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septiembre 19, 2010
AGRADECIMIENTOS
Muchísimas gracias a toda la gente de Penguin, sobre todo a Mari Evans, Louise Moore, Claire Phillips, Claire Bord, Natalie Higgins y Clare Pollock. A Lizzy Kremer. Al personal del Hotel de Russie por su amabilidad, sobre todo a Evelina Conti, y a Sue Heady, del Rocco Forte Hotels. A la maravillosa Sarah Spankie. A Maryam Shahmanesh por sus consejos sobre medicina y por su amistad. A la incomparable Jana O'Brien. A Kate, Ruth, Victoria, Frances y de nuevo a Sarah. Y como ya es habitual pero en esta ocasión más que nunca, gracias a James Watkins por su apoyo y, posiblemente, por la idea.
Capítulo 1
A las ocho de la mañana, la mujer de aspecto cansado que trabajaba tras el mostrador de facturación de British Airways apenas si miró a Amy, cosa que tal vez fuera de agradecer porque de haberla visto con las gafas de sol puestas, la habría tomado por una completa imbécil.
—¿Qué vuelo? —preguntó con un bostezo mientras pasaba su pasaporte por la máquina.
—El de Roma —contestó Amy.
Los ojos de la mujer se tornaron soñadores.
—A Roma... —murmuró, alzando la vista—. ¿Ha estado allí antes?
Amy se quitó las gafas de sol.
—No, nunca.
—Le va a encantar. —Apartó la mirada y sonrió al rememorar algún recuerdo lejano antes de clavar la vista en el monitor del ordenador—. ¡Hay una anotación que dice que es su luna de miel! No se me ocurre un lugar más romántico que Roma para pasar la luna de miel.
—¿De verdad? —replicó, intentando que no se le quebrara la voz.
—De verdad. Antes de casarnos, cuando trabajaba en vuelos nacionales, mi marido y yo solíamos hacer escapadas a Roma los fines de semana. Antes de que llegaran los niños...
—Volvió a sonreír, en esa ocasión con cierta tristeza—. Diviértase mientras pueda, eso es lo que siempre aconsejo. No tenga prisa por tener niños, señora... —Echó un vistazo al nombre que aparecía en el monitor—. ¡Ah, lo siento, doctora Fraser! —De repente y como si algo la hubiera sacado de su ensimismamiento, adoptó una actitud impersonal—. En fin. Veamos. ¿Dónde está el afortunado señor Fraser?
Se había pasado todo el trayecto al aeropuerto ensayando la respuesta a esa pregunta.
—De camino. Ha surgido... un contratiempo y lo está solucionando. Se reunirá conmigo en cuanto pueda.
—¡Vaya por Dios! —replicó la mujer—. Pobrecita. ¿Cuándo fue la boda?
—Ayer. Tuvimos un problema con el pago a la empresa de catering. Se ha quedado para solucionarlo. Así que, como ya le he dicho, se reunirá conmigo en cuanto pueda. —Oyó que le llegaba un mensaje al móvil, que estaba en el interior del bolso. Lo sacó con el corazón desbocado, pero se le cayó el alma a los pies en picado, cual saltador de Acapulco, al ver el nombre de Gaby en la pantalla.
«¿Dónde estás?», leyó. Lo borró de inmediato.
—Era él —le dijo a la mujer, que la observaba con creciente interés—. Vendrá dentro de media hora.
—Pues va a llegar muy justito —le recordó con severidad, aunque se ablandó como la mantequilla al sol al ver que su rostro se crispaba por la tensión—. En fin. No se preocupe. Llegará a tiempo. —Tecleó algo en el ordenador, alzó la vista y le guiñó un ojo. Supongo que se pondrá muy contento cuando descubra que va a volar en clase business. —La impresora comenzó a sonar y en un abrir y cerrar de ojos su tarjeta de embarque estaba lista. La mujer sonrió mientras escribía algo en una tarjeta—. Aquí tiene un pase para la sala de espera VIP, allí podrá esperarlo con estilo. Tómese una copa de champán; aunque supongo que con el de ayer habrá tenido bastante... por las ojeras, digo.
Si alguien le hubiera dicho una semana antes que esa conversación iba a tener lugar, se habría puesto a chillar de alegría. Gaby llevaba años aconsejándole cómo comportarse para conseguir mejores asientos en los aviones y había seguido sus consejos al pie de la letra: tener un aspecto impecable, dejar caer pistas al personal de facturación sobre su condición de VIP, no pedir una comida halal baja en calorías... Sin embargo, nunca había obtenido ningún resultado hasta ese mismo momento. Precisamente cuando le daba igual que la metieran en un contenedor en la bodega con un gorila en celo.
—Gracias —murmuró.
—De nada. ¡Ay! Espero que se lo pasen genial. Y no se preocupe, aunque llegue tarde, lo mandaremos en el siguiente vuelo. Disfrute de Roma. No se olvide de tirar una moneda en la Fontana de Trevi para asegurarse de regresar.
Siguió con un par de preguntas sobre el contenido de su equipaje y en esa ocasión, cuando le preguntó si había hecho personalmente las maletas, no le dieron ganas de contestar: «No, me ha ayudado mi primo afgano y sí, en realidad me pidió que le llevara unos cuantos paquetes y, ahora que lo menciona, uno de ellos hace tictac». La mujer se despidió de ella y volvió a desearle que lo pasara bien.
A su alrededor se amontonaban familias que discutían entre sí en torno a montones de equipaje. Los ejecutivos iban sorteando los distintos grupos moviéndose con una rapidez inusual, como si sus mecanismos se hubieran atascado y no pudieran detenerse. Le echó un vistazo al reloj. Faltaba una hora para el despegue. Una semana antes se habría puesto a dar saltos de alegría por la idea de echarles un vistazo a todas las tiendas libres de impuestos, y por los canapés y el champán gratis que la aguardaban en la sala de espera. En ese momento lo único que quería era un servicio vacío donde esconderse.
—Vas a beber champán —se dijo—, porque estás de luna de miel.
Sin embargo, fue derechita al baño de señoras, localizó un retrete vacío y tras cerrar la puerta, se sentó y se echó a llorar.
—No puedo ir, no puedo —gimió en voz baja.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Le pasa algo?
Quienquiera que fuese parecía más enfadada que preocupada.
—No, gracias —gritó con voz chillona—. Es que... se me ha metido algo en el ojo.
No tenía por qué irse. Podía volver a la estación de Heathrow, coger un tren y en hora y media estaría en su casa. Allí podía atrincherarse, pedir comida por teléfono, dejarse crecer el pelo hasta que le llegara a los tobillos y pasar el resto de su vida recluida como Howard Hughes. Pero no podía hacerlo, porque al cabo de dos semanas tendría que volver a trabajar para no perder su empleo si quería seguir pagando la hipoteca para no verse en la calle. Además, Doug seguía viviendo allí...
Comenzó a sonar el móvil. Se sorbió los mocos mientras lo sacaba del bolso. Era él, tenía que serlo. Pues no, ¡ay, Dios! Mamá y papá. Supuso que era mejor contestar, ya que lo estarían pasando mal con su desaparición.
—Hola.
—¿Amy? —preguntaron dos voces en estéreo—. ¿Qué tal estás, tesoro? ¿Dónde estás? ¿Estás con Doug? ¿Qué está pasando, tesoro?
—Estoy en el aeropuerto.
—¿¡En el aeropuerto!? —exclamó su padre y preguntó su madre—. ¿Qué narices estás haciendo ahí?
—Me voy de luna de miel.
—¿¡De luna de miel!? —exclamó su madre.
Al mismo tiempo, su padre le recordaba de fondo:
—¡Amy, no estás casada!
—Bueno...
—¿Doug y tú os habéis reconciliado? —Su madre parecía tan esperanzada que no pudo soportarlo.
—Mmm...
El tono de su madre pasó de ansioso a receloso:
—No os habréis casado por ahí sin decírselo a nadie, ¿verdad?
Su padre agregó:
—¡Venga ya, Amy! Sabes que me hace mucha ilusión llevarte del brazo al altar.
—No, no os preocupéis. No ha habido ninguna boda. Es que necesito irme un tiempo.
—Pero, Amy, cariño —le dijo su madre, totalmente desconcertada—, no lo entiendo. ¿No vas a contarnos qué ha pasado? La abuela está muy preocupada. Sabes que le encantan las fiestas con baile.
No podía seguir soportando la conversación. Su familia siempre había deseado lo mejor para ella y odiaba decepcionarlos.
—No puedo seguir hablando ahora, mamá. Tengo que embarcar. Ya os llamaré. Adiós.
Siguió sentada en el retrete durante un minuto, escuchando las conversaciones de los demás viajeros.
—Necesito comprar desodorante.
—Date prisa, tenemos que conseguir unos cuantos euros antes de subir al avión.
—Hola, lo siento, hay poca cobertura... Sí, sí, de camino a Zurich. No, vuelvo mañana. Sí, la reunión. Lo sé, un aburrimiento del copón, pero hay que hacerlo.
«Hay que hacerlo.»
Respiró hondo y se puso en pie. Las rodillas le temblaban como si fueran de gelatina. Abrió la puerta y aunque no había hecho pis, se acercó al lavabo y se lavó las manos como la doctora concienzuda que era. Sus ojos hinchados la observaban desde el espejo por debajo de las cejas, depiladas a la perfección, y con las pestañas teñidas de azul marino. Lo había organizado todo al detalle, y se las había teñido una semana antes de la boda como aconsejaban en la revista Novias, por si acaso se producía alguna reacción alérgica.
—Hay que hacerlo —se dijo en voz alta, logrando que la mujer musulmana que tenía al lado, cubierta de la cabeza a los pies, diera un respingo.
Acto seguido salió del baño, sorteó a un ruidoso grupo de pensionistas lituanos que regresaban a casa tras un intercambio cultural y siguió las indicaciones hasta la zona de embarque.
Capítulo 2
El avión salió a su hora. Sentada en su mullido asiento en clase business y con la mirada perdida en las nubes, Amy rememoró lo que estaba haciendo veinticuatro horas antes. Debería haber estado en el registro civil, intercambiando votos y anillos, en lugar de en el sofá de su amiga Gaby, en bata, con un gin-tonic en la mano y llorando a moco tendido.
Gaby era su mejor amiga. Se conocieron en la universidad, porque vivían puerta con puerta en la residencia de estudiantes de la Universidad de Edimburgo. Al principio creyeron ser muy distintas. Amy era de un pueblecito de Devon y había tenido una infancia muy protegida. Gaby había estudiado en un internado femenino muy pijo donde el plan de estudios parecía consistir básicamente en beber sidra en el césped y darse el lote con los chicos del instituto situado al otro lado de la carretera. Sin embargo, Amy estaba deseando escapar de sus orígenes y, gracias al apoyo de su vecina de cuarto, pronto estuvo bebiendo pintas en el bar, bailó sobre las mesas en las fiestas de los estudiantes de primer año y descubrió las alegrías de la marihuana y el sexo, por separado o combinados.
—¡Madre mía! —solía decir Gaby la mañana posterior a alguna fiesta especialmente loca—. Anoche se te fue la pinza, ¿verdad? Las mosquitas muertas siempre son las peores...
Amy se ruborizaba.
—Solo me estoy divirtiendo. Para eso está la universidad, ¿verdad?
—Desde luego que sí. Y no te estoy echando la bronca. ¡Te estoy echando flores!
Las cosas se tranquilizaron un poco cuando conoció a Danny, un estudiante de medicina como ella, que acabó convirtiéndose en su novio. Después de graduarse se trasladaron a Londres para seguir estudiando. Gaby siguió en Edimburgo y comenzó a trabajar como relaciones públicas para una agencia de viajes. Estuvo unos diez años viajando por el mundo con los periodistas que querían reseñar algún hotel o spa nuevo de cinco estrellas. Ya había cumplido los treinta y uno cuando se mudó a Londres y fundó su propia empresa de viajes, especializada en organizar vacaciones para los que ella llamaba «forrados de pasta y cortos de tiempo». Uno de esos especímenes era un abogado de unos cuarenta y tantos llamado PJ, recién divorciado, increíblemente rico y (contra todo pronóstico y tópico) muy mono. Antes de que cumpliera los treinta y tres, Gaby y PJ se habían casado en el jardín de una casona en Wiltshire, acompañados de sus doscientos mejores amigos. Un mes más tarde nació su hijo, Archie.
No fue precisamente un cuento de hadas. La ex de PJ, Annabel, no paraba de darles la lata, al igual que sus dos hijas adolescentes. Sin embargo, Gaby era feliz, aunque nueve meses después del nacimiento de Archie se quedó a cuadros cuando descubrió que volvía a estar embarazada.
Había ocasiones en las que la capacidad organizativa de Gaby la asustaba. Era de esas personas que descongelaba la nevera dos veces al año, les daba la vuelta a los colchones una vez al mes, pegaba las fotos de los zapatos en su respectivas cajas y compraba, ¡e incluso usaba!, esos chismes para limpiar el lavavajillas. Incluso llegaba a agotarla con su obsesión por las listas de «Lo que se lleva y lo que no» de Harper's Bazaar con la posición que ocupaba en la lista de espera para comprar el nuevo bolso de Balenciaga.
Sin embargo, bajo esa superficialidad latía un corazón de oro. No habría podido superar ciertas cosas sin Gaby, sobre todo lo que le había pasado el día anterior. A las siete de la mañana llegó a su casa, que olía a pintura por la nueva redecoración y vio que el cochecito de los niños estaba envuelto en plástico protector de burbujas en el vestíbulo. En cuanto le dijo que había cancelado la boda, Gaby se puso manos a la obra para avisar a todos los invitados, tras lo cual hizo lo propio con el registro civil y con los encargados del banquete.
Después se encargó de ella. Le preparó un gin-tonic y contestó su teléfono, que sonaba más o menos cada veinte segundos.
—¿Sí? No, soy su amiga Gaby... ¡Ah, hola, John! Sí, me acuerdo de ti. ¿Qué tal estás? ¡Vaya, lo siento! No, lo siento pero Amy no está... Sí, ha sido una sorpresa... Sé que los vuelos son caros, sí. ¿En serio? ¿¡Tanto!? No sé dónde está... Te llamará. Sí... Adiós. —Colgó—. Tu viejo amigo John. Muy mosqueado. Ha cogido un vuelo desde Francia y se está quedando en el Landmark. Dice que se ha gastado casi mil libras en una boda inexistente.
Se aferró la cabeza con las dos manos al escucharla.
—¡Ay, Dios, esto es horrible!
—¡No me lo puedo creer! ¡Deja de preocuparte por él! Piensa en ti. Eres tú a quien han dejado plantada en el altar.
El comentario le hizo dar un respingo. Gaby jamás decía las cosas con tiento cuando podía decirlas a lo bruto.
El móvil sonó de nuevo.
—¿Sí? ¡Ah, hola, señora Gubbins! Soy Gaby. No, lo siento pero Amy no está aquí. No sé dónde está. Sí, se dejó aquí su móvil... Es normal que no sepa dónde tiene la cabeza, claro. En fin, sí, supongo que la llamará dentro de poco. Terrible, sí... Toda la familia, claro. Bueno, ya que están todos en Londres tal vez deberían salir a cenar en familia. O ir al teatro. Tal vez queden entradas para Mamma Mia... Debería pensarlo, sí. Si se pone en contacto conmigo, le diré que la llame... No, no creo que esté con Doug. No, no sé lo que ha pasado... Por supuesto, le diré que la ha llamado. Adiós. —Y cortó la llamada—. Tu madre otra vez. Vas a tener que llamarla, Amy.
—Lo sé. Y lo haré. —Comenzó a llorar de nuevo—. Ay, Gaby, esto es una pesadilla. Mis padres... pobrecillos. Esto les ha costado una fortuna.
—¡Qué va! Hace poco te estabas quejando de que solo te habían dado tres mil libras para la boda.
—Eso fue horrible por mi parte. Para ellos es mucho dinero. —Su padre era un trabajador del ayuntamiento y su madre, ama de casa—. Deberíamos haber hecho un seguro para la boda.
—No habría servido de nada. Los seguros no cubren que se cambie de opinión en el último momento.
—¡Mierda! ¿Cómo voy a compensarlos?
—Tres mil libras no es nada comparado con lo que te habría costado un divorcio. ¿Sabes lo que le cuestan a PJ la dichosa Annabel y sus hijas? ¡Ciento cincuenta mil al año!
Eso hizo bien poco por consolarla.
—Además, todo el dinero que he gastado... y el tiempo de los invitados, malgastado. ¿Cómo he sido capaz de hacer algo así?
Gaby estampó un pie en el suelo.
—¿¡Cuántas veces tengo que decírtelo!? Tú no has hecho nada. La culpa de todo esto es de Doug, por ser un imbécil. —La miró con los ojos entrecerrados—. ¿Estás segura de que Pinny no tiene nada que ver?
Antes de que pudiera contestar entró PJ, vestido con un polo de rugby naranja y unos pantalones piratas rosa. Llevaba a Archie en brazos, que acababa de despertarse de la siesta de dos horas que recomendaba Gina Ford. PJ parecía haberse topado de repente con un anuncio de tampones mientras cambiaba de canal. Lidiar con mujeres lloronas no era lo suyo, no.
—Amy, ¿qué tal va la cosa? —Le echó un vistazo a su mujer, con la esperanza de que le diera información, pero al ver que no acudía a su rescate, añadió—: ¿Qué vas a hacer con la luna de miel?
—¿Con la luna de miel?
—¡Mierda! —exclamó Gaby, llevándose la mano a la boca—. No puedo creerme que se me haya olvidado. Siento mucho decírtelo, pero si cancelas ahora... no te devolverán nada. Ha sido a última hora.
—¡Estás de coña!
—Lo siento, pero así son las cosas. Si quieres, puedo hacer algunas llamadas a ver si consigo algo. Pero como poco vas a tener que pagar el setenta y cinco por ciento del total. Los hoteles son unos cabrones cuando se trata de cancelar reservas.
—¡Mierda!.
—A ver, voy a tratar de solucionarlo —le prometió; aunque por su tono de voz supo que las posibilidades de que consiguiera algo eran mínimas—. Ahora mismo les llamo por teléfono.
—Ni me acordé de la luna de miel...
Gaby estaba ojeando la agenda de su móvil.
—Aja. Estupendo. No sé si voy a pillarlos hoy, pero lo intentaré. Voy al despacho un momento. —Y los dejó, a PJ y a ella, sonriéndose con incomodidad.
—Hace un día estupendo —dijo PJ, observando a través de las contraventanas la distinguida calle donde vivían—. Un día perfecto para la boda. Qué lástima. —Al ver la cara que ponía ante ese comentario se apresuró a añadir—: ¿Te apetece otro gin-tonic?
Mantuvieron una apasionante conversación sobre criquet mientras Archie jugaba con el camión que ella, su madrina, le había regalado el día de su bautizo. De vez en cuando pasaba por su lado y le abrazaba las piernas. Esa carita regordeta, el olor de sus rizos y los incomprensibles balbuceos y grititos la alegraron en cierto modo, al igual que lo estaba haciendo el alcohol que PJ le servía sin parar. Cuando Gaby volvió ya estaba bastante achispada.
—No ha ido muy bien —dijo—. No te reembolsan nada. Dicen que lo habrían hecho si lo hubieras cancelado la semana pasada, pero que con veinticuatro horas de antelación es muy, pero que muy precipitado.
Apuró de un trago lo que le quedaba de gin-tonic.
—Así que, además de haber malgastado el tiempo y el dinero de otras personas, y de haberme convertido en un hazmerreír delante de todo el mundo, ahora tengo que gastarme casi diez mil libras en un viaje que ni siquiera voy a hacer...
—¿Os ibais mañana por la mañana? —preguntó PJ.
—Aja.
—Tiene solución —le dijo—. Puedes irte tú sola de luna de miel.
Amy y Gaby lo miraron sin dar crédito.
—No seas tonto —replicó Amy—. No puedo hacerlo.
—¿Por qué no?
—Bueno, porque... porque es una luna de miel. Una luna de miel se hace en pareja.
—Ya. Pero es que tú no tienes pareja —señaló PJ—. Y no vas a desperdiciar todo ese dinero.
Se lo pensó. Ya había pedido vacaciones en el trabajo. La idea de irse a algún sitio lejos de todos los conocidos era tentadora. Además, ¿dónde iba a pasar esos quince días de vacaciones? No podía irse a casa porque, hasta donde sabía, Doug también seguía viviendo allí; y la idea de quedarse en Balham, en una habitación libre, compartiendo casa con una feliz pareja y un bebé, le resultaba insoportable. Podría irse con sus padres... pero la decepción que vería en ellos sería aún más dolorosa que la que sentía ella.
—Dos semanas sola en Italia...
—No tienes por qué estar sola —dijo Gaby en voz baja—. Yo podría acompañarte.
—¿De verdad?
—Pues sí. Todavía me quedan unos cuantos días de vacaciones. Mañana no puedo porque el martes tengo la revisión de la vigésima semana, pero podría salir el miércoles. Faviola se quedará aquí. —Faviola era la maravillosa niñera filipina—. Solo serán unos días. No me veo capaz de acompañarte durante dos semanas completas sin remordimientos. —Le dio un apretón a Archie—. Pero no me he ido sola a ningún lado desde que nació. Será mejor que nada, ¿no te parece?
—Será genial —murmuró Amy—. ¿Estás segura?
—Por supuesto. Me vendrá muy bien un descanso. PJ puede encargarse de todo lo demás, ¿verdad, cariño?
—Desde luego —afirmó sin asomo de mal humor.
—Por cierto, se me olvidaba preguntarte. El niño no me da patadas todavía. ¿Es normal o debería preocuparme?
—Es normal —le contestó, acostumbrada a que sus amigas le hicieran esa clase de preguntas—. ¿Estás seguro de que no te importa? —le preguntó a PJ.
—En absoluto. Me vendrán bien esos días solo, sobre todo ahora que empieza el campeonato de rugby. ¡Uf! —exclamó, cuando Gaby le dio un guantazo.
—Podemos tomar el sol —dijo ella, dirigiéndose a Gaby—. Visitar museos. —Todas las cosas que había soñado hacer con Doug. Sintió un nudo en la garganta.
—Comer pasta y pizza. —Su amiga sonrió—. Helados... ¡Ay, no! Los helados no, porque la leche a lo mejor no está pasteurizada. Pero sí podemos tumbarnos en la piscina. Salir a pasear. Conocer algún que otro Romeo... Porque si no te ligas a algún italiano, es que no eres una chica y tienes que cambiar tu carnet de identidad.
—¡Uf! —repitió PJ, y Amy estuvo a punto de sonreír por primera vez en veinticuatro horas.
—No quiero ligar. No volveré a enamorarme en la vida.
—Eso lo dices ahora. Espera hasta que algún Luigi salido te susurre tonterías a la luz de la luna...
El móvil volvió a sonar.
—¿Sí? —A Gaby se le descompuso la cara—. ¡Ah, hola, señora Fraser! Mmm, no está aquí ahora mismo. No sé dónde está, no... Sí, lo sé. Sé que todo esto es desquiciante. No, no sé dónde está Doug, ¿usted lo sabe?
Amy hizo una mueca. Imaginarse a la madre de Doug subiéndose por las paredes era más de lo que podía soportar. Al menos no tendría que volver a verla, ni a ninguno de los demás miembros del clan Fraser. Tal vez la ruptura tuviera ciertas ventajas...
—Vale, lo siento —dijo Gaby—. Sí. Sí. Estoy segura de que está molesto, pero Amy también lo está. —Apretó los dientes—. Sí, le diré que la llame. Pero no sé cuándo lo hará. No sabemos dónde está. —Cortó la llamada—. Ya sabes quién era...
Se imaginó días y días plagados de ese tipo de conversaciones. No podía soportarlo más.
—Tienes razón. Tengo que irme.
—¡Sí! —exclamó Gaby, alzando la mano para que chocara los cinco—. ¡Esa es mi chica! ¡Nos vamos de luna de miel! Y no te preocupes por los días que pasarás sola. Te vendrán muy bien. Será una experiencia liberadora. Te lo prometo.
Capítulo 3
En la sala de estar de la suite Picasso del Hotel de Russie, en Roma, Hal Blackstock estaba dando buena cuenta de la fruta que se amontonaba en un enorme cuenco mientras zapeaba sin ton ni son en la gigantesca pantalla de plasma, que al parecer George Clooney había dejado en la habitación tras una larga estancia. Culebrón, reposición de Friends en italiano, reposición de Emergencias, culebrón. ¡Ay, Dios! ¡Fútbol! Se detuvo un segundo en ese canal, pero eran dos equipos turcos que no conocía ni su madre, así que siguió hasta dar con dos rubias bastante feas con tetas de silicona que se lo estaban montando en una alfombra.
—Qué malas... —dijo—. Porno ruso. Esto es lo que estaba buscando.
—Por favor, Hal —murmuró Vanessa, su asistente personal, que estaba sentada al pequeño escritorio del rincón repasando su agenda del día.
Le sonrió al tiempo que subía el volumen.
—Dios, me encanta escucharlas gemir con esos acentos eslavos. Es muy sexy.
—No tienes arreglo —dijo Vanessa, que se negó a entrar al trapo como siempre.
Las rubias comenzaron a fingir un orgasmo simultáneo. Bostezó y cambió de canal una vez más.
—¡Mira, Scooby Doo en italiano! —Vio la película unos cinco minutos, pero se aburrió y cambió de nuevo de canal.
Se detuvo unos minutos en una carrera de motos. Pensó en echarse una siestecita, pero la camarera seguía en el dormitorio, deshaciendo su maleta, una Vuitton. Era una mujer bajita y tetona, bastante atractiva, pero tenía por costumbre guardar las distancias con el personal de los hoteles desde que la chica del servicio de habitaciones de la Isla de Man vendió su historia al Sunday Mirror...
Sintió un pinchazo bajo la camiseta. Ay, Dios, otra vez el grano. Había aparecido hacía ya unos días en el costado izquierdo, sobre la segunda costilla comenzando por abajo, justo al sudoeste de su pezón. La primera vez que lo notó, lo tomó por una espinilla normal y corriente. Pero desde entonces se había hinchado, le dolía cuando se tocaba (más que una espinilla normal) y no parecía tener intenciones de desaparecer. Frunció el ceño antes de buscar otra cosa que lo distrajera.
—Dime, Nessie, ¿qué toca hoy? ¿Nessie?
Pero, cosa extraña, no le estaba prestando atención, porque estaba echando humo por las orejas por lo que fuera que estaba viendo en la pantalla de su portátil.
—¡Ya decía yo! —exclamó—. Esta no es la mejor suite del hotel. Deberías estar en la Nijinsky o en la Popolo. Las dos son muchísimo mejores.
Al escucharla, echó un vistazo hacia la terraza desde la que se veían los impecables jardines del hotel, situados en la parte posterior, donde el terreno ascendía suavemente.
—Pues a mí me parece que la vista es estupenda.
—No lo bastante buena —señaló Vanessa, y el rubor que había aparecido en la punta de su nariz respingona adquirió un tono más subido—. Desde aquí solo ves el jardín. Pero desde las otras dos suites ves los tejados de Roma.
Bostezó y pensó en jugar un rato a la PlayStation.
—Estoy seguro de que sobreviviré. Ya he visto tejados antes.
—Pero no es eso —replicó ella con los ojos entrecerrados. Cogió el teléfono que tenía al lado y marcó el cero con el lápiz.
Vanessa llevaba trabajando para él tres años y era con diferencia la mejor asistente personal que había tenido hasta el momento. Su propia señorita Moneypenny, con un acento que dejaba a la reina a la altura de una verdulera, el cerebro tan ordenado como un iBook y la crueldad de Atila. Ningún detalle, por minúsculo que fuera, escapaba a su penetrante mirada; nadie era capaz de acallar sus protestas cuando su jefe no obtenía la absoluta perfección.
Por supuesto, el hecho de que Vanessa, como la mayoría de las mujeres, estuviera enamorada de él ayudaba mucho. Nunca había pasado nada entre ellos. Y eso que Nessie era un regalo para la vista con ese precioso pelo rubio y esas piernas tan largas. En alguna que otra ocasión, estando aburrido, cachondo y encerrado en alguna suite asquerosa de Moscú o de cualquier otro agujero en el culo del mundo, había considerado la posibilidad... incluso había llegado a coger el teléfono para llamarla. Pero siempre había colgado a tiempo.
A la larga era muchísimo más entretenido ver esa devoción en sus despóticos ojitos de chica bien; la punzada de dolor, escondido al punto, al entrar en su suite por la mañana y descubrir a otra veinteañera a la que se había ligado en un club, bostezando y con la camiseta de su pijama Thomas Pink. En los últimos tiempos había visto el desdén cada vez que le pasaba una llamada de Flora y cada vez que le pedía que le comprase flores. No era tonto, no. Sabía que el sexo lo arruinaría todo, que le rompería el corazón a Vanessa y tendría que despedirla, y que ninguna sustituta le llegaría a la suela de los zapatos, ni en eficiencia ni en ferocidad a la hora de proteger sus intereses.
Solo había que escucharla en ese momento.
—Sí, sí, signor Ducelli, por favor. —El signor Ducelli era el gerente del hotel, y se había deshecho en sonrisas mientras lo recibía y le prometía «hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, para que su estancia sea lo más cómoda posible».
Se dispuso a pasar un buen rato escuchando a Vanessa lanzarse a la yugular.
—Sí, hola, signor Ducelli. ¿Qué tal?... Bueno, siento decirle que las cosas no están bien. La suite es adecuada, pero no entiendo por qué el señor Blackstock no está en la suite Nijinsky o en la suite Popolo. Esas son las mejores, ¿no? ¿Puede encargarse de que nos trasladen de inmediato? —Vanessa apretó los labios—. Comprendo... No, por supuesto que Justina debe quedarse donde está. Pero ¿no puede hacer que los recién casados cambien de opinión? Vamos, estamos hablando de Hal Blackstock. Seguramente estarán encantados de hacerlo. ¿No puede preguntárselo?... ¿Por qué no?... Lo siento, signor Ducelli, pero esta no me parece bastante buena. Me encargaré de que el estudio se asegure de que sus estrellas eviten este hotel en el futuro... No, me da igual que aquí haya dos litografías de Picasso, el señor Blackstock posee un óleo de Picasso, así que... Comprendo perfectamente que la suite ya está ocupada, pero lo que no entiendo es por qué no les pide que se trasladen a otra. No, yo soy quien lo siente, signor Ducelli. Adiós.
—Buen intento, Nessie —dijo al tiempo que se estiraba en el sofá—, pero no ha colado. Da igual.
—Mira que intentar contentarnos con las dos litografías de Picasso... —refunfuñó ella.
—No tengo un óleo de Picasso.
—Ya lo sé. Pero Ducelli no lo sabe. —Frunció el ceño—. La suite Nijinsky habrá que olvidarla porque es donde se aloja Justina.
Justina Maguire era su pareja en El carro de las manzanas, el pestiño de película que estaba promocionando en Roma. Era una cabeza hueca bulímica de veintiún años nacida en Laguna Beach, con un palo de fregona por cuerpo. La odiaba con todas sus fuerzas.
—¡Dios! No sabía que la habían alojado en mi mismo hotel. Bueno, mientras no nos crucemos...
—Pero la suite Popolo está ocupada por unos recién casados en su luna de miel —siguió Vanessa—. Seguro que cambiarán de habitación. Si el signor Ducelli se niega a encargarse del problema, lo haré yo.
—No, no lo hagas —le dijo con voz cansada mientras se rascaba la entrepierna.
La actitud avasalladora de Vanessa le parecía graciosa, pero a veces era un poco bochornoso escucharla presionar a los maîtres para conseguir la mejor mesa, a las azafatas de los aviones para que les dieran los mejores asientos o a las representantes de las marcas de moda para que aflojaran ropa gratis. Sin embargo, no iba a fingir que no le gustaba obtener ese tipo de privilegios. De eso iba el mundillo cinematográfico: berrinches por quién se quedaba con la caravana más grande en los rodajes, por quién conseguía la limusina más reluciente para llevarlo al plató cada mañana, por quién tenía la mejor mesa en el Ivy, por quién se quedaba con el jet privado en vez de recibir simplemente asientos en primera clase...
—Deja a los recién casados tranquilos —le ordenó—. Deja que se diviertan antes de que él empiece a ponerle los cuernos y de que ella se ponga como una foca.
—Mira que eres cínico —le reprochó con brusquedad—. Voy a pedírselo. La experiencia me dice que se sentirán honrados de cambiar su habitación con Hal Blackstock. Si me dan guerra, les ofreceré un par de entradas para el estreno.
El teléfono comenzó a sonar.
—Ah, seguro que es el signor Ducelli para decirme que los ha convencido. —Descolgó—. ¿Hola? —Su tono cambió de agresivo a adulador—. Ah, sí, hola, Flora. Sí. Voy a ver si puede ponerse.
—Claro que puedo ponerme al teléfono para Flora —gritó él. Qué ridícula era a veces. Cogió el supletorio que había en la mesita—. Hola, cariño.
—¿Hablo con el señor O'Grandy? —dijo la lánguida voz de Flora con su elegante acento.
Soltó una risilla al escucharla.
—Al aparato.
—¿El señor Cull O'Grandy? —Flora suspiró—. ¿No te cansas de registrarte con esos nombres tan ridículos?
—No.
Se la imaginó en su suite de Jamaica, poniendo los ojos en blanco y exasperada. Su sentido del humor adolescente no acababa de gustarle.
—¿Cómo estás, cariño? Debe de ser... —Miró su Rolex—. Debe de ser muy temprano por ahí.
—Falta poco para las siete. Aunque llevo despierta desde las cinco, meditando, y luego he nadado un poco. Y en cuestión de media hora vamos al centro de acogida para mujeres. ¿Qué tal te va a ti?
—Bueno, lo mismo de siempre, lo mismo de siempre. Llevo aquí menos de una hora. Supongo que el hotel está muy bien, aunque Nessie no me ha conseguido la mejor suite. —Alzó mucho la voz en la última parte antes de sacar la lengua, ya que sabía que eso cabrearía a Nessie un montón. ¿Por qué seguía allí?—. Espera un momento, cariño. —Puso su expresión más seria—. Vanessa, ¿te importa irte para que tenga un poco de intimidad?
Le hizo mucha gracia ver que se le ponían las orejas coloradas.
—Claro, Hal —contestó ella con voz tranquila—. Voy a ver si soluciono lo de las suites. —Y salió de la habitación acompañada por el taconeo con sus Patrick Cox.
—Estoy seguro de que me limpiaría el culo si se lo pido —comentó en cuanto se cerró la puerta.
—¡Hal! ¡No seas tan asqueroso! Estarías perdido sin Vanessa.
—Estaría perdido sin ti. —Lo dijo con la voz ñoña y empalagosa que siempre utilizaba con Flora. Al fingir que estaba en una película, no tenía que preguntarse si de verdad sentía lo que estaba diciendo.
—Ay, Hal, eso es muy dulce. —Ella también parecía estar leyendo un guión.
—Dime, ¿cómo están las niñas? —Flora tenía dos hijas pequeñas de su ex marido, el corredor francés Pierre de Belleville Crécy. A él no le iban los niños, pero, por raro que pareciera, le gustaban mucho en pequeñas dosis. En ocasiones, eran mucho más graciosas que su madre.
—Estupendamente. Están disfrutando de la playa, aprendiendo cosas sobre el ecosistema marino. ¿Qué tienes pendiente para hoy?
—Entrevistas durante todo el día, ya sabes cómo funciona esto. «Hal, ¿cuándo te vas a casar con Flora?» «Hal, ¿sigues enamorado de Marina?» Bla-bla-bla...
No debería haber dicho eso. Eran las dos cosas que conseguían enfadar a Flora al punto. Y no fallaron.
—Pues diles que no hablas sobre tu vida privada —masculló.
—Lo diré, pero no deja de ser un coñazo. —Para cambiar de tema añadió—: Y sigo teniendo ese grano.
—¿Qué grano? Ah, ¿te refieres al del pecho?
—Sí. Y me duele muchísimo —siguió, exagerando solo un poquito—. Si me lo aprieto, el dolor se extiende.
—Pues no te lo aprietes —replicó ella, como si le hablara a un idiota.
—Muy bien, no lo haré. —Suspiró—. ¿Crees que es algo grave?
—No. Pero si te preocupa, deberías consultar con un médico.
—No, no. No hace falta. —Le repateaba la idea. Le dirían que tenía una enfermedad terminal (cosa que no soportaría) o que no tenía que preocuparse de nada y se sentiría como un imbécil de campeonato (y eso era lo que había ocurrido siempre con sus diversas dolencias). Era hora de cambiar de tema—. ¿No puedes venirte un poco antes? ¿Dejar solos a esas jamaicanas imbéciles? Al fin y al cabo, ellas tienen la culpa por haber intentado meter la droga en el país.
—¡Hal! Sabes perfectamente que no se trata de eso. No tienes ni idea de la extrema pobreza en la que viven estas mujeres.
—¡Lo siento! Solo era una broma. Es que... sería mucho más divertido si estuvieras aquí.
—Pronto estaré contigo —le aseguró. Flora llegaría el martes para acompañarlo al estreno del miércoles por la noche, y después pasarían una semana en Capri, en el hotel Quisisana—. Y mientras tanto puedes pasártelo estupendamente tú sólito. Roma es una ciudad maravillosa.
—Sí, pero ya la he visto. Quería enseñártela. Impresionarte con mi italiano. Revivir mi pasado.
Había estudiado francés e italiano en Cambridge y había pasado un año en Roma durante la carrera. Su italiano estaba un poco oxidado, pero esperaba poder practicarlo de nuevo. Eso le recordaría a Flora que no solo era una cara bonita que pronunciaba frases hechas. A veces Flora se daba ciertos aires de superioridad por su condición de actriz seria, en contraste con su trayectoria de actor de comedias románticas.
—Estaré contigo en un par de días, Hal. Ah, acaba de llegar mi coche. Mmm, ¿te parece que te llame en cuanto vuelva?
—Claro —respondió.
—Vale. Hablamos luego.
—Adiós, cariño.
Colgó y se echó en el sofá, enfadado. ¿Por qué había mencionado a Marina? Sabía que Flora no soportaba el nombre de su ex. ¿Y a qué había venido la pregunta sobre el matrimonio? Flora ya sabía que la gente se lo preguntaba a todas horas. De cualquier manera, siempre conseguía eludir el tema como si fuera un alienígena que intentara cargárselo en un juego de la PlayStation.
Se levantó y fue al dormitorio. Abrió la puerta del armario y marcó el 1102, la fecha de su cumpleaños, en el teclado de la caja fuerte. La puerta se abrió. Sacó una cajita de terciopelo azul y la abrió. En el interior brillaba un enorme diamante rodeado por relucientes esmeraldas. Flora tenía una colección de joyas alucinante, pero jamás habría visto nada parecido a ese anillo. Sonrió al imaginarse el momento en el que se lo daba. Claro que no estaba seguro al cien por cien de que eso era lo que quería hacer, pero ese hotel sería el enclave perfecto para hacerlo. Se lo propondría durante la cena, en la terraza. Puestos a pensarlo, era una lástima que solo tuvieran una vista de los jardines. Los tejados de Roma serían un fondo mucho más adecuado. Además, en esa terraza estaban un poco expuestos, ya que podrían verlos desde otras habitaciones y desde los mismos jardines, si miraban hacia arriba. Nessie tenía razón. Como de costumbre.
Nervioso, cogió el mando a distancia y comenzó a zapear de nuevo. Al final dio con una de sus propias películas, que parecía estar doblada al búlgaro. Dios, solo habían pasado cinco años, pero parecía mucho más guapo entonces. Miró el reloj. Solo era la una. Cuando Nessie volviera, le diría que pidiera el almuerzo; después a lo mejor se echaba una siestecita antes de hacer un poco de ejercicio. No sabía por qué se sentía tan apático en ese momento. Serían los nervios. Al fin y al cabo estaba a punto de dar un paso que le cambiaría la vida por completo, y eso tenía que poner nervioso por fuerza a alguien tan pasota como él.
Capítulo 4
El aeropuerto de Roma resultó ser una decepción, exactamente igual que cualquier otro aeropuerto con todas esas barras de luces feísimas, los interminables pasillos y los anuncios de teléfonos móviles. Amy pasó por el control de pasaportes en piloto automático, recogió su maleta de Snoopy de la cinta de equipaje y pasó el control de aduana. Al otro lado del control había un tío cachas vestido de uniforme que no dejaba de bostezar con un cartel que rezaba «Señores Fraser». Le dio unos golpecitos en el brazo.
—Hola, soy la señora Fraser.
—Buenas tardes. Me llamo Vincenzo. —El hombre miró a su alrededor—. ¿Y...? ¿Y el señor Fraser?
Tragó saliva. Iba a tener que acostumbrarse a esa pregunta.
—Llegará más tarde. Tenía unos problemas de última hora que resolver. Llegará en otro vuelo.
—¿En otro vuelo? Pero es su luna de miel.
—Sí, lo sé. Es una lástima, pero ¡así están las cosas! —Soltó una carcajada—. Tendré que esperarlo.
Vincenzo cogió su maleta de Snoopy, la que le pareció tan mona cuando la vio en una tienda de estilo vintage cerca de Brick Lane y que en ese momento hacía que se sintiera ridícula. Lo siguió por las puertas de la terminal. El calor le pegó una bofetada en la cara, como un amante enfadado.
—¡Qué calor hace! —exclamó, una perla de originalidad.
Vincenzo la miró con la expresión que semejante comentario se merecía.
—Es agosto. Demasiado calor para quedarse en Roma. Todo el mundo está de vacaciones.
Su inglés, se percató, era perfecto, con un leve acento de Birmingham.
—Menos tú —señaló mientras lo seguía hacia el aparcamiento.
—No, yo prefiero quedarme.
Esperó a que elaborara un poco más el comentario, pero se limitó a detenerse junto a un enorme Mercedes negro. Gaby le había preguntado si de verdad quería ir a Roma en pleno verano.
—Hará un calor insoportable y la ciudad estará medio vacía —le había dicho—. Pero así podré conseguirte un precio mucho más bajo por la suite.
—El hotel tiene aire acondicionado, ¿no? —fue su respuesta—. Y Roma es la ciudad preferida de Doug. Se muere por enseñármela. —Y cuando Gaby asintió con la cabeza, ella exclamó—: ¡Hagámoslo!
Se montó en la parte trasera del coche. Unos minutos después Vincenzo conducía por una autopista rodeada de campos achicharrados y algún que otro complejo de viviendas. Podrían estar en las afueras de Milton Keynes. En la carretera medio desierta no había ni rastro de los conductores suicidas que se había imaginado y la aguja del cuentakilómetros no pasaba de los 130 kilómetros por hora. Lo peor de todo era que el sol, que había ansiado ver, brillaba por su ausencia. El día estaba húmedo y gris, como una camiseta olvidada en el fondo del cesto de la ropa sucia.
—¿Es la primera vez que viene a Roma, signora?
—Sí. También la primera vez que estoy en Italia. —No se la había imaginado de esa manera. Había imaginado cielos azules, locos en Vespas serpenteando por el tráfico, acordeones tocando «That's Amore» y ancianitas junto a la carretera preparando su propia pasta. Claro que también había imaginado estar allí con su marido.
Se acordó del teléfono. Lo había apagado durante el vuelo. Lo sacó del bolso y lo encendió. ¿La habría llamado Doug mientras estaba a veinticinco mil pies de altura? Marcó el número de su buzón de voz y descubrió que tenía siete mensajes nuevos. Pero a medida que los fue escuchando, el diminuto rayito de esperanza se fue apagando hasta morir. Eran mensajes de sus amigos, de sus compañeros de trabajo, de algún pariente lejano, de algún amigo de Doug al que conoció de pasada en un pub, que le preguntaban si estaba bien con evidente compasión y una pizca de malsana curiosidad por la posibilidad de averiguar qué había pasado. También tenía seis mensajes de texto con ese fin.
¡Que les dieran a todos! No iba a decirle ni mu a nadie.
—¿Es de Inglaterra?
—De Londres.
—¿Conoce Nuneaton? Me pasé dos años allí trabajando en un bar.
—No, no sé dónde está, pero eso explica tu excelente inglés.
Vincenzo asintió con la cabeza, satisfecho, cuando dejó la autopista y se internó en lo que parecía una estrecha carretera comarcal flanqueada por árboles. Poco después, la carretera se ensanchó al llegar a lo que debía de ser el extrarradio. De vez en cuando, veía letreros de Pizzeria, Trattoria, Gelateria... No había ni un alma en las aceras. Las calles se ensancharon y fueron ganando en tráfico mientras Vincenzo seguía conduciendo. Pasaron junto a una enorme pirámide de ladrillo.
—La tumba de Cayo Cestio Galo —explicó Vincenzo—. Visitó las pirámides de Egipto y decidió hacerse una para él.
—Claro —asintió mientras se preguntaba si debería saber quién era el tal Cayo Cestio. Frente a ellos se encontraba la primera muestra fehaciente de que estaba en Roma, el Coliseo, y era igualito a como lo recordaba de Gladiator.
—Il Colosseo —confirmó Vincenzo—. Donde los leones se comían a los cristianos.
—Por supuesto. —Comprendía perfectamente lo que debieron de sentir.
—Y a la izquierda puede ver el Foro.
Volvió la cabeza en la dirección que le indicaba y vio lo que parecía un solar medio derruido a través de los cristales tintados. Poco después vio un edificio mucho más moderno de un blanco nuclear, con una escalinata en el frontal, columnas y un par de cuadrigas en la parte superior conducidas por lo que parecían ángeles.
—El monumento al rey Víctor Manuel. Lo llamamos «la tarta nupcial». —El chófer siguió con la explicación, ajeno a la mueca que esas palabras le provocaron—. Es el único edificio feo de toda Roma.
Enfilaron una calle larga y estrecha repleta de tiendas. A la izquierda vio una amplia plaza con una columna tallada, que dijo que era la plaza del Parlamento; después, giró a la derecha y atravesaron una enorme plaza atestada de gente con una pequeña fuente en el centro.
—La plaza de España. —A la derecha, vio otra escalinata, cubierta de personas, que conducía a una elegante iglesia—. Aquí es donde vienen los jóvenes italianos a rimorchiare. A ligar. Pero a usted no le interesa porque está en su luna de miel. —Prosiguieron el recorrido por otra callejuela estrecha—. Y esta es la vía del Babuino. Ecco! Aquí está su hotel.
El hotel de Russie era un edificio de piedra muy alto que estaba a pie de calle. Un portero ataviado con un elegante uniforme gris y sombrero a juego le abrió la puerta del coche antes de sacar la maleta del maletero. Pasó un momento muy incómodo cuando le dio las gracias a Vincenzo y se dio cuenta de que no podía darle propina, ya que no se había acordado de cambiar la moneda en el aeropuerto.
—Lo siento.
—No se preocupe —le dijo Vincenzo mientras le tendía la mano. Al estrechársela, se dio cuenta con sorpresa de que llevaba hecha la manicura francesa—. Disfrute de su estancia, signora.
Siguió al botones a través de las puertas del hotel y por el vestíbulo. Era de estilo minimalista con suelo de mármol y techos altos. Un joven calvo le sonrió desde el mostrador de recepción.
—Bienvenida, señora Fraser. Es un honor tenerla en el hotel de Russie.
—Preferiría que me llamara doctora Fraser —lo corrigió.
Era de agradecer que su profesión la ayudara a soslayar el tratamiento de «señora» al que no tenía derecho ninguno. Se dijo que conservaría lo de Fraser un poco más. Después de haber aguantado toda la vida lo de doctora Gubbins,1 era lo menos que se merecía. Había deseado tanto tener un apellido decente que ya había cambiado el nombre en las tarjetas de crédito, en el pasaporte e incluso en la tarjeta del supermercado. Bueno, iba a tener que cambiarlo de nuevo en todos sitios. Otra cosa que añadir a su lista de temas pendientes, junto con el inevitable anuncio en eBay: «Precioso vestido de novia de Vera Wang. Talla 38. A estrenar».
—Vaya, perdone —se disculpó el recepcionista—. Una doctora. Mamma mia! —Así que los italianos decían eso de verdad—. ¡Qué inteligente! ¡Maravilloso! Y... ¿y el señor Fraser?
Era una pesadilla...
—Viene en otro vuelo.
—Entiendo... —dijo el recepcionista sin inmutarse—. Allora, no hay problema. ¿Podría rellenar este impreso y dejarme su pasaporte?
Lo rellenó utilizando su nombre falso. Cuando rebuscó el pasaporte en el bolso, se le cayó un tampón al suelo. Se apresuró a recogerlo justo cuando un hombre con acento de Yorkshire comenzaba a gritar:
—¡Oiga usted!
—Dígame, señor Doubleday —dijo el recepcionista con la misma sonrisa afable.
—No me gusta mi habitación. Quiero que me trasladen a una suite de inmediato.
—Vaya, lo siento muchísimo, señor Doubleday, todas las suites están ocupadas.
Se volvió para mirar al recién llegado. Cincuentón, bajito, con abundante pelo canoso, la boca torcida y una frente tan brillante que parecía que acabara de pulírsela. Llevaba unos chinos y un jersey de golf, y unas cuantas cámaras colgadas del cuello.
—¿No puede hacer nada? —masculló—. Soy un cliente muy importante, que lo sepa.
—Lo siento, señor. Es temporada alta. El miércoles se estrena una película y muchos de los asistentes al evento se hospedan aquí.
—Sé lo del estreno de la película, colega. Estoy aquí para hacer las fotos de la fiesta. —Dicho lo cual dio media vuelta y se largó.
—Menudo imbécil —dijo otra voz con acento inglés, aunque femenina y bastante culta. Volvió a darse la vuelta y vio a una sonriente mujer de mediana edad con un recatado vestido de tirantes azul marino. Detrás había un hombre de aspecto tranquilo con una camiseta y pantalones cortos.
»¿No te parece? Un completo imbécil.
—Ha sido un poco desagradable —reconoció ella.
—¡Un poco desagradable! —repitió la mujer antes de resoplar—. ¡Es un capullo!
—¡Marian! —la reprendió el hombre en voz baja.
—Pero es verdad, Roger. Ya sabes que no tengo pelos en la lengua. —Volvió a sonreírle dejando a la vista una hilera de dientes enormes—. ¿Acabas de llegar? Es un lugar precioso. Te encantará.
—Estoy segura. —Se volvió hacia el mostrador de recepción.
—¿Estás de luna de miel?
Al ver la expresión del recepcionista, respondió:
—Sí.
—Nosotros también —dijo Marian.
—Ah, yo...
—Segunda luna de miel —puntualizó la mujer—. Hace cuarenta años que vinimos aquí por primera vez, ¿te lo imaginas? Ahora que los críos ya son grandecitos, decidimos regresar y revivir la juventud. Verás, es que estamos aquí por la pasta.
—¿Ah, sí? —preguntó, un poco extrañada—. ¿Les gusta la comida italiana?
Marian se tronchó de la risa.
—¡Ay, qué bueno! No, me refiero al dinero. Estamos aquí para gastarnos la herencia de los niños, vamos. Acabamos de librarnos del mayor. Tiene treinta y cuatro.
—Igual que yo.
—Sí, pero tú eres una respetable mujer casada. Él se pasaba el día fumando porros. Bueno, ¿dónde está tu marido, cariño?
—Marian... —protestó Roger sin ponerle mucho empeño.
—Acaba de subir a la habitación —respondió ella en voz baja, con la esperanza de que el recepcionista no la escuchara.
—Me encantaría conocerlo. A ver si quedamos una noche para tomar algo. Bueno, no te entretenemos más. Vamos a ver la Villa Borghese esta tarde. Ciao, como dicen aquí. —La mujer se marchó tras despedirse con un alegre gesto de la mano, seguida por Roger.
Se volvió una vez más hacia el recepcionista, que le sonreía mientras hacía señas a un botones de rostro arrugado y amable para que se acercara.
—Que tenga una estupenda luna de miel, doctora Fraser. Tommaso la acompañará hasta su suite.
Capítulo 5
Amy siguió a Tommaso por un vestíbulo de altos techos, decorado con exquisitas esculturas de estilo contemporáneo. A través de las puertas correderas de cristal emplazadas en el otro extremo se accedía a una terraza llena de mesas y sombrillas blancas. Giraron a la izquierda y Tommaso pulsó el botón del ascensor, que los llevó a la sexta planta. El pasillo estaba cubierto por una moqueta beige. Lo recorrieron hasta llegar al otro extremo, donde Tommaso utilizó una tarjeta y abrió la puerta de color verde claro.
—Adelante, signora.
Amy descubrió un salón.
—¡Vaya!
La estancia no era muy grande, pero sí muy bonita, de paredes amarillas decoradas con fotografías de flores en blanco y negro. Tenía un sofá y un escritorio. Sentarse la asustaba un poco, por la posibilidad de desordenar algo.
—Por aquí está el dormitorio, signora.
Siguió a Tommaso hasta un dormitorio lleno de globos. Había globos por todos lados. Con forma de corazón y de color rosa. En todos ellos se leía «Amy y Doug» con rimbombantes letras plateadas. No podía ser más hortera... Seguro que lo había organizado Gaby, pero se le olvidó cancelarlo.
—Feliz luna de miel —dijo Tommaso.
—Mmm... Gracias. —Sintió el ya familiar cosquilleo en la nariz al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas.
Tommaso la miró con expresión alarmada.
—Signora, mire —gritó, como una madre que intentara distraer a un bebé para evitar un berrinche, y abrió la puerta de acceso a la terraza.
Había un limonero, un montón de geranios y dos tumbonas con cojines blancos, la una al lado de la otra. Bajo una sombrilla blanca habían servido la mesa para dos. Mantel blanco, cubertería de plata resplandeciente, vajilla exquisita, velas y flores. El escenario perfecto para una cena romántica al atardecer. Insoportable.
—Es precioso —se las arregló para decir.
—Acompáñeme, signora —le indicó Tommaso, señalando el antepecho. Bajo ellos se extendía una plaza cuadrada con un obelisco en el centro, un enorme pórtico en un extremo y en el otro, tan cerca que si extendía la mano podría tocarla, la cúpula de una iglesia—. La plaza del Popolo. Aquí estamos. En el corazón de Roma.
—Sí.
Tommaso le lanzó una mirada preocupada.
—Venga, signora —le dijo, indicándole con un gesto que volviera al interior—. Por aquí está el baño.
—Aja —asintió distraída y casi sin ver los mosaicos de la pared.
—¿Quiere que le enseñe cómo funciona el televisor? ¿O el equipo de música? ¿La ducha?
—No, gracias. Ya me las apañaré sola.
—Richard Gere siempre se queda aquí. Y Madonna. Y Sting. Y Leonardo DiCaprio. —En el último momento añadió—: Y Victoria Beckham estuvo hace poco.
—Maravilloso.
—Recuerde que tenemos unas preciosas instalaciones recreativas con sauna, baños de vapor y piscinas de hidroterapia. En el sótano.
—De acuerdo. —Estaba desesperada por quedarse sola, pero Tommaso seguía revoloteando. ¡Claro! Quería una propina...—. Lo siento, todavía no tengo euros. ¿Le importa si le doy la propina cuando cambie?
—Por supuesto, señora. —Sonrió con amabilidad—. Si necesita cualquier cosa, pregunte por mí. Y recuerde que estamos a su entera disposición. Para cualquier cosa, sea la que sea.
¿Puede retroceder el tiempo una semana? ¿Puede decirme que todo esto es un mal sueño?
—Gracias —le dijo, intentando sonreír—. Lo recordaré.
Tommaso caminó intrigado hasta el ascensor. No le importaba no haber conseguido propina, pero le preocupaba esa mujer de pelo oscuro recogido en un moño y piernas largas y delgadas. Su aspecto no era el de las mujeres que solían alojarse en la suite Popolo: mujeres de negocios ataviadas con impecables trajes de chaqueta que lo bombardeaban de inmediato con preguntas sobre enchufes y puntos de acceso, o esposas (a menudo amantes) de rasgos operados a golpe de talonario, aunque el dinero no pudiera borrar la decepción de sus ojos. No, esa mujer parecía feliz. ¿Dónde estaba su marido? Él llevaba casi treinta años casado y nunca había pasado una noche separado de su mujer. Eso sí, a la menor oportunidad... solía bromear con sus amigos, aunque no lo dijera en serio.
Mientras tanto, en la suite Popolo, Amy lloraba, lloraba y lloraba sentada en la cama. Le parecía increíble. Estaba rodeada de lujos, tenía una vista perfecta de la ciudad y lo único que quería era llenar la bañera, meterse bajo el agua y no salir jamás.
—¡Esto no puede estar pasándome a mí! —aulló, pero guardó silencio de inmediato cuando oyó un timbre.
Agudizó el oído, convencida de que eran imaginaciones suyas, pero allí estaba. ¡Era él! ¡Había ido! Corrió a la puerta y abrió. Era una mujer. Alta, casi tanto como ella, vestida con un traje ajustado y de cabello rubio recogido en una coleta.
—Hola. Quiero decir, buon giorno!
—Hola —le dijo la mujer, que hablaba con un impecable acento inglés—. Siento mucho molestarla. Vanessa Trimingham. Felicidades. Tengo entendido que acababa de casarse.
—Yo...
—Maravilloso. En fin, siento mucho tener que decírselo, pero hay un pequeño malentendido. Soy la asistente personal de Hal Blackstock, que también se aloja en el hotel... —Hizo una pausa para que asimilara la información—. Por regla general, se aloja en esta suite. Pero los incompetentes que trabajaban en recepción cometieron un error y se la han adjudicado a usted. El señor Blackstock espera que acceda a cambiar de suite con él. Está justo en el otro extremo del pasillo, en la Picasso, así que prácticamente no hay diferencias.
—¿Cómo dice?
—Sí, si accediera a hacerlo, el señor Blackstock se lo agradecería muchísimo.
Amy no podía creérselo.
—No, gracias —rehusó—. Prefiero quedarme donde estoy.
La voz de la tal Vanessa adquirió una nota acerada y sus ojos se tornaron fríos, como los de Charles Bronson en El justiciero de la ciudad cuando descubrió que habían asesinado brutalmente a su familia y decidió vengarse.
—Mmm... Lo siento mucho, pero creo que no me ha entendido. Estoy hablando de Hal Blackstock. Sabe quién es, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó de forma cortante.
Todo el mundo conocía al dichoso Hal Blackstock. Un famosísimo actor británico. Rondaba los cuarenta. Guapísimo, según mandaban los cánones de la genética aristocrática. Demasiado guapo para su gusto, pero Gaby siempre había estado colada por él y era el hombre ideal en opinión de su madre. A principios de los noventa intervino en un sinfín de series de época, interpretando al valiente protagonista, y después dio el salto a Hollywood, donde participó en un par de éxitos de taquilla. Era igualmente conocido por su relación sentimental con Marina Dawson, la presentadora de un concurso de televisión que lo acompañó a Hollywood, donde se convirtió en la imagen de Magic Cosmetics y en el miembro más odiado del jurado de Supermodelo, un concurso de modelos que llevaba años en antena. Las noches que Doug tocaba con el grupo, le encantaba acurrucarse en el sofá para verlo.
Marina y Hal llevaban separados un par de años y en esos momentos ella salía con un multimillonario. Desde entonces Hal se dejaba ver mucho menos, y que ella recordara, hacía años que no participaba en una película, aunque durante los últimos meses no paraba de aparecer en las revistas del corazón que se amontonaban en la sala de espera del quirófano, acompañado de Flora de Belleville Crécy, una actriz guapísima (aunque ¿había alguna que no lo fuera?) que colaboraba en un sinfín de obras benéficas.
—En ese caso, supongo que no tendremos ningún problema, ¿verdad? —insistió la tal Vanessa.
—Yo no he dicho tal cosa —respondió ella—. Estoy de luna de miel. No quiero cambiar de suite.
—La Picasso es preciosa.
—Bueno, pues en ese caso, no creo que Hal tenga ninguna queja.
—Pero él siempre se aloja en esta suite.
—Le sentará bien el cambio. —No acababa de creer que estuviera teniendo esa conversación—. Y ahora, si me disculpa, adiós. —Cerró la puerta—. ¡Madre del amor hermoso! —murmuró.
Se sentó en la cama y echó un vistazo al lujo que la rodeaba. Se le hacía rarísimo que Hal Blackstock quisiera cambiar de suite con ella. Gaby sufriría una combustión espontánea cuando se lo contara.
Ring, ring, ring.
¡El teléfono!
Echó un vistazo alrededor, incapaz de decidir cuál coger. Al final se decidió por el que estaba en el escritorio.
—¿Sí? —En esa ocasión no albergaba muchas esperanzas, pero todavía quedaba un rayito en su interior. La voz de Vanessa acabó con él.
—No estoy segura de que me haya entendido bien. El señor Blackstock siempre se aloja en la suite Popolo. Además, les ofrece muy amablemente, a usted y a su marido, entradas para el estreno de su película El carro de las manzanas en Italia, que se celebrará el próximo miércoles por la noche.
—Lo siento —se disculpó—. Pero yo... digo... nosotros... reservamos esta suite hace ya tres meses. Para mi... digo... para nuestra luna de miel. Y no voy a cambiarla. —Colgó al tiempo que soltaba una risilla tonta por primera vez desde la despedida de soltera—. Vamos, Amy Gubbins —dijo en voz alta—, estás a punto de conocer Roma.
Capítulo 6
La primera salida de Amy por Roma fue un desastre. El sofocante calor, el paseo por una calle donde el aire parecía sopa caliente y el hecho de que el precioso vestido de lino que se había puesto acabara empapado de sudor y arrugado como una pasa no la ayudaron mucho...
Siempre que Doug y ella se iban de fin de semana (maravillosos fines de semana si no fuera porque siempre le tocaba a ella organizarlos, pagarlos, cambiar la moneda y buscar el medio de transporte del aeropuerto al hotel y viceversa) a Estocolmo, Lyon, Barcelona o Nueva York, se pasaba horas delante del ordenador, una vez hechas las reservas, leyendo artículos en busca de detalles como las palabras para decir «por favor» o «gracias» o en busca de las reglas de cada país relativas a las propinas en bares y restaurantes (nada en la igualitaria Suecia y un mínimo de un quince por ciento en Nueva York para evitar que el camarero te persiguiera por la calle con un cuchillo de carnicero). Solía anotar en un Post-it cosas que hacer y que ver, así como los nombres de restaurantes en los que comer y de tiendas imprescindibles que visitar.
Sin embargo, había estado tan ocupada con la boda que ni siquiera había podido organizar la luna de miel. Y en esos momentos no tenía fuerzas para abrir la guía que había comprado una semana antes en Daunt Books, en Marylebone High Street, después de hacerle una visita relámpago a la empresa de catering para echarle un vistazo a la tarta nupcial que tantísimo le había costado elegir. Una semana antes, cuando las cosas parecían bien encaminadas.
De modo que siguió paseando sin rumbo fijo con la esperanza de darse de bruces con algún lugar de visita obligada como el Foro o la plaza Navona. Al principio el paseo parecía prometedor. La vía del Babuino estaba plagada de preciosas tiendas de antigüedades y de boutiques, pero casi todas estaban cerradas en domingo. Después giró donde no tenía que girar y acabó en una callejuela oscura cerca de la estación, llena de tiendas de baratijas que vendían figurillas de plástico del Papa. Los únicos transeúntes que había por la zona eran travestis de aspecto cansado o africanos intentando colar sus bolsos falsos de Valentino. Un buen rato después encontró un cajero electrónico. Echó un vistazo en busca de algún posible atracador, introdujo la tarjeta y después de elegir el inglés como idioma para las instrucciones, tecleó su clave personal. Sacaría el máximo, quinientos euros, y con eso tendría suficiente para cubrir la estancia completa.
«No dispone de saldo suficiente. Por favor, compruebe su liquidez», leyó en el monitor.
Con el corazón en la boca, pulsó unas cuantas teclas. La cifra de la que disponía en su cuenta apareció en el monitor. Tenía un descubierto de novecientas noventa y cinco libras. ¡Joder! Normalmente llevaba a rajatabla no pedir un crédito superior a quinientas libras. Seguro que los culpables del descalabro habían sido los dichosos zapatos de Emma Hope... Comenzó a hacer cálculos con rapidez. Le ingresarían la nómina a mediados de semana, pero hasta entonces solo disponía de cuarenta y cinco libras. Evidentemente, podía utilizar el crédito de la tarjeta, pero en ese caso ¿con qué pagaba el descubierto? ¡Por Dios! Siempre se había reído de la gente que acababa en números rojos por culpa de la boda y ¡justo tenía que pasarle a ella!
—Tranquila —se dijo, mientras cogía los euros—. Solo tendrás que reducir al mínimo los gastos durante unos días.
Hambrienta y muerta de sed, se sentó en la terraza de una cafetería y pidió un espresso, convencida de que lo había dicho bien. Veinte minutos después, el camarero de expresión avinagrada volvió con lo que parecía un sorbo de alquitrán líquido que no se parecía en nada a lo que servían en Starbucks. Se lo bebió en cinco segundos después de decidir que no iba a pedir un bocadillo y le pidió la cuenta.
—Diez euros —le dijo el hombre.
Calculó con rapidez. Unas siete libras.
—Scusi?
—Diez euros.
—¡Pero eso es ridículo! —exclamó—. ¡Es un robo!
—En mesa, se paga más —le explicó el camarero sin sonreír—. Si quiere un espresso por un euro, en la barra.
Pagó con las manos temblorosas por la rabia y la cafeína. Cabrón. Siempre había creído que los italianos eran una raza de espíritus alegres que creía en la dolce vita. Estaba tan enfadada que ni siquiera podía pensar en el almuerzo. ¿Cuánto iban a clavarle por comer? De todas formas, le repateaba la idea de sentarse sola en un restaurante, dejando bien claro que era una novia plantada. ¿Por qué le había hecho caso a Gaby? No llevaba razón en absoluto; viajar sola no era liberador, era un asco.
De repente, la invadió el pánico. ¿Qué narices iba a hacer? Había perdido al amor de su vida, al hombre junto al que había planeado envejecer. Tenía que llamarlo. Sin embargo, el orgullo y el temor a que estuviera con Pinny la frenaban.
A las seis de la tarde y después de vagar bajo el sofocante calor por más callejuelas de mal aspecto, estaba famélica. ¿Por qué había rechazado el cruasán acartonado que le habían ofrecido en el avión? Además, tenía ampollas en los dedos gordos por caminar durante horas con sandalias por las calles adoquinadas y se le habían quemado los hombros porque había desoído el consejo que siempre les daba a sus pacientes: haga el tiempo que haga, protector solar porque los rayos se filtran entre las nubes por gruesas que sean.
Una vez de vuelta en el hotel de Russie, el portero (otro distinto al que había cuando llegó) la miró con recelo.
—Disculpe, signorina —le dijo—, ¿se aloja usted en el hotel?
—Sí —contestó con altivez—. En la suite Popolo.
El hombre la miró con escepticismo.
—¿Puedo ver su tarjeta?
La sacó del bolso y la expresión del portero se tornó avergonzada.
—Lo siento mucho, signorina. La seguridad de los huéspedes es nuestra prioridad, lo entiende, ¿verdad?
—No pasa nada —murmuró.
De vuelta en la suite, se tumbó en la cama y se quedó un buen rato mirando el techo.
—Te sentirás mejor cuando comas —se dijo.
Cogió el menú del servicio de habitaciones que estaba en el escritorio y lo ojeó. No quería lubina ni solomillo de ternera, lo que le apetecía era pasta. Espaguetis con salsa de tomate y albahaca, sí, señor. En ese momento vio el precio. Diecisiete euros con cincuenta céntimos, más cinco euros de recargo por el servicio de habitaciones.
Frunció el ceño. Nunca se le había dado bien calcular el cambio de monedas. Treinta y cinco libras. No, no, quince. Lo mismo daba. No podía gastarse tanto. Se había pasado con los gastos de la dichosa boda y de la luna de miel. Siguió revisando el menú en busca de algo más barato. Nada. La pasta tendría que ser. Pero faltaba la bebida. Una botella de agua diminuta del minibar costaba cinco euros y le daba miedo beber agua del grifo. Sin embargo, era eso o regresar a la calle (y estaba oscureciendo) para sufrir la humillación de cenar sola. A menos que... había una tercera opción.
Media hora después estaba de vuelta en la suite, sentada en la cama, con una hamburguesa doble de queso, un paquete extra grande de patatas fritas y una Coca-Cola Light, todo comprado en el McDonald's que había visto en la esquina de la plaza de España. Lo había guardado todo en el bolso para meterlo de extranjis en el hotel, y el portero no había notado nada. Mmm, las patatas estaban buenísimas, calentitas y saladas, aunque ojalá se hubiera acordado de coger unos sobrecitos de ketchup. Se imaginó que compartía la comida con Doug, acurrucados el uno contra el otro y dándose patatas fritas. Seguramente estaría dándole patatas fritas a Pinny...
Pensó en todos los pacientes a los que les había echado el sermón sobre la importancia de disminuir el consumo de comida basura. Claro que todo el mundo sabía que esas reglas no se aplicaban cuando se tenía el corazón partido. Le daba exactamente igual recuperar todos los kilos que había perdido para la boda; o que su corazón se colapsara por culpa de toda la grasa saturada que estaba consumiendo; o que su sistema inmunológico dejara de funcionar por falta de vitaminas. Total, nadie volvería a quererla. Iba a convertirse en una solterona con verrugas en la barbilla. Les sonreiría como una tonta a los bebés que viera en el supermercado, y los pobres chillarían asustados.
Cogió el mando a distancia y pasó por varios canales donde emitían concursos con chicas ligeritas de ropa antes de decidirse por las noticias en italiano. El presentador hablaba tan rápido que cualquiera pensaría que estaba huyendo de un rottweiler rabioso. No pilló ni una sola palabra, aunque se hacía una idea gracias a las imágenes. Cada noticia iba acompañada de un gesto apropiado. Si se trataba de una mala noticia procedente de Oriente Medio, el presentador alzaba las manos. Para informar de lo que parecía el descarrilamiento de un tren en India, se golpeó el pecho varias veces en un gesto compasivo. Cuando anunció que la estrella de cine Justina Maguire estaba en Roma para asistir al estreno de la película El carro de las manzanas, que protagonizaba junto a Hal Blackstock, se besó los dedos como reconocimiento a su belleza.
Miró el despertador que tenía en la mesilla de noche. Eran poco más de las ocho. Podía llenar la bañera y quedarse dentro durante horas y después meterse en la cama. Recuperar el sueño perdido. Lo necesitaba como la comida. Se metió en la bañera y estuvo bajo la espuma hasta que se le arrugaron los dedos de los pies. Sin embargo, fue incapaz de conciliar el sueño cuando volvió a la cama; claro que no era de extrañar ya que solo eran las nueve. Las ocho en Gran Bretaña... dio vueltas y más vueltas. Probó tres almohadas distintas de la selección que había en el armario, pero ninguna le iba bien. Intentó contar ovejitas, pero su mente insistía en volver a sus padres y al sufrimiento que les había ocasionado.
Vamos, se dijo, Madonna ha dormido en esta cama. Y Richard Gere. Y Victoria Beckham.
Eso le dio un poco de asco.
De repente, recordó la voz de Tommaso.
«Tenemos unas preciosas instalaciones recreativas con sauna, baños de vapor y piscinas de hidroterapia. En el sótano.»
Muy bien. Seguiría el consejo que siempre les daba a sus pacientes cuando se quejaban de que no podían dormir: ejercicio físico. Agotarse físicamente. Por supuesto, el sexo era ideal, pero ella no iba a disfrutar del sexo nunca más. Cogió el biquini rojo y negro que Gaby había insistido en que comprara como parte de su ajuar, se puso el albornoz del hotel y se encaminó al sótano.
Capítulo 7
Hal seguía nervioso. Había pasado la tarde viendo una partida de golf en Eurosport y hojeando el montón de revistas que había en la mesa. Iba por la decimotercera cuando Vanessa llegó para comentarle la agenda de los próximos días.
—¡Ay, Dios! —exclamó con una indiferencia que no sentía—, he perdido atractivo.
—¿Cómo dices?
—Estoy en el número cuarenta y siete. ¡Espantoso!
—¿De qué estás hablando?
Sostuvo en alto un ejemplar de People.
—La lista de los cincuenta hombres más sexys del mundo —explicó con acento yanqui—. Estoy seguro de que el año pasado quedé en mejor posición.
—Fuiste el número once —confirmó Vanessa, como si él no lo supiera.
—Puto Hugh Grant... Ralph Fiennes. ¡El puñetero Jude Law! Todos están por encima de mí. —Mantuvo un tono jocoso. Porque, de todas maneras, esas listas de popularidad no eran más que patrañas. Todo el mundo lo sabía. Las listas y los premios importaban un comino. Aunque sí era bastante molesto que en la lista de las mujeres, publicada un mes antes, Marina estuviera en el puesto nueve (un salto gigantesco desde el veintisiete que ocupara el año anterior) y que Flora estuviera en el quince (eso no había cambiado).
—Los otros han tenido mucha más publicidad que tú este año —le aseguró Vanessa—. Hugh estrenó una película, y Ralph también.
—Y yo —le recordó.
—Sí, pero...
¡Ja!, la había dejado sin palabras. Ni siquiera Vanessa podía rebatir el hecho de que El carro de las manzanas se pudiera catalogar como película. Había sido un favor a un antiguo colega de Cambridge, Ben Balanton, que estaba desesperado por conseguir dinero para pagarle la pensión a su tercera esposa (aunque Ben no le había devuelto el favor apareciendo en el estreno italiano con la excusa de que tenía que llevar de vacaciones a su cuarta esposa). Además, también había servido para aplacar a sus padres, que habían dejado caer en varias ocasiones que puesto que no estaba trabajando mucho, bien podría ayudar a Flora con alguno de sus proyectos benéficos.
A sus padres les gustaba Flora. Bueno, tal vez «gustar» fuera demasiado fuerte. Flora no era de esas nueras afectuosas, pero nunca había criticado el risotto de pescado de su madre, aunque más de la mitad de los diabólicos carbohidratos acabara en sus propios bolsillos. Pero de un tiempo a esa parte, le daba en la nariz que a sus padres les daría exactamente igual que llegara a casa con una plusmarquista húngara de lanzamiento de peso, tuerta para más inri, siempre y cuando fuera fértil. Porque a los Blackstock les daba lo mismo su carrera cinematográfica. Ellos estaban desesperados por tener nietos. Nietos que, por desgracia, solo él podía darles ya que su hermano Jeremy, un experto en física de partículas, vivía con su novio Stan, un peluquero, en Minneapolis.
—Es hora de tus ejercicios, Hal —dijo Nessie, evitando así la pregunta sobre El carro de las manzanas—. El signor Ducelli va a acompañarte a las instalaciones recreativas.
—¡Por el amor de Dios! No sé si estoy de humor para hacer ejercicio.
La expresión de Vanessa ni se inmutó.
—¿Le digo que has cambiado de opinión?
—No, no —contestó de mal humor—. Vale, iré.
Aunque no tenía muy claro que fuera una buena idea. Le dolía el grano, que se le había pegado a la camiseta. Tal vez no fuera una buena idea exponerlo al agua clorada ni al mundo en general, ya puestos. Era la clase de cosas que un paparazzi escondido en las tuberías captaría con su zoom, y después Heat estaría repleto de primeros planos con titulares como «Hal tiene un grano». Entonces llegaría algún médico y le echaría un vistazo en el ejemplar de su hija y exclamaría: «¡Un momento! ¡Esto no es un grano, es un tumor maligno!». Acto seguido, se pondría en contacto con él a través de Callum, su representante, y...
—¿Necesitas algo más para esta noche? —preguntó Nessie—. ¿Quieres que te pida la cena en la habitación? ¿O prefieres salir? El conserje ha reservado mesa provisionalmente en algunos restaurantes.
Salir. En otro tiempo eso sería lo que habría hecho sin pensar. Le habría dicho al conserje, a Nessie y al relaciones públicas de la película que encontraran a las tías más locas de la ciudad para cenar en un restaurante antes de irse a una discoteca. Y después habría vuelto al hotel con una o dos. Pero como Flora estaba en su vida, ya no tenía esa posibilidad. Los paparazzi lo pillarían saliendo con alguna tía y al día siguiente la foto estaría en todas las revistas de cotilleos, y él tendría que pagar muy cara la diversión.
—No, no voy a salir. Pide la cena. Pizza o algo por el estilo. Voy a ver si ponen algún partido de fútbol o de criquet.
—Vale —replicó ella. Se oyó el timbre de la puerta—. Ah, ese tiene que ser Ducelli.
Así que después de que se pusiera el chándal, Ducelli, que era más empalagoso que las cremas que ponían en el hotel, lo acompañó a las instalaciones recreativas, situadas en el sótano.
—Espero que esté disfrutando de su estancia en Roma, señor Blackstock. Recuerde, por favor, que si necesita algo para que su estancia sea más placentera, solo tiene que decirlo. Tal vez podamos organizarle una visita guiada por los monumentos más importantes. Puede ir de noche, si no quiere llamar la atención del público. También podemos proporcionarle una Vespa si quiere dar una vuelta solo. El casco es un buen método para pasar desapercibido. El señor Pitt lo probó la última vez que estuvo en la ciudad y la experiencia le encantó.
—Cierto... ¿Y en qué suite se quedó el señor Pitt? —No le importaba, pero quería atormentarlo un poco.
Ducelli adoptó una expresión contrita.
—Bueno, se alojó en la suite Popolo. Pero por desgracia en esta ocasión ya estaba reservada.
—Lo sé. Por unos recién casados. Qué tierno... Seguro que puede encontrar la manera de que se trasladen. Al fin y al cabo, estamos en Italia. —Puso su mejor voz de Al Pacino—. Hágales una oferta que no puedan rechazar. Una cabeza de caballo en la cama. Ese tipo de cosas.
Ducelli rió sin ganas.
—Lo siento, señor. Es absolutamente imposible. Espero que lo entienda. —Abrió la puerta del spa y lo condujo por el vestíbulo hasta el gimnasio, donde señaló la estancia vacía—. Ahora está cerrado. Nadie lo molestará mientras hace ejercicio. Si lo desea, puede relajarse después en la piscina de hidroterapia. Cerraré la puerta cuando salga, para que nadie pueda entrar. Aquí tiene una llave. Puede quedarse todo el tiempo que quiera. Disfrute.
En cuanto Ducelli se marchó, se quitó la sudadera y se miró el pecho. El grano seguía doliéndole. Juraría que la cabeza de pus le hacía guiños. No era más que un puñetero grano. Tendría que mandar a Nessie para que le comprara Clearasil o lo que vendieran en Italia para esas cosas. La llamaría en cuanto regresara a su habitación para que se pusiera manos a la obra. Se subió en la cinta de correr. Diez kilómetros, decidió. Eso sería más que suficiente para el día. Su vida era una lucha constante entre la vagancia y la vanidad. Por regla general, la vanidad ganaba, pero detestaba la idea de que alguien supiera que tenía que trabajarse los pectorales. Desde que lo mandaron al internado, donde se pasaba el tiempo tocándose las narices y molestando a los profesores (lo que lo obligaba a estudiar a escondidas después de que apagaran las luces), había estado obsesionado con llegar a la cima con el menor esfuerzo posible.
Mientras corría, su mente se concentró en Flora, que estaría en su habitación del hotel en Jamaica, leyéndoles un cuento a las niñas antes de picotear una ensalada y meterse en la cama con un libro de Proust. A diferencia de él, Flora no veía nada bochornoso en intentar mejorar. Y no porque fuera una rubia tonta ni mucho menos, pese a su aspecto. Su pedigrí era impecable. Su padre, ya fallecido, había sido un distinguido director de teatro; y su madre, que seguía viva y era peor que un dolor de muelas, había sido una actriz de teatro muy famosa hasta que lo dejó todo para dirigir varias organizaciones benéficas.
Flora asistió al internado más exclusivo de Estados Unidos y habría ido a Harvard si un amigo de la familia no le hubiera ofrecido el papel de Ofelia en una nueva versión de Hamlet. El papel le valió una nominación a los Oscar y desde entonces no había parado de trabajar, con un breve descanso para casarse con Pierre, dar a luz a sus dos preciosas hijas y hacer obras benéficas en los países en vías de desarrollo, que no «países subdesarrollados», porque ya no se les podía llamar así.
Se conocieron en una cena que celebró Mitch Weldon, una estrella del pop que llevaba en el mundillo desde tiempos inmemoriales, que conocía a todo el mundo y que se gastaba los millones organizando fiestas para otras estrellas. Por aquel entonces había pasado un año de su ruptura con Marina. De hecho, aquella misma semana Marina se lió con el imbécil de Fabrizio de Michelis, y Flora acababa de divorciarse entre rumores de las infidelidades de Pierre (aún le cabreaba que Flora no le hubiera contando los pormenores). Tenía treinta años y un Oscar debajo del brazo por su papel de trabajadora social tartamuda, y era la divorciada más estupenda que había visto. El mundo esperaba con emoción a su siguiente marido.
Desde que se enteró de que estaba en la lista de invitados, decidió que sería él.
Le encantó descubrir que Mitch los había sentado juntos en la cena y casi ni se inmutó cuando en lugar de lanzarse a despotricar sobre el último disco de Madonna, Flora se enzarzó en una conversación sobre la deuda de los países sub... Huy, perdón, sobre la deuda de los países en vías de desarrollo, un tema para el que no estaba preparado. Una semana después de esa cena, hizo que Nessie llamara por teléfono a la asistente personal de Flora para invitarla a cenar. Su respuesta fue negativa, ya que estaba de camino a Siberia para participar en una campaña de sensibilización sobre la amenaza que suponía para los glaciares el calentamiento global.
Durante un tiempo se olvidó del asunto, porque estaba entretenido tirándose a una bailarina de striptease eslovaca. Pero después Nessie anunció de buenas a primeras que la asistente personal de Flora acababa de invitarlo a un baile benéfico para una de las asociaciones a las que tanto tiempo le dedicaba. Fue, se sentó junto a ella, leyó en voz alta un discurso sobre la deuda de los países en vías de desarrollo y consiguió impresionarla. A los dos meses compartían cama.
En la vida había tenido que esperar tanto para acostarse con una mujer, desde que Marianne Powers del internado femenino se negó a llegar a la tercera fase por temor a que la tomaran por una cualquiera. Fue un cambio muy refrescante, ya que no tenía nada que ver con las colgadas de las estrellas de cine que solían acosarlo. Aunque, para ser sincero, la espera no había valido tanto la pena. El sexo había sido sorprendentemente incómodo y mecánico. Pero el sexo no era la base de su relación. Por supuesto que era importante, pero todo el mundo sabía que para disfrutar de una relación estable con otra persona había que tener en cuenta todos los factores.
Pensó en el anillo que tenía en la caja fuerte. Se imaginó el rostro encantado de Flora cuando se lo pusiera en su delgado dedo. Pero cuando trató de imaginarse el momento en el que lo haría, la imagen se volvió un poco borrosa. Había mandado a Vanessa a comprar el anillo a Asprey hacía un par de meses, después de un encuentro muy incómodo con Marina en una entrega de premios. Sin embargo, cuando volvió a ver a Flora sufría uno de sus ataques de migraña y no le pareció el mejor momento para proponerle matrimonio. Después llegó a la conclusión de que no tenía por qué ir tan rápido. Solo llevaban juntos un año y ella seguía bastante dolida por el divorcio. A las niñas no les vendría bien que su madre se lanzara a tontas y a locas a una nueva aventura, y el calendario de Flora estaba tan completo para el próximo año que era imposible encontrar hueco para la boda. Además, era incapaz de soportar toda la presión mediática que provocaría un compromiso.
Claro que, pensó al tiempo que aminoraba el paso para recuperar el aliento, tal vez fueran tonterías suyas. Tal vez debería quitárselo de en medio de una vez. Jamás iba a encontrar a otra más guapa, por no mencionar rica o mejor relacionada. Y aunque odiaba admitirlo, le ponía como una moto saber que Flora provenía de una familia bien, que se hablaba de tú a tú con los Kennedy y los Getty, que había nacido sabiendo que los cubiertos se utilizaban desde fuera hacia dentro, que había crecido en una casa del tamaño de un pueblecito.
Era imposible no compararla con la diminuta casita de la familia de Marina, en un pueblucho llamado Swindon que estaba en el culo del mundo, donde tuvieron que dormir en colchones sobre el suelo en el cuarto de su hermana pequeña y bajar las escaleras para utilizar el baño. Y con su familia, cuyos miembros se morían por saber si había conocido a Jordan y comían delante de la tele con la boca abierta. Tal vez fuera un esnob por pensar de esa manera, pero así estaban las cosas.
Una proposición en Roma, después de todo, sería lo más de lo más... algo que contarles a sus nietos. Apretó el paso. Mmm, puestos a pensarlo, tal vez sería mejor tener una suite con vistas a los tejados de Roma. Mucho mejor que un jardín que podría estar en cualquier parte y desde donde cualquiera podría verlos si miraba hacia la terraza. Por la mañana haría que Nessie presionara más a los recién casados.
—¡Ay!
Estaba tan ensimismado que no se había dado cuenta de que la StairMaster había ido aminorando el ritmo poco a poco hasta detenerse, por lo que acabó en el suelo.
—¡Joder! —exclamó.
No se había roto nada ni tampoco se había hecho mucho daño.
Vale, ya estaba bien de ejercicio. Una vez que se levantó, se quitó los pantalones cortos y la camiseta. Ataviado tan solo con los bóxer de flores rosa, echó a andar por el pasillo que conducía al spa. Abrió la puerta de la sauna y se internó en una densa y caliente neblina que imposibilitaba la visión. El olor a eucalipto le inundó los pulmones. Llegó a tientas al banco de madera, se dejó caer sobre él y respiró hondo.
—¡Aaah!
Comenzaron a correrle chorros de sudor por la piel.
—¡Uf!
Notó que los gases corrían por su intestino hasta su salida natural. Por culpa, seguro, de las alubias blancas que había almorzado. La cosa era que la sensación le resultaba agradable, por extraño que pareciera. Levantó el glúteo izquierdo y ventoseó a gusto.
—¡Uf, mejor dentro que fuera!
Era lo que Jeremy y él se decían cuando estaban en la cama, en el ático reconvertido que habían compartido en Didcot. El recuerdo le hizo soltar una carcajada. ¡Huy! Ahí iba otro.
¡Prrr! La fuerza del cuesco lo asombró. Pero conforme se fue perdiendo el eco, escuchó otro sonido. Una risilla. Muy débil. Pero una risilla inconfundible.
—¿Hola? —dijo al tiempo que se sentaba y se cubría de inmediato el grano—. ¿Quién está ahí?
Escuchó una voz femenina entre el vapor. Inglesa. Joven.
—Lo siento, no era mi intención asustarlo.
—¡Joder! —exclamó—. Creía que estaba solo.
—Lo siento —repitió ella—. He bajado para darme un baño, pero la piscina resultó ser un jacuzzi gigante, así que llevo aquí una eternidad. Creo que me he quedado dormida. Estoy arrugada como una pasa.
Vio su silueta a través del vapor y se dio cuenta de que se estaba incorporando. Tenía el cabello oscuro recogido sobre la cabeza y la cara muy roja. Llevaba un biquini rojo y negro y tenía un pecho magnífico.
Apoyó la espalda en las lamas de madera, pero oía su respiración perfectamente. Y eso lo ponía nervioso. Era una mujer de carne y hueso, no una estrella de cine ni una modelo. Salvo por las chicas de maquillaje y las estilistas, hacía más de una década que no estaba en contacto con el público en general. Era casi como compartir la sauna con una marciana, tal vez no tan peligroso, pero igual de inquietante.
—Bueno —empezó sin saber qué decir—, ¿se lo está pasando bien en Roma?
—Sí, gracias —contestó ella—. ¿Y usted?
—La verdad es que no. —Aunque ella ya debía de saber quién era, supuso que lo mejor sería fingir modestia—. Verá, es que soy actor y estoy en la ciudad para promocionar una película, y es aburridísimo.
—Sé quién es —le aseguró—. Ha intentado que cambiemos de habitación. Mejor dicho, su asistente personal lo ha intentado.
Eso hizo que se le encendiera una lucecita.
—¿Es usted la recién casada?
—Sí —contestó ella tras una brevísima pausa.
—¿La que rechazó la oferta de Vanessa?
—La misma.
La observó bien desde donde estaba. Saltaba a la vista que era todo muy novedoso para ella. Bien valía la pena intentarlo. Bajó la voz y parpadeó con gesto coqueto en su mejor pose de caballero inglés. No fallaba nunca.
—¿Está segura de que no quiere cambiar de habitación? Verá, significaría mucho para mí. Mi novia llegará en cuestión de días y siempre se queda en esa suite. Sería un gesto de lo más generoso de su parte, conmovedor. Y se lo compensaré. ¿Qué le parecen un par de pases VIP para el estreno de mi película el miércoles? Y para la fiesta posterior. Será todo muy glamuroso. Le encantará, de verdad.
—No, gracias.
Eso lo dejó pasmado. La gente rara vez le decía que no.
—¿Está segura? Creo que le resultaría muy emocionante. Y mi suite es preciosa. Incluso tiene dos litografías de Picasso.
La mujer se levantó.
—Pues si es tan bonita, estoy segura de que a su novia le encantará quedarse en ella. Lo mismo que yo estoy encantada de seguir en mi suite. Así que le pido que no insista más, ¿vale?
La mujer abrió la puerta. Una nube de vapor se escapó por ella. Tenía el rostro colorado y el rímel corrido. A pesar de eso, se percató de que tenía unas piernas estupendas.
—Que disfrute del resto de su estancia —le deseó ella.
—Esto... no podrá marcharse —le explicó—. La puerta está cerrada con llave. Yo tengo una copia.
—Pues démela.
Se le pasó por la cabeza la fugaz idea de chincharla, pero la descartó y le ofreció la llave que había estado apretando en la sudada mano.
—Déjela en la puerta —le dijo.
—De acuerdo —replicó la mujer, tras lo cual salió de la sauna, dejándolo solo y echando humo.
Capítulo 8
De vuelta en la suite, Amy descubrió que le costaba conciliar el sueño. La piscina, aunque preciosa, no estaba pensada para nadar, cosa que había sido un chasco. Le encantaba nadar. Rara vez tenía tiempo para hacerlo, pero cuando encontraba un hueco, el ritmo de las brazadas y de la respiración la llevaba a un estado meditativo en el que cualquier problema (desde el último berrinche de Doug hasta un fallo en el diagnóstico de un bebé) podía solucionarse. Después de unos cuantos largos, volvía a la cama con la mente despejada. Pero en ese momento estaba inquieta, y no solo por los acontecimientos de esa última semana, sino por su encuentro cara a cara con Hal Blackstock, quien había resultado ser, además de un pedorro, un capullo con aires de superioridad (aunque no le extrañaba, la verdad).
Ojalá pudiera contárselo a Doug. Cogió el teléfono, pulsó la letra D en la lista de contactos y fue recompensada con su imagen preferida: Doug dormido en su sofá Heal, con una mano sobre el pecho y la otra por encima de la cabeza en una pose de completo abandono. La tentación de llamarlo era abrumadora. Pero consiguió resistirse. ¿Qué sacaría si lo llamaba? Habían acordado darse un tiempo. Rogarle que reconsiderara el asunto solo empeoraría las cosas. De cualquier modo, no creía que cambiara de opinión.
Doug, Doug, Doug. Recordó cómo se conocieron tres años antes en una húmeda noche de marzo. Por aquel entonces tenía treinta y un años. Había acabado por fin sus estudios de medicina y había encontrado un trabajo como médico de familia en el centro de Islington. En cierta forma, le encantaba; la diversidad de pacientes de la zona era extraordinaria, ya que iban desde banqueros con hernias por estrés hasta adolescentes de Bangladesh que no hablaban ni una palabra de inglés pero que ya tenían dos niños y un tercero en camino. Pero también le resultaba demoledor. Había leído sobre la pobreza y la falta de recursos en las ciudades, pero no tenía ni idea de lo que se sentía al visitar a una familia de seis miembros que vivían en un apartamento de dos habitaciones en la planta dieciséis, con las paredes llenas de humedad y un camello que vendía crack por vecino. Ni tampoco sabía lo frustrada que iba a sentirse cuando los padres le dijeran que se preocupara de sus propios asuntos después de aconsejarles que dejaran de fumar para ahorrar y cuidarse la salud.
Aun así, con independencia del estrés de su trabajo, tenía la vida perfecta que siempre había soñado durante su infancia en una ciudad costera. Una vez liquidó el préstamo con el que pagó sus estudios, se metió de lleno en el mercado inmobiliario. Su piso de un dormitorio en Clissold Park era su ojito derecho, aunque no le quedaban ni dinero ni energías para convertirlo en la casa de ensueño que se había prometido. El poco dinero que le quedaba le gustaba gastárselo en vacaciones exóticas, buena ropa y salidas casi todas las noches.
No solo su carrera profesional estaba trazada, su vida sentimental también era perfecta. Llevaba saliendo con Danny desde el último año en Edimburgo y se mudaron juntos a Londres, donde él comenzó a trabajar como residente de cirugía en un hospital clínico universitario. Danny era todo lo que una chica podría desear: tenía éxito, era de fiar y también amable. No era feo, aunque sí un poco aburrido en la cama. Jugaba al rugby los fines de semana y le arreglaba las cañerías.
Sus padres lo adoraban. Llevaban ocho años juntos y todo el mundo comenzaba a preguntarse cuándo se casarían... ya era bastante raro que no vivieran juntos. De hecho, Danny no paraba de insistir desde que se mudaron a Londres, pero Amy siempre le decía que no había prisa, que vivir separados hacía que el tiempo que pasaban juntos fuera más especial y que, de todas maneras, él trabajaba en el sur de Londres mientras que ella lo hacía en el norte. Cuando llegara el momento, buscarían algo en el centro.
Nunca dijo, ni siquiera lo admitió en su fuero interno, que siempre que pensaba en ese día era como si estuvieran clavando un clavo en su ataúd.
En los últimos... ¿tres, cuatro, quizá cinco años...?, se había desenamorado de Danny. Su costumbre de sonarse los mocos con los calzoncillos le resultaba asquerosa y no soportaba el follón que armaba para quedarse con la porción más grande en la cena. Le aburrían sus amigos del rugby con las ñoñas de sus mujeres y sus novias, que parecían pensar que no había nada mejor que pasarse el sábado temblando en la banda del terreno de juego. Era un alivio increíble que tuviera por lo menos dos guardias nocturnas a la semana, porque así ella podía hacer lo que le gustaba con sus propios amigos sin preocuparse de que apareciera de repente con su chaqueta vaquera con el emblema de Led Zeppelin en la espalda.
De hecho, había llegado a aborrecerlo hasta tal punto que se ponía las bragas más espantosas que tenía cuando quedaban (¿a quién le importaba lo que pensase Danny?) y no se esforzaba por hacer cosas interesantes cuando estaban juntos, sino que lo utilizaba de almohada sobre la que apoyarse cuando veían algún reality en la tele. Era una mantita cómoda, pero se le había quedado pequeña. Incluso había albergado la esperanza de que le surgiera algún trabajo que no pudiera rechazar en Nueva Zelanda o que conociera a otra. En el fondo de su mente sabía que estaba haciendo mal al no cortar la relación por lo sano. Pero no tenía narices para hacerlo.
Danny se quedaría destrozado, y ella tenía miedo de no encontrar a nadie que la adorase tanto como él.
Sin embargo, en esa noche de marzo las cosas empezaron a caer por su propio peso. Danny y ella acababan de regresar de unas vacaciones en California. Había estado deseando que dichas vacaciones los ayudaran a revivir su relación. Pero habían sido un desastre desde el principio. Habían pasado unos cuantos días estupendos en Los Ángeles, donde se quedaron con un viejo amigo, pero Danny había acusado tanto los efectos de la diferencia horaria que insistió en irse de sitios tan interesantes como el Skybar o el Viper Lounge a las diez de la noche, cosa que la puso de muy mal humor. Fue todavía peor en Las Vegas, donde insistió en pasar solo una noche porque quería estar más tiempo en San Francisco, ciudad donde había vivido un año sabático antes de entrar en la universidad.
Cuando cruzaron el desierto sin rebasar los setenta kilómetros por hora que marcaba el límite de velocidad, su malhumor empeoró. Y después fue ella quien lo cabreó porque nada más sentarse tras el volante pisó hasta los cien kilómetros por hora y consiguió que un policía los multara enseguida tras haberlos detectado con el radar. Luego discutieron porque él quería pasar de largo por Death Valley mientras que ella quería pasar una noche allí. Sin embargo, lo peor fue a unos cien kilómetros de Yosemite, y todo empezó con una absurda discusión sobre la cena.
—Me apetece comida china, ¿y a ti? —preguntó ella.
Danny apretó los labios como si fuera Charlie Brown.
—No quiero comer en un chino. Me apetece un buen postre. Los restaurantes chinos no tienen postres.
El inofensivo comentario la hizo llorar a lágrima viva, presa de la histeria. Lloró todo el camino hasta llegar al siguiente motel, donde un preocupado Danny la metió a toda prisa en la habitación y le preparó un baño, durante el cual siguió llorando desconsolada, consciente de que su relación era imposible. Cuando terminó de llorar, habían cerrado los restaurantes y no hubo opción ni para la comida china ni para los postres. El resto de las vacaciones transcurrió sin pena ni gloria, pero la esperanza había muerto definitivamente. Hicieron el amor una sola vez. Duró tres minutos escasos. Sabía que tenía que terminar con aquello rápido, pero aún no encontraba el valor.
Fuera como fuese, el viernes por la noche Gaby y ella fueron a ver a un grupo nuevo llamado Ambrosial que tocaba en el salón de actos de iglesia de Southgate. Estaban allí porque Pinny, su compañera de piso de su primera época en Londres, era la cantante. Pinny y ella se habían conocido por internet y fueron uña y carne desde el primer día al descubrir que a las dos les encantaba irse de farra.
Pinny era muy distinta a Gaby. Gaby era una rubia tetona acomplejada por su peso y con una debilidad por Estée Lauder y los vestidos con corpiños. Pinny era delgada sin proponérselo (bueno, se lo proponía, ya que lo poco que comía ayudaba mucho, aunque no entendía qué sentido tenía la comida cuando era mejor fumar Marlboro), llevaba camisetas desteñidas sin sujetador y vaqueros que resaltaban un abdomen metido hacia dentro con un piercing en el ombligo. Aunque no parecía muy femenina, su comportamiento en ese sentido rayaba en lo embarazoso, porque tenía la costumbre de acariciar el pelo a los tíos para que le dieran cigarrillos o de abrir la puerta al técnico de la televisión por cable vestida con una camisola tan minúscula que al hombre se le olvidaba cobrarle el servicio, distraído por su apariencia.
Pinny se enfrentaba a la vida de un modo absolutamente despreocupado. Se pasaba por el forro las estupendas notas de la universidad, y cogía trabajos de lo más dispares, desde camarera hasta ayudante de antropólogo. En cuanto se aburría, cambiaba. Ayudaba mucho que su padre fuera director de un banco y que tuviera a su disposición un generoso fideicomiso para cubrirse las espaldas, de modo que el trabajo era más un pasatiempo que una necesidad imperiosa. Del mismo modo se enfrentaba al amor. Mientras que Gaby se esforzaba por encontrar al hombre perfecto, Pinny disfrutaba de una procesión de hombres, ya fueran mucho mayores o mucho más jóvenes. Entre sus conquistas estuvieron el capitán del HMS Beaver (que le regaló unas cuantas bragas con el nombre del barco bordado), un taxista etíope y un universitario yanqui de ascendencia china llamado David Mu, que tenía un despertador con forma de vaca que decía: «¡Mu, mu, arriba!».
Se lo habían pasado muy bien juntas, aunque Pinny tenía la molesta costumbre de pasearse en bragas y sujetador cuando Danny estaba en el piso, por no mencionar la tendencia de criticar su trabajo con comentarios como «¿De verdad tienes que recetar tantos antibióticos?» o «¿Por qué no recomiendas a tus pacientes que utilicen la terapia de los cristales minerales?». Pero tenía un corazón de oro y una confianza en sí misma que ella admiraba. Pinny creía que ya se las apañaría, que saldría adelante... y siempre lo hacía. Ella jamás habría podido comportarse con tanta despreocupación, por muy hedonista que fuera. Cada vez que iban a una fiesta en un rincón perdido, como Ongar por ejemplo, ella era la que siempre se preocupaba por buscar un taxi para volver a casa mientras que Pinny se echaba a reír y decía que ya saldría algo; y solía salir (normalmente era un tío en cuya rodilla se había sentado y que se había ofrecido a llevarlas a casa en su BMW). Pinny jamás se habría quedado con Danny por inercia y por miedo. Hacía mucho tiempo que habría pasado a la siguiente aventura.
Gaby no era fan de Pinny, la consideraba ligera de cascos y frívola, pero como esa noche no tenía nada mejor que hacer, había consentido en ir a ver el grupo. Así que allí estaban, bebiendo cerveza en vasos de plástico y esperando a que apareciera Ambrosial en el escenario. Amy no estaba muy convencida. Vale que Pinny tenía buena voz y que daba el pego para el rollo rock and roll con el pelo rubio de bote y su delgadez, pero ¿era buena de verdad? Seguro que solo era otro de sus pasatiempos, algo que le duraría una semana antes de decidir que estaba mejor preparada para tirarse en paracaídas.
Pero ya que estaban allí, aprovechó para contarle a Gaby lo de sus vacaciones.
—Fue espantoso, Gaby. No sé qué hacer. Creo que debería buscarme un trabajo con una ONG en África, porque esto no puede seguir así.
—¡Ay, cariño! —exclamó Gaby, pero antes de que pudiera darle ningún consejo, el grupo apareció en escena, cuarenta y cinco minutos tarde—. Ya era hora —masculló su amiga—. ¿Por qué son solo los conciertos los que empiezan tarde? Vamos, que si vas al teatro, no te tienen horas esperando mientras los actores se fuman otro porro entre bastidores.
Sus protestas quedaron interrumpidas por cuatro acordes del bajo. Y después Pinny comenzó a cantar.
Amy se quedó alucinada. Pinny era una sirena que exudaba sexo por todos los poros de su cuerpo mientras se movía por el escenario y cantaba al micrófono. El público se volvía loco y comenzaba a saltar y a levantar los brazos para que pudiera tocarles las manos. Las canciones eran estupendas: pegadizas, agudas y punkys, pero con un toque pop. Sin embargo, su principal preocupación no era la música. Estaba pendiente del guitarrista, un tío alto, de cuello fuerte, pelo corto castaño y dientes perfectos. Le resultaba muy atractivo. Y no era la única, a juzgar por el coro de adolescentes que se arremolinaban junto a su rincón y que gritaban cada vez que movía su musculoso cuerpo.
—Son fantásticos —gritó al oído de Gaby.
—No están mal —reconoció a regañadientes.
Estuvieron tocando cuarenta minutos e hicieron dos bises. Después, una sudorosa y exuberante Pinny se abrió paso hasta la barra, seguida por dos miembros del grupo. Amy siguió con la mirada al guitarrista y a su club de fans, que lo rodeaba entre risillas tontas.
—Eres increíble —oyó que le decían—. Eres guapísimo. Te queremos.
—¡Madre mía! —exclamó con verdadero entusiasmo a Pinny—. Tienes que sentirte como una diosa.
—Ha sido divertido —reconoció Pinny—. Dios, que alguien me consiga una cerveza. Estoy seca.
—Ya es toda una diva —masculló Gaby entre dientes antes de proseguir en voz alta—: Tienes que estar encantada de la muerte por haber encontrado algo que te divierta. Por fin.
—Sí —confirmó Pinny, que o no entendió el sarcasmo o lo pasó por alto—, sí que lo estoy. Aunque de momento solo es un pasatiempo. Todos los chicos tienen trabajos fijos, menos Hank, que es nuestro representante. Ninguno puede vivir de esto a jornada completa. Mmm, dejad que os presente.
—Oh, no te molestes —dijo Amy al tiempo que se ruborizaba.
No tenía muchas ganas de que le presentara al guitarrista porque sabía que era demasiado tímida y que solo diría alguna que otra tontería. Pero Pinny insistió, de modo que le estrechó la mano a Gregor, el bajo, a Baz, el batería, y por último a Doug, el guitarrista y compositor.
—Habéis estado geniales —consiguió decir sin prestarle atención a la quinceañera larguirucha que estaba atusándose el pelo detrás de ella.
—¿De verdad? —Doug parecía encantado. Tenía un ligero acento escocés que resultaba muy sexy—. Me he liado un poco con «Mi madre es una extraterrestre». ¿Te has dado cuenta?
—Pues no —respondió con sinceridad mientras se preguntaba qué sentiría si lo besara.
Doug le preguntó que de qué conocía a Pinny y a qué se dedicaba.
—Soy médica —contestó, un tanto avergonzada—. ¿Y tú? Me refiero a cuando no tocas la guitarra.
—Bueno, tengo un trabajo de oficina normal y corriente —respondió con una sonrisa—. Soy abogado. Aburridísimo de necesidad. Pero ser médica... Eso quiere decir que eres muy inteligente.
—¡Qué va! —murmuró ella, harta de escuchar siempre lo mismo—. Solo hace falta un estómago fuerte para aguantar la sangre y los hábitos escatológicos de las personas.
—¿Y siempre has querido ser médica?
—Siempre he querido ayudar a la gente, sí.
Aunque esa no era toda la verdad. En realidad nunca había tenido claro lo que quería hacer con su vida, pero las ciencias se le habían dado muy bien. Sus padres estuvieron a punto de desmayarse de la felicidad cuando el consejero sugirió medicina, de modo que allí estaba.
—Eso es genial —dijo Doug—. Yo llevo escribiendo canciones desde que era pequeño. Siempre quise tener un grupo, pero mi padre no me dejaba. Dijo que primero tenía que ir a la universidad y sacarme una carrera como Dios manda. Y yo creí que podría hacer las dos cosas a la vez, pero acabé endeudado hasta las cejas, así que decidí hacerme abogado. Para pagar las facturas. Dedicarme a la música en mi tiempo libre. Pero ahora Ambrosial está comenzando a despegar y yo empiezo a preguntarme si no debería dedicarme a la música a tiempo completo. Seguir mi sueño.
—Todos deberíamos seguir nuestros sueños —comentó ella, aunque no estaba pensando en lo que le decía Doug, sino en la acuciante necesidad de apartarle el mechón de cabello que le cubría el ojo izquierdo.
—Tienes toda la razón del mundo —dijo Doug cuando se acercó un hombre canoso de mediana edad, que supuso que era el párroco—. Amy, te presento a Hank, nuestro representante. Hank, esta es Amy, la amiga de Pinny. —Se dieron la mano—. ¿Había alguien entre el público esta noche? —preguntó Doug, cosa que se le hizo muy rara porque era imposible que pasara por alto el centenar de fans enloquecidas.
Hank hizo una mueca al tiempo que señalaba con la cabeza a un hombre bajito vestido con una camiseta amarilla y que estaba hablando con una de las chicas más monas.
—Matt Rees, de Convex. Pero lo único que sé es que es un capullo. Solo aparece en busca de nenas monas. Y solo le interesan los clones de James Blunt con los que puede sacar pasta gansa rápido. —Se volvió hacia ella—. Cualquier cosa que se salga de lo normal, de la media, no le interesa. Ninguna discográfica está interesada en algo original. No es justo.
—No lo es, no —convino Doug.
En aquel entonces no habría podido predecir cuántas veces escucharía la misma cantinela a lo largo de los años venideros.
—La gente con talento de verdad pasa desapercibida —dijo Hank.
—No es justo —repitió ella y los dos se volvieron hacia ella, dándole la razón con la cabeza.
—Ella sí que lo entiende —comentó Hank con una sonrisa.
Doug también sonrió.
—¿Puedo invitarte a una copa? —le preguntó, y le dio un vuelco el estómago, mezcla de alegría y de culpabilidad, cuando vio que Gaby la miraba con los ojos entrecerrados. Rezó para que Pinny tuviera el buen juicio de no preguntarle qué estaba haciendo Danny esa noche.
Capítulo 9
Se despertó desorientada, porque el sonido del teléfono acababa de interrumpir un sueño en el que perdía la liga de novia en una piscina. Como si fuera un operativo de las fuerzas especiales en misión secreta en pleno desierto de Gobi, gateó por la cama y agarró el móvil de la mesilla de noche. Doug se había rendido. La llamaba para decirle que no podía vivir sin ella y que quería diez hijos y un perro.
DANNY
Me he enterado. Mala suerte. Dime si puedo ayudarte en algo. Me acuerdo mucho de ti. X
¿Por qué tenía que ser siempre tan atento? Su amabilidad hizo que se sintiera infinitamente peor. Se tumbó de espaldas sobre la cama y las dichosas lágrimas, siempre prestas a aparecer, le llenaron los ojos.
—Deja de llorar, so boba —masculló con su terrible imitación del sargento Foley de Oficial y caballero—. Hay que seguir adelante.
Descorrió las cortinas para ver la plaza del Popolo bañada por la luz del sol. Al menos el tiempo había mejorado. Se ducharía y bajaría a desayunar, ya que el desayuno estaba incluido en el precio. Menos mal, porque estaba muerta de hambre y había descartado la opción del servicio de habitaciones: dieciséis euros por un café y un cruasán. Tardó unos minutos en hacerse con los mandos de la ducha, que insistía en lanzarle lava ardiente a los ojos. Después se dio cuenta de que, como no había corrido la cortina, había empapado el suelo. Eligió unos pantalones cortos y una camiseta de manga corta, aunque se encogió de dolor cuando el tejido de algodón le rozó los hombros, que ya comenzaban a pelarse. Tras mucho trabajo subió por fin al ascensor.
El desayuno se servía en la terraza, donde la saludó una mujer uniformada.
—Signora —le dijo con voz amable—, ¿su habitación?
—Estoy en la suite Popolo.
La mujer arqueó las cejas. Seguro que era la primera vez en toda la historia del hotel que el ocupante de una suite bajaba a mezclarse con la prole.
—¡Ah! En ese caso, ¿mesa para dos?
—No, no. Solo estoy yo. Mi marido no va a desayunar.
—Por supuesto. —Le hizo un gesto al camarero para que se acercara y le soltó algo incomprensible. Seguramente del estilo de «Esta tía da pena cada vez que intenta engañarnos con eso de que está casada».
—Signora —le dijo el camarero al tiempo que le indicaba con un gesto que lo siguiera y la miraba con lo que su mente paranoica interpretó como lástima.
Lo siguió a través de la terraza, dejando atrás a una pareja glamurosa, para pasar junto a otra pareja glamurosa y a otra pareja glamurosa más, hasta llegar al extremo más alejado. Estaba convencida de que todo el mundo la miraba y se preguntaba qué hacía en ese lugar alguien que no formaba parte de la jet set internacional.
—¿Té, café? —le preguntó el camarero cuando ella se sentó.
—Café, por favor. Y tostadas, si puede ser.
El hombre hizo un gesto hacia el interior.
—Tenemos servicio de bufet, donde podrá elegir lo que desee.
—Ah, gracias.
De modo que volvió a atravesar la terraza, avergonzada y convencida de que todos los ojos estaban clavados en ella. Sus ojos iban de un lado al otro, deteniéndose en los otros comensales. Además de las parejas glamurosas, también había familias ideales con mamis rubias, papis guapísimos y niños súper educados vestidos con camisetas de Junior Dior. Se sentía como una leprosa.
La imagen del bufet la animó un poco. Cualquier comida que se le ocurriera estaba presente: queso, fiambre, fruta, yogur, salmón ahumado, cereales, pasteles con una pinta para chuparse los dedos y varios tipos de pan. Su estómago protestó con un rugido. No pensaba repetir más veces el paseíto por la terraza, de modo que tenía que ingeniárselas para llevarse todo lo que pudiera en un plato. Comenzó con las fresas y las uvas, añadió una rebanada de pan, y después unas lonchas de jamón cocido. ¿Y si cogía un pastel? Además, había una bandeja tapada con un revuelto de huevos, beicon y champiñones. Le encantaban los desayunos calientes... Después de haber estado a dieta durante meses, era hora de comer a dos carrillos. De modo que siguió llenando el plato, que ya estaba a rebosar.
—Alguien tiene hambre —escuchó que alguien decía tras ella con sorna.
Se volvió y allí estaba Vanessa, vestida con pantalones de pinzas beige y un jersey de punto de manga corta de color azul. Solo llevaba tres uvas en un plato.
—Ayer no comí mucho —se apresuró a explicar.
—Por supuesto —replicó la mujer—. ¿Se ha pensado mejor lo del cambio de suites?
De modo que no sabía nada del encuentro en la sauna...
—Sí. Me quedo donde estoy.
—Muy bien. Es una lástima que no asista a la fiesta del estreno. Pero claro, supongo que su... marido... y usted tendrán otras cosas que hacer. —Su largo cuello se estiró un poco más para echar un vistazo por la zona—. ¿Dónde está?
—No se encuentra muy bien esta mañana —contestó a modo de evasiva antes de despedirse con un gesto de la cabeza—. Adiós.
—Adiós. Que disfrute del resto de su... luna de miel.
Irritada por el encuentro, el desayuno apenas la reconfortó. El jamón estaba buenísimo, el pastel delicioso y los huevos poco hechos, como a ella le gustaban. No sabía si le quedaba sitio para el resto de la comida que tenía en el plato. Sin embargo, no tenía por qué comérselo todo en ese momento. Podría llevársela y guardarla para luego, y así solucionaba el problema de tener que gastarse una pasta en comida, ¿no? Joder, ojalá se le hubiera ocurrido coger un bolso. Claro que siempre quedaba la enorme servilleta... echó un vistazo a su alrededor para comprobar que nadie la miraba y tras extender la servilleta, cogió dos lonchas de salmón ahumado, una rebanada de pan de centeno, unos cuantos trozos de kiwi, un yogur y una bola de queso mozzarella, y lo envolvió todo. Por fin podría hacerse unos sándwiches en la habitación y no tendría que sufrir la dura experiencia de que la atracaran en las terrazas de cafeterías cutres.
Apuró el café y volvió a mirar a su alrededor. La terraza estaba quedándose vacía y solo quedaban unas cuantas parejas. Convencida de que nadie la observaba, ató rápidamente la servilleta y se la metió bajo la camiseta. Se puso en pie despacio y se encaminó a las escaleras con la mano en la barriga.
—¡Hola!
Era Marian, la mujer que había conocido el día anterior y que la saludaba en ese momento desde la mesa que ocupaba en un rincón. A su lado estaba Roger, con la vista perdida en un yogur y cara de pocos amigos.
—¿Cómo estás? —le dijo la mujer alegremente, haciéndole un gesto para que se acercara.
Sin quitarse la mano de la barriga, se acercó despacio.
—¡Hola! —exclamó con alegría.
—¿Cómo va tu luna de miel? —le preguntó la mujer—. Lo siento, pero no recuerdo tu nombre.
—Amy —le dijo al mismo tiempo que Marian alzaba las manos, encantada, y señalaba el bulto de su barriga.
—¡Vaya, vaya! Ayer no me di cuenta. Enhorabuena.
—De penalti, ¿no? —soltó Roger con una carcajada, repentinamente mucho más contento que antes.
—Esto... sí. Ja, ja, ja. En fin, cosas que pasan...
—Me extrañó verte coger tanta comida en el bufet —confesó Marian—. ¿Para cuándo lo esperas?
—Para Navidad... —respondió con voz insegura.
—¿¡De verdad!? —La amplia frente de Marian se llenó de arrugas mientras hacía los cálculos—. Pues tienes una barriga enorme. Y sé un poco de estas cosas, porque trabajaba como comadrona.
—A lo mejor son gemelos —sugirió Roger con sorna.
—¡Rog! —exclamó Marian, dándole un guantazo en la mano—. ¿Dónde está tu marido?
—Está... ha vuelto a la habitación. Tenía que hacer una llamada de trabajo.
—¡Estos hombres...! Siempre tan ocupados. —Le sonrió con complicidad femenina—. Me cuesta horrores evitar que Roger no se cuelgue del dichoso móvil. ¡Y del ordenador! Siempre viendo los resultados de los partidos de criquet o sabrá Dios el qué...
—Sí, bueno... —Echó un vistazo a su alrededor en busca de la manera de zafarse de la pareja cuanto antes—. Hasta luego. Que os lo paséis bien.
Siguió caminando con la mano en la barriga como si estuviera embarazada, bajó las escaleras de la terraza y atravesó el vestíbulo en dirección al ascensor. Pulsó el botón y las puertas se abrieron. Entró y las observó cerrarse.
—¡Espere, espere! —escuchó que gritaba una voz masculina.
Era ese antipático señor Doubleday a quien había conocido el día anterior. Buscó el botón que detenía el ascensor, pero no lo encontró.
—¡Le he dicho que espere! —exclamó el hombre de nuevo, al tiempo que introducía un brazo entre las puertas para que volvieran a abrirse—. Muchas gracias por su ayuda —masculló mientras entraba.
Lo seguía una mujer mucho más joven de rostro redondo y facciones bonitas, pelo largo, y tal vez dos tonos más claro que su color natural a juzgar por su tono de piel, y un top que había visto en Chloé el día de la épica búsqueda de zapatos de novia. La mujer le sonrió a modo de disculpa.
—¡Lo siento! —se disculpó ella mientras las puertas volvían a cerrarse como las cortinas al final del primer acto—. Lo intenté.
—El tres, pulse el tres —masculló el señor Doubleday mientras extendía el brazo para alcanzar el panel. De repente, le dio un codazo y sus provisiones salieron despedidas de debajo de la camiseta hasta acabar en el suelo del ascensor—. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que sufre de algún desorden alimenticio? —le preguntó al tiempo que el ascensor anunciaba que habían llegado a la tercera planta.
—Es para mi marido —soltó y se arrodilló para coger un despachurrado pastel y un par de lonchas de jamón cocido. La mujer se agachó y tras coger un panecillo un poco sucio, se lo ofreció.
—Vamos, Lisa, esta es nuestra planta —dijo el señor Doubleday, que procedió a llevarse a la mujer prácticamente a rastras.
Las puertas se cerraron y antes de que pudiera detenerlo, el ascensor bajó de nuevo. Todavía estaba de rodillas cuando las puertas se abrieron y entró Vanessa.
—¡Ah, hola de nuevo! —exclamó con una sonrisilla burlona y los ojos clavados en la comida que llevaba entre los brazos—. Seguimos hambrientas, ¿no?
—Es para mi marido —repitió.
—Hay una cosa llamada «servicio de habitaciones» —replicó la mujer sin más justo cuando las puertas se abrían en la cuarta planta—. Que disfrute del picnic —añadió antes de salir.
Y ella se quedó echando humo por las orejas.
Capítulo 10
Como a Amy, a Hal también lo despertó el teléfono.
—¡Me cago en la puta, joder! ¿¡Quién coño será!? —Agarró el auricular—. ¿Sí?
—Buenos días, Hal. —La voz de Vanessa era tan suave como el alabastro—. ¿Cómo lo llevas?
—Hasta que me has despertado, bien.
—Lo siento —se disculpó, aunque no lo sentía—. La primera rueda de prensa es dentro de una hora. He pedido que te suban el desayuno. Lo tendrás ahí en cinco minutos. Yo me pasaré dentro de media hora para ponerte al día.
Colgó y volvió a apoyarse en la almohada mientras rememoraba los acontecimientos de la noche anterior. ¡Joder! ¿Quién era esa chica que lo había oído tirarse un pedo? Según le había dicho, estaba de luna de miel, aunque seguramente fuese una periodista de incógnito que en ese mismo momento estaría hablando por teléfono con News of the Screws,2 sacando a la luz sus problemas de flatulencia. Y la cosa no era para reírse. Tal vez tuviera algo serio. Como un cáncer de colon. Justo entonces recordó su otro problema y se palpó el pecho. Sí, allí estaba y mucho más grande. Un volcán lleno de pus que surgía entre el vello de su pecho. Mierda. A esas alturas debería haber desaparecido. Algo iba muy mal. Lo presentía. Podía pedir que le llevaran crema antibiótica o llamar a un dermatólogo, pero quería una solución mucho más rápida.
Alguien llamó al timbre.
—Sí. Adelante. —Se levantó de la cama y se puso el albornoz.
En ese momento entró el camarero con el carrito.
—Buenos días, señor Blackstock. ¿Cómo se encuentra esta mañana?
—No he estado peor en la vida —masculló, pero al ver que el camarero no había entendido nada, se arrepintió.
—¿Le sirvo café? ¿Lo hace usted?
—Sirve, sirve. —Dejar que otras personas hicieran todas las cosas por él hacía que se sintiera un poco ridículo, como si fuera el príncipe Carlos y alguien le pusiera la pasta de dientes en el cepillo o le acercara una taza donde hacer pis. Pero bueno, ¿por qué no? La fama era una putada, así que bien podía aprovecharse de sus beneficios. Hablando de beneficios...
»¿Podrías traerme agua hirviendo? —preguntó—. ¿Y una aguja? ¿Y pomada antibiótica? ¿Y tiritas? ¿Y una caja de cerillas?
El camarero reaccionó como si solo le hubiera preguntado por el tiempo.
—Aguja, pomada antibiótica, tiritas y cerillas —repitió muy concentrado—. Desde luego, señor Blackstock. Deme diez minutos.
Una vez que se fue, le echó un vistazo al desayuno. Una macedonia de frutas tropicales, una humeante taza de café espresso y un enorme vaso de zumo de naranja recién hecho. No era lo más emocionante para empezar el día, pero sí lo necesario si quería mantenerse en forma. Cuarenta y tres... Era deprimente ver que el tiempo pasaba tan rápido. Evidentemente todo ese rollo sobre «el hombre más sexy del mundo» era ridículo, pero (invirtiendo el chiste del pedo de Jeremy) mejor dentro que fuera.
Observó la habitación, deteniéndose un instante en el elegante mobiliario, en la pantalla de plasma y en las puertas que daban a la preciosa terraza. Quince años antes habría gritado de alegría al verse en una suite semejante. Recordó el día que se alojó en el Ritz en Madrid. Cuando entró en la suite se puso a dar saltos en la enorme cama, pasó por todos los canales que ofrecía la televisión y se quedó muy impresionado al ver el paraguas que había en el armario. Marina, entretanto, se dedicó a guardar en su bolso todos los botecitos de champú y de acondicionador de pelo antes de llamar al servicio de habitaciones para que llevaran más.
—Eres capaz de llevarte cualquier cosa que no esté atornillada al suelo —le dijo en broma.
Ella asintió con la cabeza, contentísima.
—Pensarán que hemos ganado un concurso o algo así.
Marina... Había disfrutado del viaje mucho más que él. En Estados Unidos todo el mundo los veía como una pareja glamurosa y pija, cuando en realidad los dos procedían de familias normales y corrientes. Sus orígenes eran ligeramente mejores que los de Marina. Había crecido en Didcot, un pueblo horroroso de Oxfordshire. Su madre trabajaba de secretaria y su padre regentaba una tienda de muebles especializada en dormitorios que poco a poco se convirtió en una pequeña cadena, de modo que los ingresos le permitieron costear los estudios de sus hijos en un colegio público de segunda.
Los otros niños se habían burlado de él sin compasión. «¡El padre de Henry vende camas! ¡El padre de Henry vende camas!» Y Henry, tal como lo llamaban por aquel entonces, se moría de la vergüenza y prometió que jamás se dedicaría a un trabajo tan servil. Dejando las burlas aparte, el colegio le encantaba. Siempre fue uno de los alumnos más destacados y, de eso no cabía duda, el más agraciado físicamente. Todas las niñas de los colegios de chicas de la zona estaban coladitas por él. Durante el bachillerato se tiró a las que estaban más buenas. Hasta Marianne Powers, la más difícil de todas, cedió a sus encantos.
Consiguió entrar en Cambridge, siendo el quinto alumno del instituto que había logrado hacerlo en veinte años. Y fue en Cambridge donde comenzó a reinventarse.
El primer día de universidad comprendió que había dos grupos diferenciados de estudiantes. El mayoritario estaba formado por los empollones procedentes de colegios mediocres como el suyo que siempre habían hecho los deberes y aprobado los exámenes y que tenían la intención de seguir haciendo lo mismo (aunque para mejorar sus currículos solían practicar alguna actividad extracurricular como el remo) para después conseguir buenos empleos.
Y el segundo grupo estaba formado por la gente guapa, por los que habían asistido a los mejores colegios, por aquellos para los que ir a Cambridge era un derecho de nacimiento y no solo porque sus fantásticos genes los hubieran dotado con cocientes intelectuales altos, sino porque sus familias tenían vínculos con las distintas facultades que se remontaban a trescientos años de antigüedad. Una vez que estaban allí, no tenían la menor intención de molestarse en estudiar. Preocuparse por algo tan burgués como una carrera era el colmo de la vulgaridad. No, ellos iban allí para asistir a fiestas, para organizar desayunos con champán, para tirar a los otros al río de cabeza y para disfrutar del sexo a tope.
Esos estudiantes se matriculaban en carreras como filología inglesa o historia del arte, llevaban pantalones pirata, polos y zapatillas de deporte de marca. Y él ansiaba con todas sus fuerzas formar parte de ese grupo. Sin embargo, había varios obstáculos en su camino. En primer lugar, estaba en el Girton, uno de los colegios más anodinos de toda la universidad, mientras que los demás estaban en el Trinity. En segundo lugar, estudiaba francés e italiano, que no era tan hortera como las matemáticas o la ingeniería, pero que se consideraba algo «serio» de todas maneras. Y en tercer lugar estaba el hecho de que la gente guapa había asistido al mismo colegio durante la secundaria y el bachillerato, mientras que su único conocido era Nigel Wilson, que llevaba un anorak y ocupaba un puesto importante en la Real Ale Society, una asociación que pretendía extender el consumo de cerveza tradicional... No obstante, tenía algo a su favor: su físico. Pelo rubio. Ojos azules y pestañas largas y oscuras. Nariz recta. Labios carnosos y mentón cuadrado. Atributos que le conferían unos orígenes engañosamente aristocráticos.
Con ese físico no le resultó difícil colarse en el círculo dorado. Las chicas, con su refinado acento y sus cutis perfectos que delataban una alimentación exquisita, querían acostarse con él y los chicos lo aceptaron como uno más. De modo que abandonó a Nigel con mucho disimulo y comenzó a pasar tanto tiempo en el Trinity o en la cafetería más cercana a la facultad de historia del arte que prácticamente todo el mundo supuso que era uno más. No tardó en perfeccionar su imagen. Se deshizo de los vaqueros y de las zapatillas de deporte que había llevado consigo y en su lugar aparecieron zapatos tipo Oxford y una chaqueta confeccionada en tweed, adquiridos en Oxfam. Organizó los tradicionales tés en los Backs (el terreno adyacente al río) y se encargó de servir sándwiches de huevo, de pepino y de berros, y té de la marca Earl Grey. Se unió a los Claustrofóbicos, una asociación elitista de bebedores que solo admitía doce nuevos miembros al año y que celebraba una cena anual donde se servían delicias como saltamontes fritos, y se esperaba que todos los miembros bebieran hasta vomitar. Comenzó a referirse a sus padres en público como «mami» y «papi».
Durante el segundo año comenzó a actuar en obras de teatro, más que nada porque Jemima Arthur-Hills, con quien estaba saliendo en aquella época, interpretaba a Julieta en Romeo y Julieta y lo convenció para que se presentara a la prueba. No consiguió el papel de Romeo, habría sido un poco fuerte dada su falta de experiencia, pero sí consiguió el de Mercutio, que seguramente sería mucho más interesante, y consiguió una crítica alucinante en el periódico universitario Varsity. A partir de ese momento le picó el gusanillo de la interpretación. Nunca había sabido quién quería ser, de modo que fue genial que le dieran una piel donde meterse. Consiguió varios papeles más en otras obras, recibió más alabanzas y se tiró a un sinfín de nenas monas.
Sin embargo, nunca consideró la interpretación como algo serio. Suponía que después de obtener la diplomatura acabaría trabajando en un banco, en una asesoría o en algún lugar de los que mencionaban sus compañeros cuando no les quedaba más remedio que hablar de algo tan vulgar como el mercado laboral.
Cuando llegó el tercer año de carrera, tuvo que marcharse al extranjero como el resto de los estudiantes que cursaban otros idiomas. Entusiasmado con la visión de las películas del tándem Merchant-Ivory, eligió Italia y le ofrecieron un puesto de asistente en un colegio de Roma. Si echaba la vista atrás, tal vez ese fuera el mejor año de su vida. Encontró un ático diminuto en el Trastevere, un antiguo barrio obrero que poco a poco iban colonizando los aspirantes a bohemios. Por las mañanas daba clases de inglés a los niños (todas las niñas estaban enamoradas de él y le dieron regalitos entre lágrimas al final del curso). Por las tardes daba clases en Intra-English, un colegio privado que acababa de firmar un contrato con el ejército para impartir clases de inglés a los alumnos de la escuela de marina.
Eso sí que fue la leche. La directora del colegio era una escocesa pasota llamada Sandra a la que le daba exactamente igual lo que los alumnos aprendieran siempre y cuando pagaran la mensualidad a tiempo. Todos los profesores tenían un libro de texto que seguían más o menos durante quince minutos antes de que ambas partes, profesor y alumnos, se aburrieran y comenzaran a hablar de la liga de fútbol italiana. En consecuencia, su italiano mejoró a pasos agigantados... y encima le pagaban. Cuando agotaban el debate del Lazio contra la Roma, jugaban a las cartas. Durante las partidas siempre insistía en que sus alumnos hablaran en inglés para que al menos se supieran los nombres de las cartas...
De vez en cuando le entraban los remordimientos y los obligaba a leer, normalmente un cómic o una revista. Les gustaba mucho Viz, y no tardaron en pronunciar y traducir a la perfección los chistes de doble sentido. La preocupación llegó años más tarde, cuando Italia fue uno de los países que envió tropas a Afganistán. Ya veía a sus chicos intentando negociar con el ejército talibán con un vocabulario soez y escandaloso...
Durante los largos períodos vacacionales encontró trabajo como guía turístico, enseñando la Ciudad Eterna a grupos de americanos adolescentes. Era un trabajo genial. Conseguía comisión en todos los bares y tiendas a los que los llevaba. Incluso se compró una impresora con la que falsificaba las entradas a ciertos monumentos cuya visita era gratuita para sacarse unas liras más. Todavía seguía descubriendo de vez en cuando entre las páginas del National Enquirer a alguna ama de casa de aspecto descuidado residente en Des Moines, Iowa, que afirmaba haber desvirgado a Hal Blackstock durante una apasionada noche en Italia.
Una vez de vuelta en Cambridge después de ese año sabático, las cosas cambiaron un poco. Casi todos sus compañeros se habían diplomado y habían aceptado empleos como becarios en entidades bancarias. Los fines de semana solía ir a verlos y se quedaba en las casas que compartían en Clapham o Battersea, aunque no le gustaba ni un pelo lo que atisbaba de sus vidas. Levantarse todos los días a las siete de la mañana, ponerse un traje, ir a la oficina en un vagón de metro atestado, hacer lo que fuera que se hiciera en la oficina durante todo el día y volver a casa. Que sí, que los sueldos eran decentes, pero vivían en una caja de cartón. Estaban atrapados.
Decidió esperar hasta los exámenes finales (en los que consiguió una estupenda nota que de vez en cuando sacaba a colación durante las entrevistas, cuando los periodistas insistían en su talento para la «comedia ligera») antes de tomar una decisión en firme. Sin embargo, acababan de salir las notas cuando su compañero Ben Balanton, un aspirante a director, le dijo que estrenaba una obra en Edimburgo durante el festival de teatro y le ofreció el papel protagonista. Aceptó sin pensárselo dos veces. La obra fue todo un éxito y acabó haciendo una gira por todo el país antes de llegar a Londres. Se buscó un representante y pronto le ofrecieron trabajos para televisión, teatro y cine. Antes de darse cuenta, era un actor con trabajo suficiente como para vivir decentemente.
Lo fundamental fue que jamás tuvo que esforzarse. Se conocía demasiado bien para saber que si se hubiera encontrado con un par de negativas seguidas, el asunto le habría resultado demasiado pesado y habría dejado la interpretación. Así que le sorprendía mucho encontrarse con otros actores que deseaban un papel con tantas ganas que serían capaces de tejer un jersey con sus propios intestinos para conseguirlo. Insistir con tanto ahínco... no, mejor dicho, el mero hecho de insistir ya era humillante en su opinión. Jamás estuvo más de dos meses seguidos sin trabajar y si cancelaban un proyecto, siempre llegaba otro a la semana o así. De todas formas, si las cosas no salían del todo tal como quería, tampoco le importaba mucho. Todo el mundo sabía que la interpretación no era un trabajo serio: uno se disfrazaba y le pagaban más de la cuenta por hacerlo. Era una vida mucho más interesante que las de sus amigos.
O eso pensaba en aquel entonces, reconoció de mala gana mientras se servía otra taza de café solo. De haber sabido lo que implicaba la fama mundial (las alfombras rojas, los festivales de cine en ciudades de tres al cuarto, los días como ese en concreto llenos de entrevistas), habría rellenado una solicitud para realizar cualquier trabajo burocrático.
Alguien llamó al timbre de la puerta, y allí estaba el camarero con todo lo que le había pedido. Seguro que lo había tomado por un drogadicto... Le dio una propina, no tan jugosa como le habría gustado porque solo tenía cinco euros en el bolsillo, y se metió en el cuarto de baño. El grano tenía más o menos medio centímetro de diámetro. Las circunstancias lo llevaron momentáneamente de vuelta al dúplex de Didcot, y creyó estar encerrado en el baño de la planta alta (era sorprendente que se hubieran apañado con un solo cuarto de baño), lidiando con los granos que fueron el único martirio de su adolescencia.
Recordaba perfectamente la técnica: metió la aguja en el agua hirviendo y se colocó la toalla caliente sobre el grano durante cinco minutos para reblandecerlo. Sacó la aguja del agua (se le había olvidado pedirle al camarero unos guantes de látex y tuvo que protegerse la mano con una toalla para hacerlo), encendió una cerilla y colocó la aguja en el centro de la llama. Sin pensárselo dos veces, clavó la punta de la aguja en el grano. Sufrió una breve punzada de dolor y la asquerosa sustancia que tenía en el interior acabó en la toalla. Acto seguido lavó la herida, la cubrió con pomada antibiótica y la protegió con una tirita. Eso bastaría.
El timbre de la puerta sonó de nuevo.
—Hal —lo llamó Vanessa—, te esperan abajo.
—Sí, ya lo sé. Me estoy vistiendo.
—¿Puedo pasar? Te pondré al día mientras te arreglas.
Capítulo 11
Vanessa llevaba una carpeta en las manos.
—Muy bien. Esta mañana tenemos una mesa redonda con seis periodistas; cuatro europeos, un neozelandés y un japonés, así que no debería ser problemático. Después tienes una entrevista con la edición italiana de Marie Claire. Y luego otra entrevista con Christine Miller del Daily Post, y una sesión de fotos para terminar.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no me opero a corazón abierto con un cuchillo de mantequilla?
—No, Hal, ni pensarlo. Todo saldrá bien.
—¿Les has dicho que nada de preguntas sobre Flora?
—Sí, pero ya sabes que las harán de todas maneras.
—Si me preguntan sobre Flora, me largo.
—Ni hablar. Dirás: «Sin comentarios».
—¿Por qué? —preguntó enfurruñado mientras se ponía los calcetines.
—Porque si dejas la entrevista a medias, mañana habrá titulares en medio mundo. Las revistas de cotilleos harán el agosto diciendo lo desagradable que eres y el poco sentido del humor que tienes.
—No es verdad.
—Te aconsejo que te comportes, Hal. Es lo único que te digo. ¿Estás listo?
—Qué remedio...
Salieron de la suite, se metieron en el ascensor y bajaron cuatro plantas.
—Solo serán veinte minutos —le aseguró Nessie.
Suspiró. Al principio de su carrera había disfrutado de la publicidad que acarreaba el trabajo, de la oportunidad de coquetear con las entrevistadoras guapas y decir cosas escandalosas. Pero en los últimos tiempos se había convertido en una carga. El comentario más nimio se repetía fuera de contexto. Eso fue lo que pasó cuando bromeó con un chico atractivo que trabajaba para Attitude sobre que le gustaba Jude Law y el comentario acabó en un «¡Soy gay!, declara Hal». Dado que ya tenía un hijo homosexual, a su madre no le había hecho gracia ninguna. Claro que cada vez había más aspectos de su trabajo que le resultaban cargantes, por no hablar de que con cuarenta y tres años ya comenzaba a estar talludito para las comedias románticas, que eran su especialidad; el problema era que nunca le llegaban los papeles dramáticos y con enjundia. Esos iban todos para Sean Penn y Philip Seymour Hoffman.
Y luego estaba lo de El carro de las manzanas. Desde la primera página del guión supo que era una mierda. Pero le debía una a Ben por impulsar su carrera. Además, le brindaba la oportunidad de protagonizar la película junto a Justina Maguire, la actriz más cotizada en Hollywood últimamente y a quien Marina odiaba. Decidió aceptar el papel por su cuenta; a Callum, su representante, no le hizo mucha gracia a pesar de que se embolsaría el diez por ciento de su caché. Flora le había instado a que lo rechazara.
—Tienes que serle fiel a tu integridad artística —le dijo ella.
Pero él no tenía integridad artística. De hecho, no estaba seguro de tener integridad de ninguna clase. De modo que firmó en la línea de puntos. Vale, tal vez la película fuera un pestiño, pero ¿a quién le importaba?
Seguiría los pasos de su héroe, Michael Caine, que una vez le dijo a otro tío: «No he visto la película, pero he oído que es espantosa. Aunque sí he visto la casa que ha pagado dicha película, y es estupenda».
Claro que una cosa era bromear sobre esas cosas con tus colegas y otra muy distinta abrir las revistas, como había hecho cuando estrenaron El carro de las manzanas en Estados Unidos, y leer las primeras críticas negativas unánimes sobre su carrera. «Blackstock vuelve a pasar de puntillas por un papel como si le aburriera todo lo que sucede a su alrededor», eso fue lo más leve que dijeron sobre la película. «Un desastre insalvable. Balanton y Blackstock deberían avergonzarse», fue una crítica recurrente. En su momento se había echado a reír y le había dicho a todo el mundo que tenían razón, pero por dentro estaba destrozado. ¿Por qué no le había hecho caso a Flora? Había acabado siendo un hazmerreír. Y lo peor era que todo el mundo decía que había más química entre los presentadores del telediario matinal que entre Justina y él. Marina seguro que se partió al leer eso.
Y en ese momento iba a tener que soportar otro interrogatorio sobre por qué aceptó participar en semejante fiasco. Aprieta los dientes y aguanta el tirón como un hombre, se dijo, y luego añadió la frase preferida de Marina: «Es mejor que rascarse el culo en la casa de tus viejos».
¿O no?
—Voy a dejar este mundillo muy pronto —masculló entre dientes mientras recorría el pasillo en dirección a la sala de conferencias—. Me aburre. No presenta ningún desafío. Voy a escribir mi novela. Voy a conseguir que sea importante. —Sopesó la idea de decírselo a los periodistas, pero decidió que era mejor no hacerlo. Ese tipo de declaraciones podían explotarte en la cara. Lo mejor sería presentárselo al mundo como un hecho irrevocable.
Estaban esperándolo sentados a la mesa.
—Vaya, vaya, es muy amable que hayáis venido todos para ver a este pobre viejo. No sé por qué os habéis molestado.
Todos se echaron a reír, y eso lo relajó. El numerito de rebajarse siempre funcionaba. Extendió los brazos en gesto humilde.
—¿Bueno? ¿Qué puedo hacer por vosotros?
Un hombre bastante ansioso con gafas gruesas y un polo, que estaría mucho más a gusto escribiendo ensayos sobre la reconstrucción política para alguna revista de arte minoritaria en vez de preguntándoles a las estrellas de cine qué colonia usaban, se inclinó hacia delante.
—Thomas Schlieffer, de la edición alemana de Glamour. Señor Blackstock, en su opinión, ¿la forma de Ben Balanton de hacer cine se describiría mejor como posmodernista o como nouvelle vague?
Le metió la grabadora bajo la nariz mientras asentía con la cabeza.
—¿Ben? —preguntó él al tiempo que se sentaba a la mesa y miraba a los presentes—. ¿Su forma de hacer cine? Diría que es más del estilo «el estudio me ha dado un cheque enorme, así que vamos a hacer esta mierda de una vez». —Abrió la boca para sonreír de oreja a oreja. La mitad de los periodistas soltaron una carcajada para reírle la gracia, mientras que la otra mitad parecía haberse quedado sin habla.
—¿De verdad es tan cínico? —preguntó el alemán como si acabara de escuchar que un huracán había barrido su casa.
Hal miró a Nessie, que estaba sentada en un rincón, y vio que movía la cabeza un poquito. Vale. Había llegado el momento de dejar de hacer el tonto e ir a lo seguro.
—Lo siento, chicos, solo era una broma. Nada más lejos de la realidad. Ben es un artista estupendo. Trabajar con él ha sido una experiencia maravillosa. Y no solo con él. Me refiero a todo el equipo, a todo el elenco de actores, todos eran muy profesionales y divertidos. Nos reímos muchísimo. Y creo que es lo mejor que ha hecho Ben en mucho tiempo.
—¿No cree que con respecto a trabajos como Analizando el amor es un pinchazo hacer una película sobre un granjero y su perro? —preguntó una mujer de mediana edad con unos dientes enormes. Era fea y tenía razón en lo que había dicho. La odió al instante.
—¿Y usted es...? —preguntó él.
—Helena de Moretti, de la edición italiana de Vogue.
—¿Italiana? ¿No quiere preguntarme sobre el tiempo que pasé en Italia como estudiante?
—No, gracias.
No le hizo caso.
—Es genial estar de vuelta. Viví en Roma un año a los veinte. Una de las mejores etapas de mi vida. Conducía una Vespa, vivía en un ático en el Trastevere, enseñaba inglés, aprendía a cocinar...
—¿Tenía novia? —preguntó una joven de pelo oscuro y voz ronca.
—Mmm. Bueno, claro, ¡tenía algunas! Las mujeres italianas... Ya sabéis.
La habitación estalló en carcajadas y sonrió, satisfecho por haber esquivado las preguntas incómodas. Pero la italiana fea insistió.
—Le he preguntado, señor Blackstock, si cree que El carro de manzanas es un pinchazo.
Vale, respira hondo, cuenta hasta diez, sé paciente.
—No, qué va, no es un pinchazo. Lo que quiero decir es que sí, Analizando el amor es una obra maestra, pero hay lugar para todo en este mundillo. El carro de las manzanas es una historia muy dulce. Está pensada para que la gente se ría, para alegrarles el día, y hay lugar para algo así en este miserable mundo, creo que todos estarán de acuerdo conmigo en eso. ¿Siguiente pregunta?
Un japonés con traje le acercó la grabadora.
—Señor Blackstock, Junichiro Kanai, de Tokyo Tights. ¿Ha estado alguna vez en Tokio en primavera?
¡Sí! ¡Esa pregunta era de las buenas!
—He estado allí, y es una ciudad preciosa. Los cerezos en flor son... preciosos y... —Si se alargaba bastante con el tema, pondría de uñas al resto de periodistas y no les dejaría tiempo para hacerle preguntas sobre el declive de su carrera. Cuando estaba terminando su disertación, la única tía buena de la habitación, una rubia con mirada maliciosa, carraspeó.
—Señor Blackstock. Marion Demazière, de Jeunesse Française. ¿Es cierto que tiene una prima francesa?
Genial. Otra pregunta buena. Le gustó esa periodista. Tal vez pudiera conseguir su teléfono y... pero no.
—No, no es cierto. Aunque ojalá lo fuera. Porque las francesas son maravillosas. Las adoro. Creo que son las mujeres más sexys de la tierra. Sí, me encantaría tener una excusa para visitar Francia con más frecuencia.
—Pero ¿qué opinaría Flora sobre eso? —preguntó la italiana con astucia.
Mierda. Había caído en la trampa él sólito.
—A Flora también le gusta mucho Francia —respondió con voz gélida.
Todos comenzaron a apuntar frenéticamente en sus cuadernillos. Al otro lado de la habitación Nessie puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, solo queda tiempo para otra pregunta —dijo Nessie con firmeza.
Le tocó a un hombre delgaducho y alto.
—Hola, Jim Pallett de New Zealand Age. ¿Conoce a Russell Crowe?
—Sí, pero... ¿qué tiene eso que ver con El carro de las manzanas?
—Nada, pero es un compatriota.
—¿No es australiano? —Al ver la expresión herida del hombre, cambió de rumbo—. Claro. Por supuesto. Bueno, conozco a Russell y es un tipo encantador. Muy gracioso. Por supuesto, no lo conozco demasiado bien, pero...
—¡Muy bien! —exclamó Nessie—. Se ha acabado el tiempo.
—Ay, por favor, una pregunta más —musitó el bomboncito francés.
—Una más —concedió Nessie con magnanimidad, como si le hubiera dado la tarjeta de crédito y el número secreto del sultán de Brunei.
Se preparó para «¿Cómo van las cosas con Flora?». Bajo la camiseta sintió que algo comenzaba a palpitar. Se llevó la mano al corazón. ¡Dios mío!, el grano había crecido, se había hinchado más y ya tenía el tamaño de un huevo duro bajo el esternón. Mierda. Eso no era nada bueno. Se moría por engancharse a internet y comprobar qué era.
—¿Ha hablado con Marina sobre su compromiso? ¿La ha felicitado? —Mientras hablaba, la mujer le puso una revista bajo las narices en la que se veía a una sonriente Marina en la portada.
—¿Marina se ha comprometido? —preguntó él. El corazón se le hinchó como un globo, pero mantuvo la voz firme y la sonrisa en su lugar. Miró la revista con más atención.
Y allí estaba, el amor de su vida durante diez años, en los brazos de ese imbécil de Fabrizio con su bronceado artificial.
—¿No lo sabía? —Todos se incorporaron. Empezaron a escribir a toda velocidad en sus cuadernillos. Le metieron tres grabadoras bajo las narices.
—Chicos —intervino Nessie—, eso solo son rumores...
—No, no es un rumor —la corrigió la italiana—. Reuters lo confirmó hace una hora.
—Y el señor Blackstock hablará con la señorita Dawson para felicitarla de todo corazón cuando llegue el momento.
—Sí —confirmó él cuando lo miraron expectantes. Le pitaban los oídos. Tenía la sensación de que estaba en las nubes y se veía desde allí arriba—. Sí, eso haré. Estoy muy contento por Marina y Fabrizio y les deseo lo mejor.
Nessie se levantó.
—Muy bien, creo que ya tenéis bastante por ahora. El señor Blackstock está muy ocupado. Gracias a todos por venir.
—Gracias —repitió él mientras se levantaban entre protestas—. Gracias. Os agradezco el tiempo que me habéis dedicado. —Miró su Rolex. Le daba tiempo a volver a su habitación y ver las noticias antes de la siguiente entrevista. Cuando salía de la sala de prensa, oyó hablar al japonés y a la francesa.
—Una lástima. Nos habría ido mejor si hubiéramos entrevistado a Justina Maguire, está en el candelero.
—Y tanto —convino la francesa—. Nosotros también queríamos entrevistarla a ella, pero solo va a concederle una entrevista al Vogue norteamericano. Así que tuvimos que conformarnos con Blackstock.
Capítulo 12
Amy había esperado que su primer día completo en Roma fuera mejor que el primero, pero al final resultó más caluroso, más solitario y más frustrante. Por la mañana decidió ir al Vaticano. Cogió el metro, que parecía patético comparado con el de Londres, porque creyó que sería menos estresante que caminar y la idea de un autobús le resultaba aterradora por la posibilidad de no saber cómo pagarle al conductor ni de dónde bajarse. Se encontró encerrada en un vagón con tres niños gitanos que la incordiaron para que les diera dinero. Les dio un par de monedas, pero con eso solo consiguió que siguieran insistiendo, de modo que tuvo que bajarse en la siguiente parada y esperar al siguiente para que la dejaran tranquila.
Había planeado visitar los museos del Vaticano y la capilla Sixtina, pero estaba todo cerrado por alguna festividad católica. De modo que se encaminó a la basílica de San Pedro, pero estaba a punto de cruzar las enormes puertas cuando una monja la cogió del hombro y la sermoneó por pensar siquiera en entrar en el lugar más sagrado de la cristiandad en pantalones cortos.
—Pero... —protestó ella, y señaló al hombre que tenía delante, que llevaba una camiseta con un logo que rezaba «Los surferos lo hacen de pie». Sin embargo, la monja no cedió.
—Debería darle vergüenza —le dijo al tiempo que se santiguaba.
Derrotada, compró una porción de pizza de un puesto de comida para llevar y se la comió de pie a modo de almuerzo a la sombra de un plátano. Tras estudiar la guía con detenimiento y descubrir que casi todos los monumentos cerraban el lunes, decidió mirar escaparates aunque quería reservar esa actividad para cuando Gaby llegara. Sin embargo, como era la hora del almuerzo, casi todas las tiendas estaban cerradas y no abrirían hasta las cuatro, así que en lugar de ver tiendas se dedicó a deambular por las callejuelas empedradas de lo que allí denominaban el «casco histórico» con un ojo pendiente del móvil por si la llamaban y no lo oía, cada vez más desanimada. Le dio vueltas y vueltas a su situación. Había perdido la posibilidad de tener un futuro con el único hombre al que había amado de verdad. ¿Había sido demasiado exigente? ¿Debería haber negociado los términos? Al fin y al cabo, nadie era perfecto.
Entretanto los puñeteros pantalones cortos no paraban de darle problemas. Nada más verla, los conductores tocaban el claxon como los jinetes tocarían el cornetín cuando avistaban a su presa en una cacería. Los comerciantes, que estaban resguardados a la sombra, siseaban como serpientes. Los que iban en moto, aunque llevaran a mujeres de paquete, aminoraban la velocidad y mascullaban comentarios que estaba convencida de que eran escandalosas obscenidades.
Comenzó a sonar el móvil. El rayito de esperanza volvió a brillar en su interior, pero el identificador de llamada lo apagó de un plumazo.
—Hola, mamá —dijo, esforzándose por parecer animada.
—¡Cariño! ¿Dónde estás? ¿Estás con Doug?
—No, mamá. Estoy en Roma. En mi luna de miel. Sola.
—¡Ay, cariño! ¿Y no has tenido noticias suyas?
Apretó los ojos con fuerza como si estuvieran a punto de pegarle un puñetazo en la cara.
—Ni una palabra —confesó.
—Ay, Amy... —Percibió la decepción a través del teléfono.
Sus padres tenían tantas esperanzas puestas en ella que resultaba aterrador. Era hija única, nacida bastante tarde después de años de falsas esperanzas, y habían sacrificado mucho (todo en balde, como Gaby solía señalar) para que ella pudiera hacer clases de ballet, de judo y de violín, para asegurarse de que iba a un buen colegio y a una buena universidad. El día que se licenció como médica fue el más feliz de sus vidas, el día que se prometió con Doug casi el segundo más feliz. De hecho, el día que llevó a Danny a su casa fue el segundo más feliz. Doug nunca les había caído muy bien, pero habían fingido que era así.
Era maravilloso que la quisieran de esa manera, pero también podía resultar agobiante. En ocasiones, solo quería que su madre la abrazara con fuerza. Sin embargo, solía terminar siendo ella quien consolaba, fingiendo que su maltrecho corazón apenas si había sufrido daño.
—No te preocupes, te lo pido por favor, mamá. Estoy bien.
—¡Es que no lo entiendo! Estoy muy enfadada con Douglas. ¿Cómo ha podido hacerle esto a mi pequeña?
—Mamá...
—¿Quieres que lo llame?
—¡No!
—Esto... verás, cariño, todo el mundo está llamando por los regalos de boda. No es que les preocupe el dinero ni nada parecido, pero quieren saber qué hacer. ¿Vas a quedarte con los regalos como... como un premio de consolación? ¿O vas a devolverlos? Vamos, que es cosa tuya. Creo que la tía Joan te compró una tostadora y Joan Millikins un juego de croquet.
—Creo que deberías devolverlos. Pero no te preocupes. Ya me ocuparé de todo cuando vuelva a casa. Y mientras tanto... adivina quién se hospeda en el mismo hotel. ¡Hal Blackstock!
—¿¡Hal Blackstock!? —Eso la animó. Su madre siempre había tenido debilidad por Hal Blackstock, mucho más que por Harrison Ford, y cuando ponían una película suya, se cenaba delante de la tele con bandejas y se prohibían las interrupciones.
Le contó lo guapo que era, saltándose el detalle de su flatulencia, y cuando por fin colgó, su madre estaba mucho más animada, convencida sin duda alguna de que Hal Blackstock sería su futuro yerno. Ella, por su parte, se sentía peor que nunca. Se moría por llamar a Doug, pero en vez de eso marcó el número de Gaby.
—¿Cómo te va?
—Estupendamente —respondió mientras observaba a una policía con unos tacones imposibles y un uniforme ajustadísimo retocándose el maquillaje con la ayuda del retrovisor de un Fiat aparcado—. El hotel es increíble y... ¡adivina! Hal Blackstock se aloja en la misma planta que yo y quería que intercambiáramos habitaciones.
—¡No!
Le contó el incidente de la sauna y recibió a cambio unos cuantos jadeos y unos cuantos «¡No me lo puedo creer!» de lo más satisfactorios.
—¿Seguirá ahí el miércoles? Tengo la ecografía por la mañana. Sobre las diez o así.
—¿Crees que podrás estar aquí el miércoles por la noche?
—Desde luego. Saldremos a comer pasta. Me muero de ganas por estar ahí. Por cierto, supongo que no tienes noticias.
—Ni una palabra. Pero tampoco las esperaba.
—De todas maneras —comenzó Gaby antes de inspirar hondo con furia—, debería haberte llamado. Mierda, tengo que dejarte. Tengo a un cliente en la otra línea. Te llamaré mañana para decirte el vuelo. Te quiero.
«Te quiero.» Eso era lo que se suponía que debía decir un novio cuando terminaba una llamada, no tu mejor amiga.
Pero ¿cuándo había sido la última vez que Doug se lo había dicho? No durante esos últimos meses con todas las discusiones sobre la colocación de invitados, la elección de centros de mesa y el ensayo de los pasos para el primer baile. Pero ¿cuándo se lo había dicho ella, ya que estaba?
Mientras regresaba sin prisa al hotel, pensó en los primeros e idílicos días con Doug. Después de haber consumido un número apropiado de bebidas aquella noche de marzo y después de que Gaby e incluso Pinny (que mantuvo la boca cerrada aunque no dejaba de lanzarle dardos con los ojos) se hubieron marchado, acompañó a Doug al cochambroso piso que compartía en Pimlico para «escuchar música». Fingió que le interesaban los grupos góticos cuyas canciones le tocó y los dos parlotearon hasta las cuatro de la mañana, cuando por fin se produjo una pausa en la que ambos reconocieron en silencio que ya habían agotado todos los temas de conversación y que habían llegado a donde querían llegar y ya no podían esperar más. Así que Doug se abalanzó sobre ella.
A pesar de que estaban borrachos, el sexo fue espectacular. Jamás había experimentado nada igual. Después de pasar años sufriendo la postura del misionero con Danny, tuvo la sensación de que se había transformado en una actriz porno y de que todo el cuerpo le hervía de emoción, de que todos los músculos palpitaban al despertarse tras un largo sueño.
Por la mañana Doug se levantó y salió a comprar. Mientras él estaba fuera, aprovechó para buscar pruebas que delataran la existencia de otras mujeres, pero solo encontró un paquete medio vacío de Hob Nobs caducadas desde hacía más de siete meses bajo la cama, lo que le provocó una arcada, pero era algo tan distinto de Danny que no le quedó más remedio que echarse a reír. En ese momento, Doug regresó con el periódico y los cruasanes, y con él volvió el pánico de que solo fuera un rollo de una noche y que en cualquier momento la pusiera de patitas en la calle.
Claro que en su caso Doug sí que debería haber sido un rollo de una noche. Le había ocultado que tenía un novio que había estando salvando vidas esa noche mientras ella hacía el amor como una posesa. Se fue por la tarde, después de hacer el amor dos veces más. Tenía la boca seca cuando se despidió, pero luego Doug dijo:
—Oye, voy a pedirle a Pinny tu teléfono.
—Bueno... yo que tú no lo haría —se apresuró a decir, aterrada por lo que pudiera contarle Pinny—. No creo que deba saber lo nuestro... quiero decir, lo que ha pasado.
Doug se encogió de hombros.
—Me parece bien. Pin siempre ha tenido debilidad por mí. Bueno, pues dámelo tú ahora.
De vuelta a casa tuvo la sensación de que su piel estaba estirada al máximo, como si fuera demasiado pequeña para su cuerpo. Tenía un mensaje de Danny en el contestador diciéndole que se verían esa noche y que si le apetecía cenar en un indio y luego ver una película. Se sintió culpable por primera vez. Tal vez Danny no fuera el hombre ideal para ella, pero era un buen hombre y ella se estaba comportando fatal. Estaba preguntándose qué hacer, si debería cortar con él esa noche o si debería esperar un poco hasta averiguar la seriedad de las intenciones de Doug cuando sonó el móvil. Era Pinny. Miró el teléfono con miedo, como si fuera una barra de plutonio. Lo dejaría sonar. No, lo cogería. Porque aunque no quería hablar con ella, eso la acercaría más a Doug.
—¡Hola! —exclamó—. Anoche me lo pasé genial.
—¿Qué hiciste? —Pinny no sonaba tan alegre como de costumbre.
—¿A qué te refieres?
—Baz dice que te fuiste con Doug.
Se le puso el corazón en la garganta.
—Sí, compartimos un taxi para volver a casa.
—Pero no vivís cerca.
—Lo sé. Lo dejé en King's Cross.
—Vale, si tú lo dices…
—Claro que lo digo —replicó enfadada.
—Doug puede traerte problemas. Te lo aviso.
—No pasó nada, Pins.
Le contó la misma mentira a Gaby, que respondió de forma menos incrédula pero más preocupada. Y luego pasó un día espantoso, demasiado nerviosa para dormir, demasiado cansada para hacer algo provechoso, arreglándose las uñas y comprobando el teléfono. Esa noche Danny fue a su casa. Decidió que estaba demasiado cansada para embarcarse en una ruptura, así que cenaron comida india y vieron una película antes de lavarse los dientes juntitos e irse a la cama para dormir castamente... como cualquier noche de sábado. Al día siguiente Danny trabajaba por la tarde. Ella volvió a la cama y comenzaron a castañetearle los dientes por lo deprimida que se sentía al pensar que nunca más vería a Doug. Sin embargo, a eso de las seis, cuando ya estaba anocheciendo, sonó el móvil.
No dejo de pensar en la noche pasada. ¿Podemos repetirlo pronto? X
Antes de poder contenerse ya le estaba contestando con otro mensaje.
¿Qué tal ahora?
Y así comenzaron las tres semanas más emocionantes y agotadoras de su vida; tres semanas durante las que pasó todas las noches en los brazos de Doug y todos los días intentando mantenerse despierta gracias a la adrenalina y a las pastillas de cafeína; el resto del tiempo lo pasaba escribiéndole mensajes a Danny para decirle que tenía que trabajar hasta tarde y que ya lo vería el fin de semana. Debería haberse sentido mal, fatal, pero su obsesión por Doug le anestesiaba la conciencia.
Al final, cuando ya tenía los nervios destrozados y se aseguró en la medida de lo posible de que Doug quería ser su novio, hizo acopio de valor y le dijo a Danny que había otra persona. Se lo tomó tan mal como había esperado: lloró un montón, le rogó que se lo pensara mejor y le contó que se la imaginaba teniendo niños y envejeciendo juntos. Se sentía fatal por la situación, pero cuanto más le rogaba, más se convencía de que estaba haciendo lo correcto. Una vez que solucionó ese asunto, fue a casa de Doug, se metió en la cama con él y se olvidó de Danny para siempre.
Después de aquel día Danny la llamó llorando en un par de ocasiones a las tantas de la noche. Le escribió apasionadas cartas de amor que ella tiró sin leer. Tuvo pesadillas recurrentes sobre él y sobre cómo lo había soportado durante años. Pero al mismo tiempo se sentía muy afortunada de haber escapado de lo que parecía un largo y letárgico sueño para encontrar la verdadera pasión. El verdadero amor.
Capítulo 13
Los primeros meses con Doug fueron maravillosos. Después de lo que había pasado a considerar como «su período de Bella Durmiente», se transformó en la mitad de una pareja dedicada a asistir a fiestas y a disfrutar de la juventud y del dinero a manos llenas. Circulaban por Londres en la Vespa de Doug. Una noche, después de cenar en un restaurante de moda, hicieron unos cuantos kilómetros hasta las afueras en busca de un club coreano que recomendaban en un artículo. Hacían escapadas cortas a hoteles que estaban a la última y pasaban los fines de semana en pensiones cutres. Probaban un sinfín de drogas (como médica sabía que no era buena idea, pero como hedonista que acababa de entrar en la treintena estaba genial). Sus relaciones sexuales eran tiernas, apasionadas, imaginativas y explosivas.
Durante las pocas veces que se quedaban en casa y no se desnudaban, Doug se sentaba en el suelo e interpretaba para ella sus últimas composiciones con voz de falsete acompañado de su guitarra. De vez en cuando tenía que contener la risa cuando sonaba como un castrato, pero por regla general se sentía conmovida y agradecida de que lo hiciera. De haber seguido con Danny, estarían sentados como un par de pasmarotes viendo Gran Hermano VIP. En otras ocasiones, veían películas en blanco y negro subtituladas, acurrucados en el sofá. La película favorita de Doug era La dolce vita y la noche que la puso en el DVD fue una prueba de fuego.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó al final con una voz que le recordó a su profesora de primaria cuando le pedía que le recitara la tabla del ocho y que despertó en ella el mismo deseo de hacerlo bien.
—Increíble —contestó, asintiendo con entusiasmo.
En realidad, le había parecido un poquito dispersa y aburrida, pero Marcello Mastroianni estaba genial y Anita Ekberg en la Fontana de Trevi era la personificación del sexo. Doug asintió con la cabeza, satisfecho.
—Me encanta Roma —dijo—. Me encanta Italia. Los italianos llevan la vida perfecta, o la llevarían si tuvieran algunos grupos de música decentes. Utilizan todo su talento musical en la ópera.
—Nunca he ido a Italia.
—¿En serio? —Le acarició el pelo y sonrió—. Algún día te llevaré.
Sin embargo, el único sitio al que la llevaba era a los bolos de Ambrosial. El grupo solía tener un concierto semanal en algún bareto de mala muerte de Londres y su público iba aumentando poco a poco. Mientras los observaba, sentada en un lugar privilegiado entre bambalinas, no podía evitar sentirse muy orgullosa, y un poco pasmada, por haber conseguido (ella, Amy Gubbins, nacida y criada en Salcombe) a ese tío tan sexy, guapo y simpático. En comparación con Pinny siempre se había sentido un poco sosa, y en comparación con Gaby, un poco ingenua, pero con Doug a su lado se sentía contenta consigo misma de una vez por todas.
Gaby se había tomado lo suyo con Doug muy bien y le había dicho que Danny le caía muy bien, pero que su felicidad era lo primero y que siempre podría contar con su apoyo, fuera cual fuese su decisión. Pinny no había sido tan prudente.
—Como si no fuera obvio —le dijo con voz desagradable cuando se lo confesó—. En fin, te deseo buena suerte. Supongo que sabes dónde te has metido...
Su amistad con Pinny se enfrió a partir de ese momento. Su amiga comenzó a tratarla con desprecio y, por su parte, le resultaba muy difícil relajarse al lado de alguien que era mucho más guapa que ella y que encima tenía la mira puesta en su novio... aunque no era la única, claro. No tardó en acostumbrarse a las fans que se arrojaban a sus pies en cada concierto y a las mujeres que pasaban totalmente de ella mientras hablaban con Doug.
Sin embargo, y como por arte de magia, él parecía feliz con ella. Después de seis meses, le preguntó con mucho tiento si le gustaría conocer a sus padres y él le contestó con un bostezo que por qué no. De modo que fueron a Salcombe, a la casa donde creció. Sus padres, que se habían quedado destrozados con la pérdida del simpático de Danny, lo recibieron con los brazos abiertos mientras que él se mostró muy educado. Su abuela, a la que adoraba, consintió en salir de su casa para estar con ellos y se rió con todos los chistes de Doug.
—¿Qué te parece? —le preguntó a hurtadillas mientras sus padres le enseñaban a Doug el huerto.
—Es muy simpático, tesoro. Y muy guapo. Como ese chico de la tele.
—¿Quién? —preguntó, encantada.
—Ya sabes. Ese que hace de jurado con los cantantes. Muy estúpido, pero muy guapetón.
—¿Te refieres a Simon Cowell? —puntualizó, aunque sabía que era a él.
—Sí, a ese. Guapísimo.
Decidió ocultarle la conversación a Doug. Salvo por ese detalle, el encuentro fue todo un éxito. De camino a Londres le confesó que lo amaba y tras una brevísima pausa él le dijo que también.
De modo que ¿cuándo comenzó la cosa a ir cuesta abajo?
¿Cuándo comenzó a pensar que ya no flotaba en el aire, que de alguna manera y sin haberse dado cuenta sus pies comenzaban a tocar el suelo? Por mucho que lo intentó, no pudo recordar la primera noche que se metieron en la cama para dormir sin haber echado un polvo. Sin embargo, sí recordaba la sensación, una mezcla de ansiedad por la posibilidad de que se hubiera cansado de ella y de satisfacción por haber pasado al siguiente nivel de la vida en pareja, en el que además del sexo se compartía un amistoso compañerismo.
Ni tampoco recordaba exactamente cuándo habían pasado de ese punto a las excusas para no echar un polvo... por cansancio, porque el día había sido agotador en el trabajo, porque el libro estaba genial y quería acabar el capítulo antes de irse a dormir, porque estaba enfadada por culpa del anciano al que había atendido y cuya hija quería echarlo de casa cuando no tenía ningún otro lugar adonde ir. Sin embargo, esa desgana era ocasional, y Doug siempre conseguía camelársela. Ya dormiría cuando estuviera muerta. Lo que no se tomaba con tanta filosofía era que la arrastrara a algún concierto en algún pub cutre fuera de Londres del que volvían a las dos de la mañana, aunque siempre iba. La amenaza de Pinny y de las fans estaba siempre presente y no podía pasarla por alto.
Doug se mudó a su casa después de nueve meses. No lo discutieron a fondo. El dueño del piso donde vivía en Pimlico le dio el aviso de que tenía que desocuparlo y al día siguiente se presentó en la puerta de su casa en el coche de Pinny y comenzó a descargar un montón de bolsas de basura negras.
—¿Estás bien, Doug? —escuchó que le preguntaba Pinny mientras lo ayudaba a subir la última bolsa por las escaleras—. Recuerda que mi habitación de invitados sigue libre si la cosa no sale bien.
A pesar de las semanas que necesitó para recuperarse de la sorpresa, se sentía eufórica. Aunque le avergonzara reconocerlo, se dio cuenta de que albergaba una fantasía sacada de los anuncios de televisión en la cual se levantaban tarde un domingo por la mañana e iban a comer a un restaurante donde habían quedado con los amigos, o bien Doug cortaba las verduras antes de que ella las cocinara en un wok siguiendo una receta exquisita.
La realidad, por supuesto, fue un poco distinta. Ni siquiera se había planteado cómo guardar todas las cosas de Doug en un espacio tan reducido. Había cajas y cajas de discos compactos y cientos más con discos de vinilo, de cuando el hombre cazaba mamuts de pelo largo, y que nunca ponía porque no tenía tocadiscos, aunque se negaba en redondo a deshacerse de ellos. Sin embargo, las posesiones musicales no eran nada comparadas con el resto de sus cosas. Por ejemplo, su gigantesco reloj Swatch que ocupaba una pared entera. Era de color amarillo chillón y azul, y en el centro tenía un canguro cuyos brazos señalaban la hora.
—¿No es una caña? —le preguntó él con una sonrisa—. Podríamos ponerlo ahí. —Señaló hacia la otra pared de su dormitorio la cual, en un atípico arranque a lo Martha Stewart, había empapelado con un papel que costaba ciento noventa libras por rollo—. Quita ese papel de abuela. No sé cómo no lo arrancaste cuando te mudaste.
Decidió dejar pasar el insulto.
—Doug, no vamos a poner ese reloj en ningún sitio. ¡Es horroroso!
—¿En serio? —Parecía desolado.
Decidió utilizar el tono de voz que normalmente empleaba para comunicarles a los pacientes que tenían una enfermedad terminal.
—Es lo más feo que he visto en la vida. Va directo a Oxfam.
—¡Ni hablar! A ver, imagina que nos mudamos a un sitio más grande. Lo pondría en mi despacho. ¿Te parece que lo guardemos de momento?
Evidentemente, la promesa de futuro que encerraba la posibilidad de mudarse a un sitio más grande surtió efecto. De modo que el Swatch acabó en un atestado armario de la cocina con el resto de sus cosas: un poster de Betty Blue, otro de Desde Rusia con amor, las mantelerías batik que había comprado el año que pasó en India, las espantosas figurillas africanas que compró cuando fue a Gambia de vacaciones y las horribles tazas estampadas con flores que su tía le regaló en su vigésimo primer cumpleaños.
—Si dentro de un año no echas todo esto de menos, va directo a Oxfam —le advirtió, a lo que él replicó:
—Vale, vale...
Dieciséis meses después era incapaz de armarse de valor para llevar a cabo su amenaza. Lo que sí hizo, gracias a la insistencia de Doug, fue buscar tiempo para comprar la pantalla de plasma más grande que había en el mercado y abonarse a la plataforma digital Sky.
El desorden no era el único problema. Como la mayoría de los hombres, Doug era un cerdo al que le daba igual que la bañera tuviera un cerco oscuro y al que ni se le pasaba por la cabeza enjuagar la verdura antes de meterla en el frigorífico (y ella había atendido a suficientes pacientes con dolencias gástricas como para olvidar las precauciones). La cosa tenía su miga, porque si se le ocurría exponerle sus quejas, Doug saltaba como un adolescente y le decía que creía estar viviendo con su novia, no con su madre.
Aterrada por la posibilidad de que se molestara de verdad, se desahogaba (levemente) con sus amigas.
—Creo que estás siendo un poco dura con Doug —le dijo Madhura, una de las residentes, que tenía un novio perfecto que chocheaba por ella, le preparaba baños calientes sin preguntarle siquiera y se encargaba de hacer la compra semanal, aunque a ella le parecía un calzonazos—. A ver, ¿qué prefieres? ¿Una casa de revista de decoración o un tío desordenado que te quiere? Me parece que deberías relajarte un poco, Amy.
—Podríais comprar una casa entre los dos —le sugirió Gaby cuando le contó sus penas—. Si es de los dos, podéis decorarla juntos y así tú no te sentirás tan territorial y él la mirará con otros ojos. Lo digo porque ahora está ganando más dinero y podéis aspirar a algo decente. Además, deberías plantearte lo de avanzar en la relación.
Tenía razón. Se lo comentó a Doug la noche siguiente, durante la cena. Esperaba que la idea lo entusiasmara. Al fin y al cabo, siempre se estaba quejando de lo lejos que quedaba su piso del metro. Sin embargo, meneó la cabeza.
—Ni hablar.
—¿Por qué no? —Sintió una punzada de dolor. ¿A qué se refería? ¿No quería seguir con ella?
—Porque comprar un sitio nuevo nos costará un riñón y ahora mismo no quiero gastarme el dinero en eso.
—Vale —replicó mientras se le revolvía el estómago. ¿Cómo había podido estar tan ciega? Hasta ese momento pensaba que eran felices. ¿Por qué no había colgado el dichoso Swatch? ¿Por qué no fue un poco más zorra en la cama la noche anterior?
Doug se levantó, rodeó la mesa y le echó un brazo por los hombros.
—Amy, llevo un tiempo intentando decírtelo, pero...
La habitación se cernió sobre ella justo antes de alejarse, como cuando se desmayó aquella vez mientras esperaba en la cola del cine. Vale, pensó, me está dando la patada.
—No creo que pueda seguir en el trabajo. Voy a presentar la dimisión.
El alivio incrementó la sensación de mareo y tardó un segundo en preguntarle:
—Pero ¿por qué? ¿Qué pasa?
Doug suspiró.
—Ya sabes lo que pasa. Lo odio. No lo aguanto. Estar todo el día sentado delante de un montón de papeles. Buscar referencias en libros polvorientos... Es aburrido, Amy. Me está destrozando por dentro. La vida tiene que ser algo más que eso.
—Por supuesto que lo es —le aseguró, conmovida. Era consciente de que Doug protestaba de vez en cuando por su trabajo, pero nunca le había oído nada tan desgarrador como eso—. No hay que vivir para trabajar, sino trabajar para vivir. Lo que importa es lo que hacemos durante nuestro tiempo libre. El trabajo solo es un medio para financiar un modo de vida.
—Para ti es distinto —protestó él—. Tu trabajo es satisfactorio. No hay nada satisfactorio en buscar el modo de que unos cabrones forrados les saquen pasta a otros cabrones forrados.
—Enviar a la gente al podólogo para que le traten una uña encarnada no es muy satisfactorio que digamos —replicó, aunque estaba exagerando—. Venga ya, Doug. La vida no es perfecta. Y nosotros no podemos quejarnos de lo que tenemos.
Y con eso zanjó el tema. Sin embargo, Doug siguió en sus trece. Cada vez pasaba más tiempo trabajando en sus canciones y discutiendo con Hank para que les consiguiera bolos fuera de su zona habitual. Al final llegó el día en el que el dueño del bufete le echó la bronca por escribir canciones cuando debería haber estado redactando un testamento. Otro día se quedó dormido porque había vuelto de un concierto en Luton a las cinco de la mañana y llegó tarde, lo que le valió un aviso formal. Después llamó alegando que estaba enfermo cuando en realidad estaba en Glasgow y había perdido el avión. Lo pillaron y le enviaron una notificación por escrito.
—¡Doug! —exclamó ella, horrorizada.
—Doug, ¿qué? Esto ha sido para bien, Amy. No puedo pasarme el resto de mi vida trabajando como un esclavo por un salario. Eso no es para mí.
—Pero ¿cómo vamos a pagar la hipoteca sin tu sueldo? —adujo, asustada.
—La pagabas tú sola antes de que yo llegara —le recordó él.
—Sí, pero... la cuota aumenta.
Lo que en realidad quería decir era que les sería imposible comprar una casa más grande, con una habitación para los niños y un jardín. Todas las cosas que Danny quería y que a ella la repelían en aquel entonces pero que, durante los últimos meses, se habían convertido en su sueño... en su sueño secreto, porque Doug no tenía ninguna fantasía relacionada con una vida hogareña y acomodada.
—¿No podemos llegar a un compromiso? Ni para ti ni para mí —sugirió—. Sigue con el grupo a tope, pero trabaja al menos por las mañanas. Si el grupo triunfa, dejas el trabajo y punto.
Doug accedió y la cosa se calmó. Sin embargo, la crisis llegó un mes más tarde, cuando el jefe le pidió que hiciera horas extras la misma noche que Ambrosial tenía un concierto de los grandes. Se negó en redondo. El concierto fue un éxito total, pero a la mañana siguiente lo despidieron.
—Nena, todo saldrá bien —le prometió al ver lo horrorizada que estaba—. ¿Qué te parece si llegamos a otro acuerdo? Seguiré con el grupo un año más y si no funciona, me buscaré un trabajo decente.
Accedió a regañadientes. Aunque tenía un mal presentimiento. De todas formas, necesitaba a Doug como el aire que respiraba. Además, había dejado a Danny porque su estabilidad y su formalidad habían acabado por aburrirla, así que sería absurdo quejarse de que su sustituto tenía una vena artística y caprichosa. Había tomado una decisión y tenía que esforzarse para que funcionara.
Capítulo 14
Antes de la entrevista personal con una periodista de la versión italiana de Marie Claire, Hal exigió un descanso de veinte minutos. Regresó a la suite, encendió el portátil e hizo una búsqueda en Google tras teclear Marina Dawson y Fabrizio de Michelis. Obtuvo tres mil quinientos cincuenta y dos resultados. Pinchó sobre el primero.
Hoy se ha anunciado el compromiso oficial entre la presentadora y modelo Marina Dawson, de Supermodelo, y su novio desde hace más de un año. «Ha sido todo muy precipitado, pero estamos muy felices», ha declarado Marina, de treinta y cuatro años de edad. «Hemos pensado casarnos en el Cipriani, en Venecia, antes de Navidad.»
—¿¡Treinta y cuatro años!? ¡Qué cara más dura tiene esa fresca!
Marina era seis años más joven que él, y eso quería decir que en realidad cumpliría treinta y siete en diciembre. Era increíble que la prensa le siguiera la corriente. Pinchó sobre unos cuantos enlaces más. Encontró una foto de Marina, deslumbrante vestida de verde oscuro en alguna entrega de premios. Su ex era una belleza, desde luego que sí. Aunque del tipo terrenal, con esa boca tan grande y su generoso busto. La esquelética Flora era mucho más sofisticada y tenía un pedigrí impecable. Gracias a su estructura ósea no necesitaría cirugía estética para preservar su belleza, salvo algún retoque con Botox, y envejecería maravillosamente. Todo lo contrario que Marina, a la que se imaginaba un poco fondona...
Sería mejor llamarla para darle la enhorabuena, decidió.
Pero no en ese preciso momento, mejor al día siguiente, sí. No entendía por qué le había afectado tanto la noticia del compromiso. Al fin y al cabo, fue él quien lo dejó con Marina... por más que sus «amigos» se empeñaran en dejar caer a la prensa que fue al contrario. Bueno, vale... en realidad fue ella la que cortó, pero porque él no le dejó otra alternativa.
De todas formas... era raro pensar que alguien que había sido una parte fundamental de su vida pasaba capítulo y se adentraba en una etapa en la que él ya no tendría cabida. Al fin y al cabo había dejado que esa mujer le apretara las tuercas y en una ocasión lo persiguió desnuda por la habitación con una banda de cera fría en la mano, amenazándolo con depilarle la raja del culo hasta que los dos acabaron en el suelo, muertos de la risa. ¿Cómo era posible dejar atrás todo eso así sin más? Dudaba mucho que con Fabrizio hubiera conseguido llegar a ese nivel de confianza. Solo llevaban saliendo un año y, a juzgar por sus agendas, habrían pasado como mucho una semana juntos. Claro que él mismo le había dado vueltas a comprometerse con Flora, pero eso era distinto. Flora tenía cerebro mientras que Fabrizio era un trozo de caoba lobotomizado. En realidad eso no era del todo cierto. En las pocas ocasiones en las que habían coincidido le había parecido un chico sorprendentemente simpático para alguien que era el heredero de una naviera que valía millones. Divertido y pasota. Pero, sinceramente, su cara se parecía a la tarta de la canción «Macarthur Park» y jamás llegaría a ser candidato al Nobel de ciencia. ¿De verdad estaba Marina enamorada de él?
Sopesó la idea de anunciar su compromiso con Flora. Pero si lo hacía en ese momento, todos dirían que le había pedido matrimonio por despecho, cosa que obviamente sería falsa.
Su mente siguió revoloteando en torno a esos pensamientos como una mosca alrededor de un tarro de miel de camino a la siguiente entrevista, durante el almuerzo y a lo largo de la agotadora hora que pasó con Christine Miller del Daily Post. Era una rubia muy mona que sacaba de quicio al más pintado y que tenía fama de destruir reputaciones. Intentó por todos los medios a su alcance que le hablara de Marina y de Flora, y él se resistió con uñas y dientes. Los dos acabaron de mal humor y se despidieron con un apretón de manos que poco hizo por disimular la mutua antipatía que se profesaban. Después le tocó soportar una hora con Simon, un fotógrafo de mediana edad que trabajaba para el Post y que, en contra de lo que era normal entre los miembros de su profesión, derrochaba la misma simpatía que un guardia de una cárcel de máxima seguridad. Acabó agotado.
Por la tarde estuvo haciendo ejercicio con el equipo que había ordenado que le subieran a la suite (no pensaba bajar otra vez a la zona pública ni de coña). Cenó solo mientras veía una película de Eddie Murphy sacada de un montón que le había enviado el portero. Cuando acabó, cayó en la cuenta de que debería llamar a Flora.
—¿Sí? ¿Hal?
Sin saber muy bien por qué, esa manía de arrastrar las palabras lo sacó de quicio.
—Hola, cariño. ¿Cómo van las cosas?
—Muy bien. La inauguración del albergue ha sido un éxito tremendo. Creo que mañana habrá reseñas de la noticia en todos los periódicos.
—Mmm... —murmuró mientras pensaba que la noticia quedaría eclipsada por la historia del compromiso de Marina—. Eso es genial, cariño, bien hecho.
—Gracias. Estoy muy contenta. Me alegro de que hayas llamado, porque hay un problemilla.
—¿Qué problemilla? —preguntó, repentinamente inquieto.
—En fin, cariño, ojalá pueda estar contigo el miércoles, pero hay ciertos detalles con la fundación que tal vez me lleve un tiempo solucionar. Así que es posible que tenga que retrasar el viaje un día o dos.
—¿¡Cómo!?
—No lo sé con certeza. Pero el viernes o el sábado me vendrían mejor. Henrietta me está buscando un vuelo ahora mismo. No te preocupes, tesoro. Estaré ahí contigo antes de que te des cuenta.
—¡Me cago en la puta! —exclamó—. No quiero estar aquí solo tanto tiempo.
—Hal, solo serán un par de días. No seas tan egoísta. La fundación es importantísima y lo sabes.
—Pero el miércoles por la noche es el estreno aquí en Italia —refunfuñó.
—Tesoro, lo siento muchísimo, de verdad. Pero va a ser imposible.
Sabía que la razón más importante por la que quería que Flora estuviera en Roma era para llevarla del brazo durante el estreno. Si no lo acompañaba, la prensa se le echaría encima: «Hal solo mientras Marina planea la boda del siglo». Claro que ni loco iba a decírselo a ella.
—Bueno —claudicó a regañadientes—, haz lo que más te convenga. Me da exactamente igual. Tengo que irme.
—¡Hal, no seas así! Eres más infantil que las niñas.
—Te llamaré pronto —replicó con voz cortante—. Ciao, querida, tal como dicen en Roma.
Y colgó. ¡Joder! ¿Por qué tenía la sensación de que las cosas se le iban de las manos? Su ex, que dos años antes estaba desesperada por casarse con él, acababa de comprometerse con un hombre más rico que él. Y su novia, que innegablemente era la mujer perfecta y mucho más adecuada que Marina en todos los sentidos, rechazaba el placer de su compañía porque prefería ocuparse de esas reincidentes que trapicheaban con drogas.
Sintió un dolor palpitante bajo la camisa. Metió con cuidado la mano y se tocó el grano. ¡Dios! ¡Había crecido! Y el dolor había empeorado. Tenía que leer sobre el tema. Cogió el portátil y tecleó en Google: «Grano infectado resistente».
La búsqueda le reportó dieciocho mil setecientos dos resultados. Eligió uno al azar, el cuarto: «Medidas básicas para el tratamiento de la viruela».
Se le heló la sangre en las venas. ¡Dios, lo sabía! Tenía la viruela. Seguramente se la había pegado alguna fan desquiciada que le había pinchado con la punta de un paraguas.
Venga ya, Hal, no seas imbécil, se dijo. Pinchó en el primer enlace, convencido de que iba a decirle que solo era un grano, infectado porque se lo había tocado con la aguja. «Síntomas del cáncer de piel.»
¡Hostia puta! Cerró el portátil de golpe. Cáncer de piel. Sabía que todas aquellas sesiones de rayos UVA que el estudio le obligó a tomar hacía unos años justo antes de la entrega de los BAFTA habían sido una mala idea. Mierda. Se estaba muriendo. ¿Y qué dejaría tras de sí? Unas cuantas comedias románticas ñoñas y una novia oscarizada de luto. Ningún hijo. Nada de lo que enorgullecerse.
Sí, definitivamente le pediría matrimonio a Flora en cuanto llegara. Se casarían rápido. Nada ostentoso, una pequeña ceremonia tal vez en la villa de George en el lago Como, y luego la dejaría embarazada lo antes posible. Al menos quedaría algo suyo, algo que consolaría a sus padres después de que la muerte les hubiera arrebatado a su hijo antes de que llegara su hora... pero estaba divagando. No tenía sentido comenzar a planear el funeral (incineración, sin lugar a dudas, porque había desarrollado una fobia a que lo enterraran vivo desde que vio Secuestrada) hasta que consultara con un médico. Por la mañana le diría a Nessie que le pidiera cita. Aunque a lo mejor para entonces ya era demasiado tarde. El cáncer podría haberse extendido y no le quedaría tiempo para someterse a la quimioterapia ni a la radioterapia.
Cálmate. Solo es un grano infectado, se dijo. A lo mejor él mismo se había provocado una infección sanguínea. Una septicemia. Le tendrían que amputar un brazo. O una pierna. ¡O las dos cosas! ¿Eso sería el final del mundo? Al fin y al cabo, ahí estaba Heather Mills McCartney, a quien había conocido en una de las fiestas benéficas de Flora, y parecía llevarlo bastante bien, aunque recordó que durante el divorcio salieron cosas a la luz y dijeron que tenía que orinar en una cuña. ¡Ay, Dios! Eso mismo le iba a pasar a él. Había sido un idiota por dejarlo correr tanto tiempo. Tenían que verlo en ese mismo momento. Le echó un vistazo al reloj. Eran casi las doce. Daba igual. Se trataba de una emergencia.
Cogió el teléfono y llamó a recepción.
Capítulo 15
Amy se despertó sobresaltada por el teléfono. Carraspeó antes de responder:
—¿Diga?
—¿Doctora Fraser? —preguntó una voz con acento italiano.
—¿Sí?
—Siento muchísimo molestarla. Soy el signor Ducelli, el gerente del hotel.
—¿Sí?
—Tenemos un problema y nos preguntábamos si podría ayudarnos. Si está dispuesta a hacerlo, claro... No tiene ninguna obligación.
Lo sabía. Mariah Carey acababa de llegar y tenía que dejarle la suite.
—Todo depende...
—¡Por supuesto! Es que... ¿Es usted doctora en medicina, doctora Fraser?
—Sí.
—¿Con experiencia demostrable?
—Bastante demostrable, sí.
—Disculpe que se lo pregunte, es que parece muy joven. —Qué zalamero era...—. Verá, el problema es que tenemos a un huésped que parece estar enfermo. Requiere asistencia médica inmediata. Pero no podemos encontrar al médico que suele trabajar para nosotros. Creemos que está de vacaciones...
—Pues entonces debería ir a un hospital.
La primera regla de los médicos era que nunca se debía salir de la cama si podías endiñarle el muerto a otro. Miró el reloj de la mesilla de noche. Las once y treinta y tres minutos, ¡por el amor de Dios!
—No, doctora Fraser. Es un asunto un poco delicado. Se trata de un huésped famoso. No podemos llamar a cualquier médico. La discreción es de vital importancia. Así que hemos pensado que... hemos llegado a la conclusión de que no habría nadie mejor para tratar al señor... quiero decir, a este huésped VIP, que otro cliente.
—¡Pero es casi medianoche! Estaba durmiendo.
—Lo entiendo perfectamente, doctora Fraser. Y como recompensa por su amabilidad, estaríamos dispuestos a correr con todos los gastos de su estancia en el hotel de Russie. Y los de su esposo. Cuando llegue.
Su cerebro pasó del punto muerto a la directa sin pasar por las marchas intermedias.
—¡Acepto! ¡Vale! Solo será un segundo. Solo tengo que vestirme.
—Es usted muy amable, muy amable. Bueno, cuando se haya arreglado, vaya a la suite Picasso. Está al final de su mismo pasillo. Voy a decirle en la más estricta confidencialidad que el paciente a quien tiene que tratar es... —El hombre bajó la voz para darle más efecto, aunque ella ya lo sabía, por supuesto—. Es el señor Hal Blackstock.
Pasó media hora antes de que Hal escuchara el timbre de la puerta.
—¡Gracias a Dios!
Cuando habló por primera vez con Ducelli, le dijo que no habría problema alguno, que en menos de una hora iría un médico. Pero cuando Ducelli volvió a llamar, parecía menos seguro y le dijo que había surgido un imprevisto. En una tercera llamada, el hombre parecía muy animado y le aseguró que todo estaba bajo control.
—¡Ya voy! —gritó antes de abrir la puerta. Vio a Ducelli con una mujer alta de pelo oscuro vestida con pantalones cortos y una camiseta desgastada. Le resultaba vagamente familiar.
—Señor Blackstock, siento mucho haberlo hecho esperar. Hemos tenido un problema con nuestro médico habitual, pero no se preocupe. Le hemos traído a la doctora Fraser, que se aloja en el hotel.
En ese momento la recordó.
—¿La recién casada?
—Exacto —contestó ella—. Estoy de luna de miel. También soy licenciada en medicina por la Universidad de Edimburgo, médica de familia cualificada y esclava a tiempo completo de la Seguridad Social.
—¿De verdad? —La miró con respeto. Esa podría ser la mujer que pronunciara su sentencia de muerte.
—Dígame, señor Blackstock, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Mmm. Es privado —contestó, fulminando con la mirada a Ducelli, que pilló la indirecta al punto.
—Bueno, señor Blackstock, lo dejaré en compañía de esta maravillosa señorita... Quiero decir, de la distinguida doctora, que atenderá todas sus necesidades.
—¿Hay alguna farmacia de guardia cerca? —preguntó la doctora—. Por si necesitamos algo.
—Sí, sí, dottoressa. Un miembro del personal estará atento por si necesitan algo.
—Estupendo. Se lo haré saber.
—Le agradezco muchísimo su ayuda, dottoressa.
—No hay de qué.
Ducelli se fue después de dorarles un poco más la píldora.
—Vale —dijo ella en cuanto se cerró la puerta—, ¿qué le pasa?
—Bueno, me da un poco de vergüenza...
—No se preocupe. Todo el mundo dice lo mismo.
—No, lo digo en serio.
—Le aseguro que no pasa nada. Puede decirme lo que sea. —Hablaba con voz sorprendentemente dulce.
—Bueno, el problema es que... que creo que tengo septicemia. Van a tener que amputarme el brazo y la pierna.
—¿¡Septicemia!? —preguntó enarcando una caja.
—Claro que también podría ser cáncer de piel. Cuando era adolescente me quemé de una manera espantosa un verano que pasé en España. Y he usado los rayos UVA —añadió como alguien que confesara a un sacerdote que se lo había montado con un mono.
—¿Cáncer de piel? ¿Qué síntomas tiene?
—Tengo un grano en el pecho que me he reventado con una aguja. Esterilizada, pero ahora no se cierra, y he leído...
—Señor Blackstock, estoy segura de que no tiene septicemia. Ni cáncer de piel. Pero aunque lo tuviera, es curable. —Echó un vistazo por la habitación—. Mmm, bonita suite. La verdad es que no veo la diferencia entre esta y la Popolo.
Rió a regañadientes.
—Usted tiene una vista de la ciudad. Yo solamente veo el jardín.
—Ay, pobrecito. —Sonrió. Fue una sonrisa sorprendentemente amplia que dejó al descubierto un hueco encantador entre los dientes delanteros—. Bueno, señor Blackstock, jamás creí que diría esto, pero ¿podría quitarse la camiseta para que pueda examinar ese grano?
Se quitó la camiseta por la cabeza, sintiéndose magnánimo. Tenía que ser muy emocionante ver cómo una estrella de cine se desnudaba tan de cerca. Sí, posiblemente se lo contaría todo a sus amigas, pero ¿qué más daba? Tampoco iba a diagnosticarle un herpes ni nada parecido. Claro que, ¿qué pasaría si tenía cáncer de piel y se lo contaba a una amiga que a su vez se lo contaría a otra amiga que lo largaría todo a la prensa antes de que tuviera la oportunidad de contárselo a su madre? Lo mejor sería que lo hiciera él a primera hora de la mañana. Se preocuparía, cierto, pero la tranquilizaría diciéndole que había tratamientos estupendos en la actualidad y que él tenía la suerte de poder pagar lo mejor de lo mejor. Además, ¿qué importaba si se le caía el pelo? Tenía una mata lo bastante espesa (a diferencia de ese Fabrizio de Michelis, que ya tenía una calva en la coronilla) para pensar que volvería a crecerle bien.
Vio que la doctora se había acercado a él.
—Creo que es un forúnculo —dijo ella.
—¿Un qué?
—Un forúnculo. Nada preocupante. Se curará en un par de días. Póngase un poco de crema y no vuelva a reventárselo con agujas. Esterilizadas o no. ¡Uf!
Se sintió eufórico, como si se hubiera metido de golpe todas las pastillas de éxtasis que había tragado en la vida (aunque tampoco habían sido tantas). Era como si hubiera renacido. ¡Gracias, Dios mío, por esta segunda oportunidad!, pensó. ¡Gracias! Te prometo que intentaré ser mejor persona. Donaré más dinero a obras benéficas y visitaré a mis padres más a menudo, y me casaré con Flora y tendré cuatro retoños con ella. Aunque no estaba muy seguro de que Flora apreciara lo que esos cuatro retoños harían con su figura. Bueno, tal vez tres. O dos.
—¿Está segura de que no me pasa nada?
—Totalmente.
—¿Segura de que no tengo cáncer de piel?
—No puedo estar totalmente segura a menos que compruebe todos sus lunares. Cosa que preferiría no tener que hacer esta noche. Hay un montón de clínicas en Londres que podría recomendarle si quiere un chequeo completo. Porque supongo que puede pagarse una privada, ¿no?
Empezó a sentirse avergonzado.
—En fin, no se preocupe. Siento haberla sacado de la cama. Su pobre marido. No es muy agradable en su luna de miel.
—No pasa nada —se apresuró a decir ella antes de bostezar con delicadeza—. Lo siento. ¿Puedo lavarme las manos?
—Ah, sí, claro. —Señaló el cuarto de baño con la cabeza—. El suyo puede que sea más grande.
—Seguramente.
La doctora salió del cuarto de baño un poco después con expresión confundida.
—¿Su novia ya ha llegado?
—¿Mi novia? Pues... no. Llegará dentro de unos días.
—Pero todos esos cosméticos... Los botes de Clarins y de Lâncome... —Dejó la frase en el aire al verle la cara—. Ah, ¿son suyos?
—Siempre se necesita un poco de ayuda porque no se sabe cuándo te van a hacer una foto —contestó a la defensiva.
—Claro —replicó ella, incapaz de contener una sonrisa.
La perdonó porque era una sonrisa muy dulce.
—Gracias. Ha sido muy amable.
—No hay de qué. El hotel me lo va a pagar.
—¿No va a decirles a sus amigos lo estúpido que soy?
—Por supuesto que no. Me lo impide el juramento hipocrático. No puedo revelar nada de mis pacientes. Y ahora, buenas noches, señor Blackstock. Duerma un poco.
—Gracias —repitió, y de repente, por extraño que pareciera, deseó que se quedara.
—No hay de qué —repitió ella y cerró la puerta, dejándolo sin nada que hacer salvo meterse en la cama y dormirse de una vez.
Capítulo 16
De vuelta en la cama Amy tardó en conciliar el sueño. Apartó las sábanas, volvió a cubrirse con ellas, abrió la ventana, volvió a cerrarla... Encendió el aire acondicionado, lo apagó. Comprobó que no le hubieran llegado mensajes al móvil a medianoche, mientras ella estaba en la otra suite, pero, por supuesto, no había nada de nada.
No había nada nuevo, pero se encontró revisando con afán masoquista mensajes de hacía menos de una semana, cuando todo marchaba viento en popa. Fue bajando por la lista, releyendo. Tenía la costumbre de borrar los mensajes antiguos para liberar memoria cuando estaba aburrida en el autobús, pero había conservado algunos por motivos sentimentales o porque no se había puesto a ello. El primer mensaje que recibió de Doug y que casi le provocó un infarto. Otro en el que Doug le decía que llegaría tarde y que no lo esperase. Doug diciéndole que había un cazatalentos entre el público y que la cosa prometía. Doug diciendo que estaba en el supermercado y que lo sentía pero que no recordaba qué le había pedido que comprase. Doug diciéndole que iban a despedir a Hank como representante.
—Creemos que nos está exprimiendo, que nos está robando —le explicó cuando llegó a casa después de haber tenido una discusión acalorada en el pub.
—¿Cómo os va a estar exprimiendo si ninguno de vosotros gana dinero? —le recordó ella.
Había acabado por admirar a Hank, que bien se merecía la mísera cantidad que ganase por toda la energía que le dedicaba al grupo organizando viajes en furgonetas hasta esos pueblecitos perdidos, consiguiéndole a Gregor las drogas en dichos pueblecitos y llevándolos de vuelta a Londres a las tantas de la madrugada, porque los demás estaban demasiado cansados para ponerse al volante.
—Nena, ya está hecho —dijo Doug—. Además, es una caña. Hemos decidido que yo seré el representante. Eso quiere decir que me llevo un veinte por ciento más, a repartir entre toi et moi.
Era una tontería señalar que un veinte por ciento más de los beneficios hacía que la suma subiera a unas novecientas libras anuales. Básicamente quería decir que Doug (que desde que dejó el bufete de abogados trabajaba unas horas muy aburridas pero flexibles ejerciendo de teleoperador) estaba a dos velas. Las comidas fuera de casa, el cine y todo lo demás continuaron, pero de alguna manera ya no era lo mismo porque ella tenía que pagarlo todo. No le molestaba tener que pagar, pero la creciente sensación de que todo recaía sobre su bolsillo revelaba la situación por la que pasaba su relación.
Un día normal se levantaba a las siete de la mañana. Doug se quedaba acostado y seguiría dormido mientras ella llegaba a la consulta a las ocho; de hecho, seguía acostado cuando lo llamaba a las diez para recordarle que tenía que comprar comida para los peces. Llegaba a casa a eso de las seis, agotada emocionalmente por todas las penas del día, y se encontraba con un montón de pelis nuevas alrededor de la tele, con la programación de la tele bien repasada y con la cama aún caliente. En cambio, la lavadora que había puesto esa mañana seguía llena de ropa empapada y los Post-it, que para ella eran imprescindibles, con instrucciones como «Renovar el permiso de aparcamiento» o «Comprar detergente para lavadora» habían caído en el olvido.
Se moría por que alguien le sirviera un gin-tonic, pero casi siempre tenía que pararse a hacer otras cosas como rebuscar en el cubo del reciclaje para sacar las botellas de plástico que Doug metía repetidamente aunque ella le había explicado (también repetidamente) que en ese vecindario no se reciclaba el plástico. Se moría por alguien con quien hablar de cómo le había ido el día y con quien acurrucarse delante de la tele; pero, como si de un vampiro se tratase, Doug solo revivía por la noche y solía utilizar las tardes para encerrarse en el dormitorio con el portátil, desde el que organizaba los conciertos y enviaba obsequiosos correos electrónicos a cazatalentos.
O, lo que era peor, se iba de concierto (no solo de Ambrosial), ya que decía que era importante mantener controlada a la competencia. Por supuesto, siempre la invitaba a que lo acompañara, pero a pesar de la amenaza de las fans solía rechazar la invitación porque estaba cansadísima después del trabajo; y estaba empezando a odiar la cultura de los grupos de rock por lo mucho que le había cambiado la vida.
Entendía la obsesión de Doug. Su padre era un abogado de altos vuelos que lo había presionado para que siguiera sus pasos, una decisión que Doug siempre había lamentado. Su hermano mayor, Alan, que parecía un poco capullo a juzgar por las pocas veces que lo había visto, siempre se había reído de sus ambiciones musicales. Doug se había pasado años discutiendo con su familia, burlándose de sus valores burgueses, diciendo que había cosas más importantes en la vida que hacer dinero. Si el grupo fracasaba, la humillación sería demoledora. Ella se sentía culpable por sus propios valores burgueses, que mantenía en secreto. El simple olor de Doug en la almohada le aflojaba las rodillas y eso la ayudaba a seguir adelante. La vida con Doug seguía siendo infinitamente mejor que la vida con Danny. Doug la hacía reír (la mayoría del tiempo), Doug hablaba de cosas mucho más interesantes que el rugby. Doug le había hecho comprender el significado de «conocimiento carnal». Aunque lo más importante sin duda era que Doug representaba un desafío. Danny era un aburrimiento, pero Doug la mantenía en vilo a todas horas. Por mucho que la cabreara, Doug seguía teniendo todos los ases en la manga. Odiaba admitirlo, pero incluso mientras lloraba por su despreocupación, al menos estaba sintiendo algo, que era mucho mejor que la apatía a la que Danny la había reducido.
De todas formas, comenzaba a encontrar la imprecisión de su futuro un poco bochornosa. La gente le estaba haciendo preguntas sobre el rumbo de su relación. Sus padres, la abuela, Madhura, Andrea y Rosa, que trabajaban en la recepción de la consulta. Todos mencionaban de pasada que ya había pasado... bueno, que había pasado más de un año, y todos preguntaban si Doug y ella tenían planes a largo plazo.
—Somos felices tal y como estamos ahora mismo —mentía ella con la cabeza bien alta.
La idea de pensar en el matrimonio como una heroína de las novelas de Barbara Cartland ofendía sus principios feministas. Pero al mismo tiempo ansiaba saber la respuesta más que nadie. No era solo el hecho de querer vestirse de blanco y dar una fiesta. Era el hecho de que el trabajo intensivo, las cenas fuera de casa, las vacaciones en el extranjero y las salidas al cine que tanto le habían gustado con veinte años ya no bastaban. Necesitaba sentir que su vida avanzaba.
Las cosas alcanzaron el punto álgido una noche que volvió a casa tras una consulta que se había demorado demasiado. El penúltimo paciente fue un chico de veintiún años con un montón de tatuajes enormes. Se quejaba de dolores de cabeza. Y según él, un amigo suyo le había obligado a tomar unas pastillas.
—¿Cómo que te obligó? —le preguntó—. ¿Te las metió en la boca a la fuerza? —No estaba siendo sarcástica, porque eso solía pasar a todas horas por allí.
—No, me dijo que eran Viagra, así que me tragué un puñado.
Al comprobar el historial se percató de que lo que había tragado era una buena cantidad de éxtasis y de que tenía suerte de seguir con vida. Le recetó un medicamento para el dolor de cabeza a fin de contentarlo, no porque creyera que le hacía falta.
—¿Vas a volver a tomar drogas? —le preguntó mientras imprimía la receta.
—Depende.
—¿De qué?
—De si necesito Viagra.
El siguiente paciente era Sophia Franklin, una abogada muy estresada. Mientras le contaba que no podía dormir, comenzó a pensar que si recibiera una libra por cada persona que se había cargado la vida con las drogas, a esas alturas ya estaría viviendo en las Bahamas. Pero Doug y ella pasaban casi todos los fines de semana fumando maría y metiéndose alguna que otra raya o pastilla. Danny odiaba las drogas y ella lo había tachado de aburrido y soso por eso, pero comenzaba a entender que tenía razón. ¿Por qué estaba bien visto que la clase media se diera el gusto, pero no así los parados y los pobres? Mientras Sophia continuaba quejándose, tomó una decisión. Se acabaron las drogas. Se acabó la hipocresía.
—¿Qué cree que debería hacer?
—¿Cómo?
—Me siento tan vacía, tan deprimida... Mi trabajo es... bueno, es estresante. No puedo dormir por la adrenalina que me corre por las venas. Me gustaría que me recetara pastillas para dormir.
En ese punto era donde solía decir que las pastillas para dormir eran el último recurso y que preferiría que se tomara un vaso de leche caliente, hiciera ejercicios de respiración o pusiera unas gotas de lavanda en su almohada. Pero ese día tenía la cabeza en otro sitio.
—Vale —dijo—. Le haré una receta.
Sophia parecía no dar crédito.
—Ay, vaya. ¿Está segura? Quiero decir... ¿De verdad cree que las pastillas para dormir son la solución? Tal vez debería probar primero con un vaso de leche caliente. ¿Y qué le parece el yoga?
—Estas pastillas la ayudarán —contestó ella, tecleando—. Una por la noche.
—Un momento —dijo Sophia—, hay otra cosa. Estoy intentando quedarme embarazada. ¿De verdad cree que las pastillas son una buena idea?
¡Por el amor de Dios!
—No. Si está intentando quedarse embarazada, tomar pastillas para dormir es sin duda una mala idea —contestó—. Ojalá me lo hubiera dicho antes. —Rompió la receta—. Lo siento, pero tendrá que apañárselas con un vaso de leche caliente.
—Llevo intentándolo varios meses —comentó Sophia cuando estaba a punto de acompañarla a la puerta—. ¿Cree que me pasa algo?
Sonrió a la mujer mientras intentaba ocultar su impaciencia.
—Sophia, eso debemos tratarlo en otra cita. —Miró el historial en la pantalla del ordenador. La mujer tenía treinta y nueve años—. A su edad, puede llevarle algún tiempo quedarse embarazada.
—Lo sé. Pero ¿seis meses? ¿Cree que lo he retrasado demasiado? ¿Cree que debería probar con la fecundación in vitro?
—Creo que debería pedir otra cita para discutir las opciones —contestó de manera automática.
—¡Pero si estoy aquí mismo!
Así que al final había estado con Sophia otros veinte minutos. Estaba tan acostumbrada a las mujeres como ella que ya se sabía la historia al dedillo. Atractiva, con éxito, rondando los cuarenta, que por algún motivo había retrasado tener niños hasta el último segundo y que descubría que era demasiado tarde.
Tras acompañar a Sophia a la salida, recogió sus cosas con cansancio y se puso el abrigo. Se topó con Madhura en el vestíbulo.
—Hola, Amy. ¿Qué tal el día?
—Agotador. ¿Y el tuyo?
—Igualito, igualito. Dios, pero no te vas a creer con quién me crucé anoche.
—¿Con quién? —preguntó ella con cierta inquietud.
—Con Danny.
—Ah, vale.
Seguía teniendo pesadillas con él. Seguía sin perdonarse por todo el tiempo que había perdido con él y por haber sido tan cobarde y no cortar muchos años antes.
—Estaba con una chica. Agarraditos de la mano. Parecían muy felices. —Madhura la miró preocupada—. No te molesta que te lo diga, ¿verdad?
—No, no, claro que no —consiguió decir—. Me alegro mucho por él. Pero ahora tengo que irme. Nos vemos mañana.
Mientras volvía a casa en el autobús intentó averiguar qué sentía por esa noticia. Alivio principalmente al saberse libre de una vez por todas. Curiosidad por si esa chica era más guapa que ella. Y también se sentía muy ofendida porque Danny, que había declarado tener el corazón roto y estar destrozado, se hubiera recuperado tan pronto. Saltaba a la vista que no era tan irresistible. Después se concentró en mujeres como Sophia. Un año antes, tener un niño le había parecido tan importante como las tácticas del hockey sobre hielo o los bailes tradicionales griegos. Pero llevaba unos meses viéndolo de otro modo. Unas cuantas amigas de la universidad estaban embarazadas y no paraba de atender a mujeres con problemas para concebir. Empezaba a darse cuenta de que si quería tener hijos (cosa que quería, y a ser posible una parejita), iba a tener que hacer algo al respecto, preferiblemente ya, si no quería ser otra víctima de la fecundación in vitro. Tenía que hablar con Doug. Pero Doug no era muy dado a las conversaciones, le gustaban las cosas sin presiones y sin estrés. Si le preguntaba qué quería para cenar, era capaz de estallar y comenzar a gritarle que no lo sabía y que dejara de atosigarlo. Así que nada de conversaciones. Era mucho mejor intentar sacar el tema de manera sutil antes que arriesgarse a que saliera por patas.
Abrió la puerta de la casa y entró en la cocina. Los platos de la cena del día anterior seguían en el fregadero. Doug, Gregor, Baz y Pinny estaban tirados en el sofá. Pinny tenía la cabeza en el regazo de Baz y los pies sobre las rodillas de Doug, se percató con cierta incomodidad. Estaban viendo un partido de fútbol mientras se dedicaban a su pasatiempo preferido, que era despedazar a los cazatalentos de las discográficas. Se estaban pasando un porro enorme.
—Son todos unos imbéciles —dijo Gregor—. No reconocerían el verdadero talento aunque se les subiera encima y se desnudara.
—Danny, el de Upstairs, estuvo allí anoche, ¿no? —preguntó Pinny mientras enrollaba otro canuto en su duro estómago—. ¿Qué dijo?
Doug se encogió de hombros.
—Dijo que no estaba mal, pero que había que pulir las canciones. Que volvería dentro de unos meses.
—Ni siquiera estaba escuchando las canciones. Se pasó las tres primeras al teléfono, que lo vi yo.
Los observó sin que se dieran cuenta desde el pasillo, esperando lo inevitable...
—¡Eso es lo que me jode!
—Pues a mí me jode que no tengan agallas. Todos buscan al siguiente Coldplay. Tienen tanto miedo de sus jefes que ya ni saben lo que les gusta. Se aferran a lo mismo de siempre. Ah, hola, Amy.
—Hola —dijo con voz fría.
—¿Qué tal? —la saludó Doug con un gesto de la mano—. Estaba diciendo que pronto tendremos nuestra oportunidad.
—Ya —dijo ella.
—No sé cuánto más podremos aguantar —se quejó Gregor—. Quiero decir que si estos tíos son tan imbéciles que no ven lo buenos que somos, no tengo muy claro que debamos darles la satisfacción de firmar un contrato con ellos.
—Doug, ¿puedo hablar contigo en el dormitorio un momento? —le preguntó. Vio que se levantaba del sofá a regañadientes—. ¿Puedes decirles a tus amigos que se vayan, por favor? —le pidió en cuanto cerró la puerta.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque estoy hecha polvo. No tengo humor para visitas. —Era incapaz de decir «Porque están tomando drogas y he decidido que nada de drogas en esta casa». Doug creería que se había vuelto loca. Se guardaría esa revelación para otro momento.
—¡Amy! No puedo hacer eso. Sería muy maleducado.
—Peor es que no me avises de que van a estar aquí.
Doug la miró confundido.
—Pero Amy, nunca te ha importado que estén. Venga ya, también son tus amigos. Sobre todo Pinny. ¿Qué pasa? Antes te encantaba que la casa estuviera llena de gente.
—Estoy cansada —replicó al tiempo que se dejaba caer en la cama.
—Siempre estás cansada. Antes no eras así, en serio, antes sabías cómo divertirte.
Eso le dolió.
—Todavía sé cómo divertirme cuando me dan la oportunidad.
—¿En serio? ¿Te refieres a una oportunidad como esta? —De repente, Doug le puso la mano en el pecho. Pese al enfado, sintió un ramalazo de deseo.
—Doug, ¿qué haces? ¡Están al otro lado de la puerta!
—¿Y qué? ¿Te referías a una oportunidad como... esta?
Comenzó a desabrocharle los pantalones. Soltó una risilla y le metió la mano bajo la camiseta.
—Una oportunidad como esta me parece bien.
Salieron del dormitorio un cuarto de hora más tarde, un poco desaliñados y (en su caso) de muchísimo mejor humor. Doug tenía razón. Necesitaba relajarse un poco. Y dejar de preocuparse por los niños, por el amor de Dios. Tenía tiempo de sobra para esa discusión y, conociendo a Doug, igual la sorprendía un día y le decía que deseaba tener niños, así que ¿por qué arriesgarse a una pelea?
Al recordar esa noche escondió el rostro en las manos y gruñó.
¿Por qué no se lo había preguntando entonces? ¿Por qué era tan cobarde que siempre rehuía las confrontaciones? Se suponía que llorar ayudaba a conciliar el sueño, pero pasó al menos una hora antes de que se durmiera.
Capítulo 17
El timbre de la puerta despertó a Amy justo antes de que alguien la abriera.
—¿Hola? —preguntó con la voz chillona de un adolescente.
—¡Lo siento, signora! —se disculpó una camarera muy mona—. No sabía que la habitación estuviera ocupada.
—¡Mierda! —exclamó echándole un vistazo al reloj de la televisión. Las 10.03—. ¿Te importa esperar diez minutos?
—Por supuesto, signora.
¡Rápido!, se dijo. El horario de los desayunos acababa a las 10.30. Se ducharía a la vuelta, pensó mientras se ponía un vestido. Al abrir la puerta vio que alguien había pasado un sobre por debajo. El corazón le dio un nuevo vuelco. Tenía que ser un mensaje de Doug. Esperó hasta que estuvo en el ascensor para abrirlo. Al hacerlo cayeron al suelo un par de entradas y una nota manuscrita.
Querida doctora (no sé su nombre):
Siento mucho haberla molestado anoche. Por favor, acepte las invitaciones para el estreno y para la fiesta posterior. No, no voy a pedirle nada a cambio (ni siquiera que cambiemos de suite).
Forunculosamente agradecido,
HAL BLACKSTOCK
Sonrió mientras ojeaba la invitación estampada en relieve para el estreno de la película en la plaza de España y a la recepción posterior que se celebraría en la terraza del hotel de Russie. Las puertas del ascensor se abrieron con su acostumbrado sonido y se apresuró hacia el comedor, que ya estaba prácticamente desierto. Los camareros estaban preparando las mesas para el almuerzo.
—¡Amy!
Volvió la cabeza. Se trataba de Marian y de Roger, que estaban sentados en un rincón, acompañados por una mujer muy elegante. Tardó un solo segundo en reconocerla. Era la rubia que subió al ascensor con el desagradable señor Doubleday.
—¡Hola!
—¿Qué tal estás? ¿Dónde se encuentra tu maridín esta mañana?
—Tiene migraña —contestó como si tal cosa.
—Pobrecillo —replicó Marian—. Me muero de ganas de conocerlo. Podría haberse sentado con nosotros. Estamos desayunando con champán para celebrar nuestro trigésimo aniversario de boda. Siéntate, preciosa. Esta es Lisa. También es británica.
Intercambiaron un par de saludos muy británicos sin contacto físico alguno.
—Amy está de luna de miel.
—¡Qué bonito! —exclamó Lisa. Tenía acento londinense. Y un diamante inmenso sobre el canalillo. Y otro en el dedo.
—¿Quieres acompañarnos? —sugirió Roger, señalando con la cabeza la botella de champán.
—Es que...
—¡Vamos, Amy! —gritó el hombre—. No voy a permitir que te sientes sola.
En ese momento Marian alzó un dedo en un gesto amenazador.
—¡Roger! No puede beber champán. —Al ver que Lisa parecía confusa, susurró—. Trae un bebé de camino.
—¡Ah! —El hermoso rostro de Lisa se iluminó con una sonrisa—. Enhorabuena. Espero que pudieras beber al menos un par de copas durante la boda. No se me ocurre nada peor que no poder pillar una buena tajada el gran día.
Amy contuvo la risa antes de darse la vuelta para atender al joven camarero que revoloteaba tras ellos.
—Debes tener cuidado —le advirtió Marian—. Nada de huevos escalfados, querida. Recuerda que fui comadrona. Si necesitas algún consejo, no dudes en preguntarme.
—¿Té o café? —preguntó el camarero.
—Café, por favor.
—¡Ni hablar! —exclamó Marian—. No puedes beber café. Es malo para el bebé.
Sopesó la idea de decirle que en realidad era médico y que tenía una amplia experiencia a la hora de explicarles a las adolescentes de quince años por qué no era aconsejable fumar durante el embarazo, pero no tenía fuerzas. Además, todo el mundo sabía que las comadronas odiaban a los médicos casi tanto como a las parturientas que elegían la epidural y la lactancia artificial.
—Estoy segura de que una taza no me perjudicará —sugirió.
—Nada, nada. Una taza podría ser peligrosa. Mejor prevenir que curar, ¿no te parece?
—Vale. Que sea té —capituló a regañadientes. Odiaba el té por las mañanas.
—Pero es que el té es igual de nocivo. Tiene teína. Que sea una infusión —le dijo Marian al camarero—. De poleo menta. Es lo mejor para ti. Y además te aliviará el ardor de estómago. Yo lo sufrí en todos los embarazos. Estás haciendo los ejercicios pélvicos, ¿verdad? Son importantísimos. A no ser que quieras acabar haciéndote pis cada vez que estornudes, claro.
—Disculpadme —dijo mientras se ponía en pie para acercarse al bufet y llenar el plato.
—Mmm, ya veo que comes por dos —señaló Marian cuando volvió.
—Yo engordé más de veinte kilos durante el embarazo de mi hija —confesó Lisa—. Me puse como una vaca. Y tardé un siglo en perderlos. Ten cuidado, guapa, no te pases con las galletas digestivas de chocolate.
—¿Tienes una hija? —preguntó Marian, emocionada.
—Emily. De mi primer matrimonio. Tiene nueve años. —La tristeza veló su expresión unos segundos.
—¿Dónde está?
—Con mi hermana y mis sobrinos en Sevenoaks. Hablo con ella por teléfono todos los días. Se lo está pasando muy bien.
El tema de conversación cambió. Roger comenzó a contarles la historia de algunas de las iglesias que habían visto el día anterior. Amy se percató de que tenía a su mujer cogida de la mano por debajo de la mesa y se le llenaron los ojos de lágrimas. Jamás encontraría a un hombre que la quisiera de esa manera.
Marian se levantó.
—En fin, será mejor que nos pongamos en marcha, Rog. Hoy tenemos mucho que hacer. Hemos planeado ir a visitar las catacumbas donde se enterraban los primeros cristianos, pero tenemos que quedar para tomarnos algo juntos.
—Me encantaría —replicó ella mirando por encima del hombro, de modo que vio perfectamente cómo Marian alzaba un dedo y le gritaba:
—¡Cuidado con el calor, querida! Y recuerda: nada de patés ni de quesos no pasteurizados. Me temo que el gorgonzola va en ese saco.
Una vez a solas, Lisa y ella se sonrieron con cierto recelo.
—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó Amy.
—La verdad es que no lo sé. Simon va a trabajar durante todo el día, así que no había decidido nada. Tal vez vaya de compras. Aunque ya fui ayer. ¿Y tú?
—Pues no estoy segura. La migraña de mi marido es tan severa que no puedo hacer nada con él. —Se miraron en silencio unos segundos antes de que soltara sin más—: ¿Te importa si te acompaño?
Capítulo 18
Lo primero que hizo Hal al despertarse fue tocarse el pecho. ¡Joder! El grano seguía ahí. La doctora se había equivocado. Definitivamente tenía septicemia e iba a necesitar una amputación. Salió de la cama y trastabilló hasta el cuarto de baño, donde soltó un chillido mientras se quitaba la tirita de un tirón para después mirarse al espejo.
Vale. El grano estaba un poco más pequeño, tenía que reconocerlo. Pero iba a tenerlo muy controlado. Cogió la pomada antibiótica y se echó una buena cantidad. Sería mejor que Nessie comprara más.
¿Qué hora era?, se preguntó y volvió al dormitorio. ¡Por Dios! Las 8.10. Tenía todo el día por delante y ese era el día que había insistido en tomarse libre para «disfrutar de Roma», claro que ¿cómo iba a hacerlo solo? Habría sido mejor pasar el rato con entrevistas y fotos. Al menos así se le habría pasado el tiempo con más rapidez...
En ese momento sonó el teléfono.
—¿Sí? —contestó, medio esperando escuchar a Marina al otro lado.
—¿Hal? —Era alguien con un marcado acento de Belfast.
—Ejem, ¿quién es? —preguntó en broma.
—Vete a la mierda, cabrón. Sabes que soy Callum.
—¿Callum? ¡Ah, sí! Recuerdo vagamente a alguien con ese nombre. —Decidió dejar de hacer el tonto—. ¿Cómo estás, tío? ¿Estás en Roma?
—Sí, y estoy muy bien. Llegué anoche. Tenía que demostrarle mi lealtad a mi cliente favorito. ¿Cómo lo llevas?
—De puta pena. Parezco una puta corriendo de un cliente a otro con la mierda de la promoción de la película.
Callum se echó a reír.
—Una vida dura, ¿verdad? Dime, ¿qué vas a hacer hoy? ¿Puedes escaquearte?
—Por supuesto —contestó, aliviado de repente por haberse librado de un día en soledad—. ¿Dónde te alojas? ¿Te apetece desayunar?
—Estoy muy cerca de ti, en el hotel Baglioni. Me encantaría desayunar, pero tengo un montón de llamadas que hacer, así que ¿quedamos para el almuerzo? Si quieres, me acerco a tu hotel.
—Vale —respondió sin pensar. Aunque luego rectificó—: Mejor no. Vamos a otro sitio. Quiero redescubrir algunos de mis lugares favoritos de antaño. Recuerda que estuve viviendo aquí.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Durante mi época de universitario. —Le molestó un poco que Callum lo hubiera olvidado. Uno de sus puntos fuertes era su capacidad para hablar perfectamente el francés y el italiano. Un representante debería recordar esas cosas.
—Sí, claro. Se me olvida que no eres un descerebrado —adujo—. Vale, será divertido. ¿Adónde te apetece ir?
Se quedó en blanco unos segundos, pero después dijo:
—Hay un restaurante en el Ghetto llamado Da Emilia. Le diré a Nessie que nos reserve mesa. No recuerdo la dirección exacta.
—No te preocupes, se lo preguntaré al portero. Será divertido. Estoy deseando oírte hablar italiano. Ciao.
—Ci vediamo! —replicó y colgó con una sonrisa.
Callum llevaba siendo su representante... ¡joder! Más de veinte años. Cierto que a veces era un coñazo insoportable y lo obligaba a leerse guiones que parecían escritos por algún retrasado mental o a entrevistarse con directores de cine alternativo de algún extraño país de Europa del Este, pero era un guasón. Había pasado muchos fines de semana en su casa de Gales, cantando con el karaoke en la cocina hasta las tantas de la madrugada, y se lo habían pasado en grande. A Marina le encantaba ir, recordó de repente. Con Flora había ido una vez, pero estaba nerviosa porque las niñas se quedaban con Pierre. Insistió en irse a la cama a las nueve, justo a la hora en la que Robyn, la novia de Callum (una de tantas, aunque ya llevaban juntos varios años) solía servir la cena. Y los techos tan bajos le impidieron hacer sus ejercicios de yoga.
En fin... Cogió el teléfono otra vez y habló con Nessie para que le pidiera al chófer que lo recogiera a las doce y media, y lo llevara al restaurante. Sin embargo, se acordó de algo mientras paseaba de un lado al otro de la habitación intentando matar el tiempo. Volvió a coger el teléfono.
—Nessie, hola. ¿Por qué no le dices a Ducelli que se enrolle y me consiga una Vespa?
—¿Una Vespa? ¿Sabes conducir esa cosa?
—Pues claro. Estuve viviendo aquí un año, ¿o no?
—¿Crees que será seguro? —le preguntó Nessie—. ¿No te perseguirán los paparazzi?
—Fue Ducelli quien me lo sugirió. Nadie me reconocerá —le aseguró—. Llevaré casco. Y puedo recorrer Roma sin que me reconozcan. Será genial. Me han dicho que Brad lo hizo.
—Bueno, mientras tengas cuidado...
—Siempre tengo cuidado —mintió.
Menos de una hora después Ducelli lo acompañó al aparcamiento subterráneo del hotel, donde lo aguardaba una flamante Vespa de color azul claro.
—Perfecta —dijo—. Es perfecta.
—¿A que es preciosa? —preguntó Ducelli, sonriendo—. Me da que se lo va a pasar genial.
—Y que lo digas. —Se puso el casco y se subió. Giró la llave en el contacto y sintió la vibración de la moto.
—¿Sabe moverse por Roma? —le preguntó Ducelli un poco preocupado—. ¿No necesita un guardaespaldas?
—Nada de guardaespaldas —gritó por encima del hombro mientras la moto salía disparada—. ¡Voy a divertirme!
Subió una rampa, se detuvo en la salida y giró a la derecha por la vía del Babuino. Siguió recto y después rodeó la plaza del Popolo, esquivando furgonetas blancas y un montón de Fiat. Un Porsche le tocó el claxon y él le devolvió la pitada. ¡Estaba en la gloria! Se sentía libre, nadie lo miraba y si alguien lo hacía... ¿qué? Enfiló la vía di Ripetta y aceleró.
Vio que una monja estaba cruzando la calle y recordó el dicho tan romano que aseguraba que el único modo de cruzar una calle de forma segura era siguiendo a una monja o a un cura. Hasta los mafiosos que conducían un Porsche se detenían para dejarlos pasar.
Con una sonrisa torcida, pisó el acelerador y fue directo a por ella. La monja retrocedió de un salto mientras chillaba. Cuando miró por encima del hombro la vio agitando el puño en su dirección.
Siguió adelante entre carcajadas. Tenía tiempo para dar una vuelta, así que puso rumbo a la vía Arenula y de allí cruzó el puente que atravesaba el escaso caudal del Tiber en verano hasta llegar al Trastevere, su antiguo barrio, que estaba formado por un revoltijo de casas pintadas de color naranja, melocotón o rojo.
Pasó frente a la panadería adonde iba todas las mañanas a comprar cornetti (cruasanes italianos que sabían a cartón, pero indispensables si se quería experimentar la vida en Roma en todo su esplendor). También seguía abierta la ferretería donde compró la cafetera después de que sus amigos se burlaran de él por haber intentado servirles Nescafé. Al otro lado de la calle estaba el bar donde solía tomarse una birra todas las noches. Sintió un extraño nudo en la garganta. Vaya putada que nadie te dijera cuál iba a ser la mejor época de tu vida para poder disfrutarla a tope en lugar de malgastarla con preocupaciones tontas como de dónde sacar el dinero para pagar la siguiente factura.
No podía ir en moto hasta la plaza de Santa María por culpa de la fuente, así que decidió caminar mientras tiraba de la Vespa para echar un vistazo. Habían restaurado la fachada de la iglesia de la esquina, de modo que los mosaicos de la parte superior, que siempre habían tenido un color amarillento sucio, resplandecían como el oro a la luz del sol. A su derecha estaba la callejuela que llevaba al cine Pasquino, evidentemente cerrado durante el mes de agosto, donde ponían películas en versión original y en verano retiraban el techo por la noche para ver la película bajo las estrellas.
Siguió conduciendo, sorprendido porque no hubiera olvidado ni un solo detalle sobre las laberínticas calles cuando era incapaz de recordar lo que había comido el día anterior. Continuó hasta el puente que llevaba hasta la vía Giulia, con sus hileras de polvorientas tiendas de antigüedades. En una de ellas vio un hombre restaurando un candelabro con mucho cuidado. Un perro dormitaba bajo una Vespa aparcada. La colada que se extendía de lado a lado de la calle lo obligó a agacharse para pasar por debajo.
Como la zona era peatonal, tuvo que dejar la moto antes de encaminarse hacia su plaza favorita: Campo dei Fiori. Un lugar ruidoso y lleno de vida, donde un grupo de barrenderos se encargaba de recoger las flores marchitas, las uvas podridas, los higos a medio comer por las avispas y las cáscaras de los pistachos, restos del mercadillo que montaban por las mañanas. Después volvió a subirse a la moto y puso rumbo al antiguo gueto judío, aunque se desvió un poco para ver la plaza Mattei y admirar la preciosa fuente con sus cuatro tortugas de mármol bebiendo agua.
De repente, giró en una esquina y se encontró en lo que parecía un callejón sin salida. Vio a un hombre en el suelo, arreglando su moto con una mano mientras utilizaba la otra para fumarse un canuto. El tío alzó la cabeza un momento y saludó a una monja por su nombre. Aparcó la moto y en cuanto bajó, localizó a Callum, sudando a chorros y con gafas de sol, delante de un edificio antiguo con la fachada cubierta de hiedra. Sobre la puerta de madera se leía: DA EMILIA.
Capítulo 19
—¡Hola! —gritó Hal.
—¡Hola! —exclamó Callum al tiempo que se quitaba las gafas de su nariz aguileña—. ¡Dios mío, pero si es Hal Blackstock! ¡Te has rebajado al nivel de los pobres mortales!, ¿no? ¿Dónde te has dejado la limusina con cristales tintados?
—Me he deshecho de ella —contestó—. He estado recordando mi pasado. Me alegro de verte. —Le tendió la mano y Callum le dio un apretón.
—¿Qué es este sitio adonde me has traído? —quiso saber y señaló con la cabeza la puerta ajada que tenía detrás—. Parecía tan rústico que no me he atrevido a entrar solo.
—Es el mejor restaurante de la ciudad. O lo era hace veintitrés años. —¡Madre del amor hermoso, veintitrés años!—. Sé que no es muy elegante, pero la comida es estupenda.
—Será un cambio refrescante —dijo Callum mientras abría la puerta—. Bueno, vamos allá.
Lo siguió al interior presa de los nervios. Estaba tal como lo recordaba de años atrás, el mismo suelo embaldosado y los manteles verdes. Los ventiladores de techo refrescaban suavemente la habitación, que estaba desierta salvo por una pareja de ejecutivos que hablaban en voz baja en un rincón.
—Menos mal que hemos reservado —dijo Callum con sorna.
—Es agosto —se defendió él—. No hay nadie en la ciudad. —Recordaba el restaurante como un lugar atestado; la comida, como algo sublime; y las visitas al lugar, como un regalo cada vez que alguno de los yanquis a los que guiaba por la ciudad le daba una generosa propina. Echaba de menos a ese Hal, al Hal inocente que se emocionaba por la idea de comer fuera de casa.
Una anciana vestida de negro, a quien reconoció como Emilia, salió de la cocina a toda prisa. Era inevitable que hubiera envejecido. Muchísimos años antes, esa mujer estaba loca con él, le daba natillas gratis y decía que era su hijo inglés. Pero en ese momento tenía los ojos desvaídos por las cataratas, se movía despacio y, pese a su fama mundial, parecía no reconocerlo. Él, que había estado imaginando una reunión emotiva y que estaba seguro de que la mujer habría seguido su carrera con orgullo, se quedó paralizado por la timidez y decidió no decir nada.
—Si? —dijo ella.
—Esto... Abbiamo riservato un tavolo. Il nome è signor O'Grandy.
—Che?
Tragó saliva. Repitió la frase más alto y más lento.
—Che?
Callum reprimió una risilla.
—Tenemos una reserva —dijo—. A nombre del señor O'Grandy.
—Ah, si, si! Signor O'Grandy. —Señaló la mesa que había en un rincón—. Por aquí, por favor.
Callum tenía una sonrisa de oreja a oreja cuando se sentaron.
—Pues menos mal que hablas italiano con fluidez...
Pero qué graciosillo era. A veces se preguntaba por qué no lo despedía. Con la representante de Marina, Nora, siempre era «Ay, sí, Marina» o «No, Marina», razón por la que la apodaban «la pardilla». Pero en el fondo le gustaba que Callum se riera de él. Ya casi nadie lo hacía.
—Tal vez esté un poco oxidado —reconoció a regañadientes—, o ella está un poco sorda.
—No te preocupes, puedes traducirme el menú —dijo Callum, que entrecerró los ojos cuando vio que la anciana les daba dos hojas de papel—. No entiendo ni papa de esto. No, espera, eso es mentira. Pesce alla spada. Eso es pez espada, ¿no? Tomaré eso.
—Puede hacerlo, es martes.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Solo se puede comer pescado los martes o los jueves, porque es cuando hay mercado —recordó él con una sonrisa—. Italia está llena de reglas desquiciantes, sobre todo en lo relacionado con la cocina.
—¿Sí, como cuáles?
—Nunca echar queso a los platos con pescado, así que nada de parmesano en los linguini de pescado.
—¡Que solo podría pedir en martes! —exclamó Callum.
—Vaya, vaya, aprendes rápido. —Hizo memoria—. Vale, nada de ensaladas para picar, porque van después de la comida. Nunca bebas zumo salvo con pasteles...
—Dios, tu compañera de reparto tendría dificultad para seguir esa regla.
—Le costaría, ¿verdad? —comentó. Justina había vuelto majara a todo el mundo durante el rodaje de El carro de las manzanas con su estricto menú de zumos—. ¿Qué más? Nada de capuchinos después de la diez de la mañana.
—¿Nada de capuchinos? ¡Pero así es como me gusta terminar la comida!
—¡Ah, no! —exclamó él al tiempo que agitaba las manos en fingida desaprobación—. Toda esa leche y ese azúcar dando vueltas por tu estómago te cortarán la digestión. ¿Es que no sabes nada de nada?
—¡Madre de Dios!, y yo que creía que los italianos eran anarquistas de espíritu libre. No tenía ni idea de que tuvieran tantas reglas.
—Desde luego que las tienen. A mí también me sorprendió cuando vine por primera vez. Creía que eran despreocupados, pero hay reglas para todo. Hay reglas que prohíben a las gasolineras vender comida, reglas que dictan cuándo pueden poner rebajas las tiendas, reglas que restringen la antelación con la que puedes pedir un taxi, reglas para cuántas cerraduras debe tener una puerta... Incluso en Nápoles, que parece un manicomio, te das cuenta de que la gente con el semáforo en verde se detiene para dar paso a los que tienen el semáforo en rojo.
—Eres una mina de información, Hal.
—Y lo peor de todo —continuó tras haber cogido carrerilla— es que por mucho que te guste la comida italiana, acabas hartándote de tanta pizza y tanta pasta. Pero cuando pides curry, tus compañeros italianos te miran como si hubieras pedido perro asado. Si las mammas no lo hacían cuando ellos eran bambini, ni lo prueban. No sabes las ganas que tenía de comer curry picante. —Sonrió al recordar el desastroso intento por ampliar los horizontes de sus amigos italianos al prepararles un Pad Thai—. Pero ha pasado mucho tiempo. Y de momento me apetece un plato de algo romano. ¿Te atreves a probarlo?
Media hora después Callum y él estaban arrellanados en las sillas, gimiendo a los platos vacíos que tenían delante. Había comenzado con un antipasto de carne curada, seguido de carciofi alla giudia, o alcachofas fritas, tras lo cual Callum se comió su pez espada mientras que él se zampó un plato enorme de mollejas de cordero con salsa de limón y una guarnición de patatas fritas y brócoli. Tendría que hacer el doble de ejercicio esa noche, pero había valido la pena.
—Por Dios, Hal, ya sé que estás emperrado en destruir mi juventud y mi belleza, pero esto es exagerado. —Callum se echó a reír mientras se daba unas palmaditas al vientre hinchado bajo la camiseta naranja—. ¡Vas a hacer que engorde!
—Esa era la intención. —Sonrió—. Eliminar a la competencia.
—¿Cómo es el hotel? —le preguntó Callum al tiempo que mojaba el pan en la sopa—. Espero que te hayan puesto en una suite mejor que la de Justina.
—La suya es mejor —admitió—. Mucho más grande, muchísimo, y con su propia sauna. —Lo había comprobado en la página web del hotel—. Le tenía el ojo echado a la que hay al final del pasillo, que tiene una vista de los tejados de Roma porque yo solo veo el jardín. No hay nada representativo de la ciudad. Pero unos recién casados se me adelantaron. Rarísimo. Conocí a la novia anoche y solo es doctora. No sé cómo se la puede permitir.
—Los médicos ganan una pasta hoy en día. El dermatólogo de Robyn sacaba tres veces más que yo.
Se preguntó de pasada por qué Callum usaba el verbo en pasado, pero no quiso desviar la conversación.
—Sí, pero esta trabaja para la seguridad social.
—A lo mejor el marido es un banquero forrado.
—Es posible.
Pero al recordar a Amy no le pareció probable. Había conocido a un montón de mujeres de banqueros y todas tenían la misma pinta: rubias con mechas caras y camisas de seda bien planchadas en beige o gris perla... nada de camisetas desteñidas ni de recogidos en la coronilla con pasadores de plástico púrpura. Puestos a pensarlo, ninguna era médica... casi todas eran madres a jornada completa aunque contaban con niñeras que también estaban a su disposición a jornada completa. Las pocas que trabajaban tenían empresas de decoración o boutiques con ropa premamá porque «me costaba mucho trabajo encontrar algo elegante cuando estaba embarazada».
Aun así, los banqueros no eran los únicos con pasta, se dijo, aunque no se lo ocurría ninguna otra profesión que reportara tanto, salvo los actores, por supuesto.
—Una doctora —musitó mientras pensaba—. ¿Sabes?, siempre he admirado a gente así. A gente que hace algo constructivo con sus vidas en vez de vestirse con ropas ridículas y declamar frases que otras personas han escrito para ellas. Conocerla me ha hecho pensar. Tal vez debería cambiar de vida. Hacer algo constructivo.
Callum esbozó una sonrisa amable. Ya lo había escuchado antes, no solo de labios de Hal, sino también del resto de sus clientes.
—Podrías hacerlo —dijo—. Después de todo, Daniel Day-Lewis lo dejó todo para convertirse en zapatero. Pero antes de que tomes una decisión drástica, piensa en lo que te voy a decir.
—¿De verdad? —preguntó Hal al tiempo que se bebía las últimas gotas del tinto que habían pedido.
—Hay un guión de Andreas Bazotti que tiene un papel estupendo para ti. No es una comedia, es un drama en toda regla. Estamos hablando de estatuillas doradas aquí, Hal. Sería un giro de ciento ochenta grados en tu carrera. ¿Podrías apagar la tele diez minutos esta noche y leerlo?
Hal se sentía muy confuso. Estaba en un tris de dejar la actuación, pero Andreas Bazotti era un director muy buscado, joven, atrevido y transgresor. Todo el mundo se moría de ganas por trabajar con él. Estaba seguro de que Flora sería capaz de engordar cinco kilos y dejar de ponerse mechas con tal de tener la oportunidad de hacer un papel pequeño en una de sus películas.
—Acuérdate de John Travolta en Pulp Fiction —siguió Callum, que le estaba leyendo el pensamiento—. Este papel podría hacer lo mismo por ti, Hal.
Por primera vez en cinco años sintió un ramalazo de emoción que no estaba relacionado ni con el sexo ni con ganar una partida a la PlayStation. Interpretar un papel serio en vez de una comedia tontorrona, conseguir una nominación a los Oscar, ganar una estatuilla y demostrar así que era algo más que el bonito complemento que iba colgado de Flora, que era un profesional, no una cara bonita que podía decir frases graciosas. Sin embargo y al mismo tiempo, el Hal a quien nunca le gustó que lo vieran esforzándose se negaba a arriesgarse.
—Supongo que podría echarle un vistazo —comentó.
—Hazlo, colega. —Callum dio un sorbo de vino—. Si te gusta, tenemos que llevarte de vuelta a Los Ángeles a la orden de ya. Deberías ver a Andreas a finales de semana.
—¿A finales de semana? —Hizo una mueca—. No sé si voy a poder hacerlo. Flora va a venir, ¿o no te acuerdas? Íbamos a tomarnos unas minivacaciones en Capri.
—Huy, huy —dijo Callum—. ¿No crees que ya has tenido demasiadas vacaciones este año, Hal?
—¡Cal! No te creerás toda la mierda que lees en las revistas, ¿verdad?
—Claro que no. —Callum sonrió.
—Tampoco han sido tantas. Vale, fuimos a Kenia por Año Nuevo.
—Ah, sí.
—Y en febrero fuimos a las Mauricio. Después en marzo y abril estuvimos en la propiedad que tiene Flora en Barbados. ¡Pero eso no fue por vacaciones! —añadió con aire triunfal—. ¡Flora estaba trabajando!
—¿Solo ella?
—Bueno, yo también. Leí unos cuantos guiones. Le di vueltas a mi libro. Estoy consolidando la trama.
—Vale, ¿y luego qué?
—Luego, en junio, fuimos a Praga... pero tuve unas cuantas reuniones. Solo nos tomamos el fin de semana libre. Y durante este último mes he estado haciendo publicidad de esta puñetera película en Los Ángeles, y eso también cuenta como trabajo.
—Pero te tomaste una semana libre y la pasaste en esa cabaña de Big Sur.
—Lo que tú digas. Pero ahí lo tienes. —Hizo las cuentas—. Solo dos vacaciones como Dios manda y algún que otro fin de semana. Eso no es pasarse.
—No, no, en absoluto. Trabajas muy duro. Pero échale un vistazo a este guión. Decide por ti mismo si merece la pena perder unos cuantos días de vacaciones. —Hizo una pausa—. Mi teléfono echaba humo ayer. Por el compromiso de Marina.
—¿Ah, sí? —preguntó con indiferencia a pesar de que el alma se le cayó a los pies como un ascensor que se hubiera descolgado—. Lo he oído. Tengo que darle la enhorabuena.
—Sí, eso sería de recibo. Le mandé flores.
—¿Cuánto tiempo les das? ¿Un año? ¿Nueve meses?
Callum meneó la cabeza.
—Dios, hay que ver lo cínico que eres. Hal, aunque no te lo creas, te juro que cuando me encontré a Fabrizio y a Marina en Cannes parecían muy felices.
Tragó saliva.
—Eso es genial.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Callum—. Dios, qué bueno es este vino. Voy a tomarme otra copa. ¿Tú quieres?
—Me siento bien —respondió él con la vista clavada en el plato—. Marina es libre de casarse con quien quiera.
—Pero tiene que ser muy raro después de todo el tiempo que estuvisteis juntos.
—Sí, pero no funcionó. Nuestra relación murió hace años. Durante los últimos tres íbamos a remolque. Si el trabajo no nos hubiera mantenido separados tanto tiempo, habríamos roto mucho antes.
—Tal vez. Tal vez si hubierais pasado más tiempo juntos, habríais tenido algo por lo que continuar.
—Tal vez —reconoció por educación. ¿Qué era aquello, la hora de las confesiones?—. Pero Marina no estaba bien al final. Era demasiado teatral, demasiado ambiciosa, demasiado beligerante para mí.
Era divertidísima, pensó. Recordó un partido al striptenis en una de las pistas de Callum mientras Robyn y él hacían la compra. Marina vestida con el sujetador y nada más, y él solo con los calcetines. Había intentado convencer a Flora para hacer lo mismo, pero lo había mirado como si estuviera hablando de algo tabú, como las almorranas.
Callum se encogió de hombros.
—Seguro que tienes razón. Bueno, claro que tienes razón.
—Flora es mejor para mí. Es menos... dependiente. No le importan las fiestas ni las alfombras rojas ni las sesiones de fotos con los paparazzi. Es guapa, inteligente y... bueno, tiene buena educación. Diría que es mi mujer ideal.
—Eso es fantástico, Hal. Me alegro mucho por ti. ¿Y dices que llega mañana?
—La verdad es que no. Algún problema con la fundación. No va a llegar hasta el fin de semana. Así que mañana por la noche tendrás que servirme de acompañante.
—¡Uf! A ver si me acuerdo de ponerme mi mejor vestido. —Hizo una pausa—. ¿Te gustaría leer el guión hoy, Hal?
Tuvo que pensárselo.
—No lo sé. Tenía pensando tomármelo con calma.
—Se lee rápido. Creo que te gustará.
De repente, la idea de un guión le resultó excesiva. En cuanto lo leyera, tendría que tomar una decisión sobre si intentar conseguir el papel, y tomar decisiones lo asustaba.
—Hoy no, colega. No estoy de humor para leer. Mañana.
—Vale —replicó Callum con voz indiferente—. Pero no lo dejes mucho. Está en el candelero. Si queremos quedarnos con el papel, tenemos que movernos deprisa. ¿Por qué no lo lees esta noche? Haré que te lo manden.
—Ya veremos. —«Ya veremos» era una de sus frases preferidas para retrasar el momento de comprometerse. Solía poner de los nervios a Marina—. Estaba pensando en hacer un poco de ejercicio y acostarme temprano.
—Te gustará. Por favor, por el tito Callum.
—Ya veremos.
Capítulo 20
Lisa sabía adónde ir.
—Tiene que ser en la vía Condotti —dijo mientras bajaban los escalones del hotel—. Es como la Bond Street de Roma, según el conserje. Ayer recorrí la vía del Corso, pero era un poco barriobajera. Mañana creo que voy a ir al outlet de los diseñadores. Está a las afueras de la ciudad y tiene tiendas con el noventa y cinco por ciento de descuento. Puedes acompañarme si quieres.
—Mmm —musitó Amy. En circunstancias normales le encantaba comprar, pero había sobrepasado el presupuesto con las compras de la boda. Y al día siguiente llegaría Gaby—. No sé. Si mi marido sigue mal... Aunque no debería comprar nada. Estoy a dos velas después de... la boda.
—No me extraña. Creo que Simon se va a quedar tieso después de la nuestra. Lo tengo todo planeado. Vamos a contratar al organizador de Jordan y voy a hacerme un vestido como el de ella con cristalitos de Swareso o como se llame y otro en miniatura para Emily. No demasiada gente, tal vez unas cincuenta personas porque Simon no tiene muchos amigos, pero después nos iremos de luna de miel a las Seychelles. —Se abrazó emocionada por la idea—. Me muero de las ganas. Solo tengo que convencer a Simon para que Emily nos acompañe y todo será perfecto. —Se detuvo para mirar a la izquierda antes de cruzar—. ¿Y tú? ¿Cómo fue tu boda?
—Preciosa —respondió sin entrar en detalles. Observó a Lisa con detenimiento. Era una pena que se pusiera tanto maquillaje, porque debajo había un rostro muy bonito: nariz recta, boca ancha y enormes ojos castaños casi ocultos por un montón de capas de rímel. Tenía el pelo rubio resplandeciente y estaba muy morena—. ¡Cuidado con esa moto! ¿Cuándo os vais a casar?
—He encontrado una casita monísima cerca de Guildford. Donde la cantante de Rockdoodle se casó con ese jugador de fútbol. ¿Dónde te casaste tú?
—En el registro civil. El banquete fue en un lugar llamado Cinnamon Club, en Westminster. —Recordó todo el estrés, las discusiones hasta elegir el sitio y el sofocón de su madre cuando le dijo que no se casarían por la iglesia porque ni Doug ni ella eran practicantes y que tampoco lo haría en Salcombe, porque estaba demasiado lejos para que fuera la familia de Doug desde Escocia.
—¿Vives en Londres? ¿Dónde?
—En Hackney. —Sonrió orgullosa. Tras pasar la adolescencia deseando escapar del campo, se enorgullecía muchísimo al decirle a la gente que vivía en un barrio con una calle conocida como «la milla de los asesinatos», donde era más fácil comprar droga que verduras frescas.
Lisa frunció el ceño.
—¡Joder, pobrecilla! Yo soy de Walthamstow. ¿No quieres mudarte?
—La verdad es que no —contestó, y recordó que Danny no dejaba de hablar de mudarse a Surrey o a Kent—. Bueno, a veces me harto de ver a esos niñatos con sudaderas anchas al final de la calle o de tener que sortear las jeringuillas al entrar en mi portal, pero me encanta la vida del barrio. No creo que llegue a aburrirme nunca.
Lisa puso los ojos en blanco.
—Ya te aburrirás en cuanto tengas un hijo. Todos esos yonquis acercándose al cochecito... Yo me fui de la ciudad en cuanto pude. Tampoco ayudó mucho que el padre de Emily se diera el piro, la verdad. Me dejó con una cría en pañales y un montón de deudas. Tuve que volver a casa de mi madre y vivir con ella cinco años hasta que conseguí saldarlas todas. Trabajé en el departamento de lencería de Debenhams en Croydon. Que no es el peor trabajo del mundo ni mucho menos, pero tampoco el mejor.
—Pobrecilla —dijo. Todos los días escuchaba historias muy parecidas en la consulta, pero a pesar de todo seguían afectándola.
Lisa se animó.
—Bueno, ahora no pasa nada porque he encontrado a Simon. Ya no tengo que trabajar. Emily puede tener todo lo que siempre quiso. Es que Simon es rico. Tiene una casa enorme, un jardín más grande todavía con espacio para una piscina si queremos y también para un jacuzzi. —Le sonrió y cambió de tema—. ¿Tienes una buena habitación? La nuestra es preciosa, pero Simon se enfadó por no poder conseguir una suite. Le dijeron que estaban todas ocupadas, incluso las de menor categoría. ¿Tú tienes una suite?
—La verdad es que sí. —Estaba un poco avergonzada.
—Menuda suerte la tuya —dijo Lisa sin acritud cuando pasaron junto a un sacerdote que hablaba por teléfono a gritos—. ¿Una de las grandes?
—La suite Popolo.
—¡Coño! Esa es una de las tres mejores. —Bajó la voz—. ¿Sabes quién está en las otras dos?
—Sí, Hal Blackstock y Justina Maguire. —Sonrió al recordar el grano. Y aunque jamás revelaría ese detalle, nada le impedía regodearse con la otra historia—. La verdad es que Hal Blackstock quería cambiarme la habitación. Cambiárnosla. Su terraza da al jardín y quería la vista de los tejados de Roma. Pero le dije que no.
—¡Venga ya! —exclamó Lisa—. Es para partirse de la risa. Tienes que decírselo a Christine. Seguro que te paga. —Sacó el móvil del bolsillo—. Mira, voy a llamarla ahora mismo.
—¿Quién es Christine?
—Christine Miller. —Lisa la miró a la cara en busca de un indicio de que reconocía el nombre, pero desistió enseguida—. Es algo así como la principal entrevistadora del Daily Post. Simon trabaja para ella. Está aquí como fotógrafo del periódico. Su fotógrafo más veterano. Treinta años. Por eso están aquí en Roma, para entrevistar a Hal Blackstock. De hecho, lo hicieron ayer. Simon dice que Hal es un capullo, pero dice lo mismo de todo el mundo. Christine dice que fue un hueso duro de roer. Hoy van a intentar sacarle unas fotos a Justina en las que parezca anoréxica.
—Ah, vale.
—Deberías decirle a Christine lo de que Hal quería cambiar de suite, en serio. Seguro que le hace gracia.
—Si no te importa, prefiero no decirle nada —dijo—. Es que... no quiero que la gente sepa que estoy aquí.
—¿Y eso?
—Bueno... es que tengo... tengo un ex muy celoso, ¿sabes?, y se ha cabreado por lo de la boda, así que...
—¡Ah, vale! —Saltaba a la vista que Lisa era una de esas mujeres a las que le encantaba la intriga—. ¡Joder! Yo también tuve uno así y fue una pesadilla. Se colaba en mi jardín y me robaba las bragas del tendedero. Vale, no digas más. Olvida lo que acabo de decirte. —Señaló con la cabeza la tienda de Prada, que estaba a la derecha—. Podemos entrar ahí, pero el conserje me ha dicho que la que hay a la vuelta de la esquina es mejor.
Cruzaron la plaza de España, atestada por hordas de turistas y coches de caballos a la espera de hacer el agosto. A la izquierda, la escalinata propiamente dicha estaba a rebosar de adolescentes cantando con sus guitarras y de chicas nórdicas agotadas y tiradas sobre sus mochilas que pasaban totalmente de los buitres italianos que merodeaban a su alrededor. Había un montón de pintores pintando unas acuarelas espantosas. Lisa giró a la derecha para entrar en la vía Condotti, atestada de rusos y yanquis sudorosos por culpa del calor matinal.
Llegó a la conclusión de que había hecho bien en no contarle a Lisa la anécdota del pedo. Ni el episodio del grano. Claro que Lisa estaba pendiente de otra cosa que tenía poco que ver con Hal: el escaparate de Prada.
—¡Por Dios! ¡Mira qué botas más monas!
Antes de que pudiera decir nada, Lisa ya tenía la puerta abierta. La siguió al interior de la tienda y aspiró el suave aroma a colonia que circulaba con el aire acondicionado. La alfombra era gruesa y de color púrpura, como sacada de un cuarto de baño de los setenta, y las dependientas eran despampanantes.
—Vamos —dijo Lisa mientras subía las escaleras.
La primera planta era un laberinto de estancias, una para los zapatos, otra para los bolsos, otra para lencería sexy que estaba siendo examinada escrupulosamente por un escandaloso grupo de chinas y otra para la ropa. Casi sin pensar, se acercó a un top de seda y lo acarició con adoración, como si se tratara de un gatito.
—Te quedaría genial —le aseguró Lisa.
Sonrió al tomarlo como un cumplido habitual entre chicas.
—No, en serio que te quedaría genial —insistió Lisa—. Pruébatelo. Ah, no. Supongo que con el bombo no podrás ponértelo. A partir de ahora solo podrás ponerte ropa suelta. Cinturas elásticas. Pantalones enormes.
—La verdad... —confesó ella—, es que ha sido un malentendido. No estoy embarazada. Creo que la ropa del otro día me hacía un poco gorda.
Lisa se echó a reír.
—¡Mierda! Lo siento. Seguro que querías que te tragara la tierra. Si te digo la verdad, no te vi muy embarazada, pero como dijiste que estabas de poco tiempo... —Sonrió—. Bueno, en ese caso no hay nada que te impida darte el capricho de un fondo de armario italiano.
—Salvo que no puedo permitírmelo —señaló, pero Lisa no le hizo caso.
—¿Qué talla tienes? ¿Una 40?
—Una 38 —la corrigió a la defensiva. Había hecho el tremendo esfuerzo de perder unos kilos para la boda.
—Mmm —musitó Lisa un poco escéptica—. Pero las tallas inglesas son más grandes que las europeas. Tal vez deberías probar una 42. Ya te he dicho que estuve trabajando en Debenhams —siguió mientras rebuscaba en los percheros—, así que sé de lo que estoy hablando. —Sacó unos pantalones negros, eligió dos camisas y la empujó hasta un probador—. Pruébatelo, a ver qué tal.
Tras cerrar la cortina, se sacó el vestido por la cabeza y se miró en el espejo cuando estuvo solo con el sujetador y las bragas de H&M. Se puso el top de seda, aunque no estaba muy convencida. Parecía propio de una abuela. Pero se quedó de piedra al verse en el espejo. Era alucinante. Parecía...
—Guapísima —musitó Lisa, que había metido la cabeza en el probador.
—Sí, pero cuesta quinientos euros —protestó desilusionada con la vista clavada en la etiqueta. La tiara de perlas y las invitaciones Smithson le habían costado la misma cantidad, así que era imposible —. Oye, ¿Roma no tiene algo parecido a River Island?
—Calla y pruébate los pantalones.
No tuvo que decírselo dos veces. De repente, su enorme trasero pareció reducirse a una talla 34. Estaba a punto de ponerse su ropa de nuevo cuando Lisa volvió con un vestido. Y no un vestido cualquiera, sino un vestido de seda en rosa pálido con tirantes muy finos, falda de vuelo y un pequeño corsé. El vestido perfecto. El vestido que cualquiera soñaba encontrar en Primark, pero que nadie encontraba porque estaba en Prada.
Ni siquiera se había cerrado la cremallera y ya sabía que en la vida había estado tan guapa. No sabía que su cintura fuera tan estrecha ni que tuviera semejante canalillo. La imagen del espejo la dejó alucinada. Esa no era la Amy que veía por las mañanas. Tal vez si hubiera empleado mejor el dinero para comprarme algunas prendas (y sabía que ahí estaba la gracia) de Prada, Doug habría pensado de otra manera, pensó. ¿Me equivoqué en eso?, se preguntó. Pero sabía que eran pamplinas. A Doug le gustaban las mujeres con vaqueros ajustados y camisetas vintage, no vestidas de marca.
Cuando salió del probador, tanto Lisa como la dependienta se quedaron boquiabiertas.
—Increíble —susurró Lisa.
Y lo era. A pesar de lo blanca que estaba y de los pelos que llevaba, estaba como nunca. Casi como había esperado estar el día de su boda.
—Tienes que llevártelo.
—No puedo —le aseguró sin atreverse a mirar la etiqueta—. ¿Cuándo voy a ponérmelo?
—¡Por el amor de Dios, Amy, estás de luna de miel! ¿No tenéis pensado ir a cenar a algún restaurante elegante y romántico?
La ironía le arrancó una sonrisa. Lisa no sabía que la cita más importante del año sería la cena de Navidad en Pizza Express que organizaba la clínica. Pero después se acordó de otra cosa.
—La verdad es que me han invitado al estreno de El carro de las manzanas —confesó—. Y a la fiesta posterior.
—¿En serio? ¿Cómo lo has conseguido?
—Hal se enteró de que yo... de que nosotros... bueno, de que estábamos de luna de miel y nos envió las invitaciones.
—¡No! ¿De verdad? Joder. Christine mataría por conseguir invitaciones, pero los de relaciones públicas son unos imbéciles. Deberías decírselo. Es una historia muy tierna. Deja a Hal en muy buen lugar.
—No, no... mejor no.
—A lo mejor podrías contarle a Christine anécdotas de la fiesta. Sin nombres ni nada de eso. Te pagaría.
—Ni siquiera estoy segura de que vaya a ir —le dijo.
Lisa se quedó alucinada.
—¿¡Por qué!? ¿Porque tu marido sigue enfermo? ¡Que le den! Deberías ir de todas formas. Sería la caña.
Se lo pensó. No tenía pensado ir a la fiesta, pero ¿por qué no? Además, Gaby llegaría al día siguiente por la noche y le encantaría. ¿Qué más daba si Vanessa volvía a preguntarle por su marido? En ese momento recordó lo de la ecografía de Gaby y se preguntó si ya sabría el sexo del niño, pero luego la voz chillona de Lisa la devolvió al presente.
—Si te preocupa el dinero, yo te lo pago.
—¡Ni hablar!
Lisa se encogió de hombros.
—No veo por qué no. Tengo la American Express de Simon. Iba a comprarle a mi madre una chaqueta de cuero y a mi hermana, un vestido, y también iba a comprar un montón de cosas para Emily.
—Eso me parece estupendo, Lisa, pero no puedes comprarme cosas. No estaría bien.
—No te las compraría yo, te las estaría comprando Simon. A él no le importa. Mientras haya un bar donde meterse...
—Pues con más motivo. Gracias, pero no. —Meneó la cabeza, aunque era incapaz de apartar la vista de su reflejo. Tenía que llevárselo. Un vestido que sentaba tan bien era una inversión. Y cuando... No, se corrigió, y si volvía a ver a Doug, se lo pondría y le provocaría un infarto. Gracias al hipocondríaco de Hal Blackstock, su estancia en el hotel le salía gratis, así que no estaba tan arruinada como pensaba.
—Vas al estreno de una película —dijo Lisa—. Y perdona si te ofendo con lo que voy a decir, pero creo que necesitas algo un poco más elegante que lo que llevas ahora mismo.
Tenía razón.
—Vale, me lo llevo.
Lisa aplaudió.
—¡Bien por ti!
—¿Me deja su tarjeta de crédito, señora? —preguntó el dependiente que estaba cerca.
El hombre desapareció escaleras abajo y la dejó sentada en una silla, intentando recuperar la respiración. Un par de minutos después regresó con una maquinita. Ni siquiera miró el total. Ya estaba en la ruina, ¿qué más daba añadir el precio de un Prada? Se limitó a meter el número PIN. Lisa volvió a aplaudir.
—Has hecho lo correcto.
Sonrió de oreja a oreja en respuesta.
—¿A que sí? Pero se acabaron las compras, por favor. O me quedaré a dos velas.
—Vale. Se acabaron las compras. Para ti. Pero yo acabo de empezar. Nos queda Gucci, Dolce & Gabbana, Versace, Miss Sixty, Diesel... ¿Sabes que Diesel es italiana? Da igual. También nos queda Ferragamo y Fendi. ¡Madre del amor hermoso, la lista es interminable! —Le echó un vistazo al reloj—. Pero antes tenemos que repostar.
Capítulo 21
Tras una breve consulta en la guía, Amy sugirió el Caffe Greco, que estaba justo al lado.
—Es el lugar adonde iban Stendhal, Goethe y Keats.
—Genial. ¿Eran jugadores del Lazio?
Sin embargo, el café estaba tan atestado de turistas que tras echar un vistazo al interior desde la puerta dieron media vuelta.
—Vale, ¿y si...? —Frunció el ceño mientras hojeaba la guía—. ¿Y si vamos al Bar della Pace? Es el lugar perfecto para ver famosos, según dice aquí.
—¿En serio? —Lisa se humedeció los labios, emocionada—. Pues allá vamos.
Se internaron en las callejuelas mientras ella consultaba el callejero y después de cruzar la diminuta plaza dominada por el impresionante edificio del Panteón, pusieron rumbo a la plaza Navona con sus fuentes, sus bares llenos de turistas parlanchines, sus caricaturistas sentados en taburetes y los inmigrantes africanos vendiendo abalorios. El Bar della Pace estaba justo al lado, en una pintoresca plaza dominada por una iglesia. Las mesas de la terraza estaban ocupadas por un montón de gente guapa que charlaba por los codos. Al ver que una pareja dejaba una mesa libre, Lisa se abalanzó sobre ella. Amy se sentó a su lado y dejó en el suelo la bolsa de Prada. Era ridículo, pero el simple hecho de verla la animaba.
—Gracias por obligarme a comprar el vestido. Necesitaba algo que me animara.
Quería que Lisa le preguntara por qué, que curioseara un poco para utilizarlo como excusa y contarle la horrorosa historia al completo. Pero Lisa tenía la cabeza en otro sitio.
—¿Estudiaste en un internado?
La pregunta la pilló por sorpresa.
—No. Pero mi nov... Digo... mi marido sí. ¿Por qué?
—¿Se lo pasó bien?
—No. Fatal. Dice que era horrible estar todo el día metido en el mismo sitio, que la comida era asquerosa y que los obligaban a correr todas las mañanas antes del desayuno. —El corazón le dio un vuelco al recordar a Doug mientras le contaba la historia de sus días de estudiante. A pesar de su vehemencia, el relato había sido tan divertido que acabó llorando de la risa.
—Lo que pensaba —dijo Lisa con un suspiro—. Verás, es que Simon cree que Emily debería ir a un internado. Dice que es el mejor entorno para los niños. Y quiere que empiece el próximo curso.
—¡Pero solo tiene nueve años!
—Según él, muchos niños van a esa edad. Él lo hizo.
Eso la dejó pasmada.
—No le permitas que lo haga.
Lisa frunció el ceño.
—Bueno, tal vez sea lo mejor para ella. Disfrutará de una educación excelente. Una de las razones por las que voy a casarme con Simon es para darle todas las facilidades de las que yo carecí. Ah, ciao! —saludó sonriente a un camarero, que le devolvió la sonrisa, embobado—. Due Proseccos, per favore. Grazie. —Miró a Amy de nuevo—. Jamás me habría imaginado que podría ganarse tanto dinero haciendo fotos, pero lleva años trabajando para el Post y se sabe todos los trucos para colarlo todo como gastos de trabajo. Hasta que me conoció, no tenía a nadie en quien gastarse el dinero. —Sonrió con alegría—. ¿A qué se dedica tu marido?
—Es guitarrista en un grupo —contestó a regañadientes e inició la cuenta atrás en espera de la pregunta de rigor. Cinco, cuatro...
—¿¡En serio!?¿Son famosos?
Lisa la miraba con renovado interés. Una mirada a la que ya se había acostumbrado con el paso de los años.
—No. Se llaman Ambrosial, y llevan haciendo bolos unos cuantos años sin que nadie les haya ofrecido grabar un disco.
—¿Tu marido es una estrella del rock? —preguntó Lisa como si no hubiera escuchado ni una sola palabra de lo que le había dicho.
Experimentó un aburrido déjà vu.
—Sí. Yo soy médico.
—¡Hala! Qué trabajo más emocionante.
—Gracias.
—Deberías contárselo a Christine. Podría haceros mucha publicidad. —El camarero les llevó dos copas con una bebida burbujeante—. Gracias. Salud.
Brindaron antes de que ella probara el vino. Las burbujas le hicieron cosquillas en la nariz.
—¿Es muy guapo? Espero conocerlo.
—No está mal —contestó con cierto hastío—. Pero no es un adonis. —Había llegado el momento de cambiar la conversación—. ¿Dónde conociste a Simon?
Lisa sonrió.
—Si te soy sincera, en internet. Era un divorciado solitario. Y yo una viuda solitaria. Al menos eso fue lo que le dije. A ver, para el caso, el padre de Emily podría estar muerto... no mantenemos ningún contacto. —Al ver la expresión horrorizada de Amy se echó a reír—. No te preocupes. No voy a cometer bigamia. No llegamos a casarnos. En la primera cita me llevó al Ritz y pensé: «Madre del amor hermoso, esto es Jauja». Que conste que él también me gustó —añadió antes de que pudiera hacer algún comentario sobre lo obvio—. Es un poquito... Bueno, es bastante mayor que yo, pero es muy amable. Y tiene una casa enorme y preciosa.
—Sí, me lo has dicho antes.
—Tiene cincuenta y cinco años. Ha estado casado una vez, pero no salió bien. Me dijo que le costaba trabajo conocer a otra mujer porque siempre estaba viajando. A África con la princesa Diana o con los Beckham durante sus vacaciones en la nieve. Para mí es una maravilla, pero según él es una vida muy solitaria. Un hotel distinto cada noche. Por eso se puso tan contento cuando le dije que venía con él a Roma. Dice que es diferente cuando tienes a alguien con quien pimplarte el minibar. Y por eso quiere que Emily vaya a un internado, porque así podré acompañarlo más. Que me parece estupendo, de verdad que sí, pero no entiendo por qué Emily no puede acompañarnos alguna que otra vez. —Le dio un sorbo al vino y siguió—: Está un poco raro con Emily, pero acabará acostumbrándose a ella. Como ya te dije, se niega en redondo a que nos acompañe durante la luna de miel, pero creo que ese sería el mejor momento para que se conocieran. Es que no tiene hijos ni quiere tenerlos. Así que a veces le resulta un poco molesta, pero con el tiempo cambiará, ¿no te parece?
—Seguro que sí —respondió con el mismo tono de voz que empleaba con aquellos pacientes con los que era inútil discutir.
—Eso espero —replicó antes de echarle un vistazo a la carta—. ¿Qué vas a tomar? A mí me apetece una ensalada. —Se dio unas palmaditas en la barriga—. Tengo que cuidar la figura para la boda.
—Yo quiero un sándwich —dijo ella al tiempo que se detenían junto a ellas un par de chicos con gafas de sol, pantalones chinos y camisas de rayas con los cuellos alzados.
—Buon giorno, signorine —dijo el más guapo.
Lisa alzó la vista y los miró con agrado.
—Hola.
—¿Inglesas? —El chico sonrió—. Perdón por molestar, pero nos preguntábamos si podíamos compartir la mesa.
La diminuta terraza estaba hasta los topes. Lisa asintió con la cabeza, encantada.
—¿Por qué no?
Se sentaron y se presentaron. El guapo se llamaba Massimo y el menos guapo, Luigi. Tenían veinticinco años, estudiaban empresariales y estaban de paso en Roma antes de reunirse con sus respectivas familias para pasar las vacaciones, en Cerdeña y en Sicilia respectivamente. Los dos hablaban inglés con fluidez, fruto de las visitas anuales a una escuela de idiomas en Brighton. Pidieron cuatro copas más de vino y brindaron con un «chin, chin» que, según dijo Luigi, era la versión italiana de «salud».
—¿Y qué hacen estas damas en Roma? —preguntó Massimo con abierta curiosidad.
Amy estaba a punto de soltar la mentira habitual cuando Lisa le dio una patada por debajo de la mesa.
—¡Ay! —exclamó, pero su voz quedó ahogada bajo la explicación de Lisa.
—Bueno, hemos venido a relajarnos y descansar. Solo chicas. Ya sabéis, compras, spa...
—¿Y os gusta Roma? —preguntó de nuevo Massimo, inclinándose hacia delante.
—Sí, nos encanta, ¿verdad, Amy? Al menos lo que hemos visto hasta ahora, sobre todo las tiendas. —Soltó una risilla tonta y los dos chicos la imitaron, embobados.
Había algo en Lisa que le recordaba a Pinny. Quien, curiosamente, no la había llamado. Sintió una dolorosa punzada al pensar cómo estaría consolando a Doug.
—¿Y el Foro? ¿El Coliseo? ¿San Pedro? ¿Todavía no los habéis visto? —preguntó Luigi, que parecía el más serio de los dos.
—¿Qué? Ah, no. Todavía no. En fin, es que hace un calor espantoso y las tiendas tienen aire acondicionado.
Los dos chicos estallaron en carcajadas antes de ponerse a hablar en italiano entre ellos. Massimo carraspeó.
—¿Estáis libres esta noche? Podríamos enseñaros algunos de los lugares más típicos de nuestra preciosa capital.
Abrió la boca para decir que estaba libre cual pajarillo, pero Lisa le dio otra patada.
—Me temo que no, chicos. Esta noche hay una fiesta en el hotel. Pero mañana no tenemos nada planeado, ¿verdad, Amy?
—Pues... No, creo que no.
Los chicos sonrieron.
—En ese caso —afirmó Massimo—, mañana os haremos una visita turística personalizada. ¿Tenéis móvil? Os llamaremos.
Lisa le dio su número y ambos se despidieron con sendos besos. Olían a ropa recién planchada y a Eau Savage.
—A domani! —gritaron y desaparecieron en el caluroso mediodía romano.
—Lo siento —se disculpó Lisa, con los ojos clavados en el culo de Massimo—. Pero no creo que les gustara escuchar que estamos pilladas. —Le sonrió—. Y, por supuesto, si tu marido está mejor, no tienes por qué venir mañana. Pero yo sí saldré. Será más divertido dar una vuelta con un par de Romeos que ir de tiendas, digo yo. —Echó un vistazo en busca del camarero y gesticuló para hacerle saber que quería la cuenta.
—No, signorina —dijo el camarero—. Los dos caballeros se han hecho cargo de todo.
—Cada vez me gustan más —afirmó Lisa con una amplia risotada.
Capítulo 22
Había sido el día más divertido desde hacía años en la vida de Hal. Sobre las cuatro de la tarde Callum le echó un vistazo al reloj y exclamó que tenía que largarse. En Los Ángeles estaba a punto de amanecer y tenía que hacer unas cuantas llamadas.
—¿Quedamos para cenar? —le preguntó ilusionado.
Sin embargo, Callum meneó la cabeza.
—No sé, Hal. Estaré pegado al teléfono hasta la madrugada. Podrías leer el guión, ¿no?
—Tal vez —respondió a regañadientes.
—Unas cuantas páginas, nada más. Vamos. Hazlo por el tito Callum.
—Ya veremos. —Comenzó a sonarle el móvil—. Ah, es Flora. Será mejor que lo coja. ¡Hola, preciosa!
—¿Has estado bebiendo?
El buen humor se evaporó al instante, como copos de nieve al caer al fuego.
—No —mintió—. Bueno, una copa. Estoy almorzando con Callum.
—Ah, dile hola de mi parte —sugirió con desinterés—. En fin, las cosas se han torcido por aquí. Las niñas tienen varicela.
—¿Varicela?
—Aja. Así que me temo que esto va a retrasarme todavía más. Como muy pronto puedo estar ahí el fin de semana. Siempre y cuando mejoren, claro. De momento están las dos fatal. Cosima vomita en cualquier lado, es de lo más desagradable, y Milly tiene unos granos terribles.
—Pobrecitas —replicó—. Pero a ver... la niñera está con ellas, ¿no? ¿Tienes que quedarte?
—¡Hal! Mis hijas están enfermas. ¿Qué tipo de madre sería si las dejo para irme de picos pardos contigo?
—Supongo que tienes que quedarte, sí —claudicó con resignación—. Pero ¿vendrás el fin de semana?
—Eso espero. Ya veremos cómo va la cosa. Es una pena, pero ya habrá más vacaciones, ¿no te parece? Al fin y al cabo, eres Hal Vacaciones...
Dio un respingo al oír su mote.
—Supongo —respondió—. Pero estaba deseando que estas las pasáramos juntos.
—Lo sé, pero ¿qué quieres que haga? Ahora tengo que dejarte.
Colgó con una especie de desconsuelo. Sus planes para proponerle matrimonio en Roma se habían ido al traste. Claro que todavía podía llegar a tiempo para acompañarlo a Capri, pero no contaba con ello. ¿Sería la varicela una excusa? ¿Estaría alejándose de él? Eso era imposible. El era Hal Blackstock y era él quien ponía fin a sus relaciones sentimentales... aunque solo hubiera tenido una, con Marina, cosa que tenía muy presente.
Sintió la mirada de Callum clavada en él.
—Lo siento, tío. Flora acaba de dejarme colgado. Sus hijas están enfermas.
—¡Vaya por Dios! —exclamó, preocupado—. ¿Qué les pasa?
—Varicela.
—Dale ánimos de mi parte. Recuerdo cuando la pasé de pequeño. No veas cómo picaba...
Estaba enfadado. Cierto que las niñas estaban enfermas, pero ¿no se merecía él también un poco de compasión?
—No estará para el estreno de mañana por la noche. —Cosa que, evidentemente, significaba que tendría que ir solo. El mundo se volvería loco comparando su soltería con la felicidad conyugal que pronto compartirían Marina y Fabrizio.
—Pues ve con Justina. He oído que no tiene pareja.
—¿No iba a ir con ese pelmazo del grupo?
—No, parece que han cortado, así que os podéis hacer un favor el uno al otro.
—Ya veremos. —Antes que a Justina prefería a un nazi por acompañante, pero ese no era el momento de despotricar.
—Tío, tengo que irme —dijo Callum—. Te llamaré por la mañana. Dime lo que piensas del guión. —Cogió la tarjeta de crédito que la signora le devolvía y dejó unos cuantos euros en la mesa—. Volverás con la Vespa, ¿no?
—Sí —respondió.
—Hasta luego, entonces. Gracias por elegir este sitio. Ha sido divertido.
—De nada. Ciao.
Siguió sentado donde estaba, sin saber qué hacer. Era normal que Flora quisiera estar con sus hijas, pero no podía evitar sentirse rechazado. Marina amaba a otro. Y Flora prefería a sus hijas. Callum prefería pasar la tarde dando órdenes por teléfono en vez de salir con él. La signora lo había olvidado. No era el preferido de nadie.
—En fin, espabílate —se dijo en voz alta, ya que el comedor estaba vacío.
—Che? —preguntó la signora Emilia, que asomó la cabeza desde la cocina.
—Niente! Grazie.
—Prego —replicó la mujer antes de desaparecer.
Todavía tenía toda la tarde por delante, tan vacía como una pradera. Pero como tenía la Vespa, podía ir a cualquier sitio. Hizo un repaso mental de los monumentos más emblemáticos de Roma. Los había visto todos. ¿Para qué verlos otra vez? Salió del restaurante y cuando se subió a la moto recordó de repente el día que Marina y él recorrieron la Corniche de Cannes en una scooter. Joder, por mucho que le fastidiara hacerlo debería llamarla en cuanto llegara al hotel. Todavía le resultaba increíble que se hubiera recuperado tan pronto de su ruptura y que hubiera encontrado otra vez el amor.
Mientras recorría la vía del Corso en la moto, rememoró la noche que todo se fue al traste. Ocurrió en la casa de Marylebone, cosa rara porque no solían pasar mucho tiempo en el mismo sitio. Acababan de volver de una fiesta celebrada durante la semana de la moda, en la que Marina se emborrachó y se pasó la noche pegada a Andre Agassi.
—Menudo espectáculo has dado —le dijo de malhumor en el coche, de vuelta a casa—. ¿Sabes que está casado y que tiene dos hijos?
—¿Y? ¿Es que eso detiene a alguien en nuestro mundo? —replicó ella, dándole una patada al asiento del conductor con el tacón de uno de sus zapatos—. De todas formas —añadió—, no sé por qué te enfadas. Ni que fuera tu mujer... puedo coquetear con quien me vaya en gana.
—Con quien me dé la gana —la corrigió él de mala manera. Le encantaba restregarle por la nariz el hecho de que había dejado el instituto a los dieciséis, mientras que él tenía una diplomatura de Cambridge.
Pensándolo bien... se había pasado la última etapa de su relación con Marina ridiculizándola. Y en el fondo sabía por qué lo hacía. Porque su fama se incrementaba con cada temporada de Supermodelo, que batía récords de audiencia, mientras que él parecía incapaz de hacer una película que no fuera una mierda.
Aunque le avergonzara admitirlo, estaba celoso de ella. De su cada vez más famoso nombre, de sus ingresos astronómicos y de la indiferencia que sentía por el hecho de que el concurso que presentaba fuera abominable cuando a él le llegaban al alma las críticas negativas. Era curioso que no sintiera celos de Flora a pesar de tener más éxito que él y, además, en el mismo campo. Suponía que se debía a sus intachables orígenes, de modo que la competición con ella era absurda, mientras que con Marina tenía sentido porque ambos habían partido de lo más bajo... y durante años estuvo muy por encima de ella. No habría llegado a ningún sitio de no haber sido su novia y de no haberlo acompañado a los estrenos ligerita de ropa, de modo que la industria de la moda (que previamente la rechazó por ser un poco barriobajera) comenzara a hacerle ofertas.
La conclusión lo distrajo un instante, pero no tardó en regresar a la pelea en cuestión. Cuando llegaron a casa, Marina se fue derecha al salón y agarró la botella de whisky del aparador estilo art decó.
—Creo que ya has bebido bastante —le dijo.
—¡Deja de darme el coñazo! Ya te lo he dicho, no tienes derecho a exigirme nada, no eres mi marido.
—Vamos a ver, ¿a qué vienen todas esas referencias al matrimonio últimamente? Sabes que no vamos a casarnos. Lo nuestro no va de eso.
—¿Ah, no? ¿De qué va, entonces? —Su rostro estaba crispado por la ira, pero por extraño que pareciera en ese momento la deseó como hacía meses que no lo hacía—. ¿De caminar del brazo por las alfombras rojas? ¿De ser una pareja influyente? ¿De darle al público dos al precio de uno?
—¡Oye! Es a ti a quien le encanta todo eso. Yo nunca lo he buscado y lo sabes.
—Lo que tú digas. Pero has sabido sacarle provecho a las circunstancias, ¿verdad? —Sacó un cigarrillo del bolso y lo encendió con su mechero plateado—. Mientras que yo he tenido que apechugar con la humillación de escuchar: «¿Por qué no se casa Marina? ¿Por qué no se decide Hal a ponerle el anillo?».
—Pues nunca me has dicho que te molestara —protestó, pensando en todas las entrevistas en las que Marina había afirmado que el matrimonio no era sexy, y que prefería ser la novia de alguien antes que la «esposa de».
—Sí, porque eso habría sido más humillante todavía. Pero por supuesto que quiero casarme, Hal. Tengo casi treinta y cinco años. Quiero tener un hijo antes de que sea tarde.
—¿¡Un hijo!? —Eso lo pilló por sorpresa. Marina era tan maternal como una viuda negra... cada vez que había niños cerca su expresión era la misma que si estuviera conteniendo la respiración porque alguien se había tirado un pedo en el ascensor.
—¡Sí, un hijo! Soy una mujer. Las mujeres tienen hijos. Para eso nos pusieron en este planeta.
La miró y lo vio de repente. Marina, él y un pequeño Hal vestido con un pelele azul balbuceando «pa-pa». Sí. Tal vez fuera divertido tener un bebé. Aunque igual no... no lo tenía muy claro. Si Marina y él tenían un hijo, tendrían un vínculo de por vida, le gustara o no. Tendrían que casarse al menos para que sus respectivos padres no pusieran el grito en el cielo, y si se casaban, no podría casarse con nadie más... En fin, el mundo era muy grande y había un montón de mujeres. La idea de no estar oficialmente disponible para ninguna le ponía los pelos de punta.
Y aunque la vida con Marina era divertida, no era la mujer con la que había soñado casarse. Sus suegros ideales vivían en una enorme mansión campestre, no en una casa adosada en Swindon. Su futura esposa había ido a un internado en Oxford o en Cambridge, igual que él. Leía libros en lugar de revistas de cotilleos y su acento era exquisito... no como el de Marina, que delataba sus orígenes vulgares. Claro que cuanto más tiempo pasaba en Estados Unidos más pijo se volvía su acento, porque sabía que los yanquis se volvían locos por el acento británico de la BBC.
—Así que, Henry Blackstock... ¿qué tienes que decir al respecto?
—Mmm... ya veremos —contestó.
—¡Y una mierda que ya veremos! Llevas diez dichosos años diciendo lo mismo. ¿¡Cuánto tiempo necesita una persona para decidirse!?
Siempre estaba espectacular cuando se enfadaba. Le brillaban los ojos y se ruborizaba. Así que se acercó a ella y le colocó las manos en los hombros.
—Déjame pensarlo. Hablaremos por la mañana.
Una de sus manos descendió hasta agarrarle el culo, señal inequívoca de que tenía ganas de echar un polvo.
—¿¡Qué estás haciendo!? ¡Quita esa mano de ahí! Me pones enferma. ¡Estamos a punto de romper y lo único que se te ocurre es darte un revolcón!
—No estamos a punto de romper —le aseguró, dejando las manos donde estaban—. Ya te he dicho que voy a pensármelo.
Marina le apartó las manos y le dio un par de guantazos.
—Para ya. Y escúchame. No vamos a echar un polvo más hasta que lleve el anillo de compromiso. ¿Me has oído? Me voy a la cama. A la de la habitación de invitados. ¡Buenas noches!
—¡Marina, espera! —exclamó con cierta desgana pero ya iba por la mitad de la escalera y cuando aporreó la puerta de la habitación de invitados, le dijo a gritos que se fuera a tomar por culo.
Salió a la mañana siguiente antes de que él se levantara, y cuando volvió por la noche después de haber almorzado con algunos de sus colegas gays, le dio tranquilamente un ultimátum: tenía un mes para proponerle matrimonio o se largaba. Sin embargo, no le echó cuentas al asunto. Marina lo adoraba y sabía, porque fijo que tenía que saberlo, que él también la adoraba y no quería estar con otra. Sin embargo, no le gustaba que lo presionaran.
El mes pasó sin que apenas se diera cuenta... Marina pasó casi todo el tiempo en Estados Unidos, grabando Supermodelo, que se había convertido en el concurso más visto de la temporada. Él se fue a esquiar y luego tuvo que hacer el doblaje de algunos de los personajes de El gato de mi hermana, una película de dibujos animados que, pese a las críticas positivas, fue un fracaso. Y ya iban cuatro seguidos, tal como le recordaban los blogueros todos los días cuando buscaba su nombre en Google.
El día de la decisión llegó sin darse cuenta. Marina volvió y le dijo dulcemente por teléfono que estaba en su piso de Little Venice y que lo invitaba a cenar, que cocinaba ella.
Llegó al piso con un nudo en el estómago. Estaba preciosa, con una falda de vuelo al estilo de los años cincuenta y un top muy escotado que resaltaba su generoso busto. Había hecho churrasco, su plato preferido, y patatas fritas. De postre había tiramisú. La observó comérselo todo a dos carrillos y eso lo alegró. Después de esa noche se pasaría un mes sobreviviendo con sopa de col para compensarlo, pero sabía que a él le gustaban las mujeres con buen apetito. Fue una de las cosas que los unió durante los años que pasaron en Los Ángeles: las risas compartidas cuando veían a todas aquellas mujeres mordisqueando zanahorias y sushi.
—¿Y qué? —le preguntó después de la cena, cuando se sentaron en el sofá con sendas copas de brandy.
—¿Y qué qué?
—Sabes muy bien para qué has venido —respondió ella.
—¿Ah, sí?
Pensándolo bien, eso fue lo más irritante que pudo decir, pero Marina lo pasó por alto.
—Creo que sí. Hoy se cumple el plazo. ¿Te has decidido?
No dijo nada.
—¡Hal! —lo instó con voz chillona—. ¿Te has decidido?
—Sabes que no me gusta que me presionen —respondió con cierto nerviosismo.
—Y tú sabes que no me gusta que me tomen por tonta durante más de diez años —replicó muy tranquilamente—. Así que después de todo este tiempo, creo que es justo que me digas adonde quieres que lleguemos.
—¿Te ha metido Suzanne esta idea en la cabeza? —le preguntó.
Suzanne era la hermana mayor de Marina y siempre lo había mirado con desdén, ya que sospechaba (correctamente) que él consideraba su pisito de tres dormitorios en un edificio moderno de Penge demasiado poco tras haber vuelto del Copacabana en Río de Janeiro o de dondequiera que hubiesen estado.
—Se me ha metido a mí solita. Es decisión mía. ¿Qué tienes que decir al respecto?
—Marina... —dijo al tiempo que le cogía su delgada mano. Tenía las uñas pintadas de ese rosa brillante que le resultaba tan vulgar—. Tienes que darme un poco más de tiempo.
Marina se levantó.
—Lo siento, Hal, pero hasta aquí hemos llegado. Ya has tenido tiempo de sobra. No creo que necesites más.
—¡Sí, para un café!
—Quiero que te vayas ahora mismo, así que no insistas. —Se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla—. Te quiero, Hal, pero se ha terminado. Tengo que continuar con mi vida. Llamaré a Marco para que te lleve a casa, ¿te parece bien?
—¿Cómo?
—Te llevaría yo, pero creo que he bebido demasiado. Así que Marco te llevará.
Marco y Antonella eran el matrimonio que vivía con Marina y se encargaba de la casa.
—¿Un café? —preguntó con voz menos indignada y más lastimera.
—¿Para qué?
—Esto es una locura. No puedes cortar de esta manera y sin previo aviso.
—No ha sido sin previo aviso. Llevo diez años aguantando esta situación y te he dado un mes de plazo para cambiar las cosas. Hasta aquí hemos llegado. —Cogió el teléfono y marcó el número interno que la comunicaba con el ama de llaves—. Hola, Antonella. ¿Puedes decirle a Marco que lleve al señor Blackstock a casa, por favor? Gracias. Sí. Ahora mismo. —Colgó y le sonrió—. Marco estará listo en cinco minutos.
—Marina. Tenemos que hablar.
—No, Hal. Ya hemos hablado. Ahora sé lo que necesitaba saber. Que tengas una vida estupenda. Adiós.
Se pasó todo el trayecto hasta su casa hirviendo de indignación. Estaba loca. Y ese solo era uno más de sus melodramáticos truquitos. La cosa no acababa ahí, por supuesto que no. Seguro que lo llamaba cuando estuviera en casa y se reía de él, alegando haberle dado una buena lección. Aunque no tenía tan claro que pudiera perdonarla... Si antes no estaba seguro sobre la idea de casarse, en esos momentos sí que lo tenía claro. Nadie le tomaba el pelo a Hal Blackstock. Era algo infantil y ofensivo.
Sin embargo, el teléfono no sonó cuando llegó a casa ni tampoco por la mañana. Un par de días después comenzó a preocuparse por la posibilidad de que una destrozada Marina se hubiera tomado una sobredosis, y la llamó. Lo cogió al quinto tono.
—Hola, Hal —le dijo con voz cantarina. De fondo se escuchaban risas y mucho jaleo.
—Hola. Mmm... ¿dónde estás?
—En el sur de Francia, en casa de Mitch. Estamos en la terraza, comiendo langostinos. Esto es la gloria.
—Ya veo. Mmm... ¿estás bien?
—¡Claro! ¿Por qué no iba a estarlo? ¿Y tú?
—Estoy bien, sí.
—Hal, sabes que es de mala educación hablar por teléfono cuando se está acompañado, así que ya hablaremos luego. Me alegra haber oído tu voz. Adiós.
No le devolvió la llamada. Un año después comenzó a salir con ese imbécil de Fabrizio. Nunca volvió a saber de ella, aunque se encontraron en un par de galas benéficas e intercambiaron unas cuantas frases hechas como si fueran meros conocidos. Todos los días se le pasaba por la cabeza la idea de mandarle un mensaje o un correo electrónico para quedar con ella. Pero, como siempre, la posibilidad de que alguien lo interpretara como un esfuerzo por su parte lo paralizaba. ¿Y si se negaba? La humillación sería mucho peor que la que sentía en esos momentos. Bastante tenía con aguantar los comentarios de todo el mundo sobre lo rápido que había pasado Marina de estar feliz a su lado a llevar del brazo a un millonario.
Algunos «amigos» en común se habían encargado de declarar a varias publicaciones que ella había pasado meses poniéndole los cuernos, que lo habían dejado un año antes, pero que lo habían mantenido en secreto para no perjudicar aún más su tambaleante carrera como actor. Se lo tomó con calma y adoptó la filosofía de «estas cosas son así». Cuando su madre le preguntó, incluso cuando se lo preguntó Jeremy, les contestó que las cosas entre ellos se habían enfriado y acto seguido cambió de tema. Unas semanas después de que Marina conociera a Fabrizio, Vanessa le advirtió de la entrevista que salía en ¡Hola!
«Marina Dawson habla sobre su ruptura con Hal y su nueva vida con su novio Fabrizio durante un viaje por Argentina.»
El corazón comenzó a latirle tan rápido que temía que le rompería las costillas. Allí estaba Marina, morena y tetona, viendo un partido de polo a través de unos prismáticos, y montando a caballo en la pampa mientras afirmaba: «Hal y yo tuvimos algo muy especial. Pero al final nos dimos cuenta de que era una relación fraternal más que amorosa. Separarse fue duro, pero era necesario. Lo hicimos deseándonos lo mejor mutuamente».
—En fin, eso es lo que hay —replicó, cerrando la revista—. Finito! —Siempre le había repateado que Marina fuera por ahí soltándole cosas a la prensa y que lo hubiera hecho a sus espaldas era la gota que colmaba el vaso.
Estaría mejor sin ella y debería haberse dado cuenta muchos años antes. Decidió vivir la vida loca durante unos meses y se cepilló a montones de mujeres despampanantes, algunas de las cuales llevaban años detrás de él. Y, entonces, cuando la gente comenzaba a mirarlo con curiosidad por haber adoptado el papel de mujeriego, conoció a Flora.
«Y vivieron felices y comieron perdices.» Ese fue el titular que apareció en una publicación bajo el cual colocaron una foto de Marina y Fabrizio al lado de una en la que salían Flora y él. Se pasó un buen rato observando la foto. Marina y Fabrizio parecían un par de bobos sonrientes, los dos vestidos igual: vaqueros blancos y polos de color pastel. Observó su foto con Flora. La habían hecho mientras salían del Ivy. Ella había alzado una mano para protegerse de los flashes de las cámaras. Tenía la cabeza gacha y llevaba un abrigo de lana gris y el pelo recogido en un moño. Definitivamente, eran una pareja mucho más elegante.
Llegó a la puerta trasera del hotel y el portero le abrió de inmediato. Siguió en la Vespa hasta el aparcamiento donde otro portero estaba preparado para ayudarlo a quitarse el casco y llevarlo hasta el ascensor por los pasillos del personal.
—¡Señor Blackstock! —escuchó que lo llamaba Ducelli—, ¿se lo ha pasado bien?
—Mucho —contestó.
Al volver la cabeza vio a la doctora que lo atendió la noche anterior entrar en el vestíbulo con otra mujer tan exagerada en su vestimenta y maquillaje como las esposas de los futbolistas. La extraña pareja le resultó curiosa, pero en cuanto entró en el ascensor su mente tomó otros derroteros. Una vez en la suite, cogió el teléfono y, después de respirar hondo, marcó el número que llevaba meses pensando en borrar. ¿Qué iba a decir? Mierda, lo mejor sería colgar. Pero...
—Hola. Soy Marina. Deja un mensaje. Gracias.
—¿Marina? Esto... Marina, soy Hal. Hace mucho que no hablamos, ¿verdad? En fin, enhorabuena. Te deseo lo mejor. Ya está. Sí, es lo único que quería decirte. Vale. Mmm... Adiós.
Cortó la llamada con la boca seca y tiró el móvil al otro lado de la habitación. Le palpitaba una vena en la sien. ¡Ay, Dios, no! Una de sus migrañas lo acechaba. No le quedaba más remedio que desconectar todos los teléfonos y meterse en la cama. Podía coger el guión de Bazotti. Aunque no estaba seguro de querer leerlo. ¿Y si el papel era genial y se presentaba a la audición pero luego no se lo daban? O al contrario, ¿y si lo conseguía y la cagaba y todo el mundo se reía de él por haber pensado que podía darle un giro a su carrera?
Al final decidió que no pasaría nada por echarle un vistazo. Tenía la sensación de que iba a necesitar algo que lo distrajera de sus negros y depresivos pensamientos.
Capítulo 23
Estaban saliendo de la cafetería para seguir con las compras cuando a Lisa empezó a sonarle el móvil. Simon llevaba todo el día intentando captar imágenes de Justina Maguire en las que apareciera esquelética y estaba ansioso porque su prometida volviera al hotel.
—Mierda, seguro que quiere echar un polvo —dijo Lisa mientras guardaba el Motorola en su bolso de Fendi—. ¡Qué pereza! Claro que ¿qué otra cosa puedo hacer? Ese es mi nuevo trabajo, aunque es mejor que organizar sujetadores por tallas y devolver las bragas a sus perchas.
—Supongo —replicó Amy entre carcajadas. Las dos copas de Prosecco se le habían subido a la cabeza.
Hacía mucho que no pillaba ese puntillo y se sentía muy despreocupada. Bueno, tal vez despreocupada fuera un poco fuerte, ya que seguía colgada de Doug, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que se sentó con una amiga al sol para echarse unas risas, y todavía más desde la última vez que coqueteó, aunque con poca maña, con dos desconocidos.
Regresaron en un silencio agradable al hotel dejando atrás callejuelas adoquinadas y arcos. Se detuvieron un momento para ver a un mimo y echar un vistazo a un puestecillo de bisutería regentado por un hippy de pelo canoso. De repente bajó la mirada al suelo y vio una alcantarilla en la que estaban grabadas las letras SPQR. ¿No era eso lo que los centuriones romanos llevaban en los escudos en Astérix? «El senado y el pueblo de Roma», recordó de sus tiempos de colegio. Y en ese momento descubrió el encanto de Roma.
—Es una pena que no podamos salir con los chicos esta noche —susurró Lisa cuando estaban cerca del hotel—. Pero a Simon no le habría hecho mucha gracia que desapareciera esta noche y dudo mucho que tu pobre marido enfermo se lo hubiera tomado mejor.
—Cierto.
—¿Te apetece tomarte una copa con Simon y conmigo? —le preguntó Lisa ya en el vestíbulo—. ¿O estás deseando atender al enfermo?
En realidad lo que deseaba era no quedarse sola tan pronto y también sentía curiosidad por saber cómo era Simon.
—No, no, seguramente está dormido. Me encantaría tomar una copa. —Con el rabillo del ojo vio que Hal Blackstock iba hacia los ascensores. De repente y sin saber por qué, se puso como un tomate. Apartó la vista con rapidez.
Simon estaba esperando bajo una sombrilla en la terraza de la planta baja, con una enorme jarra de cerveza delante y unos aperitivos muy exóticos.
—¿Todo va bien, cariño? —preguntó Lisa al tiempo que le daba un beso en la mejilla, tras lo cual se dejó caer en una silla, a su lado—. Simon, te presento a Amy. Hemos estado de compras. Amy, este es Simon.
—Hola. —Simon le tendió la mano a regañadientes.
—¿Cómo te ha ido el día?
—Fatal. Tuvimos que untar a un tío para poder subir a su terraza y hacerle fotos a Justina en la suya. Que por cierto es más grande que el Titanic. Ha sido una pesadilla.
—Pero ¿has conseguido lo que querías?
—Al final —respondió—. En biquini.
—Con pinta de anoréxica.
—Con pinta de haber pasado por una hambruna.
Lisa le sonrió a una camarera muy guapa.
—Ciao! Un martini, por favor. Tómate otro, Amy. Son la especialidad de la casa.
—Vale —accedió, aunque no le gustaba el martini.
Sin embargo, cuando llegó, comprobó que tenía una pinta estupenda y que iba acompañado de un vaso de hielo con una cucharilla encima llena de caviar.
—Bueno, ¿cómo es Hal Blackstock? —preguntó, envalentonada por el alcohol.
—Es un capullo.
—¡No me lo creo! —exclamó Lisa—. Amy, te lo dije. Dice lo mismo de todo el mundo. De Justin Timberlake. De Bill Clinton...
—Ese sí que era un capullo.
—De Madonna. De la reina de Jordania. ¿Has fotografiado a alguien que te cayera bien?
Simon pensó la respuesta.
—Tiger Woods no estaba mal. Me firmó la gorra.
—Creo que Simon lleva demasiado tiempo en este mundillo —dijo Lisa—. Está siempre viajando por el extranjero. Va a India con el príncipe Carlos, a Hollywood para verse con Tom Cruise, pero actúa como si trabajara en una mina.
—Los famosos solo son personas —señaló Simon—. Personas que, por cierto, están hechas polvo y son más vanidosas y más neuróticas que los demás mortales. ¿Por qué hay que ponerse nervioso por la idea de ver a uno? Les importamos una mierda. No nos vamos a hacer amigos del alma ni vamos a jugar al golf. Y los viajes son viajes. Un avión es un avión. Una habitación de hotel es una habitación de hotel. En los viejos tiempos sí que era estupendo porque controlábamos el cotarro, pero ahora la dirección es tan tacaña que ya podemos considerarnos afortunados de conseguir un asiento en la bodega del avión.
—Vamos, no es tan malo —lo contradijo Lisa, que levantó la copa hacia ella—. Siempre se está quejando porque los viejos tiempos eran mejores, antes de que la dirección se volviera tacaña. Aunque yo creo que alojarse de gorra en un hotel como este y encima tacharlo de trabajo es para darse con un canto en los dientes.
—Estamos aquí porque es donde se alojan Hal y Justina, y porque Christine consiguió un descuento. Y los viejos tiempos eran muchísimo mejores, ni punto de comparación. Te embolsabas el dinero íntegro y podías vivir de los intereses. Facturas para esto, facturas para lo otro. Te comes un sándwich de almuerzo y luego presentas una factura en blanco del Ritz. Le han quitado la gracia. Y encima le piden a alguien como yo, con treinta años en el negocio, que pulule por las entradas de los hoteles y por los restaurantes para hacer fotos de Justina Maguire con pinta de anoréxica o con un agujero en las medias. Como si fuera un puto paparazzi.
—Simon odia a los paparazzi porque ganan más dinero que él —explicó Lisa como de pasada. Se encogió de hombros—. ¿Qué tienen de malo las fotos de Justina Maguire? Está delgadísima. Segurito que tiene un trastorno alimenticio. Es un mal ejemplo para las niñas como Emily. ¿Tú qué crees, Amy? Amy es doctora.
—Yo... —comenzó ella, pero Simon se le adelantó.
—O están muy delgadas o están muy gordas. El caso es que es una putada verme reducido a ganarme la vida de esta forma, sacando primeros planos de culos de mujeres.
—Muchos hombres estarían encantados... —soltó Lisa con una risilla antes de darle un codazo. Su perseverancia era admirable, desde luego—. Cuéntanos más cosas sobre Hal. ¿Por qué es un capullo?
—Porque va por ahí dándose aires y soltando chorradas sin prestar atención a lo que hace. Parecía aburrido. Y me miraba por encima del hombro. Marina, su ex, es distinta. Ella sí que es una señora. Siempre recuerda tu nombre. Posa para la foto como le dices. Nunca parece aburrida.
Simon se dejó llevar por los recuerdos y resultó evidente que estaba colado por Marina Dawson. Lo miró con curiosidad. No tenía el menor atractivo con esos ojos anodinos y la narizota colorada, fruto de muchas noches de copas en bares del extranjero. ¿De verdad era una piscina suficiente compensación por casarse con alguien así?
El teléfono la sacó de su ensimismamiento. Como era habitual, su primer pensamiento fue para Doug, pero se trataba de Gaby.
—Ya era hora —dijo cuando pulsó el botón verde—. Creía que te habías olvidado de mí.
—Qué va. Es que me han... retenido. —La voz de Gaby sonaba rara. Temblorosa. No como de costumbre. Tuvo un mal presentimiento.
—Espera un momento, Gaby. Disculpadme —les dijo a Lisa y a Simon—. Tengo que hablar en privado.
—No te preocupes. —Lisa cogió un bolígrafo de su bolso y escribió algo en una servilleta—. Aquí tienes mi número. Llámame si quieres que quedemos otra vez.
—Genial, gracias —le dijo ella, y metió la servilleta en el bolso—. Hasta luego. —Se levantó de la mesa y subió los escalones que llevaban del bar al jardín.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal ha ido?
—Bueno, vamos a tener una niña —contestó Gaby.
—¡Una niña! ¡Qué alegría! —Estaba encantada de verdad, aunque sintió una leve punzada de dolor por el futuro que ya no tendría.
—Sí. Es genial. Estamos encantados. Pero, Amy... hay un problema. Dicen que tengo un problema en el cuello del útero y que el bebé podría nacer antes de tiempo. Mucho antes. Me han dado unos puntos a ver si pueden evitarlo. Y me han recomendado reposo absoluto en la cama para retrasar el parto todo lo posible.
—¿Tienes insuficiencia cervical? —Adoptó la jerga profesional sin poder evitarlo.
—Eso mismo. Ay, Amy, me muero de miedo.
—No te preocupes —la tranquilizó, aunque ella también estaba aterrada—. Si guardas reposo, no pasará nada. No muevas ni un dedo. Que PJ y Faviola te sirvan como a una reina. Y recuerda que hay muchísimas cosas para tratar a los bebés prematuros hoy en día.
—Lo sé, eso mismo me han dicho. Pero me da muchísimo miedo. Y me siento mal por no poder jugar con Archie. Y luego estás tú. ¿Vas a estar bien tú sola?
—Sí —le aseguró, odiándose porque no lo decía en serio—. ¿Quieres que vuelva? Para cuidarte.
—¡Ni hablar! Mi madre viene en el próximo tren. Y PJ se está comportando como un campeón. Escúchame, estoy aquí para lo que necesites. No tengo otra cosa que hacer aparte de estar sentada sobre mi ya generoso pandero. Así que llámame cuando quieras.
—Lo mismo digo. A cualquier hora —dijo antes de colgar, alucinada y aturdida.
Capítulo 24
Amy se fue derecha a su habitación después de la llamada. Una vez allí se dejó caer en una tumbona de la terraza mientras la cabeza le daba vueltas por la preocupación. En ese tipo de situaciones sus conocimientos médicos le parecían más una maldición que una bendición. Una insuficiencia cervical no solo era un término espantoso, sino también una dolencia muy grave. Sí, Gaby tenía muchas posibilidades de retrasar el parto si guardaba reposo absoluto, pero aun así sería muy penoso para ella pasar todo ese tiempo en la cama con un niño pequeño en la casa y sin nada que hacer. Además, cabía la posibilidad de que ni los puntos ni el reposo absoluto evitaran el parto y, aunque había sido sincera al decirle que hoy en día había muchos tratamientos para los niños prematuros, también era cierto que seguían muriendo muchos o (lo que era peor según su punto de vista) que nacían con problemas físicos o psíquicos. La medicina moderna había mejorado tanto la calidad de vida que la gente solía pensar que tanto ellos como sus hijos eran inmortales, pero ella sabía de primera mano que el embarazo y el parto seguían siendo muy peligrosos.
Intentó pensar en los buenos momentos con Gaby. Recordó una tarde de junio, un par de años atrás. Era viernes e iban en el Audi Q5 de Gaby por la M4 en dirección a Somerset. Escuchaban su mayor secreto compartido: Headlines and Deadlines: los grandes éxitos de A-Ha, y compartían un enorme paquete de Skittles.
—¡Dios, ha estado genial! —exclamó ella después de soltar la última nota desafinada de «Take on me»—. Hacía siglos que no me daba el gusto.
—Pues esta es tu última oportunidad —dijo Gaby con una sonrisa—. Vas a estar una temporada sin escuchar música tan buena.
Iban hacia Glastonbury, donde estaban Doug y el grupo desde hacía unos cuantos días. No para actuar, ya que para enfado de todos no los habían invitado, sino para pasar el rato, para ponerse ciegos, para disfrutar del ambiente. Todavía no entendía cómo era posible, porque llevaba toda la semana diluviando. Y ella no paraba de pensar en el equipaje que llevaba Doug. Había metido de mala manera en la mochila cuatro camisetas, cuatro bóxers, cuatro pares de calcetines y dos vaqueros. Le había sugerido que se llevara un chubasquero y unas botas de agua, pero él había puesto mala cara y le había dicho que ni los chubasqueros ni las botas de agua estaban en la onda. Lo había llamado esa mañana para decirle que había visto las imágenes en las noticias y que era imposible que estuviera cómodo con las Adidas, de modo que pensaba comprarle unas botas y un chubasquero. A Doug no le pareció buena idea.
—Amy, ¿desde cuándo te has convertido en tu abuela? No puedo ponerme cosas de nailon. ¡Ni que estuviera de acampada!
—Pero es que estás de acampada.
Doug se metía con ella y la llamaba «abuela» desde que le dijo que dejaba las drogas. Le dolía, pero reforzaba su intención de no dar su brazo a torcer.
—No, no lo estoy. Esto no es una puta excursión del instituto a la región de los lagos. Es el acontecimiento más especial del año y yo tengo que estar en la onda.
Siguió hablando con Gaby, en el coche.
—Doug dice que Glastonbury está mucho mejor cuando llueve. Dice que así aflora su verdadero espíritu.
—Mmm. Ojalá. —Gaby se mordió el labio al ver que un relámpago recorría el cielo sobre Swindon—. PJ dice que estoy como una cabra por venir. Pero todo el mundo tiene que pasar por Glastonbury una vez en la vida. Es como hacer puenting o ver el Taj Mahal. Cosas que tienes que tachar de la lista antes de morir.
—Supongo —replicó ella, que no había hecho ni lo uno ni lo otro. Decidió cambiar de tema—. ¿Cómo van los planes de boda?
Gaby y PJ llevaban comprometidos un par de meses, y Gaby ya tenía el lugar donde celebrarían la boda, el vestido y los regalos para los invitados. Todavía faltaba un año para la fecha, así que no entendía qué iba a hacer durante todo ese tiempo.
—¡No me preguntes! —exclamó Gaby, encantada de que lo hubiera hecho—. De momento ya he reducido la lista de invitados a cuatrocientos cincuenta, pero no sé cómo voy a reduciría más. Vamos a tener que dejar a alguien fuera.
Sonrió para darle ánimos. En ese momento sonó su móvil. Era Doug.
—¡Hola! ¿Cómo van las cosas?
—Genial —dijo Doug, aunque no resultó muy convincente. Al otro lado del teléfono se oían truenos y una lluvia torrencial—. Salvo por el detalle de que he tenido que subir a la colina más alta para llamarte porque es el único sitio de todo el valle donde hay cobertura. Así que escucha bien las indicaciones que voy a darte porque no podrás llamarme cuando estéis aquí.
—¿Hay mucho barro?
—Un poco. Pero no pasa nada. Esto es alucinante.
—Podría parar en Bristol y comprarte un chubasquero o algo.
—Amy, ya sabes lo que pienso de los chubasqueros. Así que olvídalo. Si quieres parecerte a una profesora de primaria, tú misma. No, te llamaba para decirte que la zona en la que estábamos se ha inundado y nos hemos trasladado a otra más alta.
Anotó las indicaciones del lugar donde se encontraban y le aseguró que Gaby y ella llegarían a eso de las diez de la noche.
—Bueno, ¿cómo van las cosas con Doug? —preguntó Gaby al pasar por Bristol—. ¿Alguna señal de lo que tú ya sabes?
—¿De qué? —preguntó a su vez como si nada, como si no supiera a lo que se refería.
—De lo que tú ya sabes. ¿Crees que va en serio?
Suspiró.
—¡Por el amor de Dios, Gaby! Sabes que Doug y yo pasamos de esas cosas. —Hacía tiempo que había decidido que esa sería su respuesta oficial para esa pregunta recurrente.
Gaby se mordió el labio, pero volvió a preguntar:
—¿Habéis hablado de tener niños?
Puesto que era su amiga, sabía que deseaba tener niños, pero no sabía hasta qué punto.
—No. Me da miedo asustarlo.
—¿Por qué iba a asustarse? ¿Cuántos años tiene? Treinta y dos, ¿no? Me has dicho que has visto abuelos no mucho mayores en la clínica. Y sería estupendo tener un niño con él. Por eso de que no trabaja. Podría quedarse en casa y encargarse de todo.
—No creo que a Doug le hiciera mucha gracia.
—Bueno, alguna ventaja debe de tener lo de salir con un tío que no es esclavo de su trabajo. A ver, es genial que PJ gane una pasta, pero casi no le veo el pelo. Llega tarde a todas partes y luego se pasa toda la noche pegado al móvil.
—Doug hace exactamente lo mismo, pero él no gana pasta —comentó con tristeza—. Es que... Bueno, el mundo de la música es muy puñetero. —Ojalá no tuviera que poner siempre excusas por Doug.
—¿Cómo va el grupo? ¿Algo nuevo? —preguntó Gaby.
—La verdad es que no. Sí, hacen muchos bolos, pero no hay ningún contrato a la vista con ninguna discográfica.
Gaby se pasó al carril de salida.
—Vi a Danny el otro día —dijo como si nada—, en Oxford Street, de pasada.
De repente, sintió un nudo en la garganta.
—¿En serio? ¿Cómo estaba?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Está comprometido.
—Bueno, me alegro por él —aseguró, encantada al escuchar lo normal que sonaba su voz—. Eso es lo que siempre quiso.
Se hizo el silencio. Analizó lo que pensaba de verdad: alivio al librarse por fin de Danny; indignación porque se hubiera recuperado tan rápido; pero, sobre todo, frustración. Tenía la sensación de que estaba quedándose atrás en la carrera de la vida, que cuando tuviera ochenta años seguiría yendo a Glastonbury y preocupándose porque Doug estuviera bien abrigado.
Eran poco más de las nueve cuando llegaron al aparcamiento de Glastonbury, que era del tamaño de Bangladesh. La lluvia les había dado un respiro y todavía había luz, pero el cielo era del mismo color que el humo de un porro. Se oyó un trueno apocalíptico. Descargaron la tienda de campaña de Cath Kidston del maletero, se pusieron los chubasqueros y echaron a andar hacia la alta valla que delimitaba el perímetro.
—Parece sacado de La gran evasión —dijo Gaby.
—Es para que no se cuelen los que no tienen entrada.
—O para evitar que nosotros nos escapemos.
Aunque se echó a reír, empezaba a sentirse un poco inquieta. Y la sensación empeoró a medida que se acercaban y se iban cruzando con un montón de gente que caminaba en dirección contraria. Parecían sacados de una revuelta de campesinos medievales, embarrados de los pies a la cabeza, con el pelo sucio y los ojos desorbitados como si hubieran visto algo demasiado espantoso para contarlo. Algunos iban llorando.
—¡Mierda! —exclamó cuando comenzó a llover de nuevo.
Tras cruzar la puerta se toparon con una escena de desolación casi total: las coloridas tiendas de campaña se deslizaban colina abajo, arrastradas por un torrente de lodo; la gente, hundida hasta las rodillas en el lodazal, intentaba caminar entre botellas vacías y paquetes de tabaco aplastados.
—Es como un cuadro de El Bosco, pero en vivo —murmuró Gaby.
Se pusieron las capuchas y comenzaron el descenso de la colina, agarrándose con fuerza a la valla, a las tiendas y a otras personas para evitar hundirse en el barro.
—¡Doug me ha dicho que estaban en la tienda de la cerveza tradicional! —gritó ella para hacerse oír por encima de los sollozos de una adolescente a la que le habían robado todo—. ¡Y que a las once iban a ver a Babyshambles!
La expresión de Gaby era la misma que tendría un soldado de la Primera Guerra Mundial al que le hubieran dicho que tenía que salir de las trincheras y coronar una colina.
—Tal vez deberíamos rendirnos ahora que podemos y regresar al coche. Ir a Bath. Allí hay unos hotelitos preciosos.
Era muy tentador.
—No puedo —dijo ella—. No puedo dejar tirado a Doug. No puedo ponerme en contacto con él y, además, me tomaría por una pánfila.
Gaby asintió con la cabeza.
—PJ se va a mear de la risa cuando se lo cuente. Bueno, me quedaré una noche. Para poder contárselo a mis nietos.
Tardaron una penosa hora en cruzar el lodazal y llegar a la tienda de la cerveza tradicional, atestada de gente emborrachándose para olvidar sus penas. Doug, Baz y Pinny estaban en un rincón con una pinta en las manos.
—¿Dónde está Gregor? —preguntó ella mientras los abrazaba con cuidado.
—En la tienda médica —contestó Pinny—. Creen que tiene pie de trinchera.
Los miró a los tres. Pinny llevaba un chubasquero con estrellitas rosa y tenía el pelo rubio pegado a la cara. Se le había corrido el maquillaje por todos lados. Por mucho que le pesara admitirlo, las pintas de vagabunda que llevaba la favorecían. Sin embargo, Doug y Baz parecían los supervivientes de una catástrofe natural espantosa. Tenían la cara pálida y estaban cubiertos de barro hasta las rodillas.
—Eso es horrible —dijo—. Debéis de tener los pies congelados. Por Dios, Doug, he pasado por un puesto donde vendían botas de agua. Por favor, deja que te compre unas.
Pinny esbozó una sonrisa socarrona. Doug adoptó una expresión decidida.
—Amy, deja ya de hablar de chubasqueros. Te pareces a mi madre.
Baz, que había estado leyendo el cartel, exclamó:
—¡No me lo puedo creer! Esos gilipollas de Unsuitable tocan mañana. ¿Por qué ellos pueden tocar y nosotros no?
—¡Es una puta injusticia! —exclamó Doug.
Fue la noche más incómoda de toda su vida. No tardó en descubrir que era imposible sentarse porque todo estaba sucísimo. Y que intentar caminar por lo que se había convertido en una pista de patinaje embarrada era agotador. Después de ver la actuación de Babyshambles desde un kilómetro de distancia, gracias a las pantallas gigantes, fueron a su tienda. Seguía en pie, pero Doug la había montado justo delante de unos apestosos urinarios públicos. No pudo pegar ojo por la idea de que se los llevara una marea de aguas fecales. De todas formas, era casi imposible relajarse por la cortina de agua que caía, los pies que golpeaban los vientos de la tienda de campaña y los gritos de los borrachos que no paraban de preguntar: «¿¡Quién coño ha plantado una tienda aquí!?». En tres ocasiones abrieron la tienda, se asomaron y dijeron: «¡La tengo bien grande! Joder, tío, lo siento, esta no es», antes de desaparecer de nuevo.
Por la mañana tuvo que pringarse de barro hasta las rodillas en la letrina y luego aguantar una cola de quince minutos para poder lavarse las manos en un grifo improvisado.
—No te molestes —dijo Doug.
—Doug, tengo que lavarme las manos. Si no lo hago, seguramente pillaré E. coli. Y es muy serio. La gente se muere de eso.
—Bla-bla-bla...
Doug estaba que daba pena.
—¿Estás seguro de que quieres quedarte otra noche?
La pregunta originó un breve silencio.
—Bueno... —comenzó él, pero antes de que pudiera continuar escucharon un chillido y Pinny, empapada de la cabeza a los pies pero atractiva de todas formas, se acercó a trompicones envuelta en una parca y con una botella de vodka en la mano.
La estrecha amistad que la unía a Doug le provocó una punzada de dolor y otra de celos, porque Pinny parecía más contenta que unas pascuas.
—¿No es la leche? —preguntó su amiga—. ¡Me encanta!
Doug se animó al punto.
—Pues claro que vamos a quedarnos —anunció—. ¡Me lo estoy pasando genial! Además, la entrada me ha costado ciento cincuenta libras. Tengo que amortizar la pasta.
Gaby se acercó, protegiéndose a duras penas de la llovizna.
—Vale, yo ya he pasado la noche simbólica. Así que me vuelvo a Londres, con sus aceras y sus calles sin boñigas de vaca, para ver este desastre en la BBC2. Si alguien decide venirse conmigo es bienvenido. —La desafió con la mirada. Ella miró a Doug justo cuando Pinny resbalaba y se aferraba a él para guardar el equilibrio.
—Tú misma —dijo Doug antes de encogerse de hombros—. Si no estás en la onda de Glastonbury, poco puedo hacer para convencerte de que te quedes.
—Vale, vale —claudicó—. Me quedaré.
Capítulo 25
Amy se despertó sumida en la tristeza. Otra noche más que había pasado sintiéndose sola y abandonada en esa cama que le recordaba a una isla desierta. La noche anterior cenó un trozo de pizza para llevar que había comprado en un bar cercano al hotel y después vio una película en DVD, un thriller malísimo protagonizado por Harrison Ford que había pedido al servicio de habitaciones, mientras intentaba no preocuparse por Gaby.
No le sirvió de nada. Tenía que volver a casa. Recordó el hotel que tenía reservado en Capri para el sábado. Ni de coña. Ya estaba hasta el gorro de la dichosa luna de miel en solitario. En ese mismo momento iba a llamar a British Airways y exigiría que le buscaran un asiento en el primer vuelo a Londres.
La mantuvieron en espera durante veinticinco minutos y cuando el operador por fin regresó, no lo hizo con buenas noticias.
—Lo siento muchísimo, señora Fraser. Los vuelos que salen de Roma hoy, mañana e incluso pasado mañana, están completos. Es temporada alta. Como muy pronto podría conseguirle pasaje para el sábado por la mañana.
—Pero algo habrá que pueda hacer, ¿no? —suplicó, con la voz tan aguda como el pitido de una tetera a punto de hervir.
—Si quiere, venga al aeropuerto y nosotros la incluiremos en la lista de espera para las cancelaciones. Pero ya hay mucha gente en ese caso y las garantías son mínimas. Evidentemente, puede intentarlo con otra compañía aérea; pero por lo que veo en el monitor, tampoco tienen sitio.
Colgó, desolada y derrotada. El teléfono de la habitación sonó.
—¿Sí? —dijo, decidida a cortarle las alas a la esperanza.
—¿Amy? Soy Lisa.
—¡Lisa! ¿Qué tal estás? —intentó parecer lo más alegre posible.
—Estupendamente. ¿Y tu maridín?
Se quedó en blanco unos segundos antes de entender la pregunta.
—¡Ah! Pues sigue mal.
—Pobrecillo... —Soltó una risilla cómplice—. A ver escúchame. Supongo que vas a decirme que no, pero Simon estará todo el día ocupado con Christine, investigando en profundidad la increíble pérdida de peso de Justina Maguire.
¡Como si no estuviera claro que esta anoréxica perdida! Además, los chicos que conocimos ayer nos han invitado a pasar el día en la playa. Sé que no está bien que dejes tirado a tu marido enfermo, pero si estás de humor para las dunas de arena, el aire salado y cualquier otra cosa que diga la canción, han quedado en recogernos a las once.
Se lo pensó un momento. Podía pasear cabizbaja por una achicharrante Roma durante todo el día o podía irse a la playa darse por fin un ansiado baño.
—Me parece genial —dijo—. Iré.
—¿Estás segura? —Lisa parecía sorprendida—. ¿No vas consultarlo con tu maridín?
—No, está dormido. Le dejaré una nota. No le importará. Sabe que puede confiar en mí.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo de Simon —replicó Lisa entre carcajadas—. Muy bien, guapa. Nos vemos a las once en el vestíbulo.
Veinte minutos más tarde estaban sentadas en un sofá beige, con sendas bolsas de playa en las manos. Se había puesto un vestido camisero de color morado que cuando lo compró le pareció que tenía un toque de secretaria sexy. ¿Por qué siempre caía en esos tópicos? Su físico no recordaba ni remotamente al de una secretaria que fuera a quitarse las gafas y a deshacerse el recogido agitando la cabeza a lo mujer fatal. Más bien parecía la secretaria del director de una empresa fabricante de chismes en las afueras de Devizes. Lo mismo le pasaba con el estilo bohemio. La idea era parecerse a Kate Moss, pero cuando se puso la falda larga y el chaleco, descubrió que solo le faltaban el perro y el montón de ejemplares de La Farola... Lisa, al contrario, llevaba vaqueros de cintura baja que se amoldaban perfectamente a su perfecto trasero y una camisa de rayas de manga a la sisa. Parecía una estrella de cine de los cincuenta. Estaba canturreando por lo bajo.
—¡Qué ganas tengo de ver el mar!
A pesar de sus palabras, parecía un poco alicaída.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—¿Quién, yo? Sí, estupendamente. Es que... echo de menos a Emily. —Suspiró—. Anoche... tuve una pequeña discusión con Simon. Sobre Sabrina, nuestra perra. Es un encanto, pero ya tiene unos añitos. Simon no la quiere. Dice que tendrá que irse a casa de mi hermana. Pero mi hermana no quiere perros. Tiene tres niños y su casa es pequeña. Pero Emily la adora y...
—¿De qué raza es?
—Una springer spaniel. No le haría daño ni a una mosca. A ver, a veces se hace pis en el suelo, pero no es culpa suya. Es que está un poco mayor ya. Pero Simon odia a los animales. Me lo dijo desde el principio; que la perra, nanay. Pero pensé que podría persuadirlo. —Otro suspiro—. Emily sacó el tema esta mañana y tuve que decirle que todo saldría bien, pero es mentira.
—¿Y si se lo preguntas otra vez a tu hermana?
—Se tirará de los pelos. No le hace ni pizca de gracia haberse tenido que quedar con Emily. No es que no la quiera, ni mucho menos, pero está muy liada con el trabajo y los niños.
—¿Y tu madre?
—Vive en un apartamento de un solo dormitorio en una planta diecisiete. Va a ser que no. —Se miró las manos y Amy se dio cuenta de que se había quitado el anillo de compromiso. Acto seguido, alzó la cabeza y sonrió al ver a Massimo entrando en el vestíbulo—. ¡Aquí, aquí! —exclamó, tras lo cual el chico se acercó a ella y la saludó con un par de besos muy efusivos en las mejillas.
—Ciao, come stai, Lisa? —En ese momento su expresión cambió al verla a ella—. ¿Qué haces aquí? Lisa me dijo que tal vez no pudieras acompañarnos.
—Pues al final sí.
—Qué pena. Luigi ha tenido que cambiar de planes en el último momento. —Se encogió de hombros—. Da igual.
En el exterior las aguardaba un BMW descapotable. Era obvio que tendría que apretujarse en lo que suponía que era el asiento trasero. Massimo se sentó tras el volante. De camino a la playa, Lisa y él se enzarzaron en un coqueteo descarado mientras que ella se arrepentía amargamente por haber accedido a acompañarlos. La situación le recordó un poco al fin de semana que pasó en París con Pinny siete años antes.
Estaban facturando las maletas en el aeropuerto cuando se les acercó un hombre llamado Harry, de aspecto serio, que resultó haber sido compañero de trabajo de Pinny en un pub. Al parecer, su amiga se lo encontró unos días atrás y lo invitó a París sin comentarle que iría acompañada. El hecho de que no le dijera nada la enfureció muchísimo y a Harry, que claramente había pensado que lo invitaba para pasar un fin de semana desenfrenado, tampoco le hizo mucha gracia. En aquella época ella todavía seguía estudiando y Pinny estaba en una pausa entre trabajos, de modo que tuvieron que compartir una habitación diminuta en un cuchitril de mala muerte del boulevard Saint Michel. La primera noche no pegó ojo por culpa de los ronquidos. Estuvo horas hirviendo de furia y deseando tener el valor para darle un codazo a Harry y decirle que cerrara la boca. A la mañana siguiente confesó que estaba muerta de cansancio durante el desayuno en una cafetería.
—Y yo —replicó Harry—. Tus ronquidos me han tenido despierto toda la puta noche.
—¿¡Mis ronquidos!? ¿¡Qué dices!? ¡Los ronquidos eran tuyos! —Ambos se volvieron para mirar a Pinny, que estaba troceando un cruasán con aire inocente.
—Es imposible que Pinny ronque —afirmó Harry—. Es demasiado guapa.
Fue un fin de semana desastroso. Cada vez que salía del apestoso cuarto de baño, se encontraba a Harry de rodillas frente a su amiga, suplicándole que se largara con él, pero Pinny no entendía por qué no podían seguir los tres como si tal cosa. Sin embargo, eso era el pasado y tenía que pensar en el presente. Mientras el descapotable circulaba por la autopista que recordaba del trayecto desde el aeropuerto, decidió que iba a pensar en positivo.
—¿Adónde vamos? —preguntó con voz alegre.
—A Lido di Ostia —gritó Massimo desde la parte delantera—. La playa de Roma. Tal vez no sea la más bonita, pero es un lugar divertido.
Ostia era una población bastante grande que, por lo que parecía, estaba justo al lado del aeropuerto. Mientras Massimo enfilaba las estrechas calles, dejando atrás un enorme centro comercial Cineland y una bolera, entre improperios sobre la escasez de aparcamientos, los aviones volaban tan bajo sobre sus cabezas que podía verse el tren de aterrizaje y el logo de la compañía. ¿Por qué no podía ir ella en uno?
Cuando por fin encontraron un aparcamiento del tamaño justo para una tortuga, bajaron del coche y caminaron hasta la playa. Vio el resplandor del mar en el horizonte y le dio un vuelco el corazón a pesar de que el olor a alcantarilla le recordó alarmantemente a Glastonbury. Al menos iba a darse un baño. Sin embargo, la playa no era en absoluto como la había imaginado. En lugar de toallas esparcidas sobre la arena, había hileras e hileras de sombrillas coloreadas y tumbonas donde descansaban unos cuerpos tostados que desconocían la advertencia «Nunca menos de un factor 15 de protección solar».
—Es precioso —dijo, alzando la voz para que la escucharan por encima del ruido del 747 que iba a aterrizar—. ¿Podemos bañarnos?
Massimo la miró y se echó a reír.
—Nadie viene a Ostia a bañarse.
—Pero es una playa, ¿no? —preguntó confusa.
—Sí, pero el mar está muy, muy inquinato. ¿Cómo lo decís vosotros? ¡Contaminado! Lleno de ratas. Así que solo los locos se dan un chapuzón.
Y tal como vio al acercarse, no había nadie en esas aguas grisáceas.
—Para eso están las piscinas privadas. Hay muchas a lo largo de la playa, pero para entrar se necesita ser socio y yo no lo soy. Yo me baño en Cerdeña.
No podía creerlo.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
La expresión de Massimo era la misma que si le hubiera derramado una botella de vinagre balsámico en la camisa de seda.
—Hemos venido a almorzar —contestó con voz paciente—. Y después a tomar el sol.
Lisa le dio un apretón en el brazo.
—Lo siento, cariño. Yo también pensaba que íbamos a darnos un chapuzón. Pero un almuerzo en la playa no está tan mal, ¿verdad?
El restaurante estaba emplazado en un edificio construido con ladrillos de hormigón que se alzaba desde las sucias aguas. Su mesa estaba situada en el centro del comedor, y desde ella podían disfrutar de una vista de la foto descolorida de una montaña. Massimo pidió ensalada y filetes para los tres. Tardaron mucho en servirles y, mientras tanto, se bebieron una jarra de vino tinto peleón. Lisa parecía totalmente despreocupada, pero la irritación de Amy crecía por momentos. Vaya forma de malgastar el día... Debería haber ido al Vaticano o al Foro en lugar de acompañar a un tío que quería perderla de vista y a una mujer cuyo comportamiento era bastante inapropiado. Definitivamente, ese era el nadir de su luna de miel.
—Dime, Amy, ¿cuánto hace que conoces a Lisa? —le preguntó Massimo cuando por fin les llevaron la comida.
—Pues dos días —contestó sin pensar.
—¿¡Dos días!? —Parecía genuinamente sorprendido—. Os había tomado por amigas de toda la vida.
—No, acabamos de conocernos en el hotel.
Massimo la miró de forma extraña.
—Entonces... ¿has venido a Roma tú sola?
—¡Venga, será mejor que comamos! —exclamó Lisa, cuya nariz tenía un curioso tono rosado, fruto del vino—. Amy no está conmigo. Acabamos de conocernos. Yo estoy sola, pero Amy está de luna de miel.
Massimo la miró con interés por primera vez.
—¿De luna de miel? ¿Dónde está tu marido?
—Está enfermo —contestó, preguntándose qué narices estaba haciendo—, así que me dijo que saliera sola a divertirme.
Hubo un momento de silenciosa confusión antes de que el chico añadiera:
—¿Dónde está tu alianza?
Era sorprendente que nadie le hubiera hecho todavía esa pregunta. Su excusa, no obstante, fue patética.
—En la caja fuerte del hotel. No me gusta ponérmela para salir.
Massimo pareció ofendido por el comentario.
—Oye, esto es Roma, no Bagdad, por si no te has dado cuenta. Los italianos no somos ladrones. Nuestro nivel de vida es mayor que el vuestro. La primera vez que fui a Inglaterra me quedé pasmado al ver que no había bidé en el baño. ¿Cómo se puede vivir sin bidé? ¡Es asqueroso!
—¿¡Un bidé!? —gritó Lisa—. Eso es donde se lavan los calcetines, ¿no? —Se puso en pie de forma un poco tambaleante—. Voy a hacer pis. ¿Vienes, Amy? Lo siento —dijo entre dientes mientras se lavaban las manos en unos lavabos bastante sucios—. No debería haberme ido de la lengua así. Es que me dejé llevar. Hazme un favor. No digas nada de lo mío. Porque me encanta Massimo, me gusta muchísimo, y no quiero que nada se interponga en nuestro camino.
—¿Quieres que me vaya? —sugirió al tiempo que se limpiaba las manos en una toallita de papel.
—¡No, quédate! —contestó, aunque se le notó que no lo decía de corazón—. Amy, ¿estás enfadada? Por favor, no te enfades. Es que está como un tren, y Simon, no y... estaba pensando que me merecía un último capricho antes de casarme.
—No tienes por qué casarte con Simon —señaló ella. No estaba enfadada con Lisa ni tampoco la estaba juzgando. Pero sí sentía un extraño distanciamiento, como si fuera otra persona la que estuviera manteniendo esa conversación.
—Tengo que hacerlo. De verdad. ¿Quién si no va a pagar mis deudas? Debo diez mil libras de las tarjetas de crédito, Amy. ¿Quién va a cuidar de mí? No me amargues un día de diversión.
—No quiero amargártelo —le aseguró—. Diviértete.
Y volvieron a la mesa.
Capítulo 26
Eran más de las cinco cuando Hal se fue a dormir. El guión de Bazotti era tan bueno que le resultó imposible soltarlo. ¡Y el papel! El papel era muy distinto a todo lo que había hecho antes. Profundo, emocional, provocativo y sin una sola frase graciosa.
Una vez que terminó de leerlo, siguió tendido en la cama con la mente hecha un torbellino, imaginándose las posibles críticas que recibiría. «Hal Blackstock: la revelación.» «Magnífica interpretación del actor. Alcanza nuevas cotas de emoción.»
Ya se veía en el escenario con la estatuilla dorada en la mano, aunque lo irritante era que la cara de la persona que aplaudía frenéticamente entre el público no era la de Flora, sino la de Marina. Estuvo a punto de coger el teléfono para llamar a Callum (no sería la primera vez que lo despertaba de madrugada), pero logró contenerse. Ya hablaría con él por la mañana. Callum se pondría en contacto con Los Ángeles y pondrían la bola en movimiento. Ese iba a ser el punto de inflexión de su vida, el momento que señalarían los historiadores como el comienzo de la maravillosa leyenda de la interpretación.
Sin embargo, cuando se despertó a mediodía (había llamado a recepción cuando el horizonte comenzaba a clarear sobre los jardines para decir que no quería que nadie lo molestara), su humor había cambiado. El guión tal vez no fuera tan bueno como él había pensado. Tal vez fuera un poco simple y obvio. Cierto que Bazotti era lo más en esos momentos, pero su última película no había sido tan buena como la anterior, así que tal vez fuera cuesta abajo. Tendría que leerlo otra vez antes de tomar una decisión firme. No obstante, lo que le había robado el sueño era la preocupación de que tal vez no tuviera bastante talento para el papel. Era posible que volara hasta Hollywood para hacer la prueba (cosa que no había hecho en años) y lo rechazaran por ese dichoso Jude Law, o tal vez se lo dieran y la cagara. «Podría haber sido una obra maestra de no ser por la espantosa interpretación de Hal Blackstock, que eligió un papel equivocado y...»
La idea le revolvía el estómago. Se imaginaba a Marina leyendo la crítica y estallando en carcajadas. Hablando del rey de Roma, ¿por qué no le había devuelto la llamada? Si él había hecho el esfuerzo de mostrarse amable, lo mínimo que podía hacer ella era llamarlo y agradecérselo.
Cogió el teléfono.
—Nessie, soy yo. Me gustaría desayunar. Y tráeme los periódicos ingleses, por favor.
—Ahora mismo, Hal —le dijo, tras lo cual hizo una pausa—. Te mencionan en todos. El Post ya ha publicado tu entrevista con Christine Miller. Debe de haber estado trabajando como una posesa para entregarla tan rápido. Supongo que las noticias de Marina le otorgan una nueva dimensión a la promoción.
—¡Bah! No es por eso por lo que quiero ojearlos —mintió—. Quiero ver cómo va el criquet.
Media hora más tarde estaba sentado en la terraza, bebiendo zumo de granada mientras miraba de forma amenazadora la pila de periódicos que tenía delante. Nessie no había exagerado. Salía en el Sun, en el Mirror, en el Express y en el Mail, por no mencionar la columna de cotilleos del Telegraph. En el Daily Post ocupaba la portada y las dos páginas centrales. Lo que se temía. «¿Quién es la chica más feliz del mundo?», rezaba el titular bajo el cual se veían un par de fotos: Flora en el barco y Marina con ese soplagaitas, sonriendo como un par de gansos ante las cámaras en alguna alfombra roja. Un segundo titular, «¿Quién va de paseo?», precedía una foto suya en la Vespa que alguna de esas sanguijuelas que se hacían llamar paparazzi debía de haberle tomado el día anterior.
La entrevista estaba en las páginas centrales e iba acompañada de una foto en la que parecía cansado, derrotado e irascible. Sabía que el fotógrafo del Daily Post quería sacarlo lo peor posible... Era una entrevista larga, mucho más larga que el artículo dedicado a la crisis en Oriente Medio y se titulaba:
DE CÓMO HAL DEJÓ ESCAPAR A OTRA
Perder a una novia guapa debe de ser desafortunado, pero a dos... es definitivamente un descuido imperdonable. Hoy no ha sido el día de Hal Blackstock. Marina Dawson, su ex novia, acaba de anunciar su compromiso matrimonial con el multimillonario italiano Fabrizio de Michelis. Está claro que no es su mejor momento, pero cuando lo entrevisté ayer en Roma me juró y perjuró que lo lleva muy bien. «Estoy encantado por Marina», me dijo entre dientes. «Les deseo lo mejor a ella y a Fabrizio. No es que lo conozca, solo lo he visto en un par de ocasiones, pero tengo entendido que es un buen hombre.»
Le seguían unos cuantos párrafos de cháchara insustancial sobre los diez años que Marina y él habían pasado juntos, tras los cuales llegó la separación dieciocho meses antes, salpicada de rumores de infidelidad por ambas partes.
«Nuestra separación fue como muchas otras», afirma Hal. «Muchas relaciones acaban.»
Al menos eso es lo que él dice...
A partir de ese momento el artículo se lanzaba a una larga y detallada enumeración de sus defectos. Lo acusaba de ser una engreída y esnob estrella en declive que, según los «amigos», había espantado a Marina por ser un incansable mujeriego y por su rechazo al compromiso. La relación con Flora pasaba por un período de crisis. No aparecía ni una palabra de lo que había dicho sobre El carro de las manzanas, sobre lo mucho que le había gustado trabajar con Ben de nuevo, sobre lo divertido que había sido el rodaje. Lo único que podía leerse sobre la película era un comentario mezquino sobre lo mal que había funcionado en la taquilla británica.
Con su vida amorosa haciendo aguas y su carrera en la cuerda floja, Blackstock está al borde de la crisis de la mediana edad. Por delante le espera el mayor reto de su vida hasta la fecha: ver si es capaz de darle un giro a la situación.
—Menuda sarta de gilipolleces... —dijo en voz alta, como solía hacer cuando leía algo sobre sí mismo que no fuera una crítica sobresaliente.
El problema, sin embargo, radicaba en que no eran gilipolleces.
De hecho, Christine Miller parecía haber conseguido meterse en su cabeza, aunque lo de «estrella en declive» era un poco injusto. Al fin y al cabo, Andreas Bazotti quería trabajar con él. Se le pasó por la cabeza la idea de decirle a Nessie que llamara por teléfono a algunas publicaciones especializadas y lo dejara caer, pero lo descartó. Ese era precisamente el tipo de comportamiento de algunas supuestas estrellas del que siempre se habían reído Marina y él.
¿Por qué no le había devuelto la llamada?
¡Deja de pensar en ella!, se reprendió. Lo más importante en esos momentos era Flora, estaba claro. ¿Estaría cansándose también de que fuera un «incansable mujeriego» y de su «rechazo al compromiso»? Sabía que estaba entre la espada y la pared. Si no le proponía matrimonio cuando la viera (si llegaba a verla, claro estaba), volvería a quedarse solo una vez más, y esa zorra de Christine Miller conseguiría un aumento de sueldo astronómico al ver cumplidas sus predicciones. Claro que casarse con alguien para fastidiar a Christine Miller no era un buen motivo...
Se sobresaltó cuando el teléfono volvió a sonar. ¿Sería Marina por fin? No, era Nessie.
—Los de maquillaje y peluquería estarán ahí dentro de una hora, Hal, y después nos iremos todos a la escalinata de la plaza de España. Está prevista una sesión de fotos conjunta con Justina a las siete menos cuarto y el estreno será a las siete y media, ¿vale?
—Vale —respondió, alicaído.
Sin saber por qué, se descubrió pensando en la doctora que le había visto el forúnculo. Seguro que su vida consistía en mucho más aparte de las fiestas y las sesiones de fotos. De repente, deseó poder hablar con ella. ¿Qué sentido tenía todo? Siempre se había burlado de ellos, pero comenzaba a entender por qué Guy y Madonna habían acabado metidos en la Cábala. ¿Estaría Tom en lo cierto en lo referente a la Cienciología?
Capítulo 27
Amy, en cambio, no estaba pensando para nada en Hal. Su máxima preocupación era escapar de Lisa y de Massimo. Después de un almuerzo decepcionante (los filetes estaban pasados; las patatas, blandas; y la ensalada, bañada de vinagre) dieron una vuelta por el paseo marítimo. Estaba plagado de motos ruidosas conducidas por ágiles adolescentes y flanqueado por máquinas de juegos, como un Blackpool para gente guapa. Lisa y Massimo iban por delante de ella, y mientras paseaban se rozaban las manos como al descuido, se partían de la risa y se empujaban el uno al otro.
—Gelato! —exclamó Massimo por encima del hombro—. Vamos a tomar un gelato.
Las condujo a una calle paralela. El suelo estaba en malas condiciones, de modo que se quedó todavía más rezagada porque las sandalias le hacían daño. En ese momento vio la estación a mano derecha. Miró de nuevo a la parejita, que seguía ensimismada en su conversación. En un súbito arranque de determinación cruzó la calle y entró en el despacho de billetes.
—Roma —le dijo al hombre aburrido que había al otro lado del cristal—. Quiero ir a Roma.
Le vendió un billete por lo que parecía poquísimo dinero y le indicó la dirección en la que estaba su andén. Había un tren esperando y cinco minutos después iba de regreso a la ciudad. Sacó la servilleta en la que había apuntado el número de Lisa del bolso y le mandó un mensaje de texto diciéndole que los había perdido de vista y que había decidido volver con su marido. Después pegó la frente a la ventanilla y contempló el desolador paisaje que iban dejando atrás. Ya se estaba lamentando. Había echado el día por tierra. ¿Por qué no había hecho un pequeño esfuerzo? Vale, era la amiga fea a la que nadie quería, pero podría haber intentado ser más amable. Era tan aburrida que no podía caerle bien a nadie. Doug tenía razón, ya no sabía divertirse.
De repente, cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Toda esa autocompasión y Gaby estaba en una situación muchísimo peor. La llamó. Seguía de reposo absoluto y parecía atacada de los nervios.
—Todo saldrá bien. Tú sigue descansando. No salgas de la cama salvo para ir al baño. Míralo como si fuera un premio. Ahora podrás ver todas las películas y las revistas que quieras. Al fin y al cabo, cuando nazca el bebé no tendrás tiempo para hacerlo.
Gaby le preguntó qué estaba haciendo. De modo que le dio un informe resumido de lo que había hecho y le confesó que la habían invitado al estreno de una película esa noche, pero no tenía muchas ganas de ir.
—Pero tienes que ir, ¡tienes que ir! ¿Te van a comer o algo? Vas a ver una película gratis. Hazlo por mí, Amy.
Gaby tenía razón, decidió. Así que una vez en Roma cogió un autobús para regresar al hotel (cosa que no fue tan difícil como creía) y, una vez en su habitación, se maquilló tal como le indicó la chica del stand de Bobbi Brown para su boda. Aunque temía acabar como una drag queen disfrazada de cantante de Abba, descubrió que parecía ella misma, solo que más guapa. Se puso su vestido nuevo y se volvió a mirar en el espejo. Se sentía como Marilyn Monroe a punto de cantarle el cumpleaños feliz al presidente Kennedy. Por un instante barajó la idea de sacarse una foto con el móvil y mandársela a Doug, pero desechó la idea porque: a) no sabía cómo mandar mensajes multimedia, y b) sería una locura.
Se puso los zapatos de Emma Hope, que debería haber estrenado el día de su boda, y a las siete y media volvió a salir de la suite en dirección a la vía del Babuino y luego hacia la plaza de España. La plaza estaba repleta de turistas pertrechados con cámaras observando la escalinata. De repente, se alzó un repentino clamor justo cuando intentaba pasar entre ellos para llegar a la alfombra roja flanqueada por gorilas. Levantó la vista. En lo más alto de la escalinata estaba Hal Blackstock, vestido con un esmoquin, saludando y sonriendo a la multitud. Tenía abrazada por la cintura a Justina Maguire, que parecía a la vez más pequeña y más grande de lo que ella había imaginado, con unos pechos como melones y un cuerpo como el palo de una fregona. Sonrió. Y pensar que ese era el mismo hombre que se había vuelto casi loco de preocupación por un grano en el pecho y que solo ella y el signor Ducelli lo sabían...
Justina y Hal comenzaron a bajar los escalones y, al instante, se dispararon miles de flashes y un millar de móviles de última generación fueron alzados para capturar el momento. Los gritos eran ensordecedores. Se abrió paso entre la multitud hasta llegar al final de la alfombra roja. Le mostró su invitación al encargado de seguridad y la dejó pasar. Se apresuró hacia la marquesina con las piernas temblorosas, segura de que todos los espectadores se estaban preguntando quién era. Otro guardia de seguridad revisó la invitación bajo una luz fluorescente y, satisfecho al ver el brillo, le hizo un gesto para que pasara. La primera persona que vio en el interior fue Vanessa, impecable como de costumbre con un ajustado y elegante vestido gris.
—Ah, hola —dijo con retintín—, ¿has decidido aceptar nuestra invitación?
—Sí —contestó—. Y fue Hal quien me invitó.
—¿Tu marido sigue enfermo?
—Por desgracia, así es. Cometió el error de beber agua del grifo.
—Espero que vayas a la fiesta. Hay un surtido bufet, seguro que te encantará. —Y con una sonrisa socarrona se volvió hacia el gorila que tenía al lado para susurrarle algo al oído. Los dos se echaron a reír.
Incapaz de contestarle como se merecía, se marchó a la sala de proyección, que estaba llena de asientos acolchados y ocupados por las doscientas personas más arregladas que había visto en la vida. La mezcla de vestidos de Fendi, Gucci, Angel y Dolce & Gabbana la dejó sin respiración. No había un pelo fuera de sitio ni una cutícula de más. Todas las invitadas estaban tan morenas que parecían trozos de cuero con ojos. Jamás en la vida había echado tanto de menos poseer una joya de oro. Gracias a Dios que Lisa la había convencido para que se comprara el vestido. Las luces fueron apagándose y se apresuró a sentarse a cuatro filas de la última.
—Io sono sempre stato celibatorio... —dijo una profunda voz mientras se veía una escena en la que Hal se despertaba de golpe, cogía el despertador, jadeaba horrorizado y saltaba de la cama para vestirse en tiempo récord—. Mafino a quella mattina in aprile, non anevo mai conosciuto...
La película estaba doblada. ¿Por qué no se lo había dicho nadie? Tuvo que aguantar hora y media escuchando a Hal Blackstock en italiano, con una voz ronca y resonante medio dopada. Justina, en cambio, sonaba como una telefonista muy sexy. Claro que tampoco hacía falta hablar italiano para saber lo que estaba pasando. Alguien estaba robando manzanas de la huerta y Hal y su perro se habían propuesto cazar al ladrón.
De todas formas, el público italiano parecía tan aburrido como ella misma: el hombre que tenía a la derecha se pasó media película leyendo mensajes en su móvil y la mujer que tenía delante no paró de juguetear con sus pulseras. Cosa que le recordó su alianza, la que no se había puesto nunca y que estaba guardada en el armario de su casa de Londres. Nada de anillo de compromiso, por supuesto, porque nunca hubo ninguno. Recordó la noche en la que le pidió a Doug que se casara con ella. Fue en enero del año anterior. Iba de camino a un pub de Notting Hill para ver por enésima vez una actuación de Ambrosial cuando Gaby la llamó por teléfono.
—¡Tengo noticias! —exclamó su amiga.
—¿De verdad? —Seguramente las sillas que iban en la carpa no eran amarillas, sino naranja, o cualquier desastre del estilo.
—¡Estoy embarazada!
Se detuvo en mitad de la calle, asaltada por una mezcla de alegría y envidia.
—¡Es genial, Gaby!
—¿A que sí? De tres meses. Es increíble que tú, la doctora, no te hayas dado cuenta.
—Me dijiste que te estabas desintoxicando antes de la boda, y estabas tan obsesionada que me habría creído cualquier cosa.
—Ya no voy a ser una novia delgada.
—¿Para cuándo lo esperas? —preguntó.
—Para julio. Así que estaré de ocho meses cuando me case. No es lo ideal, pero ¿qué remedio?
Después de una hora de conversación sobre el tema, llegó al pub justo cuando el grupo salía a escena. Para su sorpresa estuvieron geniales. Pinny estuvo mejor que nunca aullando los coros con esa expresión tan angelical. Tenían un repertorio totalmente nuevo y el público se volvió loco. Cuando terminaron, un cazatalentos de Virgin le pidió a Doug una maqueta.
—¿De verdad? —preguntó Pinny mientras se retocaba el rímel en el diminuto espejo del camerino.
—De verdad.
Se pusieron a vitorear antes de ir al bar. En cuestión de una hora estaban todos como cubas. Ella, por su parte, llevaba siglos sin pillar un pedo semejante pero tenía que celebrar las noticias de Gaby. Un DJ tomó las riendas y bailaron hasta quedar agotados. Había olvidado lo bien que se sentía bañada de sudor, con el corazón desbocado por la adrenalina y con un subidón por la música, aunque el subidón de los demás fuera fruto de alguna sustancia ilegal...
—Es una noche perfecta —le gritó a Doug.
—¿A que sí? —Doug la pegó contra él y empezaron a besarse como si llevaran meses sin hacerlo. Cuando la cosa subió de tono, Doug la apartó un poco—. ¿Salimos un momento? —le preguntó.
Ella sonrió.
—¿Por qué no?
Acabaron en un callejón cerca del club. Ella estampada contra la pared y con las piernas alrededor de la cintura de Doug que, con las prisas, ni siquiera había terminado de bajarse la cremallera.
—¡Uf! —exclamó cuando acabaron.
—¡Uf! —repitió ella con el corazón desbocado. ¡Sí, señor! Un momento de pasión desenfrenada. Un aquí te pillo, aquí te mato. Eso era el amor.
—Eres genial, Amy —dijo Doug, tras eructar.
—Casémonos —se escuchó decir.
—¿Cómo?
Le dio un vuelco el corazón. Pero los dos estaban como cubas. Si le decía que no, podía soltar que estaba bromeando.
—¿Que nos casemos?
—Vale —contestó Doug—. Sí, ¿por qué no?
Sin decir nada más, volvieron al pub y siguieron bailando. No se lo dijeron a nadie. A las cinco cogieron un taxi de vuelta a casa. Doug se quedó dormido a los dos minutos de entrar por la puerta, pero ella se quedó despierta mientras el amanecer se extendía por Londres reflexionando sobre la importancia de la decisión. Durmió cosa de tres horas antes de despertarse sobresaltada con la cabeza hecha un bombo. Sabía perfectamente la clase de boda que quería: un lugar lleno de lilas y rosas rojas, una solista cantando el Ave María. Ella con un traje pantalón de Bianca Jagger y Doug con un traje de cuello Mao. Gaby leería un fragmento de La mandolina del capitán Corelli en el que se decía que el amor era una locura transitoria. Un comida tai después de la ceremonia, baile (Ambrosial podía interpretar su versión metal de «The way you look tonight» para su primer baile). Se apoyó en un codo y observó a Doug, que dormía plácidamente. Había muchas cosas que organizar. ¿Por qué no estaba tan acelerado como ella?
Mientras esperaba a que se despertase, decidió llamar a unas cuantas personas y darles la noticia. La primera de la lista era Gaby.
—¿Tenéis ya fecha? —preguntó de inmediato.
—No, claro que no. Nos hemos comprometido esta misma madrugada.
—Ni se te ocurra fecharla para el 2 de junio.
—Gaby, por supuesto que no. Está señalado en mi agenda desde hace un año y sé que es el día de tu boda. ¿Crees que se me va a olvidar?
—Lo siento. Lo siento. Es que me estoy estresando con el bebé y todo lo demás. Bueno, enhorabuena. Ya era hora, joder. Y date prisa en quedarte embarazada, así tendré a alguien con quien compartir esto.
Sus padres se pusieron a chillar como locos.
—¡Ay, cariño! —exclamó su madre—. Llevamos esperando este momento toda la vida. Ya puedo morirme feliz.
—Espero que Douglas recapacite y se busque un trabajo de verdad —comentó su padre.
Doug no llamó a nadie.
—¿A qué vienen tantas prisas? —le preguntó bostezando cuando por fin se levantó al mediodía y ella le tendió el teléfono—. Ya se lo diremos a mis padres cuando los veamos. Y lo mismo vale para el grupo.
Al menos no lo había olvidado, como ella se temía. Ni cambió de opinión a la fría luz del día.
—Es guay. ¿Por qué no? Una boda puede ser divertida.
—Gaby está embarazada —le dijo.
—¿De verdad? —Doug parpadeó—. ¿Por qué?
—¿Por qué? Pues supongo que porque PJ y ella querían tener un niño.
—¿En serio? Peor para ellos. Ya pueden ir despidiéndose de las noches durmiendo y decirles hola a los pañales. Y adiós a la libertad. ¿Sabes cómo llamaba Cyril Connolly al enemigo de la literatura? «El cochecito en el vestíbulo». —Se estremeció de forma melodramática—. ¡Uf!
Lo miró un instante sin decir nada. ¿Deberían tener en ese momento la conversación que había estado evitando? No. Tenían resaca y acababan de comprometerse. No era el momento adecuado ni mucho menos.
El lunes por la mañana tomó un camino diferente al que solía tomar todos los días para ir al trabajo y pasó por delante del outlet de Emma Hope en Amwell Street. Observó el escaparate, embelesada por unos zapatos. Eran preciosos, de raso crema, con tacón de aguja bajo, clásicos, bonitos, perfectos para bailar y una ganga de solo ochenta libras. De haber estado abierta la tienda, los habría comprado, pero por suerte todavía no eran ni las ocho y media, así que se consoló tomándose un café con leche en el bar. Mejor así, se dijo mientras abría la puerta de la clínica. ¿No estaría comportándose como Gaby si compraba unos zapatos de novia a menos de cuarenta y ocho horas de haberse comprometido?
Como no pudo contenerse, se lo dijo a Andrea y a Rosa, de recepción. Ambas se pusieron a gritar.
—¡Por fin! —exclamó Andrea—. ¡Vas a casarte con Jude!
—¿Jude? —Aunque preguntó, sabía a qué se refería. Nunca había visto a Doug de esa manera, pero en realidad el parecido estaba ahí.
—¡Jude Law! —le confirmó Andrea—. Así es como Rosa y yo lo llamamos, ¿no es verdad?
Rosa parecía un poco avergonzada.
—No, Andrea —la corrigió con cierta incomodidad—. Jude no es el novio de Amy, es el de Madhura. El novio de Amy es Simon.
—¿Simon?
Tuvo un mal presentimiento.
—Simon Cowell. Tienes que reconocer que se parece un poco. Da igual —se apresuró a añadir Andrea—. Simon es un hombre muy guapo. Está para comérselo...
—En fin —la interrumpió Rosa—, ¿dónde está el anillo? Vamos, ponles los dientes largos a este par de viejas.
—La verdad es que no hay anillo —confesó—. Todavía. Todo fue muy repentino.
—Bueno, pues asegúrate de que te regala uno. Y deposita.
Meditó esas palabras mientras abría la puerta de su consulta. Era evidente que necesitaba un anillo, pero Doug no podía permitirse ni de coña la clase que a ella le gustaba. No iba comprarse su propio anillo de compromiso, ¿verdad?
Mientras Sophia Franklin le contaba que el segundo ciclo de fecundación in vitro también había fracasado, su mente se concentró en todo lo que tenía que planear. No entendía por qué la gente se complicaba tanto la vida con las bodas. Solo se necesitaba una buena lista, y ella era un genio con las listas. Vale, Doug se metía con ella cuando se encontraba trocitos de papel por todo el piso que decían «cepillo de dientes» o «escribir lista», pero a ella le resultaba reconfortante saber que todos sus problemas cabían en trocitos de un A4. Si los israelíes y los árabes utilizaran los Post-it, acabarían con sus diferencias en un abrir y cerrar de ojos. La fecha, el lugar y el vestido podían estar elegidos en cuestión de quince minutos. Al fin y al cabo, Doug y ella no querían una boda por todo lo alto como la que planeaba Gaby. Le repateaban las bodas multitudinarias en las que ni siquiera se sabía quiénes eran los novios...
—¿Qué cree que debería hacer? —le preguntó Sophia.
—¿Cómo dice? —Recordar anotar en una lista «escuchar a los pacientes», incluso a Sophia F, se dijo.
—¿Cree que es buena idea?
—Ah, sí, sí, claro.
—Bien. Creí que pensaría que una dieta a base de granadas era un poco extraña, pero estoy segura de que funcionará.
Cuando Sophia terminó, les dijo a Andrea y a Rosa que tenía que hacer una llamada muy importante relacionada con el trabajo antes de ver al siguiente paciente. Abrió la página de Google y en cuestión de segundos ya tenía una lista de comprobación para novias. Tenía ciento setenta y ocho elementos y, además de las cosas normales como el vestido y los zapatos, incluía cosas que no había oído en la vida, como plumas especiales, monedas de seis peniques para dar suerte, conservación del vestido y alfombras especiales para ir al altar. Se quedó muerta. ¡Madre del amor hermoso! Aquello era como volver a estudiar para los exámenes finales. ¿Cómo iba a ponerse al día con todo eso?
Respira, respira. Si eres doctora por tus propios méritos, también puedes organizar una puñetera boda, se dijo.
Sonó el teléfono. Al ver en el identificador de llamadas que se trataba de Pinny, se preparó para una felicitación socarrona.
—Hola —dijo con voz serena.
—Hola. ¿Qué tal? Hemos hecho un descanso entre ensayos y se me ha ocurrido llamarte. El sábado fue alucinante, ¿verdad? Aunque parece que lo del acuerdo con Virgin se ha quedado en nada.
—Vaya —replicó.
—Me estaba preguntando... ¿podrías recetarme Valium? Me ayudaría mucho a relajarme por las noches.
Se quedó de piedra.
—Sabes que no puedo recetarles medicamentos a mis amigos, mucho menos para uso recreativo.
—Lo sé, pero tenía que intentarlo. La esperanza es lo último que se pierde. Deberíamos hacer un hueco para quedar a comer. Volver a reconectar sin que esté tu novio revoloteando. Por su culpa ya nunca te veo a solas.
—¿Está por ahí? —preguntó con la garganta seca.
—Sí, por aquí anda. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con él?
—¿No os ha dado ninguna noticia esta mañana?
—¿Noticia? ¿Qué clase de noticia?
—Nada, nada —contestó—. Oye, me está esperando el siguiente paciente. Tengo que dejarte.
Le costó mucho concentrarse en el señor Iqbal y en su dolorida garganta. Cuando terminó con él, le dijeron que el siguiente paciente había cancelado la cita, de modo que se levantó, se puso el abrigo y fue derecha al quiosco. No iba a pensar en el motivo por el que Doug no se lo había dicho a sus colegas. Seguro que estaba esperando el momento oportuno. Bastantes cosas tenía pendientes para andar con esas distracciones.
Capítulo 28
La fiesta posterior al estreno se celebraba en la terraza del hotel, y Hal estaba más aburrido que una ostra. Se había largado durante la proyección de la película y había buscado refugio en su suite, aunque lo habían llamado para que asistiera a la fiesta, y ahí estaba con un cóctel de champán en un rincón, intentando entablar conversación con George Williamson, uno de los ejecutivos del estudio. Como era habitual, George no dejaba de alardear de todo el dinero que había amasado ese año y de cuánto esperaba amasar al siguiente, mientras su esposa, cuyo rostro operado se asemejaba a una imagen que no hubiera acabado de cargarse en la pantalla del ordenador, asentía con la cabeza a su lado.
—¿Qué te parece Roma, Hal? —le preguntó la mujer.
—Ah, es maravillosa, maravillosa. Una ciudad preciosa. Sí, genial. Aunque confieso que viví aquí un tiempo. Ha sido divertido redescubrir mis raíces. —Cogió otro cóctel de la bandeja de una camarera con las orejas puntiagudas de Scooby Doo en la cabeza. Le sentaban bastante bien. Clavó la mirada en su trasero, con rabito incluido, mientras se alejaba contoneándose entre la multitud. En los viejos tiempos la habría acorralado, aunque como en la terraza había una amplia y variada selección de féminas, tal vez se habría decantado por la rubia del vestido plateado del rincón o por la chica negra de piernas increíbles. Lo estaba mirando por encima del hombro y le... Ah, sí, le estaba sonriendo.
Le indicó que se acercara con un gesto imperceptible.
—Hola —lo saludó.
—Hola —replicó, ajeno al parecido que guardaba con Leslie Phillips al hablar así—. Soy Hal Blackstock. —Claro que ella ya lo sabía, pero decirlo nunca venía mal, porque esa actitud modesta nunca fallaba con las tías.
—Lo sé. Soy tu fan número uno. —Yanqui—. Me ha encantado la película. ¡Dios, es graciosísima! ¡Y has estado fantástico!
Vale. O era una gran mentirosa o era tonta del culo. Le daba en la nariz que era lo segundo.
—Vaya, gracias. —Pestañeó de forma exagerada—. ¿Cómo te llamas, cariño?
—Kaylisha.
—¡Hala! Menudo nombre. Y eres modelo, ¿verdad, Kaylisha?
—¡Vaya! ¿Cómo lo has adivinado? —Tenía unas tetas impresionantes, aunque estaba casi seguro de que eran de silicona. Era un experto en esos temas, ya que conocía a Marina antes y después de los implantes. A decir verdad, le gustaba el tacto de la silicona. Los pechos de Flora eran reales, y muy pequeños, aunque todo el mundo decía que la ropa le sentaba de maravilla. Se concentró de nuevo en Kaylisha.
—Así que creo que voy a cambiar de vida. Tal vez me haga psicoterapeuta. Mi vida ha estado llena de subidas y bajadas.
—¿De verdad? —Miró a su alrededor en busca de un camarero que le llenara la copa. ¿Merecía la pena? ¿Sería de las que lo largaban todo después?
—Sí —continuó Kaylisha—. Verás, he aprendido a cuidar de la niña que llevo dentro y eso ha marcado la diferencia. Ahora voy a diferentes talleres para seguir cuidando esa parte de mí. Acabo de terminar uno alucinante en Francia. He conocido a un chico (se llama Antoine) que es respiracionista.
—¿Respiracionista?
—Sí. No come nada. Se nutre de la luz.
—¿Que no come? —Como estaba familiarizado con ese comportamiento por sus contactos con el mundo de la moda, especificó la pregunta—. ¿Nada?
—Ni un bocado. Tampoco bebe nada.
—¿Ni Coca-Cola light?
Kaylisha parecía escandalizada.
—¡No! Su espiritualismo lo alimenta.
—¿Es un saco de huesos?
—Está delgado —admitió—, pero no esquelético. Vamos, que está más o menos como Justina. Es una persona maravillosa, Hal. Te encantaría.
—Estoy seguro. Bueno, eso de vivir sin comer... es increíble. Podría ir a África y enseñarles a los que pasan hambre a hacer lo mismo.
Kaylisha se quedó impresionada.
—¡Madre mía, Hal! Qué pedazo de idea. Eres un hombre muy sabio.
Echó un vistazo alrededor con creciente desesperación. Siempre había trampa. ¿Por qué no aprendía nunca?
—Deberías conocerlo.
—Sí, me encantaría. —¿Dónde cono estaba Nessie? Su trabajo consistía en salvarlo de situaciones como esa. En ese momento y para su alivio, vio a la doctora bajo una de las antorchas que iluminaban el jardín, muchísimo más guapa de lo que recordaba. Estaba sola. Llevaba un vestido rosa que la hacía parecerse a aquellas chicas voluptuosas que pintaban en los bombarderos B52—. ¡Hola! —gritó—. Doctora, aquí. —Su expresión se tornó aliviada mientras se acercaba a él—. Discúlpame —le dijo a Kaylisha antes de darle la espalda—. Hola.
—Hola —le dijo ella.
—Lo siento —se disculpó—, pero no sé cómo te llamas.
—Amy —le dijo con una sonrisa.
Bonito.
—Bueno, Amy, ¿qué te ha parecido la película?
—Hilarante —se apresuró a contestar ella.
—No lo ha sido —la contradijo—. Es espantosa. Vamos, puedo aceptar la verdad.
—Pues si te digo la verdad, no he entendido ni una sola palabra porque estaba en italiano.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¿Estaba en italiano? Vaya por Dios, cariño, no sabía que iban a doblarla. Joder, lo siento. Y ahora estás en esta porquería de fiesta. Seguro que eres masoquista o algo.
—Creí que sería divertida.
—¿Divertida? —Echó un vistazo a la terraza llena de gente guapa que seguramente se reía mucho más en ese momento que durante la proyección de la película—. Tal vez te lo parezca. Pero para mí es trabajo. Yo preferiría estar en mi habitación viendo un partido de criquet en la tele.
—Estás de coña —replicó Amy.
—Te lo juro.
—¿Y por qué estás aquí?
—Porque estaba en mi contrato. Tenía que asistir a los estrenos en Inglaterra y Estados Unidos y luego a otro estreno en Europa. Por regla general el estudio no se preocupa por el resto de Europa, pero la película ha sido un fracaso tan grande que están desesperados por hacer taquilla en algún sitio, así que han montado el circo aquí a ver si pueden conseguir que estos italianos suelten pasta. —Se percató de que todos los ojos estaban clavados en él—. Bueno, señora casada, ¿dónde te has dejado a tu marido?
—Por desgracia todavía se encuentra mal.
—¡No me digas! —Exclamó indignado en su nombre—. ¿Es que todo el mundo se va a poner enfermo o qué? ¿Qué le pasa ahora? ¿Se ha dado un golpe en un pie o algo?
Se sintió bastante orgulloso por poder bromear con su hipocondría, pero en lugar de echarse a reír, Amy clavó la mirada en su copa con gesto avergonzado.
—En fin, me alegro de haberte visto —le dijo con la intención de alejarse.
No quería que se fuera.
—Espera un segundo. Tengo que preguntarte una cosa.
—¿El qué?
—¿Es peligrosa la varicela?
—¿La varicela?
—Sí. Conozco a unas niñas que la tienen. —Era raro, pero no le apetecía mencionar a su novia.
—Pobrecillas. No te preocupes, no es peligrosa. Es como un resfriado gordo con algunas ronchas que pican mucho. Estarán como nuevas en cuestión de unos pocos días.
—Genial. Qué bien. —Se devanó los sesos en busca de algo más que decir para retenerla a su lado—. Tu marido tiene que estar forrado para alojaros en esa suite. ¿A qué se dedica?
—No la paga él. Lo hago yo.
La respuesta hizo que enarcara las cejas.
—Así que eres tú la que está forrada. Pues no lo pareces.
—¡Muchas gracias! —exclamó ella con una carcajada.
—No, no, era un halago. —Y lo decía en serio. No porque no fuera guapa (con ese vestido rosa estaba elegantísima) o algo así, sino porque carecía de la sofisticación de los ricos y famosos como Flora. Marina era igual en los primeros tiempos, aunque últimamente parecía que estuviera profesionalmente envuelta en un plástico—. ¿Cómo es que estáis en esa suite? —insistió.
—Me pulí todos los ahorros. Como una sorpresa especial para... mi marido porque siempre quiso venir a Roma. Aunque todavía no he visto mucho de la ciudad —añadió con una expresión tan triste como la de un gatito desatendido en cuanto pasaba el día de Navidad.
—¿¡No has visto Roma!? Eso es espantoso. Es la ciudad más bonita del mundo. ¿Sabes que hace años trabajé aquí como guía turístico?
—¿En serio?
—Sí, viví en Roma un año entero. Hace muchísimo tiempo. Antes de todo esto. —La miró al tiempo que se formaba una idea muy traviesa en su cabeza—. ¿Qué te parece si nos vamos a dar una vuelta ahora mismo?
—¿Ahora?
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
—¿Y la fiesta? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor.
—La fiesta puede seguir sin nosotros. Cojo la Vespa y nos largamos a explorar.
Sonriendo por el escándalo que iba a causar una desaparición tan temprana, cogió a Amy de la mano y se internó en la multitud hasta los escalones que llevaban a la terraza inferior mientras se convertían en el centro de todas las miradas.
—¡Oye, Hal! —gritó una voz con acento irlandés a su espalda.
—Callum —dijo él antes de volverse hacia la voz.
—¿Adonde vais? La fiesta acaba de empezar.
—Mi amiga Amy y yo vamos a explorar un poco.
—Vale —replicó Callum, aunque su expresión dejaba bien claro que no valía—. Pero antes de irte, dime una cosa: ¿lo has leído? Porque me están presionando para que les dé una respuesta.
Con la doctora a su lado, se sintió envalentonado de repente. Todas las dudas que había tenido eran ridículas, comprendió por fin.
—Lo he leído y me ha gustado muchísimo. Diles que me encantaría reunirme con ellos.
Callum levantó los pulgares, encantado.
—Muy bien, Hal. Los llamaré enseguida. Hablaremos por la mañana. Y ahora pórtate bien.
—¿No es lo que hago siempre? —gritó mientras cruzaba con Amy la terraza inferior y entraba en el vestíbulo.
Capítulo 29
En el mostrador de recepción, el signor Ducelli estaba echándole la bronca al recepcionista por haberse quedado dormido en su puesto de trabajo la noche anterior. Sin embargo, en cuanto vio acercarse a Hal Blackstock se dio la vuelta con una sonrisa de oreja a oreja.
—Señor Blackstock. ¿Cómo está? ¿En qué podemos ayudarlo?
—Estoy muy bien, signor Ducelli. Tengo que pedirle un favor.
—Cualquier cosa —replicó el signor Ducelli mientras se devanaba los sesos en busca del motivo por el que Hal Blackstock iba acompañado de la mujer de la suite Popolo cuyo marido todavía no se había registrado—. Solo tiene que pedirla.
—¿Puede sacarme la Vespa del aparcamiento?
—Por supuesto —contestó, aliviado de que no le hubiera pedido un destacamento de furcias de Europa del Este ni un paquete del mejor polvo colombiano—. Déjeme avisar a los encargados del aparcamiento. —Cogió el teléfono y comenzó a parlotear a velocidad de vértigo—. Estará lista dentro de cinco minutos. Supongo que preferirá que la lleven a la puerta trasera, ¿verdad? En la puerta principal hay un montón de paparazzi.
—Buena idea —dijo Hal, guiñando un ojo.
Además de querer divertirse, también ansiaba mosquear a unas cuantas personas, pero no quería poner sobre aviso a los periodistas, que lo perseguirían sin lugar a dudas, pudiendo hacer que la situación derivara en algo muy parecido a lo que le sucedió a la princesa Diana.
—Síganme, por favor —les indicó el señor Ducelli.
Atravesaron el vestíbulo y llegaron a una puerta muy discreta tras la cual discurría un largo pasillo. Amy se percató de que las tuberías eran visibles y también vio contenedores de ropa sucia, elementos necesarios para que no se pararan los engranajes de un hotel eficaz. El signor Ducelli abrió otra puerta por la que se accedía a un gigantesco aparcamiento subterráneo. En mitad del mismo estaba la Vespa de Hal. Un portero les ofreció dos cascos. Hal se puso el suyo y se volvió hacia ella.
—¿Lista, nena? —le preguntó, imitando a Austin Powers mientras se subía—. ¿Para el paseo de tu vida? —Le metió un acelerón, haciendo que el motor rugiera como un león herido.
No estaba muy convencida. Hal se había bebido un par de copas. Pero claro, era Hal Blackstock, así que ¿cómo desaprovechar esa oportunidad? De modo que se sentó tras él y la moto salió despedida por la rampa de acceso a una calle desconocida para ella. Estaba alelada. La posición era muy íntima porque sus rodillas rozaban los muslos de Hal y tenía la mejilla apoyada sobre su tibia espalda. Menos mal que por lo menos estaba acostumbrada a ir con Doug en su Vespa y no hubo necesidad de que le rodeara la cintura con los brazos para sujetarse. Sabía que estaban mejor colgando a sus costados. Hal giró a la derecha con precisión y después a la izquierda. El aire le alzaba la falda más arriba de las rodillas mientras circulaban por el serpenteante laberinto de callejuelas flanqueadas por altos edificios que dormitaban en la oscuridad.
—¿Lista para el primer gran monumento de Roma? —le preguntó él.
Se bajó de la moto y se percató del ruido del agua. Siguió a Hal sin quitarse el casco, cual astronauta con traje de gala, al igual que había hecho él, y al doblar la esquina vio que estaban en una plaza diminuta presidida por una enorme fuente de mármol. En el centro se alzaba una estatua colosal de Neptuno conduciendo su cuadriga sobre las olas mientras dos hombres musculosos intentaban detener sus caballos. Alrededor de la fuente había un montón de yanquis grabando con sus cámaras de vídeo mientras algunos bengalíes les daban rosas a las parejas y dos hombres disfrazados de centuriones intentaban persuadirlos de que se hicieran una foto por cinco euros. Una adolescente rubia vestida con unos shorts cortísimos se puso en pie en el borde y metió la punta del pie en el agua, aunque un policía de aspecto cansado la increpó al punto.
—La Fontana de Trevi —anunció Hal, como si él la hubiera diseñado y esculpido con sus propias manos.
—Es muy bonita —replicó con sinceridad, aunque esperaba que fuese un poco más grande.
—No está mal, ¿verdad? En realidad te he traído para enseñarte otra cosa. Sígueme.
La condujo por otra serie de laberínticas calles llenas de bares y de tiendas de souvenirs hasta que giró en una esquina y le señaló con un dedo una cafetería pequeña de donde no paraba de salir gente.
«Gelateria di San Crispido», rezaba el cartel que había sobre la puerta.
Lo siguió hasta una estancia diminuta y alargada, con suelos de mármol y un expositor muy largo con varias hileras de tapaderas plateadas.
—El mejor helado del mundo —dijo Hal con aire de suficiencia, fingiendo no ver a la pareja alemana que lo miraba sin dar crédito.
Ella intentó hacer lo mismo.
—¿Qué van a tomar?
Ojeó la precisa hilera de etiquetas del expositor, un poco mareada. No se le daba bien elegir. Había malgastado horas en la sección delicatessen del supermercado intentando decidir qué le gustaría a Doug. El hombre que los atendía desde el otro lado del mostrador y que la miraba expectante, suspiró.
—El zabaglione está muy bueno —le dijo Hal—. Sabe a natillas y vino. O el lampone, que es de frambuesa, por si te gustan los afrutados. O los dos.
—Vale —replicó—. Mmm... el zaba... zaba... ese. Y el de frambuesa.
—¿De qué tamaño? —preguntó el hombre, señalando un muestrario de tarrinas.
—Mmm, mediano, supongo. ¿No me puede poner un cucurucho?
—Me temo que no —respondió Hal—. La galleta afecta a la calidad del helado.
—¡Ah! Vale. —El cucurucho era la mejor parte. Dulce y crujiente.
Hal le dijo algo al dependiente en italiano. Mientras les preparaban las tarrinas, lo vio golpearse la frente con el puño.
—¡Mierda! Tengo un problema.
—¿Cuál?
—Que vas a tener que pagar tú.
—¿No llevas dinero encima?
—Lo siento. Nunca lo hago. Casi nunca salgo solo, ¿entiendes? Y siempre hay alguien que se encarga de pagar la cuenta...
Igualito que Doug, pensó mientras pagaba. Regresaron al cálido aire nocturno de vuelta a la fuente y se sentaron en el muro que la rodeaba. Probó una cucharada de helado y sintió cómo la cremosa mezcla se deslizaba por su garganta como si fuera néctar líquido.
—¡Está buenísimo!
—Te lo dije —replicó Hal. Se llevó una cucharada a la boca a través del visor del casco—. Me encanta esto. Es como Vacaciones en Roma, pero al contrario.
—¿Te refieres a la película? No la he visto.
—¿¡No has visto Vacaciones en Roma!? ¡Madre mía, que pecado! Te cuento. El protagonista es Gregory Peck, que interpreta a un estadounidense que vive en Roma, curiosamente en la calle por la que pasamos al salir del hotel. Y una noche lleva a Audrey Hepburn, que hace el papel de una princesa muy protegida, a dar un paseo por Roma en una Vespa.
—En este caso tú eres la princesa, ¿no?
Hal se echó a reír.
—Esa soy yo. Consentida, pedante e impertinente. Sin embargo, por un día experimenta la verdadera vida con Gregory Peck.
—¿Se enamoran? —quiso saber, aunque no se dio cuenta de lo presuntuosa que había sonado la pregunta hasta que la pronunció.
—Por supuesto. Pero es un imposible. Ella es una princesa y él, un plebeyo. —Algún pensamiento lo distrajo durante unos segundos, pero acabó por sonreír y decirle en voz baja—: Pero consigue que se lo pase en grande.
Se le hizo un nudo en el estómago. Hal Blackstock estaba coqueteando con ella. ¿Qué diría Gaby? ¿¡Y Doug!? Evidentemente era imposible no estar un poco colada por Hal Blackstock, aunque fuera un pelín más bajo que ella. Así que... ¿por qué no divertirse?
—Mi madre dice que eres muy guapo —soltó de repente, sorprendiéndose a sí misma.
—¿¡Tu madre!? —repitió, un poco disgustado, aunque se recuperó pronto—. Qué bien. Las madres suelen ser muy listas. Algunas me toman por el personaje que interpreto en las películas; por un tío normal y corriente, en lugar de un madurito en declive con una carrera que va cuesta abajo. —Antes de que Amy pudiera contradecirlo tal y como mandaban las buenas maneras, señaló la fuente—. Da igual. A ver, tienes que tirar una moneda. Así volverás a Roma. Yo también debería hacerlo. Siempre lo he hecho.
—Vale —accedió. Siguió un breve silencio y al alzar la cabeza vio que Hal le sonreía por debajo del casco.
—Mmm... no llevo dinero en metálico, ¿recuerdas?
—¡Es verdad! —exclamó, preguntándose si sería mejor aceptar lo inevitable y tatuarse las palabras «cajero automático» en la frente. Abrió el monedero y dejó caer unas cuantas monedas en la mano de Hal.
—Lo siento, preciosa. De verdad que te lo devolveré todo luego.
—No te preocupes —murmuró, exactamente lo mismo que le decía a Doug.
—¿Estás lista? —le preguntó él mientras se colocaba de espaldas a la fuente como era lo acostumbrado.
Amy se puso en pie, a su lado.
—Uno, dos y ¡tres!
Lanzó una moneda por encima del hombro, mientras que Hal arrojó un puñado.
—Felicidades —les dijo un hombre que estaba por allí. Tendría unos treinta años e iba vestido con sombrero tejano y pantalones con estampado de leopardo—. Vuestra estancia en Roma va a ser muy emocionante.
—Vamos a volver varias veces —señaló ella.
—No solo eso. Si se lanzan dos monedas, te enamoras en Roma. Si se lanzan tres, te casas aquí.
—No puede hacerlo, ya está casada —apuntó Hal.
—¿Y tú, Hal?
—¡Vaya! Me has reconocido —replicó él en un arranque de falsa modestia.
—Un fan de verdad es capaz de reconocer a su ídolo a pesar del casco. —Les ofreció la mano—. Vincenzo. Pero podéis llamarme Vinny. Encantado de tenerte en mi ciudad. Soy tu fan número uno.
—Gracias, guapo —dijo. Siempre se había llevado bien con sus seguidores moñas. Durante años habían circulado rumores que lo acusaban de homosexual, o al menos de bisexual, aunque nunca le habían molestado. Cuantos más admiradores, mejor para él.
Amy estaba extrañada.
—¿Nos conocemos? —le preguntó al tal Vinny.
—Yo tengo la misma sensación. —De repente, se dio un guantazo en el muslo—. ¡Ya caigo! Eres la mujer que recogí en el aeropuerto. La que estaba de luna de miel.
—¡Madre mía! —Lo miró de arriba abajo con atención. La camiseta cortada de escote bajo, los abalorios, el maquillaje...—. No te había reconocido sin el uniforme de chófer.
Vinny se encogió de hombros.
—Me alegro de escucharlo. Dime, ¿dónde está tu marido? ¿Todavía no ha llegado?
—Está enfermo —se apresuró a contestar al ver que Hal la miraba con extrañeza. Sin embargo, se limitó a hacerle una pregunta a Vinny.
—¿Qué haces aquí en agosto en lugar de estar en la playa?
—¡Ah, ni hablar! —exclamó—. El verano es la mejor época para estar en Roma. Las familias se han largado, los trabajadores también y solo quedan los verdaderos romani. Tenemos la ciudad entera a nuestra disposición para jugar.
—¿Ah, sí? —le preguntó Hal—. ¿Podrías enseñarnos dónde están las mejores atracciones?
Sabía que estaba metiendo la pata. Era muy consciente de que al día siguiente o dos días después, habría fotos suyas en todas las revistas de cotilleos, paseando por Roma acompañado de una mujer misteriosa y de un travestí. Pero le daba igual. La insatisfacción que llevaba semanas acumulándose en su interior había llegado a un punto límite esa noche. La fiesta y las camareras con las orejitas de perro habían hecho que se sintiera más inútil que nunca. ¿Qué estaba haciendo con su vida? ¿Qué sentido tenía ir por ahí vestido con ropa que no era suya, maquillado y a veces con peluca, repitiendo las estupideces escritas por otras personas? Además, sabía que las fotos irritarían a Flora. Y eso le hacía gracia. A Marina tampoco iban a gustarle mucho.
—Pero ¿y tú? —le preguntó Vinny—. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no estás rodeado de guardaespaldas?
—Me he tomado la noche libre —le explicó—. Es nuestra versión de Vacaciones en Roma.
—Ah, ¡adoro esa película! ¿Sabes que está basada en las aventuras de la princesa Margarita? —Se llevó la mano al corazón en un gesto teatral—. Es mi ídolo. Sacrificó tantas cosas por culpa del deber... ¡Y Audrey Hepburn! —Se besó las puntas de los dedos—. Es la elegancia hecha mujer. Le he puesto su nombre a mi gata. —De repente, se le ocurrió algo que le iluminó la mirada—. ¿Queréis que hagamos un recorrido a lo Vacaciones en Roma? ¿Os apetece ver los mismos sitios que ellos vieron?
—¿Por qué no? —preguntó Hal a su vez mientras Amy exclamaba:
—¡Sería genial!
—Ya veo que tenéis una Vespa —dijo Vinny, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a sus cascos—. Yo tengo mi motorino. ¡Seguidme!
Capítulo 30
Subieron de nuevo a la Vespa y siguieron a Vinny a través de las estrechas callejuelas hasta llegar a una enorme plaza dominada por la «tarta nupcial», después cogieron una avenida que pasaba junto a las columnas y las piedras del Foro, y al inmenso Coliseo. Tras rodearlo, enfilaron otra avenida. Vieron una rata atravesando la calzada cuando se detuvieron en un semáforo en rojo, y a una pareja de enamorados que regresaba a casa andando. El único sonido que se oía era el ruido de los motores. En algún lugar cercano tocaban unas campanas. Amy no tenía ni idea de la hora que era, ni de lo que le estaba pasando, salvo que estaba atravesando Roma en una Vespa pegada a la espalda de Hal Blackstock.
Llegaron a una zona atestada de restaurantes de moda y de bares cuya música trance inundaba las calurosas calles. Vinny detuvo la moto frente a un enorme almacén cuya imponente puerta de hierro estaba custodiada por un tío muy cachas.
—Audrey fue a bailar al Castillo de Sant'Angelo —dijo mientras aseguraba la moto con una gruesa cadena—. Pero hoy en día habría venido a este club. Estamos en el Testaccio. —Miró a Amy con una sonrisa—. En otra época era el mercado mayorista de carne. Estaba lleno de carniceros. Hoy en día la «carne» que se vende es muy diferente.
Mientras ellos guardaban los cascos bajo el asiento de la Vespa, Vinny intercambió unas cuantas palabras con el portero, que los invitó a pasar con un gesto de la cabeza y otro de la mano. En cuanto atravesaron la puerta la asaltó la música. El suelo temblaba por los movimientos de los pies de los bailarines. Siguieron a Vinny mientras se internaba en la multitud de cuerpos danzantes hasta llegar a un reservado con asientos acolchados.
—¡Estupendo! —exclamó Hal contentísimo mientras se sentaba. Al momento llegó un camarero vestido con vaqueros y una camisa hawaiana—. Champán, per favore. Una grande bottiglia. Grazie.
—¿Te gusta? —preguntó Vinny con cierta ansiedad—. Ya sé que no es Londres ni Los Ángeles, Roma es una ciudad muy provinciana.
—Es perfecto —le aseguró, justo cuando acababa el tema de Doctor Dre y comenzaba otro de McTavish Solaar—. «Bouge de là!» ¡Mi canción favorita de todos los tiempos! —Le sonrió a Amy y la luz fluorescente hizo que sus dientes adquirieran un blanco fantasmagórico—. Vamos, Amy, a bailar.
La agarró de la mano y la llevó hasta la pista de baile, donde comenzó a girar a su alrededor. Vinny los siguió. Al principio se sintió muy cortada, pero el ritmo acabó por contagiarla y empezó a moverse como ellos. El suelo y las paredes vibraban al compás del pegadizo ritmo de la música. Todo vibraba: los vasos que había tras la barra, el cuello alzado de la camisa de Hal, la falda contra sus piernas, el sombrero tejano de Vinny, que estaba bailando con un chico muy guapo y muy joven. Descubrió que se había transformado en un frasco de energía dorada, igual que cuando iba a ver a Ambrosial durante los primeros meses de su relación con Doug. Sin embargo, en cuanto ese pensamiento le cruzó la cabeza, se le aflojaron las rodillas y perdió el ritmo. De repente, se sintió como un robot al que se le estuvieran acabando las pilas.
—¿Nos sentamos? —le preguntó a Hal mientras señalaba la mesa con la cabeza.
El accedió de mala gana. La botella de champán los aguardaba en una cubitera, acompañada de tres copas.
—¡Salud! —gritó Hal—. Chin, chin!—E hicieron chocar sus copas.
Amy se dio cuenta de las miradas disimuladas que les lanzaban, claro que en cuanto reconocían al famoso que los acompañaba esa noche, dejaban de prestarles atención.
Hal se bebió su copa de un trago.
—Deberías tomártelo con calma —le advirtió.
—¿Por qué?
—Pues porque tienes que conducir. Y porque todo el mundo está mirando.
—¡Que miren! —gritó—. ¡Me importa una mierda! De todas formas, nunca he querido ser una estrella de cine. No es un trabajo como Dios manda. Eso es lo que siempre dice mi padre. He ganado suficiente dinero para no tener que volver a trabajar en la vida, así que ¿para qué seguir haciéndolo? ¿Por qué no pasar la vida divirtiéndome?
Se encogió de hombros al escucharlo.
—Pues sí. Pero a lo mejor te aburres.
—¿Cómo voy a aburrirme si me estoy divirtiendo? Divertirse significa que eres feliz y es lo opuesto al aburrimiento.
Tal vez estuviera equivocada, pero ¿no estaba protestando demasiado?
—Madre mía, mataría por un cigarro —gimió—. Lo dejé hace cinco años.
—Entonces sería una tontería empezar de nuevo. —Sabía que había asumido el papel de doctora mandona, pero el recuerdo de Ambrosial le había agriado el humor—. De todas formas, en Italia está prohibido fumar en sitios públicos.
Cinco años atrás la idea de que prohibieran fumar en los sitios públicos en cualquier parte del mundo la habría horrorizado, pero después de enviar al hospital a una veintena de pacientes aquejados de cáncer de pulmón incurable había cambiado de opinión. Había tenido un sinfín de discusiones con Doug por el tema. Según él, la gente tenía derecho a divertirse como le apeteciera, argumento que rebatía preguntándole por qué tenían que quedarse huérfanos los niños por culpa de una adicción absurda.
Saltaba a la vista que Hal estaba del lado de Doug.
—¿¡Han prohibido el tabaco en Italia!? ¡Madre del amor hermoso! Dios, uno no puede divertirse ya en ningún sitio. Flora no hace más que darme la tabarra con la comida vegetariana y las bebidas sin alcohol. —Suspiró—. A Marina le encantaba beber y fumar. Y tenía muchos amigos maricones. Siempre estaba chillando y saliendo con ellos. Porque no paraban de repetirle lo guapa que estaba. No paraban de chillar y de criticar. Me ponían de los nervios. Pero claro, con ella todo era divertido. Podíamos ir a bailar y daba igual que la gente nos viera porque éramos la pareja de moda. Una foto juntos en algún club podría reportarnos un jugoso papel en alguna película... o así lo veía ella.
—¿La echas de menos? —le preguntó.
Hubo un largo silencio. Hal tenía la mirada clavada en sus manos.
—En ciertos aspectos, sí. Siempre estaba dispuesta a echarse unas risas. Su sentido del humor era muy cínico. Pero no echo de menos su ambición, la sensación de que yo formaba parte de un plan grandioso, de que se fijó en mí porque yo tenía éxito. En cuanto la ayudé a saltar a la palestra, solo quería salir en las revistas y se acabaron las noches tranquilas delante de la tele. Solo había cenas con Elton, fines de semana con George Michael, vacaciones con Guy y Madonna... Flora no es así. Es muy reservada, y eso es algo que respeto. —En ese momento por fin la miró a los ojos—. Sí, Flora es una mujer maravillosa. —Se enderezó en el asiento—. Joder, Christine Miller habría hecho el pino con las orejas por estar aquí ahora mismo escuchándome. Ya estoy cansado de hablar de mí. Te toca a ti. ¿Qué le pasa a tu pobre marido enfermo? ¿No estará preguntándose dónde estás?
—No. Le he mandado un mensaje al móvil. De todas formas —añadió con otro ramalazo de tristeza—, lo suyo no son las noches tranquilas con una taza de infusión relajante en la mano.
—¿A qué se dedica?
—Es el guitarrista de un grupo —contestó de mala gana, y, evidentemente, tocaba...
—¿Ah, sí? ¿Son conocidos?
—No. Se llaman Ambrosial y llevan dando conciertos desde hace años, aunque nadie les ha ofrecido nunca grabar un disco.
—Tu marido es una estrella del rock. —Parecía impresionado.
—¡Que no! Eso es lo que a él le gustaría... Y hay un buen trecho entre las dos cosas.
Por suerte, la mente de Hal se había ido por otros derroteros. Se llenó la copa de champán otra vez.
—Nunca he estado casado.
—Lo sé. He leído tu biografía. Eres el clásico hombre con alergia al compromiso. —Era increíble que estuviera soltando todas esas cosas a Hal Blackstock. Pero como no tenía nada que perder...
Hal se echó a reír.
—Eso dicen las revistas de cotilleos. —Se encogió de hombros—. Bueno, supongo que es cierto. Todo el mundo se extrañó mucho al ver que no me casaba con Marina. Al fin y al cabo llevábamos diez años juntos. Aunque a los dos años estuvimos a punto de hacerlo. Ninguno de los dos era mundialmente famoso todavía y ella tenía ganas, así que compro un anillo y me la llevé a Francia durante unas vacaciones. Había pensado proponerle matrimonio una noche después de la cena, pero mientras estábamos allí comenzaron a llegar críticas muy positivas sobre Clases nocturnas, mi primera película importante para el cine, y Hollywood se interesó por mí. Nos invitaron a pasar dos semanas en el Hotel Beverly Hills con todos los gastos pagados para que viéramos los estudios y conociéramos al personal. Los billetes de avión eran en primera, así que a la mañana siguiente pusimos rumbo a Estados Unidos y el momento pasó.
—¿Nunca se lo has pedido? Era el tema de conversación de todo el mundo... —Gaby y ella habrían podido resolver el problema del calentamiento global del planeta durante todo el tiempo que habían pasado especulando sobre la relación de Hal y Marina.
—Nunca hablábamos del tema. Es que era más fácil evadir la realidad. Mi fama aumentó y la suya se hizo inmensa. Pasábamos las vacaciones con Mick en Mustique o con Richard en Necker. Pasábamos meses separados por las grabaciones. Era la excusa perfecta para no enfrentarse a la realidad. Los años pasaron en un santiamén y cuando nos veíamos, lo último que me apetecía hacer era hablar de cosas serias como bodas y niños. Habría sido como admitir que éramos... mortales. La idea de separarnos era rara, pero la de envejecer juntos era todavía más ridícula.
—Pero vas a casarte con Flora, ¿no? —Estaba segura de que lo había leído en el último número de Closer que había ojeado en la sala de espera del trabajo, harta ya de ver revistas de novias.
Hal se encogió de hombros.
—Ya veremos.
Su forma de decirlo le recordó a Doug, siempre posponiéndolo todo, evitando comprometerse. Y la enfureció.
—Si no lo haces es que eres imbécil —le soltó—. A ver, es guapísima. Y parece tener... tanta clase.
—Es elegante, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué no te casas con ella?
Tardó unos segundos en responder:
—Es una decisión importante. Quiero hacer las cosas bien. Mis padres llevan cuarenta años casados, ¿sabes? Es difícil estar a la altura.
—Lo sé —replicó ella con tristeza—. A mí me pasa igual con los míos.
—Es complicado encontrar el momento oportuno —siguió—. El corazón tiene que hacerte bum-bum-bum si vas a casarte, así que hay que hacerlo en pleno enamoramiento. Aunque después la cosa cambia, cuando descubres que se corta las uñas en el inodoro y no tira de la cisterna o que se hurga la nariz.
—¡No me digas que Flora se hurga la nariz!
—No, pero Marina sí. Y a veces volvía a ponerse bragas que estaban en la ropa sucia. Hasta que contrató a un ama de llaves, claro. —Parecía perdido en los recuerdos, pero no tardó en volver al presente—. Así que con respecto a casarme con Flora... No lo sé. Pero tampoco quiero dejarlo con ella. Es que me espanta la idea de estar con otra persona. Y seguir soltero a los cuarenta y tres no es exactamente lo mismo que cuando se tienen veinticinco. Mis compañeros de profesión están todos casados. Y eso hace que me sienta como un bicho raro. Tienen hijos y sus vidas van evolucionando. Yo sigo estancado en un modo de vida donde lo más importante es ver con quién te encuentras el sábado por la noche en el Ivy.
Sintió como si le hubieran clavado un puñal en el corazón al escucharlo. Eso mismo le iba a pasar a ella. Se iba a quedar sola y su vida no iba a evolucionar. Iba a quedarse atrás en la carrera de la vida. Aunque ella no iría al Ivy, como mucho al Nando's en High Street...
Vinny llegó en ese momento, con el rostro brillante por el sudor.
—¿Ya os habéis cansado de bailar? ¿Seguimos con el recorrido turístico? Tenéis que ver otra cosa. La Bocca della Verita.
—¿¡El qué!? —preguntó ella.
Hal sonrió.
—La boca de la verdad. Vamos, ya lo verás.
Una vez fuera, el aire nocturno fue como un paño húmedo sobre una frente enfebrecida. Hal se tambaleó un poco de camino a la Vespa.
—¿Estás seguro de que puedes conducir? —le preguntó.
—¡Doctora! Un respiro, por favor.
Vinny parecía nervioso.
—No, tiene razón. Perdona si te lo digo, pero pareces un poco borracho.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Yo conduzco —se ofreció ella.
Los hombres intercambiaron una mirada.
—¿Tú? —preguntó Vinny—. ¿Sabes conducir una Vespa?
—Sí. Mi nov... mi marido tiene una. —Subió en la moto y Hal se sentó detrás.
Se movió inquieta cuando la abrazó por la cintura. Seguro que Flora no tenía michelines. En cuanto a Marina, todo el mundo sabía que subsistía a base de dos tazas de sopa de col al día. En una ocasión intentó imitarla, pero solo tardó tres horas y siete minutos antes de desistir y comerse una barra de pan entera. Sin embargo, lo olvidó todo cuando pisó el acelerador. La moto fue rebotando sobre los adoquines mientras seguía a Vinny por la noche romana.
El cielo tenía un tono grisáceo y los rayos del sol comenzaban a calentar las piedras amarillas de la ciudad. Las farolas se apagaban una tras otra. Adelantaron a un camión que avanzaba despacio limpiando las calles con agua. Vinny se detuvo en una plaza pequeña dominada por una iglesia medieval. Cuando apagó el motor, escuchó los enloquecidos trinos de los pájaros. Le echó un vistazo al reloj: las 4.30. Y no estaba cansada en absoluto.
Siguieron a Vinny, que estaba cruzando lo que durante el día sería una avenida muy concurrida, y llegaron a otra iglesia más pequeña que la anterior.
—Hemos llegado —les dijo, señalando a través de los barrotes de la verja que rodeaba el pórtico en dirección a una pared donde había incrustado un medallón de mármol tallado con la forma de un hombre barbudo con la boca abierta—. Hay que meter la mano en la boca y, si dices una mentira, te morderá.
—Pero no podemos acercarnos —señaló Hal.
—Yo me encargo. —Vinny se sacó el móvil del bolsillo, marcó un número y comenzó a hablar con alguien a toda pastilla—. Mi amigo, Gianni —dijo mientras colgaba—, es el vigilante. Nos va a abrir ahora mismo.
—Muy amable por su parte —dijo Hal, aunque no parecía agradecido de verdad. Estaba claro que ese era el tratamiento que solían darle en todos lados.
Al cabo de unos minutos un adormilado aunque emocionado Gianni apareció por una esquina, ataviado con una chaqueta de cuero y los pantalones del pijama, y con un manojo de llaves en la mano. Después de un apretón de manos con Hal y de un autógrafo («¡Para mi madre, te adora!»), abrió la verja y les indicó que pasaran al pórtico donde estaba emplazada la boca.
Hal metió la mano en la boca.
—¡Hacedme una pregunta! —gritó.
—Vale. ¿Eres gay? —preguntó Vinny.
—¡Sí! Tenía que salir a la luz tarde o temprano. Sí, lo soy. —Y soltó un alarido que a Amy le heló la sangre en las venas.
Cuando sacó el brazo de la boca, la mano había desaparecido. Ella gritó, aterrorizada:
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué ha pasado?
Hal se echó a reír mientras agitaba el brazo y sacaba la mano de la manga de la camisa.
—¡Cabrón! —le dijo ella, dándole un puñetazo.
—No me puedo creer que hayas caído, ¡ese truco salía en la película! —Se volvió hacia Vinny—. Tu turno, guapo.
—Ah, no...
—¡Venga ya!
—Vale. —Metió la mano en la boca.
Hal descubrió que no se le ocurría nada en especial que preguntarle.
—¿Te gusto? —acabó por decir tontamente.
—¡Por supuesto! —La mano de Vinny emergió, ilesa.
—Y ahora tú, Amy.
Sabía que solo era el caño de una fuente muy antigua, una superstición absurda, pero de repente se puso muy nerviosa.
—No...
—¡Venga ya! —insistió Hal.
Se acercó a la fuente de mala gana y metió la mano en la boca.
—¿Qué quieres saber? —preguntó con el asomo de una sonrisa.
—¿Te arrepientes de haberte casado?
A juzgar por la expresión de su rostro, estaba claro que Hal solo estaba siguiéndole el juego, que era una broma. Pero dio en su objetivo con la misma precisión que un misil termoguiado. Para su más absoluta vergüenza, se echó a llorar mientras el estrés acumulado durante todos esos días se liberaba.
—Yo... Mmm...
Sacó la mano de la boca y se quitó el casco para limpiarse las lágrimas.
Hal se había quedado de piedra.
—Oye, ¡lo siento! ¿Qué he dicho?
Siguió llorando, aturdida por todas las emociones que comenzaban a liberarse a causa de la adrenalina y el champán.
—Dios, lo siento muchísimo —dijo Hal—. Oye, oye... no pasa nada. Tranquila. —Le pasó un brazo por los hombros—. Tranquila, no pasa nada.
—Lo siento —sollozó ella—. Dios, qué vergüenza...
—No tienes por qué avergonzarte. Estamos en la tierra de las emociones. Aquí es normal echarse a llorar si te dan un pisotón.
Intentó sonreír, pero las lágrimas comenzaron de nuevo.
—Tranquila, no pasa nada. —Su voz era suave y tan reconfortante como la calamina—. A ver, estás cansada, por mi culpa sigues levantada a estas horas y encima voy y te hago una pregunta capciosa que ni me va ni me viene...
—No tengo marido —susurró.
—¿Cómo dices?
—La boda se suspendió. Estoy sola de luna de miel.
Hal la miró unos segundos en silencio antes de estallar en carcajadas.
—Estás de coña, ¿verdad? —Sin embargo, comprendió que no lo estaba.
Se acercó a ella y apoyó la frente en la suya. Y se quedaron así un rato.
Amy sentía el sudor de la frente de Hal, el roce de sus propias pestañas contra su mejilla. Una confusa maraña de emociones se agitó en su interior cuando sus labios se rozaron. Los labios de Hal eran cálidos, firmes y secos. Se le había olvidado lo que se sentía al besar a alguien por primera vez. Se quedó petrificada un momento antes de responder al beso, sorprendida por lo pronto que recordó cómo se hacía.
—Ejem...—dijo un incómodo Vinny, rompiendo el encanto del momento.
—Tenemos que regresar —dijo, alejándose de Hal, tras lo cual tragó saliva.
—Pero...
—Vale que yo no esté casada, pero tú tienes novia.
Regresaron al lugar donde habían dejado las motos sin intercambiar una sola palabra más y pusieron rumbo al hotel. A esas horas de la mañana todas las ciudades tenían un aspecto nuevo y vital. Los comerciantes comenzaban a subir las persianas y los dueños de las cafeterías barrían los felpudos, preparando el nuevo día. Un buen número de señores mayores muy acicalados, vestidos con jerséis de tonos pasteles y mocasines, salían de sus apartamentos para pasear a sus perritos. Tenía la sensación de que le daba vueltas la cabeza. Hal la había besado y ella había deseado que no se detuviera.
Aparcaron en la entrada del personal con un chirrido de los frenos. El reloj de alguna iglesia dio las seis.
—En fin, hemos llegado —dijo mientras se quitaba el casco y miraba a Hal por encima del hombro—. Siento mucho el... numerito. —Se volvió hacia Vinny—. Gracias por una noche maravillosa.
—No hay de qué. Gracias a ti, porque ha sido un placer. —Le plantó dos sonoros besos en las mejillas—. Ciao, Amy. Buena suerte. —Se volvió hacia Hal, con quien intercambió un apretón de manos.
Hal siguió a Amy escalera arriba y entró en el vestíbulo del hotel.
—Buenos días, señor Blackstock —lo saludó el recepcionista.
—Buenos días —replicó con altivez al tiempo que dejaba las llaves de la Vespa en el mostrador. Echó un vistazo a su alrededor en busca de Amy, pero ya se había metido en el ascensor.
Capítulo 31
Por segundo día consecutivo Hal se despertó al mediodía. Había tenido la precaución de avisar de que no le pasaran llamadas y de poner el letrero de no molestar en la puerta antes de caer en la cama. En ese momento, y tras descorrer las cortinas, vio otro día precioso. Y estaba solo en Roma, sin nadie con quien compartirlo.
Aunque eso no era verdad. Estaba Amy. Recordó cómo la apretó contra su pecho la noche anterior, recordó su dulzura y el roce de sus pestañas en la mejilla. ¡Qué mujer más increíble! Tan cálida y tan real. Vale, tal vez nunca llegara a ocupar la portada de Vogue, pero esas cosas ya le daban igual. A medida que rememoraba los detalles de la noche, comprendió lo que llevaba fallando tanto tiempo. ¿Por qué insistía en perder el tiempo con imbéciles que solo se preocupaban por lo gordas que parecían delante de las cámaras o lo virtuosas que parecían a los ojos de los demás (y era la primera vez que se atrevía a pensar así de Flora)?
Amy era virtuosa y no se daba ínfulas. Ayudaba a las personas, viejos y jóvenes, ricos y pobres, y no necesitaba ir dándose aires. No como Flora, que se hacía acompañar por un circo mediático cada vez que acunaba a un pobre negrito. No, Amy era genuina. Era de verdad. Era inteligente e increíblemente sexy. De hecho, era perfecta en todos los sentidos.
Sí, señor. Por fin. El amor verdadero.
Mientras se duchaba canturreando «All things bright and beautiful», empezó a preguntarse qué le reportaría una relación con alguien como Amy. Sería muy sincera. Porque no estaba interesada en las gilipolleces relacionadas con su trabajo, en la charla insípida, en los rumores ni en las estúpidas fiestas como la de la noche anterior. Haría de él una persona mejor, una persona más honesta. Juntos serían la leche. Le recordaría lo que importaba de verdad en la vida.
Se imaginó la de entrevistas que podría dar al respecto. Marina se pondría verde de la envidia. Y él se lo pasaría pipa dejando caer lo superficial que había sido su vida anterior y lo importante que era encontrar a una pareja fuera del mar de superficialidad de los ricos y famosos. Alguien con valores morales.
Recordó los sollozos de Amy entre sus brazos y supo que jamás la haría llorar. Se mordió el labio mientras se frotaba con fuerza. En cuanto terminara llamaría a Nessie y le pediría que le organizara un día perfecto. Un día inolvidable. Se puso el albornoz y encendió el móvil. Comenzó a sonar al punto. En un instante de locura creyó que sería ella... pero recordó que no tenía su número.
—¿Hal? —masculló una voz con acento irlandés.
—Hola, Callum. ¿Cómo estás?
—Con resaca. ¿Y tú? ¿Por qué te escaqueaste anoche con esa chica? Un pelín indiscreto, ¿no te parece?
—No pasó nada —mintió.
—Seguro que no. Pero dado el interés que las revistas tienen ahora mismo por tu vida privada, un poco de disimulo no habría venido mal. ¿O es que quieres que esto llegue a oídos de Flora?
—No. —Otra mentira, pero daba igual. Claro que en su momento lo había hecho para molestar a Flora y a Marina, pero eso parecía irrelevante esa mañana.
—Bueno, ten cuidado con lo que haces.
—Cal, eres mi representante, no mi madre. Y si no tienes nada más que decirme, mejor te callas la boca. —Estaba a punto de colgar bastante cabreado, pero Callum habló de nuevo.
—¡No! Espera. Lo siento, tío. Nada de sermones. Te llamo para darte unas noticias estupendas. Bazotti quiere verte el lunes en Los Ángeles. Así que deberías volver a Estados Unidos el... ¿te parece el sábado?
Le dio un vuelco el corazón.
—¡Estupendo!
—Buenas noticias, ¿verdad?
—Muy buenas. Gracias, Cal.
—Le diré a Susan que llame a Vanessa para darle los detalles. Esto te fastidiará las vacaciones con Flora, pero seguro que lo comprenderá. Aunque es posible que se muera de celos porque Bazotti te quiere a ti y no a ella.
—No pasa nada —dijo—. Ni siquiera sé si va a venir o no. —Y a mí me importa un comino ahora que estoy enamorado de otra persona, pensó.
—Podrás tomarte unas vacaciones muy largas si consigues trabajar para Bazotti. Y creo que tienes muchas posibilidades. Creo que van en serio. Ahora escucha con atención. Estoy organizando una cena para esta noche. Dominique y Vlad están en la ciudad y se me ha ocurrido ver quién más anda por aquí y reservar en un lugar donde podamos montar una fiesta. ¿Te interesa?
—Desde luego —respondió de buena gana.
Colgó con una floritura. Después de esos años de semiestupor, de repente volvía a estar vivo. Volvía a tener perspectivas interesantes de trabajo y había encontrado a su futura esposa, a quien llamaría en un minuto. Pero primero tenía que lidiar con Flora. Debería llamarla en persona, pero no quería hacerlo. Sería muy incómodo. Delegaría la tarea en Nessie: ella podría mandarle un correo electrónico a Henrietta y decirle que por imprevistos insalvables de trabajo, se anulaban las vacaciones. Ya vería a Flora en otro momento. Con un poco de suerte captaría la indirecta y desaparecería sin necesidad de confrontaciones desagradables. Y después, en cuanto eso estuviera resuelto, pondría a Nessie manos a la obra para que organizara un día perfecto en Roma.
Como de costumbre, Vanessa ni se inmutó ante la idea.
—Me pondré en contacto con Henrietta y le diré que cancele el vuelo de Flora. Después organizaré tu viaje a Los Ángeles. Y después me encargaré de organizarte tu día perfecto. El conserje me echará una mano. Todo estará listo en cuestión de una hora.
—Genial, Nessie. Gracias. Eres un cielo.
Se puso su camiseta marrón chocolate preferida y unos vaqueros, y después salió, enfiló el pasillo y llamó al timbre de la suite Popolo.
Capítulo 32
El primer pensamiento de Amy al despertarse fue: «He besado a Hal Blackstock. No me lo puedo creer. He besado a una estrella de cine. He besado al novio de Flora DBC. Al ex de Marina Dawson». ¿Qué diría Gaby? ¿Y su madre? Aunque nunca se lo diría, claro. ¿Y Pinny? ¿Madhura, Andrea y Rosa? ¿Y Doug?
Había sido muy casto. Nada de lengua. Pero aun así había sido muy emocionante. En ese momento se dio cuenta de que no le habían dado un beso apasionado en años. Doug y ella se besaban como un brusco preludio del sexo, nada más. ¿Por qué todas las relaciones acababan perdiendo la etapa de los besos porque sí? ¿Por qué la cama se convertía tarde o temprano en un lugar donde dormir en lugar de seguir siendo el nido de los revolcones? Se vio igual que Carrie Bradshaw en bragas y sujetador mientras escribía en su portátil. ¿Se puede conservar la pasión de los primeros días?
La asaltó la ya familiar oleada de tristeza, pero en ese momento sonó el teléfono de la mesilla.
—¿Sí?
—Buenos días. ¿Amy? —Una voz femenina inglesa.
—Sí, soy yo.
—Hola, Amy. ¿Qué tal? Soy Christine Miller, trabajo para el Daily Post. Creo que has hecho buenas migas con Lisa, la prometida de nuestro Simon. También creo que asististe al estreno de El carro de las manzanas y a la fiesta que se celebró después, y me estaba preguntando si podrías contarme algo.
Tenía una voz agradable, cálida y relajante, como un baño de burbujas. Parpadeó.
—Mmm, la verdad es que no.
—Vamos... Seguro que puedes decirme algo. Cómo eran los canapés y ese tipo de cosillas. —Hubo una breve pausa antes de que añadiera con voz algo más firme—: Te pagaríamos, por supuesto.
—No hay nada que contar —insistió con creciente pánico—. Los canapés estaban riquísimos. Un poco de sushi y aceitunas con salsa picante. Y también brochetas de pollo satay con...
—Vale —la interrumpió Christine con brusquedad—. Muy interesante. ¿Y por casualidad no te fijaste en la mujer con quien se fue Hal Blackstock? Al parecer es una chica misteriosa. Me preguntaba si podrías darnos una descripción...
—Pues lo siento, pero no me fijé.
—¿En serio? ¿No viste nada? Porque de verdad que te pagaríamos.
—Nanay de la China —contestó, y se preguntó por qué siempre utilizaba las frases de su abuela cuando estaba estresada—. Había muchísima gente alrededor de Hal Blackstock, tanta que casi ni lo vi.
—Al parecer esa mujer es alta, morena y llevaba un vestido rosa.
—Lo siento, no puedo ayudarte.
—Vale —dijo Christine Miller, aunque no parecía nada conforme—. Pero si recuerdas algo, estoy en la habitación 525. Te voy a dar mi número de móvil.
Lo apuntó con el estómago un poco revuelto. Hal y ella habían estado dando vueltas por Roma toda la noche. Se habían besado en público, aunque a las cinco de la mañana.
¿Cómo era posible que nadie los hubiera visto? Pero antes de que pudiera darle más vueltas al asunto, llamaron a su puerta.
—¿¡Sí!? —gritó, segura de que sería la aterradora Christine.
—Amy, soy Hal.
Abrió la puerta y recordó demasiado tarde que no llevaba ni rastro de maquillaje y tenía el pelo revuelto.
—¿Qué tal estás esta mañana? —A Hal le brillaban los ojos y tenía una voz muy alegre. Como si se hubiera metido algo...
—Bien —respondió sorprendida—. Acabo de levantarme.
—Yo también. Oye, me estaba preguntando... ¿Te gustaría pasar el día conmigo?
—¿Contigo?
—No, con el Papa —respondió con impaciencia—. Sí, conmigo. Había pensado que podríamos hacer un picnic. Y que a lo mejor podía enseñarte más cosas de Roma.
Hal Blackstock quiere pasar el día conmigo, pensó.
—Vale —contestó, intentando no parecer demasiado ansiosa—. ¿Cuándo tengo que estar lista?
—¿Te parece bien dentro de media hora? Baja al aparcamiento como anoche. Y coge el biquini.
Y así, media hora más tarde, tras arreglarse en la medida de lo posible y ponerse un vestido rojo y un sombrero negro que a ella le parecía muy elegante, se encontró en el asiento trasero de un Bentley al lado de Hal, que había estado esperándola con una enorme sonrisa en los labios. Cuando se subió al coche, él se inclinó y le plantó dos besos en las mejillas.
—Hola, preciosa —musitó al tiempo que le tendía una rosa roja.
—Gracias —le dijo mientras se preguntaba qué hacer con ella. Le temblaban un poco las manos. Ese hombre tan guapo, encantador y (lo reconocía) famoso acababa de darle una rosa y le había dicho «preciosa». Tragó saliva antes de preguntar—: ¿Adónde vamos?
Hal sonrió.
—A mi lugar preferido de toda Roma. Anoche no pudimos ir porque estaba cerrado. De hecho —añadió mientras le echaba un vistazo a su Rolex—, ahora mismo está oficialmente cerrado porque es la hora del almuerzo. Pero he arreglado las cosas para que podamos verlo, y así tendremos el sitio para nosotros solos sin tener que aguantar las aglomeraciones de turistas.
Estaban acercándose a una iglesia emplazada al pie de una amplia y larga avenida. Una iglesia muy bonita y bastante corriente según los cánones romanos.
—¿Dónde estamos? —preguntó al bajar del coche.
Hal volvió a sonreír y le hizo un gesto para que subiera los escalones de entrada.
—Ya lo verás.
En el portal los esperaba un monje con un hábito marrón y la cabeza rapada.
—Muy al estilo de El código Da Vinci —le susurró Hal al oído.
—¡Señor Blackstock! —exclamó el monje mientras levantaba las manos—, es un gran honor. Bienvenido a Santa Maria della Concezione. Es todo un placer tenerlo aquí. —La saludó con un breve gesto de la cabeza—. Y a usted también, señora.
Estar con Hal era lo mismito que estar con Doug, pensó. Ella siempre quedaba en un segundo plano. La acompañante que la gente toleraba porque no les quedaba más remedio. Enterró esa idea en el fondo de su mente mientras seguía al monje y a Hal por un largo y oscuro pasillo.
—¡Madre mía!
Estaba sorprendidísima. Las lúgubres capillas que rodeaban la nave central de la iglesia estaban llenas de huesos encastrados en las paredes, colocados siguiendo varios diseños: cruces, flores, arcadas, triángulos, círculos... Habían hecho incluso un candelabro y un reloj enorme. También había un altar hecho con cajas torácicas y otro construido a base de calaveras y huesos de las piernas; el techo estaba elegantemente decorado con los huesos de los brazos.
—Esto es increíble. —Soltó una risilla mientras contemplaba el techo—. El candelabro está hecho con metacarpianos y falanges.
—¿Cómo dices?
—Con los huesos de los pies y de las manos. ¿Qué es este sitio?
—Es el osario de los monjes capuchinos. Todos estos huesos son de los monjes que han ido muriendo. Más de cuatro mil. La idea es que el visitante se percate de su propia mortalidad. —Siguieron por el pasillo hasta la última capilla, donde Hal señaló un cartel—. «Somos como tú. Tú serás como nosotros.» —Leyó con su mejor voz de La casa de los horrores—. En varios idiomas. Para que todo el mundo capte el mensaje.
Sonrió en respuesta.
—Es increíble. —Señaló con la cabeza el esqueleto de un niño pegado al techo que sostenía una hoz—. Me pregunto si Ikea tendrá cosas de estas.
—¿No te da miedo?
—Soy médico, por si no te acuerdas. Estoy acostumbrada. ¿Tienen tienda de regalos? Imagínate las cosas que vende rían. Servilleteros con forma de vértebras. Rascadores de espalda hechos con huesos reales. A mis compañeros de la clínica les encantaría.
Hal le sonrió.
—Es lo mejor de toda Roma. Mucho más divertido que la aburrida estatua de la Piedad o todos esos cuadros de Madonnas llorosas.
Estaba encantada e impresionada. Era una idea muy original y Hal había pensado hacerlo para ella. Sí que debía gustarle. Pero ¿cómo era posible?
—Me está entrando hambre —dijo Hal al cabo de unos minutos—. Son casi las dos. Así que si no te importa, creo que deberíamos seguir con nuestros planes.
Se montaron de nuevo en el coche, aunque en esa ocasión los llevó fuera de Roma.
—¿Vamos a ir al mar? —preguntó al recordar la aventura del día anterior.
—No.
—¿Y para que me he traído el biquini?
—Ya lo verás.
Enfilaron un tramo de autopista que para su alivio no conducía al aeropuerto y, tras unos cuarenta minutos de viaje, se desviaron por lo que al poco tiempo descubrió que era una carretera comarcal que no tardó en convertirse en un camino de cabras flanqueado por un denso bosque plagado de zarzales. Un ciervo se cruzó por delante del coche.
—¿No se parece esto un poco a La bruja de Blair? —preguntó.
Hal soltó una carcajada.
—No te preocupes. La parte macabra del día ya se ha acabado, te lo prometo.
Se detuvieron en un pequeño claro. El chófer, un hombre muy serio, sacó del maletero una gruesa manta típica para un picnic y una enorme cesta de mimbre. Tras una breve conversación con Hal, se subió al coche y dio media vuelta.
—¿Dónde estamos? —volvió a preguntar.
Hal sonrió.
—Lo verás enseguida. Pero antes tenemos que comer. Porque me muero de hambre.
Se encargó de extender la manta y en cuanto estuvieron sentados comieron focaccia salada, que bañaron con aceite de oliva, pequeños trocitos de pasta, semillas de hinojo y salsa picante; rebanadas de pan tostado con tomate cubiertas por un par de anchoas plateadas dispuestas en cruz, higos maduros y jamón de Parma; rodajas de mozzarella y apestosos triangulaos de gorgonzola. Había racimos de uvas negras y tajadas de melón. Todo regado con una botella de Prosecco. Solo se oía el ruido que hacían al masticar y los trinos de los pájaros en los árboles. El sol le abrasaba los muslos y se alegró de haberse puesto el sombrero, porque de no haberlo hecho, a esas horas estaría bastante achispada debido al calor, el cansancio y el alcohol.
—Está todo buenísimo —susurró, incapaz de resistir la tentación de meterse otro higo en la boca.
Hal sonrió.
—Te chorrea el jugo del higo por la barbilla.
—¿En serio? —Se limpió espantada.
Hal se echó a reír.
—Es muy tierno. Después de Flora, me encanta ver a una mujer disfrutando de la comida.
¿Eso era una pulla? No lo tenía claro. Dejó a un lado la loncha de jamón de Parma que había estado a punto de meterse en la boca.
—¿Dónde está Flora?
—En Jamaica. —Hal se encogió de hombros—. Con sus hijas enfermas.
—Ah, ¿son esas las niñas que tenían la varicela?
—Sí. ¿No te lo había dicho?
—No. Solo hablaste de unas niñas con varicela. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: ¿Cómo siguen?
Hal se encogió de hombros en un gesto casi vulgar.
—No tengo ni idea.
Había muchísimas preguntas que quería hacerle, como: ¿Qué hay entre Flora y tú? ¿Qué estás haciendo aquí conmigo? ¿Intentas seducirme? Porque desde luego que tiene toda la pinta. Pero sabía que si ahondaba demasiado, estropearía el momento, y pasara lo que pasase quería guardar para siempre en la memoria ese día en el campo con Hal Blackstock.
—Todavía no me has dicho por qué estamos aquí —dijo como si nada—. A no ser que quieras matarme y llevar mi esqueleto a la iglesia de antes.
Hal se levantó.
—Ven, te lo enseñaré.
Lo siguió por un estrecho sendero y escuchó el borboteo del agua. Al doblar un recodo vio un arroyo que corría colina abajo. No entendía nada.
—Muy bonito —dijo por educación.
Hal sonrió con sorna.
—Toca el agua.
Se inclinó, metió los dedos y gritó por la sorpresa.
—¡Está caliente!
Hal volvió a sonreír, esa vez con expresión ufana.
—Son aguas termales. Las colinas de Roma están plagadas de fuentes como esta.
—¿Vamos a meternos?
—Pues claro que vamos a meternos. ¿Para qué puñetas te he dicho que cogieras el biquini? Vuelve al claro y póntelo. —Lo vio pestañear de forma exagerada antes de añadir con voz grave—: A menos que quieras bañarte como Dios te trajo al mundo, claro.
Le dio un vuelco el corazón.
—Voy a cambiarme —consiguió decir.
Regresó al claro y se puso el biquini rodeada por los restos del almuerzo. Daba igual que tuviera diecinueve tallas más que Marina Dawson, se dijo. Esas mujeres cobraban por estar perfectas. Ninguna mujer de verdad podía subsistir a base de uvas pasas. Eso era lo que siempre le decía a esas pacientes adolescentes cuyas madres las llevaban a rastras a la clínica, muertas de la preocupación porque habían dejado de comer las cosas que les preparaban. Como era habitual, le resultó mucho más fácil predicar que seguir el ejemplo. Se tocó los muslos en un gesto desesperado. Tendría que haberse puesto crema autobronceadora para que parecieran un poco más delgados. Y... ¡mierda!, volvía a tener pelos en las ingles. ¿Por qué no se había acordado de pasarse la cuchilla todos los días?
Regresó al arroyo con una toalla enrollada a la cintura. Hal ya estaba sentado en el agua, sumergido hasta la cintura. No tenía ni idea de si estaba desnudo o no.
—Vamos, el agua está buenísima —la animó.
Se metió en el arroyo. La temperatura se asemejaba a la de una bañera; de hecho, si no estuvieran a la sombra, habría resultado demasiado caliente. Se sentó en una piedra grande a unos pocos metros de Hal, con los michelines bien escondidos, y soltó el aire.
—Esto es el paraíso.
—Cuando vivía aquí, solíamos venir los fines de semana con unas cuantas botellas de vino. Ya sabíamos lo que era un spa antes de que la gente alardeara de disfrutar de su tiempo libre. Flora suelta seis mil pavos por noche por este tipo de cosas.
Se agitó con incomodidad. Sabía que tenía la cara roja como un tomate y que debía de habérsele corrido el maquillaje. Pero Hal no parecía inmutarse.
—Es maravilloso estar lejos de la ciudad, de la gente, de los fans, de la gente que quiere que haga cosas por ellos. Por fin me siento de vacaciones.
—Pero si siempre estás de vacaciones, ¿no? —preguntó al recordar todo lo que había leído. Sin embargo, se arrepintió en cuanto vio la expresión de Hal.
—No tan a menudo como la gente cree —contestó al cabo de un rato—. A veces la gente se cree que estoy de vacaciones cuando en realidad es un viaje de trabajo. De todas formas, tampoco voy a tener mucho tiempo porque me voy a Los Ángeles dentro de un par de días. —Hizo una pausa para enfatizar sus siguientes palabras—: Tengo una entrevista con Andreas Bazotti.
—¿Quién es Andreas Bazotti? —No había acabado de hacer la pregunta cuando comprendió que era un error. Hal parecía incluso más molesto que antes, aunque se apresuró a ocultarlo.
—Me encanta que no sepas nada de mi mundo —dijo con una carcajada—. Andreas Bazotti es el director estrella del momento. Todo el mundo quiere trabajar con él. George se pasaría un año poniendo enemas a rinocerontes con tal de tener la oportunidad de estar en la misma habitación que él.
Se le pasó por la cabeza preguntar quién era George, pero decidió que era mejor callarse.
—Parece una oportunidad increíble —comentó para calmarlo, alucinada por el parecido entre esa conversación y las que mantenía con Doug.
—Lo será —replicó Hal, que se volvió y le sonrió—. ¿Sabes?, hasta hoy me sentía muy perdido. Pero ahora parece que todo vuelve a estar bien.
—Me alegro mucho.
—Cuéntame cosas de tu prometido —le pidió, inclinándose hacia ella—. ¿Qué pasó? ¿Cómo es posible que alguien le haga daño a una persona tan hermosa como tú?
Se puso colorada.
—Bueno... —Antes de que pudiera decir nada el móvil de Hal, que estaba en el bolsillo de sus pantalones sobre la hierba, comenzó a sonar.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Es que no hay un sitio en este planeta donde no haya cobertura?
Se levantó. Para su alivio, vio que llevaba unas bermudas Vilebrequin. No se sentía preparada para lidiar con un Hal Blackstock como Dios lo trajo al mundo.
—¿Prefieres que no conteste? —Hal ya estaba saliendo del agua—. Mierda. Será mejor que lo coja. Podría ser importante. ¿Diga? Joder. ¿De verdad es tan tarde? Vale, vale, ya volvemos. —Cortó la llamada—. La siempre eficiente Vanessa me ha recordado que esta noche se espera que asista a una cena en Roma y que si quiero descansar un poco antes, debemos volver ya.
—Ah, vale —dijo, y de pronto se sintió deprimida.
Hal se quedó junto a la orilla, chorreando.
—¿Te gustaría venir?
—¿A la cena? —Negó con la cabeza—. No, no, imposible. Gracias de todas formas, pero...
—¿Por qué no? —protestó con firmeza al tiempo que se inclinaba y le ofrecía una mano para ayudarla a salir del agua—. Me encantaría que vinieras —susurró aunque solo los pájaros los escuchaban—. Di que sí, por favor. —Y tras acercarla a su cuerpo, volvió a besarla en los labios. Se le desbocó el corazón, pero antes de que pudiera devolverle el beso como era debido, escucharon el ruido de un motor que se acercaba al claro—. Joder. Puto chófer. Seguro que es el único italiano puntual desde Mussolini. —Le ofreció una toalla—. Vamos, cariño, será mejor que nos vistamos.
Capítulo 33
Dos horas después Amy estaba en la ducha en la suite Popolo, lavándose el pelo y reflexionando sobre el día tan extraordinario que había tenido. Había estado en un Bentley con Hal Blackstock. Había ido a ver el osario de los monjes. El almuerzo campestre. Las termas naturales. Y ese segundo beso tan tierno y prometedor... Cerró los ojos para revivir el momento. Parecía imposible, pero no lo era. Hal Blackstock iba detrás de ella. Quería ser su novio.
Mientras se daba el último aclarado, se permitió un breve momento de locura y fantaseó sobre su futura vida en común. Presentaciones, fiestas, vacaciones glamurosas, toda la diversión que había experimentado con Doug pero que acabó por desaparecer. Claro que no tenía la menor intención de dejar su trabajo ni de cometer ninguna estupidez por el estilo, pero al final de la jornada laboral, se subiría en el Bentley que Hal habría enviado a la clínica y volvería a su casa en Chelsea. En un momento dado se preguntó hasta qué punto se sentía atraída por Hal como persona. Sinceramente, no podía afirmar que la consumía una pasión arrolladora, pero esas cosas llevaban su tiempo, o deberían llevarlo. Doug sí que la había puesto a cien, y solo había que ver cómo habían acabado las cosas...
Mientras se secaba el pelo con una toalla, se dispuso a comparar su situación actual con la del año anterior. Había estado comprometida con Doug durante cinco meses aunque sin anillo, porque tal como afirmó él, no podía permitirse ni el más barato de Argo's. Aunque al final había acabado por contarle sus planes de boda a los del grupo, procurar que se hiciera cargo de algún detalle concreto fue como obligar a un petrolero a meterse en una piscina: imposible. Tuvo que intentarlo varias veces hasta lograr concretar una fecha para el mes de agosto del siguiente año.
—¿Agosto? —le preguntó Gaby, embarazada de nueve meses y todavía radiante tras su reciente boda. (Hasta Doug se había quedado impresionado, aunque pensaba que había demasiados invitados y que la elección de pescado o pollo había sido poco imaginativa. Ella había estado a punto de sufrir un soponcio al escuchar que había elegido el pasaje que decía que el amor era una locura transitoria, de La mandolina del capitán Corelli como lectura.)—. Todo el mundo estará de vacaciones.
—Era la única fecha en la que me garantizaba que el grupo no tendría compromisos.
Gaby se encogió de hombros, aunque su expresión siguió siendo neutral como siempre que hablaban de Doug.
—Me parece justo.
Por culpa del creciente montón de revistas de novias de Gaby, que escondía bajo la cama como si fuera porno, estaba poniéndose atacada. Su plan original de hacer una boda sencilla que no costase más de dos mil libras era tan imposible como encontrar la cura para la alopecia masculina. Pese a sus propias reticencias, todos los días aumentaba el presupuesto. Tenía tres mil libras ahorradas, pero con eso no tenía ni para pipas. Sus padres le habían ofrecido otras tres mil, una oferta muy generosa teniendo en cuenta que sus empleos no estaban bien remunerados.
Decidió sacar el tema un ventoso fin de semana a últimos de agosto, durante una visita a Inverness para ver por fin a los padres de Doug. Desde el aeropuerto hasta la casa familiar había un viaje de dos horas en coche que hicieron en uno alquilado. Puesto que Doug conducía, no podría irse a ningún sitio y tendría que escucharla. Cosa que hizo, aunque su expresión fue tornándose desolada por momentos.
—Sigo sin entender por qué tiene que ser tan extravagante todo esto —dijo—. No tenemos por qué ofrecerles a los invitados un menú tradicional de tres platos.
—Desde luego que no —reconoció ella—. Aunque tendremos que darles algo de comer. A ver, si van a venir desde Escocia, digo yo que no van a contentarse con un cuenco de cereales...
—Un bufet.
—Los bufets son un poco horteras, ¿no? —Garabateó una nota a tal efecto en el taco de Post-it que llevaba en el regazo—. De todas formas, lo que necesitamos es concretar lugares ya.
—Pero todavía falta un año para la boda.
Intentó que su voz no sonara histérica.
—Gaby dice que al final todo está reservado.
Doug alzó una ceja.
—Gaby por aquí, Gaby por allá —replicó con cansancio—. A veces me pregunto si no estás convirtiéndote en ella. Igual de materialista. No quiero una boda como la suya ni quiero enviar a los invitados un folleto con cuarenta páginas de instrucciones un año antes, indicando qué llevar, los precios del hotel y el lugar donde comprarle unos regalos que en realidad jamás va a utilizar. ¿Por qué tenemos que organizar una boda como la suya? ¿No podemos escaparnos a Las Vegas y hacer una pequeña fiesta cuando volvamos?
La idea le resultó tentadora por unos momentos. No la parte de la fuga, porque su padre se quedaría hecho polvo al no poder llevarla al altar, pero sí el resto. Se preguntó por qué estaba tan obsesionada con que todos los detalles de la boda resultaran perfectos. ¿Qué más daba si celebraban la recepción en el salón de actos de alguna iglesia cutre con unos cuantos canapés de Tesco's (no, de Waitrose, no pensaba caer tan bajo como para ir a Tesco's) y unas cuantas canciones interpretadas por el grupo? Pero no. Su boda con Doug tenía que ser la más elegante de todos los tiempos. Sabía que era ridículo, pero le era imposible no esperar que después de hacer semejante despliegue público, Doug se sintiera inevitablemente unido a ella; que el tenue vínculo que siempre había sentido que los unía acabara por fortalecerse.
Su móvil sonó y miró quién la llamaba.
—Hablando del rey de Roma... —De fondo se escuchaba a Archie, que apenas tenía un mes—. ¡Hola! ¿Va todo bien?
—Genial —contestó con voz alegre—. ¿A que no sabes una cosa? Estoy leyendo Gratia mientras le doy el pecho a Archie y creo que acabo de ver tus zapatos de novia.
La mayoría de la gente habría estado desbordada en la situación en la que se encontraba Gaby. Ella no.
—Ah, vale.
—¿Estás bien? Te noto un poco rara.
Bueno, es que mi novio acaba de decirme que estoy transformándome en ti, pensó.
—No, estamos en el coche. En Escocia.
—¡Mierda, es verdad! De visita a casa de los suegros. —Soltó una risilla tonta—. Que tengas buena suerte. Cómprate el número nuevo de Gratia. Página cuarenta y uno. Dime qué opinas.
Cuando colgó, vio que Doug acababa de salir de la carretera y enfilaba el largo camino privado de acceso a la casa de sus padres. Era la segunda vez que iba a casa de sus suegros y la primera desde lo del compromiso, así que estaba atacada de los nervios. Definitivamente eran bastante más pijos que su propia familia. Se había dado cuenta de las caras que ponía la madre de Doug cuando ella pronunciaba según qué palabras.
La gravilla crujió bajo las ruedas y mientras Doug echaba el freno de mano, escuchó los ladridos de unos perros que se acercaban a saludarlos.
—¡Hola, chicos! —Doug se echó a reír al salir del coche y verse asaltado por lo que parecían tres lobos—. Tranquila —le dijo con una sonrisa. Estaba aterrada en el coche—. Sal, nena. Es que están contentos. No te harán nada.
Salió sin tenerlas todas consigo y de inmediato uno de los malolientes chuchos le puso las zarpas encima.
—¡Ay! —gritó al tiempo que escuchaba la voz de la madre de Doug.
—Trotter, ¡abajo! ¡Te he dicho que abajo!
Al mirar por encima de la babosa cabeza del perro, la vio de pie en la puerta iluminada de la casa. Era bajita y los pantalones de tweed y el delantal con la foto del castillo de Edimburgo la hacían un poco rechoncha. Se limpió las manos en el delantal antes de salir.
—¿Habéis tenido un buen viaje? —les preguntó mientras le daba una palmadita en un brazo.
La familia de Doug veía los besos como una costumbre moderna muy sospechosa.
—Hola, cariño, me alegro de vete. Felicidades por el compromiso —le dijo a su hijo con el mismo tono de voz que ella reservaba para los pacientes aquejados de amigdalitis.
—Gracias —dijo ella al tiempo que Doug preguntaba:
—¿Has estado cocinando, mamá?
—Oh, nada del otro mundo. Un par de tartas. Alan, Jessica y Poppy llegaron hace una hora. —Alan era el ambicioso hermano abogado de Doug; Jessica, su irritada mujer, que trabajaba en tecnología de la información y que siempre parecía agotada; Poppy, la hija de ambos, una preciosidad—. Ahora que ya estáis aquí podemos tomar el té.
—¿Chocolateado? —preguntó Doug mientras sacaba las bolsas del coche.
—Es posible —respondió su madre de forma evasiva.
La siguieron hasta la cocina, donde estaban las cestas de los perros y donde, como era habitual, los fogones eran el centro de atención. En la mesa había comida suficiente como para organizar una convención de luchadores de sumo.
—Eres mala —le dijo Doug a su madre mientras cogía una galleta y se la metía entera en la boca.
—¡Douglas! Cualquiera diría que Amy no te da de comer. No te ofendas —añadió, lanzándole una mirada de reproche—, pero las mujeres trabajadoras no tenéis tiempo para cocinar.
—Amy es la reina del microondas —afirmó Doug alegremente al tiempo que se dejaba caer en una silla—. Y eso no tiene nada de malo.
—¿Necesita ayuda, señora Fraser? —preguntó ella, preguntándose si estrangular a Doug sería más satisfactorio que abrirlo en canal. Como médica era capaz de hacer ambas cosas, obviamente.
—No, querida, estoy segura de que estarás agotada por culpa del trabajo, así que relájate. Come algo. Estás muy delgada. Espero que no estés haciendo dieta para la boda.
—¡No, por el amor de Dios! —mintió, encantada de haber escuchado el comentario, aunque su voz quedó sofocada por los gritos de Poppy, que entró en tromba en la cocina con sus padres detrás mientras gritaba para llamar la atención.
Después de los saludos, Alan cayó en picado sobre la mesa y se zampó un enorme trozo de tarta.
—Madre mía, menuda pesadilla de tarde —dijo—. Para tener cobertura hay que irse a veinticinco kilómetros. No comprendo cómo mamá y papá pueden sobrevivir sin ADSL.
Se sacó la BlackBerry del bolsillo y la acarició con cariño, como los padres hacían en la clínica con los niños que tenían fiebre. Dios, qué feo era. Ese cuerpo mantecoso y esa cara que parecía el culo de un mandril... al pensarlo se dio cuenta de que los genes que le habían dado ese aspecto formaban parte de la familia Fraser. ¡Ay, Dios! ¿Y si tenían una niña que en lugar de parecerse a ella (como siempre había imaginado) se parecía a Alan? En ese momento comprendió por primera vez con una lucidez mental que la dejó helada que la familia de Doug ya no era una variada colección de bichos raros a los que contentar de vez en cuando, sino su futura familia por los siglos de los siglos, amén.
—¡Tarta, tarta! —gritaba Poppy.
La pequeña pasó corriendo al lado de Doug y él le dio unas palmaditas desapegadas en la cabeza mientras ponía cara de haber olido algo asqueroso. Ella, en cambio, tal como le sucedía con los niños pequeños, ansiaba cogerla en brazos y achucharla, pero no se atrevía. Mostrar afecto por niños y bebés podría poner a Doug sobre aviso de su creciente y secreta obsesión. Así que se limitó a sonreír mientras pasaba a su lado gritando:
—¡Taaarta!
—No, cariño, tarta no —dijo Jessica—. Una manzana, ¿vale?
—¡Nooo! ¡Tarta!
—¿No puedes bajar el volumen? —preguntó Doug al tiempo que fruncía la nariz. Y no estaba bromeando.
—Calla ya —le dijo su madre, que se inclinó para coger a Poppy—. Deja que la pobre criatura se coma un trozo de tarta. La tarta es buena para los niños.
—En realidad, Fenella, los estudios sobre el tema demuestran... cariño, ¡no!
Poppy acababa de coger un enorme trozo de tarta de la mesa y se la estaba metiendo entera en la boca mientras exclamaba:
—Mmm...
—¿Lo ves? Les encanta. A mis hijos les encantaba comer tarta. Nosotros no nos andábamos con tantas tonterías cuando eran pequeños y míralos, al fin y al cabo no han salido tan mal. —Todos los ojos se clavaron en los michelines de Alan, pero su madre siguió como si tal cosa—. Todas esas paparruchas sobre la comida sin grasa y los cereales integrales. Lo mejor es comer de todo de forma moderada. ¿Tú qué crees, Amy? Tú eres la doctora.
—Yo... esto... —Sintió la mirada de Jessica sobre ella—. Creo que un poco de tarta no le hace daño a nadie —respondió un tanto acobardada tras decidir que era más importante llevarse bien con la suegra que con la cuñada.
—¡Eso digo yo! —La señora Fraser sonrió.
Alan resopló mientras se metía otro trozo de tarta en la boca.
—Dime, ¿cómo es la vida de una estrella del rock? —Le preguntó a su hermano con un deje sarcástico—. ¿Cuándo vamos a verte en Top of the Pops?
—Alan, hace años que dejaron de emitir ese programa —contestó Doug y bostezó.
Era una pregunta típica, junto con la de «¿Has escrito alguna canción... conocida?».
—¿Cómo van los planes de boda? —le preguntó Jessica. Su lenguaje corporal dejaba claro que no pensaba perdonarla jamás por la traición de la tarta.
—Sin prisas, pero sin pausa... —respondió a la ligera—. Al final todo es más complicado de lo que se pensaba, ¿verdad?
—Desde luego —reconoció Jessica, que le lanzó a su marido una mirada muy elocuente—. No, cariño. Más tarta no. Bueno, vale, un trocito pequeño.
—¡Hola! —gritó alguien desde la puerta. El señor Fraser, vestido con pantalones de pana verdes y una camisa de cuadros, acababa de volver de su paseo diario por el campo. Se había jubilado hacía poco tiempo y las largas jornadas de descanso le resultaban demasiado estresantes—. Doug, hijo mío, me alegro de verte —dijo, saludándolo con un apretón de manos—. Tienes el pelo un poco largo, ¿no? Amy, me alegro de verte a ti también. Espero que hayáis tenido un buen viaje.
—Sí, gracias.
—Bien, bien. En fin, gin-tonics para todos.
—Yo no quiero —rehusó Jessica.
—¿Cómo? Vamos, Jessica, no seas tonta. Todo el mundo necesita un gin-tonic para comenzar bien la noche.
—No, de verdad, no quiero. Estoy tomando antibióticos.
—Buscó a Amy con la mirada y la envidia la consumió al suponer que volvía a estar embarazada.
—Si está tomando antibióticos, no debería beber alcohol —se apresuró a decir.
Era increíble lo mucho que le había molestado la novedad. Pero lo mismo le pasaba en la clínica. Cada vez que tenía que enviar a una embarazada al hospital, comenzaba a hablar con un hilo de voz. Cuando la insoportable Sophia Franklin se pasó el otro día por su consulta para comentarle alegremente que el cuarto intento de fecundación in vitro había dado resultado, lo único que sintió fue lástima por sí misma. ¿Qué le pasaba? El reloj biológico ese en el que nunca había creído debía de ser el responsable.
—Dime, Mick Jagger —siguió el señor Fraser desde el mueble donde guardaban la ginebra—, ¿cómo es la vida de los escenarios? ¿Ya eres una estrella?
—Estamos en ello —contestó Doug.
—¿Ganas mucho?
—Nada.
—¿Y cómo pagas las facturas?
—Amy se ha mostrado muy comprensiva —respondió, mirándola con una sonrisa. Ella se la devolvió con incomodidad.
—Mmm... —El señor Fraser comenzó a partir un limón—. ¿Y cuándo es la boda?
—Por estas fechas dentro de un año —contestó ella.
—Hora del baño —murmuró Jessica, que salió de la cocina llevando en brazos a su hija, que seguía pidiendo tarta a gritos.
—¿Quién va a pagarlo?
—Bueno... —titubeó Amy—, en realidad no queremos que sea nada exagerado.
Su futuro suegro le puso delante un gin-tonic cuádruple.
—Supongo que te alegrará saber que, puesto que hicimos lo mismo cuando Alan se casó, contribuiremos a los gastos.
El alivio la inundó de inmediato. En el fondo había esperado que el viaje sirviera precisamente para eso.
—Se lo agradezco, señor Fraser.
—Llámame Mungo. Y no hay nada que agradecer, querida. A Alan le dimos quinientas libras, así que a vosotros os daremos lo mismo.
—¿¡Quinientas libras!? —Con el rabillo del ojo, vio que Alan intentaba contener la risa.
—Es muy generoso por su... por tu parte, Mungo. Gracias.
—Sí, gracias, papá —dijo Doug.
—De nada. Sé que estos acontecimientos modernos son muy costosos. Que el Señor nos pille confesados, la nuestra no costó más de cinco libras. Pero los tiempos cambian. —Se sentó en su sillón—. Y ahora tenemos que hablar de un tema mucho más serio. No sé si lo sabéis o no, pero después de que Alan y Jessica se casaran les dimos una cantidad mucho mayor de dinero para ayudarlos a comprarse una casa.
El corazón de Amy se desbocó.
—Me gustaría hacer lo mismo con vosotros, pero con una condición. Quiero verte ganando un sueldo decente, Douglas. Yo no te he educado para que seas un vago y un gorrón. No voy a permitir que exprimas a tu mujer. Así que este es el trato: busca otro trabajo y te daré el dinero, porque me habrás demostrado que te lo mereces.
Lo único que se oyó durante unos segundos fue el ruido de los perros al masticar la galleta que Poppy había dejado caer al suelo.
—Papá, ya tengo un trabajo decente —objetó Doug tranquilamente.
—Un trabajo decente no consiste en conducir una furgoneta llena de hippies porreros por todo el país. Tu hermano sí que tiene un trabajo decente.
Alan asintió complacido con la cabeza y cogió una tartaleta.
Doug respiró hondo.
—Alan tiene un trabajo decente y yo también. La música es un negocio serio. Mueve millones de libras al año.
—No en tu caso.
—No en mi caso. Todavía. Pero acabaré ganando dinero. Algún día. De cualquier forma, el dinero no es lo importante. Lo que importa es la felicidad. Y no era feliz trabajando como abogado.
—Pues dedícate a otra cosa. —A Mungo se le fue amoratando el rostro mientras pensaba en otro empleo que no estuviera relacionado con el derecho—. Puedes ser... un... ¡banquero! Mi viejo amigo Ranulph trabaja en Coutts. Estoy seguro de que encontrará algo para ti.
—No quiero trabajar en un banco. No quiero parecerme a Alan, siempre mirando el correo electrónico y siempre al borde del infarto. Toda mi vida he querido dedicarme a la música y nunca me has dejado. Malgasté cuatro años estudiando derecho, más el tiempo que pasé redactando papeles. No pienso volver a hacerlo. Y utilizar un chantaje tan tonto como comprar una casa no va a hacerme cambiar de opinión, ¿verdad, Amy?
Cuando todos los ojos se clavaron en ella, comprendió que tenía que responder.
—Pero has quedado en que si no funciona en un plazo de un año, lo dejarás. Así que...
—¡Dios! —gritó Doug. Era tan raro verlo enfadado que todos dieron un respingo—. Esto es increíble. Creía que mi prometida iba a apoyarme en esto.
La cosa se estaba poniendo fatal.
—Y te apoyo, pero...
—No hay peros que valgan. Dios, Amy, creí que me comprendías. Este es mi sueño.
—¿Y qué pasa con la pobre Amy? Vamos, ¿qué pasa con ella? —preguntó la señora Fraser—. Es ella la que tiene que pagar todas las facturas. Estoy segura de que se deja la piel en el trabajo.
—A Amy le encanta su trabajo —replicó Doug mientras ella alucinaba por el inesperado apoyo—. No le importa.
—¿Y cuando tenga un bebé? El lugar de una madre está en su casa, digan lo que digan esas supuestas feministas como Jessica.
—No te metas con Jessica —intervino Alan—. Nuestro modo de vida no tiene nada de malo.
—Pues sí que lo tiene. Es un poco triste ver a tu hija tan emocionada por un trozo de tarta casera, ¿no te parece?
—Ya vale —dijo Doug—, vamos a olvidarnos de este tema. Papá —siguió, dándose la vuelta para mirarlo—, gracias por la oferta, pero como ex abogado, no puedo aceptarla por las condiciones de la letra pequeña. Y sé que Amy me apoyará en esto.
—Yo...
Amy solo veía años y años de madrugones y de consulta en la clínica hasta las tantas de la madrugada; de sangre, sudor y lágrimas; de un montón de Sophias Franklin y de un bebé que jamás tendría. Siempre había pensado tomarse un descanso del trabajo para dedicarlo a la familia. Su madre siempre había estado en casa para ella y estaba decidida a hacer lo mismo.
—¿Verdad, Amy?
—Por supuesto —contestó en voz baja y con la vista clavada en el suelo—. Por supuesto.
Y, por supuesto, Doug tenía razón. No podía dejar su sueño por el vil dinero. No le gustaría nada que se convirtiera en un hombre tan horrible como Alan. Pero, al mismo tiempo, ese dinero les habría ido de perlas. Sin él no podían tener un hijo. Bueno, sí podían, cientos de personas sin dinero tenían hijos, pero en el diminuto piso en el que vivían sería muy duro y la pobre criatura tendría que ir a la guardería con unos pocos meses de vida, algo que iba en contra de todos sus principios.
Tendría que hablarlo con Doug, pero al igual que le pasó para cortar con Danny, fue incapaz de reunir el valor.
Una noche ya de vuelta en Londres se vio obligada a escuchar con los dientes apretados la versión que Doug les daba a los del grupo sobre la discusión.
—Bueno, pues yo creo que hiciste lo correcto —dijo Pinny, con toda la cara dura de una persona que posee un enorme fideicomiso—. Eres un artista, no un esclavo que trabaja por un salario. ¿Tú qué dices, Amy?
—Bueno...
—Bueno, ¿qué? Si Doug fuera un ejecutivo con traje, ya no sería Doug. Y tú no lo querrías. Ninguno de nosotros lo querría.
Ese «nosotros» le provocó un escalofrío. Decidió que en el futuro se mostraría más relajada y más comprensiva con Doug. Que lo aceptaría por lo que era y no por lo que quería que fuese. Sin embargo, a la mañana siguiente se descubrió buscando el nombre de Danny en la agenda del móvil mientras iba de camino al trabajo. En un momento de locura se planteó la posibilidad de llamarlo. Danny no era tan malo, ¿verdad? Los fines de semana siempre le llevaba el desayuno a la cama y le encantaban los niños. Vale, la pasión animal que Doug y ella tenían nunca había formado parte de su relación con Danny, pero no podía construirse una vida basada en la pasión animal. Meneó la cabeza para librarse de la locura que se había apoderado de ella. Doug era su hombre y ya se las apañarían, con dinero o sin él. Las circunstancias no eran las ideales, pero ¿quién tenía la suerte de poder afirmar lo contrario?
Capítulo 34
Amy estaba dándose un último retoque con la barra de labios cuando sonó el teléfono de la habitación. Esperaba que fuese de recepción, avisándola de que el Bentley la esperaba en el aparcamiento subterráneo.
—¿Sí?
—¿Amy?
—¡Lisa! —Hizo una mueca al pensar en la forma tan maleducada con la que se había marchado de Ostia—. ¿Qué tal?
—Bien, gracias.
Se preparó para recibir un sermón pero, en cambio, Lisa le dijo:
—Escúchame, te llamo porque Simon está enfadado contigo por haberme hecho volver ayer tan tarde, así que le he dicho que podías explicárselo en persona. —Hablaba con voz melodramática, lenta y rebosante de advertencias.
Cogió el mensaje al punto.
—Vale —dijo, aunque era Simon el que estaba ya al otro lado de la línea.
—¿Hola?
—Hola, Simon. Yo... siento mucho haber hecho que Lisa llegara tan tarde. Fuimos a la playa, me quedé dormida y a ella le costó tanto despertarme que perdimos el último tren de vuelta a Roma.
¡Mierda! No tenía ni idea de lo que Lisa le había dicho, pero escuchó una especie de gruñido como si lo hubiera apaciguado en parte.
—Y no ayudó mucho que la dichosa batería de su móvil volviera a fallar —añadió él.
—No, ¡eso fue una pesadilla! Y yo perdí el mío y no sabíamos utilizar una cabina italiana, así que...
—De acuerdo, Amy. Acepto tus disculpas. Adiós. —Y colgó.
Esperó un rato para ver si Lisa llamaba de nuevo, pero no lo hizo. Saltaba a la vista que el día en Ostia se había alargado hasta la noche. En el fondo no podía culpar del todo a Lisa, Massimo era muchísimo más guapo que Simon. Pero a ver, ¿qué hacía con Simon? La promesa de disfrutar de un jacuzzi no era explicación suficiente.
Entró en el ascensor meditando al respecto. Hal la estaba esperando en el Bentley. Llevaba una camisa verde y unos pantalones recién planchados. La miró de arriba abajo mientras se sentaba.
—Mmm... ¿qué llevas puesto?
Amy se echó un vistazo.
—Mi vestido de Prada.
—¿No te lo pusiste anoche?
Los nervios hicieron que le diera un vuelco el corazón.
—Pues sí, pero es que es el único vestido de noche que tengo.
—Mierda. —Echó un vistazo a su reloj—. ¿Nos dará tiempo a desviarnos un momento? ¿Están las tiendas abiertas a estas horas? Puedo comprarte otro.
—¡No, no! —gritó, tentada pero espantada de que lo hiciera—. No voy a permitirlo.
—De cualquier forma, las tiendas están cerrando, signor —les dijo el chófer.
—Vale. En fin, da igual. Estás muy guapa.
—Gracias —replicó, insegura. Tragó saliva e intentó cambiar de tema—. Dime, ¿con quién vamos a cenar?
Hal se acomodó en el asiento.
—Con Callum, mi representante. Un viejo amigo. El que intentó impedir que nos fuéramos de la fiesta, ¿te acuerdas? Gracias a Dios que no lo logró. De todas formas, es buena gente. Me gustaría que os conocieseis más. Seguramente también estará su novia, Robyn. Suele acompañarlo a este tipo de veladas, aunque ayer no estaba. Iba a preguntarle a Callum si iba a venir esta noche, pero al final se me ha olvidado. Aparte de ellos dos, no estoy seguro. Creo que ha mencionado a Dominique. Una modelo, la reconocerás. Lleva retocadas hasta las cejas. Serás un contraste muy refrescante.
Mientras ella hervía de indignación por el inadvertido insulto, Hal añadió:
—Y su novio, Vlad.
—¿También es modelo? —preguntó, nerviosa. La cosa pintaba muy mal. Su fantasía sobre la vida que iba a llevar siendo la novia de Hal fue reemplazada por una visión fugaz de un futuro en el que todo el mundo era más alto, más delgado, más guapo y más rico que ella.
Hal soltó una risotada.
—Dios, no. A menos que trabaje para una agencia de feos. No, Vlad es un multimillonario ruso. Es dueño de toda Siberia. He oído que quiere comprar un equipo de fútbol. Se me ha ocurrido que a lo mejor puedo persuadirlo de que haga una oferta por el Didcot Town.
Amy no estaba prestándole atención. «Me gustaría que os conocierais mejor.» Eso sonaba a una conversación de novios total. Como no sabía qué decir, clavó la mirada al otro lado de la ventana y contempló el atardecer en Roma. Ejércitos de turistas se aglutinaban en la vía Nazionale mientras un grupo de Hare Krishna intentaba sortearlos como si fuera una serpiente naranja. El restaurante al que iban estaba situado al lado de un limonar, en una colina de las afueras donde, según el chófer, todos los ministros tenían una casa. Atravesaron una amplia terraza cubierta por un emparrado y un camarero los acompañó a una mesa situada en un rincón, ocupada por un nutrido y elegante grupo de personas que hablaban y se reían de forma escandalosa.
—¡Hal! —gritó una de las mujeres, que se puso en pie para que todos pudieran admirar su escuálido cuerpo y su melena rubia platino—. Mirad, Hal ha llegado.
—Joder —dijo Hal—. Justina. Vaya putada. Voy a matar a Callum.
Sin embargo, antes de que pudiera explicarle el motivo, los rodearon. Mientras él estrechaba manos y daba besos al aire, ella se quedó allí como un pasmarote, como si fuera una niña en su primer día en la guardería. Una vez que reinó el silencio, Hal carraspeó.
—Chicos, esta es Amy.
—Hola, Amy —dijeron todos a coro.
Ella alzó una mano tímidamente a modo de respuesta.
—Amy, estos son Dominique, Justina, Vlad y... lo siento, ¿era Trader?
—Trailer —lo corrigió el acompañante de Justina, un chico muy joven con una gorra de béisbol que ocultaba gran parte de un rostro lleno de espinillas.
—¿Crees que el diminutivo será «Furgoneta»? —le susurró Hal al oído, y tuvo que contener una carcajada.
—¿Dónde está Flora, Hal? —preguntó Dominique.
La modelo tenía un rostro tan anguloso que podría utilizarse para enseñar geometría. Y tal como Hal le había asegurado, la reconoció enseguida.
Hal parpadeó con rapidez.
—¿Flora? Sigue en Jamaica. Las niñas tienen la varicela.
—¿¡La varicela!? Ay, Dios mío, pobrecitas. Tenemos que enviarles un regalo para desearles una pronta recuperación. Pobre Flora. Dale un beso de mi parte cuando hables con ella. Es una mujer admirable.
—Hola, Amy —escuchó que decía alguien a su espalda.
Al volverse vio que se trataba de Callum. El alivio que sintió al ver una cara conocida fue brutal.
—¿Quieres algo de beber? ¿Una copa de Krug?
—No, gracias —respondió. Bastantes vueltas le daba ya la cabeza...
—¿De verdad? ¿Prefieres que sea Cristal o Dom Perignom? ¿Un cóctel, mejor? De todas formas, siéntate. —Le indicó la silla contigua a la que él ocupaba.
Su afán por complacerla la conmovió.
—No me apetece beber, gracias —le aseguró mientras se sentaba—. Solo un vaso de agua, por favor.
Mientras los demás parloteaban, ella se dedicó a ojear el menú. Y no porque tuviera hambre, ya que se había atiborrado durante la merienda campestre, pero al menos eso la mantuvo ocupada. Callum, a su izquierda, estaba hablando con Justina. A su derecha, Vlad, cuyo aspecto parecía un cruce entre una patata y un shar pei, hablaba por teléfono en ruso. Hal reía a carcajadas por algo que le había dicho Dominique y parecía haber olvidado su existencia. Trailer, que estaba sentado entre Vlad y Dominique, estaba anotando algo en su BlackBerry.
—¿A qué te dedicas, Annie? —le preguntó Dominique un buen rato después, una vez que apartó la mirada de la cuchara donde había estado admirando su reflejo.
—Es Amy. Soy médica.
—¿De verdad? Genial. —No obstante, su atención se había trasladado ya al menú con sus letras grabadas en relieve—. ¡Qué bien, si tienen gazpacho! Y apenas tiene calorías. Aunque, si te descuidas, tienen la costumbre de echarle un montón de aceite. —Le sonrió con altivez—. Qué suerte tienes de trabajar en algo que no te obliga a cuidar tu figura. Yo estoy hasta el moño de todo el lío que se ha montado con el índice de masa corporal. ¡Como si yo tuviera la culpa de ser delgada por naturaleza!
—¿A qué te dedicas? —le preguntó, aunque lo sabía perfectamente.
Dominique alzó una ceja.
—¡Ah! ¿No te lo he dicho? Lo siento. Soy modelo.
—Dom es el rostro de los protege slips Jodanne —masculló Vlad, tras lo cual volvió a la conversación que mantenía por teléfono.
—¡Claro, por eso me suena tu cara! —dijo antes de poder contenerse.
Dom parecía molesta.
—Solo acepté ese trabajo porque pagaban muy bien. Y tal como han puesto las fotos, estoy casi irreconocible.
—Por eso dejé el mundo de la moda —dijo Justina desde el otro extremo de la mesa—. Me repateaba ver mi cara asociada con todos esos productos tan cutres. Ser actriz es mucho más satisfactorio.
La velada fue un calvario. Dominique monopolizó a Hal. Justina y Trailer se pasaron prácticamente todo el rato metiéndose la lengua hasta la campanilla el uno al otro. Intentó mantener una conversación con Vlad, pero él se limitaba a gruñir antes de volver a coger el teléfono. Callum le sonreía cuando la miraba, pero cada vez que intentaba preguntarle algo, una de las otras dos mujeres lo interrumpía.
No debería haber aceptado la invitación. Jamás podría formar parte de ese mundo. Finge que no estás aquí, finge que estás viendo todo esto en la televisión, se repetía una y otra vez. Dentro de un mes solo sería un recuerdo gracioso que contarle a Gaby. ¡Gaby! No la había llamado en todo el día. La culpa la consumió. Era una mala persona al haberse olvidado de su mejor amiga por culpa de Hal Blackstock. En cuanto pudiera, se escaparía para llamarla. La idea la reconfortó. Echó un vistazo por la terraza. Estaba atestada de gente alegre, que reía, charlaba y brindaba. Había un hombre sentado solo a una mesa, impecablemente vestido con camisa y pantalón de pinzas, que acababa de comerse un plato de pasta. En ese momento estaba rebañando el contenido de un tarro con una cuchara que, acto seguido, lamía sin miramientos. De repente, comprendió que se trataba del tarro de queso parmesano que iba pasando de mesa en mesa.
—¿Hay noticias de Sukey? —le preguntó Justina a Dominique, cuya expresión se iluminó al instante.
—Parece que la han echado de la campaña de Eres.
—No me extraña. Aunque con toda la coca que toma, debería estar en los huesos.
—Demasiadas noches de nieve en polvo.
—Miau —le dijo Callum al oído, haciéndola reír, más que nada por el alivio de que alguien le prestara atención—. Es una pesadilla que Justina haya venido. Hal y ella se odian a muerte. Pero se enteró de mi presencia en la ciudad, alguien le contó que íbamos a cenar y no sé por qué insistió en venir.
—Ah, vaya... —No sabía qué había que decir cuando la presencia de una estrella te arruinaba la cena...
—Así que eres médica, ¿no, Amy?
—Sí, trabajo en una clínica.
Callum tenía un rostro agradable. No podía decirse que fuera guapo, pero sí agradable y simpático.
—¡Joder! ¿Quieres decir que tienes un trabajo de verdad? Pues eres la primera persona con un sueldo mensual con la que Hal se ha rebajado a hablar.
Sonrió al comentario por educación nada más.
—O a la que le ha permitido formar parte de su vida —enfatizó.
—Yo no formo parte de la vida de Hal —se apresuró a dejar claro—. Da la casualidad de que nos alojamos en el mismo hotel y charlamos y eso...
—Como amigos, ¿no? Bueno, pues te aconsejo, por tu bien, que la cosa no pase de ahí. No está acostumbrado a que las mujeres se le resistan. Vas a hacerle un daño terrible a su ego. ¿Te enseñaron a reparar la autoestima de las estrellas de cine en la facultad de medicina?
—Por supuesto —contestó con una sonrisa mientras les servían el primer plato.
Vlad le echó un vistazo al cuenco de pasta.
—¡Queso! —gritó—. Necesito queso.
—Por supuesto, señor —dijo el camarero. Y volvió con el tarro de parmesano de marras.
Observó, horrorizada pero encantada en el fondo, cómo cogía la cuchara llena de babas del otro cliente y se echaba parmesano sobre sus linguini.
—¿De qué te ríes? —quiso saber Callum, sinceramente intrigado.
—De nada. ¿Y tu novia? Hal me ha dicho que a lo mejor venía.
Callum meneó la cabeza.
—Eso demuestra la atención que le presta a mi vida personal. Robyn y yo lo dejamos hace un par de meses. Si me hubiera preguntado por ella, se lo habría dicho.
—Lo siento —replicó, avergonzada.
—Tranquila. —Callum se encogió de hombros—. La cosa no daba para más. Llegó a su final y punto. Ninguno de los dos acabó herido. Es raro tener una ruptura tan amistosa. Y lo valoro mucho. En cuanto a Hal... en fin, es una estrella. No hay motivo alguno para que se interese por mi vida. Al resto de mis clientes no le importa lo más mínimo. —No había ni rastro de amargura en su voz.
—De todas formas debería haber preguntado... —insistió ella, pero antes de que Callum pudiera seguir hablando, Dominique le dio un tirón en el brazo, ansiosa por conocer los últimos cotilleos sobre Kate Moss.
Ella aprovechó para levantarse sin apenas mover la silla e ir al cuarto de baño. Se miró al espejo mientras se lavaba las manos. Las modelos debían de poseer poderes mágicos porque su maquillaje había desaparecido, sin duda absorbido por alguna de ellas. Estaba blanca como la pared y todas las imperfecciones y rojeces de su rostro estaban a la vista. No le quedaba rímel en las pestañas y recordó que la barra de labios y el cepillo para el pelo seguían en su bolso, en la mesa.
—¿Qué pinto aquí? —le preguntó a su reflejo—. Este no es mi mundo. Quiero irme a casa. Ese sí es mi mundo.
Ansiosa por posponer el regreso a la mesa, salió a la terraza trasera. Roma se extendía a sus pies de forma espectacular. Las luces rojas, azules, verdes y blancas titilaban como si la mano de un gigante hubiera esparcido un montón de piedras preciosas sobre la ciudad. La luna holgazaneaba en el cielo. La miró y se preguntó si Doug estaría mirándola también. Poco probable. Seguramente estaría acurrucado bajo las sábanas con Pinny.
—¿Amy?
La voz de Hal la sobresaltó.
—Ah, hola.
—¿Estás bien?
—Perfectamente.
Se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Lo siento. Sé que estás aburrida. Dom es un muermo y Justina, una zorra.
El comentario le arrancó una risilla tonta.
—Que conste que lo has dicho tú.
—No me lo tengas en cuenta. No son mis amigos. Aparte de Callum, claro, y él es buena gente, ¿verdad?
—Es un encanto. De todas formas, no me importa. Solo es una noche.
—En realidad —replicó él en voz baja—, me gustaría que siguieras formando parte de mi vida después de esta noche.
Se dio media vuelta para mirarlo. Hal la abrazó, se inclinó y por tercera vez en veinticuatro horas, la besó en los labios. Después, la aferró por los hombros, se separó un poco de ella y la miró a los ojos. Era todo tan extraño que le daba vueltas la cabeza.
—Eres preciosa. Creo que estoy enamorándome de ti. ¿Vas a dormir esta noche conmigo? —le preguntó.
—No lo sé —contestó, halagada pero confusa—. Ya veremos.
—Me encantaría que lo hicieras —le aseguró—. Pero ahora será mejor que volvamos antes de que esa cerda de Dominique llame al News of the World.
Cuando regresaron a la terraza principal, se dieron cuenta de que reinaba el silencio. Amy se echó un vistazo, por si se había dejado el bajo de la falda pillado con las bragas o algo del estilo. Pero al instante comprendió que nadie la miraba a ella. Todos los ojos estaban clavados en el rincón izquierdo de la terraza, donde había una belleza morena ataviada con un vestido largo de color naranja.
Cuando miró a Hal vio que estaba tan blanco como si hubiera visto un fantasma.
—Hola, Hal —dijo Marina—. ¡Sorpresa!
Capítulo 35
Estaba amaneciendo y Hal estaba sentado en la terraza en albornoz, contemplando la salida del sol sobre los jardines. Por segunda noche consecutiva apenas si había dormido, pero mientras que la noche anterior fue por la emoción, esa noche había sido por la sorpresa. Ver a Marina en el restaurante lo había golpeado como un misil. Casi le había cortado la respiración. Gracias a Dios que era un actor y había sido capaz de reponerse lo justo para moverse, besarla en las mejillas, aspirar su habitual perfume de Prada y murmurar algo así como: «¡Qué bien!» y «¡Qué sorpresa!» mientras ella le sonreía y le decía que sí, que era un sorpresa, antes de añadir que Fabrizio y ella acababan de llegar en su yate y que iban a pasar unos días en Roma antes de poner rumbo al sur hasta las islas Eolias.
—Enhorabuena por El carro de las manzanas —le dijo ella con seriedad—. Fabby y yo la vimos cuando estuvimos en Estados Unidos el mes pasado.
—Sí —reiteró una voz grave tras ella, una curiosa mezcla de Cape Cod, Belgravia y el Aiglon College de Suiza—. Es graciosísima. Bien hecho, Hal.
Y allí estaba Fabrizio, tan moreno que parecía esculpido de la corteza de un roble pulido, dando un paso al frente y tendiéndole una mano encallecida de dorso peludo.
—Gracias —masculló—. Mmm. Esto... Enhorabuena, Fabrizio.
—¿Está Flora por aquí? —preguntó Marina con su voz cantarina mientras echaba un vistazo alrededor. Llevaba un enorme pedrusco en la mano izquierda—. ¡Ah, hola, Dominique! Te vi en el anuncio de Jodanne. Callum, cariño, qué alegría verte. Justina. Tray. Vlad. —Sus ojos azules, que de haber estado más separados la harían parecer retrasada, se clavaron en Amy—. Hola —dijo al tiempo que le tendía la mano derecha, una hazaña considerable si se tenía en cuenta la cantidad de joyas que llevaba—. Soy Marina.
—Y yo Amy.
—Las hijas de Flora tienen varicela —dijo él en voz alta.
Con el ceño levemente fruncido (el Botox evitaba que pudiera fruncir el ceño bien), Marina replicó:
—Qué lástima. Bueno, será mejor que no hagamos esperar a los demás. Hal, me alegro de haberte visto después de tanto tiempo.
Y se alejó entre el frufrú de la seda y el repiqueteo de sus Gucci.
A partir de ese momento hizo todo lo posible por no arruinar la noche, pero sabía que estaba fracasando. No entendía cómo esa palurda que presentaba un estúpido concurso de modelos podía seguir afectándolo de esa forma.
Verla lo dejó tan aturullado que se olvidó por completo de Amy. No recordó que estaba en el restaurante hasta que Callum le hizo una pregunta sobre medicina moderna y ella le contestó en voz baja y temerosa. ¡Por Dios! Media hora antes le había dicho que estaba enamorado de ella, que creía que era su salvación, la clave para tener una vida mejor...
Le sonrió desde el otro lado de la mesa, pero Amy no le hizo caso. Una vez en el coche, de vuelta al hotel, intentó ser amable con ella, decirle lo guapa que estaba y lo mucho que sentía estar tan cansado de repente. Adujo que tanto sol había sido demasiado para él, que lo había dejado para el arrastre, pero que había pasado una noche estupenda, que era muy dulce y que si no le importaría volver al hotel antes, que él iría un poco más tarde.
Le dio un beso muy casto en la frente y la observó mientras entraba en el hotel. Se sentía fatal, por supuesto. Pero no tanto como para salir del coche y seguirla. Primero tenía que solucionar sus propios problemas.
En ese momento, ya de día, intentó reflexionar sobre su vida. Durante un día se había visto comenzando una nueva vida con Amy. Una mujer con la que podía vivir en el campo, con quien reírse y nadar como habían hecho el día anterior, lejos de las fiestas, de las sesiones de fotos y de las alfombras rojas compartidas con Justina y de las cenas como la de la noche anterior.
Sin embargo, comprendió con sorprendente claridad que el problema radicaba en que estaba enamorado de la idea de Amy, no de ella como persona. Era exactamente igual que lo que le sucedía durante los rodajes con la actriz de turno cuando le susurraba al oído con los ojos cerrados «Te quiero». En ese momento lo decía con sinceridad aunque no fuera cierto, y lo mismo había pasado con Amy. Sin embargo, no podía amarla porque, por muy encantadora que fuera, apenas la conocía, de la misma manera que apenas conocía a las actrices con las que había protagonizado escenas de amor. Pasaba lo mismo con Flora: se había enamorado de la idea de esa actriz pasional de enorme talento antes siquiera de haber hablado con ella, y nunca se había esforzado por conocer a la verdadera mujer, quienquiera que fuese.
De Marina sí que había estado enamorado, con uñas cortadas en el baño incluidas, pero la había dejado escapar porque ciertos detalles de su personalidad no se ajustaban a sus ideales. Había sido un error garrafal. Necesitaba reconquistarla. Marina era la única mujer para él. Siempre lo había sido y siempre lo sería.
Sonó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Hal?
—¡Marina! —Telepatía. Siempre habían tenido esa clase de conexión. Marina le había leído el pensamiento y lo llamaba para decirle que todo se había solucionado entre ellos.
—Me alegró mucho verte anoche. Fue curioso.
¿Se refería a curioso de divertido o de raro?
—Sí —convino.
—Me estaba preguntando... Fabby tiene que hacer unas cuantas cosas esta mañana y se me ha ocurrido que a lo mejor podríamos desayunar juntos. Si no tienes otro compromiso, claro —añadió.
—Me encantaría —dijo él. Se sentó y se pasó una mano por el pelo.
—¿Te parece que vaya a tu hotel? Podríamos desayunar en tu suite. Tendríamos más intimidad que en un restaurante, ¿no crees?
—Desde luego. —El corazón le latía con tanta fuerza que casi no escuchaba su voz.
—Estaré ahí en media hora.
Se metió en la ducha con el corazón latiéndole al son del Aleluya. Le habían concedido un indulto. Marina iba de camino. Iba a decirle que lo quería, que solo se había liado con ese idiota de Fabrizio para darle celos y que todo iba a solucionarse a partir de ese momento. Pasarían todo el día en la cama y después le pediría que se casara con él. Se irían a vivir al campo y tendrían la caterva de niños que ella siempre había querido.
—¡Gracias, Dios mío, gracias!
Pidió su desayuno preferido, tostadas y Marmite, una cafetera llena, un vaso de zumo de naranjas sanguinas recién exprimidas y una botella de champán. Después se vistió, echando pestes porque su camisa verde preferida estaba sucia tras la cena de la noche anterior, y corrió hacia la caja fuerte. Tecleó su fecha de nacimiento y sacó la cajita del anillo para colocarla en la mesa junto a la ventana. Después se sentó a esperar.
Llegó media hora tarde, retraso apenas perceptible siendo Marina. Abrió la puerta y se la encontró sola, ataviada con unos vaqueros de cintura baja y un blusón que le dejaba a la vista el canalillo.
—Hola —dijo, tan asustado como una adolescente en un concierto de un grupo de chicos.
—Hola. —Marina pasó a la sala de estar y fue derecha a la terraza—. ¿Esta es la mejor suite del hotel? Estoy segura de que Fabby y yo nos alojamos en una mejor.
—Tienes razón. Hay un par mejores que esta. Pero Justina está en una y la otra la tiene una pareja de recién casados.
—¿A quién se le ha ocurrido venir de luna de miel a Roma en agosto? Fabrizio y yo nos vamos a las Maldivas. —Esbozó una sonrisa triunfal—. A nuestra isla privada.
—Es lo que siempre has querido.
—Y tú siempre decías que te aburrirías atrapado en un trozo de tierra sin otra cosa que hacer que ver los peces. —Seguía sonriendo, pero su voz encerraba un claro reproche.
Mujeres... Nunca olvidaban nada.
—Era un idiota. Estoy seguro de que sería alucinante. —La siguió a la terraza, un poco obsesionado con la idea de que alguien pudiera verlos desde los jardines si miraban hacia arriba—. He pedido el desayuno.
—Eres un encanto, Hal —replicó de modo distraído antes de apoyarse en la balaustrada—, pero creo que no voy a quedarme. Solo quería saludarte de manera un poco más íntima que anoche. Fue bastante incómodo, ¿no te parece? Con todo el mundo mirándonos... No tuve la oportunidad de decirte lo que tenía pensado decirte si alguna vez volvía a cruzarme contigo.
Se le paró el corazón.
—¿El qué?
—Que te deseo lo mejor con Flora. Si consigue atraparte, claro. Porque, en mi caso, he pasado un infierno, Hal Blackstock, durante muchísimo tiempo. Tanto que creía que jamás podría olvidarte. Todas las noches lloraba en la cama hasta que me quedaba dormida. Aullaba como un animal herido, pero después conocí a Fabby. Y es tan dulce y tan amable que poco a poco las heridas desaparecieron y me di cuenta de que me conviene mucho más que tú. Es un hombre, no un niño. Sabe lo que quiere y me da lo que yo quiero.
—Pero…
Marina levantó la mano para que guardara silencio.
—Tú no tienes la culpa, Hal. Eres una persona muy dulce. Gracioso, guapo. Tampoco eres mal actor, aunque no deberías haber hecho El carro de las manzanas. Pero no sabes qué quieres de la vida. O tal vez las revistas se equivoquen y quieras a Flora. Si es así, estoy segura de que seréis muy felices.
—Yo...
—Aunque, por supuesto, tal vez Flora sea historia. Dominique me mandó un mensaje para decirme lo de tu cita de anoche. Una doctora, según parece. Muy intelectual. Estoy impresionada. Bueno, si estás con ella ahora, te deseo buena suerte de nuevo.
Marina siempre había sido una pésima actriz. Se percató del brillo de sus ojos, del rictus de sus labios, de la tensión de esos dedos cargados de anillos y supo que estaba diciéndoselo para hacerle daño, para vengarse de él, como bien se merecía. Así que ese era el momento de coger el anillo y gritar «¡Marina, te adoro, siempre te he adorado! He sido un engreído y un capullo, y he metido la pata hasta el fondo».
Pero no pudo hacerlo. Las palabras se le atascaron en la garganta. Ese antiguo temor a ponerse en ridículo, a que lo vieran esforzándose, se lo impidió.
—Bueno, me alegro mucho por ti, Marina —dijo en cambio—. Fabrizio es un tío estupendo y creo que sois perfectos el uno para el otro. Espero que me invitéis a la boda.
—Y yo espero que tú me invites a la tuya.
La vio sonreír, pero sus ojos oscuros tenían una mirada triste.
—No hay nada decidido todavía, pero te mantendré informada. —Señaló la mesa dispuesta para el desayuno con el corazón en un puño—. ¿Seguro que no quieres quedarte?
—No, gracias. —Se detuvo un momento antes de añadir—: Por cierto, sé que todo el mundo me creía una pánfila que aguantaba los cuernos que me ponía mi atractiva pareja. Pero yo también tuve aventuras. Andre. Robbie. Daniel. —Esbozó una mueca socarrona—. Quería que supieras que fue mutuo.
—No te creo.
—Bueno, pero siempre te quedará la duda, ¿no? —Se inclinó hacia él y cuando lo besó en la mejilla aspiró el embriagador perfume de Prada.
Quería abrazarla, besarla con pasión y tirarla sobre la cama, pero se limitó a decir:
—Disfruta de la travesía.
—Desde luego —dijo desde la puerta—. Levamos anclas esta noche a las diez. A ver si Flora, o quien sea, y tú nos acompañáis algún día.
—Me encantaría —consiguió decir antes de que la puerta se cerrara y Marina Dawson saliera de su vida.
Capítulo 36
Amy también pasó una noche de espanto. A las seis ya tenía los ojos como platos, clavados en el techo. La noche anterior se le había caído la venda de los ojos. Durante unas horas había sido capaz de engañarse y pensar que había algo entre Hal y ella, que iba a acabar siendo la novia de una estrella de cine, pero la cena lo había cambiado todo. Jamás podría formar parte del mundillo de Hollywood y había estado engañándose al creer lo contrario. No era lo bastante guapa ni elegante para que la aceptaran en ese círculo, y tampoco quería que lo hicieran.
De cualquier modo, estaba desviándose del tema. El tema era que Hal no estaba enamorado de ella por más que dijera lo contrario. Estaba enamorado de Marina. Eso había sido más que evidente. Después de la aparición de Marina fue como si le hubieran robado la vida.
Recordar la humillación hizo que las lágrimas le corrieran por las mejillas. No era por perder a Hal porque, a decir verdad, tampoco estaba enamorada de él ni mucho menos, aunque sí se había sentido tentada por la idea de que alguien tan famoso reemplazara a Doug. No, las lágrimas eran porque volvía a estar sola otra vez.
Jamás volvería a estar con nadie. No volvería a dejarse enredar en otra relación.
Volvió a rememorar los preparativos de la boda. A seis meses del enlace aún no había encontrado el sitio, elegido el vestido ni escogido el menú que servirían en el banquete. En parte porque Doug pasaba totalmente del tema, alegando que estaba encantado de «seguirle la corriente», pero sobre todo porque se pasaba todo el tiempo de concierto en concierto. Esas ausencias la afectaban de una forma rara. Se pasaba el día comiéndose la cabeza por lo que podría estar haciendo sin nadie que lo controlase y rodeado de fans. Y al mismo tiempo era una sensación maravillosa volver a casa y encontrarlo todo tal cual lo había dejado por la mañana, poder meterse en la cama con una mascarilla en la cara, un montón de revistas de novias y ver Supermodelo con Marina Dawson en la tele.
Las noches en las que Doug estaba en casa solo le apetecía tirarse en la cama muerto de cansancio y era ella la que tenía que insistir para salir a dar una vuelta. Como aquella espantosa noche de febrero cuando fueron a cenar a la casa nueva de Gaby y PJ.
—¿Tenemos que ir? —protestó Doug cuando iban en el metro por la Northern Line con un ramo de flores y una botella de cava—. PJ es un muermo. Y vete tú a saber quién más habrá para aburrirnos como ostras.
—Será divertido —le aseguró, aunque sabía muy bien a lo que se refería Doug. Muchos de los amigos de PJ eran ejecutivos plastas tan obsesionados con los beneficios de seis dígitos que resultaban un tanto obscenos.
El metro se detuvo en Waterloo y subió una pareja. Un tío alto y atractivo con un traje azul y una chica muy guapa con un impermeable gris. El se inclinó para darle un beso en la nariz a ella, que se echó a reír. De repente, se dio cuenta de que era Danny y se quedó espantada. Enterró la cara en el ejemplar de London Lite que estaba leyendo.
No quería que la vieran como estaba, cansada física y emocionalmente, con un hombre que se comportaba como un adolescente enfurruñado a su lado. Danny señaló un anuncio que había en la pared y la chica volvió a reírse. Parecían una pareja muy normal y agradable. ¿Por qué le había dado la espalda a esa existencia por un mundo que cada vez le parecía más lleno de personas anoréxicas, ropa ajustada, Jack Daniels y maría jamaicana de primera calidad?
Por suerte y tal como ella esperaba, se bajaron en la siguiente parada. Sin embargo, se pasó el resto del trayecto hasta la casa de Gaby con los nervios de punta. Y su humor empeoró cuando en vez de encontrarse a PJ con Archie en brazos abriéndoles la puerta del número 49 de Sylvester Road, descubrió a Pinny...
—Vaya, ¿qué haces aquí? —La pregunta sonó más brusca de lo que había pretendido.
—Me crucé con Gaby en Oxford Street y me invitó —respondió Pinny, que estaba radiante como de costumbre y ataviada, quién lo iba a decir, con un chándal que la hacía parecerse a Kate Hudson corriendo por una playa de Malibú. Ella habría tenido toda la pinta de Vicky Pollard de camino a la tienda del barrio para comprar un cartón de Rothmans.
La cara de Doug era la misma que si acabaran de decirle que había ganado la lotería.
—Estás genial, Pins —dijo al tiempo que le daba un beso.
Gaby apareció con un delantal de Cath Kidston.
—Hola, chicos. Una invitada sorpresa para vosotros. Pasad al salón y tomaos algo. Estaba dándole los últimos toques a la cena. Ah, unas flores preciosas. Y cava. Qué... interesante.
—¿Archie está despierto? —preguntó ella esperanzada, deseando acariciar esa cabecita sedosa.
Gaby se quedó de piedra.
—Claro que no, a las siete en punto está todos los días en la cama.
—¿Puedo subir a verlo?
—No quiero alterar su rutina.
—No haré ruido —le aseguró—. ¡Por favor!
Archie respiraba profundamente. Observó encantada esa piel suave y perfecta, esas mejillas regordetas. Quería uno igual, se dijo. Lo contempló con anhelo un cuarto de hora antes de volver al salón, donde se escuchaba música de Macy Gray. PJ estaba sentado en un puf de estilo marroquí y el sofá estaba ocupado por una pareja (él de traje y ella con vaqueros y un jersey de cachemira). Pinny y Doug estaban sentados demasiado cerca para su gusto.
—¡Amy! Tómate algo. Ya pensábamos que te habías perdido por ahí arriba. Deja que te presente. Estos son Nickey y Paul.
Se dieron la mano, Paul, según descubrió, era un especialista en inversiones y Nickey era relaciones públicas. Vivían al otro lado de la calle y tenían dos niños pequeños, sus «bichitos».
—Doug, tengo entendido que estás en un grupo con Pinny —dijo Paul—. ¿Cuándo vamos a veros en Top of the Pops?
Pinny y Doug se miraron entre sí y se echaron a reír. A ella le tocó explicarle que ese programa musical había desaparecido de la parrilla hacía un par de años.
—Es increíble. —Paul se tomó la noticia bastante mal—. Me encantaba verlo cuando era niño. Los jueves por la noche. ¡Dios, cómo pasa el tiempo!
—¿Cómo va el gran grupo? —preguntó PJ al tiempo que le metía a Doug un cuenco de anacardos bajo las narices.
—Muy bien. Un bolo aquí, otro allá...
—Que sepáis que a Pulp les llevó doce años llegar a donde están —dijo ella, que siempre se sentía obligada a defender la elección de su novio vividor.
—¿Pulp? Ah, ya recuerdo, Jarvis Cocker. ¿Dónde se ha metido?
Gaby los hizo pasar al comedor.
—Se me ha ocurrido una idea para el grupo, Doug —dijo Gaby mientras le servía su porción de calabaza asada según la receta de Nigel Slater.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—¿Por qué no os presentáis a Factor X?
Se produjo una pausa infinitesimal antes de que Doug y Pinny se partieran de la risa.
—¿A Factor X? ¿Te lo imaginas? «¿Cuál es tu veredicto?»
—No veo por qué no —comentó Nickey—. Sería una plataforma de lanzamiento increíble. Creo que el premio es un contrato con una discográfica por valor de un millón de libras. —Miró a Doug con atención—. La verdad, ahora que me fijo... ¿Te han dicho alguna vez que eres clavadito a Simon Cowell?
—¿Simon Cowell? —Pinny se partía de la risa—. Pues tiene razón, Doug. No me había dado cuenta. Podríais ser gemelos.
A Doug le hizo tanta gracia como una patada en el culo, pero Gaby insistió.
—Pero ¿por qué no?
—Antes prefiero afeitarme las cejas. ¿Estás pidiéndome que venda toda mi credibilidad?
—Pero no todos los ganadores de esos concursos son perdedores —replicó Gaby—. Fíjate en Kelly Clarkson. O en Will Young.
—¿Will Young? ¿Que Will Young no es un perdedor?
Doug y Pinny resoplaron. En otra época Amy habría estado de acuerdo, pero al mirar a Doug pensó: «Sí, Will Young ha ganado unos cuantos discos de platino mientras que tú... ¿qué has logrado?».
—¿Dónde has comprado la pintura? —preguntó para cambiar de tema.
—En Farrow & Ball —contestó Gaby, obviamente encantada—. Sé que es un topicazo, pero tienen una paleta de colores increíble.
—Es preciosa, Gaby —afirmó Nickey—. Has tomado la decisión correcta al mudarte aquí, así podrás solicitar plaza en el colegio. No podrías haber pedido nada mejor.
—¿Cómo van los planes de boda, Amy? —preguntó PJ—. Amy y Doug se casan en agosto.
—¿Amy y Doug? —Nickey parecía confundida cuando desvió la mirada a Doug y a Pinny—. Ah, vale, pensaba que...
—Doug y Pinny son compañeros en el grupo, nada más —explicó Gaby con firmeza.
—Aún no hemos encontrado un sitio donde celebrar la boda —comentó ella, encantada por la oportunidad de ventilar sus preocupaciones, sobre las que Doug se mostraba totalmente indiferente—. Anoche fui a ver el salón de actos de una iglesia en Store Newington que me dijeron que estaba bastante bien, pero para entrar tuve que pasar por encima de un drogata y había un restaurante chino justo al lado. Para salir al Soho con unas amigas estaría genial, pero no es un sitio para llevar a tu abuela. De todas maneras, creo que vamos a descartar los salones de actos de las iglesias. Me sentiría como en una actuación de Ambrosial.
Doug fue incapaz de reprimir un bostezo. PJ intentó aparentar que le interesaba.
—Vais cortos de tiempo, ¿no? —comentó PJ—. Lo que quiero decir es que os quedan... ¿menos de seis meses?
—Lo sé. He mirado todos los hoteles, restaurantes y bares de Londres, pero no podemos permitirnos celebrar el banquete en ninguno de esos sitios a menos que nos casemos un miércoles por la mañana.
—¿Un miércoles por la mañana?
—Es más barato si te casas entre semana.
Doug mostró señales de interés por primera vez desde hacía siglos.
—Ah, pues entonces deberíamos hacerlo.
—¡Doug! Va a venir gente de Escocia y de Devon, no podemos pedirles que pierdan dos días de trabajo para ahorrarnos dinero.
—En ese caso tendremos que gastarnos un poco más. Recortaremos de otra cosa. De la comida. Eso sí —continuó Doug con una mueca socarrona—, el vino que sea bueno. —Por raro que pareciera, había estado encantado de acompañar a su prometida a una cata de vinos.
—Pareces que vas un poco retrasada —dijo Gaby—. ¿Cómo vas con la lista de bodas? Tienes que registrarte para los regalos.
—¿Regalos? —preguntó Doug sin saber a lo que se referían. Lo que era normal, ya que en las pocas ocasiones que iban a la boda de algún amigo, le tocaba a ella buscar la lista de bodas en johnlewis.com y siempre era su tarjeta de crédito la que acababa pagando una alfombrilla de baño o un molinillo de café para una pareja a quien apenas conocía.
—Sí. Regalos. A la gente le gusta regalar a los novios alguna cosilla, generalmente algo para la casa, para ayudarlos a iniciar su vida de casados.
—Pero nosotros no necesitamos nada para la casa —protestó Doug.
Aunque no era verdad. Ella estaba hasta el moño de que sus padres siguieran regalándoles sartenes, procedentes de su lista de boda, que hicieron cuando no se había inventado la electricidad.
—Pero estás organizando un evento grandioso —replicó Gaby—. Te estás gastando una fortuna en tus amigos. Lo menos que puede hacer la gente es devolverte algo en forma de regalo.
—Dios, ha sido espantoso. —Pinny se echó a reír un par de horas más tarde mientras subían un taxi rumbo a la zona norte—. Tan burgués... «¿Cuánto le pagas al servicio de limpieza?» «¿Qué estación de esquí te parece mejor: Verbier o Meribel?»
Daba repelús lo bien que Pinny había calado a Gaby y a Nickey. Y, aunque tenía razón, la burla la enfadó.
—¿Y por qué aceptaste la invitación?
—Gaby me invitó en persona. Habría sido muy descortés rechazarla. Y sabía que Doug y tú estaríais allí, así que podríamos echarnos unas risas. —Se movió en el asiento—. Joder, espero que no os volváis como ellos cuando os caséis. Todo el rato hablando del valor de los terrenos y de las tarifas de los arquitectos.
—Claro que no —se apresuró a asegurar.
—Yo creo que no deberías esforzarte tanto con los planes de boda, Amy —le dijo Doug desde el asiento delantero.
—Todavía no me creo que vayáis a casaros —comentó Pinny—. Es acojonante, como muy adulto, no sé...
El taxi se detuvo delante de su piso.
—¿Te apetece tomarte una copa, Pins? —preguntó Doug mientras ella miraba el reloj. Era más de medianoche y ella tenía que estar en la puñetera consulta a las siete y media.
—Por mí estupendo. —Pinny miró en su bolso—. Joder. ¿Te importa poner mi parte?
—No seas tonta. Amy lo paga todo.
Así que ella pagó las treinta libras antes de que los tres subieran la escalera hasta su piso, donde Pinny se fue derecha al equipo de música y puso Nellee a toda leche.
—¡Baja eso! —Intentó sonreír—. Vas a despertar a Nirpal, el vecino de abajo.
—¡Que le den a Nirpal! —exclamó Doug, que estaba más borracho de lo que ella creía—. Vamos a bailar.
—Bailad vosotros dos. Yo me voy a la cama.
—¡Por el amor de Dios, Amy! Diviértete un poco —dijo Pinny.
—Ya no sabes divertirte —añadió Doug como de costumbre.
—Sé divertirme —se defendió con una alegría que no sentía ni de lejos—. Pero tengo que levantarme muy temprano. Pinny, si quieres quedarte en el sofá, Doug te dará sábanas y toallas. Y no hagáis mucho ruido, por favor.
Evidentemente, no pudo pegar ojo. Al principio tenía el corazón tan acelerado que creía que se le saldría por la boca. Además, estaba la música que retumbaba en las paredes junto con las carcajadas y algún que otro golpe, como si hubieran volcado una silla o algo, y luego los porrazos en la puerta cuando Nirpal, un contable bastante agradable, se quejó como era de esperar.
Comenzó a darle vueltas a la conversación de la cena e intentó averiguar por qué se sentía tan mal. Una parte de ella creía que el mundo donde vivían Gaby y PJ era esnob, encorsetado y un poco aterrador, pero otra parte de ella envidiaba lo felices que eran con su nueva casa, su jardín, sus trabajos con horarios fijos y sus niños. ¿Por qué quería Doug todavía más? La cabeza le dio vueltas como si fuera una ruleta hasta detenerse en la casilla del sólido y serio Danny, a quien le encantaba jugar al rugby. A esas alturas y si se hubiera quedado con él, ya tendría todo eso. Y posiblemente estaría subiéndose por las paredes del aburrimiento. ¿O no? Una vez que el puñetero reloj biológico se ponía en marcha comprendía que se pudiera hacer cualquier sacrificio, que se pudiera aceptar cualquier trato, con tal de cumplir tu destino biológico.
Tenía que dejar de pensar en eso. Doug creía que ya no sabía divertirse. Sabía perfectamente que podía acabar perdiéndolo, que podía escapársele de entre los dedos sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Tendría que pasar, una vez más, otra noche sin dormir para ser la novia despreocupada que le gustaba. Con tal de retenerlo, tendría siempre un aspecto impecable, cocinaría platos deliciosos y se abalanzaría sobre él en cuanto entrara por la puerta.
—¡Ya te tengo! —gritó Pinny al otro lado de la puerta.
Dijera lo que dijese Doug, organizaría una boda alucinante, una boda que sería lo más en cuestión de buen gusto y elegancia. Y después le sorprendería con la luna de miel perfecta en la ciudad de sus sueños. Se gastaría todos los ahorros, le demostraría lo maravillosa que era.
Doug se acostó alrededor del las tres.
—Pin se ha ido a su casa —le susurró medio borracho al oído—. Dice que no le apetece que la despiertes temprano cuando te levantes y empieces a hacer ruido por el apartamento.
—Siento mucho ser una molestia —dijo, y al punto se sintió como una zorra. Pero Doug no se había enterado.
—Siento haber dicho que ya no sabías divertirte. Pinny me ha echado la bronca. Dice que uno de los dos tiene que tener un trabajo respetable.
—No pasa nada —replicó.
Se percató de que Doug le estaba quitando los pantalones del pijama. Aunque estaba hecha polvo, sintió un ramalazo triunfal. La deseaba después de todo. Estaba siendo una paranoica, estaba comportándose como una loca. Cuando todo terminó, se acurrucó contra su pecho para escucharlo respirar.
—¿Te importaría apartarte? —preguntó Doug—. Me estás aplastando.
Se apartó. Y por la mañana llamo y Gaby y le pidió que organizara la mejor luna de miel en Roma de todos los tiempos.
—Doug y Pinny tienen una relación muy estrecha, ¿no? —le preguntó Gaby después de anotar sus sugerencias.
—Claro que sí, trabajan juntos —respondió ella de mala leche. Tal vez habría sido mejor acudir a una agencia de viajes online, donde no hicieran esas preguntas tan impertinentes.
Capítulo 37
A Amy no le apetecía desayunar. En lugar de ir al restaurante, cogió el ascensor hasta las instalaciones recreativas, donde se puso el biquini. Todavía estaba húmedo del día anterior. ¿Cómo era posible que apenas veinticuatro horas antes estuviera chapoteando en el agua caliente con Hal y que en esos momentos la vida hubiera perdido de nuevo todo el sentido? Se metió en la piscina de hidroterapia. Sintió el cosquilleo de las burbujas en la piel, pero le parecieron una réplica artificial del sencillo placer del día anterior. Cuando volviera a la suite, llamaría a la compañía aérea y pediría otra vez que le cambiaran el vuelo al próximo avión.
—¡Hola! —oyó que alguien la saludaba por detrás. Miró por encima del hombro y vio a Lisa, espléndida con un biquini rojo. Tenía tatuado un delfín pequeñito debajo del ombligo.
—¡Hola! ¿Qué tal? ¿Metí la pata ayer? Me pillaste desprevenida por completo.
—Lo siento —se disculpó mientras se metía en el agua con ella—. Simon me pilló nada más entrar. No volví hasta la una. Es que pensaba que estaría ocupado cubriendo la presentación y que no se daría cuenta de la hora. Pero estaba que se subía por las paredes. Así que te cargué con las culpas, no me quedó más remedio. De todas formas, gracias por haberme echado un cable. Me he dado cuenta de que... en fin, de que tengo que comprometerme más.
—¿Ah, sí?
—Sí. Nos hemos puesto de acuerdo en lo del internado. Ya he firmado los papeles. Emily empieza dentro de tres semanas. No le hizo mucha gracia cuando se lo dije...
—Supongo que no.
Lisa suspiró.
—Simon jura y perjura que es lo mejor para ella. Que tendrá muchas más oportunidades de las que yo he tenido. Le he dicho que hay caballos y una piscina, y que iré a verla cada tres semanas. Que será como Hogwarts, pero le ha sentado muy mal, Amy.
—Mmm... —Lo único que se le ocurría decir era «No deberías haberlo hecho», pero por experiencia con los pacientes sabía que a la gente no le gustaba escuchar esas palabras.
—Y luego está lo de la perra.
—¿El qué?
—Esta mañana Simon insistió en que le dijera a Emily que tendremos que sacrificarla.
—¿¡Vas a sacrificarla!?
—Bueno, es que mi hermana no quiere quedársela y es vieja. De todas formas no habría durado ni seis meses más, así que es una tontería buscarle un nuevo hogar. Pero Emily no ha parado de llorar. Ha sido horrible. Y yo me he sentido fatal.
Pero no tanto como Emily, se dijo. Tenía que decir algo.
—¿De verdad quieres a Simon?—le preguntó.
—¿A qué te refieres?
—¿Es el hombre adecuado para ti? Porque tengo la impresión de que el amor de tu vida es Emily, no él... tal como debería ser. Así que a lo mejor deberías casarte con alguien que pusiera a Emily por encima de todas las cosas.
—¡Pero si eso es lo que está haciendo! Va a pagar el colegio y la universidad. Tendrá todo lo que siempre he soñado para ella. Simon nos ha salvado, Amy. Por supuesto que lo quiero.
—¿Y Massimo?
—Massimo es un encanto. Pero solo ha sido una aventurilla. —Alzó una ceja—. Querida, solo estoy haciendo lo que hacen los hombres. Te das unos cuantos revolcones con los que están de buen ver, pero te casas con los serios.
Decidió cambiar de estrategia.
—Pero Emily sería más feliz con su madre, no en un internado pijo y horroroso, separada de ella.
Lisa apretó los labios.
—No te ofendas, Amy, pero creo que no sabes de lo que estás hablando. No creo que Emily pueda ser muy feliz con una madre que se deja los cuernos intentando pagar las facturas, con una madre que ni siquiera puede ofrecerle una semana de vacaciones cuando el resto de los niños pasa el verano en España o en Florida.
—Pero esas cosas no son importantes —protestó, escandalizada.
—Para mí sí lo son —le aseguró Lisa, observando el enorme diamante de su anillo de compromiso—. Siempre he querido tener cosas bonitas.
—Pero tienes un trabajo. Podrías costearte unas vacaciones de vez en cuando, ¿no?
—No las que me merezco. Tengo tantas deudas que tardaría toda una vida en saldarlas por completo. Pero en cuanto me case con Simon, desaparecerán de un plumazo. Serán agua pasada. Finito. No puedo seguir haciéndolo, Amy. Estoy hasta el moño. Necesito empezar de nuevo.
—Empezar de nuevo con un hombre al que no quieres.
—Ya te he dicho que sí lo quiero. Pero el amor no es lo más importante. Lo importante es la seguridad. —Se puso en pie y el agua resbaló por su magnífico cuerpo—. Será mejor que me vaya. Tengo cita en la peluquería. —La miró por encima del hombro—. Para ti es distinto. Tienes un buen trabajo. No has cometido los errores que yo he cometido. Es normal que creas que el amor es lo más importante. —Y atravesó la estancia sin echar la vista atrás, seguida del taconeo de sus sandalias sobre las baldosas.
Siguió tendida en la piscina, preguntándose sí debería juzgar a Lisa con tanta dureza. Al fin y al cabo, ¿no buscaba ella también la seguridad? ¿No quería asegurarse de que Doug y ella podían seguir pagando la hipoteca, comprar muebles bonitos y vivir con tranquilidad, en lugar de sudar tinta para mantenerse al día con los pagos mientras él invertía todo su tiempo y su esfuerzo en el grupo? Hasta tal punto que estuvo en un tris de mandarle un mensaje a Danny para ver si quería volver con ella...
Había querido mucho a Doug. Con toda el alma. Pero no estaba segura de que el amor lo fuese todo. A lo mejor había sido demasiado avariciosa. A lo mejor había puesto el listón muy alto. Había deseado alcanzar las estrellas cuando debería haberse conformado con la luna.
Sin embargo, analizando el tema a fondo, sabía que sus problemas con Doug eran mucho más profundos. No se trataba solo del dinero, del estatus y de tener una casa grande. La fuente de sus problemas era algo más básico. La inmadurez de Doug. Su incapacidad para comprender que un futuro lleno de conciertos, de noches de juerga, porros, películas y cenas fuera de casa ya no la satisfacía. Estaba tan colada por él que se había convencido a sí misma de que nada de eso importaba, aunque en el fondo supiera que sí.
—Perdona —oyó que decía una voz femenina a sus espaldas—, ¿eres Amy?
Se volvió otra vez y vio a una rubia muy mona con una melena cortita, vestida con vaqueros y una camisa de florecillas que le estaba sonriendo.
—Sí, ¿por qué?
—Hola. Es estupendo ponerle cara a tu nombre. Soy Christine. Del Daily Post.
—Ah, hola —le dijo, confundida.
—Estaba preguntándome si podríamos tener una charla sobre tu relación con Hal Blackstock.
—¿Cómo dices? Yo no tengo ninguna relación con Hal Blackstock.
—Pues yo creo que sí —insistió la mujer, que se agachó y le mostró con increíble agilidad una diminuta grabadora y el ejemplar de un periódico.
«Las vacaciones en Roma de Hal», rezaba el titular de la noticia. Bajo esas palabras había una foto de pésima calidad en la que se les veía a Hal y a ella besándose al amanecer frente a la Boca de la Verdad.
—La hizo una persona que pasaba por allí —le dijo la periodista—. A mí me parece que os lleváis muy bien. Así que a lo mejor te gustaría contarme algo.
—Yo... —Tenía la impresión de que esa era una de esas situaciones en las que se empleaba la frase «Sin comentarios». Pero en ese momento no se le ocurrió.
—¿Quieres que te lea lo que dice? —le preguntó Christine amablemente—. Así podrás decirme si es verdad o mentira.
—Yo... —Ojalá no estuviera metida en la bañera ni se sintiera tan vulnerable.
—«¡Hal-a, hal-a, hal-a! Hal Blackstock, la estrella de cine, pillado besando a una mujer casada en Roma ayer al amanecer. El novio de la actriz Flora de Belleville Crécy, de cuarenta y tres años de edad, disfruta de un abrazo con Amy Fraser, de treinta y seis y de luna de miel, tras pasar una noche de marcha en Roma.»
—Tengo treinta y cuatro —protestó ella.
—Ah, vale —asintió Christine—. «Justo después de que su ex, Marina Dawson, anunciara su compromiso con el multimillonario Fabrizio de Michelis, Blackstock parece no haber perdido tiempo para seducir a la señora Fraser, clienta del exclusivo hotel de Russie, un establecimiento de cinco estrellas donde el precio de las suites ronda las cuatro mil libras por noche.»
—¡La mía no cuesta tanto! —exclamó—. A ver, es muy cara, pero...
—Se limitan a citar la tarifa oficial. —La periodista sonrió—. «Mientras la oscarizada Flora, novia de Hal desde hace casi un año, está ocupada trabajando en una fundación para reclusas en Jamaica, Hal hace honor a su sobrenombre "Vacaciones Hal". La señora Fraser, una doctora residente en Londres, pasó una noche con Hal recorriendo Roma en Vespa, tras lo cual se echaron un bailecito en un club y como colofón compartieron ese abrazo frente a la Boca de la Verdad, un sitio típico de Roma que pasó a la posteridad tras la película Vacaciones en Roma, protagonizada por Audrey Hepburn.»
—¡Ha sido Vinny! —exclamó—. Él ha vendido esa foto.
Menudo cabrón, pensó.
Christine se limitó a sonreír.
—Nunca revelamos nuestras fuentes. «"Había mucha química entre ellos", afirma un testigo. "No podían dejar de hacerse arrumacos." Aunque parezca rarísimo, la señora Fraser está disfrutando de su luna de miel con el que se convirtió en su marido hace unos escasos tres días. También se supone que está en el tercer mes de embarazo de su primer hijo. "El marido de Amy es un joven muy agradable y parecen estar enamoradísimos", afirma Marian Otterley, de sesenta y cuatro años de edad y oriunda de Marlborough, Wiltshire, alojada en el mismo hotel que la pareja. "Pero estos últimos días el pobre ha estado encerrado en su habitación aquejado de dolor de cabeza y supongo que Amy ha cedido a la tentación. Debo admitir que su comportamiento me sorprende. Está muy orgullosa y feliz de su embarazo, y me parece muy raro que se vaya por ahí de picos pardos de esta forma."»
—¡Marian no ha visto a mi marido! De todas formas, no estoy casada.
—¿Ah, no? —la periodista se inclinó hacia delante con mucho interés—. Así que no estás de luna de miel.
—Bueno, sí, pero... —Supuestamente había una frase hecha para ese tipo de situaciones. Ah, sí—: ¡Sin comentarios! —Se puso el albornoz y se marchó al vestuario con Christine pisándole los talones.
—Amy, cariño, tranquila. He venido justo para eso. Para que me cuentes tu versión de la historia y aclares el malentendido. A ver, ¿qué te parece si vamos a desayunar a algún sitio tranquilo para que me lo cuentes todo y así nos aseguremos de que publican la verdad?
—No, gracias —respondió, arrebujándose con el albornoz.
—Es por tu bien. No puedes evitar que publiquen cosas sobre ti, ¿no prefieres controlar al menos un poco el tema?
Christine estaba en lo cierto. Ese reportaje estaba plagado de mentiras que tenía que corregir. Pensó en sus padres, horrorizados al leer el Daily Post mientras desayunaban. Pero ¿se sentiría mejor si contaba la verdadera historia? Menudo follón. Pero qué boba había sido. ¿En qué cabeza cabía que pudiera pasar un día entero con Hal Blackstock sin que nadie se enterara de nada?
—Saca tajada del asunto, Amy —siguió la mujer. Era muy guapa y parecía simpática—. Te pagaremos una buena cantidad si nos cuentas la verdad.
Estaba a punto de claudicar cuando una voz femenina masculló:
—¡Amy!
Ambas se volvieron a la vez. Vanessa. Y parecía más irritada de lo normal.
—Amy, deja de hablar con esta... persona inmediatamente. Ven conmigo.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo. Ven conmigo, ahora mismo.
Estaba atrapada entre las dos mujeres. La hermosa Christine de mejillas sonrosadas y la desagradable Vanessa. No le gustaba ni un pelo que le hablaran en ese tono. ¿Iba a ofrecerle dinero Vanessa? Al fin y al cabo, ¿le debía algo a ella o a Hal Blackstock?
Las miró un instante.
—Creo que es mejor que vengas conmigo, Amy —le dijo la periodista en voz baja.
Vanessa cerró los ojos y haciendo un esfuerzo supremo susurró:
—Por favor.
Eso lo decidió todo.
—Lo siento —le dijo a Christine. Y lo sentía de verdad—. Pero creo que debo irme con Vanessa.
Capítulo 38
Después de que Marina se fuera, Hal siguió un buen rato sentado en la terraza con la mirada perdida en los jardines. El teléfono de la suite no paraba de sonar. En el fondo de su mente una vocecilla le decía que lo cogiera por si era Marina disculpándose, pero sabía que era otro imposible. Así que lo dejó sonar. Acabó por levantarse y desconectar todos los teléfonos de la suite e incluso apagó el móvil. Que se fuera todo el mundo a la mierda. Necesitaba estar solo, necesitaba pensar.
Después llegaron los golpes a la puerta. Al principio no les hizo ni caso, pero la cosa siguió y escuchó que Nessie gritaba:
—¡Hal, Hal! Siento muchísimo molestarte, pero tengo que hablar contigo.
—Vete, Nessie —gritó a su vez—. Estoy durmiendo.
—Lo siento. No te molestaría si no fuera importante.
—No hay nada que sea tan importante. Cuéntamelo luego. No estoy de humor.
—Creo que deberías saberlo.
Acabó por ir hasta la puerta y abrir una rendija a través de la cual vio a Vanessa, inusualmente nerviosa, con un periódico en la mano. ¡Menuda gilipollez! Los periódicos seguían publicando basura. Ni que fuera importante. Llevaban años haciendo lo mismo.
—Cariño, te he dicho que te largues.
—Pero Hal...
En ese momento escuchó otra voz procedente del pasillo.
—¿Hal?
Y por encima del hombro de Vanessa vio a la rubia delgada y elegante que el mundo creía que era su novia.
—¡Flora! ¿Qué coño haces aquí?
—Qué bonito... —replicó la aludida con una carcajada carente de humor. Iba ataviada con unos vaqueros que dejaban a la vista su inexistente trasero y un blusón bordado que le habría costado lo mismo que el Producto Nacional Bruto de Guatemala. Se había dejado el pelo suelto, que le caía liso a ambos lados del rostro, y su maquillaje al estilo «no voy maquillada» era impecable. Lo abrazó—. He hecho todos estos kilómetros para verte y ¿así es como me recibes?
—Lo siento, Hal —se disculpó Vanessa, que por primera vez desde que la conocía parecía aterrada—. No pude ponerme en contacto con Henrietta antes de que salieran hacia el aeropuerto.
La mente de Hal hizo malabarismos para adaptarse.
—Lo siento muchísimo, querida —murmuró después de darle un casto beso en la mejilla—. Es que me has sorprendido. ¿Por qué no me has avisado de que venías? ¿Cómo están las niñas?
—Bien, gracias. No es una enfermedad grave. En cuanto a lo de avisarte, perdóname, pero creí que sería romántico. —Se volvió hacia Henrietta, su asistente personal, que tenía un aspecto muy pálido y desaliñado. Junto a ella estaba el portero, al lado de un carrito cargado de maletas—. Ya podéis dejarnos solos. Hal y yo tenemos que ponernos al día. Henrietta, luego te llamo para planear el día.
—Vale —replicó la mujer, aliviada ante la idea de una cama después de una larga noche de avión.
—Para entonces quiero que hayas organizado la reforestación de por lo menos cuarenta hectáreas de selva brasileña.
—El rostro de Henrietta mostró su decepción—. Hemos venido en un vuelo privado —le explicó a él—. Es la única forma de volar de Jamaica a Roma sin hacer muchas escalas. Pero ya sabes lo mal que me hace sentir eso por lo perjudicial que es para el medio ambiente. —Pasó a su lado para entrar en la suite—. Hasta luego —dijo mientras cerraba la puerta.
Al igual que hiciera Marina, fue directa a la terraza.
—Qué jardines más bonitos —dijo por encima del hombro—, pero creo que estás muy expuesto a las miradas curiosas. Me parece que esta no es la mejor suite del hotel. Cuando me quedé aquí con Pierre...
—Sí, hay otras mejores —reconoció con desgana—. En una hay una pareja de luna de miel y en la otra está Justina. En esta hay dos litografías de Picasso.
—Qué locura pasar la luna de miel en Roma en agosto. —Flora se encogió de hombros antes de lanzar una mirada disgustada al desayuno que seguía intacto en la terraza—. Mmm... necesito una ducha. Debería haberme duchado en el avión, pero he estado repasando mis notas para el viaje a Madagascar. Y después me apetece tomar el almuerzo. Nada pesado, una ensalada. Encárgate de que me la sirvan mientras yo me preparo. Recuerda, ¡nada de tomate ni de berenjena!
—Claro, Flora —accedió, encantado por la posibilidad de perderla de vista aunque fuesen unos minutos.
El pánico lo consumió mientras Flora se duchaba. ¿Quién coño se había creído que era para acorralarlo de esa manera? Un breve vistazo a esos pómulos aristocráticos y a esos labios delgados de rictus desagradable lo habían convencido de algo que llevaba meses sospechando. No la amaba. Nunca lo había hecho. Y jamás lo haría. Era una buena actriz con muchos contactos en el mundillo de la interpretación, capaz de recaudar tropecientos millones para cualquier causa benéfica, pero eso no bastaba. ¿Cómo había podido creer lo contrario?
De todas formas, tal vez fuera lo mejor. Tarde o temprano iba a darle la patada, de modo que cuanto antes, mejor. No podía evitar sentirlo un poco por ella, sobre todo después de un viaje tan largo. Pobre Flora, tan controlada en apariencia, pero con tan mala suerte en el terreno sentimental. Se preguntó si habría roto con Pierre porque él también la creyó una persona aburrida y con muchas ínfulas. Igual quedaban algún día para tomar una copa y comparar notas... Después de pedir al servicio de habitaciones que les llevaran un par de ensaladas vegetarianas y zumo de hierba de trigo, la lástima que sentía por ella se había acrecentado. Aunque no tanto como la que sentía por sí mismo. Porque estaba a punto de quedarse solo por primera vez en su vida de adulto. Claro que en cuanto saltara la noticia, las candidatas a convertirse en su siguiente novia harían cola a su puerta, pero ya no estaba de humor para otra relación pasajera. No pensaba aceptar ni un solo sucedáneo más, a partir de ese momento buscaría su amor verdadero.
Ensayó mentalmente el discurso: «Flora, eres una mujer admirable, pero... tú no tienes la culpa, soy yo... es que ahora mismo necesito un poco de tiempo... Te mereces a un hombre que pueda darte lo que yo no puedo ofrecerte».
—¡Hal!
Flora estaba en la puerta, vestida con el albornoz y con una extraña sonrisa en los labios. Extendió las manos hacia él y vio que esos dedos huesudos sostenían una cajita negra.
—Hal, lo siento, no estaba curioseando, te lo juro. Estaba buscando el enjuague bucal en la habitación ¡y mira lo que he encontrado! Lo siento muchísimo, de verdad. Sé que habrás planeado una declaración muy romántica y sorprendente, por ejemplo en la terraza durante el atardecer, para ver los jardines, pero jamás podría fingir que no lo he descubierto. —Se echó a reír, encantada—. El anillo es precioso, Hal. Muy bonito. Aunque tal vez me quede un poco grande.
Hal tragó saliva.
—Has sido mala, Flora. No deberías fisgonear.
—Lo sé, lo sé, y ya te he pedido perdón. —Atravesó la habitación a la carrera.
Reconoció la expresión de su rostro. Era la misma que había utilizado cuando interpretó a la dulce e inocente hija de un psicópata asesino en Helecho. Le ofreció la cajita mientras pestañeaba con timidez.
—¿Ya? —susurró.
—¿Ya qué?
Su expresión se tornó un poco menos dulce e inocente.
—Que si ya vas a pedírmelo. Como Dios manda.
—¡Ah, eso! vale. Bueno... —Se enjugó el sudor de la frente, y eso que el aire acondicionado estaba al máximo—. Iba a hacerlo luego.
—¡Seamos espontáneos! ¡Hazlo ahora!
—Vale —replicó con un hilo de voz, pero en ese momento alguien empezó a aporrear la puerta—. Ah, debe de ser el almuerzo —dijo, aliviado, y se apresuró a abrir. Sin embargo, al otro lado descubrió a Callum—. ¡Cali! —gritó—. ¡Hola» tío, me alegro de verte! Pasa, pasa. ¿A que no adivinas quién ha venido a vernos?
—¿Quién? —preguntó Callum a su vez mientras parpadeaba extrañado por la inesperada cordialidad.
En ese momento se percató de que su representante, al igual que Nessie, llevaba un ejemplar del Daily Post.
—Siento molestarte de esta manera, pero tienes el teléfono de la suite desconectado y el móvil apagado, y creo que tú y yo deberíamos echarle un vistazo a esto para encontrar la manera de minimizar el daño. —Se detuvo en seco al llegar a la terraza—. ¡Flora! ¡Mierda! Digo... ¡hola! ¿Qué haces aquí?
—¿Por qué se empeña todo el mundo en preguntarme lo mismo? —preguntó ella—. He venido a ver a mi novio, ¿es un delito?
—No, no, ni mucho menos —respondió Callum, aunque su acostumbrada tranquilidad lo había abandonado—. ¿Me permites que hable un momento en privado con Hal? Aburridos asuntos de negocios, ya sabes. Después podréis relajaros juntos.
—¿Por qué no puedo estar presente durante la conversación? —quiso saber ella—. Entre nosotros no hay secretos, ¿sabes? No cuando estamos a punto de convertirnos en... —Miró a Hal y siguió con gran énfasis—: marido y mujer.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Callum.
—Deberías ser el primero en saberlo. Vamos a casarnos.
—¿Ah, sí?
—Bueno, Hal todavía no me lo ha pedido oficialmente, pero he descubierto el anillo y eso ha acelerado las cosas, así que...
—En ese caso, felicidades a los dos. —Se acercó a ella y le dio un beso antes de intercambiar un apretón de manos con Hal—. Estupendas noticias. Pero, Flora, el asunto que tenemos que hablar no es de índole romántica, así que ¿qué te parece si te sientas aquí un momentito para disfrutar del sol mientras Hal y yo hablamos dentro? Luego lo dejaré a tu entera disposición.
—Dame una pista —le pidió ella.
Hal sonrió en contra de su voluntad. Era una mujer tan competitiva que no podía soportar que la dejaran al margen de algo. Así que intercambió una mirada con Callum y asintió con la cabeza. Sabía que la cosa iría sobre la película de Bazotti y que Callum estaba nervioso porque Flora montaría en cólera cuando tuviera que coger un avión a Los Ángeles para la prueba. Pobre. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a saber que al día siguiente Flora y él serían historia?
Tal como imaginaba, Callum dijo:
—Bueno, pero que quede entre nosotros tres. Hal va a hacer la prueba para un papel en la nueva película de Andreas Bazotti. Así que tenemos que hacer planes.
—La nueva película de Bazotti... —Flora lo miró con renovado respeto—. Vaya, vaya. Estoy deseando oír más. —Y bostezó—. Lo siento. La diferencia de horario me está pasando factura. No tardéis mucho. Quiero a Hal para mí sólita. —Señaló con la cabeza el periódico que Callum llevaba bajo el brazo—. ¿Me lo dejas para que le eche un vistazo?
Callum miró el periódico como si fuera un arma radiactiva.
—No creo que te interese. Prensa rosa inglesa. Está lleno de porquería. Seguro que alguien puede subirte el New Yorker o...
—No, me encantan vuestros cotilleos —protestó ella—. Son muy graciosos. En Estados Unidos no tenemos publicaciones tan frívolas. Vamos, Callum, dámelo.
—Pero es que hay una cosa que necesito enseñarle a Hal.
El rostro de Flora se crispó.
—Callum, dámelo —repitió como si fuera una policía que estuviera pidiéndole a un atracador de bancos que entregara su arma.
Al ver que Callum no reaccionaba, se acercó a él y le quitó el periódico de un tirón. Lo dejó sobre la mesa y observó la portada en silencio.
—Vaya —dijo.
Hal se puso de puntillas para ver el periódico por encima de su hombro.
—¡Joder! —exclamó.
Capítulo 39
Vanessa arrastró a Amy hasta el garaje y la metió en una limusina con cristales tintados. Mientras el chófer salía a la vía del Babuino, el móvil de Amy comenzó a sonar.
—¡No contestes! —gritó Vanessa.
—Pero es mi madre.
—Ah, vale. Entonces vale. Pero tienes que decirle que no hable con absolutamente nadie.
—Hola, mamá.
—Amy, cariño, ¿qué está pasando? Has salido en las revistas de hoy, que lo sepas. Al parecer tienes una aventura con Hal Blackstock. Y Doug y tú acabasteis casándoos al final. Y encima estás embarazada.
—No nos casamos. No estoy embarazada. Eso ha sido un malentendido. —Vanessa volvió la cabeza tan rápido que creyó que se le caería—. Y no estoy teniendo una aventura con Hal Blackstock.
—¡Oooh! —Exclamó su madre como si fuera un globo al deshincharse—. ¿Estás segura?
—¿De qué?
—Bueno, de lo de Hal Blackstock —contestó su madre, dejando claras sus prioridades.
—Absolutamente. Lo conozco. Pero no hay nada entre nosotros.
—¿Y no estás embarazada? —¡Plof! Otro sueño roto. Pero después se animó—. ¡Conoces a Hal Blackstock! ¡Ay, Dios, Amy! Tienes que decirle que me encantó en aquella película sobre la guerra de Secesión. Y... ¿podrías pedirle un autógrafo? No para mí, sino para mi vecina Pat.
—No creo que vaya a tener la oportunidad.
—Bueno, haz lo que puedas. A ver si consigues que ponga: «Para Pat con cariño, de Hal». ¡Sería maravilloso! De todas maneras, me alegro muchísimo de que estés pasándotelo bien. Bueno, a tu padre y a mí nos han avergonzado un poco las fotos, pero... ¡Ah, llaman a la puerta! Espera un momento, voy a ver por la ventana quién es. Son dos hombres. No los conozco de nada.
—Creo que podrían ser periodistas.
—¿¡Qué!? —gritó Vanessa—. ¿¡Periodistas!? ¿Cómo nos han encontrado? —Vanessa le quitó el móvil—. ¿Hola? Soy Vanessa Trimingham, la asistente personal del señor Blackstock. Si de verdad hay dos hombres en su puerta, no les abra. Y tampoco quiero que coja el teléfono. Todo el mundo andará como loco por enterarse de la relación que tiene su hija con el señor Blackstock. No debe hacer comentarios. Si alguien se salta sus defensas, debe decir «Sin comentarios». ¿Me entiende? «Sin comentarios.» —Hubo una pequeña pausa antes de que Vanessa hablara de nuevo—. No, no le estoy hablando como si fuera usted tonta. Siento mucho si lo ha interpretado de esa manera... Bueno, tal vez no pueda ir a nadar hoy. Creo que vamos a tener que dejar claras las prioridades. Lo más importante es que cortemos esta historia de raíz... —Los gritos al otro lado de la línea se hicieron más insistentes—. De acuerdo, le devuelvo el teléfono a su hija.
—¡Amy! —Su madre parecía muy molesta—. Esa mujer dice que no puedo salir de casa. Pero siempre voy a nadar con Pat los viernes. Díselo.
—Creo que no sería muy buena idea. —Oyó que sonaba el timbre. Y al mismo tiempo el móvil comenzó a emitir pitidos sin cesar, a medida que iba recibiendo llamadas.
—¡Vaya por Dios! Más personas en la puerta. ¿Qué hago?
—Creo que Vanessa tiene razón —le dijo a su madre— y vas a tener que quedarte en casa.
Cuando por fin logró convencer a su madre, comenzó a revisar los mensajes de texto. Al igual que sucedió con la boda, todo el mundo quería saber qué estaba pasando. Le mandó uno a Gaby, asegurándole que no era lo que creía y que esperaba volver a casa pronto para darle todos los detalles. Después siguió revisando la lista, y se le paró el corazón un segundo cuando vio el nombre de Pinny.
Buena chica. Le has dado un buen susto al inútil de tu novio. Felicidades, P xx
Lo miró sin dar crédito. Estaba segura de que Pinny se habría lanzado a por Doug en cuanto ella salió del país. Qué raro. Pero en vez de darle vueltas al asunto, se concentró en los mensajes de voz. Los sospechosos habituales junto con llamadas de The Sun, el Daily Mail, el Daily Express y el News of the World. ¿De dónde habían sacado su número? Después un mensaje zalamero de Christine. Lo borró. El siguiente era de un hombre.
«Amy. Soy Vincenzo. De la otra noche. El hotel me dio tu número cuando fui a recogerte al aeropuerto. Lo siento muchísimo. Muchísimo. No he sido yo, de verdad, te lo juro. Ha sido Gianni. Estoy muy enfadado con él. Por favor. Si la situación te desborda, llámame. Puedes quedarte conmigo si quieres, lejos de los periodistas.»
Miró a Vanessa y luego bajó la vista de nuevo al móvil.
—A dondequiera que me lleves, ha habido un cambio de planes.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero ir a casa de un amigo, no al escondite que tú has elegido. —Al ver que Vanessa abría la boca para discutir, soltó la bomba—: Si no lo haces, le diré a mi madre que les diga a los periodistas que cree que Hal y yo estamos comprometidos.
En la suite Picasso las consecuencias del descubrimiento fueron inevitables. Como era de esperar, Flora estaba muy enfadada. Le gritó a Hal un montón, le tiró el anillo a la cara, le dijo que todo se había acabado y luego salió de la habitación gritándole a Henrietta que hiciera el equipaje para marcharse de inmediato.
Hal y Callum se miraron mientras el portazo resonaba por la suite. Los dos estallaron en carcajadas y siguieron a mandíbula batiente hasta acabar llorando.
—Lo siento —consiguió decir Callum al cabo de un rato—. Supongo que el final de tu relación no debería hacerme tanta gracia. Pero me la hace. Despídeme si quieres. Despídeme ahora mismo.
—No pasa nada —le aseguró Hal—. Supongo que lo habría averiguado tarde o temprano. La lástima es que tuviera que venir hasta aquí para hacerlo. —Soltó una risilla—. Tienes razón, no tiene gracia. Está muy dolida. —Pronunció la última frase con un hilillo de voz.
Comenzaron a reír de nuevo.
—No me había dado cuenta de que no la amabas —confesó Callum cuando se tranquilizó.
—Ni yo. Lo descubrí hace un par de días.
Se produjo un corto silencio.
—¿Habéis vuelto Marina y tú?
Negó con la cabeza mientras apretaba los labios.
—No. No. Eso nunca ha sido una opción. Va a casarse con Fabrizio, ya lo sabes.
—Pero anoche la química entre los dos era tan intensa...
Lo interrumpió.
—No hay nada entre Marina y yo. Y ahora déjame leer el dichoso periódico en condiciones. Y luego creo que llamaré a Amy para disculparme por haberle puesto la vida patas arriba.
—La verdad... —dijo Callum y carraspeó antes de seguir—: es que ya estamos ocupándonos de Amy.
Eso lo dejó boquiabierto.
—¿Cómo que estáis ocupándoos de ella? Por si no te has enterado, este país ya no es fascista.
Callum sonrió.
—No es nada drástico. Pero el hotel está rodeado de periodistas y paparazzi, así que Vanessa se la ha llevado a un lugar secreto que ha encontrado en el campo. Nos pareció buena idea que se quede allí hasta que las cosas se calmen un poco y podamos mandarla de vuelta a casa.
—Pobrecilla. —Pensó en Amy. No había sido amor, pero le gustaba mucho—. ¿Puedo ir a verla? Creo que le debo una disculpa en persona.
Capítulo 40
Un par de horas más tarde Hal y Amy estaban sentados en el diminuto piso que Vincenzo compartía con su madre, en el barrio de EUR, una espantosa aglomeración de torres de edificios.
Un contrito Vincenzo se había mostrado encantado de recibirlos mientras que su madre, que llevaba un corpiño de piel de leopardo y unos pantalones de cuero ajustados y que no se parecía en nada a la imagen que tenía Amy de una mamma italiana vestida de negro, preparaba café y agasajaba a Hal con pastelitos. Ninguno para ella, eso sí, porque una donna tenía que cuidar su línea.
Hal preguntó si podía hablar con ella a solas. Vincenzo los sacó al balcón, que daba a un grotesco monolito de piedra.
—Eso es feísimo —dijo ella.
—Mussolini lo construyó. Bueno, no él en persona, pero era su estilo arquitectónico neofascista. No llegó a imponerse. —Hal se preguntó cuánto podría escudarse en esa conversación trivial, pero el sentimiento de culpa lo traicionó—. Lo siento —dijo a bocajarro—, coqueteé contigo, te hice creer que había algo entre nosotros cuando en realidad solo estaba tonteando y en el fondo sabía que no había manera de mantenerlo en secreto. Los paparazzi están por todas partes.
—O algún amigo traicionero de Vincenzo.
—O algún amigo traicionero de Vincenzo.
—Disculpa aceptada —dijo Amy, profundamente conmovida—. Te perdono.
—Gracias —replicó con una sonrisa—. Si te sirve de consuelo, todo esto pasará. Todas esas revistas acabarán en la basura.
—Supongo. Lo que pasa es que no quería que todo el mundo se enterase de que me había inventado un marido. Es un poco humillante.
—Te entiendo muy bien. —Hizo una pausa antes de preguntar—: No estás embarazada, ¿verdad?
Amy meneó la cabeza con aire triste.
—Ni voy a estarlo a este paso.
—Lo siento muchísimo, Amy. Creí que estaba hablando en serio. Pero estaba confundido. No fue mi intención enredarte en mi desastrosa vida privada.
—No pasa nada —le aseguró—. Me he divertido muchísimo contigo. Y me he dado cuenta de que hace mucho que no me divertía.
Estaba tan guapa sentada al sol que se preguntó por un segundo si no estaría cometiendo otro terrible error.
—¿Por qué cortaste con tu marido? —quiso saber—. No me lo has dicho nunca.
Amy sonrió con tristeza.
—Cedí demasiadas veces. Hice demasiadas concesiones. Pero una de ellas fue la gota que colmó el vaso.
—¿De verdad? —Se volvió hacia ella fascinado.
—Mmm. —Pero a juzgar por la expresión de su rostro supo que no iba a decir más—. Es todo muy difícil —siguió—. Todo el mundo dice que las relaciones son difíciles, que tienes que perseverar y capear el temporal. Pero suponte por un momento que sabes que nunca va a funcionar. ¿Cuándo tiras la toalla?
—Ojalá lo supiera —contestó en voz baja—. Ese fue el error que cometí con Flora, el de tolerar algo que solo se ajustaba a una vida fácil. —Hizo una pausa y luego añadió—: Marina no lo habría hecho. Ella se dio cuenta de que nos dejábamos llevar, pero que no íbamos a ninguna parte. Era como si estuviéramos en una bicicleta estática. Quería que diéramos el siguiente paso. Quería que yo madurara. Me dio un ultimátum.
—¿Me estás hablando de anoche?
—No, no. Cuando cortamos. Me dio un mes para que le pidiera matrimonio o cortaría por lo sano.
—¿Y qué pasó? —preguntó, aunque ya sabía qué había pasado.
¿Qué les sucedía a los hombres con los plazos y las fechas límite? Era como si quisieran creerse inmortales, como si las limitaciones temporales no fueran con ellos y tuvieran todo el tiempo del mundo para organizar su casa, para arreglar sus errores y para reconducir su vida como era debido. ¿Por qué solo las mujeres comprendían lo corta que era la vida?
—No se lo pedí. Y fue el peor error que he cometido en la vida. Perdí al gran amor de mi vida porque era patético, porque tenía dudas estúpidas sobre cosas que no importaban lo más mínimo. Y ahora es demasiado tarde. Metí la pata. Metí la pata hasta el fondo.
—Encontrarás a otra persona —le aseguró. Era lo mismo que se había estado diciendo ella, pero en realidad no lo creía. Claro que Hal era una estrella de cine, por supuesto que él encontraría a otra persona.
—¿A alguien como tú? —preguntó Hal con su acostumbrado deje burlón, de modo que si ella respondía a su coqueteo, él pudiera contestar que había sido solo una broma.
—No como yo. —Sonrió—. No habría funcionado. Somos de planetas distintos. Y no me refiero a Marte y a Venus. Tú eres del planeta de los famosos, estás rodeado de mujeres guapísimas y viajas por todo el mundo. Sería imposible que pudiéramos estar juntos.
—Podría cambiar. Tirarlo todo por la borda. Podríamos irnos a vivir al campo. Tú atenderías a un grupo de pacientes de mejor clase y yo cuidaría nuestro huerto. —Pero solo estaba siendo cortés, no lo decía en serio.
—Imposible, te morirías del aburrimiento. Necesitas trabajar más, no menos. Ve a Estados Unidos. Consigue el papel de esa película de Bavotti o como se llame. Y dile a Marina lo que me has dicho a mí, que has metido la pata hasta el fondo y más allá.
—Tuve la oportunidad esta mañana —comentó—. Vino a verme. Estoy casi seguro de que me estaba dejando caer que no era demasiado tarde. Pero volví a cagarla.
—¿Por qué?
Hal suspiró.
—Orgullo. Miedo. Pero sobre todo por orgullo.
—Todavía no es demasiado tarde. Llámala. Dile que fue el orgullo y el miedo. Ponte de rodillas. Dile que eres un idiota integral y que no puedes vivir sin ella.
—No puedo hacer eso.
—Claro que puedes —lo contradijo con vehemencia.
—Si tu hombre lo hiciera, ¿te bastaría?
Meditó la respuesta un segundo. No, todo había acabado con Doug. Tal vez Lisa o quizá Hal, alguien en algún momento de esos últimos días, la había ayudado a comprender lo que ella ya sabía: que el amor por Doug no bastaba. Que él tenía que corresponderla en la misma medida y eso no iba a pasar jamás. No era culpa suya, Doug tenía esa forma de ser.
Sin embargo, Hal era distinto. Hal quería a Marina con toda su alma y estaba dispuesto a cambiar por ella. Lo había visto en sus ojos la noche anterior.
—Hazlo —le pidió.
—No puedo. —Sin embargo, le echó un vistazo al reloj mientras hablaba. Marina le había dicho que levaban anclas a las diez. Aún tenía tiempo más que de sobra.
—Por favor. —No podía soportarlo.
—¿Me acompañarás? —le preguntó.
—No creo que mi presencia ayude mucho.
—No tiene por qué verte. Pero me encantaría que estuvieras conmigo en el coche. Necesito el apoyo moral.
—Muy bien —accedió.
—Genial —dijo Hal, que cogió su móvil—. Hola, ¿Nessie? Soy yo. Oye, esta noche yo... ¿Cómo dices? —Le llegó un parloteo incomprensible desde el otro lado de la línea mientras la expresión de Hal pasaba de la irritación a la sorpresa y luego a la sorna—. ¿Así que vas a trabajar para Justina? —Se quedó callado escuchando—. Pues que tengas buena suerte, Nessie. Es un duro golpe perderte. Pero tienes razón. Justina tiene un brillante futuro por delante. Y tiene que ser una putada verte obligada a limpiar mis cagadas. No pasa nada, cariño, ciao. Mi nuevo asistente personal te llamará para tramitar el papeleo.
Capítulo 41
Por varios motivos relacionados con la informalidad de las amigas de Amy y con la imposibilidad de conseguir una limusina blanca en otra fecha, la despedida de soltera y la de soltero se celebraron la víspera de la boda, en lugar de hacerlo cuatro meses antes como habría sido lo lógico.
—Es una idea pésima —dijo Amy—. Todo el mundo sabe que mañana vas a despertarte a miles de kilómetros de aquí, encadenado a una farola, y cubierto de plumas de la cabeza a los pies.
—Que no —la tranquilizó Doug—. Me tomaré unas cuantas copas como cualquier viernes por la noche y ya está. ¿Qué se supone que voy a hacer durante mi última noche de libertad? ¿Quedarme en casa cagado de miedo?
Ella había esperado celebrar una cena tranquila con ambas familias, pero sabía que era una batalla perdida. No podía controlar a Doug, pero estaba decidida a tomarse solo un cóctel y después seguir con agua hasta la medianoche, hora en la que regresaría a casa. Al final y como era de esperar, se tomó tres cócteles y media botella de vino en un restaurante del Soho, entre risas, pegatinas con la L de novata y penes de chocolate. A las 11.45 descubrió que estaban en un club cercano al restaurante, donde Madhura se subió a bailar a una mesa en cuestión de segundos. La observó un rato.
—Me quedaré un cuarto de hora más —le gritó a Gaby al oído.
—Vale. Yo también. Este dichoso niño me está moliendo a patadas.
—Voy al baño un momento y luego intentamos encontrar un taxi, ¿vale?
Cuando salió al pasillo, se dio de bruces con un tío alto y muy serio vestido con pantalones de pana y camisa azul desabotonada hasta la cintura.
—¡Amy!
—¡Danny! ¿Qué haces aquí?
La última vez que se vieron cara a cara fue el día que él le suplicó entre lágrimas que no se fuera. En ese momento estaba colorado como un tomate y más contento que unas pascuas.
—Es mi despedida de soltero.
—¡Venga ya! Es mi despedida de soltera.
Se miraron sin decir nada. Aunque llevaba unos meses reflexionando acerca de si se había equivocado al dejarlo o no, supo al instante que había tomado la decisión correcta. Danny le resultaba tan interesante como la predicción meteorológica a largo plazo para Calgary, en Canadá... Eso sí, ojalá no se le hubiera corrido el rímel y él se fijara en la cantidad de kilos que había perdido.
—Pues sí —dijo Danny con esa voz ronca y tranquila que solía ponerla de los nervios—. Me caso dentro de tres semanas. Pero decidimos que sería más sensato celebrar las despedidas de soltero y de soltera un poco antes de la fecha. Aunque Alison no va a celebrar mucho. Está de cinco meses.
—Vaya —replicó, extrañada por los sentimientos que le provocó la noticia. Respiró hondo y le dijo—: Enhorabuena.
—Lo mismo digo, Amy. ¿Cuándo es tu gran día?
—Mañana. A las cinco de la tarde.
—¡Coño! Lo has dejado para última hora, ¿eh? Claro que tratándose de ti es lo normal, ¿no? En fin, buena suerte. Espero que todo te salga bien.
—Lo mismo digo.
Por un momento se le pasó por la cabeza la idea de quedarse una hora más y echar mano de la crema Midnight Secret de Guerlain para borrar los efectos de su rostro al día siguiente, pero al final se decidió por el taxi.
A la una estaba en la cama, dormida como un tronco, soñando con canapés y discursos cuando la despertó un portazo. Doug se metió en la cama apestando a alcohol, maría y tabaco. Alguien le había dado un beso en la mejilla y había dejado la marca roja de sus labios. Era el tono rojo de Chanel que usaba Pinny quien, naturalmente, había preferido la despedida de soltero a la de soltera.
—Hola.
—Hola —replicó ella, bostezando—. ¿Te lo has pasado bien?
—Estupendamente. —Suspiró y soltó un pequeño eructo—. Parece que se me ha hecho el cuerpo a estas tonterías de la boda. Ojalá me dijeras adónde vamos de luna de miel.
—Es una sorpresa.
—¿No puedes darme una pista?
—No —respondió, dándole la espalda—. Buenas noches, Doug. Hasta mañana.
—El 5 de septiembre estaremos de vuelta, ¿verdad?
Que Doug preguntara por una fecha tan específica era sorprendente.
—Sí. ¿Porqué?
—Porque el día 6 nos vamos de gira.
La respuesta la despejó por completo.
—¿¡De gira!?
—Aja.
—¡Pero si no me lo habías dicho! ¿Adónde? ¿Cuánto tiempo?
Doug soltó un enorme bostezo.
—Estoy seguro de que ya te lo he comentado. Bélgica, Holanda y Francia. Tres semanas.
—¿Tres semanas?
—Aja. No está tan lejos, nena. Puedo venir a verte algún fin de semana.
El sol comenzaba a entrar por las contraventanas y ella tenía un terrible nudo en la garganta.
—Eso es lo de menos. No me lo habías dicho. Y creo que habíamos quedado en que si el grupo no funcionaba, ibas a dejarlo después de la boda.
Silencio.
—¿Doug? Eso fue lo que acordamos, ¿no?
Doug se sentó.
—Amy, ¿qué otra cosa voy a hacer? No puedo volver a trabajar en una oficina. Vas a tener que darnos un poco más de tiempo.
—¡Pero es que siempre estoy dándoos tiempo! ¿Y nosotros qué, de dónde sacamos el tiempo? ¿Qué va a pasar cuando tengamos un bebé? Porque pienso pedir reducción de jornada. A menos que tú te quedes en casa y te encargues de él.
Ya estaba. Tres años de relación sin sacar el tema y, de repente, estaba sobre la mesa. La expresión de Doug lo decía todo.
—Doug, tú quieres tener hijos, ¿verdad?
Volvió a tenderse en la cama y se quedó muy quieto.
—No sé —respondió por fin con un hilo de voz.
De repente la invadió la calma.
—¿No lo sabes o no quieres?
—No —respondió, bajando aún más la voz—. No quiero tener hijos. Dan mucho ruido, huelen mal y lo dejan todo hecho un desastre. Te ponen la vida patas arriba. El grupo nunca triunfará si estoy distraído con un niño. Además, quiero viajar por Australia. Con un niño no se puede.
¿Hay algo más ruidoso, apestoso y desastroso que el grupo?, pensó ella, aunque no lo dijo.
—¿Prefieres ir a Australia antes que crear una nueva vida?
—Pues sí —contestó—. Lo siento, Amy, pero cualquier imbécil es capaz de crear una nueva vida. No todo el mundo tiene un grupo. Además, el mundo ya está lleno de niños.
Fue como si la tapa de un enorme piano cayera de repente. Se sentía abotargada. Aunque en el fondo siempre lo había sabido, del mismo modo que siempre había sabido que jamás dejaría el grupo. No quería tener niños. Porque él mismo era un niño. Claro que ella tenía otras alternativas. Podía pasar años esperando a que cambiara de opinión. Podía «olvidarse» de ponerse el diafragma... Sin embargo, recurrir a semejantes artimañas le resultaba repulsivo. Había visto muchos niños infelices en la clínica, y no solo procedentes de las clases medias, sino también de familias bien, cuyos padres los odiaban o se odiaban entre ellos. Y también había visto muchas madres solteras que se dejaban la piel intentando salir adelante con su sueldo como para planteárselo siquiera.
Una cosa era casarse sabiendo que no todo iba a ser perfecto, que habría baches impredecibles en el camino que tendrían que superar según fueran surgiendo, y otra muy distinta plantarse delante de la familia y de los amigos para pronunciar unos votos cuando se estaba en profundo desacuerdo sobre uno de los principios fundamentales del matrimonio y sabiendo que para conseguir lo que más deseaba tendría que recurrir al engaño, lo cual acabaría en un desastre seguro.
Deberían haber mantenido esa conversación hacía muchísimo tiempo. En parte, la tuvieron la mañana posterior al compromiso. Pero por ridículo que pareciera, había pensado que si cerraba los ojos y lo dejaba pasar, el desinterés de Doug por los niños desaparecería, como el ruidillo que se escuchaba bajo el fregadero que, en realidad, sabía que lo producían los ratones.
—Doug —dijo—, si no quieres tener niños, no podemos casarnos.
La miró alucinado.
—Pero tú ya lo sabías.
—Más o menos, pero nunca me lo has dicho así tal cual. La culpa es mía. Debería habértelo preguntado directamente. Hace años. —La lucidez y la entereza con las que veía las cosas le resultaban sorprendentes—. Pero la boda está cancelada.
—¡Pero si es mañana! No, hoy. No estás hablando en serio, Amy.
—Creo que sí.
—Solo son los nervios. Ya verás cómo dentro de un rato ves las cosas de otro modo.
—No creo.
Doug salió de la cama y se quedó allí plantando, vestido solo con los calzoncillos. Era muy guapo. Y había estado coladísima por él.
—¡Vale! —gritó con su acostumbrada petulancia—. En ese caso, me largo.
—¿Adónde! —quiso saber, presa del pánico porque la enormidad de lo que acababa de hacer comenzaba a hacer mella.
—A casa de Pinny, evidentemente. Ella lo entenderá. —Metió unas cuantas cosas en su destrozada mochila negra.
Entretanto, ella observó aturdida cómo el hombre en quien lo había invertido todo durante los últimos tres años la abandonaba en cuestión de tres minutos.
—¿No podemos hablarlo? —sugirió.
El meneó la cabeza.
—No, Amy. Estoy harto de que intentes convertirme en un hombre que no quiero ser. En un clon de PJ. Creía que eras distinta de las demás, pero no lo eres. Todas queréis la misma vida aburrida.
—A lo mejor yo no. No sé...
Doug se ablandó.
—Sí lo quieres, Amy. Lo sé desde hace mucho. —Hizo ademán de agarrar el picaporte de la puerta, pero se detuvo—. Necesitamos darnos un tiempo. Un tiempo para calmarnos.
Comenzó a llorar.
—¿Estás cortando conmigo?
—Tal vez —contestó él, y cerró con un portazo.
Capítulo 42
Mientras el Bentley, conducido por Vincenzo, recorría a toda velocidad la autopista hacia el aeropuerto que después se desviaba hacia la costa, Hal sentía que su corazón era una especie de yoyó que subía y bajaba de la garganta a los pies sin parar. Amy tenía razón: debía intentar recuperar a Marina. Por primera vez en su vida iba a esforzarse de verdad. Si no lo intentaba, se arrepentiría para el resto de su vida, lo lamentaría eternamente, se comería la cabeza por lo que podría haber sido de haberlo intentado.
—¿Qué hora es? —preguntó Amy. Se había olvidado de ponerse el reloj por el barullo de esa mañana cuando la sacaron del gimnasio.
—Casi las nueve —contestó Callum, a quien Hal había secuestrado después de la deserción de Vanessa—. Se irán dentro de una hora.
Habían discutido cuál era la mejor táctica a seguir. Hal quería llamar a Marina, pero Callum y ella se habían opuesto tajantemente.
—Puede tener el teléfono apagado —adujo Callum.
—O puede que Fabrizio esté justo a su lado. —Lo miró con la expresión que reservaba a aquellos pacientes que se quejaban por tomar antibióticos—. Tienes que hacer un gran gesto, Hal. Tienes que ir a buscarla, ponerte de rodillas y rogarle que se case contigo. A las mujeres nos encanta eso. Y es lo mínimo que se merece.
—Vale —accedió Hal por fin. Pero empezaba a tener dudas. Marina le había dado una oportunidad tras otra. ¿Por qué iba a cambiar de opinión a esas alturas? ¿Para qué arriesgarse a un rechazo?
Iba a tener que acostumbrarse a estar solo. Se dio cuenta de que llevaba en eso de las relaciones unos doce años sin descanso alguno. Tal vez le iría bien tomarse un respiro y estar un tiempo solo. Podría leer más, incluso filosofar sobre la vida. Ponerse al día con el italiano y el francés. Incluso podría aprender a pintar. Siempre le había gustado el arte en el colegio, pero había dejado las clases por el latín básico. Tal vez seguiría el ejemplo de Madonna y de Guy y adoptaría a un bebé africano, pensó mientras el coche enfilaba la carretera hacia Civitavecchia, el puerto de Roma. Podría criarlo como padre soltero, podría...
El coche se acercaba ya al muelle repleto de yates, aunque había uno que destacaba sobre los demás porque tenía el tamaño de un iceberg.
—Ese es el de Fabrizio —dijo—. Cree que tener un yate enorme es lo mismo que tenerla enorme. —Lo miró detenidamente y suspiró—. Esto es ridículo. ¿Qué hago ahora? ¿Me planto al pie de la pasarela como un acosador? Tal vez ya esté a bordo. ¿Queréis que me cuele como James Bond?
Amy y Callum fruncieron el ceño. Habían estado disfrutando del romanticismo de la situación, pero no se habían parado a pensar en los detalles técnicos.
—Llámala —sugirió Amy—. Averigua qué está haciendo.
—¡Pero si acabas de decir que no la llamara!
—Mmm. Sí. —Amy meditó un instante—. Espera, se me ha ocurrido algo.
Rebuscó en su bolso hasta sacar una servilleta arrugada en la que estaba apuntado el número de Lisa. Lo marcó.
—¿Hola? —preguntó una voz suspicaz.
—¿Lisa?
—Sí?
—Soy Amy.
—¡Amy! ¿Cómo estás? Joder, Christine y Simon están buscándote por todos lados. ¿Vas a contarles tu historia? Te pagarían un pastón.
—Lo siento. No puedo. Pero quiero que me hagas un favor. Recuerda que me debes una.
—¿Qué quieres?
—Averigua dónde están Marina Dawson y Fabrizio de Michelis ahora mismo.
—¿Por qué?
—Porque sí. Tú averígualo.
—Tendré que preguntárselo a Simon. Te llamo enseguida. Pero que sepas que va a olerse algo.
—Vale.
—¿Me estás llamando desde tu teléfono?
—Sí —contestó—. Oye, no le digas a Christine que te he llamado. Gracias, Lisa.
Fueron diez minutos muy tensos. Hal se mordía las uñas mientras amenazaba con largarse de allí a toda prisa.
—Voy a ponerme en ridículo —gimió.
—Llevas poniéndote en ridículo toda la vida —replicó Callum—. ¿Por qué no hacerlo por algo que merece la pena para variar?
Por fin sonó el móvil.
—Están en una pizzería en la carretera de la costa, en dirección sur —murmuró Lisa, que estaba encantadísima con toda esa intriga—. La Donna Nera. Sabrás cuál es por el enjambre de paparazzi que hay en la puerta.
—Gracias, Lisa, muchas gracias.
—No pasa nada. Te debía una. —Hizo una pausa antes de añadir—: Buena suerte, Amy, hagas lo que hagas.
—Lo mismo digo, Lisa.
—En el fondo te gustaría que te dijera que he visto la luz y que voy a darle la patada a Simon.
—Mmm.
—Bueno, pues no es así. Lo siento, Amy, pero tengo mucho miedo.
—Eres mucho más valiente de lo que crees —le aseguró. Tras colgar, supo que jamás volvería a ver a Lisa. Pero no tenía tiempo para lamentarse, así que les contó a los demás lo que le había dicho.
—Vale, vamos para allá —dijo Callum con voz ansiosa. Estaba muy guapo cuando sonreía.
—No sé... —Hal se agitó incómodo en el asiento.
—¡Hal! —Se volvieron los dos hacia él—. ¡Vamos!
Vincenzo conocía el restaurante. El coche devoró los kilómetros por la carretera de la costa hasta llegar a un aparcamiento situado delante de un edificio de estuco blanco. Y efectivamente había un grupito de fotógrafos a las puertas.
—No creeréis que voy a entrar ahí y a pedírselo delante de toda esa gente, ¿verdad? —protestó Hal.
—¿Y qué otra cosa vas hacer? —preguntó ella a su vez.
Hal abrió la puerta del coche, salió y se volvió hacia Amy y Callum.
—Cuando esto acabe, Callum, que sepas que voy a despedirte.
—Me parece justo —contestó él con voz cantarina—. Estoy seguro de que Justina me contratará. —Pero su contestación quedó sofocada por una súbita oleada de gritos y una salva de flashes.
—Están saliendo —gritó Amy—. ¡Deprisa! ¡Deprisa!
En los escalones del restaurante estaban Marina y Fabrizio. Ella llevaba unos pantalones blancos y una diáfana camiseta verde sujeta al cuello. Amy se preguntó qué tipo de sujetador llevaba debajo. Casi seguro que uno de su propia línea de ropa interior. Tendría que echarle un vistazo.
La pareja se quedó allí de pie un instante, sonriendo y saludando a los fotógrafos. Después bajaron los escalones hacia el coche que los esperaba.
—Hal, tienes que hacerlo. ¡Ahora!
Hal echó a andar hacia la pareja.
—¡Más deprisa! —le gritó—. Vamos.
Fabrizio y Marina estaban de pie junto a la puerta de su limusina, posando para la última tanda de fotos. Hal parecía avanzar a través de arenas movedizas.
—¡Date prisa! —gritó Callum cuando un gorila abrió la puerta de la limusina y Fabrizio le indicó a Marina que entrara. Esta le hizo caso, tras lo cual Fabrizio rodeó el coche y entró por el otro lado.
De repente y por fin, algo se encendió en el cerebro de Hal. Echó a correr por el aparcamiento y cuando la limusina arrancó, comenzó a golpear la ventanilla.
—¡Marina!—gritó—. ¡Espera! ¡Por favor! ¡Espérame!
Los paparazzi, al presentir una escena de las buenas, lo rodearon. Un montón de flashes los iluminaron mientras él aporreaba los cristales con el corazón desbocado. Marina lo miró a través de los cristales tintados y luego apartó la cara. Le estaba dando la espalda, pensó con desesperación. Pero después, tras decirle algo a Fabrizio, colocó la mano en la puerta, la abrió y salió del coche.
—¡Marina!
—¿Qué quieres, Hal? —preguntó, y su expresión a la luz de los flashes era una mezcla de escepticismo y nerviosismo mal disimulado.
—Marina, no puedes subir a ese yate. Te quiero. Te quiero con toda mi alma. Cometí un error tremendo al dejarte marchar y lo único que quiero es que vuelvas conmigo y que te cases conmigo. Te prometo que seré el mejor marido del mundo y que seremos felices y comeremos perdices.
En el rostro de Marina se reflejaba algo muy parecido a la incredulidad.
—¿Estás pidiéndome que me case contigo, Hal Blackstock?
—¡Joder, claro que estoy pidiéndotelo!
«El silencio que guardó Marina mientras lo miraba fijamente se le hizo eterno. Hasta que la escuchó decir:
—Creo que deberías arrodillarte.
Los fotógrafos se volvieron locos cuando la obedeció y Marina, que sonreía como una loca, levantó la mano izquierda y se quitó el pedrusco que le había dado Fabrizio. Hal, que había estado rebuscando en el bolsillo, sacó la cajita negra y el anillo que había dentro. Se lo colocó en el dedo antes de levantarse, estrecharla entre sus brazos y besarla. El ruido era ensordecedor, pero él solo escuchaba cómo su corazón recuperaba el ritmo normal mientras Marina le susurraba al oído:
—Había perdido la esperanza. Había perdido la puta esperanza.
—Lo siento, cariño —musitó él—. Lo siento muchísimo. Soy un capullo. Un imbécil. Pero nunca volveré a defraudarte.
Solo Amy, que apretaba un brazo de Callum junto al Bentley, vio la expresión de Fabrizio cuando salió de la limusina. Era la expresión de un hombre al que se le acaba de partir el corazón en un millón de pedazos y que nunca volverá a estar completo.
Capítulo 43
El trayecto de vuelta a Roma fue un poco vergonzoso: Hal y Marina estaban acurrucados el uno contra el otro y saltaba a la vista que querían estar solos. Callum se encargó de rellenar los silencios con charla insustancial. Amy ni abrió la boca porque no sabía qué decir, aunque su silencio duró hasta que Marina decidió convertirla en el tema de conversación.
—¿No eres tú la mujer casada con la que Hal tiene una aventura? ¿Qué haces aquí?
No supo qué contestar, pero Hal respondió sin darle importancia:
—No tenemos una aventura, cariño. Solo nos lo pasábamos bien juntos. Ya sabes que las revistas se lo inventan todo. De hecho, fue Amy quien me convenció para que fuera en tu busca, para que hiciera un gran gesto romántico. Así que creo que le debemos una bien gorda.
Marina no parecía muy convencida, pero después se miró el anillo que tenía en el dedo y sonrió.
—Bueno, pues muchas gracias, Amy. Estaré en deuda contigo siempre. Me aseguraré de que mi asistente personal te mande la línea completa de mi lencería y mis productos de baño. —Se volvió hacia Hal—. ¿Sabes que vamos a estar en todas las portadas de las revistas mañana? Así que si cambias de opinión, va a ser muy humillante.
—No voy a cambiar de opinión —prometió Hal al tiempo que se pegaba más a ella—. Cal, ¿crees que podremos casarnos en Roma? Mañana.
El rostro de Callum reflejó cierta ansiedad.
—Mañana te vas a Los Ángeles, Hal. ¿Te acuerdas de Bazotti?
Hal se llevó las manos a la cabeza.
—Mierda. Me había olvidado.
—¿Bazotti? —preguntó Marina.
—Puede que consiga un papel en su próxima película. —Le fue imposible ocultar el orgullo que sentía.
—¡Venga ya! —Marina aplaudió encantada—. ¡Joder, Hal! ¡Bien hecho!
—¿Te importa que nos vayamos mañana? —preguntó él—. Me presentaré a la audición y luego podemos organizar la boda. Donde tú quieras, cariño. Los Ángeles, París, Nueva York...
—Swindon —contestó Marina con firmeza.
Hal tragó saliva.
—¿Swindon?
—Sí. —Marina sonrió—. Quiero que nos casemos en la iglesia que está a la vuelta de la esquina de la casa de mis padres y que celebremos el banquete en el hotel de la ciudad. Quiero que mis hermanas sean mis damas de honor y quiero llevar el vestido de novia de mi madre aunque sea la cosa más fea del mundo.
—¿Estás segura? ¿Fabrizio y tú no ibais a tener un bodorrio organizado en el Cipriani? Puedo darte una boda mejor que la que iba a darte él.
—No, no puedes. El pobre Fabby es muchísimo más rico de lo que tú lo serás nunca, pero eso no importa. —Soltó una risilla y le dio un codazo juguetón—. Lo que quiero decir es que quizá tengas el dinero para hacerlo, pero que la boda a lo grande con Fabby era para hacerme sentir mejor. Contigo quiero casarme como te he dicho.
Una vez más durante esa tarde, Amy tuvo que sorber por la nariz y reprimir las lágrimas que le quemaban en los ojos.
—Pero iréis primero a Los Ángeles, ¿no? —preguntó Callum con nerviosismo.
—¡Desde luego que sí! ¡Joder, Hal, una película de Bazotti! ¡Qué pasada!
—Lo sé —replicó el aludido con falsa modestia—, pero no vendamos la piel del oso antes de matarlo. Creo que he agotado mi suerte al recuperarte.
—¡Ay! —exclamó Marina antes de empezar a besarlo y a abrazarlo.
Amy y Callum se sonrieron con cierta incomodidad. La petición de matrimonio los había emocionado a los dos. Callum le había confesado que tenía debilidad por cosas así y que su escena preferida era una de Dirty Dancing, esa en la que Patrick Swayze anunciaba que no iba a permitir que nadie arrinconase a Baby, lo que la llevó a preguntarse si era gay. También se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, que esa idea no le gustaba ni un pelo.
El coche entró en el aparcamiento del hotel de Russie.
—Bueno, supongo que vamos a dar por terminada la noche aquí —dijo Hal, que casi sacó a Marina a rastras del coche, tal era su impaciencia—. Y como vamos a irnos por la mañana, tal vez sea mejor que nos despidamos, Amy. Pero no será un adiós definitivo. Porque espero que mantengamos el contacto.
—Sí —convino Marina—. Tienes que venir a nuestra boda. —Parecía que lo decía en serio.
—¿Queréis quedaros en mi suite esta noche? —preguntó con una sonrisa—. Al fin y al cabo, es la suite nupcial.
Se dio cuenta de que a Hal le tentaba mucho la idea, pero luego dijo:
—No, no, no te molestes. Nos las apañaremos. —Se inclinó hacia ella y la besó en las mejillas—. Gracias —le susurró al oído—. Nunca te olvidaré, Amy.
—Y yo nunca te olvidaré a ti —dijo. Y lo decía de verdad. Con Hal había redescubierto lo que era ser frívola y alocada, lo que era divertirse sin preocuparse por las consecuencias.
La pareja entró en el hotel riéndose y abrazándose.
Callum y ella se quedaron en el asiento trasero. Los dos suspiraron.
—Bueno —dijo Callum—, no sé tú, pero yo me muero de hambre después de todo este drama. ¿Te apetece cenar?
Capítulo 44
A las once de la mañana del día siguiente Amy estaba haciendo las maletas. Adiós a los dos biquinis, a los zapatos de novia de Emma Hope, al vestido de Prada, a los vestidos con escote palabra de honor y a los tops y sujetadores sin tirantes, la mayoría de los cuales ni siquiera se había puesto, aunque dudaba mucho que lo hiciera alguna vez por todos los recuerdos que despertarían.
Callum había ido a saco y le había ordenado a uno de sus ayudantes que se pusiera a ello, así que al final le habían conseguido pasaje en un avión que salía esa misma tarde, a las cuatro. Solo tendría tiempo de desayunar y tal vez de dar un último paseo por las calles adoquinadas, a las que había acabado cogiéndoles cariño. Vincenzo la recogería a la 13.30 y le había dicho que tendría tiempo de sobra, aunque todavía no estaba muy convencida por el aumento de las medidas de seguridad en el aeropuerto. A lo mejor le decía que se pasara a por ella media hora antes... De haber estado con Doug, habrían aparecido en el aeropuerto un cuarto de hora antes del despegue, con lo cual habrían tenido una discusión con el personal de facturación, pero habrían acabado embarcando... a pesar de la subida de tensión que el episodio le habría provocado.
Pero todo eso había cambiado.
Salió a la terraza y contempló los tejados de Roma por última vez.
—Arrivederci, Roma —dijo—. No creo que regrese nunca.
Volvió al interior para maquillarse en el cuarto de baño. Rememoró la cena de la noche anterior. Callum la había llevado a un restaurante muy tranquillo llamado De Emilia en el gueto. Les habían servido unos platos gigantescos de gnochetti alla matriciana, que no eran otra cosas que bolitas de patata con una salsa picante de tomate, y de segundo, coda alla vaccinara, o estofado de rabo de toro. Cuando acabaron de comer tenía la sensación de estar haciendo la digestión de un ladrillo. Callum la acompañó de vuelta al hotel caminando y al llegar a la Fontana de Trevi notó que tenía hambre de nuevo, así que hicieron una parada en la heladería de Hal y compraron unos helados. En tarrinas.
Al principio solo hablaron de la presión a la que la había sometido la prensa, de lo humillante y lo agobiante que era, pero acabaron hablando de otros temas más generales, como las anécdotas de vacaciones pasadas o las películas que más les habían gustado. Era obvio que Callum llevaba una vida mucho más sofisticada que la suya y salía prácticamente todas las noches ya fuera al cine o al teatro, pero mostró un interés genuino por su trabajo y por el futuro de la sanidad pública en Inglaterra.
—Me gustaría cenar una noche contigo en Londres, Amy —le dijo una vez de vuelta en el hotel de Russie.
Ella tragó saliva. En cierto modo había estado deseando toda la noche que le dijera algo así. Callum había hecho muchos comentarios halagadores, en absoluto irrespetuosos, a lo largo de la cena sobre las mujeres hermosas, y estaba casi segura de que no era gay, aunque sí tenía un poco de pluma...
—Me encantaría —le dijo.
Intercambiaron los números de teléfono y él le dio dos besos de despedida, tras lo cual le prometió que la llamaría en breve. Al recordarlo, sintió una extraña sensación en el estómago, la esperanza de que estaban por llegar días más prometedores. Claro que no tenía la menor intención de lanzarse de cabeza ni mucho menos.
Pensó en Hal y en Marina. Estaba segurísima de que las cosas entre ellos irían viento en popa. Se sentía un poco tonta por haberse engañado durante ese día y medio pensando que podía tener algo serio con una estrella de cine, aunque su encuentro le había reportado una serie de cosas que habían hecho de su luna de miel un período inolvidable en vez de una pérdida de tiempo.
Cogió el teléfono y llamó a Gaby.
—¡Amy! ¿Qué coño pasa contigo? ¡Eres famosa!
—No ha pasado nada. Bueno, algo. Ya te lo contaré todo esta tarde si quieres. Vuelvo a casa. Cuéntame, ¿cómo estás?
—Aburrida. Y un poco preocupada, pero bien. No paro de ver comedias románticas ñoñas. Pero no te preocupes por mí. Estoy deseando escuchar tu historia. ¿Te lo has pasado bien?
—Pues si te digo la verdad, sí. Muy bien.
—¿Sabes algo de Doug?
—No, pero he pensado mucho en él y he llegado a algunas conclusiones. En cierto modo todavía lo quiero, pero ya lo he superado. Yo he madurado mucho mientras que él se ha quedado estancado. Nuestros objetivos en la vida son distintos. Ojalá hubiera tenido el valor de reconocerlo hace años. Y también debí reconocerlo con Danny. Si las cosas no van bien con el próximo novio que tenga, las solucionaré desde el principio en lugar de enterrar la cabeza en el suelo como un avestruz. —Con Hal había vuelto a caer en ese error, pero jamás volvería a repetirlo.
El teléfono sonó nada más colgar.
¿Sería Vincenzo?, se preguntó mientras lo cogía, pero el número que vio en la pantalla la tomó por sorpresa.
—¿Pinny?
—¡Amy! ¡Te hemos encontrado!
—¿Cómo dices?
—No teníamos ni idea de dónde estabas. Y luego todos los periódicos decían que estabas en Roma.
—Pues sí. —No estaba segura de lo que significaba todo aquello.
—Amy, solo quería decirte una cosa. Siento mucho que nuestra amistad se haya deteriorado durante estos años. Bueno, desde que conociste a Doug.
Tragó saliva cuando notó que se le llenaban los ojos de lagrimas inesperadamente.
—Yo también lo siento.
—Sé que no me lo tomé muy bien cuando empezasteis pero Doug es un poco raro y estaba preocupada por ti.
En otro momento habría dejado correr el tema, pero la nueva Amy, mucho más valiente, decidió afrontarlo.
—Doug me dijo que estabas loca por él.
—¿En serio? —replicó con voz burlona—. ¡Eso quisiera él! Lo siento, ha sonado fatal. A ver, Doug es un tío genial y todo eso, pero nunca me ha gustado. Seguro que estaba intentando ponerte celosa.
Sabía que jamás llegaría al fondo del asunto, pero perdonaría a Pinny. La había echado mucho de menos.
—De todas formas, olvídalo. No te llamo por eso. —Soltó una risilla—. Te llamo porque quiero que salgas a la terraza y mires hacia abajo.
—¿Qué?
—Hazlo.
Notó un nudo en el estómago, pero la obedeció. Colgó el teléfono, salió a la terraza y echó un vistazo a la plaza del Popolo. Ambrosial estaba justo a sus pies. Allí estaba Pinny, con pantalones cortos, chaleco y sandalias; Gregor, manoseando su guitarra; Baz, sentado tras la batería. Y Doug, con unos pantalones de pitillo y una camisa ancha azul, guitarra en mano.
—¡Amy! —gritó Pinny, saludándola con la mano.
En ese momento Doug alzó la cabeza y saludó tímidamente.
Pinny agarró el micrófono.
—¿Listos, chicos? —preguntó—. Vamos. Un, dos, tres, cuatro...
Y comenzaron a tocar. Pinny empezó a dar botes por la plaza, como la gran actriz que era, susurrándole al micrófono. Mientras tanto, Baz aporreaba la batería; Gregor rasgueaba las cuerdas, parpadeando por el brillo del sol; y Doug se pavoneaba y hacía morritos mientras tocaba.
—Vooolare —cantaba Pinny—, oh, oh. Cantaaare. Oh, oh, oh, o. Di blu, dipinto, di blu.
Una versión muy personal del gran clásico italiano... que estaban destrozando sin piedad. Sonrió a su pesar. Tras unos cuantos acordes, el tema se convirtió en «Un amor verdadero», la canción más romántica del repertorio de Ambrosial. Cuando, al llegar al último verso, Doug le quitó el micrófono a Pinny, se había reunido un grupo de turistas en torno al grupo.
—Te lo vuelvo a repetir —graznó, imitando a David Beckham—. ¡Aaamy! Eres mi amor verdadero. Dime que sí. La, la, la, la...
Cuando el amplificador se acopló, produciendo un horrible chirrido, Doug soltó la guitarra. La multitud aplaudió con entusiasmo. Baz se quitó la gorra y la pasó por la concurrencia para ver si les daban algo. En ese momento, se dio cuenta de que Christine Miller, seguida de Simon con su cámara, se internaban entre la muchedumbre y comenzaban a hablar con él.
—¡Amy! —le gritó Pinny con el micrófono—. Hemos venido a por ti. Tenemos grandes noticias, nena. ¡Un contrato! ¡Vamos a grabar un disco como Dios manda!
Doug asintió con la cabeza a su lado, orgulloso.
—¿Bajas para saludarnos? —siguió gritando su amiga.
Negó con la cabeza, aterrada al ver que Christine Miller estaba sonsacándoles información a Baz y a Gregor.
—Subid —dijo.
—¿Cómo?
Señaló a Doug con la mano.
—¡Tú, sube!
Doug miró a Pinny en busca de instrucciones.
—Sube —le dijo su voz amplificada, de modo que echó a andar hacia las escaleras de entrada del hotel.
Amy sentía las piernas tan débiles como si fueran de gelatina. Corrió hacia el baño y se retocó el maquillaje con las manos temblorosas. Se cepilló el pelo mientras pensaba que debería haber usado el secador después de la ducha en lugar de dejar que se secara solo. Se quitó las zapatillas de deporte y los calcetines que utilizaba para viajar en avión y los reemplazó por los zapatos de Emma Hope. Doug estaba fuera, haciendo un gesto romántico y grandioso a lo Hal Blackstock, y aunque había llegado a la conclusión de que ya lo había olvidado, la situación la superaba por completo y ya no sabía qué pensar.
Se sentó a esperarlo en el sofá. Y esperó. Y esperó. Después de unos diez minutos de espera, no pudo más. Volvió a la terraza. Allá abajo los miembros del grupo estaban hablando con Christine Miller, salvo Doug, todos ansiosos por conseguir publicidad fuera como fuese. Volvió al interior y siguió esperando, hasta que decidió ir a la puerta y abrirla de golpe. Allí estaba Doug, con el puño alzado como si estuviera a punto de llamar.
—¡Ah! —gritaron a la vez.
—Me has asustado —dijo Doug.
—Iba a buscarte. Pensaba que habías desaparecido.
—No encontraba la habitación. Primero tuve que convencer al tío de la puerta de que te conocía. Después que me dijera en qué habitación estabas. Después me bajé en la quinta planta en vez de en la sexta. —Se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Da igual. Estás muy guapa. Y morena. —Le echó un vistazo a la suite y silbó—. Oye, qué pasada, ¿no?
—Pues sí —contestó—. Se suponía que aquí íbamos a pasar la luna de miel.
Doug se acercó con evidente nerviosismo.
—Lo siento, nena. Pero estabas presionándome demasiado. No sabía qué hacer. He pasado una semana espantosa.
—La mía no ha sido muy buena tampoco.
—¿De verdad? —Alzó la ceja derecha a lo Roger Moore—. Pues cualquiera lo diría. Tonteando con Hal Blackstock. Besándolo a la luz de la luna en Roma... parecía que estabas pasándotelo de puta madre.
—No había nada entre nosotros.
—¿De verdad?
—De verdad. Si lees los periódicos de hoy, verás que va a casarse con Marina Dawson. Hal solo es un amigo.
Doug sonrió.
—¿Tú, amiga de una estrella de cine?
—Bueno, si la memoria no me falla, era la novia de una estrella del rock... —replicó, molesta.
—Lo siento, nena, lo siento. —Le pasó un brazo por los hombros. Como siempre, olía a algún tipo de droga. Ojalá no hubiera metido nada ilegal en Italia—. Nena, no sé exactamente qué es lo que nos ha pasado, pero, ¿sabes?, creo que es mejor que la boda se suspendiera, porque así pudimos hacer un concierto genial la semana pasada en el Notting Hill Arts Club y de allí salió el contrato. No es nada del otro mundo, pero un disco es un disco. Así que todo está solucionado. Y ahora podemos casarnos.
Le sonrió, esa sonrisa tan suya un poco engreída, que solía provocarle palpitaciones. Pero que en ese momento no la afectó en lo más mínimo. A pesar del temblor de piernas inicial, había comprendido que un Doug en carne y hueso era como un jarro de agua fría. No lo odiaba, no podía decirse que fuera una mala persona, pero seguía estancado en un momento muy concreto de su vida mientras que ella había seguido adelante. Ya no le gustaba, al igual que habían dejado de gustarle Simon Le Bon y los demás ídolos de su adolescencia.
—Me da igual lo que hayas hecho con Hal Blackstock, te perdono —siguió Doug, haciendo gala de su generosidad—. A ver, en realidad es una pasada que mi novia haya tenido una aventura con él...
—No voy a repetirlo más. Nunca he tenido nada con Hal.
Doug pasó de ella.
—Así que le dije a Pins: «¿Qué puedo hacer para que Amy vuelva conmigo?», y ella me contestó: «Bueno, ¿por qué no vamos a Roma y le damos una sorpresa?», y yo le dije: «Genial, Roma es mi ciudad favorita». Fue una idea estupenda que organizaras la luna de miel aquí. ¿Y si nos casamos, ahora que he venido? Aunque antes tenemos que dejar claro el rollo ese del embarazo. Porque es mentira, ¿verdad?
—Sí, es mentira.
Doug fingió que se limpiaba el sudor de la frente en un gesto teatral y exagerado.
—Bien, gracias a Dios.
En ese momento el resquicio que había abierto en su corazón desapareció y la puerta se cerró de golpe y para siempre.
—¿Qué dices? —preguntó Doug con una sonrisa—. ¿Lo hacemos aquí?
—No va a haber ninguna boda —contestó.
—¿Cómo? —replicó él, enderezándose ya que se había repantigado en uno de los reposabrazos del sofá.
—Que no va a haber ninguna boda. La suspendimos, ¿no te acuerdas?
—Quedamos en que íbamos a darnos un tiempo. Para calmarnos y eso. Y eso es lo que he hecho. Quiero casarme contigo, Amy. —Acto seguido comenzó a cantar—: «Tú eres mi chica».
—Pero tú no eres mi chico. Ya lo hemos discutido. No quieres niños y yo sí.
Doug parecía un poco incómodo.
—¿Por qué tiene que ser eso un problema?
—¡Porque lo es! —respondió con vehemencia—. Y no es el único. Te he dado mucho espacio, Doug. He respaldado muchas de tus decisiones. Si quieres seguir con el grupo, perfecto, estoy contigo. Pero si no quieres tener hijos, tendremos que tomar caminos separados.
Doug la miró espantado.
—Pero, nena, he venido hasta aquí por ti. He hecho un gesto romántico, a las tías os encantan estas cosas, ¿no? Pinny me dijo que sí. —Se pasó la mano por el pelo—. Los niños son horrorosos. Seremos como Alan y Jessica, que no tienen tiempo para ellos.
En ese momento sonó el teléfono y agradeció la interrupción, porque no tenía ganas de seguir hablando con Doug. No había nada más que decir.
—¿Sí?
—¿Amy? Soy Callum. Yo también cojo un avión esta tarde. Me estaba preguntando si te apetece que pase a por ti para ir juntos al aeropuerto. ¿Qué dices?
—Me encantaría —contestó—. Aunque iba a ir con Vincenzo.
—Tranquila. Yo lo llamo y le dijo que nos recoja a los dos. ¿Sabes? Hal no para de llamarme preguntándome si deberíamos contratarlo como su nuevo asistente. Seguramente no es muy buena idea, pero ¿quién soy yo para llevarle la contraria?
Se echó a reír al escucharlo.
—Dame un toque cuando estéis abajo. Ya he hecho el equipaje y estoy lista. —Colgó—. Tengo que pasar por recepción, Doug —le dijo sin más—. Gracias por haberte tomado el tiempo para aclarar las cosas, pero lo nuestro ha acabado. He disfrutado mucho de mi luna de miel... sin ti.
Cogió la maleta y fue hacia el ascensor. Pulsó el botón, la puerta se abrió y entró, dando el primer paso hacia su futuro.
FIN
* * *
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
JULIA LLEWELLYN.
Julia Llewellyn Smith ha trabajado como periodista durante más de quince años en publicaciones como The Times o The Sunday Telegraph y ha escrito varios libros sobre sus viajes como periodista a paises de Centro América.
En el año 2004 Julia Llewellyn publicó su primera novela de ficción, The Lover Trainer, basada en sus propias experiencias con sus amigos. En la actualidad vive en Londres donde prepara nuevas novelas de ficción.
¿QUIÉN DIJO QUE EL NOVIO ES IMPRESCINDIBLE?
Una luna de miel de cinco estrellas en Roma...
¿Qué más puede desear una chica?
En el caso de Amy... un marido, la verdad. Sin embargo, a pesar de las deudas que arrastra después de cancelar la boda, y sin posibilidad de que los números rojos desaparezcan de su cuenta durante la luna de miel, decide coger el avión para tostarse bajo el sol italiano.
El problema es que nadie la deja en paz. Cuando no es un huésped del hotel demasiado curioso, es un famoso actor, Hal Grand, que se siente despechado porque el amor de su vida se casará con otro y está desesperado por cambiar su suite con la de Amy.
¿Es posible que una estrella de cine se enamore de una chica normal y corriente?
«La perfecta lectura de verano. » ELLE
* * *
© 2007, Julia Llewellyn
Título original: Amy's Honeymoon
© 2009, Ana Isabel Domínguez Palomo y María del Mar
Rodríguez Barrena, por la traducción
© 2009, Random House Mondadori, S. A.
Primera edición: abril, 2009
ISBN: 978-84-8346-931-6 (vol. 624/3)
Depósito legal: B-7325-2009
Fotocomposición: Zero pre impresión, S. L.
Impreso en Novoprint, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
1 «Torpe» o «tonto» en inglés. (N. de la T.)
2 Literalmente «Noticias del folleteo». Sobrenombre con el que se conoce al periódico sensacionalista británico News of the World, debido a su afición a exponer escándalos sexuales. (TV. de la T.)