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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
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    P
    S1
    S2
    S3
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    B2
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    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    TRULLION, ALASTOR 2262 - CUMULO ESTELAR 1 (Jack Vance)

    Publicado en agosto 01, 2010
    Titulo Original: Trullion: Alastor 2262

    INTRODUCCION

    El Cúmulo de Alastor, una espiral de treinta mil estrellas vivas reunidas en un volumen irregular que mide entre veinte y treinta años-luz de diámetro, flota en las proximidades del límite de la galaxia. La región circundante es oscura y a excepción de algunas estrellas ermitañas, está vacía. Desde el exterior, Alastor presenta un aparatoso despliegue de torrentes de estrellas, mallas luminosas y nodos centelleantes. Nubes de polvo empañan la brillantez. Las estrellas interiores destellan en colores bermejos, rosados o ámbar mate. Estrellas oscuras vagan invisibles entre un millón de fragmentos subplanetarios de hierro, hielo y escoria; los llamados «astromentos».
    Tres mil planetas habitados, con una población humana que se aproxima a los cinco trillones de personas, se hallan esparcidos por el cúmulo. Los mundos son muy diferentes, como también la población; sin embargo, comparten un idioma común y todos se someten a la autoridad del Conáctico de Lusz, con sede en el planeta Númenes.
    El actual conáctico es Oman Ursht, decimosexto de la dinastía Idite, un hombre de apariencia corriente y desprovista de rasgos característicos. En retratos y apariciones públicas, viste un severo uniforme negro, con el fin de proyectar una imagen de autoridad inflexible, y así lo asume la gente del Cúmulo de Alastor. En privado, Oman Ursht es un hombre tranquilo y razonable, que procura administrar sus dominios con discreción. Sopesa todos los aspectos de su conducta, sabiendo bien que el menor acto (un gesto, una palabra, un matiz simbólico) podría desencadenar una avalancha de consecuencias impredecibles. Eso explica su esfuerzo por crear la imagen de un hombre rígido, sucinto y carente de emociones.
    Para un observador casual, el Cúmulo de Alastor es un sistema plácido y pacífico. El Conáctico piensa de forma muy distinta. Reconoce que donde los seres humanos pugnan por alcanzar mejoras, existe el desequilibrio; falto de desahogo, el tejido social deviene tirante y a veces se rompe en pedazos. El Conáctico concibe su función como la identificación y el alivio de las tensiones sociales. A veces mejora la situación, otras emplea tácticas de distracción. Cuando la severidad es inevitable, despliega su fuerza militar, la Maza. Oman Ursht se encoge ante la visión de un insecto herido; el Conáctico sentencia a muerte a millones de personas sin el menor escrúpulo. En muchos casos, por creer que cada circunstancia genera su propia contra-circunstancia, se abstiene de intervenir, pues teme introducir un confuso tercer factor. «Cuando dudes, no hagas nada»; éste es uno de los lemas favoritos del Conáctico.
    Siguiendo una antigua tradición, recorre de manera anónima el cúmulo. En ocasiones, con el fin de remediar una injusticia, adopta el disfraz, de funcionario importante; recompensa a menudo la gentileza y el autosacrificio. Le fascina la vida cotidiana de sus súbditos, y escucha con suma atención diálogos como éste:
    ANCIANO (a un joven perezoso): Si todo el mundo tuviera lo que desea, ¿quién trabajaría? Nadie.
    JOVEN: Yo no, depende.
    ANCIANO: Pero serías el primero en gritar de angustia, porque gracias al trabajo se mantienen abiertas las luces. Sigue adelante. Arrima el hombro. No puedo soportar la holgazanería.
    JOVEN (gruñendo): Si fuera Conáctico, haría que todo el mundo cumpliera sus deseos. ¡Nada de trabajo! ¡Entradas libres para el hussade! ¡Un buen yate espacial! ¡Ropajes nuevos cada día! ¡Criados que sirvieran manjares deliciosos!
    ANCIANO: El Conáctico tendría que ser un genio para satisfacerte a ti y a tus criados al mismo tiempo. Sólo vivirían para calentarse las orejas. Ahora, sigue con tu trabajo.

    Otro ejemplo:
    CHICO: ¡Te suplico que jamás te acerques a Lusz! ¡El Conáctico te haría suya!
    CHICA (con malicia): ¿Y tú qué harías en ese caso?
    CHICO: ¡Me rebelaría! ¡Me convertiría en el astromentero1 más formidable que jamás aterrorizó los cielos! Por último, conquistaría el poder de Alastor (Maza, Conáctico y todo) y te recuperaría para mí.
    CHICA: Eres muy galante, pero el Conáctico jamás elegiría a alguien tan vulgar como yo; las mujeres más bellas de Alastor le rinden visita en Lusz.
    CHICO: ¡Qué vida tan alegre debe de llevar! ¡Ser Conáctico: éste es mi sueño!
    CH ICA: (emite un sonido displicente y su pasión se enfría).
    El CHICO se queda asombrado. Oman Ursht se aleja.

    Lusz, el palacio del Conáctico, es un edificio muy notable que se alza a tres mil metros sobre el mar, sostenido por cinco grandes pilones. Los visitantes recorren los paseos inferiores. Llegan desde todos los mundos del Cúmulo de Alastor, e incluso de más allá: las Regiones Oscuras, el Primarcado, el Sector Erdic, el Cúmulo de Rubrimar, y de todas las partes de la galaxia que el hombre ha conquistado.
    Sobre los paseos públicos se hallan las oficinas del gobierno, las salas ceremoniales y un complejo de comunicaciones, y algo más arriba se encuentra el Anillo de los Mundos, donde se dedica a cada mundo habitado del cúmulo una cámara con toda la información disponible. Los pináculos más elevados albergan las dependencias personales del Conáctico. Atraviesan las nubes y, en ocasiones, asoman por encima de ellas. Cuando la luz del sol resbala sobre sus superficies iridiscentes, Lusz, el palacio del Conáctico, se convierte en un espectáculo maravilloso, y se le reconoce a menudo como la obra más inspirada de la raza humana.


    1

    La cámara 2262 del Anillo de los Mundos corresponde a Trullion, el solitario planeta de una estrella enana blanca, apenas una chispa en el chorro que serpentea hacia el borde del cúmulo. Trullion es un planeta pequeño, compuesto en su mayor parte de agua, con un único y estrecho continente. Merlank2, en el ecuador. Lo invaden desde el mar grandes bancos de cúmulos, que se desmenuzan contra las montañas centrales; centenares de ríos descienden hacia amplios valles en que frutos y cereales crecen en tal cantidad que su valor es ínfimo.
    Los primeros colonizadores de Trullion trajeron consigo los hábitos de frugalidad y celo que les habían permitido sobrevivir en un entorno previo más hostil; la primera era de la historia trill trajo consigo una docena de guerras, un millar de fortunas, una casta de aristócratas hereditarios y cierta disminución del dinamismo inicial. El pueblo trill se preguntaba: «¿Para qué trabajar, para qué llevar armas, si otra opción al alcance de la mano es una vida de festejos, canciones, parrandas y comodidad?». En el lapso de tres generaciones, el antiguo Trullion se convirtió en un recuerdo. Los trills sólo trabajaban cuando las circunstancias así lo exigían: para preparar una fiesta, para entregarse a su pasión por el hussade, para conseguir un pulsorreactor para su yate, una olla para la cocina o una pieza de tela para su paray, esa cómoda prenda parecida a una falda que emplean por igual hombres y mujeres. El trill, de vez en cuando, cultivaba sus feraces terrenos, pescaba en el océano, tendía sus redes en el río, cosechaba frutos silvestres y, cuando se sentía animado, desenterraba esmeraldas y ópalos de la ladera de las montañas o recogía cauch3. Trabajaba quizá una hora al día, y muy raramente dos o tres; pasaba un tiempo considerable meditando en la terraza de su destartalada casa. Desconfiaba de casi todos los avances de la técnica, pues los consideraba hostiles, confusos y, sobre todo, caros, si bien utilizaba con cautela el teléfono para organizar mejor sus actividades sociales, y aceptaba de buen grado el pulsorreactor de su bote.
    Como en la mayoría de las sociedades rurales, el trill era consciente de su lugar preciso en la jerarquía de las clases. En la cúspide, casi como una raza aparte, estaba la aristocracia; en la base se hallaban los nómadas trevanyis, un grupo igualmente diferente. El trill desdeñaba las ideas ajenas o exóticas. De ordinario tranquilo y amable, si le provocaban lo suficiente, sin embargo, sufría feroces estallidos de cólera, y algunas de sus costumbres (en especial el macabro ritual del prutanshyr) eran casi bárbaras.
    El gobierno de Trullion era rudimentario, y el trill común no concedía excesivo interés al tema. Merlank estaba dividido en veinte prefecturas, administrada cada una por unas pocas oficinas y un pequeño grupo de funcionarios, que constituían una casta superior frente a los trills comunes, pero considerablemente inferior a la de los aristócratas. El comercio con el resto del cúmulo carecía de importancia; los trills sólo contaban con cuatro espaciopuertos: Port Gaw, al oeste del Merlank; Port Kerubian, en la costa norte; Port Maheul, en la costa sur, y Vayamenda, al este.
    A ciento cincuenta kilómetros al este de Port Maheul se encontraba la ciudad de Welgen, dedicada al comercio y famosa por su espléndido estadio de hussade. Más allá de Welgen se extienden los Marjales, una región de notable belleza. Millares de vías fluviales dividían esta zona en una miríada de islas, algunas de buenas dimensiones y otras tan pequeñas que sólo daban cabida a una choza de pescador y a un árbol al que amarraba su bote.
    Paisajes fascinantes se sucedían por todas partes. Menas verde grisáceas, pomanderos bermejo plateados y jardines negros flanqueaban con majestuosidad las vías fluviales, dotando a cada isla de una silueta específica. Los campesinos se sentaban en las terrazas de sus destartaladas moradas con un vaso de vino de elaboración casera en la mano. A veces tocaban música, utilizando concertinas, pequeñas guitarras panzudas y armónicas, que producían alegres gorgoritos. La luz de los Marjales era pálida y delicada, y brillaba con colores demasiado efímeros y sutiles para que el ojo los captara. Por las mañanas, la niebla disimulaba las distancias; los ocasos se desplegaban en tonos matizados verde lima y lavanda. Por el agua se deslizaban esquifes y lanchas motoras; de vez en cuando pasaba el yate de un aristócrata o el trasbordador que comunicaba Welgen con los pueblos de los Marjales.
    En el centro exacto de los Marjales, a pocos kilómetros del pueblo de Saurkash, se hallaba la isla Rabendary en la que vivían Jut Hulden, su esposa Marucha y los tres hijos del matrimonio. La isla Rabendary abarcaba cuatrocientas hectáreas, doce de las cuales eran un bosque de menas, pino negro, candelas y sempríssimas. Al sur se abría la gran extensión del ancho de Ambal. Rabendary limitaba al oeste con el estrecho de Farwan, al este con el estrecho de Gilweg y, paralelo a la orilla norte, corría el plácido río Saur. En el extremo oeste de la isla se alzaba el desvencijado y viejo hogar de los Hulden, entre un par de enormes mimosas. Una enredadera de la especie Rosalía trepaba por los pilares de la terraza y sobresalía por encima del borde del tejado, proporcionando una fresca sombra para contento de quienes descansaban en las viejas sillas de cuerda. Hacia el sur se abría la perspectiva del ancho de Ambal y de la isla Ambal, una propiedad de una hectárea en la cual crecían cierto número de hermosos pomanderos, cuyo color plateado bermejo destacaba contra un fondo de solemnes menas, y tres gigantescos fanzanelos, de los que colgaban a gran altura frutos hirsutos. A través del follaje centelleaba la fachada blanca de la mansión en la que Lora Ambal había alojado, mucho tiempo atrás, a sus amantes. El propietario era ahora Jut Hulden, pero no sentía la menor inclinación a vivir en la mansión. Sus amigos habrían considerado absurda tal conducta.
    En su juventud, Jut Hulden había jugado al hussade con los Serpientes de Saurkash. Marucha había sido sheirl4 de los Brujos de Welgen; de esta forma se habían conocido, casado y tenido tres hijos: Shira, los gemelos Glinnes y Glay, y una hija, Sharue, que había sido robada por los merlings5.


    2

    Glinnes Hudson llegó al mundo llorando y pataleando; Glay le siguió una hora más tarde, en vigilante silencio. Los dos fueron distintos desde el primer día de su existencia, en aspecto, en temperamento, en todas las circunstancias de sus vidas. Glinnes, como Jut y Shira, era amable, confiado y sencillo; se convirtió con el tiempo en un apuesto mocetón de tez clara, cabello rubio y boca ancha y sonriente. Glinnes gozaba por completo de los placeres de los Marjales: fiestas, aventuras amorosas, observación de estrellas, navegar, hussade, cazar merlings por las noches; una vida sencilla y ociosa.
    Al principio, Glay no gozó de buena salud. Durante sus primeros seis años fue displicente, capcioso y melancólico. Después cambió, y pronto dio alcance a Glinnes, a quien sobrepasó en estatura. Tenía el cabello negro, rasgos afilados y ojos atentos. Glinnes aceptaba los acontecimientos y las ideas sin escepticismo; Glay era reservado y taciturno.
    Glinnes había nacido para el hussade; Glay se negaba a pisar el terreno de juego. A pesar de que Jut era un hombre justo, le resultaba difícil ocultar su preferencia por Glinnes. Marucha, también alta, de cabello negro y propensa a la meditación romántica, se decantaba por Glay, en el que creía observar sensibilidad para la poesía. Trató de interesar a Glay en la música, explicarle cómo a través de la música podría expresar sus emociones y hacerlas comprensibles a los demás. La idea no entusiasmó a Glay, que apenas produjo unas pocas disonancias desganadas en la guitarra de su madre.
    Glay era un misterio incluso para sí mismo. La introspección no le servía de nada; se encontraba tan confuso como el resto de su familia. De joven, su austera apariencia y altanera autosuficiencia le ganaron el apodo de «Lora Glay»; quizá por mera coincidencia, Glay era el único miembro de la casa que deseaba trasladarse a la mansión de la isla Ambal. Incluso Marucha había desechado la idea como una ilusión ridícula, si bien divertida.
    El único confidente de Glay era Akadie el consejero, que vivía en una notable casa de la isla Sarpassante, unos kilómetros al norte de Rabendary. Akadie, un hombre delgado y de largos brazos, dotado de un conjunto de rasgos poco menos que llamativo (nariz grande, rizos de cabello castaño apagado escasos, ojos azules vidriosos y boca continuamente temblando al borde de la sonrisa), era, al igual que Glay, una especie de desarraigado. Pero, al contrario que Glay, había convertido su idiosincrasia en una ventaja, y entre sus clientes se contaban incluso aristócratas.
    La profesión de Akadie incluía los oficios de epigramista, poeta, copista, consejero, arbitro de la elegancia, invitado profesional (contratar a Akadie para animar una fiesta era un acto de conspicua ostentación), casamentero, consultor legal, depositario de la tradición local y fuente de habladurías escandalosas. El rostro chistoso, la voz suave y el sutil lenguaje de Akadie conferían mayor mordacidad a sus habladurías. Jut desconfiaba de Akadie y no se relacionaba con él, para disgusto de Marucha, que nunca había renunciado a sus ambiciones sociales, y que en el fondo de su corazón, pensaba que se habría casado por debajo de sus posibilidades. ¡Las sheirls del hussade se casaban a veces con nobles!
    Akadie había viajado a otros planetas. Por la noche, durante las observaciones de estrellas6, señalaba las que había visitado, para después describir su esplendor y las asombrosas costumbres de sus habitantes. A Jut Hulden no le apetecía en absoluto viajar; su interés se reducía a la calidad de sus equipos de hussade y al lugar de origen de los Campeones del Cúmulo.
    Cuando Glinnes tenía dieciséis años, vio una nave astromentera. Se precipitó desde el cielo sobre el ancho de Ambal y se dirigió a imprudente velocidad hacia Welgen. La radio informó minuto a minuto del ataque. Los astromenteros aterrizaron en la plaza central y saquearon los bancos, las joyerías y el almacén de cauch, la mercancía más valiosa de Trullion. También se apoderaron de algunas personalidades importantes para obtener rescate por ellas. El ataque fue rápido, ejecutado con suma precisión; los astromenteros no tardaron ni diez minutos en subir a la nave el botín y los prisioneros. Para su desgracia, un crucero de la Maza estaba aterrizando en Port Maheul cuando se transmitió la alarma, y apenas necesitó alterar el curso para plantarse en Welgen. Glinnes salió corriendo a la terraza para presenciar la llegada del bajel de la Maza, un majestuoso y hermoso navío esmaltado de beige, escarlata y negro. La nave bajó en picado como un águila hacia Welgen y desapareció del ángulo de visión de Glinnes.
    –... se elevan en el aire, pero ¡aquí llega la nave de la Maza! –gritó excitada la voz de la radio–. ¡Por las Nueve Glorias, aquí llega la nave de la Maza! ¡Los astromenteros no pueden emplear el matamoscas7, la fricción les haría estallar! ¡Tendrán que luchar!
    El locutor no podía controlar la excitación que animaba su voz.
    –¡La nave de la Maza ataca, el astromentero ha sido alcanzado! ¡Hurra! ¡Va a caer sobre la plaza! ¡Qué horror, qué horror! Ha caído sobre el mercado. ¡Cientos de personas han muerto aplastadas! ¡Atención, que acudan todas las ambulancias, todo el personal médico! ¡Emergencia en Welgen! Puedo escuchar los tristes lamentos... La nave astromentera está destrozada, pero todavía combate... Un rayo azul... Otro... La nave de la Maza replica. Los astromenteros están quietos. Su nave está destrozada.
    El locutor calló un momento, pero no tardó en reanudar su excitada crónica.
    –¡Qué espectáculo! La gente grita de furor, se abalanza sobre los astromenteros, les arrastran fuera...
    Empezó a balbucear, se interrumpió y habló con voz más calmada.
    –La policía ha intervenido. Han obligado a retroceder a la muchedumbre y custodian a los astromenteros, a pesar de que éstos, que conocen su destino, luchan con desesperación. ¡Cómo se debaten y patalean! ¡Les espera el prutanshyr! ¡Prefieren la venganza de las masas! Qué espantoso daño han causado a la desventurada ciudad de Welgen...
    Jut y Shira estaban trabajando en el distante huerto, injertando vástagos a los manzanos. Glinnes corrió a comunicarles las noticias.
    –¡... y por fin capturaron a los astromenteros y se los llevaron!
    –Peor para ellos –gruñó Jut, y prosiguió su tarea.
    Para ser un trill, era un hombre muy reservado y taciturno, rasgos que se habían acentuado después de que los merlings mataran a Sharue.
    –Les llevarán al prutanshyr –dijo Shira–. Quizá deberíamos enterarnos de las noticias.
    –Todas las torturas se parecen –gruñó Jut–. El fuego quema, el potro disloca, la cuerda aprieta. Hay gente que disfruta con ello. Para divertirme, prefiero el hussade.
    Shira guiñó un ojo a Glinnes.
    –Todos los juegos se parecen. Los atrevidos se lanzan, el agua salpica, la sheirl pierde sus ropas y todos los ombligos de las chicas guapas se parecen.
    –Ha hablado la voz de la experiencia –dijo Glinnes, y Shira, el más famoso galanteador de la región, estalló en carcajadas.
    Shira asistió a las ejecuciones en compañía de su madre. Marucha, pero Jut no permitió que Glinnes y Glay salieran de casa.
    Shira y Marucha volvieron en el último trasbordador. Marucha estaba cansada y quería ir a la cama. Shira, por su parte, se reunió en la terraza con Jut, Glinnes y Glay, y les relató lo que había visto.
    –Habían cogido a treinta y tres, y los tenían prisioneros en jaulas repartidas por la plaza. Todos los preparativos se llevaron a cabo ante sus propios ojos. Un puñado de hombres duros, para ser sincero... No pude distinguir de qué raza. Había algunos echalites, otros tantos salagones, y se rumoreaba que un individuo alto de piel blanca procedía de Blaweg. Unos desgraciados, en definitiva. Iban desnudos y les habían pintado para aumentar su vergüenza: las cabezas de verde, una pierna roja y la otra azul. Les habían castrado a todos, por supuesto. El prutanshyr es algo espantoso. ¡Y aquella música! ¡Dulce como las flores, extraña y discordante! Te recorre el cuerpo como si estirasen de tus nervios para templar los instrumentos... Bien, de cualquier modo, el caldero de aceite hirviente estaba dispuesto, junto a una grúa corrediza. La música empezó..., ocho trevanyis con todos sus instrumentos de viento y de cuerda. ¿Cómo es posible que gente tan severa haga una música tan tierna? ¡Estremece los huesos, revuelve las tripas y trae a la boca el sabor de la sangre! Estaba presente Filidice, el jefe de la policía, pero el primer agente Gerence fue el ejecutor. Uno por uno, los astromenteros fueron asidos mediante ganchos, elevados en el aire y hundidos en el aceite, y colgados otra vez de una gran estructura elevada. No sé qué era peor, si los aullidos o la triste y bella música. La gente cayó de rodillas; algunas personas sufrieron ataques de histeria y se pusieron a gritar..., no puedo deciros si de terror o de alegría. No sé qué pensar. Al cabo de dos horas, todos habían muerto.
    –Umm –dijo Jut Hulden–. No volverán en mucho tiempo, casi podría asegurarlo.
    Glinnes había escuchado, sumido en una horrorizada fascinación.
    –Es un castigo terrible, incluso para un astromentero.
    –Tienes toda la razón –dijo Jut–. ¿Eres capaz de adivinar el motivo?
    Glinnes tragó saliva y no se decidió a escoger entre varias teorías.
    –¿Quieres ser ahora un astromentero y arriesgarte a ese final? –preguntó Jut.
    –Jamás –declaró Glinnes, con toda la sinceridad de su alma.
    Jut se volvió hacia el meditabundo Glay.
    –¿Y tú?
    Para empezar, jamás se me pasó por la cabeza robar y matar.
    –Uno de los dos, como mínimo, ha sido disuadido de seguir el camino del delito –rió ásperamente Jut.
    –No me gustaría escuchar música tocada para provocar dolor –dijo Glinnes.
    –¿Y por qué no? –preguntó Shira–. En el hussade, cuando mancillan a la sheirl, la música es tierna y salvaje. La música proporciona sabor al acontecimiento, como la sal a la comida.
    –Akadie afirma que todo el mundo necesita la catarsis, aunque sea en una pesadilla –comentó Glay.
    –Es posible –dijo Jut–. Yo, por mi parte, no necesito pesadillas; tengo una ante mis ojos a cada momento.
    Jut se refería, como todos sabían, al asesinato de Sharue. Desde aquel momento, sus cacerías nocturnas de merlings casi se habían convertido en una obsesión.
    –Bien, si este par de bobos no quieren ser astromenteros, ¿qué van a ser? –preguntó Shira–. En el bien entendido que no os apetezca quedaros en casa.
    –Me atrae el hussade –dijo Glinnes–. No me apetece pescar ni arrancar cauch. –Recordó la gallarda nave beige, escarlata y negra que había diezmado a los astromenteros–. Quizá ingrese en la Maza y lleve una vida aventurera.
    –No sé nada de la Maza –dijo Jut con aire pensativo–, pero si te decides por el hussade puedo darte uno o dos consejos útiles. Corre cada día ocho kilómetros para desarrollar tus músculos. Salta los pozos de prácticas hasta que puedas caer sobre tus pies con los ojos cerrados.
    Abstente de las chicas, o no quedará ninguna virgen en la prefectura que pueda ser tu sheirl.
    –Prefiero correr ese riesgo –repuso Glinnes.
    Jut escrutó el rostro de Glay.
    –¿Y tú? ¿Te quedarás en casa?
    Glay se encogió de hombros.
    –Si pudiera, viajaría por el espacio y vería el cúmulo.
    Jut enarcó sus pobladas cejas.
    –¿Cómo vas a viajar sin dinero?
    –Akadie asegura que existen métodos. Visitó veintidós mundos, trabajando de puerto en puerto.
    –Ummm. Es posible, pero no tomes a Akadie como modelo. Lo único que ha sacado de sus viajes es una erudición inútil.
    –Si esto es cierto –dijo Glay al cabo de un momento–, como debe de serlo si tú lo dices, Akadie debió de adquirir su interés y envergadura intelectual aquí en Trullion, lo que le concede todavía más crédito.
    Jut, a quien jamás ofendía una derrota justa, palmeó a Glay en la espalda.
    –Tiene en ti a un amigo leal.
    –Estoy agradecido a Akadie –dijo Glay–. Me ha explicado muchas cosas.
    Shira, que bullía de ideas lascivas, dio un leve codazo a Glay.
    –Sigue a Glinnes en sus correrías y nunca más necesitarás las explicaciones de Akadie.
    –No estoy hablando de eso.
    –Entonces, ¿de qué estás hablando?
    –No necesito dar explicaciones. Sólo serviría para que te mofaras de mí, y eso me aburre.
    –¡No me burlaré! –protestó Shira–. ¡Te prestaré toda mi atención! Sigue.
    –Muy bien. De todos modos, me importa un bledo que te burles o no. Hace tiempo que noto un vacío, una falta. Quiero cargar con un peso sobre mis hombros. Quiero un reto que pueda aceptar y vencer.
    –Hermosas palabras –dijo Shira, dudoso–, pero...
    –¿Por qué me preocupo así? Porque sólo tengo una vida, una existencia. Quiero dejar huella, en algún lugar, de alguna manera. ¡Cuando pienso en ello casi me pongo frenético! Mi adversario es el universo. Me desafía a llevar a cabo hazañas portentosas, para que la gente me recuerde por siempre jamás. ¿Acaso no es posible que el nombre Glay Hulden brille con el mismo esplendor que el de Paro y Slabar Velche?8 Lo conseguiré. Es lo mínimo que me debo.
    –Para ello deberías llegar a ser un gran jugador de hussade o un gran astromentero –dijo Jut con voz sombría.
    –No me he expresado bien –repuso Glay–. La verdad es que no aspiro a la fama o a la notoriedad. Me es indiferente asombrar a una sola persona. Sólo quiero la oportunidad de dar lo mejor de mí.
    Se hizo el silencio en la terraza. El graznido de los insectos nocturnos llegaba desde las cañas, y el agua se estrellaba suavemente contra el muelle. Tal vez un merling hubiera subido a la superficie, para escuchar sonidos que le interesaran.
    –La ambición no te desacredita –dijo Jut con voz grave–. Aun así, me pregunto qué pasaría si todo el mundo experimentara tales necesidades. ¿Habría una paz duradera?
    –Es un problema difícil –dijo Glinnes–. De hecho, jamás me lo había planteado. Glay, me asombras. ¡Eres único!
    Glay emitió un gruñido de desaprobación.
    –No estoy tan seguro. Debe de haber muchísima gente desesperada por encontrar algo que llene sus vidas.
    –Quizá eso explique la existencia de los astromenteros –sugirió Glinnes–. Piensa en esas personas que se aburren en casa, son ineptas para el hussade, las chicas les rechazan... ¡y allá van, en sus naves negras, dispuestas a tomar cumplida venganza!
    –La teoría es tan buena como cualquier otra –aprobó Jut Hulden–, pero la venganza corta toda retirada, como han descubierto hoy treinta y tres individuos.
    –Hay algo que no comprendo –dijo Glinnes–. El Conáctico está enterado de sus crímenes. ¿Por qué no despliega la Maza y termina con ellos de una vez por todas?
    Shira rió con indulgencia.
    –¿Crees que la Maza está ociosa? Sus naves los persiguen constantemente, pero por cada mundo vivo hay cien de muertos, para no mencionar lunas, asteroides, pecios y astromentos. Los escondrijos son innumerables. La Maza hace sólo lo que puede.
    Glinnes se volvió hacia Glay.
    –Ahí tienes la solución: únete a la Maza y verás el cúmulo. ¡Viaja cobrando!
    –Es una idea –dijo Glay.


    3

    Al final, fue Glinnes el que se marchó a Port Maheul y se enroló en la Maza cuando tenía dieciséis años. Glay no se alistó en la Maza, ni jugó al hussade, ni se convirtió en astromentero. Al poco de que Glinnes ingresara en la Maza, Glay también se fue de casa. Vagó a lo largo y ancho de Merlank. De vez en cuando trabajaba para ganar unos cuantos ozols. En varias ocasiones, ensayó las tretas que Akadie le había enseñado, con el propósito de viajar a otros mundos, pero por una u otra razón sus esfuerzos fracasaron y no consiguió reunir la cantidad suficiente para comprar un pasaje.
    Durante una temporada viajó con un grupo de trevanyis.9 Su exactitud y dinamismo contrastaban de manera divertida con la imprecisión del trill medio.
    Después de ocho años de vagar sin rumbo, volvió a la isla Rabendary, donde todo seguía como antes, aunque Shira había abandonado por fin el hussade. Jut todavía continuaba su guerra nocturna contra los merlings. Marucha aún confiaba en ser aceptada socialmente por la nobleza local, que no tenía la menor intención de permitirlo. Jut, a instancias de Marucha, se hacía llamar ahora Hulden, señor de Rabendary, pero rehusaba trasladarse a la mansión de Ambal, que, pese a sus notables dimensiones, grandes aposentos y pulidos paneles de madera, carecía de una amplia terraza orientada de cara al mar.
    La familia recibía con regularidad noticias de Glinnes, que había prosperado en la Maza. Había conseguido en el campamento de reclutas una recomendación para ingresar en la escuela de formación de oficiales, y después había sido asignado al Cuerpo Táctico del escuadrón 191; allí obtuvo el mando de la lancha de desembarco 191-539 y de sus veinte hombres.
    Glinnes ya podía aspirar a una carrera satisfactoria y a una excelente jubilación, pero no se sentía del todo feliz. Había imaginado una vida más romántica y aventurera; se había visto surcando el cúmulo en un patrullero, a la busca de escondites de astromenteros, aterrizando después en lugares remotos y pintorescos para descansar durante unos días..., una vida mucho más activa y azarosa que la rutina perfectamente organizada en que la se veía atrapado. Jugaba al hussade para paliar la monotonía; su equipo siempre se destacaba en el campeonato de la flota, y había ganado dos de ellos.
    Al final, Glinnes solicitó el traslado a una lancha patrullera, pero su petición fue rechazada. Se presentó ante el comandante del escuadrón, que escuchó las quejas y protestas de Glinnes con una actitud de total desinterés.
    –La petición fue rechazada por una excelente razón.
    –¿Cuál? –preguntó Glinnes–. Supongo que no me considerarán indispensable para la supervivencia del escuadrón...
    –No del todo. En cualquier caso, no queremos trastornar una organización que funciona con tal precisión.
    Ordenó algunos papeles que tenía sobre el escritorio y después se retrepó en la silla.
    –En confianza, corre el rumor de que no tardaremos en entrar en acción.
    –¿De veras? ¿Contra quién?
    –En cuanto a este punto, me baso sólo en suposiciones. ¿Ha oído hablar del Tamarchô?
    –Sí, desde luego. Leí algo en una revista. Un culto de fanáticos guerreros que viven en un planeta cuyo nombre no recuerdo. Aparentemente, destruyen por el simple placer de destruir, o algo así.
    –Bien, pues ya sabe tanto como yo, excepto que el planeta es Rhamnotis y los tamarchistas han devastado una región entera. Yo diría que vamos a descender sobre Rhamnotis.
    –Es una explicación, como mínimo. ¿Cómo es Rhamnotis? ¿Un lugar sombrío y desértico?
    –Todo lo contrario.
    El comandante se estiró y pulsó unos botones. Una pantalla se iluminó y habló una voz.
    –Alastor 965, Rhamnotis. Las características físicas son...
    El narrador leyó una serie de cifras referentes a la masa, dimensiones, gravedad, atmósfera y clima, mientras la pantalla mostraba una proyección de Mercator de la superficie. El comandante apretó botones para evitar la información histórica y antropológica, y buscó lo que era conocido como «información general».
    –Rhamnotis es un mundo en el que cada detalle, aspecto e institución se dirige a lograr el bienestar y la satisfacción de sus habitantes. Los primeros pobladores, procedentes del planeta Triskelion, decidieron desterrar para siempre la fealdad que habían dejado atrás, y suscribieron un acuerdo a este respecto, acuerdo que constituye el principal documento de Rhamnotis, objeto de gran reverencia.
    »Hoy, los habituales detritus de la civilización (discordia, obscenidad, despilfarro, desorden estructural) han sido casi expulsados de la conciencia de la población. Actualmente, Rhamnotis es un mundo caracterizado por su excelente organización. Lo óptimo se ha convertido en la norma. Los males sociales son desconocidos; la pobreza no es más que una palabra curiosa. La semana laboral es de diez horas, y todos los miembros de la población participan en ella. Dedican sus energías restantes a carnavales y festivales, que atraen a los turistas de planetas lejanos. La cocina se considera a la altura de la mejor del cúmulo. Playas, bosques, lagos y montañas proporcionan oportunidades insuperables para el esparcimiento al aire libre. El hussade es un deporte muy popular, aunque los equipos locales nunca se han destacado entre los principales del Cúmulo.
    El comandante tocó otro botón.
    –En años recientes –siguió el narrador–, el culto conocido como Tamarchô ha atraído la atención. Los principios del Tamarchô son confusos, y parecen variar según el individuo. En general, los tamarchistas se entregan a la violencia desenfrenada, la destrucción y la violación. Han quemado cientos de hectáreas de bosque primitivos; han contaminado lagos, embalses y fuentes con cadáveres, basura y petróleo; se sabe que han envenenado charcas de reservas de caza y que han colocado cebos envenenados para aves y animales domésticos. Lanzan bombas de excrementos entre las multitudes perfumadas de los carnavales y orinan desde altas torres sobre el gentío. Rinden culto a la fealdad y, de hecho, se llaman a sí mismos la Gente Fea.
    El comandante apretó un botón para apagar la pantalla.
    –Ya lo ve. Los tamarchistas se han apoderado de una región y no quieren marcharse. Parece ser que los rhamnotes han pedido auxilio a la Maza. De todas formas, es una especulación. También podría ser que nos enviaran a la isla Breakneck para dispersar a las prostitutas. ¿Quién sabe?

    La estrategia habitual de la Maza, ratificada a lo largo de diez mil campañas, consistía en agrupar una fuerza tremenda, tan extravagantemente abrumadora como para intimidar al enemigo e imponerle la convicción absoluta de la derrota. En la mayoría de los casos, la rebelión se desvanecía y no hacía falta combatir. Para vencer al rey Zag el Demente del Planeta Gris, Alastor 1740, la Maza desplegó mil acorazados Tyrant sobre el Capitolio Negro, casi ocultando la luz del sol. Escuadrones de vavarangis y aguijones volaban en evoluciones concéntricas bajo los Tyrants, y todavía a menos altura botes de combate surcaban el aire en todas direcciones como avispas. Al quinto día, veinte millones de aguerridos soldados descendieron para enfrentarse a la estupefacta milicia del rey Zag, que había abandonado toda intención de resistirse mucho tiempo atrás.
    Se esperaba que las mismas tácticas fueran suficientes para rendir a los tamarchistas. Cuatro flotas de Tyrants y Maulers convergieron desde cuatro direcciones distintas para sobrevolar las Montañas Plateadas, donde la Gente Fea se había refugiado. Los agentes de inteligencia destacados en la superficie informaron que no se habían producido reacciones perceptibles de los tamarchistas.
    Los Tyrants descendieron un poco más, y taladraron el cielo durante toda la noche con ominosos rayos de luz azul chisporroteante. Por la mañana, los tamarchistas habían levantado sus campamentos y desaparecido. Inteligencia de superficie informó que se habían puesto a cubierto en los bosques.
    Naves de guerra volaron hacia la zona, y desde los altavoces se ordenó a la Gente Fea que formara filas ordenadas y se dirigiera a una ciudad muy concurrida de las cercanías. La única respuesta fue una descarga cerrada de los francotiradores.
    Los Tyrants comenzaron a descender con amenazadora deliberación. Las naves de guerra lanzaron un ultimátum final: rendición o ataque inminente. Los tamarchistas no respondieron.
    Dieciséis fortalezas aéreas Armadillo se posaron sobre un prado situado a cierta altura, intentado asegurar la zona para permitir el aterrizaje de las tropas. Se encontraron no sólo con el fuego de armas ligeras, sino con espasmos energéticos que provenían de un anticuado conjunto de radiantes azules. En lugar de destruir un número indeterminado de maníacos, los Armadillos regresaron al cielo.
    El comandante en jefe de la operación, vejado y perplejo, decidió rodear de tropas las Montañas Plateadas, confiando en rendir por hambre a la Gente Fea.
    Dos mil doscientas lanchas de aterrizaje, entre ellas la 191-539, bajo las órdenes de Glinnes Hulden, descendieron hasta la superficie y cercaron a los tamarchistas en su guarida de las montañas. Donde pareció apropiado, las tropas ascendieron con cautela valles arriba, después de enviar lanchas de combate Aguijones para dispersar a los francotiradores. Se produjeron bajas, y como los tamarchistas ya no representaban amenaza o peligro, el comandante en jefe retiró a sus tropas de las zonas cubiertas por el fuego tamarchista.
    El asedio se prolongó a lo largo de un mes. Inteligencia informó que los tamarchistas carecían de provisiones, y que comían cortezas de árbol, hojas, insectos, todo lo que tenían a mano.
    El comandante envió de nuevo naves de guerra a la zona, que exigieron una rendición ordenada. Como respuesta, los tamarchistas intentaron romper el cerco en diversas ocasiones, pero fueron rechazados y les causaron considerables bajas.
    El comandante volvió a enviar naves de guerra, y amenazó con el uso de gas doloroso si la rendición no se llevaba a cabo antes de seis horas. Al terminar el plazo, los Vavarangis descendieron para bombardear los refugios con proyectiles de gas doloroso. Los tamarchistas, asfixiados, rodando por tierra, retorciéndose y sufriendo convulsiones, salieron a campo abierto. El comandante ordenó desatar una «lluvia viviente» de cien mil soldados, y tras unos breves tiroteos la zona quedó despejada. Los tamarchistas capturados no sobrepasaban el número de dos mil personas de ambos sexos. Glinnes se sorprendió al comprobar que algunos eran apenas niños, y muy pocos le sobrepasaban en edad. Carecían de municiones, energías, alimentos y medicinas Dedicaban muecas y gruñidos a las tropas de la Maza; eran realmente «Gente Fea». El asombro de Glinnes aumentó. ¿Qué había impulsado a estos jóvenes a luchar con tanto fanatismo por una causa obviamente perdida? ¿Qué les había instigado a convertirse en la Gente Fea? ¿Porqué habían violado y mancillado, destruido y corrompido?
    Glinnes intentó preguntar a un prisionero, que fingió no entender su dialecto. Poco después, Glinnes recibió la orden de reemprender el vuelo en su nave.

    Glinnes volvió a la base. Recogió su correo y encontró una carta de Shira, en la que le comunicaba trágicas noticias. Jut Hulden había salido a cazar merlings con excesiva frecuencia; le habían tendido una trampa.
    Antes de que Shira pudiera ir en su ayuda, Jut había sido sumergido en el estrecho de Farwan.
    Las noticias provocaron en Glinnes una estupefacción casi irracional. Le era muy difícil imaginar cambios en los marjales eternos, sobre todo cambios tan profundos.
    Shira era ahora señor de Rabendary. Glinnes se preguntó qué otros cambios se producirían. Probablemente ninguno; Shira detestaba las innovaciones. Encontraría una esposa y crearía una familia; tarde o temprano, era lo previsible. Glinnes se preguntó con quién se podría casar el voluminoso y calvo Shira, con sus mejillas coloradas y la nariz desmesurada. Ni siquiera en su calidad de jugador de hussade le había resultado fácil a Shira magrear a las chicas en la oscuridad, pues mientras él se consideraba astuto, cordial y afable, los demás pensaban que era grosero, despreciable y pesado.
    Glinnes se puso a meditar sobre su niñez. Recordó las brumosas mañanas, las noches alegres, las observaciones de estrellas. Recordó a sus buenos amigos y sus costumbres peculiares. Recordó el aspecto del bosque de Rabendary; las menas que se vislumbraban sobre los pomanderos bermejos, los abedules verde plateados y los pinchones verde oscuros. Pensó en el brillo tenue que colgaba sobre el agua y que suavizaba el perfil de las orillas lejanas. Pensó en la vieja y destartalada casa familiar, y descubrió que la añoraba con todas sus fuerzas.
    Dos meses después, al finalizar los diez años de servicios, renunció a su grado y volvió a Trullion.


    4

    Glinnes había enviado una carta anunciando su llegada, pero cuando desembarcó en Port Maheul, en la Prefectura de Staveny, nadie de su familia fue a recibirle, cosa que consideró extraña.
    Cargó su equipaje hasta el trasbordador y se acomodó en el puente superior para contemplar el paisaje. ¡Qué desenvueltos y alegres se veían los campesinos con sus indumentarias de colores escarlata mate, azul y ocre! La vestimenta cuasi militar de Glinnes (chaqueta negra y pantalones beige embutidos en botas altas hasta el tobillo) le dotaba de cierta rigidez y severidad. Quizá no la volviera a utilizar jamás.
    El barco no tardó en amarrar en el puerto de Welgen. Un olor delicioso asaltó la nariz de Glinnes, y le guió hasta un puesto de pescado frito cercano. Glinnes compró un paquete de tallos de caña ahumados y un trozo de anguila asada. Buscó con la mirada a Shira o Marucha, aunque no esperaba encontrarlos. Un grupo de extranjeros llamó su atención: tres chicos, ataviados con una especie de uniforme (traje gris claro de una sola pieza, ceñido con un cinturón, y zapatos negros ajustados muy brillantes), y tres chicas, vestidas con ropas austeras de dril blanco resistente. Tanto hombres como mujeres llevaban el pelo corto, que no les sentaba mal, y pequeños medallones en el hombro derecho. Pasaron muy cerca de Glinnes y advirtió que, después de todo, no eran extranjeros, sino trills. ¿Estudiantes de una academia de adoctrinamiento? ¿Miembros de una orden religiosa? Todo era posible, pues llevaban libros, calculadoras y parecían estar entregados a una vehemente discusión. Glinnes examinó a las chicas por segunda vez. Pensó que había algo en ellas poco atractivo, aunque al principio no pudo definirlo. La chica trill normal se vestía con casi cualquier cosa que tuviera a mano, sin preocuparse de que estuviera arrugado, gastado o sucio, y después se adornaba con flores. Estas chicas no sólo parecían limpias, sino también remilgadas. Demasiado limpias, demasiado remilgadas... Glinnes se encogió de hombros y volvió al trasbordador.
    El trasbordador se adentró en el corazón de los marjales, a lo largo de vías fluviales que olían a agua estancada y tronchos de caña; ocasionales hedores sugerían la presencia de merlings. El ancho de Ripil apareció frente a él, así como el grupo de chozas que formaba Saurkash, el final del trayecto de Glinnes. En este punto, el trasbordador se desviaba hacia el norte y recorría los pueblos que bordeaban la isla Vole Mayor. Glinnes depositó sus maletas en el muelle y se quedó un momento examinando la aldea. La estructura más notable era el campo de hussade con sus viejas y ruinosas graderías, en otros tiempos el estadio de los Serpientes de Saurkash. Muy cerca se hallaba La Tenca Mágica, la más agradable de las tres tabernas de Saurkash. Recorrió la distancia que separaba el muelle de la oficina donde diez años antes Milo Marrad había alquilado barcas y un taxi acuático.
    No vio a Harrad. Un joven al que Glinnes no conocía dormitaba sentado a la sombra.
    –Buenos días, amigo –dijo Glinnes, y el joven, despierto, se volvió hacia él con una mirada de tibio reproche–. ¿Puede llevarme a la isla Rabendary?
    –Cuando usted guste.
    El joven miró a Glinnes de arriba abajo con parsimonia y se incorporó.
    –Si no me equivoco, usted es Glinnes Hulden.
    –Está en lo cierto, pero yo no me acuerdo de usted.
    –No me extraña. Soy el sobrino del viejo Harrad que vivía en Voulash. Me llaman el joven Harrad y espero que sea así durante el resto de mi vida. Le recuerdo cuando jugaba con los Serpientes.
    –Sucedió hace mucho tiempo. Tiene buena memoria.
    –No tanto. Los Hulden siempre se han destacado en el hussade. El viejo Harrad hablaba mucho de Jut, el mejor jugador que salió jamás de Saurkash, según afirmaba el viejo Milo. Shira era un defensa sólido, muy eficiente, pero lento en los saltos. Me parece que nunca le vi ejecutar un regateo limpio.
    –Muy acertado. –Glinnes siguió con la mirada la vía fluvial–. Esperaba encontrarme con él aquí, o con mi hermano Glay. Es evidente que tenían cosas mejores que hacer.
    El joven Harrad le miró de soslayo, se encogió de hombros y acercó un esquife blanco y verde claro hasta el muelle. Glinnes trasladó sus maletas a bordo y zarparon hacia el este, siguiendo el estrecho de Mellish.
    –¿Esperaba que Shira viniera a buscarle? –preguntó el joven Harrad después de carraspear.
    –Desde luego.
    –Entonces, ¿no sabe lo de Shira?
    –¿Qué le ha pasado?
    –Ha desaparecido.
    –¿Desaparecido? –Glinnes dejó caer la mandíbula y paseó la mirada a su alrededor–. ¿Dónde?
    –Nadie lo sabe. En el comedor de los merlings, probablemente, donde desaparece la mayor parte de la gente.
    –A menos que haya ido a visitar amigos.10
    –¿Durante dos meses? Según me han dicho, Shira tenía mucho aguante, pero dos meses colgado de cauch sería una proeza extraordinaria.
    Glinnes emitió un gruñido de abatimiento y se apartó, agotadas sus ganas de conversar. Jut muerto, Shira muerto... Su vuelta a casa sólo podía suponer un acontecimiento triste. El paisaje, cada vez más familiar, cada vez más rico en recuerdos, sólo servía ahora para aumentar su melancolía. A cada lado se deslizaban islas que conocía bien: Jurzy, donde los Rayos de Jurzy, su primer equipo, se había entrenado; Calceon, donde la adorable Loel Issam había resistido sus más apremiantes halagos. Después llegó a ser la sheirl de los Triplanos de Gaspar y, por fin, tras su deshonra, contrajo matrimonio con Lora Clois de la Mesa Esculpida, al norte de los marjales... Los recuerdos se agolpaban en su mente: se preguntó por qué se había marchado de los marjales. Sus diez años en la Maza ya sólo le parecían un sueño.
    La barca se internó en el ancho de Seavvard. Al sur, aproximadamente a kilómetro y medio, estaba la Isla Cercana, y más allá, algo más ancha y alta, la Isla Media. Por fin, se alzaba la Isla Lejana, todavía más grande y alta. Tres siluetas que el vapor del agua oscurecía en tres grados distintos. La Isla Lejana apenas aparentaba más sustancia que el cielo del horizonte sur.
    La barca se deslizó en el angosto estrecho de Athenry. Los árboles se inclinaban para formar un arco sobre las quietas y oscuras aguas. El olor de los merlings se hizo más perceptible. Tanto Marrad como Glinnes se hallaban atentos a los remolinos de agua. Por razones que sólo conocían ellos, los merlings se congregaban en el estrecho de Athenry, tal vez a causa de los árboles, venenosos para los hombres, quizá debido a la sombra o por el sabor de las ramas de los árboles enterradas en el agua. Nada alteraba la placidez de la superficie; si los merlings estaban cerca, no salían de sus escondrijos. La barca surcó las aguas del ancho de Fleharish. En Cinco Islas, hacia el sur, Thammas, Lora Gensifer conservaba su antigua mansión. No muy lejos, un velero desafiaba las aguas sobre aerodeslizadores. Al timón estaba sentado el propio Lora Gensifer, un hombre robusto de cara redonda, diez años mayor que Glinnes, ancho de pecho y espaldas aunque de piernas delgadas. Viró por avante con elegancia y, levantando mucha espuma, se colocó junto a la barca de Marrad y orzó la vela. El barco se desprendió de los aerodeslizadores y cayó al agua.
    –Si no me equivoco, eres el joven Glinnes Hulden, que regresa de sus periplos estelares –dijo en voz alta Lora Gensifer–. ¡Bienvenido a los marjales!
    Glinnes y Marrad se levantaron y ejecutaron el saludo debido a un noble de la calidad de Gensifer.
    –Gracias –contestó Glinnes–. Me alegro de volver, sin duda alguna.
    –¡No hay lugar como los marjales! ¿Cuáles son tus planes respecto al hogar?
    Glinnes se quedó sorprendido.
    –¿Planes? Ninguno en particular... ¿Porqué?
    –Pensaba que los tendrías. Al fin y al cabo, ahora eres señor de Rabendary.
    Glinnes desvió la mirada hacia la isla Rabendary.
    –Me lo suponía, si es verdad que Shira ha muerto. Le llevo una hora de edad a Glay.
    –Y también te aguarda una buena tarea, en mi opinión... Bien, ya lo comprobarás, no lo dudes. –Lora Gensifer cambió de tema–. ¿Qué me dices del hussade? ¿Eres favorable al nuevo club? Nos gustaría que un Hulden formara parte del equipo.
    –No sé nada sobre eso, Lora Gensifer. Me siento tan desconcertado por el giro de los acontecimientos que no se me ocurre ninguna respuesta sensata.
    –A su debido tiempo, a su debido tiempo.
    Lora Gensifer orientó la vela de nuevo. El casco, lanzado hacia adelante, subió sobre los aerodeslizadores y atravesó el ancho Fleharish a gran velocidad.
    –No se lo tome a broma –dijo el joven Marrad con envidia–. Consiguió que le trajeran ese artefacto desde Illucante mediante Intermundo. ¡Imagine los ozols que le costó!
    –Parece peligroso –dijo Glinnes–. Si vuelca, no hay nadie más en las cercanías que los merlings.
    –Lora Gensifer es muy temerario. De todas formas, dicen que el barco es muy seguro. Ante todo, no puede hundirse, incluso si vuelca. Siempre podrá mantenerse sobre el casco hasta que alguien lo recoja.
    Continuaron por el ancho de Fleharis y desembocaron en el estrecho de Ilfish. Dejaron a su izquierda los Comunes de la Prefectura, una isla de veinte hectáreas reservada para el uso de visitantes ocasionales, trevanyis, wryes y amantes que «iban a visitar amigos». El bote entró en el ancho de Ambal, y delante... la querida silueta de la isla Rabendary: el hogar. Glinnes parpadeó cuando sus ojos se humedecieron. Un triste regreso a casa, en verdad. La isla Ambal nunca le había parecido más adorable. Glinnes miró la antigua mansión y creyó percibir un jirón de humo que surgía de las chimeneas. Se le ocurrió una teoría pasmosa, que tal vez explicara la expresión desdeñosa de Lora Gensifer. ¿Se habría instalado Glay en la mansión? Lora Gensifer consideraría semejante acción ridícula y deshonrosa... Un don nadie intentando remedar a sus superiores.
    La barca amarró en el muelle de Rabendary. Glinnes bajó las maletas y pagó al joven Marrad. Dirigió la mirada hacia la casa. ¿Siempre había estado tan abandonada y ruinosa? ¿Siempre habían crecido tantas malas hierbas? Existía un estado de deterioro confortable que los trills consideraban atractivo, pero la vieja casa había sobrepasado en mucho este punto. Cuando subió los peldaños de la terraza, crujieron y cedieron bajo su peso.
    Distinguió puntos de luz al otro lado del campo cercano al bosque de Rabendary. Glinnes forzó la vista. Tres tiendas, rojas, negras y naranja mate. Tiendas Trevanyi. Glinnes agitó la cabeza con colérico menosprecio. No había vuelto demasiado pronto.
    –¡Ah de la casa! ¿Hay alguien ahí? –gritó.
    La alta figura de su madre apareció en el umbral de la puerta. La mujer le miró con incredulidad, y después corrió unos pasos hacia él.
    –¡Glinnes! ¡Qué extraño me resulta verte!
    Glinnes la abrazó y besó, ignorando las implicaciones de la observación.
    –Sí, he vuelto, y a mí también me resulta extraño. ¿Dónde está Glay?
    –Ha salido con un compañero. ¡Mira qué buen aspecto tienes! Te has convertido en un hombre muy apuesto.
    –Tú apenas has cambiado; sigues siendo mi hermosa madre.
    –Oh, Glinnes, no me digas esas cosas. Me siento tan vieja como las colinas, y seguro que lo parezco... Imagino que te habrás enterado de las tristes noticias.
    –¿Sobre Shira? Sí. Me apena terriblemente. ¿Sabe alguien lo que ocurrió?
    –No se sabe nada –dijo Marucha, sin añadir más comentarios–. Siéntate, Glinnes. Quítate esas bonitas botas y descansa los pies. ¿Te apetece un poco de vino de manzana?
    –Mucho, y algo de comer, cualquier cosa. Estoy hambriento.
    Marucha sirvió vino, pan y un picadillo frío de carne, fruta y jalea de mar. Se sentó y observó cómo comía.
    –Me alegro mucho de verte. ¿Qué planes tienes?
    Glinnes pensó que su voz delataba una frialdad casi imperceptible. De todos modos, Marucha nunca había sido muy efusiva.
    –De momento, ninguno –respondió–. El joven Harrad me ha contado lo de Shira. ¿Nunca llegó a casarse?
    La boca de Marucha dibujó una mueca de desaprobación.
    –Nunca consiguió decidirse a dar el paso... Tenía algunas amiguitas aquí y allá, naturalmente.
    Glinnes intuyó de nuevo palabras no pronunciadas, cierto conocimiento que su madre no se dignaba comunicarle. Comenzó a sentir unas levísimas punzadas de resentimiento, que procuró apartar con cautela. No sería bueno iniciar su nueva vida sobre esa base.
    –¿Dónde has dejado tu uniforme? –preguntó Marucha con voz alegre y algo quebradiza–. Tenía muchas ganas de verte vestido de capitán de la Maza.
    –Renuncié a mi grado. Decidí volver a casa.
    –Oh. –La voz de Marucha carecía de expresión–. Estamos muy contentos de que hayas vuelto, pero ¿crees que es prudente renunciar a tu carrera?
    –Ya he dado el paso. –A pesar de su determinación, la voz de Glinnes había adoptado un tono de irritación–. Se me necesita más aquí que en la Maza. La casa se está cayendo a trozos. ¿Nunca se ocupa de nada Glay?
    –La mayor parte del tiempo está ocupado en..., bien, en sus actividades. A su manera, ahora es una persona muy importante.
    –Eso no es óbice para que repare los peldaños de la escalera. Se están pudriendo, literalmente... Aunque... Vi humo saliendo de la isla Ambal. ¿Glay vive allí?
    –No. Hemos vendido la isla Ambal a un amigo de Glay.
    –¿Que habéis vendido la isla Ambal? –exclamó Glinnes, estupefacto–. ¿Qué motivos...? –Concentró sus pensamientos–. ¿Shira vendió la isla Ambal?
    –No –respondió Marucha con voz fría–. Glay y yo lo decidimos.
    –Pero... –Glinnes se interrumpió y eligió sus palabras deliberadamente–. Ten por seguro que no quiero desprenderme de la isla Ambal o de ninguna otra parte de la tierra.
    –Me temo que la venta ya se ha efectuado. Dábamos por sentado que te estabas labrando una posición en la Maza y que no volverías a casa. De haberlo sabido, por supuesto, habríamos tenido en cuenta tus sentimientos.
    –Mi opinión definitiva es que ese contrato ha de anularse.11 No deseamos desprendernos de Ambal bajo ningún concepto.
    –Mi querido Glinnes, ya no nos pertenece.
    –A menos que devolvamos el dinero. ¿Dónde está?
    –Tendrás que preguntárselo a Glay.
    Glinnes pensó en el sardónico Glay de diez años atrás, quien siempre se había mantenido al margen de los asuntos de Rabendary. Que Glay tomara importantes decisiones parecía por completo inadecuado, y aun más, insultante para la memoria de su padre, que amaba cada centímetro cuadrado de su tierra.
    –¿Cuánto os pagaron por Ambal?
    –Doce mil ozols.
    –¡Es un regalo! –La voz de Glinnes se quebró, tal era la magnitud de su colérico asombro–. ¿Por un lugar tan bello como la isla Ambal, con una mansión en buenas condiciones? Alguien se ha vuelto loco.
    Los ojos negros de Marucha lanzaron chispas.
    –No tienes el menor derecho a protestar. No estabas aquí cuando te necesitábamos, y es indigno que vengas ahora con críticas.
    –Voy a hacer algo más que criticar; voy a anular el contrato. Si Shira ha muerto, yo soy el señor de Rabendary, y nadie más tiene autoridad para vender.
    –Pero no sabemos si Shira ha muerto –señaló Marucha, razonando con suavidad–. Es posible que esté visitando a sus amigas.
    –¿Conoces a alguna de esas «amigas»? –preguntó Glinnes.
    Marucha se encogió de hombros desdeñosamente.
    –No, pero ya sabes cómo era Shira. Nunca cambió.
    –Después de dos meses, ya habría vuelto de su visita.
    –Confiamos en que esté vivo, desde luego. De hecho, según la ley, no podemos considerarle muerto hasta dentro de cuatro años.
    –¡Para ese momento, el contrato será firme! ¿Por qué debemos desprendernos de una parte de nuestra maravillosa tierra?
    –Necesitábamos el dinero. ¿No te parece suficiente motivo?
    –¿Para qué necesitabais el dinero?
    –Tendrás que hacerle esa pregunta a Glay.
    –Lo haré. ¿Dónde está?
    –No lo sé. No creo que tarde mucho en volver.
    –Otra cuestión: ¿aquellas tiendas que se ven en el bosque son trevanyis?
    Marucha asintió. Ninguno de los dos pretendía ya mostrarse amable.
    –Haz el favor de no criticarme ni a mí ni a Glay. Shira les permitió establecerse en la propiedad y no hacen ningún daño.
    –Quizá no, pero el año es joven. Ya conoces nuestra última experiencia con los trevanyis. Robaron los cuchillos de la cocina.
    –Los Drosset no son de esa clase. Para ser trevanyis, parecen muy responsables. Se comportan con toda la decencia que creen necesaria.
    Glinnes alzó las manos.
    –No vale la pena discutir, pero quiero insistir sobre Ambal. Estoy seguro de que Shira jamás habría permitido la venta de la isla. Si está vivo, habéis actuado sin su autorización. Si está muerto, habéis actuado sin la mía, e insisto en que el contrato debe ser anulado.
    Marucha volvió a encoger sus esbeltos hombros.
    –Tendrás que discutir este asunto con Glay. Estoy harta de este tema.
    –¿Quién compró la isla Ambal?
    –Una persona llamada Lute Casavage, muy discreta y distinguida. Creo que procede de otro planeta; es demasiado gentil para ser un trill.
    Glinnes terminó de comer y fue a buscar su equipaje.
    –He traído algunas cosillas.
    –Entregó a su madre un paquete, que ella cogió sin el menor comentario–. Ábrelo. Es para ti.
    Marucha levantó la tapa y sacó una pieza de tela púrpura, bordada con pájaros fantásticos en hilo verde, plateado y dorado.
    –¡Qué increíble maravilla! –murmuró la mujer–. ¿Por qué, Glinnes...? Un regalo tan espléndido...
    –Eso no es todo –dijo Glinnes.
    Sacó otras cajas, que Marucha abrió embelesada. Al contrario que la mayoría de los trills apreciaba mucho las posesiones valiosas.
    –Son cristales de las estrellas –dijo Glinnes–. No tienen otro nombre, pero se los encuentra así, con facetas y todo, en el polvo de las estrellas muertas. Nada puede arañarlos, ni siquiera los diamantes, y poseen propiedades ópticas muy peculiares.
    –¡Cómo pesan!
    –Este jarro es muy antiguo; nadie sabe su edad. Se dice que la escritura del fondo es Erdish.
    –¡Es precioso!
    –Esto no es muy bonito, pero me llamó la atención... Un cascanueces en forma de broche de Urtland. Para ser sincero, lo compré en una tienda de trastos viejos.
    –Es maravilloso. ¿Dices que es para cascar nueces?
    –Sí. Pones las nueces entre estas mandíbulas y aprietas por el extremo saliente... Esto era para Glay y Shira..., cuchillos forjados en proteo. Los filos cortantes son cadenas de moléculas entrelazadas... Absolutamente indestructibles. Ni siquiera se estropean si los golpeas contra el acero.
    –Glay se sentirá muy complacido –dijo Marucha, con voz algo más tensa que antes–. Y Shira también.
    Glinnes emitió una risita escéptica, que Marucha se esforzó en ignorar.
    –Muchas gracias por los regalos. Me parecen maravillosos. –Se asomó a la terraza que daba al muelle–. Glay ha llegado.
    Glinnes salió a la terraza. Glay, que subía por el sendero desde el muelle, se detuvo, aunque no demostró la menor sorpresa. Después, avanzó con parsimonia. Glinnes descendió los peldaños y los hermanos se palmearon las espaldas.
    Glinnes advirtió que Glay no vestía la ropa típica trill, sino pantalones grises y chaqueta oscura.
    –Bienvenido a casa –dijo Glay–. Me he encontrado con el joven Harrad y me ha dicho que habías venido.
    –Me alegro de volver a casa –dijo Glinnes–. Habrá sido penoso para ti y Marucha estar solos, pero ahora que estoy aquí intentaremos hacer de la casa lo que era antes.
    Glay asintió con la cabeza, sin comprometerse.
    –Sí, hemos llevado una vida más bien tranquila. Y confío en que las cosas cambien para bien.
    Glinnes no estaba seguro de comprender las palabras de Glay.
    –Hay mucho de qué hablar, pero, antes que nada, me alegro de verte. Pareces muy sensato, maduro y, ¿cómo diría yo?, dueño de ti mismo.
    –Cuando miro hacia atrás –rió Glay–. Me doy cuenta de que siempre medité demasiado y traté de resolver excesivas paradojas. Todo eso se ha terminado. He cortado el nudo gordiano, como si dijéramos.
    –¿Qué quieres decir?
    –Es demasiado complicado para explicarlo ahora –dijo Glay con un gesto de disculpa–. Tú también tienes buen aspecto. La Maza te ha sentado bien. ¿Cuándo has de regresar?
    –¿A la Maza? Me parece que nunca, puesto que, según parece, ahora soy el señor de Rabendary.
    –Sí –dijo Glay con voz neutra–. Me llevas una hora de ventaja.
    –Entra, te he traído un regalo, y también algo para Shira. ¿Crees que ha muerto?
    –No hay otra explicación –corroboró Glay con expresión sombría.
    –Yo también pienso lo mismo. Madre cree que está «visitando a unos amigos».
    –¿Durante dos meses? Imposible.
    Ambos entraron en la casa, y Glinnes sacó el cuchillo que había comprado en los Laboratorios Técnicos de Boreal, una ciudad de Maranian.
    –Ten cuidado con el filo. Si lo tocas, te cortarás. Sin embargo, puedes partir una barra de hierro sin el menor esfuerzo.
    Glay cogió el cuchillo con cautela y examinó el filo invisible.
    –Me asusta.
    –Sí, es casi sobrenatural. Ahora que Shira ha muerto, guardaré el otro para mí.
    –No estamos seguros de que Shira haya muerto –comentó Marucha desde el otro lado de la habitación.
    Ni Glay ni Glinnes respondieron. Glay depositó su cuchillo sobre la repisa de kaban ennegrecida por el humo. Glinnes se sentó.
    –Será mejor que aclaremos el asunto de la isla Ambal.
    Glay se recostó contra la pared y examinó a Glinnes con ojos graves.
    –No hay nada que decir. Para bien o para mal, la vendí a Lute Casavage.
    –La venta no sólo fue imprudente, sino también ilegal. Tengo la intención de anular el contrato.
    –Vaya. ¿Y cómo lo harás?
    –Devolveremos el dinero y le pediremos a Casavage que se marche. El proceso es muy simple.
    –Suponiendo que cuentes con doce mil ozols.
    –Yo no..., pero tú sí.
    –Ya no.
    Glay meneó la cabeza lentamente.
    –¿Dónde está el dinero?
    –Lo di.
    –¿A quién?
    –A un hombre llamado Junius Farfan. Se lo di, y él lo aceptó. No puedo recuperarlo.
    –Me parece que iremos a ver a Junius Farfan... en este mismo momento.
    Glay negó con la cabeza.
    –Deja en paz ese dinero, por favor. Ya tienes tu parte..., eres el señor de Rabendary. Permite que la isla Ambal sea mi parte.
    –No estamos hablando de partes o de posesiones. Tú y yo somos los dueños de Rabendary. Es nuestro hogar.
    –Ese punto de vista es muy válido, pero yo elegí pensar de una forma diferente. Como ya te he dicho, se están produciendo cambios por aquí.
    Glinnes se reclinó en la silla, incapaz de contener su indignación.
    –Dejémoslo así –pidió Glay cansadamente–. Yo me quedé con Ambal; tú tienes Rabendary. Es justo, después de todo. Ahora me iré para que puedas disfrutar sin trabas de tu propiedad.
    Glinnes intentó expresar en voz alta su desacuerdo, pero las palabras se ahogaron en garganta.
    –La elección es tuya. Espero que cambies de opinión –fue lo único que puedo decir.
    La respuesta de Glay consistió en una sonrisa críptica. Glinnes no la consideró una respuesta.
    –Otra cosa. ¿Qué hacen allí esos trevanyis?
    –Son los Drosset. He viajado con ellos. ¿Te opones a su presencia?
    –Son tus amigos. Si te empeñas en cambiar de residencia, ¿por qué no te los llevas contigo?
    –No tengo ni idea de adonde voy. Si quieres que se vayan, díselo. Tú eres el señor de Rabendary, no yo.
    –No será el señor hasta que sepamos algo de Shira –dijo Marucha desde su silla.
    –Shira ha muerto –dijo Glay.
    –Aun así, Glinnes no tiene derecho a volver a casa y crear dificultades enseguida. Es terco como Shira e inflexible como su padre.
    –Yo no he creado las dificultades, sino vosotros –dijo Glinnes–. He de encontrar doce mil ozols para recuperar la isla Ambal, y después expulsar a una banda de trevanyis antes de que hagan venir a todo su clan. Ha sido una suerte que volviera en este momento, cuando aún conservamos la casa.
    Glay se sirvió con calma una jarra de vino de manzana. Parecía simplemente aburrido... Se oyó un estruendoso crujido, procedente del otro lado del terreno, y después un tremendo estrépito. Glinnes fue a mirar desde el extremo de la terraza. Se volvió hacia Glay.
    –Tus amigos acaban de cortar uno de nuestros árboles más viejos.
    –Uno de tus árboles –replicó Glay con una débil sonrisa.
    –¿Les pedirás que se marchen?
    –No me harían caso. Les debo algunos favores.
    –¿Tienen nombres?
    –El jefe es Vang Drosset. Su mujer se llama Tingo. Los hijos son Ashmor y Harving. La hija se llama Duissane. Immifalda es la bruja.
    Glinnes rebuscó en su equipaje, sacó su pistola reglamentaria y la guardó en el bolsillo. Glay le contempló con una mueca de sarcasmo, después murmuró algo a Marucha.
    Glinnes atravesó el prado. La pálida y agradable luz de la tarde parecía destacar todos los colores cercanos y otorgar a los lejanos un brillo luminoso. El corazón de Glinnes se inflamaba de diversas emociones: dolor, nostalgia de los buenos días perdidos, cólera contra Glay que no lograba controlar a pesar de sus esfuerzos.
    Se acercó al campamento. Seis pares de ojos vigilaban cada paso que daba, le examinaban de arriba abajo. El campamento no estaba demasiado limpio, aunque, por otra parte, tampoco demasiado sucio. Glinnes había visto cosas peores. Ardían dos hogueras. En una de ellas, un muchacho daba vueltas a un asador en el que había ensartadas un montón de gallinas silvestres gordezuelas. Sobre el otro fuego colgaba un caldero del que brotaba un hedor acre y herbáceo: los Drosset estaban preparando cerveza trevanyi, que en ocasiones teñía sus globos oculares de un sorprendente amarillo dorado. La mujer que removía la mezcla era enjuta y de rasgos afilados. Se había teñido el pelo de rojo brillante, y le caía en dos trenzas sobre la espalda. Glinnes se desvió para alejarse del olor.
    Un hombre se aproximó desde el árbol caído, donde estaba recogiendo nueces. Dos corpulentos jóvenes le seguían detrás. Los tres llevaban pantalones negros embutidos en botas negras flexibles, camisas amplias de seda beige y pañuelos de colores en el cuello, la típica indumentaria trevanyi. Vang Drosset llevaba un sombrero plano negro del que brotaban exuberantes rizos de cabello color melcocha. Su piel era de un curioso tono amarillento; los ojos emanaban un brillo amarillo, como iluminados desde atrás. Un hombre impresionante, pensó Glinnes, y una persona a la que no se puede tratar con ligereza.
    –¿Es usted Vang Drosset? –preguntó–. Soy Glinnes Hulden, señor de la isla Rabendary. Debo pedirle que traslade su campamento a otra parte.
    Vang Drosset hizo un gesto a sus hijos, que adelantaron dos sillas de mimbre.
    –Siéntese y tome un refresco –dijo Vang Drosset–. Hablaremos de nuestra partida.
    Glinnes sonrió y agitó la cabeza.
    –Prefiero seguir de pie.
    Si se sentaba y aceptaba el té, estaría en deuda con ellos y podrían solicitarle algún favor. Desvió la mirada hacia el muchacho que daba vueltas al asador, y vio que no era un chico, sino una joven esbelta y bien formada de unos diecisiete o dieciocho años. Vang Drosset pronunció una sílaba sin volverse. La chica se puso en pie de un salto y se dirigió hacia la tienda roja. Cuando entró, miró hacia atrás. Glinnes distinguió un hermoso rostro, dos ojos dorados y rizos rojo dorados que rodeaban su cabeza y caían sobre sus orejas hasta el cuello.
    Vang Drosset sonrió y exhibió una dentadura de un blanco inmaculado.
    –En lo referente a trasladar el campamento, le ruego que nos dé permiso para quedarnos. Aquí no hacemos ningún daño.
    –No estoy tan seguro. Los trevanyis suelen ser vecinos molestos. Desaparecen bestias y aves, así como otras cosas.
    –No hemos robado ni bestias ni aves –dijo Vang Drosset con voz suave.
    –Acaban de destruir un árbol antiquísimo, sólo para coger nueces con más facilidad.
    –El bosque está lleno de árboles. Necesitábamos leña. No creo que sea algo tan grave.
    –Para ustedes, no. ¿Sabe que jugaba en ese árbol cuando era un niño? ¡Mire! ¡Observe dónde dejé mi marca! En esa horcadura me construí un refugio, y a veces dormía por las noches. ¡Amaba a ese árbol!
    Vang Drosset hizo una mueca delicada ante la idea de un hombre que amaba a un árbol. Sus dos hijos rieron con desprecio, se alejaron y empezaron a lanzar cuchillos contra un blanco.
    –¿Leña? –prosiguió Glinnes–. El bosque está lleno de ramas muertas. Basta con acarrearlas hasta aquí.
    –Una distancia muy larga para gente con la espalda dolorida.
    –Mire esas aves. –Glinnes señaló el asador–. Todas a medio crecer; ni siquiera habían criado. Nosotros sólo cazamos las aves de tres años, que ustedes ya habrán matado y comido sin duda, y probablemente también las de dos años, y cuando hayan devorado las más jóvenes no quedará ninguna. Y mire esa fuente... ¡Frutas arrancadas del suelo, con raíces y todo! ¡Han destruido nuestra futura cosecha! ¿Dice que no hacen ningún daño? Maltratan la tierra. Pasarán diez años antes de que vuelva a ser como antes. Desmonten sus tiendas, carguen sus carretas12 y váyanse.
    –Su lenguaje no es muy cordial, señor Hulden –dijo Vang con voz amortiguada.
    –¿Se puede pedir con cordialidad a alguien que abandone tu propiedad? –preguntó Glinnes–. Es imposible. Me exige demasiado.
    Vang Drosset giró sobre sus talones con un siseo de exasperación y paseó su mirada por el prado. Ashmor y Harving se hallaban entregados a un sorprendente ejercicio trevanyi que Glinnes nunca había presenciado. Estaban de pie, separados por unos diez metros de distancia, y se arrojaban un cuchillo a la cabeza por turnos. El contrincante detenía el cuchillo lanzado con el suyo, de una forma prodigiosa, y lo enviaba dando vueltas por los aires.
    –Los trevanyis son buenos amigos, pero malos enemigos –dijo Vang Drosset con voz suave.
    –Tal vez reconozca el proverbio –replicó Glinnes–. «Al este de Zanzamar13 viven los amistosos trevanyis.»
    –¡Pero no todos somos tan malvados! –Vang Drosset habló con una voz teñida de falsa humildad–. ¡Aumentamos el atractivo de la isla Rabendary! Tocaremos música en sus fiestas, somos expertos en las danzas de cuchillos...
    Señaló bruscamente a sus hijos, que hacían saltar y girar sus cuchillos en arcos estremecedores.
    Bien por accidente, bien con un propósito jocoso o mortífero, un cuchillo salió disparado hacia la cabeza de Glinnes. Vang Drosset emitió un graznido de advertencia o tal vez de júbilo. Glinnes había esperado alguna acción semejante. Se agachó, y el cuchillo se clavó en un blanco situado a su espalda. La pistola de Glinnes brincó en su mano y escupió plasma azul. El extremo del asador ardió y las aves quedaron convertidas en cenizas.
    Duissane salió disparada de la tienda. Sus ojos proyectaban un resplandor tan feroz como el de la pistola. Agarró el asador y se quemó la mano; hizo caer las aves al suelo con un palo, sin dejar de proferir maldiciones e invectivas.
    –¡Oh, ruin urush,14 has echado a perder nuestra comida! Que en tu lengua broten espinas. Aléjate de este lugar con tu panza llena de tripas de perro, antes de que te maldigamos como a un fanscher de pierna rígida. ¡Sabemos quién eres, no temas! Eres un spageen15 mucho peor que el cornudo de tu hermano. Había pocos como él...
    Vang Drosset alzó el puño. La chica cerró la boca y se puso a limpiar las aves con semblante ceñudo. Vang Drosset se volvió hacia Glinnes sonriendo con severidad.
    –No se ha comportado con amabilidad –dijo–. ¿Acaso no le gustaban los juegos de cuchillos?
    –No en particular –dijo Glinnes.
    Sacó su cuchillo nuevo, arrancó el cuchillo trevanyi del blanco y rebanó un trozo con la misma facilidad que si hubiera cercenado un junco.
    Los Drosset le observaron fascinados. Glinnes enfundó el cuchillo.
    –Los terrenos comunales están a sólo un kilómetro y medio, estrecho de Ilfish abajo –dijo Glinnes–. Pueden acampar allí sin perjudicar a nadie.
    –Vinimos desde el Común –gritó Duissane–. El spageen de Shira nos invitó. ¿No es suficiente para usted?
    A Glinnes le resultaba imposible comprender la generosidad de Shira.
    –Creía que era con Glay con quien habían viajado.
    Vang Drosset hizo otro gesto. Duissane dio media vuelta y llevó las aves hacia una mesa.
    –Mañana nos iremos –dijo Vang Drosset con voz vibrante y ominosa–. En cualquier caso, nos posee el forlostwenna.16 Estamos preparados para partir.
    –Pueden ponerse de acuerdo con Glay –dijo Glinnes–. El forlostwenna también le posee a él.
    Vang Drosset escupió en el polvo.
    –Es la fanscherada lo que le posee. Ahora es demasiado bueno para nosotros.
    –Y también demasiado bueno para usted –murmuró Harving.
    ¿Fanscherada? La palabra no significaba nada, pero no pidió explicaciones a los Drosset. Pronunció una palabra de despedida y se volvió. Mientras cruzaba el campo, seis pares de ojos estaban clavados fijamente en su nuca. Se sintió aliviado cuando estuvo fuera del alcance de un cuchillo.



    5

    Avness era el nombre de la pálida hora inmediatamente anterior al crepúsculo, un período triste y silencioso en que todos los colores del mundo parecían borrarse y el paisaje no revelaba otras dimensiones que las sugeridas por niveles de bruma en retroceso cada vez más pálida. Avness, al igual que la aurora, era un lapso de tiempo que no sentaba bien al temperamento trill: los trills no eran proclives a las ensoñaciones melancólicas.
    Glinnes encontró la casa vacía al regresar; tanto Glay como Marucha se habían ido. Glinnes se sumió en un estado de tristeza. Salió a la terraza y miró hacia las tiendas de los Drosset, casi dispuesto a llamarles para celebrar una fiesta de despedida... y más particularmente a Duissane, una criatura fascinante sin duda alguna, aun a pesar de su mal genio. Glinnes intentó imaginarla de buen humor... Duissane se animaría enseguida... Una idea absurda. Vang Drosset le arrancaría el corazón a la menor sospecha.
    Glinnes volvió a entrar en casa y se sirvió un poco de vino. Abrió la despensa y examinó su magro contenido. ¡Cuan diferente de la generosa abundancia de los viejos tiempos! Escuchó el gorgoteo y el siseo de una proa que cortaba el agua. Salió a la terraza y observó la barca que se aproximaba. No transportaba a Marucha, como esperaba, sino a un hombre delgado, de brazos largos, hombros estrechos y codos afilados, ataviado con un traje de terciopelo marrón oscuro y azul, cortado a la moda preferida por los aristócratas. El cabello castaño le caía casi hasta los hombros. Su rostro era apacible y noble, y se insinuaba cierta picardía en los ojos y en la curva de su boca. Glinnes reconoció a Janno Akadie el consejero, a quien recordaba como voluble, chistoso, en ocasiones mordaz e incluso malicioso, y que jamás perdía la oportunidad de hacer un epigrama, una alusión o un comentario profundo que impresionaban a todo el mundo pero irritaban a Jut Hulden.
    Glinnes bajó al muelle y, cogiendo el cabo de remolque, amarró la barca al bolardo. Akadie saltó con agilidad a tierra y saludó efusivamente a Glinnes.
    –Me enteré de que estabas en casa y no he descansado hasta verte. ¡Es un placer tenerte de nuevo entre nosotros!
    Glinnes respondió a los cumplidos cortésmente y Akadie cabeceó con más cordialidad que nunca.
    –Me temo que se han producido cambios desde que te fuiste... y tal vez algunos no sean de tu gusto.
    –Aún no he tenido tiempo de formarme una opinión.
    Glinnes habló con cautela, pero Akadie no le prestó atención y dirigió la mirada hacia la casa en penumbras.
    –¿Tu querida madre no está en casa?
    –No sé dónde está, pero entre a beber una o dos jarras de vino.
    Akadie accedió con un gesto. Juntos subieron hacia la casa desde el muelle. Akadie echó una ojeada al bosque de Rabendary. La hoguera de los Drosset parecía una chispa oscilante de color naranja.
    –Por lo que veo, los trevanyis siguen ahí.
    –Se van mañana.
    Akadie asintió, aprobándolo.
    –La chica es atractiva, aunque aciaga... agobiada por la carga del destino. Me pregunto para quién lleva el mensaje.
    Glinnes enarcó las cejas; no había relacionado a Duissane con algo tan espantoso, y la observación de Akadie le hizo estremecer de pies a cabeza.
    –Tal como ha dicho, parece una persona extraordinaria.
    Akadie se acomodó en una silla de cuerda de la terraza. Glinnes sacó vino, queso y nueces, y contemplaron durante un rato los colores macilentos del ocaso de Trullion.
    –Supongo que has venido de permiso.
    –No. He dejado la Maza. Parece que ahora soy el señor de Rabendary..., a menos que Shira vuelva, lo cual nadie considera probable.
    –Dos meses es ciertamente mala señal –dijo Akadie en tono sentencioso.
    –¿Cuál es su opinión sobre lo sucedido?
    Akadie bebió vino.
    –A pesar de mi reputación, no sé más que tú.
    –Así de golpe, la situación me parece incomprensible. ¿Por qué Glay vendió Ambal? No lo comprendo. No me ha dado explicaciones ni devuelto el dinero para que pueda anular el contrato. Jamás esperé encontrar una situación tan problemática. ¿Cuál es su opinión sobre todo esto?
    Akadie posó delicadamente su jarra sobre la mesa.
    –¿La consulta es profesional? En este caso malgastarías el dinero, pues, para ser sincero, no veo solución a tus dificultades.
    Glinnes exhaló un suspiro de paciencia. Ya estamos otra vez: el Akadie al que nunca supo cómo tratar.
    –Si me puede ser de utilidad, le pagaré –dijo, y tuvo la satisfacción de ver cómo Akadie se humedecía los labios.
    Akadie ordenó sus pensamientos.
    –Ummm. Como es lógico, no te cobraré por una charla ocasional. Debo serte de utilidad, como has indicado. A veces, la distinción entre trato social y ayuda profesional es ínfima. Sugiero que basemos esta conversación sobre una u otra posibilidad.
    –Puede llamarla una consulta, puesto que el asunto se ha fijado en esos términos.
    –Muy bien. ¿Sobre qué deseas consultarme?
    –Sobre la situación general. Quiero dedicarme a los negocios, pero me muevo a tientas. Primero de todo, la isla Ambal, que Glay no tenía derecho a vender.
    –Ningún problema. Devuelve el dinero y anula el contrato.
    –Glay no me dará el dinero, y no tengo doce mil ozols.
    –Una situación difícil –corroboró Akadie–. Shira, por supuesto, se negó a vender. El trato sólo se llevó a cabo después de su desaparición.
    –Ummm. ¿Qué insinúa?
    –Nada en absoluto. Te proporciono datos para que extraigas las deducciones que quieras.
    –¿Quién es Lute Casagave?
    –No lo sé. Superficialmente, parece un caballero de gustos sencillos, que manifiesta un interés de aficionado por la genealogía local. Está compilando una sinopsis de la nobleza local; al menos, eso me ha dicho. Sus motivos podrían deberse a pura erudición, no hace falta decirlo. ¿Intenta presentar una demanda sobre alguno de los títulos locales? Si es así, no tardarán en producirse acontecimientos interesantes... Ummm. ¿Qué más sé sobre el misterioso Lute Casagave? Afirma ser un bole de Ellent, o sea, Alastor 485, como sabrás. Tengo mis dudas.
    –¿Porqué?
    –Como sabes, soy un hombre observador. Después de una frugal colación en su mansión, consulté mis datos. Descubrí con extrañeza que la gran mayoría de los boles son zurdos, pero Casagave es diestro. La mayoría de los boles son muy religiosos, y su lugar de condenación es el Océano Negro, en el Polo Sur de Ellent; criaturas submarinas albergan las almas de los condenados. En Ellent, comer alimentos marinos significa introducir en el propio seno un nido de influencias maléficas. Ningún bole come pescado. Sin embargo, Lute Casagave ingirió plácidamente un guisado de araña marina y, a continuación, un excelente pez pato a la parrilla, con tanta satisfacción como yo. ¿Es Lute Casagave un bole? –Akadie extendió las manos–. No lo sé.
    –¿Porqué asumiría una falsa identidad? Amenos que...
    –Exacto. La explicación puede ser de lo más normal. Quizá sea un bole emancipado. Un exceso de sutileza es un error tan grosero como la ingenuidad.
    –Sin duda. Bien, dejemos esto a un lado. En cualquier caso, no puedo devolverle su dinero porque Glay no me lo dará. ¿Sabe el paradero del dinero?
    –En efecto. –Akadie dirigió una mirada de soslayo a Glinnes–. Debo señalar que se trata de una información de clase A, por lo que calcularé los honorarios en consonancia.
    –Muy bien. Si parece exorbitante, calcúlela de nuevo. ¿Dónde está el dinero?
    –Glay se lo dio a un hombre llamado Junius Farfan, que vive en Welgen.
    Glinnes miró con el ceño fruncido al otro lado del ancho de Ambal.
    –He oído ese nombre antes.
    –Muy probable. Es secretario de los fanschers locales.
    –¿Sí? ¿Y por qué le dio Glay el dinero? ¿También es un fanscher?
    –Si no lo es, le falta poco. Por el momento, no ha adoptado sus hábitos ni su idiosincrasia.
    Glinnes tuvo una súbita inspiración.
    –¿Los extraños ropajes grises? ¿El cabello rapado?
    –Esos son los símbolos públicos. El movimiento ha provocado una reacción airada, y no sin razón. Los preceptos de la fanscherada contradicen directamente las actitudes convencionales, y deben ser considerados antisociales.
    –Esto no significa nada para mí –gruñó Glinnes–. No he oído hablar de la fanscherada hasta hoy.
    –El nombre deriva del antiguo glottish –Akadie habló con su tono más didáctico–. Fah es una celebración coribántica de la gloria. La tesis no parece ser otra cosa que una insípida perogrullada: la vida es un bien tan precioso que ha de ser empleada para lograr toda clase de ventajas. ¿Quién podría oponerse a este argumento? Los fanscher engendran hostilidad cuando intentan poner en práctica la idea. Consideran que cada persona debe proponerse metas exaltadas, y alcanzarlas si le es posible. Si fracasa, lo hace con honor y obtiene satisfacción de su lucha; ha empleado bien su vida. Si sale victoriosa... –Akadie hizo un gesto irónico–. ¿Quién sale victorioso en esta vida? La muerte. Si bien..., la fanscherada es, en principio, un ideal glorioso.
    Glinnes emitió un sonido escéptico.
    –¿Cinco trillones de habitantes de Alastor luchando y porfiando? No habría paz para nadie.
    Akadie asintió con una sonrisa.
    –Has de comprender esto: la fanscherada no es una política para cinco trillones. La fanscherada es un único grito de desesperación salvaje, la soledad de un único hombre perdido en una infinidad de infinitos. Mediante la fanscherada, ese único hombre desafía y rechaza el anonimato insistiendo en su magnificencia personal. –Akadie hizo una pausa, y después una mueca de ironía–. Se podría decir entre paréntesis, que el único fanscher realizado es el Conáctico.
    El consejero bebió su vino.
    El sol se había puesto. En lo alto flotaba una capa de cirros verde escarchado: hacia el sur y el norte se veían hilillos y haces rosas, violetas y amarillo limón. Los dos hombres permanecieron sentados en silencio durante un rato.
    –De modo que... eso es la fanscherada –habló Akadie en voz baja–. Pocos fanschers comprenden su nuevo credo: al fin y al cabo, la mayoría son niños agobiados por la pereza, los excesos eróticos, la irresponsabilidad y la apariencia desaliñada de sus padres. Deploran el cauch, el vino, las bacanales, todo aquello que se consume en pro de una experiencia inmediata y vivida. Su principal intención tal vez sea establecer una imagen nueva y distinta de ellos mismos. Cultivan una apariencia neutra basada en la teoría de que una persona debe ser conocida por su conducta, no por los símbolos que elige exhibir.
    –¡Un grupo de descontentos imberbes y gritones! –gruñó Glinnes–. ¿De dónde sacan la insolencia para desafiar a tantas personas mayores y más sabias que ellos?
    –¡Ay! –suspiró Akadie–. No hay nada nuevo bajo el sol.
    Glinnes sirvió más vino en las jarras.
    –Todo esto parece insensato, innecesario e inútil. ¿Qué desea la gente de la vida? Los trills contamos con todo lo que es bueno, comida, música, diversiones. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Hay otra cosa por la que valga la pena vivir? Los fanschers son gárgolas clamando al sol.
    –Ante esta perspectiva, su ideología es absurda. De todos modos... –Akadie se encogió de hombros–. Su punto de vista posee una cierta grandeza. Descontentos..., pero ¿por qué? Para extraer sentido del sinsentido arcaico, para sacudir el sigilo de la voluntad humana acerca del caos elemental, para afirmar la brillantez cegadora de una sola alma viva entre cinco trillones de fláccidos corpúsculos grisáceos. Sí, es valiente y audaz.
    –Habla como un fanscher –le espetó Glinnes.
    Akadie meneó la cabeza.
    –Hay peores actitudes, pero no me confundas. La fanscherada es un juego para jóvenes. Yo ya soy demasiado viejo.
    –¿Qué opinan del hussade?
    –Lo consideran una actividad engañosa, que aparta a la gente del verdadero color y textura de la vida.
    Glinnes agitó la cabeza, asombrado.
    –¡Y pensar que la chica trevanyi me llamó fanscher!
    –Una noción singular –comentó Akadie.
    Glinnes dirigió a Akadie una aguda mirada, pero sólo vio una expresión de límpida inocencia.
    –¿Cómo empezó la fanscherada? No recuerdo su eclosión.
    –Hacía mucho tiempo que la materia prima estaba al alcance de la mano, en mi opinión. No se requería más que una pizca de ideología.
    –¿Y quién es el ideólogo de la fanscherada?
    –Junius Partan. Vive en Welgen.
    –¡Y Junius Farfan tiene mi dinero!
    Akadie se puso en pie.
    –Oigo una barca. Por fin llega Marucha.
    Bajó al muelle, seguido de Glinnes. La barca, tras su mostacho de agua blanca, se deslizó a lo largo del estrecho de Ilfish, superó el extremo del ancho de Ambal y arribó al muelle. Glinnes tomó el cabo que le echó Glay y amarró la barca al bolardo. Marucha subió al muelle con desenvoltura. Glinnes contempló su atavío con estupefacción: traje ajustado de lino blanco, botas negras altas hasta el tobillo y sombrero negro acampanado que. al ocultar el cabello, acentuaba su parecido con Glay.
    Akadie se adelantó.
    –Lamento no haberte encontrado. De todas formas, Glinnes y yo hemos sostenido una agradable conversación, centrada en el tema de la fanscherada.
    –¡Qué bien! –dijo Marucha–. ¿Le has convencido?
    –No lo creo –respondió Akadie, sonriente–. La semilla ha de reposar antes de germinar.
    Glay, de pie a un lado, parecía más sardónico que nunca.
    –Te he traído ciertos artículos –continuó Akadie mientras tendía a Marucha un frasco diminuto–. Esto contiene sensibilizadores. Sitúan la mente en un estado altamente receptivo, y contribuyen a la adquisición de conocimientos. No tomes más de una cápsula o padecerás hiperestesia. –Entregó a Marucha unos cuantos libros–. También te he traído un manual de lógica matemática, un debate sobre minicrónicos y un tratado sobre cosmología básica. Todos son importantes para tu programa.
    –Estupendo –dijo Marucha con cierta rigidez–. Me pregunto cuánto me gustaría darte.17
    –Unos quince ozols serían más que suficientes –replicó Akadie–, aunque no hay prisa, por supuesto. Ahora, yo también debo irme. No tardará en anochecer.
    Con todo, Akadie remoloneó mientras Marucha contaba quince ozols y los depositaba en su mano.
    –Buenas noches, amigo mío.
    Glay y ella se dirigieron hacia la casa.
    –¿Qué cantidad tendré el placer de obligarle a aceptar por mi consulta? –preguntó Glinnes.
    –Ah, es verdad. Déjame que piense. Veinte ozols sería una generosidad excesiva, siempre que mis observaciones te hayan servido de ayuda.
    Glinnes pagó mientras pensaba que Akadie fijaba un precio bastante elevado a cambio de su experiencia. Akadie partió estrecho de Farwan arriba en dirección al río Saur. y desde allí por el ancho de Tethryn y el estrecho de Vernice hasta su excéntrica y antigua mansión en la isla Sarpassante.
    Las luces brillaban en el interior de la casa de la isla Rabendary. Glinnes subió despacio hacia la terraza, donde Glay le contemplaba de pie.
    –He descubierto lo que hiciste con el dinero –dijo Glinnes–. Has regalado la isla Ambal por una completa estupidez.
    –Ya hemos discutido bastante la situación. Abandonaré tu casa por la mañana. Marucha quiere que me quede, pero creo que me sentiré más a gusto en otra parte.
    –Haces una jugada sucia y sales corriendo, ¿eh?
    Los hermanos se miraron unos segundos. Después. Glinnes dio media vuelta y entró en la casa.
    Marucha estaba sentada, leyendo los manuales que Akadie le había traído. Glinnes abrió la boca, para cerrarla a continuación e ir a sentarse a la terraza para meditar. En el interior, Glay y Marucha conversaban en voz baja.


    6

    Por la mañana. Glay reunió sus pertenencias y Glinnes le acompañó a Saurkash. No intercambiaron ni una palabra durante el viaje.
    –No estaré muy lejos, al menos durante un tiempo –dijo Glay, después de descender de la barca al muelle de Saurkash–. Tal vez acampe en los Comunes. Akadie sabrá dónde encontrarme en caso de que se me necesite. Intenta ser amable con Marucha. Su vida ha sido desdichada, y si ahora quiere jugar a recuperar su juventud, ¿qué tiene de malo?
    –Devuelve esos doce mil ozols y tal vez te haga caso –replicó Glinnes–. Por ahora, sólo espero de ti estupideces.
    –Peor para ti –dijo Glay, y siguió andando por el muelle.
    Glinnes le vio marchar. Después, en lugar de volver a Rabendary, se dirigió por el oeste a Welgen.
    Tras surcar en menos de una hora las plácidas vías fluviales, llegó al ancho de Blacklyn. El gran río Karbashe desembocaba por el norte, y el mar se hallaba a unos dos kilómetros hacia el sur.
    Glinnes amarró la barca al muelle público, casi a la sombra del estadio de hussade, una estructura de postes de mena verde grisácea unidos mediante barras y abrazaderas de hierro negro. Reparó en un gran letrero de color crema, impreso en letras rojas y azules:
    EL CLUB DE HUSSADE DEL ANCHO DE FLEHARISH está formando un equipo para competir en el torneo. Los aspirantes que reúnan los requisitos requeridos hagan el favor de dirigirse a Jeral Estang, Secretario, o el honorable patrocinador Thammas, Lora Gensifer.

    Glinnes leyó el letrero por segunda vez, preguntándose de dónde sacaría Lora Gensifer los talentos necesarios para formar un equipo de la calidad exigida para participar en un torneo. Diez años antes, una docena de equipos habían jugado en los Marjales: los Frenéticos Demonios de Welgen, los Invencibles del Club de Hussade de Altramar, los Gialospans18 de Voulash de la Gran Isla Vole, los Magnéticos de Gaspar, los Serpientes de Saurkash (el equipo desorganizado y espontáneo en el que habían jugado Jut, Shira y él), los Gorgets del Club de Hussade de Loressamy y varios otros de diversa calidad y jugadores siempre distintos. La competición había sido despiadada; los mejores jugadores fueron muy solicitados, engatusados y sometidos a cientos de tentaciones. Glinnes no dudaba que la situación seguía siendo la misma.
    Glinnes se alejó del estadio, pero un nuevo pensamiento no cesaba de acuciarle. Un equipo de hussade pobre perdía dinero y, a menos que recibiera una subvención, se hundía. Un equipo mediocre podía ganar o perder, dependiendo de la calidad superior o inferior de sus contrincantes. Sin embargo, un equipo de éxito y agresivo solía conseguir ganancias sustanciales a lo largo de un año que, al dividirlas, tal vez representaran doce mil ozols por hombre.
    Glinnes caminó pensativamente hacia la plaza central. Los edificios parecían algo más deteriorados por las condiciones climáticas, las ramas del calepsis que se alzaba frente a la taberna Aude de Lys se veían más pobladas y exuberantes, y Glinnes observó, muy a su pesar, la abundancia de uniformes fanscher y de vestimentas influidas por el mismo estilo. Glinnes se burló de aquella moda con una mueca. En el centro de la plaza, como antes, se alzaba el prutanshyr, una plataforma de doce metros de lado, con un puente transversal de grúa corrediza encima, y una plataforma auxiliar o estrado a un lado para los músicos que proporcionaban un contrapunto a los ritos del castigo.
    En los diez años transcurridos habían surgido dos nuevas estructuras. La más notable era una posada reciente, El noble San Gambrino, elevada gracias a vigas de mena sobre la cervecería al aire libre, a nivel del suelo, donde cuatro músicos trevanyis tocaban para los clientes que habían elegido tomar un refresco a horas tan tempranas.
    Era el día del mercado. Los vendedores ambulantes habían colocado sus carretas alrededor de la periferia de la plaza; todos eran de la raza wrye, un pueblo tan distinto y particular como los trevanyis. Trills de Welgen y de la campiña adyacente paseaban con parsimonia frente a los puestos, examinaban y manoseaban, regateaban y, en ocasiones, compraban. Los campesinos se distinguían por su indumentaria: el inevitable paray, aderezado con cualquier cosa que dictara el capricho, la conveniencia, el antojo o el impulso estético (retazos de esto, trocitos de aquello, bufandas llamativas, chalecos bordados, camisas adornadas con diseños extravagantes, sartas de cuentas, collares, brazaletes tintineantes, cintas para la cabeza, escarapelas). Los residentes en la ciudad vestían ropas menos chillonas, y Glinnes observó una notable proporción de trajes fanscher de buena tela gris, bien cortados y acompañados de botas negras relucientes altas hasta el tobillo. Algunos se calaban con gorras cúbicas de fieltro negro firmemente encasquetadas sobre la cabeza. Un cierto número de los que exhibían tal indumentaria era gente mayor, consciente de su elegancia. Está claro, reflexionó Glinnes, que no todos van a ser fanschers.
    Un hombre delgado de largos brazos, vestido de gris oscuro, se acercó a Glinnes, quien le miró sorprendido, despectivo y divertido a la vez.
    –¿Usted también? ¿Será posible?
    Akadie no mostró la menor señal de turbación.
    –¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en seguir una moda? Me divierte fingir que vuelvo a ser joven.
    –¿Y al mismo tiempo disfrazarse de fanscher?
    –Repito: ¿por qué no? –Akadie se encogió de hombros–. Tal vez se idealizan en demasía; tal vez critican con excesivo encono la superstición y sensualidad del resto de nosotros. En cualquier caso –hizo un gesto de indiferencia–, soy como me ves.
    Glinnes meneó la cabeza para indicar su desaprobación.
    –De repente, estos fanschers controlan la cordura del mundo, y sus padres, que les dieron a luz, se convierten en personajes ineptos y sórdidos.
    –Las modas van y vienen –rió Akadie–. Mitigan el tedio de la rutina. ¿Qué hay de malo en disfrutarlas? –Antes de que Glinnes pudiera responder. Akadie cambió de tema–. Esperaba encontrarte aquí. Andas buscando a Junius Farfan, sin duda, y da la casualidad de que puedo enseñarte quién es. Mira más allá de ese horripilante instrumento, al salón que se halla bajo El noble san Gambrino. A la izquierda, protegido por las sombras más espesas, está sentado un fanscher escribiendo en un libro mayor. Ese hombre es Junius Farfan.
    –Iré a hablar con él.
    –Buena suerte.
    Glinnes cruzó la plaza, entró en la cervecería al aire libre y se acercó a la mesa que Akadie había indicado.
    –¿Es usted Junius Farfan?
    El hombre levantó la vista. Glinnes vio un rostro de facciones regulares, aunque algo macilento y cerebral. El traje gris colgaba con austera elegancia sobre su cuerpo enjuto, que parecía todo nervios, huesos y fibras. Un casco de tela negra sujetaba su cabello y prestaba cierto dramatismo a la cuadrada frente pálida y a los tristes ojos grises. Su edad no debía sobrepasar a la de Glinnes.
    –Soy Junius Farfan.
    –Me llamó Glinnes Hulden. Glay Hulden es mi hermano. Hace poco le entregó una cantidad considerable, alrededor de doce mil ozols.
    –Cierto –asintió Farfan.
    –Le traigo malas noticias. Glay consiguió ese dinero de forma ilegal. Vendió una propiedad que no era de él, sino mía. Para ser sincero, debo recuperar ese dinero.
    Farfan no pareció ni sorprendido ni directamente aludido. Señaló con un gesto una silla.
    –Siéntese. ¿Quiere tomar un refresco?
    Glinnes se sentó y aceptó una jarra de cerveza.
    –Gracias. ¿Dónde está el dinero?
    Farfan le inspeccionó desapasionadamente.
    –No esperará que lleve encima una bolsa conteniendo doce mil ozols.
    –Se equivoca. Necesito el dinero para reclamar la propiedad.
    Farfan esbozó una sonrisa de educada disculpa.
    –Sus esperanzas no se podrán cumplir, puesto que no estoy en condiciones de devolverle el dinero.
    Glinnes posó la jarra sobre la mesa con brusquedad.
    –¿Por qué no?
    –El dinero ha sido invertido; hemos encargado la maquinaria necesaria para equipar una fábrica. Tenemos la intención de fabricar los productos que, por el momento, se importan de Trullion.
    Glinnes habló con voz ronca a causa de la furia.
    –Pues será mejor que consiga nuevos fondos para sus propósitos y me pague los doce mil ozols.
    Farfan asintió con gravedad.
    –Si el dinero era en verdad de usted, reconozco la deuda sin ambages y recomendaré que le sea devuelta esa cantidad junto con los intereses correspondientes en cuanto nuestra empresa rinda los primeros beneficios.
    –¿Y cuándo será eso?
    –No lo sé. Confiamos en adquirir un terreno, sea por préstamo, donación o embargo. –Farfan sonrió, y su rostro adquirió de súbito un aspecto juvenil–. A continuación deberemos construir una planta, adquirir materias primas, aprender las técnicas adecuadas, producir y vender nuestros artículos, pagar los primeros cargamentos de materias primas, comprar nuevos cargamentos y suministros, y así sucesivamente.
    –Todo eso llevará un período considerable de tiempo.
    Junius Farfan frunció el ceño.
    –Fijemos un plazo de cinco años. Si para entonces se siente con ánimos de renovar su petición, discutiremos el tema de nuevo. Espero que para nuestra mutua satisfacción. Como individuo, simpatizo con su compromiso. Como secretario de una organización que necesita desesperadamente capital, me siento muy complacido de emplear su dinero. Considero que nuestra necesidad es más urgente que la suya. –Cerró el libro y se levantó–. Buenos días, señor Hulden.


    7

    Glinnes contempló cómo Junius Farfan cruzaba la plaza y desaparecía de su vista tras el prutanshyr. Había conseguido justamente lo que esperaba: nada. Sin embargo, su resentimiento incluía ahora tanto al suave Junius Farfan como a Glay. En cualquier caso, había llegado el momento de olvidar el dinero perdido y tratar de encontrar otro. Examinó su cartera, pese a que conocía de sobra el contenido: un billete de tres mil ozols, un billete de cuatrocientos ozols y cien ozols en billetes más pequeños. Necesitaba, por lo tanto, nueve mil ozols. Su pensión de retiro ascendía a cien ozols al mes, más que suficiente para un hombre en sus circunstancias. Abandonó El noble San Gambrino y cruzó la plaza en dirección al Banco de Welgen, donde se presentó al funcionario de mayor categoría.
    –Para ser breve, mi problema es éste: necesito nueve mil ozols para recuperar la isla Ambal, que mi hermano vendió incorrectamente a un tal Lute Casagave.
    –Sí, Lute Casagave. Recuerdo la transacción.
    –Necesito obtener un préstamo por la cantidad de nueve mil ozols, que devolveré a razón de cien ozols por mes, la suma total y definitiva que recibo de la Maza. Su dinero no peligra y tienen asegurada la devolución.
    –A menos que usted fallezca. Y entonces, ¿qué?
    Glinnes no había pensado en tal posibilidad.
    –Siempre queda la isla Rabendary, que propongo como garantía.
    –La isla Rabendary. ¿Es usted el propietario?
    –Soy el propietario de hecho –respondió Glinnes, con una súbita sensación de derrota–. Mi hermano Shira desapareció hace dos meses. Ha muerto con casi toda seguridad.
    –Es muy probable, pero no podemos negociar sobre la base de «casis» y «muy probables». Shira Hulden no será dado oficialmente por muerto hasta dentro de cuatro años. Hasta ese momento, usted carece de control legal sobre la isla Rabendary. A menos que pueda probar su muerte.
    Glinnes sacudió la cabeza, disgustado.
    –¿Zambulléndome para preguntarlo a los merlings? Es absurdo.
    –Comprendo sus dificultades, pero tratamos a diario con circunstancias absurdas. Este ejemplo no tiene nada de particular.
    Glinnes alzó las manos en señal de derrota. Salió del banco y volvió a su barca; se detuvo sólo para releer el letrero que anunciaba la formación del Club de Hussade del Ancho de Fleharish.
    Mientras la barca se dirigía a Rabendary, Glinnes efectuó una serie de operaciones, todas basadas en el mismo punto: nueve mil ozols era una enorme suma de dinero. Calculó los máximos ingresos que podría obtener de la isla Rabendary, tal vez unos dos mil ozols por año, insuficientes hasta pasados cinco. Glinnes concentró sus pensamientos en el hussade. Un miembro de un equipo importante ganaría diez mil o incluso doce mil ozols al año si su equipo jugaba con frecuencia y ganaba a menudo. Lora Gensifer planeaba en apariencia la formación de un equipo de tales características. Estupendo, salvo que todos los demás equipos de la región luchaban y centraban sus esfuerzos en el mismo objetivo, maquinando, intrigando, haciendo generosas promesas, alentando visiones de riqueza y gloria..., todo para atraer a jugadores con talento, que no abundaban demasiado. El hombre agresivo podía resultar lento y torpe; el hombre rápido podía carecer de inteligencia, buena memoria o de la fuerza necesaria para derribar a su rival. Cada posición tenía sus propias exigencias. El delantero ideal debía ser veloz, ágil, atrevido, lo bastante vigoroso para estar a la altura de los libres y defensas del contrario. Un libre debía ser también rápido y habilidoso, en especial con la bufa, el instrumento almohadillado usado para empujar o desplazar al oponente de los caminos o vías que conducen a los depósitos. Los libres formaban la primera línea de defensa contra el empuje de los delanteros y los defensas la última. Los defensas eran hombres corpulentos y vigorosos, decisivos con sus bufas. Dado que por lo general no se les exigía dominar el trapecio o saltar los depósitos, la agilidad no era una característica esencial de los defensas. El jugador ideal de hussade abarcaba todas estas cualidades; era vigoroso, inteligente, astuto, ágil y despiadado. No abundaban los hombres de esa clase. ¿Cómo, pues, se proponía Lora Gensifer reclutar un equipo de la calidad requerida para un torneo? Al llegar al ancho de Fleharish, Glinnes decidió averiguarlo y se encaminó al sur, hacia las Cinco Islas.
    Glinnes amarró su barca junto al elegante crucero de Lora Gensifer y saltó al muelle. Un sendero corría a través de un parque hasta la mansión. Mientras subía los peldaños, una puerta se deslizó a un lado. Un mayordomo ataviado con una librea lavanda y gris le examinó sin entusiasmo. Una mecánica reverencia expresó su opinión sobre la categoría social de Glinnes.
    –¿Qué desea, señor?
    –Sea tan amable de comunicar a Lora Gensifer que Glinnes Hulden desea intercambiar unas palabras con él.
    –Le ruego que entre, señor.
    Glinnes penetró en el alto vestíbulo hexagonal, cuyo suelo era de stelt19 blanco y gris reluciente. Sobre su cabeza colgaba una araña de cien puntos de luz y mil prismas de diamante. Un friso de madera ártica blanca enmarcaba en cada pared un espejo alto y estrecho que reflejaba a todas partes el resplandor de la lámpara.
    El mayordomo regresó y guió a Glinnes hasta la biblioteca, donde Thammas, Lora Gensifer, ataviado con un traje de calle marrón, estaba sentado cómodamente ante una pantalla, contemplando un partido de hussade.20
    –Siéntate, Glinnes, siéntate –dijo Lora Gensifer–. ¿Tomarás té, o quizá un ponche de ron?
    –Ponche de ron, gracias.
    Lora Gensifer señaló la pantalla con un gesto.
    –La final del año pasado en el Estadio del Cúmulo. Los negros y rojos son los Zulanos Hextar de Sigre. Los verdes son los Falifónicos de la Estrella Verde. Un partido fantástico. Lo he visto cuatro veces y nunca deja de sorprenderme.
    –Vi a los Falifónicos hace dos o tres años –dijo Glinnes–. Me pareció que eran ágiles y expertos, veloces como el rayo.
    –Siguen igual. No son muy corpulentos, pero da la impresión de que están en todas partes al mismo tiempo. La defensa no es muy buena, pero no la necesitan con los ataques que llevan a cabo.
    El mayordomo sirvió ponche de ron en vasos de plata escarchados. Lora Gensifer y Glinnes presenciaron durante un rato el partido: cargas y desplazamientos laterales, fintas y maniobras, proezas de agilidad en apariencia imprudentes, un ritmo tan cronometrado de los movimientos que daba lugar a coincidencias extravagantes. A los gritos del capitán se trenzaban jugadas, ataques y contraataques. Poco a poco, las combinaciones empezaron a favorecer a los Falifónicos. Los delanteros medios falifónicos se columpiaron para acorralar a un libre zulano, y los defensas zulanos cargaron para protegerle: el ala derecha falifónica se infiltró por la brecha abierta, alcanzó la plataforma, agarró la anilla de oro fijada a la cintura de la sheirl y el juego se detuvo para el pago del rescate.
    Lora Gensifer apagó la pantalla.
    –Los Falifónicos ganaron con facilidad, como sin duda sabrás. Las ganancias ascendieron a cuatro mil ozols por hombre... Pero creo que no has venido a hablar del hussade. ¿O sí?
    –De hecho, sí. Hoy he estado en Welgen, y me he fijado en el letrero que anunciaba el nuevo Club del Ancho de Fleharish.
    Lora Gensifer hizo un gesto efusivo.
    –Soy el patrocinador. Hace mucho tiempo que deseaba hacerlo, y por fin me decidí a correr la aventura. El estadio de Welgen es nuestro campo, y ahora sólo falta reunir un equipo. ¿Qué haces ahora? ¿Todavía juegas?
    –Jugué en mi división. Ganamos el campeonato del sector.
    –Muy interesante. ¿Por qué no pruebas con nosotros?
    –Me gustaría hacerlo, pero antes debería ayudarme a resolver un problema.
    Lora Gensifer entornó los ojos, cauteloso.
    –Si puedo, será un placer. ¿Cuál es el problema?
    –Como ya sabrá, mi hermano Glay vendió la isla Ambal sin consultarme. No devolverá el dinero; en realidad, ya no lo tiene.
    –¿La fanscherada? –preguntó Lora Gensifer, enarcando las cejas.
    –Exacto.
    –Estúpido jovenzuelo.
    Lora Gensifer sacudió la cabeza.
    –Mi problema es que sólo cuento con tres mil ozols. Necesito otros nueve mil para pagar a Lute Casagave y anular el contrato.
    Lora Gensifer se humedeció los labios y agitó los dedos.
    –Si Glay no tenía derecho a vender, Casagave no tenía derecho a comprar. Si tú eres el propietario legal, se trata de un asunto entre Glay y Casagave.
    –Por desgracia, no seré el propietario legal hasta que pueda demostrar la muerte de Shira, y no puedo. Necesito dinero en efectivo.
    –Es un dilema –convino Lora Gensifer.
    –Ésta es mi propuesta: si juego con ustedes..., ¿me adelantará nueve mil ozols a cuenta de las ganancias?
    Lora Gensifer se retrepó en su silla.
    –Una inversión muy arriesgada.
    –Sólo si no reúne un buen equipo. Aunque, si me permite la franqueza, no sé de dónde sacará el personal.
    –Lo tengo a punto. –Lora Gensifer se irguió, con su cara sonrosada brillante de infantil excitación–. He formado el que considero el equipo más potente que pueda crearse con jugadores de la zona. –Leyó un papel–. Laterales: Tyran Lucho, Rayo Latken. Atacantes: Yalden Wirp, Anillo de Oro Gonniksen. Libres: Nilo Basgard, Salvaje Wilmer Guff. Defensas: Chapoteador Maveldip, Holub Cabeza de Chinche, Carbo Gilweg. Holbert Hanigatz. –Lora Gensifer dejó el papel y miró con aire de triunfo a Glinnes–. ¿Qué te parece?
    –He estado alejado mucho tiempo. Sólo conozco la mitad de los nombres. He jugado con Gonniksen y Carbo Gilweg, y contra Guff y tal vez uno o dos más. Eran buenos hace diez años, y es probable que hayan mejorado. ¿Todos esos hombres están en su equipo?
    –Bien... oficialmente no. Mi estrategia es la siguiente. Hablaré con cada uno por separado. Le enseñaré el equipo y le preguntaré si le gustaría formar parte de él. ¿Qué puedo perder? Todo el mundo quiere ganar un buen botín, para variar. Ninguno de ellos me va a fallar. De hecho, ya he establecido contacto con dos o tres de los chicos y han mostrado un gran interés.
    –¿Dónde encajaría yo, y qué me responde acerca de los nueve mil ozols?
    –En cuanto a tu primera pregunta –contestó Lora Gensifer con cautela–, debes recordar que no te he visto jugar recientemente. Por lo que yo sé, has perdido rapidez y estás amargado... ¿Adonde vas?
    –Gracias por el ponche de ron.
    –Espera un momento. No tienes por qué ponerte nervioso. Al fin y al cabo, he dicho la pura verdad. Hace diez años que no te veo. De todas formas, si jugaste con los campeones del sector, quiere decir que estarás en buena forma. ¿De qué sueles jugar?
    –De todo, excepto de sheirl. Con la 93 jugué de atacante y de libre.
    Lora Gensifer sirvió más ponche a Glinnes.
    –Todo se arreglará, pero has de tener en cuenta mi posición. Persigo a los mejores. Si eres el mejor, jugarás para los Gorgonas. Si no bien, necesitaremos sustitutos. Puro sentido común..., no hay que ponerse nervioso.
    –Bien, ¿y los nueve mil ozols?
    Lora Gensifer bebió un poco de ponche.
    –Pensaré en ello si todo va bien, y si juegas en el equipo no tardarás en reunir nueve mil ozols.
    –En otras palabras..., no va a adelantarme el dinero.
    Lora Gensifer levantó las manos.
    –¿Te imaginas que los ozols crecen en los árboles? Necesito el dinero tanto como cualquiera, de hecho... Bien, no entraré en detalles.
    –Si va tan corto de dinero, ¿cómo puede financiar la tesorería?
    Lora Gensifer agitó los dedos en el aire.
    –Ninguna dificultad. Utilizaremos todos los fondos disponibles... incluidos tus tres mil ozols. Todo sea por la causa común.
    Glinnes apenas podía creer lo que oía.
    –¿Mis tres mil ozols? ¿Quiere que adelante fondos, mientras usted se queda la parte del botín correspondiente al propietario?
    Lora Gensifer, sonriente, se reclinó en la silla.
    –¿Por qué no? Todos contribuyen en la medida de sus posibilidades, y cada uno se beneficia. Es la única forma de trabajar, no tienes que escandalizarte.
    Glinnes devolvió su vaso a la bandeja.
    –No es justo. Los jugadores contribuyen con sus habilidades, y los fondos del club con la tesorería. No le daré ni un ozol; organizaré mi propio equipo.
    –Espera un momento, quizá podamos poner en marcha un procedimiento que nos satisfaga a todos. Voy corto de dinero, francamente. Tú necesitas doce mil ozols en el plazo de un año: tus tres mil no valen nada sin los otros nueve.
    –Eso no es exacto: representan diez años de servicios en la Maza.
    Lora Gensifer desechó la observación con un gesto.
    –Supón que adelantas tres mil ozols al fondo. Los primeros tres mil ozols que ganemos serán para ti: habrás recobrado tu dinero, y entonces...
    –Los demás jugadores no accederán a un acuerdo semejante.
    Lora Gensifer se pellizcó el labio inferior.
    –Bien, el dinero podría salir de la parte de las ganancias correspondiente al club... en otras palabras, de mi bolsillo.
    –Y suponiendo que el bolsillo esté vacío y que pierdo mis tres mil ozols, entonces, ¿qué? ¡Nada!
    –¡No tenemos la intención de perder! ¡Sé positivo, Glinnes!
    –Soy muy positivo respecto a mi dinero.
    Lora Gensifer exhaló un profundo suspiro.
    –Como ya te he dicho, en este momento mi estado financiero está en el aire... Supón que alcanzamos este acuerdo. Tú adelantas tres mil ozols a la tesorería del club. Al principio, nos enfrentaremos con equipos de cinco mil ozols, a los que aplastaremos con facilidad, e ingresaremos en la tesorería hasta diez mil ozols. Después, elegiremos equipos de diez mil ozols. En este momento distribuiremos las ganancias y se te devolverá tu dinero de la parte correspondiente al club... El trabajo de uno o dos partidos. Entonces te prestaré la mitad de la parte del club hasta que reúnas los nueve mil ozols, que irás devolviendo de tu parte correspondiente.
    Glinnes intentó efectuar cálculos mentales.
    –No entiendo nada. Va demasiado aprisa para mí.
    –Es sencillo. Si ganamos cinco partidos de diez mil ozols, obtendrás tu dinero.
    –Si ganamos. Si perdemos, me quedo sin nada, ni siquiera los tres mil que tengo ahora.
    Lora Gensifer agitó la lista de nombres.
    –Este equipo no perderá ningún partido, te lo aseguro.
    –¡Aún no es suyo! Carece de fondos. Ni siquiera tiene una sheirl.
    –Aspirantes no faltan, muchacho, y mucho menos para los Gorgonas de Fleharish. Ya he hablado con una docena de hermosas criaturas.
    –Todas certificadas, sin duda.
    –¡Nosotros las certificaremos, no temas! ¡Qué asunto tan ridículo! Una virgen desnuda tiene el mismo aspecto que cualquier otra chica desnuda. ¿Quién va a notar la diferencia?
    –El equipo. Irracional, estoy de acuerdo, pero el hussade es un deporte irracional.
    –Brindo por ello –casi gritó Lora Gensifer–. A nadie le importa un bledo la racionalidad. ¡Sólo a los fanschers y a los trevanyis!
    Glinnes vació su vaso y se levantó.
    –Debo volver a casa y ver a mis trevanyis particulares. Glay les abrió las puertas de Rabendary y se han esparcido en todas direcciones.
    –Le das la mano a un trevanyi y se te queda con todo el brazo –asintió Lora Gensifer–. Bien, volviendo a los tres mil ozols. ¿Cuál es tu decisión?
    –Quiero reflexionar el asunto con mucha cautela. En cuanto a la lista de jugadores... ¿cuántos se han comprometido ya?
    –Bueno... varios.
    –Hablaré con todos para saber si van en serio.
    –Ummm. –Lora Gensifer frunció el ceño–. Pensémoslo un momento. De hecho, ¿por qué no te quedas a cenar? Estoy solo esta noche, y detesto cenar en solitario.
    –Es muy amable por su parte, Lora Gensifer, pero no voy vestido para cenar en una mansión.
    Lora Gensifer hizo un gesto de indiferencia.
    –Esta noche cenaremos informalmente... aunque puedo prestarte vestimenta adecuada, si insistes.
    –No. No seré tan meticuloso, si usted no lo es.
    –Esta noche cenaremos tal como somos. ¿Te apetece seguir viendo el partido del campeonato?
    –Sí, mucho.
    –Bien. ¡Rallo, ponche fresco! Este ha pedido su sabor.
    La gran mesa oval del comedor estaba dispuesta para dos. Lora Gensifer y Glinnes estaban frente a frente, separados por la extensión de lino blanco. Plata y cristal centelleaban bajo el fulgor de un candelabro.
    –Quizá te parezca extraño –dijo Lora Gensifer– que viva con un estilo en apariencia extravagante y al mismo tiempo me encuentre sin fondos, pero es muy sencillo. Mis ingresos provienen de capital invertido, y he sufrido reveses. Los astromenteros saquearon un par de almacenes y casi arruinaron mi empresa. Sólo temporalmente, por supuesto, pero de momento mis ingresos apenas están a la altura de mis dispendios. ¿Sabes algo de Bela Gazzardo?
    –El nombre me suena. ¿Un astromentero?
    –El villano que redujo mis ingresos a la mitad. Parece que la Maza no consigue capturarle.
    –Tarde o temprano caerá. Sólo sobreviven los astromenteros discretos. Cuando adquieren cierta reputación, están perdidos.
    –Bela Gazzardo se dedica a astromentar desde hace muchos años.
    La Maza siempre se encuentra en un sector diferente.
    –Tarde o temprano caerá.
    La cena, una docena de excelentes platos acompañados por frascos de un vino espléndido, siguió su curso. Glinnes reflexionó que la vida en una mansión no carecía de aspectos desagradables, y fantaseó sobre el futuro, cuando hubiera ganado veinte o treinta mil ozols, o cien mil, y Lute Casagave fuera expulsado de la isla Ambal y la mansión quedara vacía. Y después, ¡qué aventura renovarla, volverla a decorar, amueblarla! Glinnes se imaginó con elegantes ropajes, agasajando a un puñado de nobles ante una mesa como la de Lora Gensifer... Glinnes rió al pensarlo. ¿A quién invitaría a sus cenas? ¿A Akadie, al joven Harrad, a Garbo Gilweg, a los Drosset? Cabía decir que Duissane tendría un aspecto extraordinariamente adorable en tal ambiente. La imaginación de Glinnes incluyó al resto de la familia y la imagen se desvaneció.
    Hacía mucho rato que había oscurecido cuando Glinnes subió a su barca. La noche era clara; en el cielo brillaba una miríada de estrellas, aumentadas hasta el tamaño de lámparas. Exaltado por el vino, los grandes proyectos insinuados por Lora Gensifer y la belleza serena de la luz de las estrellas al reflejarse sobre las tranquilas aguas negras, Glinnes dirigió su barca viento en popa por el ancho de Fleharish hasta el extremo de Selma. Sus problemas, bajo la gloriosa noche de Trullion, se disolvieron en jirones de mal humor irracional. ¿Glay y la fanscherada? Una moda, una bufonada, una bagatela. ¿Marucha y sus disparates? Déjala en paz, déjala en paz; ¿qué mejor ocupación para ella? ¿Lora Gensifer y sus taimadas propuestas? ¡Hasta podían terminar como Lora Gensifer esperaba! ¡Qué absurdo era todo! ¡En lugar de pedir prestados nueve mil ozols, aún había tenido suerte de escapar con sus tres mil intactos!
    No cabía duda de que los planes de Lora Gensifer provenían de una desesperada necesidad de dinero, pensó Glinnes. A pesar de su amabilidad y de su ostensible franqueza, Lora Gensifer seguía siendo un hombre al que convenía tratar con suma cautela.
    La barca subió por el angosto estrecho de Selma, dejando atrás matorrales y emparrados de suaves lantingos blancos, hasta desembocar en el ancho de Ambal, donde una leve brisa descomponía el reflejo de las estrellas en una alfombra de destellos. A la derecha se alzaba la isla Ambal, rematada por grupos de hojas de fanzaneel. Cubrían el cielo como manchas de tinta negra. Y delante... la isla Rabendary, la querida Rabendary, y el muelle de su casa. No se veía ninguna luz. ¿No había nadie en casa? ¿Dónde estaba Marucha? Visitando a los amigos, probablemente.
    La barca costeó la orilla hasta llegar al muelle. Glinnes subió los viejos y crujientes peldaños, amarró la barca y caminó por el sendero hasta la casa.
    Un crujido de cuero, un arrastrar de pies. Se movieron sombras; formas oscuras ocultaron las estrellas. Objetos pesados se estrellaron contra su cabeza, cuello y hombros, produciendo sonidos sordos y desagradables; trituraron sus dientes, arañaron sus vértebras, llenaron su nariz con un hedor a amoníaco. Cayó al suelo. Le golpearon con fuerza las costillas y la cabeza; los impactos retumbaban como truenos y abarcaron todo el espacio del mundo. Intentó alejarse rodando, aovillarse, pero sus sentidos no respondieron.
    Cesaron los golpes. Glinnes flotaba en una nube de debilidad. Reparó desde muy lejos en que unas manos exploraban su persona. Un susurro áspero campanilleó en su cerebro: «Coge el cuchillo, coge el cuchillo». Más palpamientos, y después otra lluvia de patadas. Glinnes pensó que oía, desde una gran distancia, una serie de carcajadas. Su consciencia se fragmentó como gotas de mercurio. Se adormeció.


    Pasó el tiempo. La alfombra de estrellas se deslizó por el cielo. Muy lentamente, desde todas direcciones, los componentes de su consciencia se reunieron de nuevo.
    Algo fuerte y frío aferraba el tobillo de Glinnes. Le arrastraba sendero abajo hacia el agua. Gimió y extendió los dedos para agarrarse a la hierba, sin resultado. Pataleó con todas sus fuerzas y golpeó algo pulposo. La presa que inmovilizaba su tobillo se aflojó. Glinnes se encorvó penosamente sobre manos y rodillas y reptó por el sendero. El merling le persiguió y volvió a atraparle. Glinnes lanzó un puntapié y el merling graznó de dolor.
    Glinnes, a pesar de su debilidad, rodó sobre sí mismo. Hombre y merling se enfrentaron bajo el resplandor de las estrellas de Trullion. Glinnes empezó a deslizarse hacia atrás, ayudándose con las caderas, treinta centímetros cada vez. El merling saltó hacia adelante. La espalda de Glinnes golpeó contra los peldaños que ascendían a la terraza. Debajo había estacas de la cerca. Glinnes giró y tanteó; sus dedos tocaron una estaca. El merling le agarró y volvió a arrastrarle hacia el agua. Glinnes se sacudió como un pez lanzado a tierra, se liberó y luchó por regresar hacia la terraza. El merling emitió un graznido de desconsuelo y se precipitó sobre él. Glinnes se apoderó de una estaca, la abatió sobre la ingle de la criatura: se hundió. Glinnes se apoyó en la escalera, con la estaca preparada. El merling no se atrevió a aproximarse más. Glinnes gateó hacia el interior de la casa y se obligó a permanecer erguido. Dio un manotazo al interruptor y la casa se iluminó. Esperó, tambaleándose. Le dolía la cabeza y sus ojos se negaban a enfocar. Al respirar le dolían las costillas: probablemente tenía varias rotas. Le dolían los muslos, donde sus atacantes le habían apaleado para reducir a pulpa su ingle, pero habían fracasado por la falta de luz. Un nuevo dolor, más agudo, le sacudió. Buscó su cartera. Nada. Examinó la funda de su bota: su maravilloso cuchillo de proteo había desaparecido.
    Glinnes suspiró, enfurecido. ¿Quién le había hecho esto? Sospechó de los Drosset. Se sintió seguro al recordar el campanilleo de las alegres carcajadas.


    8

    Por la mañana. Marucha todavía no había vuelto a casa. Glinnes supuso que había pasado la noche con un amante. Glinnes se alegró de que no estuviera; habría analizado cada aspecto del incidente, y no estaba de humor para ello.
    Glinnes yacía sobre el sofá; le dolían todos los huesos y sudaba de odio hacia los Drosset. Se tambaleó hasta el cuarto de baño y examinó su cara púrpura. Encontró en el armario un ungüento para aliviar el dolor; se lo aplicó y cojeó de nuevo hacia el sofá.
    Durmió durante toda la mañana. A mediodía sonó el timbre del teléfono. Glinnes atravesó la habitación a duras penas y habló por el micrófono, sin mostrar el rostro a la pantalla.
    –¿Quién llama?
    –Soy Marucha –dijo la clara voz de su madre–. Glinnes..., ¿estás ahí?
    –Sí, estoy aquí.
    –Bien, muéstrate. No soporto hablar con alguien a quien no veo.
    Glinnes buscó torpemente el mando de visión.
    –Parece que los botones están hundidos. ¿Me ves?
    –No, no te veo. Bueno, da igual. Glinnes, he tomado una decisión. Hace mucho tiempo que Akadie desea que viva en su casa, y como ahora has vuelto y no tardarás en encontrar una mujer, he decidido aceptar su oferta.
    Glinnes apenas pudo reprimir una exclamación de pena. ¡Cómo habría rugido de ira su padre!
    –Te deseo que seas muy feliz, madre, y presenta mis respetos a Akadie.
    Marucha escrutó la pantalla.
    –Glinnes, tu voz suena extraña. ¿Estás bien?
    –Sí..., un poco ronco. Cuando te hayas instalado, iré a visitaros.
    –Muy bien. Glinnes. Cuídate y no seas severo con los Drosset, por favor. Si quieren quedarse en Rabendary, ¿qué tiene de malo?
    –Tendré en cuenta tu consejo, madre.
    –Adiós, Glinnes.
    La pantalla se apagó.
    Glinnes exhaló un profundo suspiro. El dolor que laceraba sus costillas le hizo gemir. ¿Estaría rota alguna? Exploró con los dedos apretando las zonas más blandas, pero no llegó a ninguna conclusión.
    Sacó un cuenco de gachas a la terraza y comió con tristeza. Los Drosset. por supuesto, se habían marchado, dejando un montón de basura esparcida, una pila de follaje seco y un deprimente retrete de ramas y hojas que señalaba el emplazamiento de su campamento. Habían obtenido tres mil cuatrocientos ozols gracias a su labor nocturna, así como el placer de castigar a quien les expulsaba. Los Drosset se sentirían hoy muy complacidos.
    Glinnes fue al teléfono y llamó a Egon Rimbold, el médico de Saurkash. Le explicó algunas de sus dificultades y Rimbold accedió a visitarle.
    Glinnes salió cojeando a la terraza y se acomodó en una silla de cuerda. El paisaje era plácido, como siempre. Una neblina de color perla ocultaba las distancias. Ambal parecía una isla flotante salida de un cuento. Su mente vagó... Marucha, que no disimulaba su desdén hacia los ritos de la aristocracia, había llegado a ser una princesa del hussade, arriesgándose a la enorme humillación (¿o acaso gloria?) de ser desnudada en público, en la confianza de que tal vez así contraería matrimonio con un aristócrata. Se había conformado con el señor de Rabendary, Jut Hulden. En el fondo de su mente tal vez estaba latente la imagen de la mansión de Ambal, donde Jut no quería vivir de ninguna manera... Para recuperar la isla Ambal tenía dos posibilidades: pagar doce mil ozols a Casavage y anular el contrato o demostrar la muerte de Shira, con lo que la transacción devenía ilegal. Era difícil conseguir doce mil ozols, y un hombre arrastrado a la mesa de los merlings dejaba pocas huellas... Glinnes dobló la espalda para recorrer el sendero con la mirada. Allí, los Drosset le habían esperado tras un seto.
    Allí, le habían golpeado. Allí, se veían las marcas que había dejado en la hierba. No muy lejos se extendía la plácida superficie del estrecho de Farwan.
    Egon Rimbold llegó en su lancha motora negra.
    –En lugar de volver de la guerra –comentó–, parece que le hayan sacado de una.
    Glinnes le contó lo que había ocurrido.
    –Me golpearon y robaron.
    Rimbold miró al otro lado del prado.
    –Veo que los Drosset se han marchado.
    –Pero no me olvido de ellos.
    –Bien, veamos lo que puedo hacer por usted.
    Rimbold trabajó con efectividad, empleó los avanzados productos farmacéuticos de Alastor y vendas adhesivas. Glinnes empezó a sentirse un hombre relativamente sano.
    –Supongo que informó del asalto a la policía –dijo Rimbold mientras guardaba el instrumental.
    –A decir verdad –parpadeó Glinnes–, no se me ha pasado por la cabeza.
    –Sería mejor que lo hiciera. Los Drosset son unos alborotadores. La chica es tan mala como los demás.
    –Me ocuparé de ella al igual que de los otros. No sé cómo o cuándo, pero no escapará ninguno.
    Rimbold hizo un gesto que indicaba moderación, o como mínimo precaución, y se marchó.
    Glinnes se volvió a examinar en el espejo y experimentó una sombría satisfacción al comprobar la mejoría de su aspecto. Regresó a la terraza, se acomodó precariamente en una silla y pensó en la mejor manera de vengarse de los Drosset. Las amenazas proporcionaban una satisfacción momentánea, pero bien pensado no servían para nada útil.
    Glinnes se sentía inquieto. Cojeó de un lado a otro de la propiedad, disgustado por el estado de descuido y abandono. Rabendary constituía una vergüenza, aun juzgándolo con el criterio de los trills. Glinnes se irritó de nuevo con Glay y Marucha. ¿Es que no sentían ni una pizca de cariño por la vieja casa? Daba igual; él pondría las cosas en su sitio, y Rabendary sería como la recordaba de su niñez.
    Aquel día estaba demasiado débil para trabajar. Como no tenía nada mejor que hacer, subió a la barca y siguió el estrecho de Farwan hasta el río Saur, y después dobló la punta de Rabendary en dirección a la isla Gilweg y la vieja casa de sus amigos los Gilweg. Consagró el resto del día a ese júbilo tan típico de los trills que los fanschers consideraban inútil, desordenado y disoluto. Glinnes se emborrachó un poco. Interpretó canciones antiguas al son de concertinas y guitarras. Flirteó con las hijas de los Gilweg y se hizo tan agradable que éstos accedieron a visitar Rabendary al día siguiente para ayudarle a despejar el campamento de los Drosset.
    Se sacó a colación el tema del hussade. Glinnes mencionó a Lora Gensifer y a los Gorgonas de Fleharish.
    –De momento, el equipo se reduce a una lista de nombres importantes. Aun así, podría ser que todos ficharan. Cosas más raras se han visto. Lora Gensifer quiere que juegue de delantero, y me siento inclinado a probarlo, aunque sólo sea por el dinero.
    –Bah –dijo Carbo Gilweg–. Lora Gensifer no distingue el negro del blanco en lo que se refiere al hussade. ¿De dónde sacará los ozols? Todo el mundo sabe que vive al día.
    –¡Ni hablar! –dijo Glinnes–. Cené con él, y puedo asegurar que no se priva de nada.
    –Tal vez, pero poner en marcha un equipo importante es otra cuestión. Necesitará uniformes, cascos, una tesorería respetable... Cinco mil ozols o más. Dudo que pueda dar sustancia a la idea. ¿Quién será el capitán?
    –Me parece que no lo especificó –dijo Glinnes tras reflexionar un momento.
    –Es un punto capital. Si ficha a un capitán importante, atraerá a jugadores más escépticos que tú.
    –¡No creas que soy tan ingenuo! Sólo demostré un discreto interés.
    –Sería mejor que te vinieras con nuestros queridos Tanchinaros de Saurkash –declaró Ao Gilweg.
    –De hecho, podríamos utilizar un buen par de delanteros –dijo Garbo–. Nuestra defensa, sin ser presuntuoso, es tan buena como cualquier otra, pero no conseguimos que nuestros hombres superen el foso. ¡Únete a los Tanchinaros! ¡Arrasaremos la prefectura de Jolany!
    –¿A cuánto ascienden vuestros fondos?
    –No es probable que sobrepasemos los mil ozols –admitió Garbo–. Ganamos un partido y perdemos el siguiente. Francamente, nuestra calidad es irregular. El viejo Neronavy no es el capitán más inspirado; nunca se aparta ni un centímetro de su hange, y sólo sabe hacer tres jugadas. Yo podría retrasarme, pero no serviría de mucho.
    –Me has convencido para que fiche por los Gorgonas –dijo Glinnes–. Recuerdo al Neronavy de hace diez años. Preferiría tener como capitán a Akadie.
    –Apatía, indiferencia. El equipo necesita un poco de estímulo –dijo Ao Gilweg.
    –Hace dos años que no conquistamos una sheirl hermosa –dijo Garbo–. Jenlis Wade..., insípida como un cavuto muerto. Cuando perdió el vestido, sólo pareció sorprendida. Barsilla Cloforeth..., demasiado alta y ansiosa. Cuando la desnudaron, nadie se molestó en mirar. Barsilla se largó, disgustada.
    –Aquí tenemos unas bonitas sheirls. –Ao Gilweg señaló con el pulgar a sus hijas Rolanda y Berinda–. Sólo que prefieren jugar a otras cosas con los chicos. Ahora ya no están cualificadas.
    El día dejó paso al avness, el avness al crepúsculo, el crepúsculo a la oscuridad, y convencieron a Glinnes para que se quedara a pasar la noche.
    Por la mañana, Glinnes volvió a Rabendary y empezó a limpiar la zona donde se había instalado el campamento de los Drosset. Una circunstancia peculiar le hizo detenerse. Habían practicado un hoyo de sesenta centímetros de profundidad en el punto donde estaba situada la hoguera. El agujero se encontraba vacío. A Glinnes no se le ocurrió ninguna explicación para el hoyo, en el centro exacto de la antigua hoguera.
    Los Gilweg se presentaron a mediodía, y dos horas más tarde había desaparecido todo vestigio del paso de los Drosset.
    Entretanto, las mujeres Gilweg prepararon la mejor comida posible desdeñando la despensa de Marucha, que consideraron austera. De entrada, Marucha nunca les había caído bien; se daba demasiados aires.
    Los Gilweg se enteraron con todo detalle de los problemas de Glinnes. Le ofrecieron su simpatía y opiniones contradictorias. Ao Gilweg, el cabeza de familia, había hablado con Lute Casagave en varias ocasiones.
    –Un tipo astuto, versado en ardides. No está en la isla Ambal por motivos de salud.
    –Es como todos los habitantes de otros planetas –declaró su esposa Clara–. He conocido a muchos, todos agitados, nerviosos, melindrosos y fastidiosos. Ninguno de ellos sabe llevar una vida normal.
    –No sé si Casagave es tímido o ciego –dijo Carbo–. Pasas por delante de su barca y ni siquiera levanta la cabeza.
    –Se hace pasar por un gran noble –dijo Clara en tono de rechazo–. Es demasiado superior para tratar con gente corriente como nosotros. Jamás hemos probado ni una gota de su vino, tenlo por seguro.
    –¿Has visto a su criado? –preguntó Currance, la hermana de Clara–. ¡Menuda visión! Creo que es mitad simio de Polgonia, o algo así. Os juro que nunca pondrá el pie en mi casa.
    –Cierto –declaró Clara–. Tiene aspecto de malvado. Y no olvidéis esto: Dios los cría y ellos se juntan. ¡Lute Casagave es sin duda tan malo como su criado!
    Ao Gilweg movió las manos en señal de protesta.
    –Vamos, vamos, un poco de calma. No se ha probado nada contra esos hombres; ni siquiera han sido acusados.
    –¡Se apropió de la isla Ambal! ¿No es suficiente?
    –Tal vez le engañaron; ¿quién sabe? Podría ser un hombre justo e inocente.
    –¡Un hombre justo e inocente renunciaría a su ocupación ilegal!
    –¡Exacto! ¡Quizá Lute Casagave sea esa clase de nombre! –Ao se volvió hacia Glinnes–. ¿Has hablado del asunto con el propio Lute Casagave? Me parece que no.
    Glinnes dirigió una mirada escéptica a la isla Ambal.
    –Imagino que podría hablar con él, pero existe una realidad incuestionable: hasta un nombre justo querría que le devolvieran sus doce mil ozols, de los que no dispongo por el momento.
    –Que se las arregle con Glay, que cobró el dinero –dijo Carbo–. Tenía que haberse asegurado de sus derechos antes de cerrar el trato.
    –Es una circunstancia extraña, muy extraña... A menos que supiera a ciencia cierta que Shira había muerto, lo que conduce a una serie de macabras especulaciones.
    –¡Bah! –exclamó Ao Gilweg–. Coge al toro por los cuernos. Ve a hablar con ese hombre. Dile que abandone tu propiedad y que vaya a pedirle el dinero a Glay, el hombre que lo cobró.
    –¡Por los Quince Demonios, tienes razón! –dijo Glinnes–. Es claro y rotundo... No tiene nada sobre qué sustentarse. Se lo expondré con toda crudeza mañana.
    –¡Acuérdate de Shira! –dijo Carbo Gilweg–. Tal vez sea un hombre sin escrúpulos.
    –Será mejor que lleves un arma –aconsejó Ao Gilweg–. No existe mejor espoleador de la humildad que un desintegrador de ocho cañones.
    –En este momento carezco de armas –respondió Glinnes–. Esos infames trevanyis entraron a saco en mis pertenencias. En cualquier caso, no creo que necesite armas. Si Casagave, como espero, es un hombre razonable, llegaremos sin demora a un acuerdo.


    Entre el muelle de Rabendary y la isla Ambal media tan sólo una distancia de cien metros de aguas serenas, un viaje que Glinnes había efectuado incontables veces. Nunca le había parecido tan largo.
    No se advertía el menor signo de actividad en la isla Ambal. Sólo la lancha motora de Casagave indicaba su presencia. Glinnes amarró la barca y saltó al muelle con toda la agilidad que sus costillas doloridas le permitían. Tal como exigía la etiqueta, tocó el timbre antes de subir por el sendero.
    La mansión Ambal se parecía mucho a la mansión Gensifer: una alta estructura blanca de extravagante complejidad. De cada muro se proyectaban miradores hacia afuera; el techo, cuatro cúpulas de vidrio blanco opaco, con un capitel central dorado, descansaba sobre pilastras acanaladas. No salía humo de la chimenea, ni se oía ningún sonido en el interior. Glinnes pulsó el timbre de la puerta.
    Pasó un minuto. Hubo cierto movimiento tras un mirador; después se abrió la puerta y Lute Casagave se asomó. Era un hombre mucho más viejo que Glinnes, de piernas delgadas y cargado de espaldas, vestido con un traje holgado de gabardina gris, como los usados en otros planetas. El cabello blanco enmarcaba un rostro cetrino, en el que destacaban la larga nariz descarnada, las mejillas caídas y demacradas, y ojos como esquirlas de piedra fría. El rostro de Casagave indicaba una inteligencia firme y despierta, pero no parecía el de un hombre capaz de contribuir con doce mil ozols a la causa de la justicia abstracta.
    Casagave no saludó ni preguntó, sino que miró en silencio hacia el frente, esperando a que Glinnes explicara los motivos de su presencia.
    –Temo que le traigo malas noticias, Lute Casagave –dijo Glinnes educadamente.
    –Haga el favor de dirigirse a mí como Lora Ambal.
    Glinnes abrió desmesuradamente la boca.
    –¿Lora Ambal?
    –Así es como prefiero ser conocido.
    Glinnes sacudió la cabeza en señal de duda.
    –Todo eso está muy bien, y es posible que su sangre sea la más noble de Trullion. Sin embargo usted no puede ser Lora Ambal porque la isla Ambal no le pertenece. Esas son las malas noticias a las que me refería.
    –¿Quién es usted?
    –Soy Glinnes Hulden, señor de Rabendary y propietario de la isla Ambal. Usted entregó dinero a mi hermano Glay a cambio de la propiedad que se negó a conservar. Esta situación es muy desagradable. No pienso exigirle un alquiler por el tiempo que he permanecido aquí, pero me temo que deberá cambiar de residencia.
    Casagave frunció las cejas y entornó los ojos.
    –No diga tonterías. Soy Lora Ambal, descendiente directo de aquel Lora Ambal que dispuso ilegalmente de la propiedad ancestral. La transacción original fue invalidada; el título de los Hulden nunca sirvió de nada. Dé gracias por los doce mil ozols; no estaba obligado a pagarle nada.
    –¡Alto ahí! –gritó Hulden–. Mi bisabuelo efectuó la compra. Fue protocolizada con el registrador de la propiedad de Welgen y no puede ser invalidada.
    –No estoy seguro. ¿Usted es Glinnes Hulden? Esto no significa nada para mí. Compré la propiedad a Shira Hulden, y su hermano Glay actuó de intermediario.
    –Shira ha muerto. La venta fue fraudulenta. Le sugiero que exija a Glay la devolución de su dinero.
    –¿Shira ha muerto? ¿Cómo lo sabe?
    –Ha muerto, probablemente asesinato y arrastrado al fondo del mar por los merlings.
    –¿Probablemente? Probablemente carece de valor legal. Mi contrato es legítimo, a menos que pueda probar lo contrario, o a menos que usted muera, en cuyo caso el asunto es discutible.
    –No tengo la menor intención de morir.
    –¿Y quién la tiene? Nos sobreviene a todos queramos o no.
    –¿Me está amenazando?
    Casagave emitió una risita seca.
    –Ha entrado ilegalmente en la isla Ambal; tiene diez segundos para salir.
    –Se equivoca. –La voz de Glinnes tembló de rabia–. Le concedo tres días, y sólo tres días, para abandonar mi propiedad.
    –¿Y después? –preguntó Casagave con sorna.
    –No se preocupe de lo que sucederá después. Salga de la isla Ambal o lo averiguará.
    Casagave dio un silbido estridente. Se oyeron unos pasos pesados. Detrás de Glinnes apareció un hombre que sobrepasaba los dos metros y que pesaba tal vez unos ciento cincuenta kilos. Su piel era de color teca; el cabello negro se amoldaba a su cabeza como si fuera pelaje. Casagave apuntó su pulgar hacia el muelle.
    –O a la barca o al agua.
    Glinnes, todavía dolorido por la paliza anterior, no se atrevió a correr el riesgo. Giró sobre sus talones y bajó a grandes zancadas por el sendero. ¿Lora Ambal? ¡Qué parodia! Eso explicaba las investigaciones de Casagave.
    La barca de Glinnes surcó las aguas. Rodeó lentamente la isla Ambal; nunca le había parecido tan hermosa. ¿Qué pasaría si Casagave ignoraba el ultimátum de tres días... como era seguro? Glinnes meneó la cabeza, entristecido. Actuar por la fuerza le enfrentaría a la policía..., a menos que pudiera demostrar la muerte de Shira.


    9

    Akadie vivía en una peculiar y vieja mansión situada en una punta de tierra conocida como el Diente de Rorquin, suspendida sobre el ancho de Clinkhammer, varios kilómetros al noroeste de Rabendary. El Diente de Rorquin era un saliente de piedra negra curtido por la intemperie, quizá la chimenea de un antiguo volcán, cubierto ahora de jardo, capullos de fuego y pomanderos enanos. Detrás se erguía un bosquecillo de sentinellos. La mansión de Akadie, capricho de un Lora hacía mucho tiempo olvidado, alzaba cinco torres hacia el cielo, todas de altura y estilo arquitectónico diferentes. Una tenía techo de pizarra, otra de tejas, una tercera de cristal verde, la cuarta de plomo y la última de spandex, un material artificial. Todas contenían en su parte superior un estudio provisto de accesorios especiales y panorámicas diferentes, con el fin de adaptarse a los diversos estados anímicos de Akadie, éste reconocía y disfrutaba de sus excentricidades, y transformaba la inconsistencia en una virtud.
    A primera hora de la mañana, cuando la neblina todavía remolineaba, Glinnes condujo su barca por el estrecho de Farwan hacia el Saur, se desvió hacia el oeste por el angosto estrecho de Vernice, donde crecían en profusión las malas hierbas, y desembocó en el ancho de Clinkhammer. Sobre las tranquilas aguas oscilaba el reflejo doble de la mansión con sus cinco torres.
    Akadie acababa de levantarse. Tenía el cabello revuelto y apenas podía abrir los ojos. Sin embargo, saludó a Glinnes con cordialidad.
    –Haz el favor de no exponer tus problemas hasta después del desayuno; el mundo todavía se ve confuso.
    –He venido a ver a Marucha –dijo Glinnes–. No necesito sus servicios.
    –En tal caso, di lo que quieras.
    Marucha, que siempre madrugaba, parecía tensa y malhumorada, y saludó a Glinnes sin efusividad. Sirvió a Akadie un desayuno compuesto de fruta, té y bollos, y vertió té en la taza de Glinnes.
    –¡Ay! –exclamó Akadie–. Comienza el día, y una vez más aceptaré que existe un mundo más allá de los confines de esta habitación. –Bebió el té–. ¿Cómo van tus asuntos?
    –Todo lo bien que cabía esperar. Mis problemas no han desaparecido con un simple chasquido de los dedos.
    –A veces –observó Akadie–, las personas se crean ellas mismas los problemas.
    –Es absolutamente cierto en mi caso. Me esfuerzo por recobrar mi propiedad y proteger lo que queda, y al actuar así estimulo a mis enemigos.
    Marucha, que trabajaba en la cocina, demostraba un total desinterés por la conversación.
    –El principal culpable es Glay, por supuesto –prosiguió Glinnes–. Sembró la discordia y después se marchó sin solucionar nada. Como Hulden y como hermano, no se le puede disculpar.
    Marucha no pudo contener su lengua por más tiempo.
    –Dudo que le preocupe ser o no un Hulden. En cuanto a la relación entre hermanos, la interacción es mutua. Te recuerdo que no le estás ayudando mucho en su trabajo.
    –Es demasiado oneroso –replicó Glinnes–. Glay puede permitirse regalos de doce mil ozols porque el dinero nunca le perteneció. Yo sólo ahorré tres mil cuatrocientos ozols, que los compinches de Glay, los Drosset, me robaron. Ahora no tengo nada.
    –Te queda la isla Rabendary. Vale mucho.
    –Al menos reconoces la muerte de Shira.
    Akadie levantó la mano.
    –¡Basta ya! Vamos a tomar el té en la torre que mira al sur. Sube por la escalera, pero ten cuidado, los peldaños son estrechos.
    Ascendieron a la torre más baja y espaciosa, que permitía admirar toda la perspectiva del ancho de Clinkhammer. Akadie había colgado de las paredes de madera oscura antiguos gonfalones; en una esquina había reunida una excéntrica colección de vasijas de barro rojo. Akadie puso sobre la mesa de mimbre la tetera y las tazas e indicó con un gesto a Glinnes que acercara una vieja silla de mimbre con el respaldo en forma de abanico.
    –Cuando instalé a Marucha en casa no esperaba como complemento una serie de disputas familiares.
    –Quizá esta mañana me siento de mal humor –admitió Glinnes–. Los Drosset me asaltaron aprovechando la oscuridad, me dieron una paliza y se llevaron todo mi dinero. Por eso no puedo dormir por las noches. Mis entrañas arden, hierven y se retuercen de rabia.
    –Exasperado, como mínimo. ¿Has pensado en tomar medidas preventivas?
    –¡No he pensado en nada! Nada parece sensato, podría matar a uno o dos Drosset y acabar en el prutanshyr, pero así tampoco recuperaría mi dinero. Podría echar una droga en su vino y registrar el campamento mientras duermen, pero carezco de drogas y aunque tuviera, ¿cómo podría estar seguro de que todos beberían vino?
    –Es más fácil planear estos actos que llevarlos a cabo –dijo Akadie–, pero permíteme que te haga una sugerencia. ¿Conoces el claro de Xian?
    –Nunca he visitado ese lugar. Tengo entendido que es el cementerio de los trevanyis.
    –Es mucho más que eso. El Pájaro de la Muerte vuela desde el valle de Xian, y el hombre agonizante oye su canto. Los fantasmas trevanyis caminan a la sombra de los grandes ombriles, que sólo crecen en ese lugar de Merlank. Ahora escucha con atención. Si localizaras la cripta de los Drosset y te apoderases de una urna funeraria, Vang Drosset sacrificaría la castidad de su hija por recuperarla.
    –No me interesa... o casi no me interesa la castidad de su hija. Sólo quiero mi dinero. Su idea es excelente.
    Akadie hizo un gesto de menosprecio.
    –Eres muy amable, pero la propuesta es tan inepta y alucinante como cualquier otra. Las dificultades son insuperables. Por ejemplo, ¿cómo podrías descubrir el emplazamiento de la cripta, sino por boca del propio Vang Drosset? Si te apreciara lo bastante como para confiarte este secreto fundamental de su existencia, ¿por qué te negaría tu dinero y los favores de su hija? Imaginemos, pese a todo, que persuades a Vang Drosset de que te revele su secreto y vas al valle de Xian. ¿Cómo te librarías de las Tres Brujas, por no mencionar a los fantasmas?
    –No lo sé.
    Los dos hombres permanecieron sentados en silencio, bebiendo té.
    –¿Ya has conocido a Lute Casagave? –preguntó Akadie al cabo de un momento.
    –Sí. Se niega a abandonar la isla Ambal.
    –Era de esperar. Como mínimo, exigiría la devolución de sus doce mil ozols.
    –Afirma ser Lora Ambal.
    Akadie se irguió en su silla. Sus ojos reflejaban el veloz fluir de sus pensamientos. La idea le resultaba verdaderamente fascinante. Sacudió la cabeza con cierto pesar y se reclinó en la silla.
    –Improbable, muy improbable, e irrelevante, en cualquier caso.
    Me temo que deberás resignarte a la pérdida de la isla Ambal.
    –¡No puedo resignarme a perderlo todo! –gritó con pasión Glinnes–. Un partido de hussade, la isla Ambal: todo es lo mismo. Nunca me rendiré. ¡He de recobrar lo que es mío!
    Akadie levantó la mano.
    –Cálmate. Me lo pensaré en mis ratos de ocio, y algo se me ocurrirá. Los honorarios son quince ozols.
    –¡Quince ozols! –clamó Glinnes–. ¿Por qué? Lo único que ha hecho es decirme que me calmara.
    Akadie hizo un gesto afable.
    –Te he dado ese consejo negativo, que a menudo es tan valioso como un programa positivo. Por ejemplo, supón que me preguntaras: «¿Cómo puedo ir de aquí a Welgen de un solo salto?». Me limitaría a pronunciar una palabra, «imposible», y te ahorraría una gran cantidad de ejercicio inútil, lo que justificaría unos honorarios de veinte o treinta ozols.
    –En lo referente al tema de que hablábamos –sonrió con tristeza Glinnes–, no me ha ahorrado ningún ejercicio inútil. No me ha dicho nada que no supiera ya. Considere este encuentro una visita social.
    Akadie se encogió de hombros.
    –No tiene la menor importancia.
    Los dos hombres regresaron a la planta baja, donde Marucha estaba leyendo una revista publicada en Port Maheul. Actividades interesantes de la élite.
    –Adiós, madre –dijo Glinnes–. Gracias por el té.
    Marucha levantó la mirada de la revista.
    –Eres más que bienvenido, por supuesto –dijo, y se puso a leer de nuevo.
    Mientras Glinnes regresaba por el ancho de Clinkhammer, se preguntó por qué Marucha no le quería, aunque en el fondo de su corazón sabía muy bien la respuesta. Marucha no le tenía aversión; tenía aversión a Jut y a su «grosero comportamiento», sus parrandas, francachelas, la franca disposición amorosa y su falta general de elegancia. En pocas palabras, consideraba a su marido un patán. Glinnes, aunque más cortés y moderado que su padre, le recordaba a Jut. Jamás existiría auténtico cariño entre ellos. Bien, pensó Glinnes. Tampoco le gustaba especialmente Marucha...
    Glinnes internó la barca en el estrecho de Zeur, que conducía por el noreste a los Comunes de la Prefectura. Llevado por un impulso, aminoró la velocidad y volvió a la orilla. Avanzó entre las cañas, amarró la barca al trono de un casamón y subió por la orilla hasta un punto desde el que pudo examinar la isla.
    A trescientos metros de distancia, junto a un bosquecillo de candeleras negros, los Drosset habían plantado sus tres tiendas, los mismos rectángulos de colores naranja, marrón sucio y negro que habían ofendido la vista de Glinnes en Rabendary. Vang Drosset estaba sentado en un banco, inclinado sobre una fruta que parecía un melón, o tal vez un cazaldo. Tingo, que llevaba un pañuelo de color lavanda atado a la cabeza, se hallaba en cuclillas junto al fuego, pelando patatas y echándolas en el caldero. No divisó a sus hijos. Ashmor, Harving y Duissane.
    Glinnes les espió durante cinco minutos. Vang Drosset terminó el cazaldo y tiró la cáscara al fuego. Después, con las manos apoyadas en las rodillas, se volvió para hablar con Tingo, que proseguía sus tareas.
    Glinnes bajó por la orilla hacia la barca y volvió a casa a toda velocidad.
    Regresó una hora después. Glay había adoptado la indumentaria trevanyi cuando viajó con ellos. Glinnes la llevaba ahora, así como el turbante trevanyi. Un cavuto joven estaba tirado en el suelo de la barca, con la cabeza cubierta y las patas atadas. La barca también contenía tres cajas vacías, varias ollas de hierro de buena calidad y una pala.
    Glinnes amarró la barca en el lugar de antes. Subió por la orilla y observó el campamento de los Drosset con unos prismáticos.
    El caldero hervía sobre el fuego. Tingo no estaba a la vista. Vang Drosset continuaba sentado en el barco, esculpiendo un nudo dako. Glinnes le observó con suma atención. ¿Estaría utilizando Vang Drosset su cuchillo? Astillas y virutas saltaban del dako sin el menor esfuerzo, y Vang Drosset examinaba el cuchillo de vez en cuando con satisfacción.
    Glinnes subió el cavuto desde la barca, le quitó la caperuza y mantuvo sujeto al animal por una pierna, para que pudiera internarse unos metros en el campamento.
    Glinnes se resguardó tras un matorral; ocultaba la parte inferior del rostro con el cabo suelto del turbante.
    Vang Drosset esculpía el dako. Hizo una pausa, estiró los brazos y advirtió la presencia del cavuto. Lo contempló un momento y después, levantándose, escrutó todo el campamento. No había nadie a la vista. Limpió el cuchillo y lo introdujo en su bota. Tingo Drosset asomó la cabeza por la puerta de la tienda. Vang Drosset cruzó unas palabras con ella. Salió y miró con expresión dudosa al cavuto. Vang Drosset avanzó por el terreno, caminando con aire furtivo. Se detuvo a diez metros del cavuto, como si lo viera por primera vez. Reparó en la cuerda atada a la pata y la siguió hasta el casamón. Dio cuatro silenciosos pasos hacia adelante y estiró el cuello. Vio la barca y se quedó inmóvil, mientras sus ojos realizaban un inventario del contenido. Una pala, varios cacharros útiles. ¿Qué habría dentro de aquellas cajas? Se humedeció los labios y miró rápidamente a ambos lados. Extraño. Tal vez obra de un niño. De todos modos, ¿por qué no echar un vistazo a las cajas? No cuesta nada mirar.
    Vang Drosset bajó con cautela por la orilla y jamás supo qué le golpeó. Glinnes, con la furia palpitando en sus venas, saltó hacia adelante y casi le rompió la cabeza con dos tremendos golpes sobre las orejas.
    Vang Drosset cayó al suelo. Glinnes hundió su cabeza en el barro, le ató las manos a la espalda e inmovilizó sus rodillas y tobillos con una cuerda que había llevado a propósito. Después le amordazó y vendó los ojos.
    Vang Drosset emitió unos gemidos ahogados.
    Extrajo el cuchillo de su propiedad que Vang Drosset guardaba en la bota. Era fantástico recuperar aquella hoja acerada. Registró la ropa de Vang Drosset, que cortó con el cuchillo para facilitar el examen. La bolsa de Vang sólo contenía veinte ozols, que Glinnes se quedó. Le sacó las botas y abrió las suelas. No encontró nada y tiró las botas lejos.
    Vang Drosset no llevaba más dinero encima. Glinnes, disgustado, le dio un puntapié en las costillas. Dirigió la mirada hacia el campamento y vio a Tingo Drosset caminando hacia el retrete. Glinnes se cargó el cavuto al hombro, ocultó su rostro y avanzó hacia el campamento. Llegó a la tienda marrón justo cuando Tingo Drosset entraba en el retrete. Examinó la tienda. Vacía. Se dirigió a la tienda naranja. Vacía. Entró. Tingo Drosset habló a su espalda.
    –Parece un espléndido animal, pero no lo entres ahí. ¿Qué te pasa? Mátalo junto al agua.
    Glinnes puso el animal en el suelo y esperó. Tingo Drosset, protestando por el extraño comportamiento de su marido, entró en la tienda.
    Glinnes tiró el turbante por encima de su cabeza y la arrojó a tierra. Tingo Drosset se quejó y maldijo la inesperada reacción de su marido.
    –Una palabra más –rugió Glinnes–, y te rebano el pescuezo de oreja a oreja. Estate quieta si sabes lo que te conviene.
    –¡Vang, Vang! –chilló Tingo.
    Glinnes le introdujo el cabo del turbante en la boca.
    Tingo era corpulenta y fuerte, y a Glinnes le llevó considerables esfuerzos atarla, vendarle los ojos y amordazarla. Le dolía la mano de un mordisco. A Tingo Drosset le dolía la cabeza de un espantoso puñetazo. No era probable que Tingo portara encima el dinero de la familia, pero cosas más raras se habían visto. Glinnes registró con todo cuidado sus ropas mientras ella gruñía y gemía, se debatía y agitaba, horriblemente ultrajada, aguardando lo peor.
    Glinnes examinó la tienda negra, a continuación un rincón de la tienda naranja en el que Duissane había alineado unas cuantas baratijas y recuerdos, y por fin la tienda marrón. No encontró dinero, pero tampoco lo esperaba; los trevanyis tenían la costumbre de enterrar sus objetos de valor.
    Glinnes se sentó en el banco de Vang Drosset. ¿Dónde enterraría el dinero Vang Drosset? El lugar debería estar cerca y lo indicaría alguna señal, un poste, una roca, un matorral, un árbol. Tendría que estar a la vista. Vang Drosset preferiría que el escondite se hallara bajo su vigilancia. Glinnes paseó la mirada en derredor. Frente a él colgaba el caldero sobre el fuego, y a un lado había una tosca mesa con un par de bancos para sentarse. A sólo unos pasos, la tierra se veía chamuscada por el fuego de otra hoguera. Parecía un lugar más conveniente que aquel donde ahora colgaba el caldero. Los peculiares hábitos de los trevanyis carecían de explicación, pensó Glinnes. En el campamento de Rabendary... El pensamiento se desvaneció mientras Glinnes recordaba el campamento de la isla Rabendary, donde, en el punto donde habían emplazado la hoguera, la tierra aparecía cavada recientemente.
    Glinnes asintió. Eso era. Se levantó y caminó hacia el fuego. Apartó el trípode y el caldero, y con ayuda de una vieja azada con el mango roto, tiró las brasas a un lado. La tierra calcinada cedió con facilidad. A quince centímetros de profundidad, la azada tropezó con una plancha de hierro negro. Glinnes levantó el hierro y descubrió una capa de arcilla seca, que también quitó. La cavidad ocultaba un pote de cerámica.
    Glinnes sacó el pote. Contenía un fajo de billetes rojos y negros de cien ozols. Glinnes asintió, complacido, y lo guardó todo en el bolsillo.
    El cavuto, que estaba pastando, había defecado. Glinnes introdujo las deyecciones en el pote, lo devolvió a la cavidad y volvió a colocarlo todo en su sitio, tal como antes, incluso el fuego que ardía bajo el caldero. Una inspección ocasional no revelaría la menor alteración.
    Echándose al hombro el cavuto, Glinnes cruzó el campamento en dirección hacia donde había dejado la barca. Vang Drosset había luchado por liberarse, pero lo único que consiguió fue rodar por la pendiente y caer en el barro, junto al borde del agua. Glinnes sonrió, divertido, y se abstuvo de patear la forma retorcida, considerando que llevaba en el bolsillo toda la fortuna de Vang Drosset. Ató el cavuto en la popa de la barca y zarpó. Glinnes condujo la barca por entre las cañas hasta una raíz torcida, amarró la boza y se izó desde la raíz hasta las ramas. Escrutó por una abertura entre el follaje el campamento de los Drosset, que parecía tranquilo.
    Glinnes se acomodó y contó el dinero. En la primera bolsa encontró tres mil cuatrocientos diez ozols. Glinnes rió por lo bajo, satisfecho.
    Sacó la cinta de la segunda bolsa, que contenía una faltriquera de oro y mil cuatrocientos ozols. Glinnes no les prestó atención, y se concentró en la faltriquera. Un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Recordaba muy bien el objeto: había pertenecido a su padre. Vio los ideogramas que representaban el nombre de Jut Hulden, y debajo los de Shira Hulden.
    Había dos posibilidades: o bien los Drosset habían rodado a Shira en vida o le habían robado ya muerto. ¡Y éstos eran los bondadosos camaradas de su hermano Glay! Glinnes escupió en la tierra.
    Se sentó sobre la rama; su cerebro bullía de excitación y horrorizada repugnancia. Shira estaba muerto. De lo contrario, los Drosset nunca habrían podido arrebatarle el dinero. Estaba convencido.
    Se sentó a observar y esperar. Su euforia se disipó, y también su horror; le embargó un estado de pasividad. Pasó una hora y parte de otra. Desde el muelle del estrecho de Ilwish llegaron tres personas: Ashmor, Harving y Duissane. Ashmor y Harving fueron directamente a la tienda naranja. Duissane se quedó inmóvil, como si escuchara algún sonido producido por Tingo. Se precipitó en el interior de la tienda marrón, y enseguida asomó la cabeza para llamar a sus hermanos. Desapareció de nuevo en la tienda. Ashmor y Harving se reunieron con ella. Cinco minutos después salieron poco a poco, discutiendo acaloradamente. Tingo, al parecer poco afectada por su experiencia, apareció también. Señaló al otro lado del campamento. Ashmor y Harving corrieron hacia el punto indicado y no tardaron en encontrar y liberar a Vang Drosset. Los tres volvieron al campamento; los hijos hablaban y gesticulaban. Vang Drosset renqueaba sobre sus pies descalzos y apretaba contra su cuerpo sus vestidos desgarrados. Al llegar al campamento, lo examinó todo, en especial la hoguera. Daba la impresión de continuar intacta.
    Entró en la tienda marrón. Los hijos siguieron discutiendo con Tingo, que protestaba presa de histeria, señalando al otro lado del campamento. Vang Drosset salió de la tienda marrón, vestido de nuevo. Avanzó hacia Tingo y la abofeteó; la mujer retrocedió entre imprecaciones de rabia. Vang fue otra vez hacia ella; Tingo aferró una gruesa rama, sin dar muestras de flaqueza. Vang Drosset se alejó con semblante malhumorado. Examinó la hoguera más cerca, agachó la cabeza y observó cenizas y brasas en el lugar al que Glinnes había desplazado el fuego. Lanzó un ronco grito que Glinnes oyó desde su rama. Tiró el trípode a un lado, pateó el fuego y con sus dedos desnudos levantó la placa de hierro, rompió la capa de arcilla y después el pote de cerámica. Miró en su interior. Levantó los ojos hacia Ashmor y Harving, que aguardaban expectantes.
    Vang Drosset alzó las manos en un gesto de enorme desesperación. Arrojó el pote a tierra, pateó los fragmentos, pateó el fuego y envió los tizones por los aires. Levantó sus brazos nervudos y profirió maldiciones a los cuatro puntos cardinales.
    Es hora de partir, pensó Glinnes. Bajó del árbol, saltó a la barca y volvió hacia la isla Rabendary. Un día muy satisfactorio. La indumentaria trevanyi había ocultado su identidad. Tal vez los Drosset sospecharan, pero no tendrían la certeza. En ese momento, todos los trevanyis de la región se habían convertido en sospechosos, y los Drosset no dormirían mucho esa noche, intentando dilucidar quién había sido el culpable.
    Glinnes se preparó algo de comer y se lo tomó en la terraza. La tarde dio paso al auness, ese melancólico y mortecino momento del día en que el cielo y las distancias lejanas quedan bañados por el color de la leche diluida en agua.
    El timbre del teléfono provocó una repentina interrupción. Glinnes entró para encontrarse frente al rostro de Thammas, Lora Gensifer, que le miraba desde la pantalla. Glinnes tocó el botón de visión.
    –Buenas tardes, Lora Gensifer.
    –¡Buenas tardes tengas, Glinnes Hulden! ¿Estás preparado para jugar al hussade? No me refiero a este preciso instante, por supuesto.
    Glinnes respondió con otra cautelosa pregunta.
    –¿Debo entender que sus planes han madurado?
    –Sí. Los Gorgonas de Fleharish están organizados y dispuestos para empezar a entrenarse. He apuntado tu nombre como atacante derecho.
    –¿Quién es el atacante izquierdo?
    Lora Gensifer consultó su lista.
    –Un joven muy prometedor que se llama Savat. Los dos formaréis un brillante combinado.
    –¿Savat? No he oído hablar nunca de él. ¿Quiénes son los laterales?
    –Lucho y Helsing.
    –Umm. Ninguno de estos nombres me es familiar. ¿Son los jugadores con los que contaba inicialmente?
    –Lucho, desde luego. En cuanto a los otros... bien, esta lista siempre fue provisional, a fin de rectificarla si se podía conseguir algo mejor. Como bien sabes. Glinnes, los jugadores veteranos son muy inflexibles. Nos irá mejor con gente predispuesta y ansiosa de aprender. ¡Entusiasmo, afición, dedicación! ¡Estas son las cualidades que forjan a los ganadores!
    –Entiendo. ¿A quién más ha fichado?
    –Iskelatz y Wilmer Guff son los libres... ¿Qué te parece? No hay mejores libres en toda la prefectura. Los defensas... Ramos es de primera, y Pylan no le va a la zaga. Sinforetta y «Porrazo» Candolf no son muy ágiles, pero sí robustos; nadie les echará a un lado. Yo jugaré de capitán y...
    –¿Eh? ¿Qué significa esto? ¿He oído bien?
    Lora Gensifer frunció el ceño.
    –Yo jugaré de capitán –dijo con voz serena–. Y éste es más o menos el equipo, exceptuando los suplentes.
    Glinnes permaneció en silencio unos momentos.
    –¿Y el fondo?
    –El fondo será de tres mil ozols –respondió Lora Gensifer con modestia–. Durante los primeros partidos nos jugaremos unos prudentes mil quinientos ozols, hasta que el equipo cuaje.
    –Entiendo. ¿Cuándo y dónde se entrenarán?
    –En el campo de Saurkash, mañana por la mañana. ¿Doy por hecho, entonces, que jugarás con los Gorgonas?
    –Mañana bajaré, desde luego, y veré cómo van las cosas, pero permítame que le sea honesto, Lora Gensifer. El capitán es el hombre más importante del equipo. Dudo que usted tenga experiencia.
    Lora Gensifer compuso una expresión altanera.
    –He llevado a cabo un estudio completo del juego. He leído tres veces las Tácticas del hussade de Kalenshenko, he llegado a dominar el Manual corriente del hussade y he examinado a fondo las teorías más recientes, como el Principio de Contracorriente, el Sistema de la Pirámide Doble, la Supermuralla...
    –Todo eso es posible que sea cierto, Lora Gensifer. Mucha gente puede teorizar sobre el juego, pero lo que cuenta en definitiva son los reflejos, y a menos que haya jugado mucho...
    –Si te esfuerzas al máximo –replicó Lora Gensifer con rigidez–, los demás también lo harán. ¿Algo más? Al cuarto toque de gong, pues.
    La pantalla se apagó.
    Glinnes, decepcionado, rezongó. Había estado en un tris de decirle a Lora Gensifer que jugara de capitán, delantero, libre, defensa y sheirl a la vez. ¡Lora Gensifer de capitán!
    Al menos, como compensación a la paliza, había recuperado el dinero. Casi cinco mil ozols: una cantidad sustancial, que debía esconder en un lugar seguro.
    Glinnes guardó el dinero en un pote de cerámica igual al que los Drosset habían utilizado. Lo enterró en el patio de atrás.
    Una hora más tarde, una barca surgió del estrecho de Ilfish y atravesó el ancho de Ambal. Dentro iban sentados Vang Drosset y sus dos hijos. Cuando pasaron junto al muelle de Rabendary, Vang Drosset se irguió y examinó la barca de los Hulden con mirada atenta. Glinnes había retirado todos los artículos con los que había tentado a Vang Drosset; la barca no se distinguía en nada de cientos de otras. Glinnes estaba sentado en la terraza, con los pies apoyados en la barandilla. Vang Drosset y sus hijos le miraron desde la barca, con la sospecha aleteando en sus ojos. Glinnes devolvió la mirada, impasible.
    La barca de los Drosset continuó su ruta por el estrecho de Farwan. Los hombres murmuraron entre sí y volvieron a mirar a Glinnes. «Ahí van los que mataron a mi hermano», pensó Glinnes.


    10

    Lora Gensifer, ataviado con un uniforme marrón y negro, estaba de pie sobre un banco y se dirigía a los jugadores.
    –¡Éste es un día importante para todos nosotros y para la historia del hussade en la Prefectura de Jolany! Hoy empezamos a moldear el equipo más eficiente, diestro y despiadado que jamás arrasó los campos de hussade de Merlank. Algunos de vosotros ya sois expertos y gozáis de cierta reputación; otros sois todavía desconocidos...
    Glinnes, pasando revista a los quince hombres que le rodeaban, concluyó que la proporción entre estas dos clases era del orden de uno a ocho.
    –... pero a fuerza de dedicación, disciplina y arrojo (aquí Lora Gensifer empleó la palabra kercha'an, esfuerzo que conduce a proezas sobrehumanas de fuerza y voluntad), derrumbaremos todos los obstáculos. ¡Dejaremos al descubierto las nalgas de todas las vírgenes que hay de aquí a Port Jaime! Nos llevaremos a casa el botín en cubos, seremos ricos y famosos, todos y cada uno...
    »Pero primero la fatiga y el sudor de la preparación. He estudiado con suma diligencia la teoría del hussade; conozco a Kalenshenko palabra por palabra. Todo el mundo está de acuerdo: supera la fuerza de tu enemigo y tendrás la anilla de oro al alcance de tu mano. Esto significa que hemos de saltar y columpiarnos más que los mejores delanteros; hemos de enviar al depósito a los defensas más inflexibles, hemos de dejar en ridículo a los estrategas más habilidosos de Trullion...
    »Ahora, a trabajar. Quiero que los delanteros atraviesen en todas direcciones los depósitos, bufando21 de tres maneras distintas en cada puesto. ¡Estableced un ritmo, delanteros! Los libres seguirían los ejercicios habituales, así como los defensas. ¡Hemos de dominar los fundamentos básicos! Me gustaría pensar que en lugar de dos libres y cuatro defensas, tenemos seis ágiles y poderosos libres en todos los puestos retrasados, capaces en cualquier momento de embestir al pistón. –Lora Gensifer aludía a la táctica seguida por un equipo fuerte ante otro más débil, consistente en empujarle campo arriba–. ¡Todos a trabajar! ¡Entrenémonos como hombres inspirados!
    Y comenzó el entrenamiento. Lora Gensifer corría de un lado a otro, alabando, criticando, castigando, estimulando a su equipo con estridentes ki-yik-yik-yiks.
    Veinte minutos después. Glinnes había juzgado la calidad del equipo. El lateral izquierdo Lucho y el libre derecho Wilmer Guff pertenecían al equipo hipotético que Lora Gensifer había propuesto a Glinnes, y ambos eran excelentes jugadores, diestros, seguros, agresivos. El libre izquierdo Iskelatz también parecía un jugador competente, aunque de carácter independiente, casi arrogante. A Iskelatz le desagradaban claramente los entrenamientos extenuantes, y prefería reservar sus fuerzas para el juego en sí, lo que exasperó de inmediato a Lora Gensifer. El atacante izquierdo Savat y el lateral derecho Helsing eran hombres jóvenes, despiertos y activos, si bien algo novatos, y cuando se entrenaron con las bufas Glinnes no cesaba de amagar sus golpes, lo cual les hacía perder el equilibrio. Los defensas Ramos, Pylan y Sinforetta eran, respectivamente, lentos, ineptos y con unos kilos de más. Sólo el defensa medio izquierdo «Porrazo» Candolf combinaba la suficiente masa, fuerza, inteligencia y habilidad para ser calificado de excelente atleta. Un dicho del hussade afirmaba que una pobre delantera podía derrotar a una pobre defensa, pero una buena defensa detenía a una buena delantera. Un equipo vivía gracias a sus delanteros y moría gracias a sus defensas, como apuntillaba otro aforismo del juego. Glinnes presintió que se avecinaba una serie de largas tardes hasta que Lora Gensifer fuera capaz de fortalecer la retaguardia.
    Los Gorgonas, en su presente fase, contaban con una excelente línea frontal, un buen centro y una retaguardia débil. La capacidad de Lora Gensifer como capitán era difícil de calibrar. El capitán ideal, como el libre ideal, podía jugar en cualquier posición del campo, aunque algunos capitanes, como el viejo Neronavy de los Tanchinaros, jamás abandonaba la protección de sus hanges.
    Glinnes se reservó el juicio acerca de Lora Gensifer. Parecía bastante fuerte y veloz, aunque con algunos kilos de más y lento al columpiarse...
    Lora Gensifer lanzó uno de sus ki-yik-yik-yiks.
    –¡Esos delanteros, más brío, a ver si meneamos esos pies! ¿Sois un cuarteto de osos? Glinnes, ¿es necesario que acaricies tan delicadamente a Savat con tu bufa? ¡Si no es capaz de atajarte, hazle una buena demostración! ¡Defensas, a ver esas cabriolas! ¡Las rodillas dobladas, como animales rabiosos! Recordad, cada vez que aferren esa anilla de oro nos costará dinero... Mejor... Repasemos algunas jugadas. Primero, las series Chorro Central del sistema Launton...
    El equipo se entrenó durante dos horas en un ambiente de franca camaradería, y después paró para comer en La Tenca Mágica. Después de comer, Lora Gensifer representó mediante diagramas un grupo de formaciones que había concebido, variaciones sobre las difíciles Secuencias Diagonales.
    –Si somos capaces de dominar estas configuraciones, empujaremos irresistiblemente tanto a laterales como a libres. Cuando se vengan abajo, zambulliremos a los de la izquierda o a los de la derecha.
    –Todo eso está muy bien –indicó Lucho–, pero dése cuenta que deja los pasillos laterales desprotegidos, y nada puede impedir un contraataque por nuestros pasillos exteriores.
    –En ese caso, los libres tendrán que columpiarse a un lado –dijo Lora Gensifer con el ceño fruncido–. El ritmo sincronizado de los movimientos es esencial.
    El equipo asistió con cierta languidez a los despliegues de su capitán porque había llegado la parte calurosa del día y todos estaban cansados tras los esfuerzos de la mañana. Lora Gensifer, por fin, entre exasperado y desconsolado, despidió al equipo.
    –Mañana, a la misma hora, pero venid con la idea de trabajar a destajo. Lo de hoy ha sido un recreo. Sólo conozco una manera de poner un equipo en juego, y se llama entrenamiento.
    Los Gorgonas se entrenaron durante tres semanas, con resultados desiguales. Algunos jugadores se aburrían; otros gruñían y murmuraban ante el acoso de Lora Gensifer. Glinnes consideraba que el repertorio de jugadas propuesto por su capitán era demasiado complicado y arriesgado. Tenía la sensación de que la zaga era demasiado débil para permitir un ataque efectivo. Los libres se veían obligados a proteger a los defensas, y los delanteros se quedaban con un radio de acción limitado. Los roces se cobraron una pérdida. El libre izquierdo Iskelatz, que era competente pero demasiado informal para complacer a Lora Gensifer, abandonó el equipo, al igual que el lateral derecho Helsing, en quien Glinnes adivinaba posibilidades de llegar a ser excelente. Fueron reemplazados por hombres más débiles. Lora Gensifer desechó a Pylan y Sinforetta, los dos defensas más lentos, y fichó a un par sólo un poco mejores, los cuales, según informó Carbo Gilweg a Glinnes, habían sido incapaces de ganarse un puesto en los Tanchinaros de Saurkash.
    Lora Gensifer agasajó al equipo en su mansión y les presentó a la sheirl de los Gorgonas, Zuranie Delcargo, natural del pueblo Aguasturbias, así llamado por la proximidad de unos manantiales de sulfuro. Zuranie era de una belleza discreta, más bien delgada y tímida hasta el punto de no pronunciar palabra. Su personalidad intrigó a Glinnes. ¿Qué fuerza o ambición podía impulsar a una chica semejante al riesgo de ser desnudada en público? Cuando le hablaban, sacudía la cabeza a un lado para que su largo pelo rubio le ocultara la cara, y sólo dijo tres palabras en el curso de la velada. No mostró ni una pizca de sashei, ese donaire garboso y vehemente que anima a un equipo a trascender sus limitaciones teóricas.
    Lora Gensifer aprovechó la ocasión para anunciar el calendario de los próximos partidos. El primero se celebraría dos semanas después en el estadio de Saurkash, y les enfrentaría a los Alcatraces de Voulash.
    Al cabo de un par de días, Zuranie fue a presenciar el entrenamiento. Había llovido por la mañana y soplaba un viento frío del sur. Los jugadores estaban melancólicos e irritables. Lora Gensifer corría arriba y abajo del campo como un gran insecto bamboleante, protestando, halagando y gritando ki-yik-yik-yik sin el menor resultado. Protegida del viento junto al cobertizo del masajista, Zuranie contemplaba las lentas maniobras con abatimiento, presagiando lo peor. Por fin hizo un tímido gesto en dirección a Lora Gensifer. Este corrió campo a través.
    –¿Sí, sheirl?
    –No me llame sheirl –replicó la joven con voz petulante–. No entiendo por qué se me ocurrió que deseaba hacer esto. ¡De veras! No soportaría ser el blanco de todas las miradas. Creo que me moriría. No se enfade, Lora Gensifer, por favor, pero la verdad es que no puedo.
    Lora Gensifer alzó los ojos hacia las veloces nubes grises que se deslizaban a baja altura.
    –¡Mi querida Zuranie! ¡Claro que estarás con nosotros! Jugaremos con los Alcatraces de Voulash dentro de dos días. ¡Alcanzarás la fama y la gloria!
    –No quiero ser una sheirl famosa –dijo Zuranie con un gesto de impotencia–. No quiero que me quiten toda la ropa...
    –Eso sólo le sucede a la sheirl del equipo que pierde –señaló Lora Gensifer–. ¿Crees que los Alcatraces pueden vencernos, sabiendo que Tyran Lucho, Glinnes Hulden, yo y «Porrazo» Candolf formamos parte del equipo? ¡Les barreremos como polvo, les arrojaremos tantas veces a los depósitos que se creerán peces!
    Zuranie sólo se sintió tranquilizada en parte. Exhaló un trémulo suspiro y no habló más. Lora Gensifer, comprendiendo por fin que carecía de sentido prolongar el entrenamiento, ordenó interrumpirlo.
    –Mañana, a la misma hora –dijo al equipo–. Hemos de aplicar más energía a nuestro movimiento lateral, especialmente en la zaga. ¡Defensas, tenéis que batir el campo! Esto es hussade, no una reunión social para vosotros y vuestros animales domésticos. Mañana, al sonar la cuarta campanada.
    Los Alcatraces de Voulash era un equipo joven que carecía de toda reputación. Los jugadores parecían mozalbetes. El capitán era Denzel Warhound, un joven larguirucho casi albino con los ojos sagaces y astutos de una criatura mítica. La sheirl era una muchacha de cara redonda, proporciones voluminosas y espesa cabellera oscura rizada. En el desfile por el campo previo al partido se condujo con un entusiasmo exuberante, pavoneándose, brincando y agitando los brazos; los Alcatraces corrían a su lado, apenas incapaces de contener su nerviosa actividad. En contraste, los Gorgonas parecían majestuosos y austeros, y su sheirl Zuranie, un espectro endeble y asténico. Su evidente desespero provocó en Lora Gensifer una exasperación que no se atrevió a expresar por temor a desmoralizarla por completo.
    –Bravo, muchacha, eres una chica muy valiente –declaró, como si consolara a un animal enfermo–. Todo irá bien. ¡Ya verás como tengo razón!
    Sin embargo, las aprensiones de Zuranie no desaparecieron.
    Los Gorgonas llevaban por primera vez su uniforme marrón y negro. Los cascos eran especialmente impresionantes, hechos de un metaloide rosa mate. Florecillas negras cubrían la parte de las mejillas, y sobresalían púas negras de la parte superior. Las rendijas para los ojos simulaban las pupilas de grandes ojos fijos. Las narices se hendían para convertirse en fauces de felpa negra, de las que colgaban lenguas rojas. Algunos miembros del equipo pensaban que el atavío era extravagante, a otros les disgustaban las lenguas oscilantes y la mayoría se mostraban apáticos. Los Alcatraces llevaban un uniforme de color pardo con casco naranja, cuyo único adorno era una cresta de plumas verdes. Comparando a los fogosos Alcatraces con los espléndidos pero lentos Gorgonas.
    Glinnes se sintió impulsado a discutir las tácticas con Lora Gensifer.
    –Haga el favor de fijarse en los Alcatraces. Son como kevales fríos, llenos de vigor y necedad. He visto antes equipos parecidos, y es de esperar que su juego sea agresivo, incluso temerario. Nuestra tarea es conseguir que se derroten ellos mismos. Hemos de intentar neutralizar a sus delanteros para que nuestros defensas y libres puedan rebasarlos. Si empleamos nuestra fuerza, tenemos una oportunidad de derrotarles.
    Lora Gensifer enarcó las cejas, disgustado.
    –¿Una oportunidad de derrotarles? ¿Qué tontería es ésta? ¡Les barreremos del campo al igual que un perro ahuyenta a los pollos! Ni siquiera deberíamos jugar contra ellos, pero nos hace falta practicar.
    –De todas formas, aconsejo que juguemos con prudencia. Procuremos que cometan errores, o capitalizarán los nuestros.
    –Bah, Glinnes. Me parece que ya eres mayorcito.
    –Hasta el punto de que no juego por diversión. Quiero ganar dinero... Nueve mil ozols, para ser exactos, y quiero ganar el dinero.
    –¿Te crees que sólo tú tienes necesidades? –preguntó Lora Gensifer con voz airada–. ¿Cómo piensas que financié la tesorería, compré los uniformes y pagué los gastos del equipo? Me he quedado sin blanca.
    –Muy bien. Usted necesita dinero; yo necesito dinero. Así que juguemos como mejor sepamos.
    –¡Ganaremos, no temas! –declaró el capitán del equipo fanfarrón y animoso de nuevo–. ¿Crees que soy un aprendiz? Conozco el juego de arriba a abajo. Y basta de quejas. Eres tan timorato como Zuranie. Observa qué multitud... Unas diez mil personas. Eso engrosará los ozols del botín.22
    –Si ganamos –indicó Glinnes con aire sombrío.
    Se fijó en un hombre sentado solo en un palco, en la primera fila de la élite. Lute Casagave, con prismáticos y una cámara. No era extraño verle con aquellos aparatos, por cuanto muchos fanáticos del deporte grababan el momento en que desnudaban a la sheirl con música e imágenes. Existían notables colecciones de dichas escenas. Sin embargo, a Glinnes le sorprendió el gran interés de Lute Casagave por el hussade. No parecía la clase de hombre aficionado a tales frivolidades.
    El arbitro se dirigió al micrófono. La música se fue apagando, y la multitud enmudeció.
    –¡Espectadores de Saurkash y de la Prefectura de Jolany! ¡Se celebra hoy el encuentro entre los valientes Alcatraces de Voulash, con su sheirl Baroba Eeliee, y los indomables Gorgonas de Thammas, Lora Gensifer, con su encantadora sheirl Zuranie Delcargo! Los equipos aseguran la inviolable dignidad de su sheirl con todo su valor y dos caudales de mil quinientos ozols. ¡Que los ganadores disfruten de su gloria y los perdedores se enorgullezcan de su fortaleza y de la trágica pureza de su sheirl! ¡Capitanes, acercaos!
    Lora Gensifer y Denzel Warhound avanzaron. La moneda dio a los Gorgonas el primer movimiento, la luz verde señalaría vía libre para los Gorgonas y la luz roja indicaría la de los Alcatraces.
    –Las faltas serán señaladas con rigor –declaró el arbitro–. No habrá patadas ni estirones, ni intercambios verbales. No toleraré que se aferren las bufas. Hay que golpear con limpieza. El equipo que esté a la defensiva no debe intentar distraer con ningún tipo de sonido. Tengo experiencia en estos asuntos, como también los observadores; no descuidaremos la vigilancia. El jugador que caiga en el depósito contrario ha de estrechar la mano de su rescatador; no bastará con un gesto vago. ¿Alguna pregunta? Muy bien, caballeros. ¡Disponed vuestras fuerzas y que la gloria de vuestras sheirls os impela a realizar nobles hazañas! ¡La luz verde para los Gorgonas, la luz roja para los Alcatraces!
    Los equipos se colocaron en sus posiciones. La orquesta trevanyi tocó música tradicional y los capitanes condujeron a las sheirls a sus pedestales respectivos.
    La música se paró. Los capitanes se dirigieron hacia sus hanges y llegó el electrizante momento previo al primer destello de luz. Los espectadores guardaron silencio. Los jugadores se pusieron tensos. Las sheirls se erguían ansiosas y palpitantes, cada una deseando con todo su corazón que la detestada virgen del otro extremo del campo fuera desnudada y humillada.
    ¡El gong! Las señales luminosas destellaron en verde. El capitán de los Gorgonas tenía veinte segundos para ordenar las jugadas, en tanto que los Alcatraces debían actuar o reaccionar en silencio. Lora Gensifer desplegó la primera fase del Ataque a Chorro: delanteros y laterales avanzaron formando una cuña hacia el punto medio, mientras los libres cubrían las vías laterales. Lora Gensifer había prescindido claramente del consejo de Glinnes. Este maldijo por lo bajo, avanzó sin encontrar oposición y saltó el foso, al igual que el delantero izquierdo Savat. Los alcatraces delanteros, que se habían echado a un lado, salvaron el foso para atacar a Sarkado, el libre izquierdo de los Gorgonas. Glinnes se enfrentó al libre izquierdo de los Alcatraces; ambos amagaron golpes con las bufas y se empujaron. El jugador de los Alcatraces retrocedió. El instinto de Glinnes le indicó el momento exacto en el que debía volverse para hacer frente al ímpetu del libre derecho de los Alcatraces. Glinnes le golpeó de plano en el cuello mientras recuperaba el equilibrio y lo arrojó al depósito. Cayó al agua con un chapoteo muy satisfactorio.
    Otro chapoteo: un defensa de los Alcatraces había arrojado al depósito a Chust, el lateral derecho.
    –¡Ki-yik-yik-yik! –gritó con voz estridente Lora Gensifer–. ¡Trece a treinta! ¡Adelante, Glinnes! ¡Lucho, atención a ese libre! ¡Yik-ki-yik!
    La luz verde cambió a roja. Denzel Warhound gritó instrucciones y llevó su hange hacia el foso. Los defensas medios se precipitaron hacia adelante; dos de ellos eligieron como blanco a Glinnes, quien les plantó cara, les hostigó y rechazó hasta confundirles. Glinnes se columpió hasta el camino 3, que no presentaba obstáculos para llegar al pedestal, pero los defensas se recobraron. Uno corrió a bloquear la entrada del camino 3. En el ínterin, los defensas medios se columpiaron en persecución de Glinnes. Tiró al depósito a uno, y Savat hizo lo propio con el otro. Ambos se volvieron para precipitarse hacia el pedestal de los Alcatraces; sólo quedaban dos defensas para detenerles. La luz cambió a verde. Lora Gensifer aulló órdenes desesperadas. ¡Un gong! Glinnes miró hacia atrás y vio a un alcatraz que alcanzaba el pedestal y aferraba la anilla de oro de Zuranie. El juego se interrumpió. Lora Gensifer pagó a regañadientes el rescate a Denzel Warhound.
    Los equipos regresaron a sus respectivos territorios.
    –¡Triunfo: ésa es la palabra! –clamó Lora Gensifer, irritado–. Estamos perdiendo por culpa de nuestros propios errores. No nos llegan a la suela del zapato; nos ganan por chiripa.
    Glinnes se abstuvo de recordar la vieja máxima: No existe chiripa en el hussade.
    –Anticipémonos a ellos posición por posición; no permitamos que retrocedan hacia los defensas.
    Los Alcatraces habían llegado al pedestal gracias a una simple finta y giro que dejó fuera de juego al inepto Ramos.
    Lora Gensifer no hizo caso de Glinnes.
    –El Ataque a Chorro otra vez, y esta vez lo haremos bien. Libres, vigilad los pasillos laterales; laterales, volad hacia el centro a continuación de los atacantes. ¡No dejaremos que esos papanatas nos tiren al depósito de nuevo!
    Los equipos se desplegaron. Sonó el gong y la luz verde cedió la ofensiva a los Gorgonas.
    –¡Trece a treinta, ki-yik! –gritó Lora Gensifer–. ¡Hacedles retroceder hasta el foso!
    Los delanteros alcatraces se apartaron de nuevo para permitir que Glinnes y Savat cruzaran el foso. Esta vez, sin embargo, se columpiaron detrás de Glinnes y, para su gran disgusto, le hicieron perder el equilibrio. Podría haberse enderezado, pero el libre que se columpiaba en el trapecio le lanzó al depósito.
    Lo que más detestaba Glinnes era ser arrojado al depósito; sin contar la sensación de frío y humedad, hería su autoestima. Chapoteó bajo los caminos, afligido, y se colgó de la barandilla hasta alcanzar la línea de fondo de los Gorgonas. Emergió en el momento preciso para enfrentarse a un lateral alcatraz que estaba a punto de llegar al pedestal. Glinnes, enfurecido por el remojón, lo aturdió con fintas y empellones hasta arrojarle de cabeza al depósito.
    La luz verde seguía encendida.
    –Cuarenta y cinco a doce –gritó Lora Gensifer.
    Glinnes gruñó. La jugada más complicada de Lora Gensifer, la Granada o doble diagonal. No había otra elección que obedecer; haría lo que pudiera. Los delanteros llegaron juntos al foso, y al no encontrar oposición en el puente central, saltaron en direcciones diferentes, seguidos por los libres. La única y débil esperanza de triunfo, pensó Glinnes, consistía en precipitarse hacia la sheirl de los Alcatraces antes de que los sorprendidos oponentes pudieran llegar a Zuranie. Los defensas alcatraces corrieron a bloquear el extremo del camino. Dos libres, un gorgona y un alcatraz, cayeron al depósito. Lora Gensifer ordenó a dos defensas que salvaran el foso, justo cuando la luz viraba a rojo.
    Denzel Warhound se erguía junto a su hange, inexpugnable, sonriendo con total compostura. Gritó sus instrucciones. Los dos defensas gorgonas fueron interceptados y lanzados al depósito. Glinnes, Savat y los laterales, conscientes del desastre, retrocedieron a toda prisa para salvaguardar el pedestal. Glinnes pisó la línea de fondo a tiempo de arrancar a un delantero alcatraz del pedestal y tirarle al depósito. Lucho hizo lo mismo con el restante, pero casi todo el equipo de los Alcatraces invadía ya toda la zona. Los defensas sumergidos salieron del agua, mojados y coléricos, y gracias a la furia y su mayor potencia hicieron retroceder a los Alcatraces.
    Luz verde.
    –¡Cuarenta y cinco a doce! –voceó Lora Gensifer–. ¡Ya les tenemos, chicos! El camino está despejado. ¡Adelante!
    Glinnes, furioso por la orden, desobedeció y corrió hacia atrás, seguido por los demás delanteros. Los enclenques pero ágiles defensas alcatraces les persiguieron hasta alcanzarles... Un gong. Por algún milagro de precisión y agilidad (aunque más probablemente por la clara ineptitud de alguien, pensó Glinnes), un libre alcatraz había ganado el pedestal y asía la anilla de oro que colgaba de la cintura de Zuranie.
    Lora Gensifer, con dedos temblorosos, pagó otro rescate. Su voz estaba ronca de emoción.
    –No sois capaces. ¡No ganaremos si erráis como sonámbulos! Hemos de adaptarnos al juego de esos tipos. ¡Son apenas unos muchachos! Esta vez jugaremos bien. Doble diagonal de nuevo, y que todo el mundo cumpla su misión.
    Los gongs, la luz verde, los animosos ki-yik de Lora Gensifer y los Gorgonas se desplegaron en la doble diagonal de su capitán.
    Un gong doble que indicaba una falta. El propio Lora Gensifer había aferrado la bufa de un libre alcatraz, y por tanto tuvo que dirigirse hacia el depósito de castigo, al fondo del campo de los Gorgonas, donde se sumergió, absolutamente furioso. Glinnes, el delantero derecho, tomó el relevo como capitán.
    Sonó el gong, y la luz seguía verde. Glinnes no necesitó gritar indicaciones. Señaló a derecha e izquierda; laterales y delanteros avanzaron hacia el toso. La luz cambió a rojo. Los Alcatraces, enardecidos por sus dos tantos, hicieron una finta hacia la izquierda y enviaron dos delanteros hacia el otro lado, al camino lateral derecho mientras un libre saltaba el foso. El libre y un delantero cayeron al depósito; el otro delantero retrocedió, y Denzel Warhound ordenó replegar el ataque hasta que los hombres sumergidos se reintegrasen al juego. Luz verde. Lora Gensifer, desde el depósito de castigo, indicó con gestos desesperados que le rescataran. Glinnes, deliberadamente, miró en dirección contraria. Envió a los libres a los caminos laterales y se unió a los dos defensas medios para avanzar. Luz roja. Los Alcatraces fueron en masa hacia la izquierda, pero evitaron cruzar el foso. El hábil Denzel Warhound prefirió esperar la oportunidad de sorprender a los Gorgonas desequilibrados.
    Luz verde. Glinnes ordenó a los delanteros que atravesaran el foso y condujo a los defensas medios hasta el puente central, un empleo lento de masa y presión sobre un equipo más débil, pero también más rápido. Dos laterales gorgonas y dos delanteros alcatraces fueron arrojados a los depósitos. Los Gorgonas habían establecido un sólido frente en el campo de los Alcatraces, mientras Lora Gensifer no cesaba de reclamar frenéticamente que le rescataran. Los Gorgonas presionaron poco a poco en los caminos, utilizando su fuerza y experiencia para avanzar, y cercaron a los Alcatraces en su propia área. Uno tras otro, tres alcatraces cayeron al depósito, y después dos más. Entonces, sonó el gong, Tyran Lucho había ganado el pedestal y tenía la anilla en la mano. Lora Gensifer, sombrío y con expresión desaprobadora, se izó del depósito de castigo y recibió el rescate del capitán alcatraz.
    Los equipos volvieron a desplegarse en sus campos.
    –¡Imprudente, una táctica muy imprudente! –declaró Lora Gensifer, irritado por su larga permanencia en el depósito de castigo–. Cuando un equipo pierde por dos tantos, los defensas nunca deben atravesar el foso con tanta rapidez... Es una de las máximas principales de Kalenshenko.
    –Cogimos su anilla –dijo Lucho, el hombre más franco del equipo–. Eso es lo que importa.
    –A pesar de todo –dijo Lora Gensifer con voz acerada–, continuaremos practicando un juego básico y racional. Ahora es su turno: utilizaremos la Finta Número 4.
    Lucho no estaba dispuesto a callar.
    –Será más sencillo cruzar en masa el foso. No necesitamos estratagemas, fintas o tácticas de distracción, sino simple juego elemental.
    –Esto es hussade –declaró Lora Gensifer–, no una guerra de bandas. Les vamos a enseñar unas tácticas que les marearán.
    Los Alcatraces cargaron hacia el foso con arrojo imprudente. Denzel Warhound tenía la clara intención de anticiparse a la anterior táctica de los Gorgonas. Éstos saltaron el foso, mientras Denzel Warhound plantaba su hange en el puente central, del que sólo podía ser desalojado por Lora Gensifer. El lateral derecho Cherst envió al depósito al libre alcatraz, pero no tardó en correr la misma suerte. Glinnes se vio obligado a proteger el camino lateral derecho.
    Luz verde.
    –¡Cuarenta y cinco a doce! –gritó Lora Gensifer–. ¡Ahora sí, chicos! ¡Enseñadles lo que es clase!
    –Creo que les vamos a enseñar otra cosa –dijo Glinnes a Wilmer Guff–. Zuranie, en especial.
    –Él es el capitán.
    –Pues... adelante.
    Denzel Warhound debió de adivinar su juego con exactitud. Sus delanteros regresaron para atrapar a Glinnes, a quien un libre lanzó de nuevo al depósito desde un trapecio. Lucho corrió idéntica suerte en el lado opuesto. Ambos se apresuraron a ganar la barandilla, justo a tiempo para escuchar que la orquesta trevanyi iniciaba los sones de la Oda a la belleza jubilosa.
    –Ya está –dijo Glinnes.
    Salieron del agua y vieron a Denzel Warhound sobre el pedestal, con la mano en la anilla de oro. Zuranie miraba al cielo con expresión aturdida.
    –¿Dónde está vuestro dinero? Quinientos ozols salvarán a vuestra sheirl. Quinientos ozols por su honor... ¿Tanto vale?
    –Lo pagaría –comentó Glinnes a Wilmer Guff–, pero sería como tirar el dinero. Lora Gensifer me haría correr arriba y abajo de su doble diagonal hasta que me ahogara.
    La música aumentó de volumen, majestuosas cadencias que erizaban los pelos de la nuca y dejaban la garganta seca. Un leve sonido se elevó de la multitud, un susurro exaltado. El rostro de Zuranie estaba petrificado en una máscara blanquecina... Resultaba imposible adivinar sus emociones. Cesó la música. Un gong apenas inaudible sonó, una, dos, tres veces, y el capitán tiró de la anilla. El vestido de Zuranie se desprendió: sus carnes encogidas quedaron expuestas.
    En el extremo opuesto del campo, la sheirl Baroba Felice bailó una jiga improvisada y se lanzó a los brazos de los Alcatraces, que abandonaron el campo.
    Lora Gensifer llevó en silencio una capa de terciopelo negro para cubrir a Zuranie; los Gorgonas también salieron al campo.
    Ya en los vestuarios, el capitán del equipo tuvo el valor de romper el silencio...
    –Bien, chicos, no ha sido nuestro día– eso está claro. Los Alcatraces forman un equipo mucho mejor de lo que esperábamos; nos han superado en velocidad. Ahora, iremos todos a mi mansión. No lo llamaremos una celebración de la victoria, pero cataremos algunos buenos vinos de Sokal...


    Lora Gensifer recobró la compostura en su mansión. Circuló afablemente entre sus amigos de la aristocracia que habían visitado el estadio para ser testigos de su último capricho. Las chanzas se sucedían alrededor de las repletas mesas, bajo el brillo de los candelabros antiguos y junto a la magnífica colección de gonfalones de la estrella Rol.
    –¡Nunca había sospechado que eras tan veloz, Thammas, hasta que fuiste a desnudar a esa sheirl rellenita de los Alcatraces!
    –¡Ja, ja! ¡Sí, soy muy rápido en lo que concierne a las damas!
    –Sabíamos hace mucho tiempo que Thammas era un gran deportista, pero ¿por qué, oh, por qué consiguieron su único tanto los Gorgonas mientras él estaba tirado en el depósito?
    –Descansando, Jonás, sólo descansando. ¿Para qué trabajar si puedes estar sentado en una buena agua fría?
    –Buen equipo, Thammas, buen equipo. Esos chicos son dignos de ti. Mantenles en forma.
    –Oh, lo haré, señor, lo haré, no tema.
    Los Gorgonas se hallaban algo apartados o apoyados en los delicados muebles de jado, bebiendo vinos que jamás habían catado y respondiendo con monosílabos a las preguntas formuladas por los amigos de Lora Gensifer. Este, por fin, se acercó y les habló, esta vez en tono cordial.
    –Bien, pues... nada de recriminaciones, nada de reproches. Sólo dejaré patente lo que es obvio: veo necesaria una mejora, y por las estrellas que la conseguiremos. –Lora Gensifer alzó en este punto los brazos hacia el techo, con el gesto de un Zeus ultrajado–. De los delanteros obtendré más brío y arranque. De los libres, bufadas decisivas y reacciones más rápidas. ¿Os dolían hoy los pies, libres? Al menos, lo parecía. De los defensas, más ferocidad, más seriedad. Cuando el enemigo se enfrente a nuestros defensas, quiero que sólo piensen en volver a casa y en mamá. ¿Alguna observación?
    Glinnes miró al cielo y sorbió pensativamente el vino verde pálido de Sokal.
    –Nuestros próximos contrincantes son los Tanchinaros –prosiguió Lora Gensifer–. El partido se celebrará dentro de dos semanas en el estadio de Saurkash. Estoy seguro de que el resultado será muy diferente. Les he observado: son lentos como la abuela coja de Dido. Nos bastará un simple paseo para llegar al pedestal. Cogeremos su dinero, desnudaremos a su sheirl y desapareceremos en un abrir y cerrar de ojos como galeses.
    –Hablando de dinero –dijo Candolf arrastrando las palabras–, ¿a cuánto ascienden nuestros fondos después del fracaso de hoy, y quién es nuestra sheirl?
    –El fondo ascenderá a unos dos mil ozols –dijo Lora Gensifer con frialdad–. La sheirl será alguna de las numerosas criaturas deliciosas que ansían compartir nuestra ascensión.
    –Los Tanchinaros son lentos en el ataque –indicó Lucho–, pero con defensas como Gilweg, Etzing, Barreu y Shamoran, los delanteros podrían jugar en sillas de ruedas.
    Lora Gensifer desechó el comentario con un gesto.
    –Un buen equipo juega a su aire y obliga al enemigo a reaccionar. Los defensas tanchinaros, al fin y al cabo, son de carne y hueso. Les arrojaremos tantas veces a los depósitos que se creerán tanchinaros23 de verdad.
    –¡Brindemos por ello! –gritó Chaim, Lora Shadrak–. ¡Por los once tanchinaros remojados y las nalgas al aire de su sheirl!


    11

    Después de la fiesta ofrecida por Lora Gensifer, Glinnes pasó la noche con Tyran Lucho, que vivía en la isla Altramar, a algunos kilómetros al este de las Cinco Islas. A unos trescientos metros, tras cruzar una laguna y varios bancos de arena, se abría el Océano del Sur. El patio delantero de Lucho era una playa blanca. Cuando Glinnes y Tyran llegaron vieron que se estaba celebrando una observación de estrellas. Sobre un par de fuegos se asaban y chisporroteaban cangrejos, langostinos, bulbos de mar, pentabráquidos, algas amargas y una amalgama de mariscos. Se habían abierto barriles de cerveza, y sobre una mesa se amontonaban gruesas hogazas de pan crujiente, frutas y conservas. Treinta personas de todas las edades comían, bebían, cantaban, tocaban guitarras y armónicas, correteaban por la arena y abordaban a quien tuvieran la intención de poseer en la playa cuando cayera la noche. Glinnes se sintió al instante a gusto, en contraste con la cohibición experimentada en la fiesta de Lora Gensifer, donde la alegría se había manifestado dentro de los límites fijados por la formalidad. Aquí estaban los trills que la fanscherada despreciaba, indisciplinados, frívolos, glotones, enamoradizos, algunos desarreglados y sucios, otros meramente desarreglados. Los niños practicaban juegos eróticos, al igual que los adultos. Glinnes observó a varios bajo la influencia evidente del cauch. Cada persona llevaba la ropa que consideraba apropiada: un forastero se habría creído en medio de un baile de disfraces. Tyran Lucho, condicionado y disciplinado por el hussade, exhibía prendas y maneras menos extravagantes. De todas formas, como Glinnes, se relajó con agrado sobre la arena con una jarra de cerveza y una bandeja de mariscos a la plancha. La fiesta era, en teoría, una «observación de estrellas»; el aire suave y las estrellas colgaban en lo alto como grandes farolillos de papel. Sin embargo, un ambiente festivo predominaba en el grupo, y no era probable que se pensara mucho en las estrellas al caer la noche.
    Tyran Lucho había jugado con equipos de mucha reputación. Sobre el campo se le consideraba un hombre taciturno, muy habilidoso y casi único en su habilidad de atravesarlo a través de una muralla de enemigos en apariencia inexpugnable, regateando, esquivando, columpiándose de camino a camino o soltándose del trapecio para retroceder de un salto, un truco que incitaba en ocasiones a sus oponentes al acto ridículo de lanzarse al depósito por voluntad propia. Junto con Salvaje Wilmer Guff, Lucho había formado parte del equipo ideal soñado por Lora Gensifer. Glinnes se acomodó junto a Lucho y se pusieron a hablar del partido.
    –En esencia –dijo Glinnes–, la delantera funciona bien, a excepción de Pie Deforme Chust, y la defensa es penosamente endeble.
    –Cierto, Savat tiene muchas posibilidades. Por desgracia, Tammi le desorienta y no sabe si correr hacia adelante o hacia atrás.
    «Tammi» era el apodo con el que el equipo designaba a Thammas, Lora Gensifer.
    –Estoy de acuerdo –dijo Glinnes–. Hasta Sarkado es, como mínimo, idóneo, aunque demasiado indeciso para encajar en un buen equipo.
    –Para ganar –siguió Lucho–, necesitamos una defensa, pero lo más urgente es un capitán. Tammi no tiene ni idea de lo que hace.
    –Por desgracia, el equipo le pertenece.
    –¡Pero se trata de nuestro tiempo y de nuestro provecho! –declaró Lucho con una vehemencia que sorprendió a Glinnes–. Y también de nuestra reputación. A nadie le beneficia jugar con una pandilla de bufones.
    –Y, sobre todo, te puede impulsar a rebajar tus exigencias de calidad en el juego.
    –He estado reflexionando sobre el asunto. Abandoné a los Vengadores de Poldan para poder vivir en casa, y pensé que tal vez Lora Gensifer reuniría un buen equipo, pero nunca lo conseguirá si se empeña en dirigir al equipo como si fuera su juguete particular.
    –Sí pero es el capitán; ¿quién jugará en su puesto? ¿Y si lo ocuparas tú?
    Lucho agitó la cabeza.
    –No tengo paciencia. ¿Y tú?
    –Prefiero jugar de atacante. Candolf es muy bueno.
    –Es una posibilidad, en caso necesario, pero tengo en mente a otro hombre... Denzel Warhound.
    Glinnes meditó unos momentos.
    –Es inteligente y veloz, y no desdeña el cuerpo a cuerpo. Sería un buen capitán. ¿Es un alcatraz de corazón?
    –Quiere jugar. Los Alcatraces carecen de estadio propio; la suya es una situación temporal. Warhound cambiará de bando si se le ofrece una buena oportunidad.
    Glinnes vació su jarra de cerveza.
    –A Tammi le daría algo si supiera de lo que estamos hablando... ¿Quién es esa chica tan bonita de la blusa blanca? Me sabe mal verla tan solitaria.
    –Es prima segunda de la esposa de mi hermano. Se llama Thaio y es muy simpática.
    –Iré a preguntarle si quiere ser sheirl.
    –Te dirá que hasta los nueve años fue su ambición más codiciada.


    El partido entre los Gorgonas y los Tanchinaros se celebró un día hermoso y cálido por la tarde. El cielo parecía una semiesfera de vidrio blanco opaco. Los Tanchinaros eran inmensamente populares en Saurkash, y el público superaba la capacidad del estadio. Por pura curiosidad, Glinnes recorrió con la mirada la fila de palcos: allí, como en la anterior ocasión, acompañado de su cámara, se hallaba Lute Casagave. «Qué raro», pensó Glinnes.
    Los equipos se alinearon para el desfile, y las sheirls se adelantaron. Por los Tanchinaros, Filene Sadjo, de rostro vivaz, hija de un pescador de Far Spinney; por los Gorgonas, Karue Liriant, una chica alta de cabello oscuro, madura y espléndida figura, evidente incluso bajo los pliegues clásicos de su vestido blanco. Lora Gensifer había mantenido su identidad en secreto hasta una reunión del equipo convocada tres días antes del partido. Karue Liriant no había intentado hacerse popular...
    Un mal presagio. De todas formas, Karue Liriant era el factor que menos minaba la moral. El defensa izquierdo Ramos, cansado de las críticas de Lora Gensifer, había abandonado el equipo.
    –No es que yo sea muy experto –le dijo a su capitán–, pero usted es mucho peor. Sería más justo que yo le gritara ki-yik-yik-yik a usted que usted a mí.
    –¡Fuera del campo! –ladró Lora Gensifer–. Si no te hubieras ido, yo te habría echado.
    –Bah –dijo Ramos–. Si echara a todos los que se quejan, jugaría solo.
    La cuestión de la sustitución se suscitó durante el descanso posterior al entrenamiento.
    –Tengo una idea para ayudar al equipo –dijo Lucho a Lora Gensifer–. Suponga que usted juega de defensa, para lo que está muy capacitado, puesto que es lo bastante corpulento y obstinado. En ese caso, conozco a un hombre que nos iría muy bien de capitán.
    –Ah, ¿sí? –dijo Lora Gensifer con frialdad–. ¿Y quién es ese dechado de virtudes?
    –Denzel Warhound, que ahora juega con los Alcatraces.
    Lora Gensifer apenas pudo controlar su voz.
    –Sería más sencillo y menos desbaratador contratar a un nuevo defensa.
    Lucho no insistió. El nuevo defensa, un hombre todavía más torpe que Ramos, apareció en la siguiente sesión de entrenamientos.
    Los Gorgonas, por tanto, fueron a jugar contra los Tanchinaros en un pésimo estado de ánimo.
    Después de dar la vuelta al campo, los dos equipos se pusieron los cascos para realizar esa metamorfosis siempre sorprendente que convierte a los hombres en demiurgos heroicos, pues cada uno asume en algún grado la cualidad de la máscara. Glinnes vio por primera vez las máscaras tanchinaras, impresionantes objetos negros y plateados con plumas rojas y violetas. El despliegue de los Tanchinaros por el campo fue espectacular. Tal como se esperaba, eran fuertes y macizos. «Un equipo de diez defensas y un viejo gordo», como lo había descrito Carbo Gilweg. El «viejo gordo» era el capitán Nilo Neronavy, que jamás abandonaba el radio protector de su hange, y cuyas jugadas eran tan directas como retorcidas y confusas las de Lora Gensifer. Glinnes comprendió por anticipado que no habría problemas en la defensa, ya que los delanteros tanchinaros eran torpes en el trapecio, y la veloz línea delantera de los Gorgonas podría burlarles uno tras otro. La ofensiva era otra cosa. Glinnes, de haber sido capitán, habría movido a los delanteros de un lado a otro, hasta practicar una brecha por la que penetrara como un rayo uno de los atacantes. Dudaba de que Lora Gensifer adoptara esta estrategia, e incluso de que fuera capaz de controlar lo suficiente el equipo para orquestar las veloces fintas y maniobras.
    A los Gorgonas les tocó la luz verde. Sonó el gong, la luz destelló en verde y el partido empezó.
    –¡Doce a diez, ki-yik –gritó Lora Gensifer, empujando a delanteros y libres hacia el foso, mientras los defensas avanzaban dos posiciones–. ¡Trece a ocho!
    Un ataque de penetración por los pasillos laterales, ejecutado por laterales y libres, en tanto los atacantes se disponían a salvar el foso. Hasta el momento, todo bien. No tardaría ni un segundo en oírse el grito «Ocho a trece», que significaría que los libres seguirían en línea recta y los delanteros se desviarían hacia la izquierda. Los libres atravesaron el foso. Los delanteros tanchinaros titubearon; era el momento preciso para desencadenar un ataque fulgurante contra el ala derecha tanchinara, pero Lora Gensifer vaciló. Los delanteros recuperaron la iniciativa, los libres volvieron a cruzar el foso y la luz roja se encendió.
    El juego prosiguió de este modo quince minutos. Dos delanteros tanchinaros fueron lanzados al depósito en el curso de un ataque, pero regresaron al campo antes de que los Gorgonas aprovecharan su ventaja. Lora Gensifer se impacientó y probó una nueva táctica, precisamente la que Glinnes había empleado para lograr un tanto contra los Alcatraces, y que resultó del todo inapropiada en el caso de los Tanchinaros.
    Como resultado, los cuatro delanteros, un libre y el propio Lora Gensifer fueron a parar al depósito, y los Tanchinaros no encontraron dificultades para aferrar la anilla. Lora Gensifer pagó unos mil ozols por el rescate.
    Los equipos se reagruparon.
    –Conozco un modo de ganar el partido –dijo Lucho a Glinnes–. Mantener a Tammi en el depósito de castigo.
    –Muy bien –aceptó Glinnes. La táctica Absoluta Estupidez– Díselo a Savat, yo se lo diré a Chust.
    Luz verde, Lora Gensifer puso a su equipo en acción. Dos segundos antes de que la luz cambiara, toda la línea frontal gorgona se movió sin objetivo aparente. Estupefacto, Lora Gensifer bramó contraórdenes cuando la luz roja ya se había iluminado. El juego se interrumpió mientras el capitán de los Gorgonas, sin comprender muy bien lo que había ocurrido, se sumergía en el depósito de castigo.
    Glinnes, como punta derecha, asumió el control. Aprovechando la luz roja, los Tanchinaros intentaron cruzar en tromba el foso. Con una excelente precisión, los delanteros gorgonas enviaron al depósito a los dos atacantes tanchinaros, y los laterales retrocedieron. Luz verde.
    Glinnes llevó sus ideas a la práctica. Ordenó jugar en serie. La vanguardia se desplazó arriba y abajo, y después delanteros y libres gorgonas se lanzaron hacia adelante. Los libres tanchinaros terminaron en el depósito, pero los defensas aguantaron: un baluarte inexpugnable. Glinnes hizo avanzar a sus dos delanteros centrales; ocho hombres se precipitaron hacia el centro. Los defensas tanchinaros se vieron obligados a reagruparse. Glinnes se deslizó por detrás, arrojó a Carbo Gilweg al depósito en señal de amistad y agarró la silla de oro.
    Lora Gensifer salió malhumorado del depósito, sin hablar con nadie, y recogió mil ozols de manos de Nilo Neronavy.
    Los equipos ocuparon sus posiciones. Luz roja. Los Tanchinaros se agruparon en su lado izquierdo, con la esperanza de que algún imprudente gorgona cruzara el foso. Glinnes intercambió una mirada con Lucho. Ambos habían adivinado la intención del contrario y ambos cruzaron, corriendo por las pasarelas centrales a una velocidad que confundió a un equipo preparado para la ofensiva. Tras ellos fueron los laterales y los libres. Una confusión de fintas y balanceos, y los Gorgonas se plantaron tras la línea defensiva para enfrentarse a los defensas. Salvaje Wilmer Guff, el libre, rompió el cerco y aferró la anilla.
    –Hay otro método de ganar –susurró Lucho a Glinnes–. Atacar cuando las luces están apagadas y Tammi no puede discutir.
    Los equipos se reagruparon. De nuevo luz roja. Nilo Neronavy utilizó la estrategia que mejor se acomodaba a las habilidades del los Tanchinaros: atacar en tromba. Lucho y Chust fueron lanzados al depósito, Savat y Glinnes retrocedieron. Los Tanchinaros concentraron todos sus defensas en el foso. Luz verde.
    –¡Veinte a dos! –gritó Lora Gensifer.
    Era una jugada sencilla, tan buena como cualquier otra, que consistía en enviar atropelladamente a los delanteros hacia la zaga del contrario. Los defensas tanchinaros se replegaron; los Gorgonas no pudieron romper la muralla. Carbo Gilweg se enfrentó a Glinnes y lucharon con sus bufas, adelante, atrás, gancho, quite. Gilweg bajó la cabeza y cargó.
    Glinnes intentó esquivarle, pero la bufa de Gilweg le alcanzó. Al depósito. Gilweg le miró.
    –¿Cómo está el agua?
    Glinnes no respondió. Había sonado el gong. Algún tanchinaro había llegado a la orilla.
    Los equipos descansaron cinco minutos. Lora Gensifer se apartó con semblante severo. Pese a ello. Lucho se acercó para ofrecerle sus consejos.
    –No cabe duda de que volverán a emplear la Gran Embestida. De hecho, no van a esperar: cargarán durante la luz verde. Hemos de romper su centro antes de que se lancen.
    Lora Gensifer no contestó.
    Los equipos salieron de nuevo al campo. Luz verde. Lora Gensifer condujo a sus hombres hacia el foso. Los Tanchinaros habían adoptado la formación llamada alambrada, que invitaba al ataque de los Gorgonas. Una situación en la que los ágiles delanteros gorgonas, columpiándose en los trapecios, podían lanzar al depósito a tanchinaros aislados... o ser lanzados. Lora Gensifer se negó a atacar. Luz roja. Los Tanchinaros permanecieron en posición defensiva. Luz verde. El capitán de los Gorgonas retuvo todavía a sus hombres, una táctica imprudente porque indicaba duda.
    –¡Avancemos! –le gritó Glinnes–. Siempre podemos volver.
    Lora Gensifer guardó un hosco silencio.
    Luz roja. Los once Tanchinaros avanzaron como un sólo hombre.
    «...y sólo la sheirl defiende el pedestal», como terminaba el refrán. Al igual que antes, rebasaron el foso, y sólo se quedaron en su terreno los defensas.
    Luz verde. Lora Gensifer ordenó un desplazamiento a la derecha y atacar a los Tanchinaros que se habían internado por la izquierda.
    En la escaramuza, dos hombres de cada equipo cayeron al depósito, pero entretanto los Tanchinaros habían superado la muralla derecha de los Gorgonas, y el inepto defensa nuevo fue arrojado al depósito.
    La luz cambió a rojo. Los Tanchinaros, paso a paso, avanzaron hacia el pedestal de los Gorgonas, donde Karue Liriant aguardaba sin demostrar zozobra.
    Luz verde. Lora Gensifer se enfrentaba a una situación desesperada. Sus delanteros controlaban el centro, pero los defensas y libres tanchinaros que venían por las pasarelas centrales les cercaban y asediaban. Glinnes se abalanzó sobre los atacantes. Por el rabillo del ojo creyó distinguir una vía sin obstáculos, siempre que pudiera apartar a un defensa de su posición.
    Luz roja. Glinnes se balanceó lejos de los atacantes tanchinaros. Atravesó corriendo el foso. ¡Tenía el camino libre, nadie se lo impedía! Garbo Gilweg, con un esfuerzo desesperado, saltó para detener a Glinnes con la bufa. Los dos cayeron al foso.
    El gong sonó tres veces. El partido había sido ganado.
    El arbitro llamó a Lora Gensifer y solicitó el rescate, que fue denegado. La música adquirió una tonalidad triste y exaltada, una música dorada como el crepúsculo, que seguía el ritmo de un corazón y poseía el sentimiento de las pasiones humanas. El arbitro solicitó por tercera vez el rescate, y Lora Gensifer hizo caso omiso por tercera vez de la petición. El atacante tanchinaro tiró de la anilla; el vestido cayó a los pies de Karue Liriant. Plantó cara al público, desnuda e indiferente. De hecho, sonrió levemente. Adoptó una postura seductora, apoyándose en un pie, mirando por encima de un hombro y después por el otro, mientras la multitud parpadeaba de asombro ante una exhibición tan poco frecuente.
    Una pregunta extraña acudió a la mente de Glinnes. ¿Estaría Karue Liliant embarazada? No se le había ocurrido a él solo la idea, pues un murmullo recorrió las graderías. Lora Gensifer se apresuró a cubrirla con una capa y ayudó a bajar a su sheirl, todavía sonriente, del pedestal. Después se volvió hacia el equipo.
    –Esta noche no habrá fiesta. Me toca ahora el penoso deber de castigar la insubordinación. Tyran Lucho, puedes considerarte libre de toda responsabilidad. Glinnes Hulden, tu conducta...
    –Puede ahorrarse sus críticas, Lora Gensifer –replicó Glinnes–. Abandono el equipo. Jugar en estas condiciones es imposible.
    –Yo también abandono –anunció Ervil Savat, el atacante izquierdo.
    –Y yo –dijo Wilmer Guff, el libre derecho, uno de los jugadores más combativos.
    El resto del equipo vaciló. Si todos abandonaban, quizá no encontraran un equipo organizado en el que jugar. Se mantuvieron en un embarazoso silencio.
    –Pues muy bien –dijo Lora Gensifer–. Es un placer librarnos de vosotros. Habéis sido muy tercos..., y tú Glinnes Hulden, y tú, Tyran Lucho, habéis procurado en todo momento socavar mi autoridad.
    –Pero conseguimos marcar uno o dos tantos –dijo Lucho–. Da igual... Buena suerte para usted y sus Gorgonas.
    Se quitó la máscara y se la tendió a Lora Gensifer. Glinnes le imitó, seguido de Ervil Savat y Wilmer Guff. Porrazo Candof, el único defensa eficiente, comprendió que carecía de sentido seguir jugando en el equipo superviviente, y también entregó la máscara al capitán del equipo.
    –Esta noche iremos todos a mi casa –dijo Glinnes a sus compañeros al salir del vestuario–, para celebrar lo que será, de hecho, nuestra fiesta de celebración de la victoria. Nos hemos librado del zoquete de Tammi.
    –Una idea excelente –dijo Lucho–. Me apetece tomar un par de jarras, pero encontraremos más diversiones en la playa de Altramar y un público muy complaciente.
    –Como quieras. Mi terraza es muy tranquila por la noche. Sólo yo me siento, y tal vez uno o dos merlings cuando estoy ausente.
    De camino al muelle se toparon con Carbo Gilweg, acompañado de dos defensas tanchiranos, todos de muy buen humor.
    –Habéis jugado bien, Gorgonas, pero hoy os ha tocado enfrentaros con los desesperados Tanchinaros.
    –Gracias por el consuelo –dijo Glinnes–. Pero no nos llames Gorgonas. Ya no merecemos tal distinción.
    –¿Cómo es eso? ¿Ha abandonado Lora Gensifer su propósito de dirigir un equipo de hussade?
    –Nos ha abandonado a nosotros, y nosotros le abandonamos a él. Los Gorgonas todavía existen, al menos eso creo. Lo único que necesita Tammi es una nueva delantera.
    –Por una extraña coincidencia –dijo Carbo Gilweg–, es lo que también necesitan los Tanchinaros... ¿Adónde vais?
    –A casa de Lucho, en Altramar, para celebrar la victoria en privado.
    –Para disfrutar de una versión más auténtica, lo mejor será que visitéis a los Gilweg.
    –Me temo que no será posible –adujo Glinnes–. No os agradará ver nuestras caras en la fiesta.
    –¡Al contrario! Me impulsa un motivo especial al invitarnos. Parémonos en la Tenca Mágica a tomar una jarra de cerveza.
    Los ocho hombres tomaron asiento alrededor de una mesa redonda, y la camarera trajo ocho enormes jarras.
    Gilweg frunció el ceño mientras contemplaba la espuma de su cerveza.
    –Permitidme que os esboce una idea..., una obvia y excelente idea. Los Tanchinaros, como Lora Gensifer, necesitan una delantera. No es ningún secreto; todo el mundo admite el hecho. Formamos un equipo de diez defensas y un tonel de cerveza.
    –Me parece muy bien y adivino por dónde vas –dijo Glinnes–, pero vuestros delanteros, sean o no defensas, se opondrán.
    –No tienen ningún derecho a oponerse. El club de los Tanchinaros está abierto; cualquiera puede unirse, y si se gana el puesto juega. ¡Pensad en ello! ¡Por primera vez en la historia, los miserables Tanchinaros de Saurkash pueden formar un auténtico equipo.
    –Una idea muy atrayente. –Glinnes miró a sus compañeros–. ¿Qué pensáis?
    –Quiero jugar al hussade –dijo Wilmer Guff–. Me gusta ganar. Estoy a favor del proyecto.
    –Contad conmigo –dijo Lucho–. Quizá tengamos la oportunidad de jugar contra los Gorgonas.
    Savat se adhirió a la propuesta, pero Candolf se mostraba indeciso.
    –Yo soy defensa. No hay sitio para mí en los Tanchinaros.
    –No estés tan seguro –dijo Gilweg–. Nuestro defensa lateral izquierdo es Pedro Shamoran, y una pierna no le responde bien. Habrá muchos puestos libres, y es posible que te adjudiquemos el de libre izquierdo: eres lo bastante rápido para ganártelo. ¿Por qué no lo pruebas?
    –Muy bien. ¿Porqué no?
    Gilweg levantó su jarra.
    –¡Muy bien, acordado! ¡Y ahora es el momento de que todos juntos celebremos la victoria de los Tanchinaros!


    12

    Cuando Glinnes llegó a su casa, a última hora de la mañana siguiente, descubrió una barca desconocida amarrada al muelle. No había nadie sentado en la terraza, y la casa estaba vacía. Glinnes salió a echar un vistazo y vio a tres hombres paseando por el prado: Glay, Akadie y Junius Farfan. Los tres iban vestidos con pulcros trajes negros y grises, el uniforme de la fanscherada. Glay y Farfan se hallaban enzarzados en una apasionada discusión. Akadie caminaba algo apartado.
    Glinnes fue a su encuentro. Akadie esbozó una sonrisa tímida al observar el asombro de Glinnes.
    –Jamás creí que se mezclara con esa basura –rezongó Glinnes.
    –Hay que avanzar con los tiempos –dijo Akadie–. La verdad es que estos ropajes me divierten.
    Glay le dirigió una mirada fría; Junius Farfan se limitó a reír.
    Glinnes indicó con un gesto la terraza.
    –¡Sentaos! ¿Queréis beber vino?.
    Farfan y Akadie tomaron un vaso de vino. Glay rehusó la invitación. Siguió a Glinnes al interior de la casa donde había pasado su niñez y paseó la mirada en derredor como si fuera un extraño. Dio media vuelta y avanzó hacia Glinnes.
    –Te propongo una cosa –dijo–. Tú quieres la isla Ambal. –Miró a Junius Farfan, que había depositado un sobre encima de la mesa–. Tendrás la isla Ambal. Aquí tienes el dinero para desalojar a Casagave.
    Glinnes se inclinó para coger el sobre, pero Glay lo apartó.
    –No tan deprisa. Cuando Ambal vuelva a ser tuya, puedes ir a vivir allí, si quieres. Y yo me quedaré con Rabendary.
    Glinnes se le quedó mirando, asombrado.
    –¿Ahora quieres Rabendary? ¿Por qué no podemos vivir aquí juntos, como hermanos, y trabajar la tierra?
    Glay meneó la cabeza.
    –A menos que cambiaras de actitud, nos pasaríamos el tiempo discutiendo. No quiero malgastar mis energías. Quédate con Ambal y yo con Rabendary.
    –Es la proposición más fantástica que jamás he oído, puesto que ambas me pertenecen.
    –Siempre que Shira esté muerto –repuso Glay, agitando la cabeza.
    –Shira está muerto. –Glinnes fue a su escondite, desenterró el pote y sacó la faltriquera de oro, que arrojó sobre la mesa de la terraza–. ¿Te acuerdas de esto? Se lo quité a tus amigos los Drosset. Asesinaron y robaron a Shira y le arrojaron a los merlings.
    Glay contempló la faltriquera.
    –¿Lo confesaron?
    –No.
    –¿Puedes demostrar que se lo quitaste a los Drosset?
    –Ya me has oído.
    –No es suficiente –dijo con brusquedad Glay.
    Glinnes volvió lentamente la cabeza y miró a Glay. Se puso en pie poco a poco. Glay estaba sentado tan rígido como un poste de acero.
    –Tu palabra es suficiente. Glinnes, por supuesto –se apresuró a intervenir Akadie–. Siéntate.
    –Que Glay retire su observación y se marche.
    –Glay sólo quería dar a entender que tu palabra no es legalmente suficiente. Glinnes. Siéntate. ¿No es verdad, Glay?
    –Sí, sí –dijo Glay con voz aburrida–. En lo que a mí concierne, tu palabra es suficiente. La propuesta sigue en pie.
    –¿A qué viene ese repentino deseo de volver a Rabendary? –preguntó Glinnes–. ¿Vas a retirarte de tu baile de disfraces?
    –Todo lo contrario. Fundaremos en Rabendary una comunidad fanscher, una academia de formulaciones dinámicas.
    –Por las estrellas –se maravilló Glinnes–. Formulaciones. ¿Con qué propósito?
    –Intentamos fundar una academia dedicada a la realización de logros –dijo Junius Farfan con suavidad.
    Glinnes desvió la mirada hacia el ancho de Ambal, pensativo.
    –Admito mi perplejidad. El Cúmulo de Alastor cuenta con una edad de miles de años; trillones de hombres pueblan la galaxia. A todo lo largo de la existencia, en todas partes, grandes filósofos han planteado problemas y los han resuelto. Se ha llevado cabo todo lo concebible, no hay meta que no se haya alcanzado, no sólo una, sino miles de veces. Es bien sabido que vivimos el dorado atardecer de la raza humana. Por tanto, en nombre de las Treinta Mil Estrellas, ¿dónde vais a encontrar una parcela virgen de conocimiento que con tanta urgencia deba desarrollarse en el prado de Rabendary?
    Glay hizo un gesto de impaciencia, como cansado de la embarazosa estupidez de Glinnes. Junius Farfan, sin embargo, respondió con cortesía.
    –Estos conceptos, por supuesto, son familiares para nosotros. Es fácil demostrar, con todo, que el campo de conocimientos, y por tanto de las realizaciones, es ilimitado. Siempre existe una frontera entre lo conocido y lo desconocido. En esta situación, las oportunidades son también ilimitadas para un número ilimitado de gente. No pretendemos ni tan sólo esperamos extender el conocimiento hacia nuevas fronteras. Nuestra academia es meramente preparatoria; antes de explorar nuevos campos hemos de delinear los antiguos y definir las áreas en que la realización es posible. Es un trabajo tremendo. Espero terminar mis días como un simple precursor. Aun así, le habré dado un sentido a mi vida.
    Glinnes Hulden, te invito a unirte a la fanscherada y a compartir nuestro gran designio.
    –¿Y a llevar un uniforme gris, abandonando el hussade y las observaciones de estrellas? De ninguna manera. Me importa muy poco conseguir algo o no. En cuanto a vuestra academia, si la establecéis en el prado me estorbaréis la vista. Fijaos en la luz que cae sobre el agua, fijaos en el color de los árboles. De repente, vuestra cháchara sobre «realizaciones» y «significados» se me antoja pura vanidad... La charla pomposa de unos niños.
    –Estoy de acuerdo en lo de «vanidad» –rió Junius Farfan–, además de arrogancia, egocentrismo, elitismo o lo que te dé la gana. Nadie ha pretendido otra cosa desde que Jan Dublays predicó la mortificación de la carne cuando escribió La rosa entre los dientes de la gárgola.
    –En otras palabras –intervino Akadie con diplomacia–, la fanscherada convierte hábilmente la fuerza inherente a los vicios humanos en objetivos de aparente utilidad.
    –Las discusiones abstractas son entretenidas –observó Junius Farfan–, pero debemos centrarnos en los procesos dinámicos, no en los estáticos. ¿Aprueba la propuesta de Glay?
    –¿Que Rabendary se convierta en un manicomio fanscher? ¡Claro que no! ¿Es que carecéis de alma? ¡Contemplad ese paisaje! Existen grandes realizaciones humanas en el universo, pero falta belleza. Estableced vuestra academia en los lechos de lava o detrás de las Colinas Rotas, pero no aquí.
    Junius Farfan se levantó.
    –Buenos días.
    Cogió el sobre. Glinnes alargó la mano, pero Glay le aferró la muñeca. Farfan guardó el sobre en su bolsillo.
    Glay retrocedió con una sonrisa lobuna. Glinnes se inclinó hacia adelante, los músculos tensos. Junius Farfan le miró con serenidad. Glinnes se tranquilizó. La mirada de Farfan era firme, segura y desconcertante.
    –Me quedaré con Glinnes –dijo Akadie–. Me acompañará a casa dentro de un rato.
    –Como quieras –dijo Farfan.
    Glay y él fueron hacia la barca, y tras echar una última ojeada al prado de Rabendary partieron.
    –Hay algo muy insolente en esa propuesta –dijo Glinnes con los dientes apretados–. ¿Me toman por un imbécil que se deja desplumar con toda facilidad?
    –Están absolutamente seguros de sus propósitos –dijo Akadie.
    –Quizá confundes seguridad con insolencia... Estoy de acuerdo en que a veces convergen. De todas formas, ni Glay ni Junius Farfan son insolentes. Farfan, de hecho, es extraordinariamente suave. Glay puede parece algo distante, pero es una persona leal.
    Glinnes apenas podía contener su indignación.
    –¿A pesar de que me engañan de ocho maneras diferentes y me roban la propiedad? Creo que necesita reexaminar sus conceptos.
    Akadie dio a entender que no insistiría en el tema.
    –Asistí al partido de hussade de hoy. Debo reconocer que fue muy divertido, aunque el juego carecía de bastante precisión. El hussade es, ante todo, interacción entre personalidades. Ningún partido se parece a otro. Incluso me inclino a creer que las máscaras se reconocen inconscientemente como una necesidad, para impedir que las personalidades dominen el juego.
    –En el hussade, todo puede ser cierto. Sé que soy incapaz de soportar la personalidad de Lora Gensifer, con el resultado de que jugaré con los Tanchinaros.
    Akadie asintió, dando a entender que ya lo sabía.
    –Esta mañana me he encontrado por casualidad con Lora Gensifer, en la posada del Valle Plácido de Voulash. Tras una taza de té admitió que había despedido a varios jugadores por insubordinación.
    –¿Insubordinación? –tronó Glinnes–. Para ser más exactos, por incompatibilidad. ¿Qué hacía en Voulash? Le advierto que la pregunta es casual. No tengo la intención de pagar por la respuesta.
    –Lora Gensifer estaba discutiendo de hussade con un miembro de los Alcatraces de Voulash. –Akadie habló con dignidad–. Creo que intentaba convencer a varios de que jugasen con los Gorgonas.
    –¡Vaya, vaya! ¿Así que Lora Gensifer se resiste a desistir?
    –Al contrario. Está más animado que nunca. Afirma que sólo ha sido derrotado por culpa de chiripas y torpezas, más no por los oponentes.
    Glinnes rió despectivamente.
    –Siempre que Lora Gensifer terminaba sentado en el depósito de castigo, conseguíamos marcar un tanto. Cuando daba instrucciones, nos barrían en toda la línea.
    –¿Te irá mejor con el viejo Neronavy? No se destaca por el juego imaginativo.
    –Muy cierto. Pienso que podemos mejorarlo. –Glinnes reflexionó un momento–. ¿Le importaría volver a Voulash?
    –No tengo nada mejor que hacer –dijo Akadie.


    Denzel Warhound vivía en una cabaña situada entre dos enormes myrsilos, en el fondo del Valle Plácido. Aún no se había enterado de la visita de Lora Gensifer a Voulash, pero no mostró sorpresa ni rencor.
    –Los Alcatraces nacieron como una diversión en ratos libres. Me sorprende que el equipo haya cuajado tan bien. Un momento. –Fue al teléfono y habló durante varios minutos con alguien cuya cara Glinnes no podía ver, y después volvió al porche–. Los dos atacantes, los dos laterales y un libre... Ahora todos son Gorgonas. Los Alcatraces han volado por última vez este año, te lo aseguro.
    –Tal vez te interese saber –dijo Glinnes– que los Tanchinaros podrían necesitar un capitán audaz. Neronavy no está tan en forma como debería. Con un capitán inteligente, los Tanchinaros podrían ganar mucho dinero.
    Denzel Warhound se pellizcó la barbilla.
    –Según creo, el de los Tanchinaros es un club abierto.
    –Tan abierto como el aire.
    –La idea, sin duda alguna, tiene gancho.


    13

    La transición de los Tanchinaros de «diez defensas y un viejo gordo» a un equipo compensado y dúctil no se llevó a cabo sin enfados. El irascible Nilo Neronavy se negó a reconocer las capacidades superiores de Denzel Warhound. Cuando se demostró lo contrario, salió como un rayo del campo, acompañado de los delanteros desplazados y de la sheirl, su sobrina. Una hora después, en la glorieta de la Tenca Mágica, Neronavy y su grupo se constituyeron en el núcleo de un nuevo equipo, que sería conocido como los Asesinos de Peces de Saurkash, y llegaron a desafiar a Lora Gensifer, que acertó a pasar por allí, a un partido con sus Gorgonas. El desafiado aceptó considerar el ofrecimiento.
    Los Tanchinaros, conscientes súbitamente de sus potencialidades, se entrenaron con todo cuidado: desarrollaron precisión, coordinación y un repertorio de jugadas básicas. Sus primeros oponentes serían los Indemnizadores de Galgade, de los Marjales Orientales. Los Indemnizadores no jugarían por más de mil quinientos ozols, cantidad que, de todas formas, coincidía con los fondos de la tesorería tanchinara. ¿Y quién iba a ser su sheirl? Perinda, el representante del club, presentó a varias candidatas sin lustre, que el equipo consideró inadecuadas.
    –Somos un equipo de clase A –declaró Denzel Warhound–. Hasta puede que mejor..., así que queremos una sheirl de clase A. No nos conformaremos con cualquier cosa de segunda mano.
    –Tengo una chica en mente –dijo Perinda–. Es absolutamente de primera, sashei, bella, entusiasta, excepto en dos detalles sin importancia.
    –¿De veras? ¿Es madre de nueve niños?
    –No, estoy seguro de que es virgen. Después de todo, es trevanyi, uno de los pequeños defectos que he mencionado.
    –Aja –dijo Glinnes–. ¿Y los demás defectos?
    –Bien... Parece algo emocional. Su lengua posee vida propia. Con todo, es una persona muy fogosa..., una sheirl ideal.
    –¡Aja! Y su nombre... debe de ser Duissane Drosset, ¿no?
    –Exacto. ¿Alguna objeción?
    Glinnes se humedeció los labios en un intento de definir su actitud precisa hacia Duissane Drosset. Nada que decir sobre su verbo y sashei... Sin duda proporcionaría ímpetu al equipo.
    –Ninguna objeción –dijo.


    Si a Duissane le desconcertó encontrar a Glinnes en el equipo, no lo demostró. Se dirigió sola al campo de entrenamiento, una conducta muy independiente para una chica trevanyi. Llevaba una capa de color pardo oscuro, que el viento del sur apretaba contra su menuda figura, y parecía muy ingenua, casi inocente. No habló mucho, pero observó los ejercicios de los Tanchinaros con atención y aparente inteligencia, y el equipo reaccionó con un notable incremento de energía.
    Duissane acompañó al equipo a la glorieta de la Tenca Mágica, donde solían tomar un refresco después de los entrenamientos. Perinda parecía distraído, y cuando presentó a Duissane formalmente la describió de forma significativa como «una de nuestras candidatas».
    –En lo que a mí respecta –gritó Savat–, es nuestra sheirl. No hablemos más de «candidatas»
    Perinda carraspeó.
    –Sí, sí, por supuesto, pero se han suscitado una o dos cuestiones, y elegimos tradicionalmente a nuestra sheirl tras discutirlo a fondo.
    –¿Qué queda por discutir? –preguntó el defensa Etzing–. ¿Estás dispuesta a servirnos con lealtad como nuestra sheirl, y aceptar lo malo y lo bueno, lo bueno y lo malo? –preguntó a Duissane.
    La mirada luminosa de Duissane, que vagaba por el grupo, pareció detenerse un instante en Glinnes.
    –Sí. desde luego –respondió.
    –¡Estupendo! –gritó Etzing–. ¿La proclamamos?
    –¡Un momento, sólo un momento! –dijo Perinda, algo ruborizado–. Como ya he dicho, hay un par de detalles sin importancia que quedan por discutir.
    –¿Cómo cuáles? –preguntó a voz en grito Etzing–. ¡Oigámoslos!
    Perinda hinchó los carrillos; tenía las mejillas coloradas de turbación.
    –Ya discutiremos el asunto en otra ocasión.
    –¿Cuáles son esos pequeños detalles? –preguntó Duissane–. Discutámoslos ahora, por el bien de todos. Quizá pueda aclarar puntos oscuros. Continúe –insistió, observando que Perinda vacilaba–. Si se han hecho acusaciones, quiero escucharlas.
    Como antes, dio la impresión de que su mirada se detenía en Glinnes durante un largo instante.
    –«Acusaciones» es una palabra muy fuerte –tartamudeó Perinda–. Sólo insinuaciones y rumores acerca de... Bien, acerca de su virginidad. Hay dudas acerca de ese requisito, pese a que usted es trevanyi.
    –¿Cómo es posible que alguien se atreva a decir eso de mí? –preguntó Duissane, echando chispas por los ojos–. ¡Es injusto y rastrero! Por fortuna, sé quién es mi enemigo, y jamás olvidaré su animadversión.
    –¡No, no! –gritó Perinda–. No revelaré la fuente de los rumores. Lo que pasa es que...
    –¡Esperen aquí! –les dijo Duissane–. No se vayan hasta que yo regrese. Ya que se me humilla y desmiente, permítanme al menos presentar pruebas a mi favor.
    Abandonó furiosa la glorieta, casi tropezando con Lora Gensifer y uno de sus camaradas, Lora Alandrix, que entraban en el emparrado.
    –¡Estrellas! –exclamó Lora Gensifer–. ¿Quién será, y con quién estará tan enfadada?
    –Mi señor, es la candidata a sheirl de los Tanchinaros –explicó Perinda con voz obsequiosa.
    Lora Gensifer rió, muy satisfecho.
    –Al escapar del compromiso ha hecho lo más inteligente de su vida. A decir verdad, es una criaturita deliciosa. No me importaría tirar de su anilla en persona.
    –Una oportunidad que, casi con absoluta certeza, no estará al alcance de su mano –dijo Glinnes.
    –¡No estés tan seguro! Los Gorgonas es un equipo diferente, ahora que se han producido cambios.
    –Imagino que logrará jugar contra nosotros, siempre que el botín sea lo bastante elevado.
    –Por supuesto. ¿Qué cantidad te parece adecuada?
    –Tres mil, cinco mil, diez mil ozols... Lo que usted quiera.
    –Bah. Los Tanchinaros no pueden conseguir dos mil ozols, de modo que diez mil es impensable.
    –Igualaremos cualquier suma que propongan los Gorgonas.
    –Tal vez saquemos algo en claro de todo esto –asintió Lora Gensifer–. ¿Has dicho diez mil ozols?
    –¿Por qué no? –Glinnes paseó la mirada por la glorieta.
    Todos los tanchinaros presentes sabían tan bien como él que la tesorería ascendía a tres mil ozols como máximo, pero sólo Perinda traicionó su inquietud.
    –Muy bien –dijo Lora Gensifer con decisión–. Los Gorgonas aceptan el reto, y a su debido tiempo se llevarán a cabo los trámites necesarios.
    Se volvió para marcharse, justo cuando Duissane entraba de nuevo en la glorieta. Sus rizos rojo dorados se veían algo desarreglados; el brillo de sus ojos denotaba por igual triunfo y rabia. Miró a Glinnes y arrojó un documento a Perinda.
    –¡Ahí lo tiene! He de sufrir inconvenientes sólo para silenciar lenguas malévolas de víboras. ¡Lea! ¿Está satisfecho?
    Perinda examinó el documento.
    –Parece ser un documento acreditando la pureza de Duissane Drosset, y el certificador no es otro que el doctor Niameth. Bien, demos por zanjada esta desagradable cuestión.
    –No tan deprisa –intervino Glinnes–. ¿Cuál es la fecha del documento?
    –¡Es usted un ser despreciable! –estalló Duissane–. ¡El documento lleva fecha de hoy!
    –El doctor Niameth no ha hecho constar la hora y el minuto precisos de su examen –observó Perinda con sequedad–, pero yo diría que eso sería llevar la exactitud muy lejos.
    –Mi querida joven –habló Lora Gensifer–, ¿no crees que te iría mejor con los Gorgonas? Somos un equipo educado, todo lo contrario de estos groseros tanchinaros.
    –La educación no sirve para ganar partidos de hussade –dijo Perinda–. Si quiere que la dejen desnuda en el primer partido, váyase con los Gorgonas.
    Duissane dirigió a Lora Gensifer una mirada apreciativa. Negó con la cabeza, medio a regañadientes.
    –Sólo tengo permiso para los Tanchinaros. Tendría que solicitarlo a mi padre.
    Lora Gensifer elevó los ojos hacia el techo, como implorando a alguna deidad que fuera testigo de las desvergonzadas peticiones que le infligían. Hizo una breve reverencia.
    –Preséntale mis respetos.
    Salió del emparrado tras dedicar otro saludo a los Tanchinaros.
    –Tus bravatas me han gustado –dijo Perinda a Glinnes–, pero ¿de dónde sacaremos diez mil ozols?
    –¿De dónde sacará Lora Gensifer diez mil ozols? Intentó que yo le prestara dinero. ¡Quién sabe lo que sucederá de aquí a uno o dos meses! Es posible que diez mil ozols nos parezcan una cantidad ridícula.
    –Quién sabe, quién sabe –murmuró Perinda–. Bien, volvamos a Duissane Drosset. ¿Es o no nuestra sheirl?
    Nadie protestó. Quizá, puesto que Duissane les miró de uno a uno, nadie se atrevió. Y se aceptó la propuesta.


    El partido contra los Indemnizadores de Galgade se solventó con una facilidad casi embarazosa. La efectividad de sus tácticas sorprendió a los propios Tanchinaros. O eran seis veces más potentes de lo que habían pensado, o los Indemnizadores eran el equipo más débil de la Prefectura de Jolany. Los Tanchinaros recorrieron hasta tres veces el largo del campo con formaciones ágiles y decisivas; los Indemnizadores siempre tenían la impresión de luchar con dos Tanchinaros por cada uno de ellos. Su sheirl no ganaba para sustos, mientras que Duissane se erguía fría y serena, aunque algo rígida. El vestido blanco intensificaba su delicado atractivo. Los Indemnizadores, abatidos y derrotados abrumadoramente, pagaron tres rescates y abandonaron el campo sin que su sheirl hubiera sido desnudada, para disgusto de la multitud.
    Después del partido, los Tanchinaros se congregaron en la Tenca Mágica. Duissane se mantenía algo al margen de la celebración, y Glinnes, al desviar la mirada a un lado por casualidad, se topó con los ojos amenazadores de Vang Drosset. Casi al instante, hizo salir a Duissane del local.
    Una semana después, los Tanchinaros remontaron el río Scurge hasta Erch, en la isla Vole Menor, para jugar con los Elementos de Erch, y consiguieron un resultado similar. Lucho, el mejor hombre para formar pareja con Glinnes, pasó a atacante izquierdo, y Savat jugó de lateral derecho con la precisión adecuada. De todas formas, se apreciaban zonas débiles en el despliegue, que un equipo hábil sabría aprovechar. Gajowan, el lateral izquierdo, era inconstante y apocado, y Rolo, el libre izquierdo, se movía con excesiva lentitud. Durante el partido contra los Elementos, Glinnes vio a Lora Gensifer en unos de los palcos centrales. También advirtió que los ojos del capitán de los Gorgonas se desviaban con frecuencia hacia Duissane, si bien no era el único, ya que la joven emanaba una fascinación irresistible. Vestida de blanco, era fácil olvidar su origen trevanyi. Parecía albergar una mezcla encantadora de sensaciones: melancolía, aspereza, alegría, dramatismo, imprudencia, cautela, lucidez, puerilidad. Glinnes creyó observar otros atributos. Nunca podría mirarla sin escuchar el campanilleo de las carcajadas en la oscuridad desprovista de estrellas.
    El siguiente partido, contra los Dragones de Hansard, reveló el punto débil de la barrera izquierda de los Tanchinaros, cuando los Dragones profundizaron dos veces en el flanco izquierdo de sus rivales. En ambos casos fueron frenados por los defensas, y derrotados a continuación mediante ataques contra la sheirl desde el lado derecho. Los Tanchinaros ganaron el partido gracias a tres escaramuzas consecutivas. Lora Gensifer ocupaba de nuevo uno de los palcos centrales, acompañado de varios hombres desconocidos para Glinnes. Después del partido, apareció en la Tenca Mágica, donde renovó su desafío a los Tanchinaros. Lora Gensifer estipuló que cada bando ofrecería un botín de diez mil ozols, y que el partido debería celebrarse cuatro semanas después.
    Perinda, algo vacilante, aceptó el reto. En cuanto Lora Gensifer se marchó, los Tanchinaros empezaron a especular sobre los tortuosos planes de aquél.
    –Ni siquiera Tammi es capaz de confiar en ganar con su equipo actual –señaló Gilweg.
    –Se cree que barrerá nuestro flanco izquierdo –dijo Etzing de mal humor–. Hoy casi lo consiguen.
    –No se jugaría diez mil ozols sobre esa base –replicó Glinnes–. Me huelo toda una serie de sorprendentes artimañas, como un equipo completamente nuevo, los Karpunos de Vertrice o los Escorpiones de Puerto Ángel, vistiendo el uniforme de los Gorgonas para esa ocasión.
    –Eso es lo que debe rondar por su cabeza –convino Lucho–. A Tammi le parecería una bonita broma derrotarnos con un equipo semejante.
    –Los diez mil ozols tampoco le irían nada mal.
    –Un equipo de ese calibre cortaría nuestro flanco izquierdo como un melón.
    Etzing hizo esa predicción mirando al otro lado del emparrado, donde Gajowan y Rolo escuchaban con expresión sombría. Para ellos dos, la conversación sólo tenía una única implicación: por la inexorable lógica de la competición, no había lugar en un equipo de diez mil ozols para jugadores de dos mil.
    Dos días después, un par de hombres nuevos llegaron a los Tanchinaros. El primero. Yalden Wirp, había ocupado un puesto en el equipo soñado en principio por Lora Gensifer; el segundo. Dion Sladine, había atraído la respetuosa atención de Denzel Warhound cuando jugaba en un equipo humilde, las Colinas Lejanas. El vulnerable flanco izquierdo de los Tanchinaros no sólo había sido reforzado, sino convertido en una fuente de potencial dinámico.


    14

    Convencieron a Rolo y a Gajowan de que se quedaran en el club como jugadores suplentes y útiles, y ocuparon sus antiguas posiciones en un partido contra los Inventores de Wigtown, dos semanas antes del encuentro cumbre con los Gorgonas. Los Inventores, un equipo de buena fama, perdieron un reñido rescate antes de descubrir la débil banda izquierda. Empezaron a lanzar ataques de tanteo contra la zona vulnerable y llegaron varias veces a la línea de fondo, para caer ante los ágiles y macizos defensas tanchinaros. Durante casi diez minutos, los Tanchinaros defendieron su terreno como si carecieran de fuerza ofensiva, mientras Lora Gensifer observaba desde su palco y murmuraba de vez en cuando un comentario a sus amigos.
    Los Tanchinaros ganaron finalmente, no sin esfuerzo, gracias a los tres tantos consecutivos habituales. De momento, nadie había cerrado su mano sobre la anilla de Duissane.
    El fondo de los Tanchinaros sobrepasaba con creces los diez mil ozols. Los jugadores especulaban con la posibilidad de hacerse ricos. Se les presentaban varias opciones. Podían considerarse un equipo de dos mil ozols y jugar con otros de la misma categoría. En este caso, sería difícil, por no decir imposible, confeccionar un calendario. Podían catalogarse como un equipo de cinco mil ozols y jugar en esa categoría, sin arriesgar demasiado y ganando cantidades moderadas. O podían contarse entre los equipos de primera categoría y jugar partidos de diez mil ozols, a fin de conseguir tanto la riqueza como esa inefable cualidad conocida como isthoune. Si el isthoune24 alcanzaba suficiente intensidad, podían declararse un equipo capacitado para competir en el campeonato y apuntarse para probar fortuna contra cualquier equipo de Trullion o de otro lugar, por un botín que estuviera dentro de sus posibilidades.


    El día del encuentro decisivo se inició con una tormenta. Rayos de color lavanda brotaban de nube en nube y, de vez en cuando, caían sobre las colinas, sacudiendo algún antiguo mena con un estremecimiento eléctrico incandescente. A mediodía, la tormenta se ciñó sobre las colinas y se estancó allí, murmurando y gruñendo.
    Los primeros en salir al campo fueron los Tanchinaros, que se presentaron a una ansiosa multitud de dieciséis mil personas.
    –¡Los dinámicos e inexorables Tanchinaros del Club de Hussade de Saurkash, vistiendo su acostumbrado uniforme plateado, azul y negro, que juran defender para siempre el honor de su preciosa y distinguida sheirl Duissane! El equipo se compone de su capitán, Denzel Warhound, los delanteros Tyran Lucho y Glinnes Hulden, los laterales Yalden Wirp y Ervil Savat, los defensas... –Se siguió hasta concluir la lista–. Y ahora aparece en el campo, con sus llamativos uniformes marrones y negros, el nuevo y combativo conjunto de los Gorgonas, bajo el sabio liderazgo de su capitán Thammas, Lora Gensifer, que protege el encanto indescriptible de su sheirl Arelma, Delanteros...
    Tal como Glinnes había supuesto, Lora Gensifer sacó al campo a un equipo totalmente diferente de aquel al que los Tanchinaros habían derrotado con anterioridad. Los actuales Gorgonas aparentaban capacidad y resolución; resultaba claro que habían paladeado las mieles de la victoria. Glinnes reconoció a un solo hombre del equipo anterior: Lora Gensifer, el capitán. Su propósito era transparente, y consistía en ganar diez mil ozols con la mayor rapidez posible. La ética deportiva del hussade era indefinida y azarosa; el partido dependía sobre todo de fintas, trucos, intimidaciones y todo tipo de artimañas. Por lo tanto, la estrategia de Lora Gensifer no perjudicaba ni beneficiaba en nada a su buen nombre, puesto que se aplicaba a un deporte en que algunas sutilezas se pasaban por alto.
    La orquesta atacó una pieza –la tradicional Prodigios de gracia y gloria–, mientras las sheirls eran escoltadas hacia sus pedestales. La sheirl gorgona, Arelma, una solemne muchacha de cabello oscuro, no daba muestras excesivas de ese impulso cálido y alentador conocido como emblanza. Lora Gensifer, según observó Glinnes, parecía tranquilo y relajado. Perdió un poco el aplomo al darse cuenta de los cambios de lateral y libre; después, se encogió de hombros y sonrió para sí.
    Los equipos tomaron posiciones. Sonó un tema apoyado por instrumentos de viento, tambores y flautas, el conmovedor Las sheirls esperan suavemente la gloria.
    Los capitanes se reunieron en el puente central con el arbitro. Denzel Warhound aprovechó la ocasión para lanzar un comentario.
    –Lora Gensifer, su equipo está lleno de caras nuevas. ¿Son todos de aquí?
    –Todos somos ciudadanos de Alastor. Los cinco trillones somos de aquí –dijo Lora Gensifer ampulosamente–. ¿Qué me dices de tu equipo? ¿Viven todos en Saurkash?
    –En Saurkash o en los alrededores.
    El arbitro lanzó al aire la vara. A los Gorgonas les correspondió la luz verde y se inició el partido. Lora Gensifer gritó instrucciones y los Gorgonas, resueltos, anhelantes y seguros, avanzaron. Los Tanchinaros percibieron al instante que se enfrentaban a un equipo de gran calidad.
    Los Gorgonas amagaron hacia el ala derecha de los Tanchinaros, para luego descargar un brutal ataque contra la izquierda. Las robustas formas marrones y negras, con las máscaras que expresaban un júbilo estúpido, cargaron contra las negras y plateadas. El ala izquierda tanchinaro cedió lo suficiente como para rodear a un grupo de Gorgonas y acorralarles contra el foso. La luz cambió a rojo. Warhound intentó tender una trampa a un par de Gorgonas adelantados, pero los libres gorgonas se lanzaron hacia adelante y practicaron una vía de escape. Las formaciones, en constante fluctuación, empujaban y tiraban, midiendo sus fuerzas. Pasados diez minutos de juego indeciso, Lora Gensifer se alejó de su hange sin tomar las debida precauciones. Glinnes saltó el foso, se enfrentó a Lora Gensifer y le arrojó al depósito.
    El capitán de los Gorgonas surgió del agua mojado y furioso, y reaccionó tal como Glinnes esperaba; sus instrucciones vehementes desconcertaron a su equipo. Los Tanchinaros efectuaron una embestida por el centro de sencillez clásica. Ervil Savat saltó al pedestal y aferró la anilla de Arelma. Los rasgos aristocráticos de la joven expresaron un total disgusto; resultaba patente que no esperaba tal invasión de su ciudadela.
    Lora Gensifer pagó sin pestañear cinco mil ozols, y el arbitro ordenó un descanso de cinco minutos.
    Los Tanchinaros aprovecharon para deliberar.
    –Tammi está pálido de furia –dijo Lucho–. No se le había ocurrido que pudiera pasar esto.
    –Echémosle de nuevo al depósito –sugirió Warhound.
    –Ésa es mi idea, ni más ni menos. El equipo es bueno, pero podemos vencerles por mediación de Tammi.
    –¡Pero cuidado! –advirtió Glinnes–. ¡Que no adivinen lo que tramamos! Hay que tirar al depósito a Tammi por todos los medios, pero como si fuera por casualidad.
    El juego se reanudó. Lora Gensifer avanzó, estremecido de cólera, y los Gorgonas parecieron contagiarse de su furia. El juego se desarrolló a lo largo y ancho del campo, rápido y fluido. Durante el período de luz roja, Warhound lanzó a su flanco izquierdo, que se desvió de repente hacia Lora Gensifer. Éste retrocedió a toda prisa en busca de la protección de su hange, aunque en vano. Fue interceptado y arrojado al depósito. Un camino despejado se abrió por un instante ante los delanteros tanchinaros, y Warhound les ordenó cargar en tropel. Lora Gensifer se encaramó a la escalerilla con ojos enloquecidos, justo a tiempo de pagar un segundo rescate. Sus diez mil ozols se habían esfumado.
    Los Gorgonas deliberaron con aire pensativo. Warhound pidió al arbitro que se acercara.
    –¿Cómo se llama normalmente ese equipo?
    –¿No lo sabe? Son los Estiletes del planeta Rufous, que se hallan en una gira de exhibición. Están batiendo a un buen equipo. Ya han derrotado a los Escorpiones de Puerto Ángel y a los Infieles de Jonus..., con su propio capitán, no hace falta decirlo.
    –Bien, démosles un buen baño a todos –dijo Lucho con generosidad– para que aprendan un poco de humildad. ¿Por qué martirizar tan sólo al pobre Tammi?
    –¡Bravo! ¡Les enviaremos de vuelta a Rufous limpios y aseados!
    Luz roja. Los Tanchinaros saltaron el foso y encontraron a los Gorgonas en la formación Reducto Infranqueable. Con dos tantos de ventaja, los defensas tanchinaros estaban en condiciones de jugar con más relajación de la acostumbrada. Avanzaron hacia el foso y lo cruzaron, acción que demostraba un desprecio casi insultante hacia la capacidad ofensiva del enemigo. Hubo una súbita ráfaga de actividad y confusión: Gorgonas y Tanchinaros cayeron al depósito. Marrones y negros se enfrentaron contra plateados, azules y negros en los caminos; colmillos metálicos relumbraron en negras sonrisas truculentas. Las figuras oscilaban y se desplomaban; los capitanes emitían gritos roncos, casi enmudecidos por los rugidos de la muchedumbre y la música estridente. Arelma se erguía con las manos unidas sobre el pecho. Su indiferencia se había desvanecido; daba la impresión de que lloraba y gimoteaba, aunque su voz no podía oírse a causa del alboroto. Los defensas tanchinaros se abalanzaron sobre las filas de los Gorgonas, y Warhound, haciendo caso omiso del hange, se abrió paso como una centella y asió la anilla dorada.
    El vestido blanco cayó a sus pies. Arelma quedó desnuda, mientras una música apasionada celebraba la derrota de los Gorgonas y la tragedia de la sheirl humillada. Lora Gensifer la cubrió con una túnica y se la llevó del campo, seguido por los desmoralizados Gorgonas. Los exultantes Tanchinaros cargaron a hombros a Duissane y la transportaron hacia el pedestal de los Tanchinaros, en tanto la orquesta interpretaba el tradicional Glorificaciones centelleantes. Vencida por la emoción.
    Duissane alzó los brazos y lanzó un grito de alegría. Riendo y llorando, besó a los Tanchinaros, hasta encontrarse con Glinnes. En ese momento, retrocedió unos pasos y salió del campo.
    Los Tanchinaros se reunieron a continuación en la Tenca Mágica, para recibir los parabienes de sus admiradores.
    –¡Jamás existió un equipo con tal decisión, fuerza y astucia!
    –¡Los Tanchinaros harán famosa Saurkash! ¡Pensad en ello!
    –¿Y qué hará Lora Gensifer ahora con sus Gorgonas?
    –Quizá enfrente a los Tanchinaros con los Selectos de Solelamut o con los Falifónicos de la Estrella Verde.
    –Apostaré mis ozols por los Tanchinaros.
    –¡Tanchinaros! –gritó Perinda–. Vengo del teléfono. Nos espera un partido por valor de quince mil ozols dentro de dos semanas..., si queremos.
    –¡Claro que queremos! ¿Contra quién?
    –Contra los Karpunos de Vetrice.
    La glorieta se quedó en silencio. Los Karpunos tenían fama de ser uno de los cinco mejores conjuntos de Trullion.
    –No saben nada de los Tanchinaros –dijo Perinda–, excepto que hemos ganado unos cuantos partidos. Creo que confían en ganar con toda facilidad los quince mil ozols.
    –¡Animales avariciosos!
    –Somos tan avariciosos como ellos... Tal vez más.
    –Jugaríamos en Welgen –prosiguió Perinda–. Además del premio..., en caso de que ganemos nos llevaríamos una quinta parte de la taquilla. Podríamos llegar a dividirnos una cantidad cercana a los cuarenta mil ozols casi tres mil por cabeza.
    –¡No está nada mal por una tarde de trabajo!
    –Sólo en caso de que ganemos.
    –Por tres mil ozols jugaré solo y ganaré.
    –Los Karpunos –explicó Perinda– forman un equipo absolutamente capacitado. Han ganado veintiocho partidos consecutivos y su sheirl jamás ha sido tocada. Por lo que respecta a los Tanchinaros..., yo diría que nadie sabe lo buenos que somos. Los Gorgonas han demostrado ser hoy un equipo excelente, malogrado por un capitán indeciso. Los Karpunos son tan buenos o mejores, y cabe la posibilidad de que perdamos nuestro dinero. De modo que..., ¿cuál es la decisión? ¿Jugaremos contra ellos?
    –Por la oportunidad de ganar tres mil ozols jugaría contra un equipo de auténticos karpunos.25


    15

    El estadio de Welgen, el mayor de la Prefectura de Jolany, estaba ocupado en toda su capacidad. La aristocracia de las prefecturas de Jolany. Minch, Straveny y Gulkin abarrotaba las cuatro alas. Treinta mil personas se apiñaban en los bancos de las secciones de clase baja. Un enorme contingente había llegado de Vertrice, cuatro mil kilómetros al oeste. Ocupaba una sección decorada con los colores de los Karpunos, naranja y verde. En lo alto ondeaban veintiocho gonfalones naranja y verde, alusivos a las veintiocho victorias consecutivas de los Karpunos.
    La orquesta había tocado durante una hora música de hussade; himnos triunfales de una docena de equipos diferentes, la Canción de guerra de los jugadores de Miraksian, que crispaba los nervios y constreñía las vísceras; la embelesadora, dulce y triste a la vez, Tristezas de la sheirl Urales, y después, cinco minutos antes del partido, Gloria de los héroes olvidados.
    Los Tanchinaros salieron al campo y se quedaron de pie junto al pedestal este, con las máscaras subidas. Un momento después, los Karpunos aparecieron al lado del pedestal oeste. Vestían justillos verde oscuro y pantalones a rayas verde oscuro y naranja; como los Tanchinaros, llevaban las máscaras subidas. Los equipos se examinaron con aire sombrío de un extremo a otro del campo. De Jehan Aud, el capitán karpuno, veterano de mil partidos, se sabía que era un genio táctico; ningún detalle escapaba a su vista. Para cada cambio en el juego aportaba instintivamente una respuesta óptima. Denzel Warhound era joven, innovador, rápido como el rayo. Aud contaba con la seguridad de la experiencia. Múltiples esquemas bullían en la mente de Warhound. Ambos hombres confiaban en sus capacidades. Los Karpunos tenían la ventaja de llevar mucho tiempo juntos. Los Tanchinaros oponían una fuerza bruta de vitalidad e ímpetu, cualidades muy valiosas en el juego. Los Karpunos sabían que iban a ganar. Los Tanchinaros sabían que los Karpunos iban a perder.
    Los equipos aguardaron mientras la orquesta interpretaba Thresildama, un saludo tradicional a los equipos en liza.
    Los capitanes aparecieron con las sheirls. La orquesta tocó Prodigios de gracia y gloria. La sheirl de los Karpunos era una criatura maravillosa llamada Farero, una rubia de ojos centelleantes, radiante de sashei. De acuerdo con algún procedimiento místico, al subir al pedestal se trascendió para convertirse en su propio arquetipo. Del mismo modo, Duissane se transformó en una versión intensificada de ella misma: delicada, melancólica, valiente hasta lo indecible, henchida de imponente arrojo y de su particular sashei, tan arrebatador como el de la sublime Farero.
    Los jugadores se bajaron las máscaras. Los deslumbradores Tanchinaros clavaron la mirada en los crueles Karpunos.
    Los Karpunos consiguieron la luz verde y el primer despliegue ofensivo. Los equipos tomaron posiciones en el campo. La música cambió y de cada instrumento brotó una docena de modulaciones para crear un dorado acorde final. Silencio absoluto. Los cuarenta mil espectadores contuvieron el aliento.
    Luz verde. Los Karpunos se lanzaron hacia adelante con su celebrada Marejada, tratando de envolver y abrumar a los Tanchinaros. Los delanteros atravesaron el foso, seguidos de los libres y, muy cerca, de los defensas, que buscaron el cuerpo a cuerpo con ferocidad.
    Los Tanchinaros estaban preparados para la táctica. En lugar de retroceder, los cuatro defensas cargaron hacia adelante y los equipos chocaron como un par de rebaños en estampida, dando origen a una indecisa reyerta. Algunos minutos después, Glinnes se zafó y ganó el pedestal. Miró de frente a Farero, la sheirl karpuna, y aferró la anilla. La joven estaba pálida de excitación y desconcierto; jamás un enemigo había puesto la mano sobre su anilla.
    Sonó el gong. Jean Aud pagó con aire sombrío ocho mil ozols. Los equipos se tomaron un período de descanso. Cinco tanchinaros y cinco karpunos habían sido lanzados al depósito; el honor de ambos estaba salvado. Warhound se mostró jubiloso.
    –Es un gran equipo, no hay duda, pero nuestros defensas son inamovibles y nuestros delanteros más rápidos. Sólo sus libres son superiores, y no mucho.
    –¿Qué intentarán esta vez? –preguntó Gilweg.
    –Creo que lo mismo –contestó Warhound–, pero con más orden. Quieren inmovilizar a nuestros delanteros y emplear al máximo sus energías.
    El partido se reanudó. Aud utilizó a sus hombres de manera conservadora. Hostigaban y embestía con la esperanza de arrojar al depósito a un delantero. El astuto Warhound, tras haber examinado la situación, contuvo a sus fuerzas hasta que Aud perdió la paciencia. Los Karpunos intentaron una repentina carga por el centro. Los delanteros tanchinaros se apartaron, les dejaron pasar y después saltaron el foso. Lucho subió al pedestal y aferró la anilla de Farero.
    Se pagaron siete mil ozols como rescate.
    –¡No descuidéis la vigilancia! –dijo Warhound al equipo–. Ahora es cuando serán más peligrosos. No han ganado veintiocho partidos por chiripa. Me huelo una Marejada.
    Warhound estaba en lo cierto. Los karpunos arrollaron la ciudadela tanchinara con todas sus fuerzas. Glinnes fue a parar al depósito, así como Sladine y Wilmer Guff. Glinnes subió por la escalerilla a tiempo de lanzar al depósito a un karpuno que se hallaba a sólo tres metros del pedestal: después, fue arrojado al agua por segunda vez, y antes de que pudiera volver al campo sonó el gong.
    Por primera vez. Duissane había sentido una mano en su anilla de oro. Warhound devolvió con furia ocho mil ozols.


    Glinnes nunca había jugado un partido tan agotador. Los Karpunos parecían incansables; corrían por el campo, saltaban y se columpiaban como si el partido acabara de empezar. Ignoraba que para los Karpunos los delanteros tanchinaros parecían destellos plateados y negros impredecibles, fieros como demonios, tan sobrenaturalmente ágiles que parecían correr por el aire, mientras que los defensas tanchinaros se materializaban sobre el terreno de juego como cuatro sentencias inexorables.
    La batalla se desarrollaba a lo largo y ancho del campo, los Tanchinaros, paso a paso, se abrieron camino hasta el pedestal. Los delanteros, implacables y despiadados, empujaban, golpeaban, se columpiaban, hostigaban. El rugido de la multitud retrocedió hasta el límite de la conciencia. Toda la realidad estaba concentrada en el campo, en las pasarelas y caminos, en el agua que centelleaba al sol. Una vasta nube tapó por un instante el sol. Casi en el mismo momento, Glinnes vio un sendero abierto entre los colores verde y naranja. ¿Una trampa? Se lanzó hacia adelante con las últimas fuerzas de sus piernas, evitando a sus contrincantes. Naranjas y verdes aullaron roncamente. Las máscaras karpunas, antes tan austeras y compuestas, parecían ahora retorcerse de dolor. Glinnes ganó el pedestal, aferró la anilla de oro ceñida a la cintura de Farero y ya sólo debía tirar de ella y dejar desnuda a la doncella de ojos azules ante cuarenta mil ojos exaltados. La música, majestuosa y trágica, aumentó de intensidad. La mano de Glinnes se crispó y vaciló; no se atrevía a humillar a esta maravillosa criatura...
    La nube oscura no era una nube. Tres cascos negros se cernieron sobre el estadio, ocultando la luz de la tarde. La música cesó de repente, y del público brotó un grito agudo.
    –¡Astromenteros! Salgan...
    Palabras confusas interrumpieron el grito, y otra voz ronca habló.
    –Sigan en sus asientos. No se muevan ni un milímetro.
    No obstante, Glinnes cogió a Farero por el brazo, la hizo bajar del pedestal y descender por la escalerilla hasta el depósito situado bajo el campo.
    –¿Qué está haciendo? –murmuró ella, debatiéndose horrorizada.
    –Intento salvar su vida –dijo Glinnes–. Los astromenteros se la llevarían y nunca volvería a ver su hogar.
    –¿Estaremos a salvo aquí abajo? –preguntó la muchacha con voz temblorosa.
    –Yo diría que sí. Saldremos por el desagüe. Rápido... Está en el otro extremo.
    Nadaron por el agua lo más deprisa que pudieron, bajo los caminos, hasta rebasar el foso central. Por la otra escalerilla bajaba Duissane, con el rostro contraído y blanco de miedo. Glinnes la llamó.
    –Acércate... Saldremos por el desagüe. Quizá no lo vigilen.
    En una esquina del depósito, el agua fluía por una zanja que daba a una vía de agua corta y estrecha. Glinnes se deslizó por la zanja y se izó a un saliente de barro negro y maloliente. A continuación llegó Duissane, apretando el vestido blanco contra su cuerpo. Glinnes la ayudó a subir al talud de barro, pero la joven perdió pie y quedó sentada sobre el barro. Glinnes no pudo reprimir una sonrisa.
    –¡Lo has hecho a propósito! –gritó Duissane con voz temblorosa.
    –¡No!
    –¡Sí!
    –Lo que tú digas.
    Farero se acercó por el desagüe. Glinnes tiró de ella y la subió al saliente. Duissane luchó para ponerse en pie. Los tres observaron con aire de duda el canal, que serpenteaba hasta perderse de vista bajo los árboles arqueados. El agua parecía oscura y profunda; un leve aroma a merling flotaba en el aire. No cabía la menor posibilidad de nadar, ni siquiera de vadear la corriente. Al otro lado del canal había amarrada una tosca y pequeña canoa, perteneciente sin duda a dos muchachos que habían entrado de forma ilegal en el campo por el sumidero.
    Glinnes gateó sobre la zanja hasta la canoa, que estaba llena de agua y osciló precariamente bajo su peso. Vació unos cuantos litros de agua, pero no se atrevió a demorarse más. Empujó la embarcación hacia la otra orilla. Subió Duissane, después Farero, y el agua alcanzó casi las bordas. Glinnes entregó el cubo que había utilizado a Duissane, quien se puso a trabajar con el ceño fruncido. Glinnes empezó a remar con cautela por la vía de agua. Desde el estadio, detrás de ellos, se oyó el chirrido del sistema de megafonía.
    –Los espectadores de las alas A, B, C y D salgan en fila hacia las salidas del sur. No nos llevaremos a todos; tenemos una lista exacta de lo que queremos. Vayan deprisa y no causen problemas; mataremos a todo aquel que nos estorbe.
    ¡Increíble!, pensó Glinnes. Una extravagante avalancha de acontecimientos: excitación, colorido, pasión, música y victoria..., y ahora miedo y salir a escape con dos sheirls. Una le odiaba. La otra, Farero, le examinaba por el rabillo de sus magníficos ojos azules como el mar. Farero sustituyó a Duissane y cogió el cubo. Duissane, malhumorada, se quitó el barro del vestido. Menudo contraste, pensó Glinnes. Farero se veía triste pero resignada; era obvio que había preferido escaparse por el sumidero que quedar desnuda sobre el pedestal. Duissane lamentaba cada instante de incomodidad y daba la impresión de descargar toda la responsabilidad de lo sucedido sobre Glinnes.
    La vía fluvial describió una curva. Delante, a unos cien metros, centelleaba el canal de Welgen, y más allá el Océano del Sur. Glinnes remó con más confianza; habían escapado de los astromenteros. ¡Un ataque por sorpresa en masa! Y, sin duda, planeado desde hacía mucho tiempo, para capturar de un solo golpe a toda la gente rica de la prefectura. Tomarían rehenes para conseguir un rescate, y chicas para divertirse. Los cautivos regresarían cabizbajos y arruinados, pero las chicas nunca volverían a ser vistas. Las arcas del estadio contendrían como mínimo cien mil ozols, y los fondos de ambos equipos aportarían otros treinta mil. Incluso era posible que saquearan los bancos de Welgen.
    La vía fluvial se ensanchó y se alejó serpenteando de la orilla por un bajío repleto de barro sembrado de cráteres de gas. Hacia el este se prolongaba la Punta de Welgen, y al otro lado se abría el puerto; la orilla se alejaba en dirección oeste hasta hundirse en la neblina del atardecer. Glinnes se sentía expuesto a cielo abierto. Se dijo que era irracional, pues los astromenteros no podían permitirse el lujo de perseguirles, aunque hubieran reparado en la endeble canoa. Farero no había parado un momento de achicar el agua. El agua penetraba por varias vías, y Glinnes se preguntó por cuánto tiempo la embarcación seguiría a flote. El tembloroso limo negro de las tierras bajas inundadas por la marea alta era poco atractivo. Glinnes se desvió hacia la más próxima de las isletas boscosas esparcidas por el canal, un montículo de tierra que distaba unos cincuenta metros.
    La embarcación se meció sobre una oleada que provenía del océano y se llenó de agua. Farero achicó con la mayor rapidez posible, Duissane hizo lo propio con las manos, y llegaron a la isleta justo cuando la canoa se hundía bajo sus pies. Glinnes tiró de la canoa con gran alivio hasta depositarla sobre la diminuta playa. Nada más poner el pie en tierra, las tres naves astromenteras surgieron a la vista. Enfilaron hacia el sur y desaparecieron, junto con su preciosa carga.
    Farero exhaló un suspiro.
    –De no ser por usted –dijo a Glinnes–, iría a bordo de una de esas naves.
    –De no ser por mí misma, yo también estaría allí arriba –rezongó Duissane.
    Aja, pensó Glinnes, ya comprendo el motivo de su disgusto: se siente menospreciada.
    Duissane saltó a tierra.
    –¿Qué vamos a hacer ahora?
    –Alguien pasará tarde o temprano. Entretanto, esperaremos.
    –No tengo ganas de esperar –replicó Duissane–. Cuando achiquemos el agua de la canoa podremos volver remando a la costa. ¿Es necesario que nos quedemos sentados, temblando de frío, en este miserable pedazo de tierra?
    –¿Tienes alguna sugerencia mejor? La barca hace agua y el agua está infestada de merlings. De todas formas, creo que podré arreglar las grietas.
    Duissane fue a sentarse sobre un trozo de madera. Naves de la Maza aparecieron por el oeste, rodearon la zona, y una aterrizó en Welgen.
    –Muy tarde, demasiado tarde –dijo Glinnes.
    Vació de agua la canoa y taponó con musgo todas las grietas que pudo encontrar. Farero se acercó para observarle.
    –Se ha portado muy bien conmigo –dijo la joven.
    Glinnes levantó la vista para mirarla.
    –Vaciló cuando no le hubiera costado nada tirar de mi anilla. No quiso humillarme.
    Glinnes asintió en silencio y prosiguió su trabajo.
    –Tal vez por eso esté enfadada su sheirl.
    Glinnes miró de soslayo a Duissane. que contemplaba el agua con el ceño fruncido.
    –Pocas veces está de buen humor.
    –Ser sheirl es una experiencia muy extraña –dijo Farero con aire pensativo–. Se experimentan los impulsos más extraordinarios... Hoy he perdido, pero los astromenteros me salvaron. Quizá ella se sienta estafada.
    –Tiene suerte de estar aquí, y no a bordo de una nave pirata.
    –Creo que está enamorada de usted y celosa de mí.
    Glinnes la miró, estupefacto.
    –¿Enamorada de mí? –Dirigió otra mirada disimulada a Duissane–. Creo que se equivoca. Me odia. Lo he comprobado ampliamente.
    –Es posible. No soy experta en la materia.
    Glinnes se levantó y examinó la canoa con sombría satisfacción.
    –No confío en ese musgo..., sobre todo ahora que el viento del avness sopla desde tierra.
    –Estando secos no es tan desagradable. De todas formas, mi familia debe de estar muy preocupada, y tengo hambre.
    –Encontraremos algo de comer. Tendremos una cena excelente pero nos falta fuego. Aunque... allí veo un plátano.
    Glinnes trepó al árbol y lanzó fruta a Farero. Cuando volvieron a la playa. Duissane y la canoa habían desaparecido. Se hallaba ya a cincuenta metros de distancia, remando en la vía fluvial por la que habían salido del estadio. Glinnes emitió una carcajada sardónica.
    –Está tan enamorada de mí y tan celosa de usted que nos deja abandonados juntos.
    –No es imposible –dijo Farero, muy ruborizada.
    Observaron la canoa durante un rato. La brisa de mar adentro dificultaba la labor de Duissane. Dejó de remar y achicó unos momentos. Era evidente que el musgo no había servido para taponar las grietas. Cuando volvió a remar hizo oscilar la canoa, y mientras se aferraba a la borda perdió el remo. La brisa la empujó hacia atrás, y pasó frente a la isleta desde donde Glinnes y Farero estaban observándola. Duissane ni les miró.
    Glinnes y Farero subieron al montículo central y contemplaron la canoa que retrocedía mientras se preguntaban si Duissane sería arrastrada hacia el mar. La joven se deslizó entre las isletas y se perdió de vista.
    Los dos volvieron a la playa.
    –Si tuviéramos un fuego –dijo Glinnes–, estaríamos muy confortables, al menos durante uno o dos días... No me apetece el pescado crudo.
    –Ni a mí –dijo Farero.
    Glinnes encontró un par de palos secos y trató de hacer fuego frotándolos, sin éxito. Tiró los palos, disgustado.
    –Las noches son cálidas, pero el fuego es agradable.
    Farero miraba a todas partes, excepto a Glinnes.
    –¿Cree que estaremos mucho tiempo aquí?
    –No podremos irnos hasta que pase una barca. Puede tardar una hora, o una semana.
    –¿Deseas hacerme el amor? –tartamudeó más que habló Farero.
    Glinnes la examinó durante un momento. Extendió la mano y tocó la anilla de oro.
    –No tengo palabras para describir tu belleza. Sería un gran placer para mí ser tu primer amante.
    Farero apartó la vista.
    –Estamos solos... Hoy mi equipo ha sido derrotado, y nunca más volveré a ser sheirl. Aun así... –Dejó de hablar, señaló con el dedo y dijo en voz baja–: Por allí pasa una barca.
    Glinnes titubeó. Farero no hizo ningún movimiento perentorio.
    –Hay que hacer algo con esa tonta de Duissane y la canoa –dijo Glinnes a regañadientes.
    La barca, un esquife a motor pilotado por un pescador, alteró el curso; Glinnes y Farero no tardaron en subir a bordo. El pescador venía de mar abierto y no había visto ninguna canoa a la deriva. Era muy posible que Duissane hubiera atracado en una de las isletas.
    El pescador rodeó el extremo de la punta de tierra y amarró en el muelle de Welgen. Farero y Glinnes fueron en taxi al estadio. El taxista no cesó de hablar sobre el ataque de los astromenteros.
    –¡Nunca vi una proeza igual! Se llevaron a las trescientas personas más ricas de la región y. como mínimo, a cien doncellas, pobres criaturas, por las que nunca pedirán rescate. La Maza llegó demasiado tarde. Los astromenteros sabían muy bien a quién coger y a quién dejar. Cronometraron al segundo la operación y desaparecieron. ¡Ganarán una fortuna con los rescates!
    Ya en el estadio, Glinnes dedicó a la sheirl Farero una muda despedida. Corrió al vestuario, se quitó el uniforme tanchinaro y se puso sus ropas ordinarias.
    El taxi le condujo de vuelta al muelle, donde Glinnes alquiló una pequeña lancha motora. Rodeó la punta de tierra y se internó en el canal de Welgen. La luz mate del avness pintaba el mar, el cielo, las isletas y la costa con unos colores pálidos y sutiles a los que no se podía aplicar ningún nombre. El silencio parecía irreal; el gorgoteo del agua bajo la quilla era casi una intrusión.
    Pasó por delante de la isleta donde había desembarcado antes con Farero y Duissane, y siguió adelante hasta desembocar en la zona hacia la que había derivado la canoa. Describió un círculo alrededor de la primera isleta, sin observar la menor señal de la canoa o de Duissane. Las siguientes tres isletas también estaban vacías. El mar se extendía en calma más allá de las tres isletas que quedaban por investigar. En la segunda, reparó en una esbelta figura vestida de blanco que agitaba los brazos frenéticamente.
    Cuando Duissane reconoció al hombre que conducía la barca, cesó al instante de hacer señales. Glinnes se acercó a tierra y detuvo la barca en la playa. Aseguró la amarra a una raíz retorcida y después echó un vistazo a su alrededor. La luz incierta apenas permitía ver la desdibujada silueta de la tierra. El mar se arqueaba con movimientos lentos y elásticos, como ceñido por una película de seda. Glinnes miró a Duissane, que se había encerrado en un frío silencio.
    –Un lugar muy tranquilo. Hasta dudo que los merlings se atrevan a llegar tan lejos.
    Duissane desvió la vista hacia la barca.
    –Si has venido en mi busca, ya estoy preparada para irme.
    –No hay prisa. Ninguna en absoluto. He traído pan, carne y vino. Podemos asar plátanos, quorlos26 y tal vez un cúrselo.27 Cenaremos mientras salen las estrellas.
    Duissane apretó los labios, malhumorada, y clavó la vista en la costa.
    Glinnes avanzó. Ella se hallaba a sólo un paso de distancia, más cerca que nunca. Le miró sin la menor calidez; sus ojos grises, según creyó percibir Glinnes, revelaron una docena de estados de ánimo y emociones diferentes. Glinnes inclinó la cabeza y, rodeándola con un brazo, besó sus labios, que encontró fríos y carentes de respuesta. Ella le rechazó con un empujón y recuperó la voz de repente.
    –¡Todos los trills sois iguales! Apestáis a cauch, vuestro cerebro es una glándula que rezuma lascivia. ¿Es que sólo aspiráis a la depravación? ¿No tenéis dignidad, no tenéis pundonor?
    Glinnes respondió con una carcajada.
    –¿Tienes hambre?
    –No. Tengo una cita para cenar y llegaré tarde a menos que nos vayamos cuanto antes.
    –Qué bien. ¿Por eso robaste la canoa?
    –No he robado nada. La canoa era tan mía como tuya. Parecías contento de coquetear con esa insípida chica karpuna. Me extraña que no hayáis seguido con lo vuestro.
    –Tuvo miedo de ofenderte.
    Duissane enarcó las cejas.
    –¿Por qué debería yo pensar dos veces, o incluso una, en tu conducta? La preocupación de esa chica me desconcierta.
    –No importa mucho. ¿Serías tan amable de reunir leña mientras voy a buscar plátanos?
    Duissane abrió la boca para negarse, pero después decidió que tal reacción sería contraproducente. Encontró algunas ramas secas y las tiró con altivez a la orilla. Examinó la barca, que había sido arrastrada hacia el interior de la playa. Carecía de las fuerzas necesarias para llevarla de nuevo hacia el agua. La llave de contacto no estaba en la cerradura.
    Glinnes llevó plátanos, encendió fuego, desenterró cuatro espléndidos quorlos, los lavó en el agua y los puso a asar junto con los plátanos.
    Sacó carne y pan de la barca, y extendió una tela sobre la arena. Duissane le observaba desde lejos.
    Glinnes abrió la botella de vino y se la ofreció a Duissane.
    –Prefiero no beber vino.
    –¿Vas a comer?
    Duissane se pasó la punta de la lengua por los labios.
    –¿Qué piensas hacer después?
    –Descansaremos en la playa y observaremos las estrellas. Quién sabe qué más.
    –Eres una persona despreciable. No quiero saber nada de ti. Sucio y glotón, como todos los trills.
    –Bueno, al menos no soy peor. Acomódate; comeremos y contemplaremos la puesta del sol.
    –Tengo hambre, así que comeré, pero luego debemos volver. Ya sabes lo que opinan los trevanyis de los amoríos indiscriminados. Tampoco olvides que soy... ¡la sheirl tanchinaro, una virgen!
    Glinnes hizo un gesto indicativo de que estas consideraciones no poseían demasiada fuerza.
    –En nuestras vidas siempre se producen cambios.
    Duissane se puso rígida, ofendida.
    –¿Así es como piensas mancillar a la sheirl del equipo? Eres un villano de la peor especie; insististe santurronamente en lo referente a mi pureza y después sembraste toda clase de sucias mentiras acerca de mí.
    –No dije mentiras –declaró Glinnes–. Ni siquiera llegué a decir la verdad, cómo tú y tu familia me robasteis y me abandonasteis como pasto para los merlings, y cómo te reíste al verme yacer, casi muerto.
    –Recibiste sólo lo que merecías –dijo Duissane sin excesiva convicción.
    –Aún les debo a tu padre y a tus hermanos uno o dos puñetazos. En cuanto a ti, no acabo de decidirme. Come, bebe vino y recupera las fuerzas.
    –No tengo hambre. De ninguna clase. No me parece justo que se trate tan mal a una persona.
    Glinnes no contestó y empezó a comer.
    Duissane no tardó en imitarle.
    –Debes recordar –le dijo– que si llevas adelante tu amenaza, no sólo me traicionarás a mí, sino a todos tus tanchinaros, y que tu honor quedará empañado. Después, tendrás que rendir cuentas a mi familia. Te acosarán hasta el fin de los tiempos, nunca volverás a conocer un momento de paz. En tercer lugar, te ganarás todo mi desprecio. ¿Y para qué? Para satisfacer tu glándula. ¿Cómo eres capaz de utilizar la palabra «amor» si lo que buscas en realidad es venganza? Y de la más despreciable. Como si yo fuera un animal, o algo desprovisto de sentimientos. Desde luego... Haz uso de mí, si así lo deseas, o mátame, pero disponte a cargar con mi mayor desprecio por tus repugnantes costumbres. Además...
    –Mujer –gruñó Glinnes–, ten la bondad de cerrar la boca. Me has estropeado el día y también la noche. Come en silencio y regresaremos a Welgen.
    Glinnes, malhumorado, se acuclilló sobre la arena. Comió plátanos, quorlos, carne y pan; se bebió dos botellas de vino mientras Duissane le observaba por el rabillo del ojo, con una peculiar expresión en el rostro, entre burlona y presuntuosa.
    Cuando terminaron de comer, Glinnes se recostó contra una protuberancia del terreno y reflexionó durante un rato mientras el sol se ponía. Los colores se reflejaban con absoluta fidelidad sobre el agua, excepto por un ocasional tono negruzco en la cresta de alguna ola.
    Duissane estuvo sentada en silencio, con las manos enlazadas alrededor de sus rodillas.
    Glinnes se levantó y empujó la barca hacia el agua. Hizo un gesto a Duissane.
    –Sube.
    Ella obedeció. La barca volvió por el canal, rodeó el extremo de la punta y se dirigió hacia el muelle de Welgen.
    Un gran yate blanco, que Glinnes reconoció como el de Lora Gensifer, flotaba junto al rompeolas. Surgía luz de las portillas, lo que significaba actividad a bordo.
    Glinnes miró con desconfianza el yate. ¿Estaría celebrando Lora Gensifer una fiesta esa noche, después del ataque astromentero? Muy extraño, pero las costumbres de la aristocracia siempre habían estado más allá de su comprensión. Duissane, para su sorpresa, saltó de la barca y corrió hacia el yate. Subió por la pasarela y desapareció en el salón.
    Glinnes oyó la voz de Lora Gensifer.
    –Duissane, mi querida joven, ¿qué...?
    No pudo oír el resto de la frase.
    Glinnes se encogió de hombros y llevó la barca hasta el depósito de embarcaciones alquiladas. Mientras volvía a pie al muelle, Lora Gensifer le llamó desde el yate.
    –¡Glinnes! ¡Sube a bordo un momento, y únete a la reunión!
    Glinnes recorrió con indiferencia la pasarela. Lora Gensifer le palmeó en la espalda y le guió hasta el salón. Glinnes vio a una docena de personas vestidas a la moda, en apariencia amigos aristócratas de Lora Gensifer, y también a Akadie, Marucha y Duissane, que llevaba ahora sobre su vestido blanco una capa roja, evidentemente prestada por alguna de las damas presentes.
    –¡Aquí está nuestro héroe! –exclamó Lora Gensifer–. Salvó con sangre fría a dos adorables sheirls de los astromenteros. A pesar de nuestro gran dolor, podemos estar agradecidos por esta dicha.
    Glinnes paseó su mirada asombrada por el salón. Se sentía como si estuviera viviendo un sueño particularmente absurdo. Akadie, Lora Gensifer, Marucha, Duissane, él mismo... ¡Qué extraña mezcla de gente!
    –Apenas me he dado cuenta de lo que ha ocurrido –dijo Glinnes–, exceptuando los hechos concretos del ataque.
    –El hecho concreto es el que todos conocemos –dijo Akadie.
    Parecía mucho más comedido y neutral de lo acostumbrado, y elegía las palabras con sumo cuidado.
    –Los astromenteros sabían exactamente a quién querían. Se llevaron trescientas personas de buena posición, y también unas doscientas chicas. El rescate de las trescientas personas ascenderá a cien mil ozols por cabeza, como mínimo. No se ha fijado precio por las chicas, pero haremos lo posible por comprar su libertad.
    –Eso quiere decir que ya se han puesto en contacto.
    –En efecto, en efecto. Los planes se llevaron a cabo con gran minuciosidad, y se estimó la fortuna de cada persona con suma precisión.
    –Los que fuimos despreciados hemos sufrido una merma en nuestro prestigio, cosa que lamentamos profundamente –dijo Lora Gensifer con jocosa humildad.
    –Por razones en teoría justas y suficientes –prosiguió Akadie–, he sido nombrado recaudador de los rescates; recibiré unos honorarios por esta tarea. No gran cosa, te lo aseguro... De hecho, mi esfuerzo supondrá cinco mil ozols.
    Glinnes escuchaba, atónito.
    –De modo que el rescate total ascenderá a cien veces cien mil ozols, lo que significa...
    –Treinta millones de ozols... Una excelente jornada de trabajo.
    –A menos que terminen en el prutanshyr.
    –Una reliquia bárbara –dijo Akadie con expresión agria–. ¿Qué beneficio obtenemos de la tortura? Los astromenteros vuelven, a pesar de todo.
    –Da ejemplo al público –dijo Lora Gensifer–. Piense en las doncellas secuestradas... ¡Una de ellas podría haber sido mi buena amiga Duissane!
    Rodeó con su brazo los hombros de Duissane y le dio un burlón apretón fraternal.
    –¿Es, pues, la venganza demasiado severa? No, según mi opinión.
    Glinnes parpadeó y miró alternativamente a Lora Gensifer y a Duissane, que parecían sonreír ante un chiste privado. ¿Habría enloquecido el mundo? ¿O estaba viviendo en verdad un sueño descabellado?
    Akadie dibujó un arco burlón con sus cejas.
    –Los pecados de los astromenteros son muy reales, dejemos que los expíen.
    –A propósito –preguntó un amigo de Lora Gensifer–, ¿qué banda de astromenteros en particular ha sido la responsable?
    –No ha habido el menor intento de guardar el anonimato –dijo Akadie–. Hemos atraído la atracción personal de Sagmondo Bandolio, Sagmondo el Inflexible, taimado como el que más.
    Glinnes conocía el nombre bien; hacía mucho tiempo que Sagmondo Bandolio era el objetivo de la Maza.
    –Bandolio es un hombre terrible –dijo Glinnes–. No concede piedad.
    –Algunos dicen que sólo es astromentero por deporte –señaló Akadie–. Dicen que posee una docena de identidades esparcidas por todo el cúmulo, y que podría vivir hasta el fin de sus días con las fortunas que ha ganado.
    El grupo se sumió en el silencio. Hablaban de una maldad tan vasta que alcanzaba proporciones pavorosas.
    –Hay un espía en la prefectura –dijo Glinnes–, alguien que intima con todos los aristócratas, alguien que conoce con exactitud su grado de riqueza.
    –Hay que convenir en el acierto de tus palabras –dijo Akadie.
    –¿Quién puede ser? –se preguntó Lora Gensifer–. ¿Quién puede ser?
    Y todos los presentes se hicieron eco de la pregunta, y cada uno se formó su propia opinión.



    16

    Los Tanchinaros, al derrotar a los Karpunos, se habían hecho un flaco favor. Puesto que Sagmondo Bandolio y sus astromenteros habían robado el botín, se habían quedado sin recursos económicos y, a causa de su demostrada capacidad Perinda no podía contratar partidos de uno o dos mil ozols. Carecían de los fondos necesarios para retar a cualquier equipo de la categoría de diez mil ozols.
    Una semana después del partido contra los Karpunos, los Tanchinaros se reunieron en la isla Rabendary, y Perinda explicó el lamentable estado de cosas.
    –Sólo he encontrado tres equipos dispuestos a jugar contra nosotros, y ninguno arriesgara a su sheirl por menos de diez mil ozols. Otra cuestión: no tenemos sheirl. Duissane parece haber llamado la atención de cierto Lora, lo que era su objetivo desde luego. Ahora, ni ella ni Tammi están dispuestos a arriesgar el precioso pellejo de la chica.
    –¡Bah! –dijo Lucho–. En primer lugar, a Duissane nunca le gustó el hussade.
    –Claro que no –dijo Warhound–. Es trevanyi. ¿Habéis visto alguna vez jugar al hussade a un trevanyi?. Es la primera sheirl trevanyi que conozco.
    –Los trevanyis practican sus propios deportes –dijo Gilweg.
    –Como Cuchillos y Gaznates –dijo Glinnes.
    –Y Trills y Ladrones.
    –Y Merling, Merling, ¿quién tiene el cadáver?
    –Y Escóndete y Escabúllete.
    –Siempre podemos reclutar otra sheirl –dijo Perinda–. Nuestro problema es el dinero.
    –Invertiría mis cinco mil ozols si supiera que los voy a recuperar –gruñó Glinnes.
    –Podría reunir unos mil, de una forma u otra –dijo Warhound.
    –Eso hacen seis mil –dijo Perinda–. Yo pondré otros mil... o mejor, le pediré prestados mil a mi padre... ¿Quién más? Vamos, miserables destripaterrones, sacad vuestro dinero.
    Dos semanas después, los Tanchinaros jugaron contra los Kanchedos de la Isla del Océano, en el gran estadio de la Isla del Océano, por una bolsa de veinticinco mil ozols; los equipos aportaban quince mil, y diez mil el estadio. La nueva sheirl tanchinaro era Sacharissa Simone, una muchacha de la montaña Fal Lal, agradable, ingenua y bonita, pero carente de auténtico sashei. Había dudas generales acerca de su virginidad, pero nadie deseaba poner el asunto en discusión.
    –Que cada uno de nosotros pase una noche con ella –gruñó Warhound–, y resuelva la cuestión a satisfacción de todos.
    Sea por lo que sea, los Tanchinaros jugaron con lentitud y cometieron una serie de asombrosos errores. Los Kanchedos ganaron cómodamente por tres tantos. El acaso inocente cuerpo de Sacharissa se exhibió con todo detalle ante los treinta y cinco mil espectadores, y Glinnes se encontró con sólo trescientos o cuatrocientos ozols en la cartera. Volvió a la isla Rabendary en un estado de profunda depresión, se dejó caer en las viejas sillas de cuerda y pasó la noche mirando la isla Ambal, al otro lado del ancho. ¡En qué lío caótico había convertido su vida! Los Tanchinaros, empobrecidos, humillados, al borde de la disolución. La isla Ambal, más lejos de su alcance que nunca. Duissane, una chica que había ejercido un curioso hechizo sobre él, ahora había encauzado sus ambiciones hacia la aristocracia, y Glinnes, antes indiferente, se irritaba al pensar en Duissane en la cama de otro hombre.
    Dos días después del catastrófico partido contra los Kanchedos, Glinnes se desplazó en el trasbordador a Welgen para encontrar un comprador al que colocar veinte sacos de sus excelentes manzanas almizcleñas de Rabendary. No tardó en solucionar el asunto. Como le quedaba una hora libre antes del viaje de vuelta, Glinnes se detuvo a comer en un pequeño restaurante con mesas en el interior y a la sombra de un emparrado de fulgencias. Bebió una jarra de cerveza y devoró pan con queso, mientras contemplaba a los habitantes de Welgen dirigirse a sus ocupaciones... Pasó un grupo de auténticos fanschers, jóvenes solemnes, erguidos y alertas, frunciendo el ceño a la lejanía como absortos en pensamientos portentosos... No tardó en ver a Akadie, que caminaba a buen paso, con la cabeza agachada y su chaqueta estilo fanscher aleteando a los lados. Glinnes le llamó cuando pasó junto a él.
    –¡Akadie! Tome asiento y beba una jarra de cerveza!
    Akadie se detuvo como si hubiera chocado contra un obstáculo invisible. Escudriñó el emparrado para localizar el origen de la voz, echó una ojeada por encima del hombro y se apresuró a tomar asiento junto a Glinnes. Tenía la cara tensa; cuando habló, lo hizo con voz aguda y nerviosa.
    –Creo que les he despistado, o al menos así lo espero.
    –Ah, ¿sí? –Glinnes recorrió con la mirada del trayecto efectuado por Akadie–. ¿A quién ha despistado?
    La respuesta de Akadie fue típicamente ambigua.
    –Tenía que haber rechazado el encargo; sólo me ha reportado angustia. ¡Cinco mil ozols! Pensar que trevanyis codiciosos me acechan, a la espera de un solo momento de descuido. Qué farsa. Pueden quedarse con sus treinta millones de ozols, junto con mis miserables cinco mil, y construir el asilo de menesterosos más fastuoso que jamás haya contemplado el universo humano.
    –En otras palabras, ha reunido los treinta millones de ozols del rescate.
    Akadie asintió, malhumorado.
    –Te aseguro que no se trata de auténtico dinero. Quiero decir que los cinco mil ozols que cobro como honorarios representan cinco mil ozols gastables. Llevo treinta millones de ozols en este maletín –dio un golpecito a un pequeño maletín negro de asas plateadas–, pero me parecen simples fajos de papel.
    –A usted.
    –En efecto. –Akadie miró otra vez por encima del hombro–. Otra gente es menos adepta a la simbología abstracta o, para ser más preciso, utiliza símbolos diferentes. Para mí, estos billetes significan fuego y humo, miedo y dolor. Otras personas perciben todo un conjunto distinto de referentes: palacios, yates espaciales, perfumes y placeres.
    –En suma, tiene miedo de que le roben el dinero.
    La ágil mente de Akadie ya había vislumbrado mucho antes una respuesta categórica.
    –¿Puedes imaginarte las vicisitudes a las que se expondría el hombre que extraviara treinta millones de ozols pertenecientes a Sagmondo Bandolio? La conversación podría desarrollarse así. Bandolio: «Le pido que me entregue, Janno Akadie, los treinta millones de ozols entregados a su custodia». Akadie: «Tendrá que ser valiente e indulgente, puesto que ese dinero ya no obra en mi poder». Bandolio... ¡Ay de mí! Mi imaginación desfallece. Me es imposible concebir lo que vendría a continuación. ¿Se compondría con frialdad? ¿Se enfurecería? ¿Lanzaría una carcajada despreocupada?
    –Si de verdad le robaran, su curiosidad sería escasamente recompensada.
    Akadie admitió la observación con una ácida mirada de soslayo.
    –Si pudiera identificar con seguridad a alguien o algo... Si supiera con precisión a quién o qué evitar...
    No terminó la frase.
    –¿Ha percibido alguna amenaza específica, o sólo está nervioso?
    –Estoy nervioso, desde luego, pero es mi estado habitual. Aborrezco la incomodidad, temo el dolor, me niego incluso a reconocer la posibilidad de la muerte. Todas estas circunstancias se ciernen ahora sobre mí.
    –Treinta millones de ozols es una cantidad impresionante –dijo Glinnes, pensativo–. Personalmente, sólo necesito doce mil.
    Akadie empujó el maletín hacia Glinnes.
    –Aquí lo tienes. Coge lo que quieras y dale las explicaciones pertinentes a Bandolio... Pero no. –Recobró el maletín de nuevo–. No se me permite esta opción.
    –Hay un detalle que me desconcierta. Puesto que está tan angustiado, ¿por qué no ingresa el dinero en un banco? Allí, por ejemplo, está el banco de Welgen. Sólo tardará veinte segundos en llegar.
    –Si fuera tan sencillo... –suspiró Akadie–. He recibido instrucciones de tener el dinero disponible para entregarlo al mensajero de Bandolio.
    –¿Cuándo vendrá?
    Akadie alzó los ojos hacia las fulgerias.
    –¿Cinco minutos, cinco días, cinco semanas? Ojalá lo supiera.
    –Todo parece un poco irracional. Sin embargo, los astromenteros utilizan los sistemas de trabajo que más les convienen. Piense que dentro de un año el episodio le proporcionará más de una anécdota divertida.
    –Sólo puedo pensar en el momento presente –gruñó Akadie–. Este maletín apoyado en mi regazo me quema como un yunque al rojo vivo.
    –¿A quién teme exactamente?
    A pesar de sus temores, Akadie no podía resistirse a un análisis didáctico.
    –Hay tres grupos que anhelan fervientemente el dinero: los fanschers, para comprar tierras, herramientas, información y energía; los nobles, para renovar sus menguadas fortunas, y los trevanyis, de por sí avariciosos. Hace sólo unos segundos descubrí a dos trevanyis que caminaban con sigilo detrás de mí.
    –Tal vez sea significativo, o tal vez no.
    –Es mejor quitarle importancia. –Akadie se levantó–. ¿Vuelves a Rabendary? ¿Por qué no me acompañas?
    Caminaron hacia el muelle, subieron a la lancha motora blanca de Akadie y se dirigieron hacia el este por el ancho de Inner. Pasaron entre las islas Lace, recorrieron el ancho de Ripil, dejaron atrás Saurkash, se internaron en el angosto estrecho de Athenry y desembocaron en el ancho de Fleharish, donde observaron una embarcación de mástiles inclinados negra y púrpura que iba de un lado a otro a gran velocidad.
    –Hablando de trevanyis –dijo Glinnes–, fíjese en quién se divierte con Lora Gensifer.
    –Ya me he dado cuenta.
    Akadie guardó pensativamente el maletín negro bajo el asiento de popa.
    Lora Gensifer impulsó a su nave en un deportivo caracoleo, proyectando al aire una larga nube de espuma, y después se lanzó adelante con un siseo para alcanzar a Akadie y Glinnes. Akadie, murmurando una increpación, detuvo su barca. Lora Gensifer se colocó a su lado. Duissane, ataviada con un atractivo vestido azul pálido, miró de soslayo con una expresión de aburrimiento malhumorado, pero se abstuvo de cualquier otro saludo. Lora Gensifer exhibía un excelente estado de ánimo.
    –¿A donde os dirigís en esta tarde maravillosa con tanto sigilo? Apostaría que a robar en la reserva de patos de Lora Milfred. –Lora Gensifer hacía alusión burlesca a un antiguo chiste de la región–. Vaya par de bribones.
    –Temo que nos embargan preocupaciones más importantes, haga buen día o no –replicó Akadie con su voz más educada.
    Lora Gensifer hizo un gesto desenvuelto para indicar que su pequeña broma había concluido.
    –¿Cómo va su recolecta?.
    –Recogí las últimas cantidades esta mañana.
    Akadie respondió con rigidez. Estaba claro que no deseaba seguir hablando del asunto, pero Lora Gensifer, falto de tacto, prosiguió.
    –Entrégueme uno o dos millones de esos ozols. Bandolio apenas notaría la diferencia.
    –Me gustaría mucho entregarle los treinta millones –expreso Akadie–, y usted se encargaría de rendirle cuentas a Sasmondo Bandolio.
    –Gracias –contestó Lora Gensifer–, pero declino la oferta. –Examinó la embarcación de Akadie–. De modo que lleva el dinero encima, ¿eh? Ahí, en la sentina, como si tal cosa. ¿No se ha dado cuenta de que las barcas se hunden a veces? ¿Qué le diría en ese caso a Sagmondo Bandolio?
    La voz de Akadie, tensa de desagrado, se quebró.
    –Una contingencia muy remota.
    –Sin duda, pero estamos aburriendo a Duissane, a quien desagradan estos asuntos. Se niega a visitarme en mi mansión... ¡Piénselo! La he tentado con lujos y elegancia... Se resiste a todo. Trevanyi de pies a cabeza. ¡Salvaje como un pájaro! ¿Estás seguro de que no puede desprenderse de un millón de ozols? ¿Qué me dice de medio millón? ¿Y de unos míseros cien mil?
    Akadie sonrió con infinita paciencia y meneó la cabeza. Lora Gensifer tiró de la válvula de estrangulación con un movimiento de la mano; la embarcación púrpura y plateada saltó hacia adelante, describió un brioso arco y se dirigió al norte, hacia los Comunes de la Prefectura, cuyo espolón determinaba el límite del ancho de Fleharish.
    Akadie y Glinnes procedieron con más calma. Al llegar a la isla Rabendary. Akadie optó por bajar a tierra y tomar una taza de té, pero se quedó sentado en el borde de su silla, oteando primero el canal de Ilfish, después el ancho de Ambal, y luego la fila de pomanderos que ocultaban el estrecho de Farwan. Las hojas altas y oscilantes de los árboles creaban una sensación de movimientos furtivos que acrecentaron el nerviosismo de Akadie.
    Glinnes sacó un frasco de vino rancio para calmar las aprensiones de Akadie, y dio tan buen resultado que la tarde dejó paso al pálido avness.
    Por fin, Akadie sintió el impulso de volver a casa.
    –Puedes acompañarme, si quieres. A decir verdad, tengo los nervios de punta.
    Glinnes accedió a seguir a Akadie en su propia barca, pero éste continuó frotándose el mentón, resistiéndose a partir.
    –Quizá sería mejor que llamaras a Marucha para comunicarle que ahora vamos. Pregúntale también si ha reparado en algún detalle extraño de cualquier tipo.
    –Como quiera.
    Glinnes fue a hacer la llamada. Marucha se sintió aliviada al saber que Akadie volvía a casa. ¿Detalles extraños? Ninguno en especial. Tal vez algunas barcas de más en la vecindad o la misma que no cesaba de pasar arriba y abajo. Apenas se había fijado.
    Glinnes encontró a Akadie al final del muelle, contemplando el estrecho de Farwan con el ceño fruncido. Subió a su lancha blanca y Glinnes le siguió muy de cerca hasta el ancho de Clinkhammer, transparente, sereno y desierto a la luz gris malva del avness. Glinnes vio que Akadie llegaba al muelle sano y salvo; después, dio media vuelta y volvió a Rabendary.
    Apenas había puesto el pie en casa cuando el teléfono sonó. El rostro de Akadie apareció en la pantalla con una expresión de lúgubre triunfo.
    –Ha sucedido exactamente como había esperado –dijo Akadie–. Estaban allí, aguardándome tras el cobertizo de la lancha... Eran cuatro, trevanyis sin duda alguna, a pesar de que se cubrían con máscaras.
    –¿Qué ha ocurrido? –preguntó Glinnes.
    Sospechaba que Akadie manipulaba el relato para conseguir un mayor efecto dramático.
    –Justo lo que yo esperaba, eso es lo que ha ocurrido –rugió Akadie–. Me dominaron y se llevaron el maletín; después, huyeron en sus barcas.
    –Ya. Treinta millones de ozols tirados al agua.
    –¡Ja, ja! Nada de eso. Sólo un maletín cerrado con llave, lleno de hierba y tierra. Cuando los Drosset fuercen la cerradura, se quedarán algo decepcionados. Digo los Drosset deliberadamente, porque reconocí la postura peculiar del hijo mayor, y los ademanes de Vang Drosset también son muy característicos.
    –¿Ha dicho... cuatro?
    Akadie esbozó una sombría sonrisa.
    –Uno de los asaltantes era de complexión débil. Esta persona se mantuvo apartada, vigilando.
    –Vaya. ¿Dónde está el dinero?
    –Te he llamado por eso. Lo dejé en la caja de cebos de tu muelle, y mi previsión estuvo ampliamente justificada. Quiero que hagas lo siguiente: sal al muelle y asegúrate de que nadie te vigila. Saca el paquete envuelto en papel de plata de la caja y ocúltalo en casa. Mañana te llamaré.
    Glinnes contempló la imagen de Akadie con el ceño fruncido.
    –De modo que ahora estoy a cargo de su odioso dinero. Tengo tantas ganas de que me rebanen el cuello como usted. Me temo que deberé cobrarle unos honorarios profesionales.
    Akadie se desentendió al instante de sus preocupaciones.
    –¡Qué absurdo! No corres riesgos. Nadie sabe dónde está el dinero...
    –Alguien podría tener una intuición de treinta millones de ozols.
    No olvide que alguien nos vio juntos hace unas horas.
    Akadie respondió con una carcajada algo temblorosa.
    –Tu nerviosismo es excesivo. De todas formas, si te sientes más seguro, apostate con tu pistola en un lugar desde el que puedas vigilar a posibles intrusos. De hecho, me parece lo más razonable. La vigilancia nos tranquilizará a ambos.
    Glinnes balbuceó de indignación. Antes de que pudiera responder, Akadie hizo un gesto tranquilizador y apagó la pantalla.
    Glinnes se puso en pie de un salto y paseó arriba y abajo de la habitación. Después, cogió la pistola, como Akadie había sugerido, y salió al muelle. Las vías fluviales estaban desiertas. Paseó en círculo alrededor de su casa, examinando con particular atención los matorrales. A juzgar por sus investigaciones, sólo él se hallaba en la isla Rabendary.
    La caja de los cebos ejercía sobre él una fascinación intolerable. Volvió al muelle y alzó la tapa. Dentro había, ciertamente..., un paquete envuelto en papel de plata. Glinnes lo sacó y, tras dudar un momento, lo entró en la casa. ¿Qué aspecto tendrían treinta millones de ozols?
    Calmar su curiosidad no tenía nada de malo. Desenvolvió el paquete y encontró un fajo de papel de periódico. Glinnes, estupefacto, no podía apartar la mirada. Se lanzó hacia el teléfono, pero enseguida se detuvo. Si Akadie se enteraba de la situación, se comportaría de una forma intolerablemente seca y burlona. Si, por otra parte, ignoraba la sustitución, las noticias le destrozarían. No costaba nada retrasarlo hasta la mañana.
    Glinnes envolvió de nuevo el paquete y lo puso en la caja de los cebos. Después, se preparó una taza de té y salió a tomarla a la terraza, donde se sentó, contemplando el agua. Era noche cerrada en los marjales; el cielo estaba tachonado de estrellas. Glinnes llegó a la conclusión de que el propio Akadie había cambiado el dinero, dejando el paquete envuelto en papel de plata como señuelo. Una broma típicamente sutil...
    Glinnes torció la cabeza al oír el gorgoteo del agua. ¿Merlings? No... Una barca se aproximaba lentamente y en silencio desde el estrecho de Ilfish. Saltó de la terraza y se refugió bajo la sombra de una sombrilla.
    El aire estaba completamente en calma. El agua parecía piedra lunar pulimentada. Glinnes forzó la vista a la luz de las estrellas y divisó al poco un esquife sin señales características que llevaba una sola persona, de aspecto frágil, a bordo. ¿Volvía Akadie en busca de sus ozols? No. El corazón de Glinnes saltó en su pecho. Estuvo a punto de salir de las sombras, pero se detuvo y retrocedió.
    La barca se deslizó hasta el muelle. La persona que iba a bordo saltó a tierra y ató la amarra a un bolardo. Se acercó en silencio bajo la luz de las estrellas y se inmovilizó frente a la terraza.
    –¡Glinnes, Glinnes!
    Hablaba entre susurros, como el canto de un pájaro nocturno.
    Glinnes siguió a la espera. Duissane se mostraba indecisa, con los hombros caídos. Luego subió a la terraza y escrutó el interior de la casa a oscuras.
    –¡Glinnes!
    Glinnes se adelantó poco a poco.
    Duissane aguardó mientras él cruzaba la terraza.
    –¿Me esperabas?
    –No, desde luego que no.
    –¿Sabes por qué he venido?
    Glinnes sacudió lentamente la cabeza.
    –Pero estoy asustado.
    Duissane rió en silencio.
    –¿Porqué?
    –Porque en cierta ocasión me entregaste a los merlings.
    –¿Tienes miedo a morir? –Duissane se acercó un paso–. ¿Por qué hay que tenerle miedo? Yo no lo tengo. Un pájaro negro de alas suaves transporta nuestros espíritus al Valle de Xian, y allí vagamos en paz.
    –La gente devorada por los merlings no deja espíritus. Por cierto, ¿dónde están tu padre y tus hermanos? ¿Se aproximan por el bosque?
    –No. Les rechinarían los dientes si supieran que estoy aquí.
    –Acompáñame a dar un paseo alrededor de la casa.
    Ella le obedeció sin protestar. Una minuciosa inspección reveló que sólo ellos dos se hallaban en la isla Rabendary.
    –Presta atención. Escucha a los graznadores de los árboles...
    –Los he oído –asintió Glinnes–. No hay nadie en el bosque.
    –¿Me crees ahora?
    –Lo único que me has dicho es que tu padre y tus hermanos no andan por aquí. Lo creo porque no puedo verles.
    –Entremos en la casa.
    Ya dentro de la casa, Glinnes encendió la luz. Duissane dejó caer su capa. Sólo llevaba sandalias y un vestido tenue. No portaba armas.
    –Hoy salí a navegar con Lora Gensifer y te vi. Decidí que esta noche vendría aquí.
    –¿Por qué? –preguntó Glinnes, no del todo sorprendido aunque no del todo seguro.
    Duissane puso las manos sobre sus hombros.
    –¿Recuerdas cómo me burlé de ti en la isleta?
    –Me acuerdo muy bien.
    –Estabas demasiado vulnerable. Deseaba tu rudeza. Quería que te rieras de mis palabras, que me estrecharas entre tus brazos. En ese instante me habría derretido.
    –Disimulaste muy bien. Si no recuerdo mal, me llamaste «despreciable, sucio y glotón». Estaba convencido de que me odiabas.
    Duissane esbozó una mueca de tristeza.
    –Nunca te he odiado nunca. Has de saber que soy solitaria y caprichosa, y lenta en amar. Mírame ahora. –Ladeó la cabeza–. ¿Crees que soy hermosa?
    –Mucho. Jamás he pensado lo contrario.
    –Entonces, abrázame y bésame.
    Glinnes volvió la cabeza y escuchó. En ningún momento había cesado el susurro de los graznadores de los árboles en el bosque de Rabendary. Miró de nuevo el rostro que estaba tan cerca del suyo. Transparentaba emociones inusitadas, que no podía definir y que, por tanto, le preocupaban. Jamás había visto una mirada semejante. Suspiró; cuesta mucho amar a alguien de quien se desconfía tanto. Cuesta tanto como no amarle. Inclinó la cabeza y besó a Duissane. Fue como si nunca hubiera besado a nadie. Olía a hierbas aromáticas, o a limón, y vagamente a humo de leña. Con el pulso latiéndole atropelladamente, supo que ya no podría volver atrás. Si ella había venido para cautivarle, había triunfado; experimentó la sensación de que nunca se cansaría de ella. ¿Y Duissane? De su cuello colgaba una pastilla en forma de corazón. Glinnes comprendió que era el llamado cauch de los amantes. Ella partió la pastilla con dedos nerviosos y le dio la mitad a Glinnes.
    –Nunca he tomado cauch –dijo la joven–. Nunca he deseado amar a nadie. Bebamos un vaso de vino.
    Glinnes llevó una botella de vino verde de la despensa y llenó un vaso. Salió a la terraza y examinó las aguas en ambas direcciones. Su plácida tranquilidad sólo se vio truncada por las ondas producidas por un merling que había emergido en algún punto.
    –¿Qué esperabas ver? –preguntó Duissane en voz baja.
    –Media docena de Drossets, echando chispas por los ojos y con cuchillos en la boca.
    –Glinnes –dijo Duissane con gravedad–, te juro que nadie sabe que estoy aquí, excepto tú y yo. ¿Ignoras la seriedad con que se toma mi pueblo la virginidad? Nos tratarían a los dos sin compasión.
    Glinnes cruzó la habitación con el vaso en la mano. Duissane abrió la boca.
    –Actúa como un amante –dijo ella.
    Glinnes puso el cauch en la punta de su lengua; la joven lo remojó con vino.
    –Ahora tú.
    Glinnes abrió la boca. Duissane puso la mitad de la pastilla de los amantes sobre su lengua. Puede que sea cauch, pensó Glinnes, o puede que lo haya sustituido por un soporífero o un veneno. Sostuvo la pastilla frente a sus dientes, cogió el vaso, bebió vino y se apresuró a escupir la pastilla dentro del vaso. Dejó el vaso sobre el aparador y se volvió de cara a Duissane. Ella se había quitado el vestido: se erguía desnuda y graciosa frente a él; Glinnes jamás había contemplado una visión tan deliciosa. Se convenció por fin de que los Drosset no se aproximaban sigilosamente en la oscuridad. Se acercó a Duissane y la besó. La joven soltó los cierres de la camisa. Glinnes se despojó de sus ropas y la llevó en brazos a la cama, pero antes de que pudiera proseguir Duissane se arrodilló y apoyó la cabeza de Glinnes sobre su pecho. Glinnes oyó los latidos de su corazón y se convenció de que sus sentimientos eran auténticos.
    –He sido cruel –susurró ella–, pero ya ha pasado. A partir de este momento viviré sólo para enaltecerte, para hacerte el más feliz de los hombres, y nunca te arrepentirás.
    –¿Quieres vivir conmigo aquí, en Rabendary? –preguntó Glinnes, cauteloso y desconcertado al mismo tiempo.
    –Mi padre me mataría antes –suspiró Duissane–. No puedes imaginar su odio... Debemos huir a un planeta lejano y vivir en él como aristócratas. Quizá compremos un yate espacial y vaguemos entre las estrellas de colores.
    –Todo eso está muy bien –rió Glinnes–, pero requiere dinero.
    –No hay problema: emplearemos los treinta millones de ozols.
    Glinnes agitó la cabeza con aire sombrío.
    –Estoy seguro de que Akadie se opondría.
    –¿Cómo puede negárnoslos Akadie? Mi padre y mis hermanos le robaron esta noche. El maletín contenía basura. Hoy guardaba el dinero en su barca, y sólo ha estado aquí. Dejó el dinero aquí, ¿verdad?
    Duissane escrutó el rostro de Glinnes.
    –Akadie dejó un paquete en mi caja de cebos –sonrió Glinnes–, para ser exactos.
    Sin esperar más, la tendió en la cama.
    Yacieron abrazados, y Duissane, con la cara extasiada. levantó la vista hacia Glinnes.
    –¿Me sacarás de Trullion y me llevarás muy lejos de aquí? Quiero vivir en la abundancia.
    Glinnes la besó en la nariz.
    –Ssss –susurró–. Sé feliz con lo que poseemos ahora y aquí...
    –Dime que harás lo que te pido.
    –Es imposible. Lo único que puedo darte es mi persona y Rabendary.
    La voz de Duissane adquirió un tono de ansiedad.
    –¿Y el paquete de la caja de cebos?
    –Basura también. Akadie nos ha engañado a todos, o alguien le dio el cambiazo antes de salir de Welgen.
    –¿Quieres decir que aquí no hay dinero? –preguntó Duissane con rigidez.
    –Que yo sepa, ni un ozol.
    Duissane gimió, y el sonido creció en su garganta hasta convertirse en un aullido de dolor por su virginidad perdida. Se liberó del abrazo y atravesó corriendo la habitación tenuemente iluminada hasta salir al muelle. Abrió la caja de cebos, sacó el paquete y lo desenvolvió a tirones. Al ver el fajo de papeles sin valor emitió un grito de agonía. Glinnes la contemplaba desde el umbral de la puerta, triste, mohíno y sombrío, pero de ningún modo perplejo. Duissane le había amado tan bien como pudo. Indiferente a su desnudez, corrió ciegamente por el muelle y saltó a su barca, pero perdió pie y cayó al agua con un chillido. Se oyó un chapoteo y su voz se transformó en un gorgoteo.
    Glinnes corrió por el muelle y saltó a la barca de Duissane. Su forma pálida se debatía a unos dos metros de distancia. Divisó a la luz de las estrellas su rostro aterrorizado... No sabía nadar. A tres metros detrás de ella apareció el aceitoso cráneo negro de la cabeza de un merling; sus ojos circulares emitían un brillo plateado. Glinnes lanzó un ronco grito de desesperación y fue en busca de Duissane. El merling se aproximó nadando y la agarró por el tobillo. Glinnes se abalanzó sobre su cabeza e intentó darle un puñetazo entre los ojos; sólo consiguió hacerse daño en los nudillos y tal vez sorprender al merling. Duissane se aferró a Glinnes con el frenesí de quien está a punto de ahogarse, y rodeó su cuello con las piernas. Glinnes tragó agua. Se liberó de la presa y, tras ganar la superficie, tiró de la chica hacia la barca. Un palpo de merling se apoderó de su tobillo, como en las pesadillas que atormentaban todas las mentes de Trullion: ser arrastrado vivo bajo las aguas a la mesa de los merlings. Glinnes pataleó como un maníaco; su tacón se hundió en las fauces del merling. Se retorció hasta quedar libre. Duissane, lloriqueando, se cogió a los pilotes del muelle. Glinnes nadó con dificultades hacia la escalerilla. Trepó a la barca y pasó a la joven por encima de la borda. Yacieron sin fuerzas, jadeando como peces atrapados.
    Algo, un merling decepcionado, golpeó el fondo de la barca. Acosado por el hambre, tal vez intentara volcar la embarcación. Glinnes subió al muelle tambaleándose, izó a Duissane y la guió por el sendero iluminado por la luz de las estrellas hasta la casa.
    Duissane se quedó de pie en el centro de la habitación, silenciosa y desdichada, mientras Glinnes llenaba dos vasos con ron de Olanche.
    Duissane bebió con apatía, sumida en sus lúgubres pensamientos. Glinnes la secó con una toalla después de hacer él lo mismo, y la acomodó en la cama, donde la joven se puso a llorar. Él la acarició y le besó las mejillas y la frente. Poco a poco, la joven entró en calor y se tranquilizó. El cauch hacía efecto en sus venas. Pensar en las quietas aguas oscuras estremecía su mente. Recuperó la capacidad de respuesta y se abrazaron otra vez.
    Duissane se levantó de la cama a primera hora de la mañana. La joven, sin pronunciar palabra, se vistió y se calzó. Glinnes la observaba, desapasionado y letárgico, como si la viera a través de un telescopio. Se incorporó cuando ella se ciñó la capa sobre los hombros.
    –¿A donde vas?
    Duissane le dirigió una brevísima mirada de soslayo; su expresión silenció las palabras de Glinnes. Éste se levantó de la cama y anudó un paray alrededor de su cintura. Duissane ya estaba al otro lado de la puerta. Glinnes la siguió por el sendero hasta el muelle, pensando en decirle algo que no sonara hueco o petulante.
    Duissane subió a su barca. Le dedicó una sonrisa inexpresiva y después partió. Glinnes se quedó mirándola, confuso y absorto en sus pensamientos. ¿Por qué actuaba ella así? Había venido a él; Glinnes no le había pedido nada, no le había ofrecido nada... Comprendió su error. Era necesario, se dijo, ver la situación desde el punto de vista trevanyi. El había ofendido su extravagante orgullo trevanyi. Había aceptado de ella algo de inconmensurable valor; no le había dado nada a cambio, sin contar con lo que ella esperaba recibir. Él era duro, superficial, insensible; le había puesto en ridículo.
    Existían implicaciones más profundas y oscuras, derivadas de la visión del mundo trevanyi. No sólo era Glinnes Hulden ni un trill lascivo; representaba el Hado oscuro, el Alma Cósmica hostil contra la cual los trevanyis se consideraban heroicamente opuestos. Para los trills, la vida discurría con negligente placidez... Lo que no llegaba hoy, llegaría mañana; el período intermedio carecía de importancia. La vida era en sí misma un placer. Para los trevanyis, cada acontecimiento era un portento que debía ser examinado en todos sus aspectos, a fin de sopesar las consecuencias y resultados. Moldeaban su universo pieza por pieza. Cualquier beneficio o golpe de suerte era una victoria personal que merecía celebrarse y disfrutar al máximo; cualquier calamidad o revés, por leve que fuera, constituía una derrota o un insulto para uno mismo. Duissane, por lo tanto, había sufrido una catástrofe psicológica por obra de Glinnes, pese a que, desde el punto de vista trill, él se había limitado a aceptar lo que le ofrecían libremente.
    Apesadumbrado. Glinnes volvió a casa. Su mirada se detuvo en la caja de los cebos. Una curiosa idea se insinuó en su mente. Levantó la tapa y miró en el interior. Allí seguía el paquete de papeles sin valor, que sacó. Exploró con los dedos la capa inferior de paja y serrín y encontró un objeto que resultó ser otro paquete envuelto en una película transparente. Glinnes vio billetes rosas y blancos del Banco de Welgen. Akadie había utilizado un truco astuto para ocultar el dinero. Glinnes meditó un momento; después, cogió el paquete envuelto en papel de plata para envolver el dinero, que volvió a colocar en la caja de los cebos. Apenas había terminado oyó el ruido de una barca que se aproximaba.
    La embarcación blanca de Akadie se acercaba por el estrecho de Farwan con dos pasajeros; Akadie y Glay. La barca se adosó al muelle;
    Glinnes cogió la amarra y pasó el lazo por el bolardo.
    Akadie y Glay saltaron al muelle.
    –Buenos días –dijo Akadie con discreto regocijo. Examinó a Glinnes con ojo clínico–. Estás pálido.
    –No he dormido mucho, preocupado por su dinero.
    –Confío en que esté a salvo –dijo Akadie risueño.
    –Duissane Drosset le echó una ojeada –respondió Glinnes, aparentando ingenuidad–. Sea por lo que fuere, lo dejó en su sitio.
    –¡Duissane! ¿Cómo supo que estaba ahí?
    –Preguntó dónde estaba: le dije que usted había dejado un paquete en la caja de los cebos. Afirmó que sólo contenía papeles sin valor.
    –Mi pequeña broma –rió Akadie–. Creo que oculté el dinero con cierta habilidad.
    Akadie fue hacia la caja de los cebos, desenvolvió el paquete, que dejó caer sobre el muelle, y rebuscó en la capa de desperdicios. Su rostro se petrificó.
    –¡El dinero ha desaparecido!
    –¡Quién lo iba a decir! –exclamó Glinnes–. Es difícil creer que Duissane Drosset sea una ladrona.
    Akadie apenas le escuchaba. Su voz se convirtió en un grito estrangulado por el miedo.
    –Dime, ¿dónde está el dinero? Bandolio no me tratará con amabilidad; enviará a sus hombres para que me conviertan en picadillo... ¿Dónde, oh, dónde? ¿Duissane robó el dinero?
    Glinnes no pudo atormentar más a Akadie. Empujó un poco el paquete envuelto en papel de plata con la punta del pie.
    –¿Qué es esto?
    Akadie se precipitó sobre el paquete y lo abrió. Miró a Glinnes con exasperación y gratitud.
    –Es una monstruosidad burlarse de un hombre preso de ansiedad.
    –¿Qué va a hacer ahora con el dinero? –sonrió Glinnes.
    –Lo de antes, esperar instrucciones.
    Glinnes miró a Glay.
    –¿Qué me cuentas? Supongo que sigues siendo un fanscher.
    –Naturalmente.
    –¿Cómo va tu cuartel general?, o instituto central..., como quieras llamarlo.
    –Hemos reclamado un pedazo de terreno libre no lejos de aquí, en el extremo del valle Karbashe.
    –¿En el extremo del Karbashe? ¿No es el Valle de Xian?
    –El Valle de Xian se halla muy cerca.
    –Una extraña elección –comentó Glinnes.
    –¿Por qué extraña? –replicó Glay–. La tierra está libre y desocupada.
    –Exceptuando el pájaro de la muerte de los trevanyis e incontables almas trevanyis.
    –No nos entrometeremos en sus terrenos, y dudo que ellos se entrometan en los nuestros. Digamos que haremos uso de la tierra en condominio.
    –Ya que vuestra tierra os va a costar tan barata, ¿qué pasa con mis doce mil ozols?
    –Olvídate de los doce mil ozols. Ya hemos discutido bastante el asunto.
    Akadie ya había subido a su embarcación.
    –Vamos, pues; volvamos a Rorquin antes de que los ladrones infesten el río.


    17

    Glinnes siguió con la mirada la lancha blanca hasta que desapareció. Examinó el cielo. Espesas nubes colgaban sobre las montañas y ocultaban el sol. Parecía que las aguas del ancho de Ambal bajaban caudalosas y apáticas. La isla Ambal era un dibujo a carboncillo sobre un fondo gris malva. Glinnes subió a la terraza y se acomodó en una de las viejas sillas de cuerda. Los acontecimientos de la pasada noche, tan ricos y dramáticos, parecían ahora simples productos de su imaginación. A Glinnes no le agradó rememorarlos. Los motivos de Duissane, por ingenuos que fueran, no habían sido del todo falsos. Podría haberse burlado de ella y haberla enviado de vuelta a casa enfadada, pero no avergonzada. ¡Qué diferente parecía todo a la luz cenicienta del día! Se puso en pie de un brinco, disgustado por el incómodo hilo de sus pensamientos. Tenía que trabajar. Había mucho por hacer. Podía recoger manzanas almizcleñas. Podía ir al bosque y reunir lepidios para secar. Podía remover con una pala el terreno destinado a jardín. Podía reparar la cerca, que estaba a punto de caerse. La perspectiva de tantos esfuerzos le hizo amodorrarse; se dirigió a la cama y se quedó dormido.
    A mediodía se despertó al oír el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. Glinnes se tapó con una capa y siguió meditando. Algo en el fondo de su mente, un asunto que reclamaba su atención, le despertaba una oscura urgencia. ¿La práctica del hussade? ¿Lute Casagave? ¿Akadie? ¿Glay? ¿Duissane? ¿Qué le pasaría a Duissane? Había venido, se había ido, y nunca más llevaría una flor amarilla en el pelo. Tal vez lo hiciera para ocultar la verdad a Vang Drosset. Por otra parte, podía arriesgarse a desatar su ira y contárselo todo. Lo más probable es que le presentara una versión alterada de sus correrías nocturnas. Esta posibilidad, ya reconocida en su subconsciente, originó en Glinnes una gran inquietud. Se levantó y caminó hacia la puerta. Una llovizna plateada ocultaba casi toda la extensión del ancho de Ambal, pero, hasta donde alcanzaba la vista de Glinnes, no se divisaba ningún barco. Los trevanyis, nómadas por naturaleza, consideraban la lluvia un mal presagio; un trevanyi no se expondría a la lluvia ni para infligir una venganza.
    Glinnes rebuscó en la despensa y encontró un plato de gusano de cenagal hervido frío, que comió sin apetito. Después, la lluvia cesó bruscamente; el sol inundó el ancho de Ambal. Glinnes salió a la terraza. El mundo se veía limpio y húmedo, vivos los colores, el agua reluciente y el cielo puro. Glinnes se sintió reanimado.
    Había trabajo por hacer. Se arrellanó en la silla de cuerda para reflexionar sobre el asunto. Una barca procedente del estrecho de Ilfish se internó en el ancho de Ambal. Glinnes se levantó de un salto, tenso y cauteloso, pero se trataba de una de las embarcaciones que Marrad alquilaba. El ocupante, un joven vestido con un uniforme semioficial, se había perdido. Desvió el rumbo hacia el muelle de Rabendary y se irguió sobre el asiento.
    –¡Hola! –gritó a Glinnes–. Creo que me he perdido. Voy al ancho de Clinkhammer, cerca de la isla Sarpassante.
    –Se encuentra bastante más al sur. ¿A quién busca?
    El joven consultó un papel.
    –A un tal Janno Akadie.
    –Suba por el estrecho de Farwan hacía el Saur, tome el segundo canal a la izquierda y continúe todo recto hasta el ancho de Clinkhammer. La mansión de Akadie se yergue sobre un saliente.
    –Muy bien. Veo mentalmente la ruta a seguir. ¿No es usted Glinnes Hulden, el tanchinaro?
    –En efecto, soy Glinnes Hulden.
    –Le vi jugar contra los Elementos. Creo recordar que fue un partido sin color.
    –Es un equipo joven y temerario, pero básicamente sólido.
    –Sí, yo opino lo mismo. Bien... Buena suerte para los Tanchinaros, y gracias por su ayuda.
    La barca se encaminó estrecho de Farwan arriba, dejó atrás los pomanderos plateados y bermejos y se perdió de vista. Glinnes se quedó pensando en los Tanchinaros. No se habían entrenado desde el partido contra los Kanchedos. Carecían de dinero, carecían de sheirl... Los pensamientos de Glinnes se desviaron hacia Duissane, que nunca más podría ser sheirl, y después hacia Vang Drosset, que tal vez estuviera al corriente de los acontecimientos ocurridos la noche anterior. Glinnes escrutó el ancho de Ambal. No se veía ninguna embarcación. Fue al teléfono y llamó a Akadie.
    La pantalla se iluminó. El rostro de Akadie transparentaba una irritación desacostumbrada, y respondió en tono malhumorado.
    –Lo único que oigo es gong, gong. gong. El teléfono constituye una ventaja dudosa. Estoy esperando a un visitante distinguido y no quiero que me molesten.
    –¡Vaya! –exclamó Glinnes–. ¿Se trata de un joven de uniforme azul pálido y gorra de mensajero?
    –¡Por supuesto que no! –declaró Akadie. Su voz adquirió una brusca cautela–. ¿Por qué lo preguntas?
    –Hace unos minutos, un hombre de esas características me preguntó el camino de su casa.
    –Le estoy esperando. ¿Eso es todo lo que querías?
    –Pensaba venir más tarde y pedirle prestados veinte mil ozols.
    –¡Puf! ¿De dónde voy a sacar veinte mil ozols?
    –Conozco un sitio.
    Akadie soltó una amarga risotada.
    –Se lo tendrás que pedir a alguien más proclive al suicidio que yo.
    La pantalla se apagó.
    Glinnes reflexionó un momento, pero no pudo encontrar más excusas para seguir perdiendo el tiempo. Sacó unas cajas al huerto y empezó a recoger manzanas, trabajando con la energía irritada de un trill inmerso en una actividad que considera una perversidad apenas necesaria. Oyó dos veces el gong de su teléfono, pero no hizo caso, debido a lo cual no se enteró de un fatídico acontecimiento que había sucedido horas antes. Recogió doce cajas de manzanas, las cargó en una carretilla que transportó hasta un cobertizo y regresó al huerto para recoger más y terminar el trabajo.
    La tarde fue cayendo; la luz pálida del avness dio paso a los tonos bronce de cañón, rosa marchita y berenjena del anochecer. Glinnes continuó trabajando con tozudez. Un viento fresco sopló desde las montañas y traspasó su camisa. ¿Llovería más? No. Las estrellas ya habían salido... Esa noche no llovería. Cargó las últimas manzanas en la carretilla y se dirigió al cobertizo que hacía las veces de almacén. Glinnes se detuvo. La puerta del cobertizo estaba entreabierta. Sólo entreabierta. Muy extraño, teniendo en cuenta que la había dejado abierta del todo a propósito. Glinnes dejó la carretilla en el suelo y volvió al huerto para pensar. No estaba muy sorprendido; de hecho, había tomado la precaución inusual de guardar su pistola en el bolsillo. Observó el cobertizo por el rabillo del ojo. Habría una persona dentro, otra detrás, y una tercera agazapada en la esquina de la casa, si sus sospechas eran ciertas. En el huerto se hallaba fuera del alcance de un cuchillo, y de todas formas no querrían matarle al aire libre. Primero se intercambiarían algunas palabras, después vendrían los cortes, las luxaciones y las quemaduras, para asegurarse de que no obtendría ningún provecho de su ofensa. Glinnes se humedeció los labios. Sintió su estómago hueco y convulso... ¿Qué hacer? No podía seguir mucho más tiempo bajo la luz del crepúsculo, fingiendo que admiraba sus manzanos.
    Rodeó sin apresurarse un lado de la casa. Cogió una estaca, retrocedió corriendo y aguardó en la esquina. Se oyó el ruido de pasos que corrían y el murmullo de veloces palabras. Una forma oscura se acercó a la esquina. Glinnes blandió la estaca. El hombre levantó el brazo y recibió el golpe en la muñeca, lanzando un aullido de dolor. Glinnes alzó la estaca otra vez; el hombre inmovilizó la estaca bajo su brazo. Glinnes tiró con fuerza. Ambos giraron y remolinearon juntos. Entonces, otro hombre cayó sobre él, un hombre corpulento que olía a sudor y rugía de rabia: Vang Drosset. Glinnes retrocedió de un salto y disparó su pistola. Erró a Vang Drosset, pero alcanzó a Harving. el primer hombre, que gimió y se alejó tambaleándose. Una tercera forma oscura surgió de ninguna parte y agarró a Glinnes. Ambos forcejearon mientras Vang Drosset se aproximaba de un salto sin cesar de rugir guturalmente. Glinnes disparó la pistola, sin poder apuntar, y dio en el suelo, a los pies de Vang Drosset; éste saltó hacia atrás con torpeza. Glinnes pataleó, golpeó y se libró de la presa de Ashmor, pero no antes de que Vang Drosset le asestara un puñetazo en la cabeza y le aturdiera. En respuesta. Glinnes consiguió dar una patada en la ingle a Ashmor, a quien envió tambaleando contra la pared de la casa. Harving, desde el suelo, ejecutó un movimiento convulso. Un destello metálico se clavó en el hombro de Glinnes, que hizo fuego. Harving se desplomó y quedó inmóvil.
    –Comida para los merlings –jadeó Glinnes–. ¿Quién es el siguiente? ¿Tú, Vang Drosset? ¿Tú? No os mováis ni un ápice, u os haré un agujero en las tripas.
    Vang Drosset permaneció inmóvil. Ashmor se apoyó en la pared de la casa.
    –Caminad delante de mí –ordenó Glinnes–. Id hacia el muelle. –Como Vang Drosset vacilara, Glinnes cogió la estaca y la descargó sobre su cabeza–. Ya os enseñaré yo a venir a matarme, mis bravucones trevanyis. Os arrepentiréis de esta noche, os lo aseguro... ¡Moveos! Al muelle. Id delante, e intentad huir si os atrevéis. Es posible que no os atrapara en la oscuridad. –Glinnes esgrimió la estaca–. ¡Moveos!
    Los dos Drosset se tambalearon hacia el muelle, abrumados por el fracaso de su expedición. Glinnes les golpeó hasta que cayeron al suelo, y les siguió golpeando hasta que parecieron inconscientes. Entonces, les ató con trozos sueltos de cuerdas.
    –Así os veis, mis queridos chapuceros. Bien, ¿quién de vosotros asesinó a mi hermano Shira? Ah, ¿no os apetece hablar? Bueno, no voy a golpearos más, a pesar de que recuerdo perfectamente otra ocasión en la que me abandonasteis a merced de los merlings. Os voy a explicar una cosa... Vang, ¿me escuchas? Habla, Vang Drosset, contéstame.
    –Te oigo muy bien.
    –Escucha, pues. ¿Asesinaste a mi hermano Shira?
    –Y si lo hice, ¿qué? Estaba en mi derecho. Le dio cauch a mi muchacha; tenía derecho a matarle, como tengo derecho a matarte a ti.
    –De modo que Shira le dio cauch a tu hija.
    –Lo hizo, el varmoso28 y cornudo trill.
    –Y ahora, ¿qué te ocurre?
    Vang Drosset guardó silencio durante un minuto, pero después estalló.
    –Puedes matarme o cortarme en pedazos, pero eso es lo único que conseguirás.
    –Este es mi trato –dijo Glinnes–. Escribe una nota diciendo que asesinaste a Shira...
    –Soy analfabeto. No escribiré nada.
    –En ese caso, declararás ante testigos que asesinaste a Shira...
    –¿Para acabar en el prutanshyr? ¡Ja!
    –Declara tus motivos; en este momento, me da igual. Sostén que te golpeó con un garrote, molestó a tu hija o calificó a tu esposa de vieja corneja varmusa... Me da igual. Da fe de tu testimonio y te dejaré en libertad, y tú jurarás por el alma de tu padre que me dejarás en paz. De lo contrario, te arrojaré a ti y al criminal de Ashmor al fango y os abandonaré a los merlings.
    Vang Drosset gimió e intentó zafarse de sus ligaduras.
    –¡Jura lo que quieras, pero no cuentes conmigo! –bramó su hijo–. ¡Le mataré aunque tarde toda mi vida!
    –Contén tu lengua –croó Vang Drosset–. Nos ha vencido; hemos de salvar nuestras vidas. Una vez más... ¿Qué quieres? –preguntó a Glinnes.
    Glinnes explicó de nuevo sus condiciones.
    –¿No prefieres una acusación legal? Ya te he dicho que el gran cornudo la llenó de cauch y se habría revolcado con ella sobre el prado...
    –Prefiero no presentar una acusación legal.
    –¿Nos cortarás la polla o las narices? –rugió el hijo de Vang–. ¿Nos dejarás algún miembro?
    –No necesito para nada vuestras partes pudendas –replicó Glinnes–. Podéis quedároslas.
    Vang Drosset emitió un repentino gruñido de furia.
    –¿Qué me dices de mi hija, a la que mancillaste y drogaste con cauch, y despojaste de su virtud? ¿Pagarás la pérdida? Todo lo contrario, has matado a mi hijo y has proferido amenazas contra mí.
    –Tu hija vino aquí por voluntad propia. Yo no le pedí nada. Ella trajo el cauch. Me sedujo.
    Vang Drosset, furioso, hizo rechinar sus dientes. Su hijo gritó una serie de amenazas obscenas. Vang Drosset, agotado por fin, le ordenó que guardara silencio.
    –Estoy de acuerdo con el trato –dijo a Glinnes.
    Glinnes liberó a su hijo.
    –Recoge el cadáver y lárgate.
    –Obedece –dijo Vang Drosset.
    Glinnes acercó su barca al muelle y arrojó a Vang Drosset a la sentina; después, volvió a la casa y llamó a Akadie, pero no pudo hablar con él: Akadie había descolgado el teléfono. Glinnes regresó a su barca y subió por el estrecho de Farwan a toda velocidad, arrojando chorros de espuma pálida a cada lado.
    –¿A donde me llevas? –gruñó Vang Drosset.
    –A ver a Akadie el tutor.
    Vang Drosset gruñó de nuevo, sin hacer comentarios.
    La barca avanzó en dirección al muelle situado bajo la excéntrica mansión de Akadie. Glinnes cortó las ataduras que inmovilizaban las piernas de Vang Drosset y le izó hasta el muelle. Tropezando y dando tumbos, subieron por el sendero. Brotaron luces de las torres, que incidieron en el rostro de Glinnes. La voz aguda de Akadie surgió de unos altavoces.
    –¿Quién va? Haga el favor de anunciarse.
    –¡Glinnes Hulden y Vang Drosset suben por el sendero! –chilló Glinnes.
    –Un improbable par de camaradas –se mofó la voz–. Me parece haber dicho antes que esta mañana estaría ocupado.
    –¡Solicito sus servicios profesionales!
    –Entonces, adelante.
    Cuando llegaron a casa la puerta estaba entreabierta y un chorro de luz se filtraba por la rendija. Glinnes empujó a Vang Drosset hasta hacerle entrar en la mansión.
    Akadie hizo acto de presencia.
    –¿De qué asunto se trata?
    –Vang Drosset ha decidido aclarar la muerte de Shira –dijo Glinnes.
    –Muy bien –aprobó Akadie–. Tengo un invitado, y confío en que serás breve.
    –El caso es importante –afirmó Glinnes con rudeza–. Debe ser conducido correctamente.
    Akadie se limitó a hacer un gesto en dirección al estudio. Glinnes soltó los brazos de Vang Drosset y le empujó hacia adelante.
    El estudio estaba tranquilo y tenuemente iluminado. En el hogar ardía un fuego naranja rosáceo. Un hombre se levantó de una butaca situada junto a la chimenea y ejecutó una educada inclinación de cabeza. Glinnes, atento a Vang Drosset, le dedicó una mirada rápida y observó que era de estatura mediana, vestía ropas discretas y su rostro carecía de rasgos notables o característicos.
    Akadie, recordando tal vez los acontecimientos del día anterior, recobró algo de su afabilidad y se dirigió a su huésped.
    –Permítame que le presente a Glinnes Hulden, mi querido vecino, y también a –Akadie hizo un gesto cortés– Vang Drosset, miembro de esa peregrina raza, los trevanyis. Glinnes y Vang Drosset, tengo el placer de presentaros a un hombre de amplias miras intelectuales y considerable erudición, que se halla interesado en nuestro pequeño rincón del cúmulo. Se llama Ryl Shermatz. A juzgar por su medallón de jade, creo que su planeta natal es Balmath. ¿Estoy en lo cierto?
    –Hasta cierto punto –dijo Shermatz–. La verdad es que estoy muy familiarizado con Balmath. Por otra parte, me halaga demasiado. No soy más que un periodista errante. No se preocupe por mí y dedíquese a sus asuntos. Si quieren hablar en privado, me retiraré.
    –No hay motivos para que lo haga –dijo Glinnes–. Vuelva a sentarse, por favor. –Se giró hacia Akadie–. Vang Drosset desea realizar una declaración jurada ante usted, un testigo legalmente acreditado, que tendrá como resultado clarificar el título de Rabendary y de la isla Ambal. –Hizo un gesto con la cabeza a Vang Drosset–. Procede, si así lo deseas.
    Vang Drosset se humedeció los labios.
    –Shira Hulden, un ser miserable, atacó a mi hija. Le ofreció cauch e intentó violarla. Me presenté de improviso y le maté accidentalmente, defendiendo lo que es mío. Está muerto, y eso es todo.
    Las últimas palabras se convirtieron en un gruñido dirigido a Glinnes.
    –¿Constituye esta declaración una prueba válida de la muerte de Shira? –preguntó Glinnes a Akadie.
    –¿Jura por el alma de su padre que ha dicho la verdad? –preguntó Akadie a Vang Drosset.
    –Sí –rezongó Vang–. Le recuerdo que fue en defensa propia.
    –Muy bien –dijo Akadie–. La confesión ha sido hecha libremente ante un tutor y consejero público y otros testigos. La confesión posee fuerza legal.
    –Sea tan amable, por consiguiente, de telefonear a Lute Casagave y ordenarle que abandone mi propiedad.
    Akadie se acarició la barbilla.
    –¿Se propone devolverle su dinero?
    –Que se lo pida al hombre a quien se lo pagó: Glay Hulden.
    –Considero esta reunión un trabajo profesional, por supuesto, así que te cobraré unos honorarios –dijo Akadie. encogiéndose de hombros.
    –No esperaba menos.
    Akadie fue a telefonear.
    –¿Estás contento? –preguntó Vang Drosset con amargura–. Habrá una gran aflicción en mi campamento esta noche, y todo gracias a los Hulden.
    –La pena será consecuencia de tus instintos criminales –replicó Glinnes–. ¿Es necesario que entre en detalles? No olvidaré nunca que me dejaste tirado en el barro, dándome por muerto.
    Vang Drosset caminó con semblante hosco hacia la puerta, donde se giró y dio rienda suelta a su mal humor.
    –A pesar de todo, es una justa compensación por la vergüenza que descargasteis sobre nosotros, tú y los demás trills, con vuestra gula y lujuria. ¡Cornudos todos! Lo único que os importa a los trills son las tripas y el bajo vientre. En cuanto a ti, Glinnes Hulden, no te cruces en mi camino; la próxima vez no saldrás tan bien parado.
    Se dio la vuelta y salió a toda prisa de la casa.
    Akadie, que regresaba al estudio, le vio marchar y arrugó la nariz en un gesto de desagrado.
    –Será mejor que vigiles tu barca –dijo a Glinnes–. De lo contrario, se irá en ella y tendrás que volver nadando.
    Glinnes permaneció de pie en el umbral de la puerta y contempló la figura corpulenta de Vang Drosset alejarse por la carretera.
    –El peso de su aflicción es excesivo para que se detenga a pensar en la barca o en cualquier otra malicia. Llegará a su casa por el puente de Verleth. ¿Ha hablado con Lute Casagave?
    –Se niega a descolgar el teléfono. Tendrás que aplazar tu triunfo.
    –En ese caso, usted tendrá que aplazar el cobro de sus honorarios. ¿Consiguió llegar hasta aquí el mensajero?
    –Sí, desde luego. Debo decir con toda justicia que me ha descargado de un buen número de responsabilidades. Estoy muy satisfecho de haber liquidado el asunto.
    –En ese caso, tal vez pueda ofrecerme una taza de té, a menos que desee conferenciar con Ryl Shermatz en privado.
    –Tendrás tu té –dijo Akadie con displicencia–. La conversación es general. Ryl Shermatz está interesado en la fanscherada. Se pregunta cómo habrá engendrado un mundo tan generoso y agradable una secta tan austera.
    –Supongo que debemos considerar a Junius Farfan una especie de catalizador –señaló Shermatz–, o tal vez, empleando una comparación más feliz, deberíamos pensar en términos de solución sobresaturada. En apariencia es plácida y estable, pero un solo cristal microscópico produce el desequilibrio.
    –¡Una imagen impresionante! –declaró Akadie–. Permítanme que les sirva algo más estimulante que té.
    –¿Por qué no? –Shermatz estiró las piernas hacia el fuego–. Tiene una casa muy confortable.
    –Sí, es agradable. –Akadie fue a buscar una botella.
    –¿Encuentra Trullion entretenido? –preguntó Glinnes a Shermatz.
    –Mucho. Cada planeta del cúmulo proyecta un talante propio, y el viajero sensible no tarda en aprender a identificar y saborear esta característica distintiva. Trullion, por ejemplo, es tranquilo y apacible. Sus aguas reflejan las estrellas. La luz es suave; los paisajes terrestres y marinos, embelesadores.
    –Este aspecto apacible es el que sorprende a primera vista –corroboró Akadie–, pero a veces me pregunto sobre su realidad. Por ejemplo, bajo esas tranquilas aguas nadan merlings, criaturas de lo más desagradable, y esas serenas caras trills enmascaran fuerzas terribles.
    –Vamos, vamos –dijo Glinnes–, está exagerando.
    –¡De ninguna manera! ¿Has oído alguna vez al público del hussade pedir a gritos que se le ahorre la humillación a la sheirl conquistada? ¡Nunca! Debe ser desnudada al compás de la música de... ¿De qué? La emoción no tiene nombre, pero es tan intensa como la sangre.
    –Bah –dijo Glinnes–. Se juega al hussade en todas partes.
    –Después tenemos el prutanshyr –prosiguió Akadie sin hacerle caso–. Es asombroso contemplar las caras arrebatadas cuando algún desdichado criminal demuestra cuan espantoso puede llegar a ser el proceso de morir.
    –El prutanshyr puede ser útil a ciertos propósitos –dijo Shermatz–. Los efectos de esos acontecimientos son difíciles de juzgar.
    –Desde el punto de vista del reo, no –dijo Akadie–. ¿Acaso no es una forma amarga de morir ser exhibido ante una multitud fascinada, sabiendo que tus espasmos van a proporcionar una buena ración de diversión?
    –No es una circunstancia íntima o sosegada –reconoció Shermatz con una sonrisa triste–, pero la gente de Trullion parece considerar el prutanshyr una institución necesaria, y por eso persiste.
    –Es una vergüenza para Trullion y para el Cúmulo de Alastor –dijo Akadie con frialdad–. El Conáctico debería acabar con esta barbaridad.
    Shermatz se frotó el mentón.
    –Hay algo de verdad en lo que dice, pero el Conáctico vacila a la hora de entrometerse en las costumbres locales.
    –¡Una virtud de doble filo! Dependemos de él para las decisiones sabias. Le gusten o no los fanschers, al menos desprecian el prutanshyr y terminarán con esa institución. Si alguna vez alcanzan el poder, lo harán.
    –No cabe duda de que también acabarían con el hussade –indicó Glinnes.
    –De ninguna manera –dijo Akadie–. Los fanschers son indiferentes al deporte; no significa nada para ellos.
    –¡Qué tipos más severos y remilgados!
    –Aún lo parecen más comparados con sus varmosos progenitores –señaló Akadie.
    –Ciertamente –dijo Ryl Shermatz–. De todas formas, debe tenerse en cuenta que una filosofía radical suele provocar su antítesis.
    –Es lo que sucede aquí en Trullion –dijo Akadie–. Ya le he advertido que la atmósfera idílica es engañosa.
    Un chorro de luz bañó el estudio y persistió sólo un momento. Akadie soltó una imprecación y fue hacia la ventana, seguido por Glinnes.
    Vieron un gran crucero blanco que se acercaba lentamente por el ancho de Clinkhammer. El faro de celcés, que al recorrer la costa había acariciado por un breve instante la mansión de Akadie, había iluminado el estudio.
    –Me parece que es el Scopoeia, el yate de Lora Rianle –dijo Akadie en tono dubitativo–. ¿Por qué, de entre todos los lugares, se halla en el ancho de Clinkhammer?
    Una barca bajó del yate y se dirigió hacia el muelle de Akadie; al mismo tiempo, la bocina emitió tres trompetazos perentorios. Akadie murmuró para sí y salió corriendo de la casa. Ryl Shermatz vagó de un lado a otro de la habitación, inspeccionando la confusión de recuerdos, chucherías y curiosidades pertenecientes a Akadie. En una vitrina se desplegaba su colección de pequeños bustos, todos de personajes que habían moldeado la historia de Alastor: maestros, científicos, guerreros, filósofos, poetas, músicos y, en el estante inferior, un formidable conjunto de antihéroes.
    –Interesante –dijo Ryl Shermatz–. Nuestra historia ha sido rica, así como las historias precedentes.
    Glinnes señaló un busto concreto.
    –Ahí tiene al propio Akadie, que se coloca entre los inmortales.
    –Puesto que Akadie ha reunido el grupo –rió Shermatz–, debe haberse permitido el privilegio de incluir a quién le apetecía.
    Glinnes fue a la ventana con el tiempo justo de ver la barca regresando al yate. Un momento después, Akadie entró en la estancia; tenía el rostro ceniciento y el cabello colgando en lacios mechones.
    –¿Qué le pasa? –preguntó Glinnes–. Parece un fantasma.
    –Era Lora Rianle –graznó Akadie–. El padre de Lora Ezran-Rianle, que fue secuestrado. Quiere que le devuelva sus cien mil ozols.
    –¿Dejará que su hijo se pudra? –inquirió asombrado Glinnes.
    Akadie se dirigió al gabinete donde guardaba el teléfono y puso el aparato en funcionamiento.
    –La Maza ha atacado el reducto de Bandolio –dijo, volviéndose hacia Glinnes y Shermatz–. Capturaron a Bandolio, todos sus hombres y naves; liberaron a los cautivos que Bandolio hizo en Welgen y otros muchos.
    –¡Excelentes noticias! –exclamó Glinnes–. Entonces, ¿por qué deambula como un muerto?
    –Esta tarde envié el dinero. Los treinta millones de ozols han desaparecido.



    18

    Glinnes condujo a Akadie hasta una silla.
    –Siéntese y beba un poco de vino. –Dirigió una mirada a Ryl Shermatz, que estaba de pie contemplando el fuego–. Dígame, ¿cómo envió el dinero?
    –Mediante el mensajero al que indicaste mi dirección. Era portador del símbolo correcto. Le di el paquete, se marchó y eso es todo.
    –¿Conocía al mensajero?
    –Nunca le había visto. –Akadie parecía recobrar poco a poco su cordura. Clavó la vista en Glinnes–. ¡Pareces muy interesado!
    –¿Deberían serme indiferente treinta millones de ozols?
    –¿Cómo es que no te enteraste de la noticia? ¡Todo el mundo lo sabía desde media mañana! ¡Todo el mundo intentaba telefonearme!
    –Estaba trabajando en mi huerto. No presté atención al teléfono.
    –El dinero pertenece a la gente que pagó los rescates –dijo Akadie con voz firme.
    –Indiscutiblemente, pero quien lo devuelva será merecedor de una buena recompensa.
    –Bah –murmuró Akadie–. ¿Es que no tienes vergüenza?
    Sonó el gong. Akadie dio un respingo y se precipitó sobre el teléfono. Regresó al cabo de un momento.
    –Lora Gygax también quiere sus cien mil ozols. No me ha creído cuando le dije que ya había enviado el dinero. Se puso insistente, hasta insultante.
    El gong volvió a sonar.
    –Parece que va a estar muy ocupado esta mañana –dijo Glinnes, levantándose.
    –¿Te vas? –preguntó Akadie con voz triste.
    –Sí. Yo de usted descolgaría el teléfono. –Se inclinó ante Ryl Shermatz–. Ha sido un placer conocerle.
    Glinnes condujo su barca a toda velocidad por el ancho de Clinkhammer en dirección oeste hasta el puente de Verleth, y se internó por el estrecho de Mellish. Enfrente brillaba una docena de luces mortecinas: Saukash. Glinnes entró en el muelle hasta la agencia de alquiler de embarcaciones de Harrad. Fue a la tienda y escrutó el interior desde la puerta. El joven Harrad no se veía por ninguna parte, aunque una luz brillaba en su despacho. Uno de los hombres de la taberna se puso en pie y caminó hacia el muelle. Era el joven Harrad.
    –Sí, señor, ¿qué se le ofrece? Si es para reparar un bote, tendrá que volver mañana... Ah, señor Hulden, la luz me impidió reconocerle.
    –No importa –dijo Glinnes–. Hoy he visto a un joven que iba en una de sus barcas, un jugador de hussade que tengo muchas ganas de localizar. ¿Recuerda su nombre?
    –¿Hoy? ¿A eso de media tarde, o un poco antes?
    –Más o menos sobre esa hora.
    –Debo de tenerlo escrito ahí adentro. ¿Un jugador de hussade, dice? No lo aparentaba. Claro que nunca se sabe. ¿Qué van a hacer los Tanchinaros?
    –Pronto volveremos a entrar en acción, en cuanto reunamos diez mil ozols para nuestra tesorería. Los equipos débiles no se enfrentarán con nosotros.
    –¡Y con razón! Bien, veamos el registro... Quizá sea éste su nombre. –El joven Harrad volvió la página del libro–. Schill Sodergang, según consta aquí. Sin dirección.
    –¿Sin dirección? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?
    –Quizá debería ser más cuidadoso –se disculpó el joven Harrad–. Todavía no he perdido ni una barca, excepto cuando el viejo Zax se puso ciego de savia agria.
    –¿Le dijo algo Sodergang?
    –No mucho, salvo preguntarme el camino de la casa de Akadie.
    –¿Qué hizo cuando regresó?
    –Preguntó a qué hora pasaba la barca que va a Port Maheul. Tuvo que esperar una hora.
    –¿Llevaba un maletín negro?
    –Pues sí, lo llevaba.
    –¿Habló con alguien?
    –Se limitó a esperar adormilado en aquel banco.
    –No importa. Ya le veré otro día.


    Glinnes condujo a toda prisa por las oscuras vías fluviales, dejando atrás los bosquecillos de árboles silenciosos, esténciles negros orlados por la luz plateada de las estrellas. A medianoche llegó a Welgen. Durmió en una fonda cercana al muelle y a primera hora de la mañana abordó el trasbordador que zarpaba hacia el este.
    Port Maheul, más conocido por su transitado espaciopuerto que por su ubicación a orillas del Océano del Sur, era la ciudad más grande de la Prefectura de Jolany y quizá la más antigua de Trullion. Los principales edificios estaban construidos de acuerdo con arcaicos criterios de solidez, de ladrillo vidriado bermejo, vigas de sempiterno salpún negro y tejados empinados cubiertos de ripias de vidrio azules. La plaza cuadrada, con su perímetro de edificios antiguos, sulpicellas negros y el pavimento que imitaba el patrón de punto de espina, construido con ladrillos pardo bermejos y adoquines de hornablendas de las montañas, tenía fama de ser tan pintoresca como cualquiera de Merlank. En el centro se erguía el prutanshyr con su caldero de cristal; gracias a sus paredes transparentes, el criminal que se freía en aceite hirviendo y la multitud fascinada podían inspeccionarse mutuamente. Desde la plaza se extendía un desordenado mercado, a continuación una masa confusa de casitas destartaladas y después la desolada terminal espacial de vidrio y acero. La pista se alargaba por el este hasta los Pantanos de Genglin, donde, se decía, los merlings se arrastraban por entre el barro y las cañas para contemplar embelesados las naves espaciales que iban y venían.
    Glinnes pasó tres días en Port Maheul, ocupado en buscar a Schill Sodergang. El camarero del trasbordador que hacía el servicio regular entre los Marjales y Port Maheul recordaba vagamente que Sodergang había viajado en calidad de pasajero, pero no se acordaba de nada más, ni siquiera del punto de desembarque de Sodergang. Éste no constaba en el censo de la ciudad, y la policía desconocía ese apellido.
    Glinnes visitó el espaciopuerto. Una nave de las Líneas Andrujukha había partido de port Maheul al día siguiente de la visita de Sodergang a los Marjales, pero el nombre de Sodergang no apareció en la lista de pasajeros.
    Glinnes volvió a Welgen el tercer día por la tarde, y desde allí se dirigió en su propia embarcación a Saukash. Se encontró con el joven Harrad, que era portador de informaciones sensacionales, y Glinnes se vio obligado a aplazar sus preguntas para escuchar las habladurías del joven Harrad, ya de por sí bastante absorbentes. Por lo visto, se había cometido un acto de audaz villanía ante las propias narices del joven Harrad, por así decirlo. Akadie, en quien nunca había confiado, era el frío criminal que había decidido cazar al vuelo la oportunidad y quedarse con treinta millones de ozols.
    –¡Totalmente absurdo! –exclamó Glinnes, lanzando una carcajada de incredulidad.
    –¿Absurdo? –El joven Harrad examinó a Glinnes para ver si lo decía en serio–. Todos los lores opinan lo mismo; se niegan a creer que Akadie desconectara el teléfono en el preciso día que llegaba la noticia de la captura de Bandolio.
    –Yo hice exactamente lo mismo –replicó Glinnes con un rugido de menosprecio–. ¿Es suficiente para que se me considere un criminal?
    El joven Harrad se encogió de hombros.
    –Alguien es treinta millones de ozols más rico. ¿Quién? Las pruebas no son todavía lo bastante concluyentes, pero Akadie no se ha ayudado en nada con sus actos.
    –¡Vamos, vamos! ¿Qué más ha hecho?
    –¡Se ha unido a la fanscherada! Ahora es un fanscher. Todo el mundo cree que le aceptaron por el dinero.
    Glinnes sintió que la cabeza le daba vueltas.
    –¿Akadie un fanscher? No puedo creerlo. ¡Es demasiado inteligente como para unirse a un grupo de excéntricos!
    El joven Barrad se mantuvo en sus trece.
    –¿Por qué se marchó aprovechando la oscuridad de la noche y viajó hasta el valle de los Fantasmas Verdes? Recuerde que desde hace mucho tiempo ha usado prendas fanscher e imitado el estilo fanscher.
    –Lo que pasa es que Akadie es un poco necio. Le gusta seguir las modas.
    –Seguro que ahora disfruta de lo que le gusta, no hay duda. En cierta forma, respeto su audacia, pero cuando treinta millones de ozols están en juego, un teléfono desconectado parece una excusa muy pobre.
    –¿Qué otra cosa podía decir, excepto la verdad? Yo mismo vi el teléfono desconectado.
    –Bien, estoy seguro de que la verdad saldrá a relucir. ¿Encontró a aquel jugador de hussade, Jorcom, Jarcom, o como se llame?
    –¿Jorcom? ¿Jarcom? –Glinnes le miró asombrado–. Se refiere a Sodergang, ¿no?
    El joven Marrad sonrió avergonzado.
    –Era otra persona, un pescador del ancho de Isley. Escribí el nombre en un lugar que no correspondía.
    Glinnes se esforzó en controlar su voz.
    –Entonces, ¿el nombre de ese hombre es Jarcom o Jorcom?
    –Echemos un vistazo –dijo el joven Harrad. Sacó su registro–. Aquí tenemos a Sodergang, y aquí el otro nombre. Me parece que es Jarcom. El mismo lo escribió.
    –Parece Jarcom –dijo Glinnes–. ¿O es Jarcony?
    –¡Jarcony! ¡Exacto! Ése es el nombre que usó. ¿En qué puesto juega?
    –¿Puesto? Libre. Tendré que buscarle cuando pueda, pero no sé dónde vive.
    Miró el reloj del joven Harrad. Si volvía a toda velocidad a Welgen llegaría con el tiempo justo de alcanzar el trasbordador a Port Maheul.
    Hizo un ademán de furia y frustración, saltó a su barca y puso rumbo a Welgen.


    En Port Maheul, Glinnes descubrió que el apellido Jarcony era tan desconocido como Sodergang. Cansado y aburrido hasta el límite, se arrastró hasta la glorieta que había frente al Reposo del Forastero y pidió una botella de vino. Alguien se había dejado un periódico; Glinnes lo cogió y repasó la portada. Un artículo atrajo su atención:
    DESAFORTUNADA AGRESIÓN CONTRA LOS FANSCHERS
    Ayer llegó a Port Maheul la noticia de una desagradable acción cometida por una banda trevanyi contra el campamento fanscher establecido en el valle de los Fantasmas Verdes, o Valle de Xian, como lo llaman los trevanyis. Los motivos de éstos son dudosos. Es bien sabido que repudian la presencia de los fanschers en su valle sagrado, pero también se recordará que el tutor Janno Akadie, residente durante muchos años en la región de Saurkash, se ha declarado fanscher y vive ahora en el campamento fanscher. Ciertas especulaciones relacionan a Akadie con una cantidad de treinta millones de ozols, que Akadie afirma haber pagado al astromentero Sagmondo Bandolio, pero Bandolio niega haberlos recibido. Es posible que el líder de la banda trevanyi, un tal Vang Drosset, llegara a la conclusión de que Akadie se había llevado el dinero con él al valle de los Fantasmas Verdes y organizara el ataque por ese motivo. Los hechos son éstos: siete trevanyis entraron por la noche en la tienda de Akadie, pero no consiguieron silenciar sus gritos. Unos cuantos fanschers respondieron a la llamada y en la refriega posterior murieron dos trevanyis y varios otros resultaron heridos. Los que escaparon se refugiaron en una reunión trevanyi que se celebraba en las cercanías y en donde se estaban celebrando ciertos ritos sagrados. Es innecesario decir que los trevanyis fracasaron en su propósito de apoderarse de los treinta millones de ozols, que evidentemente habían sido puestos a buen recaudo. Los fanschers se hallan indignados por el ataque, que consideran un acto de persecución.
    «Peleamos como karpunos –declaró un portavoz fanscher–. No atacamos a nadie, pero protegeremos a toda costa nuestros ritos. ¡El futuro es nuestra fanscherada! Invitamos a todos los jóvenes de Merlank y a quienes se oponen a los varmosos estilos de vida anticuados: ¡uníos a la fanscherada! ¡Prestadnos vuestra fuerza y camaradería!.»
    El jefe de policía Filidice ha hecho pública su preocupación por el incidente y ha puesto en marcha una investigación. «No será tolerada ninguna alteración más del orden público», fueron sus palabras.

    Glinnes tiró el periódico sobre la mesa. Repantigado en su silla, se bebió medio vaso de vino de un trago. El mundo que amaba y conocía parecía caerse a pedazos. ¡Fanschers y fanscherada! ¡Lute Casagave, Lora Ambal! ¡Jorcon, Jarcon, Sodergang! Despreciaba todos y cada uno de los nombres.
    Terminó el vino y volvió al muelle para esperar el barco que le llevaría a Welgen.


    19

    La isla Rabendary parecía anormalmente tranquila y solitaria. Una hora después de que Glinnes regresara sonó el gong. Descubrió el rostro de su madre en la pantalla del teléfono.
    –Pensé que te habías ido con los fanschers –dijo Glinnes con falsa jocosidad.
    –No, no, yo no.
    La voz de Marucha sonaba inquieta y preocupada.
    –Janno se marchó para alejarse de la confusión. ¡No puedes imaginarte las amenazas, los insultos y las acusaciones que han caído sobre nosotros! No nos dieron tregua, y el pobre Janno se vio obligado finalmente a marcharse.
    –Así que después de todo no es un fanscher.
    –¡Claro que no! Siempre te has tomado las cosas al pie de la letra. ¿No puedes comprender que una persona se interese en una idea sin necesidad de convertirse en su más ardiente defensor?
    Glinnes aceptó los defectos que se le imputaban.
    –¿Cuánto tiempo se quedará Akadie en el valle?
    –Tengo ganas de que vuelva lo antes posible. ¿Cómo puede llevar una vida normal? Es, literalmente, muy peligroso. ¿Te has enterado de que los trevanyis le atacaron?
    –He oído que intentaron robarle su dinero.
    La voz de Muchacha adquirió un tono agudo.
    –¡No deberías decir eso ni en broma! ¡Pobre Janno! ¡Lo que ha llegado a sufrir! Además, siempre ha sido un buen amigo tuyo.
    –No he hecho nada en su contra.
    –Pues ahora debes hacer algo por él. Quiero que vayas al valle y le traigas a casa.
    –¿Qué? No entiendo el porqué de la expedición. Si quiere volver a casa, ya lo hará.
    –¡Eso no es cierto! No tienes ni idea de su estado de ánimo: ha perdido toda vitalidad. ¡Nunca le había visto así!
    –Quizá sólo está descansando... tomándose unas vacaciones, como si dijéramos.
    –¿Unas vacaciones? ¿Peligrando su vida? Todo el mundo sabe que los trevanyis planean una masacre.
    –¿Ummm?. Me cuesta creerlo.
    –Muy bien. Si no me ayudas, yo iré.
    –¿Adonde? ¿A hacer qué?
    –Iré al campamento de los fanschers e insistiré en que Janno vuelva a casa.
    –¡Maldita sea! Muy bien. ¿Y si no quiere venir?
    –Haz lo que esté en tu mano.


    Glinnes fue en el autobús aéreo hasta la ciudad de Circanie, enclavada en las montañas, y allí alquiló un antiguo coche de superficie para trasladarse al Valle de Xian. Un viejo parlanchín que llevaba una bufanda azul atada alrededor de la cabeza iba incluido en el precio del alquiler; manipulaba el arcaico artefacto como si dirigiera a un animal recalcitrante. El coche arañaba a veces la tierra; en otras, saltaba nueve metros por el aire y proporcionaba a Glinnes sorprendentes perspectivas del paisaje. Dos pistolas energéticas que descansaban sobre el asiento contiguo al del conductor atrajeron su atención, y preguntó por qué las llevaba.
    –Territorio peligroso –dijo el conductor–. ¿Quién iba a decir que algún día lo veríamos?
    Glinnes examinó el paisaje, que parecía tan plácido como la isla Rabendary. A intervalos se alzaban pomanderos de las montañas, como nubes de bruma rosada aferradas por dedos plateados. Fiales verde azulados deambulaban por las lomas. Cada vez que el coche saltaba en el aire los horizontes se ensanchaban. La tierra que se extendía hacia el sur se perdía de vista en sucesivas estriaciones de colores pálidos.
    –No veo motivos para alarmarnos –dijo Glinnes.
    –Mientras no sea un fanscher, sus probabilidades son tolerables –dijo el conductor–. Buenas no, dése cuenta, porque la reunión trevanyi se desarrolla a sólo dos o tres kilómetros de aquí, y son suspicaces como avispas. Beben racq, que influye en sus nervios y les excita sobremanera.
    El valle se estrechó; las montañas se hicieron más empinadas a cada lado. Un río silencioso discurría por el llano terreno. En cada orilla crecían arboledas de sombarillas, pomanderos y cedros deodaros.
    –¿Es éste el valle de los Fantasmas Verdes? –preguntó Glinnes.
    –Hay quien le llama así. Los trevanyis entierran a sus críos muertos entre los árboles. El auténtico valle sagrado está más adelante, pasado el campamento de los fanschers. Mire, allí está. No cabe duda de que forman un grupo trabajador... Me pregunto qué intentarán hacer. ¿Lo sabrán ellos mismos?
    El coche entró en el campamento, un escenario lleno de confusión. Cientos de tiendas se habían levantado a lo largo de la orilla del río. En el prado se estaban construyendo edificios de espuma de hormigón.
    Glinnes encontró a Akadie sin dificultades. Estaba sentado ante un escritorio situado bajo la sombra de un glipto, efectuando trabajos de oficina. Saludó a Glinnes sin sorpresa ni cordialidad.
    –He venido para hacerle entrar en razón –dijo Glinnes–. Marucha quiere que vuelva al Diente de Rorquin.
    –Volveré cuando esté de humor para ello –respondió Akadie con voz serena–. Hasta que tú has llegado la vida era plácida..., si bien debo reconocer que no se ha tenido muy en cuenta mi sabiduría. Esperaba que se me recibiera como a un ilustre sabio, pero en lugar de eso estoy aquí haciendo sumas inútiles. –Señaló con un gesto despreciativo el escritorio–. Me dijeron que debía ganarme la manutención y nadie quiere encargarse de este trabajo–. Dedicó una mirada de reproche al cercano grupo de tiendas–. Todo el mundo quiere participar en los proyectos gloriosos. Por doquier surgen directrices y declaraciones.
    –Pensaba que con treinta millones de ozols podría abrirse camino sin dificultades.
    Akadie le dirigió una mirada de cansado reproche.
    –¿Te das cuenta de que este episodio ha destrozado mi vida? Mi integridad ha sido cuestionada, y nunca más podré ejercer de consejero.
    –Ya posee bastante riqueza sin necesidad de los treinta millones. ¿Qué voy a decirle a mi madre?
    –Dije que estoy aburrido y saturado de trabajo, pero que al menos las acusaciones no me han seguido hasta aquí. ¿Tienes la intención de ver a Glay?
    –No. ¿Qué son esos edificios de hormigón?
    –Me las he arreglado para no saber nada.
    –¿Ha visto a los fantasmas?
    –No, pero por otra parte tampoco los he buscado. Encontrarás las tumbas trevanyis al otro lado del río, pero el santuario sagrado del pájaro de la muerte se halla a dos kilómetros remontando el valle, más allá de aquel bosque de deodaros. Hice una excursión improvisada y me quedé entusiasmado. Un lugar encantador, sin duda alguna... Demasiado bueno para los trevanyis.
    –¿Qué tal está la comida? –preguntó Glinnes ingeniosamente.
    Akadie hizo una mueca de amargura.
    –Los fanschers intentan descubrir los secretos del universo, pero por ahora no saben ni hacer bien una tostada. No hay una botella de vino en kilómetros a la redonda...
    Akadie siguió hablando durante varios minutos. Hizo hincapié en la dedicación e inocencia de los fanschers, pero sobre todo en su austeridad, que consideraba inexcusable. Temblaba de rabia ante cualquier mención de los treinta millones de ozols, aunque demostraba una patética necesidad de que le tranquilizaran.
    –Tú mismo viste al mensajero; tú le dirigiste hacia mi casa. ¿No es un argumento de peso?
    –Nadie ha solicitado mi testimonio. ¿Por dónde anda su amigo Ryl Shermatz?
    –No estuvo presente en la transacción. Un hombre extraño, ese tal Shermatz. Muy temperamental.
    –Vamos –dijo Glinnes, levantándose–. Aquí no hace nada. Si le disgusta la celebridad, quédese en Rabendary una semana.
    Akadie se tiró de la barbilla.
    –Bien, ¿por qué no? –Dio un golpecito despreciativo a los papeles–. ¿Qué saben los fanschers de estilo, urbanidad o discernimiento? Me tienen haciendo sumas. –Se levantó–. Dejare este lugar. La fanscherada llega a hacerse aburrida. A fin de cuentas, esta gente nunca conquistará el universo.
    –Vamos, pues. ¿Va a llevarme algo, como treinta millones de ozols, por ejemplo?
    –La broma ha perdido su gracia. Me iré con lo puesto, y para añadir un poco de elegancia a mi partida, calcularé una ecuación peculiar. –Garrapateó unas recargadas fiorituras en el papel, y después se tiró la capa sobre los hombros–. Estoy preparado.


    El coche terrestre descendió por el valle de los Fantasmas Verdes y llegó a Circanie al caer el avness. Akadie y Glinnes se detuvieron para pasar la noche en una pequeña fonda rural.
    Unas voces excitadas despertaron a Glinnes a medianoche, y al cabo de pocos minutos percibió el ruido de unos pasos apresurados. Miró por la ventana, pero la calle se veía tranquila bajo la luz de las estrellas. Una pelea de borrachos, pensó Glinnes, y volvió a su lecho.
    Por la mañana se enteraron de las noticias que explicaban lo sucedido. Por la noche, los trevanyis se habían excitado muchísimo durante su cónclave. Habían caminado por en medio de las hogueras, bailando sus agitadas danzas, y sus Grotescos, como llamaban a sus adivinos, habían respirado el humo de raíces de baicha y maldecido el destino de la raza trevanyi. Los guerreros respondieron con espantosos chillidos y aullidos. Después de correr y saltar por las colinas iluminadas por las estrellas, habían atacado el campamento fanscher.
    Los fanschers no estaban ni mucho menos desprevenidos. Emplearon sus pistolas energéticas con terrible eficacia; los saltarines trevanyis quedaron convertidos en estupefactas estatuas que chispas azuladas silueteaban. Siguió una gran confusión. El primer y animoso ataque se convirtió en una terrible carnicería. Había cuerpos retorcidos por todo el valle, y los enfrentamientos no tardaron en cesar. Los trevanyis estaban muertos o habían huido presos de un terror tan completo y salvaje como su ataque. Los fanschers contemplaron su desbandada en un silencio sobrecogedor. Habían ganado, pero habían perdido. La fanscherada ya no volvería a ser la misma; su entusiasmo y vitalidad se habían desvanecido, y el amanecer traería consigo una tarea deprimente.
    Akadie y Glinnes volvieron a Rabendary sin más incidentes, pero el desorden que reinaba en casa de Glinnes irritó a Akadie, que decidió volver al Diente de Rorquin antes de que el día terminara.
    Glinnes telefoneó a Marucha, que había experimentado un cambio de humor; ahora se sentía inquieta ante el regreso de Akadie.
    –Tanto alboroto y total para nada. Mi cabeza va a estallar. Lora Gensifer exige que Janno se ponga en contacto con él inmediatamente. No para de insistir y se muestra de lo más antipático.
    Akadie, ultrajado, dejó que sus sentimientos reprimidos se desbordaran.
    –¿Es que osa amenazarme? Le voy a enseñar lo que es bueno, y rápido. ¡Que se ponga al teléfono!
    Glinnes efectuó la conexión. El rostro de Lora Gensifer apareció en la pantalla.
    –Tengo entendido que desea intercambiar unas palabras con Janno Akadie –dijo Glinnes.
    –En efecto –respondió Lora Gensifer–. ¿Dónde está?
    Akadie se adelantó.
    –Estoy aquí, ¿qué le parece? No recuerdo que tengamos ningún asunto urgente pendiente; pese a ello, ha estado llamando incesantemente a mi casa.
    –Vamos, vamos –dijo Lora Gensifer, proyectando el labio inferior–. Queda todavía por discutir un asunto de treinta millones de ozols.
    –En cualquier caso, ¿por qué debería discutirlo con usted? –preguntó Akadie–. No tiene nada que ver con ello. No fue secuestrado, ni ha pagado rescate.
    –Soy el secretario del Consejo de Lores, y estoy autorizado a investigar el tema.
    –Con todo, no me gusta el tono de su voz. Mi postura está clara. No seguiré discutiendo del asunto.
    Lora Gensifer se quedó en silencio unos instantes.
    –Tal vez no tenga otra elección –dijo por fin.
    –La verdad es que no le entiendo –replicó Akadie con voz gélida.
    –La situación es muy sencilla. La Maza entregará a Sagmondo Bandolio al jefe de policía Filidice en Welgen. No cabe duda de que se verá obligado a revelar la identidad de sus cómplices.
    –Eso me da igual. Puede identificar a quien le dé la gana.
    Lora Gensifer estiró la cabeza hacia un lado.
    –Alguien que conoce la ciudad a fondo proporcionó información a Bandolio. Esa persona compartirá el destino de Bandolio.
    –Bien merecido.
    –Permítame decirle tan sólo que si recuerda cualquier información de utilidad, por nimia que sea, puede comunicarse conmigo a cualquier hora del día o de la noche, exceptuando desde luego tal día como hoy dentro de una semana –Lora Gensifer rió por lo bajo, complacido–, en que contraeré matrimonio con Lady Gensifer.
    El interés profesional de Akadie se animó.
    –¿Quién será la nueva Lady Gensifer?
    Lora Gensifer entornó los ojos como si meditara beatíficamente.
    –Su gracia, belleza y virtud son incomparables; incluso es demasiado excelente para una persona como yo. Me refiero a la antigua sheirl tanchinara Duissane Drosset. Su padre resultó muerto en la reciente refriega y vino a mí en busca de consuelo.
    –Al menos, el día nos ha deparado una sorpresa deliciosa –dijo Akadie con sequedad.
    El rostro de Lora Gensifer se desvaneció en la pantalla.


    En el valle reinaba un extraño silencio. El mítico paisaje nunca había parecido tan hermoso. La atmósfera era excepcionalmente clara; el aire, una lente de cristal, intensificaba los colores. Los sonidos se oían con toda nitidez, aunque algo amortiguados; quizá se debía a que la gente del valle hablaba en voz baja y procuraba evitar los ruidos repentinos. Escasas y tenues luces brillaban por la noche, y las conversaciones eran simples murmullos en la oscuridad. El ataque de los trevanyis había corroborado lo que muchos sospechaban, que la fanscherada, si llegaba a triunfar, debería dar al traste con toda una serie de fuerzas opuestas. ¡Había llegado el momento de tomar decisiones y fortalecer el espíritu! Algunas personas abandonaron de repente el valle y jamás fueron vistas de nuevo.
    La furia había aumentado en el cónclave trevanyi. Las pocas voces que urgían a la moderación fueron silenciadas por la música estridente de tambores, trompetas y de ese instrumento gutural en forma de espiral conocido como narwoun. Al llegar la noche, los hombres saltaron a través de las hogueras y se hicieron sangre con sus cuchillos para utilizarla en sus ritos. Llegaron clanes desde la lejana Bassway y las Tierras del Este; muchos de sus miembros portaban pistolas energéticas. Se abrieron y consumieron barriles del ardiente licor llamado racq, y los guerreros profirieron grandes blasfemias al son de la música del narwoun, los oboes y los tambores.
    Al cabo de tres días del ataque, un escuadrón de policías, al mando del jefe Filidice, apareció por la mañana en el cónclave. Aconsejó a los trevanyis que se portaran de forma razonable y anunció su decisión de mantener el orden.
    Los trevanyis lanzaron gritos de protesta. ¡Los fanschers habían traspasado los límites del suelo sagrado, el Valle por el que caminaban los espíritus!
    –¡Tenéis motivos para estar preocupados –dijo Filidice, alzando la voz–. Es mi intención defender vuestro caso ante los fanschers. Sin embargo, suceda lo que suceda, debéis respetar mi decisión. ¿Estáis de acuerdo?
    Los trevanyis permanecieron en silencio.
    El jefe de policía Filidice repitió su demanda de cooperación, sin recibir tampoco respuesta esta vez.
    –Si rehusáis aceptar mi decisión, os obligaré por la fuerza. ¡Estáis avisados!
    Los policías volvieron a su avión y sobrevolaron la colina para adentrarse en el valle de los Fantasmas Verdes.
    Junius Farfan se entrevistó con Filidice. Farfan había perdido peso. Sus ropas colgaban flojamente sobre su figura, y profundas arrugas surcaban su cara. Escuchó al jefe de policía en silencio. Su respuesta fue fría.
    –Hemos estado trabajando aquí durante varios meses, sin molestar a nadie. Respetamos las tumbas trevanyis, no se han producido irreverencias, no se les ha impedido el paso a su Valle de Xian. Los trevanyis son irracionales; debemos negarnos respetuosamente a abandonar nuestra tierra.
    El jefe de policía Filidice, un hombre corpulento y pálido de fríos ojos azules, investido de la dignidad de su cargo, nunca había aceptado de buen grado las negativas.
    –Como quiera –respondió–. He ordenado moderación a los trevanyis; ahora hago lo mismo con ustedes.
    Junius Farfan inclinó la cabeza.
    –Nunca atacaremos a los trevanyis, pero estamos dispuestos a defendernos.
    El jefe de policía Filidice lanzó una carcajada sarcástica.
    –Todos y cada uno de los trevanyis son guerreros. Si se lo permitiéramos, les cortarían a todos ustedes el pescuezo sin pestañear. Les aconsejo muy seriamente que modifiquen sus planes. ¿Por qué es necesario que construyan su cuartel general en este sitio?
    –La tierra estaba disponible. ¿Nos va a proporcionar otro terreno?
    –Desde luego que no. En primer lugar, no entiendo la razón por la que necesitan una sede tan grande. ¿Por qué no se marchan a sus casas y se ahorran esta disputa?
    –Percibo sus inclinaciones ideológicas –sonrió Junius Farfan.
    –Favorecer las seguras y verdaderas costumbres del pasado no constituye una inclinación ideológica; se trata de simple sentido común.
    Junius Farfan se encogió de hombros y se abstuvo de refutar un punto de vista irrefutable. La policía estableció una patrulla al otro lado de la loma.
    Pasó el día. El avness trajo una tormenta acompañada de gran aparato eléctrico. Durante una hora, hebras de fuego lavanda se estrellaron contra los flancos en tinieblas de las montañas. Los fanschers salieron a contemplar el espectáculo, fascinados. Los trevanyis se encogieron de hombros ante el portento; según su visión del mundo, Urmank el Matafantasmas se erguía sobre las nubes, escupiendo las almas de trevanyis y trills por igual. No obstante, se colocaron en orden de batalla, bebieron racq, intercambiaron abrazos y a medianoche se pusieron en marcha con la intención de atacar en la hora gris que precede al alba. Se desplegaron bajo los deodaros y a lo largo de las lomas, esquivando a los policías y a sus aparatos detectores. A pesar de su sigilo cayeron en una emboscada fanscher. Gritos y chillidos rompieron el silencio de la madrugada. Las pistolas energéticas llamearon; las formas que forcejeaban dibujaron grotescas siluetas contra el cielo. Los trevanyis pelearon siseando maldiciones y emitiendo gritos guturales de dolor. Los fanschers combatieron en un silencio horrendo. Los policías hicieron sonar las trompetas y avanzaron hacia la contienda ondeando la bandera negra y gris de las autoridades gubernamentales. Los trevanyis. repentinamente conscientes de que se enfrentaban a un enemigo implacable, cedieron terreno. Los fanschers les persiguieron como parcas. La policía hizo sonar las trompetas y gritó órdenes; la resistencia fue encarnizada, y perdieron la bandera negra y gris a manos del enemigo. Los policías rodearon Circanie. El jefe Filidice, arrancado de su sueño y ya irritado con la fanscherada, ordenó salir a la milicia.
    La milicia, una compañía de campesinos trills, llegó al valle mediada la mañana. Despreciaban a los trevanyis, pero les conocían y aceptaban su existencia. Los estrafalarios fanschers eran ajenos a su experiencia, y por tanto extraños. Los trevanyis, repuestos de su pánico, siguieron a la milicia al interior del valle, mientras algunos músicos corrían a su lado tocando himnos bélicos.
    Los fanschers habían retrocedido hasta refugiarse en el bosque de deodaros; sólo Junius Farfan y unos pocos más aguardaban a la milicia. Ya no confiaban en la victoria; el poder del Estado se había levantado contra ellos. El capitán de la milicia se adelantó y dio una orden: los fanschers debían abandonar el valle.
    –¿Por qué motivos?
    –Su presencia provoca disturbios.
    –Nuestra presencia es legal.
    –Pese a todo, crea una tensión que antes no existía. La legalidad ha de comportar el sentido práctico, y su continua presencia en el valle de los Fantasmas Verdes es poco práctica. Debo insistir en que se vayan.
    Junius Partan consultó con sus camaradas. Después, con las mejillas cubiertas de lágrimas por su sueño destruido, se alejó para dar instrucciones a los fanschers que observaban la escena desde la sombra de los deodaros. Los trevanyis, ayudados por el racq, no pudieron contenerse más. Se abalanzaron sobre el odiado Farfan; alguien lanzó un cuchillo que se clavó hasta la empuñadura en la nuca de Farfan. Los fanschers lanzaron un gemido estremecedor. Se lanzaron sobre la milicia y los trevanyis al mismo tiempo, con los ojos abiertos de par en par a causa del horror. La milicia, indiferente al litigio, rompió filas y huyó a la desbandada. Trevanyis y fanschers rodaron por el suelo, ansiosos de destruirse mutuamente.
    En un momento dado, por algún misterioso proceso de mutuo acuerdo, los supervivientes se fueron apartando. Los trevanyis subieron a las colinas para unirse al fúnebre cónclave. Los fanschers se detuvieron apenas unos momentos en su campamento, y después se desperdigaron por el valle. La fanscherada ya no existía. La gran aventura había terminado.


    Meses después, el Conáctico mencionó en el curso de una conversación con uno de sus ministros la batalla del valle de los Fantasmas Verdes.
    –Me hallaba en las cercanías y fui informado de los acontecimientos. Un trágico cúmulo de circunstancias.
    –¿No pudo evitar el enfrentamiento?
    –Habría podido llamar a la Maza –dijo el Conáctico, encogiéndose de hombros–. Lo probé en un caso similar, el de los tamarchistas de Rhamnotis, sin ningún resultado. Una sociedad agitada es como un hombre que padece dolor de estómago. Cuando se purga, mejora.
    –Aun así... mucha gente pagó con su vida.
    El Conáctico hizo un ademán irónico.
    –Aprecio la camaradería de las posadas, las fondas rurales, las tabernas portuarias. Viajo por los mundos de Alastor y en todas partes encuentro gente fascinante y perspicaz, gente que me gusta. Cada individuo de los cinco trillones es un cosmos en sí mismo; cada uno es irreemplazable, único... En ocasiones, me encuentro con un hombre o una mujer odiosos. Miro sus rostros y veo maldad, crueldad, corrupción. Entonces pienso, estas personas son igualmente útiles en el esquema global de las cosas; actúan como ejemplos frente a los cuales pueden medirse la virtud. La vida sin contrastes es como la comida sin sal... Como Conáctico debo pensar desde el punto de vista político; entonces sólo veo la totalidad de los hombres, cuya faz borrosa engloba cinco trillones de rostros. Hacia este hombre no siento la menor emoción. Ese fue el caso en el valle de los Fantasmas Verdes. La fanscherada estaba condenada desde su nacimiento... ¿Ha existido algún hombre más predestinado a un fin aciago que Junius Farfan? Hay supervivientes, pero ya no son fanschers. Algunos se desprenderán de sus uniformes y volverán a ser trills. Otros se irán a vivir a otros planetas. Unos pocos se harán astromenteros. Un reducido grupo de tozudos seguirán siendo fanschers en su vida privada. Y todos los que participaron recordarán el gran sueño y se sentirán hombres diferentes de aquellos que no compartieron la gloria y la tragedia.


    20

    Glay llegó a la isla Rabendary con la ropa sucia y desgarrada y el brazo en cabestrillo.
    –He de vivir en algún sitio –dijo con tristeza–. Mejor que sea aquí.
    –Es un lugar tan bueno como cualquier otro –dijo Glinnes–. Supongo que no te habrás tomado la molestia de traer dinero.
    –¿Dinero? ¿Qué dinero?
    –Los doce mil ozols.
    –No.
    –Qué pena. Casagave se hace llamar ahora Lora Ambal. Glay se mostró indiferente. No le quedaban fuerzas para experimentar sentimientos; su mundo actual era plano y gris.
    –Supón que sea Lora Ambal. ¿Le da derecho eso a la isla?
    –Da la impresión de que él lo cree así.
    Sonó el gong del teléfono. La pantalla mostró el rostro de Akadie.
    –¡Ah, Glinnes! Me alegro de haberte encontrado en casa. Necesito tu ayuda. ¿Puedes acudir cuanto antes al Diente de Rorquin?
    –Desde luego, siempre que me abone los honorarios de costumbre.
    –No tengo tiempo para bromas –replicó Akadie con un gesto petulante–. ¿Puedes venir enseguida?
    –Muy bien. ¿Cuál es el problema?
    –Te lo explicaré cuando llegues.


    Akadie recibió a Glinnes en la puerta y le condujo al estudio casi trotando.
    –Deseo presentarte a dos oficiales de la prefectura, lo bastante mal informados como para sospechar de mi pobre y cansada persona como autora de fechorías. A mi derecha se halla nuestro estimado jefe de policía Benko Filidice; a mi izquierda está el inspector Lucian Daul, detective, carcelero y encargado del prutanshyr. Este, caballeros, es mi amigo y vecino Glinnes Hulden, a quien tal vez conocen mejor como temible delantero derecho de los Tanchinaros.
    Los tres hombres intercambiaron saludos; tanto Filidice como Daul hablaron en términos elogiosos del juego desplegado por Glinnes en el campo de hussade. Filidice, un hombrón de torso corpulento, facciones pálidas y melancólicas y fríos ojos azules, llevaba un traje de gabardina color de ante, adornado con cintas negras. Daul era delgado y enjuto, de brazos largos y delgados, manos grandes y dedos largos. Su rostro, rematado por una mata de cabello negrísimo, era tan pálido como el de su superior, huesudo y de rasgos exageradamente acentuados. Se comportaba con extrema educación y delicadeza, como si no soportara la idea de cometer la menor ofensa.
    Akadie se dirigió a Glinnes con su tono más pedante.
    –Estos dos caballeros, ambos servidores públicos competentes y desapasionados, dicen que me he confabulado con el astromentero Sagmondo Bandolio. Me han explicado que el dinero del rescate que me entregaron continúa en mi poder. He llegado a dudar de mi propia inocencia. ¿Puedes tranquilizarme al respecto?
    –En mi opinión –dijo Glinnes–, usted haría cualquier cosa por ganar un ozol excepto ponerse en peligro.
    –No me refería exactamente a eso. ¿Acaso no enviaste un mensajero a mi casa? ¿No llegaste y me encontraste reunido con un tal Ryl Shermatz, estando mi teléfono desconectado?
    –Absolutamente cierto –afirmó Glinnes.
    –Le aseguro, Janno Akadie –dijo el jefe de policía Filidice con voz suave–, que hemos venido a verle porque no se nos ocurría otro lugar adonde ir. El dinero le fue entregado a usted, y después desapareció. Bandolio no llegó a recibirlo. Hemos sondeado su mente, y no nos ha engañado; de hecho, se ha mostrado de lo más franco y cordial.
    –¿Cuál fue el trato, según Bandolio? –preguntó Glinnes.
    –La situación es muy curiosa. Bandolio trabajaba con una persona fanáticamente cautelosa, una persona que, y permítame que le cite a usted, «haría cualquier cosa por ganar un ozol excepto ponerse en peligro». Esta persona inició el proyecto. Envió un mensaje a Bandolio mediante canales conocidos sólo por los astromenteros; de aquí se deduce que esta persona, llamémosla X, era o bien un astromentero o tenía un cómplice de ese calibre.
    –Es cosa sabida que no soy un astromentero –declaró Akadie.
    Filidice asintió vigorosamente.
    –De todas maneras, y es sólo una hipótesis, usted tiene muchos conocidos, uno de los cuales podría ser un astromentero o un ex astromentero.
    –Supongo que es posible.
    Akadie parecía algo desconcertado.
    –Tras recibir el mensaje –prosiguió Filidice–, Bandolio tomó las medidas necesarias para encontrarse con X. Fueron medidas complicadas; ambos hombres eran precavidos. Se citaron en un lugar cercano a Welgen, en la oscuridad, X se cubría el rostro con una máscara de hussade. Su plan era muy sencillo. Procuraría que la gente más rica de la prefectura ocupara una sola sección en el partido de hussade: se aseguraría enviando entradas gratuitas. X recibiría dos millones de ozols. Bandolio se quedaría con el resto...
    »E1 plan parecía ingenioso. Bandolio se mostró de acuerdo y los acontecimientos se desarrollaron como ya sabemos. Bandolio envió a un lugarteniente de confianza, un tal Lempel, para recibir el dinero del encargado de recogerlo... o sea, usted.
    Akadie enarcó las cejas en señal de duda.
    –¿El mensajero era Lempel?
    –No. Lempel llegó al espaciopuerto de Port Maheul una semana después del ataque. Nunca llegó a marcharse; en realidad, fue envenenado, presumiblemente por X. Murió mientras dormía en la Posada de los Viajeros de Welgen el día antes de que llegaran las noticias referentes a la captura de Bandolio.
    –¿El día antes de que yo entregara el dinero?
    El jefe de policía Filidice se limitó a sonreír.
    –Le aseguro que el dinero del rescate no estaba entre sus efectos personales. Le acabo de presentar los hechos. Usted tenía el dinero. Lempel no. ¿Dónde fue a parar?
    –Tal vez quedó de acuerdo con el mensajero antes de que le envenenaran. El mensajero debe de tener el dinero.
    –¿Y quién es este misterioso mensajero? Algunos lores lo consideran una pura invención.
    –Voy a hacer ante usted una declaración formal –dijo Akadie con voz clara–. Entregué el dinero a un mensajero de acuerdo con las instrucciones. Un tal Ryl Shermatz estaba presente en aquel momento, y fue testigo de la transferencia.
    –¿Vio cómo el dinero cambiaba de manos? –habló Daul por primera vez.
    –Es muy probable que viera cómo le entregaba al mensajero un maletín negro.
    Daul agitó uno de sus largos dedos.
    –Un hombre suspicaz se preguntaría si el maletín contenía el dinero.
    –Un hombre sensato –replicó Akadie con frialdad– se daría cuenta de que no me atrevería a robarle ni un ozol a Sagmondo Bandolio, ni mucho menos treinta millones.
    –Pero en ese momento ya habíamos capturado a Bandolio.
    –Yo no sabía nada. Puede verificarlo interrogando a Ryl Shermatz.
    –Ah, el misterioso Ryl Shermatz. ¿Quién es?
    –Un periodista itinerante.
    –¡Vaya! ¿Y dónde está ahora?
    –Le vi hace dos días. Dijo que no tardaría en marcharse de Trullion. Tal vez se haya ido ya..., pero no sé a donde.
    –Sin embargo, es el único testigo que corrobora sus declaraciones.
    –De ninguna manera. El mensajero se equivocó de ruta y preguntó la dirección a Glinnes Hulden. ¿Cierto?
    –Cierto –dijo Glinnes.
    –Por desgracia, la descripción que hace Janno Akadie de este «mensajero» es demasiado vaga para servirnos de ayuda.
    Daul dio a la palabra «mensajero» un énfasis especial.
    –¿Qué quiere que le diga? –protestó Akadie–. Era un joven de estatura media y apariencia vulgar. Carecía de rasgos distintivos.
    Filidice se volvió hacia Glinnes.
    –¿Está de acuerdo con eso?
    –Absolutamente.
    –¿Se identificó cuando habló con usted?
    Glinnes intentó recordar lo sucedido semanas atrás.
    –Según creo recordar, se limitó a preguntarme la dirección de Akadie.
    Glinnes se interrumpió de repente. Daul sospechó al instante y movió la cara hacia adelante.
    –¿Y nada más?
    Glinnes sacudió la cabeza y habló con decisión.
    –Nada más.
    Daul retrocedió. Se produjo un momento de silencio.
    –Es una pena que ninguna de estas personas a las que menciona esté a mano para confirmar sus afirmaciones –insistió Filidice.
    Akadie no pudo reprimir por más tiempo su indignación.
    –¡No veo la necesidad de tal corroboración! ¡Me niego a aceptar que debo hacer algo más que referir los hechos!
    –En circunstancias normales, sí –dijo Filidice–. Habiendo desaparecido treinta millones de ozols, no.
    –Ahora sabe tanto como yo –declaró Akadie–. Le deseo que lleve a cabo una investigación fructífera.
    El jefe de policía Filidice emitió un gruñido de desconsuelo.
    –Nos estamos agarrando a un clavo ardiendo. El dinero existe... en alguna parte.
    –Aquí no, se lo aseguro –dijo Akadie.
    Glinnes ya no pudo contenerse más y fue hacia la puerta.
    –Que ustedes lo pasen bien. Debo cuidarme de mis obligaciones.
    Los policías le despidieron educadamente. Akadie le dedicó una mirada irritada.
    Glinnes casi corrió hacia su barca. Se dirigió por el estrecho de Vernice hacia el este, pero en lugar de desviarse hacia el sur giró al norte por el canal de Sarpent, hasta desembocar en el ancho de Junctuary, donde se juntaban las aguas del río Scurge con las del río Saur. Glinnes remontó el Scurge. Fue siguiendo los meandros, maldiciéndose cada cien metros por su propia estupidez. En la confluencia del Scurge con el Karbashe se hallaba Erch, una aldea adormilada casi oculta a la sombra de enormes candelas, donde hacía tiempo los Tanchinaros habían derrotado a los Elementos.
    Glinnes amarró la barca al muelle y habló con un hombre que estaba sentado en el exterior de la destartalada licorería.
    –¿Dónde puedo encontrar a un tal Jarcony, o tal vez Jarcom?
    –¿Jarcony? ¿A quién busca, al padre, al hijo o al criador de cavutos?
    –Quiero ver al joven que trabaja con uniforme azul.
    –Debe de ser Remo. Trabaja de camarero en el trasbordador de Port Maheul. Le encontrará en casa. Está allí, subiendo por el sendero, bajo aquellos arbustos.
    Glinnes recorrió el camino hasta llegar a un gran arbusto que casi sumergía una cabaña de palos y frondas. Tiró de un cordel que hacía sonar el badajo de una campanita. Un rostro soñoliento se asomó a la ventana.
    –¿Quién es y qué quiere?
    –Veo que estaba descansando después de trabajar. ¿Se acuerda de mí?
    –Vaya, claro que sí. Es Glinnes Hulden. ¡Bien, bien, mira por dónde! Espere un momento.
    Jarcony se ciñó un paray y abrió la puerta chirriante. Señaló un emparrado practicado en el arbusto.
    –Siéntese, por favor. ¿Le apetece un poco de vino fresco?
    –Buena idea.
    Remo Jarcony sacó una vasija de barro y dos jarras.
    –Me pregunto qué le habrá impulsado a visitarme.
    –Un asunto bastante curioso. Como recordará, nos conocimos cuando usted iba buscando la mansión de Janno Akadie.
    –En efecto. Un caballero de Port Maheul me contrató para que llevara un recado. ¿Ha surgido alguna dificultad?
    –Creo que iba a entregar un paquete, o algo por el estilo.
    –En efecto. ¿Quiere tomar otra copa de vino?
    –Con mucho gusto. ¿Entregó el paquete?
    –Seguí las instrucciones al pie de la letra. El caballero debió de quedar satisfecho, porque no le he visto desde entonces.
    –¿Puedo preguntarle los detalles de esas instrucciones?
    –Por supuesto. El caballero solicitó que transportara el paquete a la terminal espacial de Port Maheul y lo guardara en la taquilla 42, cuya llave me entregó. Hice lo que me pidió y me gané veinte ozols..., una miseria.
    –¿Recuerda al caballero que le contrató?
    Jarcony desvió la vista hacia el follaje.
    –No muy bien. Yo diría que un extranjero... Un hombre bajo y fornido, de movimientos ágiles. Creo recordar que es calvo y lleva una hermosa esmeralda en la oreja, que me gustó mucho. Tal vez consiga usted aclararme una duda. ¿Por qué me hace esas preguntas?
    –Es muy sencillo. El caballero es un editor de Gethryn; Akadie desea añadir un apéndice a un tratado que dejó en manos de ese caballero.
    –Ay, ya comprendo.
    –No le haré más preguntas. Le comunicaré a Akadie que su obra ya debe de estar en Gethryn. –Glinnes se levantó–. Gracias por el vino. Ahora he de volver a Saurkash... Por pura curiosidad, ¿qué hizo con la llave de la taquilla?
    –Seguí las instrucciones y la dejé en la consigna.
    Glinnes se dirigió hacia el oeste a toda velocidad; la estela de su barca levantó burbujas a todo lo ancho del angosto canal de Jade. Se internó en el río Barabas mientras lanzaba una ola blanquecina sobre los jardines que bordeaban la orilla, y dobló hacia el oeste; cuando se aproximó a Port Maheul aminoró la velocidad. Ató la amarra al muelle principal con diestros nudos, y después caminó a buen paso hacia la terminal, un alto edificio de hierro negro y vidrio que los años habían teñido de verde pálido y violeta. En la pista de aterrizaje no se venían ni naves espaciales ni transportes aéreos locales.
    Glinnes entró en la estación y escudriñó la penumbra submarina. Algunos viajeros esperaban sentados en los bancos el autobús aéreo correspondiente. Una fila de taquillas ocupaba la pared situada tras el depósito de equipajes. Un empleado estaba sentado ante un mostrador bajo.
    Glinnes atravesó la sala e inspeccionó las taquillas. Las disponibles estaban abiertas, y había llaves magnéticas encajadas en las cerraduras. La puerta de la taquilla 42 estaba cerrada. Glinnes echó una rápida mirada al empleado de los equipajes y después forcejeó con la cerradura, pero no pudo abrirla.
    La taquilla estaba hecha de sólidas láminas metálicas; las puertas encajaban herméticamente. Glinnes se sentó en un banco próximo.
    Se le ocurrieron varias posibilidades. Pocas taquillas estaban ocupadas. Glinnes sólo contó cuatro que tuvieran las puertas cerradas. ¿Era demasiado esperar que la taquilla 42 contuviera todavía el maletín negro? En absoluto, pensó Glinnes. Cabía la posibilidad de que Lempel y el extranjero calvo y robusto que había contratado a Jarcony fueran la misma persona. Lempel había muerto antes de poder reclamar el maletín de la taquilla 42... Al menos, eso parecía.
    Y ahora: ¿cómo abrir la taquilla 42?
    Glinnes examinó al empleado que velaba por los equipajes, un hombre bajo de cabello bermejo grisáceo ralo, larga y temblorosa nariz y una expresión que denotaba ridícula obstinación. Era inútil esperar de él cooperación directa o indirecta; era la viva imagen de la trapacería.
    Glinnes reflexionó durante unos cinco minutos. Después, se levantó y caminó hacia la fila de taquillas. Depositó una moneda en la ranura de la taquilla 30. Cerró la puerta y retiró la llave.
    Se acercó al mostrador de equipajes y depositó la llave sobre la superficie. El empleado se acercó.
    –¿Sí, señor?
    –¿Será tan amable de guardarme la llave? –dijo Glinnes–. No me gusta llevarla encima.
    El empleado torció la boca y cogió la llave.
    –¿Cuánto tiempo estará ausente, señor? Algunas personas dejan sus llaves un tiempo exagerado.
    –Un día como máximo. –Glinnes puso una moneda sobre el mostrador–. Por los problemas que le causo.
    –Gracias.
    El empleado abrió un cajón y tiró la llave en un compartimento.
    Glinnes se alejó y se sentó en un banco desde el que podía observar al empleado.
    Pasó una hora. Aterrizó un autobús aéreo procedente de Cabo Flory. Bajaron algunos pasajeros y subieron otros. En el mostrador de equipajes se desplegó una gran actividad; el empleado no cesó de remover sus armarios y estantes. Glinnes le vigiló con suma atención. Confiaba en que después de sus esfuerzos necesitaría descansar o visitar el lavabo; sin embargo, después de que el último cliente se marchara, se sirvió una taza de té frío, que bebió de un sorbo, y después una segunda taza, sobre la que estuvo reflexionando unos minutos. Luego volvió a sus tareas, y Glinnes se resignó a tener paciencia.
    Glinnes empezó a sentirse aletargado. Veía a la gente ir y venir y se entretuvo un rato especulando sobre sus ocupaciones y secretos íntimos, pero no tardó en aburrirse. ¿Qué le importaban esos viajantes de comercio, esos abuelos y abuelas que volvían a casa aliviados después de sus visitas, esos funcionarios y dependientes? ¿Y el empleado? ¿Y su vejiga? Mientras Glinnes seguía observándole, el empleado bebió más té. ¿En qué órgano de su diminuto cuerpo se almacenaba tanto líquido? La idea causó en Glinnes cierta incomodidad. Su mirada se desvió hacia el lavabo. Si entraba aunque fuese por un momento, cabía la posibilidad de que el empleado eligiera ese preciso instante, y su vigilancia no habría servido de nada... Glinnes cambió de postura. No cabía duda de que podía esperar tanto como el empleado. La entereza le había sido de gran ayuda en el campo de hussade; la entereza volvería a ser un factor decisivo en su competición con el encargado de los equipajes.
    No cesaba de pasar gente; un hombre que llevaba un sombrero adornado con una ridícula roseta amarilla, una anciana que desprendía un potente olor a almizcle, un par de jóvenes que exhibían ropas fanschers y miraban de un lado a otro para ver quién reparaba en su orgulloso desafío... Glinnes cruzó las piernas y las descruzó. El encargado de los equipajes se sentó en un taburete y empezó a anotar las entradas en un diario. Se sirvió otra taza de té de la jarra para calmar su sed. Glinnes se puso en pie y caminó arriba y abajo. El encargado de los equipajes estaba de pie frente al mostrador, mirando al otro extremo de la estación. Daba la impresión de que se estaba mordiendo el labio inferior. Se dio la vuelta y alargó la mano para... ¡No!, pensó Glinnes, ¡la jarra de té no! ¡Ese hombre no era humano! Pero el empleado se limitó a enroscar la tapa de la jarra. Se frotó el mentón y pareció meditar, mientras Glinnes se aplastaba contra la pared, balanceándose de un lado a otro.
    El empleado tomó una decisión. Salió de detrás del mostrador y se dirigió al lavabo de caballeros.
    Glinnes se lanzó hacia adelante, gruñendo de alivio y ansiedad al mismo tiempo. Nadie pareció fijarse en él. Se agachó detrás del mostrador, abrió el cajón y rebuscó en su interior. Dos llaves. Cogió ambas, cerró el cajón y volvió a la zona de espera. No parecía que nadie se hubiera fijado en sus movimientos.
    Glinnes fue directamente hacia la taquilla 42. La primera llave llevaba una etiqueta con el número 30 impreso en negro. La etiqueta de la segunda llave ostentaba el número 42. Glinnes abrió la taquilla. Sacó el maletín negro y volvió a cerrar la puerta. ¿Era el momento oportuno de devolver la llave a su sitio? Glinnes pensó que no. Salió de la terminal a la luz brumosa del avness y se encaminó hacia el muelle. Se detuvo unos instantes tras un viejo muro para tranquilizarse.
    Encontró su barca tal como la había dejado. Desató la amarra y partió en dirección este.
    Intentó abrir el maletín mientras sujetaba el timón con la rodilla. La cerradura se resistió a sus dedos. La forzó con una palanca metálica y el cerrojo saltó. La tapa se deslizó a un lado. Glinnes tocó el dinero que había en su interior: pulcros fajos de papel moneda de Alastor. Treinta millones de ozols.


    21

    Glinnes navegó a lo largo de la costa hasta llegar al muelle de Rabendary una hora antes de la medianoche. La casa estaba a oscuras.
    Glay no se encontraba en ella. Glinnes depositó el maletín sobre la mesa y reflexionó durante varios minutos. Abrió la tapa y sacó billetes por valor de treinta mil ozols, que guardó dentro de un tarro y enterró junto a la terraza. Volvió a entrar en casa y telefoneó a Akadie, pero sólo vio círculos rojos en expansión que indicaban que el teléfono había sido desconectado por orden superior. Glinnes se sentó en la cama, cansado pero no agotado. Volvió a telefonear a la mansión de Akadie sin obtener respuesta; entonces llevó el maletín negro a su barca y zarpó en dirección norte.
    Desde el agua, la mansión de Akadie parecía estar en penumbra. Sin embargo, no era propio de Akadie, un hombre que disfrutaba con la actividad nocturna, estar durmiendo...
    Glinnes observó un hombre sobre el muelle que estaba de pie, inmóvil. Se apartó un poco de la orilla. La forma oscura no se movió.
    –¿Quién hay en el muelle? –gritó Glinnes.
    Al cabo de unos momentos, una voz ronca y amortiguada rompió el silencio.
    –Policía de la prefectura en misión de vigilancia.
    –¿Está en casa Janno Akadie?
    Otra pausa, y de nuevo la voz grave.
    –No.
    –¿Dónde está?
    La pausa, la voz amortiguada e indiferente.
    –En Welgen.
    Glinnes hizo dar media vuelta a la barca y la lanzó a toda velocidad por el ancho de Clinkhammer hasta el Saur, desde donde bajó a continuación por el estrecho de Farwan. Cuando llegó a Rabendary la casa seguía a oscuras; Glay no estaba. Glinnes amarró la barca y transportó el maletín negro a su casa. Telefoneó a casa de Gilweg. La pantalla se iluminó y surgió el rostro de Varella, una de las hijas pequeñas. Sólo los niños se encontraban en casa; el resto de la familia había salido de visita, a observar estrellas o a beber vino, o tal vez a Welgen para asistir a las ejecuciones... No estaba muy segura.
    Glinnes apagó la pantalla. Escondió el maletín entre la paja, y después se acostó y se quedó dormido casi al instante.

    La mañana despuntó alegre y cristalina. Una brisa cálida rizaba las aguas del ancho de Ambal. El cielo estaba teñido de un tono lila que no se veía muy a menudo.
    Glinnes desayunó apenas c intentó llamar otra vez a Akadie. Unos minutos después, una barca se detuvo en el muelle y Glay saltó a tierra.
    Glinnes salió a su encuentro. Glay se paró en seco y miró a Glinnes de arriba a abajo.
    –Te veo excitado –dijo.
    –He reunido el dinero suficiente para compensar a Casagave. Lo haremos antes de una hora.
    Glinnes miró la isla Ambal, que a la luz radiante de la mañana parecía más encantadora que nunca.
    –Como tú digas, pero será mejor que le telefonees antes.
    –¿Porqué?
    –Para avisarle.
    –No tengo el menor deseo de avisarle –replicó Glinnes.
    Pese a todo, fue a llamar. El rostro de Lute Casagave apareció en la pantalla. Habló con voz metálica.
    –¿Qué se le ofrece?
    –Tengo doce mil ozols para usted –dijo Glinnes–. Deseo rescindir en este instante el contrato de venta. Traeré el dinero sin más tardanza, si le parece conveniente.
    –Envíe el dinero junto con el propietario.
    –Yo soy el propietario.
    –Shira Hulden es el propietario. Supongo que él puede anular ese contrato si así lo desea.
    –Hoy le traeré una declaración jurada que certifica la muerte de Shira.
    –Vaya. ¿Dónde la consiguió?
    –Gracias a Janno Akadie, consejero oficial de la prefectura, que fue testigo de la confesión efectuada por el asesino.
    –Vaya –dijo Casagave con una risita.
    La pantalla se apagó.
    –Esa no es la reacción que yo esperaba –dijo Glinnes a Glay, desconcertado–. No ha demostrado la menor preocupación.
    Glay se encogió de hombros.
    –No tiene por qué, Akadie está en la cárcel. Si los lores manejan bien la situación terminará en el prutanshyr. Cualquier certificado de Akadie es papel mojado.
    Glinnes bajó los ojos y elevó los brazos en al aire.
    –¿Ha sufrido también más frustraciones que yo? –gritó.
    Glay se marchó sin hacer comentarios. Fue a la cama y se quedó dormido.
    Glinnes paseó arriba y abajo de la terraza, abismado en sus pensamientos. Luego, profiriendo una maldición inarticulada, saltó a la barca y zarpó en dirección oeste.
    Llegó a Welgen una hora más tarde y encontró muchas dificultades para amarrar la barca al atestado muelle. Un número inusitado de personas había elegido este día para visitar Welgen. En la plaza se desarrollaba una intensa actividad. Gente de la ciudad y de los marjales se movía sin cesar de un lado a otro, con un ojo puesto en el prutanshyr, donde unos obreros ajustaban las piezas de una pesada maquinaria, cuyo funcionamiento dejó perplejo a Glinnes. Se detuvo para interrogar a un anciano que estaba apoyado en su bastón.
    –¿Qué están haciendo en el prutanshyr?
    –Otra tontería de Filidice. –El viejo escupió desdeñosamente sobre los adoquines–. Se empeña en esos aparatos nuevos, que a duras penas realizan su función. Sesenta y dos piratas han de ser ajusticiados, y ayer ese trasto sólo logró hacer picadillo a un hombre. ¡Hoy tienen que repararlo! ¿Ha visto nunca algo parecido? En mis tiempos nos conformábamos con aparatos más sencillos.
    Glinnes fue a la jefatura de policía, donde le informaron que el jefe Filidice se encontraba ausente. Glinnes solicitó entrevistarse cinco minutos con Janno Akadie, pero el privilegio le fue denegado; aquel día no se podía visitar la cárcel.
    Glinnes regresó a la plaza y tomó asiento bajo la glorieta del Noble San Gambrino, donde hacía tanto tiempo, o así le parecía, había charlado con Junius Farfan. Pidió una mediana de aguardiente, que se bebió de un trago. ¡El destino conspiraba para desbaratar sus planes! Había demostrado el hecho incontrovertible de la muerte de Shira y después había perdido su dinero. Había conseguido nuevos fondos, pero ahora ya no podía demostrar la muerte de Shira. Su testigo Akadie había sido inhabilitado, y el autor del delito, Vang Drosset, estaba muerto.
    ¿Qué hacer ahora? ¿Y los treinta millones de ozols? Un chiste. Arrojaría el dinero a los merlings antes que entregarlo al jefe de policía Filidice. Glinnes hizo una seña al camarero y pidió otra mediana de aguardiente. A continuación dedicó una breve mirada al abominable prutanshyr. Para salvar a Akadie sería necesario devolver el dinero..., aunque, a decir verdad, la acusación que pendía sobre Akadie se sustentaba sobre pruebas insignificantes...
    Una sombra oscureció la entrada. Glinnes, parpadeando, vio a una persona de estatura mediana y porte discreto, a quien creyó reconocer.
    Miró con más atención y se levantó de un salto como impulsado por un resorte. El hombre se acercó al reparar en su ademán.
    –Si no me equivoco –dijo Glinnes–, usted es Ryl Shermatz. Yo soy Glinnes Hulden, un amigo del consejero Janno Akadie.
    –¡Por supuesto! Le recuerdo bien –dijo Shermatz–. ¿Cómo le va a nuestro amigo Akadie?
    El camarero trajo el aguardiente, que Glinnes puso frente a Shermatz.
    –Necesitará esto antes de que pase mucho tiempo... Imagino que no se habrá enterado de las noticias.
    –Acabo de volver de Morilia. ¿Por qué lo pregunta?
    Glinnes, estimulado por la coincidencia y el aguardiente, habló con cierta exageración.
    –Akadie ha sido arrojado a una mazmorra. Le acusan de un robo mayúsculo, y si los lores logran su propósito, Akadie será encajado entre las piezas de aquella máquina trituradora.
    –¡Tristes noticias en verdad! –exclamó Shermatz.
    Levantó el vaso en un irónico saludo y se lo llevó a los labios.
    –Akadie no debió nunca dedicarse al delito; carece de la fría decisión que distingue al criminal que triunfa.
    –No me ha entendido –dijo Glinnes, algo irritado–. La acusación es completamente absurda.
    –Me sorprende oírle hablar con tanto convencimiento –dijo Shermatz.
    –En caso necesario, la inocencia de Akadie puede ser demostrada de manera que convenza a todo el mundo, pero ésa no es la cuestión. Me pregunto por qué Filidice. basándose aparentemente en meras sospechas, ha encarcelado a Akadie, mientras el culpable sigue en libertad.
    –Una interesante especulación. ¿Sabe el nombre del culpable?
    Glinnes meneó la cabeza.
    –Ojalá pudiera..., sobre todo si cierto hombre es el culpable.
    –¿Por qué confía en mí?
    –Usted fue testigo de que Akadie entregaba el dinero al mensajero. Su testimonio le pondrá en libertad.
    –Vi que un maletín negro cambiaba de manos. Tal vez no contuviera casi nada.
    Glinnes eligió sus palabras con cuidado.
    –Se preguntará por qué confío tanto en la inocencia de Akadie. La razón es sencilla. Sé a ciencia cierta que dispuso del dinero tal como ha dicho. Bandolio fue capturado; su lugarteniente Lempel murió. El dinero nunca fue reclamado. En mi opinión, esos impertinentes lores se merecen el dinero tanto como Bandolio. No me inclino por ninguna de ambas facciones.
    Shermatz asintió con gesto grave.
    –A buen entendedor, con pocas palabras basta. Si Akadie es en verdad inocente, ¿quién es el auténtico cómplice de Bandolio?
    –Me sorprende que Bandolio no haya proporcionado una información definitiva, pero el jefe de policía Filidice no me permitirá intercambiar ni una palabra con Akadie, y mucho menos con Bandolio.
    –Yo no estoy tan seguro –afirmó Shermatz, mientras se levantaba–. Unas palabras con el jefe Filidice podrían ser muy útiles.
    –Vuelva a sentarse. No nos recibirá.
    –Y creo que sí. Soy algo más que un periodista ambulante, pues desempeño el cargo de superinspector de la Maza. El jefe de policía Filidice nos recibirá con sumo placer. Vamos cuanto antes y procedamos al interrogatorio. ¿Dónde se le puede encontrar?
    –Allí, en su cuartel general. El edificio está ruinoso, pero aquí en Welgen representa el poderío de la ley trill.


    Glinnes y Ryl Shermatz esperaron en un vestíbulo muy poco antes de que el jefe de policía Filidice saliera a recibirles. Su rostro expresaba preocupación.
    –¿Qué pasa ahora? ¿Quién es usted, señor?
    Shermatz depositó una placa metálica sobre el mostrador.
    –Haga el favor de comprobar mis credenciales –dijo.
    –Estoy a su servicio, por descontado –dijo Filidice después de examinar la placa con aire sombrío.
    –Estoy aquí por el caso relativo al astromentero Bandolio –dijo Shermatz–. ¿Le ha interrogado?
    –Hasta cierto punto. No había motivos para proceder a un interrogatorio exhaustivo.
    –¿Ha descubierto a su cómplice local?
    –Le ayudó un tal Janno Akadie, a quien he arrestado.
    –¿Está seguro, pues, de la culpabilidad de Akadie?
    –Las pruebas así lo indican.
    –¿Ha confesado?
    –No.
    –¿Le ha sometido a psicohalación?
    –En Welgen carecemos del material necesario.
    –Me gustaría interrogar tanto a Bandolio como a Akadie. A éste primero, por favor.
    Cinco minutos más tarde, Akadie fue empujado al interior del despacho, protestando y lamentándose. Al ver a Glinnes y a Shermatz se calló de repente.
    –Buenos días, Janno Akadie –le saludó Shermatz cortésmente–. Es un placer verle de nuevo.
    –¡En estas circunstancias, no! ¡No se lo va a creer! ¡Me han encerrado en una celda, como a un criminal! ¡Pensé que me iban a llevar al prutanshyr! ¿Qué le parece?
    –Confío en que seremos capaces de esclarecer el asunto. –Shermatz se volvió hacia Filidice–. ¿Cuáles son los cargos concretos contra Akadie?
    –Conspirar con Sagmondo Bandolio y apropiarse de treinta millones de ozols que no le pertenecen.
    –¡Los dos cargos son falsos! –gritó Akadie–. ¡Alguien está maquinando contra mí!
    –Le aseguro que descubriremos la verdad –dijo Shermatz– ¿Qué le parece si escuchamos ahora lo que tenga que decir el astromentero Bandolio?
    Filidice habló con su subordinado y Bandolio, un hombre alto y calvo, de barba y tonsura negras, luminosos ojos azules y expresión plácida, entró al cabo de unos momentos en la habitación. Era el hombre que había estado al mando de cinco implacables naves y cuatrocientos hombres, el hombre que había esparcido la tragedia diez mil veces por motivos que sólo él conocía.
    Shermatz le ordenó con un gesto que avanzara.
    –Sagmondo Bandolio, por pura curiosidad, ¿te arrepientes de la vida que has llevado?
    –Me arrepiento de las dos últimas semanas –sonrió Bandolio–, desde luego. En cuanto al período anterior, el asunto es complicado, y en cualquier caso no sabría responder a su pregunta con precisión. La introspección es la menos útil de nuestras capacidades intelectuales.
    –Estamos investigando la incursión que realizaste sobre Welgen. ¿Puedes identificar a tu cómplice local de una vez por todas?
    Bandolio se tiró de la barba.
    –No he podido identificarle, a menos que mi memoria me traicione.
    –Ha sido sometido a investigación mental –dijo el jefe Filidice–. No retiene información clandestina.
    –La iniciativa provino de Trullion. Bandolio recibió una propuesta a través de los canales secretos astromenteros; envió a un subalterno llamado Lempel para proceder a una inspección preliminar. Lempel presentó un informe optimista y Bandolio en persona vino a Trullion. Se encontró con el trill que se convirtió en su cómplice en una playa cercana a Welgen. La entrevista se celebró a medianoche. El trill se cubría el rostro con una máscara de hussade y hablaba con voz cultivada. Bandolio no la pudo identificar. Llegaron a un acuerdo y Bandolio no volvió a ver al hombre. Encargó a Lempel del proyecto, pero éste ha muerto. Bandolio no oculta más información y la psicohalación corrobora sus afirmaciones.
    Shermatz se volvió hacia Bandolio.
    –¿Te parece correcto el resumen?
    –Lo es, salvo por la sospecha de que mi cómplice local persuadió a Lempel de que pasara información a la Maza; así los dos se dividirían la totalidad del rescate. Después de que la Maza fuera puesta al corriente, la vida de Lempel llegó a su fin.
    –¿De manera que no tienes motivos para ocultar la identidad de tu cómplice?
    –Todo lo contrario. Mi deseo más ardiente es verle danzar al son de la música del prutanshyr.
    –Ante ti se encuentra Janno Akadie. ¿Le conoces?
    –No.
    –¿Es posible que Akadie fuera tu cómplice?
    –No. El hombre era tan alto como yo.
    Shermatz miró a Filidice.
    –Ya lo ve: un grave error que por suerte no se ha consumado en el prutanshyr.
    El rostro pálido de Filidice se perló de sudor.
    –¡Le aseguro que he sido sometido a una presión intolerable! La Orden de los Aristócratas insistió en que yo actuara; autorizó a Lora Gensifer, el secretario, a exigirme la máxima diligencia. No pude encontrar el dinero, así que...
    Filidice se interrumpió y se humedeció los labios.
    –Para apaciguar a la Orden de los Aristócratas encarceló a Janno Akadie.
    –Me pareció una línea de acción obvia.
    –¿Se encontró con su cómplice bajo la luz de las estrellas? –preguntó Glinnes a Bandolio.
    –Sí.
    Bandolio parecía casi contento.
    –¿Cómo iba vestido?
    –Con el paray y la capa trills, de amplias hombreras, postizos o alas; sólo un trill sabe para qué sirven. Su silueta, plantado en la orilla con su máscara de hussade, era la de un gran pájaro negro.
    –De modo que estuvo cerca de él.
    –Nos separaba una distancia de unos dos metros.
    –¿Qué máscara llevaba?
    –¿Cómo quiere que conozca sus máscaras locales? –rió Bandolio–. Surgían cuernos de las sienes, colmillos de la boca y colgaba una lengua fláccida. La verdad es que me sentí como en presencia de un monstruo.
    –¿Puede describir su voz?
    –Un murmullo ronco. No quería que le reconociera.
    –¿Gestos, ademanes, postura del cuerpo?
    –Ninguno. No hizo el menor movimiento.
    –¿Su barca?
    –Una lancha motora vulgar.
    –¿En qué fecha se produjo el encuentro?
    –El cuarto día de Lyssum.
    Glinnes reflexionó unos momentos.
    –¿Lempel le transmitió todas las indicaciones posteriores?
    –Cierto.
    –¿No tuvo otro contacto con el hombre de la máscara de hussade?
    –Ninguno.
    –¿Cuál fue su misión concreta?
    –Se encargó de sentar en la sección D del estadio a los trescientos hombres más ricos de la prefectura, y lo hizo a la perfección.
    –Compraron las entradas anónimamente y las enviaron mediante un mensajero –terció Filidice–. No ofrecen la menor pista.
    Ryl Shermatz examinó a Filidice un largo y pensativo momento durante el cual consiguió inquietarle.
    –Me intriga por qué encarceló a Janno Akadie basándose en pruebas que incluso a primera vista resultan ambiguas.
    –Recibí información confidencial de una fuente intachable –respondió con dignidad Filidice–. Dadas las condiciones de apremio y agitación pública, decidí actuar con determinación.
    –¿Dice que la información es confidencial?
    –Bien, sí.
    –¿Y quién es la fuente intachable?
    Filidice titubeó y después hizo un gesto de cansancio.
    –El secretario de la Orden de los Lores me convenció de que Akadie conocía el paradero del dinero del rescate. Recomendó que el consejero fuera encarcelado y amenazado con el prutanshyr hasta que estuviese dispuesto a devolver el dinero.
    –El secretario de la Orden de los Lores... O sea, Lora Gensifer.
    –Precisamente –dijo Filidice.
    –¡Ese ingrato! –murmuró Akadie–. Tendré unas cuantas palabras con él.
    –Podría ser interesante buscar una explicación racional a esa acusación –musitó Shermatz–. Sugiero que vayamos a visitar a Lora Gensifer.
    Filidice levantó la mano.
    –Hoy sería muy inoportuno para Lora Gensifer. Ha reunido en su mansión a todos los nobles de la región para celebrar su boda.
    –Me importa tanto la conveniencia de Lora Gensifer –declaró Akadie– como a él la mía. Le iremos a visitar ahora mismo.
    –Estoy completamente de acuerdo con Janno Akadie –dijo Glinnes–, en especial porque podremos identificar al verdadero criminal y detenerle.
    –Habla con peculiar seguridad –dijo Ryl Shermatz en tono burlón.
    –Es muy probable que esté equivocado –repuso Glinnes–. Por este motivo creo que Sagmondo Bandolio debería acompañarnos.
    Filidice, que había perdido el control de la situación, reaccionó con presteza.
    –No es una idea sensata. En primer lugar, Bandolio es muy ágil y escurridizo; no debe escapar al prutanshyr. En segundo, él mismo se ha declarado incapaz de facilitar la menor identificación; los rasgos del criminal estaban ocultos por una máscara. En tercero, considero dudosa, como mínimo, la teoría de que descubriremos a la persona culpable en la boda de Lora Gensifer. No tengo ganas de hacer un disparate y convertirme en el hazmerreír de todo el mundo.
    –Un hombre concienzudo nunca se pone en ridículo por cumplir su deber –dijo Ryl Shermatz–. Sugiero que prosigamos nuestra investigación sin hacer caso de los resultados secundarios.
    Filidice accedió de mala gana.
    –Muy bien, partamos hacia la mansión de Lora Gensifer. ¡Guardia, restrinja los movimientos del prisionero! Cierre las esposas con doble llave y fije un detonador a su garganta.


    La lancha oficial negra y gris atravesó el ancho de Fleharish en dirección a las Cinco Islas. Medio centenar de embarcaciones se apelotonaban en el muelle, y el paseo estaba decorado con guirnaldas de seda escarlatas, amarillas y rosas. Lores y damas paseaban por los jardines ataviados con los espléndidos ropajes arcaicos que sólo se utilizaban en las ocasiones más formales, y que la gente vulgar jamás tenía la oportunidad de ver.
    La partida oficial subió por el sendero, consciente de su incongruencia. El jefe de policía Filidice se debatía entre la furia reprimida y el embarazo. Ryl Shermatz se mantenía tranquilo, y Sagmondo Bandolio parecía disfrutar vivamente de la situación. Erguía la cabeza y miraba con desparpajo a un lado y a otro. Un viejo mayordomo les vio y se precipitó a su encuentro, consternado. Filidice murmuró una explicación; el rostro del mayordomo expresó un profundo desagrado.
    –Es evidente que no pueden irrumpir en la ceremonia, que se iniciará en breve. ¡Su procedimiento es muy ofensivo!
    El autocontrol del jefe de policía Filidice se quebró, y habló con voz vibrante.
    –¡Silencio! ¡Se trata de un asunto oficial! Lárguese de mi vista... No, espere. Tal vez le dé instrucciones. –Miró agriamente a Shermatz–. ¿Qué quiere hacer?
    Shermatz se volvió hacia Glinnes.
    –¿Qué sugiere?
    –Un momento –dijo Glinnes.
    Paseó la mirada por el jardín, buscando entre las doscientas personas reunidas. Nunca había visto semejante despliegue de espléndidas vestiduras. Las capas de terciopelo de los lores, con escudos de armas en la espalda; los trajes de las damas, ceñidos y guarnecidos con cuentas de coral negro, escamas de merling cristalizadas o turmalinas rectangulares, y el conjunto rematado con una tiara. Glinnes escudriñó los rostros de uno en uno. No andaría lejos Lute Casagave (o Lora Ambal, como se hacía llamar). Vio a Duissane, que vestía un sencillo traje blanco y un menudo turbante blanco. Al intuir la mirada de Glinnes, se volvió y le vio: Glinnes experimentó una emoción que no pudo precisar, la sensación de que algo precioso se alejaba y se perdía para siempre. Lora Gensifer estaba a su lado. Divisó a los recién llegados y frunció el ceño, sorprendido y disgustado.
    Alguien que se hallaba cerca giró sobre sus talones y empezó a alejarse. El movimiento llamó la atención de Glinnes. Saltó hacia adelante, agarró al hombre por el brazo y le hizo dar media vuelta.
    –Lute Casagave.
    El rostro de Casagave estaba pálido y descompuesto.
    –Soy Lora Ambal. ¿Cómo se atreve a tocarme?
    –Sea tan amable de acompañarme. El asunto es importante.
    –Resulta que no quiero hacer nada por el estilo.
    –Entonces, quédese aquí.
    Glinnes le atrapó. Casagave tenía la cara blanca y su expresión era amenazadora.
    –¿Qué quiere de mí?
    –Que observe –respondió Glinnes–. Éste es Ryl Shermatz, inspector jefe de la Maza. Éste es Janno Akadie, en otros tiempos acreditado consejero de la Prefectura de Jolany. Ambos actuaron de testigos cuando Vang Drosset confesó que había asesinado a Shira Hulden. Soy el señor de Rabendary y le exijo ahora que abandone la isla Ambal cuanto antes.
    Lute Casagave no respondió.
    –¿Para eso me han traído, sólo para enfrentarse con Lora Ambal? –preguntó Filidice de mal humor.
    Una alegre carcajada de Sagmondo Bandolio le interrumpió.
    –¡Así que ahora es Lora Ambal! No lo era en los viejos días, no señor.
    Casagave se dio la vuelta para huir, pero la serena voz de Shermatz le frenó.
    –Espere un momento, por favor. Esto es una investigación oficial, y la cuestión de su identidad puede ser importante.
    –Soy Lora Ambal, y ya es suficiente.
    Ryl Shermatz desvió su afable mirada hacia Bandolio.
    –¿Le conoce por otro nombre?
    –Por otro nombre y por otras muchas acciones, algunas de las cuales me perjudicaron. Ha hecho lo que yo debí hacer hace diez años..., retirarse con su botín. Tiene ante usted a Alonzo Dirrig, a veces conocido como el Diablo de Hielo y Dirrig el Hacedor de Cráneos, en su tiempo dueño de cuatro naves, uno de los más expertos astromenteros.
    –Se equivoca, sea quien sea.
    Casagave hizo una reverencia y trató de marcharse.
    –¡No tan deprisa! –ordenó Filidice–. Quizá hayamos hecho un descubrimiento importante. Si es así, Janno Akadie no es culpable. Lora Ambal, ¿niega las acusaciones de Sagmondo Bandolio?
    –No hay nada que negar. Ese hombre se equivoca.
    Bandolio lanzó una risita burlona.
    –Miren la palma de su mano izquierda; verán una cicatriz que le hice yo mismo.
    –¿Niega que es usted Alonzo Dirrig –prosiguió Filidice–, que conspiró para secuestrar a trescientos lores de la prefectura, y que posteriormente asesinó a un tal Lempel?
    Casagave torció el gesto.
    –Claro que lo niego. ¡Demuéstrelo, si puede!
    Filidice se volvió hacia Glinnes.
    –¿Dónde están sus pruebas?
    –Un momento –dijo Shermatz, perplejo. Se dirigió a Bandolio–. ¿Es éste el hombre con el que conversó en la playa cercana a Welgen?
    –¿Alonzo Dirrig llamándome para llevar a cabo sus planes? Nunca, nunca... Alonzo Dirrig, no.
    Filidice miró a Glinnes, vacilante.
    –Bien, después de todo, estaba equivocado.
    –¡No tan deprisa! –dijo Glinnes–. Nunca he acusado a Casagave, o a Dirrig. como quiera que se llame, de nada. Sólo le he traído aquí para clarificar un pequeño asunto sin importancia.
    Casagave dio media vuelta y se puso a correr. Ryl Shermatz hizo un gesto. Filidice dio órdenes a dos policías.
    –¡Perseguidle y arrestadle!
    Los policías salieron tras él. Casagave miró hacia atrás, y al verse perseguido se desvió hacia el muelle y saltó a su barca, con la que atravesó el ancho de Fleharish levantando una nube de espuma.
    –¡Seguidle en la lancha y no le perdáis de vista! –rugió Filidice a los policías–. ¡Pedid refuerzos por radio! ¡Arrestadlo!
    Lora Gensifer, el rostro tenso de desagrado, se encaró con ellos.
    –¿Por qué han provocado este alboroto? ¿No se dan cuenta de que estamos celebrando un acontecimiento solemne?
    El jefe de policía Filidice habló con toda la dignidad que pudo reunir.
    –Estamos afligidos por nuestra intrusión. Temamos razones para sospechar que Lora Ambal era el cómplice de Sagmondo Bandolio. En apariencia, no es éste el caso.
    Lora Gensifer enrojeció. Miró a Akadie y después a Filidice.
    –¡Claro que no es el caso! ¿Acaso no hemos discutido suficiente mente el asunto? ¡Ya sabemos quién es el cómplice de Bandolio!
    –¡Vaya! –dijo Akadie.
    El sonido de su voz recordó al de una sierra cortando un clavo.
    –¿Y quién es esta persona?
    –¡El pérfido consejero que con tanta maña reunió y después ocultó treinta millones de ozols! –exclamó Lora Gensifer–. ¡Su nombre es Janno Akadie!
    –Sagmondo Bandolio contradice esta teoría –dijo suavemente Ryl Shermatz–. Dice que Akadie no es el hombre. Lora Gensifer levantó los brazos al aire.
    –Muy bien. ¡Akadie es inocente! ¿Y qué? ¡Estoy harto de todo este asunto! Váyase, por favor. Han invadido mi propiedad e interrumpido un solemne ritual.
    –Acepte mis disculpas –dijo Filidice–. Le aseguro que no era mi intención. Vamos, caballeros...
    –Un momento –dijo Glinnes–. Aún no hemos llegado al quid de la cuestión. Bandolio no puede identificar al hombre que vio en la playa, pero puede identificar la máscara sin temor a equivocarse. Lora Gensifer, ¿puede traer un casco de los Gorgonas de Fleharish?
    –Por supuesto que no lo haré. ¿Qué clase de farsa es ésta? ¡Les pido una vez más que se vayan!
    Glinnes no le hizo caso y habló a Filidice.
    –Cuando Bandolio describió los cuernos y la lengua colgante de la máscara pensé inmediatamente en los Gorgonas de Fleharish. El cuarto día de Lyssum. cuando se celebró la entrevista, los Gorgonas todavía no habían estrenado sus uniformes. Sólo Lora Gensifer pudo utilizar un casco de los Gorgonas. Por tanto, Lora Gensifer es el culpable.
    –¿Qué está diciendo? –murmuró Filidice. abriendo los ojos de asombro.
    –¡Aja! –chilló Akadie, y se lanzó sobre Lora Gensifer. Glinnes consiguió retenerle.
    –¿Qué calumnia demencial estás divulgando? –rugió Lora Gensifer, intensamente rojo–. ¿Has perdido el juicio?
    –Es ridículo –dijo Filidice–. No escucharé nada más.
    –Tranquilos, tranquilos –dijo Ryl Shermatz con una leve sonrisa–. Es evidente que la teoría de Glinnes Hulden merece cierta consideración. En mi opinión, es definitiva, exclusiva y suficiente.
    –Lora Gensifer es un hombre muy importante –dijo Filidice con voz sumisa–. Es el secretario de la Orden.
    –Y como tal, le obligó a encarcelar a Akadie –dijo Glinnes.
    Lora Gensifer agitó el dedo furiosamente en dirección a Glinnes, pero no pudo pronunciar ni una palabra.
    –¿Puede refutar la acusación? ¿Robó alguien tal vez un casco? –preguntó quejumbroso Filidice.
    Lora Gensifer asintió con vehemencia.
    –¡No hace falta decirlo! Alguien, sin duda Akadie, robó un casco de los Gorgonas de mi almacén.
    –En ese caso –dijo Glinnes–, debe de faltar uno. Vamos a contar los cascos.
    Lora Gensifer propinó un violento puñetazo a Glinnes, que se agachó para evitarlo. Shermatz hizo una señal a Filidice.
    –Arreste a este caballero; llévele a la cárcel. Le someteremos a psicohalación y sabremos la verdad.
    –De ninguna manera –masculló Lora Gensifer con voz gutural–. Nunca iré al prutanshyr.
    Al igual que Casagave, dio media vuelta y corrió por el muelle, mientras sus invitados contemplaban la escena asombrados y fascinados. Nunca habían sido testigos de una boda semejante.
    –Persíganle –dijo Shermatz.
    Filidice se abalanzó sobre él. El perseguido intentó rechazarle. El peso de Filidice hizo que Lora Gensifer cayera hacia atrás, saltara por la borda y se precipitara al agua.
    Lora Gensifer nadó bajo el muelle.
    –Es inútil, Lora Gensifer –gritó Filidice–, debe entregarse a la justicia. Salga, por favor.
    Sólo un remolino de agua indicaba la presencia del Lora acosado. Filidice le conminó de nuevo.
    –Lora Gensifer, ¿por qué nos crea dificultades innecesarias? Salga, no puede escapar.
    Desde debajo del muelle se oyó una ronca imprecación, un breve y frenético chapoteo, y luego se hizo el silencio. Filidice se incorporó poco a poco. Se quedó mirando el agua, con el rostro ceniciento. Subió al muelle y se reunió con Ryl Shermatz, Glinnes y Akadie.
    –Podemos declarar el caso cerrado –dijo–. Los treinta millones de ozols seguirán siendo un misterio. Quizá nunca descubramos la verdad.
    Ryl Shermatz miró a Glinnes, que se humedeció los labios y frunció el ceño.
    –Bien, supongo que da lo mismo –dijo Shermatz–. ¿Dónde está nuestro cautivo Bandolio? ¿Es posible que ese bribón se haya aprovechado de la confusión?
    –Eso parece –suspiró Filidice–. ¡Ha huido! ¡Qué día tan aciago!
    –Todo lo contrario –dijo Akadie–. Ha sido el más gratificante de mi vida.
    –Estoy muy contento de haber expulsado a Casagave –comentó Glinnes–. Para mí también ha sido un día excelente.
    Filidice se frotó la frente.
    –Aún estoy perplejo. Lora Gensifer parecía la apoteosis de la rectitud.
    –Lora Gensifer actuó precisamente en el peor momento –dijo Glinnes–. Mató a Lempel después de que éste diera instrucciones al mensajero, pero antes de que el dinero fuera entregado. Tal vez creyó que Akadie era tan inmoral como él.
    –Así está la situación –dijo Filidice–. Bien, supongo que debo dar algún tipo de explicación a los invitados.
    –Perdónenme –dijo Glinnes–. Debo ver a alguien.
    Cruzó el jardín hacia el lugar en el que había visto a Duissane. Se había marchado. Miró por todas partes, pero no la vio. ¿Habría entrado en la casa? Decidió que no... La casa ya no significaba nada para ella.
    Un sendero rodeaba la casa y conducía hasta la playa, que daba al océano. Glinnes bajó corriendo por el sendero y vio a Duissane de pie en la arena, mirando el agua, hacia la zona negra en que el horizonte se unía con el océano.
    Glinnes se reunió con ella. La muchacha se detuvo y le miró, como si nunca le hubiera visto. La joven dio media vuelta y caminó poco a poco por el agua hacia el este. Glinnes la siguió, y pasearon juntos por la playa bajo la luz brumosa del atardecer.

    FIN

    1 Astromenteros: piratas y saqueadores que suelen refugiarse en los llamados «astromentos».
    2 Merlank: una variedad de lagarto. El continente se ciñe al ecuador como un lagarto asido a una esfera de cristal azul.
    3 Cauch: una droga afrodisíaca derivada de la espora de un moho de las montañas, y utilizada por los trills en mayor o menor grado. Algunos se replegaban con tal intensidad en las fantasías eróticas que perdían el sentido de la responsabilidad, hasta el punto de hacer el ridículo. La irresponsabilidad, en el contexto de la sociedad trill, no podía ser considerada un problema social grave.
    4 Sheirl: término intraducible del vocabulario especial del hussade; una ninfa gloriosa, radiante de vitalidad estática, que incita a los jugadores de su equipo a realizar imposibles proezas de fuerza y agilidad. La sheirl es una virgen a la que se debe proteger de la vergüenza de la derrota.
    5 Merlings: indígenas anfibios semiinteligentes de Trullion, que viven en túneles excavados en las orillas de los ríos. Los merlings y los hombres convivían gracias a un pacto muy delicado; ambos se odiaban y se daban caza mutuamente, pero en condiciones tolerables. Los merlings se internaban en la tierra por las noches, en busca de carroña, animales pequeños y niños. Si registraban las barcas o entraban en una vivienda, los hombres se vengaban arrojando explosivos al agua. Si un hombre caía al agua o intentaba nadar, violaba los dominios de los merlings y se arriesgaba a que le ahogaran. De forma similar, no había clemencia para un merling descubierto en tierra firme.
    6 Observaciones de estrellas: por la noche, las estrellas del Cúmulo de Alastor brillan con profusión. La atmósfera refracta su luz. El cielo es surcado por haces de luz, resplandores y chispas caprichosas. Los trills salen a sus jardines con jarras de vino; nombran las estrellas y discuten sobre su exacto emplazamiento. Para los trills, para casi cualquier habitante de Alastor, el cielo nocturno no es un firmamento abstracto, sino un medio de abarcar con la vista prodigiosas distancias y localizar lugares conocidos: un enorme y luminoso plano. Siempre se hablaba de piratas (los así llamados «astromenteros») y de sus horribles hazañas. Cuando la estrella Numenes brillaba en el cielo, las conversaciones giraban en torno al Conáctico y a la gloriosa Lusz, y alguien decía invariablemente: «¡Será mejor que no nos vayamos de la lengua! Quizá esté sentado aquí, entre nosotros, bebiendo nuestro vino y tomando buena nota de los disidentes», lo cual provocaba risitas nerviosas, porque la costumbre del Conáctico de recorrer de incógnito los planetas era muy conocida. Entonces, siempre había alguien que respondía audazmente: «Somos diez personas (o doce, dieciséis o veinte, según el caso) entre cinco trillones. ¿El Conáctico entre nosotros? ¡Me arriesgaré!».
    7 Matamoscas: propulsión estelar.
    8 Paro: un jugador de hussade, el favorito del cúmulo, célebre por su juego agresivo y audaz.
    Slabar Velche: un famoso astromentero.
    9 Trevanyi: pueblo nómada de características raciales bien diferentes, proclive al robo, la brujería y otras artimañas; gentes excitables, apasionadas y vengativas. Consideran el cauch un veneno y protegen la castidad de sus mujeres con celo fanático.
    10 Ir a visitar amigos: eufemismo que se emplea para referirse a la acampada libre de los amantes drogados con cauch.
    11 La ley trill establece que los contratos de venta de tierras son provisionales durante un período de un año, para proteger a ambas partes.
    12 Las carretas trevanyis son voluminosas barcas equipadas con ruedas, capaces de ir por tierra o por mar.
    13 Zanzamar: ciudad situada en el extremo más oriental del cabo Amanecer.
    14 Urush: término despectivo trevanyi para denominar a los trills.
    15 Spag: estado de celo. Spageen: individuo que se halla en tal condición.
    16 Forlostwenna: palabra de la jerga trevanyi que designa una urgente necesidad de marcharse, más perentoria que el normal instinto de viajar.
    17 La pregunta «¿Cuánto le debo?» se considera grosera en Trullion, donde la generosidad espontánea constituye la forma de vida.
    18 Gialospans: literalmente, desvestidores de chicas, en referencia a la situación anticipada de la sheirl enemiga.
    19 Stelt: material precioso extraído de las chimeneas de volcanes situados en ciertos tipos de estrellas muertas, un compuesto de metal y cristal natural que abarca infinitas variaciones de forma y color.
    20 El campo de juego de hussade es una red de «pasarelas» (también llamadas «caminos») y «laterales» que corren sobre un depósito de agua de un metro treinta de profundidad. Las pasarelas se hallan a dos metros setenta centímetros de distancia, y los laterales a tres metros y sesenta centímetros. Los trapecios permiten a los jugadores mecerse de pasarela a pasarela, pero no de lateral a lateral. El foso central mide dos metros y cuarenta centímetros de ancho, y puede pasarse al centro desde cada extremo o ser salvado de un salto si el jugador es lo bastante ágil. Los depósitos «base» de cada extremo del campo flanquean la plataforma en la que se yergue la sheirl.
    Los jugadores arrojan a los depósitos a sus contendientes bloqueándoles o utilizando la bufa, pero no pueden emplear sus manos para empujar, estirar, agarrar o atajar.
    El capitán de cada equipo porta el «hange» (una bombilla colocada sobre un pedestal de noventa centímetros). Cuando la luz se enciende, el capitán no puede atacar ni ser atacado. Cuando se aleja un metro y ochenta centímetros del hange o cuando lo levanta para cambiar de posición, la luz se apaga; entonces puede atacar y ser atacado. Un capitán muy fuerte casi puede prescindir de su hange; un capitán menos hábil se coloca en una confluencia clave, que en adelante es capaz de proteger gracias a que la zona del hange encendido se convierte en inexpugnable.
    La sheirl permanece erguida sobre su plataforma, en el extremo del campo, flanqueada por los depósitos base. Lleva un vestido blanco con una anilla de oro en la parte delantera. Los jugadores enemigos luchan por aferrar esta anilla de oro; un simple tirón desnuda a la sheirl. El capitán puede recobrar la dignidad de la sheirl pagando un rescate de quinientos, mil, dos mil ozols o más, de acuerdo con el trato previamente estipulado.
    21 Bufa: porra acolchada de noventa centímetros usada para arrojar los enemigos a los depósitos.
    22 La mitad de la taquilla se dividía entre los dos equipos competidores, en una proporción de tres partes para el vencedor y una para el derrotado.
    23 Tanchinaro: un pez negro y plateado del lejano Océano del Sur.
    24 Isthoune: orgullo y confianza exaltados.
    25 Karpuno: animal feroz parecido a un tigre de los volcanes de Shamshin.
    26 Quorlo: un tipo de molusco que vive en las playas arenosas.
    27 Cúrselo: insecto de mar parecido al cangrejo.
    28 Varmoso: sucio, infame, grosero: un adjetivo que suele aplicarse a los trills.

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      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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