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septiembre 19, 2010
Parte 112- Otra Florida
—Muy bien, Edgar, creo que ya casi hemos terminado. —Quizá divisó algo en mi cara, porque Mary se rió—. ¿Ha sido tan horrible?
—No —respondí, y era cierto, realmente, aunque sus preguntas acerca de mi técnica me habían incomodado.
A lo que se reducía era: observo las cosas, luego las vuelco en la pintura. Esa era mi técnica. ¿Y las influencias? ¿Qué podía decir? La luz. Siempre era una cuestión de luz, tanto en los cuadros que me gustaba mirar como en los que me gustaba pintar. La forma en que afectaba a la superficie de las cosas, y la insinuación de lo que podrían contener en su interior, buscando una salida. Pero eso no sonaba erudito; a mis oídos, era una estupidez.
—Muy bien —dijo—, último tema: ¿cuántas pinturas más hay?
Estábamos en el ático de Mary Ire en Davis Islands, un sofisticado enclave en Tampa que se me antojaba la capital mundial del art decó. La sala de estar era una vasta extensión casi vacía con un sofá en un extremo y dos butacas de diseño en el otro. No había libros, aunque, para el caso, tampoco había tele. En la pared orientada al este, donde atraparía la primera luz del día, colgaba un gran David Hockney. Mary y yo estábamos sentados uno a cada lado del sofá. Apoyaba su libreta de taquigrafía en el regazo. Un cenicero colgaba del brazo del sofá junto a ella. Entre nosotros había una enorme grabadora Wollensak. Debía detener cincuenta años, pero los cabezales giraban silenciosamente. Ingeniería alemana, nena.
Mary no llevaba maquillaje, pero sus labios estaban recubiertos de una sustancia transparente que les hacía brillar. Se recogía el cabello en una suerte de moño distraído a punto de desintegrarse y que lucía elegante y al mismo tiempo abandonado. Fumaba English Ovals y sorbía whisky, aparentemente solo, de un vaso Waterford de lados rectos (me ofreció una copa y pareció desilusionada cuando opté por una botella de agua). Vestía unos pantalones cortados a medida. Su rostro tenía un aspecto viejo, usado, y sexy. Sus mejores días podrían haber coincidido con la época en la que se exhibía en cines Bonnie amp; Clyde, pero los ojos todavía le dejaban a uno sin respiración, a pesar de las arrugas en las esquinas, los párpados agrietados y la ausencia de maquillaje que los resaltara. Eran unos ojos dignos de Sophia Loren.
—Mostró veintidós diapositivas en Selby. Nueve de ellas eran dibujos a lápiz. Muy interesantes, pero pequeños. Y once pinturas, porque había tres diapositivas de Wireman mira al oeste: dos primeros planos y una panorámica. Por tanto, ¿cuántas pinturas más hay? ¿Cuántas formarán parte de la exposición en la Scoto del mes que viene?
—Bueno —respondí—, no sabría decirlo seguro, porque paso pintando todo el tiempo, pero ahora mismo creo que hay como… unas veinte más.
—Veinte —repitió con suavidad, con voz plana y apagada—. Veinte más.
Algo en la forma en que me miraba me incomodó y cambié de posición. El sofá crujió.
—Creo que en realidad podrían ser veintiuna.
Dejaba sin contar varias de mis creaciones, naturalmente. Amigos con privilegios, por ejemplo. O el que a veces denominaba Candy Brown pierde la respiración. Y la efigie de la toga roja.
—Entonces, unos treinta en total.
Hice la suma en mi cabeza y volví a cambiar de posición.
—Supongo que sí.
—Y no tiene ni idea de lo asombroso que resulta. Veo en su cara que no.
Se levantó, vació el cenicero en una papelera tras el sofá y se quedó entonces mirando el Hockney con las manos en los bolsillos de sus caros pantalones. La pintura mostraba la figura cúbica de una casa y una piscina azul. Junto a esta posaba una adolescente madura con un bañador negro de una sola pieza. Ella era todo pechos y largas piernas bronceadas y cabello negro. Llevaba gafas oscuras, y un sol diminuto ardía en cada una de las lentes.
—¿Es un original? —me interesé.
—Sí, en efecto —respondió sin girarse—. La chica en traje de baño es una original, también. Mary Ire, en torno a 1962. Gidget en Tampa. —Se volvió hacia mí, con el rostro fiero—. Apague la grabadora. La entrevista ha terminado.
Apagué el aparato.
—Me gustaría que me escuchara. ¿Lo hará?
—Sí, desde luego.
—Hay artistas que dedican meses a una única pintura con la mitad de la calidad que presenta su obra. Por supuesto, muchos pasan las mañanas reponiéndose de los excesos de la noche anterior. Pero usted… usted está produciendo como un hombre trabajando en una línea de montaje. Como un ilustrador de revistas o… no sé… ¡como un dibujante de cómics!
—Me educaron en la creencia de que la gente ha de esforzarse en su trabajo. Creo que eso es todo. Cuando tuve mi propia compañía, trabajé muchas más horas, porque el jefe más duro que un hombre puede tener jamás es uno mismo.
Asintió con la cabeza.
—Eso no siempre es válido para todo el mundo, pero cuando es cierto, es cierto de verdad. Lo sé.
—Simplemente he transferido esta… ya sabe, esta ética… a lo que hago ahora. Y está bien. Diablos, mejor que bien. Enciendo la radio… es como si entrara en un estado de aturdimiento… y pinto. —Me estaba ruborizando—. No intento batir el récord mundial de velocidad, ni nada…
—Lo sé. Dígame, ¿utiliza el bloqueo?
—¿Bloqueo? —Conocía el significado de esa palabra en un contexto futbolístico; en el resto de casos, mi mente era un lienzo en blanco—. ¿Qué es eso?
—No importa. En Wireman mira al oeste… y, por cierto, ese cerebro es prodigioso… ¿cómo encajó las facciones en la composición del retrato?
—Tomé algunas fotos —respondí.
—Estoy segura, querido, pero una vez que reunió todo lo necesario para pintar el retrato, ¿cómo estableció la posición de los rasgos de la cara?
—Yo… bueno, yo…
—¿Empleó la regla del tercer ojo?
—¿La regla del tercer ojo? Nunca he oído hablar de ninguna regla del tercer ojo.
Me brindó una sonrisa amable.
—Para conseguir el correcto espaciamiento entre los ojos del sujeto, los pintores a menudo imaginan, o incluso bloquean, un tercer ojo entre los dos reales. ¿Qué me dice de la boca? ¿La centró a partir de las orejas?
—No… es decir, ni siquiera sabía que se debía hacer eso.
Ahora me sentía como si todo mi cuerpo se estuviese ruborizando.
—Relájese. No estoy sugiriendo que ahora deba empezar a seguir un puñado de estúpidas reglas de escuela de arte después de ignorarlas con un resultado tan espectacular. Es solo que… —Sacudió la cabeza—. ¿Treinta pinturas desde el pasado noviembre? No, es incluso menos tiempo, porque no comenzó a pintar inmediatamente.
—Claro que no. Primero tuve que conseguir varios utensilios de dibujo —respondí, y la carcajada que soltó Mary terminó convirtiéndose en un ataque de tos que mitigó con un sorbo de whisky.
—Si treinta pinturas en tres meses es lo que se consigue al ser casi aplastado hasta la muerte —comentó cuando fue capaz de volver a hablar—, entonces quizá debería buscarme una grúa.
—No le gustaría —aseguré—. Créame. —Me levanté, me acerqué a la ventana y bajé la vista hacia la calle Adalia—. Menudo sitio tiene aquí.
Se acercó a mí y contemplamos juntos la calle. Siete pisos más abajo, la cafetería de la acera de enfrente bien podría haber sido aerotransportada desde Nueva Orleans. O desde París. Una mujer paseaba despreocupadamente mientras se comía lo que parecía una baguette y el dobladillo de su falda roja formaba un remolino a su alrededor. En algún lugar, algún guitarrista tocaba un blues de doce compases, desgranando nítidamente cada una de las notas.
—Dígame algo, Edgar: cuando mira ahí fuera, ¿lo que ve le interesa como artista o como el constructor que una vez fue?
—Ambas cosas —respondí.
—De acuerdo, es una respuesta justa —admitió riendo—. Davis Islands es una isla enteramente artificial; la creación de un hombre llamado Dave Davis, que se podría considerar como el Jay Gatsby de Florida. ¿Ha oído hablar de él?
Meneé la cabeza.
—Eso demuestra que la fama es algo efímero. Durante los Locos Años Veinte, Davis fue una especie de dios aquí en Suncoast.
Movió un brazo en dirección hacia las laberínticas calles de abajo; las pulseras de su escuálida muñeca tintinearon con un sonido metálico; en algún lugar no muy lejano, una campana de iglesia tocó las dos.
—Dragó todas las marismas en la desembocadura del río Hillsborough. Convenció a los mandatarios municipales de Tampa para trasladar aquí el hospital y la estación de radio… en aquel entonces la radio era algo más importante que la sanidad. Construyó extraños y hermosos complejos de apartamentos, en una época en la que se desconocía el concepto de propiedad horizontal. Levantó hoteles y lujosos clubs nocturnos. Despilfarró pasta por doquier, se casó con la ganadora de un concurso de belleza, se divorció, y se volvió a casar con ella. Poseía una fortuna de millones, en un tiempo en el que un millón de dólares equivalía a doce millones de hoy. Y uno de sus mejores amigos vivía precisamente en la costa, en Duma Key. John Eastlake. ¿Le resulta familiar ese nombre?
—Naturalmente. He conocido a su hija. Mi amigo Wireman cuida de ella.
Mary encendió un nuevo cigarrillo.
—Bien, tanto Dave como John eran tan ricos como Creso; Dave con sus tierras y sus especulaciones urbanísticas, John con sus fábricas. Pero Davis presumía como un pavo real y Eastlake era más como una simple carriza marrón. Y tanto mejor para él, porque ya sabe lo que le ocurre a los pavos reales, ¿no?
—¿Que les arrancan las plumas de la cola?
Dio una calada a su cigarrillo y me apuntó con los dedos que lo sostenían mientras expulsaba el humo por sus orificios nasales.
—Correcto, señor. En 1925, la Quiebra Inmobiliaria de Florida golpeó a este estado como un ladrillo a una burbuja de jabón. Dave Davis había invertido prácticamente todo lo que poseía en lo que ve ahí afuera. —Señaló a las zigzagueantes calles y los edificios rosados—. En 1926, a Davis le debían cuatro millones de pavos de varias operaciones empresariales exitosas, pero solo pudo recaudar unos treinta mil.
Había transcurrido tiempo desde la última vez que yo cabalgué sobre el pescuezo del tigre (la expresión con la que definía mi padre al hecho de contraer obligaciones financieras hasta el punto de tener que hacer malabarismos con tus acreedores y ser creativo con el papeleo), pero yo nunca había llegado tan lejos, ni siquiera en los primeros y desesperados días de la Compañía Freemantle. Me compadecí por Dave Davis, si bien debía de llevar ya mucho tiempo muerto.
—¿Cuántas de sus propias deudas pudo cubrir? ¿Alguna?
—Se las arregló al principio. Aquellos fueron años de prosperidad en otras partes del país.
—Sabe mucho de esto.
—El arte de Suncoast es mi pasión, Edgar. La historia de Suncoast es mi afición.
—Ya veo. Así que Davis sobrevivió a la Quiebra Inmobiliaria.
—Durante un corto período de tiempo sí. Imagino que vendió sus acciones en el mercado de valores al alza para cubrir su primera tanda de pérdidas. Y los amigos le ayudaron.
—¿Eastlake?
—John Eastlake era su principal ángel de la guarda, y eso sin contar el garrafón de contrabando que quizá Dave almacenara en el Cayo de vez en cuando.
—¿Eso es cierto? —pregunté.
—Quizá, he dicho. Aquel era otro tiempo y otra Florida. Cuando llevas viviendo una temporada aquí escuchas toda clase de historias coloristas sobre la época de la Prohibición. Con alcohol o sin él, Davis habría estado complemente arruinado en la Semana Santa del 26 sin la ayuda de John Eastlake. John no era un playboy, no iba a clubs nocturnos ni a burdeles como Davis y algunos de los otros amigos de Davis, pero había enviudado en 1923, y supongo que el viejo Dave podría de vez en cuando conseguir una mujer para un amigo si este se sentía solo. Pero en el verano del 26, las deudas de Dave eran sencillamente demasiado altas. Ni siquiera sus viejos compinches pudieron salvarle.
—Así que desapareció en una noche oscura.
—Desapareció, pero no en la oscuridad de la luna nueva. Ese no era el estilo de Davis. En octubre de 1926, menos de un mes después de que el huracán Esther derruyera la obra de su vida, se embarcó hacia Europa con un guardaespaldas y su nueva amiguita, que resultó ser una de las Bellezas Bañistas de Mack Sennett. La amiguita y el guardaespaldas llegaron a Gay Paree, pero Dave Davis nunca lo consiguió. Desapareció en el mar, sin dejar rastro.
—¿Esta historia que me está contando es verdadera?
Alzó la mano derecha en el característico saludo de boy scout, aunque la imagen quedó ligeramente estropeada por el cigarrillo humeante que sujetaba entre los dedos índice y corazón.
—Totalmente fidedigna. En noviembre del 26 se celebró un servicio funerario justo allí. —Apuntó hacia donde el Golfo titilaba entre dos edificios art decó de un vivido color rosa—. Asistieron al menos cuatrocientas personas, muchas de las cuales, tengo entendido, eran la clase de mujeres que tenían debilidad por las plumas de avestruz. Uno de los oradores fue John Eastlake, que arrojó una corona de flores tropicales al agua.
Dejó escapar un suspiro, y atrapé una bocanada de su aliento. No cabía duda de que la dama podía aguantar bien el alcohol; tampoco dudaba de que estaba en camino de achisparse al menos, si es que no acababa totalmente borracha aquella tarde.
—Indudablemente, Eastlake se apenaba por el fallecimiento de su amigo —prosiguió—, pero apuesto a que también se felicitaba por haber sobrevivido a Esther. Apuesto a que todos ellos lo hacían. Poco sabía él que menos de seis meses después arrojaría más coronas al agua. No solo se le había ido una hija, sino dos. Tres, supongo, si cuentas a la mayor, que se fugó a Atlanta. Con un capataz de una de las fábricas de su padre, si la memoria no me falla. Aunque eso no es ni mucho menos igual que perder a dos hijas en el Golfo. Dios, debió de ser muy duro.
—DESAPARECIDAS —intervine, recordando el titular que Wireman había citado.
—Conque ha estado investigando por su cuenta —dijo, observándome con agudeza.
—Yo no. Wireman. Sentía curiosidad por la mujer para la que trabaja. No creo que conozca la conexión con este Dave Davis.
—Me pregunto cuánto recordará Elizabeth —comentó, con aire pensativo.
—Estos días ni siquiera recuerda su propio nombre.
Mary dirigió nuevamente la mirada hacia mí. A continuación se apartó de la ventana, se acercó al cenicero y apagó allí la colilla.
—¿Alzheimer? He oído rumores.
—Sí.
—Lamento muchísimo oírlo. Ella me proporcionó los detalles más escabrosos de la historia de Dave Davis, ¿sabe? Eran días mejores. Solía verla todo el tiempo en el circuito. Y he entrevistado a la mayoría de los artistas que se han alojado en Punta Salmón. Aunque usted la llama con otro nombre, ¿no?
—Big Pink.
—Sabía que era algo lindo —dijo con una sonrisa.
—¿Cuántos artistas se han alojado allí?
—Muchos. Venían a dar conferencias en Sarasota o en Venice, y tal vez para pasar una temporada pintando, aunque los que se quedaban en Punta Salmón hacían bien poco. Para la mayoría de los invitados de Elizabeth, su estancia en Duma Key equivalía a poco más que unas vacaciones pagadas.
—¿Ella proporcionaba la casa gratis?
—Oh, sí —contestó con una sonrisa harto irónica—. El Consejo de las Artes de Sarasota pagaba los honorarios por las conferencias, y Elizabeth por lo general proporcionaba el alojamiento: Big Pink, née Punta Salmón. Pero usted no consiguió ese trato, ¿verdad? Tal vez la próxima vez. Especialmente porque usted trabaja de verdad allí. Podría nombrar a media docena de artistas que se alojaron en su casa y nunca llegaron ni siquiera a mojar un pincel. —Fue hacia el sofá, levantó su vaso y tomó un sorbo. No, un buen trago.
—Elizabeth tiene un dibujo de Dalí que este hizo en Big Pink —comenté—. Lo vi con mis propios ojos.
Los ojos de Mary resplandecieron.
—Oh, sí, bueno. Dalí. A Dalí le encantaba el lugar, pero no llegó a quedarse mucho tiempo… aunque antes de que se marchara, el hijo de puta me cogió el trasero. ¿Sabe lo que Elizabeth me contó después de que se marchara?
Negué con la cabeza. No lo sabía, por supuesto que no lo sabía, pero ansiaba oírlo.
—Dijo que el lugar era «demasiado fértil». ¿Eso le suena de algo, Edgar?
Sonreí.
—¿Por qué supone que Elizabeth convirtió Big Pink en un retiro para artistas? ¿Siempre fue una mecenas?
—¿Su amigo no se lo contó? —preguntó con aire sorprendido—. Tal vez no lo sepa. Según las leyendas locales, la propia Elizabeth fue en una época una artista de cierto renombre.
—¿A qué se refiere con «según las leyendas locales»?
—Circula la historia, que por lo que sé es puro mito, de que era una niña prodigio. Que siendo muy joven pintaba maravillosamente bien, y que después simplemente lo dejó.
—¿Se lo preguntó alguna vez?
—Claro que sí, hombre. Preguntar cosas a la gente es lo que hago. —Ahora se balanceaba un poco sobre sus pies, y los ojos de Sophia Loren estaban inyectados en sangre perceptiblemente.
—¿Y que contestó?
—Que no había nada de eso. Dijo: «Aquellos que pueden, lo hacen. Y aquellos que no pueden sustentan a los que pueden. Como nosotras, Mary».
—Una respuesta convincente —opiné.
—Sí, a mí también me lo pareció —dijo Mary, tomando otro sorbo de su vaso Waterford—. Mi único problema era que no me lo creía.
—¿Por qué no?
—No lo sé, simplemente no me lo creí. Tenía una vieja amiga llamada Aggie Winterborn que solía escribir en el Tampa Trib la columna de «consejos para los perdidamente enamorados», y por casualidad le mencioné la historia una vez. Eso fue más o menos en la época en la que Dalí honró a Suncoast con su presencia, quizá en 1980. Estábamos en un bar en alguna parte (en aquellos días siempre estábamos en un bar en alguna parte), y la conversación había derivado a cómo se originan las leyendas. Mencioné como ejemplo la historia de cómo supuestamente Elizabeth había sido una niña Rembrandt, y Aggie, que murió hace tiempo, Dios le dé descanso en su gloria, dijo que no creía que fuera una leyenda, que creía que era la verdad, o al menos una versión de la verdad. Afirmó que había visto un artículo en un periódico sobre eso.
—¿Lo comprobó alguna vez? —pregunté.
—Por supuesto que sí. Yo no escribo todo lo que sé —declaró, lanzándome un guiño—, pero me gusta saberlo todo.
—¿Qué encontró?
—Nada. Ni en el Tribune ni en ninguno de los periódicos de Sarasota ni de Venice. Así que quizá solo era un cuento. Demonios, quizá toda la historia de que su padre guardaba el whisky de Dave Davis en Duma Key también era solo un cuento. Pero… habría apostado dinero a favor de la memoria de Aggie Winterborn. Además, estaba la expresión en el rostro de Elizabeth cuando le pregunté.
—¿Qué clase de expresión?
—Una mirada de no soltar prenda. Pero todo eso ocurrió hace mucho tiempo, ha llovido mucho alcohol desde entonces, y ahora ya no se le puede preguntar, ¿verdad? No si su diagnóstico es tan grave.
—Pero quizá regrese de ese estado. Wireman dice que ya lo ha hecho antes.
—Esperemos que sí —dijo Mary—. Ella es una rareza, algo excepcional, ¿sabe? Florida está llena de gente vieja (por alguna razón la llaman la sala de espera de Dios), pero muy pocos de ellos crecieron aquí. El Suncoast que Elizabeth recuerda… recordaba… era en verdad otra Florida. No la expansión acelerada y descontrolada que tenemos ahora, con todos esos estadios abovedados y las autopistas que van a todas partes, y tampoco era como en la que me crié yo. La mía era la Florida de John D. MacDonald, en los tiempos en que la gente de Sarasota todavía conocía a sus vecinos y la Ruta Tamiami era un enorme bar de honky-tonk. En aquel entonces la gente llegaba a casa de la iglesia y todavía se podía encontrar con aligátors en sus piscinas y gatos monteses escarbando en su basura.
Estaba verdaderamente borracha, noté… pero aquello no la hacía menos interesante.
—La Florida en la que Elizabeth y sus hermanas crecieron era la que existía después de que los indios se marcharan, pero antes de que el bueno del señor Hombre Blanco hubiera con-chol… consolidado por entero su dominio. Su pequeña isla le hubiera parecido muy diferente. He visto imágenes. Había palmeras sabal cubiertas de higueras trepadoras, y simarubas, y pinos tierra adentro; había robles de Virginia y mangle en los poros sitios donde el terreno estaba húmedo. Había alabarda de cardenal y acebo de bayas negras a ras de suelo, pero nada de esa mierda de jungla que crece allí ahora. Las playas son lo único que sigue igual, y las matas de araña, claro… como el dobladillo de una falda. El puente levadizo estaba allí, en el extremo norte, pero solo había una única casa.
—¿Qué causó el crecimiento de toda esa vegetación? —pregunté—. ¿Tiene alguna idea? Quiero decir, tres cuartas partes de la isla están enterradas en ella.
—Una única casa —repitió. Era posible que no me hubiera oído—. Se erigía en la pequeña elevación de terreno hacia el extremo sur y se asemejaba a algo que verías en un Tour de Casas Señoriales Históricas en Charleston o Mobile. Columnas y un camino de grava triturada. Tienes tu espléndida vista del Golfo hacia el oeste; tu espléndida vista de la costa de Florida hacia el este. No es que hubiera mucho que ver, tan solo Venice. La villa de Venice. Un somnoliento pueblecito—. Se percató del modo en que estaba hablando y recobró la compostura—. Perdóneme, Edgar. Por favor. No hago esto todos los días. De verdad, debería tomar mi… mi excitación… como un cumplido.
—Es lo que hago.
—Hace veinte años habría intentado llevarle a la cama en lugar de beber hasta parecer estúpida. Quizá incluso hace diez. Ahora, a lo más que puedo aspirar es a no haberle espantado.
—No tendrá tanta suerte.
Se rió, lanzando un graznido insulso y a la vez jovial.
—Entonces espero que vuelva pronto. Hago un quingombó rojo fantástico. Pero ahora mismo… —Me rodeó con un brazo y me condujo hacia la puerta. Su cuerpo delgado estaba caliente y duro como una roca bajo la ropa. Su forma de andar quedaba ya lejos de ser estable—. Ahora mismo creo que es hora de que se vaya y de que yo me eche mi siesta de la tarde. Lamento decir que la necesito.
Salí al recibidor, y luego me di la vuelta.
—Mary, ¿alguna vez oyó hablar a Elizabeth de la muerte de sus hermanas gemelas? Ella tendría unos cuatro o cinco años. Edad suficiente como para recordar algo tan traumático.
—Nunca —respondió Mary—. Ni una sola vez.
* * *
Alrededor de una docena de sillas se alineaban al otro lado de las puertas del vestíbulo, en una delgada pero confortable franja de sombra. Eran las dos y cuarto de la tarde y había media docena de vejestorios sentados allí, observando el tráfico de la calle Adalia. Jack también se encontraba allí, pero ni miraba el tráfico ni se fijaba en las mujeres que pasaban. Estaba inclinado sobre el estuco rosado y leía Ciencia Forense para Dummies. Puso una marca en el libro y se levantó en cuanto me vio.
—Una gran elección para este estado —comenté, señalando con la cabeza el libro con su característico logo y la caricatura de ojos saltones en la portada.
—En algún momento tengo que elegir una carrera —explicó—, y por tu manera de moverte últimamente, no creo que este trabajo vaya a durar mucho más.
—No me metas prisa —dije, palpándome el bolsillo para cerciorarme de que tenía mi bote de aspirinas. Allí estaba.
—La verdad es que eso es justo lo que voy a hacer —dijo Jack.
—¿Tienes que ir a algún sitio? —le pregunté, mientras salía a la luz del sol cojeando a su lado sobre el camino de cemento.
Hacía calor. La primavera existe en la costa oeste de Florida, pero únicamente se detiene para tomar una taza de café antes de dirigirse al norte para realizar el trabajo pesado.
—No, pero tú tienes una cita a las cuatro con el doctor Hadlock en Sarasota. Creo que podremos lograrlo, si el tráfico se porta bien.
Le hice parar con una mano en el hombro.
—¿El médico de Elizabeth? ¿De qué estás hablando?
—Un reconocimiento médico. El rumor en la calle es que lo has estado posponiendo, jefe.
—Ha sido Wireman —refunfuñé entre dientes, pasándome la mano por el pelo—. Wireman, el que odia a los médicos. Nunca permitiré que se quite ese sambenito de encima. Eres mi testigo, Jack, nunca…
—No, aunque dijo que pensarías eso —apuntó Jack, tirando de mí para ponerme de nuevo en movimiento—. Vamos, vamos, nunca nos adelantaremos a la hora punta si no empezamos a rodar ya.
—¿Quién? Si Wireman no concertó la cita, entonces ¿quién lo hizo?
—Tu otro amigo. El tipo negro y grande. Colega, me cayó bien, era un tío muy molón.
Habíamos alcanzado el Malibú y Jack me abrió la puerta del pasajero, pero durante un momento me quedé simplemente allí parado, mirándole estupefacto.
—¿Kamen?
—Sí. El doctor Hadlock y él hablaron en la recepción después de tu conferencia, y el doctor Kamen mencionó de casualidad que estaba preocupado porque todavía no te habías sometido al chequeo que le habías prometido. El doctor Hadlock se ofreció voluntario para hacerte uno.
—Se ofreció voluntario —repetí.
Jack asintió con la cabeza, sonriendo bajo el brillante sol de Florida. Tenía un aspecto increíblemente joven, con su ejemplar de Ciencia Forense para Dummies, de color amarillo canario, metido bajo el brazo.
—Hadlock le comentó al doctor Kamen que no podían permitir que nada le ocurriera al importante talento que acababan de descubrir. Y, solo para que conste en acta, estoy de acuerdo.
—Una mierda para ti, Jack, como muestra de mi agradecimiento.
Soltó una carcajada.
—Estás colgado, Edgar.
—¿Debo asumir que yo también soy molón?
—Aja, pesado como una rueda de molino. Sube al coche y crucemos el puente de vuelta mientras todavía podamos.
* * *
Casualmente llegamos a la consulta del doctor Hadlock en Beneva Road a las cuatro en punto. El Teorema de la Sala de Espera de Freemantle establece que uno debe añadir treinta minutos a la hora de una cita para llegar a la hora justa en que realmente será recibido, pero en este caso quedé gratamente sorprendido. La recepcionista pronunció mi nombre solo diez minutos después de las cuatro, y me hizo pasar a una alegre sala de exploración donde un póster a mi izquierda representaba un corazón ahogándose en grasa y otro a mi derecha mostraba un pulmón con aspecto de haber sido asado a la parrilla. La gráfica optométrica justo enfrente supuso un alivio, incluso aunque no distinguía demasiado bien las letras después de la sexta línea.
Entró una enfermera, me puso un termómetro bajo la lengua, me tomó el pulso, me envolvió el brazo con la manga de un tensiómetro, lo infló y estudió la lectura de la presión sanguínea. Cuando le pregunté que cómo iba, esbozó una sonrisa exenta de compromiso.
—Aprobado —dictaminó.
Después me extrajo sangre. A continuación, me retiré al cuarto de baño con un vaso de plástico, y envié a Kamen vibraciones de resentimiento mientras me desabrochaba la bragueta. Un hombre manco es capaz de proporcionar una muestra de orina, pero las posibilidades de accidente se multiplican enormemente.
Cuando regresé a la sala de exploración, la enfermera no estaba. Había dejado una carpeta con mi nombre escrito en ella. Junto a la carpeta descansaba un rotulador rojo. Sentí una punzada en el muñón. Sin pensar en lo que hacía, cogí el rotulador y me lo metí en el bolsillo del pantalón. Saqué un boli Bic azul que llevaba prendido en el bolsillo de la camisa y lo puse en el lugar que había ocupado el rotulador rojo.
¿Y qué vas a decir cuando ella vuelva?, me pregunté a mí mismo. ¿Qué vino el Hada de los Rotuladores y decidió hacer un trueque?
Antes de que pudiera responder a la cuestión, o empezar a meditar en primer lugar sobre por qué había robado el rotulador rojo, llegó Gene Hadlock y me tendió la mano. Su mano izquierda… que en mi caso era la correcta. Descubrí que me gustaba mucho más estando divorciado de Principe, el neurólogo de la perilla. El médico, un poco regordete, aparentaba unos sesenta años, tenía un bigote blanco de la variedad cepillo de dientes, y sus maneras, profesionales en la mesa de examinación, eran afables. Me obligó a quedarme en calzoncillos y me exploró la pierna derecha y el costado con detenimiento. Palpó en varios lugares, interrogándome sobre el nivel de dolor. Preguntó qué había estado tomando como analgésico y se mostró sorprendido cuando le contesté que aguantaba con aspirinas.
—Voy a examinarle el muñón —informó—. ¿De acuerdo?
—Sí. Pero tómeselo con calma.
—Haré todo lo posible.
Me senté, con la mano izquierda descansando sobre el muslo desnudo, mirando la gráfica optométrica mientras él me sujetaba el hombro con una mano y sostenía el muñón en la palma ahuecada de la otra. Las letras en la séptima línea de la tabla parecían ser AGODSED. A god said. Un dios dijo… ¿qué?, me pregunté.
En alguna parte, a mucha distancia, noté una tenue presión.
—¿Duele?
—No.
—Muy bien. No, no mire hacia abajo, mantenga la vista al frente. ¿Puede sentir mi mano?
—Aja. Como de lejos. Una presión.
Pero ninguna punzada. ¿Por qué habría de sentirla? El brazo que ya no se encontraba allí había ansiado el rotulador, y el rotulador estaba en mi bolsillo, así que ahora el brazo dormía nuevamente.
—¿Y qué tal ahora, Edgar? ¿Me permite que le llame Edgar?
—Puede llamarme como quiera, mientras no me llame tarde para cenar. Igual. Una presión. Tenue.
—Ya puede mirar.
Miré. Una de sus manos seguía sobre mi hombro, pero la otra la tenía pegada a un costado. De ninguna manera se hallaba cerca del muñón.
—Ups.
—Nada de eso, las sensaciones fantasma en las extremidades amputadas son normales. Lo único que me sorprende es la velocidad de curación. Y la ausencia de dolor. Al principio apreté con muchísima fuerza. Todo esto está muy bien. —Volvió a sujetar el muñón en la palma de la mano y empujó hacia arriba—. ¿Esto le produce algún dolor?
Lo hacía, como una pequeña chispa sin brillo, ligeramente caliente.
—Un poco —dije.
—Me preocuparía si no lo hiciera. —Lo soltó—. Vuelva a mirar la tabla optimétrica, ¿de acuerdo?
Hice lo que me ordenaba, y determiné que las letras de aquella importantísima séptima línea eran AGOCSEO. Lo cual tenía más sentido, porque no tenía ninguno.
—¿Con cuántos dedos le estoy tocando, Edgar?
—No sé. —En absoluto parecía que me estuviera tocando.
—¿Ahora?
—No sé.
—Y ahora.
—Tres.
Casi en la clavícula. Y se me ocurrió la idea (disparatada pero contundente) de que habría sido capaz de sentir sus dedos en cualquier parte del muñón durante uno de mis frenesís pictóricos. De hecho, habría sido capaz de sentir sus dedos en el aire por debajo del muñón. Y creo que él habría sido capaz de sentirme… lo que sin duda habría provocado que el buen doctor huyera gritando de la habitación.
Prosiguió con el reconocimiento, primero la pierna, después la cabeza. Me auscultó el corazón, me examinó los ojos, y realizó otro montón de cosas de médicos. Cuando hubo agotado casi todas las posibilidades, me dijo que me vistiera y que me reuniera con él al final del pasillo.
Aquello resultó ser un pequeño despacho gratamente desordenado. Hadlock estaba sentado detrás del escritorio, inclinado hacia atrás en su silla. En una pared colgaban varias fotografías. Algunas, supuse, eran de la familia del doctor, pero había también algunas instantáneas de él mismo estrechando las manos de (George Bush Primero y Maury Povich (equivalentes a nivel intelectual, según mis registros), y otra con una Elizabeth Eastlake bonita e increíblemente vigorosa. Ambos sostenían raquetas de tenis, y reconocí la pista. Era la de El Palacio.
—Imagino que le gustaría volver a Duma cuanto antes y descansar de esa cadera, ¿no? —preguntó Hadlock—. Debe de doler a esta hora del día, y apuesto a que es peor que las tres brujas de Macbeth cuando el tiempo es húmedo. Si quiere una receta de Percocet o Vicodina…
—No, me va bien con la aspirina —aseguré—. He trabajado duro para librarme de las drogas fuertes y en este punto ya no voy a retroceder, con dolor o sin él.
—Su recuperación es admirable —elogió Hadlock—. Supongo que no necesita que le diga lo afortunado que es de no estar en una silla de ruedas durante el resto de su vida, y muy posiblemente sorbiendo por una cañita.
—Soy afortunado de seguir vivo —dije yo—. ¿Puedo suponer que no encontró nada alarmante?
—A falta del análisis de sangre y de orina, diría que está bien. Estaré encantado de ordenar radiografías de su cabeza y de las lesiones en el lado derecho de su cuerpo, si existe algún síntoma que le preocupe, pero…
—No —le interrumpí.
Existían síntomas, y me preocupaban, pero no creía que los rayos X pudieran establecer con exactitud la causa. O las causas.
Asintió con la cabeza.
—La razón por la que le examiné el muñón tan minuciosamente fue porque no lleva ninguna prótesis. Pensé que podría estar experimentando algún dolor. O que podría haber signos de infección. Pero todo parece estar bien.
—Supongo que no estoy preparado todavía.
—Está bien. Mejor que bien. Considerando el trabajo que está realizando, hay que admitir que el dicho, «si no está roto, no lo arregles, es perfectamente aplicable a su caso. Sus pinturas… admirables. Estoy impaciente por verlas expuestas en la Scoto. Llevaré a mi esposa, que está muy ilusionada.
—Eso es genial. Gracias. —contesté.
Sonaba un poco flojo, a mis propios oídos al menos, pero aún no sabía muy bien cómo responder a tales halagos.
—El hecho de que usted sea verdaderamente un inquilino que paga la renta de Punta Salmón es triste e irónico —continuó Hadlock—. Durante años, puede que ya lo sepa, Elizabeth reservó la casa como un retiro para artistas. Después ella enfermó y permitió que fuera listada como cualquier otra propiedad en alquiler, aunque insistió en que quienquiera que se quedara con ella tendría que alquilarla por tres meses o más. No deseaba tener a un puñado de universitarios montando fiestas durante las vacaciones de primavera, en un lugar donde una vez reposaron las ilustres mentes de Salvador Dalí y James Bama.
—No puedo decir que la culpe por eso. Es un lugar especial.
—Sí, pero muy pocos de los artistas famosos que se alojaron allí hicieron algo especial. Entonces llega el segundo inquilino «normal», un contratista de obras de Minneapolis que está recuperándose de un accidente, y… bueno. Elizabeth debe de sentirse muy complacida.
—Como solíamos decir, eso es recargar demasiado las tintas, doctor Hadlock.
—Llámeme Gene —invitó—. Las personas que asistieron a su conferencia no opinaban lo mismo. Estuvo maravilloso. Ojalá Elizabeth hubiera estado allí. Cómo se habría vanagloriado.
—Quizá acuda a la inauguración.
Gene Hadlock sacudió la cabeza, muy lentamente.
—Lo dudo. Ha luchado contra el Alzheimer con uñas y dientes, pero llega un momento en que la enfermedad simplemente gana. No porque el paciente sea débil sino porque es un estado fisiológico, como la esclerosis múltiple, o el cáncer. Una vez que los síntomas empiezan a manifestarse, habitualmente como una pérdida de la memoria a corto plazo, un reloj se pone en marcha. Creo que la hora de Elizabeth ha llegado, y lo lamento mucho. Para mí es evidente, y creo que fue evidente para todo el mundo en la conferencia, que todo este alboroto le hace sentir incómodo…
—Y que lo diga.
—… pero si ella hubiera estado allí, lo habría disfrutado por usted. La conozco casi de toda la vida, y puedo asegurarle que ella lo habría supervisado todo, incluyendo la colocación de todos y cada uno de los cuadros en la galería.
—Ojalá la hubiera conocido entonces —deseé.
—Era increíble. Cuando tenía cuarenta y cinco años, y yo veinte, ganamos el torneo amateur mixto de tenis de La Colonia, en Longboat Key. Yo había vuelto de la facultad para pasar las vacaciones en casa. Todavía conservo el trofeo. Imagino que ella aún tiene el suyo, en alguna parte.
Eso hizo que un pensamiento cruzara mi mente (La encontrará, estoy segura), pero antes de que pudiera rastrear el recuerdo hasta su origen, se me ocurrió otra cosa más. Algo mucho más reciente.
—Doctor Hadlock, Gene, ¿Elizabeth llegó a pintar alguna vez? ¿O dibujar?
—¿Elizabeth? Nunca. —Y sonrió.
—Parece convencido de ello.
—Seguro. Le pregunté una vez, y recuerdo muy bien la ocasión. Fue cuando Norman Rockwell visitó la ciudad para dar una conferencia. No se quedó en su casa, sino que se alojó en el Ritz. ¡Norman Rockwell, con su pipa y todo! —Gene Hadlock sacudió la cabeza, ahora con una sonrisa mucho más amplia—. Por Dios, menuda controversia suscitó, y el clamor cuando el Consejo de las Artes anunció que iba a venir el señor «Saturday Evening Post». Esto fue idea de Elizabeth y le encantaba el alboroto que había causado; decía que podrían haber llenado el Estadio Ben Hill Griffin… —Se percató de mi expresión confundida—. La Universidad de Florida. ¿«El pantano de donde solo los Gators salen con vida»?
—Si está hablando de fútbol americano, mi interés empieza con los Vikings y termina con los Packers.
—La cuestión es que le pregunté sobre sus propias habilidades artísticas durante el tumulto Rockwell (y que por cierto fue un lleno completo, no del Geldbart, sino del City Center). Elizabeth se rió y contestó que apenas sabría dibujar un monigote. De hecho, utilizó una metáfora deportiva, que es probablemente la razón por la que he pensado en los Gators. Dijo que ella era como uno de aquellos acaudalados ex alumnos universitarios, salvo que ella se interesaba por el arte en lugar de por el fútbol. Dijo: «Si no puedes ser atleta, cariño, sé un suspensorio. Y si no puedes ser artista, aliméntales, cuídales, y asegúrate de que tengan un lugar en el que resguardarse de la lluvia». ¿Pero talento artístico? Absolutamente ninguno.
Pensé en contarle lo de Aggie Winterborn, la amiga de Mary Ire. Entonces palpé el rotulador rojo en mi bolsillo y decidí que no. Decidí que lo que deseaba hacer era regresar a Duma Key y pintar. Niña y barco n.° 8 era el cuadro más ambicioso de la serie, también el más grande y el más complejo, y estaba casi terminado.
Me puse en pie y le tendí la mano.
—Gracias por todo.
—De nada. Y si cambia de idea y quiere algo un poco más fuerte para el dolor…
* * *
El puente levadizo en dirección al Cayo estaba alzado para permitir que el juguete de algún ricachón fuera remolcado hasta el lado del Golfo. Jack se sentaba tras el volante del Malibú, con la vista clavada en la chica del biquini verde que tomaba el sol en la cubierta. La radio estaba sintonizada en The Bone, donde un anuncio sobre motocicletas (The Bone era especialista en ventas de motos y varios servicios hipotecarios) dio paso a los Who: Magic Bus». Sentí una punzada en el muñón, y entonces me empezó a picar. Y esa picazón se extendía lentamente hacia abajo, aletargada pero profunda. Muy profunda. Subí el volumen un poco y a continuación metí la mano en el bolsillo y saqué el rotulador robado. No azul, ni negro; era rojo. Lo admiré por un momento bajo la luz del sol vespertino. Seguidamente abrí la guantera con el pulgar y rebusqué en su interior.
—¿Te ayudo a encontrar algo, jefe?
—No hace falta. No apartes los ojos de aquella ricura. Voy bien.
Extraje un cupón para una hamburguesa Checkers NASCAB gratis («¡Tienes que comer!», proclamaba). Le di la vuelta y el reverso estaba en blanco. Dibujé velozmente y sin pensar. Terminé antes de que la canción acabara. Escribí cinco letras debajo. El dibujo era similar a los garabatos que pintaba en mi otra vida mientras regateaba por teléfono (generalmente con algún soplapollas). Las letras componían la palabra PERSE, el nombre de barco misterioso. Solo que no creía que fuera así como se pronunciaba. Podría haber agregado un acento sobre la E, pero eso lo hubiera convertido en algo que sonaría como Persay, y tampoco creía que fuera correcto.
—¿Qué es eso? —preguntó Jack al examinarlo, y a continuación se respondió a su propia pregunta—. Una cestita de picnic roja. Bonita. Pero ¿qué es un Purse?
—Se dice persie.
—Aceptaré tu palabra.
La barrera a nuestro lado del puente se levantó y Jack cruzó en dirección a Duma Key.
Contemplé la pequeña cesta de picnic roja que había dibujado (aunque creía que en otras regiones a las cestas de esta clase, con los lados de mimbre, se las llamaba también canastos), y mepregunté por qué me resultaba tan familiar. Entonces me di cuenta de que no era así, no exactamente. Era la frase lo que me resultaba familiar. «Busque la cesta de picnic de Nana No-Se-Quién», había dicho Elizabeth la noche en que traje de vuelta a Wireman del Memorial de Sarasota. La última noche que vi su compos mentís, me daba cuenta ahora. «En el desván. Es roja.» Y «La encontrará, estoy segura». Y «Están dentro». Cuando le había preguntado de qué estaba hablando, no había sido capaz de responderme. Se había escabullido, había patinado.
En el desván. Es roja.
—Por supuesto —murmuré—. Todo es de color rojo.
—¿Qué, Edgar?
—Nada —contesté, mirando el rotulador robado—. Solo pensaba en voz alta.
* * *
Niña y barco n.° 8, que casi con absoluta certeza era el último de la serie, estaba finalmente terminado, pero me quedé parado meditándolo bajo la luz cada vez más alargada, con el torso desnudo, mientras The Bone emitía a todo volumen «Copperhead Road». Había trabajado en él más tiempo que en cualquiera de los otros (había llegado a darme cuenta de que en muchos sentidos resumía el resto) y me provocaba un sentimiento perturbador. Por eso lo cubría con un trozo de sábana al finalizar cada sesión. Ahora, contemplándolo con lo que esperaba que fuera un ojo ecuánime, me di cuenta de que perturbador era probablemente un término erróneo; ese bebé era aterrador de cojones. Mirarlo era como mirar un cerebro vuelto del revés.
Y quizá nunca estaría completamente acabado. Ciertamente todavía quedaba espacio para una cesta de picnic roja. Podía colgarla del bauprés del Perse. ¿Qué coño, por qué no? En su estado actual, el maldito estaba abarrotado de figuras y detalles. Siempre quedaba espacio para una más.
Alcancé un pincel cargado con lo que podría haber sido sangre y me disponía a ejecutar mi idea cuando sonó el teléfono. Casi lo dejé estar, y lo habría hecho si hubiera estado inmerso en uno de mis trances pictóricos, pero no era el caso. El propósito de la cesta de picnic era agregar una apoyatura de adorno, y ya había añadido otros elementos con ese fin. Deposité el pincel en su sitio y cogí el teléfono. Era Wireman, y parecía excitado.
—¡Tuvo un claro de lucidez esta tarde a última hora, Edgar! Podría no significar nada, estoy tratando de mantener mis esperanzas a un nivel bajo, pero ya he visto esto antes. Primero es un breve intervalo de tiempo, luego otro, luego otro, y entonces empiezan a fusionarse y vuelve a ser ella misma, al menos durante un rato.
—¿Sabe quién es ella? ¿Dónde está?
—Ahora mismo no, pero durante media hora o así, a eso de las cinco y media, lo sabía y también me reconoció a mí. Escucha, muchacho, ¡ella misma se encendió su maldito cigarrillo!
—Me aseguraré de informar a las Autoridades Sanitarias —dije, pero estaba reflexionando.
Cinco y media. Más o menos a esa hora Jack y yo habíamos estado esperando en el extremo del puente. Más o menos a esa hora me había invadido la urgencia de dibujar.
—¿Quiso algo más aparte de un cigarro?
—Comida. Pero antes de eso, pidió ir a Villa Porcelana. ¡Quería sus porcelanas, Edgar! ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez?
En realidad sí. Pero era bonito oírlo tan emocionado por su causa.
—Empezó a diluirse después de que la llevara allí, no obstante. Miró alrededor y me preguntó dónde estaba Percy. Dijo que quería a Percy, que era necesario meter a Percy en la lata de galletas.
Dirigí la mirada hacia mi pintura. Hacia mi barco. Ahora era mío, de acuerdo. Mi Perse. Me humedecí los labios con la lengua, repentinamente correosos al tacto. Igual que cuando desperté por primera vez después del accidente. Cuando había momentos en los que no podía recordar quién era yo. ¿Sabes qué es algo curioso? Recordar olvidar. Es como mirar en el interior de una sala de espejos.
—¿Quién es Percy?
—Ni puñetera idea. Cuando quiere que arroje la lata de galletas al estanque de los peces, siempre insiste en meter una figura que sea chica. Casi siempre la pastora con la cara desconchada.
—¿Dijo algo más?
—Quiso comida, ya te lo he contado. Sopa de tomate. Y melocotones. Para entonces ya había dejado de mirar las porcelanas, y de nuevo empezaba a mostrarse confusa.
¿Su confusión se debía a que Percy no estaba allí? ¿O el Perse? Quizá… pero si ella había tenido alguna vez un barco de porcelana, yo nunca lo había visto. Pensé, y no por primera vez, que Perse era una palabra extraña. No podías confiar en ella. No dejaba de cambiar.
—En cierto momento me dijo que la mesa estaba goteando —añadió Wireman.
—¿Y goteaba?
Se produjo una breve pausa. Entonces, con no muy buen humor, dijo:
—¿Es alguna pequeña broma a costa de Wireman, mi amigo?
—No, tengo curiosidad. ¿Qué dijo exactamente?
—Simplemente eso. «La mesa está goteando.» Pero sus porcelanas están sobre una mesa-mesa, como bien sabes, no en ninguna mesa de agua.
—Cálmate. No pierdas tus buenos pensamientos.
—Lo intento, pero he de decirte que no pareces muy metido en el juego conversacional, Edster.
—No me llames Edster, suena a Ford antiguo. Le llevaste la sopa, y ella… ¿qué? ¿Se había ido otra vez?
—Prácticamente, sí. Había roto un par de sus figuras de porcelana, y los pedazos estaban en el suelo: un caballo y una muchacha vaquera. —Lanzó un suspiro.
—¿Cuándo dijo «Está goteando»? ¿Antes o después de que le llevaras la comida?
—Después, antes, ¿qué importa?
—No lo sé —repliqué—. ¿Cuándo fue?
—Antes. Creo. Sí, antes, porque después había perdido casi todo el interés por cualquier cosa, incluyendo el enésimo lanzamiento de la lata Sweet Owen al estanque. Le traje la sopa en su taza favorita, pero la apartó con un empujón tan fuerte que derramó parte sobre su pobre brazo. Ni siquiera pareció notarlo. Edgar, ¿por qué estás formulando esas preguntas? ¿Qué es lo que sabes?
Wireman andaba de un lado a otro con el teléfono móvil pegado a la oreja. Podía ver cómo lo hacía.
—Nada. Solo doy palos de ciego, por el amor de Dios.
—¿Sí? ¿Con qué brazo?
Guardé silencio por un instante, pero habíamos llegado demasiado lejos y compartido demasiadas cosas como para mentir, incluso aunque la verdad fuera un disparate.
—El derecho.
—Muy bien —dijo—. Muy bien, Edgar. Ojalá supiera qué está ocurriendo, eso es todo. Porque pasa algo.
—Quizá esté pasando algo. ¿Cómo se encuentra ella ahora?
—Duerme. Y yo te he interrumpido. Estabas trabajando.
—No —dije, y arrojé el pincel lejos de mí—. Creo que este ya está acabado, y creo que yo también he acabado por una temporada. Desde ahora y hasta la exposición, me voy a dedicar simplemente a andar y a recoger conchas.
—Nobles aspiraciones, pero no creo que seas capaz. No un trabajador adicto como tú.
—Creo que te equivocas.
—Vale, estoy equivocado. No será la primera vez. ¿Vendrás mañana a visitarnos? Si ella vuelve a iluminarse, quiero que le veas.
—Cuenta con ello. Y quizá podamos pelotear un poco en pista de tenis.
—Por mí estupendo.
—Wireman, hay una cosa más. ¿Elizabeth pintó alguna vez?
—¿Quién sabe? —respondió riendo—. Le pregunté una vez y me contestó que apenas sabría dibujar un monigote. Dijo que su interés por las artes no era muy diferente del interés de algún acaudalado ex alumno por el fútbol y el baloncesto. Hizo un chiste, dijo…
—Si no puedes ser atleta, sé un suspensorio.{[11]}
—Exacto. ¿Cómo lo sabías?
—Es viejo —respondí—. Te veo mañana.
Colgué y me quedé donde estaba, observando cómo la alargada luz del crepúsculo encendía una puesta de sol sobre el Golfo que no sentí la urgencia de pintar. Aquellas eran las mismas palabras que ella había empleado con Gene Hadlock. Y no me cabía duda de que si interrogaba a otros, oiría la misma anécdota una vez más, o dos, o una docena: «Dijo que ni siquiera sabría dibujar un monigote, dijo que si no puedes ser atleta, sé un suspensorio». ¿Y por qué? Porque una mujer sincera podría ocasionalmente enturbiar la verdad, pero una buena mentirosa nunca variaba su historia.
No había preguntado a Wireman sobre la cesta de picnic roja, pero me dije que no pasaba nada; si estaba en el desván de El Palacio,seguiría allí al día siguiente, y al otro. Me dije que había tiempo. Naturalmente, eso es lo que siempre nos decimos a nosotros mismos, ¿no es cierto? Nunca somos capaces de imaginar que el tiempo se nos vaya a agotar, y Dios nos castiga por lo que nos es imposible de imaginar.
Contemplé Niña y barco n.° 8 con algo muy parecido a la aversión, y le eché la sábana por encima. Nunca agregué la canasta de picnic roja al bauprés; nunca volví a tocar con un pincel esa pintura en particular, el último loco descendiente de mi primer dibujo en Big Pink, aquel cuyo nombre era Hola. Es posible que N.° 8 fuera lo mejor que jamás pinté, pero de forma extraña, casi me olvidé de él. Hasta la exposición, desde luego.
Después de la exposición, nunca podría olvidarlo.
* * *
La cesta de picnic.
Esa maldita cesta de picnic roja, con los dibujos de ella en suinterior.
Cómo me obsesiona.
Incluso ahora, cuatro años después, me sorprendo a mí mismo jugando al juego del «¿y si…?», preguntándome cómo habrían resultado las cosas si hubiera dejado al margen todo lo demás y hubiera ido en su busca. Jack Cantori la encontró, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Y quizá (no puedo afirmarlo con rotundidad) no habría cambiado nada, porque allí existía alguna fuerza en operación, tanto en Duma Key como en el interior de Edgar Freemantle. ¿Puedo decir que esa fuerza me llevó allí? No. ¿Puedo decir que no lo hizo? No, tampoco puedo decir eso. Pero cuando marzo se convirtió en abril, había empezado a fortalecerse y a ampliar su alcance con sumo sigilo.
Aquella cesta.
La maldita cesta de picnic de Elizabeth.
Era roja.
* * *
La esperanza de Wireman de que Elizabeth recobrase la lucidez empezaba a parecer injustificada. Continuaba siendo un bulto en una silla de ruedas que hablaba entre dientes y que de vez en cuando se removía y se despertaba lo suficiente para pedir a gritos un cigarro con la cascada voz de un loro envejecido. Wireman contrató a Annmarie Whistler, de la residencia Bay Area, para que viniera a ayudarle cuatro días a la semana. La ayuda extra puede que aliviara la carga de trabajo de Wireman, pero no le reconfortó mucho; le sangraba el corazón.
Aunque eso fue algo que solo capté de reojo a medida que abril se abría camino, soleado y acompañado de un ascenso de la temperatura. Porque, a propósito de ascensos… allí estaba yo.
Mi popularidad subió como la espuma después de que se publicara mi entrevista con Mary Ire. Me convertí en una celebridad local. ¿Por qué no? Ser un artista era bueno, especialmente en el área de Sarasota. Ser un «Artista que Antes Construía Bancos y Ahora Le Da la Espalda a Mammon» era mejor. Ser un «Artista Manco de Deslumbrante Talento» era ya ser el Cabrón de Oro absoluto. Dario y Jimmy programaron varias entrevistas a continuación, incluyendo una en el Canal 6. Salí de su estudio en Sarasota con una cefalea atroz y un obsequio consistente en un adhesivo para el parachoques que decía: OBSERVADOR METEOROLÓGICO DEL CANAL 6 EN SUNCOAST. Acabe pegándola en uno de los caballetes con el aviso de PERROS ARISCOS. No me preguntes por qué.
También me encargué de los preparativos correspondientes al viaje-y-recepción en Florida. Wireman estaba para entonces demasiado ocupado tratando de que Elizabeth ingiriera algo más que humo de tabaco. Me encontré a mí mismo consultando a Pam cada dos o tres días la lista de invitados de Minnesota y los planes de viaje desde otras partes del país. Ilse llamó dos veces. Pensé que se esforzaba en sonar alegre, pero podría haberme equivocado. Mis intentos para averiguar cómo progresaba el amor de su vida fueron amable pero firmemente bloqueados. Llamó Melinda, para interrogarme, de entre todos los asuntos posibles, por mi talla de sombrero, mira por dónde. Cuando le pregunté por qué, no me contestó. Quince minutos después de que colgara lo entendí: ella y su ami francés iban a comprarme de veras una jodida boina. Estallé en carcajadas.
Un periodista de la AP en Tampa vino a Sarasota (quería ir a Duma, pero no me agradaba la idea de un periodista merodeando por Big Pink y escuchando a las que a la sazón eran mis conchas). En su lugar, me entrevistó en la Scoto, mientras un reportero gráfico tomaba fotos de tres cuadros cuidadosamente seleccionados: Rosas que nacen de conchas, Puesta de sol con sófora y Carretera Duma. Yo vestía una camiseta de la Casa del Pescado de Casey Key, y una foto mía recorrió todo el país (con una gorra de béisbol echada hacia atrás y una manga corta vacía a excepción de la protuberancia del muñón). Después de eso, el teléfono no cesó de sonar ni un solo instante. Llamó Angel Slobotnik y charlamos durante veinte minutos. En un momento dado comentó que siempre supo que yo la tenía en mi interior.
—¿Qué? —pregunté.
—La tontería, jefe —fue su respuesta, y nos echamos a reír como maníacos.
Llamó Kathi Green; lo oí todo sobre su nuevo novio (no muy bueno), y su nuevo programa de autoayuda (maravilloso). Le conté que Kamen se había presentado en mi conferencia y me había salvado el trasero. Hacia el final de la llamada ella lloraba y gimoteaba que nunca había tenido un paciente «llegando desde atrás» con tantas agallas como yo. Entonces me prometió que cuando me viera iba a ordenarme que me tirara al suelo y le hiciera sus cincuenta abdominales. Aquello sonó propio de la vieja Kathi. Para rematar, Todd Jamieson, el médico que con toda probabilidad me había salvado de una década o dos siendo un colinabo humano, me envió una botella de champán con una tarjeta que rezaba: «Estoy impaciente por ver tu obra».
Si Wireman hubiera apostado conmigo a que terminaría aburriéndome y cogiendo otra vez un pincel antes de la exposición, habría perdido. Cuando no estaba preparándome para mi gran momento, caminaba, leía o dormía. Le mencioné esto en una de las raras tardes en las que nos sentamos juntos al final de la pasarela de madera de El Palacio mientras bebíamos té verde bajo la sombrilla a rayas. Fue menos de una semana antes de la exposición.
—Me alegro —comentó simplemente—. Necesitabas el descanso.
—¿Qué hay de ti, Wireman? ¿Cómo lo llevas?
—No muy bien, pero sobreviviré. Gloria Gaynor, 1978. Es la tristeza, sobre todo. —Suspiró—. La estoy perdiendo. Me engañaba a mí mismo con que quizá regresaría, pero… la estoy perdiendo. No es como con Julia y Esmeralda, gracias a Dios, pero no me puedo quitar ese peso de encima.
—Lo siento. —Posé mi mano sobre la suya—. Por ella y por ti.
—Gracias —dijo, y dirigió la vista hacia las olas—. A veces creo que ella no morirá en absoluto.
—¿No?
—No. Creo que en cambio la Morsa y el Carpintero vendrán por ella. Que la conducirán lejos como hicieron con aquellas confiadas Ostras. Que la conducirán playa abajo. ¿Recuerdas lo que dice la Morsa?
Negué con la cabeza.
—Qué pena me da haberles jugado esta faena. ¡Las hemos traído tan lejos y trotaron tanto las pobres! —Se pasó el brazo por la cara—. Mírame, muchacho, llorando justo como la Morsa. ¿No soy estúpido?
—No —dije.
—Odio hacer frente a la idea de que esta vez cuando se vaya será para bien, que la mejor parte de ella se marchó playa abajo con la Morsa y el Carpintero y que no dejó nada salvo un viejo y gordo pedazo de sebo que todavía no ha olvidado cómo respirar.
No dije nada. Se volvió a enjugar los ojos con el antebrazo y tomó aire con una prolongada y acuosa inspiración.
—Indagué sobre la historia de John Eastlake —habló por fin—, y sobre cómo se ahogaron sus hijas, y sobre lo que ocurrió después. ¿Recuerdas que me lo pediste?
Lo recordaba, pero se me antojaba algo distante en el tiempo y sin importancia. Lo que creo ahora es que algo quería que así me lo pareciera.
—Estuve navegando en internet y conseguí una buena cantidad de material de los periódicos locales y un par de autografías que están disponibles para descargar. Una de ellas, y no me cachondeo de ti, muchacho, se titula «Viajes en barco y cera de abejas: la infancia de una niña en Nokomis», por Stephanie Weider Gravel-Miller.
—Suena casi como un viaje nostálgico por los senderos de la memoria.
—Es lo que era. Habla sobre «los felices negritos que recogían naranjas y cantaban sencillos cánticos de alabanza con sus melosas voces».
—Imagino que eso fue anterior a Jay-Z.
—Acertaste. Lo que es mejor aún, hablé con Chris Shannington, de Casey Key. Fijo que le has visto alguna vez. Un vejestorio pintoresco, que camina a todas partes con un retorcido bastón de madera de brezo, casi tan alto como él, y un gran sombrero de paja en la cabeza. Su padre, Ellis Shannington, era el jardinero de John Eastlake. Según Chris, fue Ellis quien llevó a Maria y Hannah, las dos hermanas mayores de Elizabeth, de vuelta a la Braden School unos días después de que las pequeñas se ahogaran. Dijo: «Esas muchaasha tenían el corazón roto por las chiquitinas».
La imitación de Wireman del acento sureño del viejo fue inquietantemente buena, y por alguna razón me encontré a mí mismo pensando otra vez en la Morsa y el Carpintero, caminando por la playa con las Ostritas. La única sección del poema que recordaba con claridad era aquella en la que el Carpintero decía que menudo buen paseo les habían dado, pero naturalmente las Ostras no pudieron responder, pues se las habían zampado a todas.
—¿Quieres conocer ahora la historia? —preguntó Wireman.
—¿Dispones de tiempo para contarla?
—Sí. El turno de Annmarie termina a las siete, aunque por motivos prácticos compartimos las tareas casi todos los días. ¿Por qué no caminamos hasta la casa? Tengo un archivo. No contiene mucho, pero por lo menos hay una imagen que merece la pena mirar. Chris Shannington la guardaba en una caja con las cosas de su padre. Me acompañó a la Biblioteca Pública de Casey Key e hice una copia. —Tras una pausa, añadió—: Es una imagen de Heron's Roost.
—¿Quieres decir, tal como era entonces?
Habíamos empezado a andar despreocupadamente por la pasarela, pero Wireman se detuvo.
—No, amigo, lo has entendido mal. Estoy hablando del Heron's Roost original. El Palacio es el segundo Roost, construido casi veinticinco años después de que las pequeñas se ahogaran. Para entonces, los diez o veinte millones de John Eastlake habían crecido hasta los ciento cincuenta millones, o así. «La guerra es un buen negocio, invierta a su hijo.»
—Movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam, 1969 —proclamé—. A veces visto en conjunción con «Una mujer necesita un hombre igual que un pez necesita una bicicleta».
—Muy bueno, amigo —alabó Wireman. Señaló con la mano en dirección a la descontrolada vegetación que se iniciaba justo al sur de nuestra posición—. El primer Heron's Roost estaba hacia allá, en aquellos tiempos cuando el mundo era joven y las chicas a la moda cantaban «pup-upi-dup».
Me acordé de Mary Ire, no simplemente contentilla o achispada, sino completamente borracha, diciendo: «Una única casa, se erigía allí arriba y se asemejaba a algo que verías en un Tour de Casas Señoriales Históricas en Charleston o Mobile».
—¿Qué ocurrió ? —pregunté.
—Hasta donde sé, nada a excepción del deterioro y el paso del tiempo —contestó—. Cuando John Eastlake se dio por vencido y renunció a recuperar los cadáveres de las gemelas, también renunció a Duma Key. Saldó cuentas con casi todas las personas que le habían ayudado, empaquetó sus trastos, cogió a las tres hijas que le quedaban, las metió en su Rolls Royce (tenía uno de verdad) y se marchó. Una novela que F. Scott Fitzgerald nunca escribió, eso es lo que dijo Chris Shannington. Me contó que Eastlake nunca se halló en paz hasta que Elizabeth le trajo de vuelta aquí.
—¿Crees que Shannington conoce de verdad lo que pasó? ¿O solo es una historia a la que se ha acostumbrado de tanto contarla?
—¿Quién sabe? —dijo Wireman. Se detuvo de nuevo y agitó la mano señalando hacia el extremo sur de Duma Key—. Esa espesura no existía en aquel entonces. La casa original se divisaba desde el continente y viceversa. Y hasta donde sé, amigo, la casa sigue allí. Lo que quede de ella. Desmoronándose y pudriéndose. —Alcanzó la puerta de la cocina y me miró, sin sonreír—. Eso sería algo que merecería la pena pintar, ¿no? Un barco fantasma en tierra firme.
—Quizá —respondí—. Quizá sí.
* * *
Me llevó a la biblioteca decorada con la armadura en el rincón y la colección de armas de museo en la pared. Allí, en la mesa próxima al teléfono, había una carpeta con las palabras JOHN EASTLAKE / HERON'S ROOST escritas en ella. La abrió y extrajo una fotografía que mostraba una casa con un inconfundible parecido a la actual, donde estábamos nosotros —como si fueran, digamos, primas hermanas—. Existía empero una diferencia esencial entre las dos, y las similitudes (la misma planta básica para ambas casas, pensé, y el mismo tejado de tejas españolas de un vivido color naranja) no hacían más que acentuarla.
ElPalacio actual se ocultaba del mundo tras un elevado muro roto solo por una única puerta; ni siquiera contaba con una entrada de servicio. Tenía un hermoso patio interior que pocas personas aparte de Wireman, Annmarie, la chica de la piscina y el jardinero que venía dos veces por semana habían visto alguna vez; era como el cuerpo de una bella mujer oculto bajo una prenda de ropa sin forma.
El primer Heron's Roost era muy diferente. Al igual que la mansión de Elizabeth en Ciudad Porcelana, presentaba media docena de columnas y una amplia y acogedora veranda. Una ancha avenida subía con atrevimiento hasta la casa, dividiendo en dos una extensión de césped de aproximadamente una hectárea. No era un camino de grava, como me había contado Mary Ire, sino de sonrosadas conchas trituradas. La mansión original invitaba al mundo a entrar. Su sucesor {El Palacio) anunciaba al mundo que ni se le ocurriera acercarse. Ilse lo había visto en una ocasión, igual que yo, pero aquel día habíamos mirado desde la carretera. Desde entonces mi visión se había modificado, y con una buena razón: me había acostumbrado a divisar El Palacio desde la playa. A caer sobre él desde el flanco no protegido.
El primer Heron's Roost también había sido más alto, tres pisos, contando la planta baja, en la parte delantera y cuatro en la trasera, por lo que (si realmente se alzaba en una elevación, según las palabras de Mary), la gente en la planta superior habría tenido una imponente vista de trescientos sesenta grados del Golfo, el continente, Casey Key y la isla de Don Pedro. Nada mal. Pero el césped parecía extrañamente desgreñado, descuidado, y se veían hoyos en la línea de palmeras ornamentales que danzaban como bailarinas de hula-hula a cada lado de la casa. Examiné la foto de cerca y observé que algunas de las ventanas superiores habían sido cerradas con tablas. La silueta del tejado también presentaba un aspecto extrañamente asimétrico. Tardé un segundo en descubrir por qué. Una chimenea se erigía en el extremo oriental. Debería haber existido otra en el lado oeste, pero no había ninguna.
—¿Esta foto se tomó después de que se marcharan? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—De acuerdo con Shannington, fue tomada en marzo de 1927, antes de que las niñas se ahogaran, cuando todos eran felices y estaban bien. Lo que ves no es consecuencia del deterioro; son los daños provocados por una tormenta. Por un Alicia.
—Que es… ¿qué es un Alicia?
—La temporada de huracanes aquí da comienzo oficialmente el quince de junio y dura unos cinco meses. Todas las tormentas fuera de estación que desencadenan lluvias torrenciales y fuertes vendavales… en lo que respecta a los veteranos, son Alicias. Como un huracán Alicia. Es una especie de broma.
—Eso te lo estás inventando.
—Nanay. Esther, el huracán más fuerte del 26, pasó completamente de largo por Duma, pero el Alicia de marzo del 27 lo golpeó de lleno. Luego se desplazó tierra adentro y se extinguió en los Glades. Causó el destrozo que ves en esta foto; no mucho, en realidad. Se llevó volando algunas palmeras, rompió algunos cristales, arrancó el césped. Pero, en otros aspectos, sus efectos se siguen notando. Porque parece bastante seguro que fue ese Alicia lo que condujo a las muertes por ahogamiento de Tessie y Laura, y lo que provocó todo lo demás. Incluyendo que tú y yo estemos aquí ahora mismo.
—Explícate.
—¿Recuerdas esto?
Sacó otra foto de la carpeta, y la recordaba, ciertamente. La misma imagen ampliada colgaba en el rellano de la escalera principal del primer piso. Esta era una copia pequeña y más nítida. Se trataba del retrato de la familia Eastlake, con John Eastlake a la cabeza, vestido con un bañador negro de una sola pieza y con aspecto de actor de Hollywood de segunda fila que se hubiera especializado en películas de detectives y aventuras selváticas. Levantaba a Elizabeth, agarrando con una mano su regordete culillo. La otra sostenía aquella pistola de arpones y una máscara de buceo con un snorkel acoplado.
—A juzgar por el aspecto de Elizabeth, voy a suponer que esta foto pudo haber sido tomada alrededor de 1925 —aventuró Wireman—. Aparenta dos años, camino de tres. Y Adriana—añadió, dando unos golpecitos sobre la hija mayor—, parece que podría tener unos diecisiete camino de treinta y cuatro, ¿no dirías tú eso?
Efectivamente. Diecisiete pero con apariencia de mujer adulta, a pesar de su bañador «tapando-casi-todo-el-cuerpo».
—También exhibe ese mohín malhumorado de «quiero-estar-en-cualquier-otro-sitio» —comentó Wireman—. Me gustaría saber si su padre quedó muy sorprendido cuando ella cogió y se escapó con uno de sus jefes de planta. Y me pregunto si, en el fondo de su corazón, no se alegraría de verla marchar. Se fugó a Atlanta con un muchacho con corbata y visera —pronunció esto último arrastrando las palabras en una imitación de Chris Shannington, y después abandonó ese acento. Supuse que el tema de las pequeñas muertas, incluso aunque hubieran pasado ochenta años, era un asunto delicado para él—. Ella y su nuevo maridito volvieron, pero para entonces lo único importante ya era la búsqueda de los cuerpos.
Señalé con el dedo a la niñera negra de rostro adusto.
—¿Quién era esta?
—Melda, o Tilda, o quizá incluso, Dios nos libre, Hecuba, según Chris Shannington. Su padre lo sabía, pero Chris ya no se acuerda.
—Bonitas pulseras.
—Si tú lo dices —replicó, mirándolas sin mucho interés.
—Quizá John Eastlake se acostaba con ella —comenté—. Quizá las pulseras fueron un pequeño regalo.
—¿Quién sabe? Viudo rico, mujer joven; es bien sabido que esas cosas ocurren.
Toqué la cesta de picnic, que la joven mujer negra sostenía con ambas manos y los brazos en tensión como si fuera pesada. Un peso que no podía ser debido a unos pocos sándwiches, pensarías… aunque quizá contenía un pollo entero. Y quizá también unas cuantas botellas de cerveza para el amo bueno… una pequeña recompensa para después de terminar las inmersiones del día.
—¿De qué color dirías que es ese canasto? ¿Marrón oscuro? ¿O es rojo?
Wireman me dirigió una mirada extraña.
—Es difícil asegurarlo en una fotografía en blanco y negro.
—Cuéntame cómo fue que la tormenta condujo a la muerte de las niñas.
Abrió la carpeta otra vez y me tendió un viejo artículo de periódico acompañado de una fotografía.
—Esto es del Venice Gondolier, con fecha del 28 de marzo de 1927. Conseguí la info original en la red. Jack Cantori llamó al periódico y logró que alguien hiciera una copia y me la enviaran por fax. Jack es increíble, por cierto.
—Nada que objetar ahí —dije, y estudié la foto—. ¿Quiénes son estas niñas? No, no me lo digas. La de la izquierda es Maria. Hannah está a su derecha.
—Matrícula de honor. Hannah es la de los pechos. En el 27 tenía catorce años.
Estudiamos la hoja de fax en silencio durante unos segundos. El correo electrónico habría sido mejor, pues el fax había dejado irritantes líneas verticales oscuras que emborronaban parte de la impresión. No obstante, el titular se leía con bastante claridad: TORMENTA AYUDA A SUBMARINISTA AMATEUR A ENCONTRAR TESORO. Y la imagen era bastante clara, también. Las entradas en el pelo de Eastlake habían retrocedido un poco. En compensación, su fino bigote de director de orquesta ahora se parecía más al de una morsa. Y aunque llevaba puesto el mismo bañador negro de una pieza, este se hallaba sometido ahora a una severa tensión… y me dio la impresión de que en realidad había reventado bajo un brazo, pero la resolución de la foto no era lo bastante buena como para afirmarlo con certeza. Parecía que Papá Eastlake había ganado varios kilos entre 1925 y 1927 (el actor de películas de serie B tendría problemas en conseguir papeles si no empezaba a saltarse los postres y a ejercitarse en el gimnasio con mayor frecuencia). Las chicas que lo flanqueaban no eran tan atractivas como su hermana mayor de ojos azabache; mirabas a Adriana e imaginabas ardientes tardes en un pajar; mirabas a estas dos y te preguntabas si habrían terminado de hacer sus tareas escolares, pero eran bonitas en cierto sentido, y la imagen irradiaba su excitación. Con razón, necesariamente.
Porque, extendido delante de ellos en la arena, había un tesoro.
—No puedo distinguirlo todo, y el maldito pie de página está emborronado —me quejé.
—Hay una lupa en el escritorio, pero permíteme ahorrarte un dolor de cabeza. —Wireman cogió un bolígrafo y señaló con la punta—. Eso es un bote de medicina, y eso de ahí es una bala de mosquete… o eso es lo que Eastlake declara en el artículo. Maria tiene la mano en lo que aparenta ser una bota… o los restos de una. Cerca de la bota…
—Un par de anteojos —dije—. Y… ¿un colgante?
—El artículo dice que es una pulsera. No lo sé. Lo único que podría jurar es que es un lazo metálico de alguna clase, recubierto de porquería. Pero la mayor definitivamente está enseñando un pendiente.
Leí el artículo de un vistazo rápido. En adición a los objetos visibles, Eastlake había encontrado varios utensilios de comida… cuatro copas que él afirmaba que eran «de estilo itálico»… un salvamanteles… una caja de bártulos (lo que fuera que significase eso)… y una incontable cantidad de clavos. También había encontrado medio Hombre de Porcelana. No un chino, sino una figura masculina de porcelana.{[12]} No aparecía en la foto, al menos que yo pudiera ver. El artículo mencionaba que Eastlake llevaba quince años buceando en los erosionados arrecifes al oeste de Duma Key, algunas veces para pescar, a menudo solo para relajarse. Declaraba que durante ese tiempo había encontrado toda clase de basura, pero nunca nada de interés. Afirmaba que Alicia (así nombró a la tormenta) había generado una cantidad de olas notablemente grandes, y que debían de haber removido la arena en el interior del arrecife lo suficiente como para dejar al descubierto lo que él denominaba «un yacimiento de reliquias».
—No dice que sean los restos de un naufragio —comenté.
—No lo eran —confirmó Wireman—. No había ninguna embarcación. No encontró ninguna, ni tampoco lo hicieron las docenas de personas que le ayudaron a intentar recuperar los cadáveres de sus hijas pequeñas. Solo detritus. Habrían encontrado un barco naufragado si hubiera habido alguno que encontrar; el agua al suroeste del Cayo no tiene más de ocho metros de profundidad hasta lo que queda del Arrecife Kitt, y todavía hoy es bastante clara. En aquel entonces era como cristal turquesa.
—¿Alguna teoría sobre cómo acabó todo esto allí?
—Pues sí. La mejor es que algún barco a punto de zozobrar llegó arrastrado por el viento cien, o doscientos, o trescientos años antes, dejando un reguero de mierda a su paso. O quizá la tripulación estuvo soltando lastre por la borda para mantenerse a flote. Repararon el barco cuando terminó la tormenta y siguieron su camino. Eso explicaría por qué había una franja de detritus esperando a que Eastlake los encontrara, y también por qué ninguno de los objetos era especialmente valioso. El tesoro habría permanecido en el barco.
—¿Y en 1700, o en 1600 y pico, el arrecife no habría desgarrado la quilla de un barco arrastrado hasta aquí por el viento?
Wireman se encogió de hombros.
—Chris Shannington dice que nadie sabe cómo era la geografía del Arrecife Kitt hace ciento cincuenta años.
Miré el botín desplegado ante ellos. Las sonrientes hijas medianas. El sonriente papá, que pronto tendría que comprarse un nuevo traje de baño. Y de repente comprendí que no se acostaba con la niñera. No. Incluso una amante le habría dicho que no podía salir en el periódico con ese trapo viejo. Ella habría encontrado un motivo diplomático, pero el real estaba justo frente a mí, después de todos aquellos años; lo veía, incluso a pesar de mi menos que perfecta visión del ojo derecho. Estaba demasiado gordo. Solo que él no lo notaba, ni tampoco sus hijas. Ojos que aman son ciegos.
Demasiado gordo. Había algo ahí, ¿verdad? Alguna A que prácticamente demandaba una B.
—Me sorprende que hablara lo más mínimo de lo que encontró —comenté—. Si te ocurriera algo como esto hoy en día y lo largaras en el Canal 6, la mitad de Florida se presentaría aquí con sus palanganas en busca de doblones y piezas de a ocho con detectores de metal.
—Ah, pero esta era otra Florida —replicó Wireman, y me acordé de que Mary Ire había empleado la misma expresión—. John Eastlake era un hombre rico, y Duma Key era su coto privado. Aparte, no había doblones ni piezas de a ocho; solo un montón de trastos moderadamente interesantes desenterrados a causa de una anómala tormenta. Estuvo buceando durante semanas por donde yacían desparramados esos despojos en el fondo del Golfo, y estaba cerca, según Shannington; con la marea baja prácticamente se podría vadear esa corta distancia. Y seguramente mantenía los ojos bien abiertos en busca de objetos valiosos. Era un hombre rico, pero no creo que eso sea suficiente vacuna contra la fiebre del tesoro.
—No —dije yo—. Seguro que no.
—La niñera habría ido con él en sus expediciones a la caza del tesoro. Y también las tres niñas que continuaban viviendo en casa: las gemelas y Elizabeth. Maria y Hannah habían regresado a su internado en Bradenton, y la hermana mayor se había fugado a Atlanta. Eastlake y sus pequeñas probablemente se llevaban la comida allí.
—¿Con cuánta frecuencia? —Empezaba a divisar hacia dónde conducía esto.
—Muy a menudo. Quizá a diario antes de que el yacimiento de despojos empezara a agotarse. Usaban un sendero desde la casa hasta la playa de la Sombra, como la llamaban. A unos ochocientos metros, si acaso.
—Un sendero que dos pequeñas niñas aventureras podrían recorrer por sí mismas.
—Y un día lo hicieron, para disgusto de todo el mundo. —Volvió a deslizar los papeles en el interior de la carpeta—. Aquí hay toda una historia, muchacho, y supongo que es marginalmente más interesante que la de una niña que se traga una canica, pero una tragedia es una tragedia, y en el fondo, todas las tragedias son estúpidas. Dame a elegir y siempre me decantaré por El sueño de una noche de verano antes que por Hamlet. Cualquier idiota con manos firmes y un par de pulmones en buenas condiciones es capaz de construir un castillo de naipes y derribarlo de un soplido, pero se necesita ser un genio para hacer reír a la gente.
Meditó durante un instante y continuó.
—Lo que probablemente sucedió es que un día de abril del 27, cuando se suponía que Tessie y Laura tendrían que estar durmiendo su siesta, decidieron levantarse y bajar a hurtadillas por el sendero para buscar el tesoro en la playa de la Sombra. Puede que su intención no fuera más que adentrarse en el agua hasta las rodillas, como mucho, que era lo máximo que se les permitía; uno de los artículos cita a John Eastlake diciendo eso, y a Adriana respaldándolo.
—La hija casada que volvió.
—Correcto. Ella y su nuevo marido regresaron un día o dos antes de que la búsqueda de los cadáveres fuera oficialmente cancelada. Eso siempre según Shannington. En cualquier caso, quizá una de las pequeñas viera algo brillando un poco más lejos y empezó a hundirse. Luego…
—Luego su hermana intentó salvarla.
Sí, podía verlo. Solo que en mi mente eran Lin e Ilse de pequeñas. No eran gemelas, pero durante tres o cuatro años dorados fueron casi inseparables.
Wireman asintió.
—Y luego el aguaje las arrastró a las dos. Tuvo que haber sido así, amigo; esa es la razón por la que los cuerpos nunca fueron hallados. En la distancia se alejaron, ¡ay, en fin, el caldo largo!
Abrí la boca para preguntarle sobre qué había querido decir con «el aguaje», pero entonces recordé una pintura de Winslow Homer, romántica pero con innegable fuerza: Resaca.
El intercomunicador de la pared emitió un pitido, y ambos nos sobresaltamos. El brazo de Wireman tropezó con la carpeta al darse la vuelta, esparciendo fotocopias y faxes por doquier.
—¡Señor Wireman! —Era Annmarie Whistler—. Señor Wireman, ¿está usted ahí?
—Estoy aquí —respondió Wireman.
—¿Señor Wireman? —Sonaba agitada. Como para sí misma, dijo después—: Jesús, ¿dónde está?
—El puto botón —masculló entre dientes, y fue hacia el aparato de la pared, sin llegar a correr del todo. Pulsó el botón—. Estoy aquí. ¿Cuál es el problema? ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído Elizabeth?
—¡No! —gritó Annmarie—. ¡Está despierta! ¡Despierta y consciente! ¡Pregunta por usted! ¿Puede venir?
—Ahora mismo —respondió, y se volvió hacía mí, sonriendo abiertamente—. ¿Has oído eso, Edgar? ¡Vamos! —Se detuvo—. ¿Qué estás mirando?
—Esto —contesté, y le tendí las dos fotos de Eastlake en traje de baño: la imagen en la que aparecía rodeado por todas sus hijas y la tomada dos años después, donde solo aparecía flanqueado por Maria y Hannah.
—Eso no importa ahora. ¿No la has oído? ¡La señorita Eastlake ha vuelto! —exclamó y atravesó la puerta.
Deposité la carpeta sobre la mesa de la biblioteca y le seguí. Había hecho la conexión, pero solo porque había pasado los últimos meses cultivando el arte de la visión. Cultivándolo enérgicamente.
—¡Wireman! —llamé. Había recorrido todo el largo del corredor acristalado y se encontraba a mitad de la escalera. Yo cojeaba tan rápido como podía y todavía me sacaba una buena distancia. Esperó por mí con impaciencia—. ¿Quién le contó que el yacimiento de despojos estaba allí?
—¿A Eastlake? Asumo que tropezó con él mientras practicaba su afición al submarinismo.
—Yo no lo creo. Llevaba mucho tiempo sin ponerse ese bañador. Puede que bucear fuera su hobby a principio de los años veinte, pero sospecho que hacia 1925 las cenas se convirtieron en su principal distracción. Así que entonces, ¿quién se lo contó?
Annmarie salió de una puerta próxima al final del pasillo. Su rostro exhibía una bobalicona sonrisa de incredulidad que la hacía aparentar la mitad de sus cuarenta años.
—Vamos —apremió—. Esto es maravilloso.
—¿Está…?
—Sí, lo está —respondió la cascada pero inconfundible voz de Elizabeth—. Entre aquí, Wireman, y permítame ver su rostro mientras todavía pueda reconocerlo.
* * *
Permanecí en el pasillo con Annmarie, sin saber qué hacer, mirando los adornos y el enorme y antiguo Frederic Remington en el extremo más alejado: indios a caballo. Entonces Wireman me llamó. Su voz sonaba impaciente y áspera a causa de las lágrimas.
El dormitorio se hallaba sumido en penumbra. Todas las persianas habían sido cerradas. El aire acondicionado susurraba a través de una rejilla de ventilación en algún lugar sobre nosotros. Había una mesa próxima a su cama con una lámpara cuya pantalla era de cristal verde. La cama era como la de los hospitales, elevada ahora para que pudiera colocarse en posición casi erguida. La lámpara la bañaba en un suave haz de luz, y tenía el cabello suelto sobre los hombros de un camisón de color rosa. Wireman estaba sentado junto a ella, sosteniéndole las manos. En la pared sobre el cabecero de la cama colgaba el único cuadro de la habitación, una fina reproducción de Once de la mañana, de Edward Hopper, un arquetipo de soledad aguardando pacientemente junto a la ventana algún cambio, cualquier cambio.
En algún lugar un reloj marcaba los segundos.
Me miró y sonrió. Observé tres cosas en su rostro que me golpearon una tras otra como piedras, a cada cual con más fuerza. La primera, que había perdido mucho peso. La segunda, que parecía terriblemente cansada. La tercera, que no le quedaba mucho tiempo de vida.
—Edward —dijo ella.
—No… —empecé, pero cuando alzó una mano (la carne por encima del codo le colgaba en una bolsa blanca como la nieve), callé de inmediato.
Porque ahí había una cuarta cosa, y fue de todas ellas la que más duramente me golpeó; no como una piedra, sino como una enorme roca erosionada. Me estaba mirando a mí mismo. Esto era lo que la gente había visto en el amanecer de mi accidente, cuando yo trataba de amontonar los pobres pedazos dispersos de mi memoria, ese tesoro que parecía basura cuando se hallaba desperdigado de manera tan horrible y desnuda. Me acordé de cómo había olvidado el nombre de mi muñeca, y supe lo que vendría después.
—Puedo hacerlo —aseguró ella.
—Sé que puede —confirmé yo.
—Trajo a Wireman de vuelta del hospital.
—Sí.
—Tenía tanto miedo de que se lo quedaran. Y de estar sola.
No tenía respuesta para esto último.
—¿Su nombre es Edmund? —preguntó tímidamente.
—Señorita Eastlake, no se ponga a prueba —intervino Wireman con dulzura—. Esto es…
—Silencio, Wireman —le interrumpí—. Puede hacerlo.
—Usted pinta —dijo ella.
—Sí.
—¿Ya ha pintado el barco?
Algo curioso le sucedió a mi estómago. La sensación no fue tanto como si se hundiera, sino más bien como si hubiera desaparecido y dejado un vacío entre el corazón y el resto de mis entrañas. Mis rodillas trataron de doblarse. El acero en mi cadera se calentó. Mi nuca se enfrió. Y un fuego cálido y espinoso ascendió por el brazo que no estaba allí.
—Sí —respondí—. Una y otra y otra vez.
—Es Edgar —dijo.
—Sí, Elizabeth. Soy Edgar. Bien hecho, cariño.
Sonrió, y sospeché que nadie la había llamado cariño en mucho tiempo.
—Mi mente es como un mantel con un gran agujero quemado. —Se dirigió a Wireman—. Muy divertido, ¿sí?
—Necesita descansar —aconsejó él—. De hecho, necesita dormir como un tronco.
—Como un leño —dijo ella, esbozando una leve sonrisa—. Sí, y creo que cuando despierte seguiré aquí. Por un rato. —Levantó las manos de él hasta su cara y las besó—. Te quiero, Wireman.
—Yo también te quiero, señorita Eastlake —respondió.
Bien hecho, Wireman.
—¿Edgar?… ¿Es Edgar?
—¿Usted qué cree, Elizabeth?
—Sí, naturalmente. ¿Exhibirá su obra? ¿Es eso en lo que habíamos quedado antes de mi última…? —Sus párpados se cerraron, como simulando dormir.
—Sí, en la Galería Scoto. Necesita descansar, de verdad.
—¿Será pronto? ¿Su exposición?
—En menos de una semana.
—Sus cuadros… los cuadros del barco… ¿están en la península? ¿En la galería?
Wireman y yo intercambiamos una mirada. Él se encogió de hombros.
—Sí —contesté.
—Bien. —Volvió a sonreír—. Descansaré, entonces. Todo lo demás puede esperar… hasta después de su exposición. Su momento al sol. ¿Las venderá? ¿Las pinturas del barco?
Wireman y yo intercambiamos otra mirada, y el mensaje en sus ojos fue muy claro: No la alteres.
—Están marcadas como NFS, Elizabeth. Eso significa…
—Sé lo que significa, Edgar, no me he caído de un guindo ayer. —En el interior de sus profundas bolsas de arrugas, atrapados en un rostro que se alejaba hacia la muerte, sus ojos relampaguearon—. Véndalas. Independientemente de su número, debe venderlas. E independientemente de lo duro que le resulte. Rómpalas y esparza los pedazos a los cuatro vientos. ¿Me ha entendido?
—Sí.
—¿Lo hará?
No conocía la respuesta a esa pregunta, pero reconocí en ella lasseñales de creciente agitación que yo mismo había experimentado en mi no-tan-distante pasado.
—Sí.
En aquel momento, le habría prometido que saltaría hasta la luna con mis botas de siete leguas si aquello hubiera apaciguado su mente.
—Incluso en ese caso puede que no sean seguras —reflexionó con voz casi aterrorizada.
—Basta ya —dije, dándole unas palmaditas en la mano—. Basta de pensar en eso.
—De acuerdo. Hablaremos más después de su exposición. Nosotros tres. Estaré más fuerte… más despejada… y usted, Edgar, será capaz de prestar atención. ¿Tiene hijas? Me parece recordar que sí.
—Sí, y se alojarán en Sarasota con su madre. En el Ritz. Ya está arreglado.
Me brindó otra sonrisa, pero las comisuras de sus labios se desplomaron casi de inmediato. Era como si su boca se estuviera fundiendo.
—Póngame en posición horizontal, Wireman. He estado en los pantanos… cuarenta días y cuarenta noches… o eso parece… y estoy cansada.
Wireman accionó la manivela de la cama. Entró Annmarie con un vaso de algo en una bandeja, pero no había posibilidad alguna de que Elizabeth se bebiera aquello, pues ya dormitaba. Sobre su cabeza, la chica más solitaria del mundo se sentaba en una silla y miraba por la ventana eternamente, con el rostro oculto por la cascada de su cabello, desnuda salvo por un par de zapatos.
* * *
Esa noche, el sueño tardó en llegar. Cuando finalmente me deslicé en él, era pasada medianoche. La marea se había retirado, y la conversación en murmullos bajo la casa había cesado. Lo cual, sin embargo, no acalló las susurrantes voces en mi cabeza.
Otra Florida, susurraba Mary Ire. Aquella era otra Florida.
Véndalas. Independientemente de su número, debe venderlas. Esa era Elizabeth, por supuesto.
La Elizabeth adulta. Escuché otra versión de ella, no obstante, y como tuve que inventar su voz, lo que oí fue la voz de Ilse cuando era niña.
Hay un tesoro, papi, declaró esta voz. Puedes cogerlo si te pones la máscara y el snorkel. Yo te enseño dónde mirar.
Dibujé un cuadro.
* * *
Me levanté al alba. Creí que podría dormirme otra vez, pero no hasta que me tomara una de las pocas píldoras de Oxycontina que aún guardaba como reserva, ni hasta que hubiera realizado una llamada telefónica. Me tomé la pastilla, marqué el número de la Scoto y me saltó el contestador automático; faltaban horas hasta que apareciera alguna persona viva por la galería. La raza artística no es gente mañanera.
Marqué el 11, que correspondía a la extensión de Dario Nannuzzi, y después de la señal dije:
—Dario, soy Edgar. He cambiado de idea con respecto a la serie Niña y barco. Al final he decidido venderlos, ¿de acuerdo? El único requisito es que deberían ir a parar a personas diferentes, si es posible. Gracias.
Colgué y me volví a la cama. Yací allí durante quince minutos viendo cómo giraba perezosamente el ventilador del techo y escuchando el susurro de las conchas por debajo de mí. La pastilla realizaba su función, pero no conciliaba el sueño. Y sabía por qué.
Sabía exactamente por qué.
Me levanté de nuevo, pulsé el botón de rellamada del teléfono, escuché el mensaje grabado y marqué una vez más la extensión de Dario. Su voz grabada me invitaba a dejar un mensaje después de la señal.
—Excepto el N.° 8 —dije—. Ese sigue siendo NFS.
¿Y por qué no lo ponía en venta?
No porque fuera la obra de un genio, aunque yo opino que sí. Ni siquiera porque contemplarlo era, para mí, como escuchar a la parte más oscura de mi corazón narrando su relato. Era porque sentía que algo me había permitido vivir simplemente para pintarlo, y que venderlo sería como negar mi propia vida, y todo el sufrimiento que había padecido para recuperarla.
Eso era, sí.
—Ese es mío, Dario —añadí.
Entonces regresé a la cama, y esta vez sí pude conciliar el sueño.
Cómo dibujar un cuadro (VII)
Recuerda que «ver es creer» implica poner el carro delante del caballo. El arte es el artefacto concreto de la fe y la expectación, la comprensión de un mundo que de otra forma sería poco más que un velo de consciencia sin sentido extendido sobre un golfo de misterio. Y además, si tú no crees en lo que ves, ¿quién creerá en tu arte?
El problema tras el tesoro radicó completamente en una cuestión de creencia. Elizabeth poseía un fiero talento, pero era solo una niña, y en los niños, la fe se les presupone. Forma parte del equipamiento de serie. Tampoco los niños están, ni siquiera los talentosos (especialmente los talentosos), en plena posesión de sus facultades. Su razón aún duerme, y el sueño de la razón produce monstruos.
He aquí un cuadro que nunca pinté:
Gemelas idénticas con idénticos vestidos pichi, excepto que uno es rojo, con una L en la parte delantera, y el otro es azul, con una T. Las niñas se agarran de la mano mientras corren por el sendero que conduce a la playa de la Sombra. La llaman así porque la mayor parte del día está resguardada del sol bajo la Roca de la Bruja. En sus pálidas caras redondas hay rastros de lágrimas, pero estas pronto desaparecerán porque por ahora están demasiado aterrorizadas para llorar.
Si puedes creer esto, podrás ver el resto.
Un cuervo gigante las sobrepasa volando lentamente, cabeza abajo, con las alas desplegadas. Les habla con la voz de su padre.
Lo-Lo se cae y se corta las rodillas con las conchas. Tessie tira de ella hasta ponerla en pie. Continúan corriendo. No temen al cuervo parlante que vuela cabeza abajo, ni al modo en que el cielo a veces fluctúa del azul a un rojo crepuscular antes de retornar al azul; temen a la cosa tras ellas.
El chaval grande.
A pesar de los colmillos sigue pareciendo un poco como una de las divertidas ranas que Libbit solía dibujar, pero esta es mucho más grande, y real hasta el punto de proyectar sombra. Real hasta el punto de desprender un hediondo olor y hacer temblar el suelo cada vez que salta. Desde que papá encontró el tesoro, se han visto asustadas por toda clase de cosas, aunque Libbit dice que no salen de su habitación por la noche, que ni siquiera miran por la ventana, pero hoy es de día, y la cosa tras ellas es demasiado real como para no ser creída, y está ganando terreno.
La siguiente vez es Tessie la que cae, y Lo-Lo la que tira de ella hasta ponerla en pie, lanzando una aterrorizada mirada hacia atrás, a la cosa que las persigue. La rodean danzarines bichos que a veces atrapa con la lengua. Lo-Lo puede distinguir a Tessie en uno de sus estúpidos ojos saltones. Ella misma está en el otro.
Irrumpen en la playa jadeando sin aliento, y ahora no hay lugar adonde ir, excepto el agua. Pero quizá sí hay uno, porque el barco ha vuelto otra vez, el que han divisado más y más frecuentemente durante las últimas semanas. Libbit dice que no es lo que aparenta, pero ahora es un sueño de seguridad, blanco y flotante, y además: no queda otra opción. Tienen al chaval grande casi en los talones.
Salió de la piscina justo después de que ellas terminaran de jugar a la Boda de Adié en Rampopo, la casa de muñecas en el césped adyacente (hoy le toca a Lo-Lo interpretar a Adié). A veces Libbit puede hacer que esas horripilantes cosas desaparezcan con un simple garabato en su cuaderno, pero ahora Libbit está dormida: últimamente ha pasado una gran cantidad de noches agitadas.
El chaval grande salta desde el sendero hasta la playa, rociando arena por doquier. Sus ojos abultados miran fijamente. Su frágil barriga blanca sobresale, abarrotada de vísceras malolientes. Su garganta late con fuerza.
Las dos niñas, paradas con las manos unidas y los pies en la corriente de agua que su padre llama la pequeña ola de espuma, se miran una a la otra. Luego miran hacia el barco, meciéndose en el sitio donde está anclado, con las velas plegadas y brillantes. Hasta parece más cercano, como si se hubiera aproximado para rescatarlas.
Lo-Lo dice: Tenemos que ir.
Tessie dice: ¡Pero no sé NADAR!
¡Sabes chapotear como un perro!
El chaval grande salta. Oyen el chapoteo de sus tripas cuando aterriza en el suelo. Suena como basura húmeda en un barril de agua. El azul se desvanece del cielo y entonces el cielo sangra rojo. Después, lentamente, vuelve a cambiar a su color original. Ha sido esa clase de día. ¿Y no habían sabido que esta clase de día se aproximaba* ¿No lo habían visto en los ojos angustiados de Libbit? Nana Melda lo sabe, hasta papá lo sabe, pero él no está aquí todo el tiempo. Hoy ha ido a Tampa, y cuando miran al horror blanco-verdoso que casi está sobre ellas, comprenden que Tampa bien podría estar en la cara oculta de la luna. Están solas en esto.
Tessie agarra el hombro de Lo-Lo con dedos fríos. ¿Y el aguaje?
Pero Lo-Lo sacude la cabeza. ¡El aguaje es bueno! ¡El aguaje nos llevará hasta el barco!
El tiempo para hablar se acaba. La cosa-rana se prepara para saltar otra vez. Y comprenden que, aunque no puede ser real, de algún modo lo es. Puede matarlas. Mejor arriesgarse en el agua. Dan inedia vuelta, todavía cogidas de la mano, y se lanzan al caldo. Fijan la vista en la delgada silueta blanca meciéndose donde está anclada. Seguramente les tirarán un cabo para subirlas a bordo, y alguien utilizará la radio de a bordo para llamar al Roost. «Pescamos un par de sirenas —dirán—. ¿Saben de alguien que las quiera?»
El aguaje separa sus manos. Es despiadado, y en realidad es Lo-Lo quien se ahoga primero porque lucha con más fuerza. Tessie la oye gritar dos veces. Grita primero pidiendo auxilio. Luego, rindiéndose, grita el nombre de su hermana.
Mientras tanto, un capricho del aguaje arrastra a Tessie directamente al barco, y la eleva al mismo tiempo. Durante un breve instante mágico es como si estuviera en una tabla de surf, y su débil brazada de perro parece estar impulsándola como un motor fueraborda. Entonces, justo antes de que una corriente gélida la alcance y se enrosque alrededor de sus tobillos, observa cómo el barco cambia a…
He aquí un cuadro que pinté, no una vez, sino una y otra y otra vez:
La blancura del casco no desaparece exactamente; es succionada hacia dentro igual que sangre abandonando las mejillas de un hombre aterrorizado. Las cuerdas se deshilachan. El metal pulido se opaca y pierde brillo. Los cristales de las ventanas de la cabina de popa estallan hacia fuera. Un revoltijo de chatarra aparece en la cubierta, se materializa mientras rueda de proa a popa. Salvo que estuvo allí todo este tiempo. Tessie no lo vio, sencillamente. Ahora ve.
Ahora cree.
Una criatura emerge de la bodega del barco. Se aproxima deslizándose hasta la balaustrada, desde donde mira fijamente a la niña. Es una cosa encorvada, encapuchada, en una toga roja. El cabello, que podría no ser cabello en absoluto, ondea con aspecto frío y húmedo alrededor de un rostro derretido. Unas manos amarillentas agarran con fuerza la madera astillada y sucia. Entonces, una se alza lentamente.
Y le hace señas a la niña que pronto estará DESAPARECIDA.
Dice: Ven a mí, niña.
Y, ahogándose, Tessie Eastlake piensa: ¡Es una MUJER!
Se hunde. ¿Y siente unas manos todavía calientes, las de su hermana recién muerta, que se aferran a sus pantorrillas y tiran de ella hacia abajo?
Sí, por supuesto. Por supuesto que las siente.
Creer es también sentir.
Cualquier artista te dirá eso.
13- La exposición
Algún día, si tu vida es larga y tu maquinaria pensante permanece engranada, vivirás para recordar la última cosa buena que te sucedió jamás. Este no es un comentario pesimista, tan solo lógico. Albergo la esperanza de no haber agotado ya las cosas buenas, la vida no tendría ningún sentido si creyera eso, pero entre medias ha pasado mucho tiempo. Recuerdo la última con claridad. Sucedió hace poco más de cuatro años, la noche del 15 de abril, en la Galería Scoto. Fue entre las siete cuarenta y cinco y las ocho, y las sombras en Palm Avenue empezaban a adquirir un tenue matiz azulado. Sé la hora porque no cesaba de mirar el reloj. La Scoto ya estaba atestada de gente, hasta el límite legal y probablemente un poco más allá, pero mi familia no había llegado. Había visto a Pam y a Illy ese mismo día más temprano, y Wireman me había asegurado que el vuelo de Melinda había aterrizado puntual, pero en lo que iba de noche no se había producido señal alguna de ellas. Ni una llamada.
En un cubículo a mi izquierda, donde tanto el bar como ocho de los cuadros de la colección Puesta de sol con había atraído a una multitud, un trío del conservatorio local de música tocaba una fúnebre versión de «My Funny Valentine». Mary Ire (sosteniendo una copa de champán pero hasta el momento sobria) se explayaba en algo artístico ante una pequeña congregación que escuchaba atentamente. A la izquierda había una estancia más grande, donde se había instalado el bufet. En una de sus paredes colgaba Rosas que nacen de conchas, y una pintura de nombre Veo la Luna; en otra, tres vistas de Duma Road. Observé que varias personas tomaban fotos con sus teléfonos móviles, aunque un cartel sobre un trípode en la entrada anunciaba que todas las fotografías estaban prohibidas.
Se lo mencioné a Jimmy Yoshida de pasada, y este asintió, aunque no parecía enfadado, ni siquiera irritado, sino más bien perplejo.
—Hay una gran cantidad de personas aquí que no asocio con el ámbito cultural, y que ni siquiera reconozco —comentó—. Esta afluencia de público sobrepasa mi experiencia.
—¿Eso es malo?
—¡Por Dios, no! Pero después de años peleando por mantener nuestra empresa a flote, cabalgar en la cresta de la ola es una sensación extraña.
La galería central de la Scoto era muy amplia, lo cual era muy conveniente para aquella noche. A pesar de la comida, la bebida y la música de las estancias más pequeñas, era la sala central hacia donde gravitaban al final la mayoría de los visitantes. Los óleos de la colección Niña y barco colgaban del techo con hilos casi invisibles, justo en el centro de la habitación. Wireman mira al oeste se exhibía en la pared del extremo más alejado. Esta y Niña y barco n.° 8 eran las únicas pinturas de la exposición que había etiquetado como NFS; Wireman, porque el cuadro era suyo; N.° 8 porque, sencillamente, no podía venderlo.
—¿Le estamos quitando el sueño, jefe? —preguntó Angel Slobotnik a mi izquierda, ignorando, igual que siempre, el codazo de su mujer.
—No —respondí—. Jamás he estado más despierto en toda mi vida. Yo solo…
Un hombre vestido con un traje que debía de haber costado dos de los grandes se acercó y me extendió la mano.
—Señor Freemantle, Henry Vestick, del Primer Banco de Sarasota. Inversiones y Cuentas de Ahorro. Esto es sencillamente maravilloso. Estoy asombrado. Atónito.
—Gracias —contesté, pensando que había omitido un «NO DEBE ABDICAR»—. Muy amable.
Una tarjeta de visita apareció entre sus dedos. Fue como ver a un músico callejero realizar un truco de magia. O lo habría sido, si los músicos callejeros vistieran trajes de Armani.
—Si hay algo que yo pueda hacer… He escrito mis teléfonos en la parte de atrás: el de casa, el móvil y el de la oficina.
—Muy amable —repetí.
No se me ocurría qué otra cosa podía decir, y, en realidad, ¿qué creía el señor Vestick que yo iba a hacer? ¿Llamarle a casa y darle las gracias de nuevo? ¿Solicitar un crédito y ofrecerle una pintura como aval?
—¿Podría traer a mi esposa más tarde y presentársela? —me preguntó, y noté cierta expresión en sus ojos.
No era exactamente como la que había aparecido en los ojos de Wireman cuando comprendió que yo había liquidado a Candy Brown, pero se acercaba. Como si Vestick me tuviera un poco de miedo.
—Faltaría más —respondí, y se escabulló.
—Antes construías sucursales bancarias para tipos como ese y luego tenías que pelearte con ellos cuando no querían pagar los costes excedentes —comentó Angel. Llevaba un traje de confección azul a punto de reventar en nueve direcciones distintas, como el Increíble Hulk—. En esos tiempos te habría tomado por un burro con intención de joderle el día. Ahora te mira como si pudieras cagar hebillas de oro.
—¡Angel, basta! —exclamó Helen Slobotnik, y simultáneamente le propinó otro codazo y trató de quitarle su copa de champán, que él apartó serenamente fuera de su alcance.
—¡Dile que es verdad, jefe!
—En cierta forma lo es —confirmé.
Y el banquero no era el único en el que percibía aquella expresión. Las mujeres… ¡cielos! Cuando mis ojos se topaban con los suyos, captaba cierto enternecimiento, cierta especulación, como deliberando si podría yo sujetarlas con un solo brazo. Probablemente era una locura, pero…
Me agarraron por detrás y mis pies casi se despegaron del suelo. El champán se habría derramado si Angel no hubiera reaccionado rápido para coger hábilmente la copa. Me giré, y allí estaba Kathi Green, sonriéndome. Había abandonado la Gestapo de la Rehabilitación, al menos por esta noche. Llevaba un vestido corto de un brillante color verde, ceñido por completo a cada centímetro de su bien conservado cuerpo, y alzada sobre sus tacones me llegaba casi a la altura de la frente. A su lado, descollando sobre ella, se erguía Kamen. Sus ojos enormes flotaban con benevolencia tras las gafas de montura de carey.
—¡Jesús, Kathi! —exclamé—. ¿Qué habrías hecho si me hubieras tirado al suelo?
—Obligarte a hacerme cincuenta —respondió, sonriendo más ampliamente que nunca. Sus ojos estaban anegados en lágrimas—. Te lo dije por teléfono. Mira qué bronceado tienes, chico guapo.
Se le desbordaron las lágrimas y me abrazó.
Le devolví el abrazo y luego saludé a Kamen. Su mano se tragó la mía por entero.
—Tu avión es el medio perfecto para que los hombres de mi tamaño puedan volar —dijo, y la gente se volvió en su dirección. Tenía una de esas profundas voces a lo James Earl Jones que podía hacer que un anuncio de supermercado sonara como el Libro de Isaías—. He disfrutado al máximo, Edgar.
—La verdad es que no es mío, pero gracias —contesté—.| ¿Alguno de vosotros ha…?
—¿Señor Freemantle?
Era una encantadora pelirroja cuyos generosos pechos llenos de pecas corrían serio peligro de rebosar por encima de su frágil vestido rosa. Tenía grandes ojos verdes, y aparentaba la edad de mi hija Melinda. Antes de que pudiera hablar, alargó la mano me cogió gentilmente los dedos.
—Solo quería tocar la mano que pintó esos cuadros —dijo—. Esos maravillosos y alucinantes cuadros. Dios, es usted increíble
Levantó mi mano, la besó, y entonces la presionó contra uno de sus pechos. Noté la perla áspera de su pezón a través de la fina telade seda. Acto seguido desapareció entre la multitud.
—¿Te pasa eso a menudo? —preguntó Kamen.
—Entonces, ¿cómo llevas el divorcio, Edgar? —preguntó Kathi al mismo tiempo.
Se miraron el uno al otro durante un instante y después estallaron en carcajadas.
Entendía de qué se reían (el momento Elvis de Edgar), pero a mí simplemente me parecía raro. Las estancias de la Scoto empezaban a parecerse un poco a las cámaras de una gruta submarina, y me di cuenta de que podía pintarlo de ese modo: habitaciones submarinas con pinturas en las paredes, pinturas que eran estudiadas por peces humanoides mientras que el Trío Neptuno cantaba «Octopus's Garden» entre burbujas.
Muy, muy raro. Demasiado. Quería a Wireman y a Jack (también ausentes), pero todavía más, ansiaba a mi gente. A Illy, por encima de todo. Si tuviera conmigo a mi familia, quizá regresaría la sensación de realidad. Eché un vistazo en dirección a la puerta.
—Si buscas a Pam y a las chicas, imagino que llegarán de un momento a otro —dijo Kamen—. Melinda sufrió un percance con su vestido y subió a cambiarse en el último minuto.
Melinda, pensé. Naturalmente, tenía que ser Mel…
Y fue entonces cuando las divisé, abriéndose paso entre la multitud de rapiñas del arte, con aspecto muy norteño y fuera de lugar entre tanto bronceado. Detrás, Tom Riley y William Bozeman III (el inmortal Bozie), vestidos con trajes oscuros, mantenían el ritmo de ellas. Se detuvieron a mirar tres de mis dibujos más tempranos, que Dario había ubicado cerca de la puerta en un tríptico.
Fue Ilse quien me vio primero.
—¡PAPÁ! —chilló, y atravesó la multitud como una lancha torpedera, con su hermana justo detrás.
Lin arrastraba en su estela a un hombre joven y alto. Pam saludó con la mano y también empezó a acercarse.
Dejé a Kamen, Kathi y a los Slobotnik; Angel todavía sostenía mi copa.
—Perdone, señor Freemantle, me preguntaba si podría pedir. .. —comenzó a decir alguien, pero no le presté atención.
En ese momento lo único que veía era el rostro radiante de Ilse y sus ojos colmados de júbilo.
Nos encontramos frente al letrero que rezaba: LA GALERÍA SCOTO PRESENTA «LA VISTA DESDE DUMA», PINTURAS Y DIBUJOS DE EDGAR FREEMANTLE. Me percaté de que llevaba un vestido azul pastel que nunca antes había visto, y de que el pelo recogido y el largo cuello de cisne desnudo le conferían un aspecto alarmantemente adulto. Fui consciente de un inmenso y casi irresistible sentimiento de amor por ella, y también de gratitud porque ella sintiera lo mismo hacia mí: lo reflejaban sus ojos. Entonces la rodeé con el brazo.
Un momento después llegó Melinda con su joven hombre junto a ella (y sobre ella; era como un largo y alto helicóptero). No disponía de brazos suficientes para ella y su hermana, pero Lin reservaba uno para mí; me agarró y me besó en la mejilla.
—Bonsoir, papá. ¡Felicidades!
Entonces Pam estuvo frente a mí, la mujer a la que una vez, no hacía tanto, había llamado «zorza abandonista». Lucía un traje chaqueta azul oscuro, una blusa de seda azul claro y un collar de perlas. Pendientes cómodos y prácticos. Zapatos de tacón bajo, cómodos y prácticos, pero bonitos. Estilo Minnesota cien por cien, si alguna vez había visto uno. Era evidente que estaba muerta de miedo, por toda la gente y el entorno extraño, pero igualmente esgrimía una esperanzadora sonrisa en el rostro. Pam fue muchas cosas en el transcurso de nuestro matrimonio, pero el desaliento nunca se contó entre ellas.
—¿Edgar? —preguntó Pam con voz tímida—. ¿Seguimos siendo amigos?
—Más te vale creerlo —contesté.
Solo le di un breve beso pero la abracé con toda la intensidad de la que es capaz un hombre manco. Ilse se agarraba a mí; Melinda hacía lo propio al lado contrario, apretándome tan fuerte que me dolían las costillas pero no me importaba. Como procedente de una gran distancia oí que la sala prorrumpía en un espontáneo aplauso.
—Tienes buen aspecto —me susurró Pam al oído—. No, tienes un aspecto magnífico. No estoy segura de si te hubiera reconocido en la calle.
Retrocedí un poco, observándola.
—Tú también estás estupenda.
Se echó a reír, ruborizándose, una extraña con quien en un tiempo pasé mis noches.
—El maquillaje disimula multitud de pecados.
—Papá, este es Ric Doussault —intervino Melinda.
—Bonsoir y felicidades, monsieur Freemantle —saludó Ric. Sostenía una sencilla caja blanca que ahora me alargaba—. De parte de Linnie y mía. Un cadeau. ¿Regalo?
Sabía lo que era un cadeau, naturalmente; la verdadera revelación era la cadencia exótica que su acento transmitía al apodo de mi hija. Eso me hizo comprender, de un modo que ninguna otra cosa podría haber conseguido, que ahora ella era más suya que mía.
Me dio la impresión de que la mayoría de las personas en la galería se habían reunido alrededor para verme abrir el regalo. Tom Riley había conseguido llegar hasta el hombro de Pam. Bozie se encontraba cerca de él. Justo detrás, Margaret Bozeman me sopló un beso desde la palma de la mano. Cerca de ella estaba Todd Jamieson, el médico que me había salvado la vida… dos grupos de tíos y tías… Rudy Rudnick, mi antigua secretaria… Kamen, por supuesto, era imposible pasarlo por alto… y Kathi a su lado. Habían venido todos… todos menos Wireman y Jack, y estaba empezando a preguntarme si habría sucedido algo que les había impedido asistir. Pero por el momento eso parecía secundario. Me acordé de cuando desperté en la cama de hospital, confuso y aislado de todo por un dolor que no concedía tregua; entonces miré a mi alrededor, y pensé en cómo era posible que las cosas hubieran cambiado tan radicalmente. Todas estas personas habían regresado a mi vida por una noche. No quería llorar, pero estaba positivamente seguro de que lo haría; podía notar cómo empezaba a disolverme como un pañuelo de papel bajo un aguacero.
—¡Ábrelo, papá! —exclamó Ilse.
Pude oler su perfume, dulce y fresco.
—¡Ábrelo! ¡Ábrelo! —Voces bondadosas emergiendo del atestado círculo que nos observaba.
Abrí la caja. Saqué el papel de seda y quedó al descubierto lo que había esperado… aunque yo había imaginado que sería algo chistoso, y esto no era una broma. La boina que Melinda y Ric me habían traído de Francia era de terciopelo rojo oscuro, suave al tacto, como seda. No había costado barata.
—Es muy bonita —murmuré.
—No, papá —replicó Melinda—. Nada es lo bastante bonito. Solo esperamos que te valga.
La saqué de la caja y la sostuve en alto. La audiencia soltó una exclamación de asombro en señal de apreciación. Melinda y Ric se miraron el uno al otro con expresión feliz, y Pam (quien notaba que de algún modo Lin nunca obtendría de mí su correspondiente ración de afecto o aprobación) me dedicó una mirada decididamente radiante. A continuación me puse la boina, que encajaba a la perfección. Melinda la cogió y realizó un minúsculo ajuste. Luego se dirigió al público expectante, volvió las palmas de sus manos hacia mí y dijo:
—Voici mon pére, ce magnifique artiste!
Estallaron en aplausos y gritos de «¡Bravo!». Ilse me besó, llorando y riendo al mismo tiempo. Recuerdo la blanca vulnerabilidad de su cuello y el tacto de sus labios, justo por encima de mi mandíbula.
Yo era la reina de la fiesta, y estaba rodeado de mi familia. Había luz y champán y música. Sucedió hace cuatro años, la noche del 15 de abril, entre las siete cuarenta y cinco y las ocho, mientras las sombras en Palm Avenue empezaban a adquirir un tenue matiz azulado. Este es un recuerdo que conservo.
* * *
Les guié en la visita a la exposición, con Tom y Bozie y el resto de la banda de Minnesota pegados detrás. Puede que fuera la primera vez que muchos de los allí presentes acudían a la galería, pero fueron lo bastante educados como para proporcionarnos algo de espacio.
Melinda se detuvo un minuto entero delante de Puesta de sol con sófora, y luego se volvió hacia mí, casi acusadoramente.
—Si poseías esta habilidad desde siempre, papá, en el nombre de Dios, ¿por qué desperdiciaste treinta años de tu vida levantando edificios para la oficina de Extensión del Condado?
—¡Melinda Jean! —exclamó Pam, pero de manera ausente.
Miraba hacia la sala central, donde las pinturas de la serie Niña y barco colgaban suspendidas en el vacío.
—Bueno, es verdad —replicó Melinda—. ¿No?
—Cariño, no lo sabía.
—¿Cómo puedes poseer algo tan grande en tu interior y no saberlo? —inquirió.
No tenía respuesta para eso, pero Alice Aucoin me rescató.
—Edgar, Dario se preguntaba si podrías pasar a la oficina de Jimmy unos minutos. Estaré encantada de acompañar a tu familia a la sala principal, donde podrás unirte a ellos más tarde.
—De acuerdo… ¿qué quieren?
—No te preocupes, son todo sonrisas —informó, y ella misma sonrió.
—Ve, Edgar —dijo Pam, y dirigiéndose a Alice—: Estoy acostumbrada a que tenga que ausentarse. Cuando estuvimos casados, era un estilo de vida.
—Papá, ¿qué significa este círculo rojo en la parte de arriba del marco? —preguntó Ilse.
—Que está vendido, querida —contestó Alice.
Me detuve a mirar Puesta de sol con sófora cuando ya me alejaba, y… efectivamente, había un pequeño círculo rojo en la esquina superior derecha del marco. Aquello era algo bueno; era agradable saber que el público estaba compuesto de algo más que simples mirones atraídos por la novedad de un pintamonas manco. Pero aún notaba una punzada, y me pregunté si era normal sentirse de aquel modo. No tenía forma de asegurarlo. No conocía a ningún otro artista a quien preguntar.
* * *
Dario y Jimmy Yoshida estaban en la oficina, y también un hombre que nunca había visto antes. Dario me lo presentó como Jacob Rosenblatt, el contable que mantenía los libros de la Scoto en buen estado. Mi corazón se hundió un poco cuando le estreché la mano, girando la mía para lograrlo porque él me tendió la equivocada, como era habitual en tanta gente. Ah, pero este es un mundo para diestros.
—Dario, ¿hay algún problema? —pregunté.
Dario puso una cubitera plateada de champán sobre el escritorio de Jimmy. En su interior, reclinada sobre un lecho de hielo triturado, había una botella de Perrier-Jouët. La bebida que estaban sirviendo en la galería era buena, pero no tanto. Había sido descorchada recientemente; un aliento apenas perceptible seguía saliendo sin rumbo de la boca verde de la botella.
—¿Esto parece un problema? —preguntó—. Le habría dicho a Alice que hiciera pasar a tu familia también, pero esta puñetera oficina es muy pequeña. Dos personas que deberían estar aquí ahora mismo son Wireman y Jack Cantori. ¿Dónde diablos están? Pensaba que vendrían juntos.
—Yo también. ¿Has probado a llamar a la casa de Elizabeth Eastlake? ¿Heron's Roost?
—Por supuesto —respondió Dario—. Pero nada, solo el contestador automático.
—¿Ni siquiera la enfermera de Elizabeth? ¿Annmarie?
—Solo el contestador automático —repitió, sacudiendo la cabeza.
—No me gusta nada todo esto —dije.
Visiones del Memorial de Sarasota empezaban a invadir mi mente.
—Tal vez los tres vienen de camino hacia aquí en estos momentos —intervino Rosenblatt.
—Creo que eso es improbable. El estado de salud de ella es muy delicado y tiene dificultades para respirar. Ni siquiera puede usar ya su andador.
—Estoy seguro de que la situación se resolverá por sí misma —dijo Jimmy—. Mientras tanto, deberíamos brindar.
—Debemos brindar, Edgar —añadió Dario.
—Gracias, muchachos, sois muy amables y me encantaría tomar una copa con vosotros, pero mi familia está fuera y quiero pasear con ellos mientras miran el resto de mis cuadros, si os parece bien.
—Comprensible, pero… —empezó a decir Jimmy.
—Edgar —interrumpió Dario, hablando en tono sosegado—, la exposición se ha vendido íntegra.
Miré en su dirección.
—¿Perdón?
—Suponíamos que no tendrías oportunidad de dar una vuelta y ver todos los puntos rojos —dijo Jimmy. Sonreía y el color de su cara era tan intenso que bien podría estar ruborizado—. Se han vendido todas las pinturas y todos los dibujos a la venta.
—Treinta pinturas y catorce dibujos —especificó Jacob Rosenblatt, el contable—. Es algo sin precedentes.
—Pero… —Sentía los labios entumecidos. Miré a Dario darse la vuelta y coger esta vez una bandeja de copas de la estantería situada detrás del escritorio. Tenían el mismo diseño floral que la botella de Perrier-Jouët—. ¡Pero el precio que pusisteis a Niña y barco n.° 7 era de cuarenta mil dólares!
Rosenblatt extrajo del bolsillo de su sencillo traje negro un papel curvado que debía de proceder de una máquina calculadora.
—Por las pinturas se han sacado cuatrocientos ochenta y siete mil dólares, y por los dibujos diecinueve mil más. El total supera el medio millón de dólares. Es la mayor suma que la Scoto ha recaudado durante la exhibición de la obra pictórica de un único artista. Un éxito rotundo. Felicidades.
—¿Todo? —volví a preguntar en un hilo de voz tan minúsculo que apenas me oí a mí mismo.
Miré a Dario mientras me ponía una copa de champán en la mano y asentía con la cabeza.
—Si hubieras decidido vender Niña y barco n.° 8, creo que por ese solo se habrían pagado cien mil dólares.
—El doble de eso —observó Jimmy.
—¡Por Edgar Freemantle y el inicio de una brillante carrera! —exclamó Rosenblatt y alzó su copa.
Levantamos nuestras copas y bebimos, sin saber que mi brillante carrera, a todos los efectos prácticos, había llegado a su fin.
Ahí tuvimos potra, muchacho.
* * *
Tom Riley se unió a mí mientras me movía entre el gentío en dirección a mi familia, sonriendo y desbaratando tácticas para entablar conversación tan rápido como podía.
—Jefe, son increíbles —comentó—, pero también un poco espeluznantes.
—Supongo que eso es un cumplido —contesté.
La verdad era que hablar con Tom sí que producía una sensación espeluznante, sabiendo lo que sabía sobre él.
—Definitivamente es un cumplido —confirmó—. Escucha, te dejo que vayas con tu familia. Me iré a dar un paseo. —Y se disponía a hacer justo eso, pero le agarré por el codo.
—No te separes de mí —le dije—. Juntos podremos repeler a todos los que intenten abordarnos. Por mí mismo, no llegaría hasta Pam y las chicas antes de las nueve.
Rompió a reír. El viejo Tommy presentaba buen aspecto. Había ganado varios kilos desde el día en el lago Phalen, pero leí en algún sitio que los antidepresivos a veces tienen ese efecto, especialmente en los hombres. En su caso, un poco más de peso le venía bien. Los huecos bajo sus ojos se habían rellenado.
—¿Cómo te ha ido, Tom?
—Bueno… a decir verdad… con depresión. —Levantó una mano en el aire, como para rechazar una compasión que yo no le había ofrecido—. Tiene que ver con un desequilibrio químico, y es jodido acostumbrarse a las pastillas. Al principio te enturbian la mente… o, por lo menos, a mí me pasó. Las dejé una temporada, pero ahora he vuelto a tomarlas y la vida parece mejor. No sé si es el subidón causado por las falsas endorfinas o el efecto de la primavera en La Tierra del Billón de Lagos.
—¿Y la Compañía Freemantle?
—Libre de deudas, pero no es lo mismo sin ti. Vine aquí pensando en que podría convencerte para que regresaras. Entonces eché un vistazo a lo que estás haciendo ahora y me di cuenta de que probablemente tus días en el mundo de la construcción se han acabado.
—Eso creo, sí.
—¿Qué son, de verdad? —preguntó, gesticulando en dirección a los lienzos de la sala principal—. Es decir, sin tonterías. Porque… no le contaría esto a muchas personas… pero me recuerdan a la forma en que veía la vida en el interior de mi cabeza cuando no tomaba la medicación.
—Son solo fantasías —respondí—. Sombras.
—Yo sé de sombras —dijo—. Tan solo tienes que cuidarte de que no les crezcan dientes. Porque es posible y entonces a veces, cuando pulsas el interruptor de la luz para hacerlas desaparecer, descubres que no hay corriente.
—Pero ya estás mejor.
—Sí—confirmó—. Pam tuvo mucho que ver en eso. ¿Puedo contarte algo sobre ella que posiblemente ya sepas?
—Claro —respondí, con la única esperanza de que no fuera a compartir conmigo el hecho de que ella emitía a veces risitas en cierto modo guturales en el momento de llegar al orgasmo.
—Es muy perspicaz pero le falta delicadeza —dijo Tom—. Es una mezcla extrañamente cruel.
No dije nada… pero no necesariamente porque pensara que se equivocaba.
—No hace mucho me echó un enérgico sermón por no cuidarme, y me obligó a abrir los ojos.
—¿Sí?
—Sí, y por su aspecto, puede que tú mismo recibas otro de sus sermones, Edgar. Ahora, si me disculpas, creo que trataré de encontrar a tu amigo Kamen y entablar con él una pequeña conversación. Disculpa.
Las chicas y Ric estaban admirando Wireman mira al oeste y charlaban animadamente. Pam, sin embargo, estaba apostada hacia la mitad de la hilera de pinturas Niña y barco, que colgaban como pósters de películas, y parecía agitada. No enfadada, exactamente, solo agitada. Confusa. Me hizo señas para que me acercara, y una vez allí, no perdió el tiempo.
—¿La niña pequeña de estos cuadros es Ilse? —preguntó, señalando al N.° 1—. Al principio pensé que esta con el pelo rojo supuestamente sería la muñeca que el doctor Kamen te dio tras el accidente, pero Ilse tenía un vestido a cuadros como ese cuando era pequeña. Lo compré en Rompers. Y este… —Ahora señalaba al N.° 3—. Juraría que este es el mismo vestido que tenía cuando empezó el primer curso… ¡el que llevaba puesto cuando se rompió el maldito brazo aquella noche después de ver la carrera de la NASCAR!
Bueno, pues ahí lo tenía. En mis recuerdos, el suceso del brazo roto tuvo lugar al volver de la iglesia, pero aquello solo era un desliz menor en la solemne danza de la memoria. Había cosas más importantes. Una era que Pam se hallaba en una posición única para ver a través del humo y los espejos que a los críticos les gusta denominar arte… por lo menos en mi caso. En ese sentido, y probablemente en muchos otros, continuaba siendo mi mujer. Parecía que, al final, solo el tiempo estaba capacitado para dictar una sentencia de divorcio. Y que, en el mejor de los casos, esa sentencia sería parcial.
La giré hacia mí. Estábamos siendo observados por un gran número de personas, y supuse que a ellos les parecería un abrazo. Y en cierto sentido lo era. Percibí un viso de alarma en sus ojos abiertos de par en par, y entonces me encontré susurrándole al oído.
—Sí, la chica del bote de remos es Ilse. Nunca pretendí que estuviera allí, porque nunca pretendí nada. Ni siquiera supe nunca que iba a pintar estos cuadros hasta que empecé a hacerlos. Y como ella está de espaldas, nadie más lo sabrá nunca a menos que tú o yo lo contemos. Y yo no lo haré. Pero… —La aparté de mí un poco. Sus ojos seguían abiertos como platos, y sus labios separados como preparándose para recibir un beso—. ¿Qué comentó Ilse?
—La cosa más extraña. —Me cogió de la manga y me arrastró hasta el N.° 7 y el N.° 8. En ambos, la Chica de la Barca llevaba el vestido verde con tirantes que le cruzaban la espalda desnuda—. Dijo que debías de haber leído su mente, porque esta primavera acababa de encargar un vestido como ese en el Newport News.
Volvió la vista hacia los cuadros. Permanecí en silencio a su lado y dejé que mirara.
—Estos no me gustan, Edgar. No son como los otros, y no me gustan.
Recordé a Tom Riley diciendo: «Tu ex es muy perspicaz pero le falta delicadeza».
Pam bajó la voz.
—No sabes nada acerca de Illy que no deberías saber, ¿verdad? Igual que supiste…
—No —contesté, pero las pinturas de la serie Niña y barco me inquietaban más que nunca.
Parte de esa sensación se debía al hecho de verlas de aquel modo, suspendidas en fila; toda esa rareza acumulada era como un puñetazo.
Véndalas. Esa era la opinión de Elizabeth. Independientemente de su número, debe venderlas.
Y entendía perfectamente por qué pensaba así. No me gustaba ver a mi hija, ni siquiera con el aspecto de la chiquilla que fue largo tiempo atrás, a tan corta distancia de ese cascarón podrido. En cierto sentido me sorprendía que los únicos sentimientos de Pam fueran de perplejidad y desasosiego. Pero, naturalmente, las pinturas aun no habían tenido ninguna oportunidad de actuar sobre ella.
Y ya no se hallaban en Duma Key.
Los jóvenes se nos unieron, Ric y Melinda rodeándose el uno al otro con sus brazos.
—Papá, eres un genio —dictaminó Melinda—. Ric también lo piensa, ¿no es cierto, Ric?
—La verdad es que sí —asintió Ric—. Vine preparado para ser… cortés. Pero en lugar de eso ahora no encuentro las palabras para decir que estoy asombrado.
—Eso es muy amable —contesté—. Merci.
—Estoy muy orgullosa de ti, papá —dijo Ilse, y me abrazó.
Pam puso los ojos en blanco, y en ese instante podría haberle pinchado alegremente uno y quedarme como si tal cosa. En cambio, estreché a Ilse con mi brazo y le planté un beso en la coronilla. Mientras lo hacía, la voz de Mary Ire se alzó desde la parte delantera de la Scoto en un ronco grito de fumador que rebosaba de pasmosa incredulidad.
—¡Libby Eastlake! ¡No doy crédito a lo que ven mis malditos ojos!
Eran mis oídos a los que yo no daba crédito, pero cuando se desencadenaron de forma espontánea algunos aplausos aislados desde la entrada, donde los verdaderos aficionados se habían reunido para charlar y respirar un poco del aire fresco de la noche, comprendí por qué se habían retrasado Jack y Wireman.
* * *
—¿Qué pasa? —preguntó Pam—. ¿Qué?
Me encaminé hacia la puerta, con Pam e Illy junto a mí, una a cada lado; Linnie y Ric se movían en nuestra estela. El aplauso se intensificó, y la gente se volvió hacia la puerta y estiraba el cuello para mirar.
—¿Quiénes son, Edgar?
—Mis mejores amigos en la isla —contesté, y luego, dirigiéndome a Ilse—: Una de ellas es la señora que vimos desde la carretera, ¿te acuerdas? Resultó ser la Hija del Padrino en lugar de su Novia. Se llama Elizabeth Eastlake y es adorable.
Los ojos de Ilse resplandecían con excitación.
—¡La anciana de los zapatones azules!
Los asistentes —muchos de los cuales seguían aplaudiendo— se abrieron para dejarnos paso, y les vi a los tres en la recepción, donde habían sido instaladas dos mesas con un cuenco de ponche en cada una. Empecé a notar una picazón en los ojos y un bulto ascendió por mi garganta. Jack iba vestido con un traje de color gris pizarra. Había conseguido domar su habitualmente rebelde mata de pelo estilo surfero, y presentaba el aspecto de un joven ejecutivo del Banco de América, o bien el de un alumno de secundaria particularmente alto en el Día de las Profesiones. Wireman, que empujaba la silla de Elizabeth, vestía unos desteñidos téjanos sin cinturón y una camisa de lino blanco de cuello redondo, que resaltaba su intenso bronceado. Tenía el cabello peinado hacia atrás, y me percaté por primera vez de que era apuesto, al estilo de Harrison Ford a los cincuenta años.
Pero era Elizabeth quien robaba todo el protagonismo, era Elizabeth quien suscitó los aplausos, incluso de aquellos primerizos que no tenían la más mínima idea de quién era ella. Lucía un traje chaqueta de algodón de un apagado color negro, holgado pero elegante. Tenía el cabello recogido y sujeto con una redecilla que emitía destellos de diamante bajo el halo de luz de los focos de la galería. De su cuello pendía una cadena de oro con una figura de marfil tallada a mano, y sus pies no calzaban zapatones azules estilo Frankenstein, sino unos elegantes zapatos de salón de un oscuro escarlata casi negro. Entre el segundo y tercer dedo de su nudosa mano izquierda sostenía un cigarrillo apagado en una boquilla de oro grabado.
Miraba a izquierda y derecha, sonriendo. Cuando Mary se acercó a la silla, Wireman se detuvo el tiempo suficiente para que la mujer de menor edad le diera a Elizabeth un beso en la mejilla y le susurrara al oído. Elizabeth escuchó, asintió, y le susurró algo en respuesta. Mary soltó una risa como un graznido, y después acarició el brazo de Elizabeth.
Alguien me rozó al pasar. Era Jacob Rosenblatt, el contable, con los ojos húmedos y la nariz roja. Dario y Jimmy le seguían. Rosenblatt se arrodilló junto a la silla de ruedas, y sus huesudas rodillas restallaron como una pistola dando la salida en una carrera.
—¡Señorita Eastlake! —exclamó—. Oh, señorita Eastlake, tanto tiempo sin verla, y ahora… ¡oh, qué maravillosa sorpresa!
—Igualmente, Jake —contestó ella, y acunó la cabeza calva de él contra su pecho. Parecía como si hubieran puesto allí un enorme huevo—. ¡Tan atractivo como Bogart!
Ella me vio… y me guiñó un ojo. Le devolví el guiño, pero no me era fácil mantener una expresión de felicidad en mi cara. Tenía un aspecto demacrado, terriblemente cansado a pesar de su sonrisa.
Levanté los ojos hacia Wireman, y me dirigió un minúsculo encogimiento de hombros. «Ella insistió», expresaba aquel gesto. Desvié la mirada hacia Jack y la respuesta de este fue más o menos la misma.
Rosenblatt, entretanto, hurgaba en sus bolsillos. Al fin logró sacar una caja de cerillas tan maltratada que era como si hubiera intentado entrar sin pasaporte en Estados Unidos por Ellis Island. La abrió y arrancó una.
—Pensaba que ahora se prohibía fumar en los edificios públicos —dijo Elizabeth.
Rosenblatt pasó un momento de apuro. El color ascendió por su cuello y casi temí que su cabeza explotara.
—¡A la mierda las prohibiciones, señorita Eastlake! —exclamó finalmente.
—BRAVISSIMO! —gritó Mary, riendo y alzando las manos hacia el techo, y la reacción a esto fue otra salva de aplausos.
Otra aún más fuerte se produjo cuando Rosenblatt finalmente consiguió que la antigua cerilla prendiera y se la tendió a Elizabeth, que se colocó la boquilla entre los labios.
—¿Quién es ella realmente, papá? —preguntó Ilse con suavidad—. Quiero decir, aparte de la mujer mayor que vive carretera abajo.
—Según todos los informes, en una época fue la gran mecenas del panorama artístico de Sarasota.
—No entiendo por qué eso le da derecho a contaminar nuestros pulmones con el humo de su cigarro —protestó Linnie.
El surco vertical reapareció entre sus cejas.
Ric sonrió.
—Oh, chérie, después de todos los bares que…
—No estamos allí —respondió ella, y la arruga vertical se hizo más profunda. Pensé: Ric, por muy francés que seas, te queda mucho por aprender sobre esta mujer americana en concreto.
Alice Aucoin le susurró algo a Dario y este extrajo de su bolsillo una cajita metálica de Altoids. Vertió los caramelos de menta en la palma de la mano y le entregó a Alice el recipiente. Alice se lo dio a Elizabeth, quien se lo agradeció y echó la ceniza en su interior con un toquecito del dedo índice.
Pam observaba, fascinada, y entonces se volvió hacia mí.
—¿Qué opina ella de tus cuadros?
—No lo sé —contesté—. No los ha visto.
Elizabeth me estaba haciendo señas para que me acercara.
—¿Me presentará a su familia, Edgar?
Así lo hice, empezando con Pam y terminando con Ric. Jack y Wireman también estrecharon las manos de Pam y las chicas.
—Después de todas las llamadas, es un placer conocerte en carne y hueso —le dijo Wireman a Pam.
—Lo mismo digo —contestó Pam, evaluándole con la mirada. Debió de gustarle lo que vio, porque sonrió, y era una sonrisa verdadera, la sonrisa que le ilumina el rostro por completo—. Lo conseguimos, ¿verdad? No lo puso fácil, pero lo conseguimos.
—El arte nunca es fácil, jovencita —sentenció Elizabeth.
Pam bajó la vista hacia ella, todavía sonriendo con su genuina sonrisa… la sonrisa de la que me había enamorado.
—¿Sabe cuánto tiempo hacía que nadie me llamaba jovencita?
—Ay, pero a mis ojos es muy joven y hermosa —respondió Elizabeth… ¿y era esta la mujer que tan solo una semana atrás no había sido más que un balbuceante bulto de carne desplomado en una silla de ruedas? Esta noche aquello se antojaba difícil de creer. A pesar de su extenuado aspecto, se antojaba imposible de creer—. Pero no tan joven y hermosa como sus hijas. Muchachas, vuestro padre es, a todos los efectos, un hombre de gran talento.
—Estamos muy orgullosas de él —dijo Melinda al tiempo que retorcía su collar.
Elizabeth le dirigió una sonrisa, y después se volvió a mí.
—Me agradaría ver su obra y juzgar por mí misma. ¿Satisfará mis deseos, Edgar?
—Me encantaría.
Lo decía en serio, pero también estaba condenadamente nervioso. Una parte de mí tenía miedo de recibir su opinión. Temía que ella sacudiera la cabeza y pronunciara su veredicto con la franqueza que su edad le otorgaba: «Superficial… de colores muy vivos… ciertamente con mucha energía… pero tal vez no es tan bueno. A fin de cuentas».
Wireman se movió para asir las empuñaduras de la silla, pero ella sacudió la cabeza.
—No, Wireman, permita que sea Edgar quien me empuje. Permita que sea él quien me guíe. —Arrancó el pitillo a medio fumar de la boquilla, sus dedos nudosos realizaron el trabajo con asombrosa destreza, y lo aplastó en el fondo del improvisado cenicero—. Y la jovencita lleva razón. Creo que todos nosotros ya hemos tragado bastante de esta peste.
Melinda tuvo la cortesía de ruborizarse. Elizabeth le ofreció la cajita metálica a Rosenblatt, que la cogió con una sonrisa y un asentimiento de cabeza. Desde entonces me he preguntado (sé que es morboso, pero sí, me lo he preguntado) si ella se lo habría fumado entero de haber sabido que sería el último.
* * *
Incluso aquellos que no conocían ni siquiera de oídas a la hija superviviente de John Eastlake comprendieron que todo un Personaje se hallaba entre ellos, y la marea que fluyó hacia la recepción a consecuencia del exuberante grito de Mary Ire ahora retrocedía, al tiempo que yo empujaba la silla de ruedas al interior del cubículo donde colgaban la mayoría de los cuadros de la colección Puestas de sol. Wireman y Pam caminaban a mi izquierda; Ilse y Jack iban a mi derecha, siendo mi hija la que me ayudaba a mantener el rumbo con pequeños toquecitos en la empuñadura de la silla de ese lado. Melinda y Ric nos seguían detrás, con Kamen, Tom Riley y Bozie tras ellos. Detrás de este trío venían aparentemente todos los demás visitantes de la galería.
No estaba seguro de si habría suficiente espacio para meter la silla entre el improvisado bar y la pared, pero entró justa. Empezaba a empujar la silla por el estrecho pasillo, agradecido al menos de haber dejado detrás de nosotros al resto de la comitiva, cuando Elizabeth soltó un grito.
—¡Para!
Me detuve de inmediato.
—Elizabeth, ¿se encuentra bien?
—Solo un minuto, cielo… silencio.
Nos quedamos allí parados, contemplando las pinturas en la pared. Después de un momento, exhaló un suspiro y dijo:
—Wireman, ¿tiene un Kleenex?
El abogado sacó su pañuelo de tela, lo desdobló y se lo entregó.
—Venga aquí, Edgar —dijo ella—. Acérquese a donde pueda verle.
Conseguí a duras penas pasar entre la silla y el bar, mientras el camarero apuntalaba la mesa para evitar que se volcara.
—¿Es capaz de arrodillarse y poder así hablar cara a cara?
Fui capaz. Mis Grandes Paseos Playeros estaban reportando dividendos. Aferraba en una mano la boquilla (un poco ridícula pero de algún modo también espléndida) y el pañuelo de Wireman en la otra. Sus ojos estaban húmedos.
—Me leía poemas porque Wireman no podía. ¿Se acuerda de eso?
—Sí, señora.
Por supuesto que lo recordaba. Habían supuesto un dulce interludio.
—Si le dijera «Habla, memoria», pensaría en el hombre… no recuerdo su nombre… que escribió Lolita, ¿verdad?
No tenía ni idea de a quién se refería, pero asentí con la cabeza.
—Pero hay un poema, también. No recuerdo quién lo escribió, pero empieza así: «Habla, memoria, que no he de olvidar el aroma de las rosas ni el sonido de las cenizas en el viento; que pueda una vez más saborear la verde taza del mar». ¿Le conmueve? Sí, veo que sí.
Abrió la mano que sostenía la boquilla. La extendió y acarició mi pelo. Se me ocurrió la idea (recurrente desde entonces) de que todo mi esfuerzo por vivir y por recobrar un atisbo de mí mismo podía haber sido ya recompensado con algo tan simple como el contacto de la mano de esa anciana. La erosionada suavidad de su palma. La fortaleza torcida de esos dedos.
—El arte es memoria, Edgar. No hay una manera más sencilla de definirlo. Cuanto más nítida es la memoria, mejor es el arte. Más puro. Estas pinturas… me rompen el corazón y lo vuelven a reconstruir totalmente nuevo. Cómo me alegro de saber que han sido creadas en Punta Salmón. Independientemente de cualquier otra cosa. —Alzó la mano con la que me había acariciado la cabeza—. Dígame cómo llama a ese.
—Puesta de sol con sófora.
—Y estos… ¿cómo? ¿Puesta de sol con caracola, números 1 a 4?
Sonreí.
—Bueno, en realidad existen dieciséis de estos, aunque los primeros son dibujos con lápices de colores. Algunos están fuera, en la entrada. Escogí los mejores óleos para exponerlos aquí dentro. Son surrealistas, lo sé, pero…
—No son surrealistas, son clásicos. Cualquier idiota puede verlo. Contienen todos los elementos: tierra… aire… agua… fuego.
Vi a Wireman mover los labios: «¡No la agotes!».
—¿Por qué no damos una vuelta rápida por el resto de la exposición y después le consigo una bebida fría? —le pregunté, y ahora Wireman asentía con la cabeza y formaba un círculo en el aire con el pulgar y el índice—. Hace calor aquí dentro, incluso con el aire acondicionado.
—Bien. Estoy un poco cansada. Pero ¿Edgar?
—¿Sí?
—Reserve las pinturas del barco para el final. Después necesitaré un trago. Tal vez en la oficina. Solo uno, pero algo más fuerte que Coca-Cola.
—Delo por hecho —dije, y bordeé la silla nuevamente para situarme detrás.
—Diez minutos —me susurró Wireman al oído—. Ni uno más. Me gustaría sacarla de aquí antes de que Gene Hadlock aparezca, si es posible. Si la encuentra aquí, va a cagar ladrillos del enfado. Y ya sabes a quién se los tirará.
—Diez —convine, e hice rodar a Elizabeth hacia la sala del bufet para que viera las pinturas de allí.
El multitudinario público aún nos seguía. Mary Ire había empezado a tomar notas. Ilse deslizó una mano en la parte interior de mi codo y me dirigió una sonrisa. Yo se la devolví, pero experimentaba de nuevo aquella sensación de estar soñando. La clase de sueño que podía tornarse en pesadilla en cualquier momento.
Elizabeth prorrumpió en exclamaciones de admiración ante Veo la Luna y la colección Carretera Duma, pero fue la manera en que alargó las manos hacia Rosas que nacen de conchas, como si pretendiera abrazarla, lo que me puso la piel de gallina. Volvió a bajar los brazos y me miró por encima del hombro.
—Esa es su esencia —afirmó—. La esencia de Duma. La razón por la cual aquellos que han vivido allí una temporada nunca pueden marcharse realmente. Incluso aunque la cabeza aleje al cuerpo, sus corazones permanecen allí. —Volvió a admirar el cuadro y asintió—. Rosas que nacen de conchas. Es justamente eso.
—Gracias, Elizabeth.
—No, Edgar… gracias a usted.
Volví la vista atrás en busca de Wireman y le vi hablando con aquel otro abogado de mi otra vida. Parecían estar congeniando a las mil maravillas. Solo esperaba que Wireman no cometiera un desliz y le llamara Bozie. Después retomé mi atención hacia Elizabeth, que continuaba contemplando Rosas que nacen de conchas y enjugándose los ojos.
—Me he enamorado de este —declaró—, pero deberíamos avanzar.
Cuando acabamos de ver el resto de pinturas y dibujos de la sala del bufet, Elizabeth murmuró algo, como si hablara consigo misma.
—Sabía que alguien vendría, por supuesto. Pero nunca habría imaginado que sería una persona capaz de producir obras de semejante poder y dulzura.
Jack me dio una palmadita en el hombro, y se inclinó para susurrarme al oído.
—El doctor Hadlock ha entrado en el edificio. Wireman quiere que te apresures y termines con esto lo antes posible.
La galería principal —donde colgaban los óleos Niña y barco—, se encontraba de camino a la oficina, y Elizabeth podría marcharse por la puerta de carga en la parte trasera después de tomar su copa, lo cual en realidad sería más cómodo y práctico por su silla de ruedas. Hadlock podría acompañarla, si así lo deseaba. Pero me aterrorizaba conducirla a la colección Barco, y ya no era su opinión crítica lo que más me preocupaba.
—Vamos —dijo, y golpeó con su anillo de amatista sobre el reposabrazos de la silla de ruedas—. Mirémoslas. Sin titubeos.
—Muy bien —contesté, y comencé a empujarla hacia la galería principal.
—¿Estás bien, Edgar? —me preguntó Pam en voz baja.
—Perfectamente —respondí.
—No, no lo estás. ¿Qué es lo que va mal?
Lo único que hice fue sacudir la cabeza. Ya estábamos en la sala principal. Los cuadros se hallaban suspendidos a una altura de unos dos metros; por lo demás, la estancia estaba libre de cualquier otro mobiliario. Las paredes, cubiertas con una burda tela marrón que parecía arpillera, estaban desnudas salvo por Wireman mira al oeste. Conduje la silla de Elizabeth lentamente. Las ruedas se deslizaban silenciosas sobre la moqueta de pálido color azul. El murmullo de la multitud detrás de nosotros se había detenido, o bien mis oídos lo habían filtrado. Era como si yo mismo viera las pinturas por primera vez, extrañamente semejantes a una serie de fotogramas seleccionados de la bobina de una película. Cada imagen era un poco más nítida, estaba un poco más enfocada, pero en esencia siempre era la misma, siempre el barco cuya visión había captado en un sueño. Siempre era la hora del crepúsculo, y la luz que llenaba el oeste siempre era como un titánico yunque rojo que derramaba sangre a través del agua e infectaba el cielo. El barco era un cadáver de tres mástiles, algo a la deriva procedente de una casa marcada por la peste. Sus velas eran harapos. Su cubierta estaba desierta. Se percibía la presencia de algo horrible en cada trazo angular, y aunque era imposible definir lo que era, temías por la niña, pequeña, sola, en el bote de remos, la niña pequeña que aparecía primero con un vestido a cuadros, la niña pequeña flotando sobre el oscuro Golfo color vino.
En aquella primera versión, el ángulo del barco de la muerte impedía distinguir nada del nombre. En Niña y barco n.° 2, el ángulo mejoraba, pero la niña pequeña (todavía con su falso pelo rojo y ahora también llevando el vestido de lunares de Reba) bloqueaba todo excepto la letra P. En el N.° 3, la P se convertía en PER y Reba claramente se había transformado en Ilse, incluso estando de espaldas. La pistola de arpones de John Eastlake reposaba en el bote de remos.
Elizabeth no mostró indicio alguno de haberla reconocido. La empujé lentamente a lo largo de la hilera, a medida que el barco aumentaba en tamaño y en cercanía, los negros mástiles como dedos amenazantes, las velas fláccidas como carne muerta. A través de sus agujeros resplandecía el horno del cielo en el lienzo. Ahora el nombre que se leía en el espejo de popa era PERSE. Puede que existieran más letras (había espacio suficiente), pero de ser así quedaban ocultas por las sombras. En Niña y barco n.° 6 (el navío se alzaba ahora amenazante sobre el bote), la pequeña llevaba lo que parecía ser una camiseta azul con una franja amarilla bordeando el cuello. Tenía el cabello de color naranja; era la única Chica de la Barca de cuya identidad dudaba. Quizá era liso, igual que en las otras… pero no me acababa de convencer del todo. Aquí habían empezado a aparecer los primeros pétalos de rosa en el agua (más una única pelota de tenis de color verde amarillento en la que eran visibles las letras DUNL), y un extraño surtido de abalorios saturaban la cubierta: un espejo alto (que con el reflejo del ocaso parecía rebosar sangre), el caballo balancín de un niño, un baúl, una montaña de zapatos. Estos mismos objetos aparecían en el N.° 7 y en el N.° 8, donde se les unían varios más: una bicicleta de niña apoyada contra el trinquete, un montón de neumáticos apilados en la popa, un gran reloj de arena en la crujía. Este último también reflejaba el sol y parecía estar relleno de sangre en lugar de arena. En Niña y barco n.° 8 había más pétalos de rosa flotando entre el bote de remos y el Perse. También se veían más pelotas de tenis, por lo menos media docena. Y una guirnalda de flores putrefactas colgaba del cuello del caballo balancín. Casi podía oler el hedor de su perfume en la estática atmósfera.
—Santo cielo —musitó Elizabeth—. Ella, qué fuerte se ha hecho.
Su rostro había exhibido antes algo de color, pero ahora había desaparecido por completo. No aparentaba ochenta y cinco años; más bien doscientos.
«¿Quién?», intenté preguntar, pero nada brotó de mis labios.
—Señora… señorita Eastlake… no debería esforzarse —intervino Pam.
—¿Puedes traerle un vaso de agua? —le pedí tras aclararme la garganta.
—Yo lo haré, papá —se ofreció Illy.
Elizabeth continuaba con la mirada fija en Niña y barco n.° 8.
—¿Cuántos de estos… de estos souvenirs… reconoce? —inquirió.
—Yo no… mi imaginación…
Enmudecí. La niña en el bote de remos del N.° 8 no era un souvenir, sino que era Ilse. El vestido verde, con la espalda abierta y los tirantes cruzados, se antojaba un elemento estridente en la composición, demasiado sensual para una niña pequeña, pero ahora sabía por qué: era un vestido que Ilse había comprado recientemente a través de un catálogo por correspondencia, e Ilse ya no era una niña pequeña. Por lo demás, las pelotas de tenis continuaban siendo un misterio para mí, el espejo no significaba nada, ni tampoco los neumáticos apilados. Y no sabía a ciencia cierta que la bicicleta apoyada contra el palo trinquete fuera la de Tina Garibaldi, pero lo temía… y mi corazón, de algún modo, estaba seguro de ello.
La mano de Elizabeth, fría en grado sumo, se posó sobre mi muñeca.
—No hay ninguna bala en el marco de este último.
—No sé a qué…
Me apretó más fuerte.
—Sí lo sabe. Sabe perfectamente lo que quiero decir. La exposición se ha vendido íntegra, Edgar, ¿cree que estoy ciega? Hay una bala en los marcos de cada pintura que he mirado, incluyendo la N.°6, en la que aparece mi hermana Adié en el bote… ¡pero no en este!
Volví la vista atrás hacia el N.° 6, a la Chica de la Barca con el pelo naranja.
—¿Esa es su hermana? —pregunté, pero ella no prestó atención.
Creo que ni siquiera me oyó. Toda su atención estaba concentrada en Niña y barco n. ° 8.
—¿Qué pretende hacer con esta pintura? ¿Retornarla? ¿Pretende retornarla a Duma?
—Señora… Señorita Eastlake… de verdad, no debería exaltarse de este modo —volvió a intervenir Pam.
Los ojos de Elizabeth relampaguearon en la laxitud de su rostro. Sus uñas se clavaron en la escasa carne de mi muñeca.
—¿Y después qué? ¿Ponerla junto a la otra que ya has comenzado?
—No he comenzado otra…
¿O acaso lo había hecho? Mi memoria jugaba conmigo otra vez, como a menudo hacía en momentos de estrés. Si alguien me hubiera ordenado en ese instante que pronunciara el nombre del novio francés de mi hija mayor, habría dicho probablemente René. Como el de Magritte. El sueño se había transformado, de acuerdo; aquí estaba la pesadilla, justo a la hora prevista.
—La del bote de remos vacío, ¿no?
Antes de que pudiera pronunciar palabra, Gene Hadlock atravesó la multitud entre empujones, seguido por Wireman, seguido por Ilse, que sostenía un vaso de agua.
—Elizabeth, deberíamos irnos —aconsejó Hadlock.
Intentó tomarla del brazo, pero Elizabeth le apartó la mano. En su movimiento golpeó el vaso que Ilse le ofrecía y salió volando, chocó contra una de las paredes desnudas y se hizo añicos. Alguien gritó y una mujer, increíblemente, se rió.
—¿Ve el caballo balancín, Edgar? —Alargó la mano, que temblaba considerablemente. Sus uñas estaban pintadas con esmalte de color rosa coral, probablemente por cortesía de Annmarie—. Pertenecía a mis hermanas, Tessie y Laura. Les encantaba. Llevaban a rastras ese maldito trasto a todas partes. Estaba fuera de Rampopo, la casita de muñecas que había en el césped, después de que se ahogaron. Mi padre no soportaba mirarlo e hizo que lo arrojaran al mar en las exequias. Junto con la corona de flores, por supuesto. La que está alrededor del pescuezo del caballo.
Silencio, excepto por el desgarrador sonido áspero de su respiración. Mary Ire, que miraba con enormes ojos, había puesto fin a su obsesión anotadora, con la libreta olvidada en una mano que colgaba a su costado. La otra cubría su boca. Entonces Wireman señaló una puerta que estaba inteligentemente camuflada tras una cortina de ese material de arpillera marrón. Hadlock asintió, y de repente Jack apareció de la nada, y fue él en realidad quien se hizo cargo de la situación.
—La sacaré de aquí en un santiamén, s'ita Eastlake —dijo—. No se preocupe. —Y asió las empuñaduras de la silla de ruedas.
—¡Mire la estela del barco! —me chilló Elizabeth mientras era apartada del ojo público por última vez—. Por el amor de Dios, ¿no ve lo que ha pintado?
Miré. Y también lo hizo mi familia.
—Ahí no hay nada —dijo Melinda. Miró con recelo hacia la puerta de la oficina, que justo se estaba cerrando tras Jack y Elizabeth—. ¿Está chiflada, o qué?
Illy se erguía sobre la punta de los pies, estirando el cuello para echar un vistazo más de cerca.
—Papá —me llamó con voz vacilante—. ¿Eso son caras? ¿Caras en el agua?
—No —respondí, sorprendido de la firmeza de mi propia voz—. Todo lo que ves es la idea que ella puso en tu cabeza. Gente, ¿me disculpáis un minuto?
—Por supuesto —respondió Pam.
—¿Puedo servir de ayuda, Edgar? —preguntó Kamen con su retumbante voz de contrabajo.
—Gracias, pero no —contesté con una sonrisa, sorprendido de la facilidad con la que brotó ese gesto también. Aparentemente, un shock tiene sus utilidades—. Su médico está con ella.
Me apresuré hacia la puerta de la oficina, resistiendo la tentación de mirar atrás. Melinda no lo había visto, pero Ilse sí. En mi opinión, no mucha gente lo haría, aunque le indicaran dónde mirar… e incluso entonces la mayoría lo descartaría imaginando que era una coincidencia o bien un pequeño guiño artístico.
Aquellas caras.
Aquellas caras, gritando, ahogándose, en la estela crepuscular del barco.
Tessie y Laura estaban allí, casi con certeza, pero también otros, justo por debajo de ellas, donde el rojo se fundía en verde y el verde en negro.
Una bien podría ser una chica con pelo de zanahoria y un anticuado bañador de una pieza: la hermana mayor de Elizabeth, Adriana.
* * *
Wireman le daba sorbitos de lo que aparentemente era Perrier mientras que Rosenblatt se removía inquieto junto a ella, retorciéndose literalmente las manos. La oficina parecía atestada de gente. Hacía más calor que en la galería, y la temperatura continuaba subiendo.
—¡Les quiero a todos fuera! —ordenó Hadlock—. ¡Todos menos Wireman! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
Elizabeth apartó el vaso con el dorso de la mano.
—Edgar —murmuró con voz ronca—. Edgar se queda.
—No, Edgar se va —se opuso Hadlock—. Ya se ha exaltado lo suf…
Ella le agarró la mano, que le quedaba enfrente, y la apretó. Con fuerza, aparentemente, porque los ojos de Hadlock se abrieron de par en par.
—Se queda. —Fue apenas un susurro, pero un susurro poderoso.
La gente empezó a abandonar la habitación. Oí a Dario decir a la multitud congregada fuera que todo iba bien, que la señorita Eastlake se sentía un poco desfallecida, pero que su médico se encontraba con ella y se estaba recobrando. Jack salía por la puerta cuando Elizabeth le llamó.
—¡Jovencito! —El chico se giró—. No te olvides —le pidió.
Jack le brindó una breve sonrisa y realizó un saludo militar.
—No, señora, por supuesto que no.
—Debería haber confiado en ti desde el primer momento —dijo antes de que Jack se marchara. Después, en voz más baja, como si su fuerza se estuviera diluyendo, añadió—: Es un buen chico.
—¿Confiar en él para qué? —le preguntó Wireman.
—Para registrar el desván en busca de cierta cesta de picnic —contestó ella—. La que Nana Melda está sujetando en la fotografía del rellano —aclaró.
Me dirigió una mirada llena de reproche.
—Lo siento —contesté—. Recuerdo que me lo dijo, pero yo… me puse a pintar, y…
—No le culpo —dijo ella. Sus ojos se habían retirado a las profundidades de sus cuencas—. Debería haberlo sabido. Es el poder de ella. El mismo poder que le atrajo aquí en un primer momento… Y a ti —agregó, mirando a Wireman.
—Elizabeth, es suficiente —dictaminó Hadlock—. Quiero llevarla al hospital y realizar algunas pruebas y mientras le administraré algunas soluciones parenterales. Necesita descansar un poc…
—Muy pronto tendré todo el descanso que necesito —le replicó, y sonrió. La sonrisa expuso una numerosa cantidad de dantescas prótesis dentales. Sus ojos regresaron a mí—. Trixie Pixie Nixie. Para ella todo es un juego. Todo nuestro pesar. Y está despierta otra vez. —Apoyó su mano, muy fría, en mi antebrazo—. ¡Edgar, está despierta!
—¿Quién? Elizabeth, ¿quién? ¿Perse?
Se estremeció hacia atrás en la silla, como si la estuviera atravesando una descarga eléctrica. Su mano se contrajo, apretándome el brazo con fuerza, y sus uñas de coral me perforaron la piel, dejando un cuarteto de rojas lunas crecientes. Abrió la boca, exponiendo esta vez los dientes en una mueca gruñona en lugar de una sonrisa. Su cabeza cayó hacia atrás y oí un chasquido.
—¡Agarra la silla antes de que vuelque! —rugió Wireman, pero no podía… solo tenía un brazo, y Elizabeth lo aferraba con firmeza: estaba anclada a mi brazo.
Hadlock agarró uno de los mangos y la silla resbaló de lado en lugar de caer hacia atrás, golpeando el escritorio de Jimmy Yoshida. Ahora Elizabeth estaba en plena crisis convulsiva, moviéndose nerviosamente en la silla de un lado a otro como una marioneta. La redecilla del pelo se aflojó y ondeó, centelleando bajo la luz de los fluorescentes del techo. Los pies se agitaron con violencia y uno de sus zapatos escarlata salió volando. Los ángeles quieren calzar mis zapatos rojos, y como convocada por la canción que me había venido a la mente, la sangre empezó a manar de repente de la nariz y la boca.
—¡Sujétala! —vociferó Hadlock, y Wireman se arrojó sobre los brazos de la silla.
Ella hizo esto, pensé con frialdad. Perse. Quienquiera que sea.
—¡La tengo! —exclamó Wireman—. ¡Llama al 911, Doc, por el amor de Dios!
Hadlock rodeó el escritorio a toda prisa, descolgó el teléfono, marcó y escuchó.
—¡Joder! ¡Me sale otra vez el tono de marcado!
Le arrebaté el aparato.
—Tienes que marcar el 9 para llamar al exterior —indiqué, y fue lo que hice, con el teléfono encajado entre mi oreja y el hombro.
Y cuando la mujer de voz sosegada al otro extremo de la línea me preguntó por la naturaleza de mi emergencia, fui capaz de decírselo. Fue la dirección lo que no pude recordar. Ni siquiera pude recordar el nombre de la galería.
Le pasé el teléfono a Hadlock y rodeé el escritorio hacia Wireman.
—Santo Dios —murmuró—. Sabía que no debería haberla traído, lo sabía… ¡pero insistió tanto, joder!
—¿Está inconsciente? —pregunté, observando que se había desplomado en la silla. Tenía los ojos abiertos, pero miraban con aire ausente algún punto en el rincón más alejado—. ¿Elizabeth?
No hubo respuesta.
—¿Ha sufrido un derrame cerebral? —preguntó Wireman—. No sabía que pudieran ser tan violentos.
—Eso no fue un derrame. Algo la hizo callar. Ve con ella al hospital…
—Por supuesto que…
—Y si habla, escucha.
Volvió Hadlock.
—La están esperando en el hospital. La ambulancia llegará en cualquier momento. —Contempló con dureza a Wireman, y seguidamente su mirada se suavizó—. Vale, de acuerdo —añadió.
—¿Vale, de acuerdo? —preguntó Wireman—. ¿Qué significa eso, vale-de-acuerdo?
—Significa que si algo como esto tenía que suceder —respondió Hadlock—, ¿dónde piensas que habría querido que sucediera? ¿En casa tendida en su cama o en una de las galerías donde pasó tantos días y tantas noches felices?
Wireman tomó una profunda y temblorosa bocanada de aire, lo expulsó y asintió con la cabeza. A continuación se arrodilló junto a ella y empezó a acariciarle el pelo. El rostro de Elizabeth estaba rojo en algunos puntos, e hinchado, como si hubiera sufrido una extrema reacción alérgica.
Hadlock se agachó y le inclinó la cabeza hacia atrás, tratando de facilitar su terrible respiración estentórea. No mucho después, oímos la sirena de la ambulancia que se aproximaba.
* * *
La exposición se alargó interminablemente, y yo aguanté hasta el final, en parte por todo el esfuerzo que Dario, Jimmy y Alice habían realizado, pero sobre todo por Elizabeth. Pensé que era lo que ella habría deseado. Mi momento al sol, como lo definió.
No acudí, sin embargo, a la cena de celebración posterior. Me excusé y envié por delante a Pam y las chicas, junto a Kamen, Kathi y algunos otros de Minneapolis. Al verles partir, me di cuenta de que no tenía a nadie que me llevara al hospital. Mientras permanecía allí parado frente a la galería, preguntándome si Alice Aucoin se habría marchado ya, un viejo Mercedes hecho polvo se detuvo a mi lado, y la ventanilla del pasajero se deslizó hacia abajo.
—Suba —me invitó Mary Ire—. Si va al Sarasota Memorial, le dejaré allí. —Vio que vacilaba y sonrió torciendo la boca—. Mary ha bebido muy poco esta noche, se lo aseguro, y en cualquier caso, el tráfico en Sarasota pasa prácticamente del embotellamiento a la inexistencia a partir de las diez de la noche; los viejos se toman su escocés y su Prozac y luego se enroscan para ver a Bill O'Reilly en la TiVo.
Subí al coche. La portezuela emitió un sordo ruido metálico al cerrarse, y por un alarmante momento pensé que mi culo iba a seguir bajando hasta encontrarse verdaderamente en Palm Avenue. Finalmente mi movimiento descendente se detuvo.
—Escuche, Edgar —empezó a decir, y titubeó—. ¿Puedo seguir llamándole Edgar?
—Claro que sí.
Asintió con la cabeza.
—Magnífico. No puedo recordar con total claridad los términos en que nos separamos. A veces, cuando bebo demasiado… —dijo, y encogió sus hombros huesudos.
—Nuestra relación sigue siendo buena —contesté.
—Mejor así. Y con respecto a Elizabeth… la cosa no es tan buena. ¿Verdad?
Sacudí la cabeza, sin confiar en mi capacidad para hablar. Las calles estaban prácticamente desiertas, como había prometido. Las aceras eran un cementerio.
—Ella y Jake Rosenblatt tuvieron algo durante un tiempo. Fue bastante serio.
—¿Qué sucedió?
—No sabría qué decir —respondió, encogiéndose de hombros—. Si me obliga a aventurar algo, diría que al final ella estaba demasiado acostumbrada a ser su propia dueña como para ser la de alguien más. Es decir, a tiempo completo. Pero Jake nunca la olvidó.
Me acordé de él diciendo: «¡A la mierda las prohibiciones, señorita Eastlake!». Sentí curiosidad por saber cómo la habría llamado en la cama. Seguro que no señorita Eastlake. Era un pequeño ejercicio de especulación triste e inútil.
—Quizá esto sea lo mejor —continuó Mary—. Se estaba extinguiendo como una vela. Si la hubiera conocido en su apogeo, Edgar, sabría que era la clase de mujer que no habría querido apagarse de ese modo.
—Ojalá la hubiera conocido en su apogeo.
—¿Puedo hacer algo por su familia?
—No —contesté—. Están cenando con Dario y Jimmy y con el estado de Minnesota al completo. Me reuniré con ellos más tarde si puedo, quizá para el postre, y tengo una habitación reservada en el Ritz, donde se alojan todos. En el peor de los casos, los veré por la mañana.
—Eso está bien. Parecían agradables. Y comprensivos.
En realidad, Pam parecía más comprensiva ahora que antes del divorcio. Claro que ahora yo me encontraba aquí pintando y no allí pegándole gritos. Ni tratando de contratarla con un rodillo de mantequilla.
—Voy a poner su exposición por las nubes, Edgar. Dudo si esto significa mucho para usted esta noche, pero tal vez lo hará más adelante. Las pinturas son sencillamente extraordinarias.
—Gracias.
Más adelante, las luces del hospital titilaban en la oscuridad. Había un Waffle House justo al lado, lo cual probablemente era un buen negocio para la unidad de cardiología.
—¿Querría transmitirle a Libby todo mi cariño, si está en condiciones de apreciarlo?
—Faltaría más.
—Y tengo algo para usted. Está en la guantera, un sobre manila. Iba a utilizarlo como anzuelo para otra entrevista, pero… a la mierda.
Tuve algún problema con el botón de la guantera de ese viejo coche, pero finalmente la puerta se abrió como la boca de un cadáver. Dentro había mucho más que un sobre manila (un geólogo podría haber tomado muestras testigo que probablemente datarían de 1965), pero el sobre estaba delante, y tenía mi nombre impreso en él.
—Prepárese para una sorpresa —me advirtió mientras se detenía delante del hospital, al lado de una señal que rezaba 5 MINUTOS CARGA Y DESCARGA—. Yo me quedé atónita. Una vieja editora amiga mía investigó esto por mí; es mayor que Libby, pero sigue siendo muy avispada.
Abrí el sobre y saqué dos fotocopias de un antiguo artículo de periódico.
—Eso está sacado del Weekly Echo de Port Charlotte. Junio de 1925 —me informó Mary—. Tiene que ser el artículo que vio mi amiga Aggie, y la razón de que nunca pudiera encontrarlo es porque nunca llegué a buscarlo tan al sur. Además, el Weekly Echo exhaló su último aliento en 1931.
La luz de la farola junto a la que Mary había aparcado no era suficiente para distinguir la letra pequeña, pero pude leer el titular y ver la imagen. La miré durante mucho tiempo.
—Significa algo para usted, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí. Solo que no sé qué es.
—Si lo averigua, ¿me lo contará?
—De acuerdo —accedí—. Puede queincluso lo crea. Pero Mary… es una historia que nunca publicará. Gracias por traerme. Y gracias por asistir a mi exposición.
—Un placer ambas cosas. Acuérdese de transmitirle a Libby todo mi amor.
—Descuide.
Pero nunca tuve oportunidad de hacerlo. Había visto a Elizabeth Eastlake por última vez.
* * *
La enfermera de guardia de la UCI me informó de que Elizabeth estaba en el quirófano. Cuando le pregunté el motivo, me contestó que no estaba segura.
Inspeccioné la sala de espera.
—Si busca al señor Wireman, creo que fue a la cantina a por un café —indicó la enfermera—. Está en la cuarta planta.
—Gracias. —Empecé a alejarme, pero entonces me volví—. ¿El doctor Hadlock forma parte del equipo de cirujanos?
—Creo que no —contestó—, pero está observando.
Le di las gracias de nuevo y fui en busca de Wireman. Le encontré en un rincón lejano de la cafetería, sentado frente a un vaso de cartón con el tamaño aproximado de un proyectil de mortero de la Segunda Guerra Mundial. Salvo por unas pocas enfermeras y camilleros desperdigados y una familia con aire tenso agrupada en otro rincón de la sala, teníamos el lugar para nosotros solos. La mayoría de las sillas descansaban en posición vertical sobre las mesas, y una mujer de aspecto cansado con una bata roja pasaba la mopa. Un iPod colgaba flojamente entre sus pechos.
—Hola, mi vato —saludó Wireman, y me dirigió una lánguida sonrisa.
Su cabello, que había estado pulcramente peinado hacia atrás cuando hizo su entrada con Elizabeth y Jack, ahora caía alrededor de sus orejas, y círculos oscuros bordeaban sus ojos.
—¿Por qué no te pillas una taza de café? Sabe como mierda manufacturada, pero sirve para apuntalar los párpados de una persona.
—No, gracias. Tan solo permíteme tomar un sorbo del tuyo.
Guardaba tres aspirinas en el bolsillo del pantalón. Las pesqué y me las tragué con un poco del café de Wireman. Este arrugó la nariz.
—Y encima ahora con todos tus gérmenes. Qué desagradable.
—Tengo un fuerte sistema inmunológico. ¿Cómo está Elizabeth?
—No muy bien. —Me miró sombríamente.
—¿Volvió en sí en la ambulancia? ¿Dijo algo más?
—Sí.
—¿Qué dijo?
Del bolsillo de su camisa de lino, Wireman extrajo una invitación a mi exposición. Impreso en una cara se leía LA VISTA DESDE DUMA. En la otra había garabateado tres notas de manera irregular, con las letras bailando arriba y abajo, debido al movimiento de la ambulancia, supuse. Sin embargo, pude descifrarlas:
La mesa está goteando.
Querrás, pero no debes.
Ahógala a dormir.
Todas ellas eran siniestras, pero la última me provocó un cosquilleo nervioso que me erizó el vello de los brazos.
—¿Nada más? —le pregunté, devolviéndole la invitación.
—Pronunció mi nombre un par de veces. Me reconoció. Y pronunció el tuyo, Edgar.
—Echa un vistazo a esto —le indiqué, y deslicé el sobre manila sobre la mesa.
Me preguntó dónde lo había conseguido y se lo conté. Comentó que no parecía un momento muy oportuno para todo eso, y me encogí de hombros. Recordaba algo que Elizabeth me había dicho: «El agua fluye velozmente ahora. Pronto llegarán los rápidos». Bueno, pues los rápidos se encontraban ya aquí, y me embargaba la sensación de que esto era solo el comienzo de las aguas bravas.
Notaba la cadera un poco mejor, y sus sollozos nocturnos habían quedado reducidos a meros gimoteos. Según la sabiduría popular, el perro es el mejor amigo del hombre, pero yo votaría por la aspirina. Rodeé la mesa tirando de la silla y me senté cerca de Wireman, desde donde pude leer el titular: ¿NINAPRODIGIO EN DUMA KEY? PEQUEÑA FLORECE DESPUÉS DE UNA CAÍDA. Debajo había una fotografía. En ella se mostraba a un hombre que conocía bien enfundado en un traje de baño que conocía bien: John Eastlake, en su encarnación más delgada y esbelta. Sonreía y sostenía a una risueña niña. Era Elizabeth, y aparentaba la misma edad que en el retrato de familia de Papá y Sus Chicas, solo que ahora tendía un dibujo hacia la cámara con las dos manos y una venda de gasa le recubría la cabeza. Había otra chica en la imagen, mucho mayor (Adriana, la hermana mayor, y sí, podría haber tenido pelo color zanahoria), pero en un principio ni Wireman ni yo le prestamos mucha atención. Ni a John Eastlake. Ni siquiera a la chiquilla con el vendaje alrededor de la cabeza.
—Santo cielo —murmuró Wireman.
El dibujo era de un caballo que asomaba la cabeza por encima de un cercado de madera. Lucía una improbable, y nada equina, sonrisa. En primer plano, de espaldas, había una niñita con innumerables rizos dorados que le ofrecía al sonriente caballo una zanahoria del tamaño de una escopeta. A ambos lados se veían palmeras, que enmarcaban la escena como el telón abierto de un teatro. Encima flotaban unas esponjosas nubles blancas y un sol enorme disparaba alegres rayos de luz.
Era el dibujo de una niña, pero el talento que lo había creado se hallaba más allá de toda duda. El caballo poseía una joie de vivre que hacía de la sonrisa la culminación alegre de una divertida broma. Podías meter a una docena de estudiantes de arte en una habitación, pedirles que ejecutaran un caballo feliz, y estaría más que dispuesto a apostar a que ninguno de ellos sería capaz de igualar el éxito de aquel dibujo. Incluso la desmesurada zanahoria no parecía un error, sino parte de la broma, un intensificador, un esteroide artístico.
—No es una broma —musité, inclinándome más cerca… solo que no servía para mucho.
Estaba viendo ese dibujo a través de cuatro exasperantes niveles de ofuscación: la fotografía, la reproducción de la fotografía en el periódico, la fotocopia de la reproducción de la fotografía en el periódico… y el propio tiempo. Más de ochenta años, si había calculado bien.
—¿Qué no es una broma? —preguntó Wireman.
—El modo en que se exagera el tamaño del caballo. Y de la zanahoria. Hasta los rayos del sol. ¡Es el grito de júbilo de una niña, Wireman!
—Una patraña es lo que es. Ha de serlo. ¡No tendría más dos años! Una niña de dos años ni siquiera podría pintar un par de monigotes y llamarlos mamá y papá, ¿verdad?
—¿Fue una patraña lo que le sucedió a Candy Brown? ¿O, qué hay de la bala que solía alojarse en tu cerebro? ¿La que ahora ha desaparecido?
Guardó silencio.
Golpeé con los dedos las palabras NIÑA PRODIGIO.
—Mira, hasta tenían el término adecuado para definirla. ¿No piensas que si hubiera sido pobre y negra la habrían llamado NEGRITA FREAK y la habrían exhibido en cualquier barraca de feria? Porque yo creo que sí.
—Si hubiera sido pobre y negra, nunca habría aparecido en los periódicos. De entrada, nunca se habría caído de un calesín tirado por ponis.
—¿Eso es lo que pas…? —empecé a preguntar, pero me detuve cuando mis ojos se vieron de nuevo atraídos por la borrosa fotografía. Ahora era a la hermana grande a quien miraba. Adriana.
—¿Qué pasa? —preguntó Wireman, en un tono de voz que expresaba «¿Y ahora qué?».
—Su bañador. ¿Te resulta familiar?
—No distingo mucho, solo la parte de arriba. Elizabeth sostiene su dibujo delante del resto.
—¿Y la parte que sí puedes ver?
Contempló la foto durante un buen rato.
—Ojalá tuviera una lupa.
—Eso probablemente lo empeoraría en lugar de mejorarlo.
—Está bien, muchacho, me resulta vagamente familiar… pero quizá es solo la idea que me has metido en la cabeza.
—De todas las pinturas Niña y barco, solo había una única Chica de la Barca de cuya identidad nunca estuve seguro: la del N.° 6. La del pelo anaranjado, la del bañador azul con una franja amarilla bordeando el cuello. —Palmeé con los dedos la imagen poco nítida de Adriana en la fotocopia que Mary Ire me había dado—. Esta es la chica. Este es el bañador. Estoy seguro. Y también lo estaba Elizabeth.
—¿Pero de qué estamos hablando aquí? —preguntó Wireman.
Recorría el artículo con la vista, frotándose las sienes mientras lo hacía. Le pregunté si el ojo le estaba causando molestias.
—No. Esto es tan… joder… —Levantó la mirada hacia mí, con los ojos bien abiertos y todavía frotándose las sienes—. Se cayó del maldito calesín y se golpeó la cabeza contra una roca, o al menos así está escrito aquí. Despertó en la consulta del médico justo cuando se preparaban para transportarla al hospital en St. Pete. Convulsiones a partir de entonces. Dice: «La Bebé Elizabeth continúa sufriendo convulsiones de carácter moderado, que están remitiendo y que, según parece, no causarán un daño permanente». ¡Y entonces empezó a dibujar!
—El accidente debió de ocurrir justo después de que se tomara el retrato de todo el grupo, porque tiene exactamente el mismo aspecto, y a esa edad los niños cambian rápido.
—Estamos todos en la misma barca —dijo Wireman, que pareció prestar oídos sordos a mi comentario.
Empecé a preguntarle qué quería decir, y entonces me di cuenta de que no era necesario.
—Sí, señor —afirmé.
—Ella cayó de cabeza. Yo me pegué un tiro en la cabeza. Una excavadora te aplastó la cabeza a ti.
—Una grúa —corregí.
Agitó la mano como para indicar que no suponía ninguna diferencia. Luego utilizó esa misma mano para asirme por la muñeca superviviente. Tenía los dedos fríos.
—Tengo preguntas, muchacho. ¿Cómo es que dejó de pintar? ¿Y cómo es que yo nunca empecé?
—No sabría decir a ciencia cierta por qué lo dejó. Quizá se olvidó, lo borró de su mente… o quizá de forma deliberada mintió y lo negó. En cuanto a ti, tu talento es la empatía. Y en Duma Key, la empatía adquiere rango de telepatía.
—Eso es una gilip…
Su voz se fue apagando. Esperé.
—No —rectificó—. No, no lo es. Pero también ha desaparecido completamente. ¿Quieres saber algo, amigo?
—Sí, claro.
Levantó un pulgar y señaló al tenso grupo familiar del otro lado de la habitación. Habían retomado su discusión. Papá ahora agitaba un dedo en dirección a Mamá. O quizá era la Hermana.
—Hace un par de meses, podría haberte dicho qué significaba ese numerito. Ahora todo lo que puedo aventurar es una deducción lógica.
—Y probablemente llegarías a la misma conclusión —dije—. En cualquier caso, ¿cambiarías una por la otra? ¿Tu vista por alguna esporádica onda telepática?
—¡Dios, no! —exclamó, y luego inspeccionó la cafetería con la cabeza ladeada y una sonrisa irónica y desconsolada—. No me puedo creer que estemos manteniendo esta conversación, ¿sabes? Sigo pensando que me despertaré y entonces todo será igual que antes, Soldado Wireman, asuma su posición.
Le miré directamente a los ojos.
—Eso no va a pasar.
* * *
De acuerdo con el Weekly Echo, la Bebé Elizabeth (como se referían a ella casi de principio a fin) realizó sus primeras tentativas artísticas en cuanto inició su período de convalecencia en casa. Hizo rápidos progresos, «ganando en habilidad y destreza a cada hora que transcurría, según la impresión de su asombrado padre». Empezó con lápices de colores («¿Te suena familiar?», preguntó Wireman en ese punto), antes de pasar a las pinturas al agua, que un perplejo John Eastlake le trajo desde Venice.
En los tres meses posteriores al accidente, muchos de los cuales los pasó en cama, pintó literalmente cientos de acuarelas, produciéndolas a una velocidad que John Eastlake y las otras niñas encontraban un poco atemorizante (si Nana Melda había expresado su opinión, esta no se reflejaba en la noticia). Eastlake intentó que disminuyera el ritmo, siguiendo las órdenes del médico, pero esto resultó contraproducente. Le provocó irritabilidad, ataques de llanto, insomnio, fiebre. La Bebé Elizabeth decía, cuando no podía dibujar o pintar, que «su cabeza dolía». El padre afirmaba que, cuando pintaba, «ella comía como uno de esos caballos que le gustaba dibujar». Al autor del artículo, un tal M. Rickert, este hecho le resultaba simpático. Recordando mis propias comilonas, a mí me resultaba todo demasiado familiar.
Iba a repasar la emborronada copia por tercera vez, con Wireman ocupando el espacio que habría correspondido a mi brazo derecho, si hubiera tenido uno, cuando se abrió la puerta y entró Gene Hadlock. Todavía llevaba la corbata negra y la camisa de color rosa fuerte que había llevado puestas en la exposición, aunque se había aflojado la corbata y desabrochado el cuello de la camisa. Todavía llevaba los pantalones verdes de cirujano y unos patucos en los pies. Tenía la cabeza baja. Cuando alzó la mirada, vi una cara que era tan larga y triste como la de un viejo perro sabueso.
—Once-diecinueve de la noche —informó—. Nunca tuvo ninguna posibilidad, realmente.
Wireman escondió el rostro entre las manos.
* * *
Llegué al Ritz a la una menos cuarto de la madrugada. Cojeaba con fatiga, y no quería estar allí. Quería estar en mi dormitorio en Big Pink. Quería tumbarme en mitad de mi cama, tirar la nueva y extraña muñeca al suelo de un empujón, como hacía con los cojines ornamentales, y abrazar a Reba contra mí. Quería yacer allí y ver girar el ventilador. Sobre todo, quería escuchar la susurrante conversación de las conchas bajo la casa mientras me dejaba arrastrar hacia el sueño.
En cambio, no me quedó más remedio que hacer frente a ese vestíbulo: demasiado ampuloso, demasiado lleno de gente y música (el piano-bar seguía abierto incluso a esas horas), sobre todo, demasiado brillante. Aun así, mi familia se encontraba aquí. Me había perdido la cena de celebración, pero no me perdería el desayuno de celebración.
Le pedí al recepcionista mi llave. Me la entregó, junto con un fajo de mensajes. Los abrí uno tras otro. La mayoría eran de felicitación. El de Ilse era distinto. Decía: «¿Estás bien? Si no te veo a las 8 AM, iré a buscarte. Estás advertido».
El último era de Pam. La nota en sí misma la componían solo cuatro palabras: «Sé que ha muerto». El resto de lo que necesitaba decir quedaba expresado en el objeto adjunto.
La llave de su habitación.
* * *
Cinco minutos más tarde me hallaba parado frente a la 847 con la llave en la mano. La acerqué a la ranura, luego moví los dedos hacia al timbre, luego volví la vista atrás en dirección a los ascensores. Debí de permanecer de ese modo durante cinco minutos o más, demasiado exhausto para aclarar mi mente, y podría haberme quedado allí incluso más tiempo si no hubiera oído el ruido de las puertas del ascensor al abrirse, seguido del sonido de una achispada risa de camaradería. Tuve miedo de que resultara ser alguien que conocía, tal vez Tom y Bozie, o el Gran Ainge y su esposa. Quizá hasta Lin y Ric. Al final no había reservado la planta entera, pero había ocupado la mayor parte de ella.
Metí la llave en la cerradura. Era de esas electrónicas que ni siquiera tenías que girar. Se encendió una lucecita verde, y cuando las risas empezaron a aproximarse por el pasillo, me deslicé al interior de la habitación.
Le había reservado una suite para ella, y la sala de estar era espaciosa. Aparentemente se había celebrado allí una fiesta pre-exposición, porque había dos carritos del servicio de habitaciones y muchos platos con restos de canapés. Divisé dos… no, tres cubiteras de champán. Dos de las botellas se erguían boca abajo, como soldados muertos. La tercera aparentaba seguir viva, aunque con respiración asistida.
Eso me hizo pensar nuevamente en Elizabeth. La veía sentada junto a su Villa Porcelana, con un aire a lo Katharine Hepburn en La mujer del año, y la oí decir: «¡Observe cómo he colocado a los niños en el exterior de la escuela! ¡Venga a ver!».
El dolor es la fuerza más poderosa del amor. Eso es lo que Wireman dice.
Me abrí paso entre las sillas donde mis seres más queridos y cercanos se habían sentado, charlando y riendo y (tenía la certeza) brindando por mi trabajo y mi buena fortuna. Saqué la última botella de champán de la piscina en la que estaba inmersa y la alcé hacia el ventanal que abarcaba toda la longitud de la pared y que ofrecía vistas sobre la bahía de Sarasota.
—Esta va por ti, Elizabeth. Hasta la vista, mi amada.
—¿Qué significa amada?
Me giré. Pam se hallaba de pie en el umbral del dormitorio. Llevaba un camisón azul que yo no recordaba. El cabello suelto reposaba sobre sus hombros. La última vez que lo tuvo tan largo Ilse asistía a la escuela secundaria.
—Significa «querida» —expliqué—. La aprendí de Wireman, que estuvo casado con una mujer mexicana.
—¿Estuvo?
—Ella murió. ¿Quién te contó lo de Elizabeth?
—El muchacho que trabaja para ti. Le pedí que llamara si se producía alguna novedad. Lo siento mucho.
Esbocé una sonrisa. Traté de devolver la botella de champán a la cubitera y erré el blanco. Diablos, ni siquiera le acerté a la mesa. La botella cayó sobre la alfombra y rodó. En una ocasión la Hija del Padrino fue una niña que exhibía su dibujo de un sonriente caballo ante la cámara de un fotógrafo, el cual probablemente era algún tipo llamativo, con sombrero de paja y ligas en los brazos. Más tarde había sido una anciana que gastó lo que le quedaba de vida entre convulsiones en una silla de ruedas mientras la redecilla que sujetaba su último moño se aflojaba y ondeaba bajo los fluorescentes de la oficina de una galería de arte. ¿Y el tiempo entre medias? Probablemente no habría sido nada más que un asentimiento con la cabeza o el saludo de una mano hacia el despejado cielo azul. Al final todos nos estrellamos estrepitosamente contra el suelo.
Pam me tendió los brazos. La luna llena brillaba a través del gran ventanal, y bajo su luz pude ver la rosa tatuada en la curva de su pecho. Algo nuevo y diferente… pero el pecho era familiar. Lo conocía bien.
—Ven aquí—dijo.
Y fui. Golpeé uno de los carritos del servicio de habitaciones con la cadera mala, proferí un grito ahogado y di los últimos pasos hacia sus brazos a trompicones, pensando que este era un reencuentro agradable, que los dos íbamos a aterrizar en la alfombra, yo encima de ella. Quizá hasta podría romperle un par de costillas. Era ciertamente posible; había ganado casi diez kilos desde que llegué a Duma Key.
Pero ella era fuerte. Olvidaba eso. Soportó mi peso, primero apoyándose contra el marco de la puerta del dormitorio, después enderezándose conmigo entre sus brazos. La rodeé con mi propio brazo y descansé mi mejilla sobre su hombro, simplemente aspirando su fragancia.
¡Wireman! ¡Me he despertado temprano y he pasado un rato maravilloso con mis porcelanas!
—Vamos, Eddie, estás cansado. Ven a la cama.
Me condujo al interior del dormitorio. La ventana aquí era más pequeña, la luz de la luna más delgada, pero la ventana estaba abierta y oía el constante suspiro del mar.
—¿Estás segur…?
—Calla.
Seguro que me han dicho su nombre pero se me escapa, como tantas otras cosas ahora.
—Nunca pretendí hacerte daño. Lo lamento tanto…
Puso dos dedos contra mis labios.
—No quiero tus disculpas.
Nos sentamos el uno junto al otro en la cama, en medio de las sombras.
—¿Qué quieres?
Me lo mostró con un beso. Su aliento era cálido y con sabor a champán. Durante un rato me olvidé de Elizabeth y de Wireman, de cestas de picnic, y de Duma Key. Durante un rato solo éramos ella y yo, como en los viejos tiempos. En los tiempos de los dos brazos. Durante un rato, después de eso, dormí, hasta que la primera luz de la mañana entró sigilosamente por la ventana.
La pérdida de memoria no siempre es el problema; a veces, y quizá a menudo, es la solución.
Cómo dibujar un cuadro (VIII)
Sé valiente. No tengas miedo de dibujar cosas secretas. Nadie dijo que el arte fuera siempre un céfiro; a veces es un huracán. Incluso entonces no debes dudar ni cambiar de rumbo. Porque si te cuentas a ti mismo la gran mentira del arte malo (que tú estás al mando), tu oportunidad de encontrar la verdad se perderá. La verdad no siempre es bonita. A veces la verdad es el chaval grande.
Las pequeñas dicen: Es la rana de Libbit. Una rana con piños.
Y a veces es algo incluso peor. Algo como Charley con sus bombachos azul brillante.
O como ELLA.
He aquí un cuadro de la pequeña Libbit con un dedo en sus labios.
Dice: ¡Chis!
Dice: Si hablas, ella os oirá, así que chis.
Dice: Pueden pasar cosas malas, y pájaros que hablan y vuelan cabeza abajo son solo la primera y la menor de ellas, así que chis. Si intentáis correr, cosas feas pueden salir de entre los cipreses y el gumbo limbo y atraparos en el camino. Hay cosas incluso peores bajo el agua en la playa de la Sombra… peores que el chaval grande, peores que Charley, que se mueve tan rápido. Están en el agua, esperando para ahogaros. Y ni siquiera eso es el final, no, ni siquiera el ahogamiento. Así que chis.
Pero para el verdadero artista, la verdad insistirá. Libbit Eastlake puede acallar su boca, pero no sus pinturas ni sus lápices.
Hay una única persona con la que se atreve a hablar, y un único lugar donde puede hacerlo… un único lugar en Heron's Roost donde el dominio de ELLA parece fallar. Obliga a Nana Melda a ir allí con ella. Y trata de explicar cómo sucedió, cómo el talento exigía la verdad, y la verdad se le resbaló de las manos. Trata de explicar cómo los dibujos han tomado el control de su vida y cómo ha llegado a odiar a la pequeña muñeca de porcelana que Papá encontró con el resto del tesoro; la mujercita de porcelana que fue el derecho de salvamento de Libbit. Trata de explicar su temor más profundo: si no hacen algo, puede que las gemelas no sean las únicas que mueran, solo las primeras. Y las muertes puede que no terminen en Duma Key.
Reúne todo su coraje (y debió de ser muchísimo, para una niña que es poco mayor que un bebé) y le cuenta toda la verdad, siendo como es una locura. Primero cómo creó el huracán, pero eso no fue idea suya; fue de ELLA.
Intuyo que Nana Melda la cree. ¿Por qué ha visto al chaval grande? ¿Por qué ha visto a Charley?
Intuyo que ha visto a ambos.
La verdad tiene que salir, esa es la esencia del arte. Pero eso no es lo mismo que decir que el mundo deba contemplarla.
Nana Melda dice: ¿Dónde está tu nueva muñeca ahora, la muñeca de porcelana?
Libbit dice: En mi caja del tesoro especial. Mi caja-corazón.
Nana Melda dice: ¿Y su nombre?
Libbit dice: Su nombre es Perse.
Nana Melda dice: Percy es un nombre de chico.
YLibbit dice: No puedo evitarlo. Se llama Perse. Esa es la verdad.
Ydice: Perse tiene un barco. Parece bueno, pero no lo es. Es malo. ¿Qué vamos a hacer, Nanny?
Nana Melda medita sobre ello mientras permanecen allí en el único lugar seguro. Y creo que sabe lo que es necesario hacer. Podría no ser una crítica de arte (no una Mary Ire), pero intuyo que lo sabía. La valentía se demuestra con actos, no con exposiciones. La verdad puede volver a ocultarse, si es demasiado terrible para que el mundo la contemple. Y eso sucede. Estoy seguro de que sucede todo el tiempo.
Creo que cualquier artista digno de ese nombre posee una cesta de picnic roja.
14- La cesta roja
—¿Comparte su piscina, señor?
Era Ilse, en pantalones cortos de color verde y un top halter a juego. Tenía los pies descalzos y la cara sin maquillaje e hinchada por el sueño. El pelo estaba recogido hacia atrás en una cola de caballo, igual que lo llevaba cuando tenía once años, y si no hubiera sido por la plenitud de sus pechos, habría pasado por una niña de esa edad.
—Siempre que lo desee —contesté.
Se sentó a mi lado en el borde alicatado de la piscina. Estábamos hacia la mitad, mi trasero sobre el número 1,5 y el suyo sobre las letras MTS.
—Te has levantado temprano —dije, pero esto no me sorprendía. Illy siempre había sido nuestra hija inquieta.
—Estaba preocupada por ti. Sobre todo cuando el señor Wireman llamó a Jack para decir que esa agradable anciana había muerto. Fue Jack quien nos lo contó, cuando estábamos todavía en la cena.
—Lo sé.
—Lo siento mucho. —Me puso una mano en el hombro—. Y en tu noche especial, además.
La rodeé con mi brazo.
—En definitiva, que solo dormí un par de horas, y luego me levanté porque ya era de día. Y cuando eché un vistazo, ¿quién si no mi padre estaba sentado junto a la piscina, completamente solo?
—Ya no podía dormir más. Solo espero que no despertara a tu ma… —Me detuve, consciente de los ojos redondos y grandes de Ilse—. No vayas sacando ideas, Doña Galletita. Fue exclusivamente consuelo.
No había sido exclusivamente consuelo, pero no estaba preparado para dilucidarlo con mi hija. O conmigo mismo, para el caso.
Quedó un poco abatida, pero entonces se enderezó y me miró, con la cabeza inclinada y el comienzo de una sonrisa en las comisuras de la boca.
—Si albergas esperanzas, es asunto tuyo —dije—. Pero te advierto que no te hagas demasiadas ilusiones. Ella siempre me va a importar, pero a veces las personas van demasiado lejos como para volver atrás. Creo… estoy positivamente seguro de que ese es nuestro caso.
Volvió la vista hacia la tranquila superficie de la piscina, mientras la pequeña sonrisa en su boca se desvanecía. Odiaba verla desaparecer, pero quizá era para bien.
—Muy bien, entonces.
Eso me dio vía libre para pasar a otros asuntos. No quería, yo seguía siendo su padre y ella en muchos aspectos era todavía una niña. Lo cual significaba que, sin importar lo terriblemente mal que me sentía por Elizabeth Eastlake esta mañana, o lo confundido que pudiera estar acerca de mi propia situación, todavía tenía ciertas obligaciones que cumplir.
—Necesito preguntarte algo, Illy.
—Bueno.
—¿No llevas el anillo porque no quieres que tu madre lo vea y se ponga hecha una furia… lo cual entendería perfectamente… o porque Carson y tú… ?
—Se lo devolví —respondió en un tono de voz apagado y plano. Después soltó una risita, y una piedra se desprendió de mi corazón—. Pero se lo envié vía UPS, y sin certificar.
—Entonces… ¿se acabó?
—Bueno… nunca digas nunca. —Tenía los pies en el agua, y los mecía lentamente adelante y atrás—. Carson no quería, eso decía, y yo tampoco estoy segura. Por lo menos no sin vernos cara a cara. El teléfono o el e-mail no es la mejor forma de hablar abiertamente de algo como esto. Además, quiero comprobar si la atracción sigue ahí, y de ser así, cuánta queda. —Me miró de soslayo, un poco ansiosamente—. Eso no te desagrada, ¿verdad?
—No, cariño.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Sí.
—¿Cuántas segundas oportunidades le diste a mamá?
—¿A lo largo de nuestro matrimonio? —pregunté con una sonrisa—. Diría que unas doscientas, o así.
—¿Y cuántas te dio ella a ti?
—Más o menos las mismas.
—¿Alguna vez tú…? —empezó a preguntar, pero se detuvo—. No puedo preguntarte eso.
Contemplé la piscina, consciente de que un rubor de clase media me subía a las mejillas.
—Dado que estamos manteniendo esta conversación a las seis de la mañana, y que ni siquiera ha llegado todavía el chico de la piscina, y dado que creo conocer cuál es tu problema con Carson Jones, puedes preguntar. La respuesta es no. Ni siquiera una vez. Pero para ser totalmente sincero, tengo que decir que fue más por una cuestión de suerte, y no por una rectitud inquebrantable. Hubo veces que estuve cerca, y en una ocasión fue probablemente solo la suerte, o el destino, o la providencia, lo que evitó que sucediera. No creo que nuestro matrimonio hubiera terminado si el… hubiera ocurrido ese accidente. Creo que hay ofensas peores, pero no lo llaman engaño por nada. Un desliz puede perdonarse como una falibilidad humana. Dos pueden perdonarse como una flaqueza humana. Después de eso… —Me encogí de hombros.
—Él asegura que fue solo una vez… —Su voz era poco más queun susurro. El balanceo de sus pies se ralentizó y se movieron a la deriva bajo el agua de forma ensoñadora—. Asegura que fue ella la quele entró. Y finalmente… ya sabes.
Sí, seguro. Siempre ocurre de esa forma. Por lo menos en los libros y en las películas. Quizá a veces también en la vida real. Solo porque sonara como una mentira interesada no significaba que lo fuera.
—¿La chica con la que canta?
—Bridget Andreisson —confirmó, con un asentimiento de cabeza.
—La del mal aliento.
Una tenue sonrisa.
—Creo recordar que me dijiste no hace mucho que él tendría que elegir.
Un largo silencio. Y después:
—Es complicado.
Siempre lo es. Pregunta a cualquier borracho en un bar al que su mujer le haya expulsado de casa. Permanecí en silencio.
—Le dijo que ya no quería verla más. Y los duetos se han acabado. Lo sé a ciencia cierta, porque revisé algunas de las últimas críticas en internet. —Se sonrojó ligeramente, aunque no la culpaba por comprobarlo. Yo también lo habría hecho—. Cuando el señor Fredericks, el director de la gira, le amenazó con enviarlo a casa, Carson le dijo que podía hacerlo si así lo deseaba, pero que no iba a cantar más con esa puta santurrona rubia.
—¿Fueron esas sus palabras exactas? —pregunté, y su cara exhibió una sonrisa radiante.
—Es baptista, papá. Estoy interpretando. En cualquier caso, Carson se mantuvo firme y el señor Fredericks cedió. Para mí, eso es un tanto a su favor.
Sí, pensé, pero sigue siendo un embustero que se llama a sí mismo Smiley.
La cogí de la mano.
—¿Cuál será tu próximo movimiento?
Suspiró. La coleta la hacía aparentar once años; el suspiro hizo que sonara como si tuviera cuarenta.
—No lo sé. Me siento perdida.
—Entonces déjame ayudarte. ¿Lo harás?
—Vale.
—Por el momento, mantente alejada de él —sugerí, y descubrí que eso era lo que deseaba con toda el alma.
Pero había más. Cuando pensaba en las pinturas Niña y barco, especialmente en la chiquilla en el bote de remos, me entraban ganas de decirle que no hablara con extraños, que mantuviera el secador de pelo lejos de la bañera, y que hiciera footing solo en las pistas de la universidad. Nunca por el parque Roger Williams al anochecer.
Me dirigía una mirada socarrona, y me las arreglé para ponerme en marcha de nuevo.
—Vuelve a la facultad…
—Quería hablar contigo de eso…
Asentí con la cabeza, pero le apreté el brazo para indicarle que no había terminado del todo.
—Finaliza el semestre. Haz tus exámenes. Deja que Carson acabe la gira. Adquiere algo de perspectiva primero, y después quedáis… ¿comprendes lo que estoy diciendo?
—Sí…
Ella lo comprendía, pero no sonaba convencida.
—Cuando quedéis juntos, hacedlo en terreno neutral. Y no quiero avergonzarte, pero seguimos estando solos tú y yo, así que voy a decirlo: la cama no es terreno neutral.
Bajó la mirada hacia sus pies nadadores. Alargué la mano y volví su rostro hacia mí.
—Cuando los problemas no se resuelven, la cama es un campo de batalla. Yo ni siquiera cenaría con ese tío hasta que supieras a qué atenerte con respecto a él. Reuníos en… no sé Boston. Sentaos en un banco de un parque y arreglarlo. Acláralo en tu mente y asegúrate de que él lo tiene claro. Luego id a cenar. Id a un partido de los Red Sox. O vete a la cama con él, si crees que es lo correcto. Solo porque no quiera pensar en tu vida sexual no significa que crea que no deberías tenerla.
Me alivió considerablemente el hecho de que se riera. Ante el sonido, entró un camarero que todavía parecía medio dormido y nos preguntó si queríamos café. Respondimos afirmativamente.
—Está bien, papá —dijo Ilse cuando el camarero fue a buscarlo—. Entendido. De todas formas iba a decirte que me vuelvo esta tarde. Tengo un preliminar de Antro a finales de semana, y un puñado de nosotros hemos creado un grupito de estudio. Nos llamamos a nosotros mismos el Club de los Supervivientes. —Me miró con ansiedad—. ¿Te parece bien? Sé que contabas con que me quedara un par de días, pero ahora que ha pasado esto con tu amiga…
—No, cariño, está bien. —La besé en la punta de la nariz, pensando que si me acercaba, no vería lo complacido que estaba… complacido de que hubiera venido a la exposición, complacido de que hubiéramos pasado algo de tiempo juntos esa mañana, y complacido, sobre todo, porque ella estaría a mil quinientos kilómetros al norte de Duma Key para cuando se pusiera el sol esa noche. Suponiendo que pudiera conseguir un vuelo, claro estaba—. ¿Y en cuanto a Carson?
Permaneció allí sentada en silencio tal vez durante un minuto entero, meciendo sus pies descalzos en el agua. Entonces se levantó y me tomó del brazo, ayudándome a ponerme en pie.
—Creo que tienes razón. Le diré que si se toma en serio nuestra relación, tendrá que esperar hasta el Cuatro de Julio.
Ahora que había tomado una decisión, sus ojos volvían a brillar.
—Eso me permitirá terminar el semestre y tener además un mes de vacaciones de verano. A él le permitirá seguir con la gira hasta su último concierto en el Cow Palace, y además le proporcionará tiempo para averiguar si su lío con la Rubita está tan terminado como piensa. ¿Eso te satisface, padre querido?
—Completamente.
—Aquí llega el café —anunció—. Ahora la pregunta es, ¿cuánto falta para el desayuno?
* * *
Wireman no se presentó al desayuno de esa mañana, pero él había reservado la Sala Isla de la Bahía desde las ocho hasta las diez. Presidí la mesa ante dos docenas de familiares y amigos, la mayoría de Minnesota. Era uno de aquellos eventos que la gente recuerda y del que habla durante décadas, en parte por encontrar tantos rostros familiares en un ambiente exótico, en parte por la volatilidad de la atmósfera emocional.
Por un lado, existía una muy palpable sensación de «El Chico de Casa lo Hace Bien». La habían percibido en la exposición, y sus juicios de valor quedaron confirmados en los periódicos matutinos. Las críticas en el Sarasota Herald Tribune y en el Venice Gondolier eran magníficas, pero breves. El artículo de Mary Ire en el Tampa Trib, en cambio, ocupaba casi una página entera, y rebosaba lirismo. Debía de haberlo escrito con antelación. Me llamaba «un nuevo e importante talento americano». Mi madre, siempre un poco amargada, habría dicho: «Con eso y diez centavos podrás limpiarte el culo con holgura». Aunque, por supuesto, aquel dicho suyo era de hacía cuarenta años, cuando con diez centavos podías comprar mucho más que hoy en día.
Elizabeth se hallaba en el extremo opuesto, naturalmente. No había ninguna esquela de ella, pero se había añadido un recuadro en la página del periódico de Tampa que traía la crítica de Mary: FAMOSA MECENAS ENFERMA EN LA MUESTRA FREEMANTLE. La noticia, de apenas dos párrafos de extensión, manifestaba que Elizabeth Eastlake, toda una personalidad en el escenario artístico de Sarasota y residente en Duma Key, había sufrido aparentemente un ictus no mucho después de llegar a la Galería Scoto, y había sido trasladada en ambulancia al Hospital Memorial de Sarasota. No se conocía su estado al cierre de la edición.
Mi gente de Minnesota era consciente de que en la noche de mi triunfo, una buena amiga había fallecido. Se producían estallidos de carcajadas y ocasionalmente se lanzaban algunas pullas entre sí, y entonces miraban en mi dirección para ver si me sentía molesto. A las nueve y media, los huevos revueltos que había comido reposaban como plomo en mi estómago, y empezaba a sufrir uno de mis dolores de cabeza, el primero en casi un mes.
Me excusé para subir a mi habitación. Había dejado un bolso pequeño en el dormitorio donde no había dormido. El neceser contenía varias tabletas de Zomig, un medicamento contra la migraña. No detendría un tornado de fuerza 5, pero generalmente funcionaba si me tomaba una dosis con suficiente antelación. Me tragué una pastilla con una Coca-Cola del minibar, y cuando ya me marchaba vi que la luz del teléfono parpadeaba. Casi me desentendí, pero entonces caí en la cuenta de que el mensaje podría ser de Wireman.
Resultó que había media docena de mensajes. Los cuatro primeros eran más felicitaciones, que cayeron sobre mi cabeza dolorida como perdigones de granizo sobre un tejado de hojalata. Antes de llegar al cuarto, el de Jimmy, empecé a pulsar el 6 en el teclado numérico, lo que me permitía pasar más rápido al siguiente mensaje. No estaba de humor para halagos.
El quinto mensaje era, en efecto, de Jerome Wireman. Sonaba cansado y aturdido.
—Edgar, sé que has destinado un par de días a tu familia y amigos, y odio pedirte esto, sé que es una putada, pero ¿podemos reunimos en tu casa esta tarde? Tenemos que hablar, y lo digo de verdad. Jack ha pasado la noche conmigo en El Palacio… no quiso que me quedara solo, qué gran chico es. Nos hemos levantado temprano, para buscar esa cesta roja de la que tanto hablaba ella, y… bueno, la encontramos. Mejor tarde que nunca, ¿no? Ella quería que la tuvieras, así que Jack la llevó a Big Pink. La casa estaba abierta, y escucha bien, Edgar… alguien ha estado dentro.
Silencio en la línea, pero le oía respirar. Luego:
—Jack está atacado de los nervios, y tú deberías prepararte para un shock, muchacho. Aunque puede que ya te hagas una ide…
Se oyó un pitido, y a continuación empezó el sexto mensaje. Seguía siendo Wireman, ahora bastante enfadado, lo cual hacía que se pareciera más a sí mismo.
—¡Joder, vaya puta mierda de cinta! ¡Chinche pedorra! ¡Ay! Edgar, Jack y yo nos vamos a pasar por Abbot-Wexler. Es… —Una breve pausa mientras intentaba recuperar la compostura—… la casa de pompas fúnebres que ella quería. Estaré de vuelta a la una. De verdad, deberías esperar a que llegáramos antes de entrar en tu casa. No es que esté destrozada, ni nada, pero quiero estar contigo cuando eches un vistazo a esa cesta y veas lo que hay en tu estudio. No quiero parecer misterioso, pero Wireman no hablará de este asunto de mierda a una cinta que cualquiera podría escuchar. Y hay una cosa más. Llamó uno de sus abogados, y dejó un mensaje en el contestador… Jack y yo seguíamos en el puto desván. Dice que soy el único beneficiario.
Una pausa.
—La lotería.
Otra pausa.
—Me lo ha dejado todo.
Otra pausa.
—Que me jodan.
Eso fue todo.
* * *
Pulsé el 0 para comunicarme con la operadora del hotel. Tras una corta espera, me proporcionó el número de la Funeraria Abbot-Wexler y lo marqué. Me contestó una máquina, que me ofreció lodo un abanico verdaderamente asombroso de servicios orientados a la muerte («Para Sala de Exposición y Venta de Urnas, pulse 5»). Esperé pacientemente a que terminara (la opción de hablar con un ser humano real siempre ocupa la última posición en estos tiempos, un premio de consolación para los tontos que no son capaces de lidiar con el siglo veintiuno), y mientras aguardaba repasé mentalmente el mensaje de Wireman. ¿La casa abierta? ¿En serio? Mi memoria post accidente no era muy fiable, desde luego, pero el hábito sí. Big Pink no era de mi propiedad, y había sido enseñado desde mi más tierna infancia a tener especial cuidado de las pertenencias de otros. Estaba positivamente seguro de que había cerrado con llave. Por lo tanto, si alguien había entrado, ¿por qué no estaba forzada la puerta?
Pensé durante solo un instante en dos niñitas con vestidos mojados… niñitas con rostros putrefactos que hablaban con la chirriante voz de las conchas bajo la casa… y entonces aparté la imagen con un estremecimiento. Habían sido solo un producto de mi imaginación, sin duda una visión provocada por una mente sobresaturada. Y aunque hubieran sido algo más… los fantasmas no necesitan abrir puertas, ¿verdad? Simplemente las atravesaban, o se materializaban a través de las tablas del suelo.
—… 0 si necesita ayuda.
Por Dios, casi había perdido mi entrada. Pulsé el 0, y tras unos pocos compases de algo que sonaba vagamente a «Abide with Me», una balsámica voz me preguntó, de forma muy profesional, si podía ayudarme en algo. Reprimí un poderoso deseo irracional de gritar: «¡Es mi brazo! ¡Nunca tuvo un entierro decente!» y colgar a continuación. En cambio, pregunté si Jerome Wireman se encontraba allí, mientras acunaba el teléfono entre la oreja y el hombro y me frotaba un punto sobre la ceja derecha.
—¿Puedo preguntar a qué difunto representa?
Una imagen de pesadilla apareció delante de mí: un juzgado silencioso de muertos, y Wireman exclamando «Protesto, Señoría».
—Elizabeth Eastlake —respondí.
—Oh, por supuesto. —La voz se hizo más cálida, convertida provisionalmente en humana—. Él y su joven amigo han salido; fueron a preparar el obituario de la señora Eastlake, creo. Es posible que tenga un mensaje para usted. No cuelgue, por favor.
Me dejó en espera y «Abide with Me» se reanudó.
Finalmente regresó Digger el Sepulturero.
—El señor Wireman pregunta si usted se reunirá con él y… eh… el señor Candoori, si es posible, en su casa en Duma Key a las dos de esta tarde. Dice: «Si llegas primero, por favor espera fuera». ¿Lo tiene?
—Sí. ¿No sabe si volverá?
—No, no lo mencionó.
Le di las gracias y colgué. Si Wireman poseía un teléfono móvil, nunca se lo había visto encima, y de todas formas no sabía el número, pero Jack sí tenía uno. Desenterré el número de mi cartera y lo marqué. Se desvió al buzón de voz al primer toque, lo que me indicó que estaba desconectado o muerto, bien porque Jack había olvidado cargar la batería bien porque no había pagado la factura. Cualquiera de las dos cosas era posible.
Jack está atacado de los nervios, y tú deberías prepararte para un shock.
Quiero estar contigo cuando eches un vistazo a esa cesta.
Pero ya tenía una idea bastante acertada sobre lo que contenía la cesta, y presumía que a Wireman tampoco le había sorprendido.
No realmente.
* * *
La Mafia de Minnesota guardaba silencio alrededor de la mesa en el Salón Isla de la Bahía, e incluso antes de que Pam se levantara, comprendí que habían estado haciendo algo más que hablar de mí mientras estuve fuera. Habían celebrado una reunión.
—Volvemos a casa —anunció Pam—. Es decir, la mayoría de nosotros. Los Slobotnik ya tenían planes para visitar Disney World, los Jamieson van a Miami…
—Y nosotros vamos con ellos, papá —la interrumpió Melinda, que aferraba el brazo de Ric—. Podemos coger un avión de vuelta a Orly desde allí, y en realidad es más barato que el que tú reservaste.
—Creo que podríamos afrontar el gasto —repliqué, pero sonreí.
Experimenté una sensación de lo más extraña, mezcla de alivio, decepción y miedo. Al mismo tiempo sentí que las correas que me apretaban la cabeza se abrían y comenzaban a desprenderse. El incipiente dolor de cabeza había desaparecido, tan simple como eso. Podría haber sido efecto del Zomig, pero esa cosa no suele actuar tan rápido, ni siquiera con una buena dosis de cafeína para darle impulso.
—¿Has tenido noticias de tu amigo Wireman esta mañana? —retumbó Kamen.
—Sí —respondí—. Me dejó un mensaje en el contestador.
—¿Y cómo lo lleva?
Bueno. Esa era una larga historia, ¿no es cierto?
—Se las va apañando, con todo el tema de la funeraria… y Jack le echa una mano… pero está algo inestable.
—Ve a ayudarle —aconsejó Tom Riley—. Esa es tu tarea hoy.
—En efecto —agregó Bozie—. Estás sufriendo, Edgar. No tienes necesidad de jugar al buen anfitrión ahora mismo.
—Llamé al aeropuerto —informó Pam, como si yo hubiera protestado, cosa que no hice—. El Gulfstream está listo. Y el conserje del hotel nos está ayudando con el resto de los viajes. Entretanto, nos queda todavía esta mañana. La cuestión es, ¿qué hacemos con ella?
Terminamos haciendo lo que había planeado: visitamos el Museo de Arte John y Mable Ringling.
Y me puse mi boina.
A primera hora de la tarde, me encontré a mí mismo parado en la zona de embarque del Dolphin Aviation, repartiendo besos de despedida a mis amigos y familiares, o estrechando sus manos, o abrazándoles, o las tres cosas. Melinda, Ric y los Jamieson ya se habían marchado.
Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, me plantó un beso en la cara con su habitual ferocidad.
—Cuídate, Edgar. Me encantan tus pinturas, pero estoy mucho más orgullosa por tu manera de andar. Has hecho increíbles progresos. Me gustaría que desfilaras ante mi última generación de lloricas.
—Eres dura, Kathi.
—No tanto —replicó, restregándose los ojos—. La verdad es que soy una puñetera blandengue.
A continuación Kamen se encontró descollando sobre mí.
—Si necesitas ayuda, dame un toque ASAP.
—Sí —asentí—. Tú ser el KamenDoc.
Kamen sonrió. Fue como tener la sonrisa de Dios sobre ti.
—Creo que todavía no estás completamente bien, Edgar, pero solo me queda la esperanza de que lo estarás. Nadie se merece más que tú aterrizar de pie y con la cabeza alta cara al sol.
Le di un abrazo. Un abrazo manco, pero él lo compensaba.
Caminé hacia el avión al lado de Pam. Nos detuvimos a los pies de la escalerilla mientras los otros embarcaban. Me sostenía la mano entre las suyas, alzando la mirada hacia mí.
—Solo voy a darte un beso en la mejilla, Edgar. Illy está mirando y no quiero que se haga una idea equivocada —dijo, y eso fue lo que hizo. Después añadió—: Estoy preocupada por ti. Tienes como un halo blanco alrededor de los ojos que no me gusta.
—Elizabeth…
Meneó la cabeza levemente.
—Estaba ahí anoche, antes incluso de que ella llegara a la galería. Incluso en tu momento de mayor felicidad. Un halo blanco. No puedo describirlo mejor. Solo lo había visto una vez con anterioridad, allá en 1992, cuando durante un tiempo parecía que no podrías pagar aquel préstamo antes de la fecha de vencimiento y perderías la compañía.
Las turbinas del avión silbaban quejumbrosamente, y una brisa caliente hacía revolotear su pelo alrededor de la cara, confiriéndole a sus cuidados rizos de salón de belleza un aspecto más joven y natural.
—¿Puedo preguntarte algo, Eddie?
—Claro que sí.
—¿Serías capaz de pintar en cualquier parte? ¿O tiene que ser aquí?
—En cualquier parte, creo. Pero sería diferente en cualquier otro sitio.
Me miraba fijamente, casi de modo suplicante.
—Da igual, un cambio podría ser bueno. Tienes que desprenderte de ese halo blanco. No hablo de que tengas que volver a Minnesota, necesariamente, solo irte… a cualquier otro sitio. ¿Lo pensarás?
—Sí —contesté, pero no hasta que viera lo que contenía la cesta de picnic roja.
Y no hasta que hiciera por lo menos una excursión al extremo sur del Cayo. Y sospechaba que podría hacerlo. Porque Ilse fue la única que enfermó, no yo. Lo único que yo experimenté fue uno de mis flashbacks del accidente teñidos de rojo. Y aquel picor fantasma.
—Cuídate mucho, Edgar. No sé exactamente qué será de ti, pero todavía queda suficiente del viejo tú al que amar.
Se alzó sobre las puntas de sus pies en sus sandalias blancas (compradas especialmente para este viaje, no me cabía duda), y plantó un suave beso en mi mejilla sin afeitar.
—Gracias —dije—. Gracias por lo de anoche.
—No tienes por qué darlas. Fue muy dulce.
Me apretó la mano. A continuación subió la escalerilla y desapareció.
* * *
Fuera de la terminal de Delta otra vez. En esta ocasión sin Jack.
—Solos tú y yo, Doña Galletita —dije—. Parece que nosotros cerramos el bar.
Entonces vi que lloraba, y la envolví con mi brazo.
—Papá, ojalá pudiera quedarme contigo.
—Regresa, cariño. Estudia para tu examen y machácalo. Te veré pronto.
Retrocedió y me miró con una expresión de ansiedad.
—¿Estarás bien?
—Sí, y tú cuídate, también.
—Lo haré. Lo haré.
La abracé de nuevo.
—Venga, ve a facturar. Compra unas revistas, mira la CNN y que tengas un buen vuelo.
—Está bien, papá. Fue algo increíble.
—Tú eres increíble.
Me dio un impetuoso beso en la boca, para compensar el que su madre había reprimido, tal vez, y atravesó las puertas correderas. Se giró una vez más y se despidió agitando la mano, aunque tras el cristal polarizado ya no era más que una vaga silueta de mujer. Desearía con toda el alma haber tenido una visión más nítida de ella, porque nunca más la volví a ver.
* * *
Había dejado dos mensajes para Wireman desde el Museo de Arte Ringling, uno en la funeraria y otro en el contestador automático de El Palacio, diciéndole que estaría de vuelta hacia las tres, y pidiéndole que se reuniera conmigo allí. También le pedí que le dijera a Jack que si tenía edad suficiente para votar e irse de fiesta con las chicas de las hermandades de la FSU, entonces tenía edad suficiente para cuidar de su maldito teléfono móvil.
Al final llegué al Cayo casi a las tres y media, pero tanto el coche de Jack como el antiguo Mercedes plateado de Elizabeth se hallaban aparcados en la agrietada superficie pavimentada a la derecha de Big Pink, y ellos dos esperaban sentados en los escalones de la puerta trasera, bebiendo té helado. Jack todavía llevaba su traje gris, pero su cabello presentaba una vez más su acostumbrado desorden, y tenía puesta su camiseta de los Devil Rays bajo la chaqueta. Wireman vestía con unos vaqueros negros y una camisa blanca, con el cuello abierto; una gorra de los Cornhuskers de Nebraska, ladeada hacia atrás, cubría su cabeza.
Aparqué y me estiré nada más bajar del coche, intentando que mi cadera mala se pusiera en movimiento. Ellos se levantaron y se acercaron; ninguno de los dos sonreía.
—¿Se han ido todos, amigo?—preguntó Wireman.
—Todos menos mi tía Jean y tío Ben —contesté—. Son unos gorrones expertos, que exprimen cualquier cosa buena hasta la última gota.
Jack esbozó una sonrisa sin mucho humor.
—En todas las familias hay unos cuantos —comentó.
—¿Cómo estás? —le pregunté a Wireman.
—Por lo de Elizabeth, estoy bien. Hadlock dijo que probablemente haya sido para mejor así, y supongo que tiene razón. Que me haya dejado unos ciento sesenta millones de dólares, entre dinero en efectivo, acciones, y propiedades… —Sacudió la cabeza—. Eso es diferente. Quizá algún día me permita el lujo de intentar asimilarlo, pero ahora mismo…
—Ahora mismo está pasando algo.
—Sí, señor. Y es muy raro.
—¿Cuánto le has contado a Jack?
—Bueno, te diré algo, amigo —respondió Wireman, que parecía un poco incómodo—. Una vez que empecé, fue muy difícil encontrar un punto razonable en el que detenerme.
—Me lo contó todo —admitió Jack—. O eso afirma él. Incluyendo lo que él cree que hiciste para restaurar su vista, y lo que tú crees que le hiciste a Candy Brown. —Hizo una pausa—. Y lo de las dos niñas que viste.
—¿Y te parece bien lo de Candy Brown? —pregunté.
—Si dependiera de mí, te daría una medalla. Y la gente de Sarasota probablemente te dedicaría una carroza en el desfile del día de los Caídos. —Jack metió las manos en los bolsillos—. Pero si me hubieras dicho el pasado otoño que cosas como esta podían pasar fuera de las películas de M. Night Shyamalan, me habría desternillado de risa.
—¿Y si hubiera sido la semana pasada? —pregunté.
Jack meditó sobre ello. Al otro lado de Big Pink, las olas rompían a un ritmo constante. Bajo mi sala de estar y mi dormitorio, las conchas estarían hablando.
—No —respondió—. Probablemente no me habría reído entonces. Supe desde el principio que tenías algo, Edgar. Llegaste aquí, y…
Juntó los dedos de las manos, entrelazándolos. Y pensé que aquello era adecuado, que era así como había sido. Como los dedos de dos manos entrelazados. Y el hecho de que yo solo tuviera una mano nunca había tenido importancia.
No aquí.
—¿De qué estás hablando, hermano?—preguntó Wireman.
Jack se encogió de hombros.
—Edgar y Duma. Duma y Edgar. Como si estuvieran esperándose el uno al otro.
Jack parecía un poco avergonzado, pero no inseguro.
—Entremos —propuse, extendiendo el pulgar en dirección a mi casa.
—Cuéntale primero cómo encontramos la cesta —le pidió Wireman a Jack.
Este se encogió de hombros.
—No fue gran cosa; no llevó ni dos minutos. Estaba encima de una vieja cómoda en el extremo más alejado del desván. La luz que entraba por uno de los respiraderos la iluminaba directamente. Como si quisiera ser encontrada. —Miró a Wireman, que asintió con la cabeza en un gesto de conformidad—. Total, la bajamos a la cocina y miramos dentro. Pesaba más que mil demonios.
El comentario de Jack sobre el peso de la cesta me hizo pensar en la forma en que Melda, el ama de llaves, la había estado sujetando en el retrato de familia, con los brazos en tensión. Aparentemente también había pesado mucho en aquel entonces.
—Wireman me sugirió que trajera la cesta aquí y te la dejara, dado que yo tenía una llave… lo único es que no la necesité. La casa estaba sin cerrar.
—¿La puerta estaba realmente abierta?
—No. Lo que hice primero fue girar la llave, y en realidad la volví a candar. Me llevé una sorpresa del copón.
—Vamos —dijo Wireman, encabezando la marcha—. Hora de salir a la pizarra y exponer.
Una buena cantidad de la costa de Florida se hallaba desperdigada sobre el suelo de madera noble de la entrada: arena, conchas, un par de cascaras de sófora, y unas pocas algas secas. También había huellas. Las de playeras pertenecían a Jack. Fueron las otras las que me pusieron la piel de gallina. Distinguí tres juegos de pisadas, uno grande y dos pequeños. Las pequeñas eran huellas de niña. Todos los pies habían estado descalzos.
—¿Ves cómo se difuminan a medida que suben por las escaleras? —señaló Jack.
—Sí —dije. Mi voz era un remoto sonido apenas audible para mis oídos.—Las fui esquivando, porque no quería borrarlas. Si hubiera sabido entonces lo que Wireman me contó mientras te esperábamos, creo que no habría subido de ninguna manera.
—No te culpo.
—Pero arriba no había ninguna. Solo… bueno, ya lo verás. Y mira.
Me condujo al lado de las escaleras. El noveno escalón quedaba a la altura de nuestros ojos, y gracias a la luz que caía sobre él pude distinguir, muy vagamente, las huellas de pequeños pies descalzos apuntando en dirección contraria.
—Para mí está claro —aseguró Jack—. Las crías subieron a tu estudio y luego volvieron a bajar. El adulto se quedó en la puerta delantera, probablemente como centinela… aunque si esto ocurrió en mitad de la noche, me da que no habría mucho que vigilar. ¿Solías conectar la alarma antirrobo?
—No —respondí, sin mirarle directamente a los ojos—. No me acuerdo de los números. Los guardo en un trozo de papel en mi cartera. Cada vez que entraba por la puerta se convertía en una carrera contra el tiempo: yo frente a los pitidos de ese jodido aparato en la pared…
—Está bien —dijo Wireman, agarrándome el hombro—. Estos ladrones no cogieron; dejaron.
—Tú no crees de veras que las hermanas muertas de la señorita Eastlake te hicieron otra visita, ¿no? —preguntó Jack.
—Lo cierto es que. Creo que estuvieron aquí —contesté.
Se me ocurrió que eso sonaría estúpido bajo la brillante luz de una tarde de abril, con una tonelada de rayos de sol vertiéndose sobre el Golfo y reflejándose en él, pero no fue así.
—En Scooby Doo, resultaría ser el bibliotecario loco —comentó Jack—. Ya sabes, intentando asustarte para que te largaras del Cayo y que pudiera quedarse él solo con todo el tesoro.
—Ojalá —dije.
—Imagina que esas huellas pequeñas fueron dejadas por Tessie y Laura Eastlake. ¿De quién son las grandes, entonces? —preguntó Wireman.
Ninguno de nosotros respondió.
—Vayamos arriba —dije por fin—. Quiero examinar la cesta.
Subimos a Little Pink, evitando las huellas… no para preservarlas, sino simplemente porque ninguno de nosotros quería pisar encima de ellas. La cesta de picnic, exactamente igual a la que había dibujado con el rotulador rojo robado de la consulta de Gene Hadlock, descansaba sobre la alfombra, pero mis ojos se vieron atraídos en primer lugar hacia el caballete.
—Créete que puse pies en polvorosa en cuanto lo vi —confesó Jack.
Me lo creía, pero yo no sentí la necesidad de huir. Todo lo contrario. Me vi en cambio atraído hacia delante, como un tornillo de hierro a un imán. Habían colocado allí un lienzo en blanco, y después, en algún momento en la quietud de la noche —quizá mientras Elizabeth moría, quizá mientras hacía el amor con Pam por última vez, quizá mientras dormía a su lado—, un dedo se había bañado en pintura. ¿A quién pertenecía ese dedo? Lo desconocía. ¿De qué color? Eso era evidente: rojo. Las letras que oscilaban y se arrastraban y chorreaban por todo el lienzo eran rojas. Y acusadoras. Casi parecían gritar.
15- Intruso
Veinte minutos más tarde me senté en Little Pink con el cuaderno de dibujo en mi regazo y la cesta de picnic roja a mi lado. Justo delante, llenando de luz la ventana orientada al oeste, estaba el Golfo. A lo lejos, debajo de mí, se oía el murmullo de las conchas. Había apartado el caballete y cubierto mi mesa de trabajo salpicada de pintura con una toalla. Dispuse encima los restos de sus lápices de colores recién afilados. No quedaba mucho de aquellos lápices, que eran gruesos y en cierto modo antiguos, pero supuse que bastarían. Estaba preparado.
—Y una mierda lo estoy —murmuré.
Nunca iba a estar preparado para esto, y una parte de mí albergaba la esperanza de que nada sucediera. Aunque sospechaba que algo pasaría. Sospechaba que esa era la razón por la que Elizabeth había querido que encontrara sus dibujos. Pero ¿cuánto de lo que contenía la cesta roja recordaba ella en realidad? Me figuraba que Elizabeth había olvidado casi todo lo acontecido cuando niña, incluso antes de que el Alzheimer hiciera acto de presencia para complicar las cosas. Porque el olvido no siempre es involuntario. A veces se busca de forma consciente.
¿Quién querría recordar algo tan horrible que hubiera provocado que tu padre gritara hasta sangrar? Mejor dejar de dibujar totalmente. Quitarse el vicio de golpe. Mejor decir a la gente que apenas sabrías dibujar un monigote, que en lo que se refiere al arte eres como esos acaudalados ex alumnos que animan a los equipos deportivos de la universidad: si no puedes ser atleta, sé un suspensorio. Mejor sacártelo completamente de la mente, y en la vejez, la rampante senilidad se ocupará del resto.
Oh, bueno, cabría la posibilidad de que todavía persistieran residuos de esa vieja habilidad, como el tejido cicatrizado de una antigua lesión en la duramadre del cerebro (causada por una caída de un calesín tirado por ponis, digamos), y puede que necesitaras encontrar un modo de dejarla salir de vez en cuando, para que se expresara, como una acumulación de pus de una infección que nunca sanará del todo. Así que te interesas por las creaciones artísticas de otras personas. Te conviertes, de hecho, en mecenas. ¿Y si eso todavía no es suficiente? Vaya, quizá empieces a coleccionar figuras y edificios de porcelana, y empieces a construirte toda una población, una Ciudad Porcelana. Nadie llamará arte a la creación de ese tableaux, pero ciertamente requiere imaginación, y la ejercitación regular de la imaginación (particularmente en su aspecto visual) es suficiente para detenerla.
¿Detener qué?
La picazón, por supuesto.
Esa execrable picazón.
Me rasqué el brazo derecho, lo atravesé, y por enésima vez solo encontré mis costillas. Abrí el cuaderno por la primera hoja.
Comienza con una superficie en blanco.
Me llamaba, como estaba seguro de que aquellas hojas en blanco una vez la habían llamado a ella.
Relléname. Porque el blanco es la ausencia de memoria, el color del no poder recordar. Crea. Exterioriza. Dibuja. Y cuando lo hagas, la picazón se irá. Por un tiempo la confusión remitirá.
«Por favor, quédese en el Cayo», había rogado ella. «Independientemente de lo que ocurra. Le necesitamos.»
Sospechaba que eso podría ser cierto.
Dibujé rápidamente. Solo unos pocos trazos. Algo que podría haber sido un carruaje. O posiblemente un calesín, inmóvil, aguardando al poni que tiraría de él.
—Vivían aquí muy felices —le conté al estudio vacío—. Padre e hijas. Luego Elizabeth se cayó del calesín y empezó a dibujar, el huracán fuera de temporada dejó al descubierto el yacimiento de despojos, las niñitas se ahogaron. Después los demás saltaron a Miami, y los problemas cesaron. Y, cuando regresaron casi veinticinco años más tarde…
Debajo del calesín escribí con letra de imprenta: BIEN. Me detuve, y luego agregué: OTRA VEZ. BIEN OTRA VEZ.
Bien, susurraron las conchas desde las profundidades. Bien otra vez.
Sí, habían estado bien, John y Elizabeth habían estado bien. Y después de que John muriera, Elizabeth continuó estando bien. Bien con sus exposiciones de arte. Bien con sus porcelanas. Entonces, por alguna razón, las cosas habían empezado a cambiar de nuevo. No sabía si las muertes de la mujer y la hija de Wireman habían formado parte de aquel cambio, pero intuía que podría haber sido así. Y en cuanto a su llegada a Duma Key y la mía propia, no cabía duda. No existía una explicación racional para creerlo, pero lo hacía.
Las cosas en Duma Key habían estado bien… después raras… después, durante mucho tiempo, habían estado bien otra vez. Y ahora…
Ella está despierta.
La mesa está goteando.
Si quería descubrir qué estaba sucediendo ahora, tendría que averiguar qué había sucedido entonces.
Peligroso o no, tenía que hacerlo.
* * *
Cogí su primer dibujo, que en absoluto era un dibujo sino solo una línea incierta atravesando el papel por la mitad. Lo sostuve con la mano izquierda, cerré los ojos, y entonces fingí que lo tocaba con la derecha, justo lo mismo que había hecho con los guantes de jardín de Pam, MANOS FUERA. Intenté visualizar mis dedos derechos recorriendo aquella titubeante línea. Lo logré (más o menos) pero sentí una suerte de desesperación. ¿Pretendía hacer esto con todas las pinturas? Debía de haber doce docenas, y aquella era una estimación conservadora. Además, no me veía precisamente abrumado por la cantidad de información psíquica que recibía.
Tómatelo con calma. Roma no se construyó en una hora.
Decidí que un poco de Radio Hueso Libre no podría perjudicarme y a lo mejor servía de ayuda. Me levanté, sujetando el prehistórico papel con la mano derecha, y, naturalmente, cayó revoloteando al suelo porque no había mano derecha. Me agaché para recogerlo, pensando que me había equivocado, que el dicho era: «Roma no se construyó en un día».
Pero Melda dice hora.
Me detuve, sosteniendo la hoja de papel con la mano izquierda. La mano que la grúa no había conseguido alcanzar. ¿Aquel era un recuerdo real, algo que había surgido del dibujo, o tan solo algo que yo me había inventado? ¿Era solo mi mente, tratando de mostrarse servicial?
—No es un dibujo —murmuré, contemplando la vacilante línea.
No, pero intentaba ser un dibujo.
Mi trasero retornó al asiento de la silla con un golpe sordo. No fue un acto voluntario; fue más un caso de pérdida de rigidez en mis rodillas. Contemplé la línea, y después a través de la ventana. Del Golfo a la línea. De la línea al Golfo.
Ella había intentado dibujar el horizonte. Había sido su primer objeto.
Sí
Levanté el cuaderno y agarré uno de sus lápices. No importaba cuál mientras perteneciera a ella. En mi mano, se me antojaba demasiado grande, demasiado grueso. Pero también sentía que era perfecto. Empecé a dibujar.
En Duma Key, eso era lo que mejor se me daba.
* * *
Bosquejé a una niña sentada en un orinal infantil. Tenía la cabeza vendada y sostenía un vaso en una mano. El otro brazo se enganchaba al cuello de su padre. Llevaba una camiseta interior de tirantes y en sus mejillas tenía espuma de afeitar. De pie en el fondo, apenas una sombra, estaba el ama de llaves. No había pulseras en este dibujo, porque ella no siempre se las ponía, pero la pañoleta envolvía su cabeza, con el nudo delante. Nana Melda, lo más cercano a una madre que Libbit conoció jamás.
¿Libbit?
Sí, así era como la llamaban, como se llamaba a sí misma. Libbit, pequeña Libbit.
—La más pequeña de todas —murmuré, y pasé a la segunda página del cuaderno.
El lápiz, demasiado corto, demasiado grueso, no utilizado durante más de tres cuartos de siglo, era la herramienta perfecta, el canal perfecto. Empezó a moverse de nuevo.
Bosquejé a la niña pequeña en una habitación. Aparecieron libros en la pared detrás de ella, y fue un estudio. El estudio de papá. La venda se enroscaba alrededor de su cabeza. Ella estaba en un escritorio, y llevaba lo que parecía una bata de entrecasa. Sujetaba un (lá-bid) lápiz en la mano. ¿Uno de esos lápices de colores? Probablemente no —no entonces, todavía no—, pero no importaba. Había encontrado su cosa, su enfoque, su métier. ¡Y qué hambre le provocaba! ¡Qué voraz apetito!
Ella piensa: Quiero tener más papel, por favor.
Ella piensa: Soy ELIZABETH.
—Ella literalmente se dibujó a sí misma de regreso al mundo —murmuré, y se me puso la piel de gallina en todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, pues ¿no había hecho yo lo mismo? ¿No había hecho yo exactamente lo mismo, aquí en Duma Key?
Tenía más trabajo pendiente. Pensé que iba a ser una noche larga y agotadora, pero tenía la sensación de que me hallaba a las puertas de grandes descubrimientos, y el sentimiento que me embargaba no era miedo, no entonces, sino una suerte de excitación de sabor cobrizo.
Me incliné y recogí el tercer dibujo de Elizabeth. El cuarto. El quinto. El sexto. Cada vez me movía a mayor y mayor velocidad. Ocasionalmente me detenía para dibujar, pero en general no tenía que hacerlo. Los cuadros se formaban en mi cabeza ahora, y la razón por la que no necesitaba plasmarlos en papel me parecía clara: Elizabeth ya había realizado este trabajo, tiempo atrás, mientras se recuperaba del accidente que casi la mató.
En los días felices antes de que Noveen empezara a hablar.
* * *
En cierto momento durante mi entrevista con Mary Ire, ella comentó que descubrir a mi edad que podía pintar como el mejor debió de ser como si alguien me hubiera entregado las llaves de un Muscle Car trucado (un Correcaminos o un GTO). Contesté que sí, que era como eso. En otro momento señaló que debió de ser como si alguien me hubiera entregado las llaves de una casa completamente amueblada. Una mansión, en realidad. Contesté que sí, que eso también. ¿Y si hubiera continuado? ¿Si hubiera dicho que debió de ser como si hubiera heredado un millón de acciones de Microsoft, o como si hubiera sido elegido gobernante vitalicio de algún emirato de Oriente Medio rico en petróleo (y pacífico)? Habría contestado sí, claro, apuéstate lo que quieras. Para tranquilizarla. Porque todas aquellas preguntas versaban sobre ella. Pude ver una expresión nostálgica en sus ojos cuando las formulaba. Eran los ojos de una niña con la certeza de que lo más cerca que logrará estar jamás de realizar su sueño de ser trapecista es sentándose en las gradas durante la sesión matinal de los sábados. Muchos críticos que no están destinados a hacer aquello sobre lo que escriben se vuelven celosos y ruines y se sienten insignificantes en su decepción. Mary era una crítica de arte, pero no se comportaba así. Todavía sentía amor por todo. Bebía whisky de un vaso para el agua y quería conocer cómo era cuando Campanilla salía volando de ninguna parte y te palmeaba el hombro y descubrías que de repente habías adquirido la habilidad de pasar volando por delante del rostro de la luna, incluso aunque tuvieras más de cincuenta años y el cuello lleno de arrugas. Así que aunque no fuera como tener un coche rápido ni como si te dieran las llaves de una casa completamente amueblada, le dije que sí lo era. Porque no puedes decirle a nadie cómo es. Lo único que puedes hacer es hablar y hablar y dar vueltas alrededor hasta que todo el mundo esté agotado y llegue la hora de irse a dormir.
Pero Elizabeth había sabido cómo era.
Estaba en sus dibujos, y después en sus pinturas.
Era como si te dieran una lengua cuando habías sido mudo. Y más. Mejor. Era como si te devolvieran tus recuerdos, y en realidad, la memoria de una persona lo es todo. La memoria es la identidad. Tú eres memoria. Incluso desde aquella primera línea, aquella primera línea increíblemente valerosa cuya intención era mostrar el lugar donde el Golfo se encontraba con el cielo, ella había comprendido que la visión y la memoria eran intercambiables, y se había propuesto curarse a sí misma.
Perse no había formado parte de ello. No al principio.
Estaba seguro de eso.
* * *
Pasé las siguientes cuatro horas deslizándome dentro y fuera del mundo de Libbit. Era un lugar maravilloso y aterrador en el que estar. A veces garabateaba palabras (el don siempre está hambriento, empieza con lo que conoces), pero sobre todo dibujos. Los dibujos constituían el verdadero lenguaje que compartíamos.
Comprendí la rápida trayectoria seguida por su familia, del asombro a la aceptación y de ahí al aburrimiento. Había ocurrido parcialmente porque la niña era muy prolífica, pero quizá más porque era parte de ellos, era su pequeña Libbit, y siempre existe esa sensación de que nada bueno puede salir de Nazareth, ¿verdad? Pero su aburrimiento solo provocó que el hambre de ella creciera. Buscó nuevas formas de cautivarles, buscó nuevas formas de ver.
Y las encontró, que Dios la ayude.
Dibujé pájaros volando cabeza abajo, y animales caminando sobre la piscina.
Dibujé un caballo con una sonrisa tan grande que sobrepasaba los límites de su cara. Pensé que era justo entonces cuando Perse había entrado en el cuadro. Solo que…
—Solo que Libbit no sabía que era Perse —murmuré—. Ella creía…
Volví a pasar hacia atrás sus dibujos, casi hasta el principio. Hasta la cara negra y redonda con la boca sonriente. A primera vista lo había descartado suponiendo que era el retrato de Nana Melda en la versión de Elizabeth, pero debería haberme fijado más: era una cara de niña, no de mujer. La cara de una muñeca. De improviso mi mano se puso a escribir NOVEEN al lado, con tanta fuerza que el viejo lápiz color amarillo canario de Elizabeth se rompió en el último trazo de la segunda N. Lo arrojé al suelo y agarré otro.
Era a través de Noveen que Perse había hablado al principio, con el fin de no atemorizar a su niña genio. ¿Qué podía ser menos amenazante que una muñequita negra que sonreía y llevaba un pañuelo rojo alrededor de la cabeza, justo igual que su bien amada Nana Melda?
¿Y se impresionó Elizabeth o se asustó cuando la muñeca empezó a hablar? No lo creía. Podría haber poseído un fiero talento, pero seguía siendo solo una chiquilla de tres años.
Noveen le decía las cosas que dibujar, y Elizabeth…
Volví a coger el cuaderno. Dibujé una tarta en el suelo. Esparcida por el suelo. La pequeña Libbit creyó que la travesura fue idea de Noveen, pero había sido Perse, poniendo a prueba el poder de Elizabeth. Perse experimentando como yo había experimentado, tratando de averiguar el potencial de esta nueva herramienta.
A continuación había venido el Alicia.
Porque, había susurrado su muñeca, había un tesoro y la tormenta lo dejaría al descubierto. Así que no fue un Alicia en absoluto, no realmente. Ni un Elizabeth, porque ella no era Elizabeth aún, ni para su familia ni para ella misma. La gran tormenta del 27 había sido en realidad el huracán Libbit.
Porque a papá le gustaría encontrar un tesoro. Y porque papá necesitaba pensar en algo más aparte de…
—Ella se ha hecho su cama —dije con voz severa, que no sonaba como la mía propia—. Que duerma ahora en ella.
… aparte de en lo furioso que estaba con Adié por haberse fugado con Emery, ese Cuelli-Celuloide.
Sí. Eso sucedió en el extremo sur de Duma Key, allá en el 27.
Dibujé a John Eastlake… aunque solo mostraba sus aletas recortadas contra el cielo, la punta de su snorkel, y una sombra debajo. John Eastlake buceando en busca del tesoro.
Buceando en busca de la nueva muñeca de su hija menor, aunque probablemente no lo creía.
Junto a una aleta escribí las palabras: DERECHO DE SALVAMENTO.
Las imágenes se sucedieron en mi mente, más y más nítidas, como si hubieran estado esperando todos estos años a ser liberadas, y me pregunté brevemente si todas las pinturas (y todos los instrumentos utilizados para crearlas), desde aquellas en las cavernas de Asia central hasta la Mona Lisa, contenían recuerdos ocultos de su creación y de sus creadores, codificados en cada brochazo como ADN.
Nada y patalea hasta que diga para.
Incorporé a Elizabeth en el dibujo de Papá Buceando, de pie con el agua hasta sus rechonchas rodillas, Noveen apretada bajo el brazo. Libbit casi podía haber sido la niña-muñeca del dibujo que Ilse había exigido: el que yo había titulado El final del partido.
Y después de ver todas esas cosas, me abraza me abraza me abraza.
Realicé un rápido bosquejo de John Eastlake haciendo justamente eso, con la máscara levantada en la cabeza. La cesta de picnic estaba cerca, sobre una manta, y la pistola de arpones descansaba sobre ella.
Me abraza me abraza me abraza.
Dibújala a ella, susurró una voz. Dibuja el derecho de salvamento de Elizabeth. Dibuja a Perse.
Pero no lo haría. Temía lo que pudiera ver. Y lo que pudiera hacerme.
¿Y papá? ¿Qué pasaba con John? ¿Cuánto había sabido?
Hojeé sus dibujos hasta encontrar la pintura de John Eastlake gritando, mientras la sangre le brotaba de la nariz y de un ojo. Había sabido mucho. Probablemente demasiado tarde, pero lo había sabido.
¿Qué les había ocurrido a Tessie y Lo-Lo, exactamente?
¿Y a Perse, para mantenerla callada durante todos estos años?
¿Qué era ella, exactamente? No una muñeca, eso era segurísimo.
Podría haber continuado (una imagen de Tessie y Lo-Lo corriendo por un sendero, algún sendero, cogidas de la mano, ya estaba demandando ser dibujada), pero comenzaba a salir de mi semitrance y estaba casi muerto de miedo. Además, pensé que ya sabía suficiente; Wireman me ayudaría a averiguar el resto, estaba casi seguro de ello. Cerré mi cuaderno de dibujo. Solté el lápiz marrón (del que quedaba poco más que la punta) que había pertenecido a una niña desaparecida mucho tiempo atrás, y me di cuenta de que estaba hambriento. De hecho, tenía un hambre canina. Pero aquella especie de resaca no era nueva para mí, y en la nevera había comida en abundancia.
* * *
Descendí las escaleras lentamente, con la cabeza llena de imágenes (una garza cabeza abajo con penetrantes ojos azules, los caballos sonrientes, las aletas del tamaño de un bote en los pies de papá), y no me molesté en encender las luces de la sala de estar. No había necesidad; en abril habría sido capaz de orientarme en la más absoluta oscuridad para llegar hasta la cocina desde el pie de la escalera. Para entonces ya había hecho mía aquella solitaria casa con su mentón sobresaliendo sobre la orilla del agua, y a pesar de todo lo que estaba ocurriendo, no podía imaginarme dejándola.
A medio camino me detuve, y miré a través de la habitación Florida hacia el Golfo.
Allí, fondeado a no más de cien metros de la playa, nítido e inconfundible bajo la luz de un cuarto de luna y un millón de estrellas, estaba el Perse. Sus velas habían sido plegadas, pero unas redes de cuerda caían de sus antiguos mástiles como telas de araña. Los obenques, pensé. Esosson sus obenques. Ella cabeceaba en el agua como el juguete podrido de un niño fallecido mucho tiempo atrás. Las cubiertas, hasta donde podía ver, se hallaban desiertas (tanto de vida como de souvenirs), pero ¿quién sabía lo que podría esconderse en las bodegas?
Iba a desmayarme. Al instante de percatarme de esto, me di cuenta de por qué: había dejado de respirar. Me ordené inhalar a mí mismo, pero durante un terrible segundo, nada sucedió. Mi pecho permaneció tan plano como una página en un libro cerrado. Cuando por fin se levantó, oí un pitido jadeante. Ese era yo, luchando por continuar con vida en estado consciente. Expulsé el aire que acababa de tomar e inhalé más, un poco menos ruidosamente. Unas motas negras flotaron frente a mis ojos en la penumbra, y luego se desvanecieron. Esperé a que el barco hiciera lo mismo (tenía que ser seguro una alucinación), pero permaneció ahí fuera, con sus cuarenta metros de eslora y algo menos de la mitad de manga. Cabeceando sobre las olas. Meciéndose ligeramente de babor a estribor, también. El bauprés hacía un gesto admonitorio, como si fuera un dedo, y parecía decir: «Ouuu, hombre antipático, ahora sí que tienes problem…».
Me abofeteé la cara con tanta fuerza que mi ojo izquierdo se llenó de lágrimas, pero el barco continuaba allí mismo. Me di cuenta de que si estaba ahí, verdaderamente ahí, entonces Jack sería capaz de verlo desde el paseo entablado de El Palacio. Había un teléfono en la sala de estar, pero desde donde estaba me quedaba más cerca el de la encimera de la cocina. Y tenía la ventaja de hallarse justo bajo los interruptores de la luz. Quería luces, especialmente las de la cocina, con sus buenos y potentes fluorescentes. Salí de la sala de estar caminando de espaldas, sin apartar los ojos del barco, y accioné los tres interruptores a la vez con el dorso de la mano. Se encendieron las luces, y bajo su eficiente brillo deslumbrante perdí de vista al Perse, y a todo lo que se encontraba más allá de la habitación Florida. Alargué la mano hacia el teléfono, y entonces me quedé paralizado.
Había un hombre en mi cocina. De pie junto al frigorífico. Llevaba una especie de camiseta de las llamadas de escote barco, y unos harapos empapados que quizá en algún momento habían sido unos vaqueros azules. Algo que parecía ser musgo le crecía en la garganta, las mejillas, la frente y los antebrazos. Tenía el lado derecho del cráneo aplastado, y pétalos de hueso sobresalían a través del lacio follaje oscuro de su cabello. Uno de sus ojos, el derecho, había desaparecido, y todo lo que quedaba era una cuenca esponjosa. El otro era una alienígena y descorazonadora moneda de plata que poseía poco de humano. Los pies estaban desnudos, hinchados y morados, y la carne desgarrada dejaba ver los huesos de los tobillos.
Me dedicó una mueca burlona, y sus labios se rajaron a medida que se retiraban hacia atrás, revelando dos filas de dientes amarillos encajados en unas ajadas encías negras. Levantó el brazo derecho, y ahí observé lo que debía de haber sido otra reliquia del Perse: unas esposas. Uno de sus aros de metal, viejo y oxidado, se ceñía alrededor de la muñeca de la cosa. El otro colgaba abierto como una mandíbula floja.
El otro era para mí.
Emitió un hueco sonido sibilante, tal vez todo lo que sus cuerdas vocales descompuestas podían producir, y empezó a caminar hacia mí bajo los brillantes y eficaces fluorescentes. Dejaba huellas en el suelo de madera, y proyectaba sombra. Percibí un tenue crujido y vi que llevaba puesto un cinturón de cuero empapado… y podrido, pero que por el momento aguantaba.
Me había invadido una extraña parálisis fláccida. Me hallaba consciente, pero no podía correr aun a pesar de que comprendía lo que significaba la argolla abierta, y lo que era esto: una leva de un solo hombre. Me esposaría y me subiría a bordo de aquella fragata, o goleta, o corbeta, o lo que demonios fuera. Pasaría a formar parte de la tripulación. Y aunque a lo mejor no había ningún grumete a bordo del Perse, sospechaba que por lo menos había dos marineritas, una de nombre Tessie y otra de nombre Lo-Lo.
Tienes que correr. ¡Al menos arréale con el teléfono, por el amor de Dios!
Pero no fui capaz. Me sentía como un pájaro hipnotizado por una serpiente. Todo lo que pude hacer fue retroceder de espaldas y con paso entumecido hacia la sala de estar… un paso… luego otro… luego un tercero. Ahora me hallaba de nuevo en las sombras. La cosa estaba plantada en el umbral de la puerta de la cocina, mientras la luz blanca de los fluorescentes encendía su húmedo rostro putrefacto y arrojaba su sombra sobre la alfombra de la sala de estar. Continuaba sonriendo abiertamente. Consideré la opción de cerrar los ojos y desear que se fuera, pero eso no iba a funcionar; podía olerlo, como si fuera el cubo de basura de un restaurante especializado en pescado. Y…
—Hora de irse, Edgar.
… podía hablar, después de todo. Las palabras sonaron fangosas, pero resultaron comprensibles.
Dio un paso hacia la sala de estar, y yo respondí con otro hacia atrás, entumecido, sabiendo en mi corazón que eso no serviría, que la compensación no sería suficiente, que cuando se cansara de jugar simplemente se lanzaría hacia delante como una flecha y cerraría aquella pulsera de hierro alrededor de mi muñeca y sería arrastrado, gritando, hacia el agua, hacia el caldo largo, y el último sonido que oiría en el lado de los vivos sería la chirriante conversación de las conchas bajo la casa, y entonces el agua invadiría mis oídos.
Igualmente di otro paso atrás, sin estar seguro de si me movía siquiera hacia la puerta, solo lo esperaba… otro más… y una mano cayó sobre mi hombro.
Solté un alarido.
* * *
—¿Qué cojones es esa cosa? —me susurró Wireman al oído.
—No lo sé —respondí entre sollozos. Sollozos de miedo—. Sí, sí lo sé. Mira hacia el Golfo, Wireman.
—No puedo. No me atrevo a apartar los ojos de eso.
Pero la cosa en el umbral ya había visto a Wireman… Wireman, que había entrado por la puerta abierta igual que lo había hecho ese ser; Wireman, que había llegado como la caballería en un western de John Wayne. La cosa se detuvo tres pasos dentro de la sala de estar, con la cabeza ligeramente inclinada. El aro de hierro de las esposas se balanceaba en su brazo extendido.
—¡Jesús! —exclamó Wireman—. ¡Ese barco! ¡El de las pinturas!
—Sigue tu camino —dijo la cosa—. No queremos nada de ti. Sigue tu camino, y puede que vivas.
—Miente —dije yo.
—Cuéntame algo que no sepa —replicó Wireman, y luego alzó la voz. Estaba justo detrás de mí y casi me reventó el tímpano—. ¡Fuera de aquí! ¡Se te prohíbe la entrada!
El muchacho ahogado no respondió, pero fue tan rápido como me temía. En un momento dado se hallaba tres pasos dentro de la sala de estar. Un instante después estaba justo frente a mí, y tan solo percibí un vago y fugaz parpadeo de esa cosa cruzando la distancia entre medias. Su olor (a putrefacción, a algas, a pescado muerto convirtiéndose en sopa bajo el sol) se intensificó hasta volverse insoportable. Sentí sus manos, gélidas, cerrarse alrededor de mi antebrazo y grité de sorpresa y terror. No fue por el frío, fue por su blanda consistencia. Por lo fofas que estaban. Me escudriñó con su único ojo plateado, como si me perforara el cerebro, y por un momento tuve la sensación de ser rellenado con pura oscuridad. Luego la argolla se cerró en torno a mi muñeca con un sordo y fuerte chasquido.
—¡Wireman! —chillé, pero Wireman no estaba. Se alejaba de mí, hacia el otro extremo de la habitación, tan rápido como podía. La cosa ahogada y yo estábamos encadenados juntos. Me arrastró hacia la puerta.
* * *
Wireman regresó justo antes de que el muerto tirara de mí más allá del umbral. Empuñaba algo que parecía una daga sin filo. Por un momento supuse que sería uno de los arpones de plata, pero eso no fue más que una poderosa ilusión; los arpones de plata estaban arriba, con la cesta roja de picnic.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Eh, tú! ¡Sí, estoy hablando contigo! ¡Cojudo de puta madre!
La cabeza de la cosa giró bruscamente con un chasquido, veloz como una serpiente a punto de atacar. Wireman fue casi igual de rápido. Se abalanzó sobre la cosa sosteniendo el objeto romo con ambas manos y le acertó en la cara, justo encima de la cuenca ocular derecha. La cosa profirió un alarido, un sonido que atravesó mi cabeza como esquirlas de cristal. Vi que a Wireman se le crispaba el rostro y retrocedía tambaleándose; vi que luchaba por conservar su arma, y la dejó caer sobre el arenoso suelo de la entrada. No importaba. El hombre-cosa, que había parecido tan sólido, giró hasta volverse insustancial, ropas incluidas. Noté cómo la argolla alrededor de mi muñeca también perdía su solidez. Durante un instante seguí viéndola, y entonces solo fue agua, que chorreó sobre mis deportivas y la alfombra. Había una mancha húmeda más grande en el lugar donde había estado el demonio marinero un momento antes.
Sentí una calidez más espesa en la cara y me limpié la sangre que brotaba de la nariz y me manchaba el labio superior. Wireman había caído sobre una mata de hierba. Le ayudé a levantarse y vi que también le sangraba la nariz. Un hilillo de sangre se deslizaba por su cuello procedente del oído izquierdo, que se movía arriba y abajo acompañando al rápido latido de su corazón.
—Jesús, menudo grito —dijo—. Me lloran los ojos y me pitan los oídos como a un hijo de puta. ¿Puedes oírme, Edgar?
—Sí—respondí—. ¿Estás bien?
—¿Aparte del hecho de que acabo de ver a un tipo muerto desaparecer delante de mis putos ojos? Supongo que sí. —Se agachó, recogió el cilindro romo del suelo, y lo besó—. Gloria a Dios por las cosas moteadas —recitó, y a continuación ladró una risotada—. Incluso cuando no están coloreadas.
Era un candelero. La punta, donde se suponía que encajabas la vela, tenía un color oscuro, como si hubiera tocado algo muy caliente en lugar de algo frío y húmedo.
—Hay velas en todas las propiedades de la señorita Eastlake, porque aquí se va la luz continuamente —explicó Wireman—. Tenemos un generador en la casa grande, pero en las otras no, ni siquiera en esta. Pero a diferencia de las casas más pequeñas, en esta hay candeleros procedentes de la mansión, y resulta que son de plata.
—Y tú lo recordaste —dije.
Me maravillé, en realidad.
Se encogió de hombros y luego miró hacia el Golfo. Yo también. No había nada allí salvo la luz de la luna y las estrellas en el agua. Al menos por ahora.
Wireman me asió la muñeca. Sus dedos se cerraron sobre el lugar donde había estado la esposa, y mi corazón pegó un brinco.
—¿Qué? —pregunté, sin gustarme nada el nuevo temor que reflejaba su rostro.
—Jack —dijo—. Jack está solo en El Palacio.
Montamos en el coche de Wireman. En mi terror, no me había percatado en ningún momento de los faros ni lo había oído aparcar junto al mío.
* * *
Jack estaba bien. Había recibido unas cuantas llamadas de viejos amigos de Elizabeth, pero la última había sido a las nueve menos cuarto, una hora y media antes de que irrumpiéramos de sopetón, ensangrentados y con los ojos abiertos como platos, Wireman todavía blandiendo el candelero. No había aparecido intruso alguno en El Palacio, y Jack no había visto el barco que estuvo anclado durante un rato en el Golfo frente a Big Pink. Había estado comiendo palomitas de microondas y viendo Superdetective en Hollywood en una vieja cinta de vídeo.
Escuchó nuestra historia con creciente asombro, pero sin verdadera incredulidad; era un hombre joven, tuve que recordarme a mí mismo, que había crecido con series como Expediente X y Perdidos. Además, concordaba con lo que le habían contado antes. Cuando terminamos, le quitó el candelero a Wireman y examinó la punta, que parecía el filamento quemado de una bombilla fundida.
—¿Por qué no vino a por mí? —preguntó—. Estaba solo, y totalmente desprevenido.
—No quiero herir tu autoestima —contesté—, pero no creo que tú seas exactamente una prioridad para quienquiera que sea el director de esta función.
Jack estaba observando la estrecha marca roja de mi muñeca.
—Edgar, ¿es ahí donde…?
Asentí con la cabeza.
—Joder —musitó Jack en voz baja.
—¿Has encontrado una explicación a lo que está pasando? —me preguntó Wireman—. Si ella envió a esa cosa a por ti, debe de sospechar que lo has hecho, o que te hallas cerca.
—Creo que nadie llegará nunca a saberlo todo —respondí—, pero sé quién era esa cosa cuando estaba viva.
—¿Quién?
Jack me miraba con los ojos abiertos de par en par. Estábamos en la cocina y Jack todavía sostenía el candelero. Ahora lo dejó a un lado sobre la encimera.
—Emery Paulson, el marido de Adriana Eastlake. Ellos regresaron de Atlanta para ayudar en la búsqueda después de la desaparición de Tessie y Laura, todo eso es cierto, pero nunca volvieron a marcharse de Duma Key. Perse se encargó de eso.
* * *
Entramos en el salón donde había conocido a Elizabeth Eastlake. La mesa larga y baja seguía allí, pero ahora se encontraba vacía. Su superficie lustrada me pareció una parodia perfecta de la vida.
—¿Dónde están? —le pregunté a Wireman—. ¿Dónde están sus porcelanas? ¿Dónde está la Villa?
—Lo metí todo en una caja y la guardé en la cocina de verano —dijo, señalando vagamente—. No existe una verdadera razón, solo… simplemente no podía… muchacho, ¿te apetece un té helado? ¿O una cerveza?
Pedí agua. Jack dijo que tomaría una cerveza, si no le importaba. Wireman salió a buscar las bebidas. Consiguió llegar al vestíbulo antes de romper a llorar. Sus sollozos eran prolongados, desgarradores, de los que no puedes sofocar por mucho que lo intentes.
Jack y yo nos miramos el uno al otro y luego apartamos la mirada. Ninguno de los dos hablamos.
* * *
Estuvo fuera mucho más tiempo del que en general se tarda en coger dos latas de cerveza y un vaso de agua, pero cuando regresó, había recobrado la compostura.
—Lo lamento —se excusó—. Normalmente no pierdo a un ser querido y le clavo un candelero en la cara a un vampiro en la misma semana. Suele ser una cosa o la otra.
Encogió los hombros en un esfuerzo por mostrarse despreocupado. No tuvo éxito, pero le reconocí el mérito de haberlo intentado.
—No son vampiros —manifesté.
—¿Qué son entonces? —preguntó Wireman—. Expláyate.
—Solo puedo contaros lo que sus dibujos me relataron. Tenéis que recordar que, independientemente del talento que ella poseyera, seguía siendo solo una niña. —Lo pensé mejor y negué con la cabeza—. Ni siquiera eso. Apenas era mayor que un bebé. Perse era… imagino que podría decirse que Perse era su espíritu guía.
Wireman abrió su cerveza, le dio un sorbo, y a continuación se inclinó hacia delante.
—¿Y qué hay de ti? ¿Perse es también tu espíritu guía? ¿Ha estado ella intensificando lo que haces?
—Por supuesto que sí —contesté—. Ella ha estado poniendo a prueba los límites de mi habilidad y extendiéndolos… Estoy seguro de que eso fue lo que pasó con Candy Brown. Y ha escogido mi material. Ahí es donde está el origen de las pinturas Niña y barco.
—¿Y el resto de tu obra? —preguntó Jack.
—Casi toda mía, creo. Pero algunas… —Me detuve, súbitamente asaltado por una terrible idea. Dejé a un lado el vaso y casi lo vuelco—. Oh, cielos.
—¿Qué? —preguntó Wireman—. Por el amor de Dios, ¿ahora qué?
—Trae tu agenda telefónica roja. Ahora mismo.
Fue a buscarla y a continuación me pasó el teléfono inalámbrico. Me quedé sentado un momento con el aparato en mi regazo, dudando de a quién llamar primero. Entonces lo supe. Pero hay una regla de la vida moderna que invariablemente se cumple, incluso más que la que establece que nunca hay un policía cerca cuando lo necesitas: cuando de verdad necesitas a un ser humano, siempre te salta el contestador automático.
Que fue lo que ocurrió cuando llamé a casa de Dario Nannuzzi, a la de Jimmy Yoshida y a la de Alice Aucoin.
—¡Joder! —grité, apretando furiosamente con el pulgar el botón de finalizar conexión cuando se oyó la voz grabada de Alice diciendo «Lamento no estar aquí ahora mismo para atender la llamada, pero…».
—Probablemente siguen celebrándolo —conjeturó Wireman—. Dale tiempo, amigo, y todo se calmará.
—¡No tengo tiempo! —exclamé—. ¡Joder! ¡Mierda! ¡Joder!
Apoyó su mano en la mía y habló con voz tranquilizadora.
—¿Qué pasa, Edgar? ¿Cuál es el problema?
—¡Las pinturas son peligrosas! Quizá no todas, pero algunas… ¡sin duda lo son!
Lo meditó y asintió con la cabeza.
—Vale. Pensemos. Probablemente, las más peligrosas sean las de la serie Niña y barco, ¿verdad?
—Sí, estoy seguro de que ese es el caso.
—Y casi con certeza siguen en la galería, esperando a ser enmarcadas y despachadas.
Despachadas. Santo cielo, despachadas.{[13]}
—No puedo permitir que eso pase.
—Muchacho, lo que no puedes permitir es distraerte.
Wireman no comprendía que esto no era una distracción. Perse podría invocar un gran vendaval cuando quisiera.
Pero ella necesitaba ayuda.
Encontré el número de la Scoto y lo marqué. Pensé que era posible que alguien se encontrara allí, incluso a las once menos cuarto de la noche siguiente a la gran juerga. Pero la regla invariable se mantuvo, y saltó el contestador. Esperé impaciente y después pulsé el 9 para dejar un mensaje generalizado.
—Escuchad, chicos —dije—, soy Edgar. No quiero que enviéis ninguna de las pinturas ni los dibujos hasta que os lo diga, ¿vale? Nada de nada. Tan solo retrasar los envíos unos cuantos días. Poned cualquier excusa, pero hacedlo. Por favor. Es muy importante.
Corté la conexión y miré a Wireman.
—¿Lo harán?
—¿Considerando tu potencial de ingresos? ¿Apostamos? Y acabas de ahorrarte una conversación larga y enrevesada. ¿Podemos volver ya a…?
—Todavía no.
Mi familia y amigos serían los más vulnerables, y el hecho de que se hubieran marchado siguiendo caminos separados no me ofrecía ningún consuelo. Perse ya había demostrado que su alcance era largo. Y yo había empezado a inmiscuirme. Sospechaba que ella estaría enfadada conmigo, o que me tendría miedo, o ambas cosas.
Mi primer impulso fue llamar a Pam, pero luego pensé en lo que Wireman había dicho acerca de ahorrarme una conversación larga y enrevesada. Consulté mi poco fidedigna memoria en lugar de la agenda de Wireman… y por una vez, bajo presión, no me falló.
Pero me saltará el contestador, pensé. Y lo hizo, pero en un primer momento no lo supe.
—Hola Edgar —saludó la voz de Tom Riley, pero no la voz de Tom. Sonaba carente de toda emoción.
Es la medicación que toma, pensé… aunque no había mostrado aquella inexpresividad en la Scoto.
—Tom, escucha y no digas na…
Pero la voz continuó. Esa voz muerta.
—Ella te matará, ¿sabes? A ti y a todos tus amigos. Igual que me mató a mí. Salvo que yo sigo vivo.
Me temblaron las piernas, a punto de desplomarme.
—¡Edgar! —exclamó Wireman abruptamente—. Edgar, ¿qué te pasa?
—Cállate —espeté—. Necesito oír.
El mensaje parecía haber terminado, pero continuaba oyéndole respirar. Una lenta y superficial respiración procedente de Minnesota. Y entonces volvió a hablar.
—Es mejor estar muerto —declaró—. Ahora tengo que ir a matar a Pam.
—¡Tom! —grité al mensaje—. ¡Tom, despierta!
—Cuando estemos muertos vamos a casarnos. Va a ser una boda a bordo de un barco. Ella me lo ha prometido.
—¡Tom! —Wireman y Jack se agolparon a mi lado, uno agarrándome del brazo, el otro agarrándome del muñón. Yo apenas lo noté.
Y a continuación:
—Deja un mensaje después de la señal.
Se oyó la señal, y después se hizo el silencio.
No colgué el teléfono; lo dejé caer. Me giré hacia Wireman.
—Tom Riley se ha ido a matar a mi mujer —anuncié, y cuando seguí hablando, las palabras no parecieron pronunciadas por mí—. Es posible que ya lo haya hecho.
* * *
Wireman no pidió ninguna explicación, tan solo me dijo que la llamara. Me llevé el teléfono a la oreja, pero no pude recordar el número. Wireman me lo leyó, pero no pude pulsar las teclas; el lado malo de mi visión, por primera vez en semanas, se había cubierto por completo de rojo.
Jack lo hizo por mí.
Me quedé parado escuchando el sonido del teléfono en Mendota Heights, esperando la impersonal y clara voz de Pam en el contestador automático… un mensaje diciendo que estaba en Florida pero que devolvería las llamadas pronto… Pam, que ya no estaba en Florida, sino que podría yacer muerta en el suelo de la cocina, con Tom Riley a su lado, igual de muerto. Esta imagen fue tan vivida que pude ver la sangre en los armarios, y en el cuchillo en la mano agarrotada de Tom.
Un timbrazo… dos… tres… al siguiente cobraría vida el contestador automático.
—¿Hola? —Era Pam, que parecía sin resuello.
—¡Pam! —grité—. Por Dios, ¿eres tú de verdad? ¡Contéstame!
—¿Edgar? ¿Quién te lo contó? —Parecía totalmente perpleja, y seguía jadeando como si le faltara el aliento. O quizá no. Aquella era una voz de Pam que reconocía: ligeramente nebulosa, igual que cuando tenía un resfriado, o cuando estaba…
—Pam, ¿estás llorando? —Y a continuación, con retraso—: ¿Contarme qué?
—Lo de Tom Riley. Creí que a lo mejor eras su hermano. O… Dios, por favor, no… su madre.
—¿Qué pasa con Tom?
—Estaba bien en el viaje de vuelta —dijo—, riendo y presumiendo de su nuevo dibujo, jugando a las cartas en la parte de atrás del avión con Kamen y algunos otros. —Ahora rompió a llorar, con fuertes sollozos como electricidad estática, y las palabras saliendo entrecortadas. Era un sonido feo, pero también hermoso. Porque era un sonido vivo—. El estaba bien. Y entonces, esta noche, se ha matado. Los periódicos seguramente contarán que fue un accidente, pero ha sido un suicidio. Eso es lo que dice Bozie, que tiene un amigo en la policía que le llamó para contárselo, y después Bozie me llamó a mí. Tom se estrelló contra un muro de contención a cien kilómetros por hora, o más, y no había huellas de neumáticos. Fue en la Ruta 23, lo que significa que probablemente venía de camino hacia aquí.
Lo comprendí todo, y sin necesidad de que ningún brazo fantasma me lo explicara. Existía algo que Perse deseaba, porque estaba enfadada conmigo. ¿Enfadada? Furiosa. Tom, empero, había tenido un momento de cordura, un momento de valentía, y había tomado un rápido desvío contra un risco de cemento.
Wireman gesticulaba alocadamente frente a mi cara, queriendo saber qué pasaba. Me aparté de él.
—Panda, te salvó la vida.
—¿Qué?
—Sé lo que sé. El dibujo del que presumía en el avión… era uno de los míos, ¿no?
—Sí… estaba muy orgulloso… Edgar, ¿qué estás…?
—¿Tenía algún nombre? ¿El dibujo tenía algún nombre? ¿Lo sabes?
—Se llamaba Hola. No paraba de decir: «Nej parece mucho a Minnesota…» con ese estúpido acento suyo… —Hizo una pausa, que no interrumpí porque intentaba pensar—. Es tu manera especial de saber… —agregó a continuación—, ¿verdad?
Maldito Hola.
Wireman me arrebató el teléfono, con delicadeza pero firmemente.
—¿Pam? Soy Wireman. ¿Está Tom Riley…? —Escuchó, asintiendo con la cabeza. Su voz era muy tranquila, muy relajante. Era una voz que le había oído usar con Elizabeth—. De acuerdo… sí… sí, Edgar está bien, yo estoy bien, todos estamos bien aquí. Lamento lo del señor Riley, desde luego. Pero tienes que hacer algo por nosotros, y es sumamente importante. Te voy a poner en el altavoz. —Pulsó un botón del que yo ni siquiera me había percatado anteriormente—. ¿Sigues ahí?
—Sí. —Su voz sonaba algo metálica, pero clara. Y estaba recuperando el control de sí misma.
—¿Cuántos amigos y familiares de Edgar compraron algún cuadro?
Lo meditó durante un momento.
—Nadie de la familia se llevó ninguna de las pinturas, estoy segura de eso —respondió, tras meditar la pregunta, y dejé escapar un suspiro de alivio—. Creo que tenían como la esperanza… o mejor dicho, realmente esperaban que con el tiempo… en un cumpleaños, o quizá en Navidad…
—Entiendo. Así que no compraron nada.
—No he dicho eso. El novio de Melinda también compró uno de los dibujos. ¿De qué va esto? ¿Qué pasa con los cuadros?
Ric. Me dio un vuelco el corazón.
—Pam, soy Edgar. ¿Melinda y Ric se llevaron el dibujo con ellos?
—¿Teniendo que coger tantos aviones, incluido un transoceánico ? Pidió que lo enmarcaran y se lo enviaran. No creo que ella lo sepa. Era uno de unas flores pintadas con lápices de colores.
—Entonces ese está todavía en la Scoto.
—Sí.
—¿Y estás segura de que nadie más de la familia compró alguna pintura?
Se tomó quizá diez segundos para considerar la pregunta. Fue una agonía.
—No. Estoy segurísima —dijo por fin. Mejor será, Panda, pensé—. Pero Ángel y Helen Slobtnik compraron una. Buzón con flores, creo que se llama.
Sabía a cuál se refería. Se titulaba en realidad Buzón con Oxeyes. Y creía que ese era inofensivo, creía queprobablemente ese era mío por completo, pero aun así…
—No se lo llevaron, ¿verdad?
—No, porque se iban primero a Orlando, y luego volarían de vuelta a casa desde allí. También pidieron que lo enmarcaran y se lo enviaran.
Ya no preguntaba, solo respondía. Parecía más joven, como la Pam con la que me había casado, la que había llevado mis libros de contabilidad en aquellos días pre-Tom.
—Tu cirujano… no me acuerdo de su nombre…
—Todd Jamieson —dije automáticamente. Si me hubiera parado a pensar, no habría sido capaz de recordarlo.
—Sí, él. También compró una pintura, y solicitó el envío. Quería uno de esos siniestros Niña y barco, pero ya estaban reservados. Se conformó con una caracola flotando en el mar.
El cual podría ser problemático. Todos los surrealistas podrían resultar problemáticos.
—Bozie compró dos de los dibujos, y Kamen otro. Kathi Green quería uno, pero dijo que no podía permitírselo. —Hizo una pausa—. Me da que su marido es un imbécil.
Le habría regalado uno si me lo hubiera pedido, pensé.
—Ahora escúchame, Pam —volvió a hablar Wireman—. Tienes trabajo que hacer.
—De acuerdo. —Un poco de niebla seguía empañando su voz, pero mayoritariamente sonaba aguda. Mayoritariamente era la suya propia.
—Tienes que llamar a Bozeman y a Kamen. Hazlo ahora mismo.
—Vale.
—Diles que quemen esos dibujos.
Una breve pausa, y a continuación:
—Quemar los dibujos, vale, entendido.
—En cuanto colguemos —tercié.
—He dicho que entendido, Eddie —replicó ella, con un deje de irritación.
—Diles que les reembolsaré el doble de su precio, oque les daré unos dibujos distintos, lo que ellos prefieran, pero que esos dibujos no son seguros. No son seguros. ¿Lo has entendido?
—Sí, lo haré ahora mismo. —Y finalmente formuló una pregunta. La pregunta—. Eddie, ¿ese dibujo, el Hola, mató a Tom?
—Sí. Necesito que vuelvas a llamar después.
Le di el número de teléfono. Pam parecía estar llorando otra vez, pero aun así me lo repitió a la perfección.
—Pam, gracias —dijo Wireman.
—Sí —agregó Jack—. Gracias, señora Freemantle.
Pensé que preguntaría de quién era esa voz, pero no lo hizo.
—Edgar, ¿me prometes que las chicas estarán bien?
—Si no se llevaron ninguna de las pinturas, estarán perfectamente.
—Sí —dijo ella—. Tus malditas pinturas. Volveré a llamar.
Y se fue, sin un adiós.
—¿Mejor? —preguntó Wireman mientras colgaba.
—No lo sé —respondí—. Espero por Dios que sí. —Presioné el pulpejo de mi mano primero contra el ojo izquierdo, luego contra el derecho—. Pero no lo parece. Tengo la sensación de que no está solucionado.
* * *
Permanecimos en silencio durante un minuto. Entonces Wireman preguntó:
—¿Fue realmente un accidente que Elizabeth se cayera de aquel calesín? ¿Qué opinas?
Intenté aclarar mi mente. Este asunto también era importante.
—Intuyo que sí lo fue. Cuando despertó, sufría amnesia, afasia, y Dios sabe qué más, consecuencia de lesiones cerebrales que en 1925 eran imposibles de diagnosticar. La pintura fue algo más que su terapia; ella era un auténtico prodigio, y ella misma fue su primera gran obra. El ama de llaves, Nana Melda, también estaba asombrada. Salió ese artículo en el periódico, y presumiblemente todos los que lo leyeron se asombraron mientras desayunaban… pero ya sabes lo que la gente…
—Lo que te asombra en el desayuno se olvida a la hora de comer —sentenció Wireman.
—Dios —dijo Jack—, si de viejo me voy a volver tan cínico como vosotros dos, creo que entregaré mi placa.
—Jesus-Krispies para ti, hijo —replicó Wireman, y soltó verdaderamente una carcajada. Sonó como aturdida, pero ahí estaba, y eso era bueno.
—El interés de todo el mundo empezó a decaer —continué—. Y eso también fue probablemente cierto para Elizabeth. Quiero decir, ¿quién sino un crío de tres años se termina aburriendo antes?
—Solo los cachorros y los periquitos —dijo Wireman.
—Su creatividad quemada a la edad de tres años —comentó Jack, desconcertado—. Joder, menuda idea de locos.
—Así que ella empezó a… a… —Me detuve, y por un momento me vi incapaz de hablar.
—¿Edgar? —susurró Wireman sosegadamente—. ¿Estás bien?
No, pero necesitaba estarlo. De lo contrario, Tom no sería más que el comienzo.
—Es solo que él parecía bien en la galería. Se encontraba bien, ¿sabes? Como si hubiera vuelto a recomponer su vida. Si no llega a ser por la intromisión de ella…
—Lo sé —dijo Wireman—. Bebe un poco de tu agua, muchacho.
Bebí un poco de mi agua, y me obligué a mí mismo a retomar el asunto entre manos.
—Ella empezó a experimentar. En un período de semanas, creo, pasó de dibujar con lápices a pintar con los dedos, y luego con acuarelas. Además, algunos de los dibujos de la cesta de picnic estaban hechos con pluma, y estoy bastante seguro de que en algunos utilizó pintura de paredes, algo que yo también estoy considerando probar. Cuando se seca adquiere un aspecto…
—Ahórratelo para tu clase de arte, muchacho —me cortó Wireman.
—Vale, vale. —Bebí algo más de agua. Comenzaba a encarrilar el tema—. Empezó a experimentar también con diferentes medios, soportes… no sé si es el término adecuado, creo que sí… Pintaba en ladrillos con tiza. Hacía dibujos de arena en la playa. Un día pintó el rostro de Tessie en la encimera de la cocina con helado derretido.
Jack se inclinó hacia delante, con las manos apretadas entre sus musculosos muslos, y frunciendo el ceño.
—Edgar… ¿esto no son solo imaginaciones tuyas, no? ¿Lo viste?
—En cierto modo. A veces lo veía realmente. Otras veces era más como… una ola que salía de sus dibujos, y de usar sus lápices.
—Pero sabes que es cierto.
—Sí.
—¿No le importaba si sus dibujos perduraban o no? —preguntó Wireman.
—No. Lo más importante era hacerlos. Ella experimentó con diferentes medios, y luego empezó a experimentar con la realidad. A cambiarla. Y ahí fue cuando Perse la oyó, creo, cuando comenzó a enredar con la realidad. La oyó y despertó. Despertó y empezó a llamarla.
—Perse estaba con el resto de trastos que encontró Eastlake, ¿verdad? —preguntó Wireman.
—Elizabeth pensaba que era una muñeca. La mejor muñeca de todos los tiempos. Pero no pudieron estar juntas hasta que ella fue lo bastante fuerte.
—¿A qué ella te refieres? —preguntó Jack—. ¿A Perse o a la niña?
—Probablemente a ambas. Elizabeth era solo una cría. Y Perse… Perse había estado dormida durante mucho tiempo. Durmiendo bajo la arena, a cinco brazas bajo las aguas.
—Muy poético —comentó Jack—, pero no sé con exactitud de lo que estás hablando.
—Ni yo —admití—. Porque a ella no la veo. Si Elizabeth dibujó algún retrato de Perse, lo destruyó. Da que pensar que de mayor se dedicara a coleccionar figuras de porcelana, pero quizá sea solo una coincidencia. Lo que sé es que Perse estableció una línea de comunicación con la niña, primero a través de los dibujos, y después a través de su hasta entonces muñeca favorita, Noveen. Y Perse inició una especie de… bueno, programa de ejercicios. No sé cómo lo llamaríais vosotros. Convencía a Elizabeth para que dibujara cosas, y esas cosas sucedían luego en el mundo real…
—Ha estado jugando al mismo juego contigo, entonces —intervino Jack—. Candy Brown.
—Y mi ojo —apuntó Wireman—. No olvides la curación de mi ojo.
—Prefiero pensar que eso lo hice yo solo —dije… pero ¿había sido así?—. Hubo otras cosas, sin embargo. Cosas pequeñas, en su mayoría… como usar algunas de mis pinturas como bola de cristal…
Callé. No quería seguir por allí, porque ese camino conducía de vuelta a Tom. Tom, que debería haber sido sanado.
—Cuéntanos el resto de lo que averiguaste a partir de sus dibujos —pidió Wireman.
—De acuerdo. Comienza con el huracán fuera de temporada. Elizabeth lo invocó, probablemente con ayuda de Perse.
—Tienes que estar vacilándome —dijo Jack.
—Perse le contó a Elizabeth dónde se hallaban los restos, y Elizabeth se lo enseñó a su padre. Entre los desperdicios había… digamos que había una figura de porcelana de una hermosa mujer, de tal vez treinta centímetros de altura. —Sí, podía verlo. No los detalles, sino la figura. Y las perlas, vacías y sin pupilas, que constituían sus ojos—. Era el premio de Elizabeth, su derecho de salvamento, y una vez que salió del agua, se puso a trabajar de verdad.
—¿De dónde vendría una cosa como esa al principio, Edgar? —preguntó Jack muy suavemente.
Una frase ascendió a mis labios, procedente de algún lugar desconocido, pero que no era mía: «Había dioses antiguos en aquellos días; reyes y reinas ellos eran». No la pronuncié en voz alta. No quería escucharla, ni siquiera en esa habitación bien iluminada, así que únicamente meneé la cabeza.
—No lo sé. Y no sé de qué país era la bandera que enarbolaba ese barco cuando el viento lo arrastró hasta aquí. Quizá el Arrecife Kitt abrió un boquete en el casco y perdió parte de su cargamento. Hay muchas cosas que desconozco… pero creo que Perse tenía un barco de su propiedad, y una vez liberada del agua y completamente unida a la poderosa mente infantil de Elizabeth Eastlake, fue capaz de invocarlo.
—Un barco de muertos —dijo Wireman. Su rostro era el de un chiquillo atemorizado y maravillado. En el exterior, el viento sacudía el espeso follaje del patio; los rododendros asentían con sus cabezas y podíamos oír el estacionario y somnoliento sonido de las olas batiendo contra la orilla. Había amado aquel sonido desde el momento de mí llegada a Duma Key, y todavía lo amaba, pero ahora también me asustaba—. Un barco llamado… ¿cómo? ¿Perséfone?
—Si quieres… —contesté—. Es cierto que se me pasó por la cabeza que Perse era la manera de Elizabeth de intentar pronunciarlo. Pero da igual, aquí no estamos hablando de mitología griega. Estamos hablando de algo mucho más antiguo y monstruoso. Y hambriento. Eso sí es algo que posee en común con los vampiros. Salvo que tiene hambre de almas y no de sangre. Por lo menos, eso es lo que creo. Elizabeth tuvo a su nueva «muñeca» durante un mes, a lo sumo, y solo Dios sabe cómo fue la vida en el primer Heron's Roost durante ese período, pero no pudo haber sido buena.
—¿Fue entonces cuando Eastlake fabricó los arpones de plata? —preguntó Wireman.
—No sabría decirte. Hay muchas cosas que no sé, porque mi conocimiento proviene de Elizabeth, y ella era poco mayor que un bebé. No he captado nada de lo que le ocurrió en su otra vida, porque para entonces había dejado de dibujar. Y si recordaba esa época…
—Hacía todo lo posible para olvidarla —finalizó Jack.
Wireman se mostraba cabizbajo.
—Al final, iba bien encaminada en esa dirección.
—¿Os acordáis de los dibujos en los que todo el mundo parecía lucir esas grandes y absurdas sonrisas de drogadicto? —indiqué—. Era Elizabeth tratando de rehacer el mundo que recordaba. El mundo anterior a Perse. Un mundo más feliz. Antes de que sus hermanas se ahogaran, era una chiquilla asustada, pero tenía miedo de decir algo, porque sentía que las cosas que iban mal eran culpa suya.
—¿Qué cosas? —inquirió Jack.
—No lo sé exactamente, pero hay un dibujo de una estatua de jardín, un clásico jockey negro, cabeza abajo, y creo que eso lo representa todo. Creo que para Elizabeth, en aquellos últimos días, todo parecía estar cabeza abajo. —Pasaba algo más con ese jinete de jardín, casi con toda certeza, pero no sabía qué, y en cualquier caso, probablemente no era el mejor momento para ir tras ello—. Creo que en los días previos a la muerte de Tessie y Laura, y justo después de que se ahogaran, es posible que la familia estuviera casi prisionera en Heron's Roost.
—¿Y solo Elizabeth habría sabido por qué? —preguntó Wireman.
—No lo sé —contesté, encogiéndome de hombros—. Nana Melda podría haber sabido algo. Probablemente sabía algo.
—¿Quién estaba en la casa en el período desde que se encontró el tesoro hasta los ahogamientos? —preguntó Jack.
Reflexioné sobre ello.
—Supongo que Maria y Hannah podrían haber ido a casa un fin de semana o dos, y Eastlake pudo haber estado fuera por negocios durante parte de marzo y abril. Las únicas que seguramente estuvieron allí todo el tiempo fueron Elizabeth, Tessie, Laura, y Nana Melda. Y Elizabeth trató de borrar a su nueva «amiga» de la existencia. —Me humedecí los labios con la lengua. Estaban muy secos—. Lo hizo con los lápices de colores que se encontraban en la cesta, justo antes de que Tessie y Laura se ahogaran. Quizá la noche antes. Porque sus ahogamientos fueron un castigo, ¿correcto? Del mismo modo que mi castigo iba a ser que Tom matara a Pam, por husmear. Quiero decir, ¿lo veis?
—Dios todopoderoso —musitó Jack.
Wireman estaba muy pálido.
—Hasta entonces, no creo que Elizabeth lo comprendiera. —Lo pensé un instante y luego me encogí de hombros—. Demonios, ni siquiera recuerdo cuánto comprendía yo con cuatro años. Pero hasta entonces, probablemente lo peor que le había ocurrido en su vida… aparte de caerse del calesín, y apostaría a que ni siquiera se acordaba de eso, fuera que papi le diera unos azotes o algún cachete en la mano por intentar coger una de las tartas de frambuesa de Nana Melda antes de que se enfriara. ¿Qué sabía ella sobre la naturaleza del mal? Lo único que sabía era que Perse era traviesa, que Perse era una muñeca mala en vez de buena, que estaba fuera de control y escapando a su control todo el tiempo, que tenía que ser expulsada. Así que Libbit se sentó con sus lápices y algunas láminas de dibujo, y se dijo: «Puedo hacerlo. Si voy despacio y hago mi mejor trabajo, puedo hacerlo». —Me detuve y me pasé la mano por los ojos—. Supongo que es cierto, pero no os lo creáis al pie de la letra. Puede que lo esté mezclando con mis propios recuerdos. Mi mente de nuevo con sus trucos. Con sus putos trucos estúpidos.
—Tómatelo con calma, muchacho —dijo Wireman—. Más despacio. Ella trató de dibujar a Perse fuera de la existencia. ¿Cómo se puede hacer algo así?
—Dibujando y después borrando.
—¿Perse no se lo permitió?
—Perse no lo sabía, estoy casi seguro. Porque Elizabeth fue capaz de esconder lo que pretendía hacer. Si me preguntas cómo, no sabría decirlo. Si me preguntas si la idea fue suya… si es algo que se le ocurrió a ella sola, con cuatro años…
—No es tan increíble —observó Wireman—. En cierta forma, es un pensamiento muy infantil.
—No entiendo cómo pudo habérselo ocultado a esta Perse —dijo Jack—. Quiero decir… ¿una chiquilla?
—Yo tampoco lo sé —admití.
—En cualquier caso, no funcionó —dijo Wireman.
—No. No funcionó. Creo que hizo el dibujo, y estoy seguro de que utilizó sus lápices, y creo que cuando terminó, lo borró entero. Probablemente habría matado a un ser humano, igual que yo maté a Candy Brown, pero Perse no era humana. Todo lo que consiguió fue enfurecerla, y se vengó de Elizabeth llevándose a las gemelas, a quienes ella idolatraba. Tessie y Laura no descendieron ese sendero hasta la playa de la Sombra para buscar más tesoros. Fueron conducidas hasta terminar en el agua, y perecieron.
—Aunque no para siempre —dijo Wireman, y supe que estaba recordando ciertas huellas diminutas. Por no mencionar a la cosa que había estado en mí cocina.
—No —convine—. No para siempre.
El viento volvía a soplar, esta vez con tanta fuerza que algo golpeó con un ruido sordo contra la fachada de la casa orientada hacia el Golfo. Los tres pegamos un brinco.
—¿Cómo pilló al tal Emery Paulson? —preguntó Jack.
—No lo sé —respondí.
—Y a Adriana —añadió Wireman—. ¿También la cogió Perse?
—No lo sé —repetí—. Quizá. —Y a regañadientes agregué—: Probablemente.
—No hemos visto a Adriana —dijo Wireman—. Algo es algo.
—No todavía —puntualicé.
—Pero las niñas se ahogaron —dijo Jack, como si intentara dejarlo todo claro—. Esta cosa-Perse las atrajo hasta el agua. O algo.
—Sí —asentí—. O algo.
—Pero después se llevó a cabo una búsqueda. Personas de fuera.
—Necesariamente, Jack —dijo Wireman—. La gente sabía que habían desaparecido. Shannington, por poner un ejemplo.
—Lo sé —dijo Jack—. Es lo que estoy diciendo. Entonces, ¿Elizabeth, su padre y el ama de llaves se limitaron a hacerse los tontos y cerrar el pico?
—¿Qué elección tenían? —pregunté—. ¿Iba John Eastlake a decir a cuarenta o cincuenta voluntarios: «La mujer del saco se llevó a mis hijas, hay que buscar a la mujer del saco»? Puede que ni siquiera lo supiera. Aunque en algún momento debió de averiguarlo. —Estaba pensando en la pintura de él gritando. Gritando y sangrando.
—A mí me convence. No podría haberlo contado —dijo Wireman—. Quiero saber qué ocurrió cuando finalizó la búsqueda. Justo antes de morir, la señorita Eastlake dijo algo acerca de volver a ahogarla a dormir. ¿Se refería a Perse? Y de ser así, ¿cómo funciona eso?
—No lo sé —respondí, sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué no lo sabes?
—Porque el resto de las respuestas están en el extremo sur de la isla —respondí—. En lo que sea que quede del Heron's Roost original. Y también creo que es ahí donde está Perse.
—Muy bien, pues —dijo Wireman—. A no ser que estemos preparados para desalojar Duma con presteza, me parece que debemos ir allí.
—Teniendo en cuenta lo que le ha pasado a Tom, ni siquiera tenemos esa opción. Vendí muchas pinturas, y los tipos de la Scoto no las guardarán para siempre.
—Recómpralas —sugirió Jack, y no es que eso no se me hubiera ocurrido ya.
Wireman meneó la cabeza.
—Muchos de los propietarios no querrán vender, ni siquiera por el doble de su precio. Y una historia como esta no les convencería.
Ante esto, nadie dijo nada.
—Pero ella no es tan fuerte a la luz del día —observé—. Sugiero salir a las nueve de la mañana.
—Por mí bien —dijo Jack, y se puso en pie—. Estaré aquí a menos cuarto. Y ahora, a cruzar el puente de vuelta a Sarasota.
El puente. Una idea empezó a revolotear en mi cabeza.
—Eres bienvenido, si deseas quedarte —invitó Wireman.
Cómo dibujar un cuadro (IX)
Busca el cuadro dentro del cuadro. No siempre es fácil de ver, pero siempre está ahí. Y si se te escapa, puedes perder el mundo. Eso lo sé mejor que nadie, porque cuando miré el dibujo de Carson Jones y mi hija, de Smiley y su Calabacita, creí saber lo que estaba buscando y se me escapó la verdad. ¿Por que no confié en él? Sí, pero eso es casi gracioso. La verdad era que no habría confiado en ningún hombre que se atreviera a reivindicar para sí mismo a mi amada, a mi favorita, a mi Ilse.
Encontré una foto de él solo antes de encontrar la de los dos juntos, pero me dije que no quería su imagen en solitario, que así no me serviría de nada; si quería conocer sus intenciones hacia mi hija, tendría que alargar mi mano mágica y tocarlos como pareja.
Ya estaba haciendo suposiciones, ¿ves? Y erróneas.
Si hubiera tocado el primero, si hubiera buscado realmente el primero (Carson Jones vestido con su camiseta de los Twins, Carson solo), las cosas podrían haber resultado diferentes. Podría haber sentido su esencial inocuidad. Casi con total certeza. Pero lo ignoré. Y nunca me pregunté a mí mismo por qué, si él era un peligro, la había dibujado a ella sola, mirando a todas aquellas pelotas de tenis flotantes.
Porque la niña con el traje de tenis era ella, por supuesto, como casi todas las chicas que dibujé y pinté durante mi estancia en Duma Key, incluso las que disfracé de Reba, o de Libbit, o, en una ocasión, de Adriana.
Solo hubo una excepción femenina: la toga roja.
Ella.
Cuando toqué la fotografía de Ilse y su novio, había percibido muerte; no lo admití en ese momento, pero era cierto. Mi mano perdida percibió muerte, inminente como la lluvia en las nubes.
Supuse que Carson Jones pretendía dañar a mi hija, y esa fue la razón por la que quise que se alejara de él. Pero él nunca fue el problema. Perse quiso detenerme (estaba, creo, desesperada por detenerme una vez que encontré los viejos dibujos y los lápices de Libbit), pero Carson Jones nunca fue el arma de Perse. Incluso el pobre Tom Riley fue solo un recurso provisional, un apaño.
El cuadro estaba ahí, pero hice una suposición equivocada, y se me escapó la verdad: la muerte que percibí no procedía de él. Colgaba sobre ella.
Y parte de mí debió de comprender que se me había escapado.
¿Por qué si no habría dibujado aquellas malditas pelotas de tenis?
16- El final del partido
Wireman me ofreció una pastilla de Lunesta para ayudarme a dormir. Estuve profundamente tentado, pero rehusé. Cogí uno de los arpones de plata, sin embargo, y Wireman hizo otro tanto. Con su peluda barriga inclinada ligeramente sobre sus calzones azules, y uno de los objetos especialidad de John Eastlake en su mano derecha, parecía una asombrosa versión Real Guy de Cupido. La fuerza del viento había aumentado todavía más; rugía a los lados de la casa y silbaba alrededor de las esquinas.
—Las puertas de los dormitorios abiertas, ¿sí? —preguntó.
—Sí, señor.
—Y si sucede algo durante la noche, aúlla como un demonio.
—Recibido, Houston. Tú haz lo mismo.
—¿Jack estará bien, Edgar?
—Si quema el dibujo, estará perfectamente.
—¿Llevas bien lo ocurrido a tus amigos?
Kamen, quien me enseñó a pensar de refilón. Tom, quien me había aconsejado que no cediera la ventaja de campo. ¿Llevaba bien lo ocurrido a mis amigos?
Bueno, sí y no. Sentía tristeza y aturdimiento, pero mentiría si no dijera que también sentía cierto alivio, leve y vergonzante; los humanos somos, en algunos aspectos, una absoluta mierda. Porque Kamen y Tom, aunque cercanos, quedaban fuera del encantador círculo de aquellos que me importaban de verdad. Aquellas personas que Perse no había sido capaz de tocar. Y si nos movíamos rápido, Kamen y Tom serían nuestras únicas bajas.
—¿Muchacho?
—Sí —contesté, sintiendo que me reclamaban desde una gran distancia—. Sí, estoy bien. Llámame si me necesitas, Wireman, y no dudes. No creo que pegue ojo.
* * *
Yací contemplando el techo, con el arpón de plata a mi lado sobre el colchón. Escuchaba el estacionario soplido del viento y el estacionario movimiento del oleaje. Recuerdo que pensé: Esta va a ser una noche muy larga. Entonces el sueño me atrapó.
Soñé con las hermanas de la pequeña Libbit. No con las Malas Malosas; con las gemelas.
Las gemelas corrían.
El chaval grande las perseguía.
Tenía PIÑOS.
* * *
Desperté con la mayor parte de mi cuerpo en el suelo, a excepción de una pierna, la izquierda, que seguía recostada en la cama y la tenía dormida. Fuera, el viento y el oleaje continuaban rugiendo. Dentro, el corazón me latía casi con tanta fuerza como las olas que rompían en la playa. Todavía veía a Tessie bajando… ahogándose, mientras aquellas manos blandas e implacables la agarraban por las pantorrillas. La visión era perfectamente nítida, una pintura infernal en el interior de mi cabeza.
Pero no fue el sueño de las pequeñas huyendo de la cosa-rana lo que provocaba el fuerte latido de mi corazón, no fue el sueño lo que hizo que me despertara en el suelo con un sabor a cobre en la boca y los nervios ardiendo a flor de piel. Fue, más bien, esa sensación de despertar de un mal sueño dándote cuenta de que has olvidado algo importante; como si no hubieras apagado el horno, por ejemplo, y ahora toda la casa oliera a gas.
Bajé el pie de la cama de un tirón y golpeó contra el suelo en un intenso y punzante hormigueo. Me froté el pie con una mueca de dolor. Al principio fue como frotar un trozo de madera, pero poco a poco esa sensación de entumecimiento empezó a desvanecerse. La adormecida sensación de que había olvidado algo de vital importancia, no.
Pero ¿qué era? Albergaba la esperanza de que nuestra expedición al extremo sur del Cayo pondría fin a este asunto desagradable y purulento. El mayor obstáculo, después de todo, era el propio acto de creer, y mientras que por la mañana no renegáramos de nuestra creencia bajo la brillante luz del sol de Florida, ya lo habíamos superado. Era posible que pudiéramos ver pájaros cabeza abajo, o que una gigantesca monstruosidad rana, como la de mi sueño, tratara de bloquearnos el camino, pero tenía la intuición de que esas cosas eran esencialmente apariciones, excelentes para ocuparse de niñas de seis años, pero no tan buenas contra hombres adultos, en particular cuando estaban armados con arpones con puntas de plata.
Y, naturalmente, yo llevaría mi cuaderno y mis lápices.
Pensaba que Perse ahora tenía miedo, miedo de mí y de mi recién descubierto talento. Solo, si aún no estuviera recuperado de mi experiencia cercana a la muerte (y con pensamientos suicidas, de hecho), podría haber sido un valioso aliado en lugar de un problema. Porque a pesar de toda su palabrería, aquel Edgar Freemantle en realidad no había tenido otra vida; aquel Edgar simplemente había cambiado el decorado de su existencia de inválido, de pinos a palmeras. Pero en cuanto volví a tener amigos… a ver lo que me rodeaba y a tender la mano hacia ello…
Entonces me había convertido en un peligro. No sé exactamente lo que ella tenía en mente, aparte de recuperar su lugar en el mundo, claro, pero debía de haber pensado que para causar daños, el potencial de un talentoso artista manco era enorme. ¡Podría haber enviado venenosas pinturas por todo el planeta, Dios mío! Pero ahora yo me había revuelto en su mano, igual que había hecho Libbit. Ahora yo era algo que primero tenía que ser detenido y después desechado.
—Llegas un poco tarde para eso, zorra —susurré.
Entonces, ¿por qué seguía oliendo a gas?
Las pinturas, en especial las más peligrosas, las de la serie Niña y barco, estaban prudentemente guardadas bajo llave, y fuera de la isla, justo como Elizabeth había deseado. Según Pam, nadie en nuestro círculo de familiares y amigos se había llevado algún dibujo, a excepción de Bozie, Tom y Xander Kamen. Era demasiado tarde para Tom y Kamen, y habría dado lo que fuera para cambiarlo, pero Bozie había prometido quemar el suyo, así que por esa parte todo estaba bien. Incluso Jack estaba cubierto, porque había reconocido su pequeño hurto. Había sido muy inteligente por parte de Wireman preguntárselo, pensé. Solo me sorprendía que no me hubiera preguntado si yo mismo le había regalado a Jack alg…
Mi aliento se convirtió en cristal en la garganta. Supe en ese momento lo que había olvidado. Ahora, en esta profunda arruga de la noche, con el viento bramando en el exterior. Había estado tan obsesionado con la maldita exposición que en ningún momento me había parado a pensar mucho en si existía alguien a quien le hubiera regalado alguna de mis obras antes del evento.
«¿Puedo quedármelo?»
Mi memoria, todavía propensa a mostrarse tan reacia, a veces me sorprendía con ramalazos de brillantes imágenes en Tecnicolor. Ahora me proporcionó uno. Vi a Ilse en Little Pink, descalza, vestida con pantalones cortos y un top de concha. Estaba parada junto al caballete. Tuve que pedirle que se moviera para que pudiera ver el dibujo que tanto la fascinaba. El dibujo que ni siquiera recordaba haber hecho.
«¿Puedo quedármelo?»
Cuando se apartó, vi a una niña pequeña con atuendo de tenista. Se hallaba de espaldas, pero era el elemento central de la composición. El pelo rojo la identificaba como Reba, mi pequeño amor, aquella novia de mi otra vida. Pero también era Ilse, la Ilse del bote de remos, y además la hermana mayor de Elizabeth, Adriana, pues ese era el vestido de Adíe, el de los elegantes ribetes azules en el dobladillo (no tenía forma de saberlo, pero lo sabía; era información que había surgido en un susurro de los dibujos de Elizabeth… dibujos realizados cuando todavía era conocida como Libbit).
«¿Puedo quedármelo? Este es el que quiero.»
O el que algo quiso que ella lo quisiera.
«Llamé a Ilse —había dicho Pam—. No estaba segura de si la pillaría, pero ella acababa de llegar.»
Rodeando por completo los pies de la niña-muñeca había pelotas de tenis. Otras flotaban en las suaves olas, en dirección a la costa.
«Parecía cansada, pero está bien.»
¿Lo estaba? ¿De verdad lo estaba? Le había dado ese maldito dibujo. Ella era mi Doña Galletita, y no podía negarle nada. Incluso le había puesto título por ella, porque dijo que los artistas tenían que titular sus obras. El final del partido. Ese fue el nombre que le di y que ahora repicaba en mi cabeza como una campana.
* * *
No había ninguna extensión telefónica en el cuarto de invitados, así que salí sigilosamente al pasillo con el arpón de plata firmemente agarrado en la mano. A pesar de mi necesidad de comunicarme con Ilse lo antes posible, me tomé un momento para espiar a través de la puerta abierta al otro lado del pasillo. Wireman yacía sobre su espalda como una ballena varada en una playa, roncando plácidamente. Su propio arpón de plata descansaba a su lado, junto con un vaso de agua.
Pasé por delante del retrato de familia, bajé las escaleras y entré en la cocina. Aquí el aullido del viento y el rugido del oleaje sonaban más alto que nunca. Descolgué el teléfono y oí… nada.
Por supuesto. ¿Creías que Perse no se ocuparía de los teléfonos?
Luego observé que el auricular tenía botones para dos líneas. En la cocina, al menos, no era suficiente con descolgar el teléfono. Recé una pequeña plegaria entre dientes, pulsé el botón señalado como LÍNEA 1, y fui recompensado con el tono de llamada. Moví el pulgar hacia el botón, y entonces me di cuenta de que no recordaba el número de Ilse. Mi libreta de direcciones estaba en Big Pink, y su número de teléfono había abandonado por completo mi mente.
* * *
El teléfono empezó a emitir un sonido de sirena. Era tímido (había dejado el auricular boca abajo sobre la encimera), pero sonaba fuerte en la oscura cocina, y me hizo pensar en cosas malas. Coches de policía respondiendo a actos de violencia. Ambulancias yendo a toda velocidad hacia escenarios de accidentes.
Pulsé el botón de apagado, y luego apoyé la cabeza contra la gélida puerta de acero pulido del enorme frigorífico de El Palacio. Frente a mí había un imán que rezaba: GORDO ES EL NUEVO DELGADO. Cierto, y muerto era el nuevo vivo. Al lado había un sujetapapeles imantado y el cabo de un lápiz atado a un cordel.
Volví a apretar el botón de LÍNEA 1 y marqué el 411. El operador automático me dio la bienvenida al Servicio de Asistencia de Verizon y me preguntó por la ciudad y el estado.
—Providence, Rhode Island —dije, vocalizando como si estuviera sobre un escenario.
Bien por el momento, pero la máquina se atragantó con Ilse a pesar del cuidado que puse al pronunciar su nombre. Me pasaron con una operadora humana, que lo comprobó y me dijo lo que ya había sospechado: el número de Ilse no estaba disponible. Le dije a la operadora que quería contactar con mi hija, y que la llamada era importante. La operadora contestó que podría hablar con un supervisor, que probablemente estaría encantado de realizar una llamada de verificación en mi nombre, pero no hasta las ocho de la mañana, hora del este. Miré el reloj del microondas. Eran las 2.04.
Colgué y cerré los ojos. Podía despertar a Wireman, para ver si tenía a Ilse en su pequeña agenda roja, pero tenía la lacerante intuición de que incluso eso podría llevar demasiado tiempo.
—Puedo hacerlo —dije, pero sin verdaderas esperanzas.
Por supuesto que puedes, dijo Kamen. ¿Cuál es tu peso?
Era de ciento setenta y cuatro libras, elevado para un adulto que siempre había estado por debajo de ciento cincuenta. Visualicé estos números en mi mente: 174150. Eran de color rojo. A continuación cinco de ellos se pusieron en verde, uno tras otro. Sin abrir los ojos, agarré el cabo del lápiz y escribí en la libreta: 40175.
¿Y cuál es tu número de la Seguridad Social?, inquirió Kamen a continuación.
Apareció en la oscuridad, en brillantes dígitos rojos. Cuatro de ellos se pusieron en verde, y los añadí a los que ya había garabateado. Cuando abrí los ojos, había escrito 401759082 en la libreta, en una ebria e irregular fila descendente.
Era correcto; lo reconocí, pero todavía me faltaba un dígito.
No importa, me dijo el Kamen del interior de mi cabeza. El teclado numérico del teléfono es un regalo asombroso para las personas con memoria deficiente. Si aclaras tu mente y tecleas los que ya tienes, marcarás el último número sin problemas. Es la memoria muscular.
Esperando que tuviera razón, abrí la LÍNEA 1 de nuevo y tecleé el prefijo de Rhode Island seguido de 759-082. Mi dedo nunca vaciló. Pulsé el último número, y en alguna parte de Providence, un teléfono empezó a sonar.
* * *
—¿Ho-hola? ¿Quin… es?
Por un momento tuve la certeza de que había equivocado el número, después de todo. La voz era femenina, pero sonaba mayor que la de mi hija. Mucho mayor. Y medicada. Pero resistí mi impulso inicial de decir «Número equivocado» y colgar. «Parecía cansada», había dicho Pam, pero si esta era Ilse, parecía más que cansada; parecía muerta de fatiga.
—¿Ilse?
Ninguna respuesta durante un rato largo. Empecé a pensar que la incorpórea mujer de Providence había colgado. Noté que sudaba, y tan fuerte que podía olerme a mí mismo, como un mono en una rama. Entonces llegó el mismo estribillo:
—¿Ho-hola?… ¿Quin…es?
—¡Ilse!
Nada. Tuve la sensación de que se estaba preparando para colgar. Fuera, el viento bramaba y el oleaje palpitaba.
—¡Doña Galletita! —grité—. ¡Doña Galletita, no te atrevas a colgar el teléfono!
Aquello hizo efecto.
—¿Pap… papá? —Ahí estaba una palabra prodigiosa en aquel mundo deshecho.
—Sí, cariño. Papá.
—Si de veras eres mi padre…
Una larga pausa. Pude verla en su propia cocina, descalza (como había estado aquel día en Little Pink, contemplando el dibujo de la muñeca y las pelotas de tenis flotantes), con la cabeza baja, el pelo colgando alrededor de su rostro. Trastornada, quizá casi hasta el punto de la demencia. Y por primera vez comencé a odiar a Perse igual que la temía.
—Ilse… Doña Galletita… Quiero que me escuches…
—Dime mi nombre de usuario. —Había ahora una cierta astucia indignada en la voz—. Si de veras eres mi padre, dime mi nombre de usuario.
Y si no lo hacía, me di cuenta, colgaría. Porque algo había llegado hasta mi hija. Algo había estado jugando con mi hija, abriendo sus garras sobre ella, extendiendo su red alrededor de ella. Solo que no era un algo. Era Ella.
El nombre de usuario de Illy.
Durante un momento, tampoco pude recordar eso.
Puedes hacerlo, dijo Kamen, pero Kamen estaba muerto.
—Tú no eres… mi padre —dijo la chica trastornada del otro lado de la línea, y volvía a estar a punto de colgar.
Piensa de refilón, aconsejó Kamen tranquilamente.
Incluso entonces, pensé, sin saber por qué estaba pensando eso. Incluso entonces, incluso después, incluso ahora, incluso así…
—Tú no eres mi padre, tú eres Ella —declaró Ilse, con esa voz drogada arrastrando las palabras, tan impropia de ella—. Mi padre está muerto. Lo vi en un sueño. Adi…
—¡If so! —grité, sin preocuparme si despertaba a Wireman o no. Ni siquiera pensando en Wireman—. ¡Eres If-So-Girl!
Una larga pausa desde el otro lado.
—¿Cuál es el resto? —preguntó entonces.
Tuve otro momento de horrible vacío, y entonces pensé: Alicia Keyes, teclas en un piano…
—88 —respondí—. Eres If-So-Girl-88.
Se produjo otra pausa, muy, muy larga. Pareció durar una eternidad.
Entonces se echó a llorar.
* * *
—Dijo que estabas muerto, papá. Eso fue lo único que me creí, no solo porque lo soñara, sino porque llamó mamá y dijo que Tom había muerto. Soñé que estabas triste y que te adentrabas andando en el Golfo. En mi sueño, la resaca te arrastraba y te ahogabas.
—No me he ahogado, Ilse. Estoy bien, te lo prometo.
La historia brotó fragmentada y a ráfagas, interrumpida por las lágrimas y los incisos. Me resultó evidente que el sonido de mi voz la había tranquilizado, pero no la había curado. Divagaba, de una manera extraña, atemporalmente; se refería a la exposición de la Scoto como si hubiera ocurrido una semana antes, por lo menos, y se interrumpió para contarme que un amigo suyo había sido arrestado por «cultivar». Esto provocó que se riera salvajemente, como si estuviera borracha o colocada. Cuando le pregunté qué cultivaba, respondió que daba igual, que hasta era posible que hubiera sido parte del sueño. Ahora volvía a sonar sobria. Sobria… pero no bien. Dijo que Ella era una voz en su cabeza, pero que también provenía de los desagües y del retrete.
Wireman llegó en algún momento de nuestra conversación, encendió los fluorescentes de la cocina y se sentó junto a la mesa, con el arpón frente a él. No habló ni una palabra, tan solo permaneció escuchando mi parte de la charla.
Ilse dijo que había empezado a sentirse extraña («rara y temerosa» fueron sus palabras reales), desde el primer momento en que regresó al apartamento. Al principio era solo una sensación de vacío, pero pronto también experimentó náuseas (similares a las que sufrió el día que habíamos intentado explorar el sur de Duma Key). Y cada vez era peor y peor. Una mujer le habló desde el fregadero, y le dijo que su padre estaba muerto. Ilse dijo que después de eso había salido a pasear para despejarse, pero decidió volver enseguida.
—Deben de ser esas historias de Lovecraft que leí para mi Proyecto de Inglés Avanzado —conjeturó—. No dejaba de imaginarme que alguien me seguía. Esa mujer.
De vuelta en el apartamento, empezó a cocinar algo de avena, suponiendo que asentaría su estómago, pero cuando empezó a espesarse, su sola visión bastó para provocarle náuseas. Cada vez que la removía, parecía ver cosas en ella. Calaveras. Las caras de niñas gritando. Después un rostro de mujer, una mujer con demasiados ojos, afirmó Ilse. La mujer en la avena dijo que su padre estaba muerto y que su madre todavía no lo sabía, pero que cuando se enterara, celebraría una fiesta.
—Entonces me fui a la cama, y fue cuando soñé que la mujer tenía razón y que habías morido, papi —dijo, retrocediendo inconscientemente a la dicción de la infancia.
Pensé en preguntarle cuándo había llamado su madre, pero dudaba que lo recordara, y de todas formas no importaba. Pero, por Dios, ¿no había notado Pam nada raro aparte de cansancio, sobre todo después de mi llamada? ¿Estaba sorda? Dudaba que yo fuera el único que percibía esta confusión en la voz de llse, esta fatiga. Pero quizá no había estado tan mal cuando llamó Pam. Perse era poderosa, pero eso no significaba que no tuviera que tomarse su tiempo para actuar. Especialmente a distancia.
—Ilse, ¿tienes todavía el dibujo que te regalé, el de la niña pequeña y las pelotas de tenis? Lo titulé El final del partido.
—Esa es otra cosa curiosa —comentó. Tuve la impresión de que ella trataba de hablar de forma coherente, del mismo modo que un borracho parado por un policía de tráfico intenta parecer sobrio—. Quería enmarcarlo, pero no llegué a hacerlo, así que lo clavé en la pared de la habitación grande con una chincheta. Ya sabes, el salón-cocina, donde te serví el té.
—Sí.
Nunca había estado en su apartamento de Providence.
—Donde podría mirar… mirarlo… pero entonces, cuando he volvido… nn…
—¿Vas a dormirte? No te duermas conmigo, Doña Galletita.
—No dormir… —Pero su voz se debilitaba…
—¡llse! ¡Despierta! ¡Despierta, joder!
—¡Papá! —Sonaba conmocionada, pero también volvía a estar completamente despierta.
—¿Qué pasó con el dibujo? ¿Qué tenía de diferente cuando volviste?
—Estaba en el dormitorio. Imagino que lo cambié de sitio yo misma… incluso está clavado con la misma chincheta roja… pero no recuerdo haberlo hecho. Supongo que lo quería más cerca de mí. ¿No es curioso?
No, no creía que fuera curioso.
—No querría vivir si te murieras, papi. Desearía estar muerta yo también. Muerta como… como… ¡muerta como una estatua de mármol! —Y se echó a reír. Yo no: me vino a la mente la hija de Wireman.{[14]}
—Escúchame con atención, Ilse. Es importante que me obedezcas. ¿Lo harás?
—Sí, papá. Siempre y cuando no me lleve mucho tiempo. Estoy… —Se oyó un bostezo—… cansada. A lo mejor soy capaz de dormir, ahora que sé que estás bien.
Sí, ella sería capaz de dormir. Justo debajo de El final del partido, que colgaba de una chincheta roja. Y despertaría pensando que el sueño había sido esta conversación, y que la realidad era el suicidio de su padre en Duma Key.
Perse había hecho esto. Esa arpía. Esa zorra.
La ira regresó, tan simple como eso. Como si nunca se hubiera marchado. Pero no podía permitir que me jodiera la mente; ni siquiera podía permitir que se me notara en la voz, o Ilse pensaría que iba dirigida a ella. Sujeté el teléfono entre la oreja y el hombro. Luego alargué la mano hacia el delgado cuello cromado del grifo del fregadero, y cerré el puño con fuerza a su alrededor.
—Esto no te llevará mucho, cariño. Pero tienes que hacerlo, y después podrás irte a dormir.
Wireman permanecía sentado perfectamente inmóvil en la mesa, observándome. En el exterior el oleaje martilleaba.
—¿Qué clase de horno tienes, Doña Galletita?
—De gas. Un horno de gas. —Volvió a reírse.
—Bien. Coge el dibujo y mételo en el horno. Luego cierra la puerta y enciende el gas. Al máximo. Quema esa cosa.
—¡No, papá! —exclamó, otra vez espabilada del todo, y tan conmocionada como cuando dije joder, si no más aún—. ¡Me encanta ese dibujo!
—Lo sé, cariño, pero es lo que está provocando que te sientas de ese modo.
Empecé a decir algo más, y me detuve. Si era el dibujo (y lo era, claro que lo era), entonces no necesitaba recalcarlo. Ella lo sabría igual que yo. En lugar de hablar, estrangulé el grifo de un lado a otro, deseando que fuera la garganta de esa zorra arpía.
—Papá, ¿de verdad crees…?
—No lo creo, lo sé. Coge el dibujo, Ilse. Esperaré al teléfono. Cógelo, mételo en el horno y quémalo. Hazlo ahora mismo.
—Yo… vale. Espera.
Se oyó un golpe metálico cuando soltó el teléfono.
—¿Lo está haciendo? —preguntó Wireman.
Antes de que pudiera responder, se produjo un chasquido seguido de un chorro de agua fría que me empapó el brazo hasta el codo. Miré el grifo en mi mano, y luego el lugar irregular por el que se había partido. Lo dejé caer en el fregadero. El agua chorreaba del muñón roto.
—Creo que sí —respondí, y después—: Perdona.
—De nada.
Se arrodilló, abrió el armario bajo el fregadero y extendió el brazo hasta detrás del cubo de la basura y del alijo de bolsas. Giró algo, y la corriente de agua que salía a borbotones del grifo destrozado empezó a morir.
—No eres consciente de tu propia fuerza, muchacho. O quizá sí.
—Perdona —volví a disculparme.
Pero no lo lamentaba. Mi palma sangraba por un corte poco profundo, pero me encontraba mejor. Más despejado. Se me ocurrió que tiempo atrás, ese grifo podría haber sido el cuello de mi esposa. No era extraño que se hubiera divorciado de mí.
Nos sentamos en la cocina y esperamos. La segunda manecilla del reloj sobre el horno hizo un lento viaje alrededor de la esfera, y empezó otro. El agua que brotaba del grifo roto había quedado reducida a un simple riachuelo. Luego, muy débilmente, oía Ilse.
—Ya he vuelto… lo tengo… yo. —Y entonces gritó. No podría decir si de sorpresa, dolor, o ambas cosas.
—¡Ilse! —chillé—. ¡Ilse!
Wireman se levantó rápidamente, golpeándose la cadera contra el fregadero. Levantó las manos con las palmas abiertas hacia mí, y sacudí la cabeza: «No sé». Ahora podía sentir el sudor corriéndome por las mejillas, aunque en la cocina no hacía precisamente calor.
Me estaba preguntando qué hacer a continuación, a quién llamar, cuando Ilse regresó al teléfono. Parecía exhausta, pero también sonaba como ella misma. Finalmente, parecía ella misma.
—Jesucristo por la mañana —murmuró.
—¿Qué ha pasado? —Tuve que contenerme para no gritar—. Illy, ¿qué ha pasado?
—Se ha ido. Se prendió y ardió. Lo vi a través de la ventanilla. Solo quedan cenizas. Tengo que ponerme una tirita en el dorso de la mano, papá. Tenías razón. Había algo realmente malo, de veras. —Soltó unas risas temblorosas—. La maldita cosa no quería entrar. Se plegó sobre sí misma y… —Esa risa temblorosa de nuevo—. Diría que me corté con el papel, pero eso no es lo que parece, y tampoco es la misma sensación. Parece un mordisco. Creo que me mordió.
* * *
Lo más importante para mí era que ella estuviera bien. Lo más importante para ella era que yo lo estuviera. Ambos lo estábamos. O eso pensaba el insensato artista. Le prometí que la llamaría al día siguiente.
—¿Illy? Una cosa más.
—Sí, papá. —Sonaba totalmente despierta y volvía a tener el control de ella misma.
—¿El horno tiene luz?
—Sí.
—Ve y enciéndela. Dime lo que ves.
—Entonces tendrás que esperar… el inalámbrico está en el dormitorio.
Se produjo otra pausa, esta más corta.
—Cenizas —informó cuando regresó.
—Bien —asentí.
—Papá, ¿qué hay del resto de tus cuadros? ¿Todos son como este?
—Ya me estoy encargando de ello, cariño. Es una historia para otro día.
—De acuerdo. Gracias, papi. Sigues siendo mi héroe. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Aquella fue la última vez que hablamos, y ninguno de nosotros lo sabía. Nunca lo sabemos, ¿no? Por lo menos terminamos intercambiándonos nuestro amor. Me queda eso. No es mucho, pero es algo. Otros lo tienen peor. Me digo eso en esas largas noches en que no puedo conciliar el sueño.
Otros lo tienen peor.
* * *
Me desplomé en la silla frente a Wireman y me sujeté la cabeza con la mano.
—Estoy sudando como un cerdo.
—Puede que reventar el fregadero de la señorita Eastlake tenga algo que ver en eso.
—Perdo…
—Dilo otra vez y te pego un puñetazo —prometió—. Lo hiciste bien. No todos los hombres consiguen salvarle la vida a sus hijas. Créeme cuando digo que te envidio. ¿Quieres una cerveza?
—La vomitaría por toda la mesa. ¿Tienes leche?
Echó un vistazo al frigorífico.
—Leche no, pero estamos bien provistos de semidesnatada.
—Dame un trago de eso.
—Eres un enfermo, Edgar. Un enfermo pichacorta.
Pero me sirvió un poco de semidesnatada en un vaso de zumo, y me la tomé. Después volvimos arriba, caminando lentamente, agarrando nuestras cortas y gruesas flechas de plata como avejentados guerreros de la selva.
Entré en el cuarto de invitados, me tumbé, y una vez más me quedé contemplando el techo. Me dolía la mano, pero eso estaba bien. Ella se había cortado la suya; yo la mía. Encajaba, de algún modo.
La mesa está goteando, pensé.
Ahógala a dormir, pensé.
Y algo más. Elizabeth había dicho algo más, también. Antes de poder recordarlo, me vino a la cabeza algo mucho más importante. Ilse había quemado El final del partido en su horno de gas y no había sufrido más que un corte (o quizá un mordisco) en el dorso de la mano.
Debería haberle dicho que se desinfectara la herida, pensé. Y también yo debería desinfectarme la mía. Me quedé dormido.
Y esta vez ninguna rana gigante apareció en mis sueños para alertarme.
* * *
Un ruido sordo me despertó al despuntar el sol. El viento seguía soplando, más fuerte que nunca, y había arrastrado una de las tumbonas de Wireman contra la casa. O quizá había sido la sombrilla gay bajo la que compartimos nuestra primera bebida —té verde helado, muy refrescante.
Me puse los vaqueros y dejé todo lo demás tirado en el suelo, incluido el arpón con la punta de plata. No creía que Emery Paulson fuera a visitarme de nuevo, no a la luz del día. Eché una ojeada a la habitación de Wireman, pero eso era una simple formalidad; podía oírle roncando y respirando con un sibilante pitido. Descansaba una vez más sobre la espalda, con los brazos extendidos.
Bajé a la cocina y meneé la cabeza al contemplar el grifo roto y el vaso manchado de semidesnatada seca en los bordes. Encontré un vaso más grande en un armario, lo llené de zumo de naranja, y salí a tomarlo al porche trasero. El viento que soplaba desde el Golfo era fuerte pero cálido, y me levantaba el sudoroso cabello, descubriendo la frente y las sienes. Era una sensación agradable. Balsámica. Decidí caminar hasta la playa y beberme el zumo allí.
Me detuve cuando había recorrido tres cuartas partes de la pasarela de madera, a punto de tomar un sorbo de mi zumo. Incliné el vaso, y parte del líquido se me derramó sobre un pie desnudo. Apenas lo noté.
Ahí en el Golfo, cabalgando hacia la orilla sobre una de las grandes olas impulsadas por el viento, había una pelota de tenis de un brillante color verde.
No significa nada, me dije a mí mismo, pero mi pensamiento hacía aguas por todas partes. Lo significaba todo, y lo supe desde el momento en que la vi. Arrojé el vaso entre la matas de araña y me abalancé hacia delante dando bandazos… aquel año, eso era la versión de Edgar Freemantle de una carrera.
Me llevó quince segundos llegar al final de la pasarela, quizá incluso menos, pero en ese lapso de tiempo vi tres pelotas más flotando en el oleaje. Luego seis, luego ocho. La mayoría hacia mi derecha, hacia el norte.
No me fijaba por dónde iba y me sumergí en el fino aire al final de la pasarela, moviendo los brazos como aspas de molino. Caí en la arena, todavía corriendo, y podría haber continuado en pie si hubiera aterrizado con mi pierna buena, pero no ocurrió así. Un dolor zigzagueante ascendió por mi pierna mala, en un movimiento helicoidal, de la espinilla a la rodilla, de la rodilla a la cadera, y me despatarré en la arena. A unos quince centímetros frente a mi nariz se hallaba una de esas malditas pelotas de tenis, mojada y con la pelusilla apelmazada.
DUNLOP, se leía en un lado, impreso en letras tan negras como una condenación.
Conseguí con esfuerzo ponerme en pie, mirando como un lunático hacia el Golfo. Solo unas pocas pelotas se aproximaban a la costa frente a El Palacio, pero más al norte, cerca de Big Pink, divisé toda una flotilla verde; al menos había un centenar, y probablemente muchas más.
No significa nada. Ella está a salvo. Ella quemó el dibujo y está dormida en su apartamento a mil quinientos kilómetros de aquí, sana y salva.
—No significa nada —repetí, pero ahora el viento que me revolvía el pelo era frío y no cálido. Empecé a cojear hacia Big Pink, por la parte baja de la playa donde la arena estaba húmeda, apisonada y brillante. Una nube de piolines alzó el vuelo delante de mí. De vez en cuando una ola que rompía dejaba a mis pies una pelota de tenis. Había montones de ellas ahora, desperdigadas en la compacta arena mojada. Luego llegué a un cajón de embalaje reventado en el que se leía «Pelotas de Tenis Dunlop» y «ARTÍCULOS DEFECTUOSOS DE FÁBRICA». Estaba rodeado de pelotas de tenis, que flotaban y oscilaban. Eché a correr.
* * *
Abrí la puerta y dejé las llaves colgando de la cerradura. Me acerqué al teléfono tambaleándome y vi que la lucecita de nuevo mensaje parpadeaba. Apreté el botón de PLAY. La inexpresiva voz masculina de la máquina me informó de que este mensaje había sido recibido a las 6.48 de la mañana, lo que significaba que había perdido la llamada por menos de media hora. Entonces la voz de Pam surgió de sopetón del altavoz. Incliné la cabeza, del modo en que la moverías para evitar que una ráfaga de puntiagudos fragmentos de cristal te golpeara directamente en la cara.
—¡Edgar, la policía llamó y dicen que Illy está muerta! ¡Dicen que una mujer llamada Mary Ire fue a su apartamento y la mató! ¡Una de tus amigas! ¡Una de tus amigas artistas de Florida ha matado a nuestra hija! —Estalló en un torrente de lágrimas, feas y amargas… y después se echó a reír. Fue horrible, aquella risa. Sentí como si una de aquellas esquirlas de cristal voladoras me hubiera cortado la cara—. Llámame, bastardo cabrón. Llama y explícate. ¡Dijiste que estaría A SALVO!
Siguió más llanto, que se cortó con un clic. A continuación llegó el zumbido de la línea abierta.
Alargué la mano y pulsé el botón de OFF, silenciándolo.
Entré en la habitación Florida y contemplé las pelotas de tenis, todavía cabeceando en las olas. Me sentía desdoblado, como un hombre observándose a sí mismo.
Las gemelas muertas habían dejado un mensaje en mi estudio: «¿Dónde está nuestra hermana?». Esa hermana… ¿Se referían a Illy?
Casi pude oír la risa de la arpía y verla asentir con la cabeza.
—¿Estás aquí, Perse? —pregunté.
Una ráfaga de viento sopló a través de las mosquiteras. Las olas rompían en la orilla con la regularidad de un metrónomo. Los pájaros sobrevolaban a ras del agua, chillando. En la playa divisé otro cajón de pelotas de tenis reventado, medio enterrado ya en la arena. Un tesoro del mar, derecho de salvamento del caldo. Ella vigilaba, de acuerdo. Esperando a que perdiera el control, estaba positivamente seguro de ello. Sus… ¿qué? ¿Sus guardianes?… puede que durmieran durante el día, pero no ella.
—Yo gano, tú ganas —murmuré—. Pero te crees que tienes la última palabra, ¿no? Inteligente Perse.
Por supuesto que era inteligente. Había estado jugando a este juego durante mucho tiempo. Intuía que ella ya era vieja cuando los Hijos de Israel todavía escarbaban en los jardines de Egipto. A veces dormía, pero ahora estaba despierta.
Y su alcance era largo.
Empezó a sonar el teléfono. Entré, todavía sintiéndome como dos Edgars, uno atado a la tierra, el otro flotando sobre la cabeza del Edgar terrenal, y levantándolo.
Era Dario, y parecía enfadado.
—¿Edgar? ¿Qué mierda es esa de no enviar las pinturas a…?
—Ahora no, Dario —le interrumpí—. Silencio.
Corté la comunicación y llamé a Pam. Ahora que no estaba pensando en ello, los números salieron sin ningún problema; esa cosa milagrosa de la memoria muscular tomó el control completamente. Se me ocurrió que los seres humanos podrían estar mejor, física y emocionalmente, si aquella fuera la única clase de memoria que poseyeran.
Pam se encontraba más tranquila. No sé lo que habría tomado, pero ya estaba haciendo efecto. Hablamos por espacio de veinte minutos. Lloró durante casi toda la conversación, con acusaciones intermitentes, pero cuando no hice ningún esfuerzo por defenderme, su rabia se colapso en profunda pena y desconcierto. Capté los detalles fundamentales de lo acontecido, o eso creí entonces. Pero hubo un punto muy importante que se nos escapó a ambos, aunque como un hombre sabio afirmó una vez, «No puedes golpearlos si no puedes verlos», y el oficial de policía que llamó a Pam no creyó conveniente contarle lo que Mary Ire había llevado consigo al apartamento de nuestra hija en Providence.
Aparte de la pistola, claro. La Beretta.
—La policía cree que debió de haber ido conduciendo, y casi sin parar —dijo Pam desanimadamente—. Nunca podría haber metido esa pistola en un avión. ¿Por qué lo hizo? ¿Fue otra puta pintura?
—Sí, ¿qué sino? —respondí—. Compró una, y nunca se me ocurrió. No me acordé de ella, ni una sola vez. Era el puto novio de Illy el que me preocupaba.
Hablando muy sosegadamente, mi ex mujer (que es lo que seguramente era ahora) declaró:
—Tú has hecho esto.
Sí. Yo. Debería haber sabido que Mary Ire compraría al menos una pintura, y que probablemente habría deseado un lienzo de la serie Niña y barco... los más tóxicos de todos. Y no habría querido que la Scoto lo guardase, no cuando vivía en Tampa. Por lo que sabía, puede que lo hubiera tenido guardado en el maletero de su destartalado Mercedes cuando me acercó al hospital. Desde allí habría ido directamente a su casa en Davis Islands para recoger la automática que guardaba para protección del hogar. Joder, le habría caído de camino en su viaje hacia el norte.
Al menos debería haber intuido esa parte. Era una persona conocida, después de todo, y sabía qué opinión le merecía mi obra.
—Pam, algo muy malo está sucediendo en esta isla. Yo…
—¿Crees que me importa eso, Edgar? ¿O que me importa por qué lo hizo esa mujer? Has hecho que maten a nuestra hija. No quiero volver a hablar contigo jamás, no quiero volver a verte, y antes me sacaría los ojos que volver a mirar otro cuadro tuyo. Deberías haber muerto cuando esa grúa te llevó por delante. —Había una terrible seriedad en su voz—. Eso sí que habría sido un final feliz.
Se produjo un momento de silencio, y entonces llegó, una vez más, el zumbido de la línea abierta. Consideré arrojar el aparato contra la pared del otro extremo de la habitación, pero el Edgar que flotaba sobre mi cabeza dijo que no. El Edgar que flotaba sobre mi cabeza dijo que eso tal vez proporcionaría a Perse demasiado placer. Por lo que, en cambio, colgué con cuidado, y durante un minuto simplemente me quedé allí, balanceándome sobre los pies, vivo, mientras que mi hija de diecinueve años estaba muerta, no a causa de un disparo, después de todo, sino ahogada en su propia bañera por una crítica de arte demente.
Luego, lentamente, salí por la puerta. La dejé abierta. No existía razón alguna para cerrarla ahora. Había una escoba apoyada contra la pared de la casa, que se utilizaba para barrer la arena del camino de entrada. La miré y me empezó a picar el brazo derecho. Levanté la mano derecha y la sostuve frente a mis ojos. No estaba allí, pero al abrirla y cerrarla, noté cómo se flexionaba. Podía notar también un par de largas uñas clavándose en la palma. Las otras parecían cortas y melladas. Debían de haberse roto. En algún lugar, tal vez sobre la alfombra de Little Pink, había un par de uñas fantasma.
—Lárgate —le ordené—. Ya no te quiero, lárgate y muérete.
No lo hizo. No lo haría. Al igual que el brazo al que una vez estuvo unida, la mano escocía y palpitaba y dolía y se negaba a abandonarme.
—Entonces vete en busca de mi hija —dije, y las lágrimas empezaron a fluir—. Tráela de vuelta, ¿por qué no lo haces? Tráemela. Pintaré cualquier cosa que quieras, solo tráemela de vuelta.
Nada. Tan solo era un hombre manco con picor fantasma. El único espectro era el suyo propio, a la deriva sobre su cabeza, observando toda la escena.
El hormigueo que sentía en la carne se intensificó. Cogí la escoba, llorando ahora no solo por la profunda pena, sino también por el horrible malestar de aquel picor inalcanzable, y entonces comprendí que no podría llevar a cabo lo que necesitaba hacer… un hombre manco no puede partir el mango de una escoba con la rodilla. La volví a dejar apoyada contra la casa y la pisé fuertemente con mi pierna buena. Se produjo un chasquido, y el extremo del cepillo salió volando. Levanté el palo astillado hasta colocarlo delante de mis ojos anegados en lágrimas, y asentí con la cabeza. Lo haría.
Doblé la esquina de la casa hacia la playa, y una parte distante de mi mente registró el elevado tono de la conversación de las conchas bajo Big Pink mientras las olas se precipitaban en la oscuridad y retrocedían.
Tuve un fugaz pensamiento al alcanzar la compactada arena, húmeda y brillante, salpicada aquí y allá con pelotas de tenis. La tercera cosa que Elizabeth le había dicho a Wireman.
Querrás, pero no debes.
—Demasiado tarde —dije, y entonces la soga que amarraba al Edgar sobre mi cabeza se rompió. Se alejó flotando y, durante un rato, no supe nada más.
17- El extremo sur del Cayo
Lo siguiente que recuerdo es a Wireman acercándose y levantándome. Recuerdo andar unos pocos pasos, luego acordarme de que Ilse estaba muerta y derrumbarme sobre las rodillas. Y lo más vergonzoso era que, aunque tenía el corazón roto, también estaba hambriento. Famélico.
Recuerdo a Wireman ayudándome a entrar por la puerta abierta y diciéndome que todo había sido un mal sueño, que había sido víctima de una pesadilla, y cuando le respondí que no, que era cierto, que Mary Ire lo había hecho, que Mary Ire había ahogado a Ilse en la propia bañera de Ilse, se había echado a reír y dijo que ahora lo comprendía. Durante un horrible instante le creí.
Señalé con el dedo el contestador automático.
—Reproduce el mensaje —le insté, y entré en la cocina dando tumbos.
Cuando la voz de Pam empezó a hablar («¡Edgar, la policía llamó y dicen que Illy está muerta!»), yo comía Frosted Mini-Wheats a puñados, directamente de la caja. Tenía la extravagante sensación de ser parte de una muestra en un portaobjetos. Pronto estaría bajo un microscopio para ser estudiado. En la otra habitación, el mensaje finalizó. Wireman profirió una maldición y lo volvió a reproducir. Yo continué comiendo cereales. El tiempo transcurrido en la playa antes de que Wireman llegara se había perdido. Esa parte de mi memoria estaba en blanco, tanto como en los primeros días de mi estancia en el hospital tras el accidente.
Cogí un último puñado de cereales, y los engullí de golpe. Se me quedaron atascados en la garganta, y aquello era bueno. Aquello era excelente. Esperaba asfixiarme. Merecía morir asfixiado. Entonces se deslizaron hacia abajo. Cojeé arrastrando los pies de vuelta a la sala de estar. Wireman estaba parado junto al contestador automático, con los ojos abiertos como platos.
—Edgar… muchacho… En el nombre de Dios, ¿qué…?
—Una de las pinturas —expliqué, y seguí arrastrando los pies.
Ahora que tenía algo en el estómago, quería regresar a la inconsciencia. Aunque solo fuera por un rato. Y era más que un deseo, en realidad; era una necesidad. Había roto el mango de la escoba… y luego Wireman llegó. ¿Qué había en la elipsis intermedia? No lo sabía.
Decidí que no quería saberlo.
—¿Las pinturas… ?
—Mary Ire compró una. Estoy seguro de que pertenecía a la serie Niña y barco. Y se la llevó con ella. Deberíamos haberlo sabido. Yo debería haberlo sabido. Wireman, necesito tumbarme. Necesito dormir. Dos horas, ¿vale? Despiértame después e iremos al extremo sur.
—Edgar, no puedes… No espero que después de…
Me detuve para mirarle. Mi cabeza parecía pesar cincuenta kilos, pero me las arreglé.
—Ella tampoco me espera, pero esto acabará hoy. Dos horas.
La puerta abierta de Big Pink estaba orientada hacia el este, y el sol matinal incidía de manera deslumbrante sobre el rostro de Wireman, encendiendo una compasión tan fuerte que apenas la soportaba.
—Vale, muchacho. Dos horas.
—Mientras tanto, intenta mantener a todo el mundo alejado.
No sé si oyó la última parte o no. Yo ya estaba dirigiéndome hacia el dormitorio, y las palabras se iban apagando. Me tiré sobre la cama, y allí estaba Reba. Por un instante consideré la idea de lanzarla al otro lado de la habitación, igual que con el teléfono. En cambio la atraje hacia mí, apreté la cara contra su cuerpo deshuesado y me eché a llorar.
Seguía llorando cuando me quedé dormido.
* * *
—Despierta.
Alguien me sacudía.
—Despierta, Edgar. Si vamos a hacer esto, tenemos que ponernos en marcha.
—No sé… no me parece que vaya a volver en sí. —Esa voz pertenecía a Jack.
—¡Edgar!
Wireman me abofeteó una mejilla, y después la otra. Y no con gentileza. Una luz brillante me golpeó en los ojos cerrados, inundando mi mundo de rojo. Traté de alejarme de todos aquellos estímulos, cosas malas aguardaban al otro lado de mis párpados, pero Wireman no me lo permitiría.
—¡Muchacho! ¡Despierta! ¡Son las once y diez!
Aquello surtió efecto. Me incorporé y le miré. Sostenía la lámpara de la mesilla frente a mi cara, tan cerca que pude sentir el calor de la bombilla. Jack se hallaba detrás de él. La comprensión de que Ilse estaba muerta, mi Illy, me atacó, directa al corazón, pero la aparté de un empujón.
—¡Las once! ¡Te dije dos horas, Wireman! ¿Y si algunos de los familiares de Elizabeth deciden…?
—Calma, muchacho. Llamé a la funeraria y les dije que mantuvieran a todo el mundo fuera de Duma. Les conté que los tres habíamos pillado el sarampión alemán. Muy contagioso. También llamé a Dario y le conté lo de tu hija. Todo lo relacionado con los cuadros se mantiene en espera, al menos por el momento. Dudo que eso sea una prioridad para ti, pero…
—Por supuesto que lo es. —Me puse en pie y me froté la cara—. Perse no debe hacer más daño que el que ya ha hecho.
—Lo siento, Edgar —se condolió Jack—. Siento muchísimo tu pérdida, maldita sea. Sé que no es de mucho consuelo, pero…
—Sí lo es —respondí, y quizá con el tiempo fuera verdad.
Si continuaba repitiéndolo; si continuaba tendiendo la mano. Mi accidente me enseñó en realidad una sola cosa: la única manera de seguir adelante es siguiendo adelante. Decir «Puedo hacerlo», incluso cuando sepas que no puedes.
Vi que uno de ellos me había traído el resto de mis ropas, pero para la tarea de hoy prefería las botas guardadas en el armario en lugar de las deportivas situadas a los pies de la cama. Jack llevaba unas Georgia Giants, y una camiseta de manga larga; eso estaba bien.
—Wireman, ¿preparas algo de café? —pregunté.
—¿Tenemos tiempo?
—Tendremos que sacar tiempo. Hay cosas que necesito, pero lo primero de todo es despertarme. Quizá a vosotros también os vendría bien un poco de combustible, muchachos. Jack, ayúdame con las botas, ¿quieres?
Wireman se marchó a la cocina. Jack se arrodilló, me ayudó a ponerme las botas y ató los cordones por mí.
—¿Cuánto sabes? —le pregunté.
—Más de lo que quisiera —contestó—. Pero no entiendo nada. Hablé con esa mujer… ¿Mary Ire?… en tu exposición. Me gustaba.
—A mí también.
—Wireman llamó a tu mujer mientras dormías. No habló con él mucho tiempo, así que entonces llamó a un tío que conoció en la exposición… ¿el señor Bozeman?
—Cuéntamelo.
—Edgar, ¿estás seguro…?
—Cuéntamelo.
La versión de Pam había sido entrecortada y fragmentaria, e incluso ya no estaba clara en mi mente; los detalles estaban oscurecidos por una imagen del pelo de Ilse flotando en la superficie de una bañera rebosante. Puede que fuera una imagen precisa o no, pero era infernalmente brillante, infernalmente específica, y emborronaba casi todo lo demás.
—El señor Bozeman elijo que- la policía no encontró ninguna señal de que hubiera forzado la entrada, por lo que piensan que tu hija la dejó entrar, aunque fuera en mitad de la noche…
—O Mary llamó a todos los pisos del portero automático hasta que alguien la dejó entrar. —Me picaba el brazo amputado, Era un picor profundo. Somnoliento. Onírico, casi—. Entonces fue al apartamento de Illy y tocó el timbre. Digamos que fingió ser otra persona.
—Edgar, ¿lo estás imaginando, o…?
—Digamos que fingió pertenecer a un grupo de gospel llamado Los Colibrís, y digamos que le dijo a través de la puerta que algo malo le había ocurrido a Carson Jones.
—¿Quién es…?
—Solo que ella le llama Smiley, y eso es lo que la convenció.
Wireman estaba de vuelta. Igual que el Edgar flotante. El Edgar-de-abajo veía todas las cosas mundanas de una soleada mañana de Florida en Duma Key. El Edgar-sobre-mi-cabeza veía más. No todo, pero lo suficiente para ser demasiado.
—¿Qué sucedió entonces, Edgar? —preguntó Wireman, hablando con mucha suavidad—. ¿Qué piensas?
—Digamos que Illy abre la puerta, y cuando lo hace, encuentra a una mujer apuntándola con una pistola. Conoce a la mujer de alguna parte, pero esa noche ya ha pasado por una experiencia aterradora, está desorientada, y no puede ubicarla… su memoria se atasca. Quizá es mejor así. Mary le ordena darse la vuelta, y cuando lo hace… cuando hace lo…
Me eché a llorar otra vez.
—Edgar, hombre, no —dijo Jack. Él mismo estaba casi a punto de llorar—. Eso son solo conjeturas.
—No son conjeturas —dijo Wireman—. Déjale hablar.
—Pero ¿por qué necesitamos saber…?
—Jack… muchacho… no sabemos qué necesitamos saber. Así que deja hablar al hombre.
Oía sus voces, pero muy distantes.
—Digamos que Mary la golpeó con la pistola cuando ella se giró. —Me enjugué las lágrimas de las mejillas con el canto de la mano—. Digamos que la golpeó varias veces, cuatro o cinco. En las películas, te dan un porrazo y te apagas como una bombilla. En la vida real, dudo que sea así.
—No —murmuró Wireman, y por supuesto, este juego del «digamos» resultó ser demasiado preciso.
El cráneo de mi If-So-Girl presentaba una triple factura, consecuencia de repetidos golpes con objeto contundente, y sangró en abundancia.
Mary la arrastró. El reguero de sangre atravesaba el salón-cocina (el olor del dibujo quemado muy posiblemente seguía flotando en el aire) y el corto pasillo entre el dormitorio y el rincón que le servía a Illy como estudio. En el cuarto de baño al final de este pasillo, Mary Ire llenó la bañera y ahogó en ella a mi inconsciente hija como a un gatito huérfano. Cuando terminó el trabajo, Mary volvió a la sala de estar, se sentó en el sofá, y se pegó un tiro en la boca. La bala salió por la parte superior del cráneo, salpicando con sus ideas sobre arte, junto a una buena cantidad de cabello, la pared a su espalda. Eran entonces casi las cuatro de la madrugada. El hombre del piso de abajo, que padecía de insomnio, reconoció el disparo como lo que era y avisó a la policía.
—¿Por qué ahogarla? —preguntó Wireman—. No lo entiendo.
Porque es el modus operandi de Perse, pensé.
—No vamos a especular sobre eso ahora mismo —contesté—. ¿De acuerdo?
Extendió el brazo y apretó la mano que me quedaba.
—De acuerdo, Edgar.
Y si conseguimos acabar con este asunto, quizá nunca tendremos que hacerlo, pensé.
Pero yo había dibujado a mi hija. Estaba seguro de ello. La había dibujado en la playa.
Mi hija muerta. Mi hija ahogada. Dibujada en la arena para que se la llevaran las olas.
Querrás, pero no debes.
Elizabeth lo había advertido.
Oh, pero Elizabeth…
A veces no tenemos elección.
* * *
Bebimos un fuerte café en la soleada cocina de Big Pink hasta que el sudor afloró en nuestras mejillas. Me tomé tres aspirinas, agregué otra capa de cafeína, y a continuación envié a Jack a por dos cuadernos Artesano. Y le dije que afilara todos los lápices de colores que pudiera encontrar mientras estuviera en el piso de arriba.
Wireman llenó una bolsa con suministros del frigorífico: zanahorias, pepinos, un paquete de seis Pepsis, tres botellas grandes de agua Evian, algo de rosbif, y uno de los Pollos Astronautas de Jack, todavía en su cápsula transparente.
—Me sorprende que puedas siquiera pensar en comida —comentó, con un ligerísimo deje de reproche.
—La comida no me interesa en lo más mínimo —repliqué—, pero es posible que tenga que dibujar cosas. De hecho, estoy convencido de que tendré que dibujar. Y eso parece quemar calorías a carretadas.
Jack regresó con los cuadernos y los lápices. Los cogí torpemente y luego le envié de nuevo a por unas gomas de borrar. Sospechaba que podría necesitar otras cosas (¿acaso no las necesitamos siempre?), pero no se me ocurría nada más. Eché un vistazo al reloj. Eran las doce menos diez.
—¿Sacaste polaroids del puente? —le pregunté a Jack—. Por favor, dime que sí.
—Sí, pero pensé… la historia del sarampión…
—Déjame ver las fotos —le pedí.
Jack metió la mano en el bolsillo trasero y extrajo algunas instantáneas. Las examinó y me tendió cuatro de ellas, que distribuí en la mesa de la cocina como si colocara las cartas en un solitario. Cogí uno de los cuadernos Artesano y rápidamente empecé a reproducir la foto que mostraba con mayor claridad los engranajes y las cadenas bajo el puente levadizo, el cual no era más que un mísero armatoste de un solo carril. Mi brazo derecho continuaba picándome: un apagado, somnoliento reptil.
—La historia del sarampión fue una genialidad —admití—.Mantendrá a casi todo el mundo alejado. Pero «casi» no es suficiente. Mary no habría permanecido alejada de mi hija si alguien le hubiera dicho que Illy tenía la fiebre del p… ¡Joder!
Se me habían empañado los ojos, y un trazo que debería haber sido fiel se desvió hacia la irrealidad.
—Tómatelo con calma, Edgar —dijo Wireman.
Eché un vistazo al reloj: las 11.58 ya. El puente se elevaría a mediodía; siempre lo hacía. Pestañeé para deshacerme de las lágrimas y regresé al dibujo. La maquinaria emergió a la existencia desde la punta del Negro Venus, e incluso ahora, pese a la muerte de Ilse, la fascinación de ver que algo real emergía de la nada (como una forma surgiendo sin rumbo fijo de un banco de niebla) me cautivó. ¿Y por qué no? ¿Cuándo mejor que ahora? Era un refugio.
—Si ella ha poseído a alguien para que nos ataque y el puente está fuera de servicio, le basta con enviarlo por el paso peatonal de la isla de Don Pedro —señaló Wireman.
—Quizá no —repliqué, sin levantar la vista de mi dibujo—. Mucha gente no conoce la Pasarela del Sol, y estoy totalmente seguro de que Perse tampoco.
—¿Porqué?
—Porque fue construida en los años cincuenta, eso me dijiste, y entonces ella dormía.
Reflexionó sobre esto durante un instante, y a continuación dijo:
—Crees que puede ser derrotada, ¿verdad?
—Sí, lo creo. Quizá no se la pueda matar, pero sí ponerla a dormir de nuevo.
—¿Tienes alguna idea de cómo?
Encontrando la gotera en la mesa y arreglándola, estuve a punto de decir… pero aquello no tenía sentido.
—Todavía no. Hay más dibujos de Libbit en la otra casa, la que está al sur del Cayo. Nos dirán dónde está Perse y me dirán qué hacer.
—¿Cómo sabes que hay más?
Porque tiene que haberlos, habría contestado, si justo entonces no hubiera sonado la sirena del mediodía. A casi medio kilómetro por la carretera, el puente entre Duma Key y Casey Key (el único enlace septentrional entre nosotros y la costa) se estaba levantando. Conté hasta veinte, diciendo Mississippi entre cada número como cuando era niño. Entonces borré la rueda dentada más grande de mi dibujo. Al hacerlo, tuve la sensación (en el brazo amputado, sí, pero también localizada entre mis ojos, justo por encima del entrecejo) de estar realizando un encantador trabajo de precisión.
—Vale —dije.
—¿Podemos irnos ahora? —preguntó Wireman.
—Todavía no —contesté.
Echó un vistazo al reloj, y luego de vuelta a mí.
—Creí que tenías prisa, amigo. Y teniendo en cuenta lo que vimos aquí anoche, sé que yo sí la tengo. ¿Qué más falta?
—Necesito dibujaros a vosotros dos.
* * *
—Me encantaría que hicieras un retrato mío, Edgar —comentó Jack—, y estoy seguro de que mi madre se quedaría totalmente alucinada, pero creo que Wireman tiene razón. Debemos largarnos ya.
—¿Has estado alguna vez en el extremo sur del Cayo, Jack?
—Eh, no.
De eso había estado casi seguro. Pero mientras arrancaba del cuaderno el dibujo de la maquinaria del puente, miré hacia Wireman. A pesar del plomo con el que ahora mi corazón y mis emociones parecían estar forradas, descubrí que esto era algo que realmente quería saber.
—¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al Heron's Roost original a fisgonear un poco?
—Lo cierto es que no. —Wireman se acercó a la ventana y miró fuera—. El puente sigue levantado; desde aquí puedo ver la hoja occidental recortada contra el cielo. Todo va bien, por el momento.
No iba a dejar que desviara la conversación tan fácilmente.
—¿Por qué no?
—La señorita Eastlake me lo desaconsejó —respondió, sin apartarse de la ventana—. Dijo que el ambiente era malo. El agua del suelo, la flora, incluso el aire. Dijo que la Fuerza Aérea realizó pruebas al sur de Duma durante la Segunda Guerra Mundial y consiguió contaminar ese extremo de la isla, que es probablemente la razón de que la vegetación crezca tan exuberante en algunos sitios. Dijo que el roble venenoso es quizá el peor de América, peor que la sífilis antes de la penicilina, así es como lo expresó. Lleva años eliminar todo el veneno, si te arrimas a él. Parece que se quita, y luego vuelve. Y hay por todas partes. O eso dijo.
Aquello era moderadamente interesante, pero Wireman todavía no había contestado realmente a mi pregunta. Así que la formulé de nuevo.
—También afirmaba que hay serpientes. Me horrorizan las serpientes —confesó, dándose finalmente la vuelta—. Desde que era un crío y, estando de acampada con unos amigos míos, desperté una mañana y descubrí que estaba compartiendo mí saco de dormir con una culebra lechosa. De hecho, había conseguido meterse por debajo de mi ropa interior. Me roció con almizcle. Pensé que la hija de puta me había envenenado. ¿Estás satisfecho?
—Sí —asentí—. ¿Le contaste a ella esa historia antes o después de que ella te hablara de la plaga de serpientes en el extremo sur?
—No lo recuerdo —contestó fríamente, y luego lanzó un suspiro—. Probablemente antes. Veo lo que intentas decirme: ella no quería que me acercara.
Lo has dicho tú, no yo, pensé, pero en cambio lo que respondí fue:
—Me preocupa sobre todo Jack, pero es mejor que no corramos riesgos.
—¿Yo? —Jack parecía sobresaltado—. No tengo nada en contra de las serpientes. Y conozco el aspecto del roble venenoso y de la hiedra venenosa. Fui boy scout.
—Confía en mí —dije, y empecé a bosquejar su retrato. Trabajé rápido, resistiendo el impulso de entrar en detalles… como parecía anhelar una parte de mí. Mientras dibujaba, el primer claxon furioso empezó a sonar desde el otro lado del puente.
—Me parece que el puente se ha vuelto a atascar —comentó Jack.
—Sí —convine, sin levantar la vista del dibujo.
* * *
Dibujé a una velocidad todavía mayor el retrato de Wireman, pero nuevamente tuve que luchar contra el impulso de sumergirme en la obra… porque el trabajo mantenía a raya el dolor y la pena. El trabajo era como una droga. Pero la luz del día era limitada, y mi deseo de volver a encontrarme con Emery no era mayor que el de Wireman. Lo que quería era que esto terminara cuanto antes y que los tres hubiéramos abandonado la isla, lo más lejos posible, para cuando los colores del ocaso empezaran a emerger del Golfo.
—Vale —dije. Había dibujado a Jack en azul y a Wireman en naranja fuego. Ninguno era perfecto, pero creía que ambos bocetos captaban los rasgos esenciales—. Solo queda una cosa más.
—¡Edgar! —gruñó Wireman.
—Nada que necesite dibujar —contesté, y cerré la tapa del cuaderno sobre los dos retratos—. Simplemente sonríe al artista, Wireman. Pero antes, piensa en algo que te haga sentir especialmente bien.
—¿En serio?
—Mortalmente serio.
Frunció el ceño… y después se suavizó. Sonrió. Como siempre, aquel gesto iluminó su rostro por entero y lo convirtió en otro hombre.
Me volví hacia Jack.
—Ahora tú. Y como realmente intuía que él era el más importante de los dos, le observé muy atentamente.
* * *
No teníamos un vehículo con tracción a las cuatro ruedas, pero el viejo Mercedes sedán de Elizabeth parecía un sustituto razonable; había sido construido como un tanque. Fuimos a El Palacio en el coche de Jack, que aparcó justo al otro lado de la verja. Jack y yo movimos las provisiones al SEL 500. La tarea de Wireman consistió en ir a por la cesta de picnic.
—Ya que vas dentro, coge unas cuantas cosas más, si puedes —le dije—. Repelente de insectos, y una linterna que sea potente. ¿Tienes alguna?
Asintió con la cabeza.
—En el cobertizo del jardín hay una que funciona con ocho pilas. Es un reflector.
—Bien. ¿Wireman?
Me obsequió con una expresión de «y-ahora-qué», la clase de gesto de exasperación que haces sobre todo con las cejas, pero no dijo nada.
—¿La pistola de arpones?
—Sí, señor—respondió, sonriendo abiertamente—. Para fijaciono.
Wireman se fue, y entretanto esperé apoyado contra el Mercedes, observando la pista de tenis. La puerta en el extremo más alejado había quedado abierta. La garza semidomesticada de Elizabeth se hallaba dentro, junto a la red. Me miraba con acusadores ojos azules.
—¿Edgar? —Jack me tocó en el hombro—. ¿Todo bien?
No me encontraba bien, y no volvería a encontrarme bien en una larga temporada. Pero…
Puedo hacerlo, pensé. Tengo que hacer esto. Ella no conseguirá vencer. '
—Perfectamente.
—No me gusta verte tan pálido. Tienes el mismo aspecto que cuando llegaste aquí. —La voz de Jack se quebró al pronunciar el último par de palabras.
—Estoy bien —repetí, y le cogí brevemente por la nuca.
Me di cuenta de que, aparte de estrechar su mano, era probablemente la única vez que le había tocado.
Wireman salió agarrando con firmeza las asas de la cesta de picnic con las dos manos. Llevaba tres gorras de visera larga encasquetadas en la cabeza. La pistola de arpones de John Eastlake estaba encajada bajo el brazo.
—La linterna está en la cesta —informó—. Ídem el repelente, Deep Woods Off, y tres pares de guantes de jardín que encontré en el cobertizo.
—Brillante —dije.
—Sí. Pero es la una menos cuarto, Edgar. Si vamos a hacerlo, ¿podemos por favor irnos ya?
Miré a la garza en la pista de tenis. Se erguía junto a la red, tan inmóvil como la manecilla de un reloj roto, y me devolvía la mirada despiadadamente. Eso estaba bien; este es, en su mayor parte, un mundo despiadado.
—Sí —respondí—. Vámonos.
* * *
En este punto ya tenía memoria. No funcionaba en perfectas condiciones, y a día de hoy a veces confundo nombres y el orden en que sucedieron ciertas cosas, pero cada uno de los momentos de nuestra expedición a la casa en el extremo sur de Duma Key permanecen diáfanos en mi mente, como la primera película que me asombró o la primera pintura que me dejó sin aliento (Tormenta de granizo, de Thomas Hart Benton). Pero al principio me sentía frío, divorciado de todo, como un mecenas ligeramente hastiado contemplando un cuadro en un museo de segunda categoría. No fue hasta que Jack encontró la muñeca en la ascendente escalera a ninguna parte cuando empecé a comprender que yo me hallaba dentro del cuadro en lugar de estar solo mirándolo. Y que no había vuelta atrás para ninguno de nosotros a menos que pudiéramos detenerla. Sabía que era fuerte; si podía recorrer toda la distancia hasta Omaha y Minneapolis para conseguir lo que quería, y después llegar hasta Providence para mantenerlo, por supuesto que era fuerte. Y aun así la subestimé. Hasta que no estuvimos realmente en aquella casa en el extremo sur de Duma Key, no comprendí lo poderosa que Perse era.
* * *
Quise que condujera Jack, y que Wireman se sentara atrás. Cuando este preguntó por qué, contesté que tenía mis razones, y pensé que estas resultarían evidentes en un corto espacio de tiempo.
—Y si me equivoco —agregué—, nadie se alegrará más que yo.
Jack dio marcha atrás hasta la carretera y giró hacia el sur. Más por curiosidad que por otra cosa, encendí la radio y fui recompensado con Billy Ray Cyrus, cantando a voz en cuello sobre su dolorido y roto corazón. Jack refunfuñó y alargó la mano, probablemente con intención de sintonizar The Bone. Antes de lograrlo, Billy Ray fue engullido por un estallido de interferencias ensordecedoras.
—¡Jesús, apágalo! —se desgañitó Wireman.
Pero primero bajé el volumen, aunque reducirlo no supuso diferencia alguna. Si acaso, las interferencias de electricidad estática sonaron más altas. Notaba cómo hacían repiquetear los empastes de mis dientes, y apreté el botón de OFF antes de que mis tímpanos comenzaran a sangrar.
—¿Qué fue eso? —preguntó Jack.
Había detenido el coche, y tenía los ojos abiertos como platos.
—Llámalo medio ambiente nocivo, no veo por qué no —contesté—. Un pequeño fósil de aquellas pruebas de las Fuerzas Aéreas de hace sesenta años.
—Muy divertido —rezongó Wireman.
—Quiero probar otra vez —dijo Jack, mirando la radio.
—Adelante, estás invitado —le dije, y me puse la mano en la oreja izquierda.
Jack apretó el botón de encendido. En esta ocasión, los rugidos que brotaron de los cuatro altavoces del Mercedes sonaron tan fuertes como el reactor de un caza. Las interferencias de estática me atravesaron la cabeza, incluso con la mano sobre la oreja. Tuve la impresión de que Wireman vociferaba, pero me era imposible asegurarlo.
Jack volvió a apretar el botón de encendido y suprimió la infernal ventisca de ruido.
—Creo que deberíamos pasar de la música —sugirió.
—¿Wireman? ¿Todo bien? —Mi voz parecía proceder de muy lejos, a través de un estacionario zumbido sordo.
—Como bailando rock'n'roll —respondió.
* * *
Es posible que Jack consiguiera llegar más allá del punto donde Ilse enfermó; quizá no. Era difícil decirlo con la vegetación tan crecida. La carretera se estrechó hasta una simple franja, cuya superficie se retorcía y combaba por las raíces que corrían bajo ella. El follaje se había entrelazado por encima de nosotros, tapando la mayor parte del cielo. Era como atravesar un túnel viviente. Las ventanas estaban subidas, pero aun así, el coche rezumaba del verde y fecundo olor de la jungla.
Jack puso a prueba los amortiguadores del viejo Mercedes en un bache particularmente atroz, y los bajos golpearon con violencia contra una joroba en el pavimento al otro lado del hoyo. Pegó un frenazo y puso la transmisión en punto muerto.
—Lo siento —farfulló. Le temblaba la boca y sus ojos eran demasiado grandes—. Estoy…
Conocía a la perfección cuál era su estado.
Jack abrió con torpeza la portezuela, se inclinó hacia fuera, y vomitó. Había creído que el olor de la jungla (eso es lo que era a un kilómetro y medio de El Palacio) era fuerte en el interior del coche, pero lo que penetró por la puerta abierta fue diez veces más embriagador, espeso, verdoso y ferozmente vivo. Empero, no oí ni un solo pájaro cantando en el tupido follaje. El único sonido era el de Jack perdiendo su desayuno.
Luego le tocó el turno a su almuerzo. Finalmente, se derrumbó de nuevo sobre el asiento. ¿Y ahora seguiría pensando que yo parecía un pinzón de las nieves? Eso era en cierta forma divertido, porque esa tarde de mediados de abril, Jack Cantori estaba tan blanco como un mes de marzo en Minnesota. En lugar de veintiuno, aparentaba unos cuarenta y cinco enfermizos años. «Debió de ser la ensalada de atún», había supuesto Ilse, pero el atún no fue la causa. Algo procedente del mar, de acuerdo, pero no el atún.
—Lo siento —repitió—. No sé lo que me pasa. Imagino que el olor, ese olor podrido a jungla…
El pecho se movió con una sacudida, emitió un profundo sonido gutural, y se inclinó hacia afuera otra vez. En esta ocasión perdió su agarre al volante, y si no le hubiera cogido por el cuello de su camiseta y tirado de él hacia dentro, habría caído de cara sobre su propio vómito.
Se reclinó hacia atrás, con los ojos cerrados, la cara empapada en sudor y jadeando aceleradamente.
—Mejor será que le llevemos de vuelta a El Palacio —dijo Wireman—. No me gusta perder el tiempo… demonios, no me gusta perderle a él, pero esta mierda no va bien.
—En lo que a Perse se refiere, todo va perfectamente bien —aseguré. Ahora la pierna mala me picaba casi tanto como el brazo. Era como electricidad—. Es su pequeño cinturón venenoso. ¿Qué hay de ti, Wireman? ¿Cómo están tus tripas?
—Bien, pero mi ojo malo… el que solía ser el malo… me pica como un cabrón, y tengo una especie de zumbido en la cabeza. Seguro que por la maldita radio.
—No es la radio. Y la razón de que le esté afectando a Jack y no a nosotros es porque estamos… bueno, digamos que inmunizados. Es algo irónico, ¿no?
Detrás del volante, Jack gimió.
—¿Qué puedes hacer por él, muchacho?¿Algo?
—Creo que sí. Espero que sí.
Aguantaba los blocs sobre mi regazo, y los lápices y las gomas de borrar en una riñonera. Abrí el cuaderno por la página del retrato de Jack y rebusqué hasta encontrar una de las gomas. Eliminé su boca y los arcos inferiores de sus ojos de esquina a esquina. La picazón en mi brazo era más fiera que nunca, y entonces supe, sin duda alguna, que mi plan funcionaría. Evoqué el recuerdo de la sonrisa de Jack en la cocina, la que le pedí que me dedicara mientras pensaba en algo particularmente bueno, y la dibujé a toda prisa con el lápiz Azul Medianoche. No me llevó más de treinta segundos (los ojos eran la clave, en realidad; cuando se trata de una sonrisa, siempre lo son), pero aquellos pocos trazos cambiaron por completo la noción del rostro de Jack.
Y obtuve algo que no había esperado. Mientras dibujaba, le vi besando a una chica en biquini. No, fue algo más que verlo. Sentí la suave piel de ella, incluso unos pocos granos de arena acurrucados en el hueco inferior de su espalda. Olí su champú y saboreé un tenue fantasma de sal en sus labios. Supe que su nombre era Caitlin, y que él la llamaba Kate.
Volví a guardar el lápiz en la riñonera y cerré la cremallera.
—¿Jack? —inquirí con calma. Tenía los ojos cerrados y el sudor seguía bañándole las mejillas y la frente, pero me dio la impresión de que su respiración se había ralentizado—. ¿Cómo te encuentras ahora? ¿Algo mejor?
—Sí—contestó, sin abrir los ojos—. ¿Qué has hecho?
—Bueno, mientras quede entre nosotros tres, podríamos perfectamente llamarlo como lo que es: magia. Un pequeño contra hechizo que lancé sobre ti.
Wireman pasó la mano por encima de mi hombro, cogió el cuaderno, estudió el retrato y asintió con la cabeza.
—Estoy empezando a pensar que Perse debería haberte dejado en paz, muchacho.
A lo que contesté:
—Fue a mi hija. Debería haber dejado en paz a mi hija.
* * *
Nos quedamos parados en el mismo sitio cinco minutos más, para permitir que Jack recuperara de nuevo el aliento. Finalmente aseguró que se sentía capaz de continuar. El color había regresado a su cara. Me pregunté si nos habríamos metido en los mismos problemas si hubiéramos bordeado la isla por el mar.
—Wireman, ¿has visto alguna vez un bote de pesca anclado frente al extremo sur del Cayo?
Lo meditó durante un instante.
—¿Sabes? Nunca. Habitualmente se quedan en el lado del estrecho junto a la isla de Don Pedro. Es raro, ¿no?
—No es raro, es la hostia de siniestro —comentó Jack—. Como esta carretera.
Había quedado reducida a poco más que una franja por la que el Mercedes rodaba lenta y pesadamente. Uvas de playa y ramas de baniano arañaban los laterales del coche, produciendo un infernal sonido pedregoso. La carretera, combada hacia arriba a causa de los túneles abiertos por las raíces, continuaba virando tierra adentro, y ahora también había empezado a ascender.
Avanzábamos despacio, devorando con lentitud un kilómetro tras otro, con las ramas y las hojas abofeteando y aporreando el vehículo. Seguía esperando que la carretera se desmoronara completamente, pero el espeso follaje entrelazado la había protegido de los elementos hasta cierto punto, y no llegó a venirse abajo del todo. Los banianos dieron paso a un opresivo bosque de pimenteros brasileños, y allí divisamos el primer rastro de vida salvaje: un enorme lince rojo que se detuvo por un momento en los escombros de la carretera, siseando en nuestra dirección con las orejas echadas hacia atrás, y que a continuación se internó entre la maleza. Un poco más adelante, una docena de gordas orugas negras cayeron sobre el parabrisas y reventaron, esparciendo sobre el cristal sus entrañas pegajosas, contra las que poco pudieron hacer el agua y las escobillas de los limpiaparabrisas; lo único que consiguieron fue extender los restos, de tal forma que mirar a su través fue como mirar a través de un ojo con cataratas.
Le dije a Jack que parase. Me apeé del coche, abrí el maletero y encontré un pequeño suministro de trapos impolutos. Usé uno para limpiar el parabrisas, teniendo cuidado de ponerme uno de los pares de guantes que Wireman había encontrado (ya llevaba puesto el sombrero). Pero hasta donde podía decir, solo eran orugas; asquerosas, pero no sobrenaturales.
—No está mal —comentó Jack a través de la ventanilla abierta del conductor—. Ahora abriré la capota para que puedas comprobar… —Calló de repente, con la mirada fija en algún punto a mi espalda.
Me di media vuelta. La carretera había quedado reducida a poco más que una senda, obstruida por viejos trozos de asfalto y mechones de wedelia. Unos treinta metros más arriba, la cruzaban en fila india cinco ranas del tamaño de cachorros cocker spaniel. Las tres primeras eran de un brillante color verde sólido que raramente se da en la naturaleza, si acaso lo hace alguna vez; la cuarta era azul; la quinta tenía un color naranja desteñido que una vez pudo haber sido rojo. Sonreían, pero sus sonrisas poseían algo con aspecto petrificado y fatigado. Avanzaban con saltitos lentos, como si tuvieran las ancas destrozadas. Al igual que el lince, alcanzaron la maleza y desaparecieron en ella.
—Pero ¿qué coño era eso? —preguntó Jack.
—Fantasmas. Vestigios de la poderosa imaginación de una niña pequeña. Y no durarán mucho más, a tenor de su aspecto —respondí, y volví a subir al coche—. Vamos, Jack. Sigue conduciendo mientras aún sea posible.
Otra vez empezó a moverse lentamente. Le pregunté a Wireman qué hora era.
—Las dos pasadas.
Fuimos capaces de llegar con el coche hasta la misma entrada del primer Heron's Roost. Nunca habría apostado por ello, pero lo conseguimos. El follaje se cerró una última vez (banianos y maleza asfixiados con grises barbas de musgo español), pero Jack lo embistió con el Mercedes y de repente la maraña de vegetación quedó atrás. Aquí los elementos habían hecho estragos en el alquitrán, y el final de la carretera era solo un recuerdo con marcas de rodadas, pero estaba lo suficientemente bien como para que el Mercedes cogiera velocidad y ascendiera dando tumbos por una larga pendiente hasta dos columnas de piedra. Una gran cerca de setos rebeldes, que fácilmente mediría unos seis metros de altura y Dios sabía cuánto de ancho, se perdía de vista a cada lado de las columnas; había empezado a extender unos dedos verdes y gruesos colina abajo, hacia la jungla. Una verja de hierro se erguía oxidada y medio abierta, pero dudaba que el Mercedes pudiera entrar por allí.
Este último tramo de carretera estaba flanqueado a ambos lados por centenarios pinos australianos de una altura imponente. Busqué pájaros volando cabeza, abajo yno divisé ninguno. Para el caso, tampoco vi ninguno de la variedad normal cabeza arriba, aunque ahora oía el tenue zumbido de los insectos.
Jack se detuvo frente a la puerta y nos miró como disculpándose.
—Esta vieja monada no va a caber por ahí.
Nos apeamos del coche. Wireman se paró a mirar las antiguas placas con liquen incrustado que estaban fijadas a las columnas. La de la izquierda rezaba HˆROfTS HOOST. La de la derecha decía ˆASTLAKˆ, pero debajo había grabado algo más, como rascado con la punta de un cuchillo. En otro tiempo quizá fue difícil de leer, pero el liquen que crecía de los pequeños cortes abiertos en el metal resaltaba la frase: Abyssus abyssum invocat.
—¿Alguna idea de lo que significa? —le pregunté a Wireman.
—Pues la verdad es que sí. Es una advertencia que a menudo se da a los abogados recién licenciados. La traducción libre es «Un paso en falso conduce a otro». La traducción literal es «El Infierno invoca al Infierno». —Me miró sombríamente y a continuación volvió la vista al mensaje bajo el nombre de la familia—. Se me ocurre que este podría haber sido el veredicto final de John Eastlake antes de abandonar esta versión de Heron's Roost para siempre.
Jack alargó la mano para tocar el lema grabado de forma irregular, pero pareció pensarlo mejor. Wireman lo hizo por él.
—El veredicto, caballeros… y expresado en el propio idioma de la ley. Vamos. El sol se pone a las 19.15, minuto arriba o abajo, y la luz del día es algo efímero. Nos turnaremos con la cesta de picnic. La puta pesa mucho.
* * *
Pero antes de ir a ningún sitio, nos detuvimos una vez atravesada la puerta para contemplar detenidamente el primer hogar de Elizabeth en Duma Key. Mi reacción inmediata fue de consternación. En el fondo de mi mente había tejido un hilo argumental claro: entraríamos en la casa, subiríamos las escaleras y encontraríamos lo que había sido el dormitorio de Elizabeth en aquellos lejanos días cuando se la conocía como Libbit. Entonces mi brazo amputado, a veces conocido como el Divino Zahori Psíquico de Edgar Freemantle, me guiaría hasta un baúl abandonado (o quizá solo una humilde caja). En el interior habría más dibujos, los dibujos perdidos, los que me revelarían dónde estaba Perse y resolverían la adivinanza de la mesa que goteaba. Todo ello antes de la puesta de sol.
Un bonito cuento, y que solo tenía un problema: la parte alta de Heron's Roost ya no existía. La casa se alzaba sobre una loma desprotegida, y los pisos superiores habían sido completamente derruidos por alguna tormenta tiempo atrás. La planta baja todavía seguía en pie, pero se hallaba sepultada en enredaderas de color verde grisáceo, las cuales también trepaban por las columnas de la fachada. Musgo español colgaba de los aleros, convirtiendo la veranda en una caverna. La casa estaba rodeada por un anillo de tejas anaranjadas hechas añicos, siendo todo lo que quedaba del tejado. Asomaban como dientes de gigante del pantanal de hierbajos que había reemplazado al césped. Los últimos veinte metros de la avenida de entrada se encontraban enterrados en ficus estrangulador, igual que la pista de tenis y lo que una vez pudo haber sido una casita de juegos infantil. Más enredaderas trepaban por los lados del alargado edificio anexo semejante a un granero, construido detrás de la pista, y escarbaban entre los restos de las tejas de madera de la casita.
—¿Qué es eso? —preguntó Jack, señalando entre la pista de tenis y la casa principal.
Había un alargado rectángulo de sopa de un maléfico color negro fermentando bajo el sol de la tarde. El zumbido de los insectos, en su mayor parte, parecía provenir de aquella dirección.
—¿Ahora? Lo llamaría una fosa de alquitrán —dijo Wireman—. Allá por los Locos Años Veinte, supongo que la familia Eastlake lo llamaba su piscina.
—Imagínate darte un chapuzón en eso —comentó Jack, y se estremeció.
La piscina estaba rodeada de sauces. Detrás había otra espesa plantación de pimenteros brasileños y…
—Wireman, ¿eso son bananeros? —pregunté.
—Aja. Y probablemente están llenos de serpientes, puf. Mira hacia el oeste, Edgar.
En el lado del Golfo de Heron's Roost, la maraña de hierbas, vides, y plantas trepadoras que en algún momento había sido el jardín de John Eastlake daba paso a las matas de gramíneas araña. La brisa era buena, y la vista aún mejor, haciendo que me diera cuenta de que lo único que rara vez encontrabas en Florida era un lugar elevado. Aquí estábamos a la suficiente altitud como para dar la impresión de que el golfo de México se extendía a nuestros pies. La isla de Don Pedro quedaba a nuestra izquierda, y Casey Key flotaba ensoñadoramente en una bruma gris y azul a nuestra derecha.
—El puente sigue levantado —observó Jack, con voz divertida—. Esta vez están teniendo problemas de verdad.
—Wireman —dije—. Mira hacia allá, al final de aquel sendero antiguo. ¿Ves allí?
Siguió la dirección que señalaba mi dedo.
—¿El afloramiento de roca? Sí, claro que lo veo. No es coral, creo, aunque tendría que acercarme más para estar seguro… ¿Qué pasa con eso?
—Deja de jugar a ser geólogo por un minuto y simplemente mira. ¿Qué ves?
Miró. Ambos lo hicieron, y fue Jack quien lo distinguió primero.
—¿Un perfil? —aventuró, y a continuación lo repitió, ahora sin vacilación—. Un perfil.
Asentí con la cabeza.
—Desde aquí solo se ve la frente, la hendidura de la cuenca del ojo y la parte superior de la nariz, pero apuesto a que distinguiríamos también una boca si estuviéramos en la playa. O lo que pasaría por una boca. Esa es la Roca de la Bruja. Y la playa de la Sombra está justo debajo, apostaría cualquier cosa. Desde donde John Eastlake salía de expedición a la caza del tesoro.
—Y donde las gemelas se ahogaron —agregó Wireman—. Ese es el sendero por el que caminaron hasta allí. Solo…
Guardó silencio. La brisa nos tiraba del pelo mientras observábamos el sendero, todavía visible después de todos aquellos años. Unos pies pequeños descendiendo por él para ir a nadar no habían creado eso. Una vereda entre Heron's Roost y la playa de la Sombra habría desaparecido en cinco años, o quizá en solo dos.
—Eso no es un sendero —señaló Jack, leyéndome la mente—. Eso antes era una carretera. Sin pavimentar, pero da igual, era una carretera. ¿Por qué querría alguien una carretera entre su casa y la playa, cuando no puede estar a más de diez minutos andando?
—No lo sé —contestó Wireman, meneando la cabeza.
—¿Edgar?
—Ni idea.
—Quizá encontró más cosas en el fondo que unas cuantas baratijas —aventuró Jack.
—Quizá, pero…
Capté un movimiento con el rabillo del ojo, algo oscuro, y me giré hacia la casa. No vi nada.
—¿Qué pasa? —preguntó Wireman.
—Nervios, probablemente —contesté.
La brisa, que nos había llegado desde el Golfo, cambió ligeramente de dirección y en su lugar empezó a soplar desde el sur. Traía consigo un hedor a putrefacción.
Jack retrocedió e hizo una mueca de asco.
—¿Qué coño es eso?
—Me atrevería a afirmar que es el perfume de la piscina —conjeturó Wireman—. Jack, me encanta el olor del fango por la mañana.
—Sí, pero ya es por la tarde.
Wireman le brindó una mirada irónica y se giró hacia mí.
—¿Qué opinas, muchacho? ¿Continuamos adelante?
Hice un rápido inventario. Wireman tenía la cesta roja; Jack tenía la bolsa que contenía la comida; yo tenía mis utensilios de pintura. No estaba seguro de cuál sería nuestro plan de acción si el resto de los dibujos de Elizabeth habían volado en la tormenta que derruyó el tejado de esa ruina que se erigía justo delante de nosotros (o si no existían más pinturas), pero ya que habíamos llegado tan lejos, debíamos hacer algo. Ilse insistía en ello, desde mis huesos y desde mi corazón.
—Sí —asentí—. Continuamos adelante.
* * *
Habíamos alcanzado el punto del camino de entrada donde el ficus estrangulador crecía desmesuradamente cuando vi a esa cosa negra atravesar parpadeando la maraña de hierbajos a la derecha de la casa. Esta vez Jack también lo vio.
—Hay alguien ahí —señaló.
—No veo a nadie —dijo Wireman. Depositó la cesta en el suelo y se pasó el brazo por la frente para limpiarse el sudor—. Cambia conmigo un rato, Jack. Tú coges la cesta y yo llevaré la comida. Eres joven y fuerte. Wireman está viejo y consumido. Morirá pront… ¡Hostiaputa! ¿Qué es eso?
Se alejó de la cesta trastabillando hacia atrás y habría caído si no le llego a atrapar por la cintura. Jack soltó un grito de sorpresa y terror.
El hombre irrumpió de la vegetación justo delante a nuestra izquierda. No había forma de que pudiera estar allí (Jack y yo le habíamos visto fugazmente a cincuenta metros de distancia tan solo unos segundos antes), pero lo estaba. Era un hombre negro, pero no un ser humano. Nunca le confundimos con un verdadero ser humano. Principalmente porque pasó por delante de nosotros sin mover las piernas, ladeadas y cubiertas con unos bombachos azules. Ni tampoco agitó la espesa maraña de ficus estrangulador que brotaba a su alrededor. Pero sus labios exhibían la mueca de una sonrisa, y sus ojos giraban con jovial malevolencia. Llevaba una gorra con visera y un botón en la parte superior, y eso era, de algún modo, lo peor.
Pensé que si tenía que mirar esa gorra durante mucho tiempo, me volvería loco.
La cosa desapareció entre la hierba a nuestra derecha, un hombre negro con bombachos azules, de aproximadamente metro sesenta y cinco. La hierba no tenía una altura superior a metro y medio, y un simple cálculo indicaba que no había manera de que desapareciera en su interior, pero lo hizo.
Un momento después, él (eso) se hallaba en el porche, sonriéndonos abiertamente como si fuera el Viejo Criado de la Familia, y entonces, sin pausa alguna, él (eso) se encontró al pie de los escalones, y acto seguido se lanzó una vez más como una flecha hacia los hierbajos, sin dejar de sonreímos en ningún momento.
Sonriéndonos bajo su gorra.
Su gorra era ROJA.
Jack dio media vuelta dispuesto a huir. No había nada en su rostro salvo pánico, balbuceante y sin sentido. Solté a Wireman, y si este hubiera decidido también huir, creo que ese habría supuesto el fin de nuestra expedición; yo solo tenía un brazo, después de todo, y no podría contener a los dos. No podría contener a ninguno de ellos, si realmente pretendían poner pies en polvorosa.
Aterrorizado como estaba, nunca llegué a plantearme el echar a correr. Y Wireman, Dios le bendiga, se mantuvo firme, mirando con la boca abierta al hombre negro aparecer a continuación en el bosquecillo de bananeros entre la piscina y el edificio anexo.
Cogí a Jack por el cinturón y tiré de él hacia atrás. No pude abofetearle en la cara (no tenía mano con la que hacerlo), así que me conformé con gritarle.
—¡No es real! ¡Es su pesadilla!
—¿Su… pesadilla?
Algo semejante a la comprensión despuntó en los ojos de Jack. O quizá,solo un poco de consciencia. Me conformaría con eso.
—Su pesadilla, su hombre del saco, lo que le daba miedo cuando se apagaban las luces —dije—. Es solo otro fantasma, Jack.
—¿Cómo lo sabes?
—Ante todo, parpadea como una película antigua —apuntó Wireman—. Míralo.
El hombre negro desapareció, luego volvió a estar ahí, esta vez frente a la escalerilla con herrumbre incrustada por la que se subía al trampolín. Nos dirigió la mueca de una sonrisa bajo su gorra roja. Su camisa, noté, era tan azul como sus bombachos. Se deslizaba de un lugar a otro con sus piernas inmóviles siempre ladeadas en la misma posición, como una figura en una galería de tiro. Desapareció de nuevo, y entonces apareció en el porche. Un momento después se hallaba en la avenida de entrada, casi directamente frente a nosotros. Mirarlo me provocaba dolor de cabeza, y todavía me asustaba… pero solo porque a ella le había asustado. A Libbit.
La siguiente vez que se mostró, estaba en el sendero de doble surco que descendía a la playa de la Sombra, y en esta ocasión pudimos ver el Golfo brillando a través de su blusa y sus bombachos. Desapareció de la vista con un parpadeo, y Wireman se echó a reír histéricamente.
—¿Qué? —preguntó Jack girándose hacia él. Casi encima de él—. ¿Qué?
—¡Es una puta estatua de jardín! —exclamó Wireman, riendo más fuerte que nunca—. ¡Uno de esos jinetes negros que ahora son tan políticamente incorrectos, exagerado hasta tres o quizá cuatro veces su tamaño normal! ¡El hombre del saco de Elizabeth era un jockey de jardín!
Trató de decir algo más, pero no pudo. Se inclinó hacia delante, riendo tan fuerte que tuvo que apoyar las manos sobre las rodillas. Vi dónde estaba la gracia, pero no la compartía… y no solo porque mi hija estuviera muerta en Rhode Island. Wireman únicamente se reía ahora porque al principio había estado tan asustado como Jack y como yo, tan asustado como debió de haberlo estado Libbit. ¿Y por qué se había asustado ella? Porque alguien, muy posiblemente por accidente, le había metido la idea equivocada en su imaginativa cabecita. Apostaba por Nana Melda, y por, quizá, un cuento para dormir cuya intención era tranquilizar a una chiquilla que todavía seguía quejosa por su lesión en la cabeza. Que quizá hasta fuera insomne. Solo que este cuento para dormir terminó alojándose en el lugar equivocado. Y le crecieron PIÑOS.
Míster Bombachos Azules tampoco era como las ranas que habíamos visto en la carretera. Aquellas pertenecían todas a Elizabeth, y no había nada malévolo en ellas. El jockey de jardín, sin embargo… puede que originalmente surgiera de la maltrecha cabeza de Libbit, pero tenía la intuición de que Perse se lo había apropiado para sus propios fines mucho tiempo atrás. Si alguien se aproximaba tanto al primer hogar de Elizabeth, allí estaba eso, totalmente preparado para espantar al intruso. Que terminaría alojado en el manicomio más cercano, quizá.
Lo que significaba que aquí podría haber algo que encontrar, después de todo.
Jack miraba nerviosamente hacia donde el sendero hundido (que en realidad parecía lo bastante grande como para que cupiera un carruaje, o incluso una carreta, mucho tiempo atrás) desaparecía de la vista.
—¿Volverá?
—Qué más da, muchacho —dijo Wireman—. No es real. Esa cesta de picnic, por otro lado, necesita ser transportada. ¡Vamos, huskies, adelante!
—Solo con mirarlo sentía que iba a perder la cabeza —comentó Jack—. ¿Lo entiendes, Edgar?
—Naturalmente. Libbit tenía una imaginación muy poderosa, en aquellos días.
—¿Qué le pasó, entonces?
—Olvidó cómo usarla.
—Jesús —murmuró Jack—. Eso es horrible.
—Sí. Y creo que olvidar de esa forma es fácil. Lo que es todavía más horrible.
Jack se agachó, levantó la cesta y miró a Wireman.
—¿Qué hay aquí dentro? ¿Lingotes de oro?
Wireman cogió la bolsa de comida y sonrió con serenidad.
—Metí unos cuantos extras.
Nos abrimos paso entre la vegetación de la avenida, con ojo avizor por si aparecía el jockey. No regresó. En lo alto de los escalones del porche, Jack depositó la cesta de picnic en el suelo con un pequeño suspiro de alivio. Desde detrás de nosotros llegó una ráfaga de aire y el aleteo de unas alas.
Nos giramos y vimos una garza posada en la avenida. Podía haber sido la misma que me había juzgado con ojos fríos desde la pista de tenis de El Palacio. Ciertamente la mirada era la misma: azul, aguda y sin pizca de compasión.
—¿Es real? —preguntó Wireman—. ¿Qué opinas, Edgar?
—Es real —confirmé.
—¿Cómo lo sabes?
Podría haber señalado que la garza proyectaba sombra, pero, hasta donde sabía, el jockey también; había estado demasiado ensimismado para notarlo.
—Simplemente lo sé. Venga, entremos. Y no os molestéis en llamar a la puerta. Esto no es una visita social.
* * *
—Bueno, puede que tengamos un problema —anunció Jack.
La veranda estaba profundamente ensombrecida por las marañas suspendidas de musgo español, pero una vez que nuestros ojos se adaptaron a la penumbra pudimos ver una gruesa y oxidada cadena ceñida a la puerta doble. De ella colgaban no uno, sino dos candados. La cadena había sido pasada a través de unos ganchos en cada una de las jambas.
Wireman dio un paso adelante para examinarla más de cerca.
—¿Sabéis lo que pienso? Es posible que Jack y yo seamos capaces de arrancar uno de estos ganchos, si no los dos. Han visto días mejores.
—Años mejores —matizó Jack.
—Quizá —dije yo—, pero las puertas seguramente están cerradas con llave, y si empezáis a sacudir cadenas y a reventar ganchos, vais a molestar a los vecinos.
—¿Vecinos? —preguntó Wireman.
Apunté directamente encima de nosotros. Wireman y Jack siguieron mi dedo y vieron lo que yo ya había visto: una gran colonia de murciélagos marrones durmiendo en lo que parecía una vasta nube de telarañas flotantes. Miré hacia abajo y vi que el porche no estaba simplemente cubierto de guano, sino que este formaba casi una coraza. Hizo que me alegrara mucho de llevar un sombrero.
Cuando alcé la mirada de nuevo, Jack Cantori estaba al pie de los escalones.
—Ni de coña, tíos —dijo—. Llamadme gallina, llamadme mariquita, llamadme lo que os dé la gana, pero no voy a entrar ahí. A Wireman le asustan las serpientes. A mí los murciélagos. Una vez…
Dio la impresión de que tenía más que decir, quizá mucho, pero que no sabía cómo expresarlo. En su lugar, retrocedió otro paso. Tuve un momento para contemplar la excentricidad del miedo: lo que el extraño jockey no fue capaz de conseguir (estuvo cerca, pero eso solo cuenta en el juego de la herradura), una colonia de durmientes murciélagos marrones lo había logrado. Con Jack, al menos.
—Pueden contagiar la rabia, muchacho. ¿Sabías eso?
Asentí con la cabeza.
—Creo que deberíamos buscar la entrada de servicio.
* * *
Nos abrimos camino lentamente bordeando la casa. Jack iba en cabeza y cargaba con la cesta de picnic roja. Su camiseta se había oscurecido por el sudor, pero él ya no mostraba la más mínima señal de náuseas. Debería, probablemente todos nosotros deberíamos haberlas sentido. El hedor de la piscina era casi asfixiante. La hierba, que nos llegaba hasta los muslos, susurraba con el roce de nuestros pantalones; rígidos tallos de péndula se nos clavaban en los tobillos. Había ventanas, pero a menos que Jack quisiera probar a subirse a hombros de Wireman, estaban todas demasiado altas.
—¿Qué hora es? —resopló Jack.
—Hora de que te muevas un poco más rápido, mi amigo —contestó Wireman—. ¿Quieres que te releve con esa cesta?
—Sí, seguro —dijo Jack, y por primera vez desde que le conocí parecía estar perdiendo de veras los estribos—. Entonces podrás sufrir un infarto y así el jefe y yo tendremos la oportunidad de probar nuestra técnica RCP.
—¿Estás sugiriendo que no estoy en forma?
—En forma sí, pero calculo que te sobran veinticinco kilos para salir de la zona de riesgo cardíaco.
—Dejadlo ya —les exhorté—. Los dos.
—Suéltalo, hijo —dijo Wireman—. Suelta ese cesto de puta madre, que yo lo llevaré el resto del camino.
—No. Olvídalo.
Algo negro se movió por el rabillo del ojo, y a punto estuve de no mirar. Creí que sería otra vez el jockey de jardín, revoloteando en esta ocasión al lado de la piscina. O arrastrándose sobre su apestosa superficie plagada de bichos. Gracias a Dios que decidí cerciorarme.
Wireman, mientras tanto, fulminaba a Jack con la mirada. Su hombría había sido puesta en entredicho.
—Quiero relevarte.
Un trozo de la turgente repugnancia de la piscina había cobrado vida. Se despegó de la negrura y cayó sobre el borde de cemento agrietado y sembrado de hierbajos, salpicando porquería en un asqueroso estallido.
—No, Wireman, la tengo yo.
Un trozo de repugnancia con ojos.
—Jack, te lo digo por última vez.
Entonces vi la cola, y comprendí qué era lo que estaba mirando.
—Y yo te digo…
—Wireman —llamé, y le agarré por el hombro.
—No, Edgar, puedo hacerlo.
«Puedo hacerlo.» De qué manera repicaron aquellas palabras en mi cabeza. Me obligué a mí mismo a hablar con lentitud, en voz alta y enérgica.
—Wireman, cállate. Hay un aligátor. Acaba de salir de la piscina.
A Wireman le aterraban las serpientes, a Jack los murciélagos. No tenía ni idea de que a mí me aterraran los caimanes hasta que vi cómo aquel pedazo de oscuridad prehistórica se distanciaba del guiso en descomposición que era la vieja piscina y venía a por nosotros, primero atravesando el cemento cubierto de hierba (al tierno que barría de un coletazo la última silla de jardín superviviente), y luego deslizándose entre los hierbajos y las enredaderas suspendidas de los pimenteros cercanos. Capté un destello de su arrugado hocico cuando un ojo negro se cerró con fuerza en lo que podría haber sido un guiño, y entonces solo quedó su lomo chorreante asomando aquí y allá entre la trémula vegetación, como un submarino sumergido tres cuartas partes. Venía a por nosotros y, después de avisar a Wireman, fui incapaz de hacer nada más. Algo gris me emborronó la visión. Me dejé caer hacia tras contra los tableros viejos y alabeados de Heron's Roost. Estaban calientes. Me apoyé allí y esperé a ser devorado por el horror de cuatro metros de longitud que habitaba la vieja piscina de John Eastlake.
Wireman no vaciló en ningún momento. Le arrebató a Jack la cesta roja de las manos, la dejó en el suelo, y se arrodilló junto a ella, levantando una de las tapas mientras lo hacía. Metió la mano y sacó la pistola más grande que yo jamás hubiera visto fuera de una película. Wireman la empuñó con ambas manos, con una rodilla apoyada en el suelo entre la hierba alta y con la cesta de picnic abierta frente a él. Tenía un buen ángulo de visión de su rostro, y pensé entonces, y todavía lo pienso ahora, que parecía absolutamente sereno… en especial para un hombre enfrentándose a lo que podía ser calificado como una serpiente de grandes dimensiones. Aguardó.
—¡Dispárale! —gritó Jack.
Wireman esperaba. Y más allá, divisé a la garza. Flotaba en el aire sobre el alargado edificio anexo cubierto de vegetación que se encontraba detrás de la pista de tenis. Flotaba cabeza abajo.
—¿Wireman? —le dije—. ¿El seguro?
—Caray —murmuró, y accionó algo con el pulgar.
Un punto rojo en la culata de la pistola desapareció con un guiño. En ningún momento apartó los ojos de la hierba alta, que ahora empezaba a agitarse. Entonces se abrió, y el caimán se lanzó a por él. Los había visto en los documentales del Discovery Channel y del National Geographic, pero nada me preparó para la velocidad con la que esa cosa podía moverse sobre aquellas cortas y gruesas patas. La hierba había barrido casi todo el lodo de su rudimento de cara, y veía claramente su enorme sonrisa.
—¡Ahora! —gritó Jack.
Wireman disparó. La detonación fue tremenda, se alejó rodando como algo sólido, algo pétreo, y el resultado fue tremendo, también. La mitad superior de la cabeza del aligátor estalló en una nube de lodo, sangre y carne. Pero no aminoró el paso; al contrario, aquellas patas retaconas parecieron acelerar mientras recorría los últimos diez metros o así. Pude oír la hierba susurrando con aspereza al rozar contra los costados acorazados de la bestia.
El cañón de la pistola se elevó con el retroceso, y Wireman lo permitió. Nunca había visto una calma semejante, y todavía hoy me asombra. Cuando el arma recuperó su posición mortífera, el aligátor se encontraba a no más de cinco metros. Wireman disparó de nuevo, y la segunda bala levantó la mitad delantera de la cosa hacia el cielo, revelando un vientre blanco verdoso. Por un instante pareció bailar sobre su cola, como un caimán feliz en un dibujo animado de Disney.
—¡Yeaah, feo cabrón! —gritó Jack—. ¡Que te jodan, joputal ¡Que te jodan, hijo de la GRAN PUTA!
La pistola volvió a elevarse con el retroceso. Una vez más, Wireman no puso impedimento. El aligátor cayó violentamente sobre un costado, con el vientre expuesto, los retacos de sus patas sacudiéndose, su cola soltando latigazos y arrancando coágulos de hierba y tierra. Cuando el cañón recuperó su posición normal, Wireman volvió a tirar del gatillo, y el centro del vientre de la cosa pareció desintegrarse. Al instante, el círculo aplastado y hecho jirones en el que yacía fue prácticamente rojo en lugar de verde.
Busqué a la garza. Había desaparecido.
Wireman se puso en pie, y observé que temblaba. Caminó hacia el aligátor, aunque sin llegar a entrar en el radio de alcance de la cola, que seguía dando latigazos, y le descerrajó dos tiros más. La cola dio un último golpe convulsivo contra el suelo, el cuerpo una última sacudida, y entonces quedó inmóvil.
Se volvió hacia Jack y le tendió la automática con mano temblorosa.
—Desert Eagle, 357 —explicó—. Una pistola vieja y grande, fabricada por hebreos con mala hostia… James McMurtry, dos mil seis. Casi todo el peso extra de la cesta era por la munición. Arrojé dentro todos los cargadores que tenía, más o menos una docena.
Jack se acercó a él, le abrazó y le dio dos besos en las mejillas.
—Llevaré esa cesta hasta Cleveland si quieres, y no digas ni una palabra.
—Por lo menos no tendrás que cargar con la pistola —dijo Wireman—. A partir de ahora, la dulce Betsy McCall va en mi cinturón.
Y allí se la puso, después de recargarla y trabar cuidadosamente el seguro. Le llevó dos intentos, a causa de sus manos temblorosas.
Llegué hasta él y también le besé en cada mejilla.
—Oh, Dios. Wireman ya no se siente español. Wireman está empezando a sentirse decididamente francés.
—Para empezar, ¿cómo es que tienes una pistola? —pregunté.
—Fue idea de la señorita Eastlake, después de la última escaramuza con traficantes de cocaína en Tampa-St. Pete —explicó, y se volvió hacia Jack—. Lo recuerdas, ¿no?
—Sí. Cuatro muertos.
—Bueno, la señorita Eastlake sugirió que consiguiera una pistola para defensa del hogar, y conseguí una de las grandes. Ella y yo incluso hicimos prácticas de tiro juntos. —Sonrió—. Ella era buena, y no le importaba el ruido, pero odiaba el retroceso. —Miró al aligátor reventado—. Supongo que cumplió con su misión. ¿Qué viene ahora, muchacho?
—Dar la vuelta por detrás, pero… ¿alguno de vosotros vio a la garza?
Jack negó con la cabeza, igual que Wireman, con cara de desconcierto.
—Yo la vi —aseguré—. Y si la vuelvo a ver… o cualquiera de los dos… Quiero que le dispares, Jerome.
Wireman levantó las cejas, pero no dijo nada. Reanudamos nuestra dificultosa caminata por la parte este de la finca desierta.
* * *
Encontrar un camino hacia la parte de atrás resultó no ser un problema: no había parte de atrás. Todo a excepción de la esquina más oriental de la mansión se hallaba derruido, probablemente a causa de la misma tormenta que se había llevado los pisos superiores. Allí plantados, contemplando las ruinas cubiertas de maleza de lo que una vez había sido una cocina y una despensa, me di cuenta de que Heron's Roost era poco más que una fachada engalanada con musgo.
—Podemos entrar por aquí —sugirió Jack dubitativamente—, pero no sé si me fío del suelo. ¿Qué opinas, Edgar?
—No lo sé —dije.
Me sentía muy cansado. Quizá era solo la adrenalina consumida en nuestro encuentro con el caimán, pero tenía la impresión de que se trataba de algo más. Me sentía derrotado. Habían pasado demasiados años, demasiadas tormentas. Y, para empezar, los dibujos de una niña pequeña eran cosas efímeras.
—¿Qué hora es, Wireman? Nada de chorradas, si a bien tienes.
Miró su reloj.
—Las dos y media. ¿Qué dices, muchacho? ¿Entramos?
—No lo sé —repetí.
—Bueno, yo sí —dijo con determinación—. He matado a un puto aligátor para llegar aquí, y no me voy a marchar sin al menos echar un vistazo a la vieja hacienda. El piso de la despensa parece sólido, y es lo que más cerca está del suelo. Vamos, vosotros dos, apilemos alguna mierda para subir. Un par de esas vigas deberían bastar. Jack, tú vas primero, y luego me ayudas. Entre los dos tiraremos de Edgar.
Y así es como lo hicimos, sucios, despeinados y sin aliento, trepando con dificultad a la despensa, y desde allí entrando en la casa propiamente dicha, observándolo todo a nuestro alrededor con asombro, sintiéndonos como viajeros en el tiempo, turistas en un mundo que había llegado a su fin ochenta años antes.
18- Noveen
La casa apestaba a madera podrida, escayola vieja y telas mohosas. También se percibía un aroma verdoso subyacente. Quedaba parte del mobiliario, estropeado por la acción del tiempo y hundido por la humedad, pero el fino empapelado colgaba de las paredes del salón en tiras, y había un enorme avispero de papel, antiguo y silencioso, adherido al techo del ruinoso vestíbulo delantero. Debajo de él yacían innumerables avispas muertas en una colina de unos treinta centímetros erigida sobre las combadas tablas de ciprés del suelo. En alguna parte de lo que quedaba de la antigua escalera caía agua en aisladas gotas.
—La madera de ciprés y de secuoya de este lugar habría valido una fortuna si alguien se la hubiera llevado antes de que se fuera al infierno —comentó Jack.
Se agachó, agarró el extremo de un tablón protuberante y tiró de él. Se dobló como chicle y seguidamente se rompió, no con un chasquido sino con una apática explosión. Unas pocas cochinillas se arrastraron despreocupadamente fuera del agujero rectangular. El olor que brotó como un soplido era frío y húmedo, y oscuro.
—Aquí nadie ha hurgado, nadie ha recuperado nada, y nadie ha hecho el troglodita —observó Wireman—. No hay condones usados ni pantis desechados, ni un solo JOE QUIERE A DEBBIE pintado con espray en la pared. Deduzco que nadie ha estado aquí arriba desde que John encadenó la puerta y se alejó en su coche por última vez. Sé que es difícil de creer…
—No. No lo es —le interrumpí—. El Heron's Roost en este extremo del Cayo ha pertenecido a Perse desde 1927. John lo sabía, y se aseguró de mantenerlo de ese modo cuando redactó su testamento. Elizabeth hizo lo mismo. Pero no es un santuario. —Miré hacia la habitación opuesta al salón formal. Alguna vez pudo haber sido un estudio. Un antiguo escritorio de persiana se asentaba sobre un charco de agua fétida. Había estanterías, pero se hallaban vacías—. Es una tumba.
—Entonces, ¿dónde buscamos esos dibujos? —preguntó Jack.
—No tengo ni idea —admití—. Ni siquiera… —Un trozo de escayola yacía en la entrada, y le pegué una patada. Quería que saliera volando, pero estaba demasiado viejo y mojado, y simplemente se desintegró—. No creo que existan más dibujos. No ahora que veo el lugar.
Eché un nuevo vistazo alrededor, aspirando el hedor a humedad.
—Puede que tengas razón, pero no confío en ti —dijo Wireman—. Porque, muchacho, estás de luto. Y eso provoca el cansancio de un hombre. Estás escuchando la voz de la experiencia.
Jack entró en el estudio, chapoteando a través de las tablas húmedas hasta el antiguo escritorio. Una gota de agua cayó sobre la visera de su gorra con un plinc, y alzó la mirada.
—El techo se está hundiendo —informó—. En los viejos tiempos seguro que había por lo menos un cuarto de baño encima, quizá dos, y tal vez una cisterna en el tejado para recoger el agua de lluvia. Puedo ver una tubería colgando. Un año de estos va a terminar cayendo y este escritorio dirá adiós.
—Pues asegúrate de que no seas tú el que diga adiós, Jack —advirtió Wireman.
—Es el suelo lo que me preocupa ahora mismo —replicó—. Está blando de cojones.
—Vuelve, entonces —dije yo.
—En un minuto. Deja que eche un vistazo a esto primero. Abrió los cajones, uno tras otro.
—Nada—dijo—. Nada… más nada… nada…
Una pausa.
—Aquí hay algo. Una nota, escrita a mano.
—Veámosla —dijo Wireman.
Jack se la llevó, atravesando la parte mojada del suelo con grandes y cuidadosas zancadas. La leí por encima del hombro de Wireman. La nota había sido garabateada en papel blanco por la mano grande de un hombre:
19 de agosto de 1926
Johnny: Tus deseos son órdenes. Este es el último envío de producto bueno amp; solo para ti, Amigo Mío. El «champaña» no es que sea el mejor que haya conseguido jamás, pero «Qué Diablos». El malta sencillo es OK. CC para «el vulgo» (ja-ja). 5 Ken en el barril. Y como pediste, Table X 2, y en cera. No me atribuyas el mérito, solo fue un golpe de suerte, pero de verdad que es el último. Gracias por todo, Compadre. Te veo cuando vuelva a este lado del charco.
DD
Wireman tocó el «Table X 2» y dijo:
—La mesa está goteando. ¿El resto significa algo para ti, Edgar?
En realidad sí, pero por un instante mi maldita memoria enferma se negó a desvelarlo. Puedo hacerlo, pensé… y entonces pensé de refilón. Primero me acordé de Ilse diciendo «¿Comparte su piscina, señor?» y eso dolió, pero lo permití porque esa era la ruta de entrada. Lo que siguió fue el recuerdo de otra chica vestida para otra piscina. La chica era todo pechos y largas piernas vestida con un bañador negro, era Mary Ire tal como Hockney la había retratado… «Gidget en Tampa», como ella misma se había descrito a su versión más joven… y entonces lo tuve. Dejé escapar el aire. No sabía que había estado conteniendo la respiración.
—DD era Dave Davis —expliqué—. En los Locos Años Veinte era un magnate de Suncoast.
—¿Cómo sabes eso?
—Me lo contó Mary Ire —respondí, y una parte fría de mí, que probablemente nunca más se calentaría de nuevo, supo apreciar la ironía: la vida es una rueda, y si esperas lo suficiente, siempre retorna al punto de partida—. Davis era amigo de John Eastlake, y aparentemente le suministraba abundante licor del bueno.
—Champaña—dijo Jack—. Eso es champán, ¿no?
—Bien por ti, Jack —ironizó Wireman—, pero yo quiero saber qué es Table. Y cera.
—Es español —respondió Jack—. Deberías saberlo.
Wireman levantó una ceja en su dirección.
—Estás pensando en será, con una s. Como en que será, será.
—Doris Day, 1956 —apunté—. «El futuro no es nuestro para poder verlo.» —Y eso es algo bueno, además, pensé—. Una cosa de la que estoy positivamente seguro es que Davis tenía razón cuando dijo que esta era la última entrega. —Di un golpecito sobre la fecha: 19 de agosto—. El tipo se embarcó hacia Europa en octubre de 1926 y nunca volvió. Desapareció en el mar, o eso me contó Mary Ire.
—¿Y cera?—preguntó Wireman.
—Déjalo estar por ahora —sugerí—. Pero es extraño… solo esta hoja de papel.
—Un poco raro, quizá, pero no es del todo extraño —comentó Wireman—. Si fueras viudo con hijas pequeñas, ¿querrías llevarte a tu nueva vida tu último recibo como contrabandista?
Lo consideré, y decidí que estaba en lo cierto.
—No… pero probablemente lo destruiría, junto con mi alijo de postales francesas.
Wireman se encogió de hombros.
—Nunca sabremos la cantidad de papeles incriminatorios que destruyó… fueran muchos o pocos. Salvo por tomarse un traguito de vez en cuando con sus compadres, puede que sus manos estuvieran relativamente limpias. Pero, muchacho…—Me puso una mano en el hombro—. El papel es real. Lo tenemos. Y si algo ahí fuera quiere atraparnos, quizá también exista algo que vela por nosotros… aunque solo sea un poco. ¿No es eso posible?
—Es agradable pensarlo, en todo caso. Veamos si hay alguna cosa más.
* * *
Al principio pareció que no. Husmeamos en todas las habitaciones de la planta baja sin encontrar nada, aunque estuve cerca del desastre cuando mi pie se sumergió bruscamente en el revestimiento del suelo de lo que debió de haber sido alguna vez el comedor. Wireman y Jack reaccionaron rápidamente, sin embargo, y al menos fue mi pierna mala la que se hundió; así pude afianzarme con la buena.
No había posibilidad alguna de inspeccionar el nivel superior. La escalera subía hasta arriba, pero más allá del rellano y un único trozo de barandilla recortada solo existía el cielo azul y las hojas ondeantes de una alta palmera. El primer piso era un vestigio, y el segundo estaba completamente sentenciado. Iniciamos el regreso a la cocina y a nuestro improvisado escalón hacia el mundo exterior con una antigua nota anunciando una entrega de alcohol como único fruto de nuestra exploración. Intuía cuál podría ser el significado de cera, pero sin conocer el paradero de Perse, resultaba inútil.
Y ella estaba aquí.
Ella estaba cerca.
¿Por qué si no era tan jodidamente difícil llegar hasta aquí?
Wireman iba en cabeza, y entonces se detuvo tan súbitamente que me eché encima de él. Jack chocó contra mí, propinándome un porrazo en el trasero con la cesta de picnic.
—Hemos de comprobar las escaleras —declaró Wireman. Habló con el tono de voz de un hombre que no puede creer que haya sido tan idiota.
—¿Cómo dices? —pregunté.
—Hemos de comprobar las escaleras y buscar un ja-ja. Tendría que haber pensado en ello desde el primer momento. Debo de estar marchitándome.
—¿Qué es un ja-ja?—pregunté intrigado.
Wireman estaba dando media vuelta.
—El de El Palacio está a una altura de cuatro escalones desde el pie de la escalera principal. La idea, ella decía que fue de su padre, era tenerlo cerca de la puerta delantera en caso de incendio. En su interior hay una caja fuerte ignífuga, que ahora no contiene mucho más que unos pocos recuerdos y algunas fotos, pero antes ella guardaba allí su testamento y sus mejores joyas. Después se lo contó a su abogado. Craso error. Él insistió en que trasladara todas esas cosas a una caja de seguridad en Sarasota.
Estábamos ya al pie de la escalera, de nuevo cerca de la colina de avispas muertas. El hedor de la casa era espeso a nuestro alrededor. Wireman me miró, con ojos relucientes.
—Muchacho, ella también guardaba en esa caja unas pocas figuras de porcelana muy valiosas. —Inspeccionó los restos de la escalera, que conducía a nada que no fueran escombros sin sentido y cielo azul—. ¿No crees…? Si Perse es algo semejante a una figura de porcelana que John pescó en el fondo del Golfo… ¿no crees que puede estar oculta aquí mismo, en la escalera?
—Supongo que cualquier cosa es posible. Ten cuidado. Mucho.
—Os apuesto cualquier cosa a que hay un ja-ja aquí—aseguró—. Repetimos lo que aprendemos de niños.
Barrió las avispas muertas con su bota (produciendo un susurrante sonido, como de papel) y se arrodilló al pie de la escalera. Examinó el primer escalón, luego el segundo, después el tercero.
Cuando alcanzó el cuarto, dijo:
—Jack, dame la linterna.
* * *
Fue fácil decirme a mí mismo que Perse no estaba escondida en un compartimiento secreto bajo la escalera, que eso habría sido demasiado sencillo, pero me acordé de las porcelanas que a Elizabeth le gustaba ocultar en su lata de galletas Sweet Owen y sentí que mi pulso se aceleraba mientras Jack hurgaba en la cesta de picnic y extraía la monstruosa linterna con el cilindro de acero inoxidable. La depositó en la mano de Wireman como una enfermera pasando instrumental médico a un cirujano en la mesa de operaciones.
Cuando Wireman enfocó la escalera, percibí el minúsculo reflejo del oro: diminutas bisagras colocadas al fondo del peldaño.
—Vale —dijo, y le devolvió la linterna a Jack—. Dirige el haz de luz hacia el borde del peldaño.
Jack obedeció. Wireman tanteó el filo de la contrahuella, que supuestamente se levantaría girando sobre aquellas diminutas bisagras.
—Wireman, solo un minuto.
Se volvió para mirarme.
—Olfatéalo primero.
—¿Qué dices?
—Olfatéalo. Dime si huele a mojado.
Olfateó el peldaño que tenía las bisagras en la parte trasera, y luego se giró de nuevo hacia mí.
—Un poco a humedad, quizá, pero todo aquí huele de ese modo. ¿Quieres ser un poco más específico?
—Ábrelo muy lentamente, ¿vale? Jack, alumbra directamente el interior. Mirad si hay algo mojado, los dos.
—¿Por qué, Edgar? —preguntó Jack.
—Porque «la Mesa está goteando», ella dijo eso. Si veis un recipiente de cerámica… una botella, una jarra, un barril… es ella. Casi seguramente estará rajado, y quizá esté completamente roto.
Wireman inhaló profundamente y expulsó el aire.
—Vale. Como dijo el matemático cuando dividió por cero, ahí va nada.
Trató de levantar el peldaño, sin éxito.
—Está cerrado. Veo una ranura minúscula… tuvo que ser una llave pequeñísima…
—Tengo una navaja suiza —ofreció Jack.
—Un minuto —dijo Wireman, y vi cómo apretaba los labios mientras ejercía presión hacia arriba con las puntas de los dedos. Una vena se destacó en el hueco de la sien.
—Wireman —empecé a decir—, ten cuida…
Antes de poder terminar, la cerradura, vieja, diminuta e indudablemente corroída por el óxido, reventó con un chasquido. El peldaño salió volando hacia arriba y se desprendió de las bisagras. Wireman trastabilló hacia atrás y Jack le agarró. Acto seguido yo sostuve a Jack con un torpe abrazo manco. La enorme linterna cayó al suelo, pero no se rompió, y el haz luminoso rodó, enfocando como un proyector el truculento montón de avispas muertas.
—Hostia puta —dijo Wireman, recobrando la verticalidad—. Larry, Curly y Moe.
Jack recogió la linterna y alumbró el interior del hueco en las escaleras.
—¿Qué ves? —pregunté impaciente—. ¿Hay algo? ¿Nada? ¡Habla!
—Hay algo, pero no es una botella de cerámica —respondió—. Es una caja metálica. Parece una caja de golosinas, solo que más grande —añadió, y a continuación se agachó.
—Quizá sea mejor que no lo hagas —dijo Wireman.
Pero ya era demasiado tarde. Jack introdujo el brazo hasta el codo, y por un momento estuve seguro de que su rostro se alargaría en un grito de terror cuando algo le apresara el brazo y tirara de él hacia abajo y su brazo desapareciera completamente hasta el hombro dentro del agujero. Entonces se enderezó de nuevo. Sostenía en la mano una caja de hojalata con forma de corazón, que nos tendió hacia nosotros. En la tapa, apenas visible bajo las motas de óxido, había un ángel de mejillas sonrosadas. Debajo, con unacaligrafía anticuada, estaban pintadas laspalabras:
ELIZABETH SUS COSAS
Jack nos miró de manera inquisitiva.
—Vamos —le animé. No era Perse, ahora tenía la absoluta certeza. Me sentí al mismo tiempo decepcionado y aliviado—. Tú la encontraste. Adelante, ábrela.
—Son los dibujos —aventuró Wireman—. Tienen que serlo.
Yo también lo creía. Pero nos equivocábamos. Lo que Jack extrajo de la oxidada y antigua caja con forma de corazón fue la muñeca de Libbit, y ver a Noveen fue como regresar a casa.
«Ouuuu», parecían decir sus ojos negros y su boca sonriente de color escarlata. «Ouuuu, he estado aquí metida todo este tiempo, hombre antipático.»
* * *
Cuando la vi salir de aquella caja como un cadáver desenterrado de una tumba, sentí que un sobrecogedor e incapacitante terror se apoderaba de mí, originándose en el corazón e irradiando hacia fuera, un terror que amenazaba primero con aflojarme los músculos y luego con desanudarlos por completo.
—¿Edgar? —preguntó Wireman con aspereza—. ¿Estás bien?
Traté de ubicarme y recuperar el control lo mejor que pude. Sobre todo era la sonrisa desdentada de la cosa. Al igual que la gorra del jockey, esa sonrisa era roja. Y al igual que con la gorra del jockey, sentía que si la miraba durante mucho tiempo enloquecería. Esa sonrisa parecía insistir en que todo lo acontecido en mi nueva vida era un sueño que estaba soñando en la UCI de algún hospital, mientras mi retorcido cuerpo era mantenido con vida artificialmente… y quizá eso era bueno, quizá eso era lo mejor, porque eso significaba que nada le había sucedido a Ilse.
—¿Edgar? —Cuando Jack dio un paso hacia mí, la muñeca que sostenía en la mano inclinó la cabeza en una grotesca parodia de preocupación—. No te vas a desmayar, ¿verdad?
—No —respondí—. Déjame ver eso. —Y cuando me la ofreció agregué—: No quiero cogerla. Solo enséñamela.
Hizo lo que le pedí, y entendí de inmediato por qué había experimentado aquella sensación de reconocimiento instantáneo, ese sentimiento de volver al hogar. No por Reba, ni por su más reciente compañera, aunque las tres poseían en común que eran muñecas de trapo. No, fue porque ya la había visto antes, en varios de los dibujos de Elizabeth. Al principio había asumido que se trataba de Nana Melda. Era erróneo, pero…
—Nana Melda se la regaló —dije.
—Seguro —coincidió Wireman—. Y debió de ser su favorita, porque fue la única que dibujó. La pregunta es, ¿por qué la dejó atrás cuando la familia se marchó de Heron's Roost? ¿Por qué la encerró?
—A veces las muñecas caen en desgracia —contesté. Estaba observando aquella sonriente boca de color rojo. Rojo aún, después de todos aquellos años. Rojo como los lugares en donde los recuerdos se escondían cuando estabas herido y era imposible pensar con claridad—. A veces las muñecas empiezan a dar miedo.
—Sus pinturas te hablaron, Edgar —dijo Wireman. Movió un poco la muñeca, y se la entregó de nuevo a Jack—. ¿Y ella? ¿Te contará la muñeca lo que queremos saber?
—Noveen —dije—. Se llama Noveen. Y ojalá pudiera decir que sí, pero solo me hablan los lápices y los dibujos de Elizabeth.
—¿Cómo lo sabes?
Buena pregunta. ¿Cómo lo sabía?
—Simplemente lo sé. Apuesto a que ella podría haberte hablado, Wireman. Antes de que te curara. Cuando todavía poseías aquel pequeño destello.
—Demasiado tarde —dijo Wireman. Hurgó en el alijo de comida, encontró los bastoncitos de pepino, y se comió un par—. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos vamos? Porque me da que si nos vamos ahora, 'chacho, nunca reuniremos la fortaleza testicular necesaria para regresar.
Sabía que tenía razón. Y mientras tanto, la tarde transcurría alrededor nuestro.
Jack estaba sentado en la escalera, con el trasero dos o tres peldaños por encima del ja-ja. Sostenía la muñeca en la rodilla. Rayos de sol caían a través de la destrozada parte superior de la casa y los espolvoreaba con luz. Eran extrañamente evocadores, y habrían dado lugar a una tremenda pintura: Hombre joven y muñeca. La manera en que sostenía a Noveen me recordó a algo, pero no pude poner mi dedo sobre ello. Los botones negros de sus ojos parecían mirarme, casi con petulancia. «He visto mucho, hombre antipático. Lo he visto todo. Lo sé todo. Qué mal que no sea un cuadro que puedas tocar con tu mano fantasma, ¿verdad?»
Sí. Verdad.
—Hubo un tiempo en que podría haber hecho que hablara —comentó Jack.
Wireman puso cara de perplejidad, pero yo sentí ese pequeño clic que se origina cuando finalmente se produce la conexión que intentabas hacer. Ahora supe por qué la manera en que sostenía a la muñeca me resultaba tan familiar.
—Ventriloquia, ¿no?
Albergaba la esperanza de que sonara casual, pero mi corazón empezaba a martillearme las costillas. Tenía la impresión de que aquí, en el extremo sur de Duma Key, muchas cosas eran posibles. Incluso a plena luz del día.
—Sí —confirmó Jack, con una sonrisa medio embarazosa, medio nostálgica—. Me compré un libro sobre el tema cuando tenía solo ocho años, y perseveré sobre todo porque mi padre decía que era tirar el dinero, que me rendía con todo. —Se encogió de hombros, y Noveen cabeceó un poco. Como si también tratara de encoger los hombros—. Nunca fui demasiado bueno, pero lo suficiente para ganar el Concurso de Talentos de sexto curso. Mi padre colgó la medalla en la pared de su despacho. Eso significó mucho para mí.
—Sí—dijo Wireman—. No hay nada como un «¡ese-es-mi-chico!» de parte de un padre incrédulo.
Jack sonrió, y, como siempre, iluminó por completo su rostro. Cambió de postura, y Noveen se movió con él.
—¿Pero sabéis lo mejor? Yo era un crío tímido, y el ventriloquismo hizo que me abriera un poco. Era más fácil hablar con la gente… fingía más o menos que era Morton, mi muñeco, ya sabéis. Morton era un sabelotodo capaz de decir cualquier cosa a cualquiera.
—Todos lo son —dije yo—. Por norma, creo.
—Entonces llegué a la escuela secundaria y la ventriloquia empezó a parecerme una habilidad de idiotas comparada con el skateboard, así que lo dejé. No sé qué pasó con el libro. Se titulaba Proyecta tu voz.
Permanecimos en silencio. La casa respiraba fría y húmedamente a nuestro alrededor. Un rato antes, Wireman había matado a un aligátor que cargaba contra nosotros. Ahora apenas daba crédito, aun a pesar de que mis oídos todavía zumbaban a causa de los disparos.
Entonces habló Wireman:
—Quiero oír cómo lo haces. Haz que diga: «Buenos días, amigos, mi nombre es Noveen, y la mesa está goteando».
Jack se echó a reír.
—Sí. Vale, muy gracioso.
—Lo digo en serio.
—No puedo. Si no lo haces durante una temporada, se te olvida.
Y por mi propia experiencia, sabía que quizá fuera cierto. En materia de habilidades adquiridas, la memoria se enfrenta a una bifurcación en el camino. Por una rama se hallan las habilidades tipo «es-como-montar-en-bicicleta», cosas que, una vez aprendidas, casi nunca se olvidan. Pero las habilidades creativas, relacionadas con el siempre cambiante prosencéfalo, han de ser practicadas casi a diario, y se dañan o destruyen con facilidad. Jack afirmaba que la ventriloquia era como eso. Y aunque no tenía razón para dudar de él (implicaba crear una nueva personalidad, después de todo, así como proyectar la propia voz), dije:
—Inténtalo.
—¿Qué?
Me miró. Sonriendo. Desconcertado.
—Vamos, prueba suerte.
—Ya os he dicho que no puedo…
—Inténtalo de todos modos.
—Edgar, no tengo ni idea de cómo hablaría, ni aunque fuera todavía capaz de proyectar la voz.
—Sí, pero la tienes en la rodilla, y solo estamos nosotros, así que adelante.
—Vale, mierda. —Se apartó el pelo de la frente con un soplido—. ¿Qué queréis que diga?
Wireman, muy tranquilamente, por cierto, sugirió:
—¿Por qué no vemos simplemente qué sale?
* * *
Jack no se movió durante un momento, con Noveen en su rodilla, sus cabezas al sol; pequeñas motas alborotadas de polvo procedente de las escaleras y la antigua alfombra del vestíbulo flotaban alrededor de sus rostros. Entonces afianzó sus dedos en el rudimentario cuello de la muñeca, sobre sus hombros de tela.
La cabeza de la muñeca se irguió.
—Hola, muchachos —saludó Jack, salvo que, como trataba de no mover los labios, salió algo como «Hola, achos».
Meneó la cabeza; el polvo alborotado voló.
—Un momento —se interrumpió—. Menuda bazofia.
—Tómate todo el tiempo del mundo —le dije.
Creo que mi voz sonó tranquila, pero el corazón me palpitaba con más fuerza que nunca. Lo que sentía en parte era temor por Jack. Si esto funcionaba, podría ser peligroso para él.
Estiró el cuello y empleó su mano libre para masajearse la nuez de Adán. Tenía el aspecto de un tenor preparándose para cantar. O de un pájaro, pensé. Un Colibrí Gospeliano, quizá.
—Hola, muchachos —repitió a continuación. Mejor, pero…—. No, vaya porquería. Se parece a esa tía rubia… Mae West. Esperad.
Se masajeó nuevamente la garganta. Alzaba la vista hacia la cascada de luz mientras lo hacía, y no estoy seguro de si sabía que su otra mano, la que sujetaba la muñeca, se estaba moviendo. Noveen me miró primero a mí, luego a Wireman, y después a mí otra vez. Ojos de botón negros. Pelo negro adornado con cintas cayendo en cascada alrededor de la galleta de chocolate de su rostro. Una O roja como boca. Una boca lista para exclamar «Ouuu, qué hombre más antipático» si alguna vez existió una.
La mano de Wireman apresó la mía. Estaba fría.
—Hola, muchachos —saludó Noveen, y aunque la nuez de Jack se meció arriba y abajo, sus labios apenas se movieron al pronunciar la m.
—¡Eh! ¿Qué tal estuvo eso?
—Bien —respondió Wireman, con una tranquilidad en su voz que yo no sentía—. Haz que diga algo más.
—Tendré paga extra por esto, ¿no, jefe?
—Seguro —le dije—. Tiempo y un…
—¿No vas a dibujar ná? —preguntó Noveen, mirándome con aquellos redondos ojos negros. Seguro que eran botones de zapatos, estaba casi convencido de ello.
—No tengo nada que dibujar —contesté—, Noveen.
—Ya te digo yo argo que puedas dibujar. ¿En dónde está tu cuaderno?
Jack ahora había apartado la vista hacia un lado, mirando las sombras que conducían al salón en ruinas, desconcertado, con ojos distantes. No parecía ni consciente ni inconsciente, sino algo entre medias.
Wireman me soltó la mano y alcanzó la bolsa de la comida, donde había guardado los dos blocs Artesano. Me tendió uno. La mano de Jack se flexionó un poco, y Noveen pareció doblar la cabeza ligeramente para estudiarla, al tiempo que yo levantaba la solapa de la riñonera que contenía mis lápices y descorría la cremallera. Cogí uno.
—Nanay. Usa uno de ella.
Volví a rebuscar y saqué uno de los lápices de Libbit, de color verde pálido. Era el único lo suficientemente largo como para permitir un agarre decente. No debió de ser su color favorito. O quizá sencillamente los verdes de Duma eran más oscuros.
—Muy bien, ¿y ahora qué?
—Dibújame en la cocina, apoyada contra la panera. Así estará bien.
—¿En la encimera, quieres decir?
—¿Crees' que quería desi en el suelo?
—Jesús —musitó Wireman.
La voz había ido cambiando gradualmente con cada intercambio, y ahora en absoluto pertenecía a Jack. ¿Y de quién era, dado el hecho de que en su origen la única ventriloquia que permitiría hablar a la muñeca procedía de la imaginación de una niña pequeña? Pensé que en aquel entonces habría sido la de Nana Melda, y que ahora estábamos escuchando una versión de aquella voz.
Tan pronto como empecé a trabajar, el picor se extendió rápidamente por mi brazo perdido, definiéndolo, haciendo que estuviera allí. Bosquejé a la muñeca sentada contra una panera de estilo antiguo, y a continuación dibujé sus piernas colgando del borde de la encimera. Sin pausa ni vacilación (algo muy dentro de mí, en el lugar de donde procedían las imágenes, decía que vacilar significaría romper el hechizo mientras se formaba, mientras todavía era frágil), pasé a dibujar a la niñita de pie junto a la encimera. De pie junto a la encimera y mirando hacia arriba. Una niña de cuatro años con un pichi. No podría haberte explicado qué era un pichi antes de dibujar el que cubría el vestido de la pequeña Libbit, allí parada en la cocina junto a su muñeca, allí parada mirando hacia arriba, allí parada
Chisss…
… con un dedo sobre los labios.
Ahora, moviéndome más rápido que nunca, haciendo volar el lápiz, añadí a Nana Melda, viéndola por primera vez fuera de la fotografía en la que sostenía la cesta de picnic roja con los brazos en tensión. Nana Melda inclinada sobre la niña pequeña, su cara inflexible y enojada.
No, enojada no…
* * *
Asustada.
Así es como está Nana Melda: asustada, muerta de miedo. Ella sabe que algo pasa, Libbit sabe que algo pasa, y las gemelas también saben; Tessie y Lo-Lo están tan asustadas como ella. Incluso ese idiota de Shannington sabe que algo va mal. Esa es la razón por la que ha tomado la costumbre de quedarse lo más lejos posible, y prefiere trabajar en la granja de la costa antes que venir al Cayo.
¿Y el Señor? Cuando está aquí, el Señor está demasiado furioso con Adié, que se ha fugado a Atlanta, como para ver lo que tiene justo delante de los ojos.
Al principio, Nana Melda pensó que lo que tenía ella justo delante de los ojos no eran más que imaginaciones suyas, algo extraído de los juegos de las pequeñas. Seguramente nunca vio de verdad pelícanos o garzas volando cabeza abajo, ni vio la sonrisa que le dirigieron los caballos que Shannington trajo de Nokomis para que las niñas montaran. Y creía saber por qué las pequeñas se asustaban de Charley; puede que ahora existieran misterios en Duma, pero ese no era uno. Eso era culpa de ella, aunque ella pretendía…
* * *
—¡Charley! —exclamé—. ¡Se llama Charley!
Noveen expresó su aprobación riendo con un graznido.
Saqué el otro bloc de la bolsa de comida —casi rompiéndola— y lo abrí tan ferozmente que rasgué la tapa por la mitad. Rebusqué entre los lápices y encontré el muñón del lápiz negro de Libbit. Quería el negro para este dibujo complementario, y quedaba justo lo suficiente para poder cogerlo en un pellizco con el pulgar y el dedo medio.
—Edgar —dijo Wireman—. Durante un minuto creí ver… parecía…
—¡Cállate! —gritó Noveen—. ¡El brazo mojo e'mío ah'ra! ¡Vas'a querer ver esto, seguro!
Dibujé a toda velocidad, y el jockey surgió del blanco como una figura saliendo de una espesa niebla. Fue rápido, con trazos descuidados y apresurados, pero la esencia estaba allí: los ojos de complicidad y los labios anchos en una amplia sonrisa que podría ser bien de regocijo, bien de malevolencia. No tenía tiempo para colorear la camisa ni los bombachos, pero busqué a tientas el lápiz que tenía grabadas las palabras Rojo Puro (uno de los míos) y añadí la horrible gorra, pintarrajeando encima. Y en cuanto la gorra estuvo allí, sabías lo que era en realidad esa sonrisa: una pesadilla.
—¡Enséñamelo! —gritó Noveen—. ¡Quiero ver si l'has sacao bien!
Sostuve el dibujo hacia la muñeca, que ahora estaba sentada con la espalda muy recta en la pierna de Jack, mientras este se hallaba desplomado contra la pared al lado de la escalera, con la vista fija en el salón.
—Sí —aprobó Noveen—. Ese es el pendejo que asustó a las niñas de Melda. Casi seguro.
—¿Qué… ? —empezó a preguntar Wireman, y sacudió la cabeza—. Estoy perdido.
—Melda vio la rana, también —explicó Noveen—. La que las pequeñas llaman el chaval grande. La de los piños. Entonces es cuando Melda acorrala a Libbit en la cocina. Para hacerla hablar.
—Al principio Melda pensó que Charley era solo una invención de las niñas para asustarse entre sí, ¿no?
Noveen graznó otra vez, pero sus ojos de botón miraban con una expresión que bien podría ser de terror. Por supuesto, ojos como esos pueden mostrar la expresión que tú quieras, ¿verdad?
—Es cierto, dulzura. Pero cuando vio al viejo Chaval Grande allí en el césped, que cruzaba la avenida y se metía entre los árboles…
La mano de Jack se flexionó. La cabeza de Noveen se sacudió lentamente de un lado a otro, indicio de que las defensas de Nana Melda se estaban derrumbando.
Cambié de bloc, dejando el de Charley el jockey al fondo, y regresé al dibujo de la cocina: Nana Melda mirando hacia abajo, la niña pequeña mirando hacia arriba, con el dedo en los labios —¡Chiss!— y la muñeca como testigo silencioso desde su posición contra la panera.
—¿Lo ves? —le pregunté a Wireman—. ¿Lo comprendes?
—Más o menos…
—Cuando ella quedó libre, el bollo ya estaba en el horno —dijo Noveen—. Eso es a lo que se reduce todo.
—Quizá al principio Melda pensó que Shannington movía el jockey del jardín de un lado a otro como una especie de juego, porque sabía que las tres niñitas se asustaban de él.
—¿Por qué, en el nombre de Dios? —preguntó Wireman.
Noveen nada dijo, así que pasé mi mano perdida sobre la Noveen de mi dibujo, la Noveen apoyada contra la panera, y entonces la que estaba en la rodilla de Jack habló. Como en cierta forma sabía que haría.
—Nanny no pretendía ná malo. Sabía que estaban asustadas de Charley, esto fue ante' que empezaran las cosas malas, y po'eso les conté un cuento pa' dormir y'ntentar mejorarlo. Pero hice que fuera peor, como pasa a veces con los churumbeles. Después vino la mujer mala… la mujer blanca mala del mar… y'sa zorra hizo que las cosas fueran todavía peores. Hizo que Libbit dibujara a Charley vivo, como broma. Y tenía otras bromas, uy si no.
Volví la hoja con Libbit haciendo chiss y pasé a la siguiente. Empuñé mi Sombra Ardiente (ahora no parecía importar a quién pertenecían los lápices que empleaba) y ejecuté otro bosquejo de la cocina. Aquí estaba la mesa, con Noveen tendida de costado, un brazo sobre la cabeza, como en actitud de súplica. Aquí estaba Libbit, ahora con un vestido de tirantes y una expresión de consternación lograda con no más de media docena de veloces trazos. Y aquí estaba Nana Melda, apartándose hacia atrás de la panera abierta y gritando, porque en su interior…
—¿Eso es una rata? —preguntó Wireman.
—Una marmota grande y ciega —dijo Noveen—. La misma cosa que Charley, vaya. Ella obligó a Libbit a dibujarla en la panera, y estuvo en la panera. Una broma. Libbit estaba arrepentida, ¿pero la mujer mala del agua? Nanay. Ella nunca se arrepiente.
—Y Elizabeth, Libbit, tenía que dibujar. ¿Verdad?
—Eso ya lo sabes —respondió Noveen—. ¿No?
Sí, lo sabía. Porque el don siempre está hambriento.
* * *
Erase una vez una niña pequeña que se cayó y se hizo algo malo en la cabeza, justo de la manera adecuada. Y eso permitió que algo, algo femenino, extendiera sus garras y estableciera contacto con ella. Los asombrosos dibujos subsiguientes constituyeron el señuelo, la zanahoria oscilante al final del palo. Había caballos sonrientes y tropas de ranas con los colores del arco iris. Pero una vez que Perse quedó libre —¿qué había dicho Noveen?— el bollo ya estaba en el horno. El talento de Libbit Eastlake era como tener un cuchillo en la mano. Salvo que ya no era realmente su mano. Su padre no lo sabía. Adié se había ido. Maria y Hannah residían en la Escuela Braden. Las gemelas no comprendían. Pero Nana Melda empezó a sospechar, y…
Volví la hoja atrás y miré a la niña que se llevaba el dedo a los labios.
Ella escucha, así que chisss. Si hablas, te oirá, así que chisss. Pueden pasar cosas malas, y hay otras peores esperando. Cosas terribles en el Golfo, esperando para ahogarte y llevarte a un barco donde vivirás algo que no es vida. ¿Y si intento contarlo? Entonces las cosas malas a lo mejor nos pasan a todos nosotros, y todas a la vez.
Wireman permanecía perfectamente inmóvil junto a mí. Solo sus ojos se movían, a veces mirando a Noveen, a veces mirando al pálido brazo que se hacía visible intermitentemente en el lado derecho de mi cuerpo.
—Pero había un lugar seguro, ¿verdad? —pregunté—. Un lugar donde ella podía hablar. ¿Dónde?
—Lo conoces —aseguró Noveen.
—No, yo…
—Sí, señó, lo sabes. Debrías saberlo. Solo lo olvidaste un rato. Dibújalo y verás.
Sí, tenía razón. Dibujando era como me había reinventado a mí mismo. En ese sentido, Libbit {donde esta nuestra hermana?) y yo estábamos emparentados. A ambos, dibujarnos sirvió para acordarnos de cómo recordar.
Pasé las hojas hasta una página en blanco.
—¿Necesito uno de sus lápices? —pregunté.
—Ya no. Te vale cualquiera.
Así que hurgué en mi bolso, encontré el índigo y empecé a dibujar. Dibujé la piscina de los Eastlake sin vacilación; era como renunciar a pensar y permitir que la memoria muscular tecleara un número de teléfono. La dibujé como había sido antaño, nueva y brillante y rebosante de agua limpia. La piscina, donde por alguna razón el agarre de Perse resbalaba y su oído fallaba.
Dibujé a Nana Melda, con el agua hasta las espinillas, y a Libbit, con el agua hasta la cintura, con Noveen embutida bajo el brazo y el pichi flotando a su alrededor. Las palabras emergieron de mis trazos.
¿Dónde está tu nueva muñeca ahora, la de porcelana?
En mi caja del tesoro especial. Mi caja-corazón.
Así que había estado allí guardada, al menos por un tiempo.
¿Y su nombre?
Su nombre es Perse.
Percy es un nombre de chico.
Y Libbit, firme y segura: No puedo evitarlo. Se llama Perse.
Muy bien entonces. Y dices que no puede oírnos aquí.
Creo que no…
Eso está bien. Dices que pue'es hacer venir cosas. Pero escúchame, hij…
* * *
—Oh, Dios mío —musité—. No fue idea de Elizabeth. Nunca fue idea de Elizabeth. Deberíamos haberlo imaginado.
Levanté la vista del dibujo en el que representaba a Nana Melda y a Libbit en la piscina. Me di cuenta, de un modo distante, que tenía mucha hambre.
—¿De qué estás hablando, Edgar? —preguntó Wireman.
—Deshacerse de Perse fue idea de Nana Melda. —Me volví hacia Noveen, todavía sentada sobre la rodilla de Jack—. Tengo razón, ¿verdad?
Noveen no dijo nada, así que deslicé mi mano derecha sobre las figuras en mi dibujo de la piscina. Por un instante vi aquella mano, con sus uñas y todo.
—A Nanny no se le ocurrió nada mejor —dijo Noveen un segundo después desde la pierna de Jack—. Y Libbit se fiaba de Nanny.
—Lógico —dijo Wireman—. Melda era prácticamente la madre de la niña.
Me había imaginado la treta de dibujar y borrar en la habitación de Elizabeth, pero ahora comprendía más cosas. Había sucedido en la piscina. Tal vez incluso dentro de la piscina. Porque esta era, por alguna razón, segura. O eso había creído la pequeña Libbit.
—No consiguió que Perse se esfumara, pero vaya si se enteró. Creo que hizo daño a'sa bruja. —La voz sonaba ya cansada, ronca, y observé que la nuez de Jack volvía a moverse arriba y abajo en su garganta—. ¡Espero que lo hiciera!
—Sí. Probablemente la hirió. Entonces… ¿qué pasó después? —Pero ya lo sabía. No con todos los detalles, pero ya lo sabía. La lógica era cruda e irrefutable—. Perse se tomó su venganza con las gemelas. Y Elizabeth y Nana Melda conocían la verdad. Sabían lo que habían hecho. Nana Melda sabía lo que ella había hecho.
—Nanny sabía —confirmó Noveen. Seguía siendo una voz femenina, pero se iba aproximando a la de Jack progresivamente. Cualquiera que fuera el hechizo, no se prolongaría por mucho más tiempo—. Se lo guardó para sí hasta que el Señor encontró sus huellas en la playa de la Sombra, huellas que se metían en el agua, y después de eso no pudo aguantar más. Sentía que había hecho que mataran a sus pequeñas.
—¿Vio el barco? —pregunté.
—Lo vio esa noche. Es imposible ver ese barco por la noche y no creer.
Pensé en mis pinturas Niña y barco y supe que esa era la verdad.
—Pero antes de que el Señor llamara al cheriff pa' contarle que sus gemelas se habían perdió y que seguro que se habían ahogao. Perse ya, había hablado con Libbit. Le contó lo que pasó. Y Libbit se lo contó a Nanny.
La muñeca se desplomó, y su cara de galleta redonda pareció estudiar la caja con forma de corazón de la que había sido exhumada.
—¿Qué le contó, Noveen? —preguntó Wireman—. No lo entiendo.
Noveen nada dijo. Jack, pensé, parecía exhausto, aun cuando no había realizado ningún movimiento en absoluto.
Respondí yo en lugar de Noveen.
—Perse dijo: «Intenta librarte de mí otra vez y las gemelas serán solo el comienzo. Inténtalo otra vez y me llevaré a toda tu familia, uno a uno, y te dejaré a ti para el final». ¿No es así?
Los dedos de Jack se flexionaron, y la cabeza de trapo de Noveen asintió lentamente con la cabeza, arriba y abajo.
Wireman se pasó la lengua por los labios.
—Esa muñeca, ¿es el fantasma de quién, exactamente?
—Aquí no hay fantasmas, Wireman —contesté.
Jack soltó un gemido.
—No sé qué ha hecho, amigo, pero está agotado —dijo Wireman.
—Sí, pero nosotros no.
Alargué la mano hacia la muñeca, la que había ido a todas partes con la niña artista. Y al hacerlo, Noveen me habló por última vez, con una voz que era mitad suya y mitad de Jack, como si ambos estuvieran luchando por imponerse al mismo tiempo.
—Nanay, 'sa mano no… necesitas 'sa mano pa´ dibujar.
Y, por tanto, extendí el brazo que seis meses antes había usado para levantar de la calzada al moribundo perro de Monica Goldstein, en otra vida y otro universo. Usé esa mano para agarrar la muñeca de Elizabeth Eastlake y levantarla de la rodilla de Jack.
—¿Edgar? —dijo Jack, incorporándose—. Edgar, ¿cómo cojones has recuperado…?
… tu brazo, imagino que preguntó, pero no lo sé con certeza; no le oí terminar. Lo que vi fueron aquellos ojos negros y aquella boca de fauces negras bordeadas de rojo. Noveen. Todos aquellos años que había permanecido allí, en la doble oscuridad, bajo la escalera y en el interior de la caja de hojalata, esperando para verter sus secretos, y su lápiz de labios se había mantenido fresco todo el tiempo.
¿Estás listo?, susurró en el interior de mi cabeza, y la voz no era la de Noveen, no era la de Nana Melda (de eso estaba seguro), no era siquiera la de Elizabeth; era totalmente la de Reba. ¿Estás listo y dispuesto para dibujar, antipático? ¿Estás preparado para ver el resto? ¿Estás preparado para verlo todo?
No lo estaba… pero no tenía opción.
Por Ilse.
—Enséñame todo el cuadro —susurré, y aquella boca roja me tragó entero.
Cómo dibujar un cuadro (X)
Prepárate para verlo todo. Si quieres crear (que Dios te ayude en ese caso, que Dios te ayude si posees la capacidad) no te atrevas a cometer la inmoralidad de quedarte en la superficie. Sumérgete y toma tu derecho de salvamento. Hazlo, independientemente del dolor.
Puedes dibujar dos niñas pequeñas, gemelas, pero cualquiera puede hacer eso. No te detengas ahí solo porque el resto sea una pesadilla. No omitas añadir el hecho de que están de pie en el mar, hundidas hasta los muslos, aunque el agua debería cubrir sus cabezas. Un testigo, Emery Paulson, por ejemplo, podría ver esto si observara, pero no mucha gente está preparada para ver lo que tiene justo delante de los ojos.
Hasta que, por supuesto, es demasiado tarde.
Ha bajado a la playa a fumar un cigarro. Puede hacer esto en el porche trasero, o en la veranda, pero algún fuerte instinto compulsivo le ha instado a bajar por la carretera de tierra que Adié llama Bulevar del Beodo, y luego a descender el empinado sendero arenoso hasta la playa. Esta voz ha sugerido que el cigarro le sabrá mejor aquí. Puede sentarse en un tronco que las olas han arrojado en la playa, y contemplar las cenizas del ocaso, mientras el naranja se difumina y las estrellas se muestran en el azul del cielo. El Golfo ofrecerá un aspecto placentero bajo esa luz, insinúa la voz, incluso aunque haya tenido el mal gusto de señalar el inicio de su matrimonio tragándose a dos de sus bienamadas hermanitas. Pero hay más que ver aparte de una simple puesta de sol, parece. Hay un barco allí. Es antiguo, un bonito y esbelto navío de tres mástiles, con las velas izadas. En lugar de sentarse en el tronco, desciende por la playa hasta donde la arena seca pasa a estar mojada, firme y compacta, maravillándose de esa silueta con forma de golondrina bajo el crepúsculo. Algún efecto atmosférico hace que parezca como si el último resplandor rojizo del día brillara directamente a través del casco.
Está pensando esto cuando llega el primer grito, repicando en su cabeza como una campana de plata: ¡Emery!
Y después llega otro: ¡Emery, socorro! ¡La resaca! ¡El aguaje!
Ahí es cuando ve a las niñas, y su corazón pega un salto, comoimpulsado por un resorte. Parece elevarse hasta su garganta antes de caer de nuevo en su sitio, donde la velocidad de sus latidos se multiplica por dos. El cigarro sin encender se desprende de sus dedos.
Dos niñitas, y son exactamente iguales. Parecen llevar idénticos vestidos pichi, y aunque Emery no debería ser capaz de distinguir los colores bajo esta luz moribunda, lo hace: uno es rojo, con una L por delante; el otro es azul, con una T.
¡El aguaje!, exclama la niña con la T en su vestido, extendiendo los brazos a modo de súplica.
¡La resaca!, exclama la niña con la L.
Y aunque ninguna de las niñas parece correr el más mínimo peligro de ahogarse, Emery no vacila. Su alegría no le permitirá vacilar, ni la optimista certeza de que esto es una oportunidad milagrosa: cuando aparezca con las gemelas, su anteriormente distante suegro cambiará de opinión de inmediato. Y las campanas de plata que aquellas voces hacen repicar en su cabeza… ellas también le impulsan hacia delante. Se lanza velozmente a rescatar a las hermanas de Adié, a recoger a las niñas perdidas y a chapotear de vuelta a la orilla con ellas.
¡Emery! Esa es Tessie, ojos oscuros en su pálido rostro de porcelana… pero sus labios son rojos.
¡Emery, deprisa! Esa es Laura, extendiendo hacia él sus manos blancas y empapadas, con los rizos de cabello lacio pegados contra sus blancas mejillas.
Él grita: ¡Ya llego, chicas! ¡Aguantad!
Chapotea hacia ellas, ahora con el agua por las espinillas, ahora por las rodillas.
El grita: ¡Luchad!, como si estuvieran haciendo algo aparte de estar allí paradas en el agua, que solo les llega a los muslos, a pesar de que los suyos propios ya están cubiertos, y eso que mide un metro ochenta y cinco.
El agua del Golfo, todavía fría a mediados de abril, le cubre ya hasta el pecho cuando las alcanza, cuando estira los brazos hacia ellas, y cuando le agarran con manos que son más fuertes de lo que deberían ser las manos de cualquier niña; en ese momento ya está lo bastante cerca para ver el brillo plateado en sus ojos vidriosos y para oler el salado hedor a pescado muerto procedente de sus cabellos en descomposición, pero es demasiado tarde. Forcejea, sus gritos de júbilo y sus ruegos para que lucharan contra la resaca se convierten primero en voces de protesta y seguidamente en aullidos de terror, pero para entonces es ya demasiado tarde, demasiado. Los aullidos no duran mucho, en cualquier caso. Las pequeñas manos de las criaturas se han transformado en gélidas garras que cavan profundamente en su carne mientras tiran de él hacia el fondo, y el agua llena su boca, ahogando sus gritos. Ve el barco recortado contra las últimas cenizas frías del crepúsculo, y (¿cómo no lo vio antes? ¿cómo no lo supo?) se da cuenta de que es el casco de un navío naufragado, un barco de peste, un barco de muerte. Algo le está esperando allí, algo envuelto en un sudario, y chillaría si pudiera, pero ahora el agua le llena los ojos, y entonces surgen otras manos, que al tacto no son más que desnudas irradiaciones de hueso, cerrándose alrededor de sus tobillos. Una garra le arranca un zapato, y a continuación le pellizca un dedo del pie… como si pretendiera jugar a «Este cerdito fue al mercado» mientras se ahoga.
Mientras Emery Paulson se ahoga.
19- Abril del 27
Alguien gritaba en la oscuridad. Se oyó algo como «Haz que deje de chillar». Entonces se produjo un fuerte sonido sordo, y la oscuridad se encendió con un color rojo intenso, primero a un lado, y luego al fondo. El rojo rodó hacia delante en la oscuridad como una nube de sangre sobre el agua.
—Le has pegado muy fuerte —dijo alguien. ¿Era Jack?
—¿Jefe? ¡Eh, jefe!
Alguien me sacudía, así que todavía poseía un cuerpo. Probablemente eso era bueno. Jack me sacudía. ¿Jack qué? Podía sacarlo, pero tendría que pensar de refilón. Su nombre estaba relacionado con el Canal Meteorológico…
Más sacudidas. Con mayor brusquedad.
—¡Muchacho! ¿Sigues ahí?
Mi cabeza dio con algo y abrí los ojos. Jack Cantori estaba arrodillado a mi izquierda, con el rostro tenso y asustado. Era Wireman quien, frente a mí, de pie pero inclinado hacia delante, me sacudía como a un daiquiri. La muñeca yacía boca abajo sobre mi regazo. La bateé con un gruñido de repugnancia (oh, qué antipático, en efecto). Noveen aterrizó en el montón de avispas muertas con un sonido de papel crujiendo.
De repente los lugares a los que me había llevado empezaron a regresar: una visita turística al mismísimo infierno. El sendero a la playa de la Sombra que Adriana Eastlake había llamado, para furia de su padre, Bulevar del Beodo. La playa en sí misma, y las cosas terribles que allí acontecieron. La piscina. La cisterna.
—Tiene los ojos abiertos —observó Jack—. Gracias a Dios. Edgar, ¿puedes oírme?
—Sí —respondí. Mi voz estaba ronca de tanto gritar. Quería comida, pero antes quería verter algo por mi ardiente garganta—. Sed… ¿ayudas a un hermano?
Wireman me tendió una de las botellas grandes de agua Evian, y meneé la cabeza.
—Pepsi.
—¿Seguro, muchacho? Puede que el agua sea…
—Pepsi. Cafeína. —Esa no era la única razón, pero valdría.
Wireman dejó la botella de Evian y me dio una Pepsi. Estaba caliente, pero me pimplé la mitad de un trago, eructé, y volví a beber. Miré alrededor y solo vi a mis amigos y una sección de vestíbulo sucio. Aquello no era bueno. De hecho, era terrible. Mi mano, ahora que definitivamente había regresado a mi estado de manco, estaba rígida y palpitaba, como si la hubiera estado utilizando ininterrumpidamente durante al menos dos horas, así que, ¿dónde estaban los dibujos? Me aterraba pensar que sin imágenes, todo se desvanecería igual que un sueño al despertar. Y había arriesgado más que mi vida por esa información. Había arriesgado mi cordura.
Trabajosamente, intenté ponerme en pie. Un relámpago de dolor me atravesó la cabeza en el punto donde me la había golpeado contra la pared.
—¿Dónde están los dibujos? ¡Por favor, dime que hay dibujos!
—Relájate, muchacho, están aquí mismo. —Wireman se apartó y me enseñó un taco semiordenado de hojas Artesano—. Estuviste dibujando como loco, y las arrancabas del cuaderno a medida que lo hacías. Las recogí y las fui ordenando.
—Vale. Bien. Necesito comer. Me muero de hambre. —Y me embargó la sensación de que esto era cierto, literalmente.
Jack miraba alrededor con inquietud. El pasillo delantero, que había estado rebosante de la luz de la tarde cuando le arrebate a Noveen de las manos y me caí en un agujero negro, ahora se sumía en penumbras. No estaba oscuro del todo, no todavía, y cuando alcé la mirada pude ver que el cielo sobre nuestras cabezas seguía azul, pero era evidente que la tarde se esfumaba, o casi.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las cinco y cuarto —informó Wireman. No tuvo que mirar su reloj, lo que me indicó que había estado vigilando atentamente el tiempo. —Aún quedan un par de horas hasta la puesta de sol, más o menos. Así que si solo salen de noche…
—Creo que sí. Es tiempo suficiente, pero todavía tengo que comer. Podemos salir de esta ruina. Hemos acabado con la casa, aunque puede que necesitemos una escalera.
Wireman levantó las cejas, pero no preguntó; se limitó a decir:
—Si hay una, probablemente estará en el establo. El cual parece haber resistido al Padre Tiempo bastante bien, en verdad.
—¿Y Noveen? ¿Qué hay de la muñeca? —preguntó Jack.
—Ponía otra vez en la caja-corazón de Elizabeth y tráetela —respondí—. Merece un sitio en El Palacio, junto con el resto de las cosas de Elizabeth.
—¿Cuál es nuestra próxima parada, Edgar? —preguntó Wireman.
—Os lo mostraré, pero antes otra cosa. —Señalé la pistola en su cinturón—. Ese trasto todavía está cargado, ¿no?
—Totalmente. Cargador nuevo.
—Si la garza vuelve, quiero que le dispares. Haz de ello una prioridad.
—¿Por qué?
—Porque es ella. Perse la ha estado usando para observarnos.
* * *
Abandonamos la casa en ruinas por el camino que utilizamos para entrar, y nos encontramos con un atardecer rebosante de luz clara. El cielo no presentaba ni una nube. El sol proyectaba sobre el Golfo un radiante lustre de plata. En una hora aproximadamente su rastro empezaría a empañarse y se tornaría dorado, pero no todavía.
Recorrimos con dificultad los restos del Bulevar del Beodo; Jack cargaba con la cesta de picnic, y Wireman con la bolsa que contenía la comida y los cuadernos Artesano. Yo llevaba mis dibujos. Las matas de araña susurraban contra las perneras de nuestros pantalones. Nuestras sombras se arrastraban detrás de nosotros, alargándose hasta las ruinas de la mansión. A lo lejos, un pelícano divisó un pez, plegó sus alas, y cayó como una carga de profundidad. No vimos a la garza, ni fuimos visitados por Charley el Jockey de Jardín. Pero cuando alcanzamos la cresta del risco, donde una vez el sendero había descendido entre las dunas que ahora eran empinadas a causa de la erosión, avistamos otra cosa.
Avistamos al Perse.
Se hallaba fondeado a unos trescientos metros. Las impecables velas estaban izadas. Se mecía de lado a lado en el oleaje, con un movimiento acompasado como el de un reloj. Desde nuestra posición pudimos leer el nombre completo, pintado en el lado de estribor: PERSEPHONE. Parecía desierto, y tenía la certeza de que lo estaba: a la luz del día, los muertos permanecían muertos. Pero Perse no estaba muerta. Mala suerte para nosotros.
—Dios mío, bien podría decirse que ha salido navegando de tus pinturas —musitó Jack casi sin resuello.
Había un banco de piedra a la derecha del sendero, apenas visible entre los matorrales que crecían alrededor y las enredaderas que serpenteaban sobre su superficie plana. Se dejó caer sobre él, mirando boquiabierto hacia el barco.
—No. Yo pinté la verdad. Estáis contemplando la máscara que se pone durante el día.
Wireman, de pie al lado de Jack, se protegía los ojos de la luz del sol. Entonces se giró hacia mí.
—¿Se verá desde Don Pedro? No, ¿verdad?
—Quizá algunos lo vean —respondí—. Enfermos terminales, esquizos que actualmente estén dejando de tomar su medicación… —Eso hizo que me acordara de Tom—. Pero está aquí para nosotros, no para ellos. Supuestamente abandonaremos Duma Key en él esta noche. La carretera estará cerrada para nosotros una vez que el sol se ponga. Puede que los muertos vivientes estén todos a bordo del Perséfone, pero hay cosas en la jungla. Algunas, como el jockey de jardín, son cosas que Elizabeth creó de pequeña. Otras surgieron cuando Perse volvió a despertar. —Hice una pausa. No quería decir el resto, pero lo hice. Era mi obligación—. Imagino que yo soy el responsable de algunas de ellas. Todos los hombres tienen sus pesadillas.
Pensé en los brazos del esqueleto alzándose bajo la luz de la luna.
—Entonces, el plan para nosotros es irnos en barco, ¿no? —dijo Wireman con aspereza.
—Sí.
—¿Una leva? ¿Como en la jovial y vieja Inglaterra?
—Básicamente.
—No puedo hacer eso. Me mareo —confesó Jack.
Sonreí y me senté a su lado.
—Las travesías por mar no están en el plan, Jack.
—Bien.
—¿Puedes abrir ese pollo, y arrancar un muslo para mí?
Hizo lo que le pedí, y ambos observaron, fascinados, cómo devoraba primero un muslo y seguidamente el otro. Pregunté si alguno quería la pechuga, y cuando rehusaron, también me la comí. Cuando iba por la mitad me acordé de mi hija, que yacía pálida y muerta en Rhode Island. Seguí comiendo, de manera metódica, limpiándome las grasientas manos en los pantalones entre bocado y bocado. Ilse lo habría entendido. Pam no, y probablemente Lin tampoco, ¿pero Illy? Ella sí. Temía lo que nos aguardaba delante, pero sabía que Perse también tenía miedo. De no ser así, no habría intentado con tanto ahínco mantenernos alejados. Todo lo contrario, nos habría dado la bienvenida con los brazos abiertos.
—El tiempo se agota, muchacho —dijo Wireman—. La luz del día vuela.
—Lo sé. Y mi hija está muerta para siempre. Pero sigo teniendo un hambre canina. ¿Hay algo dulce? ¿Tarta? ¿Galletas? ¿Un puto pastelito?
Nada. Me conformé con otra Pepsi y unos pocos bastoncillos de pepino mojados en salsa ranchera, que para mí siempre ha tenido el aspecto, y el sabor, de mocos ligeramente azucarados. Por lo menos mi migraña se desvanecía. Las imágenes que habían venido a mí en la oscuridad, las que habían estado esperando todos aquellos años dentro de la cabeza de trapo de Noveen, también se desvanecían, pero tenía mi propio relato ilustrado para refrescarme la memoria. Me limpié las manos una última vez y apoyé en mi regazo el montón de hojas arrancadas y arrugadas: el álbum familiar del infierno.
—Mantén los ojos bien abiertos por si aparece la garza —le dije a Wireman.
Miró a su alrededor, fijó la vista en el barco abandonado que se mecía con ritmo acompasado en el suave oleaje, y volvió a posar sus ojos en mí.
—¿No sería mejor utilizar la pistola de arpones contra la Gran Ave y disparar plata?
—No. La garza no es más que su montura, igual que un caballo para un hombre. Probablemente le encantaría que desperdiciáramos una de las puntas de plata así, pero para Perse se ha acabado conseguir todo lo que desea. —Sonreí sin humor—. Esa parte de la carrera de la dama ha llegado a su fin.
* * *
Wireman obligó a Jack a levantarse para poder arrancar las enredaderas del banco. Después nos sentamos allí, tres improbables guerreros, de los cuales dos tenían más de cincuenta años y el otro apenas había dejado atrás la adolescencia. Desde nuestra posición dominábamos el golfo de México a un lado, y la mansión en ruinas al otro. La cesta de picnic y la bolsa de comida casi completamente agotada descansaban a nuestros pies. Pensé que tenía veinte minutos para contarles lo que sabía, quizá hasta media hora, y eso aún nos dejaría tiempo suficiente.
Eso esperaba.
—La conexión de Elizabeth con Perse era más estrecha que la mía. Mucho más intensa que la mía. No sé cómo logró soportarlo. En cuanto tuvo la figura de porcelana, lo veía todo, tanto si se encontraba allí como si no. Y lo dibujaba todo. Pero las peores pinturas las quemó antes de dejar este lugar.
—¿Como la del huracán? —preguntó Wireman.
—Sí. Sospecho que le daba miedo lo poderosos que eran sus dibujos, y hacía bien en temerlos. Pero lo vio todo, y la muñeca lo almacenó todo. Como una cámara psíquica. En su mayor parte, he visto lo que Elizabeth vio, y he dibujado lo que Elizabeth dibujó. ¿Lo entendéis?
Ambos asintieron con la cabeza.
—Empieza con este sendero, que en un tiempo fue un camino. Iba desde la playa de la Sombra hasta el establo. —Señalé hacia el alargado edificio anexo cubierto de enredaderas, en donde albergaba la esperanza de encontrar una escalera—. No creo que el contrabandista que introducía el licor en el coral fuera Dave Davis, pero tengo la seguridad de que era uno de los socios de Davis, y que una buena cantidad de alcohol entró en Suncoast, Florida, a través de Duma Key. Desde la playa de la Sombra hasta el establo de John Eastlake, y de ahí cruzaba al continente. Era en su mayoría bebida de primera, destinada a un par de clubs de jazz en Sarasota y Venice. La guardaba como favor a Davis.
Wireman miró hacia el declinante sol, y después a su reloj.
—¿Esto es relevante para nuestra situación actual, muchacho? Asumo que sí.
—Apuéstate algo.
Saqué el dibujo de un barril con una gruesa tapa de rosca provista de tapón en la parte superior. Había bosquejado la palabra TABLE en un semicírculo en el lateral, y SCOTLAND debajo, en otro semicírculo. Era un trabajo desigual: dibujaba mucho mejor que escribía.
—Whisky, caballeros.
Jack señaló un garabato vagamente humanoide dibujado en el barril, entre las palabras TABLE y SCOTLAND. La figura había sido realizada en color naranja, levantando un pie hacia atrás.
—¿Quién es la chávala del vestido?
—Eso no es un vestido, es una falda escocesa. Se supone que es un highlander.{[15]}
Wireman levantó sus enmarañadas cejas.
—No ganarás ningún premio por este, muchacho.
—Elizabeth metió a Perse en una especie de barril de whisky enano —caviló Jack—. O quizá fueron Elizabeth y Nana Melda…
Sacudí la cabeza
—Solo Elizabeth.
—¿De qué tamaño es esa cosa?
Levanté las manos a unos sesenta centímetros la una de la otra, lo consideré, y las separé un poco más.
Jack hizo un gesto afirmativo, pero también fruncía el ceño.
—Metió la figura de porcelana y volvió a enroscar la tapa. O le puso el tapón. Hizo dormir a Perse ahogándola. Lo cual me parece una cagada, jefe. Ella estaba bajo el agua cuando empezó a llamar a Elizabeth, por el amor de Dios. ¡En el fondo del Golfo!
—Deja eso por ahora.
Puse el boceto del barril de whisky el último del montón, y les mostré el siguiente. Era Nana Melda, usando el teléfono del salón. Había algo furtivo en la inclinación de su cabeza y en su encorvamiento de hombros, esbozado en uno o dos trazos rápidos, pero decía todo lo que necesitaba ser dicho acerca de lo que pensaban los sureños de 1927 de que una criada negra usara el teléfono, aun en caso de emergencia.
—Creíamos que Adié y Emery se enteraron por los periódicos y volvieron, pero probablemente la prensa de Atlanta no llegó a informar del ahogamiento de dos niñas en Florida. Cuando Nana Melda estuvo segura de que las gemelas habían desaparecido, llamó a Eastlake, el Señor, al continente para darle las malas noticias. Y después llamó a donde fuera que estuviera Adié con su nuevo marido.
Wireman se propinó un puñetazo en la pierna.
—¡Adié le contó a su Nanny dónde se alojaba! ¡Por supuesto que lo hizo! —exclamó.
Asentí con la cabeza.
—Los recién casados debieron de coger un tren esa misma noche, porque estaban en casa antes de que oscureciera al día siguiente.
—Para entonces las dos hijas medianas ya estarían en casa, también —apuntó Jack.
—Sí, la familia entera —confirmé—. Y el agua ahí fuera… —Hice un gesto hacia donde el esbelto barco blanco se hallaba anclado, esperando a la oscuridad—. Estaba cubierta de pequeños botes. La búsqueda de los cuerpos continuó durante tres días, por lo menos, aunque todos ellos sabían que las chiquillas tenían que estar muertas. Imagino que la última cosa en la mente de John Eastlake era averiguar cómo se enteraron de la noticia su hija mayor y el marido. En lo único que podía pensar durante esos días era en sus gemelas perdidas.
—DESAPARECIDAS —murmuró Wireman—. Pobre hombre.
Levanté la siguiente imagen. Aquí se veían tres personas en la veranda de Heron's Roost, despidiéndose con la mano, mientras un turismo grande y antiguo avanzaba por la avenida de conchas machacadas hacia las columnas de piedra y el cuerdo mundo de más allá. Había bosquejado unas cuantas palmeras y bananeros desperdigados, pero ningún seto; la cerca no existía en 1927.
En la ventana trasera del turismo, dos pequeños óvalos blancos miraban hacia atrás. Toqué cada uno de ellos en sucesión.
—María y Hannah —dije—. Volviendo a la Escuela Braden.
—Es un poco frío, ¿no crees? —comentó Jack.
Sacudí la cabeza.
—Realmente no. Los niños no lloran como los adultos.
—Sí, supongo —admitió Jack, con un asentimiento de cabeza—. Pero me sorprende… —empezó a decir.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué es lo que te sorprende?
—Que Perse las dejara marchar —respondió Jack.
—No lo hizo en realidad. Solo iban a Bradenton.
Wireman posó la mano sobre el dibujo.
—¿Dónde está Elizabeth aquí?
—En todas partes —contesté—. Estamos mirando a través de sus ojos.
* * *
—No hay mucho más, pero el resto es bastante malo.
Les enseñé el siguiente boceto. Había sido realizado tan apresuradamente como los otros, y la figura masculina estaba representada de espaldas, pero no tenía dudas de que era la versión viva de la cosa que me apresó con unas esposas en la cocina de Big Pink. Teníamos la vista puesta en él. La mirada de Jack iba del dibujo a la playa de la Sombra, ahora erosionada a una simple cala estrecha, y de vuelta al dibujo. Finalmente, fijó sus ojos en mí.
—¿Es aquí? —preguntó en voz baja—. ¿El punto de vista es desde aquí mismo?
—Sí.
—Ese es Emery —dijo Wireman, tocando la figura.
Su voz sonó incluso más baja que la de Jack, y el sudor le brotaba de la frente.
—Sí.
—La cosa que estuvo en tu casa.
—Sí.
—¿Y esas son Tessie y Laura? —preguntó, moviendo el dedo.
—Tessie y Lo-Lo. Sí.
—Ellas… ¿qué? ¿Le atrajeron hasta el agua? ¿Cómo sirenas en uno de esos viejos cuentos de hadas griegos?
—Sí.
—Esto sucedió de veras —dijo Jack, como para captar su significado.
—Sí, sucedió de verdad —confirmé—. Nunca dudes de su fuerza.
Wireman miró hacia el sol, que se hallaba más cerca del horizonte que nunca. Su rastro había comenzado finalmente a deslustrarse.
—Entonces termina, muchacho, tan rápido como puedas, para que podamos acabar con este asunto y largarnos de aquí de una puta vez.
—No tengo mucho más que contaros, de todas formas —dije. Pasé un número de bocetos que eran poco más que vagos garabatos—. La verdadera heroína fue Nana Melda, y ni siquiera sabemos su apellido.
Les mostré uno de los dibujos a medio terminar: Nana Melda, reconocible por el pañuelo alrededor de su cabeza y una superficial pizca de color en la frente y una mejilla, hablando con una mujer joven en el corredor delantero. Noveen estaba recostada cerca, en una mesa que no era más que seis u ocho líneas unidas por una rápida elipse.
—Aquí está ella, contándole a Adriana algún cuento chino sobre Emery, después de su desaparición. ¿Que había tenido que regresar repentinamente a Atlanta? ¿Que se fue a Tampa a comprar un regalo de bodas sorpresa? No lo sé. Cualquier cosa que mantuviera a Adié en la casa, o cerca, por lo menos.
—Nana Melda estaba ganando tiempo —dijo Jack.
—Era lo único que podía hacer. —Señalé hacia la espesa jungla que crecía entre nosotros y el extremo norte del Cayo, vegetación que no tendría que estar allí… al menos, no sin un equipo de horticultores trabajando a todas horas para proporcionarle su sustento—. Todo eso no estaba allí en 1927, pero Elizabeth estaba aquí, y su talento se encontraba en la cúspide. Sospecho que nadie que intentara usar la carretera para salir de la isla tendría alguna oportunidad. Dios sabe lo que Perse habría hecho que Elizabeth dibujara a la existencia entre este lugar y el puente.
—¿Adriana sería supuestamente la siguiente? —preguntó Wireman.
—Luego John, y después Maria y Hannah. Porque Perse pretendía apoderarse de todos ellos excepto, quizá, de la propia Elizabeth. Nana Melda debió de haber sabido que solo podría retener a Adié un día, pero eso era todo lo que necesitaba.
Les enseñé otra imagen. Aunque bosquejado de forma mucho más apresurada, mostraba una vez más a Nana Melda y a Libbit en el extremo poco profundo de la piscina. Noveen yacía en el borde con un brazo de trapo tocando la superficie del agua. Y junto a Noveen, tumbado sobre su abultado vientre, se hallaba un barril cerámico de boca ancha con la palabra TABLE impresa en semicírculo en el costado.
—Nana Melda le contó a Libbit lo que tenía que hacer. Y le dijo que debía hacerlo sin importar lo que viera en su cabeza, o lo fuerte que gritara Perse para que se detuviera… porque gritaría, le aseguró Nana Melda, si se enteraba. Dijo que su única esperanza era que Perse lo descubriera demasiado tarde como para que supusiera alguna diferencia. Y entonces Melda dijo…
Me detuve. El rastro del sol descendente se hacía más y más brillante. Tenía que continuar, pero ahora era duro. Era muy, muy duro.
—¿Qué, muchacho? —preguntó Wireman con delicadeza—. ¿Qué dijo?
—Dijo que era posible que ella también gritara. Y Adié. Y su papá. Pero que no debía parar. «No pares, hija», dijo. «No pares o todo será para nada.»
Como de motu proprio, mi mano sacó el Venus Black del bolsillo y garabateó dos palabras debajo del primitivo dibujo de la niña y la mujer en la piscina:
no pares
Mis ojos se empañaron. Dejé caer el lápiz entre la avena de mar y me enjugué las lágrimas. Hasta donde sé, ese lápiz sigue todavía en el mismo sitio.
—Edgar, ¿qué hay de los arpones con la punta de plata? —preguntó Jack—. No los has mencionado en ningún momento.
—No existía ningún maldito arpón mágico —respondí con cansancio—. Debieron de ser creados años más tarde, cuando Eastlake y Elizabeth regresaron a Duma Key. Dios sabe a cuál de los dos se le ocurrió la idea, y quienquiera que fuese puede que no entendiera completamente por qué parecía importante.
—Pero… —Jack volvía a fruncir el ceño—. Si no tenían los arpones de plata en 1927… entonces, ¿cómo…?
—Nada de arpones de plata, Jack, sino agua en abundancia.
—Sigo sin pillarlo. Perse vino del agua. Ella es de agua.
Miró hacia el barco, como para cerciorarse de que continuaba allí. Y así era.
—Correcto. Pero en la piscina, su agarre se debilitaba. Elizabeth lo sabía, pero no comprendía las implicaciones. ¿Por qué habría de comprenderlas? Era solo una niña.
—¡Oh, joder! —exclamó Wireman, dándose una palmada en la frente—. La piscina. Agua dulce. Era una piscina de agua dulce. Dulce, en contraposición a salada.
Le apunté con el dedo.
Wireman tocó la imagen del barril cerámico que había dibujado junto a la muñeca.
—¿Este barril estaba vacío? ¿Es el que llenaron con agua de la piscina?
—No me cabe duda.
Dejé a un lado el boceto de la piscina y les mostré el siguiente, cuya perspectiva correspondía casi exactamente a la del lugar en el que nos hallábamos. Sobre el horizonte, una luna recién salida en forma de hoz brillaba entre los mástiles de un barco que esperaba no tener que dibujar nunca jamás. Y en la playa, al borde del agua…
—¡Jesús, qué espanto! —exclamó Wireman—. Ni siquiera lo veo con claridad, y aun así es espantoso.
Me picaba el brazo derecho, palpitando. Quemaba. Alargué el brazo y toqué la imagen con una mano que esperaba no tener que contemplar nunca jamás… aunque temía que no sería así.
—Yo puedo ver por todos nosotros.
Cómo dibujar un cuadro (XI)
No abandones hasta completar el cuadro. No puedo decirte si esa es la regla cardinal del arte o no, no soy profesor, pero creo que esas seis palabras resumen todo lo que he intentado explicarte. El talento es algo maravilloso, pero no le gustan los rajados. Y, si la obra es sincera, si procede de ese lugar mágico donde el pensamiento, la memoria y las emociones se funden, siempre llegará un momento en que querrás abandonar, en que pensarás que si sueltas el lápiz tu ojo se opacará, tu memoria decaerá, y el dolor terminará. Sé todo esto a partir de la última imagen que dibujé aquel día, la de la reunión en la playa. Era apenas un boceto, pero creo que cuando estás trazando un mapa del infierno, un boceto es todo lo que necesitas.
Comencé con Adriana.
Durante todo el día se había sentido desesperada por Em, y sus emociones hacia él abarcaban desde la furia salvaje hasta el temor. Incluso había cruzado por su mente la idea de que «Papá ha Cometido Una Barbaridad», aunque eso parecía improbable; su profunda pena le había dejado aletargado e indiferente desde que la búsqueda finalizó.
Cuando llega el ocaso y Em sigue sin dar señales de vida, podrías pensar que ella se pone más nerviosa que nunca, pero en cambio se tranquiliza, y casi hasta se muestra alegre. Le dice a Nana Melda que Em regresará enseguida, que está completamente segura. Lo siente en los huesos y lo oye en su cabeza, donde suena como el tañido de una pequeña campana. Supone que dicha campana es lo que llaman «intuición femenina», y que no eres plenamente consciente de ella hasta que te casas. Esto también se lo cuenta a Nanny.
Nana Melda asiente y sonríe, pero mira a Adié exhaustivamente. La ha estado vigilando todo el día. El hombre de la chica se ha ido para siempre, es lo que dice Libbit, y Melda la cree, pero también confía en que el resto de la familia pueda ser salvada… que ella misma pueda ser salvada.
Mucho, sin embargo, depende de la propia Libbit.
Nana Melda sube para echar un ojo a la única bebita que le queda, tocando las pulseras de su brazo izquierdo mientras asciende las escaleras. Las pulseras de plata eran de su madre, y Melda se las pone para ir a la iglesia todos los domingos. Tal vez esa es la razón por la que hoy las ha sacado de su caja de cosas especiales y se las ha deslizado por el antebrazo hasta que quedaron atascadas en lugar de dejárselas bailando en la muñeca. Tal vez quería sentirse un poco más cerca de su madre, tomar prestado un poco de la serena fuerza de su madre, o tal vez simplemente quería la asociación de algo sagrado.
Libbit está en su cuarto, dibujando. Está dibujando a su familia, Tessie y Lo-Lo incluidas. Los ocho (Nana Melda también pertenece a la familia, en lo que a Libbit concierne) se encuentran de pie en la playa donde han pasado tantos momentos felices nadando y merendando y construyendo castillos de arena, con las manos enlazadas como monigotes de papel y grandes sonrisas sobresaliendo de sus rostros. Es como si pensara que mediante el dibujo podría devolverles la vida y la felicidad con la fuerza pura de su voluntad.
Nana Melda casi podría creerlo posible. La niña es poderosa. Pero recrear vida, sin embargo, está más allá de su alcance. Recrear vida auténtica está incluso más allá del alcance de la cosa del Golfo. Los ojos de Nana Melda se desvían hacia la caja de cosas especiales de Libbit antes de volver a posarse en la misma Libbit. Solo ha visto una vez la estatuilla proveniente del Golfo, una mujer diminuta con una bata de color rosa desteñido, que quizá en algún momento había sido escarlata, y una capucha de la que se derramaba su pelo, ocultándole la frente.
Le pregunta a Libbit si todo va bien. Es todo lo que se atreve a decir, lo más lejos a lo que se atreve a llegar. Si realmente existe un tercer ojo oculto bajo los rizos de la cosa de la caja, un ojo mojo clarividente, resulta imposible ser demasiado cuidadoso.
Libbit dice: Bien. Solo dibujando, Nana Melda.
¿Ha olvidado lo que debía hacer? Lo único que puede hacer Nana Melda es esperar que no. Ahora ha de volver abajo, y vigilar a Adié. Su hombre la llamará pronto.
Una parte de ella no puede creer que esto esté sucediendo; otra parte se siente como si hubiera pasado toda la vida preparándose para ello.
Melda dice: Puede que me oigas llamar a tu padre. Entonces, vas a recoger esas cosas que dejaste en la piscina. No las dejes fuera toda la noche, pa' que no se mojen con el rocío.
Sigue dibujando, sin levantar la mirada. Pero entonces dice algo que llena de gozo el aterrado corazón de Melda.
—No. Me llevaré a Perse. Así no me asustaré si está oscuro.
Melda dice: Llévate a quien quieras, pero tra'te a Noveen, que sigue ahí fuera.
Es todo lo que dice con el tiempo del que dispone, todo lo que se atreve a decir cuando piensa en ese perspicaz ojo mojo especial, y en cómo podría estar intentando mirar en el interior de su cabeza.
Melda vuelve a acariciar sus pulseras mientras baja las escaleras. Se alegra mucho de haberlas tenido puestas mientras estuvo en la habitación de Libbit, incluso aunque la pequeña mujer de porcelana se hallara encerrada en la caja de hojalata.
Llega justo a tiempo para ver el remolino del vestido de Adié cuando esta dobla la esquina al final de pasillo y entra en la cocina.
Es la hora. El juego entra en su fase final.
En lugar de seguir a Adié a la cocina, Melda atraviesa el vestíbulo delantero hacia el estudio del Señor, donde entra sin llamar, por primera vez en los siete años que lleva trabajando para la familia. El Señor está sentado detrás del escritorio, con la corbata desatada, el cuello de la camisa desabrochado y los tirantes colgando en fláccidos lazos. Tiene en las manos las fotos de Tessie y Lo-Lo, enmarcadas en oro. Alza la vista hacia ella, ojos rojos en un rostro que ya ha adelgazado. No parece sorprenderse de que su ama de llaves irrumpa sin previo aviso; tiene el aire de un hombre que está por encima de toda sorpresa, por encima de toda conmoción; pero, por supuesto, resultará que no es así.
Él dice: ¿Qué se te ofrece, Melda Lou?
Ella dice: Tiene que venir ahora mismo.
La mira con ojos llorosos, exhibiendo una tranquila y exasperante estupidez. ¿Ir adonde?
Ella dice: A la playa. Y traiga eso.
Señala a la pistola de arpones, que cuelga en la pared junto con varios arpones cortos. Las puntas son de acero, no de plata, y las astas son pesadas. Ella lo sabe bien; ¿acaso no los ha transportado en la cesta suficientes veces?
El dice: ¿De qué estás hablando?
Ella dice: No puedo tomarme tiempo pa´ explicar. Tiene que venir a la playa ahora mismo, no sea que quiera perder a otra.
Va. No pregunta qué hija, ni vuelve a cuestionar por qué debería querer la pistola de arpones; simplemente la arranca de la pared de un tirón, coge dos de los arpones en la otra mano, y sale por la puerta abierta del estudio a grandes zancadas, primero al lado de Melda, luego por delante de ella. Para cuando alcanza la cocina, donde Melda ha visto por última vez a Adié, corre a más no poder, y ella está quedando rezagada, aun cuando también corre, sujetándose la falda por delante con ambas manos. ¿Y se ha sorprendido por esta repentina interrupción de su letargo, esta repentina acción electrizante? No. Porque, a pesar del manto de su dolor, el Señor también sabía que algo iba mal aquí, y que empeoraba con el paso del tiempo.
La puerta trasera está entornada. La brisa del anochecer penetra retozona a través de ella, y la hace girar sobre sus goznes… salvo que en realidad ya es una brisa nocturna. El ocaso está muriendo. Todavía habrá luz en la playa de la Sombra, pero aquí, en Heron's Roost, la oscuridad ya ha llegado. Melda atraviesa a la carrera el porche trasero y divisa al Señor, que ya está en el camino que baja a la playa. Apenas es una sombra. Mira a su alrededor en busca de Libbit, pero por supuesto no hay rastro de ella; si Libbit está cumpliendo con lo que se supone que debe hacer, entonces ya estará de camino a la piscina con su caja-corazón bajo el brazo.
La caja-corazón con el monstruo en su interior.
Corre tras el Señor y le alcanza en el banco, donde el sendero desciende en picado hacia la playa. Está allí parado, congelado. Hacia el oeste, el último vestigio del ocaso es un sombría línea anaranjada que pronto desaparecerá, pero hay suficiente luz para divisar a Adié al borde del agua, y al hombre vadeando hacia ella para darle la bienvenida.
Adriana chilla: ¡Emery!
El sonido de su voz es una mezcla de locura y alegría, como si hubiera estado fuera un año entero en lugar de un día.
Melda grita: ¡No, Ade, apártate de él!
Grita junto al hombre paralizado y boquiabierto, pero sabe que Adié no prestará atención, y no lo hace; Adié corre hacia su marido.
John Eastlake dice: ¿Qué…?
Y eso es todo.
El se ha liberado de su letargo el tiempo suficiente para correr hasta aquí, pero ahora queda de nuevo paralizado. ¿Es porque ve a las otras dos formas, mar adentro, pero también dirigiéndose hacia la orilla? ¿Caminando en el agua que debería cubrirles las cabezas? Melda cree que no. Ella cree que sigue mirando fijamente a su hija mayor mientras la borrosa figura del hombre que emerge del agua alarga sus brazos chorreantes hacia ella y posa las manos chorreantes alrededor de su cuello, ahogando primero sus gritos de alegría y luego arrastrándola hacia las olas.
Mar adentro en el Golfo, aguardando, oscilando con ritmo acompasado en el suave oleaje como un reloj que cuenta el tiempo en años y siglos más que en minutos y horas, se halla el casco negro del barco de Perse.
Melda agarra el brazo del Señor, le hunde la mano profundamente en el bíceps, y le habla como jamás ha hablado a un hombre blanco en toda su vida.
Ella dice: ¡Ayúdela, hijo de puta! ¡Ante' de que la 'hogue!
Tira de él hacia adelante. Él se mueve. Ella no espera a ver si continúa andando o se vuelve a quedar paralizado. Ha olvidado todo lo concerniente a Libbit; Adié es lo único que ocupa su mente. Tiene que impedir que la cosa-Emery la arrastre al agua, y tiene que hacerlo antes de que las bebitas muertas puedan ayudarle.
Ella grita: ¡Suelta! ¡Suéltala!
Vuela hacia la playa, con la falda levantada por delante como una campana. Emery ha metido a Adié en el agua casi hasta la cintura. Adié ahora lucha, pero también se está asfixiando. Melda entra a trompicones en el agua y se lanza sobre el cadáver pálido que tiene sujeta a su mujer por la garganta. Suelta un alarido cuando el brazo izquierdo de Melda le toca, el brazo en el que lleva las pulseras. Es un sonido burbujeante, como si su garganta estuviera llena de agua. Se retuerce como un pez en las garras de Melda, y esta le araña con las uñas como si fueran un rastrillo. Escamas de carne se desprenden con una facilidad nauseabunda, pero no fluye sangre de las pálidas heridas. Los ojos de él giran en sus órbitas, y bajo la luz de la luna se asemejan a los ojos de una carpa muerta.
El aparta a Adriana de un empujón, para poder lidiar con la arpía que le ha atacado, la arpía en cuyo brazo arde un frío y repelente fuego.
Adié gime: No, Nanny, para, ¡le haces daño!
Adié se lanza hacia delante para tirar de Melda, por lo menos para separarles, y ese es el momento en que John Eastlake, de pie dentro del Golfo, con el agua hasta las rodillas, dispara la pistola de arpones. La lanza de tres hojas acierta a su hija mayor en el cuello, y esta se queda erguida, con cinco centímetros de acero asomando por delante, y otros diez sobresaliendo por detrás, justo por debajo de la base del cráneo.
John Eastlake chilla: ¡Adié, no! ¡Adié! ¡YO NO QUERÍA!
Adié se gira hacia el sonido de la voz de su padre y verdaderamente empieza a caminar hacia él, y eso es todo lo que Nana Melda tiene tiempo de ver. El marido muerto de Adié trata de desprenderse de su agarre, pero ella no quiere dejarle marchar; quiere poner fin a su horrible media-vida y tal vez así mandar un aviso a las dos bebi-horrores para que no se acerquen demasiado. Y piensa (hasta donde puede pensar) que puede hacerlo, porque se ha percatado de una humeante marca chamuscada en la mejilla húmeda y pálida de la cosa, y comprende que ha sido la pulsera.
Su pulsera de plata.
La cosa la busca con sus manos, su boca arrugada se abre como en un bostezo que podría ser de terror o de furia. Detrás de ella, John Eastlake grita el nombre de su hija, una y otra vez.
Melda gruñe: ¡Tú hiciste esto!
Y cuando la cosa-Emery la agarra, ella se lo permite.
Tú y la zorra que te controla, iba a agregar, pero las manos blancas de la cosa se cierran alrededor de su garganta igual que lo hicieron en la de la pobre Adié, y solo puede gorgotear. Tiene el brazo izquierdo libre, sin embargo, el de las pulseras, y siente su poder. Lo echa hacia atrás y lo mueve hada delante dibujando un gran arco. El brazo conecta con el costado derecho de la cabeza de la cosa-Emery.
El resultado es espectacular. El cráneo de la criatura se hunde bajo el golpe, como si una pequeña inmersión hubiera convertido ese armazón rígido en caramelo. Pero sigue siendo rígido, de acuerdo; uno de los fragmentos que asoma de la mata de pelo de Emery le hace un corte profundo en el antebrazo, y la sangre gotea en el agua turbulenta que los rodea.
Dos sombras pasan a su lado, una a su izquierda, una a su derecha.
Lo-Lo grita: ¡Papi!, con su nueva voz de plata.
Tessie grita: ¡Papi, ayúdanos!
La cosa-Emery está intentando ahora escapar de Melda, resbalando y chapoteando, sin querer nada más de ella. Melda introduce el pulgar de su poderosa mano izquierda en el ojo derecho de la cosa, y nota que surge algo frío y fangoso, como las entrañas de un sapo aplastado por una roca. Entonces se da media vuelta rápidamente, tambaleándose, mientras el aguaje intenta tirar de sus pies.
Estira la mano izquierda y agarra a Lo-Lo por el pescuezo y tira de ella hacia atrás.
Gruñó: ¡Tú tampoco!
Lo-Lo se debate con un grito de sorpresa y agonía… y ningún grito como ese surgiría nunca de la garganta de una niña pequeña, Melda lo sabe.
John aúlla: ¡Melda, basta!
Está arrodillado en la última y fina embestida del oleaje, junto a Adié. El asta del arpón sobresale de su garganta.
¡Melda, deja a mis hijas en paz!
No tiene tiempo para escuchar, aunque se permite dedicarle un pensamiento a Libbit… ¿por qué no ha ahogado todavía a la figura de porcelana? ¿O es que no funciona? ¿Ha conseguido detenerla de algún modo esa cosa que Libbit llama Percy? Melda sabe que todo es posible; Libbit es poderosa, pero sigue siendo solo una chiquilla.
No hay tiempo para pensar en eso. Intenta agarrar a la otra no-muerta, a Tessie, pero su mano derecha no es como la izquierda, no hay plata que la proteja, y Tessie se vuelve con un gruñido y la muerde. Melda es consciente del fino dolor que brota como un tiro, pero no de que le ha arrancado dos de sus dedos y parte de un tercero, que ahora flotan en el agua junto a la pálida niña. Hay demasiada adrenalina azotando su cuerpo para notarlo.
Sobre la cima de la colina, donde los contrabandistas a veces acarrean pallets cargados de licor, se eleva una pequeña luna en forma de hoz, proyectando un tenue resplandor adicional sobre esta pesadilla. Bajo su luz, Melda ve que Tessie se dirige de nuevo hacia su padre, ve que Tessie vuelve a extender los brazos hacia él.
¡Papi! ¡Papi, por favor, ayúdanos! ¡Nana Melda está loca!
Melda no piensa. Echa el cuerpo hacia delante y agarra a la niña por el pelo que ha lavado y trenzado un millar de veces.
John Eastlake chilla: ¡MELDA, NO!
Entonces, mientras recoge la pistola de arpones del suelo y palpa la arena en la que yace el cuerpo de su bija muerta, en busca de la lanza restante, una nueva voz habla. Llega desde detrás de Melda, del barco anclado en el caldo.
Dice: Nunca deberías haberte interpuesto en mi camino.
Melda, todavía sujetando por el pelo a la cosa-Tessie (que forcejea y da patadas, pero la niñera apenas es consciente de ello), gira torpemente en el agua y la ve, de pie en la borda de su barco, bajo un manto rojo. Tiene la capucha bajada, y Melda ve que ni siquiera se halla cerca de ser humana, ella es alguna otra cosa, alguna cosa más allá de la comprensión humana. Bajo la luz de la luna su rostro cadavérico rebosa de conocimiento.
Emergiendo del agua, delgados brazos de esqueletos la saludan.
La brisa le aparta las serpientes de su cabello; Melda ve el tercer ojo en la frente de Perse; lo ve observándola, y toda su voluntad de resistir se apaga al instante.
En ese momento, sin embargo, la cabeza de esa diosa arpía se mueve con brusquedad, como si hubiera oído a algo o a alguien acercándose de puntillas por detrás.
Ella grita: ¿Qué?
Y después: ¡No! ¡Suelta eso! ¡Suéltalo! ¡NO PUEDES HACERLO!
Pero aparentemente Libbit sí puede… y lo ha hecho, porque la forma de la cosa en la balaustrada del barco flaquea, se vuelve acuosa… y entonces queda reducida a nada salvo luz de luna. Los brazos de los esqueletos se deslizan bajo el agua y desaparecen.
La cosa-Emery también se ha ido… esfumado, pero las gemelas gritan juntas en su dolor compartido y en la desolación de su abandono.
Melda le grita al Señor: ¡Todo va' salir bien!
Hace girar a la que tenía agarrada por el cabello. Cree que ya no querrá nada de los vivos, ahora ya no, no durante un tiempo.
Ella grita: ¡Libbit lo hizo, lo hizo! Ella…
John Eastlake aúlla: ¡QUITA LAS MANOS DE MIS HIJAS, NEGRA DE MIERDA!
Y dispara la pistola de arpones por segunda vez.
¿Ves cómo da en el blanco y atraviesa a Nana Melda? En caso afirmativo, el cuadro está completo.
Ay, Dios… el cuadro está completo.
20- Perse
El dibujo (que no era la última obra pictórica auténtica de Edgar Freemantle, sino la penúltima), representaba a John Eastlake de rodillas en la playa de la Sombra, con su hija muerta a su lado y la luna en forma de hoz, recién salida, detrás de él. Nana Melda se hallaba en el agua, que le cubría hasta los muslos, con una niña a cada lado; sus rostros húmedos, vueltos hacia arriba, estaban dibujados alargados en una expresión de terror y rabia. El asta de uno de aquellos arpones cortos sobresalía de entre los pechos de la mujer, cuyas manos lo apresaban al tiempo que miraba con incredulidad al hombre al que tan estoicamente había intentado proteger de sus propias hijas.
—Él grito —dije—. Gritó hasta que le sangró la nariz. Hasta que le sangró un ojo. Es un milagro que no se provocara a sí mismo una hemorragia cerebral.
—No hay nadie en el barco —observó Jack—. Por lo menos, no en este dibujo.
—No. Perse se había ido. En realidad, sucedió lo que Nana Melda esperaba. Lo acontecido en la playa distrajo a la arpía el tiempo suficiente para que Libbit se ocupara de ella. Para que la ahogara a dormir. —Toqué el brazo izquierdo de Nana Melda, donde había dibujado dos rápidos arcos y trazado un minúsculo entramado para indicar el reflejo de la débil luz de la luna—. Y sobre todo porque algo le instó a que se pusiera las pulseras de plata de su madre. Plata, como cierto candelero —recalqué, y miré a Wireman—. Así que quizá exista algo en el lado luminoso de la ecuación, velando un poquito por nosotros.
Asintió con la cabeza y apuntó hacia el sol. En pocos instantes tocaría el horizonte, y el rastro de luz que llegaba hasta nosotros, ahora amarillo, se tornaría en oro puro.
—Pero la oscuridad es cuando las cosas malas salen a jugar. ¿Dónde está ahora la Perse de porcelana? ¿Alguna idea de dónde terminó después de todo lo de la playa?
—No conozco con exactitud los detalles de lo que sucedió después de que Eastlake matara a Nana Melda, pero tengo la idea general. Elizabeth… —Me encogí de hombros—. Había echado el resto, al menos durante un tiempo. Se sobrecargó. Su padre debió de haberla oído gritar, y eso es probablemente lo único que aún podría hacer que volviera en sí. Debió de haber recordado que, a pesar de lo horrible de la situación, todavía tenía una hija viva en Heron's Roost. Puede que incluso recordara que tenía dos más a cincuenta o sesenta kilómetros de distancia. Lo que le dejaba con un buen desastre que limpiar.
Jack señaló silenciosamente el horizonte, donde el sol ya se apoyaba.
—Lo sé, Jack, pero estamos más cerca de lo que piensas.
Pasé la última hoja de papel a la parte de arriba del montón. Era el bosquejo más escueto de todos, pero no había confusión posible en reconocer esa sonrisa. Era Charley el Jockey de Jardín. Me puse de pie e hice que apartaran la mirada del Golfo y del barco que allí aguardaba, ahora una silueta negra contra el dorado horizonte.
—¿Lo veis? —les pregunté—. Yo lo vi, mientras subíamos aquí desde la casa. La estatua del jockey verdadera, quiero decir, no la proyección que vimos cuando llegamos.
Miraron.
—No lo veo —dijo Wireman—, y creo que lo haría si estuviera ahí, muchacho. Comprendo que la hierba está alta, pero esa gorra roja debería destacar. A no ser que esté en una de las arboledas de bananeros.
—¡Lo tengo! —gritó Jack, y se echó a reír de veras.
—¡Y una mierda! —replicó Wireman, picado, y a continuación—: ¿Dónde?
—Detrás de la pista de tenis.
Wireman miró hacia allí, empezó a decir que seguía sin verlo y se detuvo.
—Seré hijo de puta —murmuró—. La bendita cosa está cabeza abajo, ¿verdad?
—Sí. Y como no tiene pies reales en los que apoyarse, eso es la base de hierro cuadrada que veis. Charley señala el lugar, amigos. Pero primero tenemos que ir al establo.
* * *
No tuve premonición alguna de lo que nos esperaba en el interior del alargado y frondoso edificio anexo, donde hacía un calor sofocante y estaba oscuro. Tampoco tenía ni idea de que Wireman había sacado la Desert Eagle hasta que disparó.
Las puertas eran de las que se deslizan sobre raíles, pero estas nunca más volverían a moverse; estaban oxidadas y separadas a casi tres metros de distancia, y así habían estado durante décadas. Musgo español verde grisáceo pendía como cortinas, oscureciendo el hueco entre las puertas.
—¿Qué estamos busc…? —empecé, y fue entonces cuando la garza surgió batiendo las alas, con sus ojos azules relampagueando, su largo cuello estirado hacia delante, y su pico amarillo abriéndose y cerrándose.
Había echado a volar tan pronto tuvo un blanco claro, y no me cabía duda de que su objetivo eran mis ojos. Entonces la Desert Eagle rugió, y la rabiosa mirada azul del ave desapareció, junto con el resto de su cabeza, en un fino rocío de sangre. Chocó contra mí, ligera como un manojo de cables envolviendo un núcleo hueco, y cayó a mis pies. En el mismo instante oí en mi mente un alarido plateado de furia.
No fui solo yo. A Wireman se le crispó el rostro. Jack soltó las asas de la cesta de picnic y se llevó las manos a las orejas. Entonces desapareció.
—Una garza muerta —contó Wireman, con voz no demasiado firme. Pateó el fardo de plumas y me lo quitó de las botas—. Por el amor de Dios, no me denunciéis a Medio Ambiente. El haber disparado a una de estas probablemente me costaría cincuenta de los grandes y cinco años en la cárcel.
—¿Cómo lo supiste? —pregunté.
—¿Qué importa? —contestó, encogiéndose de hombros—. Me dijiste que le disparara si la veía. Tú Llanero Solitario, yo Tonto.
—Pero llevabas la pistola en la mano.
—Tuve lo que Nana Melda habría llamado «una intuición» cuando se puso las pulseras de plata de su madre —dijo Wireman, sin sonreír—. Algo nos está echando un ojo, de acuerdo, dejémoslo así. Y después de lo que le pasó a tu hija, diría que nos deben un poco de ayuda. Pero tenemos que hacer nuestra parte.
—Tan solo ten tu hierro de tirar a mano mientras lo hacemos —le dije.
—Oh, puedes contar con ello.
—¿Jack? ¿Puedes averiguar cómo se carga la pistola de arpones?
Ningún problema ahí. Vía libre.
* * *
El interior del establo estaba oscuro, y no solo porque el risco entre nosotros y el Golfo bloqueara la luz directa del sol poniente. Todavía quedaba mucha luz en el cielo, y había multitud de grietas y resquicios en el tejado de pizarra, pero las enredaderas habían crecido cubriéndolo por completo. Cualquier luz que entrara por arriba era de un verde intenso e inspiraba poca confianza.
El área central de la construcción estaba vacía salvo por un antiguo tractor que descansaba sobre los sólidos muñones sin ruedas de sus ejes, pero en uno de los compartimientos para maquinaria, la luz de nuestra potente linterna descubrió unas pocas herramientas abandonadas y oxidadas y una escalera de madera apoyada contra la pared del fondo. Tenía un aspecto mugriento y su corta longitud resultaba deprimente. Jack trató de trepar por ella mientras Wireman le enfocaba. Botó sobre el segundo travesaño, y oímos un crujido de aviso.
—Deja de saltar y ponía junto a la puerta —le insté—. Es una escalera, no un trampolín.
—No sé —dudó Jack—. El clima de Florida no es que sea el ideal para que se conserven las escaleras de madera.
—A caballo regalado no se le miran los dientes —enunció Wireman.
Jack la levantó, haciendo una mueca ante el polvo y los insectos muertos que llovieron sobre él desprendidos de los seis roñosos peldaños.
—Para ti es fácil decirlo. Con tu peso, no vas a ser el que suba por ella.
—Soy el tirador del grupo, niño —dijo Wireman—. Aquí cada cual tiene asignada su tarea. —Se esforzaba por mostrarse displicente, pero su voz sonaba forzada y parecía cansado—. ¿Dónde están los restantes barriletes cerámicos, Edgar? Porque no los veo.
—Quizá al fondo —aventuré.
Acerté. Había tal vez diez de los «barriletes» cerámicos de Whisky Table al fondo del cobertizo. Digo tal vez porque resultaba difícil contarlos.
Estaban hechos añicos.
* * *
Rodeando a los pedazos más grandes de cerámica blanca, y entremezclados con ellos, había rutilantes montículos y ramilletes de cristal. A la derecha había dos anticuadas carretillas de madera, ambas volcadas. A la izquierda, apoyado contra la pared, había un mazo con óxido en la cabeza y manchas de moho creciendo en el mango.
—Alguien ha montado una fiesta destrozarrecipientes —dijo Wireman—. ¿Quién crees tú? ¿Eh?
—Quizá —respondí—. Seguramente.
Por primera vez empecé a plantearme si, después de todo, ella no nos derrotaría. Aún nos quedaba algo de luz diurna, pero menos de la que había esperado, y muchísimo menos de la cantidad con la que habría estado cómodo. Y ahora… ¿en qué íbamos a ahogar su simulacro de porcelana? ¿En una puta botella de agua Evian? En cierto sentido, no era una mala idea: era de plástico y, según los ecologistas, esas malditas cosas perdurarían para siempre. Pero una figura de porcelana nunca cabría por el orificio de la botella.
—Entonces, ¿cuál es el plan B? —preguntó Wireman—. ¿El depósito de gasolina de ese viejo John Deere? ¿Servirá?
La idea de intentar ahogar a Perse en el depósito del viejo tractor me dio escalofríos. Probablemente no sería más que un cordón oxidado.
—No, no creo que eso funcione.
Debió de escuchar en mi voz algo cercano al pánico, porque me asió del brazo.
—Tómatelo con calma —dijo—. Se nos ocurrirá algo.
—Claro… pero ¿el qué?
—La llevaremos de vuelta a Heron's Roost, eso es todo. Allí habrá algo.
Pero con el ojo de mi mente continuaba viendo la forma en que las tormentas habían tratado a la mansión que en otra época dominó este extremo de Duma Key, y la habían convertido en poco más que una fachada. Entonces me pregunté cuántos recipientes encontraríamos verdaderamente allí, sobre todo cuando contábamos con unos cuarenta minutos antes de que llegara la oscuridad y el Perse enviara una patrulla de desembarco para poner fin a nuestra intromisión. ¡Dios, haber olvidado un objeto tan esencial como un recipiente hermético!
—¡Joder! —exclamé. Le pegué una patada a una pila de fragmentos y los mandé a volar—. ¡Joder!
—Calma, vato. Eso no ayudará.
No, no lo haría. Y a ella le encantaría enfurecerme, ¿verdad? El viejo y furioso Edgar sería fácil de manipular. Traté de mantener el control de mí mismo, pero el mantra del «puedo hacerlo» no funcionaba. Aun así, era todo lo que tenía. ¿Y qué haces cuando no puedes utilizar la ira como recurso? Admites la verdad.
—Muy bien. Pero no tengo la más mínima idea.
—Relájate, Edgar —dijo Jack, y sonreía—. Esa parte va a salir bien.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—Confía en mí.
* * *
Mientras contemplábamos a Charley el Jockey de Jardín bajo una luz que ahora adquiría un tinte definitivamente púrpura, me vino a la mente un pareado sin sentido de un viejo blues de Dave Van Ronk: «Mamá compró un pollo, pensando que era un pato / Lo puso sobre la mesa, con las patas en lo alto». Charley no era ni un pollo ni un pato, pero sus piernas, que no terminaban en unos zapatos sino en un pedestal oscuro de hierro, apuntaban en efecto hacia lo alto. La cabeza, sin embargo, había desaparecido. Había atravesado con estrépito un entablado cuadrado cubierto de enredaderas y antiquísimo musgo.
—¿Qué es eso, muchacho? —preguntó Wireman—. ¿Lo sabes?
—Casi seguro que es una cisterna —contesté—. Espero que no sea una fosa séptica.
Wireman sacudió la cabeza.
—Él nunca las habría enterrado en un montón de mierda por muy malo que fuera su estado mental. Ni en un millón de años.
Jack dirigió la mirada de Wireman a mí, con una expresión de absoluto terror en su joven rostro.
—¿Adriana está ahí abajo? ¿Y la niñera?
—Sí —afirmé—. Creía que lo habías entendido. Pero lo más importante es que Perse está también ahí. Y la razón por la que pienso que se trata de una cisterna es porque… *
—Elizabeth habría insistido en asegurarse de que la tumba de esa arpía fuera de agua —concluyó Wireman con gravedad—. Una tumba de agua dulce.
* * *
Charley era pesado, y las tablas que cubrían el agujero en la alta hierba se encontraban más podridas que los travesaños de la escalera. Naturalmente que sí; a diferencia de esta, la tapa de madera se hallaba directamente expuesta a los elementos. Trabajamos con cuidado, a pesar de las sombras cada vez más densas, sin conocer lo profundo que sería debajo. Por fin fui capaz de empujar hacia un lado el molesto jockey lo suficiente para que Wireman y Jack pudieran cogerlo por las ligeramente encorvadas piernas azules. Tuve que pisar sobre la tapa de madera podrida para hacerlo; era necesario, y yo era el más ligero. Se dobló bajo mi peso, emitió un prolongado gruñido de aviso y exhaló una bocanada de aire rancio.
—¡Ya basta, Edgar! —vociferó Wireman.
—¡Agárralo! —gritó Jack al mismo tiempo—. ¡Ah, la puta, se va a caer abajo!
Salí de la tapa combada mientras ellos asían a Charley, Wireman por las rodillas flexionadas y Jack por la cintura. Por un momento creí que, de todas formas, la estatua se hundiría a través del entablado, y que los arrastraría a ambos. Entonces, en un último esfuerzo combinado, profirieron un grito al mismo tiempo y se desplomaron hacia atrás, tirando del jockey de jardín, que cayó encima de ellos. Su cara sonriente y su gorra roja estaban cubiertas de enormes y torpes escarabajos. Unos cuantos gotearon sobre el rostro tenso de Jack, y uno cayó directamente en la boca de Wireman. Gritó, escupió y se puso en pie de un brinco, sin parar de escupir y frotándose los labios. Jack estuvo junto a él un momento después, bailando a su alrededor en círculo y sacudiéndose los bichos de la camisa.
—¡Agua! —bramó Wireman—. ¡Dame agua, se me ha metido uno en la boca! ¡Siento cómo se arrastra por mi puta lengua!
—Nada de agua —dije, mientras rebuscaba en la considerablemente diezmada bolsa.
De rodillas ahora, podía oler el aire que ascendía a través del agujero irregular en la tapa con mucha más intensidad de la que hubiera deseado. Era como el aire que se desprende de una tumba recién profanada. Que, naturalmente, era de lo que se trataba.
—Pepsi.
—Cheeseburger, cheeseburger, Pepsi —canturreó Jack—. Nada de Coca-Cola.
Y se echó a reír de manera aturdida.
Le tendí a Wireman una lata de refresco. La miró fijamente con incredulidad durante un momento, y luego tiró de la anilla. Le dio un sorbo, lo escupió en una rociada marrón y espumosa, tomó otro y escupió este también. El resto de la lata se lo bebió de cuatro largos tragos.
—Ay, caramba. Eres un tío duro, Van Gogh.
Yo estaba mirando a Jack.
—¿Qué piensas? ¿Podremos mover esto?
Jack examinó la tapa, después se puso de rodillas y empezó a arrancar las enredaderas adheridas a los costados.
—Sí —respondió—. Pero tenemos que quitar esta porquería.
—Deberíamos haber traído una palanca —dijo Wireman, que seguía escupiendo. No le culpé.
—No habría sido de ayuda, creo —objetó Jack—. La madera está demasiado podrida. Échame una mano, Wireman. —Y cuando me puse de rodillas a su lado, añadió—: No te molestes, jefe. Este es un trabajo para tíos con dos brazos.
Sentí otro relámpago de furia ante eso (la vieja ira se hallaba ya muy cerca), y la sofoqué lo mejor que pude. Les observé mientras trabajaban rodeando en círculo la tapa, arrancando las enredaderas y los hierbajos mientras la luz en el cielo perdía intensidad. Un pájaro solitario nos sobrevoló con las alas plegadas. Volaba cabeza abajo. Veías algo como eso y te entraban ganas de registrarte en el manicomio más cercano. Preferiblemente para una larga estancia.
Los dos trabajaban en sentido opuesto, y cuando Wireman se aproximaba al lugar desde donde había empezado Jack, y este se aproximaba al lugar donde había empezado Wireman, pregunté:
—¿Está cargada la pistola de arpones, Jack?
Este alzó la mirada.
—Sí. ¿Por qué?
—Porque, después de todo, habrá que recurrir al foto-finish.
* * *
Jack y Wireman se arrodillaron a un lado de la tapa, y yo al otro. Sobre nosotros, el cielo había adquirido un tono índigo que pronto se tornaría violeta.
—Yo cuento —dijo Wireman—. Uno… dos… ¡TRES!
Ellos tiraron y yo empujé todo lo que pude con el único brazo que me quedaba. Eso fue bastante bien, porque se había fortalecido durante los meses pasados en Duma Key. Por un momento la tapa se resistió, pero luego se deslizó hacia Wireman y Jack, revelando una luna creciente de oscuridad, una negra sonrisa de bienvenida. Se ensanchó hasta una media luna, y finalmente se convirtió en una luna nueva.
Jack se puso en pie, y Wireman hizo lo propio. Se inspeccionaba las manos en busca de más bichos.
—Sé cómo te sientes —le aseguré—, pero no creo que tengamos tiempo para un despioje completo.
—Recibido, pero a menos que hayas masticado a uno de esos maricones, no tienes ni idea de cómo me siento.
—Dinos qué hacer, jefe —pidió Jack.
Miraba con inquietud el interior del pozo, que seguía expidiendo aquel hedor cetrino.
—Wireman, tú has disparado arpones, ¿correcto?
—Sí, a dianas, con la señorita Eastlake. ¿No dije ya que yo era el tirador del grupo?
—Entonces tú harás guardia. Jack, enciende esa luz.
Pude ver en su rostro que no quería, pero no había elección; hasta que esto acabara, no habría vuelta atrás. Y si no acababa, nunca habría regreso alguno.
No por la ruta terrestre, al menos.
Cogió la linterna de cañón largo, apretó el interruptor, y enfocó con el potente haz de luz el interior del agujero.
—Oh, Dios —musitó.
Era en efecto una cisterna, revestida de coral, pero en algún momento durante los últimos ochenta años se había producido un corrimiento de tierras, se había abierto una fisura (probablemente en el mismo fondo) y el agua que contenía había goteado fuera. Lo que divisamos bajo la luz de la linterna era una garganta húmeda y cubierta de musgo, de unos tres metros de profundidad y alrededor de metro y medio de diámetro. En el fondo, enroscados en un abrazo que se había prolongado por ochenta años, yacían dos esqueletos vestidos con harapos. Los escarabajos se arrastraban afanosamente a su alrededor. Sapos blancuzcos (chavales pequeños) daban saltitos por encima de los huesos. Un arpón descansaba al lado de un esqueleto. La punta del segundo seguía enterrada en la amarillenta columna vertebral de Nana Melda.
El rayo de luz empezó a oscilar. Porque el muchacho que lo sostenía oscilaba.
—¡No te nos desmayes, Jack! —grité con severidad—. ¡Es una orden!
—Estoy bien, jefe. —Pero sus ojos eran enormes, vidriosos, y detrás de la linterna (en una mano no lo bastante firme todavía) su rostro tenía aspecto de pergamino blanco—. De veras.
—Bien. Alumbra de nuevo ahí abajo. No, a la izquierda. Un poco más… ahí.
Era uno de los barriles de Whisky Table, ahora poco más que una joroba bajo una pesada alfombra de musgo. Uno de aquellos sapos blancos estaba posado sobre él. Alzó su mirada hacia mí, abriendo y cerrando los párpados malévolamente.
Wireman consultó su reloj.
—Tenemos… quizá unos quince minutos antes de que se ponga completamente el sol. Podría ser un poco más, podría ser menos. ¿Así que…?
—Así que Jack pone la escalerilla en el agujero y yo bajo.
—Edgar… mi amigo… tienes solo un brazo.
—Se llevó a mi hija. Asesinó a Ilse. Sabes que esto es responsabilidad mía.
—De acuerdo. —Wireman miró a Jack—. Con lo que nos queda por resolver la cuestión del recipiente estanco.
—No te preocupes —respondió. Cogió la escalera y me tendió la linterna—. Dirige la luz hacia abajo, Edgar. Necesito ambas manos para esto.
Pareció tardar una eternidad en colocar la escalera a su gusto, pero finalmente los pies estuvieron apoyados en el fondo, entre los huesos del brazo estirado de Nana Melda (aún podía ver las pulseras de plata, aunque también cubiertas de musgo) y una de las piernas de Adié. La escalera era en verdad muy corta, y el travesaño superior quedaba a unos sesenta centímetros bajo el nivel del suelo, pero estaba bien; Jack podría sujetarme al principio. Pensé en preguntarle por el recipiente para la figura de porcelana, pero no lo hice. Parecía completamente relajado en ese aspecto, y decidí confiar en él hasta el final. Y, en realidad, era demasiado tarde para cualquier otra cosa.
En mi cabeza oí que una voz, muy baja, casi meditabunda, decía: Detente ahora y te dejaré libre.
—Jamás —respondí.
Wireman me miró sin el menor asomo de sorpresa.
—Tú también lo oíste, ¿eh?
* * *
Me tendí sobre el estómago y me metí a rastras en el agujero. Jack me agarraba de los hombros mientras Wireman permanecía a su lado con la pistola de arpones cargada en sus manos y las tres puntas de plata adicionales embutidas en el cinturón. Entre ellos, la linterna yacía en el suelo, rociando de brillante luz la maraña desenraizada de hierbajos y enredaderas.
El hedor de la cisterna era muy fuerte, y sentí un cosquilleo en la espinilla cuando algo me correteó por la pierna. Tendría que haberme metido las perneras de los pantalones por dentro de las botas, pero era un poco tarde para volver y empezar de nuevo.
—¿Encuentras la escalera? —preguntó Jack—. ¿Ya estás en ella?
—No, yo… —Entonces mi pie tocó el travesaño superior—. Aquí está. Sigue sujetándome.
—Te tengo, no te preocupes.
Ven aquí abajo y te mataré.
—Inténtalo —hablé en voz alta—. Vengo a por ti, zorza, así que da tu mejor golpe.
Noté que las manos de Jack me apretaban los hombros de manera irregular.
—Jesús, jefe, ¿estás seg…?
—Completamente. Sigue sujetándome.
La escalera tenía media docena de travesaños. Jack fue capaz de sostenerme por los hombros hasta que descendí tres. En ese momento el suelo quedaba a la altura de mi pecho. Me ofreció la linterna, pero negué con la cabeza.
—Úsala para enfocarme.
—No lo pillas. No la necesitas por la luz, la necesitas para ella.
Durante un minuto seguí sin comprenderlo.
—Desenrosca la tapa de la lente y saca las pilas. Métela dentro. Yo te pasaré el agua.
Wireman lanzó una carcajada sin humor.
—A Wireman le gusta, niño —aprobó, y acto seguido se inclinó hacia mí—. Adelante ahora. Zorra o zorza, ahógala y acabemos con ella.
* * *
El cuarto travesaño se quebró con un chasquido. La escalera se inclinó y caí con la linterna todavía encajada entre el costado y el muñón; el haz de luz primero se dirigió hacia el cielo oscurecido y luego alumbró los bultos de coral cubiertos de musgo. Mi cabeza golpeó contra uno de ellos y vi las estrellas. Un momento después yacía en una irregular cama de huesos y contemplaba la eterna sonrisa de Adriana Eastlake Paulson. Uno de aquellos sapos pálidos apareció de entre sus dientes musgosos y saltó encima de mí; lo bateé con el cañón de la linterna.
—¡Muchacho! —gritó Wireman.
—¡Jefe! ¿Estás bien? —preguntó Jack.
Me sangraba el cuero cabelludo (podía sentir la sangre corriendo por mi cara en cálidos arroyos), pero aparte de eso estaba bien; ciertamente, lo había pasado peor en la Tierra de los Mil Lagos. Y la escalera, aunque en posición oblicua, seguía en pie. Miré a mi derecha y allí se encontraba el barril cubierto de musgo de Whisky Table que nos había traído hasta aquí. Había dos sapos sobre él en lugar de uno. Percibieron que les miraba y me saltaron a la cara, con ojos prominentes y bocas abiertas. No me cabía duda de que Perse hubiera deseado que tuvieran dientes, como el chaval grande de Elizabeth. Ah, qué buenos tiempos.
—Estoy bien —confirmé, mientras apartaba a los sapos con el bate que era mi linterna. Intenté dificultosamente ponerme en pie, y los huesos se rompieron debajo de mí y alrededor mío.
Excepto que… No se rompieron. Eran demasiado viejos y estaban demasiado húmedos para quebrarse. Se doblaron primero, y después reventaron.
—Bájame el agua. Puedes dejarla caer dentro de la bolsa, pero trata de no darme en la cabeza con ella.
Miré a Nana Melda.
Voy a coger tus pulseras de plata, le confesé, pero no es robar. Si estás en algún lugar cerca de aquí y puedes ver lo que estoy haciendo, espero que lo interpretes como que las estás compartiendo conmigo. Una especie de legado.
Las saqué de entresus restos y me las puse en mi propia muñeca izquierda, levantando el brazo y dejando que la gravedad las deslizara hasta que quedaron ajustadas. Sobre mí, Jack colgaba cabeza abajo en el interior de la cisterna.
—¡Cuidado, Edgar!
La bolsa cayó. Uno de los huesos que había roto en mi caída atravesó el plástico y empezó a salir un hilillo de agua. Grité de miedo y rabia, abrí la bolsa y examiné el interior. Solo se había perforado una única botella de agua. Las otras dos seguían intactas. Me volví hacia el barril cerámico cubierto de musgo, deslicé la mano en el matorral de cieno que había debajo, y traté de liberarlo. No quería moverse, pero la cosa en su interior se había llevado a mi hija y no tenía intención de ceder. Finalmente rodó hacia mí, y al hacerlo, un trozo de coral de buen tamaño se desprendió del otro lado y golpeó con un ruido sordo el fondo enlodado de la cisterna.
Alumbré el barril. Había solo una delgada capa de musgo en el lado que había estado contra la pared, y pude ver al highlander con su falda, levantando un pie hacia atrás en medio de su danza. También pude ver una grieta irregular recorriendo el lado curvo del barril. La había causado aquel trozo de coral cuando se desprendió de la pared. Desde entonces, el barril que Libbit había llenado con el agua de la piscina allá en 1927 había estado goteando y ahora estaba prácticamente seco.
Pude oír que algo vibraba en su interior.
Te mataré si no te detienes, pero si lo haces, te dejaré marchar. A ti y a tus amigos.
Noté que la piel que rodeaba mis labios se estiraba hacia atrás en una mueca sonriente. ¿Acaso vio Pam esa sonrisa cuando cerré la mano alrededor de su cuello? Sí, por supuesto que sí.
—No deberías haber matado a mi hija.
Detente ahora o me llevaré también a la otra.
Wireman me reprendió desde arriba, y la desesperación en su voz era patente.
—Venus acaba de aparecer, amigo.Considero eso como una mala señal.
Me hallaba sentado contra una pared húmeda, el coral me pinchaba en la espalda y los huesos me pinchaban en el costado. Cualquier movimiento estaba restringido, y en algún otro país mi cadera palpitaba terriblemente; no aullaba todavía, pero probablemente empezaría pronto. No tenía ni idea de cómo se suponía que subiría la escalera en tales condiciones, pero estaba demasiado enfadado para preocuparme por eso.
—Perdóneme, Doña Galletita —le susurré a Adié, y clavé la linterna en su boca huesuda.
Seguidamente cogí el barril cerámico con ambas manos… porque ambas manos estaban allí. Doblé la pierna buena, empujando huesos y porquería a ambos lados del tacón de mi bota, alcé el barril hasta el polvoriento haz de luz, y lo descargué sobre la rodilla levantada. Se produjo una nueva grieta, liberando una pequeña riada de agua fangosa, pero no se rompió.
Perse gritó en su interior y sentí que empezaba a sangrarme la nariz. Y la luz que emitía la linterna cambió y adquirió color rojo. Bajo el resplandor escarlata, las calaveras de Adié Paulson y Nana Melda abrieron la boca y me dedicaron una sonrisa burlona. Miré a las paredes recubiertas de musgo de esta garganta mugrienta donde me había metido por propia voluntad y divisé otros rostros: el de Pam… el de Mary Ire, retorcido de rabia mientras golpeaba el cráneo de Ilse con la culata de su pistola… el de Kamen, henchido de sorpresa irreversible en el momento de caer fulminado de un infarto… Tom, dando un volantazo para estrellar su coche contra el cemento a más de cien kilómetros por hora.
Lo peor de todo, vi a Monica Goldstein, que gritaba: «¡Tú mataste a mi perrito!».
—Edgar, ¿qué está pasando? —Ese era Jack, a mil kilómetros de distancia
Pensé en Shark Puppy en The Bone, cantando «Dig». Me acordé de haberle dicho a Tom: «Aquel hombre murió en su camioneta».
Entonces méteme en tu bolsillo y nos iremos juntos, sugirió ella. Navegaremos juntos hacia tu verdadera otra vida, y todas las ciudades del mundo estarán a tus pies. Tu vida será larga… puedo disponerlo… y serás el artista del siglo. Te situarán a la altura de Goya. De Leonardo.
—¿Edgar? —Había pánico en la voz de Wireman—. Viene gente desde la playa. Creo que los oigo. Esto es malo, muchacho.
No los necesitas. No los necesitamos. No son nada excepto… nada más que tripulación.
Nada más que tripulación. Ante eso, la roja ira descendió sobre mi mente aun cuando mi mano derecha empezaba a desvanecerse otra vez de la existencia. Pero antes de que se fuera completamente… antes de que perdiera el agarre de mi furia o del maldito barril agrietado…
—Métetelo por la amiga, zorza húmeda —dije, y volví a levantar el barril sobre mi rodilla, palpitante y dolorida—. Métetelo por la socia. —Lo descargué tan fuerte como pude sobre ese bulto huesudo, y hubo dolor, pero menos del que esperaba… y, al final, ese suele ser el camino, ¿no crees?—. ¡Métetelo por la puta 'quilla!
El barril no se rompió; como ya estaba rajado, sencillamente estalló, duchando mis téjanos con gotas de la poca cantidad de agua turbia que aún quedaba dentro. Y una pequeña figura de porcelana cayó dando vueltas: una mujer envuelta en una capa con capucha. La mano que unía los bordes de la capa en el cuello no era realmente una mano, sino una garra. Atrapé rápidamente a esa cosa. No quedaba tiempo para estudiarla detenidamente, ellos ya venían, no me cabía duda, venían a por Wireman y Jack, pero un solo instante fue suficiente para percibir que Perse era extraordinariamente hermosa. Siempre y cuando, claro está, pudieras ignorar la garra que poseía por mano y la inquietante insinuación de un tercer ojo bajo el cabello alborotado que le cubría la frente. La cosa era además extremadamente delicada, casi translúcida. Salvo que cuando intenté partirla entre las manos fue como intentar partir acero.
—¡Edgar! —gritó Jack.
—¡Contenedlos! —ordené bruscamente—. ¡Tenéis que contenerlos!
La guardé en el bolsillo de la camisa, y de inmediato sentí que una calidez enfermiza comenzaba a extenderse por mi piel. Y parecía rasgar. Mi poco fidedigno brazo mojo había desaparecido de nuevo, así que encajé una botella de agua Evian entre el costado y el muñón, y desenrosqué la tapa. Repetí este torpe proceso, que tanto tiempo requería, con la otra botella.
Desde arriba, Wireman gritó con voz que casi sonaba calmada.
—¡Atrás! ¡Esto tiene la punta de plata, y lo usaré!
La respuesta a esto fue clara, incluso en el fondo de la cisterna.
—¿Piensas que podrás recargar lo bastante rápido como para dispararnos a los tres?
—No, Emery —replicó Wireman. Habló como si se dirigiera a un niño, y su voz se había endurecido por completo. Nunca le quise tanto como en aquel momento—. Me conformaré contigo.
Ahora vino la parte dura, la parte horrible.
Empecé a desenroscar la tapa de la linterna. Al segundo giro, la luz se apagó y me hallé en una casi perfecta oscuridad. Extraje las pilas D de la manga de acero de la linterna, y busqué a tientas la primera botella de Evian. Mis dedos se cerraron sobre ella, y la vertí en el interior, trabajando por instinto. No tenía ni idea de cuánta cabría en la linterna, y pensaba que una botella la llenaría hasta arriba. Me equivoqué. Alargué el brazo en busca de la segunda y supongo que en ese momento la noche cerrada descendió completamente sobre Duma Key. Digo eso porque fue entonces cuando la figura de porcelana de mi bolsillo cobró vida.
* * *
Cada vez que dudo de ese último y demencial pasaje en la cisterna lo único que tengo que hacer es mirarme el atasco de cicatrices blancas en el lado izquierdo del pecho. Cualquiera que me viera desnudo no notaría nada particularmente raro; a causa de mi accidente, mis cicatrices son como un mapa de carreteras, y esos pequeños entramados blancos tienden a perderse entre los más vistosos. Pero estas cicatrices fueron causadas por los dientes de una muñeca viva. Una que mordió la camisa y masticó el músculo bajo mi piel.
Una que pretendía abrirse camino a mordiscos hasta mi corazón.
* * *
Estuve a punto de volcar la segunda botella antes de conseguir asirla. Fue, sobre todo, a causa de la sorpresa, pero también hubo mucho dolor, y proferí un grito. Sentí sangre fresca empezando a fluir, en esta ocasión resbalando por dentro de la camisa hasta el pliegue entre el torso y la barriga. Ella se retorcía, se contorsionaba, en el interior del bolsillo, y sus dientes se hundían y mordían y araban, excavando más y más profundamente. Tuve que arrancarla de cuajo, desgarrando al mismo tiempo un buen trozo de camisa ensangrentada y de carne. La figura había perdido su suave y frío tacto. Ahora estaba caliente, y se retorcía en mi mano.
—¡Vamos! —desafiaba Wireman desde arriba—. Vamos, ¿lo quieres?
La cosa hundió sus diminutos dientes de porcelana, afilados como agujas, en el tejido de carne entre mi pulgar y el índice. Aullé. Ella podría haber escapado en ese momento a pesar de toda mi furia y determinación, pero las pulseras de Nana Melda resbalaron hacia abajo, y pude sentirla encogiéndose en la palma de la mano, alejándose de ellas. Una de sus piernas logró verdaderamente escabullirse entre el dedo corazón y el anular. Apreté todos los dedos, inmovilizando a la figura. Inmovilizándola a ella. Sus movimientos se entorpecieron. No me atrevería a jurar que alguna de las pulseras la estaba tocando, pues la oscuridad era absoluta, pero casi estoy convencido de que así fue.
Desde arriba llegó un sonido hueco de aire comprimido, el ruido de la pistola de arpones al dispararse, y entonces se oyó un aullido que pareció desgarrarme los sesos. Por debajo de él (desde detrás de él), pude oír a Wireman vociferando:
—¡Ponte detrás de mí, Jack! ¡Coge uno de…!
Y después nada más, solo los quejumbrosos gritos de mis amigos y las risas rabiosas, sobrenaturales, de dos niñas muertas largo tiempo atrás.
Sujetaba el cañón de la linterna firmemente entre mis rodillas, y no necesitaba que nadie me dijera que cualquier cosa podría ir mal en la oscuridad, especialmente tratándose de un hombre manco. Tenía una única oportunidad. Bajo tales circunstancias, lo mejor es no vacilar.
¡No! ¡Detente!¡No hagas e…!
La dejé caer en el interior, y de inmediato se produjo un resultado: sobre mí, las risas rabiosas de las niñas se tornaron en alaridos de sorprendido terror. Después oí a Jack. Sonaba histérico y medio loco, pero nunca jamás en la vida me alegré tanto de oír a alguien.
—¡Eso es, vamos, largaos! ¡Antes de que zarpe vuestro puto barco y os deje tiradas!
Ahora me enfrentaba a un problema delicado. Había conseguido asir la linterna con mi única mano, y ella estaba dentro… pero la tapa se hallaba en algún lugar cercano, y no la veía. Y tampoco tenía otra mano con la que palpar el terreno a mi alrededor.
—¡Wireman! —llamé—. Wireman, ¿estás ahí?
Transcurrió un lapso de tiempo suficientemente largo como para sembrar cuatro tipos distintos de miedo y hacerlos germinar, y entonces respondió:
—Sí, muchacho. Sigo aquí.
—¿Todo bien?
—Una de ellas me arañó y debería desinfectar la herida, pero por lo demás, sí. Básicamente diría que los dos estamos bien.
—Jack, ¿puedes venir aquí abajo? Necesito que me eches una mano.
Y entonces, allí encogido entre los huesos, sosteniendo la carcasa de la linterna rellena de agua como si fuera la antorcha de la Estatua de la Libertad, rompí a reír.
Algunas cosas son sencillamente tan ciertas que no te queda más remedio que reír.
* * *
Mis ojos se habían acostumbrado lo suficiente a la falta de luz como para distinguir una oscura figura que parecía descender flotando por un lado de la cisterna: Jack, bajando por la escalera. La manga de la linterna repiqueteaba en mi mano, débilmente, pero era definitivamente un repiqueteo. Me imaginé a una mujer ahogándose en un estrecho tanque de acero, y deseché la imagen. Era demasiado similar a lo que le había ocurrido a Ilse, y el monstruo que tenía atrapado no se parecía en nada a mi hija.
—Falta un travesaño —le avisé—. Si no quieres morir aquí abajo, más te vale andarte con ojo.
—No puedo morir esta noche —replicó con un hilo de voz temblorosa. Nunca la habría identificado como suya—. Tengo una cita mañana.
—Enhorabuena.
—Graci…
Pasó por alto el travesaño perdido, y la escalerilla se tambaleó. Por un momento tuve la certeza de que iba a caer encima de mí, encima de la linterna levantada. El agua se derramaría, ella saldría con el vertido, y todo habría sido para nada.
—¿Qué pasa? —gritó Wireman desde arriba—. ¿Qué cojones está pasando?
Jack se asentó de nuevo contra la pared, agarrando con una mano un afortunado trozo de coral que de casualidad había encontrado en el último segundo crucial. Pude ver una de sus piernas cayendo como un pistón sobre el siguiente travesaño intacto, y se produjo un considerable sonido de desgarro.
—Oh tío —musitó—. Tío oh tío, hostia puta.
—¿Qué está pasando? —preguntó Wireman casi con un rugido.
—Jack Cantori ha hecho trizas el trasero de sus pantalones—contesté—. Ahora calla un minuto. Jack, ya estás casi aquí. Ella está en la linterna, pero solo tengo una mano y no puedo coger la tapa. Tienes que bajar y encontrarla. No me importa si me pisas, pero no se te ocurra chocar con la linterna, ¿vale?
—V-vale. Jesús, Edgar. Pensé que me caía de cabeza.
—Yo también. Ven aquí ya, pero despacio.
Bajó, pisándome primero el muslo, que dolió, y luego plantando el pie encima de una de las botellas Evian vacías, que respondió con un crujido. Finalmente pisó sobre algo que se rompió con un húmedo estallido, como un petardo defectuoso.
—Edgar, ¿qué fue eso? —preguntó, y por su voz parecía al borde de las lágrimas—. ¿Qué…?
—Nada —le interrumpí, aunque estaba positivamente seguro de que había sido el cráneo de Adié.
Entonces Jack golpeó la linterna con la cadera, y un poco de agua fría se vertió sobre mi muñeca. Dentro del tubo de metal, algo pegó una sacudida y se dio la vuelta. En mi cabeza, un pavoroso ojo verde oscuro (el color del agua en las profundidades justo antes de que toda luz falle) también se dio la vuelta y miró a mis más secretos pensamientos, al lugar donde la ira supera a la rabia y se vuelve homicida. Vio… y luego mordió. Del modo en que una mujer mordería una ciruela. Nunca olvidaré esa sensación.
—Búscala muy de cerca, Jack… por todos los resquicios. Como un submarino pequeño, y con el mayor cuidado posible.
—Estoy de los nervios, jefe. Un pequeño ataque de claustrofobia.
—Respira hondo. Puedes hacerlo. Pronto estaremos fuera de aquí. ¿Tienes cerillas?
No, ni tampoco un mechero. Puede que Jack no fuera reacio a tomarse seis cervezas un sábado por la noche, pero sus pulmones estaban libres de humo. Consecuentemente, el largo espacio de tiempo que siguió resultaron minutos de pesadilla (Wireman dice que no fueron más de cuatro, pero a mí me parecieron treinta, treinta por lo menos) durante los cuales Jack se arrodillaba, palpaba entre los huesos, se levantaba, se movía un poco, volvía a arrodillarse, volvía a palpar. Se me estaba cansando el brazo. La mano se me estaba quedando entumecida. La sangre continuaba brotando de las heridas en el pecho, ya fuera porque eran lentas en coagular, o porque no estaban coagulando en absoluto. Pero lo peor era la mano, que perdía toda sensación, y pronto comencé a creer que había dejado de sostener el tubo de la linterna completamente, porque no podía verla y no sentía su roce contra mi piel. El extenuado dolor punzante de mis músculos se había tragado la sensación de peso en mi mano. Tuve que luchar con el impulso de raspar el tubo de metal contra la pared de la cisterna para cerciorarme de que seguía allí, incluso a pesar de que sabía que, si lo hacía, podría dejarla caer. Empecé a pensar que la tapa debía de haberse perdido en el laberinto de huesos y fragmentos óseos, y que Jack nunca la encontraría en la oscuridad.
—¿Qué está pasando? —repitió Wireman.
—¡Ya vamos! —respondí. Gotas de sangre se deslizaron en mi ojo izquierdo, provocándome un intenso escozor, y parpadeé para enjugarlas. Traté de pensar en Illy, mi If-So-Girl, y me aterrorizó descubrir que no recordaba su rostro—. Es solo un pequeño incombustiente, un pequeño aterraso, lo estamos resolviendo.
—¿Qué?
—¡Un inconveniente! ¡Un pequeño inconveniente, un pequeño retraso! ¡Joder! ¿Estás sordo, Wearman?
Si la linterna está perdiendo agua, la cabeza de ella asomará sobre la superficie en cuestión de segundos. Y entonces será el fin. ¿Lo sabes, no?
Lo sabía. Sentado en la oscuridad, con el brazo levantado, temía hacer cualquier cosa. Sangraba y aguardaba. El tiempo había sido cancelado y la memoria era un fantasma.
—Aquí está —exclamó Jack por fin—. Está cogida entre las costillas de alguien. Espera… la tengo.
—Gracias a Dios. Cristo bendito.
Le vi delante de mí, apenas una figura difusa con una rodilla entre mis piernas torpemente dobladas, plantada en el desbarajuste de huesos que una vez habían formado parte de la hija mayor de John Eastlake. Le alargué el tubo.
—Enrosca la tapa. Con cuidado, porque no podré mantenerlarecta mucho más tiempo.
—Afortunadamente, yo tengo dos manos.
Y colocó una sobre la mía, estabilizando la linterna llena de agua mientras volvía a enroscar la tapa. Se detuvo solo una vez, para preguntarme por qué lloraba.
—Alivio —respondí—. Vamos. Termina. Rápido.
Cuando estuvo hecho, le arrebaté la linterna cerrada. No era tan pesada como cuando había estado cargada con las baterías, pero eso me era indiferente. Lo que me preocupaba era cerciorarme de que la tapa estuviera bien encajada. Aparentemente sí. Le dije a Jack que hiciera que Wireman lo comprobara de nuevo cuando llegase arriba.
—De acuerdo —convino él.
—Y trata de no romper ningún peldaño más. Voy a necesitarlos todos.
—Tú supera el roto, Edgar, y después te izaremos nosotros hasta arriba.
—Vale, y yo no le diré a nadie que se te rajó el culo de tus pantalones.
Ante eso se echó a reír. Contemplé su forma oscura trepar por la escalerilla, dando una gran zancada para pasar el travesaño roto. Tuve un momento de duda, acompañado de la terrible visión de unas manos diminutas de porcelana desenroscando la tapa de la linterna desde el interior… sí, incluso a pesar de que estaba seguro de que el agua dulce la había inmovilizado; pero Jack no gritó ni trastabilló, y el mal momento pasó. Había un círculo de oscuridad más brillante, y finalmente lo alcanzó.
—Ahora tú, muchacho —dijo Wireman en cuanto Jack salió del pozo.
—En un minuto —respondí—. ¿Se han ido ya vuestras novias?
—Huyeron a la carrera. Imagino que se les acabó el permiso para desembarcar.
—¿Y Emery?
—Creo que eso lo tienes que ver tú mismo. Vamos, sube.
—En un minuto —repetí.
Incliné la cabeza contra el coral recubierto de musgo viscoso, cerré los ojos y extendí la mano. Seguí estirando el brazo hasta que palpé algo liso y redondo. Después mis dos primeros dedos se deslizaron por una hendidura que casi con seguridad era una cuenca ocular. Y como tenía la certeza de que Jack había machacado la calavera de Adriana…
Todo ha acabado lo mejor posible en este extremo de la isla, le dije a Nana Melda. Y esto no tiene mucho de tumba, pero a lo mejor no estarás en ella mucho más tiempo, querida.
—¿Me permites quedarme con tus pulseras? Puede que haya algo más que hacer.
Sí. Me temía que aún quedaba otra cosa.
—¿Edgar? —Wireman sonaba preocupado—. ¿Con quién hablas?
—Con quien realmente la detuvo —respondí.
Y como quien realmente la detuvo no me dijo que deseaba que le devolviera sus pulseras, me las dejé puestas e inicié la lenta y dolorosa tarea de ponerme en pie. Fragmentos de hueso desubicados y trozos de cerámica con musgo incrustado llovieron sobre mis pies. Sentía la rodilla izquierda (la buena) hinchada y rígida contra la tela rasgada de mis pantalones. Me palpitaba la cabeza y mi pecho ardía. La escalera aparentaba una altura de un kilómetro, por lo menos, pero podía ver las sombras de Jack y Wireman asomando sobre el borde de la cisterna, esperando a agarrarme cuando… si me las arreglaba para izarme a mí mismo dentro de su alcance.
Pensé: Esta noche la luna está tres cuartos llena, y no podré verla hasta que salga de este agujero en el suelo.
Inicié el ascenso.
* * *
La luna se elevaba, gorda y amarilla, sobre el horizonte en el este, proyectando su resplandor sobre la jungla exuberante que dominaba el extremo sur del Cayo, y confería una tonalidad dorada al lado oriental de la mansión en ruinas de John Eastlake, donde este había vivido feliz, imagino, con su ama de llaves y sus seis hijas, antes de que la caída de Libbit del calesín cambiara las cosas.
También doraba el antiguo esqueleto incrustado de musgo que yacía en el colchón de enredaderas pisoteadas que Jack y Wireman habían arrancado de raíz para poder destapar la cisterna. Contemplando los restos de Emery Paulson, un fragmento de Shakespeare de mis días de instituto me vino a la mente: «A cinco brazas bajo las aguas tu padre yace enterrado… los que eran ojos son perlas».
Jack tiritaba violentamente, como alcanzado por una ráfaga de viento húmedo y cortante. Se abrazó con fuerza a sí mismo y en parte logró detener el temblor
Wireman se agachó y recogió un delgado brazo errante. Se partió en tres sin sonido alguno. Emery Paulson había estado en el caldo durante mucho, mucho tiempo. Un arpón le atravesaba el arpa que formaba el armazón de sus costillas. Wireman lo recuperó, aunque para ello tuvo que desenterrar la punta del suelo.
—¿Cómo conseguisteis mantener alejadas a las Gemelas del Infierno con la pistola de arpones descargada? —pregunté.
Wireman empuñó el arpón y lo esgrimió como si de una daga se tratase.
Jack asintió con la cabeza.
—Sí. Yo le saqué uno del cinturón e hice lo mismo. Aunque no sé por cuánto tiempo habría funcionado a largo plazo… estaban como perros rabiosos.
Wireman volvió a colocarse en el cinturón el arpón con punta de plata que había disparado contra Emery.
—Hablando de a largo plazo, deberíamos ir pensando en otro recipiente para almacenar a tu nueva muñeca. ¿Qué opinas, Edgar?
Tenía razón. De algún modo, era incapaz de imaginarme a Perse pasando los próximos ochenta años en el cañón de una linterna Garrity. Ya me estaba preguntando cuál sería el espesor del revestimiento entre el compartimiento de las pilas y el hueco de la lente. Y la roca que se había desprendido y agrietado el barril de Whisky Table… ¿fue un accidente… o la victoria final de la mente sobre la materia tras años de paciente trabajo? ¿Quizá la versión de Perse de excavar un túnel en el muro de su celda con una cuchara afilada?
Aun así, la linterna sirvió a nuestros propósitos. Dios bendiga la mente pragmática de Jack Cantori. No… eso era demasiado tacaño. Dios bendiga a Jack.
—Hay un platero que trabaja por encargo en Sarasota —dijo Wireman—. Mexicano muy talentoso. La señorita Eastlake tiene… tenía unas pocas piezas suyas. Apuesto a que podría encargarle que fabricase un tubo hermético suficientemente grande para contener la linterna. Eso nos proporcionaría lo que las compañías de seguro y los entrenadores de fútbol llaman doble cobertura. Saldría por un pico, pero ¿qué más da? Salvo que exista algún inconveniente en la autenticación del testamento, voy a ser un hombre extremadamente rico. Eso es tener potra, muchacho.
—La lotería —dije sin pensar.
—Sí. La maldita lotería. Vamos, Jack. Ayúdame a echar a Emery a la cisterna.
Jack hizo una mueca.
—Vale, pero yo… la verdad es que, no quiero tocarlo.
—Yo ayudaré con Emery —dije—. Tú sostén la linterna. ¿Wireman? Terminemos con esto.
Los dos hicimos rodar a Emery al interior del agujero, y luego arrojamos dentro los restos que se desprendieron de él, o al menos todos los que encontramos. Todavía recuerdo su pétrea sonrisa de coral mientras caía dando vueltas en la oscuridad para unirse con su esposa. Y a veces, por supuesto, sueño con ellos. Oigo a Adíe y a Em, en estos sueños, llamándome desde la oscuridad, preguntándome si no me agradaría bajar y unirme a ellos. Y a veces en esos sueños lo hago. A veces me arrojo al interior de esa garganta oscura y fétida simplemente para poner fin a mis recuerdos.
Esos son los sueños de los que me despierto gritando, azotando la oscuridad con una mano que ya no está ahí.
* * *
Wireman y Jack deslizaron la tapa de vuelta a su posición original, y después regresamos al Mercedes de Elizabeth. Fue un recorrido lento y doloroso, y hacia el final apenas si caminaba; daba bandazos. Era como si alguien hubiera atrasado el reloj hasta el pasado octubre. Ya pensaba en las pocas tabletas de Oxycontina que me esperaban en Big Pink. Me tomaría tres, decidí. Tres harían algo más que matar el dolor; con suerte también me darían una paliza que por lo menos me dejaría durmiendo unas cuantas horas.
Mis dos amigos me preguntaron si quería echar un brazo sobre ellos, pero rehusé. Esta no iba a ser mi última caminata esa noche; me había mentalizado para ello. Me faltaba todavía la última pieza del rompecabezas, pero tenía una idea. ¿Qué le había dicho Elizabeth a Wireman? Querrás, pero no debes.
Demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde.
La idea no estaba clara. Lo que sí era claro era el sonido de las conchas. Podías oír su sonido desde cualquier sitio dentro de Big Pink, pero para captar el efecto completo, en realidad tenías que alcanzar el lugar desde el exterior. Ahí era cuando más sonaban como voces. Demasiadas noches había malgastado pintando cuando podría haber estado escuchando.
Esta noche escucharía.
Cuando traspasamos las columnas, Wireman se detuvo.
—Abyssus abyssum invocat —recitó.
—El Infierno invoca al Infierno —tradujo Jack, y suspiró.
Wireman me miró.
—¿Crees que tendremos algún problema para sortear el camino de vuelta a casa?
—¿Ahora? No.
—¿Y hemos acabado aquí?
—Hemos acabado.
—¿Volveremos alguna vez?
—No —respondí. Miré hacia la casa en ruinas, soñando bajo la luz de la luna. Sus secretos habían sido revelados. Me di cuenta de que habíamos dejado atrás la caja en forma de corazón de Libbit, pero quizá fuese para mejor. Que permaneciera aquí—. Nadie vendrá aquí nunca más.
Jack me miró, curioso y un poco asustado.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé —sentencié.
21- Las conchas a la luz de la luna
No se nos presentó ningún problema a la hora de sortear la carretera de vuelta a casa. El olor continuaba allí, pero era mejor ahora, en parte porque una buena brisa se había levantado, soplando desde el Golfo, y en parte porque sencillamente era… mejor ahora.
Las luces del patio de El Palacio se hallaban encendidas gracias a un temporizador, y ofrecían un aspecto maravilloso, titilando en la oscuridad. En el interior de la casa, Wireman recorrió metódicamente habitación por habitación, encendiendo más luces. Encendiendo todas las luces, hasta que la casa donde Elizabeth había pasado la mayor parte de su vida resplandeció como un trasatlántico atracando en un puerto a medianoche.
Cuando El Palacio estuvo iluminado al máximo, nos turnamos en la ducha, pasándonos la linterna llena de agua de mano en mano como un testigo en una carrera de relevos. Siempre había alguien sosteniéndola. Wireman entró el primero, le siguió Jack, y por último yo. Después de ducharnos, cada uno de nosotros fue examinado por los otros dos, restregando con agua oxigenada aquellos lugares donde la piel tenía algún rasguño. Yo me llevé la peor parte, y cuando finalmente me volví a vestir, me escocía todo el cuerpo.
Estaba terminando de atarme trabajosamente las botas con mi única mano, cuando Wireman, con el rostro serio, entró en el cuarto de invitados.
—Hay un mensaje abajo en el contestador que tienes que escuchar —me informó—. De la policía de Tampa. A ver, déjame ayudarte.
Plantó una rodilla en el suelo frente a mí y empezó a atarme los cordones. Observé sin sorpresa que el gris de su cabello se había extendido… y de inmediato un relámpago de alarma me recorrió de arriba abajo. Alargué la mano para asirle por el hombro rollizo.
—¡La linterna! ¿Jack…?
—Relájate. Está sentado en el Salón Porcelana de la señorita Eastlake, y la tiene en su regazo.
Me apresuré, no obstante. No sé qué esperaba encontrar (la habitación vacía, la linterna desenroscada yaciendo en un charco de humedad sobre la alfombra, quizá, o Jack transformado en la hija de puta de tres ojos y manos como garras que había caído del viejo barril rajado), pero tan solo se hallaba allí sentado con la linterna, con un gesto de preocupación. Le pregunté si estaba bien, y le eché un buen vistazo a sus ojos. Si le pasaba algo… malo… supuse que lo percibiría en sus ojos.
—Estoy bien. Pero ese mensaje del poli…
Sacudió la cabeza.
—Bueno, vamos a escucharlo.
Un hombre, que se identificó a sí mismo como Detective Samson, dijo que trataba de localizar a Edgar Freemantle y a Jerome Wireman para formularles algunas preguntas acerca de Mary Ire. En particular, quería hablar con el señor Freemantle, si no había partido hacia Rhode Island o Minnesota, adonde, Samson tenía entendido, estaba siendo trasladado el cadáver de su hija para el entierro.
—No me cabe duda de que el señor Freemantle se halla en un estado de gran pesar por el fallecimiento de su hija —continuó Samson—, y en realidad estas preguntas le correspondería hacerlas al Departamento de Policía de Providence, pero sabemos que el señor Freemantle concedió recientemente una entrevista a esta señora Ire, y me ofrecí para hablar con él y con usted, señor Wireman, si fuera posible. Puedo contarle por teléfono qué es lo que despierta más curiosidad entre la gente de Providence,si no se acaba la cinta…
No lo hizo.
Y la última pieza encajó en su sitio.
* * *
—Edgar, esto es una locura —dijo Jack. Era la tercera vez que lo repetía, y empezaba a sonar desesperado—. Una chifladura total. —Se volvió hacia Wireman—. ¡Díselo tú!
—Un poco loco —convino Wireman, pero conocía la diferencia entre poco y muy aunque Jack no lo supiera diferenciar.
Estábamos parados en el patio, entre el sedán de Jack y el viejo Mercedes de Elizabeth. La luna había continuado elevándose, igual que el viento. Las olas batían contra la orilla, y a kilómetro y medio de distancia, las conchas bajo Big Pink se hallarían discutiendo toda suerte de cosas extrañas: muy asustador.
—Pero creo que podría pasarme toda la noche hablando y seguiría sin cambiar de opinión —agregó.
—Porque sabes que tengo razón —alegué.
—Tu perdón, amigo. Podrías tener razón —recalcó—. Te diré algo: la intención de Wireman es postrarse sobre sus rodillas gordas y ancianas y rezar por ti.
—Por lo menos no te lleves eso —pidió Jack, mirando la linterna en mi mano—. Disculpa mi francés, jefe, ¡pero estás como una puta cabra si piensas llevarte eso!
—Sé lo que hago —afirmé, rogando a Dios que fuera cierto—. Y quedaos aquí, los dos. No intentéis seguirme. —Levanté la linterna y apunté con ella a Wireman—. Es tu responsabilidad moral.
—De acuerdo, Edgar. Mi moralidad es algo hecho jirones, pero lo prometo. Una pregunta pragmática: ¿seguro que tendrás suficiente con dos Tylenoles para aguantar en pie todo el camino por la playa? ¿O es que piensas llegar a casa arrastrado por el viento como Crawly Gator?
—Llegaré erguido.
—Llama cuando lo hagas.
—Llamaré.
Entonces abrió los brazos, y di un paso hacia ellos. Me besó en ambas mejillas.
—Te quiero, Edgar —dijo—. Eres un hombre cojonudo. Sano como una manzana.
—¿Qué significa eso?
Wireman se encogió de hombros.
—Gozar de buena salud. Creo —respondió.
Jack me tendió la mano (la izquierda, el chico aprendía rápido), pero decidí que un abrazo era lo más apropiado, después de todo.
—Dame la linterna, jefe —me susurró al oído.
—No puedo, lo siento —le susurré en el suyo.
Empecé a recorrer la vereda hacia la parte trasera de la casa, la que me conduciría hasta la pasarela de madera. Al final de aquel paseo entablado, hacía unos mil años, había conocido al gran hombre que ahora dejaba detrás. Había estado sentado bajo una sombrilla a rayas y me había ofrecido té verde helado, muy refrescante. Y había dicho: «Bueno, el forastero renco por fin arribó».
Y ahí se va ahora, pensé.
Di media vuelta. Ellos seguían observándome.
—¡Muchacho! —exclamó Wireman.
Pensé que iba a rogarme que regresara para poder seguir meditando sobre esto un poco más, discutirlo un poco más. Pero le había subestimado.
—Vaya con Dios, mi hombre.
Me despedí una última vez con la mano y doblé la esquina de la casa.
* * *
Así pues inicié el último de mis Grandes Paseos Playeros, tan renqueante y doloroso como los primeros que di por aquella orilla cubierta de conchas. Solo que, en la rosada luz de primera hora de la mañana, cuando el mundo se hallaba mayoritariamente en calma, aquellas habían sido las únicas cosas que perturbaban el afable regazo de las olas y las nubes marrones de piolines que huían de mí.
Este fue diferente. Esta noche el viento rugía y las olas bramaban encrespadas, no posándose suavemente sobre la orilla, sino suicidándose contra ella. Mar adentro, las crestas de las olas más grandes estaban pintadas de cromo, y en varias ocasiones creí divisar el Perse con el rabillo del ojo, pero cada vez que me giraba a mirar nada había. Esta noche nada había en mi parte del Golfo excepto la luz de la luna.
Avancé dando tumbos, con la linterna bien apretada en mi mano, y rememoré el día que había caminado por aquí con Ilse. Me había preguntado si este era el lugar más hermoso de la tierra, y le había asegurado que no, que había por lo menos otros tres que eran más hermosos… pero no recordaba cuáles le había dicho que eran esos tres, solo que resultaban muy difíciles de pronunciar. Lo que recordaba con mayor claridad era que ella me dijo que me merecía un lugar hermoso, y tiempo para descansar. Tiempo para recobrarme.
Entonces las lágrimas empezaron a fluir, y las dejé. Tenía la linterna en la mano que podría haber empleado para enjugarlas, así que simplemente las dejé fluir.
* * *
Oí a Big Pink antes de llegar verdaderamente a divisarla. Las conchas bajo la casa nunca habían sonado tan fuerte. Caminé un poco más y me detuve. Se erguía ahora justo delante de mí, una forma negra que bloqueaba las estrellas. Otros cuarenta o cincuenta pasos, lentos y renqueantes, y la luna comenzaría a rellenar los detalles. Todas las luces estaban apagadas, incluso las que casi siempre dejaba encendidas en la cocina y en la habitación Florida. Podría haber sido un corte de energía causado por el viento, pero no creía que fuese eso.
Me di cuenta de que las conchas hablaban con una voz que reconocí. No tenía más remedio: era la mía propia. ¿Lo había sabido siempre? Supongo que sí. En algún nivel, a menos que estemos locos, creo que la mayoría de nosotros conocemos las distintas voces de nuestra propia imaginación.
Y de nuestros recuerdos, naturalmente. Ellos también poseen voces. Pregunta a cualquiera que haya perdido un miembro, o perdido un hijo, o perdido un sueño largamente albergado. Pregunta a cualquiera que se culpe a sí mismo por una mala decisión, por lo general tomada en un instante brutalmente duro (un instante que por lo habitual es rojo). Nuestros recuerdos tienen voces, también. A menudo tristes, que claman como brazos alzados en la oscuridad.
Continué caminando, dejando huellas que ponían de relieve un pie llevado a rastras. El casco sin luz de Big Pink se aproximaba más y más. No se hallaba en ruinas como Heron's Roost, pero esta noche estaba encantado. Esta noche había un fantasma esperando. O quizá algo un poco más sólido.
Arreció el viento y miré a la izquierda, hacia su enérgico empuje. El barco se encontraba allí ahora, conforme, oscuro y silencioso, y sus velas ondeaban en innumerables jirones, aguardando.
Quizá te convendría ir, sugirieron las conchas mientras permanecía parado bajo la luz de la luna, ahora a menos de veinte metros de mi casa. Borra la pizarra (puede hacerse, nadie lo sabe mejor que tú) y simplemente hazte a la mar. Abandona esta tristeza. Si quieres jugar tienes que pagar. ¿Y la mejor parte?
—La mejor parte es que no tengo que ir solo —murmuré.
Arreció el viento. Las conchas susurraban. Y de la negrura bajo la casa, donde ese lecho óseo reposaba a dos metros de profundidad, una sombra más oscura se deslizó fuera y caminó bajo la luz de la luna. Se quedó inclinada durante un momento, como si meditara, y entonces comenzó a venir hacia mí.
Ella comenzó a venir hacia mí. Pero no Perse; Perse había sido ahogada a dormir.
Ilse.
No andaba; no esperaba que lo hiciera. Arrastraba los pies. Era un milagro que pudiera siquiera moverse. Un milagro negro.
Tras aquella última llamada telefónica a Pam (no podrías llamarlo una conversación, exactamente), salí de Big Pink por la puerta trasera y partí el mango de la escoba que empleaba para barrer la arena del paseo que conducía al buzón. Después bordeé la casa hasta la playa, bajé hasta el lugar donde la arena estaba húmeda y resplandeciente. No había recordado lo que pasó después, porque no quería recordarlo. Obviamente. Pero ahora lo hice, ahora debía hacerlo, porque mi obra artesanal se encontraba delante de mí. Era Ilse, pero no lo era. Su rostro estaba ahí, después se desdibujaba y no estaba. Su forma estaba ahí, y después resbalaba en la informidad para finalmente perfilarse de nuevo. Al moverse, pequeños restos de gramíneas muertas y trozos de conchas goteaban de sus mejillas y de sus pechos y de sus caderas y de sus piernas. La luz de la luna hizo reconocible un ojo que era desgarradoramente claro, desgarradoramente suyo, y después desapareció, tan solo para reaparecer acto seguido, brillando bajo la luna.
La Ilse que arrastraba los pies hacia mí estaba hecha de arena.
—Papá.
Su voz sonó seca, con cierto tono chirriante subyacente, como si hubiera conchas allí atrapadas, en alguna parte. Supuse que así era.
Querrás, pero no debes, había dicho Elizabeth… pero a veces somos incapaces de ayudarnos a nosotros mismos.
La chica de arena extendió el brazo. Arreció el viento y los dedos al final de la mano se desdibujaron a medida que la ráfaga de aire se los llevaba en finos granos y quedaban reducidos a huesos. Más arena se elevó danzando a su alrededor y la mano engordó de nuevo. Sus rasgos cambiaban como un paisaje de nubes estivales pasando velozmente. Era fascinante… hipnótico.
—Dame la linterna —dijo ella—. Entonces subiremos a bordo juntos. En el barco puedo ser como me recuerdas. O… no tienes necesidad de recordar nada.
Las olas desfilaban. Rompían rugiendo bajo las estrellas, una tras otra. Bajo la luna. Bajo Big Pink, las conchas hablaban ruidosamente con mi voz, discutiendo consigo misma. Trae la socia. Yo gano. Siéntate en la 'quilla. Tú ganas. Aquí, frente a mí, se erguía una Ilse hecha de arena, una hurí cambiante bajo la luz de una luna de tres cuartos, cuyos rasgos nunca eran los mismos entre un segundo y el siguiente. Ahora era Illy a los nueve años; ahora era Illy a los quince, en el momento de salir a su primera cita verdadera; ahora era Illy con el aspecto que tenía al bajar del avión en diciembre, Illy, la chica universitaria con un anillo de compromiso en el dedo. Aquí se erguía la hija a la que siempre había amado más (¿no era esa la razón por la que Perse la había matado?), con la mano extendida pidiendo la linterna. La linterna era mi tarjeta de embarque a un largo crucero por el mar del olvido. Claro que esa parte podría ser mentira… pero a veces tenemos que correr el riesgo. Y habitualmente lo hacemos. Como dice Wireman, nos engañamos con tanta frecuencia a nosotros mismos que podríamos ganarnos la vida con ello.
—Mary llevó sal consigo —dije yo—. Bolsas y bolsas de sal. Las vació en la bañera. La policía quiere saber por qué. Pero nunca creerían la verdad, ¿no?
Se erguía ante mí, y las olas entrantes rompían atronadoramente a su espalda. Se erguía allí, el viento la arrastraba y se reformaba a partir de la arena bajo ella, alrededor de ella. Se erguía allí y nada decía, tan solo mantenía el brazo extendido para tomar lo que había venido a buscar.
—Dibujarte en la arena no era suficiente. Incluso que Mary te ahogara no era suficiente. Tenía que ahogarte en agua salada. —Bajé la mirada hacia la linterna—. Perse le dijo justo lo que debía hacer. Desde mi cuadro.
—Dámela, papá —dijo la cambiante chica de arena. Seguía alargando la mano. Salvo que con el viento a veces era una garra. Incluso a pesar de la arena que ascendía de la playa para mantenerla rellena, a veces era una garra—. Dámela y podremos irnos.
Exhalé un suspiro. Algunas cosas eran inevitables, después de todo.
—De acuerdo. —Di un paso hacia ella. Otro de los dichos de Wireman me vino a la mente: a la postre, terminamos por desgastar nuestras preocupaciones—. De acuerdo, Doña Galletita. Pero te costará algo.
—¿Costarme qué?
Su voz era el sonido de la arena contra una ventana. El chirriante sonido de las conchas. Pero era también la voz de Ilse. Mi If-So-Girl.
—Solo un beso —respondí—, mientras siga vivo para sentirlo. —Sonreí. No me sentía los labios, que estaban entumecidos, pero noté cómo se estiraban los músculos a su alrededor. Solo un poco—. Supongo que será arenoso, pero fingiré que has estado jugando en la playa. Haciendo castillos.
—De acuerdo, papá.
Se aproximó, moviéndose en una extraña ventisca de arena y arrastrando los pies, pero sin caminar, y de cerca la ilusión se desmoronó por completo. Era como acercar una pintura a tus ojos y observar cómo la imagen (un retrato, un paisaje, un bodegón) se colapsaba en nada más que pinceladas de color, la mayoría con las marcas del pincel todavía embebidas en ellas. Las facciones de Ilse desaparecieron. Lo que vi donde habían estado no era nada más que un furioso ciclón de arena y diminutos trozos de conchas. Lo que olí no era piel y cabello, sino simplemente agua salada.
Unos pálidos brazos se extendieron en mi busca. El viento se llevó membranas de arena como humo. La luna brillaba a su través. Levanté la linterna. Era corta. Y su cañón era de plástico en lugar de acero inoxidable.
—Sin embargo, quizá quieras echarle un vistazo a esto antes de empezar a repartir besos. Procede de la guantera del coche de Jack Cantori. La que contiene a Perse está guardada en la caja fuerte de Elizabeth.
La cosa se congeló en el acto, y cuando lo hizo, el viento del Golfo arrancó la última apariencia de humanidad. En ese momento me enfrentaba a nada más que un demonio de arena que se arremolinaba. No corrí riesgos, sin embargo; había sido un día muy largo, y no tenía intención de correr riesgos… especialmente si mi hija se encontraba en algún lugar… bueno, en algún otro lugar… y esperando por su descanso final. Balanceé el brazo tan fuerte como pude, con la linterna fuertemente apretada en mi puño y las pulseras de plata de Nana Melda se deslizaron por mi antebrazo hasta la muñeca. Las había limpiado cuidadosamente en el fregadero de la cocina de El Palacio, y tintinearon.
Tenía uno de los arpones con punta de plata embutido en el cinturón, oculto tras la cadera izquierda, como medida de seguridad, pero no lo necesité. El demonio de arena explotó hacia fuera y hacia arriba. Un alarido de rabia y dolor me atravesó la cabeza. Gracias a Dios que fue breve, o creo que me habría partido por la mitad. Entonces no quedó nada salvo el sonido de las conchas bajo Big Pink y un tenue oscurecimiento de las estrellas sobre las dunas a mi derecha a medida que la arena era dispersada por el viento en una última ráfaga desorganizada. El Golfo quedó una vez más vacío a excepción de las olas, doradas por la luna, que desfilaban hacia la orilla. El Perse ya no estaba, si es que alguna vez había estado allí.
Me abandonó la fuerza en las piernas y me senté de golpe. Quizá terminaría haciendo el resto del camino como Crawly Gator, después de todo. De ser así, Big Pink no estaba lejos, pero ahora mismo simplemente me sentaría aquí y escucharía a las conchas. Descansaría un poco. Después quizá sería capaz de ponerme en pie y caminar esos veinte metros finales, entrar, y llamar a Wireman. Confirmarle que estaba bien. Confirmarle que se había acabado, y decirle que Jack ya podía venir a recogerme.
Pero por ahora simplemente me quedaría aquí sentado y escucharía a las conchas, que ya no parecían hablar con mi voz, ni con la de nadie más. Ahora simplemente me sentaría aquí, yo solo, y contemplaría el Golfo, y pensaría en mi hija, Ilse Marie Freemantle, que había pesado dos kilos y ochocientos noventa gramos al nacer, cuya primera palabra había sido «perro», que en una ocasión había traído a casa un enorme globo marrón coloreado en un trozo de papel de construcción, gritando exultante:
—¡He pintado un dibujo de ti, papi!
Ilse Marie Freemantle.
La recuerdo bien.
22- Junio
Piloté el esquife hasta el centro del lago Phalen y apagué el motor. Nos movimos empujados por la corriente hacia la pequeña marca naranja que había dejado allí. Unos cuantos barcos de recreo zumbaban de un lado para otro sobre la cristalina superficie, pero ningún velero; el día estaba perfectamente en calma. Había unos pocos chiquillos en los columpios, unas pocas personas en el merendero, y unas pocas más en la ruta de senderismo que bordeaba el agua. En conjunto, sin embargo, para ser un lago que en realidad se halla dentro de los límites de la ciudad, la zona estaba casi vacía.
Wireman, que con un sombrero de pescador y un suéter Vikings presentaba un aspecto extrañamente no floridiano, hizo un comentario sobre esto.
—Todavía hay colegio —le contesté—. Dale otro par de semanas y habrá lanchas zumbando por doquier.
—¿Y eso convierte a este sitio en el más idóneo para ella, muchacho? —preguntó, con aire inquieto—. Quiero decir, si un pescador llegara a atraparla en su red…
—Las redes están prohibidas en el lago Phalen —le informé—, y hay pocos pescadores de caña y carrete. Este lago es sobre todo para embarcaciones de recreo. Y para nadadores, cerca de la orilla.
Me incliné y recogí el cilindro que el platero de Sarasota había fabricado. Medía casi un metro de largo, con una tapa de rosca en un extremo. Estaba lleno de agua dulce, y contenía la linterna sumergida en su interior. Perse se encontraba sellada en una doble oscuridad, y dormía bajo un doble manto de agua dulce. Pronto dormiría a mayor profundidad aún.
—Es un objeto hermoso —comenté.
—Lo es, en efecto —convino Wireman, contemplando los rayos de sol vespertinos que desprendía el cilindro mientras le daba vueltas en la mano—. Y sin nada en lo que pueda clavarse un anzuelo. Aunque me sentiría más tranquilo si lo arrojáramos en un lago cerca de la frontera canadiense.
—Donde cualquiera pudiera pescarlo con una red —dije—. Esconderlo a plena vista… no es una mala política.
Tres mujeres jóvenes en un fueraborda pasaron zumbando a nuestro lado. Saludaron con la mano y les devolvimos el saludo. Una de ellas gritó:
—¡Nos chiflan los tíos guapos! —Las tres gritaron y se echaron a reír.
Wireman les dedicó una sonriente reverencia y se volvió hacia mí.
—¿Qué profundidad tiene aquí? ¿Lo sabes? Esa banderita naranja sugiere que así es.
—Bueno, te cuento. Investigué un poco sobre el lago Phalen, probablemente con bastante retraso, ya que Pam y yo adquirimos la casa de Aster Lane hace veinticinco años. La profundidad media es de casi treinta metros… excepto aquí, donde hay una fisura.
Wireman se relajó y se empujó un poco hacia atrás su gorra, despejando la frente.
—Ah, Edgar. Wireman piensa que sigues siendo el zorro… eres perro viejo.
—Quizá sí, quizá no, pero hay casi ciento veinte metros de agua bajo esa banderita naranja. Ciento veinte por lo menos. Muchísimo mejor que una cisterna de cuatro metros manoseada por una esquirla de coral a la orilla del golfo de México.
—Amén.
—Tienes buen aspecto, Wireman. Descansado.
Se encogió de hombros.
—Ese Gulfstream es la forma perfecta para volar. No hay que aguantar colas en el control de seguridad, nadie mete sus zarpas en tu equipaje de mano para cerciorarse de que no has convertido en una bomba esa mierda de botecitos de jabón espumoso. Y por una vez en mi vida he logrado volar al norte sin parar en la jodida Atlanta. Gracias… aunque por lo que parece me lo podría haber permitido yo mismo.
—Llegaste a un acuerdo con los familiares de Elizabeth, por lo que entiendo, ¿no?
—Sí. Seguí tu consejo. Les ofrecí la casa y el extremo norte del Cayo a cambio del dinero en efectivo y los títulos. Creyeron que era un trato cojonudo, y hasta pude ver a sus abogados pensando: «Wireman es abogado, y hoy tiene por cliente a un idiota».
—Imagino que no soy el único zorro en este bote.
—Terminaré con más de ochenta millones de pavos en activos líquidos. Más varios recuerdos de la casa, incluyendo la lata de galletas Sweet Owen de la señorita Eastlake. ¿Crees que intentaba decirme algo con eso, 'chacho?
Me acordé de Elizabeth cuando metía algunas figuras de porcelana en la lata y luego insistía en que Wireman la arrojara al estanque de los peces. Por supuesto que había intentado decirle algo.
—La familia se queda con el extremo norte de Duma Key, valor urbanístico… bueno, el cielo es el límite. ¿Noventa millones?
—O eso creen.
—Sí —convine, con un tono de voz más sombrío—. Eso creen.
Permanecimos sentados en silencio durante un rato. Me cogió el cilindro y pude ver mi rostro reflejado en él, pero distorsionado por la curvatura. No me importaba mirarlo de ese modo, pero muy rara vez me contemplo en un espejo. No es que haya envejecido; en la actualidad no me gusta el aspecto de los ojos del colega Freemantle. Han visto demasiado.
—¿Cómo están tu mujer y tu hija?
—Pam está en California con su madre, y Melinda ha vuelto a Francia. Se quedó con Pam una temporada tras el funeral de Illy, pero después regresó. Creo que fue la decisión correcta. Está tratando de superarlo.
—¿Y qué hay de ti, Edgar? ¿Lo estás superando?
—No lo sé. ¿No dijo Scott Fitzgerald que no existen los segundos actos en la vida americana?
—Sí, pero cuando lo dijo estaba de alcohol hasta las cejas.
Wireman colocó el cilindro a sus pies y se inclinó hacia delante.
—Escúchame, Edgar, y escúchame bien. En verdad existen cinco actos, y no solo en las vidas americanas, sino en cualquier vida que se viva plenamente. Igual que en las obras de Shakespeare, válido tanto para la tragedia como para la comedia. Porque eso es de lo que están compuestas nuestras vidas: comedia y tragedia.
—Solo ha sido últimamente cuando me han empezado a escasear los momentos desagradables.
—Sí, pero el Acto Tres tiene potencial. Ahora vivo en México. Te lo conté, ¿no? Un hermoso pueblecito de montaña llamado Tamazunchale.
Hice el intento de pronunciarlo.
—Te gusta el modo en que fluye de tu lengua. Wireman puede verlo.
—Posee cierta sonoridad musical —dije esbozando una sonrisa.
—Allí hay un hotel abandonado en venta, y estoy planteándome comprarlo. Harán falta tres años de pérdidas hasta que una operación de esta clase empiece a reportar beneficios, pero actualmente mi monedero está bastante abultado. Aunque no me vendría mal un socio con conocimientos en materia de construcción y mantenimiento. Por supuesto, si sigues centrado en asuntos artístic…
—Creo que ya lo sabes.
—Entonces, ¿qué dices? Casemos nuestras fortunas.
—Simón amp; Garfunkel, 1969 —apunté—. O por ahí cerca. No sé, Wireman. No puedo tomar unadecisión ahora. Me queda un cuadro más que pintar.
—Sí, en efecto. ¿Cómo de grande será esta tormenta?
—Ni idea. Pero al Canal 6 le va a encantar.
—Pero se avisará con suficiente antelación, ¿no? El daño material está bien, pero no tiene por qué morir nadie.
—Nadie morirá —aseguré, con la esperanza de que fuera cierto, pero en cuanto diera rienda suelta al miembro fantasma, todas las apuestas se cancelaban.
Esa era la razón por la que mi segunda carrera debía terminar. Pero habría una última pintura, porque pretendía vengarme completamente. Y no solo por Illy; también por las demás víctimas de Perse.
—¿Has tenido noticias de Jack? —preguntó finalmente Wireman.
—Casi todas las semanas. Irá a la FSU en Tallahassee en el otoño. De mi cuenta. Mientras tanto, él y su madre se han mudado más al sur, a Port Charlotte.
—¿Eso también corrió de tu cuenta?
—En realidad… sí.
Desde que el padre de Jack murió a causa de la enfermedad de Crohn, ellos dos habían pasado por algunos apuros.
—¿Y fue idea tuya?
—Correcto de nuevo.
—Así que piensas que Port Charlotte está suficientemente lejos para estar a salvo.
—Creo que sí.
—¿Y al norte? ¿Tampa, por ejemplo?
—Chubascos, como mucho. Será un huracán pequeño. Pequeño pero poderoso.
—Un pequeño Alicia condensado. Como el de 1927.
—Sí.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro, y las chicas cruzaron de nuevo a nuestro lado en su fueraborda, riéndose más alto y saludando de forma más entusiasta que antes. Dulce pájaro de juventud, volando a la sombra del rojo atardecer. Las saludamos.
Cuando se perdieron de vista, Wireman dijo:
—Los familiares supervivientes de la señorita Eastlake nunca tendrán que preocuparse por la obtención de licencias de obra en su nueva propiedad, ¿verdad?
—No, creo que no.
Reflexionó un momento y a continuación asintió con la cabeza.
—Bien. Enviar la isla entera al armario de Davy Jones. Por mí vale. —Recogió el cilindro de plata, dirigió su atención a la banderita naranja sobre la fisura que dividía por la mitad el lago Phalen y luego se volvió a mirarme—. ¿Quieres pronunciar unas últimas palabras, muchacho?
—Sí —respondí—. Pero no muchas.
—Pues tenias preparadas.
Wireman se puso de rodillas y sostuvo el cilindro de plata fuera de la barca. El sol centelleó en él durante un momento, que esperaba que fuera el último en mil años, por lo menos… pero tenía el presentimiento de que Perse era buena en encontrar el camino hacia la superficie. Que ya lo había hecho antes, y lo volvería a hacer. Incluso desde Minnesota, encontraría de algún modo el caldo.
Pronuncié las palabras que había estado guardando en mi mente.
—Duerme para siempre.
Wireman abrió los dedos, y se produjo una pequeña salpicadura. Nos inclinamos sobre la borda del bote y observamos cómo el cilindro de plata desaparecía de nuestra vista, deslizándose suavemente con un último resplandor trémulo que señalaba su descenso.
* * *
Wireman se quedó esa noche y la siguiente. Comimos filetes poco hechos, bebimos té verde por la tarde y hablamos de cualquier cosa menos de los viejos tiempos. Finalmente le llevé al aeropuerto, desde donde volaría a Houston. Allí planeaba alquilar un coche y conducir hacia el sur. Para ver algo del país, dijo.
Me ofrecí a acompañarle hasta el control de seguridad, pero negó con la cabeza.
—No tienes por qué contemplar a Wireman quitándose los zapatos delante de un licenciado en empresariales —dijo—. Aquí es donde nos decimos adiós, Edgar.
—Wireman… —empecé, y no pude decir más.
Mi garganta estaba llena de lágrimas.
Tiró de mí y me dio un abrazo, besándome con firmeza en ambas mejillas.
—Escucha, Edgar. Es hora de que dé comienzo el Tercer Acto. ¿Me entiendes?
—Sí —respondí.
—Ven a México cuando estés preparado. Y si lo deseas.
—Lo pensaré.
—Hazlo. Con Dios, mi amigo; siempre con Dios.
—Y tú, Wireman. Y tú.
Le observé mientras se alejaba caminando con su bolso colgando sobre un hombro. Me sobrevino repentinamente un brillante recuerdo de su voz, la noche que Emery me atacó en Big Pink, el recuerdo de Wireman gritando cojudo de puta madre justo antes de golpear con el candelero el rostro de la cosa muerta. Había estado magnífico. Deseé que se volviera una última vez… y lo hizo. Debió de atrapar un pensamiento, habría dicho mi madre. O tuvo una intuición. Eso es lo que Nana Melda habría dicho.
Vio que yo seguí allí parado y su rostro se iluminó con una abierta sonrisa.
—¡Forja tu día, Edgar! —gritó, y la gente se giró a mirar, sobresaltada.
—¡Y deja que el día te forje a ti! —le respondí.
Se despidió con una reverencia, riendo, y luego se encaminó hacia la puerta de embarque. Y, por supuesto, al final vine al sur, a su pueblecito, pero aunque para mí siempre está vivo en sus dichos (nunca pienso en ellos de otra forma que no sea presente), nunca volví a ver al hombre en persona. Murió de un ataque al corazón dos meses después, en el mercado al aire libre de Tamazunchale, mientras regateaba por unos tomates frescos. Creí que habría tiempo, pero siempre pensamos cosas como esa, ¿no? Nos engañamos con tanta frecuencia a nosotros mismos que podríamos ganarnos la vida con ello.
* * *
En la casa de Aster Lane, mi caballete se hallaba plantado en la sala de estar, donde la luz era buena. El lienzo estaba cubierto con una toalla. Al lado, en la mesa con los óleos, había varias fotos aéreas de Duma Key, pero apenas necesitaba mirarlas; veía Duma en mis sueños, y todavía lo hago.
Arrojé la toalla sobre el sofá. En primer plano de mi pintura (mi última pintura) se alzaba Big Pink, reproducida de forma tan realista que casi podía escuchar las conchas, chirriando con cada ola entrante.
Apoyadas contra uno de los pilares, el perfecto toque surrealista, había dos muñecas de pelo rojizo, sentadas codo con codo. A la izquierda estaba Reba. A la derecha estaba Fancy, la que Kamen había traído de Minnesota. La que había sido idea de Illy. El Golfo, habitualmente de un azul intenso durante mi estancia en Duma Key, lo había pintado de un apagado y ominoso color verde. Por encima, negras nubes cubrían el cielo; se concentraban hasta la parte superior del lienzo y más allá, fuera de la vista.
Me empezó a picar el brazo derecho, y aquella recordada sensación de poder comenzó a fluir, primero dentro de mí, y luego a través de mí. Podía ver mi pintura casi con el ojo de un dios… o de una diosa. Podría abandonar esto, pero no sería fácil.
Cuando creaba dibujos, me enamoraba del mundo.
Cuando creaba dibujos, me sentía entero.
Pinté un rato, y luego dejé el pincel a un lado. Mezclé marrón y amarillo con la yema del pulgar, y toqué el lienzo con ella, apenas rozando la playa pintada… muy ligeramente… y se elevó una bruma de arena, como impulsada por una primera y vacilante ráfaga de aire.
En Duma Key, bajo el cielo negro de una inminente tormenta de junio, empezó a levantarse viento.
Fin
REFLEXIONES FINALES
Me he tomado ciertas libertades con la geografía de la costa oeste de Florida, al igual que con su historia. Aunque Dave Davis existió en la realidad, y efectivamente desapareció, aquí es utilizado de forma ficticia.
Y nadie en Florida, a excepción de mí, denomina «Alicia» a los huracanes fuera de temporada.
Quiero dar las gracias a mi mujer, la novelista Tabitha King, que leyó un primer borrador de este libro y aportó valiosas sugerencias; la lata de galletas Sweet Owen tan solo fue una de ellas.
Quiero dar las gracias a Russ Dorr, mi viejo amigo médico, que pacientemente me explicó todo lo relativo al área de Broca y la fisiología de las lesiones por contragolpe.
También quiero dar las gracias a Chuck Verril, que editó el libro con su habitual combinación de diplomacia e inmisericordia.
A Teddy Rosenbaum, mi amigo y corrector: muchas gracias.
Y a ti, Lector Constante, mi viejo amigo; siempre a ti.
Stephen King
Bangor, Maine
{[1]} En español en el original. En adelante, en negrita y cursiva. (TV. del T.)
{[2]} Juego de palabras basado en el parecido entre los vocablos shit, «mierda»«, y shirt, «camisa». (N. del T.)
{[3]} Siglas de Works Projects Administration, agencia estadounidense creada en 1935 cuya finalidad era proporcionar empleo a los afectados por la Gran Depresión. (N. del T.)
{[4]} Siglas de Occupational Safety and Health Administration, Agencia de Seguridad y Salud Ocupacional. (N. del T
{[5]} Siglas de Florida State University, Universidad Estatal de Florida. (N. del T.)
{[6]}Juego de palabras intraducible entre sat, «sentado», y sad, «triste» (N. del T.)
{[7]} Siglas de National Association for the Advancement of Colored Peoplc, Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color. (N. del T.)
{[8]} Siglas de Not For Sale, «prohibida su venta». (TV. del T.)
{[9]} Durante el mandato de George W. Bush, Richard (o Dick) Cheney fue el vicepresidente de EE.UU. En inglés, dick es un término vulgar para «pene». (N. del T.)
{[10]} Lotería de EE.UU. en que el jugador escoge cinco números entre el 1 y el 55 (bolas blancas) y un número adicional entre el 1 y el 42 (bola roja o powerball). El premio mayor se consigue si se aciertan los seis números. (N. del T.)
{[11]} ' En inglés, supporter, que también significa «hincha». (N. del T.)
{[12]} Juego de palabras intraducible entre Chinaman, «chino», y China Man, literalmente, «hombre de porcelana». (N. del T.)
{[13]} En inglés, la palabra ship («barco») cuando actúa como verbo significa «enviar» o «despachar». (N. del T.)
{[14]} El sentido del texto original se pierde en la traducción. En inglés, marble significa «canica», y también «estatua de mármol». (N. del T.)
{[15]} Habitante de las tierras altas de Escocia. (N. del T.)