Publicado en
septiembre 19, 2010
MARZO 1997
Ernst Gombrich es autor del libro Historia del arte, publicado en 1950 y que ha vendido ya 2 millones de ejemplares. Se trata, en más de un sentido, de un libro clásico. Ahí Gombrich expone su idea de la belleza como finalidad de todo arte y su defensa del canon occidental. Esta entrevista da luz sobre su noble concepción del arte y su rechazo a casi toda novedad.
En una casita modesta, indiferenciable de las que la flanquean, al extremo norte de Londres, a pocos metros del verdísimo Hamstead Heath, uno de los últimos sabios del mundo escribe furiosamente, a sus 87 años, otra reflexión más sobre las relaciones entre la cultura y la civilización, mientras su frágil mujer, de ojitos brillantes, contemporánea suya, pela unas papas en la cocina sin la ayuda de nadie, poco atenta a su propia condición de Lady y a la de su marido, Sir Ernst Gombrich, a quien la Reina ennobleció en 1972 y otorgó la Orden del Mérito, la más alta distinción del Reino, en 1988. El, aquejado por una artritis, camina con la ayuda de un bastón (la palabra "bastón" es una de las pocas castellanas que conoce este hombre que habla todos los idiomas del mundo, desde el alemán de su Viena nativa hasta el inglés de su residencia y el italiano de su vocación por el arte). Ella, sin tiempo que perder, parece en constante actividad. Cuando los veo juntos creo ver a los esposos Koestler, tan unidos que se quitaron la vida juntos rodeados de la misma soledad de la que aquí gozan Ernst e Ilse Gombrich, y cuando lo veo a él solo, me parece ver a Karl Popper, su contemporáneo, su amigo de toda la vida, su par intelectual ("Fui a ver a Karl al hospital una semana antes de su muerte; estaba más lúcido que nunca, a pesar de tener más de noventa años"). No es difícil imaginarse a Ilse tocando el piano que habita el pequeño salón donde se produce esta conversación, ni a él tocando el violoncello que alguna vez dice haber dominado y que ahora es una reliquia de compañía, el depósito de sus memorias privadas.
Autor de obras maestras sobre el arte y la cultura -Historia del arte.
Arte e ilusión y El sentido del orden-, esta eminencia vive aquí, con el recato y la frugalidad que en su país adoptivo parece consustancial a los grandes hombres, desde los años cincuenta ("mayo de 1952 exactamente", afirma sin titubear un segundo), gozando de una hospitalidad británica que acaso le salvó la vida. Vino aquí huyendo de un país que ya vivía bajo el ruido de sables del Anschluss inminente y el nazismo cada vez más arrogante de los años treinta, gracias al Instituto Warburg de la Universidad de Londres, centro de estudios inspirado en uno de los precursores humanistas de la tradición que encarna el propio Gombrich, y que el profesor vienés dirigió durante 17 años. Su temperamento tradicionalista y su defensa del canon clásico le habían llegado desde muy temprano en Viena -ciudad que a principios de siglo parecía congregar a todos los genios de la humanidad-, primero a través de la música -Bach, Beethoven, Schubert, Mozart- y luego de la literatura, sobre todo en la forma de Goethe, de quien Gombrich ha dicho que fue uno de los últimos defensores de la idea de la belleza como finalidad de todo arte y del arte clásico como la más alta referencia. Esta defensa del canon occidental y clásico ha acompañado a Gombrich toda la vida y le ha valido muchas críticas, incluso de quienes no han querido oír su tolerancia y respeto por otras culturas.
Phaidon acaba de publicar The Essential Gombrich ("no me gusta el título:
a nadie le gusta pensar que parte de su obra puede no ser esencial"). El historiador recuerda con mucha precisión que en español hay un magnífico trabajo sobre su obra del profesor Joaquín Lorda, de la Universidad de Navarra, autor de Gombrich: una teoría del arte ("una de las mejores cosas que se han escrito nunca sobre mí"). El, sobre una mesita pequeña atiborrada de papeles de la que están ausentes los ordenadores, frente a una pared de la que apenas cuelga una fotografía (soberbia) de Cartier Bresson, ya prepara un próximo libro.
Profesor Gombrich, Phaidon acaba de publicar la décimosexta edición de Historia del arte, que se publicó por primera vez en 1950. Ha vendido ya dos millones de ejemplares. ¿No desmiente este éxito la idea de que el arte no es un asunto popular sino algo confinado dentro de una élite de expertos?
Sí, esta noción popular, como tantas nociones populares, está equivocada.
El arte es ahora un asunto masivo. Si usted va a exposiciones en estos tiempos, como la de Cézanne actualmente en Londres, no puede entrar porque siempre hay demasiada gente. Hay colas enormes para todas las exposiciones en todas partes del mundo. El arte se ha vuelto muy popular. No sé cuándo ni cómo ocurrió, pero yo diría que el fenómeno se ha producido en los últimos cincuenta años. Cada vez más gente visita los museos y se interesa por el arte.
Usted ha dicho que se ve a sí mismo no tanto como un historiador del arte sino como un historiador de la cultura, es decir de un universo más amplio de valores y creencias. Y ha afirmado que se siente más un historiador que un crítico de la cultura porque no tiene derecho a criticar a ninguna cultura. ¿Cómo se mantiene este pensamiento con la defensa tan clara que usted hace del canon occidental?
Lo defiendo, tengo todo el derecho de defender y de tener fe en mi propia cultura sin querer criticar a otras culturas. No veo contradicción entre admirar la cultura occidental y no objetar otras culturas.
¿No es ésa la semilla del relativismo cultural?
¿Ciertamente no soy un relativista. He escrito mucho en contra del relativismo en ocasiones muy importantes. Fui invitado a dar la conferencia de apertura en el gran Congreso de Estudios Germánicos de Gotinga y allí hablé precisamente del problema del relativismo en asuntos culturales. Critiqué mucho al relativismo. No criticar a otras culturas no significa hacer exactamente la misma valoración de todas las creaciones culturales.
¿Ve alguna relación entre el logro artístico y el grado de civilización de un país o una cultura?
Es un asunto muy complicado. No hay vinculación directa entre la democracia y el racionalismo, por un lado, y el logro artístico por otro.
Tengo gran respeto por el arte primitivo, tribal, el africano por ejemplo, o el del sur de Oceanía, pero sigo creyendo que hay una diferencia entre estas artes muy tradicionales, estos estilos practicados por los artesanos de la sociedad primitiva, y las grandes obras de arte, por ejemplo de Velázquez.
Pero esa diferencia es precisamente la que debería definirse para no caer en el relativismo. ¿Cómo evalúa usted esa diferencia?
Curiosamente estoy escribiendo sobre esto ahora. No puedo resumir el tema en unos minutos. Creo que la clave está en la libertad de elección, la riqueza de medios. En la sociedad tribal, alguien que aprende a tallar un ornamento tiene posibilidades muy limitadas, no tiene la libertad que tuvo Velázquez cuando pintó Inocencio X. Sería ridículo postular que la tiene.
La verdad es que cuando más medios tienes, más libertad de elección tienes, y más posibilidades. Pero también más posibilidades de crear arte pobre, mediocre, de caer en algo estúpido y poco interesante. Al mismo tiempo, con el aumento de las posibilidades también se potencia el logro creativo, que alcanza niveles superiores. Se ve esto en la música muy claramente. Las danzas y canciones tribales pueden ser buenas y admirables, pero Bach es distinto: simplemente tiene una mayor maestría de los medios de los que dispone. La clave está en el grado de libertad y la riqueza de los medios, elementos que repercuten en el grado de excelencia artística.
Usted fue un gran amigo de Karl Popper, que murió hace poco tiempo. El también fue un gran portavoz de la cultura occidental. ¿Debe algo al arte la sociedad abierta comúnmente asociada con los países libres?
No directamente. Hay grandes obras de arte creadas por sociedades que ciertamente no pueden llamarse abiertas. No hay una correlación simple o directa. Muchas sociedades que no pueden llamarse abiertas han producido arte magnífico. La libertad crea un mejor clima para el arte y permite alcanzar unos topes de excelencia, pero no es una condición indispensable para el genio.
Usted ha escrito que es fácil destruir la civilización porque ella es un logro muy precario. Hay muchos ejemplos de países que han alcanzado un alto nivel cultural que de pronto cayeron en la barbarie. ¿Por qué es tan precaria la civilización?
Si usted echa un vistazo a los periódicos, verá que ocurren cosas terribles. La gente, aturdida en medio de la masa, pierde las últimas inhibiciones y se comporta como salvajes. En Alemania vimos cómo la alta cultura no impidió la caída en la barbarie. La razón está en la misma pregunta: porque la civilización es una película muy delgada, muy fina, que se rompe fácilmente. La civilización es una actitud adquirida frente a ciertos valores, y la gente, cuando se disuelve en la masa, pierde las inhibiciones y comete atrocidades. Ocurre lo mismo en el Ejército. El fenómeno de la psicología de masas lo han analizado ya minuciosamente Freud y, antes, Le Bon en La Psichologie des foules. La gente hace cosas horribles porque otros las hacen.
Se le percibe a usted como alguien que desdeña el arte moderno. Se ha hablado mucho de su falta de entusiasmo por el arte contemporáneo. ¿Cuál es la naturaleza exacta de su actitud hacia el arte contemporáneo?
Es muy sencillo: hay una ausencia de patrón, de búsqueda de la excelencia.
Siempre es muy difícil hablar de topes y de patrones, pero en el arte moderno es fácil percibir aquello a lo que me refiero. Todos los días recibo catálogos, invitaciones de exposiciones_ y está claro que hay una ausencia de topes, de nivel, se hacen cosas fáciles que cualquiera con un poco de pericia podría hacer. No hablo de todo el arte moderno, por supuesto, pero sí de gran parte de él. Yo soy un gran defensor de la idea de que el arte está vinculado a la maestría y la maestría es, por definición, algo que no todos pueden alcanzar. Hay buenos deportistas, gente que corre más que otra, gente que juega cricket mejor que otra, y hay pintores que pintan mejor que otros. Lucien Freud puede pintar mucho mejor que otra gente, para hablar de maestros modernos. Cartier Bresson es mejor fotógrafo que yo. De eso estoy seguro porque respeto la maestría.
Beethoven era mejor compositor que muchos de los de su tiempo. En nuestro tiempo, a través de la popularidad del arte, de la que hablábamos al comienzo, a través de la industria de la crítica de arte, de la proliferación de exposiciones, los medios de comunicación han alcanzado mucho poder a la hora de crear una sensación en el arte que no está realmente basada en la maestría sino en la pura novedad.
Precisamente una de las exposiciones más populares ha sido en estos tiempos la de Cézanne, primero en Francia y ahora aquí. Como siempre, se dice que Cézanne es el gran precursor, la materia prima, del arte moderno.
¿Está usted de acuerdo en que Picasso, Giacometti o Braque no hubieran sido posibles sin Cézanne?
Ciertamente acepto que estuvieron muy impresionados por Cézanne. En la historia siempre hay una cadena de causalidad. Ellos vieron las obras de Cézanne y desarrollaron cierto aspecto de Cézanne. No creo, sin embargo, que a Cézanne le hubiesen gustado los trabajos de ellos. Cézanne estuvo mucho más comprometido con la pasión por describir a la naturaleza.
Advirtió a sus colegas que no se debían dejar llevar por las teorías abstractas. Sostenía que lo que importa en el arte es lo que ves con tus ojos, delante tuyo, sobre el lienzo. En este sentido Cézanne no fue un artista moderno. Más bien, un pupilo de los impresionistas.
Se celebra en Francia y otras partes el centenario del nacimiento de André Breton. Se ha dicho que podría producirse un renacimiento del surrealismo.
Con la perspectiva del tiempo, ¿cuál cree usted que es la importancia del surrealismo en la cultura de nuestro tiempo?
No creo que André Breton fuera un gran hombre. Creo, sí, que el surrealismo fue un experimento que valió la pena ensayar. Algún artista, como René Magritte, es muy entretenido e interesante, sin ser uno de los grandes artistas. Salvador Dalí fue un artista muy diestro que hizo algunas cosas buenas e interesantes, aunque creo que no tenía buen gusto, mejor dicho no tenía ningún gusto. Tenía una artesanía maestra pero no tenía gusto, y en ocasiones esto se reflejaba en toda su persona. Era de mal gusto la forma en que hablaba de sí mismo.
Ya que hablamos de movimientos de comienzos de siglo, ¿merecerán alguna atención por parte de un futuro Gombrich, dentro de cien años, movimientos como el de los fauves de Matisse o el dadaísmo?
No escribí sobre ellos en mi libro Historia del arte porque, efectivamente, no llamaron mi atención. Querían crear un anti-arte, burlarse del arte. Se puede ser muy divertido y gracioso en Viena y en cualquier ciudad en tiempos de carnaval. El arte de los festivales puede ser divertido y puede poner las cosas de cabeza, y no hace ningún daño. En el pasado los artistas también se mofaban del arte. Lo que me molesta en el dadaísmo son sus orígenes en los tiempos de la Gran Guerra, cuando se presentaron como un movimiento político, criticando la civilización por culpa de la guerra. Creo que la guerra fue una tragedia, pero no era justo hacer bromas y burlarse mientras la gente se moría en las trincheras, ni tomar una actitud cínica que a uno lo lleva a preguntarse: ¿querían que ganasen los otros? ¿Querían que ganara Alemania? Creo que eran la misma frivolidad que pretendían ser. En estos asuntos yo no soy frívolo. Los tomo muy en serio.
Usted ha estado muy vinculado a la academia. ¿Es justo decir que una mayoría de centros del saber en la cultura occidental han estado en manos de gente que veía con sospecha a la cultura occidental, en muchos casos a partir de una visión marxista y en otros ni siquiera por eso?
Probablemente tenga razón, pero el centro del saber al que yo he estado principalmente conectado, el Warburg Institute de la Universidad de Londres, felizmente nunca tuvo esta inclinación. El propio Warburg fue muy consciente de los peligros que entrañaba la civilización occidental pero no fue marxista, ni mis colegas estuvieron nunca en esa posición.
¿Cómo se definiría políticamente?
Básicamente del mismo modo que lo hacía Popper. Diría que soy un liberal, tengo muy poca razón para confiar en los políticos, su nivel intelectual no es en general muy alto, por mucho que esto suene snob. Lo fue alguna vez, quizá, pero no ahora. Nunca me sentí tentado a participar en política, detesto las manifestaciones. Está en mi memoria muy viva todavía la atmósfera que me llevó a emigrar de Viena. Aunque Hitler no había invadido todavía Austria, yo había visto muchas manifestaciones nazis.
Técnicamente no era un refugiado porque me invitó el Instituto Warburg, pero tenía muy claro lo que se venía. Este país ha sido mi segundo hogar.
Fue muy bueno ser aceptado, ser distinguido con la Orden del Mérito. Sólo somos veinticuatro miembros.
¿De qué modo afectará el mundo de los ordenadores a la cultura contemporánea? Usted hablaba de medios y logros anteriormente. Este análisis puede ser pertinente en relación con los ordenadores y el arte.
No soy un profeta, pero creo que ya han tenido un impacto tremendo. En mi campo, el de la imagen visual, ya lo estoy viendo. Ayer recibí el Journal of Virtual Reality (hasta me han hecho asesor), y no hay duda de que es algo que afecta al mundo de la imagen.
¿Pero puede la "realidad virtual" llamarse arte?
Puede llegar a serlo, del mismo modo que hay hologramas que pueden ser arte. Cuando la perspectiva se inventó, no era arte sino un experimento, que luego entró al arte. Dependerá del uso que se le dé, pero no se puede descartar a priori de ningún modo.
La línea de demarcación entre arte y tecnología no es siempre fácil de determinar.
No, pero no son la misma cosa. Incluso soy dogmático con respecto a la diferencia, pero no excluyo la posibilidad de que los ordenadores se vuelvan importantes para el arte.
FIN