Publicado en
abril 08, 2010
PRIMERA PARTE
ANATOMÍA DE UNA CONJURA
CAPITULO PRIMERO
En París, a las seis y cuarenta minutos de una mañana de marzo, hace frío; y el frío parece aún más intenso cuando un hombre está a punto de morir frente al pelotón de ejecución. El día 11 de marzo de 1963, a esa hora, en el patio principal de Fort d'Ivry, un coronel de las Fuerzas Aéreas Francesas se hallaba de pie junto a un poste hundido en la glacial arena mientras le ataban las manos al madero, y miraba con incredulidad lentamente decreciente al pelotón de soldados situado frente a él, a veinte metros de distancia.
Un pie restregó el cascajo del suelo, y el leve ruido alivió un tanto la tensión mientras ceñían la venda alrededor de los ojos del coronel Jean Marie Bastien Thiry, cerrándolos a la luz para siempre. El murmullo de un sacerdote constituía un inútil contrapunto al rechinar de veinte cerrojos de fusil, al cargar y aprestar sus armas los soldados.
Al otro lado de los muros, un camión «Berliet» pedía paso, a bocinazos, a otro vehículo más pequeño que se había cruzado en su camino hacia el centro de la ciudad; el sonido se desvaneció, confundiéndose con la orden de »¡Apunten!» dada por el oficial al mando del pelotón. El estampido de los disparos, cuando sonó, no produjo ni la más mínima alarma en la ciudad que despertaba, aparte el hecho de que una bandada de palomas emprendió el vuelo y se mantuvo en el aire unos instantes. Segundos más tarde, el estampido solitario del coup de grâce se perdió en el estruendo creciente del tráfico al otro lado de los muros.
La muerte del oficial, jefe de una banda de asesinos de la Organización del Ejército Secreto que se había propuesto asesinar al presidente de Francia debía haber puesto punto final..., punto final a posteriores intentos de atentar contra la vida del Presidente. Por una jugarreta del destino vino a señalar solamente un principio, para explicar, porque será necesario sin duda explicar, por qué un cadáver acribillado quedó colgado de sus ataduras en el patio de la prisión militar de las afueras de París aquella mañana de marzo...
El sol había descendido por fin detrás de los muros del palacio, y largas sombras se extendían por el patio aportando un bien venido alivio. A las siete de la tarde del día más caluroso del año, la temperatura era todavía de 23 grados centígrados. En la ciudad achicharrada, los Parisienses, acompañados de quejumbrosas esposas y vociferante chiquillería, atestaban coches y trenes, dispuestos a salir de la ciudad para un fin de semana en el campo. Era el día 22 de agosto de 1962, el día en que un puñado de hombres que esperaban fuera de los límites de la ciudad habían decidido que el Presidente, el general Charles de Gaulle, debía morir.
Mientras la población de la ciudad se preparaba para defenderse del calor por el relativo fresco de los ríos y las playas, detrás de la adornada fachada del Palacio del Elíseo, proseguía la reunión del Gabinete. Al otro lado del ardiente asfalto, que empezaba a enfriarse bajo la tan anhelada sombra, dieciséis «Citröen DS» negros se hallaban estacionados uno detrás de otro, formando un círculo alrededor de tres cuartas partes de la zona.
Los chóferes, cobijados en el lugar más umbroso, junto al muro de poniente, adonde habían llegado primero las sombras, intercambiaban las bromas insustanciales de quienes pasan la mayor parte de sus días de trabajo en espera de los caprichos de sus dueños.
Particularmente aquel día, hubieran podido oírse varios acerbos comentarios acerca de la extraordinaria duración de las deliberaciones del Gabinete, hasta que, un momento antes de las siete y media, un ujier cubierto de collarines y medallas apareció al otro lado de las puertas de vidrio, en lo alto de la escalinata de seis peldaños del palacio, e hizo una seña a los guardias. Los chóferes tiraron inmediatamente sus «Gauloises» a medio consumir, y los apagaron pisándolos con fuerza sobre la asfalto. Los agentes de seguridad y los guardias adoptaron actitudes rígidas en sus garitas situadas a ambos lados de la entrada principal, y las macizas verjas de hierro se abrieron de par en par.
Los chóferes estaban ya al volante de sus vehículos cuando apareció el primer grupo de ministros. El ujier abrió las puertas, y los miembros del Gabinete bajaron la escalinata, al tiempo que cambiaban los últimos comentarios jocosos y se deseaban un tranquilo y reparador fin de semana. Por el mismo orden en que se encontraban estacionados, los automóviles se detenían al pie de la escalinata, uno detrás de otro, el ujier, con una reverencia, abría la puerta trasera, los ministros ocupaban sus asientos en sus respectivos coches y eran conducidos–tras recibir los saludos de la Guardia Republicana– a través del Faubourg Saint Honoré.
En diez minutos se hubieron alejado todos. Quedaban en el patio dos largos «Citröen DS 19» negros que se acercaron lentamente hasta el pie de la escalinata. El primero, que lucía el gallardete de la Presidencia de la República Francesa, era conducido por Francis Marroux, un chófer policía, procedente del campamento de instrucción del cuartel general de la Gendarmería Nacional de Satory. Su carácter retraído le había mantenido alejado de la alegre cháchara de los chóferes ministeriales en el patio; gracias a sus nervios de acero y a su habilidad como chófer, que le permitía conducir velozmente y con seguridad, se le había dado el cargo permanente de chófer personal de De Gaulle. Aparte de Marroux, el coche estaba vacío. Detrás de él, el segundo «DS 19» era conducido también por un gendarme de Satory.
A las siete cuarenta y cinco, otro grupo apareció al otro lado de las puertas, y de nuevo los hombres situados en el asfalto adoptaron la posición de firmes. Vestido con su habitual traje gris carbón de corte militar, con su corbata oscura, Charles de Gaulle apareció al otro lado del cristal. Con una cortesía muy al estilo antiguo, invitó a Madame Ivonne de Gaulle a cruzar primero la puerta, y luego la tomó del brazo para acompañarla por la escalinata hasta el «Citröen» que esperaba. Al llegar al coche se separaron, y la esposa del Presidente subió al asiento trasero del primer vehículo por el lado izquierdo. El general se acomodó a su lado, entrando por el lado derecho.
Su yerno, el coronel Alain de Boissieu, entonces jefe del Estado Mayor de las Unidades Blindadas y de Caballería del Ejército francés, comprobó que las dos puertas traseras quedaban bien cerradas, después de lo cual se acomodó en el asiento delantero, al lado de Marroux.
Ocuparon el segundo automóvil dos miembros del grupo de funcionarios que habían acompañado al Presidente y a su esposa al bajar la escalera. Henri d'Jouder, el corpulento guardia de corps argelino de servicio aquel día, se acomodó en el asiento delantero, al lado del chófer, y colocándose bien el revólver que llevaba bajo el brazo, se recostó cómodamente contra el respaldo. A partir de aquel momento sus ojos se moverían incesantemente, clavándose no solamente en el automóvil que les precedía, sino en las aceras y en las esquinas por donde pasaba a toda marcha. Tras dar una última orden a uno de los agentes de seguridad de servicio que se quedaban en el palacio, el segundo hombre se acomodó, solo, en el asiento trasero. Era el comisario Jean Ducret, jefe del Cuerpo de Seguridad de la Presidencia.
Junto al muro oeste, dos agentes motorizados con casco blanco pusieron en marcha los motores de sus máquinas y se dirigieron lentamente, emergiendo de entre las sombras, hacia la verja. Se detuvieron a unos tres metros de la entrada y miraron hacia atrás. Marroux alejó el primer «Citröen» del pie de la escalinata, giró hacia la verja y se detuvo detrás de los motociclistas. El segundo automóvil le siguió. Eran las 7,50 de la tarde.
De nuevo la verja de hierro se abrió de par en par, y el breve cortejo, pasando entre la guardia, enfiló el Faubourg Saint Honoré. Al llegar al extremo del mismo, el convoy penetró en la Avenue de Marigny. A la sombra de los castaños, un joven con casco blanco, sentado a horcajadas en una motocicleta, vio pasar el cortejo; entonces se apartó del cordón y siguió en pos del mismo. El tráfico era el normal en un fin de semana de agosto, y no se había dado previo aviso del paso del Presidente. Sólo el ulular de las sirenas de los dos motociclistas advertía a los policías que estaban de servicio, quienes, en cuanto las oían, empezaban a agitar los brazos y a dar pitidos frenéticamente para detener a tiempo el tráfico.
El convoy aumentó la velocidad en la avenida sombreada por los árboles y desembocó en la soleada Place Clemenceau, cruzándola en línea recta hacia el Pont Alexandre III. Marchando al amparo de los coches oficiales, el joven de la motoneta no tuvo dificultad en seguirles. Pasado el puente, Marroux siguió a los dos motociclistas por la Avenue Général Gallieni y desde allá al ancho Boulevard des Invalides. Al llegar a aquel punto, el joven de la motoneta ya supo lo que deseaba averiguar. En la esquina del Boulevard des Invalides y Rue de Varennes aminoró la marcha y dobló en dirección a un café situado en la misma esquina. Ya en el interior del local, sacose del bolsillo una ficha metálica, pasó a la parte trasera del café, donde se hallaba situado el teléfono, e hizo una llamada local.
El coronel Jean Marie Bastien Thiry esperaba en un café del suburbio de Meudon. Tenía treinta y cinco años; estaba casado y con tres hijos y trabajaba en el Ministerio del Aire. Tras la fachada convencional de su vida profesional y familiar, sentía un profundo resquemor contra Charles de Gaulle, quien, a su juicio, había traicionado a Francia y a los hombres que en 1958 lo habían llamado de nuevo al poder al ceder Argelia a los nacionalistas argelinos.
En nada le había afectado económicamente la pérdida de Argelia, y su actitud no se basaba en ninguna consideración de tipo personal. Bastien se consideraba un patriota, y estaba convencido de que serviría a su amada patria eliminando al hombre que la había traicionado. En aquella época, muchos millares de personas compartían tal opinión, pero relativamente pocos de ellos eran miembros fanáticos de la Organización del Ejército Secreto que había jurado matar a De Gaulle y derrocar su Gobierno. Bastien Thiry era uno de éstos.
Estaba tomando una cerveza cuando lo llamaron al teléfono. El barman le pasó el tubo, y luego se dirigió al otro extremo del bar, para regular el televisor. Bastien Thiry escuchó unos segundos, murmuró: «Muy bien, muchas gracias», y colgó. La cerveza ya estaba pagada. Salió del bar a la vereda, sacose de debajo del brazo un periódico enrollado, y cuidadosamente lo desplegó dos veces.
Al otro lado de la calle, una mujer joven dejó caer la cortina de la ventana en el primer piso y, volviéndose hacia los doce hombres que se hallaban en la estancia, dijo: «Carretera número dos». Los cinco más jóvenes, novatos en el arte de matar, dejaron de retorcerse las manos y se levantaron al instante.
Los otros siete eran de más edad y estaban menos nerviosos. El más veterano entre ellos en el proyecto de asesinato, y segundo de a bordo de Bastien Thiry, era el teniente Alain Bougrenet de la Tocnaye, miembro de la extrema derecha y perteneciente a una familia de grandes terratenientes. Tenía treinta y cinco años, y estaba casado y con dos hijos.
El hombre más peligroso de la estancia era Georges Watin, de treinta y nueve años, un fanático de la OAS, de anchos hombros y mandíbula cuadrada, que había sido ingeniero agrícola en Argelia y al cabo de dos años se había acreditado como uno de los más peligrosos pistoleros de la OAS. A causa de una vieja herida en una pierna lo apodaban el Rengo.
Cuando la muchacha comunicó la noticia, los doce hombres empezaron a bajar la escalera en dirección a la parte trasera de la casa, que daba a un pasaje donde se hallaban estacionados seis vehículos, todos ellos robados o alquilados. Eran las 7.55.
Bastien Thiry había pasado muchos días preparando personalmente el escenario del asesinato, midiendo ángulos de tiro, velocidad y distancia de los vehículos en marcha, y el nivel de concentración de los disparos necesarios para detenerlos. El lugar elegido era un largo trecho recto de carretera llamado Avenue de la Libération, que conducía al cruce principal de Petit Clamart. Según el plan, el primer grupo compuesto por los tiradores con sus fusiles, abriría fuego contra el coche del Presidente a unos doscientos metros del cruce. Los tiradores se ocultarían detrás de una furgoneta de Correos estacionada a un lado de la avenida, y empezarían a disparar contra los vehículos casi de frente, para no verse obligados a hacerlo «al vuelo», al paso de los coches.
Según los cálculos de Bastien Thiry, ciento cincuenta balas habrían atravesado el primer coche cuando éste llegara a la altura de la furgoneta. Detenido el coche presidencial, el segundo grupo de la OAS saldría bruscamente de una bocacalle para acribillar el coche de la Policía de Seguridad casi a quemarropa. Ambos grupos dedicarían unos pocos segundos más a liquidar totalmente el grupo presidencial, y luego echarían a correr hacia los tres vehículos preparados, en otra bocacalle, para la huida.
El propio Bastien Thiry, el decimotercer hombre del equipo, se pondría al acecho y daría el aviso en el instante preciso. A las 8.05, los grupos se hallaban ya en sus sitios. A unos cien metros del punto de la emboscada, en dirección a París, Bastien Thiry se había situado en una parada de ómnibus, con un diario en la mano. Agitando el diario, daría la señal a Serge Bernier, jefe del primer comando, quien estaría de pie junto a la furgoneta de Correos. Éste transmitiría la orden a los tiradores agazapados en la hierba, a sus pies. Bougrenet de la Tocnaye conduciría el coche que debía interceptar a la policía de seguridad, y Watin, el Rengo empuñando un fusil ametralladora, ocuparía el asiento a su lado.
Mientras los tiradores retiraban el seguro de sus armas, preparándose para el ataque, a poca distancia de Petit Clamart el convoy del general De Gaulle dejaba atrás el denso tráfico del centro de París y alcanzaba las avenidas más despejadas de los suburbios, donde aumentaba su velocidad hasta cerca de los cien kilómetros por hora.
Ante la carretera libre de tránsito, Francis Marroux echó una breve ojeada a su reloj de pulsera, e intuyendo la quisquillosa impaciencia del anciano general en el asiento trasero pisó aún con más fuerza el acelerador. Los dos motociclistas le cedieron el paso para pasar a situarse detrás del convoy. A De Gaulle nunca le había gustado la ostentación que entrañaba el hecho de que le precedieran unos motociclistas, y prescindía de ella siempre que podía. Así fue como el convoy entró en la Avenue de la División Leclerc, en Petit Clamart. Eran las 8.17 de la noche.
Mil quinientos metros más allá, Bastien Thiry estaba experimentando los efectos de su gran equivocación, aunque no se enteraría de la misma hasta meses más tarde, cuando se lo dijera la Policía. Al estudiar el horario del asesinato había consultado un calendario para enterarse de que el 22 de agosto oscurecía a las 8.35, lo que le parecía bastante tarde aun en el supuesto de que De Gaulle se retrasara en sus movimientos habituales, como en realidad así lo hizo. Pero el calendario que el coronel de las Fuerzas Aéreas había consultado correspondía al año 1961. Y el 22 de agosto de 1962 oscurecía a las 8.10. Aquellos veinticinco minutos habían de cambiar la historia de Francia. A las 8.18 Bastien Thiry divisó el convoy que, a ciento diez por hora, marchaba por la Avenue de la Libération en dirección hacia él, y agitó frenéticamente el periódico.
Al otro lado de la carretera, cien metros más allá, Bernier tenía fijos los ojos en la vaga figura situada en la parada del ómnibus y que la creciente oscuridad apenas le permitía distinguir. »¿Ya ha hecho la señal el coronel?», preguntó, enojado, a nadie en particular. Apenas hubo dicho estas palabras cuando vio la nariz de tiburón del coche del Presidente que pasaba como un relámpago por delante de la parada de ómnibus. »¡Fuego!», ordenó a los hombres situados a sus pies. Los tiradores dispararon en el momento en que el convoy llegaba a su misma altura, en un ángulo de noventa grados, contra un blanco móvil que se desplazaba a ciento diez kilómetros por hora.
El hecho de que el coche recibiera el impacto de doce balas constituye el mejor elogio de la puntería de los pistoleros. La mayoría de las doce balas se incrustaron en la parte trasera del «Citröen». Reventaron dos neumáticos, y aunque eran del tipo que se sueldan por sí mismos automáticamente, la súbita pérdida de presión hizo que el coche diera un bandazo y que las ruedas delanteras patinaran. Fue entonces cuando Francis Marroux salvó la vida a De Gaulle.
Mientras el as de los tiradores, el ex legionario Varga, disparaba contra las ruedas, los restantes vaciaron sus cargadores contra la ventanilla trasera. Varias balas atravesaron el blindaje una de las cuales rompió el cristal trasero y pasó á pocos centímetros de la nariz presidencial. En el asiento delantero, el coronel De Boissieu se volvió y rugió a sus suegros: »¡Agáchense!» Madame De Gaulle bajó la cabeza hacia las rodillas de su marido. El general soltó un glacial: »¡Cómo! ¿Otra vez?» y se volvió a mirar por la ventana trasera.
Marroux sujetó con fuerza el volante y giró suavemente en la misma dirección del patinazo, al tiempo que reducía la presión sobre el acelerador. Por un momento, el «Citröen» perdió velocidad, pero la recobró de nuevo para correr en dirección al cruce con la Avenue du Bois, la calle donde esperaba el segundo comando de hombres de la OAS. Detrás de Marroux, el coche de los agentes de seguridad seguía pegado a su cola, sin haber recibido un solo impacto.
A Bougrenet de la Tocnaye, que esperaba con el motor en marcha en la Avenue du Bois, la velocidad de los coches que se acercaban le ofrecían una clara alternativa: o interceptar su paso, lo cual equivalía a un suicidio, puesto que sin duda alguna moriría estrujado por las planchas retorcidas de su propio coche, o seguir el plan previsto pero con medio segundo de retraso. Se decidió por esto último. Cuando emergió con su vehículo de la travesía para coincidir con el convoy presidencial, no quedó situado a la altura del coche de De Gaulle, sino a la del guardia de corps d'Jouder y el comisario Ducret.
Asomándose por la ventanilla del lado derecho, y sacando fuera todo el cuerpo hasta la cintura, Watin vació su metralleta contra la parte trasera del primer «DS», en el cual, a través del cristal hecho añicos, pudo ver el altivo perfil de De Gaulle.
—¿Por qué no disparan a su vez esos idiotas?–preguntó De Gaulle en tono de queja.
D'Jouder estaba intentando disparar contra los pistoleros de la OAS a través de la distancia–unos tres metros–que separaban los dos coches, pero el chófer no le permitía ver. Ducret gritó al chófer que siguiera al Presidente, y un segundo más tarde la OAS quedó rezagada. En cuanto a los dos motociclistas, uno de los cuales estuvo a punto de ser despedido de su montura por la súbita entrada de la Tocnaye desde la calle lateral, se rehicieron y se unieron a los coches. El convoy, íntegro, entró en el cruce, lo pasó y prosiguió hacia Villacoublay.
En el lugar de la emboscada, los hombres de la OAS no perdieron tiempo en recriminaciones. Ocasión habría para ello. Dejando abandonados los tres coches empleados en la operación, saltaron a los vehículos preparados para la fuga y desaparecieron en la oscuridad.
Desde su propio coche, el comisario Ducret llamó por el transmisor a Villacoublay y contó brevemente lo ocurrido. Al llegar el convoy, diez minutos más tarde, el general De Gaulle insistió en dirigirse directamente a donde les esperaba el helicóptero.
Cuando el coche se detuvo, un grupo de oficiales y funcionarios lo rodeó y abrieron las puertas para ayudar a la trastornada Madame De Gaulle a apearse del vehículo. Por el otro lado, el general salió del coche y se sacudió las esquirlas de cristal que tenía en la solapa. Sin prestar atención a la impresionada solicitud de los oficiales que le rodeaban, dio la vuelta al coche y tomó del brazo a su esposa.
—Vamos, querida; iremos a casa–le dijo, y finalmente pronunció ante el personal de las Fuerzas Aéreas su veredicto sobre la OAS–. No tienen puntería.
Tras estas palabras, condujo a su esposa hasta el helicóptero y tomó asiento a su lado. D'Jouder se unió a ellos, y emprendieron el vuelo para un fin de semana en el campo.
En la pista, Francis Marroux permanecía sentado, muy pálido, detrás del volante. Los dos neumáticos del lado derecho del coche habían cedido por fin y el «DS» descansaba sobre sus llantas. Ducret murmuró un breve cumplido a su oído, y después prosiguió con su tarea de despejar a los curiosos.
Mientras en todo el mundo los periodistas especulaban en torno al intento de asesinato y, a falta de algo mejor, llenaban sus columnas con conjeturas personales, la Policía francesa, dirigida por la Sûreté Nationale y respaldada por el Servicio Secreto y la Gendarmería, lanzaba la mayor operación policíaca de la historia francesa. Pronto debía convertirse en la más vasta caza del hombre que el país hubiera conocido jamás, y que sólo más tarde debía ser aventajada por la caza del hombre destinado a atrapar a otro asesino cuyo nombre sigue siendo desconocido, pero que figura todavía en los archivos por su apodo de el Chacal.
Lograron la primera pista el día 3 de setiembre, y, como ocurre a menudo en la labor policíaca, fue una simple comprobación rutinaria la que dio resultado. En las afueras de la ciudad de Valence, al sur de Lyon, en la carretera principal de París a Marsella, un control policíaco detuvo un coche particular en el que viajaban cuatro hombres. Aquel mismo día habían detenido centenares de otros coches para examinar la documentación de los viajeros, pero en aquel caso concreto uno de los ocupantes del vehículo no la llevaba. Afirmó que había perdido los papeles, pero él y los otros tres fueron conducidos a Valence para ser sometidos al interrogatorio de rigor.
En Valence se aclaró que los otros tres ocupantes del coche nada tenían que ver con el cuarto, a quien habían llevado gratis, después de haberlo recogido en la carretera. Fueron puestos en libertad. Al cuarto, le fueron tomadas las huellas digitales y enviadas a París, únicamente para comprobar si era realmente quien decía ser. La respuesta llegó doce horas más tarde: las huellas correspondían a las de un joven de veintidós años, desertor de la Legión Extranjera, sobre el cual, según la ley marcial, pesaban varias acusaciones. Pero el nombre que había dado era completamente correcto: Pierre Denis Magade.
Magade fue trasladado a los cuarteles generales del Servicio Regional de la Policía Judicial de Lyon. Mientras, en la antesala, esperaba que lo interrogaran, uno de los policías que lo vigilaba le preguntó, en tono de broma:
—Bueno, ¿y qué me dices de Petit Clamart?
Magade se encogió de hombros, vencido.
—De acuerdo–contestó–. ¿Qué quieren saber?
Mientras los asombrados oficiales de la Policía lo escuchaban y las lapiceras de los taquígrafos llenaban un bloc tras otro, Magade «cantó» durante ocho horas. Cuando acabó, había facilitado los nombres de todos y cada uno de los que habían participado en lo de Petit Clamart, y de otros nueve que habían tenido papeles secundarios en las diversas fases de la conjura, o que habían participado en ella facilitando el equipo necesario. En total, veintidós. Iniciose la cacería, y esta vez la policía sabía a quién buscaba.
Al final, sólo uno logró escapar, y no ha sido hallado hasta la fecha. Georges Watin huyó y se supone que vive en España, así como la mayoría de los demás jefes de la OAS.
El interrogatorio y la preparación de los cargos contra Bastien Thiry, Bougrenet de la Tocnaye y los demás jefes de la conjura terminó el mes de diciembre, y el grupo fue juzgado en enero de 1963.
Mientras se desarrollaba el juicio, la OAS concentró todas sus fuerzas en otro ataque a fondo contra el Gobierno gaullista, y los Servicios Secretos franceses replicaron con no menos furor. Bajo las agradables apariencias de la vida parisiense, bajo la capa de cultura y civilización, se libró una de las guerras más crueles y sádicas de la historia moderna.
El Servicio Secreto francés actúa bajo el nombre de Servicio de Documentación Exterior y de Contraespionaje, conocido por las siglas SDECE. Se ocupa igualmente del espionaje en el exterior y del espionaje en el interior de Francia, aunque cada servicio puede, en ocasiones, invadir el campo del otro. El Servicio 1 es espionaje puro, y está subdividido en varias oficinas conocidas por la inicial R de Renseignement (Información). Estas subdivisiones son: R.1, Análisis de Espionaje; R.2, Europa Oriental; R.3, Europa Occidental; R.4, África; R.5, Oriente Medio; R.6 Extremo Oriente; R.7, América/Hemisferio Occidental. El Servicio 2 se ocupa del contraespionaje. Los Servicios 3 y 4 comprenden la Sección Comunista en una sola oficina; el Servicio 6 es el de Finanzas, y el 7, el de Administración.
El Servicio 5 es designado con una sola palabra: Acción. Esta oficina fue el núcleo central de la guerra contra la OAS. Desde los cuarteles generales situados en un complejo de varios edificios de apariencia vulgar, situados en las cercanías del Boulevard Mortier junto a la Porte des Lilas, un sucio suburbio del noroeste de París, los centenares de «duros» del Servicio de Acción partían a la guerra. Aquellos hombres, la mayoría de ellos corsos, eran lo más aproximado que cabe hallar en la vida real a los «duros» de la literatura y el cine. Recibían una acabada instrucción física tras lo cual eran trasladados al Campamento de Satory, donde una sección especial, aislada de las restantes, les instruía a fondo en el arte de la destrucción. Todos ellos se convertían en expertos en la lucha con armas cortas, en el combate sin armas, el karate y el judo. Seguían cursos de comunicaciones por radio, de demolición y sabotaje, de interrogatorio con torturas o sin ellas, de rapto, incendio y asesinato.
Algunos de ellos sólo hablaban francés; otros hablaban perfectamente varias lenguas y podían sentirse como en su propia casa en cualquier capital del mundo. Tenían derecho a matar en el cumplimiento de sus misiones y a menudo hacían uso de este derecho.
Cuando las actividades de la OAS cobraron mayor violencia y brutalidad, el director del SDECE, el general Eugène Guibaud, acabó por quitar el bozal a aquellos hombres y los lanzó contra la OAS. Algunos de ellos se alistaron en la OAS y lograron introducirse en sus Consejos más secretos. Desde sus puestos, se limitaban a facilitar información para que los demás actuaran, y muchos emisarios de la OAS, enviados en misión a Francia o a otras zonas donde eran vulnerables a la Policía, fueron detenidos gracias a la información proporcionada por los hombres del Servicio de Acción infiltrados en la organización terrorista. En otras ocasiones, los hombres a quienes había que detener no podían ser inducidos a pasar a Francia, y entonces eran liquidados fuera del país. Numerosos parientes de hombres de la OAS que simplemente desaparecieron han estado siempre convencidos de que fueron eliminados por el Servicio de Acción.
Y no es que la OAS necesitara lecciones de violencia. Odiaban a los hombres del Servicio de Acción, conocidos por los barbouzes o «barbudos» a causa de su actuación camuflada, más que a ningún policía. En los últimos días de la lucha por el poder entre la OAS y las autoridades gaullistas en Argel, la OAS logró capturar vivos a siete barbouzes. Sus cadáveres fueron hallados más tarde colgados de balcones y faroles, con las orejas y la nariz cortadas. De esta manera la guerra subterránea continuaba, y la historia completa de quienes murieron torturados en manos de quiénes y en qué sótano nunca será conocida.
Los demás barbouzes permanecían fuera de la OAS, a la disposición del SDECE. Algunos de ellos habían sido asesinos profesionales del hampa antes de haberse alistado, conservaban sus antiguos contactos, y en más de una ocasión recurrían a la ayuda de sus antiguos amigos del hampa para llevar a cabo algún trabajo particularmente sucio por cuenta del Gobierno. Estas actividades dieron lugar a que en Francia se hablara de la existencia de una policía «paralela» (no oficial), que se suponía estaba a las órdenes de uno de los hombres de confianza del presidente De Gaulle, Jacques Foccart. En realidad no existía tal policía «paralela»; las actividades que se le atribuían eran llevadas a cabo por los hombres fuertes del Servicio de Acción o por los jefes de las bandas criminales del hampa, temporalmente contratados.
Los corsos, que dominaban tanto el mundo del hampa como el Servicio de Acción de París y de Marsella, son expertos en el arte de la vendetta; y después del asesinato de los siete barbouzes de la Misión C en Argel, se llevó a cabo una vendetta contra la OAS. De la misma manera que el mundo del hampa corso ayudó a los aliados durante los desembarcos en el sur de Francia en 1944 (en su propio interés; más tarde, como recompensa, obtuvieron casi el monopolio del comercio del vicio en la Costa Azul), igualmente en los primeros años del decenio 1960 1970 los corsos lucharon de nuevo por Francia en su venganza contra la OAS. Muchos de los hombres de la OAS que eran pieds noirs (argelinos nacidos franceses) tenían las mismas características que los corsos, y a veces la guerra resultó casi fratricida.
A medida que se desarrollaba el juicio contra Bastien Thiry y sus compañeros, también proseguía la campaña de la OAS. Su faro orientador, el instigador, entre bastidores, de la conjura de Petit Clamart, era el coronel Antoine Argoud. Salido de una de las primeras universidades de Francia, la Escuela Politécnica, Argoud era hombre inteligente y dotado de dinámica energía. Como teniente bajo De Gaulle en los Franceses Libres, había luchado contra los nazis por la liberación de Francia. Más tarde, tuvo a su mando un regimiento de Caballería en Argel. Bajo y delgado, pero fuerte, era un brillante e implacable militar. En 1962 había pasado a ser el jefe de operaciones de la OAS en el exilio.
Experto en la guerra psicológica, comprendió que la lucha contra la Francia gaullista debía desarrollarse en todos los niveles: por el terror, por la diplomacia y mediante las relaciones públicas. Como parte de la campaña, organizó para el jefe del Consejo Nacional de la Resistencia–el ala política de la OAS–, el ex ministro francés de Asuntos Exteriores, Georges Bidault, una serie de entrevistas en periódicos y emisoras de televisión de Europa Occidental, en las que debía explicar la oposición de la OAS al general De Gaulle en términos «respetables».
Argoud estaba poniendo a contribución la clara inteligencia que otrora había hecho de él el coronel más joven del Ejército francés y que le había convertido en el hombre más peligroso de la OAS. Dispuso para Bidault una serie de entrevistas con las principales redes periodísticas y de corresponsales, en las cuales el viejo político cubrió con una capa de respetabilidad las actividades menos aceptables de los «duros» de la OAS.
El éxito de la operación propagandística de Bidault, inspirada por Argoud, alarmó al Gobierno francés tanto como las tácticas terroristas y la oleada de bombas de plástico que estallaban en los cines y cafés de toda Francia. Luego, el 14 de febrero, fue descubierta otra conjura para asesinar al general De Gaulle. Al día siguiente el Presidente debía dar una conferencia en la Escuela Militar del Campo de Marte. Según los planes de los conjurados, al entrar en el vestíbulo, De Gaulle recibiría un tiro por la espalda, disparado por un asesino encaramado en el alero del edificio contiguo.
Los sometidos, más tarde, a juicio por la conjura fueron: Jean Bichon, un capitán de Artillería llamado Robert Poinard y una profesora de inglés de la Academia Militar Madame Paule Rousselet de Liffiac. El ejecutor material del atentado había de ser Georges Watin pero una vez más el Rengo logró esfumarse. En el departamento de Poinard fue hallado un fusil con mira telescópica, y los tres fueron detenidos. Más tarde, en el juicio, se puso en claro que, buscando el modo de introducir a Watin con su arma en la Academia, habían consultado con el oficial Marius Tho, quien había advertido inmediatamente a la Policía. El día 15, el general De Gaulle asistió a la ceremonia militar a la hora prevista, pero con gran disgusto por su parte, se avino a llegar en un coche blindado.
La conjura era ciertamente infantil, pero provocó la ira de De Gaulle. Al día siguiente mandó llamar al ministro del Interior, Frey, y, descargando un puñetazo encima de la mesa, dijo al ministro responsable de la seguridad nacional:
—Este asunto de los atentados ha llegado ya demasiado lejos.
Se decidió hacer un escarmiento con algunos de los principales conspiradores de la OAS con el fin de desanimar a los restantes. Frey no albergaba la menor duda en cuanto al resultado del juicio contra Bastien Thiry, que aún se estaba desarrollando ante el Tribunal Supremo militar, porque a Bastien Thiry le resultaba sumamente difícil explicar desde el banquillo por qué razones había creído que Charles de Gaulle debía morir. Pero se necesitaba algo más para disuadir a los conspiradores.
El día 22 de febrero, una copia de un memorándum que el director del Servicio 2 de SDECE (contraespionaje) había enviado al ministro del Interior aterrizó en la mesa del jefe del Servicio de Acción. He aquí un extracto del mismo:
«Hemos logrado averiguar el paradero de uno de los principales cabecillas del movimiento subversivo, el ex coronel del Ejército francés, Antoine Argoud. Ha huido a Alemania y, según las informaciones de nuestro Servicio de Espionaje local, se propone quedarse allá varios días...
«Siendo así, no ha de resultar imposible capturar a Argoud. Puesto que la petición formulada por nuestro servicio oficial de contraespionaje a las organizaciones alemanas de seguridad competentes ha sido rechazada, y estas organizaciones esperan que nuestros agentes se lancen a perseguir a Argoud y a otros jefes de la OAS, la operación, dado que irá dirigida contra la persona de Argoud, deberá ser llevada a cabo con la máxima rapidez y discreción.»
El encargo fue transferido al Servicio de Acción.
A media tarde del día 25 de febrero, Argoud llegó a Munich, procedente de Roma, donde se había reunido con otros jefes de la OAS. En lugar de dirigirse inmediatamente a la Unertlstrasse, tomó un taxi para ir al «Hotel Eden Wolff», donde había reservado una habitación, al parecer para celebrar en ella una reunión. No llegó a asistir a ella. En el vestíbulo del hotel fue abordado por dos hombres que se dirigieron a él en un alemán impecable. Supuso que eran policías alemanes y se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta en busca de su pasaporte.
Argoud sintió que le agarraban por ambos brazos en un apretón brutal, y que sus pies abandonaban el suelo. Inmediatamente fue llevado fuera del hotel e introducido en una furgoneta de lavandería que esperaba allí mismo. Trató de desasirse, y la réplica fue un torrente de amenazas en francés. Una mano callosa le pegó en la nariz, otra en el estómago, un dedo buscó el punto nervioso situado debajo de la oreja, y Argoud se extinguió como una luz.
Veinticuatro horas más tarde, un teléfono sonó en el despacho de la Brigada Criminal de la Policía Judicial del número 36 del Quai des Orfevres de París. Una voz áspera llegó a oídos del sargento de guardia, que contestó a la llamada, diciendo que se trataba de la OAS y que Antoine Argoud, «lindamente empaquetado», se hallaba en una furgoneta estacionada detrás del edificio del CID. Pocos minutos más tarde se abría la puerta del vehículo y Argoud descendía con dificultad, en medio de un círculo de asombrados agentes de policía.
Sus ojos, vendados durante veinticuatro horas, no lograban ver nada. Tuvieron que ayudarle a sostenerse de pie. Tenía la cara cubierta de sangre seca, la que le había manado de la nariz, y la boca le dolía a causa de la mordaza, que la policía tuvo que retirar. Cuando alguien le preguntó: »¿Es usted el coronel Antoine Argoud?», murmuró: «Sí.» El Servicio de Acción había logrado, no se sabía cómo, hacerle cruzar de contrabando la frontera durante la noche anterior, y la anónima llamada telefónica a la policía acerca del paquete que les esperaba en su propio estacionamiento no era más que una muestra del particular sentido del humor del Servicio. Argoud no fue puesto en libertad hasta el mes de junio de 1968.
Pero el Servicio de Acción no había tenido en cuenta un detalle; al retirar de la escena a Argoud, a pesar de la enorme desmoralización que ello causó en la OAS, había hecho posible que su eminencia gris, el poco conocido pero igualmente astuto coronel Marc Rodin asumiera el mando de las operaciones encaminadas a asesinar a De Gaulle. En muchos aspectos, había sido un mal negocio.
El día 4 de marzo, el Tribunal Supremo militar dictó sentencia contra Jean Marie Bastien Thiry. Él y otros dos eran condenados a muerte, así como tres más que aún no habían sido apresados, entre ellos, Watin el Rengo. El día 8 de marzo, el general De Gaulle escuchó en silencio, durante tres horas, las peticiones de clemencia formuladas por los abogados de los condenados. Conmutó por cadena perpetua dos de las penas de muerte, pero no la de Bastien Thiry.
Aquella noche su abogado comunicó la decisión al coronel de las Fuerzas Aéreas.
—Se ha fijado para el día 11–dijo a su cliente– y viendo que éste continuaba sonriendo con incredulidad, aclaró bruscamente–: Lo van a fusilar.
Bastien Thiry siguió sonriendo y movió la cabeza.
—Usted no lo comprende–dijo a su abogado– Ningún pelotón de franceses levantará sus fusiles contra mí.
Estaba equivocado. La noticia de la ejecución fue difundida, en francés, a las ocho de la mañana por el Diario hablado de Radio Europa Número Uno. Fue oída en casi toda Europa Occidental por aquellos que quisieron escucharla. En una pequeña habitación de un hotel de Austria, la noticia irradiada debía poner en marcha una cadena de pensamientos y de acciones que llevarían al general De Gaulle más cerca de la muerte de lo que había estado en toda su carrera. La habitación era la del coronel Marc Rodin, nuevo jefe de operaciones de la OAS.
CAPITULO II
Marc Rodin apagó su aparato de radio a transistores y se levantó de la mesa, dejando casi intacta la bandeja de su desayuno. Se acercó a la ventana, encendió otro cigarrillo y miró hacia el paisaje nevado que la rezagada primavera no había empezado a desnudar.
—Cerdos.
Murmuró la palabra en voz baja, con odio contenido. Siguió un largo rosario sotto voce de nombres y epítetos que expresaban lo que sentía por el Presidente francés, su Gobierno y el Servicio de Acción.
Rodin era, en muchos aspectos, muy diferente de su predecesor. Alto y enjuto, con un rostro cadavérico, devorado por el odio interior, generalmente disimulaba sus emociones bajo la máscara de una frialdad que nada tenía de latina. Para él no había existido una Escuela Politécnica que le abriera las puertas de los ascensos. Hijo de un zapatero remendón, había huido a Inglaterra en un bote de pesca en los días felices de sus veintitantos años–cerca de treinta–, cuando los alemanes invadían Francia, y se había alistado como soldado raso bajo la bandera de la Cruz de Lorena.
El ascenso desde sargento a oficial le había llegado por el camino más duro; lo había ganado palmo a palmo en las sangrientas batallas libradas en el Norte de África, bajo Koenig primero, y más tarde en Normandía, con Leclerc. Una acción de guerra durante la lucha por París le había valido los galones de oficial, que por su educación y su procedencia social jamás hubiese alcanzado, y en la Francia de la posguerra tuvo que elegir entre seguir en el Ejército o volver a la vida civil.
Pero, ¿volver a qué? No tenía otro oficio que el de remendón que su padre le había enseñado, y encontró a la clase obrera de su país natal dominada por los comunistas, quienes también controlaban la Resistencia y los Franceses Libres del interior. Así, pues, se quedó en el Ejército, donde le tocó sufrir las amarguras del oficial salido de entre las filas de soldados rasos que ve cómo una nueva generación de muchachos instruidos se gradúan en las escuelas de oficiales, y consiguen, mediante unas lecciones aprendidas en las aulas, los mismos galones por los cuales él había tenido que sudar sangre. Y viendo cómo lo rebasaban en grado y en privilegios, empezó a invadirle un hondo sentimiento de amargura.
Sólo una solución le quedaba: incorporarse a un regimiento colonial, con los rudos soldados que luchan de verdad mientras el ejército de reclutas hace ejercicios militares en los campamentos de instrucción. Y logró ser transferido a las tropas coloniales aerotransportadas.
Un año más tarde tenía a su mando una compañía en Indochina, donde vivía entre otros hombres que hablaban y pensaban como él. Para un joven salido del banco de un remendón, cabía aún el ascenso, a través de combates y más combates. Al terminar la campaña de Indochina ostentaba ya el grado de comandante, y después de un año de desdicha y frustración pasado en Francia fue enviado a Argelia.
La retirada francesa de Indochina y el año pasado en Francia habían convertido su amargura en un odio mortal contra los políticos y los comunistas, a quienes consideraba como una misma cosa. Hasta que Francia no estuviese gobernada por un soldado, no lograría zafarse de las garras de los traidores y parásitos instalados en su vida pública. Sólo el Ejército estaba libre de tales especies.
Como la mayoría de oficiales activos que han visto morir a sus hombres y han tenido que enterrar a veces los cadáveres mutilados de quienes tuvieron la desdicha de ser apresados vivos, Rodin adoraba a los soldados como la verdadera sal de la tierra, aquellos hombres que derramaban su propia sangre sacrificándose para que la burguesía pudiera quedarse en casa viviendo cómodamente. Al cabo de ocho años de luchar en las selvas de Indochina, enterarse, por los civiles de su propia patria de que a la mayoría de ellos les importaba un comino los soldados, leer las acusaciones que los intelectuales de izquierda formulaban contra los militares por puras bagatelas, como las torturas infligidas a los prisioneros para obtener informaciones vitales... Todo ello desencadenó en Marc Rodin una reacción que, combinada con su amargura innata, originada por su falta de oportunidades, hizo de él un fanático.
Seguía convencido de que, de haber recibido el apoyo necesario por parte de las autoridades civiles locales y del Gobierno y el pueblo en la metrópoli, el Ejército hubiera derrotado al Viet minh. La cesión de Indochina había sido una traición masiva contra los millares de valerosos jóvenes que habían muerto allí ..., al parecer, por nada. Para Rodin no habría, no podía haber, nuevas traiciones. Argelia lo demostraría. En la primavera de 1956, zarpó del puerto de Marsella sintiéndose casi dichoso–dentro de lo que podía sentirse dichoso un hombre como él–, convencido de que las distantes colinas de Argelia serían testigo de la consumación de lo que consideraba como la obra de su vida: la apoteosis del Ejército francés ante los ojos del mundo.
Al cabo de dos años de luchas crueles y feroces, poco había ocurrido que pudiera hacer vacilar sus convicciones. Ciertamente, los rebeldes no eran tan fáciles de aniquilar como había creído al principio. Por más fellaghas que él y sus hombres liquidaran, por más aldeas que arrasaran, por más terroristas del FLN que murieran bajo las torturas, la rebelión se extendía hasta envolver al país entero y consumir sus ciudades.
Por supuesto, lo que se precisaba era una mayor ayuda por parte de la metrópoli. En aquel caso, por lo menos, no podía hablarse de una guerra empeñada en un remoto rincón del Imperio. Argelia era Francia, una parte de Francia, habitada por tres millones de franceses. Había que luchar por Argelia como por Normandía, Bretaña o los Alpes Marítimos. Cuando alcanzó el grado de teniente coronel, Marc Rodin abandonó el bled para pasar a las ciudades, primero Bona y más tarde Constantina.
En el bled, Rodin había luchado contra los soldados del ALN, soldados irregulares, pero que por lo menos eran hombres que luchaban. El odio que sentía por ellos no era nada en comparación con el que empezó a consumirle en cuanto conoció la guerra vil, viperina, de las ciudades, una guerra a base de explosivos de plástico colocados por los barrenderos en los cafés propiedad de franceses, en los supermercados y los parques de atracciones. Las medidas que Rodin adoptó para limpiar Constantina de los hombres que colocaban aquellas bombas contra los civiles franceses le valieron en la Casbah el apodo de el Carnicero.
Lo único que hacía falta para liquidar definitivamente al FLN y a su ejército, el ALN, era más ayuda de París. Como la mayoría de los fanáticos, Rodin era capaz de permanecer ciego a los hechos. El costo creciente de la guerra, la economía de Francia, que vacilaba bajo el peso de una guerra que aparecía cada vez más imposible de ganar, la desmoralización de los reclutas, nada de eso tenía importancia para él.
En junio de 1958, el general De Gaulle volvió al poder como Primer Ministro de Francia. Liquidando con eficiencia la corrompida y achacosa IV República, fundó la V. Cuando pronunció las palabras que, en labios de los generales le habían hecho volver al Matignon primero y luego en enero de 1959, al Elíseo, Algérie Française, Rodin se encerró en su habitación para llorar a sus anchas. Cuando De Gaulle visitó Argelia, su presencia fue para Rodin como la del mismo Zeus descendiendo del Olimpo. La nueva política, tenía de ello la seguridad, estaba en marcha. Los comunistas serían barridos de sus cargos. Jean Paul Sartre sin duda sería fusilado por alta traición, los sindicatos serían reducidos a obediencia y no tardaría el momento en que Francia apoyaría con todo su corazón a su pariente y amiga Argelia y al Ejército que protegía las fronteras de la civilización francesa.
Rodin estaba tan seguro de ello como de que el sol sale por el Este. Cuando De Gaulle inició sus medidas para rehacer, a su modo, a Francia, Rodin pensó que debía de haber algún error. Había que dar tiempo al viejo. Cuando circularon los primeros rumores de las conversaciones preliminares con Ben Bella y el FLN, Rodin se negó a darlos por ciertos. Aunque simpatizó con la revuelta de los colonos dirigida por Jo Ortiz en 1960, siguió pensando que el hecho de que no se aplastara de una vez por todas a los fellaghas era simplemente un movimiento táctico de De Gaulle. El «Viejo», Rodin estaba seguro de ello, debía saber lo que se hacía. ¿Acaso no había pronunciado las palabras de oro Algérie Française?
Cuando, finalmente, llegó la prueba, más allá de toda duda, de que el concepto que tenía Charles de Gaulle de una Francia resucitada no incluía a la Argelia francesa, el mundo de Rodin se hizo añicos como un jarrón de porcelana embestido por un tren. Fe, esperanza, credulidad y confianza, todo desapareció de golpe. Sólo quedó odio. Odio contra el sistema, contra los políticos, los intelectuales, los argelinos, los sindicatos, los periodistas, los extranjeros; pero sobre todo odio contra Aquel Hombre. Aparte unos pocos miedosos que se negaron a asentir, Rodin condujo a todo su batallón al putsch militar del mes de abril de 1961.
Fracasó. Con un solo movimiento, simple, aplastante. De Gaulle desfibró el putsch aún antes de que estallara. Ninguno de los oficiales había prestado la menor atención al hecho de que en las semanas precedentes a la publicación de la noticia de que se habían iniciado conversaciones con el FLN, millares de simples radios de transistores fueron distribuidos entre los soldados. Las radios fueron consideradas como un consuelo inofensivo para las tropas, y muchos oficiales y suboficiales veteranos aprobaron la idea. La música pop que llegaba de Francia por los aires distraía agradablemente a los muchachos del calor, las moscas y el aburrimiento.
Pero la voz de De Gaulle no era tan inofensiva. Cuando la lealtad del Ejército fue por fin puesta a prueba, decenas de millares de soldados esparcidos en sus barracas por toda Argelia sintonizaron sus radios en busca de noticias. Después de las noticias, oyeron la misma voz que el propio Rodin había escuchado en junio de 1940. Y casi el mismo mensaje: «Os encontráis frente a una elección de lealtades. Yo soy Francia, el instrumento de su destino. Seguidme. Obedecedme.»
Más de un comandante de batallón se despertó con sólo un puñado de oficiales y sin la mayoría de sus sargentos.
El motín fue destruido como las ilusiones: por la radio. Rodin fue más afortunado que otros. Ciento veinte de sus oficiales, suboficiales y enganchados se quedaron con él. Ello se debió a que tenía a su mando una unidad con una proporción de veteranos de Indochina y del bled argelino superior a la mayoría. Juntamente con otros putschistas formaron la Organización del Ejército Secreto, la OAS, decidida a arrojar al Judas del Palacio del Elíseo.
Entre el FLN triunfante y el Ejército leal de Francia poco quedó, salvo el tiempo necesario para entregarse a una orgía de destrucción. En las últimas siete semanas, mientras los colonos franceses vendían prácticamente por nada el fruto de toda una vida de trabajo y huían de la costa azotada por la guerra, el Ejército Secreto se desahogó en una odiosa venganza contra lo que debían dejar atrás. Una vez terminada, sólo el destierro quedaba para los jefes, cuyos nombres eran conocidos de las autoridades gaullistas.
En el invierno de 1961, Rodin pasó a ser el delegado de Argoud como jefe de operaciones de la OAS en el exilio. De Argoud eran el instinto, el talento, la inspiración que había detrás de la ofensiva que la OAS lanzó contra la Francia metropolitana a partir de aquel momento; de Rodin eran la organización, la astucia, el aguzado sentido común. De haber sido simplemente un burdo fanático, hubiese sido peligroso, pero no excepcional. Hubo otros muchos de ese calibre que disparaban sus armas por la OAS en los primeros años de la década de los sesenta. Pero Rodin era algo más. El viejo remendón había engendrado un muchacho provisto de una inteligencia superior, que jamás había sido desarrollada mediante una instrucción formal en el servicio del Ejército. Rodin la había desarrollado por su propia cuenta, y a su manera.
Enfrentado con su propio concepto de Francia y del honor del Ejército, Rodin era tan fanático como el que más, pero cuando se planteaba un problema puramente práctico, era capaz de una concentración pragmática y lógica más eficaz que todo el entusiasmo pasajero y la violencia descabellada del mundo.
Esto fue lo que aquella mañana del 11 de marzo aportó Rodin al problema de matar a Charles de Gaulle. No era tan estúpido como para creer fácil la empresa; al contrario, los fracasos de Petit Clamart y de la Escuela Militar lo habían hecho mucho más difícil. No era ardua tarea encontrar pistoleros; el problema consistía en hallar a un hombre o un plan que poseyera en su estructura un solo factor, único, lo bastante insólito para atravesar el muro de seguridad levantado entonces en anillos concéntricos en torno de la persona del Presidente.
Metódicamente, Rodin estableció en su mente una lista de los problemas. Durante dos horas, fumando un cigarrillo tras otro frente a la ventana, hasta que la habitación quedó llena de humo azulado, se dedicó a plantearse los problemas primero, y, después, a trazar un plan para vencer o sortear todos los obstáculos. Cada uno de los planes, sometidos a un severo examen crítico, que se le ocurrían parecía realizable; pero ante la prueba final todos se desmoronaban. Del curso de sus pensamientos, un problema concreto emergía como virtualmente insuperable: la cuestión de la seguridad.
Las cosas habían cambiado desde lo de Petit Clamart. La infiltración del Servicio de Acción en las filas y mandos de la OAS había aumentado hasta un grado alarmante. El reciente rapto de su propio superior, Argoud, demostraba hasta dónde estaba dispuesto a llegar el Servicio de Acción para capturar e interrogar a los jefes de la OAS. Ni siquiera les había detenido la perspectiva de una dura protesta por parte del Gobierno alemán.
Argoud llevaba ya catorce días sometido a interrogatorios, y todos los jefes de la OAS habían tenido que salir corriendo. Bidault había perdido súbitamente su afición a la publicidad y la exhibición; otros miembros del CNR, presa de pánico, habían huido a España, América o Bélgica. Se había producido una auténtica carrera en busca de documentaciones falsas, de pasajes para los países más remotos.
Ante aquel espectáculo, los elementos de base habían sufrido un rudo golpe en su moral. Hombres situados en el interior de Francia que hasta entonces habían estado dispuestos a ayudar, a ocultar a fugitivos de la Policía, a llevar paquetes de armas, a transmitir mensajes, y hasta a proporcionar información, colgaban el teléfono murmurando cualquier excusa.
A consecuencia del fracaso de Petit Clamart y del interrogatorio de los prisioneros, habíase hecho necesario disolver tres redes enteras organizadas en territorio de la Francia metropolitana. En posesión de una copiosa información interior, la Policía francesa había hecho incursiones en numerosas casas, descubierto escondrijo tras escondrijo de armas y municiones; otras dos conjuras para asesinar a De Gaulle habían sido desarticuladas por la Policía cuando los conspiradores se reunían tan sólo por segunda vez.
Mientras el CNR soltaba discursos y hablaba por los codos de la restauración de la democracia en Francia, Rodin se enfrentaba lúgubremente con los hechos tal como aparecían expuestos en la abultada cartera de mano situada junto a su cama. Casi sin fondos, perdiendo apoyo nacional e internacional, miembros y prestigio, la OAS se estaba desmoronando ante las arremetidas de los Servicios Secretos franceses y de la Policía.
La ejecución de Bastien Thiry sólo contribuiría a empeorar la moral. En aquella fase, encontrar hombres dispuestos a colaborar sería ciertamente difícil; los que estaban dispuestos a la tarea tenían sus rostros grabados en la memoria de todos y cada uno de los policías de Francia y, además, de varios millones de ciudadanos. En aquellos momentos, cualquier nuevo plan que implicara demasiada planificación y la coordinación de numerosos grupos sería descubierto antes de que el pistolero pudiera llegar a cien kilómetros de De Gaulle.
Una vez al término de su propia argumentación, Rodin murmuró: «Un hombre que no sea conocido...» Repasó la lista de los hombres de quienes sabía que no vacilarían en matar a un Presidente. Cada uno de ellos tenía en la jefatura de Policía francesa un expediente del grosor de una Biblia. ¿Por qué razón él mismo, Marc Rodin, se ocultaba en un hotel de una oscura aldea de las montañas austríacas?
La respuesta le acudió un momento antes de mediodía. Por un momento, la rechazó, pero se sintió de nuevo atraído hacia ella con insistente curiosidad. Si fuera posible encontrar a un hombre como aquél... suponiendo que existiera tal hombre. Lenta y laboriosamente, Rodin elaboró un nuevo plan alrededor de un hombre como ideal, y después lo sometió a todos los obstáculos y objeciones. El plan los venció todos, incluso la cuestión de seguridad.
Antes de que llamaran para el almuerzo Marc Rodin se embutió en su grueso sobretodo y bajó la escalera. En la puerta principal le asaltó el primer soplo de viento que corría por la gélida calle. Le obligó a parpadear, pero al mismo tiempo despejó su cerebro de la pesadez provocada por los cigarrillos fumados en la excesivamente caldeada habitación. Volviendo hacia la izquierda, se dirigió, pisando la nieve, hacia la oficina de Correos de la Adlerstrasse, y envió una serie de breves telegramas, informando a sus colegas esparcidos bajo diferentes alias por todo el Sur de Alemania, Austria, Italia y España de que durante unas semanas no podrían comunicarse con él, puesto que salía en misión.
Mientras volvía trabajosamente a la humilde pensión donde se alojaba, se le ocurrió que más de uno pensaría que también él se acobardaba, que se esfumaba ante el temor de ser raptado o asesinado por el Servicio de Acción. Se encogió de hombros. Podían pensar lo que quisieran. No era el momento para dar explicaciones a nadie.
Prefirió almorzar fuera del albergue «Stammkarte», puesto que el menú del día consistía en patitas de cerdo con gelatina y tallarines. Aunque los años pasados en la selva y en los desiertos de Argelia lo habían acostumbrado a casi todo, no podía con aquello. A media tarde, después de hacer el equipaje y pagar la cuenta, emprendió la marcha, en misión solitaria, en busca de un hombre, o, más exactamente, de un tipo de hombre de quien ni siquiera sabía si existía.
Mientras Rodin se acomodaba en el tren, un «Comet 4B» de la «BOAC» aterrizaba en el aeropuerto de Londres y emprendía la carrera final hacia la pista 0 4. Procedía de Beirut. Entre los pasajeros del mismo, que formaban cola en el vestíbulo de llegada, había un inglés alto y rubio. Su rostro aparecía saludablemente atezado por el sol de Oriente Medio. Se sentía descansado y en forma después de gozar durante dos meses de los innegables placeres del Líbano, y del, para él, mayor placer aún de supervisar la transferencia de una pingüe suma de dinero de un Banco de Beirut a otro de Suiza.
Muy atrás, en el arenoso suelo de Egipto, enterrados hacía ya mucho tiempo por la burlada y enfurecida policía egipcia, cada uno de ellos con un limpio orificio de bala a través del espinazo, yacían los cadáveres de dos ingenieros de cohetes, de nacionalidad alemana. Su muerte había retrasado varios años el desarrollo del cohete «Al Zafira», de Nasser, y un millonario sionista de Nueva York consideraba que su dinero había sido bien empleado. Después de pasar sin dificultad el control de Aduanas, el inglés alquiló un automóvil sin chófer y se dirigió a su piso de Mayfair.
Transcurrieron noventa días antes de que la investigación de Rodin tocara a su término, y lo único que hubiera podido mostrar al cabo de tanto tiempo eran tres magros expedientes, cada uno de ellos guardado en un sobre de papel manila que el hombre llevaba de manera permanente en su portafolio. A mediados de junio, Rodin llegó de regreso a Austria y se instaló en una pequeña pensión, la «Pensión Kleist», de la Brurcknerallee, en Viena.
Desde la oficina central de Correos de la ciudad envió dos telegramas tajantes, uno a Bolzano, al Norte de Italia, y el otro a Roma. Por ellos convocaba a sus dos principales lugartenientes a una reunión urgente en su habitación de Viena. A las veinticuatro horas, los dos hombres habían llegado. René Montclair lo hizo en un coche alquilado desde Bolzano, André Casson en avión desde Roma. Ambos viajaban con nombre y documentación falsos, porque tanto en Italia como en Austria los funcionarios residentes del SDECE tenían a ambos hombres fichados en sus archivos, y a aquellas alturas estaban gastando un montón de dinero comprando a agentes e informaciones en los puestos fronterizos y los aeropuertos.
André Casson fue el primero en llegar a la «Pensión Kleist», siete minutos antes de la hora convenida, las once. Ordenó al taxista que lo dejara en la esquina de la Brurcknerallee y pasó varios minutos arreglándose la corbata ante la vidriera de una florería antes de entrar con paso rápido en el vestíbulo del hotel. Rodin, como de costumbre, se había inscrito bajo un nombre falso, uno de los veinte que sólo conocían sus colegas más íntimos. Los dos a quienes había convocado habían recibido la víspera un cable firmado con el nombre de «Schulz», el nombre cifrado de Rodin para aquel período de veinte días.
—Herr Schulz, bitte? –preguntó Casson al joven recepcionista.
El empleado consultó el libro de registro.
—Habitación 64. ¿Le esperan a usted, señor?
—Desde luego–contestó Casson, y se dirigió sin vacilar hacia la escalera.
En el primer rellano, enfiló el pasillo en busca de la habitación número 64 que se hallaba a la derecha, hacia la mitad del pasillo. Al levantar la mano para llamar a la puerta, alguien lo agarró por detrás. Se volvió y tuvo que levantar los ojos para mirar un rostro abotagado, de mejillas azuladas. Los ojos, bajo la gruesa franja de pelo negro que hacía las veces de cejas lo miraban, desde arriba, con curiosidad. El hombre lo había seguido al verle pasar por delante de un entrante de la pared situado unos tres metros más atrás, y a pesar de que la estera que cubría el suelo no era precisamente mullida, Casson no había oído sus pasos.
—Vous désirez? –preguntó el gigante con falsa indiferencia.
Pero la presa en la muñeca derecha de Casson no se aflojaba.
Por un momento, Casson sintió que el estómago se le revolvía al pensar en el rapto de Argoud en el «Hotel Eden Wolff», cuatro meses atrás. Luego, reconoció al hombre que lo tenía sujeto: un polaco de la Legión Extranjera que había luchado en la antigua compañía de Rodin en Indochina y Vietnam. Recordó que Rodin algunas veces había utilizado a Viktor Kowalski para misiones especiales.
—Tengo una cita con el coronel Rodin, Viktor –contestó Casson con suavidad.
Las cejas de Kowalski se enarcaron más aún al oír mencionar su propio nombre y el de su jefe.
—Soy André Casson–agregó el recién llegado.
Kowalski no pareció muy impresionado. Aferrando más fuertemente a Casson, llamó con la mano izquierda a la puerta de la habitación 64.
Desde dentro, una voz contestó:
—Oui.
Kowalski acercó la boca a la puerta.
—Tiene usted una visita–gruñó.
La puerta se entornó ligeramente; Rodin echó una ojeada, y entonces la abrió de par en par.
—Mi querido André, ¡cuánto lo siento! –Hizo una seña afirmativa a Kowalski–. Perfectamente, cabo. Esperaba a este hombre.
Por fin, Casson sintió que el gigante le soltaba la muñeca y pudo entrar en la habitación. Rodin cambió todavía unas palabras con Kowalski ante la puerta, y después volvió a cerrarla. El polaco tornó a su lugar de acecho, en la sombra de la entrada del pasillo.
Rodin y Casson se estrecharon la mano, y el primero condujo a su amigo hasta los dos sillones situados frente a la estufa de gas. A pesar de que era mediados de junio, caía una llovizna helada, y los dos hombres estaban acostumbrados al cálido sol del Norte de África. La estufa estaba encendida a la máxima potencia. Casson se despojó del impermeable y se instaló ante la estufa.
—No suele usted tomar precauciones de esta clase, Marc–observó después.
—No lo hago por mí–contestó Rodin–. Si algo ocurriera, sé cuidar de mí mismo. Pero podría necesitar unos minutos para deshacerme de los papeles.
Hizo un ademán en dirección al escritorio situado junto a la ventana, donde al lado de su portafolio se veía un abultado sobre de papel manila.
—En realidad por eso me traje a Viktor. Si algo ocurriera, Viktor me daría un minuto de tiempo para destruir los papeles.
—Deben de ser muy importantes.
—Tal vez, tal vez.–Sin embargo, en la voz de Rodin sonó una nota de clara satisfacción–. Pero será mejor que esperemos a René. Le dije que viniera a las 11.15 para que no llegaran los dos a pocos segundos uno de otro y ello trastornara a Viktor. Se pone muy nervioso cuando empieza a ver demasiada gente a la que no conoce.
Rodin se permitió una de sus raras sonrisas al imaginar lo que podía ocurrir si Viktor, con su pesado «Colt» bajo el brazo izquierdo, se ponía nervioso. Alguien llamó a la puerta. Rodin cruzó la habitación y acercó la boca a la madera.
—Oui?
Esta vez fue la voz de René Montclair, nerviosa, tensa.
—Marc, por el amor de Dios...
Rodin abrió de golpe la puerta, y Montclair apareció ante el umbral, convertido en un enano en comparación con el gigantesco polaco situado detrás de él. El brazo izquierdo de Viktor lo sujetaba firmemente por la cintura, manteniendo sus brazos pegados al cuerpo, inmovilizados.
—Ça va, Viktor–murmuró Rodin al gorila.
Y Montclair fue liberado. Entró, agradecido, en la habitación y dirigió una mueca a Casson, quien le sonreía desde su sillón junto a la estufa. De nuevo se cerró la puerta, y Rodin presentó sus excusas a Montclair.
Montclair avanzó y ambos se estrecharon la mano. Al sacarse el sobretodo, quedó a la vista su arrugado traje gris, de pésimo corte, que le sentaba francamente mal. Como la mayoría de ex militares acostumbrados al uniforme, ni él ni Rodin jamás habían sabido vestir.
En su calidad de anfitrión, Rodin invitó a los otros dos a ocupar los dos sillones del dormitorio, y él, por su parte, ocupó la silla de respaldo recto situada detrás de la sencilla mesa que utilizaba como escritorio. De la mesita de noche extrajo una botella de coñac francés y la mostró en actitud interrogativa. Sus dos invitados asintieron con la cabeza. Rodin sirvió una generosa ración en cada una de las tres copas que tenía a mano y pasó dos de ellas a Montclair y Casson. Primero bebieron, y los dos viajeros dejaron gustosos que el cálido alcohol les librara del frío interior que sentían.
René Montclair, era bajo y rechoncho, y como Rodin, un oficial de carrera del Ejército. Pero, a diferencia de Rodin, jamás había asumido el mando en combate. Durante la mayor parte de su vida había servido en las ramas administrativas, y durante los últimos diez años en la contaduría de la Legión Extranjera. En la primavera de 1963 era el tesorero de la OAS.
André Casson era el único civil. Bajito y atildado, vestía aún como el director de Banco que había sido en Argelia. Era el coordinador de la OAS CNR en la Francia metropolitana.
Ambos hombres eran, como Rodin, unos fanáticos, aun entre los miembros de la OAS, aunque por distintas razones. Montclair había tenido un hijo, un muchacho de diecinueve años que había sido destinado a Argelia tres años atrás para cumplir su servicio militar, mientras su padre dirigía la contaduría de la base de la Legión Extranjera en Marsella. Montclair padre no llegó a ver el cadáver de su hijo, que había sido enterrado en el bled donde el joven soldado había sido retenido como prisionero por los guerrilleros. Pero había oído contar los detalles de lo que le habían hecho al muchacho. Nada puede mantenerse secreto por mucho tiempo en la Legión. La gente habla.
André Casson se hallaba más comprometido. Nacido en Argelia, había consagrado toda su vida a su trabajo, su departamento y su familia. El Banco para el cual había trabajado tenía la central en París, de modo que la caída de Argelia no le hubiese dejado sin trabajo. Pero cuando, en 1960, los colonos se rebelaron, Casson los había apoyado y había sido uno de los jefes de la revuelta en su Constantina natal. Aun después de ello había conservado su empleo, pero a medida que se iban cerrando cuenta tras cuenta y que los hombres de negocios vendían sus pertenencias para trasladarse a Francia, comprendió que los buenos tiempos de la presencia francesa en Argelia habían terminado. Poco después del motín del Ejército, irritado por la nueva política gaullista y por la desdicha de los humildes granjeros y comerciantes de la región que se veían obligados a huir, arruinados, a un país que muchos de ellos apenas habían visto al otro lado del mar, había ayudado a una sección de la OAS a robar de su propio Banco treinta millones de francos viejos. Su acción había sido descubierta y denunciada por un joven cajero, por lo que su carrera en el Banco terminó. Envió a su esposa y sus dos hijos a vivir con su familia política a Perpiñán, y se unió a la OAS, para la cual su colaboración tenía un gran valor, porque conocía personalmente a varios millares de simpatizantes de la OAS que ahora vivían en Francia.
Marc Rodin tomó asiento detrás del escritorio y miró a los otros dos, quienes le devolvieron la mirada con curiosidad, pero sin formular pregunta alguna.
Cuidadosamente, metódicamente, Rodin inició su exposición, concentrándose en la creciente lista de fracasos y derrotas que la OAS había sufrido durante los últimos meses por obra de los Servicios Secretos franceses. Sus invitados tenían fijos los ojos, sombríamente, en sus copas.
—Es preciso que miremos cara a cara los hechos. En los últimos cuatro meses hemos sufrido tres rudos golpes. El fracaso del intento de la Escuela Militar para liberar a Francia de su dictador no es más que el último de una larga lista de intentos parecidos que han sido frustrados aún antes de haber sido llevados a cabo. Los dos únicos intentos en que nuestros hombres llegaron a acercarse a De Gaulle a la distancia suficiente para poder escupirle, fallaron a causa de errores elementales cometidos en la planificación o la ejecución de los mismos. No tengo por qué entrar en detalles, puesto que ustedes los conocen tan bien como yo.
«El rapto de Antoine Argoud nos ha privado de uno de nuestros jefes más astutos, y a pesar de su lealtad a la causa no cabe duda de que con los modernos métodos de interrogación, probablemente incluso con el uso de drogas, la organización entera se halla amenazada desde el punto de vista de la seguridad. Antoine sabía todo lo que cabía saber, y ahora nos vemos obligados a empezar de nuevo partiendo casi de cero. Por eso nos encontramos sentados aquí, en un modesto hotel, en lugar de estar en nuestra sede de Munich.
«Pero aun debiendo partir de cero la situación no hubiese sido tan grave un año atrás. Entonces podíamos apelar a millares de voluntarios llenos de entusiasmo y de patriotismo En la actualidad no sería tan fácil. El asesinato de Jean Marie Bastien Thiry no ha facilitado las cosas. No hago demasiados reproches a nuestros simpatizantes. Les prometimos resultados y no hemos podido ofrecerles ninguno. Tienen derecho a esperar resultados, no palabras».
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, ¿a dónde quiere usted llegar?–dijo Montclair.
Los dos hombres que le escuchaban sabían que Rodin tenía razón. Montclair sabía mejor que nadie que los fondos adquiridos mediante los atracos a los Bancos de Argelia se empleaban en sostener la organización, y que los donativos de los industriales de derecha empezaban a escasear. Recientemente, sus peticiones de ayuda habían sido recibidas con mal disimulado desdén. Casson sabía que sus líneas de comunicación con el mundo clandestino en Francia iban haciéndose más tenues a cada semana que pasaba, que sus centros de refugio eran registrados por la Policía y que desde la captura de Argoud muchos habían retirado su apoyo. La ejecución de Bastien Thiry sólo podía acelerar aquel proceso. El resumen formulado por Rodin era la pura verdad, pero no por ello resultaba menos desagradable oírlo.
Rodin, como si no hubiese habido interrupción alguna, prosiguió:
—Hemos llegado a una situación en que la primera meta de nuestra causa para la liberación de Francia, la eliminación del Gran Zohra, sin la cual todos nuestros planes posteriores inevitablemente fracasarán, ha pasado a ser virtualmente imposible por los medios tradicionales. No me atrevo a decidirme, señores, a comprometer a más jóvenes patriotas en unos planes que tienen muy pocas posibilidades de pasar inadvertidos a la Gestapo francesa, ni siquiera durante unos pocos días. En suma: hay demasiados delatores, demasiados traidores, demasiados renegados.
«Aprovechándose de esta situación, la Policía Secreta se ha infiltrado hasta tal punto en el movimiento que hasta las deliberaciones de nuestros Consejos supremos llegan a su conocimiento.
Al parecer, conocen, a los pocos días de haber sido tomada la decisión, lo que nos proponemos hacer, cuáles son nuestros planes y quiénes son nuestros hombres. Ciertamente, es desagradable tener que enfrentarse con esta situación, pero estoy convencido de que si no lo hacemos así, continuaremos viviendo en el limbo.
«Considero que sólo nos queda un medio para llevar a cabo nuestro primer objetivo, la eliminación de Zohra, de un modo que pueda atravesar la tupida red de espías y agentes, desposeer a la Policía Secreta de sus ventajas y enfrentarla con una situación que no sólo sea desconocida para ellos, sino que, aunque la conocieran, difícilmente pudieran frustrarla».
Montclair y Casson levantaron rápidamente la mirada. En la estancia reinaba un silencio de muerte, sólo interrumpido de vez en cuando por el golpeteo de la lluvia en los cristales de la ventana.
—Si reconocemos que mi visión de la situación es, por desdicha, exacta–prosiguió Rodin–, deberemos reconocer también que todos los hombres de quienes sabemos que son capaces de llevar a cabo la misión de eliminar al Gran Zohra son igualmente conocidos de la Policía Secreta. Ninguno de ellos puede moverse por el interior de Francia, salvo como un animal acosado, no sólo perseguido por las fuerzas regulares de la Policía, sino traicionado por la espalda por los barbouzes y los soplones. Creo, señores, que la única alternativa que nos queda consiste en contratar los servicios de un pistolero.
Montclair y Casson lo miraron primero con asombro; después, poco a poco, con progresiva comprensión.
—¿Qué clase de pistolero?–preguntó Casson por fin.
—Este hombre, fuese quien fuese, debería ser extranjero–dijo Rodin–, no sería miembro de la OAS ni del CNR. Ni un solo policía francés debería conocerle, ni debería existir su ficha en ningún archivo. El punto débil de las dictaduras es que son vastas burocracias. Lo que no está en los archivos no existe. El pistolero profesional sería un factor desconocido, y, por tanto, inexistente. Viajaría bajo pasaporte extranjero, realizaría su trabajo, y desaparecería, regresando de nuevo a su país, mientras el pueblo francés se levantaría para barrer al resto de la miserable chusma gaullista. Para ese hombre la salida no tendría demasiada importancia, puesto que nosotros, una vez en el poder, se la facilitaríamos. Lo importante es que pueda entrar sin ser localizado y sin levantar sospechas. Y esto es algo que en los momentos actuales ninguno de nosotros puede hacer.
Los dos oyentes, sumidos en sus reflexiones, guardaron silencio, mientras el plan de Rodin se perfilaba en sus mentes.
Montclair emitió un leve silbido.
—Un pistolero profesional, un mercenario.
—Exactamente–contestó Rodin–. Sería del todo irrazonable suponer que un extraño efectuaría este trabajo por amor al arte, o a nosotros, por patriotismo. Para lograr el grado de habilidad y de valor necesario para esta clase de operación debemos contratar a un auténtico profesional. Y un hombre así sólo estará dispuesto a trabajar por dinero, por mucho dinero –agregó, lanzando una rápida mirada a Montclair.
—¿Y cómo podemos encontrar a ese hombre? –preguntó Casson.
—No nos precipitemos, señores. Desde luego, hay que resolver un montón de detalles. Pero lo primero que deseo saber es si, en principio, aceptan ustedes la idea.
Montclair y Casson se miraron. Ambos se volvieron hacia Rodin y asintieron lentamente con la cabeza.
—Bien.
Rodin se echó hacia atrás en su asiento, hasta donde se lo permitió la silla de respaldo recto donde se sentaba. Y prosiguió:
—Entonces, éste es el primer punto decidido: acuerdo en principio. El segundo se refiere a la seguridad, y es ciertamente fundamental. En mi opinión, cada día somos menos los que podemos ser considerados absolutamente libres de toda sospecha como posibles fuentes de una fuga de información. No digo que considere a ninguno de nuestros colegas de la OAS o del CNR como un traidor a la causa. Pero existe un antiguo axioma según el cual cuantas más personas conocen un secreto, menos seguro está ese secreto. Toda la esencia de esta idea estriba en su secreto. Por consiguiente, cuantos menos seamos los que estemos al corriente de ella, tanto mejor.
«Incluso en el seno de la OAS se han infiltrado espías que han logrado ocupar cargos de responsabilidad, y que informan de nuestros planes a la Policía Secreta. A todos les llegará el día de la venganza, pero por el momento estos hombres son peligrosos. En cuanto a los políticos del CNR, los hay demasiado lerdos o cobardes para comprender todo el alcance del proyecto. No quisiera poner en peligro la vida de un hombre informando gratuita e innecesariamente de su existencia a tales personas.
«Les he convocado a ustedes, René y André, porque estoy absolutamente convencido de su lealtad a la causa y de su capacidad para guardar un secreto. Además, para el plan que he forjado necesito la colaboración activa de usted, René, como tesorero y pagador, para reunir la suma que cualquier pistolero profesional exigirá sin duda. En cuanto a usted, André, su cooperación será necesaria para facilitar a ese hombre la ayuda, en el interior de Francia, de un puñado de hombres leales al abrigo de toda duda, para el caso de que tuviera que recurrir a ellos.
«Pero no veo razón alguna por la cual los detalles del plan deban rebasar el limitado círculo que formamos los tres aquí presentes. Por consiguiente, les propongo que formemos un comité por nuestra propia cuenta, y que aceptemos la entera responsabilidad por esta idea, su planificación, su ejecución y su financiación».
Se produjo un nuevo silencio. Al fin, Montclair dijo:
—¿Quiere usted sugerir que prescindamos del Consejo de la OAS y de todo el CNR? No les va a gustar.
—En primer lugar, no lo sabrán–contestó Rodin serenamente–. Para exponerles la idea a todos, deberíamos celebrar una reunión plenaria. Esto solo bastaría para llamar la atención, y los barbouzes se lanzarían a la tarea de averiguar para qué fue convocada la reunión plenaria. Además, puede existir un traidor en cualquiera de los dos Consejos. Si visitamos particularmente a cada uno de sus miembros, tardaremos semanas sólo en conseguir un acuerdo preliminar y en principio. Luego, querrán conocer todos los detalles a medida que se vayan desarrollando las fases del plan. Ya saben ustedes cómo son esos condenados políticos y miembros de los comités. Quieren saberlo todo sólo por saberlo. No hacen nada, pero cada uno de ellos puede poner en peligro toda la operación con sólo una palabra pronunciada en un momento de embriaguez o de descuido.
«En segundo lugar, si fuese posible obtener la aprobación de la idea por todo el Consejo de la OAS y del CNR, no por eso habríamos avanzado un solo paso, y en cambio, cerca de treinta personas estarían al corriente del plan. Si, como yo propongo, nos lanzamos a la acción, asumimos la responsabilidad, y el plan fracasa, no habremos perdido nada que tengamos ahora. Habrá recriminaciones, desde luego, pero nada más. Si el plan triunfa, estaremos en el poder, y entonces nadie pensará en discutir la cuestión. La manera concreta de lograr la eliminación del dictador se habrá convertido en una mera cuestión académica. Así, pues, resumiendo, ¿están ustedes dispuestos a unirse a mí como únicos planificadores, organizadores y realizadores de la idea que les he expuesto?».
De nuevo Montclair y Casson se miraron, se volvieron hacia Rodin y asintieron con la cabeza. Era la primera vez que le veían desde el rapto de Argoud. Mientras éste ocupó la presidencia del movimiento, Rodin se había mantenido discretamente en un segundo plano. Ahora se manifestaba como el líder por derecho propio. El jefe de la clandestinidad y el de las finanzas se sentían impresionados.
Rodin miró a los dos, exhaló el humo de su cigarrillo y sonrió.
—Bien–dijo–, pasemos ahora a los detalles. La idea de recurrir a un mercenario profesional se me ocurrió por primera vez el día en que oí por la radio que el pobre Bastien Thiry había sido asesinado. Desde aquel día he buscado al hombre que necesitamos. Como es lógico, no es nada fácil encontrar a esa clase de hombres: no suelen anunciarse en los periódicos. No he cesado de hacer averiguaciones desde mediados de marzo. Y el resultado de las mismas puede resumirse en esto.
Tomó en sus manos los tres sobres de papel manila que hasta aquel momento habían estado encima de la mesa. Montclair y Casson volvieron a mirarse enarcando las cejas, y guardaron silencio. Rodin prosiguió:
—Creo que lo mejor será que estudien primero esos legajos; luego, podemos discutir la cuestión. Personalmente, les he asignado un orden de preferencia para el caso de que el primero no pueda o no quiera aceptar el encargo. No hay más que un ejemplar de cada legajo, de modo que tendrán ustedes que intercambiarlos.
Pasó uno de los sobres de papel manila a Montclair y otro a Casson, y conservó el tercero en sus manos pero no se tomó la molestia de leerlo. Conocía a fondo el contenido de los tres expedientes.
Poco había que leer. Cuando Rodin había calificado de «breves» a aquellos legajos no había exagerado ciertamente. Casson fue el primero en terminar de leer el que le había correspondido. Levantó los ojos hacia Rodin e hizo una mueca.
—¿Es eso todo?
—Esa clase de hombres no facilitan demasiados detalles acerca de sí mismos–contestó Rodin–. Vea este otro.
Y pasó a Casson el sobre que había reservado en su mano.
Un momento después, Montclair terminó también su lectura, y lo pasó a Rodin, quien le entregó el que Casson acababa de leer. Ambos hombres se sumieron de nuevo en la lectura. Esta vez, fue Montclair el primero en terminar. Miró a Rodin y se encogió de hombros.
—Bueno..., no hay mucho que leer, pero estoy seguro de que tenemos a cincuenta hombres como éste. Los pistoleros no son caros...
Casson le interrumpió.
—Un momento, espere a leer esto.
Pasó rápidamente a la última página y leyó los tres párrafos finales. Cuando hubo terminado, cerró el legajo y miró a Rodin. El jefe de la OAS no soltó prenda en cuanto a sus preferencias personales. Tomó el legajo que Casson había terminado de leer y lo pasó a Montclair, después de lo cual entregó a Casson el tercero. Los dos terminaron su lectura a la vez, cuatro minutos más tarde.
Rodin reunió los tres expedientes y volvió a colocarlos encima de su escritorio. Tomó la silla de respaldo recto, la acercó a la estufa y se sentó en ella a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo. Luego, miró intensamente a los otros dos.
—Bueno, ya les dije que el mercado era muy reducido. Es posible que existan por ahí más hombres que se dediquen a esos trabajos, pero sin tener acceso a los archivos de un buen Servicio Secreto resultan endiabladamente difíciles de encontrar. Y probablemente los mejores no están fichados en ningún archivo. Ya han leído ustedes los tres legajos. Por el momento les llamaremos el alemán, el sudafricano y el inglés. ¿André?
Casson se encogió de hombros.
—Para mí no hay duda alguna. Por su historial, suponiendo que sea cierto, el inglés va en cabeza, y por varios cuerpos.
—¿René?
—Estoy de acuerdo. El alemán resulta un poco viejo para esta clase de trabajo. Aparte unos cuantos encargos ejecutados por orden de los nazis supervivientes contra los agentes israelíes que les persiguen, por lo visto no ha trabajado mucho en el campo político. Además, sus motivaciones contra los judíos probablemente son personales, y, por consiguiente, no son del todo profesionales. El sudafricano puede resultar muy útil para hacer picadillo de políticos negros como Lumumba, pero eso no es lo mismo que llenar de plomo al presidente de Francia. Además, el inglés habla perfectamente el francés.
Rodin asintió lentamente.
—Ya supuse que estaríamos de acuerdo. Aun antes de haber terminado de compilar esos informes, la elección parecía cosa hecha.
—¿Está usted seguro respecto a ese anglosajón? –preguntó Casson–. ¿Ha llevado a cabo realmente esos trabajos?
—También a mí me sorprendió–dijo Rodin–. Así que estudié especialmente a fondo su historia. De hecho, no existe ni una sola prueba absoluta. De haberla, sería mala señal. Significaría que estaría fichado en todo el mundo como un inmigrante indeseable. En realidad no existe nada contra él, salvo rumores. Formalmente, su curriculum es blanco como la nieve. Aun suponiendo que los ingleses lo tengan fichado, no pueden poner en su ficha más que un interrogante. No es mucho para que merezca la pena dar comunicación de ello a la Interpol. Las probabilidades de que los ingleses den el soplo sobre este hombre al SDECE aun cuando se llevara a cabo una investigación oficial son mínimas. Ya saben ustedes que se odian mutuamente. Todavía no han informado de que Georges Bidault estuvo en Londres el pasado enero. No, para esta clase de trabajo el inglés ofrece todas las ventajas, menos una...
—¿Cuál?–preguntó inmediatamente Montclair.
—Muy sencillo. Que no será barato. Un hombre de esta clase puede exigir mucho dinero. ¿Cómo andan nuestras finanzas, René?
Montclair se encogió de hombros.
—No muy bien. Los gastos han descendido un tanto. Desde lo de Argoud, todos los héroes del CNR han ido a hospedarse en pensiones. Diríase que han perdido su afición a los hoteles de cinco estrellas y a las entrevistas por televisión. Por otra parte, los ingresos se han reducido al mínimo. Como dijo usted, tiene que haber un poco de acción; de lo contrario, nos extinguiremos por falta de fondos. Esta clase de asuntos no viven de amor y de besos.
Rodin asintió gravemente.
—Me lo figuraba. Tenemos que conseguir dinero, de donde sea. Por otra parte, sería inútil lanzarse a ese tipo de acción sin saber cuánto necesitaremos...
—Lo cual significa–le interrumpió Casson, suavemente–, que el primer paso a realizar es ponerse en contacto con el inglés y preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el trabajo y cuánto pediría por ello.
—Exacto. Bien, ¿estamos de acuerdo?
Rodin miró a los dos hombres, uno después de otro. Ambos asintieron con la cabeza. Rodin echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Es poco más de la una. Tengo un agente en Londres a quien debo telefonear y pedirle que se ponga en contacto con este hombre y le invite a venir. Si está dispuesto a ir esta noche a Viena en el avión de la tarde, podremos reunirnos con él después de la cena. En todo caso, lo sabremos cuando mi agente me telefonee. Me he tomado la libertad de reservarles habitación en este mismo pasillo. Son las dos contiguas a la mía. Pensé que estaríamos más seguros juntos y protegidos por Viktor, que separados pero sin defensa. Por si acaso, ¿comprenden?
—Así que estaba usted muy seguro de que aprobaríamos su plan, ¿no es verdad?–preguntó Casson, un tanto molesto por el hecho.
Rodin se encogió de hombros.
—Conseguir esta información ha llevado mucho tiempo. Cuanto menos tiempo perdamos de ahora en adelante, tanto mejor. Si debemos echar a andar, hagámoslo de prisa.
Se levantó, y los otros dos le imitaron. Rodin llamó a Viktor y le ordenó que bajara a recepción y recogiera las llaves de las habitaciones 65 y 66. Mientras esperaban a Viktor, Rodin explicó a sus colegas:
—Debo telefonear desde la central de Correos. Me llevaré a Viktor conmigo. Mientras yo esté fuera, será mejor que se queden los dos en el mismo cuarto, con la puerta cerrada con llave. Mi señal será tres llamadas, una pausa, y luego dos más.
La señal era el conocido tres más dos que imitaba el ritmo de las palabras Algérie Française, y que los automovilistas de París habían hecho sonar con sus bocinas, años atrás, para expresar su oposición a la política gaullista.
—A propósito–prosiguió Rodin–. ¿Alguno de ustedes lleva pistola?
Los dos denegaron con la cabeza. Rodin se acercó a su escritorio y extrajo del cajón una rechoncha «MAB 9 mm» que guardaba para su uso personal. Comprobó el cargador, volvió a cerrarlo de golpe, y dispuso el seguro. Luego la mostró a Montclair:
—¿Conoce usted esta flingue?
Montclair asintió.
—Desde luego–dijo.
Y la cogió.
Volvió Viktor y acompañó a los dos individuos a la habitación de Montclair. Cuando entró en el cuarto de Rodin éste se estaba abrochando el sobretodo.
—Vamos, cabo, que tenemos que hacer.
El «Vanguard» de la «BEA» vuelo Londres Viena, llegó al aeropuerto de Schwechat cuando el crepúsculo había ya dado paso a la noche. Cerca de la cola del aparato, el rubio inglés se hallaba cómodamente instalado en su asiento y contemplaba las luces de balizaje que se deslizaban velozmente por los lados del aparato que se disponía a aterrizar. Siempre le producía una sensación agradable ver acercarse las luces cada vez más hasta que parecía seguro que el avión debía rozar el suelo. En el último minuto, el verde del pasto y los rótulos numerados, así como las señales luminosas, se desvanecían para ser sustituidos por la pista de cemento. Por fin las ruedas establecieron contacto con el suelo. La precisión de los aterrizajes le encantaba.
A su lado, el joven francés de la Oficina Turística francesa de Piccadilly le dirigía breves y nerviosas miradas. Desde que había recibido aquella llamada telefónica a la hora del almuerzo era presa de los nervios. Cerca de un año atrás, hallándose de vacaciones en París, se había puesto a la disposición de la OAS, pero hasta aquel día sólo le habían ordenado que permaneciera en su despacho de Londres. Una carta o una llamada telefónica dirigida a él con su verdadero nombre, pero que empezara diciendo: «Querido Pierre...»– debería ser obedecida inmediata y estrictamente. Desde entonces, nada, hasta aquel día, 15 de junio.
El telefonista le había dicho que había una llamada directa para él desde Viena, y había agregado en Autriche, para distinguir la capital austríaca de la ciudad francesa de Vienne. Asombrado se había puesto al teléfono para oír una voz que lo llamaba «Querido Pierre». Había tardado unos segundos en recordar que era su nombre de guerra.
Con el pretexto de sufrir un ataque de jaqueca, después del almuerzo había ido al piso de South Audley Street y transmitido el mensaje al inglés que le había abierto la puerta. Éste no se mostró sorprendido en absoluto por el hecho de que le invitaran a volar a Viena al cabo de tres horas. Había preparado con calma su valija, y los dos habían tomado un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow. El inglés había sacado de su bolsillo, sin inmutarse, un fajo de billetes, lo suficiente para comprar dos billetes de vuelta, cuando el francés dijo que no había pensado en traer dinero en metálico; sólo el pasaporte y un talonario de cheques.
A partir de aquel momento apenas habían cambiado una sola palabra. El inglés no había preguntado a qué dirección de Viena debían ir, con quién deberían reunirse, ni por qué razón; afortunadamente, porque el francés lo ignoraba. Sólo habían recibido instrucciones de telefonear desde el aeropuerto de Londres y confirmar su llegada en el vuelo de la «BEA», a lo cual le habían replicado que a su llegada a Schwechat debía presentarse en Informaciones Generales. Todo ello le había puesto muy nervioso, y la calma del inglés que se sentaba a su lado, lejos de tranquilizarle aún empeoraba las cosas.
En el mostrador de Informaciones del vestíbulo principal dio su nombre a la linda muchacha austríaca, la cual buscó en un casillero situado a su espalda y le entregó un breve mensaje que decía simplemente: «Llame al 61.44.03 y pregunte por Schulz.» El joven francés se dirigió inmediatamente hacia las cabinas telefónicas instaladas al fondo del vestíbulo principal. El inglés le dio un golpecito en el hombro y le señaló la cabina con el rótulo Vechsel.
—Necesitará algunas monedas –dijo, en perfecto francés–. Ni siquiera los austríacos son tan generosos.
El francés se sonrojó y se dirigió al mostrador de cambio, mientras el inglés se instalaba cómodamente en el rincón de uno de los divanes acolchados arrimados a la pared, y encendía otro cigarrillo inglés extra largo, con filtro. Un minuto más tarde, su guía estaba de vuelta con varios billetes de Banco austríacos y un puñado de monedas. El francés se acercó a los teléfonos, encontró una cabina desocupada y marcó el número. Al otro extremo del hilo, Herr Schulz le dio unas instrucciones tan concisas como precisas. A los pocos segundos, la conversación telefónica terminó.
El joven francés volvió al diván, y el rubio levantó los ojos hacia él.
—On y va?–preguntó.
—On y va.
Al tiempo que se volvía para salir, el francés arrugó el mensaje que llevaba el número de teléfono y lo arrojó al suelo. El inglés lo recogió, lo desplegó y lo acercó a la llama de su encendedor. El papel ardió en un instante y sus negras cenizas fueron aplastadas por la elegante bota de cuero. Salieron en silencio del edificio y llamaron un taxi.
El centro de la ciudad estaba intensamente iluminado y atestado de automóviles, de modo que tardaron cuarenta minutos en llegar a la «Pensión Kleist».
—Aquí debemos separarnos. Me han dicho que le acompañara aquí y que me llevara el taxi a cualquier otra parte. Debe usted subir directamente a la habitación 64. Le esperan.
El inglés asintió con la cabeza y se apeó del coche. El taxista se volvió interrogativamente hacia el francés.
—Siga–dijo éste.
Y el taxi desapareció calle abajo. El inglés lanzó una ojeada a las letras góticas de la placa que ostentaba el nombre de la calle, y luego a las mayúsculas romanas, de formas cuadradas, que coronaban la puerta de la «Pensión Kleist». Finalmente, tiró su cigarrillo a medio consumir y entró.
El empleado de servicio estaba de espaldas a la puerta, que rechinó. Sin hacer el menor gesto de acercarse al mostrador de recepción, el inglés se dirigió hacia la escalera. El empleado estaba a punto de preguntar qué deseaba, cuando el visitante, lanzando una mirada en su dirección, lo saludó levemente, como a un criado cualquiera, y dijo con firmeza:
—Guten Abend.
—Guten Abend, mein Herr –contestó maquinalmente el empleado.
Apenas había terminado de decirlo cuando el hombre rubio ya había desaparecido escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, aunque sin precipitación. Al llegar al rellano se detuvo y lanzó una ojeada a lo largo del único pasillo que se abría ante él. En el extremo del mismo se hallaba la habitación 68. El hombre contó las puertas hacia atrás hasta la que debía de ser la 64, aunque las cifras no eran visibles desde el lugar donde se encontraba.
Entre él y la puerta del 64 había seis metros de pasillo. A su derecha, quedaban otras dos puertas antes de la del 64, y a la izquierda se distinguía un entrante de la pared parcialmente cubierto por una cortina de terciopelo rojo suspendida de una barra de latón.
El inglés estudió con atención aquel escondrijo. Por debajo de la cortina, que no llegaba hasta el suelo, sobresalía ligeramente la punta de un zapato negro. El inglés dio media vuelta y bajó de nuevo al vestíbulo de entrada. Esta vez, el empleado estaba preparado. Por lo menos logró abrir la boca.
—Comuníqueme con la habitación 64, por favor —dijo el inglés.
El recepcionista le miró un instante a la cara y luego obedeció. Al cabo de unos segundos, después de manipular en el conmutador, levantó el tubo del mostrador y se lo pasó.
—Si ese gorila no ha salido de su escondrijo dentro de quince segundos, me vuelvo a casa–dijo el hombre rubio.
Y colgó. Luego, volvió a subir la escalera.
Al llegar al rellano vio que se abría la puerta del 64 y aparecía el coronel Rodin. Éste miró unos instantes al inglés, situado al otro extremo del pasillo, y después, en voz baja, llamó:
—Viktor.
El gigantesco polaco salió de su escondrijo y se quedó mirando a uno y a otro. Rodin dijo:
—Todo marcha. Le esperaba.
Kowalski frunció el ceño.
El inglés echó a andar.
Rodin le hizo pasar al dormitorio. Este había sido dispuesto como una oficina de reclutamiento. El escritorio que hacía las veces de mesa presidencial apareció cubierto de papeles. Detrás del mismo, en el centro se hallaba la única silla de respaldo recto de la habitación. Pero de las habitaciones vecinas habían traído otras dos sillas, disponiéndolas una a cada lado de la del centro. En ellas se hallaban sentados Montclair y Casson, quienes miraron con curiosidad al visitante. No había ningún asiento delante de la mesa. El inglés paseó una mirada en torno, eligió uno de los dos sillones y haciéndolo girar sobre su eje lo colocó frente al escritorio. Cuando Rodin hubo terminado de dar nuevas instrucciones a Viktor y cerrado la puerta, el inglés ya se hallaba cómodamente sentado y estaba mirando fijamente a Casson y a Montclair. Rodin tomó asiento al otro lado del escritorio.
Durante unos segundos miró con intensidad al hombre llegado de Londres. Lo que vio no le disgustó; y era un experto en hombres. El visitante tendría como un metro ochenta de estatura, y poco más de treinta años. Era un tipo atlético y ágil. Parecía estar en forma. Su rostro, curtido, era de facciones regulares pero no llamativas. Sus manos permanecían inmóviles a lo largo de los brazos del sillón. A los ojos de Rodin aparecía como un hombre poseedor de un notable dominio de sí mismo. Pero su mirada inquietó a Rodin. Éste había visto los ojos húmedos y suaves de los hombres débiles, los sombríos y opacos de los psicópatas y los alertados de los soldados. Los ojos del inglés eran transparentes y miraban con franco candor; excepto en los iris, que eran de un gris manchado, ahumado, como la niebla de una mañana de invierno. Rodin tardó unos segundos en advertir que aquellos ojos no tenían expresión alguna. Fuesen cuales fuesen los pensamientos que se albergaran en el interior de aquella cabeza, detrás de aquella cortina de humo, nada trasluciría de ellos. Rodin sintió dentro de sí el gusano de la inquietud. Como todos los hombres formados por los sistemas y los procedimientos, no le gustaba lo imprevisible, y, por tanto, lo incontrolable.
—Sabemos quién es usted–empezó bruscamente–. Será mejor que me presente. Soy el coronel Marc Rodin ...
—Lo sé–dijo el inglés–. Es usted el jefe de operaciones de la OAS. Usted es el comandante René Montclair, tesorero, y usted Monsieur André Casson jefe de la organización clandestina en la metrópoli.
Al tiempo que hablaba, miró por turno a cada uno de los tres hombres. Luego se llevó un cigarrillo a los labios.
—Por lo visto, está usted muy informado–comentó Casson, mientras los tres observaban cómo el visitante encendía su cigarrillo.
El inglés se recostó en su asiento y exhaló la primera bocanada de humo.
—Señores, no andemos con rodeos. Yo sé quiénes son ustedes, y ustedes saben quién soy yo. Los cuatro tenemos ocupaciones fuera de lo corriente. Ustedes son perseguidos y yo puedo moverme por donde quiera sin ser vigilado. Yo actúo por dinero, ustedes por idealismo. Pero en cuanto a los detalles prácticos se refiere, todos somos profesionales. Así que no hay por qué fingir. Ustedes han hecho averiguaciones sobre mi persona. Es imposible llevar a cabo tales averiguaciones sin que se entere inmediatamente la persona que es objeto de ellas. Naturalmente, quise saber quién se interesaba tanto por mí. Podía tratarse de alguien que deseara vengarse, o de alguien que deseara emplearme. Para mí era importante saberlo. En cuanto me enteré de la identidad de la organización que se interesaba por mí, dos días entre los archivos de Prensa francesa del Museo Británico me bastaron para informarme acerca de ustedes y de su organización. Así, pues, la visita de su mensajero, esta tarde, apenas ha constituido una sorpresa para mí. Bon. Sé quiénes son ustedes y a quién representan. Ahora quisiera saber qué quieren.
Se produjo un silencio que se prolongó durante unos minutos. Casson y Montclair consultaron a Rodin con la mirada. El coronel de tropas aerotransportadas y el pistolero se miraban a los ojos. Rodin sabía lo bastante acerca de los hombres violentos para comprender que el hombre que tenía ante sí era lo que necesitaba. A partir de aquel momento, Montclair y Casson pasaron a formar parte del mobiliario.
—Puesto que ha leído usted la documentación a su alcance, no le aburriré con la exposición de los motivos que impulsan a nuestra organización, y que usted ha calificado acertadamente de idealismo. Nosotros creemos que Francia está gobernada actualmente por un dictador que ha mancillado nuestra patria y ha prostituido su honor. Creemos que su régimen sólo puede caer, y Francia ser devuelta a los franceses, si el dictador muere. De seis tentativas llevadas a cabo por los nuestros para eliminarle, tres fueron descubiertas en sus primeras fases, una fue denunciada la víspera del intento, y dos llegaron a realizarse, pero sin fortuna.
«Actualmente estamos considerando, pero hasta ahora sólo considerando, la posibilidad de contratar los servicios de un profesional para realizar esta tarea. Sin embargo, no deseamos malversar nuestro dinero. Lo primero que queremos saber es si es posible.
Rodin había jugado con astucia. La última frase, cuya respuesta ya conocía, alumbró un relámpago de expresión en los ojos grises de su interlocutor.
—No hay en el mundo un solo hombre a salvo de la bala de un asesino–dijo el inglés–. El grado de exposición de De Gaulle es muy alto. Desde luego, es posible matarlo. Lo malo es que las probabilidades de escapar con vida del atentado no son muy elevadas. Un fanático dispuesto a morir también él en el intento es siempre el mejor método para eliminar a un dictador que se exhibe en público. Advierto–agregó, con un leve matiz malicioso–que a pesar de su idealismo no han sido ustedes capaces de encontrar a este hombre. Tanto Pont de Seine como Petit Clamart fallaron porque nadie estaba dispuesto a arriesgar su propia vida para asegurar el resultado.
—Aún hoy hay patriotas franceses dispuestos...–empezó Casson, con ardor, pero Rodin lo hizo enmudecer con un ademán.
El inglés ni siquiera le dirigió una mirada.
—¿Y en cuanto a un profesional?–preguntó Rodin.
—Un profesional no actúa por idealismo, y, por consiguiente, obra con más serenidad y es menos probable que cometa errores elementales. No siendo un idealista, no es probable que en el último instante vacile al pensar que la explosión o el método que sea, puede herir a otras personas; y siendo un profesional ha calculado todos los riesgos. Así, pues, sus posibilidades de éxito son, sobre el papel, más ciertas que las de ninguna otra persona; pero, en cambio, no se decidirá siquiera ni a dar los primeros pasos hasta que haya imaginado un plan que le permita no sólo realizar su misión, sino escapar indemne.
—¿Considera usted que ha de ser posible trazar un plan de esta clase que permita a un profesional matar al Gran Zohra y escapar con vida?
El inglés fumó en silencio durante unos minutos, mirando por la ventana.
—En principio, sí–contestó al fin–. En principio, siempre es posible, si se cuenta con una buena planificación y con el tiempo necesario. Pero en este caso sería extremadamente difícil. Más que en la mayoría de los demás casos.
—¿Por qué más difícil?–preguntó Montclair.
—Porque De Gaulle está sobre aviso, no acerca del atentado en concreto, pero sí en cuanto a la intención. Todos los grandes hombres tienen guardias de corps y agentes de seguridad, pero al cabo de un período de varios años sin que se haya producido ningún atentado grave contra la vida del gran hombre, las comprobaciones pasan a ser pura fórmula, las rutinas, mecánicas, y el grado de vigilancia disminuye. La bala que liquida a la víctima resulta totalmente inesperada, y por esta razón provoca el pánico. Al amparo de este pánico, el asesino escapa. En este caso no habrá disminución en el grado de vigilancia, ni rutinas mecánicas, y si la bala llegara al blanco serían muchos los que, en lugar de ser presa de pánico, correrían en pos del asesino. Podría hacerse, pero sería una de las tareas más difíciles del mundo en estos momentos. Ya ven ustedes, señores, que sus intentos no sólo fracasaron, sino que han dificultado enormemente la realización de cualquier otro.
—En el caso de que nos decidiéramos por utilizar los servicios de un pistolero profesional para ejecutar este trabajo...–aventuró Rodin.
—No tienen ustedes más remedio que confiarlo a un profesional–le interrumpió el inglés, con calma.
—¿Por qué? Hay todavía muchos hombres que estarían dispuestos a realizar este trabajo por motivos puramente patrióticos.
—Sí, quedan todavía Watin y Curutchet—contestó el rubio–. Y sin duda hay por ahí otros Degueldre y Bastien Thiry. Pero ustedes tres no me han llamado aquí para sostener conmigo una charla en términos generales sobre la teoría del asesinato político, ni porque de pronto hayan agotado sus existencias de pistoleros. Ustedes me han llamado aquí porque han llegado a la conclusión, no sin cierto retraso, de que su organización ha sufrido tales infiltraciones por parte de los agentes del Servicio Secreto francés que muy poco de lo que puedan decidir permanecerá secreto durante mucho tiempo, y también porque la cara de cada uno de ustedes está grabada en la mente de todos y cada uno de los policías franceses. Por esto necesitan a un tercero, a un extraño. Y están ustedes en lo cierto. Si hay que ejecutar este trabajo, deberá hacerlo un outsider. Lo único que falta decidir es quién, y por cuánto. Bueno, señores, supongo que habrán tenido ustedes tiempo suficiente para examinar la mercancía, ¿no es así?
Rodin miró de reojo a Montclair y levantó una ceja. Montclair bajó la cabeza, asintiendo. Casson lo imitó. El inglés tenía los ojos fijos en la ventana.
—¿Está usted dispuesto a asesinar a De Gaulle?–preguntó Rodin, al fin.
Apenas levantó la voz al pronunciar estas palabras, pero la pregunta pareció llenar el recinto. El inglés trasladó su mirada de la ventana al hombre que acababa de hablar. Sus ojos habían perdido de nuevo toda expresión.
—Sí, pero costará mucho dinero.
—¿Cuánto?–preguntó Montclair.
—Comprenderán ustedes que un trabajo como éste sólo se realiza una vez en la vida. El hombre que lo lleve a cabo no volverá a trabajar jamás. Las posibilidades, no sólo de que no lo apresen, sino de que no lo identifiquen, son mínimas. Este trabajo debe darle lo suficiente para que pueda vivir holgadamente el resto de su vida y comprar la protección necesaria contra la venganza de los gaullistas...
—Cuando Francia sea nuestra–dijo Casson—no nos faltarán medios...
—Dinero contante y sonante–dijo el inglés–. La mitad por adelantado, y la otra mitad una vez realizado el trabajo.
—¿Cuánto?–preguntó Rodin.
—Medio millón.
Rodin lanzó una mirada a Montclair, quien hizo una mueca.
—Es mucho dinero medio millón de francos...
—De dólares–dijo el inglés.
—¿Medio millón de dólares?–exclamó Montclair saltando de su asiento–. ¿Está usted loco?
—No–dijo el inglés, con calma–, pero soy el mejor, y por tanto, el más caro.
—Sin duda encontraríamos ofertas más baratas –dijo Casson, en tono burlón.
—Sí–dijo el rubio, impávido–, encontrarían ustedes hombres más baratos, y se encontrarían con que cobraban su depósito del cincuenta por ciento y desaparecían de la circulación, o presentaban excusas más tarde por no haber podido cumplir la misión. Cuando se emplea lo mejor, hay que pagarlo. Medio millón de dólares es el precio. Considerando que esperan ustedes adueñarse de Francia, valoran en muy poco a su patria.
Rodin, que había permanecido en silencio durante aquel diálogo, recogió la alusión.
—Touché. El caso es, señor, que no tenemos medio millón de dólares en dinero contante y sonante.
—Lo sé –contestó el inglés–. Si quieren que se haga ese trabajo tendrán que buscar esta suma donde sea. Yo no necesito el encargo, compréndanlo. Después de mi última misión, puedo vivir bien unos cuantos años. Pero la idea de lograr lo bastante para poder retirarme me atrae. Por eso estoy dispuesto a correr algunos riesgos excepcionales por este precio. Sus amigos aquí presentes aspiran a un premio mayor todavía: la propia Francia. Y, sin embargo, la idea de los riesgos los aterra. Lo siento. Si no pueden ustedes hacerse con la suma en cuestión, deberán volver a organizar sus conjuras y a contemplar cómo las autoridades las destruyen una tras otra.
Se incorporó a medias de su asiento, al tiempo que aplastaba su cigarrillo en el cenicero.
Rodin se puso en pie.
—Siéntese, señor. Conseguiremos el dinero.
Los dos volvieron a tomar asiento.
—Bien–dijo el inglés–. Pero hay, además, ciertas condiciones.
—¿Cuáles?
—La razón por la cual necesitan ustedes a un outsider estriba, en primer lugar, en los motivos que constantemente se filtran hasta llegar a las autoridades francesas. ¿Cuántas personas de su organización están al corriente de este plan de contratar a un outsider, y no digo ya de contratarme concretamente a mí?
—Sólo los tres que estamos en este cuarto. La idea se me ocurrió a mí al día siguiente de la ejecución de Bastien Thiry. Desde aquel momento llevé a cabo personalmente todas las investigaciones. Nadie más está al corriente.
—Y nadie más debe enterarse –dijo el inglés–. Cualquier documento que deje constancia de todas las reuniones, los archivos y los legajos deben ser destruidos. Nada debe subsistir fuera de sus tres cabezas. En vista de lo que le ocurrió en febrero a Argoud, me consideraré liberado de mi compromiso si cualquiera de ustedes tres fuese capturado. Por consiguiente, deberán ustedes permanecer en algún lugar seguro y bajo fuerte vigilancia hasta que el trabajo haya sido realizado. ¿De acuerdo?
—D'accord. ¿Algo más?
—Yo me ocuparé de trazar los planes, así como de llevarlos a la práctica. No comunicaré sus detalles a nadie, ni siquiera a ustedes. En suma, desapareceré. No volverán a tener noticias mías. Usted conoce mi teléfono de Londres y mi dirección, pero pienso mudarme en cuanto pueda.
«En caso de emergencia, ustedes sólo deberán ponerse en contacto conmigo en aquel lugar. Por lo demás, no habrá otros contactos. Les dejaré el nombre de mi Banco en Suiza. Cuando el Banco me comunique que los primeros doscientos cincuenta mil dólares han sido depositados, y cuando me sienta totalmente dispuesto, empezaré a actuar. No permitiré que se me den prisas más allá de lo que yo considere razonable, ni aceptaré interferencia alguna. ¿De acuerdo?
—D'accord. Pero nuestros agentes clandestinos en Francia pueden ofrecer a usted una ayuda considerable por lo que se refiere a información. Algunos de ellos ocupan lugares prominentes.
El inglés consideró unos instantes esta proposición.
—Bien, cuando estén ustedes dispuestos, envíenme por correo un solo número de teléfono, preferiblemente en París, de modo que pueda llamar directamente a ese número desde cualquier lugar de Francia. No comunicaré a nadie mi paradero; simplemente, llamaré a ese número para obtener las informaciones más recientes acerca de las medidas de seguridad adoptadas en torno del Presidente. Pero el hombre que se ponga a ese teléfono no debe saber qué estoy haciendo en Francia. Díganle simplemente que estoy en misión por encargo de ustedes y necesito su ayuda.
Cuanto menos sepa, mejor. Para mí, ese hombre debe ser nada más que una agencia informativa. Y sus fuentes deben ser exclusivamente las que puedan proporcionar valiosa información interior, y no cualquier bazofia que yo mismo pueda leer en los periódicos. ¿De acuerdo?
—Perfectamente. Usted quiere actuar completamente solo sin amigos ni refugios. Es su propia cabeza la que está en juego. ¿Y la documentación falsa? Tenemos dos excelentes falsificadores a su disposición.
—Yo me la agenciaré. Gracias.
Casson intervino.
—Poseo una organización completa en Francia similar a la de la Resistencia durante la ocupación alemana. Puedo poner toda esa organización a su disposición, si la necesita.
—No, gracias. Prefiero confiar en mi total anonimato. Es mi mejor arma.
—Pero suponiendo que algo falle, puede tener usted necesidad de huir...
—Nada fallará, como no sea por parte de ustedes. Quiero actuar sin el menor contacto con su organización, Monsieur Casson, precisamente por la misma razón por la que estoy aquí: porque su organización está repleta de agentes y espías.
Casson parecía a punto de estallar. Montclair miraba sombríamente por la ventana, pensando en la manera de reunir con urgencia medio millón de dólares. Rodin observaba reflexivamente al inglés.
—Calma, André. El señor quiere trabajar solo. Que así se haga. Es su estilo. No pagamos medio millón de dólares por un hombre que necesite la misma cantidad de colaboradores que requieren nuestros tiradores.
—Lo que me gustaría saber–murmuró Montclair–es cómo vamos a conseguir tanto dinero en poco tiempo.
—Empleen su organización para asaltar Bancos –dijo el inglés, tranquilamente.
—En todo caso, éste es problema nuestro –dijo Rodin–. Antes de que nuestro visitante regrese a Londres, ¿hay algo más que tratar?
—¿Qué puede impedirle a usted quedarse con el primer cuarto de millón y desaparecer? –preguntó Casson.
—Ya se lo he dicho, señores. Quiero retirarme. Y no deseo tener a medio ejército de ex paracaidistas tras de mí. Tendría que emplear en mi propia protección más dinero del que habría ganado. No tardaría en quedar en la miseria.
—¿Y qué nos podría impedir a nosotros—insistió Casson–esperar a que el trabajo esté hecho, y negarnos luego a pagar el resto del medio millón?
—La misma razón–dijo el inglés, con suavidad–. En tal caso, yo seguiría trabajando por mi cuenta. Y entonces mi objetivo serían ustedes tres, caballeros. Sin embargo, no creo que tal cosa ocurra, ¿verdad?
Rodin le interrumpió.
—Bien, si eso es todo, no creo que debamos entretener por más tiempo a nuestro huésped. Bueno... hay un detalle. Su nombre. Si desea usted conservar el anonimato, debería tener un apodo, un nombre cifrado. ¿Se le ocurre alguno?
El inglés reflexionó unos momentos.
—Puesto que estamos hablando de una cacería, ¿qué le parecería el nombre de el Chacal? ¿Lo encuentra apropiado?
Rodin asintió.
—Sí, perfecto. Creo que me gusta.
Acompañó al inglés hasta la puerta y la abrió. Viktor salió de su escondrijo y se acercó. Por primera vez, Rodin sonrió y tendió la mano al pistolero.
—Nos pondremos en contacto en la forma convenida tan pronto como podamos. Entretanto, ¿podría usted empezar a trazar planes, en líneas generales, para no perder demasiado tiempo? Bien. Entonces, bonsoir, señor Chacal.
El polaco quedóse mirando cómo se alejaba el visitante, en silencio, tal como había aparecido. El inglés pasó la noche en el hotel del aeropuerto y tomó el primer avión de la mañana rumbo a Londres.
En la «Pensión Kleist», Rodin tuvo que enfrentarse con un chaparrón de lamentaciones tardías y de protestas por parte de Casson y Montclair, quienes aparecían profundamente trastornados por las tres horas transcurridas entre las nueve y las doce.
—Medio millón de dólares–repetía Montclair, una y otra vez–. ¿Cómo diablos vamos a conseguir medio millón de dólares?
—Podríamos seguir la sugerencia de el Chacal y asaltar unos cuantos Bancos–contestó Rodin.
—No me gusta ese hombre–intervino Casson–. Trabaja solo, sin colaboradores. Esta clase de hombres son peligrosos. No hay forma de controlarlos.
Rodin puso punto final a la discusión.
—Óiganme ustedes: hemos trazado un plan, hemos aceptado una propuesta, y hemos buscado a un hombre dispuesto a matar y capaz, por dinero, de eliminar al Presidente de Francia. Conozco bien a los hombres de esta clase. Si alguien puede hacerlo, es él. Hemos jugado nuestras cartas. Sigamos ahora con lo nuestro, y que él siga con lo suyo.
CAPITULO III
Durante la segunda mitad del mes de junio y todo el mes de julio de 1963, Francia fue sacudida por un estallido de violentos atracos contra Bancos, joyerías y oficinas de Correos sin precedentes hasta entonces, y que no ha vuelto a repetirse. Los detalles de aquella oleada de asaltos constituyen ahora material de archivo.
De un extremo a otro del país, numerosos Bancos eran asaltados casi cada día, con el empleo de pistolas, fusiles con el cañón recortado y ametralladoras. Las incursiones en las joyerías, con destrozos de vidrieras y fuga precipitada de los asaltantes, llegaron a ser tan frecuentes durante aquel período, que las fuerzas de la Policía local apenas habían terminado de tomar declaración a los joyeros aterrados, y a menudo sangrantes, y a sus empleados, cuando eran llamados para otro caso parecido dentro de su propia jurisdicción.
Dos empleados bancarios murieron a tiros en diferentes ciudades cuando intentaron oponer resistencia a los asaltantes. Antes de fin de julio la crisis había alcanzado tales proporciones, que los hombres del «Corps Républicain de Sécurité» y las escuadras antidisturbios conocidas por todos los franceses simplemente por las CRS, fueron llamados a filas y armados por primera vez con ametralladoras. Para los que entraban en un Banco, llegó a ser habitual tener que pasar por delante de uno o dos guardias de la CRS, de uniforme azul, apostados en el vestíbulo y armados con una a punto de disparar.
En respuesta a la presión ejercida por los banqueros y joyeros, que se quejaban amargamente al Gobierno de aquella oleada de asaltos, aumentó la frecuencia de las visitas policiales a los Bancos durante la noche, pero en vano, puesto que los ladrones no eran revientacajas profesionales capaces de abrir diestramente la caja fuerte de un Banco durante las horas de oscuridad, sino simplemente rufianes enmascarados, armados y dispuestos a disparar a la menor provocación.
Las horas peligrosas eran las del día, cuando cualquier Banco o joyería del país podía verse sorprendido, en plena actividad habitual, por la aparición de dos o tres enmascarados armados y por la orden perentoria de Haut les mains!
A finales de junio, en diferentes asaltos, tres culpables resultaron heridos y fueron detenidos. Uno de ellos era un bandido de quien se sabía que aprovechaba la existencia de la OAS como excusa para lanzarse a una anarquía general; los dos restantes eran desertores de los antiguos regimientos coloniales, y no tardaron en confesar que pertenecían a la OAS. Sin embargo, a pesar de los rigurosos interrogatorios a que fueron sometidos en la Comisaría Central, ninguno de los tres pudo decir por qué se había desencadenado aquella oleada de atracos en el país. Sólo dijeron que su «patrón» (el jefe de la banda) se había puesto en contacto con ellos y les había asignado una misión, en un Banco o una joyería. La Policía llegó a convencerse de que los detenidos ignoraban la finalidad de los robos; a todos ellos se les había prometido una parte del botín, y como eran simples subordinados habían hecho lo que se les había ordenado.
No tardaron mucho las autoridades francesas en comprender que detrás de aquella oleada se encontraba la OAS, y que, por alguna razón, la OAS necesitaba urgentemente dinero. Pero hasta la primera quincena de agosto, y de manera completamente distinta, no descubrieron las autoridades el porqué.
Sin embargo, en las dos últimas semanas de junio la oleada de asaltos contra Bancos y otros establecimientos donde, de una manera expeditiva, podía conseguirse dinero y piedras preciosas, llegó a ser lo bastante grave para que el asunto fuese confiado al comisario Maurice Bouvier, el respetado y temido jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial. En su sorprendentemente reducido y atestado despacho de la Jefatura de la PJ, en el número 36 del Quai des Orfèvres, a orillas del Sena, se estaba preparando un resumen que mostraba el total del dinero robado y, en el caso de las joyerías, el precio aproximado de reventa de las joyas. A mediados de julio, ese total rebasaba ampliamente los dos millones de francos nuevos, o cuatrocientos mil dólares. Aun deduciendo una suma razonable para los gastos de organizar los diversos asaltos, y otra mayor para pagar a los rufianes y desertores que los habían perpetrado, quedaba todavía, a juicio del comisario, una suma considerable de dinero cuyo destino se ignoraba.
En la última semana de junio, un informe llegó a la mesa del general Guibaud; jefe del SDECE, enviado por el jefe de su oficina permanente en Roma. En él se le comunicaba que los tres jefes superiores de la OAS, Marc Rodin, René Montclair y André Casson, se habían instalado en el piso más alto de un hotel situado junto a la Via Condotti. El informe agregaba que a pesar del costo evidentemente elevado de residir en un hotel de un barrio tan distinguido, los tres habían tomado toda la planta para sí, y la planta inmediatamente inferior para sus guardias de corps. Eran protegidos día y noche por no menos de ocho ex miembros de la Legión Extranjera, extremadamente duros, y que jamás se aventuraban a salir del hotel. Al principio, se supuso que se habían reunido para celebrar una conferencia, pero a medida que pasaban los días el SDECE llegó a la conclusión de que los tres jefes de la OAS tomaban precauciones extraordinarias para asegurarse de que no serían víctimas de otro rapto como el de Antoine Argoud. El general Guibaud se permitió una irónica sonrisa al pensar en los tres jefes de la organización terrorista agazapados en un hotel romano, y archivó el informe siguiendo el procedimiento rutinario. A pesar de la agria disputa que existía todavía entre el Ministerio de Asuntos Exteriores del Quai d'Orsay y el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán de Bonn por la violación de la integridad territorial alemana en el «Hotel Eden Wolff» el pasado febrero, Guibaud tenía sobrados motivos para estar agradecido a los hombres del Servicio de Acción que habían realizado el golpe. El solo espectáculo del terror de los jefes de la OAS era ya una elevada recompensa. El general desechó cierto atisbo de aprensión que le asaltó al repasar el legajo de Marc Rodin, pero no pudo menos de extrañarse de que un hombre como Rodin se hubiese asustado tan fácilmente. Como hombre de considerable experiencia en su oficio, perfectamente consciente de las realidades de la política y la diplomacia, sabía que era sumamente improbable que jamás le autorizaran a organizar otro rapto internacional. Hasta mucho más tarde no comprendió con claridad el verdadero significado de las precauciones que los tres jefes de la OAS adoptaban para su propia seguridad.
En Londres, el Chacal dedicó la última quincena de junio y las dos primeras semanas de julio a una actividad cuidadosamente controlada y planificada. Desde el mismo día de su llegada se consagró, entre otras cosas, a adquirir y leer casi todo lo escrito sobre Charles de Gaulle, o por el propio general. Mediante el simple procedimiento de ir a la biblioteca local y buscar el artículo sobre el Presidente francés en la Encyclopaedia Britannica, halló al final del artículo una completa bibliografía sobre el tema.
Después, utilizando un nombre y una dirección en Praed Street, Paddington, escribió a varios conocidos libreros y adquirió por correo los libros de referencia necesarios. Los estudió a fondo, hasta las primeras horas de cada madrugada, en su piso, formándose así un retrato sumamente detallado del titular del Palacio del Elíseo, desde su niñez hasta el momento presente. La mayor parte de la información que recogió no poseía ningún valor de utilidad práctica, pero de vez en cuando le llamaba la atención algún detalle o algún rasgo temperamental, que anotaba en un pequeño bloc de notas. Especialmente instructivo en cuanto al carácter del Presidente francés le resultó el volumen de las Memorias del general, El filo de la espada («Le fil de l'Epée»), en el cual Charles de Gaulle revelaba con la máxima claridad su personal actitud ante la vida, su patria y su propio destino tal como aparecía ante sus ojos.
El Chacal no era un hombre lento ni estúpido. Leía con voracidad y planeaba con todo detalle, y poseía, además, la facultad de almacenar en su mente, por si más tarde podía serle útil, una enorme cantidad de información sobre los hechos.
Pero aunque sus lecturas de las obras de Charles de Gaulle y de los libros escritos sobre su persona por los hombres que mejor le conocían le proporcionaron un retrato acabado de un Presidente de Francia altivo y desdeñoso, no le resolvieron el problema principal, que no había cesado de obsesionarle desde el día en que, en la habitación de Rodin, en Viena, había aceptado el encargo de asesinar al general. A fines de la primera semana de julio no había hallado todavía respuesta a esta pregunta:
¿cuándo, dónde y cómo debía tener lugar el golpe? Como último recurso, bajó a la sala de lectura del Museo Británico, y, después de firmar, con su falso nombre habitual, una solicitud de permiso para realizar investigaciones empezó a repasar a fondo los ejemplares atrasados del principal diario de Francia, Le Figaro.
No se sabe exactamente cuándo halló la respuesta anhelada, pero hay buenos motivos para suponer que fue dentro de los tres días siguientes al 7 de julio. Dentro de aquellos tres días, partiendo del germen de un idea formulada por un periodista que escribía en 1962, previa la comprobación de los datos que cubrían todos y cada uno de los años de la presidencia de De Gaulle desde 1945, el pistolero logró responder a su propia pregunta. Decidió, dentro de aquel breve período de tres días, exactamente en qué día, contra viento y marea, y prescindiendo de toda consideración de peligro personal, Charles de Gaulle se mostraría en público. A partir de aquel momento, los preparativos de el Chacal pasaron de la fase de investigación a la de la planificación práctica.
En su departamento, tendido de espaldas sobre la cama, mirando fijamente el techo pintado de color crema y fumando uno tras otro sus habituales cigarrillos extralargos, pasó largas horas reflexionando antes de que todos los detalles encajaran a la perfección.
Por lo menos una docena de ideas fueron estudiadas y rechazadas antes de que el Chacal diera por fin con el plan que decidió adoptar, el «cómo» que había que agregar al «cuándo» y al «dónde» que ya había decidido.
El Chacal era perfectamente consciente de que, en 1963, el general De Gaulle no era solamente el presidente de Francia, sino también el político mejor protegido del mundo occidental. Asesinarle, como se pudo comprobar más tarde, era considerablemente más difícil que asesinar al presidente John F. Kennedy de los Estados Unidos. Aunque el pistolero inglés no lo sabía, los expertos franceses en seguridad que, por cortesía de los americanos, habían tenido la oportunidad de estudiar las precauciones adoptadas para proteger la vida del presidente Kennedy, habían regresado sintiendo cierto desdén por las medidas tomadas por el Servicio Secreto americano. El desdén de los expertos franceses por los métodos americanos resultó justificado más tarde, cuando, en noviembre de 1963, John F. Kennedy fue asesinado en Dallas por un aficionado medio loco, mientras Charles de Gaulle seguía con vida, para retirarse en paz y, eventualmente, morir en su propia cama.
Lo que sí sabía el Chacal era que los agentes de seguridad contra quienes debía luchar figuraban por lo menos entre los mejores del mundo, que toda la organización de seguridad montada en torno de De Gaulle se hallaba en estado de alarma permanente ante la posibilidad de un atentado contra su persona, y que la organización por cuenta de la cual trabajaba estaba minada por el espionaje y las filtraciones. A su favor podía anotar, en cambio, razonablemente, su propio anonimato, y la negativa de su víctima a colaborar con sus propias fuerzas de seguridad. En el día elegido, el orgullo, la tozudez y el absoluto desprecio por el peligro personal del Presidente francés le obligarían a salir por unos segundos al descubierto, sin tener en cuenta los posibles riesgos.
El avión de la «SAS» procedente de Kastrup, Copenhague, dibujó una última evolución para situarse frente al edificio terminal de Londres, carreteó todavía unos pocos metros y se detuvo. Los motores siguieron funcionando todavía durante unos segundos, pero al fin enmudecieron. A los pocos minutos se colocó la escalera de descenso y los pasajeros empezaron en ordenada fila a bajar del aparato, dirigiendo un último adiós a la sonriente azafata situada en lo alto de la escalera. En la terraza de observación, un hombre rubio levantóse los anteojos de sol y observó con unos prismáticos la hilera de pasajeros que descendían por la escalera. Era la sexta que aquella mañana se veía sometido a aquel examen detallado; pero como la terraza, bajo el cálido sol, estaba llena de gente que esperaba a parientes y amigos y que intentaba localizarlos en cuanto salían del aparato, la actitud del hombre rubio no llamó en absoluto la atención.
Cuando el octavo pasajero apareció a la luz y se enderezó, el hombre de los prismáticos se puso ligeramente tenso y observó al recién llegado mientras descendía por la escalera. El pasajero procedente de Dinamarca era un sacerdote o pastor, en traje de clergyman. Con el pelo gris ni largo ni corto, y peinado hacia atrás desde la frente, aparentaba frisar en los cincuenta años, pero su rostro era más juvenil. Era un hombre alto, de anchos hombros, y parecía estar físicamente en forma. Tenía aproximadamente la misma corpulencia que el hombre que lo examinaba desde la terraza superior.
Mientras los pasajeros formaban cola en el vestíbulo de llegada para despachar los trámites de pasaporte y Aduanas el Chacal introdujo los prismáticos en el estuche de cuero que pendía de su cuello, lo cerró y, sin apresurarse, cruzó las puertas de cristal y pasó al vestíbulo principal. Quince minutos más tarde, el pastor danés salió de las Aduanas con un portafolio y una valija en sus manos. Por lo visto, nadie había ido a recibirle, y lo primero que hizo el hombre fue acercarse al mostrador del «Barclays Bank» para cambiar moneda.
Por lo que contó luego a la Policía danesa cuando, seis semanas más tarde, le interrogaron, no se fijó en el joven inglés rubio que se situó a su lado en el mostrador, aparentemente esperando su turno en la cola, pero en realidad examinando detenidamente los rasgos faciales del danés, protegido con anteojos oscuros. Por lo menos no recordaba haber visto jamás a aquel hombre.
Pero cuando salió del vestíbulo principal para subir al autobús de la «BEA» hacia la terminal de Cromwell Road, el inglés, con su portafolio, le seguía a pocos pasos de distancia, y sin duda los dos fueron a Londres en el mismo vehículo.
En la terminal, el danés tuvo que esperar unos pocos minutos mientras descargaban su valija del portaequipajes; luego, se dirigió hacia la puerta de salida señalada con una flecha y la palabra internacional «Taxis». Entretanto, el Chacal cruzó por detrás del autobús y pasó al estacionamiento reservado a los empleados de la empresa, donde había dejado su coche. Depositó su portafolio en el asiento de su modelo deportivo convertible, sentóse detrás del volante, puso en marcha el vehículo y lo estacionó junto a la pared izquierda de la terminal, desde donde podía ver la larga hilera de taxis que esperaban bajo las arcadas. El danés subió al tercer taxi, que emprendió la marcha por la Cromwell Road en dirección a Knightsbridge. El coche deportivo lo siguió.
El taxi dejó al distraído clérigo ante un pequeño pero confortable hotel de Half Moon Street, mientras el convertible pasaba por delante de la entrada, y a los pocos minutos había encontrado un lugar para estacionar, con parquímetro, en el extremo más alejado de Curzon Street. El Chacal encerró con llave su portafolio en el baúl, compró la edición de mediodía del Evening Standard en el quiosco de Shepherd Market, y a los cinco minutos se encontraba en el vestíbulo del hotel. Tuvo que esperar otros veinticinco minutos antes de que el danés bajara por la escalera y entregara a la recepcionista la llave de su habitación. Cuando ésta la hubo colgado, la llave suspendida de su clavo, se balanceó todavía unos segundos; mientras, el hombre sentado en uno de los sillones del vestíbulo y que parecía esperar a un amigo, bajó su periódico en el momento en que el danés entraba en el restaurante del hotel, y tomó nota mental de que el número de la llave era el 47. Pocos minutos después, mientras la recepcionista entraba un momento en la oficina trasera para comprobar una reserva de localidades de teatro para un cliente, el hombre de los anteojos de sol subió por la escalera, silenciosamente y sin que nadie lo advirtiera.
Una tira de mica flexible, de cinco centímetros de ancho, no bastaba para abrir la puerta de la habitación 47, un tanto dura, pero la tira de mica reforzada con una flexible espátula de pintor lo logró y el pestillo de muelle retrocedió produciendo un ligero ruido mecánico. Como sólo había bajado a almorzar, el pastor había dejado su pasaporte sobre la mesa de noche. A los treinta segundos, el Chacal volvía a estar en el pasillo, dejando intacto el talonario de cheques de viaje, con la esperanza de que, faltando toda prueba de robo las autoridades intentarían persuadir al danés de que, simplemente, había perdido el pasaporte en cualquier otra parte. Como así sucedió, en efecto. Mucho antes de que el danés hubiera terminado su café, el inglés se había marchado sir haber sido visto por nadie, y hasta muy avanzada la tarde, después de un registro a fondo de su habitación, el pastor no comunicó al director del hotel la desaparición de su pasaporte. También el director registró la habitación, y después de hacer observar que todo lo demás, incluido el talonario de cheques de viaje, estaba intacto, hizo lo imposible para persuadir a su desconcertado huésped de que no había necesidad de llamar a la Policía a su hotel, puesto que era evidente que había perdido su pasaporte en algún otro lugar. El danés, hombre de paz y no demasiado seguro del terreno que pisaba en un país extranjero, convino, en contra de su propia convicción, en que así debía de haber ocurrido. Por consiguiente, informó del extravío al Consulado General de Dinamarca. A la mañana siguiente, recibió la documentación necesaria para poder regresar a Copenhague, transcurridos ya los quince días de su estancia en Londres, y no pensó más en su pasaporte. El funcionario del Consulado General que extendió los documentos de viaje archivó la pérdida de un pasaporte a nombre del pastor Per Jensen, de Sankt Kjedelkirke de Copenhague, y tampoco pensó más en ello. El hecho ocurrió el día 14 de julio.
Dos días más tarde, un estudiante americano de Syracuse, Estado de Nueva York, sufrió una pérdida semejante. Había llegado al sector internacional del aeropuerto de Londres procedente de Nueva York, y exhibió su pasaporte para hacer efectivo el primero de sus cheques de viaje en el mostrador de la «American Express». Después de cambiar el cheque, introdujo el dinero en el bolsillo interior de su saco, y el pasaporte dentro de una funda con cierre relámpago que guardó a su vez en un pequeño portafolio. Pocos minutos más tarde, cuando intentaba llamar la atención de un changador dejó por un momento el portafolio en el suelo; tres segundos más tarde, había desaparecido. Al principio dirigió sus reproches al mozo, quien lo acompañó al mostrador de información de la «Pan American», donde le aconsejaron que acudiera al oficial de policía más próximo. Este último lo condujo a una comisaría, donde explicó lo ocurrido.
Cuando, terminada la investigación se hubo descartado la posibilidad de que alguien hubiese podido llevarse descuidadamente el portafolio confundiéndolo con el suyo propio, se archivó el informe clasificando el asunto como un hurto deliberado.
El alto y atlético joven americano recibió toda clase de excusas acerca de las actividades de los rateros y ladrones de equipajes en los lugares públicos, y fue informado de las numerosas precauciones que suelen tomar las autoridades del aeropuerto con la intención de desanimar a los amigos de lo ajeno de todo intento de despojar de sus bienes a los extranjeros recién llegados. El joven tuvo la amabilidad de reconocer que un amigo suyo había sido víctima de un hurto parecido en la Gran Central Station de Nueva York.
El informe fue retransmitido, siguiendo el proceso rutinario, a todas las divisiones de la Policía Metropolitana de Londres, juntamente con la descripción del portafolio extraviado, de su contenido y los documentos y el pasaporte guardados en la funda. El informe siguió su debido curso, pero como pasaron semanas y no se halló rastro del maletín ni de su contenido, no se pensó más en el incidente.
Entretanto, Marty Schulberg fue a su Consulado de Grosvenor Square, informó del robo de su pasaporte y le fue entregada la documentación pertinente para que pudiera regresar en avión a los Estados Unidos después de un mes de vacaciones en las Highlands escocesas en compañía de su amiga estudiante, con la que había establecido un convenio de intercambio. En el Consulado, la pérdida fue registrada y comunicada al Departamento de Estado de Washington, y debidamente olvidada por ambas corporaciones.
Nunca se sabrá cuántos pasajeros, a su llegada a los dos edificios del aeropuerto de Londres destinados a los viajeros llegados del exterior, fueron observados con unos prismáticos desde las terrazas de observación mientras salían de sus aparatos y bajaban por la escalera del avión. A pesar de la diferencia entre sus edades respectivas, los dos que habían perdido sus pasaportes tenían varias cosas en común. Ambos medían aproximadamente metro ochenta de estatura, tenían los hombros anchos y la figura esbelta, los ojos azules y un parecido facial bastante acusado con el discreto inglés que les había seguido y robado. Por otra parte, el pastor Jensen tenía cuarenta y ocho años, el pelo gris y usaba gafas con montura de oro para leer; Marty Schulberg tenía veinticinco años y el pelo castaño; y llevaba gafas de gruesa armazón.
Éstos fueron los rostros que el Chacal estudió detenidamente sobre la mesa escritorio de su departamento de South Audley Street. Le costó un día entero y una serie de visitas a casas de vestuario para el teatro, ópticas y una tienda de modas para hombres situada en el West End y especializada en prendas de tipo americano y generalmente confeccionadas en Nueva York, adquirir un juego de lentes de contacto sin graduar y de color azul; dos pares de anteojos, uno con armazón de oro y otro con armazón negra y muy gruesa (ambas con cristales sin graduar); un equipo completo consistente en un par de pantalones negros de cuero, una camiseta y unos calzoncillos, un par de mocasines blancos y un anorak de nylon azul celeste, con cierre relámpago y cuello y puños de lana blanca y roja, todo ello confeccionado en Nueva York; y una camisa blanca de clérigo, con pechera negra. De las tres últimas prendas fue cuidadosamente arrancada la etiqueta del fabricante.
La última visita del día la hizo a una tienda de pelucas para hombres, situada en Chelsea y propiedad de dos homosexuales. En ella adquirió un preparado para teñirse el pelo en un tono agrisado, y otro para teñirlo de color castaño, juntamente con las correspondientes instrucciones para aplicar los tintes y conseguir los mejores y máximos efectos de naturalidad en el mínimo de tiempo. Compró también varios cepillos para el pelo, de pequeño tamaño, para aplicar los líquidos. Por otra parte, salvo en el caso del equipo completo de prendas americanas, no hizo nunca más de una sola compra en ninguna de las tiendas que visitó.
Al día siguiente, l8 de julio, podía leerse un breve párrafo al pie de una página interior de Le Figaro. Era la noticia de que, en París, el comisario jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial, Hyppolite Dupuy, había sufrido un grave ataque en su despacho del Quai des Orfèvres, del que falleció antes de llegar al hospital. Se había nombrado ya a su sucesor. Era el comisario Claude Lebel, jefe de la División de Homicidios, quien, en vista de la acumulación de trabajo en todos los departamentos de la Brigada durante los meses de verano ocuparía su nuevo cargo inmediatamente. El Chacal que cada día hojeaba todos los periódicos franceses que podían encontrarse en Londres, leyó la noticia cuando sus ojos fueron atraídos por la palabra Criminelle que figuraba en el título, pero no le prestó demasiada atención.
Antes de iniciar su observación diaria en el aeropuerto de Londres había decidido actuar, a lo largo de todo el proceso a seguir para el futuro asesinato, bajo una identidad falsa. Una de las cosas más fáciles del mundo es adquirir un pasaporte británico falso. El Chacal siguió el método empleado por la mayoría de mercenarios, contrabandistas y otros que desean adoptar un alias para cruzar las fronteras nacionales. Primero, hizo un viaje en coche por los Home Counties del valle del Támesis en busca de pueblos pequeños. En el tercer cementerio que visitó, el Chacal descubrió una lápida a propósito para sus fines, la de Alexander Duggan, que murió en 1931, a la edad de dos años y medio.
De haber vivido, el pequeño Duggan hubiese sido, en julio de 1963, unos pocos meses mayor que el Chacal. El anciano párroco se mostró cortés y servicial cuando el visitante se presentó en la parroquia y le dijo que, aficionado a la genealogía, intentaba reconstruir el árbol familiar de los Duggan. Le habían informado de que unos Duggan se habían establecido en el pueblo en años pasados. Y se preguntaba, no sin cierta desconfianza, si los registros parroquiales podrían serle de utilidad en su investigación.
El párroco era la amabilidad personificada y, cuando ambos cruzaron la iglesia, un elogio a la belleza del pequeño edificio normando y un donativo destinado a los fondos para la restauración del templo ayudaron aún más a sus fines. Los registros parroquiales revelaron que el matrimonio Duggan había fallecido hacía más de siete años y que, por desdicha, su único hijo Alexander había sido enterrado en aquel mismo cementerio parroquial hacía más de treinta años. El Chacal hojeó con aparente indiferencia las páginas del registro parroquial correspondientes a los nacimientos, matrimonios y defunciones de 1929, y, al llegar al mes de abril, el nombre de Duggan, escrito con caligrafía de amanuense, atrajo su mirada.
Alexander James Quentin Duggan, nacido el 3 de abril de 1929 en la parroquia de St. Mark, Sambourne Fishley.
El Chacal tomó nota de los datos, dio profusamente las gracias al párroco y se despidió. De regreso a Londres, se presentó en el Registro Central de Nacimientos, Matrimonios y Defunciones, donde un joven y amable funcionario aceptó sin la menor desconfianza su tarjeta de visita, en la que aparecía como miembro de un estudio de abogados de Market Drayton, Shropshire, y su explicación de que estaba intentando averiguar el paradero de los nietos de uno de los clientes del estudio, recientemente fallecido, el cual dejaba sus bienes a sus nietos. Uno de estos nietos era Alexander James Quentin Duggan, nacido en Sambourne Fishley, en la parroquia de St Mark, el 3 de abril de 1929.
La mayoría de los funcionarios británicos hacen todo lo posible por atender a las peticiones que les son formuladas cortésmente, y en este caso el joven del Registro Civil no fue una excepción. Una investigación en los libros del Registro mostró que el niño en cuestión había sido registrado precisamente de acuerdo con los datos facilitados, pero había fallecido el 8 de noviembre de 1931 a consecuencia de un accidente automovilístico. Por unos pocos chelines el Chacal recibió una copia de los certificados de nacimiento y de defunción. Antes de volver a su casa, se detuvo en una delegación del Ministerio de Trabajo, donde le fue facilitado un formulario para solicitar pasaporte; en una tienda de juguetes compró por quince chelines un juego de sellos infantil, y en una oficina de Correos adquirió un giro postal correspondiente a una libra.
De vuelta a su departamento, llenó el formulario a nombre de Duggan, consignando exactamente la edad auténtica, la fecha de nacimiento, etc., pero su propia descripción personal. Anotó su estatura, el color de su pelo y de sus ojos, y como profesión puso simplemente «negociante». También consignó los nombres completos de los padres de Duggan, que figuraban en el certificado de nacimiento del niño. Como aval, escribió el nombre del reverendo James Elderly, vicario de St. Mark, Sambourne Fishley, con quien había hablado aquella misma mañana, y cuyo nombre completo y título de L. D. aparecían oportunamente impresos en un letrero en la misma puerta de la iglesia. La firma del párroco fue falsificada con mano delicada, tinta muy pálida y pluma muy fina, y con los sellos de juguete el Chacal compuso uno de goma que decía: «Iglesia Parroquial de St Mark, Sambourne Fishley», sello que fue firmemente estampado al pie de la firma del párroco. La copia del certificado de nacimiento, la solicitud de pasaporte y el giro postal fueron enviados a la Oficina de Pasaportes de Petty France. En cuanto al certificado de defunción, lo destruyó. El nuevo pasaporte llegó por Correo a la dirección postal cuatro días más tarde, mientras el Chacal estaba leyendo la edición matutina de Le Figaro. Fue a recogerlo después del almuerzo. Avanzada la tarde, cerró el departamento con llave, y fue en su coche al aeropuerto de Londres, donde sacó pasaje para el avión que iba a Copenhague, pagando en dinero efectivo para no tener que usar un cheque de viaje. En el doble fondo de su valija, en un compartimiento apenas más grueso que una revista corriente y casi imposible de descubrir, salvo mediante un registro a fondo, había dos mil libras que aquel mismo día había retirado de su caja fuerte particular, situada en los sótanos blindados de un estudio de abogados de Holborn.
La visita a Copenhague fue rápida, como un viaje de negocios. Antes de abandonar el aeropuerto de Kastrup sacó pasaje en la «Sabena» para trasladarse en avión a Bruselas la tarde del día siguiente. En la capital danesa, era ya demasiado tarde para ir de compras, por lo que firmó en el registro del «Hotel de Inglaterra» en Kongs Ny Yorj, cenó como un rey en «Las Siete Naciones», tuvo un ligero flirteo con un par de danesas rubias mientras paseaba por los jardines del Tívoli, y a la una de la madrugada estaba en la cama.
Al día siguiente compró un traje de clergyman liviano, de color gris, en una de las mejores tiendas para hombres del centro de Copenhague, un par de sobrios zapatos negros, un par de medias, un juego de ropa interior y dos camisas blancas con cuello postizo. En cada caso, compró solamente lo que ostentaba el nombre del fabricante danés en una etiqueta de tela pegada en el interior. En cuanto a las dos camisas blancas, que no necesitaba, las adquirió simplemente para poder traspasar las etiquetas al clergyman y la pechera que había comprado en Londres fingiéndose un estudiante de teología en vísperas de su ordenación.
Su última compra fue un libro en danés sobre las iglesias y catedrales más notables de Francia. Hizo un copioso almuerzo frío en un restaurante de los jardines del Tívoli, a la orilla del lago, y tomó el avión de las 3.15 rumbo a Bruselas.
CAPITULO IV
Por qué razón un hombre del indudable talento de Paul Goossens eligió súbitamente, a mediana edad, el mal camino, fue siempre un misterio incluso para sus amigos, para sus aún más numerosos clientes y para la Policía belga. Durante sus treinta años como empleado de confianza de la «Fabrique Nationale» de Lieja habíase ganado una sólida reputación como mecánico de una precisión infalible en una rama de la mecánica en la que la precisión es absolutamente indispensable. Tampoco de su honradez se tenía la menor duda. Durante aquellos treinta años se había convertido en el primer experto en la vastísima gama de armas que la excelente compañía fabrica, desde la minúscula pistola automática para señora hasta el cañón pesado.
Su foja de servicios de la época de la guerra había sido notable. Aunque después de la Ocupación había continuado trabajando en la fábrica de armamento dirigida por los alemanes, un examen ulterior de su carrera había demostrado de manera indudable su participación clandestina en la Resistencia, su colaboración privada en una cadena de refugios para permitir la huida a los pilotos aliados derribados, así como el hecho de que había asumido la jefatura de una organización de sabotaje gracias a la cual buena parte de las armas fabricadas en Lieja, o no llegaban jamás a disparar debidamente, o estallaban a los cincuenta disparos, matando a sus servidores alemanes. El hombre era tan modesto, que todo ello habían tenido que arrancárselo sus abogados para poder exhibirlo triunfalmente en su defensa. Ello había resultado muy útil para mitigar la sentencia, y el jurado se había sentido ciertamente impresionado cuando Goossens admitió que jamás había revelado sus actividades durante la guerra porque los honores y medallas de la posliberación lo hubieran aturdido.
Cuando, a principios de los años cincuenta, se estafó en una crecida suma de dinero a un cliente extranjero en el curso de una lucrativa operación de venta de armas y las sospechas recayeron en Goossens, éste era jefe de departamento de la empresa, cuyos directivos manifestaron a la Policía que sus sospechas contra el honrado Goossens eran simplemente ridículas.
Aun en pleno juicio el director gerente le defendió. Pero el juez presidente adoptó el punto de vista de que abusar de tal manera de una posición de confianza era todavía una circunstancia agravante. Así, pues, Goossens fue condenado a diez años de cárcel. La apelación redujo la pena a cinco. Y a los tres años y medio fue puesto en libertad por su buena conducta.
Su mujer se había divorciado de él, llevándose a sus hijos con ella. La antigua existencia del honrado trabajador, que vivía en una casita, rodeada de flores, en uno de los más lindos suburbios de Lieja (que no son muchos), había quedado atrás, perdida en el pasado. Lo mismo cabe decir de su carrera en la «FN». Goossens había alquilado un departamento en Bruselas, y más tarde, a medida que fue prosperando gracias a su floreciente actividad como proveedor de armas ilegales para la mitad del mundo clandestino de la Europa occidental, una casa en las afueras de la ciudad. A principios de los años sesenta se le apodaba L'Armurier, el Armero. Cualquier ciudadano belga podía comprar un arma mortífera, revólver, pistola automática o fusil en cualquier tienda de deportes o armería del país, con sólo exhibir la cédula de identidad que demostrara su nacionalidad belga. Goossens nunca usó el suyo, porque cada venta del arma y de las correspondientes municiones es anotada en el registro del armero, juntamente con el nombre y el número de cédula de identidad del comprador. Goossens usaba siempre las cédulas de otras personas, robadas o falsificadas.
Había establecido estrechas relaciones con uno de los primeros rateros de la ciudad, un hombre que cuando no enmohecía en prisión, como huésped del Estado, era capaz de extraer una billetera de cualquier bolsillo con la mayor facilidad. Goossens le compraba las billeteras robadas. Tenía también a su disposición los servicios de un maestro en falsificaciones que, después de haber sufrido un grave revés en los años cuarenta a causa de haber fabricado gran cantidad de francos franceses saltándose inadvertidamente la «u» de «Banque de France» (entonces era muy joven), había terminado por dedicarse a la falsificación de pasaportes con mucho mayor éxito. Finalmente, cuando Goossens necesitaba adquirir un arma para un cliente, el comprador que acudía al armero con una cédula de identidad perfectamente falsificada nunca era él mismo, sino, siempre, cualquier bribón sin empleo y recién salido de la cárcel, o un actor sin trabajo.
De todo su «personal», sólo el ratero y el falsificador conocían su verdadera identidad. También lo conocían algunos de sus clientes, en especial los «grandes» del hampa belga, quienes no sólo lo dejaban en paz, sino que hasta cierto punto lo protegían, negándose a revelar, cuando eran capturados, dónde habían conseguido sus armas; tal negativa obedecía, simplemente, a que Goossens les era muy útil Nada de ello impidió a la Policía belga enterarse de una parte de sus actividades, pero no pudo pescarlo con las manos en la masa, en posesión del género ilegal, o conseguir testimonios que declararan contra él en juicio. La Policía conocía la existencia, sumamente sospechosa, de la pequeña pero magníficamente equipada herrería y taller que Goossens había instalado en lo que fuera el garage de su casa, pero sus repetidas visitas no habían revelado otra cosa más que el equipo necesario para la fabricación de medallones y reproducciones en metal, como souvenirs, de las estatuas de Bruselas. En la última visita de la Policía, Goossens había obsequiado solemnemente al inspector jefe con una figurita del «Mannikin Piss», como muestra del aprecio que sentía por las fuerzas de la ley y del orden.
No sentía el menor escrúpulo mientras, en la mañana del 21 de julio de 1963, esperaba la llegada de un inglés que le había sido recomendado por teléfono por uno de sus mejores clientes, un ex mercenario al servicio de Katanga entre 1960 y 1962, que actualmente dirigía una organización dedicada a la protección de los burdeles de la capital belga.
El visitante se presentó a mediodía, según lo convenido y Goossens lo invitó a pasar a su pequeño despacho.
—¿Tiene la bondad de quitarse los anteojos?–le pidió, cuando su visitante se hubo sentado; y, al advertir que el alto inglés vacilaba, agregó–: Verá usted, creo que mientras duren nuestras relaciones comerciales es mejor que, en la medida de lo posible confiemos el uno en el otro. ¿Algo para beber?
El hombre cuyo pasaporte le habría identificado como Alexander Duggan se quitó las gafas de sol y miró con curiosidad al pequeño armero, mientras éste servía un par de cervezas. Goossens se sentó detrás de su mesa, bebió un trago de cerveza y preguntó con suavidad:
—¿En qué puedo servirle, señor?
—Supongo, que Louis le habrá llamado anunciándole mi llegada, ¿no?
—Desde luego–firmó Goossens–. De lo contrario, no estaría usted aquí.
—¿Le ha dicho de qué se trataba?
—No. Simplemente me ha dicho que le conoció a usted en Katanga, que podía garantizar su discreción, que necesita usted un arma de fuego, y que estaba dispuesto a pagar al contado, en libras esterlinas.
El inglés asintió con firmeza.
—Bien, puesto que yo sé cuál es su profesión, tal vez sea mejor que conozca usted la mía. Además, el arma que necesito tendrá que ser un arma de especialista, con ciertas características fuera de lo corriente. Yo... bueno... soy especialista en liquidar hombres que tienen enemigos poderosos y ricos. Desde luego, tales hombres suelen ser también poderosos y ricos. No siempre resulta fácil suprimirlos. Pueden hacerse proteger por especialistas. Tales actividades exigen una cuidadosa preparación y el arma adecuada. Actualmente tengo un encargo de esta clase. Y necesitaré un fusil.
Goossens bebió otro sorbo de cerveza, asintiendo benévolamente a lo que le decía el inglés.
—Excelente, excelente. Es usted un especialista, como yo. Barrunto que se trata de un trabajo interesante. ¿En qué tipo de fusil ha pensado usted?
—Lo importante no es el tipo de fusil. Más bien se trata de las limitaciones impuestas por el encargo que he recibido, y de encontrar un fusil que funcione satisfactoriamente bajo estas limitaciones.
A Goossens le brillaron los ojos.
—Una pieza única–susurró, hechizado–. Un arma hecha a la medida para un solo hombre y para un caso único bajo unas determinadas circunstancias que no han de volver a presentarse. Ha recurrido usted a la persona adecuada. Presiento un trabajo interesante, señor. Celebro que haya venido.
El inglés se permitió una sonrisa ante el entusiasmo profesional del belga.
—También yo, señor.
—Y dígame, ¿cuáles son esas limitaciones?
—La principal es el tamaño, no en longitud, sino en el volumen físico de las piezas activas. La cámara y la recámara no deben abultar más que esto...
Levantó la mano derecha, y con el dedo medio y el pulgar formó una «O» de menos de ocho centímetros de diámetro.
—Ello significa que no puede ser de repetición, puesto que una cámara de gas sería más voluminosa, y que, por la misma razón, no puede tener un mecanismo de expulsión demasiado grande –dijo el inglés–. En mi opinión, tendría que ser un fusil de cerrojo.
Goossens movía acompasadamente la cabeza, mirando al techo, mientras su mente iba captando los detalles de lo que su visitante le decía, formándose una imagen mental de un fusil especialmente estilizado en sus partes activas.
—Siga, siga–murmuró.
—Por otra parte es preciso que el cerrojo no sobresalga por el costado, como el del «Mauser 7,92» o el del «Lee Enfield 0,303». El cerrojo debe desplegarse hacia atrás en línea recta, hacia el hombro, sujetado entre el dedo índice y el pulgar para permitir la introducción de la bala en la recámara. Tampoco deberá tener guardamonte, y el propio gatillo debe ser desmontable, de modo que pueda ser ajustado un momento antes de disparar.
—¿Por qué?–preguntó el belga.
—Porque el mecanismo completo debe caber en un compartimiento tubular, para ser guardado y trasladado de lugar, y es preciso que el compartimiento no llame la atención. Por eso su diámetro no debe ser mayor de lo que le he indicado, por razones que le explicaré ¿Es posible conseguir un gatillo desmontable?
—Desde luego, casi todo es posible. Por ejemplo, cabe diseñar un fusil de un solo tiro que se abra por detrás para cargarlo como una escopeta. Ello nos ahorraría el cerrojo pero haría necesaria una charnela con la cual quedaríamos igual. También sería necesario diseñar y construir el fusil desde el principio al fin, fresando una pieza de metal para constituir la cámara y la recámara. En un taller pequeño como el mío sería una operación difícil, pero no imposible.
—¿Cuánto podría tardar en entregármelo? –preguntó el inglés.
El belga se encogió de hombros y abrió las manos, con los dedos extendidos.
—Varios meses, me temo.
—No dispongo de tanto tiempo.
—Entonces habrá que adquirir un fusil en una tienda y modificarlo. Siga, por favor.
—Bien. El arma debe ser ligera, de poco peso. No es necesario que sea de gran calibre; la bala será igualmente eficaz. Deberá tener un cañón corto, probablemente no más de treinta centímetros.
—¿A qué distancia tendrá que disparar usted?
—No es seguro todavía, pero probablemente no a más de ciento treinta metros.
—¿Apuntará a la cabeza o al pecho?
—Probablemente tendré que hacerlo a la cabeza. Podría apuntar al pecho, pero la cabeza es más segura.
—Para matar, desde luego, si se hace buen blanco –dijo el belga–. Pero el pecho resulta más seguro para hacer un buen centro. Por lo menos cuando se usa un arma ligera de cañón corto a ciento treinta metros y con posibles obstrucciones. –Y agregó–: Del hecho de que no esté usted seguro acerca de este punto de la cabeza o el pecho, deduzco que teme que pueda interponerse alguien.
—Sí, es posible —¿Tendrá usted oportunidad de disparar un segundo tiro, teniendo en cuenta que necesitará varios segundos para extraer la cápsula vacía e insertar la nueva, cerrar la cámara y volver a apuntar?
—Es casi seguro que no. Sólo podría arriesgar un segundo disparo usando silenciador, y en el supuesto de que la primera bala se pierda del todo y no sea advertida por ninguno de los presentes. Pero aunque el primer tiro acierte en la sien, necesito el silenciador para poder escapar. Preciso de unos minutos antes de que nadie pueda localizar, ni siquiera aproximadamente, de qué lugar procede la bala.
El belga seguía afirmando con la cabeza, ahora con los ojos fijos en la carpeta de su escritorio.
—En este caso, será mejor que use usted balas explosivas. Prepararé un puñado de ellas junto con el arma. ¿Comprende lo que quiero decir?
El inglés asintió.
—¿Glicerina o mercurio?
—Oh, creo que mercurio. Es mucho más eficaz y más limpio. ¿Algún otro detalle en cuanto al arma?
—Temo que sí. En interés de la reducción de volumen; habrá que eliminar toda la madera y el asidero y sustituirla por un bastidor como el de una «Sten», cada una de cuyas secciones, la superior, la inferior y la hombrera, deben poder desmontarse y quedar reducidas a tres varillas. Finalmente, necesito un silenciador completamente eficaz y un alza telescópica. Las dos cosas deben ser también desmontables.
El belga estuvo reflexionando largo rato, mientras sorbía la cerveza hasta apurarla del todo. El inglés se impacientaba.
—Bien, ¿puede hacerlo?
Goossens pareció emerger de sus sueños. Sonrió, excusándose.
—Perdón. Es un pedido muy complicado. Pero sí, puedo hacerlo. Jamás dejé de proporcionar lo que me pidieron. Realmente, lo que usted ha descrito es una expedición de caza en la cual el equipo debe poder ser introducido a través de ciertos controles sin suscitar sospechas. Una expedición de caza supone un fusil de caza, y eso es lo que le construiré. No tan pequeño como un calibre 0,22, que es el adecuado para los conejos y las liebres, ni tan grandes como un «Remington 0,300», que sería imposible adaptar a las limitaciones de tamaño exigidas por usted.
«Creo que ya sé lo que necesitamos, y supongo será fácil encontrarlo aquí, en Bruselas, en algunas tiendas de deportes. Un arma cara, una herramienta de alta precisión. Bellamente construida, pero ligera y esbelta. Se utiliza mucho para las gamuzas y otros cervatillos, pero con balas explosivas también se emplea para piezas más grandes. Dígame... eh... el caballero en cuestión, ¿se moverá rápidamente, despacio, o permanecerá inmóvil?
—Inmóvil.
—Entonces no hay problema. La construcción del bastidor desmontable en tres varillas de acero y el gatillo desmontable es cuestión de pura mecánica. Yo mismo puedo acortar el cañón y perforar su extremo para el silenciador. Pero con veinte centímetros menos de cañón se pierde precisión en el tiro. Lástima, lástima. ¿Es usted buen tirador?
El inglés asintió.
—Entonces, con alza telescópica, y tratándose de una persona parada a ciento treinta metros de distancia no habrá problema. En cuanto al silenciador, lo construiré yo mismo. No son complicados, pero sí difíciles de obtener como artículo manufacturado, particularmente los largos para fusiles, que no son corrientes en la caza. Y ahora, señor, antes mencionó usted unos compartimentos tubulares para llevar el fusil desmontado. ¿Cómo los imagina usted?
El inglés se levantó y se acercó al escritorio dominando con su elevada estatura al pequeño belga. Introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta, y, por un segundo, un relámpago de miedo brilló en los ojos del hombrecillo. Por primera vez observó que, fuese lo que fuese lo que manifestaba el rostro del pistolero, jamás afectaba a sus ojos, que aparecían nublados por una cortina gris, como de humo, suficiente para velar toda expresión que asomara en ellos. Pero el inglés se limitó a extraer del bolsillo un lapicero de plata.
Dio vuelta al bloc de sobremesa de Goossens y en pocos segundos dibujó un croquis.
—¿Reconoce esto? –preguntó, volviendo a situar el bloc de cara al armero.
—Desde luego–contestó el belga, después de echar una ojeada al bosquejo, dibujado con gran precisión.
—Perfectamente. Pues bien, todo esto se descompone en una serie de tubos de aluminio que pueden montarse y desmontarse. Éste... –explicó, señalando con la punta del lápiz un punto del diagrama–contiene uno de los tirantes de la culata del fusil. Este otro el otro tirante. Ambos quedan ocultos dentro de los tubos que forman esta sección. La hombrera del fusil es esto... aquí... completa. Así que ésta es la única parte que sirve a los dos efectos sin sufrir cambio alguno.
«Aquí... –continuó, señalando otro punto del diagrama, mientras los ojos del belga se dilataban por la sorpresa–en el punto más grueso hay el tubo de mayor diámetro, que contiene el cuerpo del fusil con el cerrojo. Como puede ver, tiene una forma ahusada, continua, hacia la parte correspondiente al cañón. Desde luego, habiendo de utilizar alza telescópica no es necesario tomar precauciones especiales, ya que el conjunto se desliza perfectamente hacia fuera al desmontar el aparato. Las últimas dos secciones... ésta y ésta... contienen el alza telescópica y el silenciador. Finalmente, las balas. Habría que insertarlas en esa especie de contera. Una vez montado, el conjunto debe pasar precisamente por lo que parece. Una vez desmontado en sus siete piezas, las balas, el silenciador, la mira telescópica, el fusil y las tres varillas que forman el bastidor triangular de la culata pueden ser extraídos y montados para constituir un fusil que funcione perfectamente. ¿OK?»
Durante unos segundos, el pequeño belga siguió examinando el diagrama. Después se levantó lentamente y extendió la mano.
—Señor–dijo, con reverencia–, es la concepción de un genio. Imposible de descubrir. Y, sin embargo, sumamente simple. Se hará.
El inglés no se mostró complacido ni disgustado.
—Bien–dijo–. Ahora, la cuestión del tiempo. Necesitaré el arma dentro de unos catorce días. ¿Podrá tenerla?
—Sí. En tres días puedo comprarla. En una semana puedo hacer las modificaciones necesarias. Comprar el alza telescópica no plantea ningún problema. Puede confiarme su elección; sé lo que se necesitará para la distancia de ciento treinta metros que ha calculado usted. Será mejor que usted lo gradúe luego a su gusto. Construir el silenciador, el estuche y modificar las balas... sí, puedo tenerlo listo todo en el plazo previsto. Trabajando día y noche, por supuesto. Sin embargo, será mejor que venga usted con uno o dos días de anticipación, por si hay que decidir algún retoque a última hora. ¿Puede volver dentro de doce días?
—Si, cuando usted quiera, entre siete y catorce días a contar desde hoy. Pero catorce días es el plazo máximo. Debo estar de vuelta en Londres el 4 de agosto.
—Tendrá usted el arma completa, con todos los detalles dispuestos a su satisfacción, en la mañana del día 4, si puede venir usted el primero de agosto a darle el repaso final.
—Perfecto. Y ahora, hablemos de sus honorarios y de los gastos–dijo el inglés–. ¿Tiene usted una idea de a cuánto pueden ascender?
El belga lo pensó un rato.
—Por esta clase de trabajo, por las dificultades que entraña, por las facilidades que sólo aquí podría usted hallar y por mis conocimientos de especialista debo pedir unos honorarios de mil libras esterlinas. Reconozco que es un precio muy superior al de un simple fusil. Pero no se trata de un simple fusil. Deberá ser una obra de arte. Creo que soy el único hombre en Europa capaz de hacerle justicia, de crear una obra perfecta. Como usted, señor, soy el mejor en mi especialidad. Y lo mejor se paga. Aparte, habrá el precio de compra del arma las balas, el alza telescópica y las materias primas... Pongamos el equivalente de otras doscientas libras.
—Trato hecho–dijo el inglés, sin discutir el precio.
Volvió a introducir la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo del mismo un fajo de billetes de cinco libras, atados en paquetes de veinte. Contó cinco paquetes de veinte billetes cada uno.
—Me permito sugerir–prosiguió–que en prueba de mi buena fe acepte usted un anticipo de quinientas libras. Traeré las setecientas libras restantes cuando vuelva, dentro de once días. ¿Le parece bien?
—Señor–dijo el belga, embolsándose ágilmente los billetes–, es un placer trabajar para un profesional que al mismo tiempo es un caballero.
—Pero hay algo más–prosiguió su visitante, como si no le hubiese oído–. No deberá usted intentar volver a ponerse en contacto con Louis ni preguntarle a él ni a nadie quién soy yo ni cuál es mi verdadera identidad. Tampoco intente usted descubrir por cuenta de quién trabajo ni contra quién. Si lo intentara puede estar seguro de que yo me enteraría. Y en tal caso, moriría usted. Si a mi regreso se ha producido algún intento de establecer contacto con la Policía o de tenderme una trampa, morirá. ¿Comprendido?
Goossens estaba dolido. De pie en el umbral, levantó los ojos hacia el inglés, y una oleada de terror recorrió sus entrañas. Había conocido a muchos rufianes de los bajos fondos belgas cuando acudían a pedirle armas especiales o fuera de lo corriente, o simplemente un «Colt» vulgar de cañón corto. Eran hombres duros. Pero algo distante e implacable había en aquel visitante del otro lado del Canal, que se proponía asesinar a un personaje importante y bien protegido. No a otro jefe de banda, sino a un gran hombre, tal vez un político. Pensó primero en protestar, pero cambió de idea.
—Señor–dijo con calma–, no quiero saber nada de usted, absolutamente nada. El arma que usted recibirá no llevará número de serie. Compréndalo: es más importante para mí que nada de lo que usted haga pueda trazar una pista que lleve hasta mi persona, que intentar averiguar acerca de usted más de lo que sé. Bonjour, Monsieur.
El Chacal salió al radiante sol del exterior, y dos calles más abajo llamó un taxi y se hizo conducir al «Hotel Amigo», situado en el centro de la ciudad.
Suponía que para efectuar las compras de armas Goossens tendría a sus órdenes a algún falsificador, pero prefería encontrar uno propio. De nuevo Louis, su amigo de los viejos tiempos de Katanga, lo ayudó. No debía serle difícil. Bruselas tiene una larga tradición como centro de la industria de falsificación de documentos de identidad, y muchos extranjeros aprecian vivamente la falta de formalidades con que se puede lograr ayuda en este campo de acción. Desde unos pocos años atrás, Bruselas se había convertido también en la base de operaciones de los soldados mercenarios, porque ello ocurría antes de la presencia en el Congo de las unidades francesas y sudafricanas. Perdida Katanga, más de trescientos «consejeros militares» sin empleo, procedentes del antiguo régimen de Tshombe, pululaban por los bares del barrio chino, muchos de ellos en posesión de varios juegos de documentos de identidad.
Louis le preparó una cita, y el Chacal encontró a su hombre en un bar de la Rue Neuve. Se presentó y los dos se retiraron a un reservado. El Chacal mostró su permiso de conducir, extendido a su propio nombre por el County Council de Londres hacia dos años, y con validez para unos pocos meses más.
—Esta cédula –dijo el belga– perteneció a un hombre que ha muerto. Como en Inglaterra me han retirado el permiso de conducir, necesito tener éste a mi nombre.
Y abrió ante el falsificador el pasaporte a nombre de Duggan. El hombre echó primero una ojeada al interior del documento, observó que era nuevo, comprobó que había sido extendido tres días atrás, y miró astutamente al inglés.
—En effet–murmuró.
Luego abrió el permiso y lo examinó. Al cabo de unos pocos minutos levantó los ojos.
—No será difícil, señor. Las autoridades inglesas son corteses. Al parecer, no creen que los documentos oficiales puedan ser falsificados, y, por consiguiente, toman pocas precauciones. Este papel ... –agregó, señalando la hojita pegada a la primera página de la cédula, que llevaba el número del permiso y el nombre completo del titular–podría ser impreso con un sello de juguete. La filigrana es sencilla. No hay problema. ¿Es esto todo lo que deseaba?
—No, hay otros documentos.
—Ah. Si me permite que se lo diga, me extrañaba que deseara usted ponerse en contacto conmigo para un trabajo tan sencillo. En Londres hay sin duda muchas personas capaces de realizarlo en pocas horas. ¿De qué documentos se trata?
El Chacal se los describió hasta el último detalle. El belga entornó meditativamente los ojos. Sacó un paquete de «Bastos», ofreció uno al inglés, que lo rechazó, y encendió uno por su parte.
—Eso ya no es tan fácil. El documento de identidad francés, pase. Circulan buen número de ellos sobre los cuales cabe trabajar. Comprenda usted que para conseguir un buen resultado hay que partir de un original. En cuanto al otro... Creo que en mi vida he visto ninguno. Es un encargo realmente fuera de lo corriente.
Hizo una pausa, mientras el Chacal encargaba a un mozo que pasaba que llenara de nuevo sus vasos. Cuando éste se retiró, el hombre prosiguió:
—Y, además, la fotografía. No será fácil. Dice usted que deberá haber una diferencia de edad, de color del pelo y de corte del mismo. La mayoría de los que desean un documento falso quieren que en el mismo aparezca su propia fotografía y que se falsifique los detalles personales. Pero lograr una fotografía nueva que ni siquiera se parezca a usted tal como es ahora, complica mucho las cosas.
Vació la mitad de su vaso sin dejar de mirar al inglés que tenía enfrente.
—Para conseguirlo, habrá que buscar a un hombre de la edad aproximada del titular de los documentos y que al mismo tiempo se parezca razonablemente a usted, por lo menos en la forma de la cabeza y en la cara, y hacer que se corte el pelo a la medida que usted necesite. Luego, habrá que pegar la fotografía de este hombre en los documentos. A partir de entonces a usted le tocará buscar un disfraz adecuado para parecerse a ese hombre. ¿Me sigue usted?
—Si–dijo el Chacal.
—Todo esto llevará algún tiempo. ¿Cuánto puede usted pasar en Bruselas?
—No mucho–respondió el Chacal–. Tendré que irme muy pronto, pero puedo volver el primero de agosto. Entonces podré pasar aquí otros tres días. Deberé estar de vuelta en Londres el día 4.
El belga reflexionó unos instantes, sin dejar de contemplar la fotografía que figuraba en el pasaporte. Por fin cerró el documento y lo devolvió al inglés después de anotar el nombre de Alexander James Quentin Duggan en un papel que extrajo de su bolsillo. Luego se guardó en el mismo el papel y el permiso de conducir.
—Bien. Se puede hacer. Pero necesito un buen retrato de usted tal como es ahora, de cara y de perfil. Esto llevará tiempo. Y dinero. Habrá gastos extra... Puede que haya que operar en la misma Francia mediante un especialista en limpiar bolsillos para conseguir el segundo documento de identidad que desea usted. Desde luego, primero buscaré en Bruselas, pero es posible que haya que llegar a esos extremos...
—¿Cuánto? –le interrumpió el inglés.
—Veinte mil francos belgas.
El Chacal calculó rápidamente.
—Unas ciento cincuenta libras esterlinas. De acuerdo. Le entregaré cien libras a cuenta, y el resto a la entrega.
El belga se levantó.
—Entonces será mejor que vayamos por las fotos. Tengo estudio propio.
Tomaron un taxi que les condujo a un pequeño departamento en los sótanos de un edificio situado aproximadamente a un kilómetro y medio. Resultó ser un deslucido y desastrado estudio fotográfico, con un rótulo en la puerta que indicaba que el local era un establecimiento comercial especializado en fotografías para pasaporte, que eran reveladas mientras el cliente esperaba. Inevitablemente pegadas a la ventana había lo que quien pasara por la calle habría creído que se trataba de las obras maestras realizadas en mejores tiempos por el dueño del estudio: dos retratos de muchachas que sonreían con expresión embobada, horrendamente retocadas, la fotografía de unos novios lo bastante desabridos para asestar un golpe mortal a la sola idea del matrimonio, y dos chiquillos. El belga abrió la marcha, bajando los peldaños hasta la puerta principal, la abrió e invitó a su huésped a entrar.
La sesión duró dos horas, durante las cuales el belga demostró una habilidad con la cámara que nunca pudo haber poseído el autor de los retratos de la ventana. Un enorme baúl situado en un rincón, que el belga abrió con su propia llave, contenía una colección de postizos faciales: tinturas para el pelo, bisoñés, pelucas, anteojos de todas clases y un estuche de maquillaje para actores.
A media sesión, se le ocurrió al belga la idea de que quizá no era necesario buscar a un sustituto para que posara para la fotografía. Después de examinar los resultados de media hora dedicada a maquillar el rostro de el Chacal, hurgó en el baúl y extrajo del mismo una peluca.
—¿Qué le parece a usted esto?–preguntó.
Era una peluca de pelo gris acero, cortado en cepillo.
—¿Cree usted que sus cabellos, cortados así y debidamente teñidos, tendrían este mismo aspecto?
El Chacal cogió la peluca y la examinó.
—Puedo probármela y ver qué tal queda en la foto–sugirió.
Dio resultado. Media hora después de haber tomado seis fotos a su cliente, el belga salió del laboratorio con un fajo de pruebas en la mano. Las extendió sobre el mostrador y ambos se inclinaron sobre ellas para estudiarlas. Desde las fotografías les miraba el rostro de un hombre viejo y cansado. La tez tenía un color gris ceniza y bajo los ojos aparecían profundas y sombrías ojeras, huella de sufrimientos o de cansancio. El hombre no llevaba barba ni bigote, pero su pelo gris producía la impresión de que por lo menos tendría cincuenta años, y no muy bien llevados por cierto.
—Creo que la cosa marcha–dijo por fin el belga.
—El problema estriba –contestó el Chacal—en que usted ha tenido que pasar media hora maquillándome para conseguir este resultado. Además está la peluca. Yo solo no podré conseguir el mismo resultado. Y aquí estamos con luz artificial, mientras que cuando tenga que exhibir esos documentos que he pedido me encontraré al aire libre.
—No es esto lo más importante–replicó el falsificador–. Lo que ocurrirá no es que usted no tendrá el aspecto exacto de la fotografía, sino que la fotografía no tendrá un parecido exacto con usted. Así es como funciona la mente de un hombre que examina unos documentos de identidad. Primero mira la cara, la de verdad, y luego pide los documentos. Después mira la fotografía. Ya tiene la imagen mental del hombre que está ante él. Y esto influye en su juicio. Busca los puntos de semejanza, no las discrepancias.
«En segundo lugar, esta fotografía mide veinticinco centímetros por veinte. La foto de la cédula de identidad medirá tres por cuatro. En tercer lugar, conviene evitar un parecido demasiado exacto. Si el carnet fue expedido varios años atrás, es imposible que un hombre no haya cambiado un poco. En esta fotografía usted lleva una camisa a rayas, de cuello abierto. Procure evitar esta camisa, por ejemplo, o el cuello desabrochado. Luzca una corbata, o un pañuelo, o un pullover con cuello alto.
«Finalmente, nada de lo que he hecho yo no puede ser fácilmente simulado. Lo principal, por supuesto, es el pelo. Debe cortárselo en cepillo antes de presentar esa foto, y teñírselo de gris, a ser posible más gris que en la foto, y nunca menos. Para subrayar la impresión de vejez y decrepitud, déjese la barba dos o tres días y luego aféitese a navaja, pero mal, hiriéndose en dos o tres puntos. A los viejos les suele ocurrir. En cuanto al color de la tez, es vital. Para inspirar compasión debe ser gris y tener un aspecto cerúleo y enfermizo. ¿Puede hacerse con un poco de cordita?
El Chacal había escuchado con admiración al falsificador, aunque su rostro impasible no lo denotara. Por segunda vez en el mismo día había estado en contacto con un profesional que conocía a fondo su oficio. Se prometió darle las gracias por ello a Louis... una vez terminado el trabajo.
—Puedo conseguirla–dijo, cautamente.
—Dos o tres pedacitos de cordita, mascados y engullidos, provocan al cabo de media hora una sensación de náusea, molesta pero no terrible. La tez cobra un tono ceniciento y se produce una abundante secreción de sudor en la cara. En el Ejército utilizábamos ese truco para fingirnos enfermos y ahorrarnos servicios y marchas penosas.
—Gracias por la información. En cuanto a lo demás, ¿cree usted que podrá facilitarme esos documentos a tiempo?
—Desde el punto de vista técnico, sin duda alguna. El único problema que queda por resolver es la obtención de un original del segundo documento francés. Para esto deberé trabajar de prisa. Pero si vuelve usted en los primeros días de agosto, creo que los tendré ya a punto. Creo que... bueno... que me habló usted de un pago a cuenta para cubrir los gastos...
El Chacal extrajo del bolsillo interior de su saco un fajo de veinte billetes de cinco libras, que entregó al belga.
—¿Cómo me pondré en contacto con usted?–preguntó luego.
—Le sugiero el mismo procedimiento que esta noche.
—Demasiado inseguro. Mi agente podría haber desaparecido o hallarse fuera de la ciudad. Entonces no tendría manera de encontrarlo a usted.
El belga reflexionó unos instantes.
—Entonces le esperaré de seis a siete, cada noche, en el bar donde nos hemos reunido hoy, durante los tres primeros días de agosto. Si usted no se presenta, daré por terminado el trato.
El inglés se había quitado la peluca y estaba lavándose la cara con una toalla empapada en alcohol disolvente. En silencio, se puso la corbata y el saco. Luego, se volvió hacia el belga.
—Hay unas cuantas cosas que deseo que queden claras–dijo sin levantar la voz, de la cual, sin embargo, había desaparecido el tono amistoso, mientras sus ojos miraban al belga con una falta absoluta de expresión–. Cuando haya usted terminado su trabajo acudirá al bar según lo convenido. Me devolverá mi nuevo permiso y la página arrancada del que ahora tiene en su poder. También los negativos y todas las copias de las fotografías que acabamos de tomar. Y olvidará los nombres de Duggan, así como los del titular original del permiso de conductor. El nombre que deberá figurar en los dos documentos franceses puede elegirlo usted mismo, con tal de que sea un nombre francés vulgar y corriente. Después de entregármelos, también deberá olvidar este nombre. Y no volver a hablar jamás, a nadie, de este encargo. En el caso de que cometa usted cualquiera de estas infracciones, morirá. ¿Comprendido?
A su vez, el belga lo miró fijamente unos instantes. Durante las tres últimas horas había llegado a creer que el inglés era un cliente corriente, vulgar, que simplemente deseaba poder manejar en Inglaterra y disfrazarse de hombre de cierta edad en Francia, quién sabe con qué fin. Un contrabandista, tal vez, que llevaba drogas o diamantes desde cualquier solitario puerto de pescadores bretón a Inglaterra. En todo caso, un muchacho muy simpático. Ahora cambió de idea.
—Comprendido, Monsieur.
Pocos segundos más tarde el inglés había desaparecido en la noche. Anduvo a lo largo de cinco manzanas antes de tomar un taxi para volver al «Amigo». Cuando llegó era ya medianoche. Cenó en su habitación–pollo frío y una botella de mosela–, luego tomó un baño para librarse de las últimas huellas del maquillaje, y se acostó.
A la mañana siguiente pagó la cuenta del hotel y tomó el «Brabant Express» hacia París. Era el 22 de julio.
Aquella misma mañana, el jefe del Servicio de Acción del SDECE se hallaba sentado a su mesa, y examinaba dos papeles que tenía ante sí. Cada uno de ellos era una copia de un informe corriente, rutinario, redactado por agentes de otros departamentos. En la cabecera de cada documento figuraba una lista de los jefes de departamento que debían recibir una copia del informe. Frente a su propio título había una breve señal. Ambos informes habían llegado aquella mañana, y, en circunstancias normales, el coronel Rolland hubiese echado una ojeada a cada uno para hacerse cargo de su contenido, y después de haber almacenado la información en algún rincón de su portentosa memoria, los hubiese archivado debidamente clasificados. Pero había una palabra que campeaba en los dos informes, una palabra que le intrigaba.
El primer informe que había llegado era un memorándum interdepartamental del R.3 (Europa Occidental), que contenía la sinopsis de un despacho, procedente de su oficina permanente en Roma. El despacho consistía en un escueto informe según el cual Rodin, Montclair y Casson seguían encerrados en su suite del piso más alto y protegidos por sus ocho guardianes. No se habían movido del edificio desde que, el 18 de junio, se habían instalado en él. Del R.3 de París se había enviado más personal a Roma para ayudar a mantener el hotel bajo vigilancia durante las veinticuatro horas del día. Las instrucciones de París no habían variado: no intentar nada, y limitarse a mantener la guardia. Los hombres del hotel habían montado un sistema, tres semanas atrás (véase R.3 informe de Roma del 30 de junio) para mantenerse en contacto con el mundo exterior y el sistema persistía. El correo seguía siendo Viktor Kowalski. Fin del mensaje.
El coronel Rolland abrió el archivo de fuelle situado a la derecha de su mesa, al lado del obús de 105 mm que le servía de cenicero y que a aquellas horas ya aparecía lleno hasta la mitad de restos de «Disque Bleu». Sus ojos repasaron rápidamente el informe de Roma R.3 del 30 de junio, hasta que encontró el párrafo deseado.
Cada día, decía el informe, uno de los guardianes salía del hotel y se dirigía a la Central de Correos de Roma, donde había un apartado reservado a nombre de un tal Poitiers. La OAS no había tomado una casilla de Correos con llave, sin duda temiendo que la llave fuese robada. Todo el correo destinado a los jefes de la OAS era dirigido a nombre de Poitiers, y guardado por el empleado de guardia en el mostrador de las casillas de Correos.
Un intento de sobornar al empleado original para que entregara la correspondencia a un agente del R.3 había fracasado. El hombre había informado del intento a sus superiores, y había sido sustituido por un empleado más veterano. Era posible que el correo destinado a Poitiers fuese vigilado a aquellas alturas por la Policía de Seguridad italiana, pero R.3 tenía instrucciones de no pedir cooperación a los italianos. El intento de sobornar al empleado había fracasado, pero se había considerado necesario tomar aquella iniciativa. Cada día, la correspondencia llegada a la oficina de Correos era entregada al guardián, quien había sido identificado como un tal Viktor Kowalski, ex cabo de la Legión Extranjera y perteneciente a la antigua compañía de Rodin en Indochina. Al parecer, Kowalski poseía documentos falsos que lo identificaban ante la oficina de Correos como Poitiers, o bien una carta de autorización que la oficina de Correos estimaba satisfactoria. Si Kowalski debía mandar por correo una o varias cartas, esperaba junto al buzón del interior del vestíbulo principal hasta cinco minutos antes de la hora de la recogida, introducía las cartas por la ranura, y esperaba hasta que el buzón era vaciado y su contenido llevado al interior del edificio para ser clasificado. Cualquier intento de intervenir en el método de recogida o de envío del correo de los jefes de la OAS hubiese acarreado cierto grado de violencia, posibilidad que ya había sido excluida por París. De vez en cuando, Kowalski, desde el mostrador de las comunicaciones al exterior, efectuaba una llamada telefónica a larga distancia, pero también en este caso todos los intentos para captar el número pedido o escuchar la conversación sostenida habían fracasado. Fin del mensaje.
El coronel Rolland dejó caer la tapa del archivo sobre su contenido y tomó el segundo de los dos informes llegados aquella mañana. Era un informe policíaco de la Policía Judicial de Metz. Explicaba que un hombre había sido interrogado durante una incursión rutinaria en un bar, y en la lucha que siguió casi había matado a dos policías. Más tarde, en la comisaría, gracias a sus huellas digitales, había sido identificado como un desertor de la Legión Extranjera llamado Sandor Kovacs, húngaro de nacimiento y refugiado en Budapest en 1956. Kovacs–agregaba una nota de la PJ de París a la información procedente de Metz—
era un notorio activista de la OAS reclamado por la Policía desde hacía mucho tiempo por su relación con una serie de asesinatos terroristas perpetrados contra personalidades gaullistas en las zonas de Bona y Constantina de Argelia durante 1961. En aquella época había operado como socio de otro pistolero de la OAS, el ex cabo de la Legión Extranjera Viktor Kowalski. Fin del mensaje.
Rolland sopesó una vez más la relación que pudiera existir entre los dos hombres, como había estado haciéndolo durante la hora precedente. Al fin pulsó el botón del intercomunicador que tenía ante sí y contestó al «Oui, mon colonel» con estas palabras:
—Tráigame el legajo personal de Viktor Kowalski. Inmediatamente.
Diez minutos más tarde lo tenía en su poder, y pasó otra hora leyéndolo. Varias veces releyó un párrafo determinado. Mientras otros Parisienses ocupados en profesiones menos absorbentes se dirigían apresuradamente por las calles a su almuerzo, el coronel Rolland convocó una pequeña reunión formada por él mismo, su secretario personal, un especialista en grafología del departamento de documentación de tres pisos más abajo y dos gorilas de su guardia pretoriana particular.
—Señores –les dijo–, con la ayuda involuntaria pero inevitable de una persona que no está presente, vamos a redactar, escribir y enviar una carta.
CAPITULO V
El tren en que viajaba el Chacal llegó a la Gare du Nord poco antes de la hora del almuerzo. El viajero tomó un taxi y se hizo conducir a un hotel pequeño, pero confortable, de la Rue de Suresne, a la salida de la Place de la Madeleine. No era un hotel de la misma categoría que el «Hotel de Inglaterra» de Copenhague, o el «Amigo» de Bruselas, pero el Chacal tenía sus buenas razones para buscar un establecimiento más modesto y menos conocido para alojarse durante los días que permaneciera en París. En primer lugar, su estancia sería esta vez más prolongada; además, era más probable que, en París y a finales de julio, tropezara con alguien que le hubiese conocido fugazmente en Londres bajo su nombre real, que en Copenhague o en Bruselas. Mientras andaba por la calle confiaba en que los anteojos negros de gruesa montura que llevaba puestos habitualmente, y que con el sol deslumbrante de los bulevares resultaban plenamente justificados, protegerían su anonimato. El posible peligro consistía en ser reconocido en el pasillo o en el vestíbulo de un hotel. En aquella fase de su trabajo, lo último que deseaba era que lo saludaran con un a »¡Vaya! ¡Qué sorpresa verle a usted por aquí!», seguido de la mención de su nombre y dentro del radio de audición de un recepcionista que le conocía por Mr. Duggan.
Y no era que su estadía en París pudiera llamar la atención de nadie. Vivía sin ostentación, y su desayuno de café con leche y croissants lo tomaba en su habitación. En el almacén situado frente a su hotel había comprado un frasco de mermelada inglesa para sustituir con ella la compota que servían en la bandeja del desayuno y había rogado al personal del hotel que incluyeran el frasco de mermelada en su bandeja cada mañana en lugar de la compota.
Se comportaba cortésmente con el personal, hablaba tan sólo unas pocas palabras en francés, con la atroz pronunciación con que suelen hablarlo los ingleses, y sonreía amablemente cuando alguien le dirigía la palabra. A las solícitas averiguaciones de la dirección, contestaba que se encontraba muy a gusto y muchas gracias.
—Monsieur Duggan–dijo un día la dueña del hotel a su recepcionista– est extrémement gentil. Un vrai gentleman.
No hubo discrepancia de pareceres.
Pasaba los días fuera de su hotel, en plan de turista. El primer día compró un plano de París, y señaló en él, tomándolos de su carnet de notas, los lugares de interés que más deseaba visitar. Visitó y estudió tales lugares con verdadero apasionamiento, aun teniendo en cuenta la belleza arquitectónica de algunos de ellos o el valor histórico de otros.
Pasó tres días rondando en torno del Arc de Triomphe o sentado en la terraza del «Café de l'Élisée» contemplando el monumento y los tejados de los grandes edificios que rodean la Place de l'Étoile. Quien le hubiese seguido durante aquellos días (cosa que nadie hizo), se hubiese sorprendido ante el hecho de que hasta la arquitectura del brillante Monsieur Haussmann tuviera un admirador tan devoto. Ciertamente, ningún observador hubiese podido adivinar que el apacible y elegante turista inglés que removía el azúcar de su café y contemplaba los edificios durante tantas horas estaba calculando mentalmente ángulos de tiro, distancia desde los pisos altos hasta la «llama eterna» que ardía bajo el Arco, y las posibilidades gue tendría un hombre de escapar bajando por una escalera de incendios y de perderse en medio de los torbellinos de la multitud.
Al cabo de tres días dejó l'Étoile y visitó el osario de los mártires de la Resistencia francesa en Montvalérien. Llegó al lugar con un ramillete de flores, y un guía, conmovido por el gesto del inglés hacia los ex camaradas resistentes del guía, correspondió al mismo ofreciéndole una visita exhaustiva al santuario, acompañada de una explicación inacabable. Difícilmente hubiera podido advertir que los ojos del visitante se desviaban constantemente de la entrada del osario para dirigirse hacia los altos muros de la prisión que impedían toda visión directa del patio interior desde los tejados de los edificios contiguos. Al cabo de dos horas, se despidió con un cortés «Muchas gracias» y una generosa pero no extravagante propina.
Visitó también la Place des Invalides, dominada en el lado sur por el Hôtel des Invalides, que cobija la tumba de Napoleón y el monumento a las glorias del Ejército francés. El lado oeste de la enorme plaza, formado por la Rue Fabert, le interesó en gran manera, y pasó toda una mañana en el café de la esquina donde la Rue Fabert desemboca en el minúsculo triángulo de la Place de Santiago de Chile. Desde el séptimo u octavo piso del edificio que se alzaba sobre su cabeza, el n° 146 de la Rue de Grenelle, donde esta calle confluye con la Rue Fabert en un ángulo de noventa grados, calculó que un fusilero podría dominar los jardines frontales de la Place des Invalides, la entrada al patio interior, la mayor parte de la Place des Invalides y dos o tres calles. Un lugar excelente para montar una guardia, pero no para un asesinato. En primer lugar, la distancia desde las ventanas altas hasta el sendero de gravilla que conducía desde el Palais des Invalides al punto donde esperarían los automóviles, al pie de la escalinata entre los dos tanques, era de más de doscientos metros. Por otra parte, la visión desde las ventanas del n° 146 sería obstaculizada en parte por las ramas altas de los frondosos tilos de la Place de Santiago, desde los cuales los palomos dejaban caer sus blancos tributos sobre los hombros de la sufrida estatua de Vauban. Disgustado por ello, pagó su menta «Vittel» y se marchó.
Pasó otro día en el barrio de la catedral de Notre Dame. Allí, en la superpoblada Île de la Cité había escaleras de escape, pasajes y callejones en abundancia, pero la distancia desde la entrada de la catedral hasta los coches estacionados al pie de la escalinata era tan sólo de unos pocos metros, y los tejados de la Place du Parvis quedaban demasiado lejos, mientras que los de la minúscula y colindante Place de Charlemagne quedaban demasiado cerca y sin duda estarían infestados de agentes de seguridad.
Su última visita la efectuó a la plaza situada en el extremo sur de la Rue de Rennes. Llegó el 28 de julio. Llamada antaño Place de Rennes, había sido rebautizada con el nombre de Place du 18 Juin 1940, cuando los gaullistas tomaron el poder en el Ayuntamiento. Los ojos de el Chacal se posaron en la reluciente placa que ostentaba el nuevo nombre en la pared del edificio, y se demoraron en ella. Recordó algo de lo que había leído durante el mes anterior. El 18 de junio de 1940, el día en que el solitario pero orgulloso desterrado en Londres había empuñado el micrófono para decir a los franceses que si habían perdido una batalla no habían perdido la guerra.
En aquella plaza, con la abrumadora masa de la Gare Montparnasse en su lado sur, llena de recuerdos para los Parisienses de la generación de la guerra, había algo que indujo al pistolero a detenerse. Observó atentamente la extensión pavimentada, cruzada ahora por un torbellino de tráfico que bajaba por el Boulevard de Montparnasse y se mezclaba con otras corrientes procedentes de la rue d'Odessa y de la Rue de Rennes. El Chacal levantó los ojos hacia los edificios altos y estrechos de ambos lados de la Rue de Rennes, que también dominaba la plaza. Lentamente se dirigió al lado sur, y a través de la verja echó una ojeada al patio de la estación. Era un hervidero de coches y taxis que llevaban o traían a decenas de millares de pasajeros al día; una de las grandes estaciones de París. Aquel mismo invierno se convertiría en un cascarón silencioso, sumido en la meditación de los acontecimientos humanos e históricos, que habían tenido lugar a su acerada y humosa sombra. La estación estaba condenada a ser demolida .
El Chacal se volvió de espaldas a la verja y fijó su mirada en el tráfico de la Rue de Rennes. Se hallaba frente a la Place du 18 Juin 1940, convencido de que aquél era el lugar adonde el presidente de Francia acudiría, por última vez, el día prefijado. Los otros lugares que había examinado durante los pasados días eran meras posibilidades; aquél, estaba seguro de ello, era la certeza absoluta. Dentro de poco tiempo, la Gare Montparnasse dejaría de existir, las columnas que habían presenciado tantos acontecimientos serían fundidas y convertidas en vallas suburbiales, y el patio exterior que había visto la humillación de Berlín y el triunfo de París no sería más que un vulgar café para hombres de empresa. Pero antes de que ello ocurriera, él, el hombre del quepis y de las dos estrellas de oro, acudiría una vez más. Entretanto, la distancia entre el piso superior de la casa de la esquina del lado oeste de la Rue de Rennes y el centro del patio exterior era de unos ciento treinta metros.
El Chacal estudió el lugar con ojos de experto. Las dos casas extremas de la Rue de Rennes, situadas en el punto donde ésta desembocaba en la plaza, eran, desde luego, adecuadas para sus fines. Las primeras tres casas de la calle ofrecían también algunas posibilidades, aunque menores, puesto que desde ellas el ángulo de tiro sería muy angosto. Igualmente, las tres primeras casas que daban al Boulevard de Montparnasse, situadas en dirección de Este a Oeste, eran otras tantas posibilidades. Más allá, el ángulo de tiro volvía a resultar demasiado cerrado, y la distancia, demasiado grande. No había otros edificios que dominaran el patio abierto y que no estuvieran demasiado alejados, aparte del propio edificio de la estación. Pero con la estación no se podía contar: sus ventanas altas estarían ocupadas por los guardias de seguridad. Para empezar, el Chacal decidió estudiar las tres casas de la esquina del lado oeste de la Rue de Rennes, y se dirigió sin apresurarse a un café situado en la esquina del lado Este, el «Café Duchesse Anne».
Se sentó en la terraza, a pocos pasos del rugiente tráfico, pidió un café y fijó los ojos en las casas del otro lado de la calle. Pasó allí tres horas. Más tarde, almorzó en la «Brasserie Alsacienne Hansi» del otro lado, y estudió las fachadas del lado este. Por la tarde se dedicó a pasear de un lado a otro, examinando de cerca las puertas principales de los bloques de departamentos que había elegido como posibles.
Pasó también ante las casas que daban al propio Boulevard de Montparnasse, pero allí los edificios eran destinados a oficinas, más nuevos y con mucho más movimiento.
Al día siguiente volvió al lugar, pasó por delante de las fachadas, cruzó la calzada y fue a sentarse en un banco público, a la sombra de los árboles, desde donde, mientras jugueteaba con un diario, estudió los pisos altos. Cinco o seis plantas de fachada de piedra, coronada por un parapeto, y, arriba, los tejados de pizarra, de pendiente pronunciada donde se encontraban los altillos, con sus ventanas de mansarde, otrora destinadas al servicio y actualmente ocupados por los pensionnaires más pobres. Con toda seguridad, los tejados, y posiblemente las mismas mansardes, serían, aquel día, estrechamente vigilados. Sin duda habría guardias hasta en los tejados, agazapados detrás de las chimeneas, con los prismáticos enfocados hacia las ventanas y los tejados de enfrente. Pero el último piso antes de los altillos sería lo bastante alto, con tal de poder situarse un poco hacia dentro, a la sombra del interior para no resultar visible desde el otro lado de la calle. La ventana abierta, en el calor agobiante del verano parisiense, a nadie llamaría la atención.
Pero cuanto más hacia el interior del piso se situara el tirador, más exiguo resultaría el ángulo de tiro. Por esta razón el Chacal eliminó la tercera casa de cada uno de los dos lados de la Rue de Rennes. Desde ellas, el ángulo sería demasiado reducido. Así, pues, le quedaban cuatro casas de entre las cuales elegir. Como suponía que debería realizar su trabajo mediada la tarde, cuando el sol estaría camino del oeste, pero lo bastante alto todavía como para reflejarse en el tejado de la estación e iluminar las ventanas de las casas del lado este, se decidió por las dos del lado oeste. Para comprobarlo, esperó hasta las cuatro del 29 de julio, y observó que, en el lado oeste, a las ventanas más altas llegaba tan sólo un rayo muy oblicuo de sol, mientras que éste iluminaba todavía con fuerza las casas del este.
Al día siguiente concentró su atención en la portera. Era el tercer día en que se sentaba en la terraza de un café o en un banco público y había elegido un banco situado a pocos pasos de las porterías de los dos edificios de departamentos que seguían interesándole. A pocos pasos, detrás de él, y separada del banco que el Chacal ocupaba, por la vereda por la cual los caminantes circulaban sin cesar, la portera estaba sentada ante su puerta haciendo calceta. En un momento determinado, un camarero de un café próximo se acercó a ella para charlar un rato. Llamó a la portera Madame Berthe. Era una escena placentera. El día era caluroso, el sol brillaba, y penetraba varios palmos hacia el interior del oscuro portal, puesto que estaba todavía en lo alto, por encima de la estación.
La portera era una mujerona tipo «abuelita buena», y por la forma en que saludaba con un Bonjour, Monsieur a las personas que entraban o salían de la casa, y por el alegre Bonjour, Madame Berthe que recibía en respuesta cada vez, el hombre apostado en el banco dedujo que gozaba de grandes simpatías. Un alma buena, llena de compasión por los desdichados de este mundo. Porque poco después de las dos de la tarde se presentó un gato, y a los pocos minutos, después de zambullirse en las tinieblas de su loge, situada en la parte trasera de la portería, Madame Berthe estaba de vuelta con un plato de leche para la criatura a la que llamaba «su pequeño Minet».
Poco después de las cuatro, la mujer dobló cuidadosamente su labor, la guardó en uno de los amplios bolsillos de su delantal y se dirigió, arrastrando las zapatillas, calle abajo, hacia la panadería. El Chacal se levantó silenciosamente del banco y entró en el bloque de departamentos. Prefiriendo la escalera al ascensor, empezó a subir a buen paso.
La escalera ascendía enroscándose alrededor del hueco del ascensor y en cada vuelta, por la parte trasera del edificio, formaba un pequeño rellano. Cada dos pisos, este rellano daba acceso, por una puerta abierta en la pared trasera del edificio, a una escalera, de acero, contra incendios. Al llegar al sexto piso, el más alto aparte de los altillos, el Chacal abrió la puerta trasera y miró hacia abajo. La escalera de escape conducía a un patio interior, alrededor del cual se abrían las puertas traseras de los otros bloques que formaban la esquina de la plaza. Al otro extremo del patio, el cuadrado hueco formado por los edificios mostraba un paso estrecho y cubierto que parecía dirigirse hacia el norte.
El Chacal cerró la puerta silenciosamente, volvió a colocar el travesaño de seguridad, y subió al último medio tramo de escaleras hasta el sexto piso propiamente dicho. Desde allí, al extremo del pasillo, partía una escalera más sencilla que conducía a los altillos. En el rellano había dos puertas que comunicaban con los departamentos que daban sobre el patio interior, y otras dos correspondientes a los departamentos de la fachada delantera del edificio. Su sentido de la orientación le dijo que los dos departamentos de adelante tenían ventanas que daban a la rue de Rennes, desde las cuales se dominaba, un poco de lado, la plaza, y, más allá, el patio delantero de la estación. Eran las ventanas que había estado observando con tanto detenimiento desde la calle.
Una de las placas situadas junto a los timbres de los dos departamentos delanteros llevaba la inscripción: «Mademoiselle Beranger.»
En la otra se podía leer: «Monsieur et Madame Charrier.» Escuchó atentamente unos instantes, pero no llegó a sus oídos ningún ruido de ninguno de los dos departamentos. Examinó las cerraduras; ambas estaban empotradas en la madera, que era gruesa y dura. Los pestillos de las cerraduras serían sin duda del grueso acero tan apreciado por los precavidos franceses, y las cerraduras probablemente de doble vuelta. Comprendió que necesitaría llaves y pensó que sin duda Madame Berthe debía de guardar una de cada departamento en algún lugar de su pequeña loge.
Pocos minutos más tarde bajaba ágilmente por la escalera, siguiendo el mismo camino por donde había entrado. No había pasado ni cinco minutos en el interior del edificio. La portera ya estaba de vuelta. El Chacal adivinó su figura a través del cristal esmerilado de la puerta de su garita; un segundo después, salía de la portería.
Subiendo por la Rue de Rennes, pasó por delante de otros dos edificios de departamentos y, después, por la fachada de una oficina de Correos. En la esquina de la manzana había una calle estrecha, la rue Littré. Arrimado todavía a la pared de la oficina de Correos, se internó en ella. Donde terminaba el edificio había un estrecho paso cubierto. El Chacal se detuvo para encender un cigarrillo y, mientras la llama ardía, echó una mirada de reojo hacia el fondo del paso cubierto. Daba acceso a una entrada trasera de la oficina de Correos, destinada al personal del turno de noche de la central telefónica. Al final del túnel había un patio iluminado por el sol. Al otro extremo del mismo pudo distinguir, en la sombra, los últimos peldaños de la escalera de emergencia del edificio que acababa de abandonar. El pistolero aspiró una larga bocanada de humo de su cigarrillo y de nuevo echó a andar. Había encontrado su vía de escape.
Al llegar al extremo de la Rue Littré volvió a doblar hacia la izquierda, siguió por la Rue de Vaugirard y retrocedió hasta el punto donde esta calle desembocaba en el Boulevard de Montparnasse. Había llegado a la esquina y estaba mirando hacia arriba y hacia abajo de la calle principal en busca de un taxi libre cuando un policía motorizado se situó en el cruce, se bajó de la moto, y empezó a detener el tráfico. Con estridentes pitidos, detuvo todo el tráfico procedente de la rue de Vaugirard, así como el que venía de la estación. Los coches que, desde Duroc, subían por el Boulevard, recibían la orden imperiosa de situarse a la derecha de la calzada. Apenas acababa de detenerlos a todos cuando se oyó, procedente de Duroc, el lejano aullido de las sirenas de la policía. Desde la esquina, mirando hacia el Boulevard de Montparnasse, el Chacal vio, a quinientos metros, un cortejo motorizado que, procedente del Boulevard des Invalides, entraba en el cruce de Duroc, y se dirigía hacia donde él se encontraba.
Haciendo sonar las sirenas, abrían la marcha dos motociclistas con su uniforme de cuero negro y casco blanco que destellaba al sol. Detrás de ellos aparecieron los hocicos de tiburón de dos «Citröen DS 198», casi pegados uno a otro. El policía situado frente a el Chacal permanecía rígido, dándole la espalda, y con el brazo izquierdo señalaba hacia la Avenue du Maine, al lado sur del cruce, y con el brazo derecho doblado delante del pecho, con la palma hacia abajo, indicaba prioridad de paso para el cortejo que se acercaba.
Doblando hacia la derecha, los dos motociclistas entraron en la Avenue du Maine, seguidos por los dos automóviles. En el asiento trasero del primero de ellos, sentados muy erguidos detrás del chófer y del ADC, mirando rígidamente frente a sí, había una figura alta, vestida con un traje gris carbón. El Chacal tuvo el tiempo justo para distinguir el porte orgulloso de la cabeza y la inconfundible nariz antes de que el cortejo desapareciera. «La próxima vez que vea tu rostro–dijo mentalmente a la imagen desaparecida–, será más de cerca y a través de un alza telescópica.» Luego encontró un taxi y se hizo conducir al hotel.
Un poco más abajo, en la misma calle, cerca de la boca del Metro de Duroc por la cual acababa de salir, otra figura había asistido al paso del Presidente con un interés superior al corriente. La muchacha estaba a punto de cruzar la calle cuando un policía, con un enérgico ademán, la obligó a retroceder. Segundos más tarde, el cortejo motorizado salía del Boulevard des Invalides para entrar en el de Montparnasse. También ella había visto, en la trasera del primer «Citröen», el inconfundible perfil, y sus ojos habían brillado con extraña pasión. Los coches ya habían desaparecido de la vista cuando ella seguía mirando todavía, hechizada, hasta que observó que el policía la miraba de la cabeza a los pies. Entonces se apresuró a cruzar la calle.
Jacqueline Dumas tenía veintiséis años y poseía una notable belleza que sabía realzar debidamente, puesto que trabajaba como esthéticienne en un distinguido salón de belleza situado detrás de los Champs Élisées. Aquel atardecer del 30 de julio se dirigía apresuradamente a su departamentito de la Place de Breteuil para arreglarse para la cita de aquella noche. Sabía que dentro de pocas horas se encontraría desnuda en los brazos de su amante, al que odiaba, y quería mostrar el mejor aspecto.
Pocos años atrás, lo que más le importaba en la vida era su próxima cita. Pertenecía a una buena familia, muy unida. Su padre era un respetable empleado de Banco, su madre una típica ama de casa de la clase media francesa, y ella estaba terminando sus estudios de esthéticienne, mientras su hermano Jean Claude cumplía el servicio militar. La familia vivía en el suburbio de Le Vézinet, no en su zona mejor, pero en una casita muy linda.
Un día de fines de 1959, a la hora del desayuno, había llegado el telegrama del Ministerio de las Fuerzas Armadas. Decía que el ministro se veía obligado, con infinito pesar, a informar a Monsieur y Madame Armand Dumas de la muerte en Argelia de su hijo Jean Claude, soldado raso de las Primeras Fuerzas Aerotransportadas Coloniales. Sus efectos personales serían devueltos a la apenada familia tan pronto como fuese posible.
Durante una temporada, el mundo privado de Jacqueline se desmoronó. Nada parecía tener sentido, ni la apacible seguridad de la familia en Le Vézinet, ni la charla de las otras chicas en el salón de belleza sobre los atractivos de Yves Montand o el último baile importado de América, el rock. Lo único que parecía resonar en su mente como una interminable cinta magnetofónica era que el pequeño Jean Claude, su querido hermanito, tan cariñoso, que odiaba la guerra y la violencia y sólo quería que lo dejaran solo con sus libros, apenas más que un niño, y a quien ella quería hasta mimarlo con exceso, había muerto en combate en algún remoto uadi de Argelia. Y Jacqueline empezó a odiar. Eran los árabes, los odiosos, piojosos y cobardes melons quienes lo habían hecho.
Luego llegó François. De pronto, una mañana de invierno se presentó en la casa, un domingo, cuando los padres de Jacqueline estaban de visita en casa de unos parientes. Era el mes de diciembre, había nieve en la avenida y en el sendero del jardín. La gente estaba pálida y aterida, y François tenía la tez morena y un aspecto rebosante de salud. Preguntó si podía ver a Mademoiselle Jacqueline. La muchacha dijo «C'est moi même», y le preguntó qué deseaba. François explicó que comandaba la sección en la que el soldado raso Jean Claude Dumas había luchado, y que traía una carta. Jacqueline le invitó a entrar.
La carta había sido escrita pocas semanas antes de la muerte de Jean Claude; el muchacho la llevaba en el bolsillo interior del uniforme durante la patrulla por el yebel en busca de una banda de fellaghas que había exterminado a una familia de colonos. En lugar de encontrar a los guerrilleros habían tropezado con un batallón del ALN, el ejército regular del movimiento nacional argelino, el FLN. A la media luz del crepúsculo se había producido una violenta escaramuza, y Jean Claude había recibido una bala en los pulmones. Antes de morir, confió la carta al jefe de su sección.
Jacqueline leyó la carta y lloró un poco. Nada decía la carta de las últimas semanas; sólo contenía comentarios sobre los cuarteles de Constantina, la instrucción y la disciplina. Lo demás lo supo por François: la retirada a lo largo de seis kilómetros de desierto mientras el ALN, cada vez más próximo, amenazaba con cercarlos, las repetidas llamadas por radio pidiendo apoyo aéreo, y, a las ocho, la llegada de los bombarderos de combate con sus motores sibilantes y sus estruendosos obuses. Y cómo su hermano, que se había presentado voluntario a uno de los regimientos más duros para demostrar que era un hombre, murió como tal, escupiendo sangre sobre las rodillas de un cabo, al amparo de una roca.
François habíase mostrado muy cariñoso con ella. Como hombre, era duro como la tierra de aquella provincia colonial en cuyos cuatro años de guerra habíase formado como soldado profesional. Pero estuvo muy afectuoso con la hermana del soldado que había pertenecido a su sección. Jacqueline se lo agradeció mucho, y aceptó su invitación a cenar con él en París. Además, temía que sus padres volvieran y se encontraran con François. No quería que oyeran contar cómo había muerto Jean Claude, puesto que, a lo largo de aquellos dos meses, ambos habían logrado revestirse de una especie de coraza de insensibilidad ante aquella pérdida, y estaban luchando por seguir viviendo como si nada hubiese ocurrido. Durante la cena hizo jurar al teniente que no les contaría nada, a lo que François accedió.
Por parte de Jacqueline, la curiosidad llegó a ser insaciable: quiso saber cosas de la guerra argelina, qué ocurría en ella realmente, por qué se libraba, qué políticos eran sus responsables reales. El general De Gaulle había llegado a la presidencia el pasado mes de enero, y elevado al Elíseo por una marea de fervor patriótico como el hombre que pondría fin a la guerra y conservaría Argelia. De labios de François oyó por primera vez tratar de traidor a Francia al hombre a quien su padre adoraba.
Pasaron juntos los días de permiso de François. Jacqueline se reunía con él todas las noches al salir del salón de belleza donde había empezado a trabajar en enero de 1960. François la informó de que el Ejército francés había sido traicionado, de las negociaciones secretas del Gobierno de París con Ahmed Ben Bella, el jefe del FLN encarcelado, y de la inminente cesión de Argelia a los melons. François había vuelto al frente en la segunda mitad del mes de enero; cuando, en agosto, se le concedió una semana de permiso, Jacqueline había podido pasar unos breves días con él en Marsella. La muchacha le había esperado durante el otoño y el invierno de 1960, con su retrato encima de su mesilla de noche durante el día, y que introducía debajo de su camisón para estrecharlo contra su vientre mientras dormía.
François gozó de su último permiso en la primavera de 1961. Mientras paseaban los dos juntos por los bulevares parisienses, él de uniforme y ella con su mejor vestido, Jacqueline le veía como el hombre más fuerte, más apuesto de la ciudad. Una de sus compañeras de trabajo les había visto, y al día siguiente en el salón bullían los comentarios sobre el «apuesto galán» de Jacqui. Ella no se hallaba presente; se habla tomado sus vacaciones anuales para poder pasarlas con él.
François estaba excitado. Algo se preparaba. Las noticias de las conversaciones con el FLN eran ya públicas. El Ejército, el verdadero Ejército, no lo toleraría por mucho más tiempo.
François estaba seguro de ello. Argelia debía seguir siendo francesa: he aquí un verdadero artículo de fe para los dos, el oficial de veintisiete años, endurecido en el combate, y la futura madre de veintitrés años que lo adoraba.
François no llegó a enterarse de que esperaban un hijo. En marzo de 1961 volvió a Argelia, y el día 21 de abril varias unidades del Ejército francés se amotinaron contra el Gobierno metropolitano. Las Primeras Fuerzas Aerotransportadas Coloniales participaron en el motín casi unánimemente. Sólo un puñado de reclutas escaparon de los cuarteles y acudieron a la oficina del Prefecto. Los profesionales los dejaron huir. Al cabo de una semana estalló la lucha entre los amotinados y los regimientos leales. A primeros de mayo, François cayó, mortalmente herido, en una escaramuza con una unidad del Ejército leal.
Jacqueline, que no había esperado recibir carta suya a partir de abril, nada sospechó hasta que, en julio, le llegó la noticia. Sin inmutarse aparentemente, alquiló un departamento en un suburbio humilde de París e intentó suicidarse con gas. Fracasó porque el cuarto tenía demasiadas rendijas; pero perdió al hijo que esperaba. Sus padres la llevaron con ellos en sus vacaciones anuales de agosto, y, a la vuelta, Jacqueline parecía haberse recobrado. En diciembre, pasó a ser miembro clandestino activo de la OAS.
Sus motivaciones eran muy simples: François, y también Jean Claude, en segundo término. Debían ser vengados, por el medio que fuese, cualquiera que fuese el precio que debieran pagar ella misma o los demás. Aparte de esta pasión, no tenía otra ambición en el mundo. Lo único que lamentaba era no poder hacer más que efectuar mandados, llevar mensajes, y, de vez en cuando, un pedazo de plástico explosivo oculto en una hogaza de pan de su canasta de compras. Estaba convencida de que podía ser más útil. ¿Acaso los flics de las esquinas, cuando registraban a los transeúntes después de un atentado contra un café o un cine, no la dejaban pasar con sólo que agitara un instante sus largas pestañas oscuras o les dedicara un gracioso mohín?
Después de lo de Petit Clamart, uno de los participantes en la acción había pasado tres noches en el departamento de Jacqueline, en la Place de Breteuil. Había sido un gran momento para ella, pero el hombre se había marchado. Un mes más tarde lo atraparon, pero nada dijo de su estancia con ella. Tal vez lo hubiese olvidado. Sin embargo, para mayor seguridad, el jefe de su célula le aconsejó que dejara de actuar para la OAS durante unos meses. En enero de 1963 volvió a llevar mensajes.
Y así siguieron las cosas hasta que en julio recibió la visita de un hombre. Le acompañaba el jefe de célula de Jacqueline, quien lo trataba con gran deferencia, aunque no se lo presentó por su nombre. ¿Estaría Jacqueline dispuesta a realizar un trabajo especial para la Organización? Desde luego. ¿Aunque fuera peligroso y sin duda alguna desagradable? No importaba.
Tres días más tarde, desde un coche estacionado, le indicaron a un hombre que salía de edificio de departamentos. Le dijeron quién era y el cargo que ocupaba. Y lo que ella tenía que hacer.
A mediados de julio habían trabado conocimiento, aparentemente por casualidad, cuando Jacqueline, sentada al lado del hombre en un restaurante, le sonrió tímidamente al pedirle el salero de su mesa. El hombre había hablado, y ella se había mostrado reservada. La reacción había sido la esperada. El recato de Jacqueline le había interesado. Casi sin darse cuenta surgió la conversación, el hombre en plan de dominio y la muchacha siguiéndole dócilmente. Quince días más tarde eran amantes.
Jacqueline conocía lo bastante a los hombres para poder juzgar el tipo básico de sus apetitos. Su nuevo amante estaba acostumbrado a las conquistas fáciles, a las mujeres expertas. Jacqueline se mostró tímida, atenta pero casta, exteriormente reservada, pero dejando traslucir de vez en cuando la idea de que su soberbio cuerpo algún día había de ser para él. El cebo funcionó. Para aquel hombre, la conquista final pasó a ser la aspiración suprema, prioritaria.
A finales de julio, el jefe de su célula dijo a Jacqueline que era preciso que empezaran a vivir juntos. Había un problema: la esposa y los dos hijos del hombre, que vivían con él. El 29 de julio, la familia se había marchado al campo, en el valle del Loira, mientras el marido, por razones de trabajo, se veía precisado a quedarse en París. A los pocos minutos después de haberse ido los suyos, el hombre telefoneaba al salón de belleza e insistía en que, a la noche siguiente, Jacqueline cenara sola con él en su casa.
Al llegar a su propia casa, Jacqueline Dumas consultó su reloj de pulsera. Tenía tres horas para prepararse, y aunque se proponía hacerlo con gran esmero, dos horas serían suficientes. Se desnudó para ducharse, y se secó después frente al espejo de cuerpo entero de la parte interior del armario, mirando con indiferencia cómo la toalla corría por encima de su piel, levantando en alto los brazos para erguir sus redondos senos de rosado pezón sin experimentar el sentimiento de placer anticipado que solía sentir cuando sabía que pronto serían acariciados por las manos de François.
Pensaba, sombríamente, en la noche cercana. Su vientre se encogió, con repulsión. Se juró que lo haría, que lo soportaría, fuese cual fuese la clase de amor que aquel hombre exigiera. De un compartimiento del fondo de su escritorio extrajo el retrato de François, quien le miraba desde dentro del marco con la misma semisonrisa irónica de siempre, la misma con que la recibía cuando la veía correr a su encuentro en el andén de la estación. El pelo castaño claro del retrato, el uniforme de tela liviana debajo de la cual se dibujaban los duros músculos pectorales contra los cuales tanto había gozado antaño apoyando la cara, y las alas de la insignia militar, tan fría, contra su ardiente mejilla. Todo, todo estaba allá: sobre el papel brillante. Se echó en la cama y sostuvo a François encima de ella, mirándole como la miraba cuando hacían el amor, cuando le preguntaba, innecesariamente: Alors, petite, tu veux...? Ella respondía siempre: Oui, tu sais bien..., y entonces ocurría la cosa.
Cuando cerró los ojos le pareció sentirle dentro de ella, duro y cálido y palpitante, y oír las dulces palabras suavemente susurradas al oído, y la orden final, Viens, viens... que ella jamás dejó de obedecer.
Abrió los ojos y los fijó en el techo, apretando el vidrio del retrato contra sus senos. «François –jadeó–, ayúdame, por favor, ayúdame esta noche.»
El último día del mes el Chacal estuvo muy atareado. Pasó la mañana en el Marché aux Puces recorriendo los puestos uno tras otro, con una bolsa barata en la mano. Compró una boina negra grasienta, un par de zapatos usados, unos pantalones de dudosa limpieza, y, después de buscar mucho, un largo y viejo capote militar. Lo hubiese preferido de una tela más liviana, pero los capotes militares raramente se usan en verano, y los del Ejército francés son de tela gruesa. Pero era lo bastante largo, aun para él: le llegaba hasta bastante más abajo de la rodilla, que era lo importante.
Cuando se disponía a marcharse, le llamó la atención un puesto lleno de medallas, la mayoría deslucidas por el tiempo. Compró una colección, juntamente con un folleto que describía las medallas militares francesas, con grabados en color de las cintas, harto deslucidos, y los correspondientes epígrafes que informaban al lector de en qué campañas o por qué clase de actos de valor se otorgan las diversas medallas.
Después de tomar un almuerzo liviano en el «Restaurante Queenie» de la Rue Royal volvió a su hotel, pagó la cuenta e hizo el equipaje. Sus nuevas adquisiciones pasaron al fondo de una de sus dos lujosas valijas. Con la colección de medallas, y con la ayuda del folleto explicativo, confeccionó un conjunto de condecoraciones empezando por la Medaille Militaire al valor frente al enemigo, y agregando la Medaille de la Libération y cinco medallas de campaña otorgadas a los que habían luchado en las Fuerzas Francesas Libres durante la Segunda Guerra Mundial. Se impuso a sí mismo las condecoraciones por Bir Hakeim, Libia, Túnez, el Día D y la Segunda División Blindada del General Philippe Leclerc.
En cuanto al resto de las medallas y el folleto, los depositó por separado en dos papeleras sujetas a unos faroles del Boulevard Malesherbes. El recepcionista del hotel le comunicó que el excelente expreso «Étoile du Nord» para Bruselas salía de la Gare du Nord a las 5.15. Tomó aquel tren, cenó bien, y llegó a Bruselas en las últimas horas del mes de julio.
CAPITULO VI
La carta para Viktor Kowalski llegó a Roma a la mañana siguiente. El gigantesco cabo cruzaba el vestíbulo del hotel, de vuelta de la oficina central de Correos, a donde había ido a recoger el correo diario, cuando uno de los botones lo llamó:
—Signor, per favore...
Viktor se volvió, huraño como siempre. No reconoció al botones, pero el caso era frecuente. No solía fijarse en ellos cuando cruzaba rápidamente el vestíbulo en dirección al ascensor. El Joven de ojos oscuros que se acercó a Kowalski llevaba una carta en la mano.
—E una lettera, signor. Per un Signor Kowalski... no cognosco questo signor... E forse un francese...
Kowalski no entendió palabra de lo que le decía el italiano, pero adivinó su significado y reconoció su propio nombre a pesar de la defectuosa pronunciación del mismo. Arrebató la carta de las manos del muchacho y fijó los ojos en el nombre y la dirección, pésimamente caligrafiados En el registro del hotel figuraba bajo otro nombre, y como no era muy aficionado a la lectura, no se había enterado de que cinco días atrás un diario de París había logrado publicar antes que ningún otro la noticia de que tres de los jefes supremos de la OAS se alojaban, encerrados a cal y canto, en el piso más alto del hotel.
En cuanto a él, se suponía que nadie conocía su paradero. Y, sin embargo, la carta le intrigó. No recibía cartas a menudo, y, como suele ocurrirles a las personas incultas, la llegada de una dirigida a su nombre constituía un importante acontecimiento. Por lo que había dicho el italiano, quien permanecía a su lado mirándole con ojos de perro fiel, como si él, Kowalski, fuese la fuente del saber humano que debía resolver su problema, el gorila había comprendido que nadie, entre el personal del hotel, conocía a ningún huésped de aquel nombre y no sabían qué hacer con la carta.
Kowalski miró al botones.
—Bon. Je vais demander–dijo con altanería.
El italiano pareció perplejo.
—Demander, demander –repitió Kowalski, señalando hacia arriba a través del techo.
El italiano vio la luz.
—Ah, si. Domandare. Prego, Signor. Tante grazie...
Kowalski se alejó, dejando al italiano, que expresaba su gratitud con profusión de ademanes. Tomó el ascensor para subir al octavo piso, y al salir de él se encontró frente al guardián de servicio en el pasillo, que le encañonaba con una pistola automática. Durante un segundo los dos hombres se miraron. Luego el otro puso el seguro en el arma y se la guardó en el bolsillo, después de haber comprobado que en el ascensor no había nadie más que Kowalski. Lo que acabamos de contar ocurría cada vez que las luces de aviso de los ascensores indicaban que el que subía debía pasar del séptimo piso.
Además del guardián de servicio en el pasillo, había otro frente a la puerta de la escalera contra incendios, al extremo opuesto del mismo pasillo, y otro en lo alto de la escalera. Tanto la escalera interior como la de incendios estaban minadas, cosa que la dirección del hotel ignoraba, y los explosivos sólo podían resultar inofensivos cuando la corriente que llegaba a los detonadores era cortada mediante un interruptor instalado debajo del mostrador del pasillo.
El cuarto hombre del turno de día se hallaba en el tejado, encima del noveno piso ocupada por los jefes, pero en caso de ataque había otros tres que, después de haber hecho el turno de noche, en aquel momento estaban durmiendo en sus habitaciones del pasillo, pero que en pocos segundos podían entrar en acción si algo ocurría. En el noveno piso las puertas exteriores de los ascensores habían sido soldadas desde fuera, pero aun así, si las luces del octavo piso indicaban que el ascensor subía directamente hacia lo alto, era una señal de alerta general. Sólo había ocurrido una vez, y por equivocación, cuando un botones que llevaba una bandeja con bebidas había pulsado el botón del «noveno». Desde luego, no le habían quedado ganas de incurrir de nuevo en el mismo error.
El guardia del mostrador telefoneó arriba para anunciar la llegada del correo; luego, indicó a Kowalski que podía subir. El ex cabo se había ya guardado la carta dirigida a él en el bolsillo interior del saco, mientras que el correo para sus jefes se hallaba encerrado en un estuche de acero encadenado a su muñeca izquierda. Tanto la cadena como el estuche se cerraban por medio de un resorte, pero sólo Rodin poseía las llaves necesarias para abrirlos. Pocos minutos más tarde, el coronel de la OAS había recogido su correspondencia y Kowalski volvía a su habitación para echarse a dormir antes de relevar, al anochecer, al hombre del mostrador.
En su habitación de la parte trasera del octavo piso leyó finalmente la carta, empezando por la firma. Le sorprendió que fuese de Kovacs, a quien no había visto desde hacía un año, y que apenas sabía escribir, de la misma manera que él, Kowalski, apenas sabía leer. A fuerza de aplicación, sin embargo, logró descifrarla. No era muy larga.
Kovacs empezaba por decirle que aquel mismo día un amigo le había leído una noticia del periódico según la cual Rodin, Montclair y Casson vivían ocultos en aquel hotel de Roma. Había supuesto que su viejo camarada estaría con ellos y por eso le escribía por si por casualidad le llegaba la carta.
Seguían varios párrafos en los cuales le explicaban que, por aquellos días, las cosas se habían puesto muy mal en Francia: por doquier se veían policías pidiendo la documentación a la gente, y, mientras, seguían llegando órdenes de perpetrar atracos a Bancos y joyerías. Personalmente había tomado parte en cuatro, decía Kovacs, y maldita la gracia, sobre todo porque había que entregar el botín. Le había gustado más lo de Budapest, aunque sólo había durado quince días.
En el último párrafo le contaba que pocas semanas antes se había encontrado con Michael, quien le había dicho que había visto a JoJo, el cual le había explicado que la pequeña Sylvie estaba enferma de leunosequé, bueno, algo que tenía que ver con la sangre, pero Kovacs esperaba que pronto se habría repuesto y le decía a Viktor que no debía preocuparse.
Pero Viktor se preocupó. Le preocupó muchísimo pensar que la pequeña Sylvie estaba enferma. En sus treinta y seis años de vida llena de violencias, muy pocas cosas habían penetrado en el corazón de Viktor Kowalski. Tenía doce años cuando los alemanes invadieron Polonia, y sólo trece cuando se llevaron para siempre a sus padres en un camión; edad suficiente para saber a qué se dedicaba su hermana en el gran hotel situado detrás de la catedral, ocupado por los alemanes y frecuentado por numerosos oficiales; ello había trastornado tanto a sus padres, que habían presentado una protesta ante el gobernador militar. Con edad suficiente para unirse a los partisanos, a los quince años había matado su primer alemán. Tenía diecisiete años cuando llegaron los rusos, pero los padres de Viktor, que siempre les habían odiado y temido, le habían contado cosas horribles acerca de lo que les hacían a los polacos, de modo que abandonó a los partisanos –que luego fueron ejecutados por orden del comisario–y huyó, como un animal acosado, hacia Checoslovaquia Más tarde pasó a Austria, donde fue internado en un campamento para personas desplazadas, porque el alto y musculoso joven sólo hablaba polaco. Al verle muerto de hambre, pensaron que era una de tantas víctimas inocentes de la Europa de la posguerra. La comida americana le devolvió las fuerzas. Una noche de la primavera de 1946, se dio a la fuga y pasó a Italia, y de allí a Francia, en compañía de otro polaco a quien había conocido en el campo para PD y que hablaba francés. En Marsella, una noche, forzó la cerradura de una tienda, mató al propietario, que le oponía resistencia y volvió a huir. Su compañero le abandonó, no sin advertir a Viktor que sólo le quedaba un refugio: la Legión Extranjera. A la mañana siguiente se alistó, y ya estaba en Sidi Bel Abbes antes de que la investigación policíaca, en la ciudad de Marsella desquiciada por la guerra, pudiera dar con él. La capital mediterránea era todavía entonces una importante base de importación de víveres americanos, y los asesinatos cometidos para apoderarse de tales víveres eran moneda corriente. Al no aparecer de inmediato ningún sospechoso, el caso fue abandonado. Pero cuando Kowalski se enteró de ello era ya legionario.
Tenía diecinueve años, y al principio los veteranos lo llamaban «petit bonhomme». Después, les demostró cómo sabía matar, y lo llamaron Kowalski.
Seis años en Indochina liquidaron definitivamente lo que hubiera podido quedar en él de un ser humano normalmente equilibrado Después, el gigantesco cabo fue destinado a Argelia. Pero entre los dos destinos siguió un cursillo de instrucción de seis meses de duración en las cercanías de Marsella. Allí conoció a Julie, una menuda pero viciosa prostituta de un pringoso bar, que había tenido problemas con su mec. En el bar, Kowalski, de un solo puñetazo, envió al hombre a seis metros de distancia, que quedó sin sentido por espacio de diez horas. El hombre tardó años en poder volver a hablar correctamente, tal fue el estado en que quedó su mandíbula inferior.
Julie se entusiasmó con el enorme legionario, y durante varios meses éste se convirtió en su «protector» nocturno, escoltándola, después de su trabajo, hasta su mísera buhardilla del Vieux Port. Hubo mucha pasión, sobre todo por parte de ella, pero nada de amor entre los dos, y menos aún cuando la mujer descubrió que estaba embarazada. Le dijo a Kowalski que el chiquillo era suyo, cosa que éste creyó, tal vez porque deseaba que lo fuera. Le dijo también que no quería tener el crío y que conocía a una vieja que le libraría de él. Kowalski la agarró por los hombros y le advirtió que si hacía tal cosa la mataría. Tres meses más tarde debía volver a Argelia. Entretanto, había contraído amistad con otro polaco ex legionario, Josef Grzybowski, apodado JoJo el polaco, que, herido en Indochina, había quedado inválido. Luego, se había casado con una alegre viuda propietaria de un pequeño establecimiento en el que se despachaban bebidas y bocadillos, instalado en los andenes de la estación central. Desde que se casaron, en 1953, marido y mujer llevaban el negocio. JoJo, cojeando detrás de su mujer, cobraba y entregaba el cambio, mientras la dama servía a los clientes. Por las tardes, cuando no tenían nada que hacer, a JoJo le gustaba frecuentar los bares llenos de legionarios de las cercanías de los cuarteles para charlar con ellos de los viejos tiempos. La mayoría eran novatos, alistados con posterioridad a sus viejos tiempos en Tourane, Indochina, pero una noche se tropezó con Kowalski.
Fue a JoJo a quien se dirigió Kowalski en busca de consejo acerca del crío. JoJo se mostró de acuerdo con él. Ambos habían sido católicos en otro tiempo.
—Quiere deshacerse del crío–dijo Viktor.
—Salope!–exclamó JoJo.
—Cerda–convino Viktor.
Tomaron otro trago, con la mirada perdida en el espejo de detrás del mostrador.
—¿Qué culpa tiene el mocoso?–dijo Viktor.
—Ninguna–asintió JoJo.
—No he tenido ningún hijo–dijo Viktor, después de haberlo pensado bien.
—Ni yo, a pesar de estar casado–contestó JoJo.
A altas horas de la madrugada, completamente ebrios trazaron su plan y brindaron por él con una solemnidad de auténticos borrachos. A la mañana siguiente JoJo recordaba su compromiso, pero no sabía cómo soltarle la bomba a Madame. Tardó tres días en decidirse. Con prudencia, aludió al tema un par de veces, y al final se decidió a soltarlo cuando él y su mujer estaban en cama. Con gran sorpresa por su parte, Madame estuvo encantada. Asunto concluido.
A su debido tiempo, Viktor volvió a Argelia para unirse de nuevo al coronel Rodin, que entonces tenía a su mando al batallón, y emprender una nueva guerra. En Marsella, JoJo y su mujer, con una mezcla de amenazas y lisonjas, vigilaron a la embarazada Julie. Cuando Viktor partió para Marsella, ya estaba de cuatro meses, y era demasiado tarde para abortar, como JoJo le indicó amenazadoramente al chulo de la mandíbula rota, que no había tardado en reaparecer. El tipo no deseaba irritar a los legionarios, aunque fuesen viejos e inválidos, por lo que abandonó su primitiva fuente de ingresos y levantó el vuelo.
A finales de 1955, Julie dio a luz una niña de ojos azules y pelo dorado. JoJo y su mujer, con la ayuda de Julie, cumplimentaron la solicitud de adopción legal, y la consiguieron. Julie volvió a su antigua vida, y los JoJo se encontraron en posesión de una hija, a la que pusieron el nombre de Sylvie. Informaron de ello, por carta, a Viktor, y el hombre, en su camastro de la barraca, experimentó una extraña alegría. Pero no se lo contó a nadie. Él recordaba que cada vez que había poseído algo y alguien se había enterado, se lo habían quitado.
Pero tres años más tarde, antes de una larga misión de combate en las colinas argelinas, el capellán le había sugerido que acaso le gustara hacer testamento. Hasta entonces jamás se le había ocurrido semejante idea. Para empezar, nunca había tenido nada que dejar, puesto que, las pocas veces que le concedían permiso, derrochaba en los bares y prostíbulos de las ciudades todas las pagas que había acumulado. Todo cuanto poseía pertenecía a la Legión. Sin embargo, el capellán le aseguró que en la Legión moderna un testamento era algo perfectamente normal, de modo que, con la ayuda de aquél, hizo testamento dejando todos sus bienes mundanos y enseres a la hija de un tal Josef Grzybowski, ex legionario, con residencia en Marsella. Eventualmente, una copia de este documento, junto con el resto de su expediente, pasó a los archivos del Ministerio de la Guerra de París. Cuando el nombre de Kowalski llegó a ser conocido de las fuerzas de seguridad francesas en relación con el terrorismo de Bona y Constantina en 1961, ese expediente, junto con otros muchos, fue desenterrado, llegando a manos del coronel Rolland, del Servicio de Acción, en la Porte des Lilas. Se llevó a cabo una visita a los Grzybowski y así se llegó a conocer la historia. Pero Kowalski no se había enterado de ello.
Vio a su hija dos veces en su vida, una en 1957, cuando resultó herido de bala en un muslo y enviado en permiso de convalecencia a Marsella, y nuevamente en 1960, en servicio de escolta para el teniente coronel Rodin, quien debía presentarse ante un tribunal militar en calidad de testigo. La primera vez, la pequeña tenía dos años, y la segunda, cuatro y medio. Kowalski llegó cargado de regalos para los JoJo y de juguetes para Sylvie. Los dos juntos, la niña y su tío de aspecto de oso, el tío Viktor, lo pasaron muy bien. Pero Kowalski no se lo contó a nadie, ni siquiera a Rodin.
Y ahora Sylvie estaba enferma de leunosequé, por lo que Kowalski pasó el resto de la mañana muy preocupado. Después de comer, subió al noveno piso a que le encadenaran a la muñeca el estuche de acero para el correo. Rodin, que esperaba una carta muy importante de Francia, que había de contener nuevos detalles de la suma total de dinero reunida gracias a la serie de asaltos que los agentes clandestinos de Casson habían organizado durante el mes anterior, quiso que Kowalski volviera a la oficina de Correos para recoger la correspondencia de la tarde.
—¿Qué es una leunosequé?–preguntó de pronto el cabo.
Rodin, que estaba sujetándole la cadena a la muñeca, levantó los ojos, sorprendido.
—En mi vida he oído tal cosa–contestó.
—Es una enfermedad de la sangre –explicó Kowalski.
Desde el otro extremo de la habitación, donde estaba leyendo una revista, Casson se echó a reír.
—Quiere decir una leucemia–dijo.
—Bueno, ¿y eso qué es, señor?
—Cáncer–contestó Casson–. Cáncer de la sangre.
Kowalski miró a Rodin. No confiaba en los civiles.
—¿Pueden curar eso los tubibs, mi coronel?
—No, Kowalski, es fatal. No hay remedio posible. ¿Por qué?
—Por nada–murmuró Kowalski–. Sólo que he leído algo sobre eso.
Y salió. Si a Rodin le extrañó que su guardia de corps, de quien jamás se había sabido que leyera otra cosa más que las órdenes del día, hubiese tropezado con aquella palabra en un libro, no dio muestras de ello, y pronto olvidó el incidente. Porque el correo de la tarde trajo la carta que esperaba, en la que le comunicaban que el total de las diversas cuentas de la OAS en Suiza ascendía en aquellos momentos a más de doscientos cincuenta mil dólares.
Rodin, satisfecho, se puso a escribir y enviar las instrucciones a sus banqueros para que transfirieran aquella suma a la cuenta del pistolero que había contratado. En cuanto al resto de la cantidad convenida con él, no le preocupaba. Muerto el presidente De Gaulle, los industriales y banqueros de extrema derecha que habían financiado la OAS en sus primeros tiempos de éxito, no tardarían en facilitar los doscientos cincuenta mil dólares restantes. Los mismos hombres que, pocas semanas antes, habían contestado a sus peticiones de nuevos donativos con excusas corteses en el sentido de que «la falta de progresos y de iniciativa demostrada en los últimos meses por las fuerzas del patriotismo» habían hecho menguar sus probabilidades de recuperar algún día sus anteriores inversiones, se pelearían por el honor de apoyar a los militares que poco después pasarían a ser los nuevos gobernantes de una Francia renacida.
Terminó de redactar sus instrucciones a los banqueros al anochecer, pero Casson, cuando vio que Rodin había escrito dando orden a los banqueros suizos de abonar la suma a el Chacal, opuso objeciones. Alegó que lo único vitalmente importante que los tres habían prometido al inglés era que tendría en París un contacto que podría facilitarle constantemente la información más exacta acerca de los movimientos del Presidente francés, así como cualquier variación que pudiera producirse en las medidas de seguridad destinadas a proteger su vida. Tal información podía ser –y sería sin duda– de una importancia vital para el pistolero. Informarle de la transferencia del dinero en aquella fase, según Casson, sería impulsarle a actuar prematuramente. Por supuesto, la elección del momento en que debía asestar el golpe sólo al pistolero concernía, pero unos pocos días más de diferencia no tendrían importancia. En cambio, el éxito de la empresa–o su fracaso, que sería el del último intento, desde luego–sí dependía de la información facilitada al pistolero.
Aquella misma mañana, por carta, habían asegurado a Casson que su principal representante en París había logrado situar a un agente muy cerca de uno de los hombres de la camarilla de De Gaulle. Bastarían muy pocos días más para que aquel agente se hallara en situación de adquirir, de manera regular y constante, información segura acerca de los movimientos del general y, sobre todo, de sus proyectos de viaje o de aparición en público, que, contrariamente a lo que había sido habitual con anterioridad, ahora jamás eran anunciados con anticipación. Casson rogó, pues, a Rodin que suspendiera el envío de sus instrucciones al Banco hasta que él pudiera facilitar al pistolero un número de teléfono de París a través del cual pudiera conseguir la información que debía ser vital para su misión.
Rodin reflexionó sobre la propuesta de Casson y reconoció que no le faltaba razón. Nadie podía conocer las intenciones de el Chacal, y, en realidad, el envío de las instrucciones a los banqueros, seguido más tarde de la carta de Londres con el teléfono de París, no habría inducido al pistolero a alterar ni un solo detalle de su plan. Los terroristas de Roma no podían saber que el pistolero ya había elegido su día y estaba trabajando en su plan con una precisión matemática.
Sentado en el tejado, en la cálida noche romana, confundida su voluminosa figura con la sombra proyectada por la chimenea del acondicionador de aire, con el «Colt 45» en la mano, Kowalski permanecía sumido en su preocupación por una niña de Marsella, enferma de leunosequé en la sangre. Poco antes del amanecer, se le ocurrió una idea. Recordó que la última vez que había visto a JoJo, en 1960, el ex legionario había hablado de instalar el teléfono en su piso.
La misma mañana en que Kowalski recibió su carta, el Chacal salió del «Hotel Amigo» de Bruselas y fue en taxi hasta la esquina de la calle donde vivía Goossens. Había llamado por teléfono al armero a la hora del desayuno, bajo el nombre de Duggan, por el cual el hombre lo conocía, y había sido citado para las once. Llegó a la esquina de la calle a las diez y media y pasó media hora vigilando la calle, oculto detrás de un periódico, sentado en un banco del pequeño jardín público situado al extremo de la calle.
Nada sospechoso advirtió. A las once en punto llamó a la puerta, y Goossens lo invitó a pasar a su pequeño despacho. Cuando el Chacal hubo entrado, Goossens cerró con llave la puerta principal y echó la cadena. Ya en el despacho, el inglés se dirigió al armero.
—¿Algún problema? –preguntó.
El belga pareció turbado.
—Pues... sí, me temo que sí.
El pistolero lo miró fríamente, sin expresión alguna en el rostro, con los ojos entornados.
—Usted me dijo que si me presentaba aquí el primero de agosto, podría llevarme el fusil el día 4–dijo.
—Cierto, y le aseguro que con el fusil no hay el menor problema–dijo el belga–. En realidad, el fusil está a punto, y, francamente, lo considero una de mis obras maestras, un hermoso ejemplar. El problema ha surgido con lo otro, que, desde luego, debía ser construido a partir de cero. Déjeme que le muestre.
Encima de una mesa había un estuche plano, de unos sesenta centímetros de longitud por cuarenta y cinco de ancho y diez de fondo. Goossens abrió el estuche, y cuando la tapa quedó apoyada en la superficie de la mesa, el Chacal examinó su contenido Era como una bandeja plana, dividida en compartimentos cuidadosamente separados, que, por su forma, correspondían exactamente a las diversas piezas del fusil.
—No es el estuche original, desde luego—explicó Goossens– Resultaba demasiado largo. Éste lo he hecho yo mismo. Todo encaja.
Todo encajaba, y ocupaba el menor espacio posible. A lo largo del lado superior de la bandeja estaba el cañón con su recámara: en conjunto, no medía más de 45 cm. El Chacal lo levantó. Era muy liviano y más bien parecía el cañón de un fusil ametrallador. La recámara contenía un estrecho cerrojo que estaba cerrado. Por detrás, terminaba en una pequeña culata no más ancha que la recámara, junto a la cual se hallaba encajado el resto del cerrojo.
El inglés asió el extremo posterior del cerrojo entre el índice y el pulgar de la mano derecha, y lo hizo girar bruscamente en dirección contraria a las agujas del reloj. El cerrojo, girando sobre sus goznes, se abrió. Cuando tiró del mismo hacia atrás, dejó a la vista la reluciente bandeja donde debía encajarse la bala, y el oscuro agujero del extremo posterior del cañón. Empujó de nuevo el cerrojo hacia delante y lo hizo girar en el sentido de las agujas del reloj. Quedó firmemente cerrado en su sitio.
Inmediatamente detrás del cerrojo aparecía un disco de acero perfectamente soldado al mecanismo. Tenía poco más de un centímetro de grosor, pero menos de dos y medio de diámetro, y en la parte superior del disco había una muesca en forma de semicírculo para dejar paso al cerrojo cuando éste se abría. En el centro de la parte posterior del disco había un solo orificio con rosca.
—Es para enroscar en él el armazón de la culata–explicó el belga.
El Chacal observó que no quedaba el menor rastro de la culata de madera del fusil original, excepto los ligeros rebordes de la recámara, donde había estado encajada la madera. Los dos agujeros correspondientes a los tornillos de sujeción de la culata al fusil habían sido cuidadosamente rellenados y disimulados.
El Chacal examinó la parte inferior del fusil. Debajo de la recámara había una fina hendidura, a través de la cual pudo ver la parte inferior del cerrojo con el percutor que dispararía la bala. A través de las dos hendiduras aparecía el muñón del gatillo, que había sido aserrado a flor de la superficie de la recámara.
Soldada al muñón del antiguo gatillo había una minúscula pieza de metal con un agujero. En silencio, Goossens tendió a el Chacal una pequeña pieza de acero, de unos dos centímetros y medio de longitud, curva y con un extremo enroscado. El Chacal introdujo este extremo en el orificio, y, con el pulgar y el índice, atornilló rápidamente la pieza. Una vez enroscado en su sitio, el nuevo gatillo sobresalía por debajo de la recámara.
A su lado, el belga extrajo de la bandeja una varilla de acero con uno de sus extremos enroscado.
El pistolero introdujo el extremo enroscado en el agujero de la parte posterior de la recámara y atornilló firmemente la pieza. Vista de perfil, la varilla de acero parecía emerger de la trasera del arma bajando en un ángulo de unos treinta grados. A unos cinco centímetros del extremo enroscado, la varilla de acero aparecía ligeramente aplanada, y en el centro de esta parte aplanada había un agujero perforado en ángulo con la línea de la varilla. Ahora, el orificio quedaba orientado directamente hacia atrás. Goossens mostró otra varilla de acero, más corta.
—La varilla superior–dijo.
También fue encajada en su sitio. Las dos varillas sobresalían de la recámara hacia atrás, la superior en un ángulo mucho más estrecho respecto a la dirección del cañón, de modo que las dos varillas no quedaban paralelas, sino que se separaban progresivamente entre sí, formando como los lados de un triángulo alargado sin base.
Goossens mostró en su mano la base. Era curva, de unos doce o quince centímetros de longitud, y provista de una gruesa almohadilla de cuero negro. A cada extremo de la hombrera había un pequeño orificio.
—Aquí no hay que atornillar nada–dijo el armero–. Basta ejercer una ligera presión contra los extremos de las varillas.
El inglés ajustó el extremo de cada varilla en su agujero, y, presionando ligeramente, la pieza quedó montada. Ahora, el fusil, visto de perfil, aparecía más normal, con el gatillo y la culata reducida al armazón formado por las dos varillas y la hombrera. El Chacal aplicó ésta a su hombro, aferrando con la mano izquierda la parte inferior del cañón y con el índice derecho al gatillo, manteniendo cerrado el ojo izquierdo y aplicando el derecho a lo largo del cañón. Apuntó a la pared y apretó el gatillo. En el interior de la recámara sonó un suave ruido mecánico.
Se volvió hacia el belga, quien tenía en las manos lo que parecía un tubo negro de unos veinticinco centímetros de longitud.
—El silenciador–dijo el inglés.
Tomó el tubo que el armero le alargaba y examinó el extremo del cañón. Comprobó que había sido adecuadamente preparado. Encajó en el cañón el extremo más ancho del silenciador y lo enroscó hasta que quedó fijado. El silenciador sobresalía del extremo del cañón como una larga salchicha. El Chacal alargó una mano, y Goossens depositó en ella el alza telescópica.
A lo largo de la parte superior del cañón había una serie de muescas en el metal, dispuestas de dos en dos, en las que encajaban los salientes de la parte inferior del alza telescópica, de modo que ésta quedara exactamente paralela al cañón. A la derecha y en lo alto del alza telescópica había unos diminutos tornillos que habían de permitir ajustar las guías interiores de aquélla. De nuevo el inglés se echó el fusil al hombro y apuntó. Un observador casual hubiera podido tomarle por un elegante deportista probando un arma en cualquier tienda de Piccadilly. Pero lo que diez minutos antes había sido un puñado de extrañas piezas inconexas, no era un arma deportiva; era el rápido fusil de largo alcance, totalmente silencioso, de un pistolero. El Chacal bajó el arma. Se volvió hacia el belga y, satisfecho, asintió con la cabeza.
—Bien–dijo–. Muy bien. Le felicito. Una obra de arte.
Goossens estaba radiante.
—Falta ajustar el alza y probar el arma. ¿Tiene usted proyectiles?
El belga buscó en un cajón del escritorio y extrajo de él una caja de cien balas. Los sellos de la caja aparecían abiertos, y faltaban seis balas.
—Éstas son para que se ejercite–dijo el armero–. Me he quedado con las seis que faltan para ajustarles el explosivo.
El Chacal cogió un puñado de balas y las examinó. Parecían insólitamente pequeñas para el cometido a que una de ellas estaba destinada, pero observó que eran, dentro de su calibre, del tipo extralargo. Por otra parte, no ignoraba que la carga explosiva daría a la bala una velocidad superior y, por consiguiente, perfeccionaría su puntería y aumentaría su potencia letal. Las puntas de las balas eran aguzadas, mientras que la mayoría de los proyectiles para caza suelen ser romos, y en tanto que éstos tienen el extremo de plomo mate, las balas que sostenía en la mano lo tenían de cuproníquel. Eran balas de fusil de competición, del mismo calibre del fusil de caza que tenía en la otra mano.
—¿Y las auténticas?–pidió el pistolero.
Goossens volvió al escritorio y extrajo un paquetito envuelto en papel fino.
—Normalmente, las guardo en lugar seguro–explicó–, pero al saber que usted iba a venir las he sacado.
Abrió el paquetito y depositó las balas sobre el papel secante de la mesa. A primera vista, las balas parecían exactamente iguales que las que el inglés estaba guardando de nuevo en la caja. Cuando hubo terminado de hacerlo, tomó una de las nuevas balas y la examinó de cerca.
En una pequeña zona alrededor de la punta de la bala, el metal había sido finamente limado para poner al descubierto el plomo interior. La aguzada punta de la bala había sido ligeramente aplanada, y en ella había sido practicado un minúsculo agujero, de medio centímetro de profundidad, dentro del cual se había introducido una gotita de mercurio. Después, el orificio había sido sellado de nuevo con una gota de plomo fundido. Una vez endurecido el plomo, la punta original había sido reconstruida, aguzándola de nuevo El Chacal conocía aquel tipo de balas, aunque nunca las había usado. Demasiado complicada para ser utilizada en masa, salvo cuando era fabricada industrialmente, cosa prohibida por el Convenio de Ginebra, y más mortífera que la simple dum dum, la bala explosiva estallaba como una granada al chocar con el cuerpo humano. En el momento de ser disparada, la gotita de mercurio retrocedería en su cavidad, hacia el fondo, a causa del movimiento hacia delante de la bala, de la misma manera que el pasajero del tren se siente empujado hacia el respaldo de su asiento cuando se produce una aceleración violenta. En cuanto la bala tocara carne, cartílago o hueso, experimentaría una súbita deceleración.
Entonces la gota de mercurio sería proyectada con fuerza hacia la punta de la bala, y saldría por ella esparciéndose radialmente, como los dedos de una mano abierta o los pétalos de una flor que se abre, desgarrando nervios y tejidos, cortando, y dejando fragmentos de sí misma en una zona del tamaño de un platito de té. Cuando una bala de este tipo alcanzaba a una persona en la cabeza, no volvía a salir del cráneo; destruía todo el interior del mismo, y a causa de la tremenda presión hacia estallar la caja craneana.
El pistolero volvió a dejar cuidadosamente la bala encima del papel fino. A su lado, el hombre que la había preparado lo miraba inquisitivamente.
—Me parecen perfectas. Desde luego, es usted un buen artesano, Monsieur Goossens. ¿Y cuál es el problema a que se refería?
—Se trata de los tubos, señor. Su fabricación ha resultado más difícil de lo que había supuesto. Al principio, utilicé aluminio, como usted mismo sugirió. Pero tenga en cuenta, ante todo, que lo primero que hice fue comprar el arma y perfeccionarla. Por eso no pude dedicarme al estuche hasta hace muy pocos días. Confiaba en que, con mi habilidad y la maquinaría de mi taller, sería coser y cantar.
«Mas, para no aumentar el grosor de los tubos compré metal muy delgado, demasiado fino. Al practicar las roscas a los tubos, para su montaje posterior, quedaba como papel fino. A la menor presión, se dobla. Para poder mantener las medidas interiores adecuadas para que la parte más ancha de la recámara encajara en los tubos y no tener que adelgazar demasiado el material, hubiese tenido que construir unos tubos de un grosor exterior que no hubiese parecido natural. Así que tuve que decidirme por el acero inoxidable.
«Era la única solución. Parece exactamente aluminio, si bien resulta un poco más pesado. Siendo más fuerte, puede ser más delgado. Cabe practicarle roscas sin que se doble. Lo malo es que resulta más costoso trabajarlo, y exige más tiempo. Empecé ayer...
—Perfectamente. Lo que me dice es lógico. Lo importante es que lo necesito, y que debe ser perfecto. ¿Cuándo?
El belga se encogió de hombros.
—No es fácil decirlo. Tengo todos los componentes básicos, si no surgen otros problemas, cosa que dudo. Estoy seguro de que los últimos problemas técnicos están resueltos. Cinco días, seis días. Tal vez una semana...
El inglés no dejó traslucir nada. Su rostro permaneció impasible, examinando al belga mientras éste se justificaba. Cuando hubo terminado, el inglés aún seguía reflexionando.
—Bien–dijo finalmente–. Tendré que alterar mis planes de viaje. Pero tal vez ello no resulte tan grave como pensaba la última vez que estuve aquí. Hasta cierto punto, todo depende de los resultados de una llamada telefónica que debo hacer. En todo caso, tendré que acostumbrarme a manejar el arma, y lo mismo puedo hacerlo en Bélgica que en cualquier otra parte. Pero necesitaré el arma y las balas corrientes, más una de las preparadas. Y también un lugar solitario donde ejercitarme. ¿Dónde puedo encontrarlo en este país, en las máximas condiciones de seguridad y de secreto? Necesito una extensión de ciento treinta a ciento cincuenta metros al aire libre.
Goossens lo pensó un momento. En el bosque de las Ardenas–dijo, al fin–. Hay vastas zonas del bosque donde un hombre puede pasar varias horas completamente solo. Y puede usted ir allá y volver en un solo día. Hoy estamos a jueves, y el fin de semana empieza mañana; los bosques podrían estar demasiado llenos de domingueros. Le sugiero el lunes 5. Para el martes o el miércoles espero tener terminado lo que falta.
El inglés asintió, satisfecho.
—Bien. Creo que será mejor que me lleve ahora mismo el arma y las municiones. Volveré a verle el martes o miércoles de la semana próxima.
El belga iba a protestar, pero su cliente se le adelantó.
—Creo que le debo todavía unas setecientas libras. –Depositó unos fajos de billetes sobre el papel secante–. Aquí tiene otras quinientas. Le entregaré las doscientas que faltan cuando consiga el resto del equipo.
—Merci, Monsieur –dijo el armero, guardándose en el bolsillo los cinco fajos de billetes de veinticinco libras.
Desarmó el fusil pieza por pieza, guardando cada una en su correspondiente compartimiento del estuche. Envolvió la bala explosiva en un trozo de papel fino y la metió en el estuche, entre los trapos para limpiar el arma y los cepillos. Una vez cerrado el estuche, lo entregó, junto con la caja de municiones, al inglés, quien se guardó las balas en el bolsillo y cogió el estuche por el asa.
Goossens lo acompañó cortésmente hasta la puerta.
El Chacal llegó a tiempo para almorzar, aunque un poco tarde. Antes, depositó el estuche del fusil en el fondo del armario, lo cerró con llave y se metió la llave en el bolsillo.
Por la tarde, acudió, sin prisas, a la oficina central de Correos y pidió comunicación con un número de Zurich, Suiza. Tardó media hora en conseguirla, y tuvo que esperar otros cinco minutos a que Herr Meier levantara el tubo. El inglés se presentó citando un número, y, a continuación, su nombre.
Herr Meier se excusó y volvió a ponerse al aparato a los dos minutos. Su voz había perdido el tono de cautelosa reserva al principio. Los clientes cuya cuenta en francos suizos se incrementaba regularmente merecían un trato cortés. El hombre de Bruselas formuló una sola pregunta, y de nuevo el banquero suizo se excusó, esta vez para volver al teléfono antes de treinta segundos. Era evidente que había sacado de la caja fuerte la ficha del cliente y la estaba examinando.
—No, mein Herr–dijo el suizo–. Aquí tenemos sus instrucciones requiriéndonos a informarle por correo urgente en cuanto se efectúe alguna trasferencia a su favor, pero en el período que usted dice no se ha producido ninguna.
—Sólo he llamado, Herr Meier, porque llevo dos semanas fuera de Londres y pensé que podía haber llegado algo durante mi ausencia.
—No, señor. En cuanto llegue algo le informaremos inmediatamente, señor.
Interrumpiendo los efusivos saludos de Herr Meier, el Chacal colgó el teléfono, pagó la conferencia y salió.
Aquella misma tarde, poco después de las seis, encontró al falsificador en el bar de la Rue Neuve. El hombre estaba ya en el local, y el inglés, al ver un rincón libre, con un movimiento de cabeza indicó al falsificador que se reuniera con él. Pocos segundos después de haberse sentado y encendido un cigarrillo, presentóse al belga.
—¿Terminó?–preguntó el inglés.
—Sí, todo. Buen trabajo si me permite decirlo.
El inglés alargó la manó.
—Muéstremelo–ordenó.
El belga encendió uno de sus «Bastos» y movió negativamente la cabeza.
—Compréndalo, señor. Estamos en público. Además, se necesita buena luz para examinarlos, especialmente la documentación francesa. Están en mi estudio.
El Chacal le observó fríamente un momento, y luego asintió.
—Bien. Vamos allá.
Pocos minutos más tarde salieron del bar y tomaron un taxi, que les condujo a la calle donde estaba el estudio. Aún hacia sol, y, como siempre que andaba por la calle, el inglés llevaba las gafas oscuras de gruesa montura que disimulaban su identidad. Pero la calle era estrecha y el sol no penetraba en ella. Sólo un anciano se cruzó con ellos, pero como sufría de artritis andaba encorvado y con la cabeza gacha.
El falsificador bajó la escalera y abrió la puerta con su llave. El interior del estudio estaba casi tan oscuro como si en el exterior fuera ya de noche. Sólo unos rayos de pálida luz se filtraban a través de las horribles fotografías pegadas a la ventana situada al lado de la puerta. A esa luz el inglés pudo distinguir las formas de la silla y la mesa del office. El falsificador, corriendo las cortinas de terciopelo, penetró en el estudio y encendió la lámpara que colgaba del techo.
Del bolsillo interior de su saco extrajo un sobre de papel gris y extendió su contenido encima de la redonda mesita de caoba que servía de apoyo para los retratos. Entonces trasladó la mesita al centro de la habitación, debajo de la lámpara central. Las dos lámparas de arco del fondo del estudio permanecieron apagadas.
—Vea, señor.
Con una amplia sonrisa, señaló los tres documentos que vacían encima de la mesa. El inglés tomó el primero y lo levantó a la luz. Era su permiso de conducir, con la portada cambiada. En ella se leía que «Mr. Alexander James Quentin Duggan, de Londres Wl, es autorizado por el presente a conducir vehículos de motor de los grupos 1a, 1b, 2, 3, 11, 12 y 13, sólo desde el día 10 de diciembre de 1960 hasta el 9 de diciembre de 1963 inclusive.» Encima, figuraba el número del permiso, imaginario, desde luego, y las palabras «London County Council» y «Road Traffic Act 1960». Después, «PERMISO DE CONDUCTOR» y «Cobrado el impuesto del 15/–». A el Chacal le pareció una falsificación perfecta, por lo menos para su fines.
El segundo documento era simplemente una carte d'identité francesa a nombre de André Martin, de cincuenta y tres años de edad, nacido en Colmar y con residencia en París. Su propio retrato, con veinte años más, y el pelo gris cortado en cepillo, demacrado y turbado, lo miraba desde un ángulo del documento, el cual aparecía sucio y ajado, como suelen estarlo los documentos de identidad de los obreros.
El tercer documento le interesó especialmente. La fotografía que figuraba en él era ligeramente distinta de la del DI, porque la fecha de los dos variaba en unos meses, ya que las fechas de renovación, de haber sido auténticos, difícilmente hubiesen coincidido. El documento llevaba otra fotografía suya que había sido tomada apenas dos semanas atrás, pero la camisa parecía más oscura, y en las mejillas y el mentón se notaba que el hombre llevaba unos días sin afeitarse. Este efecto había sido logrado mediante un hábil retoque que, en conjunto, producía la impresión de que se trataba de dos fotos diferentes del mismo hombre, tomadas en distintas épocas y con otra indumentaria. En ambos casos, el trabajo de artesanía del falsificador era excelente. El Chacal levantó los ojos y se guardo los documentos en el bolsillo.
—Perfecto–dijo–. Exactamente lo que necesitaba. Lo felicito. Creo que quedan pendientes cincuenta libras.
—Cierto Monsieur. Merci.
El falsificador esperaba con impaciencia el dinero. El inglés extrajo de su bolsillo un fajo de diez billetes de cinco libras y extendió la mano.
Pero antes de soltar el fajo de billetes que sostenía entre el pulgar y el dedo índice, dijo:
—Creo que hay algo más, ¿no?
El belga intentó, en vano, fingir que no comprendía.
—Monsieur ...
—La primera página auténtica del permiso de conductor. La que dije que quería que me devolviera.
Ya no cabía la menor duda de que el falsificador fingía. Enarcó las cejas con expresión de gran sorpresa, como si no hubiera pensado más en ello, soltó el otro extremo del fajo de billetes, y se volvió. Dió unos pasos hacia el extremo opuesto de la estancia. Con la cabeza baja, como sumido en profundas reflexiones y las manos detrás de la espalda, dio unos pasos hacia el extremo opuesto de la estancia, luego, se volvió y acercose de nuevo al inglés.
—Pensé que acaso podríamos hablar un poco de esa hoja de papel, señor.
—¿Sí?
El tono de el Chacal era totalmente inexpresivo, aparte de una insinuación interrogativa. Tampoco su rostro expresaba nada, y los ojos aparecían nublados, como sumidos en la contemplación de un mundo privado interior.
—El hecho es, señor, que la primera página del permiso de conducir, en la cual, me figuro aparece su nombre auténtico, no está aquí. Oh, vamos, vamos...
Hizo un ademán exagerado, como para tranquilizar a una persona presa de ansiedad, cosa que el inglés no dio en absoluto la impresión de ser.
—... Está en lugar seguro. En la caja fuerte de un Banco que sólo yo puedo abrir. Comprenda, señor que un hombre como yo debe tomar precauciones, buscar, en cierto modo, una forma de asegurarse.
— ¿Qué quiere usted?
— Vamos, señor, yo esperaba que usted estaría dispuesto a llegar a un acuerdo acerca del cambio de propiedad de esa hojita de papel, acuerdo basado en una suma un tanto más elevada que la de ciento cincuenta libras que mencionamos en esta misma habitación.
El ingles exhaló un breve suspiro, como si se sintiera ligeramente disgustado por la capacidad del Hombre de complicarse innecesariamente la existencia en este mundo. No dio otra muestra de que la proposición del belga le interesara.
—¿Le interesa?–preguntó el falsificador, tímidamente.
Interpretaba su papel como si lo llevara cuidadosamente ensayado: el enfoque cauteloso, las insinuaciones supuestamente sutiles ... Al hombre que tenía enfrente le recordó un mal actor de un drama vulgar.
—No es la primera vez que trato con un chantajista–dijo el inglés, no como una acusación, sino como el simple reconocimiento de un hecho.
El belga se escandalizó.
—Pero, señor, por favor. ¿Chantaje? Lo que le propongo no es un chantaje, pero es un proceso que se repite a sí mismo. Yo le propongo simplemente un trato. Todo el paquete por una suma de dinero determinada. Después de todo, tengo en mi caja fuerte el original de su permiso de conducir, las pruebas reveladas y todos los negativos de las fotografías que tomé de usted, más, me temo...–hizo una mueca de pesar–...otra fotografía que tomé de usted muy rápidamente cuando estaba situado delante de los focos sin el maquillaje. Estoy seguro de que tales documentos en manos de las autoridades británicas y francesas podrían acarrearle muchas molestias. Evidentemente, usted es un hombre acostumbrado a pagar para evitarse toda clase de molestias...
—¿Cuánto?
—Mil libras señor.
El inglés consideró la propuesta, asintiendo gravemente con la cabeza, como si se tratara de una cuestión puramente académica.
—Desde luego, los documentos a que usted se refiere valen, para mí, esta suma–reconoció.
El belga exhibió una sonrisa triunfal.
—Celebro que lo diga, señor.
—Pero mi respuesta es «no»–prosiguió el inglés, como si todavía estuviera reflexionando profundamente.
El belga entornó los ojos.
—Pero, ¿por qué? No lo comprendo. Usted reconoce que los documentos valen esa suma. Es un trato limpio. Los dos sabemos que cuando se necesita una cosa hay que pagarla.
—Hay dos razones –dijo el otro, sin alterarse–. Primero, que no puedo estar seguro de que los negativos originales de mis retratos no hayan sido copiados de modo que a la primera petición puedan seguir otras. Tampoco tengo ninguna prueba de que no haya confiado usted los documentos a un amigo, quien, cuando se le pida que los devuelva, decida de pronto que ya no los tiene en su poder, salvo si se le refresca también a él la memoria con otro millar de libras.
El belga pareció aliviado.
—Si es esto lo que le preocupa, no tiene nada que temer. En primer lugar, de ningún modo podía interesarme confiar los documentos a ningún socio, ante la posibilidad de que no me los devolviera. Jamás pensé que estuviera usted dispuesto a entregar mil libras sin recibir los documentos. Por la misma razón, yo no me hubiera podido separar de ellos. Le repito que están depositados en un Banco.
«En cuanto a la posibilidad de que las peticiones de dinero por mi parte se repitan, no existe en absoluto. Una copia fotostática del permiso de conductor no impresionaría a las autoridades británicas, y aunque lo pescaran a usted con un permiso de conductor falso, ello sólo le causaría una pequeña molestia, para evitar la cual no le tendría en cuenta seguir pagándome. En cuanto a los documentos franceses, si las autoridades francesas fuesen informadas de que cierto inglés se hace pasar por un francés inexistente llamado André Martin, podrían, ciertamente, detenerlo a usted si entrara en Francia. Pero si yo insistiera en pedirle dinero, nada le impediría a usted deshacerse de los documentos y conseguir otros nuevos. Entonces ya no correría peligro alguno en Francia como André Martin, puesto que Martin había dejado de existir».
—Entonces, ¿por qué no puedo hacerlo ahora igualmente? –preguntó el inglés–. Otro juego de documentos probablemente no me costaría más de otras ciento cincuenta libras.
El belga abrió las manos con las palmas hacia arriba.
—Yo me baso en el hecho de que, para usted la comodidad y el factor tiempo valen dinero. Creo que usted necesita esos documentos a nombre de André Martin, y mi silencio, con urgencia. Conseguir otros documentos le llevaría mucho más tiempo, y sin duda no serían tan perfectos. Los que yo le he entregado lo son. Así que necesita usted los documentos y mi silencio, y ambas cosas ahora mismo. Los documentos ya los tiene. Mi silencio le costará un millar de libras.
—Bien está, puesto que lo plantea en estos términos. Pero, ¿qué le hace suponer a usted que tengo mil libras en mi poder, aquí, en Bélgica?
El belga sonrió comprensivamente, como quien conoce todas las respuestas pero no tiene inconveniente en exponerlas para satisfacer el capricho de un amigo querido.
—Señor, usted es un caballero inglés. Esto se nota a la legua. Y quiere hacerse pasar por un obrero francés de mediana edad. Su francés es fluido y casi sin acento. Por esto elegí Colmar como lugar de nacimiento de André Martin. Usted sabe que los alsacianos hablan francés con un acento parecido al de usted. Usted entra en Francia disfrazado de André Martin. Perfecto, un golpe genial. ¿A quién se le ocurriría jamás registrar a un viejo como Martin? Así, pues, sin duda debe usted de llevar encima algo de valor. ¿Drogas, tal vez? Hoy día están muy de moda en ciertos círculos elegantes de Inglaterra. Y Marsella es uno de los principales centros de distribución. ¿O diamantes? No lo sé. Pero el negocio en que trabaja usted es importante. Los lords ingleses no pierden tiempo trabajando como rateros en las carreras de caballos. Por favor, señor, vamos a dejarnos de cuentos. Telefonee usted a sus amigos de Londres, y pídales que le envíen un millar de libras aquí. Mañana por la noche hacemos el negocio, y usted, a lo suyo. ¿De acuerdo?
El inglés asintió varias veces con la cabeza, dolido, como meditando acerca de una vida pasada llena de errores. De pronto, sonrió con simpatía al belga. Era la primera vez que el falsificador le veía sonreír, y se sintió enormemente aliviado al comprobar que el apacible inglés había tomado las cosas con tanta calma. Se había resistido lo justo para buscar una salida. Pero a la larga, no había problemas. El hombre cedía. Sintió que la tensión le abandonaba.
—Muy bien–dijo el inglés–. Usted gana. Mañana por la tarde puedo tener esas mil libras aquí. Pero hay una condición.
—¿Una condición?–replicó el belga, frunciendo el ceno.
—Que no debemos reunirnos en este lugar.
El falsificador se sentía defraudado.
—El lugar es perfecto. Tranquilo, secreto ...
—Desde mi punto de vista no es tan perfecto. Acaba usted de decirme que tomó clandestinamente una foto de mí. No quiero que nuestra pequeña ceremonia de intercambio de los respectivos sobres sea interrumpida por el disparo de una cámara desde algún rincón oculto donde uno de sus amigos está escondido...
El belga se mostró visiblemente aliviado. Se echó a reír.
—No tiene usted nada que temer, cher ami. El local es mío, es muy discreto, y aquí no viene nadie a menos que yo lo invite. Hay que ser prudente, porque aquí ejerzo otro negocio, a base de fotografías para los turistas, ¿comprende? Fotografías muy populares pero de una clase muy diferente de las que se hacen en un estudio de la Grande Place...
Levantó la mano izquierda, formando una O con el pulgar y el índice, y pasando el índice de la mano derecha varias veces por el centro de la abertura circular para indicar el acto sexual en ejecución.
El inglés guiñó un ojo. Exhibió una ancha sonrisa, y luego se echó a reír. También el belga se reía a carcajadas. El inglés aplicó con fuerza las palmas de las manos en ambos brazos del belga, y sus dedos se hincaron en los bíceps, inmovilizando así al belga, cuyas manos seguían realizando gestos eróticos. El belga todavía estaba riendo cuando tuvo la impresión de que sus órganos genitales habían recibido el impacto de un tren expreso.
La cabeza cayó bruscamente hacia delante, las manos interrumpieron su gesticulación y bajaron hacia los testículos aplastados, de donde el hombre que lo tenía agarrado acababa de retirar la rodilla derecha, y la carcajada se trocó en un chillido, un grito ronco, un espasmo vocal. Semiinconsciente, cayo de rodillas, intentando luego enroscarse hacia delante y de costado para tenderse en el suelo.
El Chacal lo dejó deslizarse suavemente hasta que quedó de rodillas. Entonces pasó detrás de la figura caída en el suelo y se sentó a horcajadas en la espalda del belga. Rodeó con el brazo derecho el cuello del belga, y con la mano del mismo brazo agarró el bíceps de su propio brazo izquierdo. La mano izquierda se apoyaba entretanto en la nuca del falsificador. El inglés imprimió un breve giro al cuello de su víctima, hacia atrás, hacia arriba y a un lado.
El crujido de la columna cervical al romperse, probablemente no fue muy ruidoso, pero en el silencio del estudio sonó como un disparo de pistola. El cuerpo del falsificador hizo una última contracción y se derrumbó como una muñeca de trapo. El Chacal retuvo su presa un largo momento antes de dejar que el cadáver cayera de cara al suelo. La cara quedó de lado; las manos, ocultas bajo el cuerpo, agarraban todavía los testículos; la lengua asomaba ligeramente entre los dientes, y los ojos, abiertos miraban fijamente la muestra descolorida del linóleo.
El inglés se acercó rápidamente a las cortinas para asegurarse de que estaban completamente corridas, y luego volvió junto al cadáver Le dio la vuelta y, registrando sus bolsillos, encontró lo que buscaba: las llaves. En el otro extremo del estudio estaba el enorme baúl, con su contenido de postizos y afeites. Con la cuarta llave que probó abrió el cerrojo. Entonces pasó diez minutos vaciando el baúl, y amontonando de cualquier manera su contenido en el suelo.
Una vez completamente vacío el baúl, el pistolero, sujetando por los sobacos el cadáver del falsificador, lo levantó y lo depositó encima del baúl abierto. El cadáver cayó al fondo del mismo. Los miembros inanimados se doblaron para encajar debidamente en el baúl. Dentro de pocas horas el rigor mortis habría fijado ya la posición del cadáver. Entonces, el Chacal procedió a rellenar el baúl con los objetos que había extraído del mismo. Pelucas, prendas femeninas de ropa interior, bisoñés y todo cuanto era flexible y pequeño fue metido en los intersticios entre los miembros. Encima las bandejas con los cepillos y los tubos de maquillaje. Finalmente, los potes de crema, dos saltos de cama, varios suéteres y pantalones, un bata y varios pares de medias de red acabaron de cubrir el cadáver, llenando el baúl hasta el mismo borde. Tuvo que hacer un poco de presión para cerrar la tapa, pero por fin el pestillo quedo encajado en su sitio. Cerró con llave.
Durante toda la operación, el inglés tuvo buen cuidado de manejar los botes de crema y los tubos envolviéndose las manos en una pieza de tela del interior del baúl. Ahora, utilizando su propio pañuelo, limpió de huellas digitales del cerrojo y la tapa del baúl, se guardó en el bolsillo los billetes de cinco libras que seguían encima de la mesa, limpió también ésta y la arrimó de nuevo a la pared, tal como estaba cuando habían entrado. Por último, apagó la luz, tomó asiento en una de las sillas adosadas contra la pared y se dispuso a esperar que cayera la noche. Al cabo de unos minutos sacó un paquete de cigarrillos, vació los diez que quedaban en uno de los bolsillos laterales del saco, y se fumó uno de ellos, utilizando el paquete vacío como cenicero y guardando cuidadosamente la colilla dentro del paquete cuando acabó de fumar.
No esperaba que la desaparición del falsificador pasara inadvertida eternamente; sin embargo, al parecer un hombre como aquél debía verse obligado a ocultarse o a desaparecer a intervalos periódicos. Si alguno de sus amigos se fijaba en que, de pronto, había dejado de frecuentar los locales donde normalmente se lo veía, probablemente atribuiría a ello su desaparición. Al cabo de un tiempo se iniciaría su búsqueda, primero entre las personas relacionadas con el mundo de la falsificación o del negocio de fotografías pornográficas. Algunas de ellas acaso visitarían el estudio, pero la mayoría, al encontrarlo cerrado, desistirían. Quien penetrara en el estudio tendría que forzar primero la puerta, y después el baúl, y vaciarlo del todo antes de descubrir el cadáver.
Un miembro del mundo clandestino que llegara a hacer tal cosa probablemente no iría a denunciar el hecho a la Policía, razonó el inglés, pensando que el falsificador había sido víctima de la venganza de algún jefe de banda. Ningún cliente maníaco interesado en pornografía habríase molestado en ocultar tan cuidadosamente el cadáver después de un crimen pasional. Pero, tarde o temprano, la Policía llegaría a enterarse. Entonces seguramente se publicaría una fotografía, y acaso el barman recordara que el falsificador había salido de su bar, la tarde del primero de agosto, en compañía de un hombre alto y rubio, con traje a cuadros y gafas oscuras.
Pero era muy probable que pasaran meses antes de que a nadie se le ocurriera abrir la caja de alquiler del muerto en el Banco, aunque la tuviera registrada a su nombre. El inglés no había hablado con el barman, y hacía ya dos semanas que había dirigido la palabra al camarero para pedir las bebidas. El camarero tendría que poseer una memoria fenomenal para recordar el ligero rastro de acento extranjero al pedirle dos cervezas. La Policía iniciaría la búsqueda formularia de un hombre alto y rubio, pero aunque la investigación llegara a descubrir el nombre de Alexander Duggan, la Policía belga estaría todavía muy lejos de encontrar a el Chacal. En suma, éste estaba convencido de que tenía por lo menos un mes de tiempo, más de lo que necesitaba. El asesinato del falsificador había sido para él algo tan maquinal como aplastar una cucaracha. El Chacal se relajó, fumó otro cigarrillo y miró hacia fuera. Eran las nueve y media, y la calle estaba oscura. Salió del estudio silenciosamente y cerró con llave la puerta, desde fuera. Nadie se cruzó con él por la calle. A cosa de unos ochocientos metros del lugar dejó caer las llaves, inidentificables, por una alcantarilla y pudo oír cómo se zambullían en las aguas a bastante profundidad. Llegó al hotel a tiempo para la cena, aunque un poco tarde.
Al día siguiente, viernes, estuvo de compras en un barrio obrero de Bruselas. En una tienda especializada en equipos para camping compró un par de botas de excursionista, unos calcetines largos, de lana, unos pantalones de algodón, una camisa de lana, a cuadros, y una mochila. Adquirió, además, varias piezas de espuma de goma, en hojas delgadas, una bolsa de malla para la compra, un ovillo de bramante, un cuchillo de caza, dos pinceles pequeños, un bote de pintura rosa y otro de pintura marrón. Pensó en comprar un melón grande en una frutería, pero decidió no hacerlo, porque, después del fin de semana, probablemente estaría echado a perder.
De vuelta al hotel, utilizó su nuevo permiso de conductor, que ahora concordaba con su pasaporte a nombre de Alexander Duggan, para encargar, para el día siguiente, un coche de alquiler sin chófer, luego, encargó al recepcionista que le hiciera reservar una habitación con una sola cama y ducha baño para aquel fin de semana en un lugar de la costa. A pesar de las aglomeraciones propias del mes de agosto, el recepcionista encontró sitio para él en un pequeño hotel con vistas al pintoresco puerto de pesca de Zeebrugge, y le deseó un feliz fin de semana en la playa.
CAPITULO VII
Mientras el Chacal se dedicaba a sus compras en Bruselas, Viktor Kowalski en la oficina central de Correos de Roma, luchaba con los problemas que plantean las informaciones telefónicas internacionales.
Como no hablaba italiano, tuvo que recurrir a los empleados del mostrador; uno de ellos dijo que hablaba un poco de francés. Laboriosamente, Kowalski le explicó que deseaba telefonear a un hombre en Marsella, Francia, pero que no conocía su número de teléfono.
Sí, sabía su nombre y su dirección. El nombre era Grzybowski. Esto aturdió al italiano, quien pidió a Kowalski que se lo escribiera. Así lo hizo Kowalski, pero el italiano, negándose a creer que un apellido pudiera empezar con «Grzyb...», lo deletreo al telefonista de las líneas internacionales como «Grib...» suponiendo que la «z» que había escrito Kowalski debía ser una «i». El telefonista francés comunicó al italiano que en el listín telefónico de Marsella no existía ningún Josef Gribowski. El empleado, a su vez, informó a Kowalski de que tal persona no existía.
Por pura casualidad, porque era un hombre servicial, deseoso de complacer a un extranjero, el empleado deletreó el apellido para subrayar que lo había captado perfectamente:
—Il n'existe pas, Monsieur. Voyons... g, r, i...
—Non, g, r, z... –le corrigió Kowalski.
El empleado pareció perplejo.
—Excusez moi, Monsieur. ¿G, r, z y, b?
—Oui –insistió Kowalski–. G.R.Z.Y.B.O.W.S.K.Y.
El italiano se encogió de hombros y volvió a recurrir al telefonista.
—Comuníquenme otra vez con información internacional, por favor.
A los diez minutos, Kowalski tenía el número de JoJo, y media hora más tarde comunicaba con él. Al otro extremo del hilo, la voz del ex legionario aparecía desfigurada por las interferencias. Antes de confirmar las malas noticias contenidas en la carta de Kovacs, pareció vacilar un tanto. Sí, celebraba que Kowalski hubiese llamado; llevaba tres meses intentando averiguar su paradero.
Por desgracia, sí era cierto lo de la enfermedad de la pequeña Sylvie. La niña había ido perdiendo el apetito y adelgazando, y, cuando, por fin, un médico había diagnosticado la enfermedad, ya había sido preciso acostarla. La niña estaba en la habitación contigua del piso desde donde JoJo hablaba. No, no era el mismo departamento. Se habían trasladado a otro más nuevo y más grande. ¿Cómo? ¿La dirección? JoJo se la dio, muy despacio, mientras Kowalski, sacando la punta de la lengua, la anotaba lentamente.
—¿Cuánto tiempo de vida le dan los matasanos? –rugió por el teléfono.
Logró hacerse comprender de JoJo la cuarta vez que lo intentó. Hubo una larga pausa.
—Allo, allo –gritó, ante aquel silencio.
La voz de JoJo volvió a dejarse oír.
—Una semana, tal vez dos o tres–dijo JoJo.
Negándose a creerlo, Kowalski se quedó mirando fijamente el auricular que tenía en la mano. Sin decir palabra, colgó y salió tambaleándose de la cabina. Después de pagar el importe de la conferencia, recogió la correspondencia, la guardó en el estuche de acero encadenado a su muñeca y echó a andar de regreso hacia el hotel. Por primera vez en muchos años, su mente se hallaba confusa, y no podía dirigirse a nadie en petición de órdenes para resolver el problema por medios violentos. En su piso de Marsella, el mismo donde siempre había vivido, JoJo colgó el aparato cuando comprendió que Kowalski también lo había hecho. Al volverse encontró a los dos agentes del Servicio de Acción en el mismo lugar donde había estado, cada uno empuñando un «Colt 45» especial. Uno de ellos apuntaba a JoJo, y el otro a su esposa, que permanecía sentada con la tez cenicienta, en un ángulo del sofá.
—Cerdos–dijo JoJo, con odio–. Cabrones.
—¿Va a venir?–preguntó uno de los dos agentes.
—No lo ha dicho. Ha colgado–contestó el polaco.
Los ojos negros del corso se clavaron en él —Debe venir. Éstas son las órdenes.
—Ya me ha oído; he dicho lo que me han ordenado decir. Y ha colgado. No he podido impedírselo.
—Por tu bien, JoJo, mejor que venga–repitió el corso.
—Vendrá–dijo JoJo, con resignación–. Si puede vendrá. Por la niña.
—Bien. Entonces tu papel ha terminado.
—Fuera de aquí, pues–gritó JoJo–. Déjennos en paz.
El corso, sin dejar de empuñar el arma, se levantó. El otro permaneció sentado, mirando fijamente a la mujer.
—Nos iremos–dijo el corso–, pero vosotros vendréis con nosotros. Los dos. No podemos dejarlos sueltos para que vayáis charlando por ahí o llaméis a Roma, ¿comprendes JoJo?
—¿Adónde nos llevan?
—Unas pequeñas vacaciones. Un simpático hotel de montaña. Mucho sol y aire puro. Te conviene, JoJo.
—¿Por cuánto tiempo? –preguntó el polaco, con amargura.
—El que sea necesario.
El polaco lanzó una mirada por la ventana hacia la maraña de callejones y tiendas de pescado que se extienden, agazapados, detrás de la vista de tarjeta postal del Vieux Port.
—Estamos en plena temporada turística. Los trenes van llenos estos días. En agosto ganamos más que en todo el invierno. Esto será nuestra ruina por varios años.
El corso, como si encontrara aquello muy gracioso, se echó a reír.
—Debes considerarlo más como una ganancia que como una pérdida, JoJo. Al fin y al cabo, es por Francia, tu patria adoptiva.
El polaco se volvió en redondo.
—La política me importa un pepino. Me importa un bledo quien ejerce el poder, qué partido tiene la sartén por el mango. Pero conozco a los tipos como ustedes. Servirían a Hitler, o a Mussolini; o a la OAS, si os conviniera. O a cualquiera. Los regímenes pueden cambiar, pero los cerdos como ustedes no cambian jamás...
Mientras vociferaba estas palabras, se acercaba, cojeando, al hombre que seguía apuntándole con su arma sin que la mano le temblara.
—JoJo–chilló la mujer, desde el sofá–. JoJo, je t'en prie. Laisse le.
El polaco se detuvo y miró a su mujer, como si hubiese olvidado su presencia. Luego, dirigió la mirada a su alrededor, a todos los presentes, uno por uno. Todos lo miraban también, su mujer con expresión implorante, y los dos agentes del Servicio Secreto de modo inexpresivo. Estaban acostumbrados a los inútiles reproches de sus víctimas. El jefe de los dos señaló el dormitorio con la cabeza.
—Vamos, preparen el equipaje. Primero tú; luego, tu mujer.
—¿Y Sylvie? A las cuatro volverá de la escuela. No encontrará a nadie–dijo la mujer.
El corso seguía mirando a su marido.
—La recogeremos al pasar. Ya está todo arreglado. Le han dicho a la maestra que la abuela de la niña se está muriendo y que toda la familia ha sido llamada a su lecho de muerte. Todo se hará con discreción. Vamos, muévanse.
JoJo se encogió de hombros, lanzó una última ojeada a su mujer y entró en su dormitorio, seguido del corso, para preparar el equipaje. Su mujer continuó retorciendo un pañuelo entre sus manos. Al cabo de un rato miró al otro agente, situado al extremo del sofá. Era gascón, y más joven que el corso.
—¿Qué..., qué le harán?
—¿A Kowalski?
—A Viktor.
—Unos señores quieren charlar con él. Eso es todo.
Una hora más tarde, toda la familia ocupaba el asiento trasero de un enorme «Citröen» y los dos agentes, el delantero. El vehículo marchó a toda velocidad hacia un hotel muy discreto de Vercors.
El Chacal pasó el fin de semana en la costa. Se compró un par de trajes de baño, y el sábado tomó el sol en la playa de Zeebrugge, se bañó varias veces en el mar del Norte y paseó por la pequeña ciudad y por la escollera, donde marinos y soldados británicos habían luchado y caído en otro tiempo, en un cenagal de sangre y de balas. Algunos de los bigotudos ancianos que, sentados a lo largo de la escollera, estaban pescando, habrían recordado lo ocurrido cuarenta y seis años atrás si el Chacal les hubiese interrogado, cosa que no hizo. Los ingleses presentes entonces eran unas pocas familias diseminadas por la playa, que gozaban del sol y miraban cómo sus niños jugueteaban con las olas.
El lunes por la mañana hizo el equipaje y salió en su automóvil, sin apresurarse, a través de la campiña flamenca y por las estrechas calles de Gante y de Brujas. Devoró los inigualables bifes asados con fuego de leña en el restaurante «Siphon», de Damm, y a media tarde emprendió el regreso a Bruselas. Antes de acostarse, encargó que lo llamaran temprano, le sirvieran el desayuno en la cama y le prepararan un almuerzo para llevarse, porque el día siguiente quería ir a las Ardenas a visitar la tumba de su hermano mayor, caído en la batalla de Bulge, entre Bastogne y Malmédy. El empleado se mostró sumamente cortés y solícito y prometió que lo llamarían sin falta para su piadosa peregrinación.
En Roma, Viktor Kowalski pasó un fin de semana mucho menos descansado. Cumplió regularmente sus turnos de guardia, como encargado del mostrador del rellano del octavo piso, o en el tejado por la noche. En los períodos de descanso durmió poco; pasó la mayor parte de su tiempo libre acostado en la cama, fumando y bebiendo el vino tinto comprado en damajuanas para los ocho ex legionarios de la guardia. El rosso italiano no podía compararse con el pinard argelino de las cantimploras de los legionarios, pensaba Viktor, pero mejor era aquello que nada.
Generalmente, a Kowalski le resultaba difícil tomar una decisión cuando no podía contar con órdenes superiores que le orientaran. Pero el lunes por la mañana ya estaba totalmente decidido.
No tardaría mucho, tal vez un solo día, o dos, si los aviones no enlazaban correctamente. En todo caso, tenía que hacerlo. Luego se lo explicaría al patrón. Estaba seguro de que el patrón lo comprendería, aunque sin duda se pondría furioso. Pensó en la posibilidad de confiar su problema al coronel y pedirle un permiso de cuarenta y ocho horas. Pero estaba seguro de que el coronel, a pesar de que era un buen oficial que ayudaba a sus hombres cuando se encontraban en un apuro le prohibiría irse. No comprendería lo de Sylvie; y Kowalski seguro que no acertaría a explicárselo. Nunca conseguía explicar nada con palabras. El lunes por la mañana, cuando se levantó para acudir a su turno de guardia, exhaló un hondo suspiro. Lo turbaba profundamente la idea de que por primera vez en su vida de legionario iba a convertirse en un desertor.
El Chacal se levantó a la misma hora e hizo minuciosamente sus preparativos. Primero se duchó y afeitó, después devoró el excelente desayuno, servido en una bandeja, junto a su cama. Tomó el estuche que contenía el fusil y envolvió cuidadosamente cada pieza en varias capas de espuma de goma, asegurando los paquetes con bramante. Después lo guardó todo en el fondo de su mochila. Puso encima los tarros de pintura y los pinceles, los pantalones de algodón y la camisa a cuadros, los calcetines y las botas. Guardó la bolsa de red en uno de los bolsillos exteriores de la mochila y la caja de municiones en el otro.
Se puso una de sus camisas a rayas, que estaban de moda en 1963, un traje liviano, color indefinido, muy diferente de los gruesos trajes a cuadros que solía llevar, y un par de borceguíes negros, de fina gamuza. Una corbata de seda negra completaba su atuendo. Tomó con una mano la mochila y bajó a su coche, situado en la playa de estacionamiento del hotel. Guardó la mochila en el portaequipajes y volviendo al vestíbulo del hotel recogió su almuerzo preparado, correspondió con un saludo a los buenos deseos del recepcionista, que lo despidió con un bon voyage, y a las nueve salía de Bruselas a toda marcha por la vieja carretera E.40 en dirección a Namur. El paisaje, llano y despejado, se tostaba ya al cálido sol que presagiaba un día tórrido. El mapa de rutas le dijo que tenía ciento cincuenta kilómetros hasta Bastogne, y el Chacal agregó unos pocos más para encontrar un lugar retirado en las colinas y los bosques situados al sur de la pequeña ciudad. Calculó que a mediodía podía haber recorrido con facilidad los ciento sesenta kilómetros, y lanzó su «Simca Aronde» por otro largo tramo de carretera a través de la llanura.
Antes de que el sol hubiera alcanzado su punto más alto, había dejado atrás Namur y Marche y se acercaba a Bastogne. Cruzando la pequeña ciudad que había sido arrasada por los cañones de los tanques «Tigre» de Von Manteuffel, en el invierno de 1944, siguió rumbo al sur, hacia las colinas. Los bosques se hacían cada vez más densos, y la zigzagueante carretera era cada vez más sombreada por los altos olmos y hayas; los rayos de sol apenas lograban atravesar la espesura.
Ocho kilómetros más allá de la ciudad, el Chacal encontró un camino que se adentraba por el bosque. Se introdujo con su coche por él, y a un kilómetro y medio encontró otro sendero más estrecho. Avanzó unos metros por éste, y ocultó el automóvil detrás de unos espesos arbustos. Esperó un rato en la sombra del bosque, fumando un cigarrillo y escuchando los pequeños ruidos del motor que se iba enfriando, el susurro del viento entre las ramas altas y el zureo distante de un pichón.
Lentamente, se bajó, abrió el portaequipajes y dejó la mochila encima del musgo. Prenda por prenda se cambió de ropa, dejando su impecable traje bien doblado en el asiento trasero del «Aronde» y embutiéndose los pantalones de algodón. Hacía un tiempo lo bastante caluroso para poder prescindir del saco, y el Chacal cambió su fina camisa a rayas por la burda camisa a cuadros que llevaba en la mochila. Finalmente, los lujosos borceguíes de ciudad fueron sustituidos por las botas y los calcetines de lana, dentro de los cuales introdujo el extremo inferior de su pantalón.
Desenvolvió una por una las piezas del fusil, y lo armó. Introdujo el silenciador en uno de los bolsillos de su pantalón y la mira telescópica en el otro. Guardó una veintena de balas corrientes en uno de los bolsillos superiores de la camisa, y la única bala explosiva, envuelta en papel fino, en el otro bolsillo.
Una vez montado el resto del fusil, lo dejó encima del capó del coche, y volviendo al portaequipajes, extrajo del mismo la compra que había hecho la víspera en un puesto del mercado de Bruselas–un melón–antes de volver al hotel, y que durante toda la noche había estado en el portaequipajes. Cerró éste con llave, metió el melón en la mochila vacía, justamente con la pintura, los pinceles y el cuchillo de caza, cerró con llave el coche y se internó por el bosque. Era poco más de mediodía.
Al cabo de diez minutos había encontrado un claro, largo y estrecho, desde uno de cuyos extremos podía ver perfectamente el otro, a unos ciento cincuenta pasos, y buscó entonces otro árbol desde donde fuese visible el lugar donde había dejado el arma. Vació en el suelo el contenido de la mochila, abrió los dos tarros de pintura y se puso a trabajar en el melón. La parte superior y la inferior del fruto fueron pintados rápidamente de marrón, directamente sobre la verde corteza. La sección central fue coloreada de rosa. Mientras los dos colores estaban todavía frescos, dibujó burdamente con el índice un par de ojos una nariz, un bigote y la boca.
Clavando el cuchillo en el melón para no estropear la pintura con los dedos, el Chacal introdujo el fruto en la bolsa de red. Ésta era lo bastante clara para dejar bien visible la forma del melón y los rasgos esbozados en su corteza.
Finalmente, el Chacal clavó con fuerza el cuchillo de caza en el tronco del árbol, a unos dos metros del suelo, y colgó de su mango las asas de la bolsa de red. Sobre el fondo verde de la corteza del árbol, el melón rosado y pardo destacaba como una grotesca cabeza humana separada del tronco. El Chacal retrocedió unos pasos para admirar su obra. A ciento cincuenta metros serviría para sus fines.
Cerró de nuevo los dos botes de pintura y los arrojó lejos, en el bosque, entre la maleza. En cuanto a los pinceles, los hundió en el suelo por el mango, y pisoteó luego las cerdas hasta que resultaron invisibles. Tomando consigo la mochila, volvió al lugar donde se encontraba el fusil.
El silenciador giró correctamente alrededor del cañón hasta que quedó fijado en el mismo. El alza telescópica fue debidamente ajustada encima del cañón. El Chacal abrió el cerrojo y colocó en la recámara la primera bala. Con el ojo en el alza telescópica, buscó en el otro extremo del claro del bosque su blanco colgante. Cuando lo descubrió, le sorprendió verlo tan grande y con tanta claridad. Aparentemente, de haber sido la cabeza de un ser humano no habría estado a más de treinta metros de distancia. Podía distinguir las mallas de la bolsa que contenía el melón, y hasta las huellas de sus dedos en la pintura, en el lugar donde habían trazado los principales rasgos de la cara.
Modificó ligeramente su posición, se apoyó contra un árbol para asegurar la puntería, y volvió a apuntar. Las dos líneas cruzadas del interior de la mira telescópica no aparecían completamente centradas, de modo que tuvo que ajustar los tornillos reguladores hasta que la cruz apareció perfectamente centrada. Satisfecho, apuntó al centro del melón y disparó.
El retroceso fue menos fuerte de lo que esperaba, y el sonido apagado que emitió el silenciador apenas hubiera podido oírse desde el lado opuesto de una calle. Con el arma bajo el brazo, el Chacal recorrió la distancia que lo separaba de su blanco y examinó el melón. Cerca del borde superior, a la derecha, la bala se había abierto paso a través de la corteza del fruto, cortando una hebra de la bolsa de la red y penetrando después en el árbol. Volvió a su sitio y disparó un segundo tiro, sin rectificar en absoluto la regulación del alza telescópica.
El resultado fue el mismo, con un centímetro de diferencia. Hizo en total cuatro disparos sin tocar los tornillos del alza telescópica, hasta que tuvo la convicción de que apuntaba bien, pero el alza telescópica le inducía a desviar el tiro hacia arriba y ligeramente hacia la derecha. Entonces ajustó los tornillos.
El tiro siguiente resultó bajo y a la izquierda. Para asegurarse de ello, anduvo a todo lo largo del claro y examinó el agujero practicado por la bala. Ésta había penetrado por el ángulo inferior izquierdo de la boca de la falsa cabeza. Hizo tres disparos más sin modificar la nueva posición del alza telescópica, y comprobó que las tres balas daban en la misma zona. Entonces volvió a ajustar los tornillos.
El noveno tiro penetró limpiamente en la frente, adonde había apuntado. Por tercera vez se acercó al blanco, y en esta ocasión se sacó un pedazo de tiza del bolsillo y pintó de blanco las zonas tocadas por las balas: arriba y a la derecha, abajo y a la izquierda, y el limpio orificio del centro de la frente.
A partir de aquel momento acertó sucesivamente una vez en cada ojo, en el puente de la nariz, en el labio superior y en el mentón. Colocando el blanco de perfil, introdujo seis balas, sucesivamente, por la sien, la oreja, el cuello, la mejilla, la mandíbula y el cráneo. Sólo uno de los tiros se desvió ligeramente.
Satisfecho del arma, observó la posición de los tornillos reguladores del alza telescópica, y sacando de su bolsillo un tubo de cola de madera de balsa, recubrió con el viscoso líquido las cabezas de los dos tornillos y la superficie de baquelita contigua. Media hora y dos cigarrillos más tarde, la cola se había endurecido y el alza había quedado fijada a la medida de su visión para aquella arma concreta y con un blanco situado a ciento treinta metros.
Del otro bolsillo de su chaqueta extrajo la bala explosiva, la desenvolvió y la introdujo en la recámara. Apuntó con particular cuidado al centro del melón y disparó.
Cuando el último rizo de humo azul salía del extremo del silenciador, el Chacal dejó el fusil apoyado contra el árbol y echó a andar hacia el blanco. La bolsa de malla pendía, inerte y casi vacía de su contenido, contra el requemado tronco del árbol. El melón, que había recibido el impacto de veinte balas de plomo sin desintegrarse, ahora se había deshecho del todo. Fragmentos del mismo habían saltado a través de las mallas de la bolsa y yacían esparcidos por la hierba. El jugo y las pepitas resbalaban por la corteza del árbol. Los restantes fragmentos de la carne del fruto habían quedado en el extremo inferior de la bolsa, que pendía del cuchillo de caza.
El Chacal descolgó la bolsa y la arrojó a unos matorrales próximos. El blanco que había contenido era inidentificable, salvo como una masa de pulpa. El Chacal arrancó el cuchillo del tronco y lo guardó en su vaina. Recogió el fusil y volvió al coche.
Allí desarmó el arma pieza por pieza, y envolvió cuidadosamente cada una de ellas en su protección de espuma de goma. Lo guardó todo en la mochila, junto con las botas, los calcetines, la camisa y los pantalones. Volvió a vestir su atuendo urbano, encerró la mochila en el portaequipajes y devoró apresuradamente los bocadillos que se había traído.
Después de comer, dejó el sendero del bosque, enfiló la carretera principal, pasó por Bastogne, Marche y Namur y llegó a Bruselas. Poco después de las seis estaba de regreso en su hotel. Tras llevarse la mochila a su cuarto, bajó a pagar la cuenta del coche de alquiler. Antes de darse un baño, pasó una hora limpiando con esmero todas las piezas del fusil, que engrasó minuciosamente; luego, lo guardó en su estuche y encerró éste en el armario. Más avanzada la noche, la mochila, el bramante y varias tiras de espuma de goma fueron arrojados a un cubo de desperdicios colectivos, y veintiún cartuchos usados, al fondo del canal municipal.
Por la mañana de aquel mismo lunes, 5 de agosto, Viktor Kowalski se hallaba de nuevo en la oficina central de Correos de Roma buscando la ayuda de alguien que hablara francés. Esta vez, rogó al empleado que telefoneara a «Alitalia» y se informara del horario de los vuelos entre Roma y Marsella para aquella semana. Así se enteró de que ya había perdido el vuelo del lunes, porque el avión despegaba de Fiumicino dentro de una hora y ya no llegaría a tiempo para tomarlo. El siguiente vuelo directo sería el miércoles. No, no había otras líneas que realizaran vuelos directos a Marsella desde Roma. Los había indirectos, eso sí, ¿podían interesarle al señor? ¿No? ¿El vuelo del miércoles? Sí, salía a las 11,15 de la mañana y llegaba al aeropuerto de Marignane, de Marsella, poco después de las doce. El vuelo de retorno sería al día siguiente. ¿Un pasaje? ¿Ida y vuelta? Bien, ¿y el nombre? Kowalski dio el nombre que figuraba en los documentos que llevaba en el bolsillo. Abolidos los pasaportes dentro del Mercado Común, bastaría el carnet de identidad.
Le dijeron que debía estar el miércoles en la recepción de «Alitalia» en Fiumicino una hora antes de la salida. Cuando el empleado colgó, Kowalski recogió las cartas, las encerró en su estuche y volvió al hotel.
A la mañana siguiente, el Chacal visitó por última vez a Goossens. Lo llamó a la hora del desayuno, y el armero dijo que tenía la satisfacción de poder comunicarle que el trabajo estaba listo. Monsieur Duggan podía pasar a las once de la mañana. Y, por favor, debía llevar consigo las piezas necesarias para el ajuste definitivo.
Llegó también con media hora de antelación, con el estuche dentro de una valija de fibra que había comprado de segunda mano a primera hora de la mañana. Durante treinta minutos vigiló la calle donde vivía el armero antes de entrar por la puerta principal. Cuando Goossens lo invitó a pasar, entró sin vacilar en el despacho. Goossens se reunió con él después de cerrar con llave la puerta principal y la del despacho.
—¿No han surgido nuevos problemas?—preguntó el inglés.
—No, esta vez creo que ya lo tenemos.
De detrás de su mesa el belga extrajo varios rollos de arpillera y los depositó encima del escritorio. A medida que los desenrollada iba colocando, uno al lado de otro, una serie de finos tubos de acero, tan bruñidos que parecían de aluminio. Cuando el último estuvo encima de la mesa alargó la mano hacia el estuche que contenía las piezas del fusil. El Chacal se lo dio.
Una por una, el armero fue deslizando las piezas del fusil en el interior de los tubos. Encajaban perfectamente.
—¿Cómo fueron las prácticas de tiro? –preguntó sin dejar de trabajar.
—Muy satisfactorias.
Goossens observó que los tornillos de ajuste del alza telescópica habían sido soldados con cola de madera de balsa.
—Siento mucho que los tornillos hayan tenido que ser tan pequeños –dijo–. Pero los originales eran demasiado grandes y tuve que recurrir a éstos. De lo contrario, el alza telescópica no hubiese entrado en el tubo.
Deslizó la mira en el tubo de acero que le estaba destinado, y como las otras piezas, encajó exactamente. Cuando la última de las cinco piezas del fusil hubo desaparecido de la vista, el armero mostró al inglés la minúscula pieza que era el gatillo y las cinco restantes balas explosivas.
—Para esto he tenido que buscar otro alojamiento –explicó.
Tomó la hombrera del rifle, almohadillada en cuero negro, y enseñó a su cliente cómo el cuero había sido rajado con una hoja de afeitar. Hundió el gatillo en el relleno interior, y cerró la hendidura con un trozo de cinta aislante negra. Resultaba muy natural. Del cajón de su escritorio extrajo un cilindro de goma negra, de unos cuatro centímetros de diámetro por cinco de altura.
Del centro de una de sus bases sobresalía un vástago de acero provisto de rosca.
—Esto encaja en el extremo del último de los tubos –dijo.
Alrededor del vástago de acero había cinco agujeros practicados en la goma. El armero insertó cuidadosamente una bala en cada uno de ellos, hasta que sólo fueron visibles las cápsulas de percusión.
—Cuando la pieza está armada, las balas resultan invisibles; y la goma añade un toque de verosimilitud –explicó. El inglés permanecía en silencio–. ¿Qué está pensando?–preguntó el belga, no sin cierta ansiedad.
Sin decir palabra, el inglés tomó los tubos y los examinó uno por uno. Los sacudió, pero no oyó ningún ruido, porque todos ellos habían sido forrados interiormente con dos capas de felpa gris para eliminar tanto los golpes como los ruidos. El más largo de los tubos medía cincuenta centímetros y contenía el cañón y la recámara del arma; los demás de unos treinta centímetros cada uno, albergaban las dos varillas superior e inferior, de la culata, el silenciador y el alza telescópica. La hombrera, con el gatillo embutido en su relleno, constituía una pieza separada, así como el taco de goma que contenía las balas. Como escopeta de caza, y no digamos ya como fusil de un pistolero se había desvanecido totalmente.
—Perfecto–dijo el Chacal–. Exactamente lo que deseaba.
El belga estaba satisfecho. Como hombre experto en su oficio, apreciaba los elogios como otro cualquiera, y, además, era consciente de que, en su propio campo de actividad el cliente que tenía ante sí era también una primera figura.
El Chacal cogió los tubos de acero, con las piezas del fusil en su interior, y los envolvió cuidadosamente uno por uno, en la arpillera, colocando cada pieza en el interior de la valija de fibra. Cuando los cinco tubos, la hombrera y el taco de goma estuvieron envueltos y guardados en la valija, cerró ésta y devolvió el estuche al armero.
—Ya no lo necesitaré. El fusil permanecerá en la maleta hasta que tenga ocasión de utilizarlo.
Sacó del bolsillo interior de la chaqueta las doscientas libras que debía al belga y las depositó encima de la mesa.
—Creo que nuestro trato queda cumplido, Monsieur Goossens.
El belga se guardó el dinero en el bolsillo.
—Sí, señor, a menos que desee algo más de mí.
—Una sola cosa–contestó el inglés–. Que no olvide mi pequeña homilía del otro día acerca de las virtudes del silencio.
—No la olvidaré, señor–se apresuró a contestar el belga.
Volvió a sentir miedo ¿Era posible que aquel pistolero de voz amable intentara hacerle enmudecer para siempre? No, probablemente no lo haría. La investigación en torno al asesinato del armero pondría en claro las visitas de aquel inglés alto a aquella casa mucho antes de que el pistolero hubiese tenido ocasión de utilizar el fusil que llevaba en la maleta. Hubiérase dicho que el inglés había leído sus pensamientos. Sonrió fugazmente.
—No tiene por qué preocuparse. No me propongo hacerle ningún daño. Además, me figuro que un hombre inteligente como usted habrá tomado sus precauciones contra la posibilidad de ser asesinado por uno de sus clientes. Tal vez una llamada telefónica esperada dentro de una hora. Un amigo que vendrá a averiguar lo ocurrido si la llamada no se produce. Una carta depositada en manos de un abogado, que éste deberá abrir en caso de defunción. Para mí, matarle me crearía más problemas de los que me resolvería.
Goossens se sintió sobresaltado. Era cierto, en efecto, que tenía una carta depositada permanentemente en manos de un abogado, que debía ser abierta en caso de muerte. En ella se indicaba a la Policía que buscara debajo de una piedra del jardín trasero. Debajo de la piedra había una caja que contenía una lista de las personas cuya visita esperaba cada día. Esta lista era cambiada cada día. Para aquél, la lista contenía la descripción del único cliente que el armero esperaba, un inglés alto, elegante, que se hacía llamar Duggan. Era, simplemente, una forma de seguro.
El inglés lo observaba con calma.
—Me lo figuraba–dijo–. Está usted a salvo. Pero lo mataré si alguna vez menciona mis visitas aquí o la compra que le he hecho a un tercero, sea quien sea. En lo que a usted atañe, en el momento en que salga de esta casa dejaré de existir por completo.
—Está perfectamente claro, señor. Es lo corriente con todos mis clientes. Y, si me permite decirlo, espero la misma discreción de su parte. Por eso el número de serie del arma que se lleva usted fue borrado del cañón mediante el empleo de un ácido corrosivo. También yo debo velar por mi seguridad.
El inglés sonrió de nuevo.
—Entonces, estamos de acuerdo. Buenos días, Monsieur Goossens.
Un minuto más tarde la puerta se cerró detrás de él, y el belga, que tanto sabía acerca de armas y pistoleros, pero tan poco acerca de el Chacal, suspiró aliviado y se retiró a su despacho a contar el dinero.
El Chacal no deseaba ser visto con su valija de fibra por el personal del hotel, de modo que, aunque se le estaba haciendo tarde para el almuerzo, tomó un taxi hasta la estación central, depositó la valija en el depósito de equipajes, y se guardó la contraseña en el compartimiento interior de su fino portafolio de lagarto.
Almorzó en el «Cygne», bien y sin reparar en gastos, para celebrar el final de su fase de preparación en Francia y Bélgica, y volvió a pie al «Amigo» para hacer su equipaje y pagar la cuenta. Cuando salió, iba vestido exactamente igual que a su llegada, con un traje a cuadros de excelente corte, sus gafas oscuras y dos valijas «Vuitton» siguiéndole, en manos del botones, hasta el taxi que lo esperaba. También se había empobrecido en mil seiscientas libras, pero su fusil reposaba en seguridad dentro de una valija de aspecto vulgar en el depósito de la estación, y tres documentos de identidad maravillosamente falsificados se hallaban en el bolsillo interior de su saco.
Poco después de las cuatro, el avión despegó de Bruselas rumbo a Londres, y aunque hubo un registro rutinario de una de sus valijas en el aeropuerto de la capital inglesa, no había en ella nada irregular. A las siete, se estaba duchando en su propio piso antes de salir a cenar en el West End.
CAPITULO VIII
Desgraciadamente para Kowalski, el miércoles por la mañana no tuvo que hacer ninguna llamada telefónica desde la oficina de Correos; en tal caso, hubiera perdido el avión. Y el correo estaba esperando en la casilla de Monsieur Poitiers. Recogió los cinco sobres, los encerró en el estuche de acero sujeto por la cadena y se dirigió apresuradamente hacia el hotel. A las nueve y media, el coronel Rodin le había librado del estuche, y Kowalski podía volver a su habitación para dormir. Su próximo turno de guardia le correspondía hacerlo en el tejado, y comenzaría a las siete de la tarde.
Se detuvo en su habitación únicamente para recoger el «Colt 45» (Rodin jamás le hubiese autorizado a llevarlo por la calle) y se lo guardó en la pistolera, debajo del brazo. De haber lucido un saco de buen corte, el bulto del arma con su funda hubiese resultado visible a cien metros de distancia, pero sus trajes eran de un corte tan deficiente como podría cortarlo el peor de los sastres y, a pesar de su corpulencia, le quedaban sumamente holgados. Tomó el rollo de tela adhesiva y la boina que se había comprado la víspera, lo guardó todo en su saco, metiose en el bolsillo el fajo de billetes de liras y francos franceses que representaban sus ahorros de los últimos seis meses, y cerró la puerta tras de sí.
En el mostrador del rellano, el guardián de turno lo miró.
—Me envían a telefonear–dijo Kowalski, señalando con el pulgar hacia el noveno piso.
El guardián nada dijo; se limitó a seguirle con la mirada mientras llegaba el ascensor y Kowalski entraba en él. Segundos más tarde estaba en la calle, con sus enormes anteojos oscuros.
En el café del otro lado de la calle, el hombre del ejemplar de Oggi bajó la revista un instante, y examinó a Kowalski a través de sus impenetrables anteojos de sol, mientras el polaco miraba de un lado a otro en busca de un taxi. Al no ver ninguno, echó a andar hacia la esquina. El hombre de la revista abandonó la terraza de café y se acercó al borde de la acera. Un pequeño «Fiat» salió de una hilera de coches estacionados un poco más debajo de la calle y se estacionó frente a él. El hombre subió al coche, y el «Fiat» siguió a Kowalski a paso de peatón.
En la esquina, Kowalski encontró un taxi libre que pasaba y lo llamó.
—A Fiumicino–dijo al taxista.
Ya en el aeropuerto, el hombre del SDECE lo siguió con disimulo cuando se acercó al mostrador de «Alitalia», pagó su pasaje en dinero efectivo, declaró a la muchacha del mostrador que no llevaba valijas ni equipaje de mano, y le fue comunicado que los pasajeros para el vuelo de las 11.15 a Marsella serían llamados dentro de una hora y cinco minutos.
Para matar el tiempo, el ex legionario entró en la cafetería, pidió un café en el mostrador y se lo llevó cerca de los ventanales de amplios cristales, desde donde podía divisar el movimiento de los aviones en el aeropuerto. Los aeropuertos le encantaban, aunque no comprendía cómo funcionaban. Durante la mayor parte de su vida, el ruido de los motores de aviación había significado para él «Messerschmitts» alemanes, «Stormoviks» rusos, o «Fortalezas Volantes» americanas. Más tarde, significaron apoyo aéreo con «B 26» o «Skyraiders» en Vietnam, «Mystères» o «Fougas» en el yebel argelino. Pero en un aeropuerto civil le gustaba verlos aterrizar como enormes pájaros plateados, con los motores apagados, suspendidos del cielo como por hilos invisibles un momento antes de tocar tierra. Aun siendo socialmente un hombre tímido, le gustaba el espectáculo del ajetreo propio de los aeropuertos. Tal vez, meditaba, si su vida hubiese sido distinta, habría trabajado en un aeropuerto. Pero era lo que era, y ya no era posible retroceder.
Sus pensamientos volaron hacia Sylvie, y sus enmarañadas cejas se fruncieron con preocupación. No era justo, se dijo, no era justo que la niña tuviese que morir mientras todos aquellos cerdos de París seguían viviendo. El coronel Rodin le había contado lo que eran, y la forma como habían abandonado a Francia, traicionado al Ejército, destruido la Legión y abandonado al pueblo de Indochina y de Argelia a los terroristas. Y el coronel Rodin siempre tenía razón.
Se llamó a los pasajeros de su vuelo, por lo que Kowalski cruzó las puertas de cristal y salió al ardiente pavimento de cemento blanco para recorrer los cien metros que lo separaban del avión. Desde la terraza de observación, los dos agentes del coronel Rolland lo vieron subir por la escalerilla del aparato. Ahora llevaba la boina negra y lucía un parche de tela adhesiva en la mejilla. Uno de los agentes se volvió hacia el otro y enarcó una ceja. Mientras el avión a chorro despegaba rumbo a Marsella, los dos hombres se alejaron de la barandilla. Al cruzar el vestíbulo principal se detuvieron en una cabina telefónica pública, donde uno de ellos marcó un número local de Roma. Se identificó ante la persona que atendió la llamada dando su nombre de pila y dijo lentamente:
—Ha partido. «Alitalia» Cuatro Cinco Uno. Aterriza en Marignane a las 12.10. Ciao.
Diez minutos más tarde el mensaje llegaba a París, y otros diez minutos después a Marsella.
El «Viscount» de «Alitalia» inició un giro por encima de la bahía, de un azul increíble, y puso proa hacia el aeropuerto de Marignane. La linda azafata romana dio fin a su recorrido del pasillo comprobando, con la sonrisa en los labios, que todos los cinturones habían sido ajustados, y se sentó en su rincón de la parte trasera para ajustarse su propio cinturón. Observó que el pasajero del asiento situado delante del suyo miraba fijamente por la ventana hacia la deslumbrante desolación del delta del Ródano como si lo viera por primera vez.
Era el hombre corpulento que no hablaba italiano y cuyo acento francés lo delataba como oriundo de algún país de la Europa Oriental. Se cubría su encrespado pelo con una boina negra, y llevaba un traje oscuro muy arrugado y unas gafas negras de las que no se despojaba ni un solo momento. Un enorme parche de tela adhesiva oscurecía una mitad de su rostro; la azafata pensó que el hombre debía de haberse hecho un corte descomunal.
Tocaron tierra en el momento exacto, muy cerca del edificio terminal, y los pasajeros pasaron al vestíbulo de las Aduanas.
Mientras desfilaban a través de las puertas de vidrio, un hombrecito de calva incipiente, situado de pie al lado de uno de los policías que controlaban los pasaportes, le pegó un ligero puntapié en el tobillo.
—El tipo alto, con la boina negra y el parche en la mejilla.
Luego se alejó, sin apuro, y fue a dar el mismo aviso a otros policías. Para pasar por las ventanillas, los pasajeros se dividieron en dos filas. Detrás de las rejas, los dos policías estaban sentados uno frente al otro, a tres metros de distancia, mientras los pasajeros pasaban por delante de ellos, entre los dos. Cada pasajero exhibía su pasaporte y su tarjeta de desembarco. Los funcionarios pertenecían a la Policía de Seguridad, la DST, responsable de la seguridad del Estado en el interior de Francia y de controlar las llegadas de extranjeros y los retornos de franceses.
Cuando Kowalski se presentó ante el hombre de la chaqueta azul apostado detrás de la reja, éste apenas le echó una ojeada. Selló debidamente la tarjeta de desembarco, miró un breve instante el documento de identidad exhibido, asintió con la cabeza, e indicó con un ademán al hombre corpulento que podía pasar. Aliviado, Kowalski se dirigió hacia los Bancos de Aduanas. Varios de los funcionarios de Aduanas acababan de escuchar en silencio al hombrecito de la calva incipiente antes de que éste desapareciera en la oficina de vidrio situada detrás de ellos. El funcionario principal de Aduanas se dirigió a Kowalski.
—Monsieur, votre bagage.
Y señaló con un ademán hacia el resto de los pasajeros, que estaban esperando junto a la cinta sin fin a que aparecieran sus maletas.
—J'ai pas de bagage–dijo Kowalski.
El funcionario enarcó las cejas.
—Pas de bagage? Eh bien, avez vous quelque chose à declarer?
—Non, rien.
El funcionario sonrió amablemente, con una sonrisa casi tan abierta como su musical acento marsellés.
—Eh bien, passez, Monsieur.
E hizo un ademán en dirección a la salida y la hilera de taxis que esperaban. Kowalski saludó con un movimiento de cabeza y salió al sol. No estando acostumbrado a no reparar en gastos, miró a un lado y a otro hasta que divisó el ómnibus del aeropuerto y subió a él.
Cuando hubo desaparecido de la vista, varios de los demás funcionarios de Aduanas se agruparon en torno a su jefe.
—¿Para que lo querrán?–dijo uno.
—Parecía un tipo fuerte, seguro de sí mismo.
—No lo estará tanto cuando esos cerdos hayan terminado con él–dijo un tercero, señalando con la cabeza hacia las oficinas del fondo.
—Vamos, a trabajar–intervino el de más edad–. Por hoy ya hemos hecho lo nuestro por Francia.
—Por el Gran Charles, querrás decir–replicó el primero, mientras se dispersaban. Y agregó, para sí–: Maldita sea su estampa.
Era la hora del almuerzo cuando el ómnibus se detuvo finalmente ante las oficinas de la «Air France», en el corazón de la ciudad. Hacía más calor aún que en Roma. En Marsella, el mes de agosto ofrece varios alicientes, pero, desde luego, no inspira deseos de realizar el menor esfuerzo. El calor flota sobre la ciudad como una enfermedad, empapando todas las cosas, minando las fuerzas, las energías y las voluntades, hasta que sólo se sienten deseos de echarse en una habitación fresca, con las persianas bajas y el ventilador en marcha.
Hasta la Canebière, generalmente la arteria más animada de Marsella, de noche un torrente de luz y de agitación, aparecía como muerta. Las pocas personas y automóviles que circulaban por ella parecían avanzar hundidos hasta la cintura en una masa pegajosa. Kowalski tardó media hora en encontrar un taxi; la mayoría de los taxistas habían encontrado un lugar a la sombra donde echar una siesta.
La dirección que JoJo había dado a Kowalski quedaba en la carretera principal, fuera de la ciudad, en dirección a Cassis. En la Avenue de la Libération, Kowalski hizo detener el taxi, con el propósito de recorrer a pie el resto del camino. El «si vous voulez» del taxista indicó a las claras lo que pensaba de los extranjeros que, con aquel calor, preferían andar cuando tenían un vehículo a su disposición.
Kowalski se quedó mirando cómo el taxi daba media vuelta para volver al centro, hasta que lo perdió de vista. Encontró la travesía indicada en el papel preguntando al mozo de una terraza de café instalada en la acera. El edificio de departamentos parecía muy nuevo, y Kowalski pensó que los JoJo debían de ganar mucho dinero con su puesto ambulante. Tal vez hubiesen conseguido el puesto fijo que Madame JoJo había soñado durante tantos años. En todo caso, ello explicaría su evidente prosperidad. Y para Sylvie sería mucho mejor criarse en aquel barrio que en las proximidades de los muelles. Al pensar en su hija y en la estupidez que acababa de ocurrírsele, Kowalski se detuvo al pie de las escaleras del bloque de departamentos. ¿Qué había dicho JoJo por teléfono? ¿Una semana? ¿Dos, tal vez? No, no era posible.
Subió corriendo los peldaños de la entrada y se detuvo frente a la doble hilera de buzones situados a un lado de la portería. «Grzybowski», leyó en uno de ellos. «Departamento 23.» Decidió subir por la escalera, ya que se trataba del segundo piso.
El departamento número 23 tenía una puerta como todos los demás. Había en ella un timbre, con una tarjeta al lado, donde aparecía el nombre de Grzybowski escrito a máquina. La puerta se hallaba en el extremo del pasillo, flanqueada por las de los departamentos 22 y 24. Kowalski pulsó el timbre. La puerta se abrió y por la rendija asomó el mango de un pico, dirigido con fuerza contra la frente del visitante.
El golpe rajó la piel, pero el palo rebotó en el hueso con un sonido sordo, apagado. A ambos lados del polaco las puertas del 22 y del 24 se abrieron hacia dentro y por ellas salieron varios hombres. Todo ocurrió en décimas de segundo. Kowalski lo vio todo rojo. Aunque en muchas cosas era tardío en sus reacciones, el polaco conocía a fondo una sola técnica: la lucha.
En los estrechos confines del pasillo su corpulencia y su fuerza le serían de poca utilidad. A causa de su elevada estatura, el mango del pico no había alcanzado toda su fuerza en el momento de darle en la frente. A través de la sangre que le velaba los ojos, divisó dos hombres en la puerta, frente a él, y otros dos a cada lado. Necesitaba espacio para moverse, y por esto cargó hacia el departamento 23.
El hombre situado frente a él vaciló bajo el impacto; los que estaban detrás se aproximaron, intentando agarrarlo por el cuello del saco. Ya dentro de la habitación, Kowalski empuñó el «Colt», se volvió, y disparó hacia la puerta. Al tiempo que lo hacía recibió otro estacazo en la muñeca, que desvió el tiro hacia el suelo.
La bala destrozó la rodilla de uno de sus atacantes, quien, emitiendo un breve quejido, se desplomó. Luego, el arma cayó de sus manos, entumecidos por otro golpe en la muñeca. Un segundo después, Kowalski recibía el ataque conjunto de los cinco hombres restantes. La lucha duró tres minutos. Más tarde, un médico calculó que el polaco debió de haber recibido una veintena de golpes en la cabeza antes de perder el sentido. Una parte de una de sus orejas fue arrancada por uno de los golpes, la nariz estaba rota y la cara convertida en una máscara sangrienta. Había podido luchar casi por un acto reflejo. Por dos veces estuvo a punto de recuperar el arma, hasta que, de un puntapié, alguien la lanzó al otro extremo de la sala. Cuando, por fin, quedó tendido, cara al suelo, sólo tres de sus asaltantes quedaban en pie.
Cuando hubieron terminado su faena y el corpachón quedó insensible en el suelo, sólo el fino reguero de sangre que brotaba del cuero cabelludo arrancado indicaba que seguía con vida. Los tres supervivientes se incorporaron por fin, profiriendo maldiciones y jadeando todavía con fuerza. De los demás, el hombre herido en la pierna estaba enroscado contra la pared, al lado de la puerta, blanco como el papel, sosteniéndose con las manos ensangrentadas la rodilla destrozada, mientras de sus labios grises brotaba un torrente de maldiciones. Otro estaba de rodillas, moviendo la cabeza acompasadamente, y con las manos en sus órganos genitales. El tercero yacía en la alfombra, con un oscuro cardenal en la sien izquierda, donde le había alcanzado uno de los potentes golpes de Kowalski.
El jefe del grupo dio vuelta a Kowalski y le abrió uno de los párpados. Luego se acercó al teléfono, situado cerca de la ventana, marcó un número local y esperó.
Todavía jadeaba. Cuando contestaron al teléfono, dijo a la persona situada al otro extremo del hilo:
—Lo tenemos... ¿Luchado? Claro que ha luchado, como un demonio... Nos soltó una bala, y Guerini tiene la rodilla fastidiada. Capetti encajó un golpe en las partes y Vissart está sin sentido... ¿Cómo? Sí, el polaco está vivo. ¿No eran ésas las órdenes? De otro modo no hubiese causado tantos estragos... Bueno, está herido, eso sí. No, no, inconsciente... Oye, no necesitamos el panier à salade [el coche celular], sino un par de ambulancias. Y cuanto antes.
Colgó con fuerza el receptor y murmuró «Malditos sean» al mundo en general. Por la estancia yacían esparcidos los fragmentos de los muebles como leña para el fuego, que sería para lo único que servirían. Habían calculado que el polaco sería reducido en el mismo rellano. No habían retirado ningún mueble de la sala, y ello les había obstaculizado la acción. Él mismo había recibido en pleno pecho un sillón que el polaco le había arrojado con una sola mano. Y dolía. »¡Maldito polaco! –pensó–. Esos pájaros de la oficina no nos habían dicho qué clase de tipo era.»
Quince minutos más tarde, dos ambulancias «Citröen» se detenían frente al edificio. Un médico subió al piso. Examinó a Kowalski durante cinco minutos. Finalmente, arremangó la manga del hombre inconsciente y le administró una inyección. Mientras los dos camilleros, con paso vacilante, se dirigían hacia el ascensor llevando al polaco, el médico se volvió hacia el corso herido, que no había cesado de mirarle, dolorido, desde su charco de sangre, junto a la pared.
El doctor retiró las manos del herido de su rodilla, echó una ojeada y emitió un silbido.
—Bueno. Morfina y al hospital. Voy a administrarle el pinchazo. Aquí no puedo hacer nada más. De todos modos, mon petit, se acabó tu carrera en este oficio.
Guerini contestó al médico con un torrente de insultos, mientras la aguja hipodérmica penetraba en sus carnes.
Vissart estaba sentado, con las manos en la cabeza y una expresión atontada en el rostro. Capetti ya estaba en pie, apoyado en la pared, dando arcadas sin conseguir vomitar. Dos de sus colegas lo agarraron por los sobacos y lo condujeron al pasillo exterior. El jefe del grupo ayudó a Vissart a levantarse, mientras los camilleros de la otra ambulancia se llevaban el cuerpo inerte de Guerini.
Ya en el rellano, el jefe de los seis echó una última mirada a la escena. El doctor estaba a su lado.
—Cómo ha quedado el lugar, ¿verdad?–dijo el médico.
—Que lo limpien los de la oficina local–dijo el jefe–. Al fin y al cabo es suyo.
Y con estas palabras cerró la puerta. Las de los departamentos 22 y 24 también estaban abiertas, pero los interiores no habían sufrido desperfectos. El jefe cerró las dos puertas.
—¿No hay vecinos?–pregunto el doctor.
—No–dijo el corso–, alquilamos todo el piso.
Precedido por el doctor, ayudó al desmadejado Vissart a bajar hasta los coches que los esperaban.
Doce horas más tarde, después de un rápido viaje a través de Francia, Kowalski yacía en el camastro de una celda, debajo de los barracones de una fortaleza, en las afueras de París. La celda tenía las clásicas paredes encaladas, cubiertas de manchas de humedad y de obscenidades, con alguna que otra jaculatoria piadosa intercalada. Mal ventilada y tórrida, olía a una mezcla de ácido fénico, sudor y orines. El polaco yacía boca arriba en una estrecha litera de hierro cuyas patas estaban empotradas en el suelo de cemento. Aparte del jergón y una manta enrollada debajo de la cabeza, la litera no contenía otras ropas. Dos fuertes correas sujetaban sus tobillos, y otras dos sus muslos y sus muñecas. Una, más ancha, le cruzaba el pecho. Seguía inconsciente, pero respiraba profundamente y de manera irregular.
Le habían lavado la sangre de la cara, y suturado la oreja y el cuero cabelludo. Un apósito enyesado le sostenía la nariz rota, y a través de los labios abiertos se veían las raíces de dos dientes rotos. El resto de la cara aparecía tumefacto.
Debajo de la espesa mata de pelo negro que le cubría el tórax, el vientre y los hombros, apenas se divisaban los cardenales producidos por los puños y las botas de sus asaltantes. La muñeca derecha había sido abundantemente vendada.
El hombre de la bata blanca terminó su examen, se incorporó y guardó el estetoscopio en su maletín. Se volvió e hizo una seña al hombre situado detrás de él, quien llamó a la puerta. Alguien la abrió desde fuera, y los dos salieron de la celda. La puerta volvió a cerrarse, y el carcelero colocó inmediatamente en su sitio las dos enormes barras de acero que la aseguraban.
—¿Con qué le dieron? ¿Con un tren expreso en marcha?–preguntó el doctor, mientras recorrían el pasillo.
—Se necesitaron seis hombres para conseguir este resultado –contestó el coronel Rolland.
—Pues hicieron un trabajo a fondo, ciertamente. Poco faltó para que lo mataran. De no haber sido fuerte como un toro, lo liquidan.
—No hubo otro remedio –contestó el coronel–. Dejó fuera de combate a tres de mis hombres.
—Vaya pelea, ¿no?
—Desde luego. Bueno, ¿cuál es su diagnóstico?
—En términos profanos: posible fractura de la muñeca derecha, pues tenga en cuenta que no he podido hacerle ninguna radiografía; heridas en la oreja izquierda y el cuero cabelludo; y la nariz rota. Múltiples cortes y hematomas, ligera hemorragia interna, que puede empeorar y matarle, o puede solucionarse por sí misma. Este hombre goza de lo que podríamos llamar una salud de hierro; o gozaba de ella, por lo menos. Lo que me preocupa es la cabeza. Hay conmoción, ciertamente, pero no sé si grave o leve. No hay señales de fractura de cráneo, aunque no por culpa de sus hombres. Simplemente, tiene un cráneo duro como el marfil. Pero la conmoción puede empeorar si no se le deja en paz.
—Tengo que formularle ciertas preguntas–observó el coronel, mirando fijamente el extremo encendido de su cigarrillo.
La enfermería de la prisión se hallaba a un lado, y las escaleras que conducían a la planta baja, al otro. Los dos hombres se detuvieron antes de separarse. El doctor miró con disgusto al jefe del Servicio de Acción.
—Esto es una prisión–dijo con calma–. De acuerdo. Destinada a los que atentan contra la seguridad del Estado. Pero yo soy todavía el médico de la prisión. Y en lo que se refiere a la salud de los prisioneros mando yo. Este pasillo... –e indicó con un movimiento de la cabeza el que acababan de abandonar– ... me está prohibido. Se me ha explicado claramente que lo que ocurre aquí abajo no es cosa mía, y no tengo nada que oponer a ello. Pero quiero advertirle una cosa: si, con sus métodos, empiezan ustedes a «interrogar» a este hombre antes de que se haya repuesto, o morirá o se volverá loco de remate.
El coronel Rolland escuchó la amarga predicción del doctor sin mover un solo músculo.
—¿Por cuánto tiempo?–preguntó.
El doctor se encogió de hombros.
—Imposible decirlo. Puede recobrar el conocimiento mañana, o tardar unos días. Y aunque lo recobre, puede que no esté en condiciones de ser interrogado, quiero decir desde el punto de vista médico, por lo menos durante un par de semanas. Como mínimo. Y eso suponiendo que la conmoción sea leve.
—Hay ciertas drogas...–murmuró el coronel.
—Sí, las hay. Y no tengo intención de recetárselas. Usted puede conseguirlas, probablemente podrá. Pero no por mi intermedio. En cualquier caso, nada de lo que este hombre pueda decirles tendrá el menor sentido. Probablemente será un galimatías. Tiene el cerebro embarullado. Puede que se le aclare y puede que no. De todos modos, necesita su tiempo. En este caso, las drogas producirían simplemente un idiota, inútil para ustedes y para todos. Probablemente tardará una semana en mover un solo párpado. Ustedes tendrán que esperar.
Con estas palabras, giró sobre sus talones y entró en la enfermería.
Pero el doctor estaba equivocado. Kowalski abrió los ojos tres días más tarde, el 10 de agosto, y aquel mismo día tuvo su primera y única sesión con sus interrogadores.
El Chacal dedicó los tres días que siguieron a su regreso de Bruselas a dar los últimos toques a sus preparativos para su próxima misión en Francia.
Con su nuevo permiso de conducir a nombre de Alexander James Quentin Duggan en el bolsillo, acudió a «Fanum House», sede del Automóvil Club, y adquirió un permiso de conducir internacional al mismo nombre.
Compró un juego de valijas de cuero en la tienda de un ropavejero, especializado en artículos para viaje. En una de ellas guardó las prendas, con las cuales, si era necesario, se disfrazaría de pastor Pen Jensen, de Copenhague. Antes, arrancó las etiquetas del fabricante danés de las tres camisas corrientes que había comprado en Copenhague y las aplicó al traje de clergyman, al cuello y a la pechera negra que había comprado en Londres, después de retirar de estas últimas prendas las etiquetas del fabricante inglés. A todo ello añadió los zapatos, los calcetines, la ropa interior y el traje gris que un día podían ayudarlo a encarnar el personaje del pastor Jensen. En la misma maleta guardó las prendas del estudiante americano Marty Schulberg: las chancletas, los calcetines, los pantalones de lona, las camisetas deportivas y el anorak.
Descosió el forro de la maleta e introdujo entre las dos capas de cuero que formaban los rígidos costados de aquélla el pasaporte de los dos extranjeros en quienes un día podía desear transformarse. Finalmente, metió en la valija el libro danés sobre las catedrales francesas, los dos juegos de anteojos, uno para el danés y el otro para el americano, los dos diferentes juegos de lentes de contacto de color, cuidadosamente envueltos en papel fino, y los tintes para el cabello.
En la segunda maleta metió los zapatos, los calcetines, la camisa y los pantalones de confección y estilo franceses que había comprado en el Marché aux Puces de París, juntamente con el capote militar y la boina negra. Debajo del forro de esta valija guardó los documentos falsos del francés de mediana edad André Martin. Esta valija quedó vacía en parte, porque pronto debería contener, además, una serie de estrechos tubos de acero que servían de funda a un fusil de caza con sus municiones.
En la tercera valija, ligeramente más pequeña, guardó los efectos de Alexander Duggan: zapatos, calcetines, ropa interior, camisas, corbatas, pañuelos y tres elegantes trajes. Debajo del forro de esta valija ocultó varios fajos, poco voluminosos, de billetes de diez libras, hasta un total de mil libras, que había retirado de su cuenta corriente particular a su regreso de Bruselas.
Cada una de las valijas fue cuidadosamente cerrada con llave, y las llaves pasaron a su llavero particular. El traje gris claro fue llevado a la tintorería, y colgado después en el armario de su departamento. En el bolsillo superior del saco guardó el pasaporte, el permiso de conducir, el internacional, y un sobre con cien libras en billetes.
En la última pieza de su equipaje, un cómodo maletín de mano, guardó los elementos de afeitar, el pijama, la esponja y la toalla, además de sus últimas compras: un ligero arnés de cincha finamente cosida, una bolsa de dos onzas de yeso de París, varios rollos de vendas anchas, media docena de rollos de tela adhesiva, tres paquetes de algodón hidrófilo y un par de fuertes tijeras de hojas romas pero poderosas. El maletín viajaría como equipaje de mano, porque sabía por experiencia que en las Aduanas de cualquier aeropuerto una valija de mano no era generalmente la pieza del equipaje elegida por el funcionario para efectuar un registro más o menos rutinario.
Terminadas sus compras y completado su equipaje, había llegado al fin de sus preparativos. Los disfraces de pastor Jensen y de Marty Schulberg eran, así lo esperaba, meros elementos tácticos de precaución que probablemente no llegaría a utilizar, salvo si las cosas marchaban mal y se veía obligado a prescindir de la identidad de Alexander Duggan. La de André Martin, en cambio, era vital para su plan, y tal vez las otras dos resultaran innecesarias. En tal caso, la valija completa podía ser abandonada en cualquier depósito de equipajes una vez realizado el trabajo. Aun entonces, pensaba, podía necesitar alguno de los dos disfraces para escapar. André Martin, y el arma también podían ser abandonados una vez cumplida la misión, puesto que no podía volver a utilizarlos. Entraría en Francia con tres valijas y un maletín, y calculaba que saldría de ella con una sola valija y el maletín.
Terminada esta tarea, se dispuso a esperar los dos documentos que le faltaban para entrar en acción. Uno de ellos era el número de teléfono de París, que podría utilizar para obtener información acerca de los dispositivos de seguridad en torno del Presidente francés. El otro era la notificación escrita, de Herr Meier, de Zurich, de que doscientos cincuenta mil dólares habían sido ingresados en su cuenta.
Mientras esperaba las dos cartas, se dedicó a ejercitarse, en su propio departamento, en imitar la manera de andar de un cojo. A los dos días quedó convencido de que había conseguido una imitación lo bastante correcta para impedir que nadie sospechara que no tenía un tobillo o una pierna rotos.
La primera carta que esperaba llegó la mañana del día 9 de agosto. Era un sobre estampillado en Roma y contenía este mensaje: «Podrá ponerse en contacto con su amigo a través del MOLITOR 5901. Identifíquese con las palabras: «Ici Chacal.» La respuesta será: «Ici Valmy.» Buena suerte.»
Hasta la mañana del día 11 no llegó la carta de Zurich. El Chacal exhibió una amplia sonrisa al leer la confirmación de que, ocurriera lo que ocurriera, mientras conservara la vida era ya un hombre rico para el resto de sus días. Si su futura operación triunfaba, sería más rico aún. Y no dudaba de que triunfaría. Nada había dejado al azar.
Pasó el resto de aquella mañana al teléfono sacando pasajes de avión, y fijó su marcha para la mañana siguiente, 12 de agosto.
En el sótano reinaba el silencio, sólo interrumpido por la respiración, fuerte pero regular, de los cinco hombres situados detrás de la mesa, y por el jadeo del hombre atado a la dura silla de roble situada frente a aquélla. Hubiera sido imposible decir cuáles eran las dimensiones del sótano, o cuál el color de sus paredes. No había más que un islote de luz en la habitación, limitado a la silla de roble y al prisionero. La luz procedía de una vulgar lámpara de sobremesa como las que suelen emplearse para leer, pero la bombita era de una potencia y un brillo extraordinarios, que sumaban sus efectos al agobiante calor que reinaba en el sótano. La lámpara había sido aplicada al borde izquierdo de la mesa, y su pantalla móvil enfocada de modo que dirigía toda su luz a la silla, situada a poco menos de dos metros de la mesa.
Parte del círculo de luz alcanzaba la manchada superficie de la mesa, iluminando aquí y allá las puntas de unos dedos, una mano y una muñeca, un cigarrillo que enviaba hacia el techo una fina columna de humo.
Tan fuerte era la luz que, por contraste, el resto del sótano quedaba en tinieblas. Los torsos y los hombros de los cinco hombres sentados en fila detrás de la mesa resultaban invisibles para el prisionero. Para ver a sus interrogadores, hubiese tenido que levantarse de la silla y pasar a un lado, para que el resplandor indirecto de la lámpara dibujara sus siluetas.
Pero eso era algo que no podía hacer. Unas correas forradas sujetaban firmemente sus tobillos contra las patas de la silla. Del extremo de cada una de éstas partía un ángulo de hierro atornillado en el suelo de cemento. La silla tenía brazos, y también las muñecas del prisionero habían sido atadas a éstos con unas correas. Otra correa le rodeaba la cintura, y una tercera su poderoso y velludo torso. El forro de las correas aparecía empapado en sudor.
Aparte de las manos inactivas, la superficie de la mesa aparecía casi desnuda. Su único adorno era una hendidura con bordes de latón, con mango de baquelita, que podía moverse hacia arriba y hacia abajo a lo largo de la ranura. Al lado de éste había un simple interruptor. La mano derecha del hombre situado al extremo de la mesa descansaba descuidadamente muy cerca de los mandos. Pequeños pelos negros cubrían el dorso de aquella mano.
Dos cables descendían por debajo de la mesa, uno conectado con el interruptor y el otro con el mando de la corriente, en dirección a un pequeño transformador eléctrico puesto en el suelo cerca de los pies del hombre que se hallaba en el extremo de la mesa. Del transformador partía un cable negro, más grueso, con forro de goma, que terminaba en un gran enchufe empotrado en la pared, detrás del grupo.
En el rincón más apartado del sótano, detrás de los interrogadores, se hallaba un hombre solo, sentado ante una mesa de madera, de cara a la pared. Un leve resplandor verde denotaba que el grabador que tenía ante sí estaba funcionando, si bien las dos bobinas permanecían inmóviles.
Aparte de las respiraciones, el silencio del sótano era casi tangible. Todos los presentes estaban en mangas de camisa, remangadas y empapadas en sudor. El olor era acre, una mezcla de sudor, metal, humo frío y vómitos humanos. Aun este último hedor, muy intenso, quedaba ahogado por otro aún más fuerte: el hedor inconfundible del miedo y el dolor.
Por fin, el hombre que se hallaba en el centro habló. Su voz sonó correcta, amable y halagadora.
—Écoute, mon p'tit Viktor. Acabarás por hablar. Tal vez no ahora. Pero sí tarde o temprano. Eres un valiente. Lo sabemos. Y te felicitamos por ello. Pero ni siquiera tú puedes resistir mucho más tiempo. Así, pues, ¿por qué no nos lo cuentas todo? ¿Crees que el coronel Rodin te prohibiría hablar si estuviera presente? Te equivocas. Te ordenaría que nos lo contaras todo. Él mismo nos lo contaría todo para ahorrarse más molestias. Tú lo sabes bien: al final, siempre acaban por hablar. N'est ce pas Viktor? Tú les has visto hablar, hein? No hay nadie que pueda resistir indefinidamente. Así, pues, ¿por qué no hacerlo ahora, hein? Luego, a la cama otra vez. Y dormir, dormir, dormir. Nadie te molestará...
El hombre de la silla levantó el rostro demudado, reluciente de sudor, hacia la luz. Sus ojos aparecían cerrados por efecto de los cardenales causados por los pies de los corsos en Marsella, o porque los cegaba la luz; imposible saberlo. El rostro miró hacia la mesa unos momentos, la boca se abrió e intentó hablar. Un hilito de vómito emergió de sus labios, y bajando por el velludo pecho fue a unirse al charco que se había formado en su regazo. La cabeza volvió a caer hacia delante, hasta que el mentón tocó el pecho. Al mismo tiempo, a modo de respuesta, la mata de pelo crespo osciló lateralmente.
La voz volvió a sonar desde detrás de la mesa.
—Viktor, écoute moi. Eres un tipo duro. Todos lo sabemos. Todos lo reconocemos. Ya has batido la marca. Pero ni siquiera tú puedes resistir por más tiempo. Nosotros sí, Viktor, nosotros sí podemos. Si no hay más remedio, podemos mantenerte con vida y consciente durante días y semanas enteras. No confíes en el piadoso olvido de otros tiempos. Actualmente somos técnicos; y hay drogas, tu sais. El tercer grado se acabó, probablemente para siempre. Por consiguiente, ¿por qué no hablar? Nosotros comprendemos, ¿sabes? Sabemos lo que es el dolor. Pero los pequeños «cangrejos» no comprenden nada. Simplemente, no comprenden, Viktor. Y siguen funcionando, funcionando. ¿Quieres hablar, Viktor? ¿Qué están haciendo en el hotel de Roma? ¿Qué están esperando?
Colgando contra el pecho, la cabezota se movió lentamente de un lado a otro. Fue como si los ojos cerrados examinaran, primero una y después la otra las pequeñas pinzas de cobre –los pequeños «cangrejos»–aferradas a los pezones, o la pinza más grande que estrechaba entre sus dientes la punta del pene.
Las manos del hombre que había hablado, delgadas, blancas, llenas de paz, reposaban frente a él en un islote de luz. Esperó unos momentos más. Una de las blancas manos se separó de la otra, el pulgar doblado sobre la palma y los otros cuatro dedos abiertos y extendidos, y se apoyó en la mesa.
En el extremo de la mesa, la mano del hombre situado cerca del interruptor eléctrico movió la palanca de latón por la escala graduada, pasándola del número dos al cuatro; después, entre el pulgar y el índice, tomó el interruptor.
La mano del hombre que se hallaba en el centro de la mesa retiró los dedos extendidos, levantó, una vez, el índice en el aire, y luego apuntó con el mismo hacia abajo, en la señal internacional que indica: «Adelante.» El interruptor eléctrico se puso en marcha.
Las pequeñas pinzas metálicas fijadas en el cuerpo del hombre sentado en la silla, y conectadas por medio de cables al interruptor, parecieron cobrar vida con un ligero zumbido. En silencio, el enorme cuerpo sentado en la silla saltó en el aire, como por levitación, propulsado por una mano invisible. Las piernas y las muñecas ejercieron una presión brutal contra las correas, hasta que notó que, a pesar del forro, el cuero acabaría por penetrar a través de la carne y el hueso. Los ojos, que los médicos creían incapaces de ver a través de la hinchazón que los rodeaba, desafiaron a la medicina y salieron de sus órbitas para mirar hacia el techo. La boca se abrió, como en expresión de sorpresa, medio segundo antes de que el aullido demoníaco brotara de los pulmones. Un aullido interminable, sin pausas, eterno...
Viktor Kowalski capituló a las 4.10 de la tarde, y el grabador se puso en marcha.
Cuando empezó a hablar, o mejor, a divagar, entre gemidos y quejidos, de manera incoherente, la serena voz del hombre del centro de la mesa intervino repetidamente para imprimir una dirección rectilínea a la confesión.
—Por qué están allá, Viktor... en aquel hotel... Rodin, Montclair y Casson... qué temen... dónde han estado, Viktor..., a quién han visto... por qué no ven a nadie, Viktor... Dilo, Viktor... Por qué Roma... antes de Roma... Por qué Viena, Viktor... dónde, de Viena... en qué hotel... ¿Por qué estaban allá, Viktor?
Kowalski volvió a caer en su silencio al cabo de cincuenta minutos; sus últimas palabras, vagas, inconexas, fueron registradas hasta el fin. La voz, detrás de la mesa, continuó, con más suavidad, durante unos minutos más, hasta que fue evidente que no habría más respuestas. Entonces el hombre que se hallaba en el centro de la mesa dió una orden a sus subordinados, y la sesión tocó a su fin.
La cinta grabada fue retirada y enviada en un coche rápido desde el sótano de la fortaleza de las afueras de París a las oficinas del Servicio de Acción.
La radiante tarde que había caldeado las calles de París durante el día se transformó en un anochecer dorado, y a las nueve se encendieron los faroles públicos. Por la orilla del Sena las parejas paseaban como suelen hacerlo en las noches de verano, tomados de la mano, como sorbiendo el vino de la noche, del amor y la juventud que nunca, por más que lo intentaran, volvería a ser el mismo. Los cafés, a lo largo de la orilla, eran un bullicioso hervidero de conversación y ruido de copas, saludos y protestas burlonas, risas y cumplidos, esa extraña mezcla que constituye la típica conversación francesa y que da su magia al río Sena en un anochecer de agosto. Hasta era casi posible perdonar a los turistas su presencia y los dólares que traían con ellos.
En una pequeña oficina, cerca de la Porte des Lilas no reinaba la misma despreocupación. Tres hombres se hallaban sentados en torno de un grabador que funcionaba lentamente sobre una mesa. Trabajaron largas horas en ello. Uno de los tres hombres accionaba los mandos de acuerdo con las instrucciones de otro, que quería volver a oír un fragmento una y otra vez antes de seguir adelante. Este último llevaba puestos unos auriculares y aparecía concentrado en su esfuerzo por descifrar palabras coherentes a través del torbellino de sonidos que llegaba a sus oídos. Con un cigarrillo entre los labios, cuyo humo azulado hacía lagrimear sus ojos, hacía una señal con los dedos al operador cuando deseaba volver a oír un fragmento. A veces, antes de indicar al operador que podía seguir, escuchaba, media docena de veces, un pasaje de unos diez segundos de duración. Luego, dictaba el último pasaje escuchado.
El tercer hombre, un joven secretario rubio, estaba sentado ante una máquina de escribir y esperaba que le dictaran. Las preguntas que habían sido formuladas en el sótano de la fortaleza eran fáciles de entender, y llegaban claras y precisas a través de los auriculares. Las respuestas eran más inconexas. El secretario escribía la transcripción en forma de diálogo o de entrevista: las preguntas empezaban siempre en una línea nueva, después de la inicial P. Las respuestas empezaban en la línea siguiente, después de la inicial R. Estas últimas eran deshilvanadas, y obligaban a utilizar buen número de puntos suspensivos cuando el sentido de las frases se interrumpía bruscamente.
Eran casi las doce de la noche cuando terminaron. A pesar de la ventana abierta, el aire aparecía azulado por el humo de los cigarrillos y olía como un depósito de pólvora.
Los tres hombres se levantaron molidos. Tuvieron que desperezarse y estirar los miembros para librarse del dolor muscular que los atenazaba. Uno de los tres descolgó el teléfono, pidió línea y marcó un número. El hombre de los auriculares se los quitó y volvió a enrollar la cinta en su tambor original. El joven rubio retiró de la máquina las últimas hojas, separó las de papel carbónico intercaladas y empezó a disponer en montones separados las hojas de las tres copias de la confesión. El primer juego sería para el coronel Rolland, el segundo para los archivos, y el tercero sería mimeografiado para hacer del mismo otras copias destinadas a los jefes de departamento, para el caso de que Rolland considerara conveniente distribuirlas.
La llamada encontró al coronel Rolland en el restaurante donde había estado cenando con unos amigos. Como de costumbre, el elegante y solterón funcionario se había mostrado ingenioso y galante, y sus cumplidos dirigidos a las damas presentes habían sido altamente apreciados por ellas, si no por sus maridos. Cuando el mozo lo llamó al teléfono, se excusó y salió. El teléfono estaba en el mostrador. El coronel dijo simplemente «Rolland» y esperó, mientras la persona que lo llamaba se identificaba.
Entonces Rolland hizo lo mismo, por el sistema de intercalar en la primera frase de su conversación la consigna previamente convenida. Quien lo hubiese escuchado, habría descubierto que acababan de informar al coronel de que su coche, que estaba en el taller, ya había sido reparado, y que el coronel podía enviar a recogerlo cuando quisiera. Rolland dio las gracias a su informante y volvió a la mesa. Cinco minutos después se excusaba cortésmente, explicando que le esperaba una mañana de mucho trabajo, por lo que no debía acortar, excesivamente, su ración de sueño. Diez minutos más tarde se hallaba solo en su coche, andando a toda velocidad a través de las concurridas calles de la ciudad hacia el barrio, más tranquilo, de la Porte des Lilas. Llegó a su despacho poco después de la una de la madrugada, se quitó su impoluta chaqueta oscura, encargó café al personal de turno y llamó a su ayudante.
La primera copia de la confesión de Kowalski llegó con el café. La primera vez leyó rápidamente las veintiséis páginas del legajo, intentando captar el sentido general de lo que el legionario, mentalmente desquiciado, había dicho. Algo que leyó hacia la mitad de la confesión le llamó la atención y le hizo fruncir el ceño, pero siguió leyendo hasta el fin sin detenerse.
Su segunda lectura fue más lenta, más cautelosa, dedicando más atención a cada párrafo. La tercera vez empuñó un lápiz marcador de la bandeja situada frente al papel secante, y realizó una nueva lectura, más despacio todavía, tachando con una línea gruesa todas las palabras y pasajes relativos a Sylvie, Leunosequé, Indochina, Argelia, JoJo, Kovacs, Corso, cerdos y la Legión. Todo aquello lo comprendía y no le interesaba.
Buena parte de la confesión se refería a Sylvie, y había algunas alusiones a una mujer llamada Julie, que nada significaba para Rolland. Una vez suprimido todo aquello, la confesión no hubiese ocupado más de seis páginas. Intentó extraer algún sentido de los pasajes restantes. Roma. Los tres jefes estaban en Roma. Bueno, esto ya lo sabía. Pero, ¿por qué? La pregunta había sido formulada ocho veces. La respuesta, aproximadamente, había sido siempre la misma. No querían que los raptaran, como le había ocurrido a Argoud en febrero. Muy natural, penso Rolland. ¿Habría perdido el tiempo con la operación Kowalski? Había una palabra concreta que el legionario había mencionado dos veces, o más bien tartajeado dos veces, en respuesta a aquellas ocho preguntas idénticas. La palabra era «secreto». ¿Como adjetivo? Nada había de secreto acerca de su presencia en Roma. ¿O como sustantivo? ¿Qué secreto?
Rolland leyó hasta el final por décima vez, y luego retrocedió hasta el principio. Los tres hombres de la OAS estaban en Roma. Estaban allí porque no querían que los raptasen. No querían que los raptaran porque estaban en posesión de un secreto.
Rolland sonrió irónicamente. Él había estado en lo cierto, más que el general Guibaud, al suponer que Rodin no se había escondido por miedo.
Así que conocían un secreto. ¿Qué secreto? Todo parecía proceder de algo ocurrido en Viena. La palabra Viena aparecía tres veces, pero al principio Rolland había creído que se trataba de la ciudad de Vienne, situada a treinta y pico de kilómetros al sur de Lyon. Pero tal vez se tratara de la capital austríaca y no de la ciudad francesa provinciana.
Celebraron una reunión en Viena. Después fueron a Roma y se instalaron de forma que no pudieran raptarlos y obligarlos a revelar un secreto. El secreto debió de surgir en Viena.
Pasaban las horas y se sucedían las tazas de café. En el cenicero, crecía la montaña de cigarrillos. Antes de que el cielo empezara a palidecer por encima de los suburbios del este del Boulevard Mortier, el coronel Rolland sabía que estaba sobre una pista.
Faltaban datos. ¿Faltaban realmente, y para siempre, puesto que el mensaje recibido por teléfono a las tres de la madrugada le había informado de que Kowalski no volvería a ser interrogado porque había muerto? ¿O se hallaban ocultos entre el desarticulado texto que había brotado de aquel perturbado cerebro a medida que menguaba su capacidad de resistencia?
Con la mano derecha, Rolland empezó a señalar algunas piezas sueltas del rompecabezas que no parecían encajar en el texto. Kleist, un hombre llamado Kleist. Kowalski, siendo polaco, había pronunciado el nombre correctamente, y Rolland, que no había olvidado las nociones de alemán aprendidas durante la guerra, lo escribió correctamente, a pesar de que el secretario francés lo había hecho erróneamente. ¿Se trataba de un hombre? ¿O acaso de un lugar? Llamó al conmutador y ordenó que buscaran una guía telefónica de Viena y vieran si encontraban a una persona o un establecimiento llamado Kleist. La respuesta llegó a los diez minutos. Había, en Viena, dos columnas de Kleist, todos simples particulares, y dos establecimientos que llevaban aquel mismo nombre: la «Escuela Primaría Masculina Ewald Kleist» y la «Pensión Kleist», en la Bruckneralle. Rolland anotó los dos nombres, pero subrayó la «Pensión Kleist». Y siguió leyendo.
Había varias alusiones a un extranjero acerca del cual Kowalski parecía albergar sentimientos contradictorios. A veces utilizaba la palabra bon, bueno, para referirse a aquel hombre; otras veces lo llamaba un fâcheur, un tipo molesto, enojoso. Poco después de las cinco de la mañana el coronel Rolland envió a buscar la cinta magnetofónica y el grabador y pasó una hora escuchando la confesión. Cuando, finalmente, desconectó el aparato, lanzó para sí una maldición ahogada. Hizo con la pluma varias modificaciones en el texto transcrito.
Kowalski no se había referido al extranjero llamándole bon sino blond, rubio. Y la palabra salida de aquellos labios desgarrados que había sido transcrita como fâcheur había sido en realidad faucher, en su significado de asesino.
A partir de aquel momento la tarea de reconstruir el rompecabezas de Kowalski fue sencilla. La palabra «chacal», que había sido tachada cada vez que se repetía porque Rolland había creído que era un insulto que Kowalski dirigía a los hombres que lo habían detenido y lo estaban torturando, cobraba un nuevo significado. Se convertía en el nombre cifrado del pistolero rubio, extranjero, con quien los tres jefes de la OAS se habían reunido en la «Pensión Kleist» de Viena pocos días antes de buscar un refugio seguro en Roma.
Ahora Rolland podía adivinar el objetivo de la oleada de atracos a Bancos y joyerías que se habían perpetrado en toda Francia durante las últimas ocho semanas. El rubio, fuese quien fuese, exigía dinero por realizar un trabajo para la OAS. Y sólo había un trabajo en el mundo por el que se pudiera exigir tal cantidad de dinero. El rubio no había sido contratado para liquidar una cuenta entre gángsters.
A las siete de la mañana llamó al conmutador y ordenó al operador del turno de noche que enviara una nota urgente a la oficina del SDECE en Viena, pasando así por encima del protocolo interdepartamental, puesto que Viena se hallaba dentro del feudo de R.3 Europa Occidental. Después reclamó todas las copias de la confesión de Kowalski y las guardó en su caja fuerte. Finalmente, empezó a redactar un informe destinado a un solo recipiendario y con la inscripción inicial «En propia mano».
Escribió con cuidado, sin emplear abreviaturas, describiendo brevemente la operación que había montado personalmente, por iniciativa propia, para capturar a Kowalski; explicó el retorno del ex legionario a Marsella, inducido a volver por la falsa creencia de que un ser querido se hallaba enfermo en el hospital, su captura por los agentes del Servicio de Acción, y haciendo una breve alusión a la circunstancia de que el hombre había sido interrogado por hombres del servicio y había hecho una larga pero confusa confesión. Se sintió obligado a declarar escuetamente que, al resistirse a su detención, el ex legionario había herido a dos agentes, pero se había inferido a sí mismo tales daños en un intento de suicidio, que cuando, por fin, fue dominado, hubo que hospitalizarlo. La confesión la había formulado desde su lecho del hospital.
El resto del informe, que constituía su parte principal y más extensa, se refería a la confesión propiamente dicha y a la interpretación que Rolland le daba. Una vez terminada esta parte, hizo una breve pausa, mirando hacia los tejados dorados por el sol de la mañana. El coronel sabía que tenía fama de no exagerar los problemas ni dar demasiada importancia a los peligros. Redactó el párrafo final con especial esmero.
«En el momento de escribir este informe, todavía se están realizando investigaciones con el fin de conseguir pruebas que corroboren la existencia de esta conjura. Pero en el caso de que tales averiguaciones indiquen que lo dicho es la verdad, la conjura descrita constituye, en mi opinión, el plan más peligroso que los terroristas podían haber imaginado para poner en peligro la vida del presidente de Francia. Si la conjura existe tal como la hemos descrito, y si el pistolero de origen extranjero, conocido solamente por el nombre cifrado de el Chacal, ha sido contratado para atentar contra la vida del Presidente y está trazando sus planes con este fin, tengo el deber de informar a usted que, en mi opinión, nos hallamos ante un caso de emergencia nacional.»
Contra su costumbre el coronel Rolland pasó a máquina personalmente la versión definitiva del informe, introdujo la copia en limpio en un sobre con su sello personal, escribió el nombre de su destinatario, y cerró el sobre indicando en él «máximo secreto». Finalmente, quemó las hojas del borrador y se deshizo de las cenizas arrojándolas por el desagüe del pequeño lavabo situado en un gabinete de su propio despacho.
Cuando terminó, se lavó las manos y la cara. Mientras se secaba, echó una ojeada al espejo del lavabo. El rostro que le devolvió la mirada estaba perdiendo su atractivo; a pesar suyo, tuvo que reconocerlo. Los rasgos que en su juventud habían estado tan llenos de vitalidad y en su madurez tan atractivos para las mujeres empezaban a ajarse. Demasiadas experiencias, demasiado conocimiento de las honduras de bestialidad a las cuales puede descender el hombre cuando lucha contra sus hermanos por sobrevivir, demasiados planes y contraplanes, hombres a quienes enviaba a morir o a matar, a aullar en los sótanos o hacer aullar a otros hombres, habían envejecido al jefe del Servicio de Acción hasta hacerle aparentar más edad de los cincuenta y cuatro años que tenía. Había dos surcos que bajaban por los lados de su nariz hasta las comisuras de los labios, que si se alargaban un poco más dejarían de resultar distinguidos. Dos manchas oscuras parecían haberse instalado permanentemente debajo de sus ojos, y el elegante tono gris de sus sienes se estaba volviendo blanco sin pasar por plateadas tonalidades.
«A fin de año–se dijo–voy a zafarme de todo esto.» El rostro lo miró con disgusto. ¿Incredulidad o simple resignación? Tal vez la cara estuviera en lo cierto, y no la mente. Al cabo de cierto número de años, ya no había salida. Se era lo que se era para el resto de la vida. De la Resistencia a la Policía de Seguridad, luego al SDECE y, finalmente, al Servicio de Acción. «¿Cuántos hombres y cuánta sangre en todos aquellos años?», preguntó al rostro del espejo. Y todo por Francia. « ¿Y qué diablos importa Francia?» Y el rostro le devolvió la mirada desde el espejo sin decir nada. Porque ambos conocían la respuesta.
El coronel Rolland hizo llamar a un motociclista del servicio para que acudiera personalmente a su presencia. También encargó huevos fritos, pan, manteca, y más café, pero esta vez una taza grande de café con leche, con aspirinas para su jaqueca. Entregó en la mano el sobre sellado y dio las órdenes al agente. Después de comerse los huevos y el pan fue a beber su café con leche, sentado en el alféizar de la ventana abierta, la que daba hacia París. A través de kilómetros de tejados y terrazas divisaba las torres de Notre Dame y, más allá, en la bochornosa neblina, suspendida sobre el Sena, de la mañana, la Torre Eiffel.
Eran ya más de las nueve de la mañana del día 11 de agosto, y la ciudad estaba en pleno movimiento, maldiciendo probablemente al agente de chaqueta negra y su sirena que, sorteando el tráfico, se deslizaba con su máquina hacia el distrito VIII.
Rolland no pudo menos de pensar que si la amenaza descrita en el despacho que el motorista llevaba podía ser evitada, de ello dependería que a fin de año tuviera todavía un empleo del cual jubilarse.
CAPITULO IX
Aquella misma mañana, un poco más tarde, el ministro del Interior se hallaba sentado a su mesa, mirando sombríamente por la ventana hacia el patio circular de abajo, iluminado por el sol. A un extremo del patio estaban las hermosas verjas de hierro forjado, decoradas con el escudo de armas de la República Francesa. Al otro lado de las verjas se extendía la Place Beauvau, donde los torrentes de tráficos procedentes del Faubourg St. Honoré y de la Avenue de Marigny giraban alrededor de las caderas del policía que los dirigía desde el centro de la plaza.
De las otras dos calles que confluían en la plaza, la Avenue de Miromesnil y la Rue des Saussaies, otras oleadas de tráfico se precipitarían, cuando se lo ordenara el silbato del policía, para cruzar la plaza y desaparecer más allá. El agente parecía jugar con los cinco mortíferos aluviones del tráfico parisiense como un torero juega con el toro, con calma, con aplomo, dignamente, imperioso. Monsieur Roger Frey le envidió la ordenada simplicidad de su tarea y la tranquila confianza en sí mismo que ponía en ella.
En las verjas de entrada al Ministerio, otros dos gendarmes contemplaban el virtuosismo de su colega en el centro de la plaza. Llevaban sus metralletas colgadas del hombro y miraban hacia el mundo exterior a través de la parrilla de hierro forjado de la doble verja, protegidos del furor de aquel mundo exterior, seguros de sus salarios, de su carrera, de su lugar bajo el sol de agosto. También a ellos les envidió el ministro, por la sencillez de sus vidas y de sus ambiciones.
Oyó el roce de una página detrás de sí y dio un cuarto de vuelta en su sillón giratorio para situarse de cara a su mesa. El hombre sentado al otro lado de la misma cerró el expediente y lo depositó reverentemente encima de la mesa, frente al ministro. Los dos hombres se miraron en medio del silencio turbado únicamente por el tictac del reloj de bronce dorado de la chimenea y por el domesticado tráfico de la Place Beauvau.
—Bueno, ¿qué le parece?
El comisario Jean Ducret, jefe del Cuerpo de Seguridad personal del general De Gaulle, era uno de los más destacados expertos de Francia acerca de todas las cuestiones de seguridad, y particularmente en lo que se refiere a la protección de una persona determinada contra un intento de asesinato. Por eso ocupaba su cargo actual, y por eso seis conjuras para asesinar al presidente de Francia o habían fracasado en su ejecución o habían sido desarticuladas en su fase preparatoria.
—Rolland tiene razón–dijo finalmente.
Su voz era serena, desprovista de emociones. Lo mismo hubiera podido enunciar un pronóstico sobre un partido de fútbol.
—Si lo que dice es verdad, la conjura es excepcionalmente peligrosa. Todo el sistema de archivos de los Cuerpos de Seguridad de Francia, toda la red de agentes infiltrados actualmente dentro de la OAS, quedan reducidos a la impotencia frente a un extranjero, un outsider que trabaja solo, sin contactos ni amigos. Y un profesional, además. Como dice Rolland, se trata...–repasó la última página del informe del jefe de Servicio de Acción, y leyó en voz alta– del «plan más peligroso» que se pueda imaginar.
Roger Frey se pasó los dedos por el pelo gris, que llevaba muy corto, y volvió a hacer girar su sillón de cara a la ventana. No era hombre que se irritara fácilmente, pero aquella mañana del 11 de agosto se sentía envalentonado. A lo largo de los muchos años que llevaba como leal seguidor de la causa de Charles de Gaulle, y no obstante la inteligencia y la cultura que lo habían encumbrado al cargo de ministro, habíase ganado la fama de ser un hombre duro. Los brillantes ojos azules, que podían ser cálidamente atractivos o estremecedoramente glaciales, la virilidad del tórax robusto y del rostro correcto e implacable que le habían merecido miradas de admiración de no pocas de las damas que lo trataban, no habían sido simples puntales para la plataforma electoral de Roger Frey.
En los viejos tiempos, cuando los gaullistas habían tenido que luchar, para sobrevivir, contra la enemistad americana, la indiferencia británica, la ambición giraudista y la ferocidad comunista, Frey había aprendido a ser duro en la lucha. A fin de cuentas, habían vencido, y por dos veces en dieciocho años el hombre a quien seguían había vuelto del ostracismo y el repudio para ocupar el poder supremo de Francia. Y durante los dos últimos años se había reanudado la batalla, esta vez contra los mismos hombres que por dos veces habían instaurado de nuevo al general en el poder: el Ejército. Hasta unos pocos minutos antes, el ministro había creído que la lucha estaba terminando, que, una vez más, sus enemigos habían sido reducidos a la impotencia y a la desesperanza.
Ahora sabía que no era así. En Roma, un enjuto y fanático coronel había urdido un plan que podía provocar el derrumbamiento de todo el edificio con la muerte de un solo hombre. Algunos países poseen instituciones lo bastante estables para sobrevivir a la muerte de un presidente o a la abdicación de un rey, como lo había demostrado Inglaterra veintiocho años atrás y como lo demostraría América antes de fin de año. Pero Roger Frey era plenamente consciente del estado de las instituciones francesas en 1963, y sabía que la muerte de su Presidente sería el prólogo del putsch y de la guerra civil.
—Bien–dijo finalmente sin dejar de mirar hacia el soleado patio–, habrá que decírselo.
El policía no contestó. Una de las ventajas de ser un técnico consistía en que uno hacía su trabajo y dejaba las grandes decisiones en manos de quienes cobraban por tomarlas. Desde luego, no pensaba ofrecerse como voluntario para informar al Presidente. El ministro se volvió hacia él.
—Bien. Merci Commissaire. Solicitaré una entrevista para esta tarde e informaré al Presidente.—Su voz sonó tensa y decidida. Faltaba todavía un detalle–. No necesito rogarle que guarde un silencio absoluto sobre esto hasta que yo haya expuesto la situación al Presidente y éste haya decidido cómo desea que se lleve el asunto.
El comisario Ducret se puso en pie y salió para cruzar la plaza y bajar un centenar de metros por la carretera hasta las verjas de entrada del Palacio del Elíseo. Una vez solo, el ministro del Interior volvió a leer, muy despacio, el legajo. No le cabía duda de que el enfoque de Rolland era acertado, y el parecer de Ducret lo había confirmado en su opinión. El peligro existía, era grave, no era posible evitarlo, y el Presidente debía ser informado.
Como a su pesar pulsó el intercomunicador, que zumbó en respuesta a su llamada. A través de la rejilla, ordenó:
—Comuníqueme con el secretario general del Elíseo.
Un minuto después, sonó el teléfono rojo, situado al lado del intercomunicador. Levantó el receptor y escuchó durante unos segundos:
—Monsieur Foccart, s’il vous plaît.
Una nueva pausa, y, después, la engañosa y suave voz de uno de los hombres más poderosos de Francia llegó a sus oídos. Roger Frey explicó brevemente lo que deseaba y por qué.
—Cuanto antes mejor, Jacques... Sí, ya sé que debe consultar el horario. Esperaré. Por favor, llámeme en cuanto pueda. La llamada llegó al cabo de una hora. La cita fue fijada para las cuatro de la tarde, en cuanto el Presidente hubiera terminado su siesta. Por un momento, el ministro estuvo a punto de replicar que lo que tenía encima de la carpeta de su mesa era más importante que todas las siestas del mundo, pero se contuvo a tiempo. Como todos los que rodeaban al Presidente, sabía que no era aconsejable irritar al funcionario de la voz suave a quien el Presidente escuchaba siempre, y que poseía un archivo personal de información íntima más temido que conocido.
Aquella tarde, a las cuatro menos veinte, el Chacal salía del «Cunningham», en Curzon Street, después de uno de los almuerzos más exquisitos y caros que los especialistas londinenses en gastronomía pueden preparar. Al fin y al cabo, meditaba para sí mientras entraba en la South Audley Street, probablemente sería su último almuerzo en Londres por una temporada y tenía sus razones para celebrarlo.
A la misma hora, un «DS 19» negro salía por las verjas del Ministerio del Interior de Francia a la Place Beauvau. El policía del centro de la plaza, advertido previamente por un grito de sus colegas apostados en las puertas, detuvo el tráfico de las calles adyacentes, y se cuadró para saludar.
Un centenar de metros más abajo, el «Citröen» dobló hacia el porche de piedra gris frente al Palacio del Elíseo. También allí los gendarmes de servicio, previamente advertidos, habían detenido el tráfico para que el enorme automóvil pudiera girar y penetrar por el arco de entrada, sorprendentemente angosto. Los dos guardias republicanos de centinela, en sus garitas a ambos lados del porche, pegaron con fuerza sus manos enguantadas de blanco a sus fusiles, en posición de saludo, mientras el ministro entraba en el antepatio del palacio.
Una cadena cruzada en el arco interior del portal detuvo el coche, mientras el inspector de servicio, uno de los hombres de Ducret, echaba una rápida ojeada al interior del vehículo. Saludó con la cabeza al ministro, quien correspondió a su saludo. A un gesto del inspector, fue soltada la cadena, sobre la cual pasó el «Citröen». A unos treinta metros de grava rojiza se alzaba la fachada del palacio. Robert, el chófer, giró a la derecha y condujo el vehículo alrededor del patio en dirección contraria a las agujas del reloj, para dejar a su amo al pie de los seis peldaños de granito que conducían a la entrada.
La puerta fue abierta por uno de los dos ujieres, de uniforme negro con collares plateados. El ministro descendió del automóvil y subió con paso ligero la escalinata para ser recibido en la puerta por el ujier mayor. Ambos se saludaron ceremoniosamente, y el ministro siguió al ujier hacia el interior del edificio. Tuvieron que esperar un momento en el vestíbulo, bajo la enorme araña suspendida de la bóveda del techo por una larga cadena dorada, mientras el ujier telefoneaba brevemente desde la mesa de mármol situada a la izquierda de la puerta. Después de colgar el auricular se volvió hacia el ministro, sonrió brevemente, y con su habitual paso majestuoso y reposado empezó a subir por las alfombradas escaleras de granito situadas a la izquierda.
En el primer piso, cruzaron el ancho y corto rellano que daba sobre el vestíbulo inferior, y se detuvieron cuando el ujier llamó suavemente a la puerta situada a la izquierda del rellano. Del interior salió una respuesta apagada: «Entrez»; el ujier abrió silenciosamente la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al ministro al interior del Salon des Ordonnances. La puerta se cerró detrás del ministro tan silenciosamente como se había abierto, y el ujier, con paso digno y mesurado, volvió a bajar al vestíbulo.
Por los grandes ventanales del otro extremo del salón, que daban al Sur, el sol entraba a raudales, bañando en calor la alfombra que cubría el suelo. Uno de los ventanales, que llegaban desde el suelo hasta el techo, estaba abierto, y de los jardines del palacio llegaba el zureo de un pichón entre los árboles. El tráfico de los Champs Elysées, a quinientos metros de distancia y completamente oculto a la vista detrás de los corpulentos tilos y hayas en plena foliación veraniega, era simplemente otro murmullo, menos audible todavía que el zureo del pichón. Como siempre que se encontraba en las salas del Palacio del Elíseo que daban al Sur, Frey, hombre de ciudad, tenía la sensación de hallarse en algún château enterrado en el corazón del campo. El ruido del tráfico del Faubourg St. Honoré, al lado del edificio, era tan sólo un recuerdo. Como el ministro no ignoraba, el Presidente adoraba el campo.
El edecán de turno era el coronel Tesseire, quien se levantó de detrás de su mesa.
—Monsieur le Ministre...
—Coronel... –Frey señaló con un movimiento de cabeza hacia la doble puerta situada en el lado izquierdo del salón–. ¿Me esperan?
—Desde luego, señor ministro.
Tesseire cruzó la sala, llamó brevemente en las puertas, abrió una de las dos hojas y anunció:
—El ministro del Interior, señor Presidente.
Del interior llegó, apagada, una palabra de asentimiento. Tesseire se hizo a un lado, sonrió al ministro, y Roger Frey entró en el despacho particular de Charles de Gaulle.
El ministro siempre había pensado que en aquel recinto no había nada que no proporcionara un indicio acerca de la personalidad del hombre que había encargado su decoración y su mobiliario. A la derecha había las tres altas y elegantes ventanas que, como las del Salon des Ordonnances, daban acceso al jardín. También en el estudio una de ellas estaba abierta, y el murmullo del pichón, silenciado un instante en el momento de cruzar la puerta entre las dos estancias, volvía a oírse, procedente de los jardines.
Debajo de aquellos tilos y hayas se hallaban al acecho varios agentes, con armas automáticas, capaces de hacer blanco en un as de espadas a veinte pasos de distancia. Pero si alguno de ellos se dejaba ver desde las ventanas de la primera planta, podía darse por perdido. En todo el palacio, la ira del hombre a quien protegerían fanáticamente si se hacía necesario había llegado a ser legendaria, en el supuesto de que se enterara de las medidas adoptadas para su propia protección, o si tales medidas se interferían en su intimidad. Aquélla era una de las más pesadas cruces que a Ducret le tocaba sobrellevar, y nadie le envidiaba la tarea de proteger a un hombre para quien todas las formas de protección personal constituían una indignidad que odiaba firmemente.
A la izquierda, arrimada a la pared que contenía la biblioteca, había una mesa Luis XV y encima de ella un reloj Luis XVI. El suelo aparecía cubierto por una alfombra Savonnerie confeccionada en la fábrica real de alfombras de Chaillot en 1615. La fábrica, según el Presidente había explicado una vez al ministro, había sido una fábrica de jabón antes de ser convertida en manufactura de alfombras, y de ahí el nombre que se había aplicado siempre a las alfombras salidas de sus telares.
Nada había en la estancia que no fuese sencillo, nada que no fuese digno, nada que no fuese del mejor gusto, y, sobre todo, nada que no constituyera un ejemplo visible de la grandeur de Francia. Y en ello, a los ojos de Roger Frey, se incluía el hombre de detrás de la mesa, que en aquel momento se levantaba de su asiento para saludarle con su elaborada cortesía.
El ministro recordaba que Harold King, decano de los periodistas británicos en París y el único anglosajón contemporáneo que era amigo personal de Charles de Gaulle, le había hecho observar un día que en su comportamiento personal el Presidente no era un personaje propio del siglo XX sino del XVIII. Desde entonces, cada vez que había visto a su jefe, Roger Frey había intentado en vano imaginarse una figura alta vestida de seda y brocados y ejecutando los mismos ademanes corteses de De Gaulle. Podía ver la relación, pero la imagen no cuajaba. Porque no podía olvidar las raras ocasiones en que el ponderado anciano, realmente sublevado por algo que lo había disgustado, había utilizado un lenguaje cuartelario de tan extremada crudeza que había dejado asombrados y sin habla a los restantes miembros del Gabinete.
Como el ministro no ignoraba, uno de los temas susceptibles de provocar tal reacción era la cuestión de las medidas que el ministro del Interior, responsable de la seguridad de las instituciones de Francia, de las cuales la principal era el propio Presidente, se consideraba obligado a adoptar. Nunca habían estado de acuerdo sobre tal extremo, y gran parte de lo que Frey decidía sobre aquel punto debía ser ejecutado clandestinamente. Cuando pensaba en el documento que llevaba en la cartera y en la petición que se vería obligado a formular, casi temblaba.
—Mon cher Frey.
La alta figura vestida de gris había dado la vuelta al gran escritorio detrás del cual solía permanecer sentado, y le tendía una mano.
—Monsieur le Président, mes respects.
El ministro estrechó la mano que se le ofrecía. Por lo menos El Viejo parecía de buen humor. Fue invitado a sentarse en uno de los dos sillones de recto respaldo, cubiertos con una tapicería Beauvais del Primer Imperio y situados enfrente del escritorio. Charles de Gaulle, cumplidos sus deberes de anfitrión, volvió a sentarse al otro lado de la mesa, de espaldas a la pared. Se inclinó hacia atrás, y apoyó las puntas de los dedos de ambas manos sobre la superficie de madera pulida de la mesa.
—Según me han dicho, mi querido Frey, deseaba usted verme para un asunto urgente. Bien, ¿qué tiene usted que decirme?
Roger Frey tomó aliento y empezó. Explicó breve y sucintamente lo que le había traído, sabiendo que De Gaulle no era partidario de la oratoria de alto vuelo excepto de la suya propia, y tan sólo en los actos públicos. En privado, prefería la brevedad, como algunos de sus más charlatanes subordinados había descubierto con profunda turbación.
Mientras el ministro hablaba, el hombre situado al otro lado de la mesa se puso perceptiblemente rígido. Erguido cada vez más en su asiento, parecía crecer por momentos, y desde lo alto de su prominente nariz miraba al ministro como si una sustancia desagradable hubiese sido introducida en su despacho por un –hasta entonces– fiel servidor. Roger Frey, sin embargo, sabía que a cinco metros de distancia su rostro no podía ser más que una mancha borrosa para el Presidente, cuya miopía ocultaba en todas las ocasiones públicas no llevando gafas, salvo para leer discursos.
El ministro del Interior dio fin a su monólogo, que apenas había durado más de un minuto, mencionando los comentarios de Rolland y Ducret, y terminó diciendo:
—Traigo en la cartera el informe de Rolland.
Sin decir palabra, la mano presidencial se alargó a través de la mesa. Frey extrajo el informe de su cartera y lo entregó al Presidente.
Del bolsillo superior de su chaqueta Charles de Gaulle sacó sus gafas, se las puso, abrió la carpeta encima de la mesa y empezó a leer. El pichón había interrumpido su murmullo, como comprendiendo que no era el momento adecuado. Roger Frey se dedicó a mirar los árboles y después la lámpara de cobre, situada al lado de la carpeta. Era un hermoso flambeau de la Restauración, de plata dorada, provisto de luz eléctrica, y que durante los cinco años de la presidencia había iluminado los documentos de Estado que pasaban durante la noche por encima de la carpeta, al lado de la cual estaba situado.
El general De Gaulle era un lector rápido. Dio cuenta del informe de Rolland en tres minutos, cerró cuidadosamente la tapa de la carpeta, cruzó sus manos sobre la misma, y preguntó:
—Bien, mi querido Frey, ¿qué desea usted de mí?
Por segunda vez Roger Frey tomó aliento y se lanzó a una sucinta enumeración de las medidas que se proponía adoptar. Por dos veces utilizó la frase «a mi juicio, señor Presidente, será necesario, si queremos evitar esta amenaza...» En el trigésimo tercer segundo de su discurso utilizó la frase: «El interés de Francia...»
No llegó más allá. El Presidente le interrumpió; la sonora voz repitió la palabra «Francia» como la de una deidad suprema, de un modo que ninguna otra voz francesa hasta entonces había sabido hacerlo.
—El interés de Francia, mi querido Frey, exige que su presidente no ofrezca el espectáculo de amilanarse ante la amenaza de un miserable asesino a sueldo y... –hizo una pausa, mientras el desprecio por su desconocido agresor se cernía pesadamente en el recinto–de un extranjero.
Roger Frey comprendió que había perdido la partida. El general no perdió los estribos, como el ministro del Interior había temido que hiciera. Empezó a hablar con claridad y precisión, como quien quiere que sus deseos queden bien especificados. Mientras hablaba, algunas de sus frases volaron por la ventana abierta y fueron oídas por el coronel Tesseire.
—La France ne saurait accepter... la dignité et la grandeur asujetties aux misérables menaces d'un... d'un CHACAL...
Dos minutos más tarde, Roger Frey salió del despacho del Presidente. Saludó con la cabeza al coronel Tesseire, franqueó la puerta del Salon des Ordonnances y bajó al vestíbulo.
«He aquí–pensó el ujier mayor, mientras escoltaba al ministro por la escalinata hasta su «Citröen» y lo veía alejarse–un hombre que tiene un problema, si alguno hubo en el mundo. Me pregunto qué le habrá dicho El Viejo.» Pero, siendo como era el ujier mayor, su rostro conservó la calma impasible de la fachada del palacio donde había servido durante veinte años.
—No, así es imposible. El Presidente estuvo tajante acerca de este punto.
Roger Frey se volvió desde la ventana de su despacho y miró al hombre a quien se había dirigido. A los pocos minutos de haber regresado del Elíseo había hecho llamar a su jefe de gabinete, o jefe del personal. Alexandre Sanguinetti era corso. Como el hombre en quien el ministro del Interior había delegado a lo largo de los dos últimos años gran parte de la tarea de gobernar las fuerzas de seguridad del Estado francés, Sanguinetti había conseguido una reputación que variaba ampliamente según la filiación política de quienes lo juzgaban o el concepto que tenían de los derechos civiles.
Por la extrema izquierda era odiado y temido porque no vacilaba en movilizar las secciones antidisturbios de las CRS y por las tácticas brutales que aquellos cuarenta y cinco mil matones utilizaban cuando se enfrentaban con una manifestación callejera, de izquierdas o de derechas.
Los comunistas lo llamaban fascista, tal vez porque algunos de los métodos que empleaba para mantener el orden público recordaban los medios usados en los paraísos obreros del otro lado del Telón de Acero. La extrema derecha, llamada también fascista por los comunistas, lo odiaba igualmente, basándose en los mismos argumentos de la supresión de la democracia y de los derechos civiles, pero más probablemente porque la implacable eficiencia de sus medidas de orden público habían evitado en gran parte el derrumbamiento total del orden que hubiese ayudado a precipitar un golpe del ala derecha ostensiblemente encaminado a restaurar aquel mismo orden.
Y muchas personas corrientes lo detestaban porque los decretos draconianos que surgían de su despacho los afectaban a todos: barreras en las calles, examen de documentaciones en los cruces principales, puestos de control en las autopistas, y las fotografías, ampliamente divulgadas, de jóvenes manifestantes derribados por las porras de los CRS. La Prensa ya le había aplicado el apodo de «Monsieur Anti OAS», y, salvo la relativamente escasa prensa gaullista, lo atacaba a fondo. Si el hecho de ser el hombre más criticado de Francia le afectaba de algún modo, lo disimulaba perfectamente. La deidad de su religión particular tenía su santuario en un despacho del Palacio del Elíseo, y dentro de aquella religión Alexandre Sanguinetti era el jefe de la curia. Miró con ávidos ojos la carpeta situada frente a él, encima de la cual estaba el sobre que contenía el informe de Rolland.
—Es imposible. Imposible. Este hombre sí que es imposible. Tenemos que proteger su vida, pero él no nos deja. Yo podría encontrar a ese hombre, a el Chacal. Pero dice usted que no se nos permite adoptar contramedidas. ¿Qué hacer, entonces? ¿Esperar a que aseste el golpe? ¿Quedarnos sentados y esperar?
El ministro exhaló un suspiro. No había esperado menos de su jefe de gabinete, pero ello no le facilitaba las cosas. Volvió a sentarse detrás de su mesa.
—Oiga, Alexandre. En primer lugar, aún no estamos absolutamente seguros de que el informe de Rolland sea cierto. No es más que su análisis personal de las divagaciones de ese... Kowalski, que ha muerto. Tal vez Rolland se equivoque. Se están efectuando investigaciones en Viena. Me he puesto en contacto con Guibaud, quien espera tener la respuesta esta noche. Pero debemos reconocer que, en esta fase, lanzar una cacería de alcance nacional en busca de un extranjero de quien sólo conocemos el nombre cifrado no es una proposición realista. Hasta aquí, debo mostrarme de acuerdo con el Presidente.
«Además, éstas son sus instrucciones... No, sus órdenes, absolutamente formales. Las repetiré para que no quede confusión alguna en nuestras mentes. No debe haber publicidad, ni una búsqueda de ámbito nacional, ni la menor indicación, fuera de un reducido círculo de nosotros, de que algo marcha mal. El Presidente piensa que si la Prensa llegara a enterarse del secreto lo celebraría como una gran fiesta, los países extranjeros se reirían a mandíbula batiente, y cualquier precaución extraordinaria que tomáramos sería interpretada, tanto aquí como en el exterior, como el espectáculo del presidente de Francia ocultándose de un hombre solo, y, para colmo, extranjero.
«Repito que el Presidente no tolerará tal cosa. De hecho... –continuó el ministro, agitando el dedo índice para dar más énfasis a sus palabras– me ha dado a entender claramente que si algún detalle o la impresión general del asunto llegan a hacerse públicos, caerá más de una cabeza. Créame, cher ami, en mi vida le había visto tan inflexiblemente decidido.
—Pero el programa público tendrá, forzosamente, que modificarse –protestó el funcionario corso–. Hay que suspender toda aparición del Presidente en público hasta que ese hombre haya sido capturado. Sin duda el Presidente...
—El Presidente no cancelará nada. No habrá cambios, ni de una hora ni de un minuto. Hay que llevar el asunto de manera totalmente secreta.
Por primera vez desde la desarticulación de la criminal conjura de la École Militaire, en el mes de febrero, con la detención de los conjurados, Alexandre Sanguinetti tuvo la sensación de que tenía que volver a partir de cero. En los últimos dos meses, mientras luchaba contra la oleada de asaltos a Bancos y joyerías, había abrigado la esperanza de que lo peor había ya pasado. A sus ojos, el tinglado de la OAS se estaba desmoronando bajo los ataques conjuntos del Servicio de Acción desde el interior y de las hordas de policías y CRS desde el exterior; y había interpretado la oleada de crímenes como los últimos estertores del Ejército Secreto, durante los cuales el último puñado de bribones se dedicaba al pillaje con la esperanza de conseguir dinero suficiente para pasar bien en el destierro el resto de sus vidas.
Pero la última página del informe de Rolland exponía claramente que las docenas de agentes dobles que el coronel había logrado infiltrar incluso en los niveles superiores de la OAS habían quedado desbordadas por el anonimato del pistolero, desconocido para todo el mundo menos para los tres hombres que estaban a salvo en un hotel de Roma; y Sanguinetti comprendía por sí mismo que los enormes archivos de expedientes acerca de todas las personas que alguna vez tuvieron el menor contacto con la OAS, y en los cuales el Ministerio del Interior solía confiar para su información, habían sido convertidos en un montón de papeles inútiles por un solo hecho: que el Chacal era extranjero.
—Si no se nos permite actuar, ¿qué podemos hacer?
—Yo no he dicho que no se nos permita actuar –le corrigió Frey–. He dicho que no se nos permite actuar públicamente. Todo debe realizarse en secreto. Esto nos deja una sola alternativa. La identidad del pistolero debemos conocerla mediante una investigación secreta; debemos localizarlo, dondequiera que esté, en Francia o en el extranjero, y eliminarlo sin vacilar.
—...y eliminarlo sin vacilar. Éste es, señores, el único camino que nos queda.
El ministro del Interior pasó revista con la mirada a las personas reunidas en torno de la mesa de la sala de reuniones del Ministerio, para dar tiempo a que sus palabras penetraran, con fuerte impacto, en todas las mentes. Había, en total, catorce hombres en la sala, incluido él mismo.
El ministro estaba de pie en un extremo de la mesa. Inmediatamente a su derecha se hallaba sentado su jefe de gabinete y a su izquierda el prefecto de Policía, jefe político de las fuerzas de Policía de Francia.
A lo largo del lado derecho de la mesa, a partir de Sanguinetti, se sentaban el general Guibaud, jefe del SDECE, y el coronel Rolland, jefe del Servicio de Acción y autor del informe, una de cuyas copias se encontraba delante de cada uno de los presentes. Después de Rolland se encontraban el comisario Ducret, del Cuerpo de Seguridad presidencial, y Saint Clair de Villauban, coronel de las Fuerzas Aéreas y del personal del Elíseo, gaullista fanático, pero conocido también en el círculo íntimo que rodeaba al Presidente por ser igualmente fanático en sus propias ambiciones.
A la izquierda de Maurice Papon, el prefecto de Policía, estaban Maurice Grimaud, director general de la Sûreté Nationale de Francia, y en una hilera los cinco jefes de los departamentos que constituían la Sûreté.
Aunque los novelistas se complacen en presentarla como una fuerza implacable en la persecución de los criminales, la Sûreté Nationale propiamente dicha es simplemente la reducida oficina, con escaso personal, que controla las cinco ramas anticrimen que en realidad llevan a cabo todo el trabajo. La tarea de la Sûreté es administrativa, como la de la Interpol, igualmente deformada por los escritores. Entre el personal de la Sûreté no hay un solo detective.
El hombre que tenía a sus órdenes personales las fuerzas nacionales de detectives de Francia se hallaba sentado al lado de Maurice Grimaud. Era Max Fernet, director de la Policía Judicial. Aparte de sus enormes cuarteles generales en el Quai des Orfevres, mucho más espaciosos que la sede de la Sûreté en el número 11 de la Rue des Saussaies, al doblar la esquina del Ministerio del Interior, la Policía Judicial controla diecisiete centrales de Servicios Regionales, uno para cada uno de los diecisiete distritos policiales de la Francia metropolitana. Por debajo de éstos están las fuerzas policiales de barrio, 453 en total, que comprenden setenta y cuatro Comisarías Centrales, 253 Comisarías de Distrito y 126 Puestos de Policía locales. El conjunto de la red abarca un total de dos mil ciudades y pueblos de Francia. Ésta es la fuerza organizada contra el crimen. En las zonas rurales, a lo largo de las carreteras, la tarea más general de mantener la ley y el orden es desempeñada por la Gendarmería Nacional y la Policía de tráfico, los Gendarmes Móviles. En muchas zonas, por razones de eficiencia, los gendarmes y los agentes de Policía comparten las mismas instalaciones y locales. En 1963, el número de hombres a las órdenes de Max Fernet en la Policía Judicial rebasaba en muy poco los veinte mil.
A la izquierda de Fernet se sentaban los jefes de las cuatro secciones restantes de la Sûreté: el Bureau de Sûreté Publique, Renseignement Generaux, la Direction de la Surveillance du Territoire, y el Corps Républicain de Sécurité.
El primero de éstos, el BSP, se ocupaba principalmente de la protección de edificios, comunicaciones, carreteras y cualquier otra pertenencia del Estado contra sabotajes o daños. El segundo, RG, u oficina central de registros, era la memoria de las otras cuatro secciones; en los archivos de su sede del Panthéon había cuatro millones y medio de legajos personales sobre individuos que habían llegado a conocimiento de las fuerzas de la Policía de Francia desde que estas fuerzas habían sido creadas. Se hallaban archivados, a lo largo de casi nueve kilómetros de estantes, por orden alfabético de los apellidos de las personas a que se referían, o por el tipo de crimen por el cual la persona había sido condenada o del cual había sido simplemente acusada por sospechas. También se conservaban los nombres de los testigos que habían comparecido en juicio, y los de quienes habían sido declarados inocentes. Aunque en aquellas fechas el sistema todavía no funcionaba por medio de computadoras, los archivos se jactaban de poder desenterrar en pocos minutos los detalles de una violación cometida en un pueblecito diez años atrás, o los nombres de los testigos que habían tomado parte en un oscuro juicio que ni siquiera había merecido los honores de la publicidad.
A estos legajos se añadían las huellas dactilares de todas las personas cuyas huellas habían sido tomadas en Francia, entre ellas muchísimas que no habían sido identificadas. Había también diez millones y medio de tarjetas, entre ellas las tarjetas de desembarco de todos los turistas en todos los puestos fronterizos, y las fichas hoteleras rellenadas por todos los que se habían instalado en hoteles franceses fuera de París. Sólo por razones de espacio había que eliminar de vez en cuando cierto número de dichas tarjetas con el fin de dejar lugar para las nuevas que ingresaban cada año.
Las únicas fichas regularmente cumplimentadas dentro del país que no iban a RG eran las que eran rellenadas en los hoteles de París. Éstas pasaban a la Prefectura de Policía del Boulevard del Palais.
La DST, cuyo jefe se sentaba tres lugares más allá de Fernet, era y es la fuerza de contraespionaje de Francia, responsable también de mantener una vigilancia constante en los aeropuertos, muelles y fronteras de Francia. Antes de pasar a los archivos, las tarjetas de desembarco de los que entraban en Francia eran examinadas por el funcionario de la DST en el punto de entrada, con el fin de mantener bajo vigilancia y control a los indeseables.
El último hombre de la hilera era el jefe de la CRS, la fuerza de cuarenta y cinco mil hombres de la cual Alexandre Sanguinetti había hecho ya un uso tan divulgado y tan cordialmente impopular durante los dos años precedentes.
Por razones de espacio, el jefe de las CRS se hallaba sentado al otro extremo de la mesa, de cara al ministro y separado de éste por toda la longitud de la mesa. Quedaba otro asiento, entre el jefe de las CRS y el coronel Saint Clair, en el ángulo de la derecha. Lo ocupaba un hombre corpulento, el humo de la pipa del cual molestaba evidentemente al exquisito coronel sentado a su izquierda. El ministro había insistido sobre Max Fernet para que lo invitara a la reunión. Era el comisario Maurice Bouvier, jefe de la Brigada Criminal de la PJ.
—Así que ésta es la situación, señores—prosiguió el ministro–. Todos han leído el informe del coronel Rolland que está ante ustedes. Y todos han oído de mis labios las considerables limitaciones que el Presidente, en interés de la dignidad de Francia, se considera obligado a imponer a nuestros esfuerzos por suprimir esta amenaza contra su persona. Insistiré una vez más en que la investigación y cualquier acción subsiguiente a la misma deben llevarse de manera totalmente secreta. No es necesario decir que deben ustedes guardar un silencio absoluto y no discutir el asunto con nadie que no esté presente en la sala, a menos que otra persona haya sido hecha partícipe del secreto.
«Los he convocado porque creo que, sea lo que fuere lo que hagamos, tarde o temprano tendremos que apelar a los recursos de todos los departamentos aquí representados, y ustedes, los jefes de departamento, no deben albergar la menor duda en cuanto a la máxima prioridad que este asunto exige. En toda ocasión requerirá su atención inmediata y personal. No habrá delegación a subordinados, excepto para las tareas que no pongan en descubierto la razón existente detrás del encargo confiado.
Hizo una nueva pausa. A lo largo de ambos lados de la mesa varias cabezas se inclinaron en actitud de asentimiento. Otros ojos permanecían fijos en el orador, o en el expediente colocado ante ellos. En el otro extremo, el comisario Bouvier miraba al techo, despidiendo breves bocanadas de humo por una comisura de la boca, como un piel roja enviando señales. El coronel de las Fuerzas Aéreas sentado a su lado hacía una mueca a cada aspiración.
—Y ahora –continuó el ministro– creo que ha llegado el momento de preguntarles qué piensan ustedes de ello. Coronel Rolland, ¿ha obtenido éxito su investigación en Viena?
El jefe del Servicio de Acción levantó los ojos de su propio informe y lanzó una mirada de reojo al general jefe del SDECE, de quien no recibió ni aliento ni ninguna manifestación en contra.
El general Guibaud, recordando que se había pasado la mitad del día desahogando cerca del jefe de la Sección R.3 su irritación por la decisión que aquella misma mañana había tomado Rolland de utilizar su oficina en Viena para sus propias investigaciones, miraba fijamente ante sí.
—Sí–dijo el coronel–. Esta mañana y esta tarde nuestros agentes en Viena han realizado algunas investigaciones en la «Pensión Kleist», un pequeño hotel particular de la Brucknerallee. Llevaban consigo unas fotografías de Marc Rodin, René Montclair y André Casson. No hubo tiempo para enviarles fotografías de Viktor Kowalski, que no figuraban en el archivo de Viena.
«El recepcionista del hotel ha declarado que reconocía por lo menos a dos de los hombres. Pero no lograba localizarlos. Un poco de dinero ha refrescado su memoria, y se le ha pedido que repasara el registro del hotel de los días comprendidos entre el 12 y el 18 de junio, fecha, esta última, en que los tres jefes de la OAS se instalaron juntos en Roma.
«Por fin declaró haber recordado el rostro de Rodin como un hombre que, el 15 de junio, tomó una habitación a nombre de Schulz. Dice el recepcionista que celebró una especie de reunión de negocios por la tarde, pasó la noche en su habitación y se marchó al día siguiente.
«Recuerda que Schulz tenía un compañero, un hombre muy corpulento, de aspecto sombrío, y que precisamente por eso se acordaba de Schulz. Éste recibió por la mañana la visita de dos hombres, y los tres celebraron una reunión. Los dos visitantes pudieron ser Casson y Montclair. El empleado no está seguro, pero le parece haber visto anteriormente por lo menos una de las dos caras.
«Añade el empleado que los hombres pasaron todo el día en la habitación, aparte de una ocasión, a última hora de la mañana, en que Schulz y el gigante, que así llama a Kowalski, salieron, tardando media hora en volver. Ninguno de ellos pidió el almuerzo, ni bajaron a comer.
—¿Recibieron la visita de un quinto hombre? –preguntó Sanguinetti, impaciente.
Rolland continuó con su informe, sin levantar la voz.
—Durante la tarde se les unió otro hombre por espacio de media hora. El empleado dice que lo recuerda porque el visitante entró en el hotel tan rápidamente, en dirección a la escalera, que sólo pudo verlo de espaldas. Pensó que sería uno de los huéspedes que se habría llevado la llave. Pero vio, eso sí, que alguien subía por la escalera. A los pocos segundos, el hombre volvía a estar en el vestíbulo. El empleado está seguro de que era el mismo porque reconoció su traje.
«El hombre utilizó el teléfono de la recepción y quiso hablar con la habitación de Schulz, la número 64. Pronunció dos frases en francés, colgó y volvió a subir por la escalera. Pasó allí media hora y luego se marchó sin añadir una sola palabra. Cosa de una hora más tarde, los dos que habían visitado a Schulz se marcharon también, por separado. Schulz y el gigante se quedaron aquella noche y se fueron al día siguiente, después de desayunar.
«La única descripción que el recepcionista puede facilitar del visitante de la tarde es ésta: alto, edad incierta, rasgos aparentemente regulares, pero llevaba anteojos oscuros de montura gruesa, hablaba correctamente el francés, era rubio y llevaba el pelo bastante largo y peinado hacia atrás.»
—¿Hay alguna posibilidad de que este hombre ayude a hacer un identi kit del rubio? –preguntó el prefecto de Policía, Papon.
Rolland denegó con la cabeza —Mis... nuestros agentes se han presentado como miembros de la Policía secreta vienesa. Afortunadamente, uno de ellos puede pasar por vienés. Pero sería imposible mantener el engaño indefinidamente. El hombre ha tenido que ser interrogado en el mostrador de recepción del hotel.
—Tenemos que conseguir una descripción mejor –protestó el jefe de la Oficina de Información–. ¿No se ha mencionado ningún nombre?
—No –repuso Rolland–. Lo que acaban de oír ustedes es el resultado de tres horas dedicadas a interrogar al empleado. Se ha insistido una y otra vez en cada uno de los puntos. El hombre no recuerda nada más. A falta de un identi kit, esa es la mejor descripción que puede facilitar.
—¿No podrían ustedes raptarlo, como a Argoud, para que nos hiciera un retrato del pistolero aquí, en París?–sugirió el coronel Saint Clair.
El ministro intervino:
—Ni hablar de nuevos raptos. Todavía estamos en plena batalla con el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán por lo de Argoud. Estas cosas se hacen una vez, pero no pueden repetirse.
—Sin duda, en un asunto de esta gravedad la desaparición de un recepcionista de hotel podría llevarse a cabo más discretamente que el asunto de Argoud, ¿no?–sugirió el jefe de la DST.
—En todo caso, es dudoso–dijo Max Fernet, con calma–que un identi kit de un hombre que lleva gafas de sol de montura gruesa pudiera resultar útil. Muy pocos procedimientos similares realizados sobre la base de un incidente insignificante que duró veinte segundos dos meses atrás tienen algún parecido con el criminal cuando éste es capturado. La mayoría de tales retratos podrían corresponder a medio millón de personas, y algunos de ellos sólo contribuirían a desorientarnos.
—Así que, aparte de Kowalski, que ha muerto, y que dijo todo cuanto sabía, que no era mucho, sólo hay cuatro hombres en el mundo que conocen la identidad de ese Chacal–dijo el comisario Ducret–. Uno de ellos es el propio interesado, y los otros están en un hotel de Roma ¿Y si intentáramos atraer a uno de éstos aquí?
De nuevo el ministro movió negativamente la cabeza.
—Mis instrucciones acerca de este punto son tajantes. Los raptos quedan descartados. El Gobierno italiano se pondría furioso si ocurriera algo de este estilo a pocos metros de la Via Condotti. Además, hay algunas dudas acerca de la posibilidad de realizarlo. General...
El general Guibaud levantó los ojos y miró a los presentes.
—La extensión y calidad de la pantalla protectora que Rodin y sus dos colegas han levantado a su alrededor, según los informes de mis agentes que los tienen bajo constante vigilancia, descarta esta posibilidad también desde el punto de vista práctico –dijo–. Les rodean ocho pistoleros de primera clase, ex legionarios; o siete, si Kowalski no ha sido sustituido. Todas las escaleras, ascensores, escalerillas de escape y tejados están vigilados. Habría que montar una operación en gran escala, probablemente con granadas de gases y ametralladoras para capturar a uno solo con vida. Aun en esta suposición, las posibilidades de sacar al hombre del país y de llevarlo a Francia, a quinientos kilómetros al Norte, con los italianos a la zaga, son ciertamente muy escasas. Contamos con hombres que figuran entre los primeros expertos del mundo en esta clase de operaciones, y dicen que ello sería imposible, salvo mediante una operación militar tipo comando.
En la sala se hizo de nuevo el silencio.
—Bien, señores–dijo el ministro–. ¿Alguna otra sugerencia?
—El Chacal debe ser hallado. Por lo menos esto está claro–contestó el coronel Saint Clair.
Varios de los presentes se miraron unos a otros, y uno o dos enarcaron las cejas.
—Por lo menos esto está claro, ciertamente–murmuró el ministro desde el extremo de la mesa–. Lo que estamos intentando hallar es el modo de hacerlo dentro de los límites que nos han sido impuestos, y partiendo de esta base tal vez podamos decidir cuál de los departamentos aquí representados es el más adecuado para llevar a cabo esta tarea.
—La protección del presidente de la República–declamó Saint Clair–debe depender en última instancia, cuando otros han fracasado, en el Cuerpo de Seguridad presidencial y en el Estado Mayor personal del Presidente. Nosotros, puedo asegurárselo, señor ministro, cumpliremos con nuestro deber.
Algunos de los veteranos profesionales presentes cerraron los ojos sin disimular su hastío. El comisario Ducret lanzó al coronel una mirada que, si las miradas pudieran matar, hubiese dejado a Saint Clair en el sitio.
—Pero, ¿no se ha enterado de que El Viejo no le oye?–gruñó Guibaud, sotto voce, a Rolland.
Roger Frey levantó los ojos hacia el cortesano del Palacio del Elíseo y demostró por qué era ministro.
—El coronel Saint Clair tiene toda la razón, desde luego–dijo, casi melosamente–. Todos cumpliremos con nuestro deber. Y estoy seguro de que el coronel es perfectamente consciente de que si un departamento determinado asume la responsabilidad de desbaratar esta conjura, y fracasa o emplea métodos susceptibles de provocar inadvertidamente una publicidad contraria a los deseos del Presidente, una censura cierta recaerá sobre la cabeza del que haya fracasado.
La amenaza quedó suspendida encima de la larga mesa, más tangible que el humo azulado de la pipa de Bouvier. La cara delgada y pálida de Saint Clair se contrajo perceptiblemente y la preocupación asomó a sus ojos.
—Todos los presentes conocemos las limitadas oportunidades que tiene el Cuerpo de Seguridad presidencial –dijo, llanamente, el comisario Ducret–. Pasamos todo nuestro tiempo en la vecindad inmediata de la persona del Presidente. Es evidente que esta investigación es de un alcance superior al que podría abarcar mi personal sin desatender sus deberes primordiales.
Nadie le contradijo, porque todos los jefes de departamento sabían que lo dicho por el jefe del Cuerpo de Seguridad presidencial era cierto. Pero ninguno de los presentes deseaba que el ministro pusiera los ojos en él. Roger Frey miró en torno de la mesa, y por fin sus miradas se detuvieron en la masa envuelta en humo del comisario Bouvier, en el otro extremo.
—¿Qué opina usted, Bouvier? Hasta ahora no ha dicho nada.
El detective se quitó la pipa de los labios, logró exhalar una última bocanada de pestífero humo a la cara de Saint Clair, que se había vuelto hacia él, y habló serenamente, como si expusiera unos simples hechos que se le acabaran de ocurrir.
—Yo creo, señor ministro, que el SDECE no puede descubrir a este hombre a través de sus agentes en la OAS, puesto que ni siquiera la OAS sabe quién es; que el Servicio de Acción no puede eliminarlo puesto que no sabe a quién debe suprimir; en cuanto a la DST, no puede detenerlo en la frontera, porque sus agentes no saben a quién deben interceptar; y el RG no puede facilitarnos información documental acerca de él porque no sabe qué documentos debe buscar. La Policía no puede detenerle porque no sabe a quién detener, y las CRS no pueden perseguirle porque no saben a quién están persiguiendo. Toda la estructura de las fuerzas de seguridad de Francia es impotente por falta de un nombre. Me parece, por consiguiente, que la primera tarea a realizar, sin la cual todas las demás propuestas carecen de sentido, consiste en dar un nombre a este hombre. Con un nombre, tenemos un rostro; con un rostro, un pasaporte, y con un pasaporte, una detención. Pero encontrar el nombre, y hacerlo en secreto, es una tarea puramente detectivesca.
Volvió a guardar silencio, e introdujo la boquilla de la pipa entre sus dientes. Lo que había dicho fue digerido por cada uno de los hombres sentados en torno de la mesa. Ninguno de ellos encontró un solo fallo en su razonamiento. Sanguinetti asintió lentamente con la cabeza, en dirección al ministro.
—Y dígame comisario, ¿quién es el mejor detective de Francia? –preguntó el ministro, con calma.
Bouvier reflexionó unos segundos antes de volver a retirar la pipa de sus labios.
—El mejor detective de Francia, señores, es mi delegado, el comisario Claude Lebel.
—Llámele –dijo el ministro del Interior.
SEGUNDA PARTE
ANATOMIA DE UNA CACERÍA
CAPITULO X
Una hora más tarde, Claude Lebel salía de la sala de reuniones deslumbrado y confundido. Durante cincuenta minutos había escuchado cómo el ministro del Interior le daba instrucciones acerca de la tarea que le era encomendada.
Al entrar en la sala había sido invitado a tomar asiento en el extremo de la mesa, entre el jefe de la CRS y su propio superior, Bouvier. En medio del silencio de los restantes catorce hombres, había leído el informe de Rolland, consciente de las miradas curiosas que lo asaeteaban desde todos lados.
Cuando dejó el informe encima de la mesa había surgido la preocupación en su interior. ¿Por qué lo habían llamado? Entonces el ministro empezó a hablar. No se trataba de una consulta ni de una petición. Se trataba de una orden, seguida de una serie de instrucciones. Lebel debía organizar su propia oficina; tendría acceso ilimitado a toda la información necesaria; todos los recursos de las organizaciones dirigidas por los hombres sentados alrededor de la mesa estarían a su disposición. No habría límites a sus gastos.
Repetidamente le fue encarecida la necesidad de un secreto absoluto, por imperativo del propio jefe de Estado. Mientras escuchaba, su desánimo iba en aumento. Le estaban pidiendo–mejor, exigiendo—lo imposible. No tenía nada de que partir.
No se había perpetrado ningún crimen... todavía. No había pistas. No había testigos, excepto tres hombres con quienes no podía hablar. Sólo un nombre, un nombre cifrado, y el mundo entero para buscarlo.
Claude Lebel era–y lo sabía–un buen policía. Siempre había sido un buen policía, lento, preciso, metódico, concienzudo. Sólo muy de vez en cuando había demostrado el rasgo de inspiración necesario para hacer de un buen policía un notable detective. Pero nunca había perdido de vista el hecho de que en la labor policial el noventa y nueve por ciento del esfuerzo es rutina, investigación desprovista de espectacularidad, comprobación y más comprobación de datos, laboriosa urdimbre de una telaraña de fragmentos, hasta que los fragmentos se convertían en un todo, el todo en una red, y la red, finalmente, cazaba al criminal, con las pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales y no sólo para salir en los titulares de la Prensa.
En la PJ era conocido como un hombre trabajador, metódico, que odiaba la publicidad y que jamás había concedido la clase de conferencias de Prensa sobre las cuales algunos de sus colegas habían levantado el edificio de su reputación. Y, sin embargo, había ido escalando los puestos, resolviendo sus casos y viendo condenados a sus criminales. Cuando, tres años atrás, se había producido una vacante en la jefatura de la División de Homicidios de la Brigada Criminal, hasta los demás aspirantes al cargo habían reconocido que era justo que fuese concedido a Lebel. Había hecho una excelente carrera en Homicidios, y en tres años jamás había dejado de arrestar al delincuente, aunque, en una sola ocasión, el acusado había sido puesto en libertad gracias a un detalle técnico.
Como jefe de Homicidios había estado más cerca de Maurice Bouvier, jefe de la Brigada, y, a su vez, policía del viejo estilo. Por eso, cuando Dupuy había muerto de repente, pocas semanas atrás, Bouvier había pedido que Lebel pasara a ser su delegado. En la PJ había algunos que sospechaban que Bouvier, ocupado generalmente en los detalles administrativos, se había buscado un subordinado discreto, capaz de llevar los grandes casos, aptos para los titulares, de manera apacible y sin hacerle sombra a su superior. Pero tal vez quienes así pensaban no fuesen del todo justos.
Después de la reunión celebrada en el Ministerio, las copias del informe de Rolland fueron recogidas para ser guardadas en la caja fuerte del ministro. Sólo Lebel fue autorizado a quedarse con la copia de Bouvier. Lo único que había pedido había sido que le permitieran solicitar la colaboración confidencial de los jefes de las fuerzas de investigación criminal de los principales países que podían poseer en sus archivos la identidad de un asesino profesional como era el Chacal.
Sanguinetti había preguntado si cabía confiar en que tales hombres guardarían el secreto. Lebel había contestado que conocía personalmente a los hombres con quienes necesitaba ponerse en contacto, que sus investigaciones no serían oficiales, sino que se basarían en el contacto personal que existe entre la mayoría de los jefes de Policía del mundo occidental. Después de pensarlo un rato, el ministro había accedido a su petición.
Y ahora Lebel se hallaba en el vestíbulo esperando a Bouvier, y mirando cómo los jefes de departamento pasaban por su lado, a la salida. Algunos le saludaron simplemente con un movimiento de cabeza y siguieron adelante; otros aventuraron una sonrisa compasiva, al tiempo que le daban las buenas noches. Casi el último en salir, mientras en el interior de la sala de reuniones Bouvier charlaba discretamente con Max Fernet, fue el aristocrático coronel del Estado Mayor del Elíseo. Lebel había captado someramente su nombre, cuando los hombres sentados a la mesa le habían sido presentados, como Saint Clair de Villauban. El coronel se detuvo frente al pequeño y humilde comisario y lo miró con mal disimulada antipatía.
—Espero, comisario, que triunfará usted en sus investigaciones y, rápidamente –dijo–. En palacio, vigilaremos muy de cerca sus progresos. En el caso de que no consiguiera usted descubrir a ese bandido, puedo asegurarle que habría... repercusiones.
Giró sobre sus talones y empezó a bajar las escalinatas. Lebel no dijo nada, pero parpadeó varias veces.
Uno de los factores personales de Claude Lebel que le habían conducido a sus triunfos en la investigación criminal durante los últimos veinte años, desde que había ingresado en las fuerzas de la Policía de la IV República como joven detective en Normandía, era su capacidad para inspirar a la gente la confianza necesaria para que le hablaran.
Le faltaba la imponente corpulencia de Bouvier, imagen tradicional de la autoridad de la ley. Tampoco poseía la agilidad verbal que caracterizaba a muchos de los jóvenes detectives de la nueva hornada, capaces de confundir a un testigo hasta hacerle llorar. Y no lamentaba esta falta.
Lebel sabía que en cualquier sociedad la mayoría de los delitos se cometen contra gente humilde: el tendero, el viajante de comercio, el cartero o el empleado de Banco, o son presenciados por ellos. A esa clase de gente sabía cómo inducirla a hablar.
En parte, gracias a su estatura: era bajito, y en muchos aspectos parecido a la imagen que un dibujante de historietas presentaría del marido dominado por su esposa; y lo era, aunque en el departamento nadie lo sabía.
Vestía mal, con un traje arrugado, y llevaba impermeable. De modales suaves, casi como si pidiera perdón, cuando solicitaba información a un testigo su tono contrastaba de tal modo con la actitud que el testigo había observado en los policías en su primer contacto con la ley, que tendía a simpatizar con él y a confiársele como a un refugiado contra la rudeza de sus subordinados.
Pero había algo más. Había sido el jefe de la División de Homicidios de la fuerza de policía criminal más poderosa de Europa. Durante diez años había sido detective de la Brigada Criminal de la famosa Policía Judicial de Francia. Detrás de la suavidad de modales y de la aparente sencillez, había una combinación de astucia e inteligencia, y una testaruda negativa a dejarse engañar o intimidar por nadie cuando estaba realizando un trabajo. Había sido amenazado por algunos de los más poderosos jefes de banda de Francia, quienes, ante el rápido parpadeo con que Lebel recibía tales insinuaciones, creían que sus advertencias no habían caído en saco roto. Sólo más tarde, desde una celda de la prisión, habían tenido tiempo de comprender que habían subestimado los suaves ojos pardos y el bigotito en forma de cepillo de dientes.
Por dos veces habían intentado intimidarle personajes ricos y poderosos; una, cuando un industrial había querido que uno de sus jóvenes empleados fuese acusado de abuso de confianza sobre la base de una rápida ojeada a la declaración del inspector de cuentas, y otra, cuando un tipo de la buena sociedad había querido que cesaran las investigaciones sobre la muerte por envenenamiento de una joven actriz.
En el primer caso, la investigación de los negocios del industrial había dado por resultado el descubrimiento de otras discrepancias, reales y de mucho mayor volumen, que nada tenían que ver con el joven contable, y ante cuyo descubrimiento el industrial deseó haber huido a Suiza cuando todavía estaba a tiempo para ello. En el segundo caso, el distinguido personaje había terminado por pasar un largo período como huésped del Estado, durante el cual tuvo ocasión de arrepentirse de haber tenido el capricho de dirigir una banda de explotación del vicio desde la buhardilla de su casa de la Avenue Victor Hugo.
La reacción de Claude Lebel ante las observaciones del coronel Saint Clair consistió en un parpadeo parecido al de un colegial que es objeto de una reprimenda. No dijo una sola palabra. Pero en nada afectó aquella intervención a su manera de llevar a cabo la misión que le había sido confiada.
Cuando el último hombre salió de la sala de conferencias, Maurice Bouvier se reunió con él. Max Fernet le deseó buena suerte, le estrechó la mano y empezó a bajar la escalinata. Bouvier apoyó una mano como un jamón en el hombro de Lebel.
—Eh bien, mon petit Claude. Conque así estamos, hein? Bueno, sí, de acuerdo, fui yo quien sugirió que la PJ debía encargarse de este asunto. Era la única solución. Los demás aún estarían charlando y dándole vueltas al asunto como a una noria. Venga, charlaremos en el coche.
Abrió la marcha por la escalinata y los dos se instalaron en la trasera del «Citröen» que esperaba en el patio.
Eran más de las nueve, y de los reflejos dorados del día sólo quedaba un jirón violeta sobre Neuilly. El coche de Bouvier bajó por la Avenue de Marigny y pasó por la Place Clemenceau. Lebel contempló, hacia la derecha, el brillante río de los Champs Elysées, cuya magnificencia en una noche veraniega nunca había dejado de sorprenderle y de excitarle, a pesar de que ya llevaba diez años en la capital.
Por fin, Bouvier habló.
—Tendrá usted que abandonar todo lo que está haciendo. Todo. Dejar su mesa limpia. Favier y Malcoste se ocuparán de los casos que tiene entre manos. ¿Desea una nueva oficina, un nuevo despacho para llevar este asunto?
—No, prefiero quedarme en el que tengo actualmente.
—OK. Perfecto, pero a partir de ahora se convierte en el cuartel general de la Operación En Busca De El Chacal. Nada más. ¿De acuerdo? ¿Quiere que le ayude alguien?
—Sí, Caron–respondió Lebel, refiriéndose a uno de los inspectores más jóvenes que había trabajado con él en Homicidios y que se había traído a su nuevo empleo como ayudante jefe de la Brigada Criminal.
—OK. Tendrá usted a Caron. ¿Alguien más?
—No, gracias. Pero Caron tendrá que enterarse.
Bouvier lo pensó unos instantes.
—Sería lo lógico. No pueden esperar milagros. Es evidente que necesita usted un ayudante. Pero no se lo diga antes de una hora o dos. Cuando llegue a mi despacho llamaré a Frey y le pediré permiso formal. Pero no debe saberlo nadie más. Si lo sospecharan, saldría en la Prensa pasado mañana.
—Nadie más, sólo Caron–dijo Lebel.
—Bon. Otra cosa más. Antes de abandonar la reunión, Sanguinetti sugirió que todo el grupo de los presentes esta noche fuese informado a intervalos regulares de los progresos y las novedades. Frey accedió. Fernet y yo intentamos torpedear la iniciativa, pero no lo conseguimos. A partir de ahora, cada noche deberá usted informar al Ministerio. A las diez en punto.
—¡Válgame Dios! –exclamó Lebel.
—En teoría–prosiguió Bouvier, con marcada ironía–, todos estaremos a su disposición para ofrecerle nuestros mejores consejos y sugerencias. No se preocupe, Claude. Fernet y yo estaremos a su lado en el peor caso.
—¿Algo más?–preguntó Lebel.
—No, por el momento. Lo malo es que para esta operación no hay un plazo fijado. Tiene usted que descubrir al pistolero antes de que éste liquide al Gran Charles. Ni siquiera sabemos si el hombre tiene una fecha señalada, y, menos aún, cuál puede ser. El golpe puede ser para mañana, o para dentro de un mes. Tendrá usted que trabajar de firme antes de poder atraparle, o por lo menos identificarle y localizarle. A partir de aquel momento, creo que los muchachos del Servicio de Acción podrán ocuparse del asunto.
—Banda de cerdos–murmuró Lebel.
—Cierto–dijo Bouvier, sin inmutarse–, pero resultan útiles. Vivimos en unos tiempos horripilantes, mi querido Claude. Además de un gran incremento de la delincuencia común, ahora tenemos el delito político. Y hay ciertas cosas que alguien debe hacer. Ellos se encargan de hacerlas. Bueno, usted procure pescar a ese tipo, hágame caso.
El coche se adentró por el Quai des Orfevres y franqueó las verjas de entrada de la PJ. Diez minutos más tarde, Claude Lebel se hallaba de nuevo en su despacho. Se acercó a la ventana, la abrió y se asomó para mirar, a través del río, hacia el Quai des Grands Augustins, en la orilla izquierda. Aunque separado de ellos por una estrecha faja del Sena en el punto donde éste fluía alrededor de la Île de la Cité, estaba lo bastante cerca de los restaurantes que bordean el muelle para ver sus terrazas y oír las risas y el ruido de las copas y las botellas que llegaba hasta él.
De haber sido otra clase de hombre, sin duda se le hubiese ocurrido la idea de que los poderes que le habían sido otorgados en los últimos noventa minutos habían hecho de él, por lo menos por un tiempo, el policía más poderoso de Europa; nadie, salvo el Presidente o el ministro del Interior, podía oponerse a cualquier petición suya; casi podía movilizar el Ejército, con tal que lo hiciera en secreto. También hubiera podido pensar que sus poderes, por más extensos que fueran, dependían del éxito, que con el éxito podría coronar su carrera con honores, pero que un fracaso sería su ruina, como le había insinuado indirectamente Saint Clair de Villauban.
Pero, siendo la clase de hombre que era, nada de esto pensó. Lo único que en aquel momento le preocupaba era cómo le explicaría por teléfono a Amélie que no volvería a su casa hasta nueva orden. Llamaron a la puerta.
Los inspectores Malcoste y Favier entraron a recoger los legajos de los cuatro casos en los que Lebel había estado trabajando cuando había sido llamado a la reunión. Lebel pasó media hora informando a Malcoste acerca de los dos casos que le eran asignados y a Favier acerca de los otros dos.
Cuando se hubieron retirado, suspiró profundamente. De nuevo llamaron a la puerta. Era Lucien Caron.
—Acaban de llamarme del despacho del comisario Bouvier–empezó–. Me han dicho que me presente a usted.
—Bien. Hasta nueva orden, he sido relevado de todos mis deberes habituales y me han confiado una tarea especial. Usted será mi ayudante.
No se tomó la molestia de halagar a Caron explicándole que él mismo había solicitado que el joven inspector fuese su mano derecha. Sonó el teléfono que estaba sobre la mesa; Lebel descolgó el auricular y escuchó brevemente a la persona que le estaba hablando.
—Bien–prosiguió–, era Bouvier, que me ha llamado para decirme que se me autoriza a contárselo a usted todo. Para empezar, será mejor que lea esto.
Mientras Caron, sentado en la silla situada frente a la mesa, leía el informe de Rolland, Lebel retiró de la misma los restantes legajos y carpetas y los amontonó en los desordenados estantes de la pared. El pequeño despacho no tenía, ciertamente, el aspecto de ser lo que era desde entonces: el centro nervioso de la mayor cacería humana de Francia. Las oficinas policíacas no suelen tener un aspecto muy impresionante. Y el despacho de Lebel no constituía una excepción a esta regla.
No tendría más de tres metros y medio por cuatro, con dos ventanas que daban a la fachada sur, sobre el río, hacia la colmena viviente del Barrio Latino que se apiñaba alrededor del Boulevard St. Michel. Por una de las dos ventanas penetraban los ruidos nocturnos y el aire cálido del verano. En el despacho había dos mesas, una para Lebel, situada de espaldas a la ventana, y otra para su secretario, junto a la pared este. La puerta se hallaba frente a la ventana.
Aparte de las dos mesas y las dos sillas correspondientes, había otra silla de respaldo recto, un sillón junto a la puerta, seis grandes archivos grises que ocupaban casi toda la pared oeste y encima de los cuales había una hilera de libros de consulta y de leyes, y un juego de estantes situado entre las dos ventanas y atiborrados de almanaques y archivos.
Como detalles domésticos, sólo había la fotografía enmarcada, encima de la mesa de Lebel, de una corpulenta dama de aspecto enérgico, que era Madame Amélie Lebel, y dos niños, una niña con anteojos de montura de acero y trenzas, y un muchacho con la misma expresión suave y benévola de su padre.
Caron dio fin a su lectura y levantó los ojos.
—Merde!–exclamó.
—Como usted dice, une énorme merde—contestó Lebel, quien raramente se permitía usar palabrotas.
La mayoría de los comisarios jefes de la PJ eran conocidos por su personal inmediatamente inferior por apodos como el Patrón o el Viejo, pero Claude Lebel, tal vez porque nunca bebía más que un pequeño aperitivo, no fumaba ni soltaba palabrotas, y recordaba indefectiblemente a los detectives jóvenes uno de sus antiguos maestros de la escuela, siendo conocido en Homicidios, y más tarde en los pasillos de la sección administrativa del jefe de la Brigada, como le Professeur. De no haber sido tan excelente detective, sin duda lo hubiesen ridiculizado fácilmente.
—Sin embargo–prosiguió Lebel–, escúcheme con atención mientras le cuento todos los detalles. Tal vez no vuelva a tener ocasión para hacerlo.
Durante treinta minutos estuvo informando a Caron acerca de los acontecimientos de aquella tarde, desde la visita de Roger Frey al Presidente hasta la reunión en la sala de conferencias del Ministerio, su súbita llamada por consejo de Maurice Bouvier, y, finalmente, la designación del despacho donde se encontraban sentados como cuartel general de la cacería contra el Chacal. Caron le escuchó en silencio.
—¡Maldita sea! – exclamó, al fin, cuando Lebel hubo terminado–. Le han cargado el muerto a usted.
Lo pensó un momento, y luego miró a su jefe con expresión preocupada.
—Mon commissaire, ¿se da usted cuenta de que le han confiado esta tarea porque nadie más quiere cargar con ella? ¿Se da cuenta de lo que le harán si no logra atrapar a ese hombre a tiempo?
Lebel asintió con tristeza.
—Sí, Lucien, lo sé. Pero no puedo hacer nada. Me han encargado el asunto. Así que a partir de ahora no tenemos más remedio que lanzarnos a ello.
—Pero, ¿por dónde diablos empezamos?
—Empezaremos por reconocer que poseemos los poderes más amplios que han sido otorgados jamás a un par de policías en Francia–contestó Lebel alegremente–. Así que vamos a usarlos.
«Póngase detrás de esta mesa, tome un bloc y anote lo siguiente. Haga que trasladen a mi secretario habitual o que le concedan vacaciones pagadas hasta nuevo aviso. Nadie más debe participar en el secreto. Usted pasa a ser mi ayudante y mi secretario en una pieza. Haga traer aquí de los almacenes de emergencia un lecho de campaña, sábanas, almohadas y artículos de baño y para afeitar. Consiga una cafetera, leche y azúcar de la cantina. Vamos a necesitar mucho café.
«Hable con el conmutador y ordéneles que dejen diez líneas exteriores y un operador permanentemente a disposición de esta oficina. Si rezongan, envíelos a Bouvier personalmente. Para todas las demás peticiones que deba hacer para mí, acuda directamente al jefe del departamento y mencione mi nombre. Por fortuna, esta oficina goza ahora de prioridad por encima de todos los demás servicios. Prepare una circular destinada a todos los jefes de departamento que asistieron a la reunión de esta tarde, que deberá ser firmada por mí, informando de que usted es desde ahora mi único ayudante, con poderes para exigir de ellos todo lo que podría pedirles yo personalmente. ¿Comprendido?
Caron dejó de escribir y levantó la cabeza.
—Comprendido, jefe. Esta noche quedará todo listo. ¿Qué es lo más urgente?
—El conmutador. Quiero que pongan al mejor hombre de que dispongan. Hable con el jefe de Administración y cite a Bouvier para que le haga caso.
—Bien. ¿Qué es lo primero que queremos de ellos?
—Quiero, en cuanto sea posible, un enlace directo, personal, con el jefe de la División de Homicidios de la Policía criminal de siete países. Por fortuna, conozco personalmente a la mayoría de ellos, por las reuniones de Interpol. En algunos casos, conozco al delegado jefe. Si no puede hablar con uno, hágalo con el otro.
«Los países son: Estados Unidos, es decir, el Departamento de Contraespionaje Nacional de Washington. Inglaterra, el comisario jefe de Scotland Yard. Bélgica. Holanda. Italia. Alemania Occidental. África del Sur. Búsquelos en su casa o en su oficina.
«Cuando haya hablado con cada uno de ellos, concierte una serie de llamadas telefónicas desde la Sala de Comunicaciones de la Interpol entre ellos y yo, entre las siete y las diez de la mañana a intervalos de veinte minutos. Póngase de acuerdo con Comunicaciones de la Interpol para que el jefe de Homicidios de cada país esté preparado para la llamada a la hora convenida. Las llamadas deben ser directas, de persona a persona, por la frecuencia UHF, y sin escuchas. Haga hincapié cerca de cada uno de los interesados en que lo que debo decirles está destinado exclusivamente a sus oídos, y es de la máxima prioridad no sólo para Francia, sino posiblemente para su propio país. Para las seis de la mañana, prepáreme una lista del programa de las siete llamadas por el orden en que se producirán.
«Entretanto, iré a Homicidios a ver si se ha sospechado alguna vez de algún asesino extranjero que actuara en Francia y que no haya sido capturado. Confieso que no recuerdo que existan antecedentes de este tipo, y calculo que Rodin, al elegir a su hombre, debió de tomar las debidas precauciones en este sentido. Bueno, ¿ya sabe usted lo que debe hacer?
Caron, ligeramente mareado, levantó los ojos del bloc donde acababa de garrapatear sus notas.
—Si, jefe. Bon, será mejor que ponga manos a la obra cuanto antes.
Y descolgó el auricular.
Claude Lebel salió de su despacho en dirección a la escalera. Mientras lo hacía, el reloj de Notre Dame dio la medianoche, y el mundo asistió al nacimiento del nuevo día, 12 de agosto.
CAPITULO XI
El coronel Raoul Saint Clair de Villauban llegó a su casa muy poco antes de medianoche. Había pasado las tres últimas horas copiando cuidadosamente a máquina su informe sobre la reunión de la tarde en el Ministerio del Interior, que estaría en la mesa del secretario general del Elíseo a primera hora de la mañana.
Había trabajado en el informe con particular esmero, rasgando dos borradores antes de quedar satisfecho y pasando a máquina el tercero, en limpio, por su propia mano. Era irritante verse obligado a realizar personalmente aquel trabajo auxiliar, tanto más cuanto que no estaba acostumbrado a escribir a máquina, pero ofrecía la ventaja de mantener el secreto fuera del alcance de cualquier secretario, hecho que no había vacilado en resaltar en el propio informe, y al mismo tiempo la de permitirle tener el documento listo para su entrega a primera hora de la mañana, detalle que, así lo esperaba, no pasaría inadvertido. Con un poco de suerte, el informe llegaría a la mesa del Presidente una hora después de haber sido leído por el secretario general, y también esto le favorecería personalmente a él, sin duda alguna.
Puso el máximo cuidado en seleccionar las palabras adecuadas para sugerir levemente que el autor del informe no aprobaba el hecho de que un asunto tan importante como la seguridad del jefe del Estado hubiese sido puesto exclusivamente en manos de un comisario de Policía, un hombre más acostumbrado, por su instrucción y su experiencia, a descubrir simples criminales de escasa inteligencia o talento.
No quiso ir demasiado lejos por este camino, porque cabía la posibilidad de que Lebel descubriera a su hombre. Pero en el caso de que no lo lograra, el coronel siempre podría presentarse como el hombre que siempre había desconfiado del acierto en la elección de Lebel.
Además, sinceramente, Lebel no le había gustado. «Un hombrecito vulgar», lo había juzgado para sí. «Sin duda en posesión de una buena foja de servicios», escribió en su informe.
Mientras trabajaba en los dos primeros borradores que había escrito a mano, había llegado a la conclusión de que no le convenía oponerse abiertamente y desde un principio al nombramiento de Lebel, puesto que tal designación había sido aprobada por la totalidad de los reunidos, y de oponerse a la elección se le pedirían razones concretas para ello; lo que debía hacer era, en representación del secretario presidencial, vigilar de cerca la operación de conjunto y ser el primero en señalar, con la debida sobriedad, las ineficiencias en el modo de llevar la investigación cada vez que fuese posible destacar una de ellas.
Sus meditaciones acerca de cómo podía seguir la pista de las actuaciones de Lebel fueron interrumpidas por una llamada telefónica de Sanguinetti, quien le informó de que, en el último minuto, el ministro había decidido presidir cada noche, a las diez, una reunión destinada a informar de los progresos realizados por Lebel. La noticia encantó a Saint Clair. Aquello le resolvía el problema. Con un poco de labor oculta durante el día, podría formular preguntas directas y pertinentes al detective, y demostrar a los demás que por lo menos en el secretariado de la Presidencia se era plenamente consciente de la gravedad y la urgencia de la situación.
Personalmente, no valoraba en mucho las posibilidades del pistolero, aunque se tratara de un pistolero extranjero y anónimo. La pantalla de la seguridad presidencial era la más eficiente del mundo, y parte de su tarea en el secretariado consistía en planear la organización de las apariciones en público del Presidente y de los trayectos que debía recorrer. Albergaba pocos temores de que aquella pantalla de seguridad intensiva y perfectamente planificada pudiera ser perforada por un pistolero profesional.
Abrió la puerta de su piso y oyó la voz de su nueva amante que lo llamaba desde el dormitorio.
—¿Eres tú, querido?
—Si, chérie. Claro que soy yo. ¿Has estado muy sola?
La muchacha, ataviada con un fino camisón negro adornado con encajes, salió corriendo del dormitorio. La luz indirecta de la lámpara de la mesita de noche que brillaba a través de la puerta abierta del dormitorio, silueteaba las curvas de su joven cuerpo de mujer. Como de costumbre cuando veía a su amante Raoul Saint Clair experimentó un estremecimiento de satisfacción al pensar que era suya y que estaba tan enamorada de él. Su carácter, sin embargo, le inducía a felicitarse a sí mismo por ello antes que a agradecerlo a la fortuna que les había unido.
La muchacha le arrojó los brazos desnudos al cuello y le dio un largo beso, con la boca abierta. El coronel correspondió lo mejor que supo, aun antes de haber soltado la cartera de mano y el diario de la noche.
—Vamos–dijo, cuando se separaron–, vete a la cama que yo iré en seguida.
Y le dio una palmada en las posaderas para acelerar su marcha. La muchacha volvió al dormitorio, se echó en la cama y extendió sus miembros, con las manos cruzadas debajo de la nuca y los senos erguidos.
Saint Clair entró en la habitación sin la cartera y echó a la joven una ojeada de satisfacción. La muchacha sonrió lascivamente.
Durante las dos semanas que llevaban juntos la joven había descubierto que sólo las provocaciones más burdas de la lujuria más vulgar, podían suscitar en él algo de pasión. Íntimamente, Jacqueline le odiaba tanto como el primer día en que lo conoció, pero había descubierto que lo que le faltaba de virilidad le sobraba de locuacidad, particularmente acerca de su importancia dentro de la marcha de los acontecimientos en el Palacio del Elíseo.
—Date prisa–susurró Jacqueline–. Te deseo.
Saint Clair sonrió con sincero placer y se quitó los zapatos. Luego el saco, cuyos bolsillos fueron meticulosamente vaciados sobre el tocador; luego, los pantalones, cuidadosamente plegados. Sus piernas largas y delgadas sobresalían de los faldones de la camisa como velludas agujas de hacer calceta.
—¿Qué ha sido lo que te ha entretenido tanto rato? –preguntó Jacqueline–. Llevo años esperándote.
Saint Clair movió la cabeza sombríamente.
—Desde luego, nada que deba preocuparte, querida.
—¡Oh, qué tonto eres!
Jacqueline se volvió bruscamente de lado, dándole la espalda, con las rodillas dobladas. Los dedos del coronel luchaban con el lazo de la corbata mientras miraba la cabellera castaña que caía sobre los hombros y las redondeadas caderas que el breve camisón no llegaba a cubrir. Otros cinco minutos y, después de abrocharse el pijama con sus iniciales bordadas, estuvo a punto para la cama.
El coronel se echó en el lecho, al lado de ella, y pasó la mano por su cintura y su cadera, acabando por acariciar la redondez de sus nalgas.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Creí que querías hacer el amor.
—No me das ninguna explicación. No puedo llamarte a tu despacho. He pasado aquí horas sufriendo por si te había ocurrido algo. Nunca habías llegado tan tarde sin llamarme antes.
La muchacha se volvió sobre su espalda y lo miró. Apoyándose en un codo, el coronel deslizó la mano que le quedaba libre debajo del camisón y le acarició un seno.
—Bueno, querida, he estado muy atareado. Hubo algo importante y tuve que resolverlo antes de que pudiera salir. Te hubiese llamado, pero aún había gente trabajando y entrando y saliendo de la oficina constantemente. Algunos de ellos saben que mi mujer está fuera. A los del conmutador les hubiese extrañado que llamara a casa.
—No puede existir nada lo bastante importante como para impedirte avisarme que llegarías tarde, querido. Estaba muy preocupada por ti.
—Bueno, pues deja ya de preocuparte.
Jacqueline se echó a reír, con la otra mano le empujó la cabeza sobre la almohada y le mordió el lóbulo de la oreja.
—Parece ser que la OAS sigue empeñada en liquidar al Presidente–dijo él–. La conjura se ha descubierto esta tarde. Nos estamos ocupando de eso. Y eso fue lo que me entretuvo. Han perdido la partida desde hace mucho tiempo. No saben por dónde andan. Ahora han contratado a un pistolero extranjero para que lo mate.
Media hora más tarde, el coronel Raoul Saint Clair de Villauban dormía, con el rostro semienterrado en la almohada, roncando suavemente, agotado. A su lado yacía su amante, con los ojos fijos en el techo a través de las tinieblas, vagamente iluminado tan sólo en los puntos donde las luces de la calle se filtraban por las rendijas de las cortinas.
Lo que acababa de saber la había dejado asombrada. Aunque hasta entonces no había tenido noticia de la existencia de la conjura, podía comprender perfectamente la importancia de la confesión de Kowalski.
Esperó en silencio hasta que el reloj de la mesita de noche, de esfera luminosa, señaló las dos de la madrugada. Levantóse de la cama y desenchufó el teléfono auxiliar.
Antes de dirigirse hacia la puerta se agachó sobre el coronel y se alegró de que no fuese de la clase de hombres que se empeñan en dormir abrazados a su compañera de cama. El coronel seguía roncando.
Ya fuera del dormitorio, cerró silenciosamente la puerta, cruzó la sala hacia el recibidor y cerró otra puerta tras de sí. En el teléfono del recibidor marcó un número de Molitor. Hubo una espera de varios minutos antes de que una voz soñolienta contestara. Jacqueline habló rápidamente durante dos minutos recibió una respuesta, y colgó. Un minuto más tarde volvía a estar en la cama, intentando conciliar el sueño.
Durante aquella noche los jefes de las Brigadas Criminales de las fuerzas de policía de cinco países europeos, Estados Unidos y África del Sur fueron despertados por sendas conferencias desde París. La mayoría de ellos se sentían irritados y soñolientos. En Europa Occidental, la hora era la misma de París: primeras horas de la madrugada. En Washington eran las nueve de la noche cuando llegó la llamada de París. El jefe de Homicidios del FBI estaba en una cena. Caron tuvo que insistir por tres veces para encontrarle, y su conversación fue sostenida entre la charla de los comensales y el ruido de las copas desde la habitación contigua, donde proseguía la cena. Pero el hombre captó el mensaje y accedió a acudir, a las dos de la madrugada, hora de Washington, a la sala de comunicaciones de la sede del FBI para atender a la llamada del comisario Lebel, quien le telefonearía desde la Interpol a los ocho de la mañana, hora de París.
Los jefes de las Brigadas Criminales de Bélgica, Italia, Alemania y Holanda eran, por lo visto, buenos padres de familia; cada uno fue despertado a su turno, y después de escuchar a Caron durante unos minutos todos convinieron en acudir a las salas de comunicaciones a la hora que Caron sugirió, para recibir una llamada personal y privada de Lebel sobre un asunto de la mayor urgencia.
Van Ruys, de África del Sur, estaba ausente de la ciudad y no podría volver a los cuarteles generales antes del amanecer, de modo que Caron habló con Anderson, su delegado. Lebel, cuando lo supo, se alegró, porque conocía muy bien a Anderson, y en absoluto a Van Ruys. Además, sospechaba que el nombramiento de Van Ruys tenía un carácter esencialmente político, mientras que Anderson había empezado su carrera desde abajo, como él mismo.
La llamada llegó a Mr. Anthony Mallinson, comisario de la Brigada Criminal de Scotland Yard en su casa de Bexley, poco antes de las cuatro. Gruñó, como protesta, contra el insistente timbre que repiqueteaba junto a la cama, levantó el auricular y murmuró:
—Mallinson.
—¿Mr. Anthony Mallinson? –preguntó una voz.
—El mismo.
Agitó los hombros, para desprenderse de las sábanas que los cubrían, y echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Soy el inspector Lucien Caron, de la Sûreté Nationale francesa. Le llamo de parte del comisario Claude Lebel.
La voz, que hablaba un inglés correcto pero con marcado acento, llegaba con claridad a sus oídos. Evidentemente, a aquella hora las líneas estaban despejadas. Mallinson frunció el ceño. ¿Por qué aquellos malditos no podían llamar a una hora más civilizada?
—Sí.
—Supongo que recordará usted al comisario Lebel, Mr. Mallinson.
Mallinson lo pensó unos segundos. ¿Lebel? Oh, si, aquel tipejo que había sido el jefe de Homicidios de la PJ. No parecía gran cosa, pero conseguía buenos resultados. Había demostrado ser condenadamente eficaz cuando lo del asesinato de aquel turista inglés, hacia un par de años. ¡Qué alboroto hubiera armado la Prensa si no hubiesen atrapado en seguida al criminal!
—Si, conozco al comisario Lebel–dijo–. ¿De qué se trata?
A su lado, su esposa Lily, turbado su sueño por la conversación, murmuró una protesta, sin despertarse del todo.
—Se trata de un asunto de suma urgencia y que requiere, además, un alto grado de discreción. Soy el ayudante del comisario Lebel en este caso concreto. Un caso realmente excepcional. El comisario desea tener una conversación telefónica con usted, en la sala de comunicaciones del Yard, esta mañana a las nueve. ¿Podrá acudir?
Mallinson lo pensó un momento.
—¿Se trata de una investigación corriente entre fuerzas de Policía?–preguntó.
De ser así, cabría utilizar la red de la Interpol. Las nueve de la mañana era una hora de mucho ajetreo en el Yard.
—No, Mr. Mallinson. Es una petición personal del comisario, que desea conseguir de usted una pequeña y discreta ayuda. Es posible que en este asunto no haya nada que afecte a Scotland Yard. Es muy probable. Si es así, es preferible que no conste ninguna petición formal.
Mallinson volvió a pensarlo. Era, por naturaleza, un hombre cauteloso y no deseaba verse envuelto en investigaciones clandestinas llevadas a cabo por fuerzas de Policía extranjeras. Si se había cometido un crimen, o un criminal había huido a Inglaterra, era otra cosa. En tal caso, ¿por qué tanto secreto? Entonces recordó un caso ocurrido años atrás, cuando le fue confiada la misión de buscar y traer de nuevo a casa a la hija de un ministro del Gabinete que se había fugado con un apuesto jovencito. La muchacha era menor de edad, de modo que hubiese cabido la posibilidad de presentar una querella contra el «raptor». Pero el ministro había querido que todo se hiciera sin que un solo rumor llegara a la Prensa. La Policía italiana había colaborado de manera excelente cuando la parejita había sido hallada en Verona, jugando a Romeo y Julieta. Bien, así que Lebel necesitaba un poco de ayuda de este tipo. La tendría.
—De acuerdo. Estaré a punto para la llamada. A las nueve.
—Muchas gracias, Mr. Mallinson.
—Buenas noches.
Mallinson colgó el receptor, rectificó el despertador para que sonara a las seis y media en lugar de las siete y se dispuso a sumirse de nuevo en el sueño.
Hacia el amanecer, mientras París dormía, en un pequeño y mohoso pisito de soltero, un maestro de escuela de mediana edad paseaba de un lado a otro por el atestado espacio de la única pieza, sala y dormitorio a la vez.
La escena, a su alrededor, resultaba caótica: libros, diarios, revistas y manuscritos yacían esparcidos por encima de la mesa, las sillas y el sofá, y hasta encima del cobertor de la estrecha cama instalada en el otro extremo de la habitación, en una especie de nicho; y en el otro, un office aparecía rebosante de platos sucios.
Lo que le obsesionaba en su ir y venir nocturno no era el desaseo de su habitación, puesto que desde que había sido expulsado de su cargo de director del Lycée en Sidi bel Abbes y perdido la hermosa casa con dos sirvientes que el cargo llevaba incluida, había aprendido a vivir como lo hacia ahora. Su problema era de otra índole.
Cuando el amanecer empezaba a insinuarse en los suburbios del Este, sentóse, por fin, y cogió uno de los diarios. Sus ojos recorrieron una vez más el articulo de la página de información del extranjero. Su título era: «Los jefes de la OAS encerrados misteriosamente en un hotel de Roma.» Después de releerlo por última vez, tomó una decisión, se puso un impermeable para protegerse del fresco de la madrugada, y salió del departamento.
En el primer bulevar tomó un taxi libre que pasaba y se hizo conducir a la Gare du Nord. Aunque el taxista lo dejó en el antepatio de la estación, en cuanto el taxi hubo desaparecido, su pasajero se alejó a pie del lugar, cruzó la calle y entró en uno de los cafés de la zona que permanecen abiertos toda la noche.
Pidió un café y una ficha de teléfono, dejó el café en el mostrador y pasó a la parte trasera del establecimiento para hacer una llamada. Informaciones le puso con la Oficina Internacional. Preguntó el número del teléfono de un hotel de Roma. Lo obtuvo a los sesenta segundos, colgó, y abandonó el local.
En un café situado en la misma calle, cien metros más abajo, utilizó de nuevo el teléfono, esta vez para pedir a Informaciones dónde estaba la oficina de Correos de turno más próxima desde la cual se pudiera pedir una comunicación con el extranjero. Se lo dijeron, y, como había supuesto, había una al doblar la esquina de la estación central.
En la oficina de Correos pidió una conferencia con el número de Roma que le habían facilitado, sin nombrar el hotel representado por el número, y pasó veinte minutos de ansiedad esperando hasta que logró la comunicación.
—Quiero hablar con el signor Poitiers–dijo a la voz italiana que le contestó.
—Signor Che?–preguntó la voz.
—Il Signor francesi. Poitiers. Poitiers...
—Che?–repitió la voz.
—Francesi, francesi... –dijo el hombre de París.
—Ah, si, il signor francesi. Momento per favore...
Se oyeron una serie de breves ruidos de comunicación, y luego una voz fatigada contestó en francés:
—Oui...
—Escuche bien–dijo el hombre de París, en tono apremiante–. No tengo mucho tiempo. Tome un lápiz y anote lo que digo. Empiezo: «Valmy a Poitiers. El Chacal está quemado. Repito. El Chacal está quemado. Kowalski fue detenido. Cantó antes de morir. Fin.» ¿Lo anotó?
—Si–dijo la voz–. Lo entregaré.
Valmy colgó de nuevo, pagó rápidamente la llamada y salió del edificio como si estuviera muy apurado. Al cabo de un minuto se había perdido entre la multitud de viajeros que salían del vestíbulo principal de la estación. El sol ya estaba sobre el horizonte, calentando las calzadas y el aire refrescado por la noche. Media hora más tarde, el olor matinal a medialunas y café molido desaparecía ahogado por el de los caños de escape, el sudor y el tabaco. Dos minutos después de que Valmy hubiese desaparecido, un coche se detuvo frente a la oficina de Correos, y dos hombres de la DST penetraron en ella. Tomaron nota de la descripción que les hizo el telefonista, pero era una descripción que hubiera podido aplicarse a cualquiera.
En Roma, Marc Rodin fue despertado a las 7.55 cuando el hombre que había estado de guardia durante la noche en el mostrador del pasillo del piso inmediatamente inferior lo sacudió por el hombro. En un instante estuvo despierto, los pies en el suelo, buscando con la mano el arma debajo de la almohada. Cuando vio la cara del ex legionario, se relajó y emitió un gruñido. Una ojeada a la mesita de noche le dijo que se había dormido. Después de haber vivido años en los trópicos, su hora habitual de despertarse era mucho más temprana, y el sol de agosto, en Roma, ya estaba muy alto por encima de los tejados. Pero las semanas de inactividad, las noches que pasaba jugando a las cartas con Montclair y Casson, los excesos de vino tinto y la falta de ejercicio que mereciera tal nombre, todo se había combinado para convertirle en un dormilón.
—Un mensaje, mon colonel. Acaba de llamar una persona que parecía estar muy apurada.
El legionario le entregó la hoja del bloc donde había garrapateado las frases breves e inconexas de Valmy. Rodin leyó de corrido el mensaje y saltó inmediatamente de la cama. Se ciñó el sarong de algodón que llevaba habitualmente–una costumbre contraída en Oriente–y volvió a leer el mensaje.
—Bien. Retírate.
El legionario salió de la estancia y volvió al octavo piso.
Durante unos segundos, Rodin lanzó una serie de insultos en voz baja, mientras estrujaba en sus manos la hoja del bloc. «Maldito, maldito, maldito Kowalski.»
Durante los dos primeros días que siguieron a la desaparición de Kowalski, había creído que el hombre había desertado. Últimamente se habían producido en la causa varios abandonos de aquel mismo tipo, a medida que entre las filas de la OAS cundía el convencimiento de que la organización había fracasado y fracasaría en su empeño de liquidar a Charles de Gaulle y derribar al Gobierno de Francia. Pero Rodin siempre había creído que Kowalski permanecería fiel hasta el fin.
Y ahora le llegaba la prueba de que, por alguna razón inexplicable, el hombre había vuelto a Francia, a menos que lo hubieran raptado en la propia Italia. El caso era que, al parecer, había hablado, sin duda porque lo habían torturado.
Rodin lamentó sinceramente la muerte de su subalterno. Parte de la considerable reputación que había logrado como militar en actividad y oficial con mando se había basado en la gran preocupación que había mostrado siempre por sus hombres. Estas cosas son apreciadas por los soldados más de lo que puede imaginar algún teórico en arte militar. Ahora Kowalski estaba muerto, y Rodin se hacía pocas ilusiones acerca de la forma en que había perecido.
Pero lo importante era intentar reconstruir qué pudo haber dicho Kowalski. La reunión en Viena, el nombre del hotel. Esto desde luego. Los tres hombres que habían asistido a la reunión. Nada de ello constituiría una noticia para el SDECE. Pero, ¿qué sabía Kowalski de el Chacal? Rodin estaba seguro de que el ex legionario no habría escuchado detrás de la puerta. Pudo hablarles de un extranjero alto y rubio que se había reunido con ellos. En sí, no era gran cosa. El extranjero pudo ser un traficante de armas o un financiero que los apoyaba. No se había mencionado ningún nombre.
Pero el mensaje de Valmy mencionaba a el Chacal por su nombre cifrado. ¿Cómo? ¿Cómo pudo Kowalski darles aquel nombre?
Con un sobresalto de horror, Rodin recordó la escena del momento en que se despedían. Él estaba delante de la puerta, con el inglés; Viktor se hallaba a pocos metros, en el pasillo, irritado por la forma en que el inglés había descubierto su presencia en el escondrijo, un profesional que veía anulada su maniobra por otro profesional cuando, casi con ilusión, esperaba un poco de acción. ¿Qué había dicho él, Rodin? «Bonsoir, señor Chacal.» ¡Maldita sea!
Pensándolo bien, Rodin comprendió que Kowalski no había podido enterarse del verdadero nombre del pistolero. Sólo él, Montclair y Casson lo conocían. Sin embargo, Valmy tenía razón. Con la confesión de Kowalski en manos del SDECE, el plan quedaba irremediablemente desbaratado. Ahora tenían noticia de la reunión celebrada en el hotel y del nombre de éste; sin duda habrían interrogado al recepcionista y conocían los rasgos físicos y la figura del hombre, además de su nombre cifrado. Sin duda habrían adivinado lo mismo que había adivinado Kowalski: que el rubio era un pistolero. A partir de aquel momento, la red protectora en torno a De Gaulle se haría más tupida; el Presidente cancelaría todos sus compromisos públicos y sus salidas de palacio para restar toda posibilidad al pistolero. Era el fin; la operación resultaba irrealizable. Tendría que llamar a el Chacal e insistir para recuperar el dinero, menos los gastos y una indemnización por el tiempo empleado.
Había una cosa que era preciso resolver, y cuanto antes. Era indispensable advertir a el Chacal para que suspendiera inmediatamente sus operaciones. Rodin era un oficial con mando, y lo bastante consciente para no enviar a un hombre a una misión cuyo éxito había pasado a ser imposible.
Llamó al guardia de corps a quien, desde la marcha de Kowalski, había confiado la tarea de ir cada día a la oficina central de Correos a buscar las cartas, y, si era necesario, a hacer las llamadas telefónicas, y le dio instrucciones detalladas.
A las nueve, el guardia de corps se hallaba en la oficina de Correos y pedía comunicación con un teléfono de Londres. Tardó veinte minutos en conseguirla. El teléfono de Londres empezó a sonar. El telefonista indicó al francés que podía entrar en la cabina. El ex legionario descolgó el receptor, al tiempo que el telefonista colgaba el suyo, y escuchó el zumbido insistente y repetido... pausa... nuevo zumbido... pausa... nuevo zumbido...
Aquella mañana, el Chacal se levantó temprano porque tenía mucho que hacer. La víspera, por la noche, había repasado el contenido de las tres valijas. Sólo faltaba añadir al maletín de mano los artículos para el baño y los implementos de afeitar. Como de costumbre, tomó dos tazas de café, se lavó, se duchó y se afeitó. Después de guardar en el maletín lo necesario, lo cerró y depositó en el hall de entrada las cuatro piezas de su equipaje.
Se preparó un desayuno rápido, a base de huevos revueltos, jugo de naranja y más café, en la pequeña y bien provista cocina de su departamento, y lo devoró en la mesa de la misma cocina. Siendo como era hombre metódico y ordenado, vació la ultima gota de leche en la pileta de lavar, rompió los dos huevos que le habían sobrado y los echó también a la pileta de lavar. Tragó apresuradamente el sobrante de naranjada, tiró la lata vacía en el tacho de la basura, y el pan que quedaba, las cáscaras de los huevos y los granos del café los tiró al incinerador de la casa. Durante su ausencia, nada se echaría a perder.
Finalmente se vistió, eligiendo una polera de seda de cuello alto, el traje gris con la documentación a nombre de Duggan y las cien libras en billetes, medias grises y un par de mocasines negros. El conjunto fue completado con los inevitables anteojos oscuros.
A las nueve y cuarto, recogió su equipaje, dos piezas en cada mano, cerró tras de sí la puerta del departamento y bajó a la calle. En la misma esquina con South Audrey Street tomó un taxi.
—Al aeropuerto de Londres, edificio número dos –ordenó al taxista.
En el momento en que el taxi iniciaba la carrera, el teléfono del departamento empezó a sonar.
A las diez, el legionario regresó al hotel de las cercanías de la Via Condotti y dijo a Rodin que durante treinta minutos había intentado hablar, sin conseguirlo, con el número de Londres que le había dado.
—¿Qué ocurre?–preguntó Casson, que había oído la explicación dada a Rodin, cuando el legionario hubo salido.
Los tres jefes de la OAS se hallaban sentados en el salón de su suite. Rodin se sacó del bolsillo una hoja de papel y la pasó a Casson.
Casson la leyó y la entregó a Montclair. Finalmente, los dos hombres miraron a su jefe, esperando una respuesta. No hubo tal. Rodin permanecía sentado, mirando, con el ceño fruncido, por las ventanas hacia los tejados de Roma.
—¿Cuándo llegó?–preguntó Casson, al fin.
—Esta mañana –contestó Rodin, brevemente.
—Tiene usted que detenerle–protestó Montclair–. Media Francia estará buscándolo.
—Media Francia estará buscando a un extranjero alto y rubio–dijo Rodin, con calma–. En agosto hay más de un millón de extranjeros en Francia. Que sepamos, no conocen su nombre, ni su rostro, ni poseen su pasaporte. Siendo un profesional, lo más probable es que utilice un pasaporte falso. Todavía les falta mucho para poder pescarlo. Y hay muchas probabilidades de que Valmy le avise, si le llama. Entonces podrá volver a salir del país.
—Si llama a Valmy, no cabe duda de que éste le ordenará que abandone la operación –dijo Montclair.
Rodin movió la cabeza.
—Valmy no posee autoridad para hacer tal cosa. Sus órdenes son de recibir información de la muchacha y facilitársela a el Chacal cuando éste le telefonee. Esto es lo que hará, y no más.
—Pero el Chacal debe comprender por sí mismo que el asunto está perdido –protestó Montclair–. En cuanto haya hablado con Valmy decidirá salir de Francia.
—En teoría, sí –dijo Rodin, pensativo–. Si lo hace, nos devolverá el dinero. Es mucho lo que nos jugamos todos, incluido él. Pero todo depende de la confianza que tenga en su plan.
—¿Cree usted que tiene alguna posibilidad... habiendo ocurrido eso?–preguntó Casson.
—Francamente, no –repuso Rodin–. Pero este hombre es un profesional. Y también yo, a mi modo. Al profesional no le divierte abandonar una operación que ha planeado personalmente.
—Entonces, por todos los dioses, avísele–protestó Casson.
—No puedo. Lo haría si estuviera en mi mano. Pero no puedo. Ya ha salido. Está en camino. Quiso que las cosas fuesen así, y así están. No depende de nadie. Ni siquiera puedo llamar a Valmy y ordenarle que dé instrucciones a el Chacal de abandonarlo todo. Sería tanto como «quemar» a Valmy. A estas alturas, ya nadie puede detener a el Chacal. Es demasiado tarde.
CAPITULO XII
Pocos minutos antes de las seis de la mañana el comisario Claude Lebel regresó a su despacho donde encontró al inspector Caron en mangas de camisa, sentado detrás de su mesa, con aspecto demacrado.
Tenía ante sí varios borradores llenos de anotaciones hechas a mano. En el despacho habíanse producido algunos cambios. Encima de los archivos burbujeaba una cafetera eléctrica, exhalando un delicioso aroma de café recién hecho. A su lado había un montón de tazas de papel, una lata de leche sin azúcar y una bolsita de azúcar. Todo ello había sido servido por la cantina durante la noche.
En el rincón entre las dos mesas habían instalado un catre de campaña, cubierto con una simple manta. La papelera había sido vaciada y situada al lado del sillón, junto a la puerta.
La ventana seguía abierta, y un débil espiral de humo azul de los cigarrillos de Caron salía perezosamente al aire matinal. Más allá de la ventana, las primeras luces del día iluminaban las torres de St. Sulpice.
Lebel se acercó a su escritorio y se dejó caer en su silla. Aunque sólo hacia veinticuatro horas que se había despertado de su último sueño, aparecía cansado, como Caron.
—Nada –dijo–. Lo he buscado todo hasta diez años atrás. El único asesino político extranjero que intentó actuar aquí fue Delgueldre, y está muerto. Además, era miembro de la OAS, y, como tal, lo teníamos fichado. Presumiblemente, Rodin ha elegido, y con razón, a un hombre que no tenga nada que ver con la OAS. En los últimos diez años ha habido sólo cuatro pistoleros a sueldo que lo hayan intentado en Francia, y ejecutamos a tres de ellos. El cuarto está cumpliendo cadena perpetua en un lugar de África. Pero todos ellos eran asesinos pertenecientes a organizaciones criminales típicas, y ninguno del calibre necesario para eliminar a un presidente de Francia.
«Me he puesto en contacto con Bargeron, de Archivos, y están llevando a cabo una comprobación a fondo. Pero sospecho que este hombre no tendrá ficha. Sin duda Rodin insistió en ello antes de contratarlo.
Caron encendió otro «Gauloise», exhaló el humo y suspiró.
—Así, pues, ¿vamos a iniciar la investigación en el extranjero?
—Exacto. Un hombre de este tipo forzosamente debe haber tenido un entrenamiento y una experiencia adquirida en alguna parte. No puede ser una primera figura mundial sin poder exhibir un historial de éxitos. Tal vez no se trate de presidentes, pero sí de personajes importantes, más importantes que simples «capos» del hampa. Sin duda. Bueno, ¿qué planes tenemos?
Caron tomó una de las hojas de papel que contenía una lista de nombres, y, en una columna a la izquierda, una serie de horas.
—Los siete están citados–dijo–. Empezará usted, a las siete y diez, con el jefe de la Oficina del Contraespionaje Nacional. Será la una y diez de la madrugada, hora de Washington. Lo puse el primero de la lista teniendo en cuenta el cambio horario.
«Luego Bruselas a las siete y media, Amsterdam a las ocho menos cuarto y Bonn a las ocho y diez. Con Johannesburgo a las ocho y media y con Scotland Yard a las nueve. Finalmente, con Roma a las nueve y media.
—¿Con los jefes de Homicidio, en todos los casos?–preguntó Lebel.
—O su equivalente. Con Scotland Yard, será Mr. Anthony Mallinson, de la Criminal. Al parecer, en la Policía metropolitana no tienen Brigada de Homicidios. Aparte de este caso, en los demás, sí, salvo en África del Sur. No pude localizar a Van Ruys, así que hablará usted con Anderson, el delegado.
Lebel lo pensó un momento.
—Magnífico. Prefiero hablar con Anderson. Una vez, trabajamos juntos en un caso. Está el problema del idioma. Tres de ellos hablan inglés. Supongo que sólo el belga hablará francés. En cuanto a los demás, es casi seguro que hablarán también inglés, si es preciso.
—El alemán, Dietrich, habla francés –intervino Caron.
—Bien. Entonces, con los que hablen francés lo haré personalmente. En cuanto a los cinco restantes, usted actuará de intérprete por el suplente. Será mejor que vayamos.
Eran las siete menos diez cuando el coche de la Policía, con los dos detectives, se detuvo frente a la simple puerta verde de la minúscula Rue Paul Valéry, que albergaba en aquella época la sede de la Interpol.
Lebel y Caron pasaron las tres horas siguientes en la sala de comunicaciones del sótano, hablando por teléfono con los jefes superiores de la Policía del mundo entero. Desde el tejado del edificio, erizado de antenas, las señales de alta frecuencia irradiaban a través de tres continentes, atravesaban la estratosfera, chocaban con la capa iónica, y volvían a la tierra, a millares de kilómetros, a otra varilla de aluminio situada en un tejado.
Las longitudes de onda eran imposibles de interceptar. Los detectives hablaban entre sí, mientras el mundo tomaba su café matinal o su última copa de la noche.
En cada llamada, la petición de Lebel era prácticamente la misma.
—No, comisario, no puedo formular esta petición de ayuda a nivel de una investigación oficial entre nuestras dos fuerzas de Policía... Sí, desde luego que actúo oficialmente... Por el momento, ni siquiera estamos seguros de si el propósito de cometer un delito ha sido formulado, o si se encuentra ya en su fase preparatoria ... Por ahora es una cuestión de comprobación, puramente rutinaria... Bueno, estamos buscando un hombre de quien sabemos muy poco..., ni siquiera el nombre; sólo una descripción, y muy pobre por cierto...
En cada caso, daba la descripción lo mejor que sabía. La cosa llegaba a su punto más delicado cuando cada uno de sus colegas extranjeros preguntaba por qué era solicitada su ayuda, y qué pistas tenían. En aquel momento, en el otro extremo del hilo se guardaba, por unos instantes, un silencio tenso...
—Simplemente esto: que sea quien sea este hombre, debe poseer una calificación que lo destaque... tiene que ser uno de los más importantes asesinos profesionales del mundo, un asesino político que habrá conseguido más de un éxito. Nos interesaría saber si tienen ustedes a alguien de esta clase en sus ficheros, aunque nunca haya actuado en su país. O si se les ocurre alguien...
Inevitablemente se producía una larga pausa en el otro extremo antes de que la voz prosiguiera. Y entonces sonaba más baja, más llena de preocupación.
Lebel no se hacia ilusiones. Se daba cuenta de que los jefes de los departamentos de Homicidio de las principales fuerzas policiales del mundo occidental no dejarían de comprender lo que intentaba disimular. Sólo había un blanco, en Francia, que pudiera interesar a un asesino político de gran categoría.
Sin excepción, la respuesta era la misma.
—Sí, desde luego, repasaremos los ficheros para usted. Trataré de ponerme al habla con usted hoy mismo. Y buena suerte, Claude.
Cuando colgó por última vez el teléfono, Lebel se preguntó cuánto tardarían los ministros de Asuntos Exteriores y hasta los Primeros Ministros de siete países en enterarse de lo que ocurría. Probablemente no mucho. Un policía no puede menos de informar a los políticos de algo tan importante. Pero estaba seguro de que los ministros guardarían el secreto. Al fin y al cabo, entre los hombres que ejercían el poder en todo el mundo existía un fuerte lazo por encima de todas las divergencias políticas. Todos eran miembros del mismo club, el club de los poderosos. Se unían todos contra sus enemigos comunes. ¿Y qué podía existir de más temible para ellos que las actividades de un asesino político? Lebel sabía, sin embargo, que si la investigación pasaba a ser del dominio público y llegaba a la Prensa, la noticia se divulgaría por todo el mundo, y él estaría perdido.
Los únicos que le preocupaban eran los ingleses. Si todo podía quedar entre policías, podía confiar en Mallinson.
Pero sabía que antes de veinticuatro horas el asunto tendría que llegar a una esfera más elevada. Hacia sólo siete meses que Charles de Gaulle había negado a Gran Bretaña el ingreso en el Mercado Común, y a raíz de la conferencia del general, el 14 de enero, el Foreign Office de Londres–hasta un hombre tan apolítico como Lebel lo había podido advertir– se había mostrado casi lírico en su campaña verbal contra el presidente francés, organizada a través de los corresponsales políticos en el extranjero. ¿Aprovecharían el caso para vengarse del viejo?
Por unos instantes, Lebel quedóse mirando fijamente al teléfono, ahora mudo. Caron lo observaba discretamente.
—Vamos–dijo el pequeño comisario, levantándose de la silla y dirigiéndose hacia la puerta–, vamos a desayunar y a ver si dormimos un rato. Por el momento no podemos hacer mucho más.
El comisario Anthony Mallinson, con el ceño fruncido, colgó el receptor y salió de la sala de comunicaciones sin corresponder al saludo del joven policía que entraba para iniciar su turno de guardia. Y sin desarrugar la frente subió a su amplio y sobriamente decorado despacho, desde el cual se dominaba el Támesis.
No le cabía la menor duda acerca de la importancia de la investigación de Lebel ni de los motivos a que obedecía. La Policía francesa habría recibido alguna indicación de que un asesino de primera clase estaba al acecho, y ello la había afectado profundamente. Como Lebel había ya previsto, no había que ser muy inteligente para comprender quién podía ser, en Francia y en agosto de 1963, el blanco ideal para un asesino como aquél. Mallinson juzgó la situación personal de Lebel con su experiencia de largos años en las tareas policiales.
—Pobre muchacho–dijo en voz alta, mientras posaba la mirada en las aguas del río que corría al pie de su ventana.
—¿Cómo, señor?–preguntó su ayudante personal, que le había seguido al interior del despacho para dejar encima de su mesa de nogal el correo de la mañana.
—Nada.
Mallinson, una vez de nuevo solo en su despacho, continuó mirando por la ventana. Aparte de lo que pudiera sentir por Claude Lebel en su misión de proteger a su Presidente, sin contar con la posibilidad de proceder oficialmente a la caza del hombre, también él, Mallinson, tenía sus superiores. Tarde o temprano habría que informarles de la petición que Lebel le había formulado aquella mañana. Dentro de media hora, a las diez, se celebraba la reunión diaria de los jefes de departamento. ¿Debía mencionar en ella la llamada de Lebel?
Después de pensarlo bien, decidió no hacerlo. Bastaría redactar un memorándum formal, pero privado, dirigido al propio comisario jefe, subrayando la naturaleza de la petición de Lebel. La necesidad de ser discretos explicaría más tarde, si era preciso, por qué el asunto no había sido tocado en la reunión de la mañana. Entretanto, a nadie perjudicaría proseguir con la investigación sin revelar por qué se llevaba a cabo.
Tomó asiento detrás de su mesa y pulsó uno de los botones del intercomunicador.
—¿Señor?
La voz de su ayudante llegó hasta él desde el despacho contiguo.
—¿Me hace el favor de venir un minuto, John?
El joven inspector entró con el bloc en la mano.
—John, quiero que vaya a Archivos Generales. Hable personalmente con el superintendente jefe, Markham. Dígale que formulo la petición yo mismo, personalmente, y que por el momento no puedo explicarle por qué. Pídale que busque los antecedentes de todos los asesinos profesionales del país que conocemos...
—¿Asesinos, señor?
Su ayudante le miró como si el comisario le hubiese encargado una investigación rutinaria acerca de todos los marcianos conocidos en el país.
—Sí, asesinos. No vulgares matones de banda capaces de liquidar a jefes y figurones del mundo del crimen. Asesinos políticos, John, capaces de asesinar, por dinero, a un político o a un hombre de Estado bien protegidos.
—Yo diría que se refiere usted a los clientes de la Sección Especial, señor.
—Si, lo sé. Y pienso pasar el asunto a la Sección Especial. Pero sería mejor que antes procediéramos a una comprobación rutinaria. Ah, y quiero una respuesta, en un sentido u otro, para mediodía. ¿OK?
—En seguida, señor. Voy a ocuparme de ello.
Quince minutos más tarde, el comisario Mallinson asistía a la conferencia matinal.
Cuando volvió a su despacho repasó la correspondencia, la apartó a un lado de la mesa y ordenó a su ayudante que le trajera una máquina de escribir. Solo en su despacho, redactó un breve informe para el comisario jefe de la Policía metropolitana. En él mencionó brevemente la llamada de aquella madrugada a su casa, la conferencia por las líneas de la Interpol de aquella mañana, y la naturaleza de la petición de Lebel. Dejó en blanco la parte inferior del informe y lo guardó bajo llave en el cajón de su escritorio antes de dedicarse a su trabajo del día.
Poco antes de las doce, su ayudante llamó y entró.
—El superintendente Markham acaba de llegar de la CRO–dijo–. Al parecer, en los ficheros no hay nadie que se ajuste a la descripción señalada. Tienen fichados a diecisiete asesinos profesionales, señor; diez están en la cárcel, y siete andan sueltos. Pero todos ellos trabajan para bandas organizadas, aquí o en otras ciudades importantes. Markham dice que ninguno de ellos sería adecuado para un ataque contra un político de visita en el país. También él sugiere que recurramos a la Sección Especial, señor.
—Bien, John, muchas gracias. Es lo que necesitaba saber.
De nuevo solo en su despacho, tomó el informe inconcluso y lo colocó en la máquina de escribir. Completó el párrafo final en estos términos:
«Archivos Generales manifiestan que no les consta de ninguna persona que cuadre con la descripción aportada por el comisario Lebel. La investigación ha sido confiada al comisario ayudante de la Sección Especial.»
Firmó el memorándum y separó las tres primeras copias. El resto fue a parar a la papelera de documentos a destruir.
Dobló una de las copias, la introdujo en un sobre y escribió en el mismo el nombre del comisario jefe. Archivó la segunda copia en el archivo de «Correspondencia Secreta» y lo encerró en la caja fuerte. Dobló la tercera copia y se la guardó en el bolsillo interior de su saco.
En su bloc de sobremesa anotó:
«Al: comisario Claude Lebel, delegado director general, Policía Judicial, París.
«Del: comisario Anthony Mallinson, A.C. Crimen, Scotland Yard, Londres.
«Mensaje: de acuerdo con su petición de esta fecha una búsqueda a fondo en los ficheros criminales ha revelado que no tenemos noticia de tal personaje. Stop. Petición transmitida a Sección Especial para posterior comprobación. Stop. Cualquier información útil le será enviada Inmediatamente. Stop. Mallinson.
«Hora envío: ...12 VIII 63».
Eran las doce y media casi en punto. Mallinson descolgó el teléfono, y cuando le dieron línea preguntó por el comisario Dixon, jefe de la Sección Especial.
—Hola, Alec. Aquí Tony Mallinson. ¿Puede usted dedicarme un minuto? Me encantaría, pero no puedo. Tendré que reducir mi almuerzo a un sandwich, y gracias. Uno de esos días de locura. No, sólo quería verle un momento antes de que se retirara. Bien, gracias, voy en el acto.
De paso para el despacho dejó el sobre dirigido al comisario jefe encima de la mesa de su ayudante.
—Voy a ver a Dixon, de la SE. ¿Quiere hacer llegar esto al despacho del jefe superior, John? Personalmente. Y envíe este mensaje a la dirección indicada. Escríbalo usted mismo en la forma adecuada.
—Sí, señor.
Mallinson esperó, mientras los ojos del inspector recorrían el mensaje. Cuando llegaron al final se dilataron con sorpresa.
—John...
—¿Señor?
—Y ni una palabra a nadie, por favor.
—Sí, señor.
—En serio, John.
—Ni una palabra, señor.
Mallinson le dirigió una breve sonrisa y salió del despacho. Su ayudante leyó por segunda vez el mensaje a Lebel, pensó en las investigaciones que había llevado a cabo personalmente aquella mañana en el Archivo, por encargo de Mallinson, y susurró: »¡Maldita sea!»
Mallinson pasó veinte minutos con Dixon y logró fastidiarle el almuerzo que esperaba disfrutar en el club. Pasó al jefe de la Sección Especial la restante copia del informe al jefe superior. Cuando se levantó para irse, se volvió, ya en la puerta, con una mano en el picaporte.
—Lo siento, Alec, pero esto es cosa de su negociado. Aunque si me lo pregunta, le diré que creo que en este país probablemente no hay nadie de este calibre; así que, haga su comprobación, y podrá telegrafiar a Lebel para decirle que no podemos ayudarle. Debo añadir que esta vez no le envidio el trabajo.
El comisario Dixon, cuya misión, entre otras cosas, consistía en mantener bajo control a todos los ingleses lo bastante locos para poder pensar en intentar asesinar a un político que visitara el país, aparte de la multitud de extranjeros amargados y desequilibrados con residencia en el país, era aún más plenamente consciente de las dificultades de la posición de Lebel. Tener que proteger de los fanáticos desequilibrados a los políticos locales y extranjeros en viaje, era ya un mal asunto, pero por lo menos cabía confiar en que aquellos aficionados caerían fácilmente en manos de su propio cuerpo de profesionales veteranos y entrenados.
Tener al propio jefe del Estado por blanco de una organización nacional de ex militares duros y tenaces era bastante peor. Y, sin embargo, los franceses habían derrotado a la OAS. Como profesional, Dixon los admiraba por ello. Pero la contratación de un profesional extranjero era otro asunto. En favor de éste, sólo una cosa cabía decir, desde el punto de vista de Dixon: que reducía las posibilidades a tan pocos, que estaba seguro de que quedaría demostrado que en los ficheros de la Sección Especial no figuraba ningún inglés de la talla del hombre buscado por Lebel.
Cuando Mallinson hubo salido, Dixon leyó la copia del memorándum y después llamó a su ayudante.
—Por favor, dígale al superintendente Thomas que quisiera verle... –echó una ojeada a su reloj, calculó cuánto tiempo le ocuparía un breve almuerzo y concluyó–... a las dos en punto de la tarde.
El Chacal aterrizó en Bruselas muy poco después de las doce. Dejó sus tres valijas en una consigna automática del edificio principal de la terminal y se llevó solamente el maletín de mano con sus efectos personales, el yeso, el algodón hidrófilo y las vendas. En la estación central despidió el taxi y acudió a la consigna de equipajes.
La valija de fibra que contenía el fusil estaba todavía en el estante donde había visto que el empleado la depositaba una semana atrás. Presentó la contraseña y se le entregó la maleta.
No lejos de la estación, encontró un pequeño y mísero hotel, de los que suele haber en las proximidades de todas las estaciones centrales del mundo entero, donde no formulan preguntas y donde suelen contarse un montón de mentiras.
Tomó una habitación para la noche, pagó por adelantado en moneda belga que había cambiado en el aeropuerto, y se llevó la valija a su cuarto. Después de cerrar la puerta con llave, llenó de agua el lavatorio, dispuso el yeso y las vendas encima de la cama y empezó a trabajar.
Cuando hubo terminado, el yeso tardó dos horas en secarse. Pasó las dos horas sentado con el pie y la pierna enyesados encima de una silla, fumando cigarrillos con filtro y mirando hacia los tejados, que constituían el paisaje que se dominaba desde su ventana. De vez en cuando probaba con el dedo pulgar la consistencia del yeso, y decidía que era preferible esperar a que se endureciera un poco más.
La valija que había contenido el fusil estaba vacía. El sobrante de las vendas fue guardado en el maletín de mano, junto con unos restos de yeso que no había necesitado y que decidió conservar por si se hacía necesario efectuar alguna reparación en el trabajo. Cuando, por fin, estuvo dispuesto, deslizó la valija de fibra debajo de la cama, comprobó que no dejaba rastros en la habitación, vació el cenicero por la ventana y se dispuso a salir.
Comprobó que con el yeso no tenía más remedio que cojear y de manera harto realista. Al pie de la escalera se alegró de ver que el soñoliento recepcionista se encontraba en el cuarto de estar del mostrador, donde había estado cuando el Chacal había llegado al hotel. Como era la hora de comer, estaba almorzando, pero la puerta de vidrios esmerilados que le daba acceso al mostrador estaba abierta.
Echando una ojeada a la puerta principal para asegurarse de que no entraba nadie, el Chacal estrechó el maletín contra su pecho, se puso a gatas y así cruzó, en silencio y rápidamente, el vestíbulo de entrada. A causa del calor veraniego, la puerta principal estaba abierta, y el Chacal pudo ponerse de pie en lo alto de los tres peldaños que conducían a la calle, fuera ya del alcance de la vista del recepcionista.
Cojeando dolorosamente, bajó los peldaños y siguió calle abajo, hasta la esquina con la avenida principal. Medio minuto después tomó un taxi y se hizo conducir al aeropuerto.
Con el pasaporte en la mano, se presentó ante el mostrador de «Alitalia». La muchacha le sonrió.
—Creo que desde hace un par de días tiene usted un pasaje reservado para Milán a nombre de Duggan–dijo el Chacal.
La muchacha comprobó la lista de pasajes para el vuelo de la tarde a Milán. El avión debía despegar dentro de una hora y media.
—En efecto –dijo la empleada, radiante–. Mr. Duggan. El pasaje fue reservado, pero no pagado. ¿Desea pagarlo?
El Chacal pagó en dinero efectivo y recibió el pasaje de manos de la muchacha, la cual le dijo que lo llamarían dentro de una hora. Con la ayuda de un solícito changador que se compadeció de su pierna enyesada, retiró sus tres valijas de la consigna automática, las entregó en el mostrador de equipajes de «Alitalia», pasó por la Aduana, donde, viendo que era un viajero que salía se limitaron a comprobar su pasaporte, y pasó la hora restante gozando de un almuerzo tardío, pero excelente, en el restaurante contiguo a la sala de espera.
Todas las personas del avión se mostraron muy amables y consideradas con él a causa de su pierna. Le ayudaron a bajar del ómnibus que llevó a los pasajeros hasta el pie del avión, y todos contemplaron compasivamente el doloroso esfuerzo que debía realizar para subir por la escalerilla del aparato. La adorable azafata italiana le obsequió con una sonrisa especial de bienvenida, y lo acomodó confortablemente en uno de los grupos de asientos del centro del avión, situados unos de cara a otros.
—Aquí tendrá más sitio para la pierna–dijo la muchacha.
Los otros pasajeros se tomaron toda clase de molestias para no chocar con la pierna enyesada cuando pasaron a sus asientos, mientras el Chacal permanecía sentado en el suyo y sonreía valerosamente.
A las 4.15 el avión despegaba, y pronto volaba a toda velocidad hacia Milán.
El superintendente Bryn Thomas salió del despacho del comisario un momento antes de las tres. Sentíase profundamente desdichado. No sólo su resfrío veraniego era uno de los peores y más persistentes que le habían atormentado jamás, sino que el nuevo encargo con que acababan de «honrarlo» había arruinado definitivamente su jornada.
La mañana había sido un desastre; para empezar, le fue comunicada la noticia de que uno de sus hombres había perdido la pista de un delegado comercial soviético a quien se suponía debía seguir constantemente, y hacia media mañana había recibido una queja interdepartamental de MI 5 rogando cortésmente a su departamento que se quitaran de encima a la delegación soviética, sugiriendo así de manera inequívoca que a los ojos de MI 5 sería mejor que todo el asunto les fuese confiado a ellos.
La tarde del mismo lunes parecía aún peor. Hay pocas cosas que a un policía, de la Sección Especial o de otra cualquiera, le diviertan menos que el espectro de un asesino político. Pero en el caso del encargo que acababa de recibir de su superior ni siquiera le habían dado un nombre del cual partir.
—No tenemos el nombre, pero me temo que no por eso podemos dar por perdida la partida –dijo Dixon–. A ver si para mañana dejamos cumplido el encargo.
«Para mañana», rezongó para sí Thomas, mientras volvía a su despacho. Aunque la lista de sospechosos sería muy breve, el trabajo significaba para él y su departamento horas de búsqueda en los archivos, un repaso a fondo de los antecedentes de todos los agitadores políticos, de los convictos y de los meramente inculpados. Habría que comprobarlo todo. Sólo un rayo de luz había en las instrucciones de Dixon: el hombre debía ser un profesional, y no uno de los innumerables agitadores políticos que constituyen la pesadilla de la Sección Especial antes y durante la visita de cualquier hombre de Estado extranjero.
Llamó a su despacho a dos inspectores detectives de quienes sabía que estaban trabajando en asuntos de escasa prioridad, y les ordenó que lo abandonaran todo inmediatamente, como lo había hecho él mismo. Las instrucciones que les dio fueron aún más breves que las de Dixon. Se limitó a decirles qué debían buscar, pero no por qué. Las sospechas de la Policía francesa acerca de que aquel hombre podía disponerse a atentar contra el general De Gaulle no tenían nada que ver con el trabajo de registrar a fondo los archivos y ficheros de la Sección Especial de Scotland Yard.
Los tres despejaron sus mesa de trabajo y emprendieron la nueva tarea.
El avión de el Chacal aterrizó en el aeropuerto Linate, de Milán, poco después de las seis. La amable azafata lo ayudó a bajar por la escalerilla, y otra azafata del aeropuerto lo acompañó hasta la terminal. En la Aduana, sus minuciosos preparativos para evitar tener que llevar el fusil dentro de una valija y poder transportarlo de manera menos sospechosa dieron el resultado esperado. La comprobación del pasaporte se llevó a cabo de manera rutinaria, pero cuando las valijas llegaron por la cinta sin fin hasta el mostrador de la Aduana, los riesgos empezaron a ser considerables.
El Chacal buscó un changador, quien puso las tres valijas en fila, una detrás de otra. El Chacal colocó su maletín junto a ellas. Al verle cojear en dirección al mostrador, uno de los funcionarios de la Aduana acudió hacia él.
—Signor, ¿es éste todo su equipaje?
—Pues, sí, las tres maletas y el maletín.
—¿Algo que declarar?
—No, nada.
—¿Viaje de negocios, signor?
—No, he venido en plan de vacaciones, pero al mismo tiempo de convalecencia. Pienso ir a los lagos.
El aduanero no pareció impresionado.
—¿Puedo ver su pasaporte, signor?
El Chacal se lo entregó. El italiano lo examinó con detenimiento, y se lo devolvió sin decir palabra.
—Por favor, abra ésta.
Y señaló una de las tres valijas grandes. El Chacal sacó su llavero, eligió una de las llaves y abrió la valija. El hombre la había colocado plana. Por fortuna era la valija que contenía el equipaje del falso pastor danés y el del estudiante americano. Hurgando entre las prendas, el aduanero no prestó atención alguna al traje gris oscuro, la ropa interior, la camisa blanca, los pantalones de algodón, los zapatos negros, el anorak y las medias. Tampoco el libro en danés atrajo su atención. La cubierta era una reproducción en color de una fotografía de la catedral de Chartres, y el título, aunque en danés, era lo bastante parecido a su equivalente inglés para no ser digno de asombro. No examinó el forro, cuidadosamente recosido, ni descubrió las dos documentaciones falsas. Con un registro a fondo los hubiera hallado, pero el aduanero se limitó a un somero repaso del contenido de la valija, pues sólo si hubiera encontrado algo sospechoso hubiese procedido a un registro en forma. Las piezas del fusil se hallaban sólo a noventa centímetros de él, al otro lado del mostrador, pero nada sospechó. Cerró la valija y con un ademán indicó a el Chacal que podía volver a cerrarla. Después, en rápida sucesión, marcó con tiza las tres valijas y el maletín. Terminada su labor, en el rostro del italiano apareció una sonrisa.
—Grazie, signor. Felices vacaciones.
El changador le buscó un taxi, recibió una generosa propina, y pronto el Chacal emprendió la marcha a toda velocidad hacia Milán. Las calles de la ciudad, habitualmente ruidosas, atronaban a causa del denso tráfico y los bocinazos de los conductores impacientes. El Chacal se hizo conducir a la Estación Central.
Allí llamó a otro changador, y siguió al hombre, cojeando, hasta la consigna. En el taxi, había deslizado en uno de sus bolsillos las tijeras que había extraído del maletín. En la consigna depositó el maletín y dos valijas, quedándose con la que contenía el capote militar francés y en la cual quedaba un considerable espacio libre.
Despidió al changador y entró, cojeando, en un baño para hombres. Sólo uno de los compartimentos situados en el lado izquierdo estaba ocupado. Dejó la valija en el suelo, y se lavó las manos, laboriosamente, hasta que el otro ocupante hubo terminado. Cuando el lugar quedó desierto, lo cruzó y se encerró en uno de los retretes.
Con un pie encima del asiento del retrete recortó en silencio, durante diez minutos, el yeso del pie, hasta que empezó a desprenderse, dejando al descubierto el relleno de algodón hidrófilo que había dado al pie el volumen de un tobillo formalmente fracturado y enyesado.
Cuando el pie quedó libre de los últimos restos de yeso, volvió a ponerse la media de seda y el mocasín que había llevado sujeto con tela adhesiva en la parte inferior de la pantorrilla. Recogió los restos de yeso y de algodón y los depositó en la taza. La primera caída del agua no logró arrastrarlo todo, pero con la segunda la taza quedó limpia de todo rastro.
Depositando la valija encima de la taza, la abrió y fue guardando en ella los tubos de acero que contenían el fusil, uno al lado de otro, entre los pliegues del capote, hasta que la maleta quedó llena. Estrechando las cinchas interiores, el contenido de la maleta quedó firmemente inmovilizado. Cerró la valija y echó una ojeada al baño. Había dos personas en los lavatorios y otras dos en los baños. Salió del retrete, giró bruscamente hacia la puerta y, subiendo rápidamente la escalera, emergió en el vestíbulo principal de la estación antes de que nadie hubiese podido fijarse en él, aun suponiendo que lo hubiese deseado.
No podía volver a la consigna como un hombre sano cuando pocos minutos antes se había presentado allá como cojo; así, pues, llamó a un changador, le explicó que estaba apurado, porque quería cambiar moneda, y le encargó que fuese a recoger su equipaje y le buscara un taxi cuanto antes. Depositó la contraseña de la consigna en la mano del hombre, junto con un billete de mil liras, y señaló hacia la consigna. Al mismo tiempo, le indicó que le encontraría en el mostrador de cambio, comprando liras.
El italiano asintió, encantado, y fue a recoger el equipaje. El Chacal cambió las últimas veinte libras que le quedaban en moneda italiana, y cuando terminaba la operación volvió el changador con las tres piezas de su equipaje. Dos minutos después viajaba en un taxi, a una velocidad de vértigo, por la Piazza Duca d'Aosta en dirección al «Hotel Continentale».
En el mostrador de recepción del espléndido vestíbulo, dijo al empleado:
—Creo que tengo reservada una habitación, a nombre de Duggan. La reservaron por teléfono desde Londres hace dos días.
Poco antes de las ocho, el Chacal disfrutaba en su habitación del lujo de una ducha y una afeitada. Dos de las valijas estaban cuidadosamente encerradas en el armario, bajo llave. La tercera, que contenía sus ropas, estaba abierta encima de la cama, y el traje para la noche, azul marino, colgaba de la puerta del armario. El traje gris había sido confiado al servicio de limpieza y planchado del hotel. Le esperaban un copetín, la cena, la cama y un sueño reparador, porque el día siguiente, 13 de agosto, sería para él una jornada sumamente atareada.
CAPITULO XIII
—Nada.
El segundo de los dos jóvenes inspectores detectives de la oficina de Bryn Thomas cerró el último de los expedientes, cuya lectura y examen le había sido confiada, y miró a su superior.
También su compañero había dado fin a su cometido, y su conclusión había sido la misma. El propio Thomas había terminado cinco minutos antes, y se había aproximado a la ventana, desde donde, de espaldas al despacho, contemplaba el tráfico que circulaba por la calle a la luz del anochecer. A diferencia del comisario Mallinson, él no gozaba de una vista sobre el río, sino únicamente de la calzada de Horseferry Road. Se sentía pésimamente. Tenía la garganta irritada por los cigarrillos, que sabía no debía haber fumado debido a su resfriado, pero no podía dejar el tabaco, y menos cuando se hallaba sometido a una tensión nerviosa.
Le dolía la cabeza a consecuencia de los gases de los tubos de escape y de las incesantes llamadas realizadas durante toda la tarde para hacer averiguaciones sobre los personajes descubiertos en archivos y ficheros. Todas las llamadas habían resultado negativas. O el hombre estaba en la cárcel, o, simplemente no era de la talla necesaria para llevar a cabo una misión como la de atentar contra la vida del Presidente francés.
—Bueno, se acabó –dijo firmemente, volviéndose hacia el interior del despacho–. Hemos hecho todo lo posible, y no hay nadie que encaje con las características señaladas.
—Es posible que exista un inglés capaz de realizar un trabajo de esta clase–dijo uno de los inspectores–, pero no consta en nuestros archivos.
—Ya sabe usted que todos están fichados—gruñó Thomas.
No le agradaba pensar que un pájaro tan interesante como un asesino profesional podía estar tranquilamente en su «nido» sin que su ficha constara en ninguna parte, y su estado de espíritu no era ciertamente mejorado por el resfriado que sufría y la jaqueca que le atenazaba. Cuando estaba irritado se le notaba más su acento galés. Treinta años lejos de los valles no habían logrado desvanecerlo.
—Después de todo –dijo el otro inspector–, un asesino político es un pájaro extremadamente raro. Probablemente no hay ninguno en el país. No es precisamente la típica taza de té inglesa, ¿verdad?
Thomas le lanzó una enfurecida mirada. Para describir a los habitantes del Reino Unido, prefería siempre la palabra «británico», y en el uso por parte del inspector de la palabra «inglés» creyó adivinar una sugerencia de que los galeses, los escoceses o los irlandeses podían haber producido un ejemplar de aquella clase. Pero no era así.
—Muy bien. Recojan los ficheros. Devuélvanlos al registro. Contestaré que una búsqueda a fondo no ha revelado la existencia en nuestros archivos de ningún personaje de esta clase. Es todo lo que podemos hacer.
—¿Quién encargó esta investigación, jefe? –preguntó uno de los dos inspectores.
—No se preocupe, muchacho. Parece ser que alguien tiene un problema, pero no se trata de nosotros.
Los dos jóvenes habían recogido ya el material y se dirigían hacia la puerta. Los dos tenían su hogar al cual volver, y uno de ellos esperaba ser padre por primera vez de un día para otro. Fue el primero en llegar a la puerta. El otro se volvió, con expresión pensativa.
—«Jefe», mientras repasaba los ficheros se me ha ocurrido una cosa. Si tal hombre existe, y es de nacionalidad británica, lo más probable es que nunca actúe aquí. Quiero decir que incluso un hombre de esta clase necesita una base, un refugio, un lugar a donde volver. Es probable que un tipo así sea un ciudadano respetable en su propio país.
—¿A dónde quiere llegar? ¿A una especie de Jekyll y Hyde?
—Bueno, algo así. Quiero decir que si hay por ahí un asesino profesional del tipo que hemos intentado descubrir, y es lo suficientemente importante para que alguien haya conseguido organizar una investigación como ésta, dirigida personalmente por un hombre de la categoría de usted, bueno, quiere decir que el tipo tiene que ser alguien fuera de lo común. Y en tal caso, sin duda habrá realizado algunos trabajos de categoría. De otro modo, no habría llegado a ser lo que es, ¿verdad?
—Siga–dijo Thomas, mirándole con interés.
—Bueno, se me ocurrió que un hombre así probablemente sólo actuará fuera de su país. Así que normalmente no llegaría a ser conocido de las fuerzas de seguridad interior. Tal vez el Servicio habrá tenido noticia de su existencia alguna vez...
Thomas consideró la idea; después movió lentamente la cabeza.
—Está bien, muchacho. Puedes irte ya a tu casa. Redactaré el informe. Y olvida también la investigación que hemos realizado.
Pero cuando el inspector se hubo retirado, la idea que había sembrado quedó enterrada en el espíritu de Thomas. Ahora podía sentarse y redactar el informe. Totalmente negativo. Y definitivo. No podían levantarse conjeturas en torno a una búsqueda de ficheros que ya había sido efectuada. Pero, ¿y suponiendo que hubiera algo real detrás de la petición francesa? ¿Y si los franceses, lejos de lo que Thomas en el fondo suponía, no habían perdido la cabeza por un simple rumor, sino que, realmente, la vida de su Presidente se hallaba amenazada? Si de verdad tenían tan pocos indicios como decían, si ni siquiera estaban seguros de que el hombre fuese inglés, sin duda estarían efectuando investigaciones en todo el mundo de manera semejante. Lo más probable era que el supuesto asesino no existiera y que, si existía, procediera de alguna de aquellas naciones que poseía una larga historia de asesinatos políticos. Cierto; pero, ¿y si las sospechas de los franceses eran fundadas? ¿Y si el hombre resultaba ser inglés, aunque sólo fuese de nacimiento?
Thomas se sentía intensamente orgulloso de la eficacia de Scotland Yard, y en particular de su Sección Especial. En Inglaterra nunca habían tenido problemas de aquel tipo. Nunca habían perdido a un solo dignatario extranjero en visita por el país, ni siquiera se había producido un mero intento de atentado. Él personalmente, había tenido que cuidar de aquel canalla ruso, Iván Serov, jefe de la KGB, cuando había venido a preparar la visita de Kruschev; y habían habido docenas de bálticos y polacos que habrían deseado liquidar a Serov. Ni un solo tiro; y el país ocupado por los propios agentes de seguridad de Serov, cada uno con su pistola a punto, y todos decididos a utilizarla en caso de necesidad.
Al superintendente Bryn Thomas, le faltaban dos años para jubilarse e instalarse en la casa que él y Meg habían comprado cerca del canal de Bristol. Sería mejor asegurarse, comprobarlo todo.
En su juventud, Thomas había sido un excelente jugador de rugby, y muchos de los que habían jugado contra Glamorgan recordaban aún al imbatible delantero Bryn Thomas. Ahora era demasiado viejo para jugar, desde luego, pero seguía apasionándose por el London Welsh cuando podía dejar el trabajo y llegarse al Old Deer Park, de Richmond para verlos jugar. Conocía personalmente a todos los jugadores; después de los partidos solía charlar con ellos en el club del equipo, donde gracias a su reputación era siempre bien recibido.
Uno de los jugadores, todos sus compañeros sabían que formaba parte del personal del Foreign Office. Thomas sabía algo más de él; el departamento para el cual Barrie Lloyd trabajaba, bajo los auspicios del Secretariado para Asuntos Exteriores, aunque no dependiente del Foreign Office, era el «Secret Intelligence Service», algunas veces llamado SIS, otras simplemente «el Servicio», y más generalmente conocido por el público por el nombre de MI 6.
Thomas descolgó el teléfono de sobremesa y pidió un número.
Los dos hombres se reunieron a echar un trago en una taberna tranquila, junto al río, entre las ocho y las nueve. Hablaron de rugby un rato, mientras Thomas encargaba las bebidas. Pero Lloyd sospechaba que el hombre de la Sección Especial no lo había invitado a una taberna de la orilla del río para hablar de un deporte cuya temporada no debía empezar hasta dos meses después. Cada uno con su jarra de cerveza en la mano, brindaron amablemente, y luego Thomas indicó con la cabeza la terraza exterior que conducía hasta las mismas aguas del río.
—Tengo un pequeño problema, muchacho–empezó Thomas–. Y he pensado que tal vez usted podría ayudarme.
—Con mucho gusto... si puedo–dijo Lloyd.
Thomas le explicó la petición recibida de París y le confió que los archivos de la Sección Especial no habían aportado ningún resultado positivo.
—Se me ha ocurrido pensar que, suponiendo que tal hombre exista, y que sea inglés, lo más probable es que no haya querido jamás ensuciarse las manos en el interior del país, ¿comprende? Seguramente habrá limitado sus operaciones al exterior. Y si ha dejado alguna pista, ¿no es posible que alguna vez haya merecido la atención del Servicio?
—¿Del Servicio?–preguntó Lloyd, fingiéndose desorientado.
—Vamos, Barrie. De vez en cuando uno se entera de las cosas, ¿comprende?
La voz de Thomas apenas era más que un murmullo. Vistos por detrás hubieran parecido dos hombres en traje oscuro mirando, por encima del río sombrío, hacia las luces de la orilla sur y charlando de las operaciones comerciales del día en la City.
—Durante las investigaciones Blake tuvimos que volver del revés algunos archivos. Y entonces averiguamos a qué se dedicaban realmente muchos tipos del Foreign Office. Usted fue uno de ellos, ¿comprende? Así que sé perfectamente en qué departamento trabaja.
—Ya comprendo–dijo Lloyd.
—Bueno, pues escúcheme bien. En el Park yo soy Bryn Thomas. Pero soy también un superintendente de la Sección Especial, ¿no?
Lloyd no apartaba los ojos de su jarra.
—¿Se trata de una petición oficial de información?
—No, no puedo formularla todavía. La petición francesa fue una petición extraoficial de Lebel a Mallinson. Mallinson no encontró nada en los archivos centrales, por lo que contestó que no podía hacer nada, pero confió su problema a Dixon, quien me ordenó que realizara una comprobación urgente. Todo en secreto, ¿comprende? A veces hay que hacer así las cosas. Todo esto es muy delicado. No conviene que la Prensa se entere. Lo más probable es que en Inglaterra no haya nada que pueda serle útil a Lebel. Pero me he propuesto apurar todas las posibilidades, y usted es la última de ellas.
—¿Se supone que este hombre anda a la caza de De Gaulle?
—Es posible, por la forma de llevar las gestiones. Pero los franceses actúan con gran cautela. Es evidente que no desean publicidad.
—Por supuesto. Pero, ¿por qué no se han puesto en contacto directamente con nosotros?
—La petición de sugerencias en cuanto a un nombre, ha sido formulada a través de una red de viejos amigos. De Lebel a Mallinson, directamente. Tal vez el Servicio Secreto francés no tenga viejos amigos en su sección.
Si Lloyd captó la alusión a las malas relaciones que existían notoriamente entre el SDECE y el SIS no dio muestras de ello.
—¿Qué está usted pensando?–preguntó Thomas al cabo de un rato.
—Es curioso–dijo Lloyd, mirando hacia el río–. ¿Recuerda usted el caso Philby?
—Desde luego.
—En el departamento todavía nos duele –prosiguió Lloyd–. Desertó en Beirut, en enero de 1961. Desde luego, no nos enteramos hasta después. Pero se armó un gran alboroto en el interior del Servicio. Hubo que trasladar a numerosos agentes. No hubo más remedio, porque el tipo había «quemado» a la mayor parte de la sección árabe y muchas otras. Uno de los hombres que fue preciso trasladar a toda velocidad fue nuestro principal agente en el Caribe. Había estado con Philby en Beirut seis meses atrás, y más tarde destinado al Caribe.
«Hacia la misma época, el dictador de la República Dominicana, Trujillo, fue asesinado en una carretera solitaria por partisanos; tenía muchos enemigos. Por aquel entonces nuestro hombre regresó a Londres y compartimos un despacho hasta que consiguió un nuevo destino. Mencionó un rumor según el cual el coche de Trujillo fue detenido, para que los emboscados pudieran abrirlo y asesinar a su ocupante de un solo tiro de fusil. Fue un tiro único, impresionante: desde ciento cincuenta metros de distancia y contra un coche lanzado a toda velocidad. La bala pasó por la ventanilla triangular del lado del chófer, la única que no era a prueba de balas. Hirió al chófer en la garganta, y el coche chocó. Entonces los partisanos lo asaltaron. Lo curioso es que, según rumores, el hombre del fusil fue un inglés.
Hubo una larga pausa mientras los dos hombres, con las jarras de cerveza vacías entre los dedos, contemplaban las negras aguas del Támesis. Ambos veían mentalmente un paisaje árido, áspero, en una cálida y lejana isla; un coche lanzado a más de cien kilómetros por hora por el asfalto, que choca contra las rocas; un viejo que había gobernado su reino con mano de hierro, implacablemente, durante treinta años, sacado del coche para ser rematado a pistoletazos en la misma cuneta...
—Ese... hombre... de los rumores..., ¿tenía un nombre?
—No lo sé. No lo recuerdo. Fue simplemente una charla, en el despacho. En aquellos momentos teníamos un montón de problemas y un dictador del Caribe más o menos nos importaba un comino.
—Ese colega, el que se lo contó, ¿redactó algún informe?
—Seguramente. Es lo habitual. Pero se trataba tan sólo de un rumor, ¿comprende? Sólo un rumor. Nada en que apoyarse. Y nosotros sólo actuamos sobre la base de hechos, de informaciones consistentes.
—Sin embargo, el informe debió de ser archivado en alguna parte, ¿no?
—Supongo que sí–dijo Lloyd–. Sin prestarle demasiada importancia, por supuesto.
—Pero usted podría echar una ojeada a los archivos, ¿verdad? Y ver si el hombre de la montaña tenía un nombre...
Lloyd se apartó de la baranda.
—Váyase a su casa–dijo al superintendente–. Yo lo llamaré si hay algo que pueda ayudarle.
Volvieron al interior de la taberna, dejaron las jarras y salieron a la calle.
—Se lo agradeceré mucho–dijo Thomas, mientras se estrechaban la mano–. Probablemente no encontrará nada. Pero por si acaso...
Mientras Thomas y Lloyd charlaban a la orilla del Támesis, y el Chacal apuraba su copa de «Zabaglione» en un restaurante en lo alto de un rascacielos de Milán, el comisario Claude Lebel asistía a la primera reunión informativa en la sala de conferencias del Ministerio del Interior de París.
Los asistentes eran los mismos de veinticuatro horas antes. El ministro del Interior ocupaba la cabecera de la mesa, con los jefes del departamento sentados a su derecha y a su izquierda. Claude Lebel se sentaba al otro extremo, con una pequeña carpeta frente a él. El ministro indicó con la cabeza que empezaba la sesión.
Su jefe de gabinete fue el primero en hablar. Durante todo el día y la noche anterior, dijo, todos los funcionarios de Aduanas de todos los puestos fronterizos de Francia habían recibido instrucciones de registrar el equipaje de los extranjeros varones, altos y rubios, que entraran en Francia. Había que examinar cuidadosamente los pasaportes, de lo cual se encargaría el funcionario de la DST de servicio en cada puesto de Aduanas, en previsión de una posible falsificación de documentos. (El jefe de la DST asintió con la cabeza en reconocimiento del hecho.) Los turistas y los hombres de negocios que entraran en Francia acaso observarían un súbito aumento en la vigilancia de Aduanas, pero se consideraba improbable que ninguna de las víctimas de tales registros advirtiera que el método se aplicaba en todo el país y exclusivamente a los hombres altos y rubios. Si algún periodista demasiado listo hacía alguna pregunta, se le contestaría que no se trataba más que de los registros habituales. Pero se suponía que no habría preguntas.
Debía informar de otra cosa. Se había presentado una propuesta acerca de la posibilidad de raptar a uno de los tres jefes de la OAS en Roma. El Quai d'Orsay se había opuesto firmemente a la idea por razones diplomáticas (ignorando la conjura de el Chacal), y el Presidente había apoyado esta actitud (precisamente por conocer sus razones). Así, pues, había que descartar definitivamente esa posibilidad.
El general Guibaud, en nombre del SDECE, dijo que un repaso a fondo de los archivos en busca de un asesino profesional fuera de las filas de la OAS o de sus simpatizantes había dado un resultado totalmente negativo.
El jefe de Informaciones Generales dijo que la búsqueda en sus propios archivos había dado el mismo resultado, relativo no sólo a franceses, sino a extranjeros que hubiesen intentado alguna vez actuar en el interior de Francia.
Luego, el jefe de la DST presentó un informé. A las 7.30 de la mañana había sido interceptada una llamada desde una oficina de Correos cerca de la Gare du Nord al número del hotel de Roma donde se hospedaban los tres jefes de la OAS. Desde que, ocho semanas atrás, se había tenido noticia del paradero de éstos, los telefonistas empleados en las comunicaciones internacionales habían recibido instrucciones de informar de todas las llamadas que se efectuaran a ese número. El que estaba de turno esta mañana había reaccionado demasiado tarde. Había hecho la llamada antes de darse cuenta de que era el número que figuraba en su lista. Cuando llamó a la DST, ya había pedido la comunicación. Menos mal que se le había ocurrido escuchar la conversación. El mensaje había sido: «Valmy a Poitiers. El Chacal está «quemado». Repito. El Chacal está «quemado». Kowalski fue detenido. Cantó antes de morir. Fin.»
En la sala se hizo un silencio que duró varios segundos.
—¿Cómo lo descubrieron? –preguntó Lebel, sin levantar la voz, desde el extremo de la mesa.
Todos los ojos se volvieron hacia él, menos los del coronel Rolland, que, sumido en sus pensamientos, los tenía fijos en la pared.
—¡Maldita sea! –exclamó sin apartar la mirada de la pared.
Todos los ojos se posaron ahora en el jefe del Servicio de Acción.
El coronel pareció volver de sus ensoñaciones.
—Marsella–dijo, con sequedad–. Para hacer venir a Kowalski de Roma usamos un cebo. Un viejo amigo llamado JoJo Grzybowski. El hombre tiene mujer e hija. Los tuvimos a los tres bajo custodia preventiva mientras Kowalski estuvo en nuestras manos. Luego les permitimos volver a su casa. Lo único que yo deseaba de Kowalski era información acerca de sus jefes. Entonces no había razón alguna para sospechar la existencia de la conjura de el Chacal. Entonces no había razón para desear impedir que se enteraran de que habíamos pescado a Kowalski. Luego, las cosas cambiaron. Sin duda el polaco JoJo debió de informar al agente Valmy. Lo siento.
—¿Logró la DST detener a Valmy en la oficina de Correos?–pregunto Lebel.
—No; se nos escapó por dos minutos, a causa de la estupidez del telefonista –contestó el hombre de la DST.
—Una evidente falta de eficacia–dijo el coronel Saint Clair.
Varias miradas de irritación lo asaltaron.
—Andamos buscando a tientas, prácticamente a oscuras, a un enemigo desconocido–contestó el general Guibaud–. Si el coronel acepta hacerse cargo de la operación y de las responsabilidades que entraña ...
El coronel del Palacio del Elíseo se dedicó a examinar con gran interés sus carpetas, como si éstas fuesen mucho más importantes que la velada amenaza del jefe del SDECE. Pero se dio cuenta de que su observación había sido imprudente.
—En cierta manera–musitó el ministro–, acaso sea preferible que sepan que su pistolero a sueldo está «quemado». ¿No es probable que en vista de ello decidan anular la operación?
—Exactamente–dijo Saint Clair, intentando rehacerse–. El ministro tiene razón. Tendrían que estar locos para seguir adelante; simplemente, abandonarán la partida.
—No podemos decir que esté exactamente «quemado» –dijo Lebel, sin levantar la voz, cuando los presentes casi habían olvidado su existencia–. Todavía no sabemos su nombre. La advertencia puede obligarle a adoptar más precauciones. Documentación falsa, un disfraz...
El optimismo a que había dado pie la observación del ministro se desvaneció. Roger Frey miró con respeto al pequeño comisario.
—Señores, creo que será mejor que oigamos el informe del comisario Lebel. Al fin y al cabo, él dirige la investigación. Nosotros estamos aquí para ayudarle en lo que podamos.
Así invitado a tomar la palabra, Lebel esbozó las medidas que había adoptado desde la noche anterior; la creencia cada vez más firme, reforzada por la comprobación en los archivos franceses, de que, en todo caso, el extranjero sólo podía estar fichado en los archivos de alguna policía extranjera. La petición formulada para efectuar investigaciones en el extranjero. La autorización obtenida. La serie de llamadas personales a través de la Interpol a los jefes de Policía de siete grandes países.
—Las respuestas han ido llegando durante el curso del día de hoy–concluyó–. Son las siguientes: Holanda, nada. Italia, varios asesinos a sueldo conocidos, pero todos ellos empleados por la Mafia. Discretas averiguaciones cerca de los carabinieri y del Capo de Roma han dado por resultado la aseveración unánime de que ningún asesino de la Mafia cometería jamás un asesinato político sin tener orden de hacerlo, y de que la Mafia en modo alguno apoyaría el asesinato de un hombre de Estado extranjero –Lebel levantó los ojos–. Personalmente, me inclino a creer que la aseveración es cierta.
«Inglaterra, nada, salvo que la investigación ha sido confiada a otro departamento, la Sección Especial, para su posterior comprobación».
—Lentos como siempre–murmuró Saint Clair en voz baja.
Lebel captó la observación y volvió a levantar los ojos.
—Pero muy concienzudos, nuestros amigos ingleses. No subestimemos a Scotland Yard.
Y prosiguió su lectura:
—América. Dos posibles. Uno, la mano derecha de un gran traficante internacional de armas, con base en Miami, Florida. Este hombre fue primero «marine» y, más tarde, agente de la CIA en el Caribe. En una lancha, antes de lo de la Bahía de Cochinos, disparó a matar contra un cubano anticastrista. En aquella operación, el cubano debía tener a sus órdenes una sección. Entonces el americano fue empleado por el traficante de armas, uno de los hombres que la CIA había utilizado extraoficialmente para suministrar armamento a las fuerzas invasoras de la Bahía de Cochinos. Se le considera responsable de dos accidentes inexplicados sufridos por los rivales de su amo en la venta de armas. El tráfico de armas, al parecer, es un negocio que tiene una gran competencia. El hombre se llama Charles «Chuck» Arnold. El FBI está averiguando su paradero actual.
«El segundo hombre sugerido por el FBI como posible es Marco Vitellino, ex guardia de corps personal del jefe de una banda de Nueva York, Albert Anastasia. Éste fue muerto a tiros, en octubre de 1957, en el sillón de una peluquería y Vitellino, temiendo por su propia vida, huyó de América. Se estableció en Caracas, Venezuela. Intentó trabajar por su cuenta. Pero el mundo del hampa local le hizo el boicot. El FBI cree que, si está completamente arruinado, puede haber aceptado, por un precio adecuado, un encargo como asesino a sueldo para una organización.
El silencio, en la sala, era absoluto. Los otros catorce hombres presentes escuchaban, sin que se produjera un solo murmullo.
—Bélgica. Una posibilidad. Un homicida psicópata, que había formado parte del Estado Mayor de Tshombe en Katanga. Expulsado por las Naciones Unidas cuando, en 1962, fue capturado. No puede volver a Bélgica, donde es reclamado por dos asesinatos. Un asesino a sueldo, pero inteligente. De nombre, Jules Bérenger. También se cree que emigró a América Central. La Policía belga está averiguando su posible paradero actual.
«Alemania. Una sugerencia. Hans Dieter Kassel, ex comandante de las SS, reclamado por dos países por crímenes de guerra. Vivió después de la guerra en Alemania Occidental bajo nombre falso, y fue asesino a sueldo por cuenta de ODESSA, la organización clandestina de los antiguos SS. Se sospecha que intervino en el asesinato de los socialistas del ala izquierda en la política de la posguerra, que exigían del Gobierno una intensificación de la persecución contra los criminales de guerra. Más tarde fue desenmascarado como Kassel, pero huyó a España, gracias a un soplo que recibió, y por el cual un alto oficial de Policía perdió su cargo. Se cree que actualmente vive retirado en Madrid...»
Lebel volvió a levantar los ojos.
—En realidad, este hombre parece un poco mayor para esta clase de trabajo. Tiene, actualmente cincuenta y siete años.
«Finalmente, África del Sur. Una posibilidad. Un mercenario profesional. Nombre: Piet Schuyper. También pistolero de Tshombe. Oficialmente, en África del Sur no hay nada contra él, pero es considerado indeseable. Un tipo con clara tendencia al asesinato individual. La última noticia que se tiene de él es de cuando fue expulsado del Congo al ser derrotados los secesionistas de Katanga, a principios de este año. Se cree que sigue en África Occidental. La Sección Especial sudafricana prosigue sus averiguaciones.
Se detuvo y levantó los ojos. Los catorce hombres sentados en torno de la mesa le miraban sin expresión alguna.
—Desde luego –dijo Lebel en tono de excusa–, me temo que todo eso es muy vago. Para empezar, sólo he intentado con los siete países más probables. El Chacal puede ser suizo, austríaco, o de cualquier otra nacionalidad. Tres de los siete países han contestado que no pueden sugerir ningún nombre. Pueden estar equivocados. El Chacal podría ser italiano, holandés o inglés.
O sudafricano, belga, alemán o americano, y no ser ninguno de los citados. No lo sabemos. Estamos buscando a tientas, con la esperanza de encontrar algo.
—Las esperanzas solas no nos llevarán muy lejos –replicó Saint Clair.
—¿Acaso el coronel puede sugerir alguna otra cosa?–preguntó Lebel cortésmente.
—Personalmente, considero que este hombre habrá quedado descartado por el aviso recibido—dijo Saint Clair, en tono glacial–. Ahora que su plan es conocido no podrá acercarse al Presidente. Sea lo que sea lo que Rodin y sus cómplices hayan prometido pagarle a ese Chacal, sin duda le exigirán que se lo devuelva y cancelarán la operación.
—Usted considera que este hombre ha quedado descartado–dijo Lebel, con suavidad–; pero considerar no está muy lejos de «esperar». Por el momento, yo preferiría proseguir las investigaciones.
—¿Cuál es el estado actual de esas investigaciones, comisario?–preguntó el ministro.
—Las fuerzas de Policía que han formulado estas sugerencias ya han empezado a enviar por télex los legajos completos, señor ministro. Espero tenerlos mañana a mediodía. También llegarán fotografías por cable. Algunas de las fuerzas de Policía continúan sus investigaciones con el fin de localizar algún sospechoso y enviarnos sus conclusiones.
—¿Cree usted que mantendrán las bocas cerradas?–preguntó Sanguinetti.
—No hay razón para que no lo hagan—contestó Lebel–. Cada año, los jefes de Policía de los países de la Interpol formulan cientos de consultas altamente confidenciales, algunas de ellas de carácter personal y absolutamente secretas. Por fortuna, todos los países, aparte de sus ideologías políticas, se oponen al crimen. Gracias a esto no nos vemos envueltos en las mismas rivalidades que entorpecen las relaciones internacionales en otros planos más políticos. La colaboración entre las fuerzas policiales es sumamente satisfactoria.
—¿También cuando se trata de crímenes políticos? –preguntó Frey.
—Para los policías señor ministro, también son delitos. Por eso preferí ponerme en contacto con mis colegas extranjeros antes de efectuar investigaciones a través de los ministros de Asuntos Exteriores. Sin duda, los superiores de mis colegas se enterarán de la investigación, pero no se opondrán a ella. El asesino político está fuera de la ley en todo el mundo.
—Pero basta que sepan que la investigación está en marcha para que adivinen lo que hay detrás de ella y se burlen en privado de nuestro Presidente–replicó Saint Clair.
—No veo por qué deberían hacerlo. Cualquier día puede tratarse de uno de ellos–dijo Lebel.
—No entiende usted mucho en política si no sabe que hay personas a quienes encantaría saber que hay un asesino decidido a matar al presidente de Francia –replicó Saint Clair–. Este conocimiento público es precisamente lo que el Presidente tanto deseaba evitar.
—No se trata de un conocimiento público–corrigió Lebel–. Se trata de un conocimiento extremadamente privado, reducido a un pequeño puñado de hombres que guardan en su mente secretos que, de ser revelados, podrían provocar la ruina de la mitad de los políticos de sus propios países. Algunos de estos hombres conocen la mayor parte de los menores detalles de las instalaciones que protegen la seguridad de Occidente. Tienen que conocerlos para asegurar esta protección. Si no fuesen discretos, no ocuparían los cargos que ostentan.
—Más vale que unos pocos hombres sepan que andamos buscando a un asesino, y que no que deban recibir invitaciones para asistir al entierro del Presidente–gruñó Bouvier–. Llevamos dos años luchando contra la OAS. El Presidente dio instrucciones en el sentido de evitar que el asunto pase al dominio público y caiga en manos de la Prensa sensacionalista.
—Señores, señores–intervino el ministro–. Basta ya. Yo mismo autoricé al comisario Lebel a efectuar discretas consultas cerca de los jefes de los servicios de Policía extranjeros después de...–echó una ojeada a Saint Clair–, ... de consultar al Presidente.
El regocijo general ante el desconcierto del coronel apenas fue disimulado.
—¿Hay algo más? –preguntó Monsieur Frey.
Rolland levantó la mano un instante.
—Tenemos una oficina permanente en Madrid–dijo–. En España hay cierto número de refugiados de la OAS, y por esta razón mantenemos la oficina. Podríamos realizar investigaciones acerca de ese nazi, Kassel, sin necesidad de molestar a los alemanes occidentales. Creo que en este momento nuestras relaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores de Bonn no son precisamente cordiales.
Su alusión al rapto de Argoud y la consiguiente indignación de Bonn provocó algunas sonrisas. Frey enarcó las cejas, en dirección a Lebel, como consultándole.
—Gracias–dijo el detective–, será muy útil que logren localizar a ese individuo. Por lo demás, sólo queda pedir a todos los departamentos que continúen ayudándome como han venido haciéndolo durante las últimas veinticuatro horas.
—Entonces, hasta mañana, señores–dijo el ministro, con vivacidad.
Y mientras se levantaba y recogía sus papeles, la reunión se disolvió.
Ya en la escalinata exterior, Lebel aspiró con placer el suave aire nocturno de París. Los relojes dieron las doce y empezó el martes, 13 de agosto.
Eran poco más de las doce cuando Barrie Lloyd llamó al superintendente Thomas en su casa de Chiswick. Thomas estaba a punto de apagar la lamparita de la mesita de noche, después de haber llegado a la conclusión de que el hombre del SIS le llamaría por la mañana.
—Encontró el informe de que le hablé—dijo Lloyd–. Estuve en lo cierto, superintendente. No es más que un informe rutinario acerca de un rumor que circuló por la isla en aquella época. Ostenta un sello que dice: «No se emprenda acción alguna». Como dije, en aquella fecha andábamos muy ocupados en otras cosas.
—¿Se menciona algún nombre? –preguntó Thomas, en voz baja, para no despertar a su esposa, que estaba durmiendo.
—Sí, el de un hombre de negocios británico que desapareció por aquellas fechas. Acaso no tuviera nada que ver con el hecho, pero su nombre era citado en las murmuraciones. Se llamaba Charles Calthrop.
—Gracias, Barrie. Mañana me ocuparé de esto.
Colgó y se dispuso a dormir.
Lloyd, que era un joven minucioso, redactó un breve informe acerca de la pregunta que le había sido formulada y de su respuesta a la misma, y lo entregó a «Demandas». A primeras horas de la madrugada, los hombres de turno del servicio lo examinaron perplejos un momento, y, como se refería a París, lo depositaron en la bolsa destinada a la Oficina para Francia del Foreign Office, cuya bolsa debía ser entregada personalmente, según las normas, al jefe para Francia, cuando por la mañana llegara a la oficina.
CAPITULO XIV
El Chacal se levantó a su hora de costumbre, las siete y media, tomó el té servido en la mesita de noche, se lavó, se duchó y se afeitó. Una vez vestido, retiró el fajo de mil libras del interior del forro de su maleta, se lo guardó en el bolsillo superior del saco y bajó a tomar el desayuno. A las nueve estaba en la Via Manzoni, en busca de un Banco, el primero de una serie. Durante dos horas fue de uno a otro cambiando las libras inglesas. Doscientas las cambió por liras, y las ochocientas restantes por francos franceses.
A media mañana había terminado su tarea, e hizo una pausa para tomar un «espresso» en la terraza de un café. Luego, inició la segunda parte de su trabajo. Después de informarse debidamente, se encontró en una de las calles de detrás de la Porta Garibaldi, un barrio obrero próximo a la Estación Garibaldi. Allí encontró lo que andaba buscando: una hilera de garages en alquiler. Alquiló uno de ellos al propietario que regentaba el garage de la esquina. El alquiler por dos días le costó diez mil liras, mucho más de lo que valía, pero era sólo por breve tiempo.
En una ferretería local compró un mameluco de mecánico, un par de tijeras, varios metros de fino alambre de acero, un soldador y treinta centímetros de varilla para soldar. Lo guardó todo en una bolsa de lona comprado en la misma tienda, y lo depositó en el garage. Guardándose la llave en el bolsillo, fue a comer en una trattoria del barrio más elegante de la ciudad.
A primera hora de la tarde, después de haber convenido la cita por teléfono desde la trattoria, llegó en taxi a una pequeña empresa, no demasiado próspera, donde alquilaban coches sin chófer. Alquiló un «Alfa Romeo» deportivo de dos asientos, modelo 1962, de segunda mano. Explicó que deseaba hacer un viaje por Italia durante las dos semanas siguientes, es decir, durante todas sus vacaciones en Italia, y devolver el coche transcurrida la quincena.
Su pasaporte y los permisos de conducir británico e internacional estaban en regla, y el seguro fue contratado en menos de una hora con una compañía próxima que habitualmente aseguraba los coches de la empresa. El depósito fue crecido, el equivalente a más de un centenar de libras, pero a media tarde el coche era suyo, las llaves puestas en el contacto, y el propietario de la empresa le deseaba felices vacaciones.
Las investigaciones realizadas anteriormente en el Automóvil Club de Londres le habían informado de que, siendo así que Francia e Italia eran, ambas, miembros del Mercado Común, no había formalidades complicadas para quien deseara conducir en Francia un coche de matrícula italiana, con tal de que los permisos de conducir, los documentos de alquiler del coche y los seguros estuvieran en regla.
En el mostrador de recepción del Automóvil Club de Italia, del Corso Venezia, le dieron el nombre de una compañía de seguros, muy respetable, especializada en los seguros para viajar por el extranjero. El Chacal pagó el seguro extra para poder viajar por Francia con dinero en efectivo. La compañía, le afirmaron, estaba en estrecha relación con una importante compañía de seguros francesa, y su seguro sería aceptado sin dificultad alguna.
Desde allí condujo el «Alfa» hasta el «Continentale», dejó el coche en el estacionamiento del hotel, subió a su habitación y retiró la valija que contenía las piezas del fusil. Poco después de la hora del té volvía a estar en el barrio obrero donde había alquilado el garage particular.
Con la puerta debidamente cerrada tras de sí, el cable del soldador enchufado en la lámpara del techo, y una lámpara a pilas de gran potencia en el suelo, colocada a su lado, para iluminar la parte de debajo del coche, el Chacal se puso al trabajo. Durante dos horas estuvo soldando los delgados tubos de acero que contenían las piezas del fusil en el reborde interior del chasis del «Alfa». Había elegido un «Alfa», en parte porque una investigación realizada en las casas de venta de automóviles, en Londres, le había revelado que, de los coches italianos, el «Alfa» era el que posee un chasis de acero más fuerte, con un profundo reborde en la parte interior.
Envolvió cada uno de los tubos de acero en una funda de fina arpillera. Luego, con el alambre de acero, los ató juntos, al chasis, de modo que quedaran dentro del reborde de la parte interior. Y soldó los puntos donde el alambre estaba en contacto con el chasis.
Cuando acabó el mameluco estaba manchado de la grasa del suelo del garage, y las manos le dolían por el esfuerzo realizado al atar el alambre al chasis. Pero el trabajo estaba listo. Los tubos eran casi imposibles de descubrir, salvo un registro a fondo por debajo del coche; y pronto estarían cubiertos de barro y polvo.
Guardó el mameluco, el soldador y los restos de alambre en la bolsa de lona y la enterró debajo de un montón de viejos trapos que había en un rincón del garage. Las tijeras pasaron a la guantera del coche.
Volvía a anochecer en la ciudad cuando, finalmente, salió al volante del «Alfa», con la valija en el portaequipajes. Cerró con llave la puerta del garage, se guardó la llave en el bolsillo y regresó al hotel.
Veinticuatro horas después de su llegada a Milán se hallaba de nuevo en su habitación, duchándose para recobrarse de los trabajos del día, y sumergiendo sus elegantes manos en agua caliente, antes de vestirse para el aperitivo y la cena.
Deteniéndose en recepción antes de pasar al bar e ingerir su habitual «Campari» con soda, pidió la cuenta para pagarla después de cenar, y encargó que le llamaran y le sirvieran una taza de té a las cinco y media de la mañana siguiente.
Después de una segunda y excelente cena pagó la cuenta del hotel con las liras que le quedaban, y poco después de las once dormía profundamente en su cama.
Sir Jasper Quigley se hallaba de pie, de espaldas a su despacho, con las manos juntas en la espalda, y fijando la mirada desde las ventanas del Foreign Office, a la inmaculada extensión de la Horse Guards Parade. Una columna de Caballería, en orden impecable, trotaba por la calle hacia el Annexe y el Mall para seguir en dirección a Buckingham Palace.
Era una escena deliciosa e impresionante. Muchas mañanas, desde la ventana del Ministerio, Sir Jasper había contemplado aquel espectáculo, el más inglés de entre los ingleses. A menudo le parecía que el solo hecho de hallarse de pie junto a aquella ventana y ver pasar a los Azules a caballo, bajo el sol radiante, mientras los turistas miraban boquiabiertos y de oír en la plaza el campanilleo de los arneses y de los bocados, el relincho apagado de un caballo y las exclamaciones de admiración de los tontos, le pagaba con creces todos los años pasados en Embajadas en otros países menos afortunados que el suyo. Ante aquel espectáculo, sentía que sus hombros se cuadraban un poco más, que su estómago se encogía bajo los pantalones de corte impecable, y que un impulso de orgullo le levantaba la barbilla para hacer desaparecer las arrugas de su cuello. A veces, al oír las pisadas de los cascos en el pavimento, se levantaba de su mesa sólo para situarse junto a la ventana neogótica y verlos pasar antes de volver a sus papeles o a los asuntos del Estado. Y a veces, pensando en todos los que, desde el otro lado del mar, habían querido borrar aquella escena y sustituirla por las pisadas de los borceguíes de París o de las botas de Berlín, sentía un ligero escozor en los ojos y se apresuraba a volver a sus papeles.
Pero no esta mañana. Esta mañana estaba enfurecido, y se mordía los labios con tal fuerza que ni siquiera eran visibles. Sir Jasper Quigley estaba furioso. Y no lo disimulaba. Claro que estaba solo en su despacho.
Era el jefe de Francia, no en el sentido literal de poseer ninguna especie de jurisdicción sobre el país del otro lado del Canal, hacia el cual tanta amistad había manifestado de boquilla y tan poco afecto había sentido toda su vida, sino jefe de la oficina del Foreign Office cuya misión consistía en estudiar los asuntos, ambiciones, actividades, y, a menudo, conspiraciones de aquel maldito país e informar luego de todo ello al subsecretario permanente, y, en última instancia, al Secretario de Estado de Asuntos Exteriores de Su Majestad.
Sir Jasper poseía–pues de lo contrario no hubiese conseguido el cargo–todas las condiciones necesarias: una larga y distinguida foja de servicios en la diplomacia de varios países, excepto Francia, un historial excepcional en sus juicios políticos que, aunque a menudo equivocados, se hallaban inevitablemente de acuerdo con los de sus superiores del momento; un curriculum vitae, en fin, del cual podía sentirse ciertamente orgulloso. Nunca había sido atrapado en error, públicamente; nunca había tenido demasiada razón hasta llegar a la inconveniencia; jamás había expresado una opinión que no estuviera dentro de la línea de las que prevalecían en las altas esferas del Cuerpo.
Su matrimonio con la poca agraciada hija del jefe de la Cancillería en Berlín, quien más tarde había ascendido a subsecretario delegado ayudante de Estado, no le había, ciertamente, perjudicado. Le había permitido enviar en 1937 un infortunado memorándum desde Berlín manifestando su opinión de que el rearme alemán no tendría, en términos políticos, efectos reales en el futuro de la Europa Occidental.
Durante la guerra, de vuelta en Londres, pasó una temporada en la Oficina para los Balcanes, y había aconsejado encarecidamente que Inglaterra apoyara al guerrillero yugoslavo Mijailovich y a sus cetniks. Cuando el Primer Ministro de entonces, inexplicablemente, había preferido hacer caso de los consejos de un oscuro joven capitán llamado Fitzroy MacLean, que se había lanzado en paracaídas en aquella zona y aconsejaba que se apoyara a un despreciable comunista llamado Tito, el joven Quigley había sido trasladado a la Oficina para Francia.
En ella se distinguió como principal defensor del apoyo británico al general Giraud en Argelia. Era, o hubiese sido, una excelente política, de no haber sido anulada por aquel otro general francés, menos veterano, que había vivido en Londres y no había cesado de luchar para poner en pie una fuerza llamada Franceses Libres. Por qué razón Winston no hizo ningún caso a aquel hombre, era algo que los profesionales nunca alcanzaron a comprender.
Por supuesto, nada de lo que hiciera referencia a Francia podía resultar muy útil. Nadie pudo decir nunca que a Sir Jasper (nombrado caballero en 1961 por sus servicios a la diplomacia) le faltara la calificación esencial para ser un buen jefe para Francia. Sentía una antipatía congénita por Francia y por todo lo francés. Tales sentimientos habían quedado reducidos a la nada en comparación con los que profesaba hacia la persona del presidente francés a partir de la conferencia de Prensa del general De Gaulle del 14 de enero de 1963, en la que cerró las puertas del Mercado Común a Inglaterra, y que obligó a Sir Jasper a pasar los veinte peores minutos de su vida con el ministro.
Alguien llamó a la puerta de su despacho. Sir Jasper se retiró de la ventana y tomó una hoja de papel fino, de color azul, como si hubiese estado leyéndola cuando habían llamado.
—Adelante.
El joven entró en el despacho, cerró la puerta tras de sí y se acercó a la mesa.
Sir Jasper lo miró por encima de los lentes bifocales.
—Ah, Lloyd. Precisamente estaba echando una ojeada a este informe que ha preparado usted durante la noche. Interesante, muy interesante. Una consulta extraoficial formulada por un alto funcionario de la Policía francesa a un alto funcionario de la Policía británica. Pasada a un alto superintendente de la Sección Especial, quien consideraba adecuado consultar, extraoficialmente, desde luego, a un joven miembro del Intelligence Service.
—Sí, Sir Jasper.
Lloyd fijó los ojos en la figura del diplomático, de pie junto a la ventana, quien estaba examinando su informe como si lo viera por primera vez. Nada le costó adivinar que Sir Jasper conocía perfectamente su contenido y que su estudiada indiferencia era probablemente una pose.
—Y este joven funcionario considera adecuado, por decisión propia y sin consultar a ninguna autoridad superior, ayudar al funcionario de la Sección Especial brindándole una sugerencia. Una sugerencia, además, que, sin un asomo de prueba, pretende indicar que un ciudadano británico tenido por comerciante podría ser en realidad un asesino a sangre fría.
«¿A dónde quiere ir a parar el viejo?», pensó Lloyd.
No tardó en averiguarlo.
—Lo que me intriga, mi querido Lloyd, es que aunque esta consulta, extraoficial desde luego, se formuló ayer por la mañana, hasta veinticuatro horas más tarde no recibe información de la misma el jefe del departamento del Ministerio más directamente afectado por todo cuanto ocurre en Francia. Curiosa situación, ¿no le parece?
Lloyd captó la onda. Quisquillosidad interdepartamental. Pero sabía igualmente que Sir Jasper era un hombre poderoso, versado, por una larga experiencia, en las luchas intestinas dentro de la jerarquía, en las cuales se suele poner más ahínco que en los asuntos del Estado.
—Con el máximo respeto, Sir Jasper, la consulta del superintendente Thomas, extraoficial, como usted dice, no me fue formulada hasta las nueve de la noche de ayer. El informe fue redactado a medianoche.
—Cierto, cierto. Pero observo que su consulta fue también evacuada antes de medianoche. ¿Puede usted decirme por qué?
—Consideré que la petición de orientación, o de una posible orientación de cara a enfocar la tarea investigadora, entraba en el ámbito de la colaboración normal entre departamentos –contestó Lloyd.
—¿De veras? ¿De veras?–Sir Jasper había abandonado la pose de suave interrogatorio, y dejaba traslucir parte de su quisquillosidad–. Pero no, por lo visto, dentro de la colaboración interdepartamental entre su Servicio y la Oficina para Francia.
—Tiene usted mi informe en sus manos, Sir Jasper.
—Un poco tarde señor. Un poco tarde.
Lloyd decidió no callar. Sabía que si había cometido algún error al consultar a una autoridad superior antes de ayudar a Thomas, debió haberse asesorado con su propio jefe y no con Sir Jasper Quigley. Y el jefe del SIS era adorado por su personal y odiado por los mandarines del FO por su negativa a permitir que nadie más que él mismo amonestara a sus subordinados.
—¿Demasiado tarde para qué, Sir Jasper?
Sir Jasper le lanzó una astuta y mortífera mirada. No iba a caer en la trampa de reconocer que era demasiado tarde para impedir que la colaboración con la consulta de Thomas se realizara.
—Usted se da cuenta, desde luego, de que se trata aquí del nombre de un ciudadano británico. Un hombre contra el cual no existe el menor indicio, y menos aún, la menor prueba. ¿No le parece a usted un proceder incorrecto pregonar el nombre de una persona, y, vista la índole de la consulta, dañar su reputación de esta manera?
—No creo que informar del nombre de una persona a un superintendente de la Sección Especial, simplemente como un posible cauce de investigación, pueda ser considerado como pregonarlo por ahí, Sir Jasper.
El diplomático se dio cuenta de que se estaba mordiendo los labios como para dominar su ira. Impertinente mocoso, pero astuto al mismo tiempo. Habría que vigilarle de cerca. Sir Jasper intentó sobreponerse a su enojo.
—Comprendo, Lloyd, comprendo. En vista de su evidente deseo de ayudar a la Sección Especial, deseo sumamente digno de elogio, por supuesto, ¿le parece que sería pedir demasiado esperar de usted que hiciera alguna consulta antes de arrojarse de cabeza al asunto?
—¿Quiere usted decir, Sir Jasper, por qué no se lo consulté a usted?
Sir Jasper lo vio todo rojo.
—Esto es, señor, exactamente. Esto es lo que le estoy preguntando.
—Sir Jasper, con la mayor deferencia por su categoría, creo que debo llamarle la atención acerca del hecho de que formo parte del personal del Servicio. Si no está usted de acuerdo con mi forma de llevar el asunto, creo que sería más correcto que su queja se dirigiera a mi oficial superior y no directamente a mí.
¿Correcto? ¿Correcto? ¿Acaso aquel mocoso pretendía enseñarle al jefe de la Oficina para Francia lo que era correcto y lo que no lo era?
—Y así lo haré, señor–replicó Sir Jasper–, así lo haré. Y en los términos más severos.
Sin pedir permiso, Lloyd se volvió y salió del despacho. No le cabía la menor duda de que le esperaba un buen sermón por parte del Viejo, y lo único que podía decir como atenuante en su favor era que la consulta de Bryn Thomas le había parecido urgente, y que había atribuido la mayor importancia al factor tiempo. Si el Viejo decidía que hubiese debido utilizar los canales adecuados, aceptaría los reproches. Pero los aceptaría del OM y no de Quigley. ¡Oh, maldito Thomas!
Sin embargo, Sir Jasper Quigley no estaba completamente decidido acerca de la conveniencia de presentar una queja. Técnicamente, la razón estaba de su parte; la información acerca de Calthrop, aunque completamente enterrada en unos archivos arrumbados desde hacía mucho tiempo, debió haber sido desenterrada con la autorización de una autorización superior, aunque no necesariamente la suya. Como jefe de la Oficina para Francia, era uno de los clientes de los informes del SIS, no uno de sus directores. Podía formular una queja ante aquel genio quisquilloso (no eran palabras suyas) que dirigía el SIS, y probablemente conseguiría una buena reprensión para Lloyd y hasta, posiblemente, perjudicarle en su carrera. Pero también podía recibir una dosis de amargo brebaje por parte de la corrosiva lengua del jefe del SIS por haber reprendido a un funcionario del Servicio de Inteligencia sin haberle pedido permiso a él; y la perspectiva no lo divertía. Además, el jefe del SIS tenía fama de relacionarse estrechamente con los hombres situados en los altos puestos. Jugaba a las cartas con ellos en Blades; cazaba en su compañía en el Yorkshire. Y el Glorioso Doce se hallaba a sólo un mes de distancia. Sir Jasper todavía estaba luchando por conseguir que lo invitaran a alguna de esas fiestas. Sería mejor dejar el asunto.
«En todo caso, el mal ya está hecho», se dijo, con la mirada perdida en Horse Guards Parade.
—En todo caso, el mal ya está hecho dijo, en el club, a su invitado del almuerzo, cuando apenas acababa de dar la una de la tarde–. Supongo que seguirán adelante y colaborarán con los franceses. Espero que no lo hagan con demasiada eficacia, ¿eh?
Era un buen chiste, y él fue el primero en celebrarlo. Desgraciadamente para él, no había valorado exactamente a la persona que almorzaba con él, quien también tenía estrecha relación con los hombres del gobierno.
Casi simultáneamente, un informe personal del comisario jefe de la Policía metropolitana y el bon mot de Sir Jasper llegaron a los ojos y oídos del Primer Ministro un momento antes de las cuatro, cuando llegó al número 10 de Downing Street después de una sesión del Parlamento.
A las cuatro y diez, sonó el teléfono del despacho del superintendente Thomas.
Thomas había pasado la mañana y la mayor parte de la tarde intentando hallar la pista de un hombre de quien sólo conocía el nombre. Como de costumbre cuando se trataba de un hombre de quien se sabía con seguridad que había estado en el extranjero, el punto de partida había sido la Oficina de Pasaportes de Petty France.
Una visita personal allí, a las nueve de la mañana, la hora en que abrían, les había arrancado las fotocopias de las solicitudes de pasaportes formuladas por seis diferentes Charles Calthrop. Por desgracia, todos ellos tenían otro apellido intercalado, diferentes los seis. También logró las fotografías de los seis, con la promesa de sacar una fotocopia de las mismas y devolverlas a los archivos de la Oficina de Pasaportes.
Uno de los pasaportes había sido solicitado en enero de 1961, pero esto no significaba necesariamente nada, aunque sí era significativo el hecho de que no existiera constancia de ninguna solicitud anterior formulada por aquel mismo Charles Calthrop antes de la que estaba en manos de Thomas. De haber utilizado otro nombre en la República Dominicana, los rumores que lo relacionaban con el atentado contra Trujillo no lo hubieran mencionado como Calthrop. Thomas se sentía inclinado a descartar al individuo en cuestión a causa de la fecha tardía de su solicitud.
De los cinco restantes, uno parecía demasiado viejo; en agosto de 1963 tenía setenta y cinco años. Los otros cuatro eran otras tantas posibilidades. No importaba que se ajustaran o no a la descripción de Lebel de un tipo alto y rubio, porque la tarea de Thomas era meramente eliminatoria. Si era posible descartar a los seis de toda sospecha de ser el Chacal, tanto mejor. Entonces podría aconsejar a Lebel con la conciencia tranquila.
Cada solicitud de pasaporte llevaba la dirección del solicitante; dos de ellos vivían en Londres; los otros dos en la provincia. No era posible llamar por teléfono, pedir por Mr. Charles Calthrop y preguntarle si en 1961 había estado en la República Dominicana. Aunque hubiese estado, nada le impedía negarlo si así lo deseaba.
Por otra parte, ninguno de los cuatro constaba como «comerciante»
u «hombre de negocios» en la casilla relativa a su profesión. Tampoco esto era decisivo. En el informe de Lloyd figuraba como «negociante», pero el rumor que había circulado en 1961 pudo estar equivocado.
Durante la mañana, la Policía local, previa petición telefónica de Thomas, había logrado localizar a los dos Calthrop de la provincia. Uno de ellos estaba en su puesto de trabajo, y esperaba marcharse de vacaciones con su familia aquel fin de semana. Fue acompañado a su casa a la hora del almuerzo, y su pasaporte examinado. No contenía ningún visado de entrada ni de salida ni sello alguno de la República Dominicana de 1960 o 1961. Sólo había sido utilizado dos veces, una para Mallorca y otra para la Costa Brava. Además, las averiguaciones llevadas a cabo en la empresa donde trabajaba aquel Charles Calthrop revelaron que durante el mes de enero de 1961 el hombre no había abandonado el departamento de contabilidad de la fábrica de sopas, y que llevaba diez años en la empresa.
El otro Calthrop provinciano fue hallado en un hotel de Blackpool. Como no llevaba consigo el pasaporte, se lo convenció de que autorizara a la Policía de su ciudad de residencia para que pidiera prestada la llave que le guardaban los vecinos. En el cajón superior de la cómoda encontraron el pasaporte, que tampoco ostentaba sello alguno de la República Dominicana. Por otra parte, se comprobó que era mecánico de máquinas de escribir, y que en 1961 no había abandonado su trabajo, salvo para el período de sus vacaciones veraniegas. Las tarjetas de los abonados a la limpieza de las máquinas corroboraron este hecho.
De los dos Charles Calthrop de Londres, uno resultó ser un verdulero de Catford que estaba despachando en su tienda cuando entraron dos hombres muy corteses y discretos que deseaban hablar con él. Como vivía encima de la tienda, a los pocos minutos pudo mostrarles su pasaporte. Como los anteriores, no indicaba que su titular hubiese estado jamás en la República Dominicana. Cuando se lo preguntaron, el verdulero convenció a los detectives de que ni siquiera sabía dónde estaba la isla.
El cuarto y último Calthrop estaba resultando un poco más difícil de localizar. Se fue a la dirección que figuraba en su solicitud de pasaporte de cuatro años atrás, la cual resultó ser un bloque de pisos de Highgate. Los administradores de la finca, tras buscar en sus archivos, manifestaron que el hombre había dejado el departamento en diciembre de 1960. No había dado cuenta de su nueva dirección.
Pero por lo menos Thomas conocía su primer apellido. Una búsqueda en el guía telefónica resultó infructuosa, pero haciendo uso de la autoridad de la Sección Especial, Thomas averiguó por la Oficina General de Correos que había un C. H. Calthrop que tenía un número de teléfono que no constaba en la guía, en la zona Oeste de Londres. Las iniciales correspondían con los apellidos del Calthrop en cuestión: Charles Harold. Partiendo de aquella base, Thomas se puso en contacto con la oficina municipal del barrio correspondiente.
Sí, la oficina municipal le informó de que un tal Charles Harold Calthrop ocupaba, efectivamente, el departamento de aquella dirección y figuraba en las listas electorales como elector de aquel distrito.
Se hizo una visita al departamento. Estaba cerrado con llave y nadie contestó al timbre. En el bloque, nadie parecía conocer el paradero de Calthrop. Cuando el coche de la Policía volvió a Scotland Yard, el superintendente Thomas intentó un nuevo camino. Se rogó a la Oficina Central de Impuestos que informara acerca de los impuestos pagados por un tal Charles Harold Calthrop, cuya dirección se adjuntaba. Interesaba particularmente saber dónde trabajaba, y dónde había trabajado durante los últimos tres años.
En aquel punto fue cuando sonó el teléfono. Thomas lo descolgó, se identificó, y escuchó durante unos segundos. Enarcó las cejas.
—¿A mí?–preguntó–. ¿Personalmente? Sí, desde luego, voy inmediatamente. Cinco minutos. Estupendo. Hasta luego.
Salió del edificio y cruzó Parliament Square, sonándose ruidosamente para despejar sus conductos nasales. A pesar del espléndido día de verano, su resfrío, lejos de mejorar, parecía empeorar.
Desde Parliament Square pasó por Whitehall y dobló a la izquierda, por Downing Street. Como de costumbre, el lugar era sombrío y húmedo, puesto que el sol nunca penetra en el vulgar callejón sin salida donde está la residencia del Primer Ministro británico. Había un pequeño grupo frente a la puerta del número 10, que dos policías mantenían en la acera de enfrente; seguramente no eran más que curiosos que esperaban ver llegar a personajes importantes, o confiaban en divisar el rostro del Primer Ministro por la ventana.
Thomas cruzó un pequeño patio que le condujo a la puerta trasera del número l0, donde oprimió el timbre. La puerta fue abierta inmediatamente por un corpulento y uniformado sargento de la Policía, quien lo reconoció inmediatamente y lo saludó.
—Buenas tardes, señor. Mr. Harrowby me ha dicho que lo acompañe directamente a su despacho.
James Harrowby, el hombre que pocos minutos antes había telefoneado a Thomas a su despacho era el jefe de la seguridad personal del Primer Ministro, un hombre apuesto que no aparentaba sus cuarenta y un años. Lucía una corbata de universitario, y había hecho una brillante carrera en la Policía antes de ser destinado a Downing Street. Como Thomas, tenía el grado de superintendente. Cuando Thomas entró, Harrowby se levantó de su mesa.
—Adelante, Bryn. Me alegro de verlo.–Se dirigió al sargento– Gracias, Chalmers.
El sargento se retiró, cerrando la puerta tras de sí.
—¿De qué se trata?–preguntó Thomas.
Harrowby lo miró con sorpresa.
—Confiaba en que me lo contaría usted. Yo sólo sé que llamó hace quince minutos, mencionó su nombre, y dijo que quería verle personalmente y en seguida. ¿Está usted trabajando en algún caso importante?
Thomas sabía que así era, pero le sorprendió que la noticia ya hubiese llegado tan arriba en tan poco tiempo. Sin embargo, si el PM no había querido confiar el secreto a su propio jefe de seguridad, no era él quién para hacerlo.
—No, que yo sepa–dijo.
Harrowby descolgó el teléfono de su mesa y pidió comunicación con el despacho particular del Primer Ministro. Una voz dijo:
—Diga.
—Aquí Harrowby, señor Primer Ministro. Ha llegado el superintendente Thomas... Sí, señor. Inmediatamente.
Y colgó.
—En seguida. Y corriendo. Debe de tratarse de algo muy serio. Hay dos ministros esperando. Vamos, de prisa.
Harrowby abrió la marcha por el pasillo, hacia una puerta del extremo más alejado, tapizada en felpa verde. Al verlos, un secretario que salía por la misma la mantuvo abierta y se hizo a un lado. Harrowby anunció a Thomas:
—El superintendente Thomas, señor Primer Ministro–enunció claramente.
Y, retirándose, invitó a pasar a su colega, y cerró después la puerta desde el pasillo, dejándole solo con el Primer Ministro.
Thomas tuvo la sensación de que se encontraba en una sala silenciosa, de techo alto y elegante mobiliario, llena de libros y de papeles, de olor a tabaco de pipa y a madera noble, una sala que más parecía el estudio de una autoridad universitaria que el de un Primer Ministro.
La figura situada junto a la ventana se volvió.
—Buenas tardes, superintendente. Siéntese, por favor.
—Buenas tardes, señor.
Thomas eligió una silla de respaldo recto, frente al escritorio, y se sentó en el borde de la misma. Nunca había tenido ocasión de ver al Primer Ministro tan de cerca, ni siquiera en privado. Tuvo la impresión de un par de ojos tristes, casi derrotados, con los párpados caídos, como un sabueso que ha hecho una larga carrera sin gran placer por su parte.
Se hizo un silencio en el recinto mientras el ministro se acercaba a su mesa y se sentaba detrás de ella. Thomas había oído los rumores que circulaban por Whitehall, según los cuales la salud del Primer Ministro no era demasiado satisfactoria, y ésta había sido sometida a una dura prueba con la tarea de salvar al Gobierno del naufragio a través del desdichado asunto Keeler Ward, que todavía constituía la comidilla del país entero. Aun así, le sorprendió el aspecto exhausto y triste del hombre que se hallaba sentado frente a él.
—Superintendente Thomas, he tenido noticia de que está usted dirigiendo una investigación basada en una petición de ayuda recibida por teléfono desde París ayer por la mañana, y formulada por un alto funcionario de la Policía Judicial francesa.
—Sí señor... Primer Ministro.
—Tengo entendido que esta petición obedece a que las autoridades francesas temen que pueda estar al acecho un ... un asesino profesional, contratado, seguramente, por la OAS, para llevar a cabo una determinada misión en Francia en un próximo futuro.
—En realidad no nos dijeron tal cosa, señor Primer Ministro. Sólo nos pidieron que aportáramos alguna sugerencia en cuanto a la posible identidad de un asesino profesional de esta clase, cuyo nombre tal vez nosotros conociéramos. No hubo ninguna explicación acerca de por qué deseaban nuestras sugerencias.
—Sin embargo, ¿qué deduce usted del hecho de que les fuese formulada tal petición?
Thomas se encogió ligeramente de hombros.
—Lo mismo que usted, señor.
—Exactamente. No es preciso ser un genio para deducir la única razón posible para que las autoridades francesas deseen identificar a tal... ejemplar. ¿Y cuál considera usted que debe de ser el blanco de las actividades de ese personaje, si, como parece ser, un hombre de esta clase ha logrado llamar la atención de la Policía francesa?
—Bueno, señor Primer Ministro, yo supongo que temen que haya sido contratado para atentar contra la vida del Presidente.
—Exacto. No sería la primera vez que se intentara, ¿verdad?
—No, señor. Se han realizado ya seis intentos.
El Primer Ministro se quedó mirando fijamente los documentos que tenía frente a sí, como si éstos pudieran darle la clave de lo que le había ocurrido al mundo en los últimos meses de su mandato.
—Sin duda usted no ignora, superintendente, que, por lo visto, existen algunas personas en nuestro país, personas que ocupan cargos importantes, a las cuales no disgustaría que sus investigaciones fuesen lo menos enérgicas posible.
Thomas se sintió sinceramente sorprendido.
—Lo ignoraba, señor.
¿De dónde habría sacado aquello el Primer Ministro?
—¿Le importaría hacerme un resumen del estado de sus investigaciones hasta el momento?
Thomas empezó explicando, clara y concisamente, la pista que había conducido desde los Archivos Criminales a la Sección Especial, la conversación con Lloyd, la mención de un hombre llamado Calthrop, y las investigaciones que se habían llevado a cabo hasta aquel momento.
Cuando hubo terminado, el Primer Ministro se levantó y se acercó a la ventana, que daba al patio soleado y cubierto de verde césped. Durante largos instantes estuvo mirando fijamente hacia el patio, con los hombros caídos. Thomas se preguntó qué estaría pensando.
Tal vez estuviera pensando en una playa argelina donde en otro tiempo sostuvo una conversación con el altivo francés que ahora ocupaba otro despacho, a más de cuatrocientos kilómetros de allí, gobernando los asuntos de su propio país. En aquel entonces, los dos eran veinte años más jóvenes, y no habían ocurrido todavía muchas cosas que, posteriormente, debían interponerse entre los dos.
Tal vez estuviera pensando en el mismo francés, sentado en el salón dorado del Palacio del Elíseo, ocho meses atrás, destruyendo con frases medidas y sonoras las esperanzas del Premier británico de coronar su carrera política con el ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea, antes de retirarse con la satisfacción del hombre que ha visto realizados sus sueños.
O posiblemente estuviera pensando en los últimos y angustiosos meses en que las revelaciones de un alcahuete y una cortesana casi habían derribado al gobierno de Gran Bretaña. Era un anciano que había nacido y se había criado en un mundo que tenía sus principios, para bien o para mal, y había creído en aquellos principios y los había seguido. Ahora el mundo había cambiado, estaba lleno de gente con ideas nuevas; y él pertenecía al pasado. ¿Comprendía siquiera que había ahora otros principios, que apenas alcanzaba a entender y que, en todo caso, no eran de su agrado?
Probablemente, mientras contemplaba el soleado césped, sabía lo que se preparaba. La operación quirúrgica no podía ser aplazada, y con ella su retirada de la jefatura. Muy pronto el mundo pasaría a otras manos. Así había ocurrido en gran parte del mismo. ¿Pero debía pasar también a las manos de los alcahuetes y las cortesanas, de los espías y de los... asesinos?
Thomas vio que el anciano alzaba los hombros, antes de volverse hacia él.
—Superintendente Thomas quiero que usted sepa que el general De Gaulle es mi amigo. Si existe el menor peligro que pueda amenazar a su persona, y si este peligro puede proceder de un ciudadano de estas islas, es preciso impedirlo. A partir de ahora dirigirá usted sus investigaciones con toda energía. Antes de una hora sus superiores habrán sido autorizados para concederle a usted todas las facilidades que esté en sus manos otorgarle. Tendrá usted autoridad para incorporar a su equipo a cualquier persona cuya ayuda considere necesaria, y tendrá acceso a la documentación oficial de cualquier departamento del país que pueda resultar útil para sus futuras investigaciones. Por orden personal mía colaborará usted sin la menor reserva con las autoridades francesas en este asunto. Sólo cuando esté usted absolutamente convencido de que, sea quien sea este hombre a quien los franceses están buscando, no es súbdito británico, y no actúa con base en nuestro país, podrá usted desistir de sus investigaciones. En tal momento, deberá usted informarme a mí personalmente de los resultados conseguidos.
«En el caso de que ese Calthrop, o cualquier otro hombre en posesión de un pasaporte británico, pueda ser razonablemente considerado como el hombre buscado por los franceses, usted deberá detenerle. Sea quien sea, hay que pararle los pies. ¿Está claro?
No podía estar más claro. Thomas estaba seguro de que a los oídos del PM había llegado alguna información que había dado pie a las instrucciones que acababa de recibir de sus labios. Thomas sospechaba que ello tenía que ver con la alusión a ciertas personas que deseaban que sus investigaciones no progresaran. Pero no podía estar seguro de ello.
—Si, señor–dijo.
El Primer Ministro inclinó la cabeza para indicar que la entrevista había terminado. Thomas se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Eh ... señor Primer Ministro.
—Diga.
—Una cosa, señor. No estoy seguro de si desea usted que ponga al corriente a los franceses de las investigaciones en curso en torno del rumor sobre ese Calthrop y sus actividades en la República Dominicana dos años atrás.
—¿Tiene usted fundadas razones para creer, ya desde este momento, que las pasadas actividades de este hombre justifican su identificación como el que los franceses buscan?
—No, señor. Nada tenemos contra ningún Charles Calthrop, salvo unos rumores que circularon hace un par de años. Ni siquiera sabemos todavía si el Calthrop que estamos buscando esta tarde es el mismo que estuvo en el Caribe en enero de 1961. Si no lo es, volveremos a encontrarnos en el punto de partida.
El Primer Ministro reflexionó unos instantes.
—No quisiera que hiciera usted perder el tiempo a su colega francés con sugerencias basadas en simples rumores de dos años y medio de antigüedad. Observe la expresión: «simples rumores», superintendente. Le ruego que prosiga sus investigaciones con la mayor energía. En el momento en que considere que posee la información suficiente acerca de este o de otro Charles Calthrop, susceptible de afianzar el rumor de que estuvo complicado en el atentado contra el general Trujillo, informe inmediatamente a los franceses, y al mismo tiempo intente localizar al hombre, se encuentre donde se encuentre.
—Sí, señor.
—Y, por favor, ruegue a Mr. Harrowby que venga. Voy a dar inmediatamente las órdenes para que se concedan a usted los poderes que necesita.
Aquella misma tarde, en el despacho de Thomas, las cosas experimentaron un cambio notable. En torno al superintendente se agrupó una sección compuesta de seis de los mejores inspectores detectives de la Sección Especial. Uno de ellos estaba de licencia y fue reclamada su presencia; dos fueron retirados de su servicio de vigilancia de la casa de un hombre de quien se sospechaba que facilitaba información secreta de la «Royal Ordnance Factory», donde trabajaba, a un agregado militar de la Europa Oriental. Otros dos eran los mismos que le habían ayudado la víspera a buscar en los archivos de la Sección Especial los rastros del pistolero sin nombre. El último tenía su día de descanso semanal y estaba trabajando en su jardín cuando recibió la orden de presentarse inmediatamente en la sede de la Sección.
Thomas les instruyó exhaustivamente, les ordenó la máxima discreción y contestó a una ininterrumpida oleada de llamadas telefónicas. Poco después de las seis de la tarde, la Oficina de Impuestos había encontrado las anotaciones correspondientes a Charles Harold Calthrop. Uno de los detectives fue enviado a recoger el legajo completo. Los demás se dedicaron a efectuar llamadas telefónicas o a atenderlas, excepto uno que fue enviado a la dirección de Calthrop para ver si a través de algún vecino o algún comerciante de la zona conseguía información acerca del actual paradero del hombre. En el laboratorio fotográfico se sacaron copias de la fotografía presentada por Calthrop con su solicitud de pasaporte, y cada uno de los seis inspectores se guardó una en el bolsillo.
Los archivos de la Oficina de Impuestos revelaron que durante el pasado año Calthrop no había tenido ningún empleo, y que anteriormente había pasado un año en el extranjero. Pero durante la mayor parte del año financiero 1960 1961 había trabajado para una empresa que Thomas identificó como propiedad de uno de los principales fabricantes y exportadores británicos de armas. Al cabo de una hora poseía el nombre del gerente de la empresa y localizó a su hombre en su casa de campo en los alrededores de Surrey. Por teléfono, Thomas concertó con él una cita para verle inmediatamente, y cuando las sombras del anochecer descendían sobre el Támesis, su «Jaguar» de la Policía cruzaba, rugiendo, el río en dirección al pueblo de Virginia Water.
Patrick Monson no tenía, ciertamente, el aspecto de un hombre que trata en armas mortíferas, pero, pensó Thomas, eso era lo normal. Por Monson, Thomas averiguó que la empresa había tenido empleado a Calthrop menos de un año. Y lo que era más importante: durante los meses de diciembre de 1960 y enero de 1961 la empresa lo había enviado a Ciudad Trujillo para que intentara vender al jefe de Policía de Trujillo un buen lote de ametralladoras, excedente del Ejército británico.
Thomas miró a Monson con aversión.
«Y que después hagan con ellas lo que quieran, ¿verdad, muchacho?», pensó. Pero no se tomó la molestia de expresar en voz alta su desagrado. ¿Por qué Calthrop había salido de la República Dominicana con tanto apuro?
Monson pareció sorprendido por la pregunta. Bueno, pues porque Trujillo había sido asesinado. En pocas horas el régimen se derrumbó. ¿Qué podía esperar del nuevo régimen un hombre que había llegado a la isla con el propósito de vender armas y municiones al depuesto? Lógicamente, tuvo que irse con la música a otra parte.
Thomas reflexionó. Desde luego, la explicación era razonable. Monson dijo que Calthrop explicó más tarde que se encontraba precisamente en el despacho del Jefe de Policía del dictador, discutiendo las condiciones de la venta, cuando llegó la noticia de que el general había sido asesinado en una emboscada en las afueras de 1a ciudad. El jefe de Policía se había puesto pálido como el papel y había salido inmediatamente en dirección a su finca particular, donde un avión y su piloto lo esperaban de manera permanente. A las pocas horas, la multitud enardecida recorría las calles buscando a los partidarios del viejo régimen. Calthrop tuvo que sobornar a un pescador para poder abandonar la isla en una embarcación.
Thomas preguntó por qué Calthrop había abandonado la empresa. La respuesta fue la siguiente: fue despedido. ¿Por qué? Monson reflexionó profundamente unos instantes. Finalmente, dijo:
—Superintendente, el negocio de la venta de armas de segunda mano es sumamente competitivo. La competencia es feroz, podríamos decir. Saber qué género ofrecen los competidores, y a qué precio, puede ser vital para quien desea hacerse con el contrato para sí. Digamos, simplemente, que no nos satisfizo del todo la lealtad de Calthrop a la empresa.
En el coche, durante el trayecto de vuelta a su oficina, Thomas pensó en lo que Monson le había contado. La explicación que a la sazón había dado Calthrop del motivo por el cual había salido tan precipitadamente de la República Dominica era lógica. Lejos de corroborarlo, tendía a desmentir el rumor posteriormente recogido por el agente del SIS residente en el Caribe acerca de su intervención personal en el atentado.
Por otra parte, según Monson, Calthrop era un hombre moralmente capaz de jugar un doble juego. Podía haber llegado al país como representante acreditado de una empresa fabricante de armas que deseaba realizar una venta, y al mismo tiempo estar a sueldo de los revolucionarios.
Monson había dicho otra cosa que desorientaba a Thomas:
que cuando Calthrop ingresó en la empresa no entendía gran cosa de fusiles. Sin duda un buen tirador debía ser un experto. Claro que pudo haber aprendido después de haber ingresado en la empresa. Pero si era un novato en el uso de los fusiles, ¿por qué los guerrilleros antitrujillistas lo habrían contratado para que detuviera el coche del general, lanzado a toda velocidad, de un solo tiro? ¿O no lo contrataron? ¿Acaso la versión de Calthrop era la única cierta?
Thomas se encogió de hombros. Lo que había averiguado nada demostraba, ni en favor ni en contra de Calthrop. Volvía a encontrarse en el punto de partida.
Pero en la oficina le esperaban ciertas noticias que cambiaron por completo el panorama. El inspector que había ido a informarse en la vecindad del domicilio de Calthrop había regresado. Había encontrado a la vecina de la puerta de al lado, que había estado en su lugar de trabajo todo el día. La mujer dijo que Mr. Calthrop se había marchado hacia pocos días. Dijo que se iba de excursión a Escocia. En la trasera del coche estacionado en la calle la mujer había visto lo que le había parecido un juego de cañas de pescar.
¿Cañas de pescar? A pesar del calor que reinaba en el despacho, el superintendente Thomas sintió un escalofrío. Cuando el detective acabó de leer su informe, entró uno de los otros.
—¿Jefe?
—Diga.
—Se me acaba de ocurrir una cosa.
—Veamos.
—¿Usted habla francés?
—No. ¿Y usted?
—Sí, mi madre era francesa. El pistolero tras el cual anda la Policía Judicial es conocido por el nombre cifrado de Chacal, ¿no es verdad?
—Si, ¿y qué?
—Pues que Chacal, en francés, se escribe precisamente así, y no Jackal, como en inglés. C H A C A L. ¿Se da cuenta? Puede ser una simple coincidencia Tiene que ser muy tonto para haber elegido un nombre cifrado, aunque sea en francés, compuesto por las tres primeras letras de su nombre de pila y las tres primeras letras de ...
—¡Válgame San Jorge y todos los santos! –exclamó Thomas, soltando un violento estornudo.
Inmediatamente después tomó el teléfono.
CAPITULO XV
La tercera reunión en el Ministerio del Interior de París empezó poco después de las diez, debido a que, a causa del tráfico, el ministro se demoró en su camino de vuelta de una recepción diplomática. En cuanto ocupó su asiento, indicó que la sesión podía ya empezar.
El primer informe fue el del general Guibaud, del SDECE. Fue breve y preciso. El ex asesino nazi, Kassel, había sido localizado por los agentes de la oficina de Madrid del Servicio Secreto. Vivía apaciblemente en una buhardilla de la capital, se había asociado con otro ex jefe de un comando de las SS en un próspero negocio en la ciudad, y, según todas las apariencias no tenía ningún contacto con la OAS. En todo caso, antes de que llegara la petición de informes de París, la oficina de Madrid ya tenía formado un dossier sobre el hombre, según el cual éste no tenía ninguna relación con la OAS.
Teniendo en cuenta su edad, los frecuentes ataques de reumatismo que sufría en las piernas, y su grado de alcoholismo bastante avanzado, Kassel, en opinión general, debía ser descartado como posible Chacal.
Cuando el general hubo terminado, todos los ojos se volvieron hacia el comisario Lebel. Su informe fue sombrío. Durante el día habían llegado a manos de la PJ los informes de otros tres países que veinticuatro horas antes habían sugerido los nombres de posibles sospechosos.
De América había llegado la noticia de que Chuck Arnold, el vendedor de armas, se encontraba en Colombia intentando vender al jefe de Estado Mayor, por cuenta de su jefe americano, una partida de fusiles de asalto «AR 10», procedente de un excedente del antiguo Ejército de los Estados Unidos. En todo caso, durante su estancia en Bogotá, se hallaba sometido a continua vigilancia por parte de la CIA, y no había el menor indicio de que tuviera otros planes que el de conseguir el contrato, a pesar de la oposición oficial del Gobierno estadounidense.
Sin embargo, el legajo de aquel hombre había sido enviado por télex a París, así como el correspondiente a Vitellino. En este último constaba que el ex pistolero de «Cosa Nostra» no había sido localizado, pero el hombre aparecía descrito como un tipo bajo, de un metro sesenta de estatura, muy ancho de espaldas, con el pelo intensamente negro y de piel morena. Ante la absoluta diferencia de su aspecto con el de el Chacal, tal como había sido descrito por el recepcionista de Viena, Lebel consideraba que también había que descartarlo.
Los sudafricanos habían averiguado que Piet Schuyper era actualmente el jefe de un ejército privado de una sociedad de minas de diamantes de un país del África Occidental que pertenecía a la Commonwealth británica. Su misión consistía en patrullar por las fronteras de las vastas concesiones mineras de la sociedad, con el fin de alejar a los ilegales traficantes en diamantes. No se le formulaban preguntas enojosas en cuanto a los métodos que empleaba en el cumplimiento de su misión, y sus superiores estaban muy satisfechos de su forma de actuar. Su presencia era confirmada por sus jefes. No cabía duda alguna de que seguía en su puesto en África Occidental.
La Policía belga había investigado el paradero de su ex mercenario. Y había aparecido un informe de una de sus Embajadas en el Caribe según el cual el ex empleado de Katanga había muerto en una riña, en un bar de Guatemala, tres meses atrás.
Lebel dio fin a la lectura de sus informes. Cuando levantó la mirada, encontró catorce pares de ojos fijos en él, la mayoría con una expresión glacial y retadora.
—Alors, rien?
La pregunta del coronel Rolland expresó lo que pensaban todos los presentes.
—Nada, me temo –convino Lebel–. Ninguna de las posibilidades sugeridas parece tenerse en pie.
—Parece tenerse en pie –repitió como un eco Saint Clair, con sarcasmo–. ¿A esto es a lo que hemos llegado con su «pura labor detectivesca»? ¿Nada parece tenerse en pie?
Lanzó una mirada iracunda a los dos detectives, Bouvier y Lebel, plenamente consciente de que el estado de ánimo de los presentes le apoyaba.
—Parece ser, señores–dijo el ministro, sin levantar la voz, y empleando el plural para incluir así a los dos comisarios de Policía–, que volvemos a estar como al principio, ¿no es así?
—Sí, me temo que sí–respondió Lebel.
Bouvier recogió el guante.
—Mi colega está buscando, virtualmente sin una sola pista ni orientación alguna, a uno de los tipos de hombre más escurridizos del mundo. Tales ejemplares no suelen anunciarse en los periódicos.
—Lo sabemos, mi querido comisario –replicó el ministro, fríamente–, pero la cuestión es...
Fue interrumpido por una llamada a la puerta. El ministro frunció el ceño; había dado órdenes de que no les molestaran, salvo en caso excepcional.
—Adelante.
Uno de los ujieres del Ministerio apareció en la puerta, turbado e inseguro.
—Mes excuses, Monsieur le Ministre. Una llamada telefónica para el comisario Lebel. De Londres.–Captando la hostilidad de los presentes, el hombre intentó justificarse–. Dicen que es urgente...
Lebel se levantó.
—¿Me permiten, señores?
Volvió a los cinco minutos. La atmósfera seguía tan fría como cuando había salido, y era evidente que en su ausencia había continuado la discusión acerca del nuevo camino a seguir. Cuando entró, interrumpió una severa diatriba formulada por el coronel Saint Clair, quien guardó silencio mientras Lebel tomaba asiento. El pequeño comisarlo llevaba en la mano un sobre con algo escrito en el dorso.
—Creo, señores, que ya tenemos el nombre del hombre a quien buscamos–empezó.
La reunión finalizó treinta minutos más tarde en un ambiente casi de alivio. Cuando Lebel hubo terminado de dar cuenta del mensaje que acababa de recibir de Londres, los hombres sentados alrededor de la mesa exhalaron un suspiro colectivo, como un tren que llega al andén después de un largo viaje. Por lo menos ahora cada uno de ellos sabía que podía hacer algo. Al cabo de media hora habían convenido en que sin una sola palabra de publicidad sería posible pasar por el tamiz toda Francia en busca de un hombre llamado Charles Calthrop, encontrarlo, y, si era necesario, eliminarlo.
Los detalles relativos a Calthrop no llegarían hasta la mañana siguiente, serían enviados por télex desde Londres. Pero, entretanto, Informaciones Generales podía repasar sus kilómetros de estantes llenos de tarjetas de desembarco en busca de alguna que hubiese sido cumplimentada por aquel hombre, y en busca de una tarjeta de registro de hotel a su nombre. La Prefectura de Policía podía examinar sus propios archivos para ver si se hallaba instalado en algún hotel de París.
La DST podía poner su nombre y descripción en manos de todos los funcionarios de los puestos fronterizos, puertos y aeropuertos de Francia, con instrucciones de detener inmediatamente a aquel hombre en cuanto pusiera los pies en el país.
Si no había llegado todavía a Francia, no importaba. Se mantendría absoluto silencio hasta que llegara, y, cuando lo hiciera, le echarían el guante.
—Ya tenemos en la red a ese maldito pájaro, a ese Calthrop –dijo el coronel Raoul Saint Clair de Villauban a su amante, aquella noche, ya acostados.
Cuando Jacqueline logró por fin arrancar un tardío orgasmo del coronel para que se durmiera de una vez, el reloj de la chimenea dio las doce, y empezó el nuevo día, el 14 de agosto.
El superintendente Thomas, después de colgar el teléfono a través del cual acababa de hablar con París, se acomodó en su asiento y miró fijamente a los seis inspectores reunidos a su alrededor. Fuera, en la plácida noche de verano, el Big Ben dio las doce de la noche.
Sus instrucciones duraron una hora entera. Uno de sus hombres se dedicaría a investigar sobre los años de juventud de Calthrop, dónde vivían actualmente sus padres, si los tenía; a qué escuelas había asistido; qué marcas de tiro había logrado, siendo colegial, en el Cuerpo de cadetes de la escuela, si constaban. Características dignas de nota, señales distintivas, etcétera.
Otro recibió el encargo de investigar los años transcurridos desde que salió de la escuela, durante el servicio militar, la ficha de su actuación como soldado, de sus marcas de tiro en el Ejército, el empleo que obtuvo una vez licenciado, hasta la época en que fue despedido, por infidelidad, por la fábrica de armas.
Otros dos detectives intentarían reconstruir sus actividades desde su último empleo conocido, en octubre de 1961. Dónde había estado, a quién había visto, cuáles habían sido sus ingresos, cuál había sido la fuente de éstos; como no existía ficha policial de Calthrop, y, por consiguiente, no poseían sus huellas digitales, Thomas necesitaba cuantas fotografías fuese posible obtener de aquel hombre, desde las más antiguas hasta las más recientes.
Los dos últimos inspectores debían intentar averiguar el paradero actual de Calthrop. Registrar su domicilio en busca de huellas digitales, descubrir dónde había comprado el coche, buscar en el County Hall, de Londres, la copia de su permiso de conducir, y si no aparecía empezar a buscar en todos los departamentos de todos los Condados. Averiguar la marca del coche, el modelo, el color y su número de chapa. Buscar su garaje local para ver si proyectaba realizar un largo viaje en coche, comprobar qué coches habían cruzado el Canal en ferry, efectuar averiguaciones en las compañías de aviación, etcétera.
Los seis hombres tomaron gran cantidad de notas. Sólo cuando Thomas hubo terminado, se levantaron y salieron del despacho. Ya en el pasillo, dos de ellos comentaron:
—Borrón y cuenta nueva –dijo uno de ellos–. Tendremos que escribir la historia de la vida del tipo ese.
—Lo gracioso–observó el otro– es que el viejo aún no nos ha dicho qué se supone que ha hecho el pájaro, o qué se propone hacer.
—De una cosa puedes estar seguro. Para que se haya armado ese alboroto, las órdenes deben de venir de arriba. Cualquiera diría que el tipo se propone asesinar al rey de Siam.
Se tardó algún tiempo en despertar a un magistrado y conseguir de él una orden de registro. A primeras horas de la madrugada, mientras Thomas, exhausto, cabeceaba en el sillón de su despacho, y Claude Lebel, todavía más fatigado, sorbía una taza de café en su oficina, dos agentes de la Sección Especial pasaban por el más fino tamiz todo el piso de Calthrop.
Ambos eran expertos. Empezaron por los cajones, vaciando sistemáticamente cada uno de ellos en una sábana y examinando con detenimiento su contenido. Una vez vacíos todos los cajones, empezaron a examinar el armazón de los muebles en busca de compartimentos secretos. Después de los muebles de madera siguieron las sillas y los sillones tapizados. Cuando hubieron terminado con ellos, el lugar parecía una granja de pollos el día de Navidad. Uno de los agentes operaba en la sala y el otro en el dormitorio. Luego siguieron la cocina y el baño.
Registrados los muebles y todas las prendas contenidas en los armarios, le llegó el turno a los suelos, las paredes y los techos. A las seis de la mañana el piso estaba completamente limpio. La mayoría de los vecinos se hallaban reunidos en el rellano, mirándose con asombro, y atisbando hacia la puerta cerrada del departamento y hablando en excitados murmullos que enmudecieron cuando los dos inspectores salieron de allí.
Uno de ellos llevaba una valija atiborrada con los papeles personales de Calthrop y sus pertenencias privadas. Bajó a la calle, subió al coche de la Policía, que lo esperaba, y corrió a informar al superintendente Thomas. El otro inició la larga serie de interrogatorios. Empezó por los vecinos, sabiendo que la mayoría de ellos tendría que irse a su trabajo al cabo de una o dos horas. Los comerciantes del barrio podían esperar.
Thomas pasó varios minutos examinando la colección de objetos esparcidos por el suelo de su despacho. De entre el montón, el detective inspector eligió un pequeño libro azul, se acercó a la ventana y empezó a hojearlo a la luz del sol naciente.
—Jefe, vea esto.–Su dedo índice señalaba una de las páginas del pasaporte que tenía en la mano–. Vea... «República Dominicana, Aeropuerto Ciudad Trujillo, diciembre 1960. Entrada...» Estuvo allá. Es nuestro hombre.
Thomas quitó el pasaporte de las manos del inspector, le echó una ojeada y luego fijó los ojos hacia la ventana.
—Si, claro que es nuestro hombre, muchacho. Pero, ¿no se da cuenta de que eso que tenemos en las manos es su pasaporte?
—Oh, maldita sea... –exclamó el inspector, cuando comprendió lo que aquello significaba.
—Exactamente–dijo Thomas, cuya esmerada educación sólo muy excepcionalmente le permitía utilizar expresiones fuertes–. Si no está viajando con su pasaporte, ¿con qué estará viajando? Deme el teléfono y póngame con París.
A la misma hora, el Chacal llevaba cincuenta minutos viajando por la carretera. La ciudad de Milán quedaba ya muy atrás. Había descapotado su «Alfa», y el sol de la mañana bañaba ya la Autostrada 7 de Milán a Génova. Por la ancha autopista corría a más de ciento veinte por hora, y la aguja del velocímetro casi rozaba el principio de la señal roja. El viento fresco agitaba sus cabellos rubios en torno de la frente, pero sus ojos eran protegidos por los anteojos oscuros.
Según el mapa de carreteras, faltaban doscientos diez kilómetros para la frontera francesa de Ventimiglia. Al salir de Milán había calculado que en dos horas llegaría al puesto fronterizo y ya estaba casi en la mitad de su recorrido. En las proximidades de Génova se demoró un tanto a causa de los camiones, pero antes de las 7.15 andaba de nuevo a toda velocidad por la A.10 hacia San Remo y la frontera.
El tráfico de la carretera era ya muy denso cuando a las ocho menos diez, llegó al más tranquilo de los puestos fronterizos franceses. Se hacía ya sentir el calor.
Después de treinta minutos de espera en la cola, fue llamado a la rampa de estacionamiento para la inspección de Aduanas. El policía que tomó su pasaporte lo examinó detenidamente, murmuró un breve «Un moment, Monsieur» y desapareció en el interior del barracón de Aduanas.
A los pocos minutos, salió del barracón en compañía de un hombre en traje de paisano, que llevaba en la mano el pasaporte de el Chacal.
—Bonjour, Monsieur.
—Bonjour.
—¿Es su pasaporte?
—Sí.
Hubo una nueva inspección del pasaporte.
—¿Cuál es el motivo de su visita a Francia?
—Turismo. No he visitado nunca la Costa Azul.
—Bien. ¿Es suyo el coche?
—No. Lo he alquilado. Estuve en viaje de negocios en Italia, e, inesperadamente, se me ha presentado una semana sin nada que hacer antes de volver a Milán. Por eso alquilé un coche para hacer un poco de turismo.
—Bien. ¿Tiene usted la documentación del coche?
El Chacal exhibió el permiso internacional de conducir, el contrato de alquiler y los dos certificados de seguros. El hombre de paisano examinó los documentos.
—¿Lleva usted equipaje, señor?
—Sí, tres valijas en el portaequipajes y un maletín de mano.
—Por favor, llévelos a la sala de la Aduana.
Se alejó. El policía ayudó a el Chacal a descargar las tres valijas y el maletín y entre los dos lo llevaron todo a la Aduana.
Antes de salir de Milán había retirado de la valija el viejo capote militar, los pantalones usados y los zapatos de André Martin, el francés imaginario cuya documentación había cosido debajo del forro de la tercera maleta, con todo lo cual hizo un atado que depositó en el fondo del portaequipajes. Las prendas contenidas en las otras dos valijas las había distribuido entre las tres. En cuanto a las medallas, se las había guardado en el bolsillo.
Dos aduaneros examinaron cada valija. Mientras, el Chacal llenó el formulario para los turistas que entran en Francia. El contenido de las valijas no suscitó el menor interés en los funcionarios. Hubo un breve momento de ansiedad cuando los aduaneros tomaron en sus manos los frascos que contenían la tintura para los cabellos. El Chacal había tomado la precaución de vaciar los envases originales en unos frascos de loción para después de afeitarse, previamente vaciados. En aquella época, la loción para después de afeitarse no estaba de moda en Francia; era un producto nuevo en el mercado, y de consumo casi limitado a América. El Chacal advirtió que los dos aduaneros se miraban, perplejos, pero volvieron a depositar los frascos en el maletín de mano.
Por el rabillo del ojo pudo ver por las ventanas que otro hombre examinaba el portaequipajes y el capó del «Alfa».
Afortunadamente, no miró debajo del coche. Desenrolló el fardo del capote y los pantalones y los miró con cierto asco, pero supuso que el capote estaba destinado a proteger el capó en las noches de invierno, y que los pantalones viejos servirían para el caso de que el conductor se viera obligado a hacer, en ruta, alguna reparación en el coche. Volvió a enrollar las dos prendas y cerró el portaequipajes.
Mientras el Chacal terminaba de llenar su formulario, los dos aduaneros del interior del barracón cerraron las valijas e hicieron una señal al hombre de paisano. Éste tomó la tarjeta de entrada, la examinó, volvió a comprobarla con el pasaporte, y devolvió éste a el Chacal.
—Merci, Monsieur. Bon voyage.
Diez minutos más tarde, el «Alfa» corría por las afueras de Menton. Después de un apacible desayuno en un café que dominaba la vista del viejo puerto y del club náutico, el Chacal siguió viaje por la Corniche hacia Mónaco, Niza y Cannes.
En su despacho de Londres, el superintendente Thomas revolvió su taza de café fuerte y se pasó una mano por el mentón sin afeitar. En el otro extremo de la estancia, los dos inspectores a quienes se había confiado la misión de averiguar el paradero de Calthrop se hallaban frente a su jefe. Los tres esperaban la llegada de otros seis hombres, todos ellos sargentos de la Sección Especial, retirados de su servicio ordinario como resultado de una serie de llamadas telefónicas efectuadas por Thomas durante la hora anterior.
Poco después de las nueve, a medida que acudían a sus oficinas y eran informados de su incorporación a las fuerzas de Thomas, los hombres empezaron a llegar. Cuando lo hizo el último de ellos, el superintendente les dio sus instrucciones.
—Bien, estamos buscando a un hombre. No tengo ninguna necesidad de decirles por qué lo buscamos; no es importante que ustedes lo sepan. Lo importante es que lo pesquemos, y cuanto antes. Sabemos, o creemos saber, que en este momento se encuentra en el extranjero. Y tenemos la seguridad de que viaja provisto de un pasaporte falso.
«Aquí tienen–agregó, distribuyendo entre ellos un juego de copias de la fotografía de Calthrop hallada en su solicitud de pasaporte– su retrato. Probablemente se habrá disfrazado y, por consiguiente, no responderá necesariamente a esta descripción. Deberán ustedes acudir a la Oficina de Pasaportes y conseguir una lista completa de todas las solicitudes de pasaporte formuladas recientemente. Para empezar, cubran los últimos cincuenta días. Si no consiguen ningún resultado, retrocedan cincuenta días más. Va a ser una labor ardua.
Siguió ofreciendo una rápida descripción del método más corriente empleado para conseguir un pasaporte falso, que era, en efecto, el método empleado por el Chacal.
—Lo importante–concluyó–es no limitarse a los certificados de nacimiento. Comprueben los certificados de defunción. Por consiguiente, cuando tengan en su poder la lista de la Oficina de Pasaportes será mejor que trasladen su centro de operaciones a Somerset House, se instalen allá, se repartan la lista de nombres entre ustedes y empiecen a buscar los certificados de defunción. Si logran encontrar una solicitud de pasaporte cursada por una persona ya fallecida, el impostor será probablemente nuestro hombre. Pueden retirarse.
Cuando los ocho hombres se hubieron marchado, Thomas llamó por teléfono a la Oficina de Pasaportes, y luego al Registro Civil de Somerset House, para asegurarse de que su equipo encontraría la colaboración necesaria.
Dos horas más tarde, mientras se afeitaba con una maquinilla eléctrica prestada, enchufada en su lámpara de mesa, el más veterano de los dos inspectores, que era el jefe del equipo, llamó a Thomas por teléfono para decirle que en los cien últimos días se habían presentado ocho mil cuarenta y una solicitudes de pasaporte. Estaban en verano, explicó, en plena época de vacaciones. Y en esta época las solicitudes de pasaporte siempre eran más numerosas.
Bryn Thomas colgó y estornudó en su pañuelo.
—¡Maldito verano! –exclamó.
Poco después de las once de aquella mañana el Chacal circulaba en su automóvil por el centro de Cannes. Buscaba uno de los mejores hoteles, y a los pocos minutos de conducir penetró con su coche en el patio exterior del «Majestic». Se pasó un peine por los cabellos y entró en el vestíbulo.
Como era ya media mañana, la mayoría de los huéspedes estaban en la calle y el vestíbulo no se veía muy frecuentado. Su elegante traje y el aplomo de sus modales lo retrataban como un caballero inglés, por lo que a nadie sorprendió que preguntara a un botones dónde estaban las cabinas telefónicas. La señora situada detrás del mostrador que separaba el conmutador de la entrada a los guardarropas levantó los ojos cuando lo vio acercarse.
—Por favor, comuníqueme con París, Molitor 5901–pidió el Chacal.
Pocos minutos más tarde, la telefonista le indicó una cabina situada junto al conmutador y lo vio cerrar tras de sí la puerta a prueba de sonidos.
—Allo, ici Chacal.
—Allo, ici Valmy. Gracias a Dios que ha llamado usted. Llevamos dos días esperando su llamada.
Cualquiera que hubiese mirado a través del cristal de la cabina telefónica hubiese visto cómo el inglés fruncía el ceño y los rasgos de su rostro adquirían una extraña rigidez. Durante la mayor parte de los diez minutos que duró la conversación permaneció silencioso, escuchando. De vez en cuando, sus labios se movían para formular una pregunta breve, tensa. Pero nadie le miraba; la telefonista estaba sumida en la lectura de una novela rosa. Cuando menos pensaba en él lo vio ante sí, mirándola a través de los anteojos oscuros. La telefonista contó el tiempo que había durado la comunicación y cobró su importe.
El Chacal tomó un café con leche en la terraza que daba a La Croisette y al mar deslumbrante, donde los veraneantes tostados por el sol jugueteaban y chillaban alegremente. Sumido en sus reflexiones, aspiró profundamente con fuerza el humo de su cigarrillo.
Lo de Kowalski lo entendía perfectamente. Recordaba al robusto polaco del hotel de Viena. Lo que no comprendía era cómo el guardia de corps situado en el pasillo había llegado a conocer su nombre cifrado o el porqué había sido contratado. Tal vez la Policía francesa lo habría deducido por su propia cuenta. Quizá Kowalski había intuido quién era, puesto que también él era un asesino, aunque burdo y brutal en sus métodos.
El Chacal hizo balance de la situación. Valmy le había aconsejado renunciar y volverse a su país, pero había reconocido que Rodin no le había concedido directamente autoridad para cancelar la operación. Lo ocurrido confirmaba a el Chacal en sus sospechas acerca de los fallos en la seguridad dentro de la OAS. Pero él sabía algo que los demás ignoraban; algo que la Policía francesa no podía saber: que viajaba bajo nombre falso, con un pasaporte legítimo a tal nombre, y tres juegos distintos de documentación falsa, entre los cuales figuraban dos pasaportes extranjeros y los correspondientes disfraces.
En el fondo, ¿qué datos poseía la Policía francesa, el comisario Lebel, aquel hombre a quien Valmy había mencionado? Una descripción muy vaga: alto, rubio, extranjero. En agosto, habría en Francia millares de turistas de estas características. No podían detener a todos.
La segunda ventaja era que la Policía francesa andaba a la caza de un hombre provisto de pasaporte a nombre de Charles Calthrop. Allá ellos, y suerte. Él era Alexander Duggan, y podía demostrarlo.
A partir de aquel momento, muerto Kowalski, nadie, ni siquiera Rodin y sus compinches, sabía quién era él o dónde estaba. Por fin, dependía exclusivamente de sí mismo, y así era como había querido trabajar desde el primer momento.
Sin embargo, los peligros habían aumentado. Descubierto el proyecto de atentado, le tocaría asaltar una fortaleza de seguridad que estaría en guardia. Con su plan, tan minuciosamente estudiado, sopesándolo todo, el Chacal así lo creía ¿sería capaz de atravesar aquel cinturón defensivo?
La pregunta seguía en el aire, y había que darle una respuesta. ¿Retroceder o seguir adelante? Retroceder equivaldría a entablar una lucha con Rodin y sus gorilas acerca de la propiedad del cuarto de millón de dólares ingresado en su cuenta de Zurich. Si el Chacal se negaba a devolver la mayor parte del dinero, no vacilarían en seguirle la pista, acosarle, torturarlo para que firmara el documento que les permitiría recuperar el dinero, y después matarlo. Mantenerse a distancia de sus enemigos le costaría dinero, mucho dinero, probablemente todo el que poseía.
Seguir adelante significaba correr más y más peligros hasta que la misión hubiese sido cumplida. A medida que se acercara el día señalado, cada vez resultaría más difícil zafarse.
Llegó la cuenta de su consumición; el Chacal le echó una ojeada e hizo una mueca. ¡Santo Dios, qué precios cobraba aquella gente! Para vivir aquella clase de vida un hombre tenía que ser muy rico, tener dólares y más dólares. Dirigió una mirada al mar deslumbrante y a las niñas morenas que correteaban por la playa, a los silenciosos «Cadillac» y los ruidosos «Jaguar» que se deslizaban por La Croisette, cuyos jóvenes ocupantes conducían con un ojo en la carretera y otro en las aceras, en busca de un buen candidato. Aquello era lo que había deseado durante mucho tiempo, desde los días en que pegaba la nariz a las vidrieras de las agencias de viajes y admiraba los carteles turísticos que le mostraban otro mundo, otra vida, lejos de la gris monotonía del Metro, de los formularios por triplicado, de los clips para sujetar papeles y del té tibio. Durante los últimos tres años casi lo había conseguido, a ratos. Se había acostumbrado a vestir bien, a las comidas caras, a un departamento elegante, un coche deportivo, mujeres distinguidas... Retroceder sería renunciar a todo aquello.
El Chacal pagó la cuenta y dejó una generosa propina. Subió al «Alfa» y, alejándose del «Majestic», se dirigió hacia el corazón de Francia.
El comisario Lebel se hallaba sentado a su mesa, con la sensación de que no había dormido en toda su vida y que probablemente no volvería a dormir jamás. En un rincón, Lucien Caron roncaba sonoramente en el lecho de campaña, después de haber dirigido toda la noche la búsqueda en los archivos de Charles Calthrop por algún lugar de Francia. Lebel lo había relevado al amanecer.
Frente a sí tenía ahora un montón creciente de informes de las diversas agencias, cuya tarea consistía en llevar el control de la presencia y actividades de los extranjeros en Francia. Todos los informes contenían el mismo mensaje: ningún hombre de aquel nombre había cruzado legalmente ningún puesto fronterizo desde principios de año, que era la fecha tope examinada. Ningún hotel del país, ni en las provincias o en París, había tenido un huésped de aquel nombre, o, por lo menos, no bajo aquel nombre. No figuraba en ninguna lista de extranjeros indeseables ni había llamado jamás la atención de las autoridades francesas por ningún concepto.
A medida que llegaba cada nuevo informe, Lebel, con voz cansada, ordenaba al informador que siguiera comprobando las fechas anteriores, hasta que fuese posible hallar los rastros de cualquier visita a Francia que Calthrop hubiese realizado en cualquier fecha. A partir de aquel dato acaso sería posible establecer si tenía un lugar habitual de residencia, la casa de un amigo, un hotel favorito, donde tal vez se hallara actualmente también, aunque bajo un nombre falso.
La llamada de aquella mañana del superintendente Thomas había constituido otro golpe contra las esperanzas de una captura inmediata del escurridizo pistolero. Una vez más la frase «volvemos al punto de partida» había sido pronunciada, aunque esta vez, por fortuna, tan sólo entre Caron y él. Los miembros del Consejo nocturno todavía no habían sido informados de que la pista Calthrop probablemente iba a resultar fallida. Esto era lo que debía comunicarles aquella noche, a las diez. Si no podía exhibir otro nombre en sustitución del de Calthrop, le esperaban de nuevo la burla despectiva de Saint Clair y el silencioso reproche de los demás.
Sólo dos cosas lo consolaban: una, que por lo menos ahora poseían una descripción de Calthrop y una fotografía suya, de cabeza y hombros, de cara a la cámara. Si había sacado un pasaporte falso, probablemente habría cambiado considerablemente de aspecto, pero aun así era mejor que nada. El otro consuelo era que ninguno de los miembros del Consejo podía proponer que se hiciera algo mejor de lo que se estaba haciendo: comprobar, controlarlo todo.
Caron había expresado la idea de que tal vez la Policía británica hubiese sorprendido a Calthrop cuando no estaba en su piso; de compras por la ciudad, por ejemplo. En tal caso, no tendría pasaporte falso; y a esas horas se habría escondido y habría cancelado la operación.
Lebel había suspirado.
—Sería estupendo que así fuese–dijo a su ayudante–, pero no confiemos en ello. La Sección Especial británica informó de que todos sus artículos de higiene personal y de afeitar habían desaparecido de su lavabo, y de que había dicho a un vecino que salía de viaje y de pesca. Si Calthrop dejó en su casa el pasaporte fue porque ya no lo necesitaba. No confiemos en que ese hombre cometa demasiados errores; empiezo a sentir cierto afecto por el Chacal.
El hombre a quien la Policía de dos países estaba buscando había decidido evitar la congestión de tráfico de la Grande Corniche en su tramo entre Cannes y Marsella, y mantenerse alejado de la parte sur de la RN7 cuando ésta, desde Marsella, gira hacia el Norte en dirección a París. Sabía que, en agosto, ambas carreteras constituían una forma refinada de los tormentos infernales.
Sintiéndose seguro bajo su falso nombre de Duggan, debidamente documentado, decidió subir sin prisas desde la costa por los Alpes Marítimos, donde el aire era más fresco gracias a la altura y por las suaves colinas de Borgoña. Ciertamente, no tenía por qué apresurarse, puesto que el día fijado para el asesinato no estaba cerca, y sabía que había llegado a Francia con un ligero adelanto respecto de lo previsto.
Desde Cannes se dirigió hacia el Norte, tomando la RN85 a través de la pintoresca ciudad de Grasse, y más arriba, hacia Castellane, donde el turbulento río Verdon, apaciguado por la enorme presa pocos kilómetros más arriba, corría, más calmo, desde la Saboya para unirse, en Cadarache, al Durance.
Desde allí siguió hasta Barrême y la pequeña ciudad balneario de Digne. El agobiante calor de la llanura provenzal había quedado atrás, y el aire de las colinas, incluso con el calor reinante, era suave y fresco. Cuando se detenía, sentía todo el ardor del sol, pero, en marcha, el viento era como una ducha refrescante y olía a los pinos y al humo de leña de las granjas.
Sobrepasado Digne, cruzó el Durance y almorzó en una pequeña y pintoresca hostería junto al río. Ciento sesenta kilómetros más allá, el Durance se convertiría en una serpiente gris y angosta, que se deslizaría, sibilante, entre las piedras de su cauce calcinados por el sol de Cavallon y Plan d'Orgon. Pero allá, en las montarías, era todavía un río como Dios manda, un río de aguas frías y pobladas de peces, con sombras a lo largo de sus orillas y verde hierba alimentada por sus aguas.
Por la tarde siguió el largo tramo de la RN85, que gira hacia el Norte a través del Sisteron, siguiendo todavía el curso superior del Durance por su orilla izquierda, hasta que la carretera se bifurcaba y la RN85 continuaba hacia el Norte. Empezaba a anochecer cuando entró en la pequeña ciudad de Gap. Hubiera podido continuar hacia Grenoble, pero decidió que, puesto que no tenía apuro y que había más probabilidades de encontrar habitación, en agosto, en una ciudad pequeña, sería mejor que buscara allá mismo un hotelito de estilo rural. A la salida de la ciudad encontró un lindo «Hôtel du Cerf», que en otro tiempo había sido pabellón de caza de uno de los duques de Saboya y conservaba cierto aire de rústico confort.
Había varias habitaciones libres. El Chacal, renunciando a su ducha habitual, se bañó con calma y se puso el traje gris claro, una camisa de seda y una corbata tejida, mientras la ruborosa camarera, después de recibir varias sonrisas congraciadoras, se comprometía a limpiarle y plancharle el traje a cuadros que había llevado todo el día para que pudiera volver a usarlo a la mañana siguiente.
La cena fue servida en una sala de paredes recubiertas de madera, que daba a la vertiente boscosa, donde la animada charla de las cigarras resonaba entre los pinos. El aire era cálido, pero, mediada la cena, una de las señoras presentes en el comedor, que lucía un vestido sin mangas y muy escotado, dijo al mâitre que sentía un poco de fresco.
El Chacal se volvió cuando le fue preguntado si le importaría que cerraran la ventana junto a la cual estaba sentado, y lanzó una ojeada a la mujer que el mâitre le indicó como la persona que había pedido que cerraran. Cenaba sola. Era una hermosa mujer de cerca de cuarenta años, de brazos mórbidos y pecho opulento. El Chacal dijo al mâitre que podía cerrar y saludó con un leve movimiento de cabeza a la dama situada detrás de él. La dama correspondió con una fría sonrisa.
La cena fue magnífica. El Chacal eligió trucha de río asada a fuego de leña, y tournedó al carbón, con hinojo y tomillo. El vino era un «Côtes du Rhone» local de alta graduación, servido en una botella sin etiqueta. Era evidente que procedía de un barril de la bodega, la predilecta del propietario para su vin de la maison. La mayoría de los huéspedes lo tomaban, y con razón.
El Chacal estaba terminando su helado cuando oyó la voz grave y autoritaria de la dama situada detrás de él que decía al mâitre que tomaría el café en el salón de huéspedes; el hombre se inclinó y se dirigió a ella llamándola «Madame la Baronne». Pocos minutos más tarde el Chacal también había pedido que le sirvieran el café en el salón y se dirigía hacia allá.
La llamada desde Somerset House llegó al superintendente Thomas a las diez y cuarto. Se hallaba sentado ante la ventana abierta de su despacho, mirando hacia la calle, ahora silenciosa, donde no había restaurantes que atrajeran hacia aquel barrio a clientes rezagados. Las oficinas entre Millbank y Smith Square aparecían silenciosas, a oscuras, cerradas a piedra y lodo e indiferentes a todo. Sólo en el edificio que albergaba los despachos de la Sección Especial ardían las luces hasta altas horas, como siempre.
A un kilómetro y medio, en el ajetreado Strand, también las luces permanecían encendidas hasta tarde en la sección de Somerset House que contenía los archivos de los certificados de defunción de millones de ciudadanos británicos. Allí, el equipo de Thomas, formado por seis sargentos detectives y dos inspectores, trabajaban en sus montañas de papeles; cada pocos minutos se levantaba alguno de ellos para acompañar a uno de los empleados, que se había quedado de servicio, a lo largo de las hileras de relucientes archivos, con objeto de comprobar otro nombre.
Fue el inspector que dirigía el equipo el que llamó. Su voz sonaba cansada, pero con un toque de optimismo; era la voz del hombre que esperaba que lo que iba a decir les liberaría de la ardua tarea de comprobar centenares de certificados de defunción que no existían, puesto que los titulares de los pasaportes no estaban muertos.
—Alexander James Quentin Duggan –dijo, escuetamente, cuando Thomas hubo contestado.
—¿Qué se sabe de él?–preguntó Thomas.
—Nacido el 3 de abril de 1929 en Sambourne Fishley, parroquia de St. Mark. Solicitó pasaporte por el procedimiento normal, mediante el formulario corriente, el 14 de julio de este año. El pasaporte fue expedido al día siguiente y enviado por Correo el 17 de julio a la dirección que figuraba en la solicitud. Probablemente resultará una dirección provisoria, únicamente a fines de recibir el pasaporte.
—¿Por qué?–preguntó Thomas, a quien no gustaba que le hicieran esperar.
—Porque Alexander James Quentin Duggan murió en un accidente de carretera, en su pueblo natal, a la edad de dos años y medio, el 8 de noviembre de 1931.
Thomas reflexionó unos instantes.
—¿Cuántos pasaportes falta comprobar de los que fueron expedidos en los últimos cien días? –preguntó.
—Unos trescientos–dijo la voz por teléfono.
—Deje que los demás sigan comprobando los restantes, por si hubiera algún otro nombre falso en el montón–ordenó Thomas–. Confíe la dirección del equipo a su compañero. Quiero que compruebe usted la dirección a la cual fue enviado el pasaporte. Infórmeme por teléfono en cuanto la haya encontrado. Si es un local ocupado, interrogue a sus ocupantes. Tráigame todos los detalles del falso Duggan, y la copia del archivo de la fotografía que envió con la solicitud. Quiero echar una ojeada a ese Calthrop en su nuevo disfraz.
Poco antes de las once, el inspector volvió a llamar. La dirección en cuestión era la de un pequeño negocio y agencia de publicidad de Paddington, de esos que tienen un mostrador lleno de tarjetas anunciando las direcciones de prostitutas. Su propietario, que vivía encima de la tienda, había sido despertado y había reconocido que a menudo aceptaba recibir el correo para clientes que no tenían dirección fija. Cobraba por sus servicios. No recordaba a ningún cliente regular que se llamara Duggan, pero podía ser que el tal Duggan sólo hubiese acudido a la tienda dos veces, una para concertar con el propietario el envío allí de su correspondencia, y la otra para recoger el único sobre que esperaba. El inspector había enseñado al hombre una fotografía de Calthrop, pero el dueño del negocio no había podido reconocerlo. También le enseñó la fotografía de Duggan que había acompañado a la solicitud, y el hombre dijo que le parecía recordarle, pero no estaba seguro. Añadió que seguramente llevaría anteojos de sol. Muchos de los que entraban en su tienda a comprar las revistas eróticas exhibidas detrás del mostrador llevaban anteojos oscuros.
—Está bien–dijo Thomas–. Venga usted aquí inmediatamente.
Luego cogió el teléfono y pidió comunicación con París.
Por segunda vez, la llamada interrumpió la conferencia de la noche. El comisario Lebel había explicado que no cabía la menor duda de que Calthrop no estaba en Francia bajo su nombre auténtico, a menos que se hubiese introducido ilegalmente en el país en un bote de pesca o cruzando la frontera por un lugar solitario. Personalmente, no creía que un profesional hiciera tal cosa, puesto que en cualquier puesto de control policial podían pedirle la documentación y detenerlo por no llevar el sello de entrada en el pasaporte.
Tampoco ningún Charles Calthrop habíase registrado en ningún hotel de Francia bajo su nombre.
Estos hechos fueron corroborados por el jefe de la Oficina Central de Archivos, el jefe de la DST y el prefecto de Policía de París; por consiguiente, no fueron discutidos.
Una de las dos alternativas, razonó Lebel, era que el hombre no se hubiese tomado la molestia de conseguirse un pasaporte falso creyendo que nadie sospechaba de él. En tal caso, el registro de su casa en Londres le habría pescado desprevenido. Lebel explicó que no creía que fuese así, puesto que los agentes del superintendente Thomas habían encontrado ciertos vacíos en el armario y en la cómoda, así como en los artículos de tocador e higiene, que indicaban que el hombre había dejado su casa de Londres para trasladarse a otro lugar. Esto era corroborado por la versión de una vecina, según la cual éste le había dicho que se iba a Escocia de excursión en automóvil. Ni la Policía británica ni la francesa tenían razón alguna para aceptar esta versión como cierta.
La segunda alternativa era que Calthrop se hubiese agenciado un pasaporte falso, y esto era lo que la policía británica estaba investigando actualmente. En tal caso, también cabía en lo posible que no estuviera ya en Francia, sino en otro país, completando sus preparativos; aunque también podía haber entrado en Francia sin despertar ninguna sospecha.
En aquel punto varios de los miembros de la conferencia estallaron.
—¿Quiere usted decir que podría estar aquí, en Francia, y hasta en el centro de París?–exclamó Alexandre Sanguinetti.
—Lo malo es–explicó Lebel–que el hombre tiene su plan y su horario, que sólo él conoce. Llevamos setenta y dos horas investigando. No tenemos manera de saber en qué momento del plan de este hombre hemos intervenido. De lo único que podemos estar seguros es de que, aparte de saber que estamos al corriente de la existencia de una conjura para asesinar al Presidente, el asesino no puede saber hasta dónde han llegado nuestras averiguaciones. Por tanto, tenemos algunas probabilidades de sorprender a un hombre no precavido, en cuanto le hayamos identificado bajo su nuevo nombre y localizado bajo el mismo.
Pero los reunidos se negaron a dejarse tranquilizar. La idea de que el asesino podía hallarse a menos de un kilómetro de distancia y de que el atentado contra la vida del Presidente podía estar previsto para el día siguiente, producía en ellos una viva ansiedad.
—Podría ser, desde luego –dijo el coronel Rolland–, que habiéndose enterado por Rodin, a través del agente desconocido Valmy, de que el plan era conocido en principio, Calthrop abandonara su departamento para hacer desaparecer todo rastro de pruebas contra él. Su fusil y sus municiones, por ejemplo, pueden estar en estos momentos en el fondo de un lago de Escocia. De esta manera, a su regreso, podría presentarse ante la Policía británica con las manos limpias. En tal caso, sería muy difícil formular una acusación contra él.
Los reunidos reflexionaron acerca de la sugerencia de Rolland, que, en principio, mereció su aprobación.
—Díganos, coronel –dijo el ministro–, si usted hubiese sido contratado para esta misión, y se hubiese enterado de que la conjura había sido descubierta, aun cuando su propia identidad continuara siendo un secreto, ¿sería esto lo que haría usted?
—Exacto, señor ministro –respondió Rolland–. Si yo fuera un asesino con experiencia comprendería que forzosamente debo figurar en un archivo u otro, y que, habiendo sido descubierta la conjura, tarde o temprano recibiría la visita de la Policía y mi domicilio sería objeto de un registro. Así, pues, procuraría deshacerme de toda prueba comprometedora, ¿y qué mejor lugar que un solitario lago escocés?
El círculo de sonrisas que lo saludaron desde la mesa indicó hasta qué punto los reunidos aprobaban su razonamiento.
—Sin embargo, esto no quiere decir que debamos dejarle en paz. Sigo pensando que deberíamos... ocuparnos de ese Monsieur Calthrop.
Las sonrisas se desvanecieron y se hizo un silencio.
—No lo comprendo a usted, mon colonel–dijo el general Guibaud.
—Quiero decir, simplemente, lo que sigue–explicó Rolland. –Teníamos órdenes de localizar y aniquilar a este hombre. Es posible que por el momento haya abandonado su plan. Pero también cabe en lo posible que no haya destruido su equipo, sino que, simplemente, lo haya ocultado con el fin de poder presentarse con las manos limpias ante la Policía británica. Más tarde, podría reanudar sus actividades en el mismo punto donde las interrumpió, pero con un nuevo plan más difícil aún de descubrir.
—Pero si la Policía británica lo localiza, suponiendo que esté todavía en Inglaterra, sin duda lo detendrán, ¿no?–preguntó alguien.
—No es tan seguro. En realidad, dudo de que lo hicieran. Probablemente no tendrán ninguna prueba, sino tan sólo sospechas. Y nuestros amigos ingleses son notoriamente sensibles en lo que se complacen en llamar «las libertades civiles». Sospecho que pueden encontrarlo, interrogarlo, y luego ponerlo en libertad por falta de pruebas.
—Por supuesto, el coronel tiene razón—intervino Saint Clair–. La Policía británica ha tropezado con este hombre por pura casualidad. Son increíblemente tontos, lo bastante para dejar en libertad a un hombre peligroso. La sección del coronel Rolland debería ser autorizada a hacer lo necesario para que Calthrop dejara de ser peligroso de una vez por todas.
El ministro observó que durante aquella conversación el comisario Lebel había guardado silencio, sin sonreír.
—Bien, comisario, ¿y usted qué opina? ¿Cree, como el coronel Rolland, que Calthrop está en estos momentos escondiendo o destruyendo sus preparativos y su equipo?
Lebel miró hacia las dos hileras de rostros expectantes que se extendían a sus lados.
—Espero–dijo–que el coronel esté en lo cierto. Pero mucho me temo que no sea así...
—¿Por qué?–preguntó el ministro, incisivamente.
—Porque su teoría –explicó, con calma, Lebel–aunque lógica si Calthrop ha decidido cancelar la operación, se basa, a su vez, en la teoría de que ya ha tomado realmente esta decisión ¿Y si no la ha tomado? ¿Y si no ha recibido el mensaje de Rodin o, aun habiéndolo recibido ha decidido seguir adelante a pesar de todo?
Se oyó un bufido general de consternación e irritación. Sólo Rolland no tomó parte en él. Quedóse mirando pensativamente a Lebel al otro extremo de la mesa. Estaba pensando que Lebel era más inteligente de lo que creían los allí presentes. Y reconocía que las ideas de Lebel podían ser tan realistas como las suyas propias.
En aquel momento se produjo la llamada telefónica para Lebel. Esta vez tardó más de veinte minutos en volver. Cuando lo hizo, dirigió la palabra durante diez minutos a una asamblea silenciosa.
—¿Y qué hacemos ahora?–preguntó el ministro cuando Lebel hubo terminado.
Con su modo apacible, Lebel dictó sus órdenes como un general desplegando sus tropas, y ninguno de los presentes en la sala, todos ellos de categoría superior a la suya, discutió una sola palabra de lo que dijo.
—Así, pues –concluyó Lebel–, vamos a proceder a una búsqueda discreta, pero implacable, de Duggan, en su nuevo aspecto, por toda la nación, mientras la Policía británica examina los registros de las oficinas de las compañías de aviación, de los ferries, etc. Si lo localizan primero, lo detendrán si se encuentra en territorio inglés, o nos informarán si ha salido del país. Si nosotros lo localizamos en suelo francés, lo detendremos. Si lo localizamos en un tercer país, podemos esperar a que entre desprevenido para detenerle en la frontera, o bien... adoptar otros métodos de acción. En aquel momento, sin embargo, creo que mi tarea de encontrar al hombre habrá tocado a su fin. Sin embargo, y hasta entonces, les agradeceré que acepten que las cosas se hagan a mi modo.
La osadía y la arrogancia contenida en sus palabras resultaron tan manifiestas, que nadie dijo esta boca es mía. Todos se limitaron a mover la cabeza afirmativamente. Incluso Saint Clair guardó silencio.
Hasta que estuvo en su casa, poco después de medianoche, no encontró el público adecuado para oír el torrente de palabrotas que salió de sus labios al pensar que aquel ridículo policía bajito y aburguesado había estado en lo cierto, mientras que los máximos expertos del país se habían equivocado.
Su amante lo escuchó con comprensión y simpatía, haciéndole masaje en la nuca mientras el coronel yacía de bruces en la cama. Hasta muy poco antes del amanecer, cuando el hombre dormía profundamente, no pudo deslizarse hasta el vestíbulo para efectuar una breve llamada telefónica.
El superintendente Thomas examinó las dos solicitudes de pasaporte y las dos fotografías que estaban sobre la carpeta de su escritorio, bajo el círculo de luz proyectado por la lámpara de mesa.
—Vamos a repasarlo una vez más–ordenó al inspector sentado a su lado–. ¿Listos?
—Cuando guste.
—Calthrop: estatura, metro setenta y ocho.
—Bien.
—Duggan: estatura, metro ochenta.
—Usa tacos altos, señor. Con zapatos especiales se puede crecer hasta cinco centímetros. Muchos artistas lo hacen, por pura vanidad. Además, en el mostrador de pasaportes a nadie le miran los pies.
—Bien–convino Thomas–. Tacos altos. Calthrop: color de pelo, castaño. Esto no quiere decir gran cosa, porque puede variar desde el castaño claro hasta el castaño oscuro. Yo diría que tenía el pelo castaño oscuro. Duggan también dice castaño. Pero parece rubio claro.
—Cierto, señor. Pero en las fotografías los cabellos suelen aparecer más oscuros. Depende de la luz, claro está. Además, pudo haberse teñido para adoptar la personalidad de Duggan.
—Bien. Es posible. Calthrop: color de los ojos, castaño. Duggan: color de los ojos, gris.
—Lentes de contacto, señor, nada más sencillo.
—OK. La edad de Calthrop es de treinta y siete años. La de Duggan, treinta y cuatro, en abril pasado.
—Tuvo que asumir la edad de treinta y cuatro años –explicó el inspector–, porque el verdadero Duggan, el niño que murió a los dos años y medio, nació en abril de 1929. Esto no se podía cambiar. Pero nadie pondrá dificultades a un hombre de treinta y siete años cuyo pasaporte dice que tiene treinta y cuatro. Todo el mundo dará crédito a su pasaporte.
Thomas examinó las dos fotografías. Calthrop parecía más fuerte, de cara más lleno, más robusto. Pero para posar como Duggan pudo haber cambiado su aspecto. En realidad, probablemente ya había modificado su apariencia exterior antes de acudir al encuentro de los jefes de la OAS, y seguramente había conservado desde entonces su nueva personalidad, incluido el período en que había solicitado el falso pasaporte. Hombres como aquél, evidentemente debían ser capaces de vivir bajo una segunda identidad durante meses seguidos si no querían ser reconocidos. Probablemente gracias a su astucia y a sus precauciones, Calthrop había logrado no estar fichado por ninguna Policía del mundo. De no haber sido por el simple rumor que había circulado en el Caribe hubiera sido imposible encontrarlo.
Pero a partir de ahora había pasado a ser Duggan, con el pelo teñido, lentes de contacto de color, tacos altos y figura reducida de peso. Fue la descripción de Duggan, con el número de su pasaporte y la fotografía, lo que entregó a la sala de télex para que lo enviasen a París. Echando una ojeada a su reloj de pulsera, calculó que Lebel lo recibiría todo hacia las dos de la madrugada.
—Y a partir de ahora, es cosa suya –sugirió el inspector.
—Oh, no, muchacho, a partir de ahora tenemos que hacer un montón de cosas–dijo Thomas, maliciosamente–. A primera hora de la mañana empezaremos por examinar los registros de las compañías de aviación, de los ferries, del tren continental... En fin, todo. No basta descubrir quién es ahora, sino dónde está.
En aquel momento llamaron desde Somerset House. Acababan de comprobar el último pasaporte, y todos estaban en regla.
—OK. Dé las gracias a los empleados, y descansen. A las ocho y media en punto en mi despacho. Todos –dijo Thomas.
Un sargento entró con una copia de la declaración del dueño del negocio de postales pornográficas y agente de publicidad, quien había sido conducido a la comisaría del distrito para ser interrogado. Thomas echó una ojeada a la declaración jurada, que decía poco más de lo que el hombre ya había declarado, en su propio domicilio, ante el inspector de la Sección Especial.
—No hay nada que justifique su detención–dijo Thomas–. Diga a la gente de Paddington que lo suelten y lo dejen volverse a la cama y a sus fotografías pornográficas.
El sargento dijo: «A la orden», y se retiró.
Thomas se acomodó en su butaca, con el propósito de echar una siesta.
Mientras habían estado hablando, el 14 de agosto había cedido el paso al nuevo día 15.
CAPITULO XVI
Madame la Baronne de la Chalonnière se detuvo ante la puerta de su habitación y se volvió hacia el joven inglés que la había acompañado hasta allá. En la penumbra del pasillo no distinguía los detalles de su rostro.
Había sido una velada muy agradable, y la dama aún no había decidido si debía terminar en la puerta de su habitación. Durante toda la hora anterior la pregunta había estado constantemente presente en el fondo de su espíritu.
Por una parte, aunque ya anteriormente había tenido amantes, era una respetable mujer casada que se alojaba por una sola noche en un hotel de provincias, y que no tenía por costumbre dejarse seducir por un desconocido. Por otra parte, se sentía en un estado de ánimo especialmente vulnerable, y era lo bastante ingenua para reconocerlo.
Había pasado el día en la Academia de cadetes de Barcelonette, en lo alto de los Alpes, asistiendo a la entrega del título de subteniente de los Cazadores Alpinos a su hijo. Aunque, indudablemente, había sido la madre más atractiva de todas las que habían asistido al desfile, el hecho de ver a su hijo convertido en suboficial del Ejército francés le había hecho comprender bruscamente que le faltaban pocos meses para cumplir los cuarenta años, y que era la madre de un hijo ya mayor.
Aunque podía pasar por una mujer de treinta y cinco años, y a veces se sentía diez años más joven de lo que era, el hecho de saber que su hijo tenía veinte años y probablemente andaba ya con mujeres, que no volvería a su casa para las vacaciones escolares ni andaría de caza por los bosques de los alrededores del château familiar, le indujo a preguntarse qué iba a hacer ella a partir de ahora.
Había aceptado la laboriosa galantería del viejo y achacoso coronel que era el comandante de la Academia y las miradas de admiración de los jóvenes compañeros de clase de su propio hijo, y se había sentido de pronto muy sola. Su matrimonio, lo sabía desde hacía ya muchos años, había dejado de existir, salvo de nombre, porque el barón andaba demasiado atareado persiguiendo a las frívolas damitas de París entre el «Bilboquet» y «Castel's» para hacer acto de presencia en el château en verano y hasta para asistir a la promoción de su hijo.
Mientras conducía el enorme coche familiar desde los altos Alpes para pasar la noche en un hotel rural de las afueras de Gap, se le había ocurrido pensar que era guapa y que estaba sola. Al parecer, sólo podía esperar las galanterías de viejos caballeros, como el coronel de la Academia, o los flirteos frívolos e insatisfactorios con jovencitos. Porque no pensaba dedicarse a la beneficencia, desde luego. Por lo menos, todavía no.
París, por otra parte, le resultaba incómodo y humillante, con Alfred constantemente a la caza de cocottes, y media sociedad burlándose de él y la otra mitad de ella.
Mientras tomaba el café en el salón, no había dejado de interrogarse acerca de su futuro. Y sentía la necesidad urgente de que alguien le dijera que era una mujer, y una mujer hermosa, y no simplemente Madame la Baronne. Cuando el inglés se le había acercado para preguntarle si, puesto que eran los únicos ocupantes del salón, podía tomar el café en su compañía, la baronesa había sido tomada por sorpresa y no había sabido negarse a ello.
Durante los primeros segundos se hubiera abofeteado por ello, pero a los diez minutos ya no lamentaba haber aceptado la compañía del inglés, que tendría entre treinta y tres y treinta y cinco años, según sus cálculos, la mejor edad para un hombre. Aunque era inglés, hablaba un francés fluido; era razonablemente guapo y podía mostrarse divertido. La dama había acogido con placer sus hábiles cumplidos, y hasta los había provocado, de modo que era cerca de medianoche cuando se levantó, explicando que a la mañana siguiente tenía que emprender viaje muy temprano.
El inglés la había acompañado por la escalera, y ante la ventana del rellano le había señalado las boscosas laderas de la montaña bañadas por la luna. Habían permanecido unos instantes contemplando el paisaje dormido, hasta que la baronesa, al mirarle, advirtió que los ojos del inglés no se hallaban fijos en el paisaje de más allá de la ventana sino en el profundo surco de sus senos, donde la luz de la luna convertía su piel en blanco marfil.
El inglés había sonreído al verse sorprendido, murmurado a su oído:
—El claro de luna convierte al hombre más civilizado en un primitivo.
La baronesa se había vuelto y reanudado la ascensión, fingiéndose molesta, pero en su intimidad la descarada admiración del desconocido había desencadenado una oleada de placer.
—Ha sido una velada sumamente agradable, señor.
La baronesa tenía la mano en el picaporte y se preguntaba vagamente si aquel hombre intentaría besarla. En cierto modo, esperaba que lo hiciera. A pesar de la comedida vulgaridad de sus palabras, la dama empezaba a sentir la avidez que se iniciaba en sus entrañas. Tal vez se debiera solamente al vino, o al fuerte «Calvados» que el inglés había hecho servir con el café, o al paisaje a la luz de la luna, pero la baronesa se daba cuenta de que no era así como había previsto que terminara la velada.
Sin palabras previas, sintió que el brazo del desconocido se deslizaba en torno de su cintura, y sus labios se unieron a los de ella. Eran cálidos y firmes. «Hay que poner fin a esto», dijo una voz en su interior. Un segundo más tarde correspondía al beso con los labios cerrados. El vino enturbiaba su cabeza; debía de ser el vino. Notó que los brazos del inglés apretaban el abrazo, y que eran fuertes y duros.
Su muslo se hallaba apretujado contra él, por debajo del vientre. Por un segundo retiró la pierna; luego, volvió a apretarla. No hubo un momento en que tomara una decisión consciente; sin el menor esfuerzo se dio cuenta de pronto de que lo deseaba terriblemente, entre sus muslos, dentro de sí, toda la noche.
Sintió que la puerta, tras de sí, se abría hacia dentro, se deshizo del abrazo, y entró, de espaldas, en su habitación.
—Viens primitif.
El hombre entró en el cuarto y cerró la puerta.
Durante la noche, todos los archivos del Pantheon fueron escudriñados de nuevo, esta vez en busca del nombre de Duggan, y con más éxito. Fue encontrada una tarjeta según la cual Alexander James Quentin Duggan había llegado a Francia, procedente de Bruselas, en el «Brabant Express», el 22 de julio. Una hora más tarde, según otro informe, procedente del mismo puesto fronterizo, de la sección de Aduanas que regularmente viaja en los expresos entre Bruselas y París, realizando su tarea mientras el tren está en marcha fue hallado el nombre de Duggan entre los pasajeros del «Étoile du Nord» en el trayecto París Bruselas del 31 de julio.
De la Prefectura de Policía llegó una ficha de hotel llenada a nombre de Duggan, con un número de pasaporte que, según la información recibida de Londres, coincidía con el que llevaba aquél. La tarjeta demostraba que, entre el 22 y el 30 de julio, inclusive, se había hospedado en un pequeño hotel cerca de la Place de la Madeleine.
El inspector Caron era partidario de proceder a un registro a fondo del hotel, pero Lebel prefirió efectuar una pequeña visita a primera hora de la madrugada y sostener una charla con el propietario. Quedó convencido de que el hombre al que buscaba no se hallaba en el hotel aquel 15 de agosto, y el propietario agradeció mucho al comisario que hubiese tenido la discreción de no despertar a todos sus huéspedes.
Lebel encargó a un detective de particular que, hasta nueva orden, se instalara en el hotel como huésped, sin salir para nada del edificio, por si Duggan volvía a aparecer. El propietario estuvo encantado de poder colaborar.
—Esta visita de julio–dijo Lebel a Caron, cuando volvió a su despacho, a las cuatro y media–fue un viaje de reconocimiento. Entonces lo planeó todo.
Después, mientras se acomodaba en su butaca, con los ojos fijos en el techo, empezó a reflexionar. ¿Por qué se hospedó en un hotel? ¿Por qué no en casa de uno de los simpatizantes de la OAS, como todos los demás agentes de la OAS corrientes? Porque no confía en que los simpatizantes de la OAS sepan guardar silencio. Y con razón. Así que trabaja solo, sin confiar en nadie, planeando su operación a su modo, usando un pasaporte falso, y probablemente comportándose con normalidad, cortésmente sin levantar sospechas. El propietario del hotel a quien acababa de interrogar se lo había confirmado: «Un verdadero caballero», había dicho. «Un verdadero caballero –pensó Lebel–, y peligroso como una víbora. Para un policía, los caballeros son siempre los peores. Nadie sospecha de ellos».
Echó una ojeada a las dos fotografías, de Calthrop y de Duggan, llegadas de Londres. Con un cambio de estatura, de pelo y de ojos, de edad, y, probablemente, de modo de comportarse, Calthrop se convertía en Duggan. Intentó elaborar una imagen mental del hombre. ¿Cómo debía ser? Arrogante, seguro de su inmunidad. Peligroso, precavido, minucioso, sin dejar nunca nada al azar. Armado, desde luego, pero, ¿con qué? ¿Una pistola automática en el sobaco? ¿Un cuchillo arrojadizo? ¿Un fusil? Pero, ¿cómo podría pasarlo por la Aduana? ¿Cómo podría acercarse al presidente De Gaulle llevando un fusil, si hasta las carteras de las señoras resultaban sospechosos a treinta metros del Presidente, y los hombres que llevaban paquetes grandes eran alejados sin contemplaciones de cualquier lugar próximo a donde el Presidente debía aparecer en público?
¡Mon Dieu, y aquel coronel del palacio del Elíseo pensaba que no era más que un matón, un pistolero vulgar! Lebel sabía que sólo contaba con una ventaja: él conocía el nombre falso del asesino, y el asesino ignoraba que lo conocía. Era su único triunfo; con esta sola excepción, todo lo demás estaba a favor de el Chacal; y ninguno de los miembros de la conferencia nocturna podía o quería comprenderlo así.
«Si logra enterarse de lo que sé antes de que lo pesquemos, y vuelve a cambiar de identidad, Claude –se dijo–, lo vas a pasar mal».
Y en voz alta dijo:
—Lo vas a pasar mal.
Caron levantó los ojos.
—Tiene razón, jefe. No tiene escapatoria.
Lebel, contra su costumbre, estuvo duro con él. La falta de sueño debía de empezar a obrar sus efectos.
Por el oeste, el dedo de luz de la luna, más allá de los cristales de la ventana, fue retirándose lentamente a través del arrugado cubrecama. Iluminó un momento el arrugado vestido de satén tirado en el suelo entre la puerta y los pies de la cama, el corpiño y las medias caídas en la alfombra. Las dos figuras de la cama yacían envueltas en sombras.
Colette yacía de cara al techo, con los ojos abiertos, mientras los dedos de su mano acariciaban lentamente los cabellos rubios de la cabeza que descansaba sobre su vientre. Sus labios se abrían en una semisonrisa mientras pensaba en la noche que acababa de vivir.
El primitivo inglés había estado bien. Duro, pero hábil, lo bastante para ponerla en marcha a ella cinco veces, y él mismo tres. Todavía le parecía sentir el ardiente calor que la había penetrado; y comprendía cuánta falta le había estado haciendo una noche como aquélla.
Echó una ojeada al reloj de viaje colocado en la mesita de noche. Las cinco y cuarto. Agarró con más fuerza los cabellos rubios y dio un tirón.
—Eh–murmuró el inglés, adormilado.
Ambos yacían entre las sábanas desordenadas, pero la calefacción central mantenía confortable la habitación. La cabeza rubia se libró de su mano y se deslizó entre sus muslos.
—No, basta.
El hombre la miró.
—Ya es suficiente. Tengo que levantarme dentro de dos horas, y tú tienes que volver a tu cuarto. Vamos, mi pequeño inglés.
El hombre captó el mensaje y asintió. Saltó de la cama, y empezó a buscar su ropa. La baronesa se deslizó bajo las sábanas, las ordenó como pudo y se cubrió con ellas hasta la barbilla. Cuando el hombre estuvo vestido, con el saco y la corbata dobladas en el brazo, la miró en la penumbra, y la baronesa vio brillar sus dientes cuando le sonrió. Se sentó en el borde de la cama y le acarició la nuca. Su rostro estaba a pocos centímetros del de ella.
—¿Te gustó?
—Mucho. ¿Y a ti?
El hombre volvió a sonreír.
—¿Qué te parece?
La baronesa rió.
—¿Cómo te llamas?
El inglés lo pensó un momento.
—Alex–mintió.
—Bien, Alex. Me gustó mucho. Pero ya es hora de que vuelvas a tu cuarto.
El hombre se agachó y la besó en los labios.
—Siendo así, buenas noches, Colette.
Un segundo más tarde se había retirado, cerrando la puerta tras de sí.
A las siete de la mañana, mientras el sol se levantaba, un gendarme local llegó en bicicleta al «Hôtel du Cerf», desmontó y entró en el vestíbulo. El propietario, que ya estaba levantado y atareado detrás del mostrador de recepción organizando las llamadas matinales y el café complet que debía servirse a los huéspedes en sus habitaciones, lo saludó.
—Alors, ¿siempre madrugando?
—Como siempre–dijo el gendarme–. Como hasta aquí hay un buen trecho en bicicleta, dejo al hotel para el final.
—No me diga –sonrió el propietario–. Ya sabe que aquí hacemos el mejor café de la comarca. Marie Louise, tráele al señor una taza de café, que sin duda querrá acompañar con un «Calvados»
El agente rural sonrió complacido —Aquí tiene las fichas–dijo el propietario, entregándole las pequeñas fichas blancas rellenadas la noche anterior por los nuevos huéspedes–. Anoche sólo hubo tres entradas.
El agente tomó las fichas y las guardó en la cartera de cuero que llevaba sujeta al cinto.
—Casi no valía la pena venir–dijo, sonriendo.
Pero tomó asiento en el sofá del vestíbulo y esperó su café y su «Calvados», cambiando unas chanzas más o menos groseras con Marie Louise cuando ésta acudió con la bandeja.
Hasta las ocho no estuvo de vuelta en la gendarmería y comisaría de Gap, con su cartera llena de fichas de registro de los hoteles. El inspector local las tomó y las depositó en su cajón, de donde serían llevadas más tarde a la comisaría regional de Lyon, y finalmente a los archivos centrales de París. Aunque no veía razón para tanto alboroto.
Mientras el inspector depositaba las fichas en su cajón de la comisaría, Madame Colette de la Chalonnière liquidaba su cuenta del hotel, se sentaba detrás del volante de su coche y emprendía viaje hacia el Oeste. En el piso de arriba, el Chacal durmió hasta las nueve de la mañana.
El superintendente Thomas se había dormido en su silla cuando el teléfono situado a su lado produjo un zumbido ahogado. Era el intercomunicador que comunicaba su despacho con la estancia del pasillo donde los seis sargentos y los dos inspectores habían estado trabajando ante un regimiento de teléfonos desde que habían terminado su labor en el Registro Civil.
Echó una ojeada a su reloj. Las diez. «Maldita sea, ¿cómo habré podido dormirme?» Entonces recordó de cuántas horas de sueño había gozado, o mejor, no había gozado, desde que Dixon lo había llamado el lunes por la tarde. Y estaban a jueves. El intercomunicador volvió a zumbar.
Le contestó la voz del inspector jefe.
—El amigo Duggan–empezó, sin más preliminares–. Salió de Londres en un vuelo normal de la «BEA» el lunes por la mañana. El pasaje fue reservado el sábado. No cabe duda en cuanto al nombre. Alexander Duggan. Pagó el pasaje en el aeropuerto, en efectivo.
—¿Rumbo a dónde? ¿A París?
—No, «jefe». A Bruselas.
A Thomas se le despejó rápidamente la cabeza.
—Muy bien. Escuche. Puede haberse marchado, pero puede volver. Continúen controlando las reservas en las compañías aéreas por si hay alguna otra a su nombre. Particularmente, vean si hay alguna reserva para un vuelo que todavía no haya salido de Londres. Comprueben las reservas por adelantado. Si vuelve de Bruselas, quiero enterarme. Pero lo dudo. Creo que lo hemos perdido, aunque, desde luego, salió de Londres varias horas antes de que se iniciaran las investigaciones, así que no tenemos ninguna culpa. ¿OK?
—Bien. ¿Y la búsqueda dentro del Reino Unido, en pos del verdadero Calthrop? Está ocupando a un sinnúmero de agentes provinciales, y acaban de llamar del Yard diciendo que hay muchas quejas.
Thomas lo pensó un momento.
—Déjenlo–dijo–. Estoy seguro de que se ha ido.
Tomó el teléfono exterior y pidió comunicación con el despacho del comisario Lebel de la Policía Judicial.
El inspector Caron estaba convencido de que antes de que terminara aquel jueves, acabaría en un manicomio. Primero, los ingleses llamaron por teléfono a las diez y cinco. Recibió la llamada él mismo, pero cuando el superintendente Thomas insistió en hablar con Lebel tuvo que acercarse al rincón a despertar al hombre que dormía en la cama de campaña. Lebel parecía llevar una semana inmóvil. Pero atendió la llamada. En cuanto se hubo identificado ante Thomas, Caron tuvo que volver a atender el teléfono a causa de la barrera del idioma, y empezar a traducir lo que Thomas decía y las respuestas de Lebel.
—Dígale –le encargó Lebel, cuando hubo digerido la información– que desde aquí nos pondremos en contacto con los belgas. Dígale también que le agradezco mucho su colaboración, y que si localizamos al asesino en el continente le informaré de ello en el acto para que pueda retirar a sus hombres del asunto.
Cuando acabó la llamada, los dos volvieron a sentarse a sus mesas.
—Póngame con la Sûreté de Bruselas –dijo Lebel.
El Chacal se levantó cuando el sol estaba ya alto por encima de las colinas, prometiendo otro hermoso día de verano. Se duchó y vistió, con el traje a cuadros, que recibió de manos de la camarera, Marie Louise, la cual volvió a sonrojarse cuando le dio las gracias.
Poco después de las diez y media entró en la ciudad con su «Alfa» y se dirigió a la oficina de Correos para telefonear a París. Cuando salió, veinte minutos más tarde, parecía estar muy apenado. En una ferretería cercana compró un tarro de kilo de laca brillante, azul noche, medio kilo de pintura blanca y dos pinceles, uno muy fino, de pelo de camello, y otro en forma de espátula de cinco centímetros de ancho. Compró también un destornillador. Después de guardar sus adquisiciones en la guantera del coche, volvió al «Hôtel du Cerf» y pidió la cuenta.
Mientras se la preparaban subió a hacer su equipaje y él mismo bajó sus valijas al coche. Cuando las tres valijas estuvieron en el portaequipajes y el maletín en el asiento del pasajero, al lado del conductor, entró de nuevo en el vestíbulo y pagó la cuenta. El recepcionista de turno diría más tarde que el cliente inglés le había parecido nervioso y como si estuviera apuradísimo, y que pagó con un billete de cien francos nuevos.
Lo que no dijo, porque no lo había visto, fue que mientras estaba en el interior de la pequeña oficina buscando cambio, el rubio inglés hojeó las páginas del registro del hotel que el empleado había estado preparando para inscribir a los nuevos clientes del día. En la hoja del día anterior, el inglés había visto la inscripción en que figuraba el nombre de Madame la Baronne de la Chalonnière, Haute Chalonnière, Corrèze.
Pocos momentos después de pagada la cuenta se oyó el zumbido del motor del «Alfa» al ponerse en marcha. El inglés se había ido.
Muy poco antes de mediodía, nuevos mensajes llegaron al despacho de Claude Lebel. La Sûreté de Bruselas llamó para decir que Duggan sólo había pasado cinco horas en la ciudad, el lunes. Había llegado por la «BEA», de Londres, pero había salido en el vuelo de la tarde de «Alitalia», rumbo a Milán. Había pagado el pasaje en efectivo, en el mostrador, pero el pasaje había sido reservado el sábado anterior por teléfono desde Londres.
Lebel pidió comunicación inmediata con la Policía de Milán.
Cuando colgó, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era la DST, para decir que se había recibido un informe, por la vía normal, según el cual la víspera por la mañana, entre los pasajeros que habían entrado en Francia desde Italia por Ventimiglia, había cumplimentado la correspondiente tarjeta de entrada un tal Alexander James Quentin Duggan.
Lebel había estallado.
—Cerca de treinta horas –chilló–. Más de un día ...
Colgó el receptor con furia. Caron levantó una ceja.
—La tarjeta–explicó Lebel, fatigado–estuvo viajando desde Ventimiglia a París. Actualmente están examinando las tarjetas de entrada de ayer por la mañana en toda Francia. Según dicen, son más de veinticinco mil. En un solo día. Supongo que no debí chillar. Por lo menos sabemos una cosa: está aquí. Con seguridad. En Francia. Si esta noche, en la reunión, no puedo decir algo definitivo, me despellejan. Ah, a propósito, llame al superintendente Thomas y vuelva a darle las gracias. Dígale que el Chacal está en Francia y que nos ocuparemos de él debidamente.
Cuando Caron colgaba el aparato después de haber hablado con Londres, llamaron desde la comisaría regional de la PJ en Lyon. Lebel atendió a la llamada, y mientras escuchaba lanzó una mirada triunfal en dirección a Caron. Cubrió el receptor con una mano.
—Lo tenemos. La pasada víspera se inscribió por dos noches en el «Hotel du Cerf», de Gap.
Apartó la mano del receptor.
—Óigame bien, comisario. No puedo explicar a usted por qué debemos apresar a ese Duggan. Pero acepte mi palabra de que es importante. He aquí lo que deseo que haga...
Habló durante diez minutos, y cuando acababa, sonó el teléfono de la mesa de Caron. Volvía a ser la DST para decir que Duggan había entrado en Francia en un «Alfa Romeo» sport de dos asientos, blanco, de alquiler, matrícula MI 61741.
—¿Pasamos aviso a todas las patrullas de carretera?–preguntó Caron.
Lebel reflexionó un momento.
—No, todavía no. Si está paseando en su coche por la campiña, probablemente lo detendrá un agente rural creyendo que sólo se trata de recuperar un coche robado. El Chacal matará a cualquiera que intente detenerle. El arma debe de estar en el coche, oculta en algún sitio. Lo importante es que se inscribió en el hotel por dos noches. Quiero que haya un ejército alrededor de ese hotel para cuando vuelva. Nadie debe ser herido, si podemos evitarlo. Vamos; si queremos alcanzar ese helicóptero, en marcha ya.
Mientras así hablaba, todas las fuerzas de policía de Gap estaban instalando barreras de acero en todas las salidas de la ciudad y en la zona del hotel, y apostando a sus hombres entre las matas, junto a las barreras. Las órdenes habían llegado de Lyon. En Grenoble y en Lyon, hombres armados con ametralladoras y fusiles ocupaban ya dos flotas de furgonetas de asalto. En Satory, en las afueras de París, se estaba preparando un helicóptero para que el comisario Lebel pudiera volar a Gap.
Aun a la sombra de los árboles, el calor de primera hora de la tarde resultaba agobiante. Desnudo hasta la cintura para no manchar sus ropas más de lo necesario, el Chacal llevaba dos horas trabajando en el coche.
Al salir de Gap había tomado la dirección Oeste, a través de Veyne y Aspres sur Buech. La mayor parte del camino descendía en pendiente; la carretera zigzagueaba entre las montañas como una cinta tirada de cualquier manera. Había llevado el coche al límite máximo de su capacidad de velocidad, haciendo rechinar los neumáticos en las curvas cerradas, y por dos veces estuvo a punto de obligar a dos vehículos que ascendían en dirección contraría a arrojarse a los barrancos que flanqueaban la carretera. Pasado Aspres, enfiló la RN93, que seguía el curso del Drôme hacia el Este para confluir con el Ródano.
A lo largo de treinta kilómetros, la carretera había cruzado una y otra vez el río, salvando sus meandros. Poco después de Luc en Diois, el Chacal pensó que había llegado el momento de abandonar la carretera. Había numerosas rutas comarcales que conducían hacia las montañas y los pueblos de las altiplanicies. Había elegido una de ellas al azar, y a los dos kilómetros se había internado por un camino que se introducía directamente en los bosques.
Mediada la tarde dio por terminada su tarea de pintor y retrocedió un paso. El coche era de un azul oscuro muy brillante. La pintura estaba casi completamente seca. Aunque el resultado no podía confundirse en modo alguno con el que hubiese conseguido un pintor profesional, podía pasar, si no se examinaba muy de cerca, sobre todo a media luz. Las dos placas de la matrícula habían sido desatornilladas y reposaban encima de la hierba. Al dorso de cada una de ellas había pintado en blanco un número francés imaginario, cuyas dos últimas cifras eran 75, el indicativo de París. El Chacal sabía que era la matrícula más corriente en las carreteras de Francia.
Por supuesto, los documentos del alquiler, y el seguro del coche no confrontaban con el «Alfa» azul francés como habían confrontado con el blanco italiano, y si le detenían por la carretera para pedirle la documentación estaba perdido. Lo único que se preguntaba, mientras empapaba un trapo en la nafta del depósito para quitarse los rastros de pintura de las manos, era si debía seguir viaje inmediatamente y arriesgarse a que la luz del sol pusiera en evidencia su labor de pintor aficionado, o si era preferible esperar que anocheciera.
Suponía que, descubierto su nombre falso, la Policía no tardaría en averiguar por dónde había entrado en Francia, y empezaría la búsqueda del coche. Faltaban días, todavía, para el atentado, y necesitaba encontrar un lugar donde ocultarse hasta que llegara el momento. Esto significaba llegar al departamento de Corrèze, a cuatrocientos kilómetros de allí, y el método más rápido sería utilizar el coche. Corría un riesgo, pero consideraba que merecía la pena. Bien, entonces cuanto antes mejor, antes de que todos los agentes motorizados de Francia anduvieran en busca de un «Alfa Romeo» con un inglés rubio al volante.
Atornilló las nuevas placas de la patente, tiró lo que quedaba de pintura y los dos pinceles, se puso de nuevo la remera de seda y el saco, y puso en marcha el motor. Cuando entraba en la RN93 consultó su reloj. Eran las 3.41 de la tarde.
Muy alto, en el cielo, vio un helicóptero que se dirigía ruidosamente hacia el Este. Estaba a doce kilómetros del pueblo de Die. El Chacal sabía que, en francés, este nombre no se pronunciaba como en inglés, pero la coincidencia le chocó. Die, en inglés, significaba morir. No era supersticioso, pero sus ojos se entornaron, avizores, mientras se adentraba hacia el centro de la ciudad. En la plaza principal, cerca del monumento a los caídos en la guerra, un corpulento policía motorizado, con su uniforme de cuero negro, se hallaba detenido en el centro de la carretera, haciéndole señal de que parara y se arrimara al cordón de la vereda de su derecha. El Chacal no olvidaba que transportaba el fusil soldado en el chasis de su coche. Y no llevaba arma automática ni cuchillo. Por un segundo, vaciló y estuvo a punto de decidirse por arrollar al policía y seguir adelante, abandonar el coche a veinte kilómetros del lugar, e intentar, sin espejo ni lavabo, transformarse en el pastor Jensen, con tres maletas y un maletín en las manos.
El policía tomó la decisión por él. Ignorándolo completamente mientras el «Alfa» reducía la marcha, el policía se volvió en redondo, mirando hacia el otro extremo de la carretera. El Chacal arrimó el coche al cordón de la vereda, frenó y se quedó esperando.
Del otro extremo del pueblo llegó el ulular de unas sirenas.
Ocurriera lo que ocurriera, ya era tarde para reaccionar. Un convoy constituido por cuatro «Citröen» de la Policía y seis furgonetas entró en el pueblo. Mientras el agente de tráfico saltaba a un lado y levantaba el brazo para saludar, el convoy pasó a toda marcha por el lado del «Alfa» parado y se alejó en la dirección por donde éste había venido. A través de las ventanillas enrejadas de las furgonetas, el Chacal pudo distinguir las hileras de los policías con casco, con las metralletas cruzadas sobre las rodillas.
Casi tan rápido como había aparecido, el convoy se perdió de vista. El agente de tráfico bajó el brazo y, con un ademán indolente, indicó a el Chacal que podía seguir; luego se dirigió hacia su motocicleta, estacionada junto al monumento a los caídos. Estaba dándole con el pie al arranque cuando el «Alfa» ya había desaparecido en dirección Oeste.
Eran las 4.50 cuando llegaron al «Hôtel du Cerf». Claude Lebel, que había aterrizado a un kilómetro y medio al otro lado de la ciudad y recorrido el resto del trayecto hasta el hotel en un coche de la Policía, se acercó, a pie, a la puerta principal del establecimiento, acompañado por Caron, quien llevaba una ametralladora «MAT 49» cargada y a punto de disparar debajo del impermeable doblado sobre el brazo. Su dedo índice se apoyaba en el gatillo. A aquellas alturas, todo el mundo, en la ciudad, sabía que estaba ocurriendo algo, excepto el propietario del hotel, que había pasado cinco horas aislado sin enterarse de nada. Lo único raro que había observado fue que no se había presentado el pescador de truchas que todos los días iba a vender sus piezas al hotel.
Avisado por el recepcionista, el propietario, abandonando sus trabajos de contabilidad del hotel, se presentó ante la Policía. Lebel escuchó sus respuestas a las preguntas de Caron. El hombre aparecía nervioso, y miraba con aprensión el extraño bulto que Caron llevaba bajo el brazo.
Cinco minutos más tarde el hotel era invadido por una multitud de policías de uniforme, que interrogaban al personal, examinaban el dormitorio y registraban los alrededores. Lebel salió, solo a la entrada y fijó la mirada en las colinas de las cercanías. Caron fue a reunirse con él.
—¿Usted cree que se ha ido, jefe?–le preguntó.
Lebel asintió con la cabeza.
—Sí.
—Pero debía pasar aquí dos noches. ¿Cree usted que el propietario colabora con él?
—No. El propietario y el personal no mienten. El Chacal cambió de idea esta mañana, en un momento determinado. Y se fue. Ahora la cuestión es saber a dónde, y si sospecha que ya sabemos quién es.
—No es posible. No puede saberlo. Tiene que haber sido una coincidencia.
—Mi querido Lucien, esperemos que así sea.
—Ahora ya sólo nos queda la patente del coche.
—Sí. Éste fue mi error. Debimos haber dado la alerta contra el coche. Llame a la Policía de tráfico de Lyon desde uno de los coches y que difundan la alerta. Primera prioridad. «Alfa Romeo» blanco, italiano, matrícula MI 6l741. Tomar precauciones, porque su ocupante es peligroso y se cree que va armado. Ya sabe usted, lo de siempre. Pero con un detalle: nadie debe informar a la Prensa. Incluya en el mensaje la instrucción de que el hombre de quien se sospecha probablemente no sabe que se lo busca, y que despellejaré a cualquiera que permita que se entere de ello por la Radio o por la Prensa. Voy a hablar con el comisario Gaillard, de Lyon, y luego volveremos a París.
Eran cerca de las seis de la tarde cuando el «Alfa» azul entraba en la ciudad de Valence, donde el torrente de acero de la RN7, la carretera principal de Lyon a Marsella y la autopista que canaliza la mayor parte del tráfico desde París hasta la Costa Azul, sigue a lo largo de las orillas del Ródano. El «Alfa» cruzó la gran carretera que corre hacia el Sur y enfiló el puente sobre el río, en dirección a la RN533, hacia St. Peray, en la orilla occidental. Bajo el puente, el ancho río brillaba por el sol de la tarde, e, ignorando los minúsculos insectos de acero que corrían hacia el Sur, descendía, solemne y seguro, hacia el Mediterráneo, que esperaba sus aguas.
Pasado St. Peray, mientras las sombras del atardecer se instalaban en el valle que quedaba atrás el Chacal lanzó el pequeño coche deportivo a toda marcha, carretera arriba, por las montañas del Macizo Central y la Auvernia. Después de Le Puy la cuesta se acentuaba; las montañas eran cada vez más altas y cada ciudad parecía ser un balneario donde el agua de vida que brotaba de las rocas del macizo habían atraído a los que sufrían dolores y eczemas contraídos en las grandes ciudades, haciendo así la fortuna de los astutos campesinos auverneses, que se habían lanzado con todo su ímpetu al negocio de los balnearios.
Pasado Brioude, el valle del río Allier quedaba atrás, y el aire nocturno olía al heno seco de los pastizales de las alturas. El Chacal se detuvo en Issoire a llenar el tanque y luego cruzó la ciudad casino de Mont Doré y el balneario de la Bourdoule. Era cerca de medianoche cuando rebasó las fuentes del Dordoña, donde éste surge entre las rocas de Auvernia para fluir, a través de media docena de embalses, hacia el Sur y el Oeste y desembocar en el Atlántico en Burdeos.
En La Bourdoule tomó la RN89 hacia Ussel, cabeza de distrito del Departamento de Corrèze.
—Es usted un estúpido, señor comisario, un estúpido. Lo tenía al alcance de su mano y lo dejó escapar.
Saint Clair casi se había levantado de su asiento para pronunciar estas palabras, mientras, a través de la mesa de caoba, dirigía una mortífera mirada a la cabeza de Lebel. El detective estaba examinando los documentos de su dossier como si Saint Clair no existiera.
Había decidido que era la única manera de tratar al coronel de Palacio, y Saint Clair, por su parte, no estaba completamente seguro de si aquella cabeza baja expresaba un lógico bochorno o una insolente indiferencia. Prefería creer que se trataba de lo primero. Cuando hubo terminado y se dejó caer de nuevo en su asiento, Claude Lebel levantó la cabeza.
—Si echa usted una ojeada a la copia del informe que tiene ante usted, mi querido coronel, observará que no lo tuvimos en nuestras manos–observó, con calma–. El informe de Lyon, según el cual un hombre llamado Duggan se había inscrito la noche anterior en un hotel de Gap, no llegó a la PJ hasta las 12.15 de hoy. Ahora sabemos que a las 11.05 el Chacal abandonó bruscamente el hotel. Cualquier medida que hubiésemos tomado habría llevado una hora de retraso.
Además, no puedo aceptar sus observaciones acerca de la eficacia de las fuerzas de Policía de este país en general. Debo recordarle que el Presidente dispuso que este asunto se llevara de manera rigurosamente secreta. Por consiguiente, no era posible alertar a toda la gendarmería rural para que se lanzara en persecución de un hombre llamado Duggan, porque ello hubiese llamado la atención de la Prensa. La ficha de registro de Duggan en el «Hotel du Cerf» fue recogida por la vía normal, a la hora normal, y enviada a su tiempo a la comisaría regional de Lyon. Sólo allá sabían que Duggan era el hombre que buscábamos. Esta demora era inevitable, a menos que, en contra de las órdenes recibidas, deseáramos organizar un escándalo nacional.
«Finalmente, Duggan había reservado su habitación por dos días. Ignoramos qué pudo inducirle a cambiar de idea a las once de la mañana y decidirle a trasladarse a otro lugar.
—Probablemente las correrías de sus policías por allá–replicó Saint Clair.
—Creo que está perfectamente claro que no hubo correría alguna antes de las 12.15, y el hombre llevaba ya sesenta minutos fuera –dijo Lebel.
—De acuerdo, hemos tenido mala suerte, muy mala suerte –intervino el ministro–. Sin embrago, cabe todavía preguntarse por qué no se ordenó inmediatamente la búsqueda del automóvil. Comisario...
—A la luz de lo sucedido, reconozco, señor ministro, que fue un error. Yo tenía mis razones para creer que el hombre estaba en el hotel y que se proponía pasar en él la noche. De haber recorrido los alrededores en coche y haber sido interceptado por un agente de tráfico por conducir un auto reclamado por la Policía sin duda hubiese matado al desprevenido policía y, ya advertido, hubiese escapado...
—Que es precisamente lo que ha hecho –dijo Saint Clair.
—Cierto, pero no tenemos pruebas de que haya sido advertido, como lo hubiese sido de haber sido detenido por un agente de tráfico. Es perfectamente posible que haya decidido abandonar el hotel por cualquier otro motivo. En tal caso, si inscribe su nombre en cualquier otro hotel lo sabremos inmediatamente. Por otra parte, si su coche es visto, también se nos informará.
—¿Cuándo se dio la alerta contra el «Alfa» blanco?–preguntó el director de la PJ, Max Fernet.
—Yo di las instrucciones a las 5.15 de la tarde, desde el patio del hotel–contestó Lebel–. La orden debe de haber llegado a todas las patrullas de carretera hacia las siete, y la Policía de servicio en las principales ciudades deberá ser informada durante la noche de lo que los agentes puedan descubrir. En vista del peligro que representa este hombre, he dado el coche por robado, con instrucciones de que se informe inmediatamente de su presencia a la comisaría regional, y de que ningún agente, si está solo, intente acercarse a su ocupante. Si los presentes desean variar estas órdenes, debo pedir entonces que asuman toda la responsabilidad de lo que pueda seguir.
Hubo un prolongado silencio.
—Por desgracia, la vida de un agente de Policía no puede interferirse en la salvaguardia del presidente de Francia–murmuró el coronel Rolland.
Alrededor de la mesa surgieron murmullos de asentimiento.
—Completamente cierto –dijo Lebel–. En el supuesto de que un solo agente de Policía pueda detener a ese hombre. Pero la mayoría de los policías de la ciudad y de fuera de la ciudad, los agentes corrientes y los de tráfico, no son tiradores profesionales. El Chacal sí lo es. Si es interceptado, mata a uno o dos policías y escapa, tendremos dos problemas por resolver: uno, un asesino plenamente advertido y que quizá podrá adoptar una nueva identidad de la cual no sabemos nada; la otra, unos titulares sensacionalistas en todos los diarios del país, que nadie podrá silenciar. Si la verdadera razón de la presencia de el Chacal en Francia sigue manteniéndose secreta a las cuarenta y ocho horas de haberse publicado estos titulares, mi sorpresa será mayúscula. La Prensa sabrá al poco tiempo que el pistolero anda al acecho del Presidente. Si alguno de los presentes desea explicar esto al general, estoy dispuesto a retirarme de la investigación y cederle mi puesto.
Nadie se ofreció voluntario. La sesión se cerró, como de costumbre, hacia medianoche. Al cabo de treinta minutos empezaba el viernes, 16 de agosto.
CAPITULO XVII
El «Alfa Romeo» azul llegó a la Place de la Gare de Ussel muy poco antes de la una de la madrugada. Había un solo café que permanecía abierto al otro lado de la plaza, donde tomaban café unos pocos viajeros rezagados que esperaban el tren. El Chacal se peinó sus rubios cabellos y abriéndose paso entre las sillas y las mesas amontonadas de la terraza entró en el bar. Estaba helado, porque cuando uno andaba a cien por hora el aire de la montaña era glacial. Estaba molido, con los muslos y los brazos doloridos por el esfuerzo de conducir el «Alfa» por las innumerables curvas de las carreteras de montaña, y hambriento, porque no había comido desde la cena ingerida veintiocho horas atrás, aparte el pancito con manteca del desayuno.
Encargó en el mostrador dos grandes y delgadas rebanadas de pan con manteca, y cuatro huevos duros, así como una buena taza de café con leche.
Mientras le preparaban las tartines beurrées y el café brotaba a través del filtro, echó una mirada a su alrededor en busca de una cabina telefónica. No la había, pero sí un teléfono en un extremo del mostrador.
—¿Tienen guía telefónica local?–preguntó al hombre del bar.
Sin decir palabra, atareado, el barman señaló un montón de guías en un estante de detrás del mostrador.
—Fíjese allí–dijo.
El nombre del barón aparecía inscrito así: «Chalonnière, Monsieur le Baron de la...», y la dirección era el château en Haute Chalonnière. Esto ya lo sabía el Chacal, pero el pueblecito, no aparecía en su mapa de ruta. Sin embargo, el número del teléfono correspondía a Egletons, y este pueblo sí constaba en el mapa. Se hallaba a treinta kilómetros de Ussel, por la RN89. El Chacal empezó a devorar los huevos duros y el pan.
Muy poco antes de las dos de la madrugada rebasó un mojón de piedra, junto a la carretera, que indicaba: «Egletons, 6 km», y decidió abandonar el automóvil en uno de los bosques que bordeaban la carretera. Eran bosques tupidos, probablemente propiedad de algún noble local, donde en otro tiempo los osos habían sido cazados a caballo y con sabuesos. Tal vez lo fuesen todavía, porque ciertas zonas de Corrèze parecen haberse conservado exactamente como en tiempos del Rey Sol.
A un centenar de metros había encontrado un camino que se internaba en el bosque, separado de la carretera por un poste de madera clavado en el centro del paso y adornado con un letrero que decía «Chasse Privée». Retiró el poste, introdujo el coche en el bosque, y volvió a colocar el letrero.
Luego se internó cerca de un kilómetro por el bosque; los faros iluminaban las formas torturadas de los árboles, que parecían fantasmas que amenazaran con sus ramas al intruso. Finalmente detuvo el coche, apagó las luces, y retiró de la guantera las tijeras y la lámpara a pilas.
Pasó una hora debajo del vehículo, con la espalda empapada por el rocío de la hierba. Por fin los tubos de acero que contenían el fusil quedaron libres del escondrijo, donde habían estado durante las setenta horas precedentes. El Chacal volvió a guardarlos dentro de la valija, junto con la ropa vieja y el capote militar. Dio un último repaso al coche para asegurarse de que no dejaba en él nada que permitiera adivinar al que lo encontrara quién lo había conducido, y lo empujó hacia el centro de una espesa maraña de rododendros silvestres.
Con ayuda de las tijeras, pasó la hora siguiente cortando tallos de rododendro de las matas cercanas para disimular con ellas el boquete abierto en la espesura por el «Alfa», hasta que éste quedó completamente oculto a la vista.
Anudó un extremo de la corbata en el asa de una de las valijas, y el otro extremo en el asa de la otra. Utilizando la corbata al estilo de la cincha de los changadores, el hombro bajo el peso de las dos valijas, que quedaban colgando una delante y otra detrás de sí, pudo agarrar las dos piezas restantes de su equipaje con las manos libres y empezar la marcha hacia la carretera.
No podía correr mucho. Cada cien metros se detenía, dejaba las valijas en el suelo, y retrocedía sobre sus pasos, barriendo con una rama las ligeras huellas dejadas en el musgo por el paso del «Alfa». Tardó otra hora en llegar a la carretera, pasar por debajo del poste, y alejarse un kilómetro de la entrada del bosque.
Su traje a cuadros estaba sucio y arrugado, la remera de seda se pegaba a su espalda con grasienta obstinación, y le parecía que sus músculos ya no dejarían de dolerle el resto de su vida. Colocando las valijas en fila, se sentó a esperar, mientras el cielo cobraba un tono más claro que el de la noche que reinaba a su alrededor. Recordó que los ómnibus del pueblo tienden a iniciar su viajes a horas muy tempranas.
En realidad tuvo suerte. A las 5.50 pasó el camión de un granjero, con un remolque cargado de heno, en dirección al mercado de la ciudad.
—¿Algún problema en el coche?–gritó el chófer, cuando le vio hacer señal de que parara.
—No. He conseguido un permiso para el fin de semana y estoy ardiendo en deseos de encontrarme en casa. Anoche llegué hasta Ussel y decidí seguir hasta Tulle. Allí tengo un tío que me proporcionará una camioneta hasta Burdeos. De momento, he llegado hasta aquí.
Y sonrió al campesino, quien, encogiéndose de hombros, se echó a reír.
—Hay que estar loco para venir andando hasta aquí. Nadie pasa por esta carretera después de anochecer. Suba al remolque. Le llevaré a Egletons, y allí puede probar suerte.
A las siete menos cuarto entraban en la pequeña ciudad. El Chacal dio las gracias al granjero, se escabulló por la esquina de la estación y entró en un café.
—¿Hay taxis en la ciudad?–preguntó al camarero mientras tomaba un café.
El camarero le facilitó un número de teléfono, y el Chacal llamó. Había un solo taxi, que estaría libre dentro de media hora, le dijeron. Mientras esperaba, se lavó la cara y las manos en el baño del café, se cambió de traje y se lavó los dientes, que sentía sucios de tabaco y café.
El taxi, un viejo «Renault», llegó a las siete y media.
—¿Conoce usted el pueblo de Haute Chalonnière? –preguntó al chófer.
—Claro.
—¿Está muy lejos?
—Dieciocho kilómetros.–El hombre señaló con el pulgar hacia las montañas–. Cuesta arriba.
—Lléveme allá–dijo el Chacal.
Colocó las valijas en el baúl del coche, menos una, que metió dentro del vehículo, a su lado.
Insistió en que el taxi le dejara frente al «Café de la Poste» de la plaza del pueblo. No había ninguna necesidad de que el taxista de la ciudad cercana supiera que pensaba ir al château. Cuando el taxi se hubo alejado, entró su equipaje en el café. La plaza era ya un horno; fuera, una pareja de bueyes uncidos a un carro rumiaba apaciblemente su ración de heno, mientras las moscas paseaban alrededor de sus tristes y pacientes ojos.
El interior del café estaba oscuro y fresco. El Chacal oyó, más que vio, a los clientes que se volvían en sus mesas para observar al recién llegado, y hubo un repiqueteo de zuecos sobre la madera del suelo cuando una vieja campesina vestida de negro abandonó a un grupo de trabajadores del campo y pasó detrás del mostrador.
—¿ Señor?—graznó.
El Chacal dejó su equipaje en el suelo y se inclinó por encima de la barra. Vio que la gente del lugar bebía vino tinto.
—Un gros rouge, s'il vous plaît, Madame.
Luego, mientras la mujer le llenaba el vaso, preguntó:
—¿Está muy lejos el château?
La vieja lo miró con sus maliciosos ojillos negros.
—A dos kilómetros, señor.
El Chacal exhaló un suspiro.
—Ese estúpido del taxi se ha empeñado en hacerme creer que aquí no había ningún château y me ha dejado aquí, en la plaza.
—¿Era de Egletons?–preguntó la vieja El Chacal afirmó con la cabeza.
—Los de Egletons son tontos–sentenció la mujer.
—Tengo que ir al château–dijo el Chacal.
El corro de campesinos que asistían a la escena desde sus mesas no se movió. Nadie sugirió cómo podía llegar allí. El Chacal sacó un billete de cien francos nuevos.
—¿Cuánto es el vino, Madame?
La vieja miró el billete con atención. Detrás, oyose un leve movimiento entre los parroquianos.
—No tengo cambio–dijo la vieja.
El Chacal exhaló un suspiro.
—Si alguien tuviera una camioneta, podría tener cambio–dijo.
Un hombre se levantó y se acercó por detrás.
—En el pueblo hay una camioneta, señor—gruñó una voz.
El Chacal se volvió, fingiendo sorpresa.
—¿Es suya, mon ami?
—No, señor, pero conozco al tipo que la tiene. Puede llevarle allí.
El Chacal asintió, como considerando los méritos de la idea.
—Entretanto, ¿qué quiere usted tomar?
El campesino hizo una seña a la vieja, quien sirvió otro vaso grande de vino tinto.
—¿Y sus amigos? Hace un día muy caluroso. Un día de sed.
El rostro mal afeitado se abrió en una sonrisa. El campesino volvió a hacer una seña a la vieja, que tomó dos botellas y se acercó al grupo sentado alrededor de la mesa grande.
—Benoît, ve a buscar la camioneta–ordenó el campesino.
Y uno de los hombres, apurando de un trago el vaso de vino, salió del café.
«La ventaja de los campesinos de Auvernia–pensaba el Chacal, mientras recorría entre tumbos y saltos los dos kilómetros hasta el château–está en que parece que puede confiarse en que mantendrán la boca cerrada... por lo menos para los extraños».
Colette de la Chalonnière, sentada en la cama, tomó un sorbo de café y volvió a leer la carta. La ira que se había adueñado de ella al leerla por primera vez había dado paso a una especie de asco, de fastidio mortal.
Se preguntaba qué podía hacer con el resto de su vida. La tarde anterior, después de un viaje sin prisas desde Gap, había sido recibida en su hogar por la vieja Ernestine, la camarera que había estado al servicio del château desde los tiempos del padre de Alfred, y por el jardinero, Louison, un ex campesino que se había casado con Ernestine cuando ésta era todavía ayudante de doncella.
En la actualidad, el viejo matrimonio era virtualmente los conservadores y mayordomos del château, dos terceras partes de cuyas habitaciones estaban cerradas, con los muebles cubiertos por fundas blancas.
La baronesa se daba cuenta de que era la dueña de un castillo desierto, donde ya no había chiquillos que jugaran en el parque, ni un dueño de la casa que ensillara su caballo en el patio.
Echó una nueva ojeada al recorte de la revista de sociedad de París que su amiga había tenido la «atención» de enviarle, y examinó el rostro de su marido que sonreía estúpidamente bajo el flash, con la mirada perdida entre la cámara que lo enfocaba y los senos turgentes de la starlet, por encima de cuyo hombro se asomaba. Una bailarina de cabaret, ex camarera de cafetería. de la cual se decía que había declarado que esperaba «algún día» poder casarse con el barón, quien era «su mejor amigo».
Mirando en la fotografía la cara surcada de arrugas y el cuello fláccido del barón, su esposa se preguntaba vagamente qué había sido del apuesto y joven capitán de la Resistencia de quien se había enamorado en 1942 y con quien se había casado un año más tarde, cuando ya esperaba un hijo.
Ella era tan sólo una muchacha de menos de veinte años que transmitía mensajes para la Resistencia cuando lo había conocido en las montañas. El capitán tenía entonces entre treinta y cuarenta años, era conocido por el sobrenombre de Pegasus, y era un oficial enjuto, de cara de halcón, que la había enamorado locamente. Se habían casado en secreto, en un sótano, ante un sacerdote de la Resistencia, y había tenido el hijo en casa de su padre.
Luego, después de la guerra, el capitán había recuperado todas sus tierras y sus fincas. Su padre había fallecido de un ataque cardíaco cuando los ejércitos aliados atravesaban Francia de un extremo a otro, y el capitán había pasado a ser el barón de La Chalonnière, aclamado por los campesinos del lugar cuando trajo a su esposa y a su hijo al château. Pronto el cuidado de las fincas lo hastió; el atractivo de París, el señuelo de las luces de los cabarets y el deseo de resarcirse de los años de juventud perdidos en el mundo clandestino resultaron demasiado poderosos para poder resistirlos.
Ahora tenía cincuenta y siete años y parecía un viejo de setenta.
La baronesa arrojó al suelo el recorte de Prensa y la carta que lo acompañaba. Saltó de la cama y se situó frente al espejo de cuerpo entero de la pared; después, soltó los lazos que mantenían cerrado su salto de cama por delante. Levantóse de puntillas para tensar los músculos de sus muslos, como lo habrían hecho unos zapatos de tacón alto.
«No está mal», pensó. Hubiera podido ser mucho peor. Una figura llena, el cuerpo de una mujer madura. Las caderas eran anchas, pero la cintura habíase mantenido proporcionada gracias a las largas horas pasadas a caballo en sus paseos por las montañas vecinas. Sopesó sus senos, uno en cada mano. Demasiado grandes, demasiado pesados para una auténtica beldad, pero lo bastante para excitar a un hombre en la cama.
«Bien, Alfred, podemos ser dos a jugar al mismo juego», pensó. Movió la cabeza, soltando su negra cabellera, que le llegaba hasta los hombros, de modo que unos mechones cayeron sobre su mejilla y uno de sus senos. Retiró las manos y las pasó entre sus muslos pensando en el hombre que los había acariciado sólo veinticuatro horas antes. ¡Qué bien se había comportado! Ahora lamentaba no haberse quedado en Gap. Tal vez hubiesen podido pasar juntos el fin de semana, corriendo en coche por ahí, bajo un nombre supuesto, como una pareja de amantes fugados. ¿Por qué diablos había tenido que volver a su casa?
Se oyó en el patio el estrépito de una vieja camioneta que llegaba. Perezosamente, la baronesa se ciñó de nuevo el salto de cama y se acercó a la ventana que daba al frente de la mansión. Vio estacionada en el patio una camioneta del pueblo, con las puertas traseras abiertas. Dos hombres estaban descargando algo de la camioneta. Louison, desde el prado donde había estado recortando el césped, se acercaba al vehículo para ayudar.
Uno de los hombres ocultos a la vista por la camioneta dio la vuelta por delante de la misma, mientras se guardaba un papel en el bolsillo, sentóse detrás del volante y puso en primera, ruidosamente. ¿Quién había venido a descargar en el château? Ella no había encargado nada. Cuando la camioneta se puso en marcha, la baronesa tuvo un sobresalto. En el suelo cubierto de grava había tres valijas y un maletín, y un hombre a su lado. La dama reconoció el brillo de sus cabellos rubios y sonrió complacida «Tú, animal. Mi hermoso animal primitivo. Me has seguido.»
Corrió a encerrarse en el baño para vestirse.
Cuando salió al rellano, captó el sonido de unas voces en el vestíbulo de la planta baja. Ernestine estaba preguntando qué deseaba el señor.
—Madame la Baronne, elle est là?
Un segundo después Ernestine subía por la escalera tan de prisa como se lo permitían sus viejas piernas.
—Ha venido un señor, Madame.
Aquel viernes, la reunión de la noche en el Ministerio fue más breve de lo habitual. La única noticia era que no había noticia alguna. Durante las últimas veinticuatro horas, la descripción del coche buscado había circulado por toda Francia siguiendo las vías normales, para no suscitar sospechas. El coche no había sido localizado. Igualmente, todas las comisarías regionales de la Policía Judicial habían ordenado a sus subcomisarías de la ciudad y de los pueblos que entregaran al Cuartel General, antes de las ocho de la mañana, todas las fichas del registro de los hoteles. Decenas de millares de ellas fueron examinadas en busca del nombre de Duggan. Nada habían encontrado. Por consiguiente, el hombre no había pasado la noche en ningún hotel, por lo menos bajo el nombre de Duggan.
—Debemos aceptar dos premisas–explicó Lebel a los reunidos, en medio de un silencio general–. O bien el Chacal sigue creyendo que nadie sospecha de él, o sea que, dicho de otro modo, su marcha del «Hotel du Cerf» fue una acción espontánea y una coincidencia, y en este caso no hay razón para que no utilice abiertamente su «Alfa Romeo» y no se inscriba abiertamente en los hoteles bajo el nombre de Duggan, con lo cual debemos poder localizarlo tarde o temprano; o bien, en el caso contrario, habrá abandonado su coche, ocultándose en algún sitio. En este último supuesto, caben dos posibilidades.
«O bien no posee los medios necesarios para asumir otra falsa personalidad, en cuyo caso no puede ir muy lejos sin registrar su nombre en un hotel o sin intentar pasar la frontera para salir de Francia; o bien posee otra identidad, y la ha adoptado, en cuyo caso sigue siendo extremadamente peligroso».
—¿Qué le induce a usted a pensar que puede poseer otra identidad? –preguntó el coronel Rolland.
—Debemos partir de la base–dijo Lebel–de que este hombre, a quien la OAS ha ofrecido una suma extraordinariamente crecida para llevar a cabo este atentado, debe de ser uno de los mejores asesinos profesionales del mundo. Ello quiere decir que es hombre de experiencia, y que ha cometido otros atentados parecidos. Sin embargo, ha logrado evitar que recayera en él toda sospecha, y ni siquiera ha sido fichado jamás por la Policía. Sólo puede haber conseguido tal cosa utilizando una personalidad falsa en cada caso. Es decir, debe de ser sin duda un experto en disfrazarse.
«Por la comparación de las dos fotografías sabemos que Calthrop logró aumentar su estatura mediante tacones altos, perder varios kilos de peso, cambiar el color de sus ojos mediante lentes de contacto y teñirse el pelo para convertirse en Duggan. Si puede lograr esto una vez, no podemos permitirnos el lujo de dar por sentado que no puede repetir la hazaña.
—Pero no hay razón alguna para suponer que previó la posibilidad de ser descubierto antes de poder acercarse al Presidente–protestó Saint Clair–. ¿Por qué hubiese debido tomar unas precauciones tan complicadas como la de procurarse una o más falsas identidades?
—Porque –dijo Lebel–, por lo visto, el hombre toma, ciertamente, precauciones complicadas. De lo contrario, a estas alturas ya estaría en nuestras manos.
—En el legajo de Calthrop facilitado por la Policía británica, veo que cumplió su servicio militar, inmediatamente después de la guerra, en un regimiento de paracaidistas. Tal vez esté utilizando su experiencia en sobrevivir a las privaciones ocultándose en las montañas–sugirió Max Fernet.
—Puede ser–dijo Lebel.
—En tal caso, como peligro potencial, podríamos eliminarlo.
Lebel reflexionó unos instantes.
—En lo que se refiere a ese individuo, no dejaré de considerarlo peligroso hasta que esté entre rejas.
—O muerto–dijo Rolland.
—Si no es tonto, intentará salir de Francia mientras esté con vida–dijo Saint Clair.
Y con estas palabras se dio por terminada la sesión.
—Quisiera poder confiar en esto–dijo Lebel a Caron, de vuelta en su despacho–. Pero lo que yo sé es que está vivo, sano y salvo, libre y armado. Seguiremos buscándole, a él y a su coche. Llevaba tres valijas, por lo que con esa carga, y a pie, no puede llegar muy lejos. Encontremos el coche, y partiremos de ese nuevo dato.
El hombre a quien buscaban yacía encima de una sábana nueva en un château situado en el corazón de Corrèze. Después de haber tomado un baño, tras un suculento ágape a base de pâté y liebre en salsa, regado con un recio vino tinto áspero, café y coñac, se estaba relajando. Tenía la mirada fija en los adornos dorados que cubrían el techo, mientras planeaba sus actividades para los días que faltaban para su cita en París. Dentro de una semana, calculaba tendría que moverse, y salir de allí podía resultar difícil. Pero debería hacerlo. Debía empezar a pensar en una excusa para su marcha.
Abriose la puerta y entró la baronesa. Llevaba la cabellera suelta sobre los hombros y lucía un salto de cama cerrado en lo alto del cuello, pero abierto en todo el resto. Al avanzar, el salto de cama se abrió por sí solo. No llevaba otra prenda, salvo las medias y los zapatos de tacón alto. El Chacal se incorporó, apoyándose en un codo, mientras la dama cerraba la puerta y se acercaba a la cama.
La baronesa bajó los ojos para mirarlo, en silencio. El Chacal alargó los brazos y soltó el lazo que mantenía cerrado el salto de cama en el cuello. La prenda se abrió, revelando los senos.
El Chacal tiró de la fina tela, hasta que el salto de cama se deslizó silenciosamente hasta el suelo.
La dama empujó a el Chacal por los hombros para obligarlo a tenderse en la cama; luego, lo agarró de las muñecas y las mantuvo apretadas contra la almohada. El Chacal la miró fijamente mientras ella se arrodillaba sobre él, apretando sus costillas con fuerza entre los muslos. La baronesa le sonrió; dos mechones de su larga cabellera cayeron sobre sus pezones.
—Bon, mon primitif, a ver cómo te portas.
Durante tres días la pista pareció totalmente perdida para Lebel, y en cada reunión de la noche la opinión según la cual el Chacal se había largado de Francia en secreto con el rabo entre las piernas era cada vez más general. En la reunión del día 19, ya era el único en sostener el criterio de que el asesino seguía encontrándose en Francia, oculto en algún lugar y esperando su momento.
—Esperando, ¿qué? –dijo Saint Clair aquella noche–. Lo único que puede esperar, si sigue aquí, es una oportunidad para correr hacia la frontera. En el momento en que salga de su escondrijo caerá en nuestras manos. Todas las fuerzas armadas lo acosan, no tiene dónde ir ni cuenta con nadie que pueda protegerlo, si es correcta su suposición de que trabaja en completo aislamiento respecto de la OAS y de sus simpatizantes.
Hubo un murmullo de asentimiento general; la mayoría de los presentes empezaba a afirmarse en su opinión de que la Policía había fracasado y de que el veredicto original de Bouvier, según el cual la localización del asesino era puramente una tarea detectivesca había sido erróneo.
Lebel movió la cabeza con obstinación. Estaba cansado, exhausto por la falta de sueño, la tensión y la preocupación, por tener que defenderse a sí mismo y a su personal de los constantes ataques de unos hombres que debían sus encumbradas posiciones más a la política que a la experiencia. Era lo bastante inteligente para comprender que si se equivocaba estaba perdido. Algunos de los hombres que se sentaban en torno de aquella mesa velarían para que así fuese. ¿Y si estaba en lo cierto? ¿Y si el Chacal seguía al acecho del Presidente? ¿Y si conseguía filtrarse a través de la red y acercarse a su víctima? Sabía que los que se sentaban en torno de aquella mesa buscarían desesperadamente una cabeza de turco. Y sería él. En ambos casos, su larga carrera de policía tocaría a su fin. A menos..., a menos que lograra encontrar al hombre y reducirlo. Con la ventaja de que entonces tendrían que reconocer que había tenido razón. Pero no tenía prueba alguna; sólo una extraña fe que, desde luego, a nadie podría contagiar, en que el hombre a quien buscaba era también un profesional que llevaría a cabo su misión a pesar de todo y contra todos.
En los ocho días transcurridos desde que el asunto le había sido confiado, Lebel había sentido crecer en su ánimo, a pesar suyo, una especie de respeto por el hombre silencioso e imprevisible, el hombre del arma desconocida, que parecía haberlo planeado todo hasta el último detalle, incluidas las previsiones para el caso de que fallaran sus planes originales. En cierto modo, se sentía más cerca de aquel hombre que de los políticos que le rodeaban. Sólo el macizo corpachón de Bouvier, a su lado, con la cabeza hundida entre los hombros y mirando con irritación a los reunidos, le proporcionaba un pequeño consuelo. Por lo menos también él era un detective.
—Ignoro lo que está esperando–contestó Lebel–. Pero está esperando algo, o acaso un día prefijado. Yo no creo, señores, que no volvamos a oír hablar de el Chacal. Sin embargo, no puedo explicar por qué lo presiento.
—¡Presentimientos!–exclamó, en tono burlón, Saint Clair–. ¡Un día prefijado! Realmente, comisario, creo que ha leído usted demasiadas novelas de misterio. No se trata aquí de una novela, señor mío, sino de la vida real. El hombre se ha marchado, y se acabó la historia.
Y el coronel, con una sonrisa de superioridad se acomodó en su asiento.
—Espero que esté usted en lo cierto–dijo Lebel, con calma–. En tal caso, debo manifestarle a usted, señor ministro, que estoy dispuesto a retirarme de la investigación y a volver a mi sitio.
El ministro lo miró, indeciso.
—¿Usted cree que vale la pena proseguir la investigación, comisario?–preguntó–. ¿Cree usted que subsiste el peligro?
—En cuanto a la segunda pregunta, nada puedo decirle. Respecto de lo primero, creo que deberíamos seguir buscando hasta tener una absoluta seguridad.
—Muy bien. Entonces, señores, es mi deseo que el comisario prosiga su investigación y que continuemos reuniéndonos aquí para escuchar sus informes... por el momento.
El 20 de agosto por la mañana, Marcange Callet, guardabosque, estaba persiguiendo insectos dañinos en las posesiones de su amo, entre Egletons y Ussel, en el Departamento de Corrèze, cuando, persiguiendo a un pichón silvestre herido que había caído en un matorral de rododendros, encontró al ave en el centro del matorral, agitando las alas presa de pánico, en el asiento delantero de un coche deportivo descapotable que evidentemente había sido abandonado.
Al principio, mientras le retorcía el pescuezo al pichón pensó que el coche lo habrían estacionado allá una pareja de enamorados que habrían ido al bosque a hacer un picnic, a pesar del letrero que había clavado en un poste, en la entrada del bosque, a cerca de un kilómetro de aquel punto. Después observó que algunas de las ramas del matorral que ocultaban el coche a la vista no crecían en el suelo, sino que habían sido clavadas en la tierra. Un examen más minucioso le permitió descubrir en otras matas próximas los muñones de donde habían sido cortadas las ramas, debidamente ensuciados con tierra para que su blancura no llamara la atención.
Por la suciedad que los pájaros del bosque habían dejado en los asientos del coche, supuso que éste llevaría varios días abandonado. Con su escopeta y el ave muerta volvió en su bicicleta a su casa, a través del bosque, después de haberse formulado el propósito de hablarle al policía local del coche abandonado cuando, más tarde, fuese al pueblo a comprar unos cuantos cepos para conejos.
Era cerca de mediodía cuando el policía local le daba a la manivela de su viejo teléfono e informaba a la comisaría de Ussel de que en los bosques de las cercanías había sido encontrado un automóvil abandonado. Le preguntaron si era un coche blanco. Consultó su carnet de notas. No, era un coche azul. ¿Era italiano? No, llevaba matricula francesa. Marca desconocida. La voz de Ussel dijo que estaba bien y que durante la tarde les enviarían un camión grúa; convendría que el policía estuviera esperando para guiar a los del camión hasta el lugar, porque había mucho trabajo y todo el mundo andaba corto de personal, ya que estaban buscando como locos un coche deportivo italiano, blanco, al cual los jefazos de París querían echar un vistazo. El policía local prometió estar esperando cuando llegara la grúa.
Ya eran más de las cuatro cuando el cochecito fue trasladado por la grúa al patio del Ayuntamiento, y cerca de las cinco cuando uno de los empleados, al repasar el coche encontrado para proceder a su identificación, se dio cuenta de que estaba muy mal pintado.
Empuñando un destornillador, hizo un rasguño en uno de los guardabarros. Debajo del azul, apareció una faja de pintura blanca. Perplejo, el hombre examinó las placas de las patentes y observó que parecían invertidas. Pocos minutos después, la placa delantera estaba en el suelo del patio, de cara al cielo, exhibiendo la matrícula MI 61741, y el policía cruzaba el patio corriendo hacia la oficina.
Claude Lebel recibió la noticia un poco antes de las seis. La llamada procedía del comisario Valentin, de la Comisaría Regional de la PJ de Clermont Ferrand, capital de la Auvernia. Al oír lo que le decía Valentin, Lebel se incorporó de un salto en la silla.
—Oiga, escuche, esto es importante. No puedo explicarle por qué es importante, pero puedo decirle que lo es, y muchísimo. Sí, ya sé que esto es irregular, querido colega, ya sé que es usted un comisario a carta cabal, pero si desea obtener confirmación acerca de mis poderes, le paso la comunicación directamente con el director general de la PJ.
«Quiero que envíe inmediatamente un equipo a Ussel. Los mejores hombres que tenga a mano, y cuantos más mejor. Que empiecen sus investigaciones a partir del lugar dónde ha sido hallado el coche. Señale el sitio en el mapa, y prepárense para un registro a fondo. Pregunten en todas las casas de campo, interroguen a todos los granjeros que regularmente circulan por la carretera, realicen indagaciones en todas las tiendas y cafés de los pueblos cercanos, en todos los hoteles y hasta en las cabañas de los leñadores.
«Ustedes deben buscar a un hombre alto y rubio, inglés de nacimiento pero que habla bien el francés. Lleva tres valijas y un maletín de mano. Tiene mucho dinero en efectivo y viste bien, aunque supongo que tendrá aspecto de haber dormido poco y mal.
«Sus hombres deben preguntar dónde ha sido visto, hacia dónde iba, qué ha comprado. Ah, y otra cosa; es preciso que la Prensa no se entere absolutamente de nada. ¡Cómo que es imposible! Bueno, claro que los corresponsales locales preguntarán qué ocurre. Bueno, dígales que ha habido un accidente de automóvil y que se cree que uno de sus ocupantes puede estar vagando en estado semiinconsciente. Eso es, una misión humanitaria. Cualquier cosa, lo importante es desviar sus sospechas. Díganles que es una noticia que no interesará a ningún periódico, y menos en pleno verano, cuando hay quinientos accidentes de carretera cada día. Quítele importancia al asunto. Y, finalmente, otra cosa: si localizan al hombre escondido en algún lugar, no se acerquen a él. Cérquenlo y que no se les escape. Yo iré en cuanto pueda».
Lebel colgó y se volvió a Caron.
—Llame al ministro. Pídale que anticipe la reunión de la noche para las ocho. Ya sé que es la hora de la cena, pero la reunión será breve. Llame luego a Satory, y que tengan a punto el helicóptero otra vez. Para un vuelo nocturno a Ussel, y que nos digan dónde aterrizarán para disponer que me espere un coche. Usted tendrá que quedarse aquí, de guardia.
A la puesta del sol, las furgonetas de la policía de Clermont Ferrand, reforzadas con otras de Ussel, instalaron su cuartel general en la plazoleta de la pequeña aldea más próxima al lugar donde se había encontrado el coche. Desde la furgoneta de comunicaciones, Valentin daba instrucciones a las docenas de coches de la policía que convergían hacia los demás pueblos de la zona. Había decidido empezar por un radio de ocho kilómetros del punto donde el coche había sido hallado, y trabajar durante la noche. A aquellas horas, había más probabilidades de encontrar a la gente en casa. Por el contrario, en los sinuosos valles y laderas de la región era más fácil que sus hombres se perdieran en la oscuridad, o que se les pasara por alto alguna cabaña de leñadores donde el fugitivo podría haberse refugiado.
Había un factor que no hubiese podido explicarlo a París por teléfono, y que temía verse obligado a comunicar a Lebel cara a cara. Sin que él se enterara, algunos de sus hombres tropezaron con otro factor antes de la medianoche. Un grupo de ellos estaba interrogando a un granjero en su propia casa, a tres kilómetros del lugar donde había sido encontrado el coche.
El hombre permanecía en el umbral, con su camión, negándose tercamente a invitar a los agentes a entrar. La lámpara de parafina que sostenía con la mano arrojaba una luz vacilante sobre el grupo.
—Vamos, Gaston, usted va muy a menudo al mercado por esta carretera. ¿Circuló por ella, hacia Egletons, el viernes por la mañana?
El campesino los miraba a través de los párpados entornados.
—Podría ser.
—Bueno, ¿lo hizo usted o no?
—No recuerdo.
—¿Vio usted a un hombre en la carretera?
—Yo me ocupo de lo que me importa, y basta.
—No es eso lo que le preguntamos. ¿Vio usted a un hombre?
—No vi a nadie, no vi nada.
—Un hombre alto, rubio, atlético. Llevaba tres valijas y un maletín...
—No vi nada. J’ai rien vu, tu comprends.
La entrevista duró veinte minutos. Al cabo, los agentes se retiraron; uno de ellos había tomado nota de todo lo dicho. Los perros, atados con cadenas, mordieron a los policías en las piernas, obligándolos a apartarse y a pisar el montón de estiércol. El campesino se quedó mirándolos hasta que los vio llegar a la carretera, subir a su coche y alejarse. Entonces cerró la puerta, apartó de un puntapié a una cabra curiosa y se dejó caer en la cama con su mujer.
—Fue aquel tipo a quien llevaste ¿no?—preguntó la mujer. ¿Qué quieren de él?
—No lo sé—repuso Gastón–, pero nadie podrá decir jamás que Gastón Grosjean les entregó a una persona.
Se incorporó y escupió en las cenizas de la chimenea.
—Sales flics.
Se volvió, apagó de un soplo la luz y se acomodó mejor en la cama, junto a su voluminosa esposa.
—Buena suerte, muchacho, dondequiera que estés.
Lebel miró a los reunidos y dejó sus papeles encima de la mesa.
—En cuanto se levante la sesión, señores, volaré a Ussel para dirigir personalmente la búsqueda.
Hubo un silencio que duró cerca de un minuto.
—¿Qué cree usted, comisario, que cabe deducir de esto?
—Dos cosas, señor ministro. Sabemos que tuvo que comprar pintura para transformar el coche, y sospecho que nuestras investigaciones demostrarán que si el coche viajó de noche, entre el jueves y el viernes, desde Gap hasta Ussel, ya había sido transformado para entonces. En tal caso, y en estos momentos se está procediendo a las averiguaciones pertinentes, resultaría que compró la pintura en Gap. Si fue así, significaría que había recibido un aviso. O alguien le telefoneó o él telefoneó a alguien, de aquí o de Londres, que le comunicó que habíamos descubierto su seudónimo de Duggan. De ello pudo deducir que andaríamos detrás de él antes de mediodía, y que buscaríamos su coche. Así, pues, emprendió la marcha, y a toda velocidad.
Tan tenso era el silencio, que pensó que el elegante techo de la sala de conferencias iba a resquebrajarse.
—¿Sugiere usted en serio—preguntó alguien desde un millón de kilómetros de distancia–que hay un soplón en esta sala?
—No puedo decir tal cosa, señor. Hay telefonistas, operadores de télex, y ejecutivos novatos a través de los cuales han circulado órdenes. Alguno de ellos podría ser un agente clandestino de la OAS. Pero hay una cosa que parece aún más clara. El hombre ha sido informado de que el plan de conjunto para asesinar al presidente de Francia ha sido descubierto, y, sin embargo, ha decidido seguir adelante. También ha sido informado de que su falso nombre de Duggan nos es conocido. Esto significa que tiene un enlace. Sospecho que puede ser el hombre conocido por Valmy, cuyo mensaje a Roma fue interceptado por la DST.
—¡Maldita sea! –exclamo el jefe de la DST–. Debimos pescar al tipo en la central de Correos.
—¿Y cuál es la segunda cosa que podemos deducir, comisario?–, preguntó el ministro.
—La segunda cosa es que cuando ha sabido que no podía actuar como Duggan, no ha intentado abandonar Francia. Al contrario, se ha dirigido hacia el centro del país. Dicho de otro modo, sigue decidido a llegar hasta el jefe del Estado. Simplemente, nos desafía a todos.
El ministro se levantó y recogió sus papeles.
—No queremos entretenerle por más tiempo, señor comisario. Encuéntrelo. Encuéntrelo, y esta misma noche. Y elimínelo, si es necesario. Éstas son mis órdenes, en nombre del Presidente.
Y con estas palabras abandonó la sala.
Una hora más tarde, el helicóptero de Lebel despegaba en Satory, y se dirigía, a través de la oscuridad nocturna, hacia el Sur.
—Cerdo impertinente. ¡Cómo se atreve! Sugerir que nosotros, los máximos funcionarios de Francia, estábamos equivocados. Desde luego que voy a mencionarlo en mi próximo informe.
Jacqueline dejó caer de sus hombros las breves hombreras de su combinación, hasta que la transparente prenda cayó en pliegues alrededor de sus caderas. Tomó la cabeza de su amante y la apretó contra su pecho.
—Cuéntame, cuéntamelo todo–susurró.
CAPITULO XVIII
La mañana del 21 de agosto era tan radiante y clara como lo habían sido las catorce anteriores de aquella fuerte oleada de calor veraniego. Desde las ventanas del Château de la Haute Chalonnière, el paisaje de las colinas cubiertas de brezo aparecía tranquilo y apacible, y nada revelaba de la agitación policial que en aquellos mismos instantes se desarrollaba en la ciudad de Egletons, a dieciocho kilómetros.
El Chacal, desnudo bajo su robe de chambre, se hallaba de pie ante las ventanas del estudio del barón, efectuando su habitual llamada matinal a París. Había dejado a su amante dormida, arriba, después de otra noche de frenética borrachera de los sentidos.
Cuando logró comunicar, empezó con su fórmula de siempre:
—Ici Chacal.
—Ici Valmy–dijo la voz apagada, en el otro extremo del hilo–. Las cosas vuelven a moverse. Han encontrado el coche.
El Chacal escuchó durante un par de minutos más, interrumpiendo a su interlocutor con una sola pregunta, breve y tensa. Con un «merci» final, colgó, y buscó en sus bolsillos los cigarrillos y el encendedor. Comprendía que lo que acababa de oír cambiaba sus planes, le gustara o no. Hubiese querido pasar un par de días más en el château, pero ahora tenía que irse, y cuanto antes. Había percibido algo más en la llamada telefónica que le preocupaba, algo que no debía haber existido.
De momento no le había prestado gran atención, pero ahora, mientras fumaba, aquel detalle seguía agitándose en su subconsciente. Por fin lo recordó, en el momento en que, habiendo consumido ya el cigarrillo, lo arrojaba a la grava del jardín por la ventana del estudio: inmediatamente después de haber descolgado el teléfono, había oído un leve «clic» en la línea. Ello no había ocurrido en los tres días anteriores. En el dormitorio había un teléfono, pero Colette estaba durmiendo profundamente cuando él la había dejado. O eso creía él... Descalzo, subió rápidamente y en silencio la escalera e irrumpió en el dormitorio.
El teléfono volvía a estar en su sitio. El armario estaba abierto y también las tres valijas en el suelo. A un lado estaba su llavero, con las llaves con que habían sido abiertas las valijas. La baronesa, de rodillas en el suelo, levantó los ojos. A su alrededor yacían una serie de delgados tubos de acero, de los cuales habían sido retirados los tapones de arpillera. De uno de ellos emergía el extremo de un alza telescópica; de otro, la punta del silenciador. La baronesa tenía algo en las manos, algo que estaba mirando con horror cuando el Chacal entró: era el cañón y la recámara de un fusil.
Durante unos segundos ninguno de los dos habló. El Chacal fue el primero en recobrarse.
—Estabas escuchando.
—Quise... quise saber a quién telefoneabas cada mañana.
—Creí que dormías.
—No. Siempre me despierto cuando te levantas. Es... esto... es un fusil, un fusil de asesino.
Lo dijo afirmando y preguntando a la vez, como esperando que el Chacal explicara que era alguna otra cosa, algo completamente inofensivo. El inglés la miró, y por primera vez la baronesa observó que las manchas grises de sus ojos se habían agrandado y velaban toda su expresión, que aquel hombre se había transformado en algo muerto y sin vida, como una máquina, que la miraba fijamente.
La baronesa se puso en pie, dejando caer el cañón del arma, que produjo un fuerte ruido metálico al chocar con las restantes piezas.
—Quieres matarle–susurró–. Eres uno de ellos, uno de la OAS. Quieres utilizar esto para matar a De Gaulle.
La ausencia de réplica por parte de el Chacal le dio la respuesta. La baronesa intentó correr hacia la puerta. El Chacal no tuvo dificultad en atraparla, levantarla en brazos y arrojarla encima de la cama. La baronesa intentó chillar. El revés descargado en el lado del cuello, en la artería carótida, ahogó el chillido antes de que surgiera; luego, con la mano izquierda, el Chacal la agarró por los cabellos y la obligó a asomar la cabeza por el borde de la cama, de cara al suelo. La baronesa captó por última vez una vaga visión de los dibujos de la alfombra antes de que el golpe mortal, asestado con el canto de la mano, cayera sobre su nuca.
El Chacal se acercó a la puerta para escuchar, pero ningún ruido llegaba de abajo. Ernestine estaría preparando el desayuno en la cocina, en la parte trasera de la casa, y Louison no tardaría en irse al mercado. Por fortuna, los dos eran bastante sordos.
El Chacal embaló de nuevo las piezas del fusil dentro de los tubos y guardó éstos en la tercera maleta, junto con el capote militar y las viejas prendas de André Martin, sin olvidarse de palpar el forro para asegurarse de que los documentos no habían sido tocados. Luego cerró con llave la valija. La segunda que contenía la ropa del pastor danés Per Jensen, había sido abierta, pero no registrada.
El Chacal pasó cinco minutos lavándose y afeitándose en el baño contiguo al dormitorio. Después empuñó las tijeras y pasó otros diez minutos acortando en unos dos centímetros sus rubios cabellos. Luego, con el cepillo, hizo uso de la tintura hasta dejar sus cabellos de un tono gris. Finalmente, y aprovechando que el pelo estaba húmedo, lo cepilló, peinándolo al estilo de como lo llevaba el pastor Jensen en la fotografía de su pasaporte, que había colocado, abierto, en el estante del baño. Luego se puso los lentes de contacto de color azul.
Hizo desaparecer todo rastro de tintura del lavabo, recogió sus implementos de afeitar y volvió al dormitorio. Hizo caso omiso del cadáver desnudo que yacía en el suelo.
Se puso la ropa interior, los calcetines y la camisa que había comprado en Copenhague, fijó la pechera negra en torno de su cuello, y el alzacuello blanco. Finalmente, se puso el traje negro y las botas. Guardó en el bolsillo superior del saco los anteojos con montura de oro, guardó sus artículos de tocador en el maletín, junto con el libro danés sobre las catedrales francesas, y se metió en el bolsillo interior del saco el pasaporte danés y un fajo de billetes.
Guardó el resto de las prendas inglesas en la valija de donde habían salido, y la cerró.
Eran cerca de las ocho cuando terminó sus preparativos. Ernestine no tardaría en acudir con el café con leche del desayuno.
La baronesa había procurado disimular a los ojos de los criados sus relaciones con el Chacal, porque ambos sirvientes habían conocido al barón desde que era un chiquillo y le eran muy fieles.
Desde la ventana vio cómo Louison se alejaba en su bicicleta hacia las verjas de entrada de la finca, con la canasta de la compra atada en el portaequipajes trasero. En aquel momento Ernestine llamó a la puerta. El Chacal guardó silencio. Ernestine volvió a llamar.
—Y a vot' café, Madame –dijo, a través de la puerta cerrada.
Tomando una decisión, el Chacal contestó en francés, fingiéndose medio dormido.
—Déjelo aquí. Lo recogeremos cuando estemos dispuestos.
Fuera de la puerta, los labios de Ernestine formaron una O perfecta. Escandaloso. ¡A dónde habían llegado! ¡Y en el dormitorio del amo! La camarera corrió a la planta baja, deseosa de contárselo a Louison, pero como éste ya se había marchado tuvo que contentarse con soltar un largo sermón dirigido al lavadero y a la cocina sobre la depravación de la gente moderna, tan diferente de como era en los tiempos del viejo barón. Por eso no pudo oír el suave golpe de cuatro valijas, bajadas por la ventana del dormitorio en el extremo de una sábana, cuando cayeron sobre un cantero de flores de la fachada de la casa.
Tampoco oyó cómo se cerraba con llave, por dentro, la puerta del dormitorio. En el interior de éste el cadáver de su ama había sido dispuesto en la cama, en una posición falsamente natural, con las sábanas hasta el mentón. Ni pudo oír cómo se cerraba por afuera la ventana y cómo saltaba limpiamente al suelo el hombre que la había cerrado.
Sí, oyó, en cambio, el motor del «Renault» de Madame, que era puesto en marcha en el establo convertido en garage; y espiando por la ventana de la cocina pudo ver, por un momento, cómo el coche salía por el patio delantero.
—Pero, ¿a dónde va la señora?–murmuró al tiempo que subía corriendo por la escalera.
Frente a la puerta del dormitorio, la bandeja del desayuno estaba todavía tibia e intacta. Después de llamar varias veces, trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. También estaba cerrada con llave la puerta del dormitorio del invitado. Nadie contestó a sus llamadas. Ernestine decidió que estaban ocurriendo cosas muy extrañas como no habían ocurrido desde los tiempos en que los boches se habían instalado en el château, contra la voluntad del viejo señor, y no habían cesado de interrogarle estúpidamente acerca del paradero del joven amo.
Decidió consultar a Louison. Estaría en el mercado, y algún parroquiano del café local sin duda accedería a ir a avisarle. Ernestine no comprendía cómo funcionaba el teléfono, pero creía que bastaba descolgarlo para que alguien contestara y fuese en busca de la persona con quien se deseaba hablar. La cosa no funcionó como ella esperaba. Estuvo diez minutos con el teléfono en la mano sin que nadie le hablara. Ernestine no se había dado cuenta de que el cordón que unía el aparato a la pared había sido limpiamente cortado.
Claude Lebel volvió a París, en el helicóptero, poco después de desayunar. Como dijo más tarde Caron, Valentin, a pesar de las dificultades que ofrecían aquellos malditos campesinos, había llevado a cabo una labor admirable. A la hora del desayuno ya había seguido la pista de el Chacal hasta un café de Egletons, donde el hombre a quien buscaban había desayunado y pedido un taxi. Mientras tanto, había dispuesto que se levantaran barreras de control en un radio de veinte kilómetros alrededor de Egletons. A mediodía estarían colocadas.
Teniendo en cuenta la categoría de Valentin, Lebel le había insinuado algo acerca de la importancia de encontrar a el Chacal, y Valentin había accedido a establecer un cerco alrededor de Egletons, «más estrecho que el culo de un ratón», según sus propias palabras.
Desde Haute Chalonnière, el pequeño «Renault» se lanzó a través de las montañas hacia el Sur, en dirección a Tulle. El Chacal calculaba que si la Policía había iniciado sus averiguaciones la víspera por la noche, en círculos cada vez más amplios desde el punto donde habían encontrado el «Alfa», habrían llegado a Egletons al amanecer. El dueño del café hablaría, el taxista hablaría, y llegarían al château por la tarde, a menos que la suerte estuviera de su parte.
Pero aun en el peor de los casos andarían en busca de un inglés rubio, porque había tenido buen cuidado de que nadie le viera en su caracterización de clérigo de pelo gris. Sin embargo, el tiempo apremiaba. Lanzó el pequeño coche a toda velocidad por las sinuosas carreteras de la montaña, hasta que, finalmente, salió a la RN8, a dieciocho kilómetros al sudoeste de Egletons, en dirección a Tulle, que quedaba a otros veinte kilómetros de distancia. Echó una ojeada a su reloj: las diez menos veinte.
Cuando su coche desaparecía detrás de una curva, al extremo de una larga recta, llegó un pequeño convoy procedente de Egletons, formado por un coche de la Policía y dos furgonetas cerradas. El convoy se detuvo en mitad de la recta, y seis policías empezaron a levantar una barrera de control.
—¿Qué quiere usted decir con que no está?–rugió Valentin a la desconsolada mujer del taxista de Egletons–. ¿A dónde ha ido?
—No lo sé señor. No lo sé. Todas las mañanas espera en la plaza de la estación cuando llega de Ussel el tren de la mañana. Si no encuentra pasajeros vuelve aquí, al garage, y se dedica a hacer alguna reparación. Si no vuelve, significa que ha encontrado clientes.
Valentin miró sombríamente a su alrededor. Era inútil chillarle a aquella mujer. Se trataba de una empresa de taxis con un solo vehículo, y cuyo chófer se dedicaba al mismo tiempo, en sus ratos libres, a la reparación de automóviles.
—¿Sabe Usted si llevó a algún pasajero el viernes por la mañana?–preguntó, en tono más amable.
—Sí, señor. Había regresado de la estación porque allí no había encontrado a nadie, y llamaron del café diciendo que alguien buscaba un taxi. Acababa de desmontar una de las ruedas, y estaba preocupado porque temía que el cliente se impacientara y buscara otro taxi. Así que no dejó de maldecir durante los veinte minutos que tardó en dejar el coche a punto. Luego se fue. Hizo un viaje, pero no me dijo adónde llevó al pasajero. –Se limpió ruidosamente la nariz–. Nunca me cuenta nada–agregó, a guisa de explicación.
Valentin le dio unas palmadas en el hombro.
—Muy bien, señora. No se preocupe. Esperaremos a que vuelva.–Se volvió hacia uno de los sargentos–. Envíe a un agente a la estación, y otro al café de la plaza. Ya saben el número del taxi. En cuanto aparezca, quiero verlo inmediatamente.
Salió del garage y se dirigió hacia su coche.
—A la comisaría–dijo.
Había trasladado el cuartel general de la búsqueda a la comisaría de Egletons, que en muchos años no había sido testigo de una actividad como aquélla.
A nueve kilómetros de Tulle, el Chacal arrojó en un barranco la valija que contenía sus ropas inglesas y el pasaporte de Alexander Duggan. Hasta entonces le había sido muy útil, pero ahora lo comprometía. La valija osciló sobre el parapeto del puente y se hundió en los matorrales del fondo.
Después de dar una vuelta por Tulle encontró la estación. Dejó el coche en un lugar donde no llamara la atención, a tres calles de distancia, y recorrió, con las dos valijas y el maletín, los quinientos metros que lo separaban de la ventanilla.
—Quisiera un boleto para París, ida solamente, segunda clase, por favor–dijo al empleado–. ¿Cuánto es?
Miró por encima de sus gafas y a través de la ventanilla de la garita donde trabajaba el empleado.
—Noventa y siete nuevos francos, señor.
—¿Y a qué hora pasa el primer tren, por favor?
—A las once cincuenta. Tiene casi una hora de espera. Hay un restaurante en el andén. Andén 1 para París, je vous en prie.
El Chacal recogió su equipaje y se acercó a la entrada del andén. Perforaron su billete, recogió de nuevo las valijas y pasó. Un uniforme azul le cerró el paso.
—Vos papiers, s'il vous plaît.
El hombre del CRS era joven, y se esforzaba por mostrar un aspecto más severo de lo que su juventud le permitía. Llevaba una ametralladora colgada del hombro. El Chacal volvió a dejar las valijas en el suelo y exhibió su pasaporte danés. El hombre del CRS lo hojeó, sin entender palabra.
—Vous êtes Danois?
—Pardon?
—Vous... Danois.
El agente dio unos golpecitos en la tapa del pasaporte.
El Chacal sonrió y asintió con la cabeza, encantado.
—Danske... ja, ja.
El hombre del CRS le devolvió el pasaporte y con un movimiento de cabeza le indicó que podía pasar al andén. Desinteresándose de él, procedió a pedir la documentación a otro viajero que llegaba.
Louison no volvió hasta cerca de la una. Había tomado un vaso o dos. Su disgustada esposa le confió sus cuitas. Louison tomó el asunto en sus manos.
—Voy a trepar por la ventana y echaré un vistazo –dijo.
Para empezar, tuvo sus dificultades con la escalera de mano, que parecía un poco antojadiza. Por fin consiguió apoyarla en el alero de la ventana del dormitorio de la baronesa. Louison trepó por ella, un tanto inseguro sobre sus pies. Cinco minutos más tarde volvió a bajar.
—La baronesa está durmiendo–dijo.
—Nunca duerme hasta tan tarde –protestó Ernestine.
—Pues hoy sí –contestó Louison–. No debemos molestarla.
El tren de París llegó con ligero retraso. La entrada en la estación de Tulle se produjo a la una en punto. Entre los pasajeros que subieron, había un pastor protestante de cabellos grises. Se instaló en un asiento del rincón de un compartimento ocupado tan sólo por dos señoras de mediana edad, se puso anteojos de montura de oro, sacó de su maletín un grueso volumen sobre iglesias y catedrales y empezó a leer, después de haberse informado de que el tren debía llegar a París aquella noche a las ocho y diez.
Charles Bobet permanecía de pie junto a la carretera, al lado de su taxi inmovilizado; consultó su reloj y soltó una palabrota. La una y media, la hora de comer, y allá estaba, detenido en un trecho solitario de la carretera entre Egletons y la aldea de Lamazière. Una panne. Merde y más merde. Podía dejar el coche y seguir a pie hasta el primer pueblo, tomar el ómnibus hasta Egletons y volver por la tarde con un camión grúa. Esto solo ya le costaría todas sus ganancias de una semana. Pero, además, las puertas del coche no se cerraban con llave, y el taxi constituía toda su fortuna. De ningún modo podía dejarlo indefenso en manos de la chiquillería del pueblo, que sin duda lo saquearían. Sería mejor tener un poco de paciencia y esperar hasta que pasara un camión dispuesto a remolcarlo hasta Egletons. No había comido, pero en la guantera tenía una botella de vino. Bueno, casi vacía ya. Arrastrarse debajo de los taxis es un trabajo que da mucha sed. Se sentó en el asiento trasero, dispuesto a esperar. Hacía muchísimo calor, y no pasaría ningún camión hasta que refrescara un poco. Los campesinos estarían durmiendo la siesta. Se instaló cómodamente y se quedó profundamente dormido.
—¿Cómo es posible que no haya vuelto? ¿A dónde habrá ido este hombre?–rugió el comisario Valentin por teléfono.
Sentado en su despacho de la comisaría de Egletons, había llamado al domicilio del taxista y estaba hablando con uno de sus propios agentes. Éste se excusó. Valentin colgó, con rabia. Durante toda la mañana se habían recibido informes por radio de las patrullas de carretera. Nadie que se pareciera ni remotamente a un inglés alto y rubio había salido del círculo de veinte kilómetros de radio trazado alrededor de Egletons. Ahora, en el calor del verano, la soñolienta ciudad estaba silenciosa, adormecida, como si no la hubiesen invadido doscientos policías de Ussel y Clermont Ferrand.
Hasta las cuatro de la tarde Ernestine no se salió con la suya.
—Tienes que volver a subir y despertar a Madame –apremió a Louison–. No es natural dormir así todo el día.
El viejo Louison, que no hubiese deseado poder hacer otra cosa y tenía la boca endemoniadamente seca, por la acidez, no estuvo de acuerdo, pero sabía que era inútil discutir con Ernestine cuando ésta había decidido algo. Volvió a trepar por la escalera de mano, esta vez con mayor seguridad, empujó la ventana para abrirla y entró en la habitación. Ernestine esperaba al pie de la escalera A los pocos momentos, el viejo asomó la cabeza por la ventana.
—Ernestine –llamó, con voz ronca–. Creo que Madame está muerta.
Estaba a punto de volver a bajar por la escalera cuando Ernestine le gritó que abriera por dentro la puerta del dormitorio. Los dos juntos contemplaron por encima del borde de la sábana, los dos ojos abiertos y fijos en el techo.
Ernestine fue la primera en reaccionar.
—Louison.
—Qué.
—Corre al pueblo a buscar al doctor Mathieu. Pronto.
Pocos minutos más tarde, Louison pedaleaba por la carretera con todas las fuerzas de sus viejas piernas. Encontró al doctor Mathieu, que cuidaba de la salud de los habitantes de Haute Chalonnière, desde hacía más de cuarenta años, dormido bajo el duraznero del fondo de su jardín. El anciano aceptó ir en seguida. Eran más de las cuatro y media cuando su viejo automóvil llegaba al patio del château, y quince minutos más tarde cuando terminó de examinar el cuerpo y se volvía hacia los dos sirvientes que esperaban en el umbral.
—Madame está muerta. Le han roto la nuca–dijo–. Hay que avisar a la Policía.
El gendarme Caillou era un hombre metódico. Sabía que la profesión de agente del orden era muy seria, y cosa de suma importancia establecer claramente los hechos. Con gran minuciosidad tomó nota de las declaraciones de Ernestine, Louison y el doctor Mathieu, sentados alrededor de la mesa de la cocina.
—No hay duda–dijo, cuando el doctor hubo firmado su declaración–de que se ha cometido un asesinato. El primer sospechoso es, desde luego, el inglés rubio que se había instalado aquí, y que ha desaparecido en el coche de Madame. Informaré de todo ello a la comisaría de Egletons.
Y se marchó del château en su bicicleta.
Desde París, Claude Lebel llamó, a las seis y media, al comisario Valentin.
—Alors, Valentin?
—Todavía nada –contestó Valentin–. Desde mediodía hemos dispuesto barreras de control en todas las carreteras y caminos de la zona. Debe de estar en alguna parte dentro del círculo, a menos que después de abandonar el coche lograra alejarse mucho. Ese condenado taxista que lo llevó fuera de Egletons el viernes por la mañana todavía no ha aparecido. Mis patrullas recorren esas carreteras buscándolo... Espere un momento, que llega un informe.
Hubo una pausa en la línea, y Lebel pudo oír cómo Valentin dialogaba con alguien que hablaba muy rápido. Luego, la voz de Valentin volvió a dejarse oír por el teléfono.
—Nom d'un chien. ¿Qué demonios pasa aquí? Ha habido un asesinato.
—¿Dónde?–preguntó Lebel, inmediatamente interesado.
—En un château de esta vecindad. Acaba de llegar el informe del policía local.
—¿Quién es la víctima?
—La dueña del château. Una mujer. Un momento... La baronesa de La Chalonnière.
Caron pudo ver cómo Lebel palidecía.
—Valentin, óigame. Es él. ¿Ha huido ya del château?
Hubo otro diálogo en la comisaría de Egletons.
—Sí–dijo Valentin–. Se marchó esta mañana en el coche de la baronesa. Un «Renault» pequeño. El jardinero descubrió el cadáver, pero recién esta tarde. Pensó que la baronesa estaba durmiendo. Luego se trepó por la ventana y la encontró.
—¿Tiene la patente y las características del coche?–preguntó Lebel.
—Sí.
—Pues lance una alerta general. Ya no es preciso guardar la discreción. Ahora se trata de un asesinato. Yo daré la alerta a todo el país, pero usted siga la pista cerca del lugar del crimen, si puede. Vea si logra averiguar en qué dirección se fugó.
—De acuerdo, así lo haré. Tal vez acabemos por dar con él.
Lebel colgó.
—Santo Dios, me estoy volviendo viejo y lento. El nombre de la baronesa de La Chalonnière figuraba en el registro del «Hôtel du Cerf» la noche en que el Chacal durmió allí.
El coche fue encontrado, a las siete y media, en una calle secundaría de Tulle por un policía de servicio. Eran las 7.45 cuando llegó a la comisaría de Tulle, y las 7.55 cuando Tulle se puso en contacto con Valentin. El comisario de Auvernia llamó a Lebel a las 8.05.
—A unos quinientos metros de la estación del ferrocarril–dijo a Lebel.
—¿Tiene un horario de trenes por ahí?
—Sí, alguno debo de tener.
—¿A qué hora pasa por Tulle el tren para París, y a qué hora tiene la llegada a la Gare d'Austerlitz? Apúrese, por el amor de Dios, apúrese.
Hubo una conversación en voz baja en el extremo de la línea de Egletons.
—Sólo hay dos al día –dijo Valentin–. El tren de la mañana pasa a las once cincuenta y tiene su llegada a París a... aquí está, a las ocho y diez...
Lebel dejó el teléfono colgando. Ya estaba fuera de su despacho gritando a Caron que lo siguiera.
El expreso de las ocho y diez entró majestuosamente, y con toda puntualidad, en la Gare d'Austerlitz. Apenas acababa de detenerse cuando las puertas de sus relucientes costados se abrieron de par en par y los pasajeros empezaron a bajar a los andenes, algunos de ellos recibidos alegremente por los parientes que los esperaban, otros para dirigirse con paso rápido hacia las arcadas que conducían a la parada de los taxis. Uno de estos últimos era un personaje de pelo gris, con alzacuello. Fue uno de los primeros en llegar a la parada de los taxis, e inmediatamente cargó sus tres bultos en el baúl de un «Mercedes».
El taxista bajó la bandera, y por la pendiente condujo el vehículo hacia la calle. El patio tenía una calzada semicircular, con una verja de entrada y otra de salida. El taxi se dirigió hacia esta última. Por encima del griterío de los viajeros que intentaban llamar la atención de los taxis que llegaban, el conductor y su pasajero oyeron el aullido de una sirena. Cuando el taxi llegaba al nivel de la calle y se detenía antes de entrar en el torrente circulatorio, tres coches de la Policía y dos furgonetas irrumpieron en el patio y se detuvieron frente a las arcadas del vestíbulo de la estación.
—Bueno, parece que esta noche la policía está muy atareada –comentó el taxista–. ¿A dónde, reverendo?
El clérigo le dio la dirección de un pequeño hotel del Quai des Grands Augustins.
A las nueve, Claude Lebel estaba ya de vuelta en su despacho. Encontró en él un mensaje del comisario Valentin rogándole que le telefoneara a la comisaría de Tulle. Logró la comunicación a los cinco minutos. Mientras Valentin hablaba, Lebel iba tomando nota.
—¿Han recogido las huellas dactilares del coche?–preguntó Lebel.
—Desde luego, y de la habitación del château. Centenares de huellas, y todas concuerdan.
—Mándemelas cuanto antes.
—De acuerdo. ¿Quiere que le envíe también al agente del CRS que estaba de servicio en la estación?
—No, gracias, no puede decirnos nada más de lo que ha dicho. Gracias por haberlo intentado, Valentin. Puede dar un descanso a sus muchachos. Ahora está en nuestro distrito. Tenemos que cazarlo nosotros mismos.
—¿Está seguro de que es el pastor danés?–preguntó Valentin–. Podría ser una coincidencia.
—No–dijo Lebel–, es él, sin duda alguna. Se ha desprendido de una de sus valijas; probablemente la encontrarán ustedes en algún lugar entre Haute Chalonnière y Tulle. Registren los ríos y los barrancos. Pero las tres valijas restantes concuerdan demasiado. Es él, no lo dude.
Colgó.
—Ahora es un clérigo–dijo amargamente a Caron–, un clérigo danés. Nombre desconocido; el agente del CRS no ha podido recordar el nombre que figuraba en el pasaporte. El elemento humano, siempre el elemento humano. Un taxista se duerme en la cuneta, un jardinero es demasiado asustadizo para atreverse a investigar por qué su dueña duerme seis horas más de la cuenta, y un policía no recuerda un nombre de un pasaporte. Una cosa puedo decirle, Lucien: éste es mi último caso. Me siento demasiado viejo. Viejo y lento. ¿Quiere ordenar que preparen mi coche? Es la hora del banquete nocturno.
La sesión en el Ministerio fue tensa, violenta. Durante cuarenta minutos, los presentes escucharon un relato detallado de la pista seguida desde el bosque de Egletons, la ausencia del taxista, el asesinato en el château, el danés alto, de pelo grisáceo, que tomó el expreso de París en Tulle.
—En resumen–dijo Saint Clair, en tono glacial, cuando el comisario hubo terminado–, que el asesino se encuentra actualmente en París, bajo un nuevo nombre y con un nuevo rostro. Al parecer, ha vuelto usted a fracasar, mi querido comisario.
—Dejemos las recriminaciones para más tarde –intervino el ministro. ¿Cuántos daneses habrá en París esta noche?
—Probablemente varios centenares, señor ministro.
—¿Podemos identificarlos?
—Sólo por la mañana cuando las hojas registro de los hoteles llegarán a la Prefectura–dijo Lebel.
—Ordenaré que todos los hoteles sean visitados a medianoche, a las dos y a las cuatro –propuso el prefecto de Policía–. En la casilla de la profesión tendrá que poner «clérigo», si no quiere levantar sospechas en el hotel.
Los rostros se animaron.
—Probablemente se pondrá un pañuelo en el cuello para ocultar el alzacuello, o se lo quitará, y se inscribirá como «señor Fulano de Tal» –dijo Lebel.
Varios de los presentes lo miraron con odio.
—En el punto en que nos encontramos, señores, sólo cabe hacer una cosa–dijo el ministro–. Pediré otra entrevista con el Presidente y rogaré que cancele todas las apariciones en público hasta que este hombre sea hallado y puesto a buen recaudo. Entretanto, todos los daneses que pasen la noche en París serán identificados personalmente mañana a primera hora. ¿Puedo confiar en ello, comisario? ¿Señor prefecto de Policía?
Lebel y Papon asintieron con la cabeza.
—Entonces, eso es todo, señores.
—Lo que me trae loco–dijo Lebel a Caron, más tarde, en su despacho–es que se empeñan en creer que todo obedece tan sólo a su buena suerte y a nuestra estupidez. Bueno, sí, el hombre ha tenido suerte, pero también ha sido increíblemente inteligente. Y nosotros hemos tenido mala suerte y hemos cometido errores. Yo los he cometido. Pero hay otro elemento en juego. Por dos veces se nos ha escapado por horas. La primera cuando salió de Gap en un coche recién pintado. Ahora, deja el château y tiene tiempo para liquidar a su amante a las pocas horas de haber encontrado nosotros su «Alfa Romeo» abandonado. Y cada vez ello ocurre a la mañana siguiente, después de haber afirmado yo en el Ministerio que ya lo tenemos como quien dice en el bolsillo y que su detención es cuestión de horas. Lucien, mi querido colega, creo que voy a utilizar mis poderes ilimitados y a organizar un servicio de escucha.
Lebel se hallaba apoyado de codos en el antepecho de la ventana, mirando hacia el Sena, que corría suavemente en dirección al Barrio Latino, donde las luces eran brillantes y flotaban las risas por encima de las aguas iluminadas.
A trescientos metros de distancia, en la noche veraniega, otro hombre se hallaba apoyado de codos en el antepecho de su ventana y miraba meditabundo, hacia la masa del edificio de la Policía Judicial, a la izquierda de las torres iluminadas de Notre Dame. Vestía pantalones negros y zapatos de calle, con una remera de cuello cerrado que cubría una camisa blanca y una pechera negra. Fumaba un largo cigarrillo inglés, y la juventud de su rostro desmentía el cepillo de cabellos grises que coronaba su cabeza.
Mientras los dos hombres, sin saberlo, se miraban por encima de las aguas del Sena, las campanas de todas las iglesias de París proclamaban el nacimiento del nuevo día, 22 de agosto.
TERCERA PARTE
ANATOMÍA DE UN ASESINATO
CAPITULO XIX
Claude Lebel pasó una mala noche. A la una y media, cuando apenas acababa de dormirse, Caron lo despertó sacudiéndolo por un hombro.
—Jefe, lo siento, pero se me ha ocurrido una idea. Sobre el Chacal. Viaja con pasaporte danés, ¿no?
Lebel hizo un esfuerzo para despejar su mente.
—Siga.
—Bueno, pues de algún sitio debe haberlo conseguido. O lo ha falsificado o lo ha robado. Pero el hecho de que para concordar con el pasaporte se haya visto obligado a teñirse el pelo hace suponer que lo robó.
—Lógico. Siga.
—Bien, aparte de su viaje de reconocimiento a París, en julio, normalmente ha tenido su base en Londres. Así, pues, lo más probable es que lo robara en una de esta dos ciudades. Ahora bien, ¿qué haría un danés que perdiera su pasaporte o se lo robaran? Acudiría al Consulado.
Lebel se levantó de la litera de campaña.
—A veces, mi querido Lucien, pienso que llegará usted muy lejos. Póngame con el superintendente Thomas en su casa, y luego con el cónsul general danés en París. Por este orden.
Pasó otra hora al teléfono y convenció a los dos a quienes había llamado para que se levantaran y fueran a sus despachos. Lebel volvió a su cama hacia las tres de la madrugada. A las cuatro, lo despertó una llamada de la Prefectura de Policía para comunicarle que más de novecientas ochenta hojas de registro cumplimentadas por turistas daneses en los hoteles de París habían llegado ya a la Prefectura como resultado de las dos batidas nocturnas, la de las doce y la de las dos, y que ya habían empezado a clasificarlas en tres grupos: «probables», «posibles» y «otros».
A las seis estaba ya levantado y tomando café cuando llamaron los técnicos de la DST a quienes había dado sus instrucciones poco después de las doce de la noche. Habían captado algo. Lebel tomó un coche y, en compañía de Caron, se dirigió por las calles solitarias a la sede de la DST. En un laboratorio de comunicaciones instalado en un sótano escucharon una cinta magnetofónica.
Se iniciaba con un fuerte sonido metálico, seguido de una serie de otros sonidos mecánicos, como si alguien estuviera marcando un número de siete cifras. Oyose luego el timbre de llamada de un teléfono seguido de otro «clic» correspondiente al momento en que alguien descolgaba el aparato.
Una voz ronca dijo:
—Allo?
Una voz femenina dijo:
—Ici Jacqueline.
La voz del hombre contestó:
—Ici Valmy.
La mujer dijo, muy rápidamente:
—Saben que es un pastor danés. Están comprobando las hojas de registro en los hoteles de todos los daneses que se encuentran en París; harán tres batidas: a las doce, a las dos y a las cuatro. Después, irán a entrevistarlos a todos.
Hubo una pausa; después, la voz masculina dijo:
—Merci.
El hombre colgó, y la mujer que le había llamado hizo lo mismo.
Lebel se quedó mirando fijamente las bobinas que seguían girando.
—¿Saben a qué número llamó?–preguntó Lebel al técnico.
—Por supuesto. Podemos averiguarlo por lo que tarda cada cifra marcada en volver hasta el cero. El número fue MOLITOR 5901.
—¿Tienen la dirección?
El técnico le pasó un papel. Lebel le echó una ojeada.
—Vamos, Lucien. Iremos a hacer una visita a Monsieur Valmy.
—¿Y la chica?
—Por supuesto, habrá que detenerla.
La llamada a la puerta se produjo a las siete en punto. El maestro de escuela estaba calentándose una taza de leche en el hornillo de gas. Frunciendo el ceño, apagó el gas y cruzó la salita para abrir la puerta. Cuatro hombres se hallaban frente a él. Supo quiénes era y lo que eran antes de que se lo dijeran. Los dos de uniforme pareció como si fueran a abalanzarse sobre él, pero el hombre bajito, de aspecto bonachón, les ordenó con un ademán que permaneciera donde estaban.
—Grabamos su conversación telefónica—dijo el hombrecito, con calma–. Usted es Valmy.
El maestro de escuela no exteriorizó el menor síntoma de emoción. Retrocedió y los dejó entrar en la habitación.
—¿Puedo vestirme?—preguntó.
—Desde luego.
Tardó sólo cinco minutos, en presencia de los dos policías de uniforme, en ponerse los pantalones y la camisa, sin tomarse la molestia de quitarse el pijama. El joven vestido de particular permanecía en el umbral. El hombre de más edad recorría la habitación examinando los montones de libros y papeles.
—Tendremos para rato si queremos examinar todo esto, Lucien–dijo.
—Por fortuna, no es cosa de nuestro departamento—rezongó el más joven.
—¿Está listo?—preguntó el hombrecillo al maestro de escuela.
—Sí.
—Llévenlo al coche.
El comisario se quedó mientras los otros cuatro se iban. Empezó a curiosear entre los papeles, en los cuales, al parecer, el maestro había estado trabajando durante la noche anterior. Pero eran simples pruebas de exámenes por corregir. Por lo visto, el hombre trabajaba en su propio departamento; debía de permanecer en él todo el día, para contestar el teléfono si el Chacal lo llamaba. A las siete y diez sonó el teléfono. Lebel se quedó mirándolo durante unos segundos. Luego, alargó la mano y descolgó el receptor.
—Allo?
La voz del otro extremo del hilo sonó opaca, desprovista de tono.
—Ici Chacal.
Lebel pensó rápidamente.
—Ici Valmy—dijo.
Hubo una pausa. Lebel no sabía qué más decir.
—¿Qué hay de nuevo?—preguntó la voz, en el otro extremo del hilo.
—Nada. Han perdido la pista en Corrèze.
Una película de sudor cubría la frente de Lebel. Era vital que el Chacal permaneciera unas horas más donde estaba ahora. Se oyó un «clic» y se cortó la comunicación. Lebel colgó a su vez y bajó al coche, que lo esperaba arrimado al cordón de la vereda.
—Al despacho—ordenó con energía al chófer.
En la cabina telefónica del vestíbulo de un pequeño hotel de las orillas del Sena, el Chacal se quedó mirando, con expresión de perplejidad, a través del cristal de la puerta. ¿Nada? Imposible. El comisario Lebel no era tonto. Forzosamente debían de haber localizado al taxista de Egletons; debían de haber llegado ya a la Haute Chalonnière. Debían de haber descubierto el cadáver en el château, y que el «Renault» había desaparecido. Debían de haber encontrado el «Renault» en Tulle, e interrogado al personal de la estación. Debían de haber...
Salió de la cabina y cruzó el vestíbulo.
—La cuenta, por favor—pidió al recepcionista–. Bajaré dentro de cinco minutos.
La llamada del superintendente Thomas llegó cuando Lebel entraba a su despacho, a las siete y media.
—Siento haber tardado tanto—dijo el detective británico–. Ha resultado muy engorroso despertar al personal del Consulado danés y hacerle volver a la oficina. Estaba usted en lo cierto. El 14 de julio, un clérigo danés comunicó que había perdido su pasaporte. Sospechaba que se lo habían robado de su habitación de un hotel del West End, pero no podía demostrarlo. No había formulado denuncia, con gran alivio del director del hotel. Nombre del pastor: Per Jensen, de Copenhague. Descripción: metro ochenta, ojos azules, pelo gris.
—Éste es; gracias, superintendente. –Lebel colgó–. Comuníqueme con la Prefectura –ordenó a Caron.
A las ocho y media, las cuatro furgonetas de la Policía llegaron a la puerta del hotel del Quai des Grands Augustins. La Policía revisó de arriba abajo la habitación número 37, hasta que pareció asolada por un tornado.
—Lo siento, señor comisario–dijo el propietario al detective que había dirigido la operación–, el pastor Jensen abandonó el hotel hace una hora.
El Chacal había tomado un taxi libre que pasaba y se había hecho conducir de nuevo a la Gare d'Austerlitz, a donde había llegado la noche anterior, con la seguridad de que la búsqueda de su persona se habría trasladado ya a otro escenario. Depositó en el depósito de equipajes la valija que contenía el fusil, el capote militar y la ropa del imaginario francés André Martin, quedándose sólo con la valija donde llevaba la documentación y la ropa del estudiante americano Marty Schulberg, así como el maletín con los artículos de maquillaje.
Con este equipaje reducido a dos piezas, y vestido todavía con el traje negro, pero con un pañuelo que ocultaba el alzacuello, se inscribió en el registro de un mísero hotel de las cercanías de la estación. El recepcionista dejó que llenara él mismo la hoja de registro, sin tomarse la molestia de comprobar el pasaporte del nuevo huésped, como exigía el reglamento. Gracias a ello, la hoja de registro ni siquiera fue rellenada con el nombre de Per Jensen.
Una vez en su habitación, el Chacal empezó a trabajar en la transformación de su rostro y de sus cabellos. La tintura gris fue eliminada con la ayuda de un disolvente, y reapareció el rubio original. Éste fue teñido de nuevo con el tono castaño correspondiente a Marty Schulberg. Conservó los lentes de contacto azules, pero las gafas de montura de oro fueron sustituidas por los lentes de montura del americano. Guardó en la valija todo su atuendo completo de clérigo, junto con el pasaporte del pastor Jensen, de Copenhague, y se vistió con los estrechos blue jeans, los calcetines, los zapatos de lona, la camisa y el anorak del estudiante americano de Syracusa, Estado de Nueva York.
Mediada la mañana, con el pasaporte americano en uno de los bolsillos de la camisa y un fajo de francos franceses en el otro, estaba listo para salir. La valija que contenía las pertenencias sobrantes del pastor Jensen pasó al armario y la llave del armario fue engullida por el desagüe del bidet. El Chacal salió por la escalerilla de incendios, y no se volvió a saber de él en el hotel. Pocos minutos más tarde depositaba el maletín en la consigna de la Gare d'Austerlitz, se guardaba en el bolsillo trasero de los pantalones la contraseña de la segunda valija, junto con la de la primera, y volvía a salir a la calle. Tomó un taxi hacia la Rive Gauche, se apeó en la esquina del Boulevard Saint Michel con la Rue de la Huchette, y desapareció en el remolino de estudiantes y jóvenes que viven en la conejera del Barrio Latino de París.
Sentado al fondo de un sórdido garito en espera de un almuerzo barato, empezó a preguntarse dónde pasaría la noche. Casi no le cabía duda de que a aquellas alturas Lebel ya tendría conocimiento de la existencia del pastor Per Jensen; en cuanto a Marty Schulberg, no le daba más de veinticuatro horas de vida.
«Maldito Lebel», pensó, furioso; pero sonrió ampliamente a la camarera y le dijo:
—Thanks, honey.
A las diez, Lebel volvía a llamar a Thomas. Su petición hizo exhalar a éste una ahogada protesta pero logró contestar, con relativa cortesía, que haría cuanto estuviera en su mano. Después de colgar el teléfono, llamó al inspector más veterano que había trabajado en la investigación durante la semana anterior.
—Bien, siéntese–le dijo–. Los franceses vuelven a las andadas.
Por lo visto han vuelto a fallar el tiro. Ahora el hombre está en el centro de París, y sospechan que puede tener preparada otra falsa identidad. Entre los dos podemos empezar a llamar a todos los Consulados de Londres pidiendo una lista de visitantes extranjeros que hayan informado de la pérdida o el robo de su pasaporte desde el primero de julio. Deje de lado a los negros y los asiáticos. Limítese a los hombres de raza indoeuropea. En cada caso, quiero saber la estatura del individuo. Todo sujeto de más de metro cincuenta es sospechoso. Manos a la obra.
En París, la reunión diaria en el Ministerio había sido adelantada para las dos de la tarde.
Lebel expuso su informe en su habitual tono sin inflexiones, pero su acogida fue glacial.
—¡Maldito Chacal! –exclamó el ministro, a la mitad del mismo–. ¡Tiene más suerte que las brujas!
—No, señor ministro, no ha sido suerte. Por lo menos, no del todo. El Chacal ha sido constantemente informado de nuestros progresos en cada fase. Por eso abandonó Gap con tantas prisas, mató a aquella mujer en Haute Chalonnière y escapó antes de que se cerrara la red. Cada noche he informado en esta reunión acerca de mis progresos. Por tres veces hemos estado de punto de detenerlo. Esta mañana fue la detención de Valmy y mi poca habilidad para encarnar a este personaje por teléfono lo que lo obligó a abandonar el lugar donde se encontraba y a adoptar otra identidad. Pero en las dos primeras ocasiones fue informado a primera hora de la mañana de lo que yo había dicho en esta reunión.
Se produjo un silencio glacial en la mesa.
—Creo recordar, comisario, que ya anteriormente formuló usted esta sugerencia–dijo el ministro, fríamente–. Espero que pueda apoyarla en algo concreto.
Por toda respuesta Lebel depositó encima de la mesa un pequeño magnetófono portátil y lo puso en marcha. En el silencio de la sala de conferencias la conversación grabada a través del teléfono sonó metálica y áspera. Cuando acabó, todos se quedaron mirando el aparato. El coronel Saint Clair tenía la tez cenicienta y sus manos temblaban ligeramente mientras guardaba sus papeles dentro de su carpeta.
—¿De quién era esta voz?–preguntó por fin el ministro.
Lebel permaneció en silencio. Saint Clair se levantó lentamente, y los ojos de todos los presentes se clavaron en él.
—Lamento tener que informar a usted... señor ministro... de que era la voz de... una amiga mía. Actualmente vive conmigo... Le ruego que me excuse.
Salió de la sala para volver al palacio y redactar su dimisión. Los de la sala se quedaron mirando sus propias manos, en silencio.
—Muy bien comisario.–La voz del ministro sonó serena, tranquila–. Puede usted continuar.
Lebel prosiguió su informe, explicando su petición a Thomas, en Londres, para que averiguara todos los pasaportes que se hubiesen extraviado durante los cincuenta días precedentes.
—Espero–concluyó–tener esta misma tarde una breve lista, probablemente de no más de uno o dos nombres, que concuerden con la descripción que ya poseemos de el Chacal. En cuanto conozca estos nombres pediré a los países de origen de estos turistas en Londres que perdieron sus pasaportes que nos proporcionen fotografías de los mismos, porque podemos estar seguros de que a estas alturas el Chacal tendrá más parecido con su nuevo personaje que con Calthrop, Duggan o Jensen. Con un poco de suerte podemos tener estas fotografías mañana a mediodía.
—Por mi parte –dijo el ministro–, puedo informar de mi conversación con el presidente De Gaulle. Se ha negado rotundamente a variar en absoluto sus planes para el futuro con el fin de precaverse contra este asesino. Francamente, no esperaba otra cosa. Sin embargo, pude obtener una concesión. A partir de ahora ya no será indispensable evitar la publicidad, por lo menos en este sentido. Ahora, el Chacal es un asesino común. Asesinó a la baronesa de La Chalonnière en el curso de un robo cuyo objetivo era su colección de joyas. Se cree que ha huido a París y que se esconde aquí. ¿De acuerdo, señores?
«Esto es lo que publicarán los periódicos de la noche, por lo menos en sus últimas ediciones. En cuanto esté usted completamente seguro de su nueva identidad, o de las dos o tres posibles identidades que puede haber adoptado, comisario, está usted autorizado a dar a la Prensa ese nombre o esos nombres. Esto permitirá a los diarios de la mañana actualizar la noticia con un nuevo dato.
«Cuando la fotografía del desdichado turista que perdió su pasaporte en Londres llegue a sus manos, usted podrá pasarla a los diarios de la noche, la Radio y la Televisión, para añadir un nuevo dato de actualidad a las noticias sobre la búsqueda del asesino.
«Esto aparte, en cuanto tengamos un nombre todos los policías y los agentes del CRS de París se lanzarán a la calle y detendrán a todo cristiano para examinar su documentación».
El prefecto de Policía, el jefe del CRS y el director de la PJ estaban tomando notas apresuradamente. El ministro prosiguió:
—La DST, con la ayuda de la Oficina de Registros Generales, controlará a todos los simpatizantes de la OAS que conoce, ¿comprendido?
Los jefes de la DST y del RG asintieron vigorosamente con la cabeza.
—La Policía Judicial retirará a todos sus detectives de las misiones que les hayan sido encomendadas para dedicarlos a la búsqueda del asesino.
Max Fernet, de la PJ asintió con la cabeza.
—En cuanto al palacio, necesitaré, desde luego una lista completa de todos y cada uno de los movimientos que el Presidente se disponga a efectuar a partir de este momento, aunque él, personalmente no haya sido informado de las precauciones extraordinarias adoptadas en su propio interés. Ésta es una de las raras ocasiones en que debemos arriesgarnos, por su bien, a provocar sus iras. Y, por supuesto, supongo que puedo confiar en que el Cuerpo de Seguridad presidencial estrechará más que nunca su anillo alrededor del Presidente. Comisario Ducret...
Jean Ducret, jefe de la guardia personal de De Gaulle, inclinó la cabeza afirmativamente.
—La Brigada Criminal...–el ministro fijó los ojos en el comisario Bouvier–, evidentemente tiene muchos contactos con el hampa. Quiero que sean movilizados todos para que anden al acecho de ese hombre, cuyo nombre y descripción les serán facilitados. ¿De acuerdo?
Maurice Bouvier asintió con la cabeza. Personalmente, se sentía inquieto. En su vida había presenciado numerosas cacerías contra un hombre, pero aquélla era gigantesca. En el momento en que Lebel proporcionara un nombre y un número de pasaporte, y, mejor aún, una descripción, cerca de cien mil hombres, desde las fuerzas de seguridad hasta los soplones del hampa, escudriñarían por las calles, los hoteles, los bares y los restaurantes en busca de una sola persona.
—¿Hay alguna otra fuente de información que se me haya pasado por alto? –preguntó el ministro El coronel Rolland lanzó una breve mirada al general Guibaud, y después a Bouvier. Tosió.
—Bueno, siempre queda la Unión Corsa.
El general Guibaud se miraba las uñas con gran interés. Bouvier parecía hallarse incómodo en su asiento. La mayoría de los presentes aparecían turbados. La Unión Corsa, hermandad de los corsos, descendientes de los Hermanos de Ajaccio, hijos de la vendetta, era y sigue siendo el mayor sindicato del crimen organizado de Francia. Ya entonces dominaban Marsella y la mayor parte de la costa meridional. Algunos expertos los consideraban más antiguos y más peligrosos que la Mafia. No habiendo emigrado, como la Mafia, a América, en los primeros años de este siglo, no habían gozado de la publicidad que ha hecho de la palabra Mafia un término conocido en todo el mundo.
Por dos veces el gaullismo se había aliado ya con la Unión, y en ambas ocasiones la ayuda de ésta había resultado valiosa, aunque incómoda. Porque la Unión siempre pedía una compensación, que solía consistir en que se relajara la vigilancia policial en torno de sus organizaciones criminales. La Unión había ayudado a los aliados a invadir el sur de Francia en agosto de 1944, y desde entonces había tenido bajo su dominio Marsella y Tolón. Había vuelto a prestar su ayuda en la lucha contra los colonos argelinos y la OAS después de abril de 1961, y a cambio de ello había extendido sus tentáculos hacia el Norte, y hasta el interior de París.
Maurice Bouvier, como policía, odiaba la idea, pero sabía que el Servicio de Acción de Rolland empleaba masivamente a los corsos.
—¿Cree usted que pueden ser útiles?–preguntó el ministro.
—Si el Chacal es tan astuto como dicen—contestó Rolland–, calculo que si en París alguien puede encontrarlo será la Unión.
—¿Cuántos miembros tiene en París? –preguntó el ministro, vacilando.
—Unos ocho mil. Algunos de ellos en la Policía, Aduanas, CRS, el Servicio Secreto, y, desde luego, en el hampa. Y están organizados.
—Lo dejo a su discreción–dijo el ministro.
No hubo más sugerencias.
—Bien, eso es todo, entonces. Comisario Lebel, lo único que ahora deseamos de usted es un nombre, una descripción, una fotografía. En cuanto tengamos estos datos, no doy a el Chacal ni seis horas de libertad.
—En realidad, tenemos tres días–dijo Lebel, que había estado mirando por la ventana.
Los presentes lo miraron con sorpresa.
—¿Cómo lo sabe usted? –preguntó Max Fernet.
Lebel parpadeó rápidamente varias veces:
—Debo excusarme. Fui muy estúpido al no verlo inmediatamente. Hace ya una semana que estamos seguros de que el Chacal tiene un plan y ha decidido el día en que debe atentar contra el Presidente. Cuando abandonó Gap, ¿por qué no se convirtió inmediatamente en el pastor Jensen? ¿Por qué no se dirigió a Valence y tomó el expreso para París directamente? ¿Por qué llegó a Francia y luego pasó una semana matando el tiempo?
—Bueno, ¿por qué? –preguntó alguien.
—Porque ya había elegido su día –dijo Lebel–. Sabe cuándo va a asestar el golpe. Comisario Ducret, ¿tiene el Presidente algún compromiso fuera de palacio hoy, o mañana, o el sábado?
Ducret negó con la cabeza.
—¿Y qué día es el domingo? ¿25 de agosto?–preguntó Lebel.
En torno de la mesa hubo un suspiro, como un ramalazo de viento soplando a través de un cuerno.
—Desde luego–exclamó el ministro–, el Día de la Liberación. Y lo más gracioso es que la mayoría de los presentes estuvimos a su lado aquel día, el de la Liberación de París, en 1944.
—Precisamente –dijo Lebel–. Nuestro Chacal es buen psicólogo.
Sabe que hay un solo día en el año en que el general De Gaulle jamás pasará en otra parte más que aquí. Es, por así decirlo, su gran día. Esto es lo que ha estado esperando el asesino.
—En tal caso–dijo el ministro, con vivacidad–, lo pescaremos. Privado de su fuente de información, no hay en todo París un solo rincón donde pueda ocultarse, ni una sola comunidad de Parisienses que esté dispuesta a esconderlo, ni siquiera contra su voluntad, ni a darle protección. Lo tenemos. Comisario Lebel, denos el nombre de ese hombre.
Claude Lebel se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Los demás empezaron a levantarse, dispuestos a irse a almorzar.
—Ah, otra cosa–dijo el ministro a Lebel–. ¿Cómo supo usted que debía interceptar la línea telefónica del piso particular del coronel Saint Clair?
Lebel, desde la puerta, se volvió y se encogió de hombros.
—No lo sabía–dijo–. Por eso anoche hice intervenir todas sus líneas telefónicas, las de todos los presentes en la reunión. Buenas tardes, señores.
A las cinco de aquella tarde, mientras tomaba una cerveza en la terraza de un café vecino a la Place de l'Odéon, su rostro semioculto detrás de los anteojos de sol, como los llevaba todo el mundo, el Chacal tuvo una idea. Se la sugirió la vista de dos hombres que pasaban juntos por la calle. Pagó la cerveza, se levantó y se alejó del café. A unos cien metros, en la misma calle, encontró lo que andaba buscando: una perfumería para señoras. Entró y efectuó varias compras.
A las seis, los periódicos de la noche cambiaron sus titulares. Las últimas ediciones llevaban una faja cruzada en la parte alta: Assassin de la Belle Baronne se refugie à París. Debajo, aparecía una fotografía de la baronesa de La Chalonnière, extraída de una fotografía de sociedad de cuando, cinco años atrás, había asistido a una fiesta en París. Había sido hallada en los archivos fotográficos de una agencia, y la misma foto aparecía en todos los diarios. A las 6.30, con un ejemplar de France Soir bajo el brazo, el coronel Rolland entró en un pequeño café de las proximidades de la Rue Washington. El barman, de barba afeitada, lo miró astutamente e hizo una seña con la cabeza a un hombre situado al fondo del local.
Este último se acercó a Rolland.
—¿Coronel Rolland?
El jefe del Servicio de Acción asintió con la cabeza.
—Sígame, por favor.
Abrió la marcha a través de una puerta situada al fondo del local, y los dos subieron a un saloncito del primer piso, probablemente la vivienda del propietario. El hombre llamó, y una voz, desde dentro, dijo:
—Entrez.
Mientras la puerta se cerraba tras de sí, Rolland estrechó la mano que le tendía el hombre que se había levantado de una butaca.
—¿Coronel Rolland? Enchanté. Soy el Capu, de la Unión Corsa. Tengo entendido que andan ustedes buscando a cierto hombre...
Eran las ocho cuando el superintendente Thomas llamó desde Londres. Su voz sonaba fatigada. No había sido un día cómodo. Algunos Consulados habían colaborado gustosamente, pero otros habían resultado extremadamente difíciles.
Thomas dijo que, dejando de lado las mujeres, los negros, los asiáticos y los enanos, ocho turistas varones habían perdido su pasaporte en Londres durante los cincuenta últimos días. Cuidadosa y sucintamente enunció su lista, con nombres, número de pasaporte y descripción.
—Empezaremos por eliminar a los que no pueden ser él–sugirió a Lebel–. Tres de ellos perdieron su pasaporte durante períodos en los cuales sabemos que el Chacal, alias Duggan, no estaba en Londres. Hemos comprobado las reservas y ventas de pasajes de todas las compañías aéreas hasta el primero de julio. Parece ser que el 18 de julio tomó el vuelo de la tarde para Copenhague. Según la «BEA», compró un pasaje en su mostrador de Bruselas, pagando en efectivo, y voló de regreso a Inglaterra la noche del 6 de agosto.
—Sí, las fechas concuerdan–dijo Lebel–. Hemos averiguado que parte de su viaje fuera de Londres lo pasó en París, del 22 al 31 de julio.
—Bien –dijo Thomas, desde la capital inglesa–. Tres de los pasaportes desaparecieron durante su ausencia. Podemos eliminarlos ya, ¿no cree?
—Sí–respondió Lebel.
—De los cinco restantes, uno es muy alto, seis pies y seis pulgadas, o sea, casi dos metros en el lenguaje de ustedes. Además, es italiano, lo cual significa que su estatura, en su parte, figura expresada en metros y centímetros, cosa que sería comprendida inmediatamente por un oficial francés de Aduanas, quien se daría cuenta de la diferencia, a menos que el Chacal empleara zancos.
—De acuerdo, este hombre debe de ser un gigante. Elimínelo. ¿Y los otros cuatro?–preguntó Lebel.
—Uno de ellos es gordísimo: doscientas cuarenta y dos libras, o sea más de cien kilos. El Chacal habría tenido que envolverse en tal cantidad de ropas que no hubiese podido dar un paso.
—Eliminado también–dijo Lebel–. ¿Y los dos restantes?
—Otro es demasiado viejo. La estatura concuerda, pero tiene más de setenta años. El Chacal no podría fingir esta edad, a menos que un especialista en maquillaje teatral colaborara con él.
—Elimínelo también–dijo Lebel–. ¿Y los dos restantes?
—Uno de ellos es noruego, y el otro americano –dijo Thomas–. Ambos concuerdan con los datos. Altos, anchos de hombros, entre los veinte y los cincuenta años. Hay dos cosas que inducen a eliminar también al noruego. Para empezar, es rubio: no creo que el Chacal, después de haber sido descubierta su identidad como Duggan, vuelva a adoptar el color rubio para sus cabellos. Se parecería demasiado a Duggan, ¿no cree? Por otra parte, el noruego comunicó al cónsul de su país que estaba seguro de que su pasaporte se le deslizó del bolsillo cuando cayó, completamente vestido, en el Serpentine, paseando en bote con una amiga. Jura que, cuando cayó, llevaba el pasaporte en el bolsillo superior del saco, y que no estaba allí quince minutos más tarde, cuando salió del agua. En cambio, el americano formuló una declaración jurada ante la Policía del aeropuerto de Londres afirmando que le habían robado el maletín, con el pasaporte en su interior, mientras en el vestíbulo principal del edificio del aeropuerto estaba mirando hacia otra parte. ¿Qué le parece?
—Envíeme todos los detalles del americano Marty Schulberg– dijo Lebel–. Conseguiré su fotografía en la Oficina de Pasaportes de Washington. Y gracias, una vez más, por todos sus esfuerzos.
En el Ministerio se celebró, a las diez de la noche, una segunda reunión. Fue la más breve que había tenido lugar hasta entonces. Una hora antes, todos los departamentos de Seguridad del Estado habían recibido copia de los detalles de Marty Schulberg, perseguido por asesinato. Se esperaba una fotografía antes de la mañana siguiente, que sería publicada en la primera edición de los diarios de la tarde, que estarían en la calle a las diez de la mañana.
El ministro se levantó.
—Señores, la primera vez que nos reunimos aceptamos una sugerencia formulada por el comisario Bouvier, según el cual la identificación del asesino conocido por el Chacal era básicamente una tarea adecuada para una labor puramente detectivesca. A posteriori, me inclino por reconocer el acierto de tal diagnóstico. Hemos tenido la fortuna de poder contar, durante los pasados días, con los servicios del comisario Lebel. A pesar de tres cambios de identidad del asesino, que pasó de ser Calthrop a ser Duggan, de Duggan a Jensen y de Jensen a Schulberg, y a pesar de una constante fuga de información procedente de esta misma sala, logró identificar al asesino, y dentro de los límites de esta ciudad, localizarle. Debemos darle las gracias por ello.
Inclinó la cabeza hacia Lebel, quien parecía profundamente turbado.
—Pero a partir de ahora nos incumbe a nosotros proseguir su tarea. Poseemos un nombre, una descripción, un número de pasaporte, una nacionalidad. Y dentro de pocas horas tendremos una fotografía. Confío en que, con las fuerzas que tienen ustedes a su disposición, tardaremos pocas horas en apresar a nuestro hombre. Ya todos los policías de París, todos los agentes del CRS, todos los detectives, han recibido los datos y las órdenes. Antes de mañana, o, lo más tarde, mañana a mediodía, este hombre no tendrá dónde ocultarse.
«Y ahora permítame que vuelva a felicitarle, comisario Lebel, y que retire de sus hombros el peso y la tensión de esta investigación.
En las próximas horas no necesitaremos su valiosa ayuda. Su labor ha sido realizada, y con éxito. Muchas gracias.
Esperó pacientemente. Lebel parpadeó rápidamente varias veces y se levantó de su asiento. Saludó con la cabeza a aquella reunión de hombres poderosos que ejercían el mando sobre millares de subordinados y millones de franceses. Todos le sonrieron. Lebel se volvió y salió de la sala.
Por primera vez en diez días, el comisario Claude Lebel se fue a dormir a su casa. Mientras abría con su llave la puerta del departamento y recibía los primeros rezongos de su mujer, el reloj daba la medianoche: comenzaba el día 23 de agosto.
CAPITULO XX
El Chacal entró en un bar una hora antes de la medianoche. El local estaba débilmente iluminado, y tardó varios segundos en poder distinguir su disposición y sus dimensiones. Había una larga barra que corría a lo largo de la pared de la izquierda, con una hilera iluminada de espejos y botellas detrás. Cuando la puerta se cerró detrás de el Chacal, el barman lo miró con franca curiosidad.
El local era largo y estrecho. Junto a la pared de la derecha había una hilera de mesitas. En el extremo más alejado de la puerta el establecimiento se ensanchaba en un salón, donde había mesas más grandes, con capacidad para cuatro o seis personas. Junto a la barra, una fila de taburetes. La mayor parte de las sillas y de los taburetes estaban ocupados por la clientela nocturna habitual.
La conversación se había interrumpido en las mesas más próximas a la puerta, mientras los clientes examinaban al recién llegado; y el silencio fue extendiéndose a lo largo del local a medida que todos los presentes advertían las miradas de sus compañeros y se volvían a mirar a su vez la alta y atlética figura situada junto a la puerta. Se oyeron algunos murmullos y varias risitas. El Chacal localizó un taburete libre situado en el otro extremo del mostrador y se dirigió hacia allí, pasando por entre las mesitas de la derecha y la barra de la izquierda. Se trepó a lo alto del taburete, y captó, detrás de él, un rápido susurro.
—Oh, regarde moi ça! ¡Qué músculos, querida! Esta noche voy a perder la cabeza.
El barman se deslizó a lo largo de la barra para situarse frente al nuevo cliente y verle mejor. Sus labios pintados se abrieron en una sonrisa de coquetería.
—Bonsoir..., Monsieur.
Un coro de risitas maliciosas estalló detrás.
—Donnez moi un Scotch.
El barman fue, con paso danzarín, en busca de lo pedido. Un hombre, un hombre, un hombre. Vaya jaleo habría aquella noche. Ya estaba viendo a las petites folles del otro lado del pasillo afilándose las uñas. La mayoría esperaban a sus parejas habituales, pero algunos no tenían programa y habían venido a buscarlo. «Ese muchacho nuevo–pensó el barman–va a causar sensación.»
El cliente situado al lado de el Chacal se volvió hacia él y lo miró sin disimular su curiosidad. Llevaba el pelo teñido de un rubio metálico, y cuidadosamente peinado con un flequillo de rizos pegado a la frente, al estilo de los jóvenes dioses griegos de un antiguo friso. Pero aquí terminaba todo parecido. Los ojos aparecían pintarrajeados; los labios, teñidos de un delicado coral, y las mejillas, empolvadas. Y ni siquiera el maquillaje lograba disimular las arrugas de un viejo degenerado ni la ávida expresión de la mirada.
—Tu m'invites?
La voz sonó afeminada.
El Chacal movió negativamente la cabeza. El invertido se encogió de hombros y se volvió hacia su compañero. Ambos prosiguieron su conversación, entre muecas y susurros apagados. El Chacal se había despojado de su anorak, y cuando alargó el brazo para alcanzar el vaso que le ofrecía el barman los músculos de sus hombros se marcaron claramente debajo de su camiseta.
El barman estaba entusiasmado. ¿Un «machote»? No, no podía serlo; no estaría allí. Tampoco podía ser un marica en busca de programa, o de lo contrario no habría rechazado a «la» pobre Corinne cuando «ésta» le había pedido un trago. Debía de ser... ¡qué maravilla! Un joven invertido buscando a una pareja que se lo llevara a casa. ¡Vaya juerga se iban a correr aquella noche!
Poco antes de la medianoche empezaron a llegar los verdaderos clientes; se sentaban al fondo, mirando a los presentes, y de vez en cuando llamaban al barman para decirle unas palabras al oído. Entonces el barman volvía al mostrador y hacia una seña a una de las «chicas».
—Monsieur Pierre quiere decirte una cosa, «querida». Anda y pórtate bien, y, por Dios, no llores como la última vez.
El Chacal hizo su conquista poco después de la medianoche. Dos de los hombres situados al fondo le habían estado mirando durante varios minutos. Estaban sentados en diferentes mesas y de vez en cuando se dirigían miradas de deleite. Ambos eran de mediana edad; uno de ellos era un hombre gordo, de ojos diminutos enterrados entre unos gruesos párpados, con una papada que rebosaba por encima del cuello de la camisa. Parecía un tipo vulgar y sucio. El otro era delgado, elegante, con un cuello de buitre y una calvicie incipiente que pretendía disimular con los pocos cabellos que le quedaban, cuidadosamente dispuestos en el cráneo. Llevaba un traje de buen corte, de pantalones estrechos, y una chaqueta cuyas mangas dejaban asomar apenas el encaje de los puños de la camisa. Lucía un pañuelo de seda hábilmente anudado en el cuello. El Chacal pensó que sin duda tendría algo que ver con el mundo de las artes, de la moda o de la peluquería.
El gordo llamó al barman y le habló al oído. Un billete grande pasó al bolsillo de los estrechos pantalones del barman, quien se acercó a el Chacal.
—Dice el señor si tiene usted inconveniente en tomar una copa de champaña con él–susurró el barman, mirándole intencionadamente.
El Chacal dejó el whisky encima del mostrador.
—Dígale al señor–dijo claramente, de modo que todos los de la barra pudieran oírle perfectamente– que no me atrae.
Hubo exclamaciones ahogadas de horror, y varios de los jovencitos bajaron de sus taburetes y se acercaron para no perderse una palabra. Los ojos del barman se dilataron de puro espanto.
—Te ofrece una copa de champaña, querido. Lo conocemos, diste en el blanco, es un amor.
Por toda respuesta, el Chacal bajó de su taburete, tomó su vaso de whisky y se acercó al otro hombre.
—¿Me permite que me siente aquí? –le preguntó–. Me están molestando.
El cliente distinguido casi se desmayó de puro placer. Pocos minutos más tarde, el gordo, todavía presa de ira por el insulto de que había sido víctima, se retiró del local, mientras su rival, con su huesuda mano puesta con indolencia encima de la del joven americano sentado a su mesa, se lamentaba a su nuevo amigo de los modales groseros de algunas personas que circulaban por el mundo.
El Chacal y su pareja salieron del bar después de la una de la madrugada. Pocos minutos antes, el invertido, que se llamaba Jules Bernard, había preguntado a el Chacal dónde se hospedaba. Fingiéndose avergonzado por ello, el Chacal confesó que no tenía adónde ir, y se presentó como un estudiante sin un céntimo, que había tenido mala suerte. En cuanto a Bernard, apenas podía creer en su buena fortuna. Dijo a su joven amigo que casualmente él tenía un departamento muy lindo, muy bien decorado y muy tranquilo. Vivía solo, nadie le molestaba, y no se trataba con ninguno de los vecinos de la casa porque en cierta ocasión se habían portado muy mal, pero muy mal, con él. Estaría encantado si el joven Martin aceptaba instalarse con él durante su estancia en París. Fingiendo esta vez gratitud, el Chacal había aceptado. Poco antes de salir del bar, había entrado en el lavabo (sólo había uno), del que salió poco después con los ojos muy pintados, las mejillas empolvadas y los labios rojos. Bernard pareció decepcionado, pero lo disimuló mientras todavía estaban en el bar.
Una vez en la acera, protestó:
—Así no me gustas. Pareces uno cualquiera de esos maricas de ahí dentro. Eres un muchacho muy guapo. No necesitas esas porquerías.
—Lo siento, Jules. Creí que te gustaría más. En cuanto lleguemos a casa me lo quitaré todo.
Ligeramente tranquilizado, Bernard abrió la marcha en dirección a su automóvil. Accedió a acompañar a su nuevo amigo, primero, a la Gare d'Austerlitz, a recoger sus valijas antes de llevarlo a su casa. En el primer cruce, un policía apareció en el centro de la calzada y les obligó a parar. Cuando el policía introducía la cabeza por la ventanilla del conductor, el Chacal encendió la luz interior. El policía lo miró un instante, y luego retiró la cabeza, con expresión de asco.
—Allez–dijo sin más. Y mientras el coche se alejaba murmuró–: Sales pédés.
Un poco antes de la estación volvieron a pararlos, y el policía pidió la documentación. El Chacal soltó una risita seductora.
—¿Es lo único que deseas?–preguntó, intencionadamente.
—Lejos de aquí–dijo el policía, retirándose.
—No los enojes –protestó Bernard, sotto voce–. Nos van a detener.
El Chacal retiró las dos valijas del depósito, sin más que una mirada de asco del empleado, y las cargó en el baúl del coche de Bernard.
Volvieron a detener el coche cuando se dirigían hacia el piso de Bernard. Esta vez eran dos agentes del CRS, un sargento y un agente, quienes les indicaron que pararan en un cruce, a pocos cientos de metros de donde vivía Bernard. El agente se acercó a la puerta del pasajero y miró a el Chacal a la cara. Tuvo un sobresalto.
—Válgame Dios. ¿A dónde van ustedes?–gruñó.
El Chacal hizo un mohín.
—¿A dónde te parece, monada?
El agente del CRS hizo una mueca de repugnancia.
—Me da asco, maricas. Vamos, adelante.
—Debió pedirles la documentación–dijo el sargento al número, mientras las luces traseras del coche de Bernard desaparecían calle abajo.
—Vamos, mi sargento–protestó el subordinado–, estamos buscando a un tipo que se acostó con una baronesa y la liquidó luego, y no a un par de mariquitas.
Bernard y el Chacal llegaron al departamento a las dos de la madrugada. El Chacal insistió en pasar la noche en el diván de la sala de estar, y Bernard disimuló sus objeciones, aunque ello no le impidió espiar por el ojo de la cerradura mientras el joven americano se desnudaba.
Por la noche, el Chacal examinó el contenido de la heladera de la pequeña cocina, exquisitamente decorada en un estilo totalmente afeminado y decidió que había en ella alimentos suficientes para tres días, para una sola persona; pero no para dos. Por la mañana, Bernard quería ir a buscar leche fresca, pero el Chacal se lo impidió, insistiendo en que para el café prefería leche de lata. Así, pues, pasaron la mañana en el piso, charlando. A mediodía, el Chacal se empeñó en ver por televisión el noticiario.
La primera noticia se refería a la búsqueda del asesino de Madame la Baronne de la Chalonnière. Jules Bernard soltó un chillido de horror.
—Oh, no puedo soportar la violencia–dijo.
Un segundo después un rostro apareció en la pantalla: un rostro joven, de facciones correctas, con el pelo castaño y anteojos de montura gruesa, que pertenecía, según dijo el locutor, al asesino, un estudiante americano llamado Marty Schulberg. Si alguien hubiera visto a aquel individuo o tuviera noticia de...
Bernard, que estaba sentado en el sofá, se volvió en redondo y levantó los ojos. Lo último que pensó fue que el locutor se había equivocado, porque había dicho que Schulberg tenía los ojos azules, mientras que los ojos que lo miraban desde detrás de los dedos de acero que aferraban su garganta eran grises...
Pocos minutos más tarde, la puerta del armario ropero del recibidor se cerraba, ocultando los rasgos distorsionados, el pelo enmarañado y la lengua colgante de Jules Bernard. El Chacal cogió una revista del estante de la sala de estar y se dispuso a esperar dos días.
Durante aquellos dos días, París fue registrado como no lo había sido nunca hasta entonces. Todos los hoteles, desde los más elegantes y más caros hasta el prostíbulo mas sórdido fueron visitados y comprobada su lista de huéspedes. Todas las pensiones, habitaciones para dormir, casas de huéspedes y hostales fueron registrados. Bares, restaurantes, clubs nocturnos, cabarets y cafés eran visitados constantemente por policías de particular, quienes mostraban a los camareros, barmen y clientes el retrato del hombre a quien buscaban. La casa o departamento de todos y cada uno de los simpatizantes de la OAS fue registrada a fondo. Más de setenta jóvenes que tenían algún parecido con el asesino fueron detenidos para ser interrogados, y puestos en libertad después con toda clase de excusas, y aun, esto último, porque, siendo todos ellos extranjeros, se consideraba que merecían un trato más cortés que los franceses..
En las calles, los taxis y los ómnibus, fueron a cientos de millares los ciudadanos a quienes se exigió que presentaran su documentación. En las principales entradas de París fueron emplazadas barreras de control, y los noctámbulos parisienses eran obligados a identificarse ante los agentes de servicio varias veces en un recorrido de un kilómetro.
En el mundo del hampa los corsos habían entrado en acción, deslizándose silenciosamente entre los vagos, las prostitutas, los rateros, los ladrones, etc., advirtiendo a todos que quien se guardara alguna información incurriría en las iras de la Unión, con todas las consecuencias que ello acarreaba.
Cien mil hombres a sueldo del Estado, desde detectives de alta graduación hasta soldados y gendarmes, estaban al acecho. Los cincuenta mil miembros en que se calcula el contingente aproximado del mundo del crimen y sus industrias auxiliares espiaban los rostros de los que pasaban. Los que vivían de la industria turística recibieron órdenes de estar ojo avizor. En los cafés, bares y clubs de estudiantes, así como en los grupos y sindicatos sociales se infiltraron detectives de aspecto juvenil. Las agencias especializadas en colocar estudiantes extranjeros en casas de familias francesas, en régimen de intercambio, fueron visitadas y alertadas.
Al atardecer del 24 de agosto, el comisario Claude Lebel, que había pasado la tarde del sábado trabajando en su jardín, recibió órdenes, por teléfono, de presentarse al despacho particular del ministro. Un coche fue a buscarlo a las seis.
Cuando vio al ministro quedó sorprendido. El dinámico jefe de toda la organización de seguridad interior de Francia aparecía cansado, exhausto. Parecía haber envejecido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Profundas ojeras cernían sus ojos. Con un ademán, invitó a Lebel a sentarse en la silla situada frente a su mesa, mientras él ocupaba el sillón giratorio en el cual le gustaba poder volverse de cara a la ventana y tener a su vista, sin moverse de detrás de su mesa, la Place Beauvau. Esta vez no miró por la ventana.
—No lo encontramos –dijo, brevemente–. Se ha evaporado, como si se lo hubiese tragado la tierra. Estamos convencidos de que la gente de la OAS no está más enterada que nosotros de su paradero. El mundo del hampa no tiene la menor noticia. La Unión Corsa afirma que no es posible que esté en la ciudad.
Hizo una pausa y suspiró, mientras contemplaba al pequeño detective, al otro lado de la mesa, quien parpadeó varias veces pero no dijo nada.
—Creo que en realidad nunca hemos tenido idea de la clase de hombre a quien estuvo usted buscando durante las dos últimas semanas. ¿Usted qué opina?
—Está aquí, en alguna parte–respondió Lebel–. ¿Qué medidas se han tomado para mañana?
El ministro parecía víctima de un intenso dolor físico.
—El Presidente se niega a modificar sus planes y a permitir que se altere su itinerario. Esta mañana hablé con él. No le gustó lo que le dije. Así, pues, mañana se hará todo de acuerdo con lo previsto. A las diez, De Gaulle volverá a encender la Llama Eterna bajo el Arco de Triunfo. A las once, oficio solemne en Notre Dame. A las doce y media, meditación privada en el santuario de los resistentes martirizados en Montvalérien, y luego, regreso al palacio para el almuerzo y la siesta. Por la tarde, una sola ceremonia consistente en la imposición de la Medalla de la Liberación a un grupo de diez veteranos de la Resistencia cuyos servicios a la causa son, ciertamente, reconocidos con cierto retraso.
«Esta ceremonia tendrá lugar a las cuatro en punto en la plaza situada frente a la Gare de Montparnasse. El general eligió el lugar personalmente. Como usted sabe, ya se han empezado a rellenar los cimientos destinados a la nueva estación, que será levantada a unos quinientos metros de la actual. El terreno de la vieja estación será destinado a la construcción de un edificio para oficinas y tiendas. Si la edificación se lleva a cabo según el calendario previsto, es posible que éste sea el último Día de la Liberación en que la vieja fachada de la estación permanezca intacta».
—¿Y en cuanto al control de la multitud–preguntó Lebel.
—Bueno, hemos estudiado a fondo la cuestión. El público será mantenido a una distancia superior a la habitual. Las barreras de control para cada ceremonia serán colocadas con varias horas de antelación; después se registrará a fondo la zona incluida en el interior de las barreras, desde los sótanos hasta los tejados, incluidas las alcantarillas. Todas las casas y los pisos serán registrados. Antes de cada ceremonia y durante el curso de la misma habrá centinelas armados en todos los tejados de las cercanías, vigilando los tejados y las ventanas de enfrente. Nadie podrá cruzar las barreras, salvo los funcionarios que deban tomar parte en la ceremonia.
«Esta vez los preparativos han sido extremados. Hasta en las cornisas de Notre Dame, por dentro y por fuera, habrá policías, así como en el tejado y los campanarios. Todos los sacerdotes que tomarán parte en la Misa serán registrados por si llevan armas, así como los acólitos y los monaguillos. Mañana por la mañana se distribuirá a los agentes del CRS y de la Policía una contraseña especial, por si el asesino intentara disfrazarse de agente de Seguridad.
«Hemos pasado las últimas veinticuatro horas instalando en secreto cristales, vidrios a prueba de balas en el «Citröen» en que viajará el Presidente. Por cierto, no diga a nadie una sola palabra de ello; ni siquiera el Presidente debe enterarse. Se pondría furioso. Marroux conducirá el coche, como de costumbre, pero le hemos ordenado que lleve una velocidad superior a la habitual, por si nuestro amigo intenta disparar contra el coche en marcha. Ducret se ha puesto de acuerdo con un grupo de oficiales y de funcionarios especialmente altos de estatura para que procuren formar una valla protectora alrededor del general sin que éste se dé cuenta.
«Aparte de esto, toda persona que se acerque a menos de doscientos metros de él será revisada, sin excepción. Tendremos problemas con el Cuerpo diplomático, y la Prensa amenaza con una revuelta. Todos los pases diplomáticos y de Prensa serán cambiados súbitamente mañana de madrugada, por si el Chacal hubiese conseguido alguno de los actuales. Como es lógico, cualquier persona que lleve un paquete u objeto alargado será alejada en cuanto sea localizada. Bien, ¿tiene usted alguna otra idea?»
Lebel reflexionó unos instantes, retorciéndose las manos, entre las rodillas como un colegial obligado a justificarse ante su maestro. En verdad, encontraba abrumadores algunos de los problemas que planteaba la V República; él, un policía que había empezado su carrera como simple agente y que se había pasado la vida atrapando a criminales por el simple procedimiento de tener los ojos un poco más abiertos que los demás.
—No creo que el Chacal se arriesgue a perder la vida en la empresa–dijo, al fin–. Es un mercenario; mata por dinero. Aspira a escapar con vida y poder gozar de sus ganancias. Y ha elaborado su plan de antemano, durante el viaje de reconocimiento que realizó en los últimos ocho días de julio. Si albergara alguna duda acerca del éxito de la operación o de sus posibilidades de escapar, ya hubiese desistido hace días.
«Así, pues, forzosamente debe de ocultar algún triunfo en la manga. Pudo deducir por sí mismo que un solo día al año, el Día de la Liberación, el orgullo del general De Gaulle le impediría quedarse en casa, sin tener en cuenta ningún peligro personal. Probablemente previó que las medidas de seguridad, particularmente después de haber sido descubierta su presencia, serían tan excepcionales como las ha descrito usted, señor ministro. Y, sin embargo, no ha desistido».
Lebel se levantó, y aun a sabiendas de que quebrantaba el protocolo, empezó a medir la habitación a grandes pasos.
—No ha desistido. Y no desistirá. ¿Por qué? Porque cree que puede salirse con la suya y escapar. Por consiguiente, debe de habérsele ocurrido alguna idea en la que nadie más ha pensado. Tiene que ser una bomba que estalle mediante control remoto, o un fusil. Pero una bomba podría ser descubierta. Así que debe ser forzosamente un fusil. Por eso tuvo que entrar en Francia en coche. El arma estaba en el coche, probablemente soldada al chasis o en el interior del tablero de mandos.
—¡Pero no puede acercarse a De Gaulle con un fusil! –exclamó el ministro–. Nadie puede acercarse a él, excepto unas pocas personas, y todas serán revisadas. ¿Cómo puede introducir un fusil en el interior del círculo formado por las barreras de control?
Lebel se detuvo en sus idas y venidas y, encogiéndose de hombros, se volvió hacia el ministro.
—No lo sé. Pero él cree que podrá hacerlo, y hasta ahora a pesar de haber tenido un poco de mala suerte y otro poco de buena suerte, no ha fracasado. A pesar de haber sido traicionado y perseguido por dos de las mejores fuerzas policiales del mundo, ha llegado hasta aquí. Con un arma, oculto, tal vez con otro rostro y bajo otra identidad. Una sola cosa es segura, señor ministro. Dondequiera que esté, deberá salir de su escondrijo mañana. Cuando lo haga, tenemos que localizarlo. Y ello se reduce a una sola cosa, el viejo aforismo de los detectives: tener los ojos muy abiertos.
«No hay nada más que pueda sugerirle en cuanto a las precauciones de seguridad, señor ministro. Parecen perfectas, y hasta abrumadoras. Por consiguiente, ¿me será permitido acudir a cada una de las ceremonias previstas para ver si logro localizarlo? Es lo único que cabe hacer».
El ministro se sentía decepcionado. Había confiado en un rasgo de inspiración, alguna brillante revelación por parte del detective a quien Bouvier había descrito dos semanas atrás como el mejor de Francia. Y el hombre se limitaba a sugerir que tuvieran los ojos muy abiertos. El ministro se levantó.
—Desde luego –dijo, con frialdad–. Se lo agradeceremos mucho, señor comisario.
Aquella misma noche, el Chacal hizo sus últimos preparativos en el dormitorio de Jules Bernard. Encima de la cama dispuso el par de viejos zapatos negros, las medias grises de lana, los pantalones, la camisa de cuello abierto, el largo capote militar con una sola hilera de cintas de campaña, y la boina negra del veterano de guerra francés André Martin. El Chacal dejó encima de estas prendas la documentación falsa conseguida en Bruselas, que daría al portador de aquel atuendo su nueva identidad.
A un lado, dejó el ligero arnés que se había hecho confeccionar en Londres, y los cinco tubos de acero que parecían de aluminio y que contenían el cañón, la recámara, la culata, el silenciador y la mira telescópica de su fusil. Junto a estos objetos se hallaba el taco de goma que contenía las cinco balas explosivas.
Retiró dos de las balas, y con la ayuda de unos alicates procedentes de la caja de herramientas encontrada debajo del lavadero de la cocina, extrajo cuidadosamente las dos balas de sus cartuchos. Del interior de cada uno de ellos retiró el pequeño lápiz de explosivo que contenían. Conservó éstos, y tiró los cartuchos vacíos en el tacho de la basura. Le quedaban todavía tres balas. No necesitaba más.
Llevaba dos días sin afeitarse, y una fina pelusa rubia cubría su mentón. Mañana se afeitaría, tan torpemente como le fuese posible hacerlo, con la navaja que se había comprado a su llegada a París. En el estante del baño había los frascos de loción para después de afeitarse que en realidad contenían la tintura gris para el pelo, que ya había utilizado una vez para adoptar la personalidad del pastor Jensen, y el disolvente. Ya se había quitado el tinte castaño de Marty Schulberg, y, sentándose frente al espejo del baño, se dedicó a cortarse los cabellos muy cortos, hasta que le quedaron como un cepillo.
Hizo un último repaso para comprobar que todo estaba en orden, se preparó una tortilla, se instaló frente al televisor, y estuvo contemplando un espectáculo de variedades hasta que llegó la hora de acostarse.
El domingo, 25 de agosto de 1963, resultó un día extremadamente caluroso. París se hallaba en el punto más alto de la ola de calor de aquel verano, exactamente como un año atrás, tres días antes, cuando el teniente coronel Jean Marie Bastien Thiry y sus hombres habían intentado matar a tiros a Charles de Gaulle, cerca de Petit Clamart. Aunque ninguno de los conjurados de aquella tarde de 1962 se había dado cuenta de ello, su acción había puesto en marcha una cadena de acontecimientos que no debía tener fin, y definitivamente, hasta la tarde de aquel domingo veraniego que irradiaba su color en la ciudad en fiesta.
Pero si París estaba de fiesta para celebrar su liberación de los alemanes diecinueve años atrás, había setenta y cinco mil de sus habitantes que sudaban a mares bajo sus uniformes intentando mantener en orden a los restantes. Pregonadas por toda la Prensa en tonos exaltados, las ceremonias del Día de la Liberación eran presenciadas por una concurrencia masiva. Sin embargo, la mayoría de los asistentes apenas lograban divisar un instante al jefe del Estado, que avanzaba entre sólidas falanges de guardias y policías para acudir a los lugares donde se celebraban las conmemoraciones.
Aparte de ser ocultado a la vista del público por un grupo de oficiales y de funcionarios que, aunque encantados de haber sido invitados a asistir, no habían advertido que su única característica común era su elevada estatura, ni que cada uno de ellos, a su manera, hacía las veces de escudo humano para el Presidente, el general De Gaulle estaba rodeado, además por cuatro de sus guardias de corps.
Por fortuna, su miopía, intensificada por su negativa a usar anteojos en público, le impedía darse cuenta de que detrás de cada uno de sus codos y a cada uno de sus lados había las enormes masas de Roger Tessier, Paul Comiti, Raymond Sasia y Henri d'Jouder.
La Prensa conocía a esos hombres por «los gorilas», y muchos creían que esta expresión era un simple tributo a su aspecto. En realidad, el término definía muy bien su manera de andar. Los cuatro eran expertos en todas las formas de combate, y poseían un tórax y unos hombros fuertemente musculados. Con los músculos tensos, los dorsales obligaban a los brazos a despegarse de los costados, de modo que las manos pendían bastante separadas del cuerpo. Además, cada uno de aquellos hombres llevaba en la axila izquierda su arma automática favorita, lo cual acentuaba su pose de gorila. Andaban con las manos un poco abiertas, dispuestas a empuñar el arma y disparar al menor asomo de desorden.
No hubo ninguno. La ceremonia del Arco de Triunfo se desarrolló exactamente de acuerdo con lo previsto, mientras que a todo lo largo del gran anfiteatro de tejados que dominaban la Place de l'Étoile centenares de hombres con prismáticos y fusiles se encontraban agachados detrás de las chimeneas, vigilando la escena. Cuando la cabalgata presidencial se alejó por fin de los Champs Elysées hacia Notre Dame, todos ellos exhalaron un suspiro de alivio y empezaron a bajar de sus puestos de observación.
En la catedral, lo mismo. Oficiaba el cardenal arzobispo de París, flanqueado por sus prelados y el clero, todos los cuales habían sido vigilados mientras se revestían. En lo alto del órgano había dos hombres con fusiles (ni siquiera el arzobispo estaba al corriente de ello) que vigilaban a la multitud. Entre los fieles se encontraban numerosos policías de particular que no se arrodillaban ni cerraban los ojos, pero que rezaban tan fervorosamente como los demás la vieja oración de los policías: «Por favor, Señor, que no ocurra mientras estoy de servicio».
Afuera, varios de los presentes, a pesar de hallarse a doscientos metros de las puertas de la catedral, fueron alejados bruscamente del lugar cuando metieron la mano en el bolsillo interior del saco. Uno de ellos sólo pretendía rascarse la axila, y el otro sacar su paquete de cigarrillos.
Y, una vez más, nada ocurrió. No sonó ningún tiro de fusil desde un tejado, ni el estallido de una bomba con mecanismo de relojería. Incluso los policías se escudriñaban entre ellos, para asegurarse de que sus colegas llevaban el indispensable distintivo distribuido aquella misma madrugada para impedir que el Chacal consiguiera uno de ellos. Uno de los hombres del CRS que había perdido su distintivo fue detenido en el acto y conducido a la furgoneta celular. Le quitaron la ametralladora, y no lo soltaron hasta la tarde. Para ello fue preciso que veinte colegas suyos le reconocieran personalmente y respondieran por él.
En Montvalérien, la atmósfera fue tensa, aunque el Presidente no dio muestras de advertirlo. En aquel suburbio obrero, los hombres de la Seguridad habían calculado que mientras se hallara en el interior del osario el general estaría a salvo. Pero cuando el coche se abriera paso por las estrechas calles próximas a la cárcel, el asesino podía intentar llevar a cabo su proyecto.
En realidad, en aquel momento el Chacal se encontraba en otro lugar.
Pierre Valremy estaba harto. Tenía calor, la camisa se le pegaba a la espalda, y la correa de la ametralladora se le clavaba en el hombro a través de la tela empapada. Era la hora de comer, tenía sed y sabía que se perdería el almuerzo. Empezaba a arrepentirse de haberse alistado en el CRS.
Le había parecido una excelente solución cuando, por reducirse el personal, le habían despedido de su trabajo en la fábrica de Ruán, y el empleado del Sindicato le había señalado el cartel de la pared, en el que aparecía un radiante joven en uniforme del CRS que informaba al mundo de que tenía un empleo con futuro y perspectivas de una vida interesante. El uniforme del cartel parecía cortado por el propio Balenciaga. Por tanto, Valremy se había alistado.
Nadie le había dicho una sola palabra de los cuarteles que parecían una prisión–cosa que habían sido, en realidad–, ni de la instrucción, ni de los ejercicios nocturnos, ni de la camisa de sarga que picaba, ni de las horas de plantón en las esquinas con un frío glacial o un calor achicharrante, en espera de la Gran Detención que nunca se producía. La documentación de la gente siempre estaba en orden, sus misiones eran siempre formularias, y, en conjunto, ciertamente había motivo para dedicarse a la bebida.
Y ahora París, su primer viaje fuera de Ruán. Había pensado que podría ver la Ciudad Luz. Ni soñarlo, por lo menos teniendo por jefe de la sección al sargento Barbichet. Con él, lo de siempre, y nada más que lo de siempre. «Encárgate de esta parte de cordón, Valremy. Mucho ojo, que nadie se mueva, y que no pase nadie a menos que esté autorizado, ¿eh? Es un trabajo de responsabilidad, muchacho».
¡Responsabilidad! En París, en aquel Día de la Liberación se habían vuelto locos. ¡Traer a la ciudad a millares de agentes de provincias para reforzar a las tropas de París! Por lo visto, circulaba el rumor de que iba a ocurrir algo. Rumores, siempre rumores. Nunca ocurría nada.
Valremy se volvió y miró arriba de la Rue de Rennes. La barrera donde montaba la guardia era una de la cadena de ellas que se extendía a través de la calle, de un edificio a otro, a unos doscientos cincuenta metros de la Place du 18 Juin. La fachada de la estación del ferrocarril se levantaba a otros doscientos metros, al otro lado de la plaza, en cuyo patio delantero había de celebrarse la ceremonia. Desde lejos, Valremy veía a unos hombres que marcaban en el patio los lugares donde deberían situarse los viejos veteranos, los funcionarios y la banda de la Guardia Republicana. Aún había que esperar otras tres horas. Santo Dios, ¿no acabaría nunca?
A lo largo de las barreras empezaba a congregarse el gentío. «Los hay que tienen paciencia», pensó Valremy. Esperar allí horas y más horas sólo para ver una multitud de cabezas a trescientos metros de distancia y saber que De Gaulle estaba en medio de aquellas cabezas. Y, sin embargo, la gente acudía siempre cuando el Viejo Charles aparecía en público.
Habría ya unas cien o doscientas personas esparcidas a lo largo de las barreras cuando Valremy vio al anciano. Bajaba cojeando por la calle como si fuese totalmente incapaz de recorrer otro centenar de metros. Su boina negra aparecía manchada por el sudor, y el largo capote le llegaba hasta más abajo de la rodilla. Lucía una hilera de medallas que pendían, tintineando, de su pecho. Varias de las personas pegadas a las barreras lo miraron con compasión.
«Esos viejos siempre andan con sus medallas a cuestas –pensó Valremy–, como si fuese lo único que poseen.» Bueno, acaso para algunos de ellos era, en efecto, lo único que poseían. Especialmente tipos como aquél, con una sola pierna. «Seguramente–pensó Valremy mientras veía al viejo que bajaba cojeando por la calle–de joven, cuando tenía dos piernas, corrió lo suyo».
Ahora parecía una vieja gaviota herida, como la que el agente del CRS había visto una vez en la playa de Kermadec.
¡Santo Dios, tener que pasarse el resto de la vida saltando sobre una sola pierna y arrastrándose sobre una muleta de aluminio! El anciano se acercó a él, cojeando.
—Je peux passer? –preguntó tímidamente.
—Venga, abuelo, a ver sus papeles.
El viejo veterano hurgó en el interior de su camisa, a la cual no le hubiese ido mal un buen lavado. Extrajo de ella dos tarjetas, que Valremy tomó y examinó. André Martin, ciudadano francés, de cincuenta y tres años, nacido en Colmar, Alsacia, residente en París. La otra tarjeta había sido extendida al mismo nombre. En la parte superior de la misma aparecía la inscripción «Mutilé de Guerre»
«Y bien mutilado, compadre», pensó Valremy.
Examinó las fotografías de los dos documentos. Eran del mismo hombre, pero tomadas en épocas diversas. Levantó los ojos para mirar al hombre.
—Quítese la boina.
El viejo se la quitó y la arrugó entre sus manos. Valremy comparó su rostro con el de las fotografías. Era el mismo. El viejo parecía enfermo. Se había hecho varios cortes al afeitarse, y llevaba unos pedacitos de papel higiénico pegados a los cortes, donde todavía se notaban las gotas de sangre seca. El rostro aparecía grisáceo y cubierto de una película grasienta de sudor. Por encima de la frente el pelo gris se erizaba en desorden. Valremy le devolvió los documentos.
—¿Para qué quiere pasar?
—Vivo aquí–dijo el anciano–. De mi pensión de retiro. En una buhardilla.
Valremy volvió a reclamar los documentos. La tarjeta de identidad daba la dirección del viejo: 154 Rue de Rennes París VIème. El agente miró la casa frente a la cual se encontraba. Era el 132. El 154 debía de quedar más abajo. No tenía órdenes de impedir que un anciano volviera a su casa.
—Bueno, pase. Pero no se meta en líos. El Gran Charles va a venir dentro de un par de horas.
El viejo sonrió; al guardarse de nuevo los documentos estuvo a punto de perder el equilibrio, por lo que Valremy se apresuró a sostenerlo.
—Lo sé. Uno de mis viejos camaradas va a recibir su medalla. A mí me la dieron hace un par de años... –se tocó la Medalla de la Liberación que lucía prendida en el pecho–, pero sólo del Ministerio de la Guerra.
Valremy echó una ojeada a la medalla. Así que aquélla era la Medalla de la Liberación. Y por aquella chuchería se podía perder una pierna. Recordó su autoridad y saludó con una inclinación de cabeza. El viejo se alejó calle abajo, con su muleta. Valremy se volvió para cortar el paso a un aprovechado que pretendía colarse.
—Bueno, bueno, basta. Que nadie pase de aquí.
Lo último que vio del viejo soldado fue un extremo de su largo capote que desaparecía en el interior de un portal de la misma calle, casi junto a la plaza.
Madame Berthe levantó los ojos sobresaltada cuando la sombra del hombre que entraba cayó sobre ella. Había sido un día de prueba para ella, con la Policía registrando todas las habitaciones de la casa. No sabía qué hubiesen dicho los inquilinos, de haber estado allí. Menos mal que se hallaban todos fuera, de vacaciones.
Cuando la Policía se hubo ido, la portera se instaló de nuevo en su lugar habitual, junto a la puerta, con su tejido. La ceremonia que había de celebrarse a cien metros, en la plaza, dentro de dos horas, no le interesaba en absoluto.
—Excusez moi, Madame... Pensé que... tal vez un vaso de agua. Estoy pasando mucho calor, esperando la ceremonia...
La portera vio el rostro y la figura de un viejo con un capote como el que había lucido en otros tiempos su difunto marido, adornado con unas medallas que colgaban debajo de la solapa del lado izquierdo. El hombre se apoyaba pesadamente en una muleta, y por debajo del largo capote sólo asomaba una pierna. Su rostro parecía demacrado y sudoroso. Madame Berthe se guardó la labor en el bolsillo del delantal.
—Oh, mon pauv' monsieur. Tener que andar así... con este calor. Todavía faltan dos horas para la ceremonia. Ha llegado usted demasiado pronto... Pase, pase...
Abrió la vidriera de su quiosco, situado al fondo de la portería, para ir a buscar un vaso de agua. El veterano de guerra la siguió cojeando.
El ruido del agua que brotaba de la canilla no dejó que Madame Berthe oyera cómo se cerraba la puerta de su quiosco; y apenas sintió cómo los dedos de la mano izquierda del hombre se deslizaban alrededor de su mandíbula inferior, por detrás. El crujido de los nudillos debajo del hueso mastoideo, en el lado derecho de su cabeza, exactamente detrás de la oreja, fue completamente inesperado. La imagen del grifo que manaba y del vaso que se llenaba ante sus ojos estalló en fragmentos rojos y negros, y el cuerpo inerte se deslizó silenciosamente hacia el suelo.
El Chacal se desabrochó el capote, se llevó las manos a la cintura y soltó el arnés que había mantenido doblada su pierna derecha y pegada a sus nalgas Cuando estiró la pierna y flexionó la rodilla inmovilizada, su rostro se contrajo en una mueca de dolor. Dejó que transcurrieran varios minutos, a fin de que la sangre volviera a circular por la pantorrilla y el tobillo antes de apoyarse en la pierna.
Cinco minutos más tarde, Madame Berthe era atada firmemente de manos y pies con unas prendas de ropa encontradas debajo del lavadero, y amordazada con un buen parche de tela adhesiva. Luego, el Chacal la encerró en el lavadero.
No tardó en encontrar las llaves del piso: estaban en el cajón de la mesa. Abrochándose de nuevo el capote, tomó la muleta, la misma con la cual había cojeado por los aeropuertos de Bruselas y de Milán doce días atrás, y echó una ojeada al exterior. La portería estaba desierta. Salió del quiosco, cerró con llave la puerta tras de sí y subió por la escalera.
En el sexto piso, se decidió por el departamento de Mademoiselle Béranger y llamó a la puerta. Nadie contestó. Esperó y volvió a llamar. Ni de aquel piso ni del contiguo, el de Monsieur y Madame Charrier, llegó sonido alguno. Buscando la llave correspondiente, abrió la puerta del departamento de Mademoiselle Béranger, entró, y cerró de nuevo la puerta tras de sí.
Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. Al otro lado de la calle, en los tejados de las casas de enfrente, hombres de uniforme se estaban situando en sus puestos de acecho. Había llegado con el tiempo justo. Estirando el brazo en toda su longitud, levantó el pasador de la ventana, y la abrió para adentro, de par en par, al tiempo que retrocedía hacia el interior de la habitación. Un cuadrado de luz cayó a través de la ventana sobre la alfombra. Por contraste, el resto de la estancia apareció más oscuro.
Si se mantenía alejado de aquel cuadrado de luz, los vigías del otro lado de la calle no verían nada.
Situándose a un lado de la ventana a la sombra de las cortinas, comprobó que mirando hacia abajo y de lado, podía ver el patio delantero de la estación, a unos ciento treinta metros de distancia. A dos metros y medio de la ventana, y a un lado, dispuso la mesa de la sala de estar, después de retirar de la misma el mantel y el jarrón con flores de plástico y de sustituirlos por un par de almohadones del sofá. Sería su puesto de tiro.
Se despojó del capote y se arremangó la camisa. La muleta fue desmontada pieza por pieza. La contera de goma de la misma fue destornillada y reveló los brillantes pistones de percusión de los tres proyectiles que quedaban. La náusea y el sudor provocados por la masticación y deglución de la cordita de los otros dos apenas empezaba a ceder.
La sección contigua a la contera fue destornillada y de ella salió el silenciador. De la segunda sección, el Chacal extrajo la mira telescópica. La parte más gruesa de la muleta, donde los dos soportes superiores se unían en el tubo más grueso, contenía el cañón con la recámara.
De la estructura en forma de Y, el Chacal extrajo las dos varillas que, una vez montadas, se convertirían en la culata del fusil. Finalmente, desmontó de la muleta el soporte almohadillado. Era la única pieza que no contenía nada en su interior, salvo el gatillo, enterrado en el relleno. Por lo demás, el soporte se ajustaba al fusil tal como estaba para constituir la parte de la culata que se apoya en el hombro.
Con sumo cuidado y minuciosidad, el Chacal montó el fusil: recámara y cañón, varillas superior e inferior de la culata, el apoyo para el hombro, el silenciador y el gatillo. Finalmente, deslizó el alza telescópica, que sujetó firmemente.
Sentándose en una silla detrás de la mesa, e inclinándose ligeramente hacia delante, con el cañón apoyado en los dos almohadones, miró a través del alza telescópica. La plaza soleada, situada al otro lado de la ventana, ciento cincuenta metros más abajo, entró en su ángulo de visión. La cabeza de uno de los hombres que todavía estaban señalando los lugares donde deberían situarse los asistentes a la ceremonia pasó por el punto de mira. El Chacal siguió el blanco con el arma. La cabeza aparecía grande y clara, tan grande como había visto el melón en el calvero de un bosque de las Ardenas.
Por fin, satisfecho, alineó los tres cartuchos junto al borde de la mesa, como soldados en formación. Con el índice y el pulgar corrió hacia atrás el cerrojo del fusil e introdujo el primer proyectil en la recámara. Uno solo debería bastar; pero le quedaban dos más. Empujó el cerrojo hacia delante hasta que tocó la base del cartucho, le dio medio giro y lo cerró. Finalmente, dejó con todo cuidado el fusil entre los almohadones y hurgó en sus bolsillos en busca de cigarrillos y fósforos.
Y mientras aspiraba con fuerza el humo de su primer cigarrillo, se acomodó en su asiento, dispuesto a esperar otra hora y tres cuartos.
CAPITULO XXI
El comisario Lebel se sentía como si no hubiese bebido nada en toda su vida. Tenía la boca seca y la lengua se le pegaba al paladar como si se hubiese soldado al mismo. Y no se debía solamente al calor. Algo, estaba seguro de ello, iba a suceder aquella tarde, y hasta aquel momento no había conseguido averiguar cómo ni cuándo.
Aquella mañana había estado en el Arco de Triunfo, en Notre Dame y en Montvalérien. No había ocurrido nada. Almorzó luego con algunos de los miembros del comité, que se había reunido por última vez aquella madrugada en el Ministerio, y observó que la tensión y la irritación habían cedido el paso a una especie de euforia. Sólo faltaba celebrar una ceremonia, y la Place du 18 Juin, le aseguraron, había sido sometida a un registro y una vigilancia impecables.
—Este hombre se ha ido –dijo Rolland, mientras el grupo que había comido en una brasserie, no lejos del Palacio del Elíseo, en el interior del cual almorzaba el general De Gaulle, salía a la luz del sol–. Se ha ido, se ha rajado. Y no se lo reprocho. Algún día reaparecerá, y mis muchachos lo pescaran.
Ahora Lebel merodeaba desconsoladamente cerca de la multitud mantenida a doscientos metros del Boulevard de Montparnasse, tan lejos de la plaza que nadie podía ver nada de cuanto ocurría en ella. Todos los policías y agentes del CRS a quienes había interrogado le habían dado la misma respuesta. Nadie había pasado desde las doce, la hora en que habían sido instaladas las barreras.
Las vías principales estaban bloqueadas, así como las calles secundarias y hasta los pasajes. Los tejados eran vigilados; la estación, atestada de oficiales y altos funcionarios situados de cara al patio delantero, se hallaba también estrechamente custodiada por los agentes de seguridad, situados en lo alto de los grandes galpones y en los andenes silenciosos, de los cuales todos los trenes habían sido desviados aquella tarde en dirección a la Gare Saint Lazare.
Dentro del perímetro, todos los edificios habían sido registrados, desde los sótanos hasta las buhardillas. La mayoría de los departamentos estaban vacíos, puesto que sus ocupantes se hallaban de vacaciones en la playa o en la montaña.
En suma, la zona de la Place du 18 Juin estaba absolutamente «limpia». Y cerrada a piedra y lodo, más que «el culo de un ratón», como hubiese dicho Valentin. Lebel sonrió al recordar el lenguaje del policía auvernés. De pronto, la sonrisa se borró de sus labios. Tampoco Valentin había logrado, sin embargo, cerrarle el paso a el Chacal.
Para abreviar el camino, Lebel, exhibiendo su pase de la Policía, se deslizó por las callejuelas secundarias y emergió en la Rue de Rennes. La situación era allí la misma que en todas las demás calles; las barreras habían sido instaladas a doscientos metros de la plaza; la multitud se apiñaba detrás de ellas, y la calle aparecía desierta, aparte de los pocos hombres del CRS que patrullaban por ella. Lebel reanudó sus interrogatorios.
¿Habían visto a alguien? No, señor. ¿Había pasado alguien? No, señor. Más abajo, en el patio de la estación, los músicos de la banda de la Guardia Republicana empezaban a afinar sus instrumentos. Lebel echó una ojeada a su reloj. El general podía llegar en cualquier momento. ¿Habían visto pasar a alguien? No, señor. Por allí. no. Bien, adelante.
Oyó que en la plaza alguien voceaba una orden, y de un extremo del Boulevard Montparnasse llegó una caravana que entró en la Place du 18 Juin. Lebel vio cómo los coches pasaban por las verjas de entrada del patio de la estación, entre los policías erguidos en posición de saludo. Todos los ojos estaban fijos en los coches negros de la caravana. A pocos metros de donde él se encontraba, la multitud detenida por las barreras empujaba para pasar. Lebel miró hacia los tejados. Buenos muchachos. Los hombres situados en los tejados hacían caso omiso del espectáculo que se desarrollaba a sus pies; desde sus puestos de acecho, detrás de las chimeneas, sus ojos no cesaban de recorrer los tejados y las ventanas del otro lado de la calle, por si se producía en ellos algún movimiento.
Lebel había llegado al lado oeste de la Rue de Rennes. Un joven agente del CRS se hallaba de pie, situado en la brecha que quedaba entre la última barrera y la pared del número 132. Lebel mostró rápidamente su pase al hombre, quien se puso inmediatamente en posición de firmes.
—¿Ha pasado alguien por aquí?
—No, señor.
—¿Desde qué hora está usted aquí?
—Desde las doce, señor, cuando la calle fue cerrada.
—¿Y nadie ha pasado por esta brecha?
—Nadie, señor. Bueno... sólo el inválido, que vive aquí.
—¿Qué inválido?
—Un pobre viejo, señor. Parecía muy enfermo. Llevaba su carnet de identidad y, además, el de Mutilé de Guerre. Vive en el 154 de la Rue de Rennes. Bueno, tuve que dejarlo pasar, señor. Parecía muy acabado, realmente enfermo. No me extrañó verle con el capote puesto, a pesar del calor.
—¿Un capote?
—Sí, señor. Un capote holgado y muy largo. Como los llevaban antes los soldados. ¡Y con este calor!
—Bueno, ¿y qué tenía de malo?
—Pues eso, que abrigaba demasiado para este tiempo.
—Dijo usted que estaba inválido. ¿Qué le pasaba?
—Una sola pierna, señor. Con muleta, el pobre.
De la plaza llegaron los primeros acordes de las trompetas: «Allons, enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé...» Entre la multitud, algunos empezaron a entonar la Marsellesa.
—¿Con una muleta?
Al propio Lebel su voz le pareció sonar muy débilmente, muy lejos. El hombre del CRS lo miró con aprensión.
—Sí, señor. Una muleta de esas que usan los cojos. Una muleta de aluminio...
Lebel ya había echado a correr calle abajo al tiempo que gritaba al agente del CRS que lo siguiera...
La caravana se detuvo al sol, en la plaza. Los coches quedaron alineados uno detrás de otro a lo largo de la fachada de la estación. Exactamente enfrente de los coches, a lo largo de la verja que separaba el antepatio de la plaza, se hallaban los diez veteranos a quienes el propio jefe del Estado había de imponerles las condecoraciones. En el lado este del patio estaban los funcionarios y el Cuerpo diplomático, con sus trajes gris oscuro o negro, entre los cuales destacaban los capullos rojos de la Legión de Honor.
El lado occidental era ocupado por los cascos brillantes y los rojos plumajes de la Guardia Republicana; los músicos de la Banda estaban situados unos pasos al frente de la guardia de honor.
Alrededor de uno de los coches se apiñó un grupo de funcionarios del protocolo y el personal de palacio. La banda inició la ejecución de la Marsellesa.
El Chacal levantó el fusil y apuntó hacia el patio. Eligió al veterano de guerra más próximo a él, el hombre que había de ser el primero en recibir la condecoración. Era bajo y grueso y se mantenía muy erguido. Su cabeza apareció con claridad, casi completamente de perfil, en el alza telescópica. Dentro de pocos instantes, frente a aquel hombre, unos treinta centímetros más alto, aparecería otro rostro, orgulloso, arrogante, coronado por un quepis caqui adornado con dos estrellas doradas.
«Marchons, marchons, à la Victoire...» Bum ba bum. Las últimas notas del himno nacional se desvanecieron y se hizo un gran silencio. La orden estentórea del comandante de la Guardia resonó en el patio de la estación. «Saluden... Pre sen ten armas.» Se oyeron tres golpes precisos cuando las manos enguantadas de blanco pegaron al unísono contra los cañones de los fusiles y las recámaras, y los tacones se juntaron. El grupo que rodeaba al coche se abrió por el centro, en dos mitades. Entonces emergió una figura alta que echó a andar hacia la fila de veteranos de guerra. A cincuenta metros de ellos el resto del grupo se detuvo, excepto el ministro de Ex Combatientes, que presentaría los veteranos a su Presidente, y un oficial que llevaba un almohadón de terciopelo con una hilera de diez piezas de metal, cada una con su cinta de color. Aparte esos dos, Charles de Gaulle avanzó solo.
—¿Ésta?
Lebel se detuvo, jadeando, y señaló una portería.
—Creo que sí, señor. Si, fue ésta, la segunda. Por aquí entró.
El pequeño detective ya había penetrado en la portería, seguido por Valremy, a quien no disgustaba abandonar la calle, donde su extraño comportamiento en un momento tan solemne suscitaba fruncimiento de ceño por parte de las altas personalidades alineadas junto a las verjas del patio de la estación. Bueno, si le buscaban líos, siempre podría decir que el divertido hombrecillo se había presentado como comisario de Policía y que él había intentado detenerle.
Cuando Valremy entró en la portería, vio que el detective estaba golpeando la puerta del quiosco de la portera.
—¿Dónde está la portera?–chilló.
—No lo sé, señor.
Antes de que pudiera protestar, el hombrecillo ya había hecho astillas el vidrio con el codo, introducía la mano y abría la puerta.
—Sígame–ordenó, lanzándose hacia el interior.
«Desde luego que voy a seguirte –se dijo Valremy–. Estás chiflado, amigo.»
Encontró al pequeño detective ante la puerta del lavadero. Mirando por encima de su hombro, Valremy pudo ver a la portera, atada de pies y manos, todavía inconsciente.
—¡Santo Dios!
De pronto comprendió que el hombrecillo no estaba bromeando. Era un comisario de Policía, y estaban corriendo en pos de un criminal. Era el gran momento en que siempre había soñado; y hubiese dado cualquier cosa por encontrarse de pronto en su cuartel.
—Arriba–gritó el detective.
Y empezó a subir por la escalera a una velocidad que sorprendió a Valremy, quien le siguió inmediatamente, al mismo tiempo que descolgaba su carabina y la empuñaba con fuerza.
El presidente de Francia se detuvo frente al primer hombre de la fila de veteranos y se inclinó ligeramente para escuchar al ministro, que le explicaba quién era y cuál era el texto de la citación que había sabido merecer en aquella misma fecha, diecinueve años atrás. Cuando el ministro hubo terminado, el general inclinó la cabeza en dirección al veterano, se volvió hacia el hombre del almohadón de terciopelo y tomó la primera medalla. Mientras la banda iniciaba la ejecución en sordina de La Marjolaine, el alto general prendió la medalla en el abombado pecho del anciano situado frente a él. Luego retrocedió un paso para saludarlo.
Seis plantas más arriba, y a ciento treinta metros de distancia, el Chacal sostenía firmemente el fusil, mientras miraba por el alza telescópica. Pudo ver claramente los rasgos, la frente sombreada por la visera del quepis, los ojos escrutadores, la nariz prominente. Vio cómo la mano levantada en el saludo bajaba de la visera del quepis; la sien quedó situada en la misma cruz de la mira. Suavemente, con cuidado, oprimió el gatillo...
Una fracción de segundo más tarde, el Chacal miraba hacia el patio de la estación como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Antes de que la bala hubiese salido del extremo del cañón, el presidente de Francia había adelantado bruscamente la cabeza sin previo aviso. Como el asesino pudo ver, sin creer lo que veía, el general estampó solemnemente un beso en cada mejilla del hombre situado frente a él. Como era treinta centímetros más alto, tuvo que inclinar bastante la cabeza para dar el tradicional beso de felicitación que es habitual entre franceses, pero que siempre choca a los anglosajones.
Más tarde se pudo comprobar que la bala había pasado a menos de dos centímetros de la cabeza, por detrás de la misma. No se sabe si el Presidente oyó el silbido de la bala. En todo caso, no lo demostró. El ministro y el oficial nada oyeron; y tampoco los que se hallaban a cincuenta metros de distancia.
La bala se enterró en el asfalto del patio, y su desintegración tuvo lugar, inofensivamente, debajo de una capa de tres centímetros de material. La Marjolaine continuó sonando. El Presidente, después de estampar el segundo beso, se incorporó y, tranquilamente, pasó a situarse frente al segundo hombre.
Detrás de su fusil, el Chacal empezó a maldecir en voz baja, con irritación. Jamás hasta entonces había errado un blanco móvil a ciento cincuenta metros. Luego se calmó; todavía estaba a tiempo. Abrió el cerrojo del arma, dejando que el cartucho usado cayera sobre la alfombra. Tomando el segundo proyectil de encima de la mesa, lo introdujo en la recámara y corrió de nuevo el cerrojo.
Claude Lebel llegó jadeando al sexto piso. Pensó que el corazón iba a saltarle del pecho y a caer rodando por la escalera. Había dos puertas que daban a la fachada del edificio. Miró de una a otra, mientras el agente del CRS llegaba a su lado, con la ametralladora apoyada en la cadera apuntando hacia delante. Mientras Lebel vacilaba ante las dos puertas, de detrás de una de ellas llegó claramente un «futt» apagado. Lebel señaló con el índice el cerrojo de aquella puerta —Hágalo saltar–ordenó.
Y retrocedió unos pasos. El agente del CRS se situó firmemente sobre sus piernas abiertas y disparó. Astillas de madera, pedazos de metal y tornillos aplastados se esparcieron en todas direcciones. La puerta saltó y se abrió, de golpe, hacia adentro. Valremy fue el primero en entrar, con Lebel a sus talones.
Valremy pudo reconocer la pelambre gris, pero esto era todo. El hombre tenía dos piernas, se había quitado el capote, y los antebrazos que sostenían el fusil eran los de un hombre joven y fuerte. El hombre del fusil no le dio tiempo; levantándose de su asiento de detrás de la mesa, y girando sobre sí mismo, en un movimiento perfectamente sincronizado, disparó sin llevarse el fusil al hombro, apoyándolo en la cadera. La única bala no produjo ruido alguno; los ecos de la ráfaga de Valremy llenaban todavía la habitación. La bala del fusil penetró en su pecho, chocó contra el esternón y estalló. Hubo una sensación de desgarro cruel, de dolor agudo; después, todo desapareció. La luz menguó, como si un súbito invierno hubiese sucedido al verano.
Un retazo de la alfombra pareció levantarse bruscamente y golpearle con fuerza en la mejilla; pero fue su mejilla la que dio contra el suelo. La pérdida de sensibilidad fue invadiendo sus muslos y su vientre y, después, su pecho y su nuca. Lo último que recordó fue un sabor salado en la boca, como el que sintiera después de bañarse en el mar, en Kermadec, una gaviota mutilada, posada en lo alto de un poste. Luego, todo quedó sumido en tinieblas.
Por encima del cadáver de Valremy, Claude Lebel tenía la mirada clavada en los ojos del hombre. Ya no tenía por qué preocuparse por su corazón: parecía definitivamente inmovilizado.
—Chacal–dijo.
El otro hombre dijo simplemente:
—Lebel.
Estaba haciendo algo con el fusil: abría el cerrojo, Lebel vio brillar el cartucho gastado cuando caía al suelo. El hombre tomó rápidamente algo de encima de la mesa y lo introdujo en la recámara. Sus ojos grises seguían mirando fijamente a Lebel.
«Está intentando hipnotizarme–pensó Lebel, como soñando–. Va a disparar. Me va a matar».
No sin esfuerzo, logró mirar al suelo. El muchacho del CRS había caído de costado: su carabina se había deslizado de sus dedos y yacía a los pies de Lebel. Sin estar consciente de lo que hacía se dejó caer de rodillas y agarró la «MAT 49» levantándola con una sola mano, mientras la otra saltaba hacia el gatillo como una garra. Oyó cómo el Chacal cerraba el cerrojo en el momento en que él encontraba el gatillo. Lo oprimió.
El rugido de la ráfaga llenó la pequeña habitación y fue oído desde la plaza. A las preguntas posteriores de los periodistas se contestó diciendo que había sido una moto desprovista de silenciador que algún estúpido había puesto en marcha en una calle próxima en el momento cumbre de la ceremonia. Una lluvia de balas de nueve milímetros hirieron a el Chacal en el pecho; lo levantaron del suelo, le hicieron dar media vuelta en el aire y convirtieron su cuerpo en un informe montón caído en el otro extremo de la habitación, junto al sofá. Al caer, arrastró en su caída la lámpara de pie. Abajo, en la plaza, la banda iniciaba Mon Régiment et ma Patrie.
El superintendente Thomas recibió, a las seis de la tarde, una llamada de París. Inmediatamente después, mandó llamar al inspector jefe de su equipo.
—Lo liquidaron–dijo–. En París. No hay problema, pero será mejor que vaya a su piso y lo vacíe.
Eran las ocho cuando el inspector estaba dando el último repaso a las pertenencias de Calthrop. De pronto, oyó que alguien cruzaba la puerta abierta. Se volvió. Un hombre lo estaba mirando con el ceño fruncido. Un hombre alto, corpulento.
—¿Qué hace usted aquí?–preguntó el inspector.
—Lo mismo le pregunto yo. ¿Qué demonios cree usted que está haciendo?
—Bueno, basta ya–dijo el inspector–. ¿Quién es usted?
—Calthrop–dijo el recién llegado–. Charles Calthrop. Y ésta es mi casa. Vamos, diga, ¿qué hace usted aquí?
El inspector lamentó ir desarmado.
—Está bien–dijo, sin levantar la voz–. Será mejor que vayamos al Yard a charlar un rato.
—Desde luego–dijo Calthrop–. Y buen trabajo le costará explicar todo esto.
Pero en realidad fue a Calthrop a quien le tocó explicarse. Lo retuvieron durante veinticuatro horas, hasta que llegaron por separado tres confirmaciones distintas de París de que el Chacal estaba muerto, y no antes de que cinco propietarios de otras tantas hosterías aisladas del extremo norte del Condado de Sutherland, Escocia, hubieran atestiguado que Charles Calthrop había pasado realmente las últimas tres semanas dedicándose a sus deportes favoritos, el alpinismo y la pesca, y que se había hospedado en sus establecimientos.
—Si el Chacal no era Calthrop–preguntó Thomas a su inspector cuando Calthrop, por fin, salió en libertad por la puerta del Yard–, entonces, ¿quién demonios era?
—Desde luego no cabe ni suponer–dijo el comisario de la Policía Metropolitana al comisario ayudante Dixon y al superintendente Thomas– que el Gobierno de Su Majestad reconozca jamás que el tal Chacal era inglés. Lo único cierto es que, durante cierto tiempo, se sospechó de un determinado súbdito británico. Actualmente éste ha quedado libre de toda sospecha. Sabemos también que durante cierto período de su ... eh ... de su misión en Francia, el Chacal se presentó bajo la apariencia de un inglés, provisto de un falso pasaporte de esta nacionalidad. Pero también se hizo pasar por danés, por americano y por francés, provisto de dos pasaportes robados y de una documentación francesa falsificada. En lo que a nosotros se refiere, nuestras investigaciones han demostrado que el asesino viajó por Francia con un pasaporte falso a nombre de Duggan, y bajo este nombre fue localizado en...eh...ese lugar...de Gap, eso es. Y esto es todo. Señores, el caso queda cerrado.
Al día siguiente, en una tumba sin inscripción alguna, en un cementerio de suburbio de París, fue enterrado el cadáver de un hombre. Según el certificado de defunción, el cadáver pertenecía a un turista no identificado, fallecido el domingo, 25 de agosto de 1963, en un accidente de automóvil fuera de la ciudad, cuyo causante se había dado a la fuga. Asistieron al entierro un sacerdote, un policía, un empleado del registro civil y dos sepultureros. Ninguno de los presentes demostró el menor interés cuando el sencillo ataúd fue bajado a la tumba, excepto la única otra persona que asistió a la ceremonia. Cuando todo hubo terminado, dio media vuelta, rehusó dar su hombre, y echó a andar, pequeña figura solitaria, por el camino del cementerio hacia la salida, para volver a su hogar, con su esposa y sus hijos.
El día de el Chacal había quedado atrás para siempre.
FIN