas, las lavanderías, las cabezas de ganado, las cámaras frigoríficas, los talleres de afiladores de patines, el puente y el resto de las instalaciones del Cleptoman que (según decía en el plano) estaban destinadas a brindar a los pasajeros el crucero transatlántico de su vida: «Lujoso, eficiente, rápido (¡seis días!)»
—Primero a las salas de máquinas —dijo Narciso.
—Después a las cocinas —indicó Prímula.
—Pero ¿y si nos pillan? —objetó Iris.
—Si todos son como la señorita Petro —observó Prímula—, esa gente no pillaría ni un resfriado.
—Ni siquiera con las dos manos —añadió Narciso.
—Bueno, nos acicalamos un poco y nos vamos —dijo Iris.
Se dieron una ducha de gotas finas y un baño con chorros potentes. Prímula saltó a la piscina de hidromasaje y nadó contra la corriente durante unos minutos. Narciso se mojó la mano y se repeinó aún más el cabello. Una vez acicalados, salieron del camarote.
Esta vez, se fijaron en un par de detalles.
El pasillo desierto al que daba la puerta del camarote llevaba ya un buen tiempo desierto, a juzgar por las nubecillas de polvo que levantaban al caminar sobre la alfombra. El pelo que Narciso había colocado en el quicio de la compuerta de emergencia seguía intacto; no los habían seguido. El hueco de la escalera todavía estaba oscuro y aceitoso. Aún sonaban los inquietantes golpes y ruidos metálicos procedentes de la oscuridad de abajo, pero ya no se oían los alaridos.
—¿Es imprescindible que bajemos? —preguntó Iris.
—He de cumplir con mi deber —contestó Narciso con gran nobleza—. Vosotras no tenéis que bajar si no queréis.
—¡Todos para uno, y uno para todos! —exclamó Prímula.
Y entonces descendieron; abajo, muy abajo, hacia el corazón de las tinieblas, unas tinieblas que lo envolvían todo. El volumen de los ruidos aumentó.
—¡Vaya! —exclamó Narciso—. ¡Qué emocionante!
—Hmmm —respondieron sus hermanas.
A Iris le habría gustado tomar a Narciso de la mano, y sospechaba que a Prímula también. Pero no se puede ir de la mano con alguien cuando bajas por una escalera vertical. Además, la educación que las niñeras les habían inculcado («Da igual si sois niños o niñas: debéis ser valientes») se lo impedía.
—Hemos llegado —dijo la voz de Narciso desde la oscuridad de abajo.
Se encontraban en una cubierta de metal. El haz de la linterna iluminó una compuerta de acero. Hicieron girar la manija, abrieron la puerta y vieron al otro lado una luz rojiza que parpadeaba. Cruzaron el umbral.
Entraron en una estancia enorme, en medio de la cual unas cosas parecidas a pilares se elevaban desde el suelo.
La luz procedía del fuego que ardía tras una rejilla situada en la base de uno de los pilares. Dos hombres provistos de palas recogían carbón de un gran montón que había en el suelo y lo arrojaban al fuego. En lo alto, entre las sombras, giraban lenta y suavemente unas barras y palancas gigantescas.
—Fantástico —opinó Narciso, boquiabierto.
—Ejem—carraspeó Iris, en una voz curiosamente alta.
Y es que dos gigantes los miraban fijamente. Ambos medían dos metros y portaban pesadas latas que goteaban aceite. Los dos eran anchos como casas. El de la derecha era probablemente el más corpulento. Tenía un asa en el cogote, aunque Iris dudaba mucho que hubiese alguien lo bastante fuerte para levantarlo tirando de ella.
Narciso sonrió como si se sintiese totalmente a gusto allí.
—Ah —suspiró—. La sala de máquinas.
—De hecho, es el cuarto de calderas —lo corrigió el hombre sin asa.
—Gracias. ¿Y ustedes son...?
—George —respondió el hombre sin asa—. Y, éste es Maletón.
—Hur, hur —dijo el hombre del asa.
—¿Dónde está el jefe?
—Allí—contestó George, señalando un cuarto de control acristalado al fondo de la sala—. Pero no os recibirá.
—Eso ya lo veremos —repuso Narciso con sequedad—. Sigan dando aceite a las máquinas, muchachos.
George le dirigió algo parecido a un saludo. Maletón dijo «hur, hur» y los dos se alejaron pesadamente hasta perderse de vista en la penumbra.
—Bien hecho —dijo Prímula.
—Una táctica de lo más eficaz —añadió Iris,
—¿Eh? —murmuró Narciso, y sus hermanas comprendieron que sus alabanzas habían producido el mismo efecto que si se las hubiesen dirigido a un pez por nadar tan bien—. Vayamos a hablar con el jefe.
Cuanto más se acercaban al cuarto de control, más raro les parecía. Era, en esencia, una habitación adosada al costado del cuarto de calderas, con paredes de vidrio. Sin embargo, éstas estaban pintadas de negro por dentro, y sólo quedaban un par de rectángulos sin pintar. Cuando estaban a sólo unos pasos de distancia, vieron que tras esos rectángulos transparentes había unos ojos castaños de bordes rojos que giraban de forma espeluznante. Por encima de los golpes y los ruidos de la maquinaria y el siseo del vapor percibieron un sonido extraño y preocupante: las campanadas de docenas de relojes.
Había una puerta en la pared de la caseta del jefe, y al lado, un timbre. Junto a él vieron un letrero que decía: LLAMA Y MUERE.
—Tal vez deberíamos dejarlo correr —titubeó Iris.
Pero Narciso ya estaba extendiendo el brazo para llamar al timbre, no con el pulgar, sino con un pequeño artilugio que se había sacado del bolsillo. Tocó con la punta el botón del timbre. Se oyó un chisporroteo, y un destello iluminó durante un segundo el cuarto de calderas, una cámara de techos altos con puentes transversales, pasarelas y levas que giraban despacio.
—Santo cielo —exclamó Narciso al consultar el indicador del artilugio. Diez mil voltios. Impresionante.
—Menos mal que no lo has tocado con el dedo —señaló Prímula.
—No me digas —repuso Narciso.
—Perdona.
La puerta se abrió hasta donde se lo permitían sus tres cadenas. Una cara apareció en la abertura. Tenía el mentón prominente, los labios caídos y rojos, y los ojos a juego.
—Estáis vivos —observó.
—En efecto —admitió Narciso—. Quisiéramos hacerle unas preguntas, si es usted tan amable...
—¡Largo de aquí! —bramó el jefe, frotándose los ojos con un pañuelo mugriento.
—Tal vez vale más que volvamos cuando se encuentre usted mejor —dijo Iris.
—¡Nadie me quieeeere! —aulló el jefe.
—Francamente —observó Iris—, no me sorprende.
—¡Buaaaaa! —berreó el jefe. La puerta se cerró de golpe y se oyó que el jefe corría docenas de pestillos.
—Así que ése es el jefe —comentó Narciso.
—Qué maleducado —dijo Iris, pronunciando cada palabra lentamente.
Y es que en ese momento no pensaba en el personaje cuyo rostro cubierto de lágrimas se había asomado a la abertura de la puerta, sino en lo que había alcanzado a atisbar detrás de él, en aquella extraña habitación negra. Las paredes estaban recubiertas de relojes: relojes de cuco, relojes de pie, cronómetros de navegación. En medio de todos esos relojes había una caja de cristal trabajado, rematada por una suerte de pirámide que terminaba en una corona dorada. Encima descansaba la figura, también dorada, de un águila con cuatro cuellos y cuatro cabezas. Dentro de la caja, contemplando el mundo con unos ojos lastimeros de cristal ambarino, estaba la cabeza de un osito de peluche. Sin duda sólo Iris lo había visto, sólo ella había captado aquella imagen en un fogonazo de su mente privilegiada.
—¿Habéis visto aquella cabeza de oso? —preguntó Prímula—. Me ha parecido un poco extraña.
—Los jefes de máquinas suelen ser un poco excéntricos —aseguró Narciso.
—Eso es evidente —asintió Iris—. Venid por aquí.
—¿Adónde vamos? —inquirió Prímula.
—Espera y lo verás —contestó Iris, frunciendo los labios. No tenía la menor idea, por supuesto. Pero había sido educada por niñeras, y las niñeras nunca, nunca se equivocaban.
Primero pasaron por una cubierta repleta de máquinas que, según Narciso, eran generadores.
—Arriba, arriba —indicó Iris, abriendo una puerta con violencia.
La cruzaron y recorrieron un pasillo tras otro; hasta ellos llegó un olor a comida que resultaba tentador, así como unos gritos que no resultaban tentadores en absoluto. En realidad, los tres hermanos Darling empezaban a sentirse sumamente cansados y hambrientos.
—Hace rato que tendríamos que estar en la cama —dijo Iris.
Y entonces toparon con una baranda. Al dirigir la mirada hacia abajo, divisaron el brillo de una superficie de madera pulida y algo semejante a un escenario.
—¡El salón de baile! —dijo Iris, casi sin aliento—. ¡Qué maravilla!
Las notas de un piano llegaban flotando desde abajo. Era una melodía cuyo estilo estaba entre el blues y el jazz, alegre y melancólico a la vez. De repente la música cesó. La figura de una mujer con un vestido de fiesta de terciopelo rojo cruzó con paso garboso el salón de baile y desapareció.
Los pequeños Darling se quedaron contemplando la sala desierta, con la barbilla apoyada en la baranda. Estaban lejos de casa, sin una niñera, sin papá, sin mamá Secretaria. Hacía mucho que había pasado la hora de acostarse. Seguramente se sentían tan vacíos como aquel salón de baile.
Sin embargo, los hermanos que han sido criados por niñeras aprenden que basta con tenerse unos a otros. En realidad sólo se sentían vacíos por una razón.
—Me muero de hambre —se quejó Prímula.
—¿Dónde estaban esas cocinas? —preguntó Narciso.
—Deben de estar ahí abajo, para que los camareros puedan llevarles deliciosos manjares a las damas engalanadas con sus bonitos vestidos y a los caballeros encantadores con sus fracs entre un baile y otro —conjeturó Iris.
—Soñadora zarrapastrosa —espetó Narciso y empezó a bajar las escaleras.
Todo el salón de baile estaba cubierto de polvo, salvo por el piano de cola que había en el escenario, cuyo lustre indicaba que lo pulían con frecuencia. Al fondo, al lado de una barra, se erguía un aparador junto al que había dos botones. Uno de ellos estaba marcado con la palabra COCINA.
—¡Anda! Es un montaplatos —señaló Narciso.
Prímula, obedientemente, echó a andar.
—No —le dijo iris.
Oyeron unas voces procedentes del otro extremo del salón de baile. Hablaban en un tono áspero y sobreexcitado.
—¡Por aquí! —gritaban—. ¡Mirad! ¡Huellas!
—No creo que nos busquen a nosotros —dijo Iris—. No nos han hecho mucho caso en el cuarto de calderas.
—¿Quieres quedarte para averiguarlo? —preguntó Narciso, subiéndose de un salto al montaplatos.
Iris se puso de puntillas y subió tras él, pasando las piernas por encima del borde con elegancia. Narciso asomó la cara ceñuda y pulsó el botón de COCINA. El montaplatos se puso en marcha y los tres descendieron hacia la oscuridad. Iris tomó de la mano a Prímula, aunque ésta parecía bastante tranquila, lo que probablemente tenía algo que ver con la proximidad de una cocina.
El montaplatos se detuvo. Como carecía de puertas, los niños pudieron ver las filas interminables de cocinas de hierro forjado que se extendían ante ellos. Entre las cocinas divisaron un trasero del tamaño de un elefante, enfundado en unos descomunales pantalones de cocinero con cuadros blancos y negros. Encima del trasero había una chaqueta blanca, embutida de grasa del mismo modo que las tripas se embuten de carne para hacer salchichas. Y encima de todo esto había una cabecita con orejas como hongos, sobre la que oscilaba un alto gorro de cocinero. Al parecer, uno de sus brazos estaba arrojándole un cucharón a alguien.
—¡Que no están aquí! —gritó una voz que sonaba como un chillido penetrante—. ¡No he visto niño por aquí! ¡He mirado todas partes! Y ahora, lárgate de mi cocina...
—Pero... pero... —protestó alguien débilmente.
—¡Calla, calla! ¡Porque yo trabajando como una mula, y ahora irme a la cama!
—Pues sí que nos buscan —rectificó Iris.
El jefe de cocina agarró un pollo asado y se alejó con andares de pato, comiéndoselo a mordiscos. Las luces se apagaron. Narciso salió sigilosamente del montaplatos y las encendió de nuevo.
—Empanada de carne con hígado —informó Prímula tras levantar la tapa de una olla y olisquear su contenido—. Judías con tomate. Pan blanco caliente. Patatas fritas. Conseguid unos platos.
A continuación se produjo un largo silencio interrumpido únicamente por el entrechocar de cubiertos. A las niñeras no les gustaba que comiesen empanadas, patatas fritas, judías o pan, excepto si todo eso era de color marrón y sabía a cartón. Por lo tanto, los niños se dieron un banquete con todo aquello. Costaba pensar que alguien que comía cosas tan deliciosas pudiese ser realmente peligroso.
Iris se terminó su segundo plato.
—Sueño —dijo.
—Volvamos al camarote —propuso Narciso.
—La suite —corrigió Iris.
—Gracias, querida —dijo Narciso.
Prímula se limitó a bostezar.
Lavaron los platos, se llevaron huevos y un poco de pan para el desayuno, subieron de nuevo al montaplatos y pulsaron el botón que decía CAMAROTES. Cuando pasaron junto al salón de baile, la música del piano invadió el montaplatos. Por unos instantes atisbaron una figura con un vestido de terciopelo rojo en el escenario; después se adentraron en la oscuridad y llegaron a un pasillo flanqueado por puertas e iluminado por hileras de lucecitas amarillas que se prolongaban hasta perderse de vista. Iris estudió el mapa con el ceño fruncido y después los guió escaleras arriba, escaleras abajo, doblando esquinas hasta llegar a la zona desierta, donde las alfombras granate estaban cubiertas de una capa gris de polvo. Allí encontraron su suite y durmieron como troncos.
A la mañana siguiente, muy temprano, Prímula preparó un desayuno excelente de huevos fritos y escalfados sobre la pequeña hoguera que Narciso encendió en la chimenea del camarote con un par de sillas. Resultaba acogedor cuando uno se acostumbraba. Después de desayunar, se dieron unos baños de hidromasaje y unas duchas ultrapotentes antes de vestirse. Iris tenía una expresión muy seria, pensativa.
—Habrá que hacer algo —dijo.
—¿Algo respecto a qué?
—Respecto a mamá Secretaria y a papá.
—¿Qué pasa con ellos?
—Alguien debería comprobar que estén bien.
Sus hermanos se encogieron de hombros.
—Si insistes...
—Bueno —dijo Iris—. Más vale que averigüemos quién manda en este lugar.
—Será un capitán —respondió Narciso.
—Dudo que un barco dejado de la mano de Dios como éste tenga un capitán —señaló Prímula.
—Pues yo estoy seguro de que sí lo hay —dijo Narciso.
—Pero ¿será un hombre de buena voluntad? —inquirió Iris.
Los tres se quedaron callados. Todos entendían a qué se refería.
—Podríamos dar una vuelta por ahí, a ver si lo encontramos —sugirió Iris.
—Explorar el territorio —añadió Prímula.
—Ver cómo funciona todo esto —apostilló Narciso.
—Además, mamá Secretaria ni siquiera nos echará en falta—dijo Iris.
—Papá tampoco —agregó Prímula.
Se impuso un silencio mientras los tres se daban cuenta de que aquella triste aseveración era cierta.
—Bueno —dijo Iris al fin—. No podemos quedarnos aquí deprimidos todo el día. Salgamos.
Y entonces salieron.
Capítulo 6
Reanudaron su exploración en la sala de máquinas. El gigante con el asa en la cabeza alzó una zarpa y dijo «hur, hur» con una mueca que podía interpretarse como una sonrisa. Eso resultaba alentador. Los ojos del jefe de máquinas seguían girando tras su mirilla entre el extraño tintineo de los relojes. Eso no resultaba alentador en absoluto. Las niñas sacaron a Narciso de las fascinantes salas de generadores bajo amenaza de recurrir a la violencia, y siguieron el rastro de aromas deliciosos que conducía a las cocinas. Esta vez, en lugar de utilizar el montaplatos, avanzaron sobre las gruesas alfombras de un comedor vacío con mesas largas de caoba sobre las que había dispuestos cubiertos brillantes de plata y vasos relucientes. Había una puerta de servicio con portillas redondas. Al otro lado se oían gritos y el entrechocar de cacerolas. Prímula se encaminó derechita hacia allí.
—Espera —dijo Narciso—. ¿Adónde vas?
—¿No tienes hambre, tú? —preguntó Prímula.
—Claro que tengo hambre —contestó Narciso.
—Pero nos persiguen unos ladrones —explicó Iris—. No sería prudente.
—¿Y a mí qué? —replicó Prímula, torciendo la dulce boquita rosada—. A los cocineros les encantan los cumplidos. —Echó a andar hacia delante, abrió las puertas de un empujón y entró en la cocina.
El techo era bajo, y el calor, intenso. Las cocinas de hierro forjado se perdían en la distancia. Varias personas se afanaban de un lado a otro entre nubes de vapor. Prímula puso rumbo hacia la fuente de vapor más próxima y desapareció entre la bruma. Iris y Narciso se disponían a seguirla cuando una voz estentórea atronó en la niebla.
—¿Qué haces en mi cocina? —rugió.
La niebla se disipó. Prímula estaba muy quieta, con las manitas blancas y finas bien apoyadas en sus caderas cubiertas de tela de algodón rosa y con la cabeza echada hacia atrás, mirando de frente una cara muy amplia, blanca como la manteca. En lo alto de esa cara se alzaba un gorro de cocinero del tamaño de una funda de almohada. Bajo la cara había una bata blanca y un par de pantalones enormes a cuadros que parecían a punto de reventar. En medio de la cara se apreciaban dos ojos pequeños y negros, una nariz de botón y una boquita de piñón, de la que salía aquella voz estruendosa.
—Tranquilo, cocinero —dijo Prímula—. Mis hermanos y yo queríamos decirle que anoche vinimos por aquí, pero como no lo encontramos, nos llevamos algunas cosillas para cenar...
—¡Tres empanada! —bramó el cocinero—. ¡Ocho rebanada de pan! ¡Seis mil doce judía! Y además huevo, panceta, tomate...
—Se lo habríamos pedido, por supuesto —aseguró Prímula, faltando a la verdad con una naturalidad pasmosa—, pero no había nadie y, como es natural, nosotros...
—¡Ladrones de comida! —gritó el cocinero.
—Pero ahora hemos confesado y le hemos pedido disculpas. Nos ha pillado con todas las de la ley, sí, señor —dijo Prímula.
—Ah. —El cocinero parecía desconcertado.
—Además, y por encima de todo —prosiguió Prímula—, queríamos felicitarle. Sus judías con tomate son exquisitas, especialmente con ese toque tan sutil de grasa de pella. Sé que mis hermanos comparten mi opinión. ¿Verdad que sí, chicos?
Iris y Narciso respondieron «sí», «así es» y «excelente» con la firmeza que sus niñeras les habían enseñado, y vieron asombrados que el ciclópeo cocinero movía los pies, nervioso, y bajaba la vista al suelo, sonriendo tontamente y ruborizado.
—Bueno... —dijo con una voz mucho más baja de lo que era habitual en él—. A lo mejor vosotros con hambre, ¿no? Dejadme ver... Por aquí tenemos filetito con salsa de cebolla y Kartoffel dauphinoise, ¿os parece bien?
—Por supuesto —respondió Prímula dándole unas palmaditas en la espalda.
Varios subalternos trajeron platos rebosantes de comida. Los niños se sentaron a una mesa en un rincón y atacaron las deliciosas viandas mientras el jefe de cocina, sin dejar de guisar en enormes cacerolas de hierro, charlaba animadamente sobre los peces gordos que había conocido. Después de coronar su opíparo refrigerio de media mañana con un postre de manzana y leche merengada sepultado bajo unos Alpes de nata montada, los niños concertaron una cita para la hora del almuerzo y se dispusieron a continuar con su exploración.
Entonces alguien oculto en la niebla carraspeó, y una figura emergió a una zona de aire limpio.
En lugar del uniforme, ahora llevaba un jersey a rayas, pantalones azules y botas militares. Aun así, el rostro, de barbilla prominente y cejas pobladas, era sin lugar a dudas el de Petro, también conocido como la señorita Petronila Padilla.
—Vosotros y yo tenemos una tarea que realizar —dijo Petro—. Vamos a hablar con el capitán.
—Glup. —Iris tragó saliva.
Dos ladrones más surgieron por entre las nubes de vapor, con sus grandes pulgares remetidos en sus anchos cinturones de cuero. Se situaron detrás de él, estratégicamente, para bloquear todas las posibles vías de escape.
—¿Seríais tan amables de acompañar a mi menda? —preguntó Petro.
—¿Acompañar a quién?
—A mi menda. A mí.
—Ah.
Subieron las escaleras y recorrieron pasillos y cubiertas laterales, kilómetros y kilómetros, y, al cabo de diez minutos, llegaron a la pista de aterrizaje verde donde estaba aparcado el Jaguar. Delante se erguía un edificio semejante a un castillo de acero, con una puerta muy trabajada, pintada de color azul marino y decorada con dibujos de anclas doradas. En el centro había unas letras trazadas con cuerdas doradas y mariposas que decían CAPITÁN.
Petro abrió la puerta y entró, seguido por los niños.
—Sentaos —ordenó Petro.
Iris obedeció. El rostro de la niñera-ladrón permaneció impasible. Iris empezó a pensar que tal vez habría sido mejor no esconderse en el Jaguar.
Pero ya era demasiado tarde.
—Mantened la cabeza erguida —dijo.
—Claro —respondió Narciso.
—Eso está hecho —terció Prímula, ajustándose la cinta del pelo.
Echaron un vistazo alrededor.
Se encontraban en un recinto alargado, con una hilera de ventanas al fondo. Había una rueda de timón en el centro, con una brújula delante. Ésta era de latón y estaba rodeada por un volante de color rosa. Otros volantes a juego adornaban los telégrafos que había a su lado, y un gran florero con rosas del mismo color adornaba la mesa de mapas. Al otro lado de las ventanas, el gigantesco edificio de oficinas de la Compañía de Vapores Transglobal se alzaba con aire amenazador sobre la afilada proa del buque.
Narciso frunció el ceño. Nunca antes había estado en el puente de un barco, pero estaba bastante convencido de que los puentes normales no tenían una decoración tan recargada como aquél.
De pronto, un teléfono rojo empezó a sonar. Petro se dirigió hacia él, pero cuando estaba a medio camino. Iris levantó el auricular,
—¿Hola? ¿Hola? —dijo una voz al otro lado de la línea—. ¿Hola?
—Hola —contestó Iris.
Petro se había quedado inmóvil, arrugando la frente con agónica expectación.
—¿Estoy llamando a OOO Oolito: Cuidado y Seguridad Infantiles? —preguntó la voz, que sonaba como un caballo haciendo gárgaras con trozos de vidrio.
—A sus órdenes, señora —respondió Iris, asumiendo sin esfuerzo el papel de niñera.
—Necesito a alguien inmediatamente —dijo la voz—. Le juro que me están volviendo loca.
—¿Qué han hecho esta vez? —inquirió Iris en tono tranquilizador.
—Han tirado una pelota —dijo la voz—, una pelota de tenis. En la alfombra. ¿Y quién va a recogerla ahora, digo yo?
—¿Con quién hablo?
—Soy lady Orthodonta Strimlingham —se identificó la mujer, cuya voz sonaba ahora como la de un caballo al borde del llanto—. Todos los criados se han ido, y ahora la niñera también, y ahí está la pelota, en el suelo.
—Deme su número —-pidió Iris—. Enseguida la llamaremos.
—¡Oh, mil gracias, mil gracias! —exclamó la voz—. ¡Pero dense prisa, se lo ruego!
Iris colgó y apuntó el número en un bloc de papel aromatizado color rosa que estaba atado con una cinta a la rueda del timón. Petro, atónito, la miraba fijamente, sacudiendo la cabeza.
—Mis respetos —la felicitó—. Has llevado muy bien el asunto.
—Oh, no hay para tanto —repuso Iris, aunque incapaz de disimular su satisfacción.
—¿Y ahora qué? —preguntó Narciso. En su mente se arremolinaban imágenes de cilindros gigantescos, aparatos de gobierno colosales, generadores titánicos, carboneras con montañas de carbón y lagos de aceite pegajoso y negro. Detestaba los volantitos que había por todas partes.
—En efecto —dijo una voz desde el otro lado del puente—. ¿Y ahora qué?
Los tres niños se volvieron en el acto. Petro se llevó la mano extendida a la frente en un respetuoso saludo. En el umbral estaba una mujer alta de cabello negro y gafas oscuras. Llevaba un salto de cama de terciopelo carmesí. Iris reparó en que llevaba las uñas de los pies primorosamente pintadas.
—Somos Iris, Narciso y Prímula —se presentó Iris cortésmente—. ¿Puedo preguntarle quién es usted?
La mujer los miró fijamente durante un rato bastante largo.
—Llamadme capitán —contestó.
—No puede ser —titubeó Narciso, horrorizado.
—Claro que puede ser —replicaron sus hermanas a coro.
La mujer bostezó. Era muy alta, olía como un jardín en primavera e iba impecablemente maquillada.
—¿Qué estáis haciendo en mi barco?
—Nos colamos en el coche de la señorita Petro —explicó Iris. Petro se puso rojo como un tomate y bajó la vista hacia sus botas—. Nos gusta mucho estar aquí, pero creemos que deberíamos avisar a nuestros padres. Se preocupan cuando están solos, ¿sabe? Bueno, puede ser que papá se preocupe.
El capitán, o, mejor dicho, la capitana, se quitó las gafas de sol y observó a Iris con gran interés.
—¿Tú crees? —preguntó.
—En realidad, lo más probable es que no —admitió Iris, melancólica. A veces se dejaba llevar por la fantasía de que la querían, pero no solía durar, de modo que se protegía con una actitud práctica—. Ah, por cierto; he atendido una llamada. —Iris refirió a la capitana con todo lujo de detalles su conversación con Lady Strimlingham y la debacle con la pelota.
—Excelente. —La capitana levantó el auricular y marcó un número. Se oyó la voz distante de alguien que se quejaba—. Ahora mismo le enviamos a una agente, señora —aseguró con suavidad, y enseguida colgó.
—Petro, niñera de servicio a la cubierta del Jaguar.
—A la orden —respondió Petro.
—Bueno, centrémonos en el tema, niños —dijo la capitana—: vuestros padres. Creo sinceramente que deberíais regresar con ellos cuanto antes.
—No nos apetece nada volver —repuso Narciso—. Nos gusta mucho estar aquí.
—Y no olvidemos que la señorita Petro robó un montón de cosas —añadió Iris con dulzura—, y podríamos contárselo a alguien.
—Además, la comida en casa es repugnante —añadió Prímula.
—Era —la corrigió la capitana.
—¿Cómo dice?
—Visteis un camión blanco —señaló la mujer.
—¿Cómo lo sabe? —quiso saber Narciso.
—Telepatía —respondió la capitana, con aire sombrío—. Cuando he dicho que deberíais regresar con vuestros padres, no me refería a que volvieseis a casa. Me temo que ya no queda gran cosa de la mansión. Pero si no queréis marcharos, yo no puedo hacer nada al respecto. Bueno —prosiguió, sonriente, como si acabara de descubrir el lado bueno de algo—. Bienvenidos a bordo. Pero tendréis que ganaros vuestro pasaje.
—¿Nos va a obligar a trabajar? —preguntó Iris.
—Mis espías me han informado de que Prímula es una cocinera entusiasta y consumada —dijo el capitán.
—¿Acaso no hacen los osos sus necesidades en el bosque? —dijo Prímula con modestia.
—Y que Narciso posee ciertas... dotes para la ingeniería.
—Supongo —respondió Narciso.
—Y que tú... Te llamas Iris, ¿verdad?... Que tú has observado a las niñeras en acción.
—De cerca y con toda atención.
—No exagera —intervino Petro.
—Muy bien, pues. —La capitana se volvió hacia una niñera menuda y sin afeitar que se personó en el puente—. Ah, Dedos. ¿Eres tú la niñera de servicio?
—Sí, ñora. —Dedos soltó una risita y le pegó un mordisco a un rollo de tabaco negro y de aspecto sospechoso—. Qué pasa, chavales —saludó y les tendió una bolsa—. ¿Un caramelo? —ofreció—. Venga, pillad un par. Perdón, tengo que escupir. —Dicho esto. Dedos salió.
La capitana pulsó un botón con una de sus largas uñas rojas.
—Personal encargado del Jaguar, preparad la plataforma —ordenó.
—¿Habla usted en serio? —preguntó Iris.
La capitana la fulminó con la mirada.
—¿Algún problema?
—Pues... —dijo Iris—. Es sólo que su apariencia no me parece la más adecuada para una niñera.
La capitana estaba horrorizada.
—¿Qué hay de malo con Dedos?
—Pues que masca tabaco —dijo Iris.
—Que escupe —agregó Prímula.
—Y esos caramelos tan grandes que come —terció Narciso.
—Además, en algunos momentos Petro incluso se mostró amable con nosotros —explicó Prímula—. Por eso desde el principio supimos que estaba pasando algo raro.
—Aunque fue muy hábil a la hora de eludir nuestros ataques —añadió Iris para ser justa—. Excepcionalmente hábil, a decir verdad.
—Ah —dijo la capitana, con la vista clavada en Petro, que, nervioso, cambiaba su peso de un pie a otro en el rincón más alejado de la habitación.
—Petro, puedes retirarte. —Se puso a limarse las uñas mientras Petro se marchaba a toda prisa.
—Bueno, como es natural, nuestra gente recibió su adiestramiento en las cárceles de Wormwood Scrubs y Sing Sing, no en la Academia de Niñeras. —Hizo una pausa—. Así que sois expertos en niñeras, ¿eh?
—Hemos tenido dieciocho —aseguró Prímula, con un orgullo exento de presunción.
—Diecinueve —corrigió Narciso.
—La última no cuenta.
—Y ahora —intervino Iris—, creo que deberíamos llamar a papá y decirle que estamos inevitablemente retenidos en un lugar seguro.
—Por supuesto —asintió la capitana.
Pero aunque llamaron varias veces, siempre saltaba el contestador automático.
—El señor y la señora Darling están en el Caribe —decía el aparato—. Por favor deje su invitación al oír la señal. Bing bong.
—Hola —dijo Iris—. Hemos salido con nuestra nueva niñera. Ya nos veremos. —Colgó el auricular—. ¿Habéis oído eso?
—Sí —respondieron sus hermanos, y luego los tres se sumieron en un silencio lúgubre. Es agradable que tus padres se preocupen por ti, aunque apenas los conozcas.
Fuera del puente, la niñera Dedos escupió más tabaco, subió al Jaguar, y se despidió de los Darling con un gesto de la mano mientras la grúa lo levantaba y lo hacía descender a lo largo del costado del buque. Los niños miraron desde el puente el coche negro que se alejaba por el embarcadero y salía por entre las puertas del muelle.
La capitana les dedicó una sonrisa deslumbrante.
—¿A alguien le apetece almorzar? —preguntó animadamente—. Le pediré al jefe de cocina que nos caliente algunas sobras.
De nuevo disfrutaron de un delicioso ágape, que esta vez consistía en sopa de tomate, hamburguesas de gambas, crepés con jarabe de arce y cuatro tipos diferentes de zumo, a cual más rico. Los hermanos Darling dieron buena cuenta de todo y después se reclinaron en sus sillas.
—Excelente —opinó Iris. Francamente, la perspectiva de conocer al Capitán de los Ladrones le había parecido poco halagüeña, pero al final había resultado ser una persona tan simpática como hermosa.
—Ya sé que no es como estar en casa —comentó la capitana—, pero con nuestros modestos medios hacemos lo que podemos para que este sitio sea acogedor.
—Gachas quemadas, eso es lo que nos dan en casa —repuso Narciso.
—Bien —suspiró Iris—, es hora de volver a la suite, creo yo.
—Espera —dijo la capitana—. Iris, ¿quieres hacerme un favor? ¿Podemos hablar un momento? —Se acercó a una hilera de tubos acústicos, dio un soplido en uno de ellos y llamó—: Niñera Petro, acuda al puente de mando de inmediato.
A continuación, guió a Iris a un pequeño tocador decorado con un ramo de fresias y con acuarelas enmarcadas que representaban escenas de crímenes famosos.
—Siéntate —indicó la capitana—. ¿Quieres tomar algo?
—Es un poco temprano para mí —rehusó Iris.
—Ah —dijo la capitana—. Muy bien. Bueno, querida... ¿cómo os llamabais, por cierto?
—Yo soy Iris —dijo la niña—. Y ellos se llaman Prímula y Narciso.
La capitana agarró una licorera que contenía un líquido transparente, se sirvió una copa pequeña y se la bebió de un trago.
—Sí —murmuró, con una expresión distante y pensativa en sus bellas facciones—. Claro, claro. Bien, la cuestión es, estooo... Iris, ¿qué vamos a hacer con vosotros? No podéis... quedaros aquí, sin más.
—¿Podría precisar un poco a qué se refiere con «aquí»? —pidió Iris—. Después quizá podamos discurrir algún plan.
—Magnífica idea —asintió la capitana. Tiró de un cordón, y una cortina dejó al descubierto una pizarra blanca—. Como ya sabes, nosotros... eh, nosotros nos apropiamos del buque de vapor Cleptoman...
—Que sigue amarrado aquí—observó Iris.
—Ten un poco de paciencia —le pidió la capitana, con una sonrisa afligida en sus labios color escarlata—. A bordo del Cleptoman hay doscientos noventa y tres ladrones, desde carteristas y ladrones de guante blanco hasta expertos en robo por alunizaje. No es por darnos bombo, pero entre ellos figuran algunos de los peores y más incompetentes rateros que haya conocido el mundo del hampa. Aun así, son buena gente. No son la clase de ladrones que se siente a gusto en la jungla de asfalto. Se sienten como en casa en un mundo más viejo, más amable. Prefieren la joyería y los cuadros antiguos a las grabadoras de DVD, sean lo que sean. Son la clase de ladrones que roba para poder llevar una vida relajada en el futuro. Mi objetivo es zarpar un día con mis ladrones hacia esa vida relajada, o al menos a algún lugar donde sus talentos especiales resulten útiles.
—Entonces ¿por qué no se han ido ya?
La capitana destapó un rotulador y escribió en la pizarra blanca las palabras POR FALTA DE FONDOS. Se disponía a escribir algo más pero cambió de idea y le puso la tapa al rotulador.
—¿Fondos?
—Dinero.
—Ah. —Iris asintió con la cabeza, educadamente.
—Pero no te preocupes por eso —dijo la capitana—. Lo que pretendemos hacer aquí en el Cleptoman es pulir nuestras habilidades y desarrollar, ejem, otras fuentes de ingresos. Y ahí es donde entras tú.
—¿Yo?
—Sí, tú —repitió la capitana—. ¡Ah, niñera Petro! Pase usted.
Y Petro entró sigilosamente, con aire bondadoso, rudo y aturullado a la vez. Detrás de él entraron Prímula y Narciso.
—Petro —dijo la capitana—, Iris pasa a formar parte del Proyecto Niñera. Y si ellos están de acuerdo, asignaremos a Prímula a la cocina y a Narciso a la sala de máquinas. ¿Crees que el puesto se ajusta a su perfil?
—Como un guante —contestó Iris—. Pero ¿qué es lo que quiere que haga yo?
—Que observes a nuestras niñeras en acción —explicó la capitana— y que, una vez que las hayas observado, nos hagas recomendaciones y me presentes un informe. Dada tu experiencia en lo que a niñeras se refiere, tus opiniones nos serán de gran ayuda. Ahora mismo estoy metida hasta las cejas en un asunto...
—El Eduardo —intervino Petro—. Blanco Van Dan.
—¿Cómo dice? —inquirió Iris.
—No importa —dijo la capitana con firmeza, fulminando con la mirada a Petro, que se ruborizó hasta el tatuaje,
—¡Cielo santo, pero qué mala cara haces! Te tomas una aspirina infantil y te vas derechito a la cama, Petro —dijo Iris, frunciendo los labios.
—¡Perfecto! —exclamó la capitana, y la condujo a la puerta—. ¡Una niñera como la copa de un pino! Corre a pedir un uniforme; Petro te presentará a los rateros principales para que vayas adaptándote, Pero antes de nada: ¿seguro que os encontráis a gusto aquí?
—Voy a estar rodeado de maquinaria —dijo Narciso con brusquedad—, Perfecto.
—¡Y le hace buena falta un poco de mantenimiento! —aseguró la capitana.
—¡Trabajaré junto al jefe de cocina! —chilló Prímula—. ¡Es un pedazo de pan! ¡Un artista del cucharón y la cacerola!
—Hmmm —dijo la capitana—. Adelante, pues. Excelente. ¡Excelente!
Capítulo 7
En un enorme vestidor repleto de prendas y bártulos para niñeras, Petronio Padilla encontró un bombín marrón, un uniforme verdoso, un delantal y un par de zapatos estilo Oxford a la medida de Iris, así como una libreta. Ella dedicó el resto del día a explorar. A la hora de la cena, vio que ayudaban a la niñera Dedos a bajar por la escalera principal del buque tras volver de su misión. Estaba lleno de quemaduras.
—Lo ataron y lo plancharon —explicó Petronio Padilla—. Pequeños sinvergüenzas.
—¿Y qué esperaba? —suspiró Iris.
Transcurrió un par de días de lo más agradables. Entonces sonó una señal por el sistema de megafonía y se oyó una voz que dijo:
—Sub-niñera Iris, acuda al puente de mando debidamente uniformada.
Con el corazón latiéndole a cien por hora. Iris se puso una bata, un delantal, un bombín y unos zapatones, y se guardó la libreta en el bolsillo. Petro Padilla llamó a la puerta de su suite.
—Te acompañaré al Armando —dijo.
—¿Adónde?
—Al Armando. Al puente de mando. Venga, vámonos.
Mientras subían las escaleras, Iris se limpió el esmalte de uñas, aunque Petro le aseguró que no era necesario, (Iris anotó algo en su libreta.) La señorita Huggins, la niñera de servicio, era en realidad un ladrón menudo y enclenque recién afeitado, con una sonrisa amable en la que destellaba un diente de oro. (Iris anotó algo en su libreta.)
—La marquesa de Costalatira. Es una cliente interesante. ¿Te importaría acompañar a Huggins como sub-niñera y observadora? —pidió la capitana, que hoy llevaba un traje sastre entallado con una falda de tubo.
—Lo haré encantada —respondió Iris.
La grúa depositó el Jaguar en el suelo. La niñera Huggins se alejó del muelle conduciendo a toda velocidad, atravesó el casco antiguo y llegó a Valle Alegre, donde se alzaban varias casas imponentes. Mientras el Jaguar pasaba como una exhalación, un trabajador de la construcción dejó de cavar, se enderezó y llamó a alguien con su teléfono móvil.
La mansión de los Costalatira era enorme y rosa, y apenas se alcanzaba a ver desde la carretera. Huggins detuvo el Jaguar con un frenazo, y la grava amarilla de aspecto caro que cubría el camino de acceso salió disparada en todas direcciones. (Iris anotó algo en su libreta.) Huggins se apeó de un salto, corrió escaleras arriba hasta la entrada principal y la aporreó con su bombín. Lo atendió un mayordomo.
—¿Qué tal, buen hombre? —saludó Huggins—. Somos las nuevas niñeras. —(Iris anotó algo en su libreta.)
—Avisaré a su excelencia —dijo el mayordomo, con expresión altanera—. Desea que se incorporen a sus actividades de inmediato. No me ha pedido que las conduzca a su presencia. La puerta de servicio está atrás. No tiene pérdida, está junto a los cubos de basura. El ala destinada a los niños es el edificio anejo. —Una sonrisa acuosa se dibujó en sus labios—. Y que Dios se apiade de su alma.
—Impresionante —comentó Huggins, curioseando mientras se dirigían a la parte posterior de la casa—. Aldabón de oro macizo. Ya no se ven muchos de ésos. Son una incitación al delito, lo digo en serio. Oh, mira, algún pobre niño se ha dejado su dulce osito... —Se agachó a recoger el encantador animal de peluche, extendió la mano...
—¡Nooooo! —chilló Iris, aferrando a Huggins por el cinturón verde elástico y tirando de él con fuerza.
Huggins la miró, desconcertado.
—Pero si no es más que un adorable koala de trapo —señaló.
—¡Y un cuerno! —replicó Iris con desdén. Arrancó una caña de una planta de bambú que crecía cerca y dio un ligero golpe al osito. En cuanto el australiano de peluche se movió una fracción de milímetro, unas enormes mandíbulas de acero saltaron de entre un montón de hojas secas y se cerraron con una fuerza terrible, partiendo la caña en dos.
—El viejo truco del koala asesino —observó Iris, escribiendo algo en su libreta—. ¿Qué decías?
Un nuevo brillo asomó a los ojos de Huggins.
—Nada —contestó.
Iris recogió los restos del koala y avanzó entre una nube de moscas hacia los cubos de basura diseminados en torno a la puerta de servicio. Huggins la siguió, procurando que no se notara que estaba rezagándose a propósito.
Rolo y Pandora di Costalatira iban vestidos con trajes de terciopelo idénticos y zapatos con hebillas. El ala destinada a ellos estaba espantosamente ordenada.
—¡Bueno! —dijo la niñera Huggins, que había recuperado la compostura—. ¿Qué queréis hacer hoy?
—Queremos patinar —dijo Rolo.
—Dentro de casa —añadió Pandora.
—¡Qué idea tan maravillosa! —exclamó la niñera Huggins. (Iris anotó algo en su libreta)—. Aguarda aquí, niñera Iriarte. —A continuación, entró sigilosamente en la casa.
Iris tuvo que admitir para sus adentros que Rolo y Pandora habían desarrollado una técnica excelente. En cuanto se pusieron los patines en línea en los piececitos, descolgaron unos palos de hockey de la pared y empezaron a jugar con un grado excepcionalmente alto de violencia. Hicieron añicos la araña de luces, dos ventanas y toda la vajilla con dibujos de conejitos que había en la cocinita. Después se enzarzaron en una pelea. Iris terminó de tomar notas en su cuaderno y se interpuso entre ellos. Un palo de hockey sobre hielo la golpeó en la cabeza, pero por fortuna los sombreros que llevan las niñeras están fabricados por la misma empresa que hace cascos para pilotos de motocicleta, de modo que Iris sólo se tambaleó un poco. Tomó aire y gritó:
—¡Basta!
De hecho, la palabra «grito» apenas alcanza a describir el sonido que salió de su boca. Era tan estridente que una de las pocas ventanas que quedaban intactas en ese lugar saltó en pedazos. Rolo y Pandora palidecieron y se quedaron mirándola.
—Y ahora escuchadme, niños —dijo la sub-niñera Iris—. No hay que ser tan traviesos ni tan salvajes.
Rolo torció el gesto en una mueca desagradable y abrió la boca para insultarla.
La sub-niñera Iris había sido criada por niñeras, por lo que sabía exactamente qué hacer.
—¡Al cuarto de baño! —rugió, agarrándolo de la oreja con la Llave para Pabellones Auditivos de las niñeras y levantándolo en vilo—. Voy a lavarte la boca con agua y jabón, y no con ese jabón aromatizado que huele tan bien, no, sino con este repugnante jabón para la ropa. ¡A frotar!
—¡Puaj! —chilló Rolo—. ¡Argblblblbl! —Su pálida cara desapareció tras una nube de burbujas.
—¡Nos portaremos bien! —gimió Pandora—. ¡Mu, pero que mu bien!
—Eso espero —resopló la sub-niñera Iris—. Y ahora, a la cama sin cenar.
—¡Pero, señorita...! —burbujeó Rolo.
—¡No es justo! —protestó Pandora.
—¡Andando! —soltó Iris—. ¡Ya!
Los dos se marcharon lloriqueando.
Iris los arropó en la cama y les leyó un cuento. Se durmieron como dos angelitos. Iris salió de puntillas de la habitación y echó los pestillos. No había rastro de Huggins en el ala de los niños, así que Iris abrió la puerta de paño verde y entró en la casa.
Le pareció de lo más corriente. Los suelos de mármol eran suelos de mármol normales, y las arañas de luces relucían, como cabía esperar. Los cuadros habituales de señoras en cueros colgaban de las paredes, y uno se hundía en las alfombras hasta los tobillos de manera poco sorprendente. Había algunos criados aquí y allá que no se prestaban atención entre sí. De la antecocina le llegaron los ruidos de vidrios que se rompían y de canciones marineras. Iris bostezó y se dirigió al comedor.
En efecto, allí estaba Huggins, robando un montón de cucharas.
Se sobresaltó y dejó caer la bolsa del botín con gran estrépito.
—Ah, eres tú —dijo.
—Pues sí, soy yo —respondió Iris, alisándose el delantal.
—¿Me haces un favor? —pidió Huggins—. Date una vuelta por la casa a ver si encuentras... —se sacó un trozo de papel del bolsillo—... una parte de oso.
—¿De un oso?
Huggins leyó en voz baja, moviendo los labios.
—Sí —contestó—. En una... plancha de Carabobo...
—¿De caoba?
—Sí, eso he dicho, una plancha de, esto... de caoba.
—Muy bien —asintió Iris y se alejó a toda prisa. Con el ceño fruncido.
Había galerías largas, galerías cortas, salones, bodegas de carbón, vino y víveres, así como un sótano donde había una red de cricket y un teatro de tamaño mediano. En una portezuela de la pared lateral del teatro había un letrero que decía: SALA DE TROFEOS. Iris se acercó, la abrió y se quedó petrificada, a punto de proferir un grito de espanto, pero se limitó a decir: «¡Cielo santo!»
Tenía ante sí a un tigre.
Contó hasta diez y luego exhaló un breve suspiro. Por supuesto, se trataba sólo de un tigre disecado. Estaba rodeado de otros animales, valientemente cazados con un arma de largo alcance por el marqués de Costalatira, disecados y colocados en pedestales o en planchas de caoba. Había una cabeza de elefante. Había una musaraña pigmea. Y, en lo alto de la pared, descubrió algo parecido al hocico de un oso hormiguero hecho de felpa marrón y raída. Debajo, en una placa de latón, decía: PATA IZQUIERDA DEL PRÍNCIPE EDUARDO, TÓMBOLA DE OGA, AÑO DE LA RATA.
Sin preocuparse por los cientos de ojos de vidrio redondos y brillantes que la miraban sin pestañear, Iris se subió a un taburete, desenganchó la pata izquierda con su plancha de madera y todo, y regresó al comedor.
Ella y Huggins arrastraron los sacos con el botín de regreso al ala reservada para Rolo y Pandora. Los niños seguían durmiendo como dos angelitos, o al menos los pestillos de su puerta continuaban corridos y no había la menor señal de que hubiesen excavado un túnel.
—¿Cómo lo has logrado? —quiso saber Huggins.
Iris se lo contó.
—Pobres diablillos —comentó Huggins.
—Me lo agradecerán en el futuro —aseveró Iris—. Y ahora dime qué sabes del Príncipe Eduardo, la OGA y las tómbolas.
—¿Lo qué? —preguntó Huggins, boquiabierto.
—Veo que muy poco —observó Iris—. ¿Piensas quedarte ahí parado todo el día, o saldremos de aquí en algún momento?
—Perdona —dijo Huggins.
Arrastraron los sacos hasta el coche y el Jaguar arrancó con un chirrido de neumáticos, conducido por Huggins, que iba tocado con su bombín marrón. A sus espaldas, algo enorme y blanco se acercó por la carretera. Las rampas descendieron con un golpe seco, y, con el rugido de motores de sonido de fondo, una excavadora, un volquete y un bulldozer enfilaron el camino de acceso a la casa de los Costalatira. Una gran nube de polvo se elevó en medio del aire tranquilo y azul...
Y luego el Jaguar dobló una esquina.
Iris anotó algo en su libreta y la guardó.
Una vez de regreso en el buque, fueron a hablar con la capitana, que llevaba un vestido de satén negro ceñido con un escote que le llegaba al ombligo.
—¿Y bien? —preguntó.
—Hemos traído un buen botín —le informó Huggins.
—¿Y qué opina la sub-niñera Iris?
—Ha cumplido con su misión de forma perfectamente aceptable —afirmó Iris.
—Qué va —negó la niñera Huggins, con la cabeza gacha—. Capitana, no quiero mentirle. De no haber sido por la sub-niñera... ¡no!... la niñera veterana Iris, tiemblo sólo de imaginar qué habría ocurrido. —En efecto, se echó a temblar. Iris comprendió que estaba pensando en el koala asesino.
La capitana arqueó una de sus perfectas cejas.
—Me temo que no exagera —dijo Iris.
La capitana pulsó un botón color rosa.
—Taza de chocolate caliente —ordenó—. Y luego procederemos a la sesión de preguntas y respuestas.
—¿Y luego qué? —inquirió Iris, que también tenía algunas preguntas que hacer.
—Verás —dijo la capitana—: mis queridos ladrones pecan un poco de bondadosos. Durante su niñez, muchos de ellos estaban muy unidos a sus padres. En la vida hay cosas que sólo puede saber alguien que haya sido criado por niñeras. Y es importante que alguien se las explique a nuestros muchachos, antes de que uno de ellos resulte herido. ¿Entiendes por dónde voy?
—Por supuesto —contestó Iris—. Quieres que dé una pequeña charla.
—Efectivamente.
Una bocina sonaba en las entrañas del barco. Un camarero apareció con una bandeja de plata sobre la que había una taza de chocolate caliente. Iris bebió, con el meñique extendido. A lo lejos se oían golpes metálicos y sordos, como si unas botas grandes subieran o bajaran por escaleras de hierro. De un altavoz de la pared salió una voz: «La sesión comenzará dentro de cinco minutos.»
—Es un chocolate sorprendentemente bueno —comentó Iris.
—Lo ha preparado tu hermana —dijo la capitana—. Me ha confiado que el secreto está en añadir unas gotitas de whisky que apenas se noten. Y ahora, bébetelo y acompáñame, querida.
Acto seguido, condujo a Iris a una zona del barco que ésta no había visitado antes. Bajaron por una escalinata gigantesca en forma de lira hasta un rellano redondo recubierto de oro.
—Por aquí —le indicó la capitana.
De pronto se encontraban en un pasillo oscuro surcado de cables y en el que sonaba un rumor como el de las olas al romper contra las rocas.
—¡Hemos llegado! —anunció la capitana.
A continuación subió con paso ágil y elegante a una tarima enorme rodeada de cortinas de terciopelo rojo. Iris estaba deslumbrada por las luces.
Se encontraban sobre un escenario. Al otro lado de los focos se extendía un mar de ladrones. Iris, con su uniforme de niñera y las manos entrelazadas, se esforzaba por no parecer sorprendida.
—Damas y caballeros, niñeras y pardillos —dijo la capitana en voz muy alta—. Tengo el honor de presentarles a... ¡la niñera Iris!
Los asistentes prorrumpieron en aplausos. Obviamente Huggins había corrido la voz. Iris, sin desenlazar las manos, se sonrojó, muy a su pesar. La capitana se apartó a un lado, con el brazo extendido y haciendo una reverencia. Iris se acercó al atril.
—Ejem—carraspeó—. Espero que mis comentarios les resulten útiles a todos. OOO Oolito presta sus servicios a una clase muy exclusiva de padres, demasiado ricos para demostrar afecto a sus hijos, demasiado ocupados para recordar sus nombres. Los hijos son despiadados y astutos. Nunca hay que bajar la guardia frente a esas fierecillas ni dejar al descubierto la menor grieta en nuestra armadura de niñeras. En el transcurso de nuestra última misión, he hecho algunas anotaciones. Me parecía que tal vez les serían de utilidad a quienes quieran enriquecer sus conocimientos sobre el oficio de niñera. —Abrió su libreta—. Bien, vamos allá. Al detener el coche frente a la casa del cliente, las ruedas esparcieron grava por todas partes, lo que me pareció emocionante, pero no muy propio de una niñera. Huggins tiene una sonrisa encantadora, pero con ella enseña demasiado los dientes. Las niñeras experimentadas dicen todo el tiempo cosas como «adoquín» y, esto..., «prisma», y nunca muestran la menor señal de diversión —Iris alzó la vista—, ni tampoco dientes de oro.
Estas palabras suscitaron un murmullo entre los presentes, que sonrieron con nerviosismo y se dieron golpecitos en los dientes, que sonaban como las notas de un xilófono.
—Después —prosiguió Iris—, nos encontramos con el koala asesino. Nunca, nunca hay que tocar un juguete sin examinarlo previamente con sumo cuidado en busca de alambres, cables-trampa, rayos láser u otros dispositivos de activación.
—Era un osito tan mono... —se excusó Huggins, que se hallaba entre el público.
—Cuanto más dulce es el cebo, más afilado está el anzuelo —sentenció Iris—. ¿Cuántos dedos tienes?
Hubo una breve pausa mientras Huggins contaba.
—Diez —respondió al fin.
—¿Y cuántos tendrías si hubieras recogido hoy ese osito?
Silencio absoluto.
—En cuanto a lo de patinar dentro de casa —dijo Iris—, ¿puede alguien decirme una ventaja?
—Es estupendo —contestó alguien de la primera fila—. Divertido y todo eso.
—¡Divertido! —exclamó Iris, algo indignada—. Ya veo. ¿Y cuántos inconvenientes de patinar dentro de casa se os ocurren?
Todos callaron, aturullados. Finalmente, una voz, desde la oscuridad, dijo:
—¿Puedes darte un golpe en la cabeza?
—Puedes... darte... un golpe... en la cabeza—repitió Iris en un tono que había pasado de la indignación a la frialdad—. Bien, quizás os interese saber que las niñeras conocen cuatro razones excelentes para oponerse a ese juego ruidoso y estúpido.
—¿Cuatro? —preguntó alguien.
—Eso es lo que ha dicho la niñera —respondió la capitana, asintiendo con la cabeza y sonriendo de oreja a oreja.
—La primera —dijo Iris—: las señoritas no deben participar en juegos violentos.
La capitana sonrió de nuevo.
—La segunda —continuó Iris—: los caballeritos no deben tratar a las damitas con brusquedad.
La capitana estaba radiante.
—Tres —dijo Iris—: los patines, ya sean en línea o tradicionales, son un invento diabólico de estos tiempos modernos. El único lugar adecuado para patinar es una pista de hielo privada para gente bien.
—¡Qué gran verdad! —la apoyó la capitana.
—Cuatro —prosiguió Iris—: lo peor de todo. Todos los juegos son malos si son violentos, huelga decirlo. Pero los peores son los que obligan a las damitas a mostrar sus p.
—¿Sus p.? —inquirió alguien.
—¡Ejem! —La capitana carraspeó con discreción desde detrás de la cortina de terciopelo rojo tras la que se ocultaba—. Creo que la niñera Iris se refiere a... aquella palabra tan temida... ¡las piernas!
—¡Hiiii! —chilló la niñera Iris, tambaleándose y quedándose traspuesta.
Narciso y Prímula se levantaron de sus asientos, subieron al escenario y arrastraron a su hermana hacia los bastidores. Una vez que se hallaron resguardados de la vista del público, Iris se levantó.
—¿Qué tal he estado? —preguntó.
—Te has pasado un poquito —observó Narciso, con la cara manchada de grasa.
—¿Por qué lo has hecho? —quiso saber Prímula, que tenía harina en el pelo—. ¡No les ha gustado nada!
—Porque si van a disfrazarse de niñeras, tendrán que comportarse como tales —explicó Iris—, de lo contrario las pillarán. Y les harán daño —añadió, estremeciéndose al recordar el koala asesino.
Se impuso un silencio.
—¿Por qué son tan idiotas? —inquirió Prímula.
—Porque adoran a los niños —contestó la voz de la capitana, a sus espaldas—. Creen que los malos padres son unos monstruos que merecen cualquier cosa que les pase. En cambio, consideran que los niños malos son en realidad seres dulces y cariñosos que se han descarriado, y que pueden recuperar la cordura si los tratan con cariño. Por eso Petro os pidió comida a domicilio y os cantó canciones a la hora de dormir.
Se produjo una pausa mientras los niños asimilaban esta desconcertante revelación.
—¡Qué raro! —exclamó Narciso.
—¡Quien piense así, lo tiene crudo! —agregó Prímula.
—¡Eso es muy ingenuo! —opinó Iris—. Lo primero que enseñan en la Academia de Niñeras es que todos los niños son perversos, malos, crueles y ruines.
—Y por eso reciben un trato perverso, malo, cruel y ruin —intervino Narciso.
—Sería una descortesía desilusionarlas —aseveró Prímula.
—Sería una grosería —convino Iris.
—Un acto de hostilidad, incluso —añadió Narciso.
—Entiendo —dijo la capitana—. Acompañadme al puente de mando.
Una vez allí, se sentaron en un tresillo de timonel revestido de calicó. A Iris le dio la impresión de que la capitana estaba triste.
—Anímese —le dijo con actitud jovial—. Todos hemos sido niños alguna vez, ¿sabe? Las cosas mejorarán.
La capitana, que estaba limándose una de sus uñas largas y rojas, negó con la cabeza, deprimida.
—No se trata de eso —repuso.
—Entonces ¿de qué se trata? —preguntó Narciso. Había pasado todo el día reafilando una válvula de condensador, una de las fantásticas tareas que había por realizar en el Cleptoman. La expresión sombría en el bello rostro de la capitana lo dejó muy asombrado. ¿Cómo podía alguien estar abatido en aquel paraíso de aceite y acero?
—No es algo que os interese —murmuró la capitana.
—Claro que nos interesa —insistió Prímula, que había dedicado la jornada a perfeccionar la receta de los bollos energéticos que, entre otros ingredientes, llevaban melaza, ginebra y esencia de galgo. Ella estaba totalmente en su salsa.
—Pretendes ocultarnos algo «por nuestro propio bien» —señaló Iris. La capitana se concentró aún más en su uña—. Te lo agradecemos mucho, pero sabemos cuidar de nosotros mismos.
—Sois niños —arguyó la capitana.
—¿Y eso qué importancia tiene? —inquirió Iris.
—La imputación ofende —dijo Prímula.
—Es un escándalo —comentó Narciso.
—Además —continuó Iris—, debe usted saber que estamos enterados de lo del Príncipe Eduardo, y... —Se detuvo a rebuscar en su mente el recuerdo de algún comentario que hubiese oído de pasada o algún vehículo que hubiese vislumbrado— Y lo de aquellos camiones blancos.
Prímula clavó en ella sus ojos color azul claro.
—El Príncipe Eduardo —confirmó, aunque parecía insegura y confundida—. Claro que estamos enterados.
Narciso la miró frunciendo las aceitosas cejas.
—¿Camiones blancos? —preguntó en un tono de perplejidad que sólo Iris percibió—. Por supuesto.
—Y queremos conocer la versión oficial completa —afirmó Iris.
—Me habéis pillado —suspiró la capitana—. ¿Qué queréis saber?
—Todo —respondió Iris—. Por qué os disfrazáis de niñeras. Toda la historia.
—Desde el principio —dijo Prímula.
—Sin omitir un solo detalle —terció Narciso.
La capitana exhaló otro suspiro y echó un vistazo a su reloj Bulgari con piedras preciosas engastadas.
—Muy bien —accedió—. Dispongo de un rato. Pero después os pediré un par de favores y espero que correspondáis, ¿entendido?
Los Darling asintieron en silencio. La capitana arrojó su lima de uñas al otro extremo del puente. La herramienta se clavó en la rueda del timón, vibrando.
—De acuerdo —dijo—. Vosotros lo habéis pedido. ¿Estáis cómodos? Os lo contaré.
Capítulo 8
—Bueno —dijo la capitana—, como ya habéis visto, los ocupantes de este barco somos honrados ladrones que intentamos ganarnos la vida en este mundo tan complicado. Y no es fácil, creedme. Ladrones con una visión...
—Ejem —carraspeó Iris con severidad.
—Perdón —se disculpó la capitana—. ¿Por dónde iba?
—Hablaba usted de ladrones, no de visiones —dijo Iris—. Por favor no se desvíe del tema.
—Ah, sí. Hemos renunciado a la violencia casi por completo. Pero robar es algo que forma parte de nuestra naturaleza. Nos metemos en las casas y arramblamos con las cucharas y otros objetos de valor, disfrazados de niñeras. —Los ojos de la capitana adoptaron de pronto una expresión extraña, mirando un poco de soslayo, de forma casi furtiva.
—No se puede decir que eso sea muy deportivo —observó Iris.
—No me vengas con eso —replicó la capitana—. Robamos a los ricos para dárselo a los pobres, es decir, a nosotros mismos. Piénsalo bien: sólo las familias ricas contratan a niñeras. Y sólo unos padres que, además de ricos, son unos miserables, llamarían a una agencia de niñeras de la que carecen de referencias para encargar el cuidado de sus hijos a un completo desconocido mientras ellos salen a cenar.
—O se van a Antigua —murmuró Iris con tristeza.
—O, como tú bien dices, se van a Antigua. Pero hay un problema. —La capitana suspiró—. En la vida uno debe enfrentarse a tantos... Mis ladrones son gente confiada, cariñosa con los niños y los animales. La mayoría sabe defenderse, y me enorgullece contar entre nuestras filas con atracadores bastante competentes. A pesar de todo, no les cabe en la cabeza que las niñeras puedan ser tan estúpidas o crueles, o que los niños criados por ellas demuestren tanto ingenio como brutalidad. Tu conferencia los ha escandalizado. Iris.
—Pues buena falta les hacía —dijo ésta.
—Están verdes —aseguró Prímula.
—Parece que hayan nacido ayer —dictaminó Narciso.
—Más vale ser una niñera ingenua que no ser una niñera —alegó la capitana—. Mis ladrones no sólo roban a los padres, sino que brindan a los niños la oportunidad de pasar una velada alegre y divertida. ¿Qué hay de malo en ello?
—Mucho —respondió Iris—, pues las niñeras, si no tienen una preparación adecuada, pueden salir mal paradas. Y ahora, dejando de lado eso, dígame ¿de qué va todo ese asunto de los osos de peluche?
Una curiosa rigidez se apoderó de las facciones cuidadosamente maquilladas de la capitana.
—¿Osos? —preguntó.
—Un oso en concreto —precisó Iris—, conocido, si no me equivoco, como Príncipe Eduardo.
—¿El Príncipe Eduardo?
—Cuyo trasero fue robado por Petro en nuestro cuarto de juegos. Y cuya pata izquierda ha sido sustraída de la mansión Costalatira por Huggins hoy mismo.
—Ah —dijo la capitana, con un aire de lo más evasivo—. Sí, El Príncipe Eduardo. Toda una pieza.
—¿En qué sentido?
—Es un clásico. Un gran clásico. El mejor producto jamás salido de los talleres del legendario forjador de osos bávaro Gustav Barbauer, con su cabeza de felpa, ojos de ágata y una laringe elaborada a imitación de la del gran tenor ruso Chaliapin. Barbauer fue el forjador de osos oficial de todas las casas reales europeas durante la Edad Dorada de los Osos, es decir, a principios del siglo XX, antes de que aparecieran los advenedizos Teddy Ruxpin y Pooh. Los archiduques rusos se llevaron consigo al exilio a sus Gustav. La reina Victoria nunca se separó del suyo hasta el día de su muerte. La única disputa de Eduardo VIII con la señora Simpson no tuvo nada que ver con el hecho de que abdicara de la corona de Inglaterra. Discutieron sobre quién tenía derecho a darle un besito al Gustav y a apretarle la barriga para que dijese «.Gute Nacht, majestad». El único Gustav que ha salido al mercado, el conocido como Príncipe Eduardo, llegó hasta aquí a través de unos turbios manejos cuando se abolió la monarquía islandesa. Fue una conspiración revolucionaria, de eso no cabe duda; el oso fue robado, vendido por tres cargamentos de bacalao seco a un intermediario sin escrúpulos y rifado en una tómbola organizada por la OGA en Valle Alegre...
—¿Qué es eso? —preguntó Iris.
—¿A qué te refieres? Ah, la OGA. Se trata de una organización de apoyo para ayudar a la gente a superar los traumas que supone tener una fortuna personal inmensa. Se llama Organización de Gente Acaudalada. Una tómbola es una especie de lotería.
—Pero ¿por qué están desperdigadas por ahí las partes del oso?
La capitana dedicó a los Darling una sonrisa hermosa y melancólica.
—Porque los ricos no saben perder. Cuando se anunció el nombre del ganador se desencadenó una terrible batalla campal. Cuando pasó la tormenta, el Príncipe Eduardo había quedado partido en siete trozos, y la gente había saltado por la ventana con su parte y se había alejado corriendo en la oscuridad, al menos hasta sus limusinas.
—Extraordinariamente ridículo —comentó Iris.
—Tienes razón —asintió la capitana—, pero he descubierto que sólo puede haber una cosa más ridícula que un rico, y eso es otro rico. El caso es que considero que lo ocurrido fue una auténtica tragedia, por lo que me he impuesto como misión en la vida reunir los pedazos del oso y devolvérselos a su dueño legítimo.
—El tipo de Islandia.
—Su Serenísima y Real Majestad el príncipe Beovulfo de Islandia, comendador de la Orden del Bacalao y doctor Honoris Causa en Ingeniería Naval por la Universidad de Reikiavik.
—Entiendo —dijeron los tres niños a coro, aunque, a decir verdad, no habían entendido nada—. Entonces la cosa es así de sencilla. Usted no tiene ningún interés personal en todo esto.
—Bueno... —titubeó la capitana.
—Bueno ¿qué?
—Se trata del oso más valioso del mundo. Los de la casa de subastas Somby's darían su brazo derecho por hacerse con él. Poseer todas sus partes tendría sus... ventajas.
—Ah —dijo Iris—. Y ¿es usted la única persona que va en pos de él?
Se produjo un silencio incómodo.
—No exactamente —contestó la capitana al fin.
—Eso explica lo del camión blanco —dedujo Iris.
Sus palabras surtieron efecto. La capitana se quedó boquiabierta.
—¿Qué sabes del camión blanco? —inquirió.
—Lo que usted está a punto de contarnos.
La capitana sacudió la cabeza en un gesto que revelaba cansancio.
—De acuerdo —asintió—. Veo que no se os puede ocultar nada. Lo cierto es que ellos también quieren el Eduardo.
—Pero ¿quiénes son «ellos»?
—Blanco Van Dan —respondió la capitana— y Eudora la Constructora. Y la Empresa.
—¿Quiénes?
—Todo comenzó hace un año, cuando aún vivíamos felices. Acabábamos de montar OOO Oolito. A los muchachos les encantaba disfrazarse, y sólo mangábamos chucherías. Pero un día nos enteramos de que siempre que terminábamos un... esto... un trabajo en una casa, venía alguien que echaba abajo una pared lateral con una excavadora y en lugar de mangar chucherías arrasaban con todo. No dejaban piedra sobre piedra —explicó la capitana—. Al parecer antes trabajaban en obras de construcción y robaban cuberterías de plata. Después empezaron a derribar las casas con unas máquinas gigantescas construidas por ellos mismos y a rescatar el botín de entre los escombros. Luego consiguen el contrato para reconstruir las casas, y lo hacen de forma muy chapucera, porque sus máquinas se caen a pedazos y no saben arreglarlas. Entonces, en el momento más inoportuno, oyeron hablar del Príncipe Eduardo y comenzaron a seguirnos y a reunir partes de él. Al final, la gente acabará por echarnos la culpa de sus tropelías.
—¿Está usted diciendo que derriban la casa para robar lo que hay dentro? —preguntó Prímula.
—Id a ver lo que queda del número uno de la avenida del Mariscal Pinturero.
—No, gracias —repuso Narciso—. Nos gusta mucho más estar aquí.
—Mi querido niño —dijo la capitana—. ¿Un cigarro? ¿No? Bueno. En fin, que están arrastrando nuestro nombre por el barro.
—¿Y la policía? —inquirió Iris.
—¿Quién?
—La pasma —aclaró Narciso.
—Los maderos, la bofia, la poli —agregó Prímula—. El largo brazo de la ley, los cuicos, los chicos de azul.
—Ah, entiendo —dijo la capitana—. Por favor, ésos no encontrarían un huevo duro en una mesa de billar. El caso es que no os podéis imaginar lo mal que va el negocio.
—Hmmm —murmuró Iris—. Ya veo. ¿Cuántos trozos del Eduardo tienen los otros?
—Uno —contestó la capitana—: el brazo derecho.
—¿Y cuál es el problema, entonces? Usted tiene tres, ¿no?
—¿Y no podría copiar el que tienen ellos?
—No —replicó la capitana—. No despediría el olor adecuado.
—¿El olor adecuado?
—Es lo que opinan los expertos —explicó la capitana, con tal aflicción en el semblante que ni siquiera Iris se atrevió a continuar interrogándola al respecto.
—Así que han de quitarles el brazo y conseguir las partes del oso que faltan.
—Sí. Quedan tres.
—¿Y sabe quién las tiene?
—Lo sabemos.
—¿Y la banda de Blanco Van?
—Que yo sepa, no. Creemos que su manera de actuar es la siguiente: siempre que el Jaguar sale en una misión, un trabajador de la construcción lo ve pasar y avisa a los demás.
—¿Cualquier trabajador de la construcción?
—Todos están en el ajo. ¿Habéis oído hablar de los francmasones? Integran una especie de sociedad secreta. Originalmente era una hermandad de albañiles. Alhamíes, trabajador de la construcción... No hay mucha diferencia. Y entonces aparece el camión blanco extragrande, en realidad una especie de garaje móvil, equipado con excavadora, volquete y bulldozer, y echan la casa abajo. Por lo general llegan demasiado tarde, claro está; ¿habéis conocido alguna vez a un constructor que sea puntual? Para colmo, su camión no deja de sufrir averías. Aun así, no se dan por vencidos.
—Entonces ¿cómo consiguieron el brazo? —quiso saber Iris.
—A una niñera que había sido marinero de la armada y pirata, un tipo encantador, el camión blanco lo siguió cuando iba a cumplir una misión. Todo ocurrió por pura casualidad. Los trabajadores de la construcción desenterraron el brazo derecho de las ruinas al efectuar una de sus obras poco escrupulosas.
—Gracias, capitana —dijo Iris poniéndose en pie—. Nos ha dado usted mucho sobre lo que reflexionar.
—Il n'y a pas de quoi—respondió la capitana, con una cortesía propia de otros tiempos—. Iris, ¿podríamos realizar una serie de pruebas de aptitud para ver si nuestras niñeras están a la altura? ¿Te parece bien dentro de media hora?
—Será un placer —contestó Iris.
La capitana se marchó. Los tres se quedaron callados durante un rato.
Naturalmente, fue Iris quien habló primero.
—Nos ha contado una sarta de embustes.
—Trolas —agregó Prímula.
—Desinformación al cien por cien —terció Narciso.
—Al menos en su mayor parte —puntualizó Iris—. Tenemos aquí a una capitana de ladrones que roba las partes de un oso de la realeza con el propósito de montarlo de nuevo para hacerle un favor a un rey destronado que seguramente no está en condiciones de compensarla por ello. ¿Qué pensáis?
—¡A otro perro con ese hueso! —exclamó Prímula.
—¡Paparruchas! —añadió Narciso.
—En cuanto a Blanco Van Dan y los trabajadores de la construcción —prosiguió Iris—, es posible que existan. Pero ¿para qué iban a querer un oso?
—Pamplinas —espetó Prímula.
—Sumamente difícil de creer —apostilló Narciso frunciendo el ceño.
—Y el brazo del oso...
—Que no se puede falsificar porque de él emana un tufo especial...
—¡Eso ya es demasiado! —la interrumpió Narciso—. O sea, ¿qué más da su olor?
—Estoy de acuerdo —afirmó Iris—. Y, por último, ¿cómo sabe ella lo de la tómbola de la OGA? ¿Estuvo presente cuando se celebró?
—Además, según ella, es ladrona de toda la vida —señaló Prímula.
—Extremadamente improbable —comentó Narciso. Frunció al máximo el entrecejo—. Y a pesar de todo...
—¿Qué? —preguntó Iris.
—Desembucha —lo apremió Prímula.
—Sé que os parecerá absurdo, pero, en el fondo... me fío de ella.
De nuevo guardaron silencio, profundamente conmocionados y algo avergonzados.
—Sé a qué te refieres —dijo Prímula al fin.
Iris soltó un resoplido y frunció los labios. Sin embargo, también sabía a qué se refería Narciso. La capitana inspiraba confianza.
—Y hay otra cosa —intervino Narciso—. El jefe de máquinas tiene una cabeza de oso en el cuarto de control.
Otra pausa, esta vez dedicada a ordenar las ideas.
Finalmente, Iris levantó la barbilla en señal de impaciencia.
—De nada servirán todas estas tonterías y especulaciones —aseveró—. Más vale que nos limitemos a observar y a hablar cuando se nos pregunte, y que seamos lo más discretos posible.
Los otros dos asintieron con la cabeza, más tranquilos al oír aquellas frases tan típicas de niñera.
—Y cuando llegue el momento —continuó Iris—, saltaremos sobre nuestra presa.
—¿Y cuál es nuestra presa? —inquirió Prímula.
—No hagas preguntas tontas —la reprendió Iris—. Bueno, ahora hemos de preparar la prueba de aptitud. Id a buscar vuestros bártulos y vayamos a salvar unas cuantas vidas.
A la hora del té las pruebas ya habían concluido. La capitana fue a hablar con los niños.
—Lo has hecho estupendamente —la felicitó—. Estoy segura de que era una prueba muy complicada. ¿La ha superado alguno de ellos?
—Dos —respondió Iris—. Muchos estuvieron a punto de superarla, y hay otros que sin duda pueden mejorar. Sin embargo, sólo dos la han superado claramente: Petronio Padilla y Maletón. Sin embargo, Maletón, bueno...
—Te entiendo —la cortó la capitana, alzando las manos.
—El asa —dijo Iris—. El tamaño. El sombrero no encaja bien por culpa del asa. Es demasiado grande.
—Te expresas como un libro abierto —la alabó la capitana.
Iris esbozó una mueca.
—Yo siempre he pensado que hay que llamar las cosas por su nombre.
La capitana frunció el ceño.
—Iris —dijo—, quiero hacerte una pregunta personal. Eh... ¿nunca has tenido la impresión de que a lo mejor estás convirtiéndote en una niñera?
—¡Dios me libre! —exclamó Iris.
—Sí —terció Prímula—. Nosotros sí que hemos tenido esa impresión.
—¡Cómo te atreves! —saltó Iris—. ¡Os mandaré a los dos a la cama sin cen...!
—¿Lo ves? —señaló Narciso.
De pronto un gran cansancio se apoderó de Iris. Se apoyó en la capitana, que le acarició el cabello.
—Vamos, vamos —intentó consolarla la capitana—. Son fuerzas poderosas, y corremos un riesgo al exponernos a ellas.
En ese momento, entre los haces de luz de la tarde se coló el timbre del teléfono del servicio de niñeras de OOO Oolito.
La capitana hizo un gesto. Iris se dirigió con aire majestuoso al puente de mando. Petro Padilla estaba allí, con el auricular pegado a la oreja.
—Espere un segundo. Gracias, señora —dijo y le pasó el teléfono a Iris.
—¿En qué puedo ayudarle? —canturreó Iris.
La persona que estaba al otro lado de la línea estornudó.
—Perdón —dijo una voz masculina—. Se me ha metió una cuerda de guitarra por la nariz.
—Qué doloroso —comentó Iris con la frialdad absoluta de una niñera auténtica—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Es una niñera, eso descarao —dijo la voz—. ¿Hola? ¿Con quién hablo?
—Con OOO Oolito: Cuidado y Seguridad Infantiles —respondió Iris—. Exactamente los mismos de antes.
—Me has pillao —dijo la voz—. Oye, tío, no encuentro a nadie. Me preguntaba si podías pasarte por aquí y, bueno, localizarme a alguien.
—¿A alguien?
—Eh... Sí, bueno, a los chavales.
—¿Se han perdido?
—Extraviado. Bueno, sí, se han perdido.
—¿Su dirección?
—Residencia Stratocaster, Club de Golf Gatoscaldado.
—¿Su nombre?
—Eric Vimétal. Seguro que me habrás oído nombrar. Cucha: tengo que irme. Te dejo la llave debajo el felpúo, ¿vale?
—Gracias —dijo Iris, haciendo una anotación—. Déjeme ver si alguna de nuestras agentes está disponible.
—¿Vimétal? —le susurró la capitana al oído—. ¿Eric Vimétal? Estuvo presente en la rifa del oso. Acepta el trabajo.
—Me complace informarle de que estaremos ahí en quince minutos —anunció Iris.
—¿Con quién hablo?
—Seguimos siendo OOO Oolito.
—Ah, sí. Demasiao. —Y la comunicación se cortó.
A esto siguió el jaleo de siempre. Sonaron campanas, pies enfundados en botas subieron escaleras de acero con gran estruendo, y la capitana anunció, a través del sistema de megafonía, con una voz inexpresiva y metálica: «Niñera de servicio, acuda a la cubierta del Jaguar.»
En realidad, todo aquel alboroto era innecesario ahora que el número de niñeras de servicio se había reducido a dos. No obstante (como bien señaló la capitana), a los ladrones les encantan las situaciones movidas; de lo contrario, nunca habrían llegado a ser ladrones.
—¿Qué opináis? —les preguntó Iris a sus hermanos mientras cargaba su pistola aturdidora en la suite.
—Raro —dijo Narciso.
—Huele a gato encerrado —añadió Prímula.
—Tomaré buena nota de lo que vea —prometió Iris— y os informaré.
—Hasta luego —se despidió Prímula.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Al poco rato, Iris y la niñera Petro, a bordo del Jaguar, pusieron rumbo a toda velocidad a la residencia Stratocaster.
El corazón de Narciso empezó a latir con más fuerza cuando, bajo sus pies, las alfombras fueron sustituidas por escaleras de hierro y él empezó a descender y adentrarse aún más en las entrañas del Cleptoman. Bueno, esto suponiendo que tuviese corazón. Él mismo empezaba a dudar de ello. Dentro de su pecho había una especie de mecanismo que en los malos momentos parecía estar hecho de plomo, y en momentos menos malos de un material un poco más ligero, tal vez de aluminio. No sabía si se trataba de un corazón, y, a decir verdad, le importaba un...
Les ruego que me perdonen. La tradición exige que al principio de cada sección de un capítulo se prepare la escena con un párrafo sofisticado que dé al lector una idea del estado de ánimo del personaje cuyas acciones se van a describir. El mensaje que queremos transmitir no tiene nada que ver con entrañas ni con engranajes. El caso es que a medida que Narciso se acercaba a las salas de máquinas, se ponía más contento, porque nada le gustaba más que las máquinas.
¿Queda claro?
Bien.
Prosigamos.
Maletón se encontraba en el cuarto de calderas. Llevaba su uniforme de niñera, muy tiznado, y alimentaba una caldera paleando carbón. Narciso acababa de deducir a qué máquina correspondía cada una de las calderas y se había arrastrado alrededor de las propias máquinas, que encontró en perfecto estado. A Narciso no le gustaba ver aparatos ociosos, de modo que le propuso a Maletón:
—¿La ponemos en marcha?
—Hur, hur —respondió Maletón, que aparentemente no sabía decir otra cosa. Se oyeron las leves pisadas de alguien que correteaba sobre el montón de carbón y apareció Fodolí Penseque.
—Impofible —dijo.
—Pero sin duda...
—Lof mecanifmof de control eftán en el cuarto del jefe —explicó Fodolí—. Y él fe ha declarado en huelga.
—¿Qué pide? —quiso saber Narciso—. ¿Un aumento? ¿Mejores condiciones?
—No ef feliz —contestó Fodolí— defde que perdió fu...
—¡HIIIl! —chilló un vozarrón procedente del interior del cuarto de control. La puerta se abrió de golpe y el jefe de máquinas apareció con los ojos girando de forma enloquecida. Llevaba un uniforme cubierto de galones y un casco rematado en punta. Estaba chupándose el dedo.
—¿Lo veif? —señaló Fodolí.
—No toqueich nada —gritó el jefe, con el pulgar en la boca—. ¡Nada!
Narciso sintió el impulso breve pero casi irrefrenable de propinarle unos azotes al jefe y encerrarlo en su cuarto a pan y agua. Entonces se percató de que empezaba a contagiarse de la obsesión de Iris. Además, el jefe era tres veces más grande que él. Por tanto, decidió representar el papel de niño curioso: eso nunca fallaba.
—Caray —dijo—. Bonito uniforme. Estoy muy interesado en las máquinas con condensación de vapor de escape y de triple expansión. Poseo una fantástica colección de cromos de Barcos del Mundo y mi sueño dorado es ver una Crombie and Wychbold 5.01 en funcionamiento.
El jefe se sacó el dedo de la boca y posó sus ojos castaños de perturbado en el pequeño y entusiasta Narciso.
—Insecto —dijo.
—No, en serio —insistió Narciso—. O mucho me equivoco, o ésta es la 5.01, con la válvula de paso variable y...
—¡Silencio! —gritó el jefe—. Nadie toca las máquinas salvo yo ni siquiera con la mirada y si vuelves a decirme algo contendré la respiración hasta que me muera y entonces te arrepentirás.
—Ah —respondió Narciso. Por lo visto aquel hombretón padecía un trastorno de algún tipo, pero eso escapaba a su capacidad de diagnosis. Si hubiera sido una máquina, todo habría sido distinto, desde luego. Bueno, tal vez Prímula podía preparar una de sus mezclas especiales para tranquilizarlo. Mejor aún, quizás Iris podía largarle un buen sermón.
Pero Prímula se hallaba en la cocina, absorta en su labor de investigación para obtener la pizza ideal. Iris, por su parte, estaba lejos de allí, en una misión de niñera...
«Más tarde», pensó Narciso. Mientras tanto, podía aprovechar para familiarizarse con la maquinaria. Seguramente existía algún mecanismo de control en el mundo que fuese incapaz de poner en cortocircuito, pero Narciso todavía no había topado con él. Lo que necesitaba era investigar. Investigar y prepararse.
Animado, trepó por una escalera de hierro y desapareció en la panza de la máquina.
Capítulo 9
El Jaguar surcaba la noche a toda velocidad. Ninguno de sus ocupantes tocados con bombín reparó en un hombre que tomaba el té en lo alto de un andamio, con las piernas colgando. Éste se guardó su ejemplar de El Inmundo en el bolsillo de su mono de trabajo, subió a una furgoneta y aceleró en pos del Jaguar. Mientras conducía, descolgó el micrófono de la radio.
—Objetivo a la vista —informó.
Silencio.
—He dicho «objetivo a la vista».
—¿A quién estás llamando arribista? —contestó una voz furiosa.
—Objetivo. Me refiero al Jaguar negro.
—¿Por qué no lo has dicho antes?
—Lo he dicho.
—No es cierto.
—Sí que lo es.
—Entonces cállate y síguelo —ordenó la voz—. Toma nota de su destino. Enviaremos refuerzos.
—Oh, sí, claro —respondió el hombre de la furgoneta sin abandonar la persecución. Los trabajadores de la construcción siempre prometían que vendrían, pero casi nunca se presentaban. Lo creería cuando lo viese.
La residencia Stratocaster estaba en algún lugar de las afueras. Los edificios se hacían cada vez más escasos y los faros dejaban paralizados a búhos y conejos deslumbrándolos con sus haces cónicos y blancos.
—Bonitos bichos —comentó Petro.
—¿Cómo dices?
—La fauna salvaje —explicó Petronio Padilla, con el ala del bombín muy cerca del volante.
—Los animales salvajes son desordenados y sucios. Un auténtico desastre.
—Pues a mí me gustan —repuso Petro.
—Los animales adecuados para los niños son las tortugas y los conejillos de indias —señaló Iris.
—Lo tendré en cuenta —aseguró Petro mirando de reojo el perfil de niñera resuelta de su joven compañera.
—Por cierto —dijo Iris, a punto de abordar un tema que la capitana no había tocado—. ¿Qué le ocurre al jefe de máquinas?
—¿El jefe? —dijo Petro—. Anda muy estresado, como la mayoría de los ingenieros. Tiene buen corazón, pero la vida lo ha tratado muy mal, y lo atormenta la profunda sensación de que fue traicionado.
—¿De qué hablas? —inquirió Iris con una impaciencia propia de una niñera.
—Sufrió una pérdida —explicó Petro—. Y eso lo dejó marcado, muy marcado. Cree que el mundo ha cometido una terrible injusticia con él... ¡Hemos llegado!
Pisó fuerte el freno con su zapatón de niñera. El Jaguar derrapó y pasó como un bólido entre dos pilares de mármol sobre los que se alzaban sendas estatuas. Los faros iluminaron una placa de bronce que decía: «Finca privada y campo de golf Gatoscaldado — Entrada restringida a los ricos y famosos — Prohibido el correo comercial, la venta ambulante y demás vulgaridades.» Un guardia de seguridad los recibió con una profunda reverencia. Un largo camino de asfalto serpenteaba entre bosquecillos de árboles extraordinariamente exóticos. Casas enormes se alzaban lejos de la calzada, envueltas en variedades muy caras de arbustos.
Detrás del Jaguar, una furgoneta atravesó las puertas mientras el conductor gritaba «¡obras!» al guardia de seguridad y le dirigía un gesto obsceno. Después redujo la velocidad y siguió a distancia las rojas luces traseras de las niñeras.
—El paraíso del rock —observó Petro—, y algún que otro dictador. De hecho, sólo hay uno. Un tipo llamado Ponqué. Según él, su objetivo es conquistar el mundo sirviéndose de aves de corral en lugar de soldados. Vaya, vaya, ¿qué es eso?
Una figura extraña y encorvada se acercaba por un camino particular. Tenía el pelo muy largo y la cara del color de la manteca. Llevaba camiseta, pantalones acampanados, un cinturón con una hebilla enorme con motivos celtas, botas de piel de serpiente y gafas oscuras. Cuando llegó al final del camino particular, torció a la derecha, chocó contra un árbol y le pidió perdón. A continuación, comenzó a cruzar la calzada justo delante del Jaguar.
Petro frenó bruscamente. El Jaguar se detuvo, rozando una pernera del pantalón del melenudo.
—Cielo santo —exclamó Iris—. ¡Pero si es Eric de la Muerte!
—¿Eric de la qué? —preguntó Petro.
—Eric Vimétal —explicó Iris—. Una especie de ídolo de mi hermano Narciso, aunque me temo que está demasiado atontado para hablar con él. —Bajó la ventanilla—. ¡Señor Vimétal! —lo llamó con una voz severa, de niñera—. ¡Hemos venido a cuidar de sus hijos!
—¿Qué hijos? —quiso saber Eric de la Muerte.
—Los suyos.
—Ah —respondió el héroe del rock—. Sí, claro. Los he perdido.
—Lamentamos mucho oír eso.
—Sí —dijo Eric—. Estábamos mirando la tele, ¿sabes? Y cuando terminó el programa me quedé pasmao, preguntándome «¿dónde demonios se han metido?». Y luego pensé «no tengo ni repajolera idea». Por eso he llamao a la agencia.
—¡Y aquí estamos! —anunció Iris, radiante—. Quédese tranquilo, que nosotros encontraremos a sus hijos.
—Es por aquí —les indicó el melenudo, internándose entre las hojas de un rododendro.
—¿Por qué no se quita las gafas de sol? —le sugirió Iris.
—¿Ein?
—Que te quites los lupos, colega —dijo Petro.
—Ah. —Eric de la Muerte se quitó las gafas y se quedó inmóvil, pestañeando a la luz de la farola—. Claro, tronca.
—Mejor así, ¿no?
—Bajad del buga —les dijo Eric de la Muerte—. Venga. —Los guió por el camino particular hasta una casa muy grande y pintada en tonos oscuros. Llevó la mano al pomo de la puerta principal—. Cerrao con llave —observó.
—¿Dónde tiene sus llaves?
—Ni idea.
—Ejem —carraspeó Petro con discreción—. ¿Me permite? —Hurgó en la cerradura durante unos instantes y la puerta se abrió de par en par. Entonces se disparó una escandalosa alarma antirrobo.
—¡Total!—exclamó Eric, marcando el pegadizo compás de la alarma con su bota de piel de serpiente.
Petro se puso a manipular la alarma hasta que los pitidos cesaron. Eric asintió con la cabeza, sonriendo de oreja a oreja.
—Okey —dijo—. Vosotros buscad a los críos, ¿vale? Yo estaré aquí, viendo la tele, —Se dejó caer pesadamente en un sillón enorme del salón y buscó a tientas el mando a distancia. Enseguida se oyó un parloteo interminable procedente del televisor. Eric se quedó boquiabierto, con los ojos como platos, y su mente se fugó a la cuarta dimensión.
Las niñeras registraron la casa.
Desde el punto de vista de Iris, era una vivienda poco corriente para una estrella del rock. Había un montón de uniformes militares y fotos de armas y bombas. Vio también algunas baratijas doradas y joyas sueltas que Petro se guardó disimuladamente en su maletín de niñera. Aparentemente no había habitación para los niños. Ni niños tampoco. Y no encontraron el menor rastro de una extremidad del Príncipe Eduardo. Iris hizo chasquear la lengua. Aquello le parecía de lo más peculiar.
Bajaron las escaleras. El televisor continuaba encendido a todo volumen en el salón, y Eric de la Muerte estaba despatarrado en el descomunal sillón, moviendo los labios mientras repetía una frase de los Teletubbies.
—Que me aspen si entiendo lo que pasa aquí —murmuró Petro.
—Ni yo —dijo Iris, con un desprecio brutal hacia las normas de la coherencia gramatical—. ¿Ocurre algo malo?
Y es que Petro tenía la mirada clavada en un cuadro de la pared.
Era una pintura muy grande con un pesado marco dorado: el retrato de un hombre con atuendo militar con relieves en oro. La figura se encontraba en lo alto de una roca, ejecutando un extraño saludo marcial, con el brazo derecho y tres dedos extendidos, a medio camino entre el saludo nazi y el de los boy scouts. Delante de la roca había un extenso prado, que estaba lleno de gallinas en actitud de escuchar atentamente el discurso que pronunciaba el hombre.
—Aves de corral —observó Petro, meditabundo. Hizo una pausa y luego llamó en voz muy alta—: ¿Señor Vimétal?
—¿Ein? —respondió el señor Vimétal con aire ausente.
—¿Está seguro de que ésta es su casa?
—¿De qué me hablas, tronca? —inquirió Eric de la Muerte sin apartar la vista de la pantalla.
Iris se apresuró a desconectar el cable de alimentación de la pared.
—¡Jobar! —exclamó Eric de la Muerte, mirando en torno a sí como un loco—. ¿Qué hacemos aquí?
—Eso quisiera saber yo —dijo Iris.
—Estamos en casa de Hermenegildo Ponqué, el dictador —aseveró Petro—. Y el señor Vimétal vive...
—¡Vivo en la casa de al lao! —lo cortó Eric de la Muerte—. ¿A qué estáis jugando?
Salieron dando traspiés a la escalera de entrada.
Es por aquí—dijo y se internó corriendo en los arbustos.
Iris frunció el entrecejo. Bajo los chasquidos de ramitas de rododendro que se quebraban se percibía el distante rumor de motores muy grandes.
Eric de la Muerte se palpó los bolsillos.
—No llevo llaves —se lamentó.
—Están debajo del felpudo —señaló Iris.
—¿Cómo lo sabes?
—Usted me lo dijo.
Sin embargo, la mente embotada de Eric ya volvía a estar en la cuarta dimensión. Abrió la puerta delantera, cruzó el vestíbulo con suelos de mármol y entró en una sala donde había una alfombra roja de pelo largo y un foso destinado a la conversación íntima, aunque en aquel momento cualquier conversación habría resultado inaudible porque la tele estaba puesta a toda pastilla.
—¡Han estao aquí! —bramó Eric de la Muerte.
—¿Quiénes?
—Los chavales.
—¿Se refiere a los niños que están sentados en aquel sofá?
—Eso. —En el rostro de Eric se dibujó una cochambrosa sonrisa de alivio.
Iris encontró el mando a distancia y apagó el televisor. Ambos niños se volvieron hacia ella y prorrumpieron en airadas protestas y exigencias de que la conectara de nuevo.
—¡Silencio! —chilló Iris.
Los niños se quedaron con la boquita muy abierta y los ojitos desorbitados. Nadie les había hablado nunca en ese tono.
—Vuestro pobre papá os había perdido —los reprendió Iris. Oyó unos golpes sordos procedentes de una planta superior. Petronio Padilla debía de estar poniéndolo todo patas arriba para encontrar piezas del Príncipe Eduardo.
—Claro que nos ha perdido —dijo el mayor de los niños, una pequeña bestia gordita, bizca y con nariz chata—. Se le ha olvidado mirar.
—¿Mirar dónde?
—A su izquierda.
—¿Estabais a la izquierda? —intervino Eric—. Pero si siempre os sentáis a la derecha...
—Esta vez no —repuso el chico que parecía el mayor—, hippie gilipichis. —Se puso a tocar una Pender imaginaria, con la lengua fuera.
—Fijaos cómo toca la guitarra —dijo Eric, meneando la cabeza cansinamente—. Qué horror.
—¿Y dónde está su madre, por todos los cielos?
—En California —contestó Eric de la Muerte—. O quizás en Roma. Sabe Dios.
—Madre mía —espetó Iris. Los ruidos de arriba no habían cesado. Y ahora se sumó un ruido más; un ruido mecánico y prolongado que venía del exterior—. Muy bien, niños. La niñera os preparará unas ricas natillas quemadas, y después os iréis a la ca...
El estruendo del exterior alcanzó tal volumen que le impidió terminar la frase. Y no tuvo oportunidad de intentarlo de nuevo, porque en ese momento la pared del salón se pandeó hacia adentro y se vino abajo. Una excavadora irrumpió en la habitación y cayó en el foso destinado a la conversación íntima. Ahí se quedó, rugiendo y bamboleándose de un lado a otro.
—Qué pasada —exclamó Eric de la Muerte.
—¡Jorobas! —exclamó Iris.
La cabeza de Petro asomó por la puerta.
—¡Ahivá! —exclamó.
De pronto, la sala se llenó de humo, escombros, ruido...
Y trabajadores de la construcción por docenas.
Iris tomó a los niños de la mano y se escabulló por el agujero de la pared hacia la noche.
—¡Por aquí! —gritó Petronio desde la oscuridad, unos pasos más adelante.
Parecía que estuviesen rodeados de máquinas. Iris comenzó a formular la primera de las cincuenta preguntas que se arremolinaban en su cabeza, pero le faltaba el aliento y necesitaba todas sus fuerzas para sujetar las resbaladizas manitas de los niños. Éstos forcejeaban, intentando soltarse, pero ella los retenía como si le fuera en ello la vida.
—¡Deprisa! —la apremió Petro.
—¡Ya voy! —contestó ella, arrastrando sus pequeños lastres a través de las tinieblas, en las que seguía oyéndose un estrépito.
—¡Aaargh! —chilló Eric de la Muerte, que por lo visto corría en círculos entre los rododendros. Se oyó el golpe de un cuerpo que chocaba contra un árbol y la voz del melenudo pidiendo disculpas. A sus espaldas sonó un rugido intermitente y un fuerte «toinnng».
—¡Mi colección de guitarras! —aulló Eric y ¡cata-pum! Otro tronco se interpuso en su camino—. Perdona, tío —dijo Eric.
Distinguieron algo brillante a la luz de las farolas, y el aire se impregnó de un olor a aceite caliente. Ahí estaba el Jaguar, esperando.
—¡Subid! —gritó Petro.
Se apretujaron en el asiento y el coche arrancó ruidosamente. Los faros iluminaron un objeto enorme y blanco, algo del tamaño de un vehículo articulado. Más grande, de hecho.
—Maldito camión blanco —farfulló Petro.
Se trataba, en efecto, de un camión blanco. Un camión blanco enorme, con las puertas abiertas, las rampas desplegadas, la tapa del capó levantada, y unas escaleras apoyadas en él.
—¡Se ha averiado! —señaló Iris.
—Es lo más probable —comentó Petro—. Bueno, Muerte, ¿adónde le llevamos?
—Han echado la casa abajo —dijo Iris, asombrada.
—Nos quedan muchas más —aseguró Eric de la Muerte.
—Un montón —convinieron sus hijos.
De modo que las niñeras los llevaron a su ático del centro y regresaron al Cleptoman.
—¿Lo has conseguido? —preguntó Iris mientras la grúa los izaba con la red de carga.
—Joyas —respondió Petro—. Una mandolina pequeña y muy bonita, unos gemelos, piercings de nariz...
—¿Y la pata derecha del Príncipe Eduardo?
Hubo un silencio breve pero elocuente.
—Pues la pata derecha, lo que se dice la pata derecha, no... —titubeó Petro.
—O sea que la tiene la gente del camión blanco.
—Es lo más probable —suspiró Petro.
Después de eso, el silencio se prolongó durante largo rato, hasta que Iris lo interrumpió:
—¿De qué va esto del Príncipe Eduardo?
—Es un oso muy valioso.
Ya volvía a lo de siempre.
Prímula disfrutaba de lo lindo con sus experimentos en la cocina. Había pasado toda la tarde en compañía de una señora muy amable llamada Sofía Manguán, trabajando en la receta para la tarta somnífera. Sofía estaba batiendo una mezcla azulada en un cuenco muy grande mientras charlaba.
—Así es, querida —dijo, moviendo arriba y abajo sus pestañas tamaño familiar—, yo era una vampiresa y me dedicaba a desplumar a los hombres.
—La cocinera de papá y de mamá Secretaria desplumaba pollos a veces —comentó Prímula—. ¿Crees que este azul es el color más adecuado?
—Un poco chillón —opinó Sofía—. No me refería a eso. Quiero decir que cuando salía con un tipo, le robaba la cartera. Planeaba hacerme a la mar para huir de todo. Por lo general son los hombres los que hacen eso, pero ¿por qué no iba a hacerlo una mujer? ¿Te parece que quedaría mejor color de rosa?
—Ya lo creo —respondió Prímula.
Sofía exhaló un suspiro, tiró la mezcla a la basura y empezó de nuevo, utilizando polvo somnífero rosa en vez de azul.
—¿A qué te refieres con eso de hacerte a la mar?
—No sé si te has percatado, pero estamos en un barco.
Prímula asintió en silencio, sin dejar de remover la masa. En realidad, prácticamente lo había olvidado. Para ella, el Cleptoman era el paraíso de la cocina, un sitio repleto de gente de lo más interesante que la dejaba llevar a cabo sus investigaciones culinarias.
—Pero ¿por qué no habéis zarpado ya? —inquirió.
—Eso pregúntaselo al jefe de máquinas.
—¿Cómo?
—Quiero decir que todavía no estamos preparados.
—De pronto, la expresión de Sofía reflejó un extraño desconcierto, como si la hubiesen pillado con la mano en la cartera de una de sus víctimas.
—Ah —dijo Prímula y cambió de tema.
Cuando le dieron a probar la tarta somnífera al hámster del barco, la rueda del rechoncho roedor se detuvo en el acto y el animal se desplomó pesadamente en el suelo de la jaula.
A pesar de su entusiasmo por la cocina, a Prímula le costaba concentrarse en los experimentos de inducción al sueño en animales. Su mente estaba en otro lado, más profundo y oscuro.
Aquella noche, los hermanos Darling cenaron en la suite. Fue otro ágape delicioso que consistió en cóctel de langosta, salchichas envueltas en masa de harina, leche y huevos con salsa de tomate, y yogur de cinco colores con miel. Por lo general, semejantes manjares habrían suscitado una conversación animada, pero aquella noche reinaba un silencio fruto de la preocupación.
—Bueno. —Iris rompió el hielo—. Están intentando hacerse con todos los pedazos del oso, pero no los han conseguido.
—Lo que no entiendo —dijo Prímula— es por qué no ponen en marcha el barco y ponen rumbo a un lugar interesante.
—Es frustrante —añadió Narciso—. Las máquinas están en perfecto estado.
Se quedaron callados.
—En el cuarto del jefe de máquinas —dijo Prímula al fin—, en aquel recinto de vidrio con el águila encima, la primera vez que bajamos allí... ¿no visteis algo?
—Una cabeza de oso —contestó Narciso.
—Sobre un cojín de terciopelo carmesí—agregó Iris.
—Exacto.
Se impuso otro silencio.
—Un tipo curioso, el jefe de máquinas —comentó Iris—. Tiene un aspecto peculiar.
Los tres evocaron la imagen del jefe de máquinas en su mente; la nariz de diez centímetros de largo, el labio inferior caído y los ojos castaños que giraban alocadamente bajo su casco de color azul y dorado rematado en punta.
—¿Sabéis qué os digo? —saltó Narciso—. Vayamos a consultar un par de cosas en la biblioteca del barco.
—Pero si ya deberíamos estar acostados —objetó Iris.
—¡Iris!
Sin una palabra más, los tres se encaminaron a la biblioteca.
Se sentaron en torno a una mesa revestida de piel, tosiendo a causa de las nubes de polvo que levantaban al hojear los tomos de El gobierno de Burke, el famoso libro de consulta de la aristocracia venida a menos. Dejaron de hojear y se pusieron a leer. Iris hizo una anotación. Después salieron en fila india de la biblioteca, hacia la gran escalinata.
—Al puente de mando —indicó Narciso.
—¡Chist! —siseó Iris, alzando un dedo.
Un torrente de música inundó los espacios silenciosos del buque. Los Darling siguieron su rastro, que los condujo hasta el salón de baile. Ahí se ocultaron, entre las sombras de un rincón. Un foco solitario alumbraba el piano de cola del escenario. Sentada delante se hallaba la capitana, ataviada con su vestido rojo, extasiada.
La pieza llegó a su fin. Los hermanos Darling salieron al descubierto, como un solo niño.
—¡Vaya! —exclamó la capitana, con una sonrisa resplandeciente—. Estabais escuchando. ¡Qué monos!
—Monos, no —replicó Iris, invadida de nuevo por una dureza propia de niñera—. No estábamos escuchando. Sólo esperábamos a que terminase.
—Ah —murmuró la capitana bajando la tapa del piano—. ¿Para qué?
—Aquí—indicó Iris. Narciso arrimó una silla al piano, e Iris se encaramó a ella. Prímula le tendió el volumen de la Encyclopaedia Kleptomanica que habían sacado de la biblioteca. Iris abrió el tomo, y se levantó una nube de polvo.
—¿No habéis visto qué dice ahí? —preguntó la capitana, colocando una de sus largas uñas rojas sobre el margen de la página donde ponía: «Sólo para consulta dentro de la biblioteca.»
—Lo hemos mangado, ¿eh? —dijo Prímula.
—Bien hecho —los felicitó la capitana, sonriente.
—Echele un vistazo a esto —la invitó Narciso.
Todos se acercaron a mirar, con la actitud seria de quien sabe lo que va a encontrar porque ya lo ha visto antes.
Se trataba de la fotografía de un hombre y una mujer. Ambos llevaban corona y estaban sentados en tronos hechos de roca oscura, posiblemente volcánica. Lucían los galones de las Órdenes, en los que se apreciaban reproducciones plateadas de peces grandes. Al fondo había un volcán en erupción. Los rostros de las figuras eran largos e informes. Las narices medían diez centímetros de largo. Los ojos, color castaño, miraban en cuatro direcciones distintas, como si el fotógrafo los hubiese pillado mientras giraban.
—¿No le recuerda a nadie? —inquirió Narciso.
—Pueees... —vaciló la capitana.
—Le daremos una pista —dijo Iris—. Se encuentra en algún lugar bajo sus pies.
—Y está enfurruñado —intervino Prímula—, muy enfurruñado.
—Estooo... —dudó la capitana, llevándose una uña roja a su rojo labio inferior.
—Suéltalo ya, Iris —la animó Prímula.
—Su jefe de máquinas —dijo Iris— es el príncipe heredero Beovulfo de Islandia. Y está profundamente resentido porque alguien se ha llevado a su osito.
—Y debido a eso se niega a poner en marcha las máquinas de este barco hasta que alguien se lo devuelva.
—Cosa que yo haría de mil amores después de coser todas las piezas con mi habilidad inimitable —dijo Prímula—, pero me parece que usted no ha conseguido reunirías todas, ¿verdad?
La capitana los contempló con afecto y arrancó un arpegio ondulante a las teclas.
—Pequeños Darling, lo habéis descubierto todo —aseveró—. ¡Estoy muy orgullosa de vosotros!
En circunstancias normales, una frase de este tipo habría despertado en los niños una sed de violencia extrema, pero en esta ocasión, les produjo una satisfacción incomprensible. Se quedaron sentados, con una sonrisa bobalicona en los labios, esperando la explicación.
—Bueno —dijo la capitana poniéndose en pie—, creo que ya hace rato que ha pasado mi hora de irme a dormir.
—Eh... —titubeó Narciso.
—Pero... —protestó Prímula.
Iris frunció los labios.
—¡Tú no te vas a ninguna parte hasta que nos hayas contado todo lo que queremos saber! —chilló.
La capitana parpadeó un par de veces. Los ojos se le pusieron vidriosos.
—Sí, señorita —respondió. Frunció el ceño—. Cielos, ¿dónde estoy?
—Aquí —contestó Narciso.
—Ahora —añadió Prímula.
—Estaba contándonos lo que sabe sobre el jefe de máquinas —señaló Iris—, como una buena chica, educada por una niñera sensata.
—¿Cómo te has dado cuenta? —suspiró la capitana.
—Basta con pulsar el botón correcto —explicó Iris— y observar la reacción de la víctima.
—Así que ya puede ir desembuchando —la exhortó Prímula.
Y la capitana desembuchó.
—Muy bien —suspiró—, pero no es una historia con final feliz.
—¿Felicidad? —preguntó Iris—. ¿Y eso qué es?
—Pobres hermanitos Darling —dijo la capitana, y dio comienzo a su relato.
Capítulo 10
—La revolución —dijo— fue algo terrible que prefiero no describir. Basta con señalar que el príncipe heredero Beovulfo de Islandia escapó de la oleada de disturbios sociales en una barca de pesca con destino a Aberdeen. Sin embargo, cuando revisó su equipaje a la hora de acostarse después de su primera guardia nocturna, descubrió que le faltaba su preciado Gustav, el Príncipe Eduardo. Imaginaos —prosiguió la capitana— el terrible disgusto que debió de llevarse el pobre hombre, despojado de todos sus bienes. Había perdido su reino. Le habían arrebatado su patrimonio, la tierra del hielo, los bacalaos y los volcanes. Y ahora, su oso Eduardo (pues, a fin de cuentas, los Gustav no son sino osos, pese a su carácter principesco) había desaparecido. El oso sobre el que había moqueado y babeado desde que era un bebé...
—Eso es repugnante —comentó Iris.
—Triste —añadió Prímula.
—Pero totalmente verosímil —apostilló Narciso.
—... Se había visto privado de él por culpa de una niñera implacable.
—¿Una niñera?
—Fue la niñera real quien se lo robó. Cabe suponer que tomó la decisión al ver que su futura pensión se desvanecía en el aire cuando la multitud saqueó el palacio. En realidad —dijo la capitana—, creo que lo ocurrido en Islandia me dio la idea de organizar un equipo de niñeras ladronas. Pero ésa es otra historia. Al final —continuó—, el Príncipe Eduardo acabó rifado en la tómbola de la OGA, como ya sabéis. De hecho, yo estaba allí.
—¿Y eso cómo fue? —preguntó Narciso, frunciendo el ceño.
—Pues fue una velada encantadora, si te gusta la gente rica.
—Se refiere a cómo llegó usted allí —precisó Prímula.
—Me llevaron en coche —explicó la capitana.
—Perdone —dijo Iris—, pero ¿podría usted responder sin irse por las ramas?
—No —contestó la capitana—. Bueno, la cuestión es que la ex niñera de la casa real islandesa había vendido el Eduardo a una familia adinerada, que después se había aburrido de él, había sufrido un ataque de mala conciencia con clase...
—¿Qué es eso? —inquirió Prímula.
—Es algo así como hacer dieta o asistir a un baile benéfico para ayudar a los pobres, cosas por el estilo —aseguró Iris—. Eso te permite comer como un cerdo o comprar un montón de casas que no necesitas sin sentirte culpable. Papá y mamá Secretaria lo hacen constantemente.
—Ellos dicen que es como volver a nacer —agregó la capitana—. El caso es que se organizó aquella especie de rifa, toda aquella gente rica ansiaba conseguir el Eduardo y, naturalmente, yo lo reconocí al instante, pues es único en el mundo. Después se produjo un alboroto y siete personas comenzaron a pelearse por él. Yo me apoderé de la cabeza disimuladamente.
—Pero ¿qué hacía usted en aquella tómbola?
—Tocaba el piano —dijo la capitana— y buscaba víctimas adecuadas para mi siguiente robo. Sea como fuere, poco después descubrí este barco. Localicé al príncipe heredero, de quien sabía que era un ingeniero brillante. Supuse que estaría encantado de recuperar al menos un trozo. Me encanta sembrar la felicidad entre la gente que me rodea, ¿sabéis? Por eso le entregué la cabeza. Pero él no reaccionó como yo esperaba. Más bien al contrario. Cada vez que la miraba, se ponía triste y furioso, porque le recordaba el horror de su exilio. Por eso ha decidido que no pondrá en marcha las máquinas hasta que recupere el resto del oso.
—¿Todos los pedazos?
—Todos.
—¿Y cuántos tenemos?
—Algunos.
—Pero nos faltan...
—Los brazos. La pata derecha. El torso.
—¿Dónde están?
La capitana les dedicó la misma sonrisa que te dedicaría un mono si le pisaras la pata.
—Algunos —empezó a decir— obran en poder de...
—Blanco Van Dan —dijeron a coro tres voces, que pertenecían (en orden inverso de estatura) a Prímula, Iris y Narciso.
—Vaya —dijo la capitana—. Supongo que ahora querréis oír también la historia de Blanco Van Dan, ¿no?
Los Darling le obsequiaron con una tierna sonrisa.
—Estamos cómodamente sentados. Puede comenzar cuando quiera, querida capitana.
—Jolines —exclamó alguien oculto entre las sombras—. Ni hablar.
—Petro —lo identificó la capitana. En efecto, se trataba nada menos que de Petronio Padilla, que apareció con su uniforme de niñera y una expresión severa de lealtad—. No te preocupes. Son niños listos, y debo contarles lo que sé.
—Bueno, entonces haga lo que tenga que hacer —contestó Petro.
—Bien —dijo la capitana—. Volvamos a aquella tómbola que acabó con el despedazamiento del Eduardo. Se desarrolló en una sala grande, majestuosa, con una imponente araña de luces, en una casa de la avenida del Mariscal Pinturero. Los centenares de bombillas de la araña arrancaban destellos iridiscentes a las joyas de los plutócratas allí reunidos. Había artículos de Bulgari, Yves Saint Laurent, Balenciaga, montones de Versace... Sí, Narciso, enseguida llegaré a la parte interesante si dejas de bostezar. Y, encima de todo, a través de un agujero en el techo, brillaba un ojo. Era un ojo inyectado en sangre, niños, un ojo irritado por el polvo de ladrillo y el humo de los cigarrillos. Era el ojo, en definitiva, de un bueno para nada conocido como Blanco Van Dan, que estaba arreglando una gotera con un ejemplar de Chicas del mundo, que sólo evitaría las filtraciones de agua siempre y cuando no lloviese, pero eso a él ¿qué le importaba?
—No le importaba un pimiento —dijo Prímula.
—Exactamente —asintió la capitana—. Observaba a las mujeres con sus alhajas y a los hombres con sus Rolex de diamantes. Pretendía mangarlos todos. No le interesaba la tómbola. Por lo que a él respectaba, el oso era un simple cachivache. Él construyó sus máquinas y empezó a derribar casas para conseguir joyas. No fue sino más tarde, cuando las máquinas comenzaron a averiarse, que el Eduardo se convirtió en la obsesión de su vida.
—¿Por qué? —quiso saber Narciso.
—Te aseguro que no fue por una buena razón —contestó la capitana—. Fue un motivo muy malo, y para entenderlo tenéis que conocer los antecedentes de Blanco Van Dan.
»Uno de sus antepasados fue Cesare Ciapuzzero, que vivió en la Italia del Renacimiento. Cesare construyó muchas villas e iglesias. Todas se vinieron abajo, pero a Cesare le daba igual, porque siempre cobraba sus buenos ducados antes de que los edificios se derrumbaran. Las generaciones se sucedieron, pero la tradición familiar se mantuvo. Todo siguió igual hasta que, ya en nuestros días, Blanco Van Dan descubrió que en lugar de ir a un sitio a construir algo antes de que su empresa recibiese el pago, resultaba igual de fácil, o incluso más, atacar las casas de sus clientes con una excavadora, un bulldozer y un volquete, y rescatar el botín de entre los escombros, para después hacerse con el contrato de reconstrucción. —La capitana se estremeció delicadamente—. Es un sistema de trabajo muy tosco, carente de todo rastro de sutilidad —aseveró e hizo una pausa, con la mirada perdida en escenas que, a juzgar por su expresión, eran lejanas y dolorosas.
—No lo entiendo —intervino Iris—. ¿Por qué iban a tomarse tantas molestias unos rufianes tan perversos sólo para conseguir un oso de peluche?
—Ciapuzzero de apellido, chapucero por naturaleza —respondió la capitana—. Blanco Van Dan y Eudora, su compañera, diseñaron y construyeron una máquina de destrucción tremendamente sofisticada, conocida como el Camión Blanco. Por lo menos ellos consideran que es sofisticado. Y lo es, si demoler casas y desenterrar los objetos de valor responde a tu idea de robar. Son gente muy, muy estúpida.
—No hay justificación para la estupidez —afirmó Iris.
—Excepto la falta de inteligencia —puntualizó Narciso.
—En efecto. El caso es que utilizaron materiales de baja calidad y perchas viejas para construir su máquina. Por eso se estropea cada dos por tres. Necesitan a un ingeniero sobresaliente para que le dé mantenimiento y los ayude a construir una mejor. El único que conocen es nuestro Beovulfo, ex príncipe heredero de Islandia. Así pues, le ofrecieron grandes incentivos, porque veían en él no sólo la oportunidad de reparar sus máquinas, sino también de hacerse con el control de una isla del Atlántico Norte rodeada de bacalao de primera y sembrada de excelentes volcanes. Le prometieron que lo ayudarían a recuperar el trono de Islandia y que le construirían un palacio. Y, lo que es más importante, le aseguraron que le devolverían las piezas que faltaban del Príncipe Eduardo. Habían olvidado, claro está, quiénes se habían llevado los pedazos después del altercado de la tómbola, así que empezaron a seguirnos a todas partes con la esperanza de que los condujésemos hasta los lugares donde se encontraban esos pedazos. —El semblante de la capitana se ensombreció—. Y, me duele decirlo, pero en parte lo han conseguido.
—Pero si ustedes tienen casi la mitad del oso: el trasero, la pata izquierda, la cabeza...
—Es el jefe de máquinas quien tiene la cabeza. La ha declarado propiedad del reino de Islandia. Quienquiera que le devuelva las partes que faltan del oso, podrá contar con sus servicios. Francamente, creo que le seduce la idea de ponerse a arreglar toda esa maquinaria de construcción escacharrada. Es un entusiasta del tema.
—¡Bravo! —murmuró Narciso.
—Debería darte vergüenza —lo reprendió Iris, con la mano en el corazón—. O sea que sólo disponemos de dos de los seis pedazos del oso. Y quien reúna todas las piezas y reensamble al Eduardo, se queda con el jefe de máquinas, ¿verdad?
—Exactamente.
—Y quien pierda...
—¡Ni lo menciones siquiera! —la cortó la capitana—. Por un lado, estamos nosotros, un grupo de ladrones de buen corazón y muchos recursos. Por otro lado, está aquel hatajo de operarios de la construcción que detestan a los niños y no se presentarían para construirle una letrina nueva a su abuela si ella fuese lo bastante tonta como para pagarles por adelantado. Estamos enzarzados en la batalla más antigua del mundo: el bien contra el mal.
—Caramba —comentó Narciso—. Qué espíritu tan deportivo. —Unos instantes después, preguntó—: ¿Por qué me miráis todos así?
—No, por nada —dijeron la capitana. Prímula e Iris.
—Bueno —murmuró Narciso, con las orejas ligeramente coloradas—, ¿qué piensa hacer al respecto?
—Buena pregunta —dijo la capitana—. Existe una respuesta, pero primero debemos completar la colección de trozos del oso.
—¿Cuántos faltan?
—Debemos hacernos a la idea de que hemos perdido uno esta noche. Recapitulemos: tenemos el trasero y la pata izquierda.
—Y ellos han conseguido un brazo y una pata.
tar con sus servicios. Francamente, creo que le seduce la idea de ponerse a arreglar toda esa maquinaria de construcción escacharrada. Es un entusiasta del tema.
—¡Bravo! —murmuró Narciso.
—Debería darte vergüenza —lo reprendió Iris, con la mano en el corazón—. O sea que sólo disponemos de dos de los seis pedazos del oso. Y quien reúna todas las piezas y reensamble al Eduardo, se queda con el jefe de máquinas, ¿verdad?
—Exactamente.
—Y quien pierda...
—¡Ni lo menciones siquiera! —la cortó la capitana—. Por un lado, estamos nosotros, un grupo de ladrones de buen corazón y muchos recursos. Por otro lado, está aquel hatajo de operarios de la construcción que detestan a los niños y no se presentarían para construirle una letrina nueva a su abuela si ella fuese lo bastante tonta como para pagarles por adelantado. Estamos enzarzados en la batalla más antigua del mundo: el bien contra el mal.
—Caramba —comentó Narciso—. Qué espíritu tan deportivo. —Unos instantes después, preguntó—: ¿Por qué me miráis todos así?
—No, por nada —dijeron la capitana. Prímula e Iris.
—Bueno —murmuró Narciso, con las orejas ligeramente coloradas—, ¿qué piensa hacer al respecto?
—Buena pregunta —dijo la capitana—. Existe una respuesta, pero primero debemos completar la colección de trozos del oso.
—¿Cuántos faltan?
—Debemos hacernos a la idea de que hemos perdido uno esta noche. Recapitulemos: tenemos el trasero y la pata izquierda.
—Y ellos han conseguido un brazo y una pata.
—Correcto.
—Cielo santo —exclamó Iris, a quien la cabeza le daba vueltas—, ¿y qué ocurrirá si acabamos empatados, con tres piezas cada uno, y ambas partes se niegan a ceder?
—Según los Estatutos del Latrocinio, la parte que obtenga el mayor número de piezas tiene derecho a comprar las de los rivales a cambio de una cantidad de bienes robados equivalente al peso de la persona que éstos elijan.
—¿Y si ambas partes poseen el mismo número de piezas?
—Entonces las dos deben enfrentarse en un desafío.
—Ah, vaya.
—Pero eso no será necesario.
—¿Por qué no?
—Porque sé dónde está el otro brazo.
—¿Dónde?
—En casa de Cosme Jillón, ministro de Asuntos de la Gente.
—¡Arrea! —exclamó Narciso—. ¡Un político!
—Eso mismo.
—Papá lo conoce —dijo Narciso—. He visto sus coches. Menuda chatarra americana.
—¡Narciso! —lo riñó Iris—. Haz el favor de reprimir tus emociones.
—Mil perdones.
—El caso —prosiguió la capitana— es que no podemos quedarnos sentados esperando que los Jillón nos llamen, porque es posible que esa circunstancia nunca llegue a producirse. Su nombre figura en la lista negra, por supuesto, pero la última niñera que han contratado se ha adiestrado durante siete años con los cuerpos de operaciones especiales, y tres en prisión por agresión con lesiones. Si hay algo que ella no sepa sobre la violencia o el sarcasmo, es que no merece la pena saberlo. No creo que vayan a necesitar una sustituía en un plazo razonable.
—¡Cómo me gustaría convencer a una autoridad como ella de que me desvelase algunos de sus secretos! —suspiró Iris, sonriendo tontamente.
—Además, no hay niñera que se resista a una taza de té y un panecillo horneado en casa —dijo Prímula—. ¿Qué opinas, Iris?
—Bien pensado, Prímula —la elogió Iris—. ¡Corre, a la cocina!
—¿Qué está pasando aquí? —inquirió la capitana.
—Espere y lo verá —le aseguró Iris.
—Caray, queridos niños —se maravilló la capitana, con una sonrisa—. ¡Con vosotros una siempre se siente en buenas manos!
Un hombre cavaba en el fondo de una zanja con un pico. No sabía para qué serviría la zanja, ni le importaba. Lo único que sabía era que llevaba una semana cavando, y que era una zanja corta que tenía una profundidad equivalente a la altura de sus botas. El hombre asestó dos golpes más con el pico y luego se apoyó en el mango, contemplando la hilera de casas suburbanas grandes, cuyas paredes blancas relucían entre sus piscinas y sus arbustos. Entonces un Jaguar negro pasó a toda velocidad junto a él, frenó de golpe y se detuvo frente a la verja de una vivienda que parecía mezclar elementos del Imperio romano y de la Inglaterra idílica de la antigüedad.
El hombre de la zanja sacó un teléfono y marcó un número.
—Federico el del Pico —se identificó—. Alerta, alerta. —Animado por la emoción del momento, se escupió en las manos, levantó el pico y golpeó con fuerza un objeto cilíndrico que discurría a lo largo de la zanja. Se oyó un silbido, seguido de un rugido, y un chorro blanco salió disparado a treinta metros de altura.
«La tubería principal del agua —pensó Federico el del Pico, que no estaba dotado de una gran agilidad mental—. Buen trabajo.» Se sentó, sacó un termo de su mochila y se sirvió una taza de té. Estaba convencido de que se la merecía.
Iris cerró la portezuela del Jaguar, se enderezó el bombín y extrajo el cochecito de bebé del maletero. Reinaba un alboroto considerable unos metros más atrás, donde un pequeño sedán parecía estar danzando sobre el potente surtidor de una fuente que había surgido de la nada junto a la tienda rayada de un peón de albañil. Pero Iris, que estaba ahora concentrada en su papel de niñera, tenía cosas más importantes de que preocuparse que de una fuente. Mientras Petro se marchaba en el Jaguar, ella empezó a empujar el cochecito despacio por la acera.
Eran las tres de la tarde, hora en que (según los cálculos de Iris) los niños ya habrían terminado su siesta, voluntaria o involuntariamente, y estarían a punto de verse arrastrados a un agradable paseo previo a la hora del té. Y no se equivocaba: apenas había avanzado unos pasos con el cochecito cuando oyó crujir unos zapatos estilo Oxford sobre la grava y el lloriqueo de unas vocecillas. Ella misma redujo el ritmo de sus zapatones y se inclinó hacia delante para ajustarle el gorrito rosa a la muñeca del cochecito.
—¡Vamos! —dijo un vozarrón estridente a sus espaldas—. ¡Caminad, perros del infierno!
Iris desplegó una dulce y forzada sonrisa y se volvió. Allí estaban, un niñito y una niñita, con abrigos azul y rosa respectivamente, como manda la tradición, cuellos de terciopelo y calcetincitos blancos. Sobre los abrigos llevaban arneses decorados con dibujos de conejitos. Y quien sujetaba las correas de los arneses era una niñera corpulenta y aterradora, con un bombín encasquetado hasta las orejas y una nariz que semejaba una hachuela.
—¡Buenas tardes, señorita! —saludó la niñera Iris.
—¡Buenas tardes, señorita! —respondió la niñera de la nariz ganchuda. A continuación se dirigió a los niños—. No andéis encorvados, miserables pecadores.
—¡Noooo! —gimieron los niños pequeños.
—Engendros del Averno —barbotó la niñera—. No han querido acabarse su rico almuerzo. Eso está muy, pero que muy mal. Sus pobres papas, que trabajan como...
—Tsk, tsk —chasqueó la lengua Iris, meneando su propio bombín de un lado a otro—. La ingratitud es un comportamiento vergonzoso. Así que trabaja usted en esa casa, ¿verdad?
—Sí, con sir Cosme y lady Jillón —explicó la niñera con un ligero acento escocés—. Soy la señorita Verdugo. ¿Y usted?
Iris le dedicó una sonrisa bobalicona.
—Espero que algún día la amabilidad y la crueldad constantes me permitan llegar a su vertiginosa altura. Actualmente trabajo en casa de la señora De Yecta.
—Me parece que no la conozco...
—No son gente de lo más recomendable... —se lamentó Iris, sorbiendo por la nariz—, pero tengo grandes aspiraciones.
La señorita Verdugo asintió con un gesto de superioridad mezclada con respeto hacia las ambiciones decentes de la nueva generación.
—Nunca se dé por vencida —la aconsejó.
—Es lo que siempre digo—afirmó Iris—. ¡Gracias por su excelente recomendación!
—Vamos, no hay para tanto —dijo la señorita Verdugo—. Todas empezamos desde cero, creo yo.
—¡Señorita! —chilló la niñita—. Tengo que...
—¡No interrumpas a los mayores! —espetó la señorita Verdugo.
Iris decidió que ya no aguantaba más a aquella vieja gruñona e infame.
—¿Nos sentamos? —sugirió—. Podría darme algunos consejos prácticos. Además, llevo un poco de té y pastas en la cesta.
—Los niños no pican entre comidas —aseveró la señorita Verdugo.
—¿Quién habla de los niños? —repuso la señorita Iris.
La señorita Verdugo le arreó una palmada brutal en la espalda.
—¡Buena chica! —exclamó—. ¡Escuchad, reptiles! ¡Vamos a sentarnos en ese banco!
Se sentaron. La niñera ató a sus prisioneros a una pata del banco. Iris sacó de debajo del cochecito un cesto cubierto con un trozo de tela en el que había bordadas fucsias, consueldas y (para su horror) una calavera con dos rótulas cruzadas.
—Qué bonito bordado —comentó la señorita Verdugo—. Fucsias, consueldas y...
—Bulbos de tulipán —dijo Iris, escondiendo rápidamente el trapo. Realmente, no se podía confiar en los ladrones, ni siquiera cuando se trataba de labores de aguja—. ¿Un terrón o dos?
—Uno —contestó la niñera y agarró la delicada taza de porcelana.
—¿Un poco de pastel? —ofreció Iris, tendiéndole una porción de uno de los pasteles de Prímula con glaseado rosa.
—Ooooh —dijo la señorita Verdugo, relamiéndose—. Pues se lo voy a aceptar. Tomó el pedazo de pastel y empezó a roerlo con fruición, como una ardilla descomunal y huesuda. La porción desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Otro? —preguntó Iris.
—Huy, no sé si debo —dijo la señorita Verdugo con una sonrisa espantosa, al tiempo que agarraba dos porciones más.
—¿Y nosotros? —gimoteó el niñito, tirando de la correa que lo sujetaba.
—No os conviene —replicó con sequedad la señorita Verdugo.
Iris contuvo el aliento. Prímula se lo había advertido muy claramente: una porción bastaba para que la víctima echara una cabezada; dos para que se quedara profundamente dormida; y tres para mandarla a unas vacaciones de dos semanas al país de los sueños...
La señorita Verdugo puso los ojos en blanco y se desplomó como un árbol viejo y repugnante. Iris la registró, encontró las llaves y escondió el cuerpo entre los arbustos. A continuación liberó a los pobres niños, tapó el recipiente donde llevaba la tarta somnífera y abrió otro, repleto de los mejores pastelillos de arcángel preparados por Prímula, que, según aquellos afortunados que los habían probado, eran el manjar más delicioso de la tierra y del cielo.
—Muy bien —dijo Iris—. Soy la niñera Iris, queridos. Así que comed, que luego os llevaré a casa.
—¡Viva la niñera Iris! —la aclamaron los pequeñuelos, alzando el puño en el aire. Dieron buena cuenta de los pastelillos con asombrosa rapidez—. Gracias, señorita —dijeron, con un brillo de agradecimiento en sus ojos lastimeros.
—Bueno —dijo Iris—. Vamos. Os dejaré mirar un rato la tele si queréis.
—Pero si no nos está permitido... —objetó el niñito, apesadumbrado.
—Hoy sí —repuso Iris. Se percató de que sonreía de oreja a oreja. Hacía milenios que no le ocurría eso, y descubrió que la cara no le dolía tanto como había temido.
Sin embargo, había asuntos serios de que ocuparse, así que cambió su radiante expresión por otra más discreta y repelente, típica de una niñera. Siguió las huellas en la grava hasta la parte posterior de la casa y abrió la puerta señalada con un letrero que decía CUARTO DE JUEGOS. Apremió a los niños para que cruzasen el umbral, entró tras ellos en una pequeña sala en la que reinaba un desagradable olor a col hervida y se dirigió a las escaleras sin alfombra que subían describiendo una espiral, probablemente hacia las habitaciones de los niños. Iris esperaba que hubiese algún televisor por ahí. Ella y sus hermanos ya habían sufrido demasiadas desilusiones, por lo que deseaba cumplir la promesa que les había hecho a estos niños.
Una puerta se abrió de golpe, y una luz brillante inundó la lúgubre sala.
—¡Niñera! —gritó una voz potente y sonora—. ¡Tenga la bondad de venir con los niños, maldita sea!
El dueño de tan estentórea voz era un hombre de sonrisa blanca y resplandeciente, y un lustroso traje oscuro. Cuando fijó en ella una mirada cálida y centelleante, Iris tuvo la impresión de que lo conocía desde hacía años. Luego cayó en la cuenta dé que para él, ella no era Iris, sino una niñera, cualquier niñera, o incluso una votante, cualquier votante.
—¡Niños! —gorjeó ella—. ¡Papá quiere veros!
Los niños salieron a la sala, protestando con resentimiento. Eran demasiado jóvenes para votar, por lo que no esperaban un trato compasivo.
—¡Ah, aquí estáis! —exclamó el padre—. ¡Mis pequeños Torcuato y Esmeralda!
—¡Me llamo Rubí! —chilló la niñita.
—¡Ja, ja! —rió el padre, tomando a los críos de la mano y volviéndolos de cara a un hombre que sostenía una cámara de televisión—. Sí, estoy apasionadamente unido a mis hijos. Para mí son tan importantes... La educación comienza en casa. ¡Dime algo en latín, Torcuato!
—No —contestó Torcuato, proyectando hacia delante un labio inferior como el umbral de una iglesia.
—¡Brillante! —gritó el padre.
—¿Y dónde está lady Jillón? —preguntó el hombre situado junto a la cámara.
—De compras —respondió el padre—, ¡disfrutando del fruto de la magnífica revolución económica de mi partido!
Rubí prorrumpió en llanto.
—¡Quiero a mi mamá! —aulló—. Se fue con el hombre que le enseña a montar a caballo y dijo que nunca iba a volver. Quiero a...
—¡Ja, ja! —se carcajeó el padre con ganas—. Estos niños... —Luego, en voz baja, añadió—: Lléveselos de aquí.
—¿Dónde está su televisor? —preguntó Iris en un susurro—. ¿Y el brazo izquierdo del Príncipe Eduardo? Quieren jugar con él.
La sonrisa del político se convirtió en un rictus forzado.
—Haga su trabajo —ordenó.
—Me pondré a discutir.
—Queda despedida.
—Me despediré luego. —Iris respiró hondo, se encaró con la cámara y abrió la boca.
—¡Noooo! —exclamó el padre—. Está ahí. —Señaló una puerta. Se oyó un ruido de motores en el camino particular. El hombre recuperó la sonrisa de inmediato y miró a la cámara—. Y ahora llegan unos vecinos para decirme cuánto me quieren y admiran mis esfuerzos en pro de nuestro gran país. ¡Un país feliz se compone de hogares felices!
Iris condujo a los niños a la otra habitación. Allí había un televisor enorme y un sofá gigantesco de piel adornado con botones. Encendió la tele.
—¿Qué es eso? —preguntó Torcuato.
—Dibujos animados, querido.
—¿Qué son dibujos animados? —quiso saber Rubí.
—Eso.
Los niños asintieron con la cabeza, intentando asimilar aquella idea tan novedosa. Iris les dio unos bombones que encontró por allí, les sirvió Coca-Cola de la bandeja de bebidas y echó un vistazo alrededor. El corazón le latió una vez, con fuerza, bajo el delantal. En lo alto de la pared color granate había una placa de madera pulida. De ella sobresalía el brazo izquierdo del Príncipe Eduardo.
Maravilloso.
Por la ventana llegaba el rumor cada vez más intenso de unos motores. Sin duda se trataba de los vecinos, que se habían acercado a admirar la dentadura y los logros de sir Cosme Jillón.
El sonido se transformó en ruido y aumentó de volumen hasta convertirse en un rugido ensordecedor. Iris se asomó a la puerta, justo a tiempo de ver una excavadora cruzando la entrada principal, que estaba cerrada, y detenerse en medio de la sala.
—Hiii —chilló sir Cosme, pálido de terror. Intentó echar a correr pero se desmayó antes.
El hombre de la cámara continuó grabando.
Iris trepó a una estantería y descolgó la placa con el brazo incluido. Los pequeñuelos se abrazaban acurrucados en el sofá. En otras circunstancias. Iris habría hecho caso omiso de las fierecillas, pero desde que la habían secuestrado unos ladrones había tomado conciencia de que era bueno y razonable tratar a las personas con amabilidad. Por eso preguntó:
—¿Quién cuida de vosotros cuando la señorita Verdugo ha bebido demasiada ginebra?
—Nelly.
—¿Dónde está Nelly?
—En su habitación, haciendo calceta. ¿Nos llevas allí, por favor? Tenemos miedo.
Iris miró a los párvulos con el ceño fruncido. En ese cuarto había una ventana muy bien situada frente a unos arbustos oscuros entre los que resultaría fácil desaparecer. Sin embargo, mientras discurría un plan para desaparecer, un rostro apareció ante sus ojos: el rostro de la capitana, desbordante de bondad. «Basta —se dijo Iris—. Debes conducirte con firmeza y seguridad.» Pero entonces se fijó en las manitas que estaba sujetando.
—De acuerdo —dijo, sorprendiéndose a sí misma—. Vamos a buscar a Nelly. —Dejó el brazo del oso apoyado en el sofá y arrastró a las personitas a través del vestíbulo invadido por el ruido y el polvo, hacia la apestosa zona posterior de la casa, donde chocaron con una chica de aspecto agradable y mejillas sonrosadas.
—¡Nelly! —gritaron los pequeñajos. Nelly los recibió con un abrazo nauseabundo. En algún otro lugar de la casa, una pared se vino abajo con gran estruendo.
—¡Adiós! —se despidió Iris y regresó a toda prisa al vestíbulo. Parecía que estuviesen lloviendo lámparas. «Gracias, bombín de niñera», pensó mientras un montón de cristales le martilleaba la cabeza. El bulldozer ya iba por la mitad del tramo de escaleras. El hombre de la televisión contemplaba el espacio donde antes estaba su cámara. «Se la han mangado», dedujo Iris. La pared del cuarto de la tele parecía haberse desvanecido en el aire. Ella corrió hacia allí para recoger el brazo del oso...
Ya no estaba.
Iris se quedó inmóvil, boquiabierta.
Entonces comprendió lo que había sucedido.
Mientras entregaba a los críos con toda delicadeza a la cariñosa Nelly, el brazo del Príncipe Eduardo había caído en manos de Blanco Van Dan.
Bueno, pues ella lo recuperaría.
Calándose bien el sombrero en la cabeza, echó a andar hacia el bulldozer.
Y en ese momento la pala de la excavadora atravesó la pared.
Capítulo 11
Fue un milagro, en realidad.
La pala golpeó el sofá, que a su vez golpeó a Iris. Como si un gigantesco guante de boxeo de piel le hubiese propinado un puñetazo, ella salió volando por la ventana. Cayó al suelo, rodó y se puso en pie de inmediato. Cuando se volvió hacia la casa, vio nubes de humo y boquetes enormes. El vestíbulo se derrumbó ante sus ojos con gran estrépito.
No tenía sentido regresar allí. Iris había fracasado. Derrotada, Iris echó a andar arrastrando los pies hacia el Jaguar, que se acercaba por la calzada.
Tenía el ánimo por los suelos.
La banda de Blanco Van Dan ahora poseía más piezas del Príncipe Eduardo que las niñeras ladronas, y sólo faltaba el torso. Iris se estremeció al imaginar la decepción que se llevarían todos. Era una sensación de lo más insólita para ella.
Y ahora que lo pensaba, había algo más. La misión había salido mal porque ella se había mostrado amable con los pequeños Torcuato y Rubí, y se había preocupado por ellos.
¿Qué le estaba ocurriendo?
Nerviosa y cabizbaja, Iris cargó el cochecito en el maletero del Jaguar, subió al asiento del acompañante, se vació los bolsillos de joyas sueltas y encendedores de oro, y se preparó para el viaje de regreso a casa.
—Vaya, mira eso —dijo Petro mientras enfilaban la calle. Iris sabía que sólo pretendía animarla, pero igualmente dirigió la vista a donde le indicaba.
Una figura se tambaleaba entre los arbustos junto al banco que había al final de la calle. Se quebraron varias ramas y unos pájaros remontaron el vuelo. Del montón de hojarasca emergió una figura achaparrada con uniforme verde, una blusa blanca de cuello y puños almidonados, un delantal también blanco, cubierto de manchas, y un bombín marrón. Era la señorita Verdugo.
Iris observó, pasmada, a la niñera, que salía a la calzada haciendo eses. Aquellas tres porciones de tarta somnífera deberían haberla dejado fuera de combate durante varios días, pero allí estaba, casi tan fresca como una lechuga (la señorita Verdugo se pegó un costalazo), salvo por un ligero mareo.
Se levantó enseguida, se sacudió la ropa y miró en derredor con el ceño fruncido, buscando a algún pequeño Jillón al que atormentar. Sin embargo, no vio más que una nube de polvo en forma de hongo que se elevaba de la residencia de Cosme Jillón. Se quedó inmóvil, contemplándola, con su mandíbula de bulldog pegada a la nariz ganchuda y un tenue destello de estupidez en los ojos mientras intentaba dilucidar qué carámbanos estaba ocurriendo.
—¡Tate! —murmuró Petro, como si estuviese pensando en voz alta.
—¿Cómo dices?
—Que estés atenta. Mira —señaló Petro, con aire ausente.
Una forma difusa surgía de la nube de polvo: la forma de un descomunal camión blanco. Oyeron el chirrido de engranajes de la caja de cambios y un estampido sordo, como el de un cañón o el petardeo de un motor. El estampido se transformó en un rugido. La forma difusa adquirió nitidez. El camión avanzaba pesadamente por la calle.
Dejaba una estela de humo blanco tras sí. Iris dedujo, incluso sin la ayuda de Narciso, que su motor estaba en un estado lamentable. Al menos dos de sus dieciocho neumáticos parecían desinflados, y su enorme capó estaba salpicado de herrumbre, como si hubiese contraído el sarampión del hierro. Un par de dados de peluche rebotaban contra su parabrisas. Todo en conjunto componía un cuadro horripilante.
Era evidente que la señorita Verdugo compartía este punto de vista. Se hallaba petrificada en medio de la calzada, con expresión ceñuda, como si estuviese a punto de preguntar por qué, en el nombre de todos los animalitos del mundo, aquel vehículo no estaba decorado con conejitos rosas ni elefantes color azul celeste. Cuando ya casi lo tenía encima, alzó una mano con los nudillos en carne viva para detenerlo. La mano continuaba en alto cuando el camión blanco la golpeó con el radiador y la dejó tendida en el asfalto cuan larga era, antes de alejarse echando humo a la luz de la tarde.
—¡Caracoles! —exclamó Iris, pues las niñeras y los niños buenos nunca sueltan palabrotas.
—No se ha hecho daño —aseguró Petro—. El espacio entre los neumáticos de ese camión blanco es muy grande. No le ha triturado los huesos ni machacado las extremidades. ¡Mírala, ya se está levantando!
En efecto, la señorita Verdugo se incorporó. Tenía el bombín encasquetado hasta la barbilla y hacía gestos amenazadores con el puño en dirección a un mirlo al que por lo visto había confundido con el camión blanco. Estaba empapada en el aceite negro que goteaba del vehículo.
—¡Renuncio a mi puesto! —gritó. Se puso en pie, se metió dando tumbos en una mata de rododendros y se perdió de vista para siempre.
—A casa, Bautista —dijo Petro para sí. Con un chirrido de neumáticos, el Jaguar se apartó del bordillo y salió disparado hacia delante después de colear con violencia.
Media hora después. Iris se descolgaba de la red de carga hacia la cubierta del Cleptoman.
—¿Ha habido suerte? —preguntó la capitana, cuya esbelta figura quedaba realzada por el vestido de satén verde oscuro que hacía juego con sus ojos. En una mano sostenía una coctelera que contenía un líquido color esmeralda.
—Pues no —respondió Iris—. Ellos han conseguido el brazo izquierdo. La culpa ha sido mía.
—Nunca te eches la culpa de nada —le aconsejó la capitana.
—Es una lástima —se lamentó Iris—, y si usted me lo permite, pondré todo mi empeño en remediarlo.
—Por supuesto —respondió la capitana—. ¿Un poco de cóctel? ¿No? Bueno, tú sabes mejor que nadie lo que te conviene, supongo. —Dicho esto, desapareció en el interior del barco.
Más tarde, los Darling oyeron las notas del piano procedentes del salón de baile.
—El blues de un lunes tormentoso —observó Iris.
—Da la impresión de estar enfurruñada —comentó Prímula.
—Se aprecia una sorprendente intensidad trágica —añadió Narciso.
E Iris supo que las cosas no marchaban bien.
Narciso empezaba a familiarizarse de verdad con la sala de máquinas. Guardaba en su mente un esquema detallado y perfectamente lógico de toda la maquinaria, desde el carbón hasta la válvula de seguridad, incluida una lista exhaustiva de las carboneras intermedias, las calderas, los tubos, los émbolos, las bielas, las válvulas y los condensadores. Estaba convencido de que podría producir vapor y poner la máquina en funcionamiento sin ningún problema, salvo porque el interruptor de encendido estaba bajo el control del jefe de máquinas, y sin ese interruptor, resultaba imposible.
El día que se frustraron los planes de Iris en casa de los Jillón, Narciso estaba sentado en una tumbona entre dos montones de carbón, limpiándose las manos con un trapo y pensando sobre condensadores de baja presión, cuando lo asaltó una sensación de lo más extraña. Era como si alguien lo enfocara con el haz de una linterna, pero no con un haz de luz visible. Cuando alzó la vista, vio los ojos del jefe de máquinas, que ya no giraban, sino que estaban clavados en él.
Narciso levantó una mano a manera de saludo.
El jefe guiñó un ojo.
Narciso se levantó y se encaminó tranquilamente por entre los montones de carbón hacia el cuarto de control. Con el trozo de un palo que guardaba en el bolsillo, pulsó el timbre de latón. La puerta se abrió en el acto.
—Adelante —lo invitó el jefe—. Tienes mucho conocimiento mecánica, pienso. ¿Querrer té?
—Pues ya que insiste... —respondió Narciso, echando un rápido vistazo alrededor. Había hileras y más hileras de interruptores, ruedas de latón de todos los tamaños, indicadores y cuadrantes, así como lo que parecía ser un modelo del Cleptoman que navegaba sin detenerse sobre un mar de mercurio. Y ahí estaban los relojes, docenas de ellos, ordenados según el tipo, emitiendo su tictac con un frenético ritmo sincopado.
Los dos mantuvieron una charla superficial sobre máquinas durante cinco minutos. Luego, el jefe tomó una tetera de hierro y la puso debajo de un grifo de latón. Al abrirlo, salió un chorro de agua hirviendo. El jefe dejó el té en infusión durante un rato y después sirvió una taza, que ofreció a Narciso.
—¿Usted no va a tomar? —inquirió Narciso.
Los ojos giraron brevemente.
—Detesto té —contestó el jefe.
—Delicioso —comentó Narciso tras beber un sorbo.
—También detesto cosas deliciosas —añadió el jefe.
Narciso arqueó una ceja con discreción, preguntándose si habría pastas.
—Ahora detesto casi todo —aseveró el jefe—. Detesto más que nada fálfulas de encendido, luego reguladores, luego controladores de fálfula y cuadrantes de engrasadorr de apoyo...
—¿Le importaría repetir eso? —preguntó Narciso con malicia.
—¡Sí, me importaría! —chilló el jefe—. Tú fenirr a tomar té, no a aprenderr procedimiento para poner barco en marcha. —Sus ojos volvían a girar ostensiblemente—. Además, detesto capitán, tripulación, ladrones, fogoneros, mi ropa, mis pieses, mí mismo, maldita refolución, maldito pueblo, maldito todo.
—Ah —dijo Narciso. Reparó en que el jefe, resentido, ponía mala cara y enseguida cayó en la cuenta de que cualquier niño mínimamente entendido en niñeras podía provocar en él una rabieta espectacular casi sin el menor esfuerzo. Aunque eso no sería una jugada inteligente, por supuesto. Pero siempre que Narciso se enteraba de cómo funcionaba algo, le costaba horrores abstenerse de intentarlo. Apuntó con el dedo a la cabeza de oso en su caja de vidrio—. Supongo entonces que también detesta al Príncipe Eduardo, ¿verdad?
—¡Nooooooo! —bramó el jefe—. ¡Lo adoro! ¡Ess mi oso! ¡Huele bien y es carinioso y amable!
—¿Y qué pasaría si alguien encontrase las piezas que faltan y lo montase de nuevo?
—Yo quedarría eternamente en deuda con esta persona. Harria lo que él quisierra, por el resto de mi fida.
—Estupendo —comentó Narciso y consultó su reloj—. ¡Caray, sí que se ha hecho tarde! Gracias por el té, jefe.
—No hay de ké —respondió el jefe—. Cómo detesto té.
Mientras Narciso salía del cuarto, todos los cucos de los relojes dieron la hora al mismo tiempo.
—Debemos conseguir esos trozos del oso para el jefe —dijo Iris.
—¿Por qué? —quiso saber Prímula.
—Porque no podemos permanecer amarrados al muelle para siempre —respondió Narciso.
—¿Y por qué no? —inquirió Prímula.
—Porque es un barco, y se supone que los barcos han de navegar por todo el mundo.
—No necesariamente —repuso Prímula—. Yo estoy la mar de bien aquí. El jefe de cocina también.
—¿Alguna vez te has preguntado —dijo Iris— de dónde viene la comida?
—De la despensa —contestó Prímula—. No soy tan tonta como te crees.
—Desde luego —replicó Iris con sumo tacto—, pero la cosa es un poco más complicada...
—Iris, tienes razón, la responsabilidad es muy grande —intervino una nueva voz. Era la de Petronio, que había entrado en el cálido recinto situado junto a la chimenea número dos donde se habían reunido los hermanos Darling—. Sólo quedamos tres niñeras en activo. Es realmente una carga muy pesada para nosotros. No sé cuánto tiempo podremos continuar así.
—El sistema de las niñeras ladronas no es el único. ¿Qué hay de malo en forzar la cerradura y entrar? —preguntó Narciso.
—¿Y los atracos y alunizajes? —agregó Iris.
—No somos lo bastante osados para eso —explicó Petro—. Ya habréis notado que la mayoría de los que estamos aquí somos ladrones más bien bondadosos. Pero entonces llegasteis vosotros con vuestras aptitudes para desenvolveros en la civilización y, bueno, ahora tenemos miedo.
—¿Insinúas que es culpa nuestra?
—Lo que ocurre —dijo Petro— es que todos pensábamos que éramos perversos y despiadados y cosas así. Pero desde que estáis a bordo nos hemos dado cuenta de que somos unos simples aficionados y que vosotros sois los verdaderos expertos.
—Qué gratificante —dijo Iris, ruborizándose.
—Caray —dijo Prímula.
—Me siento verdaderamente halagado —dijo Narciso.
—Pero tenemos un problema —prosiguió Petronio Padilla—. Necesitamos los pedazos de oso que obran en poder de los trabajadores de la construcción. La cuestión es cómo conseguirlos.
—Es justo lo que comentábamos. Pero la capitana sabrá qué hacer —afirmó Iris.
—Eh... Sí, claro —titubeó Petro—. Quiero decir, seguro que lo hará.
—¿Y cómo? —preguntó Narciso.
—Por medio del Desafío, seguramente.
—¿El desafío?
—Tendréis que perdonarme —dijo Petro—, pero he de irme. Además, ya deberíais estar en el petate.
—¿Cómo dices?
—En el petate. En el catre. En la cama.
—¡Ah, cielo santo! —exclamó Iris, mirando su reloj—. ¡Es cierto!
De modo que se marcharon a la suite, como niños buenos.
Más tarde, cuando ya estaban acostados en sus camas doradas, contemplando la luna plateada que se colaba por las portillas, los hermanos conversaban.
—¿Sabéis qué? —dijo Narciso—. Es extraño.
—Para mí todo es extraño —observó Prímula.
—¿A qué te refieres? —inquirió Iris.
—¿Cuándo llegó el trasero del oso a nuestro cuarto de juegos?
—Siempre ha estado ahí —aseveró Prímula.
—No —replicó Iris—. Tú ya habías nacido, pero sólo eras un bebé. Demasiado joven para darte cuenta de lo que pasaba alrededor.
—No lo era —negó Prímula.
—¡Sí lo eras!
—No...
—¡Niños! —los interrumpió Iris con una voz que sonó como si alguien hubiese hecho chascar el elástico de las bragas de una niñera—. ¿Adónde quieres ir a parar, Narciso?
—Sólo lo encuentro curioso, eso es todo —contestó Narciso—. Es que creo que apareció más o menos al mismo tiempo que mamá Secretaria.
—¿Después de que mamá de verdad se marchara?
—Supongo. Qué raro.
—¿El qué?
—Todo ese asunto de la tómbola. ¿No os parece extraño que la capitana se fijase en todos los que participaron en la rifa?
—No es el tipo de cosa que pasa desapercibida —alegó Iris.
—Ya sabes que luego se ponen a hablar sin parar de ello —dijo Prímula—. Como hacía mamá Secretaria, por ejemplo. «Oh, sí, qué velada tan maravillosa. Lady Mortdarthur y lord De Yecta estaban allí, y lord De Yecta dijo: "Fíjense en ese pavo real asado, me lo comeré entero"; y lady Pomparezzia se rió tanto que creí que iba a estallar, ja jajá.»
—Ja» ja> ja —repitió Narciso en tono pesimista.
—Ja —subrayó Iris. Su hermana estaba en lo cierto, por supuesto—. No importa —afirmó.
—Mejor no pensar en ello —añadió Narciso.
—Exacto —apostilló Prímula—. Lo principal es hacernos con los trozos del oso. Yo los coseré. —Iris y Narciso asintieron en la oscuridad. Prímula era casi tan hábil con la costura como en la cocina—. ¡En marcha, pues!
—En marcha —dijo Iris.
—Hacia el lejano horizonte —dijo Narciso—. Pero primero, ensamblad vuestro oso. —Se produjo un silencio durante el cual los rayos de luna continuaron iluminando los cubrecamas de brocado—. ¿De qué creéis que va esto del desafío?
—No es un desafío; es el Desafío —lo corrigió Iris.
—Ni idea —respondió Prímula.
Los tres se quedaron callados. Luego empezaron a sonar ronquidos aislados. Luego el silencio se apoderó de nuevo del camarote. Luego amaneció.
—¡Yupi y Yuju! —exclamó Prímula, preparando un agitado baño de burbujas en la gigantesca bañera—. ¿Qué nos depara el día de hoy?
—Muchas cosas —dijo Narciso.
Y, naturalmente, no se equivocaba.
El desayuno consistió en una ingeniosa mezcla de cereales con abundante jarabe de arce, tortilla con jamón de Parma y frutas tropicales. Pletóricos de energía, los Darling se dirigieron a sus respectivos puestos de trabajo: Iris a la sala de niñeras, Prímula a la cocina y Narciso a la sala de máquinas; ámbitos con los que ya estaban del todo familiarizados.
Sin embargo, todos parecían haber experimentado un cambio muy sutil. Mientras Iris caminaba hacia la sala de niñeras se sorprendió al divisar una figura borrosa a lo lejos. De hecho, la figura borrosa no estaba tan lejos, pero lo parecía debido a su diminuto tamaño. Se trataba de Fodolí Penseque, que iba saltando a la comba a tal velocidad que la cuerda era una mancha plateada difuminada, como las alas de un abejorro en vuelo.
—¿Qué haces? —inquirió Iris, metida de lleno en su papel de niñera.
—«El cocherito, leré, me dijo anoche, leré» —canturreó Fodolí con rapidez pasmosa—. Eftoy jugando folo, feñorita Irif.
—Ah —dijo ésta y prosiguió su camino con el ceño fruncido.
Prímula se hallaba en las etapas iniciales de preparación de un panecillo conocido como Sueño Sorpresa del Ángel Diabólico. Puesto que necesitaba que la asesorasen respecto del glaseado, se abrió paso entre las cocinas para consultar a su amiga Sofía Manguán, que había pasado la última semana trabajando en una réplica en azúcar de la Capilla Sixtina, con bóveda y todo. Sin embargo, había dejado temporalmente de lado esta tarea. Se había cambiado el sofisticado atuendo de vampiresa por un poco agraciado chándal gris y estaba preparando una masa.
—¿Qué es esto? —quiso saber Prímula.
—Pastel energético —respondió Sofía, con su bonita mandíbula colocada en un ángulo que le confería una expresión adusta.
—Pero ¿por qué?
—Cuando la movida se pone dura, las duras son las más movidas —dijo Sofía y no volvió a abrir la boca.
Cuando Narciso llegó a la sala de máquinas encontró al jefe sentado en una silla dorada dentro del cuarto de control, con los brazos cruzados. Sobre su cabeza había una pancarta en la que estaban escritas, de forma muy chapucera, las palabras NO LO HARÉ.
—¿A qué se refiere? —preguntó Narciso.
El jefe pulsó un botón y el letrero giró para mostrar la otra cara, donde estaban escritas las palabras NO QUIERO. La puerta se cerró de golpe. Narciso suspiró y se alejó con el propósito de reafilar la placa de asiento de raíl del cojinete de empuje del refrigerante de aceite número dos. En el camino oyó un martilleo rápido, como el del émbolo de una máquina de vapor. Sin embargo, Narciso conocía todas las máquinas del Cleptoman y era la primera vez que oía un ruido semejante. Por consiguiente, fue a investigar de qué se trataba.
El martilleo no procedía de una máquina, sino de los puños de Maletón, que estaba golpeando un enorme saco de carbón colgado de una viga del techo. El saco tenía un agujero por donde salía un hilillo de carbón pulverizado como consecuencia de los puñetazos. El polvo había formado ya un buen montón en el suelo.
—¿ Qué haces ? —inquirió Narciso.
—Hur, hur —contestó Maletón, sonriendo tímidamente.
Bueno, el hombre estaba machacando carbón. Pero ¿por qué lo hacía con los puños en vez de emplear las mazas diseñadas a tal efecto? Narciso se disponía a profundizar en su interrogatorio, porque le gustaba llegar al fondo de las cuestiones, cuando, de pronto, el sistema de megafonía comenzó a emitir una voz terrorífica y monótona. «Atención por favor —decía aquella voz metálica—. Emergencia de niñeras nivel cinco. Maletón, Narciso y niñeras de servicio: acudan a la plataforma de cubierta bien limpios. Y eso significa que debéis lavaros también detrás de las orejas. Urgente, urgente, urgente.»
Narciso y Maletón echaron a correr.
Capítulo 12
—Iris —dijo la capitana al final de la reunión—. Te pongo al mando de esta operación. Se trata de la última pieza del Eduardo, y la necesitamos desesperadamente.
—Pero no podemos presentarnos sin más —objetó Iris—. No nos lo han pedido. Ya sabes cómo son las niñeras. Protegen celosamente su territorio, como lobas.
—A ésta la llamé por teléfono —explicó la capitana—. Ayer mismo.
—¿Ah, sí?
—Es una asidua del hipódromo, la señorita Magnum —explicó la capitana—. Le di un pequeño consejo: que le mangara su diadema a lady Lince, la empeñara y apostara el dinero a un caballo llamado Jack el Cojo para la carrera de las 2.40 en Villa Pitanza.
—Pero ¿cómo sabías que Jack el Cojo no ganaría?
—Casi nunca gana —intervino Petro—. Además, tu hermana preparó una buena ración de Salvado Sosegado y enviamos a Eric el Pigmeo disfrazado de mozo de cuadra para que se lo diera al caballo, y listo. Ni su madre lo habría reconocido.
—Hace tanto tiempo que no vemos a nuestra madre que seguramente nosotros no la reconoceríamos a ella —murmuró Iris con tristeza.
—Bueno, bueno —dijo la capitana, posando una mano sobre su hombro—. La vida a veces no resulta un lecho de rosas; te acompaño plenamente en tu dolor. Pero ahora lo importante es que son las 4.30 de la tarde, Jack el Cojo sigue corriendo mientras los demás caballos descansan cómodamente en sus cuadras, la señorita Magnum está sufriendo una ligera crisis nerviosa y tú eres la reina del mambo.
—¿La reina del mambo? —preguntó Iris.
—Es un tipo de baile —respondió la capitana haciendo un gesto vago—. Ah, mira, aquí llega el resto de nuestra brigada de élite. ¡Adelante, y buena suerte!
Aunque Narciso olía ligeramente a jabón, seguía cubierto de aceite de motor; cosa, por otra parte, bastante habitual en él y de todo punto irremediable.
—Ha llegado la hora de la verdad—anunció Iris.
—¿Ein?
—La única pieza del Eduardo que falta, el torso, se encuentra en el castillo de los Lince. Es nuestra oportunidad de igualar el marcador. Según la capitana, no resultará fácil. Por eso ha formado un equipo con nosotros, los más experimentados.
Narciso contempló la imagen reflejada en el negro y reluciente costado del Jaguar. Cuatro figuras. Cuatro pares de zapatones, cuatro pares de medias gruesas, cuatro vestidos de niñera marrones con delantal blanco, cuatro cuellos almidonados, cuatro abrigos marrones, cuatro bombines.
Subieron al coche. La grúa los depositó en el muelle mientras Fodolí Penseque farfullaba algo desde la red. Maletón conducía y Petro iba fuera, en el asiento trasero plegable. Maletón aceleró, y el Jaguar, ronroneando, salió entre las puertas correderas al barrio portuario.
—Ya vienen —señaló Narciso.
En efecto: a su espalda, a tres manzanas de distancia, apareció un camión blanco enorme y destartalado.
—Más despacio —indicó Iris.
—Hur, hur —contestó Maletón, levantando su zapato, del número cincuenta, del pedal del acelerador. El Jaguar aminoró la marcha, y el camión blanco lo imitó. Avanzando en procesión a paso de tortuga salieron de la ciudad.
—¿Y ahora qué? —preguntó Iris.
—A juzgar por cómo suenan los cojinetes de las cabezas de biela de ese camión, creo que se irán a tomar viento de un momento a otro. —Narciso sacó una libreta de bolsillo—. ¿Qué lleva dentro?
—Una excavadora, un bulldozer y un volquete.
El bolígrafo de Narciso se deslizó por la hoja, haciendo cuentas.
—Treinta y ocho toneladas, velocidad de la luz, masa en el centro, expansión del universo, sea pi igual a 3,14, bien, bastante bien... ¿Dónde está el árbol más cercano?
Se encontraban ya en el campo.
—Allí —señaló Iris, quizás un poco irritada. A veces Narciso se pasaba de perezoso. ¿Es que no era capaz de encontrar el árbol por sí solo?
—Especie incorrecta —replicó Narciso, con cierta impaciencia.
—Hemos llegado —indicó Petro—. El castillo de los Lince.
—Hur, hur —puntualizó Maletón, y el Jaguar derrapó con las cuatro ruedas, deslizándose entre dos pilares de mármol que servían de soporte a sendos leones.
El camión aceleró. A Iris se le ocurrió que tal vez se proponía aplastarlos.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó.
Unas gotitas de sudor aparecieron en la frente de Narciso.
—¿Hay algún río por aquí? —inquirió—. ¿Un puente ornamental, tal vez?
—No hay puentes ornamentales —contestó Petro—, ni ríos tampoco.
—Pues tendremos que conformarnos con los árboles, entonces —resolvió Narciso. La carretera discurría en medio de un bosque—. Despacio —ordenó. A la derecha nacía un camino de tierra—. Toma por ese camino.
Maletón giró bruscamente el volante, y el coche enfiló el camino de tierra. El camión los siguió, rugiendo y escupiendo humo. La sonrisa manchada de herrumbre del radiador ocupaba todo el retrovisor. Las hileras de árboles que flanqueaban el camino se estrechaban cada vez más.
—¡Está ganando terreno! —exclamó Iris, presa del pánico. Y entonces...
—Se ha parado.
—No se ha parado —repuso Narciso—. Se ha quedado atascado.
Cuando Iris se dio la vuelta, vio el camión blanco firmemente aprisionado entre dos robles.
—Buen trabajo. Maletón —lo felicitó Narciso.
—Hur, hur —dijo Maletón, saludando alegremente al camión con un gesto de la mano. El conductor del camión le devolvió el saludo, pero no alegremente ni con la mano, sino agitando la pala de una excavadora con mala uva.
—Va a utilizarla para derribar los árboles —dijo Narciso—. No tardará mucho en liberarse. Gas a fondo, Maletón.
Maletón pisó el acelerador, y el Jaguar avanzó a toda velocidad por un camino particular recto que atravesaba un parque extenso en el que había ciervos. Las torrecillas del castillo de los Lince se alzaban ante ellos. Una bocanada de humo surgió entre las almenas, y algo pasó zumbando sobre el techo del coche.
—Carambolas —soltó Petro—. Alguien nos está disparando con un cañón.
Iris apretó los labios.
—Las pistolas son peligrosas, pero matan limpiamente —observó—. El uso de las ametralladoras es perverso, aunque comprensible en ciertos casos. Pero los cañones son peligrosos, imprecisos y sucios, un auténtico desastre. Desapruebo el uso de cañones, sin paliativos. Para el coche.
Se apeó y, con paso decidido, cruzó el puente levadizo y pasó por debajo del arco de entrada. Desde las almenas, unos ojos infantiles y suspicaces la observaban. Un mayordomo con un chaleco a rayas abrió la enorme puerta tachonada, y las sombras se tragaron a Iris.
—Ahí va una jovencita con agallas —comentó Petronio.
Narciso agarró su caja de herramientas y salió corriendo en pos de su hermana. Algo le decía que necesitaría refuerzos. Maletón aparcó detrás de un depósito de carbón convenientemente situado. A continuación, él y Petro se calaron el bombín hasta las orejas, recogieron sus sacos para el botín y entraron también.
El interior del castillo de los Lince era tal como Iris lo había imaginado: con su mayordomo estirado, astas de venado en las paredes, atizadores con diamantes incrustados que destellaban junto a la enorme chimenea.
—La señorita Henrietta está en los aposentos de los niños —le informó el mayordomo, mirándola por encima del hombro—. El amo Arturo se encuentra en el almenaje oeste. La señora me ha pedido que le recuerde que el amo Arturo es un niño delicado que requiere cariño y atención constantes. El hecho de que dispare cañonazos a la gente debe interpretarse como una llamada de auxilio.
—¿Y cuándo volverá la señora?
—No me ha comunicado sus planes —respondió el mayordomo—. Los señores han hecho una de sus escapadas a Escocia para cazar animales salvajes. Por lo general tardan un mes en regresar, a veces más.
—Ah.
—Y si me permite hacer una observación —continuó el mayordomo—, buena suerte, valiente, la va a necesitar. A las cuatro en punto de esta tarde se han llevado a la niñera Magnum al hospital psiquiátrico, y los cañonazos han comenzado justo después. ¿Debo añadir algo más?
—Me gustan los niños con carácter —aseguró Iris—. ¿Por dónde queda su habitación?
En la segunda planta, la espesa alfombra turca que recubría la escalera cedía el paso a un suelo de linóleo. En la tercera, las tablas del entarimado estaban desnudas, y flotaba en el aire el tufillo a jabón que tan familiar le resultaba a Iris. Al otro lado de una puerta blanca se oía a alguien practicar escalas en un piano. Iris entró.
Tal como imaginaba, era el cuarto de los niños. En la pared colgaban generaciones de retratos de ositos de peluche y cuadros de niños angelicales en prados llenos de flores, vestidos con faldas abullonadas o pantalones cortos de terciopelo y calcetines de un blanco inmaculado. Iris y Narciso se pararon en seco.
En el interior de una caja de cristal había un objeto que semejaba una bolsa mohosa de serrín. Iris, con el corazón latiéndole a cien por hora, comprendió que se trataba del torso del Príncipe Eduardo.
Sentada al piano estaba una niña con un vestido pulcro, cuidadosamente peinada y con una cinta de terciopelo azul en el cabello. Sus calcetines brillaban con una blancura que nada tenía que envidiar a los que aparecían en los cuadros. Hacían juego con su rostro.
—¡Señorita! —chilló, dedicándole una sonrisa bobalicona y melindrosa.
—Tú debes de ser Henrietta —dijo Iris—. ¿Cómo quieres que te llame? ¿Hetty, o Etta?
—Henrietta está bien —respondió ella, frunciendo los labios remilgadamente—. Menos mal que ha venido. No está bien lo que hace Arturo. Ya sé que es un chico delicado, pero eso no justifica que bombardee a la gente. Estoy horrorizada, y también la señorita Magnum, pero ella se ha ido, aunque no entiendo por qué. Pronto será la hora de la merienda.
—Entonces la niñera Iris te preparará unas natillas —dijo Iris.
La idiota de cara pálida dio una palmada.
—¡Qué rico! —exclamó.
—Pero ¿cómo pueden gustarte las natillas? —preguntó Narciso.
—¡Es que me convienen mucho! —La niña miró a Iris como un perro mendigando un hueso.
—Buena chica —dijo Iris, conteniendo una expresión de disgusto—. Y ahora quiero que continúes practicando tus escalas.
Los limpios deditos pulsaron pesadamente las teclas, con lentitud, de forma aburrida, sin precipitarse ni cometer un solo error.
—Creo que voy a vomitar —comentó Narciso.
—¡Debería darte vergüenza! —susurró Iris. Se dirigió a toda prisa a la cocina del cuarto de los niños y encontró melocotones, helado y natillas entre las botellas de champaña y las latas de caviar que había en la nevera, en cuya puerta un letrero decía: SÓLO PARA NIÑERAS: TÓCALO Y MORIRÁS. Sólo tardó tres minutos en preparar la merienda.
Henrietta se lo comió todo.
—Estaba delicioso —aseveró, radiante. Luego su semblante se ensombreció—. Pero hay algo que no estaba bien.
—¿Las natillas no estaban lo bastante caramelizadas? —aventuró Iris.
Henrietta se encogió de hombros, confundida, al borde del llanto.
—¿Se me ha olvidado decirte aquello de «no dejes nada en el plato»? —insistió Iris.
—¡Lo que pasa es que estaba delicioso!
—A partir de ahora, sólo comerás cosas ricas.
A Henrietta le temblaban los labios.
—Tienes que aprender a imponerte —dijo Iris.
—Pero es que te castigan poniéndote de cara al rincón, obligándote a arrodillarte sobre guisantes secos o mandándote a la cama sin cenar. No puedo...
—Inténtalo.
Sin embargo, Henrietta había reanudado sus escalas lentas, aburridas y enloquecedoramente estridentes.
—Escúchame —insistió Iris—, no tienes por qué obedecer siempre...
—La, la, la —cantó Henrietta—. ¡No te escucho!
El repentino estampido de un cañonazo hizo que las ventanas se estremecieran. Iris descolgó el torso de la pared, salió del cuarto de los niños y cerró la puerta para amortiguar las escandalosas escalas.
—Lo suyo ya no tiene remedio —sentenció—. Son cosas que pasan.
Maletón retorció su bombín hasta que pudo formar un lazo.
—No podemos dejar así a esta pobre criatura —protestó Petro con un escalofrío.
—No nos queda otro remedio —dijo Iris—. Ella hace lo que le han enseñado. No da problemas. Es una niña educada y tranquila.
—Pero eso es diabólico —objetó Petro.
—Así son las niñeras —espetó Iris—. ¿Es que no has aprendido nada?
—¡Las almenas! —exclamó Narciso.
La puerta que daba al almenaje estaba cerrada con llave. Iris no esperaba otra cosa.
—¿Y bien? —le preguntó a su hermano, que la había seguido hasta allí.
—Podríamos emplear una sierra mecánica, pero haríamos un poco de ruido —reflexionó Narciso—. Además, él debe de tener la puerta cubierta.
—Maletón la bañará un poco —aseveró Petro.
—¿Maletón qué?
El grandullón vertió gota a gota y con extremo cuidado un líquido en la cerradura.
—Nitroglicerina —aclaró Petro.
—Hur, hur —añadió Maletón. Encendió una mecha, se enderezó y se tapó las orejas de coliflor con sus dedos de morcilla.
—Apartaos, deprisa —dijo Petro.
A continuación se produjo una explosión colosal. Narciso y Maletón atravesaron la humareda a toda velocidad, encorvados.
En la azotea había un niño pequeño de pie junto a un cañón antiguo. El crío, que llevaba un cuello de encaje, pantalones bombachos de terciopelo, medias de seda blancas y zapatos de hebilla, apuntó con una ballesta a la tripa de Maletón. Éste esquivó la flecha, emitiendo unos gemidos melancólicos. Luego extendió sus brazos gigantescos en un gesto amistoso.
El niño rompió a lloriquear y a frotarse sus bonitos ojos azules.
—Cuidado... —advirtió Iris.
Pero ya era demasiado tarde. Maletón se había acercado a la criatura para acariciarle sus dorados rizos. Veloz como una cobra, el niño clavó los dientes a Maletón en la parte carnosa de la mano.
—¡ Aaaargh! —chilló éste, sacudiendo la mano, de la que colgaba el muchacho.
—¡Eh, tú! —le dijo Narciso al niño—. Arturo o como te llames. Deja de retorcerte como un gusano y te enseñaré a colocar bien ese cañón. Permíteme que te diga que los disparos que estabas haciendo son realmente lamentables.
—¡No es verdad! —gritó la criatura. Sin embargo, para ello tuvo que abrir la boca, con lo que sus dientes liberaron la mano de Maletón. Éste retrocedió dando traspiés y sangrando.
—Fíjate en esto —indicó Narciso, introduciendo en el arma una carga de pólvora, la bala de cañón y otra carga de pólvora. A continuación lo presionó todo bien—. Has tenido en cuenta el viento que sopla de través, ¿verdad?
—Claro —contestó el niño, enfurruñado pero atento.
—Debes aumentar el ángulo de elevación.
—Cuando quiera consejos de un novato te los pediré.
—Pero ¿has calculado ya el índice de humedad?
Se impuso un silencio breve pero elocuente.
—¿índice de humedad? —preguntó Arturo.
—Es crucial —aseveró Narciso, sacudiendo la cabeza en señal de desaprobación—. Y ahora, discúlpame, pero si quisieras acertarle a algo..., como por ejemplo, a ese camión blanco que viene hacia el castillo a ciento sesenta kilómetros por hora, ¿qué harías?
—Reduce el ángulo de elevación en diez grados —dijo el niño—. Resta 1,3 grados por la brisa.
—¿Así está bien?
—Claro.
—Pues no —replicó Narciso—. Hay que añadir un grado por la humedad. Ahora está bien. Fuego.
El cañón atronó, y un agujero de dimensiones considerables apareció en medio del radiador del camión. El vehículo derrapó y cayó al foso. Unas figuras salieron a la superficie, cruzaron el puente tambaleándose y empezaron a aporrear la puerta.
—Nadie ha resultado herido —observó Narciso.
—¡Oooooh! —exclamó el niño, decepcionado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Iris.
—Deja, yo me ocupo de ellos —dijo Arturo—. ¿Tenéis lumbre? —Maletón le alargó unas cerillas, y él encendió una pequeña hoguera bajo un caldero grande lleno de aceite que había junto a un canalón—. Obrero de la construcción frito —añadió—. Qué poco saludable.
Iris estaba impresionada. Lo único que necesitan los niños para sentirse felices y realizados es que alguien los motive. Comprendió que la hermana de este niño estaba en buenas manos.
—¿Hay una puerta trasera? —le preguntó—. Porque creo que puedes encargarte de esto tú solo.
—Yo también lo creo —convino el niño, con una radiante sonrisa—. Gracias por el consejo sobre la humedad, me será muy útil. Por cierto, no sois niñeras de verdad, ¿no?
Se quedaron mirándolo.
—Todo el mundo en el condado está al tanto. La gente llama a un servicio de niñeras de urgencia y luego viene alguien, echa su casa abajo y le roba todo. Por cierto, podéis llevaros lo que queráis antes de marcharos, con toda confianza. Hay un Rolls Royce en el garaje. Más tarde os devolveré el Jaguar, si puedo. Y si os topáis con la pasma, decidles que estáis con lord Arturo Lince, y os dejarán en paz.
—Vale —contestaron todos, aturdidos—. Eso haremos.
Maletón y Petronio recorrieron el castillo, pillando alguna cosa que otra por el camino. Luego se dirigieron al garaje, donde el Rolls los esperaba, tal como había anunciado Arturo. Iris colocó el torso del Eduardo cuidadosamente en el asiento trasero y se sentó al lado. El voluminoso coche cruzó la puerta con un ronroneo y se alejó.
—Qué chico tan encantador —comentó Iris mientras pasaban el control de carretera, saludando a los policías con un gesto señorial—. Y, por cierto, qué parte del oso tan horrorosa. —La levantó ante sí: un bulto color beige, mal clavado con tachuelas a su plancha de madera—. Tanto jaleo por tan poca cosa.
—De poca cosa, nada —repuso Narciso.
Iris dejó caer el torso sobre el asiento. Algo salió rodando de debajo de la plancha y rebotó en la alfombra. Iris lo recogió, se lo guardó en el bolsillo y se olvidó completamente de ello.
—Es una pena dejar el Jaguar allí —opinó Narciso.
Maletón guardó silencio. Estaba contemplando las marcas de dientes de su mano. Estaban rojas e inflamadas, y le dolían. Le dolían mucho.
Capítulo 13
—¡Qué ricura de niño, ese Arturo! —dijo Iris mientras la grúa levantaba el Rolls del muelle—. Y su hermana es tan dulce...
Narciso empezaba a aburrirse del incesante parloteo de Iris. Su dominio de todas las técnicas de las niñeras estaba muy bien, pero las niñeras eran el enemigo, y cada vez era más evidente que su hermana se estaba convirtiendo en una de ellas.
—¿Cómo va la mano, Maletón? —preguntó Petro.
—Hur —respondió Maletón, mordiéndose el labio, angustiado, y Petro frunció el ceño, ostensiblemente preocupado.
Algo no iba bien.
Los hombres de las carretillas se acercaron para descargar el botín, que sólo consistía en un par de cargas de lujosos enseres domésticos, fuelles, espumaderas, poca cosa más.
—¡Maletón! —llamó una voz a través del sistema de megafonía—. ¡A entrenar!
—¡Hurrr! —exclamó Maletón, encaminándose a toda prisa a la cubierta-gimnasio. Mientras corría («torpemente —pensó Iris—; qué falta de decoro»), se golpeó la mano contra el quicio de la puerta—. ¡ Aaaargh! —aulló, sujetándose la muñeca.
Iris se aproximó a grandes zancadas.
—Enséñaselo a la niñera Iris —le indicó.
—Grrr —gruñó Maletón.
—No pienso pedírtelo dos veces —advirtió Iris.
Maletón extendió la mano, e Iris le quitó el pañuelo manchado de rojo.
—Justo lo que me imaginaba —dijo, chasqueando la lengua—. ¡Habría que preguntarse cuándo se lavó los dientes por última vez el pequeño Arturo!
—Hur —se quejó Maletón—. ¡Ay!
Y es que Iris le había apretado la herida de nuevo.
—Me temo que habré de prescribirle antibióticos, señor Maletón, y una semana con el brazo en cabestrillo.
Maletón gruñó otra vez.
Iris frunció los labios.
—Andando —ordenó—; obedece a la niñera Iris.
—Iris —dijo Narciso después de que Maletón se marchase pesadamente y con actitud sumisa—, últimamente estás muy rara.
—Pamplinas y paparruchas. —Iris levantó bien la cabeza, apretó los labios y le dirigió una mirada venenosa.
A Narciso le pareció que tenía un aspecto... extraño. Entró en la timonera y levantó la tapa del tubo acústico de la cocina. Cinco minutos después. Prímula acudió a cubierta.
—Bébete esto —dijo.
—Llámame «señorita» —espetó Iris en un tono agudo, inusual en ella—. Buen porte y buenos modales abren puertas principales. Antes de entrar, dejen salir. Comer manzana es costumbre muy sana. —Tomó un buen trago y rompió a toser, como si se hubiese atragantado—. ¡Oye! —exclamó—. ¿Qué es esto?
—La llamo Vaca Marrón: Pepsi con helado.
—¿Dónde estoy? —preguntó Iris. La mirada venenosa había desaparecido de sus ojos.
—Has estado a punto de quedarte para siempre en el Mundo de las Niñeras. Ahora, fuera el bombín, y acábate el resto de la Vaca Marrón. Te sentirás como nueva.
Iris suspiró y apuró el vaso de aquella bebida tan deliciosa y ajena a los gustos de las niñeras.
—Eso ya está mejor —dijo.
—Por un momento pensé que te habíamos perdido —confesó Prímula.
—Sí. Gracias. —Iris hizo una mueca—. Creo que fue por causa de aquella niña, Henrietta. Y los bombines... acaban por afectar tu mente. ¿Os acordáis de Elsie?
—Claro que nos acordamos de Elsie.
Elsie era una buena chica que trabajaba en la cocina del número uno de la avenida del Mariscal Pinturero. Acostumbraba a llevarse a hurtadillas los bombones que el embajador rechazaba cuando acudía a tomar una copa. Después, la niñera Hatchett le había ofrecido el puesto de sub-niñera. Y no bien se encasquetó el bombín sobre la frente, Elsie había empezado a impartir órdenes a diestro y siniestro. Tejió un humillante gorrito de bebé para Prímula, intentó persuadir a Narciso de que abandonase su afición a soldar metales y que la sustituyese por construcciones con el Lego y le leía Peter Pan en voz alta a Iris, lo que le provocaba auténticas náuseas. Al final se había marchado bajo una lluvia de fuego y ahora estaba criando a pequeños guerreros en alguna montaña.
—Es culpa del sombrero, no cabe duda —afirmó Iris.
Arrojó el suyo al suelo y lo pisoteó con su zapatón estilo Oxford.
—Buenos días —saludó una voz. Alzaron la vista y vieron a la capitana: una capitana nueva y distinta, que lucía un elegante traje sastre y zapatos de tacón—. ¿Te has hartado de tu bombín?
—Un poquito —respondió Iris, avergonzada.
—Responsabilidades —suspiró la capitana—. Al final acaban agobiándote. —Bajo la capa de maquillaje se la notaba cansada.
—Bueno, tenemos el torso —anunció Iris, obedeciendo al extraño impulso de animar a aquella persona tan peculiar como simpática.
—Magnífico trabajo —la felicitó la capitana, con aire curiosamente preocupado.
—¿Va todo bien? —inquirió Narciso.
—Por supuesto —contestó la capitana, restando importancia a la pregunta con un gesto de su delicada mano.
Iris frunció el ceño. Su cerebro trabajaba a toda máquina.
—Veamos: el jefe tiene la cabeza del Eduardo, y usted tiene la mitad de las otras piezas —señaló—, mientras que los trabajadores de la construcción se han agenciado la otra mitad.
—En efecto —asintió la capitana con una sonrisa en la que el embeleso se combinaba con una especie de tristeza nostálgica.
—¿Cómo va a conseguir usted la otra mitad?
—Bueno... —titubeó la capitana.
Iris se puso muy tiesa.
—¡Hable! —gritó—. ¡Desembuche! ¡Díganos la verdad!
—¡Iris! —la reprendió Narciso, horrorizado.
—Lo siento. He sufrido una recaída —murmuró Iris con la frente perlada de sudor—. Ahora tendrán que enfrentarse en el Desafío, ¿verdad?
—¿El Desafío? —preguntó la capitana.
—¡Confiese! —chilló Iris—. ¡Desembuche! Díganos...
—Sí, sí, sí —dijo la capitana cansinamente—. Sí, de acuerdo. Habrá el Desafío.
—Haga el favor de explicarse.
La capitana pestañeó, asombrada.
—No me digas que nunca has oído hablar de ello.
—Muy poco.
La capitana exhaló un suspiro.
—Pues no sé qué os enseñan hoy en día, de verdad. Está contemplado en los Estatutos del Latrocinio de la Honorable Asociación de Ladrones, Robaescaparates, Directores de Servicios Financieros y Oficios Afines, como medio de resolver disputas de posesión. Se trata fundamentalmente de un combate singular, lo que antiguamente se conocía como «Juicio de Dios».
—¡Hala! —dijo Narciso, impresionado—. ¿Es como cuando obligaban a las brujas a agarrar hierros al rojo vivo y si les salían ampollas las quemaban en la hoguera y si no, no?
—Muchachito repelente —dijo la capitana con desaprobación—. A nadie le gustan los sabihondos, y además tú te refieres a las ordalías, que también se llamaban «Juicios de Dios». Se trata de lo siguiente: cada bando elige a su campeón. Los dos se enfrentan ante un juez de campo, en la heredad del retador. El vencedor se queda con todo, en este caso, con las partes del Eduardo que faltan, obteniendo así la lealtad del jefe de máquinas.
—Y por eso entrenan tanto —dijo Narciso—. ¡Estupendo!
—No lo entiendes —repuso la capitana—. Mis ladrones son tan dulces y bondadosos... Detestan la violencia, excepto cuando forma parte de su trabajo.
Iris hizo chascar la lengua.
—Es una pena, después de todo lo que han afanado...
—Pero ¿y si perdemos? —dijo la capitana.
—No perderemos —aseveró Iris.
—Déjelo en nuestras manos —intervino Narciso—. ¿Quién es nuestro campeón?
—Maletón.
—Ése no haría daño ni a una mosca.
—Eso no es verdad —replicó Iris—. Yo lo he visto hacerlo. Después rompió a llorar, pero creo que Prímula puede remediar eso. No os preocupéis: yo iré a lanzar el Desafío en su nombre. A mí me respetarán.
—Seguramente —admitió la capitana débilmente—. ¡Oh, cómo deseaba que no tuviésemos que llegar a esto!
—A lo hecho pecho, oiga —soltó Iris.
—¡Iris! —la reconvino Prímula.
—Lo siento. Bueno, necesitaré un conductor para el Rolls. Ah, y me interesa conocer las reglas del Desafío.
—Yo, por mi parte —intervino Narciso—, necesitaré un cuerpo de ingenieros de élite y cinco ladrones capaces de alimentar las calderas, así como veinte más con experiencia como estibadores.
—Y eso ¿para qué? —inquirió la capitana.
—Cuando derrotemos a los trabajadores de la construcción y montemos el Príncipe Eduardo para entregárselo al jefe, ¿querrá quedarse por aquí?
—Por supuesto que no.
—Pues por eso —dijo Narciso.
—Y yo le agradecería mucho que me proporcionara cuatro docenas de huevos, un poco de azúcar, vino tinto, eléboro fétido y 120 gramos de verrugas de sapo —pidió Prímula—. Ah, y también hilo y aguja.
—No hay problema —respondió la capitana—, pero ¿por qué?
Los niños fruncieron los labios al más puro estilo de las niñeras.
—No sea impaciente y ya lo verá —contestaron.
Eudora la Constructora echó el quinto azucarillo a su té y removió, resoplando un poco por el esfuerzo. Al otro lado de la ventana, caía una llovizna gris en el patio: varias hectáreas sembradas de excavadoras y hormigoneras herrumbrosas, bloques de hormigón desmoronados y un búngalo que alguien había empezado a construir pero cambió de idea, dejándolo a medias. En medio del patio, un coche alargado y negro frenó hasta detenerse.
—¿Qué es eso, Dan? —preguntó Eudora.
Blanco Van Dan levantó la vista de su ejemplar de Chicas del mundo. Era un hombrecillo enjuto y nervudo con cara de mono y los brazos totalmente tatuados, lo que lo hacía parecer un simio con un traje muy ceñido decorado con dibujos de señoras en bikini.
—¿A qué te refieres? —inquirió.
—Ese coche.
—¿El Rolls?
—Ese mismo.
—Se ha parado.
—Eso ya lo veo.
La puerta del Rolls se abrió, y una figura menuda se apeó. Llevaba un bombín marrón, un abrigo largo y medias de lana del mismo color. Apretó los labios con indignación mientras sorteaba los charcos y las pilas de viejas cajas de hamburguesas.
—Y ésa ¿quién es? —preguntó Eudora la Constructora, tragándose una chocolatina entera.
—A mí que me registren —respondió Dan.
Era Iris, por supuesto.
La caravana estaba verde a causa del moho. Una columna de humo negro que olía a plástico quemado salía del tubo de la estufa. El letrero de la puerta rezaba D + E CONSTRUCTORES DE PRIMERA. Estaba torcido hacia la izquierda, porque los clavos con los que lo habían fijado a la caravana se habían salido, pues eran demasiado cortos y no los habían clavado bien. Iris cruzó chapoteando el último charco y abrió la puerta desvencijada.
—¿Señor Dan? —dijo.
El hombrecillo enjuto y nervudo la recibió con una sonrisa que iluminó sus dientes blancos y afilados, así como su nomeolvides y su reloj de oro, pero no sus ojos, grises como el cemento.
—Y usted debe de ser la señorita Eudora —prosiguió Iris—. ¿Cómo le va?
La corpulenta y fofa mujer, que llevaba un roñoso mono de decoradora, miró con su cara fofa y ceñuda la alfombra con forro de espuma que estaba metiendo en la estufa. Había ceniceros rebosantes y tazas sucias por doquier. Una pátina marrón producto de muchas frituras recubría el techo.
—Este lugar es absolutamente repugnante —aseveró Iris.
Blanco Van Dan, que se había acercado a ella por detrás para cortarle la retirada, se quedó paralizado.
—¿Qué has dicho?
—Debería daros vergüenza —continuó Iris, siempre con los labios apretados—. Esto da asco. Es de todo punto innecesario vivir como cerdos. —Y se llevó la mano al bolsillo del abrigo. Dan también se llevó la mano al bolsillo y entornó los ojos. Sin embargo, lo que sacó Iris fue un sobre marrón con una tira roja en la solapa—. Lea esto —indicó—. Supongo que sabrá leer, ¿no?
Dan le arrebató el sobre y lo fulminó con la mirada.
—¿Qué es esto? —inquirió.
—Es lo que llamamos escritura —explicó Iris con dulzura—. Las palabras se componen de letras. La que lleva un punto es la i, la i de «idiota». Y esa otra es una eme, la eme de «memo».
—Sé leer —replicó Dan, rasgando el sobre.
Es cierto, me consta —aseguró Eudora con admiración—. Si casi sabe escribir y todo.
—Bueno, entonces, ¿qué les digo? —quiso saber Iris.
—¿Sobre qué?
Iris chasqueó la lengua y suspiró, mirando el techo de forma excepcionalmente irritante.
—Esto es un reto —dijo—. La agencia de niñeras OOO Oolito les presenta sus respetos...
—Esta niña es una redicha —comentó Eudora.
—... y emplaza a Blanco Van Dan y a su Empresa a elegir un campeón para que se enfrente al suyo a bordo del buque de vapor Cleptoman, mañana o en otra fecha que resulte conveniente, por la posesión de los trozos del Príncipe Eduardo que obran en poder de la parte desafiada. El ganador se queda con todas. Se aplicarán las reglas habituales.
—¿Pelear? —dijo Dan—. Ni hablar.
—Cobardica —le acusó Iris.
—No lo soy —repuso Dan.
—No lo es —terció Eudora.
—Sí que lo es. Si no, demuéstrelo.
—¿Qué me impide tirarte en una fosa llena de cemento fresco? —preguntó Dan.
—No sea tan infantil —le reprochó Iris con la frente bien alta—. ¿Mañana después de la hora del té le parece bien?
—Ahí estaremos, doña estirada —prometió Dan—. Llevaremos a Bill el Albañil.
—Doña estirada —repitió Eudora, que acababa de pillar la gracia de la expresión—. Do...
—A palabras necias, oídos sordos —replicó Iris y se fue caminando a paso rápido bajo la llovizna en dirección al Rolls.
Eudora observó el cochazo que se deslizaba en silencio, alejándose. Nerviosa, echó un poco más de azúcar en su té.
—Qué cara más dura —comentó Dan.
—Qué cara más dura —convino Eudora.
Cuando algo más, tarde salieron a jugar con el bulldozer, se percataron de que, cerca de donde se había detenido el Rolls, había una extensión de cemento, que había estado fresco hacía unas horas. También se fijaron en que alguien había trazado unas letras que decían: EUDORA ES TONTA DEL *. Sin embargo, el * no era en realidad un *. En el cemento, ahora seco y duro, se advertía la huella de un enorme trasero.
—Huy —dijo Eudora—. Qué mala uva.
—No tan mala como la nuestra —repuso Dan—. Espera y verás.
—¿Estás seguro?
—Siempre estoy seguro de todo —respondió Dan.
—También estabas seguro de que sabrías reparar el camión —le recordó Eudora.
—Estoy seguro de que cuando su jefe de máquinas trabaje para nosotros él sabrá arreglar el camión y que hasta construirá uno mejor para nosotros. Y entonces podremos iniciar una nueva vida en Islandia —aclaró Dan.
—Ah —dijo Eudora.
—Di: «Qué listo eres, Dan.»
—Qué listo eres, Dan.
—¡Bah!, no exageremos —replicó Dan, sonrojándose.
En el Cleptoman, los ladrones se hallaban en un estado de euforia. Aunque preferían no comentarlo con nadie, muchos de aquellos hombretones tatuados y duros pensaban que era poco digno eso de ir por ahí disfrazados de niñeras. Una buena pelea les levantaría los ánimos a todos. La intensidad del entrenamiento se redobló. Metieron chalecos salvavidas viejos en sacos no menos viejos y los colgaron de las lámparas, para aporrearlos hasta que se formaron espesas y grises nubes de polvo.
Prensaron antiguas amarras y las utilizaron para saltar a la comba. Iris y la capitana se pasaban el día sentadas en el puente, curando narices rotas, ojos a la funerala y nudillos despellejados.
—Tengo una duda —dijo Iris en un momento en que se encontraban a solas—, ¿qué le hace pensar que cuando la Empresa pierda el combate dejará de causarnos problemas?
—Aquí entran en juego tradiciones milenarias —explicó la capitana—. Estoy segura de que la Empresa las respetará y de que su honorabilidad prevalecerá.
—¿Enserio?
La capitana, algo nerviosa, empezó a limarse las uñas de forma vigorosa.
—No —contestó—. En realidad, no me fío ni un pelo. A veces creo que somos seres demasiado confiados que pertenecen a una época anterior y más amable. No hemos tenido ningún éxito clamoroso, ¿sabes? Apenas hemos robado un poquito aquí y allá.
Después del almuerzo, uno de los tubos acústicos emitió un pitido.
—Capitana —anunció la voz—, el Aspirante está ejercitándose en público, por si le interesa verlo.
Me interesa mucho —contestó la capitana—. Ven, Iris.
Habían despejado un espacio en medio del gimnasio. Un enorme saco de arena colgaba del techo. Junto a él se hallaba Maletón, que parecía un costal lleno de bolas de bolos con pantalones cortos que le llegaban a la rodilla y guantes de boxeo.
—Estamos listas —avisó la capitana.
—Hur, hur —dijo Maletón, nervioso, forzando una sonrisa. En opinión de Iris, esa sonrisa distaba un poco del rictus perverso de un asesino sanguinario.
—¡A entrenar! —gritó Petro, cronómetro en mano, con chándal y zapatillas deportivas, dando pequeños saltitos.
Maletón se abalanzó sobre el saco de arena y comenzó a lanzarle puñetazos con una saña terrorífica.
Al cabo de diez segundos se detuvo.
—Hur —dijo con voz débil. Molesto, apartó de sí el saco de un fuerte empujón y se volvió hacia la capitana, extendiendo las manos, intentando desatarse los cordones del guante derecho.
El saco de arena se balanceó hacia él a toda velocidad y lo golpeó en el cogote. El gigantón se desplomó como un edificio.
Se produjo un silencio insoportable.
Petro se arrodilló junto al cuerpo y le quitó el guante derecho. Y allí estaba la mano que más necesitaría Maletón para pelear, hinchada, enrojecida y terriblemente dolorida, por culpa de los dientes sin cepillar de lord Arturo Lince.
Iris frunció el ceño.
—Tendrá que dejar los ejercicios durante una semana —dictaminó.
—Pero...
—No es una buena señal que el retador quede fuera de combate debido a su propio material de entrenamiento —observó Iris.
Era una observación de lo más pertinente.
—Muy bien, pues —dijo la capitana—. Demos inicio al procedimiento de sustitución. ¿Petronio?
—Será todo un olor.
—¿Cómo dices?
—Digo que será todo un honor para mí —aseguró Petro, con ojos centelleantes y el pecho henchido.
—Ah —dijo la capitana, ligeramente desconcertada—. Bueno, sea como fuere, te felicito. Eres nuestro nuevo campeón.
Iris y la capitana regresaron al puente de mando.
—Petro es un encanto —comentó la capitana—, pero quizá se pasa de bondadoso, y no es lo bastante fornido para combatir en el Desafío. Bill el Albañil es..., bueno, es un behemot.
—¿Un qué? —preguntó Prímula.
—Un monstruo muy grande y muy feo.
—Tranquilícese —dijo Iris—. Todo está bajo control.
—¿Tú crees? —inquirió la capitana, mirándola con ansiedad.
—Nosotros nos encargaremos de todo —aseveró Iris y le expuso su idea.
Cuando terminó, la expresión preocupada de la capitana no había desaparecido.
—Es un plan muy audaz —admitió—. Temerario, incluso. Pero ¿crees que dará resultado?
—Nosotros fuimos criados por niñeras —dijo Iris—. Niñeras de verdad. Con todo respeto, ustedes los ladrones han llevado una vida muy regalada.
—Me alivia tanto oírte... —suspiró la capitana, abrazándola—. Iris, eres perfecta,
—Se hace lo que se puede —balbució Iris, incómoda—. Ahora debo retirarme a planificar la estrategia. —Y se marchó.
Mientras contemplaba su figura estilizada y resuelta que se alejaba para ocuparse de sus asuntos, la capitana se enjugó una lágrima.
Le había cobrado un gran afecto a Iris, con lo que se había convertido en un nuevo motivo de preocupación para ella. Uno de tantos.
Poco después, los hermanos Darling celebraban una reunión en la suite.
—¿Ha quedado todo claro? —preguntó Iris.
—Clarísimo —respondió Prímula.
—Como el agua —añadió Narciso.
—Ponedme en antecedentes, por favor —pidió Iris.
—En la cocina estaban hablando del procedimiento de sustitución —dijo Prímula—. De acuerdo con la Convención de Parkhurst, Bill el Albañil vendrá con los ojos vendados. Subirá a bordo. En ausencia del campeón elegido, deberá combatir contra la primera persona que vea cuando le quiten la venda.
—¿Y si es el gato del barco?
—Será un verdadero alivio para los ratones. Pero se considera legítimo que la capitana lo disponga todo de manera que la primera persona que él vea sea un buen retador.
—Bien. ¿Y tú qué has estado haciendo?
—Cocinando. —Prímula sonrió tímidamente—. Me gustaría que Bill perdiese el combate.
—Oh, yo no estoy tan seguro —repuso Narciso.
—¿Qué? —exclamaron sus hermanas a coro.
—La vida sigue —fue la exasperante respuesta de Narciso.
Como es natural. Iris le dijo entonces que tenía una mancha de aceite en la nariz y le preguntó por qué estaba tan sucio. Él le dedicó una sonrisa de suficiencia.
—Algo se trae entre manos —dedujo Prímula—, seguro.
—Alguna travesura, sin duda —apostilló Iris.
—¡Iris!
—Huy, lo siento. Si vuelvo a comportarme como una niñera, por favor echadme un cubo de agua encima.
—¡Será un placer! —afirmaron Prímula y Narciso al unísono.
—A lo que íbamos —prosiguió Iris—. Estamos en la frontera de un mundo nuevo y extraño. Nuestro hogar anterior ha sido demolido por ladrones. Nuestros padres han desaparecido. Estamos en manos de una auto-proclamada dama ladrona, que es encantadora, no lo niego, pero cuyos auténticos motivos siguen siendo un misterio. Y ahora nuestro nuevo hogar corre peligro. Nuestro futuro puede depender del puñetazo de un delincuente. Mañana, a estas horas, ¿quién sabe qué habrá ocurrido? Tal vez para entonces nos hayamos quedado sin jefe de máquinas y estemos huyendo de la venganza de Blanco Dan, o tal vez hayamos salido vencedores. Nos encontraremos en una situación rara, de soledad y desarraigo. En otras palabras, todo va a ser de lo más extraño.
—¡Fantástico! —exclamó Prímula.
—¡Estupendo! —se sumó Narciso.
—¡Ya lo creo! —dijo Iris—. ¡Y ahora, manos a la obra!
Capítulo 14
El día del gran combate amaneció sin nubes y muy soleado. Ambas partes habían llegado a un acuerdo respecto a las reglas del Desafío y, como dictaba la tradición, lo habían firmado con sangre. Los ladrones habían acogido con entusiasmo la elección de Petronio Padilla como campeón, diciendo que el hombre era una alhaja y dedicándole tres sonoros vítores. Maletón estaba hasta las orejas de antibióticos. Treinta minutos antes de la hora prevista para la pelea, Petro ya se encontraba en cubierta, vestido con pantalón corto de satén, boxeando con su sombra para matar el tiempo mientras aguardaba a que lo trasladaran al cuarto de reunión.
¿El cuarto de reunión?
Perdón.
Como ya habíamos señalado antes, las reglas del Desafío establecen que el campeón de la parte desafiada debe desplazarse a la base, guarida o escondite de la parte desafiante. La primera persona que vea el desafiado al quitarse la venda debe ser su rival en el combate. Por lo común se acepta que, para evitar accidentes engorrosos (como cuando Quebrantahuesos Yago posó su primera mirada en Conchita, el Chihuaha de la Reina de los Ladrones, antes de que Estrella de la Muerte McMurtry, el auténtico desafiador, contrajera la rabia mexicana y muriese entre atroces sufrimientos poco después), el encuentro esté amañado. El cuarto de reunión es una especie de celda en la que se encierra a los combatientes a solas tras taparles la cabeza con una bolsa de papel. Una vez ahí, pueden descubrirse a salvo de miradas ajenas. En el caso del Cleptoman, se había designado la base de la chimenea número tres como cuarto de reunión.
—¿Estás listo? —le preguntó la capitana a Petro.
—Listo —respondió Petro con dificultad, debido a su protector bucal.
—¡Que tengaf mucha fuerte! —le deseó el pequeño Fodolí Penseque, que le llegaba a la rodilla.
—Gracias, Fodolí, colega —respondió Petro con su cortesía habitual. Engancharon su arnés a la cuerda, y la grúa lo izó, arriba, arriba, arriba, hacia la telaraña que formaban las jarcias, y luego lo hizo descender, abajo, abajo, abajo, por el interior de la chimenea.
El gancho de la grúa subió de nuevo, sin su carga. Sonó un rumor sordo y el chasquido metálico de una puerta corredera al cerrarse. El reloj del buque dio la hora. Se produjo un silencio absoluto, interrumpido únicamente por los golpecitos que Fodolí daba en cubierta con los pies. Estaba tan nervioso que no podía evitar saltar de un lado a otro. También se oía el sonido de un motor. El camión blanco (una versión nueva y más pequeña, más nefasta todavía desde el punto de vista mecánico que su antecesora) avanzaba sobre el muelle con un traqueteo lamentable. Iris se inclinó sobre el costado del barco y divisó a Eudora la Constructora, que emergió de la nube de humo que salía del tubo de escape. Eudora se quedó quieta por unos instantes, esperando a que "sus abundantes carnes dejaran de temblar. Extrajo una porción de manteca del bolsillo de su mono, y comió algunos bocados reparadores. A continuación, indicó con un ademán que apartaran el gancho de la grúa, y empezó a subir por la pasarela. Diez minutos después se hallaba en cubierta, resollando y temblando, con un charco de sudor formándose a sus pies. Junto a ella, en su estanque personal, estaban Blanco Van Dan, Bill el Albañil (con la bolsa de papel marrón reglamentaria sobre la cabeza), doscientos empleados de la Empresa y, en un viejo saco, los brazos y la pata derecha del Príncipe Eduardo.
Iris, que se encontraba a un lado, percibió el olor a alfombra quemada, grasa rancia y colillas. «Qué poco adecuado —pensó—. ¿Y si los viera algún niño?»
Sacudió la cabeza para despejársela.
—Fi por mí fuera, lof machacaría —dijo una vocecita junto a ella.
Iris bajó la vista, y allí, a la altura de su cintura, estaba Fodolí Penseque, con un aspecto de lo más fiero.
—En efecto —respondió ella, y por un momento se apoderó de Iris una intensa aversión hacia esos malvados trabajadores de la construcción que querían desbaratar los planes de esos pobres ladrones tan simpáticos, derribar casas y provocar jaleos y levantar polvo por todas partes y sembrar el desorden en general.
Los constructores y la capitana se encaminaron a la timonera. Durante una ceremonia breve pero emotiva, las placas de madera con los trozos del Eduardo permanecieron colgadas de la pared, de modo que el oso estuvo completo, aunque con todas sus partes separadas, como en una vista esquemática, y sin cabeza.
—Mano a mano —dijo Eudora la Constructora, como mandaba la antigua tradición—. Es un Desafío en toda regla.
—Estamos de acuerdo —asintió la capitana con la debida formalidad.
Eudora y la esbelta capitana regresaron a la cubierta de combate.
Iris sabía que debía haberse concentrado en la ceremonia, pero en ese momento, entre la multitud, avistó el rostro de su hermano. Entonces la niñera que llevaba dentro despertó de repente. Pero qué cara tan sucia, sobre el jersey de rayas de un ladrón robusto, cubierto de aceite. Su apariencia era casi tan lamentable como la de un trabajador de la construcción. Iris abrió la boca para soltar una buena reprimenda, pero de pronto Narciso desapareció.
—Yo le daría a efe Bill una buena lecfión —prosiguió Fodolí, desde allí abajo.
La frustración por ver a su hermano tan sucio reconcomía a Iris.
—Oh, por todos los cielos —espetó—. Eres demasiado bajito. Y demasiado tonto. ¿Por qué no buscas a alguien de tu tamaño, como un ridículo ratón, por ejemplo?
La boca sin dientes de Fodolí se abrió de par en par. Por unos instantes se quedó sin habla.
—¡Ja! —dijo al cabo, en un tono de profundo desdén.
Iris nunca había visto tantos sentimientos heridos apretujados en una persona tan pequeña. Era consciente de que los últimos vestigios de su faceta de niñera la habían impulsado a decir algo absolutamente reprobable. Comenzó a pedir las más sentidas disculpas, pero ya era demasiado tarde.
El diminuto espacio que ocupaba Fodolí se hallaba vacío, y ella estaba hablando sola.
—¿Bajito? ¿Bajito? ¿Bajito? —chilló desde lo alto una voz aguda, seguida de una carcajada infausta.
—Ustedes se cargaron nuestro camión —acusó Eudora la Constructora, durante la merienda previa al Desafío.
—Cielos —exclamó la capitana con afabilidad, sirviendo una taza de té—. ¿Leche?
—Cinco terrones —dijo Eudora la Constructora. Junto a ella se encontraba Bill el Albañil, con una bolsa de papel marrón sobre la cabeza.
—¡Eh! —saltó Dan, algo nervioso—, ¿y qué pasa con la pelea?
—Nuestro muchacho, pobrecillo, aguarda en el cuarto de reunión —contestó la capitana.
De improviso, el garfio de la grúa descendió a toda velocidad y enganchó a Bill por la parte posterior de su mono de trabajo.
—Uuugh —exclamó Bill.
—¿No le gustan las alturas? —preguntó la capitana.
—Le encantan —respondió Dan.
Bill el Albañil asintió en silencio. Medía dos metros de alto y uno de ancho. En los bolsillos de su enorme mono llevaba un par de docenas de ladrillos, cuyo peso apenas notaba. Tenía la costumbre de pegarles un bocado para matar el gusanillo. Incluso ahora, un hilillo de baba mezclada con polvo de ladrillo se escurría sobre el peto de su mono desde debajo de la bolsa de papel.
—Arriba —indicó la capitana.
Y Bill el Albañil comenzó su ascenso hacia el vacío surcado de cables.
En realidad no era un vacío. En los vacíos no hay nada. Y un espacio no es un vacío si contiene algo, aunque sea algo muy pequeño. Incluso algo tan minúsculo como Fodolí Penseque.
Se oyó un zumbido, como si un objeto ligero se deslizase por un cable grueso sobre la cabeza de Bill. Algo pequeño pero sorprendentemente pesado cayó sobre el hombro de Bill.
—¡Rufián! —le susurró una vocecita al oído. Unas manos menudas agarraron el borde de la bolsa de papel y la rasgaron en dos. Bill el Albañil se encontró mirando de frente las diminutas facciones tatuadas de Fodolí Penseque, crispadas en un rictus de absoluto desprecio—. ¡El Desafío! —chilló—. ¡Te aplaftaré como fi fueraf un gufano!
—Gufano lo serás tú —repuso Bill, en cuyo cerebro de mosquito empezaba a hacerse la luz—. ¡Eh! —gritó a la diminuta cubierta que vislumbraba entre sus pies—. ¡He visto a un tipo!
—¡El retador! —gritó Blanco Van Dan, siguiendo el antiguo ritual.
La capitana alzó la mirada y meneó la cabeza. Había que acatar las normas. La suerte estaba echada.
—Es el primero de los nuestros a quien el retado ha visto. Por tanto, le corresponde a él ser el retador —dijo. Iris, que estaba a su lado, advirtió que sus largas uñas rojas se hundían en la palma de sus estilizadas y blancas manos.
Todo aquello pintaba pero que muy mal.
Narciso confiaba plenamente en su capacidad para cumplir con su misión. Eso le ocurría siempre que su misión requería que desplegase sus habilidades como mecánico. Bajó corriendo las escaleras hasta la sala de máquinas.
—Informe sobre la marcha del trabajo, por favor —pidió.
—Los muchachos de la compuerta afirman que todo va de perilla —le comunicó uno de los fogoneros—. Aseguran que estará lista en cualquier momento. La marea nos será propicia durante la siguiente hora.
—Bien —asintió Narciso, caminando entre las filas de ingenieros. Las rejillas estaban al rojo vivo. Las válvulas de seguridad siseaban. Las calderas uno, dos y tres habían alcanzado la presión adecuada. Lo único que faltaba era que el jefe tirase del gran interruptor de cuchilla que accionaría los servomotores de las válvulas de entrada uno, dos y tres...
Pero nos estamos perdiendo en detalles absurdamente complicados, que más vale dejar en manos de Narciso. La cuestión es que el Cleptoman estaba listo para hacerse a la mar.
Sólo restaba convencer al jefe de que activase el interruptor.
Narciso hizo un ajuste de último momento a una válvula de presión y le dio un consejo paternal a un fogonero cuya labor de arrumaje era mejorable. A continuación, extrajo el palito del bolsillo de su mono y pulsó con él el timbre del cuarto de control.
La puerta se entreabrió. Al parecer, estaba sujeta por cinco cadenas.
—¿ Ké kieres ? —preguntó el jefe.
Narciso se percató de que los ojos le daban vueltas y percibió en su voz un deje inconfundiblemente hostil, por no hablar de las cadenas de la puerta. Sin embargo, como ingeniero, Narciso tenía un alto concepto de la lógica pura. Había tomado una decisión basándose en la suposición de que el jefe, en lo más profundo de su ser, debía compartir este punto de vista. El funcionamiento de las máquinas es totalmente lógico. La lógica era la lógica, y en ella no había cabida para los sentimientos.
Lo que demuestra el profundo conocimiento de Narciso sobre la psicología humana.
—Jefe —empezó—, deje que le explique. Allí arriba se está desarrollando un combate por su oso...
—Mein Edward! —exclamó el jefe, con las pupilas girando como aspas de un molino de viento.
—... Pero está en su mano evitar el derramamiento de sangre y recuperar el Eduardo.
Una ceja se arqueó en la frente, redonda y pálida como la luna.
—Ja? —preguntó.
—Es fácil —aseguró Narciso—. Si echa un vistazo a los cuadrantes, verá que hemos logrado elevar la presión de las calderas y estamos en todos los sentidos listos para zarpar.
—¿Y qué? —preguntó el jefe.
—Además, las compuertas del muelle están preparadas para abrirse, y la marea es la más adecuada para efectuar una salida segura, o mejor aún, digna. En resumen: su oso se encuentra aquí, el buque está listo y la marea nos es favorable. Permítame rogarle que active el interruptor para que podamos poner rumbo valerosamente hacia...
—¡Bashta! —gritó el jefe. Sus ojos habían dejado de girar, y ahora se clavaron en Narciso con una vibración desconcertante—. No puedo. Soy de la sangre real. Desafío es Desafío. Honor exige que, hasta que yo reciba mi oso por medios legítimos de manos del fencedor, no puedo hacerr mofimientos de interruptores.
—¿O sea que prefiere vivir en el lodo y arreglar motores Diesel mugrientos para Blanco Van Dan y su Empresa?
El jefe echó hacia adelante su prominente barbilla. Se enjugó una lágrima con una mano blanca y fláccida.
—¡Atrás, demonio tentador! —bramó el jefe, y cerró de un portazo.
Y eso, pensó Narciso, parecía un no angustiosamente definitivo.
Bueno, en cualquier caso había mucho que hacer.
El ring donde se libraría el combate estaba montado entre las dos chimeneas delanteras del Cleptoman, que tenía cuatro. Se trataba de un cuadrilátero de lona rodeado por una cuerda forrada de terciopelo, tendida a un metro del suelo. Bill el Albañil pasó por encima de ella sin la menor dificultad. Fodolí pasó por debajo sin agacharse. La multitud prorrumpió en vítores.
Sobre el cuadrilátero habían instalado un reloj descomunal que marcaba las doce del mediodía. En dos rincones opuestos había sendos taburetes de madera. Bill el Albañil se sentó en el suyo. Maletón y Petro, que habían salido de la chimenea, serían los ayudantes, también conocidos como segundos. Por eso ayudaron a Fodolí a encaramarse en el suyo. El árbitro, el comisario Paco Rupto, de la policía portuaria, se colocó en el centro del cuadrilátero.
—¡Bueeeenos días, damas y caballeros! —gritó—. Efectivamente, hace un día magnífico...
—¡No te enrolles, poli! —chilló la muchedumbre.
(Pues ahí había una auténtica muchedumbre que se extendía hacia arriba como un enorme cráter formado por personas. Había ladrones enmascarados, ladrones disfrazados de niñeras, ladrones con jerséis de rayas rojas y negras y, por supuesto, ladrones disfrazados de trabajadores de la construcción, o trabajadores de la construcción disfrazados de ladrones; apenas se notaba la diferencia entre unos y otros, suponiendo que la hubiese.)
—¡De acuerrrdo! —rugió el comisario Rupto—. En la esquina roja, ¡Bill el Albañil! En la otra esquina roja, esto... ¿Alguien tiene una lupa? Je, je. ¡Aaaargh! —El comisario empezó a dar saltos alrededor del cuadrilátero, aullando porque Fodolí Penseque se había abalanzado sobre él y le había pegado un mordisco en toda la pierna.
El público reaccionó con gritos de entusiasmo; la violencia gozaba de un alto grado de aceptación entre los presentes. Bill el Albañil entrelazó sus dedos de morcilla e hizo crujir sus nudillos con tales chasquidos que las gaviotas echaron a volar graznando desde sus nidos, construidos en los antepechos del barco.
Iris, que observaba la escena desde una portilla situada muy arriba, se volvió hacia Prímula, que acababa de regresar de la cocina.
—Estamos metidos en un buen lío —se lamentó.
Prímula se limitó a desplegar una sonrisa tranquila, abrazando el bote de pasteles marca Tesoros del Mundo que llevaba.
—Pero ¡fíjate en su tamaño!
—Tú espera a que tome un sorbo de agua.
Iris miró a su hermana de soslayo.
—¿No es agua normal? —inquirió.
Prímula enarcó las cejas, con expresión de dulce inocencia.
-Como dicen las niñeras, ojos que no ven, corazón que no siente, querida.
Iris le soltó un gruñido.
—Qué mal genio —comentó Prímula.
—Y ahora —anunció el comisario Rupto—, como manda la tradición, los ayudantes intercambiarán sus botellas para evitar cualquier tipo de trampa.
—Oh, no —dijo Prímula—. Eso no se me había ocurrido.
—¿Supone eso un problema? —quiso saber Iris.
—Un auténtico desastre —respondió Prímula y le explicó el porqué.
—Iré a buscar a Narciso —dijo Iris.
Se intercambiaron las botellas de agua.
—¡Segundos fuera! —gritó el comisario Rupto—. No está permitido sacar los ojos, ni morder al adversario, ni emplear misiles tácticos ni otras armas de fuego. Aparte de eso, todo vale. ¡Que comience el primer asalto!
«Tolón», dijo la campana, y, en lo alto, se empezó a oír el tictac del gran reloj del Cleptoman.
Prímula se abrió paso por entre el gentío hacia la zona despejada que rodeaba el cuadrilátero de terciopelo rojo. Empezó a cruzarlo, cuando un ladrón rural la agarró por el brazo.
—No se puede pasar, señorita.
—¡Pero está a punto de suceder algo terrible!
—Bueno, es lo que esperamos todos —contestó el ladrón, con una sonrisa jovial y rústica en su rostro surcado de cicatrices.
—¡Debo entrar!
—Cucha —dijo el ladrón rústico, que antes de refugiarse en el barco era un especialista en apropiarse de tractores ajenos—. Ya sé que vosotros, los que os criasteis con niñeras, sois muy duros, pero nosotros somos ladrones y tenemos nuestras normas, porque quebrantamos la ley para trabajar, y antes de quebrantar la ley hay que conocerla, ya sea la ley del país o la ley de la jungla, como en este caso. ¿De acuerdo?
Hubo gestos y expresiones de asentimiento por parte de quienes se hallaban cerca.
—¿Por qué no miras el combate conmigo? —dijo la capitana, que había aparecido junto a ella.
En el ring, Bill el Albañil caminaba pesadamente en círculos intentando atrapar a Fodolí Penseque, que le propinaba patadas. Pese a la corta longitud de sus piernas, sus ataques causaban a su contrincante un intenso dolor en las espinillas. La cosa iba mejor de lo que Prímula esperaba. Siempre y cuando Fodolí no probara el agua...
Prímula había invertido mucho tiempo y esfuerzo en la preparación de ese brebaje. Estaba orgullosa del resultado. Llevaba beleño para provocar malestar, higadillos de murciélago para inducir el sueño, huevos para ocasionar pesadez en el estómago y pastel para causar torpeza en las extremidades. Todo ello estaba diluido en una base ideada por ella misma y compuesta de espuma de río y vejigas de pescado que le daban un sabor idéntico al del agua pura, aunque un poco más consistente. Incluía además un ingrediente secreto de efectos retardados que consistía en lóbulos temporales de caracol.
La aguja del reloj señaló tres minutos, y la campana dijo «tolón». Los púgiles regresaron a sus esquinas.
—¿Cómo dirías que va el combate? —le preguntó la capitana a Iris, que acababa de cumplir con cierta misión y se había colocado a su lado.
—Bien —respondió ésta, con una cara que parecía de madera—. ¿Podemos volcar la botella de agua?
—Eso va contra las reglas.
—¡Que les den morcilla a las reglas!
—Eso no es muy propio de una niñera —señaló la capitana.
—Me da igual.
—Las normas son las normas —le recordó la capitana—. Fueron establecidas para evitar una batalla campal.
—En ese caso —dijo Iris—, tendremos que hacer desaparecer los pedazos del oso.
—Las normas...
—Ojos que no ven, corazón que no siente —citó Iris.
—Además —continuó la capitana—, los trozos están bien custodiados.
—Ya hemos tenido eso en cuenta —aseveró Prímula sujetando con fuerza el bote que contenía los pasteles.
—Así que sed buenas y cruzad los dedos para que todo salga bien. Es lo único que podemos hacer, Prímula, querida. ¿Prímula?
—Se ha ido —dijo Iris.
Y era verdad.
En la timonera había dos ladrones niñera y dos trabajadores de la construcción. Estaban sentados en extremos opuestos de la mesa de mapas, fulminándose mutuamente con la mirada. Detrás de ellos, en la pared, colgaban las seis placas de madera a las que estaban sujetos los trozos del oso. Cuando la puerta se abrió, todos se volvieron hacia ella. En el umbral había una niñita que llevaba un vestido rosa de algodón a cuadros, calcetines blancos y unos encantadores zapatitos negros de charol. Su cabello rubio quedaba pulcramente recogido mediante una diadema elástica rosada. Tenía ojos azul claro y pestañeaba con mucha frecuencia. En la mano llevaba un bote de pasteles Tesoros del Mundo.
—Hola, señor Persona Mayor —saludó Prímula, con una risita cándida—. Te he traído un pastel.
—¡Oooh! —exclamaron los trabajadores de la construcción—. Qué bonito detalle. ¿Dónde os habéis metido, ladrones marineros?
—Aquí, debajo de la mesa —contestaron los ladrones, conscientes de lo peligrosa que era esa niña.
La niñita destapó el bote.
—¿Vuestros amigos no quieren un poco? —preguntó.
—No —respondió una voz desde debajo de la mesa.
—Mejor: así habrá más para nosotros —observó el trabajador de la construcción.
Su compañero echó una ojeada al interior de la lata. Dentro había cuatro pastelillos color rosa de aspecto sumamente apetitoso, con crema de leche auténtica, trocitos de fruta por encima y cobertura de chocolate.
—Hmmm —se relamió.
—Sí —convino su compañero, agarrando uno con las manos sucias—. A tu salud, niñita, y buen provecho. —Y en un momento dieron buena cuenta de todos los pastelillos.
—Ya está —dijeron—. Largo de aquí, niña.
Pero la niñita no se largó. Permaneció allí, pestañeando y sonriendo angelicalmente. Nunca antes había visto a nadie zamparse una ración doble de sus pastelillos somníferos de acción extrarrápida, y quería observar los efectos.
Se oyeron dos golpes sordos como si alguien hubiese dejado caer otros tantos sacos de patatas desde cierta altura.
—Con permiso —dijo Prímula, pasando por encima de los cuerpos—, yo me ocuparé de esto. —Y comenzó a descolgar de la pared las maderas con pedazos de oso.
—Pero ¿qué haces? —inquirieron los ladrones niñera, nerviosos.
—¡Silencio! —siseó Prímula—. Allí fuera se está librando un combate de lo más interesante. ¿Por qué no vais a echar un vistazo?
Las niñeras se apiñaron frente a las ventanas de la timonera.
—Muy bien —dijo Prímula, reuniendo todos los trozos del Eduardo—. ¡Hasta luego! —Y se escabulló por la puerta.
Había llegado el momento de echar mano de la aguja.
—¡Segundos fuera! —gritó Paco Rupto, junto al cuadrilátero—. ¡Que comience el segundo asalto!
Y Fodolí Penseque salió al ring.
Se dirigió zumbando hacia Bill el Albañil como un mosquito hambriento. Bill intentó atizarle sendos manotazos en las orejas, pero Fodolí era demasiado rápido para él. Las enormes manazas se juntaron tras él con un ruido como el del entrechocar de dos ladrillos. Y Fodolí, al esquivarlo, aprovechó para hincarle los dientes en la pierna.
El asalto continuó.
En la segunda parte del mismo. Fodolí le pegó un guantazo en la boca a su contrincante y echó a correr alrededor del cuadrilátero. Bill salió tras él trabajosamente, y a Fodolí le dio por meterse debajo de las cuerdas, tal vez con la esperanza de que Bill tropezara al perseguirlo. Ahora le tocó el turno de abuchear al grupo del camión blanco. Los mordiscos de Fodolí habían entorpecido los movimientos de Bill, pero no lo suficiente. Éste lanzó un golpe que Fodolí logró esquivar, aunque la ráfaga de viento provocada por el poderoso puño le desfiguró por unos instantes la cara y por poco le hizo perder el equilibrio. El siguiente puñetazo se dirigía a toda velocidad hacia él...
«Tolón», hizo la campana.
Fodolí se lanzó al suelo, y el puño no lo alcanzó.
—Uff —respiraron aliviados dos centenares de ladrones.
Fodolí se arrastró hacia su esquina y agarró la botella de agua.
Iris se quedó paralizada de terror.
El hombrecillo se enjuagó la boca y escupió.
Iris suspiró, más tranquila.
Fodolí se llevó de nuevo la botella a los labios.
—Oh oh —dijo Iris.
Fodolí tragó.
Iris, boquiabierta, olvidó respirar durante unos segundos.
—Y el hueso de la pata va unido al hueso del trasero —canturreó Prímula, cosiendo a la velocidad del rayo—. Y la otra pata va unida al, esto... —A pesar de lo listo que era, el Príncipe Eduardo no tenía huesos de verdad, de modo que la canción no resultaba demasiado útil, y Prímula no tenía tiempo que perder con cosas inútiles, aunque fueran canciones.
Se mordió el labio inferior y dio unas puntadas a la otra pata. Cosió el trasero del oso a la barriga. Luego, cosió los brazos al torso. Estaba llevando a cabo un trabajo impecable con una agilidad que había adquirido gracias a las muchas veces que había cosido subrepticiamente las faldas de las niñeras a las cortinas del cuarto de juegos en su vida anterior. Al cabo de dos minutos y medio, el Príncipe Eduardo estaba allí, completo, salvo por la cabeza: era un oso regordete y apolillado de color marroncillo que despedía un tenue olor a baba añeja de la realeza.
Prímula corrió hacia la escalera de hierro que descendía a las aceitosas profundidades.
—¡Narciso! —llamó—. ¡Narciso!
Pero Narciso estaba en otra parte, ocupado en otro asunto.
En un principio, el agua especial pareció reanimar a Fodolí. Hizo un par de flexiones de brazos y ejecutó una demostración de juego de piernas sobre la cuerda. Sin embargo. Iris sabía que, en su interior, la mezcla de beleño, huevos crudos, pastel, vejigas de pescado, espuma de río y sesos de caracol empezaba a causar estragos mortíferos. En exactamente sesenta segundos, el curso de la pelea daría un vuelco para peor.
Y nada podía hacerse para impedirlo.
—¡Que comience el tercer asalto! —chilló Paco Rupto.
«Tolón», sonó la campana.
Los púgiles se levantaron de sus taburetes de un salto y se dirigieron al centro del cuadrilátero.
Iris advirtió que Fodolí empezaba a acusar los efectos del brebaje, que quizá no eran los que Prímula había previsto. Daba saltitos por todo el ring, pletórico de seguridad en sí mismo. Ya no enseñaba las encías. Tenía la vista clavada en la barbilla cuadrada y sin afeitar de Bill. Se apreciaba un brillo extraño en sus ojos.
Los integrantes del público intuían que algo raro estaba ocurriendo, y eso les gustaba.
—¡Machácalo! —gritaban.
Por unos instantes, Fodolí se quedó totalmente quieto. Acto seguido, brincó hacia atrás y aterrizó sobre la soga revestida de terciopelo rojo, que se tensó bajo sus botas como la cuerda trenzada de una catapulta. Fodolí salió lanzado por los aires, con los brazos extendidos y los puños cerrados, directo hacia Bill el Albañil. Iris atisbo el diminuto rostro de Fodolí. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa de íntimo arrobo en los labios. Mientras volaba para asestar un golpe demoledor, Fodolí dormía como un tronco.
Pero, estuviese dormido o no, los acontecimientos igualmente se sucedieron de forma vertiginosa.
Bill estaba ahí petrificado, con la boca abierta. Cuando los guantes de Fodolí le golpearon el mentón, sus dientes entrechocaron con violencia, y él se desplomó y quedó tendido de espaldas, viendo las estrellas. Fodolí se dio de bruces en el suelo, a su lado, pero continuó roncando plácidamente.
Un movimiento repentino en lo alto, junto al reloj, llamó la atención de Iris. Allí arriba había una figura que llevaba algo parecido a una lata de gasolina: era una persona baja y fornida, con una espesa cabellera negra y un mono manchado de aceite. Narciso.
La multitud enloqueció. Paco Rupto se rascó la barbilla. Declarar un doble K.O. iba contra todas las reglas, y Rupto nunca quebrantaba las reglas, a menos, por supuesto, que alguien le pagase por ello.
Los párpados de Bill se abrieron. E1 hombretón soltó un quejido y logró incorporarse y apoyarse en una rodilla. Una gota de sudor resbaló por la frente de Rupto, que respiró aliviado. Bill se levantó y se apoyó en las cuerdas.
—¡Uno! —gritó Rupto.
En lo alto, entre los engranajes del reloj, Narciso vertió las últimas gotas que quedaban en la lata sobre los gigantescos resortes y volantes. Era un líquido negruzco y untuoso, que se adhería a las superficies metálicas formando hilillos, como el chicle o el tofe extrapegajoso (ingredientes ambos que estaban incluidos en la mezcla). La maquinaria comenzó a emitir un chirrido sumamente extraño mientras la sustancia viscosa se esparcía por su interior. A un observador quizá le habría parecido que los engranajes se movían un poco más despacio.
Y no se habría equivocado.
Narciso arrojó la lata dentro del reloj y se deslizó por uno de los estayes de la chimenea antes de desaparecer por una oscura trampilla que conducía a las entrañas del barco.
Había tantas cosas que hacer, y tan poco tiempo...
Prímula cruzó la sala de máquinas, abrazando al Príncipe Eduardo contra la pechera de su vestido de algodón rosa a cuadros. Allí abajo hacía más calor que de costumbre, el vapor era más denso, y los crujidos y golpes metálicos resonaban con mayor intensidad. Prímula sujetó al Príncipe Eduardo con más fuerza; incluso sin cabeza, resultaba reconfortante. Ella se sentía segura en las cocinas, pero no tanto en una sala de máquinas.
Sin embargo, ya era demasiado tarde para preocuparse.
Se encontraba ante la puerta del cuarto de control. Narciso le había explicado lo del timbre, así que pulsó el botón con una pata del Príncipe Eduardo.
—¡Nooo! —aulló una voz al otro lado. Un par de ojos castaños que giraban sin parar aparecieron en los agujeros del cristal. Prímula levantó el oso.
Hubo un momento de silencio, en la medida en que eso era posible en aquella sala de máquinas.
—¡Síiiii! —gritó la voz al otro lado. Iris oyó que quitaba cinco cadenas de la puerta y descorría una docena de cerrojos. Cuando la puerta se abrió, allí estaba el jefe, con la mandíbula temblorosa, a punto de decir algo increíblemente estúpido.
Pero Prímula se le adelantó.
—Escúchame bien, pedazo de botarate —dijo—. Éste es tu oso, pero, como ya te habrás dado cuenta, anda un poco escaso de cabeza. Y te seré sincera: nos hemos apropiado ilegalmente de los trozos que nos faltaban. Pero lo que cuenta es que se trata de tu oso, así que todo este asunto del Desafío me parece absurdo. Lo devolveré, si te empeñas en esa tontería de la deportividad y el honor de la realeza. O bien puedo coserle la cabeza con mi diligente aguja y dejarlo como nuevo. Y entonces podríamos olvidarnos del ridículo Desafío y tú podrías hacer lo que Narciso quiere, ¿no?
El jefe se retorció los dedos, debatiéndose entre el amor y el deber.
—Olerr tan bien... —murmuró—. Reglas son reglas, pero revolucionarios me lo robaron, pobrecillo, no tenerr cabeza. ¡En kaso de urrgencia, romperr el cristal! —Empuñó una maza y descargó un fuerte golpe contra la caja de vidrio dentro de la que se encontraba, tocada con su corona de hierro forjado bañada en oro, la cabeza del Príncipe Eduardo.
Los trozos de cristal volaron en todas direcciones, y la cabeza rodó por el suelo, libre. Prímula la recogió.
—Un segundo —dijo, y, con un ojo cerrado, enhebró su aguja contra una lámpara de arco.
La labor de costura estuvo terminada en un pispás.
—Aquí lo tienes —dijo Prímula, lanzándole al jefe su oso.
—¡No arrojes así pobrecito! —la riñó el jefe, antes de dejarse llevar por una honda emoción.
Amigos lectores, les aseguro que fue una visión espeluznante: aquel corpulento hombretón vestido de azul y dorado cubrió de besos a su osito, lo abrazó, lo olisqueó y lo abrazó de nuevo. Prímula tuvo que desviar la mirada.
Y entonces vio a Narciso, con una ceja arqueada en la frente cubierta de grasa, y una expresión que denotaba grandes esperanzas y expectativas...
—¡NOOOOO! —berreó el jefe—. ¡NO PASARR NADA!
—¿Cómo di...?
—APRIETO BARRIGUITA —bramó el jefe, apretándola—. SE SUPONE QUE MI ALGERNON DEBE DECIRR «BUENAS TARRDES, SU ALTEZA REAL, OS DESEO MUCHOS BACALAOS Y NI UN SOLO FOLCAN.» Pero APRIETO y APRIETO y NADA DE NADA. No decirr NI PIO.
—Oh oh —se lamentó Prímula—. Nos hemos equivocado de oso. —Y, antes de que el jefe se percatase de lo que estaba pasando, arrancó el mohoso animal de los brazos del príncipe Beovulfo y echó a correr entre los montones de carbón.
—¿Qué pasa? —preguntó Narciso—. No nos queda mucho tiempo.
—Espera —dijo Prímula—. He de hablar con Iris. Quédate junto al pozo de ventilación.
—Pero...
Prímula ya se había marchado.
Capítulo 15
El segundero del reloj se movía aparentemente con demasiada lentitud.
«¿Me estaré volviendo loco?», se preguntó Paco Rupto, el árbitro.
Durante el primer segundo de la cuenta hasta diez, se sacó un bocadillo del bolsillo y se comió la mitad, masticando despacio.
—No me creo ese reloj —dijo.
—En el barco el tiempo transcurre así—afirmó la capitana, con voz elegante pero náutica.
—¿Nos creemos el reloj del barco? —preguntó otra voz, entre los espectadores.
—¡SÍIIIl! —rugió la muchedumbre.
—¡Entonces sigamos contando!
—¡Dos! —se desgañitó el gentío.
Rupto se comió la otra mitad de su bocadillo, incluso con más calma que la primera, mientras el reloj rechinaba de forma un tanto rara.
—Y... ¡Tres!
Hubo otra larga pausa.
—¡La próxima vez, más fuerte! —chilló alguien. Era Iris. Había que despertar a Fodolí, y quizá lo consiguieran con un buen grito.
—Cu... —empezó a bramar la multitud.
—¡Todavía no! —dijo Iris. Narciso se había pasado con la sustancia pegajosa. Un enorme hilo, espeso como jarabe, colgaba de la manecilla pequeña. Eudora la Constructora alzó su redonda cara y su nariz de botón y lo miró, ceñuda.
—¡... atro! —prosiguió el público, mientras el segundero avanzaba a paso de tortuga.
—¡Tongo! —gritó Eudora.
—¡Fuera! —respondió la muchedumbre—. ¡Que se vaya! —El vocerío se extendió por todas las gradas, y varias trifulcas estallaron de forma descontrolada. Alguien frió un huevo y se lo comió.
—¡Cinco!
—¡Arriba, Fodolí! —lo animó Iris—. ¡Levántate!
Pero no era Fodolí quien se había levantado. Era Blanco Van Dan, que trepaba como un mono por uno de los cabos gruesos que sujetaban la chimenea, en dirección al reloj. Los espectadores lo observaron, boquiabiertos. El hilillo viscoso que colgaba del reloj se estiró como un chicle y cayó dentro de las descomunales fauces de Eudora la Constructora.
—¡Melaza! exclamó ésta, babeando con fruición—. ¡Qué riiiiiiiiiiico! —Después no pudo pronunciar una palabra más, porque las mandíbulas se le habían quedado pegadas a causa del pringue ralentizador, cuya adherencia era comparable a la del pegamento de impacto.
En las alturas. Dan había llegado hasta el reloj. Metió una muestra de aquella sustancia en su lata de tabaco. Al hacerlo, se pringó un poco los dedos. Luego se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—¡Seis! —continuaron Paco Rupto y el coro, que se hallaban muy abajo.
—¡Fraude! —aulló Dan, o al menos ésa era su intención. Por desgracia, el pringue se había extendido desde el dorso de su mano hasta la nariz, y de la nariz a los labios, de modo que lo que salió de su boca fue «¡Ffffffrd!», un sonido muy semejante al de un escape de vapor. Se quedó colgado allí arriba, con los labios sellados, barbotando.
—Parece un perezoso —comentó Iris.
—Sí, un perezoso especialmente lento —agregó la capitana—. Cielo santo. —Apretó con fuerza sus labios color rubí y los puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Si consigue denunciar y demostrar el fraude con pruebas antes de que termine la cuenta hasta diez, se le concederá la victoria automáticamente. Habrá cierta controversia en torno a la velocidad a la que transcurre el tiempo en el barco, desde luego, pero...
—¡Fodolí ha parpadeado! —gritó Iris—. ¡Estoy segura, lo he visto parpadear!
En efecto: allí, sobre la lona, los pequeños párpados en forma de valva de Fodolí Penseque se movieron.
—No tardará mucho en despertarse —dijo Iris.
—Pero ¿y entonces qué? —suspiró la capitana.
En lo alto de la cuerda, Blanco Van Dan estaba muy atareado. Aún tenía los labios pegados, pero había extraído del bolsillo de su mono una paleta rematada en punta. Con esta herramienta, sacó un poco de pringue ralentizador de la lata de tabaco y se embadurnó con él las botas. A continuación, se puso de pie sobre el cabo grueso y se dejó caer hacia adelante hasta que quedó colgado cabeza abajo, justo encima del cuadrilátero. La multitud, sobresaltada, soltó un grito ahogado. Muy poco a poco, Blanco Van Dan descendió, asido a dos hilos de la sustancia pringosa, hacia la diminuta figura que yacía despatarrada sobre la lona. Al mismo tiempo, mantenía las manos carnosas y tatuadas ocupadas en algo que los espectadores no alcanzaban a ver.
Iris notó unos tironcitos en la manga.
—¡Eh! —susurró alguien. Era Prímula.
—¿Qué? —contestó Iris con impaciencia.
—El mecanismo de voz —musitó Prímula.
—¿De qué me hablas?
—No está. El oso lo llevaba en la barriga, pero ha desaparecido.
—Ah —dijo Iris, metiéndose las manos en los bolsillos de su abrigo de niñera, para concentrarse mejor.
Sus dedos toparon con un objeto metálico y cilíndrico. Lo sacó, frunciendo el entrecejo. Parecía una concertina en miniatura. Cualquiera habría podido confundirla con una extraña, trabajada y tremendamente complicada...
(Revivió el momento: algo cayó al suelo del Rolls; de hecho, cayó del torso del oso; ella lo había recogido y se lo había guardado en el bolsillo...)
... caja de voz de un oso de peluche. Se la entregó a Prímula.
—Ejem—carraspeó ésta—. Oiga, capitana...
—¿Qué?
—Necesito a un ladrón que sea buen lanzador.
—Claro, claro —respondió la capitana, con aire distraído—. Braulio jugaba al cricket con la selección australiana. Era experto en robar bases. ¡Braulio!
Braulio acudió a la llamada, y Prímula le dio instrucciones. Braulio se rascó la cabeza.
—¿Ese pozo de ventilación? —señaló.
—Ese pozo de ventilación.
Braulio agarró el mecanismo de voz del Príncipe Eduardo, le dio cuerda y lo lanzó con todas sus fuerzas. El pequeño cilindro de plata surcó el aire como una exhalación y pasó justo por el centro de la boca del pozo de ventilación antes de perderse de vista.
—¡Siete! —rugió el público.
—¡Siete! —se oyó a través del conducto de ventilación, muy abajo. Narciso levantó la vista. Sonó un repiqueteo, y el tubo escupió un pequeño cilindro plateado.
Narciso lo atrapó al vuelo, lo introdujo en una incisión que había practicado en la panza del oso y echó a correr hacia el cuarto de control. Levantó el oso, y los ojos del jefe comenzaron a girar de nuevo. Narciso apretó la barriga del Eduardo.
—Buenas tarrdes, alteza real —dijo el oso—, os deseo...
La puerta se abrió de golpe. Unas manos afectuosas asieron el Príncipe Eduardo.
—¡Bienfenido a kasa!—gritó el jefe, abrazando a su viejo amigo.
—Y ahora —dijo Narciso— le toca cumplir con su parte del trato.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Prímula.
—No me atrevo a imaginarlo —dijo la capitana, como si ya lo hubiese imaginado y no le hubiera gustado en lo más mínimo.
—¿Qué es eso? —inquirió Iris.
Todo el mundo se quedó paralizado. Por unos instantes, reinó un silencio absoluto.
Y es que muy por debajo de la cubierta de acero sobre la que se encontraban, algo se había movido. Quizá se debiera a un terremoto leve, o a un portazo en una casa lejana.
De pronto el temblor cesó, como si nunca se hubiese producido.
—Seguramente alguna parte del barco se ha asentado —aventuró la capitana, aunque había palidecido—. Por cierto, ¿dónde está tu hermano?
A Iris no le costó mucho comprender a la capitana, cosa rara, pues no simpatizaba con nadie, salvo con sus hermanos. Era una sensación de lo más curiosa. Como Iris no estaba acostumbrada a ella, la sensación se tradujo en preocupación por todo el trabajo, la desdicha y el sufrimiento que acarrearía a los pobres ladrones niñeras el verse obligados a abandonar el barco o ir a la cárcel o algo peor si finalmente el Desafío salía mal...
«Cielos —pensó Iris, que tras vivir durante tantos años bajo el dominio de las niñeras se había habituado a cargar con las culpas de casi todo—, la culpa es casi toda mía.»
Sin darse cuenta, había tomado de la mano a la capitana, que le devolvió el apretón.
—¡Ocho! —bramó Paco Rupto.
Arriba, sobre la lona. Fodolí Penseque se incorporó y se apoyó en una de sus diminutas rodillas.
—¡Ooooh! —gritó la multitud.
Fodolí se desplomó de nuevo.
—¡Aaaah! —gritó la multitud.
Abajo, en la sala de máquinas del Cleptoman, Narciso se hallaba ante una enorme consola de reluciente latón pulido. Lo rodeaban los secuaces que él había seleccionado cuidadosamente por su preparación en el campo de la mecánica: entre ellos había ladrones de cajas fuertes, atracadores de trenes, perforadores de cajas de caudales… Junto a él estaba, radiante, el jefe de máquinas y heredero al trono Beovulfo de Islandia, con el Príncipe Eduardo entre los brazos.
—Informe de situación —indicó Narciso, a través del tubo acústico.
—Niveles de agua correctos, patrón —respondió una voz.
Para Narciso, ésta era la culminación de un arduo trabajo. Sabía todo lo necesario sobre los transatlánticos, pues había leído el Libro del conocimiento de Arthur Mee desde la C hasta la Z (la A y la B habían quedado destruidas tras un experimento).
Ésta es su lista maestra:
1. Engrasarlo todo.
2. Equilibrar la carga de las carboneras, especialmente de la número 9, redistribuir la carga en los números 2, 3, 4 y 7 para una estabilidad óptima (las carboneras de números impares estaban a babor, y las de números pares, a estribor).
3. Comprobar el buen funcionamiento de los tubos acústicos y los telégrafos de la sala de máquinas.
4. Comprobar el nivel de aceite, agua y combustible, el estado de los generadores, la maquinaria auxiliar y los botes salvavidas, y las reservas de víveres, sábanas, mantas, mantequilla y queso.
5. Comprobar de nuevo el buen funcionamiento de los tubos acústicos y los telégrafos de la sala de máquinas.
6. Revisar el estado de las compuertas.
7. Encender las calderas.
8. Convencer al jefe de máquinas de que active el interruptor maestro.
9. Ya está
Durante todos aquellos años, el Cleptoman había permanecido amarrado en una dársena, es decir, un enorme depósito lleno de agua y cerrado con una compuerta, de tal manera que, con independencia de si la marea estaba alta o baja en el exterior, el nivel del agua del interior siempre era el mismo. Aquella mañana, Narciso había enviado a la compuerta a su equipo destinado a la dársena para que abriesen las trampillas y así equilibrar el nivel del agua del interior con el del exterior. Poco a poco, la superficie a ambos lados del dique se había puesto a la misma altura. Las compuertas se habían abierto en medio de un sombrío remolino de agua negra, y ante el Cleptoman se ofrecía ahora la vista despejada de la ensenada.
Tras la devolución del Eduardo, Narciso había regresado a la consola.
—Buenas, Dedos —saludó.
—Buenas, jefe.
—¿Presión elevada?
—Presión elevada.
Más temprano, aquella mañana, había impartido la orden de aumentar la presión. Desde todos los rincones de las carboneras y de los sucios camastros habían salido los fogoneros: buscadores de oro, profanadores de tumbas, cazadores de tesoros y demás delincuentes que sólo servían para manejar la pala. Dos pirómanos habían encendido el profundo y oscuro fuego de las calderas con trozos de madera y papel. A continuación, había empezado a llover el carbón, que enseguida se puso al rojo vivo. El calor se había propagado por los tubos de la caldera, el agua empezó a hervir y a desprender vapor. Así se impulsaron los colosales pistones conectados a las bielas que activaban las hélices de bronce de cinco metros, que en otros tiempos propulsaban el barco a una asombrosa velocidad que le permitía cruzar el Atlántico en seis días.
Y ahora, dos horas más tarde, las agujas de los indicadores de presión se aproximaban a la línea roja.
Narciso destapó un tubo acústico.
—Informe de situación —pidió.
De uno de los tubos brotaron cientos de voces que clamaban «¡Fraude!». De otro, al que Narciso había aplicado la oreja, salió una voz que respondió:
—Compuertas abiertas, patrón. Todo listo, a la espera de sus órdenes.
—Entendido —dijo Narciso—. Poned a prueba el tren de engranajes.
—Todos los sistemas están en orden, patrón —contestó Dedos.
—¿Puente de mando? —dijo Narciso a otro tubo acústico.
—Todos presentes y a punto.
—Aquí también.
—Entonces marcha atrás, muy despacio —ordenó la voz desde el puente.
—Toooongo —rugió la multitud a lo lejos.
El telégrafo tintineó.
El vapor irrumpió en el cilindro. Los relucientes pistones empezaron a moverse. El gigantesco eje comenzó a girar sin parar.
Durante todo ese tiempo, Blanco Van Dan continuó con su lento descenso, sujeto a los hilos de sustancia pringosa. Ahora los espectadores alcanzaron a ver qué estaba haciendo. Se había quitado el lápiz de detrás de la oreja y, luchando contra la sustancia viscosa para trazar cada letra, escribía algo en el ladrillo que siempre llevaba en el bolsillo trasero de sus téjanos sucios y que le dejaban al descubierto la rabadilla. A sus pies, el ring era un cuadrado blanco; Bill el Albañil estaba en una esquina, y por las comisuras de la boca le resbalaba polvo de ladrillo mientras tomaba un tentempié. Paco Rupto estaba agachado sobre la figura desparrancada y minúscula de Fodolí Penseque, que volvía a tener los ojos cerrados.
Y esos ojos se abrieron de repente.
Se volvieron hacia arriba, con el blanco perfectamente visible en torno al iris. Se fijaron directamente en Dan, que seguía bajando. Paco Rupto, siguiendo su mirada, levantó la vista.
Entonces avistó, en orden inverso, lo siguiente: el reloj, el hilo de sustancia pringosa, a Blanco Van Dan y el ladrillo de cuatro por dos que sostenía en la mano. Y en dicho ladrillo había garabateadas unas letras muy grandes que decían: FRAUDE. PROTETSA OFISIAL.
Al margen de un par de errores ortográficos, se trataba de la fórmula oficial.
—¡Detened el combate! —bramó Rupto.
El Cleptoman se movió de nuevo. Y esta vez no se detuvo.
El público se quedó petrificado. Una bandada de gaviotas echó a volar. Ya las había puesto bastante nerviosas todo el griterío, y ahora revoloteaban y graznaban mientras observaban con sus dementes ojos amarillos un objeto tan grande como un bloque de casas que se deslizaba pesadamente entre los embarcaderos y los almacenes. Se elevaron en el aire hasta convertirse en unos puntos blancos y brillantes contra el azul del cielo, mientras el descomunal objeto dejaba de retroceder y empezaba a moverse hacia delante, asomando la nariz a la larga ensenada negra, hacia el mar.
Las gaviotas consideraron la posibilidad de posarse de nuevo sobre el barco. Volaron alto, entre las negras columnas de humo que salían de las chimeneas, nerviosas, sin decidirse a bajar.
La vida de las gaviotas está llena de momentos difíciles e inciertos. Aprenden enseguida a olerse los problemas antes de que se presenten.
Capítulo 16
Eudora la Constructora había logrado separar sus gruesos labios, utilizando ambas manos.
—¡Eh! —gritó, aunque su voz aún sonaba amortiguada por culpa de la sustancia pringosa. Se abrió paso entre el gentío, resoplando y bamboleándose, en dirección a la capitana.
—¡Bill! —chilló por encima del hombro—. ¡Baja a Dan!
Bill el Albañil extendió los brazos hacia arriba, agarró a Blanco Van Dan y lo depositó sobre el cuadrilátero. Dan se quitó las botas. El olor llegó hasta la nariz de Fodolí, que se incorporó repentinamente.
—¿He ganado? —preguntó.
Dan negó con la cabeza, pues aún tenía los labios pegados.
—Ah —dijo Fodolí, desilusionado—. Qué afeo, tuf pief apeftan.
Bill el Albañil emitió un desagradable chirrido.
—Qué cara tienes —espetó, exhalando una nube de polvo de ladrillo—, pigmeo.
Los acontecimientos se precipitaron. Fodolí, que había recuperado las fuerzas gracias a la siestecilla que había echado y todavía se tomaba muy a pecho los comentarios sobre su estatura, mordió a Bill en la pierna. Bill, a su vez, levantó a Fodolí en vilo, le dio dos vueltas por encima de su cabeza y lo arrojó al mar.
—¡No fé nadaaaar...! —gritó Fodolí. Su alarido terminó con un chapuzón en medio de las negras aguas de la ensenada.
—¡Eh! —exclamó Paco Rupto e hizo sonar su silbato de árbitro. Pero el estentóreo rugido de los ladrones ahogó ese sonido. La plantilla entera de OOO Oolito: Cuidado y Seguridad Infantiles se abalanzó sobre los empleados de la Empresa.
—Oye, guapo, tu chico se ha pasado de la raya —le recriminó la capitana a Blanco Van Dan—. Vale, nos habéis pillado, hemos hecho trampa según la cláusula 14, sección Q (i) del reglamento, lo admito. Pero, por lo que parece, hemos conseguido el Eduardo. Te recuerdo que la posesión constituye el noventa por ciento del derecho de propiedad, y que, además, el oso pertenece al jefe de máquinas. ¿Qué piensas hacer al respecto?
Blanco Van Dan la fulminó con la mirada, pero no contestó.
—¿Tú sabes gobernar un barco, por ejemplo? —preguntó la capitana—. Para ello hay que ser puntual y no pararse a tomar el té cada diez minutos.
—Bien —respondió Dan—. Entiendo por dónde vas.
Tú ganas. —Ahora en su expresión se mezclaban emociones intensas y contradictorias—. Pero ¿qué voy a decirles a los muchachos? ¿Y a Eudora?
—Nos quedamos con el jefe. A vosotros no os caería bien. Tampoco os gustaría Islandia. Si alguien os pregunta, decidle que habéis ganado. Yo os extenderé un certificado. Nosotros nos vamos, pues según la cláusula 28, sección B bis, en caso de fraude el culpable debe abandonar la heredad. No hay necesidad de ponernos desagradables o antipáticos. Botaremos una chalupa y os dejaremos en tierra.
—Me parece justo —asintió Blanco Van Dan.
—Iris —dijo la capitana, volviéndose hacia atrás—, ¿podrías pedirle a Narciso que se encargue de esto?
Silencio, salvo por el estruendoso alboroto que armaban los ladrones al pelearse con los trabajadores de la construcción.
—¿Iris?
Pero al parecer Iris se había esfumado.
Entonces una voz débil pero clara, que se oyó por encima del jaleo, gritó:
—¡Allí!
Todo el mundo guardó silencio. El momento se prolongó, convirtiéndose primero en un segundo, luego en un minuto. Todas las miradas se dirigieron sobre la borda.
Esto es lo que vieron:
Iris, vestida ahora con pantalón corto y camiseta, avanzando a grandes zancadas con la elegancia de una bailarina hacia el extremo exterior del puente de mando del Cleptoman, que sobresalía por encima del agua como una plataforma de saltos. Echó los brazos hacia delante, hacia los lados, y de nuevo hacia delante. Y entonces se lanzó al vacío, con los brazos extendidos, el cuerpo arqueado hacia atrás en un perfecto salto del ángel, y cayó, cayó, cayó, hasta que se zambulló en las aguas de la ensenada, sin salpicar apenas. Los espectadores aplaudieron con ganas.
—¡Neuf points! —dijo la capitana.
—¿Lo cualo? —inquirió Blanco Van Dan.
—Cierra el pico y sube a la chalupa, cara de cemento —le ordenó Petronio Padilla, que se hallaba cerca.
—¡Esos modales! —lo reprendió Dan, con aire altanero. Nunca había tenido niñera, por lo que nadie, en toda su larga vida consagrada al delito, le había hablado antes en ese tono.
Aun así, bajó por la escalera y se apretujó en el bote junto a Eudora la Constructora. Dan había tomado una decisión. Se olvidaría de toda esa tontería de la construcción y se dedicaría al negocio de la seguridad. Sus hombres tendrían que llevar uniforme, por supuesto: monos de trabajo con placas doradas, y porras en lugar de mazas. Les pagarían por pasarse el día holgazaneando y tomando el té cerca de bancos y joyerías. El campo de la seguridad sin duda era muy rentable.
El futuro pintaba bien.
Iris descendió más y más, hasta que el agua que la rodeaba fue tan oscura como la noche más cerrada. A pesar de todo, no la inquietaba hallarse a semejante profundidad. Estaba demasiado ocupada pensando en el mal rato que debía de estar pasando Fodolí, agitando sus pequeñas extremidades para intentar mantenerse a flote después de haber peleado tan bien. Era como si un instinto ancestral y poderoso la impulsase a continuar. Para ella. Fodolí formaba parte de su familia.
¿De su qué?
Muy por debajo de la superficie de la ensenada, de pronto se sintió presa de un gran desconcierto. Había pasado tanto tiempo al cuidado de niñeras que la idea de una familia le resultaba extraña y ajena. Ahora, curiosamente, pensaba en la capitana y, claro está, en sus queridos hermanos, con alguien más al fondo, una figura pequeña y borrosa. Papá Darling...
En este punto dejó de pensar, porque muy arriba, recortadas contra la luz blanca del sol, vislumbró dos de las piernas más diminutas del mundo, pataleando desesperadamente por impedir que su dueño se hundiese. En vano.
Iris subió con rapidez, emergió y respiró hondo. El Cleptoman se alzaba sobre ella como un acantilado. Los trabajadores de la construcción que no habían conseguido sitio en la chalupa de Bill y Eudora se arrojaban por la borda y caían como frutos maduros de un árbol. Tras dirigirles una mirada de desprecio propia de una saltadora profesional. Iris se volvió para buscar a Fodolí. Las pequeñas olas chapaleaban en aquella superficie negra y desierta.
A unos diez metros de distancia. Iris distinguió unas burbujas.
Se sumergió y buceó hacia ese lugar.
La columna de burbujas plateadas y danzarinas la condujo hasta una ranita minúscula que descendía lentamente hacia las arenas cenagosas y las neveras viejas que descansaban en el fondo de la ensenada. La rana llevaba unos pantalones cortos de boxeador que le venían enormes. Era Fodolí.
Aunque Iris jamás había oficiado de socorrista, sabía exactamente lo que había que hacer. Agitó las piernas con fuerza para impulsarse hacia abajo, asió la rana por los pantalones y se dirigió hacia la superficie. Sacó la cabeza del agua.
—¡Auxilio! —gritó.
Y desde la barandilla del Cleptoman le llegó el prolongado y entusiasta grito de la multitud.
Todo sucedió de forma bastante sencilla a partir de ese momento. Petronio Padilla, al timón de una lancha neumática, los rescató. Fodolí, sujeto boca abajo, tosió y regurgitó gran cantidad de agua y acto seguido se puso a roncar. Muchos trabajadores de la construcción que habían abandonado el barco en virtud de su acuerdo con la capitana pasaron por su lado en botes salvavidas, dedicándoles gestos de lo más obscenos. Iris los miró por encima del hombro.
—Vuestros gestos no me afectan —aseveró.
—Por fupuefto dijo Fodolí, abriendo los ojos.
—¡Estás mejor! —gritó Iris, arrebolada de alegría.
—Eftaba a punto de pegarle una buena palifa —aseguró Fodolí—. Me han eftafado.
Se arrimaron al casco del buque, la grúa bajó el garfio y enseguida los subieron a cubierta, donde la capitana los esperaba en compañía de Prímula y Narciso.
—¡Queridos míos! —los recibió la capitana.
—No ha fido nada —afirmó Fodolí, sonriendo con modestia desde su no menos modesta altura, sin percatarse de que él no era ni mucho menos el centro de atención. Unos voluntarios de la Cruz Roja se lo llevaron a la enfermería. La capitana sonrió con ternura observando la camilla que se alejaba, y sacó un catalejo mientras el Cleptoman avanzaba directo hacia mar abierto.
—Buena mar y buen rumbo —comentó la capitana—. Oye, Iris, quiero hablar un momento contigo. Ah, bien hecho, niños.
Y es que Narciso había subido una toalla gigante y esponjosa desde el salón al aire libre de primera clase, y Prímula le había preparado un gran vaso de chocolate caliente para quitarle el sabor a agua salada.
—Has hecho un magnífico trabajo —la felicitó la capitana—. No tenía la menor idea de que fueras una socorrista tan hábil.
—Yo tampoco —confesó Iris. El agua de la ensenada se había llevado consigo los últimos vestigios de su faceta de niñera. Ahora sonreía con la sencillez que había visto en las niñas que aparecían en las ilustraciones del Manual definitivo de las buenas chicas—. Lo llevo en la sangre, supongo.
—¿En la sangre?
—No sé si habrá oído usted hablar de Engracia Darling —dijo Iris—. Era hija del farero de Longstone. Un día muy feo y tormentoso, ella salió al mar en una lancha de remos con su padre y rescató a un montón de gente, en la costa de Escocia. Su padre era mi retatarabuelo, así que supongo que se puede decir que lo llevo en la sangre… ¿Se encuentra bien?
—¿Ése... ése es vuestro apellido? —preguntó con una voz extraña y ronca la capitana que se había puesto tan blanca como el vientre de una gaviota, y se bamboleaba sobre sus tacones de diez centímetros.
—Sí, Darling.
Se impuso el silencio.
—¡Tronco va! —gritó Iris de pronto, y Narciso y Prímula, demostrando su amplia experiencia en el trabajo en equipo que habían adquirido tras largos años de torturar niñeras, se colocaron detrás de la capitana y la cazaron al vuelo justo cuando se desplomaba como un árbol, desmayada.
—¿Eh? —se extrañó Narciso.
—Tengo una sensación extraña —comentó Prímula.
Iris también la tenía. Contempló a sus hermanos, uno a cada lado del rostro de la capitana inconsciente, de forma que las tres caras estaban alineadas.
Salvo por pequeños detalles relacionados con la edad y el maquillaje, las tres se parecían. Como tres gotas de agua, fue la expresión que se le ocurrió.
—Despertadla —indicó Iris, en tono grave.
Vertieron un cubo de agua sobre la capitana, que abrió los ojos enseguida.
Iris pensó que daba la impresión de que ella había estado fingiendo con el fin de ganar tiempo para reflexionar sobre lo que iba a decir.
Sin embargo, cuando los ojos se posaron en los niños, se le llenaron de lágrimas.
—Oiga —dijo Iris—, ¿hay algo que debamos saber?
—No la interrogues —suplicó Prímula, dominada por la compasión—, al menos hasta que se haya tomado un ponche de huevo o algo así...
—¿De qué estáis hablando? —inquirió Narciso.
—¡Serás tonto! —espetaron sus hermanas—. ¿Es que no entiendes nada?
—¿De qué se trata? —preguntó Narciso con el ceño fruncido.
—La curiosidad mató al gato —repuso Iris.
—Las preguntas y respuestas nunca sustituirán una buena conversación —sentenció Prímula.
—Disculpad —dijo Dedos, jefe de fogoneros—, pero un rodamiento del eje número dos se está sobrecalentando, y el jefe dice que está demasiado ocupado hablando con su oso.
—Voy —respondió Narciso y se marchó.
—¿Estáis seguras? —preguntó la capitana a las dos hermanas cuando las tres se encontraron a solas.
—Tan seguras como el blanco es blanco.
—Pero...
Ambas niñas se sorbieron los mocos.
La capitana se quedó callada.
Ninguna de ellas se percató de que estaban agarradas de las manos.
Las tres semanas siguientes fueron muy duras.
Narciso no pegaba ojo, pues supervisaba a todas horas las máquinas que propulsaban el buque con rumbo fijo hacia el sureste. Tras instalar su colchón en un rincón templado del cuarto de calderas, dejó muy claro que no deseaba hablar con ninguna chica sobre nada, ni siquiera si se trataba de un asunto importante. Por consiguiente, sus hermanas, como es natural, lo dejaron sufrir en soledad.
Cuando llegaron a una zona de clima más caluroso, Prímula encontró al jefe de cocina, que estaba acostumbrado a las bajas temperaturas de los países nórdicos, sentado junto a su cocina sobre un charco de sangre y con el rostro congestionado. Desde ese momento ella tomó las riendas de la cocina. La brisa marina suele abrir el apetito.
Los ladrones se habían organizado en dos turnos, el de día y el de noche, pues los barcos nunca se detienen y siempre ha de haber alguien despierto, aunque sólo sea para bajar un pez volador con el fin de freírlo. Y siempre que hay alguien despierto, hay alguien que tiene hambre. Por lo tanto, tan pronto había que preparar almuerzos pantagruélicos como festines de medianoche. La actividad en la cocina nunca cesaba, y tampoco la de Prímula.
En cuanto a Iris, pasaba largas horas hablando con la capitana.
Al cabo de sesenta y dos días. Fodolí Penseque, quien, debido a su extrema ligereza, podía trepar más alto que nadie por el mástil, gritó «¡tierra!».
Nadie le prestó atención. Fodolí, que, tras salvarse por un pelo de morir ahogado, había decidido que era un lobo de mar capaz de distinguir a primera vista a un perro en una carbonera, daba el mismo aviso, tres veces por semana. Sin embargo, si uno se empeña en repetir lo mismo una y otra vez, tarde o temprano acaba por tener razón. Y ese día, media hora después, apareció en el horizonte una costa bordeada de palmeras. No mucho después, el Cleptoman entró en una laguna, y sus anclas se hundieron en un agua tan cristalina como una esmeralda.
—Hemos apagado las máquinas —informó Narciso en el puente de mando—. Santo cielo, ¿qué es eso?
El Cleptoman había anclado en medio de una playa de arena blanca en forma de herradura. Al otro lado de la playa se extendía una exuberante selva tropical, de la que se elevaba una tenue columna de humo, procedente quizá de una hoguera. En la playa, un hombre saltaba y hacía señas al barco del tamaño de un bloque de casas, ennegrecido por el óxido, que flotaba en el centro de la laguna. Era un hombre corpulento, cubierto de harapos que, en otra vida, quizá fueran prendas de noche de un caballero elegante. Ahora, sin embargo, el hombre llevaba la pajarita atada en torno a la cabeza para evitar que su desgreñado cabello se le metiera en los legañosos ojos, y había arrancado las mangas de la americana, cuyos bolsillos estaban repletos de plátanos silvestres. Los pantalones lo cubrían sólo hasta las rodillas cubiertas de costras.
Narciso lo enfocó con el telescopio.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero si es papá!
Iris carraspeó con cierto nerviosismo.
—Sí —dijo, tomando a la capitana de la mano—. Y ésta —anunció— es nuestra auténtica y querida mamá.
—Que está muy orgullosa de ti —añadió la capitana.
Esta vez fue Narciso quien se desmayó.
Capítulo 17
Cuando el autor de un libro normal llega a este punto de la historia, moja la pluma hasta el fondo en el viejo almíbar dorado y escribe un par de páginas dedicadas a describir lágrimas y risas, después de lo cual todos los personajes viven felices y comen perdices, excepto los malos, que pierden alguna que otra extremidad.
La cosa no terminó así a bordo del Cleptoman. O al menos, no del todo. De hecho, papá Darling y la capitana, sentados frente a frente en la mesa de mapas, no supieron muy bien qué decirse. Narciso, a quienes sus hermanas habían arrojado sin consideración alguna un balde de agua de mar en toda la cara, se quedó sentado en el suelo, mareado, y apoyó la espalda en la pared.
—Fuera —indicó Iris, y, con la ayuda de Prímula, lo arrastraron por las piernas hasta cubierta.
—Largo —ordenó Iris para ahuyentar a Maletón y a una pandilla de ladrones sentimentales que miraban al interior del puente de mando a través de las ventanas, con los pañuelos en ristre.
El aire del Caribe no tardó en reanimar por completo a Narciso.
—¿Cómo es que no se dio cuenta antes de quiénes somos? —preguntó.
—Mamá Secretaria nos cambió los nombres por otros de más postín. En realidad nos llamamos Ana, María y Juan. Y papá se mudó a la avenida del Mariscal Pinturero después de que mamá Capitana se marchara, y fue mamá Secretaria quien, en un ataque de furia, despedazó el oso y llevó a casa el trasero.
—Qué tonta —opinó Prímula—. Por cierto, no vamos a cambiar de nombre otra vez.
—La verdad es que no merece la pena —admitió Narciso—. Bueno, ¿y ahora qué?
—Lo discutirán a fondo.
—¿El qué?
—El asunto. Nosotros. La vida. Todo eso, creo. —Ahora iban bajando hacia la sala de máquinas, callados, y sólo se oían sus pasos sobre los peldaños de hierro—. No es asunto nuestro —añadió Iris.
—Sí que lo es —repuso Narciso.
—No, no lo...
Se encontraban ante la consola del jefe de máquinas.
—Escuchad —dijo Narciso—. Incluso a los ladrones les interesan estos temas de hombres y mujeres y niños, así que no hay razón para que no nos interesen también a nosotros.
—Sí que la hay.
—¿Porqué?
No obtuvo respuesta.
—¿Por qué? —insistió Narciso.
—Porque es lo que dice la niñera —contestó Prímula.
Se produjo un silencio prolongado y angustioso.
—Pero nunca hacemos el menor caso de lo que dice la niñera —añadió Iris.
—Así es —corroboraron sus hermanos.
—Así que...
Narciso destapó el tubo acústico señalado con la palabra PUENTE. Una voz sonó por encima del rumor de la sala de máquinas. Era la voz de papá Darling.
—¿Y bien? —decía—. ¿Dónde has estado todos estos años?
—Me marché.
—Estoy al corriente de la idea general de tu trayectoria —señaló papá Darling.
—¿Y también sabes en qué fecha me marché?
—Ten la bondad de abstenerte de emitir juicios de valor respecto a mi persona.
—Papá Darling —dijo la voz de la capitana—, te recuerdo que te he rescatado y que en cualquier momento puedo desrescatarte con la ayuda de mis doscientos fieles ladrones, adiestrados en la práctica de la violencia, el latrocinio y el cuidado de los niños.
Se produjo una pausa, durante la cual los niños prácticamente pudieron oír cómo palidecía papá.
—A lo que íbamos. ¿Recuerdas en qué fecha me marché?
—El 9 de agosto. Hace diez años.
—Te equivocas.
—Pero si lo anoté en mi agenda...
—Fue el 17 de julio. Tardaste tres semanas en darte cuenta.
—¿Qué?
—¿Recuerdas cómo era nuestra vida en pareja? Te levantabas por la mañana, leías el periódico durante el desayuno, te ibas a la oficina, regresabas a las ocho; una vez en casa, dabas cabezadas durante la cena, empezabas a llamar por teléfono hasta la medianoche y luego te ibas a la cama. Cada día, incluidos los fines de semana, excepto cuando te marchabas para un viaje de negocios. Nunca mostrabas señal alguna de reparar en mi presencia, y siempre insistías en que llamáramos a esas espantosas niñeras. Así que un día que yo estaba mirando las carreras de caballos en el televisor de pantalla grande, el que me compraste para hacerme callar, ¿recuerdas?, entró un tipo con un pasamontañas negro, jersey de rayas y un saco que llevaba escritas las palabras «Cosas Que Conseguimos Gratis». Me dijo que era un ladrón, el pobre pánfilo, como si no fuera evidente. Y, por supuesto, era una nulidad. Así que me apiadé de él; entiéndelo, yo no tenía a quien cuidar, y él era tan inútil... De modo que lo ayudé a saquear la casa y él me presentó a esta pandilla de chiflados con corazón de oro. Después localizamos el barco, yo fundé la agencia y cuidé de él y de sus amigos. A lo mejor piensas que está mal eso de robar, pero si diriges una agencia de niñeras llevada por ladrones, puedes estar seguro de que sólo robarás a gente lo bastante idiota como para llamar a las agencias de niñeras. Casi todos lo merecen.
—Paparruchas —soltó papá—. Te fugaste con un ladrón.
—Hablando de ladrones —replicó la capitana—, ¿de qué negocios se ocupa exactamente Darling Gigantic?
—Es una promotora inmobiliaria. Revalorizamos los terrenos mediante la remodelación y construcción de edificios de viviendas.
La capitana suspiró.
—¿Puedes expresarlo más claramente, por favor?
—Compramos terrenos...
—Reservas naturales.
—A veces.
—Y construís montones de casas baratas y desagradables en ellos.
—En algún sitio tiene que vivir la gente.
—Me da la impresión —dijo la capitana— de que tú sí que eres un ladrón a gran escala y que robas a la gente que no tiene demasiados recursos.
—No estoy tan seguro —murmuró papá, con un inconfundible deje de enfurruñamiento en la voz.
—Kev —dijo la capitana—, sabes que lo que digo es cierto.
—No me llames Kev —saltó papá Darling—. Nadie sabe que me llamo Kev. La gente con la que hago negocios me llama Colin.
—Pero ya no haces negocios —señaló la capitana con dulzura—. La secretaria enjoyada que era tu mujer se ha quedado con todo. Se aseguró bien de ello antes de dejarte aquí tirado, ¿no es cierto?
—Sí —admitió papá Darling en un tono de desánimo que los niños nunca habían oído en él—. Es verdad. Córcholis, sigues siendo una mujer muy atractiva, princesa. Pero no me llames Kev, ¿vale?
—Ya veremos —respondió la capitana—. Por cierto, tú tampoco tienes mal aspecto. Estás un poco fofo, eso sí, pero si te ponemos a entrenar durante un mes subiendo y bajando por la tubería del desagüe y la escalera de incendios, eso se arreglará.
Hubo otra pausa, y al cabo, papá Darling dijo:
—Gracias, princesa.
—No me lo agradezcas a mí —replicó la capitana—, sino a la gente que lo ha hecho posible.
—¿Quiénes?
—Los niños. Han demostrado una excelente preparación en la práctica de la violencia, la cocina, la ingeniería y el sabotaje.
—¡Repámpanos! —la expresión le salió a papá Darling de lo más hondo.
—Han salvado mi barco —aseguró la capitana—. Son motivo de orgullo para sus padres. Y sus padres deberían quererles de verdad.
—¿Significa esto —preguntó papá en un tono esperanzado—, que a lo mejor tú y yo podemos... ya sabes, volver a estar juntos? Porque yo estoy dispuesto si tú quieres...
—Por lo que a mí respecta, Colin —dijo la capitana, e incluso a través del tubo acústico los niños oyeron que papá daba un respingo—, no eres más que un empleado en su primer año cuya tarea consistirá en limpiar lavabos. Después de eso, ya veremos.
Ninguno de los dos pronunció palabra después de eso.
Narciso y Prímula miraron a Iris horrorizados.
—¿Amor? —inquirieron.
—Es un panorama desalentador, lo reconozco —admitió Iris—, pero tengo la sensación de que las cosas mejorarán.
—Hmmm —murmuraron sus hermanos. A pesar de todo, ambos percibían el extraño optimismo que flotaba en el aire.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato. La situación resultaba de todo punto desconcertante.
—¿Qué es eso? —preguntó entonces Prímula.
Desde otro de los tubos acústicos les llegaron unas notas musicales.
—El salón de baile.
—Vamos —indicó Iris.
Y se fueron.
Muy bien. Llega el momento del almíbar.
La galería del salón de baile estaba atestada de ladrones, algunos de los cuales sollozaban sin disimulo y se sonaban las narices ruidosamente. Tenían la mirada puesta en la pista de baile.
A un lado se encontraba el enorme piano de cola. Una mujer con un vestido de gala de terciopelo rojo interpretaba una pieza. Era el acompañamiento de Stand By Me. Un hombre ataviado con los andrajos de un traje de noche formal cantaba la letra. La mujer era la capitana, y el hombre, papá Darling, que deleitaba a la concurrencia con algunos compases del tema clásico antes de encaminarse a los retretes para iniciar su trabajo de limpieza.
Petro Padilla se hallaba de pie junto a los niños.
—¡Aah! —suspiró, con un temblor en la voz—. ¿No es una zancadilla?
—¿Cómo dices?
—Una zancadilla. Una maravilla.
Los niños no contestaron. Les pareció que, si Petro hubiese cerrado los ojos, se le habrían saltado las lágrimas. Esos ojos no se despegaban de la capitana. Entonces Iris lo comprendió. Era imposible que un ladrón experto y encantador como Petronio pasara tanto tiempo junto a una mente criminal tan astuta y elegante sin que se creara un lazo entre los dos. Iris suspiró.
—Las palabras más tristes, Petro, son «lo que podría haber sido».
—¿Eh? —dijo Narciso—. ¿Qué has dicho?
—Pobre criatura —dijo Prímula, dándole a Petro un apretón cariñoso en la mano.
—Que me aspen si entiendo de qué demonios estás hablando. Seguro que no es más que una sarta de tonterías —soltó Petro, en un tono no demasiado convincente—. Bueno, ¿qué os parece el Caribe? He oído que es un sitio agradable y cálido para salir a robar por la noche, ¿no? ¿Qué? ¿No estáis de acuerdo?
—Además, está cerca de Estados Unidos —agregó Iris, para ayudar a Petro a recuperar la compostura—. Dicen que es la tierra de las oportunidades.
—Pues las aprovecharemos todas, por muchos sistemas de seguridad que tengan instalados—aseveró Petro, enjugándose los ojos y riendo con ganas—. Bueno, el amor es así, y no se puede ocultar, pero es la hora de mi jarra de cerveza negra.
Y el Cleptoman surcó las aguas bajo el tórrido cielo tropical, llevando en sus entrañas a la familia Darling —padres, hijos y ladrones niñera— con rumbo a Miami, Florida, ciudad de millonarios.
Quedaos dormidos, mis niños,
no os perdáis en la oscuridad
pues millones de cacos malignos
os acechan llenos de maldad.
Pensáis que está todo a salvo,
vuestros juguetes en un baúl,
pero millones de seres malvados
veréis si encendéis la luz.
Oooooooooooh...
Podéis poner un candado
y echar de la puerta el pestillo,
pero os morderán el dedo
y os mangarán el anillo.
Fin