Publicado en
octubre 17, 2010
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Título original: Invasion of the Body Snatchers
Traducción al español
de El gato garfield
Solapa del libro:
Cuerpos son encontrados en sótanos... son de un color extraño, como si fueran copias inacabadas, que aún no poseen huellas digitales.
Será simplemente una ilusión colectiva?
Es lo que el Dr. Miles Bennell intenta desesperadamente descubrir. Siente, más que sabe, que es una cuestión de vida o muerte, para sí mismo, para Becky Driscoll, su antigua novia de los tiempos de colegio que ha vuelto a encontrar ahora.
Y. de pronto, ambos se descubren cercados y retenidos en una ciudad extraña, por personas extrañas... en la misma ciudad en que nacieron y vivieron, por las mismas personas que conocieron desde la infancia, sus parientes, amigos y vecinos...
Mill Valley es una pequeña ciudad de California, una típica comunidad americana, tranquila, de habitantes cordiales. Mas, de repente, sin ninguna razón, extrañas cosas comienzan a suceder en la ciudad.
Hijos descubren que los padres ya no son sus padres, pero sí impostores, rigurosamente idénticos. Esposas descubren que sus maridos son ahora otros hombres, semejantes en todo, en los gestos, en comportamiento, en apariencia física, en todos los detalles. Pero sienten que alguna cosa es diferente, aunque no sepan explicar exactamente que.
Contratapa:
LOS INVASORES DE CUERPOS
De las profundidades del espacio...
La semilla está plantada...
El terror se esparce...
Para el Dr. Miles Bennell, su ciudad es como un rompecabezas, siniestra y amenazadora.
Todo parecía igual, las casas, las tiendas.
Y todos parecían ser los mismos de siempre, el Tío Ira, el sheriff Grivett, el Dr. Mannie Kaufman, hasta el último detalle del rostro, en los menores gestos, en el tono de voz. Y sin embargo, alguna cosa estaba mal...
La ciudad que Miles siempre había conocido, estaba muriendo lentamente, sufriendo una transformación secreta. Y también lo necesitaban, para algún designio tenebroso, que comenzaba en Mill Valley para después abarcar el mundo entero.
CAPÍTULO UNO
Debo avisar que esta historia que está comenzando, tendrá muchas interrogantes y preguntas sin respuesta. No estará perfectamente rematado el final, con todo resuelto y satisfactoriamente explicado. O por lo menos no por mí. Porque nadie puede decir que fue exactamente lo que sucedió, por que, como empezó o como termino... yo se que jamás termino. Y estuve justo en el lugar de los acontecimientos. Si no les gusta ese tipo de historias, lo siento mucho. Es mejor no leerla. Todo lo que puedo hacer es contar lo que se.
Para mí, todo comenzó alrededor de las seis de la tarde de un jueves, 28 de octubre de 1976, cuando acompañe a mi último paciente con un caso de torsión del pulgar, hasta la puerta lateral del consultorio, con el presentimiento de que mi día aún no había terminado. Deseé no ser un médico, porque ese tipo de presentimiento siempre se confirma en mi caso. Cierta vez, salí de vacaciones convencido de que volvería uno o dos días después. Y no me equivoque: irrumpió una epidemia de sarampión y tuve que volver de prisa.
Me fui a acostar tambaleándome de cansancio, sabiendo que estaría de pie dos horas después, para atender a un llamado domiciliar. Fue lo que sucedió, como ya había ocurrido muchas veces antes y ciertamente volvería a suceder. Aún atiendo las llamadas a mi domicilio, así como muchos otros médicos.
Volví hacia mi mesa, añadí un apunte a la ficha del paciente, después tome una botella de coñac, fui al baño y luego preparé una bebida, algo que casi nunca hacía. Pero lo hice aquella noche. Parado junto a la ventana, atrás de la mesa, mirando hacia la Calle Throckmorton, tomé un trago. Había tenido que hacer una apendicetomía de emergencia y no había almorzado. Por eso, me sentía bastante irritado. Aún no estaba acostumbrado a imprevistos y deseaba tener alguna cosa con que divertirme en aquella noche, para variar.
Así que cuando escuche que tocaban muy despacio en la puerta externa de la sala de espera, que se encontraba cerrada, simplemente continué donde estaba, inmóvil, con la esperanza de que la persona, quienquiera que fuera, decidiera irse. En cualquiera otro ramo de actividad se puede hacer eso, pero no en la mía.
Mi enfermera ya se había ido, probablemente había salido corriendo con el último paciente por la escalera y ganando fácil. Con un pie encima de una silla, tomé un sorbo de la bebida, mirando hacia la calle y fingiendo que no atendería, mientras la suave llamada se repetía. Aún no estaba oscuro y no me quedaría por mucho tiempo en el consultorio pero tampoco había mucha luz del día. Los faroles ya estaban encendidos y la Calle Throckmorton se hallaba desierta. Alrededor de las seis de la tarde, todo el mundo en la ciudad está en casa cenando. Me sentía solitario y deprimido.
Entonces, la llamada sonó nuevamente, y deje el vaso encima de la mesa. Fui a la otra sala, quite el seguro a la puerta y la abrí. Creo que parpadee algunas veces asombrado, con la boca entreabierta en una expresión idiota. Porque era Becky Driscoll quien estaba parada frente a mi.
— Hola, Miles. — Sonrió, satisfecha por la sorpresa y el placer estampados en mi rostro. — Becky, que placer verte de nuevo! — murmuré, haciéndome a un lado a fin de dejarla pasar. — Vamos, entra! Sonreí, y Becky pasó junto a mí, atravesando la sala de espera y entrando en mi gabinete. Cerré la puerta y fui tras de ella. — Que pasa? Una visita profesional? — Estaba tan sorprendido que me sentía excitado y exuberante, incrementando mi felicidad: — Tenemos una oferta especial de apendicetomía esta semana. Un negocio de primera!
Becky me miro y sonrió. Aún tenía un cuerpo espectacular. Era un esqueleto maravillosamente revestido de carne. He oído que algunas mujeres comentan que ella es muy ancha en las caderas, pero jamás escuché a un hombre reclamar. Se paro junto a mi mesa y se giro para responder a la pregunta:— No, no se trata exactamente de una visita profesional. Cogí el vaso y lo levanté a la luz. — Bebo invariablemente cada día, como todo el mundo sabe. Especialmente los días de operación. Y cada paciente tiene que tomar un vaso conmigo... aceptas? El vaso casi resbaló entre mis dedos, Becky sollozaba, un ruido seco, subiendo desde el fondo de su garganta, aspirando aire convulsivamente. Subitas lágrimas rebosaron sus ojos y se volteo rápidamente, sus hombros se arquearon, sus manos se taparon el rostro. — Bien que lo estoy necesitando... — Becky apenas conseguía hablar. Después de un segundo, murmuré gentilmente:
— Siéntate...
Becky se hundió en el sillon de cuero delante de la mesa. Fui al baño, preparé otra bebida, sin ninguna prisa, volví y dejé el vaso delante de ella, sobre el cristal de la mesa.
Después, rodee la mesa y me senté frente a Becky, recostándome en la silla giratoria. Cuando levantó los ojos, simplemente señalé con la cabeza el vaso, sugiriendo que bebiera. Tomé un trago, sonriéndole por encima del vaso, dándole a Becky algunos momentos para que recuperara el control. Por primera vez, podía realmente contemplar su rostro de nuevo. Era el mismo rostro bonito, de huesos prominentes y bien modulados bajo la piel; los mismos ojos suaves e inteligentes, un poco rojos ahora, la misma boca llena y atractiva. Los cabellos eran diferentes, más cortos o algo así, pero continuaban del mismo color castaño lustroso, casi negro, naturalmente ondulados, aunque podía recordar que antes no eran así. Becky había cambiado, es claro. Ya no tenía 18 años, había rebasado bastante mas la barrera de los 20, lo que translucía en su apariencia. Pero aún era la misma mujer, o chica, que yo había conocido en la escuela secundaria, y con quien había salido unas pocas veces el último año de la escuela.
— Es un placer verte nuevamente, Becky. — Erguí el vaso en un saludo, sonriendo. Después, tomé un trago, bajando los ojos. Quería llevarla a hablar sobre alguna otra cosa, antes de entrar en el problema que la había llevado a mi consultorio, cualquiera que fuera.
— Es muy bueno verte de nuevo, Miles. — Becky respiró fondo y se recostó, con el vaso en la mano. Sabía lo que yo estaba queriendo hacer y estaba de acuerdo.
— Recuerdas una ocasión en que fuiste a recogerme? Íbamos a una fiesta y tenías escrito unas cosas en la frente.
Me acordaba perfectamente, pero alce las cejas en una expresión inquisitiva.
— Tenías escrito M. B. ama B. D. con tinta de broma, o cualquier otra cosa de esas. Dijiste que te quedarías así la noche entera. Tuve que insistir mucho hasta que aceptaste borrar las letras.
Sonríe tiernamente.
— Claro, ahora lo recuerdo... — Lo que si recordé en ese momento fue otra cosa. — Becky, supe de tu divorcio. Y lo lamento mucho.
Ella asintió.
— Gracias, Miles. Y supe también del tuyo. Y también lo lamento mucho.
— Creo que somos ahora hermanos de secta — dije, encogiéndome de hombros.
— Creo que si. — Becky hizo una breve pausa, antes de concluir las amenidades. — Miles, vine hasta aquí a causa de Wilma. — Se refería su prima.
— Cual es el problema?
— No sé. — La chica miró hacia el vaso por un momento, después me miro fijamente. — Ella tiene... — vacilo. Lo que es natural, porque las personas detestan dar nombres a esas cosas. — Creo que es lo que se suele llamar una fantasía. Conoces al tío de ella... el tío Ira?
— Lo conozco.
— Miles, Wilma está pensando que él no es realmente su tío.
— Como es eso? — Tomé otro trago. — Piensa que no son realmente parientes?
— No, no es eso. — Becky sacudió la cabeza, impacientemente. — Lo que estoy queriendo decir es que ella piensa que el tío es... — un hombro de Becky se alzo en un gesto de perplejidad. —… un impostor o algo parecido. Alguien que solamente se parece a Ira.
Miré a Becky, atontado. No estaba entendiendo. Wilma había sido criada por sus tíos.
— Ella no puede reconocer la diferencia?
— No. Wilma dice que se parece exactamente al tío Ira, habla exactamente igual, actúa exactamente como el. En suma, es igual en todo. Pero ella simplemente sabe que no es Ira. Estoy terriblemente preocupada, Miles. — Las lágrimas afloraron nuevamente a los ojos de Becky.
— Toma tu bebida — murmuré, indicando con la cabeza el vaso encima de la mesa.
Tomé un trago grande de mi coñac y me recosté en la silla mirando al techo, pensando en el caso. Wilma tenía sus problemas, pero era inteligente, fuerte, con cerca de 35 años de edad. Era baja, las mejillas rojas, rechonchas, la apariencia no llegaba a ser de las más atractivas. Jamás se había casado, lo que es siempre lamentable. Tengo la certeza de que a Wilma le gustaría casarse y sería una excelente esposa y madre. Pero ahora la posibilidad ya había pasado. Dirigía la biblioteca local de libros de alquiler y la tienda de tarjetas de felicitaciones, realizando un buen trabajo. Por lo menos conseguía ganarse la vida, lo que no es muy fácil en una ciudad pequeña. Wilma no se había vuelto agria o amargada. Poseía una mente astuta, escéptica y muy alegre. Sabía lo que era, lo que podía ser y no se engañaba fácilmente. No podía imaginar a Wilma dejarse dominar por disturbios mentales. Pero, finalmente, nunca se sabe lo que puede suceder. Miré nuevamente a Becky.
— Que quieres que haga?
— Que vayas a verla esta noche, Miles. — Becky se inclinó hacia el frente, sobre la mesa, con una expresión suplicante. — Ahora mismo, si pudieras, antes del oscurecer. Quiero que des un vistazo al tío Ira, converses con él. Después de todo lo conoces hace años.
Mi vaso estaba en el aire, a medio camino de la boca, pero hice una pausa, dejando el vaso en la mesa, mire a Becky, desconcertado.
— Como? De que estás hablando, Becky? Por casualidad no pensaras también que no es Ira?
Ella se puso roja.
— Claro que no! — Súbitamente, Becky comenzó a morderse los labios, sacudiendo la cabeza de un lado a otro nerviosamente. — Oh, Miles, no sé, no sé! Claro que es el tío Ira. Claro que lo es, pero... el problema es que Wilma parece tener la certeza absoluta! — Retorció las manos nerviosamente, un gesto que la gente está siempre leyendo en los libros, pero raramente ve en la vida real. — Miles, no sé lo que está sucediendo allá!
Me levanté y rodee la mesa, colocándome al lado de ella. Y dije gentilmente:
— Pues vamos a descubrirlo. Quédate tranquila, Becky. — Puse la mano en su hombro, a fin de confortarla. Bajo el fino vestido, el hombro era firme, redondeado y caliente. Me apresuré en quitar la mano. — Lo que sea que esté sucediendo, hay una causa. Y vamos a descubrirla y dar una solucion a todo. Vamos ahora.
Me apresure, abrí la puerta del armario empotrado al lado de la mesa y me sentí un idiota rematado. Porque el abrigo que pretendía tomar estaba en el lugar en que siempre lo dejaba, colgado en los hombros de Fred. Debo esclarecer que Fred es un esqueleto muy bien pulido, completamente articulado, que guardo en el armario empotrado, juntamente con otro esqueleto, menor, femenino. No puedo mantenerlos a la vista en el consultorio, pues eso asustaría a los pacientes. Era un regalo de Navidad de mi padre, en mi primer periodo en la facultad de Medicina. Es claro que son muy útiles para un estudiante de Medicina, pero creo que el verdadero motivo de mi padre para dármelos fue el hecho de poder entregarlos en una caja inmensa, de dos metros de largo, envuelta en papel de seda. No tengo la menor idea como pudo arreglar una caja tan grande. Como dije, Fred y su compañera siempre se quedan en el armario empotrado y, por eso, nada más natural que cuelgue mi abrigo en los hombros de él. Mi enfermera cree que es una extravagancia. En aquel momento, aquello arrancó una pequeña sonrisa de Becky. Me encogí de hombros, tome el abrigo y cerré la puerta.
— A veces pienso que soy demasiado payaso. No tardara mucho en que las personas no van a confiar en mí ni para recetar una aspirina para el resfriado. Llamé al servicio de recados telefónicos, comuniqué para donde iba y dejamos el consultorio para ir a dar un vistazo al tío Ira.
Sólo para no dejar nada por informar: mi nombre completo es Miles Boise Bennell, tengo 28 años y estoy ejerciendo la Medicina en Mill Valley, California, desde hace poco más de un año. Antes de eso, fui interno y cursé la Facultad de Medicina en Stanford. Nací y fui criado en Mill Valley, mi padre fue médico en la ciudad antes de mí. Y de los buenos, dígase de pasada. Así, que no tuve mayores dificultades en conseguir clientes.
Tengo l.82 m de altura, peso 76 kilos, poseo ojos azules, abundante cabello negro, ligeramente ondulados, aunque ya se puedan notar, algunos indicios de un principio de calvicie en lo alto de mi cabeza. Lo que es un problema de familia. No me preocupo con eso. De cualquier forma, no hay nada que se pueda hacer para evitarlo, aunque muchos piensen que los médicos son capaces de encontrar una solución a todo. Juego tenis siempre que puedo, y por eso estoy siempre razonablemente bronceado. Me había divorciado hacia solo cinco meses y, por eso, vivía solo en una casa grande, anticuada, de madera y mampostería, con muchos árboles inmensos y un gran césped alrededor. Era la casa de mis padres antes de que murieran, y ahora es mía. Y eso es prácticamente todo lo que tengo a decir a mi respecto. Tengo un Mercedes 1973, un lindo carro rojo, comprado de segunda mano, para mantener la ilusión popular de que todos los médicos son ricos.
Fuimos hasta Strawberry, una área suburbana aún no urbanizada, inmediatamente fuera de los límites de la ciudad. Después, entramos en la Ricardo Road, una calle ancha y sinuosa. Encontramos a tío Ira en el césped del frente de su casa. Levantó la cabeza cuando disminuimos la velocidad y estacionamos junto al borde. Sonrió.
— Buenas noches Becky. Hola Miles.
Respondimos a la bienvenida con un saludo. Salimos del coche. Becky subió por el camino de la casa, hablando jovialmente con tío Ira en el camino. Atravesé el césped en dirección a él, mantenía las manos en los bolsillos, queriendo dar la impresión de que estaba simplemente haciendo algo de paseo.
— Buenas noches Sr. Lentz.
— Como van los negocios, Miles? Mataste a muchos hoy? — Ira sonrió, como si aquella fuera una broma nueva.
— Dentro de los límites. — Sonreí también, parándome al lado de él. Aquella era la rutina habitual entre nosotros, siempre que nos encontrábamos en la ciudad. Y ahora yo estaba parado allí, mirándolo a los ojos, con su rostro a menos de medio metro de mi.
Era un día agradable, la temperatura debía andar alrededor de los 18.° C, y la claridad aún era suficiente para ver todo perfectamente. No sé exactamente lo que imaginaba que podría encontrar, pero es claro que era el tío Ira, el mismo Sr. Lentz que conocía desde chico, cuando todas las noches iba a entregar el periódico vespertino en el banco. En aquel entonces, él era jefe de cajeros — ahora está jubilado — y siempre me insistía para que depositara en el banco los fabulosos ingresos que obtenía con la entrega de los periódicos. Ahora, Ira continuaba siendo al parecer el mismo hombre, sólo 15 años más viejo y con canas. Es grandulon, bordeando el l. 90 m de altura, su porte ahora es un poco cansado, pero aún es un viejo simpático, vigoroso, de ojos despiertos. Y aquel hombre era el mismo que conocía, nadie más, parado allí en el césped, al final de la tarde. Comencé a sentirme preocupado por Wilma.
Conversamos durante algún tiempo sobre asuntos inconsecuentes — política local, el tiempo, negocios — y examiné atentamente cada arruga y poro de su rostro, prestando atención a todas las tonalidades e inflexiones de la voz, alerta a cada movimiento y gesto. Pero no es posible hacer dos cosas al mismo tiempo, y él acabó notándolo.
— Estás preocupado o algo así, Miles? Pareces un poco distraído esta noche.
Sonreí y alze los hombros. — Creo que simplemente estoy llevando a casa los problemas del consultorio.
—No debes hacer eso, muchacho. Es algo que jamás hice. Olvidaba todo sobre el banco en el momento en que me ponía el sombrero, por la noche. Es claro que, de esa manera, se hace imposible llegar a presidente del banco. — Y sonrió, antes de añadir: — Pero el presidente ahora está muerto y yo continúo vivo.
Era realmente el tío Ira, en todos los cabellos, cada línea del rostro, cada palabra, movimiento y pensamiento. Me sentí como un tonto imperdonable. Becky y Wilma salieron de la casa y se sentaron en el balancín del balcón. Voltee hacia ellas y fui hasta la casa.
CAPITULO 2
Wilma continuó sentada en el balancín, al lado de Becky, a la espera y sonriendo jovialmente, hasta que llegué al balcón, cuando me dijo en voz baja:
— Te agradezco que hayas venido, Miles.
— Hola, Wilma. Es un placer verte de nuevo.
Me senté, de frente hacia las dos mujeres, en la reja del ancho balcón, arrinconado en la pilastra. Wilma me observó con una expresión inquisitiva, después miró hacia el tío, que estaba otra vez paseando por el jardín.
— Y entonces? — murmuró ella.
Miré también hacia Ira, después a Wilma. Y asentí.
— Es él, Wilma. No tengo la menor duda de que es tu tío.
Ella sacudió la cabeza, como si estuviera esperando exactamente esa respuesta.
— No lo es — murmuró. Habló tranquilamente, no en tono de discusión, sólo afirmando un hecho innegable. Recosté la cabeza en la pilastra.
— Vamos a analizar la cosa con tranquilidad. Difícilmente podrías engañarte, pues vives hace años con él. Como sabes que no es el tío Ira, Wilma? Cual es la diferencia?
Por un momento, su voz se altero, sonando estridente, en pánico.
—Ese justamente es el problema! — casi grito, pero rápidamente se controló, inclinándose en mi dirección. — Miles, no hay diferencia alguna que se pueda notar. Esperaba que tu pudieras descubrir alguna, cuando Becky me dijo que venias. Pero es claro que no puedes, porque no hay nada que se pueda percibir. Solo míralo!
Todos miramos nuevamente al jardín. Tío Ira estaba parado, pateando indolentemente una hierba dañina, una piedrecilla o alguna otra cosa en el césped.
—Todos sus movimientos, por menores que sean, todo en él es exactamente como los de tío Ira. — Wilma tenía las mejillas rojas, con su rostro redondo como un círculo, pero presentaba ahora arrugas de ansiedad. Me miraba fijamente, con una extraña intensidad en los ojos. — Estaba aguardando el día de hoy, Miles. Esperando que se cortara el cabello, lo que finalmente sucedió. — Nuevamente se inclinó, con sus ojos fijos en mí, su voz era poco más que un murmullo. — Hay una pequeña cicatriz en la nuca de tío Ira. Tenía un furúnculo allí y fue tu padre quien lo extirpo. No se puede ver la cicatriz cuando trae el cabello largo. Pero puede verse cuando se lo corta. Pues hoy... yo estaba esperando justamente por eso!... hoy se cortó el cabello...
Fue mi vez de inclinarme hacia adelante, súbitamente excitado.
— Y la cicatriz había desaparecido? Eso estás queriendo decir...
— No! — exclamó Wilma, casi indignada, con los ojos chispeando. — La cicatriz está en el mismo lugar... exactamente como la de tío Ira!
No respondí por un momento. Mirando la punta del zapato, no me atreví a mirar a Becky y mucho menos a la pobre de Wilma. Después, levanté la cabeza, la mire a los ojos y dije:
— Entonces, Wilma, él es realmente tu tío Ira. Acaso no puedes entender eso? No importa como te sientas, él es...
Ella sacudió la cabeza, recostándose en la baranda.
— No, no lo es.
Me quedé perplejo, medio despistado. Y sólo me ocurrió una cosa por decir:
— Donde está tu tía Aleda?
— No te preocupes. Ella está allá arriba. Sólo necesitamos tener cuidado para que él no nos oiga.
Me quedé mordiendo el labio, intentando pensar. Tardé un poco en indagar:— Y los hábitos de él, Wilma? Los pequeños detalles?
— Todo como el tío Ira. Exactamente igual.
Claro que eso no debería haber sucedido, pero la verdad es que, por un instante, perdí la paciencia.
— Entonces, cual es la diferencia? Si no existe ninguna, como puedes decir... — Me controlé rápidamente e hice un esfuerzo por ser tolerante. — Y que me dices de los recuerdos, Wilma? Debe hacer pequeñas cosas que solamente tu tío Ira sabría.
Dándose impulso con los pies en el suelo, Wilma comenzó a moverse balanceándose lentamente, mirando hacia el tío Ira, que en aquel momento estaba contemplando un árbol, como pensando si no necesitaba ser recortado.
— También ya probé por ese lado — murmuró Wilma. — Platique con él sobre el tiempo en que yo era niña. — Ella suspiró, intentando vanamente hacerme comprender y sabiendo que era inútil. — Cierta vez, hace muchos años, tío Ira me llevó a una tienda de herrajes. Había en el mostrador una puerta en miniatura, asentada en una estructura, creo que una propaganda de alguna marca de cerradura. Tenía pequeños huecos, manijas en miniatura, si bien me acuerdo incluso una pequeña aldaba. Como no podía dejar de suceder, me quise llevar la puerta y arme la mayor confusión cuando descubrí que no podía. Se acuerda de eso. Y con todos los detalles. Lo que yo hablé, lo que dijo el hombre de la tienda, las explicaciones que él dio, hasta del nombre de la tienda, que cerró hace años. Recuerda inclusive cosas que yo había olvidado por completo, como una nube que vimos una tarde de sábado, cuando fue a recogerme al cine, después de la matinée. Tenía la forma de un conejo. Se acuerda perfectamente... de todo. Exactamente como el tío Ira se habría acordado.
Soy un medico general, no un psiquiatra. Aquel caso estaba fuera de mis conocimientos y yo sabía eso. Por un momento, me quedé mirando hacia mis dedos entrelazados y la palma de mis manos, escuchando el sonido del balancín. Y después hice una tentativa más, hablando tranquilamente, de modo tan persuasivo como era capaz, recordando que no podía lastimar a Wilma y que el cerebro de ella, no importando lo que pudiera pensar, era de los más lucidos que conocía.
— Escucha Wilma, estoy de tu lado. Mi oficio es ayudar personas que tienen problemas. Y este es un problema que necesita ser resuelto. Tú sabes de eso tanto como yo. Voy a encontrar un medio cualquiera de ayudarte. Y ahora quiero que prestes atención a lo que voy a decir. No espero ni pido que de pronto aceptes que todo fue un engaño, que a final de cuentas es realmente el tío Ira quien está allí y no puedes saber lo que pasa contigo. O sea, que no espero que dejes de sentir que emocionalmente esa persona no es tu tío. Pero quiero que comprendas que es tu tío, no importa lo que tú puedas sentir. Y quiero que entiendas también que el problema está dentro de ti. Es absolutamente imposible que dos personas sean exactamente iguales, no importa lo que hayas leído en novelas o visto en películas. Incluso gemelos idénticos pueden ser siempre distinguidos, pero siempre por aquellos que los conocen íntimamente. Nadie podría, en hipótesis, asumir el papel de tu tío Ira por más de un momento sin que tú, Becky o aún yo notáramos un millón de diferencias. Quiero que comprendas eso, Wilma. Piensa al respecto, deja que tal conclusión entre en tu cabeza y comenzaras a entender que el problema está dentro de ti. Y después podremos comenzar a hacer alguna cosa para remediar la situación.
Me recosté nuevamente en la pilastra del balcón, después de disparar mi carga, esperando una respuesta.
Aún balanceándose tranquilamente, con los pies tocando el suelo, Wilma se quedó en silencio por algún tiempo, pensando en lo que yo había acabado de decir. Después, sus ojos se movieron distraídamente por el balcón, contrajo los labios y sacudió lentamente la cabeza, diciendo que no.
— Escucha, por favor, Wilma! — hablé con vehemencia, inclinándome hacia el frente y mirándola a los ojos. — Tu tía Aleda lo sabría! Será que no puedes entender eso? Entre todas las personas en el mundo, ella no podría ser engañada! Y que dice ella? Ya platicaste con tu tía Aleda acerca de eso?
Wilma se limitó a negar con la cabeza, volteándose para mirar a través del balcón a la nada.
— Por qué no?
Wilma movió la cabeza lentamente, volviendo a mirarme. Por un momento, sus ojos se fijaron en los míos. Después, abruptamente las lágrimas comenzaron a escurrir por su rostro rechoncho y compungido.
— Porque... Miles... ella tampoco es mi tía Aleda! — Por un instante, con la boca entreabierta, Wilma me miró con un horror absoluto. Y después, si es posible gritar en un murmullo, fue justamente lo que hizo, al añadir: — Oh, Miles, acaso estaré volviéndome loca? Por favor, Miles, dime lo que está sucediendo conmigo! Por el amor de Dios, no me engañes! Tengo que saber!
Becky estaba tomando la mano de Wilma, apretándola entre las suyas, con el rostro contraído en una agonía de compasión. Deliberadamente, sonreí a Wilma, exactamente como si supiera lo que estaba sucediendo. Y dije firmemente:
— No, Wilma, tu no estás loca. — Me incliné y puse una mano sobre las de ellas, apoyándome con la otra mano en el balancín — Incluso actualmente, Wilma, no es tan fácil volverse loca como estas pensando.
Buscando imprimir a la voz un tono casi tranquilo, Becky comentó:
— Siempre oí decir que la persona que piensa que está perdiendo el juicio, es por que no lo esta.
— Hay mucha verdad en eso — dije, aún sabiendo que no lo había. — Pero debes entender, Wilma, que una persona no necesita ni de lejos estar perdiendo el juicio para necesitar de ayuda psiquiátrica. Cual es el problema? Actualmente, eso no tiene ninguna importancia y muchas personas ya. ..
— Tú no comprendes. — Ella estaba mirando hacia el tío Ira, con la voz apática y distante ahora. Dando un ahogo de agradecimiento por la mano de Becky, retiro su mano y se giro hacia mí. Ya no estaba llorando y su voz era serena y firme cuando añadió: — Miles, él parece, habla, actúa y se acuerda de todo exactamente como tío Ira, por fuera. Pero por dentro es diferente. Sus reacciones... — Wilma hizo una pausa, buscando la palabra adecuada. —... no son emocionalmente correctas, si es que puedo explicar eso. Se acuerda del pasado en detalles, sonríe y comenta: “Eras una chica muy inteligente, Willy, de las más inteligentes.” Exactamente como tío Ira lo hacía. Pero alguna cosa está faltando. Y, últimamente lo mismo se aplica a la tía Aleda.
Wilma hizo otra pausa, más prolongada, mirando con una expresión concentrada, antes de continuar:
— Tío Ira fue un padre para mí, desde que yo era pequeña. Y cuando hablaba sobre mi infancia, Miles, había siempre, invariablemente, una expresión especial en sus ojos, al decir que se acordaba de toda la calidad maravillosa que ese tiempo representó para él. Y esa mirada, allá en el fondo de sus ojos, desapareció, Miles. Con ese... ese tío Ira, o quienquiera que él sea, tengo la impresión, la certeza absoluta, de que está hablando de memoria. Como una lección aprendida. Los recuerdos de tío Ira están todas en su mente, en los mínimos detalles, listos para que salgan. Pero lo mismo no sucede con las emociones. No hay ninguna emoción, absolutamente ninguna, sólo una simulación. Las palabras, los gestos, los tonos de voz, todo finalmente... pero no el sentimiento. — La voz de Wilma se hizo súbitamente dominante: — Miles, con recuerdos o no, apariencias o no, posible o imposible, ese no es mi tío Ira.
Ya no había nada más que decir por ahora, y Wilma sabía de eso tanto como yo. Se levantó, sonriendo, y añadió:
— Es que mejor que concluyéramos la conversación o... — sacudió la cabeza en la dirección del césped —... él va a comenzar a desconfiar.
Yo aún estaba confuso.
— Desconfiar de que?
Pacientemente, Wilma explicó:
— Desconfiar que sospecho de alguna cosa. — Me extendió la mano y yo la apreté. — Me ayudaste bastante, Miles, quiero que lo sepas. Y no quiero que te quedes muy preocupado por mi. — Se dirigió a Becky, con una sonrisa y añadió: — Ni tú. Tengo mucha resistencia y ambos saben eso. No habrá problema. Y si quieres haz una cita con un psiquiatra, Miles aceptare ir.
Asentí, diciendo que haría una consulta para ella con el Dr. Manfred Kaufman, en San Rafael, el mejor psiquiatra que conocía, telefoneando para informarle a la mañana siguiente. Murmuré algunas tonterías sobre la necesidad de relajarse, no perder el control, dejar de preocuparse y cosas así por el estilo. Wilma sonrió gentilmente y puso la mano en mi brazo, de la manera como una mujer hace, cuando perdona a un hombre por fallarle. Después, agradeció a Becky por haber venido, dijo que quería irse a acostar temprano.
Me ofrecí para llevar a Becky a su casa.
Descendimos por el camino en dirección del coche, pasamos junto al tío Ira y dije:
— Buenas noches Sr. Lentz.
— Buenas noches, Miles. Vuelve otra vez. — Sonrió a Becky y, aún hablándome, añadió:— No es un placer que Becky este de vuelta? Sólo le faltó parpadear. Sonreí también.
— Claro que lo es, Sr. Lentz.
Becky murmuró un buenas noches.
En el coche, pregunté a Becky si no le gustaría hacer alguna cosa, cenar en algún lugar. Pero no me sorprendió cuando dijo que quería sólo volver a su casa.
Ella vivía cerca a unas tres calles de mi casa. En una casa grande y antigua, toda blanca, en que el padre de Becky había nacido. Cuando detuve el coche junto a la acera, Becky dijo:
— Como la viste, Miles? Ella va a estar bien?
Vacile por un instante, y me encogí de hombros.
— No sé. Soy un médico, por lo que dice mi diploma, pero no sé realmente cual es el problema de Wilma. Podría comenzar a hablar en el argot psiquiátrico, pero la verdad es que el caso está fuera de mi alcance y más en la de Mannie Kaufman.
— Crees que él puede ayudarla?
A veces, hay un límite para la sinceridad que se debe tener. Pero aun así, respondí:
— Claro que puede. Si hay alguien que puede ayudarla, ese alguien es Mannie. Tengo toda la certeza de que él podrá ayudarla. Pero, en verdad, no sabía como. En la puerta de Becky, sin ninguna planificación anticipada o aún sin tener seguridad en eso, pregunte:
— Mañana por la noche?
— Está bien — asintió Becky distraídamente, aún pensando en Wilma. — Alrededor de las ocho?
— Está perfecto. Vendré a recogerte.
Podría pensarse que estábamos saliendo juntos desde meses atrás. Habíamos simplemente recomenzado del punto en que habíamos parado años antes. Volviendo hacia el coche, me di cuenta que estaba más relajado y en paz con el mundo como hacia mucho tiempo no sucedía.
Tal vez esto parezca desalmado. Tal vez usted piense que yo debería estarme preocupando por Wilma. De cierta forma, ella estaba, ahí en el fondo de mi mente. Pero un médico aprende, porque no hay otro modo, de no preocuparse activamente con los pacientes, mientras eso no sirva para nada. Hasta ahí, los problemas deben quedarse guardados en un compartimiento de la mente. No enseñan eso en la facultad de Medicina, pero es tan importante como un estetoscopio. Es necesario incluso ser capaz de perder un paciente y volver al consultorio a fin de tratar, con absoluta atención un caso de suciedad en el ojo. Quién no consiga eso, debe desistir de la Medicina. O especializarse en otra cosa.
Cené en el Dave’s Diner, sentado a una mesita. Noté que el restaurante no estaba lleno, como generalmente sucedía, y me quedé pensando por que. Después, fui a mi casa, me puse el pantalón del pijama, me acosté en la cama y comencé a leer un libro de misterio, rezando para que el teléfono no sonara.
CAPITULO 3
A la mañana siguiente, cuando llegué al consultorio, ya había una paciente esperando. Era una mujer pequeña y sosegada, cerca de los 40 años, que se sentó en el sillon de cuero delante de mi mesa, con las manos cruzadas por encima del bolso, y declaró que estaba perfectamente convencida de que su marido no era su marido. Con voz serena y controlada, la mujer dijo que él parecía, hablaba y se comportaba exactamente como su marido siempre lo había hecho — y estaban casados desde hacia 18 años — pero simplemente no era su marido. Era nuevamente la historia de Wilma, excepto por los detalles concretos. Así que en cuanto la mujer salió de mi consultorio, telefoneé al consultorio de Mannie Kaufman y aparte dos citas.
Voy a resumir la historia: hasta el martes de la semana siguiente, en la noche de la reunión de los médicos del Hospital General, había enviado ya a cinco pacientes más para Mannie. Uno de ellos era un joven abogado, brillante, equilibrado, que yo conocía bastante bien. Estaba convencido de que su hermana, casada, con quien vivía no era realmente su hermana, aunque el propio marido de su hermana, obviamente pensaba que lo era. Hubo también el de las madres de tres chicas de la escuela secundaria, que llegaron a mi consultorio en grupo para decir, en medio de lágrimas, que sus hijas estaban siendo escarnecidas por sus compañeros, porque afirmaban que el profesor de inglés era un impostor, exactamente igual a su verdadero profesor. Un chico de nueve años fue traído por la abuela, con quien estaba ahora viviendo, porque se ponía histérico al ver a la madre, una mujer que él alegaba no ser realmente su madre.
Mannie Kaufman estaba a mi espera cuando llegué a la reunión de médicos, un poco más tarde para variar. Paré el coche en el aparcamiento del hospital. Así que puse el freno de mano, alguien me llamó, desde un coche estacionado un poco más adelante. Salí del auto y fui hasta allá. Quién me había llamado era Mannie, sentado al volante, con Done Carmichael, otro psiquiatra del Hospital a su lado, Ed Pursey, uno de mis colegas de Mill Valley, se hallaba en la parte de atrás. Mannie estaba con la puerta de su lado abierta, sentado de lado, con los pies fuera del coche y los talones enganchados en el estribo. Con los codos apoyados en las rodillas, se inclinaba hacia el frente, con las manos cruzadas. Es un hombre moreno, nervioso, de buena apariencia. Me recuerda a un jugador de fútbol americano. Carmichael y Pursey son más viejos y parecen más médicos.
— Que diablos está sucediendo en Mill Valley? — indagó Mannie, así que me aproximé. Miró para Ed Pursey, en la parte de atrás, a fin de indicarle que también estaba incluido en la pregunta. Fue así que supe que Ed también estaba teniendo algunos casos.
— Es un nuevo hobby en nuestra ciudad — comenté, apoyando un brazo en la puerta abierta. — Algo muy fácil, para sustituir la manía de la carrera.
— Pues es la primera neurosis contagiosa que encontré — dijo Mannie, medio riendo, medio irritado. — Es una verdadera epidemia. Y de continuar así, ustedes van a acabar con nosotros. No sabemos que hacer con esa gente. No es así Charley? — Miró por encima del hombro para Carmichael, sentado a su lado. Su compañero frunció el rostro ligeramente. Era él quien mantenía la dignidad de la psiquiatría local, mientras Mannie lo hacia con la inteligencia.
— Es una sucesión de casos realmente excepcional — comentó Carmichael, comedidamente.
— La psiquiatría está en la infancia, es claro — dije, alzándome de hombros. — La hijastra retardada de la Medicina. Evidentemente, ustedes dos no pueden...
—Déjate de bromas, Miles. Esos casos me han dejado sorprendido. — Mannie me miro con una expresión especulativa, con uno de sus ojos estrechándose. — Quieres saber lo que diría acerca de cualquiera de esos casos, si no fuera absolutamente imposible? En el caso de aquella mujer, Lentz, por ejemplo? Diría que no se trata absolutamente de ninguna ilusión. Por todas las indicaciones que conozco acerca de ese asunto, sería capaz de afirmar que ella no es particularmente neurótica, por lo menos no en este caso. Diría que su lugar no es en mi consultorio, que su preocupación es externa y concreta. Diría también, a juzgar sólo por la paciente, es claro, que está sana, que el tío no es realmente su tío. El único problema es que eso es imposible. — Hizo una pausa, mirándome curioso, antes de añadir: — Pero es igualmente imposible que un total de nueve personas de Mill Valley hayan adquirido, súbita y simultáneamente, una ilusión prácticamente idéntica. Correcto, Charley? Pero, parece haber sido eso exactamente lo que sucedió.
Charley Carmichael no respondió. Nadie más dijo alguna cosa por un momento. Después, Ed Pursey suspiró y dijo:
— Tuve otro caso esta tarde. Un hombre cercano a los cincuenta años. Es mi paciente desde hace nueve. Tiene una hija de veinticinco años. Ahora, el hombre afirma que ella no es su hija. El mismo tipo de caso. — Se alzo de hombros y pregunto en dirección de los asientos del frente: — Debo enviarlo a uno de ustedes?
Ninguno de los dos respondió por un momento y después Mannie murmuró:
— No sé. Haz lo que creas mejor. Sé que no puedo ayudarlo, si es como los otros. Pero tal vez Charley no se sienta tan desesperanzado.
— Puedes mandármelo a mí — intervino Carmichael. — Haré lo que sea posible. Pero Mannie tiene razón. No son, ciertamente, casos típicos de ilusión.
— O de cualquiera otra cosa — añadió Mannie.
— Tal vez debiéramos intentar una pequeña sangría — comenté.
— Por Dios, creo que no sería mala idea! — exclamó Mannie.
Casi era la hora de comenzar la reunión y ellos salieron del coche. Todos nos encaminamos hacia el hospital. La reunión fue tan fascinante como siempre. Escuchamos a un orador, un profesor universitario, tortuoso e insípido. Deseé estar en casa, mirando la televisión. O con Becky, lo cual sería mucho mejor.
Después de la reunión, Mannie y yo conversamos un poco más, de pie, en la oscuridad, al lado de mi coche. Pero no había realmente nada más que añadir, y finalmente Mannie dijo:
— Estaremos en contacto, está bien, Miles? Tenemos que llegar a alguna conclusión.
Respondí que estaba de acuerdo, entré en el coche y volví hacia mi casa.
Me había encontrado con Becky por lo menos una noche sí y otra no, a lo largo de la última semana, pero no porque hubiera alguna cosa desarrollándose entre nosotros. Era simplemente mejor que hacer horas en el salón de billar, jugar cartas o coleccionar sellos. Becky era una manera agradable y confortable de pasar algunas noches, nada más que eso. Lo que me convenía perfectamente. La noche del miércoles, cuando la llame por teléfono, quedamos de ir al cine. Llamé al servicio de recados telefónicos y comuniqué a Maud Crites, que estaba de turno aquella noche, que iba al Cine, en Corte Madere. Le dije que iba a cambiar enteramente de actividad, pasando a dedicarme exclusivamente a abortos, y la invité para ser mi primera paciente. Ella soltó una risa con la mayor alegría. Después, cogí el coche y fui recoger a Becky.
— Estás maravillosa — le dije, mientras nos encaminábamos hacia el coche, estacionado en la entrada. Y ella lo estaba. Usaba un vestido gris, con una especie de ramo de flores estampado en el propio tejido, subiendo por uno de los hombros.
— Gracias. — Becky entró en el coche y después me sonrió, entre plácida y feliz. — Me siento muy bien cuando estoy contigo, Miles. Más que con cualquier otra persona. Creo que es porque ambos somos divorciados.
Asentí y encendí el coche. Entendía perfectamente lo que Becky estaba queriendo decir. Era maravilloso ser libre. Lo que no impedía que la ruptura de alguna cosa que fuera hecha con la intención de ser permanente nos dejara un poco sacudidos, ligeramente inseguros. Sabía que había tenido mucha suerte en mi camino al haberme cruzado con el de Becky. Porque ambos habíamos pasado por las mismas situaciones, podía salir con una mujer en una relación tranquila, sin las presiones, y exigencias tácitas que gradualmente se acumulan entre un hombre y una mujer, en la mayoría de los casos. Con cualquier otra, sabía que estaríamos caminando hacia alguna especie de clímax inevitable: boda, una relación extraconyugal o una ruptura. Pero Becky era simplemente lo que los médicos recomendaban.
Avanzando en el coche en aquel momento por la noche fría de otoño, me estaba sintiendo extremadamente bien.
Dejamos el coche en el inmenso aparcamiento. En la taquilla, cuando compré las entradas, la chica me dijo:
— Gracias Dr. Miles. — Hable con Gerry. Lo que significaba que ella transmitiría cualquier recado que llegara para mí, si avisaba al gerente donde nos sentaríamos. Compramos palomita en la dulcería, entramos en la sala de proyección y nos sentamos.
Tuvimos suerte, pues conseguimos ver la mitad de la película. Algunas veces pienso que ya asistí a más mitades de películas que cualquiera otra persona viva. Mi mente está apiñada de dudas e indagaciones, jamás respondidas, sobre como determinadas películas terminaron y otros comenzaron. Gerry Montrose, el gerente, estaba parado en nuestra fila, haciéndome una señal. Murmuré una imprecación, y avise a Becky — finalmente, era una buena película, sobre una mujer que encuentra un medio de visitar el pasado —después nos levantamos y pasamos frente a más de 50 personas, cada una de ellas pareciendo tener tres rodillas.
Así que llegamos a la dulcería, Jack Belicec se alejó del mostrador de palomitas y avanzó en nuestra dirección, con una sonrisa medio forzada.
— Disculpe, Miles — dijo él, mirando también a Becky, a fin de incluirla en la disculpa. — Detesto estropear su película.
— No fue nada, Jack. Cual es el problema?
Él no respondió inmediatamente. Se encaminó hacia la puerta externa y la mantuvo abierta para nosotros. Por eso, comprendí que Jack no quería hablar en el pasillo. Así pues, salimos hacia la calzada y él vino detrás. Pero aún allí fuera, cuando paramos un poco alejado de las luces de la marquesina, Jack aún no se mostró objetivo.
— Nadie está enfermo, Miles. No es ese el problema. Ni aún se si pudiera llamar exactamente a esto una emergencia. Pero... bueno… me gustaría mucho que viniera conmigo esta noche.
Me gusta Jack. Es escritor y de los buenos en mi opinión. Ya leí uno de sus libros. Pero eso no me impidió ponerme un poco irritado. Esas cosas suceden con una frecuencia excesiva. Durante el día entero, las personas se quedan esperando, pensando en llamar el médico, pero deciden no hacerlo, prefiriendo aguardar, con la esperanza de que no sea necesario. Sin embargo, después al llegar la noche, hay alguna cosa en la oscuridad que lleva las personas a que lleguen a la conclusión de que tal vez, a final de cuentas, sea realmente mejor llamar el médico.
— Bueno, Jack, si no es una emergencia, si es algo que puede esperar hasta mañana, por qué no hacemos justamente eso? — Sacudí la cabeza en dirección de Becky. — No es sólo por mi noche, pero... hablando de eso, ustedes dos ya se conocen?
— Ya, sí — dijo Becky, con una sonrisa. Y Jack añadió:
—Claro que conozco a Becky. Y al padre de ella también. — Frunció el rostro, se quedó parado en la acera por un momento, pensando. Después, me miró a mí y luego a Becky, incluyéndonos a los dos en lo que estaba diciendo: — Lleve a Becky, Miles, si ella quiere. Tal vez sea hasta una buena idea. Puede ayudar a mi esposa. — Sonrió tristemente. — No puedo afirmar que a Becky vaya a gustarle lo que irá a ver, pero puedo garantizar que será mucho más interesante que cualquier película.
Miré a Becky y ella asintió.
Como Jack no es ningún tonto, ya no hice preguntas.— Está bien, Jack. Vamos todos en mi coche, a fin de que podamos conversar. Yo lo traeré de vuelta para recoger el suyo, después que terminemos.
Nos sentamos los tres en el asiento del frente.
Durante el recorrido — Jack vive en casi una zona rural, inmediatamente después de Mill Valley — no dio ninguna información adicional y presumí que tendría una razón para eso. Jack es un hombre de rostro fino, expresión vehemente, los cabellos son prematuramente blancos. Diría que tiene cerca de 40 años, un hombre inteligente, de buen sentido, juicio y criterio. Sabía todo eso porque él me había llamado algunos meses antes, cuando su esposa había estado enferma. Tenía una fiebre alta súbita y extremo cansancio. Diagnostiqué finalmente un caso de tifo de las Montañas Rocosas. No me quedé muy satisfecho con tal diagnóstico. Se puede practicar la Medicina en California por mucho tiempo y nunca encontrarse con un caso de tifo de las Montañas Rocosas. Era difícil imaginar cómo ella podría haberlo contraído. Pero no había más que pudiera hacer y fue por eso que aconsejé tratamiento, y comenzar inmediatamente. Pero, me sentí obligado a decirle a Jack que nunca antes había tratado un caso igual y que tenía toda la libertad de consultar a otros médicos, si así lo deseaba. Pero añadí que estaba convencido de mi diagnóstico como cualquier otro médico de la región podría estarlo de su diagnostico, y que opiniones encontradas en aquel momento, con incertidumbre en la parte de alguien, podrían ser extremadamente perjudiciales. Jack escuchó atentamente, hizo algunas preguntas, lo pensó un poco y después me dijo que tratara a su esposa como creyera mejor. Fue lo que hice.
Un mes después, ella estaba recuperada y volviendo a hacer panecillos, lo que era su especialidad. Jack llevó una dotación de ellos a mi consultorio. Quizás debido a eso, lo respetaba. Era un hombre que sabía como tomar una decisión. Y así me quedé esperando, hasta que estuviera listo para hablar.
Pasamos por la placa negra y blanca que indicaba los límites de la ciudad, y Jack apuntó hacia el frente.
— Gire a la izquierda, en la carretera de tierra, si se ha olvidado del camino. Es la casa verde, en la colina.
Asentí con la cabeza y entré en la carretera indicada, comenzando a subir. Un momento después, Jack dijo:
— Puede parar por un minuto, Miles? Quiero preguntarle una cosa.
Paré al borde de la carretera, estiré el freno de mano y me volví hacia él, dejando el motor encendido. Jack respiró hondo, antes de comenzar a hablar:
— Miles, hay determinadas cosas que un médico este obligado a comunicar a las autoridades cuando las descubre?
Era tanto una declaración como una pregunta, y me limité a asentir. Jack continuó hablando, como si estuviera pensando en voz alta:
— Una enfermedad contagiosa, por ejemplo. O una herida de bala. O una muerte. Siempre tiene que comunicar tales cosas, Miles? Lo que estoy queriendo saber es lo siguiente: hay alguna circunstancia en que un médico pueda creer que se justifique ignorar las normativas?
— Depende — hablé, alzando los hombros. No sabía como podría responderle.
— De que?
— Creo que del médico. Y del caso específico. Cual es el problema, Jack?
— Aún no le puedo decir. Tengo primero que saber la respuesta para mi pregunta. — Mirando por la ventana, Jack pensó por un momento, después giro la cabeza y volvió a mirarme. — Tal vez pueda responderme a esto. Puede imaginar un caso, cualquier especie de caso, una herida la bala, por ejemplo, en que las normativas o leyes, cualquier cosa, exijan que lo comunique a las autoridades? Y que lo llevaría a enfrentar los mayores problemas, si no lo comunicara y fuera posteriormente descubierto, tal vez hasta perdiendo su licencia para ejercer la Medicina? Puede imaginar cualquier conjunto de circunstancias que le lleve a arriesgar su reputación, ética y licencia, y no comunicar un caso, suceda lo que suceda?
Me quede pensativo.
— No lo sé, Jack. Creo que sí. Creo que puedo imaginar alguna situación en que olvidaría las normativas, si eso fuera suficientemente importante y me sintiera en la obligación. — Me estaba sintiendo súbitamente irritado con todo aquel misterio. — Pero no le puedo afirmar cosa alguna, Jack. Donde está queriendo llegar? Todo eso es muy ligero y no quiero que se quede con la impresión de que le estoy prometiendo alguna cosa. Si tiene en su casa algo que deba comunicar, probablemente lo haré. Eso es todo lo que le puedo decir.
— Está bien, eso ya es suficiente — dijo Jack, con una sonrisa. — Pienso que tal vez usted decida no comunicar este caso. — Señalo con la cabeza en dirección de la casa y añadió: — Vamos a continuar.
Entré nuevamente en la carretera, y los faros iluminaron una persona a cerca de 100 metros al frente, caminando en nuestra dirección. Era una mujer, aún usando un delantal, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos tomándose los codos. Hacia bastante frío por allí, durante la noche. Tardé un poco en reconocer que era Theodora, la esposa de Jack.
Me aproximé lentamente a ella y detuve el coche a su lado. Theodora me saludó:
— Hola, Miles. — Después, se dirigió a Jack, mirando por la ventana abierta de mi lado. — No pude quedarme allá arriba sola, Jack. No conseguí aguantar. Disculpa.
— Debería haberte llevado conmigo — dijo el marido, asintiendo. — Fue mucha estupidez mía no hacerlo.
Abriendo la puerta del coche, me incliné para el frente a fin de dejar a Theodora entrar en la parte de atrás. Jack la presentó a Becky, y después seguimos hacia la casa.
CAPITULO 4
La casa de Jack era de color verde, asentada en lo alto de una colina. El garaje era parte del sótano. El garaje estaba vacío y la puerta abierta. Jack nos hizo señas para que entráramos. Salimos del coche y Jack encendió la luz y cerró la puerta del garaje. Después, abrió una puerta que daba para el sótano propiamente dicho, haciendo un gesto para que pasáramos al frente.
Entramos en un sótano común: una anticuada tina de lavar ropa, una moderna lavadora de ropa, un caballete de madera, periódicos apilados, algunas cajas de cartón y diversas latas de tinta usadas arrinconadas en una pared. Jack pasó delante de nosotros, atravesando el sótano hasta otra puerta. Se detuvo allí, volviéndose hacia nosotros, con la mano en la manija. Sabía que Jack tenía allá dentro una buena mesa de billar, comprada de segunda mano. Me había contado que la usaba constantemente, jugando solo, mientras imaginaba lo que posteriormente escribiría. Mirando a Becky y después a su esposa, murmuró:
— Quédense tranquilas.
Enseguida, Jack entró en aquella otra sala del sótano y jalo el cordón que encendía la bombilla colgada del techo. Fuimos detrás.
La luz sobre una mesa de billar estaba proyectada para iluminar intensamente la superficie verde de fieltro. Estaba suspendida muy baja, a fin de no incidir en los ojos de los jugadores, dejando el techo en la oscuridad. Aquella poseía un guarda foco rectangular para confinar la luz solamente a la superficie de la mesa, dejando el resto de la sala en la semi-oscuridad. No podía ver claramente el rostro de Becky, pero la oí suspirar bruscamente. Extendido sobre el fieltro verde de la mesa, bajo la fuerte luz de una bombilla de 150 watts, cubierto con un plástico encerado que Jack mantenía allí como protección, estaba lo que era innegablemente un cuerpo. Me volví hacia Jack, que me dijo:
— Puede retirar el plástico encerado.
Estaba molesto. Aquella situación me preocupaba y asustaba, había demasiado misterio para agradarme. Se me ocurrió que el escritor que había en Jack estaba forzando exageradamente el comportamiento dramático. Cogí una punta del plástico y lo jale hacia una esquina de la mesa. Extendido en la mesa de billar, de espaldas, se encontraba el cuerpo desnudo de un hombre. Debía tener alrededor de l.75 m de altura, pero no puedo afirmarlo con certeza. No es fácil calcular la altura de un cuerpo acostado. Era blanco, la piel era muy pálida bajo la fuerte luz. Parecía, al mismo tiempo, irreal y teatral, pero era terriblemente real. El cuerpo era espigado, tal vez de unos 65 kilos, pero visiblemente bien nutrido y musculoso. No daba para definir la edad, excepto que no era viejo. Los ojos estaban abiertos, mirando directamente a la luz, de un modo que haría que los ojos de cualquiera otra persona se cerraran. Sus ojos eran azules y límpidos. El cuerpo no tenía ninguna herida visible ni alguna otra causa de muerte evidente. Fui a colocarme al lado de Becky, pasé el brazo por su espalda y me volví hacia Jack.
— Y entonces?
Él meneo la cabeza, rechazando hacer cualquier comentario.
— Continúe. Examine el cuerpo. No está notando nada extraño? — pregunto.
Me volví nuevamente al cuerpo sobre la mesa. Estaba poniéndome cada vez más irritado. La situación no me agradaba. Había algo de extraño en aquel hombre muerto extendido sobre la mesa, pero no sabía explicar que. Y eso sólo contribuía para ponerme aún más furioso.
— Bueno, Jack, no estoy viendo nada más que un cadáver. Vamos a acabar con el misterio. Cual es el problema?
El volvió a menear la cabeza, frunciendo el rostro, en una expresión suplicante.
— No se ponga nervioso, Miles. Por favor. No le quiero decir mi impresión de lo que está mal, para no influenciarlo. Si realmente existe, quiero que lo descubra personalmente. Y si no existe cosa alguna y sólo estoy imaginando cosas, también quiero saberlo. Atienda mi pedido, Miles. Dé un buen vistazo a esa cosa.
Examiné el cadáver, rodeando lentamente la mesa, pasando la mirada desde diversos ángulos. Jack, Becky y Theodora se alejaban de mi camino, mientras yo me desplazaba en torno a la mesa. Poco después, finalmente, pedí disculpas a Jack por mi tono de voz y murmuré:
— Tiene razón, Jack. Hay algo extraño en ese cuerpo. No está imaginando cosas. Si lo esta, también esta sucediendo conmigo.
Tal vez por más de un minuto me quedé mirando a lo que estaba encima de la mesa, en silencio, antes de finalmente volver a hablar:
— Por un lado, no es común que se encuentre un cuerpo así, vivo o muerto. En cierta forma, me hace recordar a unos pocos pacientes tuberculosos que examiné... que pasaron casi toda su vida en sanatorios. — Me volví y miré hacia los tres. — No se puede llevar una vida normal sin que se quede con unas pocas cicatrices, algunos cortes, aquí y allí. Pero esos pacientes que viven en sanatorios no tienen oportunidad de tener cicatrices, pues sus cuerpos prácticamente no son usados. Y es exactamente eso, lo que este cuerpo parece... — Señale con la cabeza hacia el cuerpo pálido e inmóvil bajo la fuerte luz. — Pero no se trata de un tuberculoso. Es un cuerpo saludable, bien formado. Tiene músculos vigorosos. Pero nunca jugó fútbol o hockey, jamás se cayó de una escalera, nunca se quebró un hueso. Parece... un cuerpo que no fue usado. Fue esa también la impresión que tuvo?
— Esa fue — concordó Jack. — Y que más?
— Estas bien, Becky? — Le miré, por sobre la mesa.
— Lo estoy, sí — asintió Becky, mordiéndose el labio inferior.
— El rostro... — murmuré, respondiendo a Jack. Me quedé contemplando el rostro, blanco como cera, sereno, absolutamente inmóvil, los ojos azules girados hacia arriba. — No es... exactamente inmaduro. — No sabría como explicarlo. — Los huesos son sólidos, es un rostro adulto. Pero parece... — hice otra pausa, buscando la palabra correcta, sin conseguir encontrarla —... libre. Parece...
Jack me interrumpió, la voz era tensa y ansiosa. En verdad, estaba sonriendo, ligeramente.
— Ya vio alguna vez como se hacen las medallas?— Las medallas?— Eso es. Medallas de categoría. Medallones.
— No.
Jack comenzó a explicar, sin que pudiera comprender la relación.
— Para hacerse un trabajo realmente bueno, en metal duro, es preciso hacer dos grabaciones. Primero, toman un molde y hacen la grabación número uno, dando al metal el formato inicial, aún tosco. Después, hacen la grabación con el molde número dos. En ese segundo molde se graban los detalles, las líneas suaves y los contornos delicados que se encuentran en un medallón de categoría. Están obligados a hacer eso porque el segundo molde, el que contiene los detalles, no puede dejar alguna marca en el metal liso. Es necesario grabar el formato tosco inicial, con el molde número uno. — Jack dejo de hablar, mirando de Becky hacia mí, a fin de verificar si estábamos siguiendo su explicación.
— Y qué? — indagué, impacientemente.
— Generalmente, un medallón muestra un rostro. Y cuando se le contempla, después de la primera grabación, el rostro aún no está acabado. Está todo ahí, es verdad, pero no se encuentran los detalles que proporcionan la individualidad. — Jack hizo una nueva pausa, mirándome. — Miles, es lo que ese rostro parece. Está todo ahí. Posee labios, nariz, ojos, piel, una estructura ósea por abajo. Pero no hay líneas, no hay detalles, no hay individualidad. Es informe! Solo mire! — La voz de él se altero, estridentemente. — Es como un rostro vacío, esperando que los detalles finales sean grabados!
Jack tenía razón. Nunca antes, en toda mi vida, había visto un rostro así. No era un rostro débil, sin fuerza, con toda seguridad. Pero era de cierta forma indefinido, sin personalidad. No era realmente un rostro; aún no. No había ninguna vida en él, no estaba marcado por la experiencia. Creo que esa es la única manera en la cual se podía explicar el misterio del cuerpo. Finalmente pregunté:
— Quién es?
—No sé. — Jack fue hasta la puerta y señalo con la cabeza a la otra parte del sótano y a la escalera que llevaba hacia arriba. — Hay un pequeño espacio por debajo de la escalera, forrado con madera comprimida, para proporcionar una especie de depósito. Está lleno de cosas viejas, como ropas en cajas de cartón, aparatos eléctricos sin funcionar, un viejo aspirador de polvo, una prensa, algunos muebles, cosas así. Y hay también algunos libros viejos. Fue allí que lo encontré. Estaba buscando una referencia que necesitaba y pensé que podría estar en uno de aquellos libros. El cuerpo estaba extendido ahí, por encima de las cajas de cartón, exactamente como lo está viendo ahora. Me quedé despavorido. Salí corriendo como un gato perseguido por un perro, acabé quedándome con un gallo en la cabeza... Después, volví y lo saque de allá. Pensé que aún podría estar vivo. Miles, cuanto tiempo tarda para que se inicie el rigor mortis?
— De ocho a diez horas.
— Pues tóquelo. — De cierta forma, Jack estaba manejando la situación, como un hombre que hizo una promesa y la está cumpliendo.
Lo tome por el pulso, un brazo del cuerpo encima de la mesa. Se hallaba relajado y flexible. Aún no estaba pegajoso o particularmente frío.
— No hay rigor mortis — dijo Jack. — Correcto?
— Correcto. Pero el rigor mortis no es invariable. Hay determinadas condiciones... — Paré de hablar en medio de la frase. No sabía que conclusiones quitar en aquel caso.
— Si quiere, Miles, puede voltearlo. Pero tampoco va a encontrar ninguna marca de heridas en la espalda. Ni en el cuero cabelludo. No hay la menor señal de que lo mató.
Vacile por un instante, pues legalmente, no debía mover aquel cuerpo. Cogí el plástico y lo coloque por encima del cuerpo cubriéndolo por la mitad.
— Muy bien, Jack, y ahora que? Subimos?
— Vamos.— Jack señalo en dirección a la puerta y continuó donde estaba con la mano en el cordón de la luz, hasta que todos hubimos salido.
En el salón, Theodora rápidamente nos invito a sentarnos y camino por el salón encendiendo lámparas y acercando ceniceros. Después, fue para la cocina y volvió sin el delantal. Se sentó en una butaca. Becky y yo estábamos en el sofá, mientras Jack se sentaba junto a la ventana, en una silla de balance de madera, contemplando la ciudad. Casi toda la pared del frente de la sala estaba constituida por una sola placa de vidrio. Se podía ver las luces de la ciudad, esparcidas por las colinas. Es una sala de las más agradables.
— Quieren una bebida o alguna otra cosa? — pregunto Jack.
Becky negó con la cabeza y yo dije:
— No, gracias. Pero pueden tomar ustedes, si quieren.
Jack dijo que no tenía ganas y miró hacia su esposa, que también negó con la cabeza. Después, comenzó a hablar:
— Nosotros lo buscamos, Miles, porque es médico, pero también porque es un hombre que puede enfrentar los hechos cara a cara. Aún cuando ellos no son lo que deban ser. No es un hombre de empeñarse a fondo para transformar el negro en blanco, sólo porque eso le parece más conveniente. Para usted, las cosas son lo que son, como ya tuvimos oportunidad de constatar.
No dije nada.
— Tiene alguna cosa mas que decir acerca del cuerpo de allá abajo? — preguntó Jack.
Me quedé callado por un momento, girando un botón del abrigo, después tomé la decisión de decir lo que estaba pensando.
— Tengo, sí. Sé que no tiene sentido, no hace absolutamente el menor sentido, pero a mí me gustaría efectuar una autopsia en el cuerpo. Quieren saber lo que creo que descubriría? — Pase los ojos por la sala, fijándolos en Jack, Theodora y después en Becky. Ninguno de ellos respondió. Continuaron sentados donde estaban, esperando. — Tengo la impresión de que no encontraría ninguna causa para la muerte. Creo que descubriría que todos los órganos se encuentran en perfectas condiciones, así como el cuerpo está externamente. Todo en perfectas condiciones de funcionamiento.
Los dejé pensar al respecto por un momento, después añadí algo más. Me sentía extremadamente tonto al decirlo, pero también absolutamente engreído de que estaba en lo correcto:
— Y eso no es todo. Creo que, al abrir el estómago, no encontraría nada adentro. Ni una migaja, ninguna partícula de alimento, digerida o no. Nada, absolutamente nada. Tan vacío como el estómago de un recién nacido. Y si abriera los intestinos, la misma cosa sucedería. No encontraría absolutamente nada. Por que? — Hice una pausa, nuevamente recorriendo la mirada alrededor. — Porque no creo que el corazón de ese hombre se haya detenido. Y nunca murió porque jamás estuvo vivo. — Hice un gesto de hombros y me recosté en el sofá. — Es eso lo que pienso. Puede concebir una cosa de esas, Jack?
— Puedo, sí — habló Jack lentamente, y meneo la cabeza para aumentar el énfasis, mientras las mujeres nos observaban en silencio. — Desde el inicio hallé la cosa totalmente absurda. Solo quería que otra persona lo confirmara.
— Becky... — Me volví a mirarla. — Que piensas?
Ella sacudió la cabeza, frunciendo el rostro, después suspiró.
— Estoy... desconcertada. Pero comienzo a creer que, a final de cuentas, estoy necesitando de aquel trago.
Todos sonreímos, y Jack comenzó a levantarse. Pero Theodora lo interrumpió, levantándose y diciendo:
— Deja que me ocupe de eso. Todo el mundo va a querer?
Todos asentimos. Nos quedamos sentados, esperando, cambiando de posición nerviosamente y mirando por la ventana, hasta que Theodora volvió y distribuyó las bebidas. Después que todos bebieron un poco, Jack comentó:
— Pienso exactamente como usted, Miles. Y lo mismo sucede con Theodora. Y debo decir que no hablé nada con ella sobre mis impresiones. La dejé mirar la cosa y sacar sus propias conclusiones, exactamente como hice con usted. Fue ella quien hizo la comparación con los medallones. Cierta ocasión, en Washington, vimos como se hacen los medallones. — Jack suspiró, sacudiendo la cabeza. — Conversamos y pensamos al respecto durante el día entero, Miles. Sólo después, es que decidimos hablar con usted.
— Habló con alguien mas?
— No.
— Por qué no llamó a la policía?
— No sé.
Jack me miro, una pequeña sonrisa contrajo las orillas de sus labios. — No quiere llamar usted?
— No.
— Por qué no?
— No sé — respondí, también sonriendo. — Pero no quiero.
— Me siento del mismo modo.
Jack movió la cabeza asintiendo y después todos nos quedamos en silencio por un largo tiempo, tomando las bebidas, Jack sacudió el hielo en el vaso, lentamente, contemplándolo, y después murmuró:
— Tengo el presentimiento de que esta es una ocasión para hacerse algo más que sólo llamar la policía. No es el momento de pasar el balón adelante y dejar que los otros se preocupen. Que es exactamente lo que la policía podría hacer? No se trata de un mero cadáver y algo sabemos de eso. Es... — movió los hombros con una expresión sombría en el rostro —... algo terrible. Algo... No sé realmente que. — Quitó los ojos del vaso, mirándonos. — Solo se... que es más que eso, de alguna forma tengo la certeza absoluta de que no debemos cometer un error en este caso. De que podemos hacer algo más... una cosa lógica, una cosa correcta, la única cosa posible, por hacer. Si no lo hacemos, si no descubriéramos lo que es, algo terrible va a suceder.
— Hacer que, por ejemplo? — pregunté.
— No sé. — Jack volteó la cabeza y se quedó mirando por la ventana por un momento. Después, volvió a mirarnos, con una sonrisa. — Tengo un impulso terrible de... llamar directamente al Presidente en la Casa Blanca o al comandante del Ejército, al FBI, a la CIA, a la Guardia Nacional, a la Caballería, a cualquier cosa así. — Meneo la cabeza, sonriendo, hallando gracia de sí mismo. En el siguiente instante, la sonrisa se desvaneció. — Miles, lo que estoy queriendo decir es que quiero que alguien, exactamente la persona correcta, quienquiera que sea, comprenda desde el inicio la importancia de este caso. Y quiero que esa persona... o personas... hagan exactamente lo que debe ser hecho, sin cometer ningún error. El problema mayor es que la persona con quien contacte, aunque me escuche y me crea, puede ser exactamente la persona errada, alguien que hará exactamente la peor cosa posible. Lo que sea que pueda ser. Pero, de cualquier forma, sé que no se trata de un caso para la policía. Es... — Jack alzo los hombros, notando que se estaba repitiendo. Encontró mejor dejar de hablar.
— Lo comprendo, Jack — declaré. — Tengo el mismo presentimiento... de que el mundo debe saber, hasta que sepamos como resolver este caso.
En la Medicina, hay ocasiones en que la solución o una pista para un caso desconcertante surge abruptamente de la nada. Creo que es la mente subconsciente en acción.
— Jack, cual es su altura? — indagué.
— Tengo un metro y setenta y cinco.
— Exactamente?
— Exactamente. Por que?
— En su opinión, cual es la altura del cuerpo allá abajo?
Él me miró, desconcertado, por un momento, antes de responder: — Un metro y setenta y cinco.
— Y cual es su peso?
— Tengo sesenta y cinco kilos. Lo que debe pesar también el cuerpo allá abajo. Creo que acertó de lleno, Miles. Es mi tamaño, el mismo peso, la misma complexión. Pero no se parece especialmente a mí.
— Ni con cualquiera otra persona. Tiene una almohadilla de tinta en casa?
— Tenemos? — pregunto Jack, mirando a su esposa.
— Una que?
— Una almohadilla de tinta. Del tipo que se suele usar para los moldes de goma.
— Tenemos, sí. — Theodora levantó y atravesó la sala, hasta un escritorio. — Hay una aquí, en algún lugar.
Después de una rápida búsqueda, la mujer la encontró. Jack caminó hasta allá, cogió la almohadilla de tinta, abrió otro cajón y saco una hoja de papel impreso.
Fui también hasta el escritorio, con Becky atrás de mí. Jack puso tinta en las puntas de sus dedos de la mano derecha, extendiéndola enseguida hacia mí. Tome su mano y comprimí los dedos sobre el papel, uno cada vez, rodando cuidadosamente. Obtuve así un conjunto de huellas digitales bastante nítidas. Después, cogí la almohadilla y el papel y dije a las mujeres, señalando con la cabeza en dirección a la puerta:
— Quieren bajar también?
Ellas se observaron. No querían volver a ver aquel cuerpo en la mesa de billar, pero tampoco querían quedarse solas, esperando. Becky finalmente dijo:
— No quiero, pero voy a descender.
Theodora hizo un gesto de estar de acuerdo.
Abajo, Jack encendió la luz sobre la mesa de billar. La lámpara se estaba balanceando un poco y llevé la mano al guarda foco para detenerla. Pero mis dedos temblaron y sólo sirvió para aumentar el balance. El guarda foco continuó moviéndose en un pequeño arco, con la luz derramándose por el borde de la mesa, iluminando los ojos abiertos del cuerpo y dejando el cuerpo en la semi-oscuridad por un instante. Daba la impresión de que el cuerpo se estaba moviendo ligeramente. Cogí la mano derecha, concentrándome en el trabajo, sin mirar hacia el rostro. Pasé la tinta en la extremidad de los cinco dedos, después coloqué la hoja de papel con las huellas digitales de Jack encima de la mesa, al lado de la mano derecha del cuerpo. La levanté, posándola sobre el papel blanco. Rodando cada dedo, saque una impresión de todos, directamente debajo de las huellas de Jack. Después, quité la mano de encima del papel.
Becky soltó un gemido angustiado, cuando vimos las huellas. Todos estábamos profundamente sacudidos. Porque una cosa es especular sobre un cuerpo que nunca estuvo vivo, pero otra muy diferente, algo que afecta lo que pueda haber de primitivo en el fondo de nuestro cerebro, es ver confirmada la especulación. No había huellas digitales, sólo cinco círculos sólidamente negros, absolutamente lisos. Removí la tinta de los dedos de la mejor forma posible, y todos nos inclinamos, agrupados alrededor, bajo la luz que se balanceaba. Los dedos eran lisos como las mejillas de un bebé. Theodora murmuró:
— Jack, creo que voy a vomitar...
Su marido se volvió para sostenerla, pues Theodora estaba inclinada completamente hacia el frente y la ayudo a subir la escalera.
Sentados nuevamente en el salón, sacudí la cabeza y dije a Jack:
— Usted encontró la manera apropiada de describirlo. Es un cuerpo vacío, en blanco, inacabado, aún esperando por las huellas finales.
— Que vamos a hacer? — indagó Jack. — Tiene alguna idea?
— La tengo, sí... — Quede en silencio por un momento. — Pero es sólo una sugerencia. Y si no quisieran aceptar, nadie podría culparlos. Mucho menos yo.
— Cual es la sugerencia?
— No se olvide de que es sólo una sugerencia. — Me incline al frente en el sofá, con los antebrazos apoyados en las rodillas, y me volví hacia Theodora. — Y debo avisarle de que, si cree que no va a resultar, es mejor ni intentarlo. — Hice una pausa, mirando nuevamente a Jack, antes de añadir: — Deje el cuerpo donde está, allá abajo, en la mesa. Esta noche usted irá a dormir. Le daré alguna cosa para que pueda dormir. — Me volví otra vez para Theodora. — Pero usted debe quedarse despierta. No duerma ni por un instante siquiera. De hora en hora, si fuera capaz, quiero que descienda y dé un vistazo al cuerpo. Si tuviera la impresión de que se esta llevando a cabo un cambio, suba corriendo y despierte a Jack inmediatamente. Sáquelo de la casa... los dos salgan de aquí sin tardanza. Pueden ir hacia mi casa.
Jack miró a Theodora por un momento y después dijo, tranquilamente:
— Quiero que me digas si crees que vas a conseguir enfrentar eso.
La mujer se mordió nerviosamente el labio, mirando hacia la alfombra. Después, me miro primero y enseguida a Jack.
— Como podría ser ese cambio? Comenzaría a parecerse a que?
Nadie respondió. Después de un momento, ella bajó los ojos nuevamente para la alfombra, volviendo a morderse el labio, sin repetir la pregunta.
— Jack se despertaría sin ninguna dificultad? — Theodora me miró. — Yo podría despertarlo en cualquier momento?
— Claro que sí. Un mano en el rostro y se despertaría inmediatamente. Pero aunque nada suceda, despiértelo si llegase a la conclusión de que ya no consigue aguantar. Los dos pueden ir a mi casa a fin de pasar el resto de la noche, si quisieran.
Theodora asintió, volviendo a mirar hacia la alfombra, hasta que finalmente murmuró:
— Creo que puedo hacerlo. — Levantó los ojos, fijándolos en Jack. — Con tal de que pueda despertarte en cualquier momento, creo que puedo aguantar.
— No podemos quedarnos con ella? — indagó Becky.
— No sé — respondí, encogiéndome de hombros. — Pero creo que no. Creo que sólo las personas que viven aquí es que deben quedarse en la casa. No tengo la certeza si de otra forma podría funcionar. Y ni aún así estoy seguro de por qué digo eso. Es sólo una impresión, un presentimiento. Pero creo que solamente Jack y Theodora deben quedarse en la casa.
Jack asintió con la cabeza, aceptando. Después de mirar a Theodora, a fin de confirmar la decisión de ella, dijo:
— Vamos a intentarlo.
Conversamos un poco más... es decir, no un poco, pero si bastante... contemplando las luces de la ciudad en el pequeño valle allá abajo. Pero nadie habló otra cosa que ya no se hubiera dicho. Alrededor de la medianoche, con la mayoría de las luces de la ciudad ya apagadas, Becky y yo nos levantamos para irnos. Los Belicecs cogieron sus abrigos y fueron con nosotros, a fin de recoger el coche de Jack que estaba en el aparcamiento del Cine.
Cuando nos detuvimos al lado del coche y ellos salieron, repetí a Theodora lo que ya había dicho acerca de despertar a Jack y dejar la casa inmediatamente, si el cuerpo en el sótano comenzara a alterarse, por cualquier forma. Cogí un Seconal en mi maleta y lo entregué a Jack informándolo que bastaría uno para que él durmiera tranquilamente. Después nos despedimos, Jack sonriendo ligeramente, Theodora ni dándose al trabajo de intentarlo. Ambos entraron en el coche, saludaron y se alejaron.
Ya en Mill Valley, avanzando por las calles desiertas, camino de la casa de Becky, ella me dijo en voz baja:
— No hay una relación, Miles? Entre este caso... y el caso de Wilma?
La mire rápido, pero ella estaba mirando fijamente para el frente, a través del parabrisas.
— Cual es tu opinión? Crees que haya alguna relación?— Si la hay? — Becky no me miró en la búsqueda de mi confirmación, limitándose a menear la cabeza como si tuviera la certeza absoluta. Después de un momento, añadió: — Ha habido otros casos como lo de Wilma?
— Unos pocos.
Miraba hacia la calle asfaltada iluminada por los faros, pero también la observaba, por la orilla del ojo. Pero la chica no reaccionó ni dijo nada por casi unas calles. Después, cuando el coche entró en la calle de ella y aproximé el coche al borde y me detuve delante de la casa, Becky dijo, aún mirando fijamente para el frente del parabrisas:
— Miles, pretendía contarte una cosa esta noche, después del cine. — Respiró hondo, antes de continuar. — Desde la mañana de ayer... — comenzó a decir lentamente, manteniendo la voz tranquila, para después aumentar el ritmo y acabar diciendo las últimas palabras en una explosión de pánico: — ... tengo la impresión ... de que mi padre no es absolutamente mi padre!
Lanzando una mirada horrorizada para el balcón de su casa, inmersa en sombras, con la luz apagada, Becky se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar, desesperadamente.
CAPITULO 5
No puedo afirmar que tenga mucha experiencia con mujeres llorando. Pero, en todas las historias que he leído, el hombre siempre abraza la mujer firmemente y la deja llorar. E invariablemente se verifica que es la actitud correcta y comprensiva a asumir. Jamás oí hablar de un solo caso comprobado en que la actitud correcta y comprensiva haya sido la de distraer a la mujer con trucos de cartas o cosquillas en los pies. Así, que me mostré como una persona normal. Apreté a Becky firmemente entre mis brazos y la dejé llorar, porque no sabía que más hacer o decir. Después de lo que vimos aquella noche en el sótano de Jack Belicec, si Becky creía que su padre era un impostor que se parecía exactamente a su padre, no sabía que contestarle.
Sea como que sea, estaba a gusto abrazando a Becky. Ella no era exactamente una mujer mayor, pero tampoco era joven. Allí, dentro de mi coche, en la calle silenciosa y desierta, delante de su casa, Becky se ajustaba perfectamente a mis brazos, con el rostro arrinconado en mi hombro. Estaba preocupado y asustado, incluso en pánico, pero aún había lugar para apreciar la sensación caliente y viva del contacto de Becky. Cuando paro de llorar, dejo escapar suspiros ocasionales, murmuré:
— No quieres pasar la noche en mi casa? — La idea era súbita y espantosamente excitante.
— No. — Becky se sentó bien en el sillón del coche, manteniendo la cabeza agachada para que no pudiera verle el rostro, y comenzando a hurgar en su bolso. — No estoy asustada, Miles, sólo preocupada. — Saco un pañuelo y comenzó a enjuagar las lágrimas. — Es como si papá estuviera enfermo. Como si no fuera él mismo y... bien, es hora de irme.
Becky me miro y me sonrió. De súbito, se inclinó y me besó rápidamente en la boca, firme y afectuosamente. Después, abrió la puerta del coche y salió.
— Buenas noches, Miles. Telefonéame por la mañana. — Ella recorrió apresuradamente el camino que llevaba al porche a oscuras.
Me quedé observándola, contemplando su cuerpo espigado y atrayente, oyendo el sonido de sus zapatos en las lajas ásperas del camino, después sus pasos leves subiendo los escalones. Desapareció en la oscuridad del porche. Un instante después, la puerta del frente se abrió e inmediatamente se cerró, atrás de ella. Y durante todo ese tiempo continué sentado en el coche detenido, meneando la cabeza, recordando mis pensamientos acerca de Becky al inicio de la noche. A final de cuentas, ella no era sólo una compañía agradable que por casualidad usaba falda. Estaba comenzando a descubrir que bastaba poner una mujer que me gustase en los brazos, dejarla llorar un poco, para comenzar a sentir una profunda ternura, un impulso protector. Y después ese sentimiento se mezcla con sexo. Si no se toma cuidado, estaría por lo menos comenzando a encaminarme para algo que yo pretendía evitar por algún tiempo. Sonreí y encendí el motor del coche. Por lo tanto, necesitaba sólo tener cuidado y nada más. Con los destrozos de un matrimonio aún a mí alrededor, no estaba dispuesto a asumir ninguna relación más seria de momento. Casi en la esquina, al final de la calle, miré hacia la casa de Becky allá atrás, grande y blanca, a la luz débil de las estrellas. Comprendí que, aunque disfrutase mucho de ella y a considerarla extremadamente atractiva, podía alejarla de mis pensamientos sin mayores dificultades. Y fue lo que hice. Continué de frente, por la ciudad durmiente, pensando en los Belicecs, metidos en su casa en la colina distante.
Tenía la seguridad de que Jack estaba ahora durmiendo. Theodora probablemente se hallaba en el salón en aquel momento, contemplando la ciudad. Era hasta posible que en aquel instante exacto ella estuviera observando mis faros, sin saber que era yo. La imaginé tomando café, esforzándose por resistir al horror que estaba bajo sus pies, en la sala de billar… y acumulando coraje para descender allá abajo en breve, encender la luz y observar la cosa blanca como cera que estaba sobre el fieltro verde de la mesa.
Cerca de dos horas después, cuando el teléfono sonó, la lámpara de mi mesa de cabecera aún estaba encendida. Había comenzado a leer, pensando que no conseguiría dormir por algún tiempo. Pero, me perdí en el sueño así que me acomode en la cama. Al despertar, eran las tres de la madrugada. Al extender la mano para el teléfono, verifiqué automáticamente la hora.
— Dígame? — hablé. Oí el auricular en el otro lado de la línea ser puesto bruscamente en el gancho. Sabía que había atendido al primer toque de la campanilla. No importa cuan cansado pueda estar por la noche, siempre oigo y atiendo el teléfono rápidamente. — Dígame? — Esta vez, hablé un poco más alto, sacudiendo el auricular. Pero el aparato estaba mudo y colgué también. En tiempos de mi padre, una operadora nocturna, cuyo nombre él ciertamente conocería, podría informarle quien había llamado. Probablemente habría sido la única luz encendida en la centralita telefónica a aquella hora de la noche y ella se acordaría perfectamente quien era, ya que la llamada era para un médico. Pero ahora tenemos teléfonos automáticos, maravillosamente eficientes, ahorrándonos un segundo entero o aún más en cada conexión que se hace, inhumanamente perfecto, extremadamente impersonal. Pero el problema es que ningún sistema automático jamás podrá recordar donde esta el médico durante la noche, cuando un niño cae enfermo y necesita de él. Hay ocasiones en que pienso que estamos refinando nuestras vidas para extirpar toda y cualquier clase de humanidad.
Sentado en la orilla de la cama, comencé a maldecir, cansado. Ya no aguantaba... llamadas por teléfono en las noches, acontecimientos y misterios, sueño interrumpido, mujeres que me importunaban cuando solo quería estar solo con mis propios pensamientos, con todos finalmente. Pensé en levantarme pero no lo hice. Apague la luz y estaba casi durmiendo nuevamente cuando oí pasos subiendo los escalones del porche. Después, oí el toque brusco de la campanilla de la puerta, siempre más alto e inesperado por la noche, seguido, de inmediato, por llamadas rápidas y frenéticas en el vidrio de la puerta.
Eran los Belicecs. Theodora tenía una expresión desvariada en los ojos, el rostro extremadamente pálido, y se hallaba incapaz de hablar. Los ojos de Jack estaban furiosos. Hablamos sólo las pocas palabras necesarias para llevar a Theodora, prácticamente cargándola, por la escalera hacia arriba, acostándola en la cama del cuarto de huéspedes y cubriéndola. Le apliqué una inyección de sodio-amital en la vena.
Jack se sentó en la orilla de la cama y se quedó observándola por un largo tiempo, tal vez unos 20 minutos, cogiendo la mano de ella entre las suyas, mirándola al rostro. Aún en pijama, me senté en el otro lado del cuarto, en una butaca que había allí. Me quedé esperando, hasta que Jack finalmente me miró. Sacudí la cabeza y deliberadamente hablé en un tono normalmente alto:
— Ella va a dormir por varias horas por lo menos, Jack. Tal vez hasta las ocho o nueve de la mañana. Y va a despertar hambrienta y estará perfectamente bien.
Jack asintió, aceptando mi información, y permaneció sentado mirando a Theodora, por algún tiempo más. Después, se levantó y se encaminó hacia la puerta. Fui atrás de él.
El salón de mi casa es grande, alfombrado de pared a pared, en color gris. Las paredes están pintadas de blanco y la sala aún está amueblada al mejor estilo de los años 30, con muebles de mimbre, pintados de azul, que mis padres habían comprado. Es un salón agradable que aún contiene, en mi opinión, un poco de la huella más simple y más tranquila de otros tiempos. Nos sentamos allí, Jack y yo, uno a cada lado de la sala, con bebidas en las manos. Después de tomar algunos tragos, siempre mirando al suelo, Jack comenzó a hablar:
— Theodora me despertó, sacudiéndome por la camisa. Yo estaba durmiendo todo vestido. Ella me movió con tanta fuerza que mis dientes chocaron. La escuche... — Jack levantó la cabeza, me miro, con el rostro fruncido. Es un hombre que generalmente escoge las palabras un tanto cuidadosamente. — no exactamente llamándome, pero sólo diciendo mi nombre, en una especie de gemido, angustiado, desesperado: “Jack... Jack... Jack...”
Sacudió la cabeza al recordar, mordiéndose el labio inferior dos o tres veces, antes de tomar otro trago.
— Me Desperté inmediatamente para descubrir que ella estaba histérica. Theodora no me dijo nada. Sólo me miró por un segundo, medio desvariada, frenética, después se volvió bruscamente, atravesando el cuarto hasta el teléfono. Le llamó a usted, esperó por un segundo y no pudo continuar con eso, colgó el teléfono y comenzó a suplicarme, en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírla, que la sacara inmediatamente de ahí. — Jack sacudió la cabeza y su rostro se contrajo en una expresión de irritación. — Sin pensar, la cogí por la mano y comencé a llevarla por la escalera del sótano para el garaje y el coche. Ella comenzó a luchar conmigo, estirando violentamente el brazo para soltarse, empujándome por el hombro, con la expresión cada vez más desvariada. Miles, creo que ella me habría arañado todo el rostro con las uñas, si no la hubiera soltado. Salimos entonces por la puerta del frente y descendimos los escalones externos. Aún así, Theodora no quiso llegar cerca del garaje y del sótano. Se quedó esperando en la carretera, bien alejada de la casa, mientras sacaba el coche.
Jack tomó otro trago y miró por una ventana de la sala, la oscuridad de la noche.
— No sé con certeza lo que ella vio, Miles. — Jack me miró nuevamente. — Pero puedo perfectamente imaginarlo. Así como usted. Sólo que no tuve tiempo de ir a verificarlo personalmente. Sabía que necesitaba sacar a Theodora de allá inmediatamente. En el camino para acá, ella no me dijo nada. Se quedó toda encogida en el asiento del coche, temblando, comprimida contra mí... pasé el brazo por sus hombros... y murmuraba incesantemente “Jack, oh, Jack, Jack, Jack”.
Por un largo momento, se quedó mirándome en silencio con una expresión sombría. Cuando volvió a hablar, la voz tenía un tono inconfundible de amargura:
— Conseguimos de hecho probar alguna cosa, Miles. Tengo la impresión de que la experiencia funcionó. Pero que vamos a hacer ahora?
No sabía y no intenté fingir que sabía. Me limité a menear la cabeza y murmuré:
— Me gustaría darle un vistazo de nuevo a esa cosa.
— A mi también me gustaría. Pero no voy a dejar a Theodora sola en este momento. Si ella se despertara y llamara, sin que yo atendiera, si descubriera la casa enteramente vacía, podría quedarse desesperada a un punto insoportable.
No respondí. Es posible, y en verdad sucede con todo el mundo, reflexionar a través de una sucesión de pensamientos considerablemente larga, en un solo instante. Fue lo que sucedió conmigo en aquel momento. Pensé en ir en coche solo hasta la casa de Jack. Imaginé estacionar el coche, al lado de la casa vacía y salir, en la oscuridad, quedándome parado, a la escucha, en el silencio. En seguida, entraba por el garaje abierto, avanzando a través del sótano oscuro tanteando en la pared a la búsqueda del desconocido interruptor de luz. Me vi realmente en la sala de billar buscando en la oscuridad, recordando el camino hasta la mesa. A pesar de saber lo que estaba extendido allí, llegaba cada vez más cerca, las manos levantadas, bajándolas para que encontraran la mesa, en vez de tocar en aquella piel fría y sin vida que esperaba en la oscuridad. Pensé en tropezar con la mesa y finalmente encontrar el cordón que encendía la luz suspendida. Me imaginé encendiendo la luz y bajando los ojos para ver… lo que quiera que hubiera provocado la histeria de Theodora. Y me sentí avergonzado.
No quería hacer lo que había sugerido a Theodora que hiciera. No quería ir hasta a la casa durante la noche. O por lo menos no quería hacerlo solo.
Me quedé súbitamente furioso conmigo. En aquel segundo o poco más, me di cuenta que estaba buscando disculpas, diciéndome a mí mismo que no había que perder tiempo para ir hasta la casa, ahora que teníamos que actuar, hacer alguna cosa. Y descargué mi rabia y vergüenza en Jack. Me levanté bruscamente, mirándolo, furioso:
— Escuche! Lo que quiero saber es que vamos a hacer, tenemos que comenzar a hacer algo inmediatamente! Por lo tanto, que tiene que decir? Tiene alguna idea? Que vamos a hacer, por el amor de Dios? — Estaba de hecho un poco histérico y sabía eso. Jack habló muy despacio:
— No sé. Pero tenemos que actuar cuidadosamente, asegurándonos de que no estamos cometiendo ningún error…
— Usted ya dijo eso! Dijo exactamente esas mismas palabras en el inicio de la noche, y estuve de acuerdo y concuerdo plenamente! Pero que vamos a hacer? No podemos quedarse sentados de brazos cruzados para siempre, hasta que finalmente nos sea revelado el camino correcto!
Miraba furiosamente a Jack, pero inmediatamente hice un esfuerzo para controlarme. Pensé en algo, atravesé la sala rápidamente, guiñándole un ojo a Jack a fin de informarle de que estaba bien ahora. Después, cogí el teléfono y marqué un número.
La campanilla en el otro lado de la línea comenzó a tocar y no pude dejar de sonreír. Estaba encontrando en aquello un pequeño placer perverso. Cuando un medico general cuelga la placa en el frente de su consultorio, sabe que va a ser arrancado de la cama por el teléfono durante la noche tal vez por el resto de su vida. Por tal manera, él se acaba acostumbrando. Pero, por otro lado, nunca se acostumbra. Porque invariablemente que el teléfono suena muy tarde por la noche o por la madrugada significa algo serio, suena a personas temerosas que enfrentar. Cualquier cosa que se haga se presenta dos veces más difícil, tal vez la necesidad de arrancar a un farmacéutico de la cama, o hacer a un hospital entrar en acción. Y además de todo eso, aún es preciso esconder del paciente y de su familia sus propios temores y dudas nocturnas, que deben ser calmados, porque todo depende ahora de usted y de nadie más. Finalmente, usted es el médico. El teléfono sonando por la noche no es nada divertido y, a veces, es imposible no quedarse resentido contra las ramas de la Medicina que nunca o raramente presentan llamados de emergencia.
Así, que cuando el teléfono finalmente dejo de sonar en el otro lado de la línea, yo estaba sonriendo malignamente con la imagen mental del Dr. Manfred Kaufman, con sus cabellos negros despeinados, apenas consiguiendo abrir los ojos, sin tener la menor idea de quien podría estar telefoneando. Y cuando él atendió, murmuré:
— Mannie?
— El mismo.
— Escuche... — hice una pausa, imprimiendo a la voz un tono exageradamente solícito. —... por casualidad lo desperté?
Eso lo hizo despertarse bruscamente, maldiciendo como un obrero.— Bueno, Doctor, donde fue que aprendió tal lenguaje? — hablé. — Imagino que debe haber sido del subconsciente sórdido e insidioso de sus pacientes. Confieso que me gustaría mucho ser un psicólogo, cobrando setenta y cinco dólares por consulta, sólo para quedarme sentado escuchando, mejorando mi vocabulario. Nunca más tendría que recibir los terribles llamados nocturnos! Nada de operaciones delicadas! Ya no tendría que preocuparme con recetas de...
— Que diablo quiere, Miles? Le estoy avisando que voy a desconectar y dejar el auricular fuera del gancho se…
— Está bien, está bien, Mannie. — Yo estaba sonriendo, pero el tono de mi voz prometía que ya no habría bromas. — Sucedió algo y tengo que verlo inmediatamente. Lo más rápido posible. Y tiene que ser aquí. Venga hacia mi casa lo más rápidamente que pueda. Es de la mayor importancia.
Mannie es un hombre de una inteligencia extremadamente ágil. El aprende las cosas deprisa y no hay necesidad de repetir o explicar. Por sólo un instante, se quedó en silencio en el otro lado de la línea y después dijo simplemente, antes de colgar:
— Está bien.
Me sentí inmensamente aliviado, volví a atravesar la sala, de vuelta a mi lugar y a la bebida. En una emergencia en que se necesita de inteligencia o cualquier otra cosa, Mannie es el primer hombre que quiero a mi lado. Ahora que él estaba en camino, sentía que finalmente íbamos a llegar a algún lugar. Cogí el vaso y me preparé para sentarme. Comencé a abrir la boca, a fin de hablar con Jack, cuando sucedió algo que la gente suele leer en los libros, pero raramente experimenta. En un súbito instante, empecé a sudar frío y me quedé paralizado por varios segundos, todo encogido por dentro de miedo.
Lo que había sucedido era bastante simple. De pronto pensé en algo, un peligro tan obvio y terrible que ya debería habérseme ocurrido mucho antes. Pero tal cosa no había sucedido. Y ahora, al invadirme la mente el terror, sabía que no tenía ningún segundo que perder y no podía actuar con la rapidez necesaria. Estaba vestido con pantuflas y pijama. Corrí para el vestíbulo y cogí la gabardina que había dejado encima de una silla, metiendo los brazos por la mangas, mientras me encaminaba hacia la puerta. Tenía un pensamiento fijo y era imposible hacer cualquier otra cosa sino actuar, moverme, correr. Había olvidado enteramente a Jack y a Mannie, cuando bruscamente abrí la puerta de la calle y salí corriendo, descendí los escalones y me enfrente a la noche oscura, atravesé el jardín y llegue a la acera. Ya estaba con la mano en la puerta del coche, estacionado junto al borde, cuando me acordé que había dejado las llaves allá arriba. Simplemente no era posible volver para recogerlas. Comencé a correr, tan deprisa como podía.
De alguna forma, sin ningún motivo que pudiera explicar, tenía la impresión de que la acera me estorbaba, retardando mi avance. Dejé la acera y pasé a correr por en medio de las calles oscuras y desiertas de Mill Valley.
No vi cosa alguna moviéndose por las calles. Las casas en los dos lados se encontraban silenciosas y oscuras, los únicos sonidos del mundo eran los de mis pies en el asfalto y de mi respiración jadeante, que parecían poblar la calle entera. Un poco al frente, en el cruce, el asfalto brillo y después se iluminó, todos los detalles de la superficie aparecieron a lo claridad de los faros de un coche que se aproximaba. Parecía que no podía pensar, no podía hacer otra cosa sino continuar corriendo de frente, directamente a la luz de los faros. Los frenos sonaron abruptamente, neumáticos que derraparon en el asfalto, el cromado de la defensa rozo levemente mi gabardina.
— Hijo de puta! — gritó una voz de hombre, llena de miedo y de rabia. — Hijo de puta!
La voz fue disminuyendo atrás de mí como un murmullo de frustración, mientras mis piernas continuaban moviéndose automáticamente, llevándome por la noche.
CAPITULO 6
Apenas conseguía ver alguna cosa, cuando llegué a la casa de Becky. El corazón latiendo fuerte parecía acumular toda la sangre por detrás de los globos oculares, tapando mi visión. Mi respiración jadeante resonaba entre la pared de la casa de Becky y la casa de al lado.
Comencé a revisar todas las ventanas del sótano de la casa de Becky, empujando hacia dentro con todas mis fuerzas, usando las dos manos y corriendo después por el pasto para la siguiente. Estaban todas cerradas. Terminé de rodear la casa. Enrollé la orilla de la gabardina en torno al puño cerrado, me apoye en el vidrio de la primera ventana y empujé, aumentando la presión hasta que el vidrio se rompió.
Un pedazo cayó hacia dentro, en el suelo del sótano, quebrándose, ruidosamente. Los pedazos cayeron, por el agujero del vidrio. Los otros pedazos quebrados estaban inclinados hacia dentro, pero aún sujetos en su lugar. Ahora estaba comenzando a pensar. A la débil luz de las estrellas, retiré cuidadosamente los fragmentos quebrados, uno a uno, dejándolos en el pasto y aumentando el agujero. Después, pase el brazo por la apertura, retire el pestillo y abrí la ventana. Me arrastré hacia dentro, primero los pies, deslizándome de barriga por el pretil. Finalmente, sentí que mis pies chocaban en el suelo. El pecho comprimido contra el cemento, mientras resbalaba hacia abajo sentí el bulto de la linterna que siempre llevo en el abrigo.
Quedando de pie en el sótano, traté de encenderla. El rayo de luz era débil, ancho y difuso, proyectándose por no más de un metro. No iluminaba gran cosa además de uno o dos pasos al frente. Lentamente, fui avanzando por aquel sótano oscuro y desconocido, pasando por montones de periódicos viejos, una puerta de tela oxidada, arrinconada en la pared de cemento, un caballete todo quebrado y sucio de tinta, un arcon viejo, un lavabo rajado, una pila de caños de plomo sin uso, las columnas de madera de sustentación del sótano, una fotografía de una multitud con Becky en la escuela secundaria, enmarcada y cubierta de polvo. Comencé a entrar en pánico. El tiempo pasaba y no encontraba lo que tenía la certeza estaba en algún lugar de aquel sótano. Necesitaba descubrirlo, si es que no era ya demasiado tarde.
Revise el arcon. Se hallaba roto y levanté la tapa sin ninguna dificultad. Metí el brazo hasta el hombro, buscando entre las ropas viejas que allí estaban, hasta cerciorarme de que no había nada, además de eso. Tampoco había nada entre los periódicos viejos o por detrás de la puerta de tela. Ni tampoco atrás del estante que descubrí, las estanterías estaban ocupadas por floreros vacíos, en que se podían ver restos de tierra. Aviste una caja de carpintero, llena de herramientas y recortes de madera, con varias tablas de tamaños diversos apiladas debajo. Tan cuidadosamente como fue posible, fui retirando las tablas; aún así, el ruido aún era considerable. Pero no había nada bajo la caja además de las tablas. Apunté la linterna para las vigas del techo. Estaban expuestas, cubiertas por polvo y telarañas, pero nada había en ellas. El tiempo continuaba transcurriendo y ya había escudriñado todo el sótano. Ya no sabía donde buscar. A cada instante miraba hacia las ventanas, temiendo avistar la primera claridad del amanecer.
Fue entonces que descubrí un grupo de armarios altos. Estaban arrinconados en la pared del fondo, extendiéndose por toda la anchura del sótano, del suelo al techo. A la luz débil de la linterna, había pensado inicialmente que constituían parte de la propia pared y por eso no le di mayor atención. Abrí la primera puerta. Las estanterías estaban llenas de alimentos en latas. Abrí la puerta siguiente. Las estanterías se encontraban vacías, empolvadas. Menos la última, que me quedaba a no más que dos o tres centímetros del suelo.
Y allí estaba, sobre las tablas de pino sin pintura, extendido de espaldas, los ojos cerrados, los brazos inmóviles a los lados. Me quedé de rodillas al lado del cuerpo. Creo que era realmente posible perder el juicio en un solo instante y tengo la impresión de que estuve muy cerca de eso. Ahora, ya podía comprender por qué Theodora Belicec estaba acostada en una cama en mi casa, en estado de shock, drogada. Cerré los ojos con toda fuerza, haciendo un tremendo esfuerzo para controlarme. Después, los abrí y miré, manteniendo la mente lucida, por pura fuerza de voluntad, en un estado de tranquilidad fría y artificial.
Había observado a un hombre revelar una fotografía, un retrato que había tomado de un amigo común. Metía el papel en blanco en la solución, balanceándolo lentamente de un lado para otro, a la difusa luz roja del laboratorio. Bajo aquel fluido incoloro, la imagen comenzaba a revelarse, lenta y vagamente, pero no obstante perfectamente reconocible. Aquella cosa que allí estaba, extendida de espaldas sobre la estantería empolvada e iluminada por la débil claridad anaranjada de mi linterna, era una Becky Driscoll inacabada, aún no del todo desarrollada, indefinida.
El cabello, como el de Becky, era castaño y ondulado, comenzando por la parte alta de la cabeza, fuerte y vigoroso. Ya se podía ver el inicio de un ángulo en la línea del cabello, muy en medio de la cabeza, sugiriendo el fleco que Becky Driscoll usaba. Bajo la piel, la estructura ósea se estaba alterando, las mejillas, la barbilla y la región en torno a los ojos comenzando a volverse prominentes, como en Becky. La nariz era angosta, ensanchándose abruptamente en lo alto. Se podía apreciar que, si aquella nariz se ensanchara sólo una fracción más, quedaría un duplicado, tan perfecto como un molde de cera, de la nariz de Becky. Los labios eran casi tan llenos y la boca, lo que era horrible, igualmente atractiva. En los lados de la boca estaban apareciendo las dos minúsculas arrugas de preocupación, casi invisibles, que habían surgido en el rostro de Becky Driscoll a lo largo de los últimos años.
Es imposible, aún en un niño, que hueso y carne se formen perceptiblemente en un periodo no inferior a varias semanas. Pero, arrodillado allí en aquel momento, sabía que la carne que estaba mirando, así como el hueso por adentro, venían formándose y desarrollando en las horas y minutos que habían transcurrido desde el inicio de la noche. Simplemente no era posible, pero aún así, sabía que aquellos senos se habían elevado bajo la piel en ese plazo, de la misma forma como la boca se ensanchó, los labios se llenaron y asumieron su individualidad, la barbilla se había prolongado ligeramente, el cabello había cambiado para aquella precisa tonalidad, haciéndose más espeso y vigoroso, extendiéndose en ondulaciones y formando un fleco en la cabeza.
Espero nunca más en mi vida ver algo tan terrible como aquellos ojos. Sólo conseguí contemplarlos por un segundo cada vez, y después tenía que cerrar mis propios ojos. Eran casi tan grandes como los ojos de Becky, aunque no totalmente... aún no. No eran también exactamente de la misma forma o precisamente de la misma tonalidad... pero estaban aproximándose.
La expresión de aquellos ojos, sin embargo... Sabia que una persona inconsciente que recupera los sentidos, al principio, los ojos muestran sólo mínimos inicios apáticos de comprensión, las primeras señales débiles muestras de retorno de la conciencia. Eso era todo lo que ya había sucedido a aquellos ojos. La percepción objetiva y el alerta constante de los ojos de Becky Driscoll estaban horriblemente parodiados y diluidos allí. Pero, aún atenuado considerablemente, se podía no obstante divisar en aquellos impasibles ojos azules iluminados por la luz débil de mi linterna, el primer indicio, aún débil, de lo que se volverían, con el tiempo, algo igual a los de Becky Driscoll. Solté un gemido y me doblé todo hacia el frente, comprimiendo el estómago con fuerza, con los brazos cruzados.
Había una cicatriz en el antebrazo izquierdo del cuerpo, por encima del pulso. Becky también tenía una pequeña marca de quemadura allí. Me acordaba perfectamente de lo forma, porque se parecía vagamente a los contornos del continente sudamericano. Y en el pulso de aquella cosa, casi imperceptible, se hallaba la misma marca, exactamente con idéntico formato. Había una señal en la cadera izquierda y una cicatriz blanca como una línea hecha a lápiz, inmediatamente abajo de la rodilla derecha. Aunque jamás había examinado personalmente de cerca tales señales en Becky, tenía la certeza de que ella los poseía, exactamente con los mismos detalles.
Allí, en aquella estantería, estaba extendida Becky Driscoll... incompleta. Allí estaba un... esbozo preliminar para lo que seria una copia perfecta e impecable, todo comenzado, todo esbozado, nada complemente terminado. Se puede decir de otra manera: allí, bajo la débil claridad anaranjada de la linterna, había un rostro medio formado, visto vagamente a través del agua, pero así misma reconocible en todas las formas.
Sacudí la cabeza bruscamente, alejando los ojos de la cosa. Casi sollocé, sorbiendo el aire con avidez, pues, inconcientemente, había estado reteniendo la respiración. El ruido resonó áspero en el silencioso sótano. Después, bruscamente, comencé a agitarme, el corazón hinchando y contrayéndose en proporciones incalculables, la sangre congestionándose en las venas y por detrás de los ojos, en un espasmo de terror y excitación. Me levanté con gran esfuerzo, medio tambaleante, con las piernas engarrotadas.
Después entré en acción, rápidamente, subí la escalera del sótano y empuje la puerta de la planta baja de la casa. No estaba cerrada, y entré en la cocina. Atravesé el silencioso comedor, con las sillas de respaldo recto en torno a la mesa delineadas contra las ventanas. Llegue al salón, me dirigí hacia la escalera de balaustrada blanca y comencé a subir, de dos en dos los escalones, silenciosamente, hasta el vestíbulo superior.
Había allí diversas puertas, todas cerradas. Tenía que adivinar. Probé la segunda puerta, en un presentimiento súbito, cogiendo la manija, apretándolo con firmeza. Lentamente, comencé a girar la manija, sin hacer ningún ruido. Podía sentir más que oír el seguro saliendo del encaje en el umbral. Entreabrí la puerta sólo una pequeña ranura y la fui empujando lentamente. Metí la cabeza dentro del cuarto, sin meter los pies. Una mancha oscura, informe, una cabeza, reposaba sobre la única almohada en una cama matrimonial. No había la menor posibilidad de determinar quién era. Apunté la linterna para uno de los lados del rostro y apreté el botón, encendiéndola. Descubrí que era el padre de Becky. Él se movió, murmurando una palabra ininteligible. Apague la linterna rápidamente, pero de manera silenciosa, cerré la puerta. Después, gradualmente, fui colocando el seguro en su lugar.
Estaba actuando demasiado despacio. Ya no podía controlarme. Estaba casi dispuesto a empujar las puertas, aventarlas ruidosamente contra las paredes, presto a gritar con toda la fuerza de mis pulmones, despertando a todo el mundo en la casa. Di dos pasos rápidos para la puerta siguiente, la abrí sin ninguna vacilación y entré, encendiendo rápidamente la linterna y avance pegado a la pared hasta descubrir quien estaba durmiendo allí. Era Becky, acostada iluminada bajo el pequeño círculo de luz, el rostro una duplicación más fuerte y más vigorosa de la parodia de rostro que yo había dejado en el sótano. Rodee la cama en dos pasos y agarré el hombro de Becky, cogiendo la linterna con la otra mano. La sacudí y ella refunfuñó ligeramente, pero no se despertó. Pasé el brazo por debajo de su hombro y la levanté. La parte superior del cuerpo se quedó en una posición sentada, con la cabeza descansando para atras, por encima de mi brazo. Un suspiro hondo subió por la garganta de Becky.
No esperé ni un instante más. Me coloque la linterna en la boca, presa entre los dientes, quite rápidamente la sabana, puse el otro brazo sobre las rodillas de Becky y la levanté. Después, tambaleándome un poco, pase a Becky por encima de mi hombro, en la forma como los bomberos cargan a las personas que rescatan. Uno de mis brazos la sujetaba, para que no se me cayera, cogí la linterna con la otra mano y salí tambaleándome al vestíbulo. Avancé hasta la escalera, aún tambaleando, pero en la punta de los pies. A decir verdad, nunca supe si hice mucho o poco ruido. Descendí la escalera en la oscuridad, deslizando los pies, tanteando cada paso.
Llegué a la puerta del frente y dejé la casa. Fui caminando por la calle oscura y desierta, cargando alternadamente a Becky por encima del hombro y después entre mis brazos, con su cabeza aún pendiendo inerte. Después de recorrer una calle, Becky soltó un gemido, enseguida irguió la cabeza, con los ojos aún cerrados. Los brazos también se levantaron, enlazándome por el cuello. Y fue sólo entonces que ella abrió los ojos.
Por un momento, mientras continuaba la marcha, mirando hacia el rostro de ella, Becky me miro atontada, dando la impresión de que estaba drogada. Después, parpadeó varias veces, sus ojos se desanublaron un poco. Bostezando, como un niño, balbuceó:
— Que pasa? Que está sucediendo, Miles? Que paso?
— Te cuento después — murmuré, con una sonrisa. — Estás bien. Como te sientes?
— Estoy bien, pero muy cansada. Oh, Dios, como estoy cansada! — Becky estaba volteando la cabeza mientras hablaba, mirando a su alrededor, a las casas en la oscuridad y a los árboles por encima. — Miles, que está sucediendo? — Me miro nuevamente, con una sonrisa desconcertada. — Por casualidad me estás raptando? Estás llevándome a tu cueva o algo así? — Bajó los ojos y vio que, por debajo de la gabardina desabotonada, yo estaba de pijama. Y murmuró, soñadoramente: — No podías esperar, Miles? No podías por lo menos pedirme, como un caballero? Miles, finalmente que demonios estás haciendo?
— Te lo explicaré dentro de poco, así que lleguemos a mi casa. — Las cejas de ella se alzaron ligeramente, y yo profundicé la sonrisa. — No te preocupes. Estás perfectamente segura. Mannie Kaufman está en mi casa, así como los Belicecs.
Becky me miró en silencio por un momento, después se estremeció. El aire de la noche se hizo frío y su bata era de nylon Me apretó el cuello más firmemente y se apretujo entre mis brazos, cerrando los ojos. Y murmuró:
— Es una pena... La mayor aventura de mi vida: raptada de mi propia cama por un hombre guapo, de pijama, cargada por las calles como una cautiva mujer de las cavernas. Pero, al final de todo, él tiene que buscar otras compañías.
Abrió los ojos bruscamente y sonrió. Mis brazos me dolían horriblemente, la espalda parecía un gigantesco cuchillo comprimiéndose contra la espina. Apenas conseguía enderezar las rodillas después de cada paso. Era una terrible agonía. Y, sin embargo, no quería que terminara. Tener a Becky en los brazos era una sensación maravillosa, y yo estaba intensamente lleno de un calor especial en todos los puntos en que su cuerpo se arrinconaba contra el mío.
Al aproximarme a la casa, descubrí que Mannie ya había llegado. Su coche estaba estacionado atrás del mió. En la baranda, puse a Becky en el suelo. Me quedé sin saber si conseguiría enderezarme sin que me rompiera en incontables fragmentos, como un vidrio quebrado. Pero lo conseguí y me quité la gabardina para entregárselo a ella, como ya debería haber hecho mucho antes. Simplemente el hecho no se me había ocurrido. Becky se puso la gabardina y lo abrochó, sonriendo. Después, entramos en casa. Mannie y Jack se encontraban en el salón.
Se quedaron mirándonos, con las bocas entreabiertas de asombro. Becky sonrió y los saludó, como si estuviera llegando para el té de la tarde. Me comporté de manera igualmente relajada, deleitándome con las expresiones de Jack y Mannie. Dije a Becky que estaba un poco frío para que ella se quedase en bata y le dije donde podría encontrar un jeans azul que había encogido y se había hecho demasiado pequeño para mí, una camisa blanca limpia, medias de lana y un par de zapatos de lona. Ella asintió y subió para buscar las cosas.
Avancé por el salón, en dirección de una butaca vacía, mirando a Mannie y Jack.
— Es que de tarde en tarde me siento un tanto solitario — murmuré, encogiéndome de hombros. — Y cuando eso sucede, tengo que obtener compañía de cualquier manera.
Mannie me miro con una expresión cansada.
— La misma cosa? — pregunto él, sacudiendo la cabeza en dirección de la escalera por la cual Becky había acabado de subir. — Encontró otro en casa de ella?
— Exactamente. — Me quedé nuevamente serio. — En el sótano.
— Quiero verlos — dijo Mannie, levantándose. — Por lo menos a uno de ellos. En la casa de ella o en la de Jack.
— Está bien — asentí. Es mejor que vayamos a la casa de Jack. El padre de Becky está en casa. Me voy a vestir.
Allá arriba, en mi cuarto, Becky en el baño, a dos o tres pasos delante en el pasillo, ambos nos vestimos. Aún hablando bajo, daba para que conversáramos. Mientras vestía un pantalón, zapatos y medias, una camisa y un viejo suéter azul, le explique tan sucintamente cuanto fue posible, lo que ella ya había adivinado, que había sucedido en la casa de los Belicecs. Después, relaté también lo que descubrí en el sótano de su casa, sin entrar en detalles.
Andaba con recelo de que eso pudiera tener un impacto adverso sobre Becky, pero ella reaccionó bien a la noticia. Ambos vestidos, salimos hacia el pasillo. Becky me sonrió jovialmente. Estaba preciosa. El pantalón se había ajustado perfectamente a su cuerpo. Con las medias blancas de lana, zapatos de lona, las mangas de la camisa enrolladas, cuello abierto, parecía una chica de un anuncio de temporada vacacional. Sus ojos, podía percibir ahora, estaban brillantes y ansiosos, sin ningún vestigio de miedo. Comprendí que eso sucedía porque ella no había llegado a ver lo que yo había encontrado. Así, estaba más satisfecha y tranquila por la aventura que cualquiera otra cosa.
— Vamos a ir a casa de Jack. Becky, quieres ir también? — Estaba listo para discutir, si ella aceptaba. Pero Becky sacudió la cabeza, rechazando.
— No. Alguien tiene que quedarse aquí con Theodora. Todos ustedes pueden ir que yo cuidaré de ella. — Se dio la vuelta y camino al cuarto en que Theodora estaba, mientras yo descendía la escalera.
Fuimos en mi coche, todos sentados en el asiento del frente. Después de algunas calles, Jack indagó:
— Que piensa de todo esto, Mannie?
Pero mi compañero sacudió la cabeza, mirando distraídamente al frente.
— Aún no sé... simplemente no sé...
Noté que al este, aunque aún fuera noche cerrada en el coche y en la calle al derredor, había en el cielo una insinuación del amanecer.
Subimos por la carretera de tierra en marcha lenta, tomamos la última curva y descubrimos que todas las luces de la casa de Jack estaban encendidas. Por un instante, eso me asusto, pues esperaba que la casa estuviera totalmente a oscuras. Tuve una rápida imagen mental de un bulto medio vivo, enteramente desnudo, tambaleándose por la casa, con la mente vacía, encendiendo todas las luces. Sólo después de unos instantes comprendí que Jack y Theodora no se habían tomado el trabajo de apagar las luces cuando partieron.
Me calmé un poco. Paré el coche delante del garaje abierto. En el tiempo que hubo transcurrido para venir desde mi casa hasta allí, el cielo había clareado. Podíamos ver ahora a nuestro alrededor, los contornos oscuros de los árboles contra el cielo del amanecer. Salimos del coche. En un pequeño círculo a mis pies, pude notar las irregularidades del terreno y los primeros vestigios de maleza aún grisácea. Las luces de la casa estaban comenzando a hacerse débiles y anaranjadas, a la claridad del amanecer.
Ninguno de nosotros dijo alguna cosa. Entramos en el garaje en fila india, con Jack al frente, y el cuero de las suelas de sus zapatos resonando en el cemento. Pasamos hasta el sótano, vimos la puerta entreabierta de la sala de billar a sólo siete u ocho pasos al frente. La luz se encontraba encendida, exactamente como Theodora la había dejado. Jack cruzo por la puerta.
Y de pronto se detuvo, tan abruptamente que Mannie choco contra él. En el instante siguiente, Jack empezó a avanzar, lentamente. Mannie y yo le seguimos atrás. No había ningún cuerpo encima de la mesa. Bajo la luz fuerte de la bombilla que pendía del techo había sólo el fieltro verde. En las orillas de la mesa se hallaba una pelusa cenicienta, que podría haberse desprendido de las vigas expuestas.
Por un instante, Jack se quedó mirando hacia la mesa en silencio, asombrado con la boca entreabierta. Después, se volvió hacia Mannie. Como si protestara, como si pidiera que le creyeran, y dijo:— Estaba allí, encima de la mesa! Mannie, estaba como inerte! El médico sonrió, sacudiendo la cabeza rápidamente.— Creo en usted, Jack. Todos le creemos. — Movió los hombros. — Y ahora alguien se lo llevó. Tal vez haya un misterio aquí… Vamos afuera. Creo que tengo algo que contarles.
CAPITULO 7
Al borde de la carretera, delante de la casa de Jack, nos sentamos en el pasto, al lado de mi coche, mirando a la ciudad en el valle allá abajo. Ya había contemplado la ciudad así incontables veces, atravesando las colinas, de vuelta de llamados nocturnos. Lo alto de los tejados aún estaban cenicientos, sin colores definidos, pero por toda la ciudad ya había ventanas emitiendo un brillo anaranjado, reflejando los rayos casi horizontales del sol naciente. Mientras observábamos, las ventanas anaranjadas se fueron haciendo más brillantes, mientras el sol se iba desplazando, subiendo lentamente por el horizonte rumbo al Este. Aquí y allí, de una que otra chimenea, se podía ver humo elevándose por el cielo.
Jack murmuró algo, hablando más para sí mismo, sacudiendo la cabeza, mientras miraba hacia las casas que parecían de juguete allá abajo:
— No quiero ni pensar al respecto. Cuántas de esas cosas estarán allá abajo en la ciudad en este momento? Escondidas en lugares secretos?
Mannie sonrió.
— Ninguna, absolutamente ninguna. — Y continuó sonriendo, mientras volvíamos bruscamente la cabeza para mirarlo. — No me resta la más pequeña duda de que ustedes tienen un misterio en las manos. Y un misterio real. De quien era aquel cuerpo? Y donde está ahora? — Estábamos sentados a su izquierda y Mannie volvió la cabeza para observar nuestros rostros por un momento, antes de añadir: — Pero es un misterio completamente normal. Un asesinato, posiblemente. No puedo decirlo con certeza. Lo que quiera que sea, sin embargo, está enteramente dentro de los límites de la experiencia humana. No intenten transformarlo en algo más además de eso.
Abrí la boca para protestar, pero Mannie sacudió la cabeza vigorosamente.
— Escuchen lo que tengo que decir! — con los antebrazos en las rodillas y las manos cruzadas, Mannie se quedó mirando la ciudad, mientras hablaba, pensativo. — La mente humana es una cosa extraña y maravillosa. No sé si algún día seré capaz de entenderla por sí mismo. Puedo probablemente comprender todo lo demás, las partículas subatómicas, el universo. Menos a mi mismo. — Extendió el brazo, señalando la ciudad en miniatura a lo lejos, bajo el brillo del sol al inicio de la mañana. — Allá abajo, en Mill Valley, hace una semana o diez días, alguien formó una ilusión: una persona de su familia no era lo que parecía, pero sí una impostora.
—No se trata exactamente de una ilusión común, pero sucede de tarde en tarde. Todo psiquiatra siempre acaba encontrándose con un caso de esos, a la corta o a la larga. Y generalmente tiene alguna noción de cómo tratarlo. — Mannie se recostó en la rueda delantera de mi coche y nos sonrió. — Pero la semana pasada quedé desorientado. No era una ilusión común. A pesar de eso, solamente esta pequeña ciudad produjo una docena o más de casos en sólo una semana o poco más. Nunca antes había encontrado tal incidencia en toda mi carrera y confieso que quedé aturdido. — Pasó distraídamente la mano por el principio de barba en su rostro bronceado. — Pero estuve haciendo algunas lecturas últimamente, refrescando la memoria sobre determinadas cosas que debería haber recordado antes. Por casualidad oyeron hablar del Maníaco de Mattoon? Nos limitamos a sacudir la cabeza y quedamos esperando. Mannie encajo una rodilla entre los dedos entrelazados, antes de continuar:
— Mattoon es una pequeña ciudad en Illinois, tal vez con veinte mil habitantes. Algo sucedió allí que pueden encontrar descrito en detalles en los libros de Psicología.
“El 2 de septiembre de 1944, en medio de la noche, una mujer telefoneó a la policía. Alguien había intentado matar a su vecina con gas venenoso. La vecina habia despertado alrededor de medianoche. Su marido estaba trabajando, en el turno de la noche en una fábrica. su cuarto estaba impregnado de un olor extraño y nauseabundo. Ella intentó levantarse, pero sus piernas estaban paralizadas. Consiguió arrastrarse hasta el teléfono y grito a la vecina, que luego llamo a la policía.
“Los policías fueron al lugar a investigar. Descubrieron una puerta forzada, por la cual alguien podía haber entrado en la casa. Pero estaba claro que no había nadie allí, cuando la policía llegó. Una o dos noches después, la policía recibió otro llamado. Encontró a otra mujer parcialmente paralizada. Alguien habia intentado matarla con gas venenoso. En aquella misma noche, el hecho se repitió, en otra parte de la ciudad. Y cuando una docena o más de mujeres fueron atacadas de la misma forma, en las noches subsecuentes, con cada mujer en mal estado y parcialmente paralizada por un gas de olor horrible, bombeado a su cuarto mientras dormía, la policía llegó a la conclusión de que tenía un psicópata por descubrir”. Un maníaco, como los periódicos lo estaban llamando. — Mannie arrancó una hierba dañina, poniéndose a quitar las hojas del tallo.
“Y llegó la noche en que una mujer vio el hombre. Despertó a tiempo de verlo delineado contra la ventana abierta del cuarto, estaba bombeando algo hacia dentro, con algo que parecía una de esas bombas antiguas de insecticida. Ella aspiro el gas, soltó un grito y el hombre trató de huir. Pero antes de que se alejara, la mujer tuvo la oportunidad de darle una buena mirada. Era alto, bastante delgado, estaba usando lo que parecía ser un pequeño gorro negro.
“La policía estatal fue llamada para intervenir en el caso, pues en una sola noche otras siete mujeres fueron víctimas de ataques con gas y quedaron parcialmente paralizadas. Reporteros de los servicios informativos y de la mayoría de los periódicos de Chicago convergieron para la ciudad. Se pueden encontrar relatos de todo eso en los archivos de los periódicos. Durante las noches, en aquel periodo del año de 1944, en Mattoon, Illinois, coches patrullaban las calles, llenos de hombres armados de escopetas. Los vecinos se organizaban en grupos, patrullando sus calles en turnos. Pero los ataques continuaban y el maníaco no fue descubierto.
“Llegó una noche en que había ocho coches de la policía estatal en la ciudad, además de una unidad móvil de radio. Un médico, preparado y de guardia se encontraba en el hospital metodista local. En aquella noche, como siempre, la policía recibió un llamado. Era una mujer, apenas consiguiendo hablar, informando que había sufrido un ataque de gas del lunático. En menos de un minuto, uno de los coches de la policía, que circulaba por la ciudad, estaba en la casa. La mujer fue llevada inmediatamente para el hospital y fue examinada por el médico. — Mannie hizo una pausa, sonriendo. — No encontró nada malo en la mujer. Absolutamente nada. La mujer fue mandada de vuelta para su casa.
Hubo otro llamado. La segunda mujer también fue llevada rápidamente para el hospital y examinada. Tampoco había nada malo con ella. Y esa rutina continuó sucediendo por el resto de la noche. Los llamados llegaban, las mujeres eran llevadas para el hospital y examinadas pocos minutos después, siendo enseguida mandadas de vuelta para sus casas.
Mannie hizo otra pausa, contemplando atentamente nuestros rostros por un largo momento, antes de añadir:
— Los casos de aquella noche fueron los últimos que sucedieron en Mattoon. La epidemia había acabado. No había ningún maníaco. Nunca lo había habido. — Sacudió la cabeza, en un gesto de perplejidad. — Histeria de masa, auto-sugestión, pueden llamarlo como quieran... fue justamente eso lo que sucedió en Mattoon. Por que? Como paso? — Mannie se encogió de hombros. — No sé. Podemos dar nombres, pero no somos realmente capaces de comprender. Todo lo que sabemos con certeza es que tales cosas pueden aún suceder.
Creo que Mannie percibió, en mi rostro y en el de Jack, una disposición obstinada de no aceptar las explicaciones de lo que él estaba diciendo, porque se volvió hacia mí y dijo, pacientemente:
— Miles, en la facultad de Medicina usted debe haber leído sobre la Enfermedad del Baile, que se esparció por Europa hace cerca de doscientos años. — Miró hacia Jack y añadió: — Fue una cosa espantosa. Imposible de creer. Sólo que de hecho sucedió. Ciudades enteras comenzaron a bailar. Primero una persona, después otra, después cada hombre, mujer y niño, hasta que caían, muertos o exhaustos. La enfermedad se esparció por toda Europa y ganó el nombre de Enfermedad del Baile. Pueden leer al respecto en su enciclopedia. Duró un verano entero, por lo que recuerdo. Y después... paró, cesó por completo, dejando a las personas espantadas, sin saber lo que les había sucedido. — Mannie hizo una pausa, observándonos, después volvió a encogerse de hombros. — Ahí está. Esas cosas son difíciles de creer, hasta que las testifiquemos. Y aún tras eso, es difícil de creer. Y fue algo así que sucedió en Mill Valley. La noticia se esparce, al principio medio secretamente. Es susurrada de persona a persona, como sucedió en Mattoon. Alguien piensa que su marido, hermano, tía o tío es en verdad un impostor idéntico. Es una noticia extraña y excitante, todo el mundo se interesa. Y la cosa vuelve a suceder. Se va esparciendo cada vez más y casi todos los días surge un nuevo caso o varios. La caza de hechiceras en Salem, los llamados objetos voladores no identificados... todo forma parte de esa misma faceta desconcertante de la mente humana. No son pocas las personas que llevan vidas solitarias. Tales ilusiones atraen atención y preocupación.
Pero Jack estaba sacudiendo la cabeza lentamente, insistiendo que no. Y Mannie añadió, tranquilamente:
— El cuerpo era real. Es eso lo que lo está perturbando, Jack? — Este asintió y Mannie continuó: — Ustedes lo vieron. Pero eso es todo lo que hay en concreto. Si hubiera descubierto el cuerpo hace un mes, Jack, ciertamente lo habría considerado por lo que era, un misterio desconcertante, posiblemente muy extraño, pero también perfectamente natural. Y lo mismo sucedería con Theodora, Becky y Miles. Creo que puede entender lo que estoy queriendo decir. — dijo inclinándose frente a mi, Mannie miraba a Jack. — Vamos a suponer que en agosto de 1944, en Mattoon, Illinois, un hombre saliera por las noches a la calle cargando una bomba de insecticida. Cualquiera que lo viera habría imaginado, correctamente, que el hombre iría a cuidar de sus rosas el día siguiente o algo parecido. Pero un mes más tarde, en septiembre, aquel mismo hombre con la bomba de insecticida podría tener los sesos desparramados, antes de tener una oportunidad de explicarse. — Mannie hizo una nueva pausa, antes de añadir gentilmente: — Y usted, Jack, encontró un cuerpo teniendo aproximadamente su altura y complexión, lo que no es tan extraño. Usted es un hombre de tamaño medio.
En la muerte, el rostro es liso y sin arrugas, lo que sucede frecuentemente. Además de eso, la expresión era vacía, otra cosa también posible. — Alzo los hombros. — Usted es un escritor, un hombre de imaginación. Está bajo la influencia de la ilusión de lo que pasa en Mill Valley, así como Miles, Theodora y Becky. Lo que ciertamente también sucedería conmigo, si viviera aquí. Su mente buscó rápidamente una conexión y llegó a la conclusión explicando los misterios en un abrir y cerrar de ojos. La mente humana está siempre buscando una relación de causa y efecto, y todos preferimos lo fantástico y emocionante a lo común y corriente como respuesta.
— Pero, Mannie, Theodora realmente lo vio...
— Exactamente lo que ella estaba esperando ver! Por que ella estaba despavorida por ver! Lo que ella estaba absolutamente convencida de ver, en esas circunstancias. Yo me quedaría muy asustado si eso no hubiera sucedido. Miren, ustedes dos la condicionaron, y ella misma se condiciono completamente y estaba lista para ver!
Hice intención de hablar, y Mannie sonrió irónicamente.
— Usted no vio nada, Miles. — Se encogió de hombros. — Excepto tal vez una alfombra enrollada en un estante en la casa de Becky. O un montón de leños o ropas sucias. Prácticamente cualquier cosa o absolutamente nada habría producido el mismo efecto. En ese momento, Miles, usted se encontraba en tal estado, tan excitado, corriendo por las calles, que estaba convencido de lo que encontraría, como era lógico... lo acabó encontrando, como no podía dejar de suceder. — Levantó la mano, cuando hice nuevamente la intención de hablar. — Esta claro que usted vio algo, Miles. En los más pequeños detalles. Exactamente como lo describió. Lo vio tan nítidamente y tan absolutamente real como cualquier persona que ya vio alguna cosa. Sólo que lo vio sólo en su mente. — Mannie frunció el rostro hacia mí. — Usted es médico, Miles. Sabe algunas cosas sobre como ese tipo de proceso funciona.
Mannie tenía razón. Yo lo sabía. En la facultad de Medicina, asistí en cierta ocasión al aula de un profesor de Psicología. Ahora, sentado allí, al borde de la carretera, con el caliente sol en mi rostro, me acordé de como la puerta de la sala se abría bruscamente y dos hombres agarrados tambaleándose entraban al aula. Un hombre se zafo bruscamente, saco una banana del bolso, la apuntó hacia el otro y gritó: “Bam!” El otro hombre se llevó las manos a un lado del cuerpo, se saco del bolso una pequeña bandera americana, la sacudió vigorosamente en la cara del primero, enseguida los dos salieron corriendo de la sala.
El profesor dijo: “Esta es una experiencia controlada. Cada uno debe tomar papel y lápiz y escribir un relato completo de lo que acaba de presenciar, dejándolo en mi mesa al salir de la sala.
” Al día siguiente, en el aula, leyó en voz alta los trabajos. Eran veintitantos estudiantes y no había dos relatos iguales, ni aún parecidos. Algunos estudiantes vieron tres hombres, otros cuatro, una chica vio cinco. Hubo quien viera hombres blancos, otros negros, algunos orientales o aún mujeres. Un estudiante vio un hombre apuñalado con la sangre brotando; lo vio oprimir contra un lado del cuerpo un pañuelo, que rápidamente quedó manchado de sangre en el suelo, que buscó al dejar el papel en la mesa del profesor y salir de la sala. Y así en general. No hubo un solo relato que mencionara la bandera americana o la banana; tales objetos no se ajustaban a la súbita y violenta escena que habia causado tanto impacto en nuestros sentidos. Por eso, nuestras mentes simplemente los habían excluido y sustituido por otras cosas más apropiadas, como revólveres, cuchillos y pañuelos manchados de sangre, que estábamos absolutamente convencidos de haber visto. Y de hecho lo habíamos visto, pero solamente en nuestras mentes, buscando alguna explicación.
Por todo eso, me pregunté ahora si Mannie no estaría en lo correcto. Y fue muy extraño. Experimenté una sensación de desencanto, una decepción profunda. Comprendí que estaba acumulando fuerzas para resistir, no queriendo creer en Mannie. Preferimos lo fantástico y emocionante, como Mannie habia dicho, al hecho simple y común. Muy común aunque aún pudiera ver en mi mente, nítida y horriblemente real, lo que pensaba habia visto en el sótano de la casa de Becky, sentía intelectualmente que Mannie probablemente estaba en lo correcto. Pero emocionalmente aún era casi imposible de aceptar, y creo que eso se reflejo en mi rostro y en el de Jack. Porque Mannie se levantó y quedó parado por varios segundos, mirándonos, para después decir suavemente:
— Quieren una prueba? Pues voy a dárselas. Miles, vuelva a la casa de Becky y, en un estado mental sereno, vaya a verificar que no existe ningún cuerpo en aquel estante. Es algo que les garantizo. Había sólo un cuerpo, en la casa de Jack, lo que comenzó todo eso. Quieren más pruebas? Les puedo dar más. Esa ilusión acabará en Mill Valley, así como acabó en Mattoon, así como acabó en Europa, así como todas acaban. Y las personas que estaban convencidas, Miles, Wilma Lentzs y otras, comenzaran a dudar. O por lo menos algunas de ellas. Otras continuaran, por simple rebeldía. Pero íntimamente, lo cierto es que admitirán lo que las otras van a decirle: que la ilusión desapareció, que simplemente no comprenden como o por qué la idea entró en sus cabezas. Y eso será el fin de todo. No habrá más casos. Es algo que también puedo garantizar.
Mannie sonrió, miró al cielo ahora bastante azul y comentó:
— Creo que tengo hambre.
Jack sonrió, se levantó también y dijo:
— Yo también.
Fui el último en quedar de pie.
— Volvamos a mi casa y veamos lo que las mujeres pueden hacer para desayunar.
Jack fue antes hasta su casa, apagando las luces, cerrando y asegurando las puertas. Al volver, traía bajo el brazo una carpeta del tipo acordeón, dividida en secciones, cada una llena de papeles.
— Es mi archivo. Trabajos en marcha, anotaciones, referencias, cosas diversas. — Sonrió. — Es extremadamente valioso para mí y me gusta llevarlo siempre conmigo.
Entramos en el coche y volvimos para la ciudad.
Me detuve junto a la acera delante de la casa de Becky y salí, dejando el motor encendido. Aún era muy temprano, la calle brillaba por la claridad del nuevo día. No vi a ninguna persona o algún movimiento en toda la calle. Avancé rápidamente por en medio del jardín, para que mis pies no hicieran ruido en el pasto. Me paré delante de la ventana quebrada del sótano, mirando para las ventanas de las casas vecinas. No vi a nadie, no escuche ningún ruido. Me metí rápidamente, pasé arrastrándome por la ventana y después fui caminando en la punta de los pies, por el suelo de concreto del sótano. Este se hallaba iluminado y silencioso. Estaba tranquilo, pero preocupado. No quería ser atrapado allí abajo y tener que explicar lo que estaba haciendo.
La puerta del armario se encontraba entreabierta, exactamente como la había dejado. La abrí y miré para la última estantería. La claridad que se filtraba por una ventana del sótano incidía sobre ella... que estaba vacía. Abrí todas las puertas y no encontré cosa alguna que no debiera estar allí: había solamente alimentos en latas, herramientas, frascos vacíos de conservas, periódicos viejos. Sobre la estantería vacía de abajo había una capa espesa de polvo. Me agaché al lado y la toque. Era el tipo de suciedad que se acumula en lugares así y que mis sentidos habían distorsionado, en una especie de explosión histérica, encarándolo como un cuerpo.
No quería estar allí un momento más del necesario. Cerré el armario, como lo habia encontrado por la noche, volví a la ventana y salí nuevamente al jardín. No sabía lo que el padre de Becky pensaría, cuando descubriera la ventana quebrada del sótano, pero tenía la certeza de que no sería yo quien le explicaría.
En el coche, alejándome del borde, volví la cabeza a Mannie, con una sonrisa evasiva.
— Estaba usted en lo correcto.
Miré a Jack y me encogí de hombros.
CAPITULO 8
El animal humano no se limita a una dieta exclusiva de cualquier emoción: miedo, felicidad, horror, angustia o alegría. Fue extraño. Tras la noche que todos pasáramos, el desayuno fue bastante divertido. El sol ayudaba, entraba por las ventanas y por la puerta de la cocina, amarillo y caliente, repleto de las promesas de la mañana. Theodora ya había despertado, cuando llegamos a casa, estaba sentada a la mesa de la cocina, tomando café con Becky. Se levantó cuando entramos. Jack corrió hacia ella, y los dos quedaron abrazados por un largo tiempo. Jack la beso tiernamente. Después, dio un paso hacia atrás, a fin de contemplarla. Mannie y yo también la miramos. Theodora aún estaba cansada y tenía ojeras profundas. Pero la expresión era ahora serena, y nos sonrió por encima del hombro de Jack.
Después, casi como si hubiera habido alguna señal, todos comenzamos a hablar, riendo mucho, haciendo bromas. Las dos mujeres encendieron el fuego y comenzaron a calentar la sartén, abriendo armarios y la heladera, mientras nosotros tres nos sentábamos a la mesa de la cocina. Becky nos sirvió café. Por un consentimiento tácito, no hablamos sobre la noche anterior — por lo menos no en serio — o sobre lo que Jack, Mannie y yo acabábamos de hacer. Las mujeres tampoco hicieron preguntas. Debían haber sentido, por nuestra actitud, que todo estaba bien.
El jamón comenzó a freírse en la sartén, Theodora lo movía con una cuchara. Becky quebró varios huevos en una batidora. El ruido de la cuchara de metal, batiendo rítmicamente contra el vidrio, era extremadamente agradable. Con los ojos brillantes, Theodora dijo:
— Estuve pensando en lo que sucedió y llegué a la conclusión de que podría aprovechar perfectamente a un duplicado de Jack. Uno de ellos podría vagabundear por la casa como siempre, sin oír una sola palabra de lo que digo, trabajando mentalmente en lo que este escribiendo, y tal vez otro tuviera tiempo para conversar conmigo e incluso ayudarme a lavar la vajilla de tarde en tarde.
Jack le sonrió por encima de la taza, con los ojos felices y aliviados por verla así. — Tal vez mereciera la pena — dije él. — Hay ocasiones en que pienso que cualquier cambio en mí sería una mejoría. Tal vez el nuevo Jack pudiera saber realmente como escribir, en vez de quedarse golpeando la cabeza contra un muro de piedra, sólo intentando.
— No me queda la más pequeña duda de que hay algunas ventajas — concordó Becky. — Me gusta la idea de una Becky siendo cargada secretamente por las calles de jersey, mientras la otra aún está en casa, debidamente sola en la cama, evitando las murmuraciones.
Continuamos en el mismo tema. Mannie quería un Dr. Kaufman escuchando a los pacientes, mientras el otro jugaba tenis. Comente que también podría aprovechar un doble de Miles Bennell para conseguir ponerme al corriente en dormir.
La comida estaba sabrosa y conversamos sin parar, haciendo todas las bromas posibles, mientras comíamos vorazmente, En verdad, por lo que pienso, estábamos un poco animados, casi embriagados, en una reacción lógica a todo lo que habia sucedido. Al poco Mannie se limpio la boca con la servilleta, miró el reloj en la pared y se levantó. Comentó que apenas tendría tiempo de llegar a su casa, tomar un baño, afeitarse, cambiarse de ropa e ir para el consultorio y esperar el primero de sus pacientes. Se despidió de todos, me dijo que tenia la intención de presentar una cuenta enorme, cobrando las tasas habituales, si es que no el doble, siempre sonriendo. Lo acompañé hasta la puerta del frente. Después, nosotros cuatro tomamos algunas tazas más de café.
Mientras tomaba el mío, me recosté en la silla y le conté a Theodora y a Becky, sucinta y objetivamente, lo que habia sucedido, lo que habíamos encontrado — o mejor, lo que no habíamos encontrado — en los sótanos de Jack y Becky, y lo que Mannie nos había dicho allá en la carretera.
Ya esperaba lo que sucedió, cuando terminé el relato: Theodora simplemente sacudió la cabeza, los labios contraídos en una expresión de serena obstinación. No le era posible creer que no había visto lo que estaba segura de haber visto... y aún podía ver, con los ojos de la mente. Becky no hizo ningún comentario, pero pude notar, por el alivio en sus ojos, que aceptaba la explicación de Mannie. Sabía que ella estaba pensando en su padre. Becky parecía estar muy bien, sentada a mi lado, cariñosa, animada, atractiva. Era excitante verla con mi camisa, abierta por el cuello.
Jack se levantó, fue hasta el salón y volvió con la carpeta de papeles que había traído de su casa. Sonriendo, fue a sentarse y dijo, mirando en cada sección de la carpeta del tipo acordeón:
— Soy una especie de ardilla. Un coleccionista de diversas cosas, sin saber realmente por que. Y una de las cosas que guarde... — saco un puñado de recortes de una de las secciones de la carpeta... — son determinadas noticias de periódico. Decidí traerlas para acá, después que conversamos con Mannie.
Empujando para un lado los platos frente a el, puso los recortes en la mesa, una docena o más, algunos ya amarillos por el tiempo, otros parecían mas recientes, la mayoría pequeñas, otros un poco largos. Cogiendo un recorte al azar, dio una mirada al título y después me lo entregó.
Lo levanté para que Becky también pudiera leer. Arañas llueven en Alabama, decía el título. Era una noticia de una columna, con cuatro o cinco centímetros de altura, despachada de Edgeville, Alabama: “Cualquier pescador de esta ciudad de cuatro mil habitantes tuvo cebos en abundancia esta mañana... si hubiera un solo lugar en la región para usarlas. Anoche, una lluvia de pequeñas arañas, de origen indeterminado...” La pequeña nota — leí el resto en voz alta — informaba que una lluvia de pequeñas arañas había caído sobre la ciudad, haciendo ruido en los tejados y ventanas como si fuera lluvia de verdad, durante varios minutos la noche anterior. El tono de la noticia era ligeramente irónico y no sugería ninguna explicación para el fenómeno. Miré a Jack, que me sonrió y dijo:
— Un absurdo, no es así? Especialmente, como la propia noticia insinúa, porque no había ningún lugar de donde las arañas pudieran haber llegado.
Cogió otro recorte y me lo entregó. El título era el siguiente: Hombre quemado hasta la muerte con las ropas intactas. Contaba la historia de un hombre que había sido totalmente consumido por el fuego, en una hacienda en Idaho. Las ropas que usaba, sin embargo, no habían sido afectadas, ni siquiera quedado chamuscadas. No había ningún indicio de daños causados por el fuego ni tampoco manchas de humo en la casa. El médico legista local había declarado que era necesario un calor de por lo menos 1000.°C para quemar un cuerpo, como el del hombre encontrado. Y eso era todo lo que había en la noticia.
Medio sonreí, medio fruncí el rostro a Jack, sin tener la más pequeña idea de lo que significaba todo aquello. Theodora miraba por encima de la taza de café, mientras se la llevaba a la boca, con una expresión divertida, de desden afectuoso, como las mujeres acostumbran exhibir delante de las personas, como una disculpa de las excentricidades de sus maridos. Jack sonrió.
— Tengo dos docenas de noticias así, de todas partes... personas quemadas hasta la muerte, sin mostrar daño en sus ropas. Habían leído un absurdo mayor alguna vez? Pero aquí hay de otra especie.
Escrito a lápiz, en el margen del recorte, estaba la referencia: New York Post. El título impreso era el siguiente: Y allá estaba la ambulancia. Era un despacho de Richmond, California, 7 de mayo (AP). Y decía: “Sigan inmediatamente para el cruce de San Pablo con la McDonald Avenue”, habló la voz al teléfono. “El expreso de Santa Fe acaba de golpear un camión y un hombre está gravemente herido.” La policía rápidamente envió una radiopatrulla y una ambulancia al lugar. No había ningún accidente. El tren aún no había pasado por allí. Pero llego, en el momento en que el coche de policía y la ambulancia se retiraban. Un camión de entrega, dirigido por Randolph Bruce, de 44 años, estaba cruzando la vía férrea en aquel momento exacto. Hubo el choque. Bruce quedó gravemente herido. Sufrió lesión cerebral y tenía el pecho aplastado.
— A donde quiere llegar, Jack? — pregunte, dejando el recorte encima de la mesa.
— Hay por lo menos unos doscientos casos extraños que coleccione en pocos años, pero se pueden descubrir otros miles. — Jack se levantó y comenzó a pasear muy despacio por la cocina. — Creo que prueban por lo menos lo siguiente: que cosas extrañas suceden, suceden de verdad, van y vienen, aquí y allí, en el mundo entero. Cosas que simplemente no se ajustan con la gran masa de conocimiento que la raza humana adquirió gradualmente a lo largo de miles de años. Cosas en contradicción directa con lo que sabemos es verdadero. Como si alguna cosa cayera hacia arriba, en vez de caer hacia abajo.
Jack extendió la mano para el tostador, cogió una migaja y se la llevó a la boca.
— A donde quiere llegar, Miles .
El continuó, diciendo.
— Las cosas deben ser siempre explicadas? O desdeñadas someramente? O simplemente ignoradas? Porque es eso lo que siempre sucede. — Nuevamente reinicio su caminata lentamente por la cocina grande y antigua. — Creo que eso es natural. Imagino que nada puede conquistar un lugar en lo que nuestra masa de conocimiento acepta, excepto lo que es universalmente aceptado — Deteniendo su andar, Jack se volvió para la mesa. — Deberíamos considerar todos los fenómenos imparcialmente, sin ningún prejuicio. Pero es claro que eso no sucede. Ese tipo de sucesos... — hizo una pausa, señalando con la cabeza a los recortes en la mesa —... es siempre descartado con el desprecio automático habitual, en el cual todos nos basamos. Que cosas son esas? — indaga la actitud científica. Nada, no pasan de ilusión óptica. O auto-sugestión. Histeria. Hipnosis de masa. O cuando todas las posibilidades se agotan, pasan a ser pura coincidencia. Cualquier cosa, excepto lo que posiblemente sucedió. — Jack sacudió la cabeza, sonriendo. — No se debe nunca admitir, ni siquiera por un momento, que alguna cosa que no comprendemos pueda haber ocurrido.
Como creo que la mayoría de las esposas hace, aún las más sensatas, con cualquier convicción auténtica de sus maridos, Theodora aceptó aquella y la hizo suya también, comentando:
— Lo que es una estupidez. No da para entender como la raza humana consigue aprender cualquier cosa nueva.
— Lleva mucho tiempo — concordó Jack. — Fueron necesarios centenares de años para aceptar que el mundo es redondo. Un siglo resistiendo al conocimiento de que la Tierra gira en torno al sol. Detestamos enfrentar nuevos hechos o constatarlos, porque nos molesta tener que revaluar nuestras concepciones de lo que es posible. Lo que es siempre desagradable. — Jack sonrió y volvió a sentarse a la mesa. — Pero no debería ser así. Cojamos cualquiera de esos recortes. — Cogió uno, al azar. — Este de New York Post, por ejemplo. No se trata de ficción. New York Post es un periódico que existe de verdad. Esta pequeña noticia fue de hecho publicada en el Post y ciertamente en muchos otros periódicos de todo el país. Miles de personas la leyeron, inclusive yo. Pero por casualidad exigimos que nuestra masa de conocimientos fuera reevaluada por incluir esta ocurrencia pequeña y extraña? Por casualidad fue lo que hice? No. Todos quedamos espantados con el hecho, intrigados e interesados momentáneamente, después tratamos de alejarlo de la mente. Y ahora, como todos los otros acontecimientos extraños y sin mayor importancia que no se ajustan enteramente a lo que pensamos que sabemos, está olvidado e ignorado por el mundo, a excepción de unos pocos coleccionistas de curiosidades como yo.
— Tal vez deba ser así — comenté, tranquilamente. — Dé una mirada a eso.
Había estado examinando los recortes al azar mientras Jack hablaba, y empujé uno en dirección de él. Se trataba de un pequeño recorte del Mill Valley Record y no decía muchas cosas. L. Bernard Budlong, profesor de Botánica y Biología del Marin College, era citado como negando un comentario que el periódico le había atribuido el día anterior, acerca de algunos “objetos misteriosos” encontrados en ciertos pastizales fuera de los límites de la ciudad. Eran descritos como inmensas vainas de semillas, de alguna especie. Budlong negaba ahora haber declarado que “venían del espacio exterior”. El Record se retractaba al final de la noticia, con un: “Disculpe, Profesor!”
— Lo ve, Jack? — indague, gentilmente. — El fin de una de sus pequeñas curiosidades, con una disculpa escondida en el grueso del periódico del día siguiente. No hace a la gente que piense dos veces... — sacudí la cabeza para los otros recortes —... acerca del resto?
— Claro, Miles. Esa disculpa también pertenece a la colección. Y es justamente por eso que está ahí. No la excluí. — Levantó un puñado de recortes y después los arrojo de nuevo sobre la mesa.
— Miles, hay muchas mentiras aquí, la mayoría, por lo se. Algunos son ciertamente embustes. Y probablemente casi todos los otros son distorsiones, exageraciones, simples errores de juicio o visión. Tengo el buen juicio suficiente para saber de eso. Pero que diablos, Miles, eso no pasa con todos, en el pasado, presente o futuro! No se puede explicar todas esas noticias extrañas, permanentemente, para siempre! — Por un momento Jack me quedó mirando con una expresión furiosa, para después sonreír.
— Será que Mannie tiene razón? Lo que sucedió anoche debe ser explicado también con alguna generalización? — Se alzo de hombros. — Tal vez deba serlo. Lo que Mannie dice tiene sentido. Es lo que siempre sucede en esos casos. Y él explicó lo que sucedió casi satisfactoriamente. Tal vez hasta el noventa y nueve por ciento.
Por algún tiempo, Jack nos quedó mirando en silencio. Después, bajó la voz y dije suavemente:
— Pero aún resta en mi mente un insignificante uno por ciento de duda.
Yo miraba a Jack y podía sentir un escalofrió subirme lentamente por la espalda, debido al pensamiento que acababa de ocurrírseme.
— Las huellas digitales... — murmuré.
Jack frunció el rostro por un momento.
— Altere la voz: — Las huellas digitales en blanco! Mannie cree que se trata simplemente de un cuerpo común. Pero desde cuando los hombres comunes no tienen absolutamente ninguna huella digital?
Theodora se estaba levantando en ese instante, con las manos apoyándose en la orilla de la mesa, diciendo con voz alta y estridente:
— No puedo volver allá, Jack! No puedo poner los pies en esa casa!
Cuando Jack también se levantó, la voz de ella se hizo aún más alta. — Sé lo que vi! Él se estaba transformando en ti, Jack!
Y cuando Jack la abrazó, las lágrimas escurrían por las mejillas de Theodora, sus ojos nuevamente estaban dominados por el miedo. Tras un momento, conseguí hablar tranquilamente:
— Entonces no vuelva a casa, Theodora. Puede quedarse aquí. — Los dos se volvieron hacia mí y añadí, sonriendo: — Ambos pueden quedarse aquí. Es una casa bastante grande. Escojan un cuarto cualquiera y se instalan. Traiga su máquina de escribir, Jack. Trabaje aquí. Adoraría la compañía de ustedes. Me siento muy solo en esta casa y siempre tengo ganas de tener compañía con quién conversar.
— Tiene la seguridad de que quiere eso? — pregunto Jack, después de examinar atentamente mi rostro por un momento.
— Absoluta.
Jack miró a Theodora, que asintió, aturdida, suplicante. Jack se volvió nuevamente hacia mí.
— Está bien. Tal vez sea mejor quedarnos aquí, por uno o dos días. Gracias, Miles, muchas gracias.
— Tu también debes quedarte aquí, Becky — dije, enseguida. — Por lo menos por algunos días. — No sé por qué, algo me hizo añadir: — Con Theodora y Jack.
El rostro de ella estaba pálido, pero sonrió ligeramente al oír el comentario, y repitió: — Con Theodora y Jack. .. Y donde te vas a quedar tú? Sentí que me ponia rojo, pero sonreí también.
— Aquí mismo. Pero tú puedes ignorarme.
Theodora miró desde el hombro de Jack y ahora estaba sonriendo también.
— Puede ser divertido, Becky — dijo ella.
Los ojos de la mujer estaban brillantes.
— Esta bien. Será una especie de fiesta prolongándose por varios días. — Pero, en el siguiente instante, el miedo volvió a invadir sus ojos. — Estaba pensando en mi padre, Miles...
—Telefonéale. Y dile la verdad. Que algo dejó a Theodora profundamente trastornada y ella va a pasar algunos días aquí y necesita de ti. No es necesario decirle más además de eso. — Sonreí y añadí. — Si quieres, puedes decirle también que tengo en mente algunos planes que tu no podrás resistir. — Miré el reloj en la pared. — Tengo que ir trabajar. Hagan de cuenta que la casa es de ustedes. — Y subí, a fin de cambiarme para ir al consultorio.
Estaba más irritado que asustado, de pie delante del espejo del baño, afeitándome. Una parte de mi mente estaba aprensiva con el hecho de lo que habíamos acabado de recordar en la cocina: que el cuerpo en el sótano de Jack, increíblemente, imposiblemente, innegablemente, no tenía huellas digitales. No nos habíamos acordado de eso antes, y sabía que era un hecho que la explicación de Mannie no podía cubrir. Pero principalmente, inclinándome en dirección del espejo, para continuar rasurándome, estaba molesto. No quería a Becky Driscoll viviendo en mi casa, donde podría verla más de lo que normalmente sucedía en la semana. Ella era muy atractiva. Demasiado simpática.
Siempre hablo conmigo aún cuando este afeitándome. Y dije al rostro reflejado en el espejo:
— Eres un hombre guapo, es verdad que puedes casarte con cualquier mujer. Lo que no puedes es volver a casarte. Eso es un problema. Eres un hombre débil. Emocionalmente inestable. Básicamente inseguro. Un chupador de pulgar en potencia. Un pozo de inmadurez, sin condiciones de asumir ninguna responsabilidad adulta. — Sonreí e intenté pensar en algo más. — Eres indudablemente un charlatán y posees una personalidad de Don Juan. Un pseudo...
Deje de hablar abruptamente y terminé de afeitarme con el sentimiento incomodo de que, por todo lo que sabía, no era gracioso pero si verdadero que, habiendo fracasado con una mujer, estaba quedando envuelto con otra y que, para mi bien y el de ella, Becky debería quedarse en cualquier otro lugar pero no bajo mi techo.
Jack fue al centro conmigo en el coche, para hablar con Nick Crivett, el jefe de policía local. Ambos lo conocíamos muy bien. Finalmente, Jack había encontrado un cuerpo en su casa, que posteriormente había desaparecido. De cualquier forma, tenía que comunicar el hecho a la policía. Pero decidimos, en el camino, que él comunicaría los hechos sin entrar en detalles. No podíamos explicar la tardanza en comunicar lo ocurrido. Por eso, convenimos en alterar un poco la secuencia de tiempo. Jack debería decir que había encontrado el cuerpo la noche anterior y no por la mañana. Podría perfectamente haber sucedido así.
Aún con esa alteración, había una pequeña tardanza en la explicación. Por qué Jack no había telefoneado a la policía anoche? Convenimos que él alegaría que Theodora se había puesto histérica. El no había podido pensar en nada más que brindar los cuidados necesarios a su esposa, llevándola a un médico. En mi caso, diría que Theodora había sufrido un shock muy grande y por eso estaban hospedados en mi casa. Que Jack había vuelto a su casa, para recoger algunas ropas, antes de telefonear a la policía. Y habría descubierto entonces que el cuerpo había desaparecido. Previmos que Grivett reclamaría bastante, pero no había más que él pudiera hacer. Sonriendo, sugerí a Jack que se comportara de manera aturdida y distraída. Así Grivett atribuiría todo, al hecho de que Jack era un literato sin ningún espíritu práctico. Jack sonrió también con la sugerencia, pero su expresión inmediatamente volvió a ponerse seria.
— Cree que debo omitir también el detalle de las huellas digitales, cuando hable con Grivett? — No tiene otro remedio — respondí, encogiéndome de hombros y haciendo una mueca. — Grivett mandaría ingresarlo en un manicomio, si mencionara eso. Paramos delante de la comisaría, y Jack salio del coche. Le sonreí en despedida, alejándome enseguida.
CAPITULO 9
Pero la verdad es que no tenía una disposición de las mejores cuando estacioné el coche, en una calle transversal, cerca del consultorio, poco más allá del área del parquímetro. Preocupación, duda y miedo me atormentaban la mente, mientras recorría la calle y media hasta el consultorio.
La apariencia de la Calle Throckmorton me deprimió. Parecía llena de basuras y se veía miserable al sol de la mañana; una lata de basura en la calzada estaba rodando, el globo de una lámpara se encontraba quebrado. A solo unas puertas del edificio en que quedaba mi consultorio había una tienda vacía. Las vitrinas se hallaban inmundas y había un cartel de Se Alquila pintado de cualquier manera apoyado en el vidrio. Pero no decía donde se podría tratar y tuve la impresión de que a nadie le importaba si el local era o no alquilado. Los pedazos de una botella de vino quebrada estaban esparcidos a la entrada de mi edificio. La placa de latón fijada en el granito gris del edificio estaba sucia, hacia mucho tiempo que no recibía una pulida.
De un lado a otro de la calle, pude constatar, cuando me detuve por un momento para observar, que no había una sola persona limpiando sus vitrinas, como los dueños de las tiendas generalmente hacían por la mañana. La calle parecía extrañamente desierta. Me dije a mí mismo, aunque era sólo una impresión, que era una consecuencia de la depresión en que me encontraba. Por eso, miraba el mundo con ojos de miedo y preocupación. Me censure vigorosamente. No se puede permitir ningún sentimiento, cuando se tiene que diagnosticar y tratar pacientes.
Una paciente estaba esperando, cuando entré en el consultorio. No tenía cita, pero la atendí asimismo, ya que había llegado más temprano de lo que era habitual. Era la Sra. Seeley, la mujer de 40 años que me había buscado la semana anterior para decirme que su marido no era su marido. Ahora, estaba sonriendo, rebosando de alivio, al comunicarme que su ilusión se había disipado. Informó que había conversado con el Dr. Kaufman la semana anterior, conforme había sugerido. Lamentablemente, el no había sido capaz de ayudarla. Pero, en la noche anterior, inexplicadamente, ella de repente “recupero el juicio”.
— Estaba sentada en salón, leyendo — dije ella, llena de ansiedad y cruzando las manos nerviosamente sobre su bolsa — cuando súbitamente miré para el otro lado de la sala. Él estaba mirando la televisión. — Sacudió la cabeza, aturdida y feliz, antes de continuar: — Y tuve la certeza de que era él. Es decir, aun era él, de verdad, era el, mi marido. Dr. Bennell, no consigo entender lo que sucedió la semana pasada. No puedo imaginar lo que me sucedió. Y me siento terriblemente mal, una tonta a causa de eso. — Se recostó en la silla. — Esta claro que ya había oído hablar de otro caso igual al mió. Una mujer de mi club habló al respecto. Dijo que ya había varios casos en la ciudad. Y el Dr. Kaufman me explicó que el simple hecho de oír hablar de esos casos...
Finalmente me contó lo que el Dr. Kaufman había dicho, lo que le había respondido. Me limité a escuchar, asentir y sonreír, hasta que conseguí sacarla del consultorio, siempre hablando, en un plazo que atendía a la conveniencias. Si la hubiera dejado, la Sra. Seeley continuaría hablando hasta el final de la tarde, repitiéndose interminablemente.
Mi enfermera había llegado mientras la Sra. Seeley hablaba y me trajo la relación de las consultas del día. Di una mirada a la relación y encontré, como ya estaba esperando, el nombre de una de las tres madres de alumnas de la escuela secundaria que me habían buscado la semana anterior, todas angustiadas y frenéticas. La hora de ella era a las tres y media de la tarde. Cuando la enfermera la introdujo en mi consultorio, ella estaba sonriendo. Antes aún de sentarse, comenzó a decirme lo que ya sabía que iba a oír. Las niñas estaban bien ahora y gustando más que nunca del profesor de Inglés. Este había aceptado rápidamente las disculpas, demostrando plena comprensión de lo que había sucedido. Y ella había presentado la sensata sugerencia de que las niñas simplemente explicaran a sus compañeros que todo no pasaba de una broma, un embuste colegial. Las niñas habían estado de acuerdo y todos aceptaron la explicación. La madre añadió que los compañeros habían hasta admirado la capacidad de las niñas de hacer una buena broma. Ahora, la madre ya no estaba preocupada. El Dr. Kaufman le había explicado como una situación así puede fácilmente afectar a una persona, particularmente a niñas adolescentes.
Luego que la feliz madre se retiró, cogí el teléfono y llame a Wilma Lentz, en la tienda. Así que ella atendió, indague displicentemente cómo se estaba sintiendo los últimos días. Hubo una pausa antes que ella respondiera:
— Estaba pensando en hacerte una visita a tu consultorio para hablar sobre... lo que sucedió. — Rió, un tanto forzadamente, y añadió: — Es verdad que Mannie me ayudo bastante, Miles, exactamente como tu dijiste. La visión o lo que quiera que haya sido, ha desapareció y... Miles, estoy terriblemente apenada. No sé realmente lo que sucedió o como te puedo explicar, pero...
La interrumpí para decirle que comprendía perfectamente lo que había sucedido, que ella no debía estar preocupada o sentirse mal, que sólo olvidara. Y le dije que volveríamos a encontrarnos otro día.
Quedé sentado, inmóvil, durante un minuto entero, después que colgué, con el teléfono aun en la mano, esforzándome en pensar fría y sensatamente. Todo lo que Mannie previera estaba siendo confirmado. Y si él estuviera en lo correcto acerca de todo lo que había sucedido — la tentación de creer era muy fuerte —podría simplemente dejar que el miedo en mi mente se desvaneciera. Inmediatamente. Y Becky podría volver para su casa aquella misma noche.
Contrariado, casi con rabia, me hice una pregunta: iba a permitir que nada más la ausencia de huellas digitales en aquel cuerpo en el sótano de Jack mantuviera todas mis dudas y los problemas vivos y sin solución? Una imagen se delineo en mi mente y allí perduro por un momento, nítida, intensa. Más de una vez, pude ver aquellas huellas digitales, de forma horrible e imposible, pero innegablemente lisas como el rostro de un bebé. En el instante siguiente, la nitidez de esa imagen mental se rompió y se desvaneció. Me dije aún irritado, que había una docena de explicaciones perfectamente posibles y naturales, si quisiera darme al trabajo de buscarlas. Hablé en voz alta:
— Mannie tiene razón. Mannie explicó...
Mannie, Mannie, Mannie, pensé súbitamente. Parecía que, últimamente, era todo lo que oía y pensaba. Mannie había explicado nuestra visión de la noche anterior y hoy cada paciente con quien conversaba trataba de mencionar inmediatamente el nombre de él entre extasiada y agradecida. Mannie había resuelto todo rápidamente, solo, sin ninguna ayuda. Por un momento, pensé en el Mannie Kaufman que siempre había conocido. Tuve la impresión de que siempre era muy cauteloso, tardándose en dar opiniones definitivas. Abruptamente, la noción me surgió en la mente como una explosión: aquel no era el Mannie que siempre había conocido, no era absolutamente el mismo Mannie, sólo parecía, hablaba y se comportaba...
Sacudí la cabeza vigorosamente, para borrar la idea. Después sonreí, tristemente. Allí estaba otra prueba de cómo él estaba en lo correcto, con o sin huellas digitales, la confirmación de lo que Mannie había explicado: la fuerza increíble de la ilusión que se instalara en Mill Valley. Quité la mano del teléfono sobre la mesa. El sol de otoño del fin de la tarde entraba inclinado por las ventanas. Podía oír, en la calle allá abajo, todos los pequeños ruidos de un mundo normal moviéndose en su rutina cotidiana. Y ahora lo que había sucedido la noche anterior había perdido toda su forma, en medio de las actividades rutinarias, a la claridad del sol a mí alrededor. Quitándome el sombrero mentalmente por Mannie Kaufman, psiquiatra eminente, me dije — insistí conmigo aún — que él era exactamente lo que siempre fuera, un hombre extremadamente inteligente, de percepciones excepcionales. Estaba en lo correcto y nosotros nos habíamos comportado tonta e histéricamente. No había ninguna razón sensata para que Becky Driscoll no regresara a la casa a que pertenecía aquella misma noche, a fin de dormir en su propia cama.
Detuve el coche frente a mi casa alrededor de las ocho de la noche, tras pasar por el hospital, como normalmente hacía. La cena estaba lista. Aún había alguna claridad, y vi a Theodora y a Becky en la baranda, usando delantales que habían encontrado en algún lugar de la casa. Estaban poniendo la cena en las anchas rejas de madera de la baranda. Las dos me miraron, sonriendo. Al cerrar la puerta del coche, pude oír, allá encima a través de una ventana abierta, el ruido de la máquina de escribir de Jack. La casa parecía nuevamente viva, ocupada por personas con quienes me sentía a gusto. Me sentí maravillosamente bien.
Jack descendió y cenamos en la propia baranda. Había sido un día claro, de cielo muy azul, bastante caliente para aquella época del año. Pero ahora, cuando el crepúsculo avanzaba, la temperatura era más amena, al punto correcto. Soplaba una brisa suave y perfumada y se podían oír las hojas de los árboles inmensos y antiguos que bordeaban la calle, que se agitaban y suspiraban de placer. Los pajarillos cantaban. De algún lugar, al final de la calle, venía el ruidoso y distante traquetear de un cortador de pasto, uno de los mejores sonidos que conozco. Nos quedamos sentados allí, en la baranda, en confortables sillas de mimbre o en el balancín, comiendo emparedados de jamón y tomate, tomando café, conversando sobre asuntos sin importancia, con frecuentes silencios de puro gusto. Sabía que disfrutábamos de uno de esos momentos maravillosos que la gente nunca más olvida.
Aparentemente, Becky había ido hasta su casa y cogido algunas ropas. Estaba usando uno de esos vestidos ligeros y elegantes que parecen impersonales, pero transforman a las mujeres bonitas en deslumbrantes. No pude dejar de sonreírle. Becky estaba sentada cerca de mí, en el balancín. Le pregunte políticamente:
— Te importaría subir conmigo en este momento para ser seducida?
— Me encantaría — murmuró Becky, tomando un trago de café — sólo que en este momento tengo demasiada hambre.
— Pero que cosas mas bellas! — comentó Theodora. — Jack, por qué no me dijiste cosas tan agradables, cuando me estabas enamorando? — No tuve valor — respondió él, dando una mordida en un emparedado. — Podrías acorralarme y exigirme casamiento.
Sentí que mi rostro se estaba poniendo colorado al oír eso. Pero como ya estaba bastante oscuro, tuve la certeza de que nadie lo noto. Podría informarles en aquel instante lo que había sucedido en mi consultorio durante el día. Pero, si lo hiciera, Becky tal vez deseara volver a su casa inmediatamente. Y me dije a mí mismo que por lo menos merecía pasar algún tiempo con ella. No había ningún peligro, ya que más tarde la llevaría a casa. Al poco tiempo Theodora termino de comer y se levantó.
— Estoy muerta de cansancio, exhausta como hace mucho tiempo no me sentía. Voy a acostarme. — Miró a su marido y dijo, firmemente: — No vienes conmigo, Jack? Creo que también debes irte a dormir.
Jack la miro por un instante y después asintió.
— Tiene razón. Es mejor que nos vayamos a acostar. — Tomó un último trago de café, tiro el resto al pasto y se levantó de la reja de la baranda, despidiéndose de los dos: — Hasta mañana. Buenas noches para los dos.
No dije nada para detenerlos. Becky y yo también les deseamos buenas noches. Quedamos observando a los Belicecs entrar en la casa y después los oímos subiendo la escalera, hablando en voz baja. No tenía la certeza si Theodora estaba cansada o simplemente quería dar una de Cupido. Me parecía que había insistido con Jack que debería también acostarse temprano con un poco de vehemencia. Sin embargo, de cualquier manera, no me importaba. Lo que tenía que decirles, podía esperar hasta la mañana siguiente. Finalmente, estaba un poco cansado de hacerla al monje. Me dije que merecía pasar algún tiempo a solas con Becky. Más tarde, podría contarle lo que había sucedido en mi consultorio durante el día.
Oímos los pasos llegar al piso de arriba y me volví a Becky.
— Te importaría levantarte y sentarte a mi izquierda, en vez de a la derecha?
— No. — Se levantó con una sonrisa desconcertada. — Pero por que?
Becky se sentó nuevamente en el balancín, esta vez a mi izquierda. Me incliné al frente de ella para dejar la taza en la reja de la baranda.
— Porque... — hice una breve pausa, sonriendo —...beso mal de ese lado. Entiendes lo que estoy queriendo decir.
— No, no entiendo — respondió ella, esbozando una sonrisa.
— Es que una mujer a mi derecha... — hice una demostración, pasando el brazo por el espacio vacío en el lado derecho —... es incomodo para mí. Da la impresión de que algo no está correcto. Es cómo intentar escribir con la mano izquierda. Simplemente no consigo besar bien, a no ser que la mujer este a mi izquierda.
Levanté el brazo para el respaldo del balancín, y la abraze. Becky sonrió y se volvió hacia mí. La atraje, inclinándome un poco en su dirección, cambiando ligeramente de posición. Acomode los brazos en torno a ella de la manera correcta, hasta que ambos quedamos unidos. Quería aquel beso. Y lo ansiaba mucho. Mi corazón súbitamente latió fuerte, podía sentir la presión de la sangre en las venas. Bese a Becky, lenta y suavemente, sin ninguna prisa. Y fui aumentando la intensidad del beso, la presión de mis brazos apretándola, inclinándola ligeramente hacia atrás. Abruptamente, era más que agradable, era una explosión silenciosa en mi mente, por todos los nervios y venas de mi cuerpo. Sentía claramente los labios de ella, blandos y fuertes, sentía mis manos comprimidas contra su espalda, sentía la presión de su cuerpo pegado a mí. Bruscamente, hice la cabeza para atrás. No conseguía respirar. Y después volví a besarla. De repente, ya no me importaba más lo que pudiera suceder. Nunca, en toda mi vida, había experimentado algo así. Mi mano bajó, agarrando el muslo de Becky. Sabía que llevaría a esa mujer conmigo allá a la cima, si pudiera.
— Miles! — Oí el sonido, un susurro ronco de hombre partiendo no sé de donde. Tenía la sensación de que era incapaz de pensar. — Miles! — La voz sonó más alta y pase los ojos por la baranda, enteramente aturdido. — Venga aquí, Miles! De prisa! — Era Jack, parado del otro lado de la puerta de tela, llamándome, desesperadamente.
Sabía que alguna cosa había sucedido con Theodora. En el instante siguiente, estaba atravesando la baranda apresuradamente, después siguiendo a Jack por el salón en dirección de la escalera. Pero Jack pasó por la escalera y entró en el pasillo. Abrió la puerta del sótano y encendió la linterna. Descendí tras él.
Atravesamos el sótano, el cuero de las suelas de los zapatos rechino en la polvo del suelo. Jack levantó la tranca de madera de la puerta del viejo depósito de carbón. El depósito quedaba en una esquina del sótano, aislado del resto por una pared de madera que llegaba hasta el techo. Estaba vacío ahora, ya no era usado mas, había sido lavado y cerrado desde hacia mucho tiempo, desde que mi padre había instalado la instalación de gas. Jack abrió la puerta por la mitad y proyectó la luz de la linterna por el suelo, deteniéndose un instante después. Era un ovalo de claridad en el suelo.
No conseguí entender muy bien lo que estaba viendo, tirado allí en el concreto. Mirando atentamente, tuve que describir para mí, un poco de lo que estaba viendo, intentando resolver el enigma de aquello. Finalmente llegué a la conclusión de que las cosas parecían ser cuatro vainas gigantescas. Poseían un formato arredondeado, tal vez de un metro de diámetro. Se habían roto en diversos puntos. Del interior de las inmensas semillas, se había derramado parcialmente por el suelo una sustancia grisácea, parecida a una pelusa.
Eso fue solo una parte de lo que vi, mi mente aún se empeñaba en intentar definir las cosas. De cierta forma, mirando rápido, aquellas vainas gigantescas me acordaban un tumbleweed1, esos balones de materia vegetal seca, enmarañado, extremadamente ligero, creadas por la naturaleza sólo para rodar por el desierto, impulsados por el viento. Pero aquellas vainas estaban cerradas. Note que las superficies estaban constituidas de una red de hebras amarillas, pareciendo extremadamente resistentes. Entre las hebras, que cerraban enteramente las inmensas vainas, se extendía una membrana castaña, reseca, pareciendo una hoja de roble muerta, en el color y en la textura.
Mire, sin decir nada, y él añadió, impacientemente:
— El recorte que usted leyó esta mañana, refiriéndose a un profesor cualquiera. Hablaba de vainas, Miles, vainas gigantescas, encontradas en algún lugar al oeste de la ciudad, en el verano pasado.
Por un momento más, continuó mirándome fijamente, hasta que asentí. Después, Jack abrió toda la puerta del depósito de carbón. A la luz de la linterna en movimiento, vimos algo más y entramos en el depósito y nos agachamos a un lado de las cosas en el suelo, a fin de examinarlas más atentamente. Cada vaina se había roto en cuatro o cinco lugares y una parte de la sustancia que las llenaba estaba esparciéndose por el suelo. Ahora, a la luz más próxima de la linterna de Jack, vimos algo extraño. En las extremidades, en los puntos más distantes de las vainas, una pelusa gris estaba volviéndose blanca, como si el contacto con el aire le estuviera modificando algo a su memoria. Y... no había como negarlo, era algo que estábamos viendo claramente... la enmarañada sustancia se estaba comprimiendo, comenzando a adquirir una forma.
En cierta ocasión vi una muñeca hecha por un primitivo pueblo sudamericano. Era de juncos flexibles, toscamente entrelazados y amarrados en determinados puntos, para formar la cabeza, cuerpo, brazos y piernas, proyectándose rígidamente.
La masa enmarañada que parecía pelo de caballo grisáceo a nuestros pies estaba lentamente brotando de las vainas membranosas, el color claro en las extremidades, comenzaba a adquirir una forma, vacilante, pero perceptible. Las hebras se estiraban y alineaban, en una débil aproximación, casi un remedo de una cabeza, un cuerpo, brazos y piernas en miniatura. Eran tan toscos como la muñeca que viera... e igualmente inconfundibles.
Es difícil decir por cuánto tiempo nos quedamos agachados allí, contemplando, aturdidos y espantados, lo que estaba sucediendo. Pero fue el tiempo suficiente para notar que la sustancia gris continuaba derramándose, lentamente, como lava en movimiento, de las inmensas vainas en el suelo de concreto. Fue el tiempo suficiente para ver la sustancia gris, blanquear, tras entrar en contacto con el aire. Y fue el tiempo suficiente para constatar que las masas en que sobresalían cabeza y miembros iban aumentando, mientras la sustancia gris continuaba extendiéndose... y gradualmente iban haciéndose menos toscos.
Quedamos observando, inmóviles, con la boca entreabierta. Como de tarde en tarde, las superficies castañas y membranosas de las gigantescas vainas se rompían silenciosamente, como el sonido de una frágil hoja siendo partida por la mitad. Las vainas se iban encogiendo incesante y lentamente, marchitándose un poco cada vez, mientras el flujo semejante al de lava de la sustancia con que estaban rellenas continuaba derramándose, esparciéndose, como una niebla densa, infinitamente lenta. Y así como una nube inmóvil, en un cielo sin viento, imperceptiblemente cambia de forma mientras la observamos, las masas en forma de muñecos en el suelo se hicieron… más que unos meros muñecos. No tardó mucho en que se hicieran tan grandes como bebés. Las vainas que habían contenido la sustancia se estaban encogiendo y rompiéndose en fragmentos. El entrelazamiento, el alargamiento y el alineamiento de las hebras al blanquear continuaban. Ahora, surgían depresiones en la cabeza, como vacilantes aproximaciones de las órbitas de los ojos, una saliente recordaba una nariz, otra depresión podía ser la boca. En las extremidades de los brazos, doblados ahora por los codos, se estaban delineando las formas de pequeñas manos, con dedos estirados.
Jack y yo volvimos la cabeza a la vez y nos miramos a los ojos, sabiendo ambos perfectamente lo que veríamos dentro de poco tiempo.
— Los cuerpos vacíos — murmuró Jack, con voz ronca. — Es así como ellos surgen! Es así como ellos crecen!
No podíamos continuar observando más. Nos levantamos bruscamente, con las piernas un poco rígidas por estar agachados por mucho tiempo. Caminamos por el sótano, saliendo del depósito de carbón. Los ojos recorrieron frenéticamente por doquier, en búsqueda de la normalidad. Y nos fijamos simplemente en un montón de viejos periódicos, y nos quedamos mirándolos, completamente aturdidos, a la luz de la linterna de Jack, que incidía sobre la primera página de un antiguo número del San Francisco Chronicle. Las titulares y fotografías, de asesinato, violencia y corrupción de una ciudad, parecían comprensivas y normales, parecían casi agradables de verse. Caminamos por el sótano, lentamente, sin decir nada, andando y esperando, deteniéndonos a ratos, con los pensamientos confusos y aturdidos, tanto como éramos capaces. Tras algún tiempo, volvimos a la puerta abierta del depósito de carbón.
El proceso imposible allá dentro estaba casi terminado. Las inmensas vainas destrozadas estaban esparcidas ahora por el suelo en pequeños fragmentos, un polvo casi imperceptible. En lugar de ellas, había ahora cuatro cuerpos, tan grandes como los de los adultos. Las marañas de hebras pegajosas que los componían estaban ahora perfectamente unidas, las superficies ininterrumpidas, aún irregulares como velludo cortes, pero alisándose incesantemente, enteramente blancas. Eran cuatro cuerpos blancos, con los rostros lisos y vacíos, sin ninguna marca, casi listos para recibir las impresiones finales. Sabíamos que había un cuerpo para cada uno de nosotros: uno para mí, otro para Jack, dos más para Theodora y Becky.
— El peso — murmuró Jack, empeñándose en mantener la cordura a través de las palabras. — Absorben agua del aire. El cuerpo humano esta formado de ochenta por ciento de agua. Ellos absorben agua del aire. Es así como la cosa funciona.
Agachándome al lado del cuerpo más próximo, levanté la mano de él y miré, aturdido a las puntas de sus dedos: redondeadas, lisas, enteramente desprovistas de huellas digitales. Y dos pensamientos se me ocurrieron simultáneamente: Ellos deben ser destruidos, pensé, levantando la cabeza a fin de mirar a Jack; a la vez, otra cosa me pasó por la cabeza: Ahora, Becky tiene que quedarse aquí.
CAPITULO 10
Eran las 2:21 de la madrugada. Miré el reloj y pensé que aún faltaban nueve minutos para despertar a Jack, a fin de que él iniciara su turno. Estaba vigilando la casa, caminando silenciosamente por el pasillo del segundo piso, sólo en medias. Me detuve delante de la puerta del cuarto de Becky. La abrí sin hacer ruido, entré, y por tercera vez desde la medianoche, exploré cada palmo del cuarto con la linterna, así como había hecho con todos los otros aposentos de la casa. Agachándome, proyecté la luz de la linterna bajo la cama. Después, abrí el armario y lo examiné también.
Enfoque el rayo de luz entre azulado y blanco en la pared, un poco por encima de la cabeza de Becky. Contemplé su rostro. Los labios estaban ligeramente entreabiertos, su respiración era regular, con las pestañas curvadas hacia abajo y reposando sobre su rostro. Era una visión deslumbrante. Becky estaba linda, acostada allí. Me descubrí pensando cómo sería reconfortante acostarme a su lado por un minuto, la sentí moverse en el sueño, sentir el calor de su cuerpo cerca de mí. Pero volví al el pasillo y me encamine a la escalera del sótano.
No había cosa alguna en el sótano que no debiera estar allí. A La luz de la linterna, vi los vestidos y trajes de mi madre, colgados en un pedazo de tubo y cubiertos con un plástico, para resguardarlos del polvo. En el suelo, al lado de las ropas, estaba un viejo arcon de cedro que había pertenecido a mi madre. Vi también el archivo de madera de mi padre, con sus diplomas enmarcados apilados por encima, exactamente como habían sido traídos de su consultorio. En aquel archivo se hallaban los registros de resfriados, dedos cortados, canceres, fracturas de huesos, sarampiones, difterias, nacimientos y muertes de una considerable parte de la población de Mill Valley, a lo largo de dos generaciones. La mitad de los pacientes relacionados en aquellos archivos estaba ahora muertas, las heridas y tejidos que mi padre había tratado con tanto desvelo, reducidos simplemente a polvo.
Fui hasta la ventana junto a la cual acostumbraba sentarme y quedarme leyendo, cuando era niño. Contemplé Mill Valley, extendiéndose por la oscuridad. Allá estaban los habitantes de la ciudad, aprovechando la noche para dormir. Mi padre había traído a muchos de ellos al mundo. Había una brisa nocturna soplando. A mi izquierda, sobre el pavimento, por debajo de las lámparas de la calle, las sombras indistintas y prolongadas de los hilos telefónicos se balanceaban para un lado y otro de la calle desierta. Era una escena terriblemente solitaria. Podía ver la baranda del frente de los McNeeleys, destacándose nítidamente a la claridad de las lámparas, con la sombra inmensa de la casa por detrás. Podía ver también la baranda de los Greesons. Había jugado allí con Dot Greeson, cuando tenía siete años de edad. La reja de la comprimida baranda estaba inclinada hacia adentro y necesitaba urgentemente de una pintura. No entendía como ellos podían haber dejado que llegara a aquel estado. Finalmente, siempre habían cuidado impecablemente de su casa. Podía ver además, la cerca blanca de madera en torno a la casa de Blaine Smith. Aquella ciudad, descansando en la oscuridad, estaba repleta de antiguos y buenos vecinos. Conocía a muchos de ellos, por lo menos de vista o de un saludo o de conversar en la calle. Había crecido allí. Desde la infancia, conocía cada calle, cada casa, los caminos, la mayoría de los patios, todas las colinas, campos y carreteras en kilómetros alrededor.
Y ahora descubría que no conocía nada. Sin que hubiera ninguna alteración perceptible, lo que estaba viendo allá fuera ahora, a través de los ojos y, más que eso, con la mente, era algo enteramente extraño. El círculo de luz en el suelo allá abajo, las barandas familiares, la masa oscura de casas y el resto de la ciudad además... era amenazadora. Todas aquellas cosas y rostros familiares eran ahora amenazadores. La ciudad había mudado o estaba cambiando para algo terrible... y lo que estaba atrás de mí, también quería atraparme y estaba seguro de eso.
Un escalón de la escalera rechino, oí unos pasos suaves. Me volví en la oscuridad, agachándome, con la linterna erguida como un arma. Jack dijo en voz baja:
— Soy yo.
Encendí la linterna y mire su rostro, cansado y aún somnoliento. Cuando se detuvo a mi lado, apague la linterna. Por algún tiempo, quedamos en silencio, mirando a Mill Valley por la ventana. La casa adormecida bajo nuestros pies, la calle allá fuera y toda la ciudad estaban quietas, en un silencio fatal. Era un momento de depresión para el cuerpo y el espíritu humano. Jack finalmente murmuró:
— Estuvo allá abajo recientemente?
— Estuve, sí — informé, respondiendo enseguida a la pregunta que él había pensado, pero no había llegado a formular. — No se preocupe. Apliqué a cada uno cien centímetros cúbicos de aire, en la vena.
— Están muertos?
— Si se puede decir eso acerca de una cosa que nunca estuvo realmente viva — dije, alzándome de hombros. — De cualquier forma, están sufriendo un proceso de reversión.
— De vuelta a la sustancia gris?
Asentí. A la claridad de las estrellas que entraba por la ventana pude notar que Jack se estremecía. Haciendo un esfuerzo para mantener la voz bajo control, él comentó:
— Por lo menos ahora tenemos la certeza de que no se trata de una ilusión. Los duplicados existen aún. Reproducen a las personas vivas. Mannie estaba equivocado.
— Tiene razón.
— Miles, que sucede con el modelo original, cuando se concluye el proceso de duplicación de una persona? Acaso los dos cuerpos continúan viviendo?
— Es evidente que no, de lo contrario ya lo habríamos notado. Pero no sé lo que sucede después, Jack.
— Y por qué tantos pacientes volvieron a buscarlo para intentar convencerlo de que no había nada malo? Estaban mintiendo, Miles.
Me limité a encogerme de hombros. Me sentía cansado e irritado, y habría hablado bruscamente con Jack, si intentara responder. Suspirando mientras hablaba, él añadió:
— Lo que quiera que esté sucediendo, tenemos que presumir que aún está confinado a Mill Valley y a la región inmediatamente al derredor. Porque si no lo esta... — Jack también se encogió de hombros y no continuó la frase. Tras una breve pausa, volvió a hablar: — Cada casa y cada edificio, cada espacio cerrado en toda la ciudad tendría que ser revisados. E inmediatamente, Miles. Y hasta el último hombre, mujer y niño tiene que ser examinado. No sé decirle cómo y a la búsqueda de que, pero tenemos que pensar en algún camino, imaginar un plan, comenzar a ejecutarlo... y deprisa! — Nuevamente quedó callado por algún tiempo, antes de continuar: — No ayuda buscar a la policía local o a la estatal. Ellos no tienen autoridad suficiente y de cualquier manera sería muy difícil intentar explicarles lo que está sucediendo. Miles, estamos delante de una emergencia terrible! Y exactamente eso lo que es, un problema tan concreto como todos los otros que ya enfrentamos. Y puede ser más que eso: una amenaza nueva en la historia. — Jack hizo otra pausa. Al volver a hablar, su voz estaba contenida, pero ansiosa: — Por eso, Miles, alguien… el Ejército, Marina, FBI, no sé quién... pero alguien tiene que venir a esta ciudad y lo más deprisa posible. Y tendrán que declarar ley marcial en Mill Valley, estado de sitio o cualquier cosa. Pero es preciso hacer alguna cosa... cualquier cosa! — Jack bajó la voz: — Es preciso exterminar esa cosa, destruirla, cueste lo que cueste!
Continuamos parados en el sótano por algún tiempo más, en silencio. Yo pensaba en lo que podría estar a nuestro alrededor, oculto en lugares secretos. No era posible pensar mucho al respecto.
— Aún resta algo de café en la cocina, Jack.
Descendimos en silencio. En la cocina, serví el café. Jack se sentó a la mesa, mientras me recostaba en la estufa.
— Tiene razón, Jack. Pero como lo vamos a hacer? Telefonear al Presidente Carter o algo así? Simplemente llamar a la Casa Blanca, y cuando él atienda informarlo de que aquí en Mill Valley, donde los demócratas vencieron en las últimas elecciones, encontramos algunos cuerpos, sólo que no son realmente cuerpos, sino alguna otra cosa, no sabemos que, y que por favor despache al ejercito para acá inmediatamente?
Jack se alzo de hombros, impacientemente.
— No sé! Pero algo tenemos que hacer, alguna cosa, tenemos que encontrar un medio de informar a las personas que empiecen a tomar providencias concretas! Vamos a dejar de decir tonterías y comenzar a pensar en serio!
— Está bien, Jack — hablé. — Cadena de mando.
— Como?
Con los ojos casi cerrados, mire a Jack atentamente. Me hallaba excitado, porque sabía que allí estaba la respuesta.
— Conoce usted a alguien en Washington, Jack? Por casualidad conoce a alguien que sepa que usted no esta loco y pueda creer que la historia que va a contarle es verídica? Tiene que ser una persona que pueda poner el engranaje en movimiento y así las mantenga, hasta que la historia alcance a alguien que esté en condiciones de tomar alguna medida.
Tras pensar por un momento, Jack sacudió la cabeza.
— No conozco absolutamente a nadie en Washington. Usted si conoce?
— No... — Me deje apoyar contra la estufa. — No conozco a ningún escritor de éxito al estilo de Watergate.
Pero, en el instante siguiente, me acordé de alguien y me incorpore. — Estoy recordando ahora que conozco a alguien en Washington. Y es la única persona que conozco por allá en alguna función oficial. Ben Eichler fue mi contemporáneo en la escuela. Ingresó después en el Ejército y está actualmente en el Pentágono. Pero es sólo teniente-coronel. No conozco a nadie más.
— Él servirá — se apresuró a decir Jack.. — El Ejército puede perfectamente cuidar del caso. Y él está dentro del Pentágono, es un oficial superior. Puede por lo menos hablar con un general sin ser sometido a una corte marcial.
— Tiene razón. Intentarlo no hará mas daño. Voy a telefonearle. — Me llevé la taza a la boca y tomé un trago de café. Jack quedó mirándome, el rostro fruncido, la impaciencia aumentando, hasta que bruscamente explotó:
— Hágalo ahora! Pero que diablos, Miles, tiene que ser ahora! Que está esperando? — Respiró fondo. — Disculpe, Miles, pero... tenemos que hacer alguna cosa inmediatamente!
— Está bien.
Deje la taza encima del lavadero y fui al salón, seguido por Jack. Quité el teléfono del gancho y llame a la telefonista. Así que ella atendió, le dije, hablando muy despacio y cuidadosamente:
— Telefonista, quiero hablar con Washington, con el Teniente-Coronel Benjamín Eichler. No sé cual es su teléfono, pero esta en el directorio. — Me volví a Jack y dije: — Hay una extensión en el cuarto. Vaya a escuchar allá.
Con el teléfono en el oído, quedé escuchando los estallidos distantes, los tonos de marcación y el silencio electrónico. Después, una campanilla comenzó a sonar en el pequeño disco negro junto a mi oído. El teléfono fue atendido al tercer toque de la campanilla y la voz de Ben sonó nítida en mi oído:
— Alo?
— Ben? — Percibí que había alterado la voz, como las personas acostumbran hacer sin sentir, en las llamadas interurbanas. — Aquí es Miles Bennell, de California.
— Hola, Miles! — La voz sonaba súbitamente satisfecha y jovial.
— Como estas?
— Muy bien.
— Por casualidad te desperté?
— Claro que no, Miles. Son las cinco y media de la mañana aquí en Washington. Por qué habría de estar durmiendo a esta hora?
— Disculpa, Ben. — No pude dejar de sonreír. — Pero ya casi es la hora en que debes levantarte. Nosotros, los contribuyentes, no te estamos pagando un salario fabuloso para que pases el día entero en la cama. — Hice una breve pausa y pasé a hablar con toda seriedad: — Dispones de algún tiempo? Por lo menos de media hora, para sentarte y escuchar lo que tengo que decir? Es extremadamente importante, Ben, y quiero explicarte todo. Quiero hablar cómo si fuera una llamada local. Puedes darme el tiempo que necesito y quedarte escuchando con todo cuidado?
— Claro que puedo. Espera sólo un instante. — Hubo una pausa y después la voz distante y nítida dijo: — Puedes hablar, Miles. Ya estoy listo para escuchar.
— Tú me conoces, Ben. Y bastante bien. Comenzaré por decirte que no estoy borracho, tú sabes que no estoy loco y que no acostumbro hacer bromas idiotas con los amigos en plena madrugada o en cualquier otra ocasión. Tengo algo para contarte y sé que será muy difícil de creer. Pero todo es cierto. Y quiero que no te olvides de eso, mientras oyes mi historia. Correcto?
— Correcto, Miles. — La voz estaba ahora sobria y a la expectativa.
— Hace cerca de una semana, el jueves, para ser más preciso... — Continué hablando, muy despacio, sin ninguna prisa, intentando contarle toda la historia. Comencé por la visita de Becky a mi consultorio y terminé cerca de 20 minutos después con los acontecimientos de aquella noche.
Pero no es fácil explicar una historia larga y complicada por teléfono, cuando no se está viendo la cara del interlocutor. Y no tuvimos mucha suerte con la conexión. Al principio, escuchaba a Ben y él podía oírme tan claramente como si estuviéramos hablando en casas vecinas. Pero cuando comencé a contarle lo que estaba sucediendo en Mill Valley, la conexión rápidamente fue empeorando. A todo momento, Ben tenía que pedirme que repitiera y yo casi tenía que gritar para hacerle comprender.
No se puede hablar correctamente, no se puede ni pensar correctamente, cuando se tiene que repetir una frase en todo momento. Hablé nuevamente con la telefonista y le pedí que procurase una conexión mejor. Tras alguna tardanza, la conexión quedó mejor. Pero apenas había comenzado a hablar, cuando nuevamente surgió un ruido en el auricular en mi oído. Tuve entonces que intentar hablar más alto que el ruido en mi auricular. La conexión fue completamente interrumpida por dos veces, el auricular súbitamente chillando en mi oído, hasta que finalmente yo estaba desesperado, gritando a la telefonista. No fue absolutamente una conversación tranquila y satisfactoria. Cuando acabé, no pude dejar de imaginar cómo debería haberle parecido a Ben, a un continente de distancia. Y él dio la respuesta final:
— Entiendo... — Habló muy despacio después hizo una pausa de algunos segundos, pensando. — Y que quieres que haga, Miles?
— No sé, Ben. — Súbitamente, en aquel momento, la conexión estaba mejor. — Pero debes comprender que es preciso hacer alguna cosa. No puedes dejar de comprender eso. Esparce la historia, Ben. Cuéntasela a alguien. Inmediatamente. Acciona los engranajes ahí en Washington hasta que alcance alguna autoridad que pueda tomar medidas concretas.
Ben rió, con una risa forzada.
— Te acuerdas de mí, Miles? No paso de ser un teniente-coronel, sirviendo en el Pentágono. Por qué yo, Miles? No conoces a nadie más aquí en Washington que pueda realmente...
— No, Ben, no conozco a nadie mas! Si conociera otra persona, estaría hablando con ella ahora! Tiene que ser alguien que me conozca. Una persona que sepa que no estoy loco. Y no conozco a nadie más. Tienes que ser tu Ben. Tú precisa...
— Está bien, está bien… — murmuró él, en tono apaciguador. — Haré lo que pueda. Todo lo que pueda. Le contaré la historia a mi coronel dentro de una hora. Iré a su casa y lo despertaré. Él vive en Georgetown. Le diré exactamente lo que me contaste, tan bien como pude entender. Y añadiré mi propio comentario de que te conozco bastante bien, sé que eres un ciudadano modelo, sobrio e inteligente y de que estoy personalmente convencido de que estás hablando en serio. Pero eso es todo lo que puedo hacer, Miles. Absolutamente todo. Aunque esa historia signifique el fin del mundo antes del mediodía.
Ben dejo de hablar por un momento. Pude oír el silencio eléctrico del hilo que nos separaba. Y después añadió, calmamente:
— Te puedo decir que no vas a adelantar nada, Miles, si esperas que él haga algo con esa historia? Mi coronel no es muy imaginativo, para decir la cosa de una manera suave. Y aunque lo fuera, él no es un hombre que le guste arriesgar su cuello. Entiendes lo que estoy queriendo decir? Quiere ganar su estrella de general antes de jubilarse, tal vez aún dos. Y esta muy consciente y alerta de no manchar su hoja de servicio. Ha buscado consolidar una reputación, desde West Point, como un oficial eficiente, práctico, de bueno sentido. No se destaca por su inteligencia, pero sí por la solidez. Esa es su especialidad. Ya debes conocer el tipo. — Ben suspiró, antes de añadir: — Miles, no puedo imaginarlo que busque a su general con una historia así. Nunca más confiaría en mí ni siquiera para sacar punta a un lápiz!
Ahora fue mi vez de murmurar:
— Entiendo...
— Pero haré lo que me estás pidiendo, Miles... si insistes. Pero aunque lo imposible suceda, aunque el coronel lleve la historia a su general, aunque este busque a otro general de dos estrellas, hasta llegar al nivel de tres o cuatro estrellas, que diablo ellos van a pensar de todo eso? A ese nivel, ya será una historia fantástica en la cuarta o en la quinta versión, iniciada por algún teniente-coronel idiota que ellos nunca han visto y de quien jamás oyeron hablar. Y él escucho la historia en un telefonema de un amigo loco, un civil, de algún lugar de California. Estás dándote cuenta ahora? Puedes imaginar esa historia alcanzando un nivel en que las personas están en condiciones de tomar medidas y creer que ellas realmente harán alguna cosa? Tú sabes perfectamente como es el Ejército, Miles!
Mi voz estaba cansada y derrotada cuando hablé:
— Tiene razón. — Suspiré y añadí: — Lo entiendo perfectamente, Ben. Y estas en lo correcto.
— Pero de cualquier manera haré lo que me estás pidiendo, aunque se ensucie mi hoja de servicio... si tú crees que existe alguna posibilidad, por menor que sea, de que eso sirva de algo. Porque creo en ti. No voy a decir que es imposible que estés siendo engañado por un monstruoso embuste, determinado por alguna razón fantástica. Pero por lo menos tengo la certeza de que alguna cosa está sucediendo ahí y debe ser verificada. Y si crees que debo...
— No, Ben — declaré, con voz ahora firme y decidida. — Olvídalo. Habría comprendido todo desde el principio, si hubiera pensado un poco más. Tienes absoluta razón. Sería inútil. No hay razón para que manches tu hoja de servicio, si eso no va a adelantar cosa alguna.
Conversamos más un poco, y Ben intentó pensar en algo útil. Sugirió que yo entrara en contacto con los periódicos. Comente que los periódicos tratarían el asunto como una historia más de Ovnis, los objetos voladores no identificados, con ironía y descrédito. Él sugirió enseguida al FBI. Respondí que pensaría en esa posibilidad, prometí estar en contacto con él y todo lo demás, después nos despedimos y colgamos. Jack bajo por la escalera un momento después.
— Y entonces? — dije él.
Me limité a encogerme de hombros. No había más que decir. Tras un momento, Jack pregunto:
— Quiere intentar con el FBI?
A mi ya no me importaba y sacudí la cabeza hacia el teléfono.
— Allá está el teléfono. Puede intentar, si quiere.
Jack cogió el directorio de San Francisco. Momentos después, marco el número: 552-2155. Se puso de lado el teléfono en el oído, a fin de que yo pudiera escuchar también. La campana comenzó a tocar y fue inmediatamente interrumpida por una voz de hombre, que dije:
— Alo.
Y en ese instante el teléfono quedó en silencio. Volvió a sonar el ruido en la línea. Jack marco de nuevo, cuidadosamente. Antes que la campana comenzara a tocar, la telefonista entró en la línea:
— Cual el número que marco, por favor? — Jack le dijo y ella añadió: — Un momento, por favor.
La campana comenzó a tocar, una vez, dos, tres, hasta una docena. La telefonista volvió a entrar en la línea, con la habitual voz mecánica:
— Nadie atiende.
Jack alejo el teléfono de su boca, lo miro por un momento, antes de aproximarlo nuevamente a la boca y decir, suavemente:
— Está bien. No tiene importancia. — Tras colgar, él me miró y dijo, con voz anormalmente tranquila: — No van a dejarnos llamar fuera de la ciudad, Miles. Había alguien en el teléfono, oímos cuando atendió. Pero ellos no nos permitieron conectar de nuevo. Miles, ya ocuparon la estación telefónica y sólo Dios sabe que más.
— Es lo que parece — hablé, asintiendo. Y el pánico nos invadió, implacablemente.
CAPITULO 11
Pensábamos que estábamos tranquilos, pero en verdad comenzamos a actuar obedeciendo a impulsos desvariados e irracionales. Tratamos de despertar a las mujeres, que parpadearon con sus ojos deslumbrados por la luz encendida de repente, aturdidas, interrogándonos. Pero cuando vieron las expresiones en nuestros rostros, y al no responderles, ellas también quedaron dominadas por el pánico, como si fuera algo contagioso. Después, todos nos pusimos a correr por la casa, cogiendo ropas. Jack se guardo un cuchillo de cocina en el cinturón, mientras yo recogía todo el dinero que tenía en casa. Encontramos a Theodora en la cocina, sólo medio vestida, acomodando alimentos enlatados en una caja de papeles. No tengo la más pequeña idea de lo que ella pensaba que estaba haciendo.
Chocábamos unos con otros en los pasillos, en la escalera, al salir de los cuartos. Debía estar pareciendo una de aquellas comedias antiguas del tiempo del cine mudo. Sólo que, en nuestro caso, no habían risas. Queríamos huir... de la casa, de la ciudad, lo más deprisa que fuera posible. Estábamos profundamente sacudidos, sin saber que más hacer, sin tener la más pequeña idea de cómo reaccionar. O contra que. Algo imposiblemente terrible, pero también extremadamente real, nos estaba amenazando de una manera muy por encima de nuestra comprensión, de nuestra capacidad de raciocinio. Y por eso teníamos que huir.
Theodora aún calzaba pantuflas cuando entramos en el coche de Jack, en la calle oscura y silenciosa, un poco más allá del círculo de luz del alumbrado. Arrojamos las ropas, recogidas sin el más pequeño criterio, en el sillón trasero. Jack giró la llave, el motor encendió y arrancó del borde de la acera con los neumáticos chillando. No estábamos pensando en absolutamente nada, solo queríamos escapar, correr lo más deprisa posible, hasta alcanzar la carretera federal U.S. 101, dejando Mill Valley, a 18 kilómetros atrás.
Mas tarde, mientras avanzábamos por la carretera casi desierta, comencé a sentir el regreso de alguna especie de pensamiento ordenado o por lo menos de la ilusión de eso. Una fuga rápida y bien realizada y el aumento de la distancia que nos separa del peligro se hacen por sí mismos factores calmantes, antídoto para el miedo. Me volví hacia Becky, sentada en el sillón trasero a mi lado, sonriendo, abriendo la boca para hablar. Fue sólo entonces que me di cuenta que ella estaba durmiendo, su rostro pálido y tenso iluminado momentáneamente por los faros de un coche que pasaba en sentido contrario. Y el pavor volvió a invadirme, peor que antes, irrumpiendo en mi cerebro en una explosión silenciosa de puro pánico.
Me puse a sacudir el hombro de Jack, gritándole que parara. En el instante siguiente, dejamos la carretera oscura y avanzamos a gran velocidad por el acotamiento estrecho, de tierra y cascajo. Jack pisó con fuerza el freno, hasta detenerse. Inclinándose al frente de Theodora, él golpeo con el puño cerrado en el botón de la guantera. El compartimiento se abrió bruscamente y él tanteo allá dentro. Después, salio del coche, con una expresión angustiada e inquisitiva. Me estaba inclinando delante de él, arrancando las llaves del encendido. Después, corrimos para la parte trasera del coche. Pero Jack continuó corriendo delante de mí, por el estrecho acotamiento de tierra. Abrí la boca para gritarle cuando se agacho, apoyándose en una rodilla. Sólo entonces comprendí lo que Jack estaba haciendo.
En cierta ocasión, a Jack le habían golpeado la parte de atrás de su coche, dejándola totalmente abollada, cuando estaba cambiando un neumático. Ahora, se había vuelto una segunda naturaleza en él encender señales luminosas al parar al borde de una carretera. Uno de los bastones se encendió en su mano en aquel momento, una llama entre roja y rosada, expeliendo humo.
Mientras Jack lo levantaba, para clavar la punta en la tierra, metí una llave en la cerradura de la maleta del coche, girándola frenéticamente.
Jack volvió y cogió las llaves, arrancando la que yo introducía en la cerradura. Encontró la llave correcta, la insertó, giró y después levantó la tapa del maletero. Y allá estaban, iluminadas por las ondas que avanzaban y reculaban de la claridad rojiza de la llama: dos enormes vainas rotas en uno o dos lugares. Las levante inmediatamente y las tire en la tierra. No tenían peso, como globos de niño, el contacto áspero y seco en mis palmas y dedos. Perdí enteramente el control al sentir aquel contacto en la piel. Comencé a pisotearlas frenéticamente, pateándolas, sin tener la más pequeña idea de que estaba soltando un grito ronco e ininteligible, de pavor y repulsa animal. El viento distorsionaba la llama para todos lados, hasta casi apagarla. A mi lado, en la cuesta que se erguía inmediatamente tras el acotamiento, aviste una sombra gigantesca. Era la mía, contorsionándose locamente, toda la escena de pesadilla iluminada por la luz rojiza que brotaba de los bastones. Tuve la impresión de que estuve muy cerca de perder el juicio para siempre.
Jack me estaba jalando por el brazo con toda su fuerza, intentando arrancarme de encima de las vainas. Volvimos a la cajuela del coche. Él saco la lata de gasolina de reserva que siempre llevaba. La abrió y, al borde de la carretera, bajo la claridad rojiza y humosa del fuego de aviso, derramó gasolina sobre las dos masas inmensas y sin peso, que se disolvieron en una pulpa informe. Arranqué uno de los bastones de señalización de la tierra y volví corriendo, arrojándolo sobre la masa encharcada de gasolina.
Nos alejamos rápidamente, nos subimos al coche y abandonamos el acotamiento de la carretera, miré hacia atrás y vislumbre las llamas que se elevaban bruscamente por dos o tres metros. Eran llamas anaranjadas, con tonos rosados, el humo denso y espeso, se retorcía y se revolvía en las ondas de calor. Siempre mirando para atrás, mientras Jack ponía la segunda y después la tercera velocidad, acelerando el coche, vi las llamas disminuir rápidamente y desvanecerse en una veintena de lenguas de fuego de dos o tres dedos de altura, entre rojas y azuladas, el humo nuevamente rojo como espuma de sangre. Y, abruptamente, todo se borró. El fuego quedó oculto de mis ojos por alguna pequeña elevación en la carretera.
No intenté hablar o pensar. Ninguno de nosotros lo hizo. Estábamos agotados de cualquier pensamiento o emoción. Quedé sentado en silencio, cogiendo la mano de Becky, guiando el coche con los ojos, en cada curva, subiendo y descendiendo las elevaciones, aumentando la distancia. Becky estaba callada y recostada a mi lado.
Cerca de media hora después, un cartel de néon verdoso de Tiene Vacantes, pareciendo frío e inamistoso, nos detuvo en un motel, llamado Rancho Cualquier-Cosa. Jack salio. Cuando abrí la puerta, Becky se inclinó hacia mí y susurro:
— No me dejes en un cuarto sola, Miles. Estoy despavorida además no podría pasar el resto de la noche sola.
Dije que sí con la cabeza y también salí del coche. Despertamos a la dueña del motel, una mujer de mediana edad, eternamente cansada e irritada, vestía pantuflas y ropas muy flojas, que ciertamente hacia mucho tiempo había dejado de intentar entender a las personas que la despertaban a cualquier hora de la noche. Sin tener necesidad de usar más que media docena de palabras, alquilamos dos cuartos con dos camas, recibimos las llaves y firmamos los registros. Sin pensar conscientemente al respecto, firmé con un nombre falso. Sólo después me di cuenta que Jack había hecho la misma cosa y comprendí por que. Era una idiotez, es claro, pero parecía terriblemente importante en aquel momento en volvernos anónimos, meternos en un agujero, sin que nadie en el mundo supiera donde estábamos.
Jack halló un pijama en la pila amontonada de ropas en el asiento trasero, pero yo no encontré ninguno y cogí prestado uno de él. Las dos mujeres tomaron jerséys. Abrí la puerta de nuestro cuarto, dejé a Becky que entrara primero y fui detrás. Yo había pedido camas separadas, pero en el cuarto había sólo una cama matrimonial. Dejé escapar una exclamación contrariada y me volví para la puerta. Pero Becky me detuvo, poniendo la mano en mi brazo.
— Déjalo como está, Miles, por favor. Estoy muy atemorizada. Creo que nunca sentí tanto miedo desde que era pequeña. Oh, Miles, no me dejes sola, por favor!
Caímos en el sueño en menos de cinco minutos. Yo estaba acostado sin tocar a Becky, excepto por mi brazo en torno a su cintura. Ella puso las manos sobre la mía, apretándola con fuerza, como un niño. Y dormimos, simplemente dormimos, por el resto de la noche. Estábamos exhaustos y yo no dormía desde las tres de la madrugada anterior. Hay un tiempo y un lugar para todo. Aquel podía ser el lugar, pero de momento no era el apropiado. Y por eso dormimos.
Si soñé, no me restó ningún vestigio en la mente. Simplemente dejé el mundo y la vida en el olvido del sueño, lo que fue la mejor cosa que podría haberme sucedido. Creo que habría dormido hasta el mediodía, pero, alrededor de las ocho y media o quince para las nueve, me volví en la cama y choque con alguien, oyendo un suspiro. Abrí los ojos rápidamente, en el momento en que Becky, aún adormecida, también se volteaba, para acomodarse mejor junto a mi cuerpo.
Sintiendo un calor maravilloso, despejado por el sueño, con el soplo suave de la respiración de ella acariciándome el rostro, nada podría impedirme en aquel momento de tomarla en mis brazos y después dejar de respirar. Durante un largo periodo, fue agradable sentir el calor del cuerpo de Becky contra el mío. Y después no pude más. Lo que sucedió a continuación fue la mejor cosa que me había ocurrido en mucho tiempo.
Tomé un baño en la regadera y me vestí. Me estaba sintiendo maravillosamente bien y no dejaba de sonreír a Becky. Salí del cuarto y fui a buscar a Jack en el aparcamiento, donde lo encontré caminando de un lado para el otro. Conversamos un poco, contemplamos la mañana. Y después, cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse, pregunte:
— Y entonces, que vamos a hacer ahora? Para donde vamos?
Jack me miro a los ojos, tenia el rostro cansado y tenso. Después, se alzo de hombros y murmuró:
— Regresamos a casa.
Quedé aturdido y él añadió, con voz irritada:
— Es nuestra casa aun, vamos a volver allá. A que otro lugar estaba pensando que podríamos ir?
Yo estaba con el rostro fruncido, súbitamente furioso, abriendo la boca para discutir. Pero no llegué a hacerlo. Tras un momento, cerré la boca. Jack asintió, sonriendo ligeramente, como si yo hubiera dicho alguna cosa concordando con su opinión.
— Es nuestra aun. Pero usted sabe tan bien como yo que no hay opción, Miles. Pensaba que podría cambiar de nombre, dejarse crecer la barba y huir para algún lugar a fin de comenzar una vida nueva?
También sonreí. Ahora que Jack hablaba así, cualquier otra cosa que no fuera Mill Valley parecía irreal, careciendo de fuerza o convicción. Ahora era de mañana, el sol iluminaba fuerte el paisaje. había pasado la mitad de la noche durmiendo y el horror nuevamente se había desvanecido de mi cerebro. El miedo aún persistía, concreto y activo, pero por lo menos era ahora capaz de pensar sin pánico. habíamos conseguido escapar de Mill Valley y eso nos había hecho muy bien. O por lo menos a mí. Pero pertenecíamos a aquella ciudad y no a otro lugar vago, desconocido, mítico. Y ahora había llegado la hora de volver al lugar a que pertenecíamos, luchar contra lo que estaba sucediendo, de la mejor forma que pudiéramos y mientras pudiéramos. Jack sabía eso, y ahora yo también lo sabía.
Un momento después, Theodora salió del cuarto y camino al lugar en que estábamos. Al llegar cerca, con los ojos fijos en Jack, ella comenzó a fruncir el rostro. Después, parándose delante de él, se limitó a mirarlo en silencio. Jack meneo la cabeza, nerviosamente.
— Mi amor, Miles y yo estamos hablando... — Él dejo de hablar, mientras Theodora sacudió la cabeza lentamente, murmurando, con voz cansada:
— No tiene importancia. Si ustedes van a volver, entonces van a volver, no importa por que. Y donde tú vayas, Jack, yo voy también. — Se alzo de hombros y se volvió hacia mí, consiguiendo exhibir una débil sonrisa. — buenos días, Miles.
Cuando Becky salió del cuarto, con mi pijama y el jersey de ella enrollados bajo el brazo, tenía una expresión ansiosa y concentrada, pensando en lo que tenía que decir.
— Miles... — Se detuvo delante de nosotros. — Tengo que volver. Es real, está sucediendo aún. Y mi padre... — Se interrumpió, mientras yo asentía. — Vamos todos a volver, Becky. — La cogí por el cuello y comencé a llevarla para el coche, con Jack y Theodora siguiéndonos. — Sólo que antes, por el amor de Dios, vamos a comer cualquier cosa.
Dos minutos después de las 11 horas de aquella mañana, Jack puso segunda y comenzó a acelerar, saliendo de la carretera federal y entrando en la carretera para Mill Valley, a solo algunos kilómetros de distancia. Estábamos ahora dominados por una terrible sensación de urgencia en llegar allá, actuar, hacer alguna cosa. Pero la carretera, ya llevaba algún tiempo sin reparaciones, estaba cada vez peor, llena de pequeños agujeros, con algunos mayores aquí y allí. Si corríamos demasiado, había el riesgo de quebrar un eje. Mill Valley es una ciudad aislada, con pocos accesos. Aquello sucedía con todas las carreteras, que se deterioran rápidamente, si no hay mantenimiento. Maldecimos al consejo municipal, el condado, a todo el mundo que juzgábamos tenía alguna responsabilidad.
CAPITULO 12
No sé cuántas personas, hoy día, aún viven en la ciudad en que nacieron. Pero yo vivía ahí y era profundamente triste ver mi ciudad morir. Tal vez sea hasta peor que la muerte de un amigo, pues, en este caso, siempre nos podemos volver hacia otros amigos. Muchas cosas sucedieron y muchas cosas pasaron en la hora y 55 minutos que continuaron. Cada minuto, mi sensación de pérdida se profundizó, el shock fue aumentando, por todo lo que veíamos. Sabía que algo que me era muy querido estaba perdido. Avanzando por una calle a la entrada de la ciudad, tuve mi primera impresión concreta del terrible cambio que había ocurrido en Mill Valley. Me acordaba de algo que un tío en alguna ocasión me había contado, acerca de la guerra, de la lucha en Italia. A veces, los soldados llegaban a una pequeña ciudad supuestamente sin alemanes, con una población supuestamente amistosa. Pero aún así entraban en la ciudad con los rifles en posición de disparar, mirando a su alrededor, a lo alto, hacia abajo, extremadamente cautelosos a cada paso. Mi tío me contó que los soldados veían en cada ventana, en cada puerta, en cada hueco, en cada rostro, algo para temer. Ahora, de vuelta a la ciudad en que había nacido, en la misma calle en que había entregado muchos periódicos cuando era chico, podía comprender como mi tío se había sentido al entrar en aquellas pequeñas ciudades italianas. Tenía miedo de lo que podía ver y encontrar allí.
— Nos gustaría ir hasta nuestra casa por algunos minutos, Miles — dije Jack. — Teddy y yo necesitamos coger algunas ropas.
Yo no quería acompañarlos. Estaba angustiado por mis pensamientos y sentimientos que me dominaban, sabía que tenía que recorrer la ciudad, examinarla de cerca, con la esperanza de poder decir a mí mismo que continuaba como siempre fuera. Como era sábado, no tenía que preocuparme con consultas y había otro médico de planta en aquel fin de semana. — En este caso, Jack, puede dejarnos aquí. Continuaremos a pie. Estoy queriendo caminar un poco, si a Becky no le importa. Volveremos a encontrarnos en mi casa.
Jack nos dejó en la Avenida Sycamore, a cerca de 10 minutos a pie de mi casa. La Sycamore es tranquila, residencial, como la mayoría de las otras calles de Mill Valley. Mientras el ruido del motor del coche de Jack se iba desvaneciendo, Becky y yo comenzamos a caminar en dirección de la Throckmorton. No había una sola persona a la vista y prácticamente no se oía ningún sonido además de nuestros pasos en la calzada. Yo había recorrido aquellas mismas calles hacia menos de una semana. Y todo lo que estaba viendo ahora ya lo había visto antes, sólo que... No se puede realmente ver lo familiar hasta que nos sea frotado en la cara, no se perciben las cosas a que estamos acostumbrados hasta que haya un motivo para eso. Pero ahora había un motivo y por eso miré a mí alrededor, viendo realmente la calle y las casas, buscando absorber todas las impresiones que me podían transmitir.
No puedo probablemente describir de alguna manera específica en que la calle parecía diferente. Pero, se mostraba de hecho diferente, de una forma que no se puede explicar con palabras. Pero si fuera un pintor, retratando la manera como veía la Sycamore en aquel momento, recorriéndola al lado de Becky, creo que distorsionaría las ventanas de las casas por las qué pasábamos. Y las mostraría con las persianas medio bajadas, con las extremidades curvándose hacia abajo. De esa forma, las ventanas parecerían ojos vigilantes, semicerrados, observándonos atentamente mientras pasábamos por la calle terriblemente silenciosa. Mostraría las rejas de las barandas y de las escaleras externas abrazando aquellas casas antiguas como brazos protectores, defendiéndolas sotorrunamente de nuestra curiosidad. Pintaría las propias casas como encogidas y retraídas, extrañas, resentidas, maléficas, impregnadas por un odio implacable contra los dos bultos que caminaban entre ellas. Y buscaría la forma de mostrar los propios árboles, los jardines, la calle, el cielo por encima de nosotros, en tonos oscuros, aunque fuera un día claro y soleado. Y haría que todo el cuadro transmitiera una impresión de silencio, miedo, amenaza. Haría también que cada color pareciera un poco deslucido.
No sé si todo eso transmitiría exactamente lo que sentía en aquel momento, pero... alguna cosa estaba mal y no podía haber la más pequeña duda. Y no tardó mucho para que percibiera que Becky estaba sintiendo la misma cosa.
— Miles — dije ella, en voz baja y cautelosa — estoy imaginando cosas o la calle parece... muerta?
— No, no lo estás imaginando. — Sacudí la cabeza. — En siete calles, no pasamos por una sola casa en que estuvieran retocando la pintura, reparando un tejado, baranda, o cambiando un vidrio quebrado. No se está plantando un solo árbol, un solo arbusto, una sola planta. Ni siquiera se está cortando el pasto. Nada está sucediendo, Becky, nadie está haciendo cosa alguna. Hace días que no lo hacen, tal vez semanas.
Era verdad. Recorrimos tres calles más, hasta la Blithedale, entrando enseguida en la Throckmorton. No se veía un solo indicio de cambio. Era cómo si estuviéramos en un escenario listo, concluido hasta el último detalle, hasta la última pincelada. Sólo que no se puede recorrer varias calles de una ciudad común, habitada por seres humanos sin reparar con señales de un garaje en construcción, el pavimento de la calzada siendo reparado, un jardín en reforma, cosas así. Siempre se encuentran por lo menos algunos indicios del impulso incesante e interminable de cambiar y mejorar que caracteriza la raza humana.
Entramos en la Throckmorton. Allí, había personas en las calzadas y coches estacionados al lado de los parquímetros. A pesar de eso, la calle parecía de cierta forma sorprendentemente vacía e inactiva. Excepto por el cierre ocasional de una puerta de coche o el sonido de una voz, la calle estaba casi totalmente silenciosa, a veces durante el tiempo que nos llevo recorrer media calle. Era como si la calle pareciera a la noche, cuando la ciudad se adormece.
Mucho de lo que veíamos en aquel momento ya lo había observado antes, al pasar por la Throckmorton para atender llamados domiciliares. Pero no lo había realmente notado, jamás había observado de verdad aquella calle que había conocido por toda mi vida. Pero ahora notaba todo y de repente me acorde de la tienda vacía que había cerca de mi consultorio. Y ahora, por primera vez, nuestros pasos resonaron en la calzada, pasamos por otras tres tiendas vacías. Las vitrinas se hallaban inmundas y, a través de ellas, apenas se podía ver los interiores, sucios y llenos de basura. Daban la impresión de que ya se encontraban vacías hacia bastante tiempo. Pasamos bajo la placa de la Mill Town Tavern y note que las dos últimas letras faltaban. Las vitrinas estaban sucias de moscas, los carteles de papel de marcas de bebidas estaban descoloridos por el sol. Las puertas se hallaban abiertas y dimos una mirada al pasar. Había un solo cliente allá dentro, sentado en la barra, inmóvil. La taberna estaba sumergida en el silencio.
El Dave’s Lunch se hallaba cerrado... aparentemente para siempre, porque los bancos junto a la barra habían sido desatornillados y estaban tirados a un lado en el suelo. Una zapatería aún tenía un cartel del Cuatro de Julio en la vitrina, se veían algunos zapatos de niño por detrás del vidrio, con una capa de polvo por encima del cuero. El cine Sequoia, por el cual pasamos inmediatamente después, exhibía un cartel en la fachada en que se leía Abierto Solamente en las Noches de Sábado y Domingo.
Noté nuevamente, mientras Becky y yo avanzábamos por la calle, cuantos desperdicios y papeles había por todas partes. Las cestas de basura rebosaban, fragmentos de periódicos y montículos de polvo se acumulaban en las entradas de las tiendas, en las bases de las lámparas y de los buzones postales. En la pequeña plaza municipal, el pasto estaba crecido, y hacia muchos días que nadie cuidaba del jardín. Becky murmuro:
— El carrito de palomitas desapareció...
Sólo entonces lo percibí. Por muchos años, un carrito de palomitas de ruedas rojas, doradas y encristalada, había estado detenido durante el día al lado de la parada del autobús. Y ahora, el carrito y Eddie, el palomero de mediana edad, habían desaparecido.
El restaurante de Dave quedaba inmediatamente adelante. La última vez en que había comido allí, había pensado vagamente que había muy pocos clientes. Y ahora quedé asombrado, al detenernos por un instante y mirar a través de la vitrina, pues sólo dos personas estaban almorzando, en un momento en que el restaurante debería estar apiñado. Pegado en la ventana, como siempre, se veía el menú del día. Di una mirada. Había una oferta de sólo tres entradas, cuando durante años fueron seis u ocho.
— Miles, cuando fue que todo esto sucedió? — Becky señalo la calle semidesierta, en las dos direcciones.
— Poco a poco — respondí, encogiéndome de hombros. — Pero sólo ahora estamos notándolo. La ciudad está muriendo.
Nos apartamos de la vitrina del restaurante. El camión de Ed Burley pasó por la calle en ese momento. Él nos saludo y nosotros le respondimos. Después, en el extraño silencio que envolvía la calle, pudimos escuchar nuevamente el sonido de nuestros pasos en la calzada.
En la esquina, delante de la Farmacia Lovelock, Becky dijo, buscando parecer tranquila:
— Vamos a tomar una Coca-cola, un café o cualquier otra cosa.
Asentí y entramos en la farmacia, que era más una drug store. Sabía que Becky no estaba realmente queriendo tomar una Coca ni un café, sino simplemente salir de aquella calle por un momento. Y era lo que yo también deseaba.
Había un hombre sentado a la barra, lo que me sorprendió. Después, quedé sorprendido. Pero es que, tras nuestra caminada por la Throckmorton, casi esperaba que en cualquier lugar en que entráramos tuviera que estar vacío. El hombre se volvió para mirarnos, y lo reconocí. Era un vendedor de una firma mayorista de San Francisco. Ya lo había tratado una vez, de un tobillo torcido. Nos sentamos cerca de él, y pregunté:
— Como van los negocios?
El viejo Sr. Lovelock me miro inquisitivamente detrás de la barra. Levanté dos dedos y dije:
— Dos Cocas.
El hombre en la barra respondió a mi pregunta:
— No podían estar peores. — Aún tenía en su rostro el vestigio de una sonrisa por nuestro saludo, pero luego tuve la impresión de que había también una insinuación de hostilidad. Y añadió: — Por lo menos en Mill Valley.
Me quedó mirando por un largo momento, como si debatiese consigo mismo, si debería o no prolongar el comentario. Más adelante en la barra, el grifo hacía algún ruido, mientras nuestros vasos eran llenados. El hombre a mi lado se inclinó y, bajando la voz, dijo:
— Que diablos está sucediendo por aquí?
El Sr. Lovelock traje nuestras Cocas y colocó los vasos lenta y cuidadosamente en la barra. Esperé que se alejara, regresando al fondo de la tienda, antes de responder:
— Por que lo dice? — Busqué hablar con la mayor naturalidad y tomé un trago de Coca. Estaba horrible, caliente además y no había sido agitado. Miré alrededor y no mire una sola cuchara o pajilla. Deje el vaso encima de la barra.
— No se consigue hacer ninguna venta. — El vendedor se encogió de hombros. — O por lo menos alguna que valga el esfuerzo. Quieren sólo los productos de consumo general, los esenciales, despreciando enteramente los extras. — Se acordó de que no se debe criticar una ciudad a un habitante y sonrió jovialmente. — Ustedes están haciendo una huelga de compras o algo parecido? — Desistió del esfuerzo, dejo de sonreír y termino, sombríamente: — Las personas de esta ciudad simplemente no están comprando nada.
— La situación anda medio apretada en la ciudad en este momento — comenté. — Es sólo eso.
— Tal vez. — El hombre cogió su taza y agito el café en el fondo, mirándome con una expresión taciturna. — Todo lo que sé, es que últimamente casi no vale la pena venir a esta ciudad. Por otro lado, ahora es un lugar difícil de alcanzar. Se tarda mucho tiempo sólo para entrar y salir de Mill Valley. Y para todos los negocios que hago por aquí, bien que podría anotar los pedidos por teléfono. — Hizo una pausa, antes de añadir, defensivamente: — Y no está sucediendo sólo conmigo. Todos los demás vendedores están diciendo la misma cosa. La mayoría ya dejó de venir a Mill Valley. No se consigue vender ni aún para sacar el dinero de la gasolina en esta ciudad. Se hace difícil hasta comprar una Coca en la mayoría de los lugares. O aún tomar un café. Por dos veces, recientemente, este negocio se quedo completamente sin café, sin que hubiera ningún motivo aparente. Y cuando hay café, no podría ser peor. Está horrible.
El hombre terminó de tomar el café de un trago, contrayendo el rostro en una mueca. Al descender del banco junto a la barra, la hostilidad en su rostro era patente. Ni se dio el trabajo de sonreír, diciendo, en tono furioso:
— Cuál es el problema finalmente? Esta ciudad por casualidad está muriendo de podrida? — saco una moneda del bolsillo, se inclinó para dejarla encima de la barra y murmuró en mi oído, con una amargura contenida: — Todos se están comportando cómo si no quisieran más vendedores por aquí. — Por un instante, me quedó mirando así, con la mayor rabia, para después sonreír profesionalmente. — Hasta la próxima.
El hombre saludo con la cabeza hacia Becky, después se volvió y se encaminó para la puerta.
— Miles... — murmuró Becky, con la voz muy baja, pero tensa. — Crees que es posible que una ciudad pueda aislarse completamente del resto del mundo? Gradualmente desmotivar a las personas para visitarla, hasta comenzar a pasar desapercibida? Ser prácticamente olvidada?
Pensé un poco al respeto y después menee la cabeza.
— No.
— Pero las carreteras, Miles! Se están haciendo casi intransitables! Eso no tiene el más pequeño sentido! Y también lo que dice el vendedor y la manera como la ciudad parece...
— Es imposible, Becky. Sería necesario la ciudad entera para hacer eso, todos sus habitantes. Tendría que ser una decisión y su acción correspondiente absolutamente unánimes. Y eso redundaría en incluirnos.
— Pero ellos intentaron incluirnos, Miles.
Continué mirándola en silencio por un momento. Becky estaba en lo cierto. Dejé medio dólar encima de la barra y me levanté.
— Vamonos ahora. Salgamos de aquí. Ya vimos lo que queríamos.
En la esquina siguiente, pasamos por el edificio en que quedaba mi consultorio. Miré mi nombre en letras doradas en la ventana del segundo piso. Parecía que había pasado mucho tiempo desde la última vez en que había estado ahí. Continuamos caminando, dejando el área comercial. Becky comentó:
— Tengo que pasar a casa para ver a mi padre. Es algo que detesto, Miles, pero necesito verlo, a pesar de sentirme profundamente angustiada por la manera como él está ahora.
No había nada que pudiera decir y por eso me limité a asentir. La biblioteca pública quedaba cerca, a una calle de distancia en nuestra dirección y entonces dije a Becky:
— Vamos a parar por un instante en la biblioteca.
La Srta. Weygand se hallaba sentada atrás de la mesa cuando entramos. Le sonreí con verdadero placer, como siempre hacía. Era bibliotecaria desde los tiempos en que estaba en la escuela primaria y venia hasta allí para leer las aventuras de Tom Swift y los libros de Zane Grey. Era el opuesto de la noción convencional de lo que una bibliotecaria generalmente es. Era una mujer vigorosa, de cabellos grises y ojos inteligentes. Se podía hablar en la sala de lectura principal de su biblioteca, siempre que no fuera demasiado alto. Había sillas acolchonadas muy confortables al lado de mesas bajas llenas de revistas. Era un buen lugar para pasarse una hora agradable o una tarde entera, un lugar para encontrarse con amigos y conversar tranquilamente. Ella era maravillosa con los niños, poseía una enorme paciencia, natural e interesada. Cuando chico, algo que jamás olvidaré, era que siempre me había sentido bienvenido allí y no un intruso.
La Srta. Weygand era una de las personas de Mill Valley que mas me agradaba. Nos detuvimos delante de su mesa y la saludamos. Ella sonrió, una sonrisa jovial de satisfacción, que hacía a cualquiera estar contento por estar allí.
— Hola, Miles. Es un placer descubrir que estás leyendo nuevamente. — No pude dejar de sonreír, y ella añadió: — Es un placer verte también, Becky. Presenta mis saludos a tu padre.
Tras las amenidades de costumbre, pregunte:
— Podemos dar una mirada en la colección del Mill Valley Record, Srta. Weygand? Del verano pasado, la primera quincena de julio.
— Claro que pueden. — Cuando me ofrecí para descender y tomar personalmente la colección, ella dijo: — No. Quédense sentados aquí y relájense. Vuelvo en un instante.
Nos sentamos en dos sillas en la mesita con las revistas. Becky cogió una y se puso a leerla, yo di una mirada a mí alrededor. Sólo había una persona presente, un hombre anciano, sentado en otra mesa. Lo que era una situación insólita.
La Srta. Weygand tardó algún tiempo para subir de la sala del archivo. Ya era pasado el mediodía cuando apareció, sonriente, con la colección encuadernada en la que se podía leer Mill Valley Record, Julio, Agosto y Septiembre de 1976. La dejó encima de la mesa, entre Becky y yo. Agradecí el gesto. La fecha en el recorte de Jack era del 9 de julio. Abrí el inmenso libro y encontré el ejemplar del Record del día anterior.
Ambos examinamos cuidadosamente la primera página, verificando cada noticia. No había nada acerca de vainas gigantescas o del Profesor L. Bernard Budlong. Voltee la página. En la orilla superior izquierda de la tercera página había un agujero rectangular, de dos columnas de anchura y de 12 a 15 centímetros de altura. Una noticia había sido recortada de allí, cuidadosamente, con una navaja. Becky y yo nos miramos. Examinamos el resto de aquella página y también la segunda página. No descubrimos lo que buscábamos, que tampoco estaba en las otras tres páginas del Record del 8 de julio.
Pasamos al ejemplar del día 7 de julio y comenzamos por la primera página. No había ninguna noticia en el periódico acerca de Budlong o de las vainas. En la mitad inferior de la primera página del Record del 6 de julio había otro agujero, de cerca de 20 centímetros de altura, por tres columnas de anchura.
En la mitad inferior de la primera página de la edición del 5 de julio había un tercer agujero, también con unos 20 centímetros de altura y dos columnas de anchura. No era solo una mera palpitación, pero si una súbita punzada de conocimiento intuitivo, de certeza absoluta. Yo sabía, y punto final.
Me volví en la silla y miré a través de la sala a la Srta. Weygand. Se hallaba inmóvil atrás de su mesa, con los ojos fijos en nosotros. En el instante en que la mire, su rostro estaba impasible, desprovisto de cualquier expresión. Sus ojos eran brillantes, concentrados, tan inhumanamente fríos como los de un tiburón. El momento fue sólo una fracción de segundo, porque, en el instante siguiente, ella sonrió, jovial e inquisitivamente, sus cejas se alzaron en una indagación cortes.
— Puedo ayudar en alguna cosa? — Aquella ansiedad serena e interesada era típica de la Srta. Weygand que yo había conocido por tantos años.
— Puede, sí. Quiere hacer el favor de venir un momento, Srta. Weygand?
Sonriendo siempre, ella rodeo la mesa y atravesó la biblioteca en nuestra dirección. No había nadie más en la sala ahora. Pasaban 26 minutos del mediodía en el gran reloj en la pared por encima de la mesa de ella, y el otro visitante se había retirado pocos minutos antes.
La Srta. Weygand se detuvo a mi lado. La mire y ella no desvió los ojos, con la expresión jovialmente inquisitiva. Señale la cabeza hacia el agujero en la primera página del periódico al frente. Y hablé, tranquilamente:
— Antes de traernos la colección, cortó todas las referencias a las vainas encontradas en Mill Valley en el verano pasado, no es así?
Ella frunció el rostro, aturdida con la acusación. Se inclinó hacia el frente, mirando con una expresión de sorpresa el periódico mutilado sobre la mesa. Me levanté para hablar de nuevo, con el rostro muy cerca de la Srta. Weygand.
— No necesita darse al trabajo, Srta. Weygand o quienquiera que sea, de escenificar un acto para nosotros. — Me incliné más de cerca, mirándola a los ojos y bajando la voz: — La conozco. Sé exactamente lo que es.
Por un momento, ella se quedó inmóvil, mirando aturdida de mí hacia Becky, completamente desconcertada. Después, abruptamente, abandonó la representación. La Srta. Weygand de cabellos grises, que 20 años antes me había prestado el primer ejemplar de Huckleberry Finn que leí, me miro con una expresión impasible, diferente de todo lo que conocía, extremadamente fría e implacable. No había ahora cosa alguna en aquella mirada, nada en común conmigo. Un pez en el mar estaría más próximo a mí que aquella cosa que me miraba. Y después habló. Yo había dicho que la conocía y ella respondió, la voz infinitamente remota e indiferente:
— Me conoces aún? — Enseguida se volvió y se alejó.
Le hice un gesto a Becky y salimos apresuradamente de la biblioteca. Allá fuera, en la calzada, dimos media docena de pasos en silencio. Después, Becky sacudió la cabeza y murmuró:
— Incluso ella... incluso la Srita. Weygand... Oh, Miles...
Las lágrimas brillaban en sus ojos. Becky miró a su alrededor, primero por encima de un hombro, después por el otro, a las casas, los jardines apacibles, la calle. — Cuántos más, Miles?
Yo no conocía la respuesta y me limité a menear la cabeza, mientras seguíamos al frente, camino de la casa de Becky.
CAPITULO 13
Había un coche estacionado delante de su casa. Pudimos reconocerlo al aproximarnos: era un sedan Buick Century 1973, con la pintura azul decolorada por el sol.
— Wilma, tía Aleda y tío Ira — murmuró Becky, volteando hacia mí. — Miles... no puedo entrar en casa!
Estábamos casi delante de la residencia y Becky se detuvo en la calzada. Me detuve también junto a ella, pensando por un momento.
— Esta bien, Becky. No vamos a entrar, pero tenemos que buscar la manera de verlos. — Ella comenzó a sacudir la cabeza nerviosamente, y me apresuré en añadir:
— Tenemos que descubrir lo que está sucediendo, Becky! Tenemos que descubrirlo! O entonces de nada servirá que hayamos vuelto a la ciudad!
Cogí el brazo de ella y entramos en el camino de lajas que llevaba a la casa. Pero salí de él inmediatamente, jalando a Becky, y avanzando en silencio por el pasto.
— Donde deben estar ellos, Becky? — Como no respondiera, la sacudí una vez, casi bruscamente, sin soltarle el brazo. — Becky, donde deben estar ellos? En el salón?
Ella asintió, aturdida. Avanzamos por un costado de la casa, siempre en silencio, caminando junto a la baranda ancha y antigua que pasaba por las ventanas del salón. Las ventanas estaban abiertas y podíamos oír el murmullo de voces por detrás de las cortinas blancas. Me detuve, levanté un pie, me quité el zapato, después el otro. Miré a Becky y ella tragó en seco. Después, cogiendo mi brazo, también se quitó los zapatos. Un poco adelante de las ventanas del salón, casi en el fondo de la casa, subimos silenciosamente los escalones de la escalera. Nos sentamos en la baranda al lado de una ventana abierta, con todo cuidado, muy lentamente. Estábamos completamente ocultos. Quién pasara por la calle no nos podría ver, a causa de los árboles inmensos y antiguos y de los altos arbustos del jardín.
—... acepta más café? — oímos la voz, del padre de Becky, decir.
— No — respondió Wilma, y oímos el ruido de una taza y platos siendo colocados en una superficie de madera. — Tengo que estar de vuelta en la tienda en una hora. Pero pueden quedarse aquí, tía Aleda, junto con tío Ira.
— También nos vamos aunque… — dijo la tía de Wilma. — lamento no haber visto a Becky.
Levanté la cabeza lentamente, hasta que un ojo quedo por encima del pretil, a un lado de la ventana abierta. Allí estaban ellos, todos sentados: el padre de Becky, de cabellos grises, fumando un puro; Wilma, de rostro redondo y mejillas sonrosadas; el alto y anciano tío Ira; la mujer de rostro tierno que era la tía Aleda. Todos parecían los mismos, y hablaban exactamente como siempre hacían. Baje la cabeza y miré a Becky, imaginando si no habríamos cometido algún terrible error, si todas aquellas personas no eran justamente lo que parecían.
— También lo lamento — dije el padre de Becky. — Estaba convencido de que la encontraría en casa. Finalmente, Becky volvió a la ciudad, como ya deben saber. — Claro que lo sabemos — dije tío Ira. — Y Miles también está de vuelta.
No entendía como ellos podían haber sabido que estábamos de vuelta. O siquiera que habíamos partido. Y en el instante siguiente, inesperadamente, sucedió algo que me provocó un escalofrió, haciendo que los cabellos de la nuca se me erizasen.
Es algo muy difícil de explicar, pero voy a intentarlo. Cuando aún estaba en el colegio, había un negro de mediana edad que tenía una silla de limpiabotas delante de un hotel. Era uno de los personajes más conocidos de la ciudad. Todos lo apadrinaban, se llamaba Billy, porque él representaba la noción general de como debería ser un “personaje”. Billy tenía un título para cada uno de sus clientes habituales.
— Buen día, Profesor — decía él sobriamente al comerciante de lentes que se sentaba todos los días en su silla para engrasar sus zapatos. — Mis saludos, Capitán — decía a otro.
Y seguía por ahí:
— Como la ha pasado, Coronel? Buenas noches, Doctor. Es un placer volver a verlo, General.
La lisonja era obvia, y las personas siempre sonreían, para indicar que no estaban siendo engañadas. Lo que no les impedía, sin embargo, que les gustara.
Billy profesaba tener un amor genuino por los zapatos. Sacudía la cabeza con una expresión crítica de aprobación cuando un cliente aparecía con zapatos nuevos.
— Buen cuero — murmuraba él, con plena convicción. — Es un placer trabajar en zapatos así.
El cliente, inevitablemente, sentía una especie de orgullo tonto por la confirmación de su buen gusto. Si los zapatos eran viejos, Billy ponía la mano en concha por encima al terminar, volviéndola de un lado para otro a fin de orientar el reflejo de la luz. Y comentaba:
— No hay nada para coger un brillo tan bueno como el cuero viejo, Teniente. Si señor.
Y si el cliente aparecía con un par de zapatos ordinarios, el silencio de Billy era una confirmación de todos los elogios que él había hecho anteriormente. Con Billy, el limpiabotas, se tenía la sensación de estar en compañía de esa cosa extremadamente rara que es un hombre feliz. Obviamente, él sentía placer en ejercer una de las más humildes actividades del mundo. El dinero que ganaba parecía no tener ninguna importancia para Billy. Cuando se le pagaba, él ni siquiera miraba las monedas puestas en su mano. Las aceptaba distraídamente, toda su atención se concentraba en los zapatos. El cliente se iba con una sensación exultante, como si hubiera acabado de hacer una buena acción.
Cierta noche, me quedé despierto hasta el amanecer, en una aventura de estudiante que ya no tiene ninguna importancia ahora. Solo en mi viejo coche, me descubrí en el barrio más pobre de la ciudad, a tres o cuatro kilómetros de casa. Estaba sintiendo un sueño irresistible, muy cansado para conducir de vuelta. Detuve el coche junto al borde de la calle, y como el sol comenzando a aparecer por el horizonte, me enrolle en el sillón trasero, bajo la vieja manta que mantenía allí. Tal vez medio minuto después, cuando ya estaba casi durmiendo, fui bruscamente despertado por pasos en la calzada al lado del coche. Oí una voz de hombre decir:
— Buen día, Bill. Como tenia la cabeza abajo de la ventana del coche, no podía ver quién estaba hablando. Pero oí otra voz, cansada e irritada, responder:
— Hola, Charly. La segunda voz me era familiar, aunque no consiguiera situarla inmediatamente. En el siguiente instante, la misma voz volvió a hablar, en un tono súbitamente extraño y alterado:
— Buen día, Profesor. — Había una cordialidad distorsionada en la voz. — buen día. Pero mire, que zapatos! Esos zapatos ya tienen... déjeme ver... van a cumplir cincuenta y seis años el próximo martes y aún adoran recibir una buena limpieza! — La voz era de Billy, las palabras y el tono que toda la ciudad conocía con afecto. Sólo que, en aquel momento, todo no pasaba de una parodia grotesca.
— No pierdas el control, Bill — murmuró la primera voz, aprensiva.
Pero Billy ignoró el consejo. Y continuó hablando, en una imitación súbitamente rencorosa y de escarnio de la cantaleta tan familiar.
— Es todo lo que quiero en la vida, Coronel, poder cuidar de zapatos así. Déjeme besarlos! Por favor, déjeme besar sus pies!
La amargura acumulada de tantos años impregnaba cada palabra y sílaba que él profería. Tal vez por un minuto entero, parado en la calzada del barrio miserable en que vivía, Billy continuo en aquel arremedo casi histérico de sí mismo, con su amigo murmurando, ocasionalmente:
— Relájate, Bill. Vamos, para con eso. No necesitas hacer eso.
Pero Billy continuaba. Nunca antes, en toda mi vida, había oído tamaño desprecio en una voz, un desprecio amargo, horrible, rencoroso, desprecio por las personas engañadas por su exhibición diaria, pero desprecio mayor para si mismo, el hombre que suministraba el servilismo por el cual ellas pagaban.
Enseguida, de súbito, Billy dejo de hablar y bruscamente soltó una risotada.
— Hasta más tarde, Charly. Su amigo rió también, medio constreñido, y dijo:
— No dejes que ellos acaben contigo, Bill.
Y después los pasos volvieron a sonar, en direcciones opuestas.
Nunca más volví a limpiarme los zapatos en la silla de Billy. Y tomaba todo el cuidado en jamás pasar por ahí. Sólo una vez lo olvidé y, en esa ocasión, oí a Billy decir:
— Eso si que es un brillo, Comandante.
Miré al rostro de Billy, iluminado de placer por el zapato brillando al frente. Miré al hombre corpulento sentado en la silla, que sonreía condescendiente a la cabeza baja de Billy. Traté de alejarme y seguir adelante apresuradamente, avergonzado por todos nosotros.
— Becky volvió a la ciudad — había dicho el padre de ella.
— Y Miles también está de vuelta — dijo tío Ira, que añadió, un momento después: — Como van los negocios, Miles? Mató a muchos hoy?
Por primera vez, en años, oí en otra voz el mismo escarnio chocante que había oído en la voz de Billy. Por eso, los cabellos de mi nuca quedaron erizados.
— Dentro de los límites — continuó tío Ira, repitiendo la respuesta que yo le había dado una semana antes, siglos antes, en el jardín de su casa. La voz de él parodiaba la mía, con el sarcasmo cruel de un niño mofándose de otro.
— Oh, Miles... — dije Wilma en ese instante, con voz afectada, con un odio que me hizo estremecer. — Estaba pensando aun en ir hasta tu consultorio para hablar sobre... lo que sucedió.
Ella sonrió falsamente, en un horrible arremedo de timidez. La pequeña tía Aleda soltó una risita y prosiguió en la reconstrucción de la conversación de Wilma conmigo:
— Miles, estoy terriblemente apenada. No sé realmente lo que sucedió o como te puedo explicar, pero... recuperé el buen sentido. — El tono de voz con que hablaba era repulsivo. Después de una breve pausa, ella añadió, imitando mi voz con perfección: — No necesitas perder el tiempo en explicarme nada, Wilma. No quiero que te preocupes con eso ni te sientas apenada. Sólo olvida lo que sucedió.
Y todos rieron, los labios contrayéndose y dejando los dientes a la vista, los ojos divertidos, y extremadamente fríos. Sabía que aquellos no eran Wilma, tío Ira, Aleda y el padre de Becky; sabía que no eran ni siquiera seres humanos. Sentí un frío invadirme el cuerpo, hasta casi vomitar. Becky estaba sentada en el suelo de la baranda a mi lado, con la espalda apoyada en la pared de la casa, el rostro completamente drenado de cualquier sangre, con la boca entreabierta. Me di cuenta que ella estaba casi semiinconsciente.
Cogí un pedazo de piel en el antebrazo de ella, entre mi pulgar y el índice. Apreté con fuerza, al tiempo que ponía la otra mano sobre la boca de Becky, a fin de que ella no pudiera gritar por el súbito dolor. Observando el rostro de ella atentamente, percibí que un poco de cordura retornaba a su mente. Con los otros dedos, oprimí bruscamente, donde la piel es fina. El dolor fue tanto que un brillo de rabia surgió en los ojos de la chica. Después, puse un dedo sobre mis labios, pidiendo silencio, y la ayudé a levantarse. No hicimos ningún ruido al atravesar y descender la baranda, los pies sólo con medias, con los zapatos en las manos.
En la calzada, volvimos a ponernos los zapatos. No me di el trabajo de amarrar los cordones. Seguimos de frente, camino a mi casa, sólo dos calles adelante. Becky se limitó a murmurar:
— Oh, Miles... — Era más un gemido, angustiado y desesperado. Simplemente menee la cabeza y continuamos caminando, ahora mas aprisa, aumentando la distancia de aquella casa antigua en que ahora se había instalado todo aquel horror.
Ya estábamos subiendo los escalones, cuando note el bulto sentado en el balancín de la baranda. Fue su movimiento, cuando comenzó a levantarse, que me atrajo la atención y los botones de latón de la casaca del uniforme azul.
— Hola, Miles... Becky... — Era Nick Grivett, el jefe de policía de Mill Valley, sonriendo jovialmente.
— Hola, Nick — murmuré, buscando imprimir a la voz un tono despreocupado. — Algún problema?
— No. — Negó con la cabeza. — No pasa nada. — Quedó parado en la baranda, era un hombre de mediana edad, sonriendo afablemente. — Pero me gustaría que me acompañara hasta la comisaría, Miles... si no le importa.
— Claro, claro... Cuál es el problema, Nick?
— Nada de importancia — respondió el policía, encogiéndose de hombros. — Solo quiero hacerle algunas preguntas de rutina.
Pero yo no iba a satisfacerme con eso.
— Sobre que?
— Pues... — Nick Grivett volvió a encogerse de hombros. — Sobre el cuerpo que usted y Belicec dijeron haber encontrado... estoy simplemente queriendo esclarecer algunos detalles.
— Está bien. — Me volví hacia Becky, preguntando, como si eso no tuviera ninguna importancia: — Quieres ir también? No vamos a tardar mucho. No es así, Nick?
— Diez o quince minutos, a lo sumo — respondió él, también en tono despreocupado.
— Está bien. Vamos en mi coche?
— Prefiero ir en el mío, Miles, si no le incomoda. Yo lo traeré de vuelta cuando terminemos. — Hizo una seña con la cabeza en dirección del garaje. — Dejé mi coche en el garaje, al lado del suyo, Miles. Olvidó las puertas abiertas.
Asentí, como si eso fuera perfectamente natural, lo que no era el caso. El lugar más fácil y natural para el jefe de policía era estacionar su coche en la calle, delante de la casa, a menos que pensara que la estrella dorada pudiera ahuyentar a las personas por las cuales estaba esperando. Cortésmente, me hice para la reja de la baranda, haciendo un gesto para que Nick pasara por delante. Bostece ligeramente, como si estuviera cansado y desinteresado. Nick se encaminó a los escalones. Era un hombre relativamente bajo, regordete, su mandíbula no llegaba a alcanzar mi hombro. Un instante antes de que Nick quedara justo delante de mí, levante el puño con toda mi fuerza y lo golpee en la mandíbula con un golpe violento. Pero no es tan fácil derrumbar a un hombre con un golpe, como piensan algunas personas, a menos que se esté bien entrenado y se conozca el asunto. Lo que no sucedía conmigo.
Nick se tambaleo para un lado y cayó, quedando de rodillas en el suelo de la baranda. Pasé el brazo por su cuello, de pie a su espalda, estirándole hacia arriba, aferrado a su cuello. Nick fue poniéndose de pie, medio tambaleándose, a fin de aliviar la presión en su garganta. Podía verle el rostro, pues la cabeza de Nick estaba inclinada hacia atrás, mi cadera comprimía contra su espalda. En aquella situación, era de esperar que cualquier hombre estuviera furioso, pero los ojos de Nick estaban fríos, tan vacíos de cualquier emoción como los ojos de una barracuda. Le arranqué el arma del cinturón, apunte a su espalda y lo empuje. Nick sabía perfectamente que la usaría si fuera necesario, y por eso se quedó inmóvil. Sujete sus manos, con sus propias esposas, y lo llevé al interior de la casa.
— Miles, es demasiado para nosotros — dije Becky, tocando en mi brazo. — Ellos están atrás de nosotros. Todos ellos. Y van a atraparnos, Miles. Tenemos que irnos, escapar de Mill Valley.
La cogí por los brazos, un poco por encima de los codos, mirándola a los ojos. Y asentí.
— Tienes razón, Becky. Quiero que tú salgas de aquí. Tienes que dejar esta ciudad, huir a mil kilómetros de distancia de Mill Valley. Toma mi coche ahora mismo y trata de escapar. Voy a huir también. Sólo que huiré y lucharé a la vez... aquí mismo. No te preocupes por mí. No voy a dejar que me agarren. Pero tengo que quedarme aquí. Y quiero que tú te vayas muy lejos, a un lugar seguro.
Ella me miró en silencio por algún tiempo, se mordió el labio, después negó con la cabeza.
— No quiero seguridad sin ti. De que serviría? — Cuando hice intención de hablar, añadió: — No discutas, Miles. No hay tiempo ahora.
— Está bien — acepte, después de un momento.
Empujé a Nick Grivett a una silla, después cogí el teléfono y llame a Mannie Kaufman. Necesitábamos ahora de toda y cualquier ayuda que pudiéramos obtener.
El teléfono comenzó a sonar en el otro extremo de la línea. Al tercer toque, oí la voz de Mannie decir:
— Alo? — Y en el siguiente instante el teléfono quedó muerto. Un momento después, la telefonista entró en la conexión, con su habitual voz mecánica:
— Cual es el número que está llamando, por favor?
Di la información y el teléfono comenzó a tocar. Pero, esta vez, nadie atendió.
Sabía que la telefonista simplemente me había conectado con un circuito sin respuesta. El teléfono de Mannie no estaba sonando ni cualquier otro teléfono. La central telefónica se hallaba en manos de ellos.
Deshice la conexión y telefoneé a Jack. Cuando él atendió, comprendí que habían permitido aquella conexión para oír lo que dijéramos. Y hablé deprisa:
— Jack, tenemos problemas. Intentaron agarrarnos. Y van a intentar atraparlos a ustedes también. Es mejor salir de ahí deprisa. Dejare mi casa en el instante en que cuelgue.
— Está bien, Miles. Para donde va?
Tuve que hacer una pequeña pausa para pensar como podría transmitir la información a Jack. Quería que la persona o personas que estuvieran escuchando pensaran que estábamos dejando la ciudad. Y necesitaba encontrar un medio de decir eso a Jack de tal forma que él comprendiera que no era verdad. Jack es un literato e intenté acordarme de algún personaje de la literatura cuyo nombre se hubiera hecho un símbolo de falsedad. Pero, en el momento, no se me ocurría ninguno. En el instante siguiente, recordé un nombre, un nombre bíblico, el de Ananias, el mentiroso.
— Jack, conozco una mujer que tiene un pequeño hotel a dos horas de coche de aquí. Es la Sra. Ananias. Conoce el nombre? — Lo conozco, sí, Miles. — dijo Jack, y era capaz de apostar que él estaba sonriendo. — Conozco a la Sra. Ananias y su reputación como una persona que merece confianza absoluta.
—Pues puede también estar cierto de una cosa, Jack: Becky y yo estamos dejando la ciudad, en este momento, y que todo lo demás se fastidie. Nos estamos yendo para el hotel de la Sra. Ananias. Me está entendiendo, Jack? Sabe lo que vamos a hacer?
— Perfectamente, Miles. Lo entiendo perfectamente. — Sabía que Jack entendía y él sabía que estábamos dejando mi casa, pero no la ciudad. — Creo que vamos a hacer exactamente la misma cosa. Por qué entonces no vamos todos juntos? Sugiera un lugar para encontrarnos, Miles.
— Se acuerda de aquel hombre mencionado en su recorte de periódico, Jack? El tal profesor? — Tenía la certeza de que Jack sabría que era una referencia a Budlong. Mientras hablaba, ojeaba rápidamente el directorio, buscando su dirección. — Él tiene algo que necesitamos. Es la única cosa que se me ocurre en este momento. Vamos a dar una pasada por allá. Creo que tal vez lleguemos a pie. Pase por allá en su coche exactamente dentro de una hora.
— Está bien, Miles. — Jack colgó, y espere que hubiéramos conseguido engañar a las personas que estaban escuchando la conversación.
En el garaje, encontré la llave de las esposas de Grivett en el llavero dentro del coche. Bajo la amenaza del revólver, él se arrodilló en el piso del coche, en la parte de atrás. Abrí las esposas apenas el tiempo suficiente para cerrar una argolla en el travesaño de hierro del sillón del frente. Luego cerré las esposas, dejando a Grivett encadenado a su propio coche, atrás, donde no podría alcanzar el micrófono. Envolví el revólver con su gorra y lo golpee con la culata — no en medio, sino al lado — en su cabeza. Se lee mucho acerca de personas que reciben golpes en la cabeza y se desmayan, pero no se encuentran en los periódicos y libros referencias a los coágulos en el cerebro. La verdad es que es extremadamente peligroso golpear un hombre en la cabeza. Aunque quién estaba frente a mi no fuera más Nick Grivett, aún era muy parecido a él y yo no quería romperle el cráneo. Grivett se desplomo cuando lo golpee y quedó inmóvil. Con el pulgar y el índice, tome una porción de piel en su nuca y lo retorcí con fuerza. Él soltó un grito. Lo golpeé otra vez con el arma, cuidadosamente, pero aplicando un poco más de fuerza. Grivett quedó nuevamente inmóvil y le pellizque la piel con más fuerza que antes, observándole el rostro, atento a cualquier reacción de dolor. Pero, esta vez, no se movió.
Salimos del garaje en mi coche, en reversa. Después, volví para cerrar las puertas. Alcanzamos la calle y tomamos dirección norte, a fin de alcanzar la Avenida East Blithedale, camino de la casa de L. Bernard Budlong, el hombre que podría tener la respuesta que no conocíamos. El tiempo se estaba agotando rápidamente, trabajando contra nosotros. Y yo sabía eso. En cualquier momento, un coche de la policía o cualquier otro podrían súbitamente forzarnos a detenernos. El revólver de Nick Grivett estaba en el asiento a mi lado, listo para ser utilizado. Quería huir, quería esconderme. La última cosa que me interesaba era sentarme en la casa de algún profesor y quedarme conversando. Pero no había otro remedio. Y no sabía que más podríamos hacer. Me hallaba, sin embargo terriblemente consciente del Mercedes rojo en que estábamos. Aquel era el coche del Dr. Bennell, como todos en la ciudad perfectamente lo sabían. Me pregunté si los teléfonos no estaban siendo usados en aquel momento en las casas por qué las pasábamos, y las informaciones sobre nuestro paradero se estaban esparciendo por la ciudad.
CAPITULO 14
Una parte considerable del Condado de Marin, en California, es montañosa. Mill Valley queda entre colinas y las calles son sinuosas, subiendo o descendiendo. Yo conocía todo, cada palmo de cada calle y colina. Seguí por una pequeña calle que no tenía salida, tal vez a unas tres manzanas de la dirección de Budlong. La calle terminaba en una ladera demasiado escarpada para construir y dominada por vegetación silvestre, con varios eucaliptos. Dejé el coche atrás de algunos árboles, más o menos escondido. Desde sólo dos casas podía verse el coche y siempre era posible que nadie en ellas nos hubiera descubierto. Salimos. Dejé el motor encendido. No utilizaríamos más el coche y quienquiera que lo encontrara con el motor encendido podría perder tiempo esperando que volviéramos. No había ninguna posibilidad de llevar el revólver de Nick sin que lo notaran. Después de un momento de vacilación, acabé escondiéndolo en medio de los matorrales. Subimos el resto del camino, por una vereda que había recorrido muchas veces cuando era niño, en busca de caza menor, armado con un rifle 22. Nadie nos podría ver en la vereda, a menos que estuviera a menos de cinco metros de distancia. Sabía como seguir por aquella vereda y por otras, luego bajamos de la cresta de aquella colina y de la siguiente, hasta llegar al patio trasero de la casa de Budlong.
No tardó mucho para que pudiéramos avistar la casa, en la base de la colina en que estábamos. Encontramos un lugar, a una docena de metros fuera de la vereda, de donde podíamos divisar claramente a través de los árboles y de los arbustos, la casa y el patio trasero. Era una construcción de dos pisos, de madera pardusca, con un patio trasero de tamaño considerable cerrado por atrás y en uno de los lados por una cerca alta, con arbustos del otro lado. La vida al aire libre es algo muy importante en California. Cualquier persona que dispone de espacio suficiente en su propiedad, trata de resguardar su intimidad, dejándola al abrigo de la mirada de los curiosos. En aquel momento, me senti profundamente agradecido por tal costumbre. Nada se movía, no había nadie a la vista, en la casa y en el patio allá abajo. Así que tratamos de descender cautelosamente.
Abrí el portón de la cerca en la parte de atrás, atravesamos el patio, y rodeamos la casa. Teníamos la certeza absoluta de que nadie nos veía. La casa poseía una entrada lateral. Llame y quedamos a la espera. Se me ocurrió entonces, por primera vez, que Budlong podría perfectamente no estar en casa, era más probable que no estuviera. Pero él estaba. Ocho o diez segundos después que llame, un hombre apareció en la puerta, nos miró a través del vidrio, después la abrió. Calculé que debería rondar los 40 años. Nos miro con una expresión inquisitiva, sin entender por qué habíamos usado la puerta lateral, por lo que pude imaginar.
— No crea que le engañamos — comenté, con una risa cortes. — No crea que usamos la puerta equivocada. El Profesor Budlong?
— El mismo — respondió él, sonriendo jovialmente. Usaba anteojos de aros de acero, los cabellos eran castaños y ligeramente ondulados, el rostro de apariencia joven, inteligente e interesado, como los profesores frecuentemente parecen tener.
— Soy Miles Bennell, médico, y...
— Ah, si claro... — Él movió la cabeza, siempre sonriendo. — Ya lo había visto por la ciudad y... — También yo lo conocía de vista. Sabía que era profesor, pero ignoraba su nombre. Ella es Becky Driscoll.
— Como esta?
— El profesor empujo la puerta y dio un paso a un lado, añadiendo:
— No quieren entrar?
Budlong nos llevó por un pasillo hasta una especie de estudio. Tenía una escribanía anticuada, de tapas corredizas, algunos libros en un estante, diplomas y fotografías enmarcadas en las paredes, una alfombra en el suelo, un sofá viejo en un lado. Era una sala pequeña, con sólo una ventana, un tanto oscura. Pero la lámpara en la escribanía estaba encendida y la sala proporcionaba una sensación agradable y acogedora. Imaginé que pasaba mucho de su tiempo allí, trabajando. Becky y yo nos sentamos en el sofá, Budlong ocupó la silla giratoria atrás de la escribanía, volviéndose a fin de quedar de frente a nosotros. Sonrió nuevamente, con una sonrisa amistosa, casi infantil.
— En que puedo ayudarlos?
Le expliqué lo que queríamos saber. Por motivos muy complicados para relatar en aquel momento, estábamos interesados en cualquier cosa que nos pudiera decir acerca de una noticia de periódico en que fuera citado. No habíamos llegado a leer la noticia, sólo una pequeña referencia al respecto en el Record. Budlong estaba sonriendo cuando termine, sacudiendo la cabeza con una expresión triste de quien hallaba gracia de sí mismo.
— Ah, esa noticia... Creo que las consecuencias nunca van a acabar. — Se recostó, resbalando un poco para reposar la cabeza en el apoyo de la silla. — Pero la culpa fue solo mía. Por lo tanto, no tengo de que quejarme. Quieren saber lo que decía la noticia?
— Exactamente. Y todo lo demás que pueda añadir.
— La verdad es que la noticia decía algunas cosas que no debería. — Eso le hizo sonreír de nuevo, se encogió de hombros y añadió en tono pesaroso: — Los reporteros de los periódicos son envolventes. Creo que he llevado una vida por demás apartada. Jamás había conocido a ningún reportero. Y cuando me telefoneó, un joven llamado Beekey, muy inteligente, no imaginaba lo que podría llegar a hacer. Era de mañana y él me preguntó si yo era profesor de Botánica y Biología. Respondí que sí. Me preguntó si me gustaría acompañarlo en coche al que aún es llamado el Granero de Parnell, aunque poco resta de la construcción. Había algo allá que yo debería ver, me dijo el joven reportero. Y describió lo que era, con detalles suficientes para despertarme la curiosidad.
El Profesor Budlong se puso las manos sobre el pecho, con las puntas de los dedos de ambas encontrándose. Se me ocurrió que los profesores buscan inconscientemente comportarse de manera como las personas piensan que los profesores deben comportarse. Me pregunté si lo mismo no sucedería con los médicos.
— Así que, fui hasta allá en el coche con el reportero. En un montón de basura, cerca del antiguo Granero, me mostró algunos envoltorios inmensos, parecidos a vainas, aparentemente de origen vegetal. Beekey me preguntó lo que era, y yo dije la verdad, que no sabía. — Budlong hizo una pausa, sonriendo nuevamente. — El reportero frunció las cejas al oír eso, como si estuviera sorprendido. Como tengo mi orgullo profesional, me sentí impelido a decir que ningún botánico vivo podría identificar absolutamente cualquier cosa que le fuera mostrada. “botánico”, repitió el joven Beekey. “Eso por casualidad significa que, en su opinión, se trata de alguna especie de vida vegetal?” Respondí que sí, que probablemente aquellas cosas eran de hecho vegetales. — El profesor sacudió la cabeza, con una expresión de admiración. — Como esos reporteros son expertos! Consiguen llevar la gente a hacer algún comentario, sin que hayamos tenido tiempo de percibir lo que está sucediendo. Aceptan un cigarrillo? Saco una cajetilla del bolsillo superior de su camisa y nos ofreció a Becky y a mí. Sacudimos la cabeza, rechazando. Encendió un cigarrillo y sopló el humo para lo alto.
— Las cosas que él me mostró parecían inmensas vainas de semilla, la misma impresión que cualquier otra persona tendría. El viejo Parnell dije que habían caído del cielo, de lo que no dude. Finalmente, de donde más podrían haber venido? Parnell, parecía espantado. Las vainas no me parecieron absolutamente extraordinarias, a no ser posiblemente por el tamaño. Todo lo que podía decir era que se trataba de alguna especie de vainas de semilla, aunque tuviera que reconocer que la sustancia por dentro no se parecía con lo que normalmente imaginamos como semillas. Beekey intentó interesarme en el hecho de que diversos objetos en el momton de basura en que las vainas habían caído parecían idénticos. Él atribuía eso a las vainas. Había, por ejemplo, un mango de hacha quebrado, con otro exactamente igual al lado. Pero, personalmente, no creí que eso fuera tan espantoso. Beekey intentó entonces otro camino. Estaba queriendo una buena noticia, una noticia sensacional, si era posible. Y estaba dispuesto a cualquier cosa por conseguirla.
Budlong dio una chupada al cigarrillo, sonriéndonos. — Beekey me pregunto a continuación si aquellas cosas no podrían haber venido del “espacio exterior”, para usar las propias palabras de él. Bueno... — Budlong se alzo de hombros —... yo sólo podía responder que sí, que podrían haber venido de allá. Simplemente no sabía cual era la procedencia de aquellas cosas. Y fue ahí... — El profesor hizo otra pausa, acomodándose en la silla e inclinándose hacia el frente, con los codos apoyados en las piernas —... que el joven Beekey me atrapo. La teoría, la noción, como quiera que prefieran llamarla, de que alguna clase de vida vegetal llego a este planeta procedente del espacio es antigua como el tiempo. Y es una teoría perfectamente respetable. No tiene nada de sensacional o aún de espantoso. Lord Kelvin... ciertamente usted sabe quién es, Doctor... Lord Kelvin, fue uno de los mayores científicos de los tiempos modernos, fue uno de los muchos partidarios de esa teoría o posibilidad. Tal vez absolutamente ninguna vida haya comenzado en este planeta, dijo él, que todo aquí llegó a través de las profundidades del espacio. Algunas esporas, resaltó él, poseen una resistencia enorme al frío intenso. Pueden haber sido atraídas a la orbita de la Tierra por una presión de la luz. Cualquier estudioso del asunto está al corriente de la teoría y hay muchos argumentos tanto a favor como contra. Por eso le dije al reportero que sí. Aquellas podían ser esporas del “espacio exterior”. Por qué no? Simplemente yo no sabía. Pues eso pareció ser una novedad espantosa para mi amigo reportero, que reunió dos palabras mías como si fueran una sola expresión. “Esporas del espacio”, dijo él, en un tono obviamente satisfecho. Y escribió la expresión en su columna.
Comencé a imaginar los titulares que podrían haber derivado de eso. — Budlong volvió a recostarse en la silla.
— Sé que debería haber tenido un poco más de… bueno… sensatez, pero sucede que soy humano. Era divertido ser entrevistado. Para su satisfacción, amplié la idea, sin ningún otro motivo sino la de proporcionar al joven Beekey lo que él parecía estar queriendo saber. — Levantó súbitamente la mano. — No es que no estuviera hablando rigurosamente con la verdad, debe comprender. Es perfectamente posible que “esporas espaciales”, si quiere usar una expresión tan dramática, caigan en la superficie de la Tierra. Creo que hasta es muy probable que eso haya sucedido, aunque personalmente dude que toda la vida en este planeta se haya originado de esa manera. Los defensores de la teoría, sin embargo, resaltan que nuestro planeta fue otrora una masa hirviente de gas, inconcebiblemente caliente. Cuando finalmente se enfrió, a un punto en que la vida se hizo posible, de donde más podría haber llegado la vida, dijeron ellos, sino del espacio exterior? Sea cómo sea, me dejé llevar por el entusiasmo. — El profesor de apariencia infantil volvió a sonreírnos. — Es una característica de la mente académica ampliar una teoría interminablemente, muchas veces a un punto tedioso. Y allí, en la hacienda de Parnell, ofrecí al muchacho la historia que él quería. Declaré, que aquellas cosas podrían ser esporas espaciales, así como también podrían ser cualquier otra cosa. En verdad, asegure, tenía la certeza de que aquellas vainas serían identificadas, si alguien se empeñara a fondo en el trabajo, como algo posiblemente raro pero perfectamente conocido, originarias de aquí, aún de la Tierra, de la manera más común que se podría imaginar. Pero el daño ya estaba hecho. El joven Beekey prefirió publicar la primera parte de mis comentarios, omitiendo la segunda. Así, dos o tres noticias un tanto sensacionalistas y yo diría aunque distorsionadas aparecieron en el periódico local, citando mi nombre. Es claro que protesté, como no podría dejar de hacerlo. Y esa es toda la historia, Dr. Bennell. Es lo que se podría llamar tempestad en un vaso de agua.
Sonreí, ajustando mi ánimo al de él. — Habló de “presión de la luz”, Profesor Budlong. O sea, que esas vainas pueden haber sido impelidas a través del espacio por la presión de la luz. Eso me interesa. — Interesó también al joven Beekey — dijo él, sonriendo nuevamente. Le conté parte de la teoría, debería haberle hablado del resto. No hay nada misterioso en eso, Doctor. La luz es energía, como usted sabe. Cualquier objeto vagando en el espacio, vainas de semillas u otra cosa, sería innegablemente impelido por la fuerza de la luz. La luz posee una fuerza definida, inmensurable. Posee incluso peso. La luz del sol incidiendo sobre un acre de tierra arable pesa varias toneladas, créalo o no. Y si las vainas de semilla, por ejemplo, flotando en el espacio exterior, quedaran en el camino de la luz que al final alcanza la Tierra... la luz de estrellas distantes o de cualquier otra fuente... podrían ser impelidas en esa dirección, por el flujo de luz incidiendo en ellas constantemente.
— Pero no sería un proceso extremadamente lento, Profesor? Si, lo seria — asintió Budlong. — Infinitamente lento, tan lento que prácticamente no se podría medir. Pero que es la lentitud infinita en el tiempo infinito? A partir del momento en que se acepta la posibilidad de que los esporas estén vagando en el espacio, entonces es igualmente posible que puedan estar por allá desde hace millones de años. Centenares de millones de años. Eso simplemente no importa. Una botella tapada y arrojada en el océano puede circular el globo terrestre, si tuviera el tiempo suficiente. Imagine ese punto minúsculo que es nuestro globo en las inmensas distancias del espacio. Créame en verdad que, si hubiera tiempo suficiente, cualquiera de esas distancias puede ser recorrida. Así, si esas o cualquier otro tipo de esporas vaguen por el espacio hasta alcanzar la Tierra, deben haber iniciado su jornada mucho antes de que nuestro planeta existiera. — Se inclinó hacia el frente, golpeando levemente en mi rodilla y sonriendo a Becky. — Pero no es un reportero de periódico, Dr. Bennell. Las vainas de semilla en la hacienda del viejo Parnell, si es que eso eran, probablemente fueron traídas para acá por el viento, de una distancia no muy grande. Y ciertamente eran un espécimen bastante conocido y clasificado, que simplemente por casualidad no conozco. Y tengo la certeza de que podría haber evitado muchas bromas de mis compañeros, si simplemente hubiera dicho eso al joven Beekey, en vez de permitirle que aprovechara mis teorías para escribir una noticia sensacionalista, citando mí nombre. Nos sonrió nuevamente, era un hombre extremadamente simpático.
Me quedé pensando por un instante en lo que había acabado de oír. Tras algún tiempo, Budlong indago, gentilmente:
— Por qué está tan interesado en esa historia, Dr. Bennell?
Dude por un instante, imaginando cuánto podía o debería contarle. Y después dije: — Escucho hablar alguna cosa, Profesor Budlong, al respecto de... una especie de ilusión colectiva que viene ocurriendo últimamente en Mill Valley?
— Oí algunos comentarios. — Me miró un tanto extrañado y señalo con la cabeza a un montón de papeles sobre la mesa. – Me vengo concentrando en los dos últimos meses en el que presiento o espero sea un estudio técnico de los más importantes, a ser publicado en el invierno. Representará mucho para mí, profesionalmente. Y he estado más o menos fuera de circulación, dedicándome a ese trabajo. Pero un profesor de Psicología de la escuela me habló algo acerca de una ilusión aparente, aunque temporal, de cambios de personalidad que varios habitantes locales tuvieron. Mi colega piensa que puede haber alguna relación entre eso y... — hizo una pausa, sonriendo, antes de añadir: - ... y nuestras “esporas espaciales”?
Miré al reloj y me levanté. Dentro de poco más de tres minutos, Jack Belicec debería pasar en coche por aquella calle. Teníamos que estar a la espera en la puerta delante de la casa, listos para entrar en el automóvil. — Es posible — respondí al Profesor Budlong. — Dígame una cosa: esas esporas podrían ser alguna especie de extraño organismo extraterreno con la capacidad de imitar o en verdad duplicar un cuerpo humano? O sea, podrían, para todos los propósitos prácticos, transformarse en una especie de ser humano, que no podrían ser distinguidos de los auténticos?
El hombre de apariencia juvenil y rostro simpático en la escribanía al frente mío me miro con mayor curiosidad, estudiándome por un momento. Cuando habló, tras aparentemente analizar mi pregunta, su tono era cuidadosamente escogido. Era cómo si estuviera tratando una pregunta totalmente absurda con una seriedad que no merecía, en nombre de las buenas maneras. — Creo que no, Dr. Bennell. — Sonrió nuevamente. — No hay muchas cosas que se puedan asegurar con certeza absoluta, pero esta es una de ellas.
—Ninguna sustancia en el universo puede reconstituirse en una estructura espantosamente compleja de huesos y sangre. Ni reproducir la organización celular infinitamente compleja que es el ser humano. O cualquier otro animal vivo, dígase de pasada. Es imposible, un absurdo total. Lo que quiera que piense que pueda haber observado, Doctor, está en el camino errado. Sé personalmente como es fácil, en determinadas ocasiones, dejarnos arrebatar por teorías. Pero usted es un médico. Y cuando analice mejor esa idea, va a llegar inmediatamente a la conclusión de que estoy en lo correcto.
Yo sabía eso. Sentí que mi rostro se ponía rojo. En la más total confusión, incapaz de pensar cuerdamente, quedé parado donde estaba, sintiendo que estaba haciendo un ridículo espantoso. Como médico, entre todas las personas, debería haber tenido un poco más de buen sentido. Quería hundirme en el piso, desaparecer en pleno aire. Rápidamente, casi de forma abrupta, agradecí a Budlong, estrechándole la mano. Todo lo que quería era escapar de aquel hombre inteligente, extremadamente simpático, que se abstenía cuidadosamente de dejar transparentar en el rostro el desprecio que debería estar sintiendo. Pocos momentos después, nos acompañaba cortésmente hasta la puerta del frente.
Al descender los escalones, en dirección del portón de madera en la alta cerca que se erguía delante del jardín, me sentí feliz al oír la puerta cerrarse a nuestra espalda. Yo no estaba pensando; mentalmente, aún me encontraba en la sala allá dentro, sintiéndome como un niño. Extendí la mano para el pasador del portón. Y me detuve abruptamente.
A pocos metros a nuestra derecha, podía oír un coche, aproximándose velozmente, doblando la esquina y entrando en la calle, con los neumáticos rechinando, como si nunca fuera a parar. En el instante siguiente, a través de la reja del portón, vi el coche de Jack Belicec pasar rápidamente frente a la casa. Jack estaba inclinado sobre el volante, con los ojos fijos directamente al frente, con Theodora encogida a su lado. Otros neumáticos rechinaron al llegar a la curva en la esquina de la derecha, escondida de mi vista por la alta cerca. Una fracción de segundo después se escucho un disparo, el estampido áspero e inconfundible de un arma de fuego. Llegamos a oír el débil sonido de la bala pasando por la calle frente a nosotros. Un coche negro y blanco, con una estrella dorada, de la policía de Mill Valley, pasó delante del portón. Y rápidamente, un tiempo que pareció increíblemente mínimo, el ruido de los motores fue disminuyendo, hasta desaparecer por completo. Por detrás de nosotros, la puerta de la casa se abrió. Traté de cerrar rápidamente el portón y, cogiendo del brazo a Becky, salí con ella, apresuradamente pero sin correr, avanzando por la calzada y recorriendo las fachadas de dos casas más. Nos metimos a un camino que llevaba a una casa blanca de dos pisos, donde había jugado cuando niño. Pasamos por un lado de la casa y atravesamos el patio trasero. Por detrás de nosotros, en la calle que habíamos acabado de dejar, oí una voz gritar, otra responder, una puerta abrirse.
Un momento después, estábamos subiendo por detrás de las casas. Entramos en otra vereda en medio de los matorrales, cercada por arbustos altos, pasando de tarde en tarde cerca de eucaliptos y robles. Había tenido tiempo suficiente para pensar. Sabía ahora lo que había sucediendo. Estaba impresionado con el coraje y lucidez que Jack Belicec había demostrado. No había como determinar desde cuánto tiempo atrás, venían persiguiéndolos, pero no habría sido por un tiempo muy largo. Pero estaba seguro que Jack debería haber conducido por las calles de Mill Valley con un coche de la policía pegado a su cola, con sus ocupantes disparando, siempre atento al reloj.
Deliberadamente, Jack habría ignorado diversas oportunidades de escapar, de salir de la ciudad y retornar a la seguridad, para llevar a sus perseguidores a aquella calle, en que sabía que nosotros estábamos esperando. Había aguardado hasta el preciso momento para nuestro encuentro, a fin de que pudiéramos saber que estaba siendo perseguido. Era la única manera por la cual nos podría avisar. Y por más increíble que pudiera parecer, Jack había actuado de aquella manera en un momento en que el horror y el pánico estarían haciendo todo para dominarle la mente. Y todo lo que podía hacer por él ahora, era rezar para que consiguiera escapar, junto con su esposa, lo que sabía casi con certeza de que no sucedería.
Las carreteras en pésimas condiciones, casi intransitables, estarían ahora bloqueadas, con otros coches de la policía a la espera de ellos. Entonces, pude percibir que habíamos cometido un terrible error al volver a Mill Valley y como nos hallábamos impotentes delante de lo que estaba dominando la ciudad. Me pregunté cuánto tiempo aún tardaría para ser atrapados. Tal vez fuera en el próximo paso, en la curva siguiente de la vereda. Y que sucedería entonces? El miedo, que al principio es estimulante, con la adrenalina siendo bombeada por el torrente sanguíneo, se hace al final extenuante. Becky estaba agarrada a mi brazo, sin notar lo que su peso me hacía resbalar. Su rostro se mostraba extremadamente pálido, con los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos. Ella respiraba trabajosamente por la boca. No podíamos continuar por la vereda y subir por aquellas laderas por mucho más tiempo. Me di cuenta que los movimientos de mis piernas ya no eran más que automáticos; los músculos sólo estaban reaccionando ahora a través de un esfuerzo consciente de escapar. Teníamos que encontrar refugio en algún lugar, sólo que no había ninguno... absolutamente ninguna casa en que nos atreviéramos a aparecer, ninguna persona, ni un solo amigo, a quién pudiéramos correr el riesgo de pedir ayuda.
CAPITULO 15
La calle principal de Mill Valley serpenteaba por la base de una cordillera en miniatura, así como muchas otras calles de la ciudad. Desde allí, comenzamos a descender al poco, siguiendo por una vereda que terminaba en una callejuela en el fondo de una calle de edificios comerciales, inclusive el edificio en que quedaba mi consultorio.
Era la mejor cosa que podía pensar. Todos los otros lugares que se me ocurrieron eran peligrosos, más que el consultorio. Sin embargo, también tenía miedo de no estarnos dirigiendo a un lugar seguro. Creía que, curiosamente, era perfectamente posible que estuviéramos bien en el consultorio, por lo menos por algún tiempo. Porque era un lugar en que nadie pensaría que pudiésemos ir, hasta que el tiempo pasara y no nos encontraran en ningún otro lugar. Y en aquel momento lo que más necesitábamos era un lugar para descansar, por lo menos durante una hora. Pensé que podríamos hasta dormir un poco, mientras descendía con Becky, aunque creyera que no lo conseguiríamos. Pero yo tenía benzedrina en el consultorio y algunas otras drogas estimulantes, que, tras una hora de descanso para pensar en algún plan cualquiera, nos podrían proporcionar las fuerzas necesarias para ejecutarlo.
Allá abajo, por encima de los tejados de los edificios, veía la calle comercial que conocía por tanto tiempo como podía recordar. Allá estaba el Sequoia, donde había asistido a ver los películas las tardes de sábado, cuando era chico. Allá se hallaba la Bennet’s Variety Store, donde compraba dulces para chupar durante la película y donde había trabajado en unas vacaciones de verano de la escuela secundario. Allá se encontraba el apartamento donde había estado media docena de veces, durante el verano, en el primer año del curso de preparatoria, visitando a una joven que vivía allí sola.
Llegamos a la callejuela y no había nadie por allí, a excepción de un perro, revolviendo una caja de papeles llena de basura. Atravesamos la callejuela y entramos en el edificio de oficinas de dos pisos por la puerta con una hoja de acero que estaba abierta y daba para la escalera del fondo. La escalera era de concreto, pintada de blanco. Estaba dispuesto a enfrentar y llevar con nosotros a cualquier persona, hombre o mujer, que encontrara en la escalera. Pero no vimos a nadie. En el segundo piso, pegue el oído en la puerta contra incendio de metal y quedé escuchando. No oí ningún ruido. Abrí la puerta cuidadosamente. Atravesamos el pasillo silenciosamente hasta la puerta de vidrio mate en que estaba escrito mi nombre.
Ya llevaba en la mano la llave lista para abrir.
Un instante después entrábamos en el consultorio, y cerraba la puerta atrás de nosotros. La sala de espera y mi consultorio se hallaban cubiertos de polvo, lo que pude constatar al revisar el lugar. Había una fina capa de polvo sobre todas las superficies de madera y de vidrio. Sabía que mi enfermera no había llegado desde la última vez en que yo había estado allí. Ahora, el consultorio tenía el olor de un lugar que lleva tiempo cerrado, sin uso, estaba bastante oscuro, con todas las persianas cerradas. Era un lugar quieto y muerto, no muy amistoso, como si yo hubiera pasado mucho tiempo lejos y en verdad no me perteneciera más. Parecía inalterado y no me di el trabajo de verificar si alguien más había estado allí, revisando por algún motivo que no sabía definir. En aquel momento, simplemente no me importaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado allí y llevado cualquier cosa.
Hay un sofá largo y ancho en la sala de espera. Acosté a Becky en él, sin zapatos. Cogí dos sabanas y la almohada de la mesa de exámenes, acomodándola de la mejor forma posible. Me quedó observando, sin decir nada. Cuando nuestros ojos se encontraron, Becky me sonrió débilmente, en agradecimiento. Agachándome al lado de ella, le cogí el rostro entre las manos y la bese en un gesto de conforto, como besar a un niño, sin ningún pensamiento de sexo. Becky estaba exhausta, al final de su capacidad de resistencia. Pasé la mano lentamente por su cabello acariciándola.
— Duerme un poco, Becky. Trata de descansar. — Sonreí y le guiñe un ojo, esperando parecer tranquilo y confiado, como si supiera lo que estaba haciendo y lo que iría a suceder.
También sin zapatos, a fin de que alguna persona que pasara por el pasillo no me pudiera oír, desate el colchón de cuero de la mesa de examen y lo llevé para la sala de espera, tirándolo en el suelo, junto a las ventanas que daban para la Calle Throckmorton. Después, me desabroche el saco, me afloje la corbata y me senté, de espalda contra la pared, estiré lentamente una paleta de la persiana, para dar una mirada a la calle. Me sentía mejor ahora. Recluido en aquellas salas oscuras y silenciosas, me hallaba impotente.
Pero ahora, mirando para la calle allá abajo, observando la actividad, me sentía más en control de la situación. La escena que vi a través de la pequeña apertura era a primera vista perfectamente común. Pasé por la calle principal de cualquiera de las 100.000 pequeñas ciudades estadounidenses y podrá ver exactamente la misma cosa. Había coches estacionados en la calle asfaltada, calzadas y parquímetros, los espacios delimitados por líneas blancas pintadas en el suelo, personas entrando y saliendo de la Redhill Liquors, la drug store, de la tienda de ferragens y de una docena de otras.
Había una pequeña niebla, una neblina tenue venida de la bahía. La Throckmorton se ensancha en la esquina, un poco adelante de mis ventanas, donde se encuentra con una calle transversal. El área ensanchada es casi enteramente cercada en tres lados por tiendas, la cosa más próxima de una plaza municipal de que disponemos. De tarde en tarde, arman allí un kiosco, para bailes públicos o carnaval.
Continué observando, cambiando de posición a ratos, a veces acostado de lado, apoyado en un hombro, los ojos siempre un poco por encima del pretil de la ventana. En determinado momentos, me acosté de espaldas, mirando para el techo. Hoy aprendí que pensar es básicamente un proceso inconsciente. O sea, en general es mejor no forzar, particularmente cuando el problema se muestra vago en nuestra mente y no se sabe realmente cual es el tipo de respuesta que se busca.
Por eso me relaje, cansado pero no somnoliento, observando la calle, esperando que algo sucediera dentro de mi mente. Hay una gran fascinación en la monotonía en movimiento, como el movimiento de las llamas, una sucesión interminable de olas deslizándose lentamente por la playa, el movimiento invariable de alguna máquina.
Contemplando la calle allá abajo, minuto a minuto, observando los patrones de comportamiento cambiando constantemente, casi repitiéndose, pero jamás llegando a hacerlo enteramente, me fui sintiendo cada vez más fascinado. Habían mujeres entrando en el supermercado y después saliendo, en los brazos portando bolsas de papel, las manos cogiendo bolsas, niños o ambas cosas; coches saliendo de los espacios, otros entrando; un viejo avanzando por la calzada con dificultad; tres chicos jugando por la calle. Todo parecía absolutamente normal. Allá estaban los carteles de papel, rojos y blancos, en las vitrinas del supermercado, anunciando ofertas especiales de bifes ya listos, bananas y jabón en polvo. La tienda de ferretería tenía una vitrina entera ocupada por utensilios de cocina: ollas, fregaderos, aparatos eléctricos. En otra vitrina, había herramientas eléctricas. Las vitrinas de la tienda de variedades exhibían modelos de aviones y muñecos de papel. Casi podía sentir su olor típico.
Extendiéndose a través de la calle, cerca del cine Sequoia, se hallaba colgada una franja de tela un tanto descolorida, roja, con letras blancas, anunciando el Jubileo de la Venta de Mill Valley, una liquidación anual promovida por el comercio de la ciudad. Parecía que, aquel año, no se habían dado el trabajo de colocar una franja nueva.
Casi directamente al frente, en el otro lado de la calle, un poco a la derecha, vi el autobús de Marin City parar a la hora. Sólo tres personas desembarcaron: una pareja y un hombre cargando una bolsa de papel por el cordel. No había nadie esperando para subir en el autobús. Tras un minuto o poco más de espera, el autobús partió, avanzando por la Avenida Miller, camino de la carretera distante.
Por algún motivo, se me ocurrió que ningún otro autobús entraría ni dejaría la ciudad en los próximos 51 minutos. Sabía eso, porque conocía el horario de los autobuses.
Y, de repente, las cosas comenzaron a cambiar en la calle allá abajo. No es fácil describir exactamente como sucedieron. La niebla se mostraba más espesa ahora, alcanzando el alto de los tejados, densa y gris. Pero eso era normal. No era eso lo que estaba cambiando. Había más personas en la calle, sin embargo... Era justamente eso el cambio. Las personas no se comportaban como la multitud habitual de las tardes de sábado, haciendo compras. Algunas aún entraban y salían de las tiendas, pero no pocas se hallaban simplemente sentadas en sus coches. Algunas estaban con la puerta abierta, los pies hacia afuera, conversando con las personas en los coches de al lado. Otras leían el periódico o sintonizaban la radio del coche, sólo buscando pasar el tiempo. Reconocí a muchas de ellas, como Len Pearlman, el optometrista, Jim Clark y su esposa, Shirley, junto con sus hijos, y varios más.
En aquel momento, sin embargo, la Throckmorton, en Mill Valley, California, aún podía parecer una calle comercial normal, con mucha gente haciendo compras, en una tarde de sábado común. Era eso lo que habría pensado un extraño que pasara en coche por la ciudad. Pero contemplando la Throckmorton ahora, yo sabía o por lo menos lo sentía que había algo diferente en el aire.
Había un clima de expectativa, como si algo estuviera próximo a suceder, todos aguardando tranquilamente alguna cosa. Era... intenté traducir la impresión en palabras, sentado en la sala de espera de mi consultorio, observando la escena a través de una rendija en la ventana... como personas lentamente reuniéndose para asistir a un desfile. Pero tampoco era exactamente eso. Posiblemente era más parecido con un grupo de soldados concentrándose para alguna especie de formación de rutina, muchos conversando, sonriendo o riendo con los compañeros, algunos leyendo distraídamente, otros simplemente sentados o de pie, solos, esperando.
Creo que el clima que había en la calle allá abajo era simplemente... de expectativa, sin que hubiera en eso ninguna excitación especial.
Y después Bill Bittner, un constructor local, hombre corpulento, de mediana edad, de alrededor de los 50 años, vino caminando por la calzada, mirando para las vitrinas de las tiendas. Distraídamente, saco de su bolsa una especie de medallón, de metal o plástico, con alguna cosa impresa. Lo prendió en la solapa de su saco y pude ver que era del tamaño de un dólar de plata. Reconocí también el dibujo y comprendí lo que estaba escrito. Decía Jubileo de la Venta de Mill Valley. Los comerciantes locales usaban aquel medallón todos los años, distribuyéndolos también entre los clientes que estaban dispuestos a exhibirlos. Sólo que todos los medallones que recordaba de antes, eran rojos con letras blancas. Lo que Bill Bittner usaba tenía las letras amarillas sobre un fondo azul marino.
Y ahora, aquí y allí, por toda la extensión de la calle, hasta donde podía ver, otras personas comenzaron a sacar de los bolsos aquellos medallones azules y amarillos, colocándoselos en el pecho. No todos lo hicieron inmediatamente. La mayoría continuó simplemente caminando, conversando, sentada en sus coches o haciendo cualquier otra cosa.
Durante medio minuto, todo lo que un extraño que estuviera pasando por la calle habría visto sería a dos o tres personas colocándose aquellos medallones en el pecho. Pero, después de cinco o seis minutos, a lo sumo, casi todas las personas estaban exhibiendo un medallón azul y amarillo, inclusive Jansek, el guardia encargado de los parquímetros.
Algunos se quitaron antes el medallón idéntico que usaban hasta aquel momento, sólo que era diferente, rojo y blanco. Llevo también un minuto o poco más para percibir otro cambio: estaba ocurriendo un movimiento gradual de las personas en la Throckmorton, todas convergiendo de los dos lados de la calle para el tramo mas ancho, una casi plaza, atrás de mi ventana.
Los trausentes seguían para allá caminando distraídamente, siempre mirando para las vitrinas, aproximándose lentamente. Aquí y allí, las personas salían de sus coches, cerraban las puertas, después se desperezaban o miraban alrededor, algunas contemplando una vitrina, antes de encaminarse lentamente para nuestro arremedo de plaza.
Aún ahora, sin embargo, un extraño en la Throckmorton probablemente no habría notado nada de anormal. Aparentemente, Mill Valley estaba realizando su liquidación anual y la mayoría de los habitantes usaba el medallón del Jubileo de la Venta. En aquel momento, muchos comerciantes de la Throckmorton estaban agrupados en una sola calle. Y, sin embargo, en todo y por todo, no había realmente nada de extraño o fuera de lugar para percibirse.
Becky estaba ahora arrodillada a mi lado. Sonreí y me levante, para dejarle espacio en el colchón de cuero en el suelo, a fin de que los dos nos pudiéramos sentar. Después, pasé el brazo por sus hombros. Becky se acurruco junto a mi cuerpo, con el rostro pegado a mí. Quedamos ambos observando la escena allá debajo.
Un vendedor salió de la tienda de variedades y fue hasta su coche, que tenia pintado en la puerta el nombre de su firma. La Abrió y comenzó a buscar alguna cosa, aparentemente en el suelo del coche. Jansek, el guardia, dando una mirada a su reloj, se encamino para allá. Se detuvo en la calzada, muy cerca del frente del coche.
El vendedor se levanto con un puñado de folletos en la mano, cerro la puerta del coche, volviéndose en dirección de la tienda de donde había acabado de salir. Jansek le dije alguna cosa y el vendedor se detuvo. Los dos quedaron conversando. Percibí, al observarlos, con el vendedor de frente para el lugar en que estábamos, que él era una de las pocas personas en la calle, si es que había otras, que no usaban el medallón azul y amarillo del Jubileo. El hombre tenía ahora el rostro fruncido, pareciendo aturdido. Jansek sacudió la cabeza lenta pero firmemente, a lo que el vendedor decía. Después, el vendedor alzo los hombros, irritado, rodeando el coche rumbo a la puerta del conductor, mientras sacaba las llaves del bolso. Jansek abrió la otra puerta y se sentó en el asiento del frente. El coche salió de la calle rumbo a la carretera, retrocediendo una docena de metros, después giro lentamente para la izquierda, entrando en una calle transversal. Sabía que ellos estaban dirigiéndose para la comisaría. Pero, no podía imaginar por qué Jansek había detenido al vendedor.
Un sedan Volvo azul, el único coche en movimiento por la calle, avanzó despacio, en marcha lenta, buscando un lugar para estacionar. El conductor vio una en ese momento y comenzó a maniobrar para ocuparla. El coche tenía placas de Oregon. El silbido de un guardia sonó en ese instante. Beauchamp, el sargento de policía local, estaba corriendo por la calzada, con su enorme estomago sacudiéndose y señalando con su mano al coche y meneando vigorosamente la cabeza para decir no.
El automóvil de Oregon se detuvo donde estaba. El conductor se quedó sentado, esperando que Beauchamp se aproximara, una mujer a su lado se inclino hacia el frente a fin de mirar a través del parabrisas. Beauchamp se detuvo junto a la ventana del conductor. Hablaron por algún tiempo, y después el policía abrió la puerta trasera y entró en el coche, que arrancó y giro a la izquierda, entrando en la calle transversal camino de la comisaría, desapareciendo un instante después.
Había tres guardias más a la vista, en las casi dos calles que podía divisar: el viejo Hayes y dos otros hombres más jóvenes, que no conocía. Hayes estaba de uniforme, pero los dos hombres más jóvenes usaban sólo los quepis del uniforme, con chamarras de cuero y botas oscuras, indefinidas. Parecían guardias especiales, contratados exclusivamente para una ocasión especial.
Alice, la camarera del Dave’s, salió a la calzada y quedó parada delante de la puerta, con el medallón azul y amarillo del Jubileo prendido en su uniforme blanco. Uno de los guardias más jóvenes miró hacia ella inmediatamente. Alice lo miro y señalo con la cabeza una vez, después se dio la vuelta y regreso al interior del restaurante. El guardia se aproximó rápidamente y también entró en el restaurante. Volvió a salir tal vez medio minuto después, acompañado por tres personas, un hombre, una mujer y una niña de nueve años, obviamente una familia.
Por un momento, el grupo quedó parado en la calzada, el hombre hablaba, visiblemente molesto, protestando contra alguna cosa, el joven guardia respondiendo cortes y pacientemente. Enseguida, el grupo se alejó, en dirección de la calle transversal en que quedaba la comisaría. Me quedé observando hasta que dieron vuelta en la esquina y desaparecieron. Ninguna de las personas de la familia estaba usando el medallón del Jubileo, al contrario del joven guardia.
Otro hombre, conductor de un camión de entrega, recibió el mismo tratamiento. Y así que él y otro guardia que lo acompañaba desaparecieron, no pude ver a ninguna persona que no estuviera usando el medallón amarillo y azul del Jubileo. Y ahora la calle estaba quieta, casi completamente silenciosa. Ningún coche se movía, ninguna persona caminaba. No había más personas leyendo periódicos o sentado en su coche. Todos se hallaban parados en las calzadas, de frente para la calle, a excepción del viejo Hayes, el guardia, que se encontraba de pie, solo, en medio de la calle.
En el frente de cada tienda o de cualquier otro establecimiento se podía ver a su propietario, sus empleados y los clientes que se hallaban un momento antes allá dentro.
El viejo Hayes, en medio de la calle, fue volteando lentamente la cabeza, mirando a cada uno de los propietarios de las tiendas. Y cada propietario movió la cabeza, informando que no. Los dos otros guardias se aproximaron a Hayes y le comunicaron alguna cosa. El viejo escuchó en silencio y asintió. Terminada la verificación, Hayes y los dos otros guardias se encaminaron por la calzada y se volvieron de frente a la calle. Quedaron parados, esperando, como el resto de la multitud.
En dos lugares, mirando por encima de los tejados, podía divisar otras calles, hasta casi un kilómetro de distancia. No había ningún coche o cualquier otra cosa moviéndose en ninguna de ellas. En una calle distante, mire una barricada impidiendo el paso. Eran los caballetes de madera, pintados de gris, del departamento municipal de obras. Súbitamente comprendí, tuve la certeza, de que por toda la ciudad las otras calles de acceso se encontraban bloqueadas también, con grupos de hombres de mono ostensivamente haciendo reparaciones.
Comprendí también que, en aquel momento, nadie podía entrar en Mill Valley por ningún camino ni desplazarse por sus calles en dirección del centro comercial. Y sabía también que el puñado de extraños que por casualidad se encontraba en la ciudad fueron debidamente sacados de la zona y detenidos en la comisaría de policía. El pretexto para eso no tenía la más pequeña importancia. Mill Valley se hallaba ahora aislada del resto del mundo y no había nadie a la vista en el centro de la ciudad que no fuera un residente.
Por tres o cuatro minutos, la multitud quedó parada en las calzadas, la calle vacía. Parecía que todos asistían a un desfile invisible. Era una escena terriblemente extraña, como nunca había visto antes. Todos estaban prácticamente inmóviles y silenciosos. Incluso los niños se hallaban quietos. Aquí y allí, unos pocos hombres fumaban, pero la mayor parte de la multitud estaba simplemente parada, sin hacer nada.
Algunos hombres tenían los brazos cruzados sobre el pecho, tranquilos, relajados, a la espera. De tarde en tarde, algunas personas desplazaban el peso del cuerpo de un pie para el otro. Los niños estaban cogidos de los sacos de los padres, extrañamente quietos. Oí el motor de un coche. Un momento después, lo vi dando vuelta en al esquina y entrando en la Throckmorton, cerca del Sequoia. Era una pick up Chevrolet verde, bastante golpeada. Por detrás, venían otros cuatro vehículos, tres de ellos inmensos camiones agrícolas GM. El último era otra pick up.
Todos siguieron hasta la pequeña plaza pública y estacionaron juntos, una atrás del otro. Traían una carga cualquiera, cubierta por lonas. Los conductores, pusieron el freno de mano, y salieron uno a uno, comenzando a desprender las lonas.
La escena parecía ahora la de un mercado al aire libre, con los productos acabando de llegar de los campos. Los conductores vestían monos. Yo conocía a cuatro de los cinco. Eran todos de las pequeñas haciendas que aún quedaban al oeste de la ciudad: Joe Grimaldi, Joe Pixley, Art Gessner, Bert Parnell y un quinto que no conocía.
Dos hombres de traje salieron para la calle, cerca de la fila de camiones. Uno de ellos era Wally Eberhard, un corredor de inmuebles local. No me acordaba del nombre del otro, pero sabía que era mecánico en el garaje de la Buick. Wally tenía algunas hojas de papel en la mano. Eran hojas pequeñas, que parecían haber salido de un cuadernillo de notas.
Los dos hombres quedaron parados por un momento, mirando hacia los papeles. Wally los ojeaba. Después, el mecánico levantó la cabeza, respiró hondo y, en voz alta, casi gritando, de tal forma que pudimos oírlo nítidamente a través de la ventana, dijo:
— Sausalito! Los que tienen parientes en Sausalito hagan el favor de adelantarse!
Sausalito es una pequeña ciudad del Condado de Marin, la primera que se encuentra tras cruzar la bahía. Dos personas, un hombre y una mujer, separados entre si, dejaron la calzada y avanzaron por la calle, encaminándose a Wally. Varias otras estaban abriéndose camino entre la multitud en las calzadas, pasando enseguida a la calle y siguiendo en dirección de los camiones. Joe Pixley ya tenía a esta altura desamarrada la lona de su pick up. Caminó hasta la parte de atrás, cogió la punta de la lona y la levanto, poniéndose después a enrollarla, dejando la carga a la vista.
Hacia un buen rato que había adivinado lo que había en aquellos vehículos. No tuve ni siquiera un principio de sorpresa, cuando la lona fue removida. En las laterales de metal del cuerpo de la pick up había planchas de madera, aumentando la altura y evitando el contacto de la lona con la carga, apilada hasta la altura de la cabina. La carga estaba constituida por inmensas vainas que ahora ya había visto tantas veces antes.
— Muy bien! — gritó el mecánico. — Sausalito! Solamente Sausalito, por favor!
Encaminó a cinco o seis personas que estaban paradas en la calle para la pick up de Joe Pixley. Subiendo en el estribo, Joe fue cogiendo las vainas de su carga, una a una, entregándolas a las personas agrupadas en la calle. Cada hombre y mujer cogió sólo una sola vaina, cargándola cuidadosamente en los brazos extendidos. Un hombre llevó dos. Al lado de ellas, Wally Eberhard hacía una anotación en el papel que tenía en las manos, aparentemente una lista, a medida que cada vaina era entregada.
Después, dijo alguna cosa al mecánico, que se volvió y nuevamente gritó:
— Marin City, por favor! Todos los que tienen parientes o conocidos en Marin City hagan el favor de adelantarse!
Marin City es la siguiente ciudad del Condado de Marin, a pocos kilómetros de Sausalito. Siete personas se adelantaron, cinco de ellas negras. Marin City posee un gran número de población negra.
Se abrieron camino a través de la multitud y salieron a la calle. Fueron hasta la pick up y Joe entregó una vaina a cada una. Una de las personas, Grace Birk, una negra de mediana edad, que trabajaba en el banco, cogió tres vainas. Un hombre descendió de la calzada para ayudarla a cargar las vainas sin lastimarlas. Me acordé de que Grace Birk tenía una hermana y un cuñado que vivían en Marin City. No sabría decir si había o no un tercer miembro de la familia.
Los maleteros de los coches estacionados en la calle estaban siendo ahora abiertos. Las vainas inmensas casi no cabían en los maleteros de algunos de los modelos más nuevos. Otras vainas fueron cuidadosamente introducidas por las puertas abiertas de los coches y colocadas con extremo cuidado en los asientos traseros. En esos casos, cada hombre o mujer, arrodillado en el asiento del frente, colocaba sobre la vaina una sabana o alguna otra tela de color claro, escondiéndola.
Tiburón fue llamada a continuación.
Ocho personas se adelantaron para tomar sus vainas. Después, la pick up de Joe Pixley quedó enteramente vacía. Él se sentó en el estribo y encendió un cigarrillo, poniéndose a esperar. Los otros vehículos ya se hallaban descubiertos, con los conductores en posición, listos para descargar. El mecánico del garaje de la Buick, metido en un impecable terno color gris, gritó:
— Belvedere!
Dos personas salieron a la calle.
Después, vinieron enseguida Corte Madera, Strawberry, Belveron Gardens y San Rafael.
Exactamente 14 personas fueron a buscar vainas para San Rafael, que era la mayor ciudad del condado.
No tardó mucho, tal vez 15 minutos, a lo sumo, para que todos los vehículos estuvieran descargados, excepto la de Joe Grimaldi, que aún tenía dos vainas. En menos de un minuto, Wally y el mecánico volvieron a mezclarse con la multitud, el primero metiendo los papeles en la bolsa interior de la chaqueta. La propia multitud estaba ahora en movimiento, comenzando a dispersarse.
Los conductores de los cinco camiones volvieron a sentarse al volante, encendieron los motores y partieron, desapareciendo poco después por la Throckmorton.
A lo largo de los casi dos calles que podíamos ver, los coches con las inmensas vainas en las maletas o escondidas en los bancos traseros dejaban las plazas y se alejaban. Por un breve momento, la multitud, camino por las calzadas, atravesando la calle, los niños corriendo de un lado para otro, era más numerosa que lo habitual, como la salida súbita de los espectadores al final de una sesión de cine.
Pero la multitud fue rápidamente disminuyendo y poco después vi a mujeres empujando carritos de compras dentro del supermercado, personas sentadas en la terraza del Dave’s Lunch, otras entrando y saliendo de varias tiendas. Los coches estaban nuevamente desplazándose lentamente por la calle. La escena había vuelto a ser normal, una calle céntrica de ciudad pequeña más o menos típica, tal vez más desmantelada que lo normal, sin embargo no lo suficiente para despertar la curiosidad de un extraño que pasara.
No había ninguna persona en la calle usando el medallón amarillo y azul, aunque una o dos exhibieran el medallón rojo y blanco que los comerciantes de la ciudad acostumbraban distribuir. Tal vez cinco minutos después, mire al vendedor que Jansek había detenido conduciendo por la Throckmorton, solo en su coche. Poco después, el coche con la placa de Oregon también pasó por la calle.
Con mi brazo aún sobre los hombros de Becky, la miré. Me miro aturdida, por un momento, después contrajo los labios y se alzo de hombros. Sonreí en respuesta. No había nada más por hacer o decir, y yo no sentía ninguna emoción en particular. No había ninguna emoción nueva, y no sentía cualquiera de las emociones antiguas. Simplemente habíamos alcanzado el límite del cuál nada más quedaba para decir o sentir.
Pero me hallaba finalmente consciente, ahora sabía con certeza, que toda la ciudad de Mill Valley había sido suplantada, que no había una sola persona, además de nosotros y posiblemente de los Belicecs, que no hubiera sido duplicada, por lo menos aparentemente.
Los hombres, mujeres y niños en la calle y tiendas allá abajo eran ahora, otra cosa extraña para mí, hasta el último de ellos. Eran todos nuestros enemigos, inclusive los que poseían ojos, rostros, gestos y recuerdos de viejos amigos.
No había nadie que nos pudiera ayudar en Mill Valley, sólo podíamos contar uno con el otro. Y, ahora, las comunidades alrededor de nuestra ciudad también estaban siendo invadidas.
CAPITULO 16
Muchas veces comentamos: — No me sorprende.
O también: — Sabía que iba a suceder.
Con eso, estamos queriendo decir que en el momento de ocurrir un suceso, aunque anteriormente no le hubiéramos dedicado ningún pensamiento consciente, experimentamos una sensación de inevitabilidad, como si supiéramos hace mucho tiempo que justamente aquello sucedería.
En los minutos en que pasamos sentados allí, junto a la ventana, todo lo que yo podía pensar por hacer era esperar hasta el anochecer y después intentar salir de la ciudad a través de las veredas en las colinas. Era enteramente inútil intentar escapar a la luz del día, con todas las personas en la ciudad atentas a nuestra presencia, contra nosotros. Fue lo que expliqué a Becky, en términos tan esperanzadores como podía, buscando dar la impresión de que creía plenamente que podríamos conseguir escapar.
Y hubo un momento en que me sentí realmente esperanzado.
Y, sin embargo, cuando oí el ligero sonido de una llave siendo insertada en la cerradura de la puerta de la sala de espera, experimente la sensación que intenté describir. No había sorpresa.
Tenía la impresión de que había sabido todo el tiempo lo que iría a suceder. Tuve incluso tiempo para pensar que, quienquiera que fuera, simplemente había cogido la llave maestra del edificio con el conserje. Pero cuando la puerta se abrió y vi la primera de las cuatro personas que entraron en la sala, me levanté deprisa, con el corazón súbitamente exultante, latiendo fuerte. Sonriendo con una renovada esperanza e inmensa excitación, avancé con la mano extendida para apretar la de él.
Mi voz salió como un susurro alto y ronco:
— Mannie!
Estaba dominado por una excitación intensa. Agarré su mano y la sacudí vigorosamente. Pero él reaccionó con menos vigor del que yo esperaba, la mano casi inerte en mí, como si estuviera aceptando pero no retribuyendo plenamente mi saludo.
En el instante siguiente, mirando atentamente su rostro, comprendí todo. Es difícil explicar cómo pude saberlo. Tal vez porque sus ojos carecieran de un poco de brillo, tal vez porque los músculos de su rostro habían perdido el indicio habitual de tensión y alerta, tal vez... Cualquiera que fuera el motivo, el hecho es que yo sabía.
Mannie, percibiendo en mi rostro lo que pasaba por mi mente, sacudió lentamente la cabeza y dijo, como si yo hubiera hablado en voz alta:
— Es eso, Miles. Y ya hace bastante tiempo. Aun antes de la noche en que me telefoneó.
Me volví para ver quién más había entrado en la sala, mirando atentamente cada rostro. Después, volví junto a la ventana, pasé el brazo por los hombros de Becky y los encaré.
Uno de los hombres — todos quedaron parados junto a la puerta — era bajo, corpulento y calvo. Nunca lo había visto antes. Otro era Chet Meeker, un contador de Mill Valley, un hombre grandulón, de cabellos negros, rostro jovial, de treinta y pocos años. El cuarto era Budlong, que nos sonrió ahora, tan amistosamente como antes. Becky y yo continuamos parados al lado de la ventana. Mannie señalo en dirección del sofá y dijo gentilmente:
— Siéntense. — Sacudimos la cabeza y él insistió:
— Siéntense, por favor. Usted está exhausta, Becky, extenuada. Puede sentarse.
Pero Becky se acerco mas contra mí y yo le apreté los hombros, sacudiendo nuevamente la cabeza.
— Está bien.
Mannie empujó para un lado la sabana que estaba en el sofá y se sentó. Chet Meeker fue sentarse al lado de él. Budlong ocupó una silla en el otro lado de la sala y el hombre que no conocía se sentó cerca de la puerta del pasillo.
— Me gustaría que se relajasen y no estuvieran tan preocupados.— dijo Mannie, alzando las cejas y sonriéndonos, pareciendo francamente preocupado por nuestro bienestar.
— No vamos a lastimarlos. Y a partir del momento que comprendan lo que nosotros... tenemos que hacer... — Dijo, alzándose de hombros. — Creo que tal vez puedan aceptar, cesando toda resistencia.
Mannie nos quedó mirando por un momento, en silencio. Como no respondiéramos ni nos moviéramos, se recostó en el sofá y añadió:
— Ante todo, no duele. No van a sentir nada. Es algo que le puedo prometer, Becky. — Se mordió el labio por un instante, poniendo en orden lo que tenía a decir. — Y cuando despierten, se van a sentir exactamente los mismos. Continuarán siendo los mismos, en cada pensamiento, recordaran, hábitos y costumbres, hasta el último átomo de sus cuerpos. No hay ninguna diferencia. Absolutamente ninguna. No dejarán de ser ustedes mismos. — Mannie habló incisiva y convincentemente. Pero, por una fracción de un instante, un vestigio de incredulidad en sus propias palabras cruzo por sus ojos.
— Por qué entonces se dan tanto trabajo? — No esperaba que alguna cosa pudiera resultar de la discusión, pero me parecía que tenía que decir alguna cosa — Si es así, bien que nos pueden dejar en paz. Nos iremos fuera de la ciudad y nunca más volveremos.
— Bueno... — Mannie comenzó a responder, pero se detuvo y miró a Budlong, en el otro lado de la sala. — Tal vez sea mejor que usted explique eso, Bud.
— Está bien.
Pareciendo bastante satisfecho, Budlong se reclino sobre la cadera. Era el profesor anticipando la alegría de dar una clase, justamente como siempre había hecho toda la vida. Y me descubrí imaginando si Mannie no estaría en lo correcto, si realmente no había ningún cambio y la persona continuaba como siempre fuera.
— Vio lo que vio y sabe lo que sabe — comenzó Budlong. — Ya conoce... las vainas, digamos así, por falta de otro término mejor. Vio sus cambios y su preparación. Por dos veces, vio el proceso casi concluido. Por qué negarse a someterse al proceso cuando no hay, como ya hablamos, absolutamente ninguna diferencia final? — Nuevamente, como ya había sucedido en su casa, las puntas de los dedos de sus manos se unieron, en un gesto típicamente académico. Nos sonrió jovialmente.
— Es una buena pregunta. Pero hay una respuesta y de las más simples. Como ya imaginó, las vainas son, en un correcto sentido, vainas de semilla. Sólo que no se tratan de semillas en el sentido que conocemos. Pero, de cualquier forma, son materia viva. Y como son semillas, son capaces de un crecimiento y desarrollo enorme y complejo. Y realmente vagaron por el espacio, por lo menos las vainas originales, recorriendo distancias fabulosas, a través de milenios incontables, exactamente como le hablé. — Hizo una pausa, sonriendo cómo si estuviera pidiendo disculpas. — Pero, como no podía dejar de ser, intenté formular la cosa de manera que dejara dudas sobre la hipótesis. Sea cómo sea, las vainas viven. Llegaron a este planeta por pura casualidad. Pero, habiendo llegado, tienen una función para cumplir, tan natural para ellas como sus funciones son para usted. Y es por eso, por lo que usted debe someterse al cambio. Las vainas necesitan cumplir su función, su razón de ser.
— Y cuál es la función de ellas? — indague, sarcásticamente.
Budlong se encogió de hombros. — La función de toda la vida, en cualquier lugar: sobrevivir. — Por un momento, me miró en silencio, antes de añadir: — La vida existe por todo el universo, Dr. Bennell. La mayoría de los científicos sabe de eso y no vacila en reconocerlo. No puede dejar de ser verdad, aunque jamás la hayamos encontrado antes. Pero la vida existe por el universo, a distancias infinitas, en todas las formas concebibles. Piense sólo, Doctor, que existen planetas y vida incalculablemente más antiguas de la que nosotros tenemos aquí. Que sucede cuando un planeta antiguo finalmente muere? La forma de vida que lo habita debe prever que eso va a suceder y prepararse para sobrevivir. — Budlong se inclinó hacia el frente, con los ojos fijos en mí, fascinado por sus propias palabras. — Un planeta muere, lentamente, a lo largo de tiempos inconmensurables. La forma de vida que lo habita, a lo largo de ese tiempo, debe prepararse. Prepararse para que? Para dejar el planeta. Para llegar adónde? Y cuando? No hay respuesta, a no ser una, la que ellos alcanzaron. Es la capacidad de adaptación universal a toda y cualquier otra forma de vida, bajo toda y cualesquiera las condiciones que puedan encontrar. Budlong nos sonrió jovialmente, volviéndose a recostar en la silla. Era evidente que estaba disfrutando intensamente aquel momento.
En la calle allá fuera, un coche toco la bocina y un niño se puso a gritar.
— Por lo tanto, en un correcto sentido, las vainas son parásitos de cualquier vida que encuentren — continuó Budlong. — Pero son parásitos perfectos, capaces de hacer algo mucho más que simplemente adherirse al cuerpo huésped. Son formas de vida completamente evolucionadas. Poseen la capacidad de reformarse y de reconstituirse en una duplicación perfecta, célula viva por célula viva, de cualquier forma de vida que puedan encontrar, en cualesquier condición en que la vida sea encontrada.
Mi rostro debe haber dejado transparentar lo que estaba pensando, porque Budlong sonrió y levantó la mano.
— Sé que parece meras palabras, una divagación sin sentido. Lo que es perfectamente natural. Finalmente, estamos prendidos a nuestras propias concepciones, Doctor, nuestras nociones necesariamente limitadas de lo que la vida puede ser. En verdad no podemos realmente concebir cualquier cosa muy diferente de nosotros mismos y de cualquier otra forma de vida que existe en este pequeño planeta. No es difícil probar tal aseveración. Como aparecen dibujados los imaginarios habitantes de Marte en nuestra ficción e historias en revistas? Busque acordarse. Parecen versiones grotescas de nosotros mismos. No podemos imaginar cualquier cosa diferente! Es verdad que podemos imaginarlos con seis piernas, tres brazos, antenas saliendo de las cabezas... — Budlong sonrió, antes de añadir: —...como insectos con los que estamos familiarizados. Pero no son fundamentalmente diferentes de lo que conocemos. — Levantó un dedo, como si estuviera censurando a un alumno despreparado. — Pero aceptar nuestras limitaciones y realmente creer que la evolución por todo el universo deba seguir, por alguna razón, por caminos similares a los nuestros, bajo todos los aspectos es... — El profesor dio de hombros —...una actitud un tanto insular, digamos así. Una actitud rematadamente provinciana. La vida asume la forma que se hace necesaria: un monstruo con quince metros de altura, un inmenso cuello y pesando toneladas. Podemos llamarlo de dinosaurio. Cuando las condiciones cambian y la supervivencia del dinosaurio no es más posible, él simplemente desaparece. Pero la vida no desaparece. Continúa existiendo bajo una nueva forma. Una forma necesaria. — La expresión de Budlong era ahora solemne. — La verdad es lo que estoy diciendo. Sucedió así. Las vainas llegaron, cayeron en nuestro planeta, como ya habían caído en otros, desempeñaron y continúan desempeñando su función simple y natural... que es la de sobrevivir en este planeta. Y lo consiguen recurriendo a su capacidad extremadamente evolucionada de adaptarse, asumir y duplicar, célula por célula, la vida para la cual este planeta es apropiado.
No sabía de qué nos serviría ganar algún tiempo. Pero estaba dispuesto, ansioso, por conversar por tanto tiempo como él quisiera. Y por eso comenté, desdeñosamente:
— Todo eso no pasa de pura fantasía. Una teoría barata. Porque falta saber cómo. Y, además, como usted puede saber eso? Lo que sabe acerca de otros planetas y de otras formas de vida? — hablé sarcásticamente, con una punta de desprecio y amargura en la voz. Pude sentir los hombros de Becky, bajo mi brazo, temblando momentáneamente. Pero Budlong no se irrito, diciendo con la mayor tranquilidad:
— Nosotros lo sabemos. No existe... — se alzo de hombros —... la memoria. No se puede llamar así. No se puede llamar a cuálquier cosa que usted sea capaz de reconocer. Pero hay conocimiento en esta forma de vida, es claro. Y es un conocimiento que permanece. Aún soy lo que era, bajo todos los aspectos, hasta una cicatriz en el pie que me hice cuando era pequeño. Aún soy Bernard Budlong. Pero el otro conocimiento también existe ahora. Es un conocimiento que queda y yo lo sé. Todos lo sabemos. — Quiere saber como sucede, como ellos hacen lo que hacen? — Budlong me sonrió. —Bueno, Dr. Bennell, piense en cuan poco conocemos de hecho este nuestro pequeño planeta, aún tan nuevo. Apenas acabamos de descender de los árboles. Aún somos salvajes! Solamente hace doscientos años, los médicos aún no sabían como circulaba la sangre. Pensaban que se trataba de un fluido inmóvil, llenando el cuerpo como agua en un saco. Y en mi propia etapa de niñez, ni siquiera se sospechaba de las existencias de las ondas cerebrales. Piense en eso, Doctor! Las ondas cerebrales, impulsos eléctricos concretos, en padrones específicos identificables, pasando del cerebro al exterior, pueden ser captadas, ampliadas y registradas. Puede quedarse sentado observándolas en una pantalla. Por casualidad es un epiléptico, real o en potencia? Los padrones de sus propias ondas cerebrales individuales irán a responder rápidamente a esa pregunta, como sabe perfectamente ya que es médico. Y las ondas cerebrales siempre existieron. No fueron inventadas, sólo descubiertas. Las personas siempre tuvieron ondas cerebrales, así como siempre tuvieron huellas digitales. Abraham Lincoln, Poncio Pilatos y el hombre de Cro-Magnon, todos tenían. Simplemente no sabíamos. — Budlong suspiró, antes de acrecentar: — Y hay mucho más que no sabemos, ni siquiera comenzamos a sospechar. No sólo su cerebro, sino todo su cuerpo, cada célula, todo irradia ondas, tan individuales como las huellas digitales. Cree en eso, Doctor? — Sonrió. — Acepta que ondas totalmente invisibles e imposibles de percibirse puedan emanar de una sala, se muevan silenciosamente por el espacio, sean captadas y después reproduzcan precisamente cada palabra y sonido oído en la sala original? Como el sonido de una voz susurrada, la nota de un piano, lo despierte una guitarra eléctrica? Su abuelo jamás habría creído en tamaña imposibilidad, pero no es su caso... porque cree en el radio. Cree incluso en la televisión. Budlong hizo otra pausa, sacudiendo la cabeza. — Eso es, Dr. Bennell, su cuerpo contiene un padrón, así como toda materia viva. Es la propia base de la vida celular. Porque esta compuesto de minúsculos impulsos eléctricos que emanan juntos de los propios átomos que constituyen su ser. Y, por tanto, es un padrón, infinitamente más perfecto y detallado del que cualquier planta podría mostrar, un padrón de la constitución atómica exacta de su cuerpo precisamente en aquel momento, alterándose en cada respiración, cada segundo, en que su cuerpo pasa por cambios infinitesimales. Y es durante el sueño, que el cambio ocurre en grado más pequeño. Y es durante el sueño que el padrón le puede ser quitado, absorbido como electricidad estática, pasando de un cuerpo a otro. — El profesor movió la cabeza lentamente, antes de continuar: — Por lo tanto, Dr. Bennell, puede suceder y con relativa facilidad. Los padrones intrincados de los impulsos eléctricos que mantienen juntos los átomos de su cuerpo, para formar y constituir hasta la última célula, pueden ser lentamente transferidos. Así, ya que toda y cualquier especie de átomo del universo es idéntica, pues los átomos son el material de construcción del universo, usted podrá ser perfectamente duplicado, átomo por átomo, molécula por molécula, célula por célula, hasta la menor cicatriz, los cabellos, todo finalmente. Y que acontece con el original? Los átomos que anteriormente lo componían, estáticos ahora, se hacen nada, un montón pelusa gris. Puede suceder y de hecho sucede. Sabe que ha sucedido. Y, sin embargo, se rechaza a aceptarlo. — Me observó en silencio por un instante, antes de sonreír y añadir: — Pero tal vez no este engañándolo en relación a eso. Creo que probablemente ya lo aceptó.
Por algún tiempo, la sala quedó sumergida en silencio, los cuatro hombres observándonos a Becky y a mí. Budlong tenía razón, creía en él. Sabía que era verdad, que era posible o imposible. La impotencia y la frustración estaban fermentando dentro de mí a un punto insoportable. Podía sentirlo en las puntas de los dedos, una sensación física, un inmenso deseo compulsivo de hacer alguna cosa. Me quedé cerrando y abriendo los puños. Súbita e impulsivamente, sin ninguna otra razón a no ser la de moverme, actuar, hacer alguna cosa, extendí la mano para atrás, cogí la cuerda de la persiana y di un jalón con fuerza. La persiana subió, ruidosamente, como disparos de ametralladora, la luz del día penetro en la sala. Me volví y miré a las personas que hacían compras en la calle allá abajo, las tiendas, los coches, los parquímetros, escenas enteramente normal. Los cuatro hombres en la sala no se movieron. Simplemente continuaron sentados, observándome. Y ahora mis ojos corrían frenéticamente por la sala, buscando por alguna cosa que pudiera hacer.
Mannie comprendió lo que estaba pasando en mi cabeza, antes que yo tuviera tiempo de hacer alguna cosa.
— Puede coger cualquier cosa y lanzarla por la ventana, Miles. Puede estar convencido de que eso atraería la atención. Las personas levantarían la cabeza y verían la ventana quebrada. Y podría ponerse en la ventana, Miles, ponerse a gritar. Pero nadie subiría hasta aquí.
Mis ojos se desviaron al teléfono, y Mannie añadió:
— Puede tomar el teléfono. No se lo vamos a impedir. Pero no va a conseguir hacer una conexión.
Becky volvió la cabeza hacia mí, apretándose contra mi pecho, las manos agarrándome las solapas. Pasé los brazos en torno a ella, sintiendo sus hombros se sacudían en sollozos secos y silenciosos. — Pero qué están esperando entonces? — Había una niebla roja genuina delante de mis ojos. — Que están queriendo hacer? Torturarnos?
Mannie hizo una mueca, una expresión aparentemente angustiada, sacudiendo la cabeza..
— No, Miles! No estamos queriendo torturarlos. No tenemos la más pequeña intención de lastimarlos o torturarlos, por cualquier medio posible. Ustedes son mis amigos. O eran. — Sacudió la cabeza nuevamente, abriendo los brazos en un gesto de desamparo. — Acaso no lo entiende? No hay nada que podamos hacer, Miles, si no esperar. E intentar explicarles, hacerles comprender y aceptar todo, buscar la manera para que todo se haga más fácil para ustedes. Miles, tenemos que esperar hasta que se duerman. Eso es todo. Y no hay medio alguno para obligar a un hombre a dormir, a no ser por la fuerza. — Mannie quedó callado por un momento, observándome, antes de añadir, en tono de urgencia: — Pero tampoco hay otro medio por el cual usted pueda evitar dormir. Puede luchar contra el sueño por algún tiempo, pero finalmente... tendrá que dormir, a la corta o a la larga.
El hombre cerca de la puerta, cuya existencia había hasta olvidado, suspiró y dijo:
— Vamos a encerrarlos en una celda con cadenas y ellos acabarán durmiendo. Para que toda esa discusión?
Mannie lo miro con una expresión fría.
— Porque esas personas son mis amigos. Puedes ir a casa, si quieres. Bastan tres de nosotros. El hombre suspiró. — comprendió que ninguno de ellos se iría — y continuó sentado donde estaba.
Mannie se levantó súbitamente, se aproximó a nosotros y me miro a los ojos. Parecía angustiado y pesaroso. — Enfrente los hechos, Miles. Usted no tiene salida. No hay nada que pueda hacer. Enfrente lo inevitable y acéptelo. Por casualidad le gusta ver a Becky de ese modo? Pues a mi no me gusta!
Nos miramos en silencio por varios segundos. No creía absolutamente en la rabia de él. Gentil y persuasivamente, Mannie añadió:
— Hable con ella, Miles. Hágala comprender la verdad. No estoy queriendo engañarlos. Les garantizo que no van a sentir absolutamente nada. Duerman y despertarán sintiéndose exactamente como ahora, sólo que descansados. Continuarán siendo los mismos.
Después de un momento Mannie se dio la vuelta, volviendo a sentarse en el sofá.
CAPITULO 17
Mi mano se estaba moviendo, acariciando los cabellos de Becky, masajeándole el cuello suavemente, confortándola o por lo menos intentando, de la única manera que podía. Y después me pregunte si esa era la única manera. Estaba muy cansado. Podía sentirlo por detrás de los ojos, en la flacidez de los músculos faciales, en los brazos y piernas. Aún no estaba acabado. Podía resistir por algún tiempo más, pero no por mucho. Y Becky tampoco conseguiría aguantar por mucho tiempo. Y la idea de dormir, de simplemente olvidar todos los problemas, dejar que el sueño me dominara y después despertar sintiéndome exactamente como ahora, aún Miles Bennell, era terriblemente tentadora. Miré a Mannie, sentado en la orilla del sofá, los ojos entrecerrados, con el rostro pareciendo compadecido y ansioso, queriendo que creyera en él. Y me pregunté si lo que Mannie había dicho no sería la verdad.
Aunque no lo fuera, sentir el cuerpo de Becky temblando entre mis brazos, sabiendo cómo ella estaba aterrorizada, era más de lo que podía soportar. Sabía que había algo más que podría hacer por ella, además de quedarme sentado allí acariciándole los cabellos. Podría persuadirla. Podría aceptar lo que Mannie dijera, aceptar y creer. Y después dejar que mi convicción la convenciera. Podría incluso ser verdad. Por qué no? Con la mano siempre acariciándole los cabellos, apretándola firmemente, quedé pensando al respecto, sintiendo el temblor incesante de su cuerpo y mi propio cansancio. Dejé que las ganas de creer se fueran fortaleciendo y aumentando. Y después... Budlong habría ganado.
Las ansias de sobrevivir no pueden ser contestadas y sabía que íbamos a luchar, tendríamos que luchar. Como un hombre condenado intentando vanamente mantener la respiración en la cámara de gas, tendríamos que resistir por tanto tiempo como fuera posible, luchando y esperando, aún cuando no restara ninguna otra perspectiva de esperanza. Me volví a Budlong, intentando pensar en alguna cosa por decir, cualquier cosa, a fin de mantenernos despiertos, para encontrar algún punto de ataque, mientras esperaba, no se que.
— Como fue que sucedió? — pregunte, en tono de quién quiere sólo conversar un poco. — Como hicieron para dominar Mill Valley completamente?
Budlong se mostró dispuesto a responder. Sabía que Mannie estaba en lo cierto. Simplemente continuarían a la espera, hasta que finalmente el sueño nos venciera.
— Al principio, la cosa fue medio a ciegas — dije Budlong, jovialmente. — Las vainas cayeron en esta área. Podría haber sido en cualquier otro lugar, pero sucede que fue aquí. Fueron a caer en la hacienda de Parnell, encima de un montón de basura. Los primeros esfuerzos no pasaron de una duplicación a ciegas de lo que habían encontrado inicialmente: una lata vacía, manchada con el jugo de alguna fruta otrora viva, un mango de madera quebrado. Era un desperdicio perfectamente natural, el mismo desperdicio de cualquier espora cayendo en lugares errados. Otras vainas, sin embargo, sólo unas pocas... dígase de pasada que bastaría sólo un caso bien-realizado... que cayeron, fueron empujadas por el viento o llevadas por personas curiosas a los lugares correctos. Y los que fueron cambiados trataron de reclutar a otros, generalmente las propias familias. El caso de su amiga, Wilma Lentz, es típico. Fue el tío de ella, evidentemente, quien colocó en el sótano de la casa la vaina que efectuó el cambio de Wilma. Y fue el padre de Becky quién... — gentilmente, él no concluyó la frase. — Sea cómo sea, a partir del momento en que se efectuó la primera mudanza eficaz, la casualidad dejó enteramente de ser un factor. Solamente un hombre, Charley Bucholtz, el medidor de relojes de gas y de electricidad, proveyó más de setenta cambios. Es un hombre que puede entrar en los sótanos y generalmente nadie lo acompaña. Repartidores, bomberos, carpinteros también fueron responsables por varios cambios. Y es claro que a partir del momento en que se efectuaba un cambio en una casa, era fácil convertir el resto de la familia. — Budlong suspiró, pesarosamente. — Es claro que hubo accidentes, algunos equívocos. Una mujer vio a la hermana acostada en la cama, durmiendo. Un momento después, con el proceso aún inacabado, vio también a la hermana, aparentemente, durmiendo en el armario del cuarto de huéspedes. La mujer simplemente perdió el juicio. Algunas personas, comprendiendo lo que estaba sucediendo, intentaron luchar. Resistieron y lucharon. Es difícil entender por que. Pero fue... muy desagradable para todos. Las familias con niños fueron normalmente más difíciles. Los niños perciben rápidamente hasta las diferencias más pequeñas y más triviales. Sin embargo, de un modo general, fue todo relativamente fácil y rápido. Wilma Lentz, así como la Srta. Driscoll son personas sensibles. La mayoría de las personas no percibió absolutamente ningún cambio, pues las diferencias no son significativas. Y, evidentemente, así que aumenta la cantidad de cambios, se hace más fácil convertir al resto.
Ahora había encontrado un punto de ataque. — Pero la verdad es que hay una diferencia. Usted aún lo acaba de decir.
— No llega a ser realmente una diferencia y no es permanente.
Pero no iba a dejar las cosas por ahí. Además de eso, Budlong había acabado de recordarme otra cosa. — Vi una cosa en su oficina — hablé, muy despacio, pensando al respecto. — Nada significó para mí en ese momento, pero ahora lo estoy recordando. Así como también estoy recordando algo que Wilma Lentzs dijo, poco antes de ser cambiada. — Todos me estaban observando, en silencio, esperando. — Me dijo en su casa que estaba trabajando en una tesis, un estudio científico, que le era extremadamente importante.
— Exactamente.
Me incliné al frente, con los ojos fijos en él. Becky levantó la cabeza, me miro aturdida por un instante y después miró a Budlong.
— Sólo había un medio por el cual Wilma Lentz sabía que Ira no era Ira. Un solo medio para percibirlo, ya que era la única diferencia. No había emoción, ninguna emoción de verdad, ninguna emoción fuerte y humana, sólo recordaba la emoción y la simulaba, la cosa que parecía, hablaba y se comportaba como Ira, en todo lo demás. — Bajé la voz, al continuar: — Así como no hay ninguna emoción en usted, Budlong. Sólo recuerda la emoción. No hay alegría de verdad, miedo, esperanza o excitación en usted. No hay nada más. Vive en la misma especie de limbo grisácea como la sustancia repulsiva de que se formó. — Sonreí. — Profesor, hay un polvillo especial que los papeles adquieren cuando quedan esparcidos sobre una mesa por muchos días. De alguna forma, parece que pierden el vigor, quedan diferentes. Como si el papel se marchitara, por el aire o la humedad, no sé realmente. Pero se puede percibir, por la apariencia, si están mucho tiempo encima de una mesa. Y era exactamente esa la impresión que su mesa daba. No tocaba aquellos papeles desde el día, cualquiera que haya sido, en que dejó de ser Budlong. Porque no le importa más, la tesis no tiene ninguna importancia. Ambición, esperanza, anhelos... no posee nada mas! — Me volví bruscamente. — Mannie, se acuerda de aquel compendio para el segundo grado que usted estaba planeando, Una Introducción a la Psiquiatría! Trabajaba en el esbozo en todos los minutos de descanso que podía tomar. Y que sucedió, Mannie? Cuando fue la última vez que trabajó en él? O que siquiera le dio una mirada?
— Está bien, Miles, ahora usted sabe — dije Mannie, calmadamente. — Queríamos sólo que las cosas fueran más fáciles para usted. Después de que se hubiera convertido, no habría ninguna diferencia, porque a usted no le importaría. Estoy hablando en serio, Miles: no es tan ruin eso. Ambición, esperanza... que hay de bueno en tales cosas? — Era evidente que él estaba absolutamente convencido de lo que hablaba. — Aunque va a echar en falta la tensión y preocupaciones que acompañan tales emociones? No es tan malo como imagina, Miles. Estoy hablando en serio. Es pacífico, tranquilo. Y la comida aún tiene sabor, aún es agradable leer un libro.
— Pero no escribirlo — murmuré. — No el esfuerzo, la esperanza y la lucha obstinada para escribirlo. O sentir las emociones que producen los libros. Todo eso acabó, no es así, Mannie?
— No voy a discutir con usted, Miles — dije él alzándose de hombros. — Parece haber adivinado muy bien como son las cosas.
— No hay emoción — hablé en voz alta, aunque estuviera dirigiéndome más a mí mismo. Se me ocurrió una idea y pregunte: — Mannie, aún puede hacer el amor, tener hijos?
Él me miró en silencio por un instante, antes de responder, — Creo que sabe que no podemos, Miles. Que diablos… — y eso fue lo más próximo a la rabia a que él llegó a sentir— puede muy bien saber toda la verdad, ya que está insistiendo. La duplicación no es perfecta. Y no puede serlo. Algo sucede con los compuestos artificiales creados por los físicos nucleares: son inestables, incapaces de mantener la forma. No podemos vivir, Miles. El último de nosotros estará muerto… — sacudió una de las manos, como si eso no tuviera cualquier importancia —... dentro de cinco años, a lo sumo.
— Y eso no es todo — añadí, suavemente. — Están convirtiendo todo lo que esta vivo, no sólo hombres, también animales, árboles, selva, todo lo que vive. No es eso así, Mannie?
Él sonrió, una sonrisa de cansancio. Después, se levantó y fue hasta la ventana y señalo. En el cielo de la tarde estaba suspendida la Luna en cuarto creciente, pálida y plateada a la luz del día, pero perfectamente visible y nítida. Una niebla tenue flotaba delante de la Luna..
— Mire a la Luna, Miles. Está muerta. No habido ningún cambio en su superficie desde que el hombre comenzó a estudiarla. Pero nunca se preguntó por qué la Luna es un desierto de nada? La Luna, tan cerca de la Tierra, tan parecida, otrora una parte de la tierra, por qué debería estar muerta? Quedó callado por un momento, mientras mirábamos a la superficie silenciosa e inalterada de la Luna. — No siempre fue así — añadió Mannie, suavemente. — Hubo un tiempo en que la Luna estaba viva. — Se dio la vuelta y regreso al sofá, antes de continuar: — Y los otros planetas, girando en torno a la misma fuente de vida, que es el Sol, como la Tierra? Marte, por ejemplo. Vestigios de los seres que otrora vivieron en Marte aún se encuentran en los desiertos. Y ahora es la ocasión de la Tierra. Y después que todos esos planetas sean consumidos. Las esporas seguirán adelante, volverán al espacio, para vagar... No importa por cuánto tiempo o para donde. Acabarán llegando... en algún lugar. Budlong dijo lo que eran: parásitos. Parásitos del universo. Y serán los únicos y últimos supervivientes del universo.
— No se sienta ofendido, Doctor — dije Budlong, afablemente. — Tras todo lo que hicieron en este planeta… Donde están los bosques que cubrían el continente? Y las tierras fértiles que convirtieron en desiertos? También han consumido lo que encuentran... y después siguen adelante. No hay por qué estar tan ofendido.
Apenas conseguí hablar: — El mundo... van a esparcir esas cosas por todo el mundo?
— Ya lo comprendió? — dije Budlong, sonriendo tolerantemente. — Este condado, después los siguientes, el norte de California, Oregon, Washington, toda la Costa del Pacífico. Es un proceso que se va acelerando, siempre más deprisa, siempre hay más de nosotros y menos de ustedes. No va a tardar mucho en ocupar todo el continente. Y después... es claro que nos propagaremos por el mundo entero.
— Pero... de donde están viniendo las nuevas vainas? — pregunte.
— Son cultivadas, esta muy claro. Nosotros las cultivamos. Cada vez más.
No me pude contener. — El mundo... — murmuré en voz baja, para después gritar: — Pero por que? Oh, Dios, por que?
Si él pudiera ponerse furioso, eso ciertamente hubiera sucedido en aquel momento. Pero Budlong se limitó a menear la cabeza, tolerantemente.
— Doctor, Doctor, será que no entiende? Parece que aún no lo entendió. Ya olvidó todo lo que le hablé? Lo que hace y por que? Por qué respira, come, duerme, hace el amor y reproduce su especie? Porque es su función, su razón de ser. No hay cualquier otra razón ni es necesario. — Moví mi cabeza, espantado por no estar entendiendo. — Parece chocante. Pero lo que la raza humana ha hecho a sido extenderse por el planeta hasta sumar billones? Lo hicieron con este propio continente, se expandieron hasta ocuparlo enteramente? Y donde están los bisontes que vagaban por este continente antes de que llegaran aquí? Desaparecieron. Donde están los bravos palomos que literalmente obscurecían los cielos de América en bandadas de millones? El último murió en un jardín zoológico de Filadelfia en 1913. Doctor, la función de la vida es vivir mientras pueda. Ningún otro motivo puede interferir con eso. No hay ninguna maldad envuelta. Por casualidad odiaban a los bisontes? Debemos continuar por qué debemos. Acaso no puede entender eso? — Volvió a sonreírme, siempre jovialmente. — Es la naturaleza de la bestia.
Y así, finalmente, tenía que aceptarlo, el hombre condenado exhalando el ultimo aire puro en sus pulmones, haciendo una pausa y después aspirando la muerte, porque no tiene más condiciones de resistir. No me restaba más nada por hacer, solo atenuar el impacto sobre Becky en el poco tiempo que nos restaba... si nos fuera posible pasarlo a solas.
— Mannie, usted dije que fuimos otrora amigos, que se acordaba de como era.
— Claro que me acuerdo, Miles.
— No creo que usted continúe realmente sintiéndolo. Pero si aún puede recordar alguna cosa de como era nuestra amistad, entonces déjenos a solas aquí. Puede encerrarnos en mi consultorio y necesitarán quedar vigilando sólo una puerta. Déjenos a solas ahora, Mannie. Quédense esperando en el pasillo. Dénos por lo menos eso. No podemos escapar. Y como podremos dormir con ustedes observándonos? De esa manera, todo podrá suceder más deprisa. Enciérrenos en mi consultorio, Mannie. Y quédense esperando en el pasillo. Es la última oportunidad que tenemos de saber lo que significa estar realmente vivos. Tal vez aún pueda acordarse ligeramente de lo que eso representaba. Mannie miró para a Budlong. Tras un momento de vacilación, el profesor asintió. Mannie se volvió enseguida a Chet Meeker, que se encogió de hombros. La opinión del hombre en la puerta ni siquiera fue pedida.
— Está bien, Miles — dije Mannie. — No hay razón para que no atendamos a su pedido. Hizo una seña con la cabeza al hombre en la puerta, que se levantó y salió para el pasillo. Después, fue hasta la puerta de madera que daba para mi consultorio, metió la llave en la cerradura, la giró, movió el picaporte, verificándola. Quito el pasador de la puerta y la abrió, para que Becky y yo pudiéramos pasar. Lentamente, la puerta comenzó a cerrarse atrás de nosotros. Un instante antes de cerrar enteramente, pude vislumbrar al hombre retornando a la sala de espera, con el cuerpo casi oculto por dos inmensas vainas que cargaba. La puerta fue finalmente cerrada, la llave giró en la cerradura. Oí el débil ruido de alguna cosa rozando en el otro lado de la puerta. Comprendí que las dos inmensas vainas estaban ahora en el suelo, en el otro lado de la puerta cerrada, muy cerca de nosotros, y a la vez fuera de nuestro alcance.
CAPITULO 18
Cogí la mano de Becky entre las mías, apretándola con fuerza. Ella me miro, consiguiendo aún exhibir una sonrisa. La lleve a la silla colocada delante de mi mesa y la senté allí. Después, me senté en el brazo de la silla, inclinándome cerca de ella, pasando el brazo por sus hombros. Por un momento, quedamos callados. Recordé la noche — no mucho tiempo atrás, pero a la vez pareciendo increíblemente distante — en que Becky había venido al consultorio para hablarme sobre Wilma. Me di cuenta que ella estaba usando el mismo vestido, de seda, mangas cortas, estampado en rojo y gris. Me acordé de cómo me había sentido contento por verla en aquella noche, comprendiendo que aunque sólo hubiéramos salido juntos algunas veces en la escuela secundaria, la verdad es que nunca la había olvidado. Y ahora podía comprender una serie de cosas que no había notado antes.
— Te amo Becky.
Ella levantó sus ojos para sonreírme y después recostó la cabeza en mi brazo.
— Yo también te amo Miles.
Escuche un pequeño ruido en el otro lado de la puerta cerrada atrás de nosotros. Era un ruido familiar, pero, por un instante, no pude reconocerlo. Era un ruido seco, un chasquido, como de una hoja seca rompiéndose bruscamente. Pero inmediatamente comprendí lo que era y miré rápidamente a Becky. Pero si ella también lo había escuchado e igualmente reconocido, no lo dejó transparentar.
— Me gustaría que nos hubiéramos casado, Becky. Me gustaría que estuviéramos casados ahora.
— A mi también, dijo.
El crujido sonó nuevamente en el otro lado de la puerta. Me levanté en ese instante, comenzando a caminar por la pequeña sala, buscando alguna cosa, cualquier cosa que nos pudiera ayudar. Más que todo lo que ya había querido antes, quería ahora otra oportunidad. Tenía que haber un medio cualquiera de escapar de aquella situación. No olvidándome de actuar silenciosamente, abrí la gaveta de la mesa. Allá estaban blocks de recetas, calendarios de plástico, clips, elásticos, un fórceps quebrado, lápiz, dos plumas, una espátula de imitación de bronce. Cogí la espátula, empuñandola como una daga, apretando el mango con fuerza. Miré para la superficie barnizada de la puerta maciza que daba para la sala de espera. Después, abrí la mano y dejé la inútil espátula caer de nuevo en la gaveta. Mi armario de instrumentos quedaba en el otro lado de la sala. Allá estaban los fórceps de acero inoxidable, bisturís, jeringas hipodérmicas, tijeras, desinfectantes, antisépticos. Había también la pequeña heladera: sueros, vacunas, antibióticos y una botella pequeña de ginger ale que mi enfermera había dejado allí. Ni siquiera abrí la puerta encristalada del armario. No había muchas cosas más: la balanza, la mesa de examen, un pequeño armario blanco esmaltado con cerradura, esparadrapo, yodo, mercurocromo, mertiolate, pequeños instrumentos. Había móviles, alfombras, cuadros y diplomas en la pared. O sea, no había nada. Me volví hacia Becky, abriendo la boca para hablar... y mi corazón se detuvo por un instante, para comenzar a latir inmediatamente después, descompasadamente. Di dos pasos rápidos para la silla en que Becky se encontraba, la agarré por los hombros y la sacudí bruscamente. Los ojos de ella se abrieron.
— Oh, Miles... me estaba durmiendo! — Sus ojos estaban llenos de terror.
En la última gaveta de la mesa, en el lado izquierdo, encontré las tabletas de benzedrina. Fui al baño, llené una copa con agua y le di una tableta a Becky. Miré el pequeño frasco de vidrio por un momento y después lo guardé en la bolsa, sin tomar ninguna tableta. Podía aguantar por algún tiempo más y era mejor que tomáramos la benzedrina alternadamente, a fin de que uno siempre mantuviera al otro despierto. Me senté a la mesa, los codos apoyados sobre el cristal del escritorio, los puños cerrados bajo la mandíbula. Becky quedó observando mis ojos, para saber si no dormía. Si hubiera alguna salida de emergencia, estaría en mi mente y no en mis pies caminando de un lado para otro. El tiempo fue pasando, nuevamente hubo otro crujido atrás de la puerta cerrada. Ambos estábamos ahora escuchando y ninguno de los dos miraba para la puerta. Hice un esfuerzo para continuar sentado, recordando todo lo que sabía acerca de las vainas gigantescas. Tras algún tiempo, levanté lentamente los ojos. En el sofá de cuero, al otro lado de la mesa, Becky estaba sentada en silencio, alerta, observándome atentamente, sus ojos ahora brillaban por los efectos de la benzedrina. En voz baja, pidiendo su opinión y pensando en voz alta, dije:
— Vamos a suponer, sólo suponer, que haya un medio... no de escapar, pues no hay forma de escapar... pero si de hacer que nos lleven a algún otro lugar. — Probablemente nos llevarían a otro lugar en la ciudad. Habrá un medio de conseguir eso?
— En que estás pensando, Miles?
— No sé. En nada, probablemente. Pensé sólo en encontrar un medio de estropear las malditas vainas. Ni siquiera se si podríamos hacerlo. De cualquier forma, ellos traerían otras. No conseguiríamos alguna cosa así.
— Por lo menos estaríamos ganando un poco más de tiempo — comentó Becky.
— Dudo mucho que haya más vainas disponibles en este momento. Tengo la impresión de que vimos todas que estaban listas. — Señale con la cabeza en dirección de la ventana y de la calle allá abajo, antes de añadir: — Creo que usaron todas las que estaban listas. Tal vez las dos en el otro lado de la puerta sean las que restaron en el camión de Joe Grimaldi. — Hay otras siendo cultivadas y sólo conseguiríamos una pequeña suspensión de la sentencia, lo que no es suficiente, de nada sirve.
Frustrado y desesperado, golpee con el puño cerrado la palma de la otra mano, silenciosamente. Fruncí el rostro, intentando pensar más claramente. — Sólo un poco más de tiempo no es suficiente. Tenemos que encontrar un medio de hacer que nos saquen de aquí, necesitamos salir del edificio. Sería nuestra última oportunidad de escapar. No habría otra.
— Creo que podríamos... sorprenderlos inesperadamente, al dejar el edificio, como hiciste con Nick Gri...
—Tenemos que pensar de verdad, Becky — la interrumpí, sacudiendo la cabeza bruscamente: — Esto no es una película y no soy un héroe del cine. No podría vencer a cuatro hombres. Probablemente no conseguiría dominar ni a uno sólo. Dudo mucho que pudiera dominar a Mannie. Y tengo la seguridad de que Chet Meeker acabaría fácilmente conmigo. Tal vez sólo tuviera alguna oportunidad con el profesor o con el gordo. — Sonreí por un instante, pero inmediatamente volví a hablar en serio: — Pero, ni siquiera se si es posible que nos saquen de aquí. Probablemente, no.
— Pero podríamos intentarlo? — Becky no estaba dispuesta a desistir. Señale para la puerta de la sala de espera. — En este momento, si Budlong está en lo cierto, las cosas allá fuera se están... preparando. Preparándose, más o menos a ciegas inicialmente, para imitar y duplicar cualquier sustancia vital que encuentren, como célula y tejido, estructura ósea y sangre. Lo que significa, nosotros... a partir del momento en que comencemos a dormir, los procesos de nuestros cuerpos disminuyendo el ritmo, dejándonos indefensos. Pero vamos a suponer... — Miré a Becky, vacilante. Si aquella no era la respuesta, no se la que podría ser. — Vamos a suponer, Becky, que encontremos un medio de hacer que las dos vainas allá fuera se gasten en alguna otra cosa. Vamos a suponer que les proporcionamos substitutos: Fred y su novia.
Becky frunció el rostro ligeramente, sin entender de lo que estaba hablando. Me incliné y abrí la puerta del armario atrás de la mesa.
— Los esqueletos — añadí, apuntándolos. — Ellos servirán. — De repente, estaba hablando muy deprisa, excitado, casi como si persuadir a Becky fuera la única cosa de que necesitase.
— Ellos poseen estructura ósea humana absolutamente completa! Y si Budlong está en lo correcto, los átomos que los componen aún están unidos por los mismos impulsos eléctricos a que él se refirió, los impulsos que los mantuvieron juntos en vida y que nos sostienen ahora. Ellos están... adormecidos, mucho más que simplemente adormecidos! Listos, dispuestos y probablemente perfectamente capaces de ser duplicados. Sus padrones serán copiados y reproducidos, en vez de los nuestros!
— Nada tenemos que perder por intentarlo, Miles — dijo Becky, después de un momento.
Antes de que ella terminara de hablar, ya estaba de pie. En silencio total, tomando extremo cuidado para evitar que los miembros descoyuntados chocasen en las paredes del armario, cogí primero el esqueleto masculino, más alto, llevándolo hasta la puerta cerrada de la sala de espera. Lo extendí en el suelo, la cara volteada hacia abajo, a fin de que no necesitáramos contemplar su sonrisa macabra. Segundos después, coloque el esqueleto femenino a su lado. Quedamos mirando a los esqueletos por un momento. Después, fui hasta el armario de instrumentos y abrí la puerta de vidrio sin hacer ruido, cogiendo una jeringa de 20cc. Incliné un frasco de vidrio de alcohol sobre un pedazo de algodón esterilizado, pasándolo sobre una pequeña área en el brazo de Becky y después en el mío. Llevé a Becky hasta la puerta de la sala de espera. De una vena de su antebrazo, retiré 20cc de sangre. Un momento después, rápidamente, antes que la sangre pudiera coagularse, la regué sobre la clavícula y diversas costillas del esqueleto más próximo en el suelo. De mi propio brazo, retiré otros 20cc de sangre, derramándolo inmediatamente sobre el otro esqueleto.
— Miles, no, no! Miré a Becky, que sacudía la cabeza frenéticamente, desviando los ojos, con el rostro pálido. Pero no me detuve.
— Miles, por favor! No aguanto más! ... Por favor, no! Ya basta!
Me levanté y me acerque hacia ella. — Está bien, Becky. No sé si va servir de algo, porque no hay mucha materia viva... — No concluí la frase. Dejé los esqueletos en el suelo como estaban. No sabía realmente lo que estaba haciendo, pero... los dejé como estaban. Sólo hice una cosa más y no pedí permiso a Becky. Cogí una tijera de la mesa, corté un mechón de su cabello, después un puñado del mío, esparciéndolos sobre los esqueletos en el suelo. Ahora, no restaba más que hacer sino esperar. Nos sentamos, Becky en el sillón de cuero, yo atrás de la mesa. Y fue entonces que ella comenzó a hablar. Lenta y suavemente, deteniéndose muchas veces para mirarme de manera inquisitiva, Becky describió una idea que se le había ocurrido. Quedé escuchando. Y cuando ella termino, esperando por mi respuesta, sonreí y asentí, buscando no parecer inmediatamente descorazonado.
— Becky, puedes tener razón, probablemente daría resultado, hasta cierto punto. Pero yo aún terminaría tirado en el suelo, con dos o tres hombres por encima de mí.
—Miles, sé que no hay razón para que cualquier cosa que podamos hacer sea lo mejor. Pero ahora tú estás pensando cómo en una película. Es lo que la mayoría de las personas suele hacer... por lo menos a veces. Hay determinadas actividades, Miles, que el común de la gente jamás hará durante toda su vida. Por eso, las imaginan en términos de escenas como en el cine. Es la única fuente que el común de la gente tiene para visualizar cosas de las cuales ellas nunca tuvieron una experiencia concreta. Y es así que estás pensando ahora: una escena en que estás luchando con dos o tres hombres y... Miles, que estoy haciendo yo en esa escena en tu mente? Me estás viendo encogida contra una pared, con los ojos desorbitados de pavor, con las manos cubriéndome el rostro en un gesto de horror?
Pensé un poco y llegué a la conclusión de que Becky estaba en lo cierto, absolutamente. Asentí.
— Y es eso lo que ellos también van a pensar, Miles: la imagen estereotipada de una mujer en ese tipo de situación. Y es exactamente así que voy a mostrarme... hasta tener la certeza de que ellos me han visto y notaron tal reacción. Después, puedo hacer exactamente la misma cosa que tu. Por qué no?
Quedé pensando en el que ella había dicho.
Becky insistió, incapaz de esperar. — Por qué no, Miles? Por qué no puedo? — Hizo una breve pausa, antes de añadir:
— Puedo hacerlo perfectamente. Tu vas a luchar un poco, pasarás uno o dos minutos terribles, pero después... Por qué no puedes aceptarlo, Miles?
Tenía miedo. La idea no me agradaba. Aquello era real, una cuestión de vida o muerte para nosotros. Sabía que estaba queriendo enfrentar la situación impulsivamente, improvisando. Teníamos que pensar mucho, tener la certeza de lo que estábamos haciendo, discutir sobre el asunto, el tiempo que fuera necesario hasta que no quedara ninguna duda. Ahora, sin embargo, como soldados súbitamente atrapados bajo la puntería del fuego enemigo, el más importante pensamiento de nuestras vidas tenía que ser improvisado, bajo una terrible tensión. La consecuencia de cualquier cosa menos que la perfección sería la muerte o un destino aún peor. Y no había tiempo para una planificación más cuidadosa! Ciertamente no podríamos dormir con el problema, pensé, sonriendo sin ningún placer con la broma.
— Vamos Miles, decídete inmediatamente! — Becky estaba de pie, inclinándose sobre la mesa, jalándome la manga. — No sabes cuánto tiempo más aún tenemos!
Golpearon levemente en la puerta externa del consultorio y oí la voz de Mannie en el pasillo allá fuera, susurrando suavemente:
— Miles? — Hizo una pausa, antes de repetir: — Miles?
— Disculpa, Mannie — grité. — Aún no dormimos. No puedo hacer nada. Sabes que estaremos despiertos mientras podamos. Pero no vamos a aguantar por mucho más tiempo. No podemos.
Él no respondió. Ahora, no había como intentar imaginar por cuánto tiempo más nos quedaríamos solos. Detestaba lo que íbamos a hacer, no me agradaba depositar toda nuestra esperanza en aquella débil idea de Becky. Sólo que no conseguía pensar en nada más.
— De acuerdo, Becky.
Me levanté y fui a tomar un rollo de esparadrapo en el armario de instrumentos, tome todo lo que necesitábamos. Volviendo a la mesa, desabotone las mangas del vestido de Becky las levanté y comencé a trabajar. No tarde mucho tiempo, tal vez cuatro minutos. Mientras bajaba mis mangas, Becky abotonaba las suyas, ella me indico con la cabeza:
— Mira, Miles.
Me volví a mirar, entrecerrando los ojos para convencerme de que lo que estaba viendo era real. Los huesos amarillos en el suelo parecían... diferentes. No sé decir cómo, pero mirándolos en aquel momento no tuve la más pequeña duda de que estaban diferentes.
Tal vez el cambio fuera en el color, aunque no puedo afirmarlo con certeza. Pero era también más que eso. El sentido de la visión es más sutil de lo que estamos acostumbrados a pensar; ve más cosas de lo que le acreditamos. Acostumbramos comentar: “Puedo explicar lo que vi.” Pero las ocasiones en que no sabemos explicar las cosas que vimos, son demasiadas. Aquellos huesos habían perdido su dureza, alguna consistencia. Tengo que admitir que no sé realmente como explicar eso.
La forma de los esqueletos no había cambiado, pero... habían perdido algún grado de rigidez o firmeza... Como un muro antiguo de ladrillos sueltos, con la forma aún inalterable a la vista, pero con la argamasa pulverizada, alguna fuerza había dejado solo el exterior. Lo que quiera que estuviera tomando cada hueso, robándole su forma, estaba obviamente deshaciéndolo. Y los ojos no podían darnos tal información. Aún incapaz de confiar enteramente en lo que me decían los ojos, quedé mirando. Y después, en una fracción de segundo, en un pequeño segmento de dos o tres centímetros del cubito, uno de los dos huesos del antebrazo, en el esqueleto más próximo, apareció una mancha grisácea. Nada más sucedió por un instante, pero inmediatamente la mancha se fue ampliando, extendiéndose en las dos direcciones, dispersándose por todo el esqueleto blanquecino. Por un instante... fue como una secuencia de dibujos animados, en que una imagen es diseñada muy deprisa, con las líneas disparándose en todas direcciones, más rápido que lo que la vista puede seguir.
En los dos esqueletos, delante de nuestros ojos, la mancha gris se fue extendiendo por los huesos, a increíble velocidad, invadiendo la caja torácica en un parpadear de ojos. Después, los huesos desaparecieron. Por un instante se congelo el tiempo, los dos esqueletos quedaron completamente... cubiertos por un polvo gris sin peso. Ese instante se terminó y los esqueletos se desvanecieron, tal vez deshechos por una brisa, transformándose en un pequeño montón de polvo y nada más en el suelo. Continué parado por más un instante, mirando al suelo, dominado por una alegría desenfrenada. Después, respiré fondo y grité con mucha fuerza:
— Mannie!
La puerta del consultorio en el pasillo se abrió en ese mismo instante y ellos entraron, corriendo, con los rostros extremadamente tranquilos y controlados. Apunté al montón de polvillo gris con la punta del pie y ellos se detuvieron, mirando por un momento. Después, Mannie saco la llave del bolso y abrió la puerta de la sala de espera. Al empujarla, la puerta golpeo en alguna cosa, alguna cosa dura, que se rompió al impacto de la madera. Mannie empujó con fuerza, la puerta se entreabrió un poco más, y enseguida quedó atorada otra vez. Después, tan deprisa como podíamos y uno tras de otro, pasamos de lado por la puerta parcialmente bloqueada. Sobre la alfombra castaña, entre blanquecinos y amarillentos, reproducidos hasta los últimos detalles inútiles, estaban los dos esqueletos, manchados de rojo en algunos puntos, uno tenia el cabello negro apareciendo entre los huesos. Volteados hacia abajo, exhibían sonrisas macabras, como si hallaran todo muy divertido. Al lado y por abajo de ellos, pasando casi desapercibidos en la alfombra, estaban los minúsculos fragmentos que restaban de las dos inmensas vainas. Mannie sacudió la cabeza lentamente en varias ocasiones, los labios contraídos, pensando.
Budlong dijo: — Interesante, muy interesante... — Se volvió hacia mí, como si quisiera conversar, los ojos amistosos como siempre. — Sabe que eso nunca me ocurrió? Y, sin embargo, es perfectamente posible. Interesante, muy interesante... — Se volvió y quedó nuevamente mirando al suelo. Mannie, con una expresión pensativa, habló:
— Muy bien, Miles, creo que vamos a tener que llevarlos a otra celda, hasta que podamos conseguir otras vainas. Disculpe, pero no hay otro remedio.
Me limité a menear la cabeza. Y salimos todos del consultorio, por la puerta que daba al pasillo del edificio. Recorrimos el pasillo hasta la puerta contra incendio de metal, comenzando a descender la escalera.
CAPITULO 19
Chet Meeker y el hombre gordo caminaban al frente. Becky y yo estábamos en medio, con Mannie y Budlong directamente atrás de nosotros. No había motivo alguno en que pudiera pensar para esperar por más tiempo. Así, que cuando nos aproximamos al descanso entre los pisos, uní las manos, con los brazos colgando al frente.
Enfile el pulgar y el índice de la mano izquierda por dentro de la manga derecha, y el pulgar y el índice de la otra mano en la manga izquierda. Los dedos encontraron y estiraron los esparadrapos inmediatamente por encima de los puños.
Y después — ese era el plan de Becky — cada mano empuñaba una jeringa hipodérmica cargada.
Al pisar el descanso, comencé a darme la vuelta en la escalera, el hombre gordo estaba en el lado izquierdo, cogiendose del pasamano, con Chet Meeker al lado. Avancé súbitamente, atrás de ellos, empujando a Becky para un lado con el codo, lanzándola contra una esquina del descanso.
Estiré las manos para el frente, rápidamente, con todas mis fuerzas, y con las jeringas sujetas firmemente entre mis dedos, con los pulgares en los émbolos. Inyecte a cada hombre 2cc de morfina, en los grandes músculos de los glúteos. Ellos gritaron y se volvieron hacia mí, mientras Mannie y Budlong se lanzaban contra mi espalda.
Fui derrumbado en el suelo de acero, violentamente, pateando y golpeando con las jeringas. Pero cuatro contra uno era demasiado y fui rápidamente dominado. Una de las jeringas fue pateada de mi mano, mientras la otra era destruida por un pisotón. Me cogieron un brazo y una pierna, inmovilizándolos. Me puse a sacudir frenéticamente el brazo libre, intentando evitar que también lo inmovilizaran.
Becky — pude verla claramente, así como ellos — estaba encogida en la orilla del descanso, comprimiéndose contra la pared de concreto, intentando mantenerse alejada de la masa de hombres debatiéndose, brazos y piernas volando en todas las direcciones.
Ella se encogía impotente, con los ojos muy abiertos y despavoridos, con las manos erguidas en un gesto de horror, delante de su boca entreabierta. Después, mientras yo continuaba debatiéndome y pateando, con el ruido de las respiraciones jadeantes y gruñidos llenando la escalera, los dedos de Becky — las manos aún levantadas, los ojos aún muy abiertos y atónitos — movieron las mangas del vestido, desabotonándoselas.
Ella arranco las dos tiras de esparadrapo y avanzó súbitamente.
Budlong y Mannie se encontraban en aquel momento inclinados sobre mí, intentando agarrarme el brazo. Becky clavo las jeringas en los dos. Ellos se inmovilizaron en el mismo instante. Quedé inmóvil, observando la escena, fascinado.
Por un momento, quedamos todos inmóviles, arrodillados o caídos en el suelo, como suspendidos en el tiempo. Ellos miraron a Becky y después a mí.
— Que están haciendo? — pregunto Budlong, perplejo. — No estoy entendiendo.
Quedé de rodillas, comenzando a levantarme y ellos nuevamente se lanzaron encima de mí. No es fácil calcular por cuánto tiempo continuamos luchando. Pero poco a poco Chet Meeker, arrodillado sobre mi brazo, suspiró suavemente y cayo inerte para un costado, rodando despacio por la escalera, escalón por escalón, ruidosamente, hasta que el pie se engancho en el pasamano y se detuvo, moviéndose débilmente y mirándonos. Los otros miraron hacia él, y Mannie dijo:
— Que te pasa?
Después, el hombre gordo, arrodillado sobre mi cabeza, directamente atrás de mí, con las manos en las mías, se quejo largamente y cayo hacia atrás, golpeando en la pared, quedando allí, sentado parpadeando los ojos, completamente aturdido.
Budlong me miro, abriendo la boca para hablar. Pero, en el instante siguiente, sus rodillas se doblaron y cayó sentado, con tanta fuerza que el suelo de acero vibro. Después, cayó de lado, murmurando alguna cosa que no conseguí entender.
Mannie estaba agarrado en el pasamano de la escalera con las dos manos. Dobló el cuerpo, apoyándose con la espalda y las manos. Tras un momento, se arrodilló lentamente, la cabeza descansando entre los brazos aún estirados, las manos se aferraron al pasamano. Finalmente se soltó y, aún arrodillado, Mannie cayó del todo en el suelo de metal corrugado, como un hombre haciendo una plegaria musulmana.
Salimos corriendo, no muy deprisa. Yo no había olvidado que era muy fácil resbalar y quebrarse un hueso en aquella escalera de acero. Rápidamente estábamos en la puerta de metal en los fondos del edificio, empujándola con fuerza. La puerta no quería abrir. Estaba asegurada, debido a que el edificio estaba vacío, ocupado solo por el silencio de fin de semana. No había otra cosa que hacer sino volver, atravesar todo el sótano del edificio, en dirección de las puertas que se abrían para la Calle Throckmorton.
Me acordé de decir a Becky:
— Mantén los ojos un poco entrecerrados e impasibles, sin mucha expresión en el rostro. Pero no exageres.
Empujé finalmente las puertas y salimos para la calle, entre los habitantes de Mill Valley, una ciudad muerta y abandonada. Cinco pasos después, cruzamos con un hombre de mi edad, compañero en la escuela secundaria.
Con una expresión desinteresada y despreocupada, simplemente salude con la cabeza, dejando que los ojos pasaran por su rostro en un reconocimiento indiferente.
El saludo de la misma forma y seguimos adelante. Pasamos junto a una mujer baja y gorda, cargando una bolsa de compras. Ella no miró a nosotros. Media docena de metros adelante, un hombre salió del asiento delantero de un coche estacionado y quedó parado en medio de la calzada a nuestra espera. Era un hombre de uniforme, un guardia. Sam Pink. No alteré los pasos ni vacile. Seguimos directamente hacia él y nos detuvimos. Hablé, en tono monótono:
— Ahora somos como ustedes, Sam. No es tan malo.
Él asintió, pero con el rostro fruncido, mirando a la radio que zumbaba en el coche.
— Ellos quedaron de avisarnos. Kaufman debería llamar para la comisaría y después nos darían el aviso.
— Se eso. El telefoneó, pero la línea estaba ocupada. Debe estar llamando de nuevo ahora. Me volví para indicar con la cabeza en dirección del edificio atrás de nosotros. Sam no había quedado ni más ni menos inteligente. Continuó parado, mirándome, pensando en lo que había acabado de oír. Esperé, desinteresado. Un momento pasó. Después, como si encarara el silencio como conclusión de la conversación, sacudí la cabeza y dije:
— Hasta la vista, Sam.
Y continué caminando, cogiendo el brazo de Becky. No miramos para atrás, no aumentamos ni disminuimos la velocidad. Caminamos hasta la esquina y giramos a la derecha.
Mirando hacia atrás en ese momento, mire a Sam Pink entrando en el edificio en que quedaba mi consultorio. Y ahora tratamos de correr, por el medio de la calle de pequeñas casas, una calle sin salida, que terminaba en la línea de matorrales bajos, más o menos paralelos a la Throckmorton. En mitad del camino, una mujer salió del jardín de una de las casas y nos saludo. Era una mujer pequeña y anciana, que levantó la mano, a la manera abrupta e imperativa con que los viejos a veces detienen el tráfico, a fin de atravesar la calle. El hábito nos domino. Nos detuvimos, aún sabiendo que aquella vieja señora, una viuda, la Sra. Worth, no era absolutamente una vieja señora y que yo debería derrumbarla con un golpe en la cara, sin interrumpir la carrera. Pero no podía hacerlo. Parecía una mujer, anciana, pequeña, frágil. Por un momento, quedé parado en la calzada, mirándola. Después, bruscamente, la empujé para un lado, con el brazo extendido. Ella se tambaleo hacia atrás, casi cayó.
Inmediatamente llegamos al final de la calzada y nuestros pies comenzaron a pisar tierra roja. Un instante después, estábamos subiendo por una de las incontables veredas que habían en las colinas del Condado de Marin. Estábamos escondidos de la calle por los matorrales altos y las malezas enmarañadas.
Becky perdió los zapatos, o mejor dicho, las sandalias, en la primera docena de pasos. Aunque yo supiera lo que la vereda, con sus piedrecillas, ramas, rocas y raíces, estaban haciendo y harían con los pies de ella, no podíamos parar. No teníamos muchas oportunidades. O peor aun, no teníamos prácticamente ninguna. No busqué engañarme. Conocía aquellas veredas, colinas y carreteras sinuosas, pero otros muchos otros, también los conocían. Y entre nosotros y la carretera 101, por donde pasaban los coches y la humanidad del mundo exterior, había más de tres kilómetros de colinas, veredas, campos, incluso unos pocos acres de tierras aradas. No conseguiríamos pasar, si hubiera cualquier búsqueda o persecución.
Y en el instante mismo en que pensé en eso, la señal de incendio de la ciudad comenzó a resonar por el aire, sonando muy cerca, ya que el Cuerpo de Bomberos quedaba a menos de dos manzanas de distancia, en línea recta. Mill Valley no usa una sirena para dar sus alarmas, pero sí un bocina ronca de aire. En el timbre y estridencia, recuerda una sirena de niebla. Pero las notas profundas y cortas, emitidas en rápida sucesión, vibraron por el aire por muchos kilómetros, penetrando por todas partes. Las explosiones de sonido, idénticas e interminables, poblaron el aire y nuestros oídos, despertándonos una profunda sensación de pánico.
Comprendí que la alarma podría hacer que perdiéramos la cabeza, y así simplemente nos pusiéramos a correr, a ciegas, desesperados. Sabía que los hombres ya entraban en sus coches, los motores eran encendidos y los vehículos partían, llevando perseguidores atrás de nosotros y a nuestro encuentro.
Más y más hombres se lanzaban a la búsqueda, a cada toque siniestro y temible de la bocina.
Más al frente, los hombres estaban saliendo de sus casas para esparcirse por las colinas, buscándonos o simplemente esperando. En los minutos siguientes, tal vez no más de cinco, serían los últimos momentos en que podríamos tener alguna esperanza de no ser descubiertos. Un poco más por encima de la ladera, a la derecha, los matorrales disminuían y daban lugar a un campo abierto, vacío, expuesto, sin ninguna utilidad, cubierto por unos arbustos que se erguía a la altura de la cintura.
Atravesando aquel campo o cualquier otro de los que encontraríamos adelante, quedaríamos inmediatamente visibles al primer hombre que llegara a lo alto de la cima o alcanzara un espacio vacío en algún punto abajo de la misma. Continuar caminando por aquella vereda nos llevaría inevitablemente a los brazos de los hombres que ciertamente estarían patrullando dentro de algunos minutos, así como las otras veredas.
Cogiendo el brazo de Becky, nos paramos por un instante, dominados por la indecisión, confusos, en pánico, intentando decidir entre dos opciones igualmente desesperadas. Si estuviera oscuro, no estaríamos limitados por las veredas, lo que ampliaría considerablemente el área de búsqueda y... Pero era de día y a pesar de la niebla, restos de sol iluminaban los montes. La noche sólo comenzaría dentro de algunas horas. Me volví bruscamente, jalando a Becky hacia fuera de la vereda, subiendo por la ladera hasta la orilla de los arbustos, momentáneamente iluminado por el sol. Agachándome, comencé a recoger rápidamente grandes puñados de maleza suelta, arrancándolas, dije a Becky que hiciera la misma cosa. No tardó mucho en que tuviéramos una voluminosa carga de maleza, como un puñado de trigo.
— Sigue al frente, Becky. Hasta la mitad de los arbustos. Sin hacer preguntas, ella rápidamente avanzó a través de los matorrales, dejando en su camino una vereda de tallos inclinados. Fui tras de ella, caminando de lado, con el brazo libre estirando los tallos que habían quedado inclinados. Avancé rápidamente, trabajando con un cuidado desesperado. Tras avanzar por cerca de 20 metros, no distinguí ningún camino visible atrás de nosotros. Ahora, en medio del matorral, dije a Becky que se acostara y después me acosté al lado de ella. Esparcí la maleza que Becky había cargado por encima de nosotros, cubriéndonos. Cogí los tallos que yo había traído y las esparcí también por encima de nosotros, en posición vertical, apoyados por ellos mismos y por los matorrales a su alrededor. No sabía lo que podría ver un observador parado al borde de los arbustos. Pero sin cualquier vereda que indicara nuestro camino, esperaba que pasáramos desapercibidos. Esperaba que no se le ocurriera a nadie que nos habíamos escondido en un campo abierto con solo unos arbustos y unos pocos matorrales, que aparentemente podía ser revisado con solo una mirada. El cazador siempre espera que el fugitivo no se detenga, me dije. Varios minutos pasaron.
Después, aparentemente muy cerca, oí una voz gritar. No entendí claramente lo que decía, pero me pareció que era un nombre, eso o cualquier cosa así. Otra voz respondió “Sí” y oí el ruido del pasto siendo pisados por algún tiempo. El ruido se fue alejando. Cogí la mano de Becky y la apreté.
CAPITULO 20
Nos quedamos acostados por un largo periodo, inmóviles, terriblemente cansados, luego dolorosamente cansados. Pero no nos movimos, ni cambiamos de posición. De tarde en tarde oíamos voces, tanto en la vereda cerca de nosotros como en otras más distantes.
En determinado momento, que pareció haber sido un largo tiempo, aunque probablemente no durara más que tres o cuatro minutos, escuchamos a dos hombres conversando tranquilamente, subiendo despacio por la ladera, atravesando los matorrales en que estábamos.
Las voces fueron acercándose, aumentando de volumen, hasta que ambos pasaron cerca de nosotros, a menos de 30 metros de distancia. Creo que podríamos haber escuchado nítidamente lo que ellos estaban diciendo, pero yo estaba demasiado despavorido y concentrado en calcular por donde pasarían para prestar alguna atención a sus palabras.
En diversas ocasiones, a lo lejos, escuchamos bocinas de automóviles. Eran bocinazos largos y cortos, en alguna especie de código. Tras mucho tiempo, comenzamos a sentir frío, la humedad se levantaba de la tierra por debajo de nosotros. Sabía que el sol estaba bajo, el tiempo había pasado y no seríamos encontrados, por lo menos si continuáramos acostados en el suelo.
Decidí que continuaríamos allí hasta la oscuridad total. Cuando la noche llegó, estábamos congelados hasta los huesos, temblando de frío incontrolablemente. Tuve que cerrar los dientes con fuerza, hasta que las mandíbulas me dolieron. Era el único modo de evitar que los dientes comenzaran a entrechocar.
Finalmente nos levantamos, con los músculos entumecidos, apenas consiguiendo ponernos de pie. Comprendí que la oscuridad había traído algunas ventajas. No podíamos ser vistos ahora incluso desde una distancia de ocho o diez metros. Masas de niebla, otro factor que nos ayudaba considerablemente, planeaban bajo en el cielo y sobre la tierra. Pero había también la luna en cuarto creciente brillando por encima de nuestras cabezas. Sabía que habría ocasiones, mucho antes de alcanzar la carretera, en que podríamos ser vistos claramente. Además de eso, durante el tiempo en que habíamos quedado inmóviles y silenciosos en el matorral, la búsqueda debería haber sido debidamente organizada, formándose diversos grupos, bajo una orientación general.
Todos los hombres, mujeres y niños crecidos de Mill Valley, en buenas condiciones físicas, estarían participando en la búsqueda. Y sólo había una dirección para la cual podríamos seguir. Y fue hacia allá, a la carretera 101, en que comenzamos a caminar. Sólo que ellos sabían eso tanto como nosotros. No conseguiríamos escapar.
Eso era lo lógico y podía comprenderlo. Podríamos sólo intentar aprovechar todas las oportunidades que aparecieran, sin entregarnos, sin ceder cosa alguna, luchando siempre, hasta el último instante que nos restara.
Cada uno tenía puesto uno de mis zapatos. Becky no podía usar los dos, pues eran demasiado grandes. Pero con un pañuelo colocado dentro del zapato, podía evitar perderlo.
Caminaba arrastrándolo y levantándolo cuidadosamente. Con la ayuda del pie metido en medias, avanzábamos por la oscuridad tan silenciosamente como podíamos, con Becky cogiendose de mi brazo.
Yo me orientaba por las formas de las crestas de las colinas, por un paisaje familiar ocasional y por la intuición pura y simple. Una hora pasó. Habíamos recorrido casi dos kilómetros, sin encontrar a nadie, sin escuchar a ninguna persona.
Una ilusión de esperanza comenzó a crecer dentro de mí. Imaginé mentalmente, como un mapa, lo que había al frente nuestro. No pude contenerme y comencé a visualizarnos alcanzando la carretera, atravesándola, interrumpiendo el tráfico, neumáticos rechinando en frenadas bruscas, 20 o hasta 100 coches parados, con los parachoques pegados, ocupados por personas vivas, genuinas.
Continuamos caminando, recorriendo poco menos de un kilómetro en media hora. Después, seguimos descendiendo por la suave ladera de la última colina, en dirección de la franja de tierra descampada que bordeaba la carretera, a lo largo de un valle estrecho y raso. Avanzamos una docena de pasos, y en ese momento la luna irrumpió a través de una apertura en las capas bajas de la niebla en movimiento.
En el pequeño valle allá abajo, pudimos divisar las cercas, algunas muy antiguas, del tiempo en que aquella área era cultivada. Un poco a la izquierda, podíamos notar los contornos oscuros de un establo. Caballos de montura eran mantenidos allí. En un campo adyacente, casi plano, vi algo que nunca antes había notado. Entre hileras paralelas de lo que parecían ser zanjas de irrigación, había cultivos sucesivos de... tal vez coles, tal vez calabazas, cosas que no eran cultivadas allí, así como ninguna otra cosa, que yo supiera. Eran esféricas, globos oscuros a la débil luz de la luna, creciendo en zanjas comprimidas, perfectamente espaciadas.
Súbitamente, comprendí lo que eran. Becky, a mi lado, soltó la respiración ruidosamente, también comprendiendo. Allá estaban las nuevas vainas, ya inmensas y aún creciendo, centenares de ellas, iluminadas por la luna. La escena me lleno de pavor, me dejó aterrado. No podía admitir la idea de pasar por allá, caminar a través de aquellas vainas monstruosas. Sentía escalofrió sólo de pensar en rozar una de ellas.
Pero no había otro remedio. Nos sentamos, esperando que la niebla nuevamente ocultara la luna. Lo que no tardó en suceder. La claridad disminuyó, pero no lo suficiente. Quería atravesar aquel campo abierto en la mayor oscuridad que la noche nos pudiera proporcionar. Por eso, continuamos sentados en la oscura ladera de la colina, esperando.
Estaba muy cansado y quedé sentado, medio inclinado mirando aturdido para el suelo, mientras esperaba que oscureciese completamente. El campo allá abajo, en que estaban las vainas, era estrecho, tal vez como de 30 metros de anchura, no más que eso. Al lado, había un matorral alto, escondiendo la plantación de quien pasara por la carretera.
Bruscamente, supe lo que iba a suceder. Podía ahora comprender por qué habíamos conseguido llegar tan lejos sin encontrar a nadie. No había sentido en dispersar sus fuerzas por el territorio que habíamos recorrido, intentando descubrirnos en la oscuridad. En vez de eso, ellos estaban simplemente a nuestra espera, centenares de bultos silenciosos parados codo con codo en una hilera sólida, escondidos por el matorral que nos separaba de la carretera.
Así, inevitablemente, avanzaríamos a los brazos y manos a la espera. Pero me dije una cosa más: hay siempre una oportunidad. Hombres ya escaparon de las prisiones más rigurosamente vigiladas que otros hombres podían concebir. Prisioneros de guerra ya habían recorrido centenares de kilómetros a través de territorios poblados por millones de personas, cada una su enemiga. Un golpe de suerte, una brecha momentánea en la línea en el momento correcto, un equívoco de identidad a causa de la oscuridad... Hasta el momento en que, se es atrapado, siempre hay una oportunidad de escapar.
Y después comprendí que no podríamos correr ningún riesgo de ser atrapados. La niebla remolineo y se alejó del frente de la luna por un momento. Pude ver nuevamente las vainas, en hileras, tenebrosas, amenazadoras.
Si fuésemos atrapados, que sucedería con aquellas vainas? No teníamos el derecho de desperdiciar una tentativa de fuga prácticamente imposible. Estábamos allí... con las vainas.
Aunque fuera una actitud desesperada, aunque fuera la captura una certeza absoluta, teníamos que aprovechar la oportunidad de hacer alguna cosa contra las vainas. Si tuviésemos algo de suerte, deberíamos usar el poco tiempo de libertad que nos restaba. Un minuto pasó antes que la niebla volviera a obscurecer la luna. Fue un proceso lento, con la claridad disminuyendo gradualmente. Así que quedó nuevamente oscuro, nos levantamos y descendimos silenciosamente la colina, en dirección del monstruoso campo allá abajo. Al borde de él, había un pequeño cobertizo, hacia donde seguimos apresuradamente, rozando de tarde en tarde en las vainas y resbalando sobre las zanjas de irrigación.
En el cobertizo, junto con el pequeño tractor que había abierto las zanjas y había preparado los surcos para la plantación, había seis tambos de gasolina sobre el suelo de tierra, colocados junto a una pared.
Fui invadido por una intensa excitación, una fuerza súbita haciendo circular la sangre más deprisa en las venas. Era una acción inútil, estaba claro, pues había centenares de vainas. Pero era preciso aprovechar la oportunidad de hacer alguna cosa.
Puse dos tabletas de benzedrina en la mano de Becky y tomé otros dos. Luego, Becky me ayudó a volcar de lado el primer tambo de gasolina. Me llevé 10 minutos revisando el pequeño cobertizo, encendiendo un fósforo tras otro, hasta encontrar la oxidada llave inglesa colgada de un clavo. Después, rodamos el tambor por la puerta, hasta la zanja de irrigación más próxima. Con el tambo en posición, afloje la tapa con la llave inglesa, terminando el trabajo con la mano, la gasolina escurrió entre mis dedos. Así que la tapa salió enteramente, la gasolina se fue derramando por la zanja de irrigación. Coloque el tambo en posición con un poco de tierra y me alejé.
Poco a poco los tambos de gasolina quedaron alineados en el comienzo de seis zanjas de irrigación, el primero ya casi vacío.
Diez minutos pasaron, durante los cuales nos quedamos sentados en silencio, esperando. Finalmente, el flujo de gasolina del último tambo cesó, restando sólo un lento gotear. Me arrodillé al lado de una de las zanjas, sintiendo el olor de la gasolina arderme en los ojos. Encendí un fósforo y lo arroje en la zanja. Se apago en el mismo instante. Encendí otro y lo descendí lentamente, hasta que la extremidad de la llama se apoyo en la superficie brillante. Pude ver mi rostro reflejado en la superficie.
El fuego encendió, una pequeña llama azulada formo un círculo, del tamaño de una moneda de medio dólar, adquiriendo un instante después el diámetro de un plato. El humo subió y retire la cabeza. Llamas rojas surgieron entre las azuladas tomando toda la anchura de la zanja, e inmediatamente después extendiéndose por su longitud.
El calor aumentó y se multiplicó, las llamas comenzaron a crepitar, cada vez más altas y rojas, el humo negro como un tornado.
Parados, nos quedamos observando el fuego esparcirse, aumentando de altura, correr en líneas paralelas por el campo, invadir las pequeñas zanjas de conexión, las vainas oscuras delineadas por las llamas rojas.
La primera vaina cogió fuego en una llama clara, casi incandescente, el humo blanco. Después fue la segunda, tercera, cuarta... Ahora, las vainas cogían fuego y estallaban, continuamente, una tras otra, como el tic tac de un reloj, desprendiendo un humo que tomaba la forma de hongo.
El súbito ruido de centenares de voces aproximándose a nosotros, a través del matorral, parecían una ola derramándose en nuestros oídos. Tal vez por un minuto, pensé que habíamos vencido. Y después, como no podía dejar de suceder, la gasolina de los seis tambos fue completamente consumida. Una tras otra, las líneas rojas de fuego fueron disminuyendo y apagándose, consumiendo los últimos resquicios de gasolina. Las hileras de vainas incendiadas aún brillaban, pero las llamas eran ahora más rojizas, el humo blanco aumentaba, ninguna otra vaina se incendiaba.
Las llamas, más altas que un hombre de pie, cayeron abruptamente a la altura de la cintura, bajando continuamente. Las líneas rojas de fuego, antes continuas, estaban ahora interrumpidas en varios puntos. Casi en el mismo instante, la humareda que cubrían tal vez medio acre de la plantación se desvaneció... mientras centenares de personas continuaban avanzando hacia nosotros.
Ellos prácticamente no nos tocaron. No tenían rabia, no experimentaban ninguna emoción. Stan Morley, el joyero, simplemente puso la mano levemente en mi brazo, mientras Ben Ketchel se colocaba al lado de Becky, para el caso de que ella intentara correr. Los otros se agruparon a nuestro alrededor, mirandonos sin curiosidad.
Y nosotros dos, en medio de aquella multitud de centenares de personas, comenzamos lentamente a subir la colina por la cual habíamos descendido. Nadie nos agarraba, no había prácticamente ninguna conversación, nadie decía nada.
Simplemente fuimos subiendo por la colina. Con un brazo en torno a la cintura de Becky y la otra mano cogiéndole el brazo, busqué ayudarla de la mejor forma posible, los ojos en el suelo, sin pensar en nada, sin sentir cosa alguna, excepto un gran cansancio.
Y después... el vasto murmullo de centenares de voces a nuestro alrededor se escucho nuevamente. Levanté la cabeza. El murmullo cesó abruptamente y vi que todos se habían detenido. Estaban inmóviles, de frente al pequeño valle de donde habíamos subido, los rostros levantados para el cielo, iluminados por la luna. Miré también para el cielo y, a la luz de la luna, vi lo que ellos contemplaban.
El cielo por encima de nosotros estaba salpicado de puntos. Eran más que puntos: un enjambre impresionante de vainas subiendo lentamente por el cielo. Un último velo de niebla salió del frente de la luna, y el cielo se ilumino por completo.
Contemplé las inmensas vainas, el campo de donde habían salido casi vacío ahora. Después, las últimas vainas aún en el suelo se agitaron, rompiendo los hilos que las sujetaban. Y subieron también, atrás de las otras, mientras observábamos. Las vainas fueron lentamente diminuyendo de tamaño, jamás tocándose o chocando, subiendo siempre, cada vez más alto, por el cielo y el espacio.
CAPITULO 21
Revelación es la palabra que se usa para designar un complejo de pensamientos que nos ocurren súbitamente, con el tremendo impacto de la verdad absoluta. Parado al lado de Becky, inmóvil, con la boca entreabierta, la cabeza inclinada para atrás, contemplando aquella escena increíble en el cielo nocturno, comprendí mil cosas que llevaría minutos para explicar y otras que no conseguiría hacerlo en una vida entera.
Las inmensas vainas, las esporas espaciales, estaban simplemente dejando un planeta bárbaro e inhóspito. Comprendí eso con certeza absoluta, y una onda de violenta emoción me recorrió el cuerpo, haciéndolo temblar.
Sabía que Becky y yo habíamos desempeñado una parte de los acontecimientos que llevaron a aquella escena. No habíamos y no podríamos haber estado conformes con lo que pretendían, las únicas personas que habían descubierto lo que estaba aconteciendo en MilI Valley y resistido.
Muchos otros, individuos y pequeños grupos, habían hecho la misma cosa que nosotros, simplemente rechazándose a ceder. Muchos habían perdido, pero algunos no fueron capturados y lucharon implacablemente hasta el fin.
Un fragmento de un discurso de guerra me pasó por la cabeza: Lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas; y nunca nos rendiremos. Era la verdad para un pueblo, siempre había sido verdad para toda la raza humana. Ahora, yo sentía que nada, en todo el universo, podría jamás en derrotarnos.
Será que aquella forma de vida extraterrena había también “pensado” o “sabido” eso? Probablemente no. Así como no podría pensar cualquiera de las cosas que nuestras mentes son capaces de concebir. Pero había sentido... había sentido con certeza absoluta que este planeta, esta pequeña raza, jamás la acogería, jamás se sometería.
Y Becky y yo, negándonos a la rendición, y en vez de eso luchar contra la invasión hasta el fin, renunciando a cualquier esperanza de fuga por la oportunidad de destruir algunas vainas, habíamos proporcionado la confirmación final de la verdad.
Y por eso, para sobrevivir, para salvar su único propósito y función, las inmensas vainas habían subido al cielo, atravesando la niebla, camino del espacio exterior de donde habían llegado, dejando atrás un planeta inhóspito, avanzando al azar para siempre o... pero no tenía importancia. No sé por cuánto tiempo quedamos mirando el cielo.
Poco a poco, los pequeños puntos se hicieron casi invisibles, y cuando, cansado, cerré los ojos, no los pude más ver. Quedé abrazando a Becky, apretándola contra mí, en silencio. Oí nuevamente el murmullo, más tranquilo ahora.
Levantamos la cabeza y vimos que las personas a nuestro alrededor se estaban alejando, subiendo la colina, de vuelta a la ciudad condenada de donde habían venido.
Se fueron dispersando, con los rostros impasibles, desprovistos de cualquier emoción, unos pocos mirándonos al pasar, la mayoría no interesándose más ahora.
Becky y yo descendimos la colina, pasando por en medio de ellos. Estábamos sucios, las ropas desgarradas, claudicando, un pie calzado, otro descalzo, exhaustos, pero sintiéndonos victoriosos.
En silencio, nos cruzamos con la última persona.
Llegamos a la base de la colina y seguimos para la carretera, al encuentro del resto de nuestra especie.
Pasamos aquella noche con los Belicecs. Fuimos a encontrarlos a su casa, donde habían resistido, combatiendo el sueño hasta el fin, ahora finalmente libres.
Theodora dormía en una poltrona, Jack estaba sentado mirando por la ventana inmensa de su sala, a nuestra espera. No había en verdad mucho para decirse, aunque hayamos hablado, con una alegría forzada, sonriendo sin parar.
Después, en menos de 20 minutos, todos dormíamos, en el más profundo agotamiento.
La historia ni siquiera llegó a los periódicos.
Atraviese el Puente Golden Gate actualmente y entre en el Condado de Marin, siguiendo hasta Mill Valley. Va a encontrar simplemente una típica pequeña ciudad americana, en algunas cosas más desmantelada que lo normal. Pero, no llega a haber nada de sorprendente. Algunas personas, en torno al punto de autobús, pueden parecerle extrañas, apáticas y ajenas, y tal vez lo impresionen como inamistosas.
Verá más casas vacías y para alquilar que lo normal. El índice de mortalidad en la ciudad es más alto que la media del condado y, a veces, es difícil saber lo que se puede escribir como causa de muerte, en el certificado.
En la ciudad y en sus alrededores, grupos de árboles, partes de vegetación y algunos animales a veces mueren sin ninguna razón aparente. Pero, de un modo general, no hay mucho para ver o decir acerca de Mill Valley.
Las casas vacías están siendo rápidamente ocupadas — finalmente, es un condado y un condado con gran población — y hay nuevos habitantes en la ciudad, la mayoría constituida por jóvenes parejas con hijos.
Hay una pareja de Nevada, viviendo al lado de mi casa y de Becky. Aún no sabemos los nombres de ellos. Dentro de un año, tal vez dos o tres, Mill Valley no parecerá diferente de cualquier otra pequeña ciudad de Estados Unidos.
Dentro de cinco años, tal vez menos, no habrá ninguna diferencia. Y lo que aquí sucedió irá a desaparecer en la incredulidad final. Aún ahora, con los acontecimientos aún recientes, hay ocasiones, que se van haciendo más y más frecuentes, en que no tengo la certeza de que lo que vivimos, haya sucedido.
Creo que es perfectamente posible que no hayamos realmente visto, o interpretado correctamente lo que juzgamos haya pasado. No sé, no puedo afirmar cosa alguna. La mente humana exagera y se engaña a sí misma. Y tampoco me importa mucho. Estamos juntos, Becky y yo, para lo mejor y para lo peor.
Pero... lluvias de pequeñas arañas, minúsculos peces y misteriosas piedras, de tarde en tarde caen de los cielos. Aquí y allí, sin ninguna explicación posible, hombres son quemados hasta la muerte dentro de sus ropas, que quedan intactas. Y, de tarde en tarde, las secuencias de tiempo ordenadas e inmutables son inexplicablemente transformadas y alteradas.
Leemos, a veces, esas extrañas noticias, en general escritas en tono irónico. O entonces oímos rumores vagos y distorsionados al respecto.
Y de una cosa tengo la certeza: algunas de esas historias, algunas, no todas, son verdaderas.
FIN
1 Comúnmente conocidos como cardos. N. del T.