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septiembre 19, 2010
Parte 1 36
Así que era verdad. Alex Truslow tenía razón.
Pero... ¿miles de millones de dólares?
¿Entonces todo tenía que ver con el dinero? ¿Esa era la respuesta? El dinero siempre ha motivado los grandes actos del mal. ¿Era el dinero la razón por la que Sinclair y los otros habían muerto, por la que estaban destrozando la Agencia, como decía Edmund Moore?
Miles de millones de dólares.
El ex jefe de la KGB me miraba con arrogancia, casi con superioridad, y trataba de arreglarse los anteojos.
—Y ahora —dijo con un suspiro, pasando al inglés—, es sólo cuestión de tiempo antes de que me encuentren los míos. De eso no tengo duda alguna. No estoy totalmente sorprendido de que usted me haya rastreado. No hay lugar en la Tierra, por lo menos no un lugar tolerable, en el que no puedan encontrar a quien quieran, cualquiera de ellos. Pero lo que no sé es por qué, por qué decidió poner en peligro mi vida y venir aquí. Es algo muy, pero muy estúpido. —Tenía un inglés excelente, aparentemente fluido y de acento británico.
Yo respiré hondo y dije:
—Tuve muchísimo cuidado al venir. Tiene muy poco de qué preocuparse. —La expresión del ruso no cambió. Respiraba despacio por la nariz. Los ojos, quietos, no tenían ninguna expresión, no lo traicionaban. —Estoy aquí para arreglar las cosas. Para rectificar el mal que haya hecho mi suegro. Estoy dispuesto a ofrecerle mucho dinero si me ayuda a localizar ese dinero.
Él levantó los labios en una mueca de desprecio.
—A riesgo de que me crea grosero, señor Ellison, me interesaría muchísimo que me diera su definición de "mucho".
Yo asentí y me levanté. Volví a poner la pistola en el bolsillo y retrocedí hasta quedar fuera de su alcance físico. Me agaché y me levanté el mono para que viera los fajos de dólares que había pegado a mis tobillos con bandas. Solté los seguros de Velcro que había comprado en un negocio de deportes de Siena, y el dinero salió en dos partes.
Las puse a ambas sobre la mesa.
Era mucho dinero, probablemente más del que había visto Orlov en toda su vida, y ciertamente más de lo que yo podía imaginarme. Tuvo un efecto persuasivo.
El miró los paquetes uno por uno, los hojeó, y aparentemente se convenció de que eran verdaderos. Levantó la vista y dijo:
—Serán... ¿cuánto? ¿Tal vez unos tres cuartos de millón?
—Tal vez un millón entero —dije.
—Ah —dijo él, los ojos muy abiertos. Y después rió, una risa despectiva, aguda. Empujó los montones hacia mí con un gesto teatral. —Señor Ellison, estoy en una situación financiera muy difícil. Pero a pesar de lo mucho que me ofrece... no creo que sea gran cosa comparado con lo que me hubiera tocado en el trato con Sinclair.
—Sí —dije—, con su ayuda, yo puedo localizar el dinero. Pero tenemos que hablar.
Él sonrió.
—Aceptaré su dinero como prueba de buena fe. No soy tan orgulloso. Y sí, hablemos. Hasta que lleguemos a un acuerdo.
—En ese caso, lo primero que quiero saber es: ¿quién mató a Harrison Sinclair?
—Yo esperaba que usted pudiera decirme algo sobre eso, señor Ellison.
—Los que cumplieron la orden fueron agentes de la Stasi —dije.
—Es probable, sí. Pero fueran Stasi o Securitate, no tenían nada que ver conmigo. Ciertamente no me interesaba eliminar a Harrison Sinclair.
Levanté una ceja, como haciéndole una pregunta.
—Cuando mataron a Sinclair —dijo Orlov—, yo y mi país perdimos más de diez mil millones de dólares, robados.
Sentí que enrojecía, que me ardía la piel. Al parecer, el ex jefe de la KGB decía la verdad. Me latía el corazón con fuerza.
No había nada modesto en la villa toscana de Orlov, pero tampoco vivía en medio del lujo como algunos de los nazis en Brasil y Argentina, después de la Segunda Guerra Mundial. Una gran suma de dinero no sólo podía darle a ese hombre una vida de lujos sino, sobre todo, protección por el resto de su vida.
¿Pero diez mil millones?
Orlov siguió hablando.
—¿Cómo era ese libro de memorias escrito por ese director de la CIA de tiempos de Nixon, William Colby? Hombres de honor, ¿no se llamaba así?
Asentí, preocupado. No me gustaba mucho Orlov, aunquelas razones no tenían tanto que ver con la ideología o la rivalidad aguda que la gente creía ver entre los hombres de la KGB y la CIA. Hal Sinclair me había dicho una vez que cuando era jefe de estación en varias capitales del mundo, algunos de sus mejores compañeros y hasta amigos eran hombres de la estación de la KGB. Somos... ¿o debería decir fuimos?... más semejantes que distintos.
No, a mí me repelía la forma relamida en que se comportaba. Hacía unos momentos me había estado atacando como una mujer y ahora se sentaba como un pachá y pensaba en ucraniano, por Dios.
—Bueno —dijo—, Bill Colby era, es, un hombre de honor. Tal vez demasiado para su profesión; y hasta que me traicionó, yo creía que Harrison Sinclair también lo era.
—No entiendo.
—¿Cuánto le dijo de esto?
—Muy poco —admití.
—Justo antes de la caída de la Unión Soviética —agregó él—, hice un contacto secreto con Harrison Sinclair, usando canales que no se habían usado en muchos años. Hay... bueno... formas... Y le pedí ayuda.
—¿Para qué?
—Para sacar la mayor parte de las reservas de oro de mi país —dijo.
Yo estaba atónito... pero lo que decía tenía cierto sentido. Concordaba con lo que yo sabía, con lo que había leído en la prensa y lo que me habían dicho mis amigos.
La CIA siempre había calculado que la Unión Soviética tenía unas decenas de miles de millones de dólares en oro, guardadas en las bóvedas centrales en Moscú y sus alrededores. Pero luego, de pronto, inmediatamente después del golpe de estado de la línea dura del comunismo, el que fracasó en agosto de 1991, el gobierno soviético anunció que apenas tenía tres mil millones.
Esa novedad desató olas de inquietud en la comunidad financiera. ¿Dónde diablos podía estar el resto del oro? Hubo todo tipo de informes. Uno, que según los rumores, era confiable, afirmaba que el Partido Comunista Soviético había ordenado que se escondieran fuera del país 150 toneladas de plata, 8 toneladas de platino, y por lo menos 60 toneladas de oro. Se dijo que los funcionarios del Partido Comunista podían haber escondido hasta cincuenta mil millones de dólares en Bancos occidentales, en Suiza, en Monaco, en Luxemburgo, en Panamá, en Licchtenstein y en un grupo de Bancos de islas financieras, incluyendo las Caimán.
El Partido Comunista Soviético, se dijo, había lavado dinero con furia en los últimos años de su existencia. Se crearon empresas falsas con capitales soviéticos para sacar dinero del país.
En realidad, el gobierno de Yeltsin llegó a pagarle a una firma de investigadores estadounidenses, Kroll y asociados —una de las mayores competidoras de Alex Truslow— para que rastreara el dinero, pero la verdad es que nunca consiguieron nada. Hasta se dijo que hubo un enorme traslado de dinero a Bancos de Suiza ordenado por el jefe del Partido, que terminó suicidándose —o fue asesinado— un día o dos después del fracaso del golpe.
¿Serían los antiguos camaradas de Orlov, que trataban de impedir que yo rastreara el oro, los que habían matado a Charles Van Aver, hombre de la CIA, en Roma?
Yo escuchaba, aturdido.
—Rusia —dijo él—, Rusia se derrumbaba.
—Quiere decir que la Unión Soviética se derrumbaba...
—Las dos. Hablo de las dos. Para mí y para todos los que tuvieran cerebro era más que evidente que la Unión Soviética estaba a punto de pasar a las cenizas de las historia, para usar la cansada frase de Marx. Pero Rusia, mi amada Rusia, también estaba en esa situación. Gorbachov me había pedido que manejara la KGB después de que Kryuchkov intentó el golpe. Pero el poder se le estaba escapando de las manos. Los duros estaban saqueando las riquezas del país. Sabían que Yeltsin iba a tomar el poder y estaban esperando la oportunidad de destruirlo.
Yo había leído mucho acerca de misteriosas desapariciones de bienes rusos: metales preciosos, dinero fuerte, hasta arte. Lo que él me decía no era nuevo para mí.
—Por eso —siguió diciendo él— se me ocurrió un plan para sacar del país la mayor cantidad posible de oro ruso. Los duros tratarían de volver pero si yo podía mantener sus manos sucias lejos de las riquezas del país, no tendrían nada. Yo quería salvar a Rusia del desastre.
—Hal Sinclair también —dije, tanto para él como para mí mismo.
—Sí, yo sabía que él estaría de acuerdo. Pero lo que yo le propuse lo asustó. Era una operación extraoficial, una operación en la que la CIA ayudaría a la KGB a robar el oro de Rusia. Sacarlo del país. Y un día, cuando todo estuviera en calma, lo recuperaríamos.
—¿Pero por qué quería la ayuda de la CIA?
—El oro es muy difícil de mover. Extraordinariamente difícil de mover. Y dada la vigilancia a que me sometían, yo no podría haberlo sacado en persona. Mi gente y yo estábamos bajo constante escrutinio. Y ciertamente no podía venderlo porque lo rastrearían hasta mí en un segundo.
—Y para eso se encontraron en Zúrich.
—Sí. Fue algo muy complicado. Nos encontramos con un banquero que conocíamos y en quien confiábamos. Él estableció un sistema de cuentas para recibir el oro. Sinclair aceptó mis condiciones, aceptó que se me permitiera "desaparecer". Sacó todos los datos relevantes de los bancos de datos de la CIA.
—Pero, ¿cómo se las arregló la CIA O Sinclair para sacar el dinero?
—Ah —dijo él, con cansancio—, hay formas, ya sabe... Los mismos canales que se usaban para sacar a los desertores de Rusia en los viejos días.
Esos canales (yo lo sabía) incluían el sistema de correos militares, protegido por la Convención de Viena. Ese método en particular se usó para sacar a varios desertores de detrás de la Cortina de Hierro. Yo me acuerdo de haber oído hablar de uno de ellos, Oleg Gordievsky, legendario en los chismes de la Agencia, que había salido del país en un camión de muebles. No era verdad, pero por lo menos era plausible.
Él siguió hablando.
—Se puede tratar a un avión militar como a una valija diplomática y si es así, ese avión puede salir del país sin revisación aduanera. Y hay camiones sellados, por supuesto. Unos pocos métodos eran de la CIA; nosotros no teníamos acceso a ellos porque nos vigilaban demasiado. Había informantes en todas partes, incluso entre mis secretarias y secretarios personales.
Algo no encajaba.
—Pero, ¿cómo supo Sinclair que podía confiar en usted? ¿Cómo podía saber que usted no era uno de los malos?
—Por lo que yo le ofrecí —dijo Orlov.
—Expliqúese.
—Bueno, él quería limpiar la CIA, creía que estaba podrida de arriba abajo. Y yo le di las pruebas.
37
Orlov miró la puerta como si esperara que apareciera uno de sus guardias. Suspiró.
—A principios de la década del 80, empezamos a desarrollar la tecnología necesaria para interceptar las comunicaciones más sofisticadas entre los cuarteles de la CIA y otras agencias del gobierno. —Suspiró otra vez, después sonrió con suficiencia. Era como si hubiera contado esa historia antes. —El equipo de satélite y microondas del techo de la Embajada Soviética en Washington empezó a recibir gran cantidad de señales. Confirmaron información que ya habíamos recibido de infiltrados en Langley.
—¿Qué información?
Otra sonrisa de suficiencia. Empecé a preguntarme si ésa no sería simplemente su forma de sonreír, un torcimiento de la boca, los ojos inalterados, preocupados, serios.
—¿Cuál era la función principal de la CIA desde su fundación hasta... digamos... hasta 1991?
Yo sonreí, un cínico sonriéndole a otro.
—Derrotar al comunismo en el mundo, hacerles la vida imposible a ustedes.
—Correcto. ¿Hubo alguna vez en que la Unión Soviética fuera realmente un peligro para ustedes?
—¿Por dónde empiezo? ¿Lituania, Letonia, Estonia? ¿Hungría? ¿Berlín? ¿Praga?
—Pero para los Estados Unidos, específicamente.
—Ustedes tenían la bomba, no lo olvidemos.
—Y estábamos tan asustados de usarla, como ustedes. Solamente ustedes la usaron, nosotros nunca. ¿Había alguien en Langley que realmente creyera que Moscú tenía los medios o la voluntad necesarios para conquistar el mundo? ¿Y qué se suponía que hiciéramos con él cuando lo tuviéramos...? ¿Hacerlo caer como hicieron una vez nuestros grandes y estimados líderes soviéticos con el Gran Imperio Ruso?
—Hubo engaños de los dos lados —dije, coincidiendo con él.—Ah... pero ese... ese engaño mantuvo a la CIA trabajando durante años, y horas extra, ¿verdad?
—¿Adonde quiere llegar?
—A esto —dijo Orlov—, es simple: su gran misión actualmente es derrotar el espionaje entre corporaciones, ¿no es cierto?
—Así me dicen. Es otro mundo ahora.
—Sí. Espionaje corporativo internacional. Los japoneses y los franceses y los alemanes, todos quieren robar valiosos secretos de negocios de las pobres y asediadas corporaciones estadounidenses. Y sólo la CIA puede hacer que el capitalismo de los Estados Unidos esté a salvo. Bueno, a mediados de la década del 80, la KGB era el único servicio de inteligencia del mundo con equipos capaces de monitorear las comunicaciones constantes que venían de los cuarteles de la CIA. Y lo que averiguamos confirmaba las sospechas más oscuras de algunos de los comunistas más acérrimos. A partir de comunicaciones interceptadas entre Langley y los puestos en capitales extranjeras, Langley y la Reserva Federal, etcétera, supimos que hacía años que la CIA había estado poniendo sus formidables habilidades de espionaje en contra de las estructuras económicas de países que parecían aliados, como los japoneses y los franceses y los alemanes. Contra las corporaciones privadas de dichos países. Todo para proteger la seguridad estadounidense.
Hizo una pausa, se volvió para mirarme y yo dije:
—¿Y? Eso es parte del negocio.
—Y —siguió diciendo Orlov, mientras se acomodaba en su silla y levantaba las dos palmas al mismo tiempo, como si ya se hubiera explicado—, pensamos que habíamos descubierto los contornos de una operación normal de lavado de dinero: usted ya sabe, el dinero fluye desde las cuentas de Langley en la Reserva Federal de Nueva York hacia varias estaciones de la CIA en el mundo. Espera allí a que se lo necesite para pagar operaciones cubiertas a favor de la democracia, ¿sí? De Nueva York a Bruselas, de Nueva York a Zúrich, a Panamá, a San Salvador. Pero no. No era sí. Para nada.
Me miró y volvió a sonreír como siempre, los labios torcidos.
—Cuanto más investigaban nuestros genios financieros... —Notó mi escepticismo y agregó: —Sí, teníamos unos cuantos genios entre tantos tontos. Cuanto más investigaban, tanto más confirmaban la sospecha de que no era una operación de lavado de dinero estándar. El dinero no estaba en canales, no lo estaban canalizando. Lo estaban haciendo. Lo estaban acumulando. Lo sacaban del espionaje de las corporaciones. Y loprobamos con una comunicación tras otra.
"¿La CIA como institución? No. Nuestro hombre dentro de Langley confirmó que eran sólo algunas personas. Privadas. Estas operaciones estaban controladas por una pequeña célula de individuos de la CIA.
—Los "Sabios".
—Un nombre irónico, supongo. Un grupito de funcionarios públicos que se estaba haciendo enormemente rico. Usando la inteligencia obtenían de las operaciones de espionaje los medios para enriquecerse. Y bastante bien.
El hecho es que es bastante común que los hombres de operaciones de la CIA saquen algo de sus presupuestos, sus fondos, siempre mal documentados y fluidos (por razones de secreto: ningún director de la CIA que haya ordenado una operación cubierta en un país del tercer mundo quiere dejar ningún tipo de rastro que pueda investigar luego un comité del senado). Muchos hombres que conocí tenían la costumbre de sustraer —mamar, le decían algunos— diez por ciento de los fondos a los que tenían acceso, para ponerlos en una cuenta numerada en Suiza. Yo nunca lo hice, pero los que lo hacían, lo hacían para darse una seguridad social en el futuro, una protección en caso de que algo saliera mal. Los tipos de contabilidad de Langley suelen borrar estas cuentas como rutina. Saben perfectamente bien adonde fueron.
Se lo dije a Orlov, que sacudió la cabeza lentamente.
—Estamos hablando de vastas sumas de dinero. No de mamar.
—¿Quiénes eran... son ellos?
—No conseguimos nombres. Estaban demasiado protegidos.
—¿Y cómo dice usted que amasaron sus fortunas?
—No hace falta comprender profundamente el negocio de la microeconomía, señor Ellison. Los Sabios conocían las conversaciones más privadas y las sesiones de estrategia en los directorios y oficinas de las corporaciones y en los automóviles de Bonn y Frankfurt y París y Londres y Tokio. Y con esa información... Bueno, era fácil hacer inversiones estratégicas en los mercados de valores de todo el mundo, sobre todo Nueva York, Tokio y Londres. Después de todo, si uno sabe en qué anda la Siemens o la Philips o la Mitsubishi, uno sabe qué acción comprar o vender, ¿verdad?
—¿Entonces no era estafa? —pregunté.
—No. No era estafa. Pero sí manipulación de acciones, violaciones de cientos de leyes estadounidenses y extranjeras. Y los Sabios lo hicieron bien, realmente bien. Las cuentas de Luxemburgo, las de la Gran Caimán, las de Zúrich, florecíany crecían todo el tiempo. Hicieron una fortuna. Cientos de millones de dólares, si no más.
Levantó la vista otra vez hacia las puertas dobles y siguió, con una mirada de triunfo en la cara pequeña.
—Piense en lo que podríamos haber hecho con las pruebas: las transcripciones, las comunicaciones interceptadas... Se me nubla la razón cuando pienso... No podríamos haber pedido nada mejor para usar en propaganda política. ¡Los Estados Unidos les roban a sus aliados! No había nada mejor. Cuando lo dijéramos, la OTAN se destruiría por completo.
—Dios.
—Ah, pero entonces llegó 1987.
—¿Es decir?
Orlov sacudió la cabeza.
—¿Usted no lo sabe?
—¿Qué pasó en 1987?
—¿Se olvida de lo que le pasó a la economía estadounidense en ese año?
—¿La economía? —pregunté, confundido—. Hubo una caída de la Bolsa en octubre de 1987, pero fuera de...
—Exactamente. Tal vez "caída" sea una palabra un poco fuerte, pero no hay duda de que la Bolsa se derrumbó el 19 de octubre de 1987.
—¿Pero qué tiene que ver eso con...?
—Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que está preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caídas, vendiendo a corto plazo, apelando a arbitrajes, a futuros y todo lo demás, ¿entiende?
—¿Qué me quiere decir?
—Lo que digo, señor Ellison, es que una vez que supimos lo que estaban haciendo esos Sabios, cuáles eran sus conductos, pudimos seguir sus actividades muy de cerca... sin que ellos lo supieran.
—Y ellos hicieron mucho dinero en la caída de 1987, ¿no es cierto?
—Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos en el momento exacto con la velocidad exacta. No sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison: ellos la provocaron.
Me quedé mudo, mirándolo.
—Así que ya ve —siguió diciendo él—, teníamos pruebas muy perjudiciales de lo que le había hecho al mundo ese grupito de hombres dentro de la CIA.
—¿Y las usaron?
—Sí, señor Ellison. Hubo un momento en que nosotros las usamos.
—¿Cuándo?
—Cuando digo "nosotros", me refiero a mi organización. ¿Se acuerda de los hechos de 1991, del golpe de estado contra Gorbachov, instigado y organizado por la KGB? Como usted bien sabe, la CIA tenía información sobre el golpe antes de que sucediera. Sabían que estaban planeándolo. ¿Por qué cree que no hicieron nada para detenerlo?
—Hay teorías —dije.
—Hay teorías, sí, y hay hechos. Los hechos son que la KGB poseía archivos detallados, explosivos, sobre ese grupo de "Sabios". Esos archivos, una vez develados al mundo, habrían destruido la credibilidad de los Estados Unidos, como ya le dije.
—Y así la CIA quedó inerme —dije—. Chantajeada por la amenaza de hacerlos públicos.
—Precisamente. ¿Y quién abandonaría con facilidad semejante arma? No un enemigo de los Estados Unidos. No un hombre leal a la KGB. ¿Qué mejor prueba podía ofrecerle yo a Sinclair?
—Sí. Brillante. ¿Quién conoce la existencia de esos archivos?
—Hay bastante gente —respondió—. Mi predecesor en la KGB, Kryuchkov, que está vivo pero tiene mucho miedo por su vida y no habla. Su primer asistente, que fue ejecutado... no, perdóneme, creo que The New York Times publicó una historia que decía que se había "suicidado" justo después del golpe, ¿no es cierto? Y, claro está, yo también.
—Y le dio esos archivos increíbles a Sinclair...
—No —dijo él.
—¿Por qué no?
Se encogió de hombros. Sonrió otra vez.
—Porque habían desaparecido.
—¿Qué?
—La corrupción era impresionante en esos días, en Moscú —explicó Orlov—. Todavía peor que ahora. Los viejos, los miles de personas que trabajaban en las antiguas burocracias, los ministerios y secretarías, todo el gobierno sabía que tenía los días contados. Los jefes de las fábricas vendían bienes en el mercado negro. Los empleados vendían archivos en las oficinas de Lubyanka. La gente de Boris Yeltsin se había llevado archivos de la KGB y algunos de esos archivos estaban cambiando de manos con rapidez... Y entonces me dijeron que el archivo sobre los Sabios había desaparecido...
—Los archivos de ese tipo no desaparecen...
—Claro que no. Me dijeron que una empleada de nivel bastante bajo del jefe principal del Directorio de la KGB se había llevado el archivo a su casa y lo había vendido.
—¿A quién?
—A un consorcio de hombres de negocios alemanes. Me dijeron que se los vendió por algo así como dos millones de marcos alemanes.
—Un millón de dólares más o menos. Pero hubiera podido obtener mucho más, supongo.
—¡Claro que sí! Ese archivo valía mucho dinero, muchísimo. Contenía las herramientas necesarias para chantajear a los más altos funcionarios de la CIA... Imagínese. Valía mucho más de lo que pidió esa tonta mujer. La avaricia puede hacernos irracionales...
Reprimí el deseo de reírme.
—Un consorcio alemán —musité—. ¿Para qué querría chantajear a la CIA un consorcio alemán?
—En ese entonces, no lo sabía.
—Pero ahora sí.
—Tengo mis teorías...
—¿Por ejemplo?
—Me está pidiendo hechos —contestó él—. Nos encontramos en Zúrich, Sinclair y yo, en condiciones de absoluto secreto, naturalmente. Para entonces, yo ya no estaba en Rusia. Sabía que nunca volvería.
"Sinclair estaba furioso. Se enfureció cuando le dije que ya no tenía la prueba incriminatoria y amenazó con cancelar el trato, volar a Washington y terminar con todo eso. Discutimos muchas horas. Traté de convencerlo de que lo que yo le decía era cierto.
-¿Y?
—En ese momento, me pareció que lo había convencido. Ahora no lo sé.
—¿Por?
—Porque pensé que habíamos hecho un trato y tal como salieron las cosas, no era cierto. Me vine aquí desde Zúrich. Debo decir, ya que estamos, que Sinclair había encontrado la casa para mí. Esperé. Diez mil millones de dólares estaban en Occidente. Oro que pertenecía a Rusia. Era un juego de enorme importancia, y yo tenía que confiar en la honestidad de Sinclair. Más que eso, en su interés en el asunto. Quería que Rusia no se convirtiera en un país de extrema derecha, en una dictadura nacionalista y chauvinista. También él quería salvar al mundo de eso, pero yo creo que fueron los archivos. El hecho de que yo no tuviera los archivos de los Sabios para entregárselos. Seguramente pensó que yo no estaba jugando limpio. No creo que haya otra razón por la que pudiera haberme traicionado...
—¿Traicionarlo?
—Diez mil millones de dólares terminaron en una bóveda de Zúrich, bajo Bahnhofstrasse con dos códigos de acceso para asegurar la liberación. Pero yo no tuve acceso a ese código. Y» entonces, Harrison Sinclair murió, lo mataron. Y ahora no hay esperanza de recuperar el oro. Así que espero que entienda que ciertamente yo no tenía interés alguno en matarlo. ¿No le parece?
—Cierto —dije—. No sería lógico. Pero tal vez ahora yo pueda ayudarlo.
—Si tiene los códigos de acceso de Sinclair.
—No —dije—, no hay códigos. Él no me dejó ninguno.
—Entonces me temo que no hay nada que pueda hacer.
—No estoy de acuerdo. Hay algo. Necesito el nombre del banquero que ustedes vieron en Zúrich.
Y en ese momento se abrieron de par en par las puertas dobles al final del comedor.
Salté sobre mis pies, sin querer tomar la pistola otra vez en caso de que fuera un guardia. Todo tenía que parecer normal: no debía parecer que yo amenazaba al dueño de casa.
Eché una mirada a la tela azul oscura y lo supe inmediatamente. Tres policías uniformados italianos me apuntaban con sus armas.
—Tieniti le maní al fianco! —Las manos a los costados del cuerpo.
Avanzaron por la habitación como un comando SWAT. Mi pistola no me serviría de nada: eran más que yo. Orlov retrocedió hasta ponerse contra una pared como para evitar la línea de fuego.
—Sei in arresto —dijo otro—. Non muoverti. —Estás arrestado. No te muevas.
Me quedé de pie, confuso. ¿Cómo podía haber pasado? ¿Quién los había llamado? No entendía.
Y entonces vi el pequeño botón negro en la pata de la mesa del comedor, en el lugar en que ésta se apoyaba contra el piso color terracota. Era el tipo de botón que se aprieta con el pie, la forma en que los cajeros de los Bancos llaman a la policía. La alarma no hacía ruido cerca sino muy lejos, en este caso, suponía yo, en los cuarteles de la policía en Siena, y por eso habían tardado tanto en llegar. La policía seguramente recibía pagos del misterioso "alemán" que necesitaba tanta seguridad.
El salto de Orlov contra mí, su único movimiento torpe. Sabía que yo lo empujaría al suelo y eso era lo que quería: desde el suelo había rodado para apretar el botón con la mano, la rodilla o el pie.
Pero algo andaba mal.
Miré al hombre de la KGB y vi que estaba aterrorizado. ¿De qué?
Estaba mirándome.
—¡Siga el oro! —gruñó. ¿Qué significaba eso exactamente?
—¡El nombre! —grité—. ¡Déme el nombre!
—No puedo decirlo —volvió a gruñir, las manos en el aire, señalando a los policías—. No...
Sí. Claro que no podía decir el nombre en voz alta. No con esos hombres cerca.
—El nombre —repetí—. Piense en el nombre.
Orlov me miró, confundido y desesperado. Luego se volvió hacia los policías...
—¿Dónde está mi gente? —dijo—. ¿Qué hicieron con mi gente?
De pronto, pareció saltar hacia adelante. Hubo un sonido seco, un sonido que yo reconocí inmediatamente y me volví y vi que uno de los guardias le apuntaba con una ametralladora, y el fuego cortaba un surco grotesco en el pecho del viejo. Los brazos y las piernas de Orlov bailaron un segundo mientras él gritaba una vez más, un grito horrendo y largo. La sangre voló en todas direcciones, manchando los pisos de piedra, las paredes, la mesa brillante y lustrosa. Orlov, el cuello medio separado del cuerpo, se convirtió en un montón de sangre de pesadilla.
Dejé escapar un involuntario grito de horror. Saqué la pistola, a pesar de que ellos eran más, pero no tuvo sentido.
De pronto, hubo silencio. El fuego se había detenido. Levanté las manos y me rendí.
38
Los carabineros me llevaron, esposado, a través de la puerta abovedada de Castelbianco y luego hacia una camioneta azul de la policía, toda abollada.
Parecían carabineros, tenían las ropas de los carabineros, pero no lo eran Eran asesinos pero ¿al mando de quién? Aturdido de horror, yo casi ni podía pensar Orlov había llamado a su gente, sus protectores, y se había sorprendido cuando llegaron los otros Pero, ¿quiénes eran esos otros?
¿ Y por qué no me habían matado a mí también?
Uno de ellos dijo algo en italiano, con rapidez. Los otros dos, que me rodeaban de cerca, asintieron y me guiaron hasta la parte posterior de la camioneta.
No era momento para hacer nada, así que fui con ellos con la pasividad de una oveja Uno de los policías se sentó frente a mí en la camioneta, mientras otro tomaba el volante y el tercero vigilaba desde el asiento delantero.
Nadie decía ni una palabra.
Miré con cuidado a mi guardia, un joven robusto y amargado Estaba sentado más o menos a un metro de distancia.
Me concentré
No "oí" nada, sólo el ruido del motor mientras la camioneta trataba de subir por el camino de tierra que llevaba a los portales de entrada. O eso fue lo que creí, ya que no había ventanas en la parte posterior de la camioneta La única iluminación venia de una luz superior. Mis muñecas hacían ruido frente a mi, sobre el pantalón.
Traté de vaciar mi mente y concentrarme de nuevo. En la última semana el ejercicio se había convertido en algo reflexivo. Sabia que tenia que liberar la mente de todo pensamiento que pudiera distraerla, convertirla en una pizarra en blanco, en un receptor Y entonces oía los finales y principios de los pensamientos en esa tonalidad alterada que indicaba que no estaba oyendo nada hablado, ninguna voz verdadera.
Convertí mi mente en papel en blanco y con el tiempo "oí" mi nombre y luego algo más que sonaba familiar en esa forma flotante, leve, que me decía que estaba oyendo un pensamiento.
En inglés.
El hombre estaba pensando en inglés.
No era policía y no era italiano.
—¿Quién es usted? —pregunté.
Mi escolta levantó la vista, traicionó apenas un instante su sorpresa Después se encogió de hombros, con hostilidad, como si no me entendiera.
—Su italiano es excelente —comenté.
El motor de la camioneta se detuvo, luego arrancó de nuevo. Luego, nada. Nos habíamos detenido en alguna parte. No podía ser muy lejos de la propiedad: hacía apenas unos minutos que nos movíamos y me pregunté adonde me habían llevado.
Las puertas se abrieron y los dos policías subieron atrás con nosotros. Uno me cubrió con el revólver mientras el otro me hacía señas de que me acostara en el suelo Cuando lo hice, me pusieron cinta adhesiva en los tobillos para sujetarme.
Yo traté de hacérselo difícil pateé y me retorcí todo lo que pude pero finalmente lograron atarme los pies. Entonces descubrieron mi otra pistola, metida en su funda, en el tobillo izquierdo.
—Una más, chicos —dijo el que la había encontrado, con aire de triunfo.
En inglés.
—Será mejor que no tenga otras —dijo el que parecía el jefe. Tenía una voz ronca, una voz que venía del pecho, como la de un fumador empedernido.
—Eso es todo —contestó el primero, después de palparme las piernas y los brazos
—De acuerdo —dijo el primero— Somos colegas suyos, señor Ellison.
—Pruébelo —le dije, sin hacer nada Lo único que veía era la luz del techo de la camioneta sobre mi cabeza.
Nadie me contestó.
—Si quiere, puede creernos, si no, no —dijo el jefe— Eso no cambia nada. Lo único que queremos es hacerle unas preguntas. Si es sincero con nosotros, no va a pasarle nada
Mientras hablaba, sentí que algo líquido y frío se esparcía sobre mis brazos, luego sobre la cara y el cuello un líquido viscoso que estaban aplicando con un cepillo.
—¿Sabe qué es esto? —preguntó el falso policía que estaba a cargo.
Yo sentía la dulzura en el borde de la boca.
—Tengo una idea.
—Bien.
Los tres me sacaron de la camioneta hacia el brillo del día. No tenía sentido luchar. No podía llegar a ninguna parte atado como estaba. Miré alrededor y vi árboles, arbustos, un brillo de alambre de púa. Todavía estábamos en Castelbianco, no lejos de la entrada, frente a uno de los edificios de piedra que yo había notado desde el camión, al entrar.
Me pusieron en el suelo justo en la puerta del edificio. Olía a tierra húmeda, y también a basura podrida. Supe dónde estaba.
Entonces, el que estaba a cargo, dijo:
—Lo único que tiene que decirnos es dónde está el oro.
Boca arriba en el suelo, el cuello húmedo de tierra, dije:
—Orlov no cooperó. Apenas si tuve tiempo de charlar con él.
—Eso no es cierto, señor Ellison —dijo el que estaba en el medio—. No nos está diciendo la verdad.
Sacó un objeto pequeño, brillante, lo puso cerca de mis ojos para que lo viera. Un escalpelo afilado como una hoja de afeitar. Cerré los ojos instintivamente. Dios, no. Que no lo haga.
Hubo un golpe sobre mi mejilla. Sentí el horror del metal frío, luego un dolor agudo, como de agujas.
—No tenemos por qué cortarlo más —siguió diciendo el jefe—. Por favor, necesitamos la información. ¿Dónde está el oro?
Sentí algo caliente y pegajoso que me corría sobre la cara, a la derecha.
—No tengo ni la menor idea —dije.
El falso policía me apoyó el escalpelo en la otra mejilla, frío, casi agradable.
—Esto no me gusta más que a usted, señor Ellison, se lo aseguro. Pero no tengo alternativa. Otra vez, Frank.
Yo jadeé.
—No.
—¿Dónde está?
—Ya le dije, no tengo...
Otro corte. Frío, luego calor y ardor, y la sangre sobre la cara, mezclándose con ese líquido pegajoso que me habían puesto. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—Usted sabe por qué hacemos esto, señor Ellison —dijo el jefe.
Traté de darme vuelta sobre la panza, pero dos de ellos me sostenían con firmeza en el lugar.
—Mierda —grité casi—. Orlov no sabía. ¿Es tan difícil de entender? El no sabía... así que yo no sé...
—No nos obligue —dijo el jefe—. Usted sabe que somos totalmente capaces de hacerlo.
—Si me dejan ir, puedo ayudarlos a encontrar el oro —susurré.
Él hizo un gesto con la pistola y los otros me levantaron, uno por los pies, otro por la cabeza. Me retorcí con fuerza pero no tenía movilidad y ellos sabían lo que hacían.
Me arrojaron a la oscuridad húmeda y asquerosa del depósito, una oscuridad inundada del olor fuerte, pútrido, de la basura abandonada. Oí unos crujidos. Había otro olor también, algo ácido, como queroseno o nafta.
—Sacaron la basura ayer —dijo el jefe—. Tienen hambre, creo yo.
Más crujidos y roces.
El ruido del plástico cuando lo pisan; más roces, esta vez más frenéticos. Sí, nafta o queroseno.
Me bajaron, con los pies atados. La única luz en esa cámara horrenda, diminuta, venía de la puerta, contra la cual veía las tres siluetas grandes de los falsos policías.
—¿Qué mierda quieren? —dije con un graznido.
—Díganos dónde está y lo sacamos. Es simple. —Era la voz ronca del jefe.
—Dios. —No pude reprimir el grito. Nunca dejes que se den cuenta de que tienes miedo, pero ahora el espanto era incontenible. Un roce, varios. Tenía que haber docenas ahí dentro.
—Su ficha personal —siguió diciendo él —hace notar que es usted fóbico a las ratas. Por favor, ayúdenos, y todo esto será apenas un mal recuerdo en menos de un segundo.
—Ya le dije que él no sabía...
—Cierra, Frank —dijo casi con un ladrido.
La puerta se cerró. Oí el ruido del pasador. Durante un instante todo quedó negro y luego, cuando mis ojos se fueron acostumbrando, todo tomó un brillo ámbar, un brillo amenazador. Había ruidos leves en todas partes. Varias formas oscuras, grandes, se movían a mi alrededor. Se me erizó toda la piel.
—Cuando esté listo para hablar —oí que decían desde afuera—, lo estaremos esperando, amigo.
—¡No! —exclamé en un aullido—. Ya les dije todo lo que sé.
Algo pasó corriendo sobre mis pies.
—¡Dios santo!
Desde afuera, oí la voz ronca que me hablaba.
—¿Sabía que las ratas son algo así como ciegas? Operan casi absolutamente por su sentido del olfato. Su cara, con la sangre y el líquido dulce que le pusimos, va a ser irresistible para ellas. Van a tratar de comérselo. Se le van a subir encima, se lo aseguro.
—No sé nada... No sé nada —aullé.
—Entonces, lo lamento por usted —dijo la voz ronca.
Sentí que algo grande y tibio y seco y correoso me corría por la cara, sobre los labios. Varias, eran varias, sí, y yo no podía abrir los ojos, sentí que me lastimaban las mejillas, punzones insoportables, agudos, terribles, un sonido como de papeles, una cola que restallaba contra mi oído, patitas sobre el cuello.
Sólo la idea de que mis captores estaban afuera, esperando a que yo me descontrolara por completo, a que me derrumbara o enloqueciera, me impidió aullar en un ataque de miedo indescriptible, insoportable, inmenso.
39
Todavía no sé cómo hice, pero conseguí mantener la mente en foco, estar ahí.
Me las arreglé para retorcerme y ponerme de pie, arrojando ratas a mi alrededor, sacándomelas de la cara y el cuello con las manos unidas. En unos minutos logré sacarme las bandas de nailon pero eso no iba a ayudarme mucho y los hombres que me esperaban afuera lo sabían: la única salida era la puerta y estaba bien guardada.
Busqué la pistola hasta que me di cuenta de que se habían llevado las dos. Tenía algunas municiones en los zapatos, entre el pie y la media, pero no servían para nada sin un arma para dispararlas.
Cuando los ojos se me acostumbraron a la penumbra, entendí de dónde venía el olor a combustible. Había varios tanques de nafta contra la pared, junto a máquinas de granja. Tal vez la "casa de las ratas", como la había llamado mi amigo italiano, fuera para guardar basura, pero evidentemente la usaban también para materiales de mantenimiento: bolsas de cemento, bolsas de plástico con fertilizante, difusores para fertilizantes, herramientas de tipo mortero, algunos repuestos de tractores.
Las ratas se me reunían alrededor y yo movía las piernas permanentemente para que no se me subieran al cuerpo. Mientras tanto, trataba de investigar las herramientas. Un rastrillo no sobreviviría a un asalto contra una puerta de acero reforzado, ni él ni ninguna de las demás herramientas. La nafta parecía el mejor método, pero ¿qué podría hacer con ella? ¿A quién asaltaría? ¿Qué incendiaría? ¿Y con qué iba a encenderla? No tenía fósforos. ¿Y si la esparcía y me las arreglaba para encenderla... qué sucedería? Moriría quemado. Eso no beneficiaría a nadie excepto a mis captores. Una estupidez total. Tenía que haber otra forma.
Sentí el roce de una cola de rata contra el cuello. Me estremecí de arriba abajo.
Desde afuera, la voz ronca repetía:—Lo único que queremos es la información, señor Ellison
Lo más fácil era inventar información, fingir que me había quebrado y soltarla
Pero eso no serviría Seguramente lo esperaban estaban bien informados Tenía que salir de otra forma
Era imposible Yo no era ningún Houdini, pero tenía que salir Las ratas, esas criaturas gordas, marrones, con colas largas, peladas, se deslizaban entre mis pies, haciendo ruiditos agudos Había docenas. Algunas se habían trepado a las paredes Dos, acostadas sobre una bolsa de fertilizante de veinticinco kilos, saltaron hacia mí, buscando el olor de la sangre que se me congelaba en la mejilla. Horrorizado, agité los brazos para alejarlas Una me mordió el cuello Golpeé a mi alrededor y maté a una o dos con los pies.
Sabía que no sobreviviría mucho allí.
Lo que me llamó la atención fue la bolsa de fertilizante En la penumbra, apenas logré distinguir la etiqueta.
CONCIME CHIMICO FÉRTILIZZANTE
Una etiqueta amarilla, con forma de diamante, proclamaba que se trataba de un oxidante Lo que se usa para el pasto, generalmente Treinta y tres por ciento de contenido de nitrógeno, decía la etiqueta Me acerqué mas, los ojos entrecerrados Derivado de partes iguales de nitrato de amonio y nitrato de sodio
Fertilizante.
¿Era posible?
Por lo menos, era una idea. La probabilidad de que funcionara no me parecía especialmente alta, pero valía la pena intentarlo No veía otra forma de salir.
Me agaché y saqué el cargador de la Colt 45 de mi media izquierda Se habían llevado la pistola, pero no eso.
Estaba lleno tenía siete balas No mucho, pero bastaría. Saqué las siete.
Una voz desde afuera de la casa dijo.
—Que tenga un lindo día ahí dentro, Ellison Y una noche fabulosa.
Contuve mi horror y caminé por el piso lleno de ratas hasta llegar a una de las paredes. Uno por uno metí los cartuchos en una grieta en la pared Ahora tenía toda una fila con las puntas grises hacia fuera.
Lo más cercano a una pinza que conseguí fue un viejo alicate para cables Serviría, aunque estaba muy oxidado. Con cuidado, cerré la punta del alicate sobre cada una de las puntas de las balas, tiré y retorcí, hasta que la bala salió de la cobertura de papel La parte que había extraído era el proyectil, lo más importante de cada bala, lo que entraba en el blanco. Pero yo no lo necesitaba. Necesitaba lo que estaba detras la carga de proyección y el detonador.
Un trio de ratas se me acerco a los pies, una se trepo sobre la rodilla, tocándome la tela de la camisa, tratando de subir hacia la cara en un camino de horrores. Jadeé de espanto, me transpiré de arriba abajo, golpeé las ratas con las manos, las arrojé sobre el suelo de piedra.
Luego, apenas recuperado, saqué cada una de las balas incompletas de la pared y dejé caer la pequeña cantidad de carga de proyección sobre un pedazo de papel que saqué de una bolsa de cemento. Las seis me dieron una pilita de sustancia gris oscuro formada por esferitas irregulares de nitrocelulosa y nitroglicerina
Lo que quedaba era lo más peligroso sacar los detonadores. Son los pequeños discos de níquel colocados en la base de cada una de las balas, que contienen una cantidad de material altamente explosivo. También son muy sensibles a la percusión, a los golpes. Yo estaba sacudiéndome y luchando en la oscuridad, rodeado de ratas, y mi concentración no era muy buena. Sin embargo, sabía que tenia que hacerlo con mucho cuidado.
Revisé la casa de piedra buscando algo que me sirviera para horadar una superficie pequeña pero no encontré nada. Una búsqueda cuidadosa en cada uno de los rincones oscuros de la pequeña estructura podría haberme dado resultado, pero yo no podía decidirme a meter las manos desnudas en un nicho húmedo, negro y desconocido. No me siento orgulloso de mi terror frente a las ratas, pero todos tenemos nuestras fobias y la mía, creo que usted estará de acuerdo, no es totalmente irracional. Como no encontraba nada, tendría que arreglármelas con la lapicera que tenía en el bolsillo Sí, eso me serviría Le saqué el cartucho de tinta.
Con mucho, mucho cuidado, inserte la punta en el agujero en la base de la bala y saqué la primera tapa de percusión. La segunda salió con mayor facilidad y en unos minutos había sacado los discos de las seis balas. Dejé la séptima intacta.
Sentí que algo seco y escamoso me tocaba la base de la nuca y temblé. Se me hizo un nudo en el estómago, un nudo instantáneo.
Con la mayor habilidad que pude reunir, deslicé los detonadores, uno por uno, en la única bala que había dejado intacta. En el espacio que quedaba, volqué la pila de carga de proyección y luego volví a cerrar todo con el dedo índice.
Ahora tenía en mis manos una bomba pequeña
Localicé un tramo de caño de dos por cuatro, una botella de gaseosa vieja, una tela, una piedra grande y un clavo casi derecho. Eso me llevó varios minutos, una eternidad para mí, con las ratas tocándome el cuerpo o moviéndose bajo mis pies como una especie de horripilante alfombra en movimiento. Tenía el estómago hecho un nudo, una tensión insoportable y dolorosa en los músculos. Temblaba continuamente.
Con la roca, golpeé el clavo hasta que la punta salió por el otro lado. Ahora el fertilizante. De las varias bolsas de veinticinco kilos, dos tenían un contenido de nitrógeno que iba de dieciocho a veintinueve por ciento. Una sola contenía un treinta y tres. Seleccioné ésa. Abrí la bolsa y saqué un poco del material. Lo puse sobre otro pedazo de papel de las bolsas de cemento. Una pequeña claque de ratas se acercó a la pila, con los bigotes temblorosos de curiosidad y hambre. Las espanté con la botella. Tenían cuerpos mucho más sólidos y musculosos de lo que yo hubiera imaginado. Si hubiera tenido que hablar, no habría podido. Estaba paralizado de miedo, por lo menos en parte, pero de alguna forma mi sistema nervioso trabajaba a su ritmo, solo, en automático, y me mantenía en pie, duro, como si yo hubiera sido un robot.
Pasé la botella sobre las bolitas de fertilizante hasta que conseguí un polvo muy fino. Repetí el proceso varias veces para lograr un buen montoncito de fertilizante en polvo. En condiciones ideales, ese paso no habría sido necesario, pero las mías no eran condiciones ideales por cierto. En primer lugar, el agente de sensibilización debería haber sido nitrometano, el líquido azul que usan a veces los locos de los autos para aumentar los octanos en la nafta. Pero no había nada parecido a eso en el depósito, solamente nafta, y yo sabía que tendría que usarla aunque también sabía que sería mucho, menos efectiva. Así que lo menos que podía hacer era convertir en polvo el fertilizante para disminuir el diámetro de los granos, aumentando así la superficie y haciéndolo más reactivo.
Destapé la lata de nafta y la volqué despacio sobre el fertilizante. Hubo grandes movimientos entre las ratas. Sentían el peligro y se escurrían hacia las paredes, hacían piruetas, retroi» cedían hacia los recesos de la cámara.
Temblando todavía, metí el fertilizante húmedo en el caño oxidado y lo tapé con una piedra del tamaño exacto. El caño tenía más o menos un centímetro y medio de diámetro, lo cual me parecía correcto. Coloqué la bala que había preparado en el nitrato.
Revisé mi trabajo y tuve la sensación brusca, desesperada y segura, de que la bomba no explotaría. Los ingredientes básicos eran los correctos, pero el resultado final era algo muy impredecible, especialmente dada la rapidez y la falta de concentración con que la había preparado.
Con toda la fuerza que pude reunir, metí el caño en una grieta de la pared.
El lugar era extremadamente estrecho.
Sí. Tal vez funcionaría.
Si no funcionaba... Si deflagraba en lugar de detonar, fracasaría por completo, y el espacio se llenaría de humos tóxicos que me desmayarían. Probablemente, moriría. También existía la posibilidad de que una explosión en una dirección distinta de la que yo esperaba me lastimara, cegara o algo peor.
Coloqué el pedacito de madera sobre la bomba, que sobresalía de la pared, con el clavo tocando la base de la bala. Retuve el aliento mientras el corazón me latía con fuerza. Me cubrí los ojos con un pedazo de tela, levanté la roca que había usado como martillo.
La sostuve en la mano derecha directamente sobre el clavo.
Y luego, la arrojé con toda la fuerza posible contra la cabeza de hierro.
La explosión fue inmensa, increíblemente ruidosa, un trueno, y de pronto, todo a mi alrededor se convirtió en un brillo anaranjado que se veía incluso a través de la venda, una tormenta de piedras y fuego, una catarata de escombros y esquirlas. Mi mundo se transformó en una bola de fuego y eso fue lo último que supe.
PARTE V
ZURICH
40
Blanco, el blanco más suave, más pálido, más hermoso del lino: me sentí consciente del color blanco, no de la ausencia de color sino de un blanco cremoso, completo, rico, que me suavizaba con su quietud y su brillo.
Y me sentí consciente de suaves murmullos un poco más allá.
Sentí que flotaba en una nube, boca abajo, luego de costado, pero no sabía dónde estaba mi cuerpo ni me interesaba.
Más murmullos.
Yo acababa de abrir los ojos, que parecían haber estado sellados durante una eternidad.
Traté de enfocar las formas que murmuraban a mi alrededor.
—Ya está con nosotros —oí que alguien decía.
—Tiene los ojos abiertos.
Lenta, lentamente, lo que me rodeaba se puso en foco.
Estaba en una habitación toda blanca, cubierto con sábanas blancas de muselina barata, con vendas blancas en los brazos, la única parte de mi cuerpo que lograba distinguir.
A medida que ponía los ojos en foco, me daba cuenta de que la habitación era simple, con paredes encaladas. ¿Sería una granja o algo así? ¿Dónde estaba? Una sonda intravenosa me penetraba el brazo izquierdo pero ese lugar no parecía un hospital.
Oí una voz masculina que decía:
—¿Señor Ellison?
Traté de gruñir pero no parecía posible.
—¿Señor Ellison?
Traté de hacer ruido otra vez y otra vez, nada, pero tal vez me equivocaba. Seguramente hice algo con la boca porque la voz dijo:
—Ah, sí, muy bien.
Ahora veía al que me hablaba: un hombre pequeño, de cara estrecha con una barba bien cuidada y ojos tibios y castaños. Tenía puesto un suéter gris tejido a mano, rústico, pantalones de lana gris, un par de zapatos de cuero muy usados. Era gordoen la panza, maduro ya. Me tendió una mano suave, regordeta, y se la di.
—Me llamo Boldoni —dijo—. Massimo Boldoni.
Con gran esfuerzo, logré decirle:
—¿Dónde...?
—Soy médico, señor Ellison, aunque sé que no lo parezco. —Hablaba un inglés con melifluo acento italiano. —No tengo puesto el delantal porque, en general, no trabajo los domingos. Para contestar a su pregunta, tengo que decirle que está usted en mi casa. Tenemos varias habitaciones vacías, por desgracia.
Seguramente vio la confusión en mi cara porque siguió explicando:
—Esto es una podere, una granja vieja. Mi esposa la maneja como casa de huéspedes, la Podere Capra.
—No... —empecé a decir—. No entiendo, ¿cómo llegué...?
—Creo que está usted muy bien, considerando lo que le pasó...
Miré mis brazos vendados, volví a mirar al médico.
—Tuvo mucha suerte —dijo él—. Tal vez haya perdido un poco de capacidad auditiva. Sufrió quemaduras en los brazos solamente y se va a recuperar rápido. Tiene suerte. Las quemaduras no son serias y hay muy poca piel destruida. Se le incendió la ropa pero lo encontraron antes de que el fuego pudiera hacerle mucho...
—Las ratas —dije.
—No hay rabia ni enfermedades ni nada de eso —dijo para tranquilizarme—. Ya lo revisé, cuidadosamente. Nuestras ratas toscanas son ejemplares muy saludables. Las mordidas superficiales ya están tratadas y se van a curar rápido. Tal vet le arda un poco, pero eso es todo. Le puse morfina para aliviar el dolor, por eso siente que está volando, ¿no es cierto? :
Asentí. En realidad, era agradable. No había sensación de dolor. Yo quería saber quién era él y cómo me habían traído allí, pero me era muy difícil articular las palabras y estaba dominado por una especie de inercia.
—Gradualmente, voy a reducirla. Pero ahora hay unos amigos que quieren verlo.
Se volvió y golpeó la puerta redondeada, de madera, unas cuantas veces, con suavidad. La puerta se abrió y él se retiró, después de despedirse.
Sentí que me ardía la garganta.
En una silla de ruedas, disminuido, cansado, entró Toby Thompson. De pie a su lado, estaba Molly.
—Dios, Ben —dijo ella y corrió a mi lado.
Nunca la había visto tan hermosa. Tenía puesta una falda de tweed marrón, una blusa de seda blanca, el collar de perlas que yo le había comprado en Shreve, y el camafeo de buena suerte que le había dado su padre.
Nos besamos un rato largo.
Ella me miró de arriba abajo, los ojos llenos de lágrimas.
—Estaba... estábamos... preocupados por ti. Dios, Ben.
Me tomó las dos manos.
—¿Cómo llegaste aquí? —conseguí decir.
Oí el ruidito de la silla de Toby que se acercaba.
—Lamento decir que llegamos un poco tarde —dijo Molly, apretándome las manos. El dolor me sacudió, hice una mueca y ella me soltó las manos. —Disculpa —dijo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Toby. El traje azul y un par de brillantes zapatos ortopédicos, como siempre. Tenía bien peinado el cabello blanco.
—Veremos cuando me saquen la morfina —dije—. ¿Dónde estoy?
—Greve, en Chianti.
—El médico...
—Massimo es confiable —dijo Toby—. Totalmente. Lo tenemos en la zona, por si acaso. De vez en cuando usamos Podere Capra como refugio.
Molly me puso una mano en la mejilla, como si no pudiera creer que yo estaba allí realmente. Ahora que la veía de cerca, me daba cuenta de que estaba exhausta, notaba los grandes círculos negros bajo los ojos enrojecidos. Había tratado de cubrirlos con maquillaje. Se había puesto algo de Fracas, mi perfume favorito. Como siempre, me parecía una mujer irresistible.
—Te extrañé —dijo.
—Yo también, nena.
—Nunca me dijiste nena —dijo ella maravillada.
—Nunca es tarde para aprender una nueva palabra de amor —murmuré.
—No dejas de impresionarme —dijo Toby con gravedad—. No sé cómo lo hiciste.
—¿Hacer qué?
—Hacer ese agujero en el costado de la casa de piedra. Si no lo hubieras hecho, estarías muerto, supongo. Esos tipos pensaban dejarte ahí hasta que te comieran vivo o te murieras de miedo. Y ciertamente, los nuestros no habrían sabido dónde buscarte a no ser por la explosión.
—No entiendo —dije—. ¿Cómo supieron dónde estaba?
—Un paso por vez —dijo Toby—. Rastreamos la llamada de Siena en ocho segundos.
—¿Ocho? Pero yo creía...
—La tecnología de comunicaciones ha mejorado mucho desde que dejaste la Agencia, Ben. Tú sabes que digo la verdad, eres testigo. Voy a acercarme un poco, si quieres.
Por ahora, su seguridad era suficiente. Y por otra parte, yo estaba muy confuso como para enfocar la mente.
—Apenas supimos dónde estabas, fuimos corriendo.
—Gracias a Dios —dijo Molly. Seguía sosteniéndome las manos, como si yo estuviera por irme.
—Hice que soltaran a Molly y ella y yo volamos a Milán con unos chicos de seguridad. Justo a tiempo, diría yo.
—Golpeó los brazos de la silla de ruedas. —No es fácil en una de éstas. Italia no tiene rampas para discapacitados. De todos modos, teníamos un buen sistema de alarma en la zona. ¿Te dije que si pones una gotita de agua en la entrada de un hormiguero...
—Ah, por favor —dije con un gruñido—, no tengo ganas de hormigas, Toby. Ni fuerzas.
Pero él siguió adelante.
—... las obreras corren por el hormiguero dando la alarma, advirtiendo de posibles inundaciones, hasta señalando salidas de emergencia? En menos de medio minuto, la colonia empieza a evacuar el hormiguero.
—Fascinante —dije, sin mucha convicción.
—Perdóname, Ben. Me entusiasmo. De todos modos, tu esposa estuvo supervisando al doctor Boldoni muy de cerca, para asegurarse de que tengas el mejor de los tratamientos.
—Quiero la verdad, Mol. ¿Estoy grave?
Ella sonrió, triste pero alentadora. Las lágrimas le brillaban en los ojos.
—Vas a estar bien, Ben. En serio. No quiero que te preocupes.
—Dilo de una vez. La verdad.
—Tienes quemaduras de primer y segundo grado en los brazos —explicó ella—. Va a ser doloroso pero no serio. No más del quince por ciento del cuerpo.
—Si no es serio, ¿por qué me pusieron todo esto?
—Había notado que una venda especial, fija en el dedo índice, brillaba roja como el dedo del extraterrestre E.T. Lo levanté. —¿Qué es esto?
—Es un oxímetro de pulso. El brillo rojo es un rayo láser. Mide la saturación de oxígeno que se mantiene al noventa y siete por ciento. El ritmo de tu corazón está un poco alto, unos cien latidos, lo cual es esperable. Tuviste una contusión moderada durante la explosión. El doctor Boldoni sospechaba que habías inhalado humos de la explosión, y eso podría haber sido problemático. Se te puede hinchar la tráquea y si se hincha, te puedes morir. Hay que vigilar de cerca. Tosías algo... y él tenía miedo de que fueran pedazos de tu tráquea, quemados, quiero decir. Pero yo los examiné... y era basura, hollín, por suerte. No tienes quemaduras por inhalación, pero sí hay inhalación de humos.
—¿Y el tratamiento, doctora?
—Te tenemos con fluidos intravenosos. D-5 media de solución salina normal. Con veinte de K a doscientos por hora.
—No me hables en chino, por favor.
—Lo lamento, quiero decir potasio. Quiero estar segura de que estés hidratado, darte muchos fluidos. Vas a tener que cambiarte las vendas todos los días. Esa cosa blanca que ves bajo las vendas es ungüento Silvidene.
—Tienes suerte de tener a tu médica personal contigo —comentó Toby.
—Y, mucho descanso en la cama —agregó Molly para terminar—. Así que te traje lectura. —Me dio una pila de revistas. Encima de todo estaba la revista Time con una foto de Alexander Truslow en la tapa. Lucía bien, vigoroso, aunque el fotógrafo había tratado de enfatizar las ojeras, LA CIA EN CRISIS, decía la tapa, y abajo: ¿UNA NUEVA ERA?
—Parece que a Alex no le vendría mal una buena noche de descanso —dije en tono de broma.
—La otra foto es mejor —dijo Toby. Tenía razón. En la tapa de The New York Times Magazine, Alex Truslow, el cabello plateado brillante, sonreía de oreja a oreja, con orgullo. ¿Es este el hombre que salvará a la CIA?, preguntaba el título.
Sonriendo, lleno de orgullo yo también, apoyé las revistas a mi lado.
—¿Cuándo lo confirma el Senado?
—Ya está confirmado —dijo Toby—. Al día siguiente del nombramiento, el Presidente convenció al comité de inteligencia del Senado de que necesitamos un director de tiempo completo lo más pronto posible. Un proceso largo de confirmación hubiera causado problemas. Más problemas. Lo confirmaron todos menos dos, según creo.
—Eso es maravilloso —dije—. Y apuesto a que sé quiénes fueron los que se opusieron. —Di los nombres de los dos senadores más derechistas del comité, los dos sureños.
—Exactamente —dijo Toby—. Pero esos payasos no significan nada si los comparas con los verdaderos enemigos.
—Dentro de la Agencia —dije.
Él asintió.
—Y dime, ¿quiénes eran los rufianes que se disfrazaron de policías italianos?
—Todavía no lo sabemos. Estadounidenses. Mercenarios privados, creo yo.—¿De la Agencia?
—¿Quieres decir si eran personal de la CIA? NO... no hay fichas de ellos en ninguna parte... Los... los mataron. Hubo... un tiroteo fuerte. Perdimos dos hombres, buenos hombres... Estamos pasando las fotos y las huellas digitales por las computadoras para ver qué sale, si es que sale algo.
Miró el reloj.
—Y creo que...
Oí sonar un teléfono en una mesa cercana.
—Es para ti —dijo Toby.
41
Era Alex Truslow. La comunicación era buena. La voz sonaba tan clara como si la hubieran modificado electrónicamente, lo cual indicaba que probablemente la línea fuera estéril.
—Gracias a Dios que está bien —dijo.
—A Dios y a ustedes —contesté—. Parece usted un poco destruido en la tapa de Times, Alex.
—Margaret dice que parezco recién embalsamado. Tal vez eligieron una foto especialmente mala porque se preguntan si va a haber una nueva era y la conclusión es: No, ese tipo no puede con semejante tarea. Ya sabe usted... soy un fósil o algo así. La gente siempre quiere sangre nueva.
—En este caso, se equivocan. Felicitaciones por la confirmación del Senado.
—El Presidente torció unos cuantos brazos ahí. Pero sobre todo, Ben, quiero que vuelva.
—¿Por qué?
—Después de lo que le pasó...
—Todavía no tengo la mercadería —confesé—. Usted me habló de una fortuna... ¿La línea es segura?
—Claro que sí.
—De acuerdo. Usted me habló de una fortuna desaparecida, pero yo no tenía idea de la magnitud. Ni del origen.
—¿Quiere informarme por favor?
—¿Ahora? —Miré a Toby, como haciéndole una pregunta.
El miró a Molly.
—¿Te molestaría mucho dejarnos por unos minutos?
Los ojos de Molly estaban rojos e hinchados y las lágrimas le habían manchado las mejillas. Lo miró con furia.
—Sí, me molestaría muchísimo...
En el teléfono, Alex dijo:
—¿Ben?
Toby se disculpó diciendo:
—Es que tenemos que hablar de cosas técnicas, aburridas...
—Lo lamento —dijo ella—. No pienso irme. Somos socios, Ben y yo. Y no quiero que me excluyan. Hubo un largo silencio. Después, Toby dijo:
—De acuerdo. Pero espero contar con tu discreción...
—Cuenta con ella.
En el teléfono, y al mismo tiempo a Toby y a Molly, relaté lo más importante de la entrevista con Orlov. Mientras yo hablaba, las caras de Toby y Molly registraban el asombro.
—Por Dios santo —dijo Truslow, conteniendo el aliento—. Ahora tiene sentido. Y es maravilloso saberlo... Hal Sinclair no estaba metido en nada delictivo. Estaba tratando de salvar a Rusia. Claro. Ahora quiero que vuelva, Ben.
—¿Por qué?
—Por Dios, Ben, esos hombres que lo torturaron así... tienen que estar al servicio de la facción.
—Los Sabios.
—Tiene que ser así. Si no, no tiene sentido. Seguramente Hal confió en alguien. Alguien que iba a ayudarlo a hacer los arreglos con el oro, y eran arreglos complejos, estoy seguro. Y alguien en quien confió era un doble. ¿De qué otra forma pudieron saber lo del oro?
—¿Lo mismo en Boston?
—Posiblemente. No, diría que probablemente.
—Pero eso no explica lo de Roma —dije.
—Van Aver —dijo él—. Sí. ¿Y me pregunta por qué quiero que vuelva?
—¿Quién estaba detrás de eso?
—Yo no tengo idea. No hay pruebas que lo relacionen con los Sabios, aunque no puedo descartarlo. Ciertamente, el que lo hizo conocía los detalles de su reunión con él. Tal vez a través de una interferencia en los cables entre Roma y Washington. O tal vez era local... ¿quién sabe?
—¿Local?
—Monitoreo del teléfono de Van Aver, o del teléfono de cualquiera de la estación de Roma. Ya sabe, tiene sentido pensar que hablamos de uno de los antiguos compañeros de Orlov. Tal vez nunca lo sepamos. Es raro.
—¿En qué sentido?
—Hubo un tiempo en que yo habría saltado en una pata si me ofrecían el puesto de director de la CIA. Habría dado cualquier cosa. Pero ahora... ahora que lo tengo., me parece una trampa mortal. Los cuchillos largos están llegando a mí. Me rodean. Demasiadas personas poderosas se sienten amenazadas por lo que hago. Me parece que el puesto es una trampa, una trampa mortal.—¿Pudiste leer los pensamientos de Orlov? —preguntó Toby apenas colgué.
Asentí.
—Pero hubo un problemita —dije—. Orlov nació en Ucrania.
—Habla ruso... —objetó Toby.
—El ruso es su segundo idioma. Cuando me di cuenta de que pensaba en ucraniano, me convencí de que estaba vencido. Pero después lo entendí: ese tipo de la Agencia, el que me hizo las pruebas, el doctor Mehta, pensaba que yo recibía no pensamientos en sí sino ondas de radio de frecuencia extremadamente baja emitidas por el centro de producción del habla en el cerebro. Podía escuchar palabras como las que el cerebro prepara para que luego pasen al habla... aunque después no lleguen ahí. Así que hice que cambiáramos de idioma constantemente: ruso a inglés, inglés a ruso. Yo sabía que Orlov hablaba los dos idiomas. Y eso me permitió entender lo que estaba pensando porque ahora su mente ponía en inglés los pensamientos en ucraniano.
—Sí —dijo Toby—. Sí, claro.
—Y le pregunté varias cosas, sabiendo que no importaba lo que me dijera en voz alta. Por lo menos, pensaría la respuesta verdadera.
—Muy bueno.
—A veces, trataba tanto de no contestar que pensaba en inglés lo que no quería decirme.
La morfina estaba dominándome y se me hacía cada vez más difícil concentrarme. Lo único que quería era dormir varios días seguidos.
Toby se movió en la silla de ruedas, después se acercó un poco con una palanca. La silla hizo un ruidito mecánico.
—Ben, hace unas semanas un coronel de la vieja Securitate, la policía secreta rumana bajo Nicolás Ceausescu, hizo contacto con un jugador de la retaguardia que conocemos bien. —En la jerga, eso significaba que el contacto había sido con un falsificador de documentos que preparaba papeles de identidad para agentes independientes. —Él nos buscó a nosotros.
Esperé que siguiera y después de un minuto o dos, dijo:
—Trajimos al rumano. Bajo interrogatorio intenso, dijo que sabía de un complot para asesinar a ciertos altos funcionarios de la inteligencia estadounidense.
—¿De quién era el complot?
—No lo sabemos.
—¿Y los blancos?
—Tampoco.
—¿Y crees que tiene que ver con el oro?—Es posible. Ahora dime, ¿te dijo Orlov dónde estaban esos diez mil millones?
—No.
—¿Crees que sabía y no quería decirlo?
—No.
—¿Te dio un código de acceso, o algo así?
Estaba visiblemente desilusionado.
—¿No es posible que Sinclair fuera realmente un ladrón en gran escala? Ya sabes, decirle a Orlov que iba a ayudarlo a sacar los diez mil millones en oro del país y después...
—¿Y después qué? —interrumpió Molly, furiosa. Lo miraba con una intensidad feroz e inolvidable. Dos puntos rojos aparecieron en sus mejillas y yo supe que había oído más de lo que podía tolerar. Susurró casi como una víbora: —Mi padre era un hombre maravilloso y un buen hombre. Era tan honesto y derecho como el que más. Por Dios, lo peor que se podía decir de él era que era demasiado correcto.
—Molly... —empezó a decir Toby.
—Yo estaba con él en un taxi en Washington cuando encontró un billete de veinte dólares en el asiento y se lo dio al conductor. Dijo que el que lo hubiera perdido se daría cuenta y llamaría a la compañía. Yo le dije: "Papi, el taxista se lo va a quedar...".
—Molly —interrumpió Toby, tocándole la mano. Tenía los ojos tristes. —Tenemos que pensar en todas las posibilidades... aunque nos parezcan imposibles...
Molly se quedó callada. Le temblaban los labios. Yo descubrí que estaba tratando de leerle los pensamientos, pero ella se había sentado un poco lejos y yo no podía concentrarme con las drogas. Para ser honesto, no estaba seguro de que mi extraño don siguiera conmigo. Tal vez la experiencia en la casa de ratas incendiada lo había destruido junto con parte de mi piel. Creo que no me habría importado mucho si hubiera sabido que ya no estaba ahí.
No sé lo que pensaba Molly pero fuera lo que fuese era algo que la perturbaba. De todos modos, podía imaginarme el remolino de sus sentimientos y lo único que deseaba era saltar de la cama y abrazarla y reconfortarla. Odiaba verla así. En lugar de hacerlo, me quedé donde estaba con los brazos vendados y la cabeza más y más confusa a medida que pasaban los minutos.
—No lo creo, Toby —dije, pensativo—. Molly tiene razón: no encaja con lo que sabemos de la forma de ser de Hal.
—Pero entonces estamos exactamente donde empezamos.
—No —contesté—. Orlov me dio una clave.
—¿Ah sí?—Siga el oro, me dijo. Siga el oro. Y estaba pensando el nombre de una ciudad.
—¿Zúrich? ¿Ginebra?
—No. Bruselas. Hay formas, Toby. Como Bélgica no tiene fama de un mercado de oro importante, no puede ser demasiado difícil investigar dónde pueden estar escondidos allí los miles de millones de oro.
—Voy a encargarme de los vuelos —dijo Toby.
—¡No! —exclamó Molly—. Él no va a ninguna parte. Necesita una semana de descanso. Por lo menos.
Sacudí la cabeza, cansado.
—No, Mol. Si no lo rastreamos, el próximo es Alex Truslow. Y después, nosotros. Arreglar un "accidente" es lo más fácil del mundo.
—Si te dejo salir de la cama, estoy violando mi juramento hipocrático...
—A la mierda con el juramento —dije—. Nuestras vidas están en peligro. Y hay una fortuna inmensa en juego. Si no la encontramos... no vas a vivir mucho para cumplir ese juramento, te lo aseguro...
Oí que Toby decía casi entre dientes:
—Estoy contigo. —Luego con un gemido eléctrico, empezó a alejarse en la silla de ruedas.
La habitación estaba tranquila. En la ciudad, me había acostumbrado tanto a los ruidos que ya no los oía. Pero allí, en esa remota región del norte de Italia, no había ruidos. Desde la ventana, veía a la luz pálida de la tarde, un campo de girasoles altos y muertos, palitos marrones moviéndose entre los surcos rectos y píos.
Toby había dejado a Molly conmigo para que habláramos. Ella estaba sentada en mi cama, acariciándome los pies bajo la sábana.
—Lo lamento —dije.
—¿Qué es lo que lamentas? —me preguntó.
—No lo sé. Pero quería decirlo.
—Acepto la disculpa.
—Espero que no sea cierto lo de tu padre.
—Pero en tu corazón...
—En mi corazón no creo que haya hecho nada malo. Pero tenemos que descubrir lo que pasó.
Molly miró a su alrededor, luego, por la ventana hacia las colinas toscanas, espectaculares como siempre.
—Me gustaría vivir aquí, ¿sabes?
—A mí también.—¿En serio? Podríamos, ¿no te parece?
—¿Algo así como abrir una oficina toscana de Putnam & Stearns? Vamos.
—Pero dado tu talento para hacer dinero... —Sonrió con preocupación. —Podríamos mudarnos aquí. Dejas la ley, vivimos felices para siempre... —Un largo silencio, después agregó: —Quiero ir contigo. A Bruselas.
—Es peligroso, Molly.
—Creo que puedo ayudarte. Y tú lo sabes. Además, no puedes viajar sin un médico. No así.
—¿Por qué no sigues diciendo que no debería viajar?
—Porque sé que lo de papá no es cierto. Y quiero que lo pruebes.
—Pero, ¿aceptarías la posibilidad, hasta la probabilidad, de que si encuentro algo, puede ir en contra de la reputación de tu padre?
—Papá está muerto, Ben. Lo peor ya pasó. Nada de lo que hagas va a cambiar eso.
—De acuerdo —dije—. De acuerdo. —Se me estaban empezando a cerrar los ojos y no tenía fuerzas para seguir luchando contra el deseo de dormir. —Ahora quiero dormir.
—Voy a reservar en un hotel de Bruselas —la oí decir desde una distancia de millones y millones de kilómetros. "Muy bien, que haga eso, sí", pensé.
—Alex Truslow me advirtió que había serpientes en el, jardín —susurré—. Y... empiezo a preguntarme... si Toby no es una de ellas...
—Ben, descubrí algo. Algo que tal vez ayude... —dijo algo más pero no lo entendí y después me pareció que la voz se desvanecía en el aire.
Un poco más tarde, tal vez minutos, tal vez segundos, me pareció oírla alejarse, y oí el balido de las ovejas desde algún lugar, afuera. Pronto, estaba profundamente dormido.
42
Toby Thompson nos despidió en la entrada de la terminal de Swissair en el aeropuerto internacional de Milán. Molly lo besó en la mejilla, yo le estreché la mano, y después pasamos por el detector de metales. Unos minutos más tarde vino la llamada para el vuelo a Bruselas de Swissair. En el mismo momento, y yo lo sabía, Toby tomaba un vuelo a Washington.
La droga que me había mantenido en el aire durante dos días estaba empezando a extinguirse en mi organismo (aunque todavía sentía tanto algodón en la cabeza que ni siquiera había tratado de "leer" a Toby). Yo sabía que era mejor abandonar los calmantes si quería estar alerta, pero ahora sentía que los brazos me ardían en una llamarada intensa, sobre todo debajo de las axilas. Me latían con fuerza, y cada latido me clavaba cuchillos hasta el hombro. Y por encima de todo, ahora que la droga ya no me protegía, tenía un dolor de cabeza intenso, intolerable, incesante.
Sin embargo, logré levantar los dos bolsos (ninguno de nosotros dos había despachado el equipaje) y llegar al asiento sin demasiado dolor. Toby había comprado pasajes de primera clase y nos había dado pasaportes nuevos. Ahora éramos Cari y Margaret Osborne, dueños de un negocio de regalos pequeño pero próspero en Kalamazoo, Michigan.
Yo tenía un asiento junto a la ventanilla, tal como había pedido, y miré cuidadosamente cómo corría de aquí para allá el personal de mantenimiento de Swissair, completando los controles de último momento. Tenía el cuerpo duro de tensión. La entrada principal del avión ya estaba cerrada y sellada. El área de primera me daba un excelente punto de mira desde el cual vigilarlo todo. Exactamente en el momento en que el último miembro del personal de tierra abandonó la cabina y descendió por la escalerilla hacia la pista, empecé a gritar.
Levanté los brazos vendados en el aire y aullé:
—¡Quiero salir de aquí! ¡Dios, Dios mío! ¡Déjenme salir de aquí!
—¿Qué te pasa? —chilló Molly.Virtualmente todos los pasajeros de primera se habían dado vuelta para mirarnos. Tenían la vista clavada en nosotros, con horror. Una azafata llegó corriendo por el pasillo.
—Dios —grité—. Tengo que bajar... Tengo que bajar ahora mismo, ahora mismo.
—Señor, lo lamento —dijo la azafata. Era alta y rubia con una cara simple, decidida, una cara a la que no se le hacían bromas. —No se permite que desciendan pasajeros cuando el avión está por despegar. Si hay algo más que podamos hacer por usted...
—Pero, ¿qué te pasa? —insistió Molly.
—¡Tengo que salir! —volví a aullar—. Tengo que salir de aquí. El dolor es intolerable...
—¡Señor! —protestó la mujer suiza.
—¡Saca el equipaje! —le ordené a Molly. Con los brazos en el aire, gimiendo y quejándome, empecé a empujar por el pasillo. Molly tomó los bolsos del compartimiento que ya estaba cerrado y se las arregló para colgarse los dos bolsos con correa de cada uno de sus hombros frágiles y, al mismo tiempo, tomar los otros dos con las manos. Me siguió por el pasillo, hacia el frente del avión.
Pero la azafata nos bloqueaba el camino.
—¡Señor! ¡Señora! Lo lamento muchísimo, pero las reglas...
Una mujer anciana gritó desde el fondo:
—¡Déjenlo bajar!
—Dios —grité.
—Señor, el avión está por despegar...
—¡Fuera! ¡Fuera! —Era Molly, feroz en su furia. —Yo soy su médica. Y si no nos deja bajar inmediatamente, le juro que va a tener una demanda legal entre manos, señorita, un juicio. Y me refiero a usted personalmente, a usted y toda la aerolínea detrás, se lo aseguro. ¿Entiende lo que le digo?
Los ojos de la suiza se abrieron de par en par mientras retrocedía por el pasillo y se introducía en una fila de asientos para dejarnos pasar. Con Molly detrás, que peleaba con el equipaje como podía, corrí por la escalerilla que, gracias a Dios, estaba todavía unida al avión.
Corrimos por la pista y volvimos a entrar en la terminal. Allí, tomé todo el equipaje de manos de Molly —era doloroso, pero pude hacerlo—, y la hice correr hacia el mostrador de Swissair.
—¿Qué mierda pasa?
—Cállate. No me preguntes nada por un rato, por favor. Por favor.
Los hombres del mostrador no habían visto nada, por suerte. Saqué un fajo de billetes (cortesía de Toby) y compré dos boletos a Zúrich en primera. El vuelo salía en diez minutos. Apenas el tiempo justo para llegar.
Aunque el vuelo fue agradable y sin incidentes —Swissair siempre me gustó más que cualquier otra aerolínea—, yo estuve todo el tiempo en agonía física.
Acuné un Bloody Mary entre las manos y traté de poner la mente en blanco. Molly estaba profundamente dormida. Antes de subir al avión, incluso antes del cambio de avión, se había quejado de no sentirse bien. Estaba descompuesta, dijo, floja. Pensaba que no era nada. Algo que se había pescado en el vuelo a Italia con eso que llamaba el "pomo de dentífrico" y los "platos de plástico" de los vuelos 747. Era evidente que volar no le gustaba mucho.
Yo había decidido que era una tontería confiar en Toby en ese momento. Tal vez estaba sospechando de más. Pero ya no podíamos correr ningún riesgo, y si Toby era la serpiente en el jardín...
Por eso, le había dicho que iba a Bruselas. No, Orlov no había pensado "Bruselas", pero el único que sabía eso era yo. En una hora o dos, estaba seguro, el personal de la CIA en Bruselas se daría cuenta de que el señor y la señora Osborne no habían llegado en el vuelo desde Milán y las alarmas sonarían en todo el mundo. Así que era sólo una distracción temporaria. Pero eso era mejor que nada.
Siga el oro. había gritado Orlov unos segundos antes de morir asesinado. Siga el oro.
Ahora sabía lo que eso significaba. O al menos me parecía que lo sabía. Él y Sinclair habían hecho el negocio en Zúrich. El no había dicho el nombre del Banco pero había pensado algo, un nombre probablemente: Koerfer. Sí, tenía que ser un nombre. ¿El nombre de un Banco? ¿O de una persona? Tendría que localizar el Banco de Zúrich en que se habían encontrado los dos jefes de espías.
Siga el oro significaba seguir la huella del papel, que era el único modo de saber la naturaleza de la bestia que había matado a Sinclair. Y sobre todo, probablemente el único modo de hacer que Molly y yo siguiéramos con vida.
Traté de relajarme. Una de las primeras preguntas que él me había hecho, cuando terminé el informe, era si mi habilidad, como sutilmente la había llamado, había sobrevivido al incendio. Y la verdad era que no sabía la respuesta. Al principio, no había tenido la fuerza ni la voluntad necesarias para concentrarme.Ahora, sin embargo, reuní todos mis recursos y mientras Molly dormía, traté... Y traté. Me ardía la cabeza... sí, era peor que cualquier dolor de cabeza que hubiera tenido antes. ¿Tendría que ver con las heridas y las quemaduras?
O, lo cual era peor todavía, ¿tendría algo que ver con el poder que yo había adquirido en el laboratorio del Proyecto Oráculo? ¿Algo estaría empezando a fallar? ¿Quién había sido —Rossi o Toby— el que había mencionado, así, al pasar, que la única persona en la que había funcionado el protocolo, el holandés, se había vuelto loco? El clamor de su cabeza lo había llevado al suicidio. Empecé a entenderlo.
Y sin embargo, al mismo tiempo me preocupaba el hecho de que la maldita habilidad telepática que me había metido en todo eso ya no estuviera en mí.
Así que fruncí el ceño, entrecerré los ojos, traté de convertir mi mente en receptor y... me pareció muy difícil. Estaba rodedado de sonidos, y eso hacía que fuera muy complicado separar las ondas ELF del resto. Estaba el sonido del motor del avión, ahogado y repetitivo, como una canción de cuna; la charla más clara de los pasajeros cercanos, una risa fuerte, como un ladrido, de alguien en la sección de fumadores; un chico que lloraba unos asientos más atrás; el ruidito de los carritos de servicio con vasos, hielo y botellitas en miniatura.
Durmiendo a mi lado estaba Molly, pero yo no quería violar mi pacto con ella. El pasajero más cercano —al fin y al cabo, estábamos en primera— estaba bastante lejos.
Incliné la cabeza hacia Molly, un gesto furtivo, y la oí murmurar algo en voz alta. Cambió de posición bruscamente como si hubiera detectado mi proximidad y abrió los ojos.
—¿Qué estás haciendo?
—Te cuido —dije.
—¿Ah, sí?
—¿Cómo te sientes?
—Muy mal. Descompuesta.
—Lo lamento.
—Gracias. No es nada. Ya se me va a pasar. —Se sentó, se masajeó la nuca. —¿Tienes idea de lo que vas a hacer en Zúrich, Ben?
—Una idea bastante aproximada, sí —respondí—. El resto» de oído.
Ella asintió, me tocó la mano derecha.
—¿Y el dolor?
—Un poco mejor.
—Bien. Quiero decir, buen intento de hacerte el macho. Pero sé lo mucho que duele. Esta noche, si quieres, te doy algo para que duermas. Las noches son peores porque a veces,cuando duermes, ruedas sobre los brazos.
—No creo que haga falta.
—Pero dímelo si después cambias de idea.
—Sí.
—¿Ben? —La miré. Tenía los ojos bordeados de rojo.
—Ben, tuve un sueño con papá. Pero eso lo sabes, supongo.
—Ya te dije, Molly, no pienso volver a...
—No importa. El sueño que tuve... Ya sabes, todos esos lugares en los que viví mientras crecía, Afganistán, las Filipinas, Egipto... Desde que me acuerdo, sentí su ausencia. Supongo que eso es muy común entre los de la CIA: papá se va y no sabes adonde ni por qué ni lo que está haciendo, y tus amigos siempre te preguntan por qué tu padre no está, por qué nunca está... ¿entiendes? Siempre me pareció que papá no estaba nunca y me llevó mucho tiempo entender por qué, pero me acuerdo de haber pensado que si yo me portaba mejor con mamá, él pasaría más tiempo conmigo. Cuando crecí, me dijo que trabajaba para la CIA, y yo lo tomé bien; creo que ya lo sabía: un par de mis amigos me lo habían sugerido. Pero no por eso fue más fácil...
Volvió a tirar el asiento hacia atrás hasta que estuvo casi horizontal, después cerró los ojos, como si estuviera con el analista.
—Cuando dejó de trabajar como hombre de campo, cuando se lo identificó públicamente como hombre de la CIA, las cosas tampoco mejoraron. Trabajaba todo el tiempo, siempre esclavo de su carrera. Así que, ¿qué hice? Me convertí en esclava de la mía, me metí en medicina, y eso porque yo sabía que en cierto sentido es peor todavía.
Noté que había empezado a llorar, y lo atribuí a que estaba cansada o al trauma que habían representado nuestra separación y nuestro reencuentro.
Ella siguió hablando. Suspiró una vez.
—Supongo que siempre pensé que él y yo nos conoceríamos mejor cuando él se jubilara y cuando yo tuviera una familia. Y ahora... —Se le quebró la voz, ahogada y aguda. Una nenita otra vez. —Ahora, nunca...
No pudo seguir. Yo le acaricié el cabello como para decirle que igual la entendía...
La última vez que vi al padre de Molly fue en un viaje de negocios a Washington. Él era director de la CIA desde hacía ya varios meses. Yo estaba en Washington por asuntos legales. No había ninguna razón por la que tuviera que llamarlo desdeel hotel Jefferson. Lo llamé porque probablemente quería compartir de alguna forma el entusiasmo de su nueva importancia, la idea de tener un suegro en un puesto tan destacado. ¿Egoísta? Naturalmente. Quería tocar en algo la gloria de Hal. Sin duda también quería volver a los cuarteles de la CIA con algo parecido al triunfo, aunque fuera el triunfo de otro.
En el teléfono, Hal me dijo que le encantaría que nos reuniéramos a tomar algo o a almorzar (se había convertido en un fanático de la salud, había dejado el alcohol, tomaba solamente cerveza sin alcohol o su cóctel preferido: jugo de cerezas, agua mineral y lima).
Mandó un auto y un chofer a buscarme, lo cual me puso nervioso: ¿y si The Washington Post notaba ese abuso de poder de parte de Hal? Harrison Sinclair, ese hombre recto y probo, había enviado una limusina del gobierno, pagada con los impuestos de los contribuyentes, a recoger a su yerno. Que podría haberse tomado un taxi. ¿Vería mi foto en la primera plana dentro de una gran limusina negra?
A diferencia de lo que había pasado en mi última vez dentro de la CIA, cuando me había alejado con la cabeza baja y una caja de cartón con todas mis cosas entre las manos, solo a través del vestíbulo oscuro hacia el estacionamiento, esta vez la entrada fue triunfal. Sheila McAdams —la atractiva secretaria privada de Hal, de treinta años— me recibió en el vestíbulo y me llevó en el ascensor hasta la oficina de Hal.
Él irradiaba buena salud. Parecía realmente encantado de verme. En parte era porque le fascinaba mostrar su nueva oficina, supongo. Almorzamos en su comedor privado ensalada griega y sandwiches de berenjena; tomamos jugo, agua mineral y lima.
Hablamos un rato, al azar, de los negocios que me habían llevado a Washington. Hablamos de la forma en que había cambiado la Agencia desde la caída de la Unión Soviética, de sus planes para el puesto. Charlamos sobre mucha gente que conocíamos. Un poco de charla política. En general, un almuerzo muy agradable e intrascendente.
Pero nunca voy a olvidarme de algo que dijo cuando yo ya me iba. Mientras me acompañaba hacia el ascensor, me puso el brazo sobre los hombros y dijo:
—Sé que nunca hablamos de lo que pasó en París.
Yo lo miré, intrigado.
—Lo que te pasó, quiero decir...
—Sí... —dije.
—Algún día tenemos que hablar. Hay algo que quiero decirte.
Instantáneamente me dieron ganas de vomitar.—Hablemos ahora —dije. Y me sentí bien, aliviado, cuando él contestó: —No puedo.
—Tus tiempos son muy breves, supongo... —No es sólo eso. No puedo. Pero vamos a hablar. Ahora no. Pronto.
Nunca hablamos.
Cuando Molly y yo llegamos al aeropuerto Kloten, tomamos un taxi al centro de Zúrich, un Mercedes. Pasamos el mamut recientemente renovado de Hauptbahnhof, giramos alrededor de la estatua de Alfred Escher, el político del siglo XIX al que, según se dice, se debe la transformación de Zúrich en un moderno centro de Bancos y banqueros.
Yo había reservado habitaciones en el Savoy Baur en Ville, el hotel más viejo de la ciudad, favorito entre los hombres de negocios y abogados estadounidenses. Está renovado desde 1975 y justo en Paradeplatz, cerca de todo y, sobre todo, cerca de Bahnhofstrasse, donde casi todos los edificios son Bancos.
Me registré y subimos a la habitación, que era agradable —mucho bronce y madera y muebles laqueados—, nada demasiado moderno ni demasiado antiguo. Hablamos un rato hasta que los dos nos sentimos demasiado cansados para seguir haciéndolo. Molly volvió a ofrecerme un sedante y yo volví a negarme. Miré cómo Molly empezaba a dejarse llevar por el sueño, traté de unirme a ella. Necesitaba mucho dormir pero el sueño no venía. El dolor de las manos y los brazos subía por mi cuerpo con un calor agobiante y yo tenía la mente mareada por los hechos, las revelaciones de los últimos días que giraban en ella como un remolino.
En una de las bóvedas bajo la Bahnhofstrasse, apenas a unos metros de nuestro hotel, estaba la respuesta a lo que había pasado con más de diez mil millones de dólares en oro robados de la antigua Unión Soviética, la respuesta al enigma de la muerte de Sinclair. Seguramente en unas horas estaría mucho más cerca de resolverlo. Deseaba que ya fuera de mañana.
En el otro extremo de la mesa, cerca de la base de la lámpara, estaba el International Herald Tribune que nos habían dejado en la habitación. Lo levanté y revisé la primera plana sin prestarle demasiada atención.
Uno de los artículos, a una sola columna, en el costado derecho de la página, estaba encabezado por una fotografía de alguien bastante familiar. Aunque no me sorprendió verla, el contenido del artículo era amenazador.
ÚLTIMO JEFE DE LA KGB
ASESINADO EN EL NORTE
DE ITALIA
Por Craig Rimer
Servicio del Washington Post
ROMA. Vladimir A Orlov, último jefe de la agencia de inteligencia soviética, KGB, fue encontrado muerto por la policía local en su residencia a 25 kilómetros de Siena Tenia 72 años. Fuentes diplomáticas revelaron aquí que el señor Orlov estaba escondido en la región toscana de Italia desde hace varios meses, después de su huida de Rusia.
Las autoridades italianas confirmaron que el señor Orlov murió en un ataque armado. Sus asaltantes no han sido identificados pero se cree que son enemigos políticos o miembros de la Mafia siciliana. Según informes no confirmados, antes de su muerte el señor Orlov podría haber estado involucrado en operaciones financieras ilegales. El gobierno ruso se negó a comentar la muerte de Orlov, pero en un comunicado de Washington esta mañana, el nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow dijo "Vladimir Orlov presidió la desmantelacion de la agencia mas grande de la opresión soviética por lo cual todos debemos estarle agradecidos. Todos lloramos su muerte ".
Me senté en la cama, el corazón apresurado a pesar del dolor en la cabeza, los brazos y las manos El artículo que venía después tenía que ver con el nuevo líder alemán "Vogel", decía el título, "acepta los lazos con los Estados Unidos"
Y luego "El canciller electo Wilhelm Vogel, de Alemania, cuya elección para el puesto se concretó días después de que cayera la Bolsa alemana hundiendo a la nación en el pánico total, ha invitado al nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow, a Alemania para pedirle consejo sobre cómo asegurar la amistad entre su país y los Estados Unidos El nuevo jefe de inteligencia aceptó la invitación como su primera visita oficial en el cargo y se cree que viajará a Bonn para un encuentro con el canciller electo y también con su colega alemán, el director de la Bundesnachrichtendienst, o Servicio de Inteligencia de Alemania Federal, Hans Koenig......”
Y yo sabía que Truslow estaba en peligro Lo que me preocupaba era la yuxtaposición.
Vladimir Orlov había advertido que los rusos duros podían tomar su país ¿Qué había dicho mi amigo corresponsal inglés, Miles Preston, sobre la relación entre Rusia y Alemania, sobre el hecho de que para que hubiera una Alemania fuerte, hacía falta una Rusia débil? Orlov, que había tratado de salvar a Rusia, junto con Sinclair, estaba muerto.Sobre la estela de una Rusia debilitada, sola, había subido al poder un nuevo líder alemán.
Los teóricos de la conspiración, entre quienes no me cuento (como ya dije), aman hablar y analizar el problema de los neonazis, como si lo único que Alemania quisiera fuera volver al Tercer Reich Es una tontería, una estupidez total: los alemanes que conozco, los que finalmente llegué a apreciar durante mi breve paso por Leipzig, no eran así. No eran nazis ni camisas negras, no llevaban esvásticas ni nada parecido Eran personas buenas, decentes, patrióticas, semejantes en esencia al ruso promedio, al estadounidense promedio, al sueco promedio, al camboyano promedio.
Pero, ¿acaso el punto de la discusión era la gente, el pueblo? No, seguramente no.
Recordaba lo que me había dicho Miles Preston
Alemania, hombre, Alemania La ola del futuro. Estamos a punto de ver el nacimiento de una nueva dictadura alemana. Y no va a ser accidental, Ben Hace mucho tiempo que la planifican.
La planifican........
Y Toby me había advertido sobre un complot para asesinar a alguien.
Y así fue como de pronto, se encendió una luz, un brillo profundo en la oscuridad, un momento de revelación.
Lo que lo provocó fue la imagen del asesinado Vladimir Orlov. Había hablado de la caída del mercado de valores estadounidense en 1987.
Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que esta preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caí das.
¿Acaso los Sabios hicieron dinero en ese colapso?, le había preguntado yo
Sin duda, me había dicho él Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos del comercio en el momento exacto con la velocidad exacta. Ah, no sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison la provocaron.
Si los Sabios habían provocado la caída de la Bolsa en 1987, significativa y sin embargo relativamente benigna...
¿No habrían hecho lo mismo en Alemania?
Había un cáncer de corrupción en la CIA, había dicho Alex. Una corrupción que incluía reunir y usar datos muy secretos de inteligencia económica y de todo el mundo para manipular mercados y por lo tanto, naciones.
¿Sería cierto?
Y si era cierto, ¿podría haber un motivo más oscuro aún para que el canciller electo Vogel invitara a Alexander Truslow a visitar Alemania?
¿Y si había protestas en Bonn contra el jefe de espías de los Estados Unidos? Después de todo, las manifestaciones neonazis estaban a la orden del día, siempre en las noticias. ¿Quién se sorprendería si Alex Truslow moría a manos de un "extremista" alemán? Era un plan perfecto, lógico.
Y, sin duda, Alex sabía demasiado de los Sabios, demasiado de la caída de la Bolsa en Alemania...
Eran las nueve de la mañana en Washington cuando conseguí hablar con Miles Preston.
—¿La caída de la Bolsa alemana? —repitió con un gruñido, como si yo estuviera completamente loco—. Ben, la Bolsa cayó porque los alemanes formaron un mercado unificado, único, la Deutsche Börse. No hubiera pasado hace cuatro años. Ahora dime, ¿desde cuándo ese súbito interés por la economía alemana?
—No puedo decírtelo, Miles...
—Pero, ¿en qué andas? Estás en Europa, ¿no? ¿Dónde?
—Digamos Europa y dejémoslo ahí.
—¿Y en qué estás metido?
—Lo lamento.
—Ben Ellison... somos amigos. Sé franco conmigo.
—Si pudiera,.. Pero no.
—Mira, de acuerdo, de acuerdo. Si no me vas a decir nada, por lo menos déjame ayudarte. Voy a preguntar un poco, investigación de campo, a amigos. Dime dónde llamarte.
—No puedo.
—Llámame tú entonces...
—Sí, Miles —dije y corté.
Empezaba a entender algo.
Durante un rato muy largo me quedé sentado en el borde de la cama, mirando por la ventana la elegante vista de la Para-deplatz, los edificios brillantes bajo el sol, y me sentí paralizado de pronto por un terror enorme, oscuro, opaco.
43
No dormí. No podía.
En lugar de eso, llamé a uno de los muchos abogados que conocía en Zúrich. Tuve la suerte de encontrarlo en la ciudad y en su oficina. John Knapp era un abogado especializado en leyes de corporaciones, la única práctica que me parecía más aburrida que la relacionada con las patentes. Había estado viviendo en Zúrich y trabajando para una firma de abogados estadounidense con sucursal suiza, desde hacía cinco años. Sabía más que cualquier otra persona que yo conociera sobre el sistema bancario de los suizos. Había estudiado en la Universidad de Zúrich y supervisado más de una transacción secreta no del todo limpia para algunos de sus clientes. Knapp y yo nos conocíamos desde la universidad, donde habíamos estado en la misma sección y el mismo año, y de vez en cuando jugábamos al squash juntos. Yo sospechaba que en el fondo yo le desagradaba tanto como él a mí, pero nuestros tratos nos unían como profesionales y los dos fingíamos compañerismo, camaradería ruidosa, como tantos hombres que se conocen.
Le dejé una nota a Molly, que seguía durmiendo, para avisarle que volvería en una hora o dos y tomé un taxi en la puerta del hotel. Le pedí al chofer que me llevara a Kronenhalle en la Ramistrasse.
John Knapp era un hombre bajito, delgado, con un caso terminal de la enfermedad de los petisos. Como un chihuahua que amenaza a un San Bernardo, se hinchaba todo el tiempo con sus gestos imperiosos, lo cual lo convertía en alguien levemente ridículo, como un personaje de dibujo animado. Tenía ojitos marrones y cabello castaño muy corto, salpicado de gris y cortado en bandas. Ese corte le daba el aspecto de un monje disoluto. Después de tantos años en Zúrich, había empezado a tomar el color local y en cuanto a la ropa, parecía un banquero suizo. Usaba un traje azul, inglés, y una camisa rayada que seguramente eran de Charvet, en París. No había duda de que de allí provenían los gemelos. Había llegado quince minutos tarde a la cita: sin duda un movimiento para demostrar su poder. Era un tipo que leía libros sobre cómo demostrar el poder que uno tiene y conseguir éxito y dominio en un almuerzo o acorralar a alguien en una oficina.
El bar de Kronenhalle estaba tan repleto que apenas si conseguí deslizarme hacia el interior y llegar hasta un asiento. Pero no había duda de que los parroquianos eran los adecuados, los glitterati suizos. Knapp, que apreciaba la buena vida, coleccionaba lugares como ese. Generalmente, esquiaba en St. Moritz y Gstaad.
—Dios, ¿qué les pasó a tus manos? —preguntó cuando me apretó la derecha con algo de firmeza y vio la mueca que me provocaba ese gesto descuidado.
—Mala manicura —dije.
Su expresión de horror se transformó inmediatamente en una de risa exagerada.
—¿Estás seguro de que no te cortaste con el papel de tus excitantes patentes?
Sonreí, casi tentado de empezar a nombrar mis últimos éxitos (los abogados de corporaciones son particularmente vulnerables a eso, es evidente), pero no le dije nada. Es importante tener en mente que un aburrido es alguien que habla cuando uno quiere que escuche. Y en mi caso, en un momento apenas, Knapp se había olvidado de mis manos vendadas.
Cuando terminamos con los preliminares, me preguntó:
—¿Y qué mierda te trae a la ciudad Z?
Yo estaba tomando whisky. El había pedido, con todo orgullo, un kirschwasser, en Schweitzerdeutsch, el dialecto suizo del alemán.
—Esta vez, voy a tener que ser poco comunicativo, lo lamento —dije—. Negocios.
—Aja —dijo, levantando las cejas. Sin duda sabría por alguno de nuestros conocidos que alguna vez yo había trabajado en la Agencia. Probablemente pensaba que ésa era la clave de mi éxito legal (y, claro, no estaba muy lejos de la verdad). De todos modos, supuse que con Knapp era mejor ser misterioso que inventar tonterías.
Fingí ceder un poquito.
—Es un cliente con activos. Tiene que localizarlos aquí.
—¿Localizar activos? ¿No está un poco fuera de tu línea de trabajo?
—No del todo. Está relacionado con un trato que se está por hacer en mi firma. Si no te importa, no puedo decir mucho más.
Él se lamió los labios y sonrió, como si supiera más que yo de qué estábamos hablando.—A ver —dijo.
Era tan alto el nivel de ruido que la idea de tratar de leerle la mente me pareció totalmente ridicula. Lo intenté varias veces, inclinándome hacia él lo más que podía, pero fue totalmente inútil. Y por otra parte, lo que yo quería averiguar no era nada que él no hubiera dicho en voz alta. Y seguramente los pensamientos de Knapp eran banales, absurdos y terriblemente aburridos.
—¿Cuánto sabes sobre el tema del oro?
—¿Cuánto quieres saber?
—Estoy tratando de rastrear un depósito de oro en uno de los Bancos de aquí.
—¿Cuál?
—Ni idea.
Él suspiró, despectivo.
—Hay cuatrocientos Bancos registrados en la ciudad, viejo. Unas cinco mil oficinas. Y millones de onzas de oro nuevo llegan cada año desde Sud África y demás. Buena suerte con tus investigaciones.
—¿Cuáles son los Bancos más grandes?
—¿Los más grandes? Los Tres Grandes: el Anstalt, el Verein, y el Gesellschaft.
—¿Mmrn?
—Lo lamento. El Anstalt es el que llamamos Credit Suisse, o Schweizerische Kreditanstalt. El Verein es el Swiss Bank Corporation. El Gesellschaft es el Union Bank of Switzerland. ¿Así que estás buscando oro depositado en uno de los tres grandes, pero no sabes en cuál buscas?
—Correcto.
—¿Cuánto oro?
—Toneladas.
—¿Toneladas? —Otro suspiro despectivo. —Lo dudo seriamente. ¿De qué estamos hablando, de un país?
Sacudí la cabeza.
—De una empresa muy próspera.
El silbó bajito. Una rubia en un traje verde claro pegado como un fideo sobre el cuerpo lo miró fijamente. Era evidente que pensaba que el silbido era por ella, luego desvió la vista. Seguramente no tenía interés en un monje disoluto en traje azul.
—¿Y cuál es el problema? —me preguntó él, terminando el kirschwasser y haciéndole una seña al camarero para que trajera otro—. ¿Alguien se olvidó de dónde puso el número de cuenta?
—Espera un segundo —dije. Estaba empezando a sonar como él y no me gustaba. —Si se trajera una cantidad significativa de oro a Zúrich y se colocara en una cuenta numerada, ¿adonde iría a parar el oro, físicamente hablando?
—Bóvedas. Es un problema creciente para los Bancos de la ciudad. Tienen todo ese dinero y ese oro, y se están quedando sin espacio y las leyes municipales no les permiten construir edificios más altos, así que tienen que usar lo que está debajo, como si fueran duendes.
—Debajo de la Bahnhofstrasse.
—Exactamente.
—¿Y no sería más conveniente vender el oro, convertirlo en activo líquido? ¿Marcos alemanes, francos suizos, lo que sea?
—No me parece. El gobierno suizo está aterrorizado por la inflación. No pueden tener cualquier cantidad de dinero de extranjeros: hay límites. En otro tiempo había un límite de cien mil francos para las cuentas extranjeras.
—El oro no da intereses, ¿verdad?
—Claro que no —dijo Knapp—. Pero, vamos, nadie trae aquí el dinero para ganar intereses, por Dios santo. Las tasas de interés son del uno por ciento o algo así. O cero. A veces hay que pagar por el privilegio de tener tu dinero aquí. No estoy bromeando. Muchos de los Bancos cobran como un uno y medio por cierto por cada extracción.
—De acuerdo. Ahora, si uno está frente a un lingote, se puede saber de dónde viene por el aspecto, ¿verdad?
—Generalmente. El oro... el tipo de oro que usan los Bancos centrales como reserva monetaria está formado por lingotes, generalmente de cuatrocientas onzas troy por barra. Generalmente es oro de tres novenos, es decir, oro puro al 99.9 por ciento. Y generalmente está marcado, estampado con números, los números de identificación y de serie. —Llegó el camarero con el kirschwasser y Knapp se lo tomó sin darse cuenta de cómo había ido a parar a sus manos. —Por cada diez barras de oro que se hacen, se prueba una, es decir, se hacen agujeros en seis lugares distintos de la barra y se toman unos miligramos de restos y se los analiza. Pero sí, en la mayoría de los casos, se puede saber de dónde viene con sólo ver la barra.
Rió, se tomó el trago, pensativo.
—Deberías probar esto. Te gustaría. Como decía, el mercado del oro es raro, complicado y tenso. Me acuerdo de cuando ese mercado se volvió loco no hace mucho. Los soviéticos estaban tratando de vender un cargamento de barras aquí y alguien notó que algunas de las barras tenían águilas zaristas. Los duendes se quedaron de una pieza.
—¿Por qué?
—Vamos, viejo. Estábamos en la Navidad de 1990. ¡Barras de oro con águilas Romanoff! El gobierno de Gorby estabayéndose a los caños y vendía hasta lo último... ¡Estaban llegando al fondo del barril! ¿Por qué otra razón hubieran tocado las reservas zaristas? ¿Para que el precio del oro subiera cincuenta dólares por onza?
Me quedé congelado en la mitad de un trago, la sangre toda en la cabeza.
—¿Y entonces qué?
—¿Entonces qué? Entonces, nada. Parece que era una broma pesada. Una desinformación financiera bastante sofisticada por parte de los soviéticos. Habían mezclado unas pocas barras zaristas en la pila deliberadamente. Miraron cómo el mercado se convertía en un aquelarre, y vendieron el oro al mejor precio. Inteligente, ¿eh? Los soviéticos esos no eran tan tontos, ¿sabes?
Yo me quedé pensando un rato sin decir nada. ¿Y si no había sido desinformación? ¿Y si...? Pero no tenía sentido de todos modos. Puse el vaso en la mesa y seguí preguntando, como si nada de eso me importara demasiado:
—¿Se puede lavar oro?
Él se quedó pensando un momento.
—Sí... sí, claro. Lo fundes... lo vuelves a refinar, lo ensayas, le quitas las marcas. Si estás tratando de hacerlo en secreto, es una mierda moverlo y hacerle todo eso, muy difícil pero posible. Y barato. El oro es completamente maleable. Pero no lo entiendo, Ben. Estás buscando un cargamento grande de oro que pertenece a uno de tus clientes, ¿y no sabes dónde está?
—Es un poco más complicado que eso. No puedo ser más específico. Dime: cuando uno habla del secreto bancario en Suiza, ¿qué quiere decir? ¿Hasta qué punto es difícil penetrar el secreto?
—Ey, ey —dijo Knapp—, a mí me parece que esto se está poniendo interesante...
Yo lo miré con furia y entonces, me contestó:
—No es fácil, Ben. Algunas de las frases más sagradas de esta ciudad son: "principio de privacidad" y "libertad de intercambio en dinero". Traducción: el derecho inalienable de esconder el dinero. Esa es la razón de ser de la gente de aquí. El dinero es su religión. Quiero decir, cuando Huldrych Zwingli lanzó la Reforma de Zúrich y tiró todas las estatuas católicas al río Limmat, se aseguró de salvar el oro que había en ellas y dárselo a la municipalidad. Así dio nacimiento a los Bancos de Suiza.
"Pero los suizos... bueno, uno tiene que quererlos. Están locos con lo del secreto, a menos que los beneficie romper la confidencialidad. Los mafiosos, los príncipes de la droga, los dictadores corruptos del tercer mundo con valijas llenas del fruto de sus estafas... los suizos protegen los secretos de esa gente como un cura en confesión. Pero no te olvides que cuando los nazis vinieron durante la guerra y empezaron a presionarlos, de pronto cedieron totalmente. Les dieron los nombres de los judíos alemanes que tenían cuentas en Suiza. Les gusta alimentar el mito de que se levantaron contra los nazis, en serio y con fuerza, cuando vinieron a llevarse el dinero judío, pero no es así. No, no. De acuerdo, algunos de los Bancos sí, pero no todos. Muchos no. El Basler Handelsbank lavó dinero nazi y eso está documentado. —Había puesto los ojos en la multitud como si buscara a alguien. —Mira, Ben, estás buscando una aguja en un pajar.
Asentí, busqué un dibujo en la condensación que se había formado en mi vaso.
—Bueno —dije—. Tengo un nombre.
—¿Un nombre?
—El nombre de un banquero. Creo. —Un nombre que había pensado Orlov con relación al dinero y a Zúrich, pero no le dije eso a Knapp. —Koerfer.
—Bueno —dijo él con voz triunfante—, ¿y por qué no me lo dijiste antes? El doctor Ernst Koerfer es el director gerente del Banco de Zúrich. O por lo menos, eso es lo que era hasta hace un mes o dos.
—¿Se jubiló?
—Murió. Ataque al corazón o algo así. Aunque yo no juraría frente a nadie que realmente tenía un corazón. Un hijo de puta de arriba abajo. Pero tenía un barco duro de manejar.
—Ah —dije—. ¿Conoces a alguien que esté ahora en el Banco de Zúrich?
Me miró como si yo hubiera perdido la cabeza.
—Vamos, viejo. Conozco a todo el mundo en la banca suiza. Es mi trabajo, hombre. El nuevo gerente es un tipo que se llama Eisler. El doctor Alfred Eisler. Si quieres, te puedo presentar, un llamado y listo. ¿Te parece?
—Sí —contesté—. Me encantaría
—No hay problema.
—Gracias, viejo —le dije.
Conseguir un arma en Suiza me pareció más difícil de lo que había anticipado. Mis contactos eran muy limitados, casi inexistentes. Tenía miedo de llamar a Toby o a cualquier otro que tuviera que ver con la CIA. NO confiaba en nadie. Si hubiera sido absolutamente necesario, habría buscado una conexión con Truslow pero quería evitar esa ruta: ¿cómo podía estar seguro de que los canales de comunicación no estaban pinchados? Era mucho mejor no llamarlo.
Finalmente, después de sobornar a un gerente de un negocio de caza y pesca, conseguí el nombre de alguien que tal vez pudiera "ayudarme": el cuñado del gerente, que tenía nada menos que un negocio de libros antiguos.
Lo encontré a unas cuadras de distancia. Letras doradas en la vidriera, en el viejo estilo Fraktur alemán:
ZBUCHHÄNDLER
ANTIQUITÄTEN UND MANUSKRIPTE
Una campanilla en la puerta sonó cuando entré. Era un lugar pequeño y oscuro y olía a musgo y humedad y a ese aroma a vainilla que tienen siempre las cubiertas de los viejos libros.
Altos estantes de metal, recargados con pilas y pilas desordenadas de libros y revistas amarillentas, en todos los espacios disponibles. Un sendero estrecho entre los estantes llevaba hacia un escritorio de roble muy caótico, con montañas de papeles y libros, en el cual estaba sentado el propietario. Habló en voz alta, llamándome:
—Guten Tag!
Asentí para devolverle el saludo y miré a mi alrededor como buscando un volumen. Después, le pregunté en alemán:
—¿Hasta qué hora está abierto?
—Las siete —dijo.
—Volveré cuando tenga más tiempo.
—Pero si tiene unos minutos ahora —dijo él—, hay algunas adquisiciones nuevas en la otra habitación.
Se levantó, cerró con llave la puerta del frente y puso un cartel de "Cerrado" en la vidriera. Después, me llevó hacia una habitación llena de libros de tapa dura, recubiertos en cuero. En varias cajas de zapatos había una selección lamentable de armas. Las mejores eran una Ruger Mark II (una semiautomática decente pero sólo .22), un Smith & Wesson, y una Glock 19. Elegí la Glock. Es una pistola con más problemas de los necesarios, o eso me dicen mis amigos de la Agencia, pero a mí me gusta. El precio era exorbitante pero al fin y al cabo, estábamos en Suiza.
Durante la cena en el Agnes Amberg de Hottingerstrasse, ninguno de los dos sacó el tema que pesaba en nuestras mentes. Era como si necesitáramos una tregua en la tensión, ser turistas comunes por un rato. Con las manos vendadas, me parecía difícil, hasta doloroso, cortar la comida.
Siga el oro...
Ahora tenía un nombre y un Banco. Estaba varios pasos más cerca.
Una vez que tuviera una dirección, un camino, podría acercarme un poco a la solución del enigma por el cual habían matado a Sinclair: es decir, ¿cuál era la conspiración que había que cubrir? Y sabría si mi epifanía nocturna era cierta.
Comimos en un silencio amenazante. Después, de pronto, antes de que yo pudiera decir nada, Molly interrumpió mis pensamientos.
—¿Sabías que en este lugar las mujeres no pudieron votar hasta 1969?
-¿Y?
—Y yo que creía que la profesión médica estadounidense no se tomaba en serio a las mujeres... No creo que vuelva a decirlo nunca después del médico que vi hoy.
—¿Fuiste a ver a un médico? —pregunté aunque ya lo sabía—. ¿Por lo del estómago?
—Sí.
-¿Y?
—Y —dijo ella, plegando la servilleta sobre la mesa—, estoy embarazada. Pero eso ya lo sabías.
—Sí —admití—. Ya lo sabía.
44
Casi no podíamos esperar a volver al hotel, Molly y yo. Hay algo en la alegría, en el terror del descubrimiento de que uno está creando un ser humano, que puede ser muy excitante, y esa noche los dos estábamos en celo. Aunque Laura estaba embarazada cuando murió, yo no lo había sabido hasta su muerte. Así que todo eso era nuevo para mí. Y en cuanto a Molly... bueno, durante años había sonado tan antiprocreación que yo esperaba que se sintiera mal y hablara de sacarse de encima el chico, o algo así.
Pero no. Estaba encantada, alegre. ¿Tendría que ver con la reciente pérdida de su padre? Probablemente, pero ¿quién sabe cómo funciona el inconsciente en realidad?
Ella ya me estaba arrancando la ropa antes de que cerráramos la puerta de la habitación del hotel. Me pasó las manos por el pecho, bajo el cinturón, en las nalgas y después al frente mientras me besaba como enloquecida. Yo le respondí con la misma pasión, jugueteando con la blusa de seda, con los botones (algunos cayeron sobre la alfombra) y tratando de acariciarle los senos, los pezones, que ya estaban duros. Después, recordando mi mano vendada y quemada, usé la lengua y la lamí en círculos concéntricos cada vez más cerrados hacia los pezones. Ella temblaba. Con los hombros y el cuerpo —me dolían los brazos y los abría como las pinzas de una langosta—, la empujé contra la enorme cama y caí sobre ella. Pero ella no iba a dejarse dominar tan fácilmente. Luchamos, peleamos con una agresividad que nunca habíamos tenido en el amor y que yo disfrutaba muchísimo, lo cual era todo un descubrimiento. Antes de que la penetrara, ya estaba gimiendo y gruñendo de placer anticipado.
Y después, nos quedamos juntos disfrutando de la dulzura y el sudor y la suciedad y el brillo tibio, acariciándonos, hablando en calma.
—¿Cuándo pasó? —le pregunté. Me acordaba de cuando habíamos hecho el amor, después de que yo adquiriera la telepatía. Me acordaba de que los dos estábamos tan excitados que ella no se había puesto el diafragma. Pero me parecía demasiado reciente.
—Hace un mes —dijo ella—. No creí que pasara nada.
—¿Te olvidaste?
—En parte.
Sonreí por el subterfugio, pero no sentía rencor.
—Ya ves —dije—, la gente de nuestra edad trata y trata de concebir y compra equipos para detectar la ovulación y libros y todo eso. Y tú te olvidas de ponerte el diafragma y pasa por accidente.
Ella asintió y sonrió, una sonrisa enigmática.
—No totalmente por accidente.
—Sí, eso suponía...
Ella se encogió de hombros.
—¿Deberíamos haber hablado antes?
—Probablemente —dije—. Pero no hay problema.
Otra pausa y después, ella dijo:
—¿Cómo anda la quemadura?
—Muy bien —respondí—. Las endorfinas naturales son excelentes calmantes.
Ella dudó, como si estuviera reuniendo coraje para decir algo importante. No pude evitar oír una frase —esa cosa horrible que era antes— y después, habló:
—Cambiaste, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir eso?
—Ya sabes. Eres otra vez el que juraste que nunca volverías a ser.
—Pero está bien, Mol. No tuve alternativa.
La respuesta fue lenta y triste.
—No. Supongo que no. Pero estás diferente... Lo siento. Lo siento adentro... No necesito telepatía para darme cuenta... bueno, es como si todos los años en Boston hubieran desaparecido por completo. Estás otra vez en el medio de las cosas, en tu ambiente. Y no me gusta. Me asusta.
—A mí también me asusta.
—Hablaste anoche.
—¿Dormido?
—No, por teléfono. ¿Con quién?
—Con un periodista que conozco, Miles Preston. Lo conocí en Alemania cuando estaba con la CIA.
—Le preguntaste algo sobre la caída de la Bolsa alemana.
—Y yo que creí que estabas completamente dormida...—¿Crees que eso tiene algo que ver con la muerte de papá?
—No lo sé. Tal vez.
—Yo descubrí algo.
—Sí —dije—. Me acuerdo que dijiste algo cuando yo me estaba durmiendo en Greve.
—Creo que ahora entiendo por qué papá me dejó esa carta de autorización.
—¿De qué hablas?
—¿Te acuerdas del documento que me dejó en el testamento? Estaba el título de la casa y las acciones y los bonos y ese extraño "instrumento" financiero, como lo llamaron los abogados, que me autorizaba a tener todos los derechos sobre los papeles, en el extranjero y en el país...
-Sí, ¿y?
—Bueno, eso hubiera sido ridículo en el caso de las cuentas nacionales, que de todos modos me pertenecen por ley. Pero en las cuentas del extranjero... donde las leyes bancadas varían tanto... una carta como esa puede ser útil.
—Especialmente si la cuenta está en Suiza.
—Exactamente. —Se levantó y caminó hasta el armario, abrió una valija y sacó un sobre. —El instrumento financiero a sus órdenes —anunció. Hizo unos malabarismos con las manos y sacó el libro que su padre me había dejado por alguna razón misteriosa: la primera edición de las memorias de Alien Dulles, El Oficio de la Inteligencia.
—¿Para qué mierda trajiste eso? —pregunté.
Ella no contestó. En lugar de eso, volvió a la cama y puso las dos cosas entre las sábanas arrugadas.
Después, abrió el libro. La tapa gris, estaba inmaculada y el lomo del libro crujió cuando se abrió por el medio. Seguramente lo habían abierto apenas unas dos o tres veces antes. Tal vez sólo una, cuando el legendario señor Dulles sacó su pluma Waterman y escribió en la página del título en letras negras: "Para Hal, con la mayor de las admiraciones, Allen".
—Fue lo único que te dejó papi —dijo ella—. Y durante un tiempo me pregunté por qué.
—Yo también.
—Él te quería. Y aunque siempre fue frugal, no era un avaro. Me preguntaba por qué te había dejado ese libro solamente. Yo conocía bien su mente... era un jugador, le gustaban los juegos. Así que cuando empaqué, reuní los documentos que me dejó papá y decidí traer esto y mirarlo para ver si tenía marcas... Ese es el tipo de cosa que me hacía cuando yo era chica: marcar los libros para que prestara atención a las partes que le parecían importantes. Y así lo encontré.
—¿Ehh?
Miré la página que ella me indicaba. En la página 73, que trataba de códigos y criptografía, estaba subrayada la frase "Código Rosa". Junto a ella, en lápiz, Hal había agregado: "L2576HJ".
—Es su siete —explicó Molly—, y sin duda, el dos es suyo. Y la J.
Yo entendí inmediatamente. "Código Rosa" significaba en realidad Código Ónix. Dulles no había querido dar el nombre verdadero en el libro. El Código Ónix era un libro de códigos legendario de la Primera Guerra Mundial que la Agencia había heredado del Servicio Diplomático de los Estados Unidos. Todavía estaba en carrera, aunque rara vez se utilizaba realmente porque hacía siglos que alguien lo había decodificado. L2576HJ era una frase en código.
Hal Sinclair le había dejado a Molly los medios legales para acceder a la cuenta.
Me había dejado a mí, el número de cuenta. Siempre que lograra descifrarlo.
—Uno más —dijo Molly—. En la página anterior.
En la parte superior de la página 72 había una serie de números, 79648, que Dulles citaba como ejemplo de cómo funcionan los códigos. Estaba subrayada en lápiz, sin mucha fuerza, y junto a ella, Sinclair había escrito "R2".
R2 se refería a un libro de códigos mucho más reciente, que yo nunca había usado. Supuse que 79648 era otro código que se traduciría en otra serie de números (o tal vez letras) cuando se le aplicara el código R2.
Necesitaba información de la CIA, y sin embargo, no podía arriesgarme a dar a conocer mi paradero. Así que llamé a un amigo de la Agencia, alguien que conocía desde lo de París y que se había retirado hacía unos años y enseñaba Ciencias Políticas en Erie, Pensilvania. Yo le había salvado el pellejo no una sino dos veces: una vez en una misión que se había complicado y otra vez, burocráticamente, limpiando el nombre en la investigación subsiguiente.
Me debía mucho y aceptó sin dudar ni un instante llamar a un amigo suyo de la Agencia y pedirle, como favor a un viejo conocido, que buscara en los archivos de criptografía que quedaban un piso más abajo. Como cualquier libro de código de más de setenta y cinco años de antigüedad no se considera asunto de seguridad nacional, la fuente de mi amigo le leyó una serie de códigos. Después, él llamó a mi teléfono pago fuera del hotel y me los leyó a mí.
Finalmente, tuve el número de cuenta ante mis ojos.
El segundo código, en cambio, fue un hueso mucho más difícil de roer. El amigo no encontró el libro entre los archivos cripto (Cripto, como los llamaban) porque todavía estaba activo.
—Haré lo que pueda —dijo mi amigo Eric.
—Te llamo más tarde —le contesté.
Nos quedamos sentados en silencio, mirando las memorias de Dulles, que había empezado la sección "Códigos" con ese famoso dicho de Henry Stimson, el secretario de Estado de-1929: "Un caballero no lee la correspondencia de otro".
Lo cual, por supuesto, era un error que Dulles se preocupaba por señalar una y otra vez. En el oficio de la inteligencia, todos leen la correspondencia del vecino además de todo lo que encuentran con ella. Para defender a Stimson, tal vez podría decirse que los espías no son caballeros.
Yo me preguntaba qué mierda hubiera dicho Henry Stimson sobre caballeros que leían las mentes de otros caballeros.
Llamé a Eric media hora después. Contestó apenas sonó el teléfono. La voz estaba cambiada, llena de tensión.
—No lo conseguí —dijo.
—¿Qué quieres decir? —¿Alguien lo había interceptado?
—Está desactivado.
-¿Ehh?
—Desactivado. Las copias se retiraron de circulación. Todas.
—¿Desde cuándo?
—Desde ayer. ¿De qué se trata todo esto, Ben?
—Lo lamento —dije, con el pecho agitado. Los Sabios. —Tengo que irme corriendo. Gracias. —Y colgué.
A la mañana siguiente, caminamos por Bahnhofstrasse, a unas cuadras de la Paradeplatz, hasta que encontramos el número que buscábamos. La mayoría de los Bancos tenía las oficinas centrales en los niveles superiores de los edificios, arriba de los negocios de moda.
A pesar de su nombre grandilocuente, el Banco de Zúrich era pequeño, muy discreto y pertenecía a una familia. La entrada estaba escondida en una callecita lateral que terminaba en Bahnhofstrasse, junto a un Konditorei. Una placa de bronce, pequeña, decía solamente: B.Z. et Cié. Si tienes que preguntar, entonces no queremos que lo sepas.
Entramos en el vestíbulo y justo en ese momento, tuve la sensación de que veía un movimiento detrás de nosotros. Me volví con cuidado y vi que era probablemente alguien sin importancia, alguien de Zúrich que pasaba por la puerta. Alto, delgado, en un traje color gris paloma, seguramente un empleado, o un banquero rumbo al trabajo. Me relajé, le pasé el brazo por la cintura a Molly y entramos en el vestíbulo.
Pero algo se quedó en mi mente y volví a mirar. El supuesto empleado ya no estaba.
Era la cara. Pálida, extremadamente pálida, con círculos amarillos y grandes bajo los ojos, labios pálidos y flacos y un cabello fino, muy claro, peinado hacia atrás.
Me parecía extrañamente familiar. De eso, no había duda alguna.
Por un instante, me acordé de la tarde del tiroteo en la caHe Malborough en Boston, me acordé del hombre que había pasado por allí, alto, fantasmal...
Era él. Mi reacción había sido terriblemente lenta, pero ahora estaba seguro. El hombre de Boston estaba aquí, en Zúrich.
—¿Qué pasa? —preguntó Molly.
Me volví y seguí caminando hacia el Banco.
—Nada. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.
45
—¿Qué pasa, Ben? —preguntó Molly, asustada—. ¿Había alguien ahí afuera?
Pero antes de que pudiera decir nada, una voz masculina nos preguntó quiénes éramos, por el intercomunicador.
Le di mi nombre real.
La recepcionista me contestó con apenas una huella de deferencia:
—Entre, por favor, señor Ellison. Herr Director Eisler lo espera.
Tenía que aceptar que los buenos oficios de Knapp servían de mucho. Evidentemente era un hombre de poder en la ciudad.
—Por favor, asegúrense de no tener objetos de metal encima —dijo la voz sin cuerpo—. Llaves, cortaplumas, monedas, pongan lo que sea en ese cajón. —Mientras la voz hablaba, salió un cajoncito de la pared. Los dos depositamos allí todo lo que teníamos, todo lo de metal, por lo menos. Una operación impresionante y cuidadosa, me pareció.
Hubo un zumbido leve y el par de puertas que teníamos enfrente se abrió de par en par electrónicamente. Yo levanté la vista hacia un par de cámaras de vigilancia japonesas, montadas cerca del cielo raso, y Molly y yo pasamos a una pequeña cámara a esperar que se abriera el segundo de los juegos de puertas.
—No estás armado, ¿no? —susurró Molly.
Meneé la cabeza. Las segundas puertas se abrieron también y nos recibió una mujer rubia, joven, simple, un poco robusta, con anteojos de borde de acero que seguramente le hubieran quedado bien a cualquiera menos a ella. Se presentó como la secretaria privada de Eisler y nos llevó por un corredor alfombrado en gris. Yo me detuve un segundo en el baño y luego me uní al grupo de nuevo.
La oficina del doctor Eisler era pequeña y simple, con paredes revestidas en nogal. Las paredes estaban adornadas con unas cuantas acuarelas color pastel en marcos de roble, y casi nada más. Ninguno de los toques de decoración que yo hubiera esperado: nada de alfombras orientales, relojes de péndulo, muebles de caoba. El escritorio del director también era simple: una mesa de vidrio y cromo.
Enfrente, dos sillones individuales aparentemente muy cómodos, de cuero blanco y diseño sueco moderno, y uno grande del mismo material.
Eisler era bastante alto, más o menos como yo, pero algo porcino en su traje de lanilla negra. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, una cara redonda, papada, ojos muy hundidos y orejas grandes. Alrededor de la boca se veían con claridad las líneas profundas de la edad, que también subían hacia la frente y entre las cejas. Y estaba totalmente calvo, con la cabeza brillante. Era una figura impresionante aunque algo siniestra.
—Señora Sinclair —dijo, tomándole la mano a Molly. Él sí sabía cuál era el centro de su atención: no el esposo, sino la mujer, legítima heredera de la cuenta numerada del padre según lo disponía la ley bancaria suiza. Se inclinó profundamente. —Y señor Ellison... —Tenía una voz baja, grave; el acento era una mezcla de alemán suizo e inglés de Oxford.
Nos sentamos en las sillas de cuero mientras él se acomodaba frente a nosotros, en el sillón grande. Nos presentamos, y él hizo que la secretaria nos trajera una bandeja con café. Mientras hablaba, las líneas que le marcaban la frente se hicieron más profundas y gesticuló con las manos bien cuidadas en movimientos tan delicados que parecían casi femeninos.
Sonrió con algo de tensión como para indicar que la reunión en sí ya había comenzado. ¿Qué era lo que queríamos de él?, decía su expresión.
Yo saqué el documento de autorización firmado por el padre del Molly.
Él lo miró.
—Supongo que quieren acceso a la cuenta numerada.
—Correcto —dijo Molly, como una mujer de negocios.
—Hay algunas formalidades —dijo él, como pidiendo disculpas antes que nada—. Tenemos que asegurarnos de su identidad, verificar la firma y todo lo demás. Supongo que tienen referencias bancarias de los Estados Unidos...
Molly asintió y sacó un grupo de papeles con la información que él necesitaba. Él los tomó, apretó un botón para llamar a la secretaria y le entregó todo a ella.
Luego hablamos unos cinco minutos del tiempo y la Kunthaus y otras visitas obligadas en Zúrich. Finalmente, sonó el teléfono. Él lo levantó, dijo "Ja!", escuchó unos segundos y volvió a poner el receptor en su lugar. Otra sonrisa tensa.
—El milagro del fax —dijo—. Esto llevaba mucho más tiempo hace unos años... ¿Si fuera usted tan amable...?
Le dio una lapicera a Molly y una pizarra con una sola hoja membretada del Banco de Zúrich y le pidió que escribiera el número de la cuenta, en palabras —la firma numérica—, sobre la línea de puntos grises en el centro.
Cuando ella terminó de escribir el número que su padre había codificado con tanto cuidado, él llamó otra vez a la secretaria, le entregó el papel y charlamos otro rato mientras estudiaban la escritura con máquinas especiales. Él explicó al pasar que se la comparaba con la firma de la tarjeta que habíamos firmado alguna vez en nuestro Banco de Boston.
El teléfono volvió a sonar, él lo levantó, dijo "Danke" y colgó. Un momento después, volvió la secretaria con una carpeta gris marcada con el número 322069.
Evidentemente, habíamos pasado la primera prueba. El número de cuenta era el correcto.
—Ahora —dijo Eisler—, ¿qué puedo hacer por ustedes?
Con toda intención, yo había elegido el asiento más cercano a él. Me incliné hacia adelante, puse la mente en blanco, enfoqué mi cerebro en el problema.
Aproveché el momento de silencio. Enfoqué otra vez.
Llegó. Alemán, claro está, una frase tras otra.
—¿Señores? —dijo él, mirándome con la cabeza baja y el ceño fruncido.
No era suficiente. Yo sabía algo de alemán, había tenido entrenamiento intensivo en la Granja, pero él estaba pensando demasiado rápido para mis habilidades.
No podía.
—Nos gustaría saber cuánto hay en la cuenta —dije.
Me incliné hacia él otra vez, enfoqué, traté de aislar cualquier cosa que pudiera entender en el flujo continuo de alemán, algo a qué aferrarme.
—No se me permite discutir particularidades —dijo Eisler en tono flemático—. Y además, no lo sé.
Y entonces oí una palabra. Stahlkammer.
Sin duda, era la primera palabra que me saltaba a la mente. Stahlkammer.
Bóveda.
—Hay una bóveda que tiene que ver con esta cuenta, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, señor —admitió él—. Una grande, debo decir.
—Quiero acceso. Inmediatamente.
—Como desee —dijo él—. Sin duda. Ahora mismo. —Se levantó del sillón. La cabeza calva reflejaba el brillo de las luces en el cielo raso. —Supongo que tienen el código de la combinación para acceder a ella. Molly me miró. Estaba fuera de su elemento.
—Supongo que es el mismo de la cuenta —dije.
Eisler rió una vez y después se sentó de nuevo.
—Realmente no lo sé. Aunque por razones de seguridad, aconsejamos a nuestros clientes que no usen ese número. Y de todos modos, no es la misma cantidad de dígitos.
—Tal vez lo tenemos —dije—. Estoy casi seguro... En alguna parte. Mi suegro nos dejó muchos papeles. Usted podría ayudarnos. Decirnos, por ejemplo, el número de dígitos.
El miró el archivo.
—Imposible —dijo.
Pero yo oí, varias veces, un número que él estaba pensando y no decía, que articulaba en algún lugar de su centro de habla. "Vier"...
Cuatro dígitos, ¿era eso?
—¿Es de cuatro dígitos? —le pregunté.
El rió de nuevo, se encogió de hombros. Este juego es divertido, decía su cuerpo, pero creo que ya no queda mucho más que decir.
—Hay una cuenta numerada que nosotros administramos y atendemos —explicó con el tono que se usa para explicarle algo a un grupo de niños pequeños—. Ustedes pueden sacar o transferir esos fondos, como quieran. Pero también hay una bóveda, una caja de seguridad, digamos. Nosotros la mantenemos pero no tenemos acceso a ella. Nunca, excepto en las circunstancias más extraordinarias. Como estipuló el fallecido señor Sinclair, para abrir la bóveda se requiere un código de acceso.
—Entonces, usted nos lo puede dar —dijo Molly, reuniendo todo su valor.
—Lo lamento, pero no es posible.
—Se lo exijo como heredera legal de la cuenta.
—Si pudiera, se lo daría, señora —dijo Eisler—. Pero bajo los términos de los arreglos que se hicieron, no puedo.
—Pero...
—Lo lamento —dijo el banquero, la voz terminante—. Eso es imposible.
—Pero yo soy la heredera legal de todas las propiedades de mi padre —dijo Molly, indignada.
—Lo lamento muchísimo —dijo Eisler, imperturbable—. Espero que no haya venido desde Boston, ¿Boston no es cierto?, para esto solamente. Hubiera podido arreglarlo con una llamada telefónica. Menos gasto en dinero y en tiempo.
Me quedé sentado en silencio, escuchando, mientras abría el maletín de cuero con aire distraído.
Y entonces oí de nuevo: Vier... y después una serie denúmeros, "Acht"... "Sieben "... Lo miré estudiar el archivo que tenía en las manos y después volvió en una secuencia clara, evidente: "Vier... Acht... Sieben... Neun... Neun".
—Mire, señora Sinclair, el asunto es así —seguía diciendo el banquero—, se trata de un sistema de doble clave, diseñado...
—Sí —interrumpí. Hojeé las notas del maletín y fingí examinar una con más cuidado. —Aquí está, creo. Lo tenemos.
Eisler hizo una pausa, asintió y me observó con sospechas.
—Excelente —dijo como si yo ya hubiera dicho los números—. Por los términos establecidos en la cuenta por sus dueños, ahora que llegaron a la bóveda, el estado de la cuenta pasa de pasivo a activo...
—¿Dueños? —pregunté—. ¿Hay más de uno?
—Ah, sí, señor, es una cuenta a doble firma. Como beneficiaría legal, usted, señora, es una de las dueñas...
—¿Y el otro?
—No puedo revelar eso —dijo Eisler, desdeñoso y al mismo tiempo amable, como un hombre que pide disculpas—. Se requiere otra firma. Para ser totalmente sincero con ustedes, no conozco la identidad del otro dueño. Cuando se presente con el código de acceso, aparecerá la secuencia de números en la computadora. La firma del dueño entra como código en la base de datos y cuando el código es correcto, se la imprime gráficamente. Es el sistema de seguridad de nuestro Banco para asegurarse de que el personal de la institución no pueda estar involucrado en caso de una demanda contra nosotros.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Molly, severa.
—Que ustedes tienen permiso legal para inspeccionar la bóveda y ver el contenido. Pero sin la autorización del segundo dueño, no pueden ni transferir ni retirar ese contenido.
El doctor Alfred Eisler nos escoltó varios pisos hacia abajo por un ascensor estrecho. Descendíamos por debajo del nivel de Bahnhofstrasse, nos explicó, hacia las catacumbas.
Emergimos en un corredor alfombrado de gris, una jaula con barras de acero a los costados. Al final del corredor había un guardia de seguridad enorme en uniforme verde oliva. Asintió mirando al director y después abrió la puerta de acero. Ninguno de los dos dijo nada mientras cruzábamos la puerta, pasábamos por otro corredor con barras de acero, llegábamos a una pequeña área cerrada, marcada como Sieben. Las barras de acero rodeaban tres de las paredes de la jaula. La otra era de metal entero, recubierta con algún tipo de cromo o acero cepillado. En el centro había una enorme rueda de acero con seis saliencias, evidentemente el mecanismo por el cual se podía abrir la pared.
Eisler sacó una llave del anillo que llevaba en el cinturón y abrió la jaula.
—Por favor, señor —dijo, indicando una mesa de metal pequeña y gris frente a la cual había dos sillas. En el centro había un teléfono sin botones y un teclado electrónico. —La cuenta y el acuerdo con que se abrió —indicó— exigen que ningún funcionario del Banco esté presente en esta área mientras se marca la combinación. Marque usted ahí los dígitos del código de acceso, lentamente, controlando la lectura para estar seguro de que no comete ningún error. Si se equivoca, tiene posibilidad de intentarlo de nuevo. Pero si falla la segunda vez, el mecanismo electrónico se hará cargo y no se permitirá el acceso en veinticuatro horas.
—Ya veo —dije—. ¿Y cuando hayamos marcado el código, qué?
—En ese punto —explicó Eisler, señalando la rueda de metal—, la bóveda se abrirá electrónicamente y podrán hacer girar la rueda. Es mucho más fácil de lo que parece, se lo aseguro. Y así se abrirá la puerta.
—¿Y cuando hayamos terminado?
—Cuando terminen de examinar el contenido, o si hay algún problema, por favor, llámenme levantando el teléfono.
—Gracias —dijo Molly al doctor Eisler. Él se retiró.
Esperamos un momento hasta oír cómo se cerraba la segunda puerta de acero.
—Ben —dijo Molly—, ¿qué mierda vamos a...?
—Paciencia. —Con calma, con cuidado (mis dedos quemados habían perdido casi toda la habilidad) marqué 48799, mirando cómo aparecía cada número en los dígitos del panel blanco del teclado. Cuando terminé con el último 9, hubo un ruidito electrónico, un suspiro, como si se hubiera quebrado un sello.
—Bingo —dije.
—Casi no puedo respirar —dijo Molly, la voz ahogada.
Juntos caminamos hasta la puerta de hierro y la abrimos. Se movió con facilidad en nuestras manos, en dirección de las agujas del reloj y toda una sección de la pared giró sobre sus goznes.
Una luz fluorescente débil iluminaba el interior de la bóveda, que me pareció notablemente chico. Me desilusionó. La cámara interior de ladrillos tendría tal vez un metro y medio por un metro y medio. Y estaba totalmente vacía.
Pero cuando volví a mirar, me di cuenta de que mis ojos me habían jugado una mala pasada. Lo que parecían paredes de ladrillos, apenas emparejados, eran otra cosa completamente distinta ahora que veíamos mejor en esa luz escasa.
No eran ladrillos. Eran lingotes de oro, amarillos y opacos, con un tinte rojizo.
La bóveda, como una caverna de leyenda, estaba llena del piso al techo, casi por completo, de oro puro.
46
Dios mío —susurró Molly.
Yo miraba todo con la boca abierta. Cautelosos, casi asustados, avanzamos hacia la bóveda, hacia las paredes de oro sólido. No brillaban ni refulgían como uno hubiera esperado. La coloración era algo así como de mostaza opaca, pero más de cerca vi que algunas de las barras eran de un amarillo manteca más brillante (nuevas y seguramente casi cien por ciento puras) y algunas de un amarillo rojizo, lo cual indicaba impurezas de cobre: seguramente las habían hecho a partir de monedas de oro y joyas. Cada barra tenía enormes números de serie en un extremo.
Si no hubiera sido por los tonos amarillos profundos y la pátina suave, hubieran podido ser ladrillos, ladrillos apilados como los que se ven en cualquier edificio en construcción.
Muchas estaban lastimadas y dentadas. Seguramente eran las que circulaban por Rusia desde hacía más de un siglo. Yo sabía que las tropas victoriosas de Stalin habían robado algunas a Hitler en Berlín, pero la mayoría provenía de las minas de la Unión Soviética. Algunas tenían los bordes ásperos: marcas. Y las más nuevas tenían forma trapezoidal, pero en general, eran rectangulares.
—Dios, Ben —dijo Molly, volviéndose hacia mí. Tenía la cara roja, los ojos muy abiertos. —¿Tenías idea?
Yo asentí.
Ella fue a levantar una de las barras, pero no pudo. Era demasiado pesada. Apenas si logró subirla un poco con las dos manos. Después de unos segundos, la volvió a apoyar sobre las demás. Hizo un ruido sordo. Entonces hundió el pulgar en el borde.
—Es algo real, ¿no es cierto? —preguntó.
Asentí, mudo. Estaba nervioso y excitado y asustado, y la sangre que me corría por el cuerpo tenía toneladas de adrenalina.
Hay una famosa frase de Lenin: "Cuando seamos victoriosos en todo el mundo, creo que usaremos el oro para construir lavatorios en las calles de las ciudades más grandes".
Error, en varios sentidos.
Más exacta me parecía la del poeta romano Plauto, doscientos años antes de Cristo: "Odio el oro; ha persuadido a muchos hombres de hacer el mal en muchos aspectos".
Correcto.
Yo estaba perturbado por la visión de Molly que se hundía lentamente en el piso de cemento, la espalda contra el oro. La vitalidad parecía haberse escapado de su cuerpo. No se había desmayado, pero parecía mareada.
—¿Quién es el otro dueño? —preguntó, la voz tranquila.
—No sé —contesté.
—¿No lo adivinas?
—Ni siquiera eso. Nada. Todavía no.
Ella se pasó las manos y los brazos sobre las rodillas, y las apretó contra su pecho.
—¿Cuánto?
-¿Qué?
—Oro. ¿Cuánto oro hay aquí? —Se le habían cerrado los ojos.
Miré la cámara. La pila era de unos dos metros de alto, cada barra tenía veintidós centímetros de largo, siete centímetros y medio de alto y dos centímetros y medio de espesor. Por lo menos.
Me llevó un tiempo, pero conté 526 pilas, cada una de dos metros. Es decir, unos 946,8 metros lineales. Unas 37.879 barras de oro.
¿Estaba calculándolo bien?
Me acordaba de haber leído un artículo sobre el Banco de Reservas Federales de Nueva York. La bóveda del oro del Federal, que tiene la mitad de la longitud de un campo de fútbol, contiene unos 126 mil millones de dólares de oro si se calcula el precio de mercado a 400 dólares la onza. No sabía a cuánto se vendía el oro cuando Orlov y Sinclair atacaron las reservas de la Unión Soviética, pero 400 la onza parecía un buen número base para el cálculo.
No. No servía.
De acuerdo. El mayor compartimiento de la bóveda del Federal contenía una pared de oro de tres metros de ancho por tres de alto por seis de profundidad. Lo cual significaba unas 107.000 barras. Unos diecisiete mil millones de dólares.
Me ardía la cabeza por los cálculos febriles. El volumen en esta habitación era un tercio de lo que había en aquélla.
Volví a mi cálculo inicial de 37.879 barras de oro. El oro se vendía no a 400 dólares la onza sino a algo así como 330. De acuerdo. Así que a 330 la onza, una barra de oro de cuatrocientas onzas valía 132.000 dólares.
Lo cual nos llevaba a...Cinco mil millones de dólares.
—Cinco —dije.
—¿Cinco mil millones?
—Correcto.
—Eso es algo que ni siquiera puedo concebir —dijo Molly—. Estoy sentada... apoyada sobre esto... y no puedo ni concebir cinco mil millones de dólares... y son todos míos...
—No.
—¿La mitad?
—No. Pertenecen a Rusia.
Ella me miró, los ojos fríos y después dijo:
—No me causa ninguna gracia.
—Cierto. Y él dijo diez —la interrumpí.
-¿Qué?
—Tal vez hay cinco mil millones aquí. Orlov me dijo diez mil.
—Estaba equivocado. O te mentía.
—O la mitad desapareció.
—¿Desaparecer? ¿Qué quieres decir, Ben?
—Pensé que habíamos encontrado el oro —dije en voz alta—. Y en realidad no es más que una parte.
—¿Qué es esto? —dijo ella, sorprendida, de pronto.
-¿Qué?
Como un sandwich entre dos pilas verticales de oro, a nivel del piso, había un pequeño sobre de papel.
—¿Qué mierda...? —dijo ella, tirando para sacarlo.
Salió con facilidad.
Con los ojos muy abiertos, Molly dio vuelta el sobre en blanco, vio que no tenía nada escrito y lo abrió.
Era una tarjeta de bordes azules, una tarjeta de Tiffany al parecer, con el nombre de Harrison Sinclair en letras de imprenta arriba de todo.
Había algo escrito en el centro de la tarjeta, en la letra de su padre.
—Es... —empezó a decir Molly pero yo la interrumpí.
—No lo digas en voz alta. Muéstramelo.
Dos líneas.
La primera: Caja 322. Banque de Raspail.
La segunda: Boulevard Raspail, 128, París 7e.
Eso era todo. El nombre y la dirección de un Banco de París.
Un número de caja, seguramente una caja de seguridad, ¿Y qué significaba eso? Cajas chinas, cajas dentro de cajas: ésa era la esencia del asunto.
-¿Qué...?
—Ven —le dije, impaciente, metiéndome la tarjeta en el bolsillo—. Necesitamos otra charla con Eisler.
47
Según las Vidas de Plutarco: "Los muertos no muerden". Según creo fue Dryden el que escribió hace doscientos años: "Los muertos no hablan".
Error, dos veces error. Hal Sinclair seguía hablando mucho después de su funeral, y lo que decía seguía siendo misterioso.
El brillante jefe de espías Harrison Sinclair había sorprendido a cientos de personas en sus seis décadas de vida sobre la Tierra: amigos y socios, superiores y subordinados, enemigos en el mundo y en Langley. Y ahora, después de su muerte, las sorpresas, las vueltas y los recovecos no habían terminado. ¿Quién hubiera esperado tanto de las huellas de un muerto?
Para cuando Molly y yo terminamos de charlar en voz baja, la secretaria privada de Eisler nos esperaba en el corredor, fuera de la bóveda. La habíamos llamado y pedimos ver al director inmediatamente.
—¿Hay algún problema? —preguntó ella, la cara toda preocupación.
—Sí —dijo Molly pero no explicó más.
—Estaremos encantados de ayudar en todo lo que podamos —dijo ella, escoltándonos hacia el ascensor para subir a la oficina de Eisler. Era toda eficiencia, pero su reserva suiza se había derrumbado en parte: tarareaba algo como si de pronto fuéramos viejos amigos.
Molly conversó con ella, mientras yo permanecía en silencio, tocando la Glock con los dedos, allá abajo, en el bolsillo.
Entrar en el Banco y pasar por los detectores de metales había sido toda una hazaña y debo agradecer al entrenamiento de la CIA por haberlo logrado. Un conocido mío de mis días en la Agencia, Charles Stone (cuya saga extraordinaria seguramente le es conocida a usted) me describió una vez la forma en que había metido una pistola Glock por la puerta de embarque del Aeropuerto Charles de Gaulle de París. La Glock es casi toda de plástico y Stone (creo que la idea es ingeniosa) desarmó el arma en sus componentes, puso las partes chicas de metal en una bolsita con implementos de afeitarse y las más grandes dentro de la manija metálica del equipaje (ambas pasaron por el aparato de rayos X). Dejó las partes de plástico sobre su persona.
Desgraciadamente, esa técnica no me hubiera servido allí porque no tenía el lujo de que me revisaran con dos aparatos: uno de rayos X y un detector de metales. Todo tenía que estar en mi cuerpo y sin duda, la pistola hubiera disparado la alarma.
Así que inventé mi propio método, aprovechando una desventaja de todos los detectores de metales, que no son tan sensibles en los extremos del campo como en el centro. Y la Glock tiene poco acero. Lo que hice fue atar la pistola a una cuerda de nailon larga que me colgaba del cinturón y entraba por un agujero al bolsillo derecho. La pistola colgaba de mi pierna derecha dentro de la manga del pantalón, cerca del zapato. La mantuve quieta poniendo una mano en el bolsillo sobre la cuerda mientras pasaba por el detector. Esencialmente, pateé la pistola para que pasara por el detector en el perímetro del campo magnético tan atenuado que casi no detecta nada. Naturalmente, mientras pasaba, estaba duro de miedo, pensando que tal vez el truco no funcionaría, y que algo me saldría mal. Pero pasé sin incidentes. Después fui al baño y volví a poner la pistola en el bolsillo del pantalón, un lugar mucho más cómodo.
El doctor Eisler parecía todavía más perturbado que su asistente. Nos ofreció café. Dijimos que no, gracias, con toda amabilidad. El hombre tenía la frente arrugada de preocupación cuando se sentó en el sofá enfrente de los dos.
—Bueno —dijo en su voz refinada y grave—, ¿cuál es el problema?
—El contenido de la bóveda —contesté—. No está completo.
Él me miró fijo un largo rato y después se encogió de hombros, furioso.
—No sabemos nada del contenido de las bóvedas de los. clientes. Lo único que hacemos es mantener todas las precauciones de seguridad que nos parezcan necesarias y que son nuestra obligación...
—El Banco es responsable.
El rió una vez, secamente.
—Lamento decirle que no. Y de todos modos, su esposa no, es más que una de los dueños.
—Parece que falta una gran cantidad de oro —seguí diciendo—. Demasiado para que desaparezca fácilmente. Me gustaría saber adonde fue a parar.
Eisler dejó escapar aire por la nariz y asintió con amabilidad. Parecía aliviado, de pronto.—Señor Ellison, señora Sinclair, seguramente los dos entienden que no se me permite discutir transacciones de ningún...
—Como las transacciones se hicieron en mi cuenta —dijo Molly—, estoy segura de que tengo derecho a saber adonde se lo llevaron.
Eisler asintió otra vez, después de un momento de duda.
—Señora, señor... en el caso de cuentas numeradas, nuestra responsabilidad es permitir el acceso a cualquiera que cumple con los requerimientos estipulados por la persona o personas que han establecido la cuenta en este Banco. Más allá de eso, y para proteger a todos los involucrados, mantenemos el mayor de los secretos.
—Estamos hablando de mi cuenta —dijo Molly, con severidad—. Y yo quiero saber adonde está ese oro.
—Señora Sinclair, la confidencialidad es una tradición del sistema bancario nacional al que el Banco que presido pertenece. Lo lamento muchísimo. Si hay algo que podamos hacer...
Saqué en un sólo movimiento la Glock y la apunté a la frente alta, fruncida.
—La pistola está cargada —pronuncié con tranquilidad—. Estoy totalmente preparado para usarla... —Solté el seguro cuando vi que él empezaba a deslizar el pie hacia la derecha con tanta lentitud que uno veía inmediatamente dónde estaba el botón de la alarma. —No sea tonto, deje esa alarma silenciosa.
Me le acerqué para que el cañón de la pistola estuviera a pocos centímetros de su frente.
No tenía que concentrarme mucho: los pensamientos fluían fácilmente, con claridad. Y recogí bastante: ondas de ideas, sobre todo en alemán, pero con algo de inglés de tanto en tanto. Preparaba expresiones de sorpresa, de furia, objeciones...
—Como ve, estamos desesperados —dije. Mi expresión era evidente: yo estaba realmente desesperado y él se dio cuenta de que era capaz de dispararle en cualquier momento.
—Si es usted tan tonto como para matarme —dijo Eisler con sorprendente tranquilidad—, ni conseguirá lo que quiere ni podrá salir jamás de esta habitación. Mi secretaria oirá el disparo y hay sensores de movimiento en esta habitación y...
Estaba mintiendo. Yo lo sabía por sus pensamientos. Estaba asustado, lo cual era comprensible. Nunca le había pasado algo así antes. Siguió diciendo:
—Incluso si les diera la información que buscan, cosa que no pienso hacer, no podrían salir del Banco.
En eso, parecía estar diciendo la verdad, pero no hacía falta una percepción extrasensorial para entender esa lógica.—Sin embargo, —siguió diciendo después de un momento—, estoy dispuesto a hacer un esfuerzo para dar por terminado este episodio bochornoso. Si deja esa pistola y se va, no pienso denunciarlo. Entiendo que estén desesperados. Pero amenazándome no ganan nada.
—No estamos amenazándolo. Queremos información sobre la cuenta que le pertenece a mi esposa según la ley suiza y la estadounidense.
Unas gotas de sudor empezaron a correrle por la frente, desde la coronilla pelada hacia las líneas que empezaban allí y bajaban a las mejillas. Me di cuenta de que estaba empezando a ceder.
Oí una catarata de pensamientos, algunos furiosos, otros desesperados. Estaba en medio de la agonía de la indecisión.
—¿Alguien sacó oro de esa bóveda? —pregunté, muy despacio.
Nein, oí claramente. Nein.
Cerró los ojos, como preparándose para el disparo que terminaría con su vida. El sudor le corría a raudales por el cuerpo.
—No podría decirlo —dijo.
Nadie había sacado el oro. Pero...
De pronto, tuve una idea.
—Pero había más oro, ¿verdad? Oro que no llegó a la bóveda.
Sostuve la pistola con fuerza y me le acerqué hasta que la punta del cañón tocó la sien húmeda. Apreté el arma contra la piel. La piel se comprimió, formando marcas alrededor del cañón.
—Por favor —dijo y yo casi no lo oía.
Sus pensamientos venían a toda velocidad, incoherentes, aterrorizados. Yo no podía leerlos.
—Una respuesta —dije—, y nos vamos.
Él tragó saliva, cerró los ojos y después los volvió a abrir. ,
—Un cargamento —susurró—. Diez mil millones de dólares de oro. Lo recibimos aquí en el Banco de Zúrich.
—¿Y adonde fue a parar?
—Parte fue a la bóveda. Es el oro que vieron.
—¿Y el resto?
Él volvió a tragar saliva.
—Se liquidó. Ayudamos a venderlo a través de corredores de oro sobre bases de secreto absoluto. Se fundió y se volvió a colocar en barras.
—¿Y el valor?
—Tal vez cinco... tal vez seis...
—Mil millones...—Sí.
—¿Lo convirtieron en activo líquido? ¿En dinero al contado?
—Se transfirió.
—¿Adonde?
Él volvió a cerrar los ojos. Los músculos que los rodeaban se tensaron como si el banquero estuviera rezando.
—Eso no puedo decirlo.
—¿Adonde?
—No debo decirlo...
—¿Lo enviaron a París?
—No... por favor, no puedo...
—¿Adonde mandaron el dinero?
Deutschland... Deutschland... München...
—¿A Munich?
—Tendrá que matarme —dijo él, los ojos cerrados—. No pienso decírselo. Prefiero morir.
Su seguridad me sorprendió. ¿Qué lo poseía? ¿Qué tontería era ésa? ¿Estaba tratando de ver si yo era capaz de cumplir con mi amenaza? Seguramente ya suponía que sí. Y además, ¿qué hombre en su sano juicio se hubiera atrevido a jugarse con un arma apoyada en la sien? ¡Pero él prefería morir a violar la confidencialidad de los Bancos suizos!
Hubo un sonido líquido y vi que había perdido control del esfínter. Una mancha oscura se extendió en un área irregular a través de su entrepierna. Su miedo era genuino. Seguía con los ojos cerrados y estaba paralizado de terror.
Pero yo no lo dejé ir. No podía.
Apreté otra vez el cañón contra su sien y dije lentamente:
—Lo único que quiero es un nombre. Díganos adonde enviaron el dinero. A quién. Dénos un nombre.
Ahora Eisler tenía el cuerpo sacudido por el miedo. Temblaba. Los ojos no estaban cerrados del todo sino apretados con fuerza, dominados por una tensión muscular rígida. El sudor le corría por la frente, sobre la mandíbula, por el cuello. El sudor le perlaba el traje gris y le manchaba la corbata.
—Lo único que queremos —repetí— es un nombre.
Molly me miraba, los ojos llenos de lágrimas, temblando de tanto en tanto. La escena era demasiado fuerte para ella. Aguanta, Mol, por favor, aguanta, quería decirle yo.
—Usted sabe cuál es el nombre que nos hace falta.
Y en un minuto, lo tuve.
El no dijo nada. Le temblaron los labios como si estuviera por ponerse a llorar pero no, no habló.
Pensó.
No dijo ni una palabra.Yo estaba por bajar el arma, cuando se me ocurrió otra pregunta:
—¿Cuándo fue la última vez que se transfirieron fondos desde este banco a esa persona?
Esta mañana, pensó Eisler.
Apretó los ojos con más fuerza. La transpiración le bajaba en gotas por la nariz, hacia los labios.
Esta mañana.
Y entonces, dije, bajando la pistola:
—Bueno, veo que es usted un hombre con voluntad de hierro.
Lentamente, abrió los ojos y me miró. Había miedo en ellos, claro está, pero también algo más. Un brillo de triunfo, al parecer; un rayo de desafío.
Finalmente, habló. Le temblaba la voz.
—Si se van de mi oficina inmediatamente...
—Usted no habló —dije—. Admiro eso.
—Si se van...
—No pienso matarlo —dije—. Usted es un hombre de honor y está haciendo su trabajo. Si podemos arreglar algo de modo de saber que esto no pasó nunca... si acepta no informar al respecto, y nos deja salir del Banco sin molestarnos, nos vamos.
Yo sabía que apenas saliéramos del Banco él llamaría a la policía (yo hubiera hecho lo mismo en su lugar), pero eso nos daría unos minutos muy necesarios.
—Sí —dijo él. La voz se le quebró de nuevo. Se aclaró la garganta. —Vayanse. Y si tienen sentido común, cosa que dudo, se irán de Zúrich inmediatamente.
48
Caminamos con rapidez para salir del Banco y después corrimos por Bahnhofstrasse. Eisler parecía haber cumplido con su palabra de dejarnos salir del Banco (por su propia seguridad y la de sus empleados, claro), pero para este momento, calculaba yo, seguramente ya habría llamado a seguridad bancaria y a la policía municipal. Tenía nuestros nombres reales, pero no los otros, lo cual era una suerte. Sin embargo, el arresto era cuestión de horas, si no menos. Y una vez que las fuerzas de los Sabios supieran que estábamos ahí, si es que no lo sabían ya, no quería ni pensar lo que podía pasarnos...
—¿Lo conseguiste? —preguntó Molly mientras corría.
—Sí. Pero ahora no podemos hablar. —Yo estaba alerta, con los ojos puestos en todos los que pasaban, buscando la única cara que hubiera reconocido, la del asesino rubio que había visto en Boston por primera vez.
No aquí.
Y un momento después, tuve la sensación de que teníamos compañía.
Hay una docena de técnicas diferentes para seguir a un hombre y los que son realmente buenos, son muy difíciles de detectar. El problema para el rubio era que yo ya lo había "hecho", como se decía en la jerga: lo había reconocido. Excepto de la forma más lejana e insegura, no podía esperar seguirnos sin que yo lo notara. Y yo no lo veía.
Pero, como supe muy pronto, había otros, gente que yo no conocía. En la multitud que nos rodeaba en Bahnhofstrasse, sería difícil encontrarlos.
—Ben —empezó a decir Molly pero yo la miré con furia y ella se calló inmediatamente.
—Ahora no —dije entre dientes.
Cuando llegamos a Barengasse doblé a la derecha y Molly me siguió. Las vidrieras plateadas de los negocios nos daban una buena superficie donde vernos a nosotros y también a quienes nos estuvieran siguiendo pero nadie era demasiado obvio al respecto. Eran profesionales. Seguramente desde que lo había visto esa mañana, el rubio había decidido no participar. Otros lo reemplazaban.
Tendría que descubrirlos.
Molly dejó escapar un suspiro largo, tembloroso.
—Esto es una locura, Ben, es demasiado peligroso...
—La voz era suave. —Mira, me pareció horrendo verte poner el arma en la cabeza de ese tipo. Me pareció horrendo lo que le hiciste. Esas cosas son viles.
Caminamos por Barengasse. Yo estaba alerta a los peatones a ambos lados, pero no había podido separar a ninguno de la multitud habitual.
—¿Armas? —dije—. Me salvaron la vida más de una vez.
Ella suspiró de nuevo.
—Papá siempre decía eso, sí. Me enseñó a dispararlas.
—¿Un rifle o qué?
—No, armas de puño. Una .38, una .45. Y era buena tiradora, creo. Un as. Una vez le di en el ojo a una de esas siluetas de policías a unos treinta metros. Entonces bajé el arma que me había dado papá y nunca volví a levantarlo. Y le dije que no tuviera uno en mi casa, nunca.
—Pero si alguna vez tienes que usar uno para protegerme a mí o a ti misma...
—Claro que lo haría. Pero no me obligues.
—No, te lo prometo.
—Gracias. ¿Y eso fue necesario, lo de Eisler?
—Sí, lo lamento pero sí. Tengo un nombre ahora. Un nombre y una cuenta que nos dirán adonde desapareció el resto del dinero.
—¿Y el Banque de Raspail en París?
Meneé la cabeza.
—No entiendo esa nota. Y no sé para quién era.
—¿Pero por qué la habrá dejado ahí mi padre?
—No lo sé.
—Pero si hay una caja de seguridad, tiene que haber una llave, ¿sí?
—Generalmente, sí.
—¿Y dónde está?
Meneé la cabeza de nuevo.
—No la tenemos. Pero tiene que haber una forma de llegar a la caja. Primero, Munich. Si hay alguna forma de interceptar a Truslow antes de que le pase algo, yo la voy a encontrar.
¿Habríamos eludido a quien quiera que fuese?
Dudoso.
—¿Y Toby? —preguntó Molly—. ¿No tendrías que notificarle?
—No puedo arriesgarme a hacer contacto con él. Ni con nadie de la CIA...
—Pero nos vendría bien un poco de ayuda.
—No confío en su ayuda.
—¿Y buscar a Truslow?
—Sí —dije—. Seguramente va para Alemania. Pero si puedo detenerlo...
-¿Qué?
En la mitad de la frase giré en redondo hacia un teléfono público en la calle. Era muy pero muy arriesgado hacerle un llamado a Truslow a la oficina de la CIA, claro está. Pero había otras formas, sí. Incluso improvisando, con rapidez. Había formas.
De pie en una calle lateral, con Molly a mi lado, miré a mi alrededor. Nadie... todavía.
Con la ayuda de un operador internacional, llamé a un centro de comunicaciones privado en Bruselas, cuyo número recité con toda facilidad, por supuesto. Cuando me conectaron, disqué una secuencia de números que cambiaron la llamada a un sistema bastante complicado de retorno, una especie de lazo. Cuando volviera a llamar, si alguien rastreaba el llamado, parecería una llamada originada en Bruselas.
La secretaria privada de Truslow recibió la llamada. Le di un nombre que Truslow reconocería inmediatamente como mío y le pedí que me pasara con el director.
—Lo lamento, señor —dijo la secretaria—. En este momento, el director está en un avión militar rumbo a Europa.
—Pero se lo puede alcanzar por conexión de satélite —insistí.
—Señor, no se me permite...
—¡Esto es una emergencia! —le grité. Truslow tenía que hablar conmigo, yo tenía que advertirle que no entrara en Alemania.
—Lo lamento, señor... —contestó ella.
Y yo colgué: era demasiado tarde.
Y después oí mi nombre.
Me volví y miré a Molly pero ella no había dicho nada.
Por lo menos, creí haber oído mi nombre.
Una sensación extraña. Sí, era mi nombre, sí. Miré a mi alrededor en la calle.
Ahí estaba, otra vez, pensamiento, no palabras.
Pero no había ningún hombre cerca que pudiera...
Sí. No era un hombre: era una mujer. Mis perseguidores creían en la igualdad de oportunidades. Correcto, políticamente hablando.
Era la mujer sola, de pie en un quiosco de diarios, a unos metros, mirando absorta una copia de Le Canard Enchainé, un diario satírico francés.
Parecía de unos treinta, treinta y cinco años, con el cabello rojo y corto, y un traje color oliva que la hacía seria y directa. Poderosa, por lo que yo veía. Sin duda era buena en lo suyo que, según creía yo, no se limitaba a rastrear a una persona.
Pero si estaba siguiéndome, eso era todo lo que yo lograba deducir. ¿Una mujer siguiéndome, empleada de quién? ¿De los que Truslow me había mencionado, de los Sabios? ¿O de gente asociada con Vladimir Orlov, que conocía la existencia del oro y sabía que yo estaba buscándolo?
Ellos, los que la habían empleado para el trabajo, sabían que yo había entrado en el Banco de Zúrich. Sabían que había salido sin nada en las manos...
Sin nada en las manos pero con más información. El nombre de un alemán en Munich que había recibido unos cinco mil millones de dólares.
Ahora era mi turno.
—Mol —dije lo más bajo que pude—. Tienes que salir de aquí.
—¿Qué...?
—En voz más baja. Haz como si no pasara nada...
—Sonreí como si me hiciera gracia algo. —Tenemos compañía. Quiero que te vayas.
—¿Pero dónde? —preguntó ella, asustada.
—Ve y busca las valijas del depósito cerca de la estación de trenes —susurré y pensé por un segundo—. Después ve al Baur-au-Lac, en Talstrasse. Todos los changadores de Zúrich lo conocen. Hay un restaurante ahí, se llama Grillroom. Ahí te veo. —Le di el maletín de cuero. —Llévate esto.
—Pero, ¿y si...?
—¡Fuera!
Frenética, me contestó, en voz baja:
—No estás en condiciones de manejar nada peligroso, Ben. Tus manos... los reflejos...
—¡Vete!
Ella me miró, furiosa, después, sin decir nada, se volvió y se alejó por la calle a zancadas. Era una buena actuación. Cualquier observador hubiera dicho que acabábamos de pelearnos, por lo natural que había sido la reacción de Molly.
La pelirroja levantó la cabeza del diario, y sus ojos siguieron a Molly, luego se volvieron hacia mí y luego otra vez al diario. Claramente había decidido quedarse conmigo, su primera obligación.
Bien.
De pronto, giré en redondo y me lancé por la calle. Por el rabillo del ojo, vi que la mujer había dejado el diario y sin fingir ya, sin cobertura, corría tras de mí.
Justo adelante, había una calle que parecía un pasaje de servicio, y yo giré hacia allí. Desde Barengasse, oí gritos y los pasos de la mujer. Me aplasté contra una pared de ladrillos, vi a la pelirroja del traje color oliva hundirse en el pasaje, la vi sacar una pistola y solté el seguro de mi Glock y le disparé varios tiros.
Hubo un gruñido, una exhalación. La mujer hizo una mueca, giró hacia adelante, luego volvió a recuperar el equilibrio. Le había disparado en algún lugar del muslo, arriba, y ahora, me incliné hacia adelante. Volví a dispararle, no, en realidad no directamente a ella, sino a su alrededor, sobre la cabeza y los hombros y momentáneamente perdió el equilibrio, se contorsionó, retorciéndose a derecha e izquierda. Luego, recuperando el centro de gravedad, me apuntó con el arma, pero tardó un segundo de más...
...y la mano se le abrió cuando una bala se le hundió en la muñeca y el arma cayó al suelo y entonces, le caí encima, la golpeé contra la calle, le metí el codo en la garganta, la aplasté con mi mano izquierda.
Durante un momento, se quedó quieta.
Estaba herida en la muñeca y el muslo, y la sangre manchaba el traje color oliva en varios lados.
Pero ella era muy fuerte y robusta, y se levantó con una onda súbita de fuerza y casi me sacó de mi sitio hasta que volví a ponerle el codo derecho contra el cartílago de la garganta.
Era más joven de lo que yo había creído, tal vez veinte, veinticinco años, y era una mujer de fuerza extraordinaria.
Con un movimiento fuerte, seguro, le arranqué la pistola —una Walther muy chica— y me la metí en el traje.
Desarmada, y obviamente muy dolorida, la asesina gimió, un sonido animal, gutural, y yo volví la pistola hacia ella, apuntándole entre los ojos.
—Esta pistola tiene dieciséis balas —dije con voz tranquila—. Disparé cinco. Eso significa que me quedan once.
Se le abrieron los ojos pero no por miedo. Era una mirada desafiante.
—No voy a pensarlo mucho antes de matarte —le dije—. Y supongo que me crees, pero por si acaso, te diré que no me importa demasiado que lo creas o no. Te mataré porque es necesario para protegerme a mí mismo y a otros. Por el momento, sin embargo, preferiría no hacerlo.
Los ojos se entrecerraron, como aceptando.
Ahora oía sirenas, cada vez más cercanas, casi encima. ¿Creía ella que la llegada de la policía suiza le daría la oportunidad de escapar?Pero yo no la solté, sabiendo que esa mujer era una profesional y que seguramente tenía un coraje homicida por el cual, por otra parte, le pagaban bien.
Haría casi cualquier cosa, yo estaba seguro, pero de hecho preferiría no morir si no era necesario. Eso es instintivo en los seres humanos, y hasta esa asesina tenía instintos humanos.
La arrastré lo más a un costado que pude para que no nos vieran.
—Ahora —dije—. Quiero que te levantes. Despacio. Y quiero que te des vuelta y camines. Yo te diré adonde ir. Si tratas de hacerme algo, si cometes cualquier error o te desvías de mis instrucciones, no voy a dudar ni un segundo.
Me levanté, le saqué el codo de la garganta medio amoratada, y con la Glock apuntada al centro de su cabeza, miré cómo se levantaba, muy dolorida.
Entonces, habló por primera vez.
—No —dijo con un acento de origen europeo.
—Date vuelta —contesté.
Ella lo hizo, despacio, y yo la revisé con la mano libre. No encontré otro revólver, nada, ni un cuchillo.
—Ahora, adelante —dije, metiéndole la pistola en la nuca y empujándola.
Cuando llegamos a una entrada solitaria y negra al final del pasaje, la empujé adentro, con la Glock en la misma posición, y le dije:
—Ahora, mírame.
Ella lo hizo. Despacio. La cara estaba tensa en un empecinamiento lleno de dolor. De cerca, era una cara cuadrada, casi masculina, pero no fea. Era evidente que se preocupaba por su apariencia, ya fuera por vanidad o por la cobertura. Se había pintado con una sombra de ojos de color azul oscuro y luego celeste, mezclada con un brillito apenas detectable. Los labios redondos, abiertos, estaban pintados de rojo.
—¿Quién eres? —le pregunté.
Ella no dijo nada. Tenía un tic debajo de su ojo izquierdo, pero aparte de eso, la cara estaba congelada, inmóvil.
—No puedes resistirte. No te conviene —le dije.
La mejilla le temblaba, pero los ojos me miraban con aburrimiento.
—¿Quién te paga? —le pregunté.
Nada.
—Ah, una profesional —me burlé—. Son tan escasas en estos días. Deben de haberte pagado muy bien...
Ella tembló otra vez. Silencio.
—¿Quién es el rubio? —insistí—. El pálido.
Más silencio.Ella me miró, como a punto de hablar, y luego volvió a mirar a lo lejos. Era buena para esconder el miedo.
Durante un momento, pensé en insistir con las amenazas, pero después me acordé de que tenía otras formas de averiguar lo que quería. Otros talentos y recursos. Me había olvidado de lo que me había llevado allí.
Con la pistola metida entre sus ojos, me le acerqué.
Enseguida recibí ese flujo de sonido indistinto que había empezado a reconocer, esa mezcla de sílabas y ruidos, pero yo sabía que eran los pensamientos "audibles" de alguien que no tenía miedo. Y en un lenguaje que yo no conocía.
La mejilla derecha de la mujer empezó a retorcerse de tensión, pero no de miedo, emoción que cada uno experimenta a su modo. Esa mujer acababa de sufrir un ataque con una pistola y la habían empujado a un zaguán oscuro con el arma en el cuello y, sin embargo, no tenía miedo.
Hay varias drogas que administran los clandestinos a los agentes para que estén tranquilos, lógicos, una farmacopea de betabloqueantes y ansiolíticos y demás que convierten a los agentes de campo en seres humanos tranquilos que no por eso pierden sus reflejos. Tal vez esa mujer estaba bajo la influencia de algo así. Y tal vez, era naturalmente tranquila, uno de esos especímenes humanos, sociópatas o como quiera que se los llame, que no experimentan el miedo de la forma en que lo hace el resto de nosotros, y que por lo tanto, son especialmente buenos para esa extraña línea de trabajo. Ella había capitulado pero no por miedo, sino por cálculo racional, por lógica. Planeaba sorprenderme apenas yo bajara las defensas.
Pero nadie deja de tener algo de miedo.
Sin miedo, no somos humanos. Todos experimentamos algún grado de miedo. El miedo nos mantiene vivos.
—El nombre del albino —susurré.
Retorcí el dedo sobre el gatillo, despacio, y me dije que si hacía falta, tendría que matar a esa mujer.
Max.
Lo oí, claramente, en ese timbre cristalino, una sílaba muy clara. Max. Un nombre que se entendía en cualquier idioma.
—Max —dije en voz alta—. ¿Max qué?
Sus ojos buscaron los míos, indiferentes, sin miedo ni sorpresa.
—Me dijeron que usted podía hacer esto —dijo ella, hablando por fin. Tenía un acento europeo. No francés... tal vez escandinavo, finlandés... o noruego... Se encogió de hombros. —Sé muy poco. Por eso me dieron este trabajo.
De pronto reconocí el acento: holandés o flamenco.
—Sabes muy poco —dije—. Pero no es posible que no sepas nada. O no servirías. Tienen que haberte dado instrucciones, códigos, y todo lo demás. ¿Cuál es el apellido de Max?
Oí otra vez, Max.
—Trate de descubrirlo —dijo ella, un poco impertinente.
—¿Cuál es el apellido?
Ella contestó, los labios apenas entreabiertos:
—No lo sé. Y seguramente Max no es su nombre verdadero.
Asentí.
—Seguramente. ¿Pero con quién está?
Otro gesto de indiferencia.
—¿Quién te paga?
—¿Me está preguntando el nombre de la compañía que aparece en el cheque a fin de mes? —preguntó, burlándose ahora.
Me incliné más hacia ella y sentí el aliento caliente en la cara, mientras seguía apuntándole con la Glock, la mano derecha apoyada en su pecho para que no se separara de la pared.
—¿Cómo te llamas? —pregunté—. Supongo que sabes eso.
La expresión de la cara de ella no había cambiado.
Zanna Huygens, pensó.
—¿De dónde eres, Zanna?
Fuera, hijo de puta, oí. En inglés.
Fuera.
Hablaba inglés, alemán, flamenco. Probablemente una de las asesinas flamencas que les gusta buscar a las agencias de espionaje mundiales, como talentos independientes. La CIA usaba a los flamencos y a los holandeses, no porque fueran, buenos, sino porque tenían facilidad natural para hablar en varios idiomas, lo cual les permitía pasar inadvertidos en cualquier parte, sumergir en la nada su verdadera identidad.
Había algo que no entendía. Una frase flotante, repetida , varias veces: el nombre el nombre el nombre el nombre
el nombre hijo de puta dame el nombre
el nombre dame el nombre
—No sé nada —espetó y la saliva me salpicó la cara.
—Te dijeron que me sacaras un nombre, ¿verdad?
Un movimiento en la mejilla izquierda, apenas algo leve en los labios carmín. Después de pensarlo un momento, habló.
—Sé que usted es algo así como un fenómeno. —De pronto, las palabras empezaron a salir con fuerza, en un acento cantarín, flamenco. —Sé que lo entrenaron en la CIA. Y sé que tiene... que puede oír voces dentro de las cabezas de otros, dentro de las mentes de los que tienen miedo, no sé cómo ni por qué, ni de dónde salió eso, ni si nació usted con...
Estaba hablando de más, inundándose de palabras, y de pronto, entendí la maniobra.Llenaba el centro del habla de la mente con palabras y más palabras probablemente ensayadas porque si uno habla, el cerebro está demasiado ocupado produciendo eso como para pensar otra cosa que pueda leerse.
—...ni por qué está aquí —siguió diciendo—, pero sé que se supone que es usted sanguinario, rudo y sé que no va a volver a los Estados Unidos vivo. Seguramente yo puedo ayudarlo pero por favor, por favor, no me mate, por favor, no me mate. Yo estoy haciendo mi trabajo y no le disparé de frente ni para matarlo, como habrá notado, yo no...
¿Estaba rogando realmente? Me lo pregunté por un momento. ¿Era miedo lo que había en sus ojos? ¿Se le había terminado el efecto del ansiolítico, o era que el terror y el estrés habían terminado por dominarla? Mientras yo pensaba en cómo responder, me metió las manos en la cara, las uñas me buscaron los ojos y gritó con fuerza, un chillido impresionante, ensordecedor, me golpeó con la rodilla hacia la entrepierna y todo eso sucedió en un solo instante terrible, sorpresivo. Reaccioné, un poco tarde, pero no del todo, poniendo la pistola a nivel, con el dedo vendado en el gatillo. La asesina trató de torcerme la mano y de quitarme la pistola pero no pudo, y en lugar de eso me dobló el dedo sobre el gatillo. La cabeza de la mujer explotó y un sonido líquido de aire le salió de los pulmones, y ella se dejó caer al suelo.
Tranquilo, me agaché, la revisé pero no encontré documentación, nada de papeles ni monederos, excepto una pequeña billetera que contenía una pequeña cantidad de dinero suizo, probablemente sólo lo que necesitaba para esa mañana. Después, salí corriendo.
Durante un rato largo, un momento terrible, lleno de ansiedad, busqué a Molly en el Grillroom de Baur-au-Lac. Sabía que estaba muerta. Sabía que la habían atrapado. Eso ya me había pasado antes: yo sobrevivía a los intentos de muerte pero mi esposa no.
El Grillroom es un.lugar cómodo, casi un club con un bar estilo estadounidense, una gran chimenea y hombres de negocios sentados a las mesas, comiendo émincé de turbot. Yo estaba decididamente fuera de lugar allí, salpicado de sangre y todo desprolijo y rotoso, y recogí una serie de miradas de desaprobación hostiles.
Cuando me volvía para alejarme, una joven en uniforme de camarera se me acercó corriendo y me preguntó:
—¿Usted es el señor Osborne?
Me llevó un momento recordarlo.—¿Por qué me pregunta?
Ella asintió, con timidez, y me dio una nota plegada.
—De la señora Osborne, señor —dijo y se quedó ahí, esperando mientras yo abría el papel. Le di un billete de diez francos y ella se alejó.
El Ford Granada azul enfrente, decía la nota, en la letra de Molly.
49
Munich estaba oscura cuando llegamos, una noche clara y fría, temblorosa de luces de ciudad. Habíamos buscado nuestro equipaje en el depósito de Hauptbahnhof en Zúrich y tomado el tren de las 15:39, que llegaba a Munich a las 20:09. Hubo un susto momentáneo a bordo cuando cruzamos la frontera alemana y yo me preparé para el control de pasaportes. Había habido mucho tiempo para que alguien pasara el fax de nuestros pasaportes falsos a las autoridades alemanas, sobre todo si la CIA lo ponía entre sus prioridades, que era lo que yo suponía que harían.
Pero los tiempos han cambiado. Antes, uno se despertaba de noche, asustado, se abrían bruscamente las puertas del compartimiento, y una voz alemana ladraba: "Deutsche Passkontrolle!"... Esos días son historia antigua. Europa está unificándose. Los controles fueron muy escasos.
Exhaustos pero tensos, ansiosos, tratamos de dormir en el tren. Yo no pude.
Cambiamos algo de dinero en la oficina del Deutsche Verkehrs Bank de la estación de trenes y yo reservé una habitación para esa noche. El Metropol, con la ventaja única de su ubicación, justo frente a la Hauptbahnhof, estaba lleno hasta el tope. Pero conseguí una habitación en el Bayerischer Hof und Palais Montgelas, en Promenadeplatz, en el centro de la ciudad... muy cara, sí, pero cualquier puerto sirve en una tormenta.
Busqué un teléfono público y llamé a Kent Atkins, jefe de estación de la CIA en Munich. Atkins, un viejo amigo de los días de París (hubo tiempos en que bebíamos juntos), era también amigo de Edmund Moore, y sobre todo, era el que le había dado a Ed los documentos que hablaban de algo "amenazador" dentro de la organización.
Eran las nueve y media cuando lo llamé a su casa. Contestó a la primera llamada.
—¿Sí?
—¿Kent?
—¿Sí? —La voz aguda, alerta. Y sin embargo, sonaba comohubiera estado durmiendo antes de atender. Una de las habilidades vitales que se adquieren en este negocio es la capacidad para despertarse instantáneamente, estar totalmente en onda en menos de una centésima de segundo.
—Ey, ya estás dormido... Apenas son las nueve de la noche.
—¿Quién es?
—El padre John.
—¿Quién?
—Pére Jean. —Una broma nuestra, antigua. Una referencia ae yo esperaba que él recordase.
Un largo silencio.
—¿Quién di...? Ah, sí, ¿dónde estás?
—¿Podemos vernos para tomar algo?
—¿No puede esperar?
—No. ¿Hofbraühaus en media hora?
Atkins contestó con rapidez y sarcasmo.
—¿Por qué no la Embajada de los Estados Unidos?
Lo entendí y sonreí. Molly me miraba, preocupada. Le hice in gesto para tranquilizarla.
—En Leopold —dijo y colgó. Sonaba perturbado.
Leopold, yo lo sabía —y él sabía que yo lo sabía—, significaba Leopoldstrasse, en Schwabing, una región al norte de la ciudad. Eso significaba el Englischer Garten, un lugar lógico para encontrarse, y específicamente, el Monopteros, un templo clásico, construido a principios del siglo XIX sobre una colina del parque. Un buen lugar para una "cita ciega", como la llamamos nosotros los espías.
En lugar de tomar el subte directamente desde la estación de trenes, cosa que me parecía riesgosa, salimos de la estación y caminamos sin rumbo, en círculos, hacia Marienplatz, la plaza central. Siempre llena de gente y presidida por la monstruosidad gótica de la nueva Municipalidad, la fachada gris como de pan de jengibre, iluminada de noche a toda luz, una visión espantosa. Al sudoeste, una tienda de aspecto bárbaro y moderno que destruía completamente la unidad arquitectónica de la plaza, que a pesar de lo fea que siempre había sido, al menos era gótica.
En algunas cosas, Alemania no había cambiado desde mi última visita. La multitud que esperaba como ganado frente a un semáforo en rojo sobre Maxburgstrasse, a pesar de que no se veía ni un sólo automóvil y todos podrían haber cruzado sin problemas, me hacía sentir seguro. La leyes eran leyes allí. Un joven levantó un pie, desesperado de impaciencia, como un caballo que descansa un casco en el aire, pero ni siquiera con su desesperación iba a violar la etiqueta social.
Por otra parte, en muchas cosas, Alemania había cambiado,y drásticamente. Las multitudes de Marienplatz eran más ruidosas y más amenazadoras que los amables y educados clientes de siempre. Pelados neonazis acechaban en pequeños grupos despectivos, lanzando epítetos raciales a los que pasaban. Los graffiti cubrían parte de los edificios góticos, que siempre habían estado tan limpios. Ausländer raus! y Kanacken raus!, "Fuera los extranjeros" con insultos de distinta intensidad; Tod alien Juden und dem Ausländerpack!, "Muerte a los judíos y las hordas extranjeras"; Deutschland ist stärker ohne Europa, "Alemania es más fuerte sin Europa". Había ataques contra los ex alemanes del Este: Ossis Parasiten. En un color fluorescente que brillaba como el día, sobre un restaurante elegante, una evocación de viejos tiempos: Deutschland für Deutsche, "Alemania para los alemanes". Y un grito de dolor y esperanza: Für mehr Menschlichkeit, gegen Gewalt!, es decir, "Más humanidad, menos violencia".
Docenas de personas sin hogar dormían sobre cartones en los bancos. Muchos negocios estaban tapiados con madera, había vidrieras rotas sin arreglar y locales abandonados. Wegen Geschaftsaufgabe alie Waren 30% billiger!, decía un cartel: Cerramos, liquidación 30% de descuento.
Munich parecía una ciudad fuera de control. Me pregunté si el país entero, en la crisis económica más profunda desde los días anteriores a la llegada de Hitler al poder, no estaría exactamente igual.
Molly y yo tomamos el subte desde Marienplatz hasta Münchner Freiheit y nos abrimos paso a través de los caminos asfaltados del Englischer Garten, junto al lago artificial, cerca de la Torre China. Pronto localizamos el Monopteros, todo columnas y capiteles labrados. Lo rodeamos en silencio. En los sesenta, el Monopteros había sido un lugar preferido por los manifestantes y la gente de la calle. Ahora parecía el punto de reunión de adolescentes, vestidos con camperas de cuero y tachas o con uniformes de secundaria como los estadounidenses.
—¿Por qué crees que el dinero está en Munich? —me preguntó Molly—. La capital financiera de Alemania, ¿no es Frankfurt?
—Sí. Pero Munich es el centro manufacturero. La capital industrial y también la capital de Bavaria. La verdadera ciudad del dinero. A veces, se la llama la capital secreta de Alemania.
Era temprano, o mejor dicho, Atkins llegó tarde, en su Ford Fiesta viejo, apenas unas planchas de metal sostenidas por cinta aisladora. Tenía la radio a todo volumen o tal vez era una cinta. Donna Summer con el viejo clásico: Ella tiene que trabajar muy duro por dinero. En París, recordaba yo, Kent había demostrado un gusto vergonzoso por las discotecas. La música desapareció sólo cuando él detuvo el auto por completo. La máquina tembló una vez antes de parar a unos ciento cincuenta metros.
—Lindo auto —le grité cuando lo vi acercarse—. Muy gemütlich.
—Muy cagado —me devolvió él, sin sonreír. Tenía una gran tensión en la cara, la misma que había habido en la voz un rato antes. Atkins tenía unos cuarenta y cinco años, un hombre flexible con una cabellera prematuramente blanca que contrastaba con las cejas oscuras y espesas. Tenía una cara larga, delgada y casi nada de labios, pero de todos modos era muy buen mozo. También era homosexual, lo cual hizo difícil su carrera durante mucho tiempo (los grandes de Langley se han liberado de muchos prejuicios sólo hace muy pero muy poco, por cierto).
Había envejecido desde los tiempos de París. Tenía ojeras grandes, oscuras, que hablaban de noches de insomnio. No había sido de los que se preocupan, pero algo lo obsesionaba ahora, y yo sabía de qué se trataba.
Empecé por presentárselo a Molly pero él no quería saber nada con contactos sociales. Sacó una mano y me apretó el hombro.
—Ben —dijo, con los ojos llenos de alarma—, mira Ben, sal de aquí enseguida. Sal de Alemania, corriendo. No puedo dejar que me vean contigo. ¿Dónde estás parando?
—En Vier Jahreszeiten —mentí.
—Demasiado público, demasiado vulnerable. Yo no me quedaría en esta ciudad si fuera tú.
—¿Por qué?
—Eres un PNG. —Persona no grata.
—¿Aquí?
—En todas partes.
-¿Y?
—Estás en la lista. Hay que buscarte.
—¿Es decir?
Atkins dudó, miró a Molly, después a mí, como si nos pidiera permiso para contestar. Yo asentí.
—Cauterización.
—¿Qué? —En la jerga de la Agencia, un agente comprometido o identificado debe "cauterizarse", es decir, se lo saca a los empellones de una situación de peligro por su propia protección. Pero muchas veces, cada vez más en realidad, el término se usa con ironía, y entonces significa que los empleadores de un agente van a arrestarlo porque lo consideran peligroso para la organización.Atkins me estaba diciendo que había órdenes que exigían que cualquier funcionario de la Agencia que me viera en el mundo me redujera y me llevara a los cuarteles generales.
—Es una D-Sin. —Eso significaba una DDCín, una directiva del director de la Central de Inteligencia.
—Ordenes de algún desgraciado que se llama Rossi, en la Agencia. ¿Qué estás haciendo aquí? —Ahora, había empezado a moverse con rapidez, seguramente un reflejo inconsciente, por el miedo. Lo seguimos, Molly en una especie de media carrera. Ella escuchaba y me dejaba a mí las palabras y las preguntas.
—Necesito ayuda, Kent.
—Dije que qué estás haciendo aquí. ¿Estás loco?
—¿Cuánto sabes de esto?
—Me dijeron que tal vez te me acercaras. ¿Estás solo en esto o que?
—Estoy solo desde que me fui a la universidad a aprender leyes. No es nuevo que no pertenezco a la Agencia.
—Pero ahora estás en el juego otra vez —insistió él—. ¿Por qué?
—Me obligaron.
—Eso dicen todos. No se puede abandonar esto.
—A la mierda con eso. Yo lo abandoné. Un tiempo.
—Dicen que te pusieron en un programa experimental súper confidencial. Una investigación o algo así, algo que aumentaba la utilidad que puedes prestarles. No sé lo que significa. Los rumores son varios.
—Los rumores son bario —dije. Entendió enseguida: "bario" es un término inspirado en la KGB que indica información falsa que se da a gente de la que se sospecha, para detectar a los dobles agentes, exactamente lo que se hace con el bario en la gastroenterología.
—Tal vez —dijo él—. Pero tienes que esconderte, Ben. Ella también. Los dos. Desaparecer. Sus vidas están en peligro.
Cuando llegamos a un lugar desierto, un grupo de árboles junto a un camino polvoriento, me detuve.
—Ya sabes lo de muerte de Ed Moore...
El parpadeó.
—Sí. Le hablé la noche anterior.
—Me dijo que estabas asustadísimo.
—Exageró.
—Pero sí estás asustado, Kent. Tienes que decirme lo que sabes. Le diste documentos a Moore...
—¿De qué estás hablando?
Molly, que se daba cuenta de la reticencia de mi amigo, anunció de pronto:—Voy a dar un paseo. Necesito aire fresco. —Me tocó la nuca con el dorso de la mano antes de partir.
—Él mismo me lo contó, Kent —seguí diciendo—. Nunca salió de mí, eso puedes creerlo. No tenemos tiempo. ¿Qué sabes? ¿Qué sabes de todo esto?
Él se mordió el labio. Frunció el ceño. Tenía la boca convertida en una línea recta, un arco apenas inclinado hacia abajo en los bordes. Consultó el reloj, un falso Rolex.
—Los documentos que le di a Ed no son prueba suficiente —dijo Kent.
—Pero tú sabes más, ¿verdad?
—No tengo nada escrito. Ningún documento. Todo lo que sé es de oído.
—A veces ésa es la información más valiosa, Kent. A Ed Moore lo mataron por esto. Tengo algo de información que puede serte útil...
—Es que no quiero tu información, carajo...
—¡Escúchame!
—No —dijo él—. Tú escúchame a mí. Hablé con Ed unas horas antes de que esos hijos de puta lo obligaran a suicidarse. Me previno sobre una conspiración de asesinatos.
—Sí —dije, con el estómago tenso—. ¿Contra quién?
—Ed sólo sabía partes, algo. Especulación.
—¿Quién?
—Contra el único que puede limpiar la Agencia.
—Alex Truslow.
—Eso es.
—Yo estoy trabajando para él.
—Me alegro. Por él y por la Agencia.
—Gracias. Ahora, necesito algo de información. Hace poco se giró mucho dinero a una cuenta corporativa en Munich. El Commmerzbank.
—¿De quién es la cuenta?
¿Podía confiar en él o no? Tenía que confiar en las personas en quienes había confiado Ed Moore. Me lancé hacia adelante.
—¿Estás conmigo o no?
Atkins respiró hondo.
—Sí. Estoy contigo.
—El nombre del que lo recibió era Gerhard Stoessel. La cuenta pertenece a Krafft A.G.. Cuéntame lo que sepas. Todo.
Él meneó la cabeza.
—Hay algo que no está bien en lo que dices, Ben. Estás totalmente equivocado.
—¿Por qué?—¿Sabes quién es Stoessel realmente?
—No —admití.
—¡Dios! ¿Cuánto hace que no lees los diarios? Gerhard Stoessel es el presidente de Neue Welt, una gran empresa relacionada con propiedades. Se cree que tiene o controla la mayoría de las propiedades comerciales en la Alemania unificada. Y sobre todo, Stoessel es el asesor económico de Wilhelm Vogel, el canciller electo. Vogel ya lo nombró ministro de finanzas en el gobierno. Quiere que Stoessel reconstruya la economía caída de Alemania. Se lo conoce como el Svengali de Vogel, una especie de genio financiero. Pero como dije, hay algo que no encaja en lo que dices.
-¿Qué?
—La compañía de Vogel no tiene relación alguna con Krafft A.G.. ¿Qué sabes de Krafft?
—En parte, ésa es la razón por la que estoy aquí —dije—. Sé que es una gran fábrica de armas.
—Sólo la más grande de Europa. Con central en Stuttgart. Mucho más grande que otras compañías alemanas: Krupp, Dornier, Krauss-Maffei, Messerschmitt-Bölkow-Blohm, Siemens, y no nos olvidemos de Bayerische Motorenwerke. Más grande que Ingenieurkontor Lübeck, los fabricantes de submarinos; o Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg, AEG, MTU, Messerschmitt, Daimler-Benz, Rheinmetall...
—¿Cómo sabes que Stoessel no tiene relación con Krafft?
—Es la ley. Hace años había una regla de la Oficina Federal de Cartel. La dictaron cuando Neue Welt trató de adquirir Krafft. La oficina decidió que ninguna de las dos podía tener nada que ver con la otra porque eso crearía un gigante incontrolable. ¿Sabes que la palabra "cartel" viene del alemán Kartell? Es un concepto alemán.
—Mi información es correcta, te lo aseguro —dije.
Había estado tratando de recibir los pensamientos de Kent todo el tiempo, en medio de la información. A veces, me llegaba algo. Cada vez que llegaba, me confirmaba lo que yo ya sabía: que me estaba diciendo la verdad, por lo menos la verdad tal como él la conocía.
—Si, y digo si, la información es correcta, y no pienso preguntarte de dónde la sacaste, no quiero saberlo, eso es prueba convincente de que la compañía de Stoessel adquirió Krafft, en secreto, ilegalmente...
Yo me volví para ver si Molly estaba cerca. Sí. Estaba caminando ida y vuelta por el mismo sendero.
Lo que significaba todo eso, pensé sin decirlo, era que el Banco de Zúrich había enviado millones de dólares a una corporación alemana, la firma más grandiosa de propiedades combinada con la mayor fábrica de armas del continente, las cuales estaban en estrecha relación con Wilhelm Vogel, el canciller electo de Alemania, el próximo líder de... de Europa, por lo menos funcionalmente.
Temblé. No quería ni pensar en las ramificaciones del asunto, pero no podía detenerme. Las consecuencias, lo sabía, eran peores de lo que yo mismo había sospechado.
50
__¿Puede haber sido un soborno? —pregunté.
—A Stoessel se lo conoce como el señor Limpieza —contestó Atkins.
—Los "señores Limpieza" son justamente los que suelen aceptar sobornos.
—De acuerdo. No digo que no aceptaría un soborno. Pero el hecho es que la financiación de la campaña se analiza profundamente en Alemania, y muy de cerca... Es para que esos gigantes no controlen la política. Hay varias formas de poner dinero secretamente, pero no hay una sola corporación que se atreva a hacerlo en estos días. La inteligencia alemana vigila de cerca. Así que si tienes pruebas, me refiero a pruebas documentales, lo que tienes es dinamita política.
¿Qué podía decir yo? No tenía documentos. Lo único que tenía eran los pensamientos de Eisler. ¿Cómo iba a contárselo a Atkins?
—Por esa misma razón —dije—, unos miles de millones de dólares o marcos alemanes metidos en el país ilegalmente tienen que ser enormemente valiosos para un candidato. Pero no lo entiendo. Pensé que Vogel era un moderado, un populista.
—Caminemos —dijo él. Yo miré a Molly por el rabillo del ojo. Empezamos a caminar. Ella nos siguió, sin acercarse. —De acuerdo. —Atkins inclinó la cabeza sin
dejar de caminar. —La economía alemana está en medio de una crisis de dimensiones desconocidas desde la década del veinte: rebelión en Hamburgo, Fránkfurt, Berlín, Bonn... todas las ciudad importantes, y muchas de las más chicas también. Los neonazis están en todas partes. Hay una ola de violencia en el país. No la pueden parar. ¿Me sigues?
—Sí.
—Así que justo en ese momento, elección. Elección importante. Y, ¿qué pasa unos días antes del día de elecciones? Caída general de la Bolsa. Una catástrofe completa. La economía alemana... bueno, lo ves a tu alrededor... leíste sobre esto en los diarios, seguramente. Todo está en ruinas. Tierra yerma. Una depresión en cierto modo peor que la Gran Depresión de los Estados Unidos en la década del treinta.
"Los alemanes se aterrorizan. Pánico. Se echa al que había antes, claro, y se elige una nueva cara. Un hombre del pueblo. Un político de honor, antes maestro de escuela, hombre de familia, que va a restaurar el orden, que va a arreglarlo todo. Salvar a Alemania. Hacerla grande otra vez.
—Sí —dije—. Así fue como llegó Hitler al poder en 1933: en medio del desastre de Weimar. ¿Estás sugiriendo que Vogel es nazi?
Por primera vez, Kent rió, más un bufido que una risa franca.
—Los nazis o, para decirlo con más exactitud, los neonazis, son asquerosos. Pero son extremistas. No representan a nada que se parezca a una mayoría en el electorado alemán. Creo que los alemanes se ríen de ellos. Sí, Hitler fue una realidad, no lo niego. Pero hace años de eso y la gente cambia. Los alemanes quieren ser grandes de nuevo. Quieren volver a su status de potencia mundial.
—¿Y Vogel...?
—Vogel no es el que dice que es.
—¿Qué quiere decir eso?
—Eso era lo que yo estaba tratando de sacar a la luz cuando le di esos documentos a Ed Moore. Yo sabía que él era un buen hombre, que podía confiar en él. Un hombre que estaba fuera de la Agencia. Fuera de lo que está pasando. Y especialista en política europea.
—¿Y qué descubriste?
—Me transfirieron aquí unos meses después de la caída del Muro. Me asignaron la misión de hacer archivos sobre agentes de la KGB, Stasi, todo eso. Había rumores, sólo rumores, te advierto, que decían que Vladimir Orlov había sacado grandes sumas de dinero del país. La mayoría de los tipos de bajo nivel no sabía una mierda. Pero cuando traté de recabar información sobre Orlov, descubrí que el paradero estaba marcado como "desconocido" en todos los bancos de datos.
—Protegido por la CIA —aclaré.
—Correcto. Raro, pero cierto. Pasa. Pero después, investigué a un tipo de la KGB, un funcionario bastante alto del Directorio Principal y... creo que el tipo estaba desesperado por conseguir dinero, en serio... me dijo que había un archivo sobre corrupción en la CIA. De acuerdo, sí, sí. ¿La CIA está corrupta? ¿Sale el sol de mañana? Un grupo de funcionarios, no me acuerdo del nombre. No tiene importancia.
"Pero lo que me hizo pensar fue que me dijo que había un plan estadounidense, de la CIA, decía él, para manipular la Bolsa alemana.
Asentí y sentí que el corazón me saltaba en el pecho.
—En octubre de 1992, la Bolsa de Frankfurt aceptó crear una sola Bolsa centralizada en Alemania, la Deutsche Bórse. Dada la relación estrecha entre los países de Europa, la forma en que se relacionan ahora las monedas europeas a través del Sistema Monetario, una caída en la Deutsche Börse devastaría a toda Europa, me dice el tipo. Especialmente en estos días de programas comerciales y seguros, ahora que el comercio por computadora es frenético. No había corredores de circuito en el mercado alemán. Las computadoras están programadas para vender automáticamente, disparando ventas masivas. Y además, en aquel momento había una gran inestabilidad monetaria, desde que el Bundesbank, el Banco central alemán, se vio forzado a elevar las tasas de interés. Así que el resto de Europa caería inmediatamente. Eso lastimaría las valuaciones de las acciones. Los detalles no son tan importantes. El punto es que ese tipo de la KGB dice que hay un plan en marcha para destruir y minar toda la economía europea. El tipo era un genio de las finanzas, así que le presté atención. Dijo que los disparadores estaban listos, que lo único que haría falta era una infiltración súbita de capital y...
—¿Dónde está el tipo, el de la KGB?
—Sarampión. —Kent sonrió con tristeza y se encogió de hombros. Es decir: una muerte preparada para que parezca natural. —Uno de los suyos, supongo.
—¿Informaste?
—Claro que sí. Es mi trabajo, hombre. Pero me dijeron que lo dejara. Que no investigara; que era perturbador para las relaciones bilaterales entre Alemania y los Estados Unidos. No pierdas tiempo en eso, muchacho.
De pronto, noté que estábamos de pie frente al auto de Atkins, el Ford Fiesta destruido. Habíamos hecho un largo camino en círculos aunque yo me había concentrado tanto que apenas si me había dado cuenta. Molly estaba con nosotros.
—¿Listo? —preguntó ella.
—Sí —le contesté—. Por ahora. —Luego me dirigí a Atkins: —Gracias, amigo.
—Está bien —dijo él, abriendo la puerta del auto. No lo había trabado: nadie se tomaría el trabajo de robar semejante auto por más necesitado que estuviera. —Pero sigue mi consejo, Ben. Y tú, Molly. Salgan de aquí, rápido, carajo. Si yo fuera ustedes, ni siquiera pasaría la noche aquí.
Meneé la cabeza. Le di la mano.
—¿Nos llevas al centro, por favor?—Lo lamento —dijo él—. No. Realmente no me haría ningún bien que me vieran con ustedes. Acepté el encuentro porque somos amigos. Me ayudaste en malos tiempos. No me olvido y te lo debo. Pero toma el subte. Hazme ese favor.
Se hundió en el asiento del conductor y se puso el cinturón de seguridad.
—Buena suerte —dijo. Golpeó la puerta con fuerza para cerrarla, bajó la ventana y agregó: —Vayanse de aquí
—¿Nos vemos de nuevo?
—No.
—¿Por qué?
—Ni siquiera te me acerques, Ben, si no quieres matarme. —Puso la llave en el arranque, sonrió y agregó:
—Sarampión.
Tomé a Molly del brazo y caminamos por el sendero hacia Tivolistrasse. El motor de Kent no encendió las primeras dos veces pero al tercer intento, el auto gruñó y arrancó.
—Ben —dijo Molly pero algo me había llamado la atención y me volví a ver cómo retrocedía Kent.
La música. Me acordaba de la música.
Él había apagado el auto con la música encendida. Esa canción de Donna Summer. La radio, dijo. Pero ahora la radio estaba apagada.
Él no lo había hecho.
—¡Kent! —aullé, saltando hacia el auto—. Sal. Ahora.
Él levantó la vista, sorprendido, sonrió como preguntándose si no sería una broma.
La sonrisa desapareció en medio de una luz blanca, poderosa, un ruidito vacuo, como el de un globo que hacen explotar, pero era sólo el principio, las ventanas del Ford. Luego, una explosión tremenda, como un trueno, un brillo color azufre que se puso ámbar y luego rojo sangre, lenguas de ocre e índigo, llamas furiosas y luego una columna de nubes de cenizas de la que salían pedazos del auto. Algo me golpeó la nuca: la esfera del falso Rolex.
Molly y yo nos abrazamos en el terror mudo de lo que habíamos visto y después corrimos lo más rápido que pudimos hacia la penumbra del Englische Garten.
51
Unos minutos después de mediodía llegamos a Baden Baden, la famosa ciudad de fuentes termales que se alza entre bosques de pinos y abedules en la Selva Negra alemana. En nuestro Mercedes 500SL alquilado, color plateado (tapizado en cuero color granate, justo el tipo de auto que elegiría un joven diplomático de la embajada del Canadá), habíamos llegado rápido. Nos había llevado cuatro horas de manejo frenético pero cuidadoso en la autopista A8 que salía hacia el oeste noroeste de Munich. Yo tenía puesto un traje conservador pero elegante que había sacado del perchero de Loden-Frey en Maffeistrasse al salir de la ciudad.
Habíamos pasado una noche de insomnio en el hotel de Promenadeplatz. La explosión en los jardines, la muerte horrenda de mi amigo; las imágenes del fuego, el terror, estaban en nuestras mentes para siempre. Nos miramos y hablamos durante horas tratando de aliviar el miedo, de encontrarle sentido a lo que había pasado.
Sabíamots que era absolutamente necesario encontrar a Gerard Stoessel, el industrial alemán y magnate inmobiliario que había recibido la transferencia de dinero desde Zúrich. El era el centro de la conspiración, eso era seguro. Tenía que acercarme a él y recibir sus pensamientos. Después buscaría a Alex Truslow, en Bonn o donde estuviese, y le advertiría del peligro. O se iba del país o tomaba medidas de seguridad.
A la mañíana siguiente, después de una noche de insomnio, llamé a la periodista financiera de Der Spiegel que había conocido en Leipzig.
—Elizabeth —le dije—. Necesito rastrear a Gerhard Stoessel.
—¿Nada menos? Estoy segura de que está en Munich. Ahí está la base de Neue Welt.
Pero no estaba en Munich. Yo ya lo había averiguado en una llamada anterior.
—¿Y Bonn? ¿Podría estar en Bonn? —pregunté.
—No voy a preguntarte para qué quieres a Stoessel —dijo ella, detectando la urgencia que me marcaba la voz—, pero creo que tienes que saber que no es fácil verlo. Dame tiempo.
Me volvió a llamar a los veinte minutos
—Esta en Baden Baden
—No te pido la fuente, pero supongo que es confiable.-
—Muy confiable —Y antes de que pudiera preguntarle, me dijo —Y siempre se queda en el Brenner's Park Hotel.
En el siglo XIX, Baden Baden estaba llena de nobleza europea Fue allí que, después de perderlo todo en el casino Spielbank, Dostoievski se sentó a escribir El jugador. Ahora los alemanes y otros europeos iban allí a esquiar, jugar al golf o al tenis, mirar las carreras de caballos en la pista de Iffezheim y disfrutar de los ricos baños minerales alimentados por los pozos artesianos que quedan debajo de la Montaña Florentiner.
El día empezó frío y medio nublado y para cuando llegamos al Brenner's Park Hotel, rodeado de un parque privado junto al rio Oosbach, una llovizna fría caía desde el cielo Baden Baden parecía una ciudad acostumbrada a la grandeza y las fiestas. La arbolada Lichtentaler Allee, con sus vibrantes rododendros, azaleas y rosas, es el centro, el gran paseo. Pero parecía desierta y abandonada, resentida y furtiva, con ese clima.
Molly se quedo en el Mercedes mientras yo entraba en el vestíbulo espacioso y callado del hotel Había viajado tanto en los últimos meses, me habían pasado tantas cosas, nos habían pasado tantas cosas a los dos desde aquel día lluvioso de marzo en el estado de Nueva York cuando bajamos el ataúd de Harrison Sinclair a tierra y ahora estábamos allí, en una ciudad de baños termales medio desierta, en Schwarzwald, y llovía de nuevo
El empleado uniformado que parecía a cargo del registro era un joven alto de unos veinticinco años, eficiente y pensativo.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor?
—Ich habe eine dringende Nachricht für Herrn Stoessel —dije con el tono más severo e importante que pude fingir, mientras levantaba la mano con un sobre grande Tengo un mensaje urgente para el señor Stoessel
Me presenté como Chnstian Bartlett, segundo agregado del consulado canadiense en Tal Strasse en Múnich
—¿Le puede dar este sobre, por favor? —dije en mi alemán, claro pero con mucho acento.
—Si, por supuesto, señor —dijo el empleado, estirando la mano— Pero no está aquí Se fue hasta la noche—¿Dónde está? —dije y volví a ponerme el sobre en el bolsillo.
—En los baños, creo yo —, Cuáles?
—No lo sé —dijo y se encogió de hombros— Lo lamento
Sólo hay dos baños importantes en Baden Baden, los dos sobre Romerplatz: los Viejos Baños, que también se llaman Friedrichsbad, y las Termas de Caracalla En el primero que entré, el de Caracalla, repetí mi rutina y me miraron como si les hubiera hablado en chino No había ningún Herr Stoessel allí, me dijeron Uno de los empleados más viejos me había oído y dijo
—El señor Stoessel no viene aquí. Pruebe en el Friedrichsbad.
En el Friedrichsbad, el empleado, grandote, seco, y maduro, asintió Sí, dijo, el señor Stoessel estaba allí.
—Ich bin Christian Bartlett —le dije—, von der Kanadischen Botschaft. Es ist äusserst wichtig und dringend, dass ich Herrn Stoessel erreiche —Es urgente que yo vea al señor Stoessel.
El empleado meneó la cabeza, despacio, como una mula
—Er nimmt gerade ein Dampfbad —Está en los baños de vapor —Man darf ihn auf gar keinen Fall stören —Me dijo que no lo molestara.
Pero estaba asustado e impresionado por mi seguridad y tal vez por el hecho de que era extranjero y aceptó escoltarme hasta el baño termal privado donde estaba el gran Herr Stoessel. Si realmente era cuestión de urgencia, él vería lo que podía hacer Pasamos algunas empleadas vestidas de blanco que llevaban bandejas de plata con agua mineral y otras bebidas frías, y algunas con toallas de algodón blanco, impecables y gruesas, y finalmente llegamos a un corredor que parecía ser el límite de los empleados.
Fuera de la habitación, había un hombre ancho, con cara de nada en un uniforme gris de seguridad Estaba traspirando mucho y era evidente que estaba incomodo Un guardaespaldas.
Levantó la vista cuando nos acercamos y dijo como ladrando
—Sie dürfen nicht dort hineingehen —¡No pueden entrar aquí!
Yo lo miré, sorprendido, y sonreí. En un solo movimiento rápido, saqué la pistola y lo golpeé en la cabeza El gruñó y se dejó deslizar al suelo Luego di la vuelta y tomé al empleado,de la misma forma. El resultado fue el mismo.
Me apresuré a arrastrar los cuerpos hasta la alcoba de servicio cercana para que nadie los viera, luego cerré la puerta para que se viera que el área estaba cerrada. El uniforme blanco del empleado me venía bien. Tal vez me quedara un poco grande pero tendría que arreglármelas.
Tomé una bandeja vacía de la mesada de acero y varias botellas de agua mineral de la heladerita y caminé como casualmente hacia la habitación. Empujé la puerta y se abrió con un silbido.
El vapor me rodeaba, en grandes remolinos blancos, espeso y opaco como algodón, una tela de cáñamo ondulante. La habitación estaba horrendamente caliente, sofocante, y el vapor era ácido y sulfuroso. Me parecía que podía masticarlo, que tenía gusto. Las paredes estaban cubiertas de cerámicas blancas.
—Wer ist da? Was ist los? —¿Quién está ahí? ¿Qué pasa?
A través de la niebla, descubrí un par de cuerpos rojos, corpulentos, desnudos. Descansaban sobre un banco de piedra, sobre toallas blancas, como cadáveres en un matadero.
La voz había venido del primero, el más cercano, un hombre de pecho peludo y redondo. Cuando avancé a través de las nubes densas con la bandeja en alto, descubrí las orejas prominentes, la cabeza calva, la larga nariz. Gerhard Stoessel. Había estudiado su fotografía en Der Spiegel esa misma mañana: era él, no había duda posible. No veía a su compañero, pero era otro hombre maduro, sin cabello, de piernas cortas.
—Erfrischenungen? —preguntó Stoessel como ladrando. ¿Refrescos? —Nein!
Sin decir ni una sola palabra, retrocedí hacia afuera, cerrando la puerta.
El guardaespaldas y el empleado todavía dormían. Con deliberación y rapidez, recorrí los corredores hasta encontrar lo que buscaba: una puerta sin ventanas en la parte trasera de la cámara donde estaba Stoessel. Era un espacio para mantenimiento. Yo sabía que tenía que haber uno. Un lugar en el que los obreros podían arreglar los caños de vapor sin molestar a los clientes. No estaba cerrado con llave, ¿por qué cerrarlo? Lo abrí y me metí en ese espacio bajo. Oscuridad completa. Las paredes estaban pegajosas de humedad y sedimentos minerales. Perdí el equilibrio y tuve que tomarme de algo para no caer. Lo que toqué era un caño de agua hirviendo. Sólo con mucho esfuerzo logré retener el grito de dolor.
Mientras me deslizaba sobre las rodillas, vi un agujerito iluminado y me le acerqué. Se había soltado el relleno de la pared alrededor de un caño de ventilación de vapor, en el sitio en el que entraba en la cámara. Un puntito de luz salía por allí, y con él, una onda de sonido.
Después de un minuto, se me acostumbraron los oídos a la mala calidad del sonido y reconocí frases, luego oraciones enteras. La conversación entre los dos hombres era en alemán, pero yo entendía la mayor parte. Agachado en la oscuridad, con las manos apoyadas contra las paredes de cemento resbaladizo, escuché con horror y fascinación, sobrecogido de miedo.
52
Al principio, había sólo frases aisladas: Bundesnachrichtendienst, Servicio de Inteligencia Federal de Alemania. El Servicio de Inteligencia Suizo. La Direction de la Surveillance du Territoire, la organización francesa de contraespionaje, la DST. Se dijo algo de Stuttgart y de un aeropuerto.
Después, la conversación se hizo más fluida, más expansiva. Una voz despectiva, ¿la de Stoessel o la del otro hombre?, dijo:
—Y a pesar de las fuentes, de los agentes, de las bases de datos, ¿no tienen ni la más mínima idea de quién es el testigo secreto?
No oí la respuesta.
Oí una frase perdida:
—Para asegurar la victoria...
Después oí:
—La confederación.
Luego alguien dijo:
—Si vamos a conquistar una Europa unida...
Y después:
—Esa oportunidad se da una o dos veces por siglo.
—Una coordinación completa con los Sabios...
El otro, el que yo había decidido que era Stoessel, dijo:
—...históricamente. Ya pasaron sesenta y un años desde que Adolf Hitler se convirtió en canciller y desapareció la República de Weimar. Uno se olvida de que al principio nadie creía que duraría un año...
El otro contestó, enojado:
—Hitler estaba loco. Nosotros estamos cuerdos.
—No tenemos la carga de la ideología —llegó la voz de Stoessel— que siempre termina por forzar la caída...
Algo que no oí bien, y después Stoessel contestó:
—Así que hay que ser pacientes, Wilhelm. En unas semanas serás el líder de Alemania y tendremos el gobierno. Pero consolidar el poder lleva tiempo. Nuestros amigos estadounidenses nos aseguran que no intervendrán.
Serás el líder de Alemania...
El hombre que estaba con Stoessel era, tenía que ser, Wilhelm Vogel, el canciller electo.
Se me revolvió el estómago.
Vogel, yo estaba seguro de que era él, hizo un ruido, una especie de objeción muda, a la cual Stoessel contestó, en voz alta y clara:
—...que van a observar sin hacer nada. Desde Maastricht, la conquista de Europa es mucho más fácil. Los gobiernos caerán uno por uno. De todos modos, los políticos ya no son líderes. Se van a apoyar en los líderes de las corporaciones porque la industria y el comercio son las únicas fuerzas capaces de gobernar una Europa unificada. ¡No tienen visión de futuro! ¡Nosotros, sí! ¡Nosotros somos visionarios! Vemos mucho más allá, más allá de mañana y pasado mañana. Más allá de lo que está pasando actualmente, a nuestro alrededor.
Otro ruido del canciller electo. Stoessel dijo:
—Una conquista global bastante fácil porque se basa en el motivo del provecho; en la ganancia, pura y simple.
—El ministro de defensa —dijo Vogel.
—Con ese es fácil —contestó Stoessel—. Quiere lo mismo. Cuando el ejército alemán vuelva a tener su antigua gloria...
Otra respuesta ahogada y luego Stoessel habló de nuevo:
—¡Fácil! ¡Fácil! ¡Rusia ya no es una amenaza! Rusia no es nada. Francia... ya eres viejo, tienes que acordarte de la Segunda Guerra, Willi. Los franceses van a putear y quejarse y hablar de la línea Maginot, pero después, capitulan sin disparar un tiro...
Vogel pareció decir algo de nuevo porque esta vez, la respuesta de Stoessel fue quejosa:
—Porque les conviene económicamente hablando, ¿por qué otra razón? El resto de Europa viene cayendo y Rusia lo va a tener que seguir, no le queda otro remedio.
Vogel dijo algo sobre Washington y un "testigo secreto".
—Lo vamos a encontrar —dijo Stoessel—. Vamos a conseguir la información. El nos asegura que va a poder controlar.
Vogel dijo algo que contenía las palabras "antes que ellos" y Stoessel contestó:
—Sí, precisamente. En tres días, listo... Sí, no, el hombre va a morir, asesinado. No puede fallar. Está orquestado, preparado. Va a morir. No te preocupes.
Hubo un ruido, un golpe. Me di cuenta de que era la puerta del baño de vapor.
Después, con toda claridad, oí decir a Stoessel:
—Ah, llegaste...—Bienvenido —dijo Vogel—. ¿Tuviste un buen vuelo a Stuttgart?
Otro golpe. La puerta se había cerrado.
—... quería decirte —llegó otra vez la voz de Stoessel— lo agradecidos que estamos. Todos nosotros.
—Gracias —dijo Vogel.
—Nuestras más cálidas felicitaciones, además —dijo Stoessel.
El recién llegado les habló en un alemán fluido con acento extranjero, probablemente estadounidense. La voz era de barítono, resonante y algo familiar. ¿La voz de alguien que yo había oído por televisión? ¿O por radio?
—El testigo va a aparecer frente al comité del Senado —dijo el recién llegado.
—¿Quién es? —preguntó Stoessel.
—No tenemos el nombre, ten paciencia. Ya tuvimos acceso a las computadoras del Banco de datos del comité. Así es como sabemos que el testigo viene a hablar de los Sabios.
—¿Y de nosotros? —preguntó Vogel—. ¿Sabe lo de Alemania?
—Imposible saberlo —dijo el estadounidense—. Y por otra parte, él o ella lo sepa o no, tu relación con nosotros es fácil de deducir.
—Entonces, hay que eliminarlo —dijo Stoessel.
—Pero si no conocemos su identidad —aclaró el estadounidense—, ¿a quién vamos a eliminar? Cuando aparezca...
—¿No antes? —interrumpió Vogel.
—En ese momento —dijo el estadounidense—, no vamos a fallar. Eso se lo puedo asegurar.
—Pero habrán tomado medidas para proteger al testigo —dijo Stoessel.
—No hay medidas adecuadas —explicó el estadounidense—. Tales medidas no existen. Yo no estoy preocupado. No se preocupen ustedes. Lo que sí tenemos que pensar y mucho es el tema de la coordinación. Si los hemisferios están bien relacionados... si nosotros tenemos a las Américas y ustedes a Europa...
—Sí —contestó Stoessel, impaciente—, sí, sí, estás hablando de coordinación entre los dos gobiernos mundiales, pero eso es fácil de planificar...
Era tiempo de irme.
Lo más silenciosamente que pude me di vuelta en el espacio estrecho e incómodo en que estaba y me arrastré hacia la puerta. Escuché para ver si oía pasos y cuando me aseguré de que nadie pasaba por allí, abrí la puerta y volví al vestíbulo, que me pareció brillante hasta lo grotesco. Tenía manchas de barro sucio en las rodilleras de mis pantalones de algodón blanco.
Corrí hasta la entrada del baño de vapor privado, encontré la bandeja de agua mineral y abrí la puerta. Una gran nube de vapor opaco giró en remolino antes de que yo pudiera siquiera poner un pie en la habitación. Stoessel parecía haberse movido un poco a la derecha. El hombre que yo había identificado, como Vogel se había movido también y ya no estaba en el banco. El último estaba sentado en el banco más allá de Vogel, hacia la derecha, fuera de mi campo de visión.
—Ey —dijo el estadounidense, todavía en alemán—, nadie entra aquí, ¿me entiende? —La voz me era cada vez más familiar, y eso me volvía loco de ansiedad.
Stoessel me echó, en alemán.
—¡Basta de refrescos! ¡Déjenos en paz! ¡Ya dije que no quiero que me molesten!
Me quedé ahí, sin moverme para que mis ojos se ajustaran a la opacidad del vapor. El estadounidense también parecía un hombre maduro, y estaba en mejor condición física que los dos alemanes. Y luego, de pronto, una ráfaga movió las nubes sulfurosas, abrió un hueco extraño en el vapor. Apareció la cara del estadounidense, girando frente a mí, reconocible, entera. Durante un segundo no pude moverme.
El nuevo director de la CIA. Mi amigo, Alex Truslow.
PARTE VI
LAC TREMBLANT
53
—Werist denn das? —gritó Vogel. ¿Quién es? —Wo ist der Leibwáchter? —¿Dónde está el guardaespaldas?
El cabello plateado de Truslow, que yo veía claramente, estaba bien peinado, la cara roja de calor o de furia, seguramente ambos.
Me le acerqué.
Y entonces, en una voz suave y cariñosa y amable, me dijo:
—Por favor, Ben, no te acerques. Por tu propio bien. No te preocupes. Ya les dije que eres un amigo, que no tienen que hacerte nada. No te vamos a hacer daño. No va a pasarte nada.
Hay que matarlo, oí. Hay que matarlo ahora mismo.
—Te estuvimos buscando por todas partes —siguió diciendo Truslow con suavidad.
Ellison tiene que morir. Ya mismo, pensó.
—Tengo que decir —decía mientras tanto con tranquilidad— que éste es el último lugar del mundo en el que esperaba encontrarte. Pero ahora estás a salvo y...
Le arrojé la bandeja a la cara, esparciendo el agua mineral por todas partes. Una de las botellas golpeó a Vogel en el estómago, las otras en el suelo de baldosas.
Truslow ordenó en alemán:
—Halten Sie diesen Mann auf. Er darf hier nicht lebend herauskommen!
"¡Detengan a ese hombre!", había gritado. "No debe salir de aquí vivo."
Salté por la puerta y corrí con todas mis fuerzas y a toda la velocidad hacia la salida más cercana, hacia el Romerplatz, mientras las palabras de Truslow sonaban en mi cabeza. Y supe que Alexander Truslow me había mentido por última vez en su vida.
Molly tenía el Mercedes encendido en la entrada de Friedrichsbad. Lo puso en marcha y nos alejamos a toda velocidad hacia las afueras, buscando la autopista A8. Mientras tanto, descubrimos que el Aeropuerto Internacional Echterdingen estaba a apenas noventa y cinco kilómetros hacia el este, al sur de Stuttgart.
No dije nada durante mucho rato.
Finalmente, le conté lo que había visto. Ella reaccionó como yo: con horror, sorpresa y después furia desatada.
Los dos sabíamos ahora por qué me había reclutado Truslow, por qué Rossi me había engañado para meterme en el Proyecto Oráculo, por qué estaban tan felices cuando supieron que el experimento había dado resultado.
Ahora muchas cosas tenían sentido.
Mientras corríamos por la autopista y Molly seguía manejando con la habilidad de siempre, lo resumí en voz alta:
—Tu padre no cometió ningún delito —le dije—. Quería salvar a Rusia. Aceptó ayudar a Vladimir Orlov a sacar las reservas de oro del tesoro ruso, esconderlas en otro país, guardarlas. Las hizo llevar a Zúrich, donde pusieron una parte en una bóveda y convirtieron otra parte en activo líquido.
—¿Pero adonde llevaron esa otra parte?
—Cayó bajo el control de los Sabios.
—Alex Truslow, quieres decir.
—Correcto. Cuando me pidió que rastreara la fortuna perdida, que supuestamente había robado tu padre, lo que estaba haciendo era usarme, usar mi talento, para localizar la mitad del dinero a la que no tenía acceso. Porque tu padre la había metido en el Banco de Zúrich.
—¿Pero quién es el otro dueño de la cuenta?
—No sé —admití—. Truslow debe de haber sospechado que Orlov había robado el dinero. Por eso me pidió que buscara a Orlov, cosa que la CIA no había podido hacer.
—¿Y cuando lo encontraras...?
—Cuando lo encontrara, podría leerle el pensamiento, ésa era la idea. Y saber dónde habían puesto el dinero.
—Pero papá era uno de los dos dueños de la cuenta. Así que fuera como fuera, Truslow necesitaría mi firma...
—Por alguna razón, Truslow debe de haber querido que llegáramos a Zúrich. ¿Qué fue lo que dijo ese banquero...? Que si uno accede a la cuenta, el status pasa de pasivo a activo... Algo así.
—¿Y eso qué significa?
—No sé.
Molly dudó, dejó que nos pasara un camión de dieciocho ruedas.
—¿Y si el Proyecto Oráculo no hubiera tenido éxito?
—Entonces, tal vez no habría encontrado el oro. O tal vez sí... Pero habría llevado mucho, pero mucho más tiempo...
—¿Lo que me estás diciendo es que Truslow usó los cinco mil millones a los que sí tenía acceso, como carnada para hacer caer el mercado de valores de Alemania?
—Tiene sentido, Molly. No puedo estar seguro, pero tiene sentido. Si la información que tenía Orlov es correcta, y los Sabios... es decir, Truslow, y seguramente Toby, y seguramente otros...
—Que manejan la CIA...
—...Sí. Si los Sabios usaron realmente la inteligencia de la CIA para reunir información sobre mercados extranjeros y así pudieron forzar de alguna forma la crisis del mercado estadounidense en 1987, seguramente fueron los mismos que fabricaron la caída en el mercado alemán.
—¿Pero cómo?
—Colocas algunos miles de millones de dólares —marcos alemanes— de forma secreta y repentina en el mercado de valores alemán. Si se actúa con rapidez y de inmediato, con la ayuda de expertos que tienen acceso a cuentas comerciales computarizadas, se pueden adquirir grandes sumas de dinero a crédito para desestabilizar un mercado ya debilitado. Para tomar el control de activos mucho mayores. Para comprar y vender con margen, para comprar y vender usando programas computarizados comerciales, a una velocidad sólo posible en la actual era de la computación.
—Pero, ¿para qué?
—¿Para qué? —repetí—. Mira los resultados. Vogel y Stoessel están a punto de controlar Alemania. Truslow y los Sabios controlan la CIA...
-¿Y?
—Y... no sé...
—¿Pero a quién van a matar?
Yo no sabía la respuesta a esa pregunta. Pero sí sabía que había una fuga, que alguien se había enterado de muchas cosas sobre la conspiración de Truslow y su gente con Stoessel y su gente, la de Alemania con los Estados Unidos. Y esa persona, fuera quien fuera, estaba a punto de testificar frente al Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia, que estaba investigando la corrupción en la CIA. "Corrupción" manejada nada menos que por el nuevo director, nada menos que por Alexander Truslow.
Un testigo secreto iba a hacer estallar todo en dos días. Si él (o ella) no era asesinado antes...
En el aeropuerto de Echterdingen busqué una aerolínea privada y encontré un piloto que estaba por irse a casa para la noche. Le ofrecí el doble de lo que le daban normalmente para que me llevara a París y él se resignó, volvió a ponerse el uniforme, y nos llevó a un pequeño avión. Pidió permiso para aterrizar por anticipado, y después de un momento, despegamos.
A eso de las dos de la mañana, llegamos al Aeropuerto Charles de Gaulle, pasamos por la aduana a toda velocidad y tomamos un taxi a París. Nos bajamos en el Duc de Saint-Simon, sobre la calle Saint Simón, en el séptimo distrito, despertamos a la empleada que dormía en la recepción y le pedimos una habitación. A la empleada no le hizo gracia que la molestáramos a esa hora. Molly insistió en acompañarme a mi misión nocturna, pero en realidad no tenía muchas ganas, estaba medio descompuesta por el embarazo, y la disuadí con rapidez.
Para mí, París no era sólo una de las grandes capitales del mundo: se había transformado en el escenario de mis pesadillas más recurrentes. París no era la Ile de la Cité y la Rive Gauche y la calle Royale. Era la calle Jacob, esa calle estrecha, oscura, llena de ecos, donde habían muerto asesinados Laura y mi futuro hijo, y James Tobias Thompson III había quedado paralizado de por vida en una secuencia de hechos que se repetía y se repetía en mi mente, convertida en un rito grotesco y artificial. París se había transformado en sinónimo de tragedia.
Y sin embargo, allí estaba otra vez: no había tenido opción.
Ahora me descubrí en el pasillo que daba al estudio deprimente de un fotógrafo en un segundo piso sobre la calle Séze. Más abajo había frentes de negocios pintados de negro con carteles que decían SEX SHOP y VIDEO y SEXODROMO y LINGERIE LÁTEX CUIR y las cruces brillantes y verdes de la Grande Pharmacie de la Place.
Lo que parecía haber sido una vez un departamentito de un dormitorio se había convertido un poco al azar en una combinación desagradable de estudio fotográfico y negocio de alquiler de vídeos, de pornografía. Me senté sobre una silla de plástico a esperar que Jean terminara el trabajo. Jean —nunca supe su apellido y no me interesa conocerlo— tenía un negocio paralelo de producción de excelentes documentos falsos, pasaportes y licencias y permisos, sobre todo para operadores independientes y ladrones de poca monta. Yo había tenido la oportunidad de tratar con él varias veces durante mis meses en París, y me parecía confiable y bueno en lo suyo.
¿Podía confiar en él? Bueno, nada es seguro en esta vida. Pero Jean tenía todos los motivos del mundo para ser confiable. Su vida dependía de su reputación en cuanto a discreción y confiabilidad, y un solo acto de traición habría manchado esa reputación para siempre.
Yo me había pasado cuarenta y cinco minutos mirando una aburrida revista de cine y estaba harto de inspeccionar las cajas de vídeo vacías de los estantes. Había más fetiches e historias de los que yo me hubiera imaginado en la pornografía ("Golpes" y "Duro" y "Trisex" y otras desviaciones de las que nunca había oído hablar), y todo eso era fácil de conseguir en cajitas de vídeo.
Era más de medianoche. El fotógrafo había cerrado con llave la puerta de entrada y había corrido las persianas para impedir que molestara el escaso tránsito que había a esta hora de la noche. Desde la habitación interior, oí el crujido de las máquinas de revelado.
Por fin, apareció desde el cuarto oscuro. Era un hombrecito calvo con cara de mago, de aspecto demasiado maduro para su edad, ojos siempre preocupados y anteojos de aro de metal dorado. Olía a permanganato de potasio, una sustancia que usaba para envejecer artificialmente los documentos.
—Voilá —dijo, apoyando los documentos en el mostrador con un gesto florido. Sonrió con orgullo. El trabajo no le había resultado difícil: había trabajado con los documentos que había preparado la CIA para mi esposa y para mí, reciclándolos, usando las mismas fotografías y alterando los números cuando le pareció necesario. Nos había provisto de un par de pasaportes canadienses y de dos pares de pasaportes estadounidenses. Molly y yo teníamos todos los documentos que podíamos necesitar como ciudadanos estadounidenses o canadienses.
Examiné los documentos con cuidado. Era un trabajo meticuloso. Y a un precio que era increíblemente alto, por supuesto. Pero yo no podía darme el lujo de protestar.
Asentí, le pagué y me fui a la calle. Ahí estaba el gemido de los neumáticos, el olor acre de los humos de los motores diesel. Incluso a esa hora de la noche, la gente vagaba por las calles de Pigalle buscando gratificaciones rápidas y baratas. Me crucé con una banda de zaparrastrosos, tal vez chicos de la universidad, vestidos a la última moda de los sesenta en Francia: camperas de cuero con inscripciones en inglés en blanco o marrón, carteles con tonterías como "American Fútbol" que parecían totalmente falsos, cabello largo, pantalones vaqueros enrollados y zapatos altos de aspecto ortopédico como los que usan las enfermeras Alguien pasó en una motocicleta enorme, una Honda África Twin 750
En los siguientes minutos hice varias llamadas telefónicas a viejos contactos de mis tiempos de la CIA Ninguno de ellos estaba conectado oficialmente con los servicios de inteligencia y todos trabajaban más o menos del lado equivocado de la ley (una distinción difícil para el negocio del espionaje) desde el dueño de un negocio de aspecto inocente que lavaba dinero para terceros (por un precio respetable, por supuesto) hasta un fabricante de armas que alteraba armas para asesinos mercenarios Los saqué a todos de la cama, excepto a un pájaro nocturno que parecía estar en algún baile con un teléfono celular. Finalmente, a través de un amigo que me había sido útil hacía unos años, localice lo que mis amigos franceses llaman un ingénieur, un ingeniero, o sea alguien capaz de hacer conexiones elaboradas en el sistema internacional de teléfonos Una hora después estaba en su departamento, un edificio decrépito de la década del sesenta en el veintavo distrito, cerca de la Avénue de la Republique Me miró por la cerradura unos segundos y después abrió la puerta Su departamento, amueblado con muy pocas piezas y baratas, olía a cerveza rancia y a sudor El hombre era chiquito y robusto y usaba un par de pantalones manchados de pintura y una remera blanca con una inscripción que decía Hard Rock Cafe debajo de la cual se alzaba una panza enorme Obviamente había estado durmiendo, como casi todos en París: estaba despeinado y con los ojos medio cerrados. Sin gruñir ni dar la menor señal de bienvenida, me señalo un teléfono blanco sobre una mesita de cafe de Fórmica color madera medio carcomida en los bordes. Junto a la mesa había un horrendo sofá color mostaza con el relleno de tapicería afuera en vanos lugares. El teléfono se balanceaba precariamente sobre una pila de guias telefónicas de París.
El ingénieur no sabía mi nombre. No lo preguntó. Le habían dicho que era un homme d'affaires, pero seguramente todos sus clientes lo eran. Estaba cobrando unos quinientos francos por permitirme usar un teléfono que nadie podía rastrear.
En realidad, la llamada que yo pensaba hacer podría rastrearse pero hasta Amsterdam. Desde ahí, la linea pasaba por una serie de conexiones hasta París, pero ningún equipo de rastreo electrónico podría llevar la información tan lejos.
El ingénieur tomo el dinero que le di, gruño como un cerdo y se alejó arrastrando los pies hacia otra habitación. Si hubiera habido más tiempo, yo habría preferido otro arreglo, perotendría que conformarme con lo que fuera.
El receptor estaba grasiento y pegajoso, lleno de huellas digitales, olía a humo de pipa. Marqué el número y oí una serie de tonos extraños Probablemente la señal estaba gravitando en algún lugar de Europa, o bajo el Océano Atlántico, y tal vez hasta la enviaban de nuevo hacia Europa, antes de llegar, débil ya, a Washington D C donde el sistema de fibras ópticas de la Agencia la enriquecería y volvería a llevarla por el buen camino.
Escuché los sonidos familiares, esperé a la tercera llamada. Entonces, una voz femenina anunció.
—Tres mil doscientos.
¿Cómo podía ser siempre la misma mujer la que atendía el teléfono, llamara uno a la hora que llamara? Tal vez no era una voz humana sino una buena imitación sintética.
—Interno nueve ochenta y siete, por favor —contesté.
Otro ruidito y luego, la voz de Toby.
—¿Ben? Gracias a Dios Supe lo de Zúrich, ¿Estás....?
—Ya lo sé todo, Toby.
—Sabes......
—Lo de Truslow y los Sabios y los alemanes, Vogel y Stoessel Y lo del testigo sorpresa.
—Por Dios, Ben, ¿de qué mierda estás hablando? ¿Dónde estás?
—Vamos, Toby —solté, improvisando— De todos modos, te aseguro que ustedes van a saltar por el aire Ya lo entendí Truslow trató de matarme Ese fue el peor error que pudo haber cometido.
Hubo un momento de estática en el fondo.
—Ben —dijo Toby, por fin— Estás equivocado.
Controlé el reloj y vi que la conexión tenia diez segundos, lo suficiente para rastrear la llamada hasta Amsterdam Seguramente creerían que estaba allí, lo cual sería útil para mí.
—Claro —contesté con voz sardónica.
—No, por favor, Ben Hay cosas que no entiendes no puedes entenderlas sin una visión completa del asunto Son momentos peligrosos, Ben En serio. Necesitamos la ayuda de personas como tú y ahora con tu habilidad, tanto más.
Colgué.
Toby estaba involucrado.
Volví al hotel y me metí en cama junto a Molly, que dormía profundamente.
No podía dormir Me levante, busque la copia de las memoras de Alien Dulles que me había dejado el padre de Molly, y la hojeé sin razón alguna. Ni siquiera es un gran libro, pero era lo único que tenía en esa habitación de hotel y necesitaba poner la mirada en algo, distraerme del remolino de mis pensamientos. Encontré un pasaje sobre los Jedburghs que habían bajado en paracaídas sobre Francia y sobre Sir Francis Walsingham, el espía maestro de la Reina Isabel I en el siglo XVI.
Volví a mirar los códigos que me había dejado Hal Sinclair y pensé en la nota críptica de la bóveda de Zúrich, la nota sobre la caja de seguridad en el banco del Boulevard Raspail.
Pensé, por milésima vez, en el padre de Molly y los secretos que nos había legado, secretos dentro de otros secretos... Me preguntaba si...
Fue una idea y no mucho más, ciertamente nada con bases lógicas seguras, lo que me inspiró a salir de la cama por segunda vez y buscar una hoja de afeitar en el baño.
En los viejos tiempos, los editores estadounidenses solían publicar libros de cierta calidad. Ni siquiera hay que retroceder más que hasta mediados de la década del 60. Bajo la cubierta gris, roja y amarilla de las memorias, el lomo estaba protegido por una tela fina y marcado con la insignia de la editorial. La cubierta estaba cosida, no pegada. Examiné el libro, lo volví y lo miré desde todos los ángulos.
¿Podría ser? ¿Hasta dónde llegaba la inteligencia del viejo maestro de espías?
Abrí la cubierta con la hoja de afeitar. Levanté la tela negra de la cubierta, saqué el papel y ahí estaba, brillando como una joya, una señal de Harrison Sinclair desde la tumba.
Era una llave pequeña, extraña, de bronce, con el número 322; la llave de lo que según supuse, sería la explicación, la respuesta al misterio, escondida en alguna bóveda bajo el Boulevard Raspail, en París.
54
A la mañana siguiente, caminamos con rapidez por la calle Grenelle hacia el Boulevard Raspail y la Banque de Raspail.
—Van a asesinar a alguien en dos días, Ben —me dijo Molly—. ¡Dos días! No sabemos quién es la víctima, lo único que sabemos es que a menos que ese testigo testifique, nosotros estamos muertos.
Dos días. Yo lo sabía. Pensaba todo el tiempo en el reloj que seguía su camino inexorable. Pero no le contesté. Un hombre mayor correctamente vestido en un sobretodo azul caminó hacia nosotros con el cabello blanco bien peinado, ojos castaños y anteojos rectangulares. Sonrió con amabilidad. Yo eché una mirada a una vidriera con la palabra IMPRIMERIE, que mostraba una serie de cartes de visite sobre una plancha de corcho. Vi el reflejo de una mujer en el vidrio, no pude menos que admirar su figura, y después me di cuenta de que era Molly. Justo en ese momento vi el reflejo de un pequeño Austin Mini Cooper rojo y blanco que se movía lentamente detrás de los dos.
Me quedé quieto, inmóvil.
Había visto el mismo auto desde la ventana del hotel. ¿Cuántos Austin Mini rojos con el techo blanco había en París?
—Mierda —dije, golpeándome la frente con la mano en un movimiento teatral.
—¿Qué pasa?
—Me olvidé de algo. —Señalé a mis espaldas, sin volverme. —Tenemos que volver al hotel, ¿te molesta mucho?
—¿Qué te olvidaste?
La tomé del brazo.
—Vamos.
Sacudí la cabeza, me di vuelta y caminé por la calle hacia el hotel. En el Austin, al que eché una mirada rápida y furtiva, había un joven de anteojos en un traje oscuro, que aceleró con rapidez y se perdió al fondo de la calle.—¿Te olvidaste los documentos o algo? —preguntó Molly cuando yo puse la llave en la cerradura. Me puse un dedo sobre los labios.
Ella me miró, preocupada.
Cerré la puerta y le puse llave. Luego tiré el maletín de cuero sobre la mesa. Le saqué los documentos, luego lo llevé a la luz, y vacié cada uno de los compartimientos, pasando los dedos por cada pliegue, revisándolo bien.
Molly formó una palabra con los labios: ¿Qué?
Yo dije en voz alta:
—Nos siguen.
Ella me miró, con una pregunta en los labios.
—No te preocupes, Molly. Ahora sí puedes hablar.
—Claro que nos siguen —dijo ella, exasperada—. Nos siguen desde...
—¿Desde cuándo?
Ella se detuvo, frunció el ceño.
—No sé.
—Piensa. ¿Desde cuándo?
—Por Dios, Ben, tú eres...
—El experto, sí. Lo sé. Y sí, es cierto. Había alguien esperándome cuando llegué a Roma. Me siguieron en Roma, casi todo el tiempo. Los perdí en Toscana, creo.
—En Zúrich...
—Exactamente. Nos siguieron hasta el Banco y después también. Es probable que nos siguieran en Munich aunque es difícil de saber. Pero estoy segurísimo de que no me siguieron anoche.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, la verdad es que no puedo estar absolutamente seguro. Pero fui muy pero muy cuidadoso y caminé un rato antes de encontrarme con el de los documentos. Si hubo alguna indicación, no la vi, eso sí puedo decírtelo. Y estoy entrenado para ver esas señales. No importa lo mucho que te hayas dedicado a las patentes... ese entrenamiento no se olvida.
—¿Qué me quieres decir con todo esto?
—Que te siguieron a ti.
—Ey, ¿entonces se supone que la culpa es mía? Nos fuimos juntos del aeropuerto, tomaste un taxi y lo hiciste dar veinte vueltas... dijiste que estabas seguro de que no nos seguían. Y yo no salí del hotel.
—A ver, dame tu cartera.
Ella me la dio y yo dejé caer el contenido sobre la cama. Ella me miraba, los ojos llenos de preocupación. Revisé todo con cuidado, inspeccioné la cartera misma, el forro y también las suelas y los tacos de los zapatos de los dos, aunque eso me parecía difícil porque nunca los habíamos dejado. No.
Nada.
—Supongo que soy como tu gato negro —dijo ella.
—Más bien como una campanilla en el cuello de una oveja —dije, distraído—. Ah.
—¿Qué pasa?
Me le acerqué y le saqué la cadena del cuello, pasándola sobre su cabeza. Abrí la cajita de oro y miré adentro, el camafeo de marfil.
—Por Dios santo, Ben, ¿qué estás buscando? ¿Un micrófono o qué?
—Supuse que valía la pena mirar ahí también. —Empecé a devolvérselo pero en la mitad del gesto, se me ocurrió otra cosa.
Lo abrí de nuevo y miré con cuidado la tapa misma.
—¿Qué dice la inscripción? —pregunté.
Ella cerró los ojos, tratando de recordar.
—Nada. La inscripción está atrás, afuera.
—Correcto —dije—. Y por eso fue tan fácil.
—¿Fácil?
Yo llevaba una herramienta de joyero en mi llavero. La tomé e inserté el pequeñísimo destornillador en la tapa. Un disco de oro, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y de muy poco espesor. Al costado le colgaba un cablecito casi tan delgado como un cabello.
—No es un micrófono —dije—. Es un transmisor. Un artefacto en miniatura con un alcance de unos diez o quince kilómetros. Emite una señal.
Molly me miraba con la boca abierta.
—Lo tenías puesto cuando la gente de Truslow te capturó en Boston, ¿verdad?
Ella se tomó un rato para contestar.
—Sí...
—Y después, cuando te mandaron a Italia, ¿te lo devolvieron con el resto de las cosas?
—Sí...
—Bueno, entonces se entiende por qué querían que estuvieras conmigo. A pesar de todas las precauciones, siempre supieron dónde estábamos. Por lo menos, mientras lo tuviste puesto...
—¿Y ahora también?
Yo le contesté despacio, porque no quería alarmarla más de lo necesario.
—Sí, podría decirse que saben dónde estamos ahora.
55
La pequeña Banque de Raspail, elegante, hermosa como una joya en el 128 del Boulevard Raspail en París, en el séptimo distrito, era un Banco mercantil privado muy chico. Parecía, poseer una clientela exclusiva de parisinos ricos, discretos, que deseaban un excelente servicio personal, y no les parecía posible conseguirlo en los Bancos abiertos a las masas, que no se bañan cuatro veces por día.
El interior era una propaganda de la exclusividad del lugar: no había ni un cliente a la vista. Y en realidad, no se parecía a un Banco. Alfombras pálidas de Aubusson cubrían el suelo; había sillas Biedermeier reunidas en grupos contra las paredes, tapizadas en seda muy cara; bustos frágiles de aspecto italiano y lámparas en forma de urna sobre mesas del mismo estilo. Grabados arquitectónicos en marcos dorados colgaban en cuadrantes precisos sobre las paredes, completando el efecto de elegancia, lujo y solidez. Yo, por supuesto, no habría puesto mi dinero en un Banco que gastaba tanto en decoración pero, claro, no soy francés.
Molly y yo sabíamos que operábamos bajo una terrible presión en cuanto al tiempo. Quedaban dos días hasta el asesinato y todavía no sabíamos quién era la futura víctima.
Y ahora ellos —ellos eran los agentes de Truslow y tal vez también los agentes que trabajaban para Vogel y el consorcio alemán— ya sabían dónde estábamos. Sabían que estábamos en París. Tal vez no supieran por qué, tal vez no supieran nada de la nota críptica de Sinclair en cuanto a la Banque de Raspail. pero sí sabían que estábamos en la ciudad por alguna razón.
Y aunque yo no me había permitido hablar del asunto con Molly, sabía que había grandes posibilidades de que nos mataran.
Era cierto que por mi habilidad síquica, yo valía mucho para la inteligencia estadounidense pero en ese momento, era, antes que nada, una amenaza. Sabía lo que estaba haciendo la gente de Truslow en Alemania, o por lo menos, parte de lo que hacían. No tenía pruebas documentales, ninguna prueba, nada sólido: si quería sacarlo todo a la luz, digamos llamando a The New York Times, nadie me creería. Pensarían que era un lunático de la peor clase. Pero por una cuestión de seguridad, Molly y yo teníamos que morir. Ese era el único camino lógico para la gente de Truslow.
Pero si lo conseguíamos... si determinábamos en menos de dos día quién iba a morir en Washington, si impedíamos el asesinato, si lo frustrábamos, si lo hacíamos público con testigo y todo, y dejábamos entrar la luz del sol por las ventanas de la conspiración... entonces sí estaríamos a salvo. Por lo menos, eso creía en ese entonces.
El reloj seguía marcando las horas.
¿Pero quién podía ser? ¿Quién era ese testigo sorpresa? ¿Un ayudante de Orlov, un ruso, alguien que sabía la verdad? ¿O tal vez un amigo de Hal Sinclair, alguien en quien Sinclair había confiado?
Incluso pensé brevemente en la posibilidad más extraordinaria de todas. ¿Toby? Después de todo, ¿quién sabía tanto como él? ¿Era Toby el que aparecería de pronto frente al Senado, y testificaría contra Truslow? ¿Era él el que haría volar la conspiración por los aires?
Ridículo. ¿Por qué hacerlo?
Asustados, en tensión, casi sin capacidad para seguir pensando, Molly y yo habíamos discutido en el Duc de Saint-Simon, hasta que finalmente se nos ocurrió un plan razonable. Teníamos que dejar el hotel tan pronto como fuera posible, en lo posible en menos de un minuto. Pero no podíamos dejar de ir al Boulevard Raspail: teníamos que ver qué había dejado allí su padre. No podíamos arriesgarnos a dejar de lado ninguna pieza del rompecabezas. Tal vez no conseguiríamos nada; la caja podía estar vacía; tal vez no habría ninguna caja a su nombre en el Banco. Pero teníamos que estar seguros. Siga el oro, me había pedido Orlov al morir. Lo habíamos hecho. Y las huellas del oro llevaban inexorablemente a ese banquito privado en París.
Así que, definimos los cursos de acción que nos quedaban, empacamos nuestras cosas, le pedimos al botones que las enviara al Crillon, y le dimos una buena propina por la discreción. Molly le explicó que estábamos haciendo una investigación para un estadista extranjero, que era realmente importante que no se supiera dónde estábamos, que por favor no dijera a nadie adonde había mandado nuestro equipaje.
Lo del camafeo, en cambio, fue más complicado. Yo no tenía dudas de que un transmisor como ese llevaría a nuestros perseguidores al Saint-Simon en pocos segundos. Destruirlo era una solución, pero no la mejor. Siempre conviene contarcon algo que los distraiga. Me llevé el collar conmigo y caminé sin rumbo hacia el Boulevard Saint-Germain. En la Rué du Bac Metro hay un café que casi siempre esta repleto. Entré, me deslicé hacia la barra y pedí un demitasse. Vi junto a mí a una mujer madura de cabello color cobre aferrada a una enorme cartera de cuero verde. Leía una copia reluciente de Vogue. Le metí el collar en la cartera sin que se diera cuenta, terminé el café, dejé unos francos sobre el mostrador y volví al hotel. Como los transmisores de ese tipo envían la señal a lugares que están dentro de la línea de visión, nuestros seguidores quedarían fuera de combate, por lo menos durante un tiempo: mientras mi amiga lectora de Vogue siguiera circulando en medio de las multitudes de París, no podrían determinar con seguridad la procedencia de la señal, no sabrían desde dónde venía.
Habíamos dejado el hotel por separado y por diferentes puertas: no hace falta dar detalles; basta con decir que era muy poco probable que nos estuvieran siguiendo. Desde un punto de encuentro en el obelisco de la Place de la Concorde, volvimos en taxi atravesando el Sena por el Pont de la Concorde hacia el Boulevard Saint-Germain y lo seguimos hasta que se cruza con el Raspail.
En el Banco, había unas cuantas mujeres jóvenes, serias, exquisitamente vestidas, sentadas frente a mesas de caoba a buena distancia de las puertas de vidrio y caoba que Molly y yo habíamos atravesado para entrar. Un par de ellas levantó la vista con algo parecido a la rabia por la interrupción. Todas estaban muy ocupadas. Irradiaban una actitud muy estudiada con una pátina particularmente francesa. Un segundo después, un joven se levantó de una de las mesas y se nos acercó, nervioso, como si hubiéramos entrado a robar el Banco y tomar a todos como rehenes.
—Oui?
Se detuvo frente a nosotros, bloqueándonos el camino con un gesto incómodo. Tenía puesto un traje de sarga cruzado de un corte muy exagerado y anteojos perfectamente redondos del tipo que usaba el arquitecto Le Corbusier (y después de él, generaciones de arquitectos estadounidenses con ganas de mostrarse).
Dejé hablar a Molly: ella era la que tenía asuntos oficiales en ese lugar. Ella se había puesto uno de sus trajes extraños pero muy elegantes, algo en una especie de lino negro que hubiera sido igualmente apropiado para la playa como para una cena en la Casa Blanca. Como siempre, nadie sabía hacerse la excéntrica como ella. Empezó explicando la situación en su muy buen francés: que era heredera legal de su padre; que como rutina, quería acceso a la caja de seguridad. Yo los miré hablar como desde muy lejos y reflexioné sobre lo extraño de la situación. Heredera de su padre. Ahí estábamos, rastreando las cuentas de su padre que parecían incluir una vasta fortuna que no le pertenecía.
Como esposo silencioso, los seguí a los dos alrededor del vestíbulo hacia la mesa del banquero. Aunque ése era sólo el segundo Banco que visitábamos desde el comienzo del drama que nos había arrastrado a los dos desde mi adquisición de la monstruosidad telepática, me daba la sensación de que en la última semana no habíamos hecho otra cosa que ir de Banco en Banco. El ritual, los formularios, todo me parecía terriblemente familiar.
Y mientras estábamos allí sentados, descubrí que estaba dejándome ir hacia ese descanso particular de mi cerebro que también empezaba a serme familiar, ese extraño lugar en el que flotaban palabras y frases. Pensamientos. Sabía algo de francés, es decir, mi francés era bastante tolerable en una conversación y esperé los pensamientos del banquero...
Pero no llegó nada...
Durante un momento, me atravesó la vieja duda: ¿acaso el talento peculiar que había adquirido tan inesperadamente se había desvanecido ahora del mismo modo? No llegaba nada. Pensé en la tarde en que había caminado en Boston, después de dejar la Corporación, asaltado por una increíble profusión de pensamientos de otros, frases apuradas, furiosas, temblorosas, arrepentidas, ecos que venían a mí sin que yo tuviera que concentrarme.
Y me pregunté si todo eso no se estaría desvaneciendo para siempre.
—¿Ben? —oí decir a Molly de pronto.
-¿Sí?
Ella me miró, con curiosidad.
—Dice que podemos ir a ver la caja ahora, si queremos. Lo único que tengo que hacer es llenar un formulario.
—Entonces hagámoslo —dije, sabiendo que ella estaba tratando de adivinar mis intenciones. Si tuvieras el poder, Mol, no te haría falta preguntarme, pensé.
El banquero sacó de un cajón un formulario de dos páginas diseñado con un solo objetivo: la intimidación. Cuando ella lo llenó, él me miró, se mordió los labios, después se levantó y consultó a un hombre mayor, probablemente su superior. Unos minutos más tarde volvió y con un movimiento de cabeza nos llevó a una habitación interior tapizada de compartimientos de bronce que tenían desde diez centímetros de ancho a por lo menos el triple. Insertó la llave en una de las cajas más pequeñas. Sacó la caja de frente de bronce de su lugar y la llevó a una habitación pequeña y privada donde la colocó sobre una mesa mientras nos explicaba que el sistema francés exigía que las cajas se abrieran con dos llaves: una del cliente y la otra del banco. Con una sonrisa cortante y un gesto de cabeza, nos dejó solos en la habitación.
—¿Qué esperas? —dije.
Molly meneó la cabeza, un gesto breve que expresaba mucho —apreensión, alivio, dudas, frustración— e insertó la llavecita que había escondido su padre en la cubierta de las memorias de Allen Dulles. Las ideas de Harrison Sinclair, que en paz descanse, nunca dejaron de tener su lado irónico.
La placa de bronce del frente de la caja se abrió con un ruidito. Molly metió la mano adentro.
Yo había dejado de respirar. La miraba con intensidad.
—¿Vacía? —le pregunté.
Después de unos momentos, meneó la cabeza.
Dejé escapar un suspiro.
Ella sacó un sobre gris largo, que medía tal vez veinte por diez, de la oscuridad de la caja. Lo abrió, intrigada, y sacó el contenido: una nota escrita a máquina, un pedazo de sobre amarillo y una fotografía en blanco y negro, pequeña y brillante. Un momento después, la oí retener el aliento con fuerza.
—Dios mío —dijo—. Dios...
56
Miré la fotografía que tanto había impresionado a mi esposa. Era una foto absolutamente común sacada de un álbum familiar; nada más sencillo. Década del 50, diez por diez, bordes indentados, hasta un pedacito de goma seca en la parte de atrás. Un hombre flaco, atlético, joven, estaba de pie junto a una belleza de cabello negro y ojos oscuros y frente a ellos, sonriendo como en medio de una travesura, una nenita de unos tres o cuatro años, vestida de hombre, ojos luminosos, cabello oscuro atado en dos colitas a los costados.
Los tres estaban sobre los escalones de madera de una gran casa del mismo material, el tipo de casa de verano medio derruida pero cómoda que se suele construir en los lagos Michigan y Superior o en el Poconos, el Adirondacks, o cualquier lago rústico del país.
La nenita —Molly, de eso no había duda alguna— era una mancha borrosa de hiperactividad, la imagen apenas capturada en el breve instante de la apertura, en la sexagésima parte de un segundo o lo que fuera. Los padres parecían orgullosos y cómodos: una imagen de familia tan típicamente estadounidense que era casi kitsch.
—Me acuerdo de ese lugar —dijo Molly.
—¿Mmmm?
—Quiero decir, no me acuerdo demasiado, pero me acuerdo de haber oído hablar de él. Era de mi abuela; en el Canadá, en alguna parte; la madre de mi madre, quiero decir. Una casa en un lago.
Se quedó callada, mirando la foto, seguramente examinando los detalles: una silla Adirondack en el porche, detrás de los tres personajes, con una madera de menos en el respaldo; piedras grandes, desparejas, formando el frente de la casa vieja; la chaqueta y el moñito de su padre; el vestido floreado de la madre; la pelota de goma y el guante de béisbol apoyados en los escalones.
—Qué extraño —dijo por fin—. Un recuerdo feliz. Y además, esa casa ya no es nuestra. Por desgracia. Mis padres la vendieron cuando yo era chica, creo Nunca volvimos, bueno, nunca no. Me acuerdo de un solo verano
Levanté el pedazo de sobre tenía una dirección o una parte de una dirección escrita en una letra europea que parecía la huella de un pájaro 7, rué du Cygne, ler, 23 París, sin duda Pero ¿qué era ese lugar? ¿Y por qué guardar el dato ahí, en una caja fuerte?
¿Por qué la fotografía? ¿Una señal, un mensaje para Molly de su padre muerto, un mensaje desde (perdón por el cliché) la tumba?
Levanté la carta, compuesta en algún tipo de máquina de escribir antigua, manual, llena de cruces y tipografías equivocadas y dirigida por alguna razón a "Mi adorada Snoops"
Levanté la vista hacia Molly como para preguntarle qué era eso y ella sonrió y explicó
—Snoops era un sobrenombre Así me llamaba él.
—¿Snoops?
—Por Snoopy, el perro Era el personaje que más me gustaba cuando era chica
—Snoopy.
—Y también, también porque me gustaba abrir cajones, meterme en lo que no era asunto mío, como a Snoopy. Lo hacen todos los chicos, pero si tu padre es un jefe de estación de la CIA en el Cairo o un director de Planificación, o fuera lo que fuera, los retos por ese tipo de travesura son muy serios. La curiosidad mató al gato y todo eso Así que me llamaba Snoopy y después, Snoops.
—Snoops —dije, probando, como en una travesura.
—Ni se te ocurra, Ellison ¿Me oyes? No te atrevas, carajo.
Yo me volví hacia la carta, mal escrita sobre un papel de Upo Crane, muy granuloso, bajo el encabezado de Harrison Sinclair Leí:
A MI AMADA SNOOPS
Si estás leyendo esto y por supuesto que estás leyéndolo porque si tú no lo lees, nadie lo leerá jamás, primero quiero expresarte, por milésima vez, mi admiración Eres una doctora maravillosa, pero también habrías sido una espía de primera clase si no hubieras sentido tanto desprecio por mi profesión No lo digo con rabia en cierto sentido, tenías razón en despreciar al negocio de la inteligencia Hay mucho de objetable en ella. Sólo espero que algún día aprecies lo que tiene de noble, y no por un sentido de deber filial o por culpa. Cuando el cáncer de tu madre progresó hasta que fue evidente que ya no viviría más de unas semanas, se sentó en la habitación del hospital —no conozco a nadie más valiente queella— y me dijo, mientras levantaba el dedo índice, que nunca interfiriera en la forma en que tu quisieras llevar tu vida. Dijo que tu nunca seguirías los moldes convencionales de vida pero que al final, terminaras donde terminases, nadie tendría la cabeza mas fría y tranquila que tu en los peores momentos, mayor comprensión de la realidad, mejor perspectiva. Te llamó "mi querida Martha" Asi que espero que entiendas lo que voy a decirte.
Por razones que pronto comprenderás, no hay ningún registro de esta caja en mis papeles, en mi testamento ni en ningún otro lugar. Si encontraste esta nota, eso significa que también encontraste la llave que deje (a veces los métodos mas simples y más antiguos son los mejores) y también que entraste en la bóveda de Zúrich, y significa que ya viste el oro. Supongo que quieres alguna explicación.
Nunca me gustaron las cacerías y persecuciones, así que por favor, créeme cuando te digo que mi intención no fue hacerte las cosas mas difíciles, sino hacérselas mas difíciles a otra persona. Nadie es a prueba de tontos en este juego, pero si llegaste hasta aquí, estoy seguro de que entiendes por que lo hice fue para protegerte.
Estoy escribiendo esto unas horas después de un encuentro agotador con Vladimir Orlov en Zurich. Si reconoces el nombre, sabrás que fue el último jefe de la KGB. Hice un arreglo con él, un arreglo que tengo que explicarte. También me enteré de ciertas cosas a través de él y también tienes que saberlas.
Porque van a matarme. Pronto. Estoy seguro. Para cuando leas esto, tal vez esté muerto (aunque tal vez no) y quiero que sepas por que.
Como sabes mejor que nadie, Snoops, el dinero nunca me atrajo, no necesito más del que se necesita para comer y tener un refugio para dormir. Así que espero que cuando te digan que me corrompí, que estafé, y demás mentiras que van a decirte, estés segura de la verdad Y no creas nada.
Pero lo que tal vez no sepas es que he recibido vanas amenazas de muerte, algunas de ellas vacías de contenido y otras muy serias. Empezaron (no fue una sorpresa) poco después de que me designaran Director Geneial de la CIA, cuando decidí limpiar la casa, y lancé mi cruzada para mejorar la Agencia. Yo amaba ese lugar, Molly, creía en él. Ben, estoy seguro de que tú lo entiendes mejor porque estuviste adentro.
Algo terrible está pasando en las entrañas de la CIA. Hay un grupito que durante años abusó de las informaciones a las que tenían acceso, para amasar grandes sumas de dinero. Desde mi primer día como director, decidí desenmascararlos. Tenía mis teorías, pero necesitaba pruebas.
La atmósfera en Langley era como la de un grupito de maderas secas, listo para arder a la primera chispa que encendiera un comité de investigación del Senado o un periodista de The New York Times. Había mucha charla abierta en los pasillos Se hablaba de quitarme del medio. Algunos de los viejos me odiaban más de lo que habían odiado a Bill Colby. Sé que varios de los muy bien colocados, los poderosos más influyentes de Washington, fueron a ver al Presidente para pedirle que me reemplazara cuanto antes.
Y había rumores de corrupción a una escala alarmante. Yo había oído hablar de un grupito de funcionarios presentes y pasados conocidos como los Sabios, que se encontraban para planificar y charlar en condiciones de extremo secreto Esos Sabios estaban involucrados en estafas masivas, decían. Se creía que usaban informes de inteligencia reunidos por la Agencia para hacer mucho pero mucho dinero Pero nadie sabía quiénes eran. Aparentemente eran tan influyentes y tenían contactos tan importantes que habían podido eludir la detección durante mucho tiempo.
Y después, un día, recibí un contacto directo a través de un empresario europeo, finlandés, para mas datos, que decía representar a un "ex líder mundial" que tenía "información" que tal vez pudiera interesarme.
Las negociaciones comenzaron mucho antes de que yo supiera que la persona a la que él representaba era el último jefe de la KGB soviética, Orlov, nada menos, que vivía en una pequeña dacha fuera de Moscú y quería exiliarse de la Unión Soviética.
Orlov, me dijo el intermediario, tenía una propuesta muy interesante para mí.
Necesitaba mi ayuda para salvar el oro de Rusia de las garras de los de la línea dura que cualquier día, según creía él, sacarían del poder a Yeltsin. Si yo lo ayudaba a sacar una cantidad de oro del país, ¡diez mil millones, nada menos!, él me daría un archivo muy valioso sobre ciertos elementos corruptos de la CIA.
Según el intermediario, Orlov tenía en su posesión un archivo que documentaba en extraordinario detalle la corrupción masiva dentro de la CIA. Se hablaba de vastas sumas de dinero amasadas por un pequeño grupo de gente que había conseguido ganancias fenomenales usando información de espionaje. El tenía los nombres, las localizaciones, las sumas, los registros. Todas las pruebas. Yo, por supuesto, acepté el trato. Hubiera aceptado de todos modos ya sabes lo mucho que quería que Rusia no volviera a la dictadura. Pero la verdad es que con esa oferta la negociación era irresistible.
Orlov apareció en Zúrich sin ese archivo se lo habían sacado de las manos, cosa que me puso realmente nervioso. Al principio, supuse que se trataba de una maniobra de chantaje, pero pronto deduje que él realmente era una víctima en el asunto. Y como había llegado hasta allí, decidí seguir adelante y completar el trato.
Pero necesitaba ayuda para semejante transacción ayuda de alguien de afuera de la Agencia Alguien que no estuviera en contacto con la corrupción Eso era imperativo, sobre todo por la suma de dinero involucrada Ademas, era necesario que los arreglos financieros no figuraran en los libros
Así que elegí al único hombre honesto de la Agencia que ahora estaba afuera, un hombre cuya integridad personal estaba más allá de cualquier reproche o sospecha Alexander Truslow. Fue el error más grande de mi vida.
Convertí a Truslow en el otro dueño de la cuenta del Banco de Zúrich en la que puse la mitad del oro. El contrato decía que ninguno de los dos podía mover el oro sin el consentimiento del otro. Y que el oro sólo podía moverse cuando la cuenta estaba activada, mecanismo que se disparaba cuando cualquiera de los dos pedia acceso a la cuenta Si alguna vez surgía un problema, supuse, los dos estaríamos cubiertos de toda sospecha y de toda culpa No se me podía acusar de latrocinio a escala mundial.
La otra mitad la llevamos en un contenedor, por barco, a través de Newfoundland, con la compañía St Lawrence Seaway hasta el Canadá. O más bien, debo decir que el que la llevó fue Truslow.
Pero ahora hay algo que me asusta muchísimo. Temo por mi vida. Como ya sabes, Ben, tenemos gente en Langley que tiene toda la habilidad necesaria para hacer que un asesinato parezca muerte natural.
Así que no creo que me quede mucho tiempo en este mundo.
Sólo hace muy poco supe que Wilhelm Vogel, candidato a canciller en Alemania, está controlado por un cartel alemán terriblemente poderoso. Aparentemente quieren volver a armar a Alemania con intención de controlar no sólo ese país sino también a toda Europa unificada, a través del gobierno alemán unido.
Sus socios son este grupo de la CIA. El arreglo, me dicen, tiene que ver con una repartija pacífica de lo que quede. El elemento de la CIA controlará la Agencia a través de frentes dedistinto tipo y, a través de ella, la economía del Hemisferio Occidental. El cartel alemán controlará Europa. Todos serán enorme, increíblemente ricos. Es un nuevo neofascismo corporativo que piensa tomar el control de los hilos de gobierno durante esta época frágil e incierta que nos toca vivir. El líder de los estadounidenses es Alexander Truslow.
Y yo no puedo hacer nada al respecto.
Pero pronto habrá una forma de detenerlos, según creo. Hay documentos que revelar. Tienen que salir a la luz.
Si me matan, deben encontrar esos documentos.
Para eso, les dejo a cada uno de ustedes un regalo.
Les dejo muy poco en bienes y eso no me gusta. Pero ahora quiero hacerles un regalo, un regalo de conocimiento, de información que, después de todo, es la más valiosa de las posesiones que un ser humano pueda tener.
Para ti, Snoopy, un recuerdo de una época muy feliz en tu vida, en la mía, en la de tu madre. Las verdaderas riquezas, como ya sabrás, están en la familia. Esta fotografía, creo que nunca la viste, siempre me hace recordar un verano muy hermoso que pasamos los tres.
Tenías cuatro años, así que estoy seguro de que no te acuerdas mucho, si es que recuerdas algo. Pero yo, que en esos días era tan adicto al trabajo como fui siempre, me vi obligado a tomarme un mes de vacaciones después de la operación de urgencia por la apendicitis. Tal vez mi cuerpo me estaba diciendo que tenía que pasar más tiempo con mi familia de vez en cuando.
A ti te encantó eso, atrapabas ranas en la laguna, aprendiste a pescar, jugabas al softball... Estabas siempre en movimiento y nunca te vi tan feliz. Siempre me pareció que Tolstoi se equivocaba muchísimo cuando escribió al comienzo de Ana Karenina que todas las familias felices se parecen. Cada familia, sea feliz o infeliz (y nuestra familia fue las dos cosas), es tan única como un copo de nieve. Creo que puedo permitirme ser sentimental y lloroso una vez en mi vida, mi amada Snoopy.
Y en cuanto a ti, Ben, te doy la dirección de una pareja que tal vez esté viva (tal vez no) cuando leas esto. Espero con toda el alma que por lo menos uno de ellos haya sobrevivido para contarte una historia muy importante. Lleva esto contigo: te servirá como pase de entrada, una especie de contraseña.
Creo que lo que tienen que decirte te aliviará del peso terrible que has estado llevando desde hace tantos años.
Tú no fuiste responsable de la muerte de tu primera esposa, Ben, en ningún sentido. Y esta pareja te lo confirmará. Ojalá hubiera podido compartir esto contigo cuando estaba vivo. Por varias razones, no podía.
Pronto lo comprenderás. Alguien —creo que fue La Rochefoucauld o uno de esos aforistas franceses del siglo XVII— lo dijo con mejores palabras: "Rara vez podemos perdonar a quienes nos han ayudado".
Y una última referencia literaria, una cita de "Generación" de Elliot: "Después de semejante conocimiento, ¿qué perdón?".
Con todo mi amor,
Papá.
57
Las lágrimas corrían por las mejillas de Molly. Se mordía los labios. Parpadeó una vez y miró la nota, después levantó la vista hacia mí. Yo no sabía por dónde empezar, qué preguntarle. Así que la rodeé entre mis brazos, la apreté con fuerza, un gesto largo, y no dije nada por un rato. Sentí que le temblaban las costillas en medio de sus sollozos callados. Después de un minuto o dos, respiró mejor y se separó de mí. Le brillaban los ojos y durante un instante la suya era la misma mirada que tenía la nena de cuatro años en la fotografía.
—¿Por qué? —dijo, por fin.
—¿Por qué... qué?
Sus ojos buscaron los míos, los exploraron, pero seguía en silencio, como tratando de decidir por sí misma lo que había querido decir realmente.
—La fotografía —dijo.
—Un mensaje. ¿Qué otra cosa podría ser?
—No crees... ¿no crees que podría ser un regalo simple, directo, un regalo del corazón?
—Tú dímelo, Molly. ¿Te parece que él era así?
Ella suspiró, meneó la cabeza
—Papi era maravilloso, pero nadie habría podido decir que era directo. Creo que fue su amigo James Jesús Angleton el que le enseñó a ser críptico.
—De acuerdo. ¿Dónde estaba la casa de tu abuela en el Canadá?
Ella meneó la cabeza.
—Dios, Ben, yo tenía cuatro, cuatro años. Pasamos una semana ahí. Casi no me acuerdo nada.
—Piensa —insistí.
—No puedo, ¡no puedo! Quiero decir, ¿en qué puedo pensar? No sé dónde era. En algún lugar del Canadá, probablemente en Quebec. ¡Dios!
Le puse las manos a los dos lados de la cara, le mantuve quieta la cabeza, la miré directamente a los ojos.
—¿Qué quieres...? Basta, Ben.—Por lo menos, trata...
—Tratar... ¡Ey, un momento! Habíamos hecho un trato, ¿te acuerdas? Me aseguraste... me prometiste que no ibas a tratar de leer mis pensamientos.
... trem... trembl... tembla?
Era un fragmento, una palabra o un sonido. Lo escuché de pronto.
—¿Temblar?
Ella me miró.
—No, no estoy temblando. —No entendía. —¿Qué quieres...?
—Trembl, trembla...
-¿Qué...?
—¡Concéntrate! Trembl, trembla...
—¿De qué hablas?
—No lo sé —dije—. Buenos, sí. Te oí, te oí pensar...
Ella me miró, un poco desafiante, un poco sorprendida. Después, un momento apenas, dijo:
—Realmente no tengo idea...
—Trata. Piensa, Molly. Temblar. ¿Trembley? El Canadá. Tu abuela. ¿Trembley, o algo así? ¿Cuál era el nombre de tu abuela?
Ella meneó la cabeza.
—No. Abuela Hale, le decíamos. Ellen Hale. El abuelo se llamaba Frederick. Nadie se llamaba Trembley en la familia.
Suspiré.
—De acuerdo. Trem. Canadá...
...tromblon...
—Hay algo más —dije—. Estás pensando... o tal vez vocalizando, no sé, algo, un pensamiento, un nombre, algo que tu mente consciente no entiende todavía.
-¿Qué...?
Yo estaba impaciente y la interrumpí:
—¿Qué es "tromblon"?
—¿Qué...? Ah, Dios... Tremblant. Lac Tremblant...
-¿Qué?
—La casa estaba en un lago en Quebec. Ahora me acuerdo. Lac Tremblant. A los pies del monte Tremblant, una montaña hermosa. La casa estaba en Lac Tremblant. ¿Cómo lo supiste?
—Tú te acordabas. No lo suficiente para ponerlo en palabras, para decirlo, pero estaba ahí, en tu cerebro. Probablemente oíste el nombre una docena de veces cuando eras chica y lo guardaste en tu cabeza.
—¿Y crees que es importante?
—Creo que es crucial. Crucial. Creo que es la razón por la que tu padre te dejó la fotografía, una foto que ninguna otra persona puede reconocer Un lugar que seguramente no está en ningún archivo. Así, si alguien llegaba a la caja como sea, no hubiera sido más que un callejón sin salida. Lo único que hubieran podido hacer es una identificación de la gente de la foto, nada más, nada en absoluto.
—Yo tampoco hice mucho más.
—Supongo que él contaba contigo para rastrear el lugar, para ponerlo otra vez en tu memoria. El mensaje era para ti. Tu padre lo dejó para que lo encontraras.
__Y.......
—Y fueras allá..........
—¿Crees que que es ahí donde están los documentos?
—No me sorprendería —Me puse de pie, me arreglé el pantalón y la chaqueta
—¿Qué estás haciendo?
—No quiero perder ni un minuto
—¿Adonde7 ¿Adonde vamos?
—Tú te quedas aquí —dije, mirando la sahta
—¿Crees que aquí estoy a salvo?
—Dile al gerente del banco que usaremos la habitación el resto del día Nadie debe entrar Si tenemos que pagar un adicional, no hay problema Una sala en la bóveda de un banco , no vamos a conseguir un lugar más seguro, por lo menos no ahora —Me volví para irme.
—¿Adonde vas? —me llamó Molly
En lugar de contestarle, le mostré la dirección del sobre.
—Espera. Necesito un teléfono, un teléfono y un fax.
—¿Para qué?
—Tú consigúemelos, Ben.
La miré sorprendido, asentí, y salí de la habitación.
Rué du Cygne, la calle del cisne, era una callecita silenciosa a unas cuadras del Marché des Innocents, el gran mercado central de París, el lugar que Emile Zola llamó le ventre de París, el vientre de París. Después de que el viejo barrio desapareció a fines de la década del 60, crecieron una serie de estructuras pantagruélicas y modernosas y feas, incluyendo Le Forum des Halles, galerías y restaurantes y la mayor estación de subtes del mundo entero
El número 7 era un edificio de departamentos viejo, de fines del siglo pasado, oscuro y cuadrado y húmedo adentro La puerta del departamento 23 era de una madera gruesa pero agrietada que hacía mucho había estado pintada y ahora era gris.
Mucho antes de llegar al segundo piso, oí el ladrido amenazador de un perro grande desde adentro del departamento Me acerque y golpeé.
Después de mucho rato, mientras el ladrido se hacia mas histérico e insistente, oí pasos lentos, el caminar de un viejo o una vieja, y luego un crujido de cadenas de metal, seguramente de alguien sacándole la cadena a la puerta.
Luego, la puerta se abrió de golpe.
Durante un instante, la fracción de un segundo apenas, fue como estar dentro de una película de terror: los pasos, el ruido de las cadenas, y luego la cara de la criatura que ahora estaba de pie en las sombras junto a la puerta abierta.
Era una mujer. Las ropas eran las de una vieja, y ella estaba encorvada, tenia cabello largo, plateado, y anudado en un moño. Pero la cara era casi increíblemente horrenda, una masa de grietas y valles y granos que rodeaban un par de ojos amables y una boca torcida, pequeña y deforme.
Me quede de pie, impresionado, en silencio. Aunque hubiera querido hablar, no sabia un solo nombre, nada mas que una dirección. Me acerque y sin decir una palabra le mostré el pedazo amarillo de sobre En el fondo, desde las profundidades del departamento, el perro gimió y se movió con furia.
Ella tampoco dijo nada, lo miro, se volvió y se alejo por el pasillo.
Unos segundos después, vino un hombre a la puerta Un hombre de alrededor de setenta años Alguna vez había sido fuerte, tal vez hasta robusto, eso era evidente, y el cabello gris había sido negro como ala de cuervo Ahora era frágil y caminaba rengueando, la larga cicatriz en un lado de la cara, en la linea de la mandíbula, que antes había sido de un rojo feo e inflamado, se había convertido ahora en una raya blanca, pálida. Los quince años transcurridos lo habían envejecido terriblemente.
Ahí estaba, frente a mi, el hombre cuya cara y figura yo no olvidaría nunca. El hombre cuya cara y figura había visto una y otra vez, noche tras noche.
El hombre que había visto salir renguenado por la calle Jacob quince años atrás.
—Asi que —dije con mas calma de la que hubiera creído posible—, asi que usted es el hombre que mato a mi esposa.
58
No me acordaba de haberle visto los ojos, que eran de un gris azulado y acuático, ojos vulnerables que no parecían los de un especialista en "trabajos sucios" de la KGB, los del hombre que había despachado a mi hermosa y joven esposa disparándole un tiro al corazón sin pensarlo ni dos veces.
Me acordaba solamente de la cicatriz delgada y roja en la mandíbula, de la cabellera negra y furiosa, de la camisa cazadora, de la renguera.
Un futuro desertor, un empleado de la KGB en la estación de París, que se identificó como "Victor", tiene información para vender, información que según dice ha descubierto en los archivos en Moscú. Algo que tiene que ver con el criptónimo
URRACA.
Quiere desertar. Y lo que pide a cambio es protección, seguridad, comodidad, lo que se supone que los estadounidenses dan a los espías desertores. Los Estados Unidos son algo así como el Papá Noel de la inteligencia.
Hablamos. Nos encontramos en el Faubourg-St. Honoré. Nos volvimos a encontrar en un departamento que servía de refugio. Me promete un terremoto, un material increíble de un archivo sobre URRACA. Toby está muy, pero muy interesado en URRACA.
Arreglamos para vernos en mi departamento de la calle Jacob. Es seguro porque Laura no está. Llego tarde. Un hombre de melena negra en camisa escocesa se aleja, rengueando, cuando llego. Huelo el olor de la sangre, agudo y metálico, tibio y ácido, un olor que me descompone, que me grita más y más fuerte a medida que subo las escaleras.
¿Esa es Laura? ¿Es ella? No, no es posible, claro que no, no ese cuerpo retorcido, ese camisón blanco, esa mancha grande, roja, muy roja. No es real, no puede ser. Laura no está en París, está en Giverny, ésta no es ella, se parece sí, pero no es...
Estoy volviéndome loco.
Y Toby. Esa especie de forma humana sobre el suelo del vestíbulo. Toby, casi muerto, paralizado de por vida.Yo hice esto.
Yo les hice esto. A mi mentor y amigo. A mi adorada esposa.
"Victor" examinó el pedazo de sobre y después levantó la vista. Los ojos gris azulados me miraron con una expresión que yo no pude definir del todo: ¿miedo?, ¿indiferencia? Podría haber sido cualquier cosa.
Después, me dijo:
—Por favor, pase.
Los dos, "Victor" y la mujer deforme, se sentaron uno junto al otro sobre un sillón angosto. Yo estaba de pie, enrojecido de rabia, con la pistola en la mano. Había un gran televisor color encendido, el volumen mudo, donde se desarrollaba una vieja comedia estadounidense que no reconocí.
El hombre habló primero. En ruso.
—Yo no maté a su esposa —dijo.
La mujer —¿su esposa?— estaba sentada con las manos temblorosas sobre la falda. Yo no podía ni mirarla.
—Su nombre —dije, también en ruso.
—Vadim Berzin —replicó el hombre—. Ella es Vera. Vera Ivanovna Berzina. —Inclinó la cabeza hacia ella.
—Usted es "Victor" —dije.
—Lo era. Durante unos pocos días, me hice llamar así.
—¿Y quién es en realidad?
—Usted sabe quién soy.
¿Lo sabía? ¿Qué sabía yo de ese hombre en verdad?
— ¿Me esperaba usted? —pregunté.
Vera cerró los ojos, o mejor dicho, los hizo desaparecer dentro de las montañas de carne de su rostro. Yo había visto una cara así antes, me di cuenta, pero sólo en fotos o películas. El Hombre Elefante, esa poderosa película basada en la historia verdadera del famoso Hombre Elefante, el inglés John Merrick, terriblemente desfigurado por la neurofibromatosis, la enfermedad de von Recklinghausen. que puede causar tumores de piel y deformidades. ¿Era eso lo que tenía esa mujer?
—Sí —dijo el hombre, asintiendo.
—¿Y no tuvo miedo de dejarme entrar?
—Yo no maté a su esposa.
—No creo que se sorprenda si le digo que no le creo.
—No —dijo él, sonriendo con dolor—. No me sorprende. —Hizo una pausa y después dijo: —Puede matarme, o a los dos, eso es fácil. Puede matarnos ahora mismo si quiere. Pero, ¿por qué? ¿No prefiere escuchar lo que tengo que decirle?—Estamos viviendo aquí desde la desaparición de la Unión Soviética —dijo—. Compramos la entrada, como tantos otros camaradas de la KGB.
—¿Le pagaron al gobierno ruso?
—No, le pagamos a su CIA.
—¿Con qué? ¿Dólares ahorrados o qué?
—Ah, vamos. No importa cuántos dólares hubiéramos logrado reunir en esos años, no hubieran sido nada para la poderosa y rica Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. No necesitan nuestros viejos billetes de dólar. No, compramos la entrada con la misma moneda que otros agentes de la KGB...
—Ah, claro —dije—. Información, inteligencia robada de los archivos de la KGB. Como los demás. Me sorprende que tuviera compradores después de lo que hizo.
—Ah, sí —dijo Berzin, en tono sardónico—. Traté de atrapar a un joven funcionario de la CIA con el cual la KGB tenía una cuenta pendiente, ¿eh? Una historia sacada de un libro de texto... —No le contesté así que siguió adelante. —Yo aparezco pero el joven funcionario no está. Y por lo tanto... como la venganza no es selectiva, mato a su esposa y de paso hiero a otro hombre de la CIA. ¿Le parece correcta mi versión?
—Aproximadamente, sí.
—Ah, sí, sí, un buen cuento de hadas.
Yo había bajado la pistola mientras él hablaba, pero ahora la levanté de nuevo, lentamente. Creo que pocas cosas evocan la verdad tanto como una pistola cargada en manos de alguien que sabe cómo usarla.
Por primera vez oí la voz de la mujer. En realidad, no hablaba. Gritó en una clara voz de contralto:
—¡Déjelo hablar!
Yo la miré con rapidez, luego volví la vista hacia su esposo. No parecía asustado, al contrario: tenía una mirada casi divertida, como entretenida por la situación. Pero luego, su expresión se puso grave de pronto.
—La verdad es ésta —dijo—. Cuando llegué a su departamento, me abrió la puerta el hombre mayor, Thompson. Pero yo no sabía quién era.
—Eso es imposible...
—No. Yo nunca lo había visto y usted no me había dicho quién vendría. Por razones de seguridad, compartimentación de la información, supongo. Me dijo que tenía que verme, que quería empezar el interrogatorio inmediatamente. Estuve de acuerdo. Le dije lo del documento sobre URRACA.—¿Y ese documento es...?
—Una fuente en inteligencia estadounidense.
—¿Un topo soviético?
—No del todo. Una fuente. Uno de nosotros.
—¿Y el nombre en código es URRACA? —Usé la palabra rusa soroka que designa a ese pájaro.
—Sí.
—Entonces era un nombre en código de la KGB. —Había una larga lista de nombres en código de la KGB que coincidían con pájaros, y eran mucho más coloridos que nada que hubiéramos inventado nosotros.
—Sí, pero no un topo, no estrictamente. No un agente de penetración, más bien un agente que habíamos conseguido dar vuelta, poner de nuestro lado lo suficiente como para que nos fuera de utilidad.
—¿Y URRACA era...?
—URRACA, eso lo supimos después, era James Tobías Thompson. Ciertamente yo no tenía ni idea de que estaba dirigiéndome a la fuente en cuestión porque no conocía el nombre real: los archivos de la KGB están demasiado compartimentalizados. Y ahí estaba, hablando de un archivo que quería vender sobre una delicada operación soviética nada menos que con el agente sobre el que hablaba ese archivo, y él escuchaba con gran interés mientras yo trataba de venderle información que haría volar en pedazos su trabajo como doble agente.
—Dios —dije—. Toby.
—De pronto, se puso violento, este Thompson. Se arrojó sobre mí, me apuntó con una pistola, una con silenciador, y me exigió el documento. Bueno, yo no era tan estúpido y no lo había llevado, no antes de que hubiéramos hecho un trato. El me amenazó y le dije que no lo tenía conmigo. Y estaba a punto de matarme cuando de pronto nos dimos vuelta y vemos entrar a una mujer en la habitación. Una mujer hermosa en un camisón blanco... toda de blanco.
—Sí, Laura.
—Ella lo había oído todo. Lo que yo había dicho, lo que había dicho Thompson. Nos dijo que estaba dormida en la otra habitación, enferma, y que el ruido la había despertado. Después, todo es confuso. Yo aproveché la interrupción para ponerme de pie y tratar de escapar. Corrí, saqué mi revólver para protegerme pero antes de que pudiera sacarle el seguro, sentí que me estallaba la pierna. Thompson me había disparado, pero no me había matado, se le había desviado la puntería en el apuro y para entonces yo ya tenía el revólver afuera y le disparé en defensa propia. Y luego, salté hacia el vestíbulo,bajé un piso y me escapé.
Yo sentía que lo único que deseaba era hundirme en el suelo, taparme los ojos, buscar refugio en el sueño, pero necesitaba toda mi voluntad. En lugar de dejarme ir a la nada, me dejé caer en un gran sillón, volví a poner el seguro en su lugar y seguí escuchando en silencio.
—Y mientras corría por las escaleras —siguió diciendo Berzin—, oí otro disparo, y supe que Thompson se había matado o había matado a la mujer.
Los ojos de la muje.r desfigurada estaban cerrados desde hacía mucho. Hubo un largo, largo silencio. Oí el lejano rugido del tránsito, un camión, la risa de unos chicos.
Por fin, conseguí hablar.
—Una historia plausible —dije.
—Plausible —dijo Berzin—. Y real.
—Pero usted no tiene pruebas...
—¿No? ¿Examinó usted el cuerpo de su esposa?
No contesté. Ni siquiera había podido mirarla.
—Ah, claro —dijo Berzin, con amabilidad—. Entiendo. Pero si alguien con algo de experiencia en balística hubiera mirado las heridas, habría descubierto que el disparo había salido de un revólver perteneciente a James Tobias Thompson.
—Eso es fácil decirlo —dije—. Ahora sobre todo, cuando el cuerpo ha estado enterrado durante quince años.
—Tiene que haber registros, informes.
—Seguramente los hubo. —No seguí desarrollando la idea, pero la verdad era que yo no había tenido acceso a ellos.
—Entonces tengo algo que va a serle útil, y si me deja ir a buscarlo, eso saldará mi deuda con Harrison Sinclair. Su suegro, ¿verdad?
—¿Él fue el que lo sacó de Moscú?
—¿Qué otro hubiera tenido suficiente influencia?
—Pero, ¿por qué?
—Probablemente para que algún día pudiera contarle a usted esta historia. Está encima del televisor.
—¿Qué?
—Lo que quiero mostrarle. Darle. Ahí, sobre el televisor.
Volví la cabeza para mirar el televisor, que ahora había empezado a pasar MASH. Sobre la consola de madera había varias cosas: un busto de Lenin como el que se solía comprar en Moscú hace tiempo; un plato laqueado que parecía funcionar como cenicero; una pequeña colección de versos en ruso, publicada por los soviéticos y firmada por Aleksandr Blok y Anna Akhmatova.
—Está dentro del Lenin —dijo él con una mueca—. El tío Lenin.—Quédese ahí —dije, caminé hasta el televisor y levanté la pequeña cabeza de hierro hueco. La di vuelta. Había una etiqueta en la base. Decía BERIOZKA 4.31, es decir que la habían comprado en uno de los viejos negocios soviéticos para turistas por cuatro rublos y treinta y un copecs, una buena cantidad de dinero en sus tiempos.
—Adentro —dijo él.
Sacudí el busto y algo cambió de lugar dentro de él. Saqué una pelota de lo que parecía ser papel para borrador y luego salió algo pequeño y oblongo. Lo tomé entre las manos y lo miré.
Un microcasete.
Miré a Berzin como haciéndole una pregunta. El perro (que yo suponía atado en otra habitación) empezó a gemir a lo lejos.
—Su prueba —dijo él, como si eso explicara todo.
Cuando no le contesté, agregó:
—Yo llevaba un micrófono.
—¿En la calle Jacob?
Él asintió, satisfecho.
—Una cinta hecha en París hace quince años me compró la libertad.
—¿Y por qué mierda llevaba usted un micrófono? —Se me ocurría una razón, pero no tenía sentido. —No estaba desertando, ¿eh? Seguía trabajando para la KGB, ¿no? ¿Plantando información falsa?
—¡No! ¡Era para protegerme!
—¿Protegerse? ¿Contra quién? ¿Contra la gente que iba a ayudarlo a desertar? ¡Eso es ridículo!
—No... escuche... Era un micrograbador que me habían dado los de Lubyanka para "provocaciones", trampas, todo eso. Pero esa vez lo usé para protegerme. Para grabar las promesas, las seguridades, hasta las amenazas. Si no lo hacía, y después había un problema con todo eso, sería mi palabra contra la de ellos. Y yo sabía que si tenía un grabador, eso me ayudaría. ¿Qué más podía hacer? —Tomó la mano de su esposa, que estaba algo desfigurada pero no tanto como su cara. —Eso es para usted. Una grabación de mi encuentro con James Tobías Thompson. La prueba que usted quería.
Atónito, me acerqué a los dos, puse una silla muy cerca y me senté. No fue fácil con la mente en turbulencia, la cabeza en un remolino como la tenía en ese momento, pero incliné la cabeza y me concentré, hasta que me pareció que estaba oyendo algo, una sílaba ahí, otra allá, y después estuve seguro. Oía, sí. Había enfocado sus pensamientos desesperados, ansiosos, que casi me gritaban. Muy despacio, metódicamente, dije en ruso:
—Es muy importante para mí que usted me esté diciendo la verdad sobre esto... sobre mi esposa, sobre Thompson, sobre todo.
—Claro que estoy diciéndole la verdad —dijo él.
No le contesté. Escuché. La quietud de la habitación sólo se quebraba con los aullidos del perro pero luego algo entró en mi conciencia, con fuerza, claro:
¡Claro que digo la verdad!
Pero, ¿la decía? ¿Estaba pensando eso? ¿O estaba a punto de decirlo?... dos cosas muy diferentes por cierto. ¿Qué me había hecho creer que yo podía estar seguro de la verdad de otros?
Aferrado a la incertidumbre de ese momento, no estaba listo para lo que sucedió después.
Una voz de mujer, agradable y profunda. Pero no hablada.
La voz del pensamiento, calma y tranquila.
Me oye usted, ¿verdad?
Levanté la vista hacia la mujer. Ella tenía los ojos cerrados otra vez, desaparecidos en ese paisaje horrendo de tumores y valles. Su boquita pareció arquearse ligeramente hacia arriba hasta parecer algo semejante a una sonrisa, una sonrisa triste, sabia.
Pensé: Sí, la oigo.
Y la miré, y sonreí, y asentí.
Un momento de silencio, y luego oí: Usted me oye, pero yo no puedo oírlo. No tengo su habilidad. Tiene que hablarme en voz alta.
—La cinta... —empezó a decir Berzin, pero su esposa le puso una mano sobre los labios. El se calló, extrañado.
—Sí —dije—. Sí, la oigo. ¿Cómo lo sabe usted?
Ella siguió sonriendo, los ojos cerrados todavía.
Sé bastante sobre eso. Conozco los proyectos de James Tobías Thompson.
—¿Cómo? —pregunté.
Mientras mi esposo era funcionario en París, a mí me dejaron en Moscú. Siempre lo hacían... separar al marido de la esposa para dominarlos. Pero en mi caso, también era porque mi puesto era muy importante. Demasiado para que yo lo dejara. Fui secretaria principal de tres jefes sucesivos de la KGB. La que cuidaba la entrada de otros hacia ellos. Manejaba los papeles secretos, la correspondencia.
—¿Entonces fue usted la que encontró el archivo URRACA?
Sí, y muchos otros.
Berzin habló, sorprendido.
—¿Qué pasa aquí?Su esposa le dijo con dulzura:
—Vadim, por favor. Silencio, unos minutos. Después, te explico todo.
Y siguió, los pensamientos claros y comprensibles, tanto como su voz hablada.
Toda mi vida tuve esta enfermedad. La mano derecha señaló hacia la cara al pasar, un gesto leve. Pero a los cuarenta, me atacó la cara y pronto... pronto ya no fui... presentable... no podía ocupar un puesto tan visible. Los jefes y sus ayudantes no podían ni mirarme a la cara. Como usted. Me sacaron del trabajo. Pero antes de irme, me llevé un documento que por lo menos le daría a Vadim el pasaporte al Oeste. Y cuando él me visitó en Moscú, se lo di.
—Pero... ¿cómo... cómo supo usted de mí? —insistí.
No sabía. Lo supuse. Como secretaria, me enteré del programa que estaba desarrollando Thompson. No es que nadie en el Directorio Principal de los cuarteles generales de Yasenyevo creyera que era posible... Pero yo si lo creía. No sabía si él lo conseguiría, pero sabía que era posible. Lo que usted tiene es algo muy notable, muy especial.
—No —dije—. Es terrible.
Antes de que pudiera decir más, explicarle, ella pensó: El padre de su esposa nos sacó de Rusia. Fue bueno y generoso con nosotros. Pero teníamos más que esta cinta para ofrecerle.
Yo fruncí el ceño y dije, sin decirlo: ¿Qué?
Sus pensamientos siguieron fluyendo, claros, apasionados.
Este hombre, James Tobías Thompson, su mentor, URRACA. Siguió informando a Moscú. Lo sé, vi sus informes. Nos dice que hay gente dentro y fuera de la CIA que planea tomar el poder. Cooperan con los alemanes. Tiene que encontrarlo. Thompson se lo dirá. Lamenta lo que hizo. El le dirá...
Y entonces, de pronto, el aullido del perro se convirtió en un ladrido agudo, fuerte.
—Algo le pasa a Cazador —dijo Berzin—. Tengo que ir a ver...
—No —dije. El ladrido se hizo más fuerte, más rápido, más insistente.
—Algo malo le pasa, en serio —dijo Berzin.
El ladrido se convirtió de pronto en un aullido horrible, desgarrador, un grito que era casi humano, casi un chillido.
Y luego, un silencio terrible.
Me pareció oír algo, un pensamiento. Mi nombre, pensado con gran urgencia, desde algún lugar cercano.
Sabía que alguien acababa de asesinar brutalmente al perro.
Y que nosotros éramos los siguientes en su lista.
59
Es sorprendente, en realidad, lo rápido que uno piensa cuando la vida está en peligro. Tanto Vera como Vadim se aterrorizaron al oír el grito agónico, desgarrador, del perro, y luego Vera chilló y saltó del sillón y empezó a correr hacia el sonido.
—¡No! —le grité—. No se mueva, no, no... ¡Agáchese!
Confundida y aterrorizada, la pareja se abrazó, sacudiendo los brazos. La mujer empezó a gemir y el marido le gritó:
—¡Cállate!
Asustada, ella se calló e inmediatamente hubo un silencio amenazador y extraño en el departamento. Un silencio absoluto en el cual yo sabía que una persona... o varias... se movían sigilosamente. Yo no conocía el plano del departamento, pero podía suponerlo: estaba en el primer piso y seguramente habría una salida de incendios en la parte trasera, hacia la cocina, donde habían atado al perro. Y por ahí habían entrado los invasores.
Los invasores: ¿quiénes?
Mis pensamientos corrían en mi cabeza: ¿Quién sabía que yo estaba allí? No había transmisor para guiar a mis perseguidores y no me habían seguido. Toby Thompson... Truslow... ¿acaso trabajaban juntos? ¿O uno contra el otro?
¿Habrían estado vigilando a esa pareja de rusos? ¿Era posible que alguien con excelente acceso a los secretos de la Agencia —y esa frase describía perfectamente a Thompson y a Truslow— supiera algo sobre el trato que había hecho el padre de Molly con ese matrimonio? Sí, ciertamente era posible. Y sabían que yo estaba en París; por lo tanto era natural que intensificaran una vigilancia que antes tal vez estaba casi inactiva...
Esos pensamientos me pasaron por la cabeza en menos de un segundo pero en esa pausa vi que los Berzin corrían, o rengueaban, hacia el vestíbulo, seguramente hacia la cocina. ¡Tontos! ¿Qué hacían? ¿En qué estaban pensando, por Dios?
—¡No! Vengan aquí —grité casi, pero ya habían llegado al umbral, frenéticos y enloquecidos como ciervos asustados, sin pensar, sin reflexionar. Yo me arrojé tras ellos para hacerlos retroceder, sacarlos de en medio y poder moverme otra vez sin el miedo que me causaba su seguridad. Mientras me movía, vi una sombra en el pasillo, la silueta de un hombre. —¡Abajo! —grité pero en ese instante se oyó el silbido torvo de una automática con silenciador y tanto Vadim como Vera empezaron a caer hacia adelante y luego a un costado en una especie de ballet grotesco, como árboles caídos, antiguos árboles que han sido serruchados en la base. El único sonido fue un gemido bajo, profundo, que emanó del viejo mientras se derrumbaba en el piso.
Me quedé inmóvil, disparé sin pensar una serie de tiros hacia la oscuridad del pasillo. Hubo un grito, un alarido de dolor que parecía indicar que le había dado a alguien y luego varias voces masculinas que se hablaban. Me devolvieron los disparos y la puerta se quebró. Una bala me rozó el hombro, otra dio en el televisor y lo hizo estallar en mil pedazos. Yo salté hacia adelante, tomé la manija de la puerta y caí contra ella, cerrando la puerta que daba al comedor y girando la llave al mismo tiempo.
¿Para qué? ¿Para quedar atrapado en esa habitación? ¡Piensa, mierda!
La única salida era por el hall, donde estaban el asesino o los asesinos. Eso no tenía sentido, pero ahora, ¿qué haría?
No tenía tiempo para pensar, apenas tenía tiempo para reaccionar, pero me había metido en un lugar traicionero y mientras hacía cálculos desesperados, me dispararon una andanada de tiros desde la puerta, a través de la puerta, que era de madera gruesa.
¿Adonde ir?
¡Por Dios, Ben, muévete!
Giré en redondo, vi la silla de madera donde había estado sentado unos minutos antes y la arrojé contra la ventana. La ventana se sacudió y se quebró. Corrí hacia ella, arranqué la silla que había quedado atrapada entre las persianas y la use para sacar los vidrios que quedaban.
Otra andanada de balas detrás; alguien sacudió la manija de la puerta; luego, más disparos.
Y justo cuando se abría la puerta, salté, sin mirar, desde la ventana del primer piso hacia la calle.
Doblé las piernas para protegerme del impacto, los brazos extendidos para esconder la cabeza.
Me daba la impresión de que me estaba moviendo en cámara lenta. El tiempo se había detenido. Me vi caer, como si estuviera mirando una película, me vi doblar las piernas, vi la calle que se me acercaba, arbustos y cemento y peatones y...
Y en un instante sentí el golpe contra la vereda, un golpe doloroso, terrible: había aterrizado sobre las plantas de los pies y luego había rebotado hacia adelante, casi en un salto mortal, los brazos extendidos para recuperar el equilibrio.
Estaba lastimado y me dolía mucho. Pero estaba vivo, gracias a Dios, y podía moverme y mientras oía el silbido de las balas desde arriba, me arrojé a un costado tratando de no sentir el dolor de los pies, los tobillos y las pantorrillas. Corrí hacia Les Halles con una velocidad que no sabía que tenía. A mi alrededor los peatones gritaban y chillaban, algunos me señalaban, otros se corrían para dejarme pasar, pero yo sabía que lo único que podía salvarme era la multitud, las multitudes me esconderían y harían más lento el progreso de mis perseguidores. ¿Pero había perseguidores? ¿O los había eludido totalmente? ¿Estaban arriba todavía, en el departamento que había pertenecido a los rusos? ¿O en...?
No todos habían estado arriba. No. Eché una mirada y vi a varios hombres en trajes oscuros, y a varios más en trajes de calle comunes, que corrían hacia mí, las caras duras en muecas de determinación. Zigzagueé alrededor de una montaña de ladrillos y, de pronto, algo me llamó la atención...
¡Tírales los ladrillos, carajo!
Pero había algo más efectivo. Tenía una pistola confiable, buena, con tal vez diez o doce cartuchos en ella y me di vuelta y disparé un tiro, tratando de no herir a nadie inocente y vi a uno de los hombres en traje negro agacharse. Ahora quedaba uno. Yo seguí corriendo, giré por la calle Pierre-Lescot, pasé junto a un quiosco, un bar, una panadería, esquivando las multitudes de la hora pico. Me había convertido en un blanco muy móvil, muy difícil; un mal blanco para mi perseguidor... si es que era uno solo.
Tendría que detenerse para apuntarme con alguna posibilidad de éxito o seguir corriendo lo más rápido que podía y, al parecer, mi estrategia estaba funcionando: decidió correr, tratar de atraparme. Lo oí jadear detrás de mí. Ahora éramos él y yo, el mundo se había encogido hasta convertirse en dos personas, vida o muerte, sin gente, sin peatones, sólo el hombre del traje negro y los anteojos oscuros que me perseguía, que me iba ganando terreno, y yo, que corría como no había corrido en toda mi vida. Intentaba no escuchar la sirena del dolor, no ver las señales de peligro y el cuerpo me castigaba por eso. Y mientras corría, empecé a sentir terribles calambres en el abdomen y en los costados. Apenas podía seguir. El cuerpo, sin entrenamiento durante años de ley, me pedía que me detuviera, que me rindiera. ¿Qué podrían querer de mí ahora? ¿Información? ¡Dásela! Tal vez no querían hacerle daño a alguien valioso como yo, con mi habilidad mental...
Justo adelante vi la forma moderna de Les Halles y mientras corría hacia allí —¿por qué?, ¿cuál era la meta?, ¿era que quería terminar en el agotamiento completo o qué?—, mi cuerpo seguía en guerra con mi mente. Mi pobre cuerpo, sacudido por el dolor de punta a punta, retorcido y desesperado, luchando contra mi resolución, rogándome y distrayéndome, luego razonando con aparente calma: Entrégate, no te van a hacer nada, no te van a hacer nada. Ni a ti ni a Molly, lo único que quieren es que les digas que no dirás nada, y tal vez no te crean, pero si te entregas, podrás descansar un momento, jugar con ellos, distraerlos, sálvate, entrégate...
Los pasos tronaban detrás de mí. De pronto me encontré en algún tipo de nivel inferior con un garaje para estacionamiento al final del cual había una puerta marcada con una señal roja: SORTIE DE SECOURS, decía y PASSAGE INTERDIT. La abrí, pasé y la cerré. Cedió con un gruñido metálico y me encontré en una escalera que olía a basura. Un tacho grande, repleto, se alzaba contra la puerta.
Era de aluminio, demasiado liviano para servir como obstrucción segura.
Algo golpeó contra la puerta del otro lado. Un pie tal vez, o un hombro, pero la puerta no cedió. Desesperado, volqué el gran tacho en el suelo. Era basura común... nada, nada, excepto la mitad oxidada de un par de tijeras. Tal vez sirviera, valía la pena intentarlo...
Otro golpe contra la puerta y esta vez el metal se abrió en parte, una línea de luz brilló sobre la escalera y luego desapareció. Yo me agaché, tomé el hierro oxidado y lo metí del otro lado de la puerta, en la bisagra de la puerta.
La puerta volvió a tronar, pero esta vez no pasó la luz: nada, ni un movimiento. Mientras la tijera durara, la puerta estaba segura.
Salté por las escaleras que me llevaron directamente a un corredor que pronto terminó en un gran pasillo lleno de gente.
¿Dónde estaba? En una estación, la estación del Metro, sí, eso. Chatelet Les Halles. La más grande del mundo. Un laberinto. Ahora tenía muchas direcciones para elegir, muchas para perderlo si mi cuerpo me acompañaba y me dejaba seguir adelante.
Y entonces supe qué debía hacer.
60
Quince años antes, soy joven, más joven, acabo de graduarme en el Campo Peary de la CIA y estoy en París, con un nuevo puesto, "fresquito todavía" como dice mi amigo y jefe James Tobías Thompson III. Laura y yo llegamos a París esta mañana después de un vuelo de TWA desde Washington, y estoy agotado. Laura está dormida en nuestro departamento desierto de la calle Jacob; yo estoy medio dormido, sentado allí en la oficina de Thompson en el Consulado de los Estados Unidos en la calle St. Florentin.
Me gusta ese tipo; parece que yo le gusto a él. Es un buen comienzo para una carrera sobre la que tengo muchas dudas a veces. La mayor parte de los agentes de campo odian instantáneamente a sus superiores, que los tratan como lo que son, jóvenes, inexpertos y poco confiables.
—Me llamo Toby —dice él—. O los dos nos llamamos por el apellido, y entonces eres Ellison y yo tengo que actuar como un asqueroso sargento de la Marina, o somos colegas. —Y luego, antes de que pueda contestarle, me tira una montaña de libros.
—Memorízalos —dice—. A todos.
Algunos son guías de turismo (Plan de París par Arrondissement: Nomenclature des rúes avec la station du Metro la plus proche) y otros, publicaciones de la Agencia para uso interno (mapas y planos detallados y secretos de la ciudad y el Metro, listas de lugares diplomáticos y militares en la ciudad, rutas de escape en tren y en auto para casos de peligro).
—Espero que sea una broma —digo.
—¿Te parece que tengo cara de estar bromeando?
—No conozco tu sentido del humor.
—No tengo ninguno. —Esto dicho con un gesto apenas suficiente como para sugerir lo contrario. —Tienes memoria fotográfica. Eres capaz de retener más que todos los libros que tengo arriba.
Nos reímos. El tiene el cabello negro, y es demasiado alto y flaco, joven en apariencia.—Algún día, amigo, esta información te puede venir muy bien —dice.
Algún día, Toby, pienso ahora, con los ojos sobre la enorme estación mientras trato de orientarme. Hacía muchos años que había estado allí. Nunca se te hubiera ocurrido que la información pudiera venirme bien para defenderme de ti, ¿eh?
Físicamente, yo era una ruina. Aunque los brazos me dolían mucho menos, todavía estaban vendados; me ardían las piernas, los pies y los tobillos y sentía dolores en espiral sobre el resto del cuerpo como si me hubieran metido fuegos artificiales para festejar en mi interior el Día de la Independencia.
Chatelet Les Halles. Con cuarenta mil metros cuadrados, es la estación de subtes más grande del mundo. Gracias, Toby. Sí que me sirve. Ah, yo y mi vieja y querida memoria fotográfica.
Miré detrás de mí, no vi nada pero no me permití experimentar una sensación de alivio que tal vez me llevara a la inacción. Sin duda él me había seguido por las escaleras y apenas se había detenido un momento frente a la fuerza de ese hierro oxidado que en cualquier momento se rompería.
Cuando alguien nos está persiguiendo, lo peor que se puede hacer es ceder a antiguos instintos atávicos de la humanidad como el de pelea-o-huida que salvaba las vidas de nuestros antepasados en las cavernas. Los instintos son fáciles de predecir y lo que es fácil de predecir se transforma en nuestro enemigo.
Lo que hay que hacer es ponerse en el lugar del oponente, calcular cómo piensa uno que él está pensando, aunque eso suponga darle más mérito por su inteligencia del que probablemente se merece.
¿Qué haría él?
Si la puerta no cedía, buscaría otra entrada alternativa. Sin duda encontraría una. Entraría en la estación, trataría de pensar en lo que yo estaba pensando, decidir si yo preferiría volver a la calle —no, demasiado arriesgado— o si trataría de perderme en el laberinto de corredores (una buena posibilidad) o de poner la mayor distancia posible entre él y yo y subir al primer tren (una posibilidad todavía mejor).
Y entonces, calculando, eliminaría la mejor posibilidad (la mejor, y por lo tanto la más obvia) y me buscaría en la maraña de corredores. En cualquier lugar menos en una plataforma de subte.
Yo revisé la multitud. Una adolescente de cabello lacio cantaba en un acento francés una canción inglesa, tratando de imitar a Edith Piaf (sin conseguirlo); el fondo era sintetizado, cuerdas crecientes y obligados angelicales que emanaban de una máquina Casio. La gente le tiraba monedas en la chaqueta extendida en el suelo, sobre todo por lástima, supongo.
Todo el mundo parecía moverse con decisión hacia alguna parte. Por lo que veía, nadie me estaba siguiendo.
¿Adonde estaba el hombre?
La estación era un montón impresionante de señales de correspondances, en color naranja, y carteles azules de sortie, con trenes que iban hacia una docena de direcciones: Pont de Neuilly, Créteil-Préfecture, Saint-Rémy Les Chevreuse, Porte D'Orléans, Cháteau de Vincennes... Y no sólo los subtes comunes, también el RER, el Réseau Express Regional, el tren rápido que va hacia los suburbios de París. Un lugar enorme, infinito, confuso, cosa que me vino bien.
Durante unos segundos, por lo menos.
Me alejé en la dirección que mi perseguidor consideraría más obvia, y por lo tanto, tal vez, menos probable: caminé con el flujo más grande de gente, Direction Château de Vincennes y Port de Neuilly.
A la derecha de una larga fila de molinetes había un área marcada como PASSAGE INTERDIT acordonada con una cadena. Corrí hacia ella y salté. Una larga línea de gente que tenía entre las manos copias del Pariscope se arremolinaba junto a una ventanilla que vendía entradas de teatro a mitad de precio {Ticket Kiosque Theater: "Les places du jour à moitié prix"), junto a una estatua de bronce de un hombre y una mujer, los dos artísticamente deformados, inclinados uno hacia el otro. Pasé volando junto a una salida hacia el Centro Pompidou y el Forum des Halles, junto a un grupo de tres policías equipados con transmisores y revólveres, que me miraron con sospechas.
Dos de ellos empezaron a correr tras de mí.
Yo me detuve abruptamente junto a una fila de altas puertas neumáticas, que no podía atravesar.
Pero por esa razón, Dios inventó la Sortie de Sécours, la entrada de seguridad para funcionarios solamente, hacia la cual giré. Luego, para alarma de un grupo de trabajadores del Metro, la atravesé a la carrera.
Los gritos crecían detrás de mí. Se oyó un silbato agudo.
Una confusión de pasos apresurados.
Pasé frente a un negocio de medias, luego una florería ("Promotion — 10 tulipes 35F").
Ahora llegué a un corredor muy largo a través del cual se movían una serie de cintas mecánicas —"transportadores", creo que los llaman— que llevaban peatones en dos direcciones, inclinándose gradualmente, en lugar de transportarlos por una escalera mecánica común. Entre las dos había una banda de metal muy estrecha en movimiento.
Miré a mi alrededor y vi que los oficiales de seguridad del Metro que me perseguían estaban acompañados ahora por una figura solitaria en traje oscuro que corría muy por delante de ellos y se me acercaba a toda velocidad. Yo estaba contra un grupo de gente que no se movía y dejaba que los transportadores hicieran todo el trabajo.
El hombre del traje oscuro. El que yo quería perder.
Ahora que estaba más cerca, me volví para calcular la distancia que nos separaba y de pronto me di cuenta de que había visto su cara en otra parte.
Los anteojos pesados apenas lograban ocultar los círculos amarillos que le rodeaban los ojos. Ya no tenía el sombrero que le había visto en las afueras del departamento y ahora era fácil verle el pelo rubio pálido, aplastado contra la cabeza. Flaco, blanco, los labios estrechos.
En la calle Malborough de Boston.
En las puertas del banco de Zúrich.
El mismo hombre, de eso no había duda alguna. Un hombre que seguramente sabía mucho sobre mí.
Y que ya no se preocupaba por ocultar su identidad, no demasiado.
No le importaba que yo lo reconociera.
Quería que lo reconociera.
Me retorcí para pasar entre la gente, empujándolos con el codo y salté a la banda entre los dos transportadores.
Me di cuenta de que cada tantos metros, la superficie de metal estaba interrumpida por hojas de acero pensadas para que correr fuera muy difícil. Y yo, desgraciadamente, pensaba hacer exactamente eso, pensaba correr.
Era difícil, sí, y me tropecé varias veces, pero no era imposible.
¿Cómo lo había llamado la mujer de Zúrich?
Max.
"De acuerdo, viejo amigo," pensé. "Ven a buscarme, Max. No sé lo que quieres, pero ven a buscarlo."
"Inténtalo."
61
Corrí sin pensar.
A lo largo de la banda de metal, hacia arriba. Alrededor de mí oía gritos y jadeos y alaridos de sorpresa —¿Quién es ese loco? ¿Qué es, un delincuente? ¿De qué se escapa?—. La respuesta era obvia para cualquiera que mirara hacia atrás y viera a los oficiales uniformados que nacían sonar los silbatos como en una versión francesa de Chips, mientras corrían en zigzag en medio de la multitud.
Y ahora, sin duda para sorpresa de los que miraban, había no uno sino dos hombres en la banda de metal, y uno de ellos trataba desesperadamente de eludir al otro.
Max. El asesino.
Casi sin pensar en lo que estaba haciendo, salté hacia el transportador opuesto, el que iba hacia el otro lado, me sostuve un segundo en equilibrio precario y luego salté sobre el costado transparente, unos tres metros hacia abajo, hasta la escalera que corría a un costado. Bajé corriendo. No podía arriesgarme a mirar hacia atrás ni medio segundo, ni a perder el paso, así que corrí todo lo que daban mis pobres tobillos, ahogado por el martilleo fuerte, permanente del corazón, la respiración dolorosa y corta de los pulmones. Allá, adelante, sobre las escaleras, había un cartel azul: DIRECTION PONT DE NEUILLY.
Una señal. Yo era un galgo corriendo detrás de un conejo; un prisionero que escapa de la cárcel. En mi cabeza afiebrada era cualquier cosa, cualquier cosa que me inspirara, que me sostuviera sobre mis pies a pesar del dolor, de los gritos de mi cuerpo, cualquier cosa que bloqueara el ruido de la sirena que hacían sonar mis células: Date por vencido, Ben. No te van a lastimar. No puedes escaparte, estás atrapado, ¿no te das cuenta? No vas a ganarles, son más; va a ser más fácil si te das por vencido.
No.
Claro que va a "lastimarte", me contesté en mi extraño y maníaco diálogo interno. Hará lo que tenga que hacer.
Una escalera mecánica estrecha se alzó frente a mí de pronto.¿Dónde estaban los perseguidores?
Me permití echar una mirada rápida hacia atrás, una contorsión de la cabeza, antes de subir las escaleras mecánicas.
Los policías del subte, los tres —¿habían sido tres?— se habían dado por vencidos. Seguramente después de llamar por radio a algún otro en otro sector de la estación para que me sorprendieran más adelante.
Quedaba uno.
Mi viejo amigo, Max.
Él no se rendía, ah, no. No el viejo Max. El seguía corriendo por la banda de metal, una figura solitaria y enroscada que se me acercaba, que aceleraba...
Al final de la escalera mecánica había un descansillo y a la derecha una escalera mecánica más con el cartel SORTIE RUÉ DE RIVOLI ¿Entonces? ¿Qué? ¿A la calle o a la plataforma de trenes?
Elige lo que conoces mejor.
Durante un segundo, dudé, y luego me arrojé hacia adelante, hacia la plataforma, donde las multitudes entraban y salían de las puertas abiertas.
Tal vez le llevaba dos segundos, no más, es decir que él también se detendría en el descansillo y si yo tenía mala suerte, me vería en la plataforma, un buen blanco, ya no tan móvil.
Sigue.
Hubo una señal electrónica: el tren estaba a punto de salir. De pronto, supe que no lo lograría. Corrí una vez más, desesperado, hacia la puerta más cercana pero todas se cerraron con un golpe final cuando yo todavía estaba a veinte metros por lo menos.
Y cuando el tren arrancó, oí a Max que entraba en la plataforma. Salté como loco —hacia el tren en movimiento— y me tomé del exterior con la mano derecha.
Una manija.
Gracias a Dios.
Luego mi mano izquierda encontró otra mientras el tren me llevaba lejos de la plataforma, dejando a Chatelet y a Max atrás. Apreté el cuerpo contra el tren y me di cuenta de que, en realidad, no había sido una suerte sino una idea terrible, un error espantoso. Me di cuenta de que estaba a punto de morir.
Con los ojos desorbitados, vi lo que se me acercaba cuando la primera parte del tren entró en el túnel a toda velocidad.
Un gran espejo salía de la pared en la entrada del pasaje oscuro.
El tren lo rozaba casi, dejando apenas unos centímetros entre el costado y el metal brillante. Ese espejo me partiría el cuerpo en dos, limpiamente, como un cuchillo que se hunde en un pedazo de queso fresco.
Un vestigio de lógica se levantó de pronto en mi cerebro febril y cansado: ¿Qué mierda crees que estás haciendo? ¿Qué locura es ésta? ¿Vas a seguir en el tren, para que te aplasten como a un insecto contra las paredes de piedra? ¿ Vas a dejar que el tren te haga lo que Max no pudo hacerte?
Oí un grito sordo. Era mío. Se me había escapado de los pulmones involuntariamente y, justo cuando el gran disco de metal se me acercaba para decapitarme, me solté y me dejé caer al final de la plataforma fría, dura.
Apenas oía los disparos a mi alrededor. Estaba en otro mundo, uno casi alucinatorio, una tierra de miedo y adrenalina. Pegué contra el suelo, me golpeé la cabeza y los hombros y se me llenaron los ojos de lágrimas. El dolor era indescriptible, blanco y caliente y cegador, brillante hasta la locura, lo llenaba todo.
PASSAGE INTERDIT AU PUBLIC — DANGER.
Un cartel amarillo sobre mi cabeza penetró la niebla de mi aturdimiento.
Podía quedarme ahí y rendirme y eso sería todo.
O —si el cuerpo me lo permitía— podía lanzarme hacia adelante, hacia el cartel brillante y amarillo, hacia la boca del túnel y... ¿acaso había alguna posibilidad de elección?
Algo en mí, alguna reserva de fortaleza ignota y sorprendente, se abrió de pronto y la adrenalina entró a raudales en mi sangre y me tambaleé hacia adelante, hacia los escalones de cemento que desaparecían en la oscuridad. El cartel estaba inclinado y lo sacudí al pasar, casi bajé cayéndome la escalera y entré en la oscuridad fría y húmeda, siguiendo al tren que acababa de partir.
Había un sendero.
Claro que sí, tenía que haberlo, ¿no?
La passerelle de sécurité. Para el equipo de reparación del Metro, para los casos en que había que seguir trabajando en horario de funcionamiento de trenes.
Mientras corría —no, en realidad estaba rengueando— por el sendero, oí un sonido detrás, un sonido neumático de frenos, el chillido leve de metal, el ruido de otro tren que llegaba a la plataforma que el anterior acababa de abandonar.
Un tren que se me venía encima.
Pero el lugar era seguro, tenía que serlo. Yo estaba seguro, ¿verdad?
No. El sendero era estrecho, demasiado estrecho: mi cuerpo quedaría demasiado cerca del tren, eso me pareció evidente a pesar del estado de intoxicación de adrenalina en que me encontraba. Y seguramente, mi perseguidor no seria tan suicida; sabría que yo era hombre muerto allí dentro, tendría el sentido común suficiente como para dejarme ir al túnel, solo, hacia una muerte inevitable. Pero justo en ese momento, oí algo, un pensamiento, y supe que tenía compañía.
Me volví un instante. El estaba en el túnel conmigo.
Estoy impresionado, Max.
Ahora somos dos los que vamos a morir.
Y desde una distancia muy larga oí los timbres que anunciaban la partida del tren, el sonido de las puertas que se cerraban y me quedé quieto en el túnel mientras el tren empezaba a moverse hacia mí.
Sentí algo parecido al vértigo. Una picazón en la nuca. Mis células nerviosas, todas, saltaban con un mensaje químico de miedo...
corre corre corre corre
... pero yo dominé el instinto, me achaté contra la pared del túnel mientras sentía el viento que formaba la llegada del tren a mi alrededor, y no pude dejar de cerrar los ojos cuando la piel de acero, ese borrón horrendo, me pasó tan cerca que me pareció sentirla contra la mía.
Venía y venía y seguía viniendo.
Abrí los ojos.
Y con el rabillo, vi que Max —apenas diez metros más atrás— había hecho lo mismo. Se había aplastado contra la pared del túnel.
Una luz fluorescente lo iluminaba estroboscópicamente desde arriba con un reflejo amarillo verdoso, enfermizo.
Pero había una diferencia.
Él no tenía los ojos cerrados. Miraba directamente hacia adelante. Y no con miedo, ah, no, miraba con concentración.
Y había otra.
No estaba quieto del todo.
Se deslizaba hacia mí con mucho cuidado.
Se me acercaba.
62
Él se me acercaba y el tren seguía pasando. Parecía el tren más largo del mundo.
Yo sentía como si el tiempo se hubiera congelado y yo estuviera de pie ahí, en el centro de un tornado, justo en el ojo ciego del remolino. Me deslicé para alejarme de él, hacia adelante, hacia adentro, y entonces vi algo adelante. Una entrada en la pared, iluminada por un foco fluorescente. Un nicho. Si lograba...
Y unos metros más allá sí, ahí estaba por fin, la seguridad. Un poco más de esfuerzo, un poco de movimiento tipo cangrejo contra la pared, junto a la horrenda corriente de aire, vidrio y acero y manijas, que corría a menos de diez centímetros de mi cara.
Y ahora estaba ahí, en el nicho, a salvo.
Ningún otro sistema de transporte subterráneo del mundo tiene ese sistema de pasadizos y nichos, me acordé de pronto. Vi en la mente la página enteca, los gráficos, los diagramas. Hay un nicho cada diez metros... Entre las estaciones hay un promedio de seiscientos metros de senderos... Doscientos kilómetros de caminos internos componen las rutas regulares entre estaciones en el Metro de París... El tercer riel es extremadamente peligroso, cargado con 750 voltios de electricidad.
El nicho tenía un metro de profundidad.
Cómodo, sin duda.
Ahora podía sacar la pistola, soltar el seguro, prepararme, tender la mano fuera del nicho y disparar.
Gol.
Sí, le había dado. Hizo una mueca de dolor y se me acercó más...
...y justo al final del tren que pasaba como un trueno, cayó hacia adelante sobre las vías. Pero no estaba herido seriamente, eso fue evidente por la forma en que trató de detener la caída, con las piernas dobladas.
El tren se había ido. Ahora éramos sólo nosotros en el túnel.Él se paró entre las dos vías. Yo me encogí en la cueva. Retrocedí para no quedar en la línea de fuego, pero él saltó hacia adelante, con la pistola extendida, y disparó.
Sentí una punzada de dolor en la pierna. Me había dado.
Una vez más disparé y oí sólo el clic chiquito, chato, inocuo, ese sonido hueco, enfermizo que me decía que la cápsula estaba vacía. Volver a cargar era imposible. No tenía más cargadores listos.
Y entonces hice lo único que podía hacer: con un grito estremecedor, salté hacia adelante, hacia el asesino. Apenas vi su expresión un instante y ya lo tenía en el suelo: una mirada ausente, desinteresada, ¿o de incredulidad? En ese intervalo de menos de un segundo, trató de apuntarme, pero incluso antes de que pudiera levantar la pistola, caímos los dos al suelo, la espalda de él contra el acero de las vías y las piedras y oí que la pistola caía con un crujido un poco más allá.
Él se levantó con una fuerza increíble pero yo tenía dos ventajas, la sorpresa y la posición —le había aprisionado los brazos y las piernas—, y lo empujé hacia atrás mientras le ponía una mano en la garganta.
Él gruñó, trató de levantarse de nuevo y luego habló por primera vez, apenas unas palabras en un acento extranjero muy notable... ¿alemán tal vez?
—Inútil... —gruñó pero yo no estaba interesado en sus palabras, lo único que me importaba era lo que pasaba en su mente, pero claro que no podía concentrarme lo suficiente, no era momento para eso, así que lo golpeé en el pecho.
Allá atrás, hacia la plataforma, a unos cuarenta metros, había un brillo de luz.
Y entonces oí unas frases en lenguaje pensado, frases que parecían llegar con una urgencia extraña, fuertes y sin embargo no del todo claras. Puedes matarme, pensaba él en alemán. SÍ, si quieres puedes matarme, pero habrá otro esperando para tomar mi lugar. Y después otro...
...un segundo apenas, dejé de sostenerlo con fuerza. Los pensamientos me habían sorprendido. Él se levantó de nuevo y esta vez lo logró, y yo caí hacia atrás y mis zapatos resbalaron sobre las piedras como en un charco de grasa. Mi mano derecha salió volando hacia la pared pero no había nada de qué aferrarse excepto el aire y más allá...
750 voltios.
...mis dedos pasaron tan cerca del acero duro, frío, del tercer riel que casi perdí el aliento, pero logré retirarlos justo a tiempo, a tiempo para ver cómo Max se lanzaba por el aire hacia mí.
Busqué el arma, pero no la encontré.Con un salto brusco, me levanté, lo golpeé en la cintura y lo mandé volando sobre mi hombro hacia el tercer riel electrificado justo en el momento en que llegaba el tren, ensordecedor, increíblemente ruidoso. Vi cómo le temblaban las piernas con la electricidad un segundo antes de que el tren le cayera encima con la bocina a todo volumen, y Dios, Dios, yo no podía creer lo que veía, las piernas temblando todavía, pero ahora esas piernas estaban solas, terminadas en muslos y la parte inferior del cuerpo era apenas dos muñones partidos en la cintura, un pedazo de carne humana todavía en movimiento.
Del otro lado, llegó el aullido de otro tren. En una calma glacial, completa, trepé hacia el sendero y la seguridad del nicho. El tren llegó y yo me apoyé contra la pared. Cuando terminó de pasar, salí del túnel sin mirar hacia atrás.
63
La aldea de Mont-Tremblant era una pequeña colonia de edificios: un par de restaurantes franceses tipo campo, un supermercado Bonichoix y un hotel con frente verde y galería, extraño y fuera de lugar, que parecía un modelo a escala de uno de los grandes hoteles de Monte Carlo. Por encima de todo eso, flotaban las montañas Laurentian de Quebec, verdes y hermosas.
Molly y yo habíamos llegado en vuelos separados a Montreal. Tomamos una combinación de vuelos en dos aeropuertos diferentes de París y en líneas aéreas comerciales distintas. Ella hacia Mirabel vía Frankfurt y Bruselas y yo hacia Dorval vía Luxemburgo y Copenhague.
Yo había usado varias técnicas estándar para asegurarme de que nadie nos siguiera. Usamos los pasaportes canadienses que nos había dado mi contacto francés en Pigalle. Los dos pares de pasaportes estadounidenses —a nombre del señor y la señora Crowell y del señor y la señora Brewer— todavía estaban vírgenes y podríamos utilizarlos en cualquier emergencia. Habíamos decidido usar aeropuertos diferentes: Molly, el Charles de Gaulle y yo, el de Orly. Y sobre todo, habíamos volado en primera clase y en compañías europeas —Aer Lingus, Lufthansa, Sabena y Air France—. Las aerolíneas europeas todavía tratan a los pasajeros de primera clase como si fueran personas importantes, a diferencia de las estadounidenses que dan a sus clientes de primera un asiento mejor, un trago gratis y eso es todo. Si uno es un personaje importante, el asiento se guarda hasta último momento; generalmente lo consideran tomado apenas el pasajero muestra el pasaje aunque después no aborde. En cada vuelo del viaje, abordamos siempre a último momento, es decir que la revisión de nuestros pasaportes fue siempre de apenas un segundo.
Aunque habíamos volado dando un gran rodeo, pudimos aterrizar milagrosamente a dos horas y media de diferencia uno del otro.
Yo ya había alquilado un auto en Avis, luego recogí a Molly y empezamos nuestro viaje de 130 kilómetros por la carretera 15, hacia el norte. La autopista podía haber sido cualquiera de las tantas autopistas del mundo, y la zona industrial y suburbana, la de las afueras de Milán o Roma o París o Boston. Pero para cuando la 15 se convirtió en la 117 —la Autoroute des Laurentides—, el camino ancho, bien pavimentado, corría ya como un corte elegante entre las altas y hermosas montañas Laurentian, a través de Sainte-Agathe-des-Monts y después Saint- Jovite.
Y ahí estábamos ahora, frente a nuestros platos de escargots Florentine y trucha, como un par de boxeadores aturdidos, sin hablar. Tampoco habíamos hablado en el camino.
En parte era porque los dos estábamos realmente exhaustos y maltratados por los vuelos. Pero además el silencio era porque habíamos pasado por tanto en los últimos días, solos y juntos, que no había mucho de qué hablar.
Habíamos cruzado del otro lado del espejo: el mundo se ponía más y más y más extraño. El padre de Molly era una víctima, luego un villano, y... ahora, ¿qué? Toby había sido una víctima, luego un salvador, después un villano... y ahora, ¿qué?
Y Alex Truslow, mi amigo y confidente, el cruzado y nuevo director de la CIA, era en realidad el líder de una facción que durante años se había aprovechado ilegalmente de los conocimientos de la Agencia.
Un asesino cuyo nombre en código era Max había tratado de matarme en Boston y en Zúrich y en París.
¿Quién era, en realidad?
La respuesta me había llegado en los últimos momentos sorprendentes de mi habilidad telepática, mientras el asesino y yo luchábamos sobre las vías del Metro de París. Con un último esfuerzo de concentración, me había puesto en posición y había leído sus pensamientos.
—¿Quién eres tú? —le había preguntado.
Su verdadero nombre era Johannes Hesse. "Max" era sólo el nombre en código.
—¿Quién te paga?
Alex Truslow.
—¿Por qué?
Un contrato.
—¿ Y quién es la víctima?
Sus empleadores no lo sabían. Lo único que sabían era que la supuesta víctima era el testigo sorpresa del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia.
Mañana.
¿Quién era? ¿Quién podía ser? Quedaban veinticuatro horas apenas. ¿Quién era?
Así que mientras estábamos allí, en ese lugar remoto y solitario de Quebec, ¿qué esperábamos encontrar? ¿Un árbol hueco con documentos? ¿Una lámpara con un microfilm adentro?
Yo tenía mis teorías, teorías que lo explicaban casi todo, pero la pieza final del rompecabezas aún no había aparecido. Y estaba convencido de que íbamos a encontrarla enterrada en una vieja casa sobre las orillas de Lac Tremblant.
El registro de propiedades de la aldea de Mont-Tremblant estaba en la ciudad de St.-Jerome, que no quedaba lejos. Pero no nos sirvió de mucho. El francés indiferente que llevaba los registros y entregaba licencias y otros papeles burocráticos, un hombre llamado Pierre La Fontaine, nos informó con voz cortante que los únicos registros de Mont-Tremblant habían desaparecido en un incendio a principios de la década del 70. Lo único que quedaba eran las transacciones que se habían hecho desde entonces y no pudo encontrar ninguna operación de compra o venta de una casa en el lago, que involucrara los nombres de Sinclair o Hale. Molly y yo perdimos unas buenas tres horas revisando los registros con él y no sirvió de nada.
Después recorrimos Lac Tremblant hasta más allá del Tremblant Club y los otros lugares nuevos y de moda: el Mont Tremblant Lodge con sus canchas de tenis de polvo de ladrillo y la playa arenosa, el Manoir Pinoteau, el Chalet des Chutes y las casas, tanto elegantes como rústicas.
La idea, supongo, era que alguno de los dos reconociera la casa, ya fuera por recuerdos personales en el caso de Molly, o en el mío, por la fotografía. Pero no tuvimos suerte. La mayoría de las casas no se veían desde el camino de tierra que rodeaba el lago. Lo único que podíamos distinguir eran los nombres sobre los buzones, algunos pintados a mano y otros forjados en hierro por profesionales. Aunque hubiéramos tenido tiempo de revisar entrando en los senderos particulares hasta el frente de las casas sobre el lago —y eso nos hubiera llevado muchos días, por cierto—, habría sido imposible porque muchos de los senderos estaban bloqueados al tránsito público. Y además, algunas casas estaban en la parte norte del lago, lejos, y sólo se podía llegar en bote.
Al final del viaje de reconocimiento frustrado, me detuve frente al Tremblant Club y estacioné allí, desilusionado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Molly.—Ahora, alquilamos un bote —dije.
—¿Dónde?
—Aquí, supongo.
Pero no iba a ser tan fácil. No había lugares para alquilar botes a la vista y ninguno de los hoteles en los que nos detuvimos daba ese servicio. Evidentemente la ciudad no alentaba demasiado el turismo.
Luego, el ronquido de un motor fuera de borda rompió el silencio del hermoso lago transparente a lo lejos y entonces, tuve una idea. En Lac Tremblant Nord (no en la punta norte del lago, sino justo al final del camino), encontramos varios cobertizos de botes de aluminio y madera, desiertos y medio grises ya por el tiempo. Estaban cerrados con llave, por supuesto: parecía ser un área de muelles para los residentes del lago que no tenían una propiedad frente al agua.
Abrirlos no me llevó mucho tiempo. Adentro había botes de pesca de varios tamaños. Elegí un Sunray amarillo con un motor de setenta caballos, un bote bueno, rápido, y sobre todo, uno que tenía las llaves puestas. El motor encendió inmediatamente y unos minutos después, entre nubes de humo azul, salimos por el lago.
Las casas eran muy variadas: chalets suizos modernos y cabañas rústicas, algunas sobre el agua, algunas visibles entre los árboles, algunas colgadas peligrosamente sobre las montañas. Hubo una falsa alarma, una casa de piedra que al principio parecía la indicada y resultó ser la aventura modernista de un arquitecto colocada sobre otra casa más antigua.
Y luego, apareció sin aviso, la vieja casa con frente de piedra, sobre una colina a tal vez cien metros de la orilla. Una galería sobre el lago y sobre la galería dos sillas Adirondack. Era sin duda la casa en la que Molly había pasado un verano en su infancia. En realidad, parecía no haber cambiado un ápice desde la fotografía, que tenía décadas de antigüedad.
Molly la miró, sacudida, casi en éxtasis. El color había abandonado sus mejillas.
—Es ésa —dijo.
Yo detuve el motor apenas nos acercamos a la orilla y dejé que el bote llegara por inercia hasta tierra y entonces lo até al muelle de madera.
—Dios mío —dijo Molly—. Es aquí. Este es el lugar.
Yo la ayudé a bajar al muelle y luego subí yo también.
—Dios mío, Ben —volvió a decir ella—. Me acuerdo de este lugar, me acuerdo... —Tenía la voz aguda, excitada, convertida casi en un susurro. Señaló un cobertizo de botes pintado de blanco. —Ahí fue donde papá me enseñó a pescar.
Empezó a caminar por el muelle hacia el cobertizo, perdidaen sus recuerdos. Yo la tomé bruscamente del brazo...
-¿Qué...?
—¡Quieta! —le grité.
El sonido apenas se oía al principio, un crujido de pasto desde algún lugar hacia la casa.
Un zas zas zas.
Me quedé inmóvil.
La silueta oscura parecía flotar hacia nosotros sobre el césped, bajando la colina, y el zas zas zas se había convertido casi en una sirena.
Un gruñido bajo.
El gruñido se convirtió en un ladrido fuerte, aterrorizante, un gruñido de advertencia, mientras la criatura —un Doberman— saltaba hacia nosotros con los dientes abiertos.
Se movía tan rápido que virtualmente se había transformado en una mancha de sombras.
—¡No! —gritó Molly, corriendo hacia el cobertizo de botes.
Con el estómago revuelto mientras el Doberman saltaba en el aire desde muy lejos, a una distancia increíble, busqué la pistola y en ese momento oí una voz de hombre que ordenaba:
—¡Alto!
Oí una sacudida en el agua y me volví en un movimiento brusco.
—Se pueden lastimar con ese bicho. No le gustan las sorpresas.
Un hombre alto con una malla azul marina emergía del agua a mis espaldas. El agua le caía en cascada desde el cabello mientras él se ponía de pie. El profundo tostado de su piel lo hacía parecer un Neptuno casi anciano, saliendo de su mundo submarino.
Era una figura tan ilógica que al principio mi mente no quiso registrarla.
Molly y yo lo mirábamos ambos con la boca abierta, sin hablar, sin poder decir ni una sola palabra.
Molly corrió a abrazar a su padre.
PARTE VII
WASHINGTON
64
¿Qué se dice en un momento como ese?
Durante una eternidad, nadie abrió la boca.
El lago estaba quieto; el agua opaca y detenida. No había ruido de motores ni gritos ni siquiera el canto de los pájaros. Silencio absoluto. El mundo se había quedado inmóvil.
Llorando, Molly apretó sus brazos alrededor del pecho de su padre. Hacía tanta fuerza que parecía a punto de quebrarlo. Ella es alta pero él es más alto todavía y tuvo que agacharse un poco para que lo besara.
Yo los miraba, asustado.
Finalmente, dije:
—Casi no te reconocí con la barba.
—¿No te parece que ése es el punto? —dijo solemnemente Harrison Sinclair, la voz quebrada. Luego sonrió, una sonrisa torcida, dura. —Supongo que se aseguraron de que nadie los seguía.
—Lo mejor que pudimos.
—Sabía que podía contar con ustedes.
De pronto, Molly lo soltó, retrocedió un paso y lo golpeó en la mejilla. Él hizo una mueca de dolor.
—Vete a la mierda —dijo ella, con la voz en un susurro.
La casa estaba oscura y quieta. Tenía el olor particular de las habitaciones que han estado cerradas durante mucho tiempo: fuegos encendidos durante años, fuegos y humos que han permeado los pisos y las paredes; alcanfor y naftalina; pintura y musgo y aceite rancio.
Nos sentamos en un sillón con el tapizado de muselina descolorido ya por años de polvo, y miramos a Harrison Sinclair mientras hablaba. Estaba sentado en una silla de tela suspendida del techo por una soga.
Se había puesto un par de pantalones cortos color caqui y un suéter azul marino suelto, para no seguir con la malla mojada. Con las piernas extendidas frente a él, cruzadas en los tobillos, parecía relajado, el anfitrión amigable que se sienta con un martini frente a sus huéspedes de fin de semana.
Tenía la barba sin cortar, una barba de meses que tenía mucho sentido. Había tomado mucho sol, seguramente nadando y remando en el lago, y tenía la cara correosa y dura, la piel de un viejo marinero.
—Suponía que ustedes me encontrarían aquí —dijo—. Pero no tan rápido. Y después Pierre La Fontaine me llamó hace unas horas y me dijo que una pareja había estado haciendo preguntas en St.-Jerome, sobre la casa y sobre mí...
Molly parecía sorprendida, así que él siguió diciendo:
—Pierre es el que lleva los archivos en Lac Tremblant, es alcalde, jefe de policía y hombre importante. También cuida cierto número de residencias. Un viejo y querido amigo mío. Alguien en quien puedo confiar. Hace ya mucho que lo tengo a cargo de esta casa; años, diría yo. En la década del 50 arregló la venta, una "venta" muy inteligente para que ya no estuviera en manos de la abuela Hale. Casi no quedaron huellas de la venta: desde entonces, fue muy difícil rastrear la identidad del dueño.
"No fue idea mía, en realidad, sino de Jim Angleton. Cuando empecé a involucrarme en el trabajo duro, en el trabajo de campo, Jim sintió que yo tenía que tener un lugar en el que desaparecer si las cosas se ponían demasiado calientes. El Canadá parecía una buena opción. Fuera de las fronteras de los Estados Unidos. Y a veces Pierre alquilaba esto en verano, o en la temporada de esquí. El alquiler llegaba a nombre de un canadiense, un inversor ficticio llamado Strombolian. Esa entrada pagaba más o menos el mantenimiento de la casa y lo que él me cobraba por cuidarla. —Sonrió otra vez; la misma sonrisa torcida. —El resto lo guardaba él. Es un hombre honesto.
Sin aviso, así, de pronto, la furia de Molly hizo erupción. Había estado sentada a mi lado sin decir nada, tranquila creía yo, sin duda en estado de shock. Pero al parecer había estado rumiando su rabia.
—¿Cómo... pudiste...? ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste hacerme pasar por esto?
—Snoops... —empezó a decir su padre.
—¡Mierda, mierdal ¿Tienes idea de...?
—¡Molly! —gritó él con la voz ronca—. Espera. No tuve alternativa. Piensa en la situación. —Levantó las piernas, se sentó derecho y luego se lanzó hacia su hija, con los ojos brillantes. —Cuando mataron a mi querida Sheila, a mi amor... sí, Molly, éramos amantes, estoy seguro de que ya lo sabías..., cuando la mataron, me di cuenta de que a mí me quedaban horas. Tenía que esconderme.—De los Sabios —dije—. De Truslow y Toby...
—Y media docena más. Y de las fuerzas de seguridad que ellos controlaban, y que no son poca cosa, se los aseguro...
—Esto tiene que ver con Alemania, ¿verdad? —dije.
—Es complicado, Ben. No me parece que tenga que...
—Yo sabía que estabas vivo —dijo Molly—. Lo sabía desde París.
Había algo duro en su tono, una seguridad tranquila, y yo me volví para mirarla.
—La carta —siguió diciendo ella, mirándome—. Hablaba de una operación de apendicitis de emergencia que lo había obligado a pasar un verano entero con nosotros, en Lac Tremblant.
—¿Y? —pregunté.
—Y... parece trivial pero yo no me acordaba de haber visto la cicatriz de la operación cuando lo reconocí. Tenía la cara destruida, pero el cuerpo no, y supongo que me habría acordado, habría registrado esa marca en algún nivel inconsciente. Quiero decir, quizás estuviera ahí, pero yo no estaba segura. ¿Entiendes? ¿Te acuerdas de que al principio traté de conseguir la autopsia, pero la habían puesto en un archivo secreto? Orden del fiscal del condado de Fairfax. Así que moví algunos contactos...
—¿Para eso querías el fax en París? —pregunté. En ese momento, me había dicho que tenía una idea sobre el asesinato de su padre, una idea y la forma de probarla.
Ahora, asintió.
—Todos los patólogos... por lo menos los que yo conozco... guardan una copia de su trabajo en archivos cerrados. Por si acaso hay problemas después, para tener notas y defenderse... ¿entiendes? Así que no me faltaban recursos. Llamé a un amigo en el Hospital General de Massachusetts, un patólogo, y él llamó a un colega de Sibley, en Washington, donde se hizo la autopsia. Para la audiencia de rutina... Algo burocrático, ¿entiendes? Es fácil, muy fácil romper los circuitos de seguridad en un hospital si uno sabe de qué hilos tirar.
—¿Y? —volví a decir.
—Y pedí que me pasaran el fax de la autopsia. Y decía que el muerto tenía su apéndice intacto. Y en ese punto, supe que sí, tal vez papá estuviera muerto, pero el que estaba bajo esa tumba del condado de Columbia en Nueva York no era él. —Se volvió hacia su padre. —¿De quién era el cuerpo?
—Nadie que vayas a extrañar —dijo él—. No dejo de tener mis recursos yo también. —Y agregó, despacio, en voz baja: —Es algo muy feo.
—Dios —dijo Molly, sin aliento, la cabeza baja.—No, no tan malo como crees —dijo él—. Una buena investigación sobre desconocidos, cadáveres sin identificar en morgues de hospital, y pronto aparece alguien con el cuerpo, la edad y la salud que corresponden. Es difícil, sobre todo el último punto: la mayoría de los vagabundos tiene enfermedades notorias.
Molly asintió, sonrió con ferocidad. Y luego dijo, con amargura:
—Total, ¿qué importa un vagabundo más o menos?
—La cara no importaba —dije—. La destruirían en el choque, ¿verdad?
—Correcto —contestó Sinclair—. En realidad, la destruimos antes del choque, si te interesa el detalle. Los artistas de decoración de la funeraria no tenían idea de que ése no era el cadáver de Harrison Sinclair, recibieron una fotografía y trabajaron con ella. Haya o no velatorio abierto, les gusta que el cuerpo quede lo mejor posible, ya sabes...
—El tatuaje —dije—. El lunar en el mentón.
—No cuesta mucho.
Molly había estado observando esta conversación tranquila entre su padre y su esposo como desde más lejos, y en ese punto, empezó a hablar de nuevo, la voz teñida de amargura.
—Ah, sí. El cuerpo estaba muy mal después del accidente. Más algo de descomposición, claro... —Asintió, sonrió con un gesto muy desagradable. Los ojos le brillaban, furiosos. —Parecía papá. Claro que sí, pero ¿lo miramos realmente? ¿Cuánto podíamos acercarnos a ese despojo en ese momento, y en esas condiciones? —Me miraba con los ojos fijos, pero al mismo tiempo no estaba mirándome, miraba a través de mí hacia otra cosa. —Te llevan a la morgue, abren un cajón y una bolsa con cierre. Uno ve una cara destruida en parte por la explosión, pero uno ve lo suficiente, sí, es mi papá, es su nariz creo yo, y no quiero mirar más, eso es parte de su boca, por Dios. Uno se habla y se dice estoy mirando a mi propia carne y sangre, el que me trajo al mundo, el tipo que me llevó sobre los hombros, y no quiero acordarme de que lo vi así, no, quiero olvidarme de eso, pero ellos quieren que mire, así que miro un poco, solamente un poco y, ahora, llévenselo por favor...
El padre se había puesto una mano sobre la cara arrugada. Tenía los ojos llenos de tristeza. No hablaba. Esperaba.
Yo miraba a mi querida Molly. No podía seguir. Tenía razón, claro está. No era imposible. Yo lo sabía: usando máscaras y una habilidad que se llama "arte de restauración" es muy fácil hacer que un cadáver se parezca a otro.
—Brillante —dije, impresionado en serio.
—No me lo digas a mí —dijo Sinclair—. La idea vino denuestros viejos enemigos de Moscú. ¿Te acuerdas de ese caso raro que enseñaban en uno de los entrenamientos de la Granja, Ben? ¿El de mediados de la década del 60, cuando los rusos tuvieron un funeral a cajón abierto en Moscú y enterraron a un oficial de inteligencia del Ejército Rojo, alguien de alto rango?
Asentí. Pero él siguió. Esta vez se dirigía a su hija:
—Mandamos a los nuestros, claro. La excusa era expresar nuestras condolencias, pero en realidad lo que queríamos era ver quién aparecía en el funeral, quién tomaba fotos y todo eso. Aparentemente, este oficial del Ejército Rojo había sido espía en los Estados Unidos durante doce años. Y después, ocho años después para ser exactos, aparece vivo. Había sido una operación muy compleja de contrainteligencia, un golpe afortunado. Algo muy raro. Evidentemente hicieron una máscara del doble agente, a quién, mientras tanto, convirtieron en triple, y la pusieron en un cadáver que tenían a mano. En esos días, los buenos días de Brezhnev, los de arriba no se preocupaban demasiado por tener que fusilar a alguien si les hacía falta un cuerpo, así que tal vez buscaron a uno vivo que se le pareciera, no sé...
—¿No habría sido más fácil decir que estabas tan quemado que no quedaba nada para identificar? —pregunté.
—Sí —dijo Sinclair—, más fácil sí, pero también más arriesgado. Un cuerpo sin identificar siempre atrae sospechas.
—¿Y la fotografía? —preguntó Molly—. ¿La del cuello... el cuello cortado?
—En estos días, tampoco eso es imposible —dijo Sinclair, con cansancio—, un contacto con alguien de los laboratorios de medios en el MIT...
—Claro —dije—. Fotografías retocadas con métodos digitales...
Él asintió. Molly no entendía del todo.
Yo le expliqué:
—¿Te acuerdas hace unos años, cuando la National Geographic vino con una fotografía en la que habían corrido la pirámide de Giza para que encajara?
Ella negó con la cabeza.
—Hubo controversia en algunos círculos —dije—. Pero el asunto es que ahora se pueden retocar fotos de una forma tan sofisticada que casi nadie puede detectar el truco.
—Correcto —dijo Sinclair.
—Fue para que el foco de atención no estuviera en el problema de si te habían matado, sino en el cómo, ¿verdad?
—Bueno —dijo Molly—, a mí me engañaste. Pensé que te habían asesinado, que te habían cortado el cuello en dos antes del accidente, que habían matado a mi padre de una forma espantosa... Nada menos. Y aquí estás, todo el tiempo, tomando sol y navegando en un lago del Canadá... —La voz se hacía cada vez más fuerte, más furiosa. —¿Cuál era el punto? ¿Hacerme pensar a mí que te habían matado? ¿Hacerle creer todo esto a tu propia hija?
—Molly... —trató de interrumpir su padre.
—¿Traumatizar y aterrorizar a tu hija, a tu propia hija? ¿Para qué?
—¡Molly! —interrumpió él con desesperación—. ¡Escúchame!. Por favor, escúchame... El punto era salvarme.
Respiró hondo y después empezó a contarnos todo.
65
La habitación en la que estábamos sentados —toda ventanas y muebles de madera rústica— se oscurecía lentamente a medida que se acercaba el crepúsculo. Nuestros ojos se iban acostumbrando a la oscuridad poco a poco. Sinclair no se levantó a encender las luces. Nosotros tampoco lo hicimos. Ahí estábamos, transfigurados, mirando su forma en sombras, escuchándolo.
—Una de las primeras cosas que hice cuando llegué a director, Ben, fue pedir los archivos de tu corte marcial de hacía quince años. Siempre había tenido sospechas sobre ese asunto y aunque tú querías olvidarte lo antes posible, yo necesitaba saber la verdad sobre ese día.
"Si esto hubiera pasado en los viejos días, el asunto habría muerto ahí. Pero la Unión Soviética ya no existía, y nos era mucho más fácil acceder a los agentes soviéticos. La transcripción del juicio contra ti revelaba la identidad del agente que había tratado de desertar, Berzin, así que usé un canal complejo del que no voy a hablar, para hacer contacto con él.
"Los rusos habían averiguado algo sobre el intento de deserción. Supongo que Toby les informó. Así que pusieron a Berzin en prisión —por suerte, habían dejado de fusilar a ese tipo de agentes cuando Krushchev llegó al poder—. Unos años después lo soltaron y lo enviaron a vivir a una casa a cien kilómetros de Moscú.
"Bueno, el nuevo gobierno soviético no tenía interés en él, así que yo pude hacer un trato. Le mandé un pasaje para él y uno para su esposa y a cambio, me dio el archivo que había tratado de vender en París y que probaba que Toby era, o mejor dicho, había sido, una especie de agente soviético llamado
URRACA.
Molly interrumpió.
—¿Por qué "una especie de" agente soviético? —URRACA no simpatizaba con el comunismo desde el punto de vista ideológico —explicó Sinclair
"No trabajaba para ellos por propia voluntad. Empezó en1956, o antes. Aparentemente, uno de los tipos importantes de la KGB había encontrado a Toby con las manos en la masa: manipulando fondos de la Agencia. Le dieron un ultimátum: o cooperas con nosotros, o le decimos a Langley lo que sabemos, y tú te enfrentas a las consecuencias. Toby decidió cooperar.
"Como sea, este tipo Berzin me dijo que tenía una cinta grabada del encuentro entre tú y Toby, y me la pasó. Confirmaba todo. Te habían tendido una trampa. Le dejé el original a él pero la copié. Y le pedí que te diera el original si alguna vez llegaba el momento de hacerlo, si tú se lo pedías.
"Investigué toda la historia y supe que Toby no estaba ya en una posición importante dentro de la Agencia, una posición caliente, sino a cargo de proyectos externos que a mí me parecieron marginales... percepción extrasensorial y cosas así, proyectos con los que nunca podría hacer demasiado daño.
—¿Por qué no lo arrestaste? —pregunté.
—Habría sido un error arrestarlo antes de averiguar más sobre la corrupción —dijo Sinclair—. No podía arriesgarme a que supieran que yo sabía.
—Pero si Toby era uno de los conspiradores —me preguntó Molly—, ¿por qué se te acercaba tanto físicamente en Toscana?
—Porque sabía que yo estaba demasiado drogado para intentar nada —expliqué.
—¿De qué están hablando? —preguntó Sinclair.
Aquí Molly se volvió. Me miró. Yo desvié la vista: ¿qué sentido tenía decírselo? ¿Qué sentido hubiera tenido aunque nos creyera?
—Tu carta explicaba lo del oro, lo de ayudar a Orlov a sacarlo de Rusia —dije—. Aparentemente la escribiste apenas te encontraste con él en Zúrich. ¿Qué pasó después?
—Supe que la desaparición del oro haría sonar toda clase de alarmas —dijo él—, pero no tenía idea de lo que realmente significaba. Mandé a Sheila a encontrarse con Orlov y llevar a cabo la segunda vuelta de negociaciones, hacer los últimos arreglos. Horas después de volver de Zúrich, la mataron camino a su departamento en Georgetown.
"Yo quedé aterrorizado y lleno de dolor. Sabía que la culpa era mía, y estaba seguro de que era el próximo en la lista. Había una guerra por el oro, una guerra desatada que seguramente conducían los Sabios. Casi ni podía pensar... estaba en estado de shock, de dolor por Sheila."
Aunque apenas si veía la cara de Hal, la silueta misma me decía que estaba tenso, por la concentración o tal vez por losnervios. Enfoqué la mente y traté de recibir algún pensamiento, pero no había nada: no estábamos lo suficientemente cerca.
—Y vinieron por mí, claro. Era cosa de horas después de la muerte de Sheila. Dos hombres entraron en mi casa. Yo tenía un revólver cerca de mi cama, a mano, y conseguí matar a uno. El otro, bueno, quería matarme pero no con un disparo. Tenía en mente algo más elaborado, un accidente, y eso lo hizo más lento.
—Lo diste vuelta —dije.
—¿Qué? —interrumpió Molly.
—Correcto —contestó Hal—, lo di vuelta. Hice un trato. Después de todo, el director de la CIA tiene sus recursos, ¿no les parece? Esencialmente, lo convertí a mi bando, como se enseñaba en los días del entrenamiento. Tenía algo de dinero. Fondos reservados. Así que podía pagarle muy bien y sobre todo, protegerlo.
"Supe por él que Truslow había dado la orden de matarme, como antes con Sheila. Y que la idea era que el oro ya no estuviera en mis manos ni en las de los gobiernos de Rusia y los Estados Unidos, sino en las de los Sabios. Truslow ya había empezado sus preparativos para tenderme una trampa, fotos que me mostraban en las islas Caimán, registros de computadora y demás. Todo falso, claro. Iba a hacerme matar. Después me acusaría de la pérdida del dinero.
"Fue entonces que supe que Truslow se había corrompido. Que era uno de los Sabios. Y que no se detendría hasta que controlara el oro. Y me di cuenta de que mi único camino era desaparecer.
"Así que yo le hice lo mismo: creé una fotografía, una que me mostraba convincentemente muerto. Esa era la prueba que el hombre necesitaba mostrarle a Truslow para cobrar su medio millón de dólares. Y cuando ya "hubiera muerto", cuando hubieran enterrado a mi doble bajo tierra, ese agente se sentiría a salvo. Para él era un gran trato. Y para mí también.
—¿Adonde está él ahora? —preguntó Molly.
—En Sudamérica, en alguna parte, creo yo. Seguramente en Ecuador.
Pero yo oí por primera vez uno de los pensamientos de Hal, un pensamiento bien claro: Lo hice matar.
Me parecía que las piezas del rompecabezas estaban empezando a caer en su lugar, así que interrumpí el relato de Sinclair.—¿Qué sabes sobre un asesino alemán cuyo nombre de código es Max?
—Descríbemelo.
Le dije cómo era Max.
—El Albino —contestó Sinclair enseguida—. Así lo llamábamos. El nombre real es Johannes Hesse. Hesse era el especialista en trabajos sucios de la Stasi hasta el día en que cayó el Muro de Berlín.
—¿Y después?
—Después, desapareció. En algún lugar de Cataluña, en ruta hacia Burma donde se habían refugiado un número de camaradas de la Stasi. Supongo que se metió en el negocio pero como agente privado.
—Estaba en la lista de pagos de Truslow —dije—. Otra pregunta: ¿esperabas que los Sabios buscaran el oro?
—Naturalmente. Y no me equivocaba.
—¿Cómo...?
Él sonrió.
—Escondí el número de cuenta en varios lugares, lugares que yo sabía que ellos registrarían llegado el momento. En casa, en las cajas fuertes de la oficina... En mis archivos ejecutivos. En código, claro.
—Para que fuera plausible —dije—. Pero ¿no crees que alguien inteligente podría haber encontrado una forma de transferir el dinero? ¿Sin detección?
—No desde esa cuenta. La pensé muy bien cuando hicimos el contrato con el banco. Una vez que yo o mis herederos legales tuviéramos acceso a la cuenta, el banco la activaba y entonces Truslow podría transferir el dinero. Pero tendría que ir a Zúrich personalmente... y por lo tanto, dejar sus huellas.
—¡Ah, ahora entiendo! Esa era la razón por la que Truslow necesitaba que fuéramos a Zúrich! —exclamé de pronto—. Y la razón por la que, una vez que activamos la cuenta, su gente trató de matarme. Pero seguramente tú tenías un contacto confiable con el Banco de Zúrich.
Sinclair asintió, cansado.
—Necesito dormir. Necesito descansar.
Pero yo seguí diciendo:
—Así lo atrapaste: él mismo te dio sus "huellas" servidas.
—¿Por qué dejaste la foto para mí en París? —preguntó Molly.
—Simple —contestó su padre—. Si me rastreaban hasta aquí y me mataban, quería estar seguro de que alguien, en lo posible tú, encontrara los documentos que escondí en esta casa.
—¿Tienes las pruebas, entonces? —pregunté.—Tengo la firma de Truslow. No es que él haya sido poco concienzudo ni se haya apresurado: vigilaban a Orlov todo el tiempo y yo estaba muerto. Tuvo muchas razones para descuidarse.
—La mujer... la esposa de Berzin, me dijo que buscara a Toby. Dijo que él cooperaría.
Sinclair había empezado a hablar más despacio, se le cerraban los ojos. Cabeceaba.
—Es posible —dijo—. Pero Toby Thompson se cayó por las escaleras hace dos días. En su casa. El informe dice que se le enredó la silla de ruedas en la alfombra. Yo dudo de que haya sido un accidente. Como sea, está muerto.
Molly y yo nos quedamos sin habla por lo menos medio minuto. Yo no sabía qué sentir: ¿llorar por el hombre que mató a tu esposa?
Sinclair rompió el silencio.
—Mañana tengo una reunión con Pierre La Fontaine para hacer unos arreglos importantes en Montreal. —Sonrió. —Y para que lo sepan, el Banco de Zúrich no sabe cuánto oro hay en la bóveda. Se depositó oro por cinco mil millones de dólares. Pero faltan algunas barras... treinta y ocho, para ser exactos.
—¿Dónde están? —preguntó Molly.
—Las robé. Las saqué y las vendí. Al valor actual, unos cinco millones. Con todo el oro que hay ahí dentro, nadie va a notar que falta algo. Y creo que el gobierno ruso me lo debe... nos lo debe... como comisión, digamos.
—¿Cómo pudiste? —susurró Molly, casi sin voz.
—Es una fracción minúscula, Snoops. Cinco millones. Tú dijiste que querías abrir una clínica para necesitados, ¿no? Ahí está el dinero. Es tuyo. Ahora puedes hacerlo. Y ¿qué son cinco millones en un monto total de diez mil?
Todos estábamos exhaustos. Molly y yo no tardamos mucho en quedarnos dormidos en una de las habitaciones desocupadas. Las sábanas del armario estaban limpias y bien planchadas aunque olían un poco a moho.
Yo me quedé a su lado un rato, sin dormir. Había pensado en trazar un plan de acción para el día siguiente, pero en lugar de eso me dormí durante varias horas. Me despertó un sueño que tenía algo que ver con algún tipo de máquina que rugía rítmicamente, un motor tal vez, y para cuando me senté en la cama, la luz de la luna pasaba por las ventanas. Supe entonces que mi sueño había tenido que ver con un ruido externo, un ruido que se hacía cada vez más poderoso.Un latido regular, mecánico. Un chump, chump, chump, muy familiar para mí.
El sonido de la hélice de un helicóptero.
Sí, un helicóptero.
Sonaba como si hubiera aterrizado cerca. ¿Había un helipuerto en la propiedad? Yo no lo había visto. Me volví para espiar por la ventana pero la habitación que habíamos elegido daba directamente hacia el lago y el helicóptero parecía venir desde el otro lado.
Salí corriendo del dormitorio hacia una ventana en el pasillo y vi venir algo, sin duda alguna un helicóptero, desde una colina en la propiedad. Apenas si podía distinguirlo en la oscuridad, pero allá, adelante, había un helipuerto pavimentado que yo no había notado el día anterior. ¿Acaso estaba llegando alguien?
¿O ya estaba aquí?
¿O —y la idea me sacudió de arriba a abajo—, o era que alguien se estaba yendo?
Hal.
Abrí de par en par la puerta de su dormitorio y vi que la cama estaba vacía. En realidad, estaba perfectamente hecha. O la había hecho antes de partir (no muy probable) o no había dormido en ella (eso era más posible). Junto al armario había una pila de ropa como si se hubiera marchado apurado.
No estaba. No había duda alguna de que había arreglado esa partida en medio de la noche y, por lo tanto, no podíamos dudar que nos había escondido la verdad intencionalmente.
¿Pero adonde había ido?
Sentí la presencia de alguien en la habitación. Me volví: Molly estaba allí, frotándose los ojos medio cerrados con una mano y tirándose del cabello con la otra.
—¿Dónde está, Ben? ¿Adonde fue? —me preguntó.
—No tengo idea.
—¿El del helicóptero era él?
—Supongo.
—Dijo que iba a encontrarse con Pierre La Fontaine.
—¿A medianoche? —dije, corriendo hacia el teléfono. En unos segundos, conseguí el número de Pierre La Fontaine en la guía. Lo disqué y lo dejé sonar mucho rato. Finalmente alguien contestó. Era La Fontaine pero tenía la voz completamente dormida. Le di el teléfono a Molly.
—Necesito hablar con mi padre —dijo ella.
Pausa.
—Dijo que iba con usted a Montreal esta mañana.
Otra pausa.
—Dios —dijo ella y colgó.—¿Qué? —le pregunté.
—Dice que tiene que venir a verlo en tres días. Aquí, a la casa. No van a encontrarse en Montreal ni en ninguna otra parte, no hoy.
—¿Por qué nos mintió? —pregunté.
—¡Ben!
Molly me entregó un sobre dirigido a ella. Lo había encontrado bajo la pila de ropas.
Adentro había una nota escrita a las apuradas.
Snoops... perdóname y entiende por favor... No podía decírselo... a ninguno de los dos. Hubieran tratado de detenerme porque los dos me perdieron una vez... más tarde lo van a entender, lo prometo... Te quiero.
Papá.
Fue Molly la que, conociendo la idiosincrasia de su padre, la forma escrupulosa en que llevaba archivos y anotaciones, encontró finalmente el archivo color marrón en un cajón del estudio. Entre varios documentos personales de distinto tipo —archivos de cuentas bancarias, papeles, documentación para identidades falsas, y demás— había un montoncito de hojas que, juntas, contaban toda la historia.
Aparentemente, Sinclair había alquilado un apartado postal en St. Agathe bajo un nombre falso y en las últimas dos semanas había recibido allí cierto número de documentos.
Uno de ellos era una fotocopia de una citación y el horario de una audiencia televisada del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. La audiencia se llevaría a cabo esa misma noche, en la Sala 216 del edificio de la Hart Office, del Senado de los Estados Unidos, en Washington.
Uno de los ítems de la audiencia estaba señalado con un círculo en tinta roja: la aparición de un "testigo" no especificado a las siete de esta tarde. Sólo quedaban quince horas.
Entonces entendí.
—El testigo sorpresa —murmuré en voz alta.
66
Molly soltó un grito.
—¡No! ¡No! Entonces está...
—Tenemos que ir con él, tiene que volver... —la interrumpí.
Todo encajaba ahora: todo tenía sentido, un sentido terrible. Harrison Sinclair, el testigo sorpresa, era la víctima del próximo asesinato de los Sabios y sus socios alemanes. Una ironía terrible me pasó por la cabeza: Sinclair, a quien habíamos creído enterrado, estaba vivo de pronto pero lo matarían de nuevo en cuestión de horas.
Molly (que debe de haber pensado lo mismo) se retorció las manos, se las llevó a la boca. Se mordió los nudillos como para no gritar. Empezó a caminar de un lado a otro en círculos frenéticos, tensos.
—Dios, Dios —susurraba—. Dios. ¿Qué podemos hacer?
Yo también estaba caminando, me di cuenta de pronto. No quería asustar a Molly. Los dos necesitábamos calma, pensamientos claros.
—¿A quién podemos llamar? —dijo ella.
Yo seguí caminando en círculos.
—Washington —dijo ella—. Alguien en el comité.
Yo meneé la cabeza.
—Demasiado peligroso. No sabemos en quién podemos confiar.
—Alguien en la Agencia...
—¡Eso es ridículo!
Ella seguía mordiéndose los nudillos.
—Entonces otra persona. Un amigo. Alguien que pueda ir a la audiencia...
—¿Ir? ¿Para qué? ¿Ir a enfrentarse con un asesino entrenado? No, tenemos que ir nosotros. Alcanzarlo.
—¿Pero cómo? ¿Y dónde lo alcanzamos?
Empecé a pensar en voz alta.
—Ese helicóptero no va directo a Washington.—¿Por?
—Demasiado lejos. Y va demasiado lento.
—Montreal.
—Seguramente. Pero no podemos darlo por sentado. Yo calculo que las probabilidades son altas. Puede ir a Montreal y ahí se va a detener por un tiempo...
—O tomar un avión a Washington. Si controlamos los vuelos desde Montreal a Wa...
—Ah, sí, sí —dije, impaciente—, pero si es que toma un vuelo comercial. Seguramente, tiene un charter.
—¿Por qué? ¿No te parece más seguro un vuelo comercial?
—Sí, pero un avión privado tiene horarios más flexibles y es más anónimo en otros sentidos. Yo en su lugar, alquilaría un avión. Supongamos que el helicóptero lo lleva a Montreal... —Miré el reloj. —Seguramente ya está allí.
—¿Pero adonde? ¿En qué aeropuerto?
—Montreal tiene dos, Dorval y Mirabel, para no hablar de los miles de privados que hay desde aquí a la ciudad.
—Pero tiene que haber un número determinado de compañías de charters en Montreal —dijo Molly. Sacó una guía de teléfonos de debajo de la mesa, cerca del sillón. —Si las llamamos...
—¡No! —exclamé un poco demasiado fuerte—. La mayoría no va a contestar el teléfono a esta hora de la noche. Y ¿quién dice que tu padre arregló con una compañía canadiense'! Podría haber sido con una de las miles de compañías de charters en los Estados Unidos...
Molly se dejó caer en el sillón. Las manos, contra la cara.
—Dios... Dios, Ben. ¿Qué podemos hacer?
Yo miré el reloj de nuevo.
—No hay salida —dije—. Tenemos que llegar a Washington y hacerlo ahí.
—Pero no sabemos dónde va a estar en Washington.
—Claro que sí. En el edificio del Senado, en la audiencia, Sala 216 para más datos.
—Pero ¿y antes? No tenemos idea de dónde va a estar antes.
Tenía razón, por supuesto. Lo más que podíamos esperar era que apareciera en la sala vivo y...
¿Y qué?
¿Cómo mierda íbamos a impedir el testimonio de Hal, a protegerlo?
La solución, me di cuenta de pronto, estaba en mi cabeza. Mi corazón empezó a latir con la fuerza de la excitación y el miedo.
Unos momentos antes de morir tan horriblemente, Johannes Hesse, alias "Max", había pensado que otro asesino tomaría su lugar.
Yo no podía detener a Harrison Sinclair pero sí a su asesino.
Si alguien podía hacerlo, ése era yo.
—Vístete —le dije—. Ya sé qué hacer.
Eran las cuatro y media de la mañana.
67
Tres horas después —casi las siete y media de la mañana del último día— nuestro avioncito tocó tierra en un pequeño aeropuerto en la parte rural de Massachusetts. Quedaban menos de doce horas y aunque era un lapso de tiempo sin rupturas, yo temía (con buenas razones) que no fuera suficiente.
Desde Lac Tremblant, Molly había contactado a una pequeña compañía de charters llamada Compagnie Aéronautique Lanier, con base en Montreal, que promocionaba su disponibilidad de servicios en casos de emergencia a cualquier hora del día o de la noche. La llamada había pasado al piloto de guardia y lo había despertado. Molly le había explicado que era médica y quería volar al Aeropuerto Dorval de Montreal por una emergencia. Dio las coordenadas exactas del helipuerto de su padre y una hora después nos recogieron en un Bell 206 Jet Ranger.
En Dorval, arreglamos con otra compañía de charters para volar de Montreal a la base Hanscom de la Fuerza Aérea en Bedford, Massachusetts. Cuando nos pidieron que eligiéramos el avión —la oferta era entre un Séneca II, un Commander, un King Air Jet a propulsión, o un Citation 501— nos decidimos por el Citation, que era de lejos el más rápido, capaz de alcanzar unas 350 millas por hora o más. En Dorval, pasamos la aduana con facilidad: apenas miraron nuestros pasaportes estadounidenses falsos (usamos los del señor y la señora Brewer, lo cual nos dejaba un par más, vírgenes, por si alguna vez necesitábamos ser el señor Alan Crowell y señora). De todos modos, cuando Molly explicó que se trataba de una emergencia médica, nos pasaron por allí a toda velocidad.
En Hanscom alquilamos un auto y yo manejé los cuarenta y cinco kilómetros lo más rápido que pude, justo en el límite de velocidad. Cuando le expliqué mi plan a Molly, nos quedamos sentados en un silencio amargo. Ella estaba aterrorizada, pero seguramente se dio cuenta de que no tenía sentido discutir conmigo, ya que ella no lograba diseñar un plan que fuera menos riesgoso para salvar la vida de su padre. Yo necesitaba aclarar mi mente lo más posible para pensar en las posibilidades de fracaso y encontrarlas antes de que se dieran. Sabía que Molly hubiera querido que yo le dijera que todo saldría bien, pero yo no podía hacerlo y además apenas si tenía tiempo de madurar mi plan hasta el momento crucial.
Sabía que sería un desastre que me detuvieran por exceso de velocidad. Yo había alquilado el auto con una licencia de conductor falsa de la ciudad de Nueva York y una tarjeta Visa también falsa. Habíamos logrado engañar a los de la agencia de alquiler, pero no sobreviviríamos al control de rutina de un policía del Estado de Massachusetts, que se lleva a cabo cada vez que se expide una multa por cualquier falta a la ley de tránsito. No había ningún registro de mi licencia en el banco de datos de la computadora interestatal y todo el plan volaría en pedazos inmediatamente.
Así que manejé con cuidado hacia la ciudad de Shrewsbury en medio de la hora pico. Un poquito antes de las ocho y media llegamos a la pequeña casa amarilla de los suburbios, que buscábamos. Era el domicilio particular de un hombre llamado Donald Seeger.
Seeger era un riesgo, a decir verdad, pero un riesgo calculado. Era un negociante de armas, dueño de dos negocios de alquiler de armas en las afueras de Boston. Entregaba armas de fuego a la policía del Estado y, si era necesario, al FBI (cuando necesitaban conseguir armas particulares con rapidez sin pasar por canales burocráticos largos y complejos).
Seeger ocupaba un área gris especial del mercado de armas más o menos legal, en algún lugar indefinido entre los fabricantes de armas y los clientes que por alguna razón necesitaban gran discreción y no la conseguían si trataban directamente con los distribuidores o los vendedores de la red común.
Pero además de todo eso, yo lo conocía lo suficiente como para creer que podía confiar en él. Uno de mis compañeros de estudios legales había crecido en Shrewsbury y Seeger era un amigo de su familia. El comerciante de armas, que generalmente no trataba con abogados, y que (como casi todo el mundo, supongo) los despreciaba, necesitaba algo de consejo legal (gratis) en cuanto a un fabricante de armas enojado que lo amenazaba, me había dicho mi amigo abogado. Ciertamente no era mi área, pero había hecho que uno de mis amigos encontrara la respuesta que Seeger necesitaba y él había quedado muy agradecido y me había llevado a cenar a un buen restaurante de carnes en Boston para demostrarlo.
—Si alguna vez puedo hacer algo por usted —me dijo mientras comía un filet mignon y levantaba su jarra de cerveza Bass—, llámeme.En ese momento, pensé que nunca lo vería de nuevo, pero ahora era tiempo de cobrar mi deuda.
Atendió la puerta su esposa en un vestido de entrecasa de tela estampada con pequeñas flores azules ya descoloridas.
—Don está trabajando —dijo mirándonos con sospecha—. Generalmente se va entre las siete y media y las ocho.
La oficina del depósito y negocio de Seeger era un edificio de ladrillos largo y sin carteles sobre una calle comercial a unos kilómetros de su casa, cerca de Ground Round. Visto de afuera, podría haber sido uno de esos depósitos en los que se alquilan lugares por un precio mensual, o tal vez una planta de lavado de alfombras, pero adentro el sistema de seguridad era muy sofisticado.
Seeger se sorprendió al verme, por supuesto, pero corrió a la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía unos cincuenta años y estaba en un muy buen estado físico, con el cuello de toro ancho y poderoso como la última vez que yo lo había visto. Usaba un saco azul, tal vez un talle demasiado chico, sin abotonar.
—¿El abogado, no? —dijo, haciéndonos pasar junto a estantes de metal llenos de cajas de armas—. Ellison. ¿Qué mierda está haciendo por aquí en los bosques?
Le dije lo que quería.
Seeger, que antes me había parecido básicamente inconmovible, se detuvo un instante, mirándome, con los ojos astutos y cuidadosos.
Se encogió de hombros, después.
—Lo tiene —dijo.
—Algo más —agregué—. ¿Podría usted obtener algún consejo para pasar una Sirch-Gate III modelo SMD200W por un detector de metales?
Me miró un largo, largo rato.
—Tal vez —dijo.
—Sería importante.
—Supongo. Sí, tengo un amigo que es consultor de seguridad. Puedo hacer que me mande un fax en unos minutos.
Le pagué en efectivo, por supuesto. Para cuando terminamos la transacción, ya estaba abierta la casa de suministros médicos en Framingham, a unos quince kilómetros más o menos.
El negocio, que se especializaba en equipos para inválidos, tenía unas cuantas sillas de ruedas. La mayoría, descartables con una sola mirada. Cuando expliqué que buscaba una para mi padre, el vendedor me recomendó inmediatamente las más livianas, más fáciles de cargar en un auto. Le dije que mi padre era un hombre especial, algo excéntrico, y que prefería una silla que tuviera la mayor cantidad de acero posible y poco aluminio. Quería algo sólido.
Finalmente, me decidí por una silla antigua, buena, de Invacare. Era muy pero muy pesada; con marco de acero carbónico cromado en su superficie y un diámetro hueco en los apoyabrazos suficiente para mis intenciones.
La cargué en la caja de cartón, haciendo un gran esfuerzo y dejé a Molly en un centro comercial para que comprara un traje caro a rayas, dos talles más grandes de mi talle habitual, una camisa, gemelos y algunas otras cosas.
Mientras tanto, yo seguí hasta un taller en Worcester. Seeger me había recomendado al dueño, un hombre grandote, un ex convicto llamado Jack D'Onofrio. Era hombre temperamental, había dicho Seeger, pero un maestro en el trabajo en metales. Seeger lo había llamado de antemano y le había informado que yo era un buen amigo suyo y que si me trataba bien, yo le devolvería el favor con creces.
A pesar de la llamada, D'Onofrio no estaba de buen humor cuando abrió. Inspeccionó la silla de ruedas con irritación y furia, tocando los grandes apoyabrazos de plástico gris fijados al metal con tornillos Phillips.
—No sé —dijo por fin—, no es fácil agujerear este plástico. Podría reemplazarlos con teca. Eso sería muchísimo más fácil.
Yo lo pensé un momento y después dije:
—Adelante.
—El acero no es problema. Cortar y soldar. Pero tengo que cambiar el diámetro de la goma del frente.
—No tiene que haber ni rastros del corte, de cerca tampoco —dije—. ¿Qué le parece un serrucho tipo quirúrgico para cortar el tubo?
—Eso es lo que pensaba hacer.
—De acuerdo. Pero la necesito en una hora o dos.
—¿En una hora? —espetó él—. Tiene que estar bromeando, viejo... —Hizo un gesto que abarcó con los brazos el negocio lleno de cosas. —Mire eso. Estamos tapados, viejo... Totalmente tapados... ¡Hasta la coronilla!
Una, hasta dos horas, era presionarlo un poco, pero no era imposible. El hombre estaba negociando, claro. Yo no tenía tiempo que perder, ése era el problema: saqué un fajo de billetes y se lo tiré.
—Estamos preparados para pagar más —dije.
—Veré lo que puedo hacer...La última cita era la más difícil de arreglar y, en cierto modo, la más riesgosa. De tanto en tanto, las fuerzas policiales, el FBI y la CÍA tienen que pedir los servicios de especialistas en técnicas de disfraz. Generalmente, son personas entrenadas en el teatro, en la aplicación de prótesis y maquillaje, pero el disfraz para cobertura de acciones ilegales es un arte muy especializado. El artista debe poder transformar a un funcionario o un agente cualquiera en alguien totalmente irreconocible, capaz de pasar los exámenes más cuidadosos y exhaustivos. Por lo tanto, las técnicas son limitadas y el número de artistas, muy escaso.
Tal vez el mejor, un hombre que había hecho trabajos ocasionales para la CIA (y para una larga lista de estrellas de cine y televisión y líderes políticos y religiosos de primera línea), se había jubilado y vivía en Florida, según averigüé. Finalmente, después de varias llamadas telefónicas a compañías de disfraces y de teatro en Boston, obtuve el número de un viejo, un húngaro llamado Balog que había hecho trabajos para el FBI y conocía los requisitos. Su trabajo le había permitido a un funcionario del FBI infiltrarse en una familia de la Mafia en Providence no una sino dos veces, me dijeron. Eso era suficiente para mí. Trabajaba en un viejo edificio de oficinas de Boston, como socio de una compañía de maquillaje teatral. Lo conseguí poco antes del mediodía.
Como no había tiempo para ir hasta Boston y volver, arreglé que se encontrara conmigo en un Holiday Inn, en Worcester, donde yo había reservado una habitación. Para hacerme tiempo, tendría que abandonar a sus clientes el resto del día. Le dije que valdría la pena.
—Tenemos que separarnos —le dije a Molly cuando llegamos al Holiday Inn—. Tú haz los arreglos de vuelo. Y ven a verme cuando termines.
Ivo Balog era un hombre de cerca de setenta años, rasgos rudos y piel roja de bebedor, pero yo me di cuenta enseguida de que fueran cuales fuesen sus defectos personales, Balog era un mago.
Meticuloso y muy inteligente, se pasó un cuarto de hora inspeccionándome la cara antes de abrir la caja de maquillaje.
—¿Quién quiere ser exactamente? —me preguntó.
Mi respuesta, que yo había supuesto perfectamente razonada, no lo satisfizo.
—¿De qué vive la persona que usted quiere personificar? —preguntó—. ¿Dónde vive? ¿Tiene dinero o no? ¿Fuma? ¿Está casado?
Conversamos unos minutos, fabricando la biografía falsa.Varias veces, objetó mis sugerencias, diciendo una y otra vez el mantra de su profesión, en su inglés muy extranjero:
—No, la esencia del diseño es la simplicidad.
Finalmente, me destiñó el color oscuro del cabello castaño y las cejas y después lo convirtió en un gris plateado.
—Puedo agregarle diez, tal vez quince años —me advirtió—, más es peligroso.
Él no tenía idea de la razón por la que yo estaba pidiéndole todo eso pero no había duda de que sentía la tensión. Y yo apreciaba su cuidado, su meticulosidad.
Aplicó una loción química para tostarme la cara y la distribuyó con cuidado para evitar líneas blancas que pudieran desenmascararme.
—Esto puede llevar dos horas —dijo él—. Supongo que tenemos ese tiempo.
—Sí —dije.
—Bien. Déjeme ver la ropa que se va a poner.
Inspeccionó el traje y los zapatos negros muy brillantes, y asintió. Estaba de acuerdo.
Luego pensó en algo.
—Pero... ¿y la protección antibala?
—Aquí está —dije, levantando la Safariland Cool Max, una remera de fibra de Spectra ultraliviana que según había dicho Seeger es diez veces más fuerte que el acero.
—Linda —dijo Balog, con admiración—. Delgada.
Para cuando la crema se secó, Balog ya me había aplicado una pintura para oscurecerme los dientes y me había fabricado una barba realista bien cortada y un par de anteojos de marco de carey.
Cuando Molly volvió a la habitación, se quedó fría, la mano en la cara.
—Mi Dios —dijo—. ¡Me engañaste por un momento!
—Un segundo no basta —dije y luego me volví para mirarme por primera vez en el espejo del hotel. Yo también me quedé de una pieza. La transformación era extraordinaria.
—La silla está en el baúl —dijo ella—. Vas a tener que inspeccionarla. Escucha... —Miró al artista del maquillaje con preocupación. Yo lo miré también y le pedí que se fuera al vestíbulo durante unos momentos.
—¿Qué pasa?
—Había un problema con la audiencia —dijo ella—. Generalmente, las audiencias son públicas y abiertas, excepto las secretas. Pero esta vez, no sé por qué, tal vez porque se televisa, admiten sólo prensa e invitados especiales.
Yo le contesté con calma; no quería dejarme dominar por el pánico.—Dijiste que había un problema; había, dijiste...
Ella tenía una sonrisa tensa: algo seguía preocupándola.
—Llamé a la oficina del senador del Commonwealth de Massachusetts... —dijo ella—. Le dije que era asistente administrativa de un tal doctor Charles Lloyd de Weston, Massachusetts, que está en Washington y quiere ver una audiencia en vivo y en directo. La gente del senador siempre está encantada cuando puede hacerle un favor a un votante. Hay un pase esperándote en la sala.
Se inclinó y me besó la frente.
—Gracias —dije—. Pero no tengo identificación con ese nombre y no hay tiempo para...
—No van a pedir identificación. Ya pregunté. Les dije que te habían robado la billetera y entonces me sugirieron que llamaras a la policía. De todos modos, nunca piden identificación en las audiencias públicas... En general, no piden pases tampoco.
—¿Y si controlan y descubren que ese médico no existe?
—No van a controlar, pero si lo hacen, sí que existe. Charlie Lloyd es el jefe de cirugía del Hospital General de Massachusetts. Siempre pasa todo este mes en el sur de Francia. Ahora, está de vacaciones con su esposa en Iles d'Hyéres, en la costa de Toulon, Costa Azul, claro. Pero el servicio de mensajería dice solamente que está fuera de la ciudad. A nadie le gusta saber que su cirujano está en Provenza o algún lugar así.
—Eres genial.
Ella se inclinó con modestia.
—Gracias, pero en cuanto al vuelo...
Yo sentí inmediatamente, por su tono de voz, que algo no andaba bien.
—No, Molly. No hay líos con el vuelo, ¿no es cierto?
Ella contestó al borde de la histeria.
—Llamé a todas las compañías de charters de cien kilómetros a la redonda. Sólo una tenía un avión disponible con tan poca anticipación. Todo el mundo está completo por el resto de la semana...
—Y lo alquilaste, ¿no?
Ella dudó.
—Sí, sí... Pero no es cerca. Están en el Aeropuerto Logan.
—¡Eso es a una hora de camino! —rugí. Miré el reloj: eran más de las tres de la tarde. Teníamos que estar en el Senado antes de las siete. ¡Cuatro horas! —Diles que lleven el avión a Hanscom. Paga lo que te pidan. ¡Pero hazlo!
—Ya lo hice —espetó ella—. ¡Lo hice, mierda! Les ofrecí el doble, el triple... Pero el único avión que tienen, un Cessna 303 dos motores, no va a estar listo hasta el mediodía, ydespués, todavía tienen que revisarlo y lo que ha...
—¡Mierda, Molly, mierda! Tenemos que estar en Washington a las seis, a más tardar... ¡Tu maldito padre...!
—¡Eso ya lo sé! —Ella levantó la voz casi hasta el alarido; le corrían las lágrimas por las mejillas. —¿Crees que no me doy cuenta, carajo? El avión va a estar en Hanscom en media hora.
—Eso no nos da tiempo, mierda... El vuelo es de dos horas y media...
—Hay un vuelo comercial desde Boston cada media hora, por Dios...
—No. No podemos tomar vuelos comerciales. Sería una locura. ¿En este punto del plan? Es demasiado arriesgado aunque más no fuera por las armas... —Una vez más miré mi reloj y calculé mentalmente. —Si nos vamos ahora, apenas si llegamos al Senado.
Dejé entrar a Balog, le pagué, le agradecí su ayuda y lo acompañé a la salida.
—Vamonos ya, carajo —dije.
Eran las tres y diez.
68
Unos minutos después de las tres y media, estábamos en el aire.
Molly ya había resuelto otro de los problemas, como siempre. Los planos de los edificios públicos de Washington D.C son públicos y están en las oficinas de la ciudad. El problema es obtenerlos pero hay un número de compañías privadas en Washington que se especializa en esas búsquedas por un pago fijo. Mientras yo me convertía en un digno hombre maduro en silla de ruedas, Molly había hecho contacto con una de esas compañías y —por una suma exorbitante— se había hecho mandar por fax las fotocopias de los planos del edificio donde se llevaría a cabo la audiencia.
Mientras eso estaba en camino, se había inventado una identidad como editora de The Worcester Telegram y así había hablado con el Senador de Ohio al que correspondía la vice-presidencia del Comité. La ayudante de prensa del Senador estuvo más que contenta de entregarle a una editora el horario exacto de la audiencia de la noche.
"Gracias a Dios por la tecnología del fax", me dije.
Durante el vuelo de dos horas y media, estudiamos el horario y los planos hasta que finalmente me pareció que el plan era razonable y que tal vez tendría posibilidades de tener éxito.
Parecía a prueba de tontos.
A las 06:45 la camioneta que había alquilado en el aeropuerto se detuvo a la entrada del edificio del Senado. Unos minutos antes, el conductor había dejado a Molly a varias cuadras. Ella estaba enojada con esa parte del plan: si yo estaba arriesgando mi vida para salvar la de su padre, ¿por qué ella tendría que limitarse a manejar el auto de la huida? Ya lo había hecho en Baden Baden, y no pensaba volver a hacerlo.
—No te quiero ahí —le dije en el camino al Capitolio—. Con uno de nosotros en peligro es suficiente.
Ella hizo una mueca pero yo seguí explicándole:
—No estás disfrazada y aunque sí estuvieras, es demasiado arriesgado que vayamos los dos. Los enemigos de tu padre están en todo, no podemos dejar que nos vean juntos. Si reconocen a uno... Y si somos dos, son más las posibilidades de que nos vean. Y además éste es un trabajo para una sola persona.
—Pero no sabes la identidad del asesino, así que ¿para qué el disfraz?
—Habrá otros, hombres de Truslow o de los alemanes... gente que seguramente sabe cómo soy. Les deben de haber informado. Y tienen instrucciones de eliminarme si me ven, de eso estoy seguro —contesté.
—De acuerdo. Pero no entiendo por qué no puedes pasar el arma a través de la entrada de prensa y sacar al asesino. Seguramente no hay detectores de metales allí.
—Tal vez los haya, pero no estoy seguro. De todos modos, no se trata sólo de pasar el arma. La prensa está en el segundo piso... demasiado lejos de los testigos. Y del lugar donde va a colocarse el asesino.
—¿Demasiado lejos? —preguntó Molly, que no estaba de acuerdo—. Eres muy buen tirador, Ben. Por Dios, ¡hasta yo tiro lo bastante bien como para lograrlo desde allí!
—Ese no es el punto —le contesté con brusquedad—. Tengo que estar cerca del asesino, y determinar quién es. La prensa está demasiado lejos.
Era evidente que yo tenía razón así que Molly se calló, sin ganas. En asuntos de medicina ella era la experta; en esto, en cambio, el experto era yo, o por lo menos, tenía que serlo.
El Capitolio estaba iluminado, la cúpula brillante contra la oscuridad de la noche. El tránsito rugía con todos los habitantes de las afueras que corrían a casa después de un día de trabajo en las oficinas del gobierno.
Fuera del edificio había una gran multitud: espectadores, visitantes, miembros de la prensa. Una larga línea que salía serpenteando desde la puerta: gente que esperaba que la dejaran pasar a la Sala 216, dignatarios y afortunados con pases, supuse.
Era una multitud brillante: la audiencia de esa noche era algo esperado en Washington y reunía a los grandes y a los poderosos de la capital de la nación.
Entre ellos estaba el nuevo director de la CIA, Alexander Truslow, que acababa de volver de una visita a Alemania.
¿Para qué había venido?
Dos de las mayores cadenas de televisión de los Estados Unidos cubrían el interrogatorio en vivo, cancelando para eso sus programas habituales.
¿Cómo reaccionaría el mundo cuando viera que el testigo sorpresa era nada menos que el difunto Harrison Sinclair? La impresión, la repercusión serían extraordinarias.Pero eso no sería nada comparado con el asesinato de Sinclair grabado en vivo en televisión.
¿Cuándo saldría Hal?
¿Y desde dónde?
¿Cómo podría yo detenerlo, protegerlo! ¿Cómo, si ni siquiera sabía desde dónde vendría?
El conductor puso mi silla de ruedas en la plataforma de atrás de la camioneta y la bajó a tierra. La silla dejó escapar un quejido electrónico. Luego él la desprendió del todo y me ayudó a subir. Cuando me dejó en el vestíbulo de entrada, le pagué y se fue.
Me sentía expuesto y vulnerable y estaba muy asustado.
Para Truslow y su gente y el nuevo Canciller alemán, los riesgos eran enormes. Había mucho enjuego. No podían dejar que el complot se hiciera público, eso era seguro. Entre ellos y su versión de la conquista global sólo quedaban dos hombres, dos hombres insignificantes. Sólo Hal y yo entre ellos y los restos de un nuevo mundo a dividirse en dos grandes mitades; entre ellos y una fortuna incalculable. El botín no era de cinco o de diez mil millones, no, era de cientos de miles de millones de dólares.
Frente a ese botín, ¿qué podían valer las vidas de dos tontos como Benjamín Ellison y Harrison Sinclair?
¿Había alguna duda de que no dudarían en eliminarnos, en "neutralizarnos" como decíamos los espías?
No.
Y ahí, en la habitación, más allá de la multitud, más allá de los dos detectores de metal, más allá de las dos filas de guardias de seguridad, estaba sentado Alexander Truslow, al comienzo de su discurso. Sin duda había muchos de los suyos entre los de seguridad.
¿Y el asesino? ¿Dónde estaba?
¿Quién era el asesino?
Mi mente corría en círculos. ¿Me reconocerían a pesar del disfraz, del esfuerzo que había puesto en esa parte del plan?
¿Me reconocerían!
Parecía improbable. Pero el miedo es irracional y no está sujeto a la lógica.
Yo parecía un inválido en silla de ruedas. Estaba sentado sobre mis piernas y había puesto una manta sobre ellas para completar el efecto. La silla de ruedas era lo suficientemente grande como para eso. Balog, el mago del maquillaje, había cosido los pantalones para que se parecieran a los típicos arreglos que hacen los sastres caros para los clientes ricos e inválidos. Nadie miraría mucho a un viejo en silla de ruedas. Tenía el cabello y la barba grises y las arrugas de la edad podían pasar el más cuidadoso de los exámenes visuales. Había manchas oscuras en mis manos y los anteojos me daban una dignidad profesional que, en combinación con todo lo demás, cambiaba mucho mi apariencia. Balog se había negado a hacer nada que no fuera muy pero muy sutil y yo se lo agradecía. Sin duda en esa fila de entrada, yo parecía un diplomático o un ejecutivo, un hombre de cincuenta o sesenta años que había sufrido los ataques injustos de la edad. No era Benjamín Ellison.
Por lo menos, eso quería creer.
Mi inspiración era Toby, por supuesto. Un hombre al que no volvería a ver, con el que nunca me enfrentaría en persona. Lo habían matado pero me había dado una idea antes de partir.
Un hombre en silla de ruedas atrae atención y, al mismo tiempo, la desvía. Tiene que ver con una de las características de la mente humana. La gente se da vuelta para mirarlo, sí, pero inmediatamente desvía la vista —eso puede decirlo cualquiera que haya estado en una silla de ruedas— porque es como si le diera vergüenza que alguien descubriera su curiosidad y, por eso, la persona en silla de ruedas suele adquirir cierto anonimato.
Yo me había cuidado de llegar lo más tarde posible. No hubiera sido prudente quedarme sentado demasiado tiempo en la sala de audiencias, donde había posibilidades de que alguien me reconociera.
También había tomado otra precaución siguiendo una idea de Molly. Ya que uno de los sentidos humanos que más importan subliminalmente (y menos suelen tomarse en cuenta) es el del olfato, ella me había sugerido poner algo con olor medicinal en la silla. Dijo que el olor de hospital completaría el disfraz. A mí me había parecido brillante.
Ahora esperaba en la multitud, mirando alrededor con la gravitas que correspondía a mi situación en la vida. Una pareja madura me hizo un gesto para que me pusiera delante de ellos en la fila. Acepté la oferta, me acerqué y les agradecí.
Había una larga mesa junto a los detectores de metales: allí entregaban pases azules a los que figuraban en la lista de invitados. Cuando llegué a la mesa, reclamé el mío a nombre del doctor Charles Lloyd del Hospital General de Massachusetts en Boston.
Con el pase en la mano los invitados pasaban por el detector uno por uno. Como suele suceder, hubo varias falsas alarmas. Una vez la alarma sonó con fuerza. Le pidieron al visitante que se sacara todo de los bolsillos. Por la información que me había dado Seeger, yo sabía que el detector era un Sirch-Gate III lo suficientemente sensible en el centro como para detectar un peso casi insignificante de metal. También sabía que las precauciones serían cuidadosas y exhaustivas.
Por eso, claro está, la silla de ruedas. Yo sabía que Toby la había usado más de una vez para llevar una pistola bajo el asiento. Yo no me había atrevido a tanto. Era muy fácil descubrir algo así si revisaban. El American Derringer modelo 4, un arma muy poco usual, estaba ahora metida en el brazo de la silla de ruedas. Nadie la diferenciaría de la silla misma.
Pero me latía con fuerza el corazón cuando pasé. Los latidos me llenaban los oídos con un golpeteo rápido que bloqueaba todo lo demás.
Sentí que me corría el sudor por la frente, sobre las cejas y luego, más abajo, en un arroyito hacia las mejillas.
No, claro que nadie oía el espanto de mi corazón. Pero la transpiración era algo que todos podían ver. Y cualquier agente de seguridad entrenado para detectar señales de nerviosismo y tensión se arrojaría directamente sobre mí. ¿Por qué sudaba tanto ese caballero próspero en su silla de ruedas? No hacía tanto calor en el vestíbulo. En realidad, estaba bastante fresco.
De pronto, me pareció que habría debido tomar algo para controlar mis respuestas anatómicas, pero lo cierto era que no quería atontar mis reflejos.
Y mientras el sudor me corría por la frente, uno de los guardias de seguridad, un joven negro, me llamó a un costado.
—¿Señor? —preguntó.
Yo lo miré, sonreí con amabilidad, y me acerqué a un costado de la puerta del detector.
—Su pase, por favor.
—Claro —dije y le entregué el papel azul—. Dios, ¿cuándo llega el invierno? Odio este clima.
El asintió sin prestar demasiada atención, miró el pase y me lo devolvió.
—A mí me encanta —dijo—. Ojalá fuera así todo el año. El invierno viene pronto, demasiado pronto. Yo odio el frío.
—A mí, me encanta —dije—. Me gustaba mucho esquiar.
Él sonrió, con pena.
—Señor... ¿está usted...?
Adiviné lo que quería decir.
—No puedo salir fácilmente de esta cosa, si eso es lo que quiere decir. —Golpeé los brazos de la silla imitando a Toby. —Espero no causar muchos problemas.
—No, señor, claro que no. Obviamente no puede pasar por el detector, así que voy a usar uno de mano.
Se refería a la unidad de detección de metales Search Alert, de mano, que emite un tono de oscilación. Si alguien la pone cerca del metal, el tono se hace agudo.—Adelante —dije—. Lamento todo esto.
—No hay problema, hombre. No hay problema. Yo lamento tener que hacerlo pasar por esto. Pero por alguna razón hoy hay mucho control. —Levantó de la mesa la pequeña máquina, una caja unida a una gran U de metal. —Se supone que es suficiente con los pases... Pero hoy hacen de todo. Hay otro detector ahí. —Señaló la estación de seguridad a la entrada de la sala misma. —Va a tener que pasar por todo esto de nuevo, se lo prevengo. Supongo que está acostumbrado, ¿no?
—Es el menor de mis problemas —dije con placidez.
La máquina gimió cuando se me acercó y yo me puse tenso. Él me la pasó por las piernas, sobre las rodillas y de pronto, cuando llegó a los muslos —y al revólver escondido— el ruido se agudizó.
—¿Qué tenemos aquí? —murmuró él más para sí mismo que para mí. —La mierda esta es demasiado sensible. El metal de la silla...
Y mientras yo me quedaba sentado, empapado de sudor, con la sangre en los oídos, oí la voz amplificada de Alexander Truslow que venía del sistema de amplificación de la sala.
—... deseo agradecer al comité —estaba diciendo— por llamar la atención del público sobre el grave problema que aqueja a la Agencia que tanto amo.
El guardia movió el dispositivo de sensibilidad y me lo volvió a pasar.
Y la escena se repitió: cuando la máquina se acercó al brazo de la silla donde estaba escondida el arma, se oyó un gemido metálico.
Yo me puse tenso otra vez y sentí que me caía el sudor por la frente, por las orejas, por la nariz.
—Mierda con esto —dijo el guardia—. Disculpe el lenguaje, señor.
La voz de Truslow de nuevo, clara y melodiosa.
—... eso me ayuda mucho en mi trabajo. Quien quiera que sea este testigo, y cualquiera sea la naturaleza de su testimonio, sólo puede beneficiarnos.
—Si no le importa —dije—, quisiera llegar antes de que termine el discurso de Truslow.
El guardia retrocedió, apagó la máquina, frustrado y dijo:
—Odio estas cosas, venga por aquí. —Me escoltó alrededor del detector grande. Yo asentí, lo saludé con la cabeza y me acerqué a la segunda estación de seguridad. Parecía un cuello de botella: una gran multitud se estaba reuniendo adentro. ¿Qué pasaba? ¿Por qué tanto retraso?
Otra vez, Truslow en los altoparlantes, tranquilo, gracioso.
—...cualquier testimonio que pueda abrir las persianas y hacer entrar la luz del día...
Yo maldecía por dentro; todo el cuerpo me gritaba. ¡Vamos, vamos! El asesino ya debía de estar en su lugar y, en unos segundos, el padre de Molly entraría en esa habitación atestada de gente...
Y ahí estaba yo, detenido por un grupo de policías de alquiler...
¡Vamos, mierda, mierda!
¡Vamos!
Otra vez me pusieron a un costado del detector grande. Esta vez era una mujer, blanca, madura, con el cabello rubio y una figura grande que apenas si entraba en el uniforme azul.
Miró el pase con cuidado, me miró y llamó a otra.
Ahí estaba, a cuestión de metros, sólo metros, de la entrada a la Sala 216 y esa maldita mujer se tomaba su tiempo...
Desde la sala, oí un murmullo grave. Un murmullo de multitud. El brillo súbito de los flashes de las cámaras.
¿Qué era?
¿Había llegado Hal a la sala?
¿Qué mierda estaba pasando?
—Por favor —dije, mientras la mujer volvía con otra de la misma edad, ésta negra y más flaca, aparentemente su superior—, quisiera entrar lo antes posible.
—Espere un segundo —dijo la rubia—. Lo lamento.
Se volvió a su jefa, que me dijo:
—Lo lamento, señor, pero va a tener que esperar hasta el primer receso.
—No entiendo —dije. ¡No! ¡No, no era posible!
Desde la sala de audiencias, los tonos del presidente del comité, estentóreos, severos.
—Gracias, señor director. Todos apreciamos el hecho de que haya venido hasta aquí a darnos su apoyo en un momento que sólo puede ser doloroso para la CIA. En este punto y sin hacer perder más tiempo a nadie, nos gustaría presentar al último testigo de estas audiencias. Les voy a pedir que no usen sus flashes y que todo el mundo permanezca sentado mientras...
—Pero tengo que entrar —protesté.
—Lo lamento, señor —dijo la jefa—. Tenemos instrucciones. No nos permiten admitir a nadie en este momento, no hasta que haya un receso o algo de ese tipo. Lo lamento.
Me quedé sentado, paralizado de horror y ansiedad, mirando a las dos guardias con desesperación.
En unos segundos, asesinarían al padre de Molly.
No podía quedarme sentado ahí. Tenía que entrar, había llegado tan lejos, habíamos llegado tan lejos...
Tenía que hacer algo.
69
Las miré con los ojos fuera de las órbitas, con indignación y dije:
—Miren, es una emergencia médica...
—¿Qué dice usted, señor?
—Es algo médico, carajo. Es personal. No tengo tiempo... —Indiqué mi entrepierna, el intestino, la vejiga, o lo que ellas decidieran entender de mi gesto.
Era una idea desesperada y yo lo sabía. No había baños en el vestíbulo: yo lo había visto en los planos. El único que tenía equipo para inválidos estaba fuera de la sala de audiencias. Pero había uno dos pisos más arriba, y podía llegar ahí sin volver a pasar por seguridad. ¿Lo sabrían ellas? Otro riesgo calculado. Tal vez sí, ¿qué harían entonces?
La negra se encogió de hombros y después hizo una mueca.
—De acuerdo, señor...
Sentí que el cuerpo se me inundaba de alivio.
—Pase entonces. Hay un baño de hombres a la izquierda. Pero, por favor, no entre en la sala hasta que...
No terminé de oírla. Con un gran ataque de energía, salí hacia la izquierda.
Otro guardia en la entrada. Desde donde yo estaba sentado, tenía un buen punto, un punto de visión ventajoso. La sala 216 era una cámara de dos pisos, espaciosa, moderna, construida con la televisión en mente. Grandes luces lo iluminaban todo para las cámaras. Había paneles en las paredes para colocarlas y en el segundo piso, en la galería de la prensa, bajo una placa de vidrio y al final de la habitación, más facilidades de este tipo.
¿Dónde estaría?
¿En la galería de prensa? ¿Se habría infiltrado usando credenciales de prensa falsas? Eso era fácil, claro, pero estaba demasiado lejos del frente de la habitación para ser seguro.
El arma tenía que ser chica, probablemente un arma de puño. Cualquier otra cosa era fácilmente detectable dentro delespacio de la habitación. Esa no era la clásica situación del francotirador del rifle automático que espera en el techo. Quien quiera que fuese tendría que usar una pistola. Y para eso, habría tenido que meterla en la habitación de alguna forma.
Es decir, que tenía que estar dentro del campo cercano al blanco. En teoría, un arma de puño es exacta incluso a noventa metros, pero cuanto más cerca esté uno, más seguro es el disparo.
Mientras tanto, había llegado fuera de la línea de visión de las mujeres de seguridad.
Tragué saliva y me acerqué a la habitación por la rampa.
Otro guardia uniformado esperaba en la puerta.
—Disculpe...
Pero esta vez me lancé hacia adelante, sin prestarle atención. Mi cálculo fue correcto: el guardia no iba a abandonar su puesto para perseguir a un hombre en silla de ruedas.
Ahora estaba en la habitación principal. Miré despacio la fila de asientos. Era imposible ver a todo el mundo, pero yo sabía que el asesino tenía que estar ahí, en alguna parte.
¿Dónde...? ¿Quién...?
¿Sentado entre los espectadores?
Me volví hacia el frente de la habitación, donde estaban sentados los senadores en un semicírculo elevado de caoba. Algunos consultaban notas; otros tenían las manos puestas sobre los micrófonos frente a ellos mientras charlaban.
Detrás, junto a la pared, había un fila de ayudantes, todos bien vestidos y jóvenes. Frente al podio alto de caoba, una fila de tres taquígrafos, dos mujeres y un hombre, sentados frente a sus tableros, escribiendo a la velocidad del rayo en silencio absoluto.
Y detrás de la fila de senadores, en el centro, estaba la puerta que atraía las miradas de todos. La habitación crujía de tensión. Esa era la puerta por la que habían entrado los senadores. Tenía que ser la puerta por la que pasaría la figura de Sinclair.
El asesino tenía que estar a menos de veinte metros de la puerta.
¿Dónde mierda se había metido!
¿Y quién era?
Miré hacia el estrado de los testigos, frente a la mesa de los senadores. Estaba vacío, esperando la llegada del testigo sorpresa. Detrás había una fila de sillas, seguramente por razones de seguridad. Y unas filas detrás del estrado, vi a Truslow, en un traje cruzado inmaculado. A pesar de que acababa de volver de Alemania, no parecía cansado: tenía el cabello plateado echado hacia atrás y bien peinado. ¿Había una sonrisa de triunfo, de satisfacción, en sus ojos? Junto a él estaba su esposa, Margaret, y una pareja más, probablemente su hija y su yerno.
Me di vuelta y recorrí el pasillo hacia el frente de la habitación. La gente me miraba y luego dejaba de mirarme, como era de esperar. Yo ya me estaba acostumbrando.
Era tiempo de empezar.
Una vez más recorrí con la vista la habitación, fijándola en mi memoria fotográfica. Había un número limitado de posiciones desde las cuales se podía disparar con comodidad y dar en el blanco, e intentar un escape coherente.
Respiré hondo, tratando de ordenar mis pensamientos de alguna forma. Eliminé toda posición que quedara más allá de los treinta metros.
No... de los veinte metros... Y dentro de los diez metros, las posibilidades crecían astronómicamente.
De acuerdo. Las posiciones dentro de los diez metros, las más probables, eran las que estaban cerca de una salida. Eso significaba que el asesino tendría que estar sentado o de pie en el frente: a la derecha, a la izquierda o en el centro, ya que sólo había salidas en el frente o atrás. Atrás no, por la distancia.
Adelante: ahora tenía que eliminar todo lo que no estuviera en directa línea de fuego. Es decir un noventa y cinco por ciento de los asientos.
Desde donde estaba, lo que veía era sobre todo las nucas de las personas. El asesino podía ser hombre o mujer, así que yo sabía que no debía limitarme a buscar la imagen clásica: joven, hombre, físicamente apto y bien formado. No, eran demasiado inteligentes para eso. No podía descartar la idea de una mujer.
Los chicos no, pero un adulto podía disfrazarse de chico. Era raro, sí, pero tampoco podía descartar lo raro. Tendría que revisar a todo el mundo dentro del área que había seleccionado. Sistemáticamente, miré a cada persona dentro de las áreas de posiciones de fuego y sólo me animé a descartar a dos: una joven con un cuello a lo Peter Pan que era realmente una nena un poquito crecida; y una vieja distinguida que según me decía mi instinto era auténtica.
Si mis cálculos eran correctos, eso me daba una cuenta de veinte sospechosos en el frente.
Adelante.
Aceleré el ritmo de mi silla de ruedas hasta el frente. Entonces me detuve, hice girar la silla hasta ponerla bien cerca de la gente sentada en los extremos de las filas de asientos.Aquí y allá sentí que reconocía caras pero en realidad, el público estaba lleno de caras familiares. No amigos, por cierto, pero sí gente pública. Personalidades. El tipo de persona que aparece en The Washington Post, o en programas de televisión en vivo.
¿Dónde mierda?
Enfocar, sí, carajo, tenía que enfocar la mente, concentrar mis poderes de percepción, separar el ruido ambiente del ruido de los pensamientos. Y después separar los pensamientos que no me interesaban, los comunes, de las ideas del hombre o mujer que se preparaba para llevar a cabo un asesinato público, difícil, metódico y tenso. Serían los pensamientos de alguien concentrado con intensidad, alerta casi hasta la locura.
Enfoca.
Me acerqué a un hombre en traje —cabello color arena y treinta años, un cuerpo de jugador de rugby— al final de la fila cuatro y bajé la cabeza.
Y oí: ...hacerlo socio, sí ¿pero cuándo y cómo? Porque ah, si no supiera... Un abogado. En Washington eran una plaga.
Sigue.
Un chico adolescente, la cara llena de acné, vestido con una chaqueta tipo ejército. ¿Demasiado joven? Y llegó: no quiere llamarme hasta que yo no la llame y claro...
Una mujer de casi sesenta años, elegantemente vestida, con una expresión dulce, y lápiz de labios color rojo intenso. Pobre hombre, ¿cómo se las arregla para andar así solo? Estaba pensando en mí, sin duda.
Seguí un poco más adelante, rodando, la cabeza baja.
...mierda con ese nido de espías quieren dejarlo de lado, carajo y... Un hombre alto de más de cuarenta, en ropa informal, cola de caballo, un aro en la oreja.
¿Era él? No era lo que yo esperaba, no la concentración intensa, tipo láser, del asesino profesional.
Me detuve a unos metros, enfoqué.
Enfoqué.
apenas llegue a casa, termino esta noche reviso mañana ver lo que dice el Times y lo que piensa el editor...
No, un escritor; un activista, no un asesino.
Ya había llegado a la primera fila y empecé a pasar por el frente de la habitación. Era un movimiento muy comprometido: todos me veían con claridad.
La gente me miraba, preguntándose adonde iría.
¿Ese tipo piensa pasar por aquí hasta el otro lado? ¿Se permite eso?
Tan cerca de esos senadores, ¿cómo podría llegar más cerca?Alto.
Quiero autógrafos, a la salida, si me los dan.
Adelante.
Una mujer de pelo color ceniza y unos cincuenta años, con cara de anoréxica y mejillas hundidas, la piel demasiado tensa que revela un exceso de cirugía estética, alguien de la élite de Washington, aparentemente:
...mousse de chocolate con salsa de frambuesa y tal vez un pedazo de torta de manzana con una montaña de helado de vainilla y ¿no me lo merezco acaso? fui buena y obediente esta semana...
Seguí adelante, cada vez con más rapidez, concentrándome con todo mi ser, mirando las caras al pasar, la cabeza baja, escuchando. Los pensamientos venían en torrente ahora, una corriente de emociones e ideas sicodélica, caleidoscópica, confusa, brillante, inundada de los sentimientos más privados, las contemplaciones más banales, la furia, el amor, la sospecha, la excitación...
...le dieron el ascenso y me pasaron por encima y...
Más rápido.
...maldito Departamento de Justicia qué se creen...
¡Vamos!
Una y otra vez miré las filas de espectadores, luego la de ayudantes bien vestidos junto a los senadores, la de taquígrafos sentados frente al podio con sus papeles silenciosos, inclinados en furiosa concentración sobre las pizarras.
No.
...no escribí nada y no debería quedar nada en los informes...
Un murmullo recorrió la habitación. Miré hacia el frente, mientras seguía rodando y vi que la puerta se abría un poco.
Más rápido.
...la fiesta de Kay Graham cuando el vicepresidente me pidió que ...
Moví mi cabeza a izquierda y derecha, desesperado. ¿Dónde estaba ese tirador? Todavía no había señales de él, ni una, y Hal estaba a punto de aparecer y cuando apareciera, todo habría terminado.
... las piernas de esa escultura de ahí si puedo conseguir el teléfono tal vez le pida a Myrna que llame a personal pero entonces ella...
Y de pronto, con un sacudón, vi que había olvidado el lugar más evidente de todos. Giré la cabeza hacia el podio, y entonces noté una discrepancia extraña y se me tensó el estómago.
Tres taquígrafos. Dos, las dos mujeres, escribían furiosamente, con las hojas de papel en constante movimiento en lasmáquinas y las bandejas de recepción.
El tercero no parecía estar trabajando. Un hombre de cabellos negros... que se limitaba a mirar hacia la puerta. Era extraño que tuviera tiempo de mirar a su alrededor cuando sus colegas no lo tenían; qué fácil sería meter un asesino profesional entre los taquígrafos. ¿Por qué mierda no había pensado en eso? Llevé la silla hacia allí con rapidez mientras estudiaba ese perfil, y el hombre miró al público con ojos tranquilos y vacíos y...
...y entonces oí algo.
No venía del hombre de cabello oscuro, que estaba demasiado lejos de mí como para leerle los pensamientos sino desde otro lugar, a la izquierda, sobre el hombro, adelante.
Zwolf.
Un pedazo de palabra, una palabra que no parecía significar nada al principio, y que, luego, de pronto, se me aclaró. Alemán. Un número. Doce.
Elf.
Otra vez, sobre mi hombro. Once. Alguien contaba en alemán.
Giré la silla en redondo, dándole la espalda a la fila de senadores para mirar al público. Alguien parecía estar acercándoseme. Vi una forma con el rabillo del ojo.
—¿Señor? ¡Señor!
Zehn.
Un guardia de seguridad caminaba hacia mí, haciéndome gestos para que me alejara del frente de la habitación. Alto y bien vestido en un traje gris con un transmisor en la mano.
¿Dónde mierda? ¿Dónde? Pasé los ojos sobre la primera fila, buscando a alguien que pareciera probable y vi una cara muy familiar, agradable, probablemente alguien que conocía, un viejo amigo y seguí buscando...
Y oí: Acht Sekunden bis losschlagen. Ocho segundos para el golpe.
Y entonces retrocedí y vi la cara agradable de nuevo y la reconocí por fin: Miles Preston. Apenas a unos pasos de mí.
Mi viejo amigo de copas, el corresponsal extranjero al que yo había hecho mi amigo en Leipzig, Alemania del Este, hacía ya muchos años.
¿Miles Preston?
¿Por qué había venido? Si estaba cubriendo el asunto, ¿por qué no desde la galería de prensa? ¿Por qué ahí en primera fila?
No, claro.
La galería estaba demasiado lejos.
El corresponsal extranjero al que había hecho mi amigo... No. Él se había hecho amigo mío.Se me había acercado mientras yo estaba sentado solo en el bar. Y se había presentado.
Y después estaba en París justo en el momento en que yo estaba allí.
Yo le había sido asignado, yo que era el chico nuevo en la CIA. Un cultivo clásico: su trabajo había sido cultivar mi amistad, saber todo lo que pudiera sutilmente, sin que yo me diera cuenta...
Corresponsal extranjero: el disfraz perfecto.
El guardia de seguridad se dirigía hacia mí con rapidez y determinación.
Miles Preston, que sabía tanto sobre Alemania.
Miles Preston no era inglés. Era... tenía que ser... Stasi, un agente alemán, ahora independiente. Estaba pensando en alemán.
Zwolf Kugeln in der Pistóle. Doce balas en el cargador.
Y entonces, nuestras miradas se cruzaron. Sechs.
Yo lo reconocí, y él... me di cuenta... él me reconoció a mí. Por debajo del disfraz, el cabello gris y la barba y los anteojos, vio mis ojos, el brillo de reconocimiento que había en ellos, y con eso me identificó.
Me miró una vez, una mirada fría, casi impasible. Los ojos se estrecharon un poco, muy poco. Luego volvió la vista al centro de la habitación. A la puerta que se había abierto un poco.
¡Sí, era él!
Ich werde nicht mehr als zwei brauchen. Me basta con dos.
Un hombre salió por la puerta que todos observaban.
La sala empezó a murmurar, excitada. Los espectadores estiraron el cuello, tratando de ver mejor.
Sicherung gelöst. Fuera el seguro.
Era el presidente del comité, un hombre alto, de cabellos grises y algo de panza, en un traje color gris oscuro. Lo reconocí: era el senador demócrata por Nuevo México. Estaba hablando con alguien que entraba detrás de él, alguien que todavía estaba entre las sombras.
Gaspannt. Listo.
Pero yo reconocí la silueta.
Ausgang frei. Salida libre.
El hombre era Hal Sinclair. El público todavía no se había dado cuenta de quién era, pero lo sabrían en un segundo o dos. Y Miles Preston...
¡No! ¡Tenía que actuar, ahora, ahora!
Hier kommt er. Ahí viene... Bereit zu feuern. Listo para disparar.
Y entonces, Harrison Sinclair, alto y orgulloso, vestido como debía para semejante ocasión, la barba afeitada, el cabello corto, atravesó despacio la puerta, acompañado por un guardaespaldas.
Se oyó cómo la multitud contenía el aliento, y después la sala de audiencias estalló.
70
La habitación era un rugido, los murmullos se habían convertido en palabras en voz bien alta, en exclamaciones de excitación, cada vez más poderosas y fuertes.
Lo impensable. El testigo sorpresa era... un muerto. Un hombre al que la nación había enterrado, llorado, hacía unos meses.
La galería de prensa estaba en movimiento, un remolino. Había gente que salía corriendo por la parte trasera de la habitación, seguramente para hablar por teléfono.
Sinclair y el presidente del comité, que sabía la conmoción que causaría la presencia de su testigo, pero no lo que iba a pasar a continuación, seguían atravesando la habitación hacia el estrado de los testigos, donde Sinclair juraría decir toda la verdad.
Mientras tanto, el guardia corría hacia mí con la mano en el arma, acortando cada vez más la distancia...
Miles se había puesto de pie, indistinguible en el pandemónium. Había metido la mano en el bolsillo de su traje.
¡Ahora!
Bajé el botón del apoyabrazos derecho de la silla de ruedas y apareció el arma con el cargador hacia afuera, metida con exactitud entre el metal y la goma.
Dos disparos solamente.
Esa era la desventaja del American Derringer, pero era un precio que yo había tenido que pagar.
Ya estaba amartillado. Lo saqué, y... corrí el seguro con el pulgar y...
No había línea de fuego despejada entre mi lugar y el del asesino... ¡El guardia me bloqueaba la vista!
Y de pronto, el caos, la anarquía, se quebró con el grito agudo de una mujer desde algún lugar, más arriba, y cientos de cabezas giraron hacia el sitio desde donde venía el alarido. Venía de uno de los agujeros cuadrados de las paredes, uno de los nichos preparados para cámaras de televisión, aunque éste no estaba ocupado por ninguna cámara. En lugar de eso había una mujer gritando con todas sus fuerzas.
—¡Sinclair! ¡Abajo! ¡Cuidado! ¡Papá!
"¡Ese tiene un arma!
"¡Abajo!
"¡Van a matarte!
"¡Abajo!
¡Molly!
¿Cómo mierda había entrado?
No había tiempo para pensarlo. El guardia se quedó inmóvil, se volvió hacia la derecha, miró en la confusión y durante un instante, mi blanco estuvo al alcance.
...en ese instante, disparé, con el arma bien apuntada hacia el asesino.
No fue mi bala.
No, había demasiada posibilidad de fallar con una bala.
Era un cartucho especialmente configurado Magnum .410, con por lo menos catorce gramos de perdigones de plomo. Ciento doce perdigones para ser exactos.
Un cartucho en una pistola.
La explosión llenó la habitación, que se transformó en una cacofonía de gritos destemplados. La gente se había levantado, algunos corrían hacia las salidas, otros se arrojaban al suelo buscando protección.
En los dos segundos que tardó el guardia en saltar sobre mí, golpeándome contra la silla de ruedas, vi que yo le había dado al alemán que se hacía llamar Miles Preston. Tenía la cabeza hacia atrás, sorprendido, el brazo izquierdo sobre los ojos. La sangre le corría por la cara donde le habían dado los perdigones de alta velocidad, mutilándolo, desgarrándolo, destrozándolo. Era como recibir un puñado de vidrios rotos en la cara. El hombre había perdido el equilibrio. Tenía una pistola automática en la mano derecha. La pistola colgaba a un costado, virgen todavía.
Sinclair, eso lo vi enseguida, estaba en el suelo con alguien encima, seguramente su guardaespaldas, y la mayoría de los senadores se había agachado detrás de la mesa, mientras toda la cámara se convertía en una Babel de gritos y aullidos ensordecedores y parecía que todo el mundo se me tiraba encima, todos los que no estaban corriendo hacia las entradas o tirándose al suelo por lo menos.
Luché con el guardia, luché para ponerme de pie y sacarle mi Derringer, que el sostenía con fuerza. Intenté levantarme de la silla de ruedas, pero mis piernas, que habían estado dobladas desde hacía por lo menos una hora, no me sostenían. La sangre las había abandonado y estaban dormidas: no funcionaban. No podía levantarme.—¡Quieto! —me aulló el guardia, mientras seguía luchando por quitarme el arma.
¡Un disparo más! ¡Tenía otro disparo! Uno, y esta vez, el que quedaba en la cámara era una bala .45, y si podía liberar ese brazo, y conseguir amartillar, mataría a Miles, salvaría al padre de Molly. Pero el guardia me había aprisionado contra el piso, junto a la silla y ahora había otros conmigo y Miles, yo sabía que Miles, como asesino profesional, herido y lastimado tal vez, seguía teniendo su automática en la mano y la había apuntado a Sinclair y ya estaba apretando el gatillo...
...en ese momento, oí la explosión.
Me sacudió un terror salvaje mientras dejaba de pelear contra el guardia.
Primero un tiro, después dos, uno detrás de otro, en tres explosiones enormes que retumbaron en la habitación, seguidas por un segundo de silencio absoluto y luego una erupción de gritos y aullidos de horror.
Miles había disparado tres veces.
Tenía que haber matado a Harrison Sinclair.
Yo casi había logrado inmovilizarlo. Casi lo había detenido. Molly había ayudado mucho con su táctica de distracción. Casi habíamos impedido que el asesino cumpliera con su cometido.
Pero él había sido demasiado rápido, demasiado profesional, había demostrado tener demasiados recursos.
Y, así apretado contra el piso con media docena de guardias sobre mí, la bala .45 sin disparar en el revólver que me habían arrancado, sentí que me dejaba ir en el agotamiento.
Lágrimas —de frustración, de fatiga, de tristeza inefable— me llenaron los ojos. Ya no podía pensar.
Nuestro plan, nuestro brillante plan, había fracasado. Yo había fracasado.
—De acuerdo —dije, pero era un murmullo ronco, quebrado. Me quedé acostado, la espalda contra el piso frío, mientras alrededor de mí gritaban de horror.
Mientras el guardia me esposaba, primero una mano y luego la otra, yo miraba sin ver hacia adelante, hacia el espacio libre entre el brazo y el pecho del guardia, al frente.
Cuando se hizo un hueco, no pude creer lo que estaba viendo.
El asesino, Miles Preston, se había derrumbado en la base del estrado de los testigos, la frente destrozada, junto con casi toda su cara.
Muerto.
Sobre él, mirando todo con ojos llenos de incredulidad, estaba la figura alta, flaca, algo desgreñada, de Harrison Sinclair.Vivo.
Y lo último que vi antes de que me llevaran, la última imagen, extraordinaria y hermosa, virtualmente un milagro, fue la de Molly. Arriba, en el nicho de la cámara, en ese agujero cuadrado en la pared, donde había empezado a gritar al comienzo.
Pero ahora tenía una pistola color negro mate en la mano derecha, y miraba el arma con una expresión que parecía de incredulidad. Estoy seguro de que vi en su cara la débil sombra de una sonrisa.
POR ERIC MOFFATT
DE THE WASHINGTON POST
El edificio de la sala de audiencias del Senado fue el escenario de una de las escenas más extraordinarias de que se tenga memoria en nuestra capital.
Anoche a las 19 30, durante las audiencias televisadas del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia por la acusación de corrupción en la CÍA, hizo su aparición Harrison Sinclair, el ex director de la Agencia Central de Inteligencia, que supuestamente había muerto en un accidente en el mes de mayo pasado Vino a prestar testimonio bajo juramento en cuanto a lo que según dijo era una "conspiración internacional" que involucraba al presente director de la Agencia, Alexander Truslow y al gobierno del canciller de Alemania, Wilhelm Vogel, ganador de la última elección
Pero apenas Sinclair entró en la sala acompañado de guardias armados, empezaron a sonar disparos Lo único que se dijo de uno de los atacantes, que murió, fue que era de nacionalidad alemana El otro era Benjamín Ellison, 40 años abogado y ex agente de la CIA.
NO se informó sobre otras muertes
POR KENNETH SEIDMAN
ESPECIAL PARA THE NEW YORK TIMES
Washington, 4 de enero— Como consecuencia de los hechos extraordinarios de diciembre, la nación sigue conmovida por el espectáculo de un ex director de la CIA a quien se creía muerto, que apareció súbitamente en vivo en la televisión nacional y por el intento de asesinato, igualmente sorprendente, que siguió a dicha aparición
Y sin embargo, a pesar de los infinitos titulares que ocasionó el asunto Sinclair-Truslow y de las semanas de análisis políticos que lo siguieron, la mayor parte del asunto sigue en el misterio
Como es de público conocimiento, Harrison Sinclair, director de la CIA hasta mayo del año pasado, fingió su propia muerte para escapar a la amenaza de los que estaba tratando de acusar públicamente por corrupción Se sabe también que, después del traumático incidente en Washington, el señor Sinclair expuso su extenso testimonio en una sesión cerrada del Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia que duró vanas horas, y en la que habló sobre todo de las actividades de Alexander Truslow y sus colegas
Pero, ¿qué ha pasado con Harnson Sinclair desde el derramamiento de sangre en el Senado? Fuentes de inteligencia especulan que tal vez lo hayan asesinado, pero se niegan a hacer más comentarios Cinco días después de los hechos, la hija del señor Sinclair, Molly, y su esposo, Benjamín Ellison, fueron declarados legalmente muertos después de que aparecieran en el agua los restos del pequeño barco en el que navegaban en Cape Cod. Fuentes de inteligencia no quisieron confirmar la idea de que la pareja había muerto asesinada al igual que el señor Sinclair El destino de los tres sigue siendo un misterio.
Un vocero del sistema de segundad del Capitolio dijo recientemente que se creía que la señora Sinclair había entrado en la sala de audiencias a través de una plataforma de carga del edificio, disfrazada de jefa de suministros comestibles El vocero dijo que la señora había conseguido los planos del edificio y los conocía perfectamente
Complot alemán
El asesino, un ex ciudadano de Alemania del Este identificado como Josef Peters, era un ex funcionario del antiguo servicio de inteligencia de ese país, también conocido como Stasi. Según fuentes de inteligencia, Peters era la verdadera identidad de un periodista conocido como Miles Preston, que decía ser ciudadano británico. El lugar de nacimiento que aparecía en su pasaporte era Brístol, Inglaterra, pero los funcionarios municipales de esa ciudad no pudieron localizar ninguna partida de nacimiento con ese nombre. Se sabe muy poco de Josef Peters.
En cuanto a Alexander Truslow, el sucesor del señor Sinclair como director de la CÍA, permanece en prisión esperando el juicio por traición en la Corte Superior de Washington que comenzará el mes que viene. La firma que él fundó, Truslow y Asociados Inc., está acusada de complicidad en la supuesta traición del señor Truslow, y las autoridades la han cerrado en espera de más resoluciones de la justicia.
El gobierno alemán del canciller Wilhelm Vogel ha renunciado en pleno, y también están esperando juicio los jefes de seis corporaciones alemanas, sobre todo Gerhard Stoessel, presidente de Neue Welt, una firma con base en Munich.
El señor Sinclair ha dicho que, con ayuda del director Truslow, el canciller Vogel y su gente fabricaron la caída del mercado de valores alemán para ganar la elección, después de la cual planeaban un golpe de estado corporativo de ese gobierno y el establecimiento de la hegemonía alemana sobre el resto de Europa. Sea cual sea la verdad de las revelaciones de Sinclair, la noticia del complot entre Truslow y Vogel sacudió a gobiernos y mercados.
Sin embargo, todavía no se sabe si realmente conocemos toda la historia de la conspiración de la CIA.
FIN
Un paquete de documentos
La semana pasada este periodista recibió por correo certificado un paquete de documentos preparado y enviado por el antiguo funcionario de la CIA, James Tobías Thompson III, que murió en un accidente varios días antes de los hechos de Washington.
Los documentos parecen apoyar las palabras de Sinclair sobre los tratos ilegales del señor Truslow con el consorcio alemán.
Sin embargo, las autoridades del correo sostienen que el paquete no está intacto. En la carta que acompaña los documentos, el señor Thompson se refiere a un documento sobre un programa secreto de la CIA llamado "Proyecto Oráculo". Sin embargo, este documento no estaba en el paquete de Thompson. Los voceros de la CIA negaron la existencia de tal programa secreto.
Traducido del Tribuno de Siena, p. 22
AVISO PUBLICO
El Concejo Deliberante de Siena da la bienvenida al establecimiento de la Clínica Crowell en la ciudad de Costafabbri, en la comuna de Siena. La Clínica Crowell, un lugar de atención para chicos, independiente del Estado, está dirigida por tres nuevos habitantes de la región de Siena, que provienen de los Estados Unidos de América: el señor Alan Crowell; su esposa, la doctora Carol Crowell, ambos con una hija pequeña, y el padre de la doctora Crowell, Richard Hale.
NOTA DEL AUTOR
Aunque el Proyecto Oráculo es absolutamente ficticio, esta historia está basada en un número de hechos históricos muy misteriosos y poco conocidos. Según fuentes confiables, el hecho de que hay una fortuna en oro soviético perdida es asunto de público conocimiento en círculos de la inteligencia y las finanzas internacionales. Y el interés de la CIA, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos y la inteligencia soviética en investigaciones sobre parapsicología está documentado desde hace mucho tiempo.