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septiembre 19, 2010
VIK & STUBØ, 3
A Amalie Farmen Holt,
mi escudera,la niña de mis ojos, que ya se está haciendo mayor.
JUEVES, 20 DE ENERO DE 2005
Capítulo 1
«I got away with it.»
La constatación de haberse salido con la suya hizo que vacilara por un instante. El viejo había bajado las cejas y el frío de enero había teñido de un tono azulado su rostro maltratado por la enfermedad. Helen Lardahl Bentley tomó aire y al fin repitió lo que le pedía el hombre:
—I do solemnly swear…
La profunda religiosidad de tres generaciones de Lardahl había tornado casi ilegible el texto de la vieja Biblia encuadernada en piel, de más de cien años de antigüedad. Pero la propia Helen Lardahl Bentley, tras su luterana fachada de éxito estadounidense, en el fondo era una escéptica y por eso prefería prestar juramento con la mano derecha sobre algo en lo que al menos sí creía firmemente: la historia de su propia familia.
—… that I will faithfully execute…
La mujer intentó atrapar su mirada. Quería mirar a los ojos al Chief justice del mismo modo en que todo el mundo la miraba a ella: una enorme masa de gente que se estremecía de frío bajo el sol invernal y una gran cantidad de manifestantes que se encontraban a demasiada distancia como para que se los pudiera oír desde el podio, aunque ella sabía que chillaban «TRAITOR, TRAITOR», con un ritmo constante y agresivo, hasta que sus palabras se ahogaron tras las puertas de acero de los vehículos especiales que esa misma mañana había traído la Policía.
—… the office of President of the United States…
Todos los ojos del mundo descansaban sobre Helen Lardahl Bentley. La miraban con odio o con admiración, con curiosidad o con recelo, o tal vez, en alguno de los rincones más apacibles de la Tierra, con mera indiferencia. Durante aquellos eternos minutos y bajo el fuego cruzado de cientos de cámaras de televisión, ella era el centro del mundo y no debía pensar en eso único, ni lo iba a hacer.
Ni entonces ni nunca más.
Presionó la Biblia con más fuerza y elevó una pizca la barbilla.
—… and will, to the best of my ability, preserve, protect and defend the Constitution of the United States.
El júbilo se extendió entre las masas. Se habían llevado a los manifestantes. La gente del podio de honor la felicitaba sonriente, unos de forma efusiva, otros de modo más comedido. Sus amigos, sus críticos, sus colegas, su familia y algún que otro enemigo que nunca había querido su bien, todos ellos pronunciaban las mismas palabras, ya fuera, según el caso, apagadamente o con alegría:
—¡Enhorabuena!
De nuevo sintió aquella ráfaga de angustia que llevaba veinte años reprimiendo. Y en ese mismo momento, a los pocos segundos de empezar a ejercer sus servicios como cuadragésimo cuarta Presidenta de Estados Unidos de América, Helen Lardahl Bentley enderezó la espalda, se pasó la mano por el pelo mientras contemplaba la aglomeración de gente y tomó la determinación de olvidarse del tema de una vez por todas: «I got away with it. It's time I finally forgot».
Capítulo 2
Los cuadros no eran de ningún modo bellos.
Especial suspicacia le despertaba uno de ellos. Le mareaba del modo en que lo hace el mar. Cuando se inclinaba hasta casi rozar el lienzo, podía ver que las onduladas rayas de color amarillo rojizo se resquebrajaban en una infinidad de surcos diminutos, como heces de camello tostándose al sol. Se sintió tentado de acariciar la grotesca boca abierta del motivo principal del cuadro, pero se abstuvo. La pintura ya había sufrido bastantes daños durante su traslado. La barandilla a la derecha de la aterrada figura extendía sus arrugas por la habitación, con unos tristes flecos en la punta del lienzo.
Conseguir que alguien reparara el burdo desgarro estaba descartado. Eso requeriría a un experto. Si las famosas pinturas se encontraban en esos momentos en uno de los palacios más modestos de Abdallah al-Rahman, situado a las afueras de Riad, se debía ante todo a que el hombre siempre, y en la medida de lo posible, procuraba evitar a los expertos. Apostaba por la llana artesanía. No le veía sentido a usar una sierra eléctrica cuando un cuchillo podía resolver perfectamente la situación. En el traslado hasta Arabia Saudí desde un museo carente de medidas de seguridad, situado en la capital de Noruega, las pinturas fueron manejadas por delincuentes menores que no tenían la menor idea de quién era él y que era probable que acabaran en las cárceles de sus respectivos países de origen sin ser nunca capaces de decir algo sensato sobre dónde habían acabado los cuadros.
A Abdallah al-Rahman le gustaba más la figura de la mujer, aunque también en ella había algo que le producía rechazo. A pesar de haber pasado más de dieciséis años en Occidente, diez de los cuales transcurrieron en prestigiosas escuelas de Inglaterra y de Estados Unidos, aún seguían chocándole los pechos descubiertos y la vulgaridad con que se ofrecía la mujer; indiferente e intensa al mismo tiempo.
Se volvió hacia otro lado. Iba descalzo y desnudo, a excepción de unos amplios pantalones cortos, blancos como la nieve. Volvió a subirse a la cinta de correr, agarró un mando a distancia y aceleró la cinta. De los altavoces que rodeaban la colosal pantalla de televisión en la pared opuesta salía un sonido: «… protect and defend the Constitution of the United States».
Era difícil de comprender. Cuando Helen Lardahl Bentley no era más que senadora, ya le impresionaba la valentía de aquella mujer. Después de licenciarse como la número tres de su promoción en la prestigiosa Vassår, Helen Lardahl, miope y rellenita, avanzó como un torrente hacia un doctorado en Harvard. Antes de cumplir los cuarenta estaba bien casada y era socia del séptimo mayor bufete de abogados de Estados Unidos, cosa que por sí misma dejaba clara su extraordinaria eficiencia y revelaba una buena dosis de cinismo y perspicacia. Además se había vuelto delgada y rubia, y ya no llevaba gafas. Muy lista, también en eso.
Sin embargo, presentarse como candidata a la presidencia era pura hybris.
Ahora la habían elegido, bendecido e investido.
Abdallah al-Rahman sonrió cuando, presionando una tecla, incrementó la velocidad de la cinta. La piel endurecida de las plantas de sus pies ardía contra la cinta de goma. Luego aumentó una vez más la velocidad, hasta rozar su propio límite del dolor.
—It's unbelievable —jadeó en su fluido inglés, con la certeza de que nadie en todo el mundo podría oírlo a través de aquellas paredes de varios metros de grosor y de la puerta con triple aislamiento—. She actually thinks she got away with it!
Capítulo 3
—Un gran momento —dijo Inger Johanne Vik plegando las manos, como si sintiera que lo adecuado era pronunciar un rezo por la nueva Presidenta de Estados Unidos.
La mujer de la silla de ruedas sonrió, pero no dijo nada.
—Que nadie diga que el mundo no avanza —continuó Inger Johanne—. Después de cuarenta y tres hombres seguidos. .. ¡Por fin, una Presidenta!
«… the office of President of the United States…»
—Tendrás que estar de acuerdo en que esto es un gran momento —insistió Inger Johanne volviendo a fijar la atención sobre la pantalla—. La verdad es que pensaba que elegirían antes a un afroamericano que a una mujer.
—La próxima vez será Condoleezza Rice —dijo la otra—. Dos pájaros de un tiro.
Tampoco es que se pudiera hablar de un gran avance, pensó. Blanco, amarillo, negro o rojo, hombre o mujer; el puesto de la presidencia de Estados Unidos era un trabajo para hombres, con independencia de la pigmentación de la piel o los órganos sexuales.
—No ha sido la feminidad de Bentley la que la ha llevado hasta donde está —dijo la mujer despacio, casi con desinterés—. Y desde luego tampoco la negrura de Rice. Dentro de cuatro años se derrumbarán. Y no será de un modo especialmente femenino ni ventajoso para las minorías.
—Bueno, bueno…
—Lo que me impresiona de estas mujeres no es su feminidad ni su estirpe de esclavas. Eso lo utilizan, desde luego, le sacan todo el partido que pueden, pero en realidad lo impresionante es que…
Hizo un gesto de dolor e intentó enderezarse en la silla de ruedas.
—¿Estás bien? —preguntó Inger Johanne.
—Sí, sí. Lo impresionante es que… —se incorporó un poco apoyándose contra los reposabrazos de la silla de ruedas y consiguió girar el cuerpo para acercarse más al respaldo, luego se alisó el jersey sobre el pecho con un gesto ausente—, es que tuvieron que decidirse muy pronto, joder.
—¿Cómo?
—Decidieron muy pronto trabajar así de duro. Ser así de eficientes. No hacer nunca nada malo. Evitar cualquier error. Que nunca, nunca, las pillaran con las manos en la masa. En realidad es inconcebible.
—Pero si siempre hay algo…, alguna cosa…, incluso George W., que era tan profundamente religioso, también él tenía…
De pronto la mujer de la silla de ruedas sonrió y giró la cara hacia la puerta del salón. Una niña de año y medio aproximadamente asomó por la rendija de la puerta con cara de culpabilidad. La mujer le tendió la mano.
—Ven aquí, bonita. Pero si te ibas a dormir.
—¿Consigue salir sola de la cuna? —preguntó Inger Johanne con incredulidad.
—La dejamos dormir en nuestra cama. ¡Ven aquí, Ida!
La niña cruzó la habitación y dejó que la subieran al regazo de la mujer. Grandes rizos negros caían en torno a sus mofletes, pero los ojos eran del color azul del hielo, con un pronunciado aro negro en torno al iris. La cría dedicó a la invitada una suave sonrisa de reconocimiento y se acomodó en el regazo de la mujer.
—Es curioso, se parece a ti —dijo Inger Johanne, y se agachó para acariciar las regordetas manos de la niña.
—Sólo en los ojos —dijo la otra—. Por el color. La gente siempre se deja engañar por los colores, y por los ojos.
Volvió a hacerse el silencio entre ellas.
En Washington DC, el aliento de la gente se dibujaba como un vapor gris en la chillona luz de enero. El Chief Justice recibió ayuda para retirarse, su espalda recordó a la de un hechicero en el momento en que lo condujeron con delicadeza hacia el interior del edificio. La Presidenta recién investida sonrió de oreja a oreja y se rebujó en el abrigo color rosa pálido.
Más allá de las ventanas de la calle Kruse, en Oslo, la oscuridad de la noche se estaba cerrando; las calles estaban húmedas y no había nieve.
Un curioso personaje entró en la habitación. Arrastraba marcadamente una de las piernas, como la caricatura de un bandido de una película vieja. Tenía el pelo seco y fino, y alborotado a los cuatro vientos. Las pantorrillas eran como dos rayas de lápiz entre el mandil y las zapatillas de andar por casa con cuadros escoceses.
—Esa cría tendría que estar ya dormida hace mucho —les medio reprendió sin entretenerse en mayores saludos—. En esta casa anda todo manga por hombro. Tiene que dormir en su propia cama, lo he dicho un porrón de veces. Anda, vamos, princesita.
Sin esperar respuesta ni de la mujer de la silla de ruedas ni de la niña, agarró a la cría, se la colocó sobre la cadera dolorida y volvió cojeando por donde había venido.
—Cómo me gustaría a mí tener un factótum como ella —suspiró Inger Johanne.
—Tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
Volvieron a quedarse en silencio. Ahora la CNN alternaba entre los diversos comentaristas y cortes de imágenes del podio donde la elite política estaba a punto de capitular ante el frío y prepararse para la celebración más fastuosa de la investidura de un Presidente que jamás se hubiera visto en la capital norteamericana. Los demócratas habían alcanzado sus tres objetivos. Habían derrotado a un Presidente que se presentaba a la reelección, cosa que ya era toda una proeza, habían ganado con mayor margen del que nadie se había atrevido a esperar y, además, habían triunfado con una mujer a la cabeza. Nada de esto iba a pasar desapercibido; en la pantalla de la televisión brillaban las imágenes de las estrellas de Hollywood que, o bien ya estaban alojadas en la ciudad, o bien estaban por llegar esa misma tarde. Durante todo el fin de semana, la ciudad estaría enfrascada en las festividades y los fuegos artificiales. La Madame Président iría de fiesta en fiesta, recibiendo ovaciones y pronunciando interminables discursos de agradecimiento a sus colaboradores, y por el camino probablemente cambiaría incontables veces de atuendo. Entre tanto, tendría que ir premiando a quienes se lo merecían con puestos y posiciones, tendría que evaluar las aportaciones y las donaciones a la campaña, valorar la lealtad y calcular la eficiencia, decepcionar a muchos y alegrar a unos pocos, como habían hecho cuarenta y tres hombres antes que ella durante los 230 años de existencia de la nación.
—¿Se consigue dormir después de algo así?
—¿Disculpa?
—¿Crees que esta noche conseguirá dormir? —preguntó Inger Johanne.
—Qué rara eres —le sonrió la otra mujer—. Claro que dormirá. No se llega adonde está ella si no se duerme bien. Es una guerrera, Inger Johanne, no te dejes engañar por su esbelta figura y por sus ropas de mujer.
Cuando la señora de la silla de ruedas apagó la televisión se pudo oír una nana desde las profundidades del apartamento.
—Ai-ai-ai-ai-ai-Boff-Boff.
Inger Johanne ahogó una risa:
—Mis niñas se hubieran muerto de miedo con eso.
La otra maniobró la silla de ruedas hasta una mesita y cogió una taza. Le dio un sorbo, arrugó la nariz y volvió a dejar la taza.
—Me tendré que ir a casa —dijo Inger Johanne casi como una pregunta.
—Sí —dijo la otra—. Tendrás que irte.
—Muchas gracias por la ayuda. Por todo lo que me has ayudado durante estos meses.
—No hay gran cosa que agradecer.
Inger Johanne se restregó ligeramente las lumbares antes de colocarse la indomable melena detrás de las orejas y enderezarse las gafas con un fino dedo índice.
—Sí que lo hay —dijo.
—La verdad es que creo que vas a tener que aprender a vivir con toda esa historia. No se puede hacer nada contra el hecho de que esa mujer exista.
—Amenazó a mis hijas. Es peligrosa. Por lo menos al hablar contigo, y ver que me tomas en serio y que me crees…, me resulta más fácil de llevar.
—Ya ha pasado casi un año —dijo la mujer de la silla de ruedas—. El año pasado fue cuando la cosa se puso seria. Lo de este invierno…, sinceramente, creo que te está… tomando el pelo.
—¿Tomando el pelo?
—Está avivando tu curiosidad. Eres una persona muy curiosa, Inger Johanne. Por eso eres investigadora. Es la curiosidad la que te mete en investigaciones con las que, en realidad, no quieres tener nada que ver, hace que a toda costa tengas que llegar al fondo de la cuestión de lo que esta mujer quiere de ti. Fue tu curiosidad la que… te trajo hasta mí. Y es…
—Me tengo que ir —la interrumpió Inger Johanne, la boca se abrió en una rápida sonrisa—. No tiene sentido repasarlo todo una vez más. Pero gracias, en todo caso. Ya me apaño para encontrar la salida.
Se quedó quieta un momento. Cayó en la cuenta de lo hermosa que era aquella mujer. Era esbelta, rozando la delgadez. Tenía la cara ovalada, con unos ojos tan extraños como los de la niña: azules como el hielo, con una claridad casi carente de color, y con un ancho aro negro azabache rodeando el iris. Tenía una boca bonita y rodeada de diminutas y hermosas arrugas que delataban que como mínimo pasaba de los cuarenta. Iba elegantemente vestida, con un jersey de cachemira azul claro con escote de pico y con unos vaqueros que era probable que no hubiera comprado en Noruega. En torno al cuello llevaba un sencillo diamante de gran tamaño que se mecía levemente.
—¡Qué guapa estás, por cierto!
La mujer sonrió, casi cohibida.
—Supongo que nos veremos pronto —dijo, y luego maniobró la silla hacia la ventana y le dio la espalda a su invitada sin decirle adiós.
Capítulo 4
La nieve alcanzaba la altura de las rodillas sobre los grandes campos de cultivo. El hielo duraba ya mucho. Los árboles del boscaje que se extendía por el oeste estaban escarchados de hielo. Aquí y allá las raquetas atravesaban la endurecida superficie de la nieve, y por un momento el hombre estuvo a punto de perder el equilibrio. Al Muffet se detuvo e intentó recuperar el aliento.
El sol estaba a punto de ponerse detrás de los montes del oeste y sólo algún que otro graznido de los pájaros rompía el silencio. La nieve relumbraba con un tono rojizo bajo la luz del atardecer y el hombre con las raquetas siguió con la mirada a una liebre que salió saltando entre los árboles y que bajó correteando hacia el arroyo al otro lado del cercado.
Al Muffet inspiró tan hondo como pudo.
Nunca había tenido dudas sobre que aquello era lo correcto. Cuando murió su mujer y se quedó solo con tres hijas, de ocho, once y dieciséis años, le llevó pocos segundos entender que la carrera en una de las universidades más prestigiosas de Chicago no se dejaba compaginar con acarrear solo con la responsabilidad de cuidar a tres hijas; además, los problemas económicos le obligaron a trasladar a la familia a un lugar más tranquilo, en el campo.
Tres semanas y dos días después de que la familia se hubiera instalado en su nuevo hogar en Rural Route #4 en Farmington, Maine, dos aviones de pasajeros alcanzaron sendas torres de Manhattan. Justo después, otro avión se incrustó contra el Pentágono. Esa misma noche, Al Muffet cerró los ojos en un silencioso acto de agradecimiento por su previsión; ya como estudiante se había deshecho de su nombre original: Ali Shaeed Muffasa. Las hijas tenían nombres sensatos, Sheryl, Catherine y Louise, y afortunadamente habían heredado la nariz respingona de su madre y su pelo rubio ceniza.
Ahora, tres largos años más tarde, apenas pasaba un día sin que se regocijara en su vida campestre. Las niñas florecían y era sorprendente el poco tiempo que le había llevado a él recuperar el gusto por la actividad clínica. Su praxis era variada, una armónica combinación de animales pequeños y ganado: enclenques periquitos, perras parturientas y algún que otro toro bravo que precisaba una bala en la frente. Todos los jueves jugaba al ajedrez en el club y el sábado era el día fijo para ir al cine con las niñas. Los lunes por la noche solía jugar un par de sets de squash con el vecino, que tenía una pista en un granero reformado. Los días se sucedían en un flujo constante de satisfecha monotonía.
Sólo los domingos, la familia Muffet se distinguía de los demás habitantes de la pequeña ciudad de provincias. Ellos no iban a la iglesia. Hacía mucho que Al Muffet había perdido el contacto con Alá y no tenía la menor intención de adherirse a un nuevo dios. Al principio aquello provocó reacciones diversas: preguntas veladas en las reuniones de padres y comentarios ambiguos en la gasolinera o en el puesto de las palomitas de maíz del cine, los sábados por la noche.
No obstante, también eso se pasó con el tiempo.
Todo se supera, pensó Al Muffet mientras se afanaba por desenterrar el reloj de pulsera entre el guante y el plumón. Tenía que apresurarse. La más joven de las niñas iba a hacer hoy la cena y sabía por experiencia que convenía estar presente durante el proceso. En caso contrario, se encontraba con una cena magnífica y con el armario de las delicatessen medio vacío. La última vez, Louise les había servido una cena de cuatro platos, en un simple lunes, con foie gras y un risotto con trufas auténticas, seguido de asado, un venado de la caza del otoño que en realidad guardaba para la cena navideña que organizaba todos los años para los vecinos.
El frío arreciaba una vez que se ponía el sol. Se quitó los guantes y puso las palmas de las manos contra las mejillas. Al cabo de unos segundos empezó a descender con los pesados y largos pasos de las raquetas, que con el tiempo había llegado a dominar.
Había preferido no ver la investidura de la Presidenta, pero no porque le molestara demasiado. Aunque cuando Helen Lardahl Bentley penetró la esfera pública unos diez años antes, se horrorizó. Recordaba con desagradable claridad aquella mañana en Chicago, estaba en cama con gripe, zapeando a través de la fiebre. Helen Lardahl, tan distinta a como él la recordaba, pronunciaba un discurso en el senado. Ya no llevaba gafas. Las redondeces que la habían caracterizado hasta bien entrada la veintena habían desaparecido. Sólo los gestos, como el resuelto movimiento oblicuo con la mano abierta, con el que cortaba el aire para subrayar algún aspecto de lo que decía, lo convencieron de que se trataba de la misma mujer.
«Cómo se atreve», pensó entonces.
Después, poco a poco, se había ido acostumbrando.
Al Muffet volvió a detenerse e inspiró el aire frío hasta las profundidades de los pulmones. Ya había alcanzado el arroyo, donde el agua seguía corriendo bajo una tapadera de hielo claro como el cristal.
La mujer debía de confiar en él, así de sencillo. Debió de elegir confiar respecto a la promesa que le hizo una vez, hacía ya toda una vida, en otro tiempo y en un lugar completamente distinto. Desde su posición no podría costarle mucho averiguar que él seguía con vida y que vivía en Estados Unidos.
A pesar de ello se dejaba elegir como la líder mundial más poderosa del mundo, en un país donde la moral era una virtud y la doble moral una virtud por necesidad.
Cruzó el arroyo y trepó por encima del borde de nieve del camino. Tenía el pulso tan acelerado que le pitaban los oídos. «Ha pasado tanto tiempo», pensó, y se quitó las raquetas. Cogió una con cada mano y empezó a correr por el estrecho camino invernal.
—We got away with it —susurró al compás de sus propios pasos—. Se puede confiar en mí. Soy un hombre de honor. We got away with it.
Iba muy retrasado. Probablemente, en casa se encontraría con una cena de ostras y una botella de champán abierta. Louise diría que era una celebración, un homenaje a la primera mujer que ocupaba la presidencia del país.
LUNES, 16 DE MAYO DE 2005
CUATRO MESES MÁS TARDE
Capítulo 1
—Es una fecha endemoniada ¿Quién cojones la ha elegido?
El jefe del Servicio de Seguridad de la Policía, SSP, se pasó la mano por sus mechones de pelo rojo.
—Lo sabes muy bien —respondió una mujer algo más joven que miraba con los ojos entornados una anticuada pantalla de televisión que se balanceaba sobre lo alto de un archivador en el rincón; los colores estaban empalidecidos y una raya negra vacilaba a través de la parte baja de la imagen—. Fue el propio primer ministro. Una buena ocasión, ya sabes Mostrar el viejo país de origen en toda la magnificencia del nacional-romanticismo.
—Borracheras, diabluras y basura por todas partes —bramó Peter Salhus—. No me parece muy romántico El Día Nacional1 siempre es un infierno ¿Y cómo cojones —la voz pasó a falsete mientras miraba el televisor— tienen pensado que consigamos cuidar a la señora?
La Madame Président estaba a punto de poner los pies sobre tierra noruega. Delante de ella iban tres hombres vestidos con abrigos oscuros. Los característicos auriculares se veían perfectamente. A pesar de la capa de nubes bajas, todos ellos llevaban gafas de sol, como si estuvieran parodiándose a sí mismos. Detrás de la Presidenta, bajando por las escaleras del Air Force One, venían sus hermanos gemelos: igual de grandes, igual de oscuros e impasibles.
—Da la impresión de que ellos mismos se pueden encargar del trabajo —dijo Anna Birkeland con sequedad—. Por otra parte, espero que nadie más escuche tu… pesimismo, por decirlo así. La verdad es que estoy un pelín preocupada. Tú no sueles…
Se interrumpió a sí misma y Peter Salhus también calló, con los ojos fijos en la pantalla del televisor. El violento exabrupto no le pegaba. Al contrario; cuando dos años antes le nombraron jefe de vigilancia, fue precisamente la calma y el carácter amable del hombre los que posibilitaron que alguien con un pasado en el Ejército fuera aceptado como jefe de un servicio cuya historia estaba repleta de vergonzosas cicatrices. Las airadas protestas de la izquierda se calmaron un poco cuando Salhus pudo mostrar un pasado en las juventudes socialistas. Entró en el Ejército con diecinueve años para «desenmascarar el imperialismo norteamericano», como explicó sonriente en una entrevista que retransmitieron por la televisión. Cuando luego cambió de tercio y durante minuto y medio justificó su labor con gran seriedad y trazó una imagen amenazante que la mayoría podía reconocer, el asunto estuvo prácticamente resuelto. Peter Salhus cambió el uniforme por el traje y se mudó a los locales del SSP, si no por aclamación, al menos con apoyo político transversal. Caía bien a sus empleados y era respetado por sus colegas extranjeros. Con su corte de pelo militar de pocos milímetros y su barba canosa, despertaba una confianza masculina y antigua. Aunque resultara paradójico, Peter Salhus era un jefe de vigilancia bastante popular.
Y Anna Birkeland no le reconocía en absoluto.
La luz del techo se reflejaba sobre su calva sudorosa. El cuerpo se columpiaba hacia delante y atrás, al parecer sin que él mismo se percatara de ello. Cuando Anna Birkeland le miró las manos, vio que tenía los puños cerrados.
—¿Qué pasa? —preguntó, como si en realidad no quisiera obtener una respuesta.
—Esto no es buena idea.
—¿Por qué no has detenido todo el asunto? Si estás tan preocupado como pareces, deberías haber…
—Lo he intentado, lo sabes muy bien.
Anna Birkeland se levantó y se acercó a la ventana. La primavera no tenía demasiada presencia en la pálida luz de la tarde. Posó la palma de la mano contra el cristal y se formó un breve contorno de vaho que desapareció al instante.
—Tenías tus reservas, Peter. Bosquejaste posibilidades y aportaste objeciones. Eso no es lo mismo que intentar parar algo.
—Vivimos en una democracia —dijo. A Anna le pareció que la voz estaba exenta de ironía—. Son los políticos quienes deciden. En contextos como éstos, yo no soy más que un miserable consejero. Si hubiera podido decidir yo…
—¿Le habríamos impedido la entrada a todo el mundo?
Él se volvió bruscamente.
—A todo el mundo —repitió ella, ahora más alto—. ¿A todo el mundo que amenace este idílico pueblo que lleva el nombre de Noruega?
—Sí —dijo él—, tal vez.
Su sonrisa resultaba difícil de interpretar. En la pantalla del televisor, la Presidenta era conducida desde el colosal avión hasta una suerte de escenario improvisado. Un hombre vestido de oscuro manipulaba el micrófono.
—Cuando estuvo aquí Bill Clinton salió todo muy bien —dijo ella mordisqueándose una uña—. Se paseó por la ciudad, se tomó unas cervezas y saludó a diestro y siniestro. Incluso fue a una pastelería. Y no tenía ni cita ni plan.
—Pero eso era antes.
—¿Antes?
—Antes del 11 de Septiembre.
Anna se volvió a sentar. Con las manos abiertas se levantó la melena por la nuca. Luego agachó la mirada y tomó aire para decir algo, aunque lo que salió fue un sonoro suspiro. Del pasillo llegaban risas que se alejaban hacia el ascensor con pasos rápidos. La Presidenta ya había finalizado su breve discurso desde el mudo televisor.
—Ahora el responsable de su seguridad es el Distrito Policial de Oslo —dijo finalmente—. Así que, en sentido estricto, la visita presidencial no es problema tuyo. Nuestro, quiero decir. Además… —hizo un movimiento de manos señalando el archivador bajo el televisor— no hemos encontrado nada. Ningún movimiento, nada de actividad. Ni entre los grupos que ya conocemos aquí en el país ni en las zonas limítrofes. Nada de lo que hemos recibido desde fuera indica que esto vaya a ser más que una visita muy agradable… —la voz adquirió la entonación de una presentadora de los telediarios— de una Presidenta que quiere honrar a su país de origen, Noruega, que además es un buen aliado de Estados Unidos. Nada indica que alguien tenga otros planes al respecto.
—Lo cual resulta bastante llamativo, ¿no? Esto es…
Se interrumpió. La Madame Président entraba en una limusina negra. Una mujer de manos rapidísimas la ayudaba con el abrigo, que se había quedado colgando fuera del coche y estaba a punto de quedarse enganchado con la puerta. El primer ministro noruego sonreía y saludaba a las cámaras, con cierto exceso de entusiasmo infantil ante la magnífica visita.
—Es el objeto de odio número uno de todo el mundo —dijo él señalando la pantalla con la cabeza—. Sabemos que no pasa un solo día sin que se tracen planes para quitarle la vida a esa señora. Ni un puto día. En Estados Unidos, en Europa, en Oriente Medio, en todas partes.
Anna Birkeland se sorbió los mocos y se restregó la nariz con el dedo índice.
—Eso lleva haciéndose mucho tiempo, Peter. Se hace con mucha gente más, aparte de con ella. Nuestros colegas por todo el mundo descubren constantemente cosas así, cuando denuncian ilegalidades para que no se conviertan en realidades. Ellos tienen el mejor servicio de seguridad de todo el mundo y…
—Sobre eso litigan los letrados —la interrumpió él.
—… y la organización policial más efectiva del mundo —continuó ella sin inmutarse—. Creo que no deberías perder el sueño preocupándote por la Presidenta de Estados Unidos, la verdad.
Peter Salhus se levantó y presionó con su enorme dedo el botón de apagar en el momento en que la cámara hacía un zoom para sacar un primer plano de la pequeña bandera de Estados Unidos que iba enganchada a un lado del capó del coche. El coche aceleró y la bandera ondeó en rojo, blanco y azul.
La pantalla quedó en negro.
—No es por ella por quien me preocupo —aclaró Peter Salhus—. En realidad no.
—La verdad es que no sé adónde quieres ir a parar —dijo Anna, con ostensible impaciencia—. Yo me largo. Ya sabes dónde encontrarme si necesitas algo.
Cogió una gruesa carpeta de documentos del suelo, enderezó la espalda y se dirigió hacia la puerta. Con la mano sobre el pomo y la puerta entreabierta, se volvió hacia él y preguntó:
—Si no es por Bentley por quien estás preocupado, ¿por quién?
Peter Salhus ladeó la cabeza y frunció las cejas, como si no estuviera seguro de haber oído la pregunta.
—Por nosotros —dijo brusca y tajantemente—. Me preocupo por lo que nos pueda pasar a nosotros.
El pomo estaba frío contra la palma de su mano. Lo soltó La puerta se cerró despacio.
—No a nosotros dos —sonrió mirando hacia la ventana, sabía que ella se estaba sonrojando y no quería verlo—. Estoy preocupado por… —sus manazas dibujaron un gran círculo irregular en la nada—: Noruega —dijo, y por fin la miró a los ojos—. ¿Qué coño le va a pasar a Noruega como esto salga mal?
Anna no estaba segura de entender lo que quería decir.
Capítulo 2
Por fin Madame Président estaba sola.
El dolor se aferraba a la parte posterior de su cabeza, como hacía siempre tras un día como aquél. Se sentó con cuidado en un sillón de color crema. El dolor era un viejo conocido que se pasaba por ahí cada dos por tres. Los medicamentos no la ayudaban, quizá porque nunca le había confesado su defecto a ningún médico y por ello nunca había utilizado más que fármacos sin receta. El dolor de cabeza le venía por la noche, cuando ya había pasado todo y por fin habría podido quitarse los zapatos de dos patadas, colocar las piernas en alto y leer un libro, tal vez, o simplemente cerrar los ojos para no tener que pensar en nada en absoluto antes de que llegara el sueño. Pero no podía ser. Tenía que sentarse, un poco reclinada, con los brazos separados del cuerpo y los pies bien plantados en el suelo. Tenía los ojos medio cerrados, nunca del todo: la rojiza oscuridad tras los párpados incrementaba su dolor. Precisaba un poco de luz. Un poquitito de luz a través de las pestañas. Los brazos relajados con las manos abiertas. El tronco relajado. En la medida de lo posible, tenía que desviar la atención desde la cabeza hasta los pies, que presionaba contra la moqueta con toda la fuerza de que era capaz. Una y otra vez, al ritmo del pulso lento. No pensar. No cerrar los ojos del todo. Presionar los pies hacia abajo. Una vez más, y aún otra.
Al final, en un frágil equilibrio entre el sueño, el dolor y la vigilia, las garras iban soltando lentamente la parte posterior de su cabeza. Nunca sabía cuánto le había durado el ataque. Por lo general alrededor de un cuarto de hora. A veces miraba aterrorizada el reloj de pulsera y era incapaz de entender que marcara la hora bien. En raras ocasiones se trataba de apenas unos segundos.
Como esta vez, como podía ver en el reloj de la mesilla.
Con concienzuda delicadeza alzó el brazo derecho y se lo puso contra la nuca. Seguía sentada sin moverse. Los pies continuaban presionados contra el suelo, del talón a los dedos y de vuelta. La frialdad de la palma de la mano hizo que se le encogiera la piel de los hombros. El dolor había desaparecido, por completo. Respiraba con más facilidad y se levantó con la misma delicadeza con la que se había sentado.
Tal vez lo peor de los ataques no fuera el dolor, sino el estado de alterada vigilia que los seguía. En los últimos veinte años, Helen Lardahl Bentley se había acostumbrado a que el sueño era algo sin lo que, en determinados momentos, se tenía que apañar. Mientras que en ciertos periodos no había sentido dolor durante varios meses seguidos, durante el último año la sesión de sillón había llegado casi a convertirse en un ritual de medianoche. Y puesto que era una mujer que jamás se permitía malgastar nada, y menos el tiempo, siempre sorprendía a sus colaboradores al presentarse llamativamente preparada en las reuniones matutinas más tempranas.
Estados Unidos tenía, sin saberlo, una Presidenta que, por lo general, debía conformarse con cuatro horas de sueño por noche. Y en la medida en que dependiera de ella, el insomnio seguiría siendo un secreto que sólo compartía con un esposo que tras muchos años de convivencia había aprendido a dormir con la luz puesta.
Ahora estaba sola.
Ni Christopher ni su hija Billie la acompañaban en este viaje. A la Madame Président le había costado mucho impedirlo. Aún se encogía al pensar en cómo se le habían oscurecido a él los ojos, sorprendido y decepcionado, cuando ella tomó la decisión de viajar sin su familia. El viaje a Noruega era la primera visita al extranjero de la Presidenta después de su investidura, tenía un carácter meramente protocolario y, además, se trataba de un país que a su hija, de veintiún años, le habría podido resultar muy placentero y útil ver. Había mil buenas razones para viajar allí en familia, tal y como estaba planeado en un principio.
A pesar de ello, ambos tuvieron que quedarse en casa. Helen Bentley probó a dar unos pasos, como si no las tuviera todas consigo sobre si el suelo aguantaría. Se restregó la frente con el pulgar y el índice, y después echó un vistazo a la habitación. Hasta entonces, en realidad no se había dado cuenta de lo bonita que era la decoración de la suite. El estilo tenía una frialdad escandinava: madera clara, telas luminosas y, tal vez, una pizca de cristal y acero de más. Sobre todo captaron su atención las lámparas. Las tulipas eran de cristal labrado con chorro de arena y, aunque no tenían la misma forma, estaban engarzadas de tal modo que se compenetraban incomprensiblemente. Posó la mano sobre una de ellas y sintió el delicado calor de una bombilla de pocos vatios.
«Están por todas partes —pensó acariciando el cristal con los dedos—. Están por todas partes y me cuidan.»
Era imposible acostumbrarse a ello. Con independencia del sitio o la ocasión, de con quién estuviera, sin la menor consideración hacia la hora o la cortesía: siempre estaban allí. Naturalmente entendía que tenía que ser así, con la misma naturalidad con la que, al cabo de apenas un mes en el cargo, comprendió que nunca llegaría a intimar con sus guardianes más o menos invisibles. Una cosa eran los guardaespaldas que la acompañaban durante el día. No había tardado mucho en considerarlos parte de la vida cotidiana, aunque resultaba imposible distinguirlos. Tenían rostros, algunos de ellos tenían incluso nombres, que le estaba permitido utilizar, aunque no descartaba que fueran falsos.
Sin embargo, con los otros era peor. Eran incontables e invisibles, las sombras ocultas y armadas que siempre la rodeaban sin que nunca supiera exactamente dónde estaban. Le producían una sensación de incomodidad, de paranoia fuera de lugar. En realidad la estaban protegiendo y querían su bien, en la medida en que sintieran algo más allá del deber. Había pensado que estaba preparada para una existencia como objeto hasta que, pasadas unas semanas de su periodo presidencial, comprendió que era imposible prepararse para una vida como aquélla.
No por completo.
Había centrado toda su carrera política sobre dos ejes: las oportunidades y el poder; y había maniobrado con inteligencia y buen hacer para conseguirlo. Evidentemente se había topado con obstáculos por el camino. Una resistencia objetiva y política, pero también con grandes dosis de rechazo y acoso, envidias y malas intenciones. Había escogido la carrera política en un país con largas tradiciones de odio personificado, maledicencia organizada, inauditos abusos de poder e incluso atentados. El 22 de noviembre de 1963, siendo una adolescente, vio a su padre llorar por primera vez, y durante días creyó que el mundo estaba a punto de derrumbarse. Era aún una adolescente cuando, en esa misma década turbulenta, asesinaron a Bobby Kennedy y a Martin Luther King. A pesar de ello, nunca había pensado que hubiera nada personal en aquellos ataques. Para la joven Helen Lardahl, los asesinatos políticos eran intolerables ataques contra las ideas; contra valores y actitudes que ella asumía ávidamente; aún ahora, casi cuarenta años más tarde, discursos como el de «I have a dream» le ponían la piel de gallina.
Por eso, cuando en septiembre de 2001 los aviones secuestrados embistieron contra el World Trade Center, lo había interpretado de la misma manera, al igual que casi trescientos millones de compatriotas: el terror era un ataque contra la mismísima idea norteamericana. Las casi tres mil víctimas, los inconcebibles daños materiales y el skyline de Manhattan que se había transformado para siempre se disolvieron en un todo mayor: en «lo norteamericano».
De ese modo, todas y cada una de las víctimas —cada uno de los valerosos bomberos, cada padre que había perdido a su hijo y cada familia destrozada— se convirtieron en el símbolo de algo mucho mayor que ellos mismos. Y de ese modo se pudieron sobrellevar las pérdidas, tanto de la nación como de los supervivientes.
Ella lo sentía y lo pensaba de ese modo.
Hasta aquel momento, hasta que ella misma no se había convertido en el Object #1, no había empezado a intuir el engaño. Ahora era ella quien personificaba el símbolo. El problema es que no se veía a sí misma como un símbolo, al menos no sólo como eso. Era madre. Era esposa e hija, amiga y hermana. Durante dos décadas había trabajado con un único objetivo, el de convertirse en la Presidenta de Estados Unidos. Quería poder, deseaba aquello que tenía. Había triunfado.
Y el engaño cada vez le resultaba más evidente.
Durante las noches de insomnio la atormentaba.
Recordaba un entierro al que había acudido, del mismo modo que todos los demás —los senadores y los congresistas, los gobernadores y demás gente importante que querían participar del Gran Luto Norteamericano— habían acudido a diversos funerales y ceremonias de homenaje, bien visibles para los fotógrafos y los periodistas. La difunta era una mujer, una secretaria recién contratada de una compañía que tenía sus locales en la plata setenta y tres de la Torre Norte.
El viudo apenas rozaba los treinta años. Estaba ahí sentado, en el primer banco de la capilla, y movía levemente las rodillas. Junto a él había una chiquilla de unos seis o siete años que acariciaba una y otra vez la mano de su padre, de un modo casi maniático, como si ya entendiera que su papá estaba a punto de perder la razón y quisiera recordarle que ella seguía existiendo. Los fotógrafos se concentraban en los pequeños, en los gemelos de dos o tres años y en la hermosa niña, vestida de negro, como no se debe vestir a ningún niño. Helen Bentley, en cambio, miró al padre en el momento en que pasó por delante del ataúd. Y no fue pena lo que vio, no la pena tal y como ella la conocía. El rostro del viudo estaba contraído de desesperación y miedo; era puro pánico. Aquel hombre era incapaz de concebir cómo podría seguir avanzando el mundo. No tenía la menor idea de cómo iba a conseguir ocuparse de los niños, de cómo se las iba a apañar para reunir el dinero suficiente para el alquiler y el colegio, de cómo reunir fuerzas para educar a tres hijos completamente solo. Tuvo sus quince minutos de fama porque su mujer había estado en el lugar equivocado en el momento erróneo y, de modo absurdo, había sido elevada a heroína norteamericana.
«Los utilizamos», pensó Helen Bentley mirando el oscuro fiordo de Oslo a través de las ventanas panorámicas que daban hacia el sur. El cielo aún tenía una extraña luz azul pálido, como si no fuera capaz de atrapar a la noche. «Los utilizamos como símbolo para conseguir que la gente cerrara filas. Y lo logramos Pero ¿qué estará haciendo ahora? ¿Qué le pasó? ¿Por qué nunca me he atrevido a investigarlo?»
Los guardias estaban ahí fuera. En los pasillos, en las habitaciones que la rodeaban, en los tejados de las casas y en los coches aparcados; estaban por todas partes y cuidaban de ella.
No le quedaba más remedio que dormir; la cama la atraía, con sus grandes almohadas de plumas, como las que recordaba en su cuarto del desván, en casa de su abuela, en Minnesota, cuando era una niña y estaba bendecida con tan poco saber que podía librarse del mundo con sólo echarse un edredón de cuadros por encima de la cabeza.
Esta vez el pueblo no iba a cerrar filas. Por eso esta situación era peor. Infinitamente más amenazadora.
Lo último que hizo antes de dormirse fue poner la alarma de su propio teléfono móvil. Eran las dos y media, y ya estaba empezando a amanecer.
MARTES, 17 DE MAYO DE 2005
Capítulo 1
Como de costumbre, el Día Nacional dio comienzo con el albor del día. La Policía de Oslo ya había llevado a comisaría a más de veinte adolescentes borrachos y vestidos de rojo que dormían la mona a la espera de que llegaran sus padres para sacarlos bajo fianza con una condescendiente sonrisa en la boca. El resto de los miles de alumnos que acababa ese año el bachillerato hacían lo que podían para impedir que alguno se quedara dormido para la celebración. Sus autobuses baratos con equipos de música carísimos recorrían zumbando las calles. Algún que otro niño pequeño estaba ya en la calle con sus mejores ropas. Corrían como cachorros tras los autobuses pintados, mendigando tarjetas a los adolescentes. En los cementerios, los grupos de veteranos de guerra —que cada año eran más reducidos— se congregaban para celebrar calladamente la paz y la libertad. Las bandas de música se arrastraban por la ciudad marchando con tibieza. Los golpes de las trompetas se aseguraban de que cualquiera que, contra todo pronóstico, siguiera durmiendo, optara por levantarse y tomar el primer café del día. En los parques de la ciudad algún que otro yonqui asomaba aturdido la cabeza entre las mantas y las bolsas de plástico, sin acabar de aclararse con lo que estaba pasando.
El tiempo era como solía ser. La capa de nubes se resquebrajaba por el sur, pero no había indicios de que fuera a hacer un día calmado. Al contrario, había razones para temerse algún que otro chubasco, a juzgar por el tono gris del cielo por el norte. La mayoría de los árboles seguían medio desnudos, aunque los abedules ya tenían brotes y amentos cargados de polen. Por todo el país los padres vestían a sus hijos con ropa interior de lana, aunque éstos ya habían empezado a dar la lata con que les compraran helados y perritos calientes. Las banderas ondeaban en el fuerte viento.
El reino estaba listo para la celebración.
Delante de un hotel del centro de Oslo, una agente de policía se encogía de frío. Llevaba allí toda la noche. Miraba el reloj con frecuencia creciente, y con toda la discreción posible. No tardarían en venir a relevarla. De vez en cuando había intercambiado algunas palabras furtivas con un compañero que estaba apostado cincuenta o sesenta metros más allá, pero por lo demás la noche se le había hecho interminable. Durante un tiempo había intentado matar el rato jugando a adivinar quién podía ser un guardaespaldas, pero el flujo de gente que iba y venía había remitido en torno a las dos. Por lo que podía apreciar, no había guardaespaldas en los tejados y ningún coche oscuro y fácilmente reconocible, cargado de agentes secretos, había pasado por allí desde que, poco después de la medianoche, apearon a la Presidenta estadounidense y la acompañaron al interior del hotel. Pero era evidente que andaban por ahí. Eso lo sabía hasta ella, por mucho que no fuera más que una pobre policía a la que habían colocado ahí de adorno, con su uniforme recién salido de la tintorería, y que estaba cogiendo una cistitis de tanto frío.
Un cortejo de coches se aproximaba a la entrada principal del hotel. Normalmente la calle estaba abierta a la libre circulación, pero ahora la habían bloqueado con vallas metálicas y se había transformado en una explanada alargada y provisional ante la modesta entrada.
La agente abrió dos de las barreras, tal y como le habían indicado que hiciera. Luego se retiró hacia la acera y dio un par de pasos tentativos hacia la entrada. Tal vez tuviera oportunidad de ver a la Presidenta de cerca ahora que venían a buscarla para un desayuno de gala. Hubiera agradecido esa recompensa tras aquella noche infernal. Y tampoco es que le concediera demasiada importancia a ese tipo de cosas, pero la señora, al fin y al cabo, era la mujer más poderosa del planeta.
Nadie la detuvo.
En el momento en que frenó el primer coche, un hombre se precipitó hacia afuera por las puertas giratorias del hotel. No llevaba abrigo ni nada que le protegiera la cabeza. Tenía un walkie-talkie amarrado a una cinta sobre el hombro, y la agente vislumbró la funda de una pistola bajo su chaqueta abierta. El rostro era llamativamente inexpresivo.
Un hombre con traje oscuro salió del asiento trasero del primer coche. Era pequeño y compacto. Antes de que hubiera acabado de bajarse, el hombre que salía a su encuentro con el walkie-talkie ya lo había agarrado del brazo. Se quedaron así durante unos segundos, el más grande con la mano sobre el brazo del más chico, mientras mantenían una conversación en susurros.
—¿Qué? What?
El pequeño noruego no tenía la cara de póquer del norteamericano. Por un momento se le abrió la boca, aunque luego se sobrepuso y se enderezó. La policía dio un par de pasos en dirección al coche. Aún no podía distinguir lo que decían.
Cuatro hombres más habían salido del hotel. Uno de ellos hablaba en voz baja por el teléfono móvil mientras miraba fijamente una horrorosa escultura de acero relumbrante que representaba a un hombre que estaba esperando un taxi. Los otros tres agentes hicieron señas a alguien a quien la policía no veía, y luego todos, como siguiendo una orden invisible, miraron en su dirección.
—Hey you! Officer! You!
La agente sonrió con inseguridad. Luego alzó el brazo señalándose a sí misma con una expresión interrogativa.
—Yes, you —repitió uno de los hombres, y en sólo tres pasos estaba junto a ella—. ID, please.
Ella sacó su identificación del bolsillo interior. El hombre echó un vistazo al escudo noruego y, sin ni siquiera volver el carné para comprobar la fotografía, se lo devolvió.
—The main door —le espetó, ya se había girado para volver corriendo—. No one in, no one out. Got it?
—Yes, yes. —La agente tragó saliva y abrió más los ojos—. Yes, sir!
Sin embargo, el hombre ya estaba demasiado lejos como para enterarse de la frase de cortesía que por fin se le había ocurrido. El compañero que había pasado la noche con ella se dirigía hacia la entrada. Era obvio que le habían ordenado lo mismo que a ella y parecía inseguro De pronto los cuatro coches del cortejo aceleraron, salieron de la explanada y desaparecieron.
—¿Qué está pasando? —susurró el policía, y se apostó frente a las puertas de cristal, parecía completamente aturdido—. ¿Qué cojones está pasando?
—Tenemos que… Tenemos que vigilar esta puerta, creo.
—¡Que sí! De eso ya me he enterado. Pero… ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
Una mujer mayor se aproximó a las puertas desde el interior del hotel e intentó moverlas. Llevaba un abrigo de color rojo oscuro y un estrambótico sombrero azul con flores blancas en el ala. En el pecho se había colocado un lazo que casi rozaba el suelo y tenía los colores de la bandera. Al final consiguió girar las puertas y salir a la libertad.
—Lo sentimos, señora. Va a tener que esperar un poquito.
La policía le dirigió su más amable sonrisa.
—Esperar —repitió la señora con tono de pocos amigos—. ¡Dentro de un cuarto de hora tengo que reunirme con mi hija y la hija de mi hija! Tengo sitio en…
—Seguro que no lleva mucho tiempo —la tranquilizó la policía—. Si fuera tan amable de…
—Ya me encargo yo de esto —dijo un hombre con uniforme del hotel, que acudía a su encuentro desde la recepción—. Señora, si fuera usted tan amable…
—Oh say, can you seeeeeeeeee, by the dawn's early limiiiight…
Una voz poderosa cortó repentinamente el aire de la mañana. La agente se giró en seco. Del noroeste, donde la calle cortada daba a un aparcamiento del lado sur de la Estación Central de trenes, venía un hombre enorme con abrigo oscuro, micrófono y toda una orquesta a la espalda.
—… what so prouuuuuuuudly we hailed…
Lo reconoció de inmediato, y los uniformes blancos de los músicos tampoco dejaban lugar a dudas.
De pronto recordó que, según el plan, la Orquesta Juvenil de Sinsen y el hombre de la potente voz de canto se iban a encargar de crear un ambiente hogareño para la Madame Président, a las siete y media en punto, antes de que la llevaran a desayunar a palacio.
El jaleo de los tambores ascendía hacia la potencia de los truenos. El cantante se encogió como para coger carrerilla y tomó aire:
—… at the twighlight's last gleeeeeeeming…
La orquesta intentaba tocar algo que recordaba al ritmo de una marcha, mientras que el cantante parecía sentir debilidad por la actuación más grandilocuente. Se quedaba constantemente atrás en el tono y su pasional lenguaje corporal contrastaba de un modo extraño con la actitud militar de los músicos.
La Madame Président aún no había aparecido. Los norteamericanos, que apenas habían alcanzado a dar sus órdenes antes de precipitarse de vuelta al vestíbulo del hotel, tampoco estaban a la vista detrás de las puertas cerradas. Sólo la anciana con sombrero seguía de pie al otro lado de la puerta con gesto furioso. Era evidente que alguien había desconectado el sistema de apertura de las puertas. La joven policía estaba sola y no tenía la menor idea de qué hacer. Incluso su compañero había desaparecido, y no sabía adónde había ido. Empezó a dudar de que realmente fuera correcto por su parte aceptar órdenes de un extranjero. Y el relevo no había aparecido, cuando aquello era lo planeado.
Quizá debería de llamar a alguien.
Tal vez fuera el frío, quizá los nervios ante una misión tan importante; en todo caso, los cuarenta músicos y la estrella musical prosiguieron impasibles con su interpretación del Star Spangled Banner en una calle cortada que se había transformado en una plaza festiva más bien malograda, con una única policía de público.
—¡Joder, Marianne! ¡Joder!
La policía se volvió de pronto. Su compañero salía corriendo por una puerta lateral. No llevaba la gorra y ella frunció la nariz y se llevó la mano severamente a su propia visera.
—La señora ha desaparecido, Marianne.
El compañero tenía la respiración entrecortada.
—¿Cómo?
—He oído a dos que…, sólo quería saber lo que estaba pasando, entiendes, y…
—¡Nos habían dicho que nos quedáramos aquí! ¡Que vigiláramos la puerta!
—¡Como entenderás, yo no acepto órdenes suyas! ¡Esos aquí no tienen jurisdicción! Y nos deberían haber relevado hace media hora. Así que entré por ahí… —señaló agitando la puerta—… y, ¿sabes?, la gente del hotel no me paró, por el uniforme y eso, así que…
—¿Quién ha desaparecido?
—¡La señora! ¡Bentley! ¡La Presidenta, chica!
—Desaparecido —repitió ella sin fuelle.
—¡Desaparecido! ¡Nadie tiene ni idea de dónde está! Al menos… Oí cómo hablaban dos de los tipos esos…
Se interrumpió a sí mismo y sacó el teléfono móvil.
—¿A quién vas…? —empezó Marianne tapándose una oreja; la orquesta estaba alcanzando un crescendo—. ¿A quién estás llamando?
—Al VG, al periódico —susurró su compañero—. Por esto me dan diez mil, por lo menos.
Como un rayo le quitó el teléfono.
—De ninguna manera —le espetó—. Tenemos que contactar con…, contactar con… —Se quedó mirando el móvil como si éste pudiera ayudarla—. ¿A quién deberíamos…?
—… and the land of the freeeeeeee!
La canción se apagó. El cantante hizo una reverencia con inseguridad. Algunos de los músicos de la orquesta se rieron. Luego se hizo el silencio.
La voz de la agente sonaba débil y cortante, y le tembló la mano cuando esgrimió el teléfono ante su compañero y acabó la frase:
—¿Con quién…, con quién coño tenemos que hablar ahora?
Capítulo 2
La secretaria jefe del ministro de Justicia estaba sola en la oficina. De un armario de acero del archivo cerrado sacó tres carpetas de anillas. Una amarilla, otra azul y otra roja. Las colocó sobre el escritorio del ministro y después preparó una cafetera. De un armario cogió bolígrafos, lápices y blocs, y los llevó a la sala de reuniones. Acto seguido se conectó con manos diestras a tres de los ordenadores: al suyo propio, al del ministro de Justicia y al del consejero del Ministerio. Antes de volver al archivo sacó un cronómetro de su escritorio personal y, sin demasiado esfuerzo, apartó uno de los estantes. Salió a la luz un panel con número rojos. Puso en marcha el cronómetro, introdujo un código de diez cifras y comprobó el tiempo. Treinta y cuatro segundos más tarde introdujo un nuevo código. No apartaba la vista del cronómetro y esperó. Esperó. Pasó minuto y medio. Un nuevo código.
La portezuela se abrió.
Cogió la caja gris y dejó allí el resto del contenido. Después volvió a cerrarlo todo siguiendo un proceso igualmente meticuloso, y cerró el archivo.
Le había llevado seis minutos justos llegar hasta el despacho. Ella y su marido se dirigían a casa de su sobrina en Bærum, para celebrar el día con gofres y carreras de sacos en el colegio de Evje, cuando sonó el teléfono. En cuanto vio el número en la pantalla, le pidió a su marido que saliera de la autopista. La había llevado a la manzana de los edificios del Gobierno sin preguntar siquiera por qué.
Ella fue la primera en llegar.
Se recostó en la silla y se pasó la mano por el pelo.
«Código cuatro», había dicho la voz en el teléfono.
Podía ser un entrenamiento, en los últimos tres años habían ensayado muchas veces estos procedimientos. Era obvio que podía tratarse de un entrenamiento.
Pero ¿en un 17 de mayo? ¿En el Día Nacional?
La secretaria jefe pegó un respingo cuando la puerta del pasillo se abrió de un portazo. El ministro de Justicia entró sin saludar. Caminaba rígidamente, con pasos cortos, como si tuviera que concentrarse para no correr.
—Para este tipo de cosas tenemos rutinas —dijo con la voz algo elevada—. ¿Ya estamos en marcha?
Hablaba igual que caminaba, de modo entrecortado y con tensión. La secretaria jefe no estaba segura de que la pregunta fuera dirigida a ella, o a alguno de los tres hombres que entraron por la puerta detrás del ministro. Por si acaso, asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo el ministro sin detenerse, mientras se dirigía a su despacho—. Tenemos rutinas. Estamos en marcha. ¿Cuándo llegan los norteamericanos?
«Los norteamericanos», pensó la secretaria jefe, y sintió que el calor le subía a la cabeza. Los norteamericanos. Se le fue la vista hacia la gruesa carpeta con la correspondencia acerca de la visita de Helen Bentley.
El jefe de Vigilancia Peter Salhus no siguió a los otros tres. Se dirigió hacia ella y le tendió la mano.
—Cuánto tiempo, Beate. Hubiera deseado que las circunstancias fueran otras.
Ella se levantó, se alisó la falda y le estrechó la mano.
—No sé bien…
Se le rompió la voz y carraspeó.
—Pronto —dijo él—. Pronto se te informará.
La mano del hombre era cálida y seca. La mantuvo estrechada un instante de más, como si necesitara la seguridad que transmitía el firme apretón. Luego asintió brevemente con la cabeza.
—¿Has buscado la caja gris?
—Sí.
Se la tendió. Toda la comunicación del despacho del ministro se podía codificar y sintetizar con poco esfuerzo y sin emplear equipo extra. Rara vez era necesario. No recordaba la última ocasión que alguien le había pedido que lo hiciera. Con oportunidad de alguna que otra conversación con el ministro de Defensa, tal vez, por seguridad. Ahora bien, en situaciones extraordinarias había que usar la caja. Nunca había sido preciso, más que en los entrenamientos.
—Un par de cosas, sólo… —Salhus sostenía la caja con gesto ausente—. Esto no es un entrenamiento, Beate. Y vas a tener que hacerte a la idea de que te vas a quedar aquí un rato, pero… ¿Sabe alguien que estás aquí?
—Mi marido, por supuesto. Estábamos…
—No le llames aún. Espera todo lo posible antes de avisarle. Esto no va a tardar en reventar. Hemos convocado el Consejo Nacional de Seguridad y querríamos tenerlos a todos aquí antes de que esto…
Su sonrisa no llegó a los ojos.
—¿Un café? —preguntó ella—. ¿Queréis que os lleve algo de beber?
—Ya nos apañamos nosotros. Es ahí, ¿no?
Cogió la cafetera llena.
—Dentro hay tazas, vasos y agua mineral —dijo la secretaria jefe.
Lo último que oyó antes de que la puerta se cerrara detrás del jefe de Vigilancia fue la voz del ministro, que entraba en falsete:
—¡Tenemos rutinas para estas cosas! ¿Nadie ha conseguido contactar con el primer ministro? ¿Cómo? Por Dios, ¿dónde se ha metido el primer ministro? ¡Tenemos rutinas para estas cosas!
Luego se hizo el silencio. A través de los gruesos cristales de las ventanas no oía siquiera la procesión de autobuses de los alumnos que habían acabado el bachillerato, que habían decidido aparcar en medio de la calle Aker, justo delante del Ministerio de Cultura.
Allí todas las ventanas estaban oscuras.
Capítulo 3
Inger Johanne Vik no veía cómo iba a salir bien parada de aquel día, todos los 17 de mayo eran lo mismo. Sostuvo en alto la blusa del traje regional de Kristiane. Ese año había sido previsora y le había conseguido a su hija una blusa extra. La primera estaba ya sucia a las siete y media de la mañana. A ésta le acababa de caer mermelada en la manga y un trozo de chocolate derretido se adhería al cuello. La niña de diez años bailaba desnuda por la habitación, frágil y delgada, con una mirada que rara vez se detenía en ningún sitio.
Eran ya casi las diez y media, y andaban mal de tiempo.
—Feliz Navidad —canturreaba la niña—. Bendita Navidad. Los ángeles llegan a hurtadillas. Buenos días, verde árbol luminoso, que el Señor pose su rostro en ti y te dé paz.
—Te estás equivocando un poco de fecha —se rio Yngvar Stubø, que revolvió el pelo de su hijastra—. El 17 de mayo tiene sus propias canciones, ya lo sabes. ¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar mis gemelos, Inger Johanne?
Ella no respondió. Si lavara la primera camisa y la metiera en la secadora, la niña al menos empezaría la fiesta con la ropa limpia.
—Mira esto —se quejó mostrándole la camisa a Yngvar.
—Qué más dará eso —dijo él mientras seguía buscando—. Kristiane tendrá más camisas blancas en el armario, ¿no?
—¿Más camisas blancas? —Inger Johanne arqueó las cejas—. ¿Tienes la menor idea de lo que han pagado mis padres por este maldito traje regional? ¿Te puedes imaginar el disgusto que se llevaría mi madre si la niña aparece con una blusa normal de H&M?
—Un niño ha nacido en Belén —cantaba Kristiane—. Hurra por eso.
Yngvar agarró la blusa y estudió las manchas.
—Esto lo arreglo yo —dijo—. Lo restriego cinco minutos y luego lo seco con el secador de pelo. Además estás infravalorando a tu madre. Muy pocos entienden a Kristiane como la entiende ella. Tú encárgate de Ragnhild, y en un cuarto de hora hemos salido.
El bebé de dieciséis meses estaba profundamente concentrado en unos bloques de construcción en un rincón del salón. El canto y el baile de su hermana no parecían afectarle en absoluto. Iba colocando los bloques unos encima de otros con sorprendente limpieza, y sonrió cuando la torre le llegó a la cara.
Inger Johanne no se veía capaz de interrumpirla. En momentos como aquél, caía en la cuenta del abismo que separaba a las dos niñas. La mayor tan fina y delicada; la pequeña tan fuerte y robusta. A Kristiane era difícil entenderla; Ragnhild era sana y directa de cabo a rabo; levantó el último bloque, vio a su madre y le sonrió con ocho dientes blancos como la nieve:
—Boque, mama. El boque de Agni. ¡Mira!
—Maravillosa es la tierra —cantaba Kristiane con voz clara—. Majestuoso es el Cielo de Dios.
Inger Johanne agarró a su hija mayor. La niña, encantada, se dejó coger como un bebé, y se reclinó entre los brazos de su madre tal y como la trajeron al mundo.
—No es Navidad —dijo Inger Johanne calladamente, y posó los labios en la cálida mejilla de la niña—. Es 17 de mayo, ¿sabes?
—Ya lo sé —respondió Kristiane fijando la mirada en la de la madre durante breves instantes, antes de proseguir con voz átona—: El mismísimo Día de la Constitución. Celebramos nuestra independencia y nuestra libertad. Este año podemos celebrar además que han pasado cien años desde que nos independizamos de Suecia. 1814 y 1905. Eso es lo que celebramos.
—Bonita mía —susurró Inger Johanne dándole un beso—. Qué lista eres. Ahora vamos a tener que volver a vestirte, ¿vale?
—Que me vista Yngvar.
Se escurrió de los brazos de su madre y salió corriendo al baño con los pies descalzos. Se paró un momento ante el televisor y lo encendió. El himno nacional sonaba atronador por los altavoces, la noche anterior la niña había puesto el volumen al máximo. Inger Johanne agarró el mando a distancia y mitigó el sonido. En el momento en que iba a darse la vuelta para encontrar ropa de fiesta para su hija menor, algo captó su atención.
No es que la escena no fuera la de siempre. Un mar de gente acicalada en la explanada ante el Palacio Real. Banderas grandes y pequeñas, filas de jubilados sentados en las pocas sillas disponibles, justo debajo del balcón del Rey. Un primer plano de una niña paquistaní, con traje regional noruego; reía ante la cámara y saludaba entusiasmada con la mano. En el momento en que la imagen recorría el batallón de banderas y acababa en la engalanada reportera, pasó algo. La mujer se llevó la mano a la oreja, sonrió aturdida, le echó un vistazo a lo que tal vez era el guión y abrió la boca para decir algo. Pero no salió nada. En vez de eso, se giró a medias, como si no quisiera que la grabaran. Siguieron dos cortes en la retransmisión, injustificados y demasiado bruscos. Una panorámica de las copas de los árboles del lado este del palacio y un niño que lloraba rabiosamente sobre los hombros de su padre. La imagen estaba desenfocada.
Inger Johanne subió de nuevo el volumen.
Por fin la cámara volvió a alcanzar a la reportera, que a estas alturas se cubría la oreja con toda la mano, escuchando con intensidad. Un adolescente asomó la cabeza por encima de su hombro y gritó «Hurra».
—Y ahora… —dijo por fin la mujer, bastante confusa—, y ahora vamos a hacer una pequeña pausa aquí en la calle Karl Johan… Enseguida volveremos a retransmitir desde aquí, pero antes…
El chiquillo le puso los cuernos con los dedos a la reportera y chilló de risa.
—Pasamos la conexión a Marienlyst para una edición especial de informativos —dijo la reportera un poco apresuradamente, y la imagen se cortó de inmediato.
Inger Johanne miró el reloj. Pasaban siete minutos de las diez y media.
—Yngvar —dijo en voz baja.
Ragnhild derribó su torre y apareció la cabecera del telediario.
—Yngvar —gritó Inger Johanne—. ¡Yngvar! ¡Ven aquí ahora mismo!
El hombre del estudio llevaba un traje oscuro. Sus espesos rizos parecían más grises que de costumbre y a Inger Johanne le pareció verle tragar saliva dos veces antes de abrir la boca.
—Tiene que haberse muerto alguien —dijo Inger Johanne.
—¿Cómo? —Yngvar entró en el salón con Kristiane ya vestida en brazos—. ¿Se ha muerto alguien?
—Calla.
Señaló el televisor y posó su dedo índice sobre los labios.
—Repetimos que se trata de una información sin confirmar, pero…
Era evidente que la comunicación en el canal público NRK estaba que ardía, también el experimentado periodista se colocó el dedo índice contra el auricular y escuchó atentamente durante algunos segundos antes de mirar a la cámara y continuar:
—Vamos a conectar con…
Frunció las cejas, vaciló y luego se quitó los auriculares, puso una mano sobre la otra y prosiguió por su cuenta:
—Tenemos a una serie de reporteros en las calles para cubrir este caso y, como comprenderán los televidentes, han surgido ciertos problemas técnicos. Dentro de unos instantes volveremos a conectar con nuestros reporteros. Entre tanto, reitero: la Presidenta estadounidense, Helen Lardahl Bentley, no se ha presentado hoy en el Palacio Real para el desayuno previsto para celebrar el Día Nacional. No se ha facilitado ninguna razón oficial para su ausencia. Tampoco en el Parlamento, donde la Presidenta iba a acompañar el desfile de niños junto con el Presidente de la cámara, Jørgen Kosmo, y… un momento…
—¿Está…? ¿Está muerta?
—Muerta y tuerta con huevos revuelta —dijo Kristiane.
Yngvar la dejó con cuidado en el suelo.
—No creo que lo sepan —dijo Inger Johanne rápidamente—. Pero da la impresión de que…
El televisor emitió un feo pitido. Conectaron con un reportero que aún no había alcanzado a quitarse el lazo con la bandera de la solapa de la chaqueta.
—Estoy aquí, ante la Comisaría General de Oslo —dijo con el aliento entrecortado, el micrófono temblaba con fuerza—. Una cosa está clara: algo ha pasado. El comisario jefe Bastesen, que suele encabezar el desfile del 17 de mayo, acaba de pasar corriendo por aquí junto con… —se giró a medias y señaló la suave ladera que conducía a la entrada de la comisaría—, junto con… varias personas. Al mismo tiempo, varios coches de patrulla han salido del patio trasero, algunos de ellos con las sirenas puestas.
—Harald —tanteó el hombre del estudio—. Harald Hansen, ¿me oyes?
—Sí, Christian, te oigo…
—¿Alguien ha dado alguna explicación sobre lo que está pasando?
—No, es completamente imposible acceder a la entrada. Pero los rumores corren como locos, ya nos hemos congregado aquí unos doce o trece periodistas. Y al menos parece claro que algo le ha pasado a la Presidenta Bentley. No ha aparecido en ninguno de los lugares que tenía previsto visitar esta mañana y en la conferencia de prensa que se había convocado en el vestíbulo del Parlamento justo antes de que saliera el desfile de los niños, en fin… ¡No ha aparecido nadie! El gabinete de prensa del Gobierno da la impresión de haberse derrumbado y por ahora…
—Qué cojones —susurró Yngvar, y se dejó caer sobre el reposabrazos de sofá.
—Calla…
—Tenemos gente en el hospital Central y en el hospital de Ullevål —continuó el reportero falto de aliento—, donde hubiera acabado Bentley en caso de que su ausencia fuera… de carácter sanitario. Sin embargo, no hay nada, repito, nada, que indique que haya algún tipo de actividad extraordinaria en estos hospitales. No se percibe ninguna medida de seguridad excepcional ni un tráfico extraordinario, nada. Y…
—¡Harald! ¡Harald Hansen!
—¡Te escucho, Christian!
—Tengo que interrumpirte porque acabamos de recibir…
La imagen volvió a pasar al estudio. Inger Johanne no recordaba haber visto nunca antes que le entregaran físicamente un guión al presentador en el estudio. El brazo del mensajero aún se veía cuando apareció la imagen y el presentador se palpó buscando unas gafas que hasta entonces no había necesitado.
—Hemos recibido un comunicado de prensa del gabinete del primer ministro —carraspeó—. Leo…
Ragnhild se puso a berrear.
Inger Johanne retrocedió hacia el rincón donde la niña chillaba como una poseída, alzando los brazos en el aire.
—Ha desaparecido —dijo Yngvar, desalentado—. La señora ha desaparecido, joder.
—¿Quién ha desaparecido? —preguntó Kristiane agarrándole la mano.
—Nadie —respondió él casi inaudiblemente.
—Que sí —insistió Kristiane—. Has dicho que una señora ha desaparecido.
—Nadie a quien conozcamos nosotros —dijo Yngvar acallándola.
—Mamá no ha sido, por lo menos. Mamá está aquí. Y nos vamos a una fiesta en casa de los abuelos. Mamá no va a desaparecer nunca.
Ragnhild se calmó tan pronto como su madre la cogió en brazos. Se metió el dedo en la boca y enterró la cabeza en el cuello de su madre. Kristiane sostenía aún la mano de Yngvar y se balanceaba despacio.
—Dum-di-rum-dum —susurró.
—No pasa nada —dijo él ausente—. No corremos ningún peligro, tesorito.
—Dum-di-rum-dum.
«Ahora se va a cerrar en banda», pensó Inger Johanne, desesperada. Kristiane estaba encerrándose en sí misma, como hacía cada vez que se sentía un poco amenazada, o cuando sucedía algo inesperado.
—No pasa nada, bonita —acarició la cabeza de la niña—. Ahora nos vamos a preparar todos. Vamos a casa de los abuelos, ya lo sabes. Como teníamos previsto.
Pero no conseguía arrancar los ojos de la pantalla del televisor.
Estaban mostrando imágenes aéreas, tomadas desde un helicóptero que planeaba en círculo sobre el centro de Oslo. La cámara recorrió la calle Karl Johan, desde el Parlamento hasta el Palacio Real, con infinita lentitud.
—Más de cien mil personas —susurró Yngvar, estaba como paralizado y ni siquiera se percató de que Kristiane le soltaba la mano—. Quizás el doble. ¿Cómo diablos van a conseguir…?
Kristiane estaba en un rincón golpeándose la cabeza contra un armario. Había vuelto a quitarse la ropa.
—La señora ha desaparecido —canturreaba—. Dum-di-rum-dum. La señora ha desaparecido.
Y luego rompió a llorar, callada y desconsoladamente.
Capítulo 4
Abdallah al-Rahman estaba lleno. Se acarició la tripa dura. Por un momento consideró la posibilidad de posponer la sesión de gimnasia. Realmente había comido de más. Por otro lado, tenía cosas más que suficientes que hacer aquel día. Si no lo hacía ya, el riesgo de no tener tiempo de hacerlo más tarde era grande. Abrió la puerta cerrada del enorme gimnasio con llave. Un aire fresco le sopló en la cara como un agradable aliento. Cerró la puerta antes de desvestirse prenda por prenda. Al final se quedó descalzo, como acostumbraba, vestido sólo con un pantalón corto blanco como la nieve.
Puso en marcha la cinta de correr. Primero despacio, en un programa de intervalos que duraba cuarenta y cinco minutos. Eso le dejaría media hora corta para las pesas. Algo menos que su gusto y costumbre, pero mejor que nada.
Como era obvio no había recibido ninguna notificación. Ninguna confirmación, ningún mensaje cifrado ni conversación telefónica ni correo electrónico encriptado. Las comunicaciones modernas eran un arma de doble filo: efectivas al tiempo que demasiado peligrosas. En su lugar había desayunado con un hombre de negocios francés y había hecho el rezo matutino. Había visitado brevemente la cuadra para inspeccionar el nuevo potro, que había nacido esa misma noche y era ya una visión impresionante. Nadie había molestado a Abdallah al-Rahman con nada ajeno a su vida cotidiana, allí y entonces. Tampoco había ninguna necesidad.
Hacía ya rato que la CNN le había proporcionado la confirmación que deseaba.
Era obvio que todo había salido según el plan.
Capítulo 5
Las cosas estaban funcionando.
Cayó en la cuenta de que por fin podía tomarse un rato para un cigarrillo. La secretaria jefe del ministro de Justicia, Beate Koss, no era una fumadora habitual, pero por lo general llevaba una cajetilla de diez cigarrillos en el bolso, por si acaso. Se puso un abrigo y cogió el ascensor hasta el vestíbulo de la entrada. Habían cerrado el acceso al público y había guardias de seguridad armados delante de las dos entradas. Se estremeció ligeramente y saludó con la cabeza al funcionario que la dejó atravesar las barreras sin mayores aspavientos.
Cruzó la calle.
Las cosas estaban funcionando. Todo lo que hasta ese momento no habían sido más que directivas encerradas bajo llave y mera teoría, se había hecho realidad aquella mañana en el transcurso de unas pocas horas. Los walkies-talkies y las rutinas de emergencia estaban funcionando como debían. El personal clave había sido convocado y el equipo estaba en su sitio. Incluso el ministro de Defensa, que estaba en la isla de Svalbard con ocasión de las celebraciones del Día Nacional, estaba de vuelta en el despacho. Todos conocían su papel y sabían cuál era su sitio en una tremenda maquinaria que parecía avanzar por sí misma desde el momento en que había sido puesta en marcha. Tal vez con una hora o dos de retraso, como había expresado Peter Salhus, pero Beate Koss no podía evitar sentir una especie de orgullo por estar participando en algo grande e histórico.
—Avergüénzate —se dijo entre dientes, y encendió un cigarrillo.
La noticia de la desaparición de la Presidenta norteamericana aún no había mitigado visible o audiblemente las celebraciones.
El jaleo y los vítores en la calle Karl Johan arrojaban un débil eco entre los edificios de la manzana del Gobierno. La gente que pasaba apresurada por delante, sonreía y se reía. Tal vez no supieran nada. A pesar de que la noticia se había filtrado ya hacía rato y de que los dos grandes canales de televisión llevaban toda la mañana interrumpiendo la emisión con ediciones especiales de informativos, era como si la nación se negara a dejarse interrumpir en su espléndida celebración anual de sí misma.
El cigarrillo le sentó bien.
Vaciló un instante antes de encender otro. Su mirada vagó desde el grupo de periodistas apiñados delante del edificio hasta los cristales verdes a prueba de balas del séptimo piso, que se destacaban claramente del resto. Para sus adentros se había preguntado muchas veces por qué el ministro de Justicia tenía que tener cristales a prueba de balas en el despacho cuando iba sin escolta al supermercado, y cuando en casa apenas tenía más que una alarma ordinaria de Securitas. Pero pensó que así tendría que ser: con su extrema lealtad siempre se conformaba con todo lo que se decidía.
Un hombre la miró desde arriba.
Alzó la mano para saludarle con algo de inseguridad y él la saludó de vuelta. Era Peter Salhus. Un buen hombre. Un hombre en el que se podía confiar. Siempre igual de amable cuando se veían, atento y considerado, a diferencia de muchas de las celebridades que entraban y salían del despacho del ministro de Justicia y que apenas reparaban en su existencia.
Beate Koss tiró la colilla al suelo y la pisó ligeramente. Cuando volvió a mirar para arriba le dio la impresión de que Salhus decía algo antes de correr las cortinas y volverse a adentrar en la habitación.
Un coche de Policía pasó despacio, en silencio pero con las luces parpadeantes.
—Ahora que nos hemos quedado solos —dijo Peter Salhus. Sólo el ministro de Justicia y el comisario jefe de Oslo seguían en el despacho tras los cristales verdes—, casi me voy a tener que permitir preguntar… —Se rascó la barba y tragó saliva—. Hotel Opera —dijo de pronto clavando la mirada en el comisario jefe Bastesen—. ¡Hotel Opera!
—Sí…
—¿Por qué?
—La verdad es que no acabo de comprender la pregunta —dijo Bastesen un poco ofendido y frunciendo el ceño—. Fue por…
—Tenemos el Continental y el Grand —le interrumpió Salhus, que parecía forzarse a hablar en voz baja—. Hoteles magníficos, con largas tradiciones. Tenemos bellos edificios de representación y tenemos… —Mitigó aún más la voz y tamborileó con el dedo sobre un colosal mapa del centro de Oslo—. Aquí se han alojado reyes. Princesas y Presidentes. El puto Albert Einstein…
Se interrumpió e inspiró hondo.
—… y sólo Dios sabe cuántas celebridades más. Estrellas de cine y ganadores del Premio Nobel han dormido seguros aquí en sus camas… —su dedo índice estaba a punto de perforar el mapa—, y hemos elegido colocar a la Presidenta estadounidense en un maldito transformador entre una estación de trenes llena de yonquis y un miserable solar en obras. Santo Dios…
Enderezó la espalda con una mueca. El ligero zumbido del aparato de aire acondicionado era lo único que se escuchaba en la habitación. El ministro y Bastesen se agacharon y estudiaron detenidamente el mapa que estaba sobre la mesa, como si la Madame Président hubiera podido esconderse allí, entre los nombres de las calles y las manzanas sombreadas.
—¿Cómo se os pudo ocurrir algo así?
El ministro de Justicia retrocedió unos pasos. El comisario jefe Bastesen se cepilló un polvo invisible de la pechera del uniforme.
—Ese tono no nos ayuda a ninguno —dijo con tranquilidad—. Y me permito recordarte que ahora somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad del servicio de escolta. Eso implica la seguridad de todas las personas, tanto los noruegos como los extranjeros. Puedo asegurarte que…
—Terje —le interrumpió Salhus, hinchando los mofletes antes de expulsar el aire poco a poco—. Lo siento. Tienes razón. No debería alterarme así. Pero… ¡conocemos el Grand a la perfección! Nos hemos entrenado en la seguridad del Continental. ¿Por qué narices…?
—¡Déjame contestar de una vez!
—Sugiero que nos sentemos —dijo el ministro de Justicia tensamente.
Ninguno de los otros dos dio señales de querer seguir la sugerencia.
—Acaban de construir allí una suite presidencial —intervino Bastesen—. El hotel se está preparando para alojar a la elite cultural. A las grandes estrellas. Hasta ahora ha tenido una fama no del todo… Bueno, no de la categoría del Grand, por decirlo así, pero cuando acaben de construir la nueva ópera, la ubicación les concederá una buena ventaja ante la competencia y… —Su dedo dibujó un círculo en Bjørvika—. En estos momentos hay aquí un follón que no resulta demasiado atractivo. Hay que admitirlo. Pero los planes… La suite presidencial cumplía todos los requisitos. Tanto los estéticos como los prácticos, por no hablar de los de seguridad. Tiene unas vistas magníficas. Han unido una suite antigua con dos habitaciones aledañas del décimo piso, que ha quedado… Y además… —Sonrió con la boca torcida—. La verdad es que estaba bien de precio.
Un ángel cruzó la habitación. Salhus miraba con incredulidad a Bastesen, que mantenía la mirada fija sobre el mapa.
—Bien de precio —jadeó por fin el jefe de Vigilancia—. Viene a Noruega la Presidenta de Estados Unidos. Se toman ingentes medidas de seguridad, tal vez las mayores que hemos tomado nunca. Y vosotros elegís un hotel… ¡barato! ¡Barato!
—Como también debéis de saber en tu cuerpo —dijo Bastesen, aún bastante tranquilo—, es tarea de todo jefe de un cuerpo ahorrar en los gastos públicos cuando sea posible. Hicimos un análisis global del hotel Opera comparado con los hoteles que has mencionado tú. Y el Opera fue el que salió mejor parado. Visto de modo global. Y me permito recordarte que la Madame Président viaja con un aparato de seguridad relativamente grande. Como es obvio el Secret Service había inspeccionado el terreno. A fondo. Y hubo pocas objeciones, por lo que puedo entender.
—Creo que lo vamos a dejar ahí —afirmó el ministro de Justicia—. Tenemos que atenernos a la realidad tal y como es, y no perdernos por lo que se podría, habría o debería haberse hecho de otro modo. Propongo que ahora…
Se dirigió a la puerta y la abrió.
—¿Dónde están los planos? —preguntó Salhus mirando al comisario jefe de policía.
—¿Del hotel?
Salhus asintió con la cabeza.
—Los tenemos nosotros. Te voy a conseguir unas copias de inmediato.
—Gracias.
Le tendió la mano en un gesto conciliador. Bastesen vaciló, pero al final la cogió.
Eran ya más de las dos. Aún nadie había tenido noticias de Helen Bentley. Aún nadie sabía la hora exacta de la desaparición. Y todavía ni el jefe de Vigilancia ni el comisario jefe de la Policía de Oslo sabían que los planos arquitectónicos del hotel Opera, que guardaban en el triste edificio arqueado de la calle Grønland, número 44, no coincidían exactamente con la realidad.
Capítulo 6
Un hombre se despertó porque tenía la oreja llena de vómito.
El hedor le irritaba la nariz. Intentó incorporarse. Los brazos no querían obedecerlo. Se resignó y se recostó. La cosa estaba llegando demasiado lejos. Había empezado a vomitar. No recordaba la última vez que se vio forzado a deshacerse de toda la porquería que se metía en el cuerpo. Varias décadas de entrenamiento le habían inmunizado el estómago contra casi todo. Sólo evitaba el aguardiente rojo. El aguardiente rojo era la muerte. Dos años antes, después de una buena partida de mercancía de contrabando, había acabado en el hospital junto a dos de sus compinches. Todos envenenados con metanol. Uno de ellos murió. El otro quedó ciego. Sin embargo, él a los cinco días se levantó y se fue tranquilamente a casa, hacía tiempo que no se sentía tan bien. El médico le dijo que había tenido suerte.
Entrenamiento, pensó él. Se trataba de estar entrenado.
Pero el aguardiente rojo no lo tocaba.
El piso estaba hecho una pesadilla. Lo sabía. Iba a tener que hacer algo. Los vecinos habían empezado a quejarse, del olor, ante todo. Tenía que hacer algo, si no iban a acabar echándolo.
Volvió a intentar incorporarse.
Joder. El mundo entero daba vueltas.
Sentía un intenso dolor en la ingle y tenía el pelo lleno de vómito. Si dejaba caer la parte de abajo del cuerpo por el costado del sofá, tal vez pudiera levantarse. Si no hubiera sido por el maldito cáncer, no habría pasado nada. No habría vomitado. Habría tenido fuerzas suficientes para levantarse.
Muy despacio, para no cargar la poca musculatura que le quedaba al maltrecho cuerpo, impulsó las piernas en dirección a la mesa. Al final logró más o menos sentarse, con las rodillas apoyadas sobre la alfombra arrugada y el cuerpo descansando contra el asiento del sofá, como si rezara.
La televisión tenía el volumen demasiado alto.
Ya lo recordaba. La había encendido al llegar por la mañana. Como en un brumoso sueño, recordaba que alguien había llamado a la puerta. Con rabia e insistencia, como hacían los vecinos que lo asediaban cada dos por tres. Afortunadamente no había sucedido nada más. La pasma debía de tener mejores cosas que hacer que venir a llevarse a un pobre viejo como él.
—¡Viva el 17 de mayo! —jadeó, y por fin consiguió encaramarse al sofá.
«Aún no se sabe con certeza cuando desapareció del hotel la Presidenta Bentley…»
Las palabras se abrieron paso hasta su exhausto cerebro. El hombre intentó encontrar el mando a distancia entre el caos de la mesa. Una bolsa entera de patatas fritas se había desparramado sobre los periódicos viejos y una lata de cerveza se había volcado y lo había mojado todo. Alguien había comido un poco de la pizza casi entera que le había dado el día antes un compañero en el patio trasero y que él se había reservado para el Día Nacional. No podía entender quién habría sido…
«Según la información de la que dispone el Telediario, el vicepresidente estadounidense…»
En muchos sentidos había sido una noche cojonuda.
Aguardiente auténtico, no la mierda de siempre. Había tenido media botella Upper Ten para él solo. Además de alguna que otra cosa más, tenía que admitirlo. Se había servido de las bebidas de los otros cuando pensaba que no lo miraban y sólo una vez se había producido un pequeño altercado. Pero así tienen que ser cosas entre buenos compañeros. Aún otro par de botellitas habían llegado a su bolsillo antes de que acabara todo. A Harrymarry no podía importarle. Harrymarry era una buena chica. Dejó la calle cuando la acogieron aquella señora policía y su novia bollera y forrada, y ahora era criada fina en un barrio bueno. Pero Harrymarry no era de las que olvidaba de dónde venía. Aunque se negaba a salir del fuerte en el que se había encerrado, dos veces al año le enviaba dinero a Berit entre Rejas. El 17 de mayo y en Nochebuena. Y esa noche la vieja pandilla se reunía para celebrarlo. Comida y bebida de calidad.
No debería haberse puesto tan malo después de una noche tan buena.
No era el alcohol, era el maldito cáncer de los cojones.
Cuando cruzó la ciudad al amanecer, debían de ser sobre las cuatro de la mañana, una bella luz caía sobre el fiordo. Los bachilleres estaban montando un buen sarao, claro, pero en los momentos de tranquilidad se había tomado algún que otro descansito. En un banco, tal vez, o sobre una valla junto a un cubo de basura donde había encontrado una botella de cerveza entera y sin abrir.
La luz era tan bonita en primavera. Era como si los árboles resultaran más amables y los coches no le pitaban tan violentamente cuando, alguna que otra vez, perdía el equilibrio e irrumpía en la calzada con algo de brusquedad y el conductor tenía que pegar un frenazo.
Oslo era su ciudad.
«La Policía exhorta a todo el que haya visto algo a…»
¿Dónde coño estaba el mando a distancia?
Ahí. Por fin. Se había escondido debajo de la pizza. Bajó el volumen y volvió a hundirse en el sofá.
—Joder.
Estaban mostrando imágenes de unas prendas de vestir. Un pantalón azul. Una chaqueta rojo intenso. Unos zapatos que sólo tenían aspecto de zapatos.
«… según la Policía, ésta puede ser la ropa que llevaba puesta la Presidenta Bentley en el momento de su desaparición. Es crucial que…»
Fue a las cuatro y diez.
Acababa de mirar el reloj de la torre del edificio de la vieja Estación del Este cuando apareció la mujer. Venía con dos hombres. Llevaba una chaqueta roja, pero era demasiado mayor para ser una bachiller.
Putos cojones, cómo le ardía la entrepierna.
¿Habría perdido algo?
Había sido una buena noche. Tampoco se había desfasado tanto como para no poder volver a casa tambaleándose, con buen cuerpo y la barriga llena. Guirnaldas de bonitos colores adornaban las calles y se había percatado de lo limpio que estaba todo.
El olor del vómito estaba empezando a resultar demasiado incómodo. Tenía que hacer algo. Iba a tener que poner orden en la casa. Hacer limpieza, para que no lo echaran.
Cerró los ojos.
El maldito cáncer. Pero de algo había que morir, pensó. Así es la vida. No tenía más que sesenta y un años, pero si lo pensaba bien, en realidad era suficiente.
Luego se dejó caer despacio sobre un costado y se durmió profundamente, con la oreja apoyada sobre su propio vómito, una vez más.
Capítulo 7
—… Y así son las cosas, y se acabó.
El primer ministro se volvió a sentar en la silla. Se hizo el silencio en la gran sala. El aire conservaba un ligero olor a humedad, la sala había permanecido mucho tiempo cerrada. Peter Salhus cruzó los dedos detrás de la nuca y recorrió la habitación con la mirada. A lo largo de una de las paredes había un mueble largo que recordaba a un mostrador. Por lo demás, la habitación estaba dominada por una gigantesca mesa de reuniones rodeada de catorce sillas. En una pared colgaba una pantalla de plasma. Los amplificadores descansaban sobre unos estantes de cristal. Un mapamundi amarillento colgaba en la pared opuesta.
—Así que vamos a tener a estos… —el comisario jefe de Oslo, Terje Bastesen, parecía tener ganas de decir «mandriles», pero acabó la frase de otro modo— agentes encima de la chepa. Tendrán acceso a todo lo que descubramos y a lo que hagamos, a cualquier cosa que pudiéramos creer o pensar. En fin.
Antes de que el primer ministro tuviera tiempo de reaccionar, Peter Salhus cogió aire. De pronto se inclinó por encima de le mesa, con los brazos extendidos sobre ella.
—Para empezar, pienso que deberíamos tener una cosa bastante clara —dijo calladamente—. Los estadounidenses, de ninguna manera, van a dejar que su Presidenta se les esfume en el aire sin llegar a los extremos más absolutos para, primero… —alzó el dedo en aire—… encontrarla. Segundo —aún otro dedo señalaba hacia el techo—, para encontrar a quien o quienes se la hayan llevado. Y tercero… —sonrió con esfuerzo—, van a mover cielo y tierra, y el infierno si es necesario, para castigar a quien sea. Y eso no va a suceder en este país, por decirlo así. El castigo, quiero decir.
El ministro de Justicia carraspeó. Todos lo miraron. Era la primera vez que abría la boca en toda la reunión.
—Los norteamericanos son nuestros amigos, y unos buenos aliados —dijo—. La Policía noruega será la encargada de la investigación. Que esto quede muy claro. Y cuando se coja al autor de los hechos, serán los tribunales noruegos quienes…
La voz le falló, él mismo se dio cuenta. Se detuvo y carraspeó una vez más para coger impulso.
—Con todos mis respetos…
La voz de Peter Salhus sonaba burda en comparación. El ministro de Justicia se quedó con la boca medio abierta.
—Primer ministro —continuó Salhus sin dignarse a mirar al supremo responsable de la Policía noruega—, creo que ha llegado el momento de reorientarnos hacia la realidad, por decirlo así.
La directora general de Policía, una mujer escuálida que iba vestida de uniforme y se había pasado la mayor parte de la reunión escuchando, se recostó en la silla y cruzó los dedos sobre el pecho. La mayor parte del tiempo había dado la impresión de estar ausente, y había salido de la sala en dos ocasiones para atender llamadas telefónicas. Ahora fijó su mirada en el jefe de vigilancia y parecía más interesada.
—Encuentro razones —el ministro de Justicia insistió airado— para señalar…
—Creo que nos vamos a dar tiempo para este asunto —lo interrumpió el primer ministro, con un movimiento de manos que probablemente pretendía ser tranquilizador, pero que ante todo pareció una reprimenda a un niño desobediente—. Adelante, Salhus. ¿En qué no estamos orientados hacia la realidad? ¿Qué has visto que los demás no hayamos entendido bien?
Los ojos, que ya en sí resultaban muy estrechos en su cara redonda, ahora parecían cortados con un bisturí.
—¿Acaso soy el único? —Salhus extendió los brazos, y prosiguió sin aguardar respuesta—. ¿Acaso soy el único al que toda esta situación le resulta absurda? Una pequeña fuerza aérea al completo, además del Air Force One. Unos cincuenta agentes del Secret Service. Dos coches blindados. Perros policía entrenados para detectar bombas. Un puñado de consejeros especializados, que viene a querer decir agentes del FBI, por si a alguno de vosotros le quedara duda… —Ni siquiera intentó mirar al ministro de Justicia, que estaba removiendo su café con un lápiz—. Éste es el séquito de la Presidenta estadounidense durante su visita a Noruega. ¿Y sabéis qué? ¡Que resulta sorprendentemente poco! —Se inclinó sobre la mesa y apoyó las dos manos sobre ella—. ¡Poco!
Dejó la palabra suspendida en el aire, como para poner a prueba el efecto del shock.
—Me está costando un poco entender adonde quieres ir a parar —dijo con serenidad la directora general de Policía—. Todos tenemos claro el equipo que trajo la Presidenta consigo y me parece que…
—Pues resulta que es muy poco —repitió Peter Salhus—. Es muy habitual que el Presidente de Estados Unidos viaje con un ejército de doscientos o trescientos agentes. Sus propios cocineros, una flota entera de coches. Una unidad móvil con los equipos de comunicación más modernos. Una ambulancia militar. Pantallas antibalas para usar en las apariciones públicas, otros equipos informáticos, jaurías enteras de perros policía capaces de detectar bombas, perros sabuesos, perros de defensa… —La cara se volvió a retorcer en una mueca en el momento en que enderezó la espalda—. Pero aquí, la señora coge y viene con una tropa bastante miserable. Perdonad… —Se apresuró a disculparse y alzó la mano en dirección al primer ministro como para tranquilizarlo—. Me refiero a la Presidenta. A Madame Président. Y os preguntaréis por qué. ¿Por qué? ¿Por qué narices llega la Presidenta norteamericana, en su primera visita al extranjero, con una protección comparativamente tan pequeña por parte de los suyos?
No daba la impresión de que los presentes cavilaran mucho sobre la respuesta. Al contrario, hasta esos momentos, la conversación había versado sobre el enorme grupo de funcionarios norteamericanos que estaban llamando a todas las puertas, que se metían en los despachos, que requisaban los equipos y que, en general, le causaban problemas a la Policía noruega.
—Porque-éste-es-un-lugar-seguro —las palabras sonaron muy lentas, y repitió—: Porque Noruega es un lugar seguro. Eso creíamos. Miradnos. —Se golpeó el pecho con suavidad—. Esto es absurdo —repitió en voz baja, más gente le estaba escuchando atentamente—. Este pequeño apéndice del mapa, este…
Le echó un vistazo al mapamundi. Tenía los bordes desgastados. La palabra «Yugoslavia» aparecía en grandes caracteres sobre los Balcanes; Peter Salhus negó con la cabeza.
—La vieja Noruega —dijo mientras pasaba el dedo por su propia patria, de norte a sur—. Llevamos años alternando entre hablar de la sociedad colorida que hemos creado y entre que nos hemos convertido en una nación multicultural, y al momento siguiente retomamos el viejo discurso de la paz, la inocencia y la diferencia específica. No paramos de decir que el mundo se nos ha acercado, al mismo tiempo que ese mismo mundo nos ofende muchísimo si no nos mira exactamente con los mismos ojos con los que siempre nos hemos mirado a nosotros mismos: somos un punto idílico del mapamundi. Un apacible rincón del planeta, rico, bueno y generoso con todo el mundo. —Se mordió una piel seca del labio—. Estamos inmersos en una colisión enorme y violenta, y quiero que lo entendáis. Este país está preparado para enfrentarse a alguna que otra crisis, en la medida en que alguien pueda estar preparado para algo así. Estamos preparados para enfrentarnos a epidemias y catástrofes. Hay quien piensa que estamos incluso preparados para enfrentarnos a una guerra. —Sonrió débilmente al ministro de Justicia, que no le devolvió la sonrisa—. Pero para lo que no estamos en absoluto preparados es para esto. Para lo que está sucediendo ahora.
—¿Que consiste en? —preguntó la directora general de Policía, cuya voz era clara y cortante.
—Que consiste en que se nos ha perdido la Presidenta de Estados Unidos.
El ministro de Justicia soltó un hipido fuera de lugar, que sonó un poco como una risa reprimida.
—Y esto simple y llanamente no lo van a tolerar —dijo Salhus sin inmutarse, y volvió a la silla de la que se había levantado—. Lo cierto es que los estadounidenses han perdido a algún que otro Presidente a lo largo de la historia, en atentados. Pero nunca, nunca jamás, han perdido a un Presidente en tierra extranjera. Y os puedo asegurar una cosa… —se sentó con pesadez—, todos y cada uno de los agentes del Secret Service que andan por aquí haciéndoles la vida imposible a nuestros subordinados, se toman esto como algo personal. Muy personal. «This happened on their match»; ha pasado mientras ellos estaban de guardia, y no tienen la menor intención de cargar con ello. Para ellos esto es peor que… Para ellos es peor que…
Su vacilación hizo que el primer ministro interviniera con una pregunta:
—¿Con quién…? ¿Con quién podemos compararlos, en realidad?
—Con nadie.
—¿Con nadie? Pero son un cuerpo policial y…
—Sí. Aunque tienen más responsabilidades, el servicio de vigilancia, los guardaespaldas, constituyen la identidad del cuerpo, y así lleva siendo desde el atentado contra el Presidente McKinley en 1901. Y con lo que ha pasado esta noche, su identidad ha quedado seriamente amenazada. Tal vez sobre todo porque se debe a un enorme error, cometido por ellos mismos.
La taza del ministro de Justicia seguía tintineando, por lo demás no se oía nada. Esta vez nadie aprovechó la pausa para insertar una pregunta.
—Han evaluado mal la situación —dijo Peter Salhus—. Muy mal. No somos nosotros los únicos que consideramos este país como un apacible rincón del mundo, a los estadounidenses también se lo parecía. Y lo más preocupante de todo el asunto, aparte de que la Presidenta se haya esfumado, es que los norteamericanos realmente creyeran que esto era un sitio seguro. Porque ellos están mucho más preparados para evaluar una cosa así que nosotros. Deberían haber calculado mejor, la verdad, puesto que…
—Puesto que tienen un servicio de inteligencia mucho más desarrollado que nosotros —completó la directora general de Policía.
—Sí.
—Ya veo —dijo el primer ministro.
—Exacto —dijo el ministro de Justicia, que asintió con la cabeza.
—Sí —dijo Peter Salhus una vez más.
Y luego se hizo el silencio. Incluso el ministro de Justicia dejó en paz la taza de café. La pantalla de plasma de la pared resplandecía en azul y no tenía nada que contar. Uno de los tubos luminosos del techo había empezado a parpadear, sin compás alguno y sin sonido. Cuando una mosca rompió el silencio con un perezoso zumbido contra el techo, Peter Salhus la siguió con los ojos hasta que el silencio empezó a resultar embarazoso.
—Así que los norteamericanos no tienen la menor idea de lo que trata este asunto —concluyó el Presidente del Gobierno, y apiló sus papeles sobre la mesa, sin dar más muestras de querer finalizar la reunión—. Ellos tampoco, quiero decir.
—Yo diría más bien que no tenían la menor idea—dijo Salhus vacilante—. De antemano, quiero decir. La tarea que tienen ahora por delante es la de analizar las enormes cantidades de material de las que siempre disponen. Analizarlas de nuevo. Colocar las cartas de otra manera y ver qué imagen se dibuja al hacerlo.
—Pero el problema —dijo la directora general de Policía dando un ligero manotazo a la mosca, que se estaba poniendo muy pesada— es que tienen demasiadas cartas que colocar.
Salhus asintió.
—No te puedes imaginar cuántas. —Sus ojos parecían secos y se mordisqueaba el pulgar—. A nosotros nos cuesta hacernos una idea de toda la información que tienen, y de todo lo que les va a entrar. Cada minuto, cada hora, las veinticuatro horas del día. Después del 11-S, el FBI ha crecido una barbaridad, tanto en tamaño como en presupuesto. Si antes eran un cuerpo policial relativamente tradicional con claras responsabilidades policiales, por lo general internas, en Estados Unidos, ahora la actividad antiterrorista se traga la mayor parte del dinero y del personal. Y esto, señoras y señores —cogió un retrato oficial de Helen Lardahl Bentley de la mesa—, esto de secuestrar a la Presidenta entra dentro del concepto norteamericano de terrorismo, sin duda. Van a llegar arrasando, que no os quepa duda. Como ya he dicho, lo más probable es que ya hubiera bastante gente del FBI en el séquito con el que llegó la Presidenta. But we ain't seen nothing yet.
Sonrió débilmente y se pasó el dedo por debajo del cuello de la camisa mientras miraba la foto de la Presidenta con gesto ausente.
—Según mis informes, un avión especial aterrizará dentro de tres horas —confirmó la directora de Policía—. Y supongo que después vendrán más.
El primer ministro deslizó las puntas de los dedos sobre la superficie de la mesa y se detuvo junto a una mancha de café. Dos profundos surcos se dibujaban entre los pliegues de la piel donde sólo un reflejo de luz revelaba que había unos ojos.
—Tampoco estamos hablando de una invasión en toda regla —dijo visiblemente irritado—. Haces que suene como si estuviéramos por completo en manos de los norteamericanos, Salhus. Que no quede el menor resquicio de duda —elevó la voz otro poco— de que lo sucedido ocurrió en tierra noruega. Como es obvio no vamos a reparar en gastos ni en esfuerzos, y los norteamericanos serán tratados con el debido respeto. Pero esto es y seguirá siendo un caso noruego, para la Policía y el aparato judicial noruego.
—Buena suerte —murmuró Peter Salhus restregándose los nudillos contra la frente.
—Te puedes ahorrar ese tipo de…
El primer ministro se interrumpió a sí mismo y se llevó un vaso de agua a la boca. La mano temblaba ligeramente y volvió a dejar el vaso sobre la mesa sin llegar a beber. Antes de que tuviera oportunidad de seguir hablando, la directora general de Policía se inclinó sobre la mesa:
—Peter, ¿qué es lo que estás intentando decir en realidad? ¿Que dejemos todo el asunto en manos de los norteamericanos? ¿Que renunciemos a nuestra soberanía y a nuestra jurisdicción? No puedes estar hablando en serio.
—Es obvio que no es eso lo que pretendo decir —dijo Salhus; parecía sorprendido por la familiaridad con la que se dirigía a él y vaciló—. Lo que intento decir… De hecho, lo que intento decir es exactamente lo contrario. La experiencia, la experiencia política, policial, histórica e incluso militar, demuestra que contamos con una enorme ventaja frente a los norteamericanos en este asunto.
Alguien llamó a la puerta y se encendió una lámpara roja junto al marco.
Nadie reaccionó.
—Que somos noruegos —dijo Peter Salhus—. Que conocemos este país, que dominamos el idioma, la infraestructura, la geografía, la topografía, la arquitectura y la ciudad. Nosotros somos noruegos y ellos son norteamericanos.
Volvieron a llamar a la puerta, ahora con mayor insistencia.
—Estamos en marcha —continuó Salhus encogiéndose de hombros—. Las cosas funcionan. Estamos aquí reunidos, todos los que tenemos que estar aquí. Los sistemas para casos de emergencia están funcionando. El personal está reunido. La maquinaria se ha puesto en marcha en todas las instancias. Justicia y Asuntos Exteriores están intentando hacerse cargo del protocolo. La cosa es…
Se detuvo cuando una mujer de mediana edad y completamente redonda entró en la habitación. Sin mediar palabra dejó un papel delante del primer ministro, que no dio muestras de querer leerlo. Al contrario, hizo un gesto a Salhus para animarlo a seguir.
—Continúa —dijo.
—La cosa es que tenemos que tener muy claro el tipo de fuerzas a las que nos estamos enfrentando. No nos podemos hacer ilusiones con que los norteamericanos vayan a dejarse dirigir en una situación como ésta. Van a pasarse de la raya, una y otra vez. Al mismo tiempo tenemos que reconocer que están en posesión de una cualificación, unos equipos y una información que puede resultar crucial para este caso. Los necesitamos, la verdad. Lo más importante es conseguir convencerlos de que…
Alzó el vaso de agua y lo miró con gesto ausente. La mosca se había posado sobre la parte de dentro y levantó las alas débilmente, medio muerta.
—Ellos nos necesitan a nosotros, al menos tanto como nosotros los necesitamos a ellos —dijo con firmeza mientras rotaba el vaso entre las manos—. En caso contrario, nos van a pasar por encima. Y si queremos conseguir crear una confianza mutua así, creo que deberíamos empezar por evitar, en la medida de lo posible, insistir demasiado en palabras como jurisdicción, territorio noruego y soberanía.
—Algo parecido debió de decir Vidkun Quisling2 —dijo el ministro de Defensa—, los días de abril de 1945.
El silencio que siguió fue espectral. Incluso la mosca había capitulado y yacía patas arriba en el fondo del vaso de agua. El constante jugueteo del primer ministro con su pila de papeles se interrumpió de pronto. La directora general de Policía estaba muy erguida en su silla, sin reclinarse sobre el respaldo. El ministro de Asuntos Exteriores, que apenas había hablado en toda la reunión, estaba como petrificado, con los ojos entornados y la boca medio abierta.
—No —dijo por fin Peter Salhus, en un tono de voz tan bajo que el primer ministro, que estaba al otro lado de la mesa, apenas lo oía—. No como él. De ninguna manera igual que Quisling. —Se levantó despacio y con dificultades, y sin mirar al ministro dijo—: Asumo que esta reunión se ha acabado.
Salhus se dirigió a la puerta. Sostenía los documentos en la mano y no miró a nadie, aunque todos lo miraban fijamente a él. En el momento en que pasó la última silla antes de llegar a la puerta, el primer ministro posó la mano sobre su antebrazo, con gesto conciliador.
—Gracias por ahora —dijo.
Salhus no respondió.
El primer ministro no quitó la mano.
—Realmente… Realmente admiras a esta gente del FBI.
Peter Salhus no podía comprender lo que pretendía el Presidente del Gobierno y siguió sin contestar.
—Y a estos agentes del Secret Service, realmente los admiras, ¿no?
—Admirar —repitió Peter Salhus despacio, como si no entendiera lo que implicaba la palabra, retiró su brazo y miró al primer ministro a los ojos—. Tal vez. Pero ante todo… los temo. Eso deberíais saberlo todos.
Después se marchó del centro secreto de gestión de crisis del Gobierno, con un ligero aroma en la nariz a húmeda putrefacción.
Capítulo 8
El hombre de la gasolinera estaba harto. Era el segundo año seguido que tenía que trabajar el 17 de mayo. Ciertamente no tenía más que diecinueve años y era el más joven de los empleados, pero aun así no era justo que tuviera que amargarse trabajando un día en que casi nadie necesitaba gasolina; además, la gasolinera estaba demasiado lejos del centro como para que fueran a hacer mucha caja con la venta de perritos calientes. Tendrían que haber cerrado. Si a alguien se le iba la vida en conseguir gasolina, siempre estaban los surtidores que se manejaban con tarjeta de crédito.
—De eso se encarga junior —había dicho el jefe cuando, un par de semanas antes, se habían peleado por las listas de guardias.
De eso se encarga junior. Como si el jefe fuera su padre o algo así.
Dos chiquillos de unos diez años entraron corriendo. Llevaban uniformes de color rojo burdeos, la gorra y la bandolera eran negras. Los tambores se los habían dejado en algún sitio, pero blandían violentamente las baquetas.
—En guardia —chilló uno de ellos, y le dio un buen golpetazo al otro.
—¡Ay! ¡Joder!
El más pequeño de ellos soltó las baquetas del tambor y se llevó la mano al hombro.
—No montéis tanto jaleo —dijo el encargado—. ¿Queréis algo, o qué?
Los niños no contestaron y se precipitaron hacia el refrigerador de los helados. Era un poco alto para ellos. Uno empleó el estante de las chocolatinas como escalera.
—Helado barco —chilló el otro.
—¡Cortad el rollo!
El encargado estampó la mano en la mesa.
El sinvergüencilla que se había subido al estante era negrata.
Por mucho que se camuflaran con los trajes regionales noruegos o los uniformes de las bandas de música, seguían siendo negratas. En realidad resultaba bastante patético ver cómo intentaban hacerse pasar por noruegos. Aquella misma mañana había entrado un cortejo entero de negros diminutos. Chillaban y se reían, y habían invadido toda la gasolinera como si estuvieran en su propia casa, en un país Tamil de ésos, o en África, o en donde fuera que hubieran nacido. Y tampoco es que quisieran comprar gran cosa. Pero ¡los lazos no les faltaban! Grandes lazos en rojo, blanco y azul, sobre las solapas de las chaquetas o en los abrigos de Fretex. Sonreían, se reían y le quitaban toda la gracia al Día Nacional.
—¡Oye, tú!
El encargado levantó la compuerta del mostrador y se acercó a los chiquillos. Cogió al paquistaní del cuello.
—Suelta ese helado.
—¡Pero si lo voy a pagar! ¡Lo voy a pagar, hombre!
—¡Que sueltes el puto helado!
—¡Ay! ¡Joder!
El niño había suavizado la voz. El encargado hubiera jurado que estaba a punto de echarse a llorar. Lo soltó.
—Caramba.
Un hombre entró en la gasolinera. Se detuvo un momento y miró inquisitivamente a los dos pequeñuelos. El encargado murmuró un hola.
—Siento haber aparcado tan cerca del cristal —dijo el hombre, indicando con la cabeza un Ford azul al otro lado del cristal—. No vi el cartel hasta que había salido del coche. Sólo quiero unos refrescos.
El encargado le indicó una de las neveras y volvió a su sitio detrás del mostrador. El más pequeño de los chicos, al que le asomaban unos rizos rubios debajo de la gorra, le estampó un billete de cincuenta coronas delante de las narices.
—Dos helados —le espetó entre dientes—. Dos helados barco, que eres un demonio.
El hombre del Ford se colocó detrás de él. El niño cogió el cambio sin mediar palabra y se dio la vuelta. Luego le mostró uno de los helados a su amigo, que se había refugiado junto a la puerta de entrada.
—Gilipollas —gritaron los dos en el momento en que la puerta se cerraba a sus espaldas.
—Tres Farris —dijo el cliente adulto.
—¿Quieres pagar con tarjeta? —preguntó el encargado de mal humor.
—No. Toma.
Recibió el cambio de un billete de cien y se metió el dinero en el bolsillo.
El encargado le echó una ojeada al coche. Estaba aparcado con la puerta del conductor junto al cristal, a menos de un metro de distancia. Tuvo la impresión de distinguir a alguien en el asiento del copiloto, un muslo y una mano que se alargaba para coger algo. En el asiento trasero dormía una mujer. Tenía la cabeza reclinada contra la ventana. La chaqueta se le había arrugado en los hombros y la forzaba a colocar la nuca en una postura poco natural. Tenía el cuello casi tan rojo como la chaqueta.
—Adiós —dijo el hombre, se bajó la visera de la gorra y desapareció.
Puto 17 de mayo. Ya eran casi las cuatro, a esa hora por lo menos venía el cambio de turno. Si es que al jefe le venía en gana aparecer. Nunca se sabía. Mierda de día.
Lentamente colocó una salchicha en un pan y la cubrió con ensalada de gambas y con pepinillos en vinagre, antes de comérsela añadió grandes cantidades de mostaza.
Era la novena que se tomaba aquel día y no le supo bien.
Capítulo 9
Abdallah al-Rahman estaba entusiasmado con la potrilla recién nacida. Era tan negra como su madre, pero una zona más pálida entre los ojos despertaba la esperanza de que heredara el morro blanco de su padre. Tenía las piernas desproporcionadamente largas, como corresponde a un caballo de pocos días. El cuerpo prometía y el pelo ya brillaba como el oro. La potrilla retrocedió unos pasos cuando él se fue acercando poco a poco con la mano extendida. La yegua relinchó con agresividad, pero él la tranquilizó enseguida hablando en voz baja y acariciándole el hocico.
Abdallah al-Rahman estaba satisfecho. Todo estaba saliendo según el plan. Todavía no había tenido contacto directo con nadie; seguía sin ser necesario. Y nunca en toda su vida adulta había hecho algo innecesario. Dado que la vida está constituida por un periodo limitado de tiempo, consideraba importante mantener el equilibrio y seguir una estrategia. Él veía la vida como veía las increíbles alfombras que engalanaban los suelos de los tres palacios que, por el momento, pensaba necesitar.
Las mujeres que hacían las alfombras siempre tenían un plan. Nunca empezaban por una esquina para luego anudar de modo arbitrario hasta conseguir una obra de arte cualquiera. Sabían con exactitud adonde se dirigían, y eso llevaba tiempo. De vez en cuando les llegaba la inspiración, y podían añadir los más bellos detalles por impulso. La perfección de una alfombra hecha a mano residía precisamente en su imperfección, en las diminutas desviaciones del plan previo, que, sin embargo, mantenían la simetría y el orden.
La más bella de todas sus alfombras se encontraba en su dormitorio. La había anudado su madre y le llevó ocho años hacerlo. Cuando la acabó, Abdallah tenía trece años y ella se la dio como regalo. Nadie había visto antes una alfombra así. Sus tonos dorados cambiaban según cómo incidiera la luz y era difícil determinar con exactitud qué colores se veían. Nadie había visto nunca unos nudos tan tupidos ni una seda tan suave y grasa.
La potrilla se le acercó. Tenía los ojos negros azabache y los abrió de repente en el momento en que se tambaleó hacia un lado, y tuvo que agitar la cabeza para recuperar el equilibrio. Resopló con desamparo y se pegó al flanco de su madre antes de intentar dar otro paso hacia él.
La vida de Abdallah era como una alfombra y, al morir su hermano, decidió el aspecto que iba a tener. Había introducido algunos cambios por el camino, simples ajustes, pero en realidad nunca había hecho más que lo que hizo su madre: alguna intervención más profunda y seria de vez en cuando, cambiar algún matiz porque era bello y pegaba.
A su único hermano, tres años mayor que él, lo mataron en Brooklyn el 20 de agosto de 1974. Se dirigía a casa de madrugada después de visitar a una amiga norteamericana sobre la que sus padres no sabían nada. Cuando una señora mayor lo encontró a la mañana siguiente, sus órganos sexuales eran una masa sanguinolenta de golpes y patadas. El padre de los chicos acudió inmediatamente a Estados Unidos y regresó a su casa un mes más tarde convertido en un viejo.
El asesinato nunca fue aclarado. A pesar de la poderosa posición del padre en su país de origen y de su indiscutible autoridad incluso en el encuentro con dignatarios norteamericanos, catorce días después, el detective responsable del caso se encogió de hombros y miró hacia otro lado cuando le comunicó que por desgracia era probable que nunca encontraran al asesino. Había demasiados asesinatos y demasiados chicos que no entendían que no había que merodear por los barrios peligrosos después de medianoche, sino quedarse en casa. Había gran escasez de recursos, concluyó el detective, y luego dio carpetazo definitivo al caso.
El padre conocía al hombre que mucho más tarde se convertiría en el presidente Bush y le había hecho varios favores. Cuando llegó el momento de exigir algo a cambio, nunca consiguió contactar con su influyente amigo. Pocos días antes, Richard Nixon había sido obligado a dimitir y Gerald Ford era el nuevo presidente de Estados Unidos. Y la misma noche en la que un joven extranjero fue asesinado a patadas en una calle de Brooklyn, el presidente Ford anunció que Nelson Rockefeller iba a entrar en la Casa Blanca como el cuadragésimo primer vicepresidente de Estados Unidos. George Bush sénior, profundamente decepcionado y humillado, tenía mejores cosas en las qué pensar que en un conocido árabe medio olvidado. Y más tarde aquel año, se largó a China para lamer sus heridas políticas.
Ese otoño Abdallah se hizo mayor. No tenía más que dieciséis años. Su padre nunca se recuperó, aunque siguió dirigiendo la compañía. Estaba rodeado de gente eficiente y, a pesar de que la segunda mitad de la década de los setenta fue un tiempo turbulento en el sector petrolífero, la fortuna de la familia no dejó de crecer.
Pero el padre nunca volvió a ser el mismo. Se perdía en cavilaciones religiosas con cada vez mayor frecuencia, y apenas comía. Ni siquiera protestó cuando Abdallah decidió abandonar a sus padres y a sus seis hermanas para adquirir la educación occidental que en principio se había destinado a su hermano mayor.
La gente que dirigía sus cada vez más numerosas compañías era eficaz y contaba con la confianza de Abdallah, pero con sólo veinte años ya estaba al tanto de casi todo lo que sucedía en el emporio y volvía a casa con tanta frecuencia como podía. Sin embargo, el verano que cumplió veinticinco años, su padre murió de pena por el hijo que había perdido casi diez años antes.
Abdallah lo vio venir y lo incorporó a la alfombra de su vida, de manera que no le cogió por sorpresa. Se convirtió en la cabeza y en el único propietario de un emporio que nadie conocía lo suficiente como para tasarlo. Sólo él mismo podría haber proporcionado una cifra razonable, pero nunca lo hizo.
Lo único para lo que no estaba preparado, era para la ausencia de furia.
Medio año después de la muerte de su hermano estaba tan exhausto de enfado que se puso enfermo, pero una convalecencia en Suiza hizo que se recuperara y el lugar de la furia fue ocupado por una serenidad calculadora con la que le resultaba mucho más sencillo vivir. Durante el tiempo en que dirigió su cólera contra todos y todo, ésta lo había devorado por dentro del mismo modo que la pena lo hizo con su padre, pero aquel nuevo cinismo calculado era algo que podía racionalizar. Abdallah descubrió el valor de la planificación a largo plazo y de las estrategias bien meditadas, y trasladó el regalo de su madre a su dormitorio para poder estudiarlo antes de dormirse y en las raras veces que por la noche le despertaban pesadillas sobre su padre.
La potrilla era una de las cosas más hermosas que había visto en su vida. El hocico era perfecto y las fosas nasales anormalmente pequeñas y vibrantes. Ya no tenía tanto miedo en los ojos y las pestañas eran tan largas como las alas de una mariposa. El animal se arrimó a la bola de paja en la que Abdallah aguardaba sentado a que confiara en él.
—¡Padre!
Abdallah se giró muy despacio. Por encima de la valla de poca altura asomaba la cabellera de su hijo pequeño, que intentaba encaramarse a ella para ver la nueva potrilla.
—Espera un poquito —dijo el padre con amabilidad—. Ahora salgo.
Acarició la potrilla con increíble delicadeza, y ésta se inclinó y tembló un poco. Abdallah sonrió y posó la mano sobre el hociquito del animal, que retrocedió nerviosamente. El hombre se levantó, salió despacio del compartimento y cerró la puerta.
—¡Padre!—dijo el niño con alegría—. ¡Hoy íbamos a ver una película! ¡Me lo habías prometido!
—¿No prefieres montar un poco a caballo? ¿En el hall, que está fresco?
—¡No! Me habías dicho que íbamos a ver una película.
Abdallah levantó a su hijo de seis años y se lo llevó en brazos hacia el exterior, a través de las grandes puertas del establo. A falta de cines legales en Arabia Saudí, Abdallah había construido su propia sala, con diez asientos y una pantalla de plata.
—Me habías prometido que veríamos una película —se lamentó el niño.
—Más tarde. Esta noche, es lo que te prometí.
El pelo del niño olía a limpio y le hacía cosquillas en la nariz. Sonrió, y lo besó antes de dejarlo en el suelo.
El más pequeño de sus hijos se llamaba Rashid, como su tío muerto. A ninguno de sus cuatro hermanos mayores le había pegado el nombre. Todos tenían los rasgos de la familia de la madre. Luego llegó un quinto hijo. Desde el momento en que nació, Abdallah se percató de la anchura de la mandíbula y del pequeño hoyuelo de la barbilla. Cuando el niño cumplió dos días y por fin abrió los ojos, bizqueaba un poco con el ojo izquierdo. Abdallah se rio de corazón y lo llamó Rashid.
Abdallah nunca había pensado vengarse por la muerte de su hermano. Al menos no desde que controló la cólera del principio, al regreso de Suiza. En todo caso no sabría sobre quién vengarse. Nunca cogieron a los asesinos y a un joven árabe le hubiera resultado completamente imposible investigar por su cuenta un asesinato en Estados Unidos, por grandes que fueran sus medios económicos. El propio policía que archivó el caso era una víctima del sistema y no merecía la pena gastar tiempo y dinero en castigarlo.
El odio, el único odio real que Abdallah al-Rahman se permitió sentir durante mucho tiempo, se dirigía hacia George Bush sénior. El hombre que más tarde fue jefe de la CIA, en 1974 le debía un favor a su padre y tenía una influencia considerable. Con una simple conversación telefónica podría haber revitalizado una investigación aparcada. A juzgar por la coyuntura, Rashid debió de ser asesinado por un grupo de jóvenes racistas que no aceptaban el trato del moro con las rubias, así que tampoco habría sido tan difícil resolver el caso, si se hubiera querido y se le hubiera dado prioridad.
Sin embargo, George Herbert Walter Bush estaba más preocupado por la ofensa de no haber sido nombrado vicepresidente que por atender la llamada de un socio comercial al que había escogido olvidar.
A medida que pasó el tiempo, Abdallah llegó a la conclusión de que la principal enseñanza que podía sacar de las circunstancias en torno a la muerte de su hermano era que un favor no compensaba otro, a menos que se tuviera algo guardado en la manga. Algo que impidiera olvidar la deuda, se quisiera o no. Y había mucha gente que le debía mucho, porque Abdallah llevaba casi treinta años repartiendo generosidad sin exigir nada a cambio.
Nunca había llegado el momento. No hasta que Helen Lardahl Bentley le proporcionó la confirmación definitiva de lo que ya sabía por su propia experiencia vital: jamás, jamás, confíes en un norteamericano.
—¿Puedo ver una película de acción, papá? Puedo ver…
—No. Ya lo sabes. No te conviene.
Abdallah revolvió el pelo de su hijo. El chico puso cara de ofendido y se fue en busca de sus hermanos con la cabeza gacha. Habían llegado desde Riad la noche anterior e iban a estar en casa una semana entera.
Abdallah siguió a su hijo con la mirada hasta que desapareció detrás de una esquina del enorme edificio del establo. Luego se dirigió al sombreado jardín. Quería nadar un rato.
Capítulo 10
Hanne Wilhelmsen era una persona sin amigos.
Era la vida que había elegido, y no siempre había sido así.
Tenía cuarenta y cinco años y había pasado veinte de ellos en la Policía. Su carrera profesional acabó cuando, en las navidades de 2002, fue abatida por un tiro durante el arresto de un homicida cuádruple. Una bala de revólver de grueso calibre la alcanzó entre la décima y la undécima vértebra torácica. Por alguna razón que los médicos no llegaron a comprender, la bala se quedó allí. Al extraer el cuerpo extraño, el cirujano quedó tan fascinado por los verdosos restos de lo que una vez fueron nervios activos que hizo que los fotografiaran. Para sus adentros pensó que nunca había visto nada peor.
El comisario jefe le había rogado insistentemente que se quedara en el cuerpo.
Durante su convalecencia la visitó a menudo, a pesar de que ella se mostraba cada vez menos receptiva. Le ofreció un acuerdo especial y la adaptación precisa: podría elegir las mejores misiones y no ahorrarían en nada en lo referente a medios y asistencia.
No aceptó, y renunció a su cargo dos meses después de la operación.
Nunca nadie había dudado de la excepcional eficiencia de Hanne Wilhelmsen. Sobre todo era admirada por los agentes más jóvenes, que la conocían poco y aún no se habían cansado de su extraño y distante comportamiento. Hasta el momento del catastrófico disparo, no era inusual que tuviera algo parecido a protegidos. Se manejaba con la admiración, porque la admiración era distancia y la distancia era lo más importante para Hanne Wilhelmsen. Y además era una buena maestra.
Sin embargo, sus compañeros coetáneos, y los de más edad, estaban hartos. Tampoco ellos podían negar que era una de las mejores detectives jamás vistas en la Policía de Oslo, pero su independencia y su obstinada resistencia a trabajar en equipo acabó cansándolos con el paso de los años. Y aunque todo el cuerpo quedara horrorizado cuando la hirieron de tanta gravedad durante aquel arresto, se susurraba constantemente en los pasillos sobre el alivio que suponía librarse de ella. Hasta que todo se acalló y la mayoría la olvidaron, antes o después siempre se olvida a todos aquellos que no están visibles.
Durante todos aquellos años en la Comisaría General había conservado a un único amigo, que le había salvado la vida cuando estuvo a punto de desangrarse en una cabaña en Nordmarka. El corpulento compañero la veló durante los tres primeros días que pasó en el hospital, hasta que empezó a oler tan mal que una enfermera lo echó aduciendo que era mejor para todos que se fuera a casa. Cuando quedó claro que Hanne iba a salir con vida de aquello, se aferró a sus manos y lloró como un niño.
Pero también a él Hanne acabó rechazándolo.
Había pasado ya más de un año desde la última vez que se pasó por allí para averiguar si quedaba algún pequeño resto de amistad sobre la que seguir construyendo. Cuando, un cuarto de hora más tarde, la puerta de salida se cerró tras sus anchas espaldas chepudas, Hanne Wilhelmsen se emborrachó con champán y se encerró en su dormitorio, donde cortó su uniforme de la Policía en tiras que luego quemó en la chimenea.
No obstante, Hanne Wilhelmsen estaba bien, por primera vez en su extraña vida malograda.
Vivía junto a una mujer que con el tiempo había ido aceptando una existencia dividida en dos. Nefis tenía su trabajo en la universidad, sus propios amigos y una vida fuera del piso de la que su novia estaba completamente ausente. Hanne la esperaba en casa, en la calle Kruse, nunca le preguntaba nada y al verla siempre se alegraba de su modo callado.
Y compartían la felicidad de Ida.
—¿Dónde está Ida? —preguntó Inger Johanne.
Estaba sentada en el sofá con las piernas recogidas; una enorme pantalla de plasma mostraba las retransmisiones especiales de la NRK.
—Está en Turquía con Nefis, visitando a sus abuelos.
Inger Johanne no dijo nada más.
A Hanne le gustaba aquella mujer. Le gustaba porque no era su amiga y tampoco exigía serlo. Inger Johanne no sabía nada sobre Hanne, aparte de lo que hubiera oído y captado por aquí y por allá, que evidentemente podían ser muchas cosas, pero nunca se dejó tentar para hurgar, exigir o preguntar. Hablaba mucho, pero nunca sobre Hanne. Como Inger Johanne era la persona con más curiosidad que Hanne hubiera conocido nunca, su aparente falta de interés era algo que dejaba claro que conocía su oficio. Era una auténtica profiler.
Inger Johanne comprendía a Hanne Wilhelmsen y la dejaba en paz. Y parecía disfrutar de estar en su casa.
—Oh, no —dijo Inger Johanne en voz baja y cerró los ojos—. Esa mujer no.
Hanne, que estaba leyendo una novela, lanzó una mirada a la pantalla.
—No va a salir de la tele para cogerte —dijo, y continuó leyendo.
—Pero ¿por qué siempre…? —preguntó Inger Johanne, abatida, e inspiró hondo—. ¿Por qué se ha convertido precisamente ella en el gran oráculo en todos los asuntos sobre crímenes y criminales?
—Porque tú no quieres serlo —dijo Hanne esbozando una sonrisa.
En una ocasión, Inger Johanne había abandonado un estudio durante la emisión en directo de un debate por pura indignación, y nunca volvieron a invitarla.
Wencke Bencke era la escritora de novelas policiacas más famosa del país. Después de llevar durante muchos años una vida excéntrica, malhumorada e inalcanzable, un año antes había entrado en la escena pública. Una serie de famosos fueron asesinados por riguroso orden en un caso que la Policía nunca llegó a resolver del todo. Inger Johanne se vio envuelta en la investigación contra su voluntad, pero también para ella durante mucho tiempo los asesinatos parecieron carecer de motivo y de relación intrínseca. En esa época, Wencke Bencke se convirtió en la experta favorita de los medios. Brillaba con sus conocimientos sobre el carácter de los criminales y su absurda lógica, al mismo tiempo que mantenía una distancia irónica con respecto a la Policía. Y todo eso quedaba muy bien en la televisión.
Ese mismo otoño publicó su décimo octavo libro, el mejor de todos. Trataba sobre un escritor de novelas policiacas que mataba por aburrimiento. El libro vendió ciento veinte mil ejemplares en tres meses y fue comprado de inmediato por editoriales de más de veinte países.
Sólo un puñado de personas, entre ellas Inger Johanne e Yngvar, sabía que en el fondo el libro trataba de la propia Wencke Bencke. Nunca pudieron demostrar nada, pero lo sabían todo. La propia novelista se había encargado de que lo supieran. Las pistas que fue dejando eran inútiles como prueba, pero suficientes para Inger Johanne Vik. Y lo cierto es que aquellas pistas estaban dedicadas a ella, de eso estaba convencida.
Wencke Bencke salió impune de sus asesinatos.
Y cuando de vez en cuando pasaba una noche de insomnio después de encontrar la amplia sonrisa de Wencke Bencke al otro lado del mostrador de congelados del supermercado o de verla saludar con la mano desde la calle Haugen, Inger Johanne seguía sin poder quitarse de la cabeza que aquellos asesinatos se habían cometido para atormentarla precisamente a ella. Sólo que no conseguía comprender por qué. Un día del otoño anterior, cuando se dirigía en coche a su cabaña de la montaña con sus dos hijas en el asiento trasero, un vehículo se detuvo junto a ella en un semáforo de Ullernchausseen. La conductora le enseñó el pulgar, tocó el claxon y giró hacia la derecha. Era Wencke Bencke.
Una casualidad, decía siempre Yngvar, harto ya de la historia. Oslo era una ciudad pequeña e Inger Johanne tendría que quitarse aquel maldito caso de la cabeza de una vez por todas.
Así que acudió a Hanne Wilhelmsen. Al principio era la curiosidad lo que la impulsaba. Si había alguien capaz de ayudar a Inger Johanne a entender a Wencke Bencke, era ella. El carácter sereno y casi indiferente de la inspectora jubilada la tranquilizaba. Era fríamente analítica allí donde Inger Johanne era intuitiva, e indiferente allí donde Inger Johanne se dejaba provocar. Y Hanne se tomaba tiempo para escuchar, siempre tenía tiempo para escuchar.
«Así que la Policía está atascada —decía la novelista en el estudio, enderezándose las gafas—. Raras veces se los ve tan completamente perdidos. Y por lo que tengo entendido, tienen un problema que parece más bien de una novela policiaca antigua que del mundo de la realidad.»
El presentador se dirigió hacia ella. Los enfocaron cuando se inclinaron el uno hacia el otro como si compartieran un secreto.
«¿Ah, sí?»
«Como es natural, había un extenso aparato de seguridad en torno a la presidenta, ya lo hemos visto en muchos reportajes durante la última jornada. Entre otras cosas había cámaras de vigilancia en los pasillos…»
—No te lo tomes muy a pecho —dijo Hanne en voz baja—. Podemos apagarla.
Inger Johanne había agarrado un cojín al que se aferraba sin saberlo.
—No —respondió con ligereza—. Quiero verlo.
—¿Estás segura?
Inger Johanne asintió con la cabeza sin quitar los ojos de la pantalla. Hanne la observó durante un par de segundos y luego se encogió imperceptiblemente de hombros y siguió leyendo.
«… con otras palabras, una especie de "misterio de la habitación cerrada" —dijo Wencke Bencke sonriendo—. Nadie salió de la habitación, nadie entró…»
—¿Cómo puede saber todo eso? —preguntó Inger Johanne—. ¿Cómo puede saber siempre todo lo que hace la Policía? Pero si no la aguantan y…
—La Comisaría General se filtra como un embudo de IKEA —dijo Hanne, que por fin parecía haberse interesado por la conversación de la televisión—. Así ha sido siempre.
Inger Johanne se puso a estudiarla. Hanne había cerrado el libro, que estaba a punto de caerse al suelo sin que ella se diera cuenta. Maniobró con la silla un poco hacia delante y agarró el mando a distancia para subir el volumen. Tenía el cuerpo en tensión, como si tuviera miedo de perderse el más mínimo matiz de lo que contaba la novelista. Despacio, se quitó las gafas de lectura, sin apartar los ojos de la pantalla ni un solo instante.
«Así debió de ser en sus tiempos», pensó Inger Johanne, sorprendida. Así de despierta e intensa. Así de distinta del personaje que se había encerrado voluntariamente en su lujoso piso de un barrio bueno para dedicarse a leer novelas. En ese momento Hanne daba la impresión de ser más joven. Le brillaban los ojos y se humedeció los labios antes de colocarse el pelo detrás de la oreja. Un diamante centelleó al atrapar la luz de la ventana. Cuando Inger Johanne abrió la boca para decir algo, Hanne alzó un dedo para detenerla, de modo casi imperceptible.
«Tenemos que pasar la conexión a la sede del Gobierno —dijo por fin el presentador, y le dio las gracias a la novelista—. El primer ministro va…»
—Tienes que llamar —dijo Hanne Wilhelmsen, y apagó el televisor.
—¿Llamar? ¿A quién tengo que llamar?
—Tienes que llamar a la Policía. Creo que han cometido un error.
—Pero… ¡Pues llama tú, mujer! Yo qué puedo… No conozco…
—¡Escucha! —Hanne giró la silla hacia ella—. Llama a Yngvar.
—No puedo.
—Os habéis peleado. Hasta ahí llego, si te presentas aquí pidiendo asilo. Tiene que ser algo serio, si no, no te habrías marchado con la niña. Pero a mí eso me importa una mierda. No me interesa.
Inger Johanne se dio cuenta de que se le había quedado la boca abierta y la cerró de un audible golpetazo.
—En todo caso, esto es más importante —continuó Hanne—. Si Wencke Bencke está bien informada, y tenemos sobrados motivos para suponer que lo está, han cometido un error tan grande que…
Vaciló como si no se atreviera del todo a creerse su propia teoría.
—Tú eres la que conoce a la Policía de Oslo —dijo Inger Johanne débilmente.
—No. Yo no conozco a nadie. Tienes que llamar. Llama a Yngvar, él sabrá qué hacer.
—A ver, cuéntame —dijo Inger Joanne sumida en dudas; dejó a un lado el cojín—. ¿Qué es eso tan importante? ¿Qué es lo que ha hecho la Policía?
—Se trata más bien de lo que no han hecho —respondió Hanne—. Y, por lo general, eso es peor.
Capítulo 11
Yngvar Stubø aguardaba delante del ascensor en la cuarta planta de la Comisaría General y se sentía muy incómodo. Aún no había tenido oportunidad de llamar a casa. La sensación de haber hecho algo malo al salir a hurtadillas de la calma matutina de la casa sin hablar con Inger Johanne, se incrementaba a cada hora que pasaba.
Warren Scifford debía de haber tomado un buen desayuno porque ya había rechazado dos veces la propuesta de ir a almorzar. Yngvar estaba muerto de hambre y empezaba a irritarle aquella peregrinación, aparentemente arbitraria, de un despacho a otro del edificio de la calle Grønland 44. El norteamericano se comunicaba cada vez menos con su liaison noruego. De vez en cuando se disculpaba para llamar por teléfono, pero se alejaba tanto que Yngvar no captaba ni una sola palabra de la conversación y, al no tener ni idea de cuánto tiempo estaría ocupado Warren, tampoco podía aprovechar la ocasión para llamar a Inger Johanne.
—Me tengo que ir —dijo Warren cerrando el teléfono móvil mientras se aproximaba medio corriendo.
—¿Adónde vamos?
Yngvar llevaba casi un cuarto de hora esperando.
—No te necesito. Ahora mismo no. Tengo que volver al hotel. ¿Tienes un número de teléfono?
Yngvar sacó su tarjeta.
—El móvil —dijo señalando—. Llama a ese número cuando lo necesites. ¿Quieres que te acompañe? ¿Que te consiga un coche?
—La embajada ya me ha mandado uno —dijo Warren con ligereza—. Gracias por tu ayuda. ¡Por ahora!
Luego salió corriendo hacia las escaleras y desapareció.
—¿Yngvar? ¡Yngvar Stubø!
Una mujer delgada y guapa se acercaba hacia él. Yngvar se fijó enseguida en los zapatos. Los tacones eran tan altos que resultaba difícil comprender cómo se mantenía en pie. A la mujer se le iluminó la cara cuando comprobó que de verdad era él. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
—Qué alegría verte —dijo Yngvar, y en esta ocasión la sonrisa era auténtica—. Ha pasado mucho tiempo, Silje. ¿Cómo te va?
—Puf… —Infló los mofletes y dejó que el aire saliera poco a poco—. Esto está muy ajetreado, como sabes. Todo el mundo está trabajando en el caso de la presidenta. Yo llevo aquí más de veinticuatro horas y, con mucha suerte, me queda medio día más. ¿Y tú?
—Yo bien, gracias…
De pronto Silje Sørensen lo miró como si acabara de descubrir algo completamente nuevo en la generosa figura embutida en una chaqueta algo pequeña. Yngvar se interrumpió a sí mismo y se llevó el dedo a la nariz con embarazo.
—Tú estabas trabajando en los robos de los cuadros de Munch —se apresuró a decir ella—. ¿No es verdad? ¿Y con el asalto a NOKA?
—Sí y no —respondió Yngvar, y miró a su alrededor—. Con el robo de los Munch sí, pero con el de NOKA no directamente. Aunque…
—Conoces el mundillo de ese robo, Yngvar. Mejor que la mayoría, ¿no es verdad?
—Sí, he trabajado con…
—¡Ven!
La subinspectora Silje Sørensen lo cogió del brazo y echó a andar. Él la siguió, aunque en realidad no quería. La sensación de que lo trataban como a un perro sin dueño era cada vez más intensa. A pesar de haber trabajado en la Comisaría General cuando era más joven, no se sentía en casa allí y no tenía claro adonde lo llevaba Silje.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella corta de aliento mientras se apresuraba pasillo abajo taconeando contra el suelo.
—Para serte sincero, no estoy del todo seguro.
—Nadie está seguro de nada en estos tiempos —sonrió ella..
Por fin se detuvieron ante una puerta azul sin nombre. Silje Sørensen llamó y abrió sin aguardar respuesta. Yngvar la siguió. Un hombre de mediana edad estaba sentado frente a tres monitores y algo que recordaba a las mesas de mezclas de los estudios de sonido. Se giró y los saludó sonriendo antes de volver a concentrarse en su trabajo.
—Este es el jefe de sección Stubø, de Kripos —dijo Silje.
—De la «Nueva Kripos» —le corrigió Yngvar sonriendo.
—Qué nombre tan ridículo —se rio el hombre de la mesa de mezclas—. Frank Larsen. Subinspector de Policía.
No le tendió la mano, seguía con los ojos fijos en el monitor. Las imágenes en blanco y negro de una gasolinera pasaban a toda velocidad por la pantalla.
—Poca gente conoce el mundillo del robo de Østlandet tan bien como Yngvar —dijo Silje Sørensen mientras arrimaba dos sillas a la gran mesa—. Siéntate, anda.
De pronto el subinspector Larsen parecía más interesado. Le dirigió una sonrisa a Yngvar mientras sus dedos tecleaban a toda velocidad. La pantalla se puso negra y al cabo de pocos segundos apareció otra imagen. Un hombre salía por unas puertas correderas. La cámara debía de estar montada en el techo, porque enfocaba al hombre desde arriba. Estuvo a punto de chocar con un estante de periódicos al calarse una gorra sobre la cabeza.
—Aún no hemos tenido tiempo de sistematizar los interrogatorios de los testigos —dijo Silje en voz baja mientras el subinspector manipulaba la imagen para tornarla más clara—. Pero, por ahora, al menos una cosa me parece evidente. Este hombre, u hombres, por ahora creemos que se trata de dos, han intentado que los empleados se fijen en ellos. Pero no quieren que lo capten las cámaras. No tenemos una sola imagen buena de su cara. O de sus caras.
Frank Larsen hizo aparecer otra imagen en el siguiente monitor.
—Aquí lo ves. Es evidente que sabe dónde están colocadas las cámaras. Aquí se baja la gorra —los tres miraron el monitor marcado como A—, y mira hacia otro lado.
El monitor B mostró al hombre en el momento en que se acercaba casi de costado a la caja registradora.
—Si saben dónde están las cámaras, es que han estado allí antes.
Yngvar hablaba en voz baja y miraba con fascinación el monitor C, donde la imagen difusa y grumosa se iba enfocando paulatinamente. Estaba tomada desde un ángulo oblicuo y por detrás. La gorra tapaba la mayor parte de la cara, pero se veían tanto la mandíbula como una prominente nariz. Era demasiado pronto para asegurarlo, pero a Yngvar le pareció ver el contorno de una barba corta.
—Y si han estado inspeccionando con anterioridad —prosiguió—, deberían existir imágenes de las anteriores visitas.
—No creo —respondió Frank Larsen malhumorado, como si la mera idea de tener que revisar más material lo deprimiera—. Por lo general, las gasolineras las borran al cabo de un par de semanas. Eso lo sabe cualquier idiota. Seguro que éstos también. Basta con hacer las averiguaciones con la suficiente antelación y asunto resuelto, igual que éste, por cierto.
Un dedo rechoncho tocó el monitor C.
El hombre de la imagen era ancho de espaldas y efectivamente tenía la barbilla cubierta de una aseada barba corta. El puente de la nariz y los ojos estaban ocultos, pero debajo de la gorra asomaba una nariz aguileña mucho más grande de lo normal. El pelo bajo la gorra era muy corto y en la oreja derecha llevaba un anillo de oro macizo.
—Tengo la impresión de haberlo visto antes —dijo Silje—. Y algo me dice que tiene que ver con el entorno del robo. Pero…
—Se ha cortado el pelo —dijo Yngvar arrimando la silla más a la mesa—. Y se ha dejado barba. El pendiente también es nuevo. El problema es —sonrió de oreja a oreja al pasar el dedo por encima de la pantalla— que nadie puede escapar de esa nariz.
—¿Sabes quién es? —Frank Larsen lo miraba con suspicacia—. No se ve gran cosa del maldito.
—Es Gerhard Skrøder —dijo Yngvar reclinándose en la silla—. Lo llaman «el Canciller». Estuvo hablando tanto por las calles que durante un tiempo creímos que estaba implicado en «el asalto NOKAS». Pero se demostró que estaba alardeando. En el robo de los Munch, en cambio…
Frank Larsen trabajaba con los dedos mientras Yngvar hablaba; la impresora del rincón empezó a sonar.
—Nunca hemos podido demostrar nada. Pero si me preguntas a mí, estaba implicado.
Silje Sørensen trajo la hoja de la impresora y la estudió durante un instante antes de dársela a Yngvar.
—¿Sigues estando seguro?
Ciertamente no era una buena fotografía, pero tras el meticuloso tratamiento informático, al menos era clara. Yngvar asintió pasando el dedo por la fotografía. Aquella gigantesca nariz, rota por primera vez durante una pelea en la cárcel en el año 2000 y por segunda vez durante un altercado con la Policía dos años más tarde, era inconfundible.
Gerhard Skrøder, un notorio bandido, venía de una familia aparentemente acomodada. Su padre era jefe supremo de una gran institución de la Administración. Su madre era parlamentaria por el Partido Socialista de Izquierdas. La hermana de Gerhard era abogada de negocios y a su hermano pequeño lo acaban de seleccionar para el equipo nacional de atletismo. El propio Gerhard llevaba desde los trece años intentando ganar a la Policía, sin éxito.
El asalto NOKAS, llevado a cabo el año anterior en Stavanger, fue el más grande de la historia de Noruega y le costó la vida a un policía. Nunca se habían destinado tantos recursos a un solo caso y acabaron arrojando resultados. El juicio se iba a celebrar alrededor de Navidad. Gerhard Skrøder estuvo mucho tiempo en el candelero, aunque a finales de invierno quedó descartado.
Pero como la investigación del caso NOKAS obligó a revolver todo el mundillo del robo, su nombre volvió a surgir unas cuantas veces en contextos diferentes, pero casi igual de interesantes.
Cuando en agosto de 2004, los cuadros El grito y Madonna fueron robados a pleno día, Gerhard Skrøder estaba en las islas Mauricio con una rubia de dieciocho años sin antecedentes penales: eso se podía demostrar. Yngvar estaba convencido de que el hombre había jugado un papel central en la planificación: eso no se podía demostrar.
—Déjame ver —dijo Frank Larsen, y extendió la mano para coger la fotografía, que examinó largamente.
»Escojo creerte —dijo por fin, mientras se restregaba los ojos con los nudillos—. Pero ¿me puedes explicar por qué un tipo del mundillo del robo está implicado en la operación de camuflaje de la presidenta norteamericana? —Miró a Yngvar con los ojos enrojecidos—. ¿Me puedes responder a eso? ¿Eh? Lo de secuestrar a la presidenta de Estados Unidos queda bastante más allá de lo que suelen hacer estos tipos, ¿no? Esa gente sólo piensa en una cosa: en dinero. Por lo que tengo entendido, nadie ha pedido ni rescate ni una puta…
—Te equivocas —lo interrumpió Yngvar—. No sólo piensan en dinero. También piensan en su… prestigio. Pero es probable que tengas razón en una cosa. Yo tampoco creo que hayan secuestrado a la presidenta de Estados Unidos. La verdad es que no creo que Gerhard Skrøder tenga la menor idea de lo que va el asunto. Se ha limitado a aceptar un encargo muy bien pagado, diría yo. Pero se lo podéis preguntar a él, claro. Esos tipos se han colocado de tal manera en la vida que sabemos exactamente dónde están. En todo momento. No creo que os lleve más de una hora encontrarlo. —Se acarició la barriga con una mueca y añadió—: Y ahora tengo que comer. ¡Buena suerte!
Sonó su teléfono. Echó un vistazo a la pantalla y, sin decir nada más, salió corriendo al pasillo para cogerlo.
Capítulo 12
Una mujer se aproximaba al lago. No llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía. El cielo gris rozaba el agua y las olas se ponían blancas a sólo cien metros de la orilla. La mañana había apuntado muy bien y se había arriesgado a no ponerse la camiseta interior de lana. No había sentido frío por todo el camino hasta Ullevålseter, pero se arrepentía de haber elegido dar el rodeo por Øyungen en el regreso.
Se dirigía a Skar, donde tenía aparcado el pequeño Fiat que su hijo intentaba inútilmente que no condujera. La mujer acababa de celebrar su ochenta cumpleaños. Al acabar la fiesta, descubrió que las llaves del vehículo habían desaparecido de su gancho habitual sobre el estante de la entrada. Era evidente que su hijo tenía la mejor intención, pero a pesar de ello le molestaba que tomara el mando y se creyera más capacitado que ella misma para juzgar su propio estado de salud. Por suerte tenía unas llaves de sobra en el joyero.
Se sentía sana como un potrillo; eran las excursiones por los campos y los bosques las que la mantenían así. Los leves derrames cerebrales que la aquejaban de vez en cuando la volvían un poco olvidadiza, pero a sus piernas no les pasaba nada.
Tenía muchísimo frío y unas enormes ganas de orinar.
Estaba acostumbrada a evacuar aguas bajo cielo abierto, pero la idea de bajarse los pantalones en el gélido viento la impulsaba a acelerar el paso para evitarlo.
Sin embargo, no quedaba más remedio, iba a tener que buscar un lugar adecuado.
Justo antes del dique se encaminó hacia el norte y se abrió camino entre un boscaje de abedules que ya tenían racimos de flores y pegajosas hojas verde claro. Un montículo natural de tierra le dificultaba el paso. La anciana tanteó un macizo de hierba con las botas, se agarró a una rama y se metió en una zanja de metro y medio de profundidad. En el momento en que se iba a bajar los pantalones, lo vio.
Yacía apaciblemente dormido. Con uno de los brazos se protegía la cara. El musgo bajo su cuerpo era mullido y el boscaje de pequeños abedules casi le hacía de edredón.
—Hola —dijo la mujer, que se dejó puesta la ropa—. ¡Hola, hola!
El hombre no respondió.
Con grandes esfuerzos pasó por encima de una roca y pisoteó el barro. Una rama la alcanzó en la cara. Reprimió un grito, como si quisiera mostrar consideración hacia el hombre que estaba bajo los árboles. Por fin llegó hasta él con el aliento entrecortado.
Se le estaba acelerando el pulso. Estaba mareada. Le levantó el brazo con cuidado. Los ojos que la miraron fijamente eran de color marrón claro. Estaban abiertos como platos, y por encima de uno de ellos caminaba una pequeña mosca.
No supo qué hacer. No tenía teléfono móvil, a pesar de la constante insistencia de su hijo, porque ese tipo de cosas estropeaba las excursiones y además podía provocar cáncer en la cabeza.
El hombre llevaba un traje oscuro y sus elegantes zapatos estaban completamente embadurnados. La mujer estuvo a punto de echarse a llorar. El hombre le parecía muy joven, no debía de pasar de los cuarenta. Tenía una expresión apacible en la cara y sus bellas cejas se parecían a un pájaro que huyera de los grandes ojos abiertos. La boca estaba azulada y, por un momento, pensó que sería posible intentar reanimarlo. Tiró de la chaqueta para alcanzar el corazón, pensando que allí era donde debía intervenir. Algo cayó de su bolsillo. Era una especie de cartera, y la recogió. Luego enderezó la espalda, como si por fin entendiera que el frío cadáver estaba ya a varias horas de poder ser salvado por reanimación cardiaca. Aún no se había percatado del agujero de bala en la sien.
Una violenta náusea le recorrió el cuerpo. Levantó lentamente la mano derecha. La sentía tan lejana, tan fuera de control… El miedo la impulsaba a salir de allí, a volver al camino por el que no paraba de pasar gente. Por una suerte de mero reflejo se metió la pequeña cartera de cuero en el bolsillo de la chaqueta y gateó por encima del montículo de tierra. La pierna derecha le fallaba, estaba entumecida y dejó de sentirla, la anciana consiguió salir del boscaje y llegar hasta el camino de grava gracias a la voluntad de hierro que la había mantenido sana y fuerte durante ochenta años y cinco días.
Luego se desplomó y perdió la consciencia.
Capítulo 13
—No hay nada que discutir —dijo Inger Johanne.
—Pero…
—Ya está bien, Yngvar, te lo advertí. Te lo dije anoche. Pensé que habías entendido la seriedad del asunto, pero te importó un pimiento. Aunque no te llamo por eso.
—No puedes coger y llevarte…
—Yngvar, no me fuerces a alzar la voz. Ragnhild se va a asustar.
Era una mentira descarada. Yngvar no oía el menor gimoteo y su hija nunca estaba callada mientras dormía.
—¿De verdad te has ido? ¿Lo dices completamente en serio? ¿Te has vuelto totalmente loca, o qué?
—Quizás un poco.
Le pareció percibir la insinuación de una sonrisa y empezó a respirar con un poco más de facilidad.
—Estoy muy decepcionada —dijo Inger Johanne con serenidad—. Y estoy bastante furiosa contigo. Pero de esto podemos hablar más tarde. En estos momentos tienes que intentar escucharme…
—Tengo derecho a saber dónde está Ragnhild.
—Está conmigo y está muy bien. Escúchame, y te prometo por lo más sagrado que te llamo más tarde para que lo hablemos todo. Y mis promesas valen un poco más que las tuyas. Ya lo sabes.
Yngvar apretó las mandíbulas. Cerró el puño y lo levantó para atizar alguna cosa. No encontró más que la pared. Un estudiante de policía se detuvo en seco tres metros más allá en el pasillo. Yngvar bajó la mano, se encogió de hombros y se forzó a sonreír.
—¿Es verdad lo que ha dicho Wencke Bencke en la televisión? —preguntó Inger Johanne.
—No —Yngvar jadeó por lo bajo—. No empieces otra vez con eso. Por favor.
—¡Que me escuches!
—Está bien.
—Te rechinan los dientes.
—¿Y qué quieres?
—¿Es verdad que las cámaras muestran que no hubo tráfico de entrada o de salida de la habitación de la presidenta? ¿En el periodo entre que se acostó y el momento en que se descubrió que había desaparecido, quiero decir?
—No te puedo responder a eso.
—¡Yngvar!
—Es confidencial, ya lo sabes.
—¿Habéis repasado las cintas que muestran lo que pasó después?
—Yo no he repasado nada en absoluto. Soy la liaison de Warren, no investigo el caso de la presidenta.
—¿Estás oyendo lo que te digo?
—Sí, pero yo no tengo nada que ver con…
—¿Cuándo hay más caos en el lugar donde se ha cometido un delito, Yngvar?
El hombre se mordisqueó la uña del pulgar. A Inger Johanne le había cambiado la voz y había moderado ostensiblemente el tono ofendido y poco amigable. Oía a su mujer tal y como era en realidad, en ese modo socrático que tanto admiraba y con el que siempre conseguía que él viera las cosas de otro modo y desde ángulos distintos a los que había manejado durante sus casi treinta años en la Policía.
—En el momento en que se descubre el delito —respondió.
—¿Y?
—Y en los momentos inmediatamente posteriores —añadió entre dudas—. Antes de que se selle la zona y se repartan las responsabilidades. Mientras todo es un mero… caos.
Tragó saliva.
—Exacto —dijo Inger Johanne en voz baja.
—Joder —dijo Yngvar.
—La presidenta no tiene por qué haber desaparecido por la noche. Puede haber desaparecido más tarde. Después de las siete, cuando todo el mundo pensaba que ya había desaparecido.
—Pero… ¡No estaba allí! La habitación estaba vacía y había una nota de los secuestradores…
—Wencke Bencke también sabía eso. Ahora lo sabe toda Noruega. ¿Qué función crees que tenía esa nota?
—La de contar…
—Una nota como ésa engaña al cerebro para que saque conclusiones —lo interrumpió Inger Johanne, que había empezado a hablar más rápido—. Nos hace pensar que algo ya ha pasado. Estoy segura de que después de leerla, el Secret Service se limitó a echar un vistazo a su alrededor. Era una suite enorme, Yngvar. Es probable que comprobaran el cuarto de baño, y tal vez abrieran un par de armarios. Pero el propósito principal de esa nota era sacarlos de allí. Tan rápidamente como fuera posible. Y si la escena de un crimen normal es un verdadero caos, me puedo imaginar cómo debía de estar el hotel Opera ayer por la mañana. Con las autoridades de dos países distintos…
El silencio entre ellos era absoluto.
Por fin pudo oír a Ragnhild, que se reía a carcajadas mientras alguien hablaba con ella. No distinguía las palabras y era difícil determinar el sexo de la voz. Sonaba burda y gruesa, pero no era del todo la de un hombre.
—¿Yngvar?
—Aquí sigo.
—Tienes que conseguir que comprueben las grabaciones de la hora posterior a que dieran la alarma. Yo diría que ocurrió algo al cabo de unos quince o veinte minutos.
Él no respondió.
—¿Oyes?
—Sí —respondió él—. ¿Dónde estás?
—Esta noche te llamo. Te lo prometo.
Luego colgó.
Yngvar se quedó unos segundos mirando fijamente el teléfono. El hambre ya no le molestaba, se le había quitado.
Capítulo 14
Fayed Muffasa tenía cuatro años más que su hermano. Eran llamativamente parecidos, aunque su hermano tenía el pelo más corto e iba más arreglado que Al Muffet, que llevaba unos vaqueros y una camisa de franela a cuadros. Al estaba a punto de meterse en el coche para llevar a su hija menor al colegio cuando apareció su hermano Fayed y se bajó de un coche de alquiler con una amplia sonrisa.
«Se parece tanto a mí —pensó Al, y le tendió la mano—. Siempre se me olvida lo mucho que nos parecemos.»
—Bienvenido —dijo con seriedad—. Has llegado más pronto de lo que esperaba.
—Es igual —dijo Fayed, como si la molestia fuera para él—. Te espero aquí hasta que vuelvas. ¡Hola, Louise! —Se agachó ante la ventanilla del coche—. ¡Qué mayor estás! Tú eres Louise, ¿verdad? —le gritó mientras le indicaba por gestos que bajara la ventanilla.
Ella prefirió abrir la puerta y salir.
—Hola —dijo con timidez.
—Qué guapa eres —exclamó Fayed extendiendo los brazos—. ¡Y qué bonito es esto! ¡Qué gusto de aire!
Respiró hondo y sonrió.
—Nos gusta vivir aquí —dijo Al—. Puedes…
Se dirigió hacia la casa, abrió la puerta y la dejó de par en par.
—Acomódate —dijo señalando la cocina—. Prepárate algo de comer si tienes hambre. Aún queda café en el termo.
—Muy bien —Fayed sonrió—. He traído cosas para leer. Me voy a buscar un buen sillón para relajarme. ¿Cuándo volverás?
Al le echó un vistazo a su reloj de pulsera y vaciló.
—Dentro de menos de una hora. Primero tengo que llevar a Louise y luego voy al centro a hacer un recado. Alrededor de tres cuartos de hora, diría yo.
—Hasta ahora —dijo Fayed entrando en la casa.
La puerta de malla metálica se cerró de un portazo tras él.
Louise se había vuelto a meter en el coche. Al Muffet condujo despacio por el camino de gravilla hasta salir a la carretera.
—Parecía muy agradable —dijo Louise.
—Seguro.
La carretera estaba en mal estado porque nadie había tapado aún los muchos hoyos producidos por el desgaste del invierno. En realidad a Al Muffet no le molestaba. La irregularidad de la calzada forzaba a quienes pasaban por ahí a disminuir la velocidad. Rodeó una colina a pocos cientos de metros de su propio terreno y detuvo el coche.
—¿Adónde vas, papá?
—A achicar agua —dijo con una sonrisa rápida y salió.
Pasó por encima de la cuneta y se dirigió a la espesura sobre la cima de la colina. Lentamente se abrió paso entre la fronda, procurando mantenerse todo el rato a resguardo de los grandes arces que crecían junto a una enorme roca que hacía equilibrios al borde un pequeño barranco.
Fayed había vuelto a salir. Estaba en el camino de gravilla, a medio camino entre la casa y la carretera. Pareció vacilar un poco antes de dirigirse a la verja. La bandera del buzón estaba bajada, el cartero aún no había pasado. Fayed estudió el buzón, que Louise había pintado el año anterior de color rojo con un caballo azul que galopaba en ambos costados.
Fayed enderezó la espalda y empezó a caminar de vuelta a la casa. Esta vez iba más decidido y aceleró el paso. Se detuvo junto al coche alquilado y se metió dentro. Allí se quedó sin poner en marcha el motor. Podía dar la impresión de que hablaba por el teléfono móvil, pero a esa distancia era difícil de determinar.
—¡Papá! ¿Vienes ya?
Al retrocedió entre dudas.
—Voy —murmuró, y atravesó con esfuerzo la fronda—. Ahora voy.
Se cepilló las hojas y las ramitas antes de meterse en el coche.
—Voy a llegar muy tarde —se quejó Louise—. Es la segunda vez este mes, ¡y es culpa tuya!
—Que sí —murmuró Al Muffet con la cabeza en otro lado y metió la marcha.
Quizá su hermano tuviera ganas de estirar las piernas. Tal vez no tuviera hambre. Era normal que quisiera tomar el aire después de un viaje tan largo. Pero ¿por qué se había vuelto a sentar en el coche? ¿Por qué había venido su hermano? ¿Y por qué, por primera vez según recordaba, había sido tan amable?
—¡Mira por dónde vas!
De pronto giró el volante hacia la derecha y evitó por los pelos salirse del camino. El coche patinó hacia el otro lado y él pisó el freno por puro reflejo. La rueda de atrás quedó atascada en la profunda cuneta. Al Muffet volvió a soltar el freno y el coche se aceleró hasta que al fin quedó atravesado en medio de la carretera.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Louise.
«Sólo un pequeño ataque de paranoia», pensó Al Muffet, e intentó volver a poner en marcha el coche mientas decía:
—No pasa nada, bonita. Cálmate. Ya está.
Capítulo 15
La presidenta de Estados Unidos había perdido la noción del tiempo.
En eso es en lo que había intentado concentrarse.
Al meterla en el coche, le habían quitado el reloj de pulsera y le habían puesto una capucha en la cabeza. Las dos cosas sucedieron tan inesperadamente que no se había resistido, pero cuando el motor se puso en marcha, se recompuso y calculó que el viaje había durado media hora escasa. Los hombres no habían intercambiado ni una palabra, así que pudo contar en paz. Le habían atado las manos por delante, no a la espalda, y como la sentaron sola en el asiento trasero, pudo ayudarse con los dedos. Cada vez que llegaba al número sesenta, se agarraba el dedo siguiente. Cuando al cabo de diez minutos se le acabaron los dedos, se arañó a sí misma en la palma de la mano, con una uña aseada y medio larga. El dolor la ayudaba a recordar. Tres rasguños. Treinta minutos. Más o menos media hora.
Oslo no era grande. ¿Un millón de habitantes? ¿Más?
Lo único que le permitía ver algo en la habitación era una débil bombilla rojiza que estaba montada en la pared, junto a la puerta cerrada. Fijó la vista en lo rojo e inspiró hondo.
Debía llevar ya bastante tiempo allí. ¿Habría dormido? Había orinado en un rincón de la habitación. Era difícil bajarse los pantalones con las manos atadas, pero pudo hacerlo. Fue peor volvérselos a poner. ¿Cuántas veces había estado en la caja de cartón llena de papel de periódico? Intentó recordar, calcular, agarrar el tiempo.
Tenía que haber dormido.
Oslo no era grande.
No era demasiado grande. No llegaba al millón de habitantes.
Suecia era la más grande. Estocolmo era la más grande.
«Concéntrate. Respira y piensa. Tú sabes hacer esto. Tú sabes.»
Oslo era pequeño.
¿Medio millón? Medio millón.
No creía haber dormido en el coche, pero ¿y después?
Sentía el cuerpo como si fuera de plomo. Le resultaba doloroso moverse. Llevaba demasiado tiempo en la misma postura. Intentó separar los muslos con cuidado y descubrió con sorpresa que se había orinado encima. El olor no le molestaba, no olía a nada.
«Respira. Tranquila. Has dormido. Concéntrate.»
Recordaba cómo había llegado con el avión.
La ciudad trepaba por las colinas que la rodeaban y el fiordo se abría paso hasta el núcleo de la urbe.
Helen Lardahl Bentley cerró los ojos contra la roja penumbra. Intentó rememorar las impresiones que tuvo cuando el Air Force One se acercaba al aeropuerto al sur de Oslo.
Al norte. Estaba al norte de la ciudad, por fin lo recordó.
Cerrar los ojos la ayudaba.
Los bosques en torno a la capital no le parecían en absoluto tan salvajes ni estremecedores como los describían las sagas familiares, como le contaba su abuela cuando estaba sentada en su regazo. La anciana nunca había puesto un pie en la vieja patria, pero la imagen que le había inculcado a sus hijos y a sus nietos era muy viva: Noruega era bella, aterradora y por todas partes había abruptas montañas.
Pero no era verdad.
A través de la ventana del Air Force One, Helen Bentley había visto algo completamente distinto. El paisaje era amable. Había colinas y montes, con restos de nieve en las laderas que daban hacia el norte. Los árboles habían empezado a reverdecer, en el tono claro que le correspondía a aquella época del año.
¿Cómo de grande era Oslo?
No podían haber llegado muy lejos.
El hotel, por lo que había entendido, estaba en medio de la ciudad. En media hora no podían haberla llevado muy lejos.
Habían girado varías veces. Tal vez fueran maniobras necesarias, pero también podían haberlo hecho para despistarla. Aún podría estar en el centro.
Pero también podría estar equivocada. Podría estar completamente equivocada. ¿Se habría quedado dormida? ¿No se habría quedado en realidad dormida?
En el coche no había dormido. Había mantenido la cabeza fría y había contado los segundos. Cuando retorcía las manos, notaba tres rayas con la yema del dedo. Tres rayas eran treinta minutos.
La capucha que le habían puesto en la cabeza estaba húmeda y olía de un modo extraño.
¿Habría dormido?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Los abrió como platos. No debía llorar. Una gota se desprendió de su ojo y se deslizó por el puente de la nariz hacia la boca.
No llorar.
Pensar. Abrir los ojos y pensar.
—Eres la presidenta estadounidense —se susurró, y apretó las mandíbulas—. ¡Eres las presidenta de Estados Unidos, goddammit!
Resultaba difícil concentrarse en una idea. Todo se le escapaba. Era como si el cerebro se hubiera atascado en un loop de vídeo sin sentido, en un confuso collage de imágenes cada vez más inconexas.
«Responsabilidad, —se dijo, y se mordió la lengua hasta sangrar—. Tengo una responsabilidad. Conozco el miedo. Estoy familiarizada con él. He llegado tan lejos como puede llegar una persona, y a menudo he tenido miedo. No se lo he mostrado a nadie, pero los enemigos me asustan. El miedo me espabila. Me aclara la cabeza y me hace lista».
La sangre tenía un dulce sabor a hierro caliente.
Helen Bentley estaba entrenada para manejar el miedo.
Pero no el pánico.
El pánico la atontaba. Ni siquiera el familiar puño de hierro que le agarraba la coronilla conseguía atormentarla lo suficiente como para sacarla del confuso estado de pánico paralizante en el que se encontraba desde que vinieron a buscarla a la suite del hotel. La adrenalina no le había dejado la cabeza clara y lúcida, como solía pasar antes de una reunión conflictiva o de una emisión televisiva importante. Al contrario. Cuando el hombre junto a su cama le susurró su breve mensaje, la existencia quedó paralizada en un dolor tan intenso que el hombre había tenido que ayudarla a levantarse.
Sólo una vez antes había sentido lo mismo.
Hacía ya mucho tiempo, y tendría que haberlo olvidado.
«Tendría que haberlo olvidado. Por fin lo he olvidado.»
Lloraba con callados sollozos. Las lágrimas estaban saladas y se mezclaban con la sangre que emanaba de la lengua reventada. Era como si la luz junto a la puerta creciera y generara amenazadoras sombras por todas partes. Incluso cuando volvía a cerrar los ojos, se sentía envuelta en una oscuridad peligrosa. Y roja.
«Tengo que pensar. Tengo que pensar con lucidez.»
¿Se habría quedado dormida?
La sensación de haber perdido completamente la noción del tiempo la aturdía mucho más de lo que se había imaginado. Por un momento sintió que llevaba varios días fuera, luego consiguió controlar el curso de sus pensamientos y volvió a intentar razonar.
«Escucha. Escucha a ver si oyes algún ruido.»
Se esforzó. Nada. Todo estaba en silencio.
Durante la cena, el primer ministro noruego le había contado que la celebración sería muy ruidosa, que toda la población estaría en la calle.
—This is the children's day —había dicho.
Al reconstruir un suceso real tenía algo a lo que agarrarse, algo a lo que amarrar los pensamientos para que no se soltaran y revolotearan como hojas en el viento. Quería recordar. Abrió los ojos y fijó la vista en la bombilla roja.
El primer ministro había tartamudeado y había usado una chuleta.
—We don't parade our military forces —dijo con marcado acento—. As other nations do. We show the world our children.
No había escuchado el chillido de un solo niño desde que llegó a aquel bunker vacío con la horrorosa luz roja. Ninguna fanfarria. Sólo el silencio absoluto.
El dolor de cabeza no se dejaba ahuyentar. Tal y como estaba sentada, con las manos atadas con unas finas tiras de plástico que se le clavaban en la piel de las muñecas, no podía hacer su ritual habitual. Desesperada, pensó que lo único que podía hacer era permitir que llegara el dolor y esperar clemencia.
«Warren», pensó apáticamente.
Luego se durmió, en medio de la peor jaqueca que había tenido en toda su vida.
Capítulo 16
Tom Patrick O'Reilly se encontraba en la esquina de Madison Avenue con East 67th Street y añoraba su casa. El vuelo había sido largo y no había conseguido dormir. Desde Riad hasta Roma había ido solo. Había tenido la sensación de que lo transportaba un robot. El piloto no salió de la cabina de mando hasta que llegaron a Roma, donde lo saludó con un breve movimiento de cabeza antes de abrir la puerta del avión. En ese momento faltaban exactamente veinte minutos para el siguiente despegue de un avión de línea en dirección a Newark. Tom O'Reilly estaba seguro de que lo iba a perder, pero de pronto apareció una mujer vestida de uniforme, no sabría decir de dónde salió, y consiguió que pasara por todas las compuertas de seguridad de modo mágico.
El viaje de Riad hasta Nueva York le había llevado justo catorce horas, y la diferencia horaria le producía malestar. Nunca acababa de acostumbrarse a ello. El cuerpo parecía más pesado de lo habitual y hacía mucho que la rodilla no le dolía tanto. Había intentado cancelar un par de reuniones que, según el plan, iba a mantener en Nueva York esa misma tarde.
Lo único que quería era volver a su casa.
La última comida con Abdallah había transcurrido en silencio. Los platos eran exquisitos, como siempre, y Abdallah sonreía de aquel modo indescifrable mientras comía despacio y con orden, empezando por un lado del plato y acabando por el otro. Como de costumbre, la familia no comía con ellos. Estaban sólo ellos dos, Abdallah, Tom y un silencio creciente. Incluso los criados desaparecieron una vez servida la fruta, y las velas se apagaron. Sólo las grandes lámparas de terracota a lo largo de las paredes arrojaban algo de luz sobre la habitación. Al final Abdallah se había levantado y se había marchado con un callado buenas noches. A la mañana siguiente, un criado despertó a Tom y vino una limusina a buscarlo. Al meterse en el coche, el palacio parecía desierto y él no había vuelto la vista atrás.
Tom O'Reilly se encontraba en el cruce de dos calles de Upper East Side y aplastaba un sobre entre las manos. Una extraña indecisión lo inquietaba, casi le daba miedo. La amenazadora águila del buzón de correos parecía dispuesta a atacar. Dejó su pequeña maleta en el suelo.
Era obvio que podía abrir la carta.
Intentó mirar a su alrededor sin que resultara demasiado evidente. Las aceras estaban repletas de gente. Los coches pitaban violentamente. Una mujer mayor, con un perrito faldero en brazos, lo empujó un poco al pasar; llevaba gafas de sol, a pesar de que el cielo estaba gris y lloviznaba. Al otro lado de la calle se fijó en tres adolescentes que hablaban airadamente entre ellos. Lo estaban mirando, pensaba Tom. Sus labios se movían, pero resultaba imposible escuchar lo que decían a través del jaleo de la gran ciudad. Una chica le sonrió cuando sus miradas se cruzaron, iba empujando un carrito y llevaba poca ropa para el tiempo que hacía. Un hombre se detuvo justo al lado de Tom. Miró el reloj y abrió un periódico.
«No seas paranoico —se dijo Tom, y se acarició el cuello—. Son gente normal. No te están vigilando. Son norteamericanos. Son norteamericanos normales y corrientes, estoy en mi propio país. Este es mi país, y aquí estoy seguro. ¡No seas paranoico!»
No podía abrir el sobre.
Podía tirarlo.
Tal vez debería acudir a la Policía.
¿Con qué? Si el envío era ilegal, se quedaría atascado en un montón de investigaciones y sería confrontado con el hecho de que había llevado la carta al país. Si todo estaba en orden y Abdallah le había dicho la verdad, habría traicionado al hombre que durante muchos años se había encargado de él.
Abrió poco a poco el sobre exterior. Sacó el interior con la parte de atrás hacia arriba. La carta no estaba lacrada, simplemente la habían cerrado del modo normal. No tenía remitente. Cuando estaba a punto de darle la vuelta al sobre para ver a quién iba dirigida, se quedó petrificado.
Lo que no supiera, no podía hacerle daño.
Aún podía tirar el sobre. A pocos metros de distancia había una papelera. Podía tirar la carta, acudir a sus reuniones e intentar olvidar todo el asunto.
Nunca conseguiría olvidarlo, porque sabía que Abdallah nunca lo olvidaría a él.
Con decisión soltó la carta en el buzón de correos azul. Agarró su maleta y echó a andar. Al pasar por delante de la papelera, arrugó el sobre exterior, que no llevaba nombre, y lo tiró dentro.
No había nada malo en enviar una carta.
No era un delito hacerle un favor a un amigo. Tom enderezó los hombros y respiró hondo. Quería solventar sus reuniones lo antes posible e intentar coger un avión a Chicago al final de la tarde. Iba a volver con Judith y los niños, y no había hecho nada malo.
Eso sí, estaba tremendamente cansado.
Se detuvo ante un paso de peatones y aguardó la luz verde.
Tres taxis pitaban con enfado, se peleaban por el carril interior para entrar en Madison Avenue. Un perro no dejaba de ladrar y las ruedas chillaban contra el asfalto. Una niña gritaba y protestaba porque la madre la llevaba a rastras, se colocaron al lado de Tom y la adulta le sonrió a modo de disculpa. Él le devolvió una sonrisa llena de comprensión y dio un par de pasos hacia la calzada.
Cuando, un par de minutos más tarde, la Policía llegó al lugar de los hechos, las versiones de los testigos divergían en todas las direcciones. La madre de la niña estaba casi histérica y no pudo aportar gran cosa sobre lo que había sucedido cuando aquel hombre corpulento y de mediana edad había sido arrollado por un Taurus verde. Se aferraba a su hija y lloraba a lágrima tendida. El hombre del Taurus también estaba destrozado, sollozaba algo como «de pronto» y «cruzó en rojo». Algunos de los transeúntes se encogían de hombros y murmuraban que no habían visto nada, mientras miraban el reloj a hurtadillas y salían corriendo en cuanto la Policía les daba permiso.
Sin embargo, dos de los testigos parecían muy lúcidos. Uno de ellos, un hombre de unos cuarenta años, se encontraba en el mismo lado de la calle que Tom O'Reilly cuando todo aquello sucedió. Juraba que el hombre se había tambaleado, antes de que la luz se pusiera verde, y que se había derrumbado hacia la calle. Un desmayo, pensaba el testigo chasqueando la lengua elocuentemente. Estuvo dispuesto a proporcionar su nombre y su dirección a la alterada policía, y miró de soslayo la figura que yacía inmóvil en medio del cruce.
—¿Está muerto? —preguntó en voz baja, y recibió un sí en respuesta.
El otro testigo, un hombre más joven, con traje y corbata, se encontraba en el otro lado de la calle 67 en el momento del suceso. Daba una versión de los hechos que coincidía en gran medida con la primera. La policía apuntó también sus datos personales y se sintió aliviada al poder tranquilizar al abatido conductor diciendo que había sido todo un terrible accidente. El hombre respiró más tranquilo y, al cabo de pocas horas, y gracias a los lúcidos testigos, volvía a ser libre.
Poco más de una hora después de la muerte de Tom O'Reilly, el lugar estaba completamente despejado. El cadáver había sido identificado muy deprisa y se lo llevaron de allí. El tráfico continuó como antes. Aunque por un tiempo los restos de sangre en la calzada hacían que algún que otro transeúnte se sorprendiera un instante, sobre las seis de esa misma tarde cayó un chaparrón que eliminó del asfalto el último indicio de que allí había sucedido algo trágico.
Capítulo 17
—¿Quién te ha dado la idea?
El policía que, sentado ante el monitor del gimnasio de la Comisaría General, se había pasado día y medio repasando unas cintas que no mostraban más que un pasillo vacío, miraba a Yngvar Stubø con suspicacia.
—No es lógico —añadió con un poco de agresividad—. A nadie se le podría ocurrir que hubiera algo interesante en las grabaciones después de que la mujer desapareciera.
—Sí —dijo el comisario jefe Bastesen—. Es completamente lógico, y una verdadera vergüenza que no se nos haya ocurrido antes. Pero lo hecho, hecho está. Será mejor que nos enseñes lo que puedas.
Warren Scifford por fin había vuelto. A Yngvar le había llevado media hora dar con él. El norteamericano no cogía el móvil y en la embajada tampoco atendían el teléfono. Al llegar, sonrió y se encogió de hombros sin dar mayores explicaciones sobre dónde había estado. Cuando entró en el gimnasio se quitó el abrigo, el aire era irrespirable.
—Fill me in —dijo agarrando una silla libre, se sentó y se arrimó a la mesa.
Los dedos del policía volaron por el teclado. La pantalla parpadeó en azul hasta que la imagen se aclaró. Habían visto la escena muchas veces: dos agentes del Secret Service se dirigían a la puerta de la suite presidencial. Uno de ellos llamaba.
El contador digital de la esquina superior izquierda de la pantalla marcaba las 07.18.23.
Los agentes aguardaban unos segundos y luego uno de ellos ponía la mano sobre el pomo.
—Es curioso que la puerta estuviera abierta —murmuró el policía, que tenía los dedos listos sobre el teclado.
Nadie dijo nada.
Los hombres entraron y desaparecieron de la zona que cubría la cámara.
—Deja que corra la cinta —dijo Yngvar y se apuntó la hora.
07.19.02
07.19.58
Dos hombres salían precipitadamente.
—Aquí es donde hemos dejado de mirar —dijo el policía con desánimo—. Aquí paraba y rebobinaba hasta las doce y veinte.
—Cincuenta y seis segundos —dijo Yngvar—. Permanecen cincuenta y seis segundos en la habitación antes de salir corriendo y dar la alarma.
—Menos de un minuto en más de cien metros cuadrados —dijo Bastesen restregándose la barbilla—. No es un gran registro.
—Would you please speak English —dijo Warren Scifford, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Sorry —dijo Yngvar—. Como ves, no llevaron a cabo una inspección demasiado rigurosa. Vieron que la habitación parecía vacía, leyeron la nota y that's about it. Pero ahora espera. Mira… ¡Mira esto!
Se echó hacia la pantalla y señaló. El policía del teclado había hecho avanzar la cinta hasta una imagen en la que se vislumbraba un movimiento en la parte baja de la pantalla.
—Una… ¿camarera?
Warren entornó los ojos.
—Un camarero —lo corrigió Yngvar.
El limpiador era un hombre bastante joven. Llevaba un práctico uniforme y empujaba un gran carrito que tenía estantes para los botecitos de champú y otras cosillas y, delante, una cesta profunda y aparentemente vacía para las sábanas sucias. El hombre vaciló un segundo antes de abrir la puerta de la suite y entrar con el carro por delante.
—07.23.41
Yngvar leyó los números despacio.
—¿Tenemos controlado lo que sucedía en esos momentos? ¿En el resto del hotel?
—No del todo —dijo Bastesen—. Pero puedo decir, sin miedo a equivocarme, que casi todo era… un caos. Lo más importante es que nadie estaba mirando las cámaras de vigilancia. Había saltado la alarma general y teníamos problemas para…
—¿Ni siquiera vuestra gente? —lo interrumpió Yngvar, que miró a Warren.
El norteamericano no respondió. Tenía los ojos pegados a la pantalla. El contador indicaba las 07.25.32 cuando el limpiador volvió a salir. Tuvo dificultades para pasar el carro por la puerta. Las ruedas se le resistían, y la parte delantera se atascaba durante varios segundos hasta que por fin conseguía salir al pasillo.
La cesta estaba llena. Estaba cubierta con una sábana o una toalla grande; una de las esquinas colgaba del borde. El carro se acercaba a la cámara y la cara del limpiador era visible.
—¿Trabaja allí? —preguntó Yngvar en voz baja—. De verdad, quiero decir. ¿Es un empleado?
Bastesen asintió con la cabeza.
—Tenemos a gente fuera buscándolo en estos momentos —susurró—. Pero ese tipo de ahí… —Señaló al hombre que caminaba detrás del joven limpiador pakistaní; un hombre corpulento vestido con traje y zapatos oscuros. El pelo era tupido y corto, y tenía la mano apoyada contra la espalda del pakistaní, como para meterle prisa. Llevaba algo que podía recordar a una pequeña escalera plegable—. Sobre ese tipo por ahora no sabemos nada. Pero hace sólo veinte minutos que hemos visto esto, así que estamos trabajando en…
Yngvar no le escuchaba. No le quitaba el ojo de encima a Warren Scifford. El norteamericano tenía la cara de un pálido grisáceo y una fina capa de sudor se le había extendido por la frente. Se mordía el nudillo de un dedo y seguía sin decir nada.
—¿Pasa algo? —preguntó Yngvar.
—Mierda —respondió Warren con contención, y se levantó tan bruscamente que la silla estuvo a punto de volcarse.
Cogió el abrigo de la silla y vaciló un momento antes de repetir, con tanta fuerza que todo el mundo en la sala se dio la vuelta:
—Shit! Shit!
Agarró con vehemencia el brazo de Yngvar. El sudor le pegaba los rizos del flequillo a la frente.
—Tengo que ver otra vez esa habitación de hotel. Ahora.
Luego salió precipitadamente hacia la puerta. Yngvar intercambió una mirada con el comisario jefe Bastesen, luego se encogió de hombros y salió corriendo detrás de él.
—No ha dicho quién le ha dado la idea —dijo el policía del monitor de mal humor—. La idea de comprobar las grabaciones posteriores. ¿Te has enterado de quién es el genio?
La mujer de la mesa de al lado se encogió de hombros.
—Bueno, me he ganado un descanso —dijo el hombre, y se fue a buscar algo que se pareciera a una cama.
Capítulo 18
Helen Lardahl Bentley había dormido profundamente. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había pasado, pero recordaba que estaba sentada en la silla cuando le dio el ataque de jaqueca. Ahora estaba tumbada de costado, en el suelo. Los músculos le escocían y le dolían. Al intentar incorporarse, se dio cuenta de que tenía el brazo y el hombro derecho amoratados. Un fuerte chichón sobre la sien le dificultaba abrir el ojo.
Debería de haberse despertado de la caída. Tal vez el choque con el suelo la hubiera dejado inconsciente. Debía de llevar así mucho tiempo. No conseguía levantarse. El cuerpo no la obedecía. Tenía que acordarse de respirar.
Sus pensamientos vagaban. Era imposible agarrarse a nada. Por destellos veía a su hija —de bebé, de niña, de adolescente rubia, la más guapa de todas— y luego desaparecía. Billie era absorbida por la luz de la pared, como en un hoyo rojo oscuro; Helen Bentley pensaba en el entierro de su abuela paterna y en la rosa que había dejado sobre el ataúd; era roja y estaba muerta, y la luz le cortaba los ojos.
Respira. Dentro. Fuera.
La habitación estaba demasiado tranquila. Anormalmente silenciosa. Intentó gritar, pero todo lo que consiguió emitir fue un débil gemido que desapareció como en una gruesa almohada. Las paredes no devolvían la resonancia.
Tenía que respirar, tenía que respirar bien.
El tiempo daba vueltas sobre sí mismo. Le parecía ver números y relojes por toda la habitación y cerró los ojos al chaparrón de manecillas con forma de flecha.
—Quiero levantarme —gritó con voz ronca, y consiguió, por fin, incorporarse.
La pata de la silla se le clavó en la espalda.
—I do solemnly swear… —dijo, cruzando la pierna derecha sobre la izquierda— that I will faithfully execute…
Se dio la vuelta. Tuvo la sensación de que los músculos de sus piernas estuvieran a punto de reventar cuando al fin consiguió ponerse de rodillas. Apoyó la cabeza contra la pared y apreció vagamente que era blanda. Se ayudó con el hombro y, con un último esfuerzo, consiguió levantarse por completo.
—… the office of President of the United States.
Tuvo que dar un paso a un lado para no caer. Las tiras de plástico se adentraban cada vez más en la piel de sus muñecas. De pronto sentía la cabeza ligera, como si el cráneo hubiera sido vaciado de todo lo que no fuera el eco de los latidos de su propio corazón. Como se encontraba a pocos centímetros de la pared, se quedó de pie.
Había una sola puerta en la habitación y estaba en la pared opuesta. Tenía que cruzar el cuarto.
Warren la había traicionado.
Tenía que averiguar por qué, pero tenía la cabeza vacía: era imposible pensar y tenía que moverse por el suelo. La puerta estaba cerrada, de pronto lo recordaba, ya lo había comprobado antes. Las mullidas paredes se tragaban el poco ruido que conseguía hacer, y era imposible abrir la puerta. Aun así, era lo único que tenía, porque detrás de las puertas siempre existe la posibilidad de otra cosa, de otra persona, y tenía que conseguir salir de aquella caja insonora que estaba a punto de quitarle la vida.
Con cuidado, colocó un pie delante del otro y empezó a caminar por el suelo oscuro que parecía moverse.
Capítulo 19
Yngvar Stubø estaba empezando a comprender por qué a Warren Scifford se le conocía como «The Chief».
No recordaba gran cosa al indio Jerónimo. Ciertamente tenía los pómulos altos, pero los ojos hundidos, la nariz estrecha y una barba tan tupida que ya había empezado a marcar una fuerte sombra grisácea. Aquella misma mañana el hombre estaba recién afeitado. El pelo gris caía en suaves rizos, un poco demasiado largos sobre la frente.
—No —dijo Warren Scifford deteniéndose ante la puerta de la suite presidencial del hotel Opera—. No sé quién es el hombre de la cinta de la cámara de vigilancia.
La cara era impasible y la mirada directa, sin revelar nada en absoluto. No había rastro de indignación en el rostro por la pregunta, ninguna sorpresa auténtica o fingida sobre la descarada insinuación de Yngvar.
—Dio la impresión de que sí —insistió Yngvar, manoseando la llave—. Desde luego que dio la impresión de que lo conocías.
—Entonces es que te produje una impresión falsa —dijo Warren sin pestañear—. ¿Entramos?
El cúmulo de sentimientos que había sufrido en el gimnasio no había tenido mucho del indio, pero era evidente que ya se había sobrepuesto. Entró en la suite con las manos en los bolsillos y se colocó en medio de la habitación, donde permaneció un buen rato.
—Suponemos que la sacaron metida en la cesta de la ropa sucia —recapituló, daba la impresión de que hablaba para sí mismo—. Lo que significa que la habían escondido en algún sitio cuando entraron los dos agentes, a las siete pasadas.
—O que se había escondido —dijo Yngvar.
—¿Cómo?
Warren se giró hacia él y sonrió sorprendido.
—Podían haberla escondido —dijo Yngvar—. Pero también puede que se hubiera escondido. Lo uno es algo más pasivo que lo otro.
Warren se acercó lentamente a la ventana y se quedó allí dándole la espalda a Yngvar. Reclinó el hombro con indiferencia contra el marco, como si estuviera comprobando las vistas sobre el fiordo de Oslo.
—Así que piensas que ella misma podía estar implicada —dijo de pronto sin darse la vuelta—. Que la presidenta de Estados Unidos podría haber participado en su propia desaparición en un país extranjero. Muy bien.
—Eso no es lo que he dicho—intervino Yngvar—. Sólo insinúo que hay muchas explicaciones posibles, que en una investigación como ésta hay que mantener todas las posibilidades abiertas.
—Eso queda descartado —respondió Warren con calma—. Helen nunca pondría a su país en una situación así. Jamás.
—Helen —repitió Yngvar sorprendido—. ¿La conoces así de bien?
—Sí.
Yngvar esperaba una explicación más detallada, pero no la obtuvo. Warren se puso a dar vueltas por la gran suite, caminaba despacio y con las manos en los bolsillos. Era difícil determinar lo que estaba buscando realmente, pero su mirada corría por todas partes.
El noruego miró su reloj a hurtadillas. Eran las seis menos veinte. Quería irse a casa. Quería llamar a Inger Johanne y averiguar de qué iba en realidad aquella excursión suya y por supuesto, dónde estaba. Si conseguía irse pronto, aún cabía la posibilidad de que tanto ella como Ragnhild volvieran a casa antes de la noche.
—Así que podemos suponer que los agentes sólo revisaron la habitación muy por encima antes de salir corriendo —dijo Yngvar intentando que el estadounidense se comunicara un poco más—, con lo cual hay muchos escondites posibles. Los armarios de allí, por ejemplo. ¿Habéis interrogado a los hombres, por cierto? ¿Les habéis preguntado lo que hicieron aquí dentro?
Warren se detuvo ante las puertas dobles de roble claro. No las abrió.
—De verdad que la decoración de esta habitación es preciosa —dijo—. Me encanta el uso escandinavo de la madera. Y las vistas… —extendió la mano derecha y volvió hacia la ventana— son magníficas. A excepción de la obra de allí abajo. ¿Qué va a ser?
—Una ópera —dijo Yngvar dando unos pasos hacia él—. De ahí viene el nombre del hotel. Pero escucha, Warren, este secretismo tuyo no le conviene a nadie. Entiendo que este caso puede tener consecuencias para Estados Unidos que nosotros ni comprendemos ni podemos comprender. Pero…
—Os contamos todo lo que necesitáis saber. Puedes estar tranquilo.
—Cut the crap —le espetó Yngvar.
Warren se giró de repente. Se forzó a sonreír, como si la explosión de Yngvar lo divirtiera.
—No nos infravalores —dijo Yngvar, el inusual enfado le sonrojaba las mejillas—. Es una estupidez por tu parte. No me infravalores a mí. Deberías ser más listo.
Warren se encogió de hombros y abrió la boca para decir algo.
—Conocías al hombre de la cinta —gruñó Yngvar—. A ninguno de los que estábamos allí nos cabe la menor duda. Y no hace falta llevar treinta años en la Policía para entender que el tipo tiene que haber pasado toda la noche dentro de la habitación. Lo que estás buscando no es el escondite de la presidenta.
»Ella podría haber estado escondida en cualquier sitio. Debajo de la cama, dentro del armario. —Yngvar señaló por la habitación—. En realidad podría haberse escondido detrás de las cortinas, si tenemos en cuenta lo mal… —se le escapó algo de saliva que alcanzó a Warren en la cara. Este no hizo un solo gesto e Yngvar dio otro paso hacia él mientras tomaba aire antes de proseguir—, lo increíblemente mal que trabajaron vuestros superagentes en la escena del crimen. ¡La señora podría haber estado colgada de la lámpara del techo sin que ellos la descubrieran!
—Se asustaron —dijo Warren.
—¿Quiénes?
—Los agentes. Como es obvio no lo dicen, pero eso fue lo que les pasó. Las personas asustadas trabajan mal.
—¿Se asustaron? ¿Se asustaron? ¿Me estás diciendo que los mejores agentes de seguridad del mundo…? ¡Que tus chicos gurkha se asustaron!
Por fin Warren retrocedió un poco. Su expresión de indiferencia tuvo que dejar paso a algo que parecía incredulidad. Yngvar lo interpretó como arrogancia.
—No pareces tú mismo —dijo el norteamericano.
—Tú no me conoces.
—Conozco tu fama. ¿Por qué crees que pedí que fueras precisamente tú mi liaison?
—Te puedo asegurar que me lo he preguntado muy en serio —dijo Yngvar, ya más tranquilo.
—Los gurkhas son soldados. El Secret Service no es un ejército.
—Whatever —murmuró Yngvar.
—Pero tienes razón. Quiero averiguar dónde se escondió el hombre del traje.
—¡Pues vamos a buscar el sitio de una vez!
Warren se encogió de hombros y señaló la habitación contigua. Yngvar asintió y se dirigió hacía la puerta abierta. Por un momento se detuvo, esperando a que Warren lo siguiera, pero el norteamericano se había detenido en medio de la habitación. Miraba fijamente un punto del techo.
—Han revisado el sistema de ventilación —dijo Yngvar con impaciencia—. Una rejilla metálica situada dos metros más allá en el tubo impide el paso. No ha sido manipulada.
—Pero esta rejilla de aquí —dijo Warren, la voz se le había agudizado por lo mucho que estaba echando hacia atrás la cabeza—. Las cabezas de los tornillos tienen unas marcas. ¿Lo ves?
—Por supuesto que hay marcas —dijo Yngvar, que se quedó de pie en el vano de la puerta que daba al despacho de la suite—. La ha desmontado la Policía para comprobar si el sistema de tubos podía ser una vía de escape.
—Pero ahora sabemos más —dijo Warren agarrando un sillón—. Ahora no estamos buscando una vía de escape, sino un escondite, ¿no es verdad?
Se encaramó a la silla, colocó con cuidado una pierna sobre cada uno de los anchos reposabrazos y se sacó una navaja multiusos del bolsillo de la chaqueta.
—¿El Secret Service no utiliza perros? —preguntó Yngvar.
—Sí.
Warren había sacado un pequeño destornillador de la navaja roja.
—¿Y los perros no hubieran reaccionado ante el olor de una persona en el techo?
—La Madame Président es alérgica —jadeó Warren; desatornilló uno de los cuatro tornillos que mantenían la rejilla metálica sujeta al techo—. El Secret Service utiliza los perros bastante tiempo antes de que llegue ella. Así luego se puede pasar la aspiradora. Ayúdame, por favor.
Soltó el último tornillo de la rejilla metálica. Era cuadrada y tenía algo menos de medio metro de anchura, casi se le escapa cuando se desprendió de pronto.
—Toma —dijo tendiéndosela a Yngvar—. Asumo que ya han tomado muestras de las huellas dactilares y esas cosas.
Yngvar asintió con la cabeza. Warren bajó de un salto, con notable elegancia.
—Necesito subirme en algo más alto que esto —dijo, y miró a su alrededor—. Preferiría no tocar nada allí arriba.
—Mira esto —dijo Yngvar en voz baja, alzó la rejilla y entornó los ojos—. Mira esto, Warren.
El norteamericano se agachó hacia él, sus cabezas se rozaban levemente y Warren miró por encima de las gafas.
—¿Pegamento? ¿Cinta adhesiva?
Volvió a meter el destornillador en la navaja multiusos y sacó un punzón. Con delicadeza comprobó la masa casi transparente y pegajosa; no podía tener más de un milímetro de grosor y tal vez medio centímetro de largo.
—Ten cuidado —le advirtió Yngvar—. Voy a mandarlo a que lo analicen.
—Pegamento —repitió Warren enderezándose las gafas—. ¿Quizá los restos de una cinta adhesiva de doble cara?
Yngvar miró sin querer al techo, donde un borde de metal esmaltado rodeaba al hueco. La iluminación de la habitación impedía ver los detalles dentro del agujero. Sólo el reflejo de una lámpara de mesa informaba de que el tubo de ventilación estaba hecho de aluminio mate. Pero dos diminutas manchas en el marco blanco le interesaron más que el hueco interior.
—Está claro que necesitamos algo a lo que subirnos —dijo Warren dirigiéndose a la habitación contigua—. Tal vez podamos…
El resto desapareció en un murmullo.
—Voy a llamar a la gente —dijo Yngvar—. Esto es responsabilidad de la Policía de Oslo y…
Warren no contestó.
Yngvar lo siguió a la otra habitación. Un gran escritorio estaba colocado en medio de la habitación. La superficie estaba desnuda, aparte de un hermoso ramo de flores y de una carpeta de cuero que Yngvar supuso que contendría papel de escribir. Ante las puertas de cristal había una cama turca con bellos cojines de seda en tonos rosados y rojos. Iban a juego con las cortinas y con la pared del fondo, cubierta con un papel de inspiración japonesa.
En la pared opuesta, detrás de un conjunto de sillones, había una robusta estantería de madera maciza. Podía tener metro y medio de alto. El norteamericano probó a moverla.
—Está suelta —dijo, y sacó una decena de libros y una fuente de cristal—. Ayúdame un poco.
—Este no es nuestro trabajo —dijo Yngvar, y sacó su teléfono móvil.
—Ayúdame —dijo Warren—. Sólo quiero mirar, no tocar.
—No. Voy a llamarlos para que vengan.
—Yngvar —dijo Warren, desanimado; extendió los brazos—. Tú mismo lo has dicho. Han revisado esta suite de cabo a rabo y han asegurado todas las pistas. A pesar de eso se les ha…, a alguien se le ha escapado un detalle. Los dos somos policías con experiencia. No vamos a estropear nada. Sólo quiero echar un vistazo. ¿De acuerdo? Luego puede venir tu gente a hacer lo suyo.
—No son mi gente —murmuró Yngvar.
Warren sonrió y empezó a tirar de la estantería. Yngvar vaciló aún un momento y luego agarró, reacio, del otro extremo. Entre los dos consiguieron trasladar la estantería a la habitación principal y la colocaron justo debajo del agujero abierto.
—¿La sujetas?
Yngvar asintió. Warren probó a apoyar el pie en el primer estante. Lo aguantó bien y, con la mano derecha apoyada sobre el hombro de Yngvar, subió hasta la cima. Tuvo que agachar la cabeza para estudiar las dos pequeñas manchas.
—Esto también es pegamento —murmuró sin tocar—. Parece la misma sustancia que la de la rejilla.
Introdujo la cabeza por el hueco.
—Hay sitio suficiente —constató, su voz sonaba hueca y grumosa por la resonancia de las paredes de metal—. Es perfectamente posible…
El resto fue indescifrable.
—¿Qué has dicho?
Warren sacó la cabeza del agujero del techo.
—Como creía —dijo—. Es lo bastante grande para un hombre adulto. Y estos amigos tuyos…
Dobló las rodillas y se dejó caer al suelo.
—Espero que aseguraran las pruebas del agujero antes de meterse para comprobar el obstáculo.
—No me cabe duda de que lo hicieron.
—Pero esto no lo han visto —dijo Warren encorvándose de nuevo sobre la rejilla suelta.
—Eso no lo sabemos, en realidad.
—¿Quedarían restos si lo hubieran descubierto? ¿No se habrían llevado la rejilla para investigarla?
Yngvar no respondió.
—Y esto —dijo Warren señalando con la navaja un punto en medio de la rejilla—. ¿Los ves? ¿Los rayajos?
Yngvar entornó los ojos hacia una raya casi invisible en el metal blanco. Algo había raspado el metal sin atravesarlo del todo.
—Genial en toda su sencillez —dijo calladamente.
—Sí —dijo Warren.
—Alguien ha desatornillado la rejilla, la ha atravesado con una varilla enganchada a un hilo o a una cinta de algún tipo, ha puesto celo de doble cara en el borde de la rejilla…
—Y se ha metido dentro —concluyó Warren—. Y luego bastó con colocar la rejilla tirando de ella. Y ahí se tumbó. Eso explica la pequeña escalera que llevaba. —Señaló el techo con el pulgar—. No tenía más que bajarse cuando…
—Pero ¿cómo narices ha podido entrar aquí? —lo interrumpió Yngvar—. ¿Me puedes explicar cómo una persona ha podido meterse en una suite que va a usar la presidenta de Estados Unidos, preparar todo esto…? —Señaló el techo y luego la rejilla que estaba sobre la mesa—. ¿Cómo ha podido instalarse en un canal de ventilación, salir de allí y llevarse a la presidenta, y salirse con la suya? —Carraspeó antes de continuar, abatido y en voz baja—. Y todo eso en una habitación que fue revisada minuciosamente tanto por la Policía noruega como por el Secret Service pocas horas antes de que la presidenta se fuera a acostar. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser eso posible?
—Aquí hay muchos cabos sueltos —dijo Warren, que puso la mano sobre el hombro del noruego.
Yngvar hizo un movimiento casi imperceptible y Warren apartó la mano.
—Tenemos que averiguar a qué hora se conectó la cámara de vigilancia —se apresuró a proponer—. Y si la apagaron en algún momento. Tenemos que averiguar cuándo se revisó por última vez la habitación antes de que la Madame Président volviera de la cena. Tenemos…
—Nosotros no —intervino Yngvar, que volvió a sacar el teléfono móvil—. Hace mucho que debería haberlos llamado. Esta es tarea de los detectives. No tuya. Ni mía.
Mantuvo la mirada fija en Warren mientras esperaba respuesta. El estadounidense volvía a estar tan inexpresivo como cuando llegaron a la suite media hora antes. Cuando consiguió contactar, Yngvar se giró y se dirigió a las ventanas que daban al fiordo de Oslo mientras mantenía la conversación en voz baja.
Warren Scifford se dejó caer en un sillón. Miraba fijamente el suelo. Los brazos colgaban a ambos costados, como si no supiera dónde meterlos. El traje ya no parecía igual de elegante. Se le había arrugado y el nudo de la corbata estaba suelto.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Yngvar cuando acabó la conversación; de pronto se giró.
Warren se enderezó la corbata a toda prisa y se levantó. El abatimiento desapareció con tanta rapidez que Yngvar no estaba seguro de haber visto bien.
—Todo —dijo Warren, que se rio un poco—. Todo anda mal en estos momentos. ¿Nos vamos?
—No. Voy a esperar a que lleguen mis compañeros. No deberían tardar demasiado tiempo.
—Entonces —contestó Warren cepillándose la manga derecha de la chaqueta—, espero que no tengas nada en contra de que yo me retire.
—Faltaría más —replicó Yngvar—. Llámame cuando me necesites.
Tenía ganas de preguntarle a Warren adónde iba, pero algo lo detuvo. Si el norteamericano quería jugar a los secretos, desde luego pensaba dejarle que lo hiciera tranquilo.
Yngvar tenía otras cosas en las que pensar.
Capítulo 20
—Tengo otras cosas de las que ocuparme —dijo. Se pasó el teléfono de la mano derecha a la izquierda para sentarse en el asiento del copiloto de un coche de la Policía del Distrito de Oslo—. Llevo trabajando desde las siete y media de la mañana y ahora tengo que irme a casa.
—Tú eres el mejor —intervino la voz al otro lado del teléfono—. Eres el mejor, Yngvar, y esto es lo más cerca que hemos estado de una buena pista.
—No. —Yngvar estaba completamente sereno cuando puso la mano sobre la parte de abajo del teléfono y le susurró al conductor—: Calle Haugen número 4, por favor. Entrando desde la carretera de Maridalen, justo antes de llegar a Nydalen.
—Hola —dijo la voz al otro lado del teléfono.
—Aquí sigo. Me voy a casa. Me habéis dado una misión como liaison, y estoy intentando cumplirla lo mejor que puedo. La verdad es que me parece… poco profesional eso de querer de pronto meterme en…
—Al contrario, es muy profesional —dijo el comisario jefe Bastesen—. Este caso exige que en cada ocasión empleemos las mejores fuerzas del país. Con independencia de las listas de guardias, el rango y las horas extra.
—Pero…
—Como es obvio lo hemos hablado con tus superiores. Puedes considerar esto una orden. Ven.
Yngvar cerró los ojos y soltó aire poco a poco. Los volvió a abrir cuando el conductor dio un frenazo en la rotonda junto a Oslo City. Un jovenzuelo en un Golf desvencijado los adelantó a toda velocidad.
—Cambio de planes —dijo Yngvar, abatido—. Llévame a la Comisaría General. Hay quien piensa que este día todavía no ha sido lo bastante largo. —Le rugieron las tripas. Yngvar se acarició la barriga y sonrió al conductor a modo de disculpa—. Y para en una gasolinera —añadió—. Tengo que comerme una salchicha… o tres.
Capítulo 21
Adallah al-Rahman tenía hambre, pero aún tenía un par de cosas que hacer antes de tomar la última comida del día. Primero quería ver a su hijo menor.
Rashid dormía profundamente, con un caballito de peluche bajo el brazo. El chico por fin había podido ver la película con la que andaba dando la lata y estaba tumbado boca arriba, con las piernas separadas y expresión de total satisfacción. Hacía un buen rato que se había deshecho de la manta. El pelo negro azabache le había crecido demasiado. Los rizos parecían regueros de graso petróleo contra la seda blanca.
Abdallah se arrodilló y arropó al chico con delicadeza. Lo besó en la frente y le colocó mejor el caballito.
Habían visto La jungla de cristal, protagonizada por Bruce Willis.
La película, que tenía ya casi veinte años, era la favorita de Rashid. Ninguno de sus hermanos mayores comprendía por qué. Para ellos estaba completamente pasada de moda, los efectos especiales eran patéticos y el héroe ni siquiera molaba del todo. Para los seis años de Rashid, en cambio, las escenas de acción eran perfectas: eran irreales y le recordaban a los dibujos animados, por eso no asustaban de verdad. Además, en 1998 los terroristas eran europeos. Aún no les había dado tiempo a convertirse en árabes.
Abdallah miró el enorme poster de la película que colgaba sobre la cama. La lamparilla de noche, que Rashid todavía tenía permiso para tener encendida porque le daba miedo la oscuridad, arrojaba una luz débil y rojiza sobre la cara amoratada de Bruce Willis, medio cubierta por el Nakatomi Plaza, una torre en llamas. El actor tenía la boca entreabierta, como embobado, y mantenía la mirada fija en lo impensable: un atentado terrorista en un rascacielos.
Abdallah se levantó para irse y permaneció un rato de pie en el umbral. En la penumbra, la boca de Bruce Willis se convertía en un gran agujero negro. A Abdallah le pareció percibir en sus ojos los reflejos rojizos de la violenta explosión: una furia incipiente.
El atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 había sido obra de unos locos. Abdallah lo había comprendido de inmediato. Recibió una llamada muy alterada de un contacto en Europa y alcanzó a ver cómo el United Airlines Flight 175 se estrellaba contra la torre sur. La torre norte ya estaba en llamas. Eran algo más de las seis de la tarde en Riad y Abdallah no fue capaz de sentarse.
Permaneció durante dos horas delante de la pantalla del televisor. Cuando por fin consiguió apartarse para responder a algunos de los muchos mensajes de texto que le habían llegado, se dio cuenta de que el atentado contra el World Trade Center podía acabar siendo tan fatídico para los árabes, como Pearl Harbor lo fue para los japoneses.
Abdallah cerró la puerta de la habitación de su hijo. Tenía más cosas que hacer antes de cenar. Se encaminó hacia las dependencias del palacio destinadas a oficina, que estaban en el ala este, para aprovechar el sol de la mañana antes de que el calor imposibilitara el trabajo.
Ahora el edificio estaba a oscuras y en silencio. Los pocos empleados que consideraba necesario tener allí vivían en un pequeño complejo de viviendas que había construido dos kilómetros más cerca de Riad. Sólo a los criados privados les estaba permitido permanecer en el palacio después del horario de trabajo, e incluso ellos tenían los dormitorios a cierta distancia de los edificios principales, en unas construcciones bajas, de color arena, que estaban junto a la verja de entrada.
Abdallah cruzó el patio entre las alas del palacio. La noche era clara y, como siempre, se tomó tiempo para detenerse junto al estanque de las carpas y mirar las estrellas. El palacio estaba lo suficientemente alejado de las luces de la gran ciudad como para que el cielo pareciera agujereado por millones de puntos blancos: algunos diminutos y palpitantes; otros, grandes estrellas que relumbraban. Se sentó en un banco bajo y sintió la brisa de la noche contra la cara.
Abdallah era un pragmático cuando se trataba de la religión. La familia mantenía las tradiciones musulmanas y él se encargaba de que sus hijos recibieran enseñanzas sobre el Corán, además de su exigente formación académica. Abdallah creía en las palabras del profeta: había hecho su hajj y pagaba su azaque con orgullo. Aunque para él era todo una cuestión personal, una relación entre él y Alá. Solía pronunciar sus cinco rezos diarios, pero no si andaba mal de tiempo. Y tiempo cada vez tenía menos, aunque eso no le preocupaba. Abdallah al-Rahman estaba convencido de que Alá, en la medida en que se preocupara por cosas así, comprendía perfectamente que atender los negocios propios podía ser más importante que seguir las reglas del salat punto por punto.
Y tenía grandes reparos en mezclar la política y la religión. Alabar a Alá como la única divinidad y reconocer a Mahoma como su enviado, era un ejercicio espiritual. La política, y por tanto también los negocios, no versaba sobre el espíritu, sino sobre la realidad. En opinión de Abdallah, la división entre política y religión no era sólo necesaria para la política. Aún más importancia le concedía a proteger la pureza y la dignidad de la fe frente al cinismo, y con frecuencia la brutalidad, necesaria en los procesos políticos.
En los negocios era un infiel, sin más dioses que él mismo.
Cuando Al Qaeda atacó Estados Unidos en septiembre de 2001 con semejante brutalidad, se indignó tanto como la mayoría de los seis mil millones de habitantes del planeta.
La agresión le resultó repugnante.
Abdallah al-Rahman se veía a sí mismo como un guerrero. Su desprecio por Estados Unidos era igual de fuerte que el odio que le tenían al país los terroristas. Además, el asesinato era un medio que Abdallah aceptaba y que, de vez en cuando, empleaba; pero debía usarse con precisión y sólo por necesidad.
La agresión ciega era siempre malvada. Él mismo conocía a varios de los muertos en Manhattan. Tres de ellos incluso eran empleados suyos, aunque no lo supieran, como es natural. La mayoría de sus compañías norteamericanas eran propiedad de holdings que a su vez estaban vinculados con conglomerados internacionales que ocultaban con eficiencia al verdadero propietario. Por medio de los rodeos habituales, Abdallah se encargó de que las familias de los asesinados no sufrieran económicamente. Eran norteamericanos, todos ellos, y no tenían ni idea de que los generosos cheques del jefe del difunto provenían de un hombre de la misma patria de origen que Osama bin Laden.
La agresión ciega no sólo era malvada, sino también estúpida.
A Abdallah le costaba comprender que un hombre inteligente y educado pudiera caer en algo tan tonto como el terrorismo.
Abdallah conocía bien al líder de Al Qaeda. Tenían más o menos la misma edad y ambos nacieron en Riad. Durante la infancia y la juventud frecuentaban los mismos círculos, la pandilla de hijos de millonarios que rodeaban a los incontables príncipes de la casa de Saud. A Abdallah le gustaba Osama. Era un chico amable, suave, atento y mucho menos fanfarrón que los demás jóvenes que se regodeaban en su riqueza y rara vez contribuían lo más mínimo al cuidado de las fortunas familiares que emanaban de las enormes zonas desérticas del país. Osama era listo y aplicado en el colegio, y los dos chicos habían acabado muchas veces en un rincón conversando en voz baja sobre filosofía y política, religión e historia.
Cuando murió el hermano mayor de Abdallah y la vida sin responsabilidades como hijo menor tocó a su fin, perdió el contacto con Osama. Fue mejor así. A finales de la década de 1970, el hombre que más tarde se convertiría en líder de los terroristas experimentó un despertar político-religioso, proceso que se aceleró cuando a la Unión Soviética se le metió en la cabeza invadir Afganistán.
Cada uno siguió su camino y nunca volvieron a verse.
Abdallah se levantó del banco. Extendió los brazos hacia el cielo y sintió cómo se le estiraban los músculos hasta el límite del desgarro. El fresco aire de la noche le sentaba bien.
Se dirigió relajadamente hacia el ala este.
El ataque de Al Qaeda a Estados Unidos había sido una acción fundada en el odio puro, pensaba cada vez que volvía a sorprenderse de la falta de comprensión del amigo de su infancia por Occidente.
Abdallah conocía las limitaciones del odio. Durante su convalecencia en Suiza tras la muerte de su hermano, había entendido que el odio era un sentimiento que nunca se podría permitir tener. Ya en aquel momento, con sólo dieciséis años, comprendió que la racionalidad era la herramienta más importante de todo guerrero, y que la razón era irreconciliable con el odio.
Por añadidura, el odio siempre se reproducía a sí mismo.
Atacar tres edificios con cuatro aviones y asesinar a cerca de tres mil personas había bastado para desencadenar un contraodio y un miedo tan colosal que el pueblo empezó a aceptar que sus propias autoridades cometieran barbaridades. Con la esperanza de que nunca volvieran a atacarlos, los norteamericanos estuvieron más que dispuestos a socavar su propia constitución, pensaba Abdallah. Aceptaron las escuchas telefónicas y los arrestos arbitrarios, los registros y la vigilancia de personas a un nivel que llevaba más de doscientos años siendo impensable.
Habían cerrado filas del mismo modo que todos los pueblos en todas las épocas han cerrado filas contra los enemigos externos.
Abrió la gran puerta tallada de su despacho. La lámpara de su escritorio estaba encendida y arrojaba una luz amarilla sobre las muchas alfombras del suelo. Los equipos informáticos zumbaban por lo bajo y un suave aroma a canela le hizo abrir el armario junto a la ventana. Una tetera caliente y humeante estaba lista sobre un soporte de plata, el último criado siempre la dejaba allí antes de retirarse para dejar que Abdallah cumpliera sus obligaciones nocturnas en soledad. Se sirvió.
Esta vez no iban a cerrar filas.
La idea le hizo sonreír un poco y bebió medio vaso antes de sentarse ante el ordenador. Le llevó pocos segundos entrar en las páginas web de Colonel Cars, donde leyó que la dirección lamentablemente tenía que comunicar la defunción del director ejecutivo de la compañía, Tom Patrick O'Reilly, en un trágico accidente. La dirección expresaba su más sincero pésame a la familia del director y podía asegurar que su extensa actividad internacional se seguiría llevando a cabo con lealtad hacia el espíritu del difunto; el año 2005 ya daba muestras de que iba a ser un año récord.
Abdallah había obtenido su confirmación y se desconectó.
Nunca volvió a pensar en su viejo compañero de estudios Tom O'Reilly.
Capítulo 22
El hombre que acababa de recoger en el hospital las pertenencias personales de su difunta madre cerró la puerta tras de sí y entró en su propio salón. Por un momento se quedó desconcertado, mirando fijamente la anónima bolsa con la ropa y la mochila de su madre. Aún la sostenía en la mano y no sabía muy bien qué hacer con ella.
El médico se había tomado tiempo para charlar con él. Había pasado todo muy rápido, le dijo para consolarle, y era probable que la mujer apenas se hubiera enterado de que algo iba mal antes de desplomarse.
Le contó que la había encontrado otro excursionista, pero que por desgracia la anciana murió antes de llegar al hospital. El médico le había sonreído con calidez y franqueza y había dicho que ése era el modo en que él desearía morir: con ochenta años bien llevados y la cabeza en su sitio, en medio del campo en un día de mayo.
Ochenta años y cinco días, pensó el hijo pasándose el dorso de la mano sobre los ojos. Nadie podía quejarse de una edad así.
Dejó la bolsa sobre la mesa del comedor. De alguna manera le resultaba indigno no vaciarla. Intentó vencer su resistencia a revisar las cosas personales de su madre, era como transgredir la primera regla de la infancia: no hurgar en las cosas de los demás.
La mochila estaba encima de todo lo demás. La abrió con cuidado. Lo primero que vio fue una tartera de hojalata. La sacó. En sus tiempos, la tapa tuvo una fotografía del fiordo de Geiranger a pleno sol, atravesado por uno de los antiguos barcos de vapor de lujo, pero ahora no quedaban más que pequeños restos de un mar azul sucio y un cielo grisáceo. Le había regalado una tartera de plástico rojo hacía algunos años, pero ella fue enseguida a la tienda a cambiarla por una batidora, puesto que no tenía ningún sentido sustituir una tartera en perfecto estado.
Tuvo que sonreír al pensar en el adusto gesto de su madre cada vez que intentaba regalarle algo nuevo, y siguió vaciando el resto del contenido de la vieja mochila. Un termo, un envoltorio de chocolate vacío, un desgastado mapa de Nordmarka, una brújula que en ningún caso señalaba el norte: la flecha roja vibraba de acá para allá como si se hubiera bebido el alcohol en el que estaba metida.
Su chaqueta para las excursiones estaba debajo de la mochila. La cogió y se la llevó a la cara. El olor de la anciana y de los bosques hizo que las lágrimas volvieran a sus ojos. Sostuvo ante sí la chaqueta y cepilló con cuidado las hojas y las ramitas que se le habían adherido a una de las mangas.
Algo cayó del bolsillo.
Dobló meticulosamente la chaqueta y la dejó junto a los objetos de la mochila. Luego se agachó para coger lo que había caído al suelo.
¿Una cartera?
Era de cuero y bastante pequeña, aunque era sorprendente lo que pesaba. La abrió y se echó a reír en voz alta.
No debía reírse, carraspeó y abrió los ojos de par en par para no llorar.
La risa no quería soltarlo y empezó a tener problemas para respirar.
Su terca madre se había enfrentado a la muerte con una identificación del Secret Service en el bolsillo.
La cartera se abría como un pequeño libro. El lado derecho estaba ornamentado con una placa de metal dorado en la que un águila desplegaba las alas sobre un escudo con una estrella en el medio. Le recordaba el emblema de sheriff que le había regalado su padre unas navidades, cuando tenía ocho años, y ya no se reía.
En el lado izquierdo, en un bolsillo transparente, había una tarjeta de identidad. Pertenecía a un hombre que se llamaba Jeffrey William Hunter. Un tipo apuesto, a juzgar por la fotografía. Tenía el pelo corto y espeso, y un gesto serio en sus grandes ojos.
El hombre de mediana edad que acababa de perder a su madre era taxista. Hacía ya rato que había comenzado su turno y el coche estaba aparcado ante el edificio. No había mandado aviso de no estar disponible, dar vueltas por la ciudad en el taxi le había parecido igual de triste que quedarse solo en casa y sentir su pena. Pero ya no estaba tan seguro. Estudió el historiado emblema dorado. Por muchas vueltas que le diera, no conseguía comprender por qué su madre había estado en posesión de algo así. La única solución que se le ocurría era que lo hubiera encontrado en el bosque. Tenía que habérsele perdido a alguien.
Había muchos agentes de ésos en la ciudad. Él mismo los había visto, en torno al castillo de Akershus durante la cena oficial celebrada la noche antes del Día Nacional.
Volvió a estudiar el rostro del desconocido.
Estaba muy serio, parecía casi triste.
El taxista se levantó de pronto. Dejó que las cosas de la madre se quedaran sobre la mesa y cogió las llaves del coche del gancho junto a la puerta.
Una identificación del Secret Service no se podía mandar por correo. Tal vez fuera importante. Iba a acudir directamente a la Policía.
En ese mismo momento.
Capítulo 23
—Tú eres y serás siempre un tipo muy particular —dijo Yngvar Stubø.
Gerhard Skrøder estaba más tumbado que sentado en su silla. Mantenía las piernas muy separadas, la cabeza reclinada para mostrar su falta de interés y la mirada fija en algún punto del techo. Las ojeras hacían un sorprendente contraste con la palidez del resto de la piel y provocaban que la nariz pareciera aún más grande. El hombre apodado el Canciller no había tocado ni el café ni la botella de agua mineral que había sacado Yngvar Stubø.
—Me pregunto… —dijo el jefe de sección tirándose despacio de la oreja—. De veras que me pregunto si tenéis claro lo estúpido que es en realidad ese consejo. ¡No te columpies!
Las patas de la silla resonaron contra el suelo.
—¿Qué consejo? —preguntó Gerhard Skrøder, reacio; luego cruzó los brazos sobre el pecho y miró al suelo; los dos hombres aún no se habían mirado a los ojos.
—Esas chorradas que os dicen los abogados sobre mantener silencio en los interrogatorios policiales. ¿No te das cuenta de lo estúpido que es?
—Me ha funcionado otras veces. —El hombre se rio y se encogió de hombros sin enderezarse en la silla—. Joder, además no he hecho na' malo. No está prohibido darse unas vueltas en coche por Noruega.
—¿Lo ves?
Yngvar se rio. Por primera vez se insinuó algo que podría parecer interés en los ojos de Gerhard Skrøder.
—¿Qué coño quieres decir? —preguntó agarrando la botella.
Esta vez miró directamente a Yngvar Stubø.
—Siempre os calláis como muertos. Por eso sabemos que sois culpables. Pero con eso sólo conseguís picarnos, ¿sabes? Vosotros no nos dais nada gratis, pero eso nos predispone para ir a por vosotros con todas nuestras armas. Y como entenderás… —se encorvó sobre la vieja mesa que los separaba—, en un caso como éste, en el que fantaseas con la idea de que no has hecho nada punible, no vas a poder contenerte. A la larga no. Me ha llevado… —echó un vistazo al reloj de la pared— veintitrés minutos conseguir tentarte para que hables. ¿No te das cuenta de que hace siglos que hemos descifrado esa idiotez de código que tenéis? El que es inocente habla siempre. El que habla, con frecuencia, es inocente. El que calla siempre es culpable. Sé qué estrategia elegiría yo, por decirlo así.
Gerhard Skrøder se pasó un dedo índice sucio por el puente de la nariz. Tenía la uña morada y mordisqueada. De nuevo empezó a columpiarse con la silla, adelante y atrás. Se estaba inquietando y se caló la gorra sobre los ojos. Yngvar se estiró para coger un cuaderno de tamaño DIN A4, agarró un rotulador y empezó a escribir sin decir nada más.
No había resultado difícil encontrar a Gerhard Skrøder. Estaba pasando un buen rato con una prostituta lituana en un edificio del barrio de Grunerløkka. El piso aparecía en el extenso registro de la Policía sobre lugares en los que se alojaban los criminales en Oslo; la patrulla que enviaron a buscarlo dio en el blanco al tercer intento. Lo detuvieron a las pocas horas de que Yngvar lo reconociera en la grumosa cinta de la cámara de vigilancia de una gasolinera que abría las veinticuatro horas del día. Había pasado un par de horas macerándose en la comisaría, y luego maldijo en voz alta al ver que era Yngvar Stubø quien venía a buscarlo.
A partir de ahí había guardado silencio, hasta este momento.
Era evidente que el silencio le resultaba más difícil de llevar que todas las preguntas, acusaciones y referencias a pruebas fotográficas de Yngvar. Gerhard Skrøder se mordisqueaba la uña de un pulgar de la que apenas quedaba ya nada. Le temblaba uno de los muslos. Carraspeó y abrió la botella de agua. Yngvar siguió dibujando un patrón psicodélico con rayas y estrellas rojas.
—En todo caso quiero esperar a que venga mi abogado —dijo finalmente Gerhard, que se enderezó en la silla—. Y tengo derecho a saber qué es eso tan malo que creéis que he hecho. Yo no he hecho más que dar vueltas en un coche, con un pasajero ¿Desde cuándo es eso ilegal?
Yngvar le coloco la tapa al rotulador con mucho esmero y lo dejó sobre la mesa Seguía sin decir nada.
—¿Y dónde cojones está Ove Rønbeck? —se lamentaba Gerhard, que al parecer había arrojado a la basura su estrategia inicial—. ¡No tienes derecho a hablar conmigo sin que esté presente mi abogado, ya lo sabes!
—Claro que si —dijo Yngvar—. Claro que tengo derecho. Puedo por ejemplo preguntarte si quieres que te cambie ese café. No lo has tocado y se ha quedado frío.
Gerhard negó con la cabeza con acritud.
—Y además puedo hacerte otro favor —intervino Yngvar levantándose.
Dio unos pasos a lo largo de la mesa antes de sentarse sobre el canto, le daba parcialmente la espalda a Gerhard.
—¿Qué favor? —murmuró el arrestado, que parecía hablarle a la botella.
—¿Te parece bien que te haga un favor antes de que llegue tu abogado?
—¡Joder, Stubø! ¿De qué estás hablando?
Yngvar moqueó y se pasó la manga de la camisa por debajo de la nariz. En la habitación hacía más frío de lo normal. El sistema de ventilación debía de estar mal programado, o tal vez lo hubieran hecho adrede, para ahorrarle el calor al inusual número de policías que estaban trabajando en el edificio las veinticuatro horas del día.
Por lo general, a esas horas, sobre las siete y media de la tarde, los pasillos solían estar desiertos y las puertas cerradas, pero aquella tarde se oían pasos y jaleo, voces y tintineo de llaves, como en una ajetreada mañana de viernes de junio.
Su chaqueta colgaba del respaldo de la silla. Se bajó de la mesa y la cogió. Sonrió mientras se la ponía despacio y dijo:
—Nunca me has gustado, Gerhard.
El hombre se hurgaba la costra de una herida sin decir nada.
—Y tal vez por eso —continuó Yngvar, a la vez que se colocaba las solapas de la chaqueta—, por una vez, me alegra que guardes silencio.
Gerhard abrió la boca para decir algo. Tardó demasiado en cambiar de idea, y la palabra que emitió antes de apretar las mandíbulas se convirtió en un curioso gruñido. Volvió a recostarse en la silla a la vez que se rascaba nerviosamente la entrepierna.
—Me alegra bastante —repitió Yngvar, que lo saludó con la cabeza; le daba la espalda al detenido, como si estuviera hablando a una tercera persona imaginaria—. Porque no me caes bien. Y tal y como te estás comportando, lo mejor que puedo hacer es soltarte. —Se volvió bruscamente y extendió la mano hacia la puerta cerrada—. Puedo dejar que te vayas, porque los que están ahí afuera emplean medios muy distintos a los que puedo usar yo. Muy distintos.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que tal vez ya me he decidido —dijo Yngvar, y volvía a dar la impresión de que le hablaba a alguien que no fuera Gerhard—. Así me ahorro todas estas chorradas. Así me voy a mi casa y no trabajo más por hoy.
Se palpó la chaqueta, como para asegurarse de que las llaves y el monedero estaban en su sitio antes de irse.
—Y además me ahorro volver a verte nunca más. Un sinvergüenza menos en el que gastar las fuerzas de la Policía.
—¿De qué cojones estás hablando?
Gerhard estampó los dos puños contra la mesa.
—Has dicho que querías esperar a tu abogado. —Yngvar sonrió—. Y aquí te puedes quedar a esperarlo, tú sólito. Me aseguraré de que no tenga mucho que hacer. Te soltamos cuando esté arreglado el papeleo. Que tengas buena noche, Gerhard.
Se dirigió a la puerta, abrió el cerrojo y estaba a punto de salir.
—Espera. ¡Espera!
Yngvar seguía con la mano sobre el pomo de la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—¿A quién te refieres? ¿Quién se supone que podría…? ¿De qué cojones estás hablando?
—Pero bueno, Gerhard. A ti te llaman el Canciller, ¿no es verdad? Se pensaría que con semejante título tendrías cierta idea de cómo funcionan las cosas a nivel internacional.
—Joder, yo…
Una fina capa de sudor se había extendido sobre su cara macilenta y, por fin, se quitó la gorra de un tirón. Tenía el pelo aplastado y graso, un mechón le caía sobre los ojos. Intentó apartarlo soplando.
—¿Estás pensando en los norteamericanos? —preguntó.
—Bingo. —Yngvar sonrió—. Buena suerte.
Bajó del todo el pomo.
—Espera. ¡Espera, hombre, Stubø! Los estadounidenses no tienen la puta autoridad como para…
Yngvar se rio en voz alta. Echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó. Las paredes desnudas de la árida habitación hacían que la risa sonara punzante y cortante.
—¿Autoridad ellos? ¿Los norteamericanos?
Se reía tan violentamente que apenas podía hablar. Soltó el pomo y se llevó la mano a la barriga, agitó la cabeza y le faltaba el aire.
El detenido lo miraba con la boca abierta. Tenía mucha experiencia con la Policía y ya había perdido la cuenta de cuántas veces lo había interrogado algún madero idiota. Pero nunca había visto nada como aquello. El pulso empezó a acelerársele. Sentía cómo la sangre latía en sus orejas, se le hizo un nudo en la garganta. Empezaron a salirle manchas rojas bajo los ojos. Se aferraba a la gorra con las manos. Cuando Yngvar Stubø tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse al suelo del ataque de risa, Gerhard Skrøder empezó a rebuscar febrilmente en los bolsillos para encontrar un inhalador. Es lo único que le habían dejado conservar al registrarlo y quitarle todas sus pertenencias. Se lo llevó a la boca. Le temblaban las manos.
—Hacía mucho que no me lo pasaba tan bien —dijo Yngvar secándose los ojos.
—Pero ¿qué me podrían hacer los norteamericanos? —dijo Gerhard Skrøder, la voz sonó tan aguda y débil como la de un niño—. Estamos en Noruega…
Intentó volver a meterse el inhalador en el bolsillo, pero no acertó y se le cayó al suelo. Se agachó para cogerlo y cuando se incorporó Yngvar tenía los puños plantados sobre la mesa y la cara a pocos centímetros de la suya. La barriga y la inusual anchura de los hombros hacían que el policía recordara a un gorila rubio, y no había ni rastro de humor en sus ojos azul pálido.
—Tú te crees muy listo —susurró Yngvar—. Te crees que tienes buena estrella ahí afuera. Te piensas que eres uno de los tíos grandes, sólo porque te mueves en la zona limítrofe de la mafia rusa. Te crees que te las puedes apañar. Te crees lo bastante macho como para manejarte con los cabrones de los criminales albanos y la demás chusma de los Balcanes. Pues olvídalo. Es ahora…, es ahora… —Levantó el dedo índice y lo llevó hasta las narices del arrestado, el volumen de la voz aumentó varios decibelios—. Es ahora cuando te vas a dar cuenta de que eres un mierda. Si de verdad te crees que los norteamericanos se van a quedar tranquilamente sentados viendo cómo soltamos a un gilipollas como tú, es que no tienes ni puta idea. Todos los días, incluso varias veces al día, les informamos de los avances en la investigación. Saben perfectamente que estás aquí en estos momentos. Saben lo que has hecho y quieren…
—Pero si yo no he hecho nada —dijo Gerhard Skrøder, le silbaba la respiración y era evidente que tenía problemas para respirar—. Pero si…, si yo sólo…, sólo…
—Cálmate —dijo Yngvar con sequedad—. Tómate algo más de medicina.
Retrocedió un poco y bajó el dedo.
—Quiero saberlo todo —dijo, mientras el preso inhalaba del bote azul y circular—. Quiero saber quién te encargó este trabajo. Cuándo, dónde y cómo. Quiero saber cuánto te dieron a cambio, dónde está ahora el dinero, con quién más has hablado que esté relacionado con el caso. Quiero los nombres y las descripciones. Todo.
—¿No pueden…? —dijo Gerhard pugnando por tomar aire—. ¿No me pueden llevar a Guantónomo, no?
—Guantánamo —lo corrigió Yngvar mordiéndose en el labio para no soltar una risotada que en este caso sería auténtica—. Quién sabe. Quién coño sabe, en estos tiempos que corren. Han perdido a su presidenta, Gerhard. A efectos prácticos, te consideran un… terrorista.
Yngvar hubiera jurado que las pupilas de Gerhard se dilataron. Por un momento pensó que el detenido había dejado de respirar. Pero luego ahogó un grito y tomó aire a grandes bocanadas. Se pasaba una y otra vez el dorso de la mano por la frente, como si pensara que tenía la funesta palabra escrita en la frente con grandes letras.
—Terrorista —repitió Yngvar chasqueando la lengua—. No es el mejor sello que te pueden poner en Estados Unidos.
—Voy a hablar —dijo Gerhard Skrøder, con el aliento entrecortado—. Lo voy a contar todo, pero entonces me quedo aquí. Me quedo aquí, ¿verdad? ¿Con vosotros?
—Por supuesto —dijo Yngvar con amabilidad y dándole unas palmaditas en el hombro—. Nosotros cuidamos a los nuestros, ya lo sabes. Mientras colaboréis. Ahora nos vamos a tomar una pausa.
El reloj de la pared indicaba que faltaban diecinueve minutos para las ocho.
—Hasta las ocho —dijo sonriendo—. Para entonces seguro que ya ha llegado tu abogado. Y luego lo hablamos todo tranquilamente. ¿De acuerdo?
—Está bien —murmuró Gerhard Skrøder, que ya respiraba con más facilidad—. Está bien. Pero yo me quedo aquí, eh. Con vosotros.
Yngvar asintió con la cabeza, abrió la puerta y se fue, tras cerrar la puerta poco a poco.
—¿Cómo ha ido? —preguntó el comisario jefe Bastesen, que estaba recostado sobre la pared leyendo una carpeta de documentos que cerró en cuanto apareció Yngvar—. ¿Lo de siempre? ¿No suelta prenda?
—Pues parece que sí —dijo Yngvar—. El tipo está listo para cantar. Nos lo va a contar todo a las ocho.
Bastesen se rio entre dientes y cerró el puño en un gesto de triunfo.
—Eres el mejor, Yngvar. De verdad que eres el mejor.
—Parece que sí —murmuró Yngvar—. Al menos soy el mejor haciendo teatro. Pero ahora el ganador del Oscar necesita algo de comer.
Y cuando avanzaba por el pasillo arrastrando los pies, en busca de algo que llevarse a la boca, ni siquiera se dio cuenta de que la gente empezaba a aplaudir a medida que se extendía la noticia de que Gerhard Skrøder se había derrumbado.
Inger Johanne aún no había llamado.
Capítulo 24
La mujer que avanzaba por el largo pasillo del sótano, maldiciendo, perjurando y agitando las llaves para ahuyentar a los fantasmas, fue en su momento la más vieja de las prostitutas callejeras de Oslo. En aquellos tiempos se llamaba Harrymarry; de forma milagrosa, se había mantenido en pie durante más de medio siglo.
—Que las fuerzas del bien vengan en mi apoyo —murmuraba mientras se dirigía al fondo del eterno pasillo arrastrando su pierna coja—. Y que todos los demonios acaben en el hoyo. Rayos y truenos.
Desde la noche de enero de 1945 en que Harrymarry nació en el remolque de un camión en la región de Finnmark, entonces arrasada por la guerra, la mujer no había dejado de desafiar los constantes intentos del destino de acabar con ella. No tenía padres y nunca se adaptó a la familia de acogida que le impusieron. Después de pasar un par de años en un orfanato, se escapó a Oslo para arreglárselas sola. Tenía doce años. Sin ninguna formación, con el nivel de lectura de un niño de seis y un aspecto físico que podría espantar a cualquiera, la profesión llegó por sí sola. En cuatro ocasiones había traído niños al mundo, todos ellos fueron meros accidentes laborales y se los quitaron inmediatamente después del parto.
En el cambio de siglo, la suerte le sonrió a Harrymarry por primera vez en su vida.
Conoció a Hanne Wilhelmsen.
Harrymarry era la testigo clave en un caso de asesinato y, por causas que ninguna de las dos supo más tarde explicar, se mudó a casa de la detective. Desde entonces había sido imposible sacarla de allí. Recuperó su auténtico nombre y se convirtió en aplicada cocinera y asistenta. A cambio sólo quería tres cosas: metadona, una cama limpia y un paquete de tabaco de liar a la semana. Nada más. Al menos hasta que nació la hija de Hanne y Nefis. Entonces Marry dejó de fumar y exigió que se sustituyera la provisión de tabaco por un taco de tarjetas de visita. En un cartón dorado con el canto ribeteado ponía: «Marry Olsen. Institutriz».
Ella misma había elegido el tipo de letra. Ni número de teléfono ni dirección. Y tampoco es que le hicieran falta, puesto que nunca salía y jamás había recibido una visita. El taco de tarjetas se quedó sobre su mesilla; cada noche cogía la primera, la besaba levemente y luego cerraba los ojos a la vez que presionaba la tarjeta contra el pecho y murmuraba su rezo nocturno, siempre el mismo: «Te doy las gracias, querido caballero del Cielo. Te doy las gracias por Hanne y por Nefis y por mi princesita Ida. Soy útil para alguien. Y te lo agradezco. Buenas noches, Dios».
Y luego dormía profundamente durante ocho horas, todas las noches.
Por fin Marry estaba llegando al trastero correcto, tenía la llave lista.
—Habrase visto, qué bobada —se reñía a sí misma—. Una vieja como yo y resulta que le da miedo el miserable sótano. ¡Anda que…!
Extendió su raquítico brazo como para ahuyentar el miedo.
—Ahora vas a entrar en el trastero —se dijo con tono chillón—. Y vas a coger unos edredones y unas cosas para Inger Johanne. Aquí no hay peligros, mujer. ¡Marry, por Dios! Anda que no has visto tú peores fantasmas que los que pueda haber aquí abajo.
Por fin atinó con la cerradura.
—Tanto pijerío… —dijo Marry abriendo la puerta—. ¡No podrían tener trasteros como los de todo el mundo en los barrios buenos! Pues no, qué va…
Tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz.
—Aquí lo que quieren son habitaciones cerradas, con puertas de verdad, y con paredes y de to'. Na' de rejillas de corral y candaos, qué va.
El trastero tenía más de veinte metros cuadrados. Era rectangular y las paredes largas estaban cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo. Estaban llenas de cajas, maletas y multicolores cajones de embalar de IKEA. Todos estaban meticulosamente marcados. Fue Marry la que lo sistematizó todo. Las letras no eran su fuerte, pero a los números y la lógica siempre les encontraba el sentido. Como solía liarse con el alfabeto, las cosas estaban ordenadas por su importancia. En los estantes más cerca de la puerta, estaban guardadas las latas de conservas y la comida desecada que se podía almacenar, por si estallaba una guerra atómica. Luego venía la ropa de invierno, en grandes cajas con agujeros de ventilación. La ropa de bebé de la pequeña Ida estaba guardada en una caja rosa en la que había dibujado un osito; cuando Marry abrió un poquito la tapa y rozó los suaves tejidos con los dedos, comprobó que olía a lavanda.
—Esa es mi chica, Marry, mujer. Gatita mía.
Estaba susurrando. El aroma de la ropa guardada de Ida la tranquilizaba. Avanzó arrastrando los pies hasta alcanzar el fondo, junto a la pared más pequeña, donde los esquís de Nefis y el trineo de Ida estaban amarrados a la pared: «EDREDÓN PA’ INVITAOS».
Tiró de la gran caja y levantó la tapa. El edredón estaba enrollado y amarrado con dos gruesas gomas rojas. Marry se lo metió debajo del brazo, volvió a poner la tapa en su sitio, colocó la caja en el estante y retornó cojeando hasta la puerta.
—Muy bien, muy bien —murmuró aliviada—. Ahora cogemos y nos volvemos al dulce seno del piso.
Estaba a punto de cerrar cuando le pareció oír un ruido.
Un latigazo de adrenalina le hizo contener la respiración.
Nada.
Y luego volvió a sonar. Un estallido sordo, o un golpetazo. Distante, pero esta vez perceptible. Marry soltó el edredón y se cogió las manos presa del pánico.
—Ay, Dios todopoderoso, en nombre de Jesús —exclamó.
Volvió a sonar.
En las profundidades del cerebro de Marry quedaba el último resto de la existencia que había llevado durante casi cincuenta y cinco años, hasta que su vida pegó tan sorprendente giro y todo pasó a ser bueno y luminoso. La huérfana Marry con lo fea y flaca que era, sobrevivió contra todo pronóstico porque era lista. La Marry joven y malhablada consiguió salir con vida de las calles de la prostitución de Oslo en la década de 1960 porque era astuta. La vieja puta Harrymarry había sobrevivido a una existencia de humillaciones y drogas por una única razón: simple y llanamente no se dejaba machacar.
Pero allí en el sótano tenía tanto miedo que creía que se le iba a reventar el corazón. Estaba empezando a marearse. Estaba tentada de sentarse a esperar a que el fantasma viniera y se la llevara, a que la cogiera el demonio, que era lo que ella, en el fondo de su corazón, pensaba que se merecía.
—Y una mierda. Todavía no.
Tragó saliva y apretó las mandíbulas. Y el ruido volvió a sonar.
Era como si alguien estuviera intentando aporrear una puerta, pero no lo consiguiera del todo. Los golpes tenían un aire arrítmico y cojo, pero desde luego no daban la impresión de ser agresivos.
Marry recogió el edredón del suelo de hormigón.
—Resulta que por fin he encontrado la felicidad —se dijo a sí misma—. Y ahora no voy a dejar que venga nadie a darle un susto de muerte a esta vieja chatarra.
Empezó a caminar hacia las escaleras del sótano.
Pong. Pong. Pong.
Marry ya no estaba segura. El sonido salía de la puerta ante la que se encontraba, que estaba pintada de rojo, a diferencia de todas las demás, que eran blancas e iguales. A la altura de la cara habían pegado un cartón con cinta adhesiva amarillenta. Estaba medio arrancado y el texto era prácticamente ilegible, al menos para Marry.
Tenía la sensación de estar oyendo una voz, muy bajito, tal vez fueran sólo imaginaciones suyas.
Para su sorpresa, ya no estaba tan asustada. Un furioso sentimiento de rebeldía había reprimido el miedo. Ésta era su casa y su sótano. Había escogido llevar una vida de aislamiento en la calle Kruse para mantener a los viejos demonios a raya, y no había vivo ni muerto capaz de robarle eso.
Ya no, y nunca más.
—Hola —dijo en voz alta, y llamó a la puerta—. Hola, ¿hay alguien ahí dentro?
Su escuálida mano golpeó la puerta. Hubo un silencio total. Luego retornaron los golpes, fue tan brusco que retrocedió un paso.
El sonido de una voz parecía llegar desde algún sitio muy lejano. Resultaba imposible distinguir las palabras.
—Me cago en… —murmuró Marry, que se rascó la barbilla antes de colocar la oreja contra la puerta—. Ésta tiene que ser la puerta más rara de la ciudad. Abre el cerrojo —gritó contra la superficie de la puerta—. ¡Sólo hay que girar el cerrojo, hombre!
Los golpes continuaron.
Marry estudió la cerradura. Se necesitaba una llave para abrirla, como en todos los demás trasteros. En el interior tenía que haber un pomo, para que no pudiera uno quedarse encerrado en el sótano, o encerrar a alguien.
Tenían que haber manipulado la puerta de algún modo. A Marry ya no le quedaba duda de que había alguien ahí dentro. Ciertos recuerdos pugnaban por salir del fondo de su memoria, experiencias que había intentado dejar fuera, en el mundo que ya no le interesaba y del que nunca jamás quería volver a formar parte.
Ser una puta de la calle no era sólo ser puta. Lo peor era estar a merced de la calle. Marry cerró los ojos para ahuyentar las imágenes de basureros y trasteros, pestilentes colchones en callejones y leñeras, mamadas rápidas en coches sucios que olían a tabaco, comida grasienta y cerdo viejo.
Marry no sabía el número de veces que la habían violado. A medida que fue cayendo en la jerarquía de las prostitutas, fue expulsada de su esquina, le quitaron los clientes, las prostitutas de importación le escupieron —esas malditas rusas—, los jóvenes la humillaron y sus coetáneos la abandonaron; porque se fueron muriendo a su alrededor, uno detrás de otro, y en 1999 Harrymarry era una muerta viviente. Cogía los trabajos que no quería nadie, ni siquiera las chiquillas lituanas que saboteaban el mercado aceptando cincuenta coronas por un polvo sin preservativo.
Harrymarry recordaba un sótano. Recordaba a un hombre.
—Joder, que no pienso recordar nada de nada —chilló Marry y aporreó la puerta roja con las manos—. ¡Te voy a sacar de ahí, mi niña! ¡Espera y verás! ¡La Marry te va a ayudar!
Volvió a su propio trastero arrastrando los pies, lo abrió y cogió la gran caja de herramientas que Nefis constantemente rellenaba con nuevas herramientas que nadie sabía con exactitud para qué servían.
—Ya voy —berreó Marry, y arrastró la caja entera hasta la puerta roja—. ¡Ya voy, cariño!
Marry Oslen estaba en los huesos, pero era fuerte. Y en aquellos momentos además estaba furiosa. Primero arrancó los tapajuntas con un escoplo y arrojó al suelo los restos destrozados de la madera. Luego cogió un martillo y arremetió contra el pomo de la puerta, como si fuera su propio pasado con el que estuviera saldando las cuentas.
El pomo se partió y la puerta seguía igual de cerrada.
—Mierda —gruñó Marry antes de sonarse los mocos con los dedos y limpiarse en la falda de flores—. Aquí hacen falta medios más contundentes.
Marry vació la caja de herramientas. El ruido del metal cayendo contra el suelo de hormigón fue atronador. Cuando volvió el silencio, se oyó el débil eco de los golpes al otro lado de la puerta.
—Ya voy —dijo Marry cogiendo una enorme palanca que había estado en el fondo de la caja.
Con enorme fuerza, introdujo el extremo doblado de la palanca entre la puerta y el marco, junto a la cerradura. Empleó el martillo para ganar unos milímetros y poder empujar, y luego se situó de espaldas a las escaleras, agarró la barra de hierro con las dos manos y tiró con todas sus fuerzas.
La madera crujió. No ocurrió nada.
—Una vez más —jadeó Marry.
La madera cedió. La puerta seguía sin moverse.
—Tal vez por el otro lado —dijo Marry y repitió la operación en el lado opuesto de la puerta.
La cerradura cedió. La puerta se atascó. Estaba torcida y Marry introdujo de nuevo la palanca en la grieta, que ahora era más grande y le permitía fijarla mejor.
—Y ahora tirrraaaaaaamos —chilló, y pegó un respingo cuando la puerta de pronto se abrió unos diez o quince centímetros.
Se le cayó la palanca. Y los oídos le pitaron cuando alcanzó el suelo. Sin vacilar, agarró la puerta y tiró hasta que consiguió agrandar la abertura.
—Ya está, ya está —le dijo a la persona que la miraba desde dentro, sentada en el suelo—. Que ya sé yo cómo son estas cosas. Ahora voy a…
—Help —dijo una mujer con la voz ronca.
«Una zorra rusa», pensó Marry negando con la cabeza.
—Pues yo te voy a ayudar de todas todas —dijo agachándose para agarrar a la amoratada mujer por la cintura—. No voy a permitir que los hombres hagan lo que les salga de los cojones, y se acabó. Menudo cabrón es éste, ¿eh? Y te ha atao y to'. Mira…
Encontró una navaja en la pila de herramientas y cortó las tiras de plástico que mantenían unidas las muñecas de la mujer. Con otro esfuerzo, consiguió ponerla en pie. El olor a orina y heces le llegó a la nariz. Marry echó un vistazo a la parte de dentro de la puerta. Faltaba el pomo.
—Qué astutos son, los cabrones de los hombres —murmuró con voz de consuelo, y acarició delicadamente la cara sanguinolenta—. Ahora te vamos a dar un buen baño, cariño. Ven conmigo.
La mujer intentó andar, pero le fallaron las rodillas.
—Echas una peste que no veas, mi alma. Anda, ven con la Marry.
—Help —susurró la mujer—. Help me.
—Que sí, que sí. Eso es lo que estoy haciendo. Supongo que no entiendes ni papa de lo que te digo. Pero yo he estado ahí, ¿sabes?, yo he estado ahí donde estás tú ahora y…
Y así fue charlando Marry por todo el camino hasta la escalera, y casi tuvo que subir en brazos a la otra los cinco escalones que las separaban del ascensor. Cuando llegó, Marry sonrió de felicidad y consiguió meter a la otra mujer.
—Apóyate aquí —dijo señalando una barandilla de acero—. En un momentito estamos ahí, cariño. ¡Joder, qué pinta tienes!
Y por fin, bajo la fuerte luz de los tubos de neón, Marry pudo estudiar la cara de la mujer. Un enorme chichón en una de las sienes le había amoratado media cara y tenía el ojo cerrado y sangre seca por el cuello.
—Pero la ropa buena no se la quita nadie —dijo Marry un poco escéptica y tocando la chaqueta roja—. Ésta no la ha comprado de segunda mano, no.
Las puertas del ascensor se abrieron.
—Ahora tienes que ser buena y agarrarte a la Marry.
La mujer permanecía apática, con la boca abierta. No había vida en su mirada y Marry le puso sus raquíticos dedos delante de los ojos y los chasqueó.
—¡Hola! ¿Sigues ahí? ¡Vamos!
Con el brazo izquierdo en torno a la cintura de la mujer y el derecho sujetándole el antebrazo, consiguió arrastrarla hasta la puerta de entrada. No quería soltarla para buscar las llaves, así que apretó el timbre con el codo.
Pasaron varios segundos.
—Help —jadeó la mujer.
—Que sí —murmuró Marry con impaciencia y volvió a llamar.
—Marry —dijo Inger Johanne alegremente al abrir la puerta—. Has tardado tanto que…
—Me he encontrado una puta en el sótano —dijo Marry con sequedad—. Creo que es rusa o algo por el estilo, pero habrá que ayudarla igual. A la pobre. Algún cabrón se ha tomado libertades con ella.
Inger Johanne no se movía del sitio.
—¡Aparta, mujer!
—Hanne —dijo Inger Johanne en voz baja, no dejaba de mirar a la mujer—. Tienes que venir.
—Hanne no es de las que le cierran la puerta a una puta a la que le han pegado una paliza —dijo Marry furiosa—. ¡Aparta, mujer! ¡Ahora!
—Hanne —repitió Inger Johanne, mucho más fuerte esta vez—. ¡Ven aquí!
La silla de ruedas apareció al fondo del recibidor, contra las grandes cristaleras sobre las que los árboles del exterior arrojaban la sombra de la tarde. Fue rodando despacio hacia ellas. Las ruedas de goma crujían casi inaudiblemente contra el suelo de madera.
—Que sólo necesita un baño —suplicó Marry—. Y algo de comer, quizá. Anda, sé maja, Hanne. Pero si eres la bondad en persona, guapa.
Hanne Wilhelmsen rodó hasta ellas.
—Madame Président —dijo, e inclinó la cabeza antes de volver a levantar la vista y hacer una pausa imperceptible—. Come in, please. Let's see what we can do to help you.
Capítulo 25
—Bueno, déjame que lo resuma —dijo Yngvar—, para que no haya malentendidos. —Se pasó los dedos por el pelo antes de sentarse con el respaldo de la silla contra la tripa. Un rotulador rojo se balanceaba entre el dedo índice y el pulgar—. Así que te llama un hombre al que nunca has visto antes.
Gerhard Skrøder asintió con la cabeza.
—Y no sabes de dónde es ni cómo se llama.
Gerhard negó con la cabeza.
—Ni tampoco el aspecto que tiene, claro.
El detenido se rascó la nuca y miraba incómodo la mesa.
—Tampoco es que usara un teléfono con cámara.
—Así que me estás diciendo —continuó Yngvar hablando exageradamente despacio y tapándose la cara con las manos— que recibiste un encargo de un tipo con el que sólo has hablado por teléfono y que no sabes cómo se llama. Alguien a quien nunca has visto.
—Bueno, tampoco es que no se haga nunca así.
El abogado Ove Rønbeck alzó la mano derecha casi imperceptiblemente a modo de advertencia.
—Quiero decir que tampoco es tan raro…
—Pues sí, a mí me lo parece. ¿Cómo sonaba?
—Sonaba…
Gerhard se retorcía en la silla como un adolescente al que hubieran pillado propasándose con una chica.
—¿Qué idioma hablaba? —preguntó Yngvar.
—Era noruego, creo.
—Ya —dijo Yngvar, que expulsó aire poco a poco—. ¿Así que hablaba noruego?
—No.
—¿No? ¿Y entonces por qué sacas la conclusión de que era noruego?
El abogado Rønbeck levantó la mano y abrió la boca, pero se volvió a sentar a toda prisa en la silla cuando Yngvar se giró bruscamente hacia él.
—Tienes derecho a estar aquí —dijo—, pero no me interrumpas. No tengo que recordarte lo serio que es este caso para tu cliente. Y por una vez no me interesa demasiado Gerhard Skrøder. Sólo quiero saber… ¡algo más sobre el hombre anónimo que te contrató!
Lo último lo bramó contra Gerhard, que reculó aún más; tenía ya la silla contra la pared, con lo que no le quedaba sitio para su dichoso balanceo. Los ojos le vacilaban, Yngvar se encorvó sobre él y le arrancó la gorra.
—¿No te ha enseñado tu madre que no se lleva gorra dentro de los sitios? —preguntó—. ¿Por qué crees que el hombre era noruego?
—Era como si no hablara del todo inglés, digamos. Más como con… acento.
Gerhard se rascaba la entrepierna cada vez más compulsivamente.
—Tendrías que ir al médico —dijo Yngvar—. Para ya.
Se levantó y se dirigió a una mesa supletoria junto a la puerta. Cogió la última botella de agua mineral, la abrió y se bebió la mitad de un solo trago.
—¿Sabes qué? —dijo de pronto riéndose secamente—. Estás tan acostumbrado a mentir que no eres capaz de contar una historia verdadera de un modo coherente, ni siquiera si te lo propones. Esto sí que es una lesión laboral.
Volvió a dejar la botella y se sentó sobre la silla. Con las manos cruzadas detrás de la nuca, se recostó en el asiento y cerró los ojos.
—Cuéntame —dijo con serenidad—. Cuéntamelo como si estuvieras contando un cuento a un niño, si es que te es posible imaginarte algo así.
—Tengo dos sobrinos —protestó Gerhard, ofendido—. Sé cómo son los niños, coño.
—Muy bien. Estupendo. ¿Cómo se llaman?
—¿Eh?
—Que cómo se llaman tus sobrinos —repitió Yngvar, que todavía tenía los ojos cerrados.
—Atle y Oskar.
—Pues ahora yo soy Atle, y aquí Rønbeck, va a ser Oskar. Y nos vas a contar la historia de cuando el tío Gerhard recibió un encargo de un hombre al que nunca vio.
Gerhard no respondió. Se hurgaba con el dedo en un agujero del pantalón con dibujos de camuflaje.
—Hubo una vez —lo animó Yngvar—. Venga, vamos. Hubo una vez en que al tío Gerhard…
—… lo llamaron por teléfono —dijo Gerhard.
Se quedó callado.
Yngvar dibujó un círculo con la mano.
—Era un número oculto —dijo Gerhard—. No salía en la pantalla. Entonces lo cogí. Era un tipo que hablaba inglés. Pero era como si…, como si no fuera inglés, digamos. Casi parecía… noruego, de alguna manera.
—Mmm —Yngvar asintió con la cabeza.
—Había algo… raro en el idioma, en todo caso. Dijo que tenía un trato muy sencillo que proponerme, y que se podía ganar mucha pasta.
—¿Recuerdas qué palabra usó para decir «pasta»?
—Money, creo. Sí. Money.
—Y esto fue el… —Yngvar ojeó sus anotaciones—. ¿El 3 de mayo? —preguntó mirando a Gerhard, que asintió débilmente y se tiró del agujero creciente de su pantalón—. El martes 3 de mayo, por la tarde. Vamos a sacar una copia de tu registro, así podremos confirmar la hora.
—Pero eso es…
—No podéis…
El abogado Rønbeck y su cliente protestaron a coro.
—¡Calma! ¡Calma! —Yngvar suspiró con desánimo—. El registro de las llamadas de tu teléfono es el menor de tus problemas, en estos momentos. Continúa. No se te da demasiado bien esto de contar historias. Ahora concéntrate.
El abogado y Gerhard se miraron; Rønbeck asintió.
—Me dijo que me guardara los días 16 y 17 de mayo —murmuró el cliente.
—¿Que te guardaras?
—Sí, que no hiciera planes. Que estuviera sobrio. Que me quedara en Oslo. Accesible, digamos.
—¿Y tú no conocías al hombre que te llamó?
—No.
—Pero eso no te impidió aceptar. Ibas a perderte el mayor día de fiesta del año, porque te lo pedía por teléfono un desconocido. Está bien.
—Estaba hablando de mucho dinero. Mucho dinero, me cago en la puta.
—¿Cuánto?
Siguió una larga pausa. Gerhard cogió la gorra de la mesa y estaba a punto de ponérsela en la cabeza por mero reflejo, pero cambió de idea y la volvió a dejar. Seguía sin decir nada. Mantenía los ojos fijos sobre la pernera rota.
—Está bien —dijo finalmente Yngvar—, ya hablaremos de la cantidad más tarde. Pero ¿qué más te dijo?
—Nada. Sólo tenía que esperar.
—¿A qué?
—A que me llamara el 16 de mayo.
—¿Y te llamó?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Por la tarde. No recuerdo bien. Sobre las cuatro, quizá. Sí. A las cuatro pasadas. Yo me iba a tomar unas cervezas con unos colegas en Løkka, antes del partido. El Enga contra el Fredrikstad, en el Ullevål. El tipo me llamó justo cuando iba a salir para allá.
—¿Qué dijo?
—En realidad nada. Sólo quería saber qué iba a hacer.
—¿Ibas?
—Sí… Qué planes tenía para la noche, digamos. Y yo mantuve el acuerdo, no bebí ni nada de eso. Entonces me dijo que tenía que estar en casa como más tarde a las once. Dijo que me merecería la pena. Que me merecería mucho la pena. Así que… —Se encogió de hombros, e Yngvar hubiera jurado que el hombre se sonrojó—. Me tomé un par de cervezas con los chicos, vi el partido y me volví a casa. Quedaron 0-0, así que tampoco había mucho que celebrar. Estaba en casa antes de las once. Y… —Su inquietud era perceptible. Se rascaba el hombro por debajo del jersey mientras restregaba los muslos de lado a lado de la silla. El muslo derecho le temblaba violentamente y no dejaba de guiñar un ojo—. Y entonces llamó. Sobre las once.
—¿Qué dijo?
—¡Ya te lo he contado un millón de veces! ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con esto?
—Me lo has contado dos veces. Y ahora quiero que me lo cuentes una tercera. ¿Qué dijo?
—Que me presentara en la torre del reloj de la Estación Central, Oslo S, algunas horas más tarde. A las cuatro de la mañana. Que me quedara allí hasta que apareciera un tipo con una mujer, que me llevarían a un coche y luego nos iríamos los tres juntos. En la guantera encontraría la ruta de viaje. Y la mitad del dinero. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
—Aún no —dijo Yngvar—. ¿No te parece un encargo un poco extraño?
—No.
—Te encargan dar vueltas en coche por el sur de Noruega, con dos pasajeros a los que no conoces, y dejarte ver por los empleados de varias gasolineras, pero mantenerte oculto de las cámaras de vigilancia. No tienes que hacer nada ni robar nada, simplemente conducir. Luego tienes que aparcar el coche en un bosque cerca de Lillehammer, coger el tren de vuelta a Oslo y olvidarte de todo el asunto. Y esto te pareció estupendo.
—Efectivamente.
—No me vengas con ésas, Gerhard. Concéntrate. ¿Conocías a alguno de los otros? ¿A la señora o al otro tipo?
—No.
—¿Eran noruegos?
—Ni idea.
—No tienes ni idea.
—¡Pues no! ¡No hablamos!
—¿En cuatro horas?
—¡Sí! ¡Quiero decir, no! Mantuvimos la boca cerrada todo el rato.
—No me lo creo. Eso es imposible.
Gerhard se inclinó sobre la mesa.
—¡Te lo juro! Creo que yo probé a hablar un poco, pero el tipo se limitó a señalar la guantera. La abrí y allí estaban las instrucciones, tal y como me había dicho el hombre del teléfono. Decían adonde debía dirigirme y cosas así. Y luego ponía que no teníamos que hablar. Está bien, pensé yo. ¡Joder, Stubø! ¡Te he dicho que te lo iba a contar to'! ¡Créeme, hombre!
Yngvar cruzó las manos sobre el pecho y se humedeció los labios con la lengua. No dejaba de mirar al detenido.
—¿Y dónde están ahora esas instrucciones?
—Están en el coche.
—¿Y dónde está el coche?
—Ya te lo he dicho un trillón de veces: en Lillehammer. Justo al lado de la pista de salto de esquí, allí donde…
—No está allí. Lo hemos comprobado.
Yngvar señaló una nota que le había traído un agente unos diez minutos antes.
Gerhard se encogió de hombros con indiferencia.
—Alguien se lo habrá llevado —sugirió.
—¿Y cuánto te dieron por hacer eso?
Yngvar se había sacado la purera del bolsillo de la camisa y la movía despacio entre las palmas de las manos. Gerhard mantenía silencio.
—¿Cuánto te dieron? —repitió Yngvar.
—Eso da igual —dijo Gerhard en tono huraño—. Ya no tengo el dinero.
—¿Cuánto? —repitió Yngvar.
Como Gerhard seguía mirando fijamente la mesa, sin hacer el menor amago de querer responder, Yngvar se levantó y se acercó a la ventana. Estaba empezando a oscurecer. Las ventanas estaban cerradas. El marco estaba cubierto de polvo y había algún que otro insecto muerto, como gruesos granos de pimienta.
En el césped entre la Comisaría General y la cárcel, había surgido un pequeño pueblo. Dos de los canales de televisión extranjeros habían aparcado sus unidades móviles sobre la hierba e Yngvar contó hasta ocho carpas de fiesta y dieciséis logos de medios de comunicación distintos, antes de dejar de contar. Alzó la mano para saludar amablemente, como si viera a alguien a quien conocía. Sonrió y saludó con la cabeza. Luego se giró, aún con una amplia sonrisa, y se arrimó al lado de la mesa del detenido y se inclinó sobre él. Puso la boca tan cerca de su oreja que Gerhard pegó un respingo.
Yngvar empezó a susurrar, rápido y como resoplando.
—Esto va contra el reglamento —comenzó el abogado Rønbeck, que se levantó a medias de la silla.
—Cien mil dólares —dijo Gerhard, estaba casi gritando—. ¡Me dieron cien mil dólares!
Yngvar lo golpeó en el hombro.
—Cien mil dólares —repitió despacio—. Ya me doy cuenta de que me he equivocado de profesión.
—Había cincuenta mil en la guantera, y luego el tipo ese me dio la misma cantidad en un sobre cuando habíamos acabado. El que iba en el coche, quiero decir.
Incluso al abogado le costaba ocultar su sorpresa. Cayó de vuelta en la silla y empezó a acariciarse nerviosamente la cara. Era como si estuviera buscando algo sensato que decir, pero sin éxito. Acabó rebuscando en los bolsillos y sacando un caramelo. Se lo metió en la boca como si fuera un calmante.
—¿Y dónde está ahora ese dinero? —preguntó Yngvar, con la mano posada pesadamente sobre el hombro de Gerhard.
—Está en Suecia.
—En Suecia. Muy bien. ¿Dónde en Suecia?
—No lo sé. Se lo he dado a un tipo al que le debía dinero.
—Le debías cien mil dólares a alguien —resumió Yngvar con lentitud exagerada, cada vez le apretaba más fuerte el hombro—. Y ya te ha dado tiempo a entregárselo a tu acreedor. ¿Cuándo sucedió eso?
—Esta mañana. Apareció en mi casa. Muy temprano, y esos tipos, la gente de Goteburgo, no son de los que…
—Espera —dijo Yngvar elevando las manos con un brusco gesto de cansancio—. ¡Para! Tienes razón, Gerhard.
El detenido lo miró. Daba la impresión de ser más pequeño, de haber encogido, y era evidente que estaba cansado. La inquietud había pasado a ser un temblor perceptible y tenía agua en los ojos cuando levantó la vista y preguntó débilmente:
—¿Razón en qué?
—En que te tenemos que mantener aquí dentro con nosotros. Da la impresión de que hay mucha más madeja que desenrollar. Necesitas un descanso, y desde luego yo… —el reloj de la pared indicada las nueve menos cuarto— también.
Recogió sus notas y se las metió debajo del brazo. La purera cayó al suelo. Yngvar le lanzó un vistazo, vaciló y la dejó estar. Gerhard Skrøder se levantó con rigidez y siguió voluntariamente al policía que lo iba a llevar a una celda del sótano.
—¿Quién paga cien mil dólares por un trabajo así? —preguntó el abogado Rønbeck en voz baja mientras recogía sus cosas.
Daba la impresión de que hablaba para sí mismo.
—Alguien que tiene una cantidad ilimitada de dinero y que quiere estar cien por cien seguro de que el trabajo se hace —dijo Yngvar—. Alguien con tanto capital como para no preocuparse por lo que cuestan las cosas.
—Da miedo —dijo Rønbeck, tenía la boca tan rígida como la abertura de una hucha.
Pero Yngvar Stubø no contestó. Había sacado el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada perdida.
Ninguna.
Capítulo 26
—¿A la Policía la llamo yo o la llamas tú? —susurró Inger Johanne, con el teléfono en la mano.
—Ninguna de las dos —dijo Hanne Wilhelmsen en voz baja—. Por ahora.
La presidenta de los Estados Unidos estaba sentada en un sofá rojo chillón con un vaso de agua en la mano. El hedor a excrementos, orina y sudor del miedo era tan fuerte que Marry sin demasiada discreción, abrió de par en par una de las ventanas del salón.
—La mujer necesita un baño —les regañó—. No entiendo por qué la tenéis que tener ahí sentada floreciendo en ese olor a mierda. Presidenta y to', y luego la humillamos así.
—Ahora te vas a calmar —dijo Hanne con decisión—. Por supuesto que la mujer se va a poder dar un baño. Y dentro de un rato seguro que también tiene hambre. Ve a hacer algo de comer, por favor. Una sopa. ¿No crees que es lo mejor? ¿Una buena sopa?
Marry salió de salón con sus zapatillas de andar por casa y no dejó de farfullar hasta que llegó a la cocina. Incluso después de que cerrara la puerta detrás de sí, seguían oyendo sus pequeñas maldiciones entre los ruidos de las ollas y las cacerolas que golpeaban secamente la encimera de acero.
—Pero tenemos que llamar —repitió Inger Johanne—. Por Dios… Todo el mundo está esperando…
—Diez minutos más o menos carecen de importancia —dijo Hanne, y empezó a maniobrar la silla hacia el sofá—. Lleva más de día y medio desaparecida. La verdad es que me parece que una presidenta tiene derecho a participar en la decisión. Quizá no quieran que la vean en este estado. Los demás, aparte de nosotras, quiero decir.
—¡Hanne!
Inger Johanne colocó la mano sobre el respaldo de la silla de ruedas para detenerla.
—Tú eres la que has trabajado en la Policía —dijo indignada, al mismo tiempo que intentaba contener el volumen de la voz—. ¡No puede lavarse ni cambiarse de ropa antes de que la investiguen! ¡Es una montaña andante de pruebas! No tenemos ni idea, podría…
—Me importa una mierda la Policía —la interrumpió Hanne—. Pero lo cierto es que ella no me importa una mierda. Y no pienso desperdiciar ni una mota de las pruebas.
Alzó la vista. Tenía los ojos más azules de lo que Inger Johanne recordaba haber visto antes. El círculo negro en torno al iris hacía que parecieran demasiado grandes para su estrecho rostro. Su resolución borraba las arrugas en torno a la boca y hacía que pareciera más joven. No apartó la mirada y, con un pequeño movimiento de la ceja derecha, consiguió que Inger Johanne soltara la silla de ruedas, como si se hubiera quemado. Por primera vez desde que se conocieron apenas medio año antes, Inger Johanne vislumbró a la Hanne sobre la que había oído hablar, pero a la que nunca había visto: la detective brillante, analíticamente cínica y porfiada de cabo a rabo.
—Gracias —dijo Hanne en voz baja, y continuó camino al sofá.
La presidenta seguía en silencio. El vaso de agua, del que apenas había bebido, estaba sobre la mesa ante ella. Mantenía la espalda erguida, las manos reposaban sobre su regazo y miraba un enorme cuadro de la pared.
—Who are you? —dijo de pronto, cuando Hanne se le acercó.
Era lo primero que decía desde que Marry la había metido a rastras en el piso.
—I'm Hanne Wilhelmsen, Madame Président. I'm a retired police officer. Y ésta es Inger Johanne Vik. Puede confiar en ella. La mujer que la encontró en el sótano es Marry Olsen, mi asistenta. Queremos lo mejor para usted, Madame Président.
Inger Johanne no sabía si le sorprendía más que la presidenta pudiera hablar en el estado en que se encontraba, que Hanne hablara de ella como alguien en quien se podía confiar o que el lenguaje que usaba sonara tan inusualmente solemne. Era como si incluso Hanne Wilhelmsen sintiera sumisión al encontrarse ante la presidenta de Estados Unidos, por muy desvalida que pareciera Helen Bentley.
Inger Johanne tampoco sabía bien dónde meterse. No le parecía correcto sentarse, al mismo tiempo que se sentía completamente ridícula, ahí de pie en medio de la habitación, como público no deseado de una conversación íntima. La situación le parecía tan absurda que le costaba aclarar su cabeza.
—Evidentemente vamos a llamar a las autoridades correspondientes —dijo Hanne en voz baja—. Pero he pensado que tal vez quisiera usted asearse antes. En caso de que sea su deseo, por supuesto. Si prefiere…
—No lo haga —la interrumpió Helen Bentley, aún sin moverse, con la mirada todavía fija en el cuadro abstracto de la pared opuesta—. No llame a nadie. ¿Cómo está mi familia? Mi hija… ¿Cómo…?
—Su hija está bien —respondió Hanne con calma—. Según dicen los medios de comunicación, los han puesto bajo protección especial en un lugar secreto, pero dadas las circunstancias están bien.
Inger Johanne estaba como petrificada.
La mujer del sofá tenía la ropa sucia, un ojo destrozado y olía mal. El grotesco chichón del ojo y la sangre seca que le apelmazaba el pelo hacían que se pareciera a las mujeres destrozadas que tanto Inger Johanne como Hanne habían visto con demasiada frecuencia. La presidenta le recordaba algo en lo que Inger Johanne no pensaba nunca, en lo que nunca quería pensar, y por un momento se sintió mareada.
Tras más de diez años investigando sobre violaciones, casi había conseguido olvidar por qué había empezado con eso. El motor que la impulsaba siempre había sido un inmenso deseo de comprender, el profundo sentimiento de necesitar entender lo que en el fondo le resultaba completamente inexplicable. Ni siquiera en aquel momento, después de una tesis doctoral, dos libros y más de una docena de artículos científicos, se sentía mucho más cerca de la verdad acerca del motivo por el que algunos hombres emplean su superioridad física contra las mujeres y los niños. Y cuando escogió ampliar el permiso de maternidad, disfrazó la decisión con una mentira inconsciente: la consideración hacia la familia.
Por consideración hacia las niñas se iba a quedar otro año en casa.
La verdad era que había llegado al final del camino. Estaba atrapada en una calle cortada y no sabía qué hacer. Había empleado su vida adulta en intentar comprender a los criminales porque no era capaz de asumir las consecuencias de ser una víctima. No soportaba la vergüenza, el fiel escudero de la violencia; ni su propia vergüenza ni la de los demás.
Helen Bentley no parecía avergonzada y a Inger Johanne le resultaba inconcebible. Nunca había visto a una mujer que hubiera recibido una paliza como ésa mantenerse tan orgullosa y erguida. Tenía la barbilla alzada, no era una mujer que agachara la cabeza, y los hombros rectos como si los hubieran trazado con una regla. No parecía en absoluto humillada. Al contrario.
Cuando su ojo sano de pronto se trasladó hacia Inger Johanne, ésta sintió un pinchazo. La mirada era poderosa y directa, y era como si la presidenta, de algún modo inexplicable, hubiera entendido que la que quería llamar para pedir ayuda era Inger Johanne.
—Insisto —dijo la presidenta—. Tengo razones para no querer que me encuentren. Aún no. Apreciaría poder bañarme… —Su intento de sonreír cortésmente le reventó su henchido labio inferior cuando se giró hacia Hanne—. Y le agradecería mucho que me dieran algo de ropa.
Hanne asintió.
—Me encargaré de eso inmediatamente, Madame Président. Sin embargo, espero que comprenda que necesito una razón para no avisar de que está usted aquí. En sentido estricto, estoy cometiendo una falta al no llamar a la Policía…
Inger Johanne frunció el ceño. Así sobre la marcha no recordaba ni una sola disposición penal que impidiera dejar en paz a una mujer magullada. No dijo nada.
—Por eso debo insistir en que me proporcione una explicación. —Hanne sonrió antes de añadir—: O al menos una pequeña parte de ella.
La presidenta intentó levantarse. Se tambaleó e Inger Johanne acudió corriendo en su ayuda para impedir que se cayera. A medio camino del suelo se detuvo en seco.
—No thanks. I'm fine.
Helen Bentley se mantuvo sorprendentemente estable cuando se llevó la mano a la sien e intentó soltarse un sanguinolento mechón de pelo que tenía pegado a la piel. Una mueca de dolor desapareció con la misma velocidad que había surgido. Carraspeó y trasladó la vista desde Hanne a Inger Johanne, y de vuelta.
—¿Estoy segura aquí?
—Completamente. —Hanne asintió con la cabeza—. No podrías haber llegado a un lugar más aislado en el centro de Oslo.
—¿Así que es ahí donde estoy? —preguntó la presidenta—. ¿En Oslo?
—Sí.
La mujer se colocó la chaqueta destrozada. Por primera vez desde que llegó, se vio un leve gesto de turbación en torno a su boca y dijo:
—Evidentemente me encargaré de que se arreglen los destrozos. Tanto aquí… —con la mano indicó las manchas oscuras del sofá— como en… ¿el sótano?
—Sí. Estaba usted en el sótano. En un estudio de sonido abandonado.
—Eso explica las paredes. Eran como mullidas. ¿Me podría mostrar el baño? Tengo necesidad de asearme un poco.
De nuevo una sonrisa hinchada pasó por su cara.
Hanne le devolvió la sonrisa.
Inger Johanne estaba desesperada. No se podía creer el aparente control de sí misma de la presidenta. El contraste entre el lastimoso aspecto externo de la mujer y su tono cortés y decidido le resultaba demasiado grande. Lo que más deseaba hacer era cogerle las manos. Agarrarla con fuerza y limpiarle la sangre de la frente con un trapo caliente. Quería ayudarla, pero no tenía la menor idea de cómo se consuela a una mujer como Helen Bentley.
—En realidad nadie me ha maltratado —dijo la presidenta, como si pudiera leer lo que sentía Inger Johanne—. Debía de estar anestesiada, o algo así, y tenía las manos atadas. Me resulta todo un poco confuso. Pero en todo caso me caí de una silla. Con bastante dureza. Y no tengo… —Se interrumpió a sí misma—. ¿Qué día es hoy?
—18 de mayo —dijo Hanne—. Y son las diez menos veinte de la noche.
—Pronto hará cuarenta y ocho horas —dijo la presidenta, era como si hablara para sí misma—. Tengo unas cuantas cosas que hacer. ¿Tienen conexión a Internet?
—Sí —dijo Hanne—. Pero como le he dicho antes, tengo que pedirle una explicación sobre…
—¿Se me da por muerta?
—No. No se asume nada. Se está más bien… aturdido. En Estados Unidos creen más bien que…
—Tiene usted mi palabra —dijo la presidenta tendiéndole una mano, que se tambaleó y tuvo que dar un paso al costado para recuperar el equilibrio—. Tiene usted mi palabra de que es de suprema importancia que no se sepa que he sido encontrada. Mi palabra debería ser más que suficiente.
Hanne aceptó su mano y se la estrechó. Estaba helada.
Se miraron.
La presidenta se tambaleó otro poco. Era como si le fallara una rodilla, intentó enderezarse tras una cómica reverencia, luego soltó la mano de Hanne y susurró.
—No llame a nadie. Por nada del mundo, ¡no permita que nadie lo sepa!
Lentamente se dejó caer en el sofá. Cayó de lado, floja como una muñeca de trapo abandonada. La cabeza dio con una almohada. Así tumbada, con una mano sobre la cadera y la otra aprisionada bajo la mejilla, dio la impresión de que de pronto había decidido descansar un rato.
—Aquí está la sopa —dijo Marry.
Se paró en seco en medio de la habitación con un cuenco humeante entre las manos.
—La pobre tiene que estar agotada —dijo, y se dio la vuelta—. Si alguien más quiere sopa, que venga a la cocina.
—Ahora tenemos que llamar —dijo Inger Johanne, desesperada, y se puso en cuclillas junto a la presidenta desmayada—. ¡Al menos tenemos que conseguir un médico!
Capítulo 27
La noche de mayo se había extendido por Oslo.
Las nubes eran de un gris negruzco y pasaban tan bajo sobre la ciudad que la última planta del hotel Plaza desaparecía. Daba la impresión de que el esbelto y severo edificio se disolvía en la nada contra el cielo. El aire era fresco, pero algunas ráfagas de aire más cálido proporcionaban la promesa de un mañana mejor.
Yngvar Stubø nunca se acababa de llevar bien con la primavera. No le gustaban los contrastes del tiempo: pasar del tórrido calor del verano a tres gélidos grados sobre cero, de la lluvia helada hasta las temperaturas para bañarse, todo por bruscas oleadas e imprevisibles giros. Era imposible vestirse con sensatez. Por la mañana iba al despacho con jersey para protegerse del frío, y a la hora del almuerzo estaba empapado en sudor. La impulsiva propuesta de celebrar una fiesta con barbacoa que por la mañana parecía una buena idea, por la tarde podía convertirse en una pesadilla de frío.
La primavera olía mal, le parecía a él. Sobre todo en el centro. El clima cálido desvelaba la basura del invierno, la podredumbre del otoño anterior y los excrementos de incontables perros que no deberían vivir en la ciudad.
A Yngvar lo que le gustaba era el otoño, sobre todo noviembre. Lluvia sin pausa, con una temperatura en homogéneo descenso y que, en el mejor de los casos, traía la nieve a principios del Adviento. Noviembre sólo olía a humedad y a frío, y era un mes tristísimo y previsible que le ponía enseguida de buen humor.
Mayo, en cambio, era otra historia.
Se sentó en un banco e inspiró hondo. El espejo de agua del Parque Medieval se rizaba delicadamente con el leve viento. No se veía un alma. Incluso los pájaros, que en esta época del año montaban un jaleo tremendo de la mañana a la noche, se habían retirado por aquel día. Un pequeño grupo de patos descansaba junto a la orilla con el pico bajo el ala. Únicamente un rechoncho pato macho deambulaba contento por ahí, haciendo guardia para la familia.
No sólo daba la impresión de que los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas habían extenuado a la ciudad, sino también al resto del mundo. Yngvar había conseguido ver un telediario por la tarde. Nadie recordaba haber visto jamás las calles de Nueva York tan desiertas. La ciudad que nunca duerme se había aletargado, en un adormecido estado de expectación contenida. En Washington y Lillesand, en las metrópolis y en las ciudades de provincias, en todas partes parecía que la desaparición de la presidenta era el augurio de algo peor, de algo espantoso que estaba por venir y que aconsejaba encerrarse en las casas y echar las cortinas.
Cerró los ojos. El invariable zumbido de la gran ciudad y algún que otro camión sobre el puente, al otro lado del estanque, le recordaban que se encontraba en medio de una capital. Por lo demás, podría haber estado en cualquier otro sitio. Se sentía solo en el mundo.
Llevaba más de una hora intentando contactar con Warren Scifford. No tenía sentido volver a casa antes de hablar con él. Había dejado mensajes dos veces, tanto en la embajada como en el contestador del teléfono móvil. En el hotel afirmaban no haber visto a Warren Scifford desde primera hora de la tarde.
El cadáver de Jeffrey William Hunter, el agente del Secret Service, fue encontrado sólo una hora después de que un alterado taxista acudiera a la comisaría de guardia con una identificación que había encontrado en el bolsillo de su difunta madre. Dado que el servicio de ambulancias pudo informar inmediatamente sobre el lugar en que recogió a la mujer, sólo hubo que empezar a buscar por ahí.
Encontraron al hombre a doce metros del lugar. Estaba tirado en una zanja justo al lado de la carretera. Tenía el cráneo agujereado por una bala de 9 milímetros proveniente de la SIG-Sauer P229 que sostenía en la mano. Quienes investigaron el lugar de los hechos, se sorprendieron en un principio de que tuviera el brazo derecho parcialmente oculto, aprisionado entre dos grandes piedras. A primera vista podría parecer difícil de hacer para un hombre muerto. La reconstrucción rápida e informal de la caída, sin embargo, los convenció de que se trataba de un suicidio. Eso mismo pensaba el forense, con todas las reservas que le provocaba el hecho de que pasarían varios días antes de que pudieran llegar a una conclusión definitiva.
Eran casi las diez y media, Yngvar bostezó largamente. Estaba cansado y despierto al mismo tiempo. Por un lado estaba deseando irse a la cama, tenía el cuerpo pesado y exhausto. Por el otro, sentía una inquietud que le imposibilitaría dormir.
La Comisaría General se había convertido en un lugar insoportable. Todo el mundo había dejado de hablar de horas extra ilegales y de cuándo terminarían los eternos turnos. La gente daba vueltas como en un hormiguero. Daba la impresión de que llegaba cada vez más gente a la gran construcción curva, sin que nadie pareciera abandonarlo. Los pasillos estaban repletos. Todos los despachos estaban ocupados. Incluso se había empezado a emplear algún que otro trastero como espacio para los oficinistas.
Y el edificio estaba como sitiado. El pueblo sobre la gran pradera de la ladera que bajaba hacia la calle Grønland crecía constantemente. Un par de canales de televisión suecos habían escogido instalarse en el otro lado de la sede de la Comisaría General. Durante un tiempo habían tenido bloqueada la calle Åkerberg con dos unidades móviles, después los habían enviado a la calle Borg, junto a la iglesia de Grønland, pero la calle era tan estrecha que los coches de Policía no conseguían salir del patio. Los suecos llevaban ya tres cuartos de hora peleándose con el Departamento de Orden cuando Yngvar llegó a la conclusión de que no aguantaba más. Tenía que tomar el aire.
Llevaba toda la tarde ingiriendo comida en cada oportunidad que se presentaba. Antes de irse de la Comisaría General se había servido con voracidad de una pizza de Peppe's. Las cajas planas estaban por todas partes. En apenas dos días, la Policía de Oslo se había convertido en el mayor cliente de la historia de la cadena.
Aún tenía hambre.
Se acarició la tripa. Hacía mucho que no se podía llamar a sí mismo corpulento. Sin saber con exactitud cuándo pasó, del mismo modo en que había perdido pelo, Yngvar se había puesto gordo. La barriga colgaba pesadamente por encima del cinturón que se desabrochaba en cuanto pensaba que nadie le leía. Se había escaqueado de la última revisión médica en el trabajo aduciendo falta de tiempo. No se atrevía a ir. En su lugar dio las gracias en su interior por el mal funcionamiento del cuerpo, que le aseguraba que no volverían a llamarlo hasta el año siguiente. De vez en cuando, al despertarse por la noche para ir al baño, podía literalmente sentir cómo el colesterol se le pegaba a las paredes de las venas como una repugnante baba que amenazaba su vida. Tenía la sensación de notar arritmias y leves pinchazos tanto en el corazón como en el brazo izquierdo, y por primera vez en su vida podía pasarse la noche en blanco preocupándose por su mala salud.
Cuando por fin llegaba la mañana, comprendía aliviado que sólo eran imaginaciones suyas y desayunaba huevos con beicon, como siempre. Era un hombre corpulento y tenía que comer de verdad. Además pronto iba a volver a empezar a hacer deporte. En cuanto tuviera algo más de tiempo.
Sonó el teléfono.
—Inger Johanne —susurró, y se le cayó al suelo.
La pantalla quedó contra el suelo y no la miró cuando recogió el teléfono y dijo:
—¿Hola?
—Hola. Soy Warren.
—Ah, hola. He estado intentando dar contigo.
—Por eso te llamo.
—Mentiste sobre el hombre de la cinta de la cámara de vigilancia.
—¿Ah, sí?
—Sí. Sabías quién era. El hombre del traje era un agente del Secret Service. Mentiste. Y eso no nos gusta nada.
—Lo entiendo perfectamente.
—Lo hemos encontrado. Jeffrey Hunter.
El silencio en la otra punta era total. Yngvar mantenía la mirada fija en el pato, que contoneó las plumas de la cola unas cuantas veces antes de echarse sobre un montículo a un par de metros de la familia, como una torre de vigilancia. El reflejo de una luz alcanzó el ojo negro azabache. Yngvar intentó cubrirse mejor con el abrigo, pero le quedaba pequeño. Le dio a Warren el tiempo que necesitaba.
—Shit —dijo por fin el norteamericano.
—Puedes expresarlo así. El hombre está muerto. Suicidio, pensamos. Pero supongo que ya te lo imaginabas.
Volvió a quedarse callado.
El pato no le quitaba la vista de encima a Yngvar. Parpaba repetidamente y en voz baja, como si quisiera advertirle que aún seguía en guardia.
—Creo que lo mejor sería que tuviéramos una reunión —propuso de pronto Warren.
—Son casi las once.
—Los días como éstos no acaban nunca.
Entonces le tocó a Yngvar no querer contestar.
—Una reunión dentro de diez minutos —insistió Warren—. Salhus, tú y yo. Nadie más.
—No sé cuántas veces tengo que explicarte que ésta es una investigación policial —dijo Yngvar, cansado—. El comisario jefe o uno de sus hombres debe estar presente.
—Si tú lo dices —dijo Warren con frialdad; Yngvar tenía la impresión de ver cómo se encogía de hombros con indiferente arrogancia—. ¿Quedamos a las once y cuarto?
—Ven a la Comisaría General. Yo estaré allí dentro de diez minutos. Y ya veremos si el comisario jefe y Salhus están disponibles.
—Será mejor que lo estén —dijo Warren, que colgó.
Yngvar se quedó mirando el teléfono. La pantalla se oscureció al cabo de unos segundos. Sentía un extraño enfado. El estómago se le encogió en un pinchazo. Tenía un hambre canina y estaba furioso. En principio era él quien tenía motivos para estar cabreado con Warren, a pesar de ello, el norteamericano había conseguido invertir la situación de algún modo inexplicable. Yngvar volvió a ponerse sumiso. Era como si Warren, en el fondo, no se sintiera dependiente de nadie, exactamente igual que el país del que provenía, y que por eso no creía tener que avergonzarse por que lo pillaran en una mentira flagrante.
El teléfono volvió a sonar.
Yngvar tragó saliva cuando vio el nombre de Inger Johanne brillar en azul sobre el teléfono. Lo dejó sonar cuatro veces. Le pitaban los oídos, literalmente sentía cómo le subía la tensión sanguínea. Intentó respirar con tranquilidad y cogió el teléfono.
—Hola —dijo en voz baja—. Llamas muy tarde.
—Hola —respondió ella, también en voz baja—. ¿Cómo estás?
—Voy tirando. Estoy cansado, claro, pero supongo que así estamos todos.
—¿Dónde estás?
—¿Dónde estás tú?
—Yngvar —dijo ella calladamente—. Siento tanto lo de esta mañana. Me sentí tan dolida y triste y furiosa y…
—No pasa nada. Lo más importante ahora es que me digas dónde estáis. Y cuándo vuelves a casa. Puedo ir a buscaros dentro de… una hora, o así. Tal vez dos.
—No puedes venir.
—Quiero…
—Ya son las once, Yngvar. Te das cuenta de la bobada que es despertar a Ragnhild a estas horas de la noche.
Yngvar se puso el pulgar contra un ojo y el índice contra el otro, y apretó. No dijo nada. Círculos y puntos rojos danzaban contra la vacía oscuridad detrás de los párpados. Se sentía más pesado que nunca, era como si toda la grasa sobrante de su cuerpo se hubiera transformado en plomo. El banco le hacía daño en la espalda y la pierna derecha estaba a punto de quedársele dormida.
—Al menos tienes que decirme dónde estáis —dijo.
—Francamente, no te lo puedo decir.
—Ragnhild es hija mía, tengo el derecho y el deber de saber dónde está. En todo momento.
—Yngvar…
—¡No! No te puedo obligar a volver a casa, Inger Johanne. También tienes razón en que es una tontería despertar a Ragnhild en medio de la noche. Pero quiero… ¡Quiero saber dónde estáis!
El pato parpó y se pavoneó ligeramente con las alas. Se despertaron un par de patos más que empezaron también a graznar.
—Ha pasado algo —dijo Inger Johanne—. Algo que…
—¿Estáis bien?
—Sí —se apresuró a responder en voz alta—. Nosotras dos estamos muy bien, pero es que no te puedo contar dónde estamos, por mucho que quiera. ¿De acuerdo?
—No.
—Yngvar…
—Ni hablar, Inger Johanne. Nosotros dos no somos así. No nos largamos con los hijos y luego nos negamos a decirnos dónde están. Eso no somos nosotros, así de sencillo.
Ella se quedó callada.
—Si te digo dónde estoy —dijo finalmente—, ¿me prometes por lo más sagrado que no nos vas a venir a buscar antes de que te avise?
—Para serte sincero, estoy hasta las narices de las promesas estas que me exiges cada dos por tres —dijo intentando respirar con calma—. ¡Las vidas de los adultos no son así! Pasan cosas que lo cambian todo. No se puede andar prometiendo a diestro y siniestro…
Se interrumpió al darse cuenta de que Inger Johanne estaba llorando. Los callados sollozos en el teléfono se transformaban en ruidos rasposos, y sintió un escalofrío en la columna vertebral.
—¿Ha pasado algo malo de verdad? —preguntó con el aliento entrecortado.
—Ha pasado algo —sollozó ella—. Pero he prometido no contarlo. No tiene nada que ver conmigo ni con Ragnhild, así que puedes…
El llanto se apoderó de ella. Yngvar intentó levantarse del banco, pero el pie derecho se le había dormido por completo. Hizo una mueca, se apoyó sobre el respaldo y consiguió levantarse para sacudir la pierna hasta despertarla.
—Cariño —dijo con suavidad—, te lo prometo. No voy a ir a buscaros hasta que me avises, y ya no te voy a preguntar más. Pero ¿dónde estás?
—Estoy en casa de Hanne Wilhelmsen —dijo ella gimoteando—. En la calle Kruse. No sé el número de la calle, pero seguro que lo puedes averiguar.
—¿Qué…? ¿Qué cojones haces en casa de…?
—Lo has prometido, Yngvar. Me has prometido no…
—Está bien —dijo apresuradamente—. Está bien.
—Buenas noches, entonces.
—Buenas noches.
—Adiós.
—Que estés bien.
—Te amo.
—Mmm.
Mantuvo el teléfono sobre la oreja un buen rato después de que ella hubiera colgado. Había empezado a lloviznar levemente. Todavía tenía la sensación de tener la pierna llena de hormigas. La familia de patos se había echado a nadar, ya no se atrevían a tenerlo cerca.
«¿Por qué siempre acabo achantándome?», pensó, y empezó a cojear hacia las ruinas de la iglesia de María, por encima de la hierba húmeda y recién cortada. «¿Por qué siempre tengo que ceder yo, y con todo el mundo?»
Capítulo 28
—¿Aquí? ¿Esta puerta de aquí?
La subinspectora Silje Sørensen observaba al aterrorizado hombre de unos treinta años e intentó moderar su propia irritación.
—¿Estás seguro de que es esta puerta?
Asintió frenéticamente.
Como era obvio, podía comprender el miedo de aquel hombre, de origen pakistaní, pero de nacionalidad noruega. Tenía todos los papeles en regla.
Los suyos propios.
El caso de la joven pakistaní con la que se había casado recientemente era peor. Fue expulsada de Noruega tras una estancia ilegal en el país cuando aún era una adolescente. Un par de años más tarde la arrestaron en el aeropuerto de Gardermoen, con papeles falsos y un bonito alijo de heroína en la maleta. Sostuvo que había sido obligada por unos hombres que la iban a matar y el asunto se saldó con la expulsión, para sorpresa de todos. Esa vez para siempre. Pero eso no impidió que su padre la casara con un primo segundo con pasaporte noruego. Había llegado a Noruega pocas semanas antes: había cruzado la frontera una mañana al amanecer, escondida tras cuatro palés de zumo de tomate en un camión que venía de España.
Ali Khurram debía de amarla de verdad, pensó Silje Sørensen mientras estudiaba la puerta que le había enseñado. Por otro lado, el miedo extremo que expresaba respecto del destino de su mujer podía igualmente deberse al pánico por lo que podría llegar a hacerle el padre de ella. Aunque vivía en Karachi, a casi 6.000 kilómetros de distancia de Oslo, al suegro de Al Khurram ya le había dado tiempo a enviarle dos abogados a la subinspectora Sørensen. Para su sorpresa, los dos habían sido bastante comprensivos. Entendían que un hombre que había sacado de una habitación a la presidenta de Estados Unidos, escondida en una cesta de ropa sucia, tenía que explicarse. Asintieron con seriedad cuando, bajo constantes recordatorios de la confidencialidad de la información, se les habló mínimamente de una parte del material de la investigación. A continuación, uno de los abogados, que también era de origen pakistaní, había mantenido una conversación en voz baja con Ali Khurram, en urdu. La charla fue efectiva. Khurram se había enjugado las lágrimas y se había mostrado dispuesto a señalar el lugar del sótano donde había aparcado el carro de limpieza.
Silje Sørensen miró una vez más los planos de los arquitectos. Las grandes hojas eran difíciles de manejar. El policía que la acompañaba intentaba sujetar una punta, pero el rígido papel se arqueaba contra ellos.
—No está aquí —dijo el policía intentando plegar la parte inútil del plano.
—Pero ¿estamos en el pasillo correcto?
Silje miró a su alrededor. La luz de los tubos de neón del techo era cortante y desagradable. El largo pasillo acababa, por el oeste, en una puerta trasera que conducía a la calle, dos pisos por encima de sus cabezas.
—El sótano tiene dos plantas —dijo un hombre de mediana edad que mordisqueaba nerviosamente un ralo bigote—. Este es el de más abajo. Así que… sí, estamos en el pasillo correcto.
Era el director técnico del hotel y daba la impresión de estar a punto de orinarse encima. Movía las piernas sin parar y no podía dejarse el bigote tranquilo.
—Pero ésta no está marcada en el plano —dijo Silje mirando la puerta con profunda desconfianza, como si la hubieran puesto allí contra toda ley y toda regla.
—Pero ¿qué planos estás manejando? —preguntó el director técnico intentando encontrar la fecha.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el policía, haciendo un nuevo intento de organizar las enormes hojas de papel.
—Cuando le di mi número de teléfono dijo que era del Secret Service —se lamentaba Ali Khurram—. ¿Cómo iba yo a saber que…? ¡Me enseñó su identificación y todo! Una cosa de ésas como las de la tele, con foto y estrella y… Me lo había dicho ya antes, aquel día, que acudiera en cuanto me llamara. ¡De inmediato, dijo! ¡Era del Secret Service y todo! ¿Cómo iba yo a saber…?
—Tendrías que habernos avisado cuando entendiste lo que había pasado —dijo Silje, fría como el hielo, y le dio la espalda—. Tendrías que haber dado la alarma enseguida. ¿Te aclaras con esto?
Lo último se lo decía al director técnico.
—Pero es que mi mujer… —continuó Ali Khurram—. Tenía mucho miedo por lo de… ¿Qué le va a pasar a mi mujer? ¿Se va a tener que ir? ¿No podría…?
—Ahora no vamos a volver a hablar de eso —dijo Silje alzando la mano—. Ya llevas varias horas dándonos explicaciones. La situación no va a mejorar porque sigas dando la lata, ni para ti ni para tu mujer. Quédate allí. Y mantén la boca cerrada.
Señaló con severidad un punto a un par de metros de la puerta. Ali Khurram se fue para allá cabizbajo, tapándose la cara con las manos y murmurando en urdu. El policía de uniforme lo siguió.
—Tienes los planos equivocados —dijo al final el director técnico—. Estos son los originales. De cuando se construyó el hotel, quiero decir. Lo acabaron en el año 2001. Y entonces esa puerta no estaba ahí.
Añadió una sonrisa, probablemente con la intención de desarmarla, como si la puerta hubiera dejado de tener importancia una vez que se había aclarado el misterio de los planos inexactos.
—Planos equivocados —repitió Silje Sørensen sin entonación en la voz.
—Sí —dijo el director técnico con ánimo—. O…, bueno, esta puerta en realidad no debe de aparecer en ninguno de los planos. Cuando empezaron a construir la ópera, como estaban volando la piedra para los cimientos, nos obligaron a colocar una puerta que conectara con el aparcamiento por aquí. Por si acaso…
—¿Qué aparcamiento? —preguntó Silje Sørensen abatida.
—Este —dijo el director técnico señalando la pared.
—¿Éste? ¿Este?
Silje Sørensen era un caso sumamente poco común, era una policía forrada. Siempre hacía todo lo que estaba en su mano para ocultar su mayor debilidad: la arrogancia que suele acompañar a una infancia protegida y la riqueza heredada. En ese momento le estaba resultando difícil.
El director técnico era un idiota.
La chaqueta que llevaba era de mal gusto. De color burdeos y mal cortada. Los pantalones brillaban en las rodillas. El bigote era ridículo. Su nariz, estrecha y aguileña, recordaba al pico de un pájaro. Y, además, se arrastraba ante ella. A pesar de la seriedad de la situación no paraba de sonreír. Silje Sørensen sentía una repulsión casi física por el tipo, y cuando éste le puso la mano sobre el antebrazo en un gesto de amabilidad, se lo quitó de encima de un empujón.
—Éste —repitió, intentando controlar su temperamento—. Estás siendo algo impreciso, tal vez. ¿Qué quieres decir?
—El aparcamiento de la Estación Central —explicó—. Un aparcamiento público. No hay acceso desde el hotel. Hay que dar la vuelta. Si los huéspedes…
—Acabas de decir que esta puerta conduce hasta allí —lo interrumpió ella tragando saliva.
—Que sí —él seguía sonriendo—. ¡Ésta sí! Pero no se utiliza. Nos obligaron a hacerla. Cuando iban a dinamitar…
—Eso ya lo has dicho —lo volvió a interrumpir Silje, que pasó la mano sobre los tapajuntas burdamente ajustados de la puerta—. ¿Por qué no hay pomo?
—Como te he dicho, se supone que esta puerta no se usa, pero nos obligaron a hacer una apertura que diera al aparcamiento. Por razones de seguridad, hemos quitado el pomo. Y por lo que yo sé, nunca la han incluido en los planos.
Se rascó la nuca y se agachó. A Silje no le cabía en la cabeza que una puerta pudiera cumplir las funciones de salida de emergencia si no se podía abrir, pero no tenía fuerzas para seguir discutiendo. Optó por extender la mano hacia el pomo suelto que el director técnico había sacado de una gran bolsa con el logo del hotel en un costado.
—La llave —le ordenó, e introdujo el pomo en su sitio.
El director técnico obedeció. A los pocos segundos la puerta estaba abierta. Procuró no dejar huellas dactilares. Los investigadores de la Escena del Crimen estaban en camino para ver si aún quedaban huellas técnicas. Abrió la puerta. Los golpeó el denso olor de coches aparcados y de los tubos de escape. Silje Sørensen se quedó quieta, no entró en el aparcamiento.
—La salida es por ahí, ¿no?
Señaló hacia la derecha, hacia el este.
—Sí, y tengo que añadir que… —sonrió aún más y daba la impresión de que al hablar aliviaba un poco su nerviosismo— el propio Secret Service ha inspeccionado la zona. Todo está perfectamente en orden. Incluso se les dio un pomo y una llave para ellos. Tanto para la puerta como para el ascensor. Vamos, que hicieron un trabajo impresionante. Inspeccionaron el hotel desde el sótano hasta el tejado, varios días antes de que llegara la presidenta.
—¿A quién has dicho que se le dio la llave y el pomo?
—Al Secret Service.
—¿A quién del Secret Service?
—Bueno, a quién… —El director técnico echó una risotada—. Esto ha estado abarrotado de esa gente. Como es natural no me quedé con todos los nombres.
Por fin Silje Sørensen se dio la vuelta. Cerró la pesada puerta, sacó el pomo y se metió la llave y el pomo en el bolso. De un bolsillo lateral sacó una hoja que le mostró al director técnico.
—¿Pudo ser éste?
El hombre entornó un poco los ojos y arrimó la cabeza al papel sin mover el cuerpo. Parecía un cuervo.
—¡Ese es! Los nombres se me pueden olvidar, pero las caras nunca. Gajes del oficio, quizá. En la profesión de hostelero…
—¿Estás completamente seguro?
—¡Desde luego! —El director técnico se echó a reír—. Lo recuerdo perfectamente. Un tipo muy simpático. Bajó aquí dos veces, de hecho.
—¿Solo?
El hombre se lo pensó.
—Sí… —dudó—. Eran tantos. Pero estoy casi seguro de que de esta parte del sótano se encargó él solo. Aparte de que le acompañaba yo, claro. Yo mismo…
—Está bien —dijo Silje, y volvió a meter la fotografía de Jeffrey Hunter en el bolso—. ¿Alguien ha estado aquí abajo después?
—¿Qué quieres decir con después? ¿Después de la desaparición?
—Sí.
—No —dijo el director técnico vacilando—. Durante las horas después de que se descubriera que la presidenta había desaparecido, estuvieron registrando todo el edificio. Como es obvio no puedo estar completamente seguro, puesto que estaba en mi despacho con un policía, controlándolo todo con los planos… —La mano rozó los papeles que asomaban del bolso de Silje—. Dando órdenes por aquí y por allá. Además el sótano estaba bloqueado.
—¿Bloqueado? ¿El sótano?
—Sí, claro —sonrió elocuentemente—. Por razones de seguridad… —La frase sonó como un mantra, algo que decía cien veces al día y que, por tanto, había perdido su significado—. La planta del sótano se cerró por razones de seguridad bastante tiempo antes de que llegara la presidenta. Por lo que entendí, el Secret Service quería… minimizar los riesgos. También cerraron parte del ala oeste. Además de una parte de las plantas octava y novena. Eso es lo que se llama minimal risk…, minimizing risk… —Buscaba en vano las palabras inglesas que acababa de aprender—. Minimizar los riesgos —dijo al final en noruego y contento—. Eso es lo normal. En esas esferas. Muy razonable.
—Así que puede que la Policía no haya estado aquí abajo —dijo Silje despacio—. En las horas posteriores al secuestro, quiero decir.
—No…
De nuevo parecía no estar seguro de cuál era la contestación que quería, la miró fijamente sin encontrar respuesta.
—Bueno, toda la planta estaba cerrada. Para bajar aquí en ascensor hay que usar la llave. Los huéspedes no pueden merodear por aquí abajo, como entenderá. El equipo técnico y… Bueno, ya me entiende. El Secret Service tenía llave, claro, pero nadie más. Bueno, nadie más que yo y aquellos empleados que…
—¿La inspección se hizo conforme a estos planos? —preguntó Silje Sørensen agarrando el papel que asomaba de su bolso.
—No. Ésos son los planos originales. Nosotros usamos los más recientes, en los que está incluida la reforma de la suite presidencial. Pero el plano del sótano sigue como ha estado siempre, así que la planta que tienes ahí… —Señaló hacia su bolso—. Es igual. El sótano. En las dos versiones.
—¿Y ninguna de las dos incluye esta puerta? —preguntó Silje una vez más, como si la cosa fuera demasiado mala para ser cierta.
—Nosotros colaboramos completamente con la Policía —aseguró el director técnico—. Una colaboración buena y estrecha, tanto antes como después del secuestro.
«Por Dios —pensó Silje, que tragó saliva—. Éramos demasiados. Demasiada gente implicada. Se formó un caos. El sótano estaba bloqueado y cerrado. Según los planos no hay ninguna salida. Estaban buscando una vía de escape y era todo un caos. No encontramos esta puerta porque no la estábamos buscando.»
—¿Me puedo ir ya a casa? —suplicó Ali Khurram, que seguía a unos metros de distancia, pegado a la pared—. Ya me puedo ir, ¿no?
—La gente como tú no deja de sorprenderme —dijo Silje Sørensen con rabia, sin quitarle la mirada de encima al hombre compungido—. No entendéis nada, ¿verdad? ¿Crees de verdad que puedes cometer los delitos que te dé la gana y luego volver a casa con la señora como si nada? ¿Lo crees de verdad?
Dio un paso hacia él. Ali Khurram no dijo nada. En su lugar miró al policía. El espigado hombre se llamaba Khalid Mushtak; dos años antes se había licenciado en la academia de Policía como número uno de su promoción. Sus ojos se estrecharon y la nuez delató que tragaba saliva. Pero no dijo nada.
—Con gente como tú —se apresuró a decir Silje, haciendo unas grandes comillas en el aire—. No me refería a gente como tú. Me refería… Me refería a la gente que no se ha aprendido nuestro sistema, que no entiende cómo…
Se interrumpió a sí misma. El único sonido que se oía era el homogéneo zumbido de unos enormes tubos de ventilación que había en el techo. El director técnico por fin había dejado de sonreír. Ali Khurram había dejado de gimotear. Khalid Mushtak miraba fijamente a la subinspectora sin decir una sola palabra.
—Lo siento —dijo al fin Silje Sørensen—. Lo siento. Acabo de decir una gran tontería.
Le tendió la mano al policía.
Él no la cogió.
—No es a mí a quien le tienes que pedir perdón —dijo sin entonación en la voz, y le puso las esposas al arrestado—. Es a este tipo de aquí. Pero vas a tener muchas ocasiones para hacerlo. Apuesto a que va a estar un tiempo detenido.
La sonrisa que le dedicó cuando cerró las esposas no era ni fría ni irónica. Era compasiva.
Silje Sørensen no recordaba la última vez que se había sentido como una completa idiota. Aunque era aún peor que hubiera una vía de escape en el hotel Opera sobre la que nadie sabía nada, aparte de un agente del Secret Service que se había quitado la vida.
«Probablemente por vergüenza», pensó, notando cómo ella mismo se sonrojaba.
Sin embargo, lo peor de todo era que les hubiera llevado día y medio encontrarla.
—Puta puerta —murmuró la mujer, aunque ella nunca decía tacos. Subió por la escalera detrás de las anchas espaldas de Khalid Mushtak—. Nos ha llevado cuarenta horas encontrar una maldita puerta. ¿Qué otras cosas no habremos encontrado aún?
Capítulo 29
—Una puerta. Se ha encontrado una puerta.
Warren Scifford se puso la mano sobre los ojos. Daba la impresión de tener el pelo húmedo, como si se lo acabara de lavar. Había cambiado el traje por unos vaqueros y una holgada sudadera azul oscuro. Sobre el pecho ponía Yale con grandes letras. Los botines parecían ser de auténtica piel de serpiente. Con aquella ropa parecía mayor que con el traje. La incipiente piel colgante del cuello se hacía más visible con el jersey suelto. La piel morena ya no provocaba una impresión de salud y buena forma. Al contrario, con aquella ropa juvenil, toda su figura adquiría un aire forzado, que se veía intensificado por el hecho de que el color de la piel tenía un tono oscuro que resultaba artificial en aquella época del año. Mantenía una pierna cruzada sobre la otra, y la punta de la bota que quedaba encima se columpiaba nerviosamente. Por añadidura, casi daba la impresión de que estaba a punto de quedarse dormido, tenía el codo apoyado sobre el reposabrazos y estaba más tumbado que sentado en la silla.
—Una puerta que está demostrado que inspeccionó el Secret Service —dijo Yngvar Stubø—. Lo hizo Jeffrey Hunter. ¿Cuándo descubristeis que había desaparecido?
Warren Scifford se enderezó despacio. Hasta ese momento, Yngvar no se había dado cuenta de que se había hecho un feo corte, la sangre había empapado una tirita junto a su oreja izquierda. El olor del aftershave era algo fuerte.
—Dijo que estaba enfermo —respondió finalmente el estadounidense.
—¿Cuándo?
—La mañana del 16 de mayo.
—¿Así que ya estaba aquí antes de que la presidenta llegara a Noruega?
—Sí. Era el responsable principal de cerciorarse de la seguridad del hotel. Llegó el 13 de mayo.
El comisario jefe Bastesen removía su café, mientras estudiaba fascinado el remolino en la taza.
—Yo creía que esos tipos eran completamente insobornables —murmuró en noruego—. No me extraña que hayamos estado atascados.
—Pardon me —dijo Warren Scifford visiblemente irritado.
—Así que dijo que estaba enfermo. —Yngvar se apresuró a intervenir—. Tenía que ser algo bastante serio, ¿no? Eso de que el principal responsable de la seguridad del edificio donde se va a alojar la presidenta se dé de baja doce horas antes de su llegada tiene que ser muy poco habitual. Yo supondría…
—El Secret Service tenía gente de sobra —lo interrumpió Warren—. Además, todo estaba ya encaminado. El hotel había sido inspeccionado, los planes estaban trazados, parte del hotel había sido clausurado y el protocolo había sido decidido. El Secret Service nunca hace chapuzas. Tiene las espaldas guardadas para casi todo, por muy impensable que sea.
—En este caso sí que habrá que decir que se ha hecho una chapuza —dijo Yngvar—. Cuando uno de vuestros propios agentes especiales colabora en el secuestro de la presidenta de Estados Unidos.
La habitación quedó en silencio. El jefe de Vigilancia, Peter Salhus, desenroscó la tapa de una botella de Coca-Cola. Terje Bastesen, por fin, había dejado la taza.
—Esto nos parece muy serio —dijo finalmente, intentando atrapar la mirada del norteamericano—. En un punto muy temprano de la investigación tenéis que haber entendido que uno de los vuestros estaba implicado. Que no nos lo…
—No —lo interrumpió Warren con brusquedad—. No sabíamos…
Se contuvo. Volvió a pasarse la mano por los ojos. Daba la impresión de que los ocultaba adrede.
—El Secret Service no se dio cuenta de que Jeffrey Hunter había desaparecido hasta ayer por la tarde —dijo tras una pausa tan dilatada que a un secretario le había dado tiempo de traer aún otra pizza templada, además de una caja con botellas de agua—. Tenían otras cosas en qué pensar. Y sí, la enfermedad parecía seria. Prolapso. El hombre no se podía mover. Intentaron atiborrarlo de calmantes la mañana del 16 de mayo, pero no fue capaz de levantarse de la cama.
—Eso es lo que decía, por lo menos.
Warren miró a Yngvar y asintió levemente.
—Eso es lo que decía.
—¿Lo vio un médico?
—No. Nuestro personal tiene grandes conocimientos médicos. Un prolapso es un prolapso, y no se puede hacer gran cosa aparte de descansar y, en el peor de los casos, operar. Pero eso hubiera tenido que ser después de la visita de la presidenta, en todo caso.
—Una radiografía lo hubiera delatado.
Warren no se molestó en contestar, sino que acercó la cabeza a la pizza, hizo una mueca y no se sirvió.
—Y por lo que respecta a nosotros, los del FBI… —dijo cogiendo una botella de agua—. No supimos nada hasta que me enseñasteis la cinta. Esta tarde. Después de eso, hemos hecho nuestras averiguaciones, naturalmente, y las hemos comparado con lo que ha averiguado el propio Secret Service…
Warren se levantó y se acercó a la ventana. Se encontraban en el despacho del comisario jefe, en la séptima planta de la Comisaría General, con magníficas vistas a la grisácea noche de mayo. Las luces de la gente de los medios de comunicación sobre el césped habían crecido en intensidad, cada vez eran más. Sólo faltaba una hora para el momento más oscuro de la noche, pero la pradera estaba bañada en luz artificial. Los árboles a lo largo del paseo que conducía a la penitenciaría se habían convertido en un muro contra la oscuridad del otro lado del parque.
Bebió un poco de agua, pero no dijo nada.
—¿Pudo ser algo tan sencillo como el dinero? —preguntó Peter Salhus en voz baja—. ¿Dinero para la familia?
—Si aún hubiera sido tan sencillo —dijo Warren hablando para su propio reflejo en el cristal de la ventana—. Fue por los niños. En una zona residencial entre Baltimore y Washington DC, se encuentra en estos momentos una viuda destrozada que se da cuenta de que tanto ella como su marido han hecho algo terrible. Tienen tres hijos. El menor es autista. Dadas las circunstancias, le va bastante bien, porque recibe educación especial, aunque eso es muy caro. Probablemente Jeffrey Hunter tenía que aprovechar cada centavo para que el dinero alcanzara para todo, pero nunca ha aceptado dinero ilegal. Nada parece indicar eso. Pero en los últimos meses, en cambio, han secuestrado al niño pequeño dos veces, con toda discreción. En ambas ocasiones volvía a aparecer antes de que se diera la alarma, pero después de que los padres empezaran a sentir pánico. El mensaje era claro: haz lo que se te pida en Oslo o tu chico desaparecerá para siempre.
Peter Salhus parecía honestamente conmocionado cuando preguntó:
—Pero ¿un agente experimentado del Secret Service se dejaría presionar por algo así? ¿No podría haber conseguido que protegieran a su familia? Si alguien es capaz de defenderse de una amenaza así, tendría que ser un agente del Estado, ¿no?
Warren seguía dándoles la espalda. La entonación de la voz era plana, como si apenas tuviera fuerzas para asumir la historia.
—La primera vez, al chico se lo llevaron del colegio, cosa que en principio es imposible. Tanto en los colegios públicos como en los privados, que era el caso, están bastante histéricos con lo que respecta a la seguridad de los niños. Pero alguien consiguió hacerlo. Entonces mandaron al chico a casa de una vieja compañera de colegio de la madre, en California, para esconderlo. Allí le daban clases dentro de la casa y nadie, ni siquiera sus propios hermanos, sabía dónde estaba. Una tarde desapareció también de allí. Al cabo de cuatro horas estaba de vuelta, pero ni la amiga ni nadie pudieron explicar cómo había sido posible que pasara. Pero el mensaje estaba más claro que el agua —con una risa seca y breve, Warren por fin se giró y regresó a su silla—: encontrarían al chico, hicieran lo que hicieran. Jeffrey Hunter debió de sentir que no tenía elección, pero no pudo vivir con la traición, es natural, con la vergüenza. Era completamente consciente de que antes o después saldría a la luz que estaba implicado, que a alguien en algún momento se le ocurriría comprobar la cinta de la cámara de vigilancia de después del secuestro.
—Así que deambuló por las calles de Oslo hasta que se hizo lo bastante tarde como para coger un autobús que lo llevara hasta el bosque —recapituló Bastesen—. Desde la parada caminó un rato, se escondió en una zanja y se quitó la vida con su propia arma reglamentaria. Debe de haberlo pasado bastante mal, el pobre. Caminar hacia Skar sabiendo que no le quedaban más que unos minutos de vida, que nunca más podría…
Yngvar sintió un leve sonrojo por la torpe elegía del comisario jefe y se apresuró a interrumpirlo:
—¿Puede el suicidio de Jeffrey Hunter ser la explicación de que no hayamos sabido nada de los secuestradores? Porque en la nota que dejaron en la suite decían que se pondrían en contacto.
—Lo dudo —dijo Warren—, puesto que Jeffrey Hunter no ha sido más que una herramienta. No existe el menor indicio de que estuviera implicado en algo más que en sacar a la presidenta del hotel.
—Tengo que contradecirte un poco —dijo Yngvar—. La información sobre la ropa de la presidenta tiene que haber venido de dentro, no veo otra explicación.
—¿Qué quieres decir? ¿Ropa?
—Esas dos fotografías que se repartieron por ahí… —Yngvar se interrumpió a sí mismo—. Por cierto, también hemos encontrado al chófer del segundo coche. Hemos conseguido sacarle tan poco como a Gerhard Skrøder. El mismo tipo de granuja lowlife, el mismo modo de operar, el mismo pago desorbitado.
—Pero la ropa —dijo Warren—. ¿Qué pasa con eso?
—La chaqueta roja, los elegantes pantalones azules. La blusa de seda blanca. Son los colores nacionales tanto de Estados Unidos como de Noruega. Quien sea que esté detrás del secuestro tenía que saber lo que se iba a poner. Las dobles llevaban la misma ropa que ella, no exactamente igual, pero sí se parecían lo suficiente como para que la operación de confusión tuviera éxito. Desperdiciamos una cantidad increíble de tiempo buscando a unos fantasmas. —Yngvar se encogió de hombros, vaciló y continuó—: Doy por supuesto que la Madame Président viaja con un peluquero y con alguien que la ayude con la ropa. ¿Qué dicen ellos?
Era evidente que Warren Scifford estaba en un aprieto. La cara de póquer que solía permitirle mentir sin pestañear se había disuelto en un gesto exhausto y abatido. La boca parecía más pequeña. Yngvar vio cómo se le tensaban los músculos de la cara.
—La verdad es que me impresiona bastante como consigues infravalorarnos sistemáticamente —dijo Yngvar en voz baja—. ¿No entiendes que hace ya mucho que nos planteamos esta pregunta? ¿No entiendes que desde muy pronto empezamos a temernos que podía tratarse de un inside job? ¿No te das cuenta de que tú, al empeñarte en jugar a ser Mister Secret, has estado echando leña al fuego?
—La ropa de la presidenta se introduce en un sistema informático —dijo Warren en voz baja.
—¿Al que tiene acceso cualquiera?
—No. Pero su secretaria lleva el control. Ella se lleva muy bien con Jeffrey Hunter. Son…, eran amigos, así de sencillo. Ya a principios de mayo, durante un almuerzo informal en la Casa Blanca, habían estado hablando del… Día Nacional este que celebráis aquí…, en el país. Hemos interrogado a la secretaria, por supuesto, pero es incapaz de recordar quién de los dos sacó el tema. En todo caso hablaron de que la presidenta se había comprado ropa nueva con ocasión de su primera visita oficial al extranjero, entre otras cosas una chaqueta que iba a usar el Día Nacional y que tenía exactamente el mismo color rojo que la bandera noruega. Alguien nos había informado de que sois bastante… sensibles con estas cosas.
Una fugaz sonrisa cruzó su cara, sin ser correspondida por ninguno de los demás.
—¿Y estáis totalmente seguros de que no hay más de los vuestros implicados en esto? ¿De que Jeffrey Hunter trabajaba solo?
—Tan seguros como se puede estar —dijo Warren Scifford—. Pero, con todos mis respetos, me tenéis que permitir que diga que no me acaba de gustar el tono que ha tomado esta reunión. Yo no he venido aquí para que me echéis la bronca. He venido para daros la información que necesitáis para encontrar a la presidenta Bentley, y para averiguar cómo va vuestra investigación, por supuesto.
La voz tenía un leve matiz de ironía cuando enderezó la espalda. Terje Bastesen carraspeó y dejó la dichosa taza sobre la mesa para decir algo. Yngvar se le adelantó.
—Ni lo intentes —dijo.
El tono de la voz era amable, pero estrechó los ojos lo suficiente como para que Warren tuviera que pestañear.
—Nosotros te informamos de todo —dijo Yngvar—, tan pronto como conseguimos dar contigo, cosa que ha resultado bastante complicada, por cierto. Tenemos a dos mil personas… —se interrumpió, como si acabara de entender la enorme magnitud de la cifra—, dos mil personas trabajando en este caso, sólo en las organizaciones policiales. Además de eso está la gente de los ministerios, las direcciones generales y, hasta cierto punto, el Ejér…
—Nosotros tenemos en total a sesenta y dos mil norteamericanos que —lo interrumpió Warren sin elevar la voz—, en estos momentos, están intentando averiguar quién secuestró a la presidenta. Además…
—¡Esto no es una competición!
Todos miraron a Peter Salhus, que se había levantado. Warren e Yngvar intercambiaron las miradas de dos niños a los que el director del colegio ha pillado peleándose en el patio.
—Nadie pone en duda la prioridad absoluta de este caso en ambos países —dijo Salhus, con la voz aún más oscura de lo habitual—. Ni que los estadounidenses estén buscando una conspiración y un contexto mayor que el nuestro. Tanto la CIA como el FBI y la NSA han tenido una… actitud, llamémoslo así, bastante diferente durante la última jornada, en lo que se refiere al intercambio de información. No nos cuesta ver en qué dirección estáis trabajando. Los servicios de inteligencia de toda Europa están siguiendo lo que sucede. Nosotros también tenemos nuestras fuentes, como seguramente sabréis. Y, como es obvio, es sólo cuestión de tiempo que los periodistas norteamericanos se enteren de los métodos que estáis poniendo en práctica.
Warren no pestañeó.
—Eso es problema vuestro —continuó Salhus encogiéndose de hombros—. Tal y como interpreto yo los datos que han entrado, además de aquello que no conseguís mantener en secreto para los medios de comunicación… —Se agachó, cogió un documento de la cartera que tenía en el suelo, junto a la silla de la que se había levantado, y leyó—: Fuertes restricciones del tráfico aéreo. Interrupción total del tráfico aéreo proveniente de determinados países, la mayoría de ellos musulmanes. Extensas reducciones de personal en oficinas públicas. Colegios que se cierran indefinidamente… —Agitó los papeles antes de volver a meterlos en la cartera—. Podría seguir un buen rato. La suma de todo esto es evidente. Esperáis más agresiones. Agresiones mucho más globales que el secuestro de la presidenta de Estados Unidos.
Warren Scifford abrió la boca y alzó las palmas de las manos.
—Ahórrate las protestas —le dijo el jefe de Vigilancia noruego, su voz de bajo vibraba de rencor reprimido—. Te digo lo mismo que Stubø: no nos infravalores. —Su enorme dedo índice estaba muy cerca de la nariz del norteamericano—. Lo que tienes que recordar, lo que tienes que recordar…
Warren frunció el ceño y echó la cabeza hacia atrás.
—… es que somos nosotros, la Policía noruega, quienes tenemos posibilidades de solucionar este caso. Este caso concreto. Somos nosotros, y sólo nosotros, quienes podemos averiguar cómo ha podido suceder este caso concreto: llevarse a la presidenta de la habitación de un hotel de Oslo. ¿Lo comprendes?
Warren permanecía muy tranquilo.
—Y por nosotros, podéis hacer lo que os dé la gana respecto a colocar esto en una perspectiva más amplia. ¡¿Lo comprendes?!
El hombre asintió casi imperceptiblemente con la cabeza. Salhus suspiró, retiró la mano y continuó:
—Me resulta incomprensible que no sólo os neguéis a ayudarnos, sino que incluso saboteéis la investigación, al no proporcionarnos información esencial, como que un agente del Secret Service ha desaparecido de forma misteriosa. —Se detuvo, justo delante de Scifford —. Si no llega a ser porque una señora que estaba de excursión merodeó por una zanja en Nordmarka y luego se desmayó a pocos metros de distancia, aún estaríamos buscando al hombre del traje. Todavía no tendríamos la menor idea de que… —Salhus carraspeó y se tomó una pausa, como si se tuviera que contener para no ponerse realmente furioso—. En colaboración con el comisario jefe Bastesen, aquí presente, con nuestro ministro de Justicia y con nuestro ministro de Asuntos Exteriores, he enviado una queja formal a tu Gobierno —prosiguió Peter Salhus sin sentarse—. Con una copia para el Secret Service y otra para el FBI.
—Me temo —dijo Warren Scifford sin tono en la voz— que mi Gobierno, el FBI y el Secret Service tienen cosas más serias de las que ocuparse que de una queja como ésa. Pero, por favor…, Be my guest! No os puedo prohibir mantener correspondencia con otra gente, si es que tenéis tiempo para andar con esas cosas. —Se levantó bruscamente, agarró una chaqueta deportiva de color verde militar, que colgaba sobre el reposabrazos y, con una sonrisa, añadió—: Entonces no tengo más que hacer aquí. Ya me habéis dado lo mío. Y vosotros también habéis recibido un poco. Una reunión fructífera, en otras palabras.
Los otros tres hombres presentes en la habitación se quedaron tan sorprendidos por su repentina reacción que no consiguieron decir nada. Warren Scifford tuvo que posar la mano sobre el antebrazo de Salhus para que se moviera.
—Por cierto —dijo el norteamericano, que se dio la vuelta junto a la puerta, a los demás aún no se les había ocurrido nada sensato que decir—, te equivocas con respecto a quién puede resolver este caso. Este caso concreto, como lo has llamado tú. Hablas como si los secuestros se pudieran resolver sin tener en cuenta los motivos, la planificación, las consecuencias y el contexto. —Sonrió de oreja a oreja, parecía haber amabilidad en sus ojos—. Quien encuentre a la presidenta, ése será quien tenga posibilidad de resolver el caso. Todo el caso. Lamentablemente cada vez dudo más que vayáis a ser vosotros. Eso sí que me preocupa a mí —miró a Salhus—, a mi Gobierno, al FBI y al Secret Service. Pero mucha suerte, de todos modos, y buenas noches.
La puerta se cerró a sus espaldas, algo violentamente.
Capítulo 30
—Hemos encontrado a la presidenta —susurró Inger Johanne Vik—. No me lo…
No sabía qué decir y estuvo a punto de echarse a reír, pero puesto que hubiera sido más o menos tan adecuado como reírse en un entierro, consiguió contenerse. En su lugar, las lágrimas empezaron a correr de nuevo. Se sentía completamente exhausta y lo absurdo de toda la situación no mejoraba con la obstinada decisión de Hanne de no dar la alarma. Inger Johanne lo había intentado todo: desde el sentido común hasta el razonamiento, pasando por las súplicas e incluso las amenazas. De nada había servido.
—Una mujer como Helen Bentley sabe lo que tiene que hacer —dijo Hanne en voz baja, arropando con delicadeza a la presidenta—. Ayúdame un poco, por favor.
Helen Bentley respiraba constante y pesadamente. Hanne colocó dos dedos sobre su muñeca y miró su reloj. Se le movía la boca como si contara, hasta que volvió a dejar la mano sobre la cadera de la presidenta.
—Tiene el pulso constante de alguien que está descansando —susurró—. De hecho, creo que no se ha desmayado, sino que se ha dormido. Ha desconectado. Está exhausta, mental y físicamente.
Se dirigió al siguiente salón sin hacer ruido y por el camino mitigó la luz, que se controlaba con la voz.
—¡Oscuridad!
Las lámparas se fueron apagando hasta quedar oscuras. Inger Johanne siguió a Hanne y cerró la puerta a sus espaldas. Aquel salón era más pequeño. Una enorme chimenea de gas, enmarcada con acero pulido, estaba encendida y hacía vacilar las sombras de la habitación. Inger Johanne se sentó en una profunda cama turca y descansó la cabeza contra el suave respaldo.
—Lo que necesita Helen Bentley no es exactamente un médico —dijo Hanne colocando su silla junto a la cama—. Pero, por si acaso, debemos despabilarla un poco una vez cada hora. Puede que haya sufrido una leve conmoción cerebral. Yo puedo hacer la primera guardia. ¿A qué hora empieza a despertarse Ragnhild, así por lo general?
—Sobre las seis —dijo Inger Johanne bostezando.
—Entonces yo hago la primera guardia. Así por lo menos puedes dormir unas pocas horas.
—Muy bien. Gracias.
Sin embargo, Inger Johanne no se levantó. Miraba las llamas tras los leños de madera artificiales. Le resultaban casi hipnóticas, un bello fondo azul vaporoso que se transformaba en un fuego amarillo anaranjado.
—¿Sabes? —dijo, y notó una ráfaga del perfume de Hanne—, creo que nunca he conocido a una persona parecida.
—¿A mí? —preguntó Hanne sonriendo, y la miró.
Inger Johanne se rio, se encogió de hombros y respondió:
—Como tú tampoco, en realidad. Pero ahora mismo estaba pensando en Helen Bentley. Recuerdo perfectamente la campaña electoral. Quiero decir, siempre sigo bastante de cerca…
—Bastante de cerca —la interrumpió Hanne Wilhelmsen con una breve risa—. ¡Tienes un interés patológico por la política estadounidense! Yo pensaba que mi fascinación por ese país era mala, pero creo que la tuya es aún peor. Quieres…
Ladeó la cabeza. Era como si se preguntara si la propuesta cruzaría el importante límite entre amabilidad y amistad.
—¿Nos sentaría bien una copa de vino, en realidad? —lo dijo de todos modos, pero se arrepintió—. Supongo que es una tontería. Tan tarde como es. Olvídalo.
—Creo que es una excelente idea. —Inger Johanne bostezó—. ¡Muchas gracias!
Hanne arrimó la silla a un armario empotrado, lo abrió presionando levemente la superficie de madera y, sin vacilaciones, sacó una botella con una etiqueta que dejó pasmada a Inger Johanne.
—No cojas ésa —se apresuró a decir—. ¡Si no vamos a beber más de una copa!
—Esto del vino es el proyecto de Nefis. Se va a llevar una alegría cuando vea que yo también pruebo algo de lo bueno.
Abrió la botella, se la colocó entre los muslos, cogió dos copas que se puso con cuidado en el regazo y retornó a su sitio, donde sirvió a las dos con generosidad.
—En realidad fue un milagro que la eligieran —dijo Inger Johanne, que probó la bebida—. ¡Fantástico! Me refiero al vino, vamos.
Alzó la copa en un discreto brindis y volvió a beber.
—¿Por qué crees que ganó? —preguntó Hanne—. ¿Cómo lo consiguió? Absolutamente todos los comentaristas decían que era demasiado pronto para que ganara una mujer.
Inger Johanne sonrió.
—Ante todo fue el factor X.
—¿El factor X?
—Lo que no se puede explicar. La suma de virtudes que en realidad no se pueden señalar. Lo tenía todo. Si alguna mujer podía tener alguna oportunidad, era ella. Y sólo ella.
—¿Y Hillary Clinton?
Inger Johanne chasqueó la lengua y se tragó el vino que descansaba sobre su lengua.
—Creo que éste es el mejor vino que he probado en mi vida—dijo mirando fijamente la copa—. Era demasiado pronto para Hillary. Ella misma se dio cuenta. Pero puede llegar su momento. Más adelante. Tiene buena salud y puede ser candidata hasta pasados los setenta, diría yo. Para eso aún queda un tiempo. La ventaja de Hillary es que ya se conoce toda la mierda. Cuando recorrió el camino para convertirse en primera dama, se revisó toda su vida. Por no decir durante los ocho años en la Casa Blanca… Hace mucho que salió toda la porquería, pero aún hay que tomar cierta distancia respecto a todo eso.
—Pero a Helen Bentley también la investigaron —dijo Hanne, que intentó enderezarse en la silla—. Fueron a por ella como perros ávidos de sangre.
—Por supuesto. La cosa es que no encontraron nada. Nada de importancia. Tuvo el suficiente sentido común como para admitir que durante la época de estudios no había llevado exactamente una vida de monja. Lo hizo antes de que a nadie le hubiera dado tiempo a preguntarlo. Y además lo dijo con una sonrisa de oreja a oreja. Incluso guiñó un ojo. A Larry King, en directo. Pelota muerta. Genial. —Cuando sostenía la copa de vino contra la hoguera de la chimenea, veía un juego de colores en el que el líquido variaba desde un tono rojo oscuro intenso hasta el color del ladrillo, a lo largo del borde—. Para colmo, tenía un tour en Vietnam —dijo Inger Johanne, y tuvo que sonreír otra vez—. En 1972, cuando tenía veintidós años. Fue tan lista como para no decir nada hasta que algún cuco, o quizá debería de decir un halcón, bastante al comienzo del proceso de nominación, señaló que de hecho Estados Unidos estaban en guerra con Irak, y que el Commander in Chief necesariamente había de tener experiencia de guerra. Cosa que es una solemne chorrada, por supuesto. ¡Mira a Bush! De joven correteó un poco por ahí en uniforme de piloto y nunca puso ni un pie, ni un ala, fuera de Estados Unidos. Pero ya sabes… —El vino ya le estaba aclarando la cabeza—. Helen Bentley le dio la vuelta a toda la historia. Se presentó ante las cámaras y dijo que la razón por la que nunca hablaba de sus doce meses en Nam era que, por respeto a los veteranos mutilados y dañados psíquicamente, no quería sacarle partido a un servicio que ante todo había consistido en estar sentada detrás de una máquina de escribir. No había ido a la guerra porque la hubieran obligado, sino porque lo consideraba su deber. Cuando volvió, dijo, era una mujer más adulta y más sabia, y pensaba que aquella guerra era un error fatal. Al igual que la guerra contra Irak, que no apoyó desde el comienzo, y que se había convertido en una pesadilla para la que había que encontrar una salida honrosa y responsable, sin escatimar esfuerzos. Y eso lo más deprisa posible. —Como un rayo, puso la mano sobre su copa cuando Hanne quiso servirle más—. No, gracias. Está delicioso, pero pronto me tengo que acostar.
Hanne no insistió y le colocó el corcho a la botella.
—¿Te acuerdas cuando vimos juntas la ceremonia de investidura? —dijo—. Hablamos de lo increíblemente bien que tienen que planificar sus vidas. ¿Lo recuerdas?
—Sí —respondió Inger Johanne—. Creo que en el fondo yo estaba más… emocionada de lo que lo estabas tú.
—Eso es porque no eres tan cínica como yo. Todavía te dejas impresionar.
—Es imposible no hacerlo —dijo Inger Johanne—. Mientras que Hillary Clinton intenta dar una imagen de dura, intransigente y autónoma, ella…
—Creo que está trabajando duro para cambiar eso.
—Sí, desde luego. Pero eso lleva tiempo. Helen Bentley tiene algo…
Ladeó la cabeza y se colocó el pelo detrás de la oreja. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía las gafas llenas de las huellas de Ragnhild. Se las quitó y las limpió con la punta de la camisa.
—… indefinible —dijo después de un rato—. El factor X. Es cálida, guapa y femenina, al mismo tiempo que ha demostrado su fuerza por medio de su carrera profesional y su participación en la guerra. No cabe duda de que debe de ser un hueso, y tiene muchos enemigos. Pero los trata de un modo… ¿distinto? —Se colocó las gafas en la nariz y miró a Hanne—. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sí. —Hanne asintió con la cabeza—. En otras palabras, se le da bien engañar a la gente. Se le da bien conseguir que incluso sus más acérrimos enemigos sientan que los trata con el debido respeto. Pero me pregunto qué tendrá.
—¿Tendrá? ¿Qué quieres decir?
—Anda ya —sonrió Hanne—. ¿No te habrás creído que es tan pura como parece?
—Pero si… Si hubiera algo, ¡seguro que ya lo habría encontrado alguien! Los periodistas estadounidenses son los mejores… los peores del mundo para eso.
Extrañamente, Hanne parecía contenta, por primera vez en el breve y frágil tiempo que hacía que se conocían. Era como si eso de tener a una presidenta de Estados Unidos desmayada en el sofá hiciera que se tambaleara el impenetrable escudo de amable indiferencia con el que siempre se rodeaba. El mundo entero contenía la respiración, con miedo creciente por lo que le hubiera podido pasar a Helen Lardahl Bentley. Era evidente que Hanne Wilhelmsen disfrutaba de ello. Inger Johanne no sabía muy bien cómo interpretarlo, ni si le gustaba.
—Boba. —Hanne se rio y se estiró hacia ella para pegarle un empujón en el costado—. No existe una sola persona, ni una sola persona en todo el mundo, que no tenga nada de lo que avergonzarse. Algo que tienen miedo que los demás averigüen. Cuanto más alto estés en la jerarquía, tanto más peligrosa es cualquier falta, por leve que sea. Seguro que nuestra amiga de ahí dentro también tiene lo suyo.
—Me voy a la cama —dijo Inger Johanne—. ¿Te vas a quedar levantada?
—Sí —dijo Hanne—. Al menos hasta que tú te despiertes. Seguro que cabeceo un poco aquí en la silla, pero tengo muchísimo que leer.
—Hasta que se despierte Ragnhild —la corrigió Inger Johanne, que volvió a bostezar mientras se dirigía, con las zapatillas que le habían prestado, a la cocina para coger agua.
Se detuvo en la puerta.
—Hanne —dijo en voz baja.
—¿Sí?
No se giró en la silla. Seguía sin apartar la vista de las danzarinas llamas. Se había servido más vino y alzó su copa.
—¿Por qué estás tan empeñada en que no avisemos a nadie de que está aquí?
Hanne dejó la copa y giró muy despacio la silla hacia Inger Johanne. La habitación estaba a oscuras, aparte de la hoguera y los restos del anochecer de mayo que aún presionaba tercamente las ventanas. Su rostro parecía aún más escuálido entre las sombras y los ojos desaparecían.
—Porque se lo he prometido —dijo Hanne—. ¿No lo recuerdas? Le estreché la mano. Y luego se desmayó. Lo que se promete, se promete. ¿Estás de acuerdo?
Inger Johanne sonrió.
—Sí —dijo—. En eso, por lo menos, estamos de acuerdo.
Capítulo 31
En la costa Este de Estados Unidos eran exactamente las seis de la tarde.
A la hija menor de Al Muffet, Louise, le habían dejado hacer la comida. En su opinión había que celebrar la llegada del tío. Después de la muerte de la abuela paterna, casi no habían tenido contacto con la familia del padre, y Louise había insistido. Al cerró los ojos y rezó en silencio a todos los dioses de la cocina cuando la vio abrir una y otra vez el armario de las delicatessen.
Primero usó el hígado de oca.
Luego cogió el último bote de caviar ruso, de una partida que le había regalado una familia que estaba de vacaciones, después de que curara a su cachorro de estreñimiento.
—Louise —dijo en voz baja—, no hace falta que uses toda la comida que tenemos. Frena un poco, por favor.
La chiquilla puso gesto de ofendida.
—Aunque a ti no te haga demasiada ilusión eso de la familia, a mí me parece que es ocasión de soltarse la melena, papá. ¿Y a quién le vamos a servir estas cosas si no las podemos usar estando aquí mi tío? ¡Mi tío, papá! ¡Mi tío carnal!
Al Muffet resopló.
—Recuerda que es musulmán —murmuró—. No uses nada con carne de cerdo.
—Anda que tú, que te vuelven loco las costillas de cerdo. Vergüenza tendría que darte.
Le encantaba que se riera. Tenía la risa de su madre, lo último que le quedaba a Al Muffet de su mujer. Cuando cerraba los ojos e intentaba reproducir su imagen, sólo veía la escuálida figura en la que se convirtió durante los últimos meses de su vida. Nada más. Se le había borrado su rostro. Lo único que era capaz de percibir era el recuerdo del vago aroma de un perfume que él le había regalado cuando se comprometieron y que desde entonces ella siempre usó. Y luego su risa. Era melodiosa y cantarina, como el sonido de las campanas. Louise la había heredado y, de vez en cuando, Al Muffet hacía el payaso o le contaba un chiste, sólo para poder cerrar los ojos y escucharla.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Fayed desde el vano de la puerta—. ¿Eres tú la chef de la familia?
Fue hasta el banco de la cocina y le revolvió el pelo a Louise. Ella sonrió, agarró una berenjena y se puso a cortarla con mano diestra.
«A mí nunca me deja revolverle el pelo —pensó Al Muffet—. No se trata así a una chica de doce años, Fayed, ¿no ves que se comporta como una pequeña adulta? Al menos si apenas la conoces.»
—Tienes unas chicas estupendas —dijo Fayed dejando una botella de vino sobre la rústica mesa de roble que estaba en medio de la habitación—. Pensé que esto te podría gustar. ¿Dónde están Sheryl y Catherine?
—Sheryl tiene veinte años, se independizó el año pasado.
—Ah —dijo Fayed con ligereza, y tuvo que dar un paso a un costado para recuperar el equilibrio cuando abrió un cajón—. ¿Hay algún sacacorchos por aquí?
A Al le parecía percibir un ligero olor a alcohol. Cuando Fayed se dio la vuelta, hubiera jurado que tenía los ojos húmedos y la boca floja.
—¿Bebes? —preguntó—. Yo creía que…
—Casi nunca —lo interrumpió Fayed; carraspeó, como si quisiera recobrar el dominio de sí mismo—. Pero en un día como éste… Ya veo que quieres que lo celebremos en serio. Estoy de acuerdo contigo. He traído unos regalos para las chicas. Podemos abrirlos por la tarde. ¡De verdad que es un gusto veros a todos!
—Bueno, en realidad, por ahora sólo nos has visto a nosotros dos —dijo Al abriendo un cajón—. Pero Catherine está al caer. Le dije que comeríamos sobre las seis y media. Esta tarde tenía un partido. Supongo que ya habrán acabado.
El sacacorchos estaba enganchado en la batidora. Finalmente consiguió separar las herramientas y le tendió el sacacorchos a su hermano.
—¿Qué me dices? —dijo Fayed risueño, y cogió el instrumento—. Mi sobrina está jugando un partido, ¿y no me has dicho nada? ¿Podríamos haber ido a verla? A mis hijos no les interesan esas cosas. —Negó con la cabeza haciendo una mueca de desagrado—. A ninguno de ellos. No tienen el más mínimo espíritu competitivo, ninguno de ellos.
Louise sonrió un poco cohibida.
Fayed abrió la botella y buscó copas con la mirada. Al abrió un armario y sacó una, que dejó sobre la mesa de roble.
—¿Tú no quieres? —preguntó Fayed, sorprendido.
—Es miércoles, y mañana me levanto temprano.
—Sólo una copa —le rogó Fayed—. Por Dios, ¡una copa no te va a sentar mal! ¿No te alegras de verme?
Al tomó aire. Luego cogió otra copa y la dejó junto a la primera.
—Esto —dijo, señalando un par de centímetros por encima del fondo—. ¡Para!
Fayed se sirvió generosamente a sí mismo y alzó la copa.
—Un brindis por nosotros —dijo— ¡Por la reunificación de la familia Muffasa!
—Nosotros nos llamamos Muffet —dijo Louise sin mirar a su tío.
—Muffet, Muffasa. Same thing!
Bebió.
«Estás borracho —pensó Al, sorprendido—. Tú, que de nosotros eres el religioso, ¡y que no te has tomado nunca ni una cerveza con los amigos, de repente apareces de la nada, después de no haber dado señales de vida en tres años, y te emborrachas con alguna cosa que ni siquiera te he servido yo».
—Ya podemos sentarnos —dijo Louise.
Parecía sentir timidez, cosa que nunca solía pasarle. Era como si de pronto hubiera entendido que su tío no estaba completamente en sus cabales. Cuando se agachó hacia ella para acariciarle la espalda, se retiró con una sonrisa cohibida.
—Adelante —dijo señalando el salón.
—¿No deberíamos esperar a Catherine? —preguntó Al, y le dirigió un gesto tranquilizador a su hija—. Debe de estar a punto de llegar.
—Ya estoy en casa —dijo alguien que dio un fuerte portazo—. ¡Hemos ganado! ¡Yo he logrado un home run!
Fayed se llevó la copa al salón.
—Catherine —dijo en tono cariñoso; se detuvo para ver bien a su sobrina.
La quinceañera se paró en seco. Saludó con la cabeza al hombre que era exactamente igual a su padre, a excepción de la mirada, que era húmeda y difícil de interpretar. Además llevaba un bigote que no le gustaba, un espeso mostacho con las puntas húmedas. Parecían pequeñas flechas que señalaban su boca y le ocultaban el labio superior.
—Hola —dijo ella en voz baja.
—Ya te dije que quizás el tío Fayed se pasaría hoy por aquí —dijo Al fingiendo alegría—. ¡Y aquí está! Vamos a sentarnos. Louise se ha encargado de la comida, y ha salido como corresponde.
Catherine sonrió con precaución.
—Sólo voy a dejar las cosas en mi cuarto y a lavarme las manos —dijo, y subió las escaleras hacia el segundo piso de cuatro zancadas.
Louise llegó desde la cocina con dos platos en las manos, y otros que hacían equilibrios sobre sus delgados antebrazos.
—Mira —dijo Fayed—. ¡Una auténtica profesional!
Se sentaron. Catherine bajó desde el segundo piso con la misma agilidad con la que había subido. Llevaba el pelo corto, tenía una cara hermosa y fuerte, y los hombros anchos.
—Así que juegas al fútbol —dijo Fayed bastante superfluamente, y se metió el primer trozo de paté de ganso en la boca—. Tu padre jugaba al baloncesto. En sus tiempos. ¡De eso sí que hace años! ¿Verdad, Ali?
Nadie había llamado Ali al padre desde que murió la abuela. Las chicas intercambiaron miradas, Louise ahogó la risa tras una mano extendida. Al Muffet murmuró algo inaudible que pretendía detener la charla sobre su miserable carrera atlética.
Fayed vació la copa. Louise iba a levantarse para ir a buscar la botella a la cocina, pero su padre la detuvo poniéndole la mano en el muslo.
—El tío Fayed ya no quiere más vino —dijo con suavidad—. Aquí hay agua fría.
Sirvió agua en un gran vaso y se lo pasó a su hermano, que estaba al otro lado de la mesa.
—Hombre, puedo beber un poco más de vino —sonrió Fayed sin tocar el agua.
—Yo creo que no —dijo Al clavándole la mirada.
Algo iba muy mal. Que Fayed bebiera, como es natural, podía deberse a que había cambiado durante los años que no se habían visto. Pero no era muy plausible. Además daba la impresión de que no lo toleraba muy bien. Aunque era evidente que había tomado algo antes de entrar en la cocina, la única copa de vino que había bebido con ellos lo había emborrachado ostensiblemente. Fayed no estaba acostumbrado a beber. Al no conseguía imaginarse por qué lo estaba haciendo ahora.
—No —dijo Fayed en voz alta, y rompió la tensión de la situación—. Tienes toda la razón. No más vino para mí. Es bueno en dosis pequeñas, pero peligrooooso en grandes.
Al decir «peligroso», agitó el dedo índice exageradamente señalando a sus sobrinas, que estaban sentadas en los costados estrechos de la mesa.
—¿Qué tal está la familia? —preguntó Al sin dejar de comer.
—Ay, la familia… —Fayed empezó a comer otra vez, masticaba despacio como si tuviera que concentrarse para atinar en la comida con los dientes—. Bien, supongo. Sí, claro. En la medida en que se pueda decir que alguien en este país está bien. Con nuestros orígenes étnicos, quiero decir.
Al se puso de inmediato en guardia. Dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y apoyó los codos sobre la mesa para inclinarse hacia delante.
—Nosotros no tenemos problemas —dijo, sonriendo a sus hijas.
—Y yo tampoco estoy hablando de gente como tú —dijo Fayed, que esta vez vocalizó con más claridad.
Al quería rebatirle, pero no delante de las chicas. Preguntó si habían acabado todos con el aperitivo y empezó a recoger los platos usados. Louise lo acompañó a la cocina.
—¿Está enfermo? —preguntó susurrando—. Es como muy raro. Tan… imprelisible, de algún modo.
—Imprevisible —la corrigió su padre en voz baja—. Siempre lo ha sido. Pero no le juzgues con demasiada dureza, Louise. No lo ha tenido tan fácil como nosotros.
«Fayed nunca ha superado lo del 11-S —pensó—. Estaba subiendo en la jerarquía de un sistema exigente y bien pagado. Después de la catástrofe pegó un frenazo. Por poco no le dejan conservar el puesto de directivo medio que tenía. Fayed está amargado, Louise, y tú eres demasiado joven para enfrentarte a la amargura.»
—En realidad es bueno —dijo sonriendo a la hija—. Y como has dicho tú, es tu tío carnal.
Volvieron al salón, cada uno de ellos llevaba dos platos con exquisito caviar ruso y ajos chalotes cultivados en su propio huerto.
—… y nunca han conseguido hacer nada con esa injusticia. Y nunca lo conseguirán.
Fayed negó con la cabeza y se llevó un dedo a la sien.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Al.
—De los negros —respondió Fayed.
—Afroamericanos —dijo Al—. Te refieres a los afroamericanos.
—Llámalos como quieras. Dejan que se aprovechen de ellos. Están hechos así, ya sabes. Nunca conseguirán levantar cabeza.
—En esta casa no se permite decir ese tipo de cosas —dijo Al con calma, y colocó un plato delante del invitado—. Propongo que cambiemos de tema.
—Es genético —dijo Fayed, impasible—. Los esclavos tenían que ser fuertes y trabajadores, pero no pensar demasiado. Si había alguno listo entre los negros de África, lo dejaron libre. El material genético de los que trajeron del otro lado del océano hace que no sirvan más que para el deporte. Y para ser gánsteres. Nosotros somos distintos. Nosotros no tenemos por qué conformarnos con la mierda.
¡Pang!
Al Muffet estampó su propio plato en la mesa y éste reventó.
—Ahora te vas a callar la boca —le espetó—. Nadie, ni siquiera mi propio hermano, tiene mi permiso para decir chorradas como ésa. Aquí no. Ni en ningún otro sitio. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes?
Las chicas estaban completamente rígidas, sólo se les movían los ojos, que iban del tío al padre y viceversa. Incluso Freddy, el pequeño terrier que estaba atado en el jardín y solía ladrar sin pausa durante cualquier comida en la que no le dejaran participar, estaba callado.
—Quizá deberíamos comer —dijo al final Louise, la voz era más suave de lo normal—. Papá, puedes tomarte el mío. En realidad no me gusta mucho el caviar. Además, a mí me parece que tanto Condoleezza Rice como Colin Powell son muy listos, la verdad. Aunque no esté de acuerdo con ellos, porque yo soy demócrata. —La niña sonrió con cuidado, y ninguno de los hombres dijo nada—. Toma. —Le tendió un plato a su padre.
—Tienes razón —dijo por fin Fayed, que se encogió de hombros, podía parecer una disculpa—. Cambiemos de tema.
Sin embargo, no era tan fácil. Permanecieron bastante tiempo comiendo en silencio. Si el padre hubiera mirado a Louise, se hubiera fijado en las lágrimas que colgaban de sus pestañas y en el leve temblor de su labio inferior. A Catherine, en cambio, la situación parecía resultarle muy interesante. Miraba ininterrumpidamente a su tío, como si acabara de entender lo que hacía allí.
—Os parecéis un montón —dijo de pronto—. Si no se tiene en cuenta el bigote, quiero decir.
Los dos hombres terminaron levantando la vista del plato.
—Eso nos han dicho desde que éramos pequeños —dijo el padre, cogiendo un trozo de pan para rebañar los últimos restos de la comida—. Y eso a pesar de la diferencia de edad.
—Incluso madre se equivocaba a veces —dijo Fayed.
Al lo miró con incredulidad.
—¿Madre? Madre nunca nos confundía. ¡Tienes cuatro años más que yo, Fayed!
—Al morir —dijo Fayed, con un trasfondo en la voz que Al nunca había oído antes y que no era capaz de interpretar—, la verdad es que me confundió contigo. Probablemente porque siempre te quiso más a ti. Deseaba que hubiera sido así, que fuera su hijo favorito quien conversaba con ella en su último momento de claridad. Pero tú… no llegaste a tiempo.
La sonrisa era ambigua.
Al Muffet dejó los cubiertos. La habitación había empezado a dar vueltas. Sentía que la sangre abandonaba su cabeza y que la adrenalina se extendía por cada músculo, por cada nervio del cuerpo. Tenía las palmas de las manos pegadas a la mesa. Tuvo que agarrarse para no caerse de la silla.
—Está bien —dijo sin entonación, e intentando no asustar a las chicas, que lo miraban como si llevara una nariz de payaso—. Así que creyó…
—¡Estás raro, papá! ¿Qué te pasa?
Louise se estiró por encima de la mesa y colocó su manita de niña sobre la manaza de su padre.
—Estoy… Estoy perfectamente. Perfectamente. —Se forzó a hacer una mueca que pretendía ser una sonrisa tranquilizadora, pero que comprendió que tendría que acompañar de una explicación—. Me dolía mucho la tripa, por un momento. Puede que el caviar no me haya sentado bien. Se me pasará enseguida.
Fayed lo miró. Sus ojos parecían más oscuros de lo normal. El hombre daba la impresión de tener una capacidad sobrenatural de hundírselos en la cara, o de sacar la frente hacia fuera, de modo que la cara resultaba más lúgubre, más amenazadora. Al recordó que su hermano lo miraba así, exactamente así, cuando eran pequeños y Fayed había hecho algo malo y mentía por los codos durante las repetidas broncas de su padre, que con los años se fueron haciendo cada vez más furiosas. Al entendió lo que esto podía significar.
Y comprendió, sin saber a ciencia cierta por qué, lo que podía implicar que su madre hubiera confundido a los hijos en su lecho de muerte.
Lo que no conseguía entender de ninguna manera era por qué su hermano había decidido presentarse de pronto allí, tres años más tarde, como salido de la nada, para comportarse como un extraño y perturbar la vida normal y satisfactoria que Al Muffet había construido con sus hijas en un rincón del noreste de Estados Unidos.
—Creo que me voy a tener que echar un momento. Sólo un ratito.
«Algo va mal —pensó al dirigirse hacia las escaleras del segundo piso—. Algo va muy mal y yo me tengo que centrar. ¡Ali Shaeed Muffasa, tienes que pensar!»
Capítulo 32
Adallah al-Rahman se despertó con su propia risa.
Acostumbraba a dormir profundamente durante siete horas seguidas, desde las once de la noche hasta las seis de la mañana siguiente. Alguna que otra vez, sin embargo, se despertaba por una inquietud, por la agobiante sensación de no haberse entrenado como debía. Por temporadas, la vida se volvía demasiado ajetreada, incluso para un hombre que durante los últimos diez años había aprendido a delegar tanto como le parecía posible. En total poseía más de trescientas empresas por todo el mundo, de tamaños distintos y con diferente necesidad de su seguimiento personal. Gran parte de ellas eran dirigidas por gente que no tenía la menor idea de su existencia, del mismo modo que hacía ya tiempo que había llegado a la conclusión de que lo mejor era ocultar la gran mayoría de sus compañías con la ayuda de un ejército de abogados, la mayoría de ellos británicos o norteamericanos, asentados en las islas Caimán con unas oficinas impresionantes, viviendas de lujo y mujeres fuertemente anoréxicas cuyas manos Abdallah tenía grandes dificultades para estrechar.
Como era natural, a veces tenía demasiado quehacer. Abdallah al-Rahman rondaba los cincuenta y dependía de dos horas de duro entrenamiento diario para mantener la forma que consideraba adecuada para un hombre como él y que, además, lo bendecía con un sueño profundo y efectivo. Cuando no entrenaba, la noche se volvía inquieta. Por suerte, aquello era algo excepcional.
Nunca antes lo había despertado su propia risa.
Sorprendido se sentó en la cama.
Dormía solo.
Su mujer, trece años más joven que él y madre de todos sus hijos, tenía una suite propia en el palacio. Abdallah la visitaba con frecuencia, preferentemente a primera hora de la mañana, cuando el frío de la noche aún permanecía en las paredes y tornaba su cama aún más atractiva.
Pero siempre dormía solo.
Los números digitales de un reloj junto a la cama indicaban las 03.00. En punto.
Se incorporó y se restregó la cara. «En Noruega es medianoche», pensó. Estaban a punto de comenzar el día que se llamaría jueves 19 de mayo.
El día antes del día.
Se quedó inmóvil intentando recordar el sueño que lo había despertado. Le fue imposible. No recordaba nada. Pero estaba de mucho mejor humor que de costumbre.
Por un lado, todo había salido como debía. No sólo se había llevado a cabo el secuestro como estaba planeado, sino que era evidente que todos los demás detalles también habían funcionado. Le había costado dinero, mucho dinero, pero eso no le preocupaba lo más mínimo. Más caro le resultaba tener que quemar a tantos miembros del sistema. Pero daba igual.
Así tenía que ser. La naturaleza del asunto llevaba en sí que los objetos minuciosamente construidos y cuidados sólo podían ser utilizados una sola vez. Algunos de ellos eran mucho más valiosos que otros, por supuesto. La mayoría de ellos, como los que habían sido reclutados en Noruega, no eran más que granujas de medio pelo. Comprados y pagados para un trabajo a la vuelta de la esquina, y no merecía la pena pensar más en ellos. A otros, había llevado muchos años ennoblecerlos y prepararlos.
De algunos de ellos, como Tom O'Reilly, se había encargado personalmente.
Pero todos eran sustituibles.
Recordaba una broma que había hecho en cierta ocasión un suizo sonrosado durante una reunión de negocios en Houston. Se encontraban en el último piso de un edificio alto, cuando un limpiador de cristales se había descolgado en una cesta por el otro lado de las enormes ventanas panorámicas. El corpulento hombre de Ginebra había dicho algo sobre que sería mejor emplear mexicanos de usar y tirar. Los demás participantes de la reunión se habían quedado mirándolo sin entender nada. El tipo se echó a reír y describió una cola de mexicanos en el tejado, con un trapo en la mano cada uno. Luego no habría más que irlos arrojando por orden. Cada uno de ellos limpiaría una franja, y así te librabas a la vez de ellos y de la suciedad de las ventanas.
Nadie se rio. Eso había que reconocérselo a los norteamericanos presentes. No le vieron la más mínima gracia a la broma, y dio la impresión de que el suizo estuvo cohibido durante la siguiente media hora.
Si se iba a consumir a seres humanos, la utilidad debía ser mayor que la de limpiar unos cristales, pensaba Abdallah.
Se levantó de la cama. La alfombra, la fantástica alfombra, que le había anudado su madre y que era lo único que nunca, bajo ninguna circunstancia, vendería, era muy mullida. El juego de colores era maravilloso, incluso en la oscuridad de la habitación. El resplandor del reloj de noche y la luz del fino tubo junto a la ventana eran suficientes para que los tonos dorados se fueran transformando cuando atravesó la alfombra para llegar a la pantalla de plasma. Los mandos a distancia reposaban sobre una pequeña mesa de oro tallado y forjado a mano.
Una vez encendida la televisión, abrió una nevera y sacó una botella de agua mineral. Se volvió a echar en la cama, recostado sobre un mar de almohadas.
Se sentía excitado, casi feliz.
La diosa de la fortuna siempre estaba del lado de los vencedores, pensó Abdallah abriendo la botella. No había previsto, por ejemplo, que fueran a mandar a Warren Scifford a Noruega. Aunque al principio Abdallah lo consideró un problema, más tarde todo pareció indicar que era lo mejor que podía haber sucedido. Era mucho más fácil conseguir entrar en las habitaciones de los hoteles noruegos que en el piso de un jefe del FBI en Washington DC. Era obvio que no hubiera hecho falta devolver el reloj después de que la señorita de compañía pelirroja llegara a la conclusión de que habían pagado con generosidad.
Pero era un detalle elegante.
Como el estudio de sonido en uno de los mejores barrios de Oslo. Había llevado mucho tiempo encontrarlo, pero era absolutamente perfecto. Un trastero en un sótano, abandonado y aislado en sentido doble, en una zona en la que la gente apenas registraba lo que hacían los vecinos mientras no llamaran la atención y se tuviera el suficiente dinero como para ser uno de ellos. Como es obvio, lo mejor hubiera sido que Jeffrey Hunter matara a la presidenta antes de encerrarla. A Abdallah ni se le había pasado por la cabeza. Si ya habían sido necesarios medios muy duros para conseguir que el agente del Secret Service contribuyera al secuestro del sujeto a cuya protección había consagrado su vida, hubiera sido imposible conseguir que matara a su propia presidenta.
«Lo posible es siempre lo mejor», pensó Abdallah, y el estudio de sonido pareció la opción correcta. Haberse trasladado lejos, al campo, habría sido muy arriesgado: cuanto más tiempo pasara antes de que encerraran a la presidenta, más peligro corría todo el proyecto.
Aquello salió como debía.
La CNN seguía emitiendo noticias sobre el secuestro y sus consecuencias, sólo interrumpidas una vez a la hora por boletines de otras noticias, que en el fondo no interesaban a nadie. En aquellos momentos, la discusión versaba en torno a la bolsa de Nueva York, que en las últimas dos jornadas había caído estrepitosamente. Aunque la mayoría de los analistas pensaban que la caída en picado era una reacción hipernerviosa a una crisis aguda y que no continuaría cayendo de modo tan abrupto, todos sentían una profunda preocupación. Sobre todo porque el precio del petróleo subía de un modo inversamente proporcional. En las esferas políticas corrían rumores sobre el rapidísimo enfriamiento de las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y los mayores productores de petróleo de Oriente Medio. No necesitaba estar especialmente informado respecto a la política para entender que el Gobierno de Estados Unidos, en sus investigaciones del secuestro de la presidenta, centraba la atención sobre los países árabes. Las persistentes afirmaciones sobre que el punto de mira se concentraba en Arabia Saudi e Irán habían provocado una intensa actividad en la diplomacia de ambos países. Hacía tres días, antes de la desaparición de Helen Bentley, el precio del petróleo estaba en 47 dólares por barril. Un hombre mayor, con nariz aguileña y título de catedrático, clavó su rabiosa mirada en el presentador y declaró: «Seventy five dollars within a few days. That's my prediction. A hundred in a couple of weeks if this doesn't cool down».
Abdallah bebió más agua. Se le vertió un poco y parte del líquido gélido cayó sobre su pecho desnudo. Se estremeció y su sonrisa se amplió aún más.
Un hombre mucho más joven intentó señalar que Noruega también era una nación petrolera. Como tal, este pequeño país rico, situado en las afueras de Europa, ganaría muchos millones con la desaparición de la presidenta.
El humor de Abdallah no empeoró con la tensa situación que surgió en el estudio. Un consejero sénior del banco central norteamericano le dio al jovenzuelo una lección de unos treinta segundos. Aunque si se miraba de modo aislado era cierto que Noruega ganaría con el alza del precio del petróleo, sin embargo la economía del país estaba tan integrada y era tan dependiente de la economía global que el desplome de la bolsa de Nueva York, que evidentemente ya había afectado a las bolsas de gran parte del mundo, supondría una absoluta catástrofe para ellos.
El joven se obligó a sonreír y echó un vistazo a sus apuntes.
«Estos son los verdaderos valores norteamericanos —pensó Abdallah—. El consumo. Nos estamos acercando.»
Tras dieciséis años en Occidente, seis de ellos en Inglaterra y diez en Estados Unidos, le seguía sorprendiendo escuchar a gente, por lo demás educada, hablando de los valores estadounidenses como si realmente creyera que eran la familia, la paz y la democracia. Durante la campaña electoral del año anterior, el tema había ocupado un lugar central; la cuestión de los valores era el único billete de Bush hacia la reelección. Con un pueblo que ya se estaba empezando a cansar de la guerra y que en el fondo estaba abierto a un presidente que los pudiera sacar de Irak, con tal de que mantuviera la honra colectiva, George W. Bush intentó convertir en una cuestión de valores la sangrienta, fracasada y aparentemente eterna guerra en Irak. El hecho de que cada vez más jóvenes norteamericanos retornaran a casa en un ataúd cubierto con la bandera se transformó en un sacrificio necesario para la salvaguarda de la «idea norteamericana». La constante lucha por la paz, la libertad y la democracia en un país que a la mayoría de los estadounidenses no les importaba lo más mínimo, y que se encontraba a miles de kilómetros de la ciudad norteamericana más cercana, se transformó en la retórica de Bush en la lucha por la conservación de los valores norteamericanos más importantes.
La gente le había creído durante mucho tiempo. Demasiado. Eso empezaron a sentir cuando Helen Lardahl Bentley apareció en la campaña electoral ofreciéndoles una alternativa mejor. El hecho de que más tarde se demostrara que salir de ese infierno en el que se había convertido Irak era bastante más complicado de lo que había creído y defendido la candidata Bentley era otra cuestión. Estados Unidos todavía mantenía sus tropas en Irak, pero Bentley ya había sido elegida.
Abdallah se tumbó en la cama. Cogió el mando a distancia y bajó un poco el sonido. Ahora habían pasado la conexión al equipo de la CNN en Oslo, que parecía haberse instalado en una especie de jardín en el que se veía al fondo un alargado edificio con aires de los países del este europeo.
Cerró los ojos y recordó.
Abdallah recordaba la decisiva discusión como si hubiera tenido lugar la semana anterior.
Fue durante la época de Stanford, en una fiesta en la que, como siempre, se mantenía al margen de los acontecimientos y, con una botella de agua mineral, miraba con los ojos medio cerrados a los norteamericanos que montaban jaleo, reían, bailaban y bebían. Lo llamaron cuatro chicos que estaban sentados en torno a una mesa repleta de botellas de cerveza, tanto vacías como medio llenas. Él acudió vacilando.
—Abdallah —dijo uno de ellos riéndose—. Tú que eres tan jodidamente listo, y que no eres de aquí, ¡siéntate, hombre! ¡Toma una cerveza!
—No, gracias —había respondido Abdallah.
—Pero escucha —insistió el chico—. Aquí Danny, que además es un puto comunista, si me preguntas a mí…
Los demás rugieron de risa. El propio Danny sonrió y se colocó la desaliñada cabellera detrás de la oreja, a la vez que alzaba la botella de cerveza en una especie de brindis sin fuerza.
—Éste sostiene que todo eso que se dice sobre los valores estadounidenses no es más que bullshit. Dice que nos importa una mierda la paz, la familia, la democracia, el derecho a defendernos con armas… —A su memoria se le acabaron los valores centrales y dudó un momento antes de agitar su botella de cerveza—. Whatever. Danny-boy sostiene que…
El chico hipó. Abdallah recordaba que se quería ir, que quería salir de allí. Aquél no era su sitio, del mismo modo que en realidad nunca se le incluyó en nada en territorio estadounidense.
—Dice que nosotros, los norteamericanos, en el fondo sólo necesitamos tres cosas —dijo el chico tirando de la manga de la chaqueta de Abdallah—. Que son el derecho a ir en coche adonde nos dé la gana, cuando nos dé la gana y por poco dinero…
Los demás se rieron tan alto que otra gente empezó a acercarse para comprobar lo que pasaba.
—Y luego el derecho a ir de compras adonde te dé la gana, cuando te dé la gana y por poco dinero…
Dos de los chicos se habían tirado al suelo y se agarraban la tripa con un ataque de risa. Alguien había bajado un poco la música; en torno a Abdallah se había formado un grupito que intentaba averiguar qué es lo que estaba provocando que aquellos estudiantes de segundo curso casi se murieran de risa.
—Y la tercera es… —gritó el chico intentando que los otros lo acompañaran.
—Ver la tele cuando nos dé la gana, ver lo que nos dé la gana y por poco dinero —corearon los tres.
Varios se rieron. Alguien volvió a subir la música, aún más alto que antes. Danny se había levantado. Hizo una reverencia profunda y elocuente, con un brazo pegado a la tripa y la mano izquierda en torno a la botella de cerveza.
—¿Y tú qué dices, Abdallah? ¿Así es como somos, o qué?
Sin embargo, Abdallah ya no estaba allí. Se había retirado sin que nadie lo notara, entre las chicas risueñas y borrachas que lanzaban miradas de curiosidad a su cuerpo y que le hicieron volver a casa antes de lo que tenía planeado.
Aquello fue en 1979; nunca lo había olvidado.
Danny había dado en el blanco.
Abdallah tenía hambre. Nunca comía por la noche, no era bueno para la digestión. Pero en ese momento notaba que tenía que comer algo para tener alguna oportunidad de seguir durmiendo. Cogió un teléfono que estaba empotrado en la cama. Abdallah dio una orden en voz baja y colgó.
Volvió a recostarse en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca.
Danny-boy, un agudo estudiante melenudo y poco aseado, había visto la realidad con tanta claridad que sin saberlo le había proporcionado a Abdallah la fórmula que emplearía un cuarto de siglo más tarde.
Abdallah al-Rahman conocía la historia de la guerra. Al verse obligado a entrar tan pronto en el gran imperio comercial de su padre, la carrera militar había quedado descartada. Pero soñaba constantemente con la vida de soldado, especialmente cuando era más joven. Durante un periodo había leído hasta la saciedad a viejos generales. Sobre todo le fascinaba el arte de la guerra chino. Y el más grande de los grandes era Sun Tzu.
Siempre tenía cerca de la cama un ejemplar bellamente encuadernado de El arte de la guerra, un libro de más de 2.500 años de antigüedad.
Lo cogió y empezó a hojearlo. Había hecho que se lo tradujeran al árabe. El libro que sostenía en la mano era uno de los tres ejemplares que había mandado hacer. Todos eran posesión suya.
«Lo mejor es conservar intacto el estado del enemigo. Destruirlo es sólo lo segundo mejor. Librar cien batallas y obtener cien victorias no es la suprema eficacia. No luchar y, de todos modos, dominar las fuerzas del enemigo es la obra del eficiente», leyó.
Pasó la mano por encima del grueso papel hecho a mano. Luego cerró el libro y lo dejó delicadamente en su sitio habitual.
Osama, su viejo compañero de la infancia, sólo quería destruir. El propio Bin Laden pensaba haber ganado el 11-S, pero Abdallah sabía que se equivocaba. La catástrofe de Manhattan fue una tremenda derrota. No destruyó a Estados Unidos, se limitó a transformar el país.
A peor.
Abdallah había notado las consecuencias con amargura. Más de dos millones de dólares de su fortuna habían sido bloqueados inmediatamente en bancos norteamericanos. Le había llevado varios años e increíbles cantidades de dinero liberar la mayor parte del capital, pero las secuelas con el parón total y duradero de sus dinámicas compañías habían sido catastróficas.
No obstante, consiguió superarlo. Su dinastía comercial era ecléctica, tenía muchos pies sobre los que apoyarse. Hasta cierto punto, las pérdidas en Estados Unidos se habían podido compensar por medio del alza del precio del petróleo y las exitosas inversiones en otras partes del mundo.
Abdallah era un hombre paciente, cuyos negocios iban por delante de todo lo demás, a excepción de sus hijos. Pasó el tiempo. La economía norteamericana no podía mantenerse separada eternamente de los intereses árabes. No podía soportarlo. A pesar de que después del año 2001 había empleado varios años en retirarse del mercado estadounidense, apenas un año antes había concluido que había llegado el momento de volver a apostar por el país. Esta vez la apuesta era más alta, más arriesgada y más importante que nunca.
Helen Bentley era su oportunidad. Aunque nunca confiaba del todo en un occidental, había percibido cierta fuerza en sus ojos, algo distinto, la ráfaga de una decencia por la que había decidido apostar. En noviembre de 2004, Helen Bentley parecía encaminarse hacia la victoria y parecía una persona razonable. El hecho de que fuera mujer nunca le importó. Al contrario, al abandonar la reunión había sentido una admiración involuntaria por aquella señora fuerte y brillante.
Lo traicionó una semana antes de las elecciones, porque vio que era necesario ganar.
El arte de la guerra era destruir sin luchar.
Intentar luchar contra Estados Unidos al modo tradicional era inútil. Abdallah comprendió que los norteamericanos sólo tenían un enemigo real: ellos mismos.
«Si a un estadounidense medio le quitas el coche, las compras y la televisión, le quitas las ganas de vivir», pensó. Apagó la pantalla de plasma. Por un momento volvió a ver ante sus ojos a Danny en Stanford, con una sonrisa torcida y la botella de cerveza en la mano: un norteamericano que se comprendía a sí mismo.
«Si le quitas a un norteamericano las ganas de vivir, se pone furioso. Y la furia sube desde abajo, desde el individuo, desde el agotado, desde aquel que trabaja cincuenta horas a la semana y que aun así no puede permitirse tener más sueños que los que emanan de la pantalla del televisor.»
Así pensaba Abdallah. Cerró los ojos.
«En ese caso no cierran filas, en ese caso no dirigen su furia contra los otros, los que están ahí afuera, los que no son como nosotros y no nos quieren mal. En ese caso empiezan a morder hacia arriba. Se levantan contra los suyos. Dirigen su agresividad contra quienes son responsables de todo el asunto, del sistema, responsables de que las cosas funcionen y los coches anden y siga habiendo sueños a los que aferrarse en una vida, por lo demás, triste. Y allí arriba lo que hay es caos. El general supremo ha desaparecido y sus soldados dan vueltas sin dirección ni objetivos, sin liderazgo, en el vacío que surge cuando el líder no está ni vivo ni muerto. Simplemente está desaparecido. Un golpe en la cabeza que los deja aturdidos. Después el golpe mortal contra el cuerpo. Elemental y efectivo.»
Abdallah alzó la vista. El criado entró silenciosamente con una bandeja. Dejó junto a la cama fruta, queso, un pan redondo y una jarra con zumo de naranja. Se fue con un breve saludo de la cabeza. No había dicho nada y Abdallah no le había dado las gracias.
Faltaba día y medio.
JUEVES, 19 DE MAYO DE 2005
Capítulo 1
Helen Lardahl Bentley abrió los ojos; al principio no era capaz de recordar dónde estaba.
Se sentía incómoda. Tenía la mano derecha aprisionada bajo la mejilla y se había quedado dormida. Se incorporó con cuidado. Tenía el cuerpo entumecido y tuvo que agitar un poco el brazo para despertarlo. Al cerrar los ojos a causa de un mareo repentino, recordó lo que había pasado.
El mareo se calmó. Aún sentía la cabeza rara y ligera, pero tras estirar con cuidado los brazos y las piernas, se dio cuenta de que no podía tener lesiones graves. Incluso la herida de la sien parecía estar mejor; al pasarse los dedos por el chichón sintió que era más pequeño que cuando se durmió.
¿Se durmió?
Lo último que recordaba era haberle estrechado la mano a la mujer inválida. Le había prometido…
¿Me quedé dormida de pie? ¿Me desmayé?
En ese momento se dio cuenta de que seguía sucia. De pronto el hedor se volvió absolutamente insoportable. Entonces, apoyando la mano izquierda contra el respaldo del sofá, se levantó. Tenía que lavarse.
—Buenos días, Madame Président —dijo una voz de mujer en el vano de la puerta.
—Buenos días —dijo Helen Bentley, aturdida.
—Estaba en la cocina haciendo un café.
—¿Lleva… aquí toda la noche?
—Sí.
La mujer de la silla de ruedas sonrió.
—Pensé que tal vez tuviera una conmoción cerebral, así que la he movido un par de veces. No le ha sentado muy bien. ¿Quiere?
La Madame Président dijo que no con la mano libre.
—Me tengo que duchar. Si no recuerdo mal… —Por un momento pareció confusa y se pasó la mano por los ojos—. Si no recuerdo mal me ofreciste ropa limpia.
—Por supuesto. ¿Puede andar sola o despertamos a Marry?
—Marry —murmuró la presidenta—. ¿Esa era… la asistenta?
—Sí. Y yo me llamo Hanne Wilhelmsen. Seguro que se le ha olvidado. Puede llamarme Hanne.
—Hannah —repitió la presidenta.
—Está bien.
Helen Bentley probó a dar unos pasos. Las rodillas le temblaban, pero las piernas aguantaron. Miró a la otra mujer.
—¿Dónde tengo que ir?
—Venga conmigo —dijo Hanne Wilhelmsen amablemente, y maniobró hacia una puerta.
—¿Tiene…? —La presidenta se interrumpió a sí misma y la siguió.
El albor al otro lado de la ventana indicaba que aún era temprano, pero aun así ya llevaba allí bastante tiempo. Debían de ser varias horas. Era evidente que la mujer de la silla de ruedas había mantenido su promesa. No había extendido la alarma. Helen Bentley aún podía hacer lo que tenía que hacer antes de salir a la luz. Todavía tenía una posibilidad de solucionarlo todo, pero para eso nadie debía saber que seguía viva.
—¿Qué hora es? —le preguntó a Hanne Wilhelmsen cuando ésta abrió la puerta del baño—. ¿Cuánto tiempo he…?
—Las cuatro y cuarto —dijo Hanne—. Has dormido algo más de seis horas. Seguro que no es bastante.
—Es mucho más de lo que suelo dormir —dijo la presidenta, y se forzó a sonreír.
El baño era magnífico. Una bañera de anchura doble dominaba la habitación. Estaba más baja de lo normal y podía recordar a una pequeña piscina. En un gabinete de ducha mucho más grande de lo normal, la presidenta vio algo que parecía una radio y algo que definitivamente era una pequeña pantalla de televisión. El suelo estaba cubierto de mosaicos con dibujos orientales; el gigantesco espejo que coronaba los dos lavabos de mármol tenía un grueso marco de madera cubierta de pan de oro.
A Helen Bentley le parecía recordar que la mujer había dicho estar jubilada de la Policía. En aquel piso no había mucho que indicara un sueldo de policía, a no ser que este país fuera el único lugar del mundo donde pagaban a los policías como se debería en realidad.
—Adelante —dijo Hanne Wilhelmsen—. Hay toallas en ese armario de ahí. Te dejo la ropa al otro lado de la puerta, así puedes cogerla cuando acabes. Tómate el tiempo que necesites.
Salió del baño y cerró la puerta.
La mujer se desvistió con calma. Aún tenía los músculos sensibles y doloridos. Por un momento dudó qué hacer con la ropa manchada, pero luego vio que Hanne había dejado una bolsa de basura plegada junto a uno de los lavabos.
«Una mujer extraña. Pero ¿no eran dos? ¿Tres con la asistenta?», pensó.
Ya estaba desnuda. Metió la ropa en la bolsa y la cerró atándola con un buen nudo. Lo que más le apetecía era darse un baño, pero la ducha parecía más sensata teniendo en cuenta lo sucia que estaba.
El agua caliente salía con potencia. Helen Bentley jadeó, en parte de agrado, en parte por el dolor que le recorrió el cuerpo cuando echó la cabeza hacia atrás para que el agua le cayera sobre la cara.
La noche anterior había otra mujer. Helen Bentley lo recordaba perfectamente. Una que quería avisar a la Policía. Las dos mujeres habían hablado en noruego y no había entendido más que una palabra que sonaba parecido a «police». La mujer de la silla de ruedas debía de haber ganado en la discusión.
Aquello le estaba sentando bien.
Era como una limpieza en sentido doble. Abrió el grifo al máximo y la presión aumentó. Los rayos de agua se convirtieron en flechas que le masajeaban la piel. Abrió la boca, se la llenó de agua hasta que ya casi no podía respirar y entonces escupió. Dejó que todo corriera y se restregó con fuerza con un guante de crin cuyo tacto vasto contra la mano le gustaba. La piel se le enrojeció, primero por el agua caliente y luego por el guante. Cuando el agua alcanzaba las heridas abiertas le escocía intensamente.
Eso mismo había hecho aquella noche de otoño de 1984, la noche que nunca había compartido con nadie y de la que, por tanto, nadie sabía nada.
Al volver a casa se había duchado durante casi cuarenta minutos. Era medianoche, lo recordaba perfectamente. Se había restregado con una esponja hasta sangrar, como si pudiera quitarse la impresión visual de la piel y así conseguir que desapareciera para siempre. El agua caliente se acabó, pero ella siguió bajo el chorro de agua fría hasta que Christopher apareció sorprendido y le preguntó si no quería ayudar a Billie con el aseo de la noche.
Fuera llovía. Del cielo caía una cascada que producía un ruido ensordecedor al chocar contra el asfalto y el coche, contra los tejados y los árboles de la placita al otro lado de la calle, donde un columpio se balanceaba con el viento y una mujer aguardaba.
Quería recuperar a Billie.
Su hija fue parida por otra. Todos los papeles estaban en regla.
Recordaba su propio grito, «los papeles están en regla», y recordaba cómo sacó el monedero del bolso y lo agitó ante la cara pálida y decidida de la mujer: «¿Cuánto quieres? ¿Cuánto quieres por no hacerme esto?».
La madre biológica de Billie dijo que no se trataba de dinero.
Sabía que los papeles eran válidos, dijo, pero en ellos no ponía nada sobre el padre de Billie, que resultaba que había vuelto.
Lo dijo con una pequeña sonrisa, un gesto ligeramente triunfante, como si hubiera ganado una competición y no pudiera evitar presumir de ello.
—Padre. ¡Padre! ¡Pero si no has declarado a ningún padre! Dijiste que no estabas segura y que de todos modos el tipo estaba muy lejos y que además era un vago y un irresponsable y que no querías que tuviera contacto con la niña. Dijiste que querías lo mejor para Billie, y que lo mejor para ella era irse con nosotros, con Christopher y conmigo, y todos los papeles están en regla. ¡Los firmaste! Los firmaste, y ahora Billie tiene su propio cuarto empapelado en rosa, y una cuna blanca con un móvil que se mueve y le hace sonreír.
—El padre quiere hacerse cargo de las dos —dijo la mujer.
Tenía que gritar por el jaleo de la lluvia. Quería mantener tanto a Billie como a su verdadera madre. Los padres de los hijos también tenían sus derechos. Había sido una tontería por su parte no dar el nombre del padre en el parto, porque entonces se podría haber evitado todo aquello. Pero así estaban las cosas. El novio había salido de la cárcel y había vuelto con ella. Las cosas habían cambiado. Una abogada como Helen Bentley tenía que entenderlo.
Lamentablemente tenía que llevarse a Billie.
La Madame Président apoyó las manos contra la pared de la ducha.
No soportaba recordar. Llevaba más de veinte años reprimiendo el recuerdo de su propio pánico cuando le dio la espalda a la mujer y corrió hasta el coche al otro lado de la calle. Quería coger un collar de diamantes que su padre le había regalado esa misma noche, cuando celebraron la llegada de Billie. El abuelo estaba sudoroso y sonrosado y no dejaba de reírse con su pequeña nieta, y todo el mundo estaba de acuerdo en lo guapa que era la pequeña Helen Lardahl Bentley.
El collar todavía estaba en la guantera y tal vez pudiera comprar otro a su hija, con diamantes y una tarjeta de crédito.
Dos tarjetas de crédito. Tres. ¡Todas!
Mientras buscaba las llaves del coche e intentaba controlar el llanto y el pánico que amenazaban con ahogarla, escuchó el violento golpe. Un sonido aterrador y carnoso hizo que se diera la vuelta lo suficientemente rápido como para ver que una figura vestida con chubasquero rojo salía despedida por el aire. Aún otro impacto se escuchó a través de la tormenta cuando la mujer alcanzó el asfalto.
Un pequeño coche deportivo rodeó una esquina. Helen Bentley ni siquiera se percató del color. Se hizo el silencio.
Helen ya no oía la lluvia. Ya no oía nada. Cruzó la calle lenta y mecánicamente. A un metro de distancia de la mujer vestida de rojo se detuvo.
Yacía de una forma extraña. En una postura tan retorcida y poco natural; incluso con la poca luz que arrojaba una farola, Helen podía ver que la sangre manaba de una herida en su cabeza y se mezclaba con el agua de la lluvia hasta formar un río oscuro que serpenteaba hacia la alcantarilla. Los ojos de la mujer estaban abiertos como platos y la boca se movía.
—Ayúdame.
Helen Lardahl Bentley retrocedió dos pasos.
Se giró y volvió corriendo al coche; abrió la puerta, se sentó dentro y se marchó. Se fue a su casa y se duchó durante cuarenta minutos restregándose la piel hasta sangrar.
No volvieron a saber nada de la madre biológica de Billie. Y casi exactamente veinte años más tarde, una noche de noviembre del año 2004, Helen Bentley fue declarada vencedora en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Su hija estaba junto a ella en el podio, una joven espigada y rubia que siempre había enorgullecido a sus padres.
Se quitó el guante de crin, agarró un bote de champú y se enjabonó el pelo. Le escocían los ojos, y le sentaba bien. Perturbaba la imagen de la mujer herida sobre el asfalto mojado, con la cabeza entre la sangre y el agua sucia.
Jeffrey Hunter le había enseñado una carta cuando, sin hacer ruido y demasiado pronto, la despertó en el hotel. Estaba confusa; él puso un dedo sobre sus labios en un gesto demasiado íntimo.
Decía que sabían lo de la niña, que revelarían su secreto. Que tenía que irse con Jeffrey, porque Troya había dado comienzo e iban a sacar a la luz el secreto que la destruiría.
La carta estaba firmada por Warren Scifford.
Helen Bentley agarró mentalmente el nombre y se aferró a él. Apretó las mandíbulas y dejó que el agua le diera en la cara.
Warren Scifford.
No tenía que pensar en la mujer del chubasquero rojo, tenía que pensar en Warren, sólo en él. Tenía que concentrarse. Se giró despacio en la ducha y dejó que el calor le golpeara la espalda dolorida. Inclinó la cabeza y respiró profundamente. Dentro y fuera.
Verus amicus rara avis.
Un verdadero amigo es un pájaro poco común.
Eso fue lo que la convenció. Sólo Warren conocía la inscripción del reloj de pulsera que le había regalado justo después de las elecciones. Era un viejo amigo y había contactado con ella antes del último debate televisivo contra George W. Bush. Los últimos días antes del debate, las encuestas se habían inclinado por el presidente en el cargo. Ella seguía siendo la favorita, pero el texano le estaba ganando terreno. Los votantes estaban a punto de tragarse su retórica de la seguridad. Aparecía como un hombre fuerte, equilibrado y con iniciativa, con la experiencia y el saber necesarios para un país en guerra y en crisis. Él representaba la continuidad. Se sabía lo que se tenía, pero no lo que podía ofrecer aquella Bentley, con su falta de experiencia en la política exterior.
—Tienes que renunciar a Arabian Port Management —le había dicho Warren cogiendo sus manos.
Lo mismo le habían dicho todos sus consejeros, los internos y los externos. Habían insistido. La habían reñido y habían suplicado: aún no era el momento. Tal vez más tarde, cuando hubiera corrido más agua tras el 11-S. Pero todavía no.
Ella se negó a ceder. La empresa de gestión árabe-saudí con sede en Dubai era seria y efectiva y llevaba la gestión de puertos por todo el mundo, desde Okinawa hasta Londres. Dos de las compañías que hasta esos momentos habían gestionado los puertos norteamericanos, una de ellas británica, estaban interesadas en vender. Arabian Port Management quería comprar las dos. Con la compra de una de ellas se harían cargo de la gestión de Nueva York, Nueva Jersey, Baltimore, Nueva Orleans, Miami y Philadelphia. Con la otra, de Charleston, Savannah, Houston y Mobile. En otras palabras: una compañía árabe controlaría los puertos más importantes de la costa Este y del Golfo.
A Helen Lardahl Bentley le parecía una buena idea.
Para empezar, la compañía era la mejor, la más eficaz y, desde luego, la más rentable. Una venta así supondría además un paso correcto hacia la normalización de las relaciones con las fuerzas de Oriente Medio con las que a Estados Unidos le convenía llevarse bien. Además, y tal vez eso fuera lo más importante para Helen Bentley, la concesión contribuiría a restablecer el respeto por los buenos estadounidenses árabes.
En su opinión, ya habían sufrido lo suficiente y se mantuvo en sus trece. Había mantenido reuniones con la directiva de la compañía árabe y, aunque no era tan tonta como para prometer nada, había dado claras señales de buena voluntad. Le gustaba especialmente que la compañía, a pesar de la inseguridad vinculada a la aprobación de las concesiones, ya había invertido mucho dinero en tierra norteamericana para estar mejor preparada llegado el momento.
Warren le había hablado en voz baja. No le soltaba las manos y mantenía la mirada clavada en la de ella cuando dijo: «Yo apoyo tu meta. Sin reservas. Pero nunca la vas a alcanzar si ahora lo tiras todo por la borda. Tienes que contraatacar, Helen. Tienes que contraatacar a Bush donde menos se lo espera. Llevo años analizando a ese hombre, Helen. Lo conozco tan bien como se puede llegar a conocer a alguien sin tener contacto directo con él. ¡Él también quiere que se firme ese acuerdo! Sólo que tiene la suficiente experiencia como para no hablar de ello todavía. Comprende que esto despierta sentimientos en la gente con los que no hay que jugar. Tienes que delatarlo. Tienes que ir a por él. Te voy a decir lo que tienes que hacer…».
Por fin se sentía limpia.
Le escocía la piel. El baño estaba lleno de vapor caliente. Salió de la ducha y cogió una toalla con la que se envolvió el cuerpo. Luego cogió otra más pequeña con la que se cubrió la cabeza. Limpió un poco el vaho del espejo.
Ya no tenía sangre en la cara. El chichón aún era visible, pero el ojo se había vuelto a abrir. Lo peor eran las muñecas, en realidad. Las estrechas tiras de plástico se habían clavado tan hondo en la piel que en varios sitios le habían provocado grandes heridas. Tenía que pedir un desinfectante y, a poder ser, unas buenas vendas.
Siguió el consejo de Warren, sumida en grandes dudas.
Cuando el moderador del debate le preguntó qué pensaba sobre la amenaza para la seguridad que suponía la venta de infraestructuras estadounidense centrales, ella había mirado directamente a la cámara y había pronunciado un ardiente discurso de cuarenta y cinco segundos, una apelación apasionada a la conciliación con «nuestros amigos árabes», en la que subrayaba la importancia de cuidar un valor estadounidense fundamental, que consistía en la igualdad de todos los norteamericanos, fuera cual fuera el origen de sus antepasados y la religión que defendieran.
Luego había tomado aire. Un vistazo al presidente la convenció de que Warren tenía razón. El presidente Bush sonreía seguro de su victoria. Elevó los hombros en aquel extraño gesto suyo, mostrando las manos. Estaba seguro de lo que iba a decir.
Y ella dijo algo completamente distinto.
En lo que respecta a la infraestructura —había dicho Helen Bentley con serenidad—, el asunto era bastante distinto. Opinaba que la infraestructura no debía ponerse en manos de nadie que no fuera norteamericano, o uno de sus aliados más cercanos. Dijo que la meta tenía que ser que todo, desde las principales carreteras hasta los aeropuertos, los puertos marítimos, las aduanas, las fronteras y las vías férreas, estuvieran para siempre en manos de los intereses norteamericanos.
En consideración a la seguridad nacional.
Al final añadió, con una pequeña sonrisa, que alcanzar semejante meta llevaría tiempo, como era obvio, y que exigiría una gran voluntad política. Entre otras cosas porque George W. Bush había apostado fuertemente por la venta a intereses árabes, en un documento interno que mostró durante unos segundos a las cámaras antes de volverlo a dejar sobre la mesa y estirar la mano en dirección al moderador. Había terminado.
Helen Lardahl Bentley ganó el debate con un once por ciento de ventaja. La semana siguiente se convirtió en Madame Président, como había soñado durante veinte años. Justo después, Warren Scifford se convirtió en el líder de la nueva BS-Unit.
El puesto de director no era una recompensa.
El reloj de pulsera sí.
Y él había abusado de ella. La había engañado con su propia declaración de amistad eterna.
Verus amicus rara avis. Había resultado ser más cierto de lo que ella se imaginaba.
Se dirigió a la puerta y la abrió con cuidado. Efectivamente, había allí una pila de ropa doblada. Se agachó con la rapidez que le permitía su dolorido cuerpo, cogió la pila y cerró la puerta. Luego echó el pestillo.
La ropa interior era nueva. Aún tenía las etiquetas. Se anotó el considerado gesto antes de ponerse las braguitas y el sostén. El pantalón vaquero también parecía nuevo y le sentaba como un guante. Cuando se puso el jersey de cachemira azul pálido, con cuello de pico, sintió pinchazos en las muñecas.
Permaneció mirándose en el espejo. El sistema de ventilación había eliminado ya la mayor parte de la humedad y la temperatura de la habitación ya había descendido varios grados desde que salió de la ducha cinco minutos antes. Por una vieja costumbre, pensó por un momento en maquillarse. Junto al lavabo, había una caja japonesa abierta y llena de cosméticos.
Rechazó la idea. Todavía tenía la boca hinchada y la grieta del labio inferior tendría una pinta horrible con pintalabios.
Muchos años antes, durante el primer periodo como presidente de Bill Clinton, Hillary Rodham Clinton había invitado a Helen Bentley a almorzar. Era la primera vez que se veían en «circunstancias más personales». Helen recordaba perfectamente lo nerviosa que se había puesto. Hacía sólo unas semanas que había asumido su cargo como senadora y ya tenía suficiente quehacer con aprender los usos y las costumbres que una insignificante y joven senadora tenía que dominar para sobrevivir más de unas horas en Capitol Hill. El almuerzo con la primera dama fue de ensueño. Hillary era tan cercana, atenta e interesante como sostenían sus mayores partidarios. La arrogancia, frialdad y carácter calculador que le atribuían sus detractores estaban completamente ausentes. Era evidente que quería algo, todo el mundo en Washington siempre quería algo, pero ante todo, Helen Bentley tuvo la sensación de que Hillary Rodham Clinton quería su bien. Quería que se sintiera segura en su nueva vida. Si la senadora Bentley era además tan amable de leer un documento que trataba sobre una reforma sanitaria para mejorar las condiciones del norteamericano medio, la primera dama se pondría muy contenta.
Helen Bentley lo recordaba perfectamente.
Cuando se levantaron después de la comida, Hillary Clinton miró discretamente el reloj, le dio un beso formal en la mejilla y le estrechó la mano.
—Una cosa más —dijo sin soltarle la mano—. En este mundo no se puede confiar en nadie, salvo en una persona: en tu marido. Mientras sea tu marido, es el único que siempre quiere lo mejor para ti. El único en quien puedes confiar. No lo olvides nunca.
Helen nunca lo había olvidado.
El 19 de agosto de 1998, Bill Clinton admitió haber engañado a todo el mundo, incluida su esposa. Un par de semanas más tarde, Helen se encontró por casualidad con Hillary Clinton, en un pasillo del ala oeste de la Casa Blanca. La primera dama acababa de volver de Martha's Vineyard, donde la familia se había refugiado durante aquella época terrible. Se había detenido, había cogido su mano y la había estrechado entre las suyas, igual que durante su primer encuentro muchos años antes. A Helen no se le ocurrió otra cosa que decir:
—I'm sorry, Hillary. I'm trully sorry for you and Chelsea.
La señora Clinton no dijo nada. Tenía los ojos enrojecidos y la boca le temblaba. Se forzó a sonreír, asintió con la cabeza y soltó su mano, antes de seguir su camino, erguida y orgullosa, con una mirada que se enfrentaba a cualquiera que se atreviera a mirarla.
Helen Lardahl Bentley nunca había olvidado el consejo de la esposa del presidente, pero no lo había seguido. Helen no podía vivir sin confiar en nadie. Y desde luego no podía embarcarse en el largo camino hacia la presidencia de Estados Unidos sin confiar plenamente en un puñado de colaboradores, un grupo exclusivo de buenos amigos que querían su bien.
Warren Scifford había sido uno de ellos.
Siempre le había creído. Pero mentía. La había traicionado y la mentira era más grande que ella misma.
Porque no debería saber lo que decía en la carta que sabían los troyanos. Nadie lo sabía. Ni siquiera Christopher. Era su secreto, su carga, y la había llevado durante más de veinte años.
Todo el asunto era completamente incomprensible y sólo el pánico, ese miedo atroz y paralizante que la invadió cuando Jeffrey Hunter le enseñó la carta, le había impedido darse cuenta en ese momento.
Warren mentía. Algo iba mal.
Nadie podía saberlo.
Tenía la sensación de tener los dientes cubiertos por una piel de terciopelo, y tenía mal sabor de boca. Miró a su alrededor en el baño. Entonces lo vio, junto al espejo. Hanne Wilhelmsen le había sacado un vaso, con un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica medio lleno. Tuvo dificultades para romper el plástico transparente y se cortó, pero consiguió sacar el cepillo.
La presidenta Bentley mostró los dientes en el espejo.
—You bastard —murmuró—. ¡Que te lleve el diablo, Warren Scifford! ¡Hay un sitio especial en el infierno para la gente como tú!
Capítulo 2
Warren Scifford se sentía realmente mal.
Palpó en la oscuridad buscando el teléfono móvil, que tocaba una versión mecánica de algo que imitaba el canto de un gallo. El jaleo no se acallaba. Azorado, se incorporó en la cama. Se le había vuelto a olvidar correr las cortinas antes de acostarse, pero el albor al otro lado de la ventana no le proporcionaba información sobre la hora que era.
El canto del gallo aumentó de volumen y Warren maldijo mientras rebuscaba por la mesilla. Por fin vio el teléfono. La pantalla indicaba las 05.07. Debía de haberse caído al suelo durante las escasas tres horas de sueño que había tenido. No podía entender que se hubiera equivocado así al poner la alarma. La idea era despertarse a las siete y cinco.
Falló un par de veces antes de conseguir apagar el teléfono. Abatido, se volvió a tumbar en la cama. Cerró los ojos, pero enseguida se dio cuenta de que no podría dormir. Sus pensamientos colisionaban y daban vueltas en un caos que le imposibilitaría dormir. Se levantó resignado, se metió en la ducha y permaneció allí casi un cuarto de hora. Si no podía descansar, al menos debía lavarse hasta alcanzar una especie de vigilia.
Se secó y se puso unos calzoncillos y una camiseta.
Le llevó poco tiempo instalar la oficina portátil. No encendió la lámpara del techo y cerró las cortinas. La lámpara de la mesilla y la del escritorio le proporcionaban luz suficiente para trabajar. Cuando todo estuvo listo, llenó el hervidor de agua y se reclinó contra la estantería mientras esperaba a que el agua hirviera. Por un momento pensó en tomar café, pero parecía tan viejo y tan carente de aroma que en su lugar cogió una bolsita de té y la soltó dentro de una taza que llenó hasta el borde con agua hirviendo.
Ningún correo electrónico nuevo.
Echó la vista atrás e intentó calcular. Se acostó sobre las dos de la mañana, es decir, alrededor de las ocho de la tarde en Washington DC. Así que allí ya eran las once. Todo el mundo estaba trabajando a pleno rendimiento y nadie le había mandado nada en cuatro horas.
Intentó tranquilizarse diciéndose a sí mismo que estarían durmiendo.
Pero no lo consiguió. Era cada vez más evidente que le estaban dejando de lado. A medida que pasaba el tiempo sin que apareciera la presidenta, el papel de Warren Scifford se iba debilitando. A pesar de que todavía era el responsable de la comunicación con la Policía local, era evidente que la actividad en la embajada de la calle Drammen había bajado de intensidad sin que nadie le informara plenamente. Los detectives operativos del FBI, que habían llegado a Noruega pocas horas después de él, eran los reyes del mambo. Vivían en la embajada. Les habían proporcionado tecnología que hacía que su pequeña oficina con varios teléfonos móviles y un ordenador encriptado pareciera una triste donación a un museo técnico.
Les importaba un bledo la Policía noruega.
De todos modos, algunos seguían acudiendo a las reuniones para las que él procuraba encontrar hueco varias veces al día, en un intento de coordinar las iniciativas de los norteamericanos con lo que iba encontrando la Policía noruega, ya fueran pistas o teorías. Cuando los informó de que había sido encontrado el cadáver de Jeffrey Hunter, al menos le dedicaron algo que podía parecerse a la atención. Por lo que le había hecho entender el embajador, siguió una mínima crisis diplomática en torno a la entrega de los restos mortales del hombre.
Los noruegos querían quedárselo para investigarlo, pero en Estados Unidos simplemente no lo aceptaron.
—A mí me importa una mierda —susurró Warren Scifford restregándose la cara.
Se lo había advertido al embajador Wells.
—Se van a poner hechos una furia cuando se den cuenta de lo que os traéis entre manos —le había dicho Warren cuando se reunieron el día antes en la embajada—. Es cierto que tienen un gobierno favorable a Estados Unidos, pero por lo que tengo entendido éste es un país donde la oposición es fuerte. Son bastante testarudos, ya me lo advertiste, pero desde luego no son idiotas. No podemos…
El embajador lo había interrumpido con una mirada gélida y una voz que hizo callar a Warren:
—Soy yo quien conoce este país, Warren. Yo soy el representante de Estados Unidos en Noruega. Tengo tres reuniones diarias con el ministro de Asuntos Exteriores. El Gobierno de este país está constantemente informado de todo lo que hacemos. De todo lo que hacemos.
Era una mentira flagrante y ambos lo sabían.
Warren le dio un sorbo al té. No tenía mucho sabor, pero al menos estaba caliente, al igual que la habitación. Demasiado caliente. Se acercó al termostato de la pared para intentar bajar la temperatura. Nunca había acabado de entender el sistema Celsius. El interruptor marcaba 25 grados, y era obvio que era demasiado. Tal vez 15 fuera mejor. Puso la mano frente al filtro en la pared y el aire bajó de inmediato de temperatura.
Vaciló un momento antes de volver a apagar el ordenador. Tenía dos documentos sobre su escritorio. Uno de ellos era tan grueso como un libro. El otro apenas tenía veinte páginas. Cogió los dos, apiló todos los cojines que encontró en el cabecero de la cama y se acostó.
Primero ojeó el informe secreto sobre el estado de la investigación, que tenía más de doscientas páginas y no le había sido enviado por correo electrónico codificado como estaba acordado. Cuando se enteró por casualidad de su existencia, al escuchar retazos de una conversación en el cuartel general de la embajada, tuvo que pelearse para que le dieran una copia. Conrad Victory, un agente especial de sesenta años, que dirigía las fuerzas de la embajada, opinaba que a Warren no le hacía falta el documento. En situaciones como éstas operaban estrictamente según una need-to-know policy, cosa que Warren, con su experiencia, debía de entender sin problemas. Su papel consistía en hacer de enlace entre la Policía estadounidense y la noruega. El mismo se había quejado de lo difícil que era resistirse a la presión de los noruegos para tener acceso a la información de la que disponían los norteamericanos. Cuanto menos supiera, menos le podría dar la lata la Policía de Oslo.
Sin embargo, Warren no se rindió. Al ver que no le quedaba otro remedio, no evitó subrayar su cercana relación personal con la presidenta. Entre líneas, evidentemente. Pero funcionó. Por fin.
Se había arrojado a la cama a las dos de la mañana y apenas había mirado el documento hasta ese momento.
La lectura lo estaba asustando.
La intensa caza de los secuestradores de la presidenta indicaba cada vez más claramente que la desaparición iría seguida de una agresión terrorista de grandes dimensiones. Ni el FBI ni la CIA ni ninguna de las demás organizaciones bajo el abanico de Homeland Security estaban dispuestos a emplear el nombre que la BS-Unit de Warren Scifford le había dado al potencial ataque: «Troya».
Todavía no se atrevían a darle nombre alguno.
Ni siquiera se atrevían a estar seguros de que iba a ocurrir.
El problema era que nadie sabía contra quién o qué iría dirigido el ataque. La información de la que disponía era enorme, en lo referente a la cantidad de pistas e informes, especulaciones y teorías. Pero era considerablemente fragmentaria, confusa y contradictoria.
Podía tratarse de una conspiración del terrorismo islamista.
Lo más probable era que se tratara de una conspiración del terrorismo islamista.
Tenía que ser el terrorismo islamista.
Los informes indicaban que las autoridades tenían controlados a todos los criminales y agresores potenciales, además de a los terroristas en activo; en la medida en que se pudiera usar la palabra «control» en ese contexto. Pero también en los grupos de ciudadanos norteamericanos retorcidos y fanáticos, había siempre una amenaza latente, como bien demostró el veterano del Golfo y fanático de las armas Timothy McVeigh, que en 1995 mató a 168 personas con una bomba en Oklahoma City. El problema era que no había el más mínimo indicio de actividad extraordinaria en los grupos ultrarreaccionarios de Estados Unidos. Seguían vigilados, incluso después del 11-S, cuando la mayoría de la atención se dirigió hacia metas completamente distintas. Tampoco había nada que indicara que las organizaciones extremistas de protección de animales o del medio ambiente hubieran dado el paso desde sus incómodas acciones ilegales al terrorismo. Estados Unidos estaba repleto de grupos religiosos de carácter fanático, pero, por lo general, sólo suponían una amenaza contra sí mismos. Además, tampoco entre ellos parecía ocurrir nada extraordinario.
Por otro lado, secuestrar a la presidenta en una habitación de hotel en Noruega quedaba a años luz de lo que las agrupaciones estadounidenses conocidas eran capaces de hacer con sus conocimientos y sus medios.
Tenía que ser una conspiración islamista.
Warren se enderezó las gafas.
Le fascinaba la angustia que impregnaba todo el informe. En más de treinta años en el FBI, Warren Scifford nunca había leído un análisis profesional tan marcado por el pensamiento catastrofista. Era como si, por fin, todo el sistema de la Homeland Security se hubiera dado cuenta de la verdad: alguien había conseguido hacer lo imposible. Lo impensable. Alguien había secuestrado a la Commander in Chief estadounidense, y era difícil imaginarse los límites de lo que aquellas fuerzas oscuras serían capaces de hacer.
Se sospechaba que el ataque iría dirigido contra varias instalaciones en tierra norteamericana, pero no se había identificado cuáles. Se basaban en una serie de informes y sucesos, pero los informes eran deficientes y los sucesos ambiguos.
Lo más preocupante y confuso eran los chivatazos.
Las autoridades norteamericanas recibían constantemente información por esa vía, y casi nunca eran de fiar. Habitantes de chalés de lujo que querían fastidiar al vecino con incómodas investigaciones realizadas por policías de uniforme podían inventarse cosas de lo más imaginativas que afirmaban haber visto por encima de la valla: visitas sospechosas, ruidos extraños por la noche, comportamientos inusuales y almacenamiento de materiales que parecían explosivos. O tal vez incluso una bomba. A los tiburones inmobiliarios les podía ser útil y sencillo recibir ayuda del FBI para librarse de inquilinos molestos. No había límites para lo que la gente sostenía haber visto: árabes entrando y saliendo a todas horas del día y de la noche, conversaciones en lenguas extranjeras y traslado de cajas que sólo Dios sabría qué contenían. Había incluso jóvenes a los que se les podía ocurrir enviar un chivatazo acusando de terrorismo a algún compañero de estudios, por la única razón de que había sido lo bastante impertinente como para ligarse a una chica a la que tendría que haber dejado tranquila.
En esta ocasión los chivatazos parecían más bien advertencias.
Una cantidad inusual de mensajes anónimos había llegado a las field offices del FBI en las últimas horas. Unos llamaban, otros usaban el correo electrónico. El contenido no solía ser exactamente el mismo, pero todos afirmaban que iba a suceder algo, algo que dejaría a lo del 11-S en un segundo plano. La mayoría de ellos sugería que Estados Unidos era una nación débil que ni siquiera era capaz de cuidar a su propia presidenta. Ellos mismos eran responsables de tener el flanco desprotegido. En esta ocasión, la catástrofe no iría dirigida contra una zona delimitada. Esta vez, Estados Unidos sufriría del mismo modo que ellos habían hecho sufrir a otros en el resto del mundo.
It was payback time.
Lo más preocupante era que resultaba imposible localizar las llamadas telefónicas.
Era incomprensible.
Las muchas organizaciones que se encargaban de la Homeland Security creían poseer una ventaja tecnológica absoluta que les permitía rastrear cualquier llamada telefónica que se hubiera realizado en Estados Unidos o que se dirigiera a tierra norteamericana. Por lo general, tampoco les llevaba más de unos minutos conseguir identificar el ordenador de un remitente. Bajo la sombra de los amplios poderes que George W.Bush le había concedido durante los años posteriores al año 2001, la National Security Agency había construido un sistema que, según creían, garantizaba un control prácticamente total sobre la comunicación telefónica y electrónica. El hecho de que en sus esfuerzos por alcanzar la eficacia completa fueran más allá de los poderes que se les habían concedido no los preocupaba lo más mínimo. Tenían un trabajo que hacer. Tenían que cuidar de la seguridad nacional. Los pocos que habían tenido ocasión de descubrir y denunciar las ilegalidades escogieron apartar la mirada.
El enemigo era poderoso y peligroso.
Estados Unidos debía defenderse a toda costa.
Sin embargo, resultaba imposible rastrear aquellos mensajes de amenaza. Al menos no hasta el sitio correcto. Su increíble tecnología no tardaba en proporcionarles la dirección IP del remitente o su número de teléfono, pero cuando investigaban, resultaba que la información era errónea. Cuando la oscura voz de un hombre advertía por teléfono a las autoridades norteamericanas que no debían ser tan arrogantes ni acosar a ciudadanos decentes cuyo único delito era tener un padre palestino, resultaba que la llamada provenía del aparato telefónico de una anciana de setenta años de Lake Placid, Nueva York. En el momento en que la llamada llegaba a las oficinas del FBI en Manhattan, resultaba que la mujer estaba reunida con cuatro amigas tan encantadoras como ella, que tomaban el té en su casa. Ninguna de ellas había usado el teléfono, podían jurarlo por Dios, y el extracto de la compañía telefónica local indicaba que las viudas tenían razón: nadie había utilizado ese aparato telefónico a la hora en cuestión.
El té ya no estaba tan caliente. Warren bebió. Durante un instante se le empañaron las gafas, como por un aliento.
Pasó deprisa por la parte más técnica del informe. No se enteraba de gran cosa, pero los detalles de esa sección tampoco le interesaban especialmente. Lo que estaba buscando eran las conclusiones, que encontró en la página 173.
No era imposible manipular los remitentes del modo en que se había hecho.
«Una conclusión bastante innecesaria —pensó Warren—. ¡Ya habéis documentado el fenómeno con 130 casos!»
Intentó colocar mejor un cojín detrás de su cabeza antes de seguir leyendo.
Una manipulación de este tipo exigía medios ingentes. Que sí. Nadie piensa que esto lo haya hecho un don nadie.
Y probablemente un satélite de comunicaciones propio, o al menos acceso a uno. Alquilado o robado.
¿Un satélite? ¿Una puta nave espacial?
A Warren le estaba entrando frío. Al parecer 15 grados Celsisus eran bastante fresco. Volvió a levantarse para corregir la temperatura. Esta vez apostó por 20 grados, y luego se sentó de nuevo en la cama para seguir leyendo.
Dado que los satélites de este tipo estaban en órbita estacionaria a unos cuarenta mil kilómetros de distancia de la Tierra, los sucesos eran compatibles con el uso de un satélite árabe. Varias de las llamadas y de los correos electrónicos estaban vinculados con teléfonos y ordenadores de la costa Este de Estados Unidos.
Era difícil que un satélite árabe pudiera adentrarse en el país más allá de eso.
Pero la costa Este sí podían manejarla.
«Rastread —pensó Warren, que siguió hojeando con impaciencia—. Con todos los miles de millones de presupuesto que tenemos, con todos los poderes y la tecnología de la que disponemos, ¿qué ha pasado con el rastreado y la reconstrucción de las llamadas y los correos?»
Warren Scifford era un profiler.
La técnica le infundía respeto, al igual que los muchos años que había pasado buscando a asesinos en serie y a sádicos asesinos sexuales le habían dotado de un profundo respeto por los forenses y su magia con la química y la física, la electrónica y la tecnología. A veces incluso veía a escondidas algún capítulo de C.S.I., debido a su profundo respeto por la materia.
Pero él no entendía de eso. Podía encender un ordenador, aprenderse unos códigos y darse por satisfecho de que otros se encargaran de la tecnología.
Su especialidad era el alma.
Y ésta no se la podía imaginar.
Siguió leyendo.
Las pistas y los chivatazos se habían interrumpido bruscamente a las 09.14 de la mañana, eastern time. En el momento exacto en que el FBI se personó en la primera dirección que habían averiguado. Según el registro de la NSA, alguien había llamado a los cuarteles generales del FBI en Quantico desde una casita de Everglades, Florida, advirtiendo de que Estados Unidos estaba a punto de caer.
En la casa vivía un hombre mayor que veía mal y que oía peor. Su aparato telefónico ni siquiera estaba conectado. Lo tenía en el sótano cubierto de polvo, pero todavía pagaba la línea porque tenía un hijo en Miami que le pagaba las facturas, sin pensárselo muy bien, por lo que se veía. Probablemente hacía años que no visitaba al viejo.
Y en ese instante se interrumpieron las llamadas.
Desde entonces no habían vuelto a tener noticias.
El informe terminaba diciendo que estaban analizando la voz y el idioma de las grabaciones. Por ahora, la investigación de las cintas con las grabaciones de las llamadas y de los casi sesenta correos electrónicos no había aportado nada valioso. Las voces estaban manipuladas, así que no era bueno albergar demasiadas esperanzas. Lo único que se podía decir con cierta seguridad era que todos los que habían llamado eran hombres. Por razones evidentes, resultaba más difícil determinar el sexo de los remitentes de los correos electrónicos.
Fin del informe.
Warren tenía hambre.
Cogió una chocolatina del minibar y abrió una botella de Coca-Cola. Ni lo uno ni lo otro le supieron bien, pero le ayudó a subir el nivel de azúcar en sangre. El leve dolor de cabeza que le provocaba la falta de sueño desapareció.
Volvió a tenderse en la cama. El grueso documento cayó al suelo. Las instrucciones decían que debía de ser destruido de inmediato. Tendrían que esperar. Cogió el delgado montón de papeles y lo sostuvo en el aire durante unos segundos. Luego apoyó el brazo en el edredón.
Aquel pequeño informe era una obra maestra.
El problema era que nadie parecía especialmente interesado en leerlo, y mucho menos en actuar conforme a él.
Warren se lo sabía casi de memoria, aunque sólo lo había leído dos veces. El informe había sido elaborado por la BS-Unit en Washington, y él mismo había contribuido tanto como le había sido posible desde aquel país dejado de la mano de Dios al que llamaban Noruega.
Warren añoraba su país. Cerró los ojos.
Últimamente se sentía mayor, cada vez con más frecuencia. No sólo mayor, sino realmente viejo. Estaba cansado y había asumido más de lo que podía al aceptar el nuevo trabajo. Quería volver a Quantico, a Virginia, con su familia. Con Kathleen, que se había mantenido a su lado a pesar de sus múltiples y humillantes aventuras durante todos aquellos años. Con sus hijos ya adultos, que tenían sus propias casas en las cercanías de la vivienda de su infancia. A su propia casa y a su jardín. Quería volver a casa; sentía una fuerte presión por debajo de las costillas que no desaparecía aunque tragara saliva varias veces.
El delgado informe era un perfil.
Como siempre, habían empezado a trabajar por las acciones y los sucesos. La BS-Unit se movía a lo largo de líneas del tiempo y en profundidad, contextualizaban los acontecimientos y analizaban las relaciones causales y los efectos. Estudiaban minuciosamente los gastos y la complejidad. Cada detalle de la sucesión de acontecimientos era contrastado con las soluciones alternativas, para así poder empezar a aproximarse a los motivos y a las actitudes de quienes estaban detrás del secuestro de Madame Président.
La imagen que se dibujaba a lo largo de las veinte páginas asustaba a Warren y sus leales colaboradores de la BS-Unit, al menos tanto como el grueso informe que tenía aterrorizado al resto del FBI.
Habían creído que tenían que dibujar el perfil de una organización, de un grupo de personas, una célula terrorista. Posiblemente un pequeño ejército en guerra santa contra la obra satánica: Estados Unidos.
Sin embargo, intuían el contorno de un único hombre.
Un único hombre.
Era obvio que no podía trabajar solo. Todo lo que había sucedido desde que la BS-Unit por primera vez viera vagos indicios de Troya, seis semanas antes, indicaba que el número de personas implicadas era alto.
El problema era que no parecía que estuvieran juntos, de ningún modo. En vez de acercarse a la descripción de una organización terrorista, la BS-Unit había avistado un único actor que utilizaba a la gente del mismo modo en que otros utilizan herramientas, y que tenía la misma falta de lealtad, u otras emociones humanas, hacia sus colaboradores que otros hubieran tenido hacia sus herramientas.
No se había hecho nada para proteger posteriormente a los diversos cómplices. Una vez que cumplían su función, no había ningún aparato de protección. Gerhard Skrøder fue arrojado a los leones, del mismo modo que el limpiador pakistaní y todas las demás piezas del enorme rompecabezas.
Cosa que necesariamente tenía que significar que no tenían la menor idea de para quién trabajaban.
Warren bostezó, sacudió la cabeza y abrió los ojos como platos a fin de detener las lágrimas. La mano que todavía sostenía el informe pesaba como el plomo. Se sobrepuso, alzó la mano y pasó los ojos por la primera página.
La primera hoja estaba coronada por un título discreto: «The Guilty. A profile of the abductor».
El Culpable.
Warren no estaba seguro de que le gustara el nombre que habían escogido. Por otro lado, al menos era lo suficientemente neutral, sin connotaciones étnicas o nacionales. Una vez más intentó acomodarse y siguió leyendo.
I.i. The abduction.
Acostumbraban a tomar como punto de partida el suceso nuclear.
El propio secuestro de la presidenta ya proporcionaba marcadas indicaciones sobre el perfil del autor de los hechos. Desde el mismo momento en que un alterado agente lo despertó en su piso de Washington DC para contarle que al parecer la presidenta había sido secuestrada en Noruega, Warren se sentía muy aturdido. Durante todo el vuelo a Europa había estado esperando, casi deseando, encontrarse al llegar con la noticia de que la Madame Président había sido encontrada muerta.
El que pudieran encontrarla con vida quedaba completamente descartado.
La cuestión principal había sido todo el tiempo responder a una pregunta: ¿por qué un secuestro? ¿Por qué no mataron a Helen Bentley? Conforme a todas las medidas estándares, era mucho más sencillo llevar a cabo un atentado; era, además, por tanto, menos arriesgado. Era obvio que ser la Commander in Chief de Estados Unidos era una profesión de riesgo, pues era imposible proteger totalmente a un persona de los atentados repentinos y mortales de otras personas, a no ser que se la aislara por completo.
El secuestro debía de tener un valor propio. Tenía que suponer una gran ventaja mantener a Estados Unidos en la incertidumbre, antes que permitir que los norteamericanos se unieran en el luto y horror común provocado por el asesinato de una presidenta.
Una consecuencia evidente de la desaparición era que el país se volvía más vulnerable a los ataques.
Sólo de pensarlo, Warren se estremecía.
Pasó a la hoja siguiente antes de agarrar la botella de Coca-Cola y beber. Seguía teniendo un nudo en el estómago que no era capaz de definir del todo y, por un momento, se preguntó si tendría que encargar algo de comer para ver si se le pasaba. Pero el reloj del teléfono móvil indicaba las seis menos tres minutos, y renunció a la idea. Empezarían a servir el desayuno una hora más tarde.
Emplear al agente del Secret Service Jeffrey Hunter fue tan genial como sencillo. Aunque en teoría tal vez habría sido posible secuestrar a la presidenta sin ayuda de dentro, resultaba casi imposible imaginarse cómo se podría hacer algo así en la práctica. El hecho de que el Culpable contara con un apoyo en Estados Unidos capaz de llevar a cabo dos secuestros de un niño autista para asustar a un agente profesional de la seguridad a fin de que colaborara, se añadía a la serie de elementos que hacían el perfil cada vez más visible. Y al mismo tiempo, más aterrador.
Sonó el teléfono.
El ruido le pilló tan desprevenido que se le volcó la botella de Coca-Cola que tenía sujeta entre los muslos. Bramó una maldición, consiguió salvar el resto del negro líquido pegajoso y agarró el teléfono.
—Hola —jadeó mientras secaba el edredón con la mano libre.
—Warren —dijo una voz a lo lejos.
—¿Sí?
—Soy Colin.
—Ah, hola, Colin. Te oigo muy lejos.
—Tengo que ser rápido.
—Da la impresión de que estás susurrando. ¡Habla más alto!
—Joder, Warren, escúchame. No tenemos muy buena prensa en estos momentos.
—No, yo también me doy cuenta.
Colin Wolf y Warren Scifford llevaban diez años trabajando juntos. El agente especial tenía su misma edad y había sido su primera opción cuando Warren montó la BS-Unit. Colin era de la vieja escuela. Tenía el aspecto de un oso y era minucioso, tranquilo y objetivo. En aquellos momentos su voz sonaba un poco más aguda de lo normal y era evidente que el desfase en el sonido le ponía nervioso.
—No quieren escucharnos —dijo Colin—. Ya se han decidido.
—¿A qué? —preguntó Warren, aunque sabía la respuesta.
—Han decidido que es alguna organización terrorista islamista la que está detrás de todo el asunto. Ahora están empeñados en volver a la pista de Al Qaeda. ¡Al Qaeda! Esos no tienen más que ver con este asunto que el IRA, joder…, o que los boy-scouts. Y ahora les han puesto la miel en los labios. Por eso te llamo.
—¿Qué ha pasado?
—Ha aparecido una cuenta bancaria.
—¿Cuenta bancaria?
—Jeffrey Hunter. Han transferido dinero a su mujer.
Warren tragó saliva. La mancha marrón en la entrepierna era repugnante. Tiró del edredón con la mano pegajosa para cubrirse.
—¿Hola?
—Sigo aquí —dijo Warren—. Me cago en la hostia.
—Sí. Y además es demasiado bueno para ser verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Escúchame, tengo que ser rápido. Pero quiero que te enteres de esto. Son 200.000 dólares. Naturalmente, han filtrado el dinero a través de los canales habituales para que carezca de identidad, pero a pesar de eso hemos conseguido rastrearlo hasta el remitente. A los chicos de Pensilvania no les llevó más de cinco horas averiguarlo.
—¿A quién llegaron?
—Agárrate.
—Estoy tumbado en una cama.
—Al primo del ministro del Petróleo de Arabia Saudí. Que vive en Irán.
—Mierda.
—Sí, puedes decirlo así.
Warren cogió el informe de la BS-Unit. El papel se le pegaba a la mano. Aquello no encajaba. No podía encajar. Ellos tenían razón; Colin, Warren y el resto del pequeño grupo de profilers de elite a quienes nadie quería escuchar.
—Eso simplemente no puede ser verdad —dijo Warren en voz baja—. El Culpable nunca hubiera hecho algo tan poco profesional como dejar que se rastreara el dinero.
—¿Cómo?
—¡Que no puede ser verdad!
—¡Claro que no! ¡Por eso te llamo! Es demasiado sencillo, Warren. Pero ¿qué pasa si lo ponemos todo cabeza abajo?
—¿Cómo? No te oigo…
—Si lo ponemos todo cabeza abajo —gritó Colin—. Supongamos que la pista de Arabia Saudí ha sido puesta a propósito y que la idea fuera que encontráramos el dinero y averiguáramos de dónde venía…
«Entonces las piezas encajan —pensó Warren Scifford tomando aire—. Así es como trabaja el Culpable. Esto es lo que quiere. Quiere el caos, quiere causar una crisis, es…»
—¿Lo entiendes? ¿Estás de acuerdo?
La voz de Colin sonaba muy distante.
Warren no le escuchaba con mucha atención.
—No va a pasar mucho tiempo antes de que esto se filtre —dijo Colin, la conexión era cada vez peor—. ¿Has estado siguiendo la evolución de la bolsa?
—Un poco.
—Cuando se conozca la conexión con Arabia Saudí e Irán…
«El precio del petróleo —pensó Warren—. Se va a disparar como nunca antes en la historia.»
—… dramática caída en el Dow Jones, y sigue cayendo en picado…
—Hola —gritó Warren.
—¿Hola? ¿Sigues ahí? Tengo que colgar, Warren. Me tengo que ir corriendo…
El ruido de la línea era molesto. Warren mantenía el auricular a dos centímetros de la oreja. De pronto, Colin estaba de vuelta. La conexión era cristalina por primera vez.
—Están hablando de cien dólares por barril —dijo lúgubremente—. Antes de que acabe la semana que viene. Eso es lo que él quiere. Es cierto, Warren. Es todo cierto. Me tengo que ir corriendo. Llámame.
La línea se cortó.
Warren se levantó de la cama. Tenía que volver a ducharse. Se dirigió a la maleta con las piernas arqueadas para que los muslos no se rozaran.
Todavía no la había deshecho.
«El Culpable es un hombre con un enorme capital y profundos conocimientos sobre Occidente —decía el informe—. Tiene una inteligencia muy por encima de la media, y se caracteriza por una extraordinaria paciencia y la capacidad para planificar y pensar a largo plazo. Ha construido una impresionante red de colaboradores internacionales increíblemente complicada, es probable que por medio de amenazas, capital y costosos cuidados. Hay motivo para creer que muy pocos de ellos saben quién es. Si es que lo sabe alguno.»
Warren no encontraba ningún calzoncillo limpio. Desanimado, empezó a buscar en los bolsillos laterales de la maleta. Sus dedos toparon con algo duro. Vaciló un momento antes de sacar el objeto por la estrecha apertura.
¿El reloj?
Verus amicus rara avis.
Lo daba por perdido. Le había tenido más preocupado de lo que quería confesarse a sí mismo. Le gustaba ese reloj, y le enorgullecía que se lo hubiera regalado la Madame Président. Nunca se lo quitaba.
A excepción de cuando practicaba el sexo.
El sexo y el tiempo no iban bien juntos, por eso siempre se lo quitaba.
En el fondo se había temido que la mujer del pelo rojo se lo hubiera robado. Ya no se acordaba de cómo se llamaba, aunque no hacía más de una semana que se conocieron. En un bar. Trabajaba en publicidad, creía recordar. O tal vez fuera en el cine.
«Whatever», pensó, enganchándose la correa.
No había más calzoncillos en la maleta.
Tendría que apañárselas sin ellos.
«Es muy probable que no sea norteamericano», era como si Warren oyera una voz, como si tuviera una cinta en la cabeza con el contenido del informe. «En caso de que sea musulmán, es más bien secular que fanático. Probablemente resida en Oriente Medio, pero también puede tener un lugar de residencia provisional en Europa.»
Eran las 6.33, y Warren ya no tenía nada de sueño.
Capítulo 3
Al acercarse a la habitación de invitados, Al Muffet miró el reloj de pared por encima de la barandilla de la segunda planta. Eran las 12.33. Le parecía haber leído en alguna parte que el momento en que el ser humano dormía con más profundidad era entre las tres y las cinco de la mañana. Pero dado lo borracho que había estado su hermano por la tarde, Al se atrevió a suponer que ya dormía profundamente.
No tenía paciencia para seguir esperando.
Procuró no hacer ruido al pisar las tablas del suelo, que crujían. Iba descalzo y se arrepentía de no haberse puesto unos calcetines. La humedad bajo las suelas provocaba un débil sonido de succión contra la madera. Aunque Fayed no se despertara, las niñas, sobre todo Louise, tenían un sueño muy ligero. Les pasaba desde que murió su madre, a las tres y diez de una madrugada de noviembre.
Por suerte había conseguido controlarse la noche anterior, cuando el comentario de Fayed sobre el lecho de muerte de su madre lo dejó completamente destrozado. Después de pasar por el baño, donde se había lavado la cara y las manos con agua helada, había conseguido bajar a reunirse con el hermano y las hijas, y proseguir más o menos calmado. Mandó a las chicas a la cama a las diez, levantando grandes protestas, y se alegró cuando al cabo de media hora Fayed anunció que se quería acostar.
Al Muffet se acercó a la puerta de la habitación donde dormía su hermano.
La madre nunca había confundido a los dos hijos.
Por un lado estaba la diferencia de edad. Pero, por otro, Ali y Fayed tenían personalidades muy distintas. Al Muffet sabía que su madre lo encontraba a él mucho más parecido a ella misma, con un carácter amable y abierto para la mayoría.
Fayed era un pájaro extraño. Era mejor estudiante que su hermano, de hecho era de los mejores del colegio, aunque como artesano era un desastre. El padre no tardó en asumir que no tenía sentido obligar a Fayed a ayudarle con el trabajo en el taller. El pequeño Ali, en cambio, conocía perfectamente los principios que regían un motor desde antes de cumplir los ocho años. Cuando se sacó el carné de conducir a los dieciséis años, se construyó un coche con piezas de desguace que le había dado su padre.
El carácter cerrado y escéptico del hermano también había marcado el aspecto físico del chico. Adquirió una mirada oblicua del mundo, una actitud apesadumbrada que hacía que la gente se preguntara si los estaba escuchando. Además caminaba un poco torcido, como si siempre estuviera en guardia contra alguna forma de agresión y quisiera tener ya un hombro preparado para defenderse.
Sin embargo, sus caras eran increíblemente parecidas, aunque la madre nunca los había confundido. Nunca lo habría hecho, pensó Al Muffet, y giró el pomo de la puerta con cuidado.
Si de verdad lo hubiera hecho, porque minutos antes de morir no veía ni pensaba con claridad, podría ser una catástrofe.
La habitación estaba a oscuras. Al permaneció quieto unos segundos para que los ojos se acostumbraran.
El contorno de la cama se dibujaba contra la pared. Fayed estaba tumbado boca abajo, una pierna asomaba por fuera del borde de la cama y tenía la mano izquierda aprisionada debajo de la cabeza. Roncaba débil y homogéneamente.
Al se sacó una pequeña linterna del bolsillo de la camisa. Antes de encenderla constató que la maleta del hermano estaba sobre una cómoda baja junto a la puerta del cuarto de baño más pequeño de la casa.
Cubría parte del haz de luz con la mano, pero el pequeño hilo de luminosidad restante permitió a Al ir hasta la maleta sin tropezar con nada.
Estaba cerrada.
Lo intentó de nuevo, pero el cierre de combinación no se dejaba abrir.
Fayed roncó más alto y se dio la vuelta en la cama. Al se quedó completamente quieto. Ni siquiera se atrevió a apagar la linterna. Permaneció varios minutos escuchando la respiración de su hermano, que volvía a ser lenta y rítmica.
La maleta era una Samsonite normal de tamaño medio.
«Un cierre de combinación normal», pensó Al, que rotó los números hasta formar la fecha del cumpleaños de su hermano. Un cierre normal puede tener la combinación más normal de todas.
Clic.
Repitió la combinación en el cierre izquierdo. La tapa se abrió. La levantó despacio, sin hacer ruido. La maleta contenía ropa. Dos jerséis, un pantalón, varios calzoncillos y tres pares de calcetines. Todo estaba minuciosamente doblado. Al introdujo la mano debajo de la ropa y la apartó.
En el fondo de la maleta había ocho teléfonos móviles, un ordenador y una agenda.
Al pensó que nadie necesita ocho teléfonos móviles a no ser que viva de venderlos. Sintió cómo se le aceleraba el pulso. Todos los teléfonos estaban apagados, por un momento se sintió tentado de llevarse el ordenador para estudiarlo, pero renunció a la idea. Lo más probable era que estuviera lleno de claves que no conseguiría adivinar y el riesgo de que su hermano se despertara antes de que le diera tiempo a devolverlo era demasiado grande.
La agenda estaba encuadernada con piel negra. Estaba cerrada con una hebilla con un botón, que al mismo tiempo sostenía un bolígrafo de lujo. Al se metió la linterna en la boca, dirigió la luz contra el libro y lo abrió.
Era una agenda normal. Las páginas de la izquierda estaban divididas en columnas para los primeros tres días de la semana, los otro cuatro aparecían en el lado derecho. La columna del domingo era más pequeña que las demás y, por lo que Al podía apreciar, su hermano nunca tenía citas los domingos.
Fue hojeando sin hacer ruido. Las citas no le decían gran cosa, aparte de que su hermano era un hombre muy ocupado, pero eso ya lo sabía de antes.
Un repentino impulso le llevó a mirar los calendarios anuales comprimidos, con una sola línea por cada día, en un papel más grande y desplegable. En su propia agenda estaban al final, pero al parecer a su hermano le parecía más útil colocarlo en la parte de delante. Fayed había conservado los ejemplares de los cinco últimos años. Los días de guardar estaban elegantemente marcados. En el año 2003, la familia de Fayed había celebrado el 4 de julio en Sandy Hook. El Labor Day de 2004, lo pasaron en Cape Cod, en casa de una gente que se llamaba Collies.
El 11-S estaba marcado con una estrella de color negro azabache.
Al se dio cuenta de que estaba sudando, aunque hacía fresco en la habitación. Su hermano seguía profundamente dormido. Los dedos le temblaron cuando pasó las hojas hasta la fecha de la muerte de su madre. Al ver lo que había escrito su hermano allí, por fin tuvo la certeza.
Sus ojos descansaron unos segundos sobre lo escrito. Luego cerró la agenda y la volvió a colocar en su sitio. Las manos ya no le temblaban y trabajaba con agilidad. Cerró la tapa de la maleta y ajustó los cierres.
Fue de hurtadillas hasta la puerta, tan silenciosamente como había entrado. Allí se quedó de pie. Miraba a la figura que dormía en la cama, del mismo modo en que lo había contemplado tantas veces durante la infancia, desde su propia cama, cuando no conseguía dormir por las noches. El recuerdo era muy vivo. Después de los largos días en tierra de nadie en la guerra entre los padres y Fayed, Ali a veces se sentaba en la cama y miraba cómo la espalda de su hermano se elevaba y descendía en el otro rincón de la habitación. Algunas veces pasaba varias horas despierto. Otras lloraba en silencio. Lo único que quería, en realidad, era entender a su rebelde hermano mayor, al incontrolable y difícil adolescente que siempre enfurecía a su padre y desesperaba a su madre.
Al Muffet sintió tanta tristeza como entonces, al mirar a su hermano dormido desde la puerta. En algún momento del pasado había querido a Fayed. Hasta este momento no había entendido que ya no quedaba ningún vínculo entre ellos. No sabía cuándo había sucedido, en qué momento se había roto todo.
Tal vez fue cuando murió la madre.
Cerró la puerta delicadamente tras de sí. Tenía que pensar. Tenía que averiguar qué sabía el hermano sobre el secuestro de Helen Lardahl Bentley.
Capítulo 4
—¿Algo nuevo?
Inger Johanne Vik se giró hacia Helen Lardahl Bentley y sonrió al bajar el volumen del televisor.
—La acabo de encender. Hanne ha tenido que acostarse un rato. Buenos días, por cierto. Qué aspecto tan…
Inger Johanne se calló, se sonrojó levemente y se levantó. Se pasó las manos por el pecho de la camisa. Las migas del desayuno de Ragnhild cayeron al suelo.
—Madame Président —dijo, y se detuvo a sí misma cuando estaba a punto de hacer una reverencia.
—Olvida las formalidades —se apresuró a decir Helen Bentley—. Esto es lo que podemos llamar una situación completamente extraordinaria, ¿no te parece? Llámame Helen.
Ya no tenía los labios tan hinchados y era capaz de sonreír. Todavía estaba un poco amoratada, pero la ducha y la ropa limpia habían hecho maravillas.
—¿Tenéis algún cubo o productos de limpieza en algún sitio? —preguntó Bentley mirando a su alrededor—. Me gustaría limpiar… los daños ahí dentro.
Con una mano fina señaló el salón con el sofá rojo.
—Ah, bueno —dijo Inger Johanne con ligereza—. Olvídalo. Marry ya lo ha arreglado. Creo que hay que mandar algo al tinte, pero…
—Marry —repitió Helen Bentley mecánicamente—. La asistenta.
Inger Johanne asintió con la cabeza. La presidenta se acercó.
—¿Y tú eres? Lo siento, pero anoche creo que no estaba del todo…
—Inger Johanne Vik. Inger Johanne Vik.
—Inger —probó a decir la presidenta, tendiéndole la mano—. Y la pequeña es…
Ragnhild estaba sentada en el suelo con la tapa de una cacerola, un cazo y una caja de Duplo. Emitía risueños sonidos.
—Mi hija —sonrió Inger Johanne—. Se llama Ragnhild. Por lo general la llamamos Agni, porque así es como se llama ella a sí misma.
La mano de la presidenta estaba seca y caliente; Inger Johanne la sostuvo en la suya más de lo necesario.
—¿Es esto una especie de…? —Helen Bentley parecía temer ofender a alguien y vaciló—. ¿Casa compartida?
—¡No, no! Yo no vivo aquí. Mi hija y yo sólo estamos de visita. Unos días.
—Ah… ¿Así que no vives en Oslo?
—Sí. Vivo… Éste es el piso de Hanne Wilhelmsen. Y de Nefis, que es la compañera de Hanne, su compañera de vida, quiero decir. Es turca y ahora se ha llevado a Ida, que es su hija, a Turquía para visitar a los abuelos. Pero, en realidad, son ellas las que viven aquí. Yo sólo…
La presidenta alzó las manos e Inger Johanne se calló bruscamente.
—Está bien —dijo Helen Bentley—. Entiendo. ¿Podría ver la tele contigo? ¿Cogéis la CNN?
—¿No quieres… comer algo? Sé que Marry ya ha…
—¿Eres norteamericana? —preguntó la presidenta, sorprendida.
Algo nuevo apareció en sus ojos. Hasta entonces la mirada había sido neutra y alerta, como si todo el tiempo se guardara algo para sí a fin de controlar la situación. Incluso la noche antes, cuando Marry la había arrastrado desde el sótano y ni siquiera era capaz de tenerse en pie, la mirada era fuerte y orgullosa.
En aquel momento reflejaba algo que podía parecer miedo, Inger Johanne no comprendía por qué.
—No —le aseguró Inger Johanne—. Soy noruega. ¡Noruega de pura cepa!
—Hablas inglés.
—Estudié en Estados Unidos. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo de comer?
—Déjame adivinar —dijo la presidenta, el ápice de preocupación había desaparecido—. Boston.
Alargó la «o» en un sonido que la hizo parecer una «a».
Inger Johanne sonrió ligeramente.
—Pero, bueno, si están todas despiertas —murmuró Marry que entró cojeando con una bandeja repleta en las manos—. No son ni las siete y ya está to' el mundo danzando. En mis papeles no pone na' de turno de noche, eh.
La presidenta miró fascinada a Marry mientras ésta dejaba la bandeja sobre la mesa del salón.
—Cofi —dijo, señalando—. Tortitas. Huevos. Beicon. Milk. Zumo de naranja. Adelante.
Se cubrió la boca con la mano y le susurró a Inger Johanne:
—Lo de las tortitas lo he visto en la tele. Toman siempre tortitas para desayunar. Es rarilla esta gente. —Negó con la cabeza, acarició el pelo de Ragnhild y volvió a la cocina.
—¿Es para ti o para mí? —preguntó la presidenta, sentándose ante la comida—. En realidad creo que hay bastante para que coman tres.
—Come —dijo Inger Johanne—. Como vuelva y quede algo de comida se va a ofender.
La presidenta cogió el cuchillo y el tenedor. Daba la impresión de no saber cómo atacar la extraña comida. Rozó con cuidado la tortita que estaba enrollada con gran cantidad de mermelada y nada, y cubierta por una raya de azúcar.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja—. ¿Un tipo de crepes suzette?
—Nosotros los llamamos tortitas —susurró Inger Johanne—. Marry cree que son como las que coméis los norteamericanos para desayunar.
—Mmm. Está bueno. De verdad. Aunque muy dulce. ¿Quién es ésa?
Helen Bentley señaló con la cabeza la pantalla del televisor, estaban emitiendo otra vez el programa Redacción Uno. Tanto la NRK como TV2 seguían retransmitiendo ediciones especiales de informativos durante las veinticuatro horas del día. A partir de la una de la mañana le daban la vuelta a la baraja y volvían a poner los programas del día anterior hasta las siete y media, cuando hacían la primera emisión inédita del día.
Wencke Bencke volvía a estar en el estudio. Discutía airadamente con un policía jubilado, que se había convertido en comentarista experto en asuntos criminales después de un intento no muy logrado de trabajar como detective privado. Ambos se habían pasado los dos últimos días yendo y viniendo de un canal de televisión a otro. Nunca faltaban.
Y no se aguantaban.
—Es… escritora, en realidad. —Inger Johanne agarró el mando a distancia y murmuró—: Voy a buscar la CNN.
La presidenta se puso rígida.
—¡Espera! Wait!
Azorada, Inger Johanne se quedó con el mando a distancia en la mano. Alternaba la mirada entre la pantalla de televisión y la presidenta. Helen Bentley tenía la boca entreabierta y la cabeza ladeada, como si estuviera profundamente concentrada.
—¿Esa mujer ha dicho «Warren Scifford»? —susurró la presidenta.
—¿Cómo?
Inger Johanne subió el volumen y empezó a escuchar.
«… y no hay ninguna razón para acusar al FBI de usar medios ilegales —decía Wencke Bencke—. Como he dicho, conozco personalmente al director de los agentes del FBI que están colaborando con la Policía noruega, Warren Scifford. Tiene…»
—Ahí —susurró la presidenta—. ¿Qué está diciendo?
El comentarista, un hombre de unos sesenta años, con gafas de piloto y camisa rosa, se inclinó hacia el presentador del programa.
—¿Colaborando? ¿Colaborando? Si la señora escritora de novelas policiacas —escupió la frase como si supiera a leche agria— tuviera la menor idea de lo que está sucediendo en este país, donde unas fuerzas extranjeras se están apoderando…
—¿Qué dicen? —preguntó la presidenta, cortante—. ¿De qué están hablando?
—Se están peleando —susurró Inger Johanne, que intentaba escuchar al mismo tiempo.
—¿Por qué?
—Espera.
Alzó la mano para interrumpirla.
«Y entonces tenemos que…»
Al presentador le costó que le escucharan.
«Aquí lo vamos a dejar por esta vez, dado que ya nos hemos pasado de tiempo. Estoy seguro de que esta discusión continuará en los próximos días y semanas. Gracias por todo.»
Sonó la sintonía del programa. La presidenta seguía con el tenedor alzado y un pedacito de tortita estaba goteando mermelada sobre la mesa sin que ella se diera cuenta.
—Esa mujer ha hablado de Warren Scifford —repitió absorta.
Inger Johanne cogió una servilleta y limpió la mesa.
—Sí —dijo en voz baja—. No me he enterado muy bien de la discusión, pero no parecían estar de acuerdo en si el FBI… Se peleaban porque…, en fin, si el FBI se estaba tomando libertades en tierra noruega, por lo que he podido entender. La verdad es que… eso se ha discutido bastante este último día.
—Pero… ¿Warren está aquí? ¿En Noruega?
La mano de Inger Johanne se detuvo en medio de un movimiento. La presidenta ya no parecía ni controlada ni majestuosa. Tenía la boca abierta de par en par.
—Sí…
Inger Johanne no sabía qué hacer, así que cogió a Ragnhild y se la colocó en el regazo. La niña se retorció como una anguila. La madre no quería soltarla.
—Bajar —chilló Ragnhild—. ¡Mamá! ¡Agni quiere bajar!
—¿Lo conoces? —preguntó Inger Johanne, sobre todo porque no se le ocurría otra cosa que decir—. Personalmente, quiero decir…
La presidenta no respondió. Respiró hondo un par de veces y luego volvió a comer. Despacio y con cuidado, como si le doliera al masticar, consiguió meterse media tortita y un poco de beicon. Inger Johanne no podía seguir manteniendo a Ragnhild en brazos, así que permitió que volviera con sus juguetes al suelo. Helen Bentley se bebió el zumo de un trago y se echó leche del vaso en la taza de café.
—Creía que lo conocía —dijo llevándose la taza a la boca.
Resultaba llamativo lo tranquila que sonaba la voz teniendo en cuenta que hacía unos segundos parecía estar en estado de shock. A Inger Johanne le pareció percibir un temblor en su voz cuando se acarició delicadamente el pelo y prosiguió:
—Creo recordar que se me ofreció una conexión a Internet. Como es obvio, necesito también un ordenador. Ha llegado el momento de que empiece a poner orden en este miserable asunto.
Inger Johanne tragó saliva. Volvió a tragar. Abrió la boca para decir algo, pero no salió ningún sonido. Notaba que la presidenta la estaba mirando; Bentley posó la mano con cuidado sobre el antebrazo de Inger Johanne.
—Yo también le conocí una vez —susurró Inger Johanne—. Creía que conocía a Warren Scifford.
Tal vez fue porque Helen Bentley era una extraña. Tal vez fue por la certeza de que aquella mujer no era de allí, de que no formaba parte ni de la vida de Inger Johanne ni de Oslo ni de Noruega, lo que hizo que se lo contara. Madame Président volvería en algún momento a su casa. Aquel día, al día siguiente, en todo caso pronto. Nunca volverían a verse. Pasados un año o dos, la presidenta apenas recordaría quién era Inger Johanne. Tal vez fue el enorme abismo que las separaba, tanto por posición como por vida y geografía, lo que hizo que Inger Johanne, por fin, después de trece años de silencio, contara la historia de cómo Warren la traicionó y de cómo ella perdió al hijo que estaban esperando.
Y cuando acabó de contar la historia, Helen Bentley se había deshecho del último resquicio de duda. Abrazó con cuidado a Inger Johanne y le acarició la espalda. Cuando el llanto por fin remitió, se levantó y pidió un ordenador.
Capítulo 5
Era el propio Abdallah quien se había inventado el nombre de Troya.
La idea le hacía mucha gracia. La elección del nombre no era imprescindible, pero había facilitado considerablemente conseguir engañar a la presidenta para que saliera de la habitación del hotel. Durante las semanas posteriores a que se anunciara que ella viajaría a Noruega a mediados de mayo, Abdallah había confundido a los servicios de inteligencia norteamericanos con tácticas de guerrilla.
Entraba como un rayo y volvía a salir enseguida.
La información que les había proporcionado era fragmentaria y, en realidad, anodina, pero de todos modos proporcionaba una especie de indicio de que algo estaba pasando. Y con un uso inteligente de palabras como «desde dentro», «ataque interior inesperado» e incluso «caballo», en una nota que encontró la CIA en un cadáver que apareció en la costa italiana, consiguió exactamente lo que quería.
Cuando la información llegó a Warren Scifford y a sus hombres, éstos mordieron el anzuelo. Lo llamaron Troya, como él quería.
Abdallah estaba de vuelta en la oficina después de dar un paseo a caballo. Las mañanas en el desierto le parecían una de las cosas más hermosas del mundo. El caballo había corrido en serio y después tanto él como el semental se habían bañado en el estanque bajo las palmeras. El animal era viejo, uno de los más viejos que tenía, y le alegró comprobar que aún conservaba rapidez, fuerza y alegría de vivir.
El día había comenzado bien. Ya había solucionado una serie de asuntos de sus negocios normales. Había respondido correos electrónicos, había hecho algunas llamadas y había leído un informe que no contenía nada de interés. A medida que la mañana pasaba a mediodía, notó que iba perdiendo capacidad de concentración.
Informó a sus colaboradores en la habitación contigua de que no quería que lo interrumpieran y se desconectó del ordenador.
En una pared, la pantalla de plasma mostraba sin sonido la emisión de la CNN.
Sobre la otra, colgaba un enorme mapa de Estados Unidos.
Una buena cantidad de alfileres con cabezas de colores estaba dispersa por todo el país. Se dirigió lentamente hacia el mapa y pasó los dedos en zigzag por los puntos. La mano se detuvo en Los Ángeles.
Tal vez eso fuera Eric Ariyoshi, pensó Abdallah al-Rahman acariciando la cabeza amarilla del alfiler. Eric era sansei, norteamericano de tercera generación de origen japonés. Tenía cerca de cuarenta y cinco años y no tenía familia. Su mujer lo abandonó tras cuatro semanas de matrimonio, cuando perdió el trabajo en 1983, y desde entonces había vivido con sus padres. Pero Eric Ariyoshi no había dejado que lo hundieran. Aceptó los trabajos que encontró hasta que, con treinta y dos años, se licenció en la escuela nocturna como montador de cables.
El verdadero golpe llegó al morir su padre.
El viejo había estado internado en la costa Oeste durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces no era más que un chiquillo y había pasado tres años en un campo de concentración junto a sus padres y sus tres hermanas pequeñas. Muy pocos de los internados habían hecho nada malo. Habían sido buenos norteamericanos desde que nacieron. La madre, la abuela de Eric, murió antes de que los soltaran en 1945 y el padre de Eric nunca lo superó. Cuando se hizo mayor y se asentó a las afueras de Los Ángeles para regentar una pequeña floristería que apenas daba para mantenerlo con vida a él, a su mujer y a sus hijos, demandó al Estado. El proceso se alargó y fue caro.
Cuando el padre de Eric murió en 1945, se vio que la herencia consistía en una enorme deuda. La pequeña casa en la que el hijo se había gastado todos sus ingresos de casi quince años, aún estaba registrada a nombre del padre. El banco se quedó con la casa y Eric tuvo que volver a empezar una vez más. La demanda que había puesto su padre al Estado por internamiento injustificado quedó en nada. Lo único que le había sacado Daniel Ariyoshi a atenerse a las reglas y escuchar a abogados cada vez más caros, era una vida de amargura y una muerte en la más absoluta ruina.
Había sido fácil convencer a Eric, según los informes.
Naturalmente quería dinero, mucho dinero según su pobre vara de medida, pero también se lo merecía.
Abdallah siguió pasando el dedo de alfiler en alfiler.
A diferencia de Osama bin Laden, no deseaba usar fanáticos ni suicidas para atacar a Estados Unidos, un país al que odiaba y que nunca había comprendido.
En su lugar había construido un callado ejército de norteamericanos. De norteamericanos descontentos, traicionados, oprimidos y engañados, de gente corriente que pertenecía al país. Muchos de ellos habían nacido allí, todos residían en el país y la nación era suya. Eran ciudadanos norteamericanos, pero Estados Unidos nunca los había recompensado más que con traiciones y derrotas.
—The spring of our discontent —susurró Abdallah.
Detuvo el dedo en un alfiler de cabeza verde a las afueras de Tucson, Arizona. Tal vez representara a Jorge González, cuyo hijo fue asesinado por el ayudante del sheriff durante un atraco a un banco. El niño tenía seis años y por casualidad pasó en bicicleta por delante del banco. El sheriff declaró ante la prensa local que su excelente ayudante había creído que el niño era uno de los atracadores. Además todo había sucedido muy rápido.
El pequeño Antonio medía apenas un metro y veinticinco centímetros, y se encontraba a seis metros de distancia del policía cuando le disparó. Montaba una bicicleta verde para niños y llevaba una camiseta con un dibujo de Spiderman en la espalda que le quedaba un poco grande.
Nadie fue nunca castigado por aquel episodio.
Ni siquiera hubo acusación.
El padre, que llevaba trabajando en Wal-Mart desde que con trece años llegó a la tierra de sus sueños procedente de México, nunca superó la muerte de su hijo y la falta de respeto con la que lo trataron a él y a su familia quienes se suponía que debían defenderlo. Cuando surgió la oferta de una suma de dinero que le posibilitaría volver a su tierra como un hombre de pudientes, a cambio de un favor que no parecía peligroso, cogió la oportunidad sin pensárselo.
Abdallah podría seguir de ese modo.
Cada alfiler representaba un destino, una vida. Como era obvio, nunca había conocido personalmente a ninguno de ellos.
No tenían la menor idea de quién era él y nunca la tendrían. Tampoco la treintena de personas que llevaban desde el año 2002 reclutando aquel ejército de sueños rotos sabían de dónde venían las órdenes y el dinero.
Reflejos rojos en la pantalla de plasma hicieron que Abdallah se girara.
Las imágenes de la televisión mostraban un incendio.
Retornó al escritorio y subió el volumen:
«… en este granero a las afueras de Fargo. Es la segunda vez en menos de doce horas que un depósito ilegal de gasolina causa un incendio en esta zona. Las autoridades locales sostienen que…»
Los norteamericanos habían empezado a acumular con vistas a la crisis.
Abdallah se sentó. Colocó las piernas sobre el colosal escritorio y cogió una de las botellas de agua.
Como el precio de la gasolina subía cada pocas horas y los telediarios informaban de un uso cada vez más violento del lenguaje por parte de la diplomacia de los países de Oriente Medio, la gente estaba intentando asegurarse reservas de combustible.
En Estados Unidos todavía era de noche, pero las imágenes mostraban colas de coches repletos de garrafones, cubos, viejos barriles de petróleo y barricas de plástico. Un reportero que bloqueaba el paso a una camioneta que se estaba acercando a los surtidores tuvo que retirarse para que no lo atropellaran.
«No pueden prohibirnos comprar gasolina —bramó una granjera muy gruesa—. Si las autoridades no pueden garantizarnos un precio decente para el petróleo, ¡tenemos derecho a tomar nuestras medidas preventivas!»
«¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el entrevistador mientras la imagen enfocaba a hombres jóvenes que se peleaban por un bidón.»
«Primero voy a llenar todo esto —gritó la granjera, que estampó uno de los seis barriles de petróleo contra el camión—. Y luego los voy a vaciar en mi silo. Y así me voy a tirar toda la noche y todo el día de mañana, mientras quede una sola gota de gasolina en este estado pienso…»
Cortaron el sonido y el reportero miró aturdido a la cámara. El realizador pasó la comunicación el estudio.
Abdallah bebió. Vació la botella y echó un vistazo al mapa con todos los alfileres, con todos sus soldados.
No tenían nada que ver con el petróleo o la gasolina.
La mayoría de ellos trabajaban con la televisión por cable.
Muchos de ellos trabajaban en Sears o Wal-Mart.
El resto eran informáticos. Jóvenes hackers que se dejaban tentar para hacer cualquier cosa a cambio de poco dinero, y también programadores más experimentados. Algunos de ellos habían perdido el trabajo porque se los consideraba demasiado viejos.
En la industria ya no había sitio para trabajadores eficaces y leales que aprendieron informática cuando todavía se usaban tarjetas perforadas y que casi se habían matado intentando mantenerse al día con la evolución.
Lo más bello de todo el asunto, pensó Abdallah inclinándose hacia una fotografía de su difunto hermano Rashid, era que los alfileres no se conocían entre sí. La aportación que haría cada uno era pequeña en sí misma. Casi una bagatela, una pequeña falta que merecía la pena correr el riesgo de cometer, comparado con lo que se ganaba a cambio.
En conjunto, sin embargo, el ataque resultaría mortal.
No sólo se vería afectada una enorme cantidad de headends, las instalaciones donde se recogían las señales de las televisiones por cable y luego se reenviaban a los abonados —por lo general no estaban vigiladas y habían resultado ser un objetivo mucho más sencillo de lo que Abdallah se había imaginado—, también serían saboteados muchos repetidores de señal y de cables, una cantidad tal que llevaría semanas, tal vez incluso meses, reparar.
Entre tanto la furia iría en aumento.
Aún peor sería cuando los sistemas de seguridad y las cajas registradoras de las mayores cadenas de supermercados dejaran de funcionar. El ataque contra las tiendas se podía llevar a cabo por golpes, con rápidas embestidas contra determinadas zonas, seguidas de nuevos casos en otras zonas, de un modo imprevisible y difícil de interpretar, como en una eficaz guerra de guerrillas.
El ejército invisible de norteamericanos esparcidos por todo el continente y que no tenían la menor idea de la existencia de los demás sabían exactamente lo que tenían que hacer cuando recibieran la señal.
Eso ocurriría al día siguiente.
A Abdallah le había llevado más de una semana trazar la estrategia final. Se había pasado siete días en aquel despacho, ante las largas listas de sus reclutas, moviéndolos por el mapa, haciendo cálculos, evaluando la fuerza del golpe y el efecto. Cuando por fin lo escribió todo sobre papel, sólo restaba convocar a Tom O'Reilly a Riad.
Y a William Smith. Y a David Coach.
Había convocado a tres mensajeros. Habían estado en el palacio al mismo tiempo, sin saberlo. Los había mandado de vuelta a Europa en tres aviones diferentes, con sólo media hora de diferencia. Abdallah, que acarició delicadamente la fotografía de su hermano, no podía dejar de sonreír ante la idea.
Nunca se podía estar seguro de nada en este mundo, pero quemando tres de sus cartas más seguras, la probabilidad de que al menos una de ellas llegara a un buzón de correos norteamericano era enorme.
Había empleado tres mensajeros; los tres murieron justo después de enviar las cartas idénticas. Los sobres iban dirigidos al mismo lugar y el contenido sólo le resultaría comprensible al receptor, si se perdían nadie notaría nada.
Y ése era el punto más débil del plan: que todas iban dirigidas al mismo receptor.
Como cualquier general, Abdallah conocía sus puntos fuertes y sus puntos débiles. La fuerza residía ante todo en la paciencia, en su enorme capital y en el hecho de que era invisible. Esto último era al mismo tiempo su punto más vulnerable, porque le hacía tener que actuar por medio de muchos eslabones, hombres de paja y rodeos electrónicos, a través de maniobras de camuflaje y, alguna que otra vez, de identidades falsas.
Abdallah al-Rahman era un hombre de negocios respetado. La gran mayoría de sus actividades eran legítimas y empleaba a los mejores mediadores de Europa y Estados Unidos. Aunque estaba rodeado de una mítica inaccesibilidad, nada ni nadie había resquebrajado nunca su renombre de capitalista, inversor y especulador honrado.
Y así iba a continuar.
Sin embargo, le había hecho falta un único aliado. Un iniciado.
La operación Troya era demasiado complicada como para ser dirigida a distancia. Nada apuntaba hacia algo que quedara siquiera cerca de Abdallah, que hacía más de diez meses que no pisaba Estados Unidos.
A finales de junio de 2004, mantuvo una reunión con la candidata a la presidencia de los demócratas. Pareció positiva. Estaba impresionada con Arabian Port Management. Él lo notó perfectamente. La reunión había durado media hora más de lo planeado porque ella quiso saber más. En el vuelo de vuelta a Arabia Saudí, por primera vez desde la muerte de su hermano, había pensado que tal vez no fuera necesario llevar a cabo sus planes. Que los treinta años de posicionamiento y cultivo de una red durmiente de agentes por todos Estados Unidos tal vez hubieran sido una pérdida de tiempo. Había reclinado la cabeza contra la ventanilla de su avión privado y había mirado la capa de nubes bajo él, teñida de rosa intenso por el sol que estaban dejando atrás y que estaba a punto de desaparecer a sus espaldas. Daba igual, pensó. La vida estaba llena de inversiones que no arrojaban dividendos. Hacerse cargo de la mayor parte de los puertos de Estados Unidos compensaría todos sus esfuerzos.
Prácticamente le había prometido el contrato.
Luego se deshizo de él, por la victoria.
Había un receptor de las cartas, un hombre que lo pondría todo en marcha, siguiendo los detallados planes trazados por el propio Abdallah. Nada podía fallar, así que Abdallah se tuvo que arriesgar a contactar directamente. Confiaba en su ayudante. Hacía mucho que se conocían. De vez en cuando le atormentaba que incluso este último vínculo entre Estados Unidos y él mismo tuviera que ser eliminado en cuanto se llevara a cabo la operación Troya.
Abdallah restregó con cuidado el cristal del marco antes de volver a dejar la fotografía de Rashid sobre la mesa.
Era cierto que confiaba en Fayed Muffasa, pero, por otro lado, no podía soportar tener que confiar en un ser viviente.
Capítulo 6
—Well, isn't this a Kodak moment?
La presidenta Helen Bentley tenía a Ragnhild sentada en el regazo. La niña estaba dormida. Su rubia cabeza colgaba hacia atrás, la boca estaba abierta de par en par y los ojos se movían con rapidez tras los finos párpados. A intervalos regulares soltaba pequeños ronquidos.
—No pretendía que…
La madre estiró los brazos para coger a la niña.
—Déjala tranquila —sonrió Helen Bentley—. Necesitaba una pausa.
Llevaba tres horas delante de la pantalla. La situación era grave, por decirlo suavemente. Mucho peor de lo que se había imaginado. El miedo a lo que sucedería cuando, al cabo de unas pocas horas, abriera la bolsa de Nueva York era enorme y daba la impresión de que durante la última jornada los medios de comunicación se habían preocupado más por la economía que por la política. Si es que era posible trazar tal división, pensó Helen Bentley. Todos los canales de televisión y los periódicos de Internet tenían reportajes regulares de Oslo para mantener al día al público sobre el secuestro de la presidenta. Pero, de algún modo, era como si el destino de Helen Bentley hubiera sido marginado a las afueras de la conciencia de la gente. Ahora se trataba de las cosas cercanas. Del petróleo, la gasolina y los puestos de trabajo. En varios sitios se habían producido tumultos que rozaban la revuelta, y los dos primeros suicidios de Wall Street eran ya un hecho. Los gobiernos de Arabia Saudí y de Irán estaban furiosos. Su propio ministro de Asuntos Exteriores había tenido que tranquilizar varias veces al mundo afirmando que la vinculación de esos dos países con el secuestro de la presidenta no tenía fundamento.
No obstante, el silencio había sido absoluto después de su discurso de la noche anterior y el conflicto seguía su escalada.
Por ahora se había limitado a navegar por las páginas abiertas de la Red. Sabía que antes o después se vería obligada a entrar en páginas que harían saltar todas las alarmas en la Casa Blanca, pero quería posponerlo tanto como fuera posible. En varias ocasiones, había estado a punto de ceder ante la tentación de abrir una cuenta en Hotmail para enviar un mensaje tranquilizador al correo privado de Christopher, pero afortunadamente había reunido fuerzas para resistirse.
Aún había demasiadas cosas que no entendía.
El hecho de que Warren hubiera llevado un doble juego ya le resultaba inconcebible, pero su larga vida le había enseñado que de vez en cuando las personas hacían cosas muy extrañas. Aunque los caminos del Señor fueran inescrutables, ni siquiera se podían comparar con los de los mortales.
Lo que no conseguía entender era el pasaje sobre la niña.
En la carta que le había mostrado Jeffrey Hunter aquella madrugada, que ahora le parecía tan lejana en el tiempo, ponía, que lo sabían; que los troyanos sabían lo de la niña. Algo así. Por mucho que se esforzara no conseguía acordarse literalmente de las palabras. Al leer la carta, por un segundo apareció ante sus ojos la madre biológica de la niña, una figura vestida de rojo bajo la lluvia, con los ojos abiertos y suplicando por una ayuda que nunca le fue concedida.
La pequeña Ragnhild intentó girarse.
La niña era preciosa. Tenía el pelo rubio y suave, los dientes blancos como la nieve tras los labios rojos y húmedos, y unas pestañas preciosas.
Se parecía a Billie.
Helen Bentley sonrió y acomodó mejor a la niña. El lugar en el que se encontraba era extraño, había tanto silencio… En la lejanía se percibía el zumbido del mundo del que se estaba ocultando, pero allí dentro había cinco personas que parecían evitar hablar las unas con las otras.
La bizarra asistenta estaba sentada junto a la ventana haciendo ganchillo. De vez en cuando chasqueaba repetidamente la lengua y miraba un enorme roble del exterior. Luego daba la impresión de que se calmaba a sí misma murmurando por lo bajo y volvía a concentrarse en su ganchillo de color rosa intenso.
La madre de la niña era una mujer fascinante. Cuando le contó la historia de Warren, dio la impresión de que nunca antes se la había contado a nadie. En cierto sentido le produjo la impresión de que compartían un mismo destino. Resultaba paradójico, pensó, pues su secreto consistía en que ella misma había traicionado, mientras que Inger Johanne había sido traicionada por otro.
«Nosotras las mujeres y nuestros malditos secretos —pensó—. ¿Por qué somos así? ¿Por qué sentimos vergüenza tengamos motivos o no? ¿De dónde sale esta opresiva sensación de cargar siempre con una culpa?»
A la mujer de la silla de ruedas no había quién la entendiera.
Permanecía ahí sentada, al otro lado de la mesa de la cocina, con un periódico en el regazo y una taza de café en la mano. No daba la impresión de estar leyendo. El periódico llevaba un cuarto de hora abierto por la misma página.
Helen todavía no entendía bien quién estaba relacionado con quién en aquel hogar. Por alguna extraña razón no le importaba. Por lo general, su fuerte necesidad de tenerlo todo controlado hubiera hecho que la situación le resultara insoportable, pero allí estaba tranquila, como si aquellas ambiguas constelaciones contribuyeran a tornar más natural su absurda presencia.
No le habían planteado una sola pregunta desde que se despertó al amanecer. Ni una sola.
Era increíble.
La niña de su regazo se incorporó somnolienta. Sintió una ráfaga del dulce olor de la leche y el sueño cuando la niña la miró con recelo y dijo:
—Mamá. Quiero ir con mamá.
La asistenta se levantó con una rapidez que no se le hubiera atribuido a su flaco cuerpo tullido.
—Tú te vas a venir con la tía Marry. Y vamos a sacar los juguetes de Ida, pa' que las señoras puedan quedarse aquí un rato, en paz.
Ragnhild se rio y alargó los brazos hacia ella.
En todo caso tenían que venir con frecuencia, pensó Helen Bentley La niña parecía adorar al espantapájaros. Se fueron al salón. El sonido de la charla de la niña y la regañina de la mujer sonó cada vez más lejano, hasta que desapareció del todo. Debían de haberse ido a otra habitación.
Tenía que volver al ordenador. De un modo u otro tenía que encontrar las respuestas que le faltaban. Tenía que seguir buscando. En algún lugar del caos de información que vagaba por el ciberespacio, tenía que encontrar lo que estaba buscando, antes de darse a conocer y devolver el planeta a su curso normal.
Era evidente que no iba a encontrar las respuestas en un ordenador. Hasta que no entrara en sus propias páginas, no había nada ahí fuera que pudiera ayudarla.
Se dio cuenta de que se estaba mirando fijamente las manos. Tenía la piel seca y se había partido una uña. El anillo de casada parecía demasiado grande, le quedaba suelto y estuvo a punto de caerse cuando lo cogió entre dos dedos y lo giró. Alzó la cabeza.
La mujer de la silla de ruedas la miró. Tenía los ojos más extraños que Helen Bentley hubiera visto nunca. Eran azules como el hielo, casi transparentes, pero al mismo tiempo eran profundos y oscuros. Resultaba imposible leer nada en su mirada, ni preguntas ni exigencias. Nada. La mujer se limitaba a mirarla; eso la aturdía e intentó retirar la mirada. Pero no era posible.
—Me engañaron —dijo Helen Bentley calladamente—. Sabían qué hacer para que me entrara el pánico y yo caí en la trampa.
La mujer que se llamaba Hanne Wilhelmsen guiñó los ojos.
—¿Quieres contarme lo que sucedió? —preguntó plegando el periódico despacio.
—Creo que he de hacerlo —dijo la mujer inspirando hondo—. Creo que no me queda más remedio.
Capítulo 7
—¿Y eso es todo lo que puedes decir?
El jefe de vigilancia Peter Salhus puso cara de insatisfacción y se rascó el corto pelo de la coronilla. Yngvar Stubø desplegó los brazos e intentó sentarse mejor en la incómoda silla. El televisor sobre el armario archivador estaba encendido. El sonido era bajo y poco claro, era la cuarta vez que Yngvar veía exactamente las mismas noticias.
—Me rindo —dijo—. Tras el episodio de anoche, es imposible sacarle una palabra a Warren Scifford. Casi estoy empezando a creer los rumores de que el FBI está haciendo su propia carrera. Alguien ha dicho hoy en la cantina que esta noche incluso han llegado a entrar por la fuerza en un piso. En Huseby. O… tal vez fuera en un chalé.
—Eso no son más que burdos rumores —dijo Peter Salhus abriendo un cajón—. Se toman sus libertades, pero también saben que no pueden jugar a los vaqueros. Como es obvio, habríamos recibido un informe completo sobre el asunto si eso fuera cierto.
—Los dioses sabrán. Todo esto me parece… muy frustrante.
—¿El qué? ¿Que los norteamericanos se suelten en el territorio de otro país?
—No. Bueno, sí, hasta cierto punto sí. Pero… ¡Gracias!
Se alargó hacia la caja roja que le ofrecía Peter Salhus. Delicadamente, como si estuviera cogiendo un valioso tesoro, cogió un grueso puro, se quedó mirándolo durante unos segundos y se lo pasó por debajo de la nariz.
—CAO Maduro número 4 —dijo con solemnidad—. ¡El puro de Los Soprano! Pero… ¿podemos fumar aquí?
—Estado de excepción —dijo Salhus, que sacó un cortapuros y una caja de cerillas grandes—. Con todos mis respetos, me importa una mierda.
Yngvar profirió una carcajada y preparó el cigarro con manos diestras antes de encenderlo.
—Estabas diciendo algo —dijo Peter Salhus reclinándose en la silla.
El humo del puro dibujaba suaves círculos bajo el techo. Aún era pronto por la mañana, pero Yngvar de pronto se sintió tan cansado como después de una gran comilona.
—Todo —murmuró mientras echaba el humo hacia el techo.
—¿Cómo?
—Que me frustra todo el asunto. Tenemos a Dios sabe cuánta gente buscando una respuesta sobre quién secuestró a la presidenta y sobre cómo lo hicieron, y en el fondo no tiene la menor importancia.
—Por supuesto que tiene importancia, es…
—¿Has estado mirando últimamente la caja esa? —Yngvar señaló el televisor con la cabeza—. Es todo política con mayúsculas.
—¿Qué te esperabas? ¿Que este caso fuera como cualquier otra desaparición?
—No, pero ¿por qué nos estamos dejando la salud para encontrar a un granujilla como Gerhard Skrøder y a un paquistaní que se caga en los pantalones en cuanto miramos en su dirección, si de todos modos los estadounidenses ya han decidido lo que ha sucedido?
Salhus parecía estarse divirtiendo. Sin responder, se puso el puro en la boca y colocó las piernas sobre la mesa.
—Quiero decir —dijo Yngvar mirando a su alrededor en busca de algo que pudiera servir de cenicero—. Ayer tuvimos a tres hombres durante cinco horas dedicados a montar el rompecabezas que muestra cómo se lo montó Jeffrey Hunter en el conducto de ventilación. Era complicado. Había un montón de cabos sueltos. La última vez que se inspeccionó la suite presidencial, cuándo estuvieron allí los perros, cuándo se pasó al aspirador en consideración a la alergia de la presidenta, cuándo se encendieron y se apagaron las cámaras, cuándo…, en fin, ya me entiendes. Y al final lo consiguieron. Pero ¿qué sentido tiene?
—El sentido está en que tenemos un caso que resolver.
—Pero a los norteamericanos les importa una mierda. —Miró con escepticismo la taza de plástico que le ofrecía Salhus, luego se encogió de hombros y tiró dentro la ceniza con cuidado—. La Policía detiene a un criminal detrás de otro y resulta que todos han estado implicados en el secuestro. Han encontrado al segundo conductor. Incluso han cogido a una de las mujeres que se hacían pasar por la presidenta. Pero ninguno de los detenidos tiene nada que contar, aparte de que les ofrecieron un buen trabajo por un buen precio, sin tener ni idea de quién los contrataba. ¡Antes de que acabe el día vamos a tener el sótano lleno de malditos secuestradores!
Peter Salhus se rio cordialmente.
—Pero ¿eso les interesa algo? —preguntó Yngvar de modo retórico y se inclinó por encima de la mesa—. ¿Muestra la embajada el más mínimo interés por lo que estamos haciendo? ¿Acaso tienen ganas de recibir alguna información? Qué va. Ellos están a lo suyo, mientras el mundo entero está a punto de descarrilar. Me rindo. Así de sencillo, me rindo.
Le dio otra calada al puro.
—Tienes fama de ser flemático —dijo Salhus—. Se dice que eres el hombre más sereno de Kripos. Me está dando la impresión de que no te mereces del todo esa fama. ¿Y qué dice tu mujer, por cierto?
—¿Mi mujer? ¿Inger Johanne?
—¿Tienes más de una?
—¿Por qué tendría que decir ella algo sobre este asunto?
—Por lo que tengo entendido, tiene un doctorado en Criminología y una especie de pasado en el FBI —dijo Salhus levantando las manos para protegerse—. Yo diría que está cualificada para tener una opinión, como mínimo.
—Es posible —dijo Yngvar mirando fijamente la ceniza del puro, de la que cayó un poco sobre la pernera—. Pero la verdad es que no sé qué piensa. No tengo la menor idea de lo que piensa sobre este asunto.
—Así están las cosas —dijo Peter Salhus con ligereza, y puso la taza de plástico aún más cerca de Yngvar—. Supongo que apenas hemos pasado por casa en los dos últimos días.
—Así están las cosas —repitió Yngvar, que apagó el puro mucho antes de haberlo acabado de fumar, como si la ilegalidad hubiera sido demasiado buena para ser verdad—. Así debemos de estar todos.
Eran las once menos veinte de la mañana e Inger Johanne aún no había dado señales de vida.
Capítulo 8
Inger Johanne no tenía ni idea de qué hora era. Se sentía trasladada a otra dimensión. La conmoción que sintió la noche anterior al ver aparecer a Marry con la maltrecha presidenta en los brazos se había transformado en la sensación de encontrarse completamente al margen de todo lo que sucedía fuera del piso de la calle Kruse. Había conseguido ver algún que otro telediario, pero no había salido a comprar los periódicos.
El piso era como un castillo cerrado. Nadie salía y nadie entraba. Era como si la apresurada decisión de Hanne de conceder a la presidenta su deseo de no dar la alarma hubiera cavado un foso en torno a su existencia. Inger Johanne tenía que pensarlo bien para saber si era por la mañana o por la noche.
—Tiene que tratarse de algo completamente distinto —dijo de pronto—. Estás enfocando sobre el secreto que no es.
Hacía rato que no hablaba, escuchaba a las otras dos mujeres en silencio. Llevaba tanto rato sin aportar nada a la conversación, unas veces animada y otras vacilante y reflexiva, entre Helen Bentley y Hanne Wilhelmsen que, al parecer, se habían olvidado de que estaba allí.
Hanne arqueó las cejas. Helen Bentley frunció las suyas, con un gesto de desconfianza que le cerró el ojo de la parte dañada de la cara.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hanne.
—Creo que os preocupa el secreto que no es.
—No te estoy entendiendo —dijo Helen Bentley, que se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho, como si se sintiera ofendida—. Oigo lo que dices, pero ¿qué significa?
Inger Johanne apartó su taza de café y se colocó el pelo detrás de la oreja. Por un momento mantuvo la mirada fija sobre un punto de la mesa, con la boca medio abierta y sin respirar, como si no supiera por dónde empezar.
—Las personas nos dejamos llevar por nosotros mismos —dijo al fin, añadiendo una sonrisa encantadora—. Todos lo hacemos, de alguna manera. Tal vez especialmente… las mujeres.
Tuvo que volver a pensárselo. Ladeó la cabeza y se puso a juguetear con un rizo. Las otras dos mujeres aún parecían escépticas, pero la escuchaban. Cuando Inger Johanne empezó de nuevo a hablar, lo hizo en un tono más bajo que de costumbre.
—Cuentas que te despertó Jeffrey Hunter, que ya lo conocías. Como es natural, estabas muy cansada y, por lo que explicas, al principio también bastante aturdida. Muy aturdida, dices. Cosa que es lo más normal del mundo. La situación tenía que parecerte bastante… extraordinaria. —Inger Johanne se quitó las gafas y miró miopemente la habitación—. El hombre te enseña una carta. No recuerdas muy bien el contenido. Lo que recuerdas es que te entró pánico.
—No —dijo Helen Bentley con decisión—. Recuerdo que…
—Espera —la interrumpió Inger Johanne alzando la mano—. Por favor. Escúchame primero. La verdad es que esto es lo que estás diciendo. Subrayas todo el rato que te entró pánico. Es como si… te estuvieras saltando un paso. Es como si… te avergonzaras tanto de no haber estado a la altura de la situación que tampoco eres capaz de reconstruirla. —Hubiera jurado que un rubor se extendía por la cara de la presidenta—. Helen…
Inger Johanne tendió la mano hacia la suya. Era la primera vez que se dirigía a la presidenta usando su nombre de pila. La mano quedó intacta sobre la superficie de la mesa, con la palma hacia arriba. La retiró y continuó en voz baja.
—Eres la presidenta de Estados Unidos. No es la primera vez que estás en guerra, literalmente. —Helen Bentley esbozó una sonrisa—. El hecho de que te entrara pánico en una situación así no es demasiado… presidencial. No tal y como lo ves tú, pero te juzgas con demasiada dureza, Helen. No lo hagas. No resulta útil. Incluso una persona como tú tiene sus puntos flacos. Todos los tenemos. Lo único preocupante de este caso es que tú creíste que habían encontrado el tuyo. Pensemos en lo que pasó antes de que te diera la sensación de que el mundo se derrumbaba.
—Leí la carta de Warren —la cortó Helen Bentley.
—Sí. Y ponía algo de un niño. No recuerdas más que eso.
—Sí que recuerdo algo más. También ponía que lo sabían. Que los troyanos sabían…, de la niña.
Inger Johanne se limpió las gafas con una servilleta. Debía de haber grasa en el papel, cuando se las volvió a poner vio la habitación a través de un filtro difuso.
—Helen —probó otra vez—. Entiendo que no nos puedas contar en qué consiste eso de los troyanos. También respeto que quieras guardarte el secreto sobre tu hija, ese secreto que creíste que conocían y que hizo que… perdieras la cabeza. Pero podría ser…, podría ser…
Vaciló e hizo una mueca.
—Ahora te estás haciendo un lío —dijo Hanne.
—Sí. —Inger Johanne miró a la presidenta y se apresuró a añadir, para que no se le fuera—: ¿Podría ser que pensaras en ese secreto precisamente porque es el peor? ¿El más feo de todos?
—No estoy entendiendo lo que pretendes decir —dijo Helen Bentley.
Inger Johanne se levantó y se dirigió al fregadero. Echó una gota de lavavajillas sobre cada lente y dejó correr el agua mientras las restregaba con el pulgar.
—Tengo una hija de casi once años —dijo Inger Johanne secando las gafas—. Tiene una minusvalía psíquica que no consiguen determinar. Es… el punto más vulnerable de mi vida. Siempre tengo la sensación de que no la veo lo bastante bien, que no soy lo bastante buena para ella, lo bastante buena con ella. Eso me hace muy vulnerable. Hace que me… deje llevar por mí misma. Si escucho de pasada una conversación sobre alguien que no cumple sus responsabilidades hacia sus hijos, pienso automáticamente que están hablando de mí. Si veo un programa en la televisión sobre una cura milagrosa para autistas que se lleva a cabo en Estados Unidos, siento que soy una madre miserable por no haber buscado algo así. El programa se convierte en una acusación personal contra mí, y me paso toda la noche despierta sintiéndome fatal.
Tanto Helen Bentley como Hanne habían empezado a sonreír. Inger Johanne volvió a sentarse a la mesa.
—Veis —dijo Inger Johanne devolviéndoles la sonrisa—. Os reconocéis en lo que digo. Así somos, todos. Más o menos. Y la verdad es que creo que tú, Helen, pensaste en tu secreto porque es tu punto flaco, pero que en realidad la carta no se refería a eso. Que se refería a otra cosa. A otro secreto, tal vez. O a otro niño.
—Otro niño —repitió la presidenta sin entender.
—Sí. Insistes en que nadie, absolutamente nadie, puede saber… nada sobre eso que ocurrió hace tanto tiempo. Ni siquiera tu marido, según dices. Y entonces es lógico que… —Inger Johanne se inclinó sobre la mesa—. Hanne, tú que has sido detective durante un montón de años, ¿no te parece sensato asumir que cuando algo es completamente imposible…? Bueno, pues… ¡Es completamente imposible! Y hay que buscar otra explicación.
—El aborto —dijo Helen Bentley.
El ángel que pasó por la habitación se tomó muchísimo tiempo. Helen Bentley miraba al frente sin fijar la vista en nada. Tenía la boca medio abierta y el ceño fruncido. No parecía ni asustada ni avergonzada, ni siquiera molesta.
Estaba en profundo estado de concentración.
—Abortaste —dijo al final Inger Johanne muy despacio, después de lo que pareció un silencio de varios minutos—. Nunca ha salido a la luz. Al menos yo no lo he visto. Y yo me fijo mucho, por decirlo así.
Se oyó un ruido agudo y repiqueteante.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Inger Johanne.
Helen Bentley se puso rígida.
—Esperad —dijo Hanne—. Marry está abriendo. No pasa nada.
Las tres contuvieron la respiración, en parte por tensión y en parte para intentar escuchar la conversación que mantenía Marry con quien hubiera llamado a la puerta. Pero ninguna de las tres pudo distinguir las palabras.
Pasó medio minuto. La puerta volvió a cerrarse. Al momento Marry apareció en la cocina con Ragnhild apoyada sobre la cadera.
—¿Quién era? —preguntó Hanne.
—Uno de los vecinos —dijo Marry cogiendo un vaso de agua de la encimera.
—¿Y qué quería uno de los vecinos?
—Quería avisarnos de que teníamos el trastero abierto. Joder. Ayer me se olvidó volver a bajar. Santo Cielo, tampoco iba a soltar a la señora por algo tan prosaico como cerrar una puerta.
—¿Y qué le has dicho al vecino?
—Le he dado las gracias por avisarnos. Pero cuando ha empezado a dar la lata sobre una puerta rota y si yo sabía algo, le he dicho que no meta las narices donde no le llaman. Eso ha sido to'.
Volvió a dejar el vaso de agua y desapareció.
—What?—dijo la presidenta—. What was all that about?
—Nada —dijo Hanne agitando la mano—. Que una puerta del sótano se ha quedado abierta. Olvídalo.
—Había otro secreto —dijo Inger Johanne.
—Nunca he pensado que fuera un secreto —dijo Helen Bentley con serenidad, casi le sorprendía la idea—. Simplemente pensaba que no era asunto de nadie. Hace muchísimo tiempo. Fue en el verano de 1971. Yo tenía veintiún años y era estudiante. Fue mucho antes de que conociera a Christopher. Él lo sabe, naturalmente. Así que no es ningún… secreto. No en ese sentido.
—Pero un aborto… —Inger Johanne pasó los dedos por la superficie de la mesa y se repitió a sí misma—: ¡Un aborto! Si se hubiera sabido, ¿no habría destruido tu campaña electoral? Y aún ahora ¿no sería un gran problema para ti? La cuestión del aborto, por decirlo con suavidad, ha creado un eterno cisma en Estados Unidos y…
—La verdad es que creo que no —dijo Helen Bentley con decisión—. Y en todo caso siempre he estado preparada para eso. Todo el mundo sabe que estoy a favor del aborto. Es verdad que mi postura en el debate estuvo a punto de costarme las elecciones…
—Fue el understatement del día —dijo Inger Johanne—. Bush hizo lo que pudo para hacerte daño en ese punto.
—Sí, es verdad. Pero salió bien, entre otras cosas porque saqué muchos votos entre las mujeres… de las clases menos favorecidas. De hecho, los sondeos muestran que recibí una cantidad impresionante de votos de mujeres que hasta entonces ni siquiera se habían apuntado al censo. Además insistí en que estaba completamente en contra de los abortos tardíos. Eso me hizo más digerible, incluso entre los antiabortistas. Y nunca me ha preocupado especialmente que mi aborto saliera a la luz. Era un riesgo que merecía la pena correr. Y además resulta que no me avergüenzo de haberlo hecho. Era demasiado joven para tener hijos. Estaba en mi segundo año en la universidad. No amaba al padre de la criatura. El aborto se hizo de modo legal, sólo estaba de siete semanas y fui a Nueva York. Estaba, y sigo estando, a favor de la posibilidad de elección del aborto durante los primeros tres meses de embarazo, y puedo dar la cara por lo que hice. —Suspiró e Inger Johanne percibió un ligero temblor en su voz cuando continuó—: Pero pagué un precio muy alto. Me quedé estéril. Como sabéis, mi hija Billie es adoptada. Pero aquí no hay nada que suponga una incoherencia entre mi vida y mi doctrina, que al final es lo que importa en el caso de los políticos.
—Pero hay gente que pensaría que esto es dinamita —dijo Inger Johanne.
—Desde luego —asintió Bentley—. Bastante gente, la verdad. Ya lo has dicho tú: la cuestión del aborto divide Estados Unidos por la mitad, se trata de un tema muy delicado que nunca ha acabado de cerrarse. Si se hiciera público, tendría que defenderme. Pero lo dicho, creo que…
—¿Quién lo sabe?
—¿Quién…? —Se lo pensó, frunció el ceño y dijo vacilante—: Bueno, Christopher, por supuesto. Se lo conté antes de casarnos. Y tenía una buena amiga, Karen, que también lo sabía. Fue estupenda y me apoyó muchísimo. Pero un año más tarde murió en un accidente de tráfico, mientras yo estaba en Vietnam y… Me resulta impensable que Karen se lo contara a nadie. Era…
—¿Y el hospital? Tendrá que haber un historial clínico en alguna parte, ¿no?
—El edificio ardió en 1972 ó 1973. Lo quemaron unos activistas pro-life que se pasaron un poco durante una manifestación. Aquello fue antes de la revolución informática, así que supongo que…
—El historial clínico ha desaparecido —dijo Inger Johanne—. Tu amiga ya no está. —Contó con los dedos y dudó antes de aventurarse a preguntar—: ¿Y el padre de la criatura? ¿Sabía algo?
—Sí, claro. El…
Helen Bentley se adentró en sus propios pensamientos. Su rostro adquirió una dulzura especial, una suavidad en torno a la boca y un estrechamiento de los ojos que borraba sus arrugas y la hacía parecer más joven.
—Quería casarse conmigo —dijo—. Quería que tuviéramos ese niño. Pero cuando comprendió que yo iba en serio, me apoyó en todos los sentidos. Me acompañó a Nueva York. —Alzó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no hizo ademán de enjugarlas—. Yo no lo amaba. No creo que estuviera realmente enamorada de él. Pero era un buenazo… Creo que era el hombre más bueno que he conocido nunca. Considerado. Sabio. Me prometió no contárselo nunca a nadie. Francamente, no me puedo imaginar que haya roto su promesa. Tendría que haber sufrido una transformación muy radical.
—Esas cosas pasan —susurró Inger Johanne.
—A él no —dijo Helen Bentley—. Era un hombre de honor, como nadie a quien haya conocido. Hacía casi dos años que le conocía cuando me quedé embarazada.
—Han pasado treinta y cuatro años —dijo Hanne—. A una persona le pueden pasar muchas cosas en tanto tiempo.
—A él no —dijo Helen Bentley negando con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Hanne—. ¿Lo recuerdas?
—Ali Shaeed Muffasa —dijo Helen Bentley—. Creo que más tarde se cambió el nombre. Cogió uno que sonaba más… inglés. Pero para mí sólo era Ali, el chico más bueno del mundo.
Capítulo 9
Las siete y media de la mañana, por fin, y, afortunadamente, era jueves. Las dos niñas entraban pronto en el colegio aquel día. Louise para jugar al ajedrez antes de que empezaran las clases; Catherine para pasar un rato en el gimnasio. Las dos habían preguntado por su tío, pero se habían tranquilizado cuando su padre insinuó que Fayed había tomado alguna copa de vino de más la noche anterior. Estaba durmiendo la mona.
La casa de Rural Route # 4, en Farmington, Maine, nunca estaba completamente en silencio. La madera crujía. La mayoría de las puertas chirriaban, algunas era difíciles de abrir y otras tenían el marco suelto y no dejaban de dar portazos movidas por la constante corriente entre las viejas ventanas. En la parte trasera de la casa, habían plantado unos enormes arces tan cerca de la pared que las ramas atizaban el tejado en cuanto corría un poco de aire. Era como si la casa estuviera viva.
Ya no era necesario que Al Muffet anduviera de puntillas por la casa. Sabía que no iba a aparecer nadie por allí hasta que llegara el cartero, cosa que solía ocurrir sobre las dos. Después de llevar a las chicas al colegio, Al había pasado por el despacho y le había dicho a la secretaria que no se sentía bien, que le dolía la garganta y que tenía fiebre y que, lamentablemente, tendría que cancelar las citas del día. Ella lo había mirado con ojos tristes y mucha simpatía, y le había deseado que se mejorara.
Él había recogido las cosas que necesitaba, se había despedido entre toses y se había ido a casa.
—¿Estás más o menos cómodo?
Al Muffet le echó un vistazo a su hermano. Tenía los brazos amarrados a la cabecera de la cama, con cinta americana en torno a las muñecas, y los pies atados con una cuerda que continuaba por la punta del pie derecho y estaba asegurada con grandes nudos. Sobre la boca de su hermano, Al Muffet había colocado una ancha cinta adhesiva gris.
—Mmffmm —respondió el otro, agitando frenéticamente la cabeza; el sonido quedaba muy amortiguado por un trapo que le había metido en la boca.
Al Muffet descorrió las cortinas. La luz de la mañana entró a raudales. El polvo de la habitación de invitados danzaba por encima de la tarima desgastada. Al sonrió y se giró hacia su hermano en la cama.
—Estás cómodo. Esta madrugada, cuando te puse una inyección tranquilizante en el culo, casi ni te enteraste. Fue tan fácil dominarte que casi no te reconozco, Fayed. En tiempos eras tú quien ganaba las peleas, no yo.
—¡Mmffff!
Junto a la ventana había una silla de madera. Era frágil y vieja, y tenía el asiento desgastado por más de cien años de uso. Venía con la casa cuando Al Muffet la compró, como tantas otras cosas viejas y hermosas que estaban allí y que habían contribuido a que la familia echara raíces mucho más rápido de lo que se habían atrevido a soñar.
Arrimó la silla a la cama y se sentó.
—Esto —dijo con calma; sostuvo la jeringuilla ante los ojos de su hermano, que lo miraba con incredulidad—. Esto es bastante más peligroso que lo que te he dado esta noche. Verás, esto… —Empujó el émbolo lentamente, hasta que salieron unas finas gotas por la afilada aguja—. Esto es quetovenidona. Un potente preparado de morfina. Muy efectivo. Tengo… —entornó los ojos y sostuvo la jeringuilla contra la luz— 150 miligramos. Una dosis mortal para una persona…
Fayed movía los ojos e intentaba en vano liberar las manos.
—Y en esta de aquí… —dijo Al sin inmutarse, y sacó otra jeringuilla del bolso que tenía junto a él en el suelo—. Aquí tengo naxolona. El antídoto, vamos. —Dejó también la segunda jeringa sobre la mesilla y las apartó un poco de la cama, por si acaso, antes de mirar a su hermano y añadir—: Pronto te voy a quitar la mordaza. Pero primero te voy a dar un poco de esta morfina. Vas a notar los efectos bastante rápido. Te bajarán la presión arterial y el pulso. Y te vas a sentir bastante mal. Puede que tengas problemas para respirar. Así que tú eliges. O me respondes a lo que te pregunte, o te pongo más. Y así sucesivamente. Bastante sencillo, ¿no? Cuando me hayas dado la información que necesito, te pongo el antídoto. Pero hasta entonces no, ¿entendido?
El hermano se retorcía desesperadamente en la cama. Le caían lágrimas de los ojos y Al se percató de que el pantalón estaba mojado en torno a los órganos sexuales.
—Una cosa más —dijo Al clavándole la aguja en el muslo, atravesando el pantalón del pijama—. Puedes gritar y chillar todo lo que quieras. Tiempo perdido, has de saberlo. Hay más de kilómetro y medio hasta el vecino más cercano, y además está de viaje. Como es entre semana, tampoco habrá nadie dando un paseo. Así que olvídalo. Ya está…
Volvió a sacar la jeringuilla y comprobó cuánto había metido. Asintió satisfecho, dejó la jeringuilla junto a la otra sobre la mesilla y de un tirón le arrancó la mordaza a su hermano. Fayed intentó sacarse el trapo con la lengua, pero le dieron náuseas y giró la cabeza hacia un lado. Al metió dos dedos y sacó el trozo de tela.
A Fayed le costaba respirar. Jadeaba y era evidente que intentaba decir algo, pero no le salieron más que carraspeos y náuseas.
—Se nos está yendo el tiempo —dijo Al—. Así que será mejor que intentes responder rápido. —Se humedeció los labios mientras pensaba y luego preguntó—: ¿Es verdad que madre creyó que tú eras yo antes de morir?
Fayed sólo pudo asentir con la cabeza.
—¿Te contó algo que tú entendiste que tenía que ser para mí?
El hermano empezó a dominarse. Estaba más tranquilo. Fue como si por fin hubiera entendido que no había manera de liberarse. Por un momento permaneció completamente quieto. Sólo se le movía la boca. Daba la impresión de estar intentando producir humedad, tras varias horas con un trapo en la boca.
—Toma —dijo Al, y le llevó un vaso de agua a los labios.
Fayed bebió, varios tragos. Luego carraspeó y arrojó a la cara de su hermano un escupitajo de agua, mocos, saliva y restos del trapo.
—Fuck you —dijo jadeante, y reclinó la cabeza.
—No estás siendo muy sensato —dijo Al secándose la cara con la manga.
Fayed no dijo nada. Podía dar la impresión de estar pensando, como si valorara qué podía hacer para negociar una solución.
—Vamos a probar otra vez —dijo Al—. ¿Te contó madre algo sobre mi vida creyendo que eras yo?
Fayed seguía sin contestar, pero al menos estaba quieto. La morfina había empezado a actuar. Las pupilas se encogieron ostensiblemente. Al se acercó a la cómoda junto a la puerta del cuarto de baño, abrió las cerraduras de combinación y sacó la agenda de Fayed del fondo de la maleta. Pasó las hojas hasta llegar al calendario del año 2002 y lo arrancó. Luego volvió junto a la cama:
—Aquí tenemos la fecha en que murió madre. ¿Y qué has escrito aquí, Fayed, el día que murió mamá, cuando estabas sentado en su cabecera? —Mostró la hoja a su hermano que giró la cara hacia otro lado—. Junio de 1972, Nueva York, eso es lo que has apuntado. ¿Qué significa esta fecha para ti? ¿Fue madre la que te la dio? ¿Fue madre la que te habló de este día cuando estabas sentado junto a ella?
Seguía sin haber respuesta.
—¿Sabes? —dijo Al con calma, mientras agitaba el calendario—, eso de morir de una sobredosis de morfina es mucho menos agradable de lo que piensa la gente. ¿Notas que los pulmones te están empezando a fallar? ¿Notas que te cuesta más respirar?
El hermano resopló. Intentó arquear el cuerpo, pero no tenía fuerzas.
—Madre era la única que lo sabía —dijo Al—. Pero no me lo reprochó, Fayed, nunca. Mi secreto le afectó muchísimo, pero no lo usó contra mí. Madre era la compañera de mi alma, del mismo modo que podría haberlo sido de la tuya, si te hubieras comportado de un modo más o menos decente. Al menos podrías haber intentado ser un miembro de la familia. Pero hiciste cuanto estaba en tu mano para no ser uno de nosotros.
—Yo nunca fui uno de vosotros —gruñó Fayed—. De eso te encargaste tú.
Estaba pálido. Yacía tranquilo y había cerrado los ojos.
—¿Yo? ¿Yo? Yo que… —Con decisión cogió la jeringuilla de morfina e inyectó otros diez miligramos del contenido en el muslo de Fayed—. No tenemos tiempo para esto. ¿Qué va a pasar, Fayed? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido a verme después de todos estos años? ¿Y para qué coño has usado la información sobre el aborto de Helen?
Al fin daba la impresión de que Fayed empezaba a asustarse de veras. Se esforzaba por respirar, pero los músculos no le obedecían del todo. En sus labios se estaba formando espuma blanca, como si no tuviera fuerzas para tragar su propia saliva.
—Ayúdame —dijo—. Tienes que ayudarme. No puedo…
—Responde a mis preguntas.
—Ayúdame. No puedo… Todo se va a ir a… El plan…
—¿El plan? ¿Qué plan? Fayed, ¿de qué plan estás hablando?
Se estaba muriendo. Era evidente; Al sintió que se acaloraba. Notó que le temblaban las manos cuando agarró la jeringuilla con naxolona y la preparó.
—Fayed —dijo agarrando firmemente la barbilla de su hermano para conseguir que lo mirara—, te estás metiendo en un lío. Aquí tengo el antídoto. Respóndeme a una cosa. Sólo a una cosa: ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué has venido justamente aquí?
—Por las cartas —murmuró Fayed, sus ojos parecían muertos—. Las cartas van a llegar aquí. Si algo saliera mal… —No respiraba, Al le dio un golpetazo en el pecho y los pulmones de Fayed hicieron un nuevo intento de evitar la muerte—. Tú caerás conmigo. Era a ti a quien amaban.
Al cogió un cuchillo del bolso y cortó la cinta americana que amarraba el brazo derecho de Fayed al poste de la cama. La morfina la había inyectado directamente en el músculo, pero ahora necesitaba una vena. Con lentitud vació el antídoto en una vena azul pálido del antebrazo de su hermano. Y, para no perder del todo el valor, volvió a amarrarle el brazo. Se levantó, se puso a dar vueltas y ya no podía contener las lágrimas.
—¡Me cago en la hostia! ¡Me cago en la hostia! ¡Todo lo que quería en esta vida era paz y tranquilidad! ¡Nada de peleas! ¡Nada de jaleo! Había encontrado este rincón del mundo donde todo nos iba bien a las niñas y a mí, y ahora vienes tú a…
Al estaba sollozando. No estaba acostumbrado a llorar. No sabía qué hacer con los brazos. Colgaban sueltos a ambos lados de su cuerpo. Le temblaban los hombros.
—¿De qué tipo de carta estás hablando, Fayed? ¿Qué es lo que has hecho? Fayed, ¿qué has hecho?
De pronto corrió hacia su hermano y se inclinó sobre él. Puso la palma de la mano contra su mejilla. El bigote, el enorme y ridículo mostacho que se había dejado crecer desde la última vez, le hizo cosquillas en la piel. Al acariciaba la cara de su hermano una y otra vez.
—¿Qué has hecho esta vez? —susurraba.
Pero su hermano no contestaba, estaba muerto.
Capítulo 10
Acababan de dar las dos cuando Helen Bentley retornó a la cocina. Tenía muy mal aspecto. A primera hora de la mañana las seis horas de sueño y una larga ducha habían hecho milagros, pero con el paso de las horas se estaba poniendo muy pálida. Sus ojos carecían de brillo y bajo ellos tenía ojeras con forma de media luna. Se dejó caer pesadamente en una silla y cogió con avidez la taza de café que le ofreció Inger Johanne.
—Queda hora y media para que abra la bolsa de Nueva York —suspiró, y bebió un poco—. Va a ser un jueves negro. Tal vez el peor desde los años treinta.
—¿Has averiguado algo? —preguntó Hanne con prudencia.
—Al menos tengo una especie de visión de conjunto. Parece evidente que nuestros amigos de Arabia Saudí, llegado el caso, no han sido excesivamente amigables. Tercos rumores insisten en que son ellos quienes están detrás de todo esto, junto con Irán. Aunque en mi Administración nadie quiere admitir nada, por supuesto.
Se forzó a sonreír. Tenía los labios casi tan pálidos como el resto de la cara.
—Lo que significa que Warren se ha vendido a los árabes —dijo Inger Johanne, aún en voz baja.
La presidenta asintió y se cubrió los ojos con las manos. Permaneció así sentada durante varios segundos, pero de pronto se levantó y dijo:
—No tengo manera de averiguar lo que realmente está pasando si no entro en las páginas bloqueadas de la Casa Blanca. Tengo que usar mis propios códigos; aun así habrá muchas cosas a las que no tenga acceso, porque para eso necesito otro tipo de equipo, pero tengo que averiguar si han descubierto a Warren. Tengo que averiguar lo que saben los míos sobre todo esto antes de darme a conocer. Si no saben nada sobre su…
—Está trabajando de lleno aquí en Noruega —dijo Inger Johanne—. Yo me habría enterado si le hubiera pasado algo, si le hubieran arrestado o algo así, quiero decir. —Vaciló un momento, le echó un vistazo a su propio teléfono móvil y añadió—: Al menos eso creo.
—Pero eso no tiene por qué significar nada —dijo la presidenta—. Si supieran que está implicado, podrían haber considerado que era más útil mantenerlo en la incertidumbre. Pero si no lo saben —tomó aire—, puede resultar peligroso que ande suelto cuando yo salga a la luz. No me queda más remedio que entrar en mis propias páginas. Tengo que hacerlo.
—Te descubrirían en pocos segundos —dijo Inger Johanne con escepticismo—. Verían la dirección IP y averiguarían que el ordenador está aquí. Vamos a desatar una tormenta.
—Sí. Tal vez… No. No necesito mucho tiempo, en realidad. Con un par de horas bastará. Espero.
La puerta del salón se abrió y Hanne Wilhelmsen entró con su silla de ruedas.
—Una hora de sueño por aquí y otra por allá —dijo, y bostezó—. Con eso casi se descansa. ¿Has avanzado algo?
Miró a Helen Bentley.
—Bastante, pero ahora tengo un problema. Tengo que entrar en unas páginas bloqueadas; si uso tu ordenador, sabrán inmediatamente que sigo viva, y también dónde me encuentro.
Hanne moqueó y se secó la nariz con el dedo índice.
—Eso es un problema, sí. ¿Y qué hacemos?
—Mi ordenador —dijo Inger Johanne sorprendida y alzando el dedo índice—. ¿Qué tal si lo usamos?
—¿Tú ordenador?
—¿Tú tienes un ordenador? ¿Aquí?
Las otras dos la miraban con incredulidad.
—Está en el coche —dijo Inger Johanne con ánimo—. Y está registrado en la Universidad de Oslo. Como es obvio, también les proporcionará una dirección IP, pero les llevará más tiempo… Primero tendrán que contactar con la universidad, luego tendrán que averiguar a quién se le ha prestado el ordenador y al final tendrán que descubrir dónde me encuentro yo. Y la verdad es que eso sólo lo sabe… —volvió a mirar el móvil, atormentada por su mala conciencia— Yngvar. Y en realidad él tampoco lo sabe del todo.
—¿Sabes? —dijo la presidenta—, creo que es una buena idea. No necesito más de un par de horas, que será más o menos lo que vamos a ganar al usar otro ordenador.
Hanne era la única que todavía parecía muy escéptica.
—No es que yo sepa gran cosa sobre direcciones IP y cosas así —intervino—, pero ¿estáis seguras de que realmente puede funcionar? ¿Lo que rastrean no es la línea, en realidad?
Inger Johanne y Bentley intercambiaron miradas.
—No estoy segura —contestó la presidenta—, pero es un riesgo que voy a tener que correr. ¿Podrías ir a buscarlo?
—Por supuesto —dijo Inger Johanne levantándose—. Dentro de cinco minutos estoy de vuelta.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Helen Bentley se acercó a una silla que estaba junto a Hanne y se sentó. Parecía no encontrar las palabras adecuadas. Hanne la miraba sin expresión en la cara, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Hannah. ¿Tienes…? Dices que trabajaste en la Policía. ¿Tienes armas en la casa?
Hanne apartó la silla de ruedas de la mesa.
—¿Armas? ¿Para qué quieres tú…?
—Sshh —dijo la presidenta, la voz tenía de pronto un aguijón de autoridad que hizo que Hanne se tensara—. Por favor. Preferiría que Inger no supiera nada de esto. A mí no me gustaría tener a mi hija de un año en una casa en la que hay un arma cargada. Y, evidentemente, no creo que sea necesario usarla, pero tienes que recordar que…
—¿Sabes por qué estoy aquí sentada? ¿Se te ha pasado eso por la cabeza? Estoy sentada en esta maldita silla porque me pegaron un tiro. Una bala me reventó la columna vertebral. No tengo una relación muy cordial con las armas.
—¡Hannah! ¡Hannah! ¡Escúchame!
Hanne cerró la boca y miró fijamente a Helen Bentley.
—Por lo general soy una de las personas mejor custodiadas del planeta —afirmó la presidenta en voz baja, como si tuviera miedo de que Inger Johanne hubiera vuelto—. Todo el rato estoy rodeada de hombres fuertemente armados, por todas partes. No es por casualidad, Hannah, por desgracia es necesario. En el momento en que se sepa que estoy en este apartamento, estaré indefensa. Hasta que lleguen las personas correctas y vuelvan a ponerme bajo su cuidado, tengo que poder defenderme. Creo que si lo piensas, estarás de acuerdo conmigo.
Hanne fue la primera en apartar la mirada.
—Tengo armas —dijo por fin—. Y munición. Nunca he conseguido deshacerme de los pesados armarios de acero y… ¿Eres buena?
La presidenta sonrió de lado.
—Mis profesores hubieran protestado si dijera algo así, pero sé manejar un arma. I'm the Commander in Chief, remember?—Hanne seguía sin expresión en la cara, mirando fijamente la mesa. Bentley le puso la mano sobre el antebrazo—: Una cosa más. Creo que lo mejor sería que todas os fuerais. Que os fuerais del piso. Por si pasara algo.
Hanne alzó la cabeza y la miró con cara de exagerada incredulidad. Luego se echó a reír. Se rio en alto, echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
—Buena suerte —susurró—. A mí no me mueve nadie. Y en cuanto a Marry el radio de su vida tiene unos treinta metros. Nunca, repito, nunca conseguirás sacarla de aquí. Alguna que otra vez consigo convencerla para que baje al sótano, pero no creo que tú lo consigas. En cuanto a…
—Ya estoy aquí —dijo Inger Johanne con el aliento entrecortado—. ¡Fuera hace calor de verano, por cierto!
Dejó su ordenador portátil sobre la mesa de la cocina. Con ágiles manos, conectó un ratón externo, sacó una alfombrilla, enchufó el cable a la corriente y encendió la máquina.
—Voilà —exclamó—. Adelante, Madame Président. ¡Un ordenador que llevará un tiempo rastrear!
Estaba tan excitada que no se percató de la cara de preocupación de Hanne cuando maniobró con la silla y se dirigió hacia el interior del apartamento. Las ruedas de goma chirriaban finamente contra el parqué. El ruido no calló hasta que oyeron cómo se cerraba una puerta al fondo del piso.
Capítulo 11
El joven que se encontraba ante un monitor en una diminuta habitación no demasiado alejada de The Situation Room, en la Casa Blanca, notó que las letras y los números habían empezado a danzar ante sus ojos. Los cerró con fuerza, sacudió la cabeza y lo volvió a intentar. Todavía le seguía costando fijar la mirada en una fila o en una columna. Intentó masajearse la nuca. El agrio olor del sudor de varios días ascendió desde sus sobacos y apretó avergonzado los brazos contra el cuerpo rezando por que nadie pasara por ahí.
Él no había ido a la universidad para dedicarse a aquello. Cuando le dieron trabajo en la Casa Blanca, después de licenciarse como ingeniero informático y con sólo dos años de experiencia en una empresa, apenas podía creerse su propia suerte. Pero no habían pasado mucho más de cinco meses, y ya estaba harto.
Había demostrado su eficiencia en la pequeña empresa de informática donde le habían ofrecido un puesto y creyó que era su indiscutible talento como programador lo que había hecho que la Administración lo reclutara.
Pero ante todo se había sentido como el chico de los recados durante cerca de seis meses.
Y llevaba ahí más de veintitrés horas, en una habitación sin ventanas, sudoroso y maloliente, mirando códigos que danzaban por la pantalla en un caos en el que se suponía que él debía poner orden. Al menos era importante que se enterara de lo que pasaba.
Puso sus dedos sobre las cuencas de los ojos y presionó.
Estaba tan cansado que ya no tenía sueño. Tenía la impresión de que el cerebro se negaba a seguir. Ya no quería más. Sentía que su propio disco duro se había desconectado, dejando el resto del cuerpo a la deriva. Tenía las manos adormecidas y hacía ya varias horas que le dolían las lumbares.
Suspiró pesadamente y abrió mucho los ojos para producir algo de humedad. En realidad tendría que beber algo, pero no podría tomarse una pausa hasta un cuarto de hora más tarde. Tendría que intentar darse una ducha.
Había algo ahí.
Algo.
Guiñó los ojos y manejó el teclado a toda velocidad. La imagen de la pantalla se congeló. Alzó la mano y recorrió una fila con el dedo índice, de izquierda a derecha, antes de volver a aporrear el teclado.
Apareció una nueva imagen.
No podía ser verdad.
Era verdad y era él quien lo había visto. Él, que de pronto ya no lamentaba haber cambiado de trabajo, había descubierto aquello antes que nadie. Sus dedos volvieron a correr sobre la bandeja de letras. Finalmente pulsó el icono de imprimir, agarró el teléfono y aguardó expectante la siguiente imagen en la pantalla.
—Está viva —susurró, y se olvidó de respirar—. She's fucking alive!
Capítulo 12
—Este es el sitio más bonito de Oslo —dijo Yngvar Stubø señalando un banco junto al agua—. He pensado que a los dos nos podía sentar bien un poco de aire fresco.
El verano había tomado la ciudad. En un solo día, la temperatura había subido casi diez grados. El sol teñía la mayor parte del cielo de blanco, en una explosión de luz. Daba la impresión de que, a lo largo de la mañana, los árboles del margen del río Aker se habían puesto de un verde más oscuro, y había tanto polen en el aire que los ojos de Yngvar habían empezado a lloriquear en cuanto salieron del coche.
—¿Esto es un parque? —preguntó Warren Scifford, aunque no parecía interesarle demasiado—. ¿Un parque enorme?
—No. Son las afueras de la ciudad. O las afueras del bosque, si quieres expresarlo así. Aquí es donde se juntan, los árboles y las casas. Es bonito, ¿no? Siéntate.
Warren miró con recelo el banco sucio. Yngvar sacó un pañuelo y limpió los restos de la celebración del 17 de mayo. Un poco de helado de chocolate reseco, una raya de kétchup y algo que prefería no averiguar qué era.
—Ya está. Siéntate. —De una bolsa de plástico sacó dos bocadillos envueltos en plástico y un par de latas de Cola Light, que colocó entre ellos en el banco—. Tengo que pensar en la línea. En realidad me gusta más la Coca-Cola de verdad. The real thing. Pero ya sabes…
Se acarició la barriga. Warren no dijo nada. No tocó la comida. En su lugar miraba atentamente tres gansos del Canadá que perseguían a un perrillo, de la mitad de tamaño que el mayor de los pájaros, por la gran pradera que descendía hacia el agua. Daba la impresión de que al perrillo le gustaba. Cada vez que el ganso más grande lo había espantado repiqueteando con el pico, el ágil animal se giraba de pronto y volvía corriendo en zigzag.
—¿No quieres? —preguntó Yngvar con la boca llena de comida, pero Warren no contestó—. Escucha. Me han encargado que te acompañe. Está cada vez más claro que no tienes intención de informarme sobre nada. Ni a mí ni a nosotros, digamos. Informarnos. Así que al menos… —mordió un gran pedazo del bocadillo—, podríamos intentar estar a gusto, ¿no?
Las palabras desaparecieron entre la comida.
El perro se había hartado. Finalmente hizo caso omiso de los gansos y se puso a corretear por el borde del agua con la nariz pegada al suelo y dirigiéndose a la laguna de Maridalen.
Yngvar siguió comiendo en silencio. Warren giró la cara hacia el sol, se colocó el pie izquierdo sobre la pierna derecha y cerró los ojos ante la luz cegadora.
—¿Qué pasa? —preguntó Yngvar una vez se hubo acabado el bocadillo y la mitad del de Warren.
Arrugó el envoltorio de plástico, lo tiró en la bolsa, abrió la lata de refresco y bebió.
—¿Qué te pasa en realidad? —repitió intentando ahogar un eructo.
Warren no se movía.
—Como quieras —dijo Yngvar, que sacó unas gafas de sol del bolsillo de la camisa.
—Ahí afuera hay un demonio —dijo Warren sin cambiar de postura.
—Unos cuantos —asintió Yngvar—. Demasiados, si quieres saber mi opinión.
—Hay uno que quiere hundirnos.
—Ya…
—Ha empezado a hacerlo. El problema es que no sé cómo piensa seguir. Y además no hay nadie que quiera escucharme.
Yngvar intentó sentarse mejor en el incómodo banco de madera. Por un momento se colocó el pie sobre la rodilla, como Warren, pero la barriga protestó contra la presión y volvió a bajar el pie.
—Aquí estoy —dijo—. Soy todo oídos.
Warren sonrió. Se hizo sombra con las manos sobre los ojos y miró a su alrededor.
—Este sitio es realmente hermoso —dijo en voz baja—. ¿Qué tal está Inger Johanne?
—Bien. Muy bien.
Yngvar rebuscó en la bolsa y sacó una tableta de chocolate. Arrancó el papel y le ofreció a Warren.
—No, gracias. Te digo de corazón que es la estudiante más eficaz e inteligente que he tenido nunca.
Yngvar miró el chocolate. Luego lo envolvió de nuevo y lo dejó dentro de la bolsa.
—Inger Johanne está bien —repitió—. Tuvimos una hija el invierno pasado. Una niña sana y buena. Más allá de eso, no vamos a tocar el tema, Warren.
—¿Tan mal está la cosa? ¿Aún está…?
Yngvar se volvió a quitar las gafas.
—Sí. Tan mal está la cosa. No quiero hablar de Inger Johanne contigo. Sería muy desleal por mi parte. Y además no me apetece nada hacerlo. ¿De acuerdo?
—Por supuesto. —El estadounidense hizo una leve reverencia y desplegó la mano a modo de disculpa, luego se forzó a sonreír—. Son mi mayor debilidad. Las mujeres.
Yngvar no tenía nada que decir. Estaba empezando a cuestionar toda aquella excursión. Una hora antes, cuando Warren de pronto apareció en el despacho de Peter Salhus sin previo aviso y, en el fondo, sin tener nada que decir, Yngvar había pensado que tal vez una ruptura de la rutina podría hacer que volvieran a hablar. Sin embargo, desde luego no era de Inger Johanne de quien quería hablar.
—¿Sabes? —continuó Warren—, a veces, cuando no puedo dormir y pienso en los errores que he cometido en la vida, me doy cuenta de que todos están relacionados con mujeres. Y ahora me encuentro en una situación en la que… Como la presidenta Bentley no aparezca con vida, mi carrera habrá acabado. Una mujer tiene mi existencia en sus manos. —Suspiró—. Las mujeres. No las entiendo. Son irresistibles e incomprensibles.
Yngvar se dio cuenta de que había empezado a rechinar los dientes. Se concentró en dejar de hacerlo. Le resultaba casi imposible y se pasó la mano por la cara para relajarse.
—No estás de acuerdo —dijo Warren con una risa corta.
—No. —Yngvar se enderezó de pronto—. No. Encuentro a muy, muy pocas mujeres irresistibles. Y a la mayoría me parece muy sencillo entenderlas. No siempre, ni todo el rato, pero, por lo general sí. Pero —desplegó los brazos y miró en otra dirección—, como es natural, eso exige que se las vea como seres humanos iguales a nosotros.
—Touché —dijo Warren, que sonrió de oreja a oreja contra el sol—. Muy políticamente correcto. Y muy… escandinavo.
Un sonido cortante atravesó el jolgorio de los pájaros y el bramido del río. Yngvar se tanteó los bolsillos buscando el teléfono.
—Hola —berreó cuando por fin lo encontró.
—¿Yngvar?
—Sí.
—Soy Peter.
—Ah, hola. —Yngvar estaba a punto de levantarse para alejarse del banco cuando cayó en la cuenta de que Warren no entendía noruego—. ¿Algo nuevo?
—Sí. Tiene que quedar entre tú y yo, Yngvar. ¿Puedo confiar en ti?
—Por supuesto. ¿Qué pasa?
—Sin entrar en detalles, tendré que admitir que tenemos… En fin, tenemos bastante idea de lo que sucede en la embajada norteamericana, por decirlo así.
Pausa.
«Les han pinchado el teléfono —pensó Yngvar; agarró la lata medio vacía de Coca-Cola sin beber de ella—. Joder, tienen pinchado el teléfono de una embajada aliada en tierra noruega. ¿Cómo cojones…?»
—Creen que la presidenta está viva, Yngvar.
La respiración se le aceleró un poco. Carraspeó e intentó poner cara de póquer. Para quedarse tranquilo, le dio la espalda a Warren.
—¿Y dónde se supone que está?
—Ésa es la historia, Yngvar. Piensan que la presidenta ha entrado en páginas web a las que sólo puede acceder usando unos códigos. O bien es ella, o es que han conseguido sacarle los códigos, cosa que indicaría que está viva.
—Pero… No entiendo del todo…
—La han rastreado hasta la dirección IP de tu mujer. Afortunadamente aún no lo saben.
—Ing…
Se contuvo. No quería mencionar su nombre en presencia de Warren.
—Han rastreado la dirección IP hasta un ordenador que pertenece a la universidad. Ahora se están peleando con la dirección para averiguar quién está usando el ordenador. Creemos que vamos a poder retrasarlos un poco, pero no demasiado. Pero pensé que… Voy a hacer que Bastesen envíe un coche patrulla a tu casa, por si acaso, por si hubiera algo de cierto en los rumores de que el FBI se lo está montando por su cuenta, quiero decir. Y si yo fuera tú, me iría a casa.
—Sí… Claro… Gracias. —Concluyó la conversación sin pensar en que el coche patrulla debía de ser enviado a otro sitio. Inger Johanne no estaba en casa. Estaba en Frogner con Ragnhild. Y él no sabía la dirección exacta.
Yngvar se levantó con brusquedad.
—Me tengo que ir —dijo, y empezó a irse.
La bolsa de plástico y una lata de Cola Light sin abrir se quedaron en el banco. Warren miró con sorpresa la basura antes de salir corriendo detrás de Yngvar.
—¿Qué pasa? —preguntó cuando lo alcanzó.
—Te voy a dejar en el centro, ¿de acuerdo? Tengo que solucionar una cosa.
El enorme cuerpo vibró pesadamente cuando empezó a correr hacia el coche. En el momento en que se metieron dentro, sonó el teléfono de Warren. Respondió con breves síes y noes. Colgó al cabo de minuto y medio.
Cuando Yngvar apartó la mirada de la carretera por un segundo para mirar al norteamericano, pegó un respingo. Warren estaba pálido como un muerto. Tenía la boca medio abierta y sus ojos daban la impresión de estar a punto de desaparecer dentro de su cráneo.
—Creen que han encontrado a la presidenta —dijo sin tono en la voz, y se metió el teléfono en el bolsillo.
Yngvar giró y tomó la carretera de Frysja.
—Hay indicios de que se encuentra con Inger Johanne —dijo Warren, aún con un tono de voz anormalmente plano—. ¿Estamos yendo hacia tu casa?
«Mierda —pensó Yngvar, desesperado—. ¡Ya lo han conseguido! ¿¡No podrían haberlos retrasado un poco más!?»
—Te voy a dejar en el centro —dijo—. Desde allí te las puedes apañar solo.
Con una mano siguió manejando el coche a toda velocidad hacia la carretera de Maridalen, y con la otra intentaba volver a llamar a Salhus. El teléfono sonó durante una eternidad antes de que saltara un contestador.
—Peter, soy Yngvar —gritó al teléfono—. Llámame enseguida. De inmediato, ¿entiendes?
Probablemente lo mejor sería coger la autopista de circunvalación hasta Smestad. Cruzar el centro a esa hora podía llevar una eternidad. Metió el coche en una rotonda de la calle que iba por encima de la autopista y aceleró en dirección al oeste.
—Escucha —dijo Warren en voz baja—. Te voy a revelar un secreto.
—Ya va siendo hora de que digas algo —murmuró Yngvar, apenas le escuchaba.
—Estoy a punto de colisionar con los míos. Y con bastante fuerza.
—¿Sabes?, seguro que puedes hablar de eso con alguien, pero no va a ser conmigo.
Cambió de carril para adelantar a un camión y estuvo a punto de chocar con un pequeño Fiat que no estaba bien colocado. Maldijo por lo bajo, rodeó el Fiat y aumentó aún más la velocidad.
—Si te diriges hacia donde está Inger Johanne —continuó Warren—, deberías llevarme contigo. Se trata de una situación peligrosa, por decirlo con suavidad, y…
—Tú no vienes conmigo.
—¡Yngvar! ¡Yngvar!
Yngvar pegó un frenazo. Warren, que no se había puesto el cinturón de seguridad, salió lanzado hacia el salpicadero, pero alcanzó a frenarse con los brazos. Yngvar detuvo el coche junto a un puesto de peaje cerca del hospital General.
—¿Qué…? —le bramó al norteamericano—. ¿Qué coño es lo que quieres?
—No puedes ir allí solo. Te lo advierto, por ti mismo.
—Sal. Fuera del coche. Ahora.
—¿Ahora? ¿Aquí? ¿En medio de la autopista?
—Sí.
—No lo estás diciendo en serio, Yngvar. Escúchame…
—¡Que salgas!
—¡Escúchame!
La voz tenía un punto de desesperación. Yngvar intentó respirar con más calma. Se aferraba con ambas manos al volante y ante todo tenía ganas de golpear algo.
—Te lo acabo de decir en el parque: soy un idiota en lo que respecta a las mujeres. He hecho tantas… —Contuvo la respiración largo rato y, cuando empezó de nuevo a hablar, lo hizo a toda velocidad—. Pero ¿estás dudando de mis capacidades como agente del FBI? ¿Crees que es la incompetencia lo que me ha hecho subir tan alto? ¿De verdad piensas que es mejor que te metas solo en una situación de la que no sabes absolutamente nada? ¿Mejor que ir junto con un agente con treinta años de experiencia a sus espaldas y que además lleva un arma?
Yngvar se mordió el labio. Intercambió una rápida mirada con Warren, metió el coche en primera y retornó a la autopista. Marcó el número de Inger Johanne. No respondió. El contestador nunca saltaba.
—Mierda —dijo apretando los dientes, y marcó el 1881—. Me cago en la puta.
—Disculpa —dijo alguien en el teléfono—. ¿Qué has dicho?
—Una dirección en Oslo, por favor. Hanne Wilhelmsen. Calle Kruse, pero ¿qué número?
La mujer respondió hoscamente al cabo de pocos segundos.
En el momento en que salieron de la autopista para subir hacia Smestad, marcó otro número de teléfono. Esta vez era el de la comisaría de guardia.
No tenía la menor intención de meterse solo en una situación peligrosa.
Pero tampoco tenía la menor intención de llevar consigo a un ciudadano extranjero que, para colmo, había decidido que no le gustaba.
Que no le gustaba nada.
Capítulo 13
Después de haber entrado en las páginas de acceso restringido, Helen Lardahl Bentley estaba más confusa de lo que había estado antes. Había tantas cosas que no encajaban. Era evidente que estaban dándole la espalda a la BS-Unit. Como era obvio, podía deberse a que habían descubierto a Warren. Tal vez la dirección del FBI no consideraba útil confrontarlo aún, al mismo tiempo que querían minimizar las posibilidades del hombre de manipular la investigación. Pero no conseguía entender por qué el perfil que habían elaborado Warren y sus hombres estaba siendo desacreditado hasta tal punto por el resto del sistema. El documento parecía extremadamente bien hecho. Concordaba con todo lo que se habían temido desde que las primeras informaciones vagas sobre Troya llegaron al FBI sólo seis semanas antes.
El perfil la asustaba más que todo lo demás que había visto.
Pero había algo que no encajaba.
Por un lado daba la impresión de que todos estaban de acuerdo en la inminencia de un ataque a Estados Unidos. Por otro, ninguna de las poderosas organizaciones que conformaban la Homeland Security había encontrado la más mínima pista que señalara hacia alguna organización existente o conocida. Daba la impresión de que se aferraban al dinero de Jeffrey Hunter, que remitía a un primo del ministro Saudita del Petróleo y a la empresa de consultoría que poseía en Irán, pero eso era todo. Parecía que nadie había perseguido esa pista y empezó a sentir frío y calor alternativamente al intuir la fuerza con la que el Gobierno de Estados Unidos, con su propio vicepresidente a la cabeza, había embestido contra los dos países árabes. Sin el equipo de descifrado, no podía acceder a las páginas donde se almacenaba la correspondencia, pero estaba empezando a darse cuenta de la catástrofe hacia la que se encaminaba el país.
Se encontraba en un despacho al fondo del piso.
Cuando llamaron a la puerta, apenas oyó el timbre. Aguzó los oídos. Llamaron otra vez. Se levantó con cuidado y cogió la pistola que Hanne le había dado y cargado. Dejó puesto el seguro, se metió el arma en la cintura del pantalón y la cubrió con el jersey.
Algo iba extremadamente mal.
Capítulo 14
Delante de la puerta de Hanne Wilhelmsen en la calle Kruse, Warren Scifford e Yngvar Stubø se peleaban a voces.
—Vamos a esperar —decía Yngvar, furioso—. ¡Va a venir un coche patrulla en cualquier momento!
Warren consiguió que Yngvar le soltara el brazo.
—Se trata de mi presidenta —le chilló de vuelta—. Es responsabilidad mía averiguar si el líder supremo de mi país se encuentra detrás de esta puerta. ¡Mi propia vida depende de ello, Yngvar! ¡Ella es la única que me cree! Y no tengo la menor intención de esperar a que llegue una panda de uniformados con el gatillo suelto…
—Hola —dijo una voz ronca—. ¿Qué pasa?
La puerta estaba abierta con una rendija de diez centímetros. Una mujer mayor con un ojo a la virulé los miraba por encima de una cadena de seguridad a la altura de su cara.
—No abras —se apresuró a decir Yngvar—. ¡Por Dios, mujer! ¡Cierra inmediatamente esa puerta!
Warren le pegó un puntapié. La mujer retrocedió entre una avalancha de maldiciones. La puerta no se había movido. Yngvar agarró la chaqueta de Warren, pero se le escapó y perdió el equilibrio. Cayó al suelo y tuvo dificultades para volverse a levantar. Intentó aferrarse a la pernera del norteamericano, pero el hombre, a pesar de ser mayor que él, estaba mejor entrenado. Al mismo tiempo que desembarazaba su pierna, con enorme fuerza estampó la bota contra la entrepierna de Yngvar. Éste se derrumbó y perdió el conocimiento. Las maldiciones de la señora en el interior se interrumpieron bruscamente cuando una nueva patada reventó la cadena de seguridad. La puerta se abrió de pronto, propinándole tal golpetazo a la señora que la tiró hacia atrás: cayó sobre un estante para los zapatos.
Warren entró corriendo con el arma de servicio en la mano. Se detuvo ante la puerta siguiente y se resguardó contra la pared mientras gritaba:
—¡Helen! ¡Helen! Madame Président, are you there?
Nadie contestó. De pronto, con el arma en alto, entró en la siguiente habitación.
Se encontraba en un gran salón. Junto a la ventana había una mujer en una silla de ruedas. No se movía y no había ninguna expresión en su rostro. De todos modos se dio cuenta de que dirigía los ojos hacia una puerta al fondo de la habitación. Otra mujer estaba sentada en un sofá, le daba la espalda y tenía un niño en brazos. Presionaba el bebé contra ella y parecía aterrorizada.
El bebé chilló.
—Warren.
Era la presidenta.
—Gracias a Dios —dijo el hombre, que avanzó dos pasos, mientras volvía a meter el arma en su funda—. Thank God, you're alive!
—Quieto.
—¿Cómo?
Se paró en seco cuando ella sacó una pistola y la apuntó contra él.
—Madame Président—susurró—. ¡Soy yo! ¡Warren!
—Me has traicionado. Has traicionado a los Estados Unidos.
—¿Yo? ¿Qué dices?
—¿Cómo te enteraste de lo del aborto, Warren? ¿Cómo has podido usar algo así contra mí? Tú que…
—Helen…
Intentó otra vez acercarse, pero retrocedió rápidamente un paso cuando ella levantó el arma y dijo:
—Me sacaron engañada del hotel, gracias a la carta.
—Te doy mi palabra de honor… ¡No tengo la menor idea de lo que hablas!
—Levanta las manos, Warren.
—Yo…
—¡Levanta las manos!
Vacilante, alzó los brazos en el aire.
—Verus amicus rara avis —dijo Helen Bentley—. Nadie más conocía la inscripción con la que estaba firmada la carta. Sólo tú y yo, Warren. Sólo nosotros dos.
—¡Perdí el reloj! ¡Me lo… robaron! Yo…
El bebé lloraba como un poseso.
—Inger —dijo la presidenta—. Llévate a tu hija al despacho de Hannah. ¡Ahora!
Inger Johanne se levantó y cruzó corriendo la habitación. No le dirigió la mirada al hombre.
—Si te han robado el reloj, Warren, ¿qué es lo que tienes en torno a la muñeca izquierda?
Quitó el seguro.
Con infinita lentitud, para no provocarla, Warren giró la cabeza para mirar. Al alzar las manos, la manga del jersey se había deslizado por el brazo. Llevaba un reloj en torno a la muñeca, un Omega Oyster cuyos números eran diamantes y que tenía una inscripción en la parte de atrás.
—Es que…, verás…, creía que me lo habían…
Dejó caer las manos.
—Ni se te ocurra —le advirtió la mujer—. ¡Levántalas!
Él la miró. Sus brazos colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Tenía las palmas de las manos abiertas y empezó a levantarlas hacia ella en un gesto de súplica.
Madame Président disparó.
El estallido consiguió que la propia Hanne Wilhelmsen pegara un respingo. El eco retumbó en sus oídos y, por unos instantes, sólo oyó un sonido prolongado y agudo. Warren Scifford yacía inmóvil en el suelo, boca arriba. Maniobró la silla hasta él, se agachó y le puso los dedos en el cuello. Luego se incorporó y negó con la cabeza.
Warren sonreía, con las cejas ligeramente arqueadas, como si un instante antes de morir se le hubiera ocurrido algo gracioso, una ironía que sólo él podía entender.
Yngvar Stubø apareció en el vano de la puerta. Se cubría la entrepierna con las manos y tenía la cara blanca como la nieve. Al ver al hombre muerto, jadeó y siguió avanzando.
—¿Quién eres tú? —preguntó la presidenta con calma, seguía en medio de la habitación con el arma en la mano.
—Es un good guy —se apresuró a decir Hanne—. Policía. El marido de Inger Johanne. No…
La presidenta alzó el arma y se la tendió a Yngvar, con la culata por delante.
—Será mejor que tú te hagas cargo de esto. Y si no fuera mucha molestia, ahora quisiera llamar a mi embajada.
En la lejanía se oían violentas sirenas.
Cada vez sonaban más fuerte.
Capítulo 15
Al Muffet había llevado el cadáver de su hermano al sótano y lo había dejado dentro de un viejo baúl que probablemente llevara allí desde que se construyó la casa. No era lo bastante largo, así que tuvo que colocar a Fayed de costado, con las rodillas y la nuca dobladas, en postura fetal. Le había producido un enorme rechazo tener que retorcer el cadáver, pero al final había conseguido cerrar la tapa. La maleta del hermano se encontraba al fondo de un armario debajo de la escalera. Ni el hermano ni sus cosas permanecerían allí mucho tiempo. Lo más importante era quitar las cosas de en medio antes de que las chicas volvieran del colegio. No permitiría que sus hijas vieran a su tío muerto ni cómo detenían a su padre. Tenía que enviarlas a algún sitio. Podía excusarse con un congreso inesperado o alguna otra reunión importante fuera del pueblo, y enviarlas a Boston con la hermana de su difunta madre. Eran demasiado jóvenes como para quedarse solas en casa.
Luego llamaría a la Policía.
Pero primero tenía que arreglar el asunto de las niñas.
Lo peor era el coche de alquiler de Fayed. Al tuvo problemas para encontrar las llaves. Estaban debajo de la cama. Tal vez las había dejado sobre la mesilla y se habían caído durante su interrogatorio a Fayed, cuyo objetivo era que le dijera lo que sabía sobre la desaparición de la presidenta Bentley.
Al Muffet estaba sentado en las escaleras ante su pintoresca casa de estilo Nueva Inglaterra y se cubría la cara con las manos.
«¿Qué he hecho? ¿Y si me he equivocado? ¿Y si fuera todo un malentendido? ¿Por qué no me respondiste, Fayed? ¿No podrías haberme contestado antes de que fuera demasiado tarde?»
Podía meter el coche en el viejo granero, las chicas no tenían por qué asomarse por allí. No creía que hubiera ningún gato salvaje que acabara de tener gatitos. Los gatitos eran lo único que hacía que Louise entrara en el granero; estaba lleno de arañas y telas de araña, que por lo general la aterrorizaban.
Ni siquiera era capaz de llorar. Se le había formado un nudo helado en el pecho, que le dificultaba pensar y le imposibilitaba hablar.
«Y de todos modos —pensó abatido—, ¿con quién podría hablar? ¿Quién puede ayudarme ahora?»
Intentó enderezar la espalda y tomar aire.
La bandera del buzón estaba levantada.
Fayed había hablado sobre una carta.
Las cartas.
Casi no fue capaz de levantarse. Tendría que mover el coche, eliminar el último rastro de Fayed Muffasa y sobreponerse para recibir a sus hijas. Eran las tres; Louise iba a volver a casa enseguida.
Cuando bajó la cuesta, las piernas casi no le sostenían. Miró a ambos lados. No había señal de vida por ningún lado, a excepción de una sierra eléctrica que sonaba a lo lejos.
Abrió el buzón. Dos facturas y tres sobres iguales.
«Fayed Muffasa, c/o Al Muffet.»
Luego la dirección. Tres sobre iguales y bastante gruesos que le habían enviado a Fayed a su dirección.
Sonó el teléfono móvil. Volvió a dejar las cartas en el buzón y miró fijamente la pantalla. Número desconocido. Nadie le había llamado a lo largo de toda aquella terrible mañana. No estaba seguro de tener voz, así que se volvió a guardar el móvil, cogió las cartas del buzón y empezó a subir lentamente hacia la casa.
Quien llamaba no se rendía.
Se detuvo al llegar a las escaleras y se sentó.
Tenía que reunir fuerzas para mover el maldito coche.
El teléfono no dejaba de sonar. Ya no podía soportar el ruido, era agudo y fuerte y le producía escalofríos. Pulsó el botón con el teléfono verde.
—Hola —dijo, la voz le fallaba—. ¿Hola?
—¿Ali? ¿Ali Shaeed?
No dijo nada.
—Ali, soy yo. Helen Lardahl.
—Helen —susurró—. ¿Cómo…?
No había visto la televisión. No había escuchado la radio. No había usado el ordenador. Todo lo que había hecho aquel día era desesperarse por la muerte de su hermano e intentar averiguar cómo iba a conseguir que la vida volviera a tener sentido para sus hijas después de aquello.
Por fin empezó a llorar.
—Ali, escúchame. Estoy volando por encima del Atlántico. Por eso el sonido es tan malo.
—No te he traicionado —gritó—. Te prometí que nunca te traicionaría y he mantenido mi promesa.
—Te creo —dijo ella con calma—. Pero seguro que entiendes que tenemos que investigar esto más detenidamente. Lo primero que quiero que hagas…
—Fue mi hermano —dijo—. Mi hermano habló con mi madre cuando se estaba muriendo y…
Se interrumpió y contuvo la respiración. En la lejanía oía el ruido de un motor. Una nube de polvo se dibujaba tras la colina con los grandes arces. Un sonido rotante y seco le hizo girarse hacia el oeste. Un helicóptero volaba por encima de las copas de los árboles. Era evidente que el piloto estaba buscando un sitio donde aterrizar.
—Escúchame —dijo Helen—. ¡Escúchame!
—Sí —contestó Muffet, que se levantó—. Te escucho.
—Es el FBI el que está llegando. No tengas miedo, ¿vale? Están directamente bajo mi mando. Si no estás implicado en esto, todo va a salir bien. Todo. Te lo prometo.
Un coche negro entró en el terreno y se acercó despacio.
—No tengas miedo, Ali. Cuéntales lo que haya que contar.
La conversación se cortó.
El coche se detuvo. Salieron dos hombres vestidos de oscuro. Uno de ellos sonrió y le tendió la mano al acercarse a él.
—Al Muffet, I presume!
Al le estrechó la mano, que era cálida y firme.
—Por lo que he oído es usted amigo de Madame Président —dijo el agente sin querer soltar su mano—. Y los amigos de la presidenta son mis amigos. ¿Damos un paseo?
—Creo —intervino Al Muffet tragando saliva—, creo que deberías encargarte de esto.
Le tendió los tres sobres. El hombre los miró sin expresión en la cara, antes de cogerlos por la punta del papel y hacer un gesto a un colega para que acudiera con una bolsa.
—Fayed Moffasa —leyó rápidamente con la cabeza ladeada antes de alzar la vista—. ¿Quién es?
—Es mi hermano. Está metido en un baúl en el sótano. Lo he matado.
El agente del FBI lo miró durante un buen rato.
—Creo que lo mejor será que entremos —dijo. Le dio unas palmaditas en el hombro—. Da la impresión de que tenemos muchas cosas que solucionar.
El helicóptero aterrizó y por fin se hizo el silencio.
Capítulo 16
No quedaba más de una hora del jueves 19 de mayo de 2005. El intenso calor veraniego se había mantenido durante todo el día, y la noche era cálida y apacible. Inger Johanne había abierto todas las ventanas del salón. Se había bañado con Ragnhild y, en cuanto la acostaron en su cama, la niña se durmió agotada y feliz. La propia Inger Johanne estaba casi tan contenta como su hija. Sentía que volver a casa era casi una purificación. Al cruzar la puerta de entrada estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. Los habían retenido durante tanto tiempo en el Servicio de Seguridad de la Policía que al final Yngvar había llamado a Peter Salhus y le había amenazado con romper toda la pila de declaraciones de confidencialidad que había firmado si no los dejaban volver inmediatamente a casa.
—En todo caso creo que podemos descartar tener más hijos —dijo Yngvar al cruzar la habitación con las piernas separadas, vestido con un amplio pijama que, por si acaso, había cortado en la entrepierna—. No he sentido tanto dolor en toda mi vida.
—Pues prueba a parir —sonrió Inger Johanne dando unas palmaditas en el asiento del sofá junto a ella—. El médico ha dicho que todo iba a salir bien. Mira a ver si te puedes sentar aquí.
«… y era una conspiración dentro de las propias filas de los norteamericanos. La presidenta Bentley, durante una rueda de prensa en el aeropuerto de Gardermoen, ha declarado que,..»
El televisor llevaba encendido desde que habían vuelto a casa.
—Eso no se sabe con certeza —dijo Inger Johanne—. Que sólo estuvieran implicados los norteamericanos, quiero decir.
—Ésa es la verdad que quieren que sepamos. Es la verdad más rentable en estos momentos. Es la verdad que hace que bajen los precios del petróleo, vamos.
Yngvar gimió al sentarse con cuidado y las piernas separadas.
«… tras el dramático tiroteo en la calle Kruse de Oslo, donde el agente del FBI Warren Scifford…»
Aquella imagen debía de ser la fotografía de un pasaporte. Parecía un delincuente, con gesto obstinado y un ojo medio cerrado.
«… fue abatido por un oficial noruego cuyo nombre no se ha proporcionado, y murió en el acto. Fuentes de la embajada norteamericana en Noruega informan de que había un número muy restringido de personas implicadas en la conspiración y que todas ellas han sido ya detenidas por la Policía.»
—En realidad, lo más impresionante de todo es que hayan sido capaces de inventarse una historia así en tan poco tiempo —dijo Inger Johanne—. Sobre todo eso de que no habían secuestrado a la presidenta, sino que se había escondido ella misma para contribuir a descubrir a unos criminales que planeaban un atentado. ¿Crees que tienen ese tipo de historias preparadas, o qué?
—Tal vez. No creo. Durante los próximos días vamos a ver cómo extienden magistralmente una bruma por encima de todo el asunto. Si no tienen este tipo de historias preparadas, al menos tienen expertos en cosas así. Lijan, martillean y lo montan todo en un momento. Al final sacan una historia con la que se conformará la gran mayoría de la gente. Y luego vendrán las teorías de la conspiración, que alimentarán a los paranoicos, pero a ellos nadie los escucha. Y así el mundo sigue su curso torcido, hasta que resulta imposible saber lo que es verdad y lo que es mentira y, estrictamente, nadie se molesta en averiguarlo. Es más cómodo así. Para todos. ¡Joder, qué dolor!
Se encogió.
«… se espera que la presidenta Bentley, que aterrizará en su país dentro de pocas horas, presente sus disculpas ante Arabia Saudí e Irán. Se ha anunciado un discurso para el pueblo norteamericano para mañana a las…»
—Apágala —dijo Yngvar rodeando a Inger Johanne con el brazo, la besó en la sien—. Ya hemos oído suficiente. Son todo invenciones y mentiras. No quiero oírlo.
Ella cogió el mando a distancia y se hizo el silencio, luego se acurrucó junto a él y acarició con suavidad su velludo antebrazo. Así permanecieron largo rato; sintió el olor de Yngvar y se alegró de que el verano por fin hubiera llegado.
—Oye —dijo Yngvar, ella casi se había quedado dormida.
—Sí.
—Quiero saber lo que te hizo Warren.
Inger Johanne no respondió, pero tampoco se apartó de él, como hacía siempre que surgía la menor insinuación sobre aquel asunto que los separaba desde que se conocieron un cálido día de primavera, casi cinco años antes. No dejó de respirar y no le dio la espalda. La postura no le permitía verle la cara, pero no daba la impresión de que estuviera cerrando y apretando las mandíbulas como siempre había hecho hasta ese momento.
—Creo que ya es hora —dijo, y puso la boca junto a su oreja—. Creo que ya es hora, Inger Johanne.
—Sí —dijo ella—. Ya es hora.
Tomó aire profundamente.
—Yo sólo tenía veintitrés años y estábamos en DC para…
Cuando se acostaron, ya eran las tres de la mañana.
Un nuevo día apenas había comenzado a asomar por el este, por encima de las copas de los árboles. Yngvar nunca iba a saber que no había sido el primero en escuchar el doloroso secreto de Inger Johanne.
«Da igual», pensó ella.
La primera persona fue la presidenta de Estados Unidos, y nunca volverían a verla.
VIERNES, 20 DE MAYO DE 2005
Epílogo
Cuando la noticia de que la presidenta Bentley seguía con vida recorrió el mundo el jueves por la tarde, horario europeo, Abdallah ya había interrumpido todas sus actividades cotidianas y se había encerrado en su despacho del ala este del palacio.
Eran ya las seis de la mañana del día siguiente. No estaba especialmente cansado, a pesar de llevar toda la noche despierto. Varias veces había intentado pegar una cabezadita en el diván ante la pantalla de plasma, pero una creciente inquietud lo mantenía despierto.
La presidenta estaba a punto de aterrizar en una base militar no identificada, dentro de Estados Unidos. Los reporteros de la CNN hablaban unos en boca de otros para adivinar dónde estaba. Los cámaras de las US Air Forces, que proporcionaron las imágenes en directo a todos los canales de televisión del mundo, pusieron mucho cuidado en no mostrar edificios u otras cosas que pudieran dar alguna pista sobre el lugar en que la presidenta volvía a pisar tierra norteamericana.
Aún no había pasado todo.
Sin apagar el sonido del televisor, Abdallah se sentó ante su ordenador.
Tecleó una serie de palabras en el buscador, por sexta vez en las últimas seis horas. Aparecían varios miles de resultados, así que delimitó la búsqueda. Con ciertas dudas, añadió una palabra más en la sección del buscador.
Cinco artículos.
Pasó deprisa por encima de cuatro de ellos. No contenían nada de interés.
El quinto le informó de que el ataque troyano nunca tendría lugar.
Lo entendió después de apenas unas líneas, pero se forzó a leer todo el artículo hasta tres veces, antes de desconectarse y apagar el ordenador.
Se dirigió al diván, se acostó y cerró los ojos.
El FBI había aparecido en un pequeño pueblo en Maine, con helicópteros y gran cantidad de personal. Los reporteros locales habían tenido la imaginación suficiente como para vincular el asunto con el caso de Helen Bentley; al cabo de menos de una hora, el lugar estaba rodeado de periodistas de todo el estado. Sin embargo, al poco tiempo la Policía local pudo tranquilizar al público diciendo que se trataba de algo completamente distinto. Llevaban mucho tiempo colaborando con el FBI para seguirle la pista a una banda que cazaba pájaros en peligro de extinción para venderlos en el mercado ilegal. Un veterinario local había sido de gran ayuda en la investigación. Lamentablemente, uno de los cazadores de pájaros había resultado muerto durante el arresto, pero, por lo demás, la Policía lo tenía todo bajo control. La fotografía del veterinario, que ilustraba el artículo, mostraba a un hombre tan parecido a Fayed que sólo los distinguía el bigote.
Fayed había fallado.
Fayed iba a poner en marcha el ataque siguiendo las instrucciones de las cartas codificadas que Abdallah le había mandado con el sacrificio de tres emisarios.
Fayed estaba muerto y Madame Président estaba de vuelta a su hogar.
Abdallah al-Rahman abrió los ojos y se levantó del diván. Lentamente empezó a sacar los alfileres del mapa y los fue clasificando por tamaños. Podrían serle de utilidad más adelante.
Llamaron a la puerta.
Se sorprendió por la hora que era, pero abrió. Al otro lado se encontraba su hijo pequeño. Estaba vestido para montar a caballo y parecía desconsolado.
—Padre —lloraba Rashid—. Los demás me iban a dejar que fuera con ellos a dar una vuelta. Pero luego me he caído del caballo y se han ido sin mí. Dicen que soy demasiado pequeño y…
El niño sollozaba y mostró a su padre una fuerte herida en el codo.
—Ya está, ya está —dijo Abdallah, que se puso de cuclillas ante su hijo—. Sólo hay que volver a intentarlo, ¿sabes? Nunca te puede salir nada si no lo intentas una y otra vez. Y ahora nos vamos a dar una vuelta a caballo, juntos tú y yo.
—Pero… ¡Si estoy sangrando, papá!
—Rashid —dijo Abdallah, y le sopló en la herida—, nosotros no nos rendimos ante una pequeña derrota. Duele durante un rato, y luego lo intentamos otra vez. Hasta que lo conseguimos. ¿Lo entiendes?
El niño asintió y se enjugó las lágrimas.
Abdallah cogió la mano de su hijo. En el momento en que iba a cerrar la puerta, sus ojos repararon en el mapa de Estados Unidos. Aquí y allá quedaba algún que otro alfiler suelto, estaban torcidos y dispersos, sin plan ni estructura.
—2010 —dijo para sí mismo, y se quedó de pie considerando la fecha—. Para entonces habré reunido fuerzas para un nuevo intento. Para el año 2010.
—¿Qué has dicho, padre?
—Nada. Vámonos.
Ya se había decidido.
FIN
* * *
Nota de la autora
Para escribir este libro me he tomado la libertad de poner palabras en boca de algunos personajes públicos. He procurado hacerlo con el debido respeto y espero haberlo conseguido.
También me he tomado grandes libertades respecto de un edificio de Oslo, el Thon Hotel Opera, que en el libro se llama simplemente hotel Opera. Necesitaba la ubicación del hotel para contar la historia y me he atenido a la realidad en lo que respecta a la arquitectura externa y a la situación del edificio. Sin embargo, el interior del hotel de esta novela es un mero producto de mi imaginación. Lo mismo vale, como es obvio, para los empleados de éste que aparecen en el libro.
Larvik, junio de 2006
ANNE HOLT
* * *
Nota de la editorial
Roca Editorial publicará a partir de 2009 los títulos de una serie escrita por Anne Holt inédita en España. Se trata de la protagonizada por Hanne Wilhelmsen, superintendente del cuerpo de policía de Oslo. A lo largo de la serie, Wilhelmsen y sus colegas Billy T., Håkon Sand, Anmari Skar y Karen Borg experimentan los vaivenes de su vida personal a la vez que se vuelcan en su trabajo como investigadores. La serie se caracteriza por su minuciosa descripción de los entresijos de la justicia criminal, así como por abordar los pormenores del trabajo cotidiano de una comisaría. Anne Holt debe su dominio en este ámbito a sus años como asesora legal del cuerpo de policía noruego.
Holt se inició en el mundo literario con esta serie que con los años la llevaría a convertirse en uno de los nombres claves de la novela negra escandinava.
Hasta la fecha, la serie consta de siete títulos, el primero de los cuales, La diosa ciega, será publicado por Roca editorial en octubre de 2009.
* * *
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
ANNE HOLT
Anne Holt nació en 1958 en Larvik (Noruega). Creció en Lillestrøm y Tromsø, y se trasladó a Oslo en 1978 donde vive actualmente con su pareja Anne Christine Kjær y su hija Iohanne. Holt se graduó en leyes en la Universidad de Bergen en 1986, y trabajó para The Norwegian Broadcasting Corporation (NRK) en el periodo 1984-1988. Después en el Departamento de Policia de Oslo durante dos años. En 1990 ejerció como periodista y editora jefe de informativos de un canal televisivo noruego. Anne Holt abrió su propio bufete en 1994, y fue ministra de Justicia de Noruega durante un corto periodo (Noviembre/1996-Febrero/1997). Dimitió por problemas de salud.
Hizo su debut como novelista en 1993 con la novela de intriga Blind gudinne, cuya protagonista era la detective de policia lesbiana Hanne Wilhelmsen, sobre la que ya se han publicado siete títulos. Dos de sus novelas, Løvens gap (1997) y Uten ekko (2000) fueron escritas en colaboración con Berit Reiss-Andersen. Con Castigo, protagonizada por la profiler Inger Johanne Vik y el comisario Yngvar Stubø inicia una nueva serie.
Sus novelas, inteligentes y emocionantes la han convertido en uno de los referentes de la novela escandinava actual. Anne Holt es, junto a Henning Mankell, la autora escandinava más popular del momento.
UNA MAÑANA DE MAYO
Durante una visita oficial a Noruega, la presidenta de Estados Unidos es secuestrada. Warren Scifford, del FBI, requerirá la ayuda del superintendente de la Policía noruega, Yngvar Stubø, para rastrear cualquier vestigio y peinar centímetro a centímetro el país con el fin de dar con la mandataria. Dada la magnitud del caso, el secuestro despierta intranquilidad a nivel mundial y provoca un sinfín de especulaciones. ¿Podría estar el caso relacionado con los atentados del 11 de septiembre? ¿Existe algún secreto en la vida pasada de la presidenta que la haga vulnerable?
Inger Johanne Vik, quien fuera profiler del FBI, se ve involucrada en la investigación. La relación entre ella y Stubø no está en su mejor momento y la aparición de Scifford –con quien mantuvo una relación en el pasado– no hace sino agravar la situación.
Anne Holt aborda temas de actualidad internacional en una trama de ritmo vertiginoso en esta tercera entrega de la serie protagonizada por la pareja de investigadores Vik y Stubø.
VIK & STUBØ
1. Det som er mitt (2001) / Castigo
2. Det som aldri skjer (2004) / Crepúsculo en Oslo
3. Presidentens valg (2006) / Una mañana de mayo
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© Anne Holt, 2006
Título original Presidentens valg
© de la traducción: Cristina Gómez Baggethun
Editor original Pantagruel, octubre/2006
© de esta edición Roca Editorial de Libros, S. L.
Primera edición: marzo de 2009
Impreso por Brosmac, S.L.
ISBN: 978-84-92 429-75-2
Depósito legal: M. 228-2009
1 El 17 de mayo es el Día Nacional de Noruega en el que se conmemora la fecha de aprobación en 1814 de la Constitución del país, la mas antigua de Europa. Es el gran día de fiesta de la nación y los protagonistas de la celebración son los niños, que desfilan por las calles con bandas de música, y los jóvenes que ese año terminan el bachillerato los cuales, vestidos todos ellos de rojo, celebran con notorio desenfreno su paso a la mayoría de edad (N de la T)
2 El noruego Vidkun Quisling presidió el Gobierno colaboracionista que rigió Noruega durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Cuando los rusos liberaron el país y acabó la guerra, Quisling fue condenado a muerte y ejecutado por traición a la patria. (N. de la T.)