Publicado en
septiembre 19, 2010
escrita por él mismo
Introducción
E1 ensayista de temas sociales y políticos C. L. R. James, al describir las condiciones que generaron el abolicionismo estadounidense, dice lo siguiente: «La historia sólo se pone en marcha de verdad cuando el sector tradicionalmente más civilizado de la población (en este caso los ciudadanos de Nueva Inglaterra que representaban la tradición más prolongada de soberanía legítima) se une en condiciones de igualdad con aquellos sin cuyo trabajo la sociedad no podría existir ni un solo día... en este caso los esclavos de las plantaciones. Si no sucede eso, la historia se mantiene prácticamente igual o, peor aún, se repite a sí misma». Los estudiosos de la historia cultural estadounidense han tenido tradicionalmente cierta noción de las actividades y los sentimientos abolicionistas de William Lloyd Garrison, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, John Greenleaf Whittier y Harriet Beecher Stowe. Estos portavoces blancos, cuyos esfuerzos antiesclavistas se han estudiado a menudo, son representantes de lo que James describe como una tradición americana de «soberanía legítima». Pero el papel del esclavo de la plantación en el abolicionismo y en la historia de la cultura del país en general, durante el siglo XIX, no ha llegado a ser hasta fecha reciente un tema de investigación académica en condiciones de «igualdad». No son difíciles de hallar las razones de este menosprecio previo.
Antes de la década de 1960 era una opinión aceptada en los estudios históricos y literarios que no existía ninguna expresión escrita afroamericana diferenciada y auténtica en los cánones del discurso que rodeaba al abolicionismo. Esta posición admitía que la figura indefinida y borrosa que aparecía en la publicidad dirigida a los esclavos fugitivos durante el siglo XIX era una imagen simbólica del impulso afroestadounidense hacia la libertad que proporcionaba una fuerza motivadora para la cruzada abolicionista. Pero los investigadores adscritos al viejo paradigma afirmaban que las declaraciones escritas de los ciudadanos libres eran los únicos documentos válidos e ilustrativos para investigar la fusión de intereses entre los «soberanos legítimos» y los «esclavos de las plantaciones». Así pues, para que pudiese haber una historia auténtica del abolicionismo habría que esperar hasta un período en el que los afroestadounidenses se pusieran de nuevo en movimiento.
La historia literaria y cultural del abolicionismo en el país se mantuvo «prácticamente igual» hasta que volvieron a unir sus voces al discurso histórico y de la crítica literaria de las dos últimas décadas portavoces afroestadounidenses. Estos portavoces llamaron la atención sobre el hecho de que había habido una expresión escrita que había constituido una parte singular y enteramente beneficiosa de la reforma más completa que se produjo en el país en el siglo XIX. Los afroestadounidenses escribieron entre 1820 y 1860 innumerables relatos sobre la «institución peculiar»; expusieron con meticulosidad cautivadora sus complejas actitudes éticas y psicológicas frente a la esclavitud y exigieron, en términos inequívocos, la abolición de la tiranía sureña. Sus manifestaciones colectivas constituyeron lo que la escritora afroestadounidense Arna Bontemps denomina un «género estadounidense» de narración literaria. El género recibe la denominación más rigurosa de «narración de esclavo», y entre finales del siglo XVIII y el comienzo de la guerra de Secesión se publicaron miles de ejemplos representativos. Las narraciones, escritas por ex esclavos, siguen una pauta común de exposición basada en las experiencias del narrador en la esclavitud, su heroico viaje de la esclavitud a la libertad y su subsiguiente dedicación a los principios y objetivos abolicionistas. Los motivos para publicar y distribuir tales narraciones los esbozó entusiásticamente un editor del siglo XIX de la forma siguiente:
La literatura del esclavo fugitivo se halla destinada a ser una poderosa palanca. Estamos profundamente convencidos de su potencial. Vemos en ella un medio fácil e infalible de convertir en abolicionistas a los estados libres. Un argumento conduce a otro, se responde a la razón con sofismas; pero las narraciones de esclavos van derechas a los corazones de los hombres. Desafiamos a cualquier hombre a que piense con paciencia y tolerancia sobre la esclavitud después de leer la narración de [Henry] Bibb. Con una docena de ejemplares de este libro en cada escuela, distrito o barriada de los estados libres se podría arrastrar a todo el norte a una plataforma general en pro de la libertad y de la abolición de la esclavitud, en todas partes y en todas sus formas1.
Aunque la euforia del escritor quizá sobrevalore el poder de las simples palabras para producir cambios, su entusiasmo no subestima la poderosa influencia que ejercieron las narraciones en un inmenso público lector. Obras como The Interesting Narrative of the Life of Olaudah Equiano or Gustavus Vassa, the African (1789), Narrative o f Moses Roper's, Adventures and Escape from American Slavery (1837), The Narrative of William Wells Brown (1847) y The Narrative of Solomon Northup (1853) vendieron miles de ejemplares. No sólo circularon en múltiples ediciones en Estados Unidos sino que se tradujeron también al holandés, el alemán y el céltico. Es indudable que entre 1820 y 1860, el período en que se publicaron más relatos, la voz del narrador esclavo logró atraer a la causa abolicionista a un amplio público internacional.
Las narraciones de esclavos, que se vendían a veinticinco o cincuenta centavos en rústica y a un dólar y medio en un formato más elegante, aportaron una prueba inmediata en favor de los argumentos de los portavoces antiesclavistas. Los relatos de antiguos esclavos no sólo daban testimonio de las crueldades de la esclavitud en Estados Unidos sino que demostraban también que los afroestadounidenses poseían la capacidad intelectual superior otorgada a todos los seres humanos. Los abolicionistas blancos se apresuraron a proclamar que un portavoz elocuente que podía producir una obra como Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, an American Slave (1849) sólo podía ser considerado «propiedad personal» por un sistema injusto e intelectualmente extraviado de tiranía sureña, que estaba destinado a extinguirse bajo el peso de sus falsos principios.
Las narraciones eran, en gran medida, ampliaciones de los papeles activos, oratorios y dramáticos, que desempeñaban los ex esclavos en el movimiento abolicionista. La presencia más importante en cualquier acto público abolicionista era la del antiguo esclavo. La prueba de los horribles efectos de la esclavitud se podía exhibir dramáticamente pidiendo al fugitivo que volviese al público su espalda desnuda, mostrando para que todos la vieran la deformación permanente causada por los látigos del mayoral y del negrero. Pero las cicatrices psíquicas causadas por la esclavitud, menos visibles, sólo podían exponerse a través de la oratoria en primera persona, vívida y estremecedora, del propio esclavo. La mayoría de los autores de narraciones de esclavos habían contado sus historias innumerables veces en reuniones abolicionistas antes de ponerlas por escrito. Tenían que ser realmente muy hábiles en el uso del idioma para transmitir su mensaje con eficacia a estas asambleas. El historiador Benjamín Quarles indica por qué el orador apocado no tenía ninguna posibilidad de hacerse oír:
Los abolicionistas estimulaban en sus reuniones la libertad de expresión con el fin de dar ejemplo al clérigo «tímido», al gobierno «corrupto» y a la prensa «venal». Había, por esa causa, en las reuniones una atmósfera informal [...]. Como se insistía en la libertad de discusión, las reuniones abolicionistas se caracterizaban por la presencia de personas de opiniones muy diferentes sobre cuestiones políticas. Se daba rienda suelta al individualismo [...]. Los oradores de las reuniones abolicionistas tenían que ser fuertes. A los golfillos les encantaba alborotar. Había también entre el público ciudadanos serios a los que les resultaba imposible a veces escuchar en silencio lo que ellos consideraban aberraciones incendiarias de agitadores profesionales. A los abolicionistas, como fomentaban el impulso combativo, les resultaba difícil conseguir locales para sus actos, sobre todo teniendo en cuenta que no estaban dispuestos además a hacerse cargo de las pérdidas que pudiese ocasionar una destrucción de la propiedad2.
Fue en marcos agitados como los descritos aquí donde pasaron su aprendizaje como narradores muchos antiguos esclavos. El uso de vívidas imágenes y de detalles coloristas para relatar una vida de aventuras horribles, desgarradoras, pasmosas, que aguijoneaban la conciencia y que resultaban a veces enaltecedoras, se convirtió pronto en una forma familiar entre los esclavos que sobrevivían con éxito en el circuito abolicionista. Fueron varios los motivos que propiciaron el paso de una forma de exposición oral de sus relatos a una forma escrita. El acicate más importante para esta transformación fue el deseo de los abolicionistas blancos de difundir el relato del fugitivo entre un público lo más numeroso y diverso posible. Pero había otras razones para transformar los relatos orales en escritos que correspondían al propio ex esclavo, y que se hallan resumidas en el prólogo de Henry Bibb a su propia narración:
Cabe preguntarse por qué he escrito esta obra, cuando hay ya tantas escritas y publicadas del mismo tenor de otros fugitivos. Y por qué se publica después de haberlo contado públicamente por toda Nueva Inglaterra y por los estados del Oeste a miles y miles de personas.
Mi respuesta es que en ningún sitio he expuesto oralmente con detalle mi narración; y algunos de los acontecimientos más interesantes de mi vida no han llegado nunca a oídos del público. He escrito además el relato que sigue a petición de muchos amigos de la humanidad pisoteada para que la luz y la verdad pudieran arrojar el máximo posible de luz sobre el pecado y los males de la esclavitud. Quise dejar también por escrito mi humilde testimonio contra este sistema destructor del hombre, para que lo lean las generaciones futuras cuando mi cuerpo yazca pudriéndose en el polvo3.
La razón primordial de que Bibb escribiese una narración fue que comprendió que la forma escrita permitía detallar más y ampliar el campo de los acontecimientos narrativos. Aunque dice antes en el mismo prólogo que no alberga «ninguna pretensión de literatura», parece justo decir que hizo una relación escrita porque se dio cuenta de que las convenciones de un campo de actuación literario le permitirían crear efectos perdurables («cuando mi cuerpo yazca pudriéndose en el polvo») que le eran imposibles al orador itinerante. Los narradores esclavos reflejan así, en el acto de escribir y publicar sus propios relatos, la etapa final de un viaje geográfico y psicológico que les lleva desde la esclavitud a la libertad y al abolicionismo. El papel que desempeñan en nuestra época actual es el de escritores que han aportado su contribución a los cánones de nuestra literatura nacional, el de creadores de un género diferenciado de obras de arte literarias que se destaca como una faceta única de la literatura estadounidense.
Dos declaraciones del polémico ministro de la Nueva Inglaterra del siglo XIX Theodore Parker dan una idea de la importancia de la aportación del ex esclavo. En un sermón que predicó el 22 de noviembre de 1846, Parker dice: «No tenemos ninguna literatura estadounidense que sea permanente. Nuestros libros cultos son sólo una imitación de un modelo extranjero. [...] Todo es el reflejo de esta clase que es la más poderosa. Las verdades que ellos dicen, y las mentiras». Pero cuando dio una charla casi tres años después, el 8 de agosto de 1849, es evidente que había encontrado un motivo para revisar su opinión. Dice: «Tenemos una serie de producciones literarias que nadie podría haber escrito más que estadounidenses, y sólo aquí: me refiero a las vidas de esclavos fugitivos. Pero como no se trata de la obra de hombres de cultura superior, difícilmente justifican el esfuerzo del académico. Pero en ellas está todo lo romántico de América, no en las novelas del hombre blanco»4. Lo que indica Parker en su frase final es que la geografía auténtica de la imaginación estadounidense sólo puede cartografiarse examinando primero el territorio esclavo. Es dentro de ese territorio donde escenificaron el drama de elaborar un producto literario exclusivamente estadounidense (un producto que sólo podría haber escrito «un estadounidense, y sólo aquí») unos afroestadounidenses que se abrieron paso por una ruta ardua y escabrosa desde un analfabetismo y un silencio impuestos legalmente en el Sur a un dominio elocuente de la forma narrativa escrita en el Norte.
Por tanto, aunque los lectores actuales han de tener muy en cuenta el medio sociocultural que proporcionó a las narraciones sus condiciones de existencia, deben asignar la misma importancia a las condiciones histórico-literarias de los orígenes de ellas. Bibb había comprendido que una forma escrita le daría más libertad que una oral debido a que había descubierto las muchas estrategias narrativas que estaban a su disposición en el mundo de la literatura. En medio del tumulto de las reuniones abolicionistas, los narradores esclavos debieron de preguntarse sin duda en más de una ocasión: ¿Cómo narran los hombres con mayor eficacia relaciones de hechos? Los narradores habrían descubierto como lectores, y partícipes, como tales, del universo del discurso literario popular decimonónico, que tenían a su alcance las técnicas y las tradiciones de las novelas de plantación, de los relatos sentimentales, de los sermones, de las conferencias publicadas de autosuperación, los versos moralizantes rimados, los relatos biográficos de las vidas de los grandes hombres, los relatos morales de las escuelas dominicales, los libros de viajes por la frontera, estampas humorísticas del Viejo Suroeste, como las de Augustus Baldwin Longstreet, y otras formas escritas que constituían el grueso de las lecturas de su época. Contaban además con un público familiarizado no sólo con estas formas populares sino también con las narraciones autobiográficas seculares y espirituales que caracterizaron la literatura inglesa y europea durante los siglos XVIII y XIX.
El crítico literario afroestadounidense George Kent ha señalado que los relatos confesionales puritanos y los de conversión metodistas ejercieron un influjo evidente en las narraciones de esclavos, conformando su tono piadoso así como los perfiles de sus reflexiones morales. Y el crítico Henry Louis Gates, Jr., aduce persuasivamente que los narradores esclavos crearon lo que él llama un «contragénero», una forma intermedia que participa de elementos de «la novela sentimental y, sobre todo, de la transmutación específicamente estadounidense de la picaresca europea»5. Parece correcto, pues, insistir en que el «medio textual» para las narraciones de esclavos era un contexto denso y extremadamente rico para la creación. Este contexto se enriqueció aún más en 1852 con la publicación de la obra monumentalmente popular de Harriet Beecher Stowe La cabaña del Tío Tom. El narrador de Twelve Years a Slave de Solomon Northup relata del modo siguiente su nombramiento para el cargo de contramayoral: «Hasta el momento de mi partida [de la plantación de los Epps como un hombre libre] tuve que llevar en el campo un látigo alrededor del cuello. Si Epps estaba presente, no me atrevía a mostrar la menor indulgencia [sic], pues no tenía la reciedumbre cristiana de cierto famoso Tío Tom en grado suficiente para desafiar su cólera, negándome a ejercer mi oficio. Sólo de este modo evité el martirio inmediato que sufrió él [Tío Tom]»6. Northup comenta en su narración, más adelante, la descripción errónea e incompleta de su obra que aparece en A Key to Uncle Tom's Cabin (1853). Pese a que Henry Bibb lo niegue, los narradores esclavos tenían en realidad pretensiones literarias. Eran al mismo tiempo lectores y tímidos autores de narraciones que se planteaban como obras de arte literarias, como obras autobiográficas realizadas tanto al servicio de la posteridad literaria como en nombre de una masa contemporánea de afroestadounidenses esclavizados.
Cuando los investigadores George Fredrickson y Christopher Lasch afirman que «no existen, sencillamente, testimonios adecuados de la reacción personal de los esclavos frente a la esclavitud»7 lo que hacen, más que poner en duda la autenticidad de los narradores, es reconocer que los relatos de ex esclavos tienen más importancia como expresiones «auténticas» en un universo de discurso literario que en uno histórico. Así que si la historia ha empezado a ponerse en marcha como consecuencia del interés reciente por los relatos de esclavos y por sus narradores, el movimiento es primordialmente el de una historia intelectual, una historia cultural amplia que no considera las narraciones simplemente como prueba histórica documental directa. La historia que está actualmente en marcha intenta, más bien, determinar la relación de los textos de los narradores esclavos, que son (por su misma naturaleza autobiográfica) literarios e históricos al mismo tiempo, con nuestra interpretación del pasado estadounidense, con nuestra elaboración de un texto consensuado de historia.
Para valorar esta relación en su forma más vigorosa, es esencial dirigir la atención hacia las narraciones afroestadounidenses más representativas y de más perfecta ejecución, y la VIDA (1845) de Frederick Douglass no tiene rival en ese campo. Es un clásico estadounidense que no ha recibido hasta fecha reciente la exégesis académica rigurosa que tan sobradamente se merece. Su aparición en la serie de la Penguin American Library indica que ha surgido en nuestro tiempo un nuevo paradigma académico.
II
El autor de VIDA DE UN ESCLAVO AMERICANO, ESCRITA POR ÉL MISMO dice al principio de su relato que nació «en Tuckahoe, cerca de Hillsborough y a unos veinte kilómetros de Easton, en el condado de Talbot, Maryland». Como indica su biógrafo Benjamin Quarles: «Él [Douglass] es la única autoridad sobre la primera parte de su vida»8. No tiene objeto, pues, repetir todos los detalles biográficos que aparecen en la versión autorizada que aportó el propio Douglass en su VIDA. La primera parte de la vida se puede esbozar concisamente como el desarrollo de la conciencia de un joven esclavo, seguida de su rebelión física contra la esclavitud sureña y su subsiguiente huida de ella.
El mejor cálculo de que disponemos establece como año del nacimiento de Douglass 1818. Su madre, Harriet Bailey, era una esclava que pertenecía al capitán Aaron Anthony. Su padre, nos dice Douglass, «fue un blanco. Todas las personas a las que oí hablar de mi origen confesaban que lo era. También se rumoreaba que mi amo [el capitán Anthony] era mi padre; pero no sé nada sobre la veracidad de esa opinión; me privaron de medios de saberlo». De acuerdo con las prácticas esclavistas de su época, el pequeño Douglass asumió el apellido y la condición esclava de su madre. «Frederick Augustus Washington Bailey», escribe, fue «el nombre que me puso mi madre».
Después de pasar los primeros siete años de su vida en, o cerca de, la plantación familiar del coronel Edward Lloyd, de la que su amo era administrador, fue enviado a Baltimore a servir al señor Hugh Auld. Éste era hermano de Thomas Auld, que estaba casado con Lucretia, hija del capitán Anthony. El traslado a la ciudad permitió a Douglass no sólo eludir el trabajo embrutecedor del campo, que habría sido su suerte si se hubiese quedado en la finca de Lloyd, sino que le proporcionó también una perspectiva de posibilidades humanas y de oportunidades de progreso que no le habrían salido al paso en las regiones agrícolas de la Costa Atlántica.
La señora Sophia Auld, esposa de Hugh, enseñó al pequeño Douglass los rudimentos de la lectura, convirtiéndose con ello en agente del descubrimiento de lo que él llama «el camino de la esclavitud a la libertad». Cuando Hugh Auld se enteró de las actividades de su mujer, la reprendió severamente diciendo: «Hasta el mejor negro del mundo se estropearía con el estudio. Has de saber [...] que si enseñas a ese negro [...] a leer, no habría modo de controlarlo luego. Le incapacitaría completamente para ser un esclavo». Pero la suerte estaba echada. Douglass se había adentrado ya en el camino que le llevaría a convertirse en el esclavo letrado que hojeando el Columbian Orator habría de llegar a la firme convicción de que la libertad era la condición natural del género humano. El muchacho lograría adquirir también las nociones básicas de escritura que acabarían permitiéndole escribir su propio paso a la libertad. Además, Hugh Auld, en sus esfuerzos por convertir a Douglass en una propiedad más valiosa, supervisó la instrucción y el trabajo del joven esclavo como calafateador de barcos.
Es prácticamente seguro que Douglass, como otras figuras representativas de la literatura estadounidense, adquirió en la ciudad una perspectiva de la vida que le transformó, «incapacitándole completamente» para ser un esclavo. Cuando le devolvieron a la Costa Atlántica como consecuencia de una pelea entre Hugh Auld y su hermano Thomas, el muchacho fue, como mucho, un peón refractario. Su nuevo amo, Thomas, consideró imprescindibles los servicios de un «domador de negros». Así que en 1833 se cedió a Douglass en arriendo al señor Edward Covey, un adiestrador de jóvenes esclavos de dureza implacable. La historia de sus primeros seis meses de mortificación a manos de Covey y de su lucha espectacular contra las tentativas de someterle del domador de esclavos constituye uno de los episodios más significativos de la narración. Estos acontecimientos llevaron al esclavo a tomar la decisión que él explica del modo siguiente: «Y entonces decidí que, por mucho tiempo que pudiera seguir siendo esclavo oficialmente, había quedado atrás para siempre el día en que pudiese ser un esclavo de hecho. No vacilaría en dejar que se supiera de mí que el blanco que esperase conseguir azotarme debía conseguir antes matarme». La libertad física y la dignidad espiritual se convirtieron en objetivos por los que Douglass estaba dispuesto a pagar el precio de su vida. En el año 1835 hizo una tentativa fallida y peligrosa de escapar de la esclavitud. Como consecuencia de esta tentativa fallida volvieron a ponerle al servicio de Hugh Auld en Baltimore.
En 1838, disfrazado de marinero negro libre, cogió un tren de Baltimore a Filadelfia, trasbordó a otro que iba hacia Nueva York y el tercer día de septiembre alcanzó la libertad. Describe del siguiente modo sus sentimientos al llegar a Nueva York: «Me sentí, supongo, como uno puede imaginar que se siente el marinero desarmado cuando un navío de guerra amigo le salva de la persecución de un barco pirata». Una de las primeras cosas que hizo en Nueva York fue llamar a la ciudad a su prometida, Anna Murray, una mujer libre de Baltimore que había colaborado económicamente en su fuga. Les casó el reverendo James W. C. Pennington el 15 de septiembre de 1838. Douglass y su esposa se trasladaron a New Bedford, Massachusetts, inmediatamente después de la boda y se convirtieron en seguida en miembros respetados de la comunidad negra. Cuando Douglass, que había adoptado el apellido Johnson en Nueva York, fijó su residencia en New Bedford recibió el nombre de Douglass, que había de llevar el resto de su vida.
Tras haber escapado del «cementerio de la inteligencia» que era la esclavitud estadounidense, Douglass dedicó una vida larga y productiva al servicio de la libertad humana. En 1839 asistía a reuniones abolicionistas negras en New Bedford y se había convertido en lector del periódico de William Lloyd Garrison, el Liberator. En el verano de 1841 conoció a Garrison, pronunció un emotivo discurso en una reunión abolicionista blanca en Nantucket y fue contratado como conferenciante por la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts. De 1842 a 1844 viajó a Pennsylvania, Vermont y otros lugares. Entre 1839 y 1844 se convirtió en padre de Rosetta (1839), Lewis (1840), Frederick, Jr. (1842) y Charles Remond (1844) Douglass.
En 1844, su credibilidad como conferenciante abolicionista fue objeto de ataques por parte de los que insistían en que no parecía, no actuaba, no pensaba ni hablaba como alguien que hubiese huido recientemente de la esclavitud. Como las actividades, los motivos y los productos del abolicionismo eran siempre sospechosos para los que apoyaban activa o tácitamente opiniones proesclavistas, a los dirigentes de la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts les preocupaba el que su orador afroestadounidense más vigoroso se viese asediado por acusaciones de fraude. El carácter de estas acusaciones nos lo indica la carta de un corresponsal de Filadelfia al Liberator de 1844: «Muchos miembros del público parecían incapaces de dar crédito a las cosas que él [Douglass] explicaba sobre sí mismo, y no podían creer que fuese realmente un esclavo. Les resultaba absolutamente inconcebible que un hombre que no llevaba más que seis años libre de la esclavitud, y que no había ido a la escuela en toda su vida, pudiese hablar con tanta elocuencia, con tanta precisión en el lenguaje y tal vigor de pensamiento»9. La dirección de la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts instó por tanto a Douglass a dar a la imprenta la historia de su vida, para que pudiera añadir así detalles que no había incluido en sus actuaciones públicas orales, y para que describiera algunos de los acontecimientos interesantes de su vida que no habían «llegado nunca a oídos del público», como dice Henry Bibb refiriéndose a su propio caso. Quarles escribe: «Douglass apenas apareció por las salas de conferencias en los meses de invierno de 1844-1845; estaba afanosamente dedicado a escribir una crónica de sus experiencias como esclavo»10.
La VIDA DE FREDERICK DOUGLASS se publicó en la primavera de 1845. Con un precio de venta de cincuenta centavos, el libro, de 125 páginas, que contenía comentarios introductorios de William Lloyd Garrison y Wendell Phillips, se convirtió inmediatamente en un éxito de ventas. A los tres años se habían impreso ya 11.000 ejemplares en Estados Unidos. Durante ese mismo período se habían hecho nueve ediciones inglesas de la obra y se había traducido al francés y al holandés.
La reacción de la crítica fue abrumadoramente entusiasta. El Liberator del 23 de mayo de 1845, por ejemplo, daba noticia de la publicación del libro, citaba fragmentos y hacía la siguiente predicción laudatoria: «Es indudable que producirá una fuerte impresión por donde circule, sobre todo entre la esclavocracia». El 30 de mayo de 1845 el Liberator reproducía la siguiente valoración de la VIDA que hacía el Lynn Pioneer: «El cuadro que ofrece de la esclavitud es demasiado horrible para que se pueda contemplar, y sin embargo no es más que un cuadro difuso de lo que para millones es una vida intensa. Es evidente que está trazado con una visión amable y que el colorido es suave y atenuado en vez de exagerado o extremado. Pese a ser conmovedor y estar lleno de la elocuencia más ardiente, es sencillo y desapasionado. Su elocuencia es la elocuencia de la verdad. [...] Hay en el libro pasajes que enaltecerían la fama de cualquier autor actual, mientras que juzgado en su conjunto, como mera obra de arte, aumentaría la fama de Bunyan o Defoe». El comentarista pasaba a profetizar para la obra de Douglass un papel inspirador en la eliminación de las injusticias sociales en el país. En junio de 1845 apareció en el Liberator una nota del Boston Courier en la que se decía que la VIDA contenía «muchas descripciones de escenas en el Sur que, si son ciertas, aportan testimonio suficiente contra la "institución peculiar" como para hacer desear a todo hombre honrado su rápida caída y casi por cualquier medio». Un redactor del Boston Transcript proclamaba que la obra era «en conjunto [...] una historia bien escrita y, procediendo como procede de alguien que sólo pudo instruirse a retazos, y eso además con el látigo ensangrentado listo para castigar, si le sorprendían cometiendo el delito de adquirir conocimiento, ha de calificarse como una proeza extraordinaria».
El 20 de junio de 1845 el Liberator podía comunicar: «A nuestros amigos antiesclavistas les agradará saber que está ya casi agotada la primera edición de la VIDA». De hecho, entre mayo y septiembre se habían vendido 4.500 ejemplares de la VIDA. Y al cabo de cinco años las ventas del libro habían superado los 30.000 ejemplares. Las ediciones inglesa e irlandesa se hicieron inmediatamente populares entre los lectores, y los periódicos extranjeros alabaron la «elocuencia nativa» y la capacidad para «difundir ideas acertadas sobre la esclavitud y los males que la acompañan».
La predecible acusación de fraude se lanzó conta la VIDA a finales de 1845. La acusación, redactada por A. C. C. Thompson y publicada por primera vez en el Delaware Republican, se reprodujo en el Liberator del 12 de diciembre. Citamos un fragmento: «No siento ninguna animosidad hacia los que urdieron la VIDA, y no sé quiénes son, pero afirmo taxativamente que es toda ella una sarta de falsedades, de principio a fin». Thompson decía ser un antiguo habitante de la Costa Atlántica y afirmaba conocer desde hacía mucho al «cobarde esclavo llamado Frederick Bailey», que, según el autor de la acusación, era demasiado inculto para que hubiese podido escribir un libro como la VIDA. Decía además que las personas que en la obra de Douglass se pintaban como individuos de una maldad inconcebible eran, todas ellas, personas generosas, cristianas y compasivas.
Douglass rechazó con firmeza las acusaciones de Thompson en una carta al Liberator fechada el 27 de enero de 1846. Daba en primer lugar las gracias a su acusador por confirmar una afirmación primordial de la VIDA, es decir, que Douglass había sido realmente un esclavo. «Usted, señor», escribía, «me ha ayudado. Me veo ahora frente al público, tanto británico como americano, respaldado por usted justamente como lo que he dicho que soy, es decir, como un esclavo americano». Douglass demostraba a continuación, citando las leyes del estado, que las afirmaciones de Thompson de que la legislación de Maryland trataba igual a negros y a blancos era una patente falsedad. Las acusaciones de Thompson y la respuesta de Douglass se incluyeron en la segunda edición de la VIDA que se hizo en el Reino Unido.
La invectiva de Thompson era característica de las reacciones proesclavistas a los esfuerzos intelectuales de los ex esclavos. Había, claro, razones para que los proclives al escepticismo pusieran en duda la estricta autenticidad autobiográfica de las narraciones de esclavos, ya que muchas de las obras procedían de relatos orales que habían sido transcritos por abolicionistas blancos. Pero en la VIDA de Douglass no hubo ninguna colaboración de los colegas abolicionistas blancos del autor. Había sido, en realidad, el vigor oratorio excepcional de Douglass lo que le había proporcionado su empleo como conferenciante de la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts. Y su brillante dominio y su uso del idioma eran dotes que nadie que le conociese podía negar. Hay, de hecho, razones para suponer que muchos afroestadounidenses cuyas narraciones se ofrecieron al público fueron sus propios mejores cronistas y revisores. El historiador de la literatura Charles Nichols emplaza el tema de la elaboración de narraciones de esclavos en una perspectiva mucho más positiva que portavoces como Thompson, el detractor de Douglass, cuando escribe: «Los amanuenses de los esclavos (Lydia Maria Child, John G. Whittier, Edmund Quincy, Samuel Eliot) eran personas de probada integridad. Tenían todos clara conciencia de que su labor de propaganda contra la esclavitud no podía progresar a través del engaño. [...] Los editores abolicionistas blancos [de las narraciones de esclavos] se esforzaban todo lo posible por indicar cuidadosamente la cuantía de su intervención [...] y son muchas más autobiografías de éstas las que son obra de los ex esclavos de lo que suele suponerse»11. La VIDA de Douglass fue indiscutiblemente obra de éste, y tanto el relato de 1845 como sus revisiones y ampliaciones posteriores, My Bondage and My Freedom (1855) y Life and Times of Frederick Douglass (1881, 1892) muestran lo íntimamente que la forma de narrar, el tono autorial, las pautas lingüísticas y las imágenes y los puntos de vista reflejan el paso progresivo del autor de la esclavitud a la fama internacional.
La fama llegó inmediatamente después de la publicación de la VIDA, cuando Douglass (que al revelar su verdadera identidad y su lugar de residencia en la obra de 1845 se exponía al peligro de una vuelta a la esclavitud) zarpó para Inglaterra. Durante los dos años siguientes dio conferencias en Inglaterra, Escocia e Irlanda y recibió el aplauso y el elogio de miles de personas. En diciembre de 1846 quedó emancipado legalmente al comprar Ellen y Anna Richardson, de Newcastle, Inglaterra, su libertad a Hugh Auld por setecientos dólares.
Douglass regresó de Inglaterra en marzo de 1847 y poco después inició la carrera de periodista, que ocuparía gran parte del resto de su vida. Fue propietario, director y editor sucesivamente del North Star, Frederick Douglass Weekly, Frederick Douglass' Paper, Douglass' Monthly y el New National Era. Como editor y periodista se convirtió, en palabras de Quarles, en «un dirigente negro en la totalidad de sus planteamientos e intereses. Su interés se extendió desde el problema de la exclusión de los negros de las iglesias "blancas" a la práctica de la segregación racial en las escuelas públicas y a un análisis de todo el principio en que se basaba la imposición de puestos diferenciados para blancos y gente de color»12. Se convirtió, en suma, en un dirigente afroestadounidense cuya brillante elocuencia le otorgó el puesto del negro más destacado en la vida pública de su época. Luego fue presidente del malogrado Freedmen's Savings Bank, alguacil del distrito de Columbia, oficial de registro del distrito de Columbia, embajador residente y cónsul general de la república de Haití y chargé d'affaires de Santo Domingo. En 1892 fue nombrado por el Gobierno de Haití para actuar como su representante en la Exposición Colombina de Chicago.
Douglass murió de un ataque al corazón en su ciudad adoptiva de Washington, el 20 de febrero de 1895. Su cadáver, después de permanecer expuesto al público en la capilla ardiente en Washington, fue trasladado a Rochester, Nueva York, donde se halla enterrado en el cementerio de Mount Hope. En ese año de su muerte se publicó la última edición revisada de Life and Times of Frederick Douglass.
El texto que se da aquí de VIDA DE UN ESCLAVO AMERICANO, su obra maestra del arte literario estadounidense, es idéntico a la primera edición americana. Se presenta tal como apareció en el original, sin enmiendas ni comentarios editoriales.
HOUSTON A. BAKER, Jr., 1982
VIDA DE UN ESCLAVO AMERICANO,
ESCRITA POR ÉL MISMO
Prefacio
En el mes de agosto de 1841 asistí a una convención antiesclavista en Nantucket, en la que tuve la dicha de conocer a FREDERICK DOUGLASS, el autor de la narración que sigue. Era un desconocido para casi todos los miembros de aquel organismo; pero como había huido recientemente del presidio de la esclavitud sureña y le espoleaba la curiosidad de conocer los principios y las medidas de los abolicionistas (de los que le había llegado una descripción un tanto imprecisa cuando era un esclavo), se sintió impulsado a hacer acto de presencia, en la ocasión aludida, aunque residiese por entonces en New Bedford.
¡Suceso afortunado, afortunadísimo!... ¡Afortunado para los millones de hermanos suyos encadenados, que siguen anhelando verse libres de su espantosa servidumbre! ¡Afortunado para la causa de la emancipación negra y de la libertad universal! ¡Afortunado para la tierra en la que nació, que tanto ha hecho ya por salvar y bendecir! ¡Afortunado para un amplio círculo de amigos y conocidos, cuya simpatía y cuyo afecto se ha ganado firmemente por los muchos sufrimientos que ha soportado, por sus virtuosos rasgos de carácter, por su recuerdo siempre presente de aquellos que están encadenados, como si estuviese encadenado con ellos! ¡Afortunado para las multitudes de diversas partes de nuestra república, cuyas mentes ha ilustrado sobre el tema de la esclavitud, y que se estremecieron hasta las lágrimas por su patetismo, o se enardecieron hasta la justa indignación por su conmovedora elocuencia contra los esclavizadores de hombres! ¡Afortunado para él mismo, pues le introdujo inmediatamente en el campo de la utilidad pública, «dio al mundo seguridad de un HOMBRE», avivó las energías aletargadas de su alma y le consagró a la gran obra de quebrar la vara del opresor y dejar en libertad al oprimido!
Jamás olvidaré su primer discurso ante la convención (la emoción extraordinaria que despertó en mi espíritu), la poderosa impresión que causó al numeroso público, que no se esperaba nada parecido, el aplauso que siguió desde el principio al fin a sus oportunos comentarios. Creo que nunca odié la esclavitud tan intensamente como en aquel momento; desde luego, mi percepción de la enorme ofensa que se inflige con ella a la naturaleza divina de sus víctimas resultó mucho más clara que nunca. Allí estaba una de ellas, imponente y precisa en la talla y la proporción física, pródigamente dotada en cuanto a la inteligencia, un prodigio en cuanto a la elocuencia natural, en el alma manifiestamente «creado sólo un poco por debajo de los ángeles» y sin embargo un esclavo, ay, un esclavo fugitivo, temblando por su seguridad, sin atreverse apenas a creer que pudiera hallarse en el país una sola persona blanca que le amparase en todos los peligros, por el amor de Dios y por humanidad. ¡Capaz de tan grandes logros como sujeto moral e intelectual que no hacía falta más que una escasa cuantía de instrucción para convertirle en un ornato de la sociedad y en una bendición para su raza, y sin embargo, debido a las leyes del país, a la voz del pueblo, a los términos del código esclavista, no era más que una propiedad, una bestia de carga, una posesión personal!
Un amigo querido de New Bedford consiguió convencer al señor DOUGLASS para que se dirigiese a la convención. Se dirigió al estrado con una vacilación y una turbación que eran compañeras inevitables de una inteligencia perceptiva en una situación tan novedosa. Tras disculparse por su ignorancia y recordar al público que la esclavitud era una pobre escuela para la inteligencia y para el corazón humanos, pasó a explicar algunos de los hechos de su propia historia como esclavo, y en el curso de su narración expresó muchos nobles pensamientos y muchas reflexiones conmovedoras. Tan pronto como tomó asiento, me levanté, lleno de esperanza y de admiración, y proclamé que PATRICK HENRY, el famoso revolucionario, no había hecho nunca un discurso más elocuente por la causa de la libertad que el que acabábamos de escuchar de labios de aquel fugitivo perseguido. Eso pensé entonces y eso sigo pensando ahora. Recordé al público el peligro que corría aquel joven autoemancipado en el Norte, incluso en Massachusetts, en la tierra de los Peregrinos, entre los descendientes de los revolucionarios; y apelé a ellos, pregunté a los presentes si permitirían alguna vez que le arrastraran de nuevo a la esclavitud, con la ley o sin la ley, con la Constitución o sin la Constitución. La respuesta fue unánime y atronadora: «¡NO!». «¿Le socorreréis y le protegeréis como a un hermano, un habitante del viejo Estado de la Bahía?» «¡SÍ!» gritaron todos, con una energía tan impresionante que los implacables tiranos del sur de la línea Mason y Dixon casi podrían haber oído la poderosa explosión de sentimiento y haberla reconocido como el compromiso de una resolución invencible, por parte de quienes lo manifestaban, de no traicionar nunca a los fugitivos, sino de ocultar al proscrito y arrostrar con firmeza las consecuencias.
Se me grabó profundamente en el pensamiento en seguida que, si se pudiese convencer al señor DOUGLASS para que dedicase su tiempo y sus dotes a la difusión de la actividad antiesclavista, se aportaría un vigoroso impulso a ésta, y se asestaría al mismo tiempo un golpe contundente a los prejuicios norteños contra una tez de color. Así que me esforcé por infundir en su mente esperanza y valor, con el fin de que pudiese atreverse a asumir una actividad tan anómala y de tanta responsabilidad para una persona en su situación; y me secundaron en esta labor amigos bondadosos, especialmente el difunto agente general de la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts, el señor JOHN A. COLLINS, cuyo juicio coincidió totalmente con el mío en este caso. Él se mostró reacio en principio; manifestó, con timidez sincera, su convencimiento de que no era la persona idónea para una tarea tan importante; el camino a seguir era una ruta totalmente inexplorada; tenía un temor sincero a hacer más mal que bien. Pero después de mucho deliberar consintió en hacer una prueba; y desde entonces ha seguido actuando sin interrupción como conferenciante bajo los auspicios de la Sociedad Antiesclavista Estadounidense o la de Massachusetts. Ha trabajado con ahínco; y su éxito combatiendo los prejuicios, ganando prosélitos, agitando a la opinión pública, ha superado con mucho las expectativas más optimistas que despertó al principio de su brillante carrera. Está dotado de una amabilidad y una mansedumbre natas, pero también de auténtica hombría de carácter. Sobresale como orador en el patetismo, en el ingenio, en la comparación, la imitación, el vigor del razonamiento y la facilidad de palabra. Se da en él esa unión de la cabeza y el corazón que es indispensable para ilustrar las cabezas y ganarse los corazones de los demás. ¡Ojalá su vigor aumente con los años! ¡Ojalá siga «creciendo en gracia y en el conocimiento de Dios», para que pueda ser cada vez más útil a la causa de la humanidad atormentada, tanto en este país como en el extranjero!
Es ciertamente un hecho muy notable el que uno de los defensores más eficaces de la población esclava, que ahora se presenta al público, sea un esclavo fugitivo, FREDERICK DOUGLASS; y que la población libre de color de Estados Unidos esté tan idóneamente representada por uno de los suyos, CHARLES LENOX REMOND, cuyas elocuentes apelaciones han obtenido el máximo aplauso de multitudes de ambos lados del Atlántico. Que los calumniadores de la raza de color se desprecien a sí mismos por su vileza e intolerancia de espíritu, y dejen así de hablar de la inferioridad natural de los que sólo necesitan tiempo y oportunidades para alcanzar el más alto grado de perfección humana.
Quizá sea justo plantearse si alguna otra porción de la población de la tierra podría haber soportado las privaciones, sufrimientos y horrores de la esclavitud sin haberse degradado más en la escala de la humanidad que los esclavos de origen africano. Se ha hecho todo lo posible por mutilar su inteligencia, oscurecer su mente, degradar su carácter moral, borrar todo rastro de relación con la humanidad; ¡y qué maravillosamente han soportado sin embargo la carga imponente de la esclavitud más aterradora, bajo la que llevan siglos padeciendo! Para ilustrar los efectos de la esclavitud en el hombre blanco, para demostrar que éste no tiene ninguna capacidad de resistencia en semejante condición que sea superior a la de su hermano negro, DANIEL O'CONNELL, el distinguido defensor de la emancipación universal y el más vigoroso adalid de la postrada pero jamás vencida Irlanda, relató la anécdota siguiente en un discurso pronunciado por él en el Conciliation Hall de Dublín, ante la Loyal National Repeal Association, el 31 de marzo de 1845. «La esclavitud», dijo el señor O'CONNELL, «sigue siendo odiosa sea cual sea el término especioso con el que pueda disfrazarse. Hay en ella una tendencia natural e inevitable a embrutecer todas las facultades nobles del hombre. Un marinero estadounidense que naufragó frente a las costas de África, donde fue mantenido en la esclavitud durante tres años, se comprobó que se hallaba al finalizar ese período embrutecido e idiotizado... había perdido toda capacidad de razonar; y había perdido su lengua materna, no siendo capaz de proferir más que un galimatías, salvaje mezcla de inglés y árabe, que nadie podía entender y que hasta a él mismo le resultaba difícil pronunciar. ¡He aquí la influencia humanizadora de "la institución doméstica"!». Aunque aceptemos que se trata de un caso excepcional de deterioro mental, demuestra sin duda que el esclavo blanco puede hundirse tan bajo como el negro en la escala de la humanidad.
El señor DOUGLASS ha decidido, muy apropiadamente, escribir su propia narración, según su estilo, y de acuerdo con su máxima capacidad, en vez de servirse de algún otro. Es, por tanto, obra exclusivamente suya; y si consideramos lo largo y sombrío que fue el camino que tuvo que recorrer como esclavo, las escasas oportunidades que ha tenido de cultivar su inteligencia desde que rompió sus cadenas, dice mucho, a mi juicio, sobre su cabeza y su corazón. El que pueda leerlo detenidamente sin que se le salten las lágrimas, se le encoja el corazón y se le aflija el espíritu, sin que le invada un aborrecimiento indescriptible hacia la esclavitud y todos sus cómplices y se sienta impulsado a luchar por la abolición inmediata de ese sistema execrable, sin que tiemble por el destino de este país a manos de un Dios justo, que está siempre de parte de los oprimidos y cuyo brazo no se acorta y no se puede eludir, debe de tener un corazón de pedernal y estar calificado para representar el papel de un traficante «en esclavos y almas de hombres». Estoy seguro de que el relato es fundamentalmente veraz en todas sus afirmaciones; que no hay nada en él inspirado por la malevolencia, nada exagerado, nada extraído de la imaginación; que se queda corto al exponer la realidad, más que exagerar un solo hecho respecto a la esclavitud tal como es. La experiencia de FREDERICK DOUGLASS como esclavo no tuvo nada de especial; su suerte no fue particularmente dura; su caso puede considerarse como un ejemplo muy justo del tratamiento que reciben los esclavos en Maryland, estado en el que se admite que están mejor alimentados y se les trata con menos crueldad que en Georgia, Alabama o Luisiana. Son muchos los que han sufrido incomparablemente más, mientras que son muy pocos los que han sufrido en las plantaciones menos que él. ¡Qué deplorable fue, sin embargo, su situación! ¡Qué terribles castigos se infligieron a su persona! ¡Qué ultrajes aún más espantosos se perpetraron contra su inteligencia! ¡Contra todas sus nobles capacidades y sus sublimes aspiraciones, tratándole como a una bestia incluso los que afirmaban que habitaba en ellos el mismo espíritu que en Jesucristo! ¡A qué terribles obligaciones estuvo continuamente sometido! ¡Qué desprovisto de ayuda y consejo afectuosos, incluso en sus mayores aflicciones! ¡Qué profunda era la medianoche de infortunio que envolvía en obscuridad el último rayo de esperanza y llenaba el futuro de terror y de pesadumbre! ¡Qué anhelos de libertad se apoderaron de su pecho y cómo aumentó su desdicha a medida que iba haciéndose reflexivo e inteligente, demostrando con ello que un esclavo feliz es un hombre extinto! ¡Cómo pensaba, razonaba, sentía, bajo el látigo del capataz, con las extremidades encadenadas! ¡Qué peligros afrontó en sus tentativas de huir de su horrible suerte! ¡Y qué notables fueron su liberación y su supervivencia en medio de una nación de enemigos implacables!
Esta narración contiene muchos incidentes conmovedores, muchos pasajes de gran elocuencia y vigor; pero yo creo que el más emocionante de todos ellos es la descripción que DOUGLASS hace de sus sentimientos cuando monologa sobre su destino, y la posibilidad de ser un día un hombre libre, en las orillas de la bahía de Chesapeake, viendo cómo se alejan los navíos alzando sus blancas alas al viento y apostrofándolos como animados por el espíritu vivo de la libertad. ¿Quién puede leer ese pasaje y permanecer insensible a su patetismo y su sublimidad? ¡Hay en él condensada toda una Biblioteca de Alejandría de pensamiento, emoción y sentimiento, todo lo que puede, todo lo que debe exigirse en forma de protesta, ruego, crítica, contra ese crimen que es el mayor de todos, hacer al hombre propiedad de su semejante! ¡Oh, qué infausto es ese sistema que sepulta el espíritu sagrado del hombre, mutila la imagen divina, reduce a los que fueron creados coronados de gloria y honor a un nivel de animales cuadrúpedos, y exalta al traficante de carne humana por encima de todo lo que se llama Dios! ¿Por qué habría de prolongarse su existencia una hora más? ¿No es maldad, sólo maldad y continuamente? ¿Qué entraña su presencia sino la ausencia de todo temor de Dios, toda consideración del hombre, por parte del pueblo de Estados Unidos? ¡Que el cielo acelere su destrucción eterna!
Hay muchas personas que son tan profundamente ignorantes de la naturaleza de la esclavitud que se muestran obstinadamente incrédulas siempre que leen o escuchan cualquier relación de las crueldades de las que la esclavitud hace objeto diariamente a sus víctimas. No niegan que los esclavos se posean como una propiedad; pero ese hecho terrible no parece transmitir a sus mentes ninguna idea de injusticia, ningún riesgo de ultraje o de barbarie brutal. ¡Si les hablas de flagelaciones crueles, de mutilaciones, de personas marcadas con un hierro al rojo, de escenas de sangre y depravación, de destierro de toda luz y de todo conocimiento, fingen una gran indignación ante tan enormes exageraciones, tan inmensas tergiversaciones, tan abominables calumnias sobre el carácter de los plantadores sureños! ¡Como si todos estos ultrajes espantosos no fuesen las consecuencias naturales de la esclavitud! ¡Como si fuese menos cruel reducir a un ser humano a la condición de una cosa que azotarle con saña, o privarle de la ropa y de los alimentos necesarios! ¡Como si látigos, cadenas, empulgueras, palizas, sabuesos, mayorales, capataces, patrullas, no fuesen todos indispensables para mantener sujetos a los esclavos y para dar protección a sus implacables opresores! ¡Como si al quedar abolida la institución del matrimonio no hubiesen de proliferar inevitablemente el concubinato, el adulterio y el incesto; como si cuando todos los derechos humanos son aniquilados quedase alguna barrera que protegiese a la víctima de la furia del expoliador; como si cuando se asume el poder absoluto sobre la vida y la libertad no se esgrimiera con poder destructor! Abundan en la sociedad los escépticos de esta naturaleza. En algunos casos contados, su incredulidad procede de una falta de reflexión; pero en general indica un odio a la luz, un deseo de proteger la esclavitud de los ataques de sus enemigos, un desprecio a la raza de color, libre o esclava. Ésos procurarán desacreditar las historias estremecedoras de la crueldad de la esclavitud que se refieren en esta veraz narración; pero se esforzarán en vano. El señor DOUGLASS ha revelado con toda franqueza su lugar de nacimiento, los nombres de los que se pretendían propietarios de su cuerpo y de su alma, y también los nombres de los que cometieron los crímenes de que les ha acusado. Sus afirmaciones pueden refutarse, por tanto, fácilmente, si es que son falsas.
A lo largo de su narración, el señor DOUGLASS relata dos ejemplos de crueldad asesina, en uno de los cuales un plantador mata de un tiro deliberadamente a un esclavo que pertenece a una plantación vecina, que había penetrado involuntariamente en su dominio señorial en busca de pesca; y en el otro un capataz le vuela la cabeza a un esclavo que se había metido en un río para huir de una flagelación sangrienta. El señor DOUGLASS afirma que en ninguno de estos casos se llevó a cabo ningún tipo de detención legal o investigación judicial. El Baltimore American del 17 de marzo de 1845 relata un caso similar de atrocidad, perpetrada con similar impunidad, del modo siguiente: «Mata a tiros a un esclavo. Hemos tenido noticia, a través de una carta del condado de Charles, Maryland, recibida por un caballero de esta ciudad, de que un joven llamado Matthews, sobrino del general Matthews, y cuyo padre ostenta, al parecer, un cargo en Washington, mató a tiros a uno de los esclavos de la finca de su padre. La carta afirma que el joven Matthews había quedado al cargo de la finca, que dio una orden al criado, que fue desobedecido, tras lo que se dirigió a la casa, se proveyó de un arma, regresó y mató a tiros al sirviente. Inmediatamente, continúa la carta, huyó a la residencia de su padre, donde aún permanece sin que nadie le moleste». No hay que olvidar que ningún propietario de esclavos ni ningún capataz puede ser declarado culpable de ningún atropello, por muy diabólico que sea, perpetrado contra la persona de un esclavo, en virtud del testimonio de una persona de color, esclava o libre. Según el código de la esclavitud, se les considera incapaces para testificar contra un blanco, como si perteneciesen realmente al mundo animal. No hay por tanto ninguna protección legal de hecho, diga lo que diga la letra de la ley, para la población esclava; y puede infligírseles cualquier crueldad con toda impunidad. ¿Puede concebir el pensamiento humano una situación social más espantosa?
Los efectos de la fe religiosa sobre la conducta de los amos sureños se describen vívidamente en la siguiente narración y demuestran ser cualquier cosa menos saludables. Dada la naturaleza del caso, tienen que ser perniciosos en el máximo grado. El testimonio del señor DOUGLASS sobre este punto lo apoyan toda una nube de testigos, cuya veracidad es irrefutable. «La profesión de fe cristiana de un propietario de esclavos es una impostura patente. Es un felón del máximo grado. Es un ladrón de hombres. Carece de importancia lo que se coloque en el otro platillo de la balanza.»
¡Lector! ¿Están tus simpatías y objetivos con los de los ladrones de hombres o del lado de sus víctimas pisoteadas? Si estás con los primeros, eres un enemigo de Dios y del hombre. Si con las segundas, ¿qué estás dispuesto a hacer y a arriesgar por ellas? Sé fiel, sé vigilante, sé incansable en tus esfuerzos por romper todo yugo y dejar que los oprimidos marchen libres. Pase lo que pase, cueste lo que cueste, graba en el estandarte que despliegues al viento, como tu lema político y religioso: «¡NINGÚN COMPROMISO CON LA ESCLAVITUD! ¡NINGUNA UNIÓN CON LOS PROPIETARIOS DE ESCLAVOS!»
WM. LLOYD GARRISON
Boston, 1 de mayo de 1845
Carta de Wendell Phillips, Esq.
Boston, 22 de abril de 1845
Mi querido amigo:
Recuerda usted la vieja fábula de «El hombre y el león», en la que el león se quejaba diciendo que no se le representaría tan falazmente «si los leones escribiesen la historia».
Me alegro de que haya llegado la hora de que los «leones escriban la historia». Se nos ha tenido ya tiempo suficiente conociendo la naturaleza de la esclavitud a partir de las pruebas involuntarias de los amos. Podríamos darnos en realidad por suficientemente satisfechos con lo que es evidente que deben ser, en general, los resultados de esa relación, sin investigar más para saber si se han cumplido en todos los casos. De hecho, los que se centran en el medio peck13 de grano a la semana y disfrutan contando latigazos sobre la espalda del esclavo, raras veces son de la «madera» de la que se hacen los reformadores y los abolicionistas. Recuerdo que en 1838 muchos esperaban para ver los resultados del experimento de las Antillas, antes de incorporarse a nuestras filas. Esos «resultados» se han producido hace ya mucho; pero, por desgracia, pocos de ellos se han unido a nosotros como conversos. Un hombre debe estar dispuesto a juzgar sobre la emancipación por otras pruebas que por la de si ha incrementado la producción de azúcar, y a odiar la esclavitud por otras razones que porque mata de hambre a los hombres y azota a las mujeres, para estar en condiciones de poner la primera piedra de su vida antiesclavista.
Me alegré al enterarme, por su relato, de lo pronto que los hijos de Dios más desvalidos despiertan a la conciencia de sus derechos y de la injusticia que se les hace. La experiencia es una aguda maestra; y mucho antes de que usted hubiese dominado su abecedario, o supiese a dónde se dirigían las «velas blancas» de Chesapeake, empezó, veo, a calibrar la desdicha del esclavo no por su hambre y su necesidad, no por los latigazos y el trabajo agotador, sino por la muerte cruel y destructora que se cierne sobre su alma.
Hay en relación con esto una circunstancia que hace particularmente valiosos sus recuerdos, y más notable su precoz percepción. Viene usted de esa parte del país donde se nos dice que la esclavitud muestra sus rasgos más benignos. Oigamos, pues, lo que es en su mejor estado, contemplemos su lado amable, si es que lo tiene; y luego ya puede la imaginación utilizar sus poderes para añadir líneas sombrías al cuadro, mientras viaja hacia el sur, hacia ese Valle de la Sombra de la Muerte (para el hombre de color) por donde se arrastra el Mississippi.
Además, hace mucho que le conocemos y podemos depositar la más completa confianza en su veracidad, franqueza y sinceridad. Todo el que le ha oído hablar se ha quedado, y, estoy seguro, todo el que lea su libro se quedará, convencido de que les da usted una muestra justa de la verdad completa. Nada de retratos unilaterales, nada de quejas al por mayor, sino justicia estricta, siempre que la bondad individual ha neutralizado, por un momento, el sistema mortal con el que estaba extrañamente aliada. Ha estado usted también con nosotros unos años y puede comparar bien la penumbra de derechos de que goza su raza en el Norte con esa «mitad de la noche» bajo la que pena al sur de la línea Mason y Dixon. ¡Díganos si, después de todo, el hombre de color semilibre de Massachusetts está peor que el esclavo mimado de las ciénagas arroceras!
Nadie puede decir al leer su vida que hayamos elegido injustamente algunas raras muestras de crueldad. Sabemos que las gotas amargas, que hasta usted ha apurado de la copa, no son agravaciones incidentales, ni males individuales, sino las que han de mezclarse siempre e inevitablemente en la suerte de todo esclavo. Son los ingredientes esenciales del sistema, no los resultados ocasionales.
La verdad es que leeré su libro temblando por usted. Hace unos años, cuando empezaba usted a revelarme su nombre real y su lugar de nacimiento, quizá recuerde que le interrumpí y preferí seguir ignorándolo todo. A excepción de una descripción vaga, continué así, hasta el otro día, en que me leyó usted sus memorias. ¡No supe muy bien por entonces si darle las gracias o no al verlas, al considerar que era aún peligroso, en Massachusetts, para un hombre honrado, decir su nombre! Dicen que los padres fundadores, en 1776, firmaron la Declaración de Independencia con el dogal al cuello. También usted publica su declaración de libertad rodeado de peligro. En todas las dilatadas tierras que ensombrece la Constitución de Estados Unidos, no hay un solo lugar, por estrecho y desolado que sea, donde un esclavo fugitivo pueda plantarse y decir: «Estoy a salvo». No hay ningún escudo para él en todo el arsenal del Derecho del Norte. Puedo decir abiertamente que yo en su lugar arrojaría el manuscrito al fuego.
Quizá pueda usted contar su historia sin peligro, después de haberse granjeado como ha hecho el afecto de tantos corazones por sus dotes excepcionales, y por una entrega aún más extraordinaria de ellos al servicio de otros. Pero se deberá sólo a sus trabajos, y a los esfuerzos intrépidos de aquellos que, pisoteando las leyes y la Constitución del país, están resueltos a «ocultar al proscrito» y a que sus corazones sean, a pesar de las leyes, un asilo para el oprimido, si, en un momento u otro, el más humilde puede permanecer en nuestras calles y dar testimonio sin ningún peligro contra las crueldades de que ha sido víctima.
Es triste pensar, sin embargo, que estos mismos corazones palpitantes que dan la bienvenida a esta historia suya, y constituyen su mejor salvaguardia al contarla, latan todos en contra de la «norma acordada y estipulada en este caso». Continúe, mi querido amigo, hasta que usted, y aquellos que como usted han sido salvados, como del fuego, de la prisión oscura, plasmen esas pulsaciones libres e ilícitas en normas legales; y Nueva Inglaterra, separándose de una Unión manchada de sangre, se gloriará de ser el refugio de los oprimidos. Hasta que no nos limitemos a «ocultar al proscrito», o a considerar un mérito mantenerse ociosamente al margen mientras se le persigue en medio de nosotros, sino que, consagrando de nuevo la tierra de los Peregrinos como asilo de los oprimidos, proclamemos nuestra bienvenida al esclavo tan alto que llegue su eco a todas las cabañas de las Carolinas, y haga levantarse de un salto al esclavo abatido cuando piense en el viejo Massachusetts.
¡Que Dios apresure la llegada del día!
Hasta entonces y siempre, sinceramente suyo,
WENDELL PHILLIPS
I
Yo nací en Tuckahoe, cerca de Hillsborough, a unos veinte kilómetros de Easton, en el condado de Talbot, Maryland. No tengo conocimiento exacto de mi edad, porque nunca he visto un documento auténtico en el que constara. La inmensa mayoría de los esclavos saben tan poco de su edad como los caballos de la suya, y es deseo de la mayoría de los amos, por lo que yo sé, mantener a sus esclavos en esa ignorancia. No recuerdo haber conocido nunca a un esclavo que pudiese decir el día que había nacido. Raras veces se aproximan más a ello que «la época de la siembra», «la época de la recolección», «la época de las cerezas», «la primavera» o «el otoño». Esta falta de información sobre mí mismo me hizo sufrir mucho durante la infancia. Los niños blancos podían decir su edad. Yo no podía entender por qué tenía que estar privado del mismo privilegio. No me estaba permitido hacerle preguntas a mi amo sobre ello. Consideraba esas preguntas, si las hacía un esclavo, impropias e impertinentes, e indicio de un espíritu revoltoso. El cálculo más aproximado que puedo hacer me atribuye entre veintisiete y veintiocho años de edad. Digo esto porque en 1835 oí comentar a mi amo que yo tenía unos diecisiete años.
Mi madre se llamaba Harriet Bailey. Era hija de Isaac y Betsey Bailey, ambos de color y muy oscuros. Mi madre era de un color más oscuro que mi abuela y mi abuelo.
Mi padre fue un blanco. Todas las personas a las que oí hablar de mi origen confesaban que lo era. También se rumoreaba que mi amo era mi padre, pero no sé nada sobre la veracidad de esa opinión; me privaron de medios de saberlo. A mi madre y a mí nos separaron cuando yo era sólo un niño de pecho... antes de que la conociese como mi madre. Es una costumbre común, en la parte de Maryland de la que escapé, separar a los niños de sus madres a una edad muy temprana. Es frecuente que antes de que el niño cumpla doce meses se separe a su madre de él y se arrienden sus servicios en alguna finca situada a considerable distancia, y se ponga al niño al cuidado de una anciana, demasiado vieja para las labores del campo. No entiendo por qué se efectúa esa separación, salvo que sea para impedir que el niño le tome afecto a su madre, y para embotar y destruir el afecto natural de la madre hacia el niño. Ése es el resultado inevitable.
No vi a mi madre, para poder conocerla como tal, más que cuatro o cinco veces en mi vida; y fueron todas ellas muy cortas en duración, y de noche. Arrendó sus servicios un tal señor Stewart, que vivía a unos veinte kilómetros de mi hogar. Hacía viajes para verme de noche, recorriendo todo el trayecto a pie, después de realizar el trabajo del día. Trabajaba en el campo, y se castigaba con el látigo no estar en el campo al salir el sol, a menos que el esclavo tuviese un permiso especial de su amo o de su ama para no hacerlo, permiso que raras veces se concedía, y que otorgaba al que lo concedía el honroso calificativo de amo bueno. No recuerdo haber visto a mi madre a la luz del día. Estaba conmigo de noche. Se echaba conmigo y me arrullaba, pero mucho antes de que yo despertase ya se había ido. Hubo siempre muy poca comunicación entre nosotros. La muerte puso fin muy pronto a la poca que pudimos tener mientras ella vivió, y a sus penalidades y sufrimientos. Murió cuando yo tenía unos siete años de edad, en una de las fincas de mi amo, cerca de Lee's Mill. No se me permitió estar presente durante su enfermedad, ni en su muerte ni en su entierro. Murió mucho antes de que yo pudiese darme cuenta. Como no había disfrutado nunca, en una medida significativa, de su presencia consoladora, de sus tiernos y atentos cuidados, recibí la noticia de su muerte quizá con las mismas emociones que podría haberme producido la muerte de un extraño.
Al fallecer así de pronto, me dejó sin la menor indicación de quién había sido mi padre. El rumor de que mi amo era mi padre puede que sea verdad y puede que no; y, cierto o falso, tiene poca importancia para mi propósito mientras que sigue en pie, con toda su manifiesta crueldad, el hecho de que los propietarios de esclavos han dispuesto, y establecido por ley, que los hijos de las esclavas tengan que seguir sin excepción la condición de sus madres; y esto se debe, como es claro y notorio, a que quieren sacar provecho de su propia lujuria y que resulte rentable además de placentera la gratificación de sus deseos inicuos; ya que con esta astuta disposición el propietario de esclavos mantiene con ellos, en no pocos casos, la doble relación de amo y padre.
Conozco casos así; y merece la pena comentar que esos esclavos soportan invariablemente más penalidades, y tienen más problemas, que otros. Son, en primer lugar, una continua ofensa para su ama. Ésta anda siempre vigilando para ver si descubre en ellos algún fallo; raras veces son capaces de hacer algo que la complazca; nada la satisface más que verles bajo el látigo, sobre todo cuando sospecha que su marido concede a sus hijos mulatos favores que se abstiene de conceder a sus esclavos negros. El amo suele verse obligado a vender a esta clase de esclavos, por respeto a los sentimientos de su esposa blanca; y por cruel que pueda parecer el hecho de que un hombre venda a sus propios hijos a traficantes de carne humana, es a menudo un sentimiento humanitario el que le obliga a hacerlo; porque si no lo hace, no sólo debe azotarlos él mismo, sino que ha de ver y soportar que un hijo blanco ate a su hermano, sólo un poco más oscuro que él, y aplique el látigo ensangrentado a su espalda desnuda; y si murmurase una palabra de desaprobación se atribuiría a su parcialidad paternal, y no haría más que empeorar las cosas, para él y para el esclavo al que quisiera proteger y defender.
Cada año trae consigo multitud de esclavos de esta clase. Fue sin duda a consecuencia del conocimiento de este hecho por lo que un gran estadista del Sur predijo la caída de la esclavitud debido a las leyes inevitables de la población. Independientemente de que se cumpla o no alguna vez esa profecía, es evidente sin embargo que está surgiendo en el Sur, y se la mantiene en la esclavitud, una clase de individuos de un aspecto muy distinto de los que llegaron en principio de África a este país; y aunque su aumento no cause otro bien, privará al menos de fuerza al argumento de que Dios maldijo a Cam, y por ello la esclavitud es válida. Si los descendientes directos de Cam son los únicos que pueden ser esclavizados según las sagradas escrituras, no cabe duda de que la esclavitud en el Sur dejará pronto de estar justificada por ellas; pues vienen al mundo anualmente miles que deben su existencia, como yo, a padres blancos, y cuyos padres suelen ser casi siempre sus propios amos.
Yo he tenido dos amos. El primero de ellos se llamaba Anthony. No recuerdo su apellido. Solían llamarle capitán Anthony, título que supongo que adquirió manejando una embarcación en la bahía de Chesapeake. No se le consideraba un propietario de esclavos rico. Sólo tenía dos o tres fincas y unos treinta esclavos. Sus fincas y sus esclavos estaban al cargo de un mayoral. El mayoral se llamaba Plummer. El señor Plummer era un borracho despreciable, un blasfemo y un monstruo brutal. Iba siempre armado con un látigo de piel de vaca y una gruesa porra. Hacía cortes y heridas tan horribles a las mujeres en la cabeza, según me han contado, que hasta el amo se enfurecía con él por su crueldad y amenazaba con azotarle si no se controlaba. Pero el amo no era una persona humanitaria. La barbarie del mayoral tenía que ser excepcional para que le afectara. Era un hombre cruel, endurecido por una larga vida como propietario de esclavos. A veces parecía producirle un gran placer azotar a un esclavo. Me han despertado muchas veces al amanecer los gritos estremecedores de una tía mía, a la que él solía atar a una viga y azotarla en la espalda desnuda hasta dejarla literalmente cubierta de sangre. Ni las palabras ni las lágrimas ni las oraciones de su víctima ensangrentada parecían desviar su corazón de acero de su propósito maligno. Cuanto más alto gritaba ella, más fuerte la azotaba; y donde la sangre corría más de prisa, allí era donde más tiempo la azotaba. La azotaba para hacerla chillar y la azotaba para hacerla callar; y hasta que le vencía la fatiga no cesaba de blandir el látigo cubierto de sangre. Recuerdo la primera vez que presencié ese horrible espectáculo. Yo era muy niño, pero lo recuerdo bien. No lo olvidaré mientras sea capaz de recordar algo. Fue la primera de una larga serie de atrocidades similares, de las que estuve condenado a ser testigo y partícipe. Me afectó con una intensidad sobrecogedora. Era la puerta manchada de sangre, la entrada al infierno de la esclavitud, por la que había de pasar. Fue un espectáculo absolutamente terrible. Ojalá pudiera trasladar al papel los sentimientos con que lo contemplé.
Este suceso tuvo lugar muy poco después de que me fuese a vivir con mi viejo amo, y en las siguientes circunstancias. Tía Hester salió una noche (adónde o a qué, no lo sé) y sucedió que estaba ausente cuando mi amo reclamó su presencia. Le había dado orden de no salir por las noches, y le advirtió que no quería verla nunca en compañía de un hombre joven que la hacía objeto de sus atenciones pese a que pertenecía al coronel Lloyd. El joven se llamaba Ned Roberts, y solían llamarle Ned de Lloyd. Se puede dejar sin duda a la conjetura la razón de que el amo la controlara tanto. Era una mujer de nobles formas y de elegantes proporciones, muy pocas la igualaban y la superaban aún menos, en cuanto a la apariencia personal, entre las mujeres blancas o de color de nuestro entorno.
Tía Hester no sólo había desobedecido las órdenes del amo al salir, sino que la habían encontrado en compañía de Ned de Lloyd; circunstancia que, por lo que él decía mientras la azotaba, descubrí que era su principal delito. Si él hubiese sido un hombre de moral pura, podría haberse pensado que tenía interés en proteger la inocencia de mi tía; pero los que le conocían no sospechaban de él semejante virtud. Antes de empezar a azotar a tía Hester, la metió en la cocina y la desnudó del cuello a la cintura, dejándole el cuello, los hombros y la espalda completamente al descubierto. Luego le dijo que cruzara las manos, llamándola m . .a p . . a. Después le ató las manos, con una cuerda fuerte y la llevó hasta un taburete debajo de un gancho grande de la viga, colocado allí para aquel fin. La hizo subirse en el taburete y le ató las manos al gancho. Estaba ya lista para su propósito infernal. Tenía los brazos estirados en toda su longitud, de modo que se apoyaba en las puntas de los dedos de los pies. Entonces él le dijo: «¡Ahora aprenderás a desobedecer mis órdenes, m . . a p . . a!», y, tras remangarse la camisa, comenzó a golpear con el grueso látigo y pronto empezó a gotear la sangre, cálida y roja, en medio de chillidos desgarradores de ella y de horribles juramentos de él. Yo estaba tan aterrado y abrumado por el horror que me causaba lo que veía, que me escondí en un armario y no me atreví a salir hasta mucho después de que acabase la sangrienta operación. Suponía que luego sería mi turno. Todo aquello era nuevo para mí. No había visto hasta entonces nada parecido. Había vivido siempre con mi abuela en las afueras de la hacienda, donde ella se dedicaba a cuidar los niños de las mujeres más jóvenes. Había estado por ello, hasta entonces, apartado de las sangrientas escenas que solían producirse en la plantación.
II
La familia de mi amo estaba compuesta por dos hijos, Andrew y Richard; una hija, Lucretia, y su marido, el capitán Thomas Auld. Vivían en una casa, en la plantación central del coronel Edward Lloyd. Mi amo era el contable y administrador del coronel Lloyd. Era lo que podría llamarse el mayoral de los mayorales. Yo pasé dos años de infancia en esta plantación con la familia de mi viejo amo. Fue allí donde presencié la sangrienta operación relatada en el primer capítulo; y dado que recibí mis primeras impresiones de la esclavitud en esa plantación, haré una pequeña descripción de ella, y de la esclavitud tal como existía allí. La plantación está situada a casi veinte kilómetros al norte de Easton, en el condado de Talbot, y se extiende por la orilla del río Miles. Los principales productos que se cultivaban eran tabaco, maíz y trigo. Se cultivaban en gran abundancia; de manera que el amo, con los productos de esta y de otras fincas que le pertenecían, podía mantener en actividad casi constante una gran balandra, que los llevaba al mercado de Baltimore. Esta balandra se llamaba Sally Lloyd, en honor de una de las hijas del coronel. El patrón de la embarcación era el capitán Auld, el yerno de mi amo; los marineros eran esclavos del coronel.
Se llamaban Peter, Isaac, Rich y Jake. Los otros esclavos les consideraban muchísimo y les tenían por los privilegiados de la plantación; porque no era asunto de poca monta para los esclavos, que les permitieran ver Baltimore.
El coronel Lloyd tenía de trescientos a cuatrocientos esclavos en su plantación central, y era propietario de muchos más que estaban en las fincas de los alrededores que le pertenecían. Los nombres de las fincas más próximas a la plantación central eran Wye Town y New Design. Wye Town estaba bajo la supervisión de un hombre llamado Noah Willis. New Design estaba bajo la supervisión de un tal señor Townsend. Los supervisores de estas dos fincas, y del resto, unas veinte en total, recibían asesoramiento y directrices de los administradores de la plantación central. Ésta era el gran centro administrativo. Era la sede del gobierno para las veinte fincas. Allí se solventaban todas las diferencias entre los mayorales. Si un esclavo era considerado culpable de una falta grave, se volvía incontrolable o se mostraba resuelto a huir, se le llevaba inmediatamente allí, se le azotaba severamente, se le subía a bordo de la balandra, se le trasladaba a Baltimore y se vendía a Austin Woolfolk, o a algún otro traficante de esclavos, como advertencia para el resto.
También era allí donde los esclavos de todas las demás fincas recibían su asignación mensual de víveres, y sus ropas para el año. Esclavos y esclavas recibían como provisión mensual de alimentos tres kilos y doscientos gramos de carne de cerdo, o su equivalente en pescado, y un bushel14 de harina de maíz. Las ropas anuales consistían en dos toscas camisas de lino, unos pantalones de lino, como las camisas, una chaqueta, unos pantalones para el invierno, hechos de una tosca tela negra, unos calcetines y unos zapatos; todo lo cual no podría costar más de siete dólares. La ración de los niños esclavos se entregaba a sus madres, o a las ancianas que se cuidaban de ellos. A los niños que no podían trabajar en el campo no les daban zapatos ni calcetines ni chaqueta ni pantalones; su ropa consistía en dos toscas camisas de lino por año. Cuando se les rompían esas camisas andaban desnudos hasta la entrega siguiente. Se veían niños de ambos sexos de siete a diez años casi desnudos en todas las estaciones del año.
A los esclavos no les daban camas, salvo que se considerase tal una áspera manta, y eso sólo lo tenían los hombres y las mujeres. Pero no se considera una carencia muy grande. Plantea menos dificultades la falta de camas que la de tiempo para dormir; porque cuando terminan el día de trabajo en el campo, la mayoría de ellos han de lavar la ropa y coserla y hacer la comida, y como tienen pocos o ninguno de los servicios normales para hacer esas cosas, consumen muchas de sus horas de sueño preparándose para ir al campo al día siguiente; y una vez hecho esto, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, casados y solteros, se tumban unos junto a otros en un lecho común (el suelo húmedo y frío), tapándose cada uno de ellos con su mísera manta; y allí duermen hasta que les convoca para salir al campo la corneta del mayoral. Nada más oírla deben levantarse todos y dirigirse al campo. No debe haber la menor demora; tienen que estar cada uno y cada una en su puesto; y ay del que no oiga esta convocatoria matinal para acudir al campo; porque si no se despiertan por el sentido de la audición, les despiertan por el sentido del dolor: no hay piedad para ninguna edad ni sexo. El señor Severe, el mayoral, solía ponerse a la puerta del barracón, armado con una larga vara de nogal y un grueso látigo de cuero de vaca, dispuesto a pegar a cualquiera que fuese tan desdichado como para no oír, o que no pudiese, por cualquier otra causa, estar dispuesto para salir hacia los campos al oír la corneta.
El señor Severe tenía un nombre apropiado: era un hombre cruel. Le he visto azotar a una mujer haciéndola sangrar media hora seguida; y esto, además, en medio de los llantos de sus hijos, que pedían que soltasen a su madre. Parecía disfrutar demostrando su brutalidad diabólica. Y a la crueldad se añadían sus juramentos y blasfemias. Bastaba oírle hablar para que se le helara la sangre y se le erizaran los cabellos a cualquier hombre. Apenas se le escapaba una frase que no empezase o concluyese con algún horrible juramento. El mejor lugar para presenciar su crueldad y su lenguaje indecente eran los campos de cultivo. Su presencia los convertía en campos de sangre y de blasfemia. Desde que salía el sol hasta que se ponía, estaba maldiciendo, desvariando y repartiendo golpes y latigazos entre los esclavos de los campos, de la manera más aterradora. Su carrera fue breve. Murió muy poco después de que yo me fuese con el coronel Lloyd; y murió como había vivido, mascullando, en sus estertores agónicos, amargas maldiciones y horribles juramentos. Los esclavos consideraron su muerte consecuencia de una providencia misericordiosa.
El puesto del señor Severe pasó a ocuparlo un tal señor Hopkins, un hombre muy distinto. Era menos cruel, menos blasfemo y menos escandaloso que el señor Severe. Su proceder no se caracterizó por demostraciones extraordinarias de crueldad. Azotaba, pero no parecía proporcionarle ningún placer hacerlo. Los esclavos le consideraban un buen mayoral.
La plantación central del coronel Lloyd tenía la apariencia de una aldea. Allí era donde se efectuaban todas las operaciones mecánicas de todas las fincas. Los esclavos de la plantación central eran los que se encargaban de hacer y arreglar zapatos, de la fragua, de carros y carretas, de los barriles, de tejer y de moler el grano. Todo aquel lugar daba una impresión de actividad muy distinta de la de las fincas vecinas. El número de edificios ayudaba también a que pareciese más importante que las fincas próximas. Los esclavos le llamaban la Finca de la Casa Grande. Pocos privilegios estimaban más los esclavos de las fincas de fuera que el de ser elegidos para ir a hacer recados a la Finca de la Casa Grande. Estaba asociada en su pensamiento con la grandeza. No podría estar más orgulloso un candidato de su elección para el Congreso de Estados Unidos de lo que podía estarlo un esclavo de una de las fincas exteriores de que le eligieran para hacer recados a la Finca de la Casa Grande. Lo consideraban una prueba de que sus mayorales depositaban en ellos una gran confianza; y era éste el motivo, además del deseo constante de estar lejos de los campos y del látigo del capataz, de que lo estimaran un alto privilegio, por el que merecía la pena portarse bien. Al que le otorgaban ese honor con mayor frecuencia se le tenía por el individuo más listo y de más confianza. Los que competían por este cargo procuraban complacer a sus mayorales con la misma diligencia con que los que buscan cargos en los partidos políticos procuran complacer y engañar a la gente. En los esclavos del coronel Lloyd podían verse los mismos rasgos de carácter que se ven en los esclavos de los partidos políticos.
Los esclavos elegidos para ir a la Finca de la Casa Grande a buscar la ración mensual para ellos y para sus compañeros de esclavitud se mostraban especialmente entusiastas. En el camino hacían retumbar con sus locas canciones los densos y viejos bosques en kilómetros a la redonda, expresando al mismo tiempo la máxima alegría y la más profunda tristeza. Las componían y cantaban sobre la marcha, sin atender al ritmo ni a la melodía. El pensamiento que surgía, salía, si no en la letra, en el sonido; y tan a menudo en la primera como en el segundo. Cantaban a veces el sentimiento más patético en el tono más arrebatado, y el sentimiento más arrebatado en el tono más patético. Siempre se las arreglaban para entretejer en sus canciones algo que se relacionase con la Finca de la Casa Grande. Hacían esto sobre todo cuando salían de casa. Entonces cantaban en el tono más entusiasta lo siguiente:
¡Me voy a la Finca de la Casa Grande!
¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Oh!
Cantaban esto como un coro con letras que a muchos les parecerían un galimatías sin sentido, pero que sin embargo estaban para ellos llenas de sentido. A veces he pensado que la simple audición de aquellas canciones haría más por inculcar en algunas mentes el carácter horrible de la esclavitud de lo que podría hacerlo la lectura de volúmenes enteros de filosofía sobre el tema.
Yo no entendía, cuando era esclavo, el profundo significado de aquellas canciones toscas y en apariencia incoherentes. Estaba también dentro del círculo; así que ni veía ni oía, igual que los que no tienen capacidad de ver ni oír. Contaban una historia de infortunio que excedía entonces completamente mi débil comprensión; eran tonos altos, prolongados y profundos; expresaban la oración y la queja de almas que desbordaban la angustia más amarga. Cada tono era un testimonio contra la esclavitud, y una oración a Dios por la liberación de las cadenas. Escuchar aquellas notas salvajes siempre afligía mi espíritu y me llenaba de una tristeza inefable. Se me han saltado muchas veces las lágrimas oyéndolas. Hasta ahora me aflige la simple repetición de aquellas canciones; y, mientras escribo estas líneas, ya ha hallado su camino mejilla abajo una expresión de sentimiento. A aquellas canciones remito mi primera trémula concepción del carácter deshumanizador de la esclavitud. Me es imposible librarme de esa concepción. Aquellas canciones aún me siguen, para profundizar mi odio a la esclavitud y avivar mis simpatías por mis hermanos encadenados. Si alguien desea convencerse de que el efecto de la esclavitud es matar el alma, que vaya a la plantación del coronel Lloyd y que se sitúe un día de reparto en los profundos bosques de pinos y que analice allí, en silencio, esos sonidos que le traspasarán las cámaras del alma... y si no se convence así, será sólo porque «no hay carne alguna en su corazón obstinado».
Me he quedado muchas veces completamente atónito, desde que vine al Norte, al encontrar personas que eran capaces de alegar el canto de los esclavos como prueba de que están contentos y felices. No se puede concebir mayor error. Cuando más cantan los esclavos es cuando se sienten más desgraciados. Las canciones del esclavo reflejan los pesares de su corazón; y le alivian sólo como alivian las lágrimas a un corazón afligido. Ésa es al menos mi experiencia. Yo he cantado muchas veces para ahogar el dolor, pero muy pocas para expresar felicidad. Llorar de alegría y cantar de alegría eran para mí dos cosas igual de insólitas mientras estaba entre las mandíbulas de la esclavitud. Podría considerarse tan adecuadamente prueba de alegría y felicidad el canto de un hombre que naufraga y llega a una isla desierta como el canto del esclavo; la emoción que alimenta las canciones del uno y el otro es la misma.
III
E1 coronel Lloyd tenía un huerto grande y cultivado con esmero, que proporcionaba trabajo casi constante a cuatro hombres, además del hortelano jefe, el señor M'Durmond. Este huerto probablemente fuese la principal atracción del lugar. Durante los meses de verano venía a verlo gente de lejos y de cerca (de Baltimore, Easton y Annapolis). Había en él abundancia de frutos de casi todo género, desde la dura manzana del norte a la naranja delicada del sur. Este huerto era una importante fuente de conflictos en la plantación. Su excelente fruta era una enorme tentación para los hambrientos enjambres de muchachos, así como para los esclavos más viejos, que pertenecían al coronel, pocos de los cuales tenían la virtud o el vicio de resistirla. Durante el verano apenas había día que no tuviese que ser azotado algún esclavo por robar fruta. El coronel tenía que recurrir a toda clase de estratagemas para mantener a los esclavos alejados del huerto. La última y de mayor éxito fue embrear la valla en toda su extensión; tras lo cual si se sorprendía a un esclavo con algo de brea sobre su persona se consideraba prueba suficiente de que o había entrado en el huerto o había intentado entrar. En cualquier caso, el hortelano jefe le azotaba severamente. Este plan funcionó bien; los esclavos le cogieron tanto miedo a la brea como al látigo. Parecieron comprender que era imposible tocar brea sin mancharse.
El coronel tenía un equipo espléndido de carros y caballos. El establo y la cochera tenían la apariencia de una de nuestras grandes caballerizas de alquiler de la ciudad. Los caballos eran de la mejor estampa y de la más noble raza. En la cochera había tres coches de caballos espléndidos, tres o cuatro calesines, además de dearborns15 y cabriolés de los estilos más elegantes. .
Este establecimiento estaba al cargo de dos esclavos, Barney el Viejo y Barney el Joven, que eran padre e hijo. Atenderlo era su único trabajo. Pero no era en modo alguno una tarea fácil, pues en nada era tan exigente el coronel Lloyd como en el cuidado de sus caballos. El más leve descuido con ellos era imperdonable, y hacía recaer sobre los encargados de su cuidado el castigo más severo; ninguna excusa podía ampararle, si el coronel llegaba a sospechar siquiera cualquier falta de atención a sus caballos... una sospecha a la que se entregaba con frecuencia, y que hacía, claro está, que el oficio del joven y del viejo Bamey resultase muy difícil. Nunca sabían cuándo estaban a salvo del castigo. Se les azotaba con frecuencia cuando menos lo merecían, y eludían el látigo cuando lo merecían más. Todo dependía del aspecto de los caballos, y del estado de ánimo del propio coronel Lloyd cuando se los llevaban para que los usara. Si un caballo no se movía con la suficiente rapidez, o no mantenía la cabeza lo bastante alta, se debía a algún fallo de los que lo cuidaban. Resultaba doloroso estar a la puerta del establo y oír las diversas quejas contra los encargados cuando se sacaba un caballo para utilizarlo. «Este caballo no ha recibido la debida atención. No ha sido suficientemente frotado y almohazado, o no se le ha alimentado adecuadamente; el pienso estaba demasiado húmedo o demasiado seco; se le dio demasiado pronto o demasiado tarde; estaba demasiado caliente o demasiado frío; tenía mucha paja y no suficiente grano; o tenía demasiado grano y no suficiente paja; Barney el Viejo, en vez de atender al caballo, lo había dejado muy impropiamente en manos de su hijo.» El esclavo no debe responder nunca una sola palabra a todas estas quejas, por muy injustas que sean. El coronel Lloyd no podía soportar que un esclavo le contradijera. Cuando habla él, el esclavo debe callar, escuchar y temblar; así era literalmente en este caso. He visto al coronel Lloyd obligar a Barney el Viejo, un hombre de entre cincuenta y sesenta años de edad, a descubrirse la cabeza calva y luego arrodillarse en el suelo frío y húmedo para recibir sobre sus hombros desnudos y agotados más de treinta latigazos seguidos. El coronel Lloyd tenía tres hijos (Edward, Murray y Daniel) y tres yernos, el señor Winder, el señor Nicholson y el señor Lowndes. Vivían todos ellos en la Finca de la Casa Grande y se daban el lujo de azotar a los sirvientes cuando les apetecía, desde Barney el Viejo a William Wilkes, el cochero. He visto cómo Winder mandaba a uno de los sirvientes de la casa que se apartara de él la distancia precisa para poder alcanzarle con la punta del látigo y alzar luego a cada golpe grandes costurones en su espalda.
Describir la riqueza del coronel Lloyd sería casi igual que describir las riquezas de Job. Tenía de diez a quince criados de casa. Se decía que poseía mil esclavos, y creo que este cálculo se ajusta bastante a la verdad. Tenía tantos que no los conocía cuando los veía; tampoco le conocían a él todos los esclavos de las fincas exteriores. Se dice que un día que iba cabalgando por el camino se encontró a un hombre de color y se dirigió a él de la manera que se usa habitualmente para hablar a la gente de color en los caminos públicos del Sur: «Dime, chico, ¿tú a quién perteneces?». «Al coronel Lloyd», contestó el esclavo. «¿Y te trata bien el coronel?» «No, señor», fue la rápida respuesta. «Te hace trabajar demasiado, ¿eh?» «Sí, señor.» «¿No te da bastante de comer?» «Sí, señor, me da bastante, tal como están las cosas.»
El coronel, después de asegurarse del lugar al que pertenecía el esclavo, continuó su camino; el esclavo también continuó el suyo sin imaginar que había estado hablando con su amo. No pensó, ni dijo ni oyó nada más sobre el asunto hasta dos o tres semanas después. Al pobre hombre le comunicaron entonces que iban a venderle a un traficante de Georgia por haber cometido una falta con su amo. Le pusieron inmediatamente grilletes y cadenas; y así, sin el menor aviso, se vio apartado, y separado para siempre, de su familia y sus amigos, por una mano más implacable que la muerte. Éste es el castigo por decir la verdad, por decir simplemente la verdad, en respuesta a una serie de preguntas sencillas.
A hechos como éste es a los que se debe en parte el que los esclavos, cuando les interrogan sobre su condición y sobre el carácter de sus amos, digan casi invariablemente que están contentos y que sus amos son buenos. Se ha sabido que los amos enviaban espías entre sus esclavos para conocer sus opiniones y sentimientos sobre su condición. La frecuencia de este hecho ha tenido el efecto de establecer entre los esclavos la máxima de que una lengua silenciosa hace una cabeza sabia. Disimulan la verdad para no sufrir las consecuencias de decirla, y demuestran con ello que son una parte de la familia humana. Si tienen algo que decir de sus amos, es generalmente en favor del amo, sobre todo si hablan con un hombre en el que no tienen razones para confiar. A mí me han preguntado muchas veces, cuando era esclavo, si tenía un amo bueno, y no recuerdo haber dado nunca una respuesta negativa; ni recuerdo que considerara, al seguir esa conducta, que lo que decía fuese absolutamente falso; porque siempre medía la bondad de mi amo por el criterio de bondad establecido entre los propietarios de esclavos de los alrededores. Además, los esclavos son como las demás personas, y absorben los prejuicios que son tan frecuentes en otros. Creen los suyos mejores que los de otros. Muchos creen, bajo la influencia de este prejuicio, que sus amos son mejores que los amos de otros esclavos; y creen esto, además, en algunos casos, cuando la verdad es lo contrario. De hecho, no es raro que los esclavos lleguen a reñir y a pelearse entre ellos por la bondad relativa de sus amos, sosteniendo cada uno que la bondad del propio es superior a la del ajeno. Al mismo tiempo, execran mutuamente a sus amos cuando los consideran por separado. Sucedía así en nuestra plantación. Cuando los esclavos del coronel Lloyd se encontraban con los esclavos de Jacob Jepson, rara vez se separaban sin una disputa sobre sus amos, en la que los esclavos del coronel Lloyd sostenían que éste era más rico, y los del señor Jepson que éste era el más listo y el más hombre. Los esclavos del coronel Lloyd se ufanaban de la habilidad de éste en sus compras y ventas a Jacob Jepson. Los esclavos del señor Jepson se ufanaban de la habilidad de éste para ganarle al coronel Lloyd. Estas disputas casi siempre terminaban en una pelea entre los dos grupos, y se consideraba que los que ganaban habían impuesto su opinión en el asunto. Parecían creer que la grandeza de sus amos era transferible a ellos. Se consideraba que era bastante malo ser un esclavo, ¡pero ser el esclavo de un pobre hombre se consideraba una verdadera desgracia!
IV
E1 señor Hopkins sólo permaneció un breve período de tiempo en el cargo de supervisor. No sé por qué fue tan corta su carrera, pero supongo que carecía de la severidad necesaria para el gusto del coronel Lloyd. Le sucedió el señor Austin Gore, un hombre que poseía, en grado eminente, todos los rasgos de carácter indispensables para ser lo que se llama un mayoral de primera clase. Había servido al coronel Lloyd como mayoral en una de las fincas exteriores, y se había mostrado digno de la elevada posición de mayoral de la finca central o Finca de la Casa Grande.
El señor Gore era orgulloso, ambicioso y perseverante. Era artero, cruel e inflexible. Era el hombre idóneo para aquel puesto y era el puesto idóneo para aquel hombre. Le proporcionaba un medio en el que desplegar plenamente todas sus potencias, y parecía sentirse muy a gusto en él. Era de los que podían considerar una insolencia la más leve mirada, palabra o gesto de un esclavo, y aplicaba el castigo correspondiente. No se le podía contestar nunca; a un esclavo no se le permitía la menor explicación, ni que intentara demostrar que se le había acusado por error. El señor Gore se ajustaba plenamente a la máxima de los propietarios de esclavos: «Es mejor que una docena de esclavos sufran el látigo, que el que se demuestre en presencia de los esclavos que se ha equivocado el mayoral». Por muy inocente que pudiera ser un esclavo no le servía de nada, si el señor Gore le acusaba de una falta. Ser acusado era ser considerado culpable, y ser considerado culpable era ser castigado; lo uno siempre seguía a lo otro con certeza inmutable. Escapar al castigo era escapar a la acusación; y pocos esclavos tenían la suerte de hacer una de las dos cosas bajo la supervisión del señor Gore. Era lo suficientemente orgulloso para exigir del esclavo el homenaje más degradante, y lo suficientemente servil para acuclillarse él mismo a los pies del amo. Era lo suficientemente ambicioso para no conformarse con lo que no fuese el rango más alto de los mayorales, y lo suficientemente perseverante para alcanzar la cima de su ambición. Era lo suficientemente cruel para infligir los castigos más severos, lo suficientemente artero para descender a la artimaña más ruin y lo suficientemente rígido para ser insensible a la voz de una conciencia reprobatoria. Era, de todos los mayorales, el más temido por los esclavos. Su presencia causaba angustia; su mirada, confusión; y raras veces oían su voz aguda y estridente sin que produjese horror y temblores en sus filas.
El señor Gore era un hombre serio y, aunque era joven, no se permitía ninguna broma, no decía ninguna palabra divertida, raras veces sonreía. Sus palabras estaban absolutamente en consonancia con sus miradas, y sus miradas absolutamente en consonancia con sus palabras. Los mayorales se permitían a veces una palabra graciosa, incluso con los esclavos; el señor Gore, no. Sólo hablaba para mandar y sólo mandaba para que le obedecieran; era parco con las palabras y generoso con el látigo, y no usaba nunca las primeras cuando podía servir igual el segundo. Cuando azotaba parecía hacerlo por un sentido del deber, y no temía las consecuencias. No hacía nada a regañadientes, por muy desagradable que fuese; siempre en su puesto, siempre consecuente. No prometía sino para cumplir. Era, en una palabra, un hombre de la firmeza más inflexible y de frialdad pétrea.
Sólo era equiparable a su feroz barbarie la frialdad consumada con la que perpetraba los actos más intolerables y salvajes con los esclavos que estaban a su cargo. Una vez se puso a azotar a uno de los esclavos del coronel Lloyd, que se llamaba Demby. Le había dado ya unos cuantos latigazos cuando Demby, para librarse del castigo, echó a correr y se metió en un riachuelo y se quedó allí quieto donde le cubría hasta los hombros, negándose a salir. El señor Gore le dijo que le llamaría tres veces y que si a la tercera llamada no salía, le pegaría un tiro. Hizo la primera llamada. Demby no reaccionó, siguió donde estaba. Siguieron la segunda y la tercera con igual resultado. Entonces el señor Gore, sin consultar ni deliberar con nadie, ni dar siquiera una oportunidad más a Demby, se llevó el mosquete a la cara, apuntó certeramente a su víctima inmóvil y en un instante el pobre Demby dejó de existir. Su cuerpo mutilado se hundió y dejó de verse y quedaron la sangre y los sesos indicando en el agua dónde había estado.
Un estremecimiento de horror sacudió a todos los habitantes de la plantación, salvo al señor Gore. Sólo él parecía frío y tranquilo. El coronel Lloyd y mi viejo amo le preguntaron por qué había recurrido a una medida tan excepcional. Su respuesta fue (por lo que puedo recordar) que Demby se había vuelto incontrolable. Estaba dando un peligroso ejemplo a los otros esclavos, un ejemplo que, si se consentía sin hacer algo como lo que él había hecho, acabaría llevando a la subversión total de toda regla y orden en la plantación. Argumentó que si un esclavo se negaba a dejarse corregir y escapaba con vida, pronto seguirían su ejemplo los otros esclavos; el resultado de lo cual sería la libertad de los esclavos y la esclavización de los blancos. La defensa del señor Gore fue satisfactoria. Le dejaron seguir en su puesto de mayoral de la plantación central. Su fama como mayoral se extendió fuera. Su horrible crimen ni siquiera fue objeto de una investigación judicial. Se cometió en presencia de esclavos, y ellos no podían, claro, iniciar un proceso ni testificar contra él; y así el culpable de perpetrar uno de los asesinatos más sanguinarios y viles permanece impune y sin que le censure la sociedad en la que vive. El señor Gore residía en St. Michael, condado de Talbot, Maryland, cuando yo me fui de allí; y si sigue vivo es muy probable que aún siga residiendo allí; y, si es así, será hoy, como era entonces, muy estimado y tan respetado como si su alma pecadora no se hubiese manchado con la sangre de su hermano.
Hablo con conocimiento de causa cuando digo esto, que matar a un esclavo, o a cualquier persona de color, en el condado de Talbot, Maryland, no se considera un crimen, ni por los tribunales ni por la comunidad. El señor Thomas Lanman, de St. Michael, mató a dos esclavos, a uno de ellos con una hachuela, saltándole los sesos. Solía ufanarse de haber cometido ese hecho sanguinario y sobrecogedor. Le he oído hacerlo riéndose, diciendo, entre otras cosas, que de los presentes él era el único benefactor de su país, y que si otros hicieran lo que había hecho él, nos libraríamos de «los j..... s negros».
La esposa del señor Giles Hick, que vivía a corta distancia de donde vivía yo, asesinó a la prima de mi esposa, una muchacha de entre quince y dieciséis años, mutilándola del modo más horrible, rompiéndole la nariz y el esternón con un palo, de manera que la pobre muchacha expiró al cabo en unas pocas horas. La enterraron inmediatamente, pero no llevaba en su prematura sepultura más que unas horas cuando la desenterraron y la examinó el juez, que dictaminó que había muerto a consecuencia de una severa paliza. El delito por el que esta muchacha fue asesinada de esta manera fue el siguiente: le habían encargado cuidar al niño de pecho de la señora Hick aquella noche y se había quedado dormida durante la noche y el niño se había puesto a llorar. La muchacha, que no había podido descansar en varias noches anteriores, no le oyó llorar. Estaban los dos en la habitación con la señora Hick. Ésta, al ver que la chica no se daba prisa para levantarse, saltó de la cama, cogió un palo de roble de la leña que había junto a la chimenea, y le rompió con él la nariz y el esternón, poniendo fin así a su vida. No diré que este asesinato tan horroroso no produjo ninguna conmoción en la comunidad. La produjo, pero no suficiente para que la asesina fuese castigada. Se emitió un mandamiento judicial para su detención, pero no llegó a cumplirse nunca. Así que no sólo eludió el castigo sino también el sufrimiento de ser acusada ante un tribunal por su horrible crimen.
Ya que estoy detallando hechos sangrientos que tuvieron lugar durante mi estancia en la plantación del coronel Lloyd, narraré brevemente otro, que ocurrió más o menos por la época en que el señor Gore asesinó a Demby.
Los esclavos del coronel Lloyd tenían la costumbre de pasar parte de sus noches y domingos pescando ostras, para compensar con ellas las deficiencias de sus exiguas raciones. Un anciano que pertenecía al coronel Lloyd, cuando estaba dedicado a esta tarea, traspasó sin darse cuenta los límites de la propiedad de su amo y entró en las tierras del señor Beal Bondly. El señor Bondly se enfadó por esto y bajó hasta la orilla con su mosquete y alcanzó con su mortífero contenido al pobre anciano.
El señor Bondly fue a ver al coronel Lloyd al día siguiente, no sé si para pagarle por su propiedad perdida o para justificarse por lo que había hecho. De todos modos, toda esta operación diabólica se silenció en seguida. Apenas se habló del asunto y no se hizo nada. Era un comentario corriente, incluso entre los niños blancos, que valía medio centavo matar a un «negro» y medio centavo enterrarlo.
V
En cuanto al tratamiento que yo recibí mientras viví en la plantación del coronel Lloyd, fue muy similar al de los otros niños esclavos. No era lo suficientemente mayor para trabajar en el campo, y como había poco más que hacer que el trabajo del campo, tenía muchísimo tiempo libre. Lo máximo que tenía que hacer era subir las vacas al final del día, no dejar a las gallinas entrar en el huerto, mantener limpio el corral y hacer los recados de la hija de mi antiguo amo, la señora Lucretia Auld. La mayor parte de mi tiempo de ocio la pasaba ayudando al amo Daniel Lloyd a encontrar las aves que mataba cazando. Mi relación con el amo Daniel me proporcionó algunas ventajas. Me tomó mucho cariño y fue para mí una especie de protector. No permitía que los chicos mayores abusaran de mí y repartía sus dulces conmigo.
Mi antiguo amo me azotó muy pocas veces, y padecí poco de otras cosas que no fuesen el hambre y el frío. Hambre padecí mucha, pero padecí mucho más con el frío. En lo más cálido del verano y en lo más crudo del invierno, andaba casi desnudo, sin zapatos, sin calcetines, sin chaqueta, sin pantalones, sin nada más que una áspera camisa de estopa de lino, que sólo me llegaba hasta las rodillas. No tenía cama. Habría muerto de frío de no haber sido que en las noches más frías solía robar un saco que se utilizaba para llevar grano al molino. Me metía en él y allí dormía, sobre suelo de tierra húmedo y frío, con la cabeza dentro y los pies fuera. Los pies los tenía tan agrietados por la escarcha que podría haber metido en las grietas la pluma con la que estoy escribiendo.
Nosotros no teníamos una ración regular asignada. Nuestra comida consistía en una áspera harina de maíz hervida. A esto se le llamaba gachas. Se echaba en una bandeja o comedero grande de madera, y se ponía en el suelo. Entonces se llamaba a los niños, como si fueran cerdos, y como los cerdos llegaban y devoraban las gachas; algunos con conchas de ostras, otros con trozos de ripia, algunos con las manos desnudas y ninguno con cuchara. El que comía más de prisa era el que más conseguía comer; el que era más fuerte se aseguraba el mejor sitio; y pocos dejaban el comedero satisfechos.
Debía de tener entre siete y ocho años cuando abandoné la plantación del coronel Lloyd. La abandoné con alegría. Nunca olvidaré el éxtasis con que recibí la información de que mi antiguo amo (Anthony) había decidido dejarme ir a Baltimore, a vivir con el señor Hugh Auld, hermano de su yerno, el capitán Thomas Auld. Recibí esta información unos tres días antes de mi partida. Fueron tres de los días más felices de mi vida. Pasé la mayor parte de esos tres días en el río, limpiándome la mugre de la plantación y preparándome para la partida.
La preocupación por la apariencia que esto indicaba no era mía. Más que porque yo quisiese, pasé el tiempo lavándome porque la señora Lucretia me había dicho que tenía que quitarme todas las callosidades de los pies y de las rodillas para poder ir a Baltimore; porque en Baltimore la gente era muy limpia y se reirían de mí si parecía sucio. Además iba a darme unos pantalones, que no debía ponerme hasta que me quitara toda la suciedad. ¡La idea de poseer unos pantalones era algo verdaderamente magnífico! Era casi motivo suficiente no sólo para que me quitara lo que los porqueros llamaban la roña, sino la propia piel. Me entregué a la tarea con ahínco, trabajando por primera vez con esperanza de recompensa.
Ninguno de los lazos que vinculan ordinariamente a los niños a sus hogares era fuerte en mi caso. Mi marcha no constituyó ninguna prueba rigurosa. Mi hogar carecía de atractivo; no era hogar para mí; al separarme de él no podía sentir que estuviese abandonando nada que pudiese haber disfrutado quedándome. Mi madre había muerto, mi abuela vivía lejos, por lo que apenas la veía. Tenía dos hermanas y un hermano, que vivían en la misma casa que yo; pero la temprana separación de nuestra madre casi nos había borrado de la memoria el hecho de nuestra relación. Ansiaba vivir en otro sitio y estaba seguro de no encontrar ninguno que me gustase menos que el que iba a abandonar. Si, pese a todo, encontraba en mi nuevo hogar penuria, hambre, azotes y desnudez, tenía el consuelo de que no habría escapado a ninguna de esas cosas quedándome. Como había tenido ya algo más que una prueba de ellas en la casa de mi antiguo amo, y las había soportado allí, infería de eso, como es natural, que sería capaz de soportarlas en cualquier otro sitio, y especialmente en Baltimore; porque tenía respecto a Baltimore algo parecido a lo que se expresa en el proverbio que dice que «es preferible que te ahorquen en Inglaterra que morir de muerte natural en Irlanda». Tenía un deseo intensísimo de ver Baltimore. Me lo había inspirado mi primo Tom que, aunque no se expresaba con fluidez, me había hecho una elocuente descripción del lugar. Señalase yo lo que señalase en la Casa Grande, por muy bello y magnífico que fuese, él había visto algo en Baltimore muy superior, en belleza y en magnificencia. Hasta la Casa Grande misma, con todos sus cuadros, era muy inferior a muchos edificios de Baltimore. Mi deseo era tan fuerte que pensaba que poder satisfacerlo compensaría plenamente cualquier pérdida de comodidades que tuviera que soportar a cambio. Me fui sin un lamento, y con las más altas esperanzas de felicidad futura.
Salimos de Miles River rumbo a Baltimore un sábado por la mañana. Sólo recuerdo el día de la semana porque yo no tenía por entonces conocimiento de los días del mes ni de los meses del año. Cuando zarpamos me fui hasta la popa y dirigí a la plantación del coronel Lloyd lo que tenía la esperanza que fuese la última mirada. Luego me coloqué en la proa de la balandra y pasé allí el resto del día mirando hacia delante, interesándome por lo que se divisaba lejos en vez de por las cosas que quedaban a los lados o atrás.
En la tarde de ese día, llegamos a Annapolis, la capital del estado. Sólo paramos unos minutos, así que no tuve tiempo para pisar la orilla. Era la primera ciudad grande que veía, y aunque parecería pequeña comparada con algunos de nuestros pueblos fabriles de Nueva Inglaterra, me pareció un lugar maravilloso por su tamaño... ¡más imponente incluso que la Finca de la Casa Grande!
Llegamos a Baltimore el domingo por la mañana temprano y desembarcamos en el muelle Smith, no lejos del muelle Bowley. Llevábamos a bordo de la balandra un gran rebaño de ovejas; y después de ayudar a conducirlas hasta el matadero del señor Curtis de Louden Slater's Hill, fui conducido por Rich, uno de los tripulantes de la balandra, hasta mi nuevo hogar de la calle Alliciana, cerca del astillero del señor Gardner de Fells Point.
El señor y la señora Auld estaban los dos en casa y me recibieron a la puerta con su hijito Thomas, para cuidar al cual me habían dado. Y allí vi yo lo que no había visto nunca: un rostro blanco que resplandecía con las más tiernas emociones; era el rostro de mi nueva ama, Sophia Auld. Ojalá fuese capaz de describir el arrobamiento que invadió mi alma al contemplarlo. Era para mí una visión nueva y extraña, que iluminaba mi camino con la luz de la felicidad. Al pequeño Thomas le dijeron que allí estaba su Freddy... y a mí me dijeron que me cuidara del pequeño Thomas; y me incorporé así a las tareas de mi nuevo hogar divisando ante mí la perspectiva más alentadora.
Considero mi marcha de la plantación del coronel Lloyd como uno de los acontecimientos más interesantes de mi vida. Es posible, e incluso muy probable, que de no haberse dado la mera circunstancia de que me hubiesen trasladado de la plantación a Baltimore, estuviese hoy apresado por las cadenas mortificantes de la esclavitud, en vez de aquí sentado a mi propia mesa, gozando de la libertad y la felicidad del hogar, escribiendo esta narración. Fue el ir a vivir a Baltimore lo que echó los cimientos y abrió la puerta a toda mi prosperidad posterior. Siempre lo he considerado la primera manifestación clara de esa providencia benigna que me ha ayudado desde entonces y ha señalado mi vida con tantos favores. Me parecía una cosa bastante notable el que me hubiesen elegido. Había muchos niños esclavos que podrían haber sido enviados de la plantación a Baltimore. Los había más pequeños, mayores y de la misma edad. Me eligieron a mí entre todos ellos y fue la primera, la última y la única elección.
Quizá alguien me considere supersticioso, e incluso egoísta, por interpretar este acontecimiento como una intervención especial de la Providencia divina en mi favor. Pero falsearía los sentimientos más antiguos de mi alma si ocultase esa opinión. Prefiero ser sincero conmigo mismo, aunque me arriesgue a parecer ridículo a otros, a ser falso e incurrir en mi propio aborrecimiento. He tenido, desde mis más tempranos recuerdos, la convicción profunda de que la esclavitud no sería capaz de retenerme siempre en su espantoso abrazo; y esta palabra viva de fe y este espíritu de esperanza no se apartaron de mí en las horas más sombrías de mi época de esclavitud, sino que permanecieron conmigo como ángeles auxiliadores para alegrarme en la oscuridad. Este buen espíritu era de Dios, y a él le ofrezco mi acción de gracias y mi alabanza.
VI
Mi nueva ama resultó ser todo lo que parecía cuando la vi por primera vez a la puerta de su casa: una mujer con el más tierno corazón y los más delicados sentimientos. Nunca había tenido un esclavo a su servicio antes de tenerme a mí, y había dependido de su propia diligencia para vivir antes de casarse. Era tejedora de oficio; y por aplicación constante a su negocio, se había preservado en buena medida de los efectos destructores y deshumanizadores de la esclavitud. Su bondad me dejó completamente atónito. Casi no sabía cómo comportarme con ella. Era completamente distinta de cualquier otra mujer blanca que hubiese visto yo. No podía dirigirme a ella como estaba habituado a dirigirme a las otras señoras blancas. Mi primera instrucción quedaba toda fuera de lugar. De nada servía con ella el encogimiento servil, una cualidad tan aceptable en general en un esclavo. No se ganaba uno su favor así; parecía turbarla. Ella no consideraba insolente o grosero que un esclavo la mirara a la cara. Hasta el esclavo más humilde se sentía tranquilo del todo en su presencia, y ninguno se iba sin sentirse mejor por haberla visto. Su rostro estaba hecho de sonrisas celestiales, y su voz, de música tranquila.
Pero, ay, aquel corazón bueno no iba a seguir siéndolo mucho tiempo. El veneno fatal del poder irresponsable estaba ya en sus manos, y no tardó en iniciar su trabajo infernal. Aquellos ojos alegres pronto enrojecieron de cólera bajo la influencia de la esclavitud; aquella voz, hecha toda de dulces acordes, adquirió una áspera y horrible disonancia; y el rostro angelical dejó paso al de un demonio.
Muy poco después de que me fuese a vivir con el señor y la señora Auld, ella empezó muy bondadosamente a enseñarme el abecedario. Una vez que aprendí esto, me ayudó a aprender a deletrear palabras de tres o cuatro letras. justo en ese punto del proceso, el señor Auld se enteró de lo que estaba pasando y prohibió inmediatamente a la señora Auld enseñarme más, diciéndole, entre otras cosas, que era ilegal, además de peligroso, enseñar a leer a un esclavo. Y añadió, y utilizo sus propias palabras: «Si le das a un negro un dedo, se tomará el brazo. Un negro no debería saber nada más que obedecer a su amo... hacer lo que le digan que haga. Hasta el mejor negro del mundo se estropeara con el estudio. Has de saber», le dijo, «que si enseñas a ese negro [refiriéndose a mí] a leer, no habría modo de controlarle luego. Le incapacitaría completamente para ser un esclavo. Se volvería al mismo tiempo inmanejable y de ningún valor para su amo. En cuanto a él mismo, no le haría ningún bien, sino muchísimo daño. Le haría descontento y desgraciado». Estas palabras penetraron profundamente en mi corazón, despertaron sentimientos interiores que yacían dormidos y convocaron a la existencia una vía de pensamiento completamente nueva. Era una revelación nueva y especial, que explicaba cosas oscuras y misteriosas, con las que se había debatido, aunque sin resultado, mi inteligencia juvenil. Comprendí entonces lo que había sido para mí un problema absolutamente desconcertante, a saber: el poder del blanco para esclavizar al negro. Fue un gran triunfo, y lo valoré mucho. A partir de entonces, comprendí cuál era el camino de la `esclavitud a la libertad. Era exactamente lo que yo quería, y lo conseguí en el momento en el que menos lo esperaba. Aunque me apenaba la idea de perder la ayuda de mi bondadosa ama, me alegró aquella lección inestimable que me dio mi amo por puro accidente. Aunque me hacía cargo de lo difícil que era aprender sin un maestro, me consagré con gran esperanza y con un propósito fijo a aprender a leer, fuese cual fuese el coste. La misma decisión con que había hablado él, y con que se había esforzado en convencer a su mujer de las perniciosas consecuencias de proporcionarme instrucción, sirvió para convencerme de que estaba profundamente seguro de las verdades que exponía. Eso me proporcionó la certeza absoluta de que podía confiar plenamente en los resultados que produciría, según él, que aprendiese a leer. Lo que más temía él era lo que yo más deseaba. Lo que él más amaba, era lo que más odiaba yo. Lo que para él era un gran mal, que había que evitar cuidadosamente, era para mí un gran bien, que había que perseguir con diligencia; y el argumento que él con tanto afán esgrimió, en contra de que yo aprendiese a leer, sólo sirvió para inspirarme el deseo y la decisión de aprender. En lo de aprender a leer, debo casi tanto a la agria oposición de mi amo como a la ayuda bondadosa de mi ama. Les agradezco a ambos el beneficio que me hicieron.
Poco tiempo después de empezar a vivir en Baltimore me di cuenta de que existía una diferencia notable, en el tratamiento de los esclavos, respecto a lo que había presenciado en el campo. Un esclavo de ciudad es casi un hombre libre, comparado con el esclavo de la plantación. Está mucho mejor alimentado y vestido, y goza de privilegios completamente desconocidos para el esclavo de la plantación. Hay un vestigio de decencia, un sentimiento de vergüenza, que ayuda mucho a refrenar y contener esos brotes de crueldad atroz que se producen tan a menudo en la plantación. Sólo un propietario de esclavos desesperado conmoverá el humanitarismo de sus vecinos que no poseen esclavos con los gritos de su esclavo lacerado. Pocos están dispuestos a suscitar el odio que conlleva la fama de ser un amo cruel, y procurarán sobre todo que no se diga que no dan comida suficiente a su esclavo. No hay propietario de ciudad que no esté deseoso de que se sepa de él que da suficiente de comer a sus esclavos. Hay, sin embargo; algunas dolorosas excepciones a esta regla. Justo enfrente de nosotros, en la calle Philpot, vivía el señor Thomas Hamilton. Poseía dos esclavas. Se llamaban Henrietta y Mary. Henrietta tenía unos veintidós años de edad, y Mary, unos catorce; y de todas las criaturas demacradas y destrozadas que he visto, ellas eran las que más lo estaban. Había que tener el corazón más duro que una piedra para mirarlas sin conmoverse. Mary tenía la cabeza, el cuello y los hombros literalmente hechos pedazos. Le toqué muchas veces la cabeza y pude comprobar que la tenía cubierta de llagas ulceradas, causadas por el látigo de su cruel ama. No tengo noticia de que su amo la azotase nunca, pero he sido testigo presencial de la crueldad de la señora Hamilton. Yo iba a casa del señor Hamilton casi todos los días. La señora Hamilton solía sentarse en una silla grande en medio de la habitación, con un pesado látigo de cuero de vaca siempre al lado, y pocas veces pasaba una hora durante el día sin que se manchase con la sangre de una de las dos esclavas. Raras veces pasaban las chicas a su lado sin que ella dijese: «¡Más de prisa, negra tramposa!», dándole al mismo tiempo un latigazo en la cabeza o en los hombros, haciendo correr con frecuencia la sangre. Entonces decía: «¡Toma eso, negra tramposa!», y añadía: «¡Si no te mueves de prisa tú, ya te moveré yo!».
Además de los crueles latigazos a los que estas esclavas estaban sometidas, las tenían medio muertas de hambre. Raras veces sabían lo que era hacer una comida completa. He visto a Mary disputarse con los cerdos los desperdicios que había tirados por la calle. Tan magullada y destrozada estaba, que la llamaban más a menudo «la Desollada» que por su nombre.
VII
Viví con la familia del amo Hugh unos siete años. Y conseguí aprender a leer y a escribir durante ese período. Me vi obligado a recurrir a diversas estratagemas para conseguirlo. No tuve ningún profesor fijo. Mi ama, que había empezado a instruirme bondadosamente, no sólo había dejado de hacerlo, siguiendo el consejo y la orientación de su marido, sino que se había opuesto decididamente a que me instruyera ninguna otra persona. He de decir, sin embargo, en favor de mi ama que no adoptó esta vía de actuación inmediatamente. Carecía al principio de la depravación indispensable para encerrarme en la oscuridad mental. Necesitó al menos cierta práctica en el ejercicio del poder irresponsable para que pudiese abordar la tarea de tratarme como si fuese un animal.
Mi ama era, como ya he dicho, una mujer buena y compasiva; y al principio de mi estancia allí comenzó a tratarme como creía ella, en la sencillez de su alma, que un ser humano debía tratar a otro. No pareció darse cuenta, al asumir los deberes del propietario de esclavos, de que yo mantenía con ella la relación de una simple cabeza de ganado y que el que me tratara como a un ser humano no sólo era un error, sino un error peligroso. La esclavitud resultó tan dañina para ella como lo resultó para mí. Cuando yo llegué era una mujer piadosa, afectuosa y compasiva. No había aflicción ni sufrimiento para el que ella no tuviese una lágrima. Tenía pan para el hambriento, ropas para el desnudo y consuelo para todo afligido que se ponía a su alcance. La esclavitud demostró pronto su capacidad para apartarla de esas excelentes cualidades. Bajo su influencia, el corazón tierno se hizo de piedra y a la mansedumbre del cordero la sustituyó la fiereza del tigre. El primer paso en su caída fue dejar de instruirme. Comenzó entonces a poner en práctica los preceptos de su marido. Acabó siendo aún más violenta que él en su oposición. No se daba por satisfecha con hacer simplemente lo que él le había mandado; parecía ansiosa de hacer más. Nada parecía haber que más la enfureciese que verme con un periódico en la mano. Parecía pensar que allí estaba el peligro. Se abalanzaba sobre mí con la cara crispada de furia y me lo arrebataba, de una manera que revelaba claramente su temor. Era una mujer lista; y un poco de experiencia pronto demostró, a su satisfacción, que instrucción y esclavitud eran incompatibles entre sí.
A partir de ese momento estuve estrechamente vigilado. Si estaba solo en una habitación un período de tiempo considerable, era seguro que se sospechaba de mí que tenía un libro, y se me llamaba en seguida para que diera explicaciones. Pero todo esto llegaba demasiado tarde. Se había dado ya el primer paso. Mi ama, al enseñarme el alfabeto, me había dado el dedo, y ninguna precaución podría evitar que yo me tomara el brazo.
El plan que adopté, y con el que tuve muchísimo éxito, fue el de hacerme amigo de todos los niños blancos a los que me encontraba en la calle. Convertí en mis maestros a todos los que pude. Con su bondadosa ayuda, obtenida en diferentes momentos y en diferentes lugares, conseguí por fin aprender a leer. Cuando me mandaban a hacer recados, llevaba siempre mi libro conmigo, hacía rápidamente el recado y luego tenía tiempo para conseguir una lección antes de volver. También solía llevar pan, del que siempre había bastante en casa y que tenía siempre a mi disposición; pues estaba mucho mejor en ese sentido que muchos de los niños blancos pobres de nuestro barrio. Este pan yo solía dárselo a los golfillos hambrientos, que me daban a cambio el pan más valioso del conocimiento. Siento una gran tentación de dar los nombres de dos o tres de aquellos niños, como testimonio de la gratitud y el afecto que les profeso, pero me lo impide la prudencia; no porque pudiese perjudicarme a mí, sino porque podría causarles problemas a ellos, ya que en este país cristiano es un delito casi imperdonable enseñar a los esclavos a leer. Bastará que diga, de esos amiguitos queridos, que vivían en la calle Philpot, muy cerca de Durgin y del astillero de Bailey. Solía hablar con ellos de esta cuestión de la esclavitud. A veces les decía que ojalá pudiera ser tan libre como lo serían ellos cuando llegaran a ser hombres. «¡Vosotros seréis libres en cuanto cumpláis los veintiuno, pero yo soy un esclavo de por vida! ¿Acaso no tengo el mismo derecho a ser libre que tenéis vosotros?» Estas palabras les atribulaban; manifestaban la más viva simpatía por mí y me consolaban con la esperanza de que ocurriera algo que me permitiera llegar a ser libre.
Yo tenía ya unos doce años y la idea de ser un esclavo de por vida empezaba a pesar angustiosamente sobre mi corazón. Por aquella época, precisamente, conseguí hacerme con un libro titulado El orador de Columbia. Lo leía siempre que podía. En él encontré, entre otra mucha materia interesante, un diálogo de un amo y su esclavo. Se indicaba que el esclavo se había escapado tres veces de su amo. El diálogo era la conversación que tenía lugar entre ellos después de que le capturaran por tercera vez. En él, el amo exponía toda la argumentación en favor de la esclavitud, y el esclavo la echaba por tierra. Se le hacían decir al esclavo algunas cosas muy ingeniosas además de impresionantes en respuesta a su amo... cosas que producían el efecto deseado aunque inesperado; pues el resultado de la conversación era que el amo emancipaba voluntariamente al esclavo.
Me encontré en el mismo libro con uno de los vigorosos discursos de Sheridan sobre la emancipación de los católicos y en defensa de ella. Era una de mis lecturas favoritas. Los leí una y otra vez con un interés infatigable. Daban expresión a interesantes pensamientos de mi propia alma, que habían cruzado a menudo mi mente y se habían extinguido por falta de expresión. La moraleja que me aportó el diálogo fue el poder de la verdad sobre la conciencia, incluso sobre la de un propietario de esclavos. Lo que encontré en Sheridan fue una valerosa denuncia de la esclavitud y una vigorosa reivindicación de los derechos humanos. La lectura de estos documentos me permitió expresar mis pensamientos y responder a los argumentos esgrimidos para defender la esclavitud; pero aunque me libraban de un problema, me traían otro aún más doloroso que aquel del que me libraban. Cuanto más leía, más me veía inducido a aborrecer y detestar a mis esclavizadores. Sólo podía considerarles una pandilla de ladrones afortunados, que habían salido de sus países y se habían ido a África y nos habían robado allí de los nuestros y nos habían reducido a la esclavitud en una tierra extraña. Les despreciaba y les tenía por los más ruines y malvados de todos los hombres. Pero, ay, cuando leía y consideraba la cuestión, aquel descontento que el amo Hugh había predicho que sentiría si aprendía a leer, y que había llegado ya, atormentaba y oprimía mi alma causándome una angustia insoportable. A veces, mientras me debatía en ella, pensaba que aprender a leer había sido una maldición más que una bendición. Me había permitido apreciar la desgracia de mi condición, sin proporcionar un remedio. Me abrió los ojos al espantoso pozo, pero sin darme ni una sola escalerilla por la que salir. En momentos de angustia envidiaba a mis compañeros de esclavitud por su ignorancia. He deseado muchas veces ser un animal. Prefería la condición del más mísero reptil a la mía. ¡Cualquier cosa, fuese la que fuese, con tal de librarme de pensar! Era esa conciencia continua de mi condición lo que me atormentaba. No había modo de librarse de ella. Me la hacían presente todos los objetos que entraban dentro de mi campo de visión o de audición, animados o inanimados. La trompeta de plata de la libertad había despertado mi alma a una vigilia eterna. La libertad apareció para no desaparecer nunca más. Se la oía en todos los sonidos y se la veía en todas las cosas. Siempre estaba presente para atormentarme con la conciencia de mi desdichada condición. Nada veía en que no la viese a ella, nada oía en que no la oyese a ella y nada sentía en que no la sintiese. Miraba desde cada estrella, sonreía en cada calma, soplaba en cada viento, se agitaba en cada tormenta.
Había veces que lamentaba mi propia existencia, y deseaba estar muerto; y si no hubiera sido por la esperanza de ser libre, estoy seguro de que me habría matado, o habría hecho algo por lo que tuvieran que matarme. Cuando me hallaba en ese estado de ánimo, sentía un gran deseo de oír hablar a alguien de la esclavitud. Era un oyente atento. Oía hablar bastante de los abolicionistas. Tardé un tiempo en saber lo que significaba la palabra. Se usaba siempre en relación con cosas que la hacían una palabra interesante para mí. Si un esclavo huía y conseguía desaparecer, o si un esclavo mataba a su amo, prendía fuego a un pajar o hacía cualquier cosa que fuese muy mala desde la perspectiva de un propietario de esclavos, se decía que era fruto de la abolición. Al oír la palabra tan a menudo en relación con esas cosas, decidí investigar lo que significaba. El diccionario me proporcionó poca o ninguna ayuda. Descubrí que era «la acción de abolir»; pero no sabía qué era lo que había que abolir. Esto me dejó desconcertado. No me atrevía a preguntar a nadie sobre el significado porque estaba seguro de que era algo sobre lo que ellos querían que yo supiera lo menos posible. Después de una paciente espera, me hice con uno de los periódicos de nuestra ciudad en el que había una relación del número de peticiones del Norte que solicitaban la abolición de la esclavitud en el distrito de Columbia y del comercio de esclavos entre estados. A partir de entonces comprendí las palabras abolición y abolicionista, y siempre me acercaba cuando se pronunciaba esa palabra, con la esperanza de oír algo importante para mí y para mis compañeros de esclavitud. Se fue haciendo la luz en mí gradualmente. Un día bajé al muelle del señor Waters y al ver a dos irlandeses que descargaban piedra de una gabarra fui y les ayudé sin que me lo pidieran. Cuando acabamos se me acercó uno de ellos y me preguntó si era un esclavo. Le dije que lo era. Preguntó: «¿Eres un esclavo de por vida?». Le dije que lo era. Al buen irlandés pareció afectarle mucho la noticia. Le dijo al otro que era una lástima que un muchacho tan bueno como yo tuviese que ser esclavo de por vida. Dijo que era una vergüenza que me tuvieran así. Me aconsejaron los dos que huyera al Norte; que allí encontraría amigos y que sería libre. Fingí no interesarme en lo que decían, y les traté como si no les entendiera; porque temía que pudieran ser unos traidores. Se han dado casos de blancos que animan a los negros a escapar y luego los capturan y los devuelven a sus amos para cobrar la recompensa. Yo temía que aquellos hombres aparentemente buenos pudieran utilizarme de ese modo; recordé sin embargo su consejo, y decidí desde entonces escapar. Era demasiado pequeño para pensar en hacerlo inmediatamente; además, quería aprender a escribir, pues podría tener ocasión de escribir mi propio salvoconducto. Me consolaba con la esperanza de encontrar un día una buena oportunidad. Mientras tanto, aprendería a escribir.
La idea de cómo podría aprender a escribir se me ocurrió estando en el astillero de Durgin y Bailey, donde veía a menudo cómo los carpinteros de ribera, después de cortar y preparar una pieza de madera para utilizarla, escribían en ella el nombre de la parte del barco a la que estaba destinada. Cuando una pieza de madera era para el lado de babor, tenía escrito «B». Cuando la pieza era para el lado de estribor, tenía escrito «E». Una pieza para la parte delantera de babor, llevaba escrito: «B.D.». Si era para la parte delantera de estribor, llevaba: «E.D.». Para la parte de atrás de babor: «B.A.». Pronto aprendí los nombres de estas letras, y qué finalidad tenían cuando las escribían sobre una pieza de madera en el astillero. Me dediqué en seguida a copiarlas y fui capaz en muy poco tiempo de hacer las cuatro letras mencionadas. Después de eso, cuando me encontraba con algún chico que yo supiese que sabía escribir, le decía que yo sabía escribir tan bien como él. Las palabras siguientes eran: «No te creo. Demuéstramelo». Entonces yo hacía las letras que había tenido la suerte de aprender, y le decía que lo superara si podía. Conseguí de este modo un buen número de clases de escritura, que quizá no hubiese conseguido de ningún otro. Durante esta época mi libro de ejercicios era la valla de madera, la pared de ladrillo y la acera; mi tinta y mi pluma, un trozo de tiza. Fue con eso fundamentalmente con lo que aprendí a escribir. Y luego me dediqué a copiar una y otra vez las cursivas del Silabario Webster, hasta que pude hacerlas todas sin mirar el libro. Por entonces mi pequeño amo Thomas había empezado ya a ir al colegio, había aprendido a escribir y había hecho varios cuadernos de escritura. Estos cuadernos los habían traído a casa y, después de enseñárselos a algunos de nuestros vecinos más próximos, se habían olvidado de ellos. Mi ama solía ir a reuniones selectas al salón de la calle Wilk los lunes por la tarde y me dejaba a mí al cuidado de la casa. En esas ocasiones yo solía dedicar el tiempo a escribir en los espacios vacíos del cuaderno de escritura del amo Thomas, copiando lo que había escrito él. Seguí haciéndolo hasta que pude escribir con una letra muy parecida a la suya. Y así, tras un esfuerzo largo y tedioso que duró años, conseguí por fin aprender a escribir.
VIII
Muy poco después de que fuese a vivir a Baltimore, murió Richard, el hijo menor de mi antiguo amo; y unos tres años y seis meses después de su muerte, murió mi viejo amo, el capitán Anthony, dejando sólo a su hijo Andrew y a su hija Lucretia para compartir su herencia. Murió cuando estaba en Hillsborough, haciendo una visita a su hija. Al fallecer de este modo inesperado, no dejó ningún testamento que indicase cómo debían repartirse sus bienes. Así que hubo que hacer una valoración de ellos, para que pudieran dividirse por igual entre la señora Lucretia y el amo Andrew. Mandaron en seguida a por mí, para que me valoraran como al resto de las propiedades. Esto agitó de nuevo mis sentimientos de odio a la esclavitud. Tenía ya una concepción nueva de mi degradada condición. Antes, había llegado a hacerme, si no del todo insensible a mi suerte, sí al menos en parte. Dejé Baltimore con un joven corazón abrumado de tristeza y un alma llena de aprensión. Hice la travesía con el capitán Rowe, en la balandra Gato Montés, y, después de navegar unas veinticuatro horas, me volví a encontrar junto al lugar en el que había nacido. Llevaba ya fuera de él casi cinco años, y puede que sin casi. Aun así recordaba muy bien el lugar. Había salido de allí cuando sólo tenía unos cinco años, para ir a vivir con mi antiguo amo en la plantación del coronel Lloyd; así que tenía ya entre diez y once años.
Nos pusieron a todos juntos para la valoración. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, casados y solteros, fueron agrupados con caballos, ovejas y cerdos. Había caballos y hombres, vacas y mujeres, cerdos y niños, que tenían todos el mismo rango en la escala del ser, y que fueron sometidos todos ellos al mismo examen detenido. La vejez de cabello plateado y la juventud vivaz, doncellas y matronas, tenían que soportar la misma inspección ignominiosa. En aquel momento vi más claramente que nunca los efectos embrutecedores que produce la esclavitud tanto en los esclavos como en sus propietarios.
Tras la valoración vino el reparto. No tengo palabras para expresar el enorme nerviosismo y la profunda angustia que sentíamos nosotros, los pobres esclavos, en esos momentos. Se decidía en ellos nuestro destino para toda la vida. No teníamos más voz en esa decisión que la que tenían los animales con los que estábamos agrupados. Una sola palabra de los blancos bastaba (contra todos nuestros deseos, oraciones y ruegos) para que perdiéramos para siempre los amigos más queridos, los familiares más queridos y los vínculos más fuertes que conocen los seres humanos. Además del dolor de la separación estaba el temor espantoso a caer en manos del amo Andrew. Le considerábamos todos un canalla de lo más cruel, un borracho vulgar que, por su descontrol y su mala administración y su pródigo libertinaje, había derrochado ya una gran parte del patrimonio de su padre. Pensábamos todos que pasar a sus manos era como vendernos inmediatamente a los traficantes de Georgia; pues sabíamos que ésa sería nuestra suerte inevitable... suerte que contemplábamos todos con sumo horror y pánico.
Yo padecía una angustia superior a la de la mayoría de mis compañeros de esclavitud. Había sabido lo que era ser tratado amablemente; ellos no habían conocido nada parecido. Ellos habían visto poco o nada del mundo. Eran en realidad hombres y mujeres hechos al sufrimiento y familiarizados con el dolor. Sus espaldas se habían acostumbrado al látigo sanguinario y estaban ya encallecidas; la mía aún estaba tierna, porque mientras viví en Baltimore recibí pocos latigazos, y pocos esclavos podían ufanarse de un amo y un ama más buenos que los míos; y la idea de pasar de sus manos a las del amo Andrew (un hombre que, sólo unos días antes, para darme una muestra de su carácter sanguinario, cogió por el cuello a mi hermano pequeño, le tiró al suelo y le pisoteó la cabeza con el tacón de la bota hasta que lo brotó la sangre de la nariz y los oídos) era lo más a propósito para que me angustiase por mi destino. Después de cometer ese delito brutal con mi hermano, se volvió a mí y dijo que así era como pensaba tratarme muy pronto... queriendo decir, supongo, cuando pasase a ser de su propiedad.
Gracias a una Providencia bondadosa, quedé incluido en la porción de la señora Lucretia, y me mandaron inmediatamente de vuelta a Baltimore, a vivir de nuevo con la familia del amo Hugh. La familia se alegró tanto de mi regreso como se había afligido por mi partida. Fue un día alegre para mí. Había escapado a una suerte peor que las mandíbulas del león. Sólo estuve ausente de Baltimore para la valoración y el reparto, aproximadamente un mes, y parecía que hubiesen sido seis.
Poco después de mi regreso a Baltimore, murió mi señora, Lucretia, dejando marido y una hija, Amanda; y muy poco tiempo después de su muerte, murió el amo Andrew. Entonces el patrimonio de mi antiguo amo, esclavos incluidos, pasó a manos de extraños... extraños que no habían tenido relación alguna con su acumulación. No se dio libertad ni a un solo esclavo. Siguieron todos siendo esclavos, desde los más pequeños a los más ancianos. No hay nada en toda mi experiencia que haya servido más para reafirmar mi convencimiento del carácter infernal de la esclavitud y para llenarme de una aversión indescriptible hacia los propietarios de esclavos, que la ingratitud ruin de éstos con mi pobre y anciana abuela. Había servido a mi antiguo amo fielmente desde la juventud a la vejez. Ella había sido la fuente de toda su riqueza; ella había poblado de esclavos la plantación; se había convertido en bisabuela a su servicio. Le había acunado en la temprana infancia, le había cuidado de niño, le había servido a lo largo de toda su vida y una vez muerto le había limpiado la frente gélida del sudor frío de la agonía y le había cerrado los ojos para siempre. Seguía siendo, sin embargo, una esclava, esclava de por vida, una esclava en manos de extraños; manos en las que ella vio a sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, repartidos, como si fuesen ovejas, sin que se sintiese gratificada por el pequeño privilegio de poder decir una sola palabra en cuanto a su destino o al de ellos. Y como remate de esta ruin ingratitud y esta diabólica barbarie, a mi abuela, que era ya muy vieja, después de haber sobrevivido a mi antiguo amo y a todos sus hijos, después de haber visto el principio y el fin de todos ellos, considerando sus nuevos propietarios que era de muy poco valor, pues tenía el cuerpo atormentado por los dolores de la ancianidad y la invalidez completa estaba invadiendo ya sus miembros en otros tiempos tan activos, la llevaron al bosque, le construyeron una cabañita con una pequeña chimenea de barro y luego le hicieron dar la bienvenida al privilegio de subsistir allí por su cuenta completamente sola. ¡La echaron prácticamente a morir! Si mi pobre y anciana abuela sigue viva, vive para sufrir en absoluta soledad; vive para recordar y llorar la pérdida de sus hijos, de sus nietos y de sus bisnietos, que, en palabras de Whittier, el poeta del esclavo,
Se han ido, las han vendido y se han ido
a la ciénaga arrocera húmeda y solitaria,
donde pica el insecto nocivo,
donde el látigo del esclavo sin cesar restalla,
donde el demonio de la fiebre esparce
su veneno con la rociada,
donde relumbran enfermizos los rayos del sol
en medio de las nieblas y el calor.
se han ido, las han vendido y se han ido
a la ciénaga arrocera húmeda y solitaria,
desde las lomas y aguas de Virginia...
¡Ay de mí, me han robado a mis hijas!
El hogar está desolado. Los niños, los niños inconscientes, que antes cantaban y bailaban en su presencia, se han ido. Va caminando tanteante, en la oscuridad de la vejez, a por un trago de agua. En vez de las voces de sus hijos oye de día los quejidos de la paloma y de noche los chillidos del odioso búho. Todo es oscuridad. La tumba está a unos pasos. Y ahora, cuando la abruman los dolores y achaques de la vejez, cuando la cabeza se inclina hacia los pies, cuando se unen el principio y el final de la existencia humana y la infancia desvalida y la dolorosa ancianidad se funden... en ese período, ese período de mayor necesidad, ese período en que se emplean esa ternura y ese afecto que sólo los hijos pueden emplear con un padre o una madre que se quedan sin fuerzas, a mi pobre y anciana abuela, madre devota de doce hijos, la dejan completamente sola, allá lejos en una cabañita, ante unas escasas y débiles brasas. Se levanta, se sienta, se tambalea, cae, gime, muere, y no hay ninguno de sus hijos o nietos presentes para limpiarle la frente arrugada del sudor frío de la muerte, ni para cubrir de tierra sus restos caídos. ¿No castigará por estas cosas un Dios justo?
Unos dos años después de la muerte de la señora Lucretia, el amo Thomas se casó con su segunda esposa. Se llamaba Rowena Hamilton. Era la hija mayor del señor William Hamilton. El amo vivía ya en St. Michael. Poco después de que se casaran, se produjo una desavenencia entre él y el amo Hugh; y, como medio de castigar a su hermano, me separó de él llevándome a vivir a St. Michael. Experimenté entonces otra separación sumamente dolorosa. No fue tan grave, sin embargo, como lo que temía cuando se repartió el patrimonio; pues, durante ese intervalo de tiempo, se había producido un gran cambio en el amo Hugh y en su mujer, antes buena y afectuosa. La influencia del coñac sobre él y de la esclavitud sobre ella habían producido un cambio desastroso en el carácter de ambos; así que, por lo que se refería a ellos, me pareció que tenía poco que perder con el cambio. Porque no era a ellos a los que tenía mayor apego, sino a aquellos muchachos de Baltimore. Había recibido de ellos muchas buenas lecciones, y aún seguía recibiéndolas, y la idea de dejarlos era realmente dolorosa. Me iba, además, sin la esperanza de que me permitiesen volver. El amo Thomas había dicho que no me dejaría regresar jamás. Consideraba infranqueable la barrera que existía entre su hermano y él.
Hube de lamentar entonces no haber intentado al menos poner en práctica mi resolución de huir; pues las posibilidades de éxito eran diez veces mayores desde la ciudad que desde el campo.
Salí de Baltimore para St. Michael en la balandra Amanda, del capitán Edward Dodson. Durante la travesía, presté especial atención a la dirección que seguían los barcos de vapor para ir a Filadelfia. Descubrí que, en vez de ir hacia abajo, al llegar a Punta Norte subían por la bahía, en dirección nordeste. Me pareció que saber esto era de la máxima importancia. Revivió de nuevo mi decisión de escapar. Resolví esperar sólo hasta que se presentase una oportunidad favorable. Cuando eso llegase, estaba decidido a irme.
IX
He llegado ya a un período de mi vida en que puedo dar fechas. Dejé Baltimore y me fui a vivir con el amo Thomas Auld, a St. Michael, en marzo de 1832. Hacía ya más de siete años que había vivido con él y con la familia de mi antiguo amo en la plantación del coronel Lloyd. Éramos ya, claro, casi unos completos desconocidos. Él era para mí un nuevo amo, y yo para él, un nuevo esclavo. Yo desconocía su temperamento y su carácter; a él le pasaba igual con los míos. Pero al poco tiempo nos conocíamos ya perfectamente el uno al otro. Y llegué a conocer a su esposa no menos que a él. Estaban bien emparejados, ya que eran los dos igual de ruines y crueles. Allí sufrí yo, por primera vez después de un período de más de siete años, los dolorosos mordiscos del hambre, algo que no experimentaba desde que había abandonado la plantación del coronel Lloyd. Entonces había sido bastante duro para mí, pero no podía volver la vista atrás hacia ningún período en que hubiese disfrutado de alimento suficiente. Fue diez veces peor después de vivir con la familia del amo Hugh, con la que había recibido siempre comida abundante, y buena, además. He dicho que el amo Thomas era un hombre ruin. Lo era. No dar comida suficiente a un esclavo se considera la muestra más completa de mezquindad incluso entre los propietarios de esclavos. La norma es que, por muy tosco que pueda ser el alimento, debe haber suficiente. Ésta es la teoría; y en la parte de Maryland de la que yo vengo, es la práctica general... pero hay muchas excepciones. El amo Thomas no nos daba suficiente, ni de comida tosca ni de comida buena. Trabajábamos en la cocina cuatro esclavos: mi hermana Eliza, mi tía Priscilla, Henny y yo; y se nos asignaba menos de medio bushel de harina de maíz por semana, y muy poco más en forma de carne o de verduras. Eso no nos daba para alimentarnos. Así que nos veíamos reducidos a la triste necesidad de vivir a expensas de nuestros vecinos. Esto lo conseguíamos mendigando y robando, lo que fuese más factible en el momento de la necesidad; considerábamos tan legítima una cosa como la otra. Cuántas veces estábamos nosotros, pobres criaturas, casi muertos de hambre mientras había comida en abundancia pudriéndose en la fresquera y en el ahumadero, y nuestra piadosa señora lo sabía muy bien; ¡y sin embargo aquella señora y su marido se arrodillaban todas las mañanas y rezaban para que Dios les bendijera con la riqueza y la abundancia!
Aunque todos los propietarios de esclavos sean malos, raras veces se encuentra uno que no tenga algún rasgo de carácter que imponga respeto. Mi amo era uno de estos raros casos. No tengo noticia de que realizase una sola acción noble. El rasgo principal de su carácter era la mezquindad; y cualquier otro elemento que pudiese haber en su naturaleza se hallaba sometido a ése. Era mezquino; y, como la mayoría de los mezquinos, no era capaz de ocultar su mezquindad. El capitán Auld no había nacido propietario de esclavos. Había sido un hombre pobre, que sólo tenía una embarcación en la bahía. Los esclavos los había adquirido todos por matrimonio; y los propietarios de esclavos de adopción son los más crueles de todos los hombres. Su crueldad era una crueldad cobarde. Mandaba sin firmeza. Era a veces rígido en el cumplimiento de las reglas y a veces laxo. A veces hablaba a sus esclavos con la firmeza de Napoleón y la furia de un demonio; otras veces podría muy bien confundírsele con alguien que se ha perdido y que pregunta. Era un ser inútil. Podría haber pasado por un león, salvo por las orejas. Donde su mezquindad se hacía más patente era en todas las cosas nobles que intentaba. Sus aires, palabras y acciones eran aires, palabras y acciones del propietario de esclavos nato y, al ser fingidos, resultaban muy torpes. No era ni siquiera un buen imitador. Poseía la disposición precisa para engañar, pero le faltaba el poder. Al no tener recursos interiores, se veía obligado a ser el copista de muchos, y al serlo, siempre acababa siendo víctima de la incoherencia; y le despreciaban por ello hasta sus esclavos. El lujo de tener esclavos propios a su disposición era algo nuevo e imprevisto. Era un poseedor de esclavos sin capacidad de poseerlos. Se sentía incapaz de manejarlos, ya fuese por la fuerza, el miedo o el engaño. Raras veces le llamábamos «amo»; le solían llamar «capitán Auld», y nos costaba mucho trabajo otorgarle un título. Estoy convencido de que nuestra conducta influía mucho en que pareciese torpe y malhumorado como consecuencia. Tenía que desconcertarle mucho que le tuviéramos tan poco respeto. Quería que le llamásemos amo, pero carecía de la firmeza necesaria para obligarnos a hacerlo. Su esposa solía insistir en que se lo llamásemos, pero sin resultado. En agosto de 1832 mi amo asistió a una jira campestre metodista que se celebró junto a la bahía, en el condado de Talbot, y tuvo allí una experiencia religiosa. Yo albergué una leve esperanza de que su conversión le llevaría a emancipar a sus esclavos, y que, si no hacía eso, se volvería al menos algo más bueno y más humano. Sufrí una decepción en ambas cosas. Ni fue más humano con sus esclavos ni les emancipó. En lo único que afectó a su carácter fue en hacerle más cruel y odioso en todos los aspectos; porque yo creo que fue mucho peor después de su conversión que antes. Antes de la conversión, se apoyaba en su propia depravación para que le protegiera y sostuviera en su feroz barbarie; pero después de la conversión, dispuso ya de sanción y apoyo religiosos para su crueldad esclavista. Hacía grandes alardes de piedad. Su casa era casa de oración. Rezaba por la mañana, a mediodía y a la noche. Muy pronto se distinguió entre sus hermanos y le nombraron jefe de clase y exhortador. Era muy activo en las asambleas religiosas y demostró ser instrumento en manos de la Iglesia en la conversión de muchas almas. Su casa era el hogar de los predicadores. Les gustaba muchísimo ir a alojarse allí; porque mientras a nosotros nos mataba de hambre, a ellos les atiborraba de comida. Llegamos a tener allí hasta tres o cuatro predicadores al mismo tiempo. Los nombres de los que solían acudir con más frecuencia mientras yo viví allí eran el señor Storks, el señor Ewery, el señor Humphry y el señor Hickey. He visto también al señor George Cookman en nuestra casa. Los esclavos queríamos mucho al señor Cookman. Nos parecía un hombre bueno. Creíamos que había sido él quien había inducido al señor Samuel Harrison, un propietario de esclavos muy rico, a emancipar a todos sus esclavos; y teníamos no sé muy bien por qué la impresión de que estaba trabajando por la liberación de todos los esclavos. Cuando estaba él en nuestra casa, estábamos seguros de que se nos llamaría para las oraciones. Cuando estaban allí los demás, unas veces nos llamaban y otras no. El señor Cookman nos hacía más caso que los otros ministros. No podía disimular la simpatía que le inspirábamos cuando estaba entre nosotros y, aunque éramos ignorantes, teníamos la sagacidad suficiente para darnos cuenta.
En el período en que viví con mi amo en St. Michael, un joven blanco, un tal señor Wilson, quiso organizar una escuela dominical para instruir a todos los esclavos que estuviesen dispuestos a aprender a leer el Nuevo Testamento. La tercera vez que nos reunimos cayeron sobre nosotros, con palos y otros proyectiles, el señor West y el señor Fairbanks, que eran los dos jefes de clase; vinieron con muchos más, nos echaron de allí y nos prohibieron volver a reunirnos. Así terminó nuestra escuela dominical en la piadosa población de St. Michael.
He dicho que mi amo encontró un apoyo en la religión para su crueldad. Explicaré, como ejemplo, uno de los muchos hechos que demuestran la veracidad de la acusación. Le he visto atar a una muchacha coja y azotarla con un pesado látigo de cuero en los hombros desnudos haciendo gotear la sangre roja y cálida; y citar, para justificar esta acción sanguinaria, este pasaje de las Sagradas Escrituras: «El que conoce la voluntad de su señor y no la cumple, castigado será con el látigo».
El amo mantenía a esta muchacha lacerada en aquella horrible situación cuatro o cinco horas seguidas, atada. Había veces, según he sabido, en que la ataba por la mañana temprano y la azotaba antes del desayuno; la dejaba, se iba al almacén, volvía a cenar y la azotaba otra vez, pegándole en los lugares que ya había dejado en carne viva con aquel látigo cruel. El secreto de la crueldad del amo con Henny consistía en el hecho de que la muchacha se había quedado casi inválida. Se había caído en el fuego siendo muy pequeña y se había hecho unas quemaduras espantosas. Le quedaron las manos tan quemadas que nunca pudo volver a usarlas normalmente. Podía hacer muy pocas cosas, aparte de transportar pesadas cargas. Era para el amo un gasto inútil; y, como era un mezquino, constituía para él un motivo de irritación constante. Parecía deseoso de borrar de la existencia a la muchacha. Se la regaló en una ocasión a su hermana; pero, como era un regalo pobre, ella no se mostró dispuesta a conservarla. Finalmente, mi benévolo amo la dejó «a la deriva para que cuidase de sí misma», según sus propias palabras. ¡El recién convertido se quedaba a la madre y echaba de casa a morir de hambre a la hija inútil! El amo Thomas era uno de los muchos propietarios de esclavos piadosos que poseían esclavos con el muy caritativo propósito de cuidarse de ellos.
Mi amo y yo tuvimos muchas diferencias. Yo le resultaba poco apto para su propósito. Mi vida urbana había ejercido en mí, según decía, un influjo muy pernicioso. Me había estropeado casi para todo buen propósito, y me había preparado para todas las cosas malas. Una de mis faltas más graves era la de dejar que se escapara su caballo y bajara a la finca de su suegro, que quedaba a unos ocho kilómetros de St. Michael. Yo tenía entonces que ir a por él. La razón de este tipo de descuido, o cuidado, mío era que siempre podía conseguir algo de comer cuando iba allí. El amo William Hamilton, suegro de mi amo, siempre daba comida suficiente a sus esclavos. Nunca me fui de allí con hambre, por muy necesario que fuese que volviera rápido. Al final el amo Thomas dijo que no lo soportaba más. Llevaba nueve meses viviendo con él, y durante ese período me había azotado severamente muchas veces, sin ningún resultado. Decidió mandarme a que, como dijo él, me domaran, y me arrendó con ese fin durante un año a un hombre llamado Edward Covey. El señor Covey era un hombre pobre, que tenía una finca en arriendo. Arrendaba el lugar en el que vivía y también los peones con que trabajaba. Había adquirido mucha fama domando esclavos jóvenes, y esa fama era para él de un valor inmenso. Le permitía cultivar sus tierras con mucho menos gasto propio del que podría haber tenido sin ella. Algunos propietarios de esclavos consideraban que no era mucha pérdida permitir que el señor Covey tuviese a sus esclavos un año, por el adiestramiento al que estaban sometidos, sin ninguna otra compensación. Podía alquilar así mano de obra joven con gran facilidad, gracias a su fama. A las buenas cualidades naturales del señor Covey se añadía el hecho de que era profesor de religión, un alma piadosa, miembro y jefe de clase de la Iglesia metodista. Todo esto añadía aún mayor peso a su prestigio como «domador de negros». Yo estaba al tanto de todas estas cosas, ya que me había informado de ellas un joven que había vivido allí. De todos modos hice el cambio con alegría; porque estaba seguro de que me darían comida suficiente, lo que no es una consideración intrascendente para un hombre hambriento.
X
Dejé la casa del amo Thomas y fui a vivir con el señor Covey el 1 de enero de 1833. Era ya, por primera vez en mi vida, un peón rural. Me sentí en mi nuevo empleo aún más desconcertado de lo que podría estarlo un muchacho del campo en una gran ciudad. Cuando llevaba sólo una semana en mi nuevo hogar, el señor Covey me azotó muy severamente, rasgándome la piel de la espalda, haciendo correr la sangre y alzando costurones en la carne tan grandes como mi dedo meñique. Los detalles de este incidente son los siguientes: el señor Covey me envió, por la mañana muy temprano, uno de los días más fríos del mes de enero, al bosque, a por una carga de leña. Me dio una pareja de bueyes sin domar. Me explicó cuál era el de la derecha y cuál el de la izquierda. Luego ató el extremo de una larga cuerda a los cuernos del bueno y me dio el otro extremo y me dijo que, si el buey empezaba a correr, debía sujetarlo con la cuerda. Yo era la primera vez que manejaba bueyes y pasé muchos apuros, claro está. Conseguí, sin embargo, llegar al borde del bosque con poca dificultad; pero cuando no llevaba recorridas más que unas cuantas varas, los bueyes se asustaron y echaron a correr, lanzando el carro contra los árboles y por encima de los tocones del modo más horroroso. Yo esperaba a cada momento acabar con los sesos aplastados contra los árboles. Después de recorrer así un trayecto considerable, volcaron por fin el carro, lanzándolo con gran fuerza contra un árbol y precipitándose ellos en una densa espesura. No sé cómo pude librarme de la muerte. Allí estaba, completamente solo, en un espeso bosque, en un lugar nuevo para mí. Tenía el carro volcado y destrozado, los bueyes atrapados entre los arbustos, y no había nadie para ayudarme. Tras muchos esfuerzos, conseguí arreglar el carro, liberar a los bueyes y uncirlos de nuevo. Me dirigí luego con mi equipo al lugar donde había estado el día anterior cortando leña y cargué mucho el carro, pensando que de ese modo dominaría mejor a los bueyes. Luego emprendí el camino de casa. Había consumido ya la mitad del día. Salí del bosque sin novedad y me sentí ya fuera de peligro. Paré los bueyes para abrir la cerca del bosque; y cuando la abrí, antes de que pudiera coger la cuerda de los bueyes, éstos se lanzaron de nuevo a la carrera, engancharon el portillo entre la rueda y el cuerpo del carro, haciéndolo pedazos, y estuvieron a punto de aplastarme contra el poste del portillo. Así que, por dos veces en un breve día, escapé a la muerte por los pelos. Cuando llegué a casa le conté al señor Covey lo que había pasado, y cómo había pasado. Me dio orden de volver al bosque inmediatamente. Lo hice y él fue detrás de mí. Cuando estaba llegando ya al bosque, apareció y me dijo que parara el carro, que me iba a enseñar a malgastar el tiempo y a romper portillos. Luego se acercó a un gran ciruelo silvestre y cortó con el hacha tres varas largas y, después de quitarles hojas y ramas con la navaja, me mandó quitarme la ropa. Yo no dije nada, pero seguí con la ropa puesta. Él repitió la orden. Yo aún seguí sin contestar y sin hacer ademán de desvestirme. Ante esto se abalanzó sobre mí con la ferocidad de un tigre, me arrancó la ropa y me zurró hasta que se le gastaron las varas, haciéndome heridas tan terribles que me dejaron marcas visibles durante mucho tiempo. Ésta fue la primera de una serie de palizas parecidas y por delitos similares.
Viví con el señor Covey un año. Durante los seis primeros meses de ese año, casi no pasó una semana sin que me azotara. Era raro que no tuviese la espalda llagada. Su excusa para azotarme era casi siempre mi torpeza. Trabajábamos hasta el borde de la extenuación. Mucho antes de que se hiciera de día estábamos ya en pie, habíamos dado de comer a los caballos y en cuanto empezaba a clarear salíamos hacia los campos de cultivo con los azadones y las yuntas. El señor Covey nos daba comida suficiente, pero poco tiempo para comerla. A veces teníamos que comer en menos de cinco minutos. Solíamos estar en los campos desde las primeras luces del día hasta que nos habían dejado ya los últimos rayos del sol; y en la época en que había que economizar el forraje, nos daba la medianoche en el campo recogiendo hierba.
Covey estaba allí con nosotros. Lo que solía hacer para aguantarlo, era esto. Se pasaba la mayor parte de la tarde en la cama. Luego salía repuesto al atardecer, listo para instarnos con sus palabras, su ejemplo y frecuentemente con el látigo. El señor Covey era uno de los pocos propietarios de esclavos que era capaz de trabajar con las manos, y lo hacía. Era muy trabajador. Sabía por experiencia propia qué era lo que podía hacer exactamente un hombre o un muchacho. A él no había modo de engañarle. El trabajo continuaba en ausencia suya casi tan bien como cuando estaba presente; y tenía la facultad de hacernos sentir que estaba siempre presente entre nosotros. Esto lo lograba sorprendiéndonos. Raras veces se acercaba al lugar donde estábamos trabajando abiertamente, si podía hacerlo en secreto. Siempre procuraba cogernos por sorpresa. Era tan astuto, que solíamos llamarle, entre nosotros, «la Serpiente». Cuando estábamos trabajando en el maizal, se acercaba a veces arrastrándose, apoyado en las manos y en las rodillas para que no le viéramos llegar, y de pronto se ponía de pie casi en medio de nosotros y gritaba: «¡Va, va! ¡Vamos, venga! ¡De prisa, rápido!». Como seguía esa táctica, nunca era seguro que pudieses parar un solo minuto. Llegaba como un ladrón en la noche. Nos parecía que siempre estaba allí al lado. Estaba debajo de cada árbol, detrás de cada tocón, en cada matorral y en cada ventana, en la plantación. A veces montaba a caballo, como si se fuese a St. Michael; que quedaba a unos doce kilómetros de distancia, y media hora después le veías acurrucado en el rincón de la valla de madera, vigilando todos los movimientos de los esclavos. Dejaba en esos casos el caballo atado en el bosque. También venía a veces andando hasta donde estábamos y nos daba órdenes como si estuviese a punto de partir para un largo viaje, nos daba la espalda y hacía como si se dirigiese a la casa para disponerlo todo; y antes de que hubiese recorrido la mitad del camino, se desviaba y se escondía en un rincón de la valla, o detrás de un árbol, y nos vigilaba desde allí hasta que se ponía el sol.
El punto fuerte del señor Covey era su capacidad para engañar. Su vida estaba consagrada a planificar y perpetrar los engaños más groseros. Todo lo que él poseía en forma de conocimientos o de religión, lo adaptaba a su disposición para engañar. Parecía considerarse capaz de engañar al Todopoderoso. Rezaba una breve oración por la mañana y una oración larga por la noche; y, por extraño que pueda resultar, pocos hombres parecerían más devotos de lo que lo parecía él a veces. Sus ejercicios devotos familiares siempre empezaban con cantos; y, como él cantaba muy mal, solía corresponderme a mí el honor de iniciar el himno. Él lo leía y me hacía una seña para que empezara. Yo a veces lo hacía; otras, no lo hacía. Mi desobediencia producía casi siempre mucha confusión. Para demostrar que no dependía de mí, empezaba y avanzaba vacilante con su himno, desentonando horriblemente. En ese estado de ánimo, rezaba con más brío del ordinario. ¡Pobre hombre! Tal era su disposición para el engaño y tanto éxito tenía engañando, que yo en verdad creo que a veces se engañaba a sí mismo y llegaba a creer en serio que era un adorador sincero del Dios altísimo; y esto, además, en una época en que se puede decir que era culpable de obligar a su esclava a cometer pecado de adulterio. Los hechos de este caso son los siguientes: el señor Covey era un hombre pobre; estaba empezando en la vida; sólo podía comprar un esclavo; y, sorprendentemente, la compró a ella, para criar, como él decía. Esa mujer se llamaba Caroline. El señor Covey se la compró al señor Thomas Lowe, a unos diez kilómetros de St. Michael. Era una mujer grande y corpulenta, de unos veinte años de edad. Ya había dado a luz un niño, lo que demostraba que servía para lo que él quería. Después de comprarla, tomó en arriendo a un hombre casado del señor Samuel Harrison, para que viviera con él un año, ¡y lo encerraba con ella todas las noches! El resultado fue que, al final del año, aquella desdichada dio a luz gemelos. El señor Covey pareció sumamente complacido con este resultado, tanto con el hombre como con la desventurada mujer. Tanta era su alegría, y la de su esposa, que nada de lo que pudiesen hacer por Caroline después del parto les parecía demasiado bueno o demasiado duro. Los niños los consideraron un magnífico aumento de su riqueza.
Si hubo algún período de mi vida en el que me hicieran beber más que en ningún otro las heces más amargas de la esclavitud, ese período fue el de los seis primeros meses de mi estancia con el señor Covey. Nos obligaba a trabajar hiciera el tiempo que hiciera. Nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío; por mucho que lloviera, soplara el viento, granizara o nevara, teníamos que trabajar en los campos. Trabajo, trabajo, trabajo, era casi tanto el orden del día como el de la noche. Los días más largos eran demasiado cortos para él, y las noches más cortas, demasiado largas. Yo era bastante ingobernable cuando llegué allí, pero unos cuantos meses de aquella disciplina me domaron. El señor Covey consiguió quebrantarme. Estaba quebrantado de cuerpo, de alma y de espíritu. Mi flexibilidad natural estaba aplastada, mi inteligencia languidecía, desapareció la afición a leer, se apagó la chispa alegre que brillaba en mis ojos; la noche sombría de la esclavitud se cerró sobre mí, ¡y lo que era un hombre se convirtió en un bruto!
El domingo era mi único tiempo de ocio. Lo pasaba en una especie de estupor animal, entre sueño y vigilia, bajo algún árbol grande. A veces me sublevaba, atravesaba mi alma un fogonazo de libertad estimulante, acompañado de un tenue rayo de esperanza, que parpadeaba un instante y luego se esfumaba. Y volvía a hundirme, lamentando mi desdichada condición. Me sentía impulsado a veces a poner fin a mi vida, y a la de Covey, pero me lo impedía una mezcla de esperanza y miedo. Mis sufrimientos en aquella plantación parecen ahora un sueño más que una dura realidad.
Nuestra casa estaba a unas cuantas varas de la bahía de Chesapeake, cuyo amplio seno estaba siempre blanco por las velas procedentes de todas las partes del mundo habitable. Aquellas bellas embarcaciones, vestidas del blanco más puro, tan deleitosas a los ojos de los hombres libres, eran para mí como otros tantos espectros ensabanados, que me aterraban y me atormentaban con pensamientos sobre mi condición desventurada. Cuántas veces he seguido, en la quietud profunda de uno de aquellos domingos de verano, completamente solo allí sobre las orillas grandiosas de esa noble bahía, con el corazón afligido y los ojos cubiertos de lágrimas, el número incontable de velas que avanzaban hacia el poderoso océano. La visión de aquellas velas me afectaba siempre profundamente. Mis pensamientos exigían una formulación; y allí, sin más público que el Todopoderoso, vertía el lamento del alma, a mi manera tosca, con un apóstrofe a aquella multitud de navíos en movimiento:
«¡Vosotros os habéis soltado de vuestras amarras y sois libres; yo estoy atado a mis cadenas y soy un esclavo! ¡Vosotros avanzáis alegres impulsados por un viento dulce, y a mí me impulsa triste un látigo sangriento! ¡Vosotros sois ángeles de la libertad de raudas alas que voláis alrededor del mundo; yo estoy encerrado tras rejas de hierro! ¡Ojalá fuera libre! ¡Ojalá estuviese, ay, en una de vuestras airosas cubiertas y bajo vuestra ala protectora! Ruedan, ay, entre nosotros dos las aguas turbulentas. Íos, íos. ¡Ojalá pudiese irme también! ¡Si supiese nadar! ¡Si pudiese volar! ¡Oh, por qué hube de nacer hombre para que me convirtieran luego en animal! El alegre navío ya se ha ido, se oculta en la brumosa lejanía. Y aquí quedo yo en el infierno más ardiente de esclavitud interminable. ¡Sálvame, oh, Dios! ¡Ampárame! ¡Déjame ser libre! ¿Hay Dios? ¿Por qué soy entonces un esclavo? Me escaparé. No lo soportaré. Que me capturen si no consigo huir, pero lo intentaré. Qué más da morir de fiebre que de calentura. Sólo tengo una vida que perder. Prefiero que me maten corriendo a morir aquí quieto. Piénsalo un momento; ¡ciento sesenta kilómetros al norte en línea recta y eres libre! ¿Lo intentarás? ¡Sí! Y lo conseguiré, con la ayuda de Dios. No es posible que viva y muera esclavo. Me lanzaré al agua. Esta misma bahía me llevará a la libertad. Los barcos de vapor seguían rumbo al nordeste desde Punta Norte. Lo mismo haré yo; y cuando llegue al final de la bahía, dejaré a la deriva mi canoa, atravesaré Delaware y entraré en Pennsylvania. Y cuando llegue allí, ya no necesitaré llevar salvoconducto; podré viajar sin que me molesten. En cuanto se me presente la primera oportunidad, me voy, pase lo que pase. Mientras tanto, procuraré aguantar bajo el yugo. No soy el único esclavo de este mundo. ¿Por qué he de torturarme? Puedo aguantar tanto como el que más. Y soy sólo un muchacho, y todos los muchachos han de estar sometidos a alguien. Es posible que mi desgracia en la esclavitud no haga sino aumentar mi felicidad cuando sea libre. Han de venir mejores tiempos».
Así solía pensar, y así solía hablar conmigo mismo; viéndome empujado casi a la locura en un momento y reconciliándome con mi suerte desdichada al momento siguiente.
Ya he indicado que mi condición durante los seis primeros meses de mi estancia en casa del señor Covey fue mucho peor que durante los seis últimos. Las circunstancias que condujeron al cambio de actitud del señor Covey hacia mí marcan una época en mi humilde historia. Han visto ya cómo se convirtió a un hombre en esclavo; ahora verán cómo se convirtió un esclavo en hombre. Uno de los días más cálidos del mes de agosto de 1833, Bill Smith, William Hughes, un esclavo llamado Eli y yo estábamos aventando trigo. Hughes recogía el trigo aventado delante de la aventadora, Eli le daba a la manivela, Smith echaba el trigo en la máquina y yo lo llevaba hasta ella. Era un trabajo sencillo que exigía fuerza más que inteligencia; pero resultaba muy duro para quien no tuviese ninguna experiencia en él. Hacia las tres de la tarde, me desmoroné; me fallaron las fuerzas; me entró un violento dolor de cabeza, acompañado de un vértigo extremo; me temblaban todos los miembros. Al darme cuenta de lo que venía, me sobrepuse, pensando que no serviría de nada dejar de trabajar. Aguanté mientras pude arrastrarme tambaleante hasta la tolva con el grano. Cuando no pude aguantar más en pie, me caí y sentí como si me sujetara al suelo un peso inmenso. La aventadora, claro, se paró; teníamos que hacer cada uno nuestra tarea correspondiente, y nadie podía hacer el trabajo del otro y seguir haciendo el suyo al mismo tiempo.
El señor Covey se encontraba en la casa, a unos cien metros de la era donde estábamos aventando. Al oír que se paraba la aventadora, salió inmediatamente y vino al lugar en el que nos hallábamos nosotros. Preguntó en seguida qué era lo que pasaba. Bill contestó que yo me había puesto enfermo y que no había nadie que llevase trigo a la aventadora. Yo me había alejado por entonces arrastrándome hasta un lado de la valla que cerraba la era, pensando que al apartarme del sol me repondría. Entonces él preguntó dónde estaba yo. Uno de los peones se lo dijo. Él vino y, después de mirarme un rato, me preguntó qué era lo que pasaba. Se lo expliqué lo mejor que pude, pues apenas tenía fuerza para hablar. Él entonces me dio una patada brutal en el costado y me dijo que me levantara. Lo intenté, pero volví a caerme en el intento. Me pegó otra patada, y me volvió a decir que me levantara. Lo intenté de nuevo y conseguí ponerme de pie; pero al inclinarme para coger el cubo con el que estaba alimentando la aventadora, me dio otra vez el vértigo y caí. Mientras estaba tirado en esta situación, el señor Covey cogió la tablilla de nogal con la que Hughes había estado enrasando la medida de medio bushel y me dio con ella un golpe fuerte en la cabeza, haciéndome una herida grande de la que empezó a brotar la sangre en abundancia; y tras esto volvió a decirme que me levantara. No intenté siquiera obedecer, pues había decidido ya dejarle hacer lo que quisiera. Después de recibir este golpe sentí en seguida la cabeza mucho mejor. El señor Covey me había dejado ya a mi suerte. En ese momento decidí, por primera vez, acudir a mi amo, presentar una queja y pedir protección. Para hacer esto debía caminar aquella tarde unos doce kilómetros, lo que constituía sin duda, dadas las circunstancias, un duro esfuerzo. Estaba demasiado débil, tanto por las patadas y golpes que había recibido como por el grave ataque de vértigo que había sufrido. Sin embargo, esperé mi oportunidad, cuando Covey estaba mirando en dirección opuesta, y salí hacia St. Michael. Había conseguido recorrer una distancia considerable camino del bosque cuando me descubrió Covey y me llamó para que volviera, amenazándome con lo que me haría si no le obedecía. No hice caso de sus llamadas ni de sus amenazas y continué camino del bosque con toda la rapidez que me permitía mi estado de debilidad; y, pensando que él podría alcanzarme si iba por el camino, me metí por la espesura, manteniéndome lo suficientemente lejos del camino para que no pudiera verme y lo suficientemente cerca para no extraviarme. Antes de que pudiese alejarme mucho volvieron a fallarme mis débiles fuerzas. No pude seguir más. Caí al suelo y estuve allí tirado mucho tiempo. Seguía sangrando por la herida de la cabeza. Pensé durante un rato que iba morir desangrado; y creo que así habría sido si la sangre no hubiese apelmazado el cabello tanto que taponó la herida. Después de estar unos tres cuartos de hora allí caído, conseguí sobreponerme otra vez y me levanté y seguí mi camino, a través de barrizales y zarzales, descalzo y con la cabeza descubierta, hiriéndome en los pies a veces casi a cada paso; y tras un viaje de unos doce kilómetros, que tardé unas cinco horas en recorrer, llegué al almacén del amo. Mi apariencia era tal por entonces que tenía que impresionar a todo el que no tuviese un corazón de acero. Estaba cubierto de sangre desde los pies hasta la coronilla. Tenía todo el pelo empastado de polvo y de sangre; tenía la camisa tiesa de la sangre. Tenía en las piernas y en los pies diversas heridas de zarzales y espinos, y los tenía también cubiertos de sangre. Supongo que debía de parecer un hombre que hubiese acabado de escapar por muy poco de un cubil de animales feroces. Me presenté ante mi amo en ese estado y le rogué humildemente que interpusiera su autoridad para protegerme. Le expliqué todos los detalles del caso lo mejor que pude, y parecía afectarle a veces mientras se lo contaba. Luego se puso a pasear e intentó justificar a Covey diciendo que él suponía que me lo merecía. Me preguntó qué quería que hiciera. Le dije que me dejara ir a otro sitio; que estaba seguro de que si iba de nuevo a vivir con el señor Covey, tendría que vivir con él pero moriría con él; que era seguro que me mataría; ya había empezado a hacerlo. El amo Thomas ridiculizó la idea de que pudiese haber algún peligro de que el señor Covey me matara, y dijo que conocía al señor Covey; que era un buen hombre y que no podía plantearse separarme de él; que perdería los jornales de todo el año si lo hiciese; que yo pertenecía al señor Covey por un año y que debía volver con él, pasara lo que pasase; y que no debía molestarle con más historias porque si no él mismo se encargara de mí. Después de amenazarme así, me dio una gran dosis de sales y me dijo que podía quedarme aquella noche en St. Michael (pues era ya muy tarde), pero que debía volver a la casa del señor Covey por la mañana temprano; y que si no lo hacía, él mismo se encargara de mí, con lo que quería decir que me azotaría. Pasé allí la noche y, cumpliendo sus órdenes, salí hacia la casa de Covey por la mañana (era sábado), cansado de cuerpo y con el ánimo abatido. No había cenado la noche anterior y no desayuné aquella mañana. Llegué a la casa de Covey hacia las nueve, y justo cuando saltaba la valla que separaba las tierras de la señora Kemps de las nuestras, salió corriendo Covey con su látigo de cuero, decidido a pegarme otra vez. Conseguí meterme en el maizal antes de que pudiera alcanzarme y, como el maíz estaba muy alto, me ofreció el medio de esconderme. Parecía muy furioso y me buscó durante mucho tiempo. Mi comportamiento era totalmente inexplicable. Por fin abandonó la caza, pensando, me imagino, que acabaría acudiendo a la casa buscando algo de comer; no se molestaría en perseguirme más. Pasé casi todo aquel día en el bosque, teniendo ante mí la siguiente disyuntiva: ir a casa y que me mataran a latigazos, o quedarme en el bosque y morirme de hambre. Esa noche me encontré a Sandy Jenkins, un esclavo al que conocía un poco. Sandy estaba casado con una mujer libre que vivía a unos siete kilómetros de la casa del señor Covey; y, como era sábado, iba a verla. Le expliqué la situación en la que me encontraba y me invitó, muy amablemente, a ir con él a su casa. Allá me fui y le conté todo el asunto, y él me aconsejó lo que le parecía que era lo mejor que yo podía hacer. Sandy resultó un asesor experto. Me explicó, con gran solemnidad, que debía volver con Covey; pero antes de hacerlo debía ir con él a otra parte del bosque, donde había cierta raíz, que, si cogía un poco de ella y la llevaba conmigo, siempre en el lado derecho, le impediría al señor Covey, y a cualquier otro blanco, pegarme. Dijo que él la había llevado muchos años, y que desde que la llevaba no había recibido ni un solo golpe, y no esperaba recibirlo nunca mientras la llevase. Yo al principio rechacé la idea de que por el simple hecho de llevar una raíz en el bolsillo pudiese tener aquel efecto que había dicho él, y no quería aceptarla; pero Sandy insistió mucho en que era necesario que lo hiciese, diciéndome que no podía hacerme ningún daño, aunque no me ayudase nada. Al final acepté la raíz, por complacerle, y, siguiendo su consejo, me la coloqué en el lado derecho. Esto era el domingo por la mañana. Me dirigí inmediatamente hacia casa, y cuando cruzaba el portón del patio, salió el señor Covey a mi encuentro. Me habló muy amablemente, me mandó echar a los cerdos de un campo de cultivo cercano y luego continuó camino de la iglesia. Ante aquel extraño comportamiento del señor Covey, yo empecé a pensar que la raíz que me había dado Sandy debía de tener algo especial; y si hubiese sido cualquier otro día y no el domingo, no podría haber atribuido su conducta a ninguna otra causa que no fuese la influencia de aquella raíz; y, tal como estaban las cosas, me sentía medio inclinado a pensar que la raíz era algo más de lo que había considerado en principio que era. Todo fue bien hasta la mañana del lunes. Esa mañana se puso plenamente a prueba la virtud de la raíz. Mucho antes de que amaneciera, se me llamó para que fuese a limpiar, cepillar y dar de comer a los caballos. Obedecí, y contento de obedecer. Pero cuando estaba haciendo lo que me habían mandado, cuando estaba echando hierba desde el pajar, entró en el establo el señor Covey con una cuerda larga, y cuando estaba yo con la mitad del cuerpo fuera del pajar, me enganchó por las piernas y se dispuso a atarme. En cuanto vi lo que se proponía, di un salto brusco, y al hacerlo, como él seguía sujetándome las piernas, fui a caer al suelo del establo. El señor Covey pareció pensar entonces que ya me tenía y que podía hacer lo que quisiera; pero en ese momento (de dónde me vino el ánimo es algo que aún no sé) decidí luchar y, ajustando mis actos a mi decisión, así a Covey con fuerza por el cuello y me levanté al mismo tiempo que lo hacía. Él me sujetaba a mí y yo a él. Mi resistencia fue tan absolutamente inesperada que Covey pareció quedarse completamente desconcertado. Temblaba lo mismo que una hoja. Esto me dio seguridad y le sujeté inquieto, haciendo correr la sangre donde le tocaba con las puntas de los dedos. Pronto llamó a Hughes para que le ayudara. Llegó Hughes y, mientras Covey me sujetaba, intentó atarme la mano derecha. Cuando él estaba dedicado a hacer esto, yo vi mi oportunidad y le di una patada fuerte justo debajo de las costillas. La patada le afectó mucho, así que me dejó en manos del señor Covey. Pero no sólo produjo el efecto de debilitar a Hughes, sino también a Covey. Cuando vio a Hughes doblado de dolor, su valor desfalleció. Me preguntó si pensaba persistir en mi resistencia. Le dije que sí, pasase lo que pasase; que me había tratado como a un animal durante seis meses y que estaba decidido a no seguir dejándome tratar así. Mientras, él intentaba arrastrarme hasta un palo que había justo a la salida de la puerta del establo. Pretendía derribarme. Pero cuando se agachaba para coger el palo, le así con las dos manos por el cuello y con un movimiento brusco le tiré al suelo. En ese momento, llegó Bill. Covey le pidió ayuda. Bill le preguntó qué podía hacer. Covey dijo: «¡Sujétale, sujétale!». Bill dijo que su amo le había arrendado para trabajar y no para ayudar a pegarme; así que nos dejó a Covey y a mí enzarzados en nuestra pelea. Se prolongó casi dos horas. Al final me dejó irme, resoplando y resollando a ritmo acelerado, diciendo que si no me hubiese resistido no me habría pegado ni la mitad de lo que lo había hecho. La verdad es que no me había pegado nada. A mí me parecía que había sido él quien había llevado la peor parte, porque no me había hecho sangrar y yo a él sí. Durante los seis meses siguientes que pasé con el señor Covey nunca me puso un dedo encima llevado por la cólera. De vez en cuando decía que no quería tener que volver a cogerme. «No», pensaba yo, «no lo hagas, porque saldrías peor parado que la otra vez».
Esta batalla con el señor Covey fue el punto decisivo de mi carrera como esclavo. Reavivó las pocas brasas agonizantes de la libertad y revivió dentro de mí el sentimiento de mi hombría. Me hizo recuperar la confianza en mí mismo que había perdido y me inspiró de nuevo la decisión de ser libre. La satisfacción que me produjo el triunfo compensaba de sobra todo lo que pudiese seguir, aunque fuese la misma muerte. La satisfacción profunda que experimenté sólo puede entenderla quien haya rechazado por la fuerza el brazo sanguinario de la esclavitud. No me había sentido nunca como me sentía entonces. Era una resurrección gloriosa, desde la tumba de la esclavitud al cielo de la libertad. Mi espíritu, aplastado durante tanto tiempo, se puso en pie, la cobardía desapareció, ocupó su lugar el desafío audaz; y entonces decidí que, por mucho tiempo que pudiese seguir siendo un esclavo oficialmente, había quedado atrás para siempre el día en que pudiese ser un esclavo de hecho. No vacilaría en dejar que se supiera de mí que el blanco que esperase conseguir azotarme, debía conseguir antes matarme.
A partir de entonces no volví a ser nunca lo que podríamos llamar propiamente azotado, aunque seguí siendo esclavo durante cuatro años. Tuve varias peleas, pero nunca me azotaron.
Fue durante mucho tiempo un motivo de asombro para mí por qué el señor Covey no hizo que el guardia me llevase al poste oficial de los azotes y se me azotase allí oficialmente por el delito de alzar la mano contra un blanco en defensa propia. Y la única explicación que se me ocurre ahora no me satisface del todo; pero de todos modos, la expondré. El señor Covey gozaba de una fama inmensa como mayoral y domador de negros de primera clase. Esto tenía para él una importancia considerable. Esa fama estaba en juego; y si me hubiese enviado a mí (un muchacho de unos dieciséis años) al poste de los azotes públicos, su fama se habría esfumado; así que, para conservar su fama, soportó que yo saliese impune.
Mi período de servicio real con el señor Covey terminó el día de Navidad de 1833. Los días entre Navidad y Año Nuevo se consideran fiestas, y, en consecuencia, no se nos exigía que hiciéramos ningún trabajo, sólo dar de comer al ganado y cuidarnos de él. Esos días los considerábamos propios, por gracia de nuestros amos; y usábamos o abusábamos en consecuencia de ellos casi a nuestro antojo. Aquellos de nosotros que tenían familia lejos, solían obtener permiso para pasar los seis días en su compañía. No obstante, ese tiempo se pasaba de modos diversos. Los serios, sobrios, reflexivos e industriosos que había entre nosotros se dedicaban a hacer escobas, esteras, colleras y cestos; había otros que dedicaban el tiempo a cazar zarigüeyas, liebres y mapaches. Pero la mayor parte, con mucho, se dedicaba a ejercicios y diversiones como jugar a la pelota, luchar, disputar carreras a pie, tocar el violín, bailar y beber whisky; y esta última forma de pasar el tiempo era con mucho la que más satisfacía los sentimientos de nuestros amos. Para nuestros amos, el esclavo que trabajaba durante las vacaciones no se las merecía en realidad. Se le consideraba como alguien que rechazaba el favor de su amo. Se tenía por una desgracia no emborracharse en Navidades; y se consideraba muy holgazán al que no se había provisto durante el año de los medios necesarios para conseguir whisky suficiente para que le durase todas las Navidades.
Por lo que sé de los efectos de estas vacaciones sobre el esclavo, creo que figuran entre los medios más eficaces de que dispone el amo para dominar el espíritu de rebeldía. Si los propietarios de esclavos abandonasen de pronto esta práctica, no tengo la menor duda de que eso conduciría a una insurrección inmediata entre los esclavos. Esas vacaciones sirven como pararrayos, o válvulas de seguridad, que desvían el espíritu rebelde de la humanidad esclavizada. Si no fuera por ellas, el esclavo se vería empujado a la desesperación más absoluta; ¡y ay del propietario de esclavos el día que se atreva a eliminar u obstaculizar la actuación de esos pararrayos! Le prevengo que, si eso sucede, se alzará en medio de ellos un espíritu más temible que el terremoto más sobrecogedor.
Las vacaciones forman parte del gran fraude, la injusticia y la inhumanidad de la esclavitud. Son en teoría una costumbre establecida por benevolencia de los propietarios; pero lo que yo quiero decir es que es consecuencia del egoísmo, y uno de los fraudes más groseros de que se hace víctima al esclavo pisoteado. Les dan a los esclavos ese tiempo no porque no les guste tenerles trabajando, sino porque saben que sería peligroso privarles de él. Esto se demuestra por el hecho de que a los propietarios les gusta que sus esclavos pasen esos días precisamente de una manera que les haga sentirse tan contentos de que se terminen como de que empiecen. El objetivo parece ser conseguir que a los esclavos les repugne la libertad precipitándoles en las profundidades más hondas de la disipación. Por ejemplo, a los propietarios no sólo les gusta ver al esclavo beber por propia voluntad, sino que utilizarán diversas argucias para emborracharle. Una de ellas es hacer apuestas con sus esclavos sobre quién es capaz de beber más whisky sin emborracharse; y de ese modo consiguen inducir a multitudes completas a beber en exceso. Así, cuando el esclavo pide libertad virtuosa, el astuto propietario, conocedor de su ignorancia, le engaña con una dosis de disipación licenciosa, taimadamente etiquetada con el nombre de libertad. La mayoría de nosotros solíamos tragárnosla, y el resultado era exactamente el que puede suponerse: muchos acabábamos pensando que había poco para elegir entre libertad y esclavitud. Sentíamos, y muy adecuadamente además, que habíamos sido casi igual de esclavos del hombre que del alcohol. Así que cuando terminaban las vacaciones nos levantábamos tambaleantes de la inmundicia en la que nos habíamos revolcado, inspirábamos hondo y nos dirigíamos a los campos... sientiéndonos, en conjunto, más bien contentos de volver de lo que nuestro amo nos había inducido engañosamente a creer que era la libertad a los brazos de la esclavitud.
He dicho que esta forma de tratamiento es una parte de todo el sistema de fraude e inhumanidad de la esclavitud. Así es. El método adoptado en este caso para que al esclavo le repugne la libertad, permitiéndole ver sólo el abuso de ella, se aplica también a otras cosas. Por ejemplo, a un esclavo le gusta mucho la melaza; roba un poco. Su amo, en muchos casos, va al pueblo y compra una gran cantidad; vuelve, coge el látigo y ordena al esclavo que coma melaza, hasta que al pobre individuo le dan arcadas ante la sola mención de ella. A veces se utilizaba el mismo método para conseguir que los esclavos no pidiesen más comida que la ración que tenían asignada. Un esclavo agota su asignación y pide más. Su amo se enfurece con él; pero, como no quiere despedirle sin comida, le da más de lo necesario y le obliga a comerlo en un tiempo determinado. Entonces, si se queja de que no puede comerlo, se le dice que no está satisfecho ni harto ni hambriento, ¡y se le azota por ser tan difícil de contentar! Tengo muchos ejemplos de aplicación del mismo principio, procedentes de mi propia observación, pero considero suficientes los casos que he citado. Se trata de una práctica muy común.
El día 1 de enero de 1834 dejé al señor Covey y fui a vivir con el señor William Freeland, que vivía a unos cinco kilómetros de St. Michael. Pronto descubrí que el señor Freeland era un hombre muy diferente del señor Covey. Aunque no era rico, era lo que se llamaría un caballero sureño educado. El señor Covey, como ya he mostrado, era un mayoral y desbravador de negros muy experto. El primero (a pesar de ser propietario de esclavos) parecía tener cierto respeto al honor, cierta consideración por la justicia y cierta estimación por la humanidad. El segundo parecía absolutamente insensible a todos esos sentimientos. El señor Freeland tenía muchos de los defectos propios de los propietarios de esclavos, como el ser muy colérico e inquieto, pero he de decir en honor suyo que estaba extraordinariamente libre de esos vicios degradantes a los que el señor Covey era constantemente adicto. Uno era abierto y franco, y siempre sabíamos dónde encontrarle. El otro era un tramposo sumamente astuto y sólo podían entenderle los que eran lo suficientemente hábiles para percibir sus taimados engaños. Otra ventaja de mi nuevo amo era que no tenía pretensiones de religión ni hacía profesión de ninguna; y esto era verdaderamente una gran ventaja, en mi opinión. Afirmo, sin la menor vacilación, que la religión del Sur es una simple tapadera para los más horribles crímenes, que justifica la barbarie más sobrecogedora, que santifica los embustes más odiosos y que es un cobijo tenebroso bajo el cual hallan la protección más firme los actos más sombríos, más viles, más brutales y más infernales de los propietarios de esclavos. Si de nuevo me viese reducido a las cadenas de la esclavitud, consideraría la mayor calamidad que pudiese caer sobre mí, además del esclavizamiento, ser esclavo de un amo religioso. Pues de todos los propietarios de esclavos a los que he conocido, los religiosos son los peores. Siempre han resultado ser los más ruines y viles, los más crueles y cobardes de todos. Fue mi suerte desdichada no sólo pertenecer a un propietario de esclavos religioso sino vivir en una comunidad de personas religiosas de este tipo. Muy cerca del señor Freeland vivía el reverendo Daniel Weeden, y en la misma vecindad, el reverendo Rigby Hopkins. Eran ambos miembros y ministros de la Iglesia metodista reformada. El señor Weeden poseía entre otros esclavos a una mujer cuyo nombre he olvidado. Dicha mujer tenía la espalda literalmente en carne viva durante semanas debido al látigo de este canalla religioso sin entrañas. Solía alquilar peones. Su máxima era: se porte bien o mal el esclavo, el amo tiene el deber de azotarle de vez en cuando para recordarle la autoridad que tiene sobre él. Tal era su teoría, y también su práctica.
El señor Hopkins era aún peor que el señor Weeden. Se ufanaba por encima de todo de su habilidad para manejar a los esclavos. La característica especial de su sistema era que azotaba a los esclavos antes de que lo mereciesen. Se las arreglaba siempre para tener a uno o más esclavos a los que azotar la mañana del lunes. Lo hacía para despertar sus temores e infundir terror a los que se libraban. Su método era azotar por las infracciones pequeñas para evitar que se cometieran grandes. El señor Hopkins siempre sabía encontrar alguna justificación para usar el látigo. A cualquiera que no estuviese habituado a una vida de propietario de esclavos le asombraría ver con qué asombrosa facilidad puede un amo hallar cosas que convierta en motivo para azotar a un esclavo. Una simple mirada, una palabra, un movimiento, un error, accidente o falta de vigor, son todos ellos motivos por los que un esclavo puede ser azotado en cualquier momento. ¿Parece insatisfecho un esclavo? Se dice que tiene el demonio dentro y hay que sacárselo a latigazos. ¿Habla alto cuando su amo habla con él? Entonces se le están subiendo los humos y hay que bajárselos. ¿Se olvidó de quitarse el sombrero al acercarse una persona blanca? Entonces está faltando al respeto y hay que azotarle por ello. ¿Se atreve alguna vez a justificar su conducta cuando le censuran por ella? Entonces es culpable de insolencia, uno de los delitos más graves de que puede ser culpable un esclavo. ¿Se atreve alguna vez a proponer una forma diferente de hacer las cosas de la que le indica el amo? Entonces es un presuntuoso y no sabe cuál es su sitio, y sólo el látigo le enseñará cuál es. ¿Rompe un arado mientras ara, o una azada mientras cava? Es debido a su falta de cuidado, y hay que azotar siempre a un esclavo por una cosa así. El señor Hopkins siempre encontraba algo de este tipo para usar el látigo, y raras veces dejaba de aprovechar esas oportunidades. No había ningún hombre en todo el condado con el que los esclavos que pudiesen elegir su propio destino no prefiriesen vivir antes que hacerlo con el reverendo señor Hopkins. Y sin embargo no había ni un solo hombre, en ninguna parte de los alrededores, que hiciese mayor profesión de religiosidad o que fuese más activo en las asambleas, que estuviese más atento a la clase, al ágape, a las reuniones de oración y de predicación, o que fuese más devoto en familia, que rezase antes, más tarde, más alto y más tiempo, que aquel mismo reverendo negrero Rigby Hopkins.
Pero he de volver al señor Freeland y a mi experiencia mientras estuve a su servicio. Él, como el señor Covey, nos daba bastante de comer; pero, a diferencia del señor Covey, también nos daba tiempo bastante para comerlo. Nos hacía trabajar mucho, pero siempre desde que salía el sol hasta que se ponía. Nos exigía mucho trabajo, pero nos daba buenas herramientas para hacerlo. Tenía una finca grande, pero empleaba a bastantes hombres para trabajarla, y con desahogo, comparado con muchos de sus vecinos. El trato que me dio, mientras estuve a su servicio, fue celestial, comparado con el que padecí a manos del señor Edward Covey.
El señor Freeland era propietario, por su parte, de sólo dos esclavos. Se llamaban Henry Harris y John Harris. El resto de sus peones eran alquilados. Éramos, yo, Sandy Jenkins16 y Handy Caldwell.
Henry y John eran muy inteligentes, y conseguí en muy poco tiempo despertar en ellos un fuerte deseo de aprender a leer. Y no tardó en surgir este deseo también en los demás. Reunieron en seguida unos cuantos silabarios viejos y se empeñaron en que yo tenía que organizar una escuela dominical. Accedí a ello y pasé así a dedicar los domingos a enseñar a leer a aquellos queridos compañeros de esclavitud. Ninguno de ellos sabía las letras cuando yo llegué allí. Algunos de los esclavos de las fincas vecinas descubrieron lo que pasaba y también aprovecharon aquella pequeña oportunidad de aprender. Era algo sobrentendido, entre todos los que venían, que debía hacerse todo con el mayor secreto posible. Era necesario mantener a nuestros religiosos amos de St. Michael ignorantes del hecho de que, en vez de pasar la festividad luchando, boxeando y bebiendo whisky, intentábamos aprender a leer la voluntad de Dios; pues a ellos les gustaba mucho más vernos dedicados a aquellas distracciones degradantes que ver que nos comportábamos como seres intelectuales, morales y responsables. Me hierve la sangre cuando pienso en la forma sanguinaria con que los señores Wright Fairbanks y Garrison West, jefes de clase los dos, junto con muchos más, cayeron sobre nosotros con piedras y palos y destrozaron nuestra virtuosa escuelita dominical en St. Michael... ¡y se decían cristianos todos!, ¡humildes seguidores de nuestro señor Jesucristo! Pero estoy desviándome de nuevo.
Mi escuela dominical estaba en la casa de un hombre libre de color cuyo nombre considero imprudente mencionar, ya que si se supiese podría causarle grandes contratiempos, aunque el delito de acoger la escuela se cometiese hace diez años. Llegué a tener hasta cuarenta alumnos, y de los buenos, ardientemente deseosos de aprender. Eran de todas las edades, aunque principalmente hombres y mujeres adultos. Pienso ahora en aquellos domingos con un placer inexpresable. Fueron grandes días para mi alma. El trabajo de instruir a mis queridos compañeros de esclavitud fue el compromiso más grato con que me he visto bendecido. Nos queríamos, y separarme de ellos al final del domingo era una cruz muy dolorosa. Cuando pienso que aquellas valiosas almas están hoy encerradas en la prisión de la esclavitud, los sentimientos me abruman y estoy a punto de decir: «¿Rige el universo un Dios justo? ¿Y por qué sostiene los rayos en su mano derecha, si no es para abatir al opresor y liberar al expoliado de la mano del expoliador?». Aquellas almas queridas no acudían a la escuela dominical porque fuese costumbre hacerlo, ni yo les enseñaba porque diese prestigio dedicarse a ello. Cada instante que pasaban en la escuela, corrían el peligro de que los descubrieran y les administrasen treinta y nueve latigazos. Venían porque querían aprender. Sus amos crueles habían estado matando de hambre su inteligencia. Habían permanecido encerrados en la oscuridad mental. Yo les enseñaba porque era el deleite de mi alma estar haciendo algo que parecía mejorar la condición de mi raza. Mantuve la escuela casi todo el año que viví con el señor Freeland; y, además de mi escuela dominical, dediqué tres noches por semana, durante el invierno, a enseñar a los esclavos en casa. Y tengo la dicha de saber que varios de los que asistieron a la escuela dominical aprendieron a leer; y que uno, por lo menos, es ahora libre por mediación mía.
Pasó el año sin novedad. Sólo pareció la mitad de largo que el año que lo había precedido. Pasé por él sin recibir un solo golpe. Otorgaré al señor Freeland el honor de ser el mejor amo que he tenido, hasta que me convertí en mi propio amo. Pero la facilidad con que pasé el año se debió en parte, sin embargo, a la relación con mis compañeros de esclavitud. Eran almas nobles; no sólo poseían corazones afectuosos, sino valerosos. Estábamos ligados e interligados unos con otros. Yo les quería con un amor más fuerte que todo lo que haya podido experimentar desde entonces. Se dice a veces que los esclavos no se quieren entre sí y no confían unos en otros. Puedo decir en respuesta a esa afirmación que nunca amé a otros ni confié tanto en otros como en mis compañeros de esclavitud, y sobre todo en aquellos con los que viví en casa del señor Freeland. Creo que habría muerto por cada uno de ellos. Nunca emprendimos ninguna cosa, tuviese la importancia que tuviese, sin una consulta mutua. Nunca actuamos por separado. Éramos uno; y lo éramos tanto por nuestros temperamentos y disposiciones como por las mutuas penurias a las que estábamos inevitablemente sometidos por nuestra condición de esclavos.
Al acabar el año 1834 el señor Freeland me arrendó de nuevo a mi amo por el año 1835. Pero por entonces yo empecé a querer vivir sobre tierra libre tanto como con Freeland17; y no estaba contento ya viviendo con él ni con ningún otro propietario de esclavos. Empecé, con el comienzo del año, a prepararme para un combate final, que debía decidir mi destino de una forma u otra. Mi tendencia se acentuaba. Me aproximaba ya a la edad adulta y había pasado un año tras otro y yo seguía siendo esclavo. Estos pensamientos me enardecían: tenía que hacer algo. Así que decidí que no pasaría 1835 sin que intentase conseguir la libertad. Pero no estaba dispuesto a considerar la decisión yo solo. Quería a mis compañeros de esclavitud. Estaba deseoso de que participasen conmigo en aquello, mi decisión vitalizadora. Empecé por tanto muy pronto, aunque con gran prudencia, a investigar sus ideas y sentimientos sobre su condición y a imbuir en sus mentes ideas de libertad. Me dediqué a estudiar vías y medios para nuestra fuga, esforzándome al mismo tiempo por convencerles, en todas las ocasiones adecuadas, del fraude grosero y de la inhumanidad de la esclavitud. Me dirigí primero a Henry, luego a John, luego a los demás. Descubrí en todos ellos corazones cálidos y espíritus nobles. Estaban dispuestos a oír y dispuestos a actuar cuando se propusiese un plan factible. Eso era lo que yo quería. Hablé con ellos de nuestra falta de hombría si nos resignábamos a nuestra esclavitud sin al menos un noble esfuerzo por ser libres. Nos reuníamos a menudo y nos consultábamos con frecuencia y explicábamos nuestros miedos y esperanzas, repasábamos las dificultades, reales e imaginarias, a las que tendríamos que enfrentarnos. Algunas veces estábamos casi dispuestos a ceder, e intentar contentarnos con nuestra suerte desdichada; otras veces nos mostrábamos firmes e inflexibles en nuestra decisión de irnos. Siempre que proponíamos algún plan, surgía el miedo... los inconvenientes eran temibles. Nuestra ruta estaba plagada de los mayores obstáculos; y si conseguíamos llegar al final de ella, aún era discutible nuestro derecho a ser libres, aún corríamos peligro de que nos devolviesen a la esclavitud. No podíamos ver ningún lugar, de este lado del océano, donde pudiésemos ser libres. No sabíamos nada del Canadá. Nuestro conocimiento del Norte no se extendía más allá de Nueva York; e ir allí y estar siempre agobiado por el peligro aterrador de que te devolvieran a la esclavitud, con la certeza de que serías tratado diez veces peor que antes, era una idea horrible, y a la que no era fácil sobreponerse. El planteamiento era así a veces: en cada puerta por la que teníamos que pasar veíamos un vigilante, en cada transbordador un guardia, en cada puente un centinela y en cada bosque una patrulla. Estábamos rodeados por todas partes. Éstos eran nuestros problemas, reales o imaginarios; lo bueno que había que buscar y lo malo que había que evitar. Por una parte, estaba la esclavitud, una realidad dura, que relumbraba aterradora sobre nosotros, con sus vestiduras enrojecidas ya con la sangre de millones de hombres, y que entonces incluso estaba alimentándose voraz con nuestra propia carne. Por otra parte, allá en la imprecisa lejanía, bajo la luz parpadeante de la estrella del norte, tras algún cerro escarpado o alguna montaña cubierta de nieve, había una libertad dudosa (medio congelada) llamándonos a compartir su hospitalidad. Esto por sí solo bastaba a veces para hacer que nos tambaleásemos; pero cuando nos permitíamos examinar el camino, solíamos quedarnos sobrecogidos. Veíamos a ambos lados de él una muerte inexorable, que adoptaba las formas más horribles. Unas veces era el hambre, que nos obligaba a devorar nuestra propia carne; otras veces luchábamos con las olas y nos ahogábamos; otras, nos alcanzaban y acabábamos despedazados por los colmillos de los terribles sabuesos. Nos picaban escorpiones, nos perseguían animales salvajes, nos mordían serpientes y, por último, después de haber llegado casi al punto deseado, después de cruzar a nado ríos, enfrentarse a las fieras, dormir en los bosques, padecer hambre y desnudez, nuestros perseguidores nos daban caza y, como nos resistíamos, ¡nos mataban a tiros allí mismo! Como digo, este cuadro nos sobrecogía a veces y nos hacía
preferir los males conocidos,
que huir hacia otros, de los que no sabíamos nada.
Al tomar la decisión en firme de escapar, hicimos más que Patrick Henry cuando decidió sobre libertad o muerte. En nuestro caso era una libertad dudosa como mucho, y una muerte casi segura si fracasábamos. Yo, por mi parte, prefería la muerte a la esclavitud sin esperanza.
Sandy, uno de los nuestros, renunció a la idea, pero siguió animándonos. Nuestro grupo consistía entonces en Henry Harris, John Harris, Henry Bailey, Charles Roberts y yo. Henry Bailey era tío mío y pertenecía a mi amo. Charles se casó con mi tía, y pertenecía al suegro de mi amo, el señor William Hamilton.
El plan en el que nos pusimos de acuerdo al fin era coger una canoa grande que pertenecía al señor Hamilton y remar todo recto bahía de Chesapeake arriba la noche del sábado anterior a las fiestas de Pascua. Cuando llegásemos al final de la bahía, que quedaba a una distancia de ciento veinte a ciento treinta kilómetros de donde vivíamos, teníamos el propósito de dejar la canoa a la deriva y seguir la orientación de la estrella polar hasta que cruzáramos la frontera de Maryland. La razón de que eligiésemos la ruta acuática era que corríamos así menos peligro de que sospechasen que éramos fugitivos; teníamos la esperanza de que nos consideraran pescadores; mientras que si seguíamos la ruta de tierra tendríamos que sufrir interrupciones casi de todo género. Cualquiera que tuviese una cara blanca y le apeteciese podía pararnos y someternos a inspección.
La semana anterior a nuestra proyectada partida, escribí varios salvoconductos, uno para cada uno de nosotros. Estaban redactados en estos términos, si no me falla la memoria:
«Certifico por la presente que yo, el abajo firmante, he dado al portador, sirviente mío, plena libertad para ir a Baltimore y pasar allí las vacaciones de Pascua. Escrito de mi propia mano, etc., 1835.
WILLIAM HAMILTON,
cerca de St. Michael, en el condado de Talbot,
Maryland».
No íbamos a Baltimore; pero al subir bahía arriba, nos dirigíamos hacia allí, y los salvoconductos sólo estaba previsto que nos protegieran en la bahía.
A medida que se acercaba el momento de nuestra partida, iba haciéndose más intensa nuestra angustia. Era para nosotros ciertamente una cuestión de vida o muerte. Estaba a punto de ponerse a prueba plenamente la firmeza de nuestra decisión. Yo andaba por entonces muy activo, explicando todos los problemas, despejando las dudas, disipando temores e infundiendo a todos la resolución indispensable para triunfar en nuestra empresa; les aseguraba que la mitad estaría ganada en el instante en que nos pusiéramos en marcha; ya habíamos hablado suficiente; estábamos ya preparados para irnos; si no lo hacíamos ya, no lo haríamos nunca; y si no intentábamos ponernos en marcha ya, podíamos cruzar los brazos, sentarnos y reconocer que sólo servíamos para ser esclavos. Esto no estaba dispuesto a reconocerlo ninguno de nosotros. Todos se mantuvieron firmes, y en nuestra última reunión volvimos a prometer de nuevo, del modo más solemne, que, en el momento acordado, partiríamos sin vacilación en busca de la libertad. Esto fue a mediados de la semana a cuyo final debíamos partir. Fuimos a nuestros campos de cultivo correspondientes como siempre, pero sumamente agitados con pensamientos de aquella empresa nuestra verdaderamente tan arriesgada. Procuramos ocultar nuestros sentimientos todo lo posible, y creo que conseguimos hacerlo bastante bien.
Tras una dolorosa espera, llegó la mañana del sábado, cuya noche había de presenciar nuestra partida. La saludé con alegría, sin importarme la tristeza que pudiese traer. La noche del viernes fue para mí una noche de insomnio. Probablemente me sintiese más angustiado que el resto, porque yo estaba, por acuerdo común, a la cabeza de todo el asunto.
Pesaba agobiante sobre mí la responsabilidad del éxito o el fracaso. La gloria de lo uno y la confusión de lo otro eran por igual mías. Nunca experimenté ni espero experimentar jamás nada comparable a las primeras horas de aquella mañana. Fuimos al campo muy temprano, como siempre. Estábamos esparciendo estiércol; y de pronto, mientras estábamos en ello, me sentí abrumado por un sentimiento indescriptible, en la plenitud del cual me volví a Sandy, que estaba allí cerca, y dije: «¡Nos han traicionado!». «Vaya», dijo él, «se me acaba de ocurrir la misma idea». No dijimos más. Nunca estuve más seguro de una cosa.
Sonó la corneta como siempre y subimos de los campos a la casa a desayunar. Fui por cumplir con las formas, más que porque tuviese ganas de comer aquella mañana. En el momento en que llegué a la casa, al mirar por el portón del camino, vi a cuatro hombres blancos con dos de color. Los blancos iban a caballo y los hombres de color les seguían a pie, como si fuesen atados. Les observé unos instantes hasta que llegaron a nuestro portón del camino. Se detuvieron allí y ataron a los hombres de color al poste del portón. Yo aún no estaba seguro de lo que pasaba. Unos instantes después llegó a caballo el señor Hamilton, con una premura que indicaba un gran nerviosismo. Llegó hasta la puerta y preguntó si estaba el amo William. Le dijeron que estaba en el pajar. Entonces el señor Hamilton se dirigió allí, sin desmontar, con extraordinaria rapidez. Al cabo de unos instantes regresó a la casa con el señor Freeland. Por entonces habían aparecido ya los tres guardias y habían desmontado rápidamente y atado los caballos y habían ido al encuentro del amo William y del señor Hamilton, que regresaban del pajar; y después de hablar un rato, se dirigieron todos hacia la puerta de la cocina. En la cocina sólo estábamos John y yo. Henry y Sandy estaban arriba, en el pajar. El señor Freeland asomó la cabeza por la puerta y me llamó diciendo que había unos señores a la puerta que deseaban verme. Fui hasta allí y pregunté qué querían. Me sujetaron inmediatamente y, sin darme ninguna explicación, me ataron, con las manos muy juntas. Yo insistí en que quería saber lo que pasaba. Por fin dijeron que se habían enterado de que yo me había metido en un «lío» y que iban a interrogarme delante de mi amo, y que si su información resultaba falsa, no me harían ningún daño.
Poco después consiguieron atar a John. Se dirigieron luego a Henry, que ya había vuelto por entonces, y le ordenaron que juntara las manos. «¡No lo haré!», dijo Henry, con un tono firme, indicando que estaba dispuesto a arrostrar las consecuencias de su negativa. «¿No lo harás?», dijo Tom Graham, el guardia. «¡No, no lo haré!», dijo Henry en un tono aún más fuerte. Entonces dos de los guardias sacaron las pistolas y juraron, por el Creador, que si no juntaba las manos le matarían. Amartillaron los dos las armas y, con el dedo en el gatillo los dos, se acercaron a Henry, diciendo, al mismo tiempo, que si no juntaba las manos le reventarían el maldito corazón. «¡Disparad, disparad!», dijo Henry; «sólo podéis matarme una vez. Disparad, disparad... ¡maldita sea! ¡No me ataréis!». Dijo esto en un tono de abierto desafío; al mismo tiempo, en un movimiento rápido como el rayo, les quitó las pistolas de las manos a los dos guardias. Al hacer esto, todas las manos cayeron sobre él y, después de pegarle un rato, consiguieron dominarle y le ataron.
Durante la pelea, yo conseguí, no sé cómo, sacar mi pase y echarlo al fuego sin que me vieran. Ya estábamos todos atados; y cuando íbamos a salir para la cárcel de Easton, llegó a la puerta Betsy Freeland, madre de William Freeland, con las manos llenas de galletas y las repartió entre Henry y John. Luego se permitió soltar un discurso, en el sentido siguiente se dirigió a mí, diciéndome: «¡Demonio! ¡Demonio amarillo! Fuiste tú quien les metiste en la cabeza a Henry y a John la idea de escaparse. ¡Si no hubiese sido por ti, diablo mulato zanquilargo, Henry y John nunca habrían pensado en semejante cosa!». Yo no contesté y me llevaron rápidamente a St. Michael. Justo un momento antes de la pelea con Henry el señor Hamilton indicó que convenía efectuar un registro para buscar los pases que según tenía entendido había escrito Frederick para él y para los demás. Pero en el preciso momento en que iba a poner en ejecución su propuesta, fue necesaria su ayuda para atar a Henry; y el nerviosismo que acompañó a la pelea hizo que olvidaran o que consideraran peligroso un registro, dadas las circunstancias. Así que aún no estaba probado que hubiésemos tenido la intención de escapar.
Cuando íbamos hacia la mitad del camino de St. Michael, mientras los guardias que nos tenían a su cargo miraban hacia delante, Henry me preguntó qué debía hacer con el pase. Yo le dije que se lo comiera con una galleta y que no confesase nada; y transmitimos la consigna: «No confesar nada»; y «¡No confesar nada!» dijimos todos. La confianza que teníamos los unos en los otros se mantuvo intacta. Estábamos decididos a triunfar o fracasar juntos, después de que hubiese caído sobre nosotros la desgracia. Estábamos preparados ya para cualquier cosa. Iban a arrastrarnos aquella mañana unos veinticinco kilómetros detrás de los caballos, y luego a meternos en la cárcel de Easton. Cuando llegamos a St. Michael, pasamos por una especie de interrogatorio. Todos negamos que nos propusiéramos escapar. Hicimos esto más para descubrir qué prueba había contra nosotros que porque tuviéramos alguna esperanza de que no nos vendieran; pues, como ya he dicho, estábamos preparados para eso. El asunto era que nos importaba muy poco adónde fuéramos, si íbamos juntos. Lo que más nos preocupaba era que nos separaran. Temíamos eso más que ninguna otra cosa de este lado de la muerte. Descubrimos que la prueba que había contra nosotros era el testimonio de una persona; nuestro amo no nos diría quién era; pero llegamos a una decisión unánime en cuanto a quién era el denunciante. Nos enviaron a la cárcel de Easton. Cuando llegamos allí, nos entregaron al sheriff, el señor Joseph Graham, que nos metió en la cárcel. A Henry, a John y a mí nos colocaron juntos en la misma habitación, y a Charles y a Henry Bailey en otra. Su propósito al separarnos era que no pudiéramos ponernos de acuerdo.
Cuando apenas llevábamos veinte minutos en la cárcel apareció un enjambre de traficantes de esclavos y agentes de traficantes, y fueron entrando en la cárcel para examinarnos y para confirmar si estábamos a la venta. ¡Nunca había visto antes una colección de seres como aquélla! Me sentí rodeado por otros tantos diablos de perdición. Ninguna banda de piratas se pareció nunca tanto a su padre, el demonio. Nos miraban, con sonrisas y carcajadas, y decían: «¡Ay, hijos míos! Os hemos cazado, ¿verdad que sí?». Y después de burlarse de nosotros de diversos modos, empezaron a examinarnos uno a uno, con el propósito de calcular nuestro valor. Nos preguntaban impertinentemente si nos gustaría tenerles por amos. Nosotros no les contestábamos, y les dejábamos adivinar lo mejor que pudiesen. Entonces nos maldecían y nos insultaban, diciéndonos que ya nos sacarían muy pronto el demonio del cuerpo, si caíamos en sus manos.
En la cárcel nos encontrábamos en unas condiciones mucho mejores de lo que habíamos pensado cuando nos llevaban allí. No nos daban mucho de comer, ni era muy bueno lo que nos daban; pero teníamos una habitación buena y limpia, desde cuyas ventanas podíamos ver lo que pasaba en la calle, que era mucho mejor que si nos hubiesen encerrado en una de las celdas húmedas y oscuras. Nos fue muy bien, en conjunto, por lo que se refiere a la cárcel y al carcelero. En cuanto se acabaron las vacaciones, en contra de lo que nosotros esperábamos, aparecieron en Easton el señor Hamilton y el señor Freeland y sacaron de la cárcel a Charles, a los dos Henry y a John y se los llevaron a casa, dejándome a mí solo. Yo consideraba esta separación definitiva. Fue lo que me causó más dolor de todo el suceso. Estaba preparado para cualquier cosa menos para la separación. Suponía que habían consultado entre ellos y habían decidido que, como yo era el único motivo de que los demás hubiesen tenido la intención de escapar, no era justo hacer sufrir al inocente con el culpable; y que habían llegado, por tanto, a la conclusión de llevarse a los otros a casa y venderme, como una advertencia para los demás que se quedaban. He de decir en honor del noble Henry que se mostró casi tan reacio a dejar la prisión como se había mostrado a dejar la casa para venir a ella. Pero sabíamos que era inevitable que nos separaran, si nos vendían; y como estaba en sus manos, decidió al final irse a casa pacíficamente.
Yo quedaba así entregado a mi destino. Estaba completamente solo y encerrado tras las paredes de una cárcel de piedra. Sólo unos días antes estaba lleno de esperanza. Había creído que iba a poder estar seguro en una tierra de libertad, pero allí estaba lleno de tristeza, hundido en la desesperación más absoluta. Pensaba que había desaparecido la posibilidad de ser libre. Me tuvieron así aproximadamente una semana, al final de la cual apareció el capitán Auld, mi amo, ante mi sorpresa y mi total asombro, y me sacó de allí, con la intención de mandarme, con un caballero conocido suyo, a Alabama. Pero, por una razón u otra, no me envió a Alabama, sino que acabó mandándome otra vez a Baltimore, a vivir de nuevo con su hermano Hugh y a aprender un oficio. Así, después de una ausencia de tres años y un mes, se me permitió de nuevo volver a mi antiguo hogar de Baltimore. Mi amo me enviaba lejos porque había muchos prejuicios contra mí en la comunidad y temía que pudiesen matarme. Unas cuantas semanas después de que llegara a Baltimore, el amo Hugh me alquiló al señor William Gardner, un gran constructor de buques de Fell's Point. Me llevaron allí para que aprendiese a calafatear. Resultó ser, sin embargo, un lugar muy impropio para alcanzar ese objetivo. El señor Gardner estaba dedicado aquella primavera a construir dos bergantines de guerra grandes para el Gobierno mexicano. Los buques tenían que botarse en el mes de julio de aquel año, y el señor Gardner perdería una gran suma si no los tenía a punto; así que cuando yo llegué todo eran prisas. No había tiempo para aprender nada. Cada hombre tenía que hacer lo que sabía. La orden que me dio el señor Gardner cuando llegué al astillero fue que hiciera lo que los carpinteros me mandaran hacer. Esto era ponerme a disposición de unos setenta y cinco hombres. Debía considerarles a todos mis amos. Su palabra era para mí ley. Mi situación era de lo más complicada. Había veces que necesitaba una docena de pares de manos. Me llamaban de doce sitios en el espacio de un solo minuto. Golpeaban mis oídos en el mismo momento tres o cuatro voces. Oía: «Ven a ayudarme a girar esta madera, Fred». «Ven a llevar esta madera allá, Fred.» «Trae acá ese rodillo, Fred.» «Vete a por otra lata de agua, Fred.» «Ven a ayudar a serrar la punta de esta tabla, Fred.» «Trae ahora mismo la palanca, Fred.» «Fred, coge la punta de este cabo.» «Fred, vete a la fragua y trae un punzón nuevo.» «¡Vamos, Fred, venga, tráeme en seguida un cortafríos!» «Venga, Fred, echa una mano y enciende un fuego, rápido como el rayo, en esa caldera.» «¡Eh, negro, ven a dar vueltas a esta muela!» «¡Vamos, vamos! ¡Muévete, venga! ¡Empuja esta tabla hacia delante!» «Tú, moreno, maldita sea tu estampa, ¿por qué no me calientas un poco de brea?» «¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!» (tres voces a la vez). «¡Ven aquí!... ¡Vete allá!... ¡Quédate donde estás! ¡Maldita sea, si te mueves te aplasto los sesos!»
Ésta fue mi escuela durante ocho meses; y podría haber seguido allí más tiempo si no hubiese sido por una horrorosa pelea que tuve con cuatro de los aprendices blancos, en la que estuvieron a punto de sacarme el ojo derecho y me dejaron horriblemente destrozado en otras partes. Los hechos de este incidente fueron así: hasta muy poco tiempo después de que llegase yo, trabajaban en el astillero hombro con hombro carpinteros blancos y negros, y nadie parecía ver ninguna anomalía en ello. Todos parecían estar muy satisfechos. Muchos de los carpinteros negros eran hombres libres. Parecía que todo iba muy bien. De pronto, los carpinteros blancos se plantaron y dijeron que no trabajarían con trabajadores libres de color. La razón que alegaron para hacer esto fue que si se daba pie a los carpinteros libres de color, pronto se harían con todo el trabajo, y los blancos pobres quedarían sin empleo. Así que pensaban que había que poner fin a aquello inmediatamente. Y, aprovechándose del apuro del señor Gardner, dejaron de trabajar, jurando que no volverían a hacerlo si no despedía a los carpinteros negros. Aunque esto no se extendía a mí, me alcanzó en realidad. Muy pronto empezaron los otros aprendices a considerar degradante para ellos trabajar conmigo. Empezaron a darse importancia y a decir que los «negros» estaban apoderándose del país, y que había que matarnos a todos; y, animados por los oficiales, empezaron a hacer mi situación tan difícil como podían, intimidándome con bravatas y pegándome a veces. Yo cumplí, claro, el voto que había hecho después de mi pelea con el señor Covey, y respondía a sus golpes, sin pensar en las consecuencias; y mientras pude evitar que se juntaran, me fue bastante bien, pues podía pegarles a todos ellos, uno por uno. Pero al final se juntaron todos y fueron a buscarme, armados de palos, piedras y barras de hierro. Me atacaron uno por delante con medio ladrillo, uno por cada lado y otro por detrás. Mientras hacía frente al de delante y a los de los lados, el de detrás se abalanzó sobre mí con la barra de hierro y me dio un fuerte golpe en la cabeza. Me dejó conmocionado. Caí al suelo, y entonces se me echaron todos encima y empezaron a darme puñetazos. Les dejé hacerlo un rato, acumulando fuerzas. Luego me levanté de pronto, apoyándome en las manos y en las rodillas. En el momento en que hice eso, uno de ellos me pegó, con una gruesa bota, una gran patada en el ojo izquierdo. Tuve la impresión de que me había reventado el globo ocular. Cuando vieron que tenía el ojo cerrado y muy hinchado, me dejaron. Entonces yo cogí la barra de hierro y les perseguí durante un rato. Pero entonces intervinieron los carpinteros y pensé que lo mejor era dejarlo. Era imposible enfrentarse a tantos. Todo esto tuvo lugar a la vista de, por lo menos, cincuenta carpinteros de ribera, blancos, y ninguno interpuso una palabra amiga; y algunos gritaban: «¡Matad a ese maldito negro! ¡Matadle! ¡Matadle! Le pegó a un blanco». Me di cuenta de que mi única posibilidad de salir con vida era la huida. Conseguí salir de allí sin que me pegaran más, pero por muy poco; porque pegar a un blanco significa la muerte según la ley de Lynch... y ésa era la ley en el astillero del señor Gardner; aunque tampoco es que haya otra fuera del astillero del señor Gardner.
Fui directamente a casa y le expliqué la historia de mis males al amo Hugh; y tengo la satisfacción de poder decir de él que, aunque no era religioso, su conducta fue celestial, comparada con la de su hermano Thomas en circunstancias similares. Escuchó atentamente mi relato de las circunstancias que condujeron a la agresión brutal y me dio muchas pruebas de firme indignación por ella. El corazón de mi en otros tiempos bondadosa ama se enterneció de nuevo de piedad. Mi ojo hinchado y mi cara cubierta de sangre la conmovieron hasta las lágrimas. Se sentó a mi lado, me lavó la sangre de la cara y me vendó la cabeza con la ternura de una madre, cubriéndome el ojo hinchado con un trozo magro de carne fresca. Casi compensó mi sufrimiento volver a ser testigo de una manifestación de bondad de ella, la que había sido en otro tiempo mi buena ama afectuosa. El amo Hugh estaba muy enfurecido. Dio expresión a sus sentimientos vertiendo maldiciones sobre las cabezas de los autores de la hazaña. En cuanto me repuse un poco de mis magulladuras, me llevó al despacho del señor Watson, en la calle Bond, a ver qué se podía hacer de aquel asunto. El señor Watson preguntó quién había visto cometer la agresión. El amo Hugh le explicó que se había cometido en el astillero del señor Gardner, a mediodía, cuando había un gran grupo de hombres trabajando. «En cuanto a eso», dijo, «hubo una agresión y no hubo duda de quién la hizo». Su respuesta fue que no podía hacer nada en aquel caso, a menos que algún blanco se prestara a declarar. No podía emitir un mandamiento sólo con mi palabra. Si me hubiesen matado en presencia de mil personas de color, no habría bastado el testimonio de todas ellas para poder detener ni a uno de los asesinos. El amo Hugh se sintió obligado a decir, por una vez, que semejante situación era muy mala. Resultaba imposible, claro, conseguir que un blanco prestara testimonio voluntariamente a mi favor y en contra de los muchachos blancos. Ni siquiera los que pudiesen simpatizar conmigo estarían dispuestos a hacer eso. Hacía falta un grado de valor desconocido para que hiciesen eso; porque precisamente por entonces, la más leve manifestación de humanidad hacia una persona de color se denunciaba como abolicionismo, y ese calificativo exponía a quien se aplicaba a riesgos aterradores. Las consignas de los malintencionados de aquella región, y de aquel período, eran: «¡Malditos sean los abolicionistas! » y «¡Malditos sean los negros!». No había nada que hacer, y probablemente no se habría hecho nada si me hubiesen matado. Así eran las cosas, y así siguen siendo, en la cristiana ciudad de Baltimore.
El amo Hugh, al descubrir que no podía obtener ninguna reparación, se negó a dejarme volver con el señor Gardner. Se hizo cargo de mí y su esposa me curó la herida hasta que recuperé la salud. Entonces él me llevó al astillero en el que trabajaba como capataz, al servicio del señor Walter Price. Allí me pusieron inmediatamente a calafatear y muy pronto aprendí el arte de utilizar el mazo y los hierros. Un año después de dejar el astillero del señor Gardner, conseguí obtener los salarios más altos que se daban a los calafateadores con más experiencia. Pasé a ser de una cierta importancia para mi amo. Le llevaba de seis a siete dólares por semana. A veces le llevaba nueve dólares por semana: mi salario era de un dólar y medio al día. Después de aprender a calafatear, me busqué un trabajo por mi cuenta; llegaba yo a acuerdos y cobraba el dinero que ganaba. Se me hizo mucho más llevadero el camino que antes; mi condición era ya mucho más agradable. Cuando no conseguía trabajo como calafateador, no hacía nada. Durante esos períodos de ocio, volvían a asaltarme aquellas viejas ideas sobre la libertad. Cuando estaba trabajando en el astillero del señor Gardner, me tenían en un remolino tal de agitación constante, que no podía pensar en nada, prácticamente, más que en mi vida; y al pensar en mi vida, casi me olvidé de mi libertad. He observado esto en mi experiencia de la esclavitud: que siempre que mejoraba mi condición, en vez de aumentar mi satisfacción por ello, sólo aumentaba mi deseo de ser libre, y me ponía a idear planes para obtener la libertad. He descubierto que para tener a un esclavo contento es necesario conseguir que no piense. Es necesario oscurecer su visión moral e intelectual y aniquilar todo lo posible la capacidad de razonar. No debe ser capaz de apreciar ninguna incoherencia en la esclavitud; hay que hacerle creer que la esclavitud es justa; y sólo se le puede inducir a eso cuando deja de ser un hombre.
Yo estaba ganando ya, como he dicho, un dólar y cincuenta centavos al día. Acordaba ese precio yo mismo; yo lo ganaba; me lo pagaban a mí; era en justicia mío; sin embargo, cuando llegaba la noche del sábado, me veía obligado a entregar hasta el último centavo de aquel dinero al amo Hugh. ¿Y por qué? No porque él lo ganase, no porque ayudase de algún modo a ganarlo, no porque yo se lo debiese, no porque poseyese la más leve sombra de derecho a él; sino sólo porque él tenía poder para obligarme a darlo. El derecho del pirata de fiero semblante en alta mar es ese mismo exactamente.
XI
Llego ahora a esa parte de mi vida durante la cual planeé, y conseguí al fin, huir de la esclavitud. Pero antes de pasar a explicar las circunstancias concretas, creo necesario dar a conocer mi intención de no explicar todos los hechos relacionados con el asunto. Las razones que tengo para seguir esa conducta se pueden entender a partir de lo siguiente. Primero, si diese una descripción detallada de todos los hechos, es no sólo posible sino muy probable que otras personas se viesen en muy graves dificultades. Segundo, esa explicación daría lugar sin duda a una mayor vigilancia por parte de los propietarios de esclavos que la que ha habido hasta ahora entre ellos; lo que significaría, claro está, que vigilarían una puerta por la que pudiera algún querido hermano de esclavitud escapar a sus fuertes cadenas. Lamento profundamente que la necesidad me obligue a suprimir cosas importantes relacionadas con mi experiencia de la esclavitud. Sería sin duda un gran placer para mí, además de aumentar materialmente el interés de mi relato, el tener libertad para satisfacer una curiosidad que sé que existe en la mente de muchos con una narración precisa de todos los hechos relacionados con mi afortunadísima fuga. Pero he de privarme de ese placer, y del goce que le procuraría esa narración al curioso. Preferiría soportar las mayores acusaciones que pudiesen hacer los malintencionados, a correr peligro, por justificarme, de cerrar la más pequeña vía que permitiese a un esclavo hermano liberarse de las cadenas y grilletes de la esclavitud.
Nunca he aprobado esa forma tan pública que tienen algunos de nuestros hermanos occidentales de dirigir lo que llaman el ferrocarril subterráneo, el cual yo creo que, debido a sus explicaciones detalladas, se ha convertido sin lugar a dudas en un ferrocarril de superficie. Respeto a esos hombres y mujeres por su noble audacia y les aplaudo por exponerse de forma voluntaria a una persecución sangrienta, al reconocer abiertamente su participación en la fuga de esclavos. Pero creo que esa forma de actuar no puede hacer mucho bien, ni a ellos ni a los esclavos que se fugan; mientras que veo y creo firmemente, por otra parte, que esas explicaciones detalladas son un mal indudable para los esclavos que quedan y que pretenden escapar. No dan al esclavo ninguna información y sí mucha al amo. Le mueven a vigilar más, y a reforzar su capacidad de capturar al esclavo. También les debemos algo a los esclavos que están al sur de la línea divisoria y no sólo a los que están al norte de ella; y al ayudar a estos últimos en su camino hacia la libertad, deberíamos procurar no hacer nada que pudiera impedir a los primeros huir de la esclavitud. Yo mantendría al amo implacable en la más profunda ignorancia sobre los medios de fuga que utiliza el esclavo. Le dejaría que se imaginara rodeado de miríadas de atormentadores invisibles, siempre dispuestos a arrebatarle de las garras infernales a la trémula víctima. Dejémosle que camine a tientas en la oscuridad, que sobre él se cierna una oscuridad equiparable a su delito y que piense que a cada paso que da, persiguiendo al esclavo fugitivo, está corriendo el riesgo aterrador de que un agente invisible le salte la tapa de los sesos. No prestemos ninguna ayuda al tirano; no sostengamos la luz con la que pueda seguir las huellas de nuestro hermano fugitivo. Pero basta de este asunto. Pasaré ahora a la exposición de aquellos hechos relacionados con mi fuga de los que sólo yo soy responsable, y por los que sólo se me puede castigar a mí.
En la primera parte del año 1838, empecé a sentirme muy inquieto. No podía ver ninguna razón por la que tuviese que verter el fruto de mi trabajo en la bolsa de mi amo al final de cada semana. Cuando le llevaba mis ganancias semanales, él, tras contar el dinero, me miraba a la cara con la fiereza de un ladrón y preguntaba: «¿Esto es todo?». Tenía que entregarle hasta el último centavo. Aunque cuando le daba seis dólares, me daba a veces seis centavos, para estimularme. Tenía el efecto contrario. Para mí era como si reconociese con aquello mi derecho a todo. El que me diese la parte que fuera de mi salario demostraba, a mi modo de ver, que me creía con derecho a la totalidad. Siempre me sentía peor cuando me daba algo, pues temía que el darme unos centavos tranquilizara su conciencia y le hiciese sentirse un tipo muy honorable de ladrón. Crecía el descontento en mi interior. Siempre estaba pendiente de los medios de huida; y, al no encontrar ningún medio directo, decidí intentar alquilar mi tiempo, y conseguir así dinero para poder fugarme. En la primavera de 1838, cuando vino a Baltimore el amo Thomas a comprar los artículos de primavera, aproveché la oportunidad y le pedí que me permitiese alquilar mi tiempo. Él rechazó mi petición sin vacilar diciendo que no era más que otra estratagema mía para escapar. Me contó que no podía ir a ningún sitio en el que no pudiera darme alcance él, y que en caso de que me escapara, no ahorraría ningún esfuerzo para capturarme. Me exhortó a contentarme con mi suerte y a ser obediente. Me explicó que si fuese feliz renunciaría a hacer planes para el futuro. Dijo que, si me portaba como era debido, él se cuidaría de mí. Me aconsejaba, en realidad, que dejase de pensar del todo en el futuro, y me enseñaba a basar sólo en él mi felicidad. Pareció darse cuenta plenamente de la necesidad apremiante de anular mi capacidad intelectual, para que pudiera sentirme contento en la esclavitud. Pero a pesar de él, y hasta a pesar mío, seguí pensando, y pensando en la injusticia de mi esclavización y en la forma de huir.
Unos dos meses después, solicité del amo Hugh el privilegio de alquilar mi tiempo. Él no tenía noticia del hecho de que se lo había pedido ya al amo Thomas y me lo había negado. También él pareció inclinarse al rechazo en principio; pero, después de reflexionar un poco, me otorgó el privilegio, proponiendo las condiciones siguientes: se me concedía todo el tiempo, establecería yo todos los acuerdos con las personas para las que trabajase y me buscaría yo mismo trabajo; y a cambio de esta libertad, tenía que pagarle tres dólares al final de cada semana, proveerme yo mismo de las herramientas de calafatear y mantenerme y vestirme. La pensión eran dos dólares y medio por semana. Con esto y el desgaste y las roturas de la ropa y de las herramientas de calafatear, mis gastos regulares ascendían a unos seis dólares por semana. Estaba obligado a reunir esa cantidad porque si no perdía el privilegio de alquilar mi tiempo. Lloviese o hiciese sol, hubiese trabajo o no lo hubiese, al final de cada semana debía entregar el dinero o perdía el privilegio. Este acuerdo era, como puede verse, claramente favorable a mi amo. Le liberaba de toda obligación de cuidarse de mí. Obtenía un dinero seguro. Recibía todos los beneficios de la esclavitud sin sus males; yo en cambio soportaba todos los males del esclavo y padecía todos los desvelos y angustias del hombre libre. Me parecían unas condiciones duras. Pero, aunque fuesen duras, las consideraba mejores que la forma anterior de relación. El que te permitieran asumir las responsabilidades de un hombre libre era un paso hacia la libertad, y yo estaba resuelto a no perder el privilegio. Así que me consagré a la tarea de ganar dinero. Estaba dispuesto a trabajar noche y día y, aplicándome a ello con perseverancia y diligencia infatigables, fui ganando suficiente para cubrir mis gastos y para ahorrar un poco de dinero a la semana. Así me mantuve desde mayo a agosto. Entonces el amo Hugh se negó a dejarme alquilar mi tiempo más. La base para su negativa fue que una noche de sábado no le pagué por mi tiempo de la semana. Este fallo se debió a que asistí a una acampada evangelista a unos dieciséis kilómetros de Baltimore. Durante la semana yo había quedado comprometido con unos jóvenes amigos para salir de Baltimore hacia el lugar de acampada al atardecer del sábado; y como mi patrono me entretuvo no pude bajar a casa del amo Hugh porque si lo hacía llegaba tarde a la cita. Yo sabía que el amo Hugh no tenía ninguna necesidad especial de dinero aquella noche. Así que decidí ir a la acampada y pagarle los tres dólares a la vuelta. Estuve en la acampada un día más de lo que tenía pensado en un principio. Pero en cuanto regresé fui a verle para pagarle lo que él consideraba que le debía. Estaba muy furioso; apenas podía contener la cólera. Dijo que había estado pensando darme una buena tanda de latigazos. Me dijo que cómo me atrevía a salir de la ciudad sin pedirle permiso. Yo le dije que alquilaba mi tiempo y, mientras le pagara el precio que pedía, no sabía que estuviese obligado a preguntarle a él adónde debía ir y cuándo. Esta respuesta le incomodó y, después de reflexionar unos instantes, se volvió a mí y dijo que no me dejaría alquilar mi tiempo más; que cuando quisiera darse cuenta me habría escapado. Y, con el mismo pretexto, me mandó llevar a casa inmediatamente mis herramientas de calafatear y mi ropa. Lo hice; pero en vez de buscar trabajo, como había venido haciendo anteriormente para alquilar mi tiempo, me pasé toda la semana sin hacer nada. Lo hice como represalia. El sábado por la noche me pidió como siempre mi salario de la semana. Yo le dije que no tenía nada; no había trabajado nada aquella semana. Entonces estuvimos a punto de llegar a las manos. Él se puso furioso y juró que estaba decidido a meterme en cintura. Yo no dije ni una sola palabra; pero había decidido que, si me ponía la mano encima, sería golpe por golpe. No me pegó, pero me dijo que ya se encargaría él de que tuviese siempre trabajo en el futuro. Yo medité sobre el asunto durante el día siguiente, domingo, y decidí por último que el día 3 de septiembre sería el día en el que haría mi segunda tentativa de asegurar mi libertad. Tenía dos semanas durante las que podía prepararme para el viaje. El lunes por la mañana temprano, antes de que el amo Hugh tuviera tiempo de conseguirme un trabajo, salí y encontré empleo con el señor Butler, en su astillero, junto al puente levadizo, en lo que llaman el City Block, haciendo así innecesario que me buscase trabajo él. Al final de la semana le llevé entre ocho y nueve dólares. Pareció ponerse muy contento y me preguntó por qué no había hecho lo mismo la semana anterior. Poco sabía él cuáles eran mis planes. Mi objetivo al trabajar de firme era disipar cualquier sospecha que él pudiese tener de mi intención de huir; y tuve un éxito admirable en eso. Supongo que pensó que no podía sentirme tan satisfecho de mi condición precisamente cuando estaba planeando mi fuga. Pasó la segunda semana y le llevé de nuevo mi salario completo; y tanto le complació que me dio veinticinco centavos (una suma muy grande para un esclavo) y me advirtió que hiciese buen uso de ellos. Le dije que lo haría.
Todo siguió sin novedad en apariencia, pero por dentro no estaba tranquilo. Me es imposible describir mis sentimientos a medida que se acercaba el momento en que tenía prevista la partida. Contaba con una serie de afectuosos amigos en Baltimore (amigos a los que quería casi como a mi vida) y me resultaba indescriptiblemente dolorosa la idea de estar separado de ellos para siempre. Soy de la opinión de que escaparían de la esclavitud miles de hombres que ahora no lo hacen si no fuese por los firmes lazos de afecto que les ligan a sus amistades. La idea de dejar a mis amigos era claramente la más dolorosa con la que tenía que lidiar. Su amor era mi punto flaco y lo que más me hacía vacilar en mi decisión. Además del dolor de la separación, la angustia y el temor al fracaso superaban lo que había experimentado en mi primera tentativa. Volvía a atormentarme la derrota abrumadora que había sufrido entonces. Estaba convencido de que si fallaba en aquel intento no podría tener más esperanzas, sellaría mi destino como esclavo para siempre. Sólo podía esperar que me aplicaran el castigo más severo y que me privaran de cualquier medio de fuga. No hacía falta una imaginación muy intensa para trazar las escenas más aterradoras por las que tendría que pasar en caso de que fracasase. Tenía perpetuamente ante mí el horror de la esclavitud y la bendición de la libertad. Eran para mí vida y muerte. Pero me mantuve firme y, de acuerdo con lo que había decidido, el día 3 de septiembre de 1838 dejé mis cadenas y conseguí llegar a Nueva York sin la más leve interrupción de ningún género. Cómo lo hice, de qué medios me serví, en qué dirección viajé y por qué sistema de transporte, no puedo explicarlo, por las razones antes mencionadas.
Me han preguntado muchas veces cómo me sentí cuando me encontré en un estado libre. Nunca he sabido contestar la pregunta satisfactoriamente. Experimenté en ese momento la mayor emoción que he experimentado en mi vida. Me sentí, supongo, como puede imaginarse uno que se siente el marinero desarmado cuando un navío de guerra amigo le salva de la persecución de un buque pirata. Escribiendo a un amigo querido, inmediatamente después de mi llegada a Nueva York, dije que me sentía como quien ha escapado de un cubil de leones hambrientos. Pero este estado de ánimo desapareció muy pronto, y volvió a apoderarse de mí un sentimiento de gran inseguridad y de soledad. Aún corría peligro de que me devolvieran y me sometieran a todas las torturas de la esclavitud. Bastaba esto solo para empañar el ardor de mi entusiasmo. Me abrumaba además la soledad. Allí estaba yo en medio de miles de personas, y sin embargo un absoluto extraño, sin hogar y sin amigos, en medio de miles de mis propios hermanos, hijos de un Padre común, y no me atrevía aun así a revelar a ninguno de ellos mi triste condición. No me atrevía a hablar con nadie por miedo a equivocarme y caer en manos de raptores amantes del dinero, cuyo negocio consistía en acechar al fugitivo jadeante, como acechan las bestias feroces del bosque a su presa. El lema que adopté cuando abandoné la esclavitud fue éste: «¡No confíes en nadie!». Veía en cada blanco a un enemigo, y en casi todos los hombres de color, motivos de recelo. Era una situación muy dolorosa; y es preciso experimentarla para entenderla, o imaginarse en circunstancias similares. ¡Ser un esclavo fugitivo en una tierra extraña, una tierra cedida como coto a los cazadores de esclavos, cuyos habitantes son raptores legitimados, donde está continuamente sometido al peligro terrible de que se apoderen de él sus semejantes, lo mismo que el cocodrilo odioso se apodera de su presa! Insisto, debe ponerse el lector en mi situación, sin hogar ni amigos, sin dinero ni crédito, buscando cobijo y sin nadie que se lo dé, queriendo pan y sin dinero para comprarlo, y al mismo tiempo con la sensación de que le persiguen implacables cazadores de hombres y en las tinieblas más completas respecto a qué hacer, a dónde ir o dónde quedarse; completamente desvalido en medios de defensa y de huida; rodeado de abundancia pero sufriendo los terribles mordiscos del hambre; en medio de casas, pero sin ningún hogar; entre semejantes, pero sintiéndose como en medio de bestias salvajes, cuya avidez por devorar al tembloroso y hambriento fugitivo sólo es equiparable a esa con la que los monstruos de las profundidades devoran a los peces indefensos de los que se sustentan. Repito, póngase en la situación más difícil, la situación en la que me vi yo, entonces y sólo entonces apreciará plenamente las penurias del esclavo fugitivo agotado por el trabajo y marcado por el látigo, y sabrá comprenderlas.
Yo sólo estuve, gracias al Cielo, muy poco tiempo en esta angustiosa situación. Me sacó de ella la mano humanitaria del señor David Ruggles, cuya atención, bondad y perseverancia nunca olvidaré. Me alegro de tener la oportunidad de expresar, en la medida en que pueden hacerlo las palabras, el amor y la gratitud que le profeso. El señor Ruggles padece actualmente de ceguera, y tiene necesidad también él de los mismos buenos oficios en que tanto destacó sirviendo a otros. Yo llevaba sólo unos días en Nueva York cuando él me localizó y me llevó muy amablemente a su pensión de la esquina de las calles Church y Lespenard. El señor Ruggles estaba entonces muy intensamente dedicado al memorable caso Darg, así como atendiendo a muchos otros esclavos fugitivos, ideando vías y medios para su fuga victoriosa; y, aunque sus enemigos le vigilasen y rodeasen casi por todas partes, no parecía que fuesen capaces de vencerle.
El señor Ruggles quiso saber, muy poco después de que me fuese con él, a dónde quería yo ir; pues consideraba peligroso que siguiese en Nueva York. Yo le dije que era calafateador y que me gustaría ir a donde pudiese encontrar trabajo. Tenía pensado irme a Canadá, pero él se mostró contrario a esa idea y partidario de que me fuese a New Bedford, pensando que podría encontrar trabajo allí en mi oficio. Por entonces llegó Anna18, mi prometida; pues le escribí inmediatamente después de mi llegada a Nueva York (pese a que no tenía hogar ni casa y a mi situación de desamparo) informándole de que mi fuga había tenido éxito y que quería que viniese sin dilación. Unos cuantos días después de su llegada, el señor Ruggles llamó al reverendo J.W. C. Pennington, que, en presencia del señor Ruggles, la señora Michaels y dos o tres personas más, celebró la ceremonia de matrimonio y nos dio un certificado, del que lo que sigue es una copia literal:
«Este documento certifica que uní en santo matrimonio a Frederick Johnson19 y a Anna Murray, como marido y mujer, en presencia del señor David Ruggles y la señora Michaels.
JAMES W. C. PENNINGTON.
Nueva York, 15 de septiembre de 1838».
Tras recibir este certificado y un billete de cinco dólares del señor Ruggles, me eché al hombro una parte de nuestro equipaje y Anna cogió el resto y nos dirigimos sin dilación a embarcar a bordo del vapor John W. Richmond para Newport, camino de New Bedford. El señor Ruggles me dio una carta para un tal señor Shaw de Newport y me dijo que, en caso de que el dinero que llevaba no me diera para llegar hasta New Bedford, parara en Newport y obtuviera más ayuda; pero cuando llegamos a Newport estábamos tan deseosos de vernos en un lugar seguro que, a pesar de que carecíamos del dinero necesario para pagar los billetes, decidimos coger asientos en la diligencia y prometer que pagaríamos cuando llegásemos a New Bedford. Nos animaron a hacerlo dos excelentes caballeros, residentes en New Bedford, que se llamaban, según me enteré más tarde, Joseph Ricketson y William C. Taber. Parecieron entender inmediatamente nuestras circunstancias, y nos dieron tantas seguridades de su amistad que nos sentimos plenamente tranquilos en su presencia. Fue bueno realmente encontrarse con tales amigos, en aquel momento. Cuando llegamos a New Bedford nos enviaron a la casa del señor Nathan Johnson, que nos recibió amablemente y nos brindó hospitalidad. Tanto el señor Johnson como su señora se tomaron un vivo y profundo interés por nuestro bienestar. Se mostraron muy dignos del nombre de abolicionistas. Cuando el conductor de la diligencia vio que no podíamos pagar nuestros billetes, se quedó con el equipaje como garantía de la deuda. No tuve más que mencionarle el hecho al señor Johnson y adelantó inmediatamente el dinero.
Empezamos entonces a sentir una cierta seguridad, y a prepararnos para los deberes y responsabilidades de una vida de libertad. La mañana siguiente a nuestra llegada a New Bedford, cuando estábamos en la mesa del desayuno, se planteó la cuestión de por qué nombre se me debería llamar. El nombre que me puso mi madre fue «Frederick Augustus Washington Bailey». Yo había prescindido, sin embargo, del segundo y el tercer nombre mucho antes de abandonar Maryland, así que se me conocía generalmente por el nombre de «Frederick Bailey». Salí de Baltimore con el nombre de «Stanley». Cuando llegué a Nueva York volví a cambiar mi nombre por «Frederick Johnson» y pensé que sería el último cambio. Pero cuando llegué a New Bedford descubrí que necesitaba cambiar de nombre otra vez. La razón de que lo necesitase era que había ya tantos Johnson en New Bedford que resultaba muy difícil distinguirlos. Concedí al señor Johnson el privilegio de elegirme un nombre, pero le dije que no debía quitarme el de «Frederick». Tenía que mantenerlo para conservar cierta conciencia de mi identidad. El señor Johnson acababa de leer La dama del lago20 y propuso inmediatamente que mi apellido fuese «Douglass». Desde entonces hasta hoy me han llamado «Frederick Douglass», y como se me conoce de modo más general por ese nombre que por ninguno de los otros, seguiré utilizándolo como el mío.
Me desilusionó mucho el aspecto general de las cosas en New Bedford. Descubrí que era singularmente errónea la impresión que había recibido en cuanto al carácter y la condición de la gente del Norte. Había supuesto, muy extrañamente, mientras estaba en la esclavitud, que en el Norte se disfrutaba poco de las comodidades de la vida, y de casi ninguno de los lujos, comparado con los que disfrutaban los propietarios de esclavos del Sur. Es probable que llegase a esa conclusión por el hecho de que la gente del Norte no poseía esclavos. Suponía por ello que estaban más o menos al nivel de la población del Sur que no los poseía. Sabía que ellos eran extremadamente pobres, y me había habituado a considerar su pobreza como la consecuencia necesaria de que no tuviesen esclavos. Me había empapado de algún modo de la opinión de que, al no haber esclavos, no podía haber ninguna riqueza, y muy poco refinamiento. Y al llegar al Norte esperaba encontrarme con una población ruda, tosca e inculta, que vivía en la simplicidad más espartana, sin la menor noción de la comodidad, el lujo, la pompa y la magnificencia de los propietarios de esclavos sureños. Siendo éstas mis conjeturas, cualquiera que tenga conocimiento del aspecto de New Bedford puede deducir en seguida lo palpablemente que pude comprobar mi error.
La tarde del día que llegué a New Bedford visité los muelles, para echar un vistazo a los barcos. Me vi entonces rodeado de las más sólidas pruebas de riqueza. Vi, anclados en los muelles y surcando el agua, muchos barcos de las mejores clases, en excelentes condiciones y del mayor tamaño. Estaba flanqueado a derecha e izquierda de almacenes de granito de las más amplias dimensiones, llenos hasta su máxima capacidad de las cosas necesarias y de las comodidades de la vida. Además de esto, casi todo el mundo parecía estar trabajando, pero sin estruendo, comparado con lo que me había acostumbrado a ver en Baltimore. No se oían canciones estridentes de los que se dedicaban a cargar y descargar barcos. No se oían terribles juramentos y horrendas maldiciones de los trabajadores. No vi que se azotara a ningún hombre; pero todo parecía funcionar sin contratiempos. Todos parecían saber cuál era su trabajo y lo hacían con una aplicación sobria y alegre, lo que indicaba el profundo interés que sentían por lo que estaban haciendo, así como la conciencia que tenían de su propia dignidad como hombres. A mí esto me pareció sumamente extraño. Luego salí de los muelles y me paseé por la ciudad, contemplando con asombro y admiración las espléndidas iglesias, las hermosas viviendas y los jardines magníficamente cultivados; todo indicaba un grado de riqueza, bienestar, gusto y refinamiento como no había visto nunca en ninguna parte de la esclavista Maryland.
Todo parecía limpio, nuevo y bello. Vi pocas casas desvencijadas con moradores agobiados por la pobreza, quizá ninguna; no vi niños medio desnudos ni mujeres descalzas, como estaba acostumbrado a ver en Hillsborough, Easton, St. Michael y Baltimore. La gente parecía más capaz, más fuerte, más sana y más feliz que la de Maryland. Me alegré por una vez ante la contemplación de la extrema riqueza, sin tener que entristecerme al ver la extrema pobreza. Pero la cosa más asombrosa, y más interesante al mismo tiempo, era la condición de la gente de color que había huido allí, en gran parte, buscando, como yo, refugio de los cazadores de hombres. Encontré a muchos, que no llevaban siete años libres de sus cadenas, viviendo en casas mejores, y disfrutando claramente de más comodidades de la vida, que la media de los propietarios de esclavos de Maryland. Me atreveré a asegurar que mi amigo el señor Nathan Johnson (del que puedo decir con corazón agradecido: «Yo tenía hambre y él me dio de comer; tenía sed y me dio de beber; era un extraño y me acogió») vivía en una casa más limpia, comía en una mesa mejor; recibía, pagaba y leía más periódicos, entendía mejor el carácter moral, religioso y político de la nación, que nueve décimas partes de los propietarios de esclavos del condado de Talbot, Maryland. Sin embargo, el señor Johnson era un trabajador. Tenía las manos encallecidas por el trabajo, y no sólo lo estaban las suyas, sino también las de la señora Johnson. La gente de color me pareció mucho más animosa de lo que yo había supuesto. Encontré entre ellos una decisión firme de protegerse mutuamente del raptor sediento de sangre, fueran cuales fuesen los riesgos. Poco después de mi llegada me explicaron un incidente que ejemplificaba su ánimo. Un hombre de color y un esclavo fugitivo estaban reñidos. Se oyó al primero amenazar al otro con informar a su amo de su paradero. Inmediatamente se convocó una reunión entre la gente de color, bajo la consigna impresa: «¡Asunto importante!». Se invitó al traidor a asistir. La gente llegó a la hora acordada y organizó la reunión nombrando presidente a un viejo caballero muy religioso, que rezó, según creo, una oración, tras la que se dirigió a los reunidos diciendo lo siguiente: «Amigos, le tenemos aquí y yo recomendaría que vosotros los jóvenes le sacaseis a la puerta, ¡y le mataseis!». Entonces un grupo de ellos se lanzó a cogerle; pero fueron interceptados por algunos más apocados que ellos y el traidor escapó a su venganza y no ha vuelto a vérsele por New Bedford desde entonces. Creo que no ha habido más amenazas de ésas, y si las hubiese no dudo que la consecuencia sería la muerte.
Encontré trabajo, al tercer día de mi llegada, cargando una balandra con un cargamento de aceite. Era para mí un trabajo nuevo, sucio y duro; pero acudí a hacerlo con ánimo alegre y manos dispuestas. Era ya mi propio amo. Fue un momento feliz, cuyo encanto sólo pueden entender aquellos que han sido esclavos. Era el primer trabajo en el que el salario que me pagaban iba a ser todo mío. No había ningún amo Hugh esperando a que ganase el dinero para robármelo. Trabajé todo el día con un placer que no había experimentado hasta entonces. Estaba trabajando para mí y para una esposa con la que acababa de casarme. Era el punto de partida de una nueva existencia. Cuando acabé con aquella tarea fui a buscar trabajo de calafateador; pero era tal la fuerza del prejuicio contra el color de la piel entre los calafateadores blancos, que se negaron a trabajar conmigo y no pude conseguir ningún trabajo21. Al ver que mi oficio no me era de ninguna utilidad inmediata, me desprendí de mis instrumentos de calafatear y me dispuse a hacer cualquier clase de trabajo que pudiese conseguir. El señor Johnson me dejó amablemente su banco y su sierra y muy pronto me encontré con trabajo en abundancia. No había ninguna tarea demasiado dura, ninguna demasiado sucia. Estaba dispuesto a serrar madera, palear carbón, llevar el capazo, limpiar la chimenea o llevar rodando barriles de aceite, todo lo cual hice durante casi tres años en New Bedford, antes de que llegase a ser conocido en el mundo antiesclavista.
Unos cuatro meses después de llegar a New Bedford, se me acercó un joven y me preguntó si no quería el Liberator. Le dije que sí; pero, como acababa de escapar de la esclavitud, le comenté que entonces no podía pagarlo. Acabé haciéndome suscriptor, sin embargo. Llegó el periódico, lo leí semana tras semana con unos sentimientos que sería completamente ocioso por mi parte intentar describir. El periódico se convirtió en mi comida y mi bebida. Me incendiaba el alma. ¡Su simpatía por mis hermanos encadenados, sus duros ataques contra los propietarios de esclavos, sus fieles descripciones de la esclavitud y sus vigorosos ataques contra los partidarios de esa institución, hacían que recorriese mi alma un estremecimiento de gozo como no había sentido en mi vida!
Al poco tiempo de convertirme en lector del Liberator me hice ya una idea bastante ajustada de los principios, los métodos y el espíritu de la reforma antiesclavista. Decidí entonces colaborar en la causa. Era muy poco lo que podía hacer, pero ese poco que podía hacer lo hacía con corazón alegre y nunca me sentía más feliz que cuando estaba en una reunión antiesclavista. Pocas veces tenía algo que decir en las reuniones, porque lo que yo quería decir lo decían mucho mejor otros. Pero cuando estaba en una convención en contra de la esclavitud en Nantucket, el 11 de agosto de 1841, me sentí poderosamente impulsado a hablar, y me instó mucho a hacerlo al mismo tiempo el señor William C. Coffin, un caballero que me había oído hablar en la reunión de gente de color en New Bedford. Era una pesada cruz y la acepté a regañadientes. La verdad es que me sentía un esclavo y la idea de hablar a gente blanca me abrumaba. Cuando llevaba unos instantes hablando sentí una cierta libertad y dije lo que deseaba con una facilidad considerable. Desde entonces hasta ahora me he dedicado a defender la causa de mis hermanos... Dejo a los que conocen mis esfuerzos que decidan con qué éxito y con qué devoción.
Apéndice
Compruebo después de releer la narración anterior, que he hablado, en varios casos, en un tono y de una forma tales, en lo relativo a la religión, que es posible que induzcan a los que no conocen mis ideas religiosas a suponerme un adversario de toda religión. Para evitar el peligro de ese malentendido, considero oportuno añadir la breve explicación que sigue. Lo que he dicho sobre y contra la religión, pretendo exclusivamente que se aplique a la religión esclavista de este país, sin ninguna referencia posible al verdadero cristianismo; porque entre el cristianismo de este país y el cristianismo de Cristo, hay para mí la más amplia diferencia posible... tan amplia que para considerar el uno bueno, puro y santo es imprescindible rechazar el otro como malo, corrupto y diabólico. Ser amigo de uno es necesariamente ser enemigo del otro. Yo amo el cristianismo puro, pacífico e imparcial de Cristo; y odio en consecuencia el cristianismo corrupto, esclavista, azotamujeres, expoliacunas, parcial e hipócrita de este país. En realidad no puedo ver ninguna razón, salvo la más engañosa, para llamar cristianismo a la religión de este país. Lo considero el colmo de la tergiversación, la estafa más descarada y la más grosera de todas las calumnias. Nunca hubo un caso más claro de «robar las vestiduras de la corte del cielo para servir con ellas al demonio». Me invade una aversión indescriptible cuando contemplo la pompa y la ostentación religiosas, unidas a las horribles contradicciones que me rodean por todas partes. Tenemos ladrones de hombres por ministros, flageladores de mujeres por misioneros y expoliadores de cunas por miembros de la Iglesia. El hombre que blande el látigo de cuero cubierto de sangre durante la semana ocupa el púlpito el domingo y dice ser un ministro del manso y humilde Jesús. El hombre que me roba mi salario al final de cada semana se encuentra conmigo como jefe de clase la mañana del domingo para mostrarme el camino de la vida y el sendero de la salvación. El que vende a mi hermana, con finalidades de prostitución, se presenta como el piadoso defensor de la pureza. El que proclama que es un deber religioso leer la Biblia me niega el derecho de aprender a leer el nombre del Dios que me creó. El que es religioso defensor del matrimonio priva a millones de su sagrado influjo y les entrega a los estragos de una corrupción generalizada. El ardiente defensor de la santidad de la relación familiar es el mismo que dispersa familias enteras, separando a la esposa del esposo, al padre del hijo, a la hermana del hermano, dejando la cabaña vacía y el hogar desolado. Vemos al ladrón predicando contra el robo y al adúltero contra el adulterio. Se venden hombres para construir iglesias, se venden mujeres para sostener el evangelio y se vende a los niños de pecho para comprar Biblias a ¡los pobres paganos!, ¡todo por la gloria de Dios y el bien de las almas!. La campana del subastador de esclavos y la de ir a la iglesia suenan en armonía, y los llantos amargos del esclavo abatido los ahogan los religiosos gritos de su piadoso amo. Las reuniones evangelistas y las subastas del comercio de esclavos van de la mano. La prisión del esclavo y la iglesia se alzan muy próximas. El tintineo de los grilletes y el repiqueteo de las cadenas de la cárcel y el salmo piadoso y la oración solemne de la iglesia se pueden oír a la vez. Los que trafican con cuerpos y almas de hombres alzan su puesto ante el púlpito y se ayudan mutuamente. El traficante da su oro manchado de sangre para sostener el púlpito, y el púlpito, a cambio, cubre su negocio infernal con el ropaje del cristianismo. He aquí la religión y el latrocinio como aliados mutuos, demonios vestidos con ropajes de ángeles y el infierno ofrecido como si fuese el paraíso.
¡Justo Dios', y son éstos los mismos
que ofician en tu altar, ¡Dios de justicia!
Hombres cuyas manos se posan orando y bendiciendo
sobre el arca de luz de Israel.
¡Cómo! ¿Predican y raptan hombres?
¿Dan gracias y roban a tu pobre afligido?
¿Hablan de tu gloriosa libertad y luego
cierran bien firme la puerta del cautivo?
¡Cómo! ¡Tus propios servidores,
Hijo clemente, que viniste a buscar y a salvar
al desvalido, al paria, poniendo grilletes
al esclavo explotado y expoliado!
¡Pilatos y Herodes amigos!
¡Sumos sacerdotes y príncipes se unen como antaño!
¡Dios justo y santo! ¿Es esa Iglesia que presta
fuerza al expoliador la tuya?
El cristianismo de Estados Unidos es un cristianismo de cuyos devotos puede en verdad decirse, como de los escribas y fariseos: «Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres... Buscan los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas... y que los hombres les llamen "Rabí, Rabí"... Pero ¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el reino de los cielos a los hombres! ¡Porque ni vosotros entráis ni dejáis entrar a los que intentan pasar! Devoráis las casas de las viudas con el pretexto de largas oraciones; se os juzgará por ello con más severidad. Recorréis mar y tierra para hacer un solo prosélito, y una vez convertido, lo hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y el comino, pero abandonáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Es preciso hacer estas cosas, pero sin omitir aquéllas. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y tragáis un camello! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras quedan por dentro llenos de rapiña e inmundicia! ... ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que sois semejantes a los sepulcros blanqueados, de hermosa apariencia por fuera, pero por dentro llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros parecéis justos a los hombres por fuera, pero estáis por dentro llenos de hipocresía y de iniquidad».
Aunque es un cuadro sombrío y terrible, yo sostengo que es rigurosamente cierto respecto a la mayoría abrumadora de cristianos profesos en Estados Unidos. Cuelan un mosquito y se tragan un camello. ¿Acaso no es eso precisamente lo que hacen nuestras iglesias? Se quedarían sobrecogidos si les propusieran confraternizar con un ladrón de ovejas y al mismo tiempo abrazan en su comunión a un ladrón de hombres, y me tachan a mí de infiel si se lo echo en cara. Cumplen con rigor farisaico con las formas externas de la religión y desdeñan al mismo tiempo las cuestiones de mayor peso de la Ley, la justicia, la misericordia y la fidelidad. Siempre están dispuestos a sacrificar, pero pocas veces a mostrar misericordia. De ellos es de los que se dice que proclaman amar al Dios al que no han visto, mientras odian a su hermano al que han visto. Aman al pagano que está en el otro extremo del mundo. Pueden rezar por él, pagar para que le pongan una Biblia en la mano y los misioneros le instruyan; mientras desprecian y desdeñan totalmente al pagano que tienen a su puerta.
Tal es, muy brevemente, mi opinión sobre la religión de este país; y para evitar cualquier malentendido, debido al uso de términos generales, entiendo por religión de este país la que se manifiesta en las palabras, los hechos y las actuaciones de esas instituciones, del Norte y del Sur, que se llaman a sí mismas iglesias cristianas y que están, sin embargo, unidas a los propietarios de esclavos. Es contra esta religión, tal como la presentan dichas instituciones, contra la que he considerado mi deber testificar.
Concluyo estos comentarios copiando el siguiente retrato de la religión del Sur (que es por comunión y hermandad la religión del Norte), que afirmo sobriamente que es «reflejo de la vida», y sin caricatura ni la más leve exageración. Dicen que lo pintó, varios años antes de que se iniciase la actual agitación antiesclavista, un predicador metodista del Norte, que, durante su estancia en el Sur, tuvo una oportunidad de ver con sus propios ojos la piedad, los modales y la moral de los esclavistas. «¿No he de castigar yo por estas cosas?», dijo el Señor. «¿No habrá de vengarse mi espíritu de una nación como ésta?»
UNA PARODIA
Venid, santos y pecadores, oídme contar
cómo piadosos sacerdotes azotan a Nell y a Jack,
y compran mujeres y venden niños,
y predican que los pecadores al infierno irán,
y cantan la unión celestial.
Balan y gimen y berrean como cabras,
se tragan una oveja negra y cuelan las motas,
se cubren con negras chaquetas delicadas,
luego agarran a sus negros por el cuello,
y los ahogan, por la unión celestial.
Te imponen penitencia si tomas un trago,
y te condenan si robas un cordero;
pero privan al bueno de Tony y a Doll y a Sam
de derechos humanos y de jamón y pan
del raptor es la unión celestial.
Hablan a voces del premio de Cristo
y al que es su imagen le ponen un dogal,
y reprenden y blanden el látigo brutal,
y venden a su hermano en el Señor
para una encadenada unión celestial.
Leen y cantan un canto sagrado,
y rezan una larga y sonora oración,
y enseñan el bien y practican el mal,
saludando al tropel de hermanos y de hermanas
con palabras de unión celestial.
Nos asombra que puedan cantar,
o alabar al Señor en la iglesia,
unos santos que gritan, flagelan y humillan
y que a sus esclavos y a Mamón se aferran,
en una culpable unión de conciencias.
Cultivan tabaco, maíz y centeno,
y explotan y roban y engañan y mienten,
y en el cielo amontonan tesoros,
blandiendo la vara y el látigo,
esperando la unión celestial.
Le parten el cráneo al buen Tony,
y predican y mugen cual toro de Basán,
o burro que rebuzna, llenos de maldad,
y al bueno de Jacob agarran por los pelos,
y tiran de él por la unión celestial.
Un pulcro robahombres que chillaba y gritaba,
que se alimentaba de carnero, de buey, de ternera;
pero que nunca se dignó ayudar
a los pobres negros hijos del dolor,
estaba henchido de unión celestial.
«No ames el mundo», dijo el predicador,
y movió la cabeza y un ojo guiñó;
y se apoderó de Tom y de Nick y de Ned
y les racionó la carne y la ropa y el pan
pero amaba mucho la unión celestial.
Otro predicador hablaba quejumbroso
de Uno que se afligía por todo pecador:
y ató a la vieja Nany a un roble;
e hizo saltar a cada golpe sangre,
y rezaba por la unión celestial.
Abrían otros dos las quijadas de hierro,
y movían las zarpas ladronas de niños;
asentaban en bagatelas a los niños suyos;
y azotando espaldas y vientres de negros
mantenían la unión celestial.
A Jack todo lo bueno otro se lo arrebata,
y agasaja a sus casquivanas y a sus libertinos,
que van atildados como tersas serpientes,
y se llenan la boca de pan endulzado;
y en esto consiste la unión.
Esperando sincera y encarecidamente que este librito pueda contribuir en algo a informar sobre el sistema esclavista estadounidense, y adelantar el día gozoso de la liberación de mis millones de hermanos encadenados, confiando fielmente en el poder de la verdad, del amor y la justicia para el éxito de mis humildes esfuerzos, y comprometiéndome de nuevo yo mismo con la causa sagrada, yo mismo firmo,
FREDERICK DOUGLASS.
Lynn, Mass., 28 de abril de 1845.
FIN
1 Apud Charles Nichols: Many Thousand Gone: The Ex-Slaves' Account of their Bondage and Freedom, Leiden, 1963, p. 178
2 Frederick Douglass, Nueva York, 1970, pp. 24-25.
3 Apud Gilbert Osofsky, ed.: Puttin' On Ole Massa: The Slave Narratives of Henry Bibb, William Wells Brown, and Solomon Northup, Nueva York, 1969, p. 63.
4 Collected Works, vol. VII, Nueva York, 1911 (reed. 1976), pp. 25, 245.
5 Henry Louis Gates, Jr.: «Binary Opposition in Chapter One of Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave, Written by Himself», Afro-American Literature: The Reconstruction of Instruction, Robert B. Stepto y Dexter Fisher, eds., Nueva York, 1978, p. 214.
6 Op.cit., p. 349
7 «Resistance to Slavery», Civil War History, 13, 1967, pp. 318-319, 324.
8 Op.cit., p. 1
9 Philip S. Foner: Frederick Douglass, Nueva York, 1969 (reed.), p. 59.
10 Ob. cit., p. 35.
11 Many Thousand Gone: The Ex-Slaves' Account of Their Bondage and Freedom, Leiden, 1963, p. XIII.
12 Ob. cit., p. 98
13 Medida de áridos equivalente a 9,087 litros. (N. del T.)
14 Medida de áridos equivalente a 35,24 litros. (N. del T.)
15 Carruaje ligero de cuatro ruedas con los laterales cubiertos por cortinas. (N. del T.)
16 Se trata de la misma persona que me dio las raíces para impedir que me pegara el señor Covey. Era un «alma despierta». Hablábamos mucho de la pelea con Covey, y siempre que lo hacíamos él atribuía mi éxito a la acción de las raíces que me había dado. Esta superstición es muy frecuente entre los esclavos más ignorantes. Raras veces muere un esclavo sin que su muerte se atribuya a una artimaña
17 Freeland, en inglés tierra libre. (N. del T.)
18 Anna era libre.
19 Yo había cambiado de nombre, pasando de ser Frederick Bailey a ser Frederick Johnson.
20 The Lady of the Lake (1810), poema de Walter Scott. Uno de sus principales personajes, un noble desterrado, se llama Douglass. (N. del E.)
21 Me han dicho que las personas (le color pueden conseguir ya trabajo como calafateadores en New Bedford. Un resultado del esfuerzo antiesclavista.