Publicado en
septiembre 19, 2010
Argumento
Edgar Freemantle pierde el brazo en un terrible accidente que también le retuerce la mente y la memoria para dejarlo lleno de rabia, y sólo rabia, cuando empieza el proceso de recuperación. Su matrimonio, que le dio dos hijas maravillosas, se ha roto y Edgar quisiera no haber sobrevivido a las graves heridas que le produjo el accidente. Quiere huir.
Su psicólogo, el doctor Kamen, le propone «una cura geográfica», una nueva vida lejos de la gran empresa de construcción que Edgar había creado. Y le propone algo más: —Edgar, ¿hay algo que te haga feliz? —Solía dibujar. —Retómalo. Necesitas protegerte… protegerte contra la noche.
Edgar abandona Minnesota y alquila una casa en Duma Key, un terreno alargado de una belleza deslumbrante y extrañamente salvaje en la costa de Florida. Oye las voces de las puestas de sol en el golfo de México y los caracoles que arrastra la marea. Y comienza a dibujar. En la playa entabla amistad con Wireman, otro hombre a quien le cuesta hablar de sus heridas, y con Elizabeth Eastlake, una anciana enferma, cuyas raíces se entrelazan con el lugar. Ahora Edgar pinta, a menudo con una aceleración frenética, y descubre en sí mismo un talento extraordinariamente peligroso. Muchos de sus cuadros contienen un poder que ni él sabe controlar. A medida que se van descubriendo los fantasmas de la infancia de Elizabeth, el poder destructivo de los cuadros se convierte en algo realmente devastador. La tenacidad del amor, los peligros de la creatividad, los misterios de la memoria y la naturaleza de lo sobrenatural. Con todos ellos, Stephen King nos ofrece una novela tan fascinante como terrorífica.
La memoria… es un rumor interno.
GEORGE SANTAYANA
La vida es más que amor y placer,
vine a cavar en busca del tesoro.
Si quieres jugar, tienes que pagar,
sabes que siempre ha sido así,
todos cavamos en busca del tesoro.
SHARK PUPPY
Cómo dibujar un cuadro (I)
Comienza con una superficie en blanco. No ha de ser un papel o un lienzo, aunque tengo la sensación de que debería ser blanco. Lo llamamos blanco porque necesitamos una palabra, pero su verdadero nombre es nada. Negro es la ausencia de luz, pero blanco es la ausencia de memoria, el color del no poder recordar.
¿Cómo nos acordamos de cómo recordar? Esa es una cuestión que a menudo me he planteado desde mi época en Duma Key, a menudo en las horas previas al amanecer, mirando a la ausencia de luz, recordando a los amigos ausentes. A veces en aquellas cortas horas pienso en el horizonte. Tienes que establecer el horizonte. Tienes que trazar una marca en el blanco. Un acto bastante simple, podrías decir, pero cualquier acto que rehace el mundo es heroico. O así lo había llegado a creer.
Imagina a una niñita, apenas mayor que un bebé. Se cayó de un carruaje casi noventa años atrás, se golpeó la cabeza contra una roca, y lo olvidó todo. No solo su nombre; ¡todo! Y entonces un día recobró justo lo suficiente para coger un lápiz y trazar aquella primera marca vacilante a través del blanco. Una línea del horizonte, seguro. Pero también una grieta por la que verter la negrura.
Aún más, imagina aquella pequeña mano levantando el lápiz… dudando… y luego trazando una marca en el blanco. Imagina el coraje de aquel primer esfuerzo para restablecer el mundo mediante la acción de pintarlo. Siempre amaré a esa niñita, a pesar de todo lo que ella me ha costado. Debo amarla. No tengo elección.
Los dibujos son mágicos, como bien sabes.
1- Mi otra vida
Me llamo Edgar Freemantle. En el pasado fui un contratista de éxito con importantes negocios en el sector de la construcción. Eso fue en Minnesota, en mi otra vida. Aprendí lo de «mi-otra-vida» de Wireman. Quiero hablarte de Wireman, pero terminemos primero con la parte de Minnesota.
Tengo que decirlo: allí era un genuino triunfador americano. Me labré mi camino en la compañía donde empecé, y cuando no pude ascender más, me marché y monté la mía propia. El jefe al que abandoné se burló de mí, y vaticinó que en un año estaría arruinado. Supongo que la mayoría de los jefes dicen eso cuando algún joven hábil que asciende como un cohete se larga para instalarse por su cuenta.
En mi caso, todo resultó bien. Si Minneapolis-St. Paul experimentaba un boom urbanístico, la Compañía Freemantle prosperaba. Si tocaba apretarse el cinturón, nunca trataba de jugar a lo grande. Pero seguí mis corazonadas, y acerté con la mayoría. Cuando cumplí los cincuenta, Pam y yo poseíamos una fortuna de cuarenta millones de dólares. Y continuábamos unidos. Teníamos dos hijas, y al final de nuestra particular Edad Dorada, Ilse estudiaba en la Universidad de Brown y Melinda enseñaba en Francia, como parte de un programa de intercambio. En la época en que las cosas empezaron a torcerse mi mujer y yo planeábamos ir a visitarla.
Tuve un accidente en una obra. Fue bastante sencillo: cuando una camioneta, aunque sea una Dodge Ram con todos los accesorios, se enfrenta a una grúa de doce pisos, la camioneta siempre lleva las de perder. El lado derecho de mi cráneo sufrió solo una fisura. El lado izquierdo golpeó con tanta fuerza la jamba de la Ram que se fracturó por tres sitios. O quizá fueron cinco. Mi memoria es mejor que antes, pero aún se halla a una larga distancia de lo que una vez fue.
Los médicos denominaron a lo que le sucedió a mi cabeza una contusión por contragolpe, y esa clase de cosas a menudo causa un daño mayor que el golpe original. Me rompí las costillas. Mi cadera derecha se hizo añicos. Y aunque conservé el setenta por ciento de la vista en el ojo derecho (más en un día bueno), perdí el brazo derecho.
Se suponía que iba a perder la vida, pero no fue así. Se suponía que iba a quedar mentalmente incapacitado a consecuencia de la cosa del contragolpe, y al principio así fue, pero pasó. Más o menos. Para cuando lo hizo, mi mujer se había ido, y no solo más o menos. Estuvimos casados durante veinticinco años, pero ya sabes lo que dicen: ajo y agua. Supongo que ya da igual; lo que se ha ido, se ha ido. Y lo que se acabó, se acabó. Algunas veces eso es algo bueno.
Cuando digo que estaba mentalmente incapacitado, quiero decir que al principio no reconocía a la gente (mi esposa incluida) ni sabía lo que había sucedido. No comprendía por qué sentía tanto dolor. Ahora, cuatro años después, ya no recuerdo la cualidad de aquel dolor, cuatro años después. Sé que lo padecí, y que era insoportable, pero eso es muy abstracto. No era abstracto en aquel momento. En aquel momento era como estar en el infierno y no saber por qué estaba allí.
«Al principio te daba miedo morir, luego te daba miedo vivir.» Eso es lo que Wireman dice, y con conocimiento de causa: había pasado su propia temporada en el infierno.
Me dolía todo a todas horas. Sufría una cefalea continua, martilleante; tras mi frente siempre era medianoche en la mayor relojería del mundo. Veía las cosas a través de una película de sangre, porque tenía jodido el ojo derecho, y apenas reconocía lo que era el mundo. Nada poseía un nombre. Recuerdo un día en que Pam estaba en la habitación (todavía me encontraba en el hospital) junto a mi cama. Yo estaba sumamente cabreado porque ella no debería estar de pie cuando allí mismo en la espina había uno de esos trastos para aposentar el culo.
—Acerca la amiga —dije—. Asiéntate en la amiga.
—¿Qué quieres decir, Edgar? —preguntó.
—¡La amiga, la socia! —grité—. ¡Trae aquí la puñetera colega, zorra de mala muerte!
Mi cabeza me estaba matando y ella empezó a llorar. La odié por eso. No tenía motivos para ponerse a llorar, porque no era ella quien estaba en la jaula, observándolo todo a través de una mácula roja. No era ella el mono en la jaula.
Y entonces me vino.
—¡Trae aquí la 'quilla y siéntete abajo!
Fue lo más cercano a «silla» que mi jodido y agitado cerebro pudo alcanzar.
Estaba furioso todo el tiempo. Había dos enfermeras viejas a las que llamaba Coño Seco Uno y Coño Seco Dos, como si fueran personajes de una sucia historia de Dr. Seuss. Había una voluntaria del hospital a la que llamaba Pilch Pastilla; no tenía ni idea de por qué, pero aquel apodo también encerraba algún tipo de connotación sexual. Al menos para mí.
A medida que iba recuperando las fuerzas intentaba agredir a la gente. En dos ocasiones traté de apuñalar a Pam, y en una de ellas tuve éxito, aunque solo fue con un cuchillo de plástico. Aun así necesitó puntos en el antebrazo. Había veces que tenían que atarme.
He aquí lo que más claramente recuerdo de aquella parte de mi otra vida: una calurosa tarde hacia el final de mi estancia de un mes en una costosa clínica de reposo, el costoso aire acondicionado estropeado, atado en la cama, un culebrón en la televisión, mil campanas de medianoche repicando en mi cabeza, el dolor que agarrota el lado derecho de mi cuerpo como un atizador abrasador, el picor de mi brazo perdido, el temblor de mis dedos perdidos, no más Oxycontina programada durante un rato (no sé por cuánto tiempo, porque hablar de tiempo está más allá de mis posibilidades), y una enfermera que sale nadando del rojo, una criatura que se acerca a mirar al mono en la jaula, y la enfermera que dice:
—¿Está preparado para hablar con su mujer?
Y yo respondo:
—Solo si trajo una pistola para pegarme un tiro.
Crees que esa clase de dolor no remitirá, pero lo hace. Luego te despachan a casa, y entonces lo reemplazan por la agonía de la rehabilitación. El rojo empezó a escurrirse de mi vista. Un psicólogo especializado en hipnoterapia me enseñó algunos trucos ingeniosos para controlar los dolores y picores fantasmas de mi brazo perdido. Hablo de Kamen. Fue este quien me trajo a Reba: una de las pocas cosas que me llevé conmigo cuando abandoné cojeando mi otra vida y me adentré en la que viví en Duma Key.
—Esta no es una terapia psicológica aprobada para al tratamiento de la ira —dijo el doctor Kamen, aunque supongo que tal vez mintió para hacer a Reba más atractiva.
Me explicó que debía darle un nombre odioso, y por lo tanto, aunque se parecía a Lucy Ricardo, le puse el de una tía mía que cuando era pequeño me pellizcaba los dedos si no me comía todas las zanahorias. Entonces, menos de dos días después, olvidé su nombre. Solo me venían a la mente nombres de chico, cada uno de los cuales me enfurecía más: Randall, Russell, Rudolph, incluso el jodido River Phoenix.
Para aquel entonces ya me encontraba en casa. Pam llegó con mi tentempié matutino y debió de advertir la expresión de mi rostro, porque noté que se armaba de valor para afrontar uno de mis arrebatos. Pero aunque había olvidado el nombre de la muñeca roja antifuria que el psicólogo me había dado, recordaba cómo se suponía que debía usarla en esta situación.
—Pam, necesito cinco minutos para recuperar el control. Puedo hacerlo —le dije.
—¿Estás seguro… ?
—Sí, simplemente saca ese codillo de jamón de aquí y retócate el maquillaje con él. Puedo hacerlo.
No sabía si realmente podría, pero eso era lo que supuestamente debía decir. Era incapaz de recordar el puto nombre de la muñeca, pero recordaba el «puedo hacerlo». Una cosa clara del final de mi otra vida es el modo en que seguía diciendo «puedo hacerlo» incluso cuando sabía que era mentira, incluso cuando sabía que estaba jodido, jodido por partida doble, que estaba más jodido que una mierda bajo un chaparrón.
—-Puedo hacerlo —repetí, y sabe Dios qué aspecto tendría mi cara, porque se retiró sin una palabra, con la bandeja todavía en las manos y la taza repiqueteando contra el plato.
Cuando se hubo marchado, sostuve la muñeca frente a mi rostro, mirando a sus estúpidos ojos azules mientras mis pulgares desaparecían en su estúpido cuerpo flexible.
—¿Cómo te llamas, puta con cara de murciélago? —le grité.
Nunca se me ocurrió que Pam estuviera escuchando a través del intercomunicador de la cocina, ella y la enfermera diurna. Te diré algo: aunque el aparato hubiera estado estropeado, habrían podido oírme a través de la puerta. Tenía buena voz aquel día.
Empecé a sacudir la muñeca con violencia. Su cabeza se movía de un lado a otro y su pelo sintético imitación de Lucy Ricardo volaba. Sus grandes ojos de dibujos animados parecían estar diciendo: «¡Oouuu, qué hombre más antipático!», como Betty Boop en una de esas series animadas que todavía puedes ver de tanto en cuando en la tele por cable.
—¿Cómo te llamas, zorra? ¿Cómo te llamas, hija de perra? ¿Cómo te llamas, puta barata rellena de trapo? ¡Dime tu nombre! ¡Dime tu nombre! ¡Dime tu nombre o te sacaré los ojos y te arrancaré la nariz y te cortaré…!
Mi mente sufrió un cortocircuito entonces, algo que todavía me pasa hoy en día, cuatro años más tarde, aquí abajo en el municipio de Tamazunchale, estado de San Luis Potosí, México, hogar de la tercera vida de Edgar Freemantle. De repente me hallé en mi camioneta, con el sujetapapeles traqueteando contra mi vieja fiambrera de acero en el hueco para los pies, bajo la guantera (dudo que fuera el único millonario trabajador en Norteamérica que llevase un fiambrera, pero probablemente podrías contarnos en unas docenas), y el PowerBook a mi lado, en el asiento. Y en la radio una voz de mujer gritó, con fervor evangélico: «¡Era ROJO!». Solo dos palabras, pero con dos bastaba. Era esa canción acerca de una pobre mujer que mete a su bonita hija a prostituta. «Fancy», de Reba McEntire.
—Reba —susurré, y abracé a la muñeca contra mí—. Eres Reba. Reba-Reba-Reba. Nunca más lo olvidaré.
Pero sí lo olvidé, a la semana siguiente, aunque esa vez no me enfadé. No. La sostuve contra mí como a una pequeña amante, cerré los ojos, y visualicé la camioneta destrozada en el accidente. Visualicé mi fiambrera de acero traqueteando contra el sujetapapeles, y la voz de la mujer salió de la radio una vez más, exultante, con el mismo fervor evangélico: «¡Era ROJO!».
El doctor Kamen lo calificó de modo vehemente como un punto de inflexión. Mi mujer parecía mucho menos entusiasmada, y el beso que posó en mi mejilla fue de la variedad obligada. Transcurrieron aproximadamente dos meses hasta que me pidió el divorcio.
* * *
Por entonces el dolor había disminuido, o bien era mi mente la que realizaba ciertos ajustes cruciales a la hora de lidiar con él. Todavía padecía migrañas, pero con menos frecuencia y raramente con tanta violencia; entre mis oídos no era medianoche perpetua en la mayor relojería del mundo. Siempre me encontraba más que dispuesto a tomar la Vicodina a las cinco y la Oxycontina a las ocho (hasta que me tragaba aquellas píldoras mágicas apenas podía caminar renqueante con mi brillante muleta canadiense de color rojo), pero mi cadera reconstruida empezaba a soldar.
Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, venía a Casa Freemantle, en Mendota Heights, los lunes, miércoles y viernes. Antes de nuestras sesiones me permitía tomar una Vicodina extra, y aun así, mis gritos inundaban la casa para cuando terminábamos. La habitación de juegos del sótano se convirtió en una sala de terapia, que contaba incluso con una bañera de hidromasaje accesible para minusválidos. Tras dos meses de tortura, era capaz de bajar allí yo solo por las noches para duplicar mis ejercicios de piernas y empezar a trabajar los abdominales. Kathi me explicó que hacer eso un par de horas antes de acostarme liberaría endorfinas y dormiría mejor.
Fue durante uno de aquellos entrenamientos vespertinos (Edgar en busca de las esquivas endorfinas) cuando la que había sido mi esposa durante un cuarto de siglo bajó por la escalera y me dijo que quería el divorcio.
Dejé lo que estaba haciendo (abdominales) y la miré. Me quedé sentado en la colchoneta; ella se quedó al pie de la escalera, prudentemente al otro lado de la estancia. Podría haberle preguntado si hablaba en serio, pero allí abajo había bastante luz (por aquellos fluorescentes alineados) y no fue necesario. De todas formas, no creo que sea la clase de cosas con la que las mujeres bromean seis meses después de que sus maridos casi hayan muerto en un accidente. Podría haberle preguntado por qué, pero conocía la respuesta. Veía la pequeña cicatriz blanca en su brazo en el lugar donde la había apuñalado con el cuchillo de plástico del hospital, el de la bandeja con la cena, aunque en realidad eso era lo de menos. Me acordé de cuando le ordené, no hacía tanto, que se llevara el codillo de jamón y se retocara el maquillaje con él. Consideré pedirle que al menos lo meditara, pero la ira regresó. En aquellos días, lo que el doctor Kamen llamaba «ira inapropiada» era mi amiguito feo. Y, oye, lo que sentía justo en ese momento no parecía en absoluto tan inapropiado.
No llevaba puesta la camisa. Mi brazo derecho terminaba nueve centímetros por debajo de mi hombro. Lo moví nerviosamente hacia ella (una contracción espasmódica era lo mejor que podía hacer con el músculo remanente).
—Este soy yo —le dije—, mostrándote un dedo. Lárgate de aquí si eso es lo que quieres. Lárgate, zorza abandonista.
Las primeras lágrimas empezaron a rodar por su rostro, pero trató de sonreír. El resultado fue una mueca bastante horrenda.
—Zorra, Edgar —corrigió—. La palabra es zorra.
—La palabra es la que yo digo que sea —repliqué, y reanudé los abdominales. Hacerlos cuando te falta un brazo es duro de la hostia; tu cuerpo quiere empujar y obligarte a girar hacia ese lado—. Yo no te habría dejado a ti, esa es la cuestión. No te habría dejado. Habría aguantado la mierda y la sangre y las meadas y la cerveza derramada.
—Es diferente —dijo ella. No hacía ningún esfuerzo por enjugarse las lágrimas—. Es diferente y lo sabes. Yo no podría partirte en dos si me diera un ataque de furia.
—Sería un trabajo de mil demonios partirte en dos con un solo hertzio —dije, y aceleré el ritmo de los abdominales.
—Me clavaste un cuchillo.
Como si ese fuera el motivo. No lo era, y ambos lo sabíamos.
—No era más que un cuchillo de margarita, ¡y de plástico! Estaba medio fuera de mí, y esas serán tus últimas palabras en tu jodido leche de muerte, «Eddie me contrató un rodillo de plástico, adiós mundo cruel».
—Intentaste estrangularme —afirmó en un tono de voz apenas audible.
Dejé de hacer abdominales y la miré boquiabierto. La relojería se puso en marcha en el interior de mi cabeza; ding-dong-ding, allá vamos por fin.
—¿De qué estás hablando? ¿Que yo te estrangulé? ¡Nunca he intentado estrangularte!
—Sé que no lo recuerdas, pero lo hiciste. Y no eres el mismo.
—Oh, basta ya. Ahórrate esas chorradas New Age para el… para el tipo… tu… —Conocía la palabra y podía visualizar al hombre al que hacía referencia, pero no me venía—. Para ese puto calvo al que visitas en su despacho.
—Mi terapeuta —especificó, y por supuesto eso me enfureció más: ella tenía la palabra y yo no. Porque su cerebro no había sido sacudido como gelatina.
—Quieres el divorcio, y tendrás tu divorcio. Mándalo todo a la mierda, ¿por qué no? Pero vete a hacer el caimán a cualquier otra parte. Lárgate de aquí. Subió la escalera y cerró la puerta sin mirar atrás. Y no fue hasta que se marchó cuando me di cuenta de que había pretendido decir lágrimas de cocodrilo. Vete a derramar tus lágrimas de cocodrilo a cualquier otra parte.
Oh, bueno. Lo bastante cerca para el rock'n'roll. Eso es lo que Wireman dice.
Y al final fui yo quien terminó largándose.
* * *
A excepción de Pam, en mi otra vida nunca tuve un socio. Las Cuatro Reglas del Éxito de Edgar Freemantle (siéntete libre de tomar nota) eran: nunca solicites un crédito superior a tu coeficiente intelectual multiplicado por cien, nunca pidas prestado nada a quien te llame por tu nombre de pila en el primer encuentro, nunca tomes un trago mientras el sol aún está en lo alto, y nunca te asocies con quien no estés dispuesto a revolearte desnudo en una cama de agua.
Tenía un contable en el que confiaba, no obstante, y fue Tom Riley el que me ayudó a mover las pocas cosas que necesitaba de Mendota Heights a nuestra pequeña casa en el lago Phalen. Tom, un triste perdedor por partida doble en el juego del matrimonio, se mostró preocupado por mí todo el camino.
—No tienes por qué dejarle la casa en una situación como esta —comentó—. No a menos que el juez te eche. Es como ceder la ventaja de campo en los play off.
Me traía sin cuidado la ventaja de campo; tan solo quería que se mantuviera atento a la carretera. Yo hacía una mueca de dolor cada vez que algún coche se aproximaba por el carril contrario, si este parecía rodar demasiado cerca de la línea divisoria. Algunas veces me ponía tenso y apretaba el invisible freno del copiloto. Y en cuanto a volverme a colocar detrás de un volante, pensaba que nunca llegaría a sonarme del todo bien. Por supuesto, Dios ama las sorpresas. Eso es lo que Wireman dice.
Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, se había divorciado solo una vez, pero ella y Tom se movían en la misma longitud de onda. La recuerdo sentada en leotardos con las piernas cruzadas, sosteniéndome los pies y mirándome con indignación.
—Aquí estás, recién salido del Motel de la Muerte y con un brazo de menos, y ella quiere escaquearse. ¿Solo porque la pinchaste con un cuchillo de plástico de hospital cuando apenas podías recordar tu propio nombre? ¡No me jodas! ¿No comprende que los cambios de humor y la pérdida de memoria a corto plazo son normales tras un traumatismo?
—Lo único que ella comprende es que le doy miedo —dije yo.
—¿Sí? Bueno, escucha a tu mamá, Radiante Jim: si tienes un buen abogado, puedes conseguir que pague por ser tan blandengue. —Algunos cabellos se habían soltado de su coleta, que la llevaba al estilo de la Gestapo de la Rehabilitación, y se los apartó de la frente con un soplido—. Debería pagar por ello. Lee mis labios, Edgar: «Nada de todo esto es culpa tuya».
—Dice que intenté estrangularla.
—Y aunque así fuera, que te estrangule un inválido manco debe de ser una experiencia para mearse en los pantalones. Vamos, Eddie, haz que pague. Estoy segura de que me estoy extralimitando en mis funciones, pero me da lo mismo. No debería estar haciendo lo que está haciendo.
—Creo que puede haber más que el asunto del estrangulamiento y el cuchillo de la mantequilla.
—¿Qué?
—No lo recuerdo.
—¿Qué dice ella?
—Nada.
Pero Pam y yo habíamos estado juntos mucho tiempo, e incluso aunque el amor se hubiera refugiado en un delta de aceptación pasiva, creía que aún la conocía lo bastante bien como para saber que sí, que había existido algo más, que todavía existía algo más, y que era eso de lo que quería alejarse.
* * *
No mucho después de que me instalara en la casa del lago Phalen, las chicas (ya unas jóvenes mujeres) vinieron a verme. Trajeron una cesta de picnic, nos sentamos en el porche que daba al lago, y miramos el agua y mordisqueamos los sándwiches. El día del Trabajo ya había pasado, y la mayoría de los juguetitos flotantes se habían guardado para otro año. La cesta también contenía una botella de vino, pero solo bebí un poco. Con la medicación para el dolor, el alcohol me pega fuerte; una sola copa bastaría para que acabara arrastrándome borracho. Las chicas (las mujercitas) se terminaron el resto entre las dos, y eso hizo que se soltaran. Melinda, de regreso de Francia por segunda vez desde mi desventurada discusión con la grúa, e infeliz por ello, me preguntó si todos los adultos de cincuenta padecían esos desagradables interludios regresivos, y que si ella debía esperar lo mismo. Ilse, la pequeña, se puso a llorar, apoyada en mí, y me preguntó por qué no podía ser como era, por qué no podíamos nosotros (refiriéndose a su madre y a mí) ser como éramos. Lin le replicó que aquel no era momento para la patentada Actuación Bebé de Illy, y esta le enseñó el dedo medio. Me eché a reír, no pude evitarlo. Y entonces nos reímos los tres.
El mal humor de Lin y las lágrimas de Ilse no eran agradables, pero fueron sinceras, y me resultaban tan familiares como el lunar en el mentón de Ilse o la apenas visible línea vertical entre los ojos de Lin, que con el tiempo se hundiría en un surco.
Linnie se interesó por lo que iba a hacer en adelante. Le confesé que no lo sabía. Había recorrido una larga distancia hasta decidir acabar con mi propia vida, pero comprendía que, de llevarlo a cabo, debía, absolutamente, parecer un accidente. No permitiría que ellas dos, que acababan de iniciar sus propias vidas, acarrearan con la culpa residual del suicidio de su padre. Ni dejaría una carga de remordimientos tras la mujer con quien una vez compartí un batido en la cama, los dos desnudos y riendo y escuchando a la Plastic Ono Band en el equipo de música.
Después de que hubieron aprovechado la oportunidad de desahogarse —después de un «completo y total intercambio de sentimientos», en el lenguaje del doctor Kamen—, mi recuerdo es que pasamos una tarde agradable, mirando viejos álbumes de fotos y rememorando el pasado. Creo que incluso nos reímos unas pocas veces más, pero no todos los recuerdos de mi otra vida son de fiar. Wireman dice que, en lo que concierne al pasado, todos nosotros amañamos la baraja.
Ilse quería que saliésemos a cenar, pero Lin tenía que encontrarse con alguien en la Biblioteca Pública antes de que cerrara, y yo admití que no me apetecía mucho andar cojeando por ahí; leería unos pocos capítulos del último libro de John Sandford y luego me acostaría. Me besaron (todos amigos otra vez) y entonces se marcharon.
Dos minutos después, Ilse regresó.
—Le dije a Linnie que perdí las llaves —declaró.
—Interpreto que eso no es cierto —contesté.
—No. Papá, nunca le harías daño a mamá, ¿verdad? Ahora, quiero decir. A posta.
Negué con la cabeza, pero eso no le bastaba. Podría asegurarlo simplemente por la forma en que permaneció allí de pie, mirándome directamente a los ojos.
—No —dije—. Nunca. Yo…
—¿Tú qué, papá?
—Iba a decir que antes me cortaría un brazo, pero de repente me pareció una muy mala idea. Nunca lo haría, Illy. Dejémoslo así.
—Entonces, ¿por qué te tiene miedo?
—Creo que… porque estoy lisiado.
Se arrojó entre mis brazos con tanta fuerza que casi nos hizo caer a ambos sobre el sofá.
—Oh, papá, lo siento tanto. Todo esto es una mierda.
Le acaricié el pelo.
—Lo sé, pero recuerda esto: peor no va a ser.
No era cierto, pero si ponía cuidado, Ilse nunca descubriría que se trataba de una rotunda mentira. El sonido de un claxon llegó desde el camino de entrada.
—Vamos —le dije, y la besé en la mejilla mojada—. Tu hermana se está impacientando.
Ella arrugó la nariz.
—Vaya novedad. No te estarás pasando con los calmantes, ¿verdad?
—No.
—Llámame si me necesitas, papá, y cogeré el siguiente vuelo.
Ella lo haría, sin duda. Por eso no la llamaría.
—Descuida. —Le planté un beso en la otra mejilla—. Dáselo a tu hermana.
Asintió con la cabeza y se marchó. Me senté en el sofá y cerré los ojos. Tras ellos, los relojes martilleaban y martilleaban y martilleaban.
* * *
La siguiente visita que recibí fue la del doctor Kamen, el psicólogo que me regaló a Reba. No le había invitado; tenía que agradecérselo a Kathi, la dominatrix de mi rehabilitación.
Aunque seguramente no tenía más de cuarenta años, Kamen caminaba como un hombre mucho mayor y respiraba con dificultad, incluso estando sentado, espiando el mundo a través de unas enormes gafas con montura de carey sobre la enorme pera que tenía por barriga. Era un hombre muy alto y muy negro, con rasgos tan marcados que parecían irreales. Aquellos grandes ojos de mirada fija, aquel mascarón de proa que era su nariz y aquellos labios totémicos eran imponentes. Xander Kamen parecía un dios menor vestido con un traje del Men's Wear-house. También parecía un candidato excelente a sufrir un ataque al corazón fatal o una embolia antes de su quincuagésimo cumpleaños.
Rehusó mi oferta de un refrigerio, afirmando que no podía quedarse, y luego puso su maletín a un lado del sofá, como para contradecir lo anterior. Se hundió a cinco brazas de profundidad junto al apoyabrazos (y cada vez más a medida que pasaba el tiempo; temí por los muelles del armatoste); me miraba y resollaba con benevolencia.
—¿Qué te trae hasta aquí? —le pregunté.
—Oh, Kathi me contó que planeas suicidarte —comentó. Podía haber usado el mismo tono para decir: «Kathi me contó que das una fiesta en el jardín y que hay rosquillas recién hechas»—. ¿Hay algo de verdad en ese rumor?
Abrí la boca y luego volví a cerrarla. Una vez, cuando tenía diez años y me criaba en Eau Claire, cogí un tebeo del expositor giratorio de un supermercado, me lo embutí en los vaqueros y lo tapé con la camiseta. Cuando salía por la puerta, creyéndome muy listo, una dependienta me agarró por el brazo. Me levantó la camiseta con la otra mano y dejó a la vista mi malogrado tesoro. «¿Cómo ha llegado eso ahí?», me preguntó.
Nunca, en los cuarenta años transcurridos desde entonces, me había quedado tan completamente paralizado ante una respuesta a una pregunta tan sencilla.
—Eso es ridículo. No sé de dónde puede haber sacado esa idea —contesté finalmente, mucho después de que la respuesta tuviera alguna importancia.
—¿No?
—No. ¿Seguro que no quieres una Coca-Cola?
—Gracias, pero paso.
Me levanté y saqué una del frigorífico de la cocina. Metí la botella firmemente entre el muñón y el costado del pecho (posible pero doloroso; no sé lo que puedes haber visto en las películas, pero las costillas rotas duelen durante mucho tiempo), y le quité el tapón con la mano izquierda. Soy zurdo. Como Wireman dice, eso es tener potra, muchacho{[1]}
—En cualquier caso, me sorprende que la tomaras en serio —dije a mi regreso—. Kathi es una fisioterapeuta de narices, pero no es psicoanalista. —Hice una pausa antes de sentarme—. Ni tú tampoco, en realidad. Técnicamente.
Kamen se llevó la mano detrás de una oreja que parecía más o menos del tamaño de un escritorio.
—¿Oigo… ruido de trinquetes? ¡Creo que sí!
—¿De qué estás hablando?
—Es el encantador sonido medieval que hacen las defensas de una persona cuando se levantan. —Intentó hacer un guiño irónico, pero el tamaño de su cara imposibilitaba cualquier ironía; solo podía resultar burlesco. De todas formas capté su significado—. En cuanto a Kathi Green, tienes razón, ¿qué sabe ella? Todo lo que hace es trabajar con parapléjicos, tetrapléjicos, accidentados con algún miembro amputado como tú, y gente que se recupera de traumas en la cabeza, también como tú. Kathi Green lleva quince años realizando su trabajo, ha tenido la oportunidad de observar a mil pacientes lisiados reflexionar sobre lo imposible que es volver atrás, recuperar siquiera un solo segundo de tiempo, así que, ¿cómo es posible que reconozca los síntomas de una depresión presuicidio?
Me senté en el sillón lleno de bultos colocado frente al sofá y le miré de manera hosca. Aquí había un problema. Y Kathi Green lo era más.
Se inclinó hacia delante… pero, dado su contorno, solo pudo avanzar unos pocos centímetros.
—Tienes que esperar —dijo.
Le miré boquiabierto.
—Estás sorprendido —añadió con un asentimiento de cabeza—. Sí. Pero no soy cristiano, mucho menos católico, y en el tema del suicidio tengo una mente bastante abierta. Pero profeso la creencia en las responsabilidades, y te digo esto: si te matas ahora… o incluso dentro de seis meses… tu mujer y tus hijas lo sabrán. Por muy astutamente que lo hagas, ellas lo sabrán.
—Yo no…
—Y la compañía de tu seguro de vida, que será por una gran suma de dinero, no lo dudo, también lo sabrá. Puede que no sean capaces de demostrarlo… pero pondrán en ello todo, todo su empeño. Los rumores que inicien causarán daño a tus hijas, sin importar lo mucho que creas que están blindadas contra esa clase de cosas.
Melinda estaba bien blindada. Ilse, sin embargo, era una historia diferente. Cuando Melinda se cabreaba con ella, calificaba a Illy como un caso de desarrollo cautivo, pero yo dudaba que aquello fuera cierto. En mi opinión, Illy era sencillamente una persona sensible.
—Y al final, puede que lo demuestren. —Encogió sus hombros descomunales—. No me aventuraría a decir a cuánto ascendería el impuesto sobre la herencia, pero seguramente eliminaría una gran porción del tesoro de tu vida.
Ni siquiera pensaba en el dinero. Imaginaba a un equipo de investigadores de seguros olisqueando lo que fuera que hubiera preparado. Y de repente me eché a reír.
Kamen apoyó sus enormes manos oscuras en sus voluminosas rodillas, mirándome con esa sonrisita suya de «ya-lo-he-visto-todo». Salvo que nada en su rostro podía describirse con diminutivos. Permitió que mi risa siguiera su curso y cuando lo hubo hecho, me preguntó qué era tan divertido.
—Me estás diciendo que soy demasiado rico para suicidarme —respondí.
—Te estoy diciendo que no ahora, Edgar, y es lo único que digo. También voy a sugerirte algo que va en contra de una gran parte de mi propia experiencia práctica. Pero tengo una intuición muy fuerte en tu caso, la misma clase de intuición que me indujo a darte la muñeca. Te propongo que pruebes con una cura geográfica.
—¿Con una qué?
—Es un método de recuperación que a menudo intentan los alcohólicos en su última etapa. Esperan que un cambio de localización les proporcione un nuevo comienzo. Dar un giro completo a las cosas.
Sentí un rayo de algo. No diré que de esperanza, pero era algo.
—Raramente funciona —prosiguió Kamen—. Los veteranos de Alcohólicos Anónimos, que poseen una respuesta para todo… es su maldición, y también una bendición, pero muy pocos llegan a comprenderlo alguna vez…, suelen decir: «Pon a un imbécil en un avión en Boston, y un imbécil se bajará en Seattle».
—Entonces, ¿dónde me deja eso? —pregunté.
—Ahora mismo, en las afueras de St. Paul. Lo que estoy sugiriendo es que escojas algún lugar lejos de aquí y te marches. Te hallas en una posición única para hacerlo, dada tu situación financiera y el estado de tu matrimonio.
—¿Por cuánto tiempo?
—Al menos un año. —Me estudió con aire inescrutable. Su largo rostro era apropiado para tal expresión; de haber estado grabado en la tumba de Tutankamón, creo que incluso Howard Cárter habría vacilado—. Y si al final de ese año haces algo, Edgar, por el amor de Dios… no, por el amor de tus hijas, hazlo bien.
Casi había desaparecido en el interior del viejo sofá; ahora forcejeaba para levantarse. Me acerqué para ayudarle, y agitó la mano para que me apartara. Finalmente consiguió ponerse en pie, resollando más ruidosamente que nunca, y recogió su maletín. Me miró desde su metro noventa y cinco de altura, con aquellos ojos inquisidores de córneas amarillentas que se agrandaban por el efecto de sus gafas de cristales gruesos.
—Edgar, ¿hay algo que te haga feliz?
Consideré la superficie de la pregunta (la única parte que parecía segura) y respondí:
—Solía dibujar.
En realidad se había tratado de algo más que eso, no solo unos simples bosquejos a lápiz, pero eso había sucedido mucho tiempo atrás. Desde entonces, otras cosas habían intervenido. El matrimonio, una carrera. Ambas cosas estaban ahora desapareciendo, o ya lo habían hecho.
—¿Cuándo?
—De niño.
Pensé en contarle que en su día soñaba con ingresar en la escuela de bellas artes (incluso compraba ocasionalmente libros de reproducciones cuando podía permitírmelo), pero me lo callé.
En los últimos treinta años, mi contribución al mundo del arte se limitaba a poco más que garabatos mientras hablaba por teléfono, y habían transcurrido probablemente diez años desde la última vez que compré la clase de libro de pintura que adorna las mesitas de café para poder impresionar a tus amigos.
—¿Y desde entonces?
Consideré mentirle (no quería parecer un completo esclavo del trabajo), pero me ceñí a la verdad. Los hombres con un solo brazo deberían contar la verdad siempre que sea posible. Eso no lo dice Wireman; eso lo digo yo.
—No.
—Retómalo —aconsejó Kamen—. Necesitas protegerte.
—Protegerte —repetí, desconcertado.
—Sí, Edgar. —Se mostró sorprendido y un poco decepcionado, como si hubiera fallado en comprender un concepto muy simple—. Protegerte contra la noche.
* * *
Aproximadamente una semana más tarde, Tom Riley vino a verme otra vez. Para entonces las hojas de los árboles empezaban a cambiar de color, y recuerdo a varias dependientas colgando pósters de Halloween en el Wal-Mart donde compré mis primeros blocs de dibujo desde la universidad… diablos, tal vez desde la escuela secundaria.
Lo que recuerdo con mayor claridad de su visita es el aspecto avergonzado e incómodo que presentaba Tom.
Le ofrecí una cerveza y me la aceptó. Cuando regresé de la cocina, examinaba un dibujo a plumilla que había bosquejado, tres palmeras recortadas sobre una extensión de agua, y un trozo de porche acristalado sobresaliendo en primer plano a la izquierda.
—Esto es muy bueno —comentó—. ¿Lo has hecho tú?
—Qué va, los duendes. Vienen por la noche. Me arreglan los zapatos y esporádicamente pintan algo.
Se rió demasiado fuerte y dejó de nuevo el dibujo sobre la mesa.
—Nej parekse mucho a Minnesota —dijo, con su imitación de acento sueco.
—Lo copié de un libro.
En realidad había utilizado una fotografía del folleto de una inmobiliaria. Estaba tomada desde la denominada «habitación Florida» de Punta Salmón, la casa que acababa de alquilar por un año. Nunca había estado en Florida, ni siquiera de vacaciones, pero esa foto había despertado algo profundo en mí, y por vez primera desde el accidente, sentía verdadera expectación. Era una línea delgada, pero allí estaba.
—¿Qué puedo hacer por ti, Tom? Si es sobre la compañía…
—En realidad, Pam me pidió que viniera. —Agachó la cabeza—. No me hacía mucha gracia, pero tampoco me sentía bien negándome. Por los viejos tiempos, ya sabes.
—Claro. —Tom evocaba los días en que la Compañía Freemantle consistía en tres camionetas, una oruga D9, y un montón de grandes sueños—. Pues cuéntame. No voy a morderte.
—Ha contratado a un abogado. Va a seguir adelante con este asunto del divorcio.
—Nunca pensé que abandonaría.
Era la verdad. Todavía no recordaba que la estrangulara, pero me acordaba del aspecto de su rostro cuando me contó que lo había hecho. Y aparte, una vez que Pam empezaba a recorrer un camino, raramente daba media vuelta.
—Quiere saber si vas a recurrir a Bozie.
No me quedó más remedio que sonreír ante eso. William Bozeman III era un perro de presa, el hombre fuerte del bufete de abogados de Minneapolis que representaba a mi compañía, un tipo elegante, de sesenta y cinco años, que siempre llevaba corbatín y se hacía la manicura; si se hubiera enterado de que Tom y yo nos pasamos los últimos veinte años llamándole Bozie, probablemente habría sufrido una embolia.
—No había pensado en ello. ¿Qué pasa, Tom? ¿Qué quiere exactamente?
Se bebió la mitad de su cerveza, y luego dejó el vaso en una estantería junto a mi boceto a medio terminar. Sus mejillas se habían encendido con un apagado color rojo ladrillo.
—Dijo que espera que no sea algo desagradable. Dijo, «no quiero ser rica, y no quiero pelear. Solo quiero que él sea justo conmigo y con las chicas, como siempre fue. ¿Se lo dirás?». Y aquí estoy —concluyó y se encogió de hombros.
Me levanté, me acerqué al ventanal que separaba el cuarto de estar del porche, y contemplé el lago. Pronto sería capaz de salir a mi propia «habitación Florida», fuera lo que fuese, y otear el golfo de México. Me pregunté si sería algo mejor, algo diferente, que contemplar el lago Phalen. Decidí que me conformaría con que fuese diferente, al menos para empezar. Diferente sería un comienzo. Cuando me volví, Tom Riley en absoluto parecía él mismo. Al principio pensé que se encontraba enfermo del estómago. Luego me di cuenta de que se esforzaba por no llorar.
—Tom, ¿cuál es el problema? —le pregunté.
Trató de hablar, y solo fue capaz de emitir un graznido acuoso. Se aclaró la garganta y probó de nuevo.
—Jefe, no me acostumbro a verte así, con un solo brazo. Cuánto lo siento.
Era ingenuo, espontáneo y dulce. En otras palabras: un disparo directo al corazón. Creo que por un instante los dos estuvimos a punto de ponernos a berrear, como una pareja de Tíos Sensibles en el Show de Oprah Winfrey. Ese pensamiento me ayudó a recuperar de nuevo el control.
—Yo también lo siento —contesté—, pero me las voy arreglando. De veras. Ahora bébete tu maldita cerveza antes de que pierda fuerza.
Rió y vertió el resto de su Grain Belt en el vaso.
—Voy a proporcionarte una oferta que llevarle a ella —continué—. Si le gusta, podemos pulir los detalles. Un trato «hágalo-usted-mismo». No necesitaremos abogados.
—¿Hablas en serio, Eddie?
—En serio. Haz una contabilidad exhaustiva para tener un balance final sobre el que trabajar. Dividimos el botín en cuatro partes iguales. Ella se lleva tres, el setenta y cinco por ciento, para ella y las chicas. Yo me quedo el resto. El divorcio en sí mismo… bueno, en el estado de Minnesota no es necesario probar la culpabilidad; después de salir a comer podemos ir a comprar el Divorcio para Dummies en Borders.
Tom parecía aturdido.
—¿Existe tal libro?
—No lo he investigado, pero si no existe, me comeré tus camisas.
—Creo que la expresión es que «te comerás mis calzoncillos».
—¿No es eso lo que he dicho?
—No importa. Eddie, esa clase de trato va a tirar por el retrete todo el patrimonio.
—Pregúntame si me importa una mierda. O una camisa,{[2]} para el caso. Todavía me importa la compañía, y esta marcha bien, se mantiene intacta y está dirigida por gente competente. Y en cuanto al patrimonio, lo único que estoy proponiendo es que prescindamos del amor propio que suele permitir a los abogados comerse la nata. Hay mucho para todos nosotros, si somos razonables.
Se terminó la cerveza, sin quitarme los ojos de encima en ningún momento.
—Algunas veces me pregunto si eres el mismo hombre para el que trabajaba —dijo.
—Aquel hombre murió en su camioneta —contesté.
* * *
Pam aceptó el trato, e intuyo que, si se lo hubiera propuesto, bien podría haberse quedado conmigo en lugar de con el acuerdo (cuando nos reunimos para comer y discutir los detalles, había cierta expresión en su rostro que iba y venía como un rayo de sol entre las nubes), pero no lo hice. Tenía Florida en mente, aquel refugio para los recién casados y los casi muertos. Y creo que, en lo más profundo de su corazón, incluso Pam sabía que era para mejor; sabía que el hombre que habían sacado de la destrozada Dodge Ram, con el casco de acero aplastado alrededor de las orejas como una arrugada lata de comida para animales, ya no era el mismo tipo que había montado en la camioneta. La vida con Pam y las chicas y la compañía de construcción habían terminado; en esa vida ya no quedaban habitaciones que explorar. Existían, no obstante, puertas. La marcada con la palabra SUICIDIO era actualmente una mala opción, como el doctor Kamen había señalado. Eso solo dejaba la marcada con DUMA KEY.
Sin embargo, otro suceso tuvo lugar en mi otra vida antes de deslizarme a través de aquella puerta. Fue lo que aconteció con Gandalf, el jack russell terrier de Monica Goldstein.
* * *
Si has estado pintando mi lugar de reposo como una cabaña junto a un lago, completamente aislada, al final de un solitario camino de tierra en los bosques septentrionales, harías bien en reconsiderarlo; estamos hablando de una típica zona residencial en las afueras. Nuestra casa junto al lago se hallaba al final de Aster Lane, una calle pavimentada que corría desde la avenida East Hoyt hasta el agua. Nuestros vecinos más cercanos eran los Goldstein.
A mediados de octubre, me decidí por fin a seguir el consejo de Kathi Green y empecé a salir a caminar. No eran los Grandes Paseos Playeros que daría más adelante, y a pesar de lo cortas de esas excursiones, siempre regresaba con mi cadera mala implorando misericordia, y en más de una ocasión con lágrimas en los ojos. Pero eran pasos en la dirección correcta.
Retornaba de una de esas caminatas cuando la señora Fevereau atropello al perro de Monica.
Había recorrido las tres cuartas partes del camino de vuelta a casa cuando la Fevereau me adelantó con su ridículo Hummer color mostaza. Como siempre, sostenía su teléfono móvil en una mano y un cigarrillo en la otra; como siempre, conducía a demasiada velocidad. Apenas me fijé, y ciertamente no vi a Gandalf corriendo hacia la carretera y concentrado únicamente en Monica Goldstein, que bajaba por el otro extremo de la calle con su uniforme completo de girl scout. Yo estaba pendiente de mi cadera reconstruida. Como siempre, cerca del final de aquellos cortos paseos, esta maravilla médica (o así la denominaban) parecía estar rellena de aproximadamente diez mil minúsculos fragmentos de cristales rotos.
Entonces aullaron los neumáticos, y el grito de una niña pequeña se les unió.
—¡GANDALF, NO!
Por un momento tuve una clara y sobrenatural visión de la grúa que casi me había matado, el mundo en el que siempre había vivido repentinamente devorado por un amarillo más brillante que el del Hummer de la señora Fevereau. Letras negras flotaban en su interior, creciendo, aumentando de tamaño. LINK-BELT.
Entonces Gandalf también se puso a gritar, y el flashback (lo que el doctor Kamen habría llamado un «recuerdo recobrado», supongo) se desvaneció. Hasta aquella tarde de octubre, cuatro años atrás, nunca habría imaginado que los perros fueran capaces de gritar.
Eché a correr tambaleándome como un cangrejo y aporreando la acera con mi muleta de color rojo. Estoy seguro de que a cualquier espectador le habría parecido ridículo, pero nadie me prestaba atención. Monica Goldstein estaba arrodillada en mitad de la calle, junto a su perro, que yacía delante de la alta rejilla cuadrada del Hummer. Tenía la cara blanca, en contraste con su uniforme de color verde bosque, del que colgaba una banda con insignias y medallas. El extremo de la banda estaba sumergido en un creciente charco de sangre procedente de Gandalf. La señora Fevereau había medio saltado, medio caído, del asiento ridículamente alto del Hummer. Ava Goldstein venía corriendo desde la puerta delantera de la casa de los Goldstein, pronunciando a voz en grito el nombre de su hija. Llevaba la blusa a medio abotonar y los pies descalzos.
—No lo toques, cariño, no lo toques —aconsejó la señora Fevereau.
Todavía sostenía su cigarrillo, al que daba nerviosas caladas.
Monica no le prestó atención. Tocó el costado de Gandalf y el perro gritó de nuevo. Sí, era un grito. Monica se cubrió los ojos con las manos y empezó a sacudir la cabeza. No la culpé.
La señora Fevereau alargó una mano hacia la chica, y luego cambió de idea. Dio dos pasos atrás, se apoyó contra el elevado costado de su Hummer y alzó la mirada al cielo.
La señora Goldstein se arrodilló junto a su hija.
—Cariño, oh, cariño, por favor, no…
Gandalf yacía en la calle, en un charco creciente de sangre, aullando. Y en ese momento pude recordar también el sonido que había hecho la grúa. No el miip-miip-miip que supuestamente debía emitir (la alarma de marcha atrás se había averiado), sino el retumbante tartamudeo del motor diesel y el sonido de las gomas de los neumáticos devorando la tierra.
—Llévatela adentro, Ava —dije—. Métela en casa.
La señora Goldstein pasó un brazo alrededor del hombro de su hija y le instó a que se levantara.
—Vamos, cariño. Vamos adentro.
—¡No sin Gandalf! —chilló Monica. Tenía once años, y era madura para su edad, pero en aquellos momentos había retornado a la edad de tres años—. ¡No sin mi perrito!
Su banda, ahora con más de siete centímetros empapados de sangre, se deslizó por el costado de su falda y la sangre le salpicó la pantorrilla delineando una mancha alargada.
—Monica, entra y llama al veterinario —le sugerí—. Dile que un coche ha atropellado a Gandalf. Dile que tiene que venir ahora mismo. Yo me quedaré con tu perro mientras tanto.
Monica me miró con unos ojos más que consternados, más que horrorizados. Locos. Conocía bien esa mirada. La veía a menudo en mi propio espejo.
—¿Lo prometes? ¿Lo juras a lo grande? ¿En el nombre de tu madre?
—Lo juro a lo grande, en el nombre de mi madre. Venga.
Se fue con su madre, y antes de subir los escalones de su casa lanzó una última mirada sobre su hombro y profirió un último gemido desconsolado. Me arrodillé junto a Gandalf, sujetándome al guardabarros del Hummer y agachándome como siempre hacía, con una dolorosa y severa inclinación hacia la izquierda, tratando de doblar la rodilla derecha no más de lo absolutamente imprescindible. Aun así, solté mi propio gritito de dolor, y me pregunté si sería capaz de volver a levantarme sin ayuda. No cabía esperarla de la señora Fevereau, que caminaba hacia el lado izquierdo de la calle, con piernas rígidas y separadas. Entonces se dobló por la cintura, como si hiciera una reverencia a un rey, y vomitó en una alcantarilla. Mientras lo hacía, mantuvo apartada a un lado la mano en la que sostenía el cigarrillo.
Volví mi atención hacia Gandalf. Había recibido el golpe en los cuartos traseros. Tenía la espina dorsal machacada. Sangre y mierda rezumaban lentamente de entre sus patas traseras fracturadas. Sus ojos se giraron hacia mí y distinguí en ellos una horrible expresión de esperanza. Sacó la lengua y me lamió la muñeca izquierda. Estaba seca como una alfombra, y fría. Gandalf iba a morir, pero quizá no con la rapidez suficiente. Monica regresaría pronto, y yo no quería que, cuando llegara, el perro siguiera vivo para poder lamerle la muñeca de ese modo.
Comprendí lo que debía hacer. No había nadie que pudiera verme. Monica y su madre estaban dentro. La señora Fevereau todavía me daba la espalda. Si otros en este extremo de la calle se habían acercado a las ventanas (o salido a sus jardines), el Hummer les impediría verme sentado junto al perro, con la pierna mala torpemente extendida. Tendría algo de tiempo, pero muy poco, y si me paraba a considerarlo, perdería la oportunidad.
Así que cogí en brazos a Gandalf y sin pausa estoy de vuelta en la obra de la avenida Sutton, donde la Compañía Freemantle se dispone a construir un edificio financiero de cuarenta plantas. Estoy en mi camioneta. Reba McEntire suena en la radio, cantando «Fancy». De repente me doy cuenta de que la grúa hace un ruido muy fuerte, aunque no he oído ningún aviso de marcha atrás, y cuando miro a mi derecha la parte del mundo que debería estar en esa ventanilla ha desaparecido. El mundo en aquel lado ha sido reemplazado por el amarillo. Allí flotan letras negras: LINK-BELT. Están creciendo, giro del todo el volante de la Ram hacia la izquierda, sabiendo que ya es demasiado tarde. Comienzan los gritos del metal al arrugarse, ahogando la canción en la radio y encogiendo el interior de la cabina de derecha a izquierda porque la grúa está invadiendo mi espacio, robándome el espacio, y la camioneta se está inclinando. Estoy tratando de salir por la puerta del conductor, pero es inútil. Debería haberlo hecho antes, pero el tiempo se ha esfumado realmente rápido. El mundo delante de mí desaparece cuando el parabrisas se convierte en una imagen lechosa a través de un millón de grietas. Entonces el edificio en obras regresa, aún girando sobre una bisagra mientras el parabrisas estalla hacia fuera. ¿Estalla? Sale volando hacia fuera, doblado por el centro como un naipe, y yo estoy golpeando el claxon con ambos codos, mi brazo derecho está haciendo su último trabajo. Apenas puedo oír el claxon sobre el motor de la grúa. LINK-BELT aún sigue moviéndose, empujando la puerta del lado del pasajero, cerrando el hueco para los pies frente al asiento, astillando el salpicadero en placas tectónicas de plástico. La porquería de la guantera flota alrededor, la radio muere, mi fiambrera está vibrando contra el sujetapapeles, y aquí llega LINK-BELT. LINK-BELT está directamente sobre mí, podría sacar la lengua y lamer ese puto guión. Me pongo a chillar porque ahí es cuando empieza la presión. La presión empuja primero mi brazo derecho contra el costado, luego se extiende, luego raja y divide. La sangre rocía mi regazo como un cubo de agua caliente y oigo cómo algo se rompe. Probablemente mis costillas. Suenan como huesos de pollo bajo el tacón de una bota.
Sostuve a Gandalf contra mí y pensé: ¡Trae la amiga, asiéntate en la amiga, asiéntate en la pañetera COLEGA, zorra de mala muerte!
Ahora estoy sentado en la 'quilla, sentado en la puñetera colega, estoy en casa pero no lo siento como mi hogar, con todos los relojes de Europa dando la hora en el interior de mi cabeza fracturada y no puedo recordar el nombre de la muñeca con la que Kamen me obsequió, lo único que puedo recordar son nombres de chico: Randall, Russell, Rudolph, el jodido River Phoenix. Cuando llega con la fruta y el puto queso, le digo que me deje solo, le digo que necesito cinco minutos. «Puedo hacerlo», afirmo, porque es la frase que Kamen me ha proporcionado, es la vía de escape, es el miip-miip-miip que dice «cuidado, Pammy, Edgar está dando marcha atrás». Pero en vez de marcharse, coge la servilleta de la bandeja para limpiarme el sudor de la frente y mientras lo hace la agarro por la garganta porque en ese momento la declaro culpable de que no me acuerde del nombre de mi muñeca, ella es culpable de todo, incluyendo LINK-BELT. La agarro con mi mano buena, la izquierda. Durante unos pocos segundos quiero matarla, y quién sabe, quizá lo intento. Lo que sí sé es que preferiría recordar todos los accidentes de este mundo redondo antes que la mirada en sus ojos mientras forcejea para liberarse. Luego pienso: ¡Era ROJO!, y permito que se marche.
Sostuve a Gandalf contra mi pecho como antaño sostuve a mis hijas cuando eran bebés y pensé: Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. Notaba cómo la sangre de Gandalf me empapaba los pantalones como agua caliente y pensé: Vamos, cabrón, sal del Dodge.
Sostuve a Gandalf y pensé en lo que se sentía al ser aplastado vivo mientras la cabina de tu camioneta se come el aire alrededor de ti y el aliento abandona tu cuerpo y te brota sangre de la nariz y la boca, y esos sonidos secos mientras la conciencia huye, esos eran los huesos rompiéndose en el interior de tu propio cuerpo: tus costillas, tu brazo, tu cadera, tu pierna, tu mejilla, tu puto cráneo.
Sostuve al perro de Monica y pensé, en una suerte de triunfo miserable: ¡Era ROJO!
Por un momento me hallé en una oscuridad salpicada de aquel mismo rojo; entonces abrí los ojos. Apretaba firmemente a Gandalf con el brazo izquierdo contra mi pecho, y el perro clavaba los ojos en mi cara.
No, más allá de mi cara. Y más allá del cielo.
—¿Señor Freemantle? —Era John Hastings, el viejo que vivía dos casas más arriba de la de los Goldstein. Con su gorra de tweed inglesa y su jersey sin mangas, parecía preparado para una excursión por los páramos escoceses. Excepto, claro, por la expresión de consternación en su rostro—. ¿Edgar? Déjelo ya. Ese perro está muerto.
—Sí—contesté, relajando mi apretón sobre Gandalf—. ¿Me ayudaría a levantarme?
—No estoy seguro de que pueda —dijo Hastings—. Es probable que acabáramos los dos en el suelo.
—Podría ir entonces a comprobar si las Goldstein están bien —sugerí.
—Es su perro —dijo—. Esperaba… —Sacudió la cabeza.
—Es su perro —confirmé—. Y no quiero que ella salga y lo vea así.
—Por supuesto, pero…
—Yo le ayudaré —se ofreció la señora Fevereau. Tenía mejor aspecto, y se había deshecho del cigarrillo. Me asió por el muñón del brazo derecho, y luego vaciló—. ¿Le dolerá?
Dolería, pero mucho menos que si permanecía en aquella posición, así que le contesté que no. Mientras John subía por el camino de entrada de los Goldstein, me agarré del parachoques del Hummer. Juntos nos las apañamos para ponerme en pie.
—Supongo que no tendrá nada para cubrir al perro, ¿no? —pregunté.
—Pues de hecho tengo una manta vieja en la parte de atrás.
—Bien. Genial.
Empezó a rodear el vehículo (sería un largo recorrido, dado el tamaño del Hummer), y luego se volvió.
—Gracias a Dios que murió antes de que la pequeña regresara.
—Sí —asentí—. Gracias a Dios.
* * *
No me encontraba lejos de mi casita al final de la calle, pero a pesar de ello recorrí esa distancia a paso lento y resoplando. Para cuando llegué, había desarrollado el dolor en mi mano que denominaba Puño de Muleta, y la sangre de Gandalf estaba endureciéndose en mi camisa. Había una tarjeta insertada entre el cristal y el marco de la puerta delantera. La saqué de un tirón. Bajo una sonriente niña saludando al estilo de las Girl Scouts, estaba escrito este mensaje:
¡UNA AMIGA DEL VECINDARIO VINO A TRAERTE NOTICIAS DE UNAS DELICIOSAS GALLETITAS DE GIRL SCOUT! ¡AUNQUE HOY NO TE ENCONTRÓ EN CASA, Monica VOLVERÁ A LLAMAR! ¡HASTA PRONTO!
Monica había dibujado sobre la i de su nombre una cara sonriente a modo de punto. Estrujé la tarjeta y la arrojé a la papelera mientras cojeaba hacia la ducha. Tiré a la basura la camisa, los vaqueros y la ropa interior, manchados de sangre. No quería volver a ver esas prendas nunca más.
* * *
Mi Lexus de dos años estaba aparcado en el camino de entrada, pero no me había sentado tras el volante de un vehículo desde el día de mi accidente. Un chico de la escuela universitaria próxima a mi casa me hacía recados tres veces por semana. Kathi Green también se mostraba dispuesta a acercarse al supermercado más cercano si se lo pedía, o me llevaba al Blockbuster antes de alguna de nuestras pequeñas sesiones de tortura (tras las cuales siempre terminaba hecho polvo). Si me hubieras dicho que aquel otoño volvería a conducir, me habría reído. No era por la pierna mala; la idea misma de conducir me producía sudores fríos.
Pero no mucho después de mi ducha, eso es precisamente lo que hacía: deslizarme tras el volante, poner en marcha el motor, y mirar sobre mi hombro derecho mientras retrocedía por el camino de entrada. Me había tomado cuatro de las pequeñas píldoras rosas de Oxycontina en lugar de las dos habituales, y confiaba en que pudieran llevarme hasta la Stop amp;Shop cerca de la intersección de East Hoyt y Eastshore Drive y traerme de vuelta sin sufrir alucinaciones ni matar a nadie.
No me demoré demasiado en el supermercado. No fue en absoluto una compra de comestibles en el sentido normal, sino más bien la rápida batida de un bombardero: una incursión en la carnicería seguida de una expedición renqueante por la caja para menos de diez artículos, sin cupones de descuento, nada que declarar. Aun así, para cuando regresé a Aster Lane me encontraba oficialmente colocado. Si un policía me hubiera parado, jamás habría superado una prueba de alcoholemia.
Nadie me detuvo. Pasé por delante de la casa de los Goldstein, donde había cuatro coches en el camino de entrada, al menos otra media docena aparcados en la acera, y luces surgiendo a raudales de todas las ventanas. La madre de Monica había pedido refuerzos por el teléfono rojo, y daba la impresión de que muchos familiares y amigos habían respondido. Bien por ellos. Y bueno para Monica.
Menos de un minuto después, viraba hacia mi propio camino de entrada. A pesar de la medicación, sentía un dolor punzante en la pierna derecha, de moverla entre el acelerador y el freno, y me dolía la cabeza: una constante cefalea tensional al viejo estilo. Mi principal problema, sin embargo, era el hambre. Para empezar, era lo que me había inducido a salir. Salvo que hambre, por sí solo, era un término demasiado suave para describir lo que padecía. Tenía un hambre canina, voraz, y las sobras de lasaña en el frigorífico no la aplacarían. Contenía carne, pero no la suficiente.
Entré en la casa dando tumbos sobre la muleta, con la cabeza flotando en un mar de Oxycontina. Ya en la cocina, saqué una sartén del cajón bajo el hornillo y la arrojé sobre uno de los quemadores. Giré el regulador hasta la posición de ALTO, sin oír apenas el sonido del gas al encenderse; estaba demasiado ocupado rasgando el envoltorio del paquete de carne picada. La eché sobre la sartén y la aplasté con la palma de la mano antes de escarbar en el cajón junto al hornillo en busca de una espátula.
Anteriormente, al regresar a casa, cuando me desprendí de mis ropas y trepé a la ducha, había confundido la palpitación de mi estómago con náuseas: parecía una explicación razonable. Para cuando me estaba aclarando el jabón, no obstante, las palpitaciones habían dado paso a un estacionario rugido sordo como el sonido de un potente motor en reposo. Las drogas lo habían amortiguado un poco, pera ahora estaba de vuelta, y peor que nunca. Si alguna vez en mi vida me había sentido tan hambriento, era incapaz de recordar cuándo.
Volteé la hamburguesa, grotescamente grande, e intenté contar hasta treinta. Me imaginaba que treinta segundos a fuego fuerte sería al menos un paso en la dirección correcta hacia lo que la gente se refería con «cocinar la carne». Si se me hubiera ocurrido poner en marcha el ventilador para extraer el olor podría haberlo conseguido. Pero en la situación actual ni siquiera llegué a veinte. En el diecisiete agarré a toda prisa un plato de plástico, eché en él la hamburguesa, y engullí la carne de ternera medio cruda, apoyado sobre el armario. Hacia la mitad, reparé en el jugo rojo que escurría de la carne roja y tuve una momentánea pero brillante visión de Gandalf mirándome mientras la sangre y la mierda rezumaban de entre los restos destrozados de sus cuartos traseros, apelmazando el pelaje de sus patas fracturadas. Mi estómago no llegó a agitarse, simplemente imploraba impaciente más comida. Estaba hambriento.
Hambriento.
* * *
Aquella noche soñé que me encontraba en el dormitorio que había compartido durante tantos años con Pam. Ella dormía a mi lado y no escuchaba la voz que, croando, procedía de algún lugar de la planta baja de la casa a oscuras: «Recién casados, casi muertos, recién casados, casi muertos, recién casados, casi muertos». Sonaba como algún aparato mecánico atascado. Sacudí a mi mujer, que simplemente se giró. Me dio la espalda alejándose de mí. Habitualmente los sueños cuentan la verdad, ¿no es así?
Me levanté y bajé las escaleras, asiendo el pasamanos para compensar la pierna mala. Y había algo extraño en el modo en que sujetaba aquella familiar barandilla lustrada. Al aproximarme al pie de la escalera, me di cuenta de lo que era. Justo o no, este es un mundo para diestros: las guitarras no se fabrican para zurdos, ni los pupitres de la escuela, ni los paneles de mando de los coches americanos. La balaustrada de la casa en la que había vivido con mi familia no era una excepción; estaba a la derecha porque, aunque mi compañía había construido la vivienda a partir de mis planos, tanto mi esposa como mis dos hijas eran diestras, y la mayoría manda.
Pero aun así, mi mano se deslizaba siguiendo la barandilla.
Naturalmente, pensé. Porque es un sueño. Como lo de esta tarde. ¿Sabes?
Gandalf no fue un sueño, repliqué mentalmente, y la voz del intruso, más cerca que nunca, repitió, una y otra vez: «Recién casados, casi muertos». Quienquiera que fuese, la persona se encontraba en la sala de estar, y yo no quería entrar allí.
No, Gandalf no fue un sueño, me dije. Quizá aquellos pensamientos procedían del fantasma de mi mano derecha. El sueño lo estaba matando.
¿Había muerto por sí mismo, entonces? ¿Era eso lo que la voz trataba de decirme? Porque no creía que Gandalf hubiera muerto por sí mismo. Había necesitado ayuda.
Entré en la sala de estar. No era consciente de que moviera los pies; entré del mismo modo en que te mueves en sueños, como si fuera el mundo el que realmente se moviera a tu alrededor, corriendo hacia atrás en algún extravagante truco de proyección. Y allí, sentada en la vieja mecedora Boston de Pam, se hallaba Reba, la Muñeca Anticólera, que ahora había crecido hasta alcanzar el tamaño de una niña real. Sus pies, calzados con unos zapatos Mary Jane negros, se balanceaban adelante y atrás a ras del suelo, al final de horribles piernas rosadas sin huesos. Sus ojos poco profundos se clavaban en mí. Sus rizos de fresa sin vida brincaban de un lado a otro. Tenía la boca embadurnada de sangre, y en el sueño supe que no era sangre humana ni sangre de perro, sino la sustancia que había rezumado de la hamburguesa prácticamente cruda, la sustancia que había lamido del plato de plástico cuando la carne hubo desaparecido.
¡La rana malvada nos perseguía!, gritó Reba. ¡Tenía PIÑOS!
* * *
Aquella palabra —¡PIÑOS!— aún resonaba en mi cabeza cuando me incorporé en la cama, con un charco de luz de luna otoñal en mi regazo. Intentaba gritar pero lo único que emitía era una serie de silenciosos jadeos. Mi corazón latía atronador. Estiré el brazo en busca de la lámpara de la mesilla y evité misericordiosamente que cayera al suelo, aunque una vez encendida vi que la había empujado y que la mitad de la base quedaba suspendida sobre el vacío. La radio-despertador proclamaba que eran las 3.19 de la madrugada.
Saqué las piernas de la cama con una oscilación y posé la mano en el teléfono. «Si realmente me necesitas, llámame», había dicho Kamen. «A cualquier hora, de día o de noche.» Y si su número hubiera estado grabado en la memoria del teléfono del dormitorio, probablemente lo habría hecho. Pero a medida que la realidad se reafirmaba a sí misma (este era el refugio del lago Phalen, no la casa en Mendota Heights, no había voces croando escaleras abajo), la urgencia pasó.
Reba, la Muñeca Anticólera en la mecedora Boston, que había crecido hasta alcanzar el tamaño de una niña real. Bueno, ¿por qué no? Había estado furioso, aunque más con la señora Fevereau que con el pobre Gandalf, y no tenía ni idea de la relación de las ranas dentudas con el precio de las judías en Boston. La verdadera pregunta, a mi juicio, era sobre el perro de Monica. ¿Había matado yo a Gandalf, o había expirado sin más?
O tal vez la cuestión era por qué me había sentido tan hambriento después. Quizá esa era la cuestión.
Tan hambriento de carne.
—Lo tomé entre mis brazos —susurré.
En tu brazo, querrás decir, porque ahora solo tienes uno. Tu brazo izquierdo, el bueno.
Pero mi memoria lo tomaba entre mis brazos, en plural. Canalizaba de algún modo mi enojo (era ROJO) desde aquella insensata mujer con su cigarrillo y su teléfono móvil de vuelta hacia mí mismo, en una suerte de loco bucle cerrado… lo tomaba entre mis brazos… seguramente una alucinación, pero sí, ese era mi recuerdo.
Lo tomaba entre mis brazos.
Acunaba contra el pecho su pescuezo con mi codo izquierdo, de tal forma que pudiera estrangularle con la mano derecha.
Estrangularle y poner fin a su miseria.
Dormía con el torso desnudo, para que fuera fácil contemplar el muñón. Solo tenía que girar la cabeza. Era capaz de agitarlo, pero no mucho más. Lo hice un par de veces, y luego miré hacia el techo. Mi ritmo cardíaco se estaba normalizando un poco.
—El perro murió a causa de sus heridas —dije—. Y del shock. Una autopsia lo confirmaría.
Salvo que nadie practicaba autopsias a perros muertos cuyos huesos habían sido machacados y convertidos en gelatina por Hummers conducidos por mujeres distraídas y descuidadas.
Mirando al techo, deseé que esta vida acabara. Esta infeliz vida que a buen seguro acababa de iniciarse. Pensé que ya no podría dormir más esa noche, pero finalmente lo hice. A la postre, siempre terminamos por desgastar nuestras preocupaciones.
Eso es lo que Wireman dice.
Cómo dibujar un cuadro (II)
Recuerda que la verdad está en los detalles. Sin importar cómo veas el mundo o el estilo que impongas a tu obra como artista, la verdad está en los detalles. Naturalmente, el diablo también se encuentra ahí (todo el mundo dice eso), pero quizá verdad y diablo sean palabras que expresan la misma cosa. Podría ser, ¿sabes?
Imagina de nuevo a aquella chiquitina, la que se cayó del carruaje. Se golpeó el lado derecho de la cabeza, pero fue la parte izquierda de su cerebro la que sufrió las peores consecuencias; el contragolpe, ¿recuerdas? En ese lado es donde se encuentra el área de Broca, claro que no es algo que se conociera en mil novecientos veintitantos. El área de Broca procesa el lenguaje. Pégale un puñetazo lo suficientemente fuerte y perderás tu facultad de hablar, a veces solo momentáneamente, a veces para siempre. Pero, aunque estrechamente relacionadas, decir no es lo mismo que ver.
La niñita todavía ve.
Ve a sus cinco hermanas. Sus vestidos. Su pelo alborotado por el viento cuando llegan del exterior. Ve el bigote de su padre, ahora lleno de hebras grises. Ve a Nana Melda, no solo el ama de llaves, sino lo más cercano a una madre que esta niña pequeña conoce. Ve el pañuelo que Nanny se pone en la cabeza para limpiar; ve el nudo delantero, justo sobre la gran frente marrón de Nana Melda; ve las pulseras de plata de Nana Melda, y ve cómo titilan como estrellas bajo la luz del sol que se derrama a través de las ventanas.Detalles, detalles, la verdad está en los detalles.
¿Y lo que se ve no pide a gritos ser dicho, incluso en una mente dañada? ¿Un cerebro herido? Oh, seguro que sí, seguro que sí.
Ella piensa: Me duele la cabeza.
Ella piensa: Algo malo ha pasado, y no sé quién soy. O dónde estoy. O lo que todas estas imágenes brillantes a mi alrededor son.
Ella piensa: ¿Libbit? ¿Me llamo Libbit? Antes lo sabía. Podía hablar en el antes-lo-sabía, pero ahora mis palabras son como peces en el agua. Quiero al hombre con el pelo sobre el labio.
Ella piensa: Ese es mi papi, pero cuando trato de decir su nombre, le llamo «¡Jaro! ¡Jaro!», porque uno pasa volando por mi ventana. Veo cada una de sus plumas. Veo su ojo como de cristal. Veo su pata, que se dobla como si estuviera rota, y esa palabra es tocida. Me duele la cabeza.
Entran unas chicas. Entran Maria y Hannah. Ellas no le gustan, pero le gustan las gemelas, pequeñas como ella.
Ella piensa: Llamaba a Maria y Hannah las Malas Malosas en el antes-lo-sabía, y se da cuenta de que lo vuelve a saber. Es otra cosa que regresa. El nombre para otro detalle. Lo olvidará otra vez, pero la próxima vez que lo recuerde, lo recordará por más tiempo. Está casi segura de ello.
Ella piensa: Cuando intento decir Hannah, digo «¡Jaro! ¡Jaro!». Cuando trato de decir Maria digo «¡Mea! ¡Mea!». Y ellas se ríen, esas malvadas. Lloro. Quiero a mi papá y no puedo recordar cómo se dice; esa palabra se ha vuelto a ir. Palabras que son como pájaros, que vuelan y vuelan y vuelan y se alejan. Mis hermanas hablan. Hablan, hablan, hablan. Mi garganta está seca. Intento decir sedienta. Digo: «¡Sexta! ¡Sexta!». Pero ellas solo se ríen, esas malvadas. Tengo un vendaje, huelo el yodo, el sudor, escucho sus risas. Les pego un grito, y grito fuerte, y se van corriendo. Llega Nana Melda, que tiene la cabeza roja porque su pelo está envuelto con el pañuelo. Sus cosas redondas brillan brillan brillan bajo el sol, son lo que tú llamas pulseras. Digo «¡Sexta! ¡Sexta!» y Nana Melda no comprende. Así que entonces digo «¡Acá! ¡Acá!» y Nana me lleva a hacer caquita aunque no tengo ganas de hacer caquita. Estoy sentada en el orinal y veo y señalo. «¡Acá! ¡Acá!» Llega papá. «¿A qué se deben estos gritos?», dice con toda la cara llena de burbujas blancas menos una parte que está suave. Ahí es por donde raspó esa cosa para quitarse el pelo. Me ve señalar. Lo comprende. «A que tiene sed.» Llena el vaso con agua. La habitación está llena de soleado. El polvo flota en lo soleado, y su mano pasa por lo soleado con el vaso de agua, y a eso lo llamarías hermoso. Lo bebo todo. Después lloro, pero porque estoy mejor. Él me besa me besa me besa, me abraza me abraza me abraza, y trato de decirle: «¡Papi!», pero no puedo todavía. Entonces me pongo a pensar de refilón en su nombre, y aparece John, así que pienso eso en mi mente, y mientras pienso John un «¡Papi!» escapa de mi boca y él me abraza me abraza más y más.
Ella piensa: Papi es mi primera palabra en este lado de la cosa mala.
La verdad está en los detalles.
2- Big Pink
La cura geográfica de Kamen funcionó, aunque a la hora de arreglar lo que andaba mal en mi cabeza, creo que la parte de Florida fue una mera coincidencia. Es cierto que viví allí, estrictamente hablando, pero en la realidad nunca viví allí. No. La cura geográfica de Kamen funcionó debido a Duma Key, y a Big Pink. Para mí, esos lugares llegaron a constituir un mundo propio en sí mismo.
Dejé St. Paul el 10 de noviembre, con el corazón esperanzado pero sin auténticas expectativas. Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, vino a despedirse. Me plantó un beso en la boca, me dio un fuerte abrazo, y susurró:
—Que tus sueños se hagan realidad, Eddie.
—Gracias, Kathi —respondí.
Me conmovió, incluso a pesar de que el sueño que me obsesionaba era el de Reba, la Muñeca Anticólera, el sueño en que ella, con el tamaño de una niña real, me esperaba sentada en el salón iluminado por la luna de la casa que había compartido con Pam. Podía vivir sin que dicho sueño se hiciera realidad.
—Y envíame una postal desde Disney World. Estoy deseando verte con orejas de ratón.
—Lo haré —dije, pero nunca visité Disney World. Ni tampoco Sea World, ni los Jardines Busch, ni fui a la Carrera de Daytona.
Cuando despegué de St. Paul en un Lear 55 (ser un jubilado de oro tiene sus privilegios), la temperatura era de cuatro grados centígrados bajo cero, y el cielo escupía los primeros copos de nieve de otro largo invierno septentrional. Cuando aterricé en Sarasota, el termómetro marcaba veintinueve grados y lucía el sol. Mientras cruzaba la pista hacia la terminal privada, todavía cojeando con mi fiel muleta roja, hasta me pareció oír las palabras de agradecimiento de mi cadera.
Al echar la vista atrás hacia aquella época, lo hago con un estofado de emociones de lo más extraño: amor, nostalgia, pavor, horror, pesar, y la dulzura profunda que solo aquellos que han estado al borde de la muerte conocen. Así es como imagino que debieron de sentirse Adán y Eva. ¿Acaso no crees que volvieron la vista hacia al Edén cuando, descalzos, iniciaron su andadura por el camino que terminaría en nuestra situación actual, en este mundo politizado, afligido, de balas, bombas y televisión vía satélite? ¿Miraron más allá del ángel que custodiaba la puerta cerrada con su fiera espada? Seguro que sí. Imagino que debieron de desear echar una última mirada al verde mundo que habían perdido, con su dulce agua y sus animales de corazón amable.
Y su serpiente, desde luego.
* * *
A lo largo de la costa occidental de Florida se extiende todo un brazalete ornamentado de cayos. Si te calzaras unas botas de siete leguas, podrías caminar de Longboat a Lido, de Lido a Siesta, de Siesta a Casey. La siguiente zancada te lleva a Duma Key, de unos quince kilómetros de largo y menos de un kilómetro en su punto más ancho, ubicado entre Casey Key y la isla de Don Pedro. Deshabitado en su mayor parte, es una maraña de banianos, palmeras y pinos australianos, con una desigual y arrugada playa llena de dunas en el lado del Golfo. El arenal está resguardado por una franja de matas de araña, o uniola paniculata, gramíneas que alcanzan la altura de la cintura.
—La uniola es autóctona —me explicó Wireman una vez—, pero el resto de toda esa porquería no tendría posibilidad alguna de crecer sin irrigación.
Durante la mayor parte de mi estancia en Duma Key, nadie vivió allí salvo Wireman, la Novia del Padrino, y yo.
Sandy Smith era mi agente inmobiliaria en St. Paul. Le había solicitado que me buscara un lugar tranquilo (no estoy seguro de si empleé la palabra aislado, puede que sí), pero con todos los servicios a mano. Pensando en el consejo de Kamen, le transmití a Sandy mi deseo de alquilar algo por un año, y añadí que el dinero no sería una objeción, siempre y cuando no me quedara demasiado pelado. A pesar de mi estado depresivo y el dolor, más o menos persistente, me disgustaba la idea de que se aprovecharan de mí. Sandy introdujo mis requerimientos en el ordenador y Big Pink fue el resultado. Fue sencillamente cuestión de suerte.
Salvo que realmente no lo creo. Porque incluso mis primeros dibujos parecen tener, no sé, algo.
Algo.
* * *
El día que llegué en mi coche de alquiler (conducido por Jack Cantori, el joven que Sandy Smith había contratado a través de una agencia de empleo de Sarasota) no conocía nada de la historia de Duma Key. Lo único que sabía era que para llegar allí había que cruzar desde Casey Key un puente levadizo de los tiempos de la WPA.{[3]} Mientras lo atravesábamos, advertí que la punta norte de la isla estaba libre de la vegetación que tupía el resto del Cayo. En su lugar había un paisaje auténtico (en Florida eso significa césped y palmeras regados casi continuamente). Pude ver media docena de casas pegadas a la carretera angosta y desigual que discurría en dirección sur, la última de las cuales era una hacienda de grandes dimensiones, indiscutiblemente elegante.
Y cerca, en ese extremo de Duma Key, a una distancia del puente inferior a la longitud de un campo de fútbol, divisé una casa de color rosa colgando sobre el Golfo.
—¿Es esa? —pregunté, pensando: Por favor, que lo sea. Esa es la que quiero—. Lo es, ¿verdad?
—No lo sé, señor Freemantle —respondió Jack—. Conozco Sarasota, pero esta es la primera vez que estoy en Duma. Nunca tuve ninguna razón para venir aquí. —Detuvo el coche junto al buzón, que tenía inscrito un gran 13 de color rojo, y echó un vistazo a la carpeta situada en el asiento entre los dos—. Muy bien, esta es. Punta Salmón, número trece. Espero que no sea supersticioso.
Negué con la cabeza, sin apartar los ojos de la casa. No me preocupaban los espejos rotos ni los gatos negros que se cruzaban en mi camino, pero creo en… bueno, quizá no en el amor a primera vista (eso se lo dejo para Rhett Butler y Escarlata O'Hara), pero ¿en la atracción instantánea? Claro que sí. Es lo que sentí la primera vez que vi a Pam, en una cita doble (ella salía con el otro tipo). Y es lo que sentí hacia Big Pink desde el primer momento.
Se alzaba sobre pilotes con el mentón sobresaliendo por encima de la línea de la marea alta. Había un letrero de PROHIBIDO EL PASO ladeado en una vieja estaca gris junto al camino de entrada, pero supuse que eso no se aplicaba a mí.
—Una vez que firme el contrato de arrendamiento, la tendrá por un año —me había dicho Sandy—. Incluso si se vende, el dueño no puede echarle hasta que haya vencido el plazo.
Jack condujo lentamente hasta la puerta trasera… pero visto que su fachada pendía sobre el golfo de México, aquella era la única puerta de la casa.
—Me sorprende que les concedieran el permiso para construirla de esa manera. Imagino que las cosas se hacían de forma diferente en los viejos tiempos —comentó. Para él, probablemente los viejos tiempos eran los años ochenta—. Ahí está su coche. Espero que le guste.
El vehículo estacionado en el recuadro de asfalto agrietado a la derecha de la casa era uno de esos anónimos coches americanos de tamaño medio en los que se especializan las agencias de alquiler. No había vuelto a conducir desde el día que la señora Fevereau atropello a Gandalf, y apenas le eché un vistazo. Estaba más interesado en el elefante de color rosa que había arrendado.
—¿No existen ordenanzas que regulen las edificaciones en la costa del golfo de México?
—Ahora claro que sí, pero no cuando se levantó este lugar. Desde el punto de vista práctico, el problema es la erosión de la playa. Dudo que este sitio sobresaliera de esa forma cuando se construyó.
Sin duda llevaba razón. Calculaba que por lo menos quedaban a la vista dos metros de los pilotes que sujetaban el porche acristalado (la denominada habitación Florida), y a no ser que se hundieran veinte metros en el lecho de roca, tarde o temprano la casa terminaría adentrándose en el golfo de México. Era solo cuestión de tiempo.
Jack Cantori expresaba ahora en voz alta lo que yo mismo estaba pensando. Luego sonrió.
—Pero no se preocupe; fijo que le avisará con tiempo de sobra. La oirá gemir.
—Como la Casa Usher —comenté, y su sonrisa se ensanchó.
—Pero seguro que aguanta otros cinco años o así. De lo contrario, ya la habrían declarado ruinosa.
—No necesariamente.
Jack había dado marcha atrás hasta la puerta de entrada, para facilitar la descarga del maletero. No es que hubiera mucho en él; tres maletas, una bolsa de ropa, un maletín de acero que contenía el ordenador portátil, y una mochila con algunos suministros primitivos de pintura (en su mayor parte cuadernos y lápices de colores). Abandoné mi otra vida ligero de equipaje. Sospechaba que lo que más necesitaría en la nueva sería mi talonario y mi American Express.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—En primer lugar, alguien con capital suficiente para costearse una casa aquí, a buen seguro podría convencer a un par de inspectores de la OVU.
—¿La OVU? ¿Qué es eso?
Por un momento fui incapaz de explicárselo. Podía visualizar el concepto: hombres con camisa blanca y corbata, llevando un casco amarillo de plástico en la cabeza y una tablilla con sujetapapeles en la mano. Hasta podía ver las plumas en los bolsillos de sus camisas, y los protectores de plástico a los que estaban sujetas. El diablo está en los detalles, ¿verdad? Pero era incapaz de recordar lo que representaban las letras OVU, aunque lo sabía tan bien como mi propio nombre. Y de repente me enfurecí. De repente juzgué que cerrar la mano izquierda y propinar un puñetazo en la desprotegida nuez de Adán del muchacho sentado a mi lado era la cosa más razonable del mundo. Casi imperativo. Porque fue su pregunta lo que me había dejado colgado.
—¿Señor Freemantle?
—Un segundo —contesté, y me dije: Puedo hacerlo.
Pensé en Don Field, el tipo que había inspeccionado al menos la mitad de mis construcciones en los noventa (o eso me parecía), y mi mente realizó el truco de la interconexión. Me di cuenta de que había estado sentado muy tieso, con las manos apretadas sobre el regazo. Comprendí la causa de la preocupación en la voz del muchacho. Tenía el aspecto de un hombre sufriendo un episodio gastrointestinal. O un ataque al corazón.
—Lo siento. Tuve un accidente. Un buen golpe en la cabeza, y a veces mi mente tartamudea.
—No se preocupe —dijo Jack—. No importa.
—OVU es Oficina de Vivienda y Urbanismo. Básicamente, los tipos que deciden si tu construcción es apta o no.
—¿Está hablando de sobornos? —Mi nuevo joven empleado parecía abatido—. Bueno, estoy seguro de que esas cosas pasan, sobre todo por aquí abajo. El dinero habla.
—Eso es bastante cínico. A veces solo se trata de una cuestión de amistad. Los constructores, los contratistas, los inspectores de vivienda, incluso la gente de la OSHA.. .{[4]} Suelen beber en los mismos bares, y todos fueron a los mismos colegios —dije—. Correccionales de menores, en algunos casos —añadí, riéndome.
—Clausuraron un par de casas en la playa norte de Casey Key cuando la erosión allí se aceleró —apuntó Jack—. En realidad, una de ellas llegó a caer a la mar.
—Bueno, como tú dices, probablemente la oiré gemir, y por ahora parece lo bastante segura. Metamos mis cosas dentro.
Abrí la portezuela y bajé del coche, pero entonces se me quedó bloqueada la cadera mala y trastabillé. Si no hubiera plantado la muleta a tiempo, le habría dicho hola a Big Pink despatarrado sobre el escalón de piedra de la entrada.
—Yo meteré las cosas —dijo Jack—. Será mejor que entre y se siente, señor Freemantle. Una bebida fría tampoco le haría daño. De verdad que tiene aspecto de cansado.
* * *
La fatiga del viaje terminó por alcanzarme, y me sentía más que cansado. Para cuando me senté cuidadosamente en una butaca del salón (inclinándome hacia la izquierda, como de costumbre, y tratando de mantener la pierna derecha lo más recta posible), estaba dispuesto a admitir que me sentía exhausto.
Pero no añoraba mi hogar, al menos no todavía. Mientras Jack iba y venía, guardaba mis bolsas en el dormitorio más grande de los dos que tenía la casa, y ponía el portátil sobre el escritorio del pequeño, mis ojos se vieron atraídos hacia la pared occidental de la sala de estar, toda de cristal, atraídos hacia la habitación Florida al otro lado y más allá, hacia el golfo de México. Era una vasta extensión azul, llana como un plato en aquella calurosa tarde de noviembre, e incluso con la puerta corredera cerrada, podía oír su suave y constante susurro. No tiene memoria, me dije. Era un pensamiento raro, y extrañamente optimista. En lo que concierne a la memoria (y a la ira), aún tengo asuntos por resolver.
Jack volvió del cuarto de invitados y se sentó en el brazo del sofá; la posición, pensé, de un muchacho que está deseando largarse.
—Las provisiones incluyen todos los alimentos básicos —informó—, más una bolsa de ensalada, hamburguesas, y uno de esos pollos cocinados en una cápsula de plástico. En mi casa los llamamos Pollos Astronautas. Espero que le parezca bien.
—Estupendo.
—Leche desnatada…
—Estupendo también.
—… y semidesnatada. Puedo traerle leche de verdad la próxima vez, si lo desea.
—¿Quieres que se me atasque la única arteria que me queda? —le pregunté, y se echó a reír.
—Hay una pequeña despensa con todo tipo de mier… comida enlatada. El cable está conectado, la conexión a internet preparada; le conseguí un Wi-Fi, cuesta un poco más pero mola. Si lo desea, puedo hacer que le instalen la tele vía satélite.
Negué con la cabeza. Era un buen chico, pero anhelaba escuchar al Golfo, que me susurraría dulcemente palabras que un minuto después ya no recordaría. Y anhelaba escuchar a la casa, ver si tenía algo que decir. Mi impresión era que quizá sí.
—Las llaves están dentro de un sobre en la mesa de la cocina; también las del coche. Hay una lista con los números que podría necesitar en la nevera. Yo tengo clases en la FSU{[5]} en Sarasota todos los días menos los lunes, pero llevo mi teléfono móvil, y vendré los martes y los jueves a las cinco a no ser que quedemos en otra cosa. ¿Está bien así?
—Sí. —Metí la mano en el bolsillo y saqué mi sujeta billetes—. Me gustaría recompensarte con un pequeño extra. Te has portado muy bien.
—No —replicó, apartando el fajo de billetes con la mano—. Este es un trabajo agradable, señor Freemantle. Buena paga y buen horario. Me sentiría como un perro sabueso si se lo aceptara.
Aquello me hizo reír, y retorné la pasta al bolsillo.
—De acuerdo.
—Quizá debiera echarse una siesta —sugirió, al tiempo que se levantaba.
—Tal vez sí. —Era extraño ser tratado como el Abuelo Walton, pero supuse que más me valía irme acostumbrando—. ¿Qué pasó con la otra casa del extremo norte de Casey Key?
—¿Eh?
—Dijiste que una se cayó al mar. ¿Qué le pasó a la otra?
—Hasta donde yo sé, sigue allí. Aunque si alguna vez un huracán como el Charley embiste de lleno contra esta parte de la costa, será como una rebaja por liquidación: no tiene que quedar nada. —Se acercó a mí y extendió la mano—. En cualquier caso, señor Freemantle, bienvenido a Florida. Espero que le trate bien de verdad.
Le estreché la mano.
—Gracias… —Titubeé por un instante, probablemente no lo bastante largo como para que lo notara, y esta vez no me cabreé, bueno, al menos no con él—. Gracias por todo.
—No fue nada.
Me dirigió una pequeñísima mirada de desconcierto mientras salía, conque quizá sí lo había notado. Quizá lo había notado, a la vista de aquello. Me era indiferente. Por fin estaba solo. Escuché las conchas y la gravilla que brincaron bajo los neumáticos cuando el coche empezó a rodar. Escuché el ruido del motor, que perdía gradualmente intensidad. Un ruido menor, mínimo, extinguido. Entonces solo quedó el afable susurro estacionario del Golfo. Y los latidos de mi propio corazón, suaves y bajos. No había relojes. Ni timbres, ni talanes, ni siquiera un tictac. Respiré profundamente y olí el aroma a moho ligeramente húmedo de una casa que había permanecido cerrada por un período de tiempo tremendamente largo, excepto por el ritual semanal (o quincenal) de la aireación. Creí percibir también el olor de la sal y de las hierbas subtropicales para las que todavía no poseía nombres.
Escuchaba sobre todo el suspiro de las olas, como la respiración de alguna criatura durmiente de enormes proporciones, y miré a través de la pared de cristal orientada hacia el mar. Debido a la elevación de Big Pink, desde donde estaba sentado, muy al fondo de la sala de estar, no divisaba absolutamente nada de la playa; desde mi butaca, bien podría hallarme en uno de aquellos grandes cargueros que recorren laboriosamente las rutas petrolíferas desde Venezuela a Galveston. Una bruma alta había trepado, sigilosa, sobre la cúpula del cielo, velando las motas de luz en el agua. A la izquierda había tres palmeras recortadas contra el cielo, con sus hojas agitándose en la más suave de las brisas: los objetos de mi primer bosquejo pos accidente. «Nej parekse mucho a Minnesota», había dicho Tom Riley.
Mirarlas provocó que deseara volver a dibujar; era como un hambre seca, pero no precisamente en el estómago; hacía que me picara la mente. Y, por raro que parezca, el muñón de mi brazo amputado.
—Ahora no —murmuré—. Más tarde. Estoy molido.
Conseguí, no sin esfuerzo, levantarme del sillón al segundo intento, feliz de que el chico no hubiera estado allí para presenciar mi primera caída hacia atrás y escuchar mi infantil grito («¡Maricón!») de exasperación. Una vez en pie, me quedé oscilando sobre la muleta durante un instante, sorprendido de lo cansado que estaba. En general, «molido» es solo algo que se dice, pero en aquel momento era exactamente como me sentía.
Con movimientos lentos (no tenía intención de caerme ya el primer día) recorrí el camino hasta el dormitorio principal. La cama era extragrande, y no deseaba más que llegar hasta ella, sentarme, barrer con la muleta esos estúpidos cojines decorativos (uno de ellos tenía el retrato de dos cockers retozones y la idea, harto peregrina, de que QUIZÁ LOS PERROS NO SON MÁS QUE PERSONAS EN SUS MEJORES MOMENTOS), tumbarme, y dormir un par de horas. Quizá tres. Pero primero me acerqué a la banqueta a los pies de la cama, donde el chico había apilado dos de mis tres maletas. Me movía todavía con cuidado, pues sabía lo fácil que sería que, con semejante nivel de extenuación, se me enredaran los pies y me desplomara. La maleta que buscaba estaba debajo, naturalmente. Tiré al suelo la que había encima sin ningún tipo de vacilación y abrí la cremallera del bolsillo delantero de la otra.
Unos vidriosos ojos azules miraron hacia fuera con una expresión de sorpresa eternamente desaprobatoria: «¡Oouuu, qué hombre más antipático! ¡He estado aquí metida todo este tiempo!». Una pelusa de pelo rojo anaranjado brotó del confinamiento. Reba, la Muñeca Anticólera, con su mejor vestido azul y sus zapatos negros Mary Janes.
Me tumbé en la cama, sujetándola entre el muñón y el costado. Cuando me hube hecho sitio entre los cojines ornamentales (eran sobre todo los cockers retozones los que quería en el suelo), la puse a mi lado.
—He olvidado su nombre —murmuré—. Lo recordé todo el camino hasta aquí, y ahora se me ha olvidado.
Reba miraba hacia el techo, donde las palas de un ventilador permanecían inmóviles. Se me había pasado ponerlo en marcha. A Reba le traía sin cuidado que mi nuevo empleado a tiempo parcial se llamara Ike, Mike o Andy Van Slyke. Para ella todo era igual; no era más que un montón de trapos que rellenaban un cuerpo de color rosa, probablemente fabricada por algún niño infelizque trabajaba en Camboya o en el maldito Uruguay.
—¿Cómo se llama? —le pregunté.
Cansado como estaba, sentía cómo se afianzaba el viejo y funesto pánico. La vieja y funesta ira. El temor a que esto continuaría durante el resto de mi vida. ¡O empeoraría! ¡Sí, era posible! Me llevarían de vuelta a la clínica de reposo, que en realidad era el infierno con una capa fresca de pintura.
Reba no respondió, aquella zorra deshuesada.
—Puedo hacerlo —dije, aunque sin demasiada fe. Y pensé: Jerry. No, Jeff. Entonces: Estás pensando en Jerry Jeff Walker, gilipollas. ¿Johnson? ¿Gerald? ¿Jehosaphat el Gran Saltimbanqui?
Empezaba a alejarme a la deriva. Empezaba a adentrarme en el sueño a pesar de la ira y el pánico. En sintonía con la suave respiración del Golfo.
Puedo hacerlo, pensé. Interconexión. Como cuando recordaste lo que significaba OVU.
Pensé en el chico diciendo: Clausuraron un par de casas en la playa norte de Casey Key, y allí había algo. El muñón me picaba como un hijoputa rabioso. Pero finge que es el muñón de algún otro tipo en algún otro universo, mientras persigue esa cosa, ese jirón, ese hueso, esa conexión…
… a la deriva…
Aunque si alguna vez un huracán como el Charley embiste de lleno contra esta parte de la costa…
Bingo.
Charley era un huracán, y cuando los huracanes azotaban, echaba un vistazo al Canal Meteorológico, como el resto de los Estados Unidos, y el tío de los huracanes era…
Recogí a Reba. En mi estado, pastoso y semidormido, parecía pesar diez kilos como mínimo.
—El tío de los huracanes es Jim Cantore —dije—. El chico que me echa una mano es Jack Cantori. Puto caso cerrado.
Dejé caer a la muñeca de espaldas y cerré los ojos. Puede que siguiera oyendo aquel tenue suspiro del Golfo durante diez o quince segundos. Después me quedé dormido.
Dormí hasta la puesta de sol. Fue el sueño más profundo y satisfactorio que había disfrutado en ocho meses.
* * *
No había tomado más que un pequeño refrigerio en el avión, y por consiguiente me desperté con un hambre canina. Realicé una docena de flexiones de tobillo en lugar de las veinticinco habituales para desentumecer la cadera, hice un rápido viaje al cuarto de baño, y luego fui dando bandazos hasta la cocina. Me inclinaba sobre la muleta, pero no tan pesadamente como habría imaginado dada la duración de mi siesta. Mi plan era prepararme un sándwich, quizá dos. Albergaba la esperanza de que hubiera mortadela de Bolonia, pero calculaba que cualquier embutido que encontrara en el frigorífico estaría bien. Llamaría a Ilse después de comer y le diría que había llegado sano y salvo. Seguro que Ilse enviaría un e-mail a todos aquellos interesados en el bienestar de Edgar Freemantle. Luego tomaría la dosis nocturna de analgésicos y exploraría el resto de mi nuevo hábitat. Me aguardaba el segundo piso por entero.
Lo que mi plan no tuvo en cuenta fue el modo en que había cambiado la vista hacia el oeste.
El sol se había ido, pero aún quedaba una brillante franja de color naranja sobre la línea plana del Golfo, rota en un único punto por la silueta de un barco de gran longitud. Su forma era tan simple como el dibujo de un alumno de primer curso de primaría. Había un cable tenso que se extendía desde la proa hasta lo que asumía que sería la torre de radio, que creaba un triángulo de luz. A medida que esa luminosidad ascendía por el cielo, el naranja se difuminaba en un pasmoso verdeazulado estilo Maxfield Parrish que nunca antes mis ojos habían contemplado… y aun así me invadió una sensación de dejà vu, como si quizá lo hubiera visto en mis sueños. Quizá todos nosotros vemos cielos como aquel en nuestros sueños, y nuestras mentes despiertas nunca son capaces de traducirlos con exactitud en colores que posean un nombre.
Por encima, en la profunda oscuridad, las primeras estrellas.
Ya no tenía hambre, y ya no quería llamar a Ilse. Lo único que quería hacer era dibujar lo que estaba contemplando. Comprendía que no podría captarlo todo, pero me daba igual (eso era la parte hermosa). Me importaba Una Gran Mierda.
Mi nuevo empleado (por un momento volví a quedarme en blanco; luego pensé en el Canal Meteorológico y entonces me vino a la mente el nombre de Jack: puto caso cerrado) había dejado la mochila con los utensilios de dibujo en el segundo dormitorio. Me debatí con ella todo el camino hasta la habitación Florida, acarreándola con torpeza y tratando de usar la muleta al mismo tiempo. Una curiosa y gentil brisa levantó mi cabello. La idea de que dicha brisa y la nieve de St. Paul pudieran existir simultáneamente, en el mismo mundo, se me antojaba absurda, como ciencia ficción.
Puse la bolsa sobre la larga y tosca mesa de madera. Pensé en encender una luz, pero decidí que no. Dibujaría hasta que no pudiese ver para dibujar, y solo entonces admitiría que era de noche. Me senté a mi torpe estilo, abrí la cremallera de la mochila y saqué el cuaderno. ARTESANO, rezaba la tapa. Dado el nivel actual de mis habilidades, aquello era un chiste. Escarbé a mayor profundidad y extraje una caja de lápices de colores.
Dibujé y coloreé apresuradamente, sin apenas fijarme en lo que hacía. Sombreé por encima de una línea del horizonte arbitraria, frotando el Amarillo Venus de lado a lado con salvaje abandono, sin preocuparme por las rayas que a veces pintarrajeaba por encima del buque (sería el primer petrolero del mundo con ictericia, supuse). Cuando tuve la franja del crepúsculo con la saturación que juzgué correcta (ahora estaba muriendo rápidamente), empuñé el naranja y sombreé más, y más fuerte. Entonces volví sobre el barco, sin pensar, limitándome a trazar una serie de líneas angulares negras en el papel. Eso fue lo que yo vi.
Cuando terminé, la oscuridad era casi completa.
A la izquierda, las tres palmeras entrechocaban ruidosamente sus hojas.
Por debajo de mí, y a lo lejos (aunque ya no a mucha distancia, la marea alta regresaba), el golfo de México suspiraba, como si hubiera tenido un día muy largo y todavía le quedara trabajo por hacer.
En lo alto había ahora miles de estrellas, y aparecían más y más incluso mientras miraba.
Todo esto ha estado siempre aquí, pensé, y me acordé de algo que Melinda solía decir cuando escuchaba en la radio alguna canción que le gustaba de verdad: «Me atrapó desde el hola». Bajo mi rudimentario petrolero garabateé la palabra HOLA con letras pequeñas. Hasta dónde puedo recordar (y ya he mejorado mucho en eso), era la primera vez en mi vida que ponía nombre a una obra artística. En comparación con otros, es un buen nombre, ¿no es cierto? A pesar de todo el daño posterior, todavía creo que es el nombre perfecto para un cuadro dibujado por un hombre que intentaba con todas sus fuerzas dejar de estar triste; que intentaba recordar qué se sentía al ser feliz.
El dibujo estaba terminado.
Solté el lápiz, y fue entonces cuando Big Pink me habló por vez primera. Su voz era más suave que el murmullo de la respiración del Golfo, pero igualmente la oí bastante bien.
Te he estado esperando, dijo.
* * *
Ese fue el año de las conversaciones conmigo mismo, yo me hablaba y yo me respondía. En ocasiones también se unían otras voces, pero aquella primera noche solo estábamos yo mismo y yo.
—Houston, aquí Freemantle, ¿me recibe, Houston?
Estaba apoyado en el frigorífico, pensando: Por Dios, si esto son suministros básicos, no me gustaría ver cómo sería si el chico decidiera de verdad hacer acopio de provisiones: podría aguantar aquí hasta el final de la III Guerra Mundial.
—Ah, roger, Freemantle. Le recibimos.
—Bueno, tenemos mortadela de Bolonia, Houston; así que atacaremos la Bolonia, ¿me recibe?
—Comprendido, Freemantle, le recibimos alto y claro. ¿Cuál es la situación de la mayonesa?
Vía libre para atacar la mayonesa, también. Me preparé dos sándwiches con pan blanco (donde crecí, los niños son educados en la creencia de que la mayonesa, la mortadela de Bolonia y el pan blanco son el alimento de los dioses), y me los comí en la mesa de la cocina. En la despensa encontré un estante lleno de tartas, tanto de manzana como de arándanos. Comencé a plantearme la idea de modificar mi testamento en favor de Jack Cantori.
Regresé a la sala de estar, casi chapoteando en comida, encendí todas las luces y examiné el Hola. No era muy bueno, pero resultaba interesante. El arrebol pintarrajeado poseía una sombría cualidad, como un horno, que atraía la atención. El buque no era el que yo había visto, pero el mío era más sugestivo en un modo más o menos siniestro. Era poco más que un espantajo de barco, y los garabatos amarillos y anaranjados que se solapaban encima lo convertían, además, en un barco fantasma, como si aquella peculiar puesta de sol brillara a través de él.
Lo apoyé sobre el televisor, contra el cartel que rezaba LA PROPIETARIA LES RUEGA A USTED Y A SUS INVITADOS QUE NO FUMEN EN EL INTERIOR DE LA CASA. Lo contemplé durante un momento más, pensando que necesitaba algo en primer plano (un bote más pequeño, quizá, simplemente para aportar al que se veía en el horizonte algo de perspectiva), pero ya no me apetecía dibujar más. Además, añadir algo podría desbaratar el pequeño encanto que poseía. En su lugar probé el teléfono, pensando que si este todavía no funcionaba, podría llamar a Ilse con el móvil, pero Jack también se había ocupado de eso.
Imaginaba que probablemente me saltaría el contestador automático (las chicas universitarias son chicas ocupadas), pero descolgó al primer timbrazo.
—¿Papá? —Me cogió tan de improviso que al principio no pude hablar, y repitió—: ¿Papá?
—Sí —respondí—. ¿Cómo lo supiste?
—El número de la llamada entrante tiene el prefijo 941. Ahí es donde está ese Duma-como-sea. Lo comprobé.
—Tecnología moderna. No soy capaz de ponerme al día. ¿Cómo estás, hija?
—Estupendamente. La pregunta es: ¿cómo estás tú?
—Estoy bien. Mejor que bien, de hecho.
—¿El tío que contrataste… ?
—Tiene aptitudes. La cama está hecha y la nevera está llena. Llegué y me eché una siesta de cinco horas.
Se produjo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz parecía más turbada que nunca.
—No estarás atiborrándote de calmantes, ¿verdad? Porque se supone que la Oxycontina es una especie de caballo de Troya. No es que te esté diciendo algo que ya no sepas.
—No, me limito a la dosis prescrita. En realidad… —Me detuve.
—¿Qué, papá? ¿Qué? —Ahora sonaba como si estuviera lista para llamar a un taxi y coger un avión.
—Me acabo de dar cuenta de que me salté la Vicodina de las cinco… —Comprobé la hora—. Y también la Oxycontina de las ocho. Estoy condenado.
—¿Te duele mucho?
—Nada que un par de Tylenoles no pueda solucionar. Por lo menos hasta medianoche.
—Seguro que es por el cambio de clima —dijo—. Y la siesta.
No me cabía duda de que se debía parcialmente a eso, pero intuía que no era todo. Quizá fuera una locura, pero creía que el dibujar también había jugado su parte. De hecho, era algo que sabía, de alguna forma, con certeza.
Charlamos durante un rato, y pude oír cómo poco a poco la preocupación iba desapareciendo de su voz. Lo que la sustituyó fue tristeza. Estaba empezando a entender, suponía yo, que esto estaba ocurriendo de verdad, que su madre y su padre no despertarían simplemente una mañana y volverían a estar juntos. Pero prometió llamar a Pam y enviarle un e-mail a Melinda, para comunicarles que yo seguía en la tierra de los vivos.
—¿No tienes e-mail allí, papá?
—Sí tengo, pero esta noche tú eres mi correo electrónico, Galletita.
Se echó a reír, aspiró con fuerza por la nariz y siguió riendo. Pensé en preguntarle si estaba llorando, pero cambié de idea. Quizá fuera mejor así.
—¿Ilse? Más vale que te deje ya, cariño. Quiero pegarme una ducha para desprenderme del cansancio del día.
—Vale, pero… —Una pausa, y entonces de repente estalló—: ¡Odio la idea de que estés tú solo allá abajo en Florida! ¡A lo mejor te caes en la ducha! ¡No está bien!
—Galletita, estoy bien. De veras. El chico, que se llama… —Huracanes, pensé. Canal Meteorológico—, se llama Jim Cantori —finalicé, pero aquel era un caso de iglesia correcta, banco equivocado—. Jack, quiero decir.
—No es lo mismo, y lo sabes. ¿Quieres que vaya?
—No a menos que quieras que tu madre nos arranque la cabellera a los dos —contesté—. Lo que quiero es que te quedes ahí donde estás, y sigas con tus cosas, cielo. Estaré en contacto.
—Vale. Pero cuídate. No hagas estupideces.
—Sin estupideces. Roger, Houston.
—¿Eh?
—Nada, no importa.
—Todavía quiero oír tu promesa, papá.
Por un momento, indescriptible e inquietante, me sobrecogí con una visión de Ilse con once años, Ilse vestida con el uniforme de girl scout, que me miraba con los ojos conmocionados de Monica Goldstein. Antes de que pudiera detener las palabras, me oí a mí mismo diciendo:
—Prometido. Lo juro a lo grande. En el nombre de mi madre.
Ella se rió tontamente.
—Nunca te había oído eso.
—Hay un montón de cosas sobre mí que desconoces. Soy un hombre muy profundo.
—Si tú lo dices… —Tras una pausa, añadió—: Te quiero.
—Yo también te quiero.
Colgué suavemente el teléfono en la horquilla y me quedé un buen rato mirándolo fijamente.
* * *
En lugar de ducharme, bajé caminando por la playa hasta el agua. Enseguida descubrí que mi muleta no era de mucha ayuda en la arena (de hecho, era un estorbo), pero una vez que rodeé la casa, la orilla quedaba a menos de dos docenas de pasos. Aquello era fácil si me movía despacio. La marejada era suave y las olas entrantes apenas alcanzaban unos centímetros de altura. Era difícil imaginar esta agua azotada por el frenesí destructivo de un huracán. Imposible, en realidad. Más tarde, Wireman me diría que Dios siempre nos castiga por lo que nos es imposible de imaginar.
Aquella era una de sus mejores frases.
Di media vuelta para regresar a la casa, y entonces me detuve. Había la luz justa para distinguir una gruesa alfombra de conchas, un cúmulo de conchas, bajo la prominente habitación Florida. Advertí que, con la marea alta, la parte frontal de mi nuevo hogar se asemejaba a la cubierta de proa de un barco. Recordé a Jack diciendo que me avisaría con tiempo de sobra si el golfo de México decidía devorar la casa, que la oiría gemir. Probablemente tenía razón… pero también se suponía que una pieza pesada de maquinaria dando marcha atrás en una obra emitiría suficientes señales de alarma.
Cojeé hasta el lateral de la casa donde había apoyado la muleta y recorrí el corto paseo de tablones que rodeaba la casa hasta la puerta. Tomé un baño en lugar de ducharme, entrando y saliendo de la bañera a mujeriegas, el esmerado estilo que Kathi Green me había enseñado en mi otra vida, ambos en bañador, mi pierna derecha con el aspecto de un trozo de carne terriblemente triturado. Pero ahora la carnicería pertenecía al pasado; mi cuerpo estaba obrando su milagro. Las cicatrices perdurarían toda una vida, pero hasta ellas palidecían. Ya estaban palideciendo.
Después de secarme y cepillarme los dientes, entré en el dormitorio principal apoyado en la muleta e inspeccioné la cama XXL, ahora despojada de sus cojines decorativos.
—Houston, tenemos una cama —informé.
—Recibido, Freemantle —respondí—. Vía libre.
Sí, ¿por qué no? Nunca dormiría, no después de tamaña siesta, pero podría tenderme un rato. Mi pierna seguía transmitiendo buenas sensaciones, incluso tras mi expedición hasta el agua, `pero tenía un nódulo en la parte inferior de la espalda y otro en la base del cuello. Me tumbé. No, el dormir estaba fuera de toda cuestión, pero de todas formas apagué la lámpara. Simplemente para descansar los ojos. Me quedaría allí tumbado un rato, hasta que mi espalda y mi cuello se sintieran mejor, y después sacaría un libro de bolsillo de la maleta y leería.
Solo descansar aquí un rato, eso era…
No llegué más lejos, y entonces me quedé dormido. Sin soñar.
* * *
Retorné a una suerte de consciencia escurridiza en mitad de la noche. Me picaba el brazo derecho, notaba un cosquilleo en la mano derecha y no tenía ni idea de dónde estaba, solo que por debajo de mí algo inmenso chirriaba y chirriaba y chirriaba. Al principio pensé en maquinaria, pero el sonido era demasiado intermitente para tratarse de una máquina. Y, de algún modo, demasiado orgánico. Entonces pensé en algo rechinando los dientes, pero no había nada que tuviera una dentadura de ese tamaño. Al menos, nada en el mundo conocido.
Está respirando, me dije, y me pareció correcto. Pero ¿qué clase de animal era capaz de emitir un sonido tan estridente al respirar? Y, por Dios, esa picazón que me recorría el antebrazo hasta el pliegue del codo me estaba volviendo loco. Fui a rascarme, pasando la mano izquierda por encima del pecho, y por supuesto no había codo, ni antebrazo, y lo único que rasqué fue la sábana.
Eso provocó que me despertara por completo y me incorporé. Aunque la habitación seguía muy oscura, la luz de las estrellas que entraba a través de la ventana occidental era suficiente para ver los pies de la cama, donde una de mis maletas descansaba sobre una banqueta. Eso consiguió que me ubicara. Me hallaba en Duma Key, a poca distancia la costa oeste de Florida, el hogar de los recién casados y los casi muertos. Estaba en la casa en la que ya pensaba como Big Pink, y ese chirriante sonido…
—Son las conchas —murmuré, y volví a tumbarme—. Las conchas bajo la casa. La marea ha penetrado bajo la casa.
Amé ese sonido desde el primer momento, cuando desperté y lo oí en la oscuridad de la noche, cuando no sabía dónde estaba, ni quién era, ni qué partes de mi cuerpo aún seguían unidas. Era mío.
Me atrapó desde el hola.
3- Empleando nuevos recursos
Lo que vino a continuación fue un período de recuperación y transición desde mi otra vida a la que viví en Duma Key. El doctor Kamen probablemente sabría que, durante esas épocas, la mayoría de los cambios son internos: malestar social, revueltas, revolución, y finalmente, ejecuciones en masa, las cabezas dirigentes del antiguo régimen que caen en un cesto a los pies de la guillotina. Estoy seguro de que el hombretón había visto cómo tales revoluciones triunfaban, y también las había visto fracasar. Porque no todo el mundo consigue alcanzar la otra vida, ¿sabes? Y aquellos que lo logran no siempre descubren las orillas doradas del paraíso.
Mi nuevo hobby ayudó en la transición, e Ilse también ayudó. Siempre estaré agradecido por ello. Pero me avergüenzo de haber registrado su bolso mientras dormía. Todo lo que puedo decir es que en aquel momento no creí tener otra elección.
* * *
Desperté la mañana siguiente a mi llegada sintiéndome mejor que nunca desde el accidente, pero no tan bien como para saltarme mi cóctel de analgésicos matutino. Me tomé las píldoras con zumo de naranja y luego salí al exterior. Eran las siete de la mañana. En St. Paul el aire habría estado tan frío que me roería la punta de la nariz, pero en Duma era como un beso.
Apoyé la muleta donde la había dejado la noche anterior y descendí de nuevo hasta las dóciles olas. A mi derecha, cualquier vista del puente levadizo y de Casey Key quedaba bloqueada por mi propia casa. A la izquierda, sin embargo…
En aquella dirección la playa parecía extenderse hasta el infinito, un deslumbrante margen blanco entre el Golfo gris azulado y las matas de araña. Divisé un puntito a lo lejos, o tal vez eran dos. Por lo demás, aquella fabulosa playa de postal se encontraba totalmente desierta. Ninguna otra casa se levantaba cerca del arenal, y cuando miré de frente, hacia el sur, solo avisté un único tejado: lo que parecía un acre de tejas anaranjadas en su mayoría enterradas en palmeras. Era la hacienda que había visto el día anterior. Podía taparla con la palma de la mano y sentirme como Robinson Crusoe.
Caminé en aquella dirección, en parte porque, siendo zurdo, girar a la izquierda había sido mi tendencia natural toda la vida. Pero sobre todo porque en aquella dirección podía ver. No fui lejos, no di un Largo Paseo Playero aquel día, porque quería asegurarme de poder regresar hasta la muleta, pero aun así fue el primero. Recuerdo darme la vuelta y maravillarme de mis propias pisadas en la arena. A la luz de la mañana, las huellas dejadas por el pie izquierdo estaban tan bien delineadas y tan remarcadas que parecían producto de una prensa de imprenta. La mayoría de las pisadas del pie derecho eran borrosas, porque tendía a arrastrarlo, pero aparte de eso, incluso aquellas se distinguían con cierta claridad. Conté mis pasos al volver. El total sumaba treinta y ocho. Para entonces ya tenía un dolor punzante en la cadera. Estaba más que preparado para entrar, agarrar un yogur de la nevera, y comprobar si la tele por cable funcionaba tan bien como Jack Cantori afirmaba.
Resultó que sí.
* * *
Y eso se convirtió en mi rutina matinal: zumo de naranja, caminata, yogur, sucesos de actualidad. Me hice coleguita de Robin Meade, la joven mujer que presentaba las Noticias de Cabecera de seis a diez de la mañana. Una rutina aburrida, ¿verdad? Pero los acontecimientos superficiales de un país sometido a una dictadura también pueden parecer aburridos (a los dictadores les gusta lo aburrido, los dictadores aman lo aburrido), incluso cuando se avecinan grandes cambios bajo la superficie.
Un cuerpo y una mente heridos no es que sean como una dictadura: son una dictadura. No existe tirano tan despiadado como el dolor, ni déspota tan cruel como la confusión. Que mi mente había resultado tan gravemente herida como mi cuerpo era algo que solamente llegué a comprender una vez que me encontré solo y todas las demás voces se acallaron. Que hubiera tratado de estrangular a la que fue mi esposa durante veinticinco años, por el único motivo de intentar enjugarme el sudor de la frente después de ordenarle que se marchara, era lo de menos. Que no hubiéramos hecho el amor ni una sola vez en los meses transcurridos entre el accidente y la separación, que ni siquiera lo hubiéramos intentado, tampoco era el quid de la cuestión, aunque invitaba a reflexionar sobre el auténtico problema. Ni siquiera los repentinos y angustiosos arranques de ira se hallaban en el corazón del asunto.
El corazón del asunto consistía en una especie de distanciamiento elusivo. No se me ocurre otra manera de describirlo. Mi mujer había llegado a parecer alguien… otra. Casi todas las personas en mi vida también parecían otras, y lo triste era que no me importaba lo más mínimo. Al principio intentaba convencerme a mí mismo de que el sentimiento de otredad que experimentaba cuando pensaba en mi mujer y en mi vida era probablemente natural en un hombre que a veces ni siquiera recordaba el nombre de esa cosa de la que tiras cuando te abrochas los pantalones (la crimonera, la cremotera, la crema-duh-dah). Me decía a mí mismo que pasaría, pero cuando eso no ocurrió y Pam pidió el divorcio, el alivio reemplazó a la furia. Porque ahora estaba bien tener ese otro sentimiento, al menos hacia ella. Ahora ella era verdaderamente otra. Ahora ella se había despojado del uniforme Freemantle y abandonado el equipo.
Durante las primeras semanas en Duma, aquella sensación de otredad me permitía recurrir a evasivas fácilmente y con fluidez. Respondía a cartas y a e-mails de gente como Tom Riley, Kathi Green y William Bozeman III (el inmortal Bozie) con notas cortas (estoy bien, el tiempo es bueno, los huesos están soldando) que poco tenían que ver con mi vida real. Y cuando la comunicación con ellos fue poco a poco remitiendo y finalmente cesó, no lo lamenté.
Solo Ilse parecía seguir en mi equipo. Solo Ilse se negaba a despojarse del uniforme. Nunca tuve aquel otro sentimiento hacia ella. Ilse aún continuaba a mi lado de la ventana de cristal, siempre tendiendo la mano. Si no le enviaba un e-mail cada día, ella telefoneaba. Si no la llamaba una vez cada tres días, ella telefoneaba. Y no le mentía acerca de mis planes para pescar en el Golfo o echar un vistazo al parque de los Everglades. A Ilse le contaba la verdad, o al menos tanta como pudiera sin sonar como un chiflado.
Le hablé, por ejemplo, de mis paseos matutinos por la playa, y que cada día caminaba un poco más, pero no le hablé del Juego de los Números, porque parecía demasiado tonto… o quizá el término que realmente busco es obsesivo-compulsivo.
Solo treinta y ocho pasos desde Big Pink aquella primera mañana. La segunda, me serví otro enorme vaso de zumo de naranja y volví a caminar en dirección sur por la playa. Esta vez di cuarenta y cinco pasos, lo que, en aquellos días, era una distancia muy larga para andar tambaleándome sin muleta. Logré persuadirme a mí mismo de que en realidad eran solo nueve. Ese truco de prestidigitación mental es la base del Juego de los Números. Das un paso, luego dos pasos, luego tres, cuatro…, y reseteas tu odómetro mental a cero cada vez que llegas a nueve. Y cuando sumas todos los números del uno al nueve, obtienes cuarenta y cinco. Si esto te parece una paja mental, no te lo discutiré. La tercera mañana me autoconvencí para, desprovisto de muleta, caminar diez pasos desde Big Pink, lo cual equivalía en realidad a cincuenta y cinco, o unos ochenta y tantos metros ida y vuelta. Una semana más y ya había subido a diecisiete… y cuando sumas todos estos números, el resultado es ciento cincuenta y tres. Recorrí toda esa distancia hasta el final, volví la mirada hacia mi casa, y me asombré de lo lejana que parecía. También flaqueó un poco mi espíritu ante el pensamiento de tener que desandar todo el camino de vuelta.
Puedes hacerlo, me decía a mí mismo. Es fácil. Solo diecisiete pasos, eso es todo.
Eso es lo que me decía a mí mismo, pero no se lo contaba a Ilse.
Un poco más lejos cada día, estampando mis huellas en la arena tras de mí. Para cuando Santa Claus se presentó en el centro comercial de Beneva Road, donde Jack Cantori a veces me llevaba de compras, me percaté de algo sorprendente: todas las huellas en dirección sur se distinguían con absoluta nitidez. El diseño de la zapatilla derecha no empezaba a emborronarse, a mostrar marcas de arrastre, hasta el camino de regreso.
El ejercicio físico se convierte en una adicción, y los días lluviosos no ponían freno a la mía. La segunda planta de Big Pink consistía en una larga habitación. Una resistente alfombra rosada de aspecto industrial cubría el suelo, y un enorme ventanal encaraba el golfo de México. No había nada más. Jack sugirió que anotara en una lista los muebles que quisiera poner allí arriba, y dijo que los conseguiría en la misma empresa de alquiler de donde había sacado las cosas de abajo… siempre y cuando las cosas de abajo estuvieran bien. Le aseguré que eran magníficas, y añadí que no necesitaría mucho en la segunda planta. Me gustaba el vacío de aquella habitación. Era un reclamo a mi imaginación. Lo que quería, le comuniqué, eran tres cosas: una silla de respaldo recto, un caballete y una cinta de andar Cybex. ¿Podría Jack proporcionarme aquellas cosas? Podía y lo hizo. En tres días. Desde entonces hasta el final, era en el segundo piso donde dibujaba o pintaba, y era en el segundo piso donde me ejercitaba los días en los que el clima no acompañaba. La silla de respaldo recto fue el único mueble verdadero que habitó allí arriba durante mi ocupación de Big Pink.
En cualquier caso, no hubo tantos días lluviosos. No por nada se conoce a Florida como el estado del Sol. A medida que mis caminatas hacia el sur se alargaban, el punto o puntos que había divisado aquella primera mañana terminaron por concretarse en dos personas. Al menos, la mayoría de los días eran dos. Una iba en silla de ruedas y llevaba puesto lo que me parecía un sombrero de paja. La otra la empujaba y después se sentaba a su lado. Aparecían en la playa a eso de las siete de la mañana. A veces la figura que podía andar dejaba a la de la silla de ruedas y regresaba al cabo de un rato con algo que relucía bajo la luz temprana del sol. Sospechaba que era una cafetera, o la bandeja del desayuno, o ambas cosas. También sospechaba que ambos procedían de la enorme hacienda cuyo tejado anaranjado ocupaba una extensión de un acre o así. Aquella era la última casa visible en Duma Key antes de que la carretera se adentrara en la entusiasta maraña de vegetación que cubría la mayor parte de la isla.
* * *
No llegaba a acostumbrarme del todo a la desolación de aquel lugar.
—Se supone que es muy tranquilo —me había informado Sandy Smith, pero aun así había pintado en mi mente una playa que a mediodía se llenaría de parejas que tomarían el sol tumbadas en mantas y se aplicarían crema antisolar el uno al otro, universitarios que jugarían al voleibol con iPods ligados a sus bíceps y niños con bañadores abombados que chapotearían en la orilla mientras motos acuáticas zumbarían de un lado a otro a veinte metros mar adentro.
Jack me recordó que todavía estábamos en diciembre.
—Si hablamos de turismo —comentó—, entre Acción de Gracias y Navidad Florida es como un depósito de cadáveres. No es tan malo como agosto, pero aun así está bastante muerto. Además… —Gesticuló con el brazo. Estábamos junto al buzón con el número 13, yo apoyado en la muleta, Jack con pinta de deportista, vistiendo a la moda con un par de vaqueros cortos y una camiseta hecha jirones de los Devil Rays de Tampa—. No es que tengamos una atracción turística aquí, precisamente. ¿Ves algún delfín adiestrado? Todo lo que hay son siete casas, contando aquella grande de allá abajo… y la jungla, donde hay otra casa desmoronándose, por cierto, si hacemos caso a algunas historias que he oído en Casey Key.
—¿Qué tiene de malo Duma, Jack? Quince kilómetros de terreno edificable en una atractiva zona de Florida, una magnífica playa, ¿y nunca ha sido explotada? ¿Qué pasa aquí?
Se encogió de hombros.
—Por lo que sé, hay algún tipo de disputa legal desde hace mucho tiempo. ¿Quieres que vea si puedo averiguar algo?
Lo consideré y luego negué con la cabeza.
—¿Te molesta? —preguntó Jack, que parecía honestamente curioso—. ¿Toda esta quietud? Porque a mí me pondría un poco de los nervios, para ser totalmente sincero.
—No —contesté—. En absoluto.
Y era cierto. El proceso de curación es una suerte de sublevación, y como creo que ya he dicho, todas las revoluciones que triunfan se fraguan en secreto.
—¿Qué haces para pasar el tiempo? Si no te molesta que pregunte…
—Ejercicio por las mañanas. Leer. Dormir por la tarde. Y dibujar. Puede que termine pasándome a la pintura, pero todavía no estoy preparado.
—Algunos de tus dibujos parecen muy buenos para ser un principiante.
—Gracias, Jack, muy amable.
No sabía si simplemente estaba siendo amable o si expresaba su visión de la verdad. Quizá no importaba. En lo referente al arte, todo se reduce siempre a la opinión de alguien, ¿no? Lo único que sabía es que algo me estaba sucediendo. En mi interior. A veces daba un poco de miedo, pero en general era una sensación condenadamente maravillosa.
Realizaba la mayoría de mis dibujos en el piso de arriba, en la habitación a la que me refería como Little Pink. La única vista desde allí era el Golfo y la línea plana del horizonte, pero tenía una cámara digital y a veces fotografiaba otras cosas, las imprimía, las sujetaba con un clip en el caballete (que Jack y yo habíamos ajustado de tal forma que la fuerte luz de la tarde golpeara de lleno en el papel), y las reproducía. No había razón alguna para sacar aquellas fotos, ni siquiera eran artísticas, aunque cuando se lo conté a Kamen por e-mail, respondió que la mente inconsciente escribe poesía cuando se la deja sola.
Quizá sí, quizá no.
Dibujé mi buzón. Dibujé la vegetación que crecía alrededor de Big Pink, y más tarde le encargué a Jack que me comprara un libro (Plantas comunes de la costa de Florida) que me permitiera dar un título a mis creaciones. Nombrarlas parecía ayudar… otorgaba poder, de algún modo. Para entonces ya había empezado la segunda caja de lápices de colores, y tenía una tercera esperando entre bastidores. Había aloe vera; lavanda marina con sus ramilletes de minúsculas flores amarillas (cada una con un minúsculo corazón de un intenso violeta); Ilex glabra, un acebo con largas hojas con forma de pica; y mi favorita, la sófora, que el Plantas comunes de la costa de Florida también identificaba como «Collar de Eva», por la forma de las minúsculas vainas que crecían en sus ramas.
También dibujaba conchas. Naturalmente que sí. Había conchas por todas partes, una eternidad de conchas en el espacio limitado que recorría en mis paseos. Duma Key estaba formado de conchas, y en poco tiempo me había llevado a casa docenas de ellas.
Y casi todas las noches, cuando descendía el sol, dibujaba el ocaso. Sabía que las puestas de sol eran un cliché, y ahí radicaba la razón de que las dibujara. Tenía la impresión de que si conseguía atravesar, siquiera una vez, ese muro que te ceñía al «ya-he-pasado-por-esto», quizá llegara a alguna parte. Así que apilé lámina tras lámina, y ninguna de ellas valía mucho. Intenté de nuevo cubrir el Amarillo Venus con el Naranja Venus, pero tales esfuerzos ulteriores resultaron infructuosos. Siempre se perdía ese sombrío resplandor de horno. Cada puesta de sol no era más que un pedazo de mierda delineada donde los colores exclamaban: «Intento decirte que el horizonte está en llamas». Sin duda podrías comprar cuarenta mejores que aquellas en alguna exposición de arte callejera en Sarasota o Playa Venice un sábado cualquiera. Guardé algunas de esas obras, pero la mayoría me indignaban tanto que acababan en la basura.
Una noche, tras una nueva remesa de fracasos, y mientras observaba una vez más cómo desaparecía el arco superior del sol, dejando tras de sí aquel arrebol de Halloween, pensé: Fue el barco; eso fue lo que le dio al primero un sorbito de magia. La forma en que el crepúsculo parecía brillar directamente a través de él. Quizá, pero no había barco alguno en aquel momento que rompiera el horizonte; era una línea recta que dejaba por debajo un oscuro color azul y un brillante amarillo anaranjado por encima, y que se fundían en una delicada sombra verdosa que podía ver pero no duplicar, no con mi precaria caja de lápices de colores.
Había veinte o treinta fotos impresas desparramadas a los pies del caballete. Mis ojos se toparon con un primer plano de un collar de sófora. Mientras lo miraba, mi brazo derecho fantasma empezó a picarme. Sujeté el lápiz amarillo entre los dientes, me doblé, recogí la foto de la sófora y la examiné. La luz ya se estaba desvaneciendo, pero de forma gradual (la habitación superior que llamaba Little Pink retenía la luz durante mucho tiempo), y bastaba para admirar los detalles; mi cámara digital tomaba unos primeros planos exquisitos.
Sin pensar en lo que hacía, sujeté la foto al borde del caballete e incorporé el brazalete de sófora a mi puesta de sol. Trabajé rápidamente, primero lo bosquejé a lápiz (en realidad solo tracé una serie de arcos: eso es la sófora) y seguidamente apliqué los colores: marrón sobre negro primero, y a continuación un toque brillante de amarillo (los restos de una flor). Recuerdo mi concentración afilada como un cono reluciente, como ocurría a veces en los primeros tiempos de mi negocio, cuando cada construcción (cada puja, en realidad) podía causarme la ruina. Recuerdo que en algún momento volví a sujetar un lápiz en la boca para poder rascarme el brazo que no estaba allí; siempre olvidaba la parte perdida de mí. Cuando estaba distraído o llevaba algo en la mano izquierda, a veces alargaba la derecha para abrir la puerta. Los amputados olvidan, eso es todo. Sus mentes olvidan y, durante el proceso de curación, sus cuerpos se lo permiten.
Lo que sobre todo recuerdo de aquella noche es una maravillosa sensación de éxtasis, la sensación de haber atrapado un auténtico relámpago en una botella por un lapso de tres o cuatro minutos. Para entonces la habitación había comenzado a oscurecerse, las sombras parecían avanzar nadando sobre la alfombra de color rosa hacia el rectángulo de la ventana que se extinguía. Incluso con la última luz golpeando directamente en el caballete, fui incapaz de obtener una buena visión de mi obra. Me levanté, rodeé cojeando la cinta de andar hasta el interruptor al lado de la puerta, y encendí la lámpara del techo. Regresé junto al caballete, y contuve la respiración.
El brazalete de sófora parecía erigirse desde la línea del horizonte como el tentáculo de una criatura marina lo bastante grande para tragarse un petrolero. La única flor amarilla podría haber sido un ojo alienígena. Lo más importante para mí es que de algún modo había devuelto a la puesta de sol la verdad de su reiterada «hago-esto-todas-las-noches» belleza.
Guardé aquel dibujo. A continuación bajé al piso inferior, calenté en el microondas un paquete de pollo frito Hungry Man para cenar, y me lo comí todo, rebañando con avidez el fondo del envase.
* * *
La noche siguiente cubrí la puesta de sol con espigas de grama, y el naranja radiante que brillaba a través del color verde transformó el horizonte en un incendio forestal. La noche después de aquella lo intenté con palmeras, pero no fue buena idea; aquello era otro cliché, y casi podía ver a mujeres bailando el hula-hula y oír el rasgueo de los ukeleles. La siguiente puse una gran concha de caracola en el horizonte, con la puesta de sol ardiendo a su alrededor como una corona, y el resultado fue, al menos para mí, de un espeluznante casi insoportable. Pensé que cuando la mirara al día siguiente habría perdido ya su magia, pero no fue así. No para mí, en todo caso.
Le saqué una foto con mi cámara digital y la adjunté en un e-mail. Provocó el siguiente intercambio de mensajes, que imprimí y archivé en una carpeta:
De EFreel9 a KamenDoc
9 de diciembre, 10.14 h
Kamen, ya te conté que volvía a dibujar. Es culpa tuya, así que lo menos que puedes hacer es mirar la foto adjunta y decirme qué te parece. La vista es desde el sitio donde vivo aquí abajo. No hieras mis sentimientos.
Edgar
De KamenDoc a EFreel9
9 de diciembre, 12.09 h
Edgar, creo que estás mejorando. MUCHO. Kamen
P.D.: De verdad que es increíble. Como un Dalí inédito. Claramente has encontrado algo. ¿De qué tamaño es?
De EFreel9 a KamenDoc
9 de diciembre, 13.13 h
No lo sé. Grande, quizá.
EF
De KamenDoc a EFreel9
9 de diciembre, 13.22 h
Entonces, ¡EXPLÓTALO!
Kamen
Dos días después, cuando Jack vino a preguntarme si tenía algún recado, le dije que quería ir a una librería a comprar algún libro sobre el arte de Salman Dalí.
—Creo que quieres decir Salvador Dalí —corrigió Jack, riéndose—. A no ser que estés pensando en el tío que escribió esa novela que le metió en un buen lío. No me acuerdo del título.
—Los versos satánicos —respondí al instante. La mente es un mono chistoso, ¿verdad?
Cuando regresé con mi libro de reproducciones (costó la pasmosa suma de ciento diecinueve dólares, incluso con mi tarjeta de descuento de Barnes menos mal que el divorcio me había dejado unos pocos millones para mí), la lucecita de MENSAJE EN ESPERA del contestador automático parpadeaba. Era Ilse, y solo en la primera escucha el mensaje era críptico.
—Mamá va a llamarte —decía—. Le hablé con mucha elocuencia, papá; apelé a cada favor que me debía, le añadí mis mejores «porfi-porfi», y casi le supliqué a Lin, así que dile que sí, ¿vale? Dile que sí. Por mí.
Me senté, me comí un pastel Table Talk que había estado deseando pero que ya no me apetecía, y hojeé mi caro libro de reproducciones, pensando (y estoy seguro de que no era nada original): Bueno, hola Dalí. No todas las ilustraciones me impresionaron. En muchos casos tenía la sensación de estar observando el trabajo de un sabiondo que pasaba el rato, o poco más. Pero algunas de las pinturas sí que me sedujeron y unas cuantas me aterrorizaron igual que lo había hecho mi amenazante concha de caracola. Tigres flotantes sobre una mujer desnuda reclinada. Una rosa flotando. Y un grabado, Cisnes que reflejan elefantes, que era tan extraño que apenas podía mirarlo… aunque seguía volviendo las páginas atrás para examinarlo un poco más.
Pero lo que hacía en realidad era esperar a que mi pronto futura ex mujer telefoneara y me invitara a St. Paul a pasar las Navidades con las chicas. Al final el teléfono sonó, y cuando dijo que extendía aquella invitación en contra de su buen juicio, resistí el impulsó de batear aquella bola traicionera fuera del campo:
Y yo acepto en contra del mío. Lo que contesté fue: «Lo comprendo». Lo que contesté fue: «¿Cómo se presenta la Nochebuena?». Y cuando respondió que bien, parte de ese tono de «estoy-en-guardia-y-al-pie-del-cañón» había desaparecido de su voz. Se había evitado la discusión que habría cortado de raíz las Navidades con la Familia. Lo cual no convertía ese viaje de vuelta al hogar en una buena idea.
EXPLÓTALO, había escrito Kamen con grandes letras mayúsculas. Sospechaba que al dejarlo ahora podría matarlo, en lugar de escarbarlo. Podría volver a Duma Key… pero eso no significaba que regresara a mi camino. Los paseos, los dibujos. Uno retroalimentaba al otro. No sabía cómo exactamente, y no tenía necesidad de saberlo.
Pero estaba Illy, rogando: «Dile que sí. Por mí». Ella sabía que lo haría, no solo porque era mi favorita (Lin era la única que sabía aquello, creo), sino porque siempre se había conformado con muy poco, y en muy raras ocasiones pedía algo. Y porque cuando escuché su mensaje recordé cómo se había echado a llorar el día que Melinda y ella me visitaron en el lago Phalen, y cómo se había arrimado a mí preguntándome por qué no podía volver a ser como antes. Porque las cosas nunca lo son, creo que repliqué, pero quizá podrían serlo por un par de días… o al menos un razonable facsímil. Ilse tenía diecinueve años, probablemente demasiado mayor para una última Navidad infantil, pero sin duda no lo suficiente para no merecer una más junto a la familia con la que había crecido. Y eso también se aplicaba a Lin. Sus habilidades de supervivencia eran mejores, pero volaría a casa desde Francia otra vez, y eso me decía algo.
Muy bien, entonces. Iría, me mostraría agradable, y me aseguraría de meter a Reba en la maleta, por si acaso era azotado por alguno de mis arrebatos de ira. Estaban mitigándose, pero por supuesto en Duma Key no había verdaderamente nada contra lo que enfurecerse, a excepción de mis lagunas periódicas y la cojera de mierda. Llamé al servicio chárter que había estado utilizando durante los últimos quince años y confirmé la reserva de un Learjet, desde Sarasota al Aeropuerto Internacional MSP, con salida a las nueve de la mañana del veinticuatro de diciembre. Llamé a Jack, que dijo que con mucho gusto me llevaría en coche hasta el Aeródromo Dolphin Aviation, y que luego me recogería el día veintiocho. Y entonces, justo cuando ya tenía todo dispuesto, Pam telefoneó para informarme de que todo el asunto se había suspendido.
* * *
El padre de Pam era un marine retirado. Su mujer y él se habían mudado a Palm Desert, California, el último año del siglo veinte, y se habían instalado en una de esas urbanizaciones privadas donde hay una simbólica pareja afroamericana y cuatro simbólicas parejas judías. No se permiten niños ni vegetarianos. Los residentes tienen que votar a los republicanos y ser dueños de perros pequeños con collares de estrás, y nombres que terminen en i. Taffi está bien, Cassi es mejor, y algo como Rififí es la rehostia. Al padre de Pam le habían diagnosticado cáncer rectal. No me sorprendió. Pon a un grupo de gilipollas blancos juntos y descubrirás que siempre hay algo de eso rondándoles. No le dije esto a mi esposa, que si bien comenzó con entereza, no pudo evitar estallar en lágrimas.
—Ha empezado la quimio, pero mamá dice que ya podría haber metas… mesas… o como sea la puta palabra. ¡Ya me parezco a ti! —Y entonces, todavía sorbiendo, pero con voz conmocionada y humillada, añadió—: Lo siento, Eddie, eso fue horrible.
—No, no lo fue —dije yo—. No fue para nada horrible. Y la palabra es metastatizado.
—Sí. Gracias. De todos modos, van a realizar la operación para extraer el tumor principal esta noche. —Empezaba a llorar otra vez—. No puedo creer que esto le esté pasando a mi padre.
—Tómatelo con calma. Hacen milagros en estos tiempos. Yo soy la Prueba A.
O no me consideraba un milagro, o no quiso seguir por ahí.
—De todas formas, la Navidad aquí se ha suspendido.
—Lógico —respondí.
¿Y la verdad? Estaba contento. Contento como el demonio.
—Vuelo a Palm mañana. Ilse llega el viernes y Melinda el día veinte. Asumo… como la verdad es que mi padre y tú nunca habéis estado de acuerdo en nada…
Teniendo en cuenta que una vez casi llegamos a las manos después de que mi suegro se hubiera referido a los Demócratas como «los Rojócratas», consideré que lo estaba expresando muy sutilmente.
—Si piensas que no quiero juntarme contigo y las chicas por Navidad en Palm Desert, tienes razón —dije—. Tú ayudarás económicamente, y espero que tus viejos comprenderán que yo tuve algo que ver con eso…
—¡No creo que este sea el momento de sacar a colación tu maldito talonario!
Y la ira regresó, así, tal cual. Conectada y a punto de salir de su apestosa cajita. Quise decir: «¿Por qué no te vas a tomar por culo, zorra bocazas?». Pero no lo hice. En parte, al menos, porque habría pronunciado algo como «zorza bocona» o quizá «borla zorruna». De algún modo lo sabía. A pesar de todo, estuvo cerca.
—¿Eddie?
Su voz sonaba agresiva, más que dispuesta a entrar al trapo si yo quería.
—No estoy sacando a colación mi talonario para nada —dije, escuchando cuidadosamente cada palabra. Fue un alivio que las pronunciara bien—. Solo estoy diciendo que mi cara junto a la cama de tu padre posiblemente no aceleraría su recuperación.
Por un momento la ira (la furia) casi me hizo agregar que yo tampoco había visto su cara junto a mi cama. Una vez más me las apañé para detener las palabras, pero ya estaba sudando.
—De acuerdo. Entiendo lo que dices. ¿Qué harás por Navidad, Eddie? —preguntó tras una pausa.
Pintar la puesta de sol, pensé. Quizá la saque del todo.
—Creo que si me porto bien, a lo mejor Jack Cantori me invita a la cena de Navidad con su familia —respondí, sin creer en tal cosa—. Jack es el muchacho que trabaja para mí.
—Pareces mejor. Más fuerte. ¿Sigues olvidando cosas?
—No lo sé. No me acuerdo.
—Eso es muy divertido.
—La risa es la mejor medicina. Lo leí en el Reader's Digest.
—¿Y qué hay de tu brazo? ¿Sigues teniendo esas sensaciones fantasma?
—No —mentí—. Aquello ya pasó del todo.
—Bien, es estupendo —dijo. Y después de un momento de silencio—: ¿Eddie?
—Sigo aquí —contesté. Y con medias lunas de color rojo oscuro en las palmas de las manos, de apretar los puños.
Se produjo una larga pausa. Las líneas de teléfono ya no sisean ni chisporrotean como cuando yo era niño, pero podía oír el suave suspiro de todos los kilómetros que nos separaban. Sonaba como el Golfo con la marea baja.
—Lamento que las cosas resultaran así —dijo por fin.
—Yo también —respondí, y, cuando colgó, cogí una de las conchas más grandes y estuve muy cerca de arrojarla contra la pantalla del televisor.
En su lugar, atravesé cojeando la estancia, abrí la puerta, y la tiré a la carretera desierta. No odiaba a Pam (realmente no), pero me parecía que aun así odiaba algo. Quizá aquella otra vida.
Quizá solo me odiaba a mí mismo.
* * *
De ifsogirl88 a EFreel9
23 de diciembre, 09.05 h
Querido papá: Los médicos no dicen mucho, pero no tengo buenas vibraciones sobre la operación del abuelo. Claro que a lo mejor es solo cosa de mamá, ella va a visitar al abuelo todos los días, se lleva a la Nana y trata de ser «optimista», pero ya sabes cómo es, no de las que ven un resquicio de esperanza.
Quiero bajar a verte. Comprobé los vuelos y puedo pillar uno a Sarasota el 26. Llega a las 18.15, hora local, y podría quedarme 2 o 3 días. ¡Di que sí, por favor! Además así te podría llevar mis regalitos en vez de enviártelos por correo.
Te quiero.
Ilse
PD: Tengo una noticia especial.
¿Lo medité o simplemente me limité a consultar el tictac del instinto? No lo recuerdo. Quizá ninguna de las dos cosas. Quizá lo único importante era que deseaba verla. Sea como fuera, respondí casi al instante.
De EFreel9 a ifsogirl88
23 de diciembre, 09.17 h
Ilse: ¡Adelante! Termina los preparativos y te iré a recoger con Jack Cantori, que resulta ser mi propio Elfo de la Navidad. Espero que te guste mi casa, a la que llamo Big Pink.
Una cosa: no lo hagas sin el conocimiento deaprobación, de tu madre. Hemos tenido una mala temporada, como bien sabes, y espero que eso ya sea parte del pasado. Creo que lo comprenderás.
Papá
La respuesta de ella fue igual de rápida. Debía de haber estado esperando.
De ifsogirl88 a EFreel9
23 de diciembre, 09.23 h
Ya está aclarado con mamá, dice q OK. Intenté convencer a Lin, pero prefiere quedarse aquí antesde volar de vuelta a Francia. No se la guardes.
Use
PD: ¡Yupi! ¡Estoy emocionada!
No se la guardes. Parecía que mi If-So-Girl había estado diciendo eso de su hermana mayor desde que tuvo capacidad de hablar. Lin no quiere ir a la barbacoa porque no le gustan los perritos calientes… pero no se la guardes. Lin no puede llevar ese tipo de zapatillas porque ninguno de los niños de su clase se pone ya deportivas altas… así que no se la guardes. Lin quiere que el padre de Ryan les lleve a la promoción… pero no se la guardes. ¿Y sabes lo peor? Nunca lo hice. Podría haberle dicho a Linnie que preferir a Ilse era como ser zurdo, algo sobre lo que no tenía control, y eso solo lo hubiera empeorado, aunque fuese cierto. Quizá precisamente porque era cierto.
* * *
Ilse viniendo a Duma Key, a Big Pink. Yupi, estaba emocionada, y yupi, yo también. Jack me había encontrado a una corpulenta mujer llamada Juanita para hacer la limpieza dos veces por semana, y le pedí que preparara el dormitorio de invitados. También le pregunté si podría traer flores frescas el día después de Navidad. Sonrió y sugirió algo que sonó como «cackus de crismas». Mi cerebro, para entonces bastante cómodo con el fino arte de las interconexiones, no se detuvo en esto más de cinco segundos; le dije a Juanita que seguro que a Ilse le encantaría un cactus de Navidad.
En Nochebuena me encontré a mí mismo releyendo el e-mail original de Ilse. El sol se movía en dirección oeste, trazando en el agua un largo y reluciente sendero, pero aún quedaban al menos dos horas para el ocaso, y yo me hallaba sentado en la habitación Florida. La marea estaba alta. Debajo de mí, el profundo cúmulo de conchas se transfiguraba y chirriaba, emitiendo aquel sonido que era como una respiración o un ronco cuchicheo secreto. Deslicé el pulgar sobre la posdata («Tengo una noticia especial») y empecé a sentir un hormigueo en mi brazo derecho, el que ya no estaba allí. La localización de aquel cosquilleo estaba claramente definida, de un modo casi exquisito. Comenzaba en el pliegue del codo y descendía en espiral hasta finalizar en la parte externa de la muñeca. Se intensificó hasta convertirse en una picazón que ansiaba alcanzar y rascar.
Cerré los ojos, junté el pulgar y el corazón de la mano derecha y chasqueé los dedos. No se produjo sonido alguno, pero lo percibí. Restregué el brazo contra el costado y pude notar el roce. Bajé la mano derecha (incinerada mucho tiempo atrás en el horno crematorio de un hospital de St. Paul) hasta el brazo de la silla y tamborileé con los dedos. Ningún sonido, pero la sensación estaba allí: piel sobre mimbre. Lo habría jurado en el nombre de Dios.
De repente me entraron ganas de dibujar.
Pensé en la gran habitación del piso de arriba, pero Little Pink me parecía un lugar demasiado lejano. Entré en la sala de estar y cogí un bloc Artesano de una pila que descansaba sobre la mesita de café. La mayor parte de mis utensilios de pintura estaban arriba, pero había unas pocas cajas de lápices de colores en los cajones del escritorio, y también cogí una de ellas.
De regreso en la habitación Florida (en la que siempre pensaría como una veranda), me senté y cerré los ojos. Escuché el sonido de las olas haciendo su trabajo debajo de mí, levantando las conchas y creando nuevos diseños, cada uno diferente al anterior. Con los ojos cerrados, aquel chirrido se parecía más que nunca a una conversación: el agua otorgando una lengua temporal a los labios de la tierra. Y la tierra en sí misma también era temporal, porque, desde un punto de vista geológico, Duma no duraría mucho. Ninguno de los cayos lo haría; al final el Golfo se los llevaría y otros nuevos emergerían en nuevas ubicaciones. Probablemente eso también sucedería con la misma Florida. La tierra era baja, y en préstamo.
Oh, pero aquel sonido era relajante. Hipnótico.
Sin abrir los ojos, palpé en busca del e-mail de Ilse y deslicé la punta de los dedos sobre él. Los dedos de mi mano derecha. Entonces abrí los ojos, aparté a un lado el e-mail impreso con la mano que estaba allí, y me coloqué la libreta en el regazo. Volteé la cubierta, desparramé los doce afilados lápices Venus en la mesa frente a mí, y empecé a dibujar. Suponía que mi intención era la de retratar a Ilse (después de todo, ¿en quién había estado pensando?), y creía que iba a ser un trabajo espectacularmente malo, porque desde que retomé el hobby de dibujar nunca había intentado esbozar ni una sola figura humana. Pero ni retraté a Ilse ni fue malo. No se trataba de una genialidad, quizá no era un Rembrandt (ni siquiera un Norman Rockwell), pero tampoco era malo.
Mostraba a un hombre joven con téjanos y una camiseta de los Minnesota Twins. El número en la prenda era el 48, lo cual no significaba nada para mí; en mi antigua vida solía ir a tantos partidos de los Timberwolves como me fuera posible, pero nunca he sido aficionado al béisbol. El tipo tenía el cabello rubio, pero yo sabía que no estaba del todo bien; no tenía los colores para conseguir el tono exacto tirando castaño. Llevaba un libro en una mano. Sonreía. Sabía quién era. Era la noticia especial de Ilse. Eso era lo que las conchas contaban mientras la marea las elevaba y las volteaba y las dejaba caer otra vez. Prometida, prometida. Ella tiene un anillo, un diamante, él se lo había comprado en… Había estado sombreando los vaqueros del muchacho con Azul Venus. Lo solté, cogí el negro, y garabateé la palabra ZALES en la parte inferior de la hoja. Era información; era también el nombre del dibujo. Los nombres conceden poder.
A continuación, sin pausa, solté el negro, cogí el naranja, y le agregué unas botas de trabajo. El naranja era demasiado brillante; hacía que las botas parecieran nuevas cuando no lo eran, pero la idea era la correcta.
Me rasqué el brazo derecho, me rasqué a través del brazo derecho, y encontré las costillas en su lugar. Mascullé un «Joder» entre dientes. Debajo de mí, las conchas parecían chirriar un nombre. ¿Era Connor? No. Y había algo erróneo aquí. No sabía de dónde procedía esa sensación de error, pero de repente la picazón fantasma de mi brazo derecho se transformó en un dolor frío.
Pasé la hoja del cuaderno hacia atrás con un movimiento brusco y volví a dibujar, esta vez usando solo el lápiz de color rojo. Rojo, rojo, ¡era ROJO! El lápiz volaba, derramando una figura humana como si fuera sangre manando de un corte. Estaba de espaldas y vestida con una toga roja y una especie de collar festoneado. Le coloreé el pelo también de rojo, porque se parecía más a la sangre, y esta persona evocaba sangre. Peligro. No para mí, sino…
—Para Ilse —musité—. Peligro para Ilse.
¿Es por este chico? ¿El chico «Noticia-Especial»?
Había algo que no estaba bien con el chico Noticia-Especial, pero no creía que fuera eso lo que me ponía los pelos de punta.
Por un lado, la figura de la toga roja no parecía un hombre. Era difícil asegurarlo, pero sí presentía que era femenina. Así que tal vez no era una toga. ¿Quizá un vestido? ¿Uno largo y rojo? Volví la hoja para ver la primera figura y me fijé en el libro que el chico Noticia-Especial sostenía. Tiré el lápiz rojo al suelo y coloreé el libro de negro. Luego miré al tipo otra vez, y de pronto escribí en la parte superior COLIBRIS con letras de aspecto caligráfico. Después arrojé el lápiz negro al suelo. Levanté mis temblorosas manos y me cubrí el rostro con ellas. Pronuncié el nombre de mi hija, del mismo modo que lo pronunciarías si vieras a alguien demasiado cerca de una abrupta caída o una calle abarrotada de tráfico.
Quizá solo era que estaba loco. Probablemente estaba loco.
Finalmente me di cuenta de que, por supuesto, solo había una mano sobre mis ojos. El dolor y la picazón fantasma se habían marchado. La idea de que podría estar enloqueciendo (diablos, que ya podría haber enloquecido) continuaba allí. Algo estaba más allá de toda duda: tenía hambre.
Un hambre canina.
* * *
El avión de Ilse aterrizó con diez minutos de adelanto sobre el horario previsto. Ofrecía un aspecto radiante, con unos vaqueros desteñidos y una camiseta de la Universidad de Brown, y se me antojó imposible que Jack no se enamorara de ella a primera vista, allí en la Terminal B. Ilse se arrojó entre mis brazos, me cubrió la cara de besos, y luego se rió y me agarró cuando empecé a inclinarme sobre mi muleta. Le presenté a Jack y fingí no ver el pequeño diamante (adquirido en Zales, no me cabía duda) centelleando en el dedo anular izquierdo al tiempo que se estrechaban las manos.
—Tienes un aspecto espléndido, papá —comentó mientras salíamos a la templada y agradable noche de diciembre—. Estás moreno. La primera vez desde que construisteis aquel centro de recreo en el parque Lilydale. Y has engordado al menos cinco kilos. ¿No crees, Jack?
—Tú puedes juzgar eso mejor que yo —contestó Jack, sonriendo—. Iré a por el coche. ¿Podrá aguantar aquí, jefe? A lo mejor me lleva un rato.
—Estoy bien.
Esperamos en el bordillo de la acera con sus dos maletas de mano y el ordenador. Me sonreía directamente a los ojos.
—Lo viste, ¿no? —preguntó—. No disimules.
—Si te refieres al anillo, lo vi. A no ser que lo ganaras en una de esas máquinas de pinzas, diría que lo que toca es felicitarte. ¿Lo sabe Lin?
—Sí.
—¿Y tu madre?
—¿Tú qué crees, papá? Adivina.
—Me figuro que… no. Porque ella estará muy preocupada por el abuelo ahora mismo.
—El abuelo no es la única razón. Guardé el anillo en el bolso todo el tiempo que estuve en California, salvo para enseñárselo a Lin, claro está. Sobre todo porque quería contártelo a ti primero. ¿Es eso tan malo?
—No, cariño. Estoy conmovido.
Ciertamente lo estaba, pero también temía por ella, y no solo porque aún le faltaban tres meses para cumplir los veinte.
—Se llama Carson Jones y estudia teología, quién lo iba a decir. ¿Te lo puedes creer? Le quiero, papá, le quiero muchísimo.
—Eso es genial, cariño —dije, pero sentía el pavor trepando por mis piernas. No le ames demasiado, pensaba. No demasiado. Porque…
Ella me miraba detenidamente y su sonrisa se difuminaba.
—¿Qué? ¿Pasa algo malo?
Había olvidado lo rápida que era, y lo bien que leía en mi interior. El amor transmite sus propios poderes psíquicos, ¿no es así?
—Nada, cariño. Bueno… me duele un poco la cadera.
—¿Te has tomado tus pastillas para el dolor?
—La verdad es que… las estoy reduciendo cada vez un poco más. Planeo dejar de tomarlas por completo en enero. Ese es mi propósito de Año Nuevo.
—¡Papá, eso es fantástico!
—Aunque los propósitos de Año Nuevo fueron creados para no ser cumplidos.
—Tú no. Tú siempre haces lo que dices que vas a hacer. —Ilse frunció el ceño—. Esa es una de las cosas que a mamá nunca le gustó de ti. Creo que te tenía envidia.
—Cariño, el divorcio solo es algo que pasó. No te pongas a elegir bando, ¿vale?
—Bueno, pues te contaré otra cosa que está pasando —dijo Ilse. Sus labios ahora eran más finos—. Desde que está en Palm Desert está viendo un montonazo al tío ese que vive calle abajo. Dice que se trata solo de café y empatía, porque Max perdió a su padre el año pasado, y a Max le gusta de veras el abuelo, y bla, bla, bla… pero veo la forma en que le mira y a mí… no… ¡no me gusta!
Ahora sus labios casi habían desaparecido, y pensé que se parecía de manera inquietante a su madre. El pensamiento que siguió fue insólitamente reconfortante: Creo que estará bien. Creo que aunque ese santo Jones la deje plantada, estará bien.
Divisé mi coche de alquiler, pero Jack todavía tardaría un rato. El tráfico en el área de recogida avanzaba de forma intermitente. Me apoyé la muleta contra la cintura y abracé a mi hija, que había venido desde California para verme.
—No seas muy dura con tu madre, ¿vale?
—¿Ni siquiera te preocupa que…?
—Lo que más me preocupa estos días es que Melinda y tú seáis felices.
Había círculos bajo sus ojos y pude observar que, joven o no, el viaje la había dejado agotada. Pensé que dormiría hasta tarde al día siguiente, y eso estaba bien. Si mi presentimiento acerca de su novio era correcto (esperaba que no lo fuera, pero creía que sí), le aguardaban noches sin dormir en el año venidero.
Jack había llegado a la terminal de Air Florida, lo que todavía nos proporcionaba algo de tiempo.
—¿Tienes alguna foto de tu chico? Los Padres Inquisidores desean saber.
El rostro de Ilse se iluminó.
—Eso ni se pregunta.
La fotografía que sacó de su cartera de cuero rojo se hallaba en una de esas fundas de plástico transparentes. La extrajo y me la tendió. Supongo que esta vez no dejé entrever ninguna reacción, porque su cariñosa sonrisa (un poco bobalicona) no cambió. ¿Y yo? Me sentía como si hubiera tragado algo que no está hecho para descender por una garganta humana. Una bala de plomo, quizá.
No era que Carson Jones se asemejara al hombre que había dibujado en Nochebuena. Me encontraba preparado para eso desde el momento en que vi el pequeño anillo chispeando con gracia en el dedo de Ilse. Lo que me conmocionó fue que la foto era prácticamente idéntica. Era como si, en lugar de imágenes de sóforas, lavandas u otras plantas, hubiera sujetado a un lado de mi caballete aquella misma foto. Llevaba vaqueros y las rozadas botas amarillas que no había conseguido colorear del todo bien; su cabello rubio oscuro se derramaba sobre sus orejas y su frente; sujetaba en una mano un libro que yo sabía que era una Biblia. Lo más revelador de todo era la camiseta de los Minnesota Twins, con el número 48 estampado en el pecho izquierdo.
—¿Quién es el número 48, y cómo fue que conociste a un seguidor de los Twins en Brown? Tenía entendido que era territorio Red Sox.
—El número 48 es Torii Hunter —me informó, mirándome tomo si fuera el mayor ignorante del mundo—. Tienen una pantalla gigante en el salón principal de estudiantes, y un día en julio entré para ver el partido entre los Sox y los Twins. El lugar estaba abarrotado, a pesar de ser verano, pero Carson y yo éramos los únicos que llevábamos algo de los Twins: él su camiseta de Torii y yo mi gorra. Así que nos sentamos juntos y… —Se encogió de hombros, como para indicar que el resto era historia.
—¿Cuál es su gusto, en términos religiosos?
—Baptista —respondió, mirándome con actitud desafiante, como si hubiera dicho Caníbal. Pero como miembro en buena posición de La Primera Iglesia de Nada en Particular no guardaba rencor a los baptistas. Las únicas religiones con las que no simpatizo son aquellas que insisten en que su Dios es más grande que el tuyo—. Hemos estado asistiendo juntos a los servicios religiosos tres veces por semana durante los últimos cuatro meses.
Jack detuvo el coche junto a nosotros, y ella se agachó para agarrar las asas de sus bolsas.
—Se va tomar libre el semestre de primavera para viajar con su grupo de gospel, que es de veras maravilloso. Es una auténtica gira, con gente que gestiona las contrataciones y todo. El grupo se llama Los Colibrís. Deberías oírle: canta como un ángel.
—Apuesto a que sí —dije.
Me volvió a besar, suavemente, en la mejilla.
—Estoy contenta de haber venido, papá. ¿Y tú?
—Más de lo que jamás imaginarías —contesté, y me encontré a mí mismo deseando que se enamorara locamente de Jack. Eso lo hubiera solucionado todo… o así me lo parecía entonces.
* * *
No tuvimos nada tan ostentoso como una cena de Navidad, pero había uno de los Pollos Astronautas de Jack, además de salsa de arándanos, ensalada de bolsa, y pudín de arroz. Ilse comió dos raciones de todo. Tras intercambiar regalos y lanzar nuestras respectivas exclamaciones de alborozo (¡todo era justo lo que queríamos!), llevé a Ilse a Little Pink y le mostré la mayor parte de mi producción artística. El retrato de su novio y el dibujo de la mujer de rojo (si es que era una mujer) se hallaban escondidos en un estante alto del armario de mi dormitorio, y allí permanecerían hasta que mi hija se hubiera marchado.
Había sujetado con clips una docena de los otros (puestas de sol, mayoritariamente) en rectángulos de cartón y los había apoyado contra las paredes de la estancia. Los recorrió uno a uno. Se detuvo y luego los recorrió de nuevo. Ya era de noche y el gran ventanal de la planta superior rebosaba oscuridad. La marea estaba en su punto más bajo; la única forma que tenías de saber que el Golfo seguía allí era por los continuos y débiles suspiros que exhalaba mientras las olas se acumulaban en la arena y morían.
—¿De verdad los has hecho tú? —preguntó por fin.
Se volvió y me miró de una forma que me incomodó. Es la manera en que una persona mira a otra cuando está realizando una reevaluación seria.
—Sí, de verdad —respondí—. ¿Qué opinas?
—Son buenos. Quizá mejor que buenos. Este… —Se agachó y con mucho cuidado cogió el que mostraba la caracola asentada sobre la línea del horizonte, con la luz anaranjada del ocaso ardiendo a su alrededor—. Este es la host… perdón, es escalofriante de narices.
—Yo también lo creo —dije—. Pero lo cierto es que no tienen nada de novedoso. Se trata solo de vestir la puesta de sol con un toque de surrealismo. —A continuación, estúpidamente, exclamé—: ¡Hola, Dalí!
Dejó en su sitio el Puesta de sol con caracola y cogió el Puesta de sol con sófora.
—¿Quién los ha visto?
—Solo tú y Jack. Ah, y Juanita, que califica mi trabajo como asustador. O algo similar. Jack me explicó que significa que da miedo.
—Dan un poco de miedo —admitió—. Pero papá… el lápiz que estás utilizando se correrá. Y creo que se difuminarán si no les haces algo a los cuadros.
—¿Hacer qué?
—Ni idea. Pero deberías enseñárselos a alguien que entienda. Alguien que pueda decirte si de verdad son buenos.
Me sentí halagado, pero también incómodo. Consternado, casi.
—No sabría a quién o dónde…
—Pregúntale a Jack. Tal vez él conozca alguna galería de arte donde podrían echarles un ojo.
—Sí, seguro, no tengo más que entrar cojeando de la calle y decir: «Vivo en Duma Key y tengo algunos dibujos a lápiz, la mayor parte son puestas de sol, algo muy poco habitual en la costa de Florida, y mi sirvienta dice que son muy asustadores.
Puso los brazos en jarras y meneó la cabeza de lado a lado. Era la viva imagen de Pam cuando esta no tenía intención de dar su brazo a torcer en una discusión. De hecho, cuando esta pretendía arremeter con un cuatro por cuatro.
—Padre…
—Ay chaval, ahora sí que voy a tener problemas.
Ella prestó oídos sordos.
—Convertiste dos camionetas, un buldócer de segunda mano de la guerra de Corea y un préstamo de veinte mil dólares en un negocio de millones de dólares. ¿Vas a quedarte ahí parado y decirme que no eres capaz de convencer a algunos propietarios de galerías de arte para que evalúen tus cuadros si de verdad te lo propones?
Se suavizó.
—Es decir, son buenos, papá. Buenos. Mi formación se limita a un asqueroso curso de Apreciación del Arte en el instituto, pero me basta para saberlo.
Repliqué algo, pero no estoy seguro de qué. Pensaba en mi frenético boceto de Carson Jones, alias el Colibrí Baptista. Si lo viera, ¿también opinaría que era bueno?
Pero no los vería. Ni ese, ni el de la persona de la toga roja. Nadie los vería. Eso era lo que suponía entonces.
—Papá, si tuviste este talento dentro de ti todo el tiempo, ¿dónde estaba?
—No lo sé —contesté—. Y de cuánto talento estamos hablando es algo que todavía está abierto a debate.
—Entonces encuentra a alguien que te lo confirme, ¿vale? Alguien que sepa. —Recogió el dibujo de mi buzón—. Incluso este… no parece nada especial, si no fuera porque sí lo es. Por el… —Tocó el papel—. El caballito balancín. ¿Por qué pusiste un caballito balancín en el cuadro, papá?
—No lo sé. Simplemente, el caballito quería estar ahí.
—¿Lo dibujaste de memoria?
—No. Aparentemente soy incapaz de hacer eso, ya sea a causa del accidente o porque nunca tuve esa habilidad en particular. —Salvo cuando algunas veces lo hacía. Cuando se refería a jóvenes con camisetas de los Twins, por ejemplo—. Encontré una imagen en internet, la imprimí…
—Oh, mierda. ¡La he emborronado! —gimió—. ¡Oh, mierda!
—Ilse, está bien. No importa.
—¡No está bien y sí que importa! ¡Tienes que conseguir unas putas pinturas! —Repitió lo que acababa de decir y se tapó la boca con la mano.
—Probablemente no lo creerás —comenté—, pero he escuchado esa palabra una o dos veces. Aunque tengo la impresión de que quizá a tu novio… podría no ser exactamente…
—Has acertado —admitió, con algo de tristeza. Luego sonrió—. Pero puede dejar escapar un buen «¡Mecachis!» cuando alguien le corta el paso mientras conduce. Papá, sobre tus dibujos…
—Me hace muy feliz que te gusten.
—Es más que gustarme. Estoy asombrada. —Bostezó—. Y también estoy muerta.
—Creo que quizá necesites una taza de chocolate caliente y luego una cama.
—Eso suena maravilloso.
—¿Cuál de las dos cosas?
Se rió. Era maravilloso oírla reír. Llenaba el lugar.
—Ambas.
* * *
Nos plantamos en la playa a la mañana siguiente con sendas tazas de café en la mano mientras las olas rompían contra nuestros tobillos. El sol se había izado sobre la pequeña elevación del Cayo detrás de nosotros, y nuestras sombras parecían extenderse varios kilómetros en el tranquilo océano. Ilse me miró solemnemente.
—¿No es este el lugar más hermoso de la tierra, papá?
—No, pero eres joven y no puedo culparte por creer que lo es. Está en el número cuatro de la lista de los Más Hermosos, en realidad, pero el top tres son lugares que nadie puede pronunciar.
Sonrió sobre el borde de la taza.
—Venga, dilos.
—Si insistes… Número uno, Machu Pichu. Número dos, Marrakech. Número tres, Monumento Nacional del Petroglifo. Después, en el número cuatro, Duma Key, a poca distancia de la costa oeste de Florida.
Su sonrisa se ensanchó durante un segundo o dos. Entonces se desvaneció y me dirigió otra vez aquella mirada solemne. La recordé mirándome de la misma forma cuando tenía cuatro años, preguntándome si existía la magia como en los cuentos de hadas. Le había dicho que sí, por supuesto, sabiendo que era mentira. Ahora ya no estaba tan seguro. Pero el aire era cálido, mis pies desnudos tocaban el Golfo, y no deseaba que Ilse resultara lastimada. Creía que le iban a hacer daño. Pero todo el mundo tiene su ración de eso, ¿verdad? Claro que sí. Paf, en la nariz. Paf, en el ojo. Paf, por debajo de la cintura, y el árbitro acaba de salir a por un perrito caliente. La diferencia es que los que amas pueden verdaderamente multiplicar ese dolor y hacer que circule. El dolor es la fuerza más poderosa del amor. Eso es lo que Wireman dice.
—¿Tengo algo verde en la cara, cariño? —pregunté.
—No, solo pensaba otra vez en lo contenta que estoy de haber venido. Te imaginaba pudriéndote entre la casa de unos viejos jubilados y algún horrible bar tiki que celebra todos los jueves un concurso de Camisetas Mojadas. Supongo que he leído demasiado a Carl Hiaasen.
—Hay multitud de lugares como ese aquí abajo —aseguré.
—¿Y hay otros lugares como Duma?
—No lo sé. Quizá unos pocos.
Pero basándome en lo que Jack me había contado, intuía que no.
—Bueno, tú te mereces este sitio. Te mereces tiempo para descansar y recobrarte. Y si todo esto no te cura —dijo, abarcando el Golfo con un movimiento de su brazo— no sé qué lo hará. Lo único…
—¿Sííí? —pregunté, y gesticulé en el aire con dos dedos, como si estuviera tratando de elegir alguna cosa de entre dos posibles. Las familias poseen su propio idioma interno, y eso incluye el lenguaje de los signos. Mi gesto no habría significado nada a un extraño, pero Ilse lo conocía y se rió.
—Muy bien, listillo. Lo único que me mosquea es el ruido que hace la marea cuando sube. Me desperté en mitad de la noche y casi grité antes de darme cuenta de que eran las conchas moviéndose en el agua. Es decir, ¿es eso, no? Por favor, dime qué es eso.
—Es eso. ¿Qué pensaste que era?
—Mi primer pensamiento… no te rías… fue que era una procesión de esqueletos —respondió, y se estremeció realmente—. Cientos de ellos, desfilando alrededor de la casa.
Nunca se me había ocurrido, pero sabía lo que quería decir.
—Lo encuentro en cierta forma balsámico.
Se encogió de hombros, breve y dubitativamente.
—Bueno… vale, entonces. Cada uno con lo suyo. ¿Estás listo para volver? Podría preparar unos huevos revueltos. Hasta puedo acompañarlos con pimientos y champiñones.
—Trato hecho.
—No te había visto tanto tiempo sin tu muleta desde el accidente.
—Espero ser capaz de andar medio kilómetro por la playa para mediados de enero.
Lanzó un silbido y preguntó:
—¿Medio kilómetro más y la vuelta?
—No, no —respondí, sacudiendo la cabeza—. Solo medio kilómetro en total. Mi propósito es regresar planeando. —Extendí el brazo a modo de demostración.
Soltó un resoplido, empezó a andar hacia la casa de nuevo y luego se detuvo cuando un punto de luz hacia el sur envió señales heliografiadas en nuestra dirección. Una vez, luego dos. Las dos manchitas ya estaban allí abajo.
—Gente —observó Ilse, cubriéndose los ojos.
—Mis vecinos. Mis únicos vecinos por ahora. Por lo menos eso creo.
—¿Los has conocido?
—No. Todo lo que sé es que son un hombre y una mujer en silla de ruedas. Creo que ella toma el desayuno junto al agua todos los días, y creo que lo que brilla es la bandeja.
—Deberías hacerte con un cochecito de golf. Entonces podrías bajar hasta allí y decir hola.
—Con el tiempo llegaré caminando y diré hola —repliqué—. Nada de cochecitos de golf para el niño. El doctor Kamen dice que fije mis objetivos, y los estoy fijando.
—No necesitabas a un loquero para decirte que fijes tus objetivos, papá —declaró, todavía con la vista fija en el sur—. ¿En qué casa viven? ¿En la grande que parece un rancho de película del Oeste?
—Sí, estoy bastante seguro.
—¿Y no vive nadie más aquí?
—No ahora. Jack dice que hay gente que alquila algunas de las otras casas en enero y febrero, pero por ahora supongo que solo estamos ellos y yo. El resto de la isla es pura pornografía botánica. Las plantas se han desmadrado.
—Dios mío, ¿por qué?
—No tengo ni la más remota idea. Quiero averiguarlo, o por lo menos intentarlo, pero por ahora todavía trato de asentar los pies. Y lo digo literalmente.
Caminábamos hacia la casa en ese momento.
—Una isla casi desierta bajo el sol —comentó Ilse—. Debería tener una historia. Casi necesita una historia, ¿no crees?
—Sí —convine—. Jack Cantori se ofreció a husmear un poco, pero le dije que no se molestara, pensando que podría investigarlo yo mismo.
Me enganché la muleta, ajustando el brazo en la abrazadera de acero, que resultaba reconfortante tras un tiempo en la playa sin su apoyo, y empecé a dar tumbos por el camino. Pero Ilse no seguía a mi lado. Me giré y vi que estaba mirando hacia el sur, cubriéndose otra vez los ojos con la mano.
—¿Vienes, cariño?
—Sí.
Hubo otro centelleo desde la playa: la bandeja del desayuno. O una cafetera.
—A lo mejor ellos conocen la historia —aventuró Ilse, dándome alcance.
—A lo mejor.
—¿Y la carretera? —preguntó, señalándola con el dedo—. ¿Hasta dónde llega?
—No lo sé.
—¿Te gustaría recorrerla en coche esta tarde y comprobarlo?
—¿Estás deseosa de conducir un Chevy Malibú de la compañía Hertz?
—Claro que sí —respondió. Colocó las manos sobre sus delgadas caderas, fingió escupir, y adoptó un acento sureño—. Conduciré por esa carretera hasta que no quede más por donde conducir.
* * *
Pero ni siquiera nos acercamos al final de Duma Road. No aquel día. Nuestra exploración hacia el sur empezó bien, y terminó mal.
Ambos nos sentíamos estupendamente cuando salimos. Había descansado los pies durante una hora, además de tomarme mi Oxycontina del mediodía. Mi hija se había cambiado de ropa y ahora vestía unos pantalones cortos y un top de cuello Halter con la espalda descubierta. Me reí mientras le insistía en que se untara la nariz con óxido de zinc.
—Bobo el payaso —dijo, contemplándose en el espejo.
Estaba muy animada, y yo me encontraba más feliz que nunca desde el accidente, así que lo que nos ocurrió aquella tarde fue una total sorpresa. Ilse culpó a la comida (quizá la mayonesa de la ensalada de atún estaba mala), y yo no la contradije, pero en absoluto creo que fuera mayonesa en mal estado. Mojo en mal estado, más bien.
La carretera era estrecha, llena de baches y penosamente parcheada. Hasta alcanzar el lugar donde se adentraba en la frondosa vegetación que cubría casi todo el Cayo, estaba también acaballonada con dunas de arena color hueso, que habían sido arrastradas tierra adentro por el viento desde la playa. El Chevy de alquiler pasaba animosamente sobre casi todas con un ruido sordo, pero después de que la carretera describiera una pequeña curva en dirección al mar (esto fue justo antes de que alcanzáramos la hacienda que Wireman llamaba Palacio de Asesinos) los cúmulos de arena se hicieron más espesos y el coche anduvo como un pato en lugar de brincar sobre ellos. Ilse, que había aprendido a conducir en el país de la nieve, lo manejó sin comentarios ni queja alguna.
Las casas entre Big Pink y El Palacio eran de un estilo arquitectónico en el que llegué a pensar como Feo Pastel de Florida. La mayoría tenían los postigos echados, y en las veredas de todas menos una se veían verjas cerradas. El camino de entrada que constituía la excepción había sido bloqueado con dos caballetes, con un difuminado aviso troquelado: PERROS ARISCOS PERROS ARISCOS. Más allá de la casa Perro Arisco comenzaban los terrenos de la hacienda. Estaban cercados por un robusto muro de falso estuco con una altura de unos tres metros y rematado con tejas de color naranja. Más tejas naranjas (el tejado de la mansión) se elevaban en distintos ángulos y pendientes contra el inocente cielo azul.
—¡Cáspitas y recáspitas! —exclamó Ilse; esa expresión debía de haberla aprendido de su novio baptista—. Este lugar parece sacado de Beverly Hills.
El muro se extendía al menos unos ochenta metros por el lado oriental de la estrecha carretera combada. No había ninguna señal de PROHIBIDO EL PASO; dada la existencia del muro, la postura del propietario con respecto a vendedores a domicilio y mormones proselitistas se antojaba perfectamente clara. En el centro se alzaba una verja de hierro de dos hojas, entornada. Y sentada justo entre las dos puertas…
—Allí está —susurré—. La señora de la playa. Hostia puta, es La Novia del Padrino.
—¡Papá! —exclamó Ilse, riendo y escandalizándose a la vez.
La mujer era seriamente vieja, de unos ochenta y pico años al menos. Estaba en su silla de ruedas. Un enorme par de zapatillas Converse de color azul descansaban sobre los reposapiés de cromo. Aunque la temperatura era de unos veintipocos grados, llevaba una sudadera gris de dos piezas. En una de sus manos nudosas sostenía un cigarrillo humeante. Embutido en la cabeza estaba el sombrero de paja que había visto durante mis paseos, pero en ellos no había advertido lo grande que era; no solo un sombrero, sino uno mexicano muy maltrecho. Su parecido con Marlon Brando al final de El Padrino (cuando juega con el nieto en el jardín) era inequívoco. Había algo en su regazo que poseía cierta semejanza con una pistola.
Ilse y yo saludamos con la mano. Durante unos instantes la vieja no reaccionó. Entonces levantó una mano, extendió la palma en un gesto indio de «Hau», y de pronto exhibió una radiante sonrisa casi sin dientes. Lo que se antojaba un millar de arrugas surcando su rostro ahora la convertía en una bruja benévola. En ningún momento alcancé a vislumbrar la casa tras ella; trataba todavía de asimilar su repentina aparición, sus zapatillas de un frío color azul, su delta de arrugas, y su…
—Papá, ¿eso era una pistola? —Ilse miraba por el espejo retrovisor, con los ojos abiertos como platos—. ¿Esa anciana tenía una pistola?
El coche se estaba desviando, y contemplé la posibilidad real de estamparnos contra la esquina más alejada de la hacienda. Toqué el volante y corregí la dirección.
—Creo que sí. De alguna clase. Concéntrate en la conducción, cariño. No hay mucha carretera en esta carretera.
Volvió a dirigir la vista al frente. Habíamos estado conduciendo bajo la brillante luz del sol, pero eso se había acabado a causa del muro de la hacienda.
—¿De alguna clase? ¿Qué significa eso?
—Parecía… no sé, una pistola-ballesta, o algo así. Quizá la utiliza para disparar a las serpientes.
—Gracias a Dios que sonrió —dijo—. Y tenía una sonrisa magnífica, ¿verdad?
—Sí —asentí.
La hacienda era la última casa de la zona despejada en el extremo norte de Duma Key. Más allá, la carretera serpenteaba tierra adentro y el follaje se aglomeraba en una forma que al principio encontré interesante, más tarde imponente y al final claustrofóbica. Las masas de vegetación se alzaban a una altura de al menos cuatro metros y un rojo bermellón oscuro surcaba sus hojas redondas como sangre seca.
—¿Qué son esas cosas, papá?
—Coccoloba uviferai, o uva de playa. La verde con flores amarillas se llama wedelia. Crecen por doquier. También hay rododendros. Los árboles son casi todos pinos elioti, creo, aunque…
Redujo la velocidad al mínimo, y apuntó a la izquierda, estirando el cuello para mirar por la esquina del parabrisas.
—Aquellas son palmeras de alguna clase. Y mira… allí arriba…
La carretera giraba hacia el interior todavía más, y aquí los troncos que flanqueaban el camino parecían nudosas masas de cuerda gris. Las raíces habían combado el asfalto. Juzgué que nosotros seríamos capaces de pasar sobre ellas, pero ¿podría algún coche circular por este camino dentro de unos pocos años? De ninguna manera.
—Ficus estrangulador —informé.
—Bonito nombre, propio de una película de Alfred Hitchcock. ¿Y crecen de manera salvaje?
—No lo sé —confesé.
Pasó dando tumbos sobre las raíces subterráneas y proseguimos la marcha. No rodábamos a más de diez kilómetros por hora. Había más ficus estranguladores creciendo entre las uvas de playa y los rododendros. La alta vegetación proyectaba oscuras sombras sobre la carretera. Era imposible divisar nada a ninguno de los lados. Salvo por alguna cuña ocasional de azul o algún rayo de luz errante, hasta el mismo cielo había desaparecido. Ahora empezamos a distinguir matas de hierba serrucho, y cetaroxilos correosos, cerúleos, creciendo a través de las grietas del asfalto.
Me empezó a picar el brazo. El que no estaba allí. Alargué la mano sin pensar y solo encontré las todavía doloridas costillas, como siempre. Al mismo tiempo comencé a sentir también una picazón en el lado izquierdo de la cabeza. Ahí sí me podía rascar, y lo hice.
—¿Papá?
—Estoy bien. ¿Por qué paras?
—Porque… yo no me siento tan bien.
Ni tampoco tenía aspecto de encontrarse bien, noté. Su tez era casi tan blanca como la gota de óxido de zinc sobre su nariz.
—¿Ilse? ¿Qué pasa?
—Mi estómago. Estoy empezando a tener serias dudas sobre la ensalada de atún que preparé para comer. —Me dirigió una enfermiza sonrisa tipo «estoy-pillando-la-gripe»—. Además, no sé cómo me las voy a apañar para sacarnos de aquí.
No era una mala pregunta. De improviso las uvas de playa parecían abrirse paso a empellones y las entretejidas palmeras sobre nuestras cabezas parecían espesarse. Percibí el olor de su crecimiento a nuestro alrededor, un aroma a soga de horca que parecía cobrar vida mientras descendía por mi garganta. ¿Y por qué no? Provenía de seres vivos, después de todo; seres vivos que se congregaban a ambos lados. Y por encima.
—¿Papá?
El picor empeoraba. Era rojo, ese picor, tan rojo como verde era el hedor en mi nariz y en mi garganta. La clase de prurito que resultaría si tu brazo quedara atascado en la quemadora, atascado y achicharrado en una pira de carbón.
—Papá, lo siento, pero creo que voy a vomitar.
Nada de quemadoras, nada de piras; solo era un coche. Abrió la portezuela y se inclinó hacia fuera, aferrándose al volante con una mano, y acto seguido la oí sembrar el suelo de vómito.
Un velo rojo cubrió mi ojo derecho y pensé: Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. Solo tengo que dejar la mierda de lado y mover el culo.
Abrí la puerta, contorsionando el cuerpo para hacerlo, y salí a trompicones. Me agarré a la parte superior de la puerta para evitar ser catapultado de cabeza contra una pared de uva de playa y las ramas entrelazadas de una higuera de Bengala semienterrada. Me picaba todo el cuerpo. Los arbustos y ramas se hallaban tan próximos al coche que me arañaron mientras avanzaba hacia la parte delantera del vehículo. La mitad de mi campo visual (ROJO) parecía inundada de sangre escarlata. Sentí cómo una aguja de pino me arañaba la muñeca (lo habría jurado) derecha, y pensé: Puedo hacerlo, TENGO QUE hacerlo, al tiempo que oía a Ilse vomitar otra vez. Era consciente de que en ese estrecho camino hacía mucho más calor del que debería, incluso a pesar del tejado verde sobre nuestras cabezas. Me quedaba suficiente espacio en la mente como para preguntarme en qué pensábamos al decidir recorrer esta carretera. Pero, naturalmente, en aquel momento había parecido algo divertido.
Ilse continuaba inclinada, colgándose del volante con la mano derecha. Gotas de sudor como abalorios inundaban su frente.
—Ay, chico… —farfulló, alzando la mirada hacia mí.
—Échate a un lado, Ilse.
—Papá, ¿qué vas a hacer?
Como si no pudiera verlo. En cualquier caso, de improviso las palabras «conducir» y «regreso» dejaron de existir para mí. Todo lo que podría haber articulado en aquel momento era «nos», la palabra más inservible del idioma inglés cuando quiere expresar algo por sí sola. Sentí la ira subiendo por mi garganta como agua caliente. O sangre. Sí, más bien eso. Porque la ira era, por supuesto, roja.
—Sacarnos de aquí. Échate a un lado —dije, pensando: No te enfades con ella. No le levantes la voz y le grites vete a saber qué. Oh, por el amor de Dios, por favor, no lo hagas.
—Papá, tú, no puedes…
—Sí. Puedo hacerlo. Échate a un lado.
El hábito de la obediencia tarda en morir, especialmente, quizá, entre padres e hijas. Y desde luego ella estaba enferma. Se echó a un lado y me coloqué tras el volante, sentándome hacia atrás con mi torpe y estúpido estilo y usando la mano para elevar la maltrecha pierna derecha. Todo el costado derecho zumbaba, como si estuviera sufriendo una descarga eléctrica de baja potencia.
Cerré fuertemente los ojos y pensé: PUEDO hacerlo, maldita sea, y no necesito la ayuda de una puta muñeca de trapo para que me supervise.
Cuando volví a contemplar el mundo, parte de esa rojez (y parte de la ira, gracias a Dios) se había escurrido. Puse la transmisión en marcha atrás y empecé a retroceder lentamente. No podía inclinarme hacia fuera como había hecho Ilse, porque no tenía mano derecha con la que dirigir el volante, así que me serví del espejo retrovisor. En mi cabeza, como un fantasma, oí: « Miip-miip-miip».
—Por favor, no te salgas de la carretera —rogó Ilse—. No podemos caminar. Yo estoy demasiado enferma y tu demasiado lisiado.
—No lo haré, Monica —repliqué, pero en ese instante sacó la cabeza por la ventanilla para vomitar de nuevo y creo que no me oyó.
* * *
Lenta, muy lentamente, di marcha atrás desde donde Ilse se había detenido, sin dejar de repetirme a mí mismo: «Paso a paso se llega lejos» y «Vísteme despacio, que tengo prisa». Mi cadera gruñía cada vez que golpeábamos las raíces de ficus estrangulador que horadaban la carretera. En un par de ocasiones pude oír los roces de las ramas contra el costado del coche. La gente de Hertz no se iba a alegrar, pero aquella tarde esa era la menor de mis preocupaciones.
Poco a poco, la luz se hizo más brillante a medida que el follaje se abría por encima. Eso era bueno. Mi visión también se estaba aclarando y aquel furioso picor remitía, lo cual era todavía mejor.
—Veo la casa grande rodeada por el muro —dijo Ilse, mirando hacia atrás sobre su hombro.
—¿Te sientes mejor?
—Un poco, quizá, pero mi estómago sigue haciendo tanta espuma como una lavadora Maytag. —Se oyó un sonido de arcadas—. Oh, Dios, nunca debí haber dicho eso. —Se inclinó hacia fuera, vomitó otra vez, y se derrumbó en el asiento, riendo y gimiendo. El flequillo se le pegaba en la frente en mechones—. Acabo de barnizar este lado del coche. Por favor, dime que tienes una manguera.
—No te preocupes de eso. Tú solo quédate ahí sentada, quieta, y respira lenta y profundamente.
Ejecutó un saludo militar sin energía y cerró los ojos.
No vi indicio alguno de la vieja del sombrero de paja, pero las dos puertas de la verja de hierro estaban ahora abiertas de par en par, como si esperaran compañía. O como si supieran que necesitábamos un lugar donde dar media vuelta.
No perdí el tiempo reflexionando sobre aquello, sino que directamente retrocedí con el Chevy hasta el arco de entrada. Durante un instante divisé un patio adoquinado con baldosas de un gélido color azul, una pista de tenis, y una inmensa puerta doble con anillos de hierro engarzados. Luego giré en dirección a casa, donde llegamos cinco minutos después. Mis ojos veían tan claramente como esa mañana al despertarme, si no más. A excepción de la débil picazón que me subía y bajaba por el costado derecho, me encontraba bien.
También sentía un fuerte deseo de dibujar. No sabía qué, pero lo sabría cuando estuviera sentado en Little Pink con uno de mis cuadernos apoyado contra el caballete. Estaba seguro de ello.
—Deja que te limpie el coche —pidió Ilse.
—Vas a acostarte. Pareces medio muerta.
Me ofreció una lánguida sonrisa.
—Eso es que queda la mejor mitad. ¿Recuerdas que mamá solía decir eso?
Asentí con la cabeza.
—Venga, vamos. Yo lo lavaré. —Señalé hacia el lugar donde la manguera esperaba enroscada en el flanco norte de Big Pink—. Está enganchada al grifo y lista para ser usada.
—¿Seguro que estás bien?
—Seguro. Creo que tú comiste más ensalada de atún que yo.
Se las arregló para sonreír otra vez.
—Siempre tuve debilidad por la comida que preparo yo misma. Estuviste genial al traernos de vuelta, papá. Te daría un beso, pero mi aliento…
La besé yo, en la frente. La piel estaba fría y húmeda.
—Ahora, a descansar, Doña Galletita. Ordenes del cuartel general.
Se fue. Abrí la llave y lavé con la manguera el lateral del Malibú, tomándome más tiempo del que requería el trabajo en realidad. Quería asegurarme de que estuviera fuera de combate. Y lo estaba. Cuando espié a través de la puerta entreabierta del segundo dormitorio, la vi tendida de costado, durmiendo como un niño: una mano bajo la mejilla y una rodilla doblada casi hasta el pecho. Creemos que cambiamos, pero lo cierto es que no lo hacemos. Eso es lo que Wireman dice.
Quizá sí, quizá no. Eso es lo que Freemantle dice.
* * *
Algo tiraba de mí, quizá algo que habitaba en mi interior desde el accidente, pero sin duda era algo que traje de vuelta conmigo de Duma Road. Permití que tirara. No estoy seguro en cualquier caso de haber podido resistirme, así que ni siquiera lo intenté. Tenía curiosidad.
El bolso de mi hija se hallaba sobre la mesita de café de la sala de estar. Lo abrí, saqué su cartera, y hojeé las fotos que guardaba dentro. Eso me hizo sentir un poco como un canalla, pero solo un poco. No es como si estuviera robando algo, me dije a mí mismo, pero naturalmente hay muchas formas de robar, ¿verdad?
Ahí estaba la foto de Carson Jones que ella me había mostrado en el aeropuerto, pero no buscaba esa. No le quería a él solo. Le quería con ella. Quería una fotografía de ellos como pareja. Y encontré una. Daba la impresión de haber sido tomada junto a un puesto de carretera; había cestos de pepinos y maíz tras ellos. Sonreían y lucían jóvenes y hermosos. Se rodeaban con los brazos el uno al otro, y una de las manos de Carson Jones parecía estar descansando sobre el culo de los vaqueros azules de mi hija. Ay, cristiano majadero. Todavía me picaba el brazo derecho, en una comezón débil, estacionaria, como si padeciera un caso de fiebre miliar. Me rasqué el brazo, me rasqué a su través y, por milésima vez, en su lugar encontré las costillas. Esa foto también estaba dentro de una funda protectora transparente. La deslicé fuera, eché un vistazo por encima del hombro hacia la puerta parcialmente abierta de la habitación donde dormía Ilse, nervioso como un ladrón en su primer trabajo, y después le di la vuelta.
¡Te quiero, Calabacita!
«Smiley»
¿Podía confiar en un pretendiente que llamaba a mi hija Calabacita y que firmaba como «Smiley»? No lo creía. Puede que fuera injusto, pero no, no lo creía. No obstante, había encontrado lo que buscaba. No a uno, sino a ambos. Le di otra vez la vuelta a la foto, cerré los ojos, y fingí que tocaba sus imágenes kodacromo con la mano derecha. Aunque lo que sentí no se parecía en nada a un fingimiento. Supongo que ya no hace falta explicarlo a estas alturas.
Después de cierto período de tiempo (no sé cuánto exactamente), devolví la foto a su funda de plástico y sumergí su cartera entre pañuelos de papel y cosméticos, dejándola más o menos en el mismo lugar en el que la había encontrado. Después puse el bolso sobre la mesita de café y fui al dormitorio a por Reba, la Muñeca Anticólera. Subí cojeando las escaleras a Little Pink, con ella afianzada entre el muñón y el costado.
—Te voy a convertir en Monica Seles —creo recordar que dije cuando la senté enfrente de la ventana, pero fácilmente podría haber sido Monica Goldstein; en lo que concierne a la memoria, todos nosotros amañamos la baraja. El evangelio según Wireman.
Estoy siendo más explícito de lo que quisiera en casi todo lo que aconteció en Duma, pero aquella tarde en particular se me presenta muy vaga. Sé que me invadió un frenesí pictórico, y que el prurito enloquecedor en mi no existente brazo derecho desapareció por completo mientras estuve trabajando; no sé, pero estoy casi seguro de que la bruma rojiza que flotaba siempre sobre mi vista en aquellos días, y que se espesaba cuando estaba cansado, también desapareció durante un rato.
No sé cuánto tiempo pasé en aquel estado. Creo que bastante. Lo suficiente como para que al terminar me encontrara exhausto y famélico.
Bajé las escaleras y me puse a engullir fiambre a la gélida luz del frigorífico. No quise prepararme un auténtico sándwich, porque no deseaba que Ilse se enterara de que me sentía en buenas condiciones para comer. Dejaría que siguiera creyendo que la causa de nuestros problemas había sido la mayonesa en mal estado. De esa forma no perderíamos el tiempo a la caza de otras explicaciones.
Ninguna de las otras explicaciones que me venían a la cabeza eran racionales.
Después de comerme medio paquete de salami en lonchas y tragar aproximadamente una pinta de té dulce, me fui al dormitorio, me tumbé, y me sumergí en un sueño macerado.
* * *
Puestas de sol.
A veces tengo la impresión de que mis recuerdos más vividos de Duma Key son los cielos anaranjados del ocaso, cielos que sangraban en la parte inferior y que, en lo alto, fundían el verde en negro. Cuando desperté al anochecer, otro día se desvanecía gloriosamente. Entré en la estancia principal, apoyado pesadamente sobre la muleta, rígido y haciendo muecas de dolor (los primeros diez minutos siempre eran los peores). La puerta de la habitación de Ilse estaba abierta y su cama vacía.
—¿Ilse? —llamé.
Por un instante no recibí respuesta. Entonces llegó su voz desde el piso de arriba.
—¿Papá? ¡Santo Dios! ¿Tú has hecho esto? ¿Cuándo lo hiciste?
Todos los pensamientos de dolor y sufrimiento me abandonaron. Subí a Little Pink tan rápido como pude, tratando de recordar qué había dibujado. Fuera lo que fuese, no había hecho ningún esfuerzo por ocultarlo. ¿Y si era algo verdaderamente horrible? ¿Y si había tenido la brillante idea de representar una caricatura de la crucifixión, con el Colibrí Gospeliano en la cruz?
Ilse estaba plantada frente al caballete, y no pude ver lo que allí se escribía. Su cuerpo lo bloqueaba. Incluso aunque se hubiera echado a un lado, la única iluminación de la habitación provenía de la sangrienta puesta de sol, y no habría distinguido nada en el bloc excepto un rectángulo negro recortado contra el deslumbrante fulgor.
Encendí las luces, rezando para que no hubiera hecho nada para afligir a la hija que había viajado toda esa distancia para cerciorarse de que yo estaba bien. Por su voz me era imposible decirlo.
—¿Ilse?
Se volvió hacia mí, y su rostro mostraba una expresión de perplejidad más que de furia.
—¿Cuándo has hecho este?
—Bueno… —balbuceé—. Apártate un poco, ¿quieres?
—¿Está tu memoria jugándote otra mala pasada? Es eso, ¿no?
—No —dije—. Bueno, sí. —Era capaz de distinguir la playa que se extendía al otro lado de la ventana, pero no mucho más—. Tan pronto como lo vea, estoy seguro de que… apártate a un lado, cariño, no eres transparente.
—Pero sí soy una pelmaza, ¿no?
Se rió. Rara vez me había sentido tan aliviado por el sonido de una risa. Fuera lo que fuese lo que exhibía el caballete, no se había cabreado, y mi estómago cayó al lugar donde pertenecía. Si no estaba enfadada, el riesgo de que la ira estropeara lo que era en buena medida una estupenda visita desapareció.
Dio un paso a la izquierda y contemplé lo que había dibujado durante mi estado de aturdimiento presiesta. Técnicamente, era con toda probabilidad lo mejor que había creado desde mi primera tentativa a plumilla en el lago Phalen, y supuse que no tenía nada de sorprendente que se hubiera quedado perpleja. Yo mismo lo estaba.
Era la sección de la playa que se divisaba desde el ventanal que ocupaba casi toda la pared de Little Pink. El despreocupado garabato de luz sobre el agua, conseguido con un tono que la compañía Venus denominaba Cromo, indicaba que era por la mañana temprano. En el centro de la composición había una niña pequeña de pie con atuendo de tenista. Volvía la espalda, pero su cabello rojo la delataba: era Reba, mi amorcito, aquella novia de mi otra vida. La figura estaba pobremente perfilada, pero de algún modo sabías que era así a propósito, que en absoluto era una niña real, tan solo una figura onírica en un paisaje onírico.
Sobre la arena, brillantes pelotas de tenis de color verde rodeaban sus pies.
Otras flotaban en el suave oleaje en dirección a la orilla.
—¿Cuándo lo hiciste? —Ilse seguía sonriendo, casi riendo—. ¿Y qué diantres significa?
—¿Te gusta? —pregunté.
Porque a mí no. El color de las pelotas de tenis no era el correcto, porque no tenía el tono de verde adecuado, pero esa no era la razón; lo detestaba porque se me antojaba del todo erróneo. Era como si se me rompiera el corazón.
—¡Me encanta! —exclamó, y después se rió—. Vamos, ¿cuándo lo hiciste? Dímelo.
—Mientras dormías. Fui a tumbarme, pero me volví a sentir mareado, así que pensé que me convendría seguir en posición vertical durante un rato. Decidí dibujar un poco, ver si las cosas se asentaban. No me di cuenta de que tenía esa cosa en la mano hasta que llegué aquí arriba.
Apunté a Reba, sentada contra la ventana con sus piernas de peluche en el aire.
—Esa es la muñeca a la que se supone que gritas cuando olvidas cosas, ¿no?
—Algo así. En cualquier caso, hice este dibujo. Me llevó como una hora. Cuando terminé me sentía mejor. —Recordaba muy poco, pero sí lo suficiente para saber que mi relato era mentira—. Entonces me tumbé y me eché una siesta. Fin de la historia.
—¿Puedo quedármelo?
Noté que me invadía una oleada de consternación, pero no podía encontrar la manera de negarme sin herir sus sentimientos o sonar como un loco.
—Si lo quieres de verdad… Aunque no es para tanto. ¿No preferirías quedarte con una de las Famosas Puestas de Sol Freemantle? ¡O el buzón con el caballo balancín! Podría…
—Este es el que quiero —insistió—. Es divertido y dulce, y hasta un poco… no sé… ominoso. La miras de una forma y dices: «Una muñeca». La miras de otra y dices: «No, una chiquilla. Después de todo, está de pie, ¿no?». Es sorprendente todo lo que has aprendido a hacer con lápices de colores. —Asintió con decisión—. Este es el que quiero. Pero tienes que ponerle un nombre. Los artistas tienen que poner nombre a sus obras.
—Estoy de acuerdo, pero no se me ocurre ninguna idea…
—Vamos, vamos, no te escaquees. Lo primero que te venga a la cabeza.
—Está bien —dije—. El final del partido.
—Perfecto. ¡Perfecto! —exclamó aplaudiendo—. Y también tienes que firmarlo. ¿A que soy una mandona?
—Desde siempre. Mandona por partida triple. Debes de sentirte mejor.
—Sí. ¿Y tú?
—También —contesté, pero no era cierto.
De repente me embargó una fuerte depresión, como si tuviera uno de esos Días Rojos. Venus no fabricaba ningún color con ese nombre, pero había un Negro Venus nuevo, afilado con precisión, sobre la canaleta del caballete. Lo cogí y firmé al lado de una de las piernas rosadas de la muñeca. Más allá, sobre una suave ola, flotaban una docena de pelotas de tenis cuyo color verde no era el correcto. No sabía qué significaban aquellas solitarias pelotas, pero no me gustaban. Tampoco me gustaba poner mi nombre en ese dibujo, pero tras hacerlo, escribí «El final del partido» a un lado en la parte superior. Y lo que sentí fue lo que Pam había enseñado a decir a las chicas cuando eran pequeñas, tras finalizar alguna tarea ingrata.
Acabado-finito-caput.
* * *
Se quedó dos días más, y fueron días agradables. Cuando Jack y yo la llevamos al aeropuerto, había cogido algo de sol en la cara y en los brazos, y parecía emitir su propia radiación benévola: juventud, salud, bienestar.
Jack había encontrado un tubo de cartón rígido para su nuevo cuadro.
—Papá, prométeme que te cuidarás y que me llamarás si me necesitas.
—Roger —contesté con una sonrisa.
—Y prométeme que buscarás a alguien que te dé una opinión sobre tus dibujos. Alguien que sepa del tema.
—Bueno…
Bajó el mentón y frunció el ceño. De nuevo, era como mirar a Pam cuando la conocí.
—Más te vale que lo prometas, o si no…
Y como hablaba en serio (el surco vertical entre sus cejas así lo denotaba), lo prometí, y el surco se suavizó.
—Bien, está decidido. Mereces recobrarte, lo sabes, ¿no? Aunque a veces me pregunto si tú te lo crees de verdad.
—Por supuesto que sí.
—Porque lo que pasó no fue culpa tuya —continuó diciendo Ilse, como si no me hubiera oído.
Noté que se me empañaban los ojos de lágrimas. Supongo que lo sabía, pero era agradable oír a alguien expresándolo en voz alta. Alguien aparte de Kamen, claro, cuyo trabajo consistía en raspar la mugre endurecida de esos engorrosos platos sin lavar apilados en el fregadero del subconsciente.
Me miró asintiendo con la cabeza.
—Te vas a poner mejor. Lo digo yo, que soy mandona por partida triple.
«Vuelo Delta 559, con destino a Cincinnati y Cleveland», graznó el altavoz. La primera escala de Ilse en su viaje de vuelta a casa.
—Venga, cielo. Hora de que te escaneen el cuerpo e inspeccionen tus zapatos.
—Primero tengo que decirte otra cosa.
—¿Y ahora qué, hijita mía? —pregunté, alzando la mano que aún conservaba.
Sonrió ante eso. Así era como me dirigía a las dos chicas cuando mi paciencia finalmente se aproximaba al límite.
—Gracias por no decirme que Carson y yo somos demasiado jóvenes para casarnos.
—¿Habría servido de algo?
—No.
—No. Además, no dudo que tu madre realizará esa tarea por ambos de manera más que aceptable.
Arrugó la boca como si fuera a soltar una exclamación de dolor y luego se rió.
—Y también Linnie… pero la única razón es que por una vez me he adelantado a ella.
Me dio otro fuerte abrazo. Aspiré profundamente el olor de su cabello, ese dulce aroma mezcla de champú y mujer joven y saludable. Se retiró y miró a mi hombre-para-todo, que aguardaba con deferencia a un lado.
—Será mejor que cuides bien de él, Jack. Es uno de los buenos.
No se habían enamorado (no hubo potra ahí, muchacho), pero le brindó una cálida sonrisa.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—Y prometió que buscaría una opinión sobre su trabajo. Eres testigo.
Jack sonrió y asintió con la cabeza.
—Bien. —Me plantó un último beso, esta vez en la punta de la nariz—. Pórtese bien, padre. Cúrese.
Luego atravesó las puertas, engalanada con sus bolsas, pero aún caminando con brío. Volvió la vista atrás antes de que se cerraran.
—¡Y consíguete unas pinturas!
—¡Lo haré! —grité, pero no sé si me oyó.
En Florida, las puertas corredizas se cierran a toda velocidad, para preservar el aire acondicionado. Durante un momento o dos todo lo perteneciente al mundo se emborronó y brilló con más intensidad; sentía un martilleo en las sienes y un picor húmedo en la nariz. Torcí la cabeza y me restregué enérgicamente los ojos con el pulgar y el índice mientras Jack, una vez más, fingía estudiar algo muy interesante en el cielo. Había una palabra para describir mi estado, pero no me salía. Pensé: Calado, y a continuación: Congelado.
Dale tiempo, no pierdas la cabeza, convéncete a ti mismo de que puedes hacerlo, y por lo general las palabras vendrán. A veces no las deseas, pero igualmente aparecen. Y en esta ocasión, la palabra era desconsolado.
—¿Quieres esperar aquí mientras voy a por el coche, o…? —empezó a preguntar Jack.
—No, estoy bien para andar —aseguré. Cerré los dedos alrededor de la empuñadura de la muleta—. Pero ojo al tráfico. No me gustaría ser atropellado al cruzar la carretera. Ya he pasado por eso, y con una vez basta.
* * *
Paramos en la tienda Arte amp;Utensilios de Sarasota en nuestro camino de regreso, y mientras estábamos allí le pregunté a Jack si conocía alguna galería de arte.
—Voy por delante tuyo, jefe. Mi madre trabajaba antes en la Scoto, que está en Palm Avenue.
—¿Eso debería decirme algo?
—Es la créme de la merde de las galerías de la zona cultureta de la ciudad —explicó, pero pareció reconsiderarlo—. Lo digo en el buen sentido. Y los dueños son buena gente… por lo menos siempre lo fueron con mi madre, pero, bueno… ya sabes…
—Es créme de la merde.
—Sí.
—¿Quiere decir precios exorbitados?
—Es donde se reúne la élite —contestó solemnemente, y cuando estallé en carcajadas, se unió a mí.
Creo que ese fue el día en que Jack Cantori se convirtió más en un amigo que no en un recadero a tiempo parcial.
—Entonces está decidido —dije—, porque definitivamente yo soy parte de la élite. Admítelo, hijo.
Levanté la mano y Jack le dio una palmada.
* * *
De vuelta en Big Pink, Jack me ayudó a meter en la casa mi botín: cinco bolsas, dos cajas y un lote de nueve lienzos estirados. Material por valor de casi mil dólares. Le dije que nos preocuparíamos por subirlo al piso de arriba al día siguiente. Pintar era lo último en la tierra que deseaba hacer esa noche. Atravesaba cojeando la sala de estar en dirección a la cocina, con intención de prepararme un sándwich, cuando vi que parpadeaba la lucecita de mensajes en espera del contestador automático. Supuse que debía de ser Ilse, diciendo que su vuelo se había cancelado por causas meteorológicas o por algún problema mecánico.
No era ella. La voz era agradable, pero cascada por la edad, y supe quién era al instante. Casi pude ver aquellas enormes zapatillas azules apoyadas en los brillantes reposapiés de su silla de ruedas.
—Hola, señor Freemantle. Bienvenido a Duma Key. Fue un placer verle el otro día, aunque fuera brevemente. Una supone que la joven dama que le acompañaba era su hija, dado el parecido. ¿La ha llevado de vuelta al aeropuerto? Una verdaderamente espera que así sea.
Se produjo una pausa. Oía su fuerte respiración enfisémica, la de una persona que probablemente ha pasado gran parte de su vida con un cigarrillo en la mano. Entonces volvió a hablar.
—Considerándolo todo, Duma Key nunca ha sido un lugar que trajera suerte a las hijas.
Me encontré a mí mismo pensando en Reba, con su improbable atuendo de tenista, rodeada de difusas pelotitas, y más que llegarían con la siguiente ola.
—Una espera que nos conozcamos, en el transcurso del tiempo. Adiós, señor Freemantle.
Sonó un clic. Entonces solo quedé yo y el incansable chirrido de las conchas bajo la casa.
Había subido la marea.
Cómo dibujar un cuadro (III)
Debes tener hambre. Le funcionó a Miguel Ángel, le funcionó a Picasso, y le funciona a cientos de miles de artistas que no lo hacen por amor (aunque eso puede jugar su parte), sino para poner un plato de comida en la mesa. Si quieres interpretar el mundo, has de utilizar tus propios apetitos. ¿Esto te sorprende? No debería. No existe nada tan humano como el hambre. No existe la creación sin talento, eso te lo concedo, pero el talento es barato. El talento no se mendiga. El hambre es el pistón del arte. ¿La niñita de la que te hablaba? Ella encontró la suya, y la utilizó.
Ella piensa: Se acabó estar en la cama todo el día. Voy a la habitación de papá, el estudio de papá. A veces digo estudio, a veces digo escudo. Hay una ventana grande muy bonita. Me ponen en la pira. Veo desde abajo lo que hay arriba. Veo pájaros, bonitos. Demasiado bonitos para mí, y eso me deja sentada. Algunas nubes tienen alas. Algunas tienen ojos azules. Siempre lloro sentada con la puesta de sol. Duele ver. Lo de arriba hacia abajo duele dentro de mí. Nunca podría decir lo que veo y eso me deja sentada.
Ella piensa: TRISTE, la palabra es TRISTE. Sentada{[6]} es lo que sientes cuando te ponen en la pira.
Ella piensa: Si pudiera parar el dolor. Si pudiera sacarlo como pipí. Lloro y pido pido pido decir lo que quiero. Nana no puede ayudar. Cuando digo «¡Color!» se toca la cara y sonríe y dice
«Siempre fue, siempre será». Las niñas grandes no ayudan tampoco. Estoy tan enfadada con ellas, ¡¿por qué no escucháis, MALAS MALOSAS?! Entonces un día vienen las gemelas, Tessie y Lo-Lo. Hablan de forma especial entre ellas, me escuchan de forma especial. No me entendían al principio, pero ahora sí. Tessie me trae papel. Lo-Lo me trae un lápiz y un «¡Lá-bid!» sale de mi boca y ellas dan brindis y palmeras con las manos.
Ella piensa: ¡CASI PUEDO DECIR EL NOMBRE DEL LÁPIZ!
Ella piensa: Puedo hacer el mundo en el papel. Puedo dibujar lo que las palabras significan. Veo un árbol, hago un árbol. Veo un pájaro, hago un pájaro. Es una cosa buena, como el agua de un vaso.
Esta es una niñita con una herida vendada en la cabeza, que viste una batita de color rosa y se sienta en una silla junto a la ventana en el estudio de su padre. Su muñeca, Noveen, descansa en el suelo junto a ella. Tiene un tablero y sobre el tablero hay una hoja de papel. Ha logrado dibujar una garra que en realidad posee cierta semejanza con el pino muerto que hay afuera.
Ella piensa: Quiero tener más papel, por favor.
Ella piensa: Soy ELIZABETH.
Debió de ser como si te devolvieran la lengua después de creer que te la han acallado para siempre. Y todavía más. Todavía mejor. Era un don, un regalo de ella misma, de ELIZABETH. Incluso desde aquellos primeros dibujos, increíblemente valientes, debió de haber comprendido lo que estaba sucediendo. Y ansiaba más.
Su don estaba hambriento. Los mejores dones (y los peores) siempre lo están.
4- Amigos con privilegios
En la tarde de Año Nuevo desperté de una corta pero refrescante siesta pensando en cierta clase de concha, una anaranjada con motitas blancas. No sé si soñé con ella o no, pero codiciaba una. Estaba listo para comenzar a experimentar con las pinturas, y decidí que una de aquellas conchas anaranjadas sería precisamente lo que dejaría caer en medio de la puesta de sol en el golfo de México.
Empecé a explorar la playa en dirección sur, acompañado únicamente por mi sombra y dos o tres docenas de aquellos diminutos pájaros (Ilse los llamaba piolines) que eternamente escudriñaban el borde del agua en busca de comida. A lo lejos, los pelícanos surcaban el cielo, y en un momento dado doblaban las alas y descendían en picado como piedras. No pensaba en el ejercicio aquella tarde, no monitorizaba el dolor de mi cadera, y no contaba los pasos. No pensaba en nada, en realidad; mi mente planeaba como los pelícanos antes de vislumbrar su cena en el caldo largo debajo de ellos. Por lo tanto, cuando finalmente encontré la clase de concha que quería y volví la vista atrás, me quedé atónito al comprobar lo mucho que había encogido Big Pink.
Allí parado, haciendo malabarismos con la concha anaranjada en la mano, de improviso sentí aquel dolor punzante como de cristales rotos en la cadera. Se originaba ahí y descendía con un sordo latido todo lo largo de la pierna. Sin embargo, las huellas que se extendían hasta mi casa en absoluto indicaban que hubiera arrastrado los pies. Se me ocurrió que me había malcriado a mí mismo, quizá un poco, quizá mucho. Yo y mi estúpido Juego de los Números. Hoy había olvidado autosometerme a ese ansioso mini reconocimiento médico cada cinco minutos o así. Simplemente había… había salido a dar un paseo. Como cualquier persona normal.
Por tanto, tenía dos opciones para el camino de regreso. Podía seguir comportándome como un crío mimado y parar de vez en cuando para realizar alguno de los estiramientos laterales de Kathi Green, que dolían como mil demonios y aparentemente no servían para mucho más, o podía sencillamente caminar. Como cualquier persona normal e ilesa.
Me decanté por esto último. Pero antes de comenzar, eché un vistazo por encima del hombro y divisé una tumbona a rayas a cierta distancia hacia el sur. Había una mesa al lado con una sombrilla a rayas, similares a las de la tumbona. Había un hombre sentado. Lo que desde Big Pink era solo una manchita apenas vislumbrada, se había convertido en un tipo alto y fornido, vestido con téjanos y una camisa blanca remangada hasta los codos. La brisa le revolvía el cabello largo. No era capaz de distinguir sus facciones, pues todavía estábamos demasiado alejados para ello. Notó que le miraba y saludó con la mano. Le devolví el saludo, y después di media vuelta y empecé a desandar con dificultad mis propios pasos de regreso a casa.
Aquel fue mi primer encuentro con Wireman.
* * *
Mi último pensamiento antes de acostarme esa noche fue que, probablemente, el segundo día del nuevo año estaría renqueante y demasiado dolorido para caminar. Me alegré al comprobar que no fue el caso; un baño caliente se ocupó de disolver la rigidez residual.
Así que, naturalmente, repetí a la tarde siguiente. Nada de fijar objetivos; nada de propósitos de Año Nuevo; no más Juego de los Números. Solo un tipo paseando despreocupadamente por la playa, que a veces se desviaba en dirección al suave oleaje lo suficiente para desperdigar a los piolines en una ascendente nube pulverulenta. A veces recogía una concha y me la metía en el bolsillo (una semana más tarde estaría cargando con una bolsa de plástico donde almacenar mis tesoros). Cuando me acerqué lo suficiente para distinguir al tipo fornido con cierto detalle (hoy lucía una camisa azul y pantalones caquis, y a buen seguro estaba descalzo), di media vuelta y me encaminé de regreso a Big Pink, pero no sin antes saludarle con la mano, saludo que él devolvió.
Ese fue el verdadero comienzo de mis Grandes Paseos Playeros. Cada tarde recorría una distancia un poco mayor, y distinguía con un poco más de claridad al hombre fornido en su tumbona a rayas. Me parecía obvio que seguía su propia rutina. Por las mañanas salía con la anciana, empujándola por una pasarela de madera que era como una lengua sobre la arena y que era imposible de distinguir desde Big Pink. Por las tardes salía él solo. Nunca se quitaba la camisa, pero sus brazos y su rostro eran tan oscuros como los muebles antiguos de una mansión clásica. A su lado, sobre la mesa, reposaban un vaso alto y una jarra que podría haber contenido agua con hielo, limonada o gin tonic. Siempre me saludaba con la mano, y yo siempre le devolvía el saludo.
Un día a finales de enero, cuando había recortado la distancia entre nosotros a no mucho más de doscientos metros, una segunda silla a rayas apareció en la arena. Un segundo vaso, vacío pero alto y terriblemente tentador, apareció en la mesa. Cuando saludé, primero agitó la mano y después señaló la silla vacía.
—¡Gracias, pero todavía no! —contesté a voz en cuello.
—¡Demonios, ven aquí! —gritó él a su vez—. ¡Te llevaré de vuelta en el cochecito de golf!
Sonreí ante eso. Ilse había estado totalmente a favor de la idea de un cochecito de golf, para que pudiera hacer carreras por la playa de un lado a otro asustando a los piolines.
—¡No está en la táctica del partido —vociferé—, pero llegaré allí a su debido tiempo! Lo que sea que haya en esa jarra, ¡mantenlo en hielo para mí!
—¡Tú sabrás lo que más te conviene, muchacho! —Esbozó un pequeño saludo militar—. Mientras tanto, ¡forja tu día y deja que el día te forje a ti!
Recuerdo toda clase de cosas que decía Wireman, pero creo que aquella es la que asocio más intensamente con él, quizá porque la escuché antes de conocer su nombre o de haberle siquiera estrechado la mano: forja tu día y deja que el día te forje a ti.
* * *
Andar no era el único sinónimo de Freemantle aquel invierno; Freemantle comenzó a ser sinónimo de revivir. Y, joder, qué maravillosa sensación. Una noche ventosa, mientras las olas batían con fuerza contra la orilla y las conchas discutían en lugar de conversar tranquilamente, tomé una decisión: cuando supiera que esta nueva manera de sentir era auténtica, llevaría a Reba, la Muñeca Anticólera, hasta la playa, la rociaría con fluido de mechero y la haría estallar en llamas. Proporcionaría a mi otra vida un verdadero funeral vikingo. ¿Por qué coño no iba a hacerlo?
Entretanto, me zambullí en la pintura igual que los piolines y los pelícanos se zambullían en el agua. Tras una semana pintando, me arrepentí de haber malgastado como un idiota tanto tiempo con los lápices de colores. Envié un e-mail de agradecimiento a Ilse por haber empleado sus técnicas intimidatorias conmigo, y su respuesta fue que apenas necesitaba estímulos en ese terreno. Me contó también que Los Colibrís habían actuado en una gran iglesia en Pawtucket, Rhode Island (una especie de calentamiento previo a la gira) y la congregación se había desmadrado, batiendo palmas y gritando aleluyas. «Un montón de gente meneaba las caderas en los pasillos», escribió. «Es el sustituto baptista del baile.»
Aquel invierno también trabé una íntima amistad personal con internet, y con Google en particular, picoteando aquí y allá con una sola mano. En referencia a Duma Key, encontré poco más que un mapa. Podría haber indagado más profundamente y con mayor empeño, pero algo me aconsejó que lo dejara estar por el momento. Lo que realmente me interesaban eran aquellos sucesos peculiares que seguían a la pérdida de miembros, y hallé un filón de oro.
Debo confesar que, si bien me tomaba las historias a las que me conducía Google con cierto escepticismo, no rechacé por completo ni la más disparatada, porque nunca dudé de que mis propias experiencias extrañas estaban relacionadas con las lesiones que había sufrido, ya fuera por mi afrenta al área de Broca, por mi brazo amputado, o por ambas cosas. No tenía más que contemplar el retrato de Carson Jones con su camiseta de Torii Hunter siempre que quisiera, y estaba convencido de que el señor Jones había comprado el anillo de compromiso de Ilse en Zales. Menos concretos, pero igual de persuasivos, eran mis dibujos cada vez más surrealistas. Los garabatos que había hecho en mi vida anterior en la libreta junto al teléfono no ofrecían el más mínimo indicio de las embrujadas puestas de sol que yo creaba ahora.
No era la primera persona que perdía una parte de su cuerpo y ganaba otra cosa a cambio. En Fredonia, Nueva York, un leñador se cortó una mano en los bosques, y salvó su vida cauterizando el muñón chorreante de la muñeca. Se llevó la mano a casa, la metió en un tarro con alcohol, y la guardó en el sótano. Tres años más tarde, no obstante, empezó a sentir un frío gélido en aquella mano que ya no se encontraba al sur de la muñeca. Bajó al sótano y descubrió que una de las ventanas estaba rota y que el viento invernal soplaba directamente contra el tarro en cuyo interior flotaba su mano en conserva. Cuando el ex leñador acercó el tarro a la caldera, aquella sensación de frío gélido desapareció.
Un campesino ruso de Tura, en la Siberia profunda, perdió el brazo izquierdo de codo para abajo en una máquina agrícola, y pasó el resto de su vida como zahorí. Cuando se plantaba sobre un punto donde había agua, su brazo y su mano izquierda, aunque no siguieran allí, se enfriaban, con una acompañante sensación de humedad. Según los artículos que leí (había tres), sus habilidades nunca fallaron.
Había un tipo en Nebraska que podía predecir tornados con los callos de su pie perdido. Un marinero sin piernas en Inglaterra que era utilizado por sus compañeros como una especie de detector humano de bancos de peces. Un japonés con una doble amputación que se había convertido en un respetado poeta (lo cual no era un mal truco para un colega que era un analfabeto cuando sufrió el accidente de tren en el que perdió los brazos).
De todas las historias, quizá la más extraña fuese la de Kearney Jaffords, de New Jersey, un niño nacido sin brazos. Poco después de su decimotercer cumpleaños, este niño minusválido, anteriormente de mente equilibrada, se puso histérico, y no cesaba de insistir a sus padres que sus brazos «estaban sepultados en una granja y dolían». Afirmaba que podía mostrarles el lugar. Condujeron durante dos días, y terminaron en un camino de tierra en Iowa, en algún sitio entre Ninguna-Parte y Ninguna-Parte-En-Particular. El niño los guió hasta un maizal, divisó un granero cercano con un anuncio de TABACO MAIL POUCH en el tejado, y les instó a que cavaran. Los padres así lo hicieron, no porque esperaran encontrar algo, sino porque tenían la esperanza de poder, por fin, devolver la paz a su cuerpo y su mente. A un metro de profundidad hallaron dos esqueletos. Uno era el de una niña, de entre doce y quince años. El otro era el de un hombre, de edad indeterminada. El forense del condado de Adair estimó que los cadáveres habían permanecido enterrados aproximadamente doce años… pero, naturalmente, podrían haber sido trece, que era la edad de Kearny Jaffords. Ninguno de los cadáveres fue identificado. Al esqueleto de la niña le habían arrancado los dos brazos. Aquellos huesos estaban mezclados con los del hombre sin identificar.
A pesar de lo fascinante de esta historia, existían otras dos que me interesaron todavía más, especialmente al recordar la manera en que había hurgado en el bolso de mi hija.
Las descubrí en un artículo que se titulaba «Ven con lo que les falta», publicado en The North American Journal of Parapsychology. Describía los casos de dos psíquicos, una mujer de Phoenix y un hombre de Río Gallegos, Argentina. La mujer había perdido la mano derecha; el hombre, el brazo derecho por completo. Ambos habían ayudado con éxito a la policía a encontrar a varias personas desaparecidas (tal vez hubo otros casos que acabaron en fracaso, pero estos no se recogían en la crónica).
Según los autores del artículo, ambos psíquicos mutilados empleaban la misma técnica. Se les proporcionaba alguna prenda de la persona desaparecida, o una muestra de su letra. Cerraban los ojos y visualizaban que tocaban el objeto con la mano perdida (aquí se añadía una confusa nota al pie sobre algo denominado la Mano de la Gloria, también conocida como la Mano Mojo). La mujer de Phoenix, entonces, «obtenía una imagen», que transmitía a sus interlocutores. El argentino, sin embargo, acompañaba sus comuniones espirituales con breves pero furiosos arrebatos, durante los cuales escribía como un autómata con la mano remanente, un proceso que se me antojaba análogo al de mis pinturas.
Y, como digo, puede que pusiera en duda la veracidad de las anécdotas más absurdas con las que me topé durante mis exploraciones en internet, pero nunca dudé de que algo me estaba pasando a mí. Creo que lo hubiera creído aun sin la imagen de Carson Jones. Por el silencio, sobre todo. Excepto cuando Jack se dejaba caer, o cuando Wireman (cada vez más cerca) saludaba con la mano y gritaba «¡Buenos días, muchacho!», no veía a nadie ni hablaba con nadie salvo conmigo mismo. Me desprendí de casi todo lo superfluo, y cuando eso sucede, empiezas a oírte a ti mismo con claridad. Y la comunicación clara entre los yos (me refiero al yo superficial y al yo profundo) es enemiga de la duda en uno mismo. Da muerte a la confusión.
Pero, para cerciorarme, determiné llevar a cabo lo que me dije a mí mismo que sería un experimento.
* * *
De Efreel9 a Pamorama667
24 de enero, 09.15 h
Querida Pam: Tengo una partición algo inusual. Ahora me dedico a pintar, y la temática es un poco rara, pero divertida a su manera (por lo menos eso pienso yo). En vez de describirlo, es mejor que te enseñe lo que quiero decir, así que te adjunto un par de jpegs en el e-mail. Me he acordado de aquellos guantes de jardín tuyos, esos que tenían escrito MANOS en uno y FUERA en el otro. Me encantaría colocarlos en una puesta de sol. NO me preguntes por qué, estas ideas simplemente me vienen. ¿Todavía los tienes? Si es así, ¿me los mandarías? Te los devolveré con mucho gusto si quieres.
Preferiría que no compartieras las fotos con nadie de la «vieja tropa». En particular con Bozie, que seguro que se reiría como un lobo si viera ESTAS cosas.
Eddie
PD: Si no te parece bien lo de enviarme los guantes, perfecto. Es solo un alisio.
E.
Esa noche recibí la siguiente respuesta de Pam, que ya había regresado a la casa en St. Paul.
De Pamorama667 a EFreel9
24 de enero, 17.00 h
Hola Edgar: Ilse ya me habló de tus dibujos, y desde luego son diferentes. Con suerte este hobby durará más q lo de la restauración de coches. Si no es por ebay creo q aquel viejo Mustang seguiría detrás de la casa. Tienes razón en lo de q es una petición extraña, pero después de mirar las fotos creo q veo lo q pretendes (poner juntas cosas distintas para q la gente las vea desde otra perspectiva, ¿no?), y de todas formas quería comprar un nuevo par, así que «son todo tuyos». Te los mandaré vía UPS, solo te pido q me envíes un jpg del «Resultado Finés» si alguna vez llegas a pintarlos.
Ilse dijo q lo pasó fenomenal. Espero q te mandara una tarjeta de agradecimiento y no solo un e-mail, pero ya sé cómo es.
Una cosa más, Eddie, aunq a lo mejor no te hace mucha gracia. Le hice un fwd de tu mail con los jpgs a Zander Kamen, seguro q te acuerdas de él. Pensé q le gustaría verlas, pero sobre todo quería q viera el e-mail y saber si había motivos para preocuparme, pq estás escribiendo igual q solías hablar: «partición» en vez de «petición», «lobo» en vez de «loco». Al final escribiste «Es solo un alisio», y no sé lo q significa, pero el dr Kamen dice q quizá «capricho».
Pienso en ti.
Pam
PD: Mi padre está un poco mejor, la operación salió bien (los médicos dicen q puede q lo hayan «extirpado todo» pero apuesto a q siempre dicen eso). Parece q lleva bien la quimio, ya está en casa y puede andar.
Gracias x tu preocupación.
Su cáustica posdata era un ejemplo perfecto de la cara menos adorable de mi esposa: te recuesta… te relaja… y entonces te muerde y se esfuma. No obstante, tenía razón. Debería haberle pedido que le diera a su viejo los mejores deseos de parte del Rojócrata cuando hablara con él por teléfono. Ese cáncer de culo es una putada.
El e-mail entero era una sinfonía de irritación, desde la mención del Mustang que nunca tuve tiempo de terminar hasta su preocupación por mi elección errónea de las palabras. Una preocupación procedente de una mujer que pensaba que Xander se escribía con Z.
Y expulsando de mi organismo ese nimio arrebato de ira (hablándole a la casa vacía en un tono de voz elevado, por si necesitas saberlo), revisé el e-mail que le había enviado a ella, y sí, me provocó cierta inquietud. No mucha, en cualquier caso.
Por otra parte, quizá solo fuera una ráfaga de aire. O los vientos alisios.
* * *
La segunda tumbona a rayas se había convertido en parte integrante de la mesa del hombre corpulento y, según me iba aproximando, a veces manteníamos pequeñas conversaciones a voz en grito. Era un modo extraño de entablar una amistad, pero agradable. El día después del e-mail de Pam, con su preocupación superficial y su soterrado trasfondo (podrías estar tan enfermo como mi padre, Eddie, si no más), el hombre playa abajo gritó:
—¿Cuánto tiempo crees que tardarás en llegar hasta aquí?
—¡Cuatro días! —contesté—. ¡Quizá tres!
—¿Sigues decidido en hacer el viaje de vuelta andando?
—¡Totalmente! —dije—. ¿Cómo es tu nombre?
Su rostro profundamente bronceado, aunque algo rollizo, todavía conservaba cierto aire de galán. Centelleó una blanca dentadura, y sus incipientes mofletes carnosos desaparecieron cuando sonrió abiertamente.
—¡Te lo diré en cuanto llegues aquí! —respondió—. ¿Y el tuyo?
—¡Está escrito en mi buzón! —repliqué.
—¡El día que me incline a leer buzones será el día que empiece a enterarme de las noticias por las tertulias de la radio!
Me despedí con la mano, él agitó la suya en respuesta, vociferó un «¡Hasta mañana!» y se volvió para seguir contemplando el mar y los pájaros que lo sobrevolaban.
De vuelta en Big Pink, la bandera del buzón de correo de mi ordenador estaba levantada, y encontré este e-mail:
De KamenDoc a Efreel9
25 de enero, 14.49 h
Edgar: Pam me reenvió tu último e-mail y las fotos. Permíteme decir antes que nada que me hallo ATÓNITO por tu veloz crecimiento como artista. Puedo verte rehuyendo esa palabra con el patentado fruncimiento oblicuo de ceño, tan característico en ti, pero no hay otra. NO DEBES ABDICAR. En cuanto a las preocupaciones de ella: probablemente carecen de fundamento. De todos modos, no sería mala idea que te sometieras a una RM. ¿Tienes algún médico ahí? Es hora de un reconocimiento completo, de cabo a rabo, amigo mío.
Kamen
De Efreel9 a KamenDoc
25 de enero, 15.58 h
Kamen: Me alegro de saber de ti. Si quieres llamarme artista (o incluso «artiste»), ¿quién soy yo para discutírtelo? En la actualidad no tengo ningún matasanos en Florida. ¿Puedes recomendarme alguno o prefieres que pregunte a Todd Jamieson, el último médico que me manoseó el cerebro?
Edgar
Supuse que me remitiría a alguien, y puede que incluso me presentara a la cita, pero en aquel preciso instante unas pocas palabras omitidas y las rarezas lingüísticas no eran una prioridad.
Las caminatas eran una prioridad, y alcanzar la tumbona a rayas reservada para mí era también una especie de objetivo prioritario, pero a medida que enero menguaba, le daba mucha más importancia a las búsquedas en internet y a la pintura. La noche anterior había conseguido por fin terminar Puesta de sol con concha nº 16.
El veintisiete de enero, después de dar media vuelta a unos ciento ochenta metros escasos de la tumbona en espera, llegué a Big Pink y me encontré con que UPS había dejado un paquete. Dentro había dos guantes de jardín, uno con la palabra MANOS impresa en color rojo desteñido y el otro con la palabra FUERA, impresa de modo similar. Estaban desgastados de tantas estaciones en el jardín, pero limpios; ella los había lavado, tal como había imaginado. Como había esperado, de hecho. No era la Pam que los había llevado durante los años de nuestro matrimonio en la que estaba interesado, ni siquiera la Pam que podría habérselos puesto en el jardín de Mendota Heights el pasado otoño, mientras yo me recuperaba en el lago Phalen. Aquella Pam no era ninguna incógnita. Pero… «te contaré otra cosa que está pasando», había dicho mi If-So-Girl, sin ser consciente de su inquietante parecido con su madre mientras hablaba. «Está viendo un montonazo al tío ese que vive calle abajo.»
Esa era la Pam que me interesaba, la que había estado viendo un montonazo al tío ese que vivía calle abajo. El tío llamado Max. Las manos de esa Pam habían lavado estos guantes, y luego los habían embalado en la caja blanca dentro del paquete de UPS.
Esa Pam era el experimento… o eso me decía a mí mismo, pero nos engañamos con tanta frecuencia a nosotros mismos que podríamos ganarnos la vida con ello. Eso es lo que Wireman dice, y a menudo tiene razón. Probablemente demasiado a menudo. Incluso ahora.
* * *
No esperé al ocaso, porque al menos no traté de engañarme a mí mismo con que mi único interés era pintar un cuadro; mi interés se concentraba en la información de la pintura. Llevé los guantes de jardín tan anormalmente limpios a Little Pink (seguro que ella los había frotado fuertemente con lejía) y me senté delante del caballete. Un nuevo lienzo se hallaba colocado allí, aguardando. A la izquierda había dos mesas. Una era para las fotos tomadas con la cámara digital y otros hallazgos diversos. La otra estaba situada sobre una pequeña lona de color verde. Sobre ella reposaban unas dos docenas de botes de pintura, varias jarras parcialmente llenas de aguarrás, y algunas botellas de agua mineral Zephyr Hills que utilizaba para diluir. Era una pequeña pero completa estación de trabajo, saturada y caótica.
Sostuve los guantes en el regazo, cerré los ojos y fingí que los tocaba con la mano derecha. Nada. Ni dolor, ni picazón, ni sensación de dedos fantasmas acariciando el basto tejido desgastado. Me quedé allí sentado, deseando que me viniera, fuera lo que fuese, y solo conseguí más nada. Para el caso, lo mismo me habría servido ordenar a mi cuerpo que cagara cuando no tenía necesidad. Después de cinco largos minutos, volví a abrir los ojos y bajé la mirada hacia los guantes sobre mi regazo: MANOS… FUERA.
Chismes inútiles… Putos chismes inútiles.
No te cabrees, mantén el equilibrio, pensé. Y a continuación: Demasiado tarde. Estoy cabreado. Cabreado con estos guantes y con la mujer que se los ponía. ¿Incluso para mantener el equilibrio?
—Demasiado tarde para eso, también —dije, y me miré el muñón—. Nunca más volveré a estar equiparado.
Palabra equivocada. Siempre la palabra equivocada y así seguiría siendo por el puto siempre jamás. Sentía deseos de golpear y tirar al suelo todo lo que había sobre mis estúpidas mesas de juego.
—Equilibrado —dije, en voz deliberadamente baja y deliberadamente lenta—. Nunca más volveré a estar e-qui-liii-braaa-do. Estoy con un brazo desemparejado.
Eso no era muy divertido (ni siquiera tenía mucha lógica), pero igualmente la ira empezó a escurrirse. Escucharme a mí mismo pronunciar la palabra correcta ayudaba. Por lo general lo hacía.
Aparté el muñón de mis pensamientos y retorné a los guantes de mi mujer. MANOS FUERA, vaya que sí.
Con un suspiro (puede que hubiera algo de alivio en él, no lo recuerdo seguro, pero es probable) los puse sobre la mesa donde colocaba los objetos que me servían de modelo y cogí un pincel de una jarra con aguarrás. Lo limpié con un trapo, lo enjuagué, y me quedé mirando el lienzo en blanco. Y a todo esto, ¿en serio tenía intención de pintar los guantes? ¿Por qué, joder? ¿Por qué?
Súbitamente, la idea de haber pasado todo este tiempo pintando se me antojó ridícula. La idea de que yo no poseía tal habilidad me parecía mucho más, infinitamente más plausible. Si humedeciera este pincel en la pintura negra y luego lo aplicara sobre ese amenazador espacio en blanco, seguramente, y en el mejor de los casos, no sería capaz de pintarrajear más que una serie de monigotes desfilando: Diez negritas salieron a cenar; una se ahogó; y entonces quedaron nueve. Nueve negritas, despiertas hasta muy tarde…
Aquello era siniestro. Me levanté de la silla, y rápido. Repentinamente no deseaba estar allí, en Little Pink, ni en Big Pink, ni en Duma Key, ni seguir con mi estúpida e inútil vida de jubilado renqueante y retrasado. ¿Cuántas mentiras estaba contando? ¿Que yo era un artista? Ridículo. Kamen podría gritar: «ATÓNITO», y: «NO DEBES ABDICAR», con sus patentadas mayúsculas en los e-mails, pero Kamen era un especialista en trucos con los que inducir a las víctimas de accidentes terribles a creer que el pálido sucedáneo de vida que vivían era tan bueno como una vida verdadera. En lo que concernía al refuerzo positivo, Kamen y Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, eran una fuerza arrolladora. Eran BRILLANTES DE COJONES, y la mayoría de sus agradecidos pacientes les gritaban NO DEBÉIS ABDICAR. ¿Pensaba en serio que yo era un médium? ¿Que estaba poseído por un brazo fantasma capaz de ver lo desconocido? Aquello no era ridículo, era lastimoso y demencial.
Había un 7-Eleven en Nokomis. Decidí que probaría mis habilidades de conducción, compraría un par de paquetes de seis cervezas y me emborracharía. Puede que al día siguiente viera las cosas desde una perspectiva mejor, a través de la bruma de la resaca. No me imaginaba cómo podrían ser peor. Me moví para coger la muleta pero entonces tropecé cuando mi pie (el izquierdo, el bueno, por el amor de Dios) quedó enganchado bajo la silla. Mi pierna derecha no era lo bastante fuerte como para sostenerme erguido, y caí cuan largo era, extendiendo el brazo derecho hacia delante para amortiguar la caída.
Puro acto reflejo, por supuesto… excepto que amortiguó la caída. Sí que lo hizo. No lo vi (tenía los ojos fuertemente cerrados, del modo en que los aprietas cuando te sacrificas por el bien del equipo), pero si no hubiese amortiguado el choque, lo más probable es que me hubiera lesionado gravemente, con alfombra o sin ella. Podría haber sufrido un latigazo cervical, eso si no me hubiera roto el cuello.
Me quedé allí tumbado durante un instante, hasta que pude confirmar que seguía con vida, y a continuación me puse de rodillas. Me dolía ferozmente la cadera. Mantuve el palpitante brazo derecho erguido, delante de los ojos. Salvo que allí no había brazo. Afiancé la silla sobre sus patas, me apoyé en ella con mi antebrazo izquierdo… y entonces lancé la cabeza hacia delante como una flecha y mordí el brazo derecho.
Sentí la media luna de mis dientes hundiéndose justo por debajo del codo. El dolor.
Sentí más. Sentí la carne de mi antebrazo contra mis labios. Entonces eché la cabeza atrás, jadeando.
—¡Jesús! ¡Jesús! ¿Qué está pasando? ¿Qué es esto?
Casi esperé ver el brazo materializándose de la nada en un remolino. Eso no ocurrió, pero ahí había algo, de acuerdo. Alargué el brazo por encima del asiento de la silla en busca de uno de mis pinceles. Noté que los dedos lo agarraban, pero el pincel no se movió. Pensé: Conque esto es lo que se siente al ser un fantasma.
Trepé a la silla a duras penas. Mi cadera gruñía, pero el dolor parecía desarrollarse a lo lejos, río abajo. Con la mano izquierda recuperé a toda velocidad el pincel que había limpiado antes y me lo puse en la oreja izquierda. Lavé otro y lo dejé en la canaleta del caballete. Lavé un tercero y lo dejé allí, también. Pensé en limpiar un cuarto y decidí que no quería tomarme ese tiempo. La fiebre había descendido sobre mí otra vez, el hambre. Fue tan repentina y violenta como mis arrebatos de rabia. Si los detectores de humo se hubieran activado escaleras abajo, anunciando que la casa ardía, no les habría prestado ninguna atención. Quité el celofán de un pincel por estrenar, lo empapé de negro, y comencé a pintar.
Al igual que ocurrió con el dibujo titulado El final del partido, no me acuerdo mucho de la creación real de Amigos con privilegios. Todo lo que sé es que sucedió en una violenta explosión, y que nada tenía que ver con las puestas de sol. Era en su mayor parte de color negro y azul, el color de los hematomas, y al acabar, me dolía el brazo izquierdo a causa de la actividad física. Tenía toda la mano salpicada de pintura hasta la muñeca.
El lienzo terminado me recordaba un poco a aquellas cubiertas de libros en rústica noir que solía ver de niño, las que mostraban siempre a alguna furcia de camino al infierno. Salvo que en aquellos libros la mujer era por lo general rubia y de unos veintidós años. En mi cuadro tenía el cabello negro y aparentaba más de cuarenta. La dama en cuestión se trataba de mi ex esposa.
Estaba sentada en una cama desbaratada, y no llevaba encima más que un par de pantis azules. El tirante de un sujetador a juego colgaba de una pierna. Tenía la cabeza ligeramente inclinada, pero sus facciones no ofrecían confusión posible; la había captado BRILLANTEMENTE con tan solo unas ásperas pinceladas de negro que casi se asemejaban a ideogramas chinos. En la suave pendiente de un pecho estaba el único punto verdadero de luminosidad en el cuadro: el tatuaje de una rosa. Me pregunté cuándo se lo habría puesto, y por qué. Pam con un tatuaje se me antojaba tan improbable como Pam en una carrera de motocross en Mission Hill, pero en cualquier caso no me cabía duda de que era cierto; era sencillamente un hecho, como la camiseta de Torii Hunter de Carson Jones.
En el cuadro había además dos hombres, ambos desnudos. Uno estaba de pie junto a la ventana, medio de espaldas. Su cuerpo era el perfecto paradigma de burgués blanco de cincuenta años, como el que, imaginaba, podrías encontrar en el vestuario de cualquier Gold's Gym: estómago fofo, culo pequeño, nalgas planas, incipientes tetas de hombre. Su rostro era inteligente y distinguido. Ese rostro reflejaba ahora una expresión melancólica que decía «casi-la-he-perdido». Una expresión que decía «nada-lo-cambiará». Este era Max, de Palm Desert. Para el caso, bien podría haber llevado un cartel alrededor del cuello. Max, quien había perdido a su padre el año pasado; Max, quien había empezado ofreciendo café a Pam y había terminado ofreciéndole algo más. Ella le había aceptado el café y el «algo más», pero no todo el «algo más» que él podría haberle dado. Eso era lo que su rostro expresaba. No se veía todo, pero lo que se veía estaba mucho más desnudo que su culo.
El otro hombre se apoyaba en la jamba de la puerta con los tobillos cruzados, una posición que presionaba y juntaba sus muslos, poniendo de relieve su considerable paquete. Era quizá diez años mayor que el hombre de la ventana, pero en mejor forma. Sin barriga. Sin michelines. Largos músculos en los muslos. Tenía los brazos cruzados bajo el pecho, y miraba a Pam con una sonrisita en el rostro. Conocía bien esa sonrisa, porque Tom Riley había sido mi contable, y mi amigo, durante treinta y cinco años. Si no hubiera sido costumbre en nuestra familia pedir a tu padre que fuera el padrino de bodas, se lo habría pedido a Tom.
Sin apartar la vista de él, plantado allí desnudo en la puerta, mirando a mi mujer en la cama, me acordé de cuando me ayudó a mudarme a la casa del lago Phalen. Me acordé de cuando me dijo: «No tienes por qué dejarle la casa, es como ceder la ventaja de campo en los play off».
Entonces le había sorprendido con lágrimas en los ojos. «Jefe, no me acostumbro a verte así, con un solo brazo.»
¿Te la has follado, entonces? No lo creía. Pero…
«Voy a proporcionarte una oferta que llevarle a ella», había dicho yo. Y lo hizo. Solo que quizá hizo más que informarle de mí oferta.
Cojeé hasta el ventanal, sin utilizar la muleta. Aún faltaban horas para el ocaso, pero el sol se movía hacia el oeste con paso firme, despidiendo reflejos en el agua. Me obligué a mirar directamente su rastro deslumbrante, enjugándome los ojos repetidamente.
Intenté autoconvencerme de que el cuadro podría no ser más que una invención de una mente que todavía se esforzaba en sanar. No coló. Todas mis voces hablaban entre sí claramente y de forma coherente, y sabía lo que sabía. Pam se había follado a Max allí en Palm Desert, y cuando este le propuso una relación más duradera, más profunda, ella le rechazó. Pam también se había follado a mi más antiguo socio y amigo, y puede que todavía se lo estuviera follando. La única pregunta sin contestar era quién de los dos la había convencido para tatuarse la rosa en la teta.
—Tengo que deshacerme de esto —dije, y apoyé mi frente palpitante contra el cristal. Más allá, el sol ardía sobre el golfo de México—. De verdad que tengo que deshacerme de esto.
Entonces chasquea los dedos, pensé.
Chasqueé los dedos de la mano derecha y oí el sonido que produjo, un pequeño ¡crac! enérgico.
—Muy bien, ¡acabado-finito-caput! —exclamé jovialmente.
Pero entonces cerré los ojos y vi a Pam sentándose en la cama, en alguna cama, con los pantis puestos, con el tirante de un sujetador reposando sobre su pierna como una serpiente muerta.
Amigos con privilegios.
Putos amigos, con putos privilegios.
* * *
Aquella noche no contemplé la puesta de sol desde Little Pink. Dejé mi muleta apoyada contra la esquina de la casa, bajé cojeando hasta la playa, y me adentré en el mar hasta las rodillas. El agua estaba fría, que es lo normal un par de meses después de que la temporada de huracanes se haya disipado, pero apenas me percaté. Ahora la senda abierta en la superficie del mar era de un naranja amargo, y eso era lo que yo miraba.
—Experimento, una mierda —murmuré, y el agua se encrespó a mí alrededor. Me mecí de forma inestable sobre los pies, extendiendo el brazo para mantener el equilibrio—. Una puta mierda.
Por encima, una garza planeaba a través del cielo cada vez más oscuro, un silencioso proyectil de cuello alargado.
—Fisgonear, eso es lo que era, fisgonear, y nada más, pero he pagado el precio por ello.
Cierto. Y si sentía deseos de volver a estrangularla, nadie excepto yo mismo tenía la culpa. No espíes por el ojo de la cerradura, no sea que te disguste lo que veas, solía decir mi vieja querida madre. Espié, me disgusté, fin de la historia. Ahora era su vida, y lo que hiciera con ella era asunto suyo. Mi tarea era dejarlo pasar. La cuestión era si podría o no. Era más difícil que chasquear los dedos, incluso más que chasquear los dedos de una mano que no existía.
Otra ola rompió, una lo suficientemente grande como para tirarme. Por un momento me encontré sumergido y respirando agua. Emergí a la superficie resoplando, pero el reflujo trató de arrastrarme mar adentro entre la arena y las conchas. Me di impulso con el pie bueno hacia la orilla, moviendo el malo de un lado a otro sin energía, y conseguí de algún modo encontrar un asidero. Podría estar confuso con respecto a algunas cosas, pero no quería ahogarme en el golfo de México. No había confusión respecto a eso. Repté fuera del agua, con el pelo sobre los ojos, escupiendo y tosiendo, con la pierna derecha a rastras como un fardo empapado en exceso.
Cuando finalmente alcancé arena seca, rodé sobre mi espalda y miré al cielo. Una gruesa luna creciente navegaba por la aterciopelada oscuridad sobre la cúspide del tejado de Big Pink. Parecía que allí arriba todo estaba sereno. Aquí abajo había un hombre cuyos sentimientos eran todo lo contrario a sereno: un hombre tembloroso y triste y furioso. Giré la cabeza para mirar el muñón del brazo, y luego volví a levantar la vista hacia la luna.
—No más espionaje —declaré—. Esta noche entra en vigor el nuevo pacto. No más espionaje y no más experimentos.
Y hablaba en serio, de veras. Pero, como ya he dicho (y Wireman había pasado por esto antes que yo), nos engañamos con tanta frecuencia a nosotros mismos que podríamos ganarnos la vida con ello.
5- Wireman
En nuestro primer encuentro verdadero, Wireman se rió tan fuerte que rompió la silla en la que se sentaba, y yo me reí tan fuerte que casi me desmayé (entré, de hecho, en un estado de semiinconsciencia, una especie de «fundido en negro»). Aquello era lo último que hubiera esperado tan solo un día más tarde de descubrir que Tom Riley tenía una aventura con mi ex mujer (aunque no es que mi prueba sirviera para sustentarlo en un palacio de justicia), pero era un augurio de las cosas por venir. No fue la única vez que nos reímos juntos. Wireman era muchas cosas para mí (entre ellas, y no la menos importante, mi destino), pero, sobre todo, era mi amigo.
* * *
—Bueno —habló cuando finalmente alcancé la mesa de la sombrilla a rayas y la silla vacante ubicada frente a la suya—. El forastero renco arribó, cargando con una bolsa para pan llena de lonchas. Sentaos, oh, forastero renco. Remojad vuestro gaznate. Ese vaso ya lleva varios días esperando.
Dejé encima de la mesa mi bolsa de plástico (que era, en efecto, una bolsa para pan) y alargué la mano.
—Edgar Freemantle —me presenté.
Su mano era pequeña, los dedos romos y el apretón fuerte.
—Jerome Wireman. Casi siempre respondo por Wireman.
Eché un vistazo a la silla de playa destinada a mí. Era de las que tenían un respaldo alto y el reposaculos bajo, como el asiento de capitán de un Porsche.
—¿Le ocurre algo malo, muchacho? —preguntó Wireman, levantando una ceja.
Y tenía mucha ceja para levantar, almohadillada y medio gris.
—No, siempre y cuando no te rías cuando tenga que salir de ella —contesté.
Sonrió y dijo:
—«Cariño, vive como tengas que vivir». Chuck Berry, mil novecientos sesenta y nueve.
Me posicioné al lado de la silla vacía, musité una pequeña oración, y me dejé caer. Me incliné como siempre a la izquierda, para que la cadera mala no resultara maltratada. No aterricé completamente recto, pero me agarré a los reposabrazos de madera, empujé con mi pie fuerte, y la silla tan solo osciló un poco. Un mes antes me hubiera despatarrado, pero ahora era más fuerte. Podía imaginarme a Kathi Green aplaudiendo.
—Buen trabajo, Edgar —me felicitó—. ¿O te llamo Eddie?
—Como más rabia te dé, respondo a cualquiera de los dos. Me intriga el contenido de esa jarra.
—Té verde helado —contestó—. Muy refrescante. ¿Te apetece un poco?
—Me encantaría.
Me sirvió un vaso, luego se rellenó el suyo y lo alzó. El té era solo vagamente verde. Sus ojos, atrapados en finas redes de arrugas, eran más verdes. Tenía el cabello negro, veteado de blanco en las sienes, y bastante largo, por cierto. Cuando el viento se lo levantó, pude ver una cicatriz en el nacimiento del pelo a la derecha, redonda como una moneda, pero más pequeña. Hoy iba en bañador, y sus piernas estaban tan morenas como sus brazos. Parecía en forma, pero me dio la impresión de que tenía aspecto de cansado.
—Bebamos por ti, muchacho. Lo lograste.
—De acuerdo —dije yo—. Por mí.
Chocamos los vasos y bebimos. Había tomado té verde anteriormente, y no me desagradaba, pero aquel era celestial, como beber seda fría, con un tenue regusto dulce.
—¿Le notas el sabor a miel? —preguntó, y sonrió cuando asentí con la cabeza—. No todo el mundo lo hace. Solo le añado una cucharada por jarra, pero libera la dulzura natural del té. Aprendí esta receta en un buque a vapor en el mar de China. —Alzó el vaso y miró a su través con los ojos entrecerrados—. Luchábamos contra muchos piratas e intimábamos con extrañas mujeres de tez morena bajo los cielos tropicales.
—Eso me suena a tontería supina, señor Wireman —declaré, y se rió.
—La verdad es que leí lo del truco de la miel en uno de los libros de cocina de la señorita Eastlake.
—¿Es la señora con la que sales por las mañanas? ¿La de la silla de ruedas?
—Sí, efectivamente.
Y sin meditar lo que iba a decir (pensaba en las inmensas zapatillas azules de ella apoyadas sobre los reposapiés cromados de la silla de ruedas), solté:
—La Novia del Padrino.
Wireman se quedó boquiabierto, esos ojos verdes suyos abiertos de par en par hasta tal punto que ya me disponía a disculparme por mi metedura de pata. Entonces se echó a reír de verdad. Era la clase de bramido llevado hasta el límite que profieres en esas raras ocasiones cuando algo atraviesa sigilosamente todas tus defensas y te alcanza en ese dulce lugar donde se ubica el hueso de la risa. Quiero decir que el hombre se estaba tronchando de risa, y cuando se percató de que yo no tenía ni la más remota idea de lo que le ocurría, se rió incluso con más ganas, su nada desdeñable barriga moviéndose arriba y abajo. Trató de dejar el vaso en la mesita, y falló. El vaso cayó a plomo en la arena y quedó allí plantado, perfectamente derecho, como una colilla en una de esas urnas con arena que normalmente ves junto al ascensor en un vestíbulo de hotel. Encontró aquello todavía más gracioso, y apuntó con el dedo.
—No habría podido hacer eso ni a posta —se las apañó para decir, y luego continuó riendo, estallido tras estallido, agitándose en la silla, agarrándose el estómago con una mano y la otra plantada en el pecho. De repente me vino a la mente, con amenazante claridad, el fragmento de un poema recitado en el instituto, unos treinta años antes: «No fingen los hombres convulsiones / Ni simulan estertores».
Yo mismo estaba sonriendo; sonreía y reía entre dientes, porque esa clase de hilaridad es contagiosa, incluso aunque no sepas cuál es el chiste. Y el vaso cayendo de aquel modo, conservando todas y cada una de las gotas del té de Wireman en su interior… aquello era gracioso. Como un gag del Correcaminos. Pero el vaso cayendo a plomo no había sido el origen del ataque de risa desenfrenada de Wireman.
—No lo pillo. Quisiera disculparme si…
—¡Es que lo es! —cacareó Wireman tan alocadamente que casi resultaba incoherente—. ¡En cierto modo lo es, ahí está el punto! Solo que sería la hija, desde luego, La Hija del Padri…
Pero al haber estado balanceándose de lado a lado y de arriba abajo (nada de fingimientos, era una auténtica convulsión), fue entonces cuando la tumbona finalmente entregó su alma con un potente crrrack, que le catapultó hacia delante con una expresión de sorpresa sumamente cómica en su rostro, y cayó desparramado en la arena. Uno de sus brazos, que se agitaban como aspas de molino, asió el poste de la sombrilla y volcó la mesa. Una ráfaga de viento atrapó la sombrilla, la hinchó como si fuera una vela, y comenzó a arrastrar la mesa playa abajo. Lo que me hizo reír no fue la estupefacta mirada de insecto en el rostro de Wireman cuando la tumbona, medio desintegrada, trató de inmovilizarle cual mandíbula con rayas, ni que repentinamente empezara a rodar como un barril sobre la arena. Ni siquiera fue la visión de la mesa intentando escapar, remolcada por su propia sombrilla. Fue el vaso de Wireman, que seguía plácidamente en posición vertical entre el costado del hombre despatarrado y su brazo izquierdo.
Compañía de Té Helado Acmé, pensé, todavía atascado en aquellos viejos dibujos del Correcaminos. ¡Mip-mip! Y eso, naturalmente, hizo que evocara la grúa que había causado tantos estragos, la de la puta señal de advertencia que no había advertido nada, y de pronto tuve una visión de mí mismo como Wile E. Coyote en la cabina de la camioneta que se desintegraba, con los ojos fuera de las órbitas por el asombro y las orejas reventadas apuntando erectas en dos direcciones opuestas, quizá con las puntas un poco humeantes.
Aquello lo consiguió. Me reí hasta rodar fuera de mi propia silla, como si no tuviera huesos, y me desplomé en la arena al lado de Wireman… pero el vaso volvió a salvarse y continuó en posición perfectamente vertical, como la colilla de un cigarrillo en una urna de arena. Era imposible que pudiera reírme con más fuerza, pero lo hice. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas a borbotones y el mundo empezaba a oscurecerse al tiempo que mi cerebro entraba en modo de privación de oxígeno.
Wireman, que seguía aullando, gateó tras la mesa fugitiva, impulsándose con las rodillas y los codos. Intentó asirla por la base, pero la mesa se apartó deslizándose como si hubiera presentido que se aproximaba. Wireman abrió un surco en la arena con la cara y se levantó, riendo y estornudando. Yo rodé sobre la espalda y boqueé en busca de aliento, al borde de un síncope, pero sin dejar de reír.
Así fue como conocí a Wireman.
* * *
Veinte minutos más tarde la mesa estaba colocada en una tosca aproximación de su posición original. Todo aquello estaba muy bien, pero ninguno de nosotros podía mirar la sombrilla sin romper en un ataque de risa tonta. Una de las cuñas que la sujetaban a la mesa se había desprendido, y ahora se erguía torcida, confiriéndole el aspecto de un borracho tratando de fingir sobriedad. Wireman había trasladado la única silla que quedaba ahora hasta el final del paseo de madera, y se había sentado en ella ante mi insistencia. Yo me senté en el borde de la pasarela, que, aunque sin respaldo, me facilitaba la tarea de levantarme, por no mencionar que la hacía menos indecorosa. Wireman se ofreció a sustituir la jarra derramada de té con hielo por una nueva. Rehusé, pero consentí en compartir el vaso que milagrosamente aún contenía líquido.
—Ahora somos hermanos de agua —declaró cuando nos lo terminamos.
—¿Eso es algún ritual indio? —pregunté.
—No, es de Forastero en tierra extraña, de Robert Heinlein. Que Dios bendiga su recuerdo.
Se me ocurrió que nunca le había visto leyendo allí, en la tumbona a rayas, pero no lo mencioné. Hay mucha gente que no lee en la playa; la luz deslumbrante les produce dolor de cabeza. Yo simpatizaba con las personas que sufrían dolores de cabeza.
Se echó a reír otra vez. Se cubrió la boca con ambas manos, como un chiquillo, pero la risa brotó a través.
—Basta. Jesús, basta ya. Me siento como si tuviera todos los músculos del estómago a punto de reventar.
—Yo también —dije.
Durante un tiempo no hablamos. La brisa procedente del Golfo era húmeda y fría aquel día, con un atribulado aroma a sal. El desgarrón de la sombrilla ondeaba. El punto oscuro en la arena donde la jarra de té helado se había derramado ya estaba casi seco.
—¿Viste la mesa tratando de escapar? —preguntó, dejando escapar otra risita—. Jodida mesa.
Yo también reí por lo bajo. Me dolían la cadera y los músculos del estómago, pero me encontraba bastante bien para ser un hombre que casi había quedado inconsciente de tanto reírse.
—Huida de Alabama —dije.
Asintió mientras continuaba sacudiéndose la arena de la cara.
—Grateful Dead. Mil novecientos sesenta y nueve. O por ahí cerca.
Soltó una risita tonta; la risita aumentó de intensidad hasta convertirse en risa, y la risa se transformó en otro estallido de carcajadas a pleno pulmón. Se sujetó la barriga y gruñó.
—No puedo más, tengo que parar, pero… ¡la Novia del Padrino! ¡Jesús! —Y se dejó llevar otra vez.
—Nunca le cuentes que he dicho eso —le pedí.
Cesaron las risas, pero continuó sonriendo.
—No soy tan indiscreto, muchacho. Pero… ¿fue por el sombrero, no? Ese gran sombrero de paja que lleva. Como el de Marlon Brando, cuando está jugando con el crío en el jardín.
En realidad había sido principalmente por las zapatillas, pero asentí con la cabeza y nos reímos un poco más.
—Si nos desternillamos cuando te presente —dijo, lanzando fuertes risotadas otra vez, probablemente ante la idea de desternillarnos; es lo que pasa cuando tienes estos arrebatos—, diremos que es porque se me rompió la silla, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —convine—. ¿A qué te referías con lo de «en cierto modo lo es»?
—¿De verdad que no lo sabes?
—Ni idea.
Señaló hacia Big Pink, que parecía muy pequeña en la distancia. Parecía un largo camino de regreso.
—¿A quién crees que pertenece tu casa, amigo?Quiero decir, seguro que le pagas a un agente inmobiliario, o a la típica agencia «Su Hogar De Vacaciones Lo Tenemos Nosotros», pero ¿dónde crees que termina al final el saldo de tu cheque?
—Deduzco que en la cuenta bancaria de la señorita Eastlake.
—Correcto. La señorita Elizabeth Eastlake. Dada la edad de la dama en cuestión, ochenta y cinco, supongo que bien podrías llamarla «Doña». —Empezó a reír de nuevo, sacudió la cabeza y añadió—: Tengo que parar. Pero en aras de la justicia, ha pasado mucho tiempo desde que tuve algo de lo que reírme con tantas ganas.
—Lo mismo digo.
Posó sus ojos en mí, un hombre sin un brazo y con calvas en un lado del cuero cabelludo, y asintió con la cabeza. Después nos quedamos simplemente contemplando el Golfo durante un rato. Sé que la gente viene a Florida cuando son viejos y están enfermos, porque el clima es bastante cálido la mayor parte del año, pero creo que el golfo de México tiene alicientes adicionales. Solo el hecho de observar esa planicie en calma, serena, rebosante de luz solar, tiene un efecto terapéutico. Es una gran palabra, ¿no es cierto? Golfo, quiero decir. Lo bastante grande como para dejar caer un montón de cosas en su interior y verlas desaparecer.
—¿Y a quién crees que pertenecen las casas entre la tuya y esta? —preguntó después de un rato. Sacudió el pulgar sobre su hombro hacia las paredes blancas y el tejado naranja—. Que, por cierto, está listada en los mapas del condado como Heron's Roost, Percha de Garza, pero yo la llamo El Palacio de Asesinos.
—¿También a la señorita Eastlake?
—Dos de dos —confirmó.
—¿Por qué lo llamas «Palacio de Asesinos»?
—Bueno, sería «Guarida de Forajidos» cuando lo pienso en inglés —contestó Wireman con una sonrisa contrita—. Porque parece el lugar donde el malo de un western de Sam Peckinpah colgaría su sombrero. En cualquier caso, hay seis casas bastante bonitas entre Heron's Roost y Punta Salmón…
—Que yo llamo Big Pink —le interrumpí—. Cuando lo pienso en inglés.
Asintió con la cabeza.
—El Rosado Grande. Buen nombre. Me gusta. Estarás allí… ¿por cuánto tiempo?
—Tengo alquilada la casa por un año, pero, honestamente, no lo sé. No me da miedo el calor, que supongo que corresponderá con lo que aquí llaman la estación mala, pero hay que tener presente los huracanes.
—Sí, aquí todos tenemos presente la temporada de huracanes, en especial desde el Charley y el Katrina. Pero las casas entre Punta Salmón y Heron's Roost estarán vacías mucho antes de la temporada de huracanes. Como el resto de Duma Key. Que, por cierto, fácilmente podría haberse llamado Isla Eastlake.
—¿Estás insinuando que todo esto es suyo?
—Es complicado incluso para un tipo como yo, que fue abogado en su otra vida —dijo Wireman—. Hubo un tiempo en que su padre era el dueño de todo, junto con una buena porción de la Florida continental al este de aquí. Lo vendió todo en los años treinta excepto Duma. La señorita Eastlake posee el extremo norte, eso no admite ninguna duda. —Wireman agitó el brazo para indicar la punta septentrional de la isla, la parte que más tarde calificaría como «más pelada que el coño de una stripper»—. El terreno y las casas desde Heron's Roost, la más lujosa, hasta tu Big Pink, la más innovadora. Le proporcionan unos ingresos que apenas necesita, pues heredaron de su padre mucho dinero.
—¿Cuántos de sus hermanos y hermanas siguen…?
—Ninguno —respondió Wireman—. La Hija del Padrino es la última. —Resopló y sacudió la cabeza—. Tengo que dejar de llamarla así —manifestó, más a sí mismo que a mí.
—Si tú lo dices. Lo que me intriga en realidad es por qué el resto de la isla no está urbanizada. Dado el interminable boom inmobiliario de la construcción en Florida, me pareció algo ilógico ya desde el primer día que crucé el puente.
—Hablas como un hombre con conocimientos especializados. ¿Qué eras en tu otra vida, Edgar?
—Contratista de la construcción.
—¿Y ahora has dejado atrás aquellos días?
Podía haber respondido con evasivas (no le conocía lo suficientemente bien como para ponerme en la línea de fuego), pero no lo hice. Estoy seguro de que nuestro mutuo ataque de histeria tuvo mucho que ver en ello.
—Sí —respondí.
—¿Y qué eres en esta vida?
Suspiré y aparté la vista de él. Hacia el Golfo, donde podías descargar todas tus antiguas miserias y verlas desaparecer sin dejar ni rastro.
—No puedo asegurarlo todavía. He estado pintando algo… —Y esperé a que se echara a reír.
Pero no lo hizo.
—No serías el primer pintor que se aloja en Punta Sa… Big Pink. Posee toda una tradición artística.
—Me tomas el pelo. —No había nada en la casa que sugiriera tal cosa.
—Oh, sí —afirmó—. Alexander Calder se alojó allí. Keith Haring. Marcel Duchamp. Todos antes de que la erosión de la playa pusiera el lugar en peligro de caer al agua. —Hizo una pausa—. Salvador Dalí.
—¡Anda ya, ni de monda! —exclamé, y entonces me ruboricé cuando vi que ladeaba la cabeza. Por un momento sentí toda la vieja ira frustrada abalanzándose sobre mí, obstruyéndome la cabeza y la garganta.
Puedo hacerlo, pensé.
—Perdón. Tuve un accidente hace algún tiempo, y… —Callé.
—No es difícil de adivinar —dijo Wireman—. Por si acaso no lo has notado, te falta un buen trozo del brazo derecho, muchacho.
—Sí. Y a veces sufro… no sé, afasia, supongo.
—Ya. En cualquier caso, no mentía sobre Dalí. Se alojó en tu casa durante tres semanas en 1981. —Y casi sin pausa, agregó—: Sé por lo que estás pasando.
—Lo dudo seriamente.
No pretendía que sonara duro, pero así fue como sonó. Así fue como me sentía, en realidad.
Wireman no dijo nada durante un rato. La sombrilla desgarrada ondeaba. Tuve tiempo de pensar: Bueno, esta fue una amistad potencialmente interesante que no va a fraguar, pero cuando habló a continuación, su voz sonaba tranquila y apacible. Era como si ese pequeño desvío de la conversación nunca hubiera ocurrido.
—Parte del problema que impide el desarrollo urbanístico de Duma es pura y llanamente la vegetación. La uniola es autóctona, pero el resto de toda esa porquería no tendría posibilidad alguna de crecer sin irrigación. Alguien haría bien en llevar a cabo una investigación, eso es lo que pienso.
—Mi hija y yo fuimos un día a explorar. Hay una verdadera selva al sur de aquí.
Wireman se mostró alarmado.
—Una excursión por Duma Road no es lo más apropiado para un tipo en tu estado. Está hecha una mierda.
—Dímelo a mí. Lo que me gustaría saber es cómo es posible que no sea una carretera de cuatro carriles, con un carril bici a cada lado y edificios de apartamentos cada setecientos metros.
—¿Porque nadie sabe quién es el propietario del terreno? ¿Qué opinas de eso para empezar?
—¿Hablas en serio?
—Sí. La señorita Eastlake es la dueña legítima desde la punta de la isla justo al sur de Heron's Roost desde 1950. Sobre eso no hay ninguna duda en absoluto. Estaba en los testamentos.
—¿Testamentos? ¿En plural?
—Hay tres. Todos ológrafos, todos con diferentes testigos, y todos diferentes en lo que se refiere a Duma Key. En todos ellos, no obstante, su padre John le lega incondicionalmente el extremo norte de Duma a Elizabeth Eastlake. El resto ha estado en los tribunales desde entonces. Sesenta años de riñas que hacen que Casa Desolada parezca Dick y Jane.
—Creí que habías comentado que la señorita Eastlake era la única hija viva.
—Sí, pero tiene sobrinos y sobrinas y además es tía abuela. Cubren toda la Tierra, como las Pinturas Sherwin-Williams. Son los que provocan las riñas, pero se pelean los unos contra los otros, no con ella. La única mención a la señorita Eastlake en los múltiples testamentos del viejo hacía referencia a esta parte de Duma Key, la cual fue cuidadosamente delimitada mediante dos peritajes topográficos distintos, el primero antes de la Segunda Guerra Mundial y el otro justo después. Está todo inscrito en un registro público. ¿Y sabes una cosa, amigo?
Negué con la cabeza.
—La señorita Eastlake cree que eso es exactamente lo que su viejo quería que ocurriera. Y, después de examinar con mi ojo de abogado las copias de los testamentos, yo también lo pienso.
—¿Quién paga los impuestos?
Me miró sorprendido y luego soltó una carcajada.
—Cada vez disfruto más contigo, vato.
—Mi otra vida —le recordé.
Ya empezaba a gustarme cómo sonaba eso de la «otra-vida».
—Claro. Entonces sabrás apreciar esto —aseguró—. Es inteligente. Los tres últimos testamentos de John Eastlake contienen idénticas cláusulas que establecen un fondo de fideicomiso para pagar los impuestos. La compañía inversora original que administraba este fideicomiso ya ha sido absorbida desde entonces. De hecho, la compañía que la absorbió ha sido absorbida…
—Es el estilo americano de hacer negocios —remarqué.
—Vaya si lo es. En cualquier caso, el fondo nunca ha corrido peligro de agotarse, y los impuestos se pagan cada año como un reloj.
—El dinero habla, las tonterías vuelan.
—Es la pura verdad —asintió, y después se levantó, se llevó las manos a la base de la espalda y se retorció—. ¿Te gustaría subir a la casa y conocer a la jefa? Debe de estar levantándose de su siesta justo ahora. Tiene sus problemas, pero incluso a sus ochenta y cinco años, es todo un encanto.
No era el momento de confesarle que pensaba que ya la había conocido, brevemente, cortesía de mi contestador automático.
—Otro día. Cuando pase el peligro de hilaridad.
Asintió con la cabeza.
—Baja mañana por la tarde, si quieres.
—Quizá venga. Ha estado bien.
Volví a extender la mano y él la estrechó de nuevo, mirando el muñón de mi brazo derecho mientras lo hacía.
—¿Nada de prótesis? ¿O solo te la quitas cuando no te mezclas con la plebe?
Tenía una historia para contar a la gente acerca de eso (una neuralgia en el muñón), pero era mentira, y no quería engañar a Wireman. En parte porque tenía una nariz sintonizada con el delicado olor de las gilipolleces, pero sobre todo porque, sencillamente, no quería mentirle.
—Me tomaron medidas una vez, cuando todavía estaba en el hospital, claro, y he sufrido el acoso de todo el mundo para ponerme una, especialmente por parte de mi fisioterapeuta y de un psicólogo amigo mío. Dicen que cuanto antes aprenda a manejarme con ella, antes seré capaz de retomar mi vida.
—Dejar todo el asunto detrás de ti y seguir bailando…
—Sí.
—Salvo que a veces dejar algo atrás no resulta fácil.
—No.
—A veces ni siquiera es lo correcto —dijo Wireman.
—No es eso exactamente, pero… —Mi voz se fue apagando y moví la mano en el aire en un gesto de «así o asá».
—¿Lo bastante cerca para el rock'n'roll?
—Sí —asentí—. Gracias por la bebida fría.
—Vuelve cuando quieras otra. Solo tomo el sol entre las dos y las tres, una hora al día es suficiente para mí, pero la señorita Eastlake se pasa casi toda la tarde o durmiendo o reordenando sus figuritas de porcelana, y por supuesto nunca se pierde a Oprah, así que tenemos tiempo. Tanto que no se me ocurre qué hacer con él, la verdad. ¿Quién sabe? Puede que encontremos mucho de lo que hablar.
—De acuerdo —dije—. Suena estupendo.
Wireman sonrió abiertamente. Le hacía más atractivo. Me ofreció la mano y se la sacudí otra vez.
—¿Sabes lo que pienso? Las amistades cimentadas sobre la risa son siempre fortuitas.
—Quizá tu próximo trabajo sea escribir las fortunas de las galletitas chinas —dije yo.
—Podría haber peores trabajos, muchacho. Mucho peores.
* * *
Mientras caminaba de vuelta, mis pensamientos retornaron a la señorita Eastlake, una anciana dama con grandes zapatillas azules y un amplio sombrero de paja que sencillamente resultó que era propietaria (más o menos) de su propio Cayo de Florida. No era la Novia del Padrino, después de todo, sino la Hija del Barón de Florida y, en apariencia, Patrona de las Artes. Mi mente había patinado otra vez en uno de aquellos raros «lapsus resbaladizos» y no me acordaba del nombre de su padre (algo simple, de una sola sílaba), pero recordaba la situación básica tal y como Wireman la había perfilado. Nunca había oído hablar de nada semejante, y cuando te ganas la vida con la construcción, ves toda clase de extraños acuerdos de propiedad. Pensé que era una estratagema verdaderamente ingeniosa… sí, claro estaba, querías mantener la mayor parte de tu pequeño reino en un estado de gracia subdesarrollada. La cuestión era: ¿por qué?
Había recorrido la mayor parte del camino de vuelta a Big Pink antes de notar que mi pierna me dolía como una hija de puta. Entré cojeando, sorbí agua directamente del grifo de la cocina, y luego conseguí atravesar la sala de estar hasta el dormitorio principal. Vi que la luz del contestador automático parpadeaba, pero en ese preciso instante no quería tener relación alguna con mensajes del mundo exterior. Todo lo que deseaba era bajarme de los pies.
Me tumbé y contemplé el giro lento de las palas del ventilador. No había justificado muy bien la ausencia de un brazo de pega. Me preguntaba si Wireman habría tenido mejor suerte al responder a la cuestión: ¿Qué hace un abogado trabajando como mayordomo de una vieja solterona rica? ¿Qué clase de otra vida es esa?
Todavía considerándolo, me dispersé en una siesta sin sueños y muy satisfactoria.
* * *
Cuando desperté, me di una ducha caliente y luego entré en la sala de estar para comprobar el contestador automático. No me encontraba tan rígido como habría esperado, dada mi caminata de tres kilómetros. Puede que por la mañana me levantara renqueante, pero pensaba que esta noche la pasaría bien.
El mensaje era de Jack. Decía que su madre había contactado con alguien llamado Dario Nannuzzi, y Nannuzzi estaría encantado de echar una ojeada a mis pinturas, el viernes por la tarde entre las cuatro y las cinco. ¿Podría yo llevar a la Galería Scoto no más de diez de aquellas que considerara mejores? Nada de bosquejos; Nannuzzi solo quería ver obras terminadas.
Sentí un cosquilleo de inquietud…
No, eso ni siquiera se aproximaba a lo que sentía.
Un calambre me agarrotó el estómago, y habría jurado que mis intestinos descendieron más de siete centímetros. Y aun eso no era lo peor. Aquel medio picor, medio dolor, trepó por mi costado derecho y descendió por el brazo que ya no estaba allí. Me dije a mí mismo que tales sensaciones (que equivalían al pánico al fracaso con tres días de antelación) eran estúpidas. En una ocasión había presentado un proyecto de obra por valor de diez millones de dólares al Ayuntamiento de St. Paul, donde en aquella época había un concejal que llegó a convertirse en gobernador de Minnesota. Había visto a mis dos chicas pasar por sus primeros festivales de danza, los ensayos de las animadoras, las prácticas de conducir y el infierno de la adolescencia. ¿Qué era enseñar algunas de mis pinturas al tío de una galería de arte comparado con eso?
No obstante, subí la escalera a Little Pink con pies plomizos.
El sol descendía, inundando la gran habitación con una magnífica e improbable luz del color de una mandarina, aunque no sentía el impulso de intentar capturarla, no esa tarde. La luz me seducía a pesar de todo. Igual que la fotografía de un antiguo amor hallada por casualidad mientras revisas una vieja caja de recuerdos. Y la marea estaba dentro. Incluso desde el piso de arriba oía la voz chirriante de las conchas. Me senté y empecé a juguetear con el revoltijo de objetos que había sobre la mesa-trastero: una pluma, una piedra alisada por el agua, un mechero desechable cuyo color se había degradado hasta un anónimo tono gris. Ahora no pensaba en Emily Dickinson, sino en alguna vieja canción tradicional: «¿No se ve hermoso el sol, mamá, brillando entre los árboles?». Nada de árboles ahí fuera, por supuesto, pero podría plantar uno en el horizonte si quisiera. Podría plantar uno ahí fuera para que el rojo crepúsculo brillara a través de él. Hola, Dalí.
No tenía miedo de que me dijeran que no poseía talento. Tenía miedo de que el Signor Nannuzzi me dijera que tenía un piccolo talento. Quizá extendería juntos el pulgar y el índice, separados por no más de un centímetro, y me aconsejaría que reservara un espacio en el Festival de Arte Callejero de Venice, que con toda certeza encontraría el éxito allí, y que muchos turistas sin duda se sentirían atraídos por mis encantadoras imitaciones de Dalí.
¿Y si lo hacía? ¿Y si extendía juntos el pulgar y el índice, separados por no más de un centímetro, y pronunciaba piccolo?¿Qué haría yo entonces? ¿Podría el veredicto de un extraño desposeerme de mi nueva confianza en mí mismo, robarme mi nueva y peculiar alegría?
—Quizá —murmuré.
Sí. Porque pintar cuadros no era como levantar centros comerciales.
Lo más fácil sería simplemente cancelar la cita… salvo que en cierta forma se lo había prometido a Ilse, y no tenía el hábito de romper las promesas que hacía a mis hijas.
Todavía me picaba el brazo, me picaba tan fuerte que dolía, pero apenas lo noté. Había ocho o nueve lienzos alineados contra la pared a mi izquierda. Me volví hacia ellos, con la intención de decidir cuáles eran los mejores, pero nunca llegué a acercarme lo suficiente para mirarlos.
Tom Riley estaba de pie en lo alto de la escalera. Se encontraba desnudo a excepción de un pantalón de pijama de color celeste, más oscuro en la entrepierna y en la parte interior de una pierna, donde los había mojado. Le faltaba el ojo derecho. En su lugar había una apelmazada cuenca llena de coágulos de sangre, roja y negra. Más sangre seca surcaba su sien derecha como una pintura de guerra, y desaparecía entre el pelo gris sobre su oreja. Su otro ojo contemplaba fijamente el golfo de México. Un ocaso de carnaval nadaba sobre su rostro estrecho y pálido.
Me encogí por la sorpresa y el terror, reculé y caí de la silla. Aterricé sobre la cadera mala y volví a gritar, esta vez de dolor. Me sacudí, y el pie golpeó la silla en la que había estado sentado, volcándola. Cuando miré de nuevo hacia la escalera, Tom había desaparecido.
* * *
Diez minutos después estaba en la planta baja, marcando el número de su casa. Había descendido las escaleras desde Little Pink en posición sentada, golpeando ruidosamente los escalones uno a uno con el culo. La razón no era que me hubiera dañado la cadera al caer de la silla, sino que mis piernas temblaban tanto que no confiaba en que me sostuvieran en pie. Temía que pudiera caerme de cabeza, incluso aunque bajara de espaldas y pudiera así aferrarme a la barandilla con la mano izquierda. Demonios, temía que pudiera desmayarme.
No me quitaba de la cabeza el día en el lago Phalen cuando me giré y descubrí a Tom con aquel brillo poco natural en sus ojos; Tom, tratando de no ponerse a gimotear de verdad para no incomodarme. «Jefe, no me acostumbro a verte así… Cuánto lo siento.»
El teléfono empezó a sonar en la bonita casa de Tom en Apple Valley. Tom, quien se había casado y divorciado dos veces. Tom, quien me había desaconsejado mudarme de la casa de Mendota Heights («es como ceder la ventaja de campo en los play off», había argumentado). Tom, quien había seguido disfrutando de mi terreno de juego un poquito más, si se daba crédito a Amigos con privilegios… y yo lo hacía.
También daba crédito a lo que había visto en el piso de arriba.
Un tono… dos… tres.
—Vamos —mascullé entre dientes—. Descuelga el puto teléfono.
No sabía lo que le diría si eso ocurría, y no me importaba. Todo lo que anhelaba en ese momento era escuchar su voz.
Y la escuché, pero en una grabación.
—Hola, has llamado a Tom Riley —decía—. Mi hermano George y yo estamos fuera con nuestra madre, en nuestro crucero anual. Este año toca Nassau. ¿Qué dices, Madre?
—Que soy Mama Bahama —habló una voz cascada por los cigarrillos pero innegablemente jovial.
—Correcto, lo es —continuó Tom—. Estaremos de vuelta el ocho de febrero. Mientras tanto, puedes dejar un mensaje… ¿Cuándo, George?
—Al zonido de la zeñal —gritó una voz masculina.
—¡Correcto! —confirmó Tom—. Zonido de la zeñal. O puedes llamar a mi oficina. —Recitó el número, y después los tres exclamaron: «¡BON VOYAGEI»
Colgué sin decir nada. No sonaba como el mensaje de un hombre que contempla el suicidio, pero por supuesto se encontraba con sus seres más cercanos y queridos (los que, más tarde, tendían a decir: «Parecía bien»), y…
—¿Quién dice que va a ser un suicidio? —pregunté a la habitación vacía… y miré temeroso a mí alrededor para asegurarme de que seguía vacía—. ¿Quién dice que no podría ser un accidente? ¿O incluso un asesinato? Eso suponiendo que no haya pasado ya.
Pero si ya hubiera ocurrido, probablemente me habría llamado alguien. Quizá Bozie, pero más posiblemente Pam. Además…
—Es un suicidio. —Esta vez se lo conté a la habitación—. Es un suicidio y todavía no ha pasado. Eso fue un aviso.
Me levanté y caminé sobre la muleta hasta el dormitorio. Últimamente la había estado utilizando menos, pero la quería esta noche, vaya que sí.
Mi más leal compañera estaba recostada contra las almohadas en el lado de la cama que habría correspondido a una mujer real, si aún tuviera una. Me senté, la recogí y estudié aquellos grandes ojos escrutadores de color azul, como de dibujos animados, rebosantes de sorpresa: «¡Oouuu, qué hombre más antipático!». Mi Reba, que se parecía a Lucy Ricardo.
—Fue como cuando Scrooge recibe la visita del Fantasma de las Navidades Futuras —le dije—. Cosas que podrían llegar a ser.
Reba no expresó opinión alguna sobre mi razonamiento.
—Pero ¿qué hago? Eso no fue como las pinturas. ¡No fue para nada como las pinturas!
Pero lo era, y lo sabía. Tanto las pinturas como las visiones se originaban en el cerebro humano, y en el mío había cambiado algo. Creía que el cambio había ocurrido como resultado solo de la correcta combinación de lesiones. O de la equivocada. Contragolpe. Área de Broca. Y Duma Key. El Cayo estaba… ¿qué?
—Amplificándolo —le dije a Reba—. ¿No?
Ella no expresó opinión alguna.
—Hay algo aquí, y está actuando sobre mí. ¿Es posible que incluso me haya llamado?
La idea me puso la carne de gallina. Debajo de mí, las conchas entrechocaban y chirriaban cuando el oleaje las levantaba y las dejaba caer. Era demasiado fácil imaginar que eran calaveras en lugar de conchas, miles de ellas, todas rechinando los dientes al mismo tiempo cuando las olas penetraban bajo la casa.
¿Fue Jack quien había comentado que había otra mansión ahí fuera, en algún lugar en medio de la jungla, desmoronándose? Eso pensaba. Cuando Ilse y yo tratamos de conducir en aquella dirección, la carretera se había deteriorado rápidamente. Igual que el estómago de Ilse. Mis tripas lo soportaron bien, pero el hedor de la vegetación invasora había sido repugnante, y peor todavía el picor de mi brazo perdido. Wireman se había mostrado alarmado cuando le hablé de nuestra tentativa de exploración. «Una excursión por Duma Road no es lo más apropiado para un tipo en tu estado», había comentado. La cuestión era: ¿exactamente, cuál era mi estado?
Reba seguía sin expresar opinión alguna.
—No quiero que esto esté sucediendo —murmuré con suavidad.
Reba solo me miraba de hito en hito. Yo era un hombre antipático, esa era su opinión.
—¿Para qué sirves? —le pregunté, y la arrojé a un lado. Aterrizó sobre su almohada con la cara hacia abajo, el trasero levantado y las piernas rosadas de algodón extendidas, asemejándose bastante a una pequeña fulana. «¡Oouuu, qué hombre más antipático, ya lo creo!»
Bajé la cabeza, miré la alfombra entre las rodillas, y me masajeé la nuca, donde tenía los músculos duros y agarrotados. Era como masajear un trozo de hierro. No había sufrido ninguno de mis terribles dolores de cabeza desde hacía tiempo, pero si aquellos músculos no se relajaban pronto, iba a tener ración doble esa noche. Necesitaba comer algo, eso sería un comienzo. Algo reconfortante. Una de aquellas cenas congeladas abundantes en calorías parecía una buena elección; de las que quitas el envoltorio que recubre la carne en salsa, la bombardeas con microondas durante siete minutos, y después la engulles como un hijo de puta.
Pero me quedé sentado un rato más. Tenía muchas preguntas, y la mayoría se encontraban probablemente más allá de mi capacidad de respuesta. Lo reconocía y lo aceptaba. Había aprendido a aceptar muchas cosas desde el día en que tuve la confrontación con la grúa. Pero creía que debía intentar responder al menos una antes de ir a comer, por muy hambriento que estuviera.
El teléfono sobre la mesilla de noche venía incluido con la casa. Era encantadoramente anticuado, modelo Princesa con un dial rotatorio. Descansaba sobre un directorio telefónico, en su mayoría Páginas Amarillas. Lo abrí por la delgaducha sección de páginas blancas, pensando que no encontraría listado el número de Elizabeth Eastlake, pero sí aparecía. Lo marqué. El teléfono sonó dos veces antes de que Wireman contestara.
—Residencia Eastlake.
En aquella voz perfectamente modulada apenas quedaban trazas del hombre que se había reído con tanta fuerza que rompió la silla, y súbitamente lo que estaba haciendo me pareció la peor idea del mundo, pero no veía otra opción.
—¿Wireman? Soy Edgar Freemantle. Necesito ayuda.
6- La dama de la casa
La tarde siguiente me encontró de nuevo sentado en la pequeña mesa al final de la pasarela de madera de El Palaciode Asesinos. La sombrilla a rayas, aunque rasgada, era todavía aprovechable. Soplaba una brisa desde el mar lo bastante fría como para justificar una sudadera. Pequeñas cicatrices luminosas danzaban sobre el tablero de la mesa mientras hablaba. Y hablé, de acuerdo, durante casi una hora, refrescándome con sorbitos de té verde de un vaso que Wireman rellenaba continuamente. Cuando al fin callé, durante un rato no hubo más sonido que el suave murmullo de las olas entrantes, que rompían y ascendían por el arenal.
La noche anterior, Wireman debió de haber notado en mi voz que algo iba tremendamente mal, lo bastante para que se preocupara y se ofreciera a llegarse a Big Pink inmediatamente en el cochecito de golf de El Palacio.Afirmó que podía mantenerse en contacto con la señorita Eastlake a través de un walkie-talkie. Le dije que podía esperar un poco. Era importante, aseguré, pero no urgente. Por lo menos no en el sentido de necesitar llamar al 911. Y era cierto. Si Tom iba a suicidarse en su crucero, poco podía hacer para impedirlo. Y no creía que lo llevara a cabo mientras estuviera acompañado por su madre y su hermano.
No tenía intención de contarle a Wireman mi furtiva cacería en el bolso de mi hija; la vergüenza que me causaba se acrecentaba con el paso del tiempo en lugar de disminuir. Pero una vez que inicié mi relato, comenzando con LINK.-BELT, no pude detenerme. Le conté casi todo, terminando con Tom Riley de pie en lo alto de las escaleras que conducían a Little Pink, pálido y muerto y con un ojo de menos. Creo que continué en parte por la simple comprensión de que Wireman no podía internarme en el manicomio más cercano: no tenía autoridad legal. En parte también fue porque, atraído como estaba por su amabilidad y su cínico buen ánimo, todavía era un extraño. A veces (a menudo, más bien) contar historias que son embarazosas o incluso descaradamente locas es más fácil cuando la persona que las escucha es un extraño.
En su mayor parte, sin embargo, seguí adelante por puro alivio: me sentía como un hombre exprimiendo veneno de serpiente de una mordedura.
Wireman se sirvió un vaso de té fresco con una mano no del todo firme. Lo encontré interesante y turbador. Luego echó un vistazo a su reloj, que llevaba al estilo de las enfermeras, con la esfera en el interior de la muñeca.
—En media hora o así tendré que subir a comprobar cómo está —dijo—. Seguro que se encuentra bien, pero…
—¿Y si no lo está? —pregunté—. ¿Y si se cayó, o algo?
Extrajo un walkie-talkie del bolsillo de sus pantalones chinos. Era tan fino como un teléfono móvil.
—Me aseguro de que siempre lleve el suyo. Hay también botones de emergencia repartidos por toda la casa, pero… —Se golpeó el pecho con el pulgar—. Yo soy el verdadero sistema de alarma, ¿de acuerdo? El único en el que confío.
Miró hacia el agua y suspiró.
—Tiene Alzheimer. Todavía no es muy malo, pero el doctor Hadlock dice que probablemente avanzará rápido ahora que está arraigado. Dentro de un año… —Se encogió de hombros casi con resentimiento, pero cuando siguió hablando sonaba más animado—. Tomamos el té todos los días a las cuatro. Té y Oprah. ¿Por qué no subes y conoces a la dama de la casa? Hasta añadiré una porción de tarta de lima de los cayos.
—Vale —accedí—. Trato hecho. ¿Crees que fue ella quien dejó el mensaje en mi contestador diciendo que Duma Key no trae suerte a las hijas?
—Seguro. Aunque si esperas una explicación, o si esperas incluso que ella lo recuerde, buena suerte. Pero quizá pueda ayudarte un poco. Dijiste algo sobre hermanos y hermanas ayer, y no tuve la oportunidad de corregirte. El hecho es que Elizabeth solo tenía hermanas. Todas hijas. La mayor nació en torno a 1908. Elizabeth apareció en escena en 1923. La señora Eastlake murió unos dos meses después de dar a luz. Algún tipo de infección. O quizá fue un coágulo… ¿quién puede saberlo a estas alturas? Eso ocurrió aquí, en Duma Key.
—¿Se volvió a casar el padre? Sigo sin poder recordar su nombre.
Wireman acudió al rescate.
—¿John? No.
—No me irás a decir que crió a seis chicas aquí él solo. Eso es demasiado gótico.
—Lo intentó, con la ayuda de una niñera. Pero su hija mayor se fugó con un chico. La señorita Eastlake tuvo un accidente que casi la mata. Y las gemelas… —Sacudió la cabeza—. Eran dos años mayores que Elizabeth. Desaparecieron en 1927. La hipótesis que se baraja es que salieron a nadar, fueron arrastradas por la resaca y se ahogaron ahí en el caldo grande.
Contemplamos el agua durante un rato, sin hablar, con la mirada fija en aquellas olas ilusoriamente suaves que ascendían por la playa como cachorros. Después le pregunté si Elizabeth le había contado todo eso.
—Algo. No todo. Y sus recuerdos son confusos. Encontré una web dedicada a la historia de la costa del Golfo que mencionaba de pasada un episodio que posiblemente se refería al mismo suceso. Mantuve un pequeño intercambio de e-mails con un hombre que es bibliotecario en Tampa —explicó Wireman al tiempo que levantaba las manos y movía los dedos como escribiendo en un teclado imaginario—. Tessie y Laura Eastlake. El bibliotecario me envió una copia del periódico de Tampa del 19 de abril de 1927. El titular en primera página era escueto, funesto, escalofriante. Una palabra. DESAPARECIDAS.
—Jesús —musité.
—Seis años de edad. Elizabeth tendría cuatro, edad suficiente para comprender lo que había ocurrido. Quizá edad suficiente para leer un titular tan simple como DESAPARECIDAS. Las gemelas muertas; Adriana, la hija mayor que se fuga a Atlanta con uno de sus jefes de planta… No es sorprendente que John se hartara de Duma durante un tiempo. Él y las tres niñas se mudaron a Miami. Muchos años después, se trasladó de nuevo aquí para morir, y la señorita Eastlake cuidó de él. —Wireman se encogió de hombros—. Más o menos como yo la cuido a ella. Así que… ¿entiendes por qué una vieja dama con Alzheimer incipiente consideraría a Duma un mal lugar para las hijas?
—Supongo que sí. Pero ¿cómo hace una vieja dama con Alzheimer incipiente para encontrar el número de teléfono de su nuevo inquilino?
Wireman me dirigió una mirada astuta.
—Nuevo inquilino, viejo número, función de marcación automática en todos los teléfonos de la casa —dijo, señalando con el pulgar por encima del hombro—. ¿Alguna otra pregunta?
Me quedé boquiabierto.
—¿Ella me tiene en marcación automática?
—No me culpes, yo me incorporé tarde a esta película. Mi suposición es que el agente inmobiliario que le lleva los asuntos de los alquileres programó los números de todas las propiedades en el teléfono. O tal vez fue su administrador financiero, que viene desde St. Petersburg cada seis semanas o así para cerciorarse de que no ha muerto y que no estoy robando la porcelana Spode. Le preguntaré la próxima vez que aparezca.
—Así que puede llamar a cualquier casa del extremo norte del Cayo con solo pulsar un botón.
—Bueno… sí. Quiero decir, son todas suyas. —Me palmeó la mano—. Pero ¿sabes qué, muchacho?Creo que tu botón va a sufrir un pequeño colapso nervioso esta noche.
—No —repliqué, sin siquiera pensar en ello—. No lo hagas.
—Ah —dijo Wireman, exactamente como si lo comprendiera. Y quién sabe, quizá sí—. En cualquier caso, eso explica lo de tu llamada misteriosa, aunque debo decirte que en Duma Key las explicaciones tienen cierta tendencia a ralear. Como demuestra tu historia.
—¿A qué te refieres? ¿Has tenido… experiencias?
Me miró directamente a los ojos, con su alargado y bronceado rostro inescrutable. El frío viento de finales de enero soplaba en ráfagas, amontonando arena alrededor de nuestros tobillos. Levantaba también su cabello, revelando una vez más la cicatriz con forma de moneda sobre la sien derecha. Me pregunté si alguien le habría clavado el cuello de una botella, quizá en una pelea de bar, y traté de imaginar a alguien cabreándose con este hombre. Era difícil.
—Sí, he tenido… «experiencias» —confesó, y curvó en forma de gancho los dos primeros dedos de cada mano para simular unas comillas—. Es lo que convierte a los niños en… «adultos». También lo que proporciona a los profesores de inglés algo sobre lo que decir sandeces en primero de… «Literatura». —Acompañó cada pequeña pausa con las comillas en el aire.
Vale, no le apetecía hablar del tema, por lo menos no en aquel momento. Así que le pregunté cuánto se creía de mi historia.
Hizo rodar los ojos y se recostó hacia atrás en la silla.
—No tientes mi paciencia, vato. Podrías estar equivocado en unas cuantas cosas, pero no estás chiflado. Tengo una dama allí arriba… la dama más dulce del mundo y la adoro, pero a veces piensa que yo soy su papá, y que esto es Miami en mil novecientos treinta y cuatro. A veces mete una de sus personitas de porcelana en una caja metálica de galletitas Sweet Owen y lo arroja al estanque de kois que hay detrás de la pista de tenis. No me queda más remedio que sacar las figuritas cuando duerme, o de lo contrario le da un puto ataque. Ni idea de por qué. Calculo que para el verano tendrá que llevar pañales de adulto todo el tiempo.
—¿Y la conclusión?
—La conclusión es que conozco el significado de loco, conozco Duma, y estoy empezando a conocerte a ti. Estoy perfectamente dispuesto a creer que tuviste una visión de tu amigo muerto.
—¿Sin coñas?
—Sin coñas. Verdad. La cuestión es qué vas a hacer tú al respecto, asumiendo que no estés impaciente por verle bajo tierra por, permíteme la vulgaridad, untar con mantequilla lo que antes era tu tostada.
—No lo estoy. Sentí una cosa momentánea… no sé cómo describirlo…
—¿Un ansia momentánea de cortarle la polla y luego sacarle los ojos con un espetón caliente? ¿Fue esa tu cosa momentánea, muchacho? —Wireman transformó el pulgar y el índice de una mano en una pistola y me apuntó—. Estuve casado con una muchacha mexicana, y conozco los celos. Es normal. Como un reflejo de sobresalto.
—¿Tu mujer alguna vez… ?
Callé de inmediato, consciente de nuevo de que solo conocía a este hombre desde el día anterior. Era fácil olvidarlo. Wireman era un hombre vehemente.
—No, amigo, no que yo sepa. Lo que pasó fue que se me murió. —Su rostro era perfectamente inexpresivo—. No sigamos por ahí, ¿vale?
—Vale.
—Una cosa a recordar sobre los celos es que se van igual que vienen. Como los chaparrones vespertinos que caen aquí durante la estación mala. Lo has superado, te dices. Y deberías, porque ya no eres más su campesino. La cuestión es qué vas a hacer con respecto a lo otro. ¿Cómo vas a impedir que este tío se mate? Porque sabes lo que sucederá cuando el crucero con la familia feliz termine, ¿cierto?
Durante un momento no dije nada. Estaba traduciendo esa última palabra en español, o lo intentaba. Ya no eres más su «granjero», ¿era correcto? En tal caso, contenía un amargo halo de verdad.
—¿Muchacho? ¿Cuál será tu siguiente movimiento?
—No sé —respondí—. Tiene una cuenta de e-mail, pero, ¿qué le escribo? «¿Querido Tom, me preocupa que estés pensando en el suicidio, por favor contesta cuanto antes?» De todas formas me apuesto cualquier cosa a que no mira el correo mientras está de vacaciones. Tiene dos ex mujeres, y todavía le pasa una pensión compensatoria a una de ellas, pero no mantiene relación con ninguna. Tuvo un hijo, pero murió de pequeño. Espina bífida, creo. Y… ¿qué? ¿Qué?
Wireman había girado la cabeza, repantigado en su silla, y miraba hacia el agua, donde los pelícanos se zambullían en busca de su propio refrigerio. Su lenguaje corporal sugería indignación.
—Deja de irte por las ramas —soltó, volviéndose hacia mí—. Sabes perfectamente bien quién le conoce. O lo sospechas.
—¿Pam? ¿Te refieres a Pam?
Se limitó a mirarme sin decir nada.
—¿Vas a hablar, Wireman, o simplemente te vas a quedar sentado ahí?
—Tengo que ir a ver cómo está mi dama. Ya estará levantada y querrá su «té de las cuatro en punto».
—¡Pam pensaría que estoy loco! ¡Demonios, todavía lo piensa!
—Convéncela. —Entonces se ablandó un poco—. Mira, Edgar. Si ha estado tan próxima a él como tú crees, habrá visto las señales. Y lo único que puedes hacer es intentarlo. ¡Entiendes?
—No comprendo qué significa eso.
—Significa que llames a tu esposa.
—Mi ex.
—No. Mientras no cambies de mentalidad, el divorcio es solo una ficción legal. Esa es la razón de que estés cagado por lo que ella pueda pensar sobre tu salud mental. Pero si también te preocupa ese otro individuo, la llamarás y le dirás que tienes motivos para creer que él planea hacerse el harakiri.
Se levantó con esfuerzo de la silla y me tendió la mano.
—Basta de parlamentar. Vamos a conocer a la jefa. No te arrepentirás. Para ser la mandamás, es muy agradable.
Tomé su mano y dejé que tirara de mí para sacarme de lo que presumía era la tumbona de repuesto. Su apretón era fuerte. Esa era otra de las cosas que nunca olvidaré de Jerome Wireman: el hombre tenía un apretón fuerte.
La pasarela de madera que ascendía hasta la puerta del muro trasero solo era lo bastante ancha para uno, así que le seguí detrás, cojeando bravamente. Se giró hacia mí esbozando una pequeña sonrisa cuando alcanzó la entrada, que era una versión pequeña de la principal y cuyo aspecto era tan español como el dialecto de Wireman.
—Josie viene a limpiar los martes y los jueves, y no le molesta mantener los oídos alerta y echar un ojo a la señorita Eastlake durante su siesta de la tarde… lo que significa que puedo bajar y echar un vistazo a tus cuadros mañana por la tarde, a eso de las dos, si te viene bien.
—¿Cómo lo supiste? Aún no había reunido el coraje para pedírtelo.
Se encogió de hombros.
—Es lógico que quieras que alguien los vea antes de enseñárselos al tipo de la galería. Aparte de tu hija y del chico que te hace los recados, claro.
—La cita es el viernes. Le tengo pavor.
Wireman meneó la mano en el aire y sonrió.
—No te preocupes —dijo, y después de una pausa—: Si tu trabajo me parece una mierda, así te lo diré.
—Por mí, perfecto —declaré, y asintió con la cabeza.
—Solo quería dejarlo claro.
A continuación abrió la verja y me condujo al patio de Heron's Roost, también conocido como El Palacio de Asesinos.
* * *
Yo ya había visto aquel patio, el día que utilicé la entrada principal para dar la vuelta con el coche, pero en aquella ocasión apenas le eché más que una rápida ojeada. Estaba concentrado sobre todo en conseguir devolvernos a mí y a mi sudorosa hija de rostro ceniciento a Big Pink. Me había percatado de la pista de tenis y las baldosas azules, pero pasé completamente por alto el estanque de kois. Ahora habían barrido la pista de tenis, cuya superficie pavimentada era dos tonos más oscura que las baldosas del patio, y estaba lista para la acción. Un giro de la manivela cromada y la red quedaría tensa y preparada. Sobre unos pilotes de cables se hallaba una cesta llena de pelotas que me hizo pensar brevemente en el dibujo que Ilse se había llevado consigo a Providence: El final del partido.
—Uno de estos días, muchacho —prometió Wireman, apuntando hacia la pista mientras pasábamos a su lado. Había reducido la marcha para ponerme a su altura—. Tú y yo. Mostraré clemencia contigo, solo pelotear, pero tengo hambre de raqueta.
—¿Pelotear es tu minuta por evaluar mis obras?
—Tengo un precio, pero no es ese —dijo con una sonrisa—. Te lo contaré más tarde. Ahora, entremos.
* * *
Wireman me condujo por la puerta trasera, cruzamos una cocina en penumbra con largas mesas de trabajo como islas blancas y un enorme horno Westinghouse, y después pasamos al interior susurrante de la casa, que resplandecía con maderas oscuras: roble, nogal, teca, secuoya, ciprés. Esto era un palacio, en efecto, al viejo estilo de Florida. Atravesamos una estancia con las paredes revestidas de libros en la que había una armadura real anidando en un rincón. La biblioteca conectaba con un estudio con cuadros colgados en las paredes, nada de óleos con aburridos retratos sino vividas composiciones abstractas, incluyendo un par de piezas de op-art que provocaban que a uno se le salieran los ojos de las órbitas.
Una ducha de luz cayó sobre nosotros como lluvia blanca mientras caminábamos a través del vestíbulo principal (Wireman andaba, yo cojeaba), y me di cuenta de que, para toda la grandeza de la mansión, esta parte de la casa no era más que un pretencioso pasaje, de la clase que sirve de separación entre las secciones en ciertas viviendas de Florida más antiguas y mucho más humildes. Ese estilo, empleado casi siempre más en construcciones de madera (a veces residuos madereros) que de piedra, hasta poseía un nombre: Cuáquero de Florida.
Este pasaje, rebosante de luz gracias a su largo techo de cristal, estaba flanqueado de macetas. En el extremo más alejado, Wireman se desvió a la derecha. Le seguí al interior de una enorme y fresca sala. Una fila de ventanas daba a un patio lateral lleno de flores (mis hijas podrían haber nombrado la mitad, y Pam todas ellas, pero yo solo fui capaz de poner nombre a los ásteres, las commelinas, las bayas de saúco y las dedaleras. Ah, y el rododendro, del que había en abundancia). Más allá de aquella maraña, en un camino con baldosas azules que presumiblemente conectaba con el patio principal, acechaba una garza con ojos de águila. Poseía un aire adusto y reflexivo, pero nunca vi a ninguna sobre el suelo que no pareciera un anciano puritano decidiendo a qué bruja quemaría después.
En el centro de la estancia estaba la mujer que Ilse y yo habíamos visto el día que intentamos explorar Duma Road. Entonces ella había estado en una silla de ruedas, y sus pies calzaban zapatillas azules altas. Hoy se sostenía sobre sus pies descalzos, que eran grandes y muy pálidos, con las manos plantadas en las empuñaduras de un andador. Vestía unos pantalones beis de cintura alta y una blusa de seda marrón oscuro con hombros divertidamente anchos y mangas largas y amplias. Era un conjunto que me hizo pensar en Katharine Hepburn en aquellas antiguas películas que a veces emiten en el canal de cine clásico: La costilla de Adán, o La mujer del año. La diferencia era que no podía recordar a Katharine Hepburn con un aspecto tan viejo, ni siquiera de mayor.
La habitación estaba dominada por una larga mesa baja del tipo que mi padre había guardado en el sótano para montar sus trenes eléctricos, salvo que esta se hallaba cubierta por alguna clase de madera clara (parecía bambú) en lugar de hierba de imitación. Estaba atestada de edificios en miniatura y figuras de porcelana: hombres, mujeres, niños, animales de corral, animales de zoo, criaturas de renombre mítico. Hablando de criaturas míticas, divisé un par de sujetos con el rostro maquillado de negro que jamás habrían recibido la aprobación de la NAACR{[7]}
Elizabeth Eastlake miró a Wireman con una expresión de dulce deleite que yo hubiera disfrutado retratando… aunque no estoy seguro de si alguien se la habría tomado en serio. No estoy seguro de si alguna vez creemos en las más simples emociones reflejadas en nuestro arte, aunque las contemplamos continuamente a nuestro alrededor, cada día.
—¡Wireman! —exclamó—. Me he despertado temprano y he pasado un rato maravilloso con mis porcelanas. —Tenía un marcado acento de chica sureña que convirtió «porcelanas» en «por-se-LAA-na»—. ¡Mire, la familia está en casa!
En un extremo de la mesa se erigía la maqueta de una mansión. De las que tienen columnas. Imagina Tara en Lo que el viento se llevó y acertarás. O «asertaráa», si hablas como Elizabeth. Alrededor de la casa deambulaban casi una docena de figuras, dispuestas en círculo. La pose era extrañamente ceremoniosa.
—Sí que está —asintió Wireman.
—¡Y la escuela! ¡Observe cómo he colocado a los niños en el exterior de la escuela! ¡Venga a ver!
—Iré, pero sabe que no me gusta que se levante sin mí —declaró.
—No me apetecía llamarle con ese viejo talkie-walkie. Me siento realmente muy bien. Venga a ver. También su nuevo amigo. Ah, sé quién es usted. —Sonrió y me hizo señas con un dedo para que me acercara—. Wireman me cuenta todo sobre usted. Es el nuevo vecino de Punta Salmón.
—La llama Big Pink —dijo Wireman.
Ella se rió, con la típica risa de fumador que termina disolviéndose en una tos. Wireman tuvo que apresurarse para sujetarla y evitar que cayera. A la señorita Eastlake no pareció importarle ni la tos ni su propio equilibrio.
—¡Me gusta! —dijo cuando fue capaz de hablar—. ¡Oh, querido, me gusta! Venga a ver mi nueva disposición de la escuela, señor… Seguro que me han dicho su nombre pero se me escapa, como tantas otras cosas ahora, usted es el señor…
—Freemantle —me presenté—. Edgar Freemantle.
Me uní a ellos junto a su mesa de juegos y ella me tendió la mano. No era musculosa, pero, al igual que sus pies, era de buen tamaño. No había olvidado el fino arte del saludo, y apretó tan fuerte como pudo. Además, me observó con alegre interés mientras estrechábamos las manos. Me gustó porque admitía sinceramente sus problemas de memoria. Y, con Alzheimer o sin él, mi tartamudeo mental y verbal era de lejos mucho mayor que el exhibido por ella hasta aquel momento.
—Es bueno conocerle, Edgar. Le he visto antes, pero no recuerdo cuándo. Ya me vendrá. ¡Big Pink! ¡Eso es llamativo y atrevido!
—Me gusta la casa, señora.
—Bien. Me alegra que proporcione satisfacción. Es la casa propia de un artista, ¿sabe? ¿Es usted artista, Edgar?
Me miraba con sus ingenuos ojos azules.
—Sí —respondí. Era lo más fácil, lo más rápido, y quizá era cierto—. Supongo que sí.
—Sí, naturalmente, querido, lo supe enseguida. Necesitaré uno de sus cuadros. Wireman fijará un precio con usted. Es abogado y también es un cocinero excelente. ¿Le contó eso?
—Sí… no… Quiero decir…
Estaba perdido. El hilo de su conversación parecía haberse bifurcado en muchos caminos diferentes, y todos al mismo tiempo. Wireman, ese perro viejo, parecía esforzarse por no reír. Lo cual provocó que me entraran ganas de reír a mí también, por supuesto.
—Intento conseguir cuadros de todos los artistas que se han alojado en su Big Pink. Tengo un Haring que fue pintado allí. También una obra de Dalí.
Aquello frenó cualquier impulso de reírme.
—¿De verdad?
—¡Sí! Se la mostraré en un momentito, a una no le queda otro remedio, en realidad. Está en el cuarto de la televisión y siempre vemos a Oprah. ¿No es así, Wireman?
—Sí —confirmó este, y echó un vistazo a la esfera de su reloj en la parte interior de la muñeca.
—Pero no necesitamos verlo a la hora en punto, porque tenemos un aparatito maravilloso que se llama… —Calló, frunció el ceño y se tocó con un dedo el hoyuelo de su barbilla rechoncha—. ¿Vito? ¿Es Vito, Wireman?
—TiVo, señorita Eastlake —corrigió él con una sonrisa, y ella se rió.
—TiVo, ¿no es esa una palabra curiosa? ¿Y no es curioso lo formales que somos? Para mí es Wireman, y yo soy la señorita Eastlake para él. A no ser que me enfade, como hago a veces cuando las cosas resbalan de mi mente. ¡Somos como personajes en una obra de teatro! Una feliz, donde una sabe que pronto la banda empezará a tocar y todo el mundo en la compañía se pondrá a cantar.
Rompió a reír para mostrar lo encantadora que era aquella idea, pero había en su risa algo un poco frenético. Por primera vez su acento me recordó a Tennessee Williams en lugar de a Margaret Mitchell.
Con gentileza, con mucha gentileza, Wireman dijo:
—Tal vez deberíamos pasar a la otra habitación para ver a Oprah ahora. Opino que debería sentarse. Puede fumar un cigarrillo después, y sabe que eso le gusta.
—Un minuto, Wireman. Solo un minuto. Recibimos muy pocas visitas aquí. —Y a continuación se dirigió a mí de nuevo—. ¿Qué clase de artista es usted, Edgar? ¿Cree en el arte por el arte?
—Arte por el arte, señora. Definitivamente.
—Me alegro. Esa es la clase que más le gusta a Punta Salmón. ¿Cómo la llama?
—¿A mi obra?
—No, querido. A Punta Salmón.
—Big Pink, señora.
—Big Pink será, entonces. Y yo seré Elizabeth para usted.
Sonreí. Tuve que hacerlo, porque su expresión era más de seriedad que de flirteo.
—Elizabeth será, entonces.
—Estupendo. En un momento o dos iremos al cuarto de la televisión, pero primero… —Volvió su atención a la mesa de juegos—. ¿Bien, Wireman? ¿Bien, Edgar? ¿Ven cómo he dispuesto a los niños?
Había aproximadamente una docena, todos de cara al lado izquierdo de la escuela. Una baja inscripción de alumnos.
—¿Qué les sugiere? —preguntó—. ¿Wireman? ¿Edward? ¿Ninguno?
Ese fue un desliz menor, pero claro que yo estaba acostumbrado a reconocer aquellos resbalones. Y en este caso mi propio nombre constituía la piel del plátano.
—¿El recreo? —preguntó Wireman, y se encogió de hombros.
—Rotundamente no —dijo ella—. Si fuera el recreo, estarían jugando, no todos ahí amontonados y papando moscas.
—Es un incendio o un simulacro de incendio —aventuré.
Se inclinó sobre su andador (Wireman, vigilante, agarró su hombro para evitar que perdiera el equilibrio), y plantó un beso en mi mejilla. Aquello me sorprendió horrores, pero no en el mal sentido.
—¡Muy bien, Edward! —gritó—. Ahora, ¿cuál de las dos cosas diría que es?
Reflexioné un momento. Era fácil si te tomabas la pregunta en serio.
—Un simulacro.
—¡Sí! —Sus ojos azules resplandecían de deleite—. Explíquele a Wiring por qué.
—Si fuera un incendio, estarían desperdigados en todas direcciones. En cambio, están…
—Esperando para volver a entrar, sí. —Pero cuando se giró hacia Wireman, vi a una mujer diferente, una mujer atemorizada—. Me he vuelto a equivocar con su nombre.
—Está bien, señorita Eastlake —dijo, y la besó en el hueco de la sien con una ternura que hizo que él me gustara mucho.
Ella me brindó una sonrisa. Era como contemplar el sol surcando el cielo tras atravesar una nube.
—Mientras él continúe dirigiéndose a una por su apellido, una sabe… —Pero ahora parecía perdida, y su sonrisa comenzó a titubear—. Una sabe que…
—Que es hora de ver a Oprah —dijo Wireman, y la tomó del brazo.
Juntos giraron el andador, lo separaron de la mesa de juegos, y ella, con una velocidad asombrosa, echó a andar con paso firme hacia una puerta en el extremo más alejado de la estancia. Wireman caminaba vigilante a su lado.
Su «cuarto de la televisión» estaba dominado por una gran pantalla plana Samsung. En el otro extremo había un caro equipo de sonido con módulos apilados. Apenas me fijé en ninguna de las dos cosas. Miraba el dibujo enmarcado que colgaba de la pared sobre las estanterías de CD, y por unos pocos segundos me olvidé de respirar.
El cuadro era un simple boceto a lápiz, acrecentado por dos hebras de color escarlata, que probablemente habían sido agregadas con nada más que un simple bolígrafo rojo, del tipo que utilizan los profesores para corregir y calificar exámenes. Esos trazos, no demasiado bruscos, yacían sobre la línea del horizonte del Golfo como indicio del crepúsculo. Eran sencillamente perfectos. Una pequeña genialidad. Era mi horizonte, el que divisaba desde Little Pink. Lo sabía del mismo modo que sabía que el artista había estado escuchando las conchas que chirriaban constantemente por debajo de él mientras convertía el papel en blanco en lo que captaba su ojo y traducía su mente. Sobre el horizonte flotaba un barco, probablemente un petrolero. Podría ser el mismo que yo había dibujado mi primera noche en el número 13 de Duma Road. El estilo en absoluto se asemejaba al mío, pero la elección del tema era casi condenadamente idéntica.
Garabateado de manera casi despreocupada en la parte inferior: Salv Dalí
* * *
La señorita Eastlake —Elizabeth— fumaba un cigarrillo mientras Oprah interrogaba a Kirstie Alley sobre el siempre fascinante tema de la pérdida de peso. Wireman preparó unos sándwiches vegetales con huevo que estaban deliciosos. Mis ojos se extraviaban una y otra vez hacia el dibujo enmarcado de Dalí y, naturalmente, seguía pensando: Hola, Dalí. Cuando llegó el doctor Phil y empezó a reprender a un par de señoras gordas del público que por lo visto se habían ofrecido voluntariamente a ello, les dije a Wireman y a Elizabeth que de veras tenía que regresar a casa.
Elizabeth utilizó el mando a distancia para silenciar al doctor Phil y después me tendió el libro sobre el que había estado descansando el mando. Sus ojos parecían al mismo tiempo humildes y esperanzados.
—Wireman afirma que vendrá a leerme algunas tardes, Edmund. ¿Es eso cierto?
Nos vemos obligados a tomar algunas decisiones en una fracción de segundo, y yo tomé una entonces. Decidí no mirar a Wireman, que se sentaba a la izquierda de Elizabeth. La agudeza que había exhibido en su mesa de juego se estaba desvaneciendo, hasta yo era capaz de verlo, pero pensé que todavía le quedaba más que suficiente. Un vistazo rápido en dirección a Wireman bastaría para indicarle que aquello era una novedad para mí, y se sentiría avergonzada. No deseaba que ella se avergonzara, en parte porque me gustaba, y en parte porque sospechaba que la vida le tenía reservadas muchas más vergüenzas en los años venideros. Pronto olvidaría algo más que nombres.
—Hemos hablado del tema —le dije.
—Tal vez querría leerme un poema esta tarde —sugirió—. A su elección. Los echo mucho de menos. Podría pasar sin Oprah, pero una vida sin libros es una vida sedienta, y una sin poesía es… —Soltó una risita. Era un desconcertante sonido que me hirió el corazón—. Es como una vida sin cuadros, ¿no cree? ¿O no?
La habitación se hallaba muy silenciosa. En algún otro lugar un reloj hacía tic-tac, pero eso era todo. Pensé que Wireman diría algo, pero no lo hizo; ella le había dejado temporalmente mudo, lo cual no era un mal truco con respecto a aquel hijo de madre.
—Lo dejo a su elección —repitió—. O, si ya ha permanecido aquí mucho tiempo, Edward…
—No —contesté—. No, de acuerdo, estoy bien.
El libro se titulaba sencillamente Good Poems. El editor era Garrison Keillor, un hombre que probablemente podría presentarse a gobernador y sería elegido en la parte del mundo de la que yo procedía. Lo abrí por una página al azar y encontré un poema de alguien llamado Frank O'Hara. Era corto. Eso lo convertía en un buen poema para mi propio libro, y me sumergí en él.
¿Has olvidado nuestra forma de ser de entonces?
Cuando aún éramos de primera categoría
y el día se presentaba opíparo con una manzana en la boca
no es útil preocuparse por el Tiempo
pero guardamos unos pocos trucos en la manga
y tomamos escabrosos atajos
el pasto entero parecía nuestra comida
no necesitábamos velocímetros
preparábamos cócteles de hielo y agua…
Algo me ocurrió ahí. Mi voz vaciló y las palabras se doblaron, como si pronunciar la palabra agua la hubiera convocado en mis ojos. Alcé la vista.
—Perdóneme —me disculpé con voz ronca.
Wireman mostraba un aspecto preocupado, pero Elizabeth Eastlake me sonreía con una expresión de perfecto entendimiento.
—Está bien, Edgar —dijo ella—. La poesía a veces causa el mismo efecto en mí, también. No hay que avergonzarse de los sentimientos sinceros. No fingen los hombres convulsiones.
—Ni simulan estertores —añadí.
Mi voz parecía proceder de una persona distinta.
Sonrió radiantemente.
—¡Este hombre conoce a su Dickinson, Wireman!
—Eso parece —confirmó Wireman, que me observaba fijamente.
—¿Acabará el poema, Edward?
—Sí, señora.
No querría ser más veloz
ni más verde que ahora si conmigo estuvieras, oh, tú
que fuiste lo mejor de todos mis días.
Cerré el libro.
—Ese es el final.
Ella asintió con la cabeza y preguntó:
—¿Qué fue lo mejor de todos sus días, Edgar?
—Quizá estos son mis mejores días. Espero —respondí, y ella asintió de nuevo.
—Entonces yo también lo espero. Siempre se le permite a uno albergar la esperanza. Y, Edgar…
—¿Sí, señora?
—Permítame que sea Elizabeth para usted. No puedo soportar ser una señora en este final de mi vida. ¿Nos entendemos el uno al otro?
—Creo que sí, Elizabeth —asentí.
Sonrió, y las lágrimas que habían inundado sus propios ojos cayeron. Las mejillas sobre las que rodaron era viejas y devastadas por las arrugas, pero los ojos eran jóvenes. Jóvenes.
* * *
Diez minutos más tarde, Wireman y yo nos encontrábamos otra vez parados al final de la pasarela de madera de El Palacio. Había dejado a la dama de la casa con una porción de tarta de lima, un vaso de té y el mando a distancia. Yo cargaba una bolsa con dos de los sándwiches vegetales con huevo de Wireman. Dijo que se pondrían rancios si no me los llevaba a casa, y no necesitó presionarme mucho. También le sableé un par de aspirinas.
—Mira —dijo—, lo lamento. Iba a preguntártelo primero, créeme.
—Relájate, Wireman.
Asintió, pero no me miraba directamente, sino que contemplaba el Golfo.
—Solo quiero que sepas que no le prometí nada. Pero ella es… un poco infantil ahora. Así que hace suposiciones del mismo modo que los niños, basadas en lo que ella quiere, más que en los hechos.
—Y lo que ella quiere es que le lean.
—Sí.
—¿Los poemas en casete y compact disc no sirven?
—No. Asegura que la diferencia entre una voz grabada y una voz en directo es como la diferencia entre los champiñones enlatados y los frescos —dijo con una sonrisa, pero seguía sin mirarme.
—¿Por qué no le lees tú, Wireman?
—Porque ya no puedo —contestó, sin apartar la vista del agua.
—Ya no… ¿por qué no?
Meditó la pregunta y a continuación sacudió la cabeza.
—Hoy no. Wireman está cansado, muchacho, y ella estará levantada por la noche. Levantada y con ganas de discutir, llena de lamentos y confusión, y propensa a creer que está en Londres o en St. Tropez. Veo las señales.
—¿Me lo explicarás otro día?
—Sí —suspiró a través de la nariz—. Si tú puedes enseñarme los tuyos, supongo que yo puedo enseñarte los míos, aunque no me hace ni pizca de gracia. ¿Seguro que estás bien para volver por ti mismo?
—Absolutamente —aseguré, aunque mi cadera palpitaba como un motor de gran potencia.
—Te llevaría en el cochecito de golf, de verdad que sí, pero cuando está en ese estado… el término clínico del doctor Wireman es «Brillante Pasando a Estúpido», se le suele meter en la cabeza limpiar las ventanas… o quitarle el polvo a algunas estanterías… o dar un paseo sin su andador.
En ese punto se estremeció verdaderamente. Parecía de la clase que empieza siendo una parodia burlesca y termina siendo real.
—Todo el mundo sigue intentando que me haga con un cochecito de golf—dije.
—¿Llamarás a tu mujer?
—No veo ninguna otra opción.
Asintió con la cabeza.
—Buen chico. Puedes contármelo todo cuando vaya a mirar tus cuadros. A cualquier hora estará bien. Puedo llamar a una enfermera, Annmarie Whistler, si te viene mejor por la mañana.
—Vale. Gracias. Y te agradezco que me hayas escuchado, Wireman.
—Y yo te agradezco que le leyeras el poema a la jefa. Buena suerte, amigo.
Salí a la playa y ya había recorrido unos cincuenta metros antes de que se me ocurriera algo. Me volví, imaginando que Wireman ya se habría ido, pero continuaba allí plantado, con las manos en los bolsillos, mientras el viento, cada vez más frío, que soplaba desde el Golfo le peinaba hacia atrás su largo cabello gris.
—¡Wireman!
—¿Qué?
—¿La propia Elizabeth llegó a pintar alguna vez?
No habló durante un tiempo muy largo. Solo se escuchaba el sonido de las olas, que esta noche era más fuerte debido al viento que las impulsaba.
—Esa es una pregunta interesante, Edgar —contestó por fin—. Si fueras a preguntarle a ella (y te aconsejo que no lo hagas), te respondería que no. Pero no creo que sea cierto.
—¿Por qué no?
—Más vale que te pongas en camino, muchacho —fue lo único que dijo—. Antes de que esa cadera tuya se anquilose.
Me dirigió un rápido saludo de despedida, y, casi antes de ser consciente de que se marchaba, se giró y subió por la pasarela de madera, persiguiendo a su sombra cada vez más alargada.
Me quedé parado donde estaba durante un momento más, y entonces di media vuelta hacia el norte, concentré mi atención en Big Pink, y me encaminé a casa. Fue una larga travesía, y antes de llegar allí mi propia sombra absurdamente alargada se había perdido entre las matas de araña, pero al final lo conseguí. Las olas seguían irguiéndose, y bajo la casa el murmullo de las conchas se había convertido de nuevo en discusión.
Cómo dibujar un cuadro (IV)
Empieza con lo que conoces, y después reinvéntalo. El arte es magia, no hay discusión aquí, pero todo arte, no importa lo raro que sea, comienza cada día en la humildad. Simplemente no te sorprendas cuando flores extrañas broten de tierra común. Elizabeth sabía eso. Nadie se lo había enseñado; lo aprendió por ella misma.
Cuanto más dibujaba, más veía. Cuanto más veía, más deseaba dibujar. Así funciona. Y cuanto más veía, más vocabulario regresaba a ella: primero las cuatrocientas o quinientas palabras que conocía el día que se cayó del carruaje y se golpeó la cabeza, y después muchas, muchas más.
Papá estaba asombrado por la velozmente creciente sofisticación de sus dibujos. También sus hermanas, tanto las Malas Malosas como las gemelas (no Adié; Adié estaba en Europa con tres amigas y dos acompañantes; Emery Paulson, el joven con el que se casará, aún no había entrado en la composición). La niñera/ama de llaves estaba sobrecogida, la llamaba la petite obéah filie.
El doctor que atendió su caso advirtió que la niña debía ser muy cuidadosa con el ejercicio y la excitación, no fuera a ser que cogiera una fiebre, pero para enero de 1926 recorría hasta el último rincón del extremo sur del Cayo, llevando su cuaderno, bien abrigada con su «tinta chaquetita» y sus «dederos», y dibujándolo todo.
Ese invierno descubrió que su familia comenzaba a aburrirse de sus obras. Primero las Malas Malosas, Maria y Hannah, después Tessie y Lo-Lo, después papá, y después hasta Nana Melda. ¿Comprendía ella que incluso las genialidades se hacen pesadas cuando se toman en grandes dosis? Tal vez, de algún modo instintivo e infantil, tal vez lo comprendía.
Lo que vino después, la consecuencia de su aburrimiento, fue la resolución de reinventar lo que ella veía para hacerles comprender lo maravilloso que era.
Ese fue el inicio de su fase surrealista; primero los pájaros volando cabeza abajo, después animales caminando sobre el agua, después los Caballos Risueños que le proporcionaron cierto renombre. Y ahí fue cuando algo cambió. Ahí fue cuando algo oscuro se deslizó dentro, utilizando como canal a la pequeña Libbit.
Comenzó a dibujar a su muñeca, y cuando lo hizo, su muñeca comenzó a hablar.
Noveen.
Para entonces Adriana ya había regresado del «Gay Paree», y al principio Noveen hablaba casi siempre con la voz cursi de Adié, aguda y feliz, preguntando a Elizabeth si podía hinky-dinky-parlevu, y diciéndole que fermé la buche. A veces Noveen le cantaba nanas para dormir mientras los retratos del rostro de la muñeca —grande, redondo y oscuro excepto por los labios rojos— se desparramaban sobre la colcha de la cama de Elizabeth.
Noveen canta: Frére Jacques, frére Jacques, ¿estás dormidú ? ¿Estás dormidú? ¿Dorme-vú, dorme-vú?
A veces Noveen le narraba cuentos —entremezclados, pero maravillosos— en los que Cenicienta calzaba los zapatos rojos de Oz y los Gemelos Bobbsey se perdían en el Bosque Mágico y encontraban una casa de chocolate con un tejado de caramelo de hierbabuena.
Pero entonces la voz de Noveen cambió. Dejó de ser la voz de Adié. Dejó de ser la voz de nadie que Elizabeth conociera, y continuaba hablando incluso cuando Elizabeth le decía a Noveen fermé la buche. Al principio quizá aquella voz fuera agradable. Quizá aquello era divertido. Extraño, pero divertido.
Entonces las cosas cambiaron, ¿no es cierto? Porque el arte es magia, y no toda la magia es blanca.
Ni siquiera para las niñas pequeñas.
7- El arte por el arte
Había una botella de whisky de malta en el mueble bar de la sala de estar. Me apetecía un trago, pero no me lo tomé. Me apetecía esperar, quizá comerme uno de mis sándwiches vegetales con huevo y planear lo que iba a contarle, pero tampoco esperé. A veces el único modo de hacerlo es haciéndolo. Me llevé el teléfono inalámbrico a la habitación Florida. El ambiente era gélido incluso con las ventanas correderas cerradas, pero en cierta manera aquello era bueno. Pensé que el aire fresco podría agudizarme un poco. Y quizá la visión del sol hundiéndose en el horizonte y delineando su senda dorada a través del agua me calmaría. Porque no me encontraba tranquilo. Mi corazón latía con demasiada fuerza, sentía las mejillas calientes, la cadera me dolía como una hija de puta, y súbitamente me di cuenta, con verdadero terror, que el nombre de mi esposa había resbalado de mi mente. Cada vez que bajaba a buscarlo, lo único con lo que subía era peligro, la palabra en español para danger.
Decidí que necesitaba una cosa antes de llamar a Minnesota.
Dejé el teléfono sobre el mullido sofá, cojeé hasta el dormitorio (utilizando la muleta ahora; ella y yo íbamos a ser inseparables hasta la hora de acostarse), y cogí a Reba. Una mirada a sus ojos azules fue suficiente para devolverme el nombre de Pam, y los latidos de mi corazón se ralentizaron. Con mi más leal compañera firmemente sujeta entre el costado derecho y el muñón, balanceando sus rosadas piernas desprovistas de huesos, volví sobre mis pasos hasta la habitación Florida y me senté otra vez. Reba se desplomó sobre mi regazo y la aparté de un manotazo, de tal forma que quedó cara al sol del oeste.
—Míralo mucho rato seguido y te quedarás ciega —dije—. «Pero claro, ahí es donde está la gracia». Bruce Springsteen, 1973, aproximadamente, muchacha.
Reba no respondió.
—Tendría que estar arriba, pintando eso —le confesé—. Haciendo puto arte por puto amor al arte.
Ninguna respuesta. Los ojos bien abiertos de Reba insinuaban al mundo entero que se veía obligada a aguantar al hombre más antipático de Norteamérica.
Levanté el inalámbrico y lo blandí frente a su cara.
—Puedo hacerlo —afirmé.
Nada por parte de Reba, pero me pareció que su mirada era dubitativa. Bajo nosotros, las conchas continuaban su discusión moderada por el viento: lo hiciste, no lo hice, oh sí que lo hiciste.
Me apetecía continuar discutiendo el asunto con mi Muñeca Anticólera. En cambio, marqué el número de lo que solía ser mi casa. Ningún problema en absoluto para recordarlo. Tenía la esperanza de que me saltara el contestador automático de Pam, pero en su lugar habló la dama en persona, y sonaba casi sin aliento.
—Ah, Joanie, gracias a Dios que llamaste. Llego tarde y esperaba que nuestra cita de las tres-quince pudiera…
—No soy Joanie —dije. Alargué la mano hacia Reba y la arrastré de vuelta a mi regazo sin siquiera pensar en ello—. Soy Edgar. Y puede que tengas que cancelar tu cita de las tres-quince. Tenemos que hablar de algo, y es importante.
—¿Qué te ocurre?
—¿A mí? Nada. Estoy bien.
—Edgar, ¿podemos hablar más tarde? Necesito arreglarme el pelo y llego tarde. Estaré de vuelta a las seis.
—Es sobre Tom Riley.
Silencio desde la parte del mundo de Pam. Duró tal vez unos diez segundos, durante los cuales la senda dorada sobre el agua se oscureció un poquito. Elizabeth Eastlake conocía a su Emily Dickinson; me preguntaba si también conocería a su Vachel Lindsay.
—¿Qué pasa con Tom? —preguntó Pam por fin.
Había cautela en su voz, una profunda cautela. Estaba positivamente seguro de que la cita en la peluquería había abandonado su mente.
—Tengo razones para pensar que está planteándose el suicidio. —Apreté el teléfono contra el hombro y empecé a acariciar el cabello de Reba—. ¿Sabes tú algo?
—¿Qué…? ¿Yo qué…? —Parecía sin aliento, como si le hubieran asestado un puñetazo—. ¿Por qué, en el nombre de Dios, iba yo…? —Empezaba a recuperar algo de fuerza, echando mano de la indignación. Es práctico en esas situaciones, supongo—. Llamas por sorpresa, cuando menos me lo espero, ¿y quieres que te hable del estado mental de Tom Riley? Creía que estabas mejorando, pero imagino que solo eran ilu…
—Follar con él debería haberte dado algún indicio. —Mi mano se enroscó en el anaranjado cabello falso de Reba y apreté el puño, como si pretendiera arrancarlo de raíz—. ¿O me equivoco?
—¡Esto es demencial! —casi chilló—. ¡Necesitas ayuda, Edgar! Llama al doctor Kamen o consigue ayuda allí abajo, ¡y pronto!
La ira, y la acompañante certeza de que empezaría a perder las palabras, desapareció de repente. Relajé la mano que agarraba el pelo de Reba.
—Tranquilízate, Pam. Esto no se trata ti. Ni de mí. Se trata de Tom. ¿Has detectado signos de depresión? Tienes que haberlo hecho.
Ninguna respuesta. Pero tampoco ningún clic producto de colgar el teléfono. Y oía su respiración.
Por fin habló.
—Vale. Vale, muy bien. Sé de dónde has sacado esta idea. La Pequeña Reina Miss Drama, ¿no? Imagino que Ilse también te habló de Max Stanton, de Palm Desert. ¡Vamos, Edgar, ya sabes cómo es!
Ante eso, la ira amenazó con retornar. Extendí la mano y así a Reba por su suave cintura. Puedo hacerlo, pensé. No se trata de Ilse, tampoco. ¿Y Pam? Pam solo está asustada, porque esto la ha pillado en fuera de juego. Está asustada y enfadada, pero puedo hacerlo. Debo hacerlo.
Daba igual que durante unos segundos ardiera en deseos de matarla. O eso, de haberse hallado conmigo en la habitación Florida, es lo que podría haber intentado.
—Ilse no me lo contó.
—Basta ya de locuras. Voy a colgar ahora…
—Lo único que no sé es cuál de ellos te convenció para que te hicieras ese tatuaje en el pecho. La rosa pequeña.
Profirió un grito. Tan solo un grito suave, pero era suficiente. Se produjo otro momento de silencio, que latía como fieltro negro. Entonces estalló.
—¡Esa zorra! ¡Lo vio y te lo contó! ¡Es la única forma de que pudieras saberlo! ¡Pues no significa nada! ¡No demuestra nada!
—Esto no es un juzgado, Pam.
No replicó, pero oía su respiración.
—Ilse tenía sus sospechas acerca de ese tal Max, pero no tenía ni la menor idea de lo de Tom. Si se lo cuentas, le romperás el corazón. —Hice una pausa—. Y eso romperá el mío.
Ella lloraba.
—A la mierda tu corazón. Que te jodan. Ojalá estuvieras muerto, ¿te enteras? Cabrón embustero y entrometido, ojalá estuvieras muerto.
Por lo menos yo ya no me sentía así respecto a ella. Gracias a Dios.
La senda sobre el agua se había oscurecido hasta adquirir una tonalidad de cobre pulido. Ahora el naranja comenzaría a reptar sigilosamente.
—¿Qué sabes del estado mental de Tom?
—Nada. Y para tu información no tengo una aventura con él. Si alguna vez tuve una, duró en total tres semanas. Se terminó. Se lo dejé claro cuando volví de Palm Desert. Había todo tipo de razones, pero básicamente tiene demasiados… —Abruptamente saltó al tema anterior—. Debe de habértelo contado ella. Melinda no lo habría hecho, aunque lo supiera. —Y añadió, de forma absurdamente maliciosa—: Ella sabe por lo que he pasado contigo.
En realidad, era sorprendente mi poco interés en seguir por aquel camino. Me interesaba otra cosa.
—¿Tiene demasiados qué?
—¿Quién tiene demasiados qué? —chilló—. ¡Jesús, odio esto! ¡Este interrogatorio!
Como si a mí me encantara.
—Tom. Dijiste: «Básicamente tiene demasiados», y luego paraste.
—Demasiados cambios de humor. Es una bolsa de sorpresas emocional. Un día arriba, un día abajo, un día las dos cosas, especialmente si no se toma…
Se interrumpió bruscamente.
—Si no se toma sus pastillas —terminé por ella.
—Sí, bueno, no soy su psiquiatra —replicó, y aquello en su voz no era petulancia; estaba positivamente seguro de que era acero puro. Jesús. La mujer con la que había estado casado podía ser dura cuando la situación lo requería, pero pensé que aquel implacable acero azul era algo nuevo: sus secuelas de mi accidente. Pensé que era la cojera de Pam—. Ya tragué bastante mierda haciendo de loquera contigo, Edgar. Solo por una vez me gustaría conocer a un hombre que fuera un hombre y no una Bola 8 Mágica empastillada. «No puedo decirlo ahora, pregúntame luego cuando se me pase el cabreo.»
Resopló en mi oreja, y esperé el subsiguiente graznido. Cuando llegó, gritó igual que siempre; aparentemente algunas cosas nunca cambian.
—Que te den por culo, Edgar, por joderme lo que era un día realmente bueno.
—No me importa con quién te acuestas —le dije—. Estamos divorciados. Lo único que quiero es salvarle la vida a Tom Riley.
Esta vez gritó tan fuerte que tuve que sostener el teléfono lejos de la oreja.
—¡No soy RESPONSABLE de su vida! ¡NO NOS DEBEMOS NADA! ¿No pillaste eso? —Después, con un tono de voz un poco más bajo (pero no mucho)—: Ni siquiera está en St. Paul. Está de crucero con su madre y ese hermano marica suyo.
De repente lo comprendí, o eso pensé. Fue como si hubiera estado sobrevolándolo para obtener una vista aérea. Quizá porque yo mismo había contemplado el suicidio, advirtiéndome continuamente a mí mismo de que debía parecer absolutamente un accidente. No porque de lo contrario no se pagaría el dinero del seguro, sino para que mis hijas no tuvieran que vivir con el estigma de que todos supieran…
Y esa era la respuesta, ¿verdad?
—Dile que lo sabes. Cuando vuelva, dile que sabes que planea matarse.
—¿Por qué me creería?
—Porque tiene intención de hacerlo. Porque tú le conoces. Porque está mentalmente enfermo, y probablemente piensa que va por ahí con un cartel pegado en la espalda que dice: PLANEO SUICIDARME. Dile que sabes que ha estado saltándose sus antidepresivos. Eso lo sabes, ¿no? A ciencia cierta.
—Sí. Pero decirle que se los tome nunca sirvió de nada antes.
—¿Alguna vez le dijiste que lo delatarías si no empezaba a tomar su medicación? ¿Que te chivarías a todo el mundo?
—No, ¡y no voy a hacerlo ahora! —Sonaba consternada—. ¿Crees que quiero que todo el mundo en St. Paul sepa que me acostaba con Tom Riley? ¿Que tuve un lío con él?
—¿Y qué tal que todo St. Paul sepa que te preocupas por su vida? ¿Sería eso tan jodidamente horrible?
Guardó silencio.
—Lo único que quiero es que te encares con él cuando regrese.
—¡Lo único que quieres! ¡Perfecto! ¡Toda tu vida ha girado en torno a lo tú quieres! Te diré una cosa, Eddie. Si esto es tan importantísimo para ti, ¡entonces encárale tú, joder! —De nuevo había aparecido aquella dureza estridente, pero esta vez ocultaba miedo tras ella.
—Si fuiste tú la que cortaste —continué—, entonces probablemente aún tendrás influencia sobre él. Y eso incluye, quizá, el poder para salvarle la vida. Sé que asusta, pero ahora corre de tu cuenta.
—No, nada de eso. Voy a colgar.
—Si se mata, dudo que te pases el resto de tu vida con remordimientos de conciencia… pero creo que tendrás un año miserable. O dos.
—No. Dormiré como un bebé.
—Perdona, Panda, pero no te creo.
Era un antiguo nombre cariñoso, uno que no había utilizado durante años, y no sé de dónde vino, pero hizo que se desmoronara. Rompió a llorar otra vez, y en esta ocasión no había furia en su llanto.
—¿Por qué tienes que ser tan cabrón? ¿Por qué no me dejas en paz?
No me apetecía seguir con aquello. Lo que me apetecía era tomarme un par de analgésicos. Y quizá tumbarme en la cama y tener mi propia ración de llanto, no estaba seguro.
—Dile que lo sabes. Dile que vea a su psiquiatra y que vuelva a tomar sus antidepresivos. Y esto es lo más importante: dile que si se mata, se lo contarás a todo el mundo, empezando por su madre y por su hermano. Que no importa lo bien que lo haga, todo el mundo sabrá que fue realmente un suicidio.
—¡No puedo hacer eso! ¡No puedo! —Sonaba desesperanzada.
Lo medité, y decidí que pondría la vida de Tom Riley enteramente en sus manos; simplemente le transmitiría esa responsabilidad a través del cable del teléfono. Esa clase de evasión no había formado parte del repertorio del viejo Edgar Freemantle, pero naturalmente, a aquel Edgar Freemantle nunca se le hubiera ocurrido pasar el tiempo pintando puestas de sol. O jugando con muñecas.
—Tú decides, Panda. De todas formas, podría resultar inútil si a él ya no le importas, pero…
—Oh, sí que le importo. —Su voz sonaba más desesperanzada que nunca.
—Entonces dile que tiene que empezar a vivir su vida de nuevo, le guste o no.
—El bueno y viejo Edgar, todavía manipulándolo todo —dijo lánguidamente—. Incluso desde su reino insular. El bueno y viejo Edgar. Edgar el monstruo.
—Eso duele.
—Estupendo —respondió, y colgó.
Me senté en el sofá un rato más, con la mirada perdida mientras el crepúsculo se hacía cada vez más brillante y el aire de la habitación Florida se volvía cada vez más frío. Las personas que creen que en Florida no hay invierno están muy equivocadas. En 1977 cayeron en Sarasota unos pocos centímetros de nieve. Imagino que hace frío en todas partes. Apuesto cualquier cosa a que incluso nieva en el infierno, aunque dudo que la nieve cuaje.
* * *
Wireman telefoneó al día siguiente poco después del mediodía, y preguntó si todavía estaba invitado a ver mis cuadros. Sentí cierto recelo al recordar su promesa (o amenaza) de que me daría su opinión sincera, sin adornos, pero le dije que viniera.
Dispuse los que consideraba que eran los dieciséis mejores… aunque a la luz diurna, fría y clara, de aquella tarde de enero, todos me parecían una mierda. El retrato que había hecho de Carson Jones todavía descansaba en la repisa del armario de mi dormitorio. Lo bajé, lo sujeté con un clip a un panel de madera conglomerada y lo apoyé al final de la fila. Los colores a lápiz parecían desaliñados y planos comparados con los óleos, y por descontado era más pequeño que el resto, pero aun así pensaba que poseía algo de lo que los otros carecían.
Me planteé la idea de añadir a la colección el dibujo de la toga roja, pero no lo hice. No sé por qué. Quizá solo porque me daba escalofríos. En su lugar me decanté por Hola, el dibujo a lápiz del petrolero.
Wireman llegó zumbando en un cochecito de golf de un vivido color azul con una deportiva raya amarilla. No tuvo que tocar el timbre: yo le esperaba en la puerta.
—Ciertamente tienes un aspecto demacrado, muchacho —comentó mientras entraba—. Relájate. Ni soy el médico ni esta es su consulta.
—No puedo evitarlo. Si esto fuera una construcción y tú un inspector de obra, no me sentiría así, pero…
—Pero aquello era tu otra vida —señaló Wireman—. Esta será la nueva, donde todavía no has encontrado la horma de tu zapato.
—Tú lo has dicho.
—Y llevas razón, demonios. Hablando de tu previa existencia, ¿llamaste a tu mujer para comentarle ese asuntillo que discutimos?
—Sí. ¿Quieres que te lo cuente con pelos y señales?
—No. Lo único que quiero saber es si estás satisfecho con la forma en que se desarrolló la conversación.
—No he tenido una conversación satisfactoria con Pam desde que desperté en el hospital. Pero estoy positivamente seguro de que hablará con Tom.
—Entonces supongo que bien hecho, cerdo. Babe, 1995. —Ya había pasado al interior de la casa, y miraba a su alrededor con curiosidad—. Me gusta lo que has hecho con este lugar.
Estallé en carcajadas. Ni siquiera había quitado el letrero de no fumar que había sobre el televisor.
—Jack me puso una cinta de andar en el piso de arriba, eso es lo nuevo. Ya has estado aquí antes, ¿me equivoco?
Me dirigió una sonrisita enigmática.
—Todos nosotros hemos estado aquí antes, amigo… Esto es más grande que el fútbol profesional. Peter Straub, hacia 1985.
—No te sigo.
—Llevo trabajando para la señorita Eastlake unos dieciséis meses, con una breve e incómoda desviación a St. Pete cuando los cayos fueron evacuados a causa del huracán Frank. De todos modos, las últimas personas que alquilaron Punta Salmón… perdón, Big Pink, permanecieron aquí solo dos semanas de las ocho que habían pagado y después adiós-muy-buenas. O no les gustaba la casa o ellos no le gustaban a la casa. —Wireman levantó unas manos de fantasma sobre su cabeza y dio unos grandes pasos temblorosos de fantasma por la alfombra azul de la sala de estar. El efecto quedó arruinado en gran medida por su camisa, decorada con pájaros tropicales y flores—. Después de eso, cualquier cosa que anduviese por Big Pink… ¡caminaba sola!
—Shirley Jackson—apostillé—. Hacia cuando sea.
—Exacto. En cualquier caso, Wireman estaba definiendo la situación, o lo intentaba. ¡Big Pink ANTES! —Abrió los brazos en un gesto que pretendía abarcarlo todo—. ¡Amueblada con ese popular estilo de Florida conocido como Casa de Alquiler del Siglo Veintiuno! ¡Big Pink AHORA! Amueblada al estilo Casa de Alquiler del Siglo Veintiuno, más una cinta Cybex en el piso de arriba, y… —Bizqueó—. ¿Esa cosa sentada que veo en el sofá de la habitación Florida es una muñeca Lucille Ball?
—Esa es Reba, la Reina Anticólera. Me la dio mi amigo psicólogo, Kramer.
Pero aquello no era correcto. El brazo perdido empezó a picarme con locura. Por enésima vez traté de rascarme y en su lugar solo encontré mis aún convalecientes costillas.
—Espera —dije, y miré a Reba, que clavaba la vista en el Golfo. Puedo hacerlo, pensé. Escomo el lugar donde guardas el dinero cuando quieres ocultárselo al gobierno.
Wireman aguardaba pacientemente.
Me picaba el brazo. El que no estaba allí. El que a veces ansiaba dibujar. Quería dibujar, pues. Comprendí que el brazo ansiaba dibujar a Wireman. A Wireman y la fuente de frutas. A Wireman y la pistola.
Basta de imaginarte mierdas raras, pensé.
Puedo hacerlo, pensé.
Escondes el dinero del gobierno en paraísos fiscales, pensé. Nassau. Las Bahamas. Las Islas Caimán. Y bingo, allí estaba.
—Kamen —rectifiqué—. Ese es su nombre. Kamen me regaló a Reba. Xander Kamen.
—Bien, ahora que has solucionado eso —dijo Wireman—, echemos un vistazo a tu obra pictórica.
—Si no hay más remedio —me resigné, y le conduje al piso de arriba, cojeando sobre mi muleta. A mitad de camino me vino un pensamiento a la cabeza, yme detuve—.Wireman —dije, sin mirar atrás—, ¿cómo sabías que mi cinta de andar era una Cybex?
Por un momento no dijo nada, y finalmente:
—Es la única marca que conozco. Ahora, ¿puedes reanudar la ascensión por ti mismo, o necesitas una patada en el culo para ponerte en marcha?
Suena plausible, pero el tono es falso, pensé mientras reanudaba la marcha. Creo que mientes, ¿y sabes qué? Creo que sabes que lo sé.
* * *
Mis trabajos estaban apoyados contra la pared septentrional de Little Pink, y el sol de la tarde proporcionaba a las pinturas abundante iluminación natural. Wireman caminaba lentamente por delante de ellas, deteniéndose de vez en cuando, y en una ocasión incluso retrocedió sobre sus pasos para estudiar por segunda vez un par de lienzos. Mientras los observaba detrás de él, pensé que había mucha más luz de la que merecían. Ilse y Jack los habían elogiado, pero una era mi hija y el otro mi empleado.
Cuando alcanzó el dibujo coloreado a lápiz del petrolero al final de la fila, Wireman se agachó y permaneció con la vista clavada en él durante quizá treinta segundos, con los antebrazos apoyados en los muslos y las manos colgando lánguidamente entre las piernas.
—¿Qué… ? —empecé a preguntar.
—¡Chis! —exclamó, y soporté otros treinta segundos de silencio.
Por fin se levantó, con un crujido de rodillas. Cuando se giró y quedó frente a mí, sus ojos parecían muy grandes, y el izquierdo estaba inflamado. Del rabillo interior del ojo le brotó agua, no una lágrima. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero de sus vaqueros y la enjugó, con el gesto automático de un hombre que repite la misma acción una docena de veces al día, o más.
—Santo Dios —murmuró, y caminó hacia la ventana mientras se guardaba de nuevo el pañuelo en el bolsillo.
—Santo Dios, ¿qué? —pregunté—. Santo Dios, ¿qué?
Estaba de pie mirando hacia el exterior.
—No tienes ni idea de lo buenos que son, ¿cierto? Quiero decir, de verdad que no lo sabes.
—¿Lo son? —pregunté. Nunca me había sentido tan inseguro de mí mismo—. ¿Hablas en serio?
—¿Los has colocado en orden cronológico? —inquirió, sin dejar de otear el Golfo.
El Wireman bromista, jocoso y socarrón se había ido de excursión. Me dio la impresión de estar escuchando a un Wireman que tenía mucho más en común con el Wireman que los jurados habían oído… siempre asumiendo que hubiera sido esa clase de abogado.
—Lo hiciste, ¿no? Menos los dos últimos, quiero decir. Obviamente son muy anteriores.
No entendía cómo cualquier cosa mía podía calificarse como «muy anterior» cuando solo llevaba pintando un par de meses, pero cuando deslicé mis ojos sobre ellos, vi que tenía razón. No había tenido intención de ponerlos en orden cronológico (no de manera consciente), pero era así como los había dispuesto.
—Sí —confirmé—. De los primeros a los más recientes.
Señaló las últimas cuatro pinturas, a las que mentalmente denominaba mis composiciones crepusculares. A una de aquellas puestas de sol le había agregado una concha de nautilo; a otra, un compact disc con la palabra Memorex impresa sobre él (y el fulgor rojo del sol brillando a través del agujero); a una tercera, una gaviota muerta que había encontrado en la playa, solo que inflada hasta el tamaño de un pterodáctilo. La última era la del lecho de conchas bajo Big Pink, tomando como modelo una foto digital. En esta pintura, por alguna razón, había sentido la necesidad de añadir rosas. No crecía ninguna en las inmediaciones de Big Pink, pero había multitud de imágenes disponibles gracias a mi nuevo compinche Google.
—Este último grupo de cuadros —dijo—. ¿Los ha visto alguien? ¿Tu hija?
—No. Los pinté después de que se marchara.
—¿Y el chico que trabaja para ti?
—No.
—Y por descontado nunca le enseñaste a tu hija el dibujo que hiciste de su nov…
—¡Dios, no! ¿Me tomas el pelo?
—No, claro que no lo hiciste. Ese posee su propio poder, aun precipitado como obviamente es. En cuanto al resto de estas cosas… —Se rió.
Repentinamente me di cuenta de que estaba exaltado, y ahí fue cuando yo empecé a entusiasmarme. Pero con cautela, también.
Recuerda que antes era abogado, me dije. No es crítico de arte.
—El resto de estas jodidas cosas…
Soltó otra de aquellas entusiasmadas carcajadas. Empezó a caminar en círculos por la habitación, subiendo a la cinta de andar con una inconsciente facilidad que envidié amargamente. Se llevó las manos al pelo grisáceo y tiró de él hacia afuera y hacia arriba, como si quisiera alargar sus neuronas.
Por fin regresó y se plantó frente a mí, casi encarándose conmigo.
—Mira. El mundo te ha maltratado mucho durante el último año, más o menos, y sé que eso desinfla el airbag que protege la buena imagen de uno mismo. Pero no me digas que ni siquiera intuías lo buenos que son.
Me acordé de nosotros dos recuperándonos de nuestro salvaje ataque de risa, mientras el sol brillaba a través de la sombrilla desgarrada y arrojaba pequeñas cicatrices de luz sobre la mesa. Wireman había dicho: «Sé por lo que estás pasando», y yo había replicado: «Lo dudo seriamente». Ya no admitía dudas: él lo sabía. Al recuerdo de aquel día le siguió un seco deseo (no era hambre, sino picor) de plasmar en papel a Wireman. Una combinación de retrato y bodegón: Abogado con fruta y pistola.
Me palmeó la mejilla con una de sus manos de dedos embotados.
—Tierra llamando a Edgar. Conteste, Edgar.
—Ah, le recibo, Houston —me oí decir a mí mismo—. Aquí Edgar.
—Entonces, ¿qué dices, muchacho? ¿Estoy mintiendo o estoy muriendo? ¿Intuías o no lo buenos que eran mientras los hacías?
—Sí —afirmé—. Me sentía como si estuviera pateando culos y anotando los nombres.
—Es la evidencia más simple de la expresión artística —dijo con un asentimiento de cabeza—. El buen arte casi siempre le parece bueno al artista. Y el observador, el observador comprometido, el que realmente contempla…
—Imagino que ese serías tú —le interrumpí—. Los miraste durante un buen rato.
No sonrió.
—Cuando es bueno y la persona que está mirando se abre a él, se produce un estallido emocional. Yo sentí el estallido, Edgar.
—Estupendo.
—Vaya si no. Y cuando ese tipo de Scoto reciba su ración, creo que también lo sentirá. De hecho, apostaría por ello.
—Tampoco es para tanto. Dalí recalentado, si lo miras bien.
Me pasó un brazo alrededor de los hombros y me condujo hacia las escaleras.
—Ese comentario no es digno de réplica. Ni tampoco voy a discutir el hecho de que aparentemente pintaste al novio de tu hija vía un extraño miembro fantasma telépata. Ojalá pudiera ver aquel cuadro de las pelotas de tenis, pero lo que se ha ido, se ha ido.
—Y por siempre jamás —apostillé.
—Pero tienes que ser muy cuidadoso, Edgar. Duma Key es un lugar poderoso para… cierta clase de personas. Magnifica a cierta clase de personas. A personas como tú.
—¿Y a ti? —pregunté. No respondió de inmediato, así que señalé su rostro—. Ese ojo tuyo está goteando otra vez.
Sacó el pañuelo y se lo enjugó.
—¿Quieres contarme lo que te pasó? —pregunté—. ¿Por qué no puedes leer? ¿Por qué los cuadros te provocan esa reacción tan extraña?
Tardó mucho tiempo en contestar. Las conchas bajo Big Pink tenían mucho que decir. Con una ola decían la fruta. Con la siguiente decían la pistola. Iban y venían de esa manera. La fruta, la pistola, la pistola, la fruta.
—No —dijo por fin—. Ahora no. Y si quieres dibujarme, adelante, tú mismo. No te cortes.
—¿Cuánto de mi mente puedes leer, Wireman?
—No mucho —reconoció—. Ahí tuviste potra, muchacho.
—¿Podrías seguir leyéndola si no estuviéramos en Duma Key? ¿Si estuviéramos en una cafetería de Tampa, por ejemplo?
—Bueno, podría recibir un cosquilleo —sonrió—. Especialmente después de pasar un año aquí, absorbiendo los… ya sabes, los rayos.
—¿Me acompañarás a la galería? ¿A la Scoto?
—Amigo, no me lo perdería ni por todo el té de China.
* * *
Esa noche entró soplando desde el mar una tempestad, y llovió con fuerza durante dos horas. Los relámpagos destellaban y las olas batían contra los pilares bajo la casa. Big Pink gemía, pero se mantenía firme. Descubrí una cosa interesante: cuando el Golfo enloquecía y el oleaje era de verdad intenso, las conchas callaban. Las olas las elevaban a demasiada altura como para poder conversar. Subí al piso de arriba en el clímax del recital de relámpagos y truenos. Sintiéndome un poco como el doctor Frankenstein en el momento de dar vida a su monstruo en la torre del castillo, dibujé a Wireman, empleando sencillamente un lápiz Negro Venus. Justo hasta el final, claro. Entonces utilicé el rojo y el naranja para la fruta en el cuenco. En el fondo bosquejé una puerta, y allí puse a Reba, de pie y observando. Suponía que Kamen habría dicho que Reba era mi representante en el mundo configurado en la imagen. Quizá sí, quizá no. Lo último que hice fue coger el Cielo Venus para colorear sus estúpidos ojos. Entonces estuvo finalizado. Otra obra maestra Freemantle acababa de nacer.
Me senté a contemplarlo mientras los decrecientes truenos se alejaban y los relámpagos tartamudeaban un adiós con unos pocos centelleos sobre el Golfo. Allí estaba Wireman, sentado a una mesa. Sentado, sin duda, al final de su otra vida. Sobre la mesa había una fuente con fruta y la pistola que Wireman guardaba, bien para prácticas de tiro (tiempo atrás sus ojos habían sido agudos), bien para proteger su hogar, o ambas cosas. Había bosquejado la pistola y luego garabateado encima, confiriéndole un aspecto siniestro y ligeramente emborronado. Aquella otra casa se hallaba vacía. En algún lugar un reloj emitía un tic-tac. En algún lugar un frigorífico gemía. El aire estaba muy recargado por el aroma de las flores. Un aroma que era terrible, pero los sonidos eran aún peor. La marcha del reloj. El incesante gemido del frigorífico mientras seguía fabricando hielo en un mundo sin esposas, sin hijos. Pronto el hombre sentado a la mesa cerraría los ojos, alargaría la mano y cogería una pieza de fruta del cuenco. Si era una naranja, se iría a la cama. Si era una manzana, presionaría el cañón de la pistola contra la sien derecha, apretaría del gatillo, y airearía sus doloridas neuronas.
Resultó ser una manzana.
* * *
Jack apareció al día siguiente con una furgoneta alquilada y trapos en abundancia para envolver mis lienzos. Le comenté que había hecho un amigo en la casa grande playa abajo y que nos acompañaría.
—No hay problema —dijo Jack alegremente mientras subía las escaleras a Little Pink tirando de un carrito de mano tras él—. Hay mucho espacio en la… ¡Uau! —exclamó, deteniéndose en lo alto de la escalera.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Estos son nuevos? Tienen que serlo.
—Sí. —Nannuzzi, el de galería Scoto, había solicitado ver media docena de cuadros, diez como mucho, así que dividí la diferencia entre dos y seleccioné ocho. Cuatro eran los que tanto impresionaron a Wireman la noche anterior—. ¿Qué opinas?
—¡Son increíbles, colega!
Era difícil dudar de su sinceridad: nunca antes me había llamado colega. Ascendí un par de pasos más y luego le aticé en el trasero con la punta de la muleta.
—Deja sitio.
Se hizo a un lado, tirando del carrito, y pude subir el último tramo de escaleras. Él seguía con la vista clavada en las pinturas.
—Jack, este tío de la Scoto, ¿es un buen tipo? ¿Le conoces?
—Mi madre dice que lo es, y eso es suficiente para mí. —Lo que deduje que significaba que también debería ser suficiente para mí. Suponía que debería bastar—. No me contó nada acerca de los otros socios (creo que hay dos más), pero dice que el señor Nannuzzi es un buen tipo.
Jack le había hablado en mi favor, lo cual me conmovió.
—Y si esto no le gusta —finalizó Jack—, está chalado.
—¿Tú crees eso, eh?
Asintió con la cabeza, y desde el piso de abajo llegó la voz jovial de Wireman.
—¡Toc-toc! Estoy aquí por la excursión al campo. ¿Sigue en pie? ¿Quién tiene mi tarjeta de identificación? ¿Se suponía que debía traer mi comida?
* * *
Me lo había imaginado como un catedrático calvo, delgaducho y con ardientes ojos marrones, un Ben Kingsley a la italiana, pero Dario Nannuzzi resultó ser un hombre de unos cuarenta años, regordete, distinguido y con una buena mata de pelo. Casi había acertado en los ojos, sin embargo. No se les escapaba nada. Vi cómo se ensanchaban una vez, ligera aunque perceptiblemente, cuando Wireman desenvolvió con cuidado el último lienzo que había llevado conmigo, Rosas que nacen de conchas. Las pinturas estaban alineadas contra la pared trasera de la galería, que en realidad estaba dedicada mayoritariamente a fotografías de Stephanie Shachat y óleos de William Berra. Un material mucho mejor, opinaba, que el que yo sería capaz de crear en un siglo.
Pero sus ojos se habían ensanchado ligeramente, eso era algo.
Nannuzi recorrió toda la fila del primero al último, y después repitió en sentido contrario. No tenía ni idea de si eso era bueno o malo. La sucia verdad era que, antes de aquel día, nunca en mi vida había entrado en una galería de arte. Me volví para preguntarle a Wireman qué pensaba, pero este se había retirado y hablaba en voz baja con Jack, mientras observaban a Nannuzzi mirar mis pinturas.
Y me di cuenta de que tampoco ellos eran los únicos. El final de enero es una época ajetreada en las tiendas caras de la costa oeste de Florida. Había aproximadamente una docena de mirones en la amplia Galería Scoto (Nannuzzi más tarde empleó el mucho más ostentoso término «mecenas potenciales»), observando las dalias de Shachat, los óleos europeos, magníficos aunque demasiado turísticos, de William Berra, y unas esculturas, alegremente febriles, capaces de saltarle los ojos de las órbitas a uno; en mi ansiedad por desenvolver mi propio material, había pasado por alto estas piezas, que eran obra de un tipo llamado David Gerstein.
Al principio supuse que lo que atraía la atención de los ocasionales curiosos de la tarde eran las esculturas (músicos de jazz, nadadores locos, palpitantes escenas de ciudad). Y algunos les echaban un rápido vistazo, pero la mayoría ni siquiera eso. Eran mis cuadros lo que miraban.
Un hombre que lucía lo que los floridianos llaman un bronceado de Michigan (eso puede significar tanto que la piel tiene una palidez mortal, como que está colorada como una langosta quemada) me dio un toquecito en el hombro con la mano libre. La otra estaba entrelazada entre los dedos de su mujer.
—¿Sabe quién es el artista? —preguntó.
—Yo —musité, y noté un calor que me invadía la cara.
Me sentí como si estuviera confesando que había pasado la última semana descargando imágenes de Lindsay Lohan.
—¡Buen trabajo! —exclamó su mujer afectuosamente—. ¿Va a exhibir su obra?
Ahora todo el mundo me miraba. Más o menos del modo en que mirarías una nueva especie de pez globo que podía ser o no sushi du jour. Es decir, esa era la impresión que me daba.
—No sé si exprimiré. Exhibiré.
Podía notar la sangre acumulándose en mis mejillas. La sangre de la vergüenza, lo cual era malo. La sangre de la ira, lo cual era peor. Si se derramaba, me enfurecería conmigo mismo, pero aquellas personas no lo sabrían.
Abrí la boca para verter algunas palabras, y la cerré. No te apures, pensé, y deseé tener a Reba. Para esta gente probablemente sería normal ver a un artista con una muñeca. Después de todo, habían sobrevivido a Andy Warhol.
No te apures. Puedo hacerlo.
—Lo que quiero decir es que no llevo demasiado tiempo trabajando en esto, y no conozco el procedimiento.
Deja de engañarte a ti mismo, Edgar. Sabes bien en qué están interesados. No en tus cuadros, sino en tu manga vacía. Eres Artie, el Pintor Manco. ¿Por qué no cortas por lo sano y les mandas a tomar por culo?
Eso era ridículo, desde luego, pero…
Pero que me partiera un rayo si no se agolpaba ya a mí alrededor toda la gente presente en la galería. Aquellos que habían estado admirando en la parte delantera las flores de la señora Shachat se habían aproximado por simple curiosidad. La escena me era familiar; había visto grupitos similares espiando a través de las vallas en cientos de construcciones.
—Le explicaré el procedimiento —dijo otro tipo con bronceado de Michigan. Tenía una barriga a modo de guirnalda, lucía un pequeño jardín de flores de ginebra en la nariz, y vestía una camisa tropical que le colgaba casi hasta las rodillas. Sus zapatos blancos combinaban a la perfección con su canoso cabello pulcramente peinado—. Es fácil, solo son dos pasos. El primero es decirme cuánto quiere por ese. —Señaló el Puesta de sol con gaviota—. El paso dos es que yo le extiendo un cheque.
La pequeña multitud rió. Dario Nannuzzi no: me hizo señas para que me acercara.
—Perdone —le dije al hombre del pelo blanco.
—La apuesta mínima acaba de subir, amigo mío —le dijo alguien a Flores de Ginebra, y se oyeron risas. Flores de Ginebra se unió a ellas, pero en realidad no parecía divertido.
Percibía todo esto como a través un sueño.
Nannuzzi me sonrió y seguidamente se volvió hacia los clientes potenciales, que todavía miraban mis pinturas.
—Damas y caballeros, el señor Freemantle solo vino hoy en busca de una opinión sobre su obra, no con intención de vender. Por favor, respeten su privacidad y mi situación profesional. —Sea la que sea, pensé, desconcertado—. Permítanme sugerirles que vean sin compromiso alguno las obras en exposición mientras nosotros pasamos a las dependencias traseras. La señora Aucoin, el señor Brooks y el señor Castellano estarán encantados de responder a todas sus preguntas.
—Mi opinión es que deberías reclutar a este hombre —le espetó una mujer de aspecto severo, con el cabello gris recogido en un moño y una suerte de belleza naufragada que aún persistía en su rostro.
Se produjo un amago de aplauso, aunque parezca mentira. La sensación de estar en un sueño se hizo más profunda.
Un joven etéreo flotó hacia nosotros desde la parte de atrás. Puede que Nannuzzi le hubiera convocado, pero que me maldijeran si sabía cómo. Hablaron brevemente, y luego el joven sacó un rollo grande de etiquetas adhesivas. Eran ovaladas, y tenían estampadas en plata las letras NFS.{[8]} Nannuzzi despegó una, se inclinó sobre el primer cuadro, luego vaciló y me dirigió unamirada de reproche.
—A estas pinturas no se les ha aplicado ningún tipo de fijador.
—Eh… creo que no —dije. Me estaba ruborizando otra vez—. No… no sé exactamente qué…
—Dario, con quien estás tratando aquí es con un verdadero primitivista americano —dijo la mujer de aspecto severo—. Si lleva pintando más de tres años, te invitaré a una cena en Zoria's, y a una botella de vino. —Volvió hacia mí su naufragado aunque aún casi precioso rostro.
—Cuando haya, y si hay, algo aquí sobre lo que puedas escribir, Mary —replicó Nannuzzi—, te llamaré yo mismo.
—Más te vale —advirtió—. Ni siquiera voy a preguntar su nombre. ¿Ves lo buena chica que soy? —Movió los dedos en un gesto giratorio en mi dirección, y se escabulló entre la pequeña muchedumbre.
—Tampoco necesita preguntar —comentó Jack, y por supuesto tenía razón.
Había firmado todos los óleos en la esquina inferior izquierda, tan nítidamente como había firmado en mi otra vida todas mis facturas, órdenes de trabajo y contratos: Edgar Freemantle.
* * *
Nannuzzi se conformó con pegar débilmente las etiquetas de NFS en la esquina superior derecha de las pinturas, donde sobresalían como las lengüetas de una carpeta archivadora. Luego nos condujo a Wireman y a mí a su oficina. Jack también fue invitado, pero prefirió quedarse junto a los cuadros.
Una vez en el despacho, Nannuzzi nos ofreció café, a lo que rehusamos, y agua, que sí aceptamos. Yo también acepté un par de cápsulas de Tylenol.
—¿Quién era esa mujer? —preguntó Wireman.
—Mary Ire —contestó Nannuzzi—. Una institución en el panorama artístico de Suncoast. Edita un periódico gratuito llamado Bulevar, para buitres de la cultura, que sale mensualmente casi todo el año, y quincenalmente durante la temporada turística. Vive en Tampa, en un ataúd, según algunas lumbreras de este mundillo. Los nuevos artistas locales son su pasatiempo favorito.
—Parecía extremadamente perspicaz —señaló Wireman.
—Mary es una persona decente —declaró Nannuzzi, encogiéndose de hombros—. Ayuda a gran cantidad de artistas y ha estado rondando por aquí desde siempre. Lo cual la convierte en una figura importante en esta ciudad, donde, en gran medida, vivimos en un mercado transitorio.
—Entiendo —asintió Wireman. Me alegraba que alguien lo hiciera—. Ella es una facilitadora.
—Más que eso —aseguró Nannuzzi—. Es una docente, una especie de guía de museo. Nos gusta contentarla. Si podemos, por supuesto.
Wireman asentía con la cabeza.
—Aquí, en la costa oeste de Florida, existe una atractiva relación económica entre artista y galería. Mary Ire lo comprende y lo fomenta. Conque si cierta Galería Arte Feliz al final de la calle descubre que pueden vender cuadros de Elvis hechos con macarrones sobre terciopelo por diez mil dólares, Mary…
—Los torpedearía —dijo Nannuzzi—. Al contrario de lo que creen los esnobs del arte (a los que en general podrán distinguir por sus ropas negras y sus diminutos teléfonos móviles), no somos venales.
—¿Ya se ha quitado ese peso de encima? —preguntó Wireman, sin llegar a sonreír del todo.
—Casi —respondió—. Todo lo que digo es que Mary comprende nuestra situación. Las piezas que vendemos la mayoría de nosotros son buenas, y a veces vendemos obras magníficas. Hacemos lo imposible para descubrir y desarrollar nuevos artistas, pero algunos de nuestros clientes son tan ricos que no les hace ningún bien. Estoy pensando en tipos como el señor Costenza, ahí fuera, que va agitando su talonario por doquier, y las señoras que entran con perros que tienen el pelaje teñido para que combine con sus nuevos abrigos. —Nannuzzi mostró su dentadura en una sonrisa que apostaría a que muchos de sus clientes no habían visto jamás.
Me hallaba fascinado. Este era otro mundo.
—Mary escribe reseñas de todas las nuevas exposiciones a las que puede asistir, que son la mayoría, y créanme, no todas sus críticas son favorables.
—¿Pero sí la mayoría? —preguntó Wireman.
—Sí, desde luego, porque la mayoría de las exposiciones son buenas. De entre todas las obras que analiza, hay muy pocas que ella calificaría de extraordinarias, porque eso no es lo que por norma generan las áreas turísticas, ¿pero si existen buenas obras? Sí. Pinturas que cualquiera puede colgar en su casa, señalarlas con el dedo y decir «Compré este cuadro» sin experimentar un estremecimiento de vergüenza.
Pensé que Nannuzzi acababa de dar la definición perfecta de mediocridad (yo había visto la aplicación del concepto en cientos de diseños arquitectónicos), pero guardé silencio.
—Mary comparte nuestro interés en nuevos artistas. Puede que llegue un tiempo en que sea de su interés sentarse con ella, señor Freemantle. Antes de exhibir su obra, digamos.
—¿Te interesaría montar una exposición aquí en la Scoto? —me preguntó Wireman.
Tenía los labios secos. Traté de humedecerlos con la lengua, pero también estaba seca, así que tomé un sorbo de agua y a continuación dije:
—Eso es como poner el callo delante del catarro. —Hice una pausa. Me di tiempo. Tomé otro sorbo de agua—. Perdón. El carro delante del caballo. Vine para conocer su opinión, signor Nannuzzi. Usted es el experto.
Desenlazó los dedos que apoyaba sobre el chaleco y se inclinó hacia delante. El crujido de la silla en la pequeña estancia se me antojó excesivamente ruidoso. Pero él sonreía, y su sonrisa era cálida. Le iluminó los ojos y los hizo cautivadores, persuasivos. Entendí por qué tenía éxito a la hora de vender cuadros, pero no creo que en aquel momento estuviera vendiendo. Alargó el brazo por encima del escritorio y me cogió la mano, la mano con la que pintaba, la única que me quedaba.
—Señor Freemantle, me honra, pero mi padre Augustino es el signor de nuestra familia. Soy feliz con un simple «señor». Y en cuanto a sus pinturas, sí, son buenas. Considerando el poco tiempo que lleva trabajando, son muy buenas, en efecto. Quizá más que buenas.
—¿Qué las hace buenas? —pregunté—. Si lo son, ¿qué las hace buenas?
—La verdad —respondió—. Brilla a través de cada pincelada.
—¡Pero la mayoría solo son puestas de sol! Las cosas que añado… —Levanté la mano, y luego la volví a bajar—. Son solo un recurso efectista.
Nannuzzi se echó a reír.
—¡Conoce esa mezquina expresión! ¿Dónde la aprendió? ¿Leyendo la sección de cultura del New York Times? ¿Escuchando a Bill O'Reilly? ¿Ambas cosas? —Señaló al techo—. ¿Una bombilla? ¡Un recurso efectista! —Señaló su propio pecho—. ¿Un marcapasos? ¡Un recurso efectista! —Agitó las manos en el aire. El afortunado bastardo tenía dos para agitar—. Despréndase de esas palabras mezquinas, señor Freemantle. El arte debería ser un lugar de esperanza, no de duda. Y sus dudas surgen de la inexperiencia, lo cual no es algo deshonroso. Escúcheme. ¿Escuchará?
—Sí, por supuesto —aseguré—. Para eso vine.
—Donde digo verdad, quiero decir belleza.
—John Keats —dijo Wireman—. Oda a una urna griega. «Nada más sabemos, nada más hace falta». Un clásico, pero siempre vigente.
Nannuzzi no prestó atención. Se inclinaba sobre su escritorio y me observaba.
—Para mí, señor Freemantle…
—Edgar.
—Para mí, Edgar, eso sintetiza el propósito de todo arte, y es el único modo en que puede ser juzgado.
Esbozó una sonrisa, un poco a la defensiva, me pareció.
—Verá, no deseo pensar demasiado en el arte. No deseo criticarlo. No deseo asistir a simposios, escuchar conferencias o discutir sobre él en cócteles, aunque a veces, dada la naturaleza de mi trabajo, me vea obligado a hacer todas esas cosas. Lo que anhelo es agarrarme con firmeza el corazón y derrumbarme al contemplar una obra de arte.
Wireman estalló en carcajadas, y levantó ambas manos en el aire.
—¡Sí, oh, Señor! —proclamó—. No sé si ese tipo de ahí afuera se agarró el corazón y se derrumbó, pero con toda seguridad estaba listo para agarrar su talonario.
—En su interior, creo que sí se derrumbó —dijo Nannuzi—. Creo que todos lo hicieron.
—En realidad, yo también —confesó Wireman.
Ya no sonreía.
Nannuzzi continuaba con la mirada fija en mí.
—Nada de hablar de recursos efectistas. En la mayoría de esas pinturas va tras algo que es perfectamente sencillo: busca una forma de reinventar el tópico más popular y trillado de Florida, la puesta de sol tropical. Ha estado tratando de encontrar su estilo más allá del cliché.
—Sí, más o menos. Por eso copié a Dalí…
Nannuzzi agitó una mano.
—En esas pinturas de ahí afuera no existe nada comparable a Dalí. Y no discutiré lecciones de arte con usted, Edgar, o me rebajaré a utilizar palabras que acaban en ismo. No pertenece a ninguna escuela de arte, porque no conoce ninguna.
—Conozco los edificios —le dije.
—Entonces, ¿por qué no pinta edificios?
Sacudí la cabeza. Quizá podría haberle dicho que la idea nunca cruzó por mi mente, pero en honor a la verdad, lo correcto sería decir que nunca había cruzado por mi brazo perdido.
—Mary acertaba. Es usted un primitivista americano. No hay nada de malo en ello. La Abuela Moses era una primitivista Americana. Jackson Pollock también. La cuestión, Edgar, es que usted tiene talento.
Abrí la boca y la volví a cerrar. Simplemente no se me ocurría nada que decir. Wireman me ayudó.
—Dale las gracias al hombre, Edgar —sugirió.
—Gracias —dije yo.
—De nada. Y si decide exponer, Edgar, por favor venga a la Scoto en primer lugar. Le haré la mejor oferta de cualquier otra galería de Palm Avenue. Es una promesa.
—¿Bromea? Por supuesto que vendré aquí primero.
—Y por supuesto yo revisaré el contrato —dijo Wireman con una sonrisa de niño cantor.
Nannuzzi le devolvió la sonrisa.
—Debería y lo agradecería. No es que vaya a encontrar mucho que revisar; el contrato estándar de la Scoto para un artista primerizo solo ocupa una página y media.
—Señor Nannuzzi —dije—. De verdad no sé cómo agradecérselo.
—Ya lo hizo —aseguró—. Me agarré el corazón, lo que queda de él, y me derrumbé. Antes de que se vayan, hay un asunto más.
Cogió una libreta de su escritorio, garabateó algo y a continuación arrancó la hoja y me la tendió, como un médico que entrega una receta a un paciente. La palabra escrita en ella, con grandes letras mayúsculas inclinadas, incluso parecía una de esas palabras que ves en una receta: LIQUIN.
—¿Qué es Liquin? —pregunté.
—Un barniz protector. Le sugiero que empiece a aplicarlo a sus trabajos con una toalla de papel una vez que estén terminados. Solo una capa fina. Lo deja secar durante veinticuatro horas y luego le pone otra capa. Eso conservará sus puestas de sol brillantes y frescas durante siglos. —Me miró tan solemnemente que sentí que mi estómago me subía un poco hacia el pecho—. No sé si son lo suficientemente buenas como para merecer tanta longevidad —agregó—, pero quizá lo sean. ¿Quién sabe? Quizá lo sean.
* * *
Cenamos en Zoria's, el restaurante que Mary Ire había mencionado, y dejé que Wireman me invitara a un bourbon antes de la comida. Era mi primer trago verdaderamente fuerte desde el accidente, y me afectó de una manera extraña y curiosa. Todo pareció afilarse hasta que el mundo quedó macerado con luz y color. Los ángulos de las cosas (puertas, ventanas, incluso los codos ladeados de los camareros que pasaban) parecían lo bastante agudos como para cortar el aire y permitir la entrada de alguna otra atmósfera más oscura, más espesa, fluyendo como sirope.
El pez espada que pedí sabía delicioso, las judías verdes se quebraban entre mis dientes, y la crème brûlée estaba tan rica que casi daba pena terminarla (pero demasiado rica para dejarla). La conversación entre nosotros tres fue jovial, con muchas risas. Aun así, estaba deseando que la cena acabara. Todavía me dolía la cabeza,aunque la palpitación había resbalado hacia la nuca (como un bolo en una bolera de bar), y el tráfico lento, casi un atasco, que divisábamos en Main Street distraía la atención. Todos los cláxones emitían un sonido malhumorado y amenazador. Quería estar en Duma. Deseaba la negrura del Golfo y la tranquila conversación de las conchas debajo de mí mientras yo yacía en mi cama con Reba en la otra almohada.
Para cuando el camarero se acercó a preguntar si nos apetecía más café, el peso de la conversación recaía casi exclusivamente en Jack. En mi estado de hiperconsciencia, observé que no era el único que necesitaba un cambio de local. Debido a la baja iluminación del restaurante y al bronceado caoba de Wireman, era difícil estimar cuánto color había perdido, pero imaginé que bastante. Además, aquel ojo izquierdo suyo volvía a lagrimear.
—Solo la cuenta —respondió Wireman, y después se las arregló para sonreír—. Lamento fastidiar la celebración tan pronto, pero quiero regresar junto a mi dama. Si os parece bien, muchachos.
—Por mí está bien —dijo Jack—. ¿Comida gratis y vuelta a casa a tiempo para mirar el SportsCenter? Menudo chollo.
Wireman y yo esperamos fuera del aparcamiento mientras Jack que iba en busca de la furgoneta alquilada. Allí la luz era más fuerte, pero lo que mostró no me hizo sentir mejor con respecto a mi nuevo amigo; bajo el resplandor vertido desde el garaje, su tez lucía casi amarilla. Le pregunté si se encontraba bien.
—Wireman está sano como una manzana —contestó—. La señorita Eastlake, por otra parte, ha pasado varias noches de mierda, sin apenas descanso, llamando a sus hermanas, a su padre, pidiendo de todo, excepto su pipa, su tazón y sus tres violinistas. Es como un puto hechizo de luna llena. No tiene sentido lógico, pero ahí está. Diana emite su reclamo en una longitud de onda que solo puede sintonizar una mente que se tambalea. Ahora que la luna está en cuarto menguante, volverá a dormir otra vez de un tirón. Lo que significa que yo podré volver a dormir otra vez de un tirón. Espero.
—Bien.
—Si yo fuera tú, Edgar, consultaría con la almohada esto de la galería, y durante más de una noche. Además, sigue pintando. Has sido una abeja muy laboriosa, pero dudo que tengas aún suficientes cuadros para…
Había una columna alicatada a su espalda. Wireman se tambaleó hacia atrás contra ella, y si yo no hubiera estado allí, estoy positivamente seguro de que se habría desplomado. El efecto del bourbon se había desvanecido un poco, pero percibía aquella híper-realidad lo suficiente como para ver lo que les ocurrió a sus ojos cuando perdió el equilibrio. El derecho miraba hacia abajo, como si comprobara los zapatos, mientras que el izquierdo, inyectado en sangre y lacrimoso, giró en su órbita hasta que el iris no fue más que un arco. Tuve tiempo de pensar que lo que estaba viendo era del todo imposible, que los ojos no podían moverse de aquella manera, en dos direcciones completamente diferentes. Y que aquello probablemente era cierto solo en personas sanas.
Entonces Wireman empezó a resbalar, pero conseguí sujetarle a tiempo.
—¿Wireman? ¡Wireman!
Sacudió la cabeza y luego me miró. Los ojos con la vista al frente y listos para rendir cuentas. El izquierdo relucía y estaba inyectado en sangre, eso era todo. Extrajo el pañuelo, se secó la mejilla y rió.
—He oído a charlatanes que pueden hacer dormir a una persona con aburridas frases, pero ¿a uno mismo? Es absurdo.
—No te estabas quedando dormido. Estabas… no sé qué te pasaba.
—No seas tonto, cariñín —dijo Wireman.
—No, tus ojos se pusieron extraños.
—A eso se le llama dormirse, muchacho.
Me dirigió una de sus patentadas miradas Wireman: cabeza ladeada, cejas levantadas, hoyuelos en las comisuras de la boca indicando el principio de una sonrisa. Pero pensé que sabía exactamente de lo que yo estaba hablando.
—Yo tengo que ir a un médico, para un chequeo —dije—. Y para hacerme una resonancia. Se lo prometí a mi amigo Kamen. ¿Qué tal si vamos juntos? Un dos por uno.
Wireman seguía apoyado en la columna. Ahora se enderezó.
—Hey, aquí está Jack con la furgoneta. Tardó realmente poco. Acelera el paso, Edgar: último autobús con destino a Duma Key, próximo a efectuar su salida.
* * *
Sucedió otra vez en el camino de regreso, y esta vez fue peor, aunque Jack no lo vio (estaba ocupado en pilotar la furgoneta por Casey Key Road), y estoy positivamente seguro de que el propio Wireman en ningún momento se percató. Le había preguntado a Jack si tenía inconveniente en evitar la Ruta Tamiami, que es la chabacana pero encantadora Main Street de la costa oeste de Florida, y coger el camino más estrecho y tortuoso. Quería contemplar la luna en el agua, alegué.
—Estás adquiriendo esas pequeñas excentricidades de artista, muchacho —dijo Wireman desde el asiento trasero, donde estaba recostado con los pies en alto: no era de esas personas tan quisquillosas en lo referente a los cinturones de seguridad, según parecía—. Lo próximo que descubriremos es que te pondrás una boina. —Lo pronunció de tal manera que lo hizo rimar con buhardilla.
—Que te jodan, Wireman —le deseé.
—Me jodieron en Atlantic City y me jodieron en Las Vegas —recitó Wireman adoptando un tono de voz nostálgico y sensiblero—, pero a la hora de follar, tu madre es la primera. —Y tras eso guardó silencio.
Contemplé la luna, que nadaba en el oscuro mar a mi derecha. Era algo hipnótico. Me pregunté si sería posible pintarla de aquel modo, vista desde la furgoneta: una luna en movimiento, una bala plateada justo bajo la superficie del agua.
Rumiaba estos pensamientos (y quizá estaba siendo arrastrado por la corriente hacia el sueño) cuando percibí un movimiento fantasmagórico sobre la luna del agua. Era el reflejo de Wireman. Por un instante se me ocurrió la loca idea de que se estaba haciendo una paja ahí atrás, porque sus muslos parecían abrirse y cerrarse, y sus caderas parecían moverse arriba y abajo. Miré fugazmente a Jack, pero Casey Key Road es una sinfonía de curvas y el chico se hallaba absorto en la conducción. Además, la mayor parte de Wireman estaba justo detrás del asiento de Jack, y ni siquiera era visible por el espejo retrovisor.
Miré sobre mi hombro izquierdo. Wireman no se masturbaba. Wireman no dormía ni tenía un sueño muy vivido. Wireman estaba sufriendo una convulsión. No era muy violenta, probablemente petit mal, pero era una convulsión, desde luego. Durante los primeros diez años de la existencia de la Compañía Freemantle tuve empleado a un delineante epiléptico, y era capaz de reconocer una convulsión cuando veía una. El torso de Wireman se elevaba diez o doce centímetros y caía, al tiempo que sus nalgas apretaban y se relajaban. Las manos temblaban nerviosamente sobre su estómago, y se relamía los labios como si hubiera probado algo especialmente sabroso. Y sus ojos tenían el aspecto que habían exhibido en el aparcamiento. Bajo la luz de las estrellas, aquella mirada arriba-y-abajo era tan rara que se hallaba más allá de mi habilidad para describirla. Le caía baba de la comisura izquierda de la boca; una lágrima se escurrió del acuoso ojo izquierdo por su enmarañada patilla.
Duró tal vez unos veinte segundos, y entonces cesó. Parpadeó, y sus ojos regresaron a la posición que les correspondía. Estuvo completamente quieto durante un minuto. Quizá dos. Vio que le miraba y dijo:
—Mataría por otro trago o una taza de mantequilla de cacahuete, porque imagino que lo de tomar una copa está descartado, ¿eh?
—Diría que sí, si lo que quieres es poder oír la llamada de ella durante la noche —dije, esperando que sonara natural.
—El puente a Duma Key está justo ahí delante —nos comunicó Jack—. Casi en casa, tíos.
Wireman se incorporó y se estiró.
—Ha sido un día de la hostia, pero no lamentaré ver mi cama esta noche, muchachos. Supongo que me estoy haciendo viejo, ¿no?
* * *
Aunque tenía la pierna rígida, salí de la furgoneta y permanecí de pie al lado de Wireman mientras este abría la tapa de la pequeña caja metálica junto a la puerta de entrada, mostrando un teclado de seguridad de última generación.
—Gracias por acompañarme, Wireman.
—Faltaría más. Pero si me lo agradeces otra vez, muchacho, voy a tener que darte un puñetazo en la boca. Lo siento, pero así es como debe ser.
—Es bueno saberlo —le dije—. Gracias por el aviso.
Se rió y me palmeó el hombro.
—Me gustas, Edgar. Tienes estilo y tienes clase, tienes labios para besarme el culo.
—Maravilloso. Voy a llorar. Escucha, Wireman…
Podría haberle hablado de lo que le acababa de ocurrir. Estuve cerca, pero al final decidí no hacerlo. No sé si fue la decisión correcta o me equivoqué, pero sabía que quizá le esperaba una larga noche con Elizabeth Eastlake. Además, aquel dolor de cabeza seguía aposentado en la parte trasera de mi cráneo. Me conformé con preguntarle si consideraría convertir en una cita doble la visita al médico que yo había prometido hacer.
—Lo meditaré —contestó—, y te lo haré saber.
—Bueno, pero no esperes demasiado, porque…
Levantó una mano para hacerme callar, y por una vez su rostro mostraba una expresión adusta.
—Basta, Edgar. Es suficiente para una noche, ¿vale?
—Vale.
Le observé mientras entraba y luego volví a la furgoneta.
Jack había subido el volumen de la radio, donde sonaba «Renegade». Se disponía a bajarlo, pero le detuve.
—No, está bien. Dale caña.
—¿De veras? —Giró y regresó a la carretera—. Buen grupo. ¿Los habías escuchado antes?
—Jack, son Styx. ¿Dennis DeYoung? ¿Tommy Shaw? ¿Dónde has estado toda tu vida? ¿En una cueva?
Jack esbozó una sonrisa culpable.
—Me va el country, y todavía más los viejos clásicos —confesó—. Para ser sincero, soy fan de los Rat Pack.
La idea de Jack Cantori pasando el rato con Dino y Frank hizo que me cuestionara, y no por primera vez ese día, si algo de lo que estaba sucediendo era real. Me pregunté además cómo era posible que recordara que Dennis DeYoung y Tommy Shaw habían formado parte de Styx (y que Shaw, de hecho, era el autor de la canción que en ese momento atronaba en los altavoces de la furgoneta) y otras veces no fuera capaz de acordarme siquiera del nombre de mi ex mujer.
* * *
Las dos luces del contestador automático junto al teléfono de la sala de estar estaban parpadeando: la que indicaba que tenía mensajes, y la que indicaba que la cinta para grabarlos estaba llena. Sin embargo, el número mostrado en la ventanita de MENSAJES EN ESPERA era solo 1. Consideré esto como un mal presagio, mientras que la pesada bola que contenía mi dolor de cabeza se deslizaba un poco más, acercándose a la parte frontal de mi cráneo. Solo se me ocurrían dos personas que pudieran telefonear y dejar un mensaje tan largo que ocupara toda la cinta: Pam e Ilse. En ninguno de los dos casos apretar el botón de PLAY me traería buenas noticias. Para decir «Todo está bien, llama cuando tengas la oportunidad» no se necesitan cinco minutos.
Déjalo para mañana, pensé, y una voz cobarde que ni siquiera sabía que formaba parte de mi repertorio mental (quizá era nueva) estaba dispuesta a ir más lejos. Sugirió que simplemente borrara el mensaje sin escucharlo.
—Está bien, sí, seguro —murmuré—. Y cuando quienquiera que sea vuelva a llamar, puedo decir que el perro se comió mi contestador.
Pulsé el PLAY. Y, como tan a menudo sucede cuando estamos convencidos de saber lo que nos espera, saqué un comodín. No era Pam, ni tampoco Ilse. La voz jadeante y con un ligero síntoma de enfisema que brotó del contestador pertenecía a Elizabeth Eastlake.
—Hola, Edgar —decía—. Una espera que haya tenido una tarde fructuosa y esté disfrutando la noche con Wireman tanto como yo con la señorita… bueno, olvidé su nombre, pero ella es muy agradable. Y una espera que note que he recordado el nombre de usted. Estoy disfrutando de uno de mis claros de lucidez. Me encantan y los valoro, pero también me entristecen. Es como estar en un planeador y elevarse con una ráfaga de viento sobre un banco de niebla a ras del suelo. Por un momento una puede verlo todo tan claramente… y al mismo tiempo una sabe que el viento morirá y el planeador de una se hundirá en la niebla de nuevo. ¿Comprende?
Muy bien, lo comprendía. Las cosas me iban mejor ahora, pero aquel era el mundo al que había despertado, uno donde las palabras campanilleaban sin ningún sentido y los recuerdos se dispersaban como muebles de jardín tras un vendaval. Era un mundo donde trataba de comunicarme agrediendo a la gente, y donde las dos únicas emociones reales que aparentemente era capaz de sentir eran el miedo y la furia. Uno progresa más allá de ese estado, como habría dicho Elizabeth, pero a posteriori uno nunca pierde por completo la convicción de que la realidad es una telaraña. ¿Y más allá de su tejido trenzado? El caos. La locura. La auténtica verdad, quizá.
Y la auténtica verdad es roja.
—Pero basta de hablar de mí, Edgar. Llamé para formularle una pregunta. ¿Es usted uno de los que crean arte por dinero, o cree en el arte por el arte? Estoy segura de que le pregunté cuando nos conocimos, casi tengo la certeza absoluta, pero no puedo recordar cuál fue su respuesta. Creo que debe de ser arte por el arte, o Duma no debería haberle llamado. Pero si permanece aquí por mucho…
En su voz empezaba a infiltrarse una clara ansiedad.
—Edgar, una está segura de que será un vecino muy agradable, no tengo dudas en ese punto, pero debe tomar precauciones. Creo que tiene una hija, y creo que ella le visitó, ¿verdad? Parece que la recuerdo saludándome con la mano. ¿Una cosita bonita con el pelo rubio? Puede que la esté confundiendo con mi hermana Hannah, tiendo a hacerlo, lo sé, pero en este caso creo que tengo razón. Si tiene intención de quedarse, Edgar, no debe volver a invitar a su hija. Bajo ninguna circunstancia. Duma Key no es un lugar seguro para las hijas.
Me quedé mirando al aparato. No es seguro. Anteriormente había dicho «no trae suerte», o por lo menos así lo recordaba yo. ¿Esas dos cosas querían decir lo mismo, o no?
—Y sus pinturas. Queda el asunto de sus pinturas. —Su voz sonaba contrita y un poco como si le faltara el aliento—. A una no le gusta decirle a un artista lo que tiene que hacer; en realidad, una no puede decirle a un artista lo que tiene que hacer, y aun así… oh, querido… —Rompió a toser, con la floja y estentórea tos de alguien que lleva toda la vida fumando—. A una no le gusta hablar de estas cosas directamente… ni siquiera sabe cómo hablar de ellas directamente… pero ¿puedo darle un consejo, Edgar? Como una persona que solo valora, a una persona que posee la habilidad de crear. ¿Me permitiría eso?
Esperé. La máquina estaba silenciosa. Pensé que tal vez la cinta había llegado al final. Bajo mis pies las conchas murmuraban sosegadamente, como si compartieran secretos. La pistola, la fruta. La fruta, la pistola. Entonces ella comenzó a hablar de nuevo.
—Si las personas que dirigen la Scoto, o la Avenida, le ofrecieran la oportunidad de exhibir su obra, le aconsejo encarecidamente que acepte. Para que otros puedan disfrutarla, por supuesto, pero sobre todo para sacarla de Duma tan pronto como sea posible.
Inhaló profundamente y de forma audible, como una mujer que se prepara para finalizar una tarea especialmente ardua. Su voz también sonaba total y completamente cuerda, por entero en aquel lugar y en aquel momento.
—No permita que se acumule. Ese es mi consejo, bienintencionado y sin ninguna… ¿ninguna agenda personal? Sí, eso es lo que quiero decir. Permitir que la obra pictórica de un artista se acumule aquí es como dejar que una batería acumule mucha energía eléctrica. Si lo hace, la batería puede explotar.
No sabía si aquello era verdaderamente cierto o no, pero pillé su significado.
—No puedo decirle por qué, pero debe ser así —continuó… y de pronto tuve el presentimiento de que ella mentía respecto a eso—. Y seguramente si usted cree en el arte por el arte, lo importante es pintar, ¿cierto? —Su voz sonaba ahora aduladora—. Incluso si no necesita vender sus pinturas para ganarse el pan de cada día, compartir su obra… regalársela al mundo… seguramente a los artistas les importan esas cosas, ¿cierto? El regalo.
¿Cómo podría yo conocer qué era lo más importante para un artista? Aquel día había aprendido qué clase de acabado tenía que aplicar a mis pinturas para conservarlas una vez que las hubiera terminado. Yo era un… ¿cómo me habían llamado Nannuzzi y Mary Ire? Un primitivista americano.
Otra pausa. Y a continuación:
—Creo que voy a parar ya. He soltado mi discurso. Solo piense por favor en lo que he dicho si pretende quedarse, Edward. Y le aguardo para que me lea. Muchos poemas, espero. Será un placer. Adiós por ahora. Gracias por escuchar a una mujer anciana. —Una pausa, y a continuación añadió—: La mesa está goteando. Debe de ser eso. Cuánto lo lamento.
Esperé veinte segundos, luego treinta. Acababa de decidir que ella había olvidado colgar el teléfono y me disponía a apretar el botón de STOP del contestador automático cuando habló otra vez. Solo cuatro palabras, que no tenían más sentido que lo de la mesa goteando, pero aun así se me puso la piel de gallina en los brazos y se me erizaron los pelos de la nuca.
—Mi padre era buceador —dijo Elizabeth Eastlake.
Cada una de las palabras fue pronunciada claramente. Después llegó el explícito clic del teléfono al ser colgado.
—No hay más mensajes —anunció la voz mecánica del aparato—. La cinta de mensajes está llena.
Me quedé allí de pie mirando el contestador, pensando en borrar la cinta, pero luego decidí conservarlo para reproducirle el mensaje a Wireman. Me desvestí, me cepillé los dientes y me acosté. Yací en la oscuridad, sintiendo las suaves palpitaciones de mi cabeza, mientras que por debajo de mí las conchas susurraban una y otra vez la última frase que ella había pronunciado.
«Mi padre era buceador.»
8- Retrato de familia
Las cosas desaceleraron por un tiempo. Eso sucede a veces. La olla empieza a hervir, y entonces, justo antes de que el agua se desborde, una mano (Dios, el destino, quizá la pura casualidad), reduce la intensidad del fuego. Le mencioné esto una vez a Wireman y comentó que la vida es como una telenovela un viernes. Te crean la ilusión de que todo va a resolverse, y entonces el lunes vuelven a retomar la misma mierda de siempre.
Supuse que iría conmigo a ver a un médico y que descubriríamos lo que le pasaba. Supuse que me contaría por qué se había pegado un tiro en la cabeza y cómo puede un hombre sobrevivir a esa clase de suceso. La respuesta aparentemente era: «Con convulsiones y un montón de problemas para leer la letra pequeña». Quizá hasta sería capaz de explicarme por qué a su patrona se le había metido entre ceja y ceja que mantuviera a Ilse alejada de la isla.
Y por encima de todo: yo tomaría una decisión sobre cuál sería el siguiente paso en la vida de Edgar Freemantle, el Gran Primitivista Americano.
Ninguna de esas cosas ocurrió en la realidad, por lo menos durante cierto tiempo. La vida origina cambios, y los resultados finales a veces son explosivos, pero tanto en las telenovelas como en la vida real, una gran detonación a menudo necesita de una larga mecha.
Wireman accedió a ir al médico conmigo para «que le examinaran la cabeza», pero no hasta marzo. En febrero estaba demasiado ocupado, aseguró. Los residentes invernales, a los que Wireman denominaba «los mensuales», como si fueran períodos menstruales en lugar de inquilinos, empezarían a mudarse a las propiedades de Eastlake el fin de semana siguiente. Los primeros pinzones árticos en llegar serían los que menos agradaban a Wireman: los Godfrey, de Rhode Island, conocidos por Wireman (y por ende por mí) como Joe y Rita Perro Arisco. Venían por diez semanas todos los inviernos, y se quedaban en la casa más próxima a la finca Eastlake. Las señales advirtiendo de sus rotts y su pitbull estaban en el exterior; Ilse y yo las habíamos visto. Wireman dijo que Joe Perro Arisco era un ex Boina Verde, en un tono de voz que daba a entender que eso lo explicaba todo.
—El señor Dirisko ni siquiera sale del coche cuando tiene un paquete para ellos —comentó Wireman.
Se refería al representante robusto y jovial del Servicio Postal de Estados Unidos encargado del extremo sur de Casey y de todo Duma Key. Estábamos sentados en caballetes frente a la casa Perro Arisco, un día o dos antes de la fecha prevista de llegada de los Godfrey. El camino de entrada, asfaltado de conchas aplastadas, refulgía con un húmedo resplandor rosado. Wireman había puesto en marcha los aspersores.
—Todo lo que hace es dejar lo que sea al pie del buzón, toca el claxon, y luego gira el volante en dirección a El Palacio. ¿Y le culpo? Non, non, Nannette.
—Wireman, sobre el asunto del médico…
—En marzo, muchacho, y antes de los Idus. Lo prometo.
—Le estás dando largas —le recriminé.
—No. En mi trabajo solo hay una temporada de mucho ajetreo, y es esta. El año pasado me pilló con la guardia baja, pero eso no va a suceder esta vez. No puede suceder esta vez, porque este año la señorita Eastlake no va a ser tan capaz de echarme un cabo. Al menos los Perro Arisco son gente que regresa, cantidades conocidas, y también los Baumgarten. Me gustan los Baumgarten. Con dos hijos.
—¿Alguno de ellos es una niña? —pregunté, pensando en los prejuicios de Elizabeth con respecto a las hijas y a Duma.
—No, ambos son la clase de chicos que deberían tener estampado en la frente: LO TENEMOS TODO HECHO, PERO NO NOS GUARDES RENCOR. La gente que se alojará en las otras cuatro casas es toda nueva. Tengo la esperanza de que no haya nadie que quiera «rock amp;roll toda la noche y fiesta todo el día», pero ¿qué probabilidades tengo?
—Muy pocas, pero al menos existe la posibilidad de que se dejen los CD de Slipknot.
—¿Quién es Slipknot? ¿Qué es Slipknot?
—No quieras saberlo, Wireman. Especialmente mientras estés ocupado poniéndote histérico.
—No lo estoy. Wireman solo está explicando cómo es febrero en Duma Key, muchacho. Voy a estar sorteando emergencias de todo tipo, desde qué hacer si a uno de los chicos Baumgarten le pica una medusa, hasta dónde puede conseguir Rita Perro Arisco un ventilador para su abuela, a la que probablemente volverán a esconder en el dormitorio de atrás durante una semana o así. ¿Tú crees que la señorita Eastlake es vieja? Pues he visto momias mexicanas en las calles de Guadalajara el día de los Muertos con mejor aspecto que la Abuela Perro Arisco. Tiene dos líneas básicas de conversación. Está la inquisitiva, «¿Me has traído una galleta?», y la enunciativa, «Dame una toalla, Rita, creo que el último pedo venía con sorpresa».
Estallé en carcajadas.
Wireman trazó una sonrisa con la zapatilla sobre el lecho de conchas. Más allá, nuestras sombras yacían sobre Duma Road, la cual estaba bien pavimentada, lisa y regular. Por lo menos aquí. Más al sur era una historia diferente.
—La respuesta al problema del ventilador, por si te interesa, es la Ciudad del Ventilador de Dan. ¿No es un nombre genial? Y te diré algo: realmente me gusta resolver esos problemas. Neutralizar esas pequeñas crisis. Aquí en Duma Key hago a la gente muchísimo más feliz de lo que jamás lo hice en un juzgado.
Pero no has perdido el don de desviar la atención de la gente de las cosas que no quieres discutir, pensé.
—Wireman, solo te llevaría media hora ir a un médico para que te revise los ojos y te dé unos cuantos golpecitos en el cráneo…
—Te equivocas, muchacho —replicó pacientemente—. En esta época del año te lleva un mínimo de dos horas conseguir que te examinen en cualquier ambulatorio de carretera por un asqueroso estreptococo. Súmale una hora de viaje (más ahora, porque esta es la Estación Pinzón Ártico y ninguno de ellos sabe adónde va), y estarás hablando de tres horas diurnas que simplemente no puedo permitirme el lujo de perder. No cuando tengo una cita para ver al tipo del aire acondicionado el día 17, otra con el que lee los contadores el 27… otra con el tipo del cable aquí y ahora mismo, si es que se presenta alguna vez. —Apuntó a la casa más cercana carretera abajo, que resultó ser la 39—. Unos chicos de Toledo han alquilado aquella hasta el 15 de marzo, y pagan setecientos pavos extra por algo llamado Wi-Fi, que ni siquiera sé lo que es.
—La ola del futuro, eso es lo que es. Yo lo tengo instalado, porque Jack se ocupó de ello. La ola del futuro, violador de padres, apuñalador de madres.
—Esa es buena. Arlo Guthrie, 1967.
—La película es de 1969, creo —dije.
—Cuando fuera, viva la ola del futuro, violador de madres, apuñalador de gabachos. Eso no cambia el hecho de que estoy más ocupado que un hombre con una sola pierna en un concurso de patear culos… además, vamos, Edgar. Sabes que va a ser algo más que unos toquecitos y un vistazo rápido con la buena linterna del doctor. Eso es solo el comienzo.
—Pero si es necesario…
—Por ahora, estoy bien así.
—Sí, seguro. Esa es la razón por la que tengo que leerle poemas a ella todas las tardes.
—Un poco de cultura literaria no te hará daño, jodido caníbal.
—Ya lo sé, y sabes que no estoy hablando de eso.
Pensé, y no por vez primera, que Wireman era uno de los poquísimos hombres que había conocido durante mi vida adulta que podían decirme consistentemente que no sin hacerme enfadar. Era un genio de la negación. A veces creía que era él mismo; otras veces creía que el accidente había modificado algo en mi interior; y en ocasiones suponía que eran ambas cosas.
—Puedo leer, ¿sabes? —aseguró Wireman—. En pequeñas ráfagas. Lo suficiente para apañármelas: las etiquetas de los frascos de medicina, números de teléfono, cosas así. Y me haré un examen, así que relaja esa compulsión Tipo A tuya de querer enderezar el mundo. Cristo, debiste de haber vuelto loca a tu mujer. —Me dirigió una mirada de soslayo y añadió—: Ups. ¿Wireman metió el dedo en la llaga?
—¿Listo para hablar ya de esa pequeña cicatriz redonda en tu cabeza? ¿Muchacho?
Sonreía de oreja a oreja.
—Touché, touché. «Todo disculpas.»
—Kurt Cobain —señalé—. 1993. O por ahí cerca.
—¿De veras? —preguntó parpadeando—. Habría dicho que en el 95, pero ya hace tiempo que dejé el rock atrás. Wireman se hace viejo; es triste pero es la verdad. Y en cuanto al asunto de la convulsión…, lo siento, Edgar, simplemente no me lo creo.
Sin embargo lo hacía. Pude verlo en sus ojos. Pero antes de que pudiera añadir nada más, saltó del caballete y señaló hacia el norte.
—¡Mira! ¡Una furgoneta blanca! ¡Creo que las Fuerzas de la TV por Cable han llegado!
* * *
Creí a Wireman cuando, después de escuchar la cinta del contestador automático, afirmó que no entendía lo que había querido decir Elizabeth Eastlake. Continuaba pensando que la preocupación de ella por mi hija tenía algo que ver con sus hermanas fallecidas largo tiempo atrás. Manifestó una perplejidad absoluta ante el deseo de ella de que yo no almacenara mis pinturas en la isla. Sobre eso, aseguró, no tenía ni la más remota idea.
Joe y Rita Perro Arisco se instalaron y comenzaron los incesantes ladridos de su colección de animales salvajes. Llegaron también los Baumgarten, y a menudo pasaba al lado de sus hijos cuando estos jugaban al Frisbee en la playa. Eran tal y como Wireman los había descrito: atléticos, guapos y educados. Uno tendría unos once años, y el otro quizá trece, con una complexión que pronto los convertiría en carne de cañón de las risitas tontas del equipo de animadoras, si es que no lo eran ya. Siempre se mostraban dispuestos a compartir su Frisbee conmigo para lanzarlo una o dos veces mientras pasaba cojeando, y el mayor, Jeff, solía alentarme con cosas como: «¡Hey, señor Freemantle, buen tiro!».
Una pareja con un coche deportivo se instaló en la casa colindante al sur de Big Pink, y los angustiantes compases de Toby Keith flotaban hacia mí a la hora del cóctel. En conjunto, hubiera preferido a Slipknot. Los cuatro jóvenes de Toledo tenían un cochecito de golf con el que recorrían arriba y abajo la playa a toda velocidad; eso cuando no jugaban al voleibol o salían de excursión a pescar.
Wireman estaba más que ajetreado: era como un derviche. Por fortuna, recibía ayuda. Un día Jack le echó una mano para desatascar los aspersores de riego de los Perro Arisco. Uno o dos días después, le ayudé a empujar el cochecito de golf de los visitantes de Toledo que había encallado en una duna: esos irresponsables lo abandonaron ahí para ir a por un paquete de seis cervezas, y la marea amenazaba con llevárselo. Mi cadera y mi pierna todavía se estaban soldando, pero no le pasaba nada malo al brazo que me quedaba.
Tuviera o no mal la cadera y la pierna, reanudé mis Grandes Paseos Playeros. Algunos días tomaba analgésicos de mi menguante reserva, sobre todo cuando a última hora de la tarde descendía una neblina que primero sumía al Golfo en una fría amnesia y después hacía desaparecer también las casas. La mayoría de los días no los tomaba. Aquel febrero era raro encontrar a Wireman sentado en su tumbona y bebiendo té verde, pero Elizabeth Eastlake siempre estaba en su salón, casi siempre me reconocía, y generalmente tenía un libro de poesía a mano. No siempre era el Good Poems de Keillor, aunque ese era el que más le gustaba. A mí también. Merwin y Sexton y Frost, nada menos.
Yo mismo ingerí mi propia ración de lectura durante aquellos meses de febrero y marzo. Leí más de lo que había leído en años: novelas, relatos, tres libros de no-ficción sobre cómo nos habíamos metido en el desastre de Irak (la respuesta corta tenía aparentemente una W como inicial del segundo nombre y a un capullo como vicepresidente{[9]}). Pero sobre todo pintaba. Todas las tardes y todas las noches, pintaba hasta que apenas podía levantar mi fortalecido brazo. Paisajes de playa, paisajes marinos, bodegones, y puestas de sol, puestas de sol, puestas de sol.
Pero la mecha continuaba consumiéndose. Habían disminuido la intensidad del fuego, pero no lo habían apagado. El asunto de Candy Brown no fue lo siguiente, tan solo la consecuencia lógica. Y no ocurrió hasta el día de San Valentín. Una espantosa ironía, si lo piensas.
Espantosa.
* * *
De ifsogirl88 a EFreel9
3 de febrero, 10.19 h
Querido papá: Es genial saber que a tus pinturas les dieron el «visto bueno» ¡Hurra!
Y si te OFRECEN montar una exposición, cogeré el siguiente avión y estaré allí con mi «vestidito negro» (tengo uno, lo creas o no). Por ahora tengo que quedarme y dejarme la piel estudiando porque (esto es un secreto) quiero darle una sorpresa a Carson en abril cuando lleguen las vacaciones de primavera. Los Colibrís estarán en Tennessee y en Arkansas para entonces (dice que la gira ha empezado con buen pie). Estoy pensando que si hago bien mis parciales, puede que me una a la gira en Memphis o en Little Rock. ¿Qué opinas?
Ilse
Mi recelo hacia el Colibrí Baptista no se había desvanecido, y lo que yo opinaba era que se estaba buscando problemas. Pero si iba a cometer un error, podría ser mejor para ella que lo averiguara lo antes posible. Así que (rogando a Dios que yo no estuviera cometiendo un error), respondí al e-mail diciendo que parecía una idea interesante, siempre ycuando cumpliera con sus trabajos de clase (no encontré la fuerza necesaria para decirle a mi amada hija pequeña que pasar una semana en compañía de su novio era buena idea, aun asumiendo que dicho novio tenía por carabina a un grupo de baptistas intransigentes). Sugerí también que podría ser una mala política compartir el plan con su madre.
Fruto de esto recibí una rápida respuesta.
De ifsogirl88 a EFreel9
3 de febrero, 12.02 h
Papá queridísimo: Crees que he perdido la maldita CABEZA???
Illy
No, no lo creía… pero si en Little Rock pillaba a su tenor meneando el esqueleto horizontalmente con una de las contraltos, iba a ser una If-So-Girl muy desdichada. No tenía duda de que su madre se enteraría de todo, incluido su compromiso, y Pam tendría mucho que argumentar acerca de mi propia cordura. Yo ya me había planteado varias preguntas en ese sentido, y había resuelto mayoritariamente concederme un aprobado. Cuando se trata de tus hijos, te encuentras a ti mismo tomando extrañas decisiones descabelladas de vez en cuando y tú única esperanza es que aciertes: con tus decisiones y con tus hijos. La paternidad requiere la mayor de las aptitudes para interpretar una melodía desconocida a partir de unas pocas notas tarareadas.
Después de eso le tocó el turno a Sandy Smith, la agente inmobiliaria. En mi contestador automático, Elizabeth había dicho que yo debía de ser de los que creen en el arte por el arte, o Duma Key no me habría llamado. Lo que quería de Sandy era la confirmación de que la única llamada había procedido de un folleto satinado, un folleto que probablemente se enviaba a inquilinos potenciales montados en el dólar por todo Estados Unidos. Quizá por todo el mundo.
La respuesta que obtuve no era la que yo había esperado, pero mentiría si dijera que fue una absoluta sorpresa. Después de todo, aquel fue mi año de mala-memoria. Y aparte está el deseo de creer que las cosas sucedieron de cierta manera; en lo que concierne al pasado, todos nosotros amañamos la baraja.
De SmithRealty9505 a EFreel9
8 de febrero, 14.17 h
Estimado Edgar: Me alegra saber que estás disfrutando del lugar. En respuesta a tu pregunta, la propiedad de Punta Salmón no fue el único folleto que te envié. Había nueve, que detallaban diversas oportunidades de alquiler en Florida y Jamaica. Si la memoria no me falla, Punta Salmón fue la única por la que expresaste interés. De hecho, recuerdo que dijiste: «No regatees el precio, simplemente hazlo».
Espero haber sido de ayuda.
Sandy
Leí el mensaje dos veces, y después murmuré:
—Forja el trato y deja que el trato te forje a ti, muchacha.
Ni siquiera ahora me acuerdo del resto de los folletos, pero recuerdo el de Punta Salmón. La carpetilla que lo contenía era de un intenso color rosa. Un rosado grande, podrías decir, y las palabras que cautivaron mis ojos no fueron Punta Salmón, sino las que aparecían debajo, en relieve dorado: SU RETIRO SECRETO JUNTO AL GOLFO. Así que tal vez me había llamado.
Quizá sí me llamó, después de todo.
* * *
De KamenDoc a EFreel9
10 de febrero, 13.46 h
Edgar: En largo tiempo no oír de ti, como le dijo el indio sordo al hijo pródigo (por favor, perdóname; solo conozco chistes malos). ¿Cómo va tu obra pictórica? En relación a la RMI, te sugiero que llames al Centro de Estudios Neurológicos del Hospital Memorial de Sarasota. El número es 941-555-5554.
Kamen
De EFreel9 a KamenDoc
10 de febrero, 14.19 h
Kamen: ¡Gracias por la referencia. Centro de Estudios Neurológicos! ¡Eso suena condenadamente serio! Pero concertaré una cita muy pronto.
Edgar
De KamenDoc a EFreel9
10 de febrero, 16.55 h
«Pronto» debería ser lo bastante pronto. Siempre que no estés sufriendo convulsiones.
Kamen
Había remarcado el «siempre que no estés sufriendo convulsiones» con uno de esos prácticos emoticonos; este en cuestión era una sonriente cara redonda exhibiendo los dientes. Después de haber visto a Wireman en el umbrío asiento trasero de la furgoneta alquilada, brincando como en un palo saltarín, con los ojos apuntando en direcciones diferentes, no tenía muchas ganas de reírme. Pero sabía que, sin cadenas ni remolque, no conseguiría que Wireman se sometiera a una revisión antes del 15 de marzo, a no ser que sufriera una convulsión de grand mal. Y Wireman no era problema de Xander Kamen, naturalmente. Yo tampoco era problema suyo, estrictamente hablando, y me conmovió que siguiera preocupándose. Impulsivamente pinché en el botón de RESPONDER y escribí:
De EFreel9 a KamenDoc
10 de febrero, 17.05 h
Kamen: Nada de convulsiones. Estoy bien. Pintando a más no poder. Llevé parte de mi trabajo a una galería de Sarasota, y uno de los propietarios le echó un ojo. Creo que a lo mejor me ofrece montar una exposición. Si lo hace, y accedo, ¿vendrías? Sería bueno ver un rostro conocido del país del hielo 8e la nieve.
Edgar
Iba a apagar la máquina después de eso y prepararme un sándwich, pero la notificación de un nuevo e-mail entrante sonó antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo.
De KamenDoc a EFreel9
10 de febrero, 17.09 h
Di una fecha y allí estaré.
Sonreía mientras apagaba el ordenador. Y los ojos se me empañaron un poco, también.
* * *
Al día siguiente acompañé a Wireman hasta Nokomis para comprar un sifón para el fregadero para la gente del número 17 (coche deportivo, asquerosa música country) y una valla de plástico en la ferretería para los Perro Arisco. Wireman no precisaba mi ayuda, y ciertamente no necesitaba tenerme cojeando detrás de él en el TruValue de Nokomis, pero hacía un día de mierda, llovía, y deseaba salir de la isla. Comimos en Ophelia's y discutimos sobre rock'n'roll, con lo que la excursión resultó alegre. Cuando regresé a casa, la luz de mensajes de mi contestador parpadeaba. Era Pam.
—Llámame —pidió, y colgó sin más.
Lo hice, pero primero (esto tiene visos de confesión, y una confesión cobarde, además) me conecté a internet, navegué por la página del StarTribune de Minneapolis, y cliqueé en la sección de NECROLÓGICAS. Me desplacé por la lista de nombres rápidamente y me cercioré de que el de Thomas Riley no formaba parte de ella, aun sabiendo que eso no probaba nada; podría haberse matado demasiado tarde para aparecer en la edición de la mañana.
A veces ella enmudecía el teléfono y se echaba una siesta por la tarde, en cuyo caso saltaría el contestador y conseguiría un pequeño aplazamiento. No aquella tarde. Contestó Pam en persona.
—Hola —saludó con suavidad, aunque no con calidez.
—Soy yo, Pam. Devolviéndote la llamada.
—Supongo que estabas fuera tomando el sol —dijo—. Aquí está nevando. Nieva y hace más frío que en el sótano de un iglú.
Me relajé un poco. Tom no estaba muerto. De lo contrario, no estaríamos buscando camorra ya de entrada.
—La verdad es que aquí hace frío y llueve —le dije.
—Bien. Espero que cojas una bronquitis. Tom Riley salió de aquí hecho una furia esta mañana, después de llamarme puta entrometida y tirar un jarrón al suelo. Imagino que debería alegrarme de que no me lo tirara a mí.
Pam empezó a llorar. Soltó un graznido y luego me sorprendió al echarse a reír. Era una risa amarga pero, asombrosamente, también era alegre.
—¿Cuándo se supone que desaparecerá tu extraña habilidad para provocarme lágrimas?
—Cuéntame lo sucedido, Panda.
—Ya basta. Llámame así otra vez y cuelgo. Luego podrás pegarle un telefonazo a Tom y preguntarle a él qué ha pasado. A lo mejor es lo que tendría que obligarte a hacer, de todos modos. Te estaría bien empleado.
Me llevé la mano a la cabeza y empecé a masajearme las sienes con el pulgar y los dos primeros dedos. En cierta forma es sorprendente que una sola mano pueda abarcar tantos sueños y tanto dolor. Por no mencionar el potencial para elaborar tantas putas fantasías de manera tan clara.
—Cuéntamelo, Pam. Por favor. Te escucharé sin enfadarme.
—Estás superando eso, ¿no? Dame un segundo. —Se oyó un ruido apagado cuando soltó el teléfono, seguramente sobre la encimera de la cocina. Durante unos instantes me llegó el distante parloteo de la televisión y luego desapareció—. Vale, ahora ya puedo escuchar mis propios pensamientos —dijo cuando regresó.
Se sonó una vez más la nariz, produciendo un fortísimo bocinazo. Cuando volvió a hablar, ya había recobrado la compostura, y su voz no mostraba indicio alguno de lágrimas.
—Le pedí a Myra que me llamara cuando él regresara a casa; Myra Devorkian, que vive al otro lado de la calle. Le dije que me preocupaba su estado mental. No había razón para guardármelo para mí misma, ¿verdad?
—No.
—¡Y bang! Myra dijo que ella también estaba preocupada, igual que Ben. Dijo que bebía demasiado, por un lado, y que a veces se iba al despacho con barba de dos días. Aunque dijo que tenía un aspecto bastante bueno cuando se fue de viaje. Es sorprendente lo mucho que ven los vecinos, incluso aunque no sean realmente amigos cercanos. Ben y Myra no sabe nada acerca de… nosotros, claro, pero sabían perfectamente bien que Tom había estado deprimido.
Tú crees que no lo sabían, pensé, pero no lo mencioné.
—De todas formas, abreviando, le invité a venir. Cuando llegó, tenía una expresión en los ojos… esa mirada… como si pensara que quizá yo pretendía… ya sabes…
—Retomarlo donde lo dejaste.
—¿Quién lo está contando, tú o yo?
—Lo siento.
—Bueno, tienes razón. Claro que tienes razón. Iba a preguntarle si quería entrar en la cocina a tomar un café, pero no llegamos a pasar del recibidor. Quería besarme. —Esto último lo dijo con una suerte de desafiante orgullo—. Se lo permití… una vez… pero cuando se hizo evidente que quería más, le empujé hacia atrás y le dije que tenía que hablarle de una cosa. Dijo que sabía que era algo malo por la forma en que le miraba, pero que nada podría herirle más que cuando le dije que no podíamos seguir viéndonos. Típico de los hombres… y luego dicen que somos nosotras las que sabemos cómo descargar la culpa en otros.
»Le respondí que solo porque no pudiéramos seguir viéndonos de una manera romántica, no significaba que ya no me importara. Después le conté que varias personas me habían comentado que estaba actuando de forma extraña, no como él mismo, y lo uní al hecho de que no se estaba tomando sus píldoras antidepresivas y que me estaba empezando a preocupar. Le dije que creía que planeaba matarse.
Calló por un momento, y luego prosiguió.
—Antes de que llegara, nunca tuve intención de soltarle algo así. Pero es curioso. En cuanto entró por la puerta, estuve casi segura, y en cuanto me besó lo supe con certeza. Tenía los labios fríos. Y secos. Fue como besar a un cadáver.
—Apuesto a que sí—dije, y traté de rascarme el brazo derecho.
—Se le puso la cara tensa, y lo digo de verdad. Todas las arrugas se le suavizaron y la boca casi desapareció. Me preguntó que quién me había metido esa idea en la cabeza. Y luego, sin ni siquiera darme tiempo a responder, dijo que eran gilipolleces. Esa es la palabra que empleó, y no es propia de Tom Riley para nada.
Tenía razón en eso. El Tom que yo conocía en los viejos tiempos no habría pronunciado la palabra «gilipolleces» si hubiera tenido algún argumento incontestable.
—No quise darle ningún nombre; desde luego no el tuyo, porque habría pensado que estaba loca, ni el de Illy, porque no sabía lo que podría decirle si…
—Te he dicho que Illy no tuvo nada que ver con…
—Cállate. Ya casi he terminado. Solo le respondí que las personas que hablaban sobre su extraña forma de comportarse ni siquiera sabían lo de las píldoras que tomaba desde su segundo divorcio, ni que había dejado de tomarlas el pasado mayo. Él las llama píldoras de estupidez. Le dije que si creía que estaba manteniendo en secreto lo mal que lo estaba pasando, se equivocaba. Luego le prometí que si se hacía algo a sí mismo, le contaría a su madre y a su hermano que había sido un suicidio, y les rompería el corazón. Eso fue idea tuya, Edgar, y funcionó. Espero que estés orgulloso. Ahí fue cuando rompió mi jarrón y me llamó puta entrometida, ¿ves? Estaba blanco como una sábana. Apuesto… —Tragó saliva, y pude oír el clic en su garganta a través de todos los kilómetros que nos separaban—. Apuesto a que ya tenía planeado el modo de llevarlo a cabo.
—Sin duda —señalé—. ¿Qué crees que hará ahora?
—No lo sé. De verdad que no.
—Quizá lo mejor sea que le llame.
—Quizá lo mejor sea que no lo hagas. Puede que averiguar que hemos hablado le empuje a una situación límite. —Y con un toque de malicia agregó—: Entonces serás tú el que pierda el sueño.
Era una posibilidad que no se me había ocurrido, pero tenía cierto sentido. Tom y Wireman se parecían en algo: ambos necesitaban ayuda y yo no podía arrastrarles hasta ella. Cierta bon mot retumbó en mi cabeza, que quizá venía a cuento o quizá no: puedes proporcionar cierta educación a una puta, pero no puedes enseñarle a pensar. Quizá Wireman pudiera informarme de quién había soltando esta ocurrencia. Y cuándo.
—Así que entonces, ¿cómo sabías que pretendía suicidarse? —preguntó—. Quiero saberlo, y por Dios que me lo vas a contar antes de que cuelgue. Hice mi parte y ahora me lo vas a contar.
Allí estaba, la pregunta que ella no había formulado antes porque en primera instancia le obsesionaba cómo había averiguado yo lo suyo con Tom. Bien, Wireman no era el único con dichos; mi padre conocía unos cuantos, también. Uno era: cuando una mentira no es suficiente, entonces hay que conformarse con la verdad.
—He estado pintando desde el accidente —declaré—. Eso ya lo sabes.
—¿Y?
Le conté lo del dibujo que la representaba a ella, a Max de Palm Desert y a Tom Riley. Le hablé de algunas de mis exploraciones en internet por el mundo del síndrome del miembro fantasma. Y de mi visión de Tom Riley de pie en la entrada de lo que suponía que ahora era mi estudio, desnudo salvo por los pantalones del pijama, y con un ojo menos, reemplazado por una cuenca rellena de sangre coagulada.
Cuando terminé, se produjo un largo silencio, y yo no lo rompí. Por fin habló, con un nuevo tono de voz que expresaba cautela.
—¿De verdad te crees algo de eso, Edgar?
—Wireman, el hombre que vive playa abajo… —Me detuve, enfurecido a mi pesar. Y no porque no encontrara las palabras. O no exactamente. ¿Qué iba a decirle para que diera crédito a mi historia? ¿Que el hombre que vivía playa abajo era un telépata ocasional?
—¿Qué pasa con el hombre que vive playa abajo, Edgar? —Su voz sonaba tranquila y suave. La reconocí por el primer mes tras mi accidente. Era su voz de: «Edgar, Sección Ocho: baja-por-enfermedad-psicológica».
—Nada —respondí—. Da igual.
—Tienes que llamar al doctor Kamen y contarle esta nueva idea tuya —dijo—. La idea de que eres una especie de vidente. No le escribas un e-mail. Llámale por teléfono. Por favor.
—Está bien, Pam.
Me sentía muy cansado. Por no mencionar la frustración y el cabreo.
—¿Está bien qué?
—Está bien, te estoy escuchando. Te recibo alto y claro. Nada de malentendidos. ¡Dios nos libre! Lo único que quería era salvar la vida de Tom Riley.
Ante aquello se quedó sin respuesta. Y sin una explicación racional acerca de cómo había sabido lo de Tom. Así que lo dejamos ahí. El pensamiento que me vino a la cabeza, mientras colgaba el teléfono, fue: Ninguna buena acción queda impune.
Quizá ella pensó también lo mismo.
* * *
Me sentía furioso y perdido, y el clima, frío, húmedo y deprimente, no ayudaba. Intenté pintar, pero no pude. Bajé la escalera, cogí uno de mis cuadernos de dibujo y descubrí que toda mi capacidad artística se reducía a la clase de monigotes que solía garabatear en mi otra vida mientras hablaba por teléfono: criaturas de dibujos animados con grandes orejas. Estaba a punto de tirar con indignación el bloc cuando sonó el teléfono. Era Wireman.
—¿Vendrás esta tarde? —preguntó.
—Sí, claro —respondí.
—Creí que a lo mejor con la lluvia…
—Pensaba acercarme en coche. No quiero quedarme aquí agazapado, la verdad.
—Bien. Pero no cuentes con la Hora de la Poesía. Ella está en la niebla.
—¿Mal?
—Tan mal como nunca la había visto. Desconectada. Desorientada. Confundida. —Inspiró una profunda bocanada de aire y la soltó. Era como escuchar una ráfaga de viento soplando a través del teléfono—. Escucha, Edgar, odio pedirte esto, pero ¿podría dejarla contigo durante un rato? Cuarenta y cinco minutos, a lo sumo. Los Baumgarten han tenido problemas con la sauna, es el maldito calentador, y el tipo que viene a repararlo tiene que enseñarme un interruptor de corte o algo por el estilo. Y tengo que firmarle su orden de trabajo, por supuesto.
—Sin problema.
—Eres un príncipe. Te besaría a no ser por esos labios tuyos llenos de granos.
—Que te jodan bien jodido, Wireman.
—Sí, todo el mundo me ama, es mi maldición.
—Pam me llamó. Habló con mi amigo Tom Riley. —Considerando lo que ambos se habían traído entre manos, sonaba extraño calificar de amigo a Tom, pero qué demonios—. Creo que consiguió que renunciara a sus planes de suicidio.
—Eso está bien. Entonces, ¿por qué percibo plomo en tu voz?
—Quería saber cómo lo supe.
—No cómo te enteraste de que ella se estaba tirando a este tío, sino…
—Cómo pude diagnosticarle una depresión suicida a dos mil quinientos kilómetros de distancia.
—¡Ah! ¿Y qué le dijiste?
—Sin la presencia de un buen abogado, me vi obligado a contar la verdad.
—Y ella pensó que estabas un poco loco.
—No, Wireman, ella pensó que estaba muy loco.
—¿Eso importa?
—No, pero ella va a rumiar esto una y otra vez, y créeme cuando digo que Pam es parte esencial del Equipo Olímpico de Rumiantes de Estados Unidos. Tengo miedo de que mi buena obra le explote en la cara a mi hija pequeña.
—Asumiendo que tu mujer busque a alguien a quien culpar.
—Esa es una apuesta segura. La conozco.
—Eso sería malo.
—Causaría un terremoto en el mundo de Ilse mayor del que se merece. Tom ha sido como un tío para ella y para Melinda durante toda su vida.
—Entonces tendrás que convencer a tu mujer de que realmente viste lo que viste, y que tu hija no tiene nada que ver en ello.
—¿Cómo lo hago?
—¿Qué tal si le dices algo sobre ella misma que tú no tengas forma de conocer?
—Wireman, ¡es una locura! ¡No puedo hacer que algo como eso ocurra así sin más!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó—. Tengo que dejarte, amigo. Por el ruido, la comida de la señorita Eastlake acaba de caerse al suelo. ¿Te veré luego?
—Sí.
Estaba a punto de agregar adiós, pero ya se había ido. Colgué, preguntándome dónde había puesto los guantes de jardín de Pam, los que decían MANOS FUERA. Quizá con ellos la idea de Wireman no fuera tan disparatada, después de todo.
Los busqué por toda la casa y no aparecieron. Tal vez los había tirado a la basura después de dibujar el Amigos con privilegios, pero no recordaba haberlo hecho. Tampoco lo recuerdo ahora. Lo único que sé es que nunca los volví a ver.
* * *
Aquella tarde la habitación que Wireman y Elizabeth denominaban el Salón Porcelana estaba inundada por una triste luz invernal subtropical. La lluvia caía con más fuerza ahora, tamborileando contra las paredes y las ventanas en oleadas, y se había levantado viento, que cuchicheaba entre las palmeras circundantes a El Palacio y hacía que las sombras volaran por los muros. Por vez primera desde que entrara allí, no encontré ningún sentido a las figuras de porcelana dispuestas sobre la larga mesa; no había tableaux, solo una mezcolanza desordenada de personas, animales y edificios. Un unicornio y una de las figuras de rostro negro yacían el uno junto a la otra próximos a la escuela volcada. Si la mesa relataba una historia hoy, era la de una película de catástrofes. Cerca de la mansión estilo Tara descansaba una lata de galletitas Sweet Owen. Wireman me había explicado la rutina que debía seguir si Elizabeth la demandaba.
La dama en persona estaba en su silla de ruedas, ligeramente desplomada hacia un lado, y supervisaba con expresión ausente el caos de su mesa de juegos, que por lo general conservaba con tanto cuidado. Llevaba un vestido de color azul que casi casaba con las enormes zapatillas Chuck Taylors de sus pies. Su postura había estirado el cuello redondo tipo barco del vestido hasta convertirlo en una boca asimétrica que dejaba al descubierto el tirante de un sujetador de color marfil. Me encontré preguntándome quién la había vestido esa mañana, si Wireman o ella misma.
Habló con raciocinio al principio, llamándome por el nombre correcto e interesándose por mi salud. Dijo adiós a Wireman cuando este se marchó a la casa de los Baumgarten y le pidió por favor que se pusiera un sombrero y cogiera un paraguas. Todo aquello estaba bien. Pero cuando quince minutos más tarde le llevé su merienda de la cocina, se había producido un cambio. Miraba hacia un rincón y la oí murmurar:
—Regresa, regresa, Tessie, este no es tu sitio. Que se vaya el chaval grande.
Tessie. Conocía ese nombre. Utilicé mi técnica de pensamiento oblicuo, buscando asociaciones, y encontré una: el titular de un periódico que rezaba DESAPARECIDAS. Tessie había sido una de las hermanas gemelas de Elizabeth. Wireman me lo había contado. Le oí decir: «La hipótesis que se baraja es que se ahogaron», y un escalofrío me resbaló por un costado como un cuchillo.
—Tráigame eso —pidió, apuntando hacia la lata de galletas, y obedecí.
Extrajo del bolsillo una estatuilla envuelta en un pañuelo. Abrió la tapa de la caja, me dirigió una mirada que combinaba astucia y confusión de un modo que era difícil de contemplar, y a continuación metió la figura en su interior. Produjo un suave sonido hueco. Intentó torpemente volver a colocar la tapa, apartando mi mano cuando traté de ayudarla. Después me la tendió.
—¿Sabe qué hay que hacer con esto? —preguntó—. ¿Le… le…? —Noté cómo se esforzaba. La palabra estaba allí, pero danzaba fuera de su alcance. Mofándose de ella. Podría habérsela proporcionado, pero recordé lo furioso que me ponía yo mismo cuando la gente hacía eso, así que aguardé—. ¿Le dijo qué hay que hacer con esto?
—Sí.
—Entonces, ¿a qué está esperando? Llévese a esa zorra.
Fui con la lata hasta el pequeño estanque al lado de la pista de tenis. Los peces saltaban en la superficie, mucho más excitados por la lluvia que yo mismo. Había una pequeña pila de piedras junto al banco, justo como Wireman había asegurado. Arrojé una al agua («Quizá pienses que no puede oírlo, pero sus oídos son muy finos», me había prevenido Wireman), y tuve cuidado de no pegarle una pedrada a ninguna de las carpas. Entonces llevé la lata, que todavía contenía la estatuilla en su interior, de vuelta a la casa. Pero no al Salón Porcelana. Entré en la cocina, quité la tapa, y extraje la figura envuelta. Aquello no estaba recogido en las instrucciones de contingencia de Wireman, pero quería saciar mi curiosidad.
Era una mujer de porcelana, pero tenía la cara desconchada. Solo quedaba un astillado hueco en el lugar donde había estado.
—¿Quién está ahí? —chilló Elizabeth, y pegué un salto.
A punto estuve de dejar caer al suelo el repulsivo objeto, donde con toda seguridad se hubiera hecho añicos sobre las baldosas.
—Soy yo, Elizabeth —le respondí, posando la figura sobre la encimera.
—¿Edmund? ¿O Edgar, o cualquiera que sea su nombre?
—Correcto.
Regresé al salón.
—¿Se ocupó de ese asunto mío?
—Sí, señora, claro que sí.
—¿Ya he tomado mi merienda?
—Sí.
—Muy bien. —Y suspiró.
—¿Desea algo más? Estoy seguro de que podría…
—No, gracias, cielo. Seguro que el tren llegará pronto, y sabes que no me gusta viajar con el estómago lleno. Siempre termino en uno de los asientos que van de espaldas y me marearía, ciertamente, si echara algo de comida en el estómago. ¿Has visto mi lata, mi lata Sweet Owen?
—Creo que estaba en la cocina. ¿Debería traerla?
—No con este día tan húmedo —respondió—. Pensé en pedirle que la arrojara al estanque, el estanque serviría, pero he cambiado de idea. No parece necesario, con este día tan húmedo. «No requiere fuerza el don de la clemencia», ¿sabe? «Es cual la blanda lluvia».
—«Que del cielo baja» —completé.
—Sí, sí. —Sacudió la mano como si aquella parte no fuera de importancia.
—¿Por qué no organiza sus porcelanas, Elizabeth? Hoy están todas desordenadas.
Le echó un vistazo a la mesa, y entonces miró hacia la ventana, cuando una ráfaga de viento particularmente fuerte la abofeteó con lluvia.
—Joder —murmuró—. ¡Estoy tan confusa, joder! —Y a continuación, con un resentimiento que nunca habría imaginado en ella, añadió—: Todos murieron y me dejaron a su cargo.
Yo era la última persona del mundo que se escandalizaría por su repentino lapsus de vulgaridad; lo comprendía demasiado bien. Quizá el don de la clemencia no requiere fuerza, somos millones los que vivimos y morimos por esa idea, pero… existen cosas como esta que nos aguardan. Sí.
—Él nunca debería haber tenido esa cosa, pero no lo sabía —dijo.
—¿Qué cosa?
—Qué cosa —repitió, y asintió con la cabeza—. Quiero que venga ya el tren. Quiero salir de aquí antes de que llegue el chaval grande.
Tras eso ambos quedamos sumidos en silencio. Elizabeth cerró los ojos y aparentemente se durmió en su silla de ruedas.
Para hacer algo, me levanté de mi propia silla, que habría encajado a la perfección en un club de caballeros, y me aproximé a la mesa. Me armé de valor para coger un niño y una niña de porcelana, los examiné, y a continuación los puse a un lado. Me rasqué distraídamente el brazo que no estaba allí mientras estudiaba el caos sin sentido expuesto ante mí. Tenía que haber al menos un centenar de figuras sobre el lustrado tablero de roble. Quizá doscientas. Entre ellas había una mujer de porcelana con un anticuado gorro (un gorro de lechera, creía), pero tampoco era la que buscaba. El gorro no era apropiado, y además, era demasiado joven. Descubrí a otra mujer con un largo cabello pintado, y esta era mejor. Aquel pelo era un poquito demasiado largo y un poquito demasiado oscuro, pero…
No, no lo era, porque Pam había ido al salón de belleza, a veces conocido como la Fuente de la Juventud de la Crisis de la Mediana Edad.
Sostuve la figura de porcelana, y deseé tener una casa en la que colocarla y un libro para que ella pudiera leer.
Intenté cambiarme la figurilla a la mano derecha (lo cual era perfectamente natural porque mi mano derecha estaba allí, podía sentirla) y cayó sobre la mesa con un golpe seco. No se rompió, pero Elizabeth abrió los ojos.
—¡Dick! ¿Ese era el tren? ¿Sonó el silbato? ¿Su aullido?
—Todavía no —respondí—. ¿Por qué no se echa una pequeña siesta?
—Ah, lo encontrarás en el rellano del primer piso —contestó, como si le hubiera preguntado cualquier otra cosa, y volvió a cerrar los ojos—. Avísame cuando llegue el tren. Estoy harta de esta estación. Y vigila por si viene el chaval grande; ese lamecoños podría estar en cualquier parte.
—De acuerdo —prometí.
El picor del brazo derecho era horrible. Metí la mano en el bolsillo trasero, esperando encontrar mi libreta allí, pero no estaba. Se había quedado en la encimera de la cocina de Big Pink. Pero eso me hizo pensar en la cocina de El Palacio.Había un bloc de mensajes sobre la encimera donde dejé la lata. Volví allí a toda prisa, agarré el cuaderno, lo encajé entre mis dientes y luego casi regresé corriendo al Salón Porcelana, al tiempo que iba sacando ya el bolígrafo Uni-ball del bolsillo de la camisa. Me senté en el sillón orejero y empecé a esbozar velozmente la muñeca de porcelana, mientras la lluvia azotaba las ventanas y Elizabeth reposaba inclinada en la silla de ruedas al otro lado de la mesa, dormitando con la boca medio abierta. Las sombras de las palmeras, guiadas por el viento, aleteaban por las paredes como murciélagos.
No tardé mucho tiempo, y me di cuenta de algo mientras trabajaba: estaba vertiendo la picazón a través de la punta del bolígrafo, trasvasándola al papel. La mujer del dibujo era la figura de porcelana, pero era también Pam. La mujer era Pam, pero era también la figura de porcelana. Tenía el cabello más largo que la última vez que la había visto, y se derramaba sobre sus hombros. Estaba sentada en {la QUEMADORA, la PIRA) una silla. ¿Qué silla? Una mecedora. No había existido ningún mueble así en nuestra casa cuando me marché, pero ahora sí. Había algo encima de la mesa junto a ella. No supe de qué se trataba al principio, pero emergió de la punta del bolígrafo y se convirtió en una caja con algo impreso en la parte superior. ¿Sweet Owen? ¿Decía Sweet Owen? No, decía Grandma's. Mi Uni-ball agregó algo en la mesa al lado de la caja. Una galletita de avena. Las favoritas de Pam. Mientras la observaba, el bolígrafo dibujó un libro en la mano de Pam. No pude leer el título porque el ángulo no era el correcto. Pero ya mi bolígrafo estaba trazando líneas entre la ventana y sus pies. Había dicho que nevaba, pero en ese momento ya había parado de nevar. Las líneas representaban rayos de sol.
Creí que el dibujo estaba finalizado, pero aparentemente faltaban otras dos cosas. El bolígrafo se movió al margen izquierdo del papel y agregó una televisión con la velocidad de un relámpago. Una televisión nueva, de pantalla plana como la de Elizabeth. Y debajo…
El bolígrafo terminó, y se desprendió de la mano. El picor desapareció. Sentía los dedos rígidos. Al otro lado de la larga mesa Elizabeth dormitaba profundamente, sumida en un sueño verdadero. Puede que una vez hubiera sido joven y hermosa. Puede que una vez hubiera sido el sueño de algún muchacho. Ahora roncaba, la boca abierta, prácticamente desdentada, apuntando hacia el techo. Si existe un Dios, pienso que necesita esforzarse con mayor ahínco.
* * *
Había visto un teléfono en la biblioteca, y también otro en la cocina, pero la biblioteca se encontraba más cerca del Salón Porcelana. Juzgué que ni a Wireman ni a Elizabeth les molestaría que hiciera una llamada de larga distancia a Minnesota. Descolgué el auricular, pero me detuve con el cable enroscado alrededor del pecho. En una pared próxima a la armadura había una suerte de exposición de armas antiguas, que destacaban gracias a varios focos pequeños dispuestos ingeniosamente en el techo. Había un rifle de cañón largo que se cargaba por la boca y que parecía de la época de la guerra de la Independencia; un trabuco; una Derringer que se habría hallado como en casa embutida en la bota de un jugador de cartas; un rifle Winchester. Montada sobre la carabina estaba el objeto que había sostenido Elizabeth en el regazo el día que Ilse y yo la vimos. A cada lado, formando una V invertida, había cuatro cargas para el trasto. No podías llamarlas flechas, porque eran demasiado cortas. La palabra correcta sería más bien arpones. Las puntas eran brillantes y parecían muy afiladas.
Pensé: Podrías causar verdadero daño con un trasto de esos. Y a continuación: Mi padre era buceador.
Desterré el pensamiento de mi mente y marqué el número del que solía ser mi hogar.
* * *
—Hola, Pam. Soy yo otra vez.
—No quiero hablar más contigo, Edgar. Ya nos hemos dicho todo lo que había que decir.
—No todo, pero seré breve. Tengo que cuidar de una vieja dama. Ahora duerme, pero no me gustaría dejarla sola mucho tiempo.
—¿Qué vieja dama? —preguntó Pam, curiosa a su pesar.
—Se llama Elizabeth Eastlake. Tiene ochenta y pico años y un principio de Alzheimer. Su enfermero particular se está ocupando de un problema eléctrico en la sauna de alguien, y yo le estoy echando una mano.
—¿Querías una medalla de oro para pegarla en la página de Buenas Acciones de tu cuaderno?
—No, te llamo para convencerte de que no estoy loco.
Había traído el dibujo conmigo. Ahora me coloqué el teléfono entre el hombro y la oreja para poder cogerlo.
—¿Por qué te preocupas?
—Porque estás convencida de que todo esto lo originó Ilse, y no es así.
—¡Dios mío, eres increíble! Si ella llamara desde Santa Fe y dijera que se le había roto el cordón de un zapato, volarías hasta allí para comprarle uno nuevo.
—Tampoco me gusta que pienses que estoy enloqueciendo aquí abajo, cuando no es cierto. Bueno… ¿me estás escuchando?
Solo llegó silencio desde el otro extremo de la línea, pero el silencio era suficiente. Escuchaba.
—Hace diez o quince minutos que has salido de la ducha. Lo deduzco porque tu pelo cae sobre la espalda de tu bata. Supongo que aún sigue sin gustarte el secador de pelo.
—¿Cómo…?
—No sé cómo. Estabas sentada en una mecedora cuando te llamé. Debes de haberla adquirido después del divorcio. Leías un libro y comías una galleta. Una galleta de avena Grandma's. Ahora ha salido el sol, y entra por la ventana. Tienes un televisor nuevo, de los de pantalla plana. —Hice una pausa y finalmente—: Y un gato. Tienes un gato. Está durmiendo bajo la tele.
Silencio mortal desde el otro extremo de la línea. En mi lado, el viento soplaba y la lluvia abofeteaba las ventanas. Estaba a punto de preguntarle si seguía allí cuando habló de nuevo, con un insulso tono de voz que en absoluto sonaba propio de Pam. Había creído que ya no le quedaba nada con lo que pudiera herir mi corazón, pero me equivocaba.
—Deja de espiarme. Si alguna vez me amaste, deja de espiarme.
—Entonces deja de culparme —respondí con voz ronca, no del todo quebrada. De repente recordé a Ilse preparándose para regresar a Brown, Ilse de pie bajo el fuerte sol tropical fuera de la terminal de Delta, mirándome y diciéndome: «Mereces recobrarte. A veces me pregunto si tú te lo crees de verdad»—. Lo que me está pasando no es culpa mía. El accidente no fue culpa mía y esto tampoco. Yo no lo pedí.
—¿Y crees que yo sí? —vociferó.
Cerré los ojos, rogando algo, cualquier cosa, que me apartara de responder a la furia con furia.
—No, claro que no.
—¡Entonces déjame al margen! ¡Deja de llamarme! ¡Deja de ASUSTARME!
Colgó. Me quedé parado, sosteniendo el teléfono contra la oreja. Solo se oía el silencio, que fue roto por un fuerte clic. A continuación llegó el distintivo zumbido gorgojeante de Duma Key. Hoy sonaba bastante subacuático. Quizá a causa de la lluvia. Colgué el auricular y me quedé contemplando la armadura.
—Creo que fue muy bien, sir Lancelot —comenté.
Ninguna respuesta de su parte, que era exactamente lo que me merecía.
* * *
Crucé el vestíbulo principal revestido de plantas hasta la puerta del Salón Porcelana, miré a Elizabeth y comprobé que seguía dormida en la misma posición, con la cabeza ladeada. Sus ronquidos, que antes me habían parecido tan lastimosos en su desnuda antigüedad, ahora resultaban verdaderamente reconfortantes; de lo contrario, hubiera sido fácil imaginársela muerta con el cuello roto. Me pregunté si debía despertarla, y decidí dejarla dormir. Entonces miré a la derecha, hacia la amplia escalera principal, y la recordé diciendo: «Ah, lo encontrarás en el rellano del primer piso».
¿Encontrar qué?
Probablemente solo se trataba de un poco de galimatías sin sentido, pero no tenía nada mejor que hacer, así que atravesé el vestíbulo que habría sido un pasaje en una casa más humilde, con la lluvia tamborileando sobre el techo de cristal, y ascendí por la amplia escalera. Me detuve a cinco escalones del final, con la vista fija, y luego subí lentamente el resto del camino. Había algo, después de todo: una enorme fotografía en blanco y negro enmarcada en una fina moldura dorada. Más adelante le pregunté a Wireman cómo era posible que una foto en blanco y negro de los años veinte hubiera sido ampliada hasta ese tamaño (medía por lo menos metro y medio de largo por metro veinte de ancho) sin quedar borrosa. Me explicó que posiblemente había sido toma da con una Hasselblad, la cámara no digital más fina jamás fabricada.
La fotografía mostraba a ocho personas, de pie sobre arena blanca, con el golfo de México al fondo. El hombre era alto y atractivo, y aparentaba tener cuarenta y tantos años. Llevaba un bañador negro de una pieza compuesto por una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos semejantes a los calzones ajustados que usan los jugadores de baloncesto hoy en día. A ambos lados se alineaban cinco chicas; la mayor era una adolescente madura, y las más pequeñas eran unas rubias idénticas que me hicieron pensar en los Gemelos Bobbsey de mis más tempranas aventuras con los libros. Las gemelas se cogían de la mano, y vestían idénticos trajes de baño con faldas de volantes. En sus manos libres estrechaban unas muñecas de trapo Raggedy Ann, con delantal, cuyas piernas pendían fláccidamente. Me recordaron a Reba… y con toda seguridad las hebras oscuras de pelo sobre las distraídas caras sonrientes de las muñecas de las gemelas eran ROJAS. El hombre, que sin duda se trataba de John Eastlake, sostenía en la parte interior del codo a la chica número seis, la niñita que con el tiempo se convertiría en la vieja que roncaba en el piso de abajo. Detrás posaba una joven mujer negra de unos veintidós años, con el cabello recogido en una pañoleta. Asía una cesta de picnic, y era pesada, a juzgar por la forma en que se marcaban los músculos nada desdeñables de sus brazos. Tres brazaletes plateados adornaban su antebrazo.
Elizabeth estiraba sus regordetas manitas hacia quienquiera que hubiera sacado este retrato de familia, y sonreía. Nadie más lo hacía, aunque el fantasma de una sonrisa podría haber estado merodeando alrededor de las comisuras de la boca del hombre; tenía bigote, y eso hacía difícil asegurarlo. La joven niñera negra lucía un aspecto inequívocamente adusto.
John Eastlake sostenía dos objetos en la mano que no estaba ocupada sujetando a la niña, poco mayor que un bebé. Uno era una máscara de buceador. El otro era la pistola de arpones que había visto montada en la pared de la biblioteca junto al resto de armas. La pregunta, me parecía a mí, era si alguna parte racional de Elizabeth había salido de la niebla mental el tiempo suficiente para enviarme aquí arriba.
Antes de que pudiera considerar la cuestión un poco más, la puerta delantera se abrió en la planta baja.
—¡Ya estoy de vuelta! —gritó Wireman—. ¡Misión cumplida! Y ahora, ¿a quién le apetece un trago?
Cómo dibujar un cuadro (V)
No tengas miedo de experimentar; encuentra a tu musa y permite que te guíe. A medida que su talento crecía, la musa de Elizabeth se transformó en Noveen, la milagrosa muñeca parlante. O eso pensaba ella. Para cuando descubrió su error (cuando la voz de Noveen cambió), fue demasiado tarde. Pero al principio había sido maravilloso. Encontrar a la musa de uno siempre lo es.
La tarta, por ejemplo.
Que vaya al suelo, dice Noveen. ¡Que vaya al suelo, Libbit!
Y como puede, lo hace. Dibuja la tarta de Nana Melda en el suelo. ¡Esparcida por el suelo! ¡Ja! Y a Nana Melda mirando la tarta desde arriba, disgustada, con las manos en las caderas.
¿Y se avergonzó Elizabeth cuando eso sucedió realmente? ¿Estaba avergonzada y un poco asustada? Creo que sí.
Sé que sí. Para los niños, la maldad es divertida generalmente solo cuando es imaginada.
Aun así, hubo otros juegos. Otros experimentos. Hasta que finalmente, en 1927…
En Florida, todos los huracanes fuera de temporada se nominan Alicia. Es una especie de broma. Pero el que llegó aullando desde el Golfo en marzo de aquel año debería haberse llamado Huracán Elizabeth.
La muñeca le susurraba con una voz que debía de sonar como el viento en las palmeras durante la noche. O como la marea en retirada rechinando a través de las conchas bajo Big Pink. Susurrando mientras la pequeña Libbit se demoraba en el porche del sueño. Diciéndole lo divertido que sería pintar una gran tormenta. Y más.
Noveen dice: Existen cosas secretas. Tesoros enterrados que una gran tormenta dejará al descubierto. Cosas que a papá le gustaría encontrar y mirar.
Y ese truco funciona. A Elizabeth poco le interesaba pintar una tormenta, ¿pero agradar a su papá? La idea era irresistible.
Porque papá estaba enfadado aquel año. Furioso con Adié, que no volvería al colegio ni siquiera después de su tour Europeo. A Adié no le interesaba conocer a las personas adecuadas, o asistir a los bailes de sociedad adecuados. Estaba embobada con su Emery… que en absoluto era el Arquetipo Adecuado, según la visión de las cosas de papá.
Papá dice: No es de los nuestros, es un Cuelli-Celuloide, y Adié dice: Es de los míos, y me da igual cómo sean los cuellos que lleve, y papá se pone furioso.
Se sucedieron amargas discusiones. Papá furioso con Adié y viceversa. Hannah y Maria furiosas con Adié por tener un novio guapo que era Mayor y al mismo tiempo Menos-Que-Ella. Las gemelas asustadas por toda aquella locura. Libbit asustada, también. Nana Melda declaraba una y otra vez que si no fuera por Tessie y Lo-Lo, habría regresado con su gente en Jacksonville hacía tiempo.
Elizabeth dibujó estas cosas, por lo tanto yo las vi.
Finalmente se alcanzó el punto de ebullición y la tapa salto por los aires. Adié y su Joven No Idóneo se fugaron a Atlanta, en donde a Emery le habían prometido un empleo en la oficina de un competidor. Papá estaba encolerizado. Las Malas Malosas, que habían vuelto a casa desde la Escuela Braden para pasar el fin de semana, le oyeron hablar por teléfono en su estudio, diciéndole a alguien que traería de vuelta a Emery Paulson y que le daría de latigazos hasta dejarlo moribundo. ¡Que les daría de latigazos a ambos!
Entonces él dice: No, que Dios me asista. Que sea así como es. Ella se ha hecho su cama; que duerma ahora en ella.
Después de eso vino la tormenta. Alicia.
Libbit sintió su llegada. Sintió que comenzaba a levantarse viento, que las ráfagas emanaban de unos simples trazos de carboncillo negro como la muerte. Cuando llegó la verdadera tormenta (los aguaceros, los agudos alaridos del vendaval, como los de un tren de mercancías), la magnitud de esta la aterrorizó sobremanera, como si hubiera llamado con un silbato a un perro y hubiera atraído a un lobo.
Pero después el viento murió, el sol salió y todo el mundo estaba bien. Mejor que bien, porque en el período subsiguiente a Alicia, Adié y su Joven No Idóneo quedaron olvidados por un tiempo. Elizabeth incluso oyó a su papá tararear mientras él y el señor Shannington limpiaban los escombros del patio delantero, papá conduciendo el pequeño tractor rojo y el señor Shannington Arrojando hojas de palmera y ramas tronchadas en el pequeño remolque que le seguía pesadamente.
La muñeca susurró, la musa narró su cuento.
Elizabeth escuchó y pintó el lugar, la Roca de la Bruja, ese mismo día, el día en que Noveen le susurró dónde había quedado expuesto el tesoro enterrado.
Libbit le rogó a su papá que fuera a mirar, se lo rogó, se lo rogó, se lo rogó. Papá dice: NO.
Papá dice: Estoy muy cansado, agarrotado, por todo el trabajo realizado en el patio.
Nana Melda dice: Un rato en el agua podría desentumecerle, señor Eastlake.
Nana Melda dice: Iré a por las pequeñas y haremos una merienda.
Y después Nana Melda dice: Ya sabe cómo es ella ahora. Si dice que hay algo ahí afuera, entonces a lo mejor…
Así que se dirigen playa abajo hacia la Roca de la Bruja, papá con el traje de baño que ya no le vale, y Elizabeth, y las gemelas, y Nana Melda. Hannah y María han vuelto a la escuela, y Adíe… pero es mejor no hablar de ella. Adié está EN UN LÍO. Nana Melda carga con la cesta de picnic roja. Dentro estaba la comida, los sombreros de sol para las niñas, las cosas de Elizabeth para dibujar, la pistola-lanza de papá y unos cuantos arpones.
Papá se pone sus aletas y se mete hasta las rodillas en el caldo, y dice: ¡Está fría! Más vale que sea rápido, Libbit. Dime dónde está ese fabuloso tesoro.
Libbit dice: Te lo digo, ¿pero me prometes que puedo quedarme con la muñeca de porcelana?
Papá dice: Cualquier muñeca será tuya: derecho de salvamento.
La musa lo vio y la niña lo pintó. Así queda sentenciado su futuro.
9- Candy Brown
Dos noches después, pinté el barco por primera vez.
Al principio titulé el cuadro como Niña y barco y más tarde Niña y barco n.° 1, aunque ninguno de los dos era su verdadero nombre; su verdadero nombre era Ilse y barco n.° 1. Más que lo acontecido con Candy Brown, fue el ciclo Barco lo que me impulsó a decidir si expondría o no mi obra. Si Nannuzzi aceptaba, seguiría adelante con ello. No porque estuviera buscando lo que Shakespeare denominaba «la burbuja de aire de la reputación» (le debo una a Wireman por esta), sino porque llegué a comprender que Elizabeth tenía razón: era mejor no dejar que el trabajo se amontonara en Duma Key.
Las pinturas de la serie Barco eran buenas. O mejores, extraordinarias, quizá. Ciertamente esa fue la impresión que me causaron cuando las terminé. También eran una mala medicina, y poderosa. Creo que lo supe desde la primera, ejecutada durante las horas que precedieron al amanecer del día de San Valentín.
Durante la última noche de la vida de Tina Garibaldi.
* * *
El sueño no era exactamente una pesadilla, pero fue vivido más allá de mi habilidad para describirlo con palabras, aunque no obstante capturé algo de aquella sensación sobre el lienzo. No todo, pero algo. Lo suficiente, quizá.
El sol se ponía. En aquel sueño, y en todos los subsiguientes, siempre era la hora del crepúsculo. Una vasta luz rojiza inundaba el oeste, y alcanzaba una gran altura en el firmamento, donde se fundía primero en colores anaranjados y después en un insólito color verde. El Golfo reposaba en una calma casi mortal, y solo unas pequeñísimas olas cristalinas cruzaban su superficie, como si respirara. En el deslumbrante reflejo del ocaso, su aspecto era el de una enorme cavidad ocular rellena de sangre.
Contra aquella ardiente luz se recortaba la silueta de un navío abandonado de tres mástiles. Las raídas velas del barco colgaban fláccidamente, y un fuego rojo resplandecía a través de los agujeros y desgarrones. No había nadie vivo a bordo. Bastaba con mirarlo para saberlo. Se cernía sobre él una sensación de hueca amenaza, como si la cosa hubiera albergado alguna plaga que se extendió como un incendio por la tripulación, dejando solo este cadáver putrefacto de madera, cáñamo y lona. Recuerdo que me embargó la sensación de que si una gaviota o un pelícano lo sobrevolaba, el ave caería muerta sobre la cubierta con las plumas humeando.
Flotando a unos cuarenta metros de distancia se veía un pequeño bote de remos. Había una niña sentada en él, de espaldas a mí. Su cabello rojo era falso: ninguna chica viva poseía un pelo de hebras enmarañadas como aquel. Lo que delataba su identidad era el vestido que llevaba. Estaba cubierto con cuadrículas de tres en raya, e impresas las palabras YO GANO, TÚ GANAS, que se repetían una y otra vez. Ilse había tenido aquel vestido cuando era una niña de cuatro o cinco años… más o menos la edad de las gemelas en el retrato de familia que encontré en el rellano del primer piso de El Palacio de Asesinos.
Intenté gritar, advertirle de que no se acercara al navío abandonado. No pude. Me hallaba desvalido. En cualquier caso no parecía importar. Simplemente permanecía allí sentada, en el encantador botecito de remos sobre las suaves olas rojas, observando, con el vestido de cuadros que había pertenecido a Illy.
Me caí de la cama sobre el lado malo. Proferí un alarido de dolor y rodé sobre la espalda, escuchando a las olas en el exterior y el suave chirrido de las conchas bajo la casa. Me dijeron dónde me hallaba, pero no me reconfortó. Yo gano, sentenciaron. Yo gano, tú ganas. Yo gano, tú ganas. La pistola, yo gano. La fruta, tú ganas. Yo gano, tú ganas.
Mi brazo perdido parecía estar en llamas. Tenía que ponerle fin o enloquecería, y solo había una manera de hacerlo. Subí al piso de arriba y pinté como un lunático durante las tres horas siguientes. No tenía ningún modelo sobre la mesa, ni ningún objeto a la vista en el exterior de la ventana. Ni necesitaba ninguno. Estaba todo en mi cabeza. Y mientras trabajaba, comprendí que esta era la meta que todas las pinturas precedentes habían perseguido denodadamente. No la niña del bote de remos, necesariamente, pues con toda seguridad no era más que una atracción añadida, un punto de apoyo de la realidad. Era el barco lo que yo había estado buscando todo el tiempo. El barco y la puesta de sol. Cuando me remonté al pasado, me di cuenta de la ironía de aquello: Hola, el primer dibujo a lápiz que hice el día de mi llegada, fue el que más se había aproximado.
* * *
Me desplomé sobre la cama a eso de las tres y media y dormí hasta las nueve. Desperté sintiéndome fresco, limpio, recién salido de fábrica. El tiempo era bueno: despejado y más cálido de lo que había sido durante la última semana. Los Baumgarten se preparaban para regresar al norte, pero pude disfrutar de una animada partida de Frisbee en la playa con sus hijos antes de partir. Tenía un apetito voraz, y el dolor estaba en niveles bajos. Era agradable volver a sentirse como una persona normal, siquiera por una hora.
Las nubes de Elizabeth también habían clareado. Le leí varios poemas mientras ella disponía sus porcelanas. Wireman también se encontraba por allí, al día con sus tareas por una vez, y con buen ánimo. El mundo parecía perfecto aquel día. Solo más tarde se me ocurrió que bien pudo ser que George «Candy» Brown secuestrara a Tina Garibaldi, una niña de doce años, al mismo tiempo que yo le recitaba a Elizabeth el poema de Richard Wilbur sobre la colada: El Amor nos llama a las cosas de este mundo. Lo escogí porque dio la casualidad de que ese día vi un artículo en el periódico que decía que se había convertido en algo así como el favorito del día de San Valentín. El secuestro de la niña Garibaldi había quedado grabado. Ocurrió exactamente a las 3.16 de la tarde, según la hora de la cinta, y eso habría sido más o menos justo cuando me detuve para tomar un sorbo del té verde de Wireman y desdoblar el folio con el poema de Wilbur impreso, que había sacado de internet.
Había un circuito cerrado de cámaras instalado para vigilar el área de los muelles de carga por detrás del Centro Comercial Crossroads. Para prevenir los hurtos, supongo. Lo que captaron en este caso fue el hurto de la vida de una niña. Ella aparecía en pantalla cruzando de derecha a izquierda, una chiquilla delgada vestida con vaqueros y una mochila a la espalda. Probablemente planeaba zambullirse en el centro comercial antes de completar el resto de su camino a casa. En la cinta, que las cadenas de televisión reproducían obsesivamente, le ves asomar de una rampa y asirla por la muñeca. Ella alza el rostro hacia el del hombre, y parece que le pregunta algo. Brown asiente con la cabeza en respuesta y se aleja con ella. Al principio la niña no lucha, pero luego, justo antes de que desaparezcan tras un contenedor, hace un intento por liberarse. Él sigue agarrándola firmemente por la muñeca cuando desaparecen de la vista del la cámara. La asesinó menos de seis horas después, según el informe del forense del condado, pero a juzgar por las terribles evidencias en su cuerpo, aquellas horas debieron de parecerle muy largas a esa chiquilla, que nunca había causado daño a nadie.
Debieron de hacérsele eternas.
«Al otro lado de la ventana abierta, el aire de la mañana está inundado de ángeles», escribe Richard Wilbur en «El amor nos llama a las cosas de este mundo». Pero no, Richard. No.
No eran más que hojas.
* * *
Los Baumgarten partieron, y los perros de los Godfrey ladraron un adiós. Llegó una tropa de Doncellas Alegres a la casa donde se habían alojado los Baumgarten y le dieron una buena limpieza. Los perros de los Godfrey ladraron un hola (y un adiós). El cuerpo de Tina Garibaldi fue encontrado en una zanja detrás del campo de béisbol de la Liga Infantil, en Wilk Park, desnuda de cintura para abajo y desechada como una bolsa de basura. En el Canal 6 salió su madre gritando y desgarrándose angustiosamente las mejillas. Los Kintner reemplazaron a los Baumgarten. Los chicos de Toledo dejaron vacante el número 39 y se instalaron tres agradables señoras mayores procedentes de Michigan. Las viejas se reían un montón y de hecho exclamaban «Yuu-juu» cuando nos divisaban a mí o a Wireman. No tengo ni idea si conectaron o no el recién instalado Wi-Fi del número 39, pero la primera vez que jugué al Scrabble con ellas me dieron sopas con honda. Los perros de los Godfrey ladraban incansablemente cuando las ancianas salían a pasear por las tardes. Un hombre que trabajaba en la E-Z JetWash de Sarasota llamó a la policía y contó que el tipo que aparecía en la cinta de Tina Garibaldi se parecía mucho a uno de sus compañeros lavacoches, un tío llamado George Brown, al que todo el mundo conocía como Candy. Candy Brown había dejado el trabajo a las 14.30 de la tarde el día de San Valentín, declaró este hombre, y no había regresado hasta la mañana siguiente. Afirmaba que no se había sentido bien. La E-Z JetWash estaba solo a una manzana de distancia del Centro Comercial Crossroads. Dos días después de San Valentín entré en la cocina de El Palacio y encontré a Wireman sentado a la mesa con la cabeza echada hacia atrás, sacudiéndose. Cuando las sacudidas remitieron, me dijo que estaba bien. Cuando le repliqué que no lo parecía, me contestó que me guardara mi opinión para mí mismo, hablando con un brusco tono de voz impropio de él. Alcé tres dedos y le pregunté que cuántos veía. Dijo que tres. Levanté dos y dijo dos. Decidí, no sin recelo, dejarlo estar. Otra vez. Después de todo, yo no era el guardián de Wireman. Pinté los números 2 y 3 de Niña y barco. En el N.° 2, la chiquilla del bote de remos lucía el vestido azul con lunares de Reba, pero estaba positivamente seguro de que seguía siendo Ilse. Y el N.° 3 no admitía la menor duda. Su cabello había retornado al fino hilo de seda color maíz que recordaba de aquellos días, y llevaba una blusa marinera con ribetes cosidos alrededor del cuello. Tenía buenas razones para acordarme perfectamente de aquella prenda: la llevaba el domingo que se cayó del manzano de nuestro patio trasero y se rompió el brazo. En el N.° 3, el barco había virado ligeramente, y pude leer las primeras letras de su nombre escritas en la proa con pintura descascarillada: PER. No tenía la más remota idea de cuáles serían las letras restantes. Fue también la primera vez que el lanza-arpones de John Eastlake se integraba en la composición del cuadro. Descansaba cargado en uno de los asientos del bote. El 18 de febrero apareció un amigo de Jack para ayudar en las reparaciones de algunas propiedades en alquiler. Los perros de los Godfrey le ladraron gregariamente, invitándole a pasarse por allí siempre que le apeteciera que le arrancaran un trozo de carne de su trasero enfundado en unos vaqueros estilo hip-hop. La policía interrogó a la mujer de Candy Brown sobre el paradero de su marido el día de San Valentín (ella también le llamaba Candy, todo el mundo le llamaba así, y probablemente había invitado a Tina Garibaldi a llamarle Candy antes de torturarla y asesinarla). Ella declaró que quizá había estado enfermo, pero que no en casa. No había llegado hasta las ocho de la noche, o así. Dijo que le había comprado una caja de bombones. Dijo que él era un encanto para cosas como esa. El 21 de febrero, los vecinos de la música country cogieron su coche deportivo y salieron a toda velocidad de regreso a los climas septentrionales de donde habían venido. Nadie más se mudó a la isla para ocupar su lugar. Wireman afirmó que señalaba la retirada de la marea de pinzones árticos. Añadió que siempre se retiraban antes de Duma Key, que tenía cero restaurantes y cero atracciones turísticas (¡ni siquiera había una granja de asquerosos aligátors!). Los perros de los Godfrey ladraron sin cesar, como si proclamaran que la marea de turistas invernales estaba retrocediendo, pero que aún le quedaba camino por recorrer. El mismo día que los boogie-boogie cowboys abandonaron Duma Key, la policía se personó en la casa de Candy Brown en Sarasota con una orden de registro. Según el Canal 6, varios objetos fueron confiscados. Un día más tarde, las tres ancianas del número 39 volvieron a darme sopas con honda al Scrabble; ni siquiera llegué a oler un Triple Tanto de Palabra, pero aprendí que existe el vocablo qiviut. Cuando regresé a casa y encendí el televisor, el logo de ÚLTIMA HORA aparecía sobreimpresionado en el Canal 6, cuyo único programa parece ser «Todo Suncoast, A Todas Horas». Candy Brown había sido arrestado. Según «fuentes cercanas a la investigación», en el registro de la casa Brown se habían incautado dos prendas de ropa interior, una de ellas manchada de sangre. La prueba de ADN vendría a continuación, igual que la noche sigue al día. Candy Brown no esperó. Los periódicos del día siguiente publicaron una cita suya confesando a la policía que «estaba colocado, hice algo horrible». Esto fue lo que leí mientras bebía mi zumo matinal. Sobre el relato de los hechos estaba La Foto, que ya me era tan familiar como la imagen de Kennedy siendo disparado en Dallas. La Foto mostraba a Candy con la mano cerrada en torno a la muñeca de Tina Garibaldi, que alzaba el rostro hacia él inquisitivamente. Sonó el teléfono. Lo descolgué sin mirar y musité un hola, inquieto por el asunto de Tina Garibaldi. Era Wireman. Me preguntó si tal vez me apetecería ir a la casa por un rato. Le contesté que claro, por supuesto, empecé a decir adiós y me di cuenta de que oía algo, no en su voz sino justo por debajo, que estaba lejos de ser normal. Le pregunté si algo iba mal.
—Por lo que parece, me he quedado ciego del ojo izquierdo, muchacho.
Soltó una pequeña risa entre dientes. Era un sonido extraño, ausente.
—Sabía que pasaría, pero no por ello deja de ser un shock. Supongo que todos nosotros nos sentiremos así cuando nos despertemos m…m… —Exhaló una temblorosa bocanada de aire—. ¿Puedes venir? He intentado localizar a Annmarie, la enfermera de Bay Área, una residencia privada de ancianos, pero ha salido a atender una llamada, y… ¿puedes venir, Edgar? ¿Por favor?
—Ya mismo estoy allí. Cuelga, Wireman. Quédate dónde estás y cuelga.
* * *
Yo no había sufrido ningún problema con mi propia vista en semanas. El accidente me había provocado una pequeña pérdida de la visión periférica, y tendía a girar la cabeza a la derecha para ver cosas que con anterioridad captaba fácilmente cuando miraba de frente, pero por lo demás mi departamento ocular funcionaba a la perfección. Al salir hacia mi anónimo Chevy alquilado, me pregunté cómo me sentiría si aquella sanguinolenta rojez empezara a deslizarse sigilosamente sobre las cosas otra vez… o si me despertaba una mañana con nada salvo un agujero negro a un lado de mi mundo. Eso hizo que me preguntara cómo se las había apañado Wireman para reírse. Siquiera un poco.
Tenía la mano en la manija del Malibú cuando me acordé de Wireman diciendo que Annmarie Whistler, la persona a la que le confiaba el cuidado de Elizabeth cuando él tenía que salir por algún tiempo, estaba atendiendo una llamada. Volví apresuradamente a la casa y telefoneé a Jack al móvil, rezando para que contestara y para que le fuera posible venir. Contestó, y vino.
Un gol para el equipo de casa.
* * *
Aquella mañana conduje fuera de la isla por vez primera, y perdí mi virginidad a lo grande en el embotellamiento de vehículos en dirección norte por la Ruta Tamiami. Nos dirigíamos al Hospital Memorial de Sarasota, por recomendación del médico de Elizabeth, a quien yo había llamado a pesar de las débiles protestas de Wireman. Y ahora él no cesaba de preguntarme si me encontraba bien, si estaba seguro de que podía hacerlo, si no habría sido mejor dejar conducir a Jack para que yo pudiera quedarme con Elizabeth.
—Estoy bien —afirmé.
—Bueno, pareces muerto de miedo. Aún soy capaz de ver eso.
Su ojo derecho se había vuelto en mi dirección. El izquierdo trataba de seguirle el juego, pero sin mucho éxito. Estaba inyectado en sangre, miraba ligeramente hacia arriba, y derramaba despiadadas lágrimas.
—¿Vas a ponerte histérico, muchacho?
—No. Además, ya oíste a Elizabeth. Si no hubieras venido por ti mismo, habría cogido una escoba y te habría echado a golpes por la puerta.
Wireman no había querido que «la signorina Eastlake» se enterara de que le pasaba algo malo, pero ella entró en la cocina con su andador y escuchó la parte final de nuestra conversación.
Y aparte, poseía un poco de lo que tenía Wireman. No era algo reconocido entre nosotros, pero ahí estaba.
—Si quieren ingresarte… —empecé a decir.
—Oh, querrán, es un puto acto reflejo, pero eso no va a ocurrir. Si pudieran arreglarlo, sería diferente. Voy solo porque Hadlock podría ser capaz de decirme que esta puta mierda no es permanente, sino nada más que un puntito luminoso temporal en el radar —dijo, sonriendo lánguidamente.
—Wireman, ¿qué coño te pasa?
—Todo a su debido tiempo, muchacho. ¿Qué has estado pintando estos días?
—Eso no importa ahora mismo.
—Oh, querido —dijo Wireman—. Parece que no soy el único que está cansado de interrogatorios. ¿Sabías que durante los meses invernales uno de cada cuarenta usuarios regulares de la Ruta Tamiami tendrá un percance con su vehículo? Es cierto. Y según algo que oí en las noticias el otro día, las probabilidades de que un asteroide del tamaño del Astrodome de Houston impacte sobre la Tierra son en realidad mayores que las probabilidades de…
Hice ademán de encender la radio y dije:
—¿Por qué no ponemos algo de música?
—Buena idea —convino—. Pero nada de puto country.
Durante un segundo no lo pillé, y entonces me acordé de los boogie-boogie cowboys que se habían marchado recientemente. Di con la emisora de rock más ruidosa de la zona, una estación de radio que se hacía llamar The Bone. Nazareth berreaba a voz en grito «Hair of the Dog».
—Ah, rock'n'roll hasta vomitar en los zapatos —dijo Wireman—. Ahora nos entendemos, mi hijo.
* * *
Fue un día muy largo. Siempre que tumbas tu cuerpo sobre la cinta transportadora de la medicina moderna, en especial si se practica en una ciudad abarrotada de visitantes invernales ancianos y frecuentemente con achaques, te aguarda un largo día. Nosotros estuvimos en el hospital hasta las seis. Por supuesto, quisieron ingresar a Wireman, pero él se negó.
Yo pasé la mayor parte del tiempo en el purgatorio de las salas de espera, donde las revistas están atrasadas, los cojines de las sillas son finos y la televisión siempre está atornillada en un rincón lo más alto posible. Me senté, escuché preocupadas conversaciones compitiendo con el cacareo de la televisión, y de vez en cuando iba a una de las áreas donde se permitía usar el teléfono móvil y llamaba a Jack con el de Wireman. ¿Ella se encontraba bien? Estupendamente. Jugaban al parchís. Después reconfiguraron China Town, la Ciudad Porcelana. La tercera vez los pillé comiendo sándwiches y viendo el programa de Oprah. A la cuarta, ella dormía.
—Cuéntale que ha pedido ir al cuarto de baño todas las veces —informó Jack—. Hasta ahora.
Así lo hice, y a Wireman le complació oírlo. Y la cinta transportadora seguía rodando en su lento avance.
Tres salas de espera: una en Admisión General, donde Wireman se negó incluso a coger un formulario, posiblemente porque no podía leerlo (tuve que rellenarlo yo con la información necesaria); otra en Neurología, donde conocí a Gene Hadlock, el médico de Elizabeth, y a un colega pálido y con perilla llamado Herbert Principe. El doctor Hadlock afirmó que Principe era el mejor neurólogo de Sarasota. Principe no lo negó, ni siquiera soltó una exclamación de fingida vergüenza. La última sala de espera estaba en la segunda planta, hogar de los Mega-Sofisticados Equipos. Aquí no sometieron a Wireman a una Resonancia Magnética, un proceso con el que yo estaba muy familiarizado, sino que en su lugar le condujeron a Radiología, en el extremo más alejado del corredor, un laboratorio que en esta era de modernidades imaginaba polvoriento y desatendido. Wireman me entregó su medallón de la Virgen María para que se lo guardara, y me quedé intrigado por la razón que impulsaría al mejor neurólogo de Sarasota a recurrir a una tecnología tan obsoleta. Nadie se molestó en ilustrarme.
Las televisiones de las tres salas de espera sintonizaban el Canal 6, que una y otra vez me sometía a la visión de La Foto: Candy Brown con la mano cerrada alrededor de la muñeca de Tina Garibaldi, que alzaba su rostro hacia él, congelada en una expresión que era terrible porque cualquiera que hubiera sido educado en un hogar medio decente conocía exactamente, en su corazón, lo que significaba. Advertías a tus hijos que tuvieran cuidado, mucho cuidado, que un extraño podía ser sinónimo de peligro, y quizá lo creían, pero los niños procedentes de buenos hogares crecían también con la convicción de que la seguridad era un derecho de nacimiento. Así que los ojos decían: «Claro, señor, dígame lo que se supone que debo hacer». Los ojos decían: «Usted es el adulto, yo soy la niña, así que dígame lo que quiere». Los ojos decían: «He sido educada en el respeto a los mayores». Y por encima de todo, lo que te aniquilaba, eran los ojos diciendo: «Nunca antes me han hecho daño».
No creo que esa interminable cobertura, ese bucle sin fin, y la casi constante repetición de La Foto justifique todo lo que aconteció a continuación, ¿pero que había jugado un papel importante? Sí. Seguro que sí.
* * *
Ya había oscurecido cuando finalmente saqué el coche del aparcamiento y giré hacia el sur por la Ruta, en dirección a Duma. Al principio apenas pensaba en Wireman; estaba completamente absorto en la conducción, seguro de algún modo de que esta vez me abandonaría la suerte y sufriríamos un accidente. Empecé a relajarme una vez que dejamos atrás el desvío a Cayo Siesta y el tráfico se aligeró un poco.
—Para aquí —pidió Wireman cuando llegamos al Centro Comercial Crossroads.
—¿Necesitas algo en The Gap? ¿Unos gallumbos? ¿Un par de camisetas con bolsillos?
—No te hagas el sabiondo y para aquí. Aparca en un sitio iluminado.
Detuve el coche junto a una farola y apagué el motor. Encontré el lugar moderadamente escalofriante, aun cuando el aparcamiento estaba medio lleno y sabía que Candy Brown había raptado a Tina Garibaldi en el otro lado, en el área de carga y descarga.
—Supongo que puedo contarlo una vez —dijo Wireman—. Y te mereces oírlo. Porque has sido bueno conmigo. Y has sido bueno para mí.
—Lo mismo digo, Wireman.
Sus manos descansaban sobre una delgada carpeta gris que traía consigo del hospital. Su nombre estaba escrito en la etiqueta. Levantó un dedo para hacerme callar sin mirarme; mantenía la vista fija al frente, hacia los Grandes Almacenes Bealls anclados en este extremo del centro comercial.
—Quiero hacer esto de un tirón. ¿Te sirve así?
—Sí, claro.
—Mi historia es como… —Se volvió hacia mí, repentinamente animado. El ojo izquierdo era de un color rojo brillante y lloraba de manera estacionaria, pero por lo menos ahora los dos apuntaban hacia mí al mismo tiempo—. Muchacho, ¿alguna vez has visto en las noticias la feliz historia de uno de esos tíos que han ganado doscientos o trescientos millones de pavos en la Powerball ?{[10]}
—¿Y quién no?
—Le suben a un escenario, le entregan un gran cheque falso de cartón, y el tío pronuncia casi siempre unas palabras inarticuladas, pero eso es bueno; en una situación como esa es lo lógico, porque acertar con todos esos números es un puto escándalo. Increíble. En una situación como esa, todo lo más que puedes conseguir es: «¡Me voy al puto Disney World!». ¿Me sigues hasta el momento?
—Hasta el momento, sí.
Wireman volvió a estudiar a la gente que entraba y salía de Bealls, detrás del cual Tina Garibaldi había conocido a Candy Brown para su dolor y pesar.
—A mí también me tocó la lotería. Solo que no en el buen sentido. De hecho, diría que fue casi de la peor forma posible. En mi otra vida, desempeñaba la abogacía en Omaha. Trabajaba para un bufete llamado Fineham, Dooling y Alien. Los más ingeniosos (entre los cuales me incluyo) a veces lo llamábamos Findum, Fuckum y Forgettu: Encontramus, Jodemus y Olvidamus. En realidad era un gran bufete, honesto como el día. Ganamos casos importantes, y yo tenía una buena posición allí. Estaba soltero, y para entonces, con treinta y siete años, pensaba que probablemente ese era mi destino en la vida. Entonces llegó el circo a la ciudad, Edgar. Quiero decir un circo real, uno con grandes felinos y trapecistas. La mayoría de sus integrantes provenían de otras nacionalidades, como a menudo es el caso. La compañía de trapecistas era de México. Una de las contables del circo, Julia Taveres, también era mexicana. Aparte de llevar los libros, actuaba de intérprete para los acróbatas.
Pronunció el nombre de ella en español: Hulia, aspirando la H.
—Yo no iba al circo. Wireman asistía ocasionalmente a algún concierto de rock, pero no al circo. Pero aquí viene la lotería otra vez. Cada pocos días, el personal administrativo del circo extraía un papelito de un sombrero para decidir quién iría a comprar provisiones de oficina: patatas fritas, salsa, café, refrescos. Un día en Omaha, Julia sacó el papelito marcado. Mientras cruzaba el aparcamiento del supermercado de vuelta a la furgoneta, entró un camión de reparto a velocidad elevada y chocó contra una hilera de carritos de compra. Ya sabes cómo los agrupan en fila, ¿no?
—Sí.
—Okey. ¡Bang! Los carritos ruedan unos diez metros, golpean a Julia y le rompen la pierna. La cogió desprevenida y no tuvo ninguna oportunidad de apartarse. Resultó que había un poli estacionado en las cercanías, oyó sus gritos y llamó a una ambulancia. También hizo soplar al conductor del camión de reparto. Dio un uno-siete.
—¿Eso es mucho?
—Sí, muchacho. En Nebraska, un uno-siete no se salda solo con una multa de doscientos dólares, es un delito de conducción en estado de embriaguez. Julia, siguiendo el consejo del médico que la atendió en Urgencias, vino a nosotros. Había treinta y cinco abogados en Findum, Fuckum y Forgettum en aquella época, y el caso de las lesiones de Julia podría haber terminado en manos de cualquiera entre quince. Me tocó a mí. ¿Ves los números empezando a rodar?
—Sí.
—Hice algo más que representarla; me casé con ella. Ganó el juicio y una buena tajada. El circo abandonó la ciudad, como es su costumbre, pero con una contable menos. ¿Tengo que decirte lo mucho que nos amábamos?
—No —contesté—. Lo oigo cada vez que pronuncias su nombre.
—Te lo agradezco, Edgar. Gracias.
Estaba allí sentado con la cabeza agachada y las manos sobre la carpeta. Entonces sacó una cartera, maltrecha y abultada, del bolsillo trasero. No tenía la menor idea de cómo podía soportar sentarse sobre tal roca. Revisó una a una las fundas destinadas a fotografías y documentos importantes, se detuvo, y extrajo la foto de una mujer de ojos y cabello oscuros que vestía una blusa blanca sin mangas. Aparentaba unos treinta años. Su belleza era capaz de provocar un paro cardíaco.
—Mi Julia —musitó.
Hice ademán de devolverle la foto y sacudió la cabeza. Estaba buscando otra. Me daba pavor tener que verla. La cogí, no obstante, cuando me la tendió.
Era Julia Wireman en miniatura. El mismo cabello oscuro, enmarcando un pálido y perfecto rostro. Los mismos ojos oscuros y solemnes.
—Esmeralda —dijo Wireman—. La otra mitad de mi corazón.
—Esmeralda —repetí.
Pensé que aquellos ojos y los que miraban a Candy Brown en La Foto eran casi idénticos. Pero quizá los ojos de todos los niños son iguales. Me empezó a picar el brazo. El que había sido quemado en el incinerador de un hospital. Me lo rasqué y solo encontré las costillas. Vaya novedad.
Wireman cogió las fotografías, plantó un beso en cada una de ellas con un intenso sentimiento de amor, descarnado y breve, que era terrible de contemplar, y las devolvió a sus fundas transparentes. Le llevó un rato, porque le temblaban las manos. Y porque, supongo, tenía problemas para ver.
—En realidad ni siquiera te hace falta mirar los números, amigo. Si cierras los ojos puedes oír cómo van cayendo las bolas en su sitio: clic, y clic, y clic. Algunas personas simplemente tienen un golpe de suerte. ¡Aja!
Chasqueó la lengua contra el paladar. El sonido reverberó ruidosamente en el pequeño sedán de una manera espantosa.
—Cuando Ez tenía tres años, Julia firmó un contrato a tiempo parcial con una organización llamada Feria de Trabajo: Soluciones para Inmigrantes, en el distrito comercial de Omaha. Ayudaba a los hispanoparlantes a conseguir trabajo, tanto si tenían tarjeta de residencia como si no, y ponía en el buen camino a los ilegales que deseaban obtener la ciudadanía. Era una organización pequeña que utilizaba el local de una tienda, con poca repercusión, pero desde el punto de vista práctico, hicieron mucho más bien que todas las manifestaciones y todas las recogidas de firmas. En la humilde opinión de Wireman.
Presionó sus manos contra los ojos, y exhaló un profundo, trémulo suspiro. Luego dejó caer las palmas sobre la carpeta con un golpe sordo.
—Sucedió mientras yo estaba en Kansas City por negocios. Julia pasaba las mañanas de lunes a jueves en la Feria de Trabajo. Ez iba a una guardería infantil. Una de las buenas. Pude haberles demandado, y despedazar aquel lugar y hacer que la directora terminara pidiendo limosna en la calle, pero no lo hice. Porque incluso en mi aflicción, comprendía que lo que le pasó a Esmeralda pudo haberle ocurrido al hijo de cualquiera. Se trata nada más que de la lotería, ¡entiendes? Una vez nuestro bufete demandó a una compañía de persianas venecianas, aunque yo no estuve personalmente implicado. Un bebé acostado en su cuna agarró el cordón de una persiana, se lo llevó a la boca y murió de asfixia. Los padres ganaron, y hubo una indemnización, pero su bebé continuaba igual de muerto, y si no hubiera sido el cordón, podría haber sido cualquier otra cosa. Un coche de juguete. La placa de identificación del collar del perro. Una canica. —Wireman se encogió de hombros—. En el caso de Ez, fue una canica. Se la tragó durante el recreo y se asfixió.
—¡Wireman, Dios Santo! ¡Cuánto lo siento!
—Seguía viva cuando la llevaron al hospital. La mujer de la guardería llamó a la oficina de Julia y a la mía. Balbuceaba enloquecida. Julia salió llorando de la Feria de Trabajo, se montó en el coche y condujo como alma que lleva el diablo. A tres manzanas del hospital colisionó frontalmente con un camión del Servició de Obras Públicas de Omaha. Murió al instante. Para entonces nuestra hija probablemente llevaba muerta unos veinte minutos. El medallón de la Virgen María que me guardaste… era de Julia.
Guardó silencio, y el silencio giró fuera de control. Yo no lo llené; no hay nada que decir ante un suceso como ese. Finalmente reanudó su historia.
—No es más que otra versión de la Powerball. Cinco números, más ese Número Extra de suma importancia. Clic, clic, clic, clic, clic. Y después un clac adicional por si acaso. ¿Imaginé alguna vez que algo así podría pasarme a mí? No, muchacho, nunca ni en mis peores pesadillas, y Dios nos castiga por lo que nos es imposible de imaginar. Mi madre y mi padre me rogaron que fuera a ver a un psiquiatra, y durante un tiempo, ocho meses después de los funerales, me sometí a terapia, en efecto. Estaba cansado de flotar por el mundo como un globo atado a un metro sobre mi propia cabeza.
—Conozco la sensación —dije.
—Lo sé. Hemos visitado el infierno en turnos distintos, tú y yo. Y hemos vuelto a salir, supongo, aunque mis tacones todavía humean. ¿Y los tuyos?
—También.
—El psiquiatra… un hombre agradable, pero no podía hablar con él. Era incapaz de articular palabra. Con él lo único que hacía era sonreír tontamente. Seguía esperando a la chica mona en biquini que me entregara mi gran cheque de cartón. El público lo estaría viendo y aplaudiría. Y al final el cheque llegó. Cuando nos casamos, firmamos una póliza de seguro de vida conjunto. Cuando llegó Ez, la añadí también. Así que realmente gané la lotería. Especialmente si le sumas la indemnización que Julia recibió por el accidente en el aparcamiento del supermercado. Lo cual nos trae hasta aquí.
Levantó la delgada carpeta gris.
—La posibilidad del suicidio siempre estuvo presente, dando vueltas en espiral, acercándose más y más. Su principal atractivo era la idea de que tal vez Julia y Esmeralda seguían ahí afuera, aguardando a que las alcanzara… pero que no podrían esperar eternamente. No soy un hombre religioso en el sentido convencional, pero creo al menos que existe la posibilidad de una vida futura después de la muerte, y que sobrevivimos como… nosotros mismos, ¿sabes? Pero por supuesto… —Una sonrisa glacial asomó en las comisuras de su boca—. Era depresión, por encima de todo. Guardaba una pistola en mi caja fuerte. Calibre 22. La compré para defensa del hogar cuando nació Esmeralda. Una noche me senté en la mesa del comedor, y… intuyo que ya conoces esta parte de la historia, muchacho.
Levanté una mano, girando la muñeca repetidamente en un gesto que significaba quizá sí, quizá no.
—Me senté a la mesa del comedor en mi casa vacía. Había una fuente con fruta, cortesía de la empleada que se encargaba de las tareas del hogar. Coloqué la pistola en la mesa y cerré los ojos. Hice girar la fuente de fruta dos o tres veces. Me dije que si sacaba una manzana, me llevaría la pistola a la sien y pondría fin a mi vida. Si era una naranja, sin embargo… entonces cogería mis ganancias de la lotería y me iría a Disney World.
—Podías oír el ruido del frigorífico —dije.
—Exacto —confirmó sin sorpresa—. Podía oír el frigorífico, tanto el zumbido del motor como los golpes secos del congelador. Extendí la mano y saqué una manzana.
—¿Hiciste trampa?
Wireman sonrió.
—Una razonable pregunta. Si te refieres a si miré, la respuesta es no. Si te refieres a si memoricé la disposición de la fruta en la fuente… —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? En cualquier caso, era una manzana: el pecado de Adán es el pecado do todos los hombres. No tuve que darle un mordisco ni olerla; supe lo que era por el tacto de la piel. Así que sin abrir los ojos, sin concederme ninguna oportunidad de pensar, levanté la pistola y la apreté contra la sien.
Representó esto con la mano que yo ya no tenía, amartillando el pulgar y colocando el índice contra la pequeña cicatriz circular que en general quedaba oculta por su largo cabello grisáceo.
—Mi último pensamiento fue: «Por lo menos ya no tendré que escuchar más el ruido de ese frigorífico ni comer más de esos pasteles de carne de gourmet». No recuerdo ningún bang. Sin embargo, el mundo se volvió blanco, y ese fue el final de la otra vida de Wireman. Ahora… ¿te gustaría que te hablara de las jodidas alucinaciones?
—Sí, por favor.
—Quieres ver si concuerda con tu caso, ¿no?
—Sí. —Y entonces se me ocurrió una pregunta. Una de cierta importancia, quizá—. Wireman, ¿tuviste alguno de estos estallidos telepáticos… estas recepciones paranormales… o como quieras llamarlo… antes de venir a Duma Key?
Pensaba en el perro de Monica Goldstein, Gandalf, y en cómo experimenté la sensación de estrangularlo con un brazo que ya no tenía.
—Sí, dos o tres veces —respondió—. Puede que te hable de ellas a su debido tiempo, Edgar, pero no quiero tener a Jack pegado a la señorita Eastlake tanto tiempo. Dejando a un lado todas las demás consideraciones, ella es propensa a preocuparse por mí. Es adorable.
Podría haberle contestado que era probable que Jack, otra especie de cosa adorable, estuviera también preocupado, pero por el contrario le rogué que continuara.
—A menudo te rodea una cierta cualidad de rojo, muchacho —explicó Wireman—. No creo que sea un aura, exactamente, y no es exactamente un pensamiento… excepto cuando sí lo es. La he captado de ti en tres o cuatro ocasiones, tanto en forma de palabra como de color. Y sí, una vez ocurrió fuera de Duma Key. Cuando fuimos a la Scoto.
—Cuando me quedé atascado en una palabra.
—¿Sí? No lo recuerdo.
—Yo tampoco, pero estoy seguro de que fue eso. Rojo es una ayuda nemotécnica para mí. Un gatillo. Proviene de una canción de Reba McEntire, aunque parezca mentira. Tropecé con ella casi por casualidad. Y hay algo más, supongo. Cuando olvido cosas tiendo a…. ya sabes…
—¿Cabrearte un poco?
Me acordé de cómo había agarrado a Pam por el cuello. Cómo había tratado de estrangularla.
—Sí —contesté—. Podrías decirlo así.
—Ah.
—En cualquier caso, imagino que el rojo debe de haber salido a la superficie y manchado mi… ¿mi traje mental? ¿Es algo como eso?
—Muy cercano. Cada vez que lo percibo a tu alrededor, en ti, rememoro despertar después de meterme una bala en la sien y ver que el mundo entero era de color rojo oscuro. Pensé entonces que estaba en el infierno, que así era como iba a ser el infierno, una eternidad del más profundo color escarlata. —Hizo una pausa—. Luego me di cuenta de que era solo la manzana, reposando delante de mí, a un par de centímetros de mis ojos, quizá. En el suelo. Yo estaba tendido en el suelo.
—¡Pero qué diablos…! —exclamé.
—Sí, eso fue lo que pensé, pero no se trataba de ningún diablo, solo era una manzana. «El pecado de Adán es el pecado de todos los hombres», dije en voz alta, y después: «Fuente de fruta». Recuerdo todo lo sucedido y todas las palabras de las siguientes noventa y seis horas con perfecta claridad. Todos y cada uno de los detalles. —Rió—. Por supuesto, sé que algunas de las cosas que recuerdo no son ciertas, pero igualmente me acuerdo de ellas con exquisita precisión. Incluso hoy mismo, ningún contrainterrogatorio podría hacerme cometer un desliz, ni siquiera en lo concerniente a las cucarachas cubiertas de pus que vi salir reptando de los ojos, la boca y la nariz del viejo Jack Fineham.
»Me dolía la cabeza de cojones, pero por lo demás, una vez recuperado del shock de la manzana en primer plano, me sentía bastante bien. Eran las cuatro de la mañana. Habían pasado seis horas y yacía en un charco de sangre coagulada. Había formado una costra en mi mejilla derecha que parecía gelatina. Recuerdo haberme sentado y decir: «Soy un dandi bañado en áspic», y traté de recordar si el áspic era alguna clase de gelatina. Dije: «Nada de gelatina en la fuente de fruta», y el pronunciarlo en voz alta me pareció tan racional que fue como superar un examen de cordura. Empecé a dudar de si realmente me había disparado a mí mismo. Parecía más probable que me hubiera quedado dormido en la mesa del comedor mientras meditaba hacerlo, y que me hubiera caído de la silla y golpeado en la cabeza. De ahí procedía la sangre. En realidad, parecía casi cierto, teniendo en cuenta que me movía de un lado a otro y hablaba. Tenía que decir algo más. Decir el nombre de mi madre. En su lugar dije: «Sembrado el grano, riqueza para el amo».
Asentí con excitación. Yo había sufrido experiencias similares tras salir del coma, no una sino incontables veces. Siéntate en la socia, siéntate en la 'quilla.
—¿Te sentías furioso?
—¡No! ¡Sereno y aliviado! Aceptaba que sufría una pequeña desorientación causada por el golpe en la cabeza. Fue entonces cuando vi la pistola en el suelo. La recogí y olí el cañón. No hay equivocación posible en el olor de una pistola recién disparada. Es acre, un aroma con garras. Aun así, me aferré a la idea «me-quedé-dormido-y-me-golpeé-la-cabeza», hasta que entré en el cuarto de baño y vi el orificio en mi sien. Un pequeño orificio redondo con una corona de marcas de quemadura alrededor.
Volvió a reír, como hace la gente al recordar alguna pifia… olvidar abrir la puerta del garaje, por ejemplo, y dar marcha atrás para meter el coche.
—Ahí fue cuando oí el chasquido del último número al ocupar su lugar, Edgar: ¡el Número de la Bola de la Suerte! Y supe que, después de todo, iría a Disney World.
—O a un razonable facsímil —apostillé—. Cielos, Wireman.
—Intenté limpiarme las quemaduras de pólvora, pero frotarlas con una toalla duele mucho. Es como masticar algo con una muela picada.
De repente comprendí por qué le habían hecho radiografías en lugar de meterlo en la máquina de la RMI. La bala seguía en su cabeza.
—Wireman, ¿puedo preguntarte algo?
—Está bien.
—¿Los nervios ópticos de un persona están… no sé… a la inversa?
—Sí, en efecto.
—Entonces esa es la razón de que tengas jodido el ojo izquierdo. Es como… —Por un momento no me salió la palabra, y apreté los puños. Entonces apareció—. Es como un contragolpe.
—Supongo, sí. Me disparé en el lado derecho de mi estúpida cabeza, pero es el ojo izquierdo el que se jodió… Me puse una tirita sobre el orificio. Y me tomé una aspirina.
Solté una carcajada, sin poder evitarlo. Wireman sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Luego me fui a la cama y traté de dormir. Para el caso bien podría haberme acostado en medio de una orquesta de metal. No pegué ojo en cuatro días, y tenía la sensación de que nunca más volvería a dormir. Mi mente corría a cinco mil kilómetros por hora, y hacía que la cocaína pareciera Xanax. Ni siquiera pude permanecer tumbado por mucho tiempo. Me levanté de un brinco veinte minutos más tarde y puse un disco de mariachis. Eran las cinco y media de la mañana. Pasé media hora en la bicicleta estática (la primera vez desde que murieron Julia y Ez), me duché y me fui a trabajar.
»Los siguientes tres días fui un pájaro, fui un avión, ¡fui Super-Abogado! Mis colegas pasaron progresivamente de estar preocupados por mí a temer por mí a temer por ellos mismos; los non sequiturs empeoraron, igual que mi tendencia a hablar en un rudimentario español y una especie de francés a lo Pepe Le Pew, pero sin duda moví una montaña de papeles durante aquellos días, y muy pocos regresaron alguna vez al bufete. Lo comprobé. Tanto los socios de la firma como los abogados en las trincheras estaban unidos en la creencia de que yo sufría una crisis nerviosa, y en cierto sentido tenían razón. Era una crisis nerviosa orgánica. Varias personas trataron de mandarme a casa, sin éxito. Dion Knightly, uno de mis mejores amigos allí, práctica mente me suplicó que le permitiera llevarme a ver a un médico. ¿Sabes lo que le dije?
Negué con la cabeza.
—«Campo cultivado, trato pronto cerrado.» ¡Lo recuerdo perfectamente! Luego me marché, casi dando saltitos. Caminar era demasiado lento para Wireman. Me tiré allí dos noches enteras. A la tercera el guardia de seguridad me escoltó hasta la salida, mientras yo protestaba. Le informé de que un pene rígido tiene un millón de capilares, pero ningún escrúpulo. También le dije que era un dandi bañado en áspic, y que su padre le odiaba. —Wireman calló brevemente, mirando con aire pensativo la carpeta—. Lo de su padre le caló, creo. En realidad lo sé. —Sepalmeó la sien cicatrizada—. Radio Freaky, amigo. Radio Freaky.
»A1 día siguiente me convocaron al despacho de Jack Fineham, el gran raja de nuestro reino. Me ordenaron tomarme una excedencia. No me lo pidieron; me lo ordenaron. Jack opinaba que había vuelto al trabajo demasiado pronto tras mis "desafortunados reveses familiares". Le dije que eso era estúpido, no había tenido ningún revés familiar. "Di solo que mi mujer e hija una manzana podrida comiéronse", le espeté. "Vos, síndico de blanco cabello, eso es lo que habéis de decir, pues, llena de bichos, mortal era." Fue entonces cuando las cucarachas le empezaron a salir por los ojos y la nariz. Y un par surgieron de debajo de la lengua, derramando espuma blanca por su mentón al arrastrarse por su labio inferior.
»Comencé a proferir alaridos. Y me fui a por él. Si no hubiera sido por el botón del pánico de su escritorio (ni siquiera sabía que el vejestorio paranoico tenía uno), podría haberle matado. Además, corría sorprendentemente rápido. Quiero decir que se puso a dar vueltas a toda velocidad por el despacho, Edgar. Debía de ser por todos aquellos años de jugar al tenis y al golf. —Meditó un momento sobre esto—. Aun así, la locura y la juventud estaban de mi parte. Ya había puesto mis manos sobre él cuando el equipo de rescate irrumpió en el despacho. Hicieron falta media docena de abogados para separarme de él, y le desgarre en dos la chaqueta de su traje Paul Stuart. Por toda la espalda. —Sacudió la cabeza de un lado a otro lentamente—. Deberías haber oído a ese hijo de puta aullando. Y deberías haberme oído a mí. La mierda más demente que puedas imaginar, incluyendo acusaciones a voz en grito sobre sus gustos en cuanto a ropa interior femenina. Y como lo del padre del guardia de seguridad, creo que bien podría haber sido cierto. Curioso, ¿no? Y, loco o no, poseyera una valiosa mente legal o no, aquel fue el final de mi carrera en Findum, Fuckum y Forgettum.
—Lo lamento —dije.
—De nada, todo fue para mejor —dijo con el tono de voz formal de un ejecutivo—. Mientras los abogados luchaban para sacarme de su despacho, que estaba destrozado, me dio un ataque. La mayor de las convulsiones de grand mal. Si no hubiera habido a mano un asesor legal con algo de entrenamiento médico, habría muerto allí mismo. Pero en todo caso, pasé tres días inconsciente. Y, oye, necesitaba dormir. Así que ahora…
Abrió la carpeta y me tendió tres radiografías. No eran tan buenas como las rebanadas corticales producidas por una RMI, pero poseía la capacidad de un laico bien informado para interpretar lo que estaba viendo, gracias a mi propia experiencia.
—Aquí tienes, Edgar, algo que muchos afirman que no existe: el cerebro de un abogado. ¿Tienes algunas imágenes tuyas como estas?
—Pongámoslo de esta forma: si quisiera llenar un álbum…
Sonrió abiertamente.
—Pero ¿quién querría un álbum con fotos como estas? ¿Ves la bala?
—Sí. Debías de haber estado sosteniendo la pistola… —Levanté la mano, inclinando el dedo índice en un ángulo descendente bastante acentuado.
—Bastante aproximado. Y tuve que haber errado el tiro parcialmente. El disparo fue suficiente para atravesarme el cráneo y desviar la bala hacia abajo en un ángulo incluso más pronunciado. Cavó un túnel en mi cerebro y se detuvo. Pero antes, originó una especie de… no sé…
—¿Ola de quilla?
Sus ojos se encendieron.
—¡Exacto! Solo que la textura de la materia gris del cerebro es más parecida al hígado de ternera que al agua.
—Uf, qué agradable.
—Lo sé. Wireman puede ser muy elocuente, lo admite. La bala creó una ola de quilla descendente que provocó un edema y presionó el quiasma óptico. Eso es el interruptor visual del cerebro. ¿Pillas la riqueza de esto? Me disparo en la sien y no solo sigo vivo, también termino con una bala causando problemas en el equipamiento ubicado aquí atrás. —Se dio un golpecito en la protuberancia del hueso sobre su oreja derecha—. Y los problemas empeoran porque la bala se está moviendo. Está por lo menos medio centímetro más abajo que hace dos años. Probablemente más. No necesitaba a Hadlock o a Principe para darme esa información; puedo verlo en estas imágenes por mí mismo.
—Pues deja que te operen, Wireman, y que la extraigan. Jack y yo nos aseguraremos de que Elizabeth esté bien hasta que vuelvas a tu… —Él estaba sacudiendo la cabeza—. ¿No? ¿Por qué no?
—Está a demasiada profundidad para una cirugía, amigo. Esa es la razón por la que no permití que me hospitalizaran. ¿Crees que es porque tengo complejo de Hombre Marlboro? De ninguna manera. Mis días de desear la muerte han acabado. Todavía echo de menos a mi mujer y a mi hija, pero ahora tengo a la señorita Eastlake de quien cuidar, y he llegado a amar el Cayo. Y estás tú, Edgar. Quiero saber en qué resulta tu historia. ¿Me arrepiento de lo que hice? A veces sí, a veces no. Cuando es sí, me recuerdo a mí mismo que no era el mismo hombre que soy ahora, y que tengo que darle un poco de cuerda al viejo yo. Aquel hombre estaba tan herido y tan perdido que realmente no fue responsable. Esta es mi otra vida, y trato de mirar a mis problemas de entonces como… bueno… defectos de nacimiento.
—Wireman, eso es dantesco.
—¿Lo es? Reflexiona sobre tu propia situación.
Medité sobre mi situación. Era un hombre que había estrangulado a su propia mujer y luego lo había olvidado. Un hombre que ahora dormía con una muñeca acostada en el otro lado de la cama. Decidí guardarme mi opinión para mí mismo.
—El doctor Principe solo quería ingresarme porque soy un caso interesante.
—Eso no lo sabes.
—¡Pero lo sé! —Wireman hablaba con una reprimida pasión—. He conocido al menos a cuatro Principes desde que me hice esto. Son espantosamente similares: brillantes pero desvinculados, sin capacidad de empatía, en realidad a uno o dos escalones por debajo de los sociópatas acerca de los que solía escribir John D. MacDonald. Principe no puede operarme, como no podría operar a un paciente que presentara un tumor maligno en la misma zona. Aunque en ese caso, al menos podrían probar con radiación. Una bala de plomo no es muy adecuada para eso. Principe lo sabe, pero le fascina. Y no ve nada malo en darme falsas esperanzas si con ello consigue tenerme en una cama de hospital donde pueda preguntarme si me duele cuando me haga… lo que sea. Y luego, cuando yo haya muerto, tal vez escribirá un artículo sobre el caso. Podrá ir a Cancún y beber margaritas en la playa.
—Eso es cruel.
—¿Y no pertenece a la misma liga que los ojos de Principe? Sus ojos sí que son crueles. Les eché una mirada y quise correr en dirección contraria mientras todavía pudiera. Que es más o menos lo que he hecho.
Sacudí la cabeza y lo dejé estar.
—¿Así que cuál es el pronóstico?
—¿Por qué no te pones en marcha? Este lugar está empezando a ponerme los pelos de punta. Acabo de darme cuenta de que es donde ese chalado secuestró a la chiquilla.
—Te lo podría haber dicho cuando entramos aquí.
—Probablemente, igual que te lo guardaste para ti mismo. —Bostezó—. Dios, estoy agotado.
—Es el estrés.
Miré a ambos lados antes de incorporarme de nuevo a la Ruta Tamiami. Estaba conduciendo y todavía no daba crédito, pero empezaba a disfrutarlo.
—El pronóstico no es exactamente halagüeño. Ahora estoy tomando suficiente Doxepin y Zonegran como para tumbar a un caballo. Son drogas anticonvulsivas, y han estado funcionando bastante bien, pero supe que tenía un problema la noche que cenamos en Zoria's. Intenté negarlo, pero ya sabes lo que dicen: la negación ahogó al Faraón y Moisés liberó a los Hijos de Israel.
—Umm… creo que fue el mar Rojo. ¿No hay otros medicamentos que puedas tomar? ¿Más potentes?
—Principe me extendió una receta, por supuesto, pero él quería darme Neurontin, y no me aventuraré a probarlo.
—Por tu trabajo.
—Exacto.
—Wireman, no le harás ningún bien a Elizabeth si te quedas ciego como un murciélago.
Durante un minuto o dos no respondió. La carretera, ahora prácticamente desierta, se desenrollaba por delante de los faros. Al final dijo:
—Pronto la ceguera será el menor de mis problemas.
Me arriesgué a echarle una mirada de soslayo.
—¿Quieres decir que esto podría matarte?
—Sí. —Habló con una falta de dramatismo que fue muy convincente—. ¿Edgar?
—¿Qué?
—Antes de que pase, y mientras me quede todavía un ojo bueno, me gustaría ver más de tu obra. La señorita Eastlake también quiere verla. Me rogó que te lo pidiera. Puedes utilizar el coche para transportarlas hasta El Palacio. Parece que te desenvuelves de forma admirable.
El desvío hacia Duma Key se encontraba ya un poco más adelante, y puse el intermitente.
—Te diré lo que pienso a veces —dijo—. Creo que esta racha de tanta buena suerte que he estado teniendo en algún momento dará la vuelta en sentido contrario. No existe en absoluto una razón estadística para pensar tal cosa, pero es algo a lo que aferrarse. ¿Entiendes?
—Entiendo —respondí—. ¿Wireman?
—Sigo aquí, muchacho.
—Amas el Cayo, pero también crees que algo va mal en él. ¿Qué pasa en este lugar?
—No sé lo que es, pero tiene algo. ¿No lo crees?
—Por supuesto que sí. Sabes que sí. El día que Ilse y yo tratamos de conducir carretera abajo, ambos enfermamos. Ella más que yo.
—Y no ha sido la única, de acuerdo con las historias que he oído.
—¿Hay historias?
—Oh, sí. La playa está bien, pero tierra adentro… —Sacudió la cabeza—. Estoy pensando que podría ser algún tipo de polución en la capa freática. Ese algo es lo mismo que hace que la vegetación crezca como una loca bastarda en un clima donde necesitas irrigación hasta para evitar que el puto césped se seque. No lo sé. Pero es mejor mantenerse apartado. Creo que eso es especialmente cierto para las jovencitas que desean tener hijos algún día. Y sin defectos de nacimiento.
Esa era una idea desagradable que no se me había ocurrido. No hablé durante el resto del camino de vuelta.
* * *
Todo esto trata de la memoria, y pocos de mis recuerdos de ese invierno son tan cristalinos como el de la llegada al El Palacio aquella noche de febrero. Las dos alas de la puerta de hierro delantera estaban abiertas. En medio, sentada en su silla de ruedas, igual que el día en que Ilse y yo habíamos emprendido nuestra abortada exploración hacia el sur, estaba Elizabeth Eastlake. No tenía la pistola de arpones, pero llevaba puesta una vez más su chándal de dos piezas (en esta ocasión con lo que parecía una vieja chaqueta de la escuela secundaria echada por encima), y apoyaba sobre los reposapiés cromados sus grandes zapatillas, que a la estela de los faros del Malibú parecían negras en lugar de azules. Junto a ella estaba su andador, y al lado de este se hallaba Jack Cantori con una linterna en la mano.
Cuando vio el coche, empezó a ponerse de pie con esfuerzo. Jack se movió para frenarla. Después, al comprender que ella realmente tenía intención de hacerlo, dejó la linterna sobre los adoquines y la ayudó. Cuando aparqué junto al camino de entrada, Wireman estaba abriendo la portezuela de su lado. Los faros del Malibú iluminaban a Jack y a Elizabeth como a un par de actores sobre un escenario.
—¡No, señorita Eastlake! —exclamó Wireman—. ¡No, no trate de levantarse! ¡Yo la empujaré al interior!
Ella no le prestó atención. Jack la ayudó a alcanzar el andador (o quizá ella le guió), y asió las empuñaduras. A continuación empezó a moverse dando tumbos hacia el coche, mientras yo forcejeaba para salir del vehículo por el lado del conductor, combatiendo con mi maltrecha cadera derecha para escapar, como siempre hacía. Cuando me detuve junto al capó ella soltó el andador y extendió los brazos abiertos hacia Wireman. La carne por encima de los codos colgaba fláccida y muerta, pálida como harina a la luz de los faros, pero plantaba bien separados los pies en el suelo, y su postura era firme. Una brisa repleta de los perfumes de la noche le echó el cabello hacia atrás, y no me sorprendí en lo más mínimo de ver una cicatriz, muy antigua, cincelada en el lado derecho de su cabeza. Casi podía haber sido gemela de la mía propia.
Wireman rodeó la puerta abierta del lado del pasajero y simplemente se quedó allí parado durante uno o dos segundos. Creo que estaba decidiendo si todavía podía recibir consuelo al igual que darlo. Luego fue hacia ella, con una forma de caminar similar a la de un oso, arrastrando los pies, con la cabeza gacha y el cabello largo ocultando sus orejas y meciéndose contra sus mejillas. Ella le rodeó con sus brazos y estrechó su cabeza contra su considerable busto. Por un momento osciló, y yo me alarmé, estuviera o no bien plantada en el suelo, pero después se enderezó de nuevo y vi que sus nudosas manos, retorcidas por la artritis, empezaban a frotar la espalda de él, que respiraba pesadamente.
Caminé en su dirección, un poco vacilante, y los ojos de ella giraron hacia mí. Estaban perfectamente lúcidos. Esta no era la mujer que había preguntado cuándo llegaría el tren, la que había dicho que «estaba tan confusa, joder». Todos sus interruptores estaban de nuevo en posición de ENCENDIDO. Al menos temporalmente.
—Estaremos bien —aseguró—. Puede irse a casa, Edgar.
—Pero…
—Estaremos bien —repitió, frotando la espalda de él con sus dedos nudosos. Frotándola con infinita ternura—. Wireman me empujará adentro. En solo un minuto. ¿Verdad, Wireman?
Él asintió contra su pecho sin levantar la cabeza ni emitir sonido alguno.
Lo medité un segundo y decidí obedecer su deseo.
—Está bien, entonces. Buenas noches, Elizabeth. Buenas noches, Wireman. Vamos, Jack.
El andador era de la clase equipada con una bandeja. Jack puso la linterna sobre ella, miró a Wireman, que permanecía todavía con el rostro oculto contra el busto de la anciana mujer, y a continuación caminó hacia la puerta abierta del lado del pasajero de mi coche.
—Buenas noches, señora.
—Buenas noches, joven. Es un jugador de Parchís impaciente, pero apunta buenas maneras. ¿Edgar? —Me miraba sosegadamente sobre la cabeza inclinada de Wireman, que volvía a respirar con pesadez—. El agua fluye velozmente ahora. Pronto llegarán los rápidos. ¿Lo siente?
—Sí —afirmé.
No sabía de lo que hablaba. Realmente sabía de lo que hablaba.
—Quédese. Por favor, quédese en el Cayo, independientemente de lo que ocurra. Le necesitamos. Yo le necesito y Duma Key le necesita. Recuerde que le dije eso, cuando me apague otra vez.
—Lo recordaré.
—Busque la cesta de picnic de Nana Melda. En el desván, estoy casi segura. Es roja. La encontrará. Están dentro.
—¿Qué es, Elizabeth?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí. Buenas noches, Edward.
Y tan simple como eso, supe que se trataba del inicio, una vez más, del apagón. Pero Wireman la metería dentro. Wireman cuidaría de ella. Pero hasta que él fuera capaz, ella cuidaría de ambos. Los dejé de pie sobre los adoquines tras el arco de entrada, entre el andador y la silla de ruedas, ella rodeándole con sus brazos, él con la cabeza en su pecho. Ese recuerdo es cristalino.
Cristalino.
* * *
Me encontraba exhausto por el estrés de conducir, y creo que también por pasar todo el día entre tanta gente después de haber estado tanto tiempo solo. No obstante, la idea de tumbarme quedaba descartada, y mucho más la de irme a dormir. Comprobé el correo y encontré communiqués de mis dos hijas. Melinda había pillado un estreptococo en París y se lo estaba tomando como siempre se tomaba cualquier enfermedad: como algo personal. Ilse me había enviado un enlace al Citizen-Times de Asheville, Carolina del Norte. Pinché en él y me llevó a una crítica magnífica de una actuación de Los Colibrís en la Primera Iglesia Baptista donde toda la congregación terminó gritando aleluyas. Había también una imagen de Carson Jones y una rubia muy atractiva que aparecían delante del resto del grupo, pillados con la boca abierta en medio de una canción y los ojos cerrados. Carson Jones y Bridget Andreisson interpretando a dúo «Qué Grande Eres», rezaba el pie de foto. Mmm. Mi If-So-Girl había escrito: «No estoy celosa». Doble mmmm.
Me preparé un sándwich de mortadela de Bolonia y queso (tres meses en Duma Key y todavía seguía decantándome por la Bolonia), y subí al piso de arriba. Contemplé las pinturas de la serie Niña y barco, que en realidad era sinónimo de Ilse y barco. Recordé a Wireman preguntándome qué estaba pintando estos días. Recordé el largo mensaje que Elizabeth había dejado en mi contestador automático. La ansiedad en su voz. Había dicho que debía tomar precauciones.
Tomé una repentina decisión y bajé de nuevo las escaleras, tan rápido como pude sin caerme.
* * *
A diferencia de Wireman, yo no llevaba siempre encima mi vieja e hinchada Lord Buxton; me solía meter en el bolsillo una tarjeta de crédito, mi carnet de conducir y algo de dinero suelto, y para mí ya era suficiente. La cartera se hallaba encerrada en un cajón del escritorio de la sala de estar. La saqué, hojeé las tarjetas, y encontré la que tenía las palabras GALERÍA SCOTO impresas con letras doradas en relieve.
Como preveía, me contestó la grabación para llamadas fuera del horario de cierre. Cuando Dario Nannuzzi finalizó su pequeña perorata y sonó el bip, dije:
—Hola, señor Nannuzzi. Soy Edgar Freemantle, de Duma Key. Soy el… —Hice una breve pausa, pues iba a decir «tío» y sabía que eso no era lo que él me consideraba—. Soy el artista que dibuja puestas de sol con grandes conchas y plantas y demás cosas. Habló usted de la posibilidad de exponer mi obra. Si aún siguiera interesado, ¿podría telefonearme? —Recité mi número de teléfono y colgué, sintiéndome un poco mejor. Sintiendo que había hecho algo, por lo menos.
Cogí una cerveza del frigorífico y encendí la tele, pensando que encontraría una película en la HBO que mereciera la pena ver antes de acostarme. Las conchas bajo la casa conversaban civilizadamente con voz grave, emitiendo un sonido placentero y arrullador.
Quedaron ahogadas por la voz de un hombre frente a un bosque de micrófonos. Era el Canal 6, y la estrella de la actualidad era el abogado de oficio de Candy Brown. Esta conferencia de prensa debía de haber sido filmada aproximadamente al mismo tiempo que examinaban la cabeza de Wireman. El abogado aparentaba unos cincuenta años, y su cabello estaba peinado hacia atrás y recogido en una coleta tipo Tribunal Supremo, pero no había nada en él que indicara que simplemente cumplía el trámite. Parecía y sonaba comprometido. Informaba a los reporteros de que su cliente se declararía no culpable, y que alegarían enajenación mental.
Dijo que el señor Brown era un adicto a las drogas, un adicto a la pornografía, y un esquizofrénico. Nada acerca de sentir debilidad por los helados y las recopilaciones Now That's What I Call Music, pero todavía no había un jurado confeccionado, naturalmente. Además de los micros del Canal 6, distinguí los logos de la NBC, la CBS, la ABC, la Fox y la CNN. Tina Garibaldi no habría conseguido tanta repercusión mediática por vencer en un certamen de ortografía o en un concurso de ciencias, ni siquiera por rescatar al perro de la familia de la crecida de un río; pero que te violen y te maten, y serás noticia a escala nacional, Cocoliso. Todo el mundo se enterará de que tu asesino guardaba tus bragas en un cajón de su escritorio.
—Él confiesa sus adicciones con sinceridad —declaraba el abogado—. Su madre y sus dos padrastros eran drogadictos. Durante su horrible infancia fue sistemáticamente maltratado y sometido a abusos sexuales. Pasó un tiempo internado en instituciones mentales. Su esposa es una mujer de buen corazón, pero mentalmente es un desafío para ella misma. Él nunca debería haber estado en las calles, para empezar.
Miró cara a cara a las cámaras.
—Este crimen es obra de Sarasota, no de George Brown. Mi corazón está con los Garibaldi, lloro con los Garibaldi —levantó su rostro sin lágrimas hacia las cámaras, como si quisiera demostrarlo de alguna forma—, pero hacer que pase el resto de su vida en Starke no traerá de vuelta a Tina Garibaldi, y no reparará el dañado sistema que puso a este dañado ser humano en las calles sin vigilancia. Esta es toda mi declaración, gracias por su atención, y ahora, si me disculpan…
Empezaba a alejarse, haciendo caso omiso a las preguntas formuladas a gritos, y las cosas podrían todavía haber resultado bien —diferentes, al menos— si yo hubiera apagado la televisión o cambiado de canal en aquel preciso instante. Pero no lo hice.
—Royal Bonnier —informó una cabeza parlante cuando la conexión fue devuelta a los estudios del Canal 6—, un cruzado jurídico que de forma desinteresada ha ganado media docena de casos supuestamente perdidos, declaró que haría todo lo que estuviera en su mano para excluir del juicio el siguiente vídeo, grabado por una cámara de seguridad tras los Grandes Almacenes Bealls.
Y ahí empezó de nuevo la maldita cosa. La niña cruza de derecha a izquierda con la mochila a la espalda. Brown asoma de la rampa y la agarra por la muñeca. Ella alza su mirada hacia él y parece preguntarle algo. Y fue entonces cuando el picor descendió sobre mi brazo amputado como un enjambre de abejas.
Proferí un grito —de sorpresa a la vez que de agonía— y caí al suelo, tirando sobre la alfombra el mando a distancia y el plato del sándwich, rascando lo que no estaba allí. O lo que no podía alcanzar. Me oí a mí mismo vociferando basta, por favor, basta. Pero solo había una forma de detenerlo, naturalmente. Me puse de rodillas y gateé en dirección a las escaleras, registrando el crujido del mando a distancia cuando se rompió bajo el peso mi rodilla, pero no sin antes cambiar de canal. La CMT, el canal de música country, donde Alan Jackson cantaba sobre un asesinato en Music Row. Por dos veces mientras subía las escaleras intenté aferrarme a la barandilla, como si la garra de mi mano derecha estuviera allí. Percibí realmente el crujido de la palma sudorosa contra la madera antes de atravesarla como si fuera humo.
De algún modo llegué a lo alto de la escalera y logré ponerme en pie a trompicones. Accioné todos los interruptores con el antebrazo y me acerqué al caballete haciendo eses, en una torpe carrera. Había un Niña y barco a medio terminar; lo arrojé a un lado sin prestarle atención, y bruscamente coloqué en su lugar un lienzo nuevo. Respiraba en pequeños y cálidos gemidos, y el pelo me chorreaba de sudor. Cogí un trapo de limpieza y lo sacudí sobre mi hombro igual que había hecho con los baberos de las chicas cuando eran pequeñas. Mordí un pincel entre los dientes, me puse un segundo tras la oreja, y empezaba a coger un tercero cuando lo dejé y alcé un lápiz en su lugar. Al instante de trazar las primeras líneas, la monstruosa picazón de mi brazo empezó a menguar. A medianoche la pintura estaba terminada y el picor había desaparecido. Solo que esta no era simplemente una pintura, esta no; esta era La Foto, y era buena, aunque esté mal que lo diga yo. Pero lo digo. Yo era realmente un hijo puta con verdadero talento. El cuadro mostraba a Candy Brown con la mano alrededor de la muñeca de Tina Garibaldi. Mostraba a Tina alzando la mirada hacia él con sus ojos oscuros, sobrecogedores por su inocencia. Había captado su mirada de manera tan perfecta que si sus padres hubieran contemplado la obra finalizada, habrían querido suicidarse. Pero sus padres nunca la verían.
No, este cuadro no.
Mi pintura era casi una reproducción exacta de la fotografía que había aparecido en todos y cada uno de los periódicos de Florida al menos una vez desde el 15 de febrero, y probablemente en muchos más a lo largo y ancho de Estados Unidos. Solo contenía una diferencia importante. Estoy seguro de que Dario Nannuzzi la hubiera considerado como una marca de la casa (Edgar Freemantle, el Primitivista Americano, luchando animosamente para dejar atrás el cliché, esforzándose en reinventar a Candy y Tina, esa pareja formada en el infierno), pero Nannuzzi tampoco la vería nunca.
Dejé caer los pinceles de vuelta a sus tarros de mayonesa. Tenía pintura en el brazo hasta el codo (y en el lado izquierdo de la cara), pero limpiarme era lo último que cruzaba mi mente.
Estaba demasiado hambriento.
Tenía hamburguesas, pero sin descongelar; un asado de cerdo que Jack había traído de Morton's la semana pasada y del que ya estaba harto; y los restos de mi actual alijo de mortadela de Bolonia que habían constituido mi cena. Encontré, no obstante, una caja sin abrir de Special K con Frutas amp; Yogur. Empecé a verterlos en un bol, pero en mi presente estado de voracidad un cuenco de cereales se me antojaba del tamaño de un dedal, escasamente. Le propiné un empujón tan fuerte que rebotó contra la panera. En su lugar cogí una fuente de la alacena sobre el horno y vacié todo el contenido de la caja de cereales en ella. Los cubrí con medio litro de leche, le agregué siete u ocho cucharadas de azúcary los ataqué, parándome una sola vez para echar más leche. Me lo comí todo y luego me fui chapoteando a la cama, no sin antes detenerme junto a la tele para silenciar al vaquero urbano que cantaba en ese momento. Me desplomé cruzado sobre el cubrecama, y me encontré con Reba ojo-con-ojo, mientras las conchas bajo Big Pink susurraban.
¿Qué hiciste?, preguntó Reba. ¿Qué has hecho esta vez, hombre antipático?
Intenté decir «Nada», pero caí dormido antes de que la palabra pudiera brotar de mis labios. Y aparte… sabía más.
* * *
Me despertó el teléfono. Me las arreglé para pulsar el botón correcto al segundo intento y pronuncié algo que vagamente se asemejaba a un hola.
—¡Muchacho, despierta y ven a desayunar! —vociferó Wireman—. ¡Filetes y huevos! ¡Es una celebración! —Se detuvo—. Al menos yo lo estoy celebrando, pues la señorita Eastlake se ha vuelto a eclipsar en la niebla.
—¿Qué estamos cele…? —Y entonces se me ocurrió, el único motivo posible, y me senté erguido de golpe, tirando a Reba al suelo—. ¿Has recuperado la vista?
—No es algo tan bueno, me temo, pero de todos modos es bueno. Esto es algo que todo Sarasota puede celebrar. Candy Brown, amigo. Los guardias que hacen el recuento matutino lo encontraron muerto en su celda.
Por un instante el picor descendió como un relámpago por mi brazo derecho, un relámpago de color rojo.
—¿Qué dicen? —me oí a mí mismo preguntar—. ¿Suicidio?
—No lo sé, pero sea como sea, suicidio o causas naturales, ha ahorrado al estado de Florida un montón de dinero y a los padres el suplicio de un juicio. Vente por aquí y sopla un espanta-suegras conmigo, ¿qué dices?
—Deja que me vista —respondí—. Y que me lave —añadí al mirar mi brazo izquierdo. Estaba salpicado con pintura de muchos colores—. Estuve levantado hasta tarde.
—¿Pintando?
—No, tirándome a Pamela Anderson.
—Tus fantasías son penosamente deficitarias, Edgar. Yo me tiré a la Venus de Milo la noche pasada, y tenía brazos. No tardes mucho. ¿Cómo te gustan los huevos?
—Eh, revueltos. Estaré allí en media hora.
—Perfecto. Debo decirte que no pareces muy entusiasmado con mi boletín de noticias.
—Todavía me estoy despertando. Por lo general, diría que me alegro mucho de que esté muerto.
—Coge número y ponte a la cola —indicó, y colgó.
* * *
Tuve que sintonizar la tele de forma manual, pues el mando estaba roto, una antiquísima habilidad pero que descubrí que aún poseía. En el 6, el «Todo Tina, A Todas Horas» había sido reemplazado por un nuevo programa: «Todo Candy, A Todas Horas». Subí el volumen hasta un nivel ensordecedor y escuché mientras me restregaba las manchas de pinturas.
George «Candy» Brown aparentemente había muerto mientras dormía. Uno de los guardias entrevistados declaró:
—El tipo roncaba más fuerte que nadie que hayamos tenido nunca aquí. Solíamos bromear con que los internos se lo habrían cargado solo por eso de haber estado encerrado en una celda común.
Un médico declaró que posiblemente padecía apnea del sueño y opinaba que Brown podría haber fallecido como resultado de alguna complicación.
La apnea del sueño me sonaba como una buena opción, pero me decantaba por la complicación. Cuando ya hube eliminado la mayor parte de la pintura, subí las escaleras hasta Little Pink para echar un vistazo a mi versión de La Foto bajo la clara luz de la mañana. No creía que fuera tan buena como había presumido la noche anterior cuando descendí la escalera dando tumbos para comerme una caja entera de cereales; no podía serlo, considerando la velocidad a la que trabajé.
Salvo que sí que lo era. Allí estaba Tina, vestida con vaqueros y una camiseta limpia de color rosa, con su mochila a la espalda. Allí estaba Candy Brown, también con vaqueros, y con la mano alrededor de la muñeca de ella. La niña alzabalos ojos hacia él, y tenía la boca ligeramente abierta, como si formulara una pregunta. «¿Qué desea, señor?», parecía lo más probable. Sus ojos estaban clavados en ella, llenos de oscuras intenciones, pero el resto de su cara no mostraba nada en absoluto, porque el resto de su cara no estaba allí. No le había pintado boca ni nariz.
Bajo los ojos, mi versión de Candy Brown era un vacío absoluto.
10- La reputación burbuja
Había embarcado en el avión que me trajo a Florida llevando una pesada trenca, y esa mañana me la puse para caminar arrastrando mi cojera playa abajo desde Big Pink hasta El Palacio de Asesinos. Hacía frío, y un viento cortante soplaba desde el Golfo, donde el agua parecía acero quebrado bajo un cielo vacío. Si hubiera sabido que iba a ser el último día frío que experimentaría nunca en Duma Key, podría haberlo saboreado… aunque casi seguramente que no. Había perdido mi habilidad para soportar el frío con agrado.
En cualquier caso, apenas sabía dónde me hallaba. El bolso de tela donde recolectaba mis hallazgos colgaba del hombro, porque transportarlo de la mano en la playa era ahora para mí de naturaleza arriesgada, pero no metí ni una sola concha ni resto de naufragio en él. Me limité a caminar con andares lentos y dificultosos mientras balanceaba la pierna mala sin realmente sentirla, escuchaba el silbido del viento pasando junto a mis orejas sin oírlo realmente, y observaba a los piolines sobrevolando el oleaje sin realmente verlos.
Pensé: Le he matado, tan seguro como que maté al perro de Monica Goldstein. Sé que parece un disparate, pero…
Salvo que no parecía un disparate. No era un disparate.
Yo le había dejado, literalmente, sin respiración.
* * *
Había una veranda acristalada en la fachada sur de El Palacio, orientada por un lado hacia la maraña de vegetación tropical, y por el otro hacia el azul metálico del Golfo. Elizabeth estaba sentada allí en su silla de ruedas, con la bandeja del desayuno acoplada a los reposabrazos. Por primera vez desde que la había conocido, estaba atada. La bandeja, cubierta con restos de huevos revueltos y trozos de tostada, parecía haber sido víctima de un bebé a la hora de la comida. Wireman incluso le había dado su zumo en un vaso con aspecto de biberón. La pequeña televisión portátil del rincón estaba puesta en el Canal 6, que continuaba emitiendo «Todo Candy, a Todas Horas». Había muerto y el Canal 6 se masturbaba sobre su cadáver. Indudablemente no merecía nada mejor, pero no por ello dejaba de ser morboso.
—Creo que ya ha terminado —dijo Wireman—, pero quizá puedas sentarte con ella mientras te preparo unos huevos y unas tostadas.
—Con mucho gusto, pero por mi parte no tienes que molestarte. Trabajé hasta tarde y comí un bocado después.
Un bocado. Seguro. Había visto la fuente vacía en el fregadero de la cocina al salir de casa.
—No es molestia. ¿Cómo está tu pierna esta mañana?
—No del todo mal —aseguré, y era cierto—. ¿Et tu, Brutus?
—Estoy bien, gracias —dijo, aunque parecía cansado y tenía el ojo izquierdo rojo y lloroso—. No tardaré ni cinco minutos.
Elizabeth había desertado casi completamente. Cuando le ofrecí el biberón, tomó un poco y luego volvió la cabeza. Su rostro presentaba un aspecto anciano y desconcertado bajo la implacable luz invernal. Pensé que menudo trío formábamos: la mujer senil, el ex abogado con una bala alojada en su cerebro, y el ex contratista con un brazo amputado. Todos con cicatrices de guerra en el lado derecho de nuestras cabezas.
En la tele, el abogado de Candy Brown (ahora ex abogado, supuse) pedía una investigación. A este respecto, Elizabeth tal vez habló en nombre de todo el condado de Sarasota cuando cerró los ojos, se recostó en la silla de tal manera que la correa que la ataba le elevó su considerable parapeto, y se echó a dormir.
Wireman regresó con huevos más que suficientes para los dos, y comí con asombroso deleite. Elizabeth empezó a roncar. Una cosa era cierta: si ella sufría apnea del sueño, no moriría joven.
—Pasaste por alto una mancha en la oreja, muchacho —comentó Wireman, y se tocó el lóbulo de la suya con el tenedor.
—¿Eh?
—Pintura. En tu fábrica de cera.
—Ah, sí —dije—. Llevo un par de días quitándomela de todas partes. Lo salpiqué todo a base de bien.
—¿Qué estuviste pintando en mitad de la noche?
—No quiero hablar de eso ahora mismo.
Se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—Ya estás adquiriendo costumbres de artista. Esa actitud.
—No empecemos.
—Las cosas han llegado a un triste punto si cuando te ofrezco respeto tú oyes sarcasmo.
—Perdón.
Sacudió la mano en un gesto de «no tiene importancia».
—Cómete tus huevos. Así crecerás grande y fuerte como Wireman.
Me comí mis huevos. Elizabeth roncaba. La tele parloteaba. Ahora era la tía de Tina Garibaldi la que se hallaba en el círculo central electrónico, una chica no mucho mayor que mi hija Melinda. Declaraba que Dios había decidido que el estado de Florida sería muy lento y había castigado a «ese monstruo» Él mismo. Pensé: Diste en el clavo, muchacha, solo que no fue Dios.
—Quita ese asqueroso carnaval —pedí.
Desconectó el aparato, y luego se volvió hacia mí con atención.
—Quizá tenías razón en lo de las costumbres de artista. He decidido exponer mi obra en la Scoto, si ese Nannuzzi todavía quiere.
Wireman sonrió y aplaudió suavemente, para no despertar a Elizabeth.
—¡Excelente! ¡Edgar busca la burbuja de aire de la reputación! ¿Y por qué no? ¿Por qué coño no?
—No estoy buscando la burbuja de nada —repliqué, cuestionándome si aquello era completamente cierto—. Pero si me ofrecieran un contrato, ¿saldrías de tu retiro el tiempo suficiente para revisarlo?
Su sonrisa se diluyó.
—Le echaré un vistazo si sigo por aquí, pero no sé cuánto tiempo duraré. —Vio la expresión en mi rostro y levantó la mano—. No estoy afinando la Marcha Fúnebre todavía, pero pregúntate esto, mi amigo: ¿todavía soy el hombre adecuado para cuidar de la señorita Eastlake? ¿En mi situación actual?
Y como aquella era una caja de Pandora que yo no deseaba abrir —no esa mañana—, pregunté:
—¿Cómo conseguiste inicialmente el trabajo?
—¿Tiene alguna importancia?
—A lo mejor sí —contesté.
Pensaba en cómo dio comienzo mi período en Duma Key con una suposición (que yo había escogido el lugar) y cómo desde entonces había llegado a la convicción de que fue el Cayo el que me escogió a mí. Incluso alguna que otra vez me preguntaba, generalmente mientras yacía en la cama y escuchaba el susurro de las conchas, si mi accidente había sido en realidad un accidente. Lo había sido, naturalmente, tenía que haberlo sido, pero aun así era fácil encontrar similitudes entre el mío y el de Julia Wireman. En el mío fue una grúa; en el suyo un camión de Obras Públicas. Pero por supuesto también existen personas (seres humanos funcionales en casi todos los aspectos) que te contarán que han visto el rostro de Jesucristo en un taco.
—Bueno —dijo—, si esperas otro extenso relato, puedes irte olvidando. Me cuesta mucho historiar cosas sobre mí, y por ahora, el pozo está casi seco. —Miró a Elizabeth con aire taciturno. Y tal vez con una sombra de envidia—. No dormí muy bien la noche pasada.
—La versión corta, entonces.
Se encogió de hombros. Su febril buen humor se había esfumado como la espuma de una jarra de cerveza. Sus fornidos hombros estaban caídos hacia delante, proporcionando a su pecho un aspecto hundido.
—Después de que Jack Fineham me «concediera un permiso», decidí que Tampa estaba razonablemente cerca de Disney World, solo que una vez allí, me aburría soberanamente.
—No me extraña.
—Además, sentía que necesitaba algún tipo de expiación. No me apetecía ir a Darfur o Nueva Orleans y trabajar en alguna organización pro bono, aunque la idea cruzó mi mente. Sentía como si quizá las bolitas de la lotería siguieran girando en algún lugar, como si quizá quedara una más a la espera de rodar por el tubo. El último número.
—Sí —asentí. Un dedo frío me tocó la base del cuello. Muy ligeramente—. Un número más. Conozco la sensación.
—Sí, señor. Sé que la conoces. Esperaba hacer algo bueno, volver a cuadrar los libros. Porque sentía que había que saldar cuentas. Y un día vi un anuncio en el Tampa Tribune. «Se necesita Acompañante para cuidado de señora mayor y Guarda para diversas propiedades en alquiler en isla de primer nivel. Los candidatos deberán enviar curriculum y carta de recomendación. Se ofrece salario excelente y beneficios adicionales. Trabajo exigente, con retos que el candidato seleccionado encontrará gratificantes. Imprescindible persona solvente.» Bueno, yo era una persona solvente y me gustó cómo sonaba. Me entrevisté con el abogado de la señorita Eastlake, que me contó que la pareja que había ocupado el puesto anteriormente había regresado a Nueva Inglaterra porque el padre de uno de ellos había sufrido un accidente catastrófico.
—Y conseguiste el empleo. ¿Qué hay de…? —apunté aproximadamente en la dirección de su sien.
—Nunca le hablé de ello. Ya se mostraba bastante receloso; creo que se preguntaba por qué un sabueso picapleitos de Omaha querría pasar un año metiendo a una anciana en la cama y revisando cerrojos de casas que están vacías la mayor parte del tiempo. Pero la señorita Eastlake… —Estiró el brazo y acarició la mano nudosa de ella—. Nos entendimos a la perfección desde el primer momento, ¿no es cierto, querida?
Ella solo roncaba, pero observé la expresión en el rostro de Wireman y sentí de nuevo el tacto de aquel dedo gélido en mi nuca, esta vez con un poco más de firmeza. Lo sentí y supe que nosotros tres estábamos aquí porque algo nos quería aquí. Mi deducción no se basaba en la clase de lógica con la que fui educado y que había aplicado en mis negocios, pero era correcta. Aquí en Duma yo era una persona diferente, y la única lógica que necesitaba se hallaba en mis terminaciones nerviosas.
—Entiendo su mundo, ¿sabes? —prosiguió Wireman. Cogió la servilleta con un suspiro, como si fuera muy pesada, y se enjugó los ojos—. Cuando llegué aquí, toda aquella mierda febril y absurda de la que te hablé había desaparecido. Era una persona resquebrajada, un hombre gris en un clima azul y soleado, y solo podía leer el periódico en pequeñas ráfagas si no quería sufrir una migraña de campeonato. Me aferraba a una única idea: tenía una deuda que pagar. Trabajo que hacer. Lo encontraría y lo haría. Pero después de eso ya no me preocupé más. La señorita Eastlake no me contrató, no realmente; más bien me adoptó. Cuando llegué aquí no se encontraba en este estado, Edgar. Era brillante, era divertida; era altiva, coqueta, caprichosa, exigente; podía intimidarme o, si se lo proponía, alegrarme cuando tenía el ánimo alicaído, y a menudo escogía esto último.
—Parece fantástica.
—Era fantástica. Cualquier otra mujer ya se habría resignado por completo a la silla de ruedas, pero ella no. Utiliza su andador para soportar todo su peso, y recorre fatigosamente este museo climatizado, el patio exterior… hasta no hace mucho tiempo incluso practicaba tiro al blanco, le encantaba. Disparaba con alguna de las armas de fuego de su padre, a veces, y más a menudo con esa pistola de arpones, porque el retroceso es menor. Y porque asegura que le gusta el sonido. La ves con esa cosa y realmente parece la Novia del Padrino.
—Así es como la vi la primera vez —comenté.
—Me gustó de inmediato, y he llegado a amarla. Julia solía llamarme «mi compañero». Me acuerdo a menudo de eso cuando estoy con la señorita Eastlake. Ella es mi compañera, mi amiga. Me ayudó a reencontrar mi corazón cuando creí que mi corazón había desaparecido.
—Diría que tuviste un golpe de suerte.
—Quizá sí, quizá no. Te aseguro de que va ser duro dejarla. ¿Qué va a hacer ella cuando aparezca una persona nueva? Una persona nueva no sabrá lo mucho que le gusta tomar su café por la mañana al final de la pasarela de madera… ni lo de fingir arrojar esa puta lata de galletas al estanque de las carpas… y ella no será capaz de explicarlo, porque se ha adentrado en la niebla y ya no hay vuelta atrás.
Se giró hacia mí, con aspecto demacrado y más que un poco frenético.
—Lo dejaré todo anotado, eso es lo que haré. Nuestra rutina completa, de la mañana a la noche. Y tú vigilarás que el nuevo guarda se atenga a ella. ¿Verdad, Edgar? Quiero decir, a ti te gusta, también, ¿no? No querrías verla herida. ¡Y Jack! Quizá él podría arrimar el hombro. Sé que está mal preguntar, pero…
Un nuevo pensamiento le azotó. Se puso en pie y oteó el mar. Había perdido peso y la piel sobre los pómulos presentaba un aspecto tan tenso que resplandecía. El pelo, que necesitaba un lavado con urgencia, colgaba en mechones sobre sus orejas.
—Si muero… y es posible, es posible que me vaya en un abrir y cerrar de ojos como el Señor Brown…, tendrás que tomar el control hasta que la inmobiliaria encuentre un nuevo residente. No te causará demasiados apuros, puedes seguir pintando aquí afuera. La luz es buena, ¿verdad? ¡La luz es magnífica!
Estaba empezando a asustarme.
—Wireman…
Giró en redondo y ahora sus ojos relampagueaban, el izquierdo aparentemente a través de una red de sangre.
—¡Promételo, Edgar! ¡Necesitamos un plan! Si no preparamos uno, se la llevarán y la meterán en una residencia, y estará muerta en un mes. ¡En una semana! ¡Lo sé! ¡Así que prométemelo!
Presumía que tenía razón. Y pensé que si no era capaz de aliviar parte de la presión de su caldera, sería propenso a sufrir otro ataque justo delante de mí. Así que lo prometí. A continuación añadí:
—Puede que termines viviendo mucho más de lo que crees, Wireman.
—Seguro. Pero de todas formas lo anotaré todo. Por si acaso.
* * *
Me ofreció una vez más el cochecito de golf de El Palacio para el viaje de vuelta a Big Pink. Rehusé alegando que caminar me vendría bien, pero que no me importaría tomar un vaso de zumo antes de ponerme en marcha.
Disfruto del zumo de naranja recién exprimido de Florida tanto como el que más, pero confieso que aquella mañana tenía un motivo oculto. Me dejó en la pequeña recepción del vestíbulo acristalado de El Palacio. Esta habitación, situada en el lado de la casa que daba a la playa, la utilizaba como oficina, aunque no alcanzaba a comprender cómo un hombre que no podía leer durante más de cinco minutos seguidos era capaz de arreglárselas con la correspondencia. Imaginaba —y esto me conmovió— que Elizabeth le habría ayudado, y bastante, antes de que su propio estado comenzara a empeorar.
Cuando entré en la casa esa mañana para desayunar, había espiado de pasada el interior de la habitación y vislumbrado cierta carpeta gris descansando sobre la tapa cerrada de un portátil, al que probablemente Wireman le había dado poco uso estos días. Ahora la abrí y cogí una de las tres radiografías.
—¿Vaso grande o pequeño? —preguntó Wireman desde la cocina, sobresaltándome tanto que a punto estuve de dejar caer la placa.
—¡Mediano! —respondí.
Metí la radiografía en mi bolso del tesoro y cerré la carpeta. Cinco minutos después, caminaba pesadamente por la playa de regreso a casa.
* * *
No me gustaba la idea de robar a un amigo, ni siquiera una simple fotografía de rayos X. Ni tampoco me gustaba guardar silencio sobre lo que con toda certeza le había hecho a Candy Brown. Pude habérselo contado; tras el asunto de Tom Riley, me habría creído. Lo habría hecho incluso sin ese pequeño destello de PES. En realidad, ahí radicaba el auténtico problema. Wireman no era estúpido. Si yo había sido capaz de mandar a Candy Brown a la Morgue del condado de Sarasota con un pincel, quizá podría hacer algo por cierto ex abogado con el cerebro dañado, algo que era imposible para los médicos. Pero ¿y si no podía? Mejor no crear falsas esperanzas… por lo menos fuera de mi propio corazón, donde eran escandalosamente altas.
Cuando llegué a Big Pink, mi cadera aullaba. Colgué la trenca en el armario, me tomé un par de Oxycontinas, y vi que la lucecita de mensajes en espera de mi contestador automático parpadeaba.
Era Nannuzzi. Se hallaba encantado de tener noticias mías. Por supuesto, decía, si el resto de mi obra estaba a la altura de lo que había visto, la Scoto estaría complacida y orgullosa de patrocinar una exposición de mi obra, y antes de Semana Santa, cuando los visitantes invernales regresarían a sus hogares. ¿Podrían él y uno o varios de sus socios visitarme en mi estudio y echar una ojeada al resto de mi obra, o a parte de ella? Con mucho gusto traerían un contrato modelo para que lo estudiara.
Eran buenas noticias —emocionantes noticias— pero en cierta forma parecía que aquello le estaba ocurriendo a algún otro Edgar Freemantle, en algún otro planeta. Guardé el mensaje, empecé a subir las escaleras con la radiografía robada y entonces me detuve. Little Pink no era el lugar apropiado, porque el caballete no era apropiado. Ni los lienzos ni las pinturas al óleo. No para lo que tenía en mente.
Regresé cojeando a mi gran sala de estar. Allí había una pila de cuadernos Artesano y varias cajas de lápices de colores sobre la mesita de café, pero tampoco eran apropiados. Tenía un pequeño y vago picor en el brazo derecho perdido, y por primera vez pensé que realmente podría ser capaz de hacerlo… si encontraba el médium apropiado para plasmar el mensaje, desde luego.
Se me ocurrió que un médium era también una persona que recibía dictados desde el Gran Más Allá, y eso me hizo reír. Con una pequeña dosis de nerviosismo, es cierto.
Entré en el dormitorio, al principio sin estar seguro de lo que buscaba. Entonces miré en el interior del armario y lo supe. Jack me había llevado de compras la semana anterior (no al Centro Comercial Crossroads, sino a una de las tiendas de hombre en St. Armand's Circle) y había comprado media docena de camisas, de las que se abotonan hasta el cuello. Cuando era una niña pequeña, Ilse solía llamarlas «Camisas de Gente Grande». Continuaban en sus bolsas de celofán. Rasgué los plásticos, quité los alfileres y arrojé las camisas dentro del armario, donde aterrizaron en un montón. No me interesaban las camisas. Lo que quería era el alma de cartón.
Esos satinados rectángulos blancos de cartón.
Encontré un rotulador Sharpie en un bolsillo del maletín de mi PowerBook. En mi vieja vida había odiado los Sharpies tanto por el olor de la tinta como por su tendencia a correrse. En la nueva había llegado a admirar la gruesa audacia de las líneas que creaban, líneas que parecían insistir en su propia realidad absoluta. Me llevé los cartones, el Sharpie, y la radiografía del cerebro de Wireman a la habitación Florida, donde la luz era brillante y declamatoria.
El picor en mi brazo amputado se intensificó. Para entonces ya se me antojaba casi un amigo.
No poseía la clase de caja luminosa en la que los médicos ponen las radiografías y las resonancias cuando quieren examinarlas, pero el muro de cristal de la habitación Florida constituía un muy aceptable sustituto. Ni siquiera necesitaba la cinta adhesiva Scotch. Fui capaz de encajar la radiografía en la ranura entre el cristal y el revestimiento de cromo, y allí estaba, algo que muchos afirmaban que no existía: el cerebro de un abogado, flotando con el Golfo de fondo. Lo contemplé fijamente durante un rato, no sé por cuánto tiempo (¿dos minutos?, ¿cuatro?), fascinado por el efecto cromático del agua azul observada a través de las grises almenas, por la forma en que esos pliegues transformaban el agua en niebla.
La bala era una esquirla negra, ligeramente fragmentada. Se asemejaba un poco a un barco pequeño. Como un bote de remos flotando en el caldo.
Empecé a dibujar. Mi única intención al principio era dibujar solo su cerebro intacto —sin bala— pero acabó siendo mucho más. Continué y agregué el mar, ya ves, porque la composición parecía demandarlo. O mi brazo perdido. O quizá ambas cosas eran lo mismo. Era una mera insinuación del Golfo, pero allí estaba, y bastaba para resultar atinado, porque yo era realmente un hijo puta con verdadero talento. Tardé tan solo veinte minutos, y cuando terminé había recreado un cerebro humano flotando en el golfo de México. Era alucinante, en cierto modo.
Pero también era pavoroso. No es una palabra que quiera usar para referirme a mi propio trabajo, pero es inevitable. Mientras cogía la radiografía y la cotejaba con mi representación (con bala en la ciencia, sin bala en el arte) comprendí algo que tal vez debería haber visto mucho antes. Especialmente después de iniciar la serie Niña y barco. Mi obra no funcionaba únicamente porque afectara a las terminaciones nerviosas; funcionaba porque la gente sabía (en algún nivel que escapaba a su raciocinio) que lo que estaban contemplando procedía de un lugar mucho más allá del talento. La sensación que transmitían aquellas pinturas de Duma era de horror, apenas contenido. Horror aguardando su hora de entrar en acción. Impulsado por unas velas raídas.
* * *
Nuevamente me encontraba hambriento. Me preparé un sándwich y comí frente al ordenador. Estaba poniéndome al tanto de las últimas noticias acerca de Los Colibrís, que se habían convertido en una pequeña obsesión, cuando sonó el teléfono.
—Mi dolor de cabeza ha desaparecido —anunció.
—¿Siempre dices hola así? —pregunté—. ¿Tal vez deba esperar que tu próxima llamada empiece con un «acabo de evacuar mis intestinos»?
—No te hagas el iluminado con esto. Me ha dolido la cabeza continuamente desde que desperté en el comedor después de dispararme. A veces es simplemente como un ruido de fondo, y otras veces suena como una Nochevieja en el infierno, pero me duele siempre. Y entonces, hace media hora, se fue. Me estaba preparando una taza de café y se fue. No podía creerlo. Al principio pensé que estaba muerto. He andado con pies de plomo, esperando que retornara y me aporreara bien fuerte con el Martillo de Plata de Maxwell, y no lo ha hecho.
—Lennon-McCartney —apunté—. 1968. Y no me vengas con que me equivoco.
No me contestó nada. Ni una palabra durante un buen rato. Pero oía su respiración. Entonces, por fin, preguntó:
—¿Hiciste algo, Edgar? Cuéntaselo a Wireman. Cuéntaselo a tu papaíto.
Pensé en responderle que yo no había hecho una mierda. Luego me lo imaginé comprobando la carpeta de las radiografías y descubriendo que faltaba una. También pensé en mi sándwich, herido, pero lejos de estar muerto.
—¿Qué hay de tu vista? ¿Algún cambio?
—Nanay, el faro izquierdo sigue apagado. Y ateniéndonos al diagnóstico de Principe, no volverá a encenderse. No en esta vida.
Mierda.
¿Pero no había una parte de mí que sabía que el trabajo no estaba acabado? El coqueteo de esta mañana con Sharpie y Cartón no había sido nada comparable al orgasmo total de la noche anterior. Estaba cansado. No ansiaba hacer nada más hoy excepto sentarme y contemplar el Golfo. Disfrutar del descenso del sol sobre el caldo largo sin la puta necesidad de pintarlo. La única pega era que se trataba de Wireman.
Wireman, maldición.
—¿Sigues ahí, muchacho?
—Sí —asentí—. ¿Puedes hacer que Annmarie Whistler venga luego por unas horas?
—¿Por qué? ¿Para qué?
—Para que puedas posar para tu retrato —contesté—. Si tu ojo sigue apagado, supongo que necesito al Wireman verdadero.
—Hiciste algo —musitó en un tono de voz muy bajo—. ¿Ya me has pintado? ¿De memoria?
—Comprueba la carpeta que contiene tus radiografías —le indiqué—. Ven aquí hacia las cuatro. Antes quiero echarme una siesta. Y tráete algo de comida. Pintar me abre el apetito.
Consideré la posibilidad de corregir la última frase por «pintar cierta clase de cosas», pero no lo hice. Ya había hablado demasiado.
* * *
No estaba seguro de si sería capaz de dormir, pero no supuso ningún problema. La alarma del reloj me despertó a las tres en punto. Subí a Little Pink y evalué mi provisión de lienzos. El mayor medía alrededor de metro y medio de largo por unos noventa centímetros de ancho, y fue ese el que escogí. Desplegué el puntal del caballete hasta su máxima extensión y coloqué el lienzo longitudinalmente. Aquella forma vacía, semejante a un ataúd blanco en posición vertical, provocó un pequeño aleteo de excitación en mi estómago y a lo largo de mi brazo derecho. Flexioné aquellos dedos. No podía verlos, pero sentía cómo se abrían y se cerraban. Sentía las uñas clavándose en la palma de la mano. Eran largas estas uñas. Habían crecido desde el accidente y no había modo de poder cortarlas.
* * *
Estaba limpiando mis pinceles cuando apareció Wireman caminando por la playa a grandes zancadas, con su desgarbado y osuno estilo, haciendo revolotear a los piolines delante de él. Llevaba vaqueros y un jersey, nada de abrigo. La temperatura había empezado a alcanzar valores moderados.
Vociferó un «hola» ante la puerta de entrada y le grité que subiera al piso de arriba. Había ascendido casi todos los escalones cuando divisó el enorme lienzo sobre el caballete.
—¡Hostia puta! Amigo, cuando dijiste retrato, pensé que hablábamos de un primer plano de mi cara.
—Más o menos es lo que planeo —indiqué—, pero me temo que no va a ser tan realista. Ya he avanzado un poco el trabajo. Echa una mirada.
La radiografía robada y el dibujo delineado con el Sharpie reposaban en el estante inferior de mi banco de trabajo. Se los tendí a Wireman y me volví a sentar enfrente del caballete. El lienzo que aguardaba allí ya no era completamente blanco ni estaba vacío. A una altura de tres cuartas partes de la longitud del lienzo, aparecía un rectángulo que había trazado sosteniendo el cartón de la camisa contra el lienzo y deslizando levemente un lápiz del número 2 alrededor del borde.
Wireman no dijo nada durante casi dos minutos. No dejaba de pasear la mirada de la radiografía al dibujo creado a partir de ella. Luego, en un tono de voz apenas perceptible, preguntó:
—¿De qué va todo esto, muchacho? ¿Qué está pasando aquí?
—Nada —respondí—. Todavía nada. Pásame el cartón de la camisa.
—¿Eso es lo que es esto?
—Sí, y ten cuidado. Lo necesito. Lo necesitamos. La radiografía ya no tiene importancia.
Me tendió la cartulina pintada, con una mano no muy firme.
—Ahora acércate a la pared donde están los cuadros. Mira el que está más a la izquierda. En el rincón.
Se acercó, lo contempló, y retrocedió.
—¡Hostia puta! ¿Cuándo has hecho esto?
—La noche pasada.
Lo levantó y lo dirigió hacia el torrente de luz que entraba a raudales por el ventanal. Contempló a Tina, que alzaba la mirada hacia un Candy Brown sin boca ni nariz.
—No hay boca, no hay nariz, Brown muere, caso cerrado —dijo Wireman. Su voz apenas era un susurro—. Jesús, no me gustaría ser el maricón de playa que te tirara arena a la cara.
Colocó el cuadro de nuevo en su sitio y se alejó de él… con cuidado, como si pudiera estallar si se lo zarandeara.
—¿Qué es lo que se ha introducido en ti? ¿Qué te ha poseído?
—Buena pregunta, coño —respondí—. He estado a punto de no enseñártelo. Pero… con lo que nos traemos aquí entre manos…
—¿Qué es lo que nos traemos entre manos?
—Wireman, ya lo sabes.
Se tambaleó un poco, como si fuera él quien tuviera una pierna mala. Su rostro, sudoroso como estaba, resplandecía. Su ojo izquierdo seguía rojo, pero quizá no tanto. Esa impresión tal vez solo era producto del Departamento de Buenos Deseos.
—¿Puedes hacerlo?
—Puedo intentarlo —maticé—. Si quieres que lo haga.
Asintió con la cabeza,y luego se enjugó el sudor.
—Adelante.
—Necesito que te sitúes junto a la ventana, de modo que la luz te caiga de lleno en la cara a medida que el sol empiece a descender. Hay un taburete en la cocina sobre el que puedes sentarte. ¿Cuánto tiempo se quedará Annmarie?
—Dijo que podría quedarse hasta las ocho, y le dará de cenar a la señorita Eastlake. He traído lasaña para nosotros. La meteré en el horno a las cinco y media.
—Bien.
En cualquier caso, para cuando la lasaña estuviera preparada, la luz ya se habría ido. Podría tomar varias fotos digitales de Wireman, sujetarlas al caballete y trabajar a partir de ellas. Pintaba rápido, pero ya sabía que este iba a ser un proceso más largo… de días, por lo menos.
Cuando Wireman regresó con el taburete se detuvo en seco.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Qué te parece que estoy haciendo?
—Cortando un agujero en un lienzo en perfectas condiciones.
—Te declaro oficialmente el más listo de la clase. —Dejé a un lado el rectángulo recortado, y cogí el inserto de cartón con el cerebro flotante en él. Rodeé el caballete hasta la parte trasera—. Ayúdame a pegar esto en su sitio.
—¿Cuándo maquinaste todo esto, vato?
—No lo hice —contesté.
—¿No? —Me observaba a través del lienzo, igual que los miles de mirones que había visto en mi otra vida, espiando a través de miles de agujeros en las vallas de las obras.
—No. Es como si algo me fuera dando indicaciones mientras avanzo. Ven por este lado.
Con la ayuda de Wireman, el resto de los preparativos estuvieron listos en un par de minutos. Bloqueó el rectángulo con el cartón de la camisa. Pesqué un pequeño tubo de pegamento Elmer del bolsillo del pecho y empecé a fijarlo en su sitio. Cuando rodeé el lienzo, era perfecto. Así me lo pareció a mí, en todo caso.
Apunté a la frente de Wireman.
—Este es tu cerebro —señalé. A continuación apunté al caballete—. Y este es tu cerebro en lienzo.
Me miró con expresión aturdida.
—Es una broma, Wireman.
—No la pillo —confesó.
* * *
Esa noche comimos como jugadores de fútbol. Le pregunté a Wireman si veía algo mejor, y meneó la cabeza con pesar.
—Las cosas continúan poderosamente negras en el lado izquierdo de mi mundo, Edgar. Ojalá pudiera decirte lo contrario, pero no puedo.
Le reproduje el mensaje de Nannuzzi. Wireman rió y movió vigorosamente el puño. Era difícil no dejarse conmover por su deleite, que rayaba en el regocijo.
—Has encontrado tu camino, muchacho. Esta es tu otra vida, seguro. Estoy impaciente por verte en la portada de Time. —Levantó las manos, como si enmarcara una portada.
—Solo hay una cosa que me preocupa sobre este asunto —dije… y entonces no me quedó más remedio que reír. En verdad existían muchas cosas que me preocupaban sobre aquel asunto, incluyendo el hecho de que no tenía ni la más remota idea de en dónde me estaba metiendo—. Mi hija querrá venir. La que vino a visitarme aquí.
—¿Qué hay de malo? La mayoría de los hombres estarían encantados de que sus hijas los vieran convertirse en profesionales. ¿Te vas a comer ese último trozo de lasaña?
Lo dividimos en dos. Como yo poseía un temperamento artístico, cogí la mitad más grande.
—Me encantaría que viniera. Pero tu señora jefa asegura que Duma Key no es lugar para las hijas, y en cierta forma me ha convencido.
—Mi señora jefa tiene Alzheimer, y le está empezando a morder de verdad. Las malas noticias son que ella ya no distingue el culo de su codo. Las buenas son que conoce a gente nueva todos los días. Incluyéndome a mí.
—Mencionó lo de las hijas en dos ocasiones, y en ninguna de ellas estaba velada por la niebla.
—Y quizá tenga razón —admitió—. O puede que solo sea una obsesión de la señorita Eastlake, basada en el hecho de que dos de sus hermanas murieron aquí cuando tenía cuatro años.
—Ilse vomitó todo el lateral del coche. Cuando estuvimos de vuelta aquí seguía tan enferma que apenas podía caminar.
—Probablemente solo comiera algo en mal estado después de tomar demasiado el sol. Mira, no quieres correr el riesgo y lo respeto. Por lo tanto, tu mejor opción es meter a tus dos hijas en un buen hotel donde haya servicio de habitaciones las veinticuatro horas y el conserje haga la pelota hasta la saciedad. Te sugiero el Ritz-Carlton.
—¿Las dos? Melinda no será capaz de…
Le dio un último mordisco a su lasaña y la dejó a un lado.
—No estás enfocando esto desde la perspectiva correcta, muchacho, pero Wireman, como el cabrón agradecido que es…
—Todavía no tienes nada por lo que estar agradecido.
—… te guiará por el camino recto. Porque no puedo soportar ver cómo un puñado de preocupaciones innecesarias te roban tu felicidad. Y, por Jesus-Krispis, deberías ser feliz. ¿Sabes cuánta gente hay en la costa oeste de Florida que mataría por una exposición en Palm Avenue?
—Wireman, ¿acabas de decir Jesus-Krispis?
—No cambies de tema.
—Oficialmente aún no me han ofrecido una exposición.
—Lo harán. No van a traer un contrato modelo hasta aquí, donde el diablo perdió el poncho, solo por pura diversión. Conque ahora atiéndeme. ¿Me estás escuchando?
—Claro.
—En cuanto la exposición esté programada, y lo estará, vas a hacer lo que se esperaría de cualquier nuevo artista que aparece en escena: publicidad. Entrevistas. Empiezas con Mary Ire y de ahí pasas a los periódicos y al Canal 6. Si quieren sacar partido de tu brazo amputado, mucho mejor. —Repitió el gesto del marco con las manos—. ¡Edgar Freemantle irrumpe en el escenario artístico de Suncoast como un Ave Fénix de las humeantes cenizas de la tragedia!
—Huméamela, amigo —repliqué, y agarré la muleta, aunque no puede evitar sonreír.
Wireman prestó oídos sordos a mi vulgaridad. Estaba en racha.
—Ese brazo perdido tuyo va a ser de oro.
—Wireman, menudo cínico bastardo que eres.
Se tomó esto como el cumplido que más o menos era. Asintió con la cabeza y ejecutó una suerte de reverencia magnánima.
—Te serviré como abogado. Vas a seleccionar las pinturas; Nannuzzi lo consulta. Nannuzzi te presenta el acuerdo para la exposición; tú me consultas. ¿Te parece bien?
—Supongo, sí. Si ese es el procedimiento…
—Así es como será en este caso. Y, Edgar, una última cosa, pero ni de lejos la menos importante: vas a llamar a todo el mundo que te importe y los invitarás a tu exposición.
—Pero…
—Sí —asintió—. A todo el mundo. A tu loquero, a tu ex, a tus dos hijas, a ese Tom Riley, a la mujer que te rehabilitó…
—Kathi Green —señalé, estupefacto—. Wireman, Tom no vendrá. Ni aunque se congele el infierno. Ni tampoco Pam. Y Lin está en Francia, con faringitis, por el amor de Dios.
Wireman hizo caso omiso.
—Mencionaste a un abogado.
—William Bozeman Tercero. Bozie.
—Invítale. Ah, y a tu madre y a tu padre, por supuesto. A tus hermanas y hermanos.
—Mis padres murieron y soy hijo único. En cuanto a Bozie… —asentí—. Bozie vendría. Pero no le llames así, Wireman. No a la cara.
—¿Llamar Bozie a otro abogado? ¿Crees que soy idiota? —Lo meditó y añadió—: Me disparé a mí mismo en la cabeza y no logré matarme, así que mejor no respondas a eso.
No prestaba mucha atención, porque estaba reflexionando. Por primera vez comprendí que podía celebrar una fiesta de despedida para mi otra vida… y que era posible que la gente asistiera. La idea era al mismo tiempo emocionante y sobrecogedora.
—Puede que vengan todos, ¿sabes? —prosiguió—. Tu ex, tu hija trotamundos, y tu contable suicida. Piensa en ello: una horda de michiganenses.
—Minnesotanos.
Se encogió de hombros y volteó las manos, indicando que ambas cosas eran lo mismo para él. Bastante pretencioso para un tipo de Nebraska.
—Podría fletar un vuelo chárter —comenté—. Un Gulfstream. Reservar una planta completa del Ritz-Carlton. Gastarme un buen pastón. Joder, ¿por qué no?
—Así me gusta —dijo, y rió irónicamente—. El artista muerto de hambre que aporta su granito de arena.
—Sí. Puedo colocar un cartel en la ventana. «SE OFRECE TRABAJO A CAMBIO DE TRUFAS.»
Entonces nos echamos a reír los dos.
* * *
Después de meter los platos y los vasos en el lavavajillas, le conduje de vuelta al piso de arriba, pero tan solo el tiempo necesario para poder tomarle media docena de fotos digitales, primeros planos enormes y poco atractivos. A lo largo de mi vida había sacado unas pocas fotografías buenas, pero siempre por accidente. Detestaba las cámaras, y las cámaras parecían saberlo. Cuando terminé, le dije que ya podía marcharse a casa y relevar a Annmarie. Fuera estaba oscuro, y le ofrecí mi Malibú.
—Iré andando. Un poco de aire me sentará bien. —A continuación apuntó con el dedo al lienzo—. ¿Puedo echar un vistazo?
—En realidad, preferiría que no.
Supuse que protestaría, pero se limitó a asentir y bajó las escaleras, casi al trote. Caminaba con un nuevo ímpetu, y con seguridad no se trataba de mi imaginación.
—Llama a Nannuzzi por la mañana. No dejes que la hierba crezca bajo tus botas —dijo desde la puerta.
—Está bien. Y tú llámame si se produce algún cambio en… —Moví la mano salpicada de pintura en dirección a su cara, y sonrió abiertamente.
—Serás el primero en saberlo. Por ahora, me conformo con haberme librado del dolor de cabeza. —La sonrisa se desvaneció—. ¿Estás seguro de que no volverá?
—No estoy seguro de nada.
—Ya. Sí, es la condición humana, ¿no? Pero te agradezco el intento.
Y antes de presentir lo que se disponía a hacer, ya había tomado mi mano y besado el dorso. Un beso gentil a pesar de la erizada barba sobre sus labios. Luego me dijo adiós y se adentró en la oscuridad, y el único sonido que quedó fue el suspiro del Golfo y la susurrante conversación de las conchas bajo la casa.
Entonces se oyó otro sonido: el ring del teléfono.
* * *
Era Ilse, que deseaba charlar un rato. Sí, sus clases iban estupendamente, sí, se sentía bien (genial, de hecho), sí, llamaba a su madre una vez por semana y se mantenía en contacto con Lin a través del e-mail. En opinión de Ilse, la faringitis de Lin tenía mucho de fantasía autodiagnosticada. Le respondí que la generosidad de sus sentimientos me dejaba atónito y se rió.
Le conté que existía la posibilidad de que exhibiera mi obra en una galería de Sarasota, y profirió un grito tan fuerte que tuve que apartar el teléfono de la oreja.
—¡Eso es maravilloso, papá! ¿Cuándo? ¿Puedo ir?
—Sí, claro, si quieres —respondí—. Voy a invitar a todo el mundo. —Fue una decisión que no terminé de tomar por completo hasta que me oí decírselo a ella—. Estamos pensando hacia mediados de abril.
—¡Mierda! Eso es cuando planeo unirme a la gira de Los Colibrís. —Una pausa para reflexionar, y a continuación—: Puedo encajar las dos cosas. Hacer mi propia minigira.
—¿Segura?
—Sí, totalmente. Tú dime una fecha y allí estaré.
Las lágrimas me aguijonearon los párpados. No sé cómo será tener hijos varones, pero estoy convencido de que no puede ser tan gratificante, tan bonito, simple y llanamente, como tener hijas.
—Te lo agradezco, cariño. ¿Crees que… hay alguna posibilidad de que también venga tu hermana?
—¿Sabes qué? Creo que sí —dijo Ilse—. Se volverá loca por ver qué haces para que toda la gente enterada esté tan excitada. ¿Escribirán sobre ti?
—Mi amigo Wireman opina que sí. Un artista manco, y todo eso…
—¡Pero tú eres buenísimo, papá!
Le agradecí el cumplido y cambié de tema. Le pregunté por Carson Jones y qué noticias tenía suyas.
—Está bien —respondió.
—¿De verdad?
—Sí… ¿por qué?
—No sé. Solo creí notar una pequeña nube en tu voz.
Rió con arrepentimiento.
—Me conoces demasiado bien. Lo que pasa es que están reventándolo en todos los sitios donde tocan y se está corriendo la voz. Se suponía que la gira terminaría el 15 de mayo, porque cuatro de los cantantes tienen otros compromisos, pero el agente de reservas encontró a tres nuevos. Y Bridget Andreisson, que se ha convertido en la estrella, se las ha arreglado para retrasar el comienzo de su vicariato pastoral en Arizona. Qué suerte. —Su voz descendió un tono al decir esto último y se transformó en la voz de una mujer adulta que yo no conocía—. Con lo que en vez de terminar a mediados de mayo, la gira ha sido ampliada hasta finales de junio, con varias fechas en el Medio Oeste y un último concierto en el Cow Palace de San Francisco. Buscando la fama a lo grande, ¿eh? —Eso era lo que yo solía decir cuando Illy y Lin eran pequeñas y escenificaban en el garaje lo que llamaban el «supershow de ballet», pero no recordaba ninguna vez en que lo hubiera expresado con ese triste tono no-del-todo-sarcástico.
—¿Te preocupa que haya algo entre tu chico y esta Bridget?
—¡No! —respondió al instante, y rió—. Dice que ella posee una gran voz y que es una suerte poder cantar a su lado; ahora tienen dos canciones a dúo en lugar de una solo. Pero es superficial y engreída. Además, dice que ojalá ella se comiera algunos caramelos de menta antes del momento de, ya sabes, compartir el micro.
Esperé.
—Vale —admitió Ilse por fin.
—¿Vale, qué?
—Vale, me preocupa. —Una pausa—. Un poco, porque está con ella en un autobús todos los días, y sobre el escenario todas las noches, y yo estoy aquí. —Otra pausa, más larga. A continuación añadió—: Y cuando hablo con él por teléfono no parece el mismo. Casi… pero no igual.
—Podría ser tu imaginación.
—Ya, a lo mejor. Y de todas formas, si hay algo… aunque estoy segura de que no hay nada, pero bueno… si lo hay, mejor ahora que después de… ya sabes, después de que nos…
—Sí —asentí, pensando que esa mentalidad era dolorosamente adulta.
Recordé cuando encontré la fotografía de ellos dos abrazados en el puesto de carretera. Cuando toqué la imagen con mi mano derecha perdida y a continuación me lancé escaleras arriba a Little Pink con Reba incrustada entre mi muñón y el costado derecho. Parecía haber ocurrido largo tiempo atrás. «¡Te quiero, Calabacita!», palabra de «Smiley», pero el dibujo que pinté aquel día con mis lápices de colores Venus (que también parecían pertenecer a un tiempo muy lejano) se había mofado de algún modo de la idea del amor imperecedero: la niña pequeña con su vestidito de tenis, oteando el inmenso Golfo. Pelotas de tenis alrededor de sus pies. Más pelotas flotando en las olas rompientes.
Aquella niña había sido Reba, pero también Ilse, y… ¿quién más? ¿Elizabeth Eastlake?
La idea surgió de ninguna parte, pero la encontré cierta.
«El agua fluye velozmente ahora —había dicho Elizabeth—. Pronto llegarán los rápidos. ¿Lo siente?»
Lo sentía.
—¿Estás ahí, papá?
—Sí —repetí—. Cariño, pórtate bien, ¿vale? Y trata de no darle muchas vueltas. Mi amigo de aquí abajo dice que, de tanto comernos la cabeza, a la postre terminamos por desgastar nuestras preocupaciones. Y en cierta forma opino que es verdad.
—Siempre haces que me sienta mejor —manifestó—. Por eso te llamo. Te quiero, papá.
—Yo también te quiero.
—¿Cuántos puñados?
¿Cuántos años habían transcurrido desde que ella preguntaba eso? ¿Doce? ¿Catorce? No importaba, porque recordaba la respuesta.
—Un millón y uno más guardado bajo tu almohada —contesté.
Después nos despedimos y colgué, pensando que si Carson Jones le causaba algún daño a mi hija, le mataría. El pensamiento me hizo sonreír un poco, y me pregunté cuántos padres habrían tenido el mismo pensamiento y realizado la misma promesa. Pero de todos aquellos padres, posiblemente yo fuera el único que podía matar con unas pocas pinceladas a cualquier pretendiente insensato que se atreviera a herir a mi hija.
* * *
Dario Nannuzzi y uno de sus socios, Jimmy Yoshida, me visitaron al día siguiente. Yoshida era un Dorian Gray japonés. Cuando se apeó del Jaguar de Nannuzzi en mi camino de entrada me pareció que tendría unos dieciocho años. Vestía unos vaqueros desteñidos de tiro recto y una camiseta aún más desteñida de Rihanna Pon De Replay. La brisa del Golfo le peinaba hacia atrás el largo cabello negro. Cuando llegó al final del paseo, me pareció que su edad debía de rondar los veintiocho. Cuando estrechó mi mano, de cerca y en persona, distinguí las arrugas tatuadas alrededor de sus ojos y de su boca, y le eché cuarenta y muchos.
—Encantado de conocerle —saludó—. En la galería se sigue comentando su visita. Mary Ire ya ha vuelto tres veces a preguntar cuándo nos decidiríamos a contratarle.
—Entremos —invité—. Nuestro amigo Wireman, que vive playa abajo, me ha telefoneado ya dos veces para asegurarse de que no firmo nada sin su presencia.
Nannuzzi sonrió y dijo:
—Nuestro negocio no es timar a los artistas, señor Freemantle.
—Edgar, ¿recuerda? ¿Les apetece un café?
—Veamos su obra primero —contestó Jimmy Yoshida—. Elcafé más tarde.
Tomé aliento.
—Estupendo. Vayamos arriba.
* * *
Había tapado el retrato de Wireman (que todavía era poco más que una vaga forma con un cerebro flotando a una altura cercana a las tres cuartas partes de la longitud del lienzo), y el cuadro de Tina Garibaldi y Candy Brown había dicho adiós, encerrado en el armario de abajo (junto con Amigos con privilegios y la figura de la toga roja), pero el resto de mi material se hallaba a la vista, suficiente para cubrir dos paredes y parte de una tercera; cuarenta y un lienzos en total, incluyendo cinco versiones de Niña y barco.
Cuando su silencio fue más de lo que pude soportar, lo rompí.
—Gracias por el consejo del Liquin. Es magnífico. Mis hijas dirían que es «la bomba».
Nannuzzi no dio muestras de haberlo oído. Caminaba en una dirección, Yoshida en la opuesta. Ninguno preguntó sobre el gran lienzo camuflado con una sábana dispuesto en el caballete; supuse que eso podría considerarse una falta de cortesía en su mundillo. Por debajo de nosotros, las conchas murmuraban. En algún lugar, a lo lejos, una moto acuática gimoteaba estruendosamente. Me picaba el brazo derecho, pero de forma tenue y en las profundidades, indicándome que ansiaba dibujar, pero que podía esperar: sabía que llegaría su hora. Antes de que se pusiera el sol. Pintaría, y al principio consultaría las fotografías prendidas a los laterales del caballete y entonces algo tomaría el control y las conchas chirriarían más fuerte y el cromo del Golfo cambiaría de color, a melocotón primero, luego a rosado y luego a naranja, y finalmente a ROJO, y estaría bien, estaría bien, toda suerte de cosas estarían bien.
Nannuzzi y Yoshida se reunieron junto a la escalera que descendía de Little Pink. Conferenciaron brevemente y a continuación se acercaron. Yoshida extrajo del bolsillo de sus téjanos un sobre alargado con las palabras CONTRATO MODELO/GALERÍA SCOTO pulcramente impresas en la parte delantera.
—Aquí tiene —dijo—. Dígale al señor Wireman que llegaremos a cualquier acuerdo razonable para poder representar su obra.
—¿De verdad? —pregunté—. ¿Están seguros?
Yoshida no sonrió.
—Sí, Edgar. Totalmente seguros.
—Gracias —dije—. Gracias a ambos. —Pasé la mirada de Yoshida a Nannuzzi, que sonreía—. Dario, de verdad que aprecio mucho su ofrecimiento.
Dario se giró a mirar las pinturas, soltó una pequeña carcajada y luego levantó las manos y las dejó caer.
—Creo que somos nosotros quienes deberíamos expresar nuestro agradecimiento, Edgar.
—Estoy impresionado por la claridad de las pinturas —comentó Yoshida—. Y su… no sé, pero… creo que por… su lucidez. Estas imágenes arrastran al observador sin ahogarlo. La otra cosa que me sorprende es la rapidez con la que trabaja. Es usted un desencorchado.
—No entiendo eso último.
—Los artistas que empiezan a una edad tardía a veces se dice de ellos que se han desencorchado —explicó Nannuzzi—. Es como si trataran de recuperar el tiempo perdido. Pero así y todo… cuarenta pinturas en cuestión de meses… de semanas, en realidad…
Y ni siquiera has visto la que mató al asesino de niñas, pensé.
Dario se echó a reír sin mucho humor.
—Intente evitar que la casa quede reducida a cenizas, ¿de acuerdo?
—Sí, eso sería malo. Suponiendo que cerremos el trato, ¿podría guardar algunos de mis trabajos en su galería?
—Faltaría más —respondió Nannuzzi.
—Genial —dije, deseando firmar lo antes posible sin importar lo que opinara Wireman del contrato, solo para sacar esos cuadros del Cayo… y no era el fuego lo que me preocupaba. El desencorchado podría ser moderadamente habitual entre artistas que se inician en un período tardío de su vida, pero cuarenta y una pinturas en Duma Key eran por lo menos tres docenas más de lo normal. Notaba supresencia viva en la habitación, como electricidad en una campana de vidrio.
Naturalmente, Dario y Jimmy también la percibían. Eso formaba parte de lo que hacía a esas putas pinturas tan efectivas. Eran infecciosas.
* * *
A la mañana siguiente me uní a Wireman y Elizabeth para tomar café al final de la pasarela de madera de El Palacio. A estas alturas ya no recurría a nada más que aspirinas para ponerme en marcha, y mis Grandes Paseos Playeros eran ahora un placer en lugar de un desafío. En especial desde que el clima se había vuelto más cálido.
Elizabeth estaba en su silla de ruedas, con los restos del bollo del desayuno desmigajados por la bandeja. Daba también la impresión de que el abogado había logrado que bebiera algo de zumo y media taza de café. Ella miraba hacia el Golfo con una expresión de severa desaprobación, y esa mañana se parecía más al capitán Bligh del HMS Bounty que a la hija de un capo de la Mafia.
—Buenos días, mi amigo —saludó Wireman, y dirigiéndose a Elizabeth—: Es Edgar, señorita Eastlake. Ha venido para una partidita. ¿Quiere decirle hola?
—Pis mierda cabeza rata —contestó ella. Creo. En cualquier caso, se lo dijo al Golfo, de un color azul oscuro, aún dormido en su mayor parte.
—Ninguna mejora todavía, por lo que veo.
—No. Antes, cuando se hundía, retornaba rápido a la superficie, pero nunca había descendido a tanta profundidad.
—Todavía no le he traído ninguno de mis cuadros para que los vea.
—Ahora mismo no serviría de nada. —Me tendió una taza de café negro—. Toma. Alivia tu mala conciencia con esto.
Le pasé el sobre que contenía el contrato modelo. Mientras Wireman lo extraía, me giré hacia Elizabeth.
—¿Le gustaría escuchar algunos poemas después? —le pregunté.
Nada. Solo miraba hacia el Golfo con el pétreo ceño fruncido: capitán Bligh a punto de ordenar que aten a alguien al palo mayor y lo azoten.
—¿Su padre fue buceador, Elizabeth? —le pregunté, sin ningún motivo en concreto.
Movió ligeramente la cabeza,y entornó sus ancianos ojos en mi dirección. Su labio superior se levantó en una sonrisa canina. Por un momento (breve, aunque se me antojó una eternidad) me embargo la sensación de que era otra persona la que me observaba. O ninguna persona en absoluto. Una entidad que vestía el octogenario cuerpo abizcochado de Elizabeth Eastlake como un calcetín. Apreté el puño derecho por un breve instante, y una vez más sentí las inexistentes uñas largas mordiendo una inexistente palma. Entonces volvió a fijar la vista en el Golfo, y simultáneamente tanteó la bandeja hasta que sus dedos toparon con un trozo del bollo del desayuno. Me dije que era un idiota, un idiota que tenía que impedir que sus nervios se apoderaran de él. Sin duda en aquel lugar operaban fuerzas extrañas, pero no todas las sombras eran fantasmas.
—Lo era —intervino Wireman con aire ausente mientras desdoblaba el contrato—. John Eastlake era un asiduo Ricou Browning, ya sabes, el tipo que interpretaba a la Criatura del Lago Negro en los cincuenta.
—Wireman, eres un pozo artesiano de sabiduría inútil.
—Sí, ¿a que soy guay? Su viejo no compró esa pistola de arpones en una tienda, ¿sabes? La señorita Eastlake afirma que lo encargó fabricar a medida. Probablemente debería estar en un museo.
Pero no me importaba la pistola de arpones de John Eastlake, no en aquel preciso momento.
—¿Estás leyendo el contrato?
Lo dejó sobre la bandeja y me miró, desconcertado.
—Lo intentaba.
—¿Y tu ojo izquierdo?
—Nada. Pero, eh, no hay razón para estar decepcionado. El médico dijo…
—Hazme un favor. Tápate tu catalejo izquierdo.
Se cubrió el ojo con una mano.
—¿Qué ves?
—A ti, Edgar. A un hombre muy feo.
—Ya, ya. Tápate el derecho.
Obedeció y dijo:
—Ahora todo negro. Solo… —Hizo una pausa—. Quizá no tan negro —añadió, y volvió a bajar la mano—. No puedo asegurarlo. Estos días soy incapaz de separar la realidad de la quimera.
Sacudió la cabeza con tanta violencia que hizo volar su pelo, y luego se golpeó la frente con el canto de la mano.
—Tómatelo con calma.
—Para ti es fácil decirlo.
Permaneció sentado en silencio durante un breve instante, cogió el trozo de bollo de la mano de Elizabeth y se lo dio de comer. Después de metérselo en la boca para que pudiera tragarlo sin riesgo, se volvió hacia mí.
—¿Te importaría cuidarla mientras voy a buscar algo?
—Encantado.
Recorrió al trote el camino entablado y me quedé solo con Elizabeth. Intenté que comiera otro de los trozos restantes del bollo y lo mordisqueó directamente de mi mano, lo que me trajo de vuelta un fugaz recuerdo del conejo que había tenido con siete u ocho años. Se llamaba Señor Hitchens, aunque ya no sé por qué. La memoria es algo curioso, ¿verdad? Los labios de ella eran suaves y desdentados, pero no desagradables. Le acaricié la cabeza, donde su cabello blanco, hirsuto y bastante grueso, estaba recogido hacia atrás en un moño. Se me ocurrió que Wireman debía de peinar ese cabello todas las mañanas, y hacer ese moño. Que Wireman debió de haberla vestido esa mañana, incluyendo pañales, pues seguramente ella sufriría de incontinencia cuando se hallaba en ese estado. Me pregunté si él se acordaba de Esmeralda mientras prendía los alfileres o ataba los cordones. Me pregunté si él se acordaba de Julia cuando le arreglaba el moño.
Cogí otro trozo de bollo. Ella abrió la boca obedientemente, pero yo vacilé.
—¿Qué hay en la cesta roja de picnic, Elizabeth? La que está en el desván.
Pareció meditarlo. Y concienzudamente. Entonces dijo:
—Alguna vieja vela hueca. —Titubeó y se encogió de hombros—. Alguna vieja vela hueca que Adié quiere. ¡Dispara! —Entonces se echó a reír con un cacareo. Fue un sonido espeluznante, como la carcajada de una bruja.
Le di de comer el resto de su bollo, trozo a trozo, sin formular más preguntas.
* * *
Wireman regresó con una micrograbadora de casete, que me tendió.
—Odio pedirte que grabes el contrato en una cinta, pero no me queda otro remedio. Al menos el condenado solo ocupa dos páginas. Me gustaría que me lo entregaras esta tarde, si es posible.
—De acuerdo. Y si alguno de mis cuadros realmente se vende, tendrás tu comisión, amigo mío. El quince por ciento. Eso debería cubrir la asesoría legal y la artística.
Se sentó de nuevo en su silla, riendo y gimiendo al mismo tiempo.
—¡Por Dios! ¡Justo cuando pensaba que no podría caer más bajo en mi vida, me convierto en un puto agente artístico! Perdone mi lenguaje, señorita Eastlake.
Ella hizo caso omiso, se limitaba a otear con severidad el Golfo. En los confines del horizonte, del más oscuro color azul, un petrolero casi imperceptible para la vista navegaba ensoñadoramente en dirección norte, hacia Tampa. Me fascinó de inmediato. Las embarcaciones en el Golfo poseían la habilidad de provocarme esa reacción.
Entonces me forcé a centrar de nuevo toda mi atención en Wireman.
—Tú eres el responsable de todo esto, por lo tanto…
—No dices más que tonterías.
—… por lo tanto tienes que estar dispuesto a dar la cara como un hombre y llevarte tu tajada.
—Aceptaré el diez por ciento, y probablemente es demasiado. Acepta, muchacho, o empezamos a negociar por el ocho.
—De acuerdo. Que sea el diez. —Extendí la mano y nos las estrechamos sobre la bandeja cubierta de migas de Elizabeth. Me metí la pequeña grabadora en el bolsillo—. Y me informarás si se produce algún cambio en tu… —Apunté a su ojo rojo. El cual, en realidad, no estaba tan rojo como antes.
—Desde luego.
Recogió el contrato, que tenía migas del bollo de Elizabeth. Las barrió con la mano y me lo tendió; a continuación se inclinó hacia delante, con las manos apretadas entre las rodillas y mirándome sobre la imponente balda del busto de Elizabeth.
—Si me hiciera otra radiografía, ¿qué mostraría? ¿Que la bala es más pequeña? ¿Que ha desaparecido?
—No lo sé.
—¿Sigues trabajando en mi retrato?
—Sí.
—No pares, muchacho. Por favor, no pares.
—No tengo intención de hacerlo. Pero no alimentes demasiadas esperanzas, ¿de acuerdo?
—Descuida.
Pareció entonces que otro pensamiento le zarandeó, uno que era extrañamente similar a la inquietud que había manifestado Dario.
—¿Qué crees que pasaría si un rayo cayera sobre Big Pink y quemara la casa hasta los cimientos, con ese cuadro dentro? ¿Qué crees que me ocurriría?
Sacudí la cabeza. No quería pensar en ello. Me planteé la posibilidad de pedirle permiso a Wireman para registrar el desván de El Palacio en busca de cierta cesta de picnic (era ROJA), pero decidí que no. Estaba seguro de que la encontraría allí, aunque menos seguro de querer conocer su contenido. Había cosas extrañas deambulando por Duma Key, y tenía razones para creer que no todas eran cosas agradables, y lo que quería hacer con la mayor parte de ellas era nada. Si las dejaba en paz, entonces quizá ellas me dejarían en paz a mí. Enviaría la mayoría de mis cuadros fuera de la isla para que todo continuara siendo agradable y pacífico; los vendería, también, si la gente deseaba comprarlos. Podría desprenderme de ellos sin remordimientos. Me apasionaban mientras los pintaba, pero una vez finalizados, para mí no significaban más que los duros callos semicirculares que a veces me lijaba del dedo gordo del pie para que no me apretaran las botas al final de un caluroso día de agosto en alguna obra.
Retendría las pinturas del ciclo Niña y barco, no por un afecto especial, sino porque la serie no estaba completa; aquellas pinturas continuaban frescas. Podría exponerlas y venderlas más tarde, pero por ahora mi intención era dejarlas justo donde estaban: en Little Pink.
* * *
Cuando llegué a casa no se divisaba ninguna embarcación en el horizonte, y la urgencia de pintar se había calmado por el momento. En su lugar, empleé la micrograbadora de Wireman para pasar el contrato modelo a cinta. No era abogado, pero en mi otra vida había visto y firmado una buena ración de papeles legales, y este me pareció bastante simplón.
Al anochecer llevé tanto el contrato como la grabadora de vuelta a El Palacio.Wireman preparaba la cena, y Elizabeth estaba sentada en la Salón Porcelana. La garza de mirada taladrante (que era una suerte de mascota no oficial) estaba plantada en el camino, espiándolo todo con adusta desaprobación. El sol moribundo inundaba de luz la habitación, y aun así estaba oscuro. En Ciudad Porcelana reinaba la confusión; las personas y los animales yacían caídos aquí y allá; los edificios se desperdigaban por los cuatro rincones de la mesa de bambú. La mansión de las columnas se hallaba, de hecho, volcada. En la silla junto a la mesa, exhibiendo su semblante a lo capitán Bligh, Elizabeth parecía desafiarme a poner las cosas en orden.
Wireman habló desde detrás de mí, provocándome un sobresalto.
—Si trato de colocar las cosas siguiendo cualquier clase de diseño, lo barre con la mano. Ha tirado un puñado de figuras al suelo y se han roto.
—¿Son muy valiosas?
—Algo, pero esa no es la cuestión, en realidad. Cuando es ella misma, reconoce cada una de las figuras. Las conoce y las ama. Si vuelve en sí y pregunta dónde está Bo Pío… o el Hombre Carbón… y me veo obligado a contarle que los rompió, se quedará triste para todo el día.
—Si recupera la consciencia.
—Sí. Bueno.
—Creo que me marcho a casa, Wireman.
—¿Vas a pintar?
—Ese es el plan. —Me giré hacia la anarquía reinante en lamesa—. ¿Wireman?
—Aquí mismo, voto.
—¿Por qué los desordena cuando entra en este estado?
—Sospecho que… porque no puede soportar mirar lo que ellaya no es.
Empecé a dar media vuelta y puso una mano sobre mi hombro.
—Preferiría que no me miraras en este preciso instante —pidió. Apenas controlaba la voz—. En este momento no soy yo mismo. Sal por la puerta principal y ataja a través del patio, si quieres ir por la playa. ¿Lo harás?
Así lo hice, y cuando estuve de vuelta en casa, trabajé en su retrato. No estaba mal. Con lo cual supongo que quiero decir que era bueno. Distinguía su rostro allí, esperando para salir. Empezando a emerger. No poseía nada de especial, pero eso estaba bien. Siempre era mejor cuando no tenía nada de especial. Me encontraba feliz, recuerdo eso.Me encontraba en paz. Las conchas murmuraban. Me picaba el brazo derecho, pero era un picor débil y profundo. La ventana sobre el Golfo era un rectángulo de oscuridad. En algún momento bajé al piso inferior y me comí un sándwich. Encendí la radio y encontré The Bone: J. Geils cantando «Hold Your Lovin». J. Geils no tenía nada de especial, era solo bueno, un regalo de los dioses del rock'n'roll. Pinté y el rostro de Wireman emergió un poco más. Ahora era un fantasma. Era un fantasma rondando el lienzo. Pero era un fantasma inofensivo. Si me volvía, Wireman no se hallaría de pie junto a la escalera donde Tom Riley había aparecido, y playa abajo, en El Palacio de Asesinos, el lado izquierdo del mundo de Wireman continuaba oscuro; era simplemente algo que sabía. Pinté. La radio emitía. Bajo el sonido de la música, las conchas susurraban.
En algún momento dado lo dejé, me duché y me fui a la cama. No soñé.
Cuando rememoro mi época en Duma Key, aquellos días de febrero y marzo que pasé trabajando en el retrato de Wireman me parecen ahora los mejores días.
* * *
Wireman telefoneó a las diez de la mañana siguiente. Yo ya me encontraba frente al caballete.
—¿Interrumpo ?
—No pasa nada —contesté—. Puedo tomarme un descanso.
Era mentira.
—Te echamos de menos esta mañana. —Una pausa—. Bueno, ya sabes, yo te eché de menos. Ella…
—Ya—dije.
—El contrato es como la madriguera de un conejo. Hay muy poco a lo que meterle mano. Dice que la galería y tú dividiréis el pastel justo por la mitad, pero voy a enmendar eso. El cincuenta-cincuenta no se mantendrá cuando las ventas brutas alcancen los doscientos cincuenta mil. Una vez superado ese límite, el reparto será sesenta-cuarenta, a tu favor.
—Wireman, ¡nunca venderé cuadros por valor de un cuarto de millón de dólares!
—Espero que ellos opinen exactamente igual, muchacho, lo cual es la razón por la que también propondré que el reparto suba a setenta-treinta a partir del medio millón.
—Y que Miss Florida me haga una paja —dije sin energía—. Añade eso también.
—Anotado. La otra cosa es esta cláusula de permanencia de ciento ochenta días. Lo más conveniente es que sean noventa. No preveo ningún problema aquí, pero creo que es algo interesante. Tienen miedo de que alguna gran galería de Nueva York aparezca de improviso por aquí y te rapten.
—¿Alguna cosa más sobre el contrato que debiera saber?
—No, y tengo la sensación de que quieres volver al trabajo. Me pondré en contacto con el señor Yoshida en lo referente a estas modificaciones.
—¿Algún cambio en tu vista?
—No, amigo. Ojalá pudiera decir lo contrario. Pero sigue pintando.
Apartaba ya el teléfono de mi oreja cuando dijo:
—¿Por casualidad has visto las noticias esta mañana?
—No, nunca las pongo. ¿Por qué?
—El forense del condado informó de que Candy Brown murió de insuficiencia cardíaca congestiva. Simplemente pensé que te gustaría saberlo.
* * *
Pinté. Fue un proceso lento, pero de ninguna manera significó un parón. Wireman emergía a la existencia alrededor de la ventana donde su cerebro flotaba en el Golfo. Era un Wireman más joven que el de las fotos prendidas a los laterales del caballete, pero estaba bien; empecé a consultarlas menos, y al tercer día prescindí de ellas por completo. Ya no las necesitaba. Aun así, pintaba como suponía que hacían la mayoría de los artistas: como si fuera un trabajo en vez de algún tipo de demencia acelerada que iba y venía espasmódicamente. Lo hacía con la radio encendida, que ahora estaba siempre sintonizada en The Bone.
Al cuarto día, Wireman me trajo un contrato revisado y me dijo que lo firmara. Me contó que Nannuzzi quería fotografiar mis pinturas y preparar unas diapositivas para una conferencia en la Biblioteca Selby de Sarasota a mediados de marzo, un mes antes de que abriera mi exposición. A la conferencia, me informó Wireman, asistirían sesenta o setenta mecenas y consumidores de arte del área Tampa-Sarasota. Le contesté que perfecto y firmé el contrato.
Dario vino aquella tarde. Esperé impaciente a que terminara de tomar sus fotos y se marchara para poder retornar a mi trabajo. Más que nada para entablar una conversación, le pregunté que quién daría la charla en la Biblioteca Selby.
Dario me miró con una ceja levantada, como si pensara que le tomaba el pelo.
—La única persona del mundo actualmente versada en su obra —contestó—. Usted.
Le miré boquiabierto.
—¡Yo no puedo dar una conferencia! ¡No sé nada de arte!
Extendió el brazo señalando hacia las pinturas, que Jack y otros dos empleados a tiempo parcial de la Scoto embalarían y transportarían a Sarasota la semana siguiente. Permanecerían embaladas, suponía, en el almacén de la parte trasera de la galería hasta el momento justo de la inauguración de la exposición.
—Esto expresa lo contrario, amigo mío.
—Dario, ¡esa gente sabe del tema! ¡Han asistido a cursos! ¡Apostaría a que casi todos son licenciados en Bellas Artes, por el amor de Cristo! ¿Qué quiere que haga? ¿Que me plante delante de ellos y diga «dee dee dee»?
—Eso es más o menos lo que Jackson Pollock hacía cuando hablaba de su obra. A menudo borracho. Y se enriqueció.
Dario se aproximó a mí y me cogió por el muñón. Aquello me impresionó. Muy poca gente se atreve a tocar el muñón de un brazo; es como si en el fondo creyeran que las amputaciones son contagiosas.
—Escúcheme, amigo mío, estas personas son importantes. No solo porque tienen dinero, sino porque se interesan por nuevos artistas, y cada uno de ellos conoce a tres personas más con inquietudes similares. Después de la conferencia, de su conferencia, empezarán a hablar. La clase de conversaciones que casi siempre se ¡convierten en ese mágico ente llamado «rumor».
Hizo una pausa, jugueteando con la correa de su cámara y sonriendo un poquito.
—Todo lo que ha de hacer es hablar acerca de cómo empezó, y cómo ha evolucionado…
—Dario, ¡no sé cómo he evolucionado!
—Entonces cuente eso. ¡Cuente cualquier cosa! ¡Usted es un artista, por el amor de Dios!
Lo dejé así. La amenazante conferencia todavía me parecía distante y quería que se marchara. Quería encender The Bone, retirar la tela sobre la pintura del caballete, y seguir trabajando en Wireman mira al oeste.
¿Quieres saber la asquerosa verdad? El objetivo de la pintura ya no era ningún hipotético truco de magia. Ella misma constituía ahora el truco de magia. Me había vuelto muy egoísta con respecto a eso, y cualquier cosa que pudiera venir después (la prometida entrevista con Mary Ire, la conferencia, la propia exposición) parecían encontrarse no delante de mí, sino de algún modo muy por encima de mí. Igual que un pez, indiferente ante la lluvia cayendo sobre la superficie del Golfo.
Aquella primera semana de marzo fue sinónimo de luz diurna. No el crepúsculo, sino la luz del día. La manera en que inundaba Little Pink y parecía elevarla. Aquella semana fue sinónimo de la música emitida por la radio, cualquier cosa de los Allman Brothers, Molly Hatchet, Foghat. Fue sinónimo de J. J. Cale iniciando «Cali Me the Breeze» con un «otra de vuestras canciones predilectas de buen rock'n'roll, abriéndose camino en Broadway», y del sonido de las conchas bajo la casa que oía cuando apagaba la radio y limpiaba mis pinceles. Fue sinónimo del rostro fantasmal que percibía, el perteneciente a un hombre más joven que todavía no había contemplado la vista desde Duma. Había una canción (creo que de Paul Simón), con el verso: «Si nunca hubiera amado, nunca habría llorado». Describía a la perfección aquel rostro. No era una cara real, no del todo, pero la estaba haciendo real. Crecía alrededor del cerebro que flotaba en el Golfo. Ya no necesitaba fotografías, porque era un rostro que conocía. Este rostro era un recuerdo.
* * *
El 4 de marzo fue un día caluroso, pero no me molesté en poner en marcha el aire acondicionado. Pinté con nada más que un par de pantalones cortos de gimnasia puestos, mientras el sudor me corría por la cara y los costados. El teléfono sonó en dos ocasiones. La primera vez se trataba de Wireman.
—No te hemos visto mucho últimamente por esta parte del mundo, Edgar. ¿Vienes a cenar?
—Creo que voy a pasar, Wireman. Gracias.
—¿Estás pintando o es que ya te has cansado de nuestra sociedad aquí en El Palaci0? ¿O ambas cosas?
—Solo la parte de la pintura. Casi he terminado. ¿Algún cambio en el departamento visual?
—El faro izquierdo sigue apagado, pero me he comprado un parche, y cuando lo llevo puesto soy capaz de leer con el ojo derecho durante quince minutos de un tirón. Esto es un gran salto adelante, y creo que te lo debo.
—No sé si me lo debes o no —repliqué—. Esto no es igual que el cuadro que pinté de Candy Brown y Tina Garibaldi. O el de mi mujer y sus… sus amigos, para el caso. Esta vez no es como un bang. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí, muchacho.
—Pero si va a suceder algo, creo que sucederá pronto. Si no, al menos conseguirás un retrato con el aspecto que tenías (que quizá tenías) con veinticinco años.
—¿Te burlas de mí, amigo?
—No.
—Ni siquiera yo recuerdo mi aspecto con esa edad.
—¿Cómo está Elizabeth? ¿Algún cambio?
Lanzó un suspiro.
—Ayer por la mañana parecía un poco mejor, así que la instalé en la sala trasera… Allí hay una mesa más pequeña, que yo llamo Suburbio Porcelana… y tiró al suelo un juego de bailarinas Wallendorf. Las ocho se hicieron añicos. Irremplazables, por supuesto.
—Lo lamento.
—El pasado otoño nunca pensé que empeoraría hasta este extremo. Dios nos castiga por lo que nos es imposible de imaginar.
Mi segunda llamada se produjo quince minutos después, y arrojé el pincel sobre la mesa de trabajo con exasperación. Era Jimmy Yoshida. Fue difícil continuar exasperado después de estar expuesto a su entusiasmo, que rayaba en la exaltación. Había visto las diapositivas, y afirmaba que iban a «patearle el culo a todo el mundo».
—Eso es maravilloso —contesté—. En mi charla pretendo decirles: «Despeguen el culo de sus asientos»… y después me iré andando tranquilamente.
Rió como si eso fuera la cosa más graciosa que había oído en su vida, y luego dijo:
—Principalmente llamaba para preguntar si hay alguna pintura que no desee vender, para marcarla como NFS.
En el exterior se produjo un estruendo que sonó como si un enorme camión con una pesada carga estuviera cruzando un puente de madera. Miré hacia el Golfo, donde no había puentes de madera, y me di cuenta de que había oído un trueno lejano hacia el oeste.
—¿Edgar? ¿Sigue usted ahí?
—Sigo aquí—respondí—. Asumiendo que alguien quiera comprarlos, pueden vender todos excepto los de la serie Niña y barco.
—Oh.
—Eso ha sonado a decepción.
—Albergaba la esperanza de comprar uno para la galería. Le eché el ojo al N.° 2. Y considerando los términos del contrato, lo adquiriría con un cincuenta por ciento de descuento. Nada mal, chaval, habría dicho mi padre.
—La serie todavía no está completa. Quizá cuando haya pintado el resto.
—¿Cuántos más la compondrán?
Seguiré pintándolos hasta que pueda leer el puto nombre del barco fantasma en el castillo de popa.
Es posible que hubiera expresado el pensamiento en voz alta si en ese instante no hubiera retumbado otro trueno hacia el oeste.
—Supongo que lo sabré cuando llegue el momento. Ahora, si me disculpa…
—Está ocupado. Lo siento. Le dejo que vuelva al trabajo.
Cuando desconecté el inalámbrico, me planteé si realmente deseaba o no volver al trabajo. Pero… estaba cerca. Si seguía adelante, podría lograr terminarlo esa misma noche. Y en cierta forma me atraía la idea de pintar mientras una tormenta descargaba en el Golfo.
Que Dios me ayudara, la idea se me antojó romántica.
Así que subí el volumen de la radio, que había silenciado mientras hablaba por teléfono y allí hizo acto de presencia Axl Rose, cantando Wellcome to the Jungle a voz en grito, con más potencia que nunca. Cogí un pincel y me lo coloqué detrás de la oreja. Después empuñé otro y comencé a pintar.
* * *
Los cumulonimbos se amontonaron, como enormes barcazas negras en la base y del color púrpura de un cardenal en el centro. De vez en cuando un relámpago centelleaba en su interior, y entonces se asemejaban a cerebros rebosantes de malos pensamientos. El Golfo perdió su color y se apagó. El crepúsculo era una banda amarilla que pasó a un débil tono naranja y se extinguió. Little Pink se sumió en la penumbra. La radio empezó a emitir rebuznos de electricidad estática con cada estallido luminoso. Me detuve el tiempo suficiente para apagarla, pero no encendí las luces.
No recuerdo exactamente cuándo dejé de ser yo mismo quien pintaba el cuadro… y a día de hoy no tengo la certeza de que mi yo me abandonase ni un solo instante; quizá sí, quizá no. Todo lo que sé es que en un momento dado miré hacia abajo y vi mi brazo derecho bajo la defectuosa luz diurna y el ocasional tartamudeo de los relámpagos. El muñón estaba moreno; el resto era de un blanco mortal. Los músculos colgaban sueltos y fláccidos. No había cicatriz, no había sutura alguna excepto la línea del bronceado, pero por debajo de ella me picaba como rancio fuego seco. Un nuevo relámpago y entonces el brazo ya había desaparecido, nunca había existido un brazo (al menos, no en Duma Key), pero la picazón continuaba allí, y tal era su intensidad que te invadía el irrefrenable impulso de arrancar algo a mordiscos.
Regresé al lienzo y en el mismo instante la picazón se derramó en aquella dirección como agua fuera de una bolsa, y el frenesí se cernió sobre mí. La tormenta descargaba sobre el Cayo mientras la oscuridad descendía y pensé en ciertos números circenses en los que un hombre con los ojos vendados lanza cuchillos a una bonita chica con los brazos y piernas extendidos sobre un disco giratorio de madera, y creo que me reí porque yo estaba pintando con los ojos vendados, o casi. De vez en cuando resplandecía el fogonazo de un rayo y Wireman se abalanzaba sobre mí, Wireman a los veinticinco años, Wireman antes de Julia, antes de Esmeralda, antes de la lotería.
Yo gano, tú ganas.
Un imponente relámpago iluminó la ventana de púrpura y blanco, una estentórea ráfaga de viento llegó arrastrada desde el Golfo por la descarga eléctrica, y la lluvia azotó el cristal con tanta fuerza que pensé (con la parte de mi mente que aún era capaz de razonar) que seguramente se rompería. Un arsenal estalló directamente encima. Por debajo, el murmullo de las conchas se había convertido en el cuchicheo de cosas muertas contándose secretos con voces óseas. ¿Cómo era posible que no lo hubiera percibido antes? ¡Cosas muertas, sí! Un barco había llegado aquí, un barco de muertos, con velas raídas, y cadáveres vivientes habían desembarcado. Estaban bajo esta casa, y la tormenta los había devuelto a la vida. Podía verlos abriéndose paso a empujones a través del óseo manto de conchas, pálidas masas gelatinosas con pelo de color verde y ojos de gaviota, reptando unos sobre otros en la oscuridad y hablando, hablando, hablando. ¡Sí! Porque tenían que ponerse al día en muchos asuntos, ¿y quién sabía cuándo vendría la próxima tormenta que los devolvería de nuevo a la vida?
Pero a pesar de todo, pinté, aterrorizado y en la oscuridad; mi brazo se movía arriba y abajo de tal manera que durante un tiempo dio la impresión de que era yo el verdadero director de orquesta de la tormenta. No podría haberme detenido. Y, en algún momento, Wireman mira al oeste estuvo terminado. Mi brazo derecho me lo confirmó. Garabateé mis iniciales, EF, en la esquina inferior izquierda y a continuación partí el pincel en dos, empleando las dos manos para ello. Los trozos cayeron al suelo. Me alejé dando tumbos del caballete, pidiendo a gritos que parase lo que fuera que estuviera sucediendo. Y pararía; seguro que paraba; el cuadro estaba terminado y ahora seguro que paraba.
Llegue al borde de la escalera y miré hacia abajo, y allí, en el fondo, había dos pequeñas figuras chorreando. Pensé: Manzana, naranja. Pensé: Yo gano, tú ganas. Entonces centelleó un relámpago y vi a dos niñas de unos seis años, seguramente gemelas, seguramente las hermanas ahogadas de Elizabeth Eastlake. Llevaban vestidos que se les pegaban al cuerpo como yeso. El cabello les cubría las mejillas. Sus caras eran pálidos horrores.
Conocía su procedencia. Habían salido arrastrándose de entre las conchas.
Empezaron a subir las escaleras hacia mí, cogidas de la mano. Un trueno explotó a un kilómetro sobre mi cabeza. Intenté gritar, pero no pude. Pensé: No estoy viendo esto. No.
—Puedo hacerlo —dijo una de las niñas. Hablaba con la voz de las conchas.
—Era rojo —dijo la otra niña. Hablaba con la voz de las conchas.
Estaban a medio camino. Sus cabezas eran poco más que calaveras con el pelo mojado y sucio cayendo por los costados.
—Siéntate en la pira —dijeron al unísono, como niñas entonando una rima de algún juego de comba… pero hablaban con la voz de las conchas—. Siéntate en la quemadora.
Alargaron las manos hacia mí, con horribles dedos hinchados, acuosos.
Me desmayé en lo alto de la escalera.
* * *
El teléfono sonaba. Ese estaba siendo mi Invierno del Teléfono.
Abrí los ojos y busqué a tientas la lámpara de la cabecera de la cama, anhelando la luz, porque acababa de tener la peor pesadilla de mi vida. En lugar de la lámpara, mis dedos tropezaron con una pared. En el momento en que la golpearon, fui consciente de que mi cabeza estaba inclinada en un extraño y doloroso ángulo contra esa misma pared. Retumbó un trueno, pero tenue y de manera triste; era un trueno que ya se alejaba, y aquello fue suficiente para hacer que lo recordara todo con dolorosa y aterradora claridad.
No estaba en la cama. Estaba en Little Pink. Y me había desmayado porque…
Súbitamente abrí los ojos de par en par. Mi culo descansaba sobre el rellano, y las piernas pendían sobre los escalones. Me acordé de las dos niñas ahogadas —no, fue algo más que eso, fue un instante de lucidez, absoluta y reluciente—, y me puse en pie como una bala sin sentir para nada la cadera mala. Mi concentración estaba fijada por entero en los tres interruptores en la parte alta de la escalera, pero cuando mis dedos los encontraron llegué a pensar: No funcionarán, la tormenta habrá noqueado la energía eléctrica.
Pero funcionaban, y desterraron la oscuridad fuera del estudio y del hueco de la escalera. Pasé un horrible momento al divisar arena y agua a los pies de la escalera, pero la luz iluminaba lo suficiente como para poder percatarme de que el vendaval había abierto la puerta delantera.
Porque sin duda había sido el viento.
En la sala de estar el teléfono enmudeció y el contestador automático se puso en marcha. Mi voz grabada invitaba a la persona que llamaba a dejar un mensaje después de la señal. La persona que llamaba era Wireman.
—Edgar, ¿dónde estás? —Me hallaba demasiado desorientado para determinar si lo que oía en su voz era excitación, consternación o terror—. Llámame. ¡Tienes que llamarme inmediatamente!
Y después solo un clic.
Descendí los escalones con pasos vacilantes, de uno en uno, como un hombre de ochenta años, e hice de las luces mi primera prioridad: la sala de estar, la cocina, ambos dormitorios, la habitación Florida. Incluso encendí las luces en los cuartos de baño, adentrando mi mano en la oscuridad y preparándome para el caso de que algo frío y húmedo y cubierto de algas me tomara del brazo. Nada hizo tal cosa. Con todas las luces encendidas, me relajé hasta el extremo de notar que volvía a estar hambriento. Famélico. Fue la única vez que me sentí así después de trabajar en el retrato de Wireman… pero, naturalmente, esa última sesión había sido bárbara.
Me agaché para examinar la porquería que había arrastrado el viento a través de la puerta abierta. Solo arena y agua, esta última sobre la capa de cera que mi empleada del hogar utilizaba para preservar el brillo del ciprés. Había también algo de humedad en los primeros escalones, que estaban alfombrados, pero no eran más que eso: manchas de humedad.
No admitiría que había estado buscando huellas de pisadas.
Fui a la cocina, me preparé un sándwich de pollo y lo engullí apoyado en la encimera. Cogí una cerveza de la nevera para ayudarlo a bajar. Cuando terminé con el sándwich, me comí los restos de la ensalada del día anterior, que más o menos flotaban en salsa de aliño Newman's Own. Después entré en la sala de estar para llamar a El Palacio. Wireman contestó al primer tono. Estaba preparado para decirle que había estado fuera, comprobando si la tormenta había causado algún destrozo en la casa, pero cuál era mi paradero en el momento de su llamada era la última cosa que ocupaba la mente de Wireman. Lloraba y reía.
—¡Puedo ver! ¡Mejor que nunca! El ojo izquierdo está límpido, puro como el tañido de una campana. No puedo creerlo, pero…
—Más despacio, Wireman, apenas te entiendo.
No aminoró. Quizá no podía.
—En el punto culminante de la tormenta sentí un dolor atravesándome el ojo malo… un dolor al que no darías crédito… como un cable ardiente… pensé que nos había caído un rayo, así que, ayúdame Dios, me arranqué el parche… ¡y podía ver! ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? ¡Puedo ver!
—Sí—dije—. Lo entiendo. Es maravilloso.
—¿Has sido tú? ¿Sí, verdad?
—Quizá —contesté—. Probablemente. Tengo un cuadro para ti. Mañana te lo llevaré. —Vacilé durante un instante—. Yo tomaría buen cuidado de él, amigo. No creo que importe lo que les pase una vez terminados, pero también pensaba que Kerry iba a derrotar a Bush.
Rió salvajemente.
—Ah, verdad, eso oí, sí —dijo—. ¿Fue difícil?
Un pensamiento me asaltó antes de poder responder.
—¿Fue dura la tormenta para Elizabeth?
—Oh, tío, atroz. Siempre la han asustado, pero esta vez… estaba aterrada. Gritaba acerca de sus hermanas. Tessie y Lo-Lo, las que se ahogaron en los años veinte. Incluso yo mismo me contagié de su terror por un rato… pero ya pasó. ¿Tú estás bien? ¿Fue difícil?
Contemplé la arena desperdigada por el suelo entre la puerta delantera y las escaleras. Indudablemente no había huella alguna. Y si pensaba que veía algo más que arena, eso sería simplemente mi puta imaginación artística.
—Un poco. Pero ya acabó todo.
Esperaba que fuera cierto.
* * *
Hablamos durante otros cinco minutos… o más bien fue Wireman quien habló. Parloteaba, en realidad. Lo último que dijo fue que le daba miedo irse a dormir. Temía despertar y descubrir que su ojo izquierdo volvía a estar ciego. Le respondí que no creía que tuviera que preocuparse por eso, le deseé una buena noche y colgué. Lo que me preocupaba a mí era despertar en mitad de la noche y descubrir a Tessi y a Laura (Lo-Lo, para Elizabeth) sentadas en mi cama una a cada lado.
Tal vez una de ellas sostendría a Reba sobre su regazo mojado.
Tomé otra cerveza y volví al piso de arriba. Me acerqué al caballete con la cabeza gacha, con los ojos fijos en mis pies, y entonces levanté la mirada rápidamente, como si esperara pillar desprevenido al retrato. Una parte de mí, la parte racional, esperaba encontrarlo desfigurado por violentas salpicaduras de pintura de cabo a rabo, fruto de una parada en el infierno antes del desayuno, un Wireman a medias, oscurecido por las manchas y borrones en un lienzo que yo habría embadurnado durante la tormenta, cuando mi única luz verdadera era la suministrada por los relámpagos. Pero el resto de mí conocía la verdad. El resto de mí sabía que alguna otra luz me había estado iluminando mientras pintaba (igual que los lanzadores de cuchillo vendados utilizan algún otro sentido para guiar sus manos). Esa parte de mí sabía que la ejecución de Wireman mira al oeste había sido sencillamente perfecta, y esa parte tenía razón.
En ciertos aspectos fue el mejor trabajo que hice en Duma Key, porque fue mi obra más racional; recuerda que, hasta el final, Wireman mira al oeste había sido pintado a la luz del día… y por un hombre en sus cabales. El fantasma que merodeaba en el lienzo se había transformado en un encanto de rostro, joven, tranquilo y vulnerable. El cabello era de un fino color negro claro. Una pequeña sonrisa acechaba en las comisuras de los labios, al igual que en sus ojos verdes. Las cejas eran espesas y atractivas. Encima de ellas, la ancha frente era como una ventana abierta a través de la cual este hombre dirigía sus pensamientos hacia el golfo de México. No había bala alguna en aquel cerebro visible. Podría haber extirpado igual de fácil un aneurisma o un tumor maligno. El precio a pagar por concluir el trabajo había sido elevado, pero había saldado la cuenta.
La tormenta había quedado reducida a unos pocos truenos apenas perceptibles en algún lugar sobre la franja nororiental de Florida. Resolví que ahora sería capaz de dormir, y nada me impediría dejar encendida la lámpara de la cabecera, si así lo deseaba; Reba nunca se lo contaría a nadie. Podría incluso dormir con ella acurrucada entre el muñón y el costado derecho. No sería la primera vez. Y Wireman volvería a ver. Si bien eso no venía al caso en aquel momento. La cuestión era que por fin había pintado algo extraordinario.
Y era mío.
Con eso me bastaba para poder dormir.
Cómo dibujar un cuadro (VI)
Mantén el enfoque. Es la diferencia entre un buen cuadro y una simple imagen más recargando un mundo rebosante de ellas.
Elizabeth Eastlake era un demonio en lo referente al enfoque; recuerda que ella literalmente se dibujó a sí misma de regreso al mundo. Y cuando la voz que habitaba en Noveen le habló del tesoro, ella enfocó su atención en él y lo dibujó desperdigado sobre el arenoso fondo del Golfo. Una vez que la tormenta lo dejó al descubierto, aquel fascinante batiburrillo quedó suficientemente cerca de la superficie, de manera que el sol debió de haberse reflejado en él a mediodía; reflejos que habrían buscado el modo de salir a la superficie.
Ella quería agradar a su padre. Lo único que quería para ella era la muñeca de porcelana.
Papá dice: Cualquier muñeca será tuya; derecho de salvamento, y que Dios le ayude por eso.
Ella se adentró en el mar a su lado, con el agua a la altura de sus rodillas regordetas, apuntando con el dedo.
Dice: Está justo ahí. Nada y patalea hasta que diga para.
Papá se adentró en el mar un poco más, mientras ella permanecía quieta, y cuando se dejó mecer por una ola, entregando su cuerpo al caldo,sus aletas le parecieron del tamaño de pequeños botes de remos. Más tarde ella las dibujaría de ese modo. El escupió en sus gafas de buceo, las enjuagó y se las puso. Mordió la boquilla de su snorkel. Aleteó pesadamente en el soleado mar azul, con el rostro en el agua, su cuerpo fusionándose con los inquietos destellos de sol que transformaban aquellas olas cristalinas en oro.
Sé todo esto. Elizabeth dibujó algo, y yo dibujé algo.
Yo gano, tú ganas.
Libbit se quedó metida en el agua hasta las rodillas, con Noveen bien asegurada bajo el brazo, observando, hasta que Nana Melda, preocupada por el aguaje, le gritó que volviera a lo que denominaban la playa de la Sombra. Entonces todos aguardaron allí. Elizabeth gritó a John que parara. Vieron elevarse sus aletas cuando realizó su primera zambullida. Permaneció bajo el agua quizá cuarenta segundos, y entonces salió a la superficie salpicando gotas de agua, escupiendo la boquilla del snorkel.
El dice: ¡Que me parta un rayo si no hay algo ahí abajo!
Y cuando regresa a donde está la pequeña Libbit, él la abraza la abraza la abraza.
Lo supe. Lo dibujé. Con la cesta roja de picnic sobre una banqueta cercana y el lanzaarpones descansando sobre ella.
Se sumergió de nuevo, y la siguiente vez volvió con un brazado de objetos antiguos sujetos cobardemente contra el pecho. Más tarde empezaría a usar el cesto de la compra de Nana Melda, con un peso de plomo en el fondo para bajarlo con mayor facilidad. Aún más tarde saldría una fotografía en el periódico con gran parte de las antigüedades rescatadas, el «tesoro», extendidas frente a un sonriente John Eastlake y su talentosa hija, ferozmente concentrada. Pero sin ninguna muñeca de porcelana en aquella imagen.
Porque la muñeca de porcelana era especial. Pertenecía a Libbit. Era su justo derecho de salvamento.
¿Fue la cosa-muñeca lo que condujo a Tessie y Lo-Lo a su muerte? ¿Lo que creó al chaval grande? ¿Cuánto tuvo que ver Elizabeth en ello a esas alturas? ¿Quién era el artista, quién la superficie en blanco?
Algunas preguntas que nunca he contestado para satisfacción propia, pero he dibujado mis propios cuadros y sé que en lo referente al arte, es perfectamente válido parafrasear a Nietzsche: si mantienes el enfoque, con el tiempo el enfoque te mantendrá a ti. A veces sin libertad condicional.
11- La vista desde Duma
A la mañana siguiente, temprano, Wireman y yo nos plantamos en el Golfo con el agua, tan fría que te desencajaba los ojos de las órbitas, hasta las pantorrillas. Se adentró caminando y yo le seguí sin preguntar. Sin una sola palabra. Ambos sosteníamos tazas de café. Él llevaba unos pantalones cortos y yo solo me detuve el tiempo justo para doblarme las perneras del pantalón hasta las rodillas. Detrás de nosotros, al final de la pasarela de madera, Elizabeth descansaba repantigada en su silla, mirando con tristeza hacia el horizonte. Le temblaba el mentón grisáceo en una suerte de gimoteo. Una gran parte de su desayuno aún reposaba ante ella. Había comido algo y desparramado el resto. Su cabello suelto revoloteaba en la cálida brisa procedente del sur.
El agua nos rodeaba en oleadas. Una vez me acostumbré, me encantó el sedoso tacto del oleaje: primero el embate, que me hacía sentir como si mágicamente hubiera adelgazado seis kilos; después el retroceso, que arrastraba arena de entre los dedos de mis pies en pequeños remolinos que me provocaban cosquillas. A unos setenta u ochenta metros mar adentro, dos gordos pelícanos trazaron una línea a través de la mañana. Entonces plegaron sus alas y cayeron como piedras. Uno emergió sin nada, pero el otro había pescado su desayuno. El pececillo desapareció en el gaznate del pelícano mientras este se elevaba. Era una antigua danza, pero no por ello menos placentera. Hacia el sur, tierra adentro, donde crecía la enmarañada vegetación, un pájaro chillaba una y otra vez «¡Uh-Uh! ¡Uh-Uh!».
Wireman se dio la vuelta hacia mí. No aparentaba veinticinco, pero parecía más joven que nunca desde que le conocí. En su ojo izquierdo no quedaba nada en absoluto de aquella rojez, y había perdido aquel inconexo, «miro-hacia-donde-me-da-la-gana», bizqueo. No cabía duda de que me veía; de que me veía muy bien.
—Cualquier cosa que pueda hacer por ti —declaró—. En cualquier momento. Por el resto de mi vida. Llama y allí estaré. Pide y lo haré. Es un cheque en blanco. ¿Te queda claro?
—Sí —contesté.
También tenía claro algo más: cuando alguien te ofrece un cheque en blanco, nunca, jamás, debes hacerlo efectivo. Eso no era algo que hubiera deducido. Algunas veces la comprensión circunvala el cerebro y procede directamente del corazón.
—Muy bien, entonces —concluyó—. Es todo lo que voy a decir.
Oí ronquidos. Miré alrededor y vi que el mentón de Elizabeth se había hundido en su pecho. Una mano se cerraba sobre un trozo de tostada. Su pelo revoloteaba alrededor de su cabeza.
—Parece más delgada —comenté.
—Ha perdido casi diez kilos desde Año Nuevo. Le estoy dando esos maxi-batidos, Ensure, se llaman, una vez al día, pero no siempre los toma. ¿Qué hay de ti? ¿Ese semblante se debe solo al exceso de trabajo?
—¿Qué semblante?
—Como si el Sabueso de los Baskerville te acabara de arrancar de un mordisco la nalga izquierda. Si es agotamiento, quizá deberías parar un poco y descansar. —Se encogió de hombros—. Esta es nuestra opinión, las suyas son bienvenidas, como dirían en el Canal 6.
Permanecí donde estaba, sintiendo el subir y bajar de las olas, y meditando sobre lo que podría contar a Wireman. Sobre cuánto podría contarle. La respuesta evidente parecía caer por su propio peso: o todo o nada.
—Creo que será mejor que te ponga al corriente sobre lo que sucedió anoche. Solo tienes que prometer que no llamarás a los hombres de las batas blancas.
—De acuerdo.
Le conté cómo había terminado su retrato prácticamente en la oscuridad. Le conté que había visto mi brazo derecho y la mano. Y que luego vi a las dos niñas muertas a los pies de la escalera y perdí el conocimiento. Para cuando acabé ya habíamos salido del agua y caminábamos hacia donde Elizabeth roncaba. Wireman empezó a limpiar la bandeja, barriendo con la mano los desperdicios al interior de una bolsa extraída de la mochila que colgaba de un brazo de la silla.
—¿Nada más? —preguntó.
—¿No te parece suficiente?
—Solo pregunto.
—Nada más. Dormí como un bebé hasta las seis de la mañana. Después te puse en la parte trasera del coche… es decir, tu retrato, y conduje hasta aquí. Por cierto, cuando estés listo para verlo…
—Todo a su debido tiempo. Piensa en un número entre uno y diez.
—¿Qué?
—Tú sígueme la corriente, muchacho.
Pensé en un número.
—Vale.
Permaneció en silencio durante un momento, contemplando el Golfo.
—¿Nueve? —aventuró finalmente.
—No. Siete.
—Siete —repitió asintiendo con la cabeza. Tamborileó con los dedos sobre su pecho durante unos segundos, y luego dejó caer la mano sobre su regazo—. Ayer podría haberlo adivinado. Hoy no puedo. Esa cosa telepática mía, ese pequeño destello, se ha ido. Es un trueque más que justo. Wireman es como Wireman fue, y Wireman dice muchas gracias.
—¿Qué pretendes demostrar? ¿O es que tienes alguna explicación?
—Sí. La cuestión es que no te estás volviendo loco, si eso es lo que temes. En Duma Key, las personas lesionadas parecen ser personas especiales. Cuando desaparecen sus lesiones, dejan de ser especiales. Yo, estoy sanado. Tú continúas lesionado, por lo tanto, sigues siendo especial.
—No estoy muy seguro de a dónde quieres llegar.
—Porque estás tratando de hacer difícil una cosa simple. Mira al frente, muchacho, ¿qué ves?
—El Golfo. Lo que tú llamas el caldo largo.
—¿Y qué es lo que pintas la mayor parte del tiempo?
—El Golfo. Puestas de sol sobre el Golfo.
—¿Y qué es pintar?
—Pintar es ver, supongo.
—Nada de suposiciones. ¿Y qué significa «ver» en Duma Key?
—¿Ver de forma especial? —respondí, sintiéndome como un chiquillo recitando una lección de la que duda.
—Sí. ¿Qué crees entonces, Edgar? ¿Te visitaron anoche esas niñas muertas o no?
Noté un escalofrío recorrer mi espalda.
—Probablemente sí.
—Yo también lo creo. Creo que viste a los fantasmas de sus hermanas.
—Me dan miedo —confesé en voz baja.
—Edgar… no creo que los fantasmas puedan herir a la gente.
—Quizá no a gente normal en un lugar normal —alegué.
Asintió ante esto, bastante a regañadientes.
—Muy bien. Entonces, ¿qué quieres hacer?
—Lo que no quiero hacer es marcharme. No he terminado aquí todavía.
No estaba pensando solo en la exposición… en la reputación burbuja. Había algo más, excepto que no sabía qué era ese algo más. No todavía. Si hubiera intentado expresarlo con palabras, habría sonado estúpido, como algo escrito en una galleta de la suerte. Algo que involucraba la palabra destino.
—¿Quieres venirte aquí a El Palacio? ¿Mudarte con nosotros ?
—No. —Pensé que de alguna forma esoempeoraría las cosas. Y aparte, Big Pink era mi hogar. Estaba enamorado del lugar—. Pero, Wireman, ¿mirarás a ver cuánto puedes averiguar acerca de la familia Eastlake en general, y de esas dos niñas en particular? Si ya puedes leer de nuevo, entonces quizá podrías bucear en internet…
Me asió del brazo con fuerza.
—Bucearé como un cabrón. Y quizá tú también puedas sacar algo en ese sentido. Vas a tener una entrevista con Mary Ire, ¿no es cierto?
—Sí. La han programado para la semana siguiente a mi supuesta conferencia.
—Pregúntale sobre los Eastlake. Quizá te toque el gordo. La señorita Eastlake fue una gran mecenas en su época.
—De acuerdo.
Empuñó los mangos de la silla de ruedas de la anciana, que seguía durmiendo, y la giró de cara al tejado anaranjado de la casa.
—Ahora vayamos a ver mi retrato. Quiero comprobar cómo era mi aspecto cuando todavía pensaba que Jerry García podía salvar el mundo.
* * *
Había aparcado el coche en el patio, al lado del Mercedes-Benz plateado de Elizabeth Eastlake, el cual se remontaba a la época de la guerra de Vietnam. Saqué el retrato de mi mucho más humilde Chevrolet, lo apoyé sobre un extremo, y lo sostuve para que Wireman lo mirara. Mientras lo contemplaba en silencio, me vino a la cabeza un extraño pensamiento: yo era como un sastre junto a un espejo de una tienda de ropa masculina. Pronto mi cliente me diría que le gustaba el traje que le había fabricado para él, o por el contrario sacudiría la cabeza pesarosamente y diría que no se veía cómodo.
En la lejanía, hacia el sur, en lo que ya empezaba a pensar como la Jungla de Duma, el pájaro de antes volvió a lanzar su chillido de aviso, «¡Uh-uh!».
Finalmente no pude resistirlo más.
—Di algo, Wireman. Di algo.
—No puedo. Me he quedado sin palabras.
—¿Tú? No es posible.
Pero cuando alzó la mirada del retrato, me di cuenta de que era cierto. Tenía el aspecto de alguien a quien le hubieran atizado en la cabeza con un martillo. En aquel entonces ya comprendía que lo que yo hacía afectaba a la gente, pero ninguna de sus reacciones eran ni remotamente parecidas a la de Wireman en aquella mañana de marzo.
Lo que finalmente le sacó del trance fue un agudo golpeteo. Era Elizabeth, que estaba despierta y aporreaba su bandeja.
—¡Cigarro! —gritó—. ¡Cigarro! ¡Cigarro!
Aparentemente, algunas cosas sobrevivían en la niebla del Alzheimer. La parte de su cerebro anhelante de nicotina nunca se desintegró. Fumaría hasta el final.
Wireman extrajo un paquete de American Spirits del bolsillo de sus pantalones, lo sacudió para sacar un cigarrillo, se lo puso en la boca y lo encendió. Acto seguido se lo tendió a ella.
—Si dejo que se lo fume sola, ¿se va a prender fuego a sí misma, señorita Eastlake?
—¡Cigarro!
—Eso no es muy alentador, querida.
Pero se lo dio, y con Alzheimer o sin él, lo fumó como una profesional, aspirando una profunda calada y expulsando el humo por los orificios nasales. Luego se recostó de nuevo en su silla, y por el momento no parecía el capitán Bligh en la cubierta de popa, sino F. D. Roosevelt pasando revista a las tropas. Lo único que necesitaba era una boquilla apretada entre los dientes. Y, naturalmente, algunos dientes.
La mirada de Wireman retornó al retrato.
—No querrás en serio desprenderte de esto, ¿verdad? No puedes hacerlo. Es un trabajo increíble.
—Es tuyo —declaré—. Sin discusión.
—Tienes que incluirlo en la exposición.
—No sé si es una buena idea…
—Tú mismo dijiste que después de terminarlos probablemente desaparece cualquier efecto sobre el sujeto…
—Sí, probablemente.
—Eso es suficiente para mí, y la Scoto es más segura que esta casa. Edgar, esto merece ser visto. Diablos, necesita ser visto.
—¿Eras así, Wireman? —pregunté, honestamente curioso.
—Sí. No. —Se quedó mirándolo un momento más, y luego se giró hacia mí—. Es como quería ser. Quizá fui así, en los escasos mejores días de mi mejor año. —Y, casi a regañadientes, agregó—: Mi año más idealista.
Permanecimos en silencio durante un rato, contemplando tan solo el retrato, mientras Elizabeth echaba humo como un tren chu-chú. Un viejo tren chu-chú.
—Hay muchas cosas que me cuestiono, Edgar —dijo Wireman entonces—. Desde que llegué a Duma Key tengo más preguntas que un niño de cuatro años a la hora de acostarse. Pero de lo que no tengo duda es de por qué quieres quedarte aquí. Si yo pudiera hacer algo como esto, querría permanecer aquí para siempre.
—El año pasado por estas fechas dibujaba garabatos en agendas telefónicas mientras me mantenían en espera —indiqué.
—Eso me contaste. Dime algo, muchacho. Viendo esto… y pensando en todo lo demás que has pintado desde que empezaste… ¿cambiarías el accidente que se llevó tu brazo? ¿Lo cambiarías, si pudieras?
Una sucesión de imágenes cruzó mi mente: yo pintando en Little Pink mientras The Bone bombardeaba espesas piezas de rock duro; los Grandes Paseos Playeros; incluso el hijo mayor de los Baumgarten gritando «¡Hey, señor Freemantle, buen tiro!» cada vez que le lanzaba el Frisbee. Luego rememoré el despertar en la cama de hospital, lo terriblemente caliente que había estado, lo dispersos que habían sido mis pensamientos, el no poder recordar ni mi propio nombre. La ira. El amanecer a la comprensión (que llegó durante El Show de Jerry Springer) de que parte de mi cuerpo había desertado. Había empezado a llorar y había sido incapaz de parar.
—Lo cambiaría en un abrir y cerrar de ojos —aseguré.
—Oh. Era simple curiosidad —dijo él, y se volvió para quitarle el cigarrillo a Elizabeth.
De inmediato ella extendió las manos como un niño que ha sido privado de un juguete.
—¡Cigarro! ¡Cigarro! ¡CIGARRO!
Wireman aplastó el cigarrillo contra el tacón de su sandalia y un momento después ella se calmó de nuevo, olvidado el tabaco ahora que el mono de nicotina había sido satisfecho.
—¿Te importaría quedarte con ella mientras pongo el cuadro en el vestíbulo delantero? —preguntó Wireman.
—Faltaría más —respondí—. Wireman, lo único que quería decir…
—Lo sé. El brazo. El dolor. Tu mujer. Fue una pregunta estúpida, obviamente. Permíteme que ponga esta pintura a salvo, ¿vale? La próxima vez que venga Jack, envíamelo aquí. Lo envolveremos bien y podrá llevarlo a la Scoto. Pero voy a garabatear NFS por todo el paquete antes de que salga hacia Sarasota. Si vas a regalármelo, este bebé es mío. Nada de cagadas.
En la jungla hacia el sur, el pájaro continuó con su ulular preocupado: «¡Uh-uh! ¡Uh-uh! ¡Uh-uh!».
Quise añadir algo más, explicárselo, pero se alejó con rapidez. Además, había sido su pregunta. Su estúpida pregunta.
* * *
Jack Cantori llevó Wireman mira al oeste a la Scoto al día siguiente, y Dario me telefoneó en cuanto lo extrajo de los paneles de cartón. Afirmó que nunca había contemplado nada igual, y concluyó que quería que las piezas centrales de la exposición fueran esa y las pinturas de la serie Niña y barco. Tanto él como Jimmy pensaban que el hecho de que esas obras no estuvieran en venta suscitaría el interés de la gente aún más. Le contesté que me parecía bien. Me preguntó si me estaba preparando para mi conferencia, y le contesté que lo estaba pensando. Respondió que aquello estaba bien, porque el evento ya estaba despertando un «interés singular», y las circulares ni siquiera habían sido enviadas todavía.
—Además de que, por supuesto, enviaremos imágenes JPEG a los miembros de nuestra lista de correo —dijo.
—Eso es magnífico —contesté, pero no lo sentía así.
Durante aquellos primeros diez días de marzo, una curiosa lasitud se había apoderado de mí. No se extendía al trabajo, pues había pintado otra puesta de sol y otro Niña y barco. Cada mañana caminaba por la playa con mi morral echado sobre el hombro, en busca de conchas y cualquier otro desperdicio interesante que hubiera arrastrado la marea. Encontré un gran número de latas de cerveza y refrescos (la mayoría tan gastados y blancos como una amnesia), unos pocos preservativos, una pistola de rayos de plástico que habría pertenecido a algún chiquillo, y el botón de un biquini. Pelotas de tenis, cero. Bebía té verde con Wireman bajo la sombrilla a rayas. Intentaba pacientemente que Elizabeth comiera ensalada de atún y ensalada de macarrones, bañadas en abundante mayonesa; la empujaba a beberse los «batidos lácteos» Ensure con una pajita. Un día me senté en la pasarela de madera junto a su silla de ruedas y limé los místicos anillos de callos amarillentos de sus grandes y ancianos pies.
Lo que no hacía era tomar notas para mi supuesta «conferencia de arte», y cuando Dario llamó para informarme de que había sido reubicada en la sala de conferencias de la Biblioteca Pública, con capacidad para doscientas personas sentadas, bajé tanto el tono de voz que mi brusca respuesta no dejó entrever ningún atisbo de lo fría que me corría la sangre.
Doscientas personas significaban cuatrocientos ojos, todos ellos encañonándome.
Lo que tampoco hacía era escribir invitaciones, ni realizar ningún movimiento para reservar habitaciones en el Ritz-Carlton de Sarasota para las noches del 15 y 16 de abril, ni reservar un avión Gulfstream para la pandilla de amigos y familiares de Minnesota.
La idea de que alguno de ellos quisiera ver mis pintarrajos empezaba a parecerme una chifladura.
La idea de que Edgar Freemantle, quien un año antes había estado peleando con el Comité de Planificación de St. Paul acerca de unas perforaciones en un lecho de rocas, pudiera dar una conferencia de arte a un puñado de verdaderos mecenas se me antojaba absolutamente demencial.
Las pinturas parecían bastante reales, no obstante, y el trabajo era… Dios, el trabajo era maravilloso. Cuando me plantaba delante del caballete en Little Pink al anochecer, desnudo salvo por los pantalones cortos de gimnasia y escuchando The Bone, observando la inquietante velocidad a la que emergía del lienzo blanco el Niña y barco n.° 7 (como algo que hubiera salido deslizándose de un banco de niebla), me sentía totalmente despierto y vivo, un hombre exactamente en el lugar adecuado y exactamente en el momento adecuado, un cojinete que encajaba a la perfección en los engranajes del universo. El barco fantasma había virado un poco más; su nombre aparentaba ser el Perse. Por capricho, busqué en Google esta palabra, y encontré exactamente un resultado, lo que probablemente constituía un récord mundial. Perse era una escuela privada de Inglaterra, donde a los alumnos se les llamaba Antiguos Perseos. No había mención alguna a un barco de la escuela, ni de tres mástiles ni de cualquier otro tipo.
En esta última versión, la niña en el bote de remos llevaba puesto un vestido verde con tirantes que le cruzaban la espalda desnuda, y todo a su alrededor, flotando en el agua sombría, estaba tapizado de rosas. Era una estampa perturbadora.
Cuando caminaba por la playa, comiendo mi almuerzo y tomando una cerveza, con Wireman o yo solo, era feliz. Cuando pintaba cuadros era feliz. Más que feliz. Cuando pintaba me sentía lleno y completamente realizado, de una forma elemental que nunca había comprendido antes de llegar a Duma Key. Pero cuando pensaba en la exposición en la Scoto y todo lo que implicaba conseguir que una exhibición de la obra de un nuevo artista tuviera éxito, mi mente echaba el cerrojo. Era más que miedo escénico; era más bien una sensación de pánico absoluto.
Me olvidaba de cosas, como abrir cualquier e-mail procedente de la Scoto, ya fuera de Dario, Jimmy, o Alice Aucoin. Si Jack me preguntaba si estaba excitado por «hacer lo mío» en el Auditorio Geldbart de la Biblioteca Selby, respondía «ohsísí», y después le enviaba a llenar el depósito del Chevy a Osprey, y me olvidaba de su comentario. Cuando Wireman me preguntó si ya había hablado con Alice Aucoin sobre la disposición de los diferentes cuadros, sugerí que peloteáramos un poco en la pista de tenis, porque Elizabeth parecía disfrutar viéndonos jugar.
Entonces, más o menos una semana antes de la fecha programada para la conferencia, Wireman me dijo que quería mostrarme algo que había hecho. Un pequeño trabajo artesanal.
—Quizá puedas darme tu opinión como artista —comentó.
Había una carpeta negra sobre la mesa a la sombra de la sombrilla a rayas (Jack había enmendado el desgarrón con un trozo de cinta aislante). La abrí y extraje lo que en apariencia era un folleto en papel satinado. En la cubierta se veía una de mis primeras creaciones, Puesta de sol con sófora, y me sorprendí de lo profesional que parecía. Bajo la reproducción estaba escrito lo siguiente:
Querida Linnie: he aquí lo que me ha mantenido ocupado en Florida, y aunque sé que estás terriblemente atareada…
Debajo de «terriblemente ocupada» había una flecha. Levanté los ojos hacia Wireman, que me miraba inexpresivamente. Detrás suyo, Elizabeth contemplaba el Golfo. Dudaba de si enfadarme por su osadía, o sentirme aliviado por ella. En verdad, sentía las dos cosas. Y no podía recordar si le había contado que a veces llamaba a mi hija mayor Linnie.
—Puedes usar la fuente que quieras —me indicó—. Esta es un poco cursi para mi gusto, pero a mi colaboradora le gusta. Y el nombre en el encabezamiento es intercambiable, desde luego. Puedes personalizarlo. Esa es la belleza de hacer estas cosas con un ordenador.
No respondí, simplemente volví la página. Ahí aparecía Puesta de sol con espigas de grama a un lado, y Niña y barco n.° 1 en el otro. Debajo de las imágenes se leía esto:
… espero que puedas acompañarme en la exposición de mi obra la noche del 15 de abril, en la Galería Scoto de Sarasota, Florida, de 7 a 10 de la tarde. He reservado un billete a tu nombre en Primera Clase en el vuelo Air France 22, con salida de Paris el día 15 a las 8.25 AM y llegada a Nueva York a las 10.15 AM; también tienes reserva en el vuelo Delta 496, con salida del JFK de Nueva York el día 15 a la 1.20 PM y llegada a Sarasota a las 4.30 PM. Una limusina te estará esperando para trasladarte al Ritz-Calton, donde me he permitido el lujo de reservarte una habitación, por gentileza mía, para las noches del 15 al 17 de abril.
Había otra flecha debajo de esto. Miré a Wireman, apabullado. Él continuaba con su cara de póquer, pero noté que le latía una vena en el lado derecho de la frente.
—Sabía que colocaba nuestra amistad en una posición arriesgada —me confesaría más tarde—, pero alguien debía hacer algo, y para entonces ya tenía claro que no ibas a ser tú.
Pasé a la página siguiente del folleto. Dos más de aquellas asombrosas reproducciones: Puesta de sol con caracola a la izquierda, y un bosquejo sin título de mi buzón de correos a la derecha. Aquel era uno de los más tempranos, realizado con lápices de colores Venus, pero me gustaba la flor que crecía junto al poste de madera; era una brillante margarita negra y amarilla. Incluso la reproducción de aquel dibujo lucía bien, como si el hombre que lo había hecho conociera el negocio. O estuviera empezando a conocerlo.
El texto en esta página era breve.
Si no puedes asistir, lo entenderé perfectamente (Paris no está precisamente a la vuelta de la esquina), pero albergo la esperanza de que vendrás.
Estaba enfadado, pero no era estúpido. Alguien tenía que tomar el control, y aparentemente Wireman había decidido que aquella era su misión.
Ilse, pensé. Tiene que haber sido Ilse quien le ayudó con esto.
Esperaba encontrar otra pintura impresa en la última página, pero no. Lo que vi allí hirió mi corazón con sorpresa y amor. Melinda siempre fue mi chica dura, mi proyecto inacabado, pero nunca la había amado menos por eso, y mis sentimientos se apreciaban con claridad en la foto en blanco y negro, que presentaba una arruga por la mitad y dos de sus cuatro esquinas dobladas. Era normal que ofreciera un aspecto tan deteriorado, porque la Melinda que posaba junto a mí no tendría más de cuatro años. Eso indicaba que la instantánea tendría por lo menos dieciocho años. Ella llevaba unos téjanos, unas botas de cowboy, una camisa estilo western y un sombrero de paja. ¿Acabábamos de regresar de la granja de Pleasant Hill, donde ella a veces montaba en un poni Shetland de nombre Azucarillo? Eso pensé. Sea como fuere, estábamos de pie en la acera delante de nuestra primera casa en el parque Brooklyn, yo con unos vaqueros desteñidos y una camisa blanca que me había arremangado, y el pelo engominado peinado hacia atrás como un rockabilly. Sostenía una lata de cerveza Grain Belt en una mano, y mi cara lucía una enorme sonrisa. Linnie se enganchaba con una mano al bolsillo de mis pantalones, y en su rostro vuelto hacia arriba mostraba una expresión de amor (de tanto amor) que me provocó un dolor en la garganta. Sonreí como cuando estás a punto de estallar en lágrimas.
Debajo de la foto decía:
Si quieres mantenerte al corriente de la gente que asistirá, puedes llamarme al 941-555-6166, o a Jerome Wireman al 941-555-8191, o a tu madre. Ella vendrá con el contingente de Minnesota, por cierto, y se encontrará contigo en el hotel.
Espero de verdad que puedas venir.
En cualquier caso, te quiero, Pequeña Poni.
Papa
Cerré la carta que además era un folleto que además era una invitación, y me quedé sentado en silencio, con la mirada fija en el suelo durante unos momentos. No confiaba plenamente en mi capacidad para hablar.
—Esto es solo un burdo borrador, por supuesto —probó a decir Wireman, con voz indecisa. En otras palabras, que en absoluto parecía él mismo—. Si te disgusta, lo tiraré a la basura y empezaré de nuevo. No hay castigo sin delito.
—No conseguiste esa foto por Ilse —dije.
—No, muchacho. Pam la encontró en uno de sus viejos álbumes.
De repente todo tuvo sentido.
—¿Cuántas veces has hablado con ella, Jerome?
Hizo una mueca de disgusto.
—Eso duele, pero quizá estés en tu derecho. Puede que media docena de veces. Empecé contándole que te estabas metiendo en un charco, y que estabas arrastrando a un montón de gente contigo…
—¡¿Qué cojones?! —estallé, profundamente herido.
—Gente que ha invertido muchas esperanzas y confianza en ti, por no mencionar dinero…
—Soy perfectamente capaz de reembolsar cualquier cantidad de dinero que la gente de la Scoto pueda haber adelantado…
—Cierra el pico —ordenó. Nunca había oído tanta frialdad en su voz. Ni la había visto en sus ojos—. No eres estúpido, muchacho, así que no actúes como tal. ¿Puedes devolver su confianza? ¿Puedes devolver su prestigio, si el extraordinario nuevo artista que han prometido a sus clientes no hace acto de presencia en la conferencia ni en la exposición?
—Wireman, puedo hacer la exposición; es la maldita conferencia…
—¡Ellos no saben eso! —gritó con un potente torrente de voz, un auténtico bramido digno de un tribunal. Elizabeth prestó oídos sordos, pero los piolines despegaron de la orilla del agua como una manta de color marrón—. Se les ha ocurrido esta curiosa idea de que quizá el quince de abril no te presentarás, o que retirarás toda tu obra y se quedarán con un montón de habitaciones desnudas en el momento álgido de la temporada turística, que es cuando por lo general obtienen una tercera parte de su beneficio anual.
—No tienen motivos para pensar eso —protesté, pero me latía la cara como un ladrillo incandescente.
—¿No? ¿Qué opinarías de esta clase de comportamiento en tu otra vida, amigo? ¿Qué conclusiones sacarías de un proveedor de cemento que hubieras contratado y que al final no cumpliera lo pactado? ¿O de una empresa de fontanería subcontratada para instalar las cañerías que no se presentara el día que debía empezar? ¿De verdad tendrías… no sé, confianza en esa clase de gente? ¿Te creerías sus excusas?
No dije nada.
—Dario te envía e-mails pidiéndote que tomes decisiones, y no recibe contestación. Él y los otros te llaman por teléfono y lo único que consiguen son vagas respuestas como «Lo pensaré». Esto les pondría nerviosos si fueras Jamie Wyeth o Dale Chihuly, y no lo eres. En esencia no eres más que un tío que pasaba por la calle. Entonces me llaman a mí, y lo hago lo mejor posible; soy tu puto agente, al fin y al cabo. Pero no soy un artista, y ellos tampoco, en realidad. Somos como un puñado de taxistas intentando traer al mundo a un bebé.
—Ya lo he pillado.
—Me pregunto si es así —replicó, y lanzó un suspiro. Un profundo suspiro—. Dices que solo es miedo escénico por la conferencia, y que vas a seguir adelante con la exposición. Estoy seguro de que una parte de ti se cree eso, pero amigo, he de decirte que también creo que hay otra parte que no tiene intención de presentarse en la Galería Scoto el día 15 de abril.
—Wireman, eso es una…
—¿Chorrada? ¿Lo es? Llamo al Ritz-Carlton y pregunto si el señor Freemantle ha reservado alguna habitación para mediados de abril, y recibo un gran non, non, Nannette. Así que tomo aire profundamente y me pongo en contacto con tu ex. Ya no aparece en la guía telefónica, pero tu inmobiliaria me da el número cuando le explico que es una especie de emergencia. Y enseguida descubro que Pam todavía se preocupa por ti. De hecho, quiere llamarte para decírtelo, pero tiene miedo de que la mandes a paseo.
Le miré boquiabierto.
—La primera cosa que acordamos una vez hechas las presentaciones es que Pam Freemantle se ha enterado de algo acerca de una gran exposición de arte de su ex marido dentro de cinco semanas. Lo segundo (ella hace una llamada mientras Wireman se mantiene en espera resolviendo un crucigrama gracias a su recién reestablecida visión) es que su ex no ha movido ni un dedo para fletar un avión, por lo menos con la compañía que ella conoce. Lo que nos conduce a cuestionarnos si, en el fondo, Edgar Freemantle ha decidido que cuando llegue el momento, simplemente va a gritar «a la mierda» y se esconderá en el retrete, usando las palabras de mi malgastada juventud.
—No, estáis totalmente equivocados —dije, pero las palabras brotaron en un apático zumbido que no sonó especialmente convincente—. Es solo que todo el rollo organizativo me vuelve loco, y siempre… ya sabes, lo voy posponiendo.
Wireman no daba tregua. De haberme hallado testificando en el estrado, creo que para entonces ya me habría convertido en un charco de grasa y lágrimas; el juez habría decretado un receso para darle tiempo al alguacil a recogerme con una fregona o sacarme brillo con una gamuza.
—Pam dice que si eliminaras los edificios de la Compañía Freemantle, el skyline de St. Paul parecería Des Moines en 1972.
—Pam exagera —declaré, pero él hizo caso omiso.
—¿Se supone que debo creer que un hombre que dirigía una empresa de tamaña envergadura no puede hacerse cargo de unos billetes de avión y dos docenas de habitaciones de hotel? ¿Especialmente cuando le bastaría con pedírselo al personal administrativo de su compañía, que estaría absolutamente encantado de tener noticias suyas?
—Ellos no… yo no… simplemente no pueden…
—¿Te estás cabreando?
—No —mentí.
Lo estaba. La vieja ira había regresado, deseando alzar la voz hasta chillar más fuerte que Axl Rose en The Bone. Me froté con los dedos un punto justo sobre mi ojo derecho, donde se estaba generando una migraña. Hoy no habría pintura para mí, y Wireman era el responsable. Wireman era la persona a quien culpar. Por un momento deseé que se quedara ciego. No solo medio ciego, sino completamente, ciego de ambos ojos, y me di cuenta de que podría pintarle de esa manera. Ante esa idea, la ira se desplomó.
Wireman vio que me llevaba la mano a la cabeza y aflojó un poco.
—Mira, la mayoría de la gente con la que ha contactado de forma extraoficial ya ha dicho «coño, claro que sí, por supuesto, me encantaría». Tu antiguo capataz, Ángel Slobotnik, le dijo a Pam que te traería un tarro de pepinillos. A ella le pareció muy ilusionado.
—Pepinillos no, huevos en vinagre —corregí, y la cara ancha, plana y sonriente de Big Ainge por un momento se encontró casi tan cerca de mí como para tocarla. Ángel, que había estado a mi lado durante veinte años, hasta que un grave ataque al corazón le apartó del equipo. Ángel, cuya respuesta más habitual a cualquier petición, por extravagante que fuera en apariencia, consistía en «Eso está hecho, jefe».
—Pam y yo nos encargamos de los vuelos —continuó Wireman—. No solo para la gente de Minneapolis-St. Paul, sino también para la procedente de otros lugares. —Tocó el folleto con los dedos—. Los vuelos de Air France y Delta mencionados aquí son reales, y tu hija Melinda tiene las reservas hechas de verdad. Ella sabe lo que está pasando, igual que Ilse, y solo están esperando a que sean oficialmente invitadas. Ilse quería llamarte, pero Pam le aconsejó que esperara. Dice que tú has de apretar el gatillo en este asunto, y sea lo que sea lo que haya hecho mal en el transcurso de vuestro matrimonio, muchacho, ella tiene razón en eso.
—Muy bien —accedí—. Te escucho.
—Bien. Ahora quiero hablar contigo acerca de la conferencia —anunció, y dejé escapar un gruñido—. Si haces un mutis en la conferencia, te resultará el doble de difícil ir a la fiesta de inauguración…
Le miré con incredulidad.
—¿Qué? —preguntó—. ¿No estás de acuerdo?
—¿Hacer un mutis? —pregunté—. ¿Hacer un mutis? ¿Qué coño es eso?
—Ahuecar el ala, escaquearse —explicó, sonando ligeramente a la defensiva—. Jerga británica. Mira, por ejemplo, Oficiales y Caballeros. Evelyn Waugh, 1952.
—Mira mi culo y verás tu cara —repliqué—. Edgar Freemantle, en la actualidad.
Levantó el dedo medio, y solo con ese gesto las cosas entre nosotros volvieron a estar casi bien del todo.
—Le enviaste a Pam las imágenes, ¿no? Le enviaste los JPEG.
—Sí.
—¿Cuál fue su reacción?
—Se cayó de espaldas, muchacho.
Permanecí en silencio, tratando de imaginarme a Pam con tal grado de estupor. Lo logré, pero el rostro que visualicé, iluminado por la sorpresa y el asombro, pertenecía a una mujer más joven. Habían transcurrido ya unos cuantos años desde la última vez que fui capaz de generar esa clase de vendaval.
Elizabeth cabeceaba, pero su cabello aleteaba contra sus mejillas y se abofeteaba la cara como una mujer siendo molestada por insectos. Me levanté, cogí una goma elástica de la bolsa que colgaba del reposabrazos de la silla (que siempre contenía una buena provisión de ellas, en muchos colores brillantes), y le recogí el pelo hacia atrás en una cola de caballo. Los recuerdos de hacer esto mismo con Melinda e Ilse eran dulces y a la vez terribles.
—Gracias, Edgar. Gracias, mi amigo.
—Entonces, ¿cómo lo hago? —pregunté. Apoyaba la palma de mi mano sobre la cabeza de Elizabeth, sintiendo la suavidad de su pelo igual que sentía a menudo la suavidad del cabello recién lavado de mis hijas cuando se lo acariciaba de niñas; cuando la memoria se aferra a un recuerdo con su máxima fuerza, nuestros propios cuerpos se convierten en fantasmas y nos rondan con los gestos distintivos de nuestra propia juventud—. ¿Cómo hablo acerca de un proceso que es sobrenatural, al menos parcialmente?
Ahí estaba. Por fin desenterrada. La raíz del asunto.
Sin embargo, el semblante de Wireman reflejaba calma.
—¡Edgar! —exclamó.
—¿Edgar, qué?
El hijo puta verdaderamente se echó a reír.
—Si les cuentas eso… ellos te creerán.
Abrí la boca para refutarlo, y pensé en la obra de Dalí. Pensé en ese maravilloso cuadro de Van Gogh, La noche estrellada. Pensé en ciertas pinturas de Andrew Wyeth, no en El mundo de Christina, sino en sus interiores: espaciosas estancias donde la luz era extraña y cuerda, como si procediera de dos direcciones distintas al mismo tiempo. Cerré la boca.
—No puedo decirte de qué hablar —agregó Wireman—, pero puedo proporcionarte algo como esto. —Me tendió el folleto/invitación—. Puedo proporcionarte una plantilla.
—Eso ayudaría.
—¿Sí? Entonces escucha.
Y escuché.
* * *
—¿Hola?
Estaba sentado en el sofá de la habitación Florida. Mi corazón latía con fuerza. Esta era una de esas llamadas (todo el mundo ha hecho unas cuantas) en la que esperas cumplir con las formalidades a la primera y terminar cuanto antes, y al mismo tiempo albergas la esperanza de que eso no ocurra y poder así posponer un poquito más una dura y posiblemente dolorosa conversación.
Me tocó la Opción Uno; Pam contestó al primer timbrazo. Lo único que esperaba era que esta conversación fuera un poco mejor que la última. Que las dos últimas, en realidad.
—Pam, soy Edgar.
—Hola, Edgar —saludó ella de forma cautelosa—. ¿Cómo estás?
—Estoy… bien. Bien. He estado hablando con mi amigo Wireman. Me enseñó la invitación que vosotros dos habéis diseñado.
«Que vosotros dos habéis diseñado.» Sonaba poco amistoso. Confabulador, incluso. Pero ¿qué otra forma tenía de expresarlo?
—¿Sí? —El tono de su voz era imposible de descifrar.
Tomé aire y me lancé. Dios odia a los cobardes, dice Wireman. Entre otras cosas.
—Llamaba para darte las gracias. Me he estado comportando como un imbécil inepto, y que intervinieras como lo has hecho era lo que necesitaba.
El silencio fue lo suficientemente largo como para que me planteara la posibilidad de que ella hubiera colgado con suavidad en algún punto. Entonces dijo:
—Sigo aquí, Eddie. Solo me estoy recogiendo a mí misma del suelo. No recuerdo la última vez que me pediste disculpas.
¿Me había disculpado? Bueno… no importaba. Bastante cerca, quizá.
—Entonces, también lamento eso —añadí.
—Yo también te debo una disculpa —declaró—, así que supongo que estamos en paz.
—¿Tú? ¿Por qué tienes que pedir perdón?
—Tom Riley me llamó, hace solo dos días. Ha retomado su medicación, y está yendo otra vez a, cito textualmente, «ver a alguien», lo que interpreto como un loquero. Me llamó para agradecerme que le salvara la vida. ¿Alguna vez te ha llamado alguien para darte las gracias por eso?
—No. —Aunque recientemente me llamó alguien para darme las gracias por salvar su vista, así que más o menos sabía a lo que se refería.
—Es toda una experiencia. «Si no fuera por ti, ahora mismo estaría muerto.» Esas fueron sus palabras exactas. Y no podía decirle que tenía que agradecértelo a ti, porque hubiera sonado como un disparate.
Fue como si de repente hubieran cortado una correa apretada que ciñera mi cintura. Algunas veces las cosas resultan para bien. A veces lo hacen, en serio.
—Está bien así, Pam.
—Le he contado a Ilse lo de esta exposición tuya.
—Sí, yo…
—Bueno, a Illy y a Lin, a las dos, pero cuando hablé con Ilse, dirigí la conversación hacia Tom, y puedo afirmar rotundamente que no sabe nada sobre lo que pasó entre nosotros. Estaba equivocada en eso, también. Y me hizo mostrar un lado muy desagradable de mí misma.
Me di cuenta, alarmado, de que ella lloraba.
—Pam, escucha.
—He enseñado muchas caras feas de mi personalidad, a muchas personas, desde que me dejaste.
¡Yo no te dejé! Estuve a punto de gritar. Y anduvo cerca. Lo bastante cerca como para hacer brotar sudor de mi frente. ¡Yo no te dejé, tú pediste el divorcio, burbuja escapista!
—Pam, es suficiente —dije en cambio.
—Pero era tan difícil de creer, incluso después de que llamaras y me contaras las demás cosas. Ya sabes, lo de mi tele nueva. Y Cascarrabias.
Empecé a preguntarme quién era Cascarrabias, y entonces me acordé del gato.
—Pero estoy mejorando. Asisto a la iglesia otra vez. ¿Puedes creerlo? Y a ver a una terapeuta, una vez por semana. —Hizo una pausa, y después continuó de forma acelerada—. Es buena. Dice que una persona no puede cerrar las puertas de su pasado, solo puede poner remiendos y seguir adelante. Lo entiendo, pero no sé por dónde empezar a enmendar lo que te hice, Edgar.
—Pam, no me debes nin…
—Mi terapeuta dice que no se trata de lo que tú pienses, sino de lo que piense yo.
—Ya veo. —Se asemejaba mucho a la vieja Pam, así que tal vez había encontrado a la psicóloga adecuada.
—Y entonces tu amigo Wireman me llama y me dice que necesitas ayuda… y me envía esas imágenes. No veo la hora de ver los cuadros auténticos. Quiero decir, sabía que tenías algo de talento, porque solías dibujar aquellos libritos para Lin cuando estuvo tan enferma aquel año…
—¿Sí?
Recordaba el año enfermo de Melinda, cuando sufrió una infección tras otra que culminó en un cuadro de diarrea aguda, probablemente consecuencia de ingerir tantísimos antibióticos, que la tuvo en el hospital durante una semana. Aquella primavera perdió cinco kilos. Si no llega a ser por las vacaciones de verano (y por su propia inteligencia sobresaliente), habría necesitado repetir el segundo curso. Pero no recordaba haber dibujado ningún librito.
—¿El Pececito Freddy? ¿La Cangreja Carla? ¿Donald, el Ciervo Tímido?
Donald, el Ciervo Tímido, hizo sonar una tenue campana, muy en las profundidades, pero…
—No —dije.
—Ángel opinaba que debías intentar publicarlos, ¿no te acuerdas? Pero estos… Dios mío. ¿Sabías que podías hacer esto?
—No. Empecé a pensar que podría surgir algo cuando estuve en la casa del lago Phalen, pero ha llegado mucho más lejos de lo que jamás hubiera imaginado.
Considerando el Wireman mira al oeste y el Candy Brown sin boca ni nariz, me di cuenta de que acababa de pronunciar el eufemismo del siglo.
—Eddie, ¿dejarás que me encargue del resto de las invitaciones igual que hice con la de muestra? Puedo personalizarlas, hacerlas bonitas.
—Pa… —Casi vuelvo a decir Panda—. Pam, no puedo pedirte que hagas eso.
—Quiero hacerlo.
—¿Segura? Entonces, de acuerdo.
—Las redactaré y se las enviaré al señor Wireman por e-mail. Puedes echarles un vistazo antes de imprimirlas. Tu señor Wireman es toda una joya.
—Sí —dije yo—. Lo es. Vosotros dos realmente estuvisteis conspirando a mis espaldas.
—¿Sí, verdad? —Parecía encantada—. Lo necesitabas. Pero tú tienes que hacer una cosa por mí.
—¿Qué?
—Tienes que llamar a las chicas, porque se están volviendo locas, sobre todo Ilse. ¿Vale?
—Vale. Pam…
—¿Qué, cariño?
Estoy seguro de que lo dijo sin pensar, sin saber lo hiriente que era. Oh, bueno, probablemente mi mujer sintió lo mismo cuando oyó mi apodo cariñoso para ella, procedente de Florida, enfriándose a cada kilómetro recorrido en dirección norte.
—Gracias —dije.
—De nada. En serio.
Eran solo las once menos cuarto cuando nos despedimos y colgamos. Ese invierno, el tiempo nunca transcurrió más rápido que durante mis noches en Little Pink, plantado frente al caballete, y maravillado de la velocidad a la que se desvanecían los colores hacia el oeste; y nunca transcurrió más despacio que aquella mañana, cuando realicé todas las llamadas telefónicas que había estado postergando. Me las tragué una tras otra, como si se tratara de un medicamento.
Miré el inalámbrico posado en mi regazo.
—Puto teléfono —mascullé, y empecé a marcar otro número.
* * *
—Galería Scoto, le habla Alice.
Una voz risueña que había llegado a conocer bien durante losúltimos diez días.
—Hola, Alice, soy Edgar Freemantle.
—¿Sí, Edgar? —La alegría se transformó en cautela. ¿Estuvo siempre ahí esa nota prudente? ¿O fui yo quien simplemente la ignoró?
—Si tuviera un par de minutos —dije—, me pregunto si podríamos hablar sobre el orden de las diapositivas para la conferencia.
—Sí, Edgar, faltaría más.
El alivio era palpable, y me hizo sentir como un héroe. Naturalmente, también me hizo sentir como una rata.
—¿Tiene una libreta a mano?
—¡Puede apostar el trasero a que sí!
—Vale. Básicamente, vamos a ordenarlas por orden cronológico…
—Pero desconozco cuál es la cronología. He estado tratando de comunic…
—Lo sé, y ahora mismo se la proporcionaré. Pero escuche, Alice: la primera transparencia no será cronológica. La primera debería ser Rosas que nacen de conchas. ¿Lo tiene?
—Rosas que nacen de conchas, perfecto.
Desde que nos conocimos, esta era solo la segunda vez que Alice sonaba genuinamente feliz de estar hablando conmigo.
—Ahora, los dibujos a lápiz —dije.
Pasamos la siguiente media hora hablando.
* * *
—Oui, allô?
Durante un momento fui incapaz de articular palabra. El francés me dejó un poco desconcertado. El hecho de que fuera la voz de un hombre joven me desconcertó aún más.
—Allô, allô? —repitió, con impaciencia ahora—. Qui est a l'appareil?
—Eh… quizá me he equivocado de número —respondí, sintiéndome no como un imbécil, sino como un imbécil americano monolingüe—. Intento hablar con Melinda Freemantle.
—D'accord, este es el número correcto —confirmó, y a continuación, alejándose un poco del aparato—: ¡Melinda! C'est ton papa, je crois, chérie.
Se oyó un golpe metálico cuando soltó el teléfono. Tuve una fugaz visión (muy nítida, muy políticamente incorrecta, y muy probablemente consecuencia de la mención de Pam de los libros que una vez dibujé para mi hijita enferma) de una gran mofeta parlante con boina, Monsieur Pepe Le Pew, pavoneándose por la pensión de mi hija (si aquella era la palabra adecuada en París para una habitación alquilada con derecho a baño y cocina), con ondulantes líneas aromáticas surgiendo de su espalda a rayas blancas.
Entonces llegó Melinda, y su voz sonó inusitadamente nerviosa.
—¿Papá? ¿Papá? ¿Va todo bien?
—Perfectamente —contesté—. ¿Ese es tu compañero de habitación? —Era una broma, pero comprendí por su desacostumbrado silencio que había dado en el clavo sin ser consciente de ello—. No tiene mayor importancia, Linnie. Solo estaba…
—… siendo un cretino, vale. —Era imposible asegurar si sonaba divertida o exasperada. La conexión era buena, pero no tanto—. En realidad lo es. —Recibí el trasfondo de esa última frase alto y claro: ¿quieres sacar alguna conclusión de ello?
Ciertamente, no quería.
—Bueno, me alegro de que hayas hecho un amigo. ¿Lleva boina?
Para mi inmenso alivio, ella rió. Con Lin, era imposible asegurar de qué manera resultaría una broma, pues su sentido del humor era tan variable e impredecible como una tarde de abril.
—¡Ric! —gritó—. Mon papa... —Aquí algo que no pillé, y a continuación—: …si tu portes un béret!
Se oyó una distante risa masculina. Ah, Edgar, pensé. Incluso en el extranjero las pones a huevo, pére fou.
—Papá, ¿estás bien?
—Estupendamente. ¿Qué tal va tu faringe?
—Mejor, gracias.
—Acabo de hablar por teléfono con tu madre. Aunque recibirás una invitación oficial a esta exposición que voy dar, me ha confirmado que vendrás y me hace mucha ilusión.
—¿Que a ti te hace ilusión? Mamá me envió algunas fotos y me muero de impaciencia. ¿Cuándo aprendiste a pintar así?
Aquella parecía ser la pregunta de la hora.
—Estando aquí.
—Son increíbles. ¿Los demás cuadros son igual de buenos?
—Tendrás que venir y comprobarlo por ti misma.
—¿Puede ir Ric?
—¿Tiene pasaporte?
—Sí…
—¿Prometerá no cachondearse de tu viejo?
—Él es muy respetuoso con sus mayores.
—Entonces, si los vuelos no están completos, y no te importa compartir habitación (lo cual asumo que no será un problema), por supuesto que puede venir.
Profirió un chillido tan fuerte que casi me reventó el oído, pero no retiré el teléfono. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que hice que Linnie Freemantle chillara de esa manera.
—Gracias, papá. ¡Es genial!
—Será agradable conocer a Ric. Quizá le robaré su boina. Después de todo, ahora soy un artista.
—Se lo voy a contar —aseguró, y a continuación se produjo un cambio en su voz—. ¿Ya has hablado con Ilse?
—No, ¿por qué?
—Cuando lo hagas, no le digas que Ric irá, ¿vale? Déjamelo a mí.
—No tenía intención de hacerlo.
—Porque ella y Carson… me dijo que te había hablado de él…
—Sí.
—Bueno, estoy bastante segura de que hay problemas. Illy está, y cito textualmente, «replanteándose las cosas». A Ric no le sorprende, pues dice que nunca deberías confiar en una persona que reza en público. Todo lo que sé es que mi hermanita parece mucho más madura de lo que era habitual en ella.
Lo mismo se puede aplicar a ti, Lin, pensé. Tuve una fugaz imagen de ella a los siete años, cuando enfermó tanto que Pam y yo creímos que se nos moriría en nuestros brazos, aunque nunca lo expresamos en voz alta. En aquel entonces Melinda tenía grandes ojos oscuros, mejillas pálidas y el cabello lacio. Recuerdo que en una ocasión pensé Calavera en un palo y que me odié a mí mismo por ello. Y me odié todavía más al comprender, en los profundos recovecos de mi corazón, que si el destino quiso que una de las dos enfermara de ese modo, me alegraba de que le hubiera tocado a ella. Siempre me esforcé en creer que amaba a mis dos hijas a partes iguales y con la misma intensidad, pero no era cierto. Quizá eso sea así para algunos padres (imagino que para Pam sí), pero nunca lo fue para mí. ¿Y lo sabía Melinda?
Por supuesto que lo sabía.
—¿Te estás cuidando? —le pregunté.
—Sí, papá. —Casi pude ver cómo rodaban sus ojos.
—Continúa así. Y llega aquí sana y salva.
—¿Papá? —Una pausa—. Te quiero.
Sonreí.
—¿Cuántos puñados?
—Un millón y uno más guardado bajo tu almohada —contestó ella, como si le siguiera la corriente a un chiquillo.
Eso estaba bien. Me quedé allí sentado un rato, contemplando el agua, frotándome distraídamente los ojos, y a continuación realicé la que esperaba que fuera la última llamada del día.
* * *
Ya era mediodía para entonces, y en realidad no esperaba localizarla; imaginaba que habría salido a comer con sus amigos. Pero al igual que Pam, contestó al primer timbrazo. Su hola fue extrañamente cauteloso, y tuve una repentina y clara intuición: ella creía que yo era Carson Jones, y que llamaba ya fuera para suplicar una segunda oportunidad ya fuera para darle una explicación. Otra explicación más. Ese fue un palpito que nunca verifiqué, pero pensándolo bien, nunca necesité hacerlo. Algunas cosas simplemente sabes que son ciertas.
—Ey, If-So-Girl, ¿qué tal te va?
Su voz se animó al instante.
—¡Papá!
—¿Cómo estás, cariño?
—Estoy bien, papá, pero no tanto como tú. ¿No te dije que eran buenos? O sea, ¿te lo dije, o qué?
—Me lo dijiste —admití, sonriendo abiertamente a mi pesar.
Puede que a Lin le pareciera mayor, pero después de ese primer hola vacilante, a mí me parecía la misma Illy de siempre, burbujeando entusiasmo como si flotara en Coca-Cola.
—Mamá dijo que te estabas haciendo el remolón, pero que iba a aliarse con ese amigo que te echaste allí para ponerte las pilas. ¡Me encantó! ¡Sonaba como en los viejos tiempos! —Hizo una pausa para tomar aliento, y cuando habló de nuevo, no parecía tan alocada—. Bueno… no del todo, pero servirá.
—Sé a qué te refieres, caramelito.
—Papá, eres increíble. Esto es como una vuelta a los escenarios por todo lo alto.
—¿Y cuánto va a costarme esto?
—Millones —contestó, y se echó a reír.
—¿Sigues planeando unirte a la gira de Los Colibrís? —pregunté como si tal cosa, intentando sonar simplemente interesado. Sin parecer especialmente preocupado por la vida amorosa de mi hija casi veinteañera.
—No —contestó—. Creo que eso se acabó.
Solo cinco palabras, y además pequeñas, pero en aquellas cinco palabras oí a una Illy diferente, más madura, una Illy que a lo mejor en un futuro no muy lejano se sentiría cómoda vistiendo traje chaqueta y pantis y zapatos con prácticos tacones de tres cuartos, que a lo mejor llevaría el pelo recogido en la nuca durante el día y que tal vez se pasearía con un maletín por las explanadas de los aeropuertos en lugar de con una mochila a la espalda. Ya no sería más una If-So-Girl, podrías descartar cualquier condicional «if» de esta imagen. Ni tampoco sería más una chica.
—¿La relación, o… ?
—Eso está por ver.
—No pretendo entrometerme, cariño. Es solo que los Padres Inquisidores…
—… desean saber, claro que sí, pero no puedo ayudarte en este momento. Lo único que sé ahora mismo es que todavía le quiero, o por lo menos eso creo, y que le echo de menos, pero tendrá que elegir.
En ese punto, Pam habría preguntado, «¿Entre tú y la chica con la que canta?»
—¿Estás comiendo? —fue lo que pregunté yo en cambio.
Estalló en alegres carcajadas.
—Contesta a la pregunta, Illy.
—¡Como un maldito cerdo!
—Entonces ¿por qué no has salido a almorzar ahora?
—Un grupito vamos a hacer un picnic en el parque, ese es el porqué. No faltarán ni los apuntes de antropología ni el Frisbee. Yo llevaré el queso y barras de pan. Y llego tarde.
—Vale. Perfecto, siempre y cuando te alimentes bien y no te quedes amargándote en tu habitación.
—Me alimento bien, me amargo moderadamente. —Su voz se transformó nuevamente, se convirtió en la adulta. Tantos cambios repentinos eran desconcertantes—. A veces me quedo despierta en la cama un rato, y entonces me acuerdo de ti. ¿Tú también te quedas despierto en la cama?
—A veces, pero ahora no tanto.
—Papá, ¿casarte con mamá fue un error tuyo? ¿O suyo? ¿O fue simplemente un accidente?
—Ni fue un accidente ni fue un error. Veinticuatro años buenos, dos hijas excelentes, y seguimos hablando. No fue un error, Illy.
—¿Lo cambiarías?
La gente no se cansaba de formularme esa pregunta.
—No.
—Si pudieras volver atrás… ¿lo harías?
Hice una pausa, pero no muy larga. A veces no hay tiempo para decidir cuál es la mejor respuesta. A veces solo puedes contestar con la verdad.
—No, cariño.
—Vale. Pero te echo de menos, papá.
—Yo también a ti.
—Y a veces echo de menos los viejos tiempos. Cuando las cosas eran menos complicadas. —Hizo una pausa. Yo podría haber hablado, quería hacerlo, pero guardé silencio. A veces el silencio es la mejor opción—. Papá, ¿la gente se merece alguna vez una segunda oportunidad?
Pensé en mi propia segunda oportunidad. En cómo había sobrevivido a un accidente que debería haberme matado. Y yo estaba haciendo algo más que pasar el tiempo, aparentemente. Sentí un ramalazo de gratitud.
—Continuamente.
—Gracias, papá. Me muero de ansiedad por verte.
—Lo mismo digo. Pronto recibirás la invitación oficial.
—Vale. Me tengo que ir, de veras. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Después de que ella colgara, me quedé sentado un momento con el teléfono pegado a la oreja, escuchando la nada.
—Forja tu día, y deja que el día te forje a ti —murmuré.
Entonces se activó el tono de línea, y decidí que, después de todo, tenía que realizar una llamada más.
* * *
Cuando Alice Aucoin respondió al teléfono, su voz sonó mucho más animada y alegre y mucho menos cautelosa. Pensé que ese era un bonito cambio.
—Alice, nunca hemos hablado acerca de un nombre para la exposición —comenté.
—En cierta forma asumí que su intención era titularla «Rosas que nacen de conchas» —dijo—. Es bueno. Muy sugerente.
—Lo es —admití, mirando hacia el exterior de la habitación Florida y al Golfo más allá. El agua era un brillante plato de color blanco azulado; tuve que entrecerrar los ojos a causa del resplandor—. Pero no es del todo apropiado.
—Tiene uno que le gusta más, ¿lo he captado?
—Sí, creo que sí. Quiero llamarla «La vista desde Duma». ¿Qué opina?
Su respuesta fue inmediata.
—Me suena bien, armonioso.
Yo opinaba lo mismo.
* * *
Mi camiseta con la leyenda PIÉRDELA EN LAS ISLAS VÍRGENES estaba empapada en sudor, a pesar del eficiente aire acondicionado de Big Pink, y me encontraba más exhausto que después de cualquiera de mis caminatas a paso ligero a El Palacio de los últimos días. Notaba la oreja caliente y palpitante a causa del teléfono. Me inquietaba Ilse (la inquietud propia de los padres preocupados por los problemas de sus hijos, imagino, una vez que estos crecen y dejan de llamarlos de vuelta a casa cuando empieza a oscurecer y las albercas se vacían), pero también me sentía satisfecho con el trabajo que había desempeñado, la misma sensación que solía tener después de un buen día en alguna construcción especialmente difícil.
No me sentía particularmente hambriento, pero me preparé una bazofia de ensalada con atún sobre una hoja de lechuga, y lo regué con un vaso de leche. Entera, mala para el corazón, buena para los huesos. Lo comido por lo servido, como habría dicho Pam. Encendí la tele de la cocina y me enteré de que la mujer de Candy Brown había demandado a la ciudad de Sarasota por la muerte de su marido, alegando negligencia. Buena suerte, corazón, pensé. El meteorólogo local anunció que la temporada de huracanes podría dar comienzo antes que nunca. Y los pobres Devil Rays habían sido machacados por los Red Sox en un partido amistoso; bienvenidos a la dura realidad del béisbol, chicos.
Consideré la opción de tomar postre (tenía pudin Jell-O, a veces conocido como El Último Recurso del Hombre Soltero), pero dejé el plato en el fregadero y cojeé hasta el dormitorio para echarme una siesta. Consideré poner el despertador, pero ni me molesté; probablemente solo dormitaría. Incluso si realmente llegaba a dormirme, la luz me despertaría en una hora o así, cuando se desplazara a la parte occidental de la casa y penetrara por la ventana del dormitorio.
Con esos pensamientos, me tumbé en la cama. Dormí hasta las seis de la tarde.
* * *
No existió ninguna posibilidad de cena; ni siquiera me lo planteé. Debajo de mí, las conchas susurraban: pinta, pinta.
Subí a Little Pink como un hombre en un sueño, con los calzoncillos como única vestimenta. Encendí la radio, apoyé Niña y barco n.° 7 contra la pared, y puse un lienzo nuevo en el caballete, grande, aunque no tanto como el que utilicé para Wireman mira al oeste. Me picaba el brazo perdido, pero ya no me molestaba igual que lo había hecho al principio; la verdad era que casi había llegado a esperarlo con impaciencia.
Shark Puppy sonaba en la radio. «Dig.» Una canción excelente. Una letra excelente. La vida es más que amor y placer.
Recuerdo claramente que era como si el mundo entero estuviese aguardando a que comenzara, tal era el poder que sentía recorriéndome en mi interior mientras las guitarras aullaban y las conchas murmuraban.
Vine a cavar en busca del tesoro.
Tesoro, sí. El botín.
Pinté hasta que el sol desapareció y la luna proyectó su amarga corteza de luz blanca sobre el agua, y continué hasta después de que esto también desapareciera.
Y la noche siguiente.
Y la siguiente.
Y la siguiente.
Niña y barco n.° 8.
Si quieres jugar, tienes que pagar.
Me desencorché.
* * *
La visión de Dario vestido de traje y corbata, con su exuberante cabello domesticado y peinado hacia atrás, me asustó incluso más que los murmullos del público que llenaba el Auditorio Geldbart, donde acababan de reducir la intensidad de las luces a la mitad… excepto por el foco que iluminaba el atril que se alzaba en el centro del escenario, claro. El hecho de que el propio Dario estuviera nervioso (de camino hacia el podio casi había dejado caer sus tarjetas de notas) me aterrorizó todavía más.
—Buenas noches, mi nombre es Dario Nannuzzi —empezó—. Soy co-comisario de exposiciones y director de compras de la Galería Scoto de Palm Avenue. Lo que es más importante, formo parte de la comunidad artística de Sarasota desde hace treinta años, y espero que disculparán mi breve descenso a lo que algunos llamarían «Bobbittería» cuando digo que no existe en Norteamérica una comunidad artística más distinguida.
Esto provocó un entusiasta aplauso en un público que, como opinaría Wireman más tarde, podría conocer la diferencia entre Monet y Manet, pero que aparentemente no tenía ni la más remota idea de que existía diferencia entre George Babbitt y John Bobbitt. Yo, que esperaba de pie entre bastidores, sufriendo el purgatorio que solo los aterrados oradores principales experimentan mientras el presentador desgrana su lento y peristáltico preámbulo, apenas lo noté.
Dario movió la primera tarjeta al fondo de su mazo, casi lo dejó caer de nuevo, se recompuso y volvió a mirar al público.
—Apenas sé por dónde empezar, pero para mí alivio, necesito decir muy poco, pues el verdadero talento parece surgir como una llamarada de ninguna parte, y sirve para presentarse a sí mismo.
Dicho esto, prosiguió con mi presentación durante los siguientes diez minutos, mientras yo permanecía entre bastidores apretando en mi única mano una mísera página llena de notas. Los nombres pasaban como carrozas en un desfile. Reconocí unos pocos, como Edward Hopper y Salvador Dalí, pero no otros como Yves Tanguy y Kay Sage. Cada nombre desconocido me hacía sentir más como un impostor. El terror que experimentaba ya no era solo mental; se aferraba profundamente con sus apestosas garras a mis entrañas. Tenía la sensación de necesitar expulsar gases, pero temía que en su lugar dejara un cargamento en mis pantalones. Y eso no era lo peor. Todas y cada una de las palabras del discurso que había ensayado abandonaron mi mente, excepto la primera línea, la cual resultaba terriblemente apropiada: «Me llamo Edgar Freemantle, y no tengo ni idea de qué clase de accidente me ha traído hasta aquí». Se suponía que eso suscitaría algunas risitas. No lo haría, ahora ya lo sabía, pero por lo menos era cierto.
Mientras Dario seguía hablando monótonamente (Joan Miró esto, El Manifiesto Surrealista de Bretón aquello), un aterrorizado ex contratista apretaba en un puño helado su patética página de notas. Mi lengua era una babosa muerta que podría croar pero no pronunciaría ninguna palabra coherente, no ante doscientos expertos en arte, muchos de los cuales tenían carrera, y algunos hasta eran putos catedráticos. Lo peor de todo era mi cerebro. Era una cuenca seca esperando a ser rellenada de ira inútil y frenética: puede que las palabras no salieran, pero la furia siempre estaba ahí, lista para ser servida.
—¡Suficiente! —exclamó Dario con jovialidad, infundiendo una nueva oleada de terror a mi palpitante corazón y provocando retortijones en los miserables cimientos de mi cuerpo; terror encima, mierda apenas contenida abajo: una combinación fascinante.
—Han pasado quince años desde que la Scoto incorporó a un nuevo artista a su apretado calendario de primavera, y nunca hemos presentado a nadie que haya despertado un interés mayor. Creo que las diapositivas que están a punto de ver y la charla que están a punto de escuchar dilucidarán mejor nuestro interés y excitación.
Hizo una pausa dramática. Noté que un venenoso rocío de sudor me brotaba de la frente y me lo enjugué con un brazo que parecía pesar veinticinco kilos.
—Damas y caballeros, el señor Edgar Freemantle, de Minneapolis-St. Paul hasta hace poco, de Duma Key en la actualidad.
Aplaudieron, y sonó como una descarga de artillería. Mi mente me ordenó que huyera. Mi mente me ordenó que me desmayara. No hice ninguna de las dos cosas. Como un hombre en un sueño, aunque no uno bueno, salí al escenario. Todo parecía estar sucediendo a cámara lenta. Vi que todos los asientos estaban ocupados, pero todos estaban vacíos porque se habían puesto en pie, dirigiéndome una entusiasta ovación. Por encima de mí, en el techo abovedado, volaban ángeles que mostraban un displicente y etéreo desprecio por las cuestiones terrenales, y ¡cómo deseé ser uno de ellos! Dario permanecía junto al atril, con la mano extendida. Era la equivocada; en su propio nerviosismo había alargado la derecha, y el apretón que cruzamos con las manos intercambiadas resultó torpe. Mis notas quedaron atrapadas brevemente entre nuestras palmas y entonces el papel se rasgó. Mira lo que has hecho, gilipollas, pensé, y por un terrible instante temí que lo hubiera expresado en voz alta y que el micrófono hubiera recogido las palabras y emitido por toda la sala. Fui consciente de lo mucho que brillaba el foco mientras Dario me abandonaba allí en mi solitario pedestal. Fui consciente del micrófono al final de la flexible barra cromada, y se me antojó como una cobra saliendo de la cesta de un encantador de serpientes. Fui consciente de los relucientes puntos de luz reflejándose en el cromo y en el borde del vaso de agua y en el cuello de la botella Evian junto al vaso. Fui consciente de que el aplauso empezaba a decaer; algunas personas habían vuelto a sentarse. Pronto un silencio expectante reemplazaría al aplauso. Esperarían a que diera comienzo mi charla. Solo que no tenía nada que decir. Incluso mi frase inicial había abandonado mi cabeza.Esperarían y el silencio se expandiría. Se oirían algunas toses nerviosas, y luego empezarían los murmullos. Porque eran unos gilipollas. Solo un puñado de mirones gilipollas con cuellos de goma. Y si no me las apañaba para decir algo, empezaría a brotar de sus bocas un furioso torrente de palabras semejante al arrebato de un hombre afectado de síndrome de Tourette.
Pediría la primera diapositiva. Quizá fuera capaz de lograr eso y las imágenes me sacarían del aprieto. No me quedaba otro remedio que albergar esa esperanza. Pero cuando miré mi página de notas, vi que no solo se había rasgado por la mitad, sino que además el sudor había emborronado mis apuntes de tal manera que ya no podría descifrarlos. Era eso, o bien el estrés había creado un cortocircuito entre mis ojos y el cerebro. Y, en cualquier caso, ¿cuál era la primera diapositiva? ¿El dibujo de un buzón de correos? ¿Puesta de sol con sófora? Tenía casi la absoluta certeza de que no era ninguno de los dos.
Todo el mundo se estaba sentando ya. El aplauso había llegado a su fin. Era hora de que el Primitivista Americano abriera la boca y ululara. En la tercera fila desde el fondo, sentada junto al pasillo, estaba esa zorza barcazas de Mary Ire, con lo que parecía una taquibreta de litografía abierta sobre su regazo. Busqué a Wireman. El me había metido en esto, pero no le guardaba hedor. Tan solo quería disculparme con la mirada por lo que iba a suceder.
«Estaré en primera fila», había asegurado. «Justo en el centro.»
Y allí estaba. Jack, mi asistenta Juanita, Jimmy Yoshida y Alice Aucoin estaban sentados a la izquierda de Wireman. Y a la derecha, al lado del pasillo…
El hombre del pasillo tenía que ser una alucinación. Pestañeé, pero todavía seguía allí. Un vasto rostro, oscuro y tranquilo. Una figura tan ajustadamente embutida en el asiento de felpa del auditorio que seguramente haría falta una palanca para sacarlo de ahí: Xander Kamen, que me escudriñaba a través de sus enormes gafas con montura de carey, y cuyo aspecto era más parecido que nunca al de un dios menor. La obesidad había suprimido su regazo, pero en equilibrio sobre el bulto de su barriga descansaba una caja, de algo menos de un metro de largo, envuelta en papel de regalo y adornada con una cinta. Se percató de mi sorpresa (mi conmoción), y gesticuló con la mano: no un hola, sino un extraño y caritativo saludo, tocándose con la punta de los dedos su enorme frente en primer lugar, a continuación sus labios y finalmente extendiendo la mano hacia mí con los dedos abiertos. Pude ver la palidez de su palma. Me dirigió una sonrisa, como si su presencia en la primera fila del Auditorio Geldbart junto a mi amigo Wireman fuera la cosa más natural del mundo. Sus gruesos labios deletrearon tres palabras, una después de la otra: «Puedes hacer esto».
Y quizá pudiera. Si alejaba mi pensamiento de este momento. Si pensaba de refilón.
Visualicé a Wireman (Wireman mirando hacia el oeste, para ser exactos), y mi frase inicial regresó a mí.
Asentí hacia Kamen, y este me respondió con un movimiento de cabeza. Después miré al público y me di cuenta de que no eran más que personas. Todos los ángeles sobrevolaban nuestras cabezas, y ahora aleteaban en la oscuridad. Y en cuanto a los demonios, la mayoría habitaban probablemente en mi mente.
—Hola… —empecé, pero reculé ante el tronido de mi voz amplificada por el micrófono. El público rió, pero el sonido no me enfureció, como habría sucedido un minuto antes. Solo eran risas, y no eran malintencionadas.
Puedo hacerlo.
—Hola —repetí—. Me llamo Edgar Freemantle, y probablemente esto no me vaya a salir bien. En mi otra vida me dedicaba al negocio de la construcción. Sabía que era bueno en eso, porque conseguía contratos. En mi vida actual pinto cuadros. Pero nadie me dijo nada acerca de hablar en público.
Esta vez la risa fue un poco más desenvuelta y un poco más generalizada.
—Iba a iniciar mi charla diciendo que no sabía qué clase de accidente me había hecho acabar aquí, pero en realidad sí lo sé. Y eso es bueno, porque es lo único de lo que puedo hablar. Verán, yo no sé nada de historia del arte ni de teoría artística, ni siquiera sé apreciar el arte. Algunos de ustedes probablemente conozcan a Mary Ire.
Esto provocó una risita, como si hubiera dicho: «Puede que algunos de ustedes hayan oído hablar de Andy Warhol». La dama en cuestión miró alrededor, pavoneándose un poco, con la espalda erguida.
—Cuando llevé la primera vez algunas de mis pinturas a la Galería Scoto, la señora Ire las vio y me llamó Primitivista Americano. Admito que en cierta forma eso me ofendió, porque me mudo de ropa interior todas las mañanas y me cepillo los dientes todas las noches antes de acostarme.
Otro estallido de carcajadas. Mis piernas volvían a ser piernas, no cemento, y ahora que me sentía capaz de huir, ya no lo deseaba ni lo necesitaba. Era posible que ellos detestaran mis cuadros, pero eso estaba bien, porque yo no los detestaba. Que se rieran, que abuchearan y silbaran, que expresaran su disgusto, o bostezaran, si eso era lo que querían hacer; cuando hubiera terminado, yo regresaría a casa y pintaría más.
¿Y si les encantaban? Lo mismo.
—Pero si se refería a que yo era alguien que estaba haciendo algo que no comprendía, algo que no podía expresar con palabras porque nunca nadie le enseñó los términos adecuados para hacerlo, entonces ella tiene razón.
Kamen asentía y parecía complacido. Y, por Dios, también Mary Ire.
—Por lo tanto, lo único que queda entonces es la historia de cómo llegué aquí; el puente que atravesé desde mi otra vida a la que estoy viviendo estos días.
Kamen daba palmaditas silenciosamente con sus rollizas manos. Eso me hizo sentir bien. Tenerle ahí me hacía sentir bien. No sé exactamente qué habría sucedido si no hubiera estado allí, pero creo que el asunto se habría puesto, como diría Wireman, mucho feo.
—Pero lo simplificaré, porque mi amigo Wireman dice que en lo que concierne al pasado, todos nosotros amañamos la baraja, y estoy convencido de que es cierto. Cuéntalo demasiadas veces y descubrirás que… mmm… no sé… ¿que estás relatando el pasado que hubieras deseado?
Bajé la mirada y vi que Wireman movía la cabeza en un gesto afirmativo.
—Sí, eso es, el que hubieras deseado. Así que, de manera simple, lo que sucedió es esto: sufrí un accidente en una obra. Un accidente malo. Verán, había una grúa que aplastó la camioneta en la que estaba, y que también me aplastó a mí. Perdí mi brazo derecho y casi la vida. Estaba casado, pero mi matrimonio se fue a pique. Me ponía como loco de desesperación. Esto es algo que ahora veo con mayor claridad, pero entonces solo sabía que me sentía muy, muy mal. Otro amigo, un hombre llamado Xander Kamen, me preguntó un día si algo me haría feliz. Lo cual era…
Hice una pausa. Kamen miraba atentamente desde la primera fila, con el regalo en equilibrio sobre su no regazo. Me acordé de él aquel día en el lago Phalen: el gastado maletín, la fría luz del sol otoñal atravesando en bandas diagonales el suelo de la sala de estar. Recuerdo la idea del suicidio que me rondaba por la cabeza, y las miríadas de caminos que conducían a la oscuridad: autopistas y carreteras secundarias y olvidadas sendas enmarañadas.
El silencio se prolongó, pero ya no me amedrentaba. Y a mi público parecía no importarle. Era perfectamente natural que mi mente deambulara sin rumbo fijo. Yo era un artista.
—La idea de la felicidad, por lo menos tal como yo la concebía, era algo en lo que no había pensado durante mucho tiempo —continué—. Pensaba en mantener a mi familia, y después de montar mi propia compañía, pensaba en no defraudar a las personas que trabajaban para mí. También pensaba en lograr el éxito, y me esforcé por conseguirlo, sobre todo porque había mucha gente que esperaba verme fracasar. Entonces tuvo lugar el accidente. Todo cambió. Descubrí que no tenía…
Busqué la palabra deseada, palpando con ambas manos, aunque ellos solo veían una. Y, tal vez, algún que otro espasmo del viejo muñón en el interior de la manga prendida con alfileres.
—No tenía recursos de los que echar mano. En lo que respecta a la felicidad… —Me encogí de hombros—. Le contesté a mi amigo Kamen que antes solía dibujar, pero que de eso hacía mucho tiempo. Me sugirió que lo retomara, y cuando le pregunté por qué, respondió que porque yo necesitaba cercas contra la noche. En aquel entonces no comprendí su significado, porque me hallaba perdido, y confundido, y lleno de dolor. Lo comprendo mejor ahora. La gente utiliza la expresión «cae la noche», pero aquí «se levanta». Se levanta del Golfo, después de que se haya puesto el sol. Ver cómo sucedía eso me asombró.
También me sorprendía mi imprevista elocuencia. Mi brazo derecho estaba en una calma absoluta. Mi brazo derecho no era más que un muñón dentro de una manga prendida con alfileres.
—¿Podríamos bajar las luces, incluyendo la mía, por favor?
Alice, que se ocupaba del tablero de mandos, no perdió el tiempo. El foco de luz en el que había estado plantado se atenuó, reducido a no más que un susurro. El auditorio quedó engullido por la penumbra.
—Lo que descubrí —dije—, mientras cruzaba el puente entre mis dos vidas, es que a veces la belleza crece contra todo pronóstico. Pero eso no es una idea muy original, ¿cierto? Realmente no es más que un tópico… más o menos como una puesta de sol en Florida. No obstante, sucede que es la verdad, y la verdad merece ser conocida… si eres capaz de contarla de una forma nueva. Traté de plasmarla en un lienzo. Alice, ¿podríamos ver la primera diapositiva, por favor?
Apareció resplandeciente en la gran pantalla a mi derecha, tres metros de ancho por dos de alto: un trío de exuberantes rosas creciendo en un lecho de conchas de un oscuro color rosado. Era oscuro porque estaban bajo la casa, a la sombra de la casa. El público contuvo el aliento, emitiendo un sonido como el de una breve pero fuerte ráfaga de viento. Lo oí, y supe que Wireman y la gente de la Scoto no eran los únicos que comprendían. Que veían. Jadearon igual que hace la gente cuando algo totalmente inesperado les pilla desprevenidos.
Entonces empezaron a aplaudir, y el aplauso se prolongó durante casi un minuto entero. Permanecí allí parado, sujetándome con fuerza al lado izquierdo del atril, escuchando, aturdido.
El resto de la presentación duró unos veinticinco minutos, pero recuerdo muy poco de ella. Era como un hombre conduciendo en sueños una procesión de diapositivas. Continuaba esperando despertar en mi cama de hospital, caliente y plagado de dolor, rugiendo por más morfina.
* * *
Esa sensación onírica persistió durante la recepción subsiguiente en la Scoto. Apenas había terminado mi primera copa de champán (mayor que un dedal, pero no mucho más) cuando ya tenía una segunda en la mano. Gente que no conocía brindaba por mí. Se oyeron voces que decían «¡Escuchad, escuchad!» y alguien gritó «¡Maestro!». Miré alrededor buscando a mis nuevos amigos, pero no los encontré en ninguna parte.
Tampoco es que tuviera mucho tiempo para mirar. Las felicitaciones parecían interminables, tanto por mi charla como por las diapositivas. Por lo menos no tuve que lidiar con ninguna crítica extensa acerca de mi técnica, porque las pinturas reales (más unos pocos dibujos con lápices de colores para que no faltara de nada) se hallaban a buen recaudo en dos de las grandes habitaciones traseras, protegidas bajo llave. Y estaba descubriendo que, si eres un hombre manco, el secreto para evitar ser machacado en tu propia recepción era sostener constantemente una gamba envuelta en beicon en la zarpa restante.
Mary Ire se acercó y preguntó si continuaba en pie nuestra entrevista.
—Sí, por supuesto —respondí—. Aunque no sé qué más puedo contarle. Creo que ya lo he dicho todo esta noche.
—Oh, bueno, ya discurriremos algo —replicó, y maldito fuera si no me lanzó un guiño tras sus gafas de ojos de gato estilo años cincuenta, al mismo tiempo que le tendía su copa de champán vacía a uno de los camareros que circulaban alrededor—. Pasado mañana. A bientót, monsieur.
—Delo por hecho —dije, reprimiendo el impulso de decirle que si iba a hablar en francés, entonces tendría que esperar a que yo llevara mi boina de Manet.
Se alejó flotando, y besó a Dario en la mejilla antes de deslizarse en la aromática noche de marzo.
Se acercó Jack, enganchando un par de copas de champán en el camino. Juanita, mi empleada del hogar, le acompañaba. Llevaba un vestido de color rosa que le confería un aspecto esbelto y elegante. Cogió una de las gambas ensartadas, pero rehusó el champán. Jack entonces me tendió la copa, y esperó a que me tragara el último de mi hors d'oeuvre. A continuación entrechocamos las copas.
—Enhorabuena, jefe. Has hecho tambalearse sus cimientos.
—Gracias, Jack. Esa es una crítica que entiendo a la perfección.
Me bebí el champán (un trago era todo lo que contenía la copa) y me dirigí a Juanita.
—Estás absolutamente preciosa.
—Gracias, señor Edgar —dijo, y miró alrededor—. Estos cuadros son bonitos, pero los suyos son mucho mejores.
—Te agradezco el cumplido.
Jack le ofreció a Juanita otra gamba.
—¿Nos disculpas un par de segundos?
—Por supuesto.
Jack me arrastró junto a una ostentosa escultura de Gerstein.
—El señor Kamen le preguntó a Wireman si podían quedarse un poco en la biblio después de que la gente se largara.
—¿Sí? —Sentí un cosquilleo de inquietud—. ¿Por qué?
—Bueno, ha pasado casi todo el día viajando para llegar hasta aquí, y dijo que él y las letrinas de los aviones no hacen muy buenas migas. —Jack esgrimió una amplia sonrisa maliciosa—. Le dijo a Wireman que había estado sentado sobre algo todo el día y que en cierto modo quería desprenderse de ese algo en paz.
Estallé en carcajadas. Aunque también estaba conmovido. No debía de ser fácil para un hombre del tamaño de Kamen viajar en transporte público… y ahora que realmente meditaba el asunto, supuse que le sería completamente imposible sentarse en uno de esos mezquinos baños de avión. ¿Echar una meada de pie? Quizá. A duras penas. Pero no sentarse. Sencillamente no cabría.
—En cualquier caso, Wireman pensó que el señor Kamen se merecía un tiempo muerto. Dijo que lo entenderías.
—Lo entiendo —confirmé, y le hice señas a Juanita para que se acercara.
Ofrecía una imagen muy solitaria allí plantada, con el que probablemente era su mejor vestido, mientras los buitres de la cultura iban y venían a su alrededor. Le di un abrazo y ella me dirigió una sonrisa. Y justo cuando finalmente la estaba persuadiendo para que tomara una copa de champán (al emplear la palabra pequeño se rió tontamente, así que supuse que mi pronunciación no había sido del todo correcta), llegaron Wireman y Kamen, este último todavía cargando con la caja-regalo. El rostro de Kamen se iluminó cuando me vio, y aquello me causó un bien mayor que varias rondas de aplausos, con ovación de pie incluida.
Cogí una copa de champán de una bandeja ambulante, me abrí paso entre la multitud y se la tendí. Luego deslicé mi brazo alrededor de su mole todo lo que pude y le di un abrazo. Él me lo devolvió con tanta fuerza que mis todavía sensibles costillas soltaron un berrido.
—Edgar, tienes un aspecto magnífico. Me alegro mucho. Dios es bueno, amigo mío. Dios es bueno.
—Igual que tú —contesté—. ¿Cómo es que has aparecido en Sarasota? ¿Fue Wireman? —Me volví hacia mi compadre de la sombrilla a rayas—. Fuiste tú, ¿no? Llamaste a Kamen y le preguntaste si quería asistir a mi conferencia como el Invitado Misterioso.
Wireman negó con la cabeza.
—Llamé a Pam. Me entró pánico, muchacho, porque percibía que te estabas acojonando. Me dijo que después de tu accidente al único que escuchabas era al doctor Kamen, incluso cuando no querías escuchar a nadie más. Así que le llamé. Nunca creí que vendría habiéndole avisado con tan poca antelación, pero… aquí está.
—Y no solo estoy aquí; te traigo un obsequio de tus hijas —dijo, y me tendió la caja—. Aunque tendrás que conformarte con lo que tenía en stock, porque no tuve tiempo para ir de compras. Temo que puedas sentirte decepcionado.
De repente supe en qué consistía el regalo, y mi boca se secó. No obstante, alojé la caja bajo el muñón, tiré de la cinta y rasgué el papel. Apenas me percaté de que Juanita lo cogía. Dentro había una caja de cartón estrecha que me recordó al ataúd de un niño. Por supuesto. ¿A qué otra cosa podía parecerse? Estampado en la tapa se leía: FABRICADO EN LA REPÚBLICA DOMINICANA.
—Tienes clase, Doc —dijo Wireman.
—Me temo que no tuve tiempo para hacer algo más bonito —replicó Kamen.
Sus voces parecían provenir de muy lejos. Juanita quitó la tapa de la caja, y creo que Jack la cogió. Y entonces apareció Reba con la mirada fija en mí, esta vez con un vestido rojo en lugar de uno azul, pero los lunares eran idénticos; igual que los brillantes zapatos negros Mary Janes, el rojizo pelo sin vida y los ojos azules que exclamaban «¡Oouuu, qué hombre más antipático! ¡He estado aquí metida todo este tiempo!».
Todavía a una gran distancia, Kamen estaba diciendo:
—Fue Ilse quien llamó y sugirió que te regaláramos una muñeca. Esto fue después de que ella y su hermana hablaran por teléfono.
Tenía que ser Ilse, ¿cómo no?, pensé. Era consciente del estacionario murmullo de las conversaciones en la galería, como el sonido de las conchas bajo Big Pink. Mi sonrisa «Oh, cielos, qué bonita» seguía clavada a mi cara, pero si alguien me hubiera tocado en la espalda justo en ese momento, habría gritado. Ilse es la única que ha estado en Duma Key. Y que ha estado en la carretera que conduce más allá de El Palacio.
A pesar de lo perspicaz que era, no creo que Kamen tuviera la menor idea de que algo andaba mal, aunque claro, había estado viajando todo el día y estaba lejos de ofrecer lo mejor de sí. Wireman, sin embargo, me observaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado y el ceño fruncido. Y para entonces, creo que Wireman me conocía mejor de lo que nunca me había conocido el doctor Kamen.
—Ella sabía que ya tenías una —proseguía Kamen—, pero pensó que un par de muñecas te recordaría a tus dos hijas, y Melinda estuvo de acuerdo. Pero, claro, lo único que tengo son Lucys…
—¿Lucys? —preguntó Wireman, tomando la muñeca. Sus piernas rosas de trapo oscilaron. Sus ojos planos miraban fijamente.
—Se parecen a Lucille Ball, ¿no crees? Se las doy a algunos de mis pacientes, y por supuesto ellos le ponen sus propios nombres. ¿Cómo llamaste a la tuya, Edgar?
Por un momento la vieja escarcha descendió sobre mi cerebro y pensé: Rhonda Robin Rachel, siéntate en la soda, siéntate en la 'quilla, siéntate en la puta PIRA. Entonces pensé: Era ROJO.
—Reba —contesté—. Igual que la cantante de country.
—¿Y todavía la tienes? —preguntó Kamen—. Ilse decía que sí.
—Oh, sí —respondí, y recordé a Wireman hablando de la Powerball, de cómo podía cerrar los ojos y oír los números cayendo en su lugar: clic y clic y clic. Pensé que yo los oía ahora. La noche en que acabé Wireman mira al oeste recibí una visita en Big Pink, pequeñas refugiadas buscando cobijo de la tormenta. Las hermanas ahogadas de Elizabeth, Tessie y Laura Eastlake. Ahora el destino quería que yo tuviera gemelas en Big Pink otra vez, ¿y por qué?
Porque algo había extendido la mano, ese era el porqué. Algo había extendido la mano y metido aquella idea en la cabeza de mi hija. Esta era el siguiente clic de la ruleta, la siguiente pelota de ping-pong extraída del bombo.
—¿Edgar? ¿Estás bien, muchacho? —preguntó Wireman.
—Sí —asentí, y sonreí.
La palabra regresó nadando, con todo su color y su luz. Me obligué a coger la muñeca de las manos de Juanita, que la miraba con perplejidad. Fue algo difícil de hacer, pero lo logré—. Gracias, doctor Kamen. Xander.
Se encogió de hombros y separó las manos.
—Agradéceselo a tus chicas, especialmente a Ilse.
—Lo haré. ¿Quién está listo para otra copa de champán?
Todos lo estaban. Volví a meter a mi nueva muñeca en su caja, mientras me prometía a mí mismo dos cosas. Una era que ninguna de mis hijas sabría nunca lo mucho que me había aterrorizado ver aquella maldita cosa. La otra promesa fue que conocía a dos hermanas, dos hermanas vivas, que nunca, jamás, pondrían un pie en Duma Key al mismo tiempo. Ni por separado, si podía evitarlo.
Aquella fue una promesa que cumplí.
Parte 2