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agosto 01, 2010
Parte 1 Los agentes de seguridad nos introdujeron en una sala de juntas junto al despacio de Jason, donde éste y un puñado de jefes de división de Perihelio estaban enfrentándose a una delegación que incluía a E. D. Lawton y al probable nuevo presidente, Preston Lomax. Ninguno parecía contento.
Examiné a E. D. Lawton, a quien no había visto desde el funeral de mi madre. Su delgadez empezaba a parecer casi patológica, como si algo vital se hubiera escapado de él. Puños de camisa blancos y almidonados, ceño prominente y huesudo. Tenía el pelo ralo, lacio y peinado aleatoriamente. Pero sus ojos seguían siendo rápidos. Los ojos de E. D. siempre eran vivaces cuando estaba enfurecido.
Preston Lomax, por otro lado, sólo parecía impaciente. Lomax había venido a Perihelio a que lo fotografiaran con Wun (fotos que serían publicadas después del anuncio oficial de la Casa Blanca) y para una reunión sobre la estrategia de los replicadores, que planeaba respaldar. E. D. estaba allí presente por el peso de su reputación. Había hablado hasta conseguir invitarse a la gira preelectoral del vicepresidente y desde entonces no había dejado de hablar.
Durante la visita de una hora de duración a Perihelio, E. D. había cuestionado, dudado, ridiculizado o contemplado con alarma prácticamente toda declaración que las divisiones de Jason habían hecho, especialmente cuando la tropa llegó a los nuevos laboratorios de incubadoras. Pero (según Jenna Wylie, la líder del equipo de criónica, que me lo explicó más tarde) Jason había refutado cada uno de los estallidos de su padre con una réplica paciente y probablemente bien ensayada de antemano. Lo que había llevado a E. D. a nuevas cimas de indignación, cosa que a su vez lo hacía parecer, según Jenna, «como un demente rey Lear delirando sobre los pérfidos marcianos»...
La batalla todavía seguía librándose cuando Wun y yo entramos. E. D. se apoyó sobre la mesa de conferencias, diciendo:
—Y en resumen, no tiene precedentes, no ha sido probado y se sirve de una tecnología que no comprendemos ni controlamos.
Y Jason sonrió a la manera de un hombre demasiado educado para avergonzar públicamente a otro hombre de mayor edad respetado pero algo senil.
—Obviamente, nada de lo que hacemos aquí está libre de riesgos. Pero...
Pero ahí estábamos. Unos pocos de los presentes no habían visto a Wun con anterioridad, y lo identificaron, quedándose mirándolo como ovejas sobresaltadas cuando se dieron cuenta. Lomax carraspeó.
—Discúlpenme, pero necesito tener unas palabras con Jason y nuestras nuevas incorporaciones. ¿En privado, si es posible? Sólo será un momento o dos.
Así que la gente salió cumplidamente en fila, incluyendo a E. D, que sin embargo parecía triunfante.
Las puertas se cerraron. El silencio tapizado de la sala de juntas se aposentó a nuestro alrededor como nieve recién caída. Lomax, que todavía no nos había dirigido la palabra, se dirigió a Jason.
—Sé que me dijiste que recibiríamos unas cuantas críticas hostiles. Pero...
—Son muchas cosas que asumir. Lo entiendo.
—No me gusta tener a E. D. meando en la tienda desde fuera. Pero no puede hacernos ningún daño de verdad, suponiendo...
—Suponiendo que no haya ninguna base para sus acusaciones. Y te aseguro que no las hay.
—Crees que está senil.
—No iría tan lejos. ¿Que si creo que su juicio es cuestionable? Sí, lo creo.
—Sabes que esa acusación también se hace contra ti.
Eso era lo más cerca que había estado, y que estaría, de estar cerca de un presidente. Lomax todavía no había sido elegido, pero sólo las formalidades se interponían entre él y el cargo. Como vicepresidente, Lomax siempre había parecido un poco severo, un poco meditabundo, un risco de Maine comparado con la personalidad tejana y bulliciosa de Garland, la presencia ideal para un funeral de Estado. Durante la campaña había aprendido a sonreír más a menudo, pero el esfuerzo nunca era del todo convincente, los caricaturistas políticos siempre acentuaban ese ceño, mordiéndose el labio inferior como si estuviera conteniendo una maldición, ojos tan gélidos como un invierno en Cape Cod.
—Contra mí. Estás hablando de las insinuaciones de E. D. sobre mi salud.
Lomax suspiró.
—Francamente, la opinión de tu padre sobre la viabilidad del proyecto replicador no tiene mucho peso. Es un punto de vista minoritario y posiblemente así se quedará. Pero sí, tengo que admitir que las acusaciones que ha hecho hoy son un poco perturbadoras. —Se volvió hacia mí—. Por eso está usted aquí, doctor Dupree.
Ahora Jason dirigió su atención hacia mí, y su voz era cauta, cuidadosamente neutral.
—Parece que E. D. ha estado haciendo algunas afirmaciones bastante descabelladas. Dice que sufro de... ¿de qué era, de una enfermedad cerebral agresiva?
—De un deterioro neurológico intratable —dijo Lomax—, que está interfiriendo con la habilidad de Jason para supervisar las operaciones aquí en Perihelio. ¿Qué tiene que decir a eso, doctor Dupree?
—Supongo que diría que Jason puede hablar por sí mismo.
—Ya lo he hecho —dijo Jase—. Le he contado al vicepresidente Lomax lo de mi EM.
De la que en realidad no sufría. Era una seña para mi entrada en escena. Me aclaré la garganta.
—La esclerosis múltiple no es completamente curable, pero es más que simplemente controlable. Un paciente de EM puede esperar una vida tan larga y productiva como cualquier otra persona. Quizá Jase haya sido renuente a hablar de ello, y ése es su privilegio, pero la EM no es nada de lo que avergonzarse.
Jase me dirigió una mirada sostenida que no supe interpretar.
—Gracias. —Un poco secamente—. Aprecio la información. Por cierto, ¿conoce usted a un tal doctor Malmsteim? ¿David Malmstein?
Seguido por un silencio que se abría como las fauces de una trampa de acero.
—Sí —dije, puede que un segundo demasiado tarde.
—Este doctor Malmstein es un neurólogo, ¿no?
—Sí, lo es.
—¿Ha consultado con él en el pasado?
—Consulto con muchos especialistas. Es parte de lo que hago como médico.
—Porque, según E. D., llamó usted a ese Malmstein por él, eh, grave trastorno neurológico de Jason.
Lo que explicaba la gélida mirada que Jason me dirigía. Alguien había hablado con E. D. acerca de eso. Alguien próximo. Pero no había sido yo.
Intenté no pensar en quién podría haber sido.
—Hago lo mismo con todo paciente con un posible diagnóstico de EM. Llevo una buena clínica aquí en Perihelio, pero no tengo el equipo de diagnóstico al que Malmstein puede acceder en un hospital.
Lomax, creo, reconoció mi réplica como una evasiva que en realidad no era respuesta a su pregunta. Pero le pasó la pelota a Jase.
—¿El doctor Dupree dice la verdad?
—Por supuesto que sí.
—¿Confías en él?
—Es mi médico personal. Por supuesto que confío en él.
—Porque, sin ofender, te deseo que estés bien, pero en realidad me importan un carajo tus problemas médicos. Lo que me preocupa es si puedes darnos el apoyo que necesitamos y llegar a completar este proyecto. ¿Puedes hacerlo?
—Siempre que tengamos financiación, sí, señor. Aquí estaré.
—¿Y qué hay de usted, embajador Wen? ¿Le preocupa este asunto? ¿Alguna pregunta o preocupación por el futuro de Perihelio?
Wun frunció los labios, tres cuartos de sonrisa marciana.
—Ninguna preocupación en absoluto. Confío plenamente en Jason. Y a su vez confío en el doctor Dupree. También es mi médico personal.
Cosa que hizo que tanto Jason como yo tuviéramos que disimular nuestro asombro, pero sirvió para que Lomax se tragara el cebo.
—Muy bien —dijo con un encogimiento de hombros. Mis disculpas por sacarlo a relucir, Jason. Espero que sigas bien de salud y que no te sintieras ofendido por el tono de las preguntas, pero dado el estatus de E. D. me vi obligado a preguntar.
—Lo comprendo —dijo Jase—. En cuanto a E. D....
—No te preocupes por tu padre.
—No me gustaría verlo humillado.
—Acabará siendo apartado discretamente. Creo que eso ya está decidido. Si insiste en expresar sus opiniones en público... —Lomax hizo un ademán de indiferencia—. En ese caso me temo que será su propia capacidad mental la que la gente ponga en tela de juicio.
—Por supuesto —dijo Jason—, todos esperamos que eso no sea necesario.
Pasé la hora siguiente en la clínica. Molly no había aparecido esa mañana y Lucinda había concertado todas las citas. Le di las gracias y le dije que se tomara el resto del día libre. Pensé en hacer un par de llamadas, pero no quería que pasaran por el sistema de Perihelio.
Esperé hasta que el helicóptero de Lomax despegara y su cabalgata imperial se marchara por las puertas principales; entonces limpié mi escritorio e intenté pensar en qué quería hacer. Descubrí que las manos me temblaban un poco. No era EM. Furia, quizá. Indignación. Dolor. Quería diagnosticarlo, no experimentarlo. Quería desterrarlo al índice del Manual de diagnóstico y estadística.
Estaba atravesando la recepción cuando Jason apareció por la puerta.
—Quiero darte las gracias por respaldarme. Supongo que eso significa que no eres el que le contó a E. D. lo de Malmstein.
—No haría algo así, Jase.
—Lo acepto. Pero alguien lo hizo. Y eso presenta un problema. Porque ¿cuánta gente sabe que he estado viendo a un neurólogo?
—Tú, yo, Malmstein, cualquiera que trabaje en la consulta de Malmstein...
—Malmstein no sabía que E. D. estaba buscando mierda que tirarme encima y tampoco su personal. E. D. debió de averiguarlo por una fuente más cercana. Si no fuimos ni tú ni yo...
Molly. No tenía que decirlo.
—No podemos acusarla sin ninguna prueba.
—Habla por ti. Tú eres el que se acuesta con ella. ¿Tienes registros de mis reuniones con Malmstein?
—Aquí, en la clínica, no.
—¿En casa?
—Sí.
—¿Se los enseñaste a ella?
—Por supuesto que no.
—Pero puede que tuviera acceso a ellos cuando tú no eras consciente de ello.
—Supongo que sí. —Un sí rotundo.
—¿Y ella no está aquí para responder a ninguna pregunta? ¿Te llamó diciendo que estaba enferma?
Me encogí de hombros.
—No me ha llamado para nada. Lucinda intentó ponerse en contacto con ella, pero no responde al teléfono.
Jason suspiró.
—No te estoy culpando de esto, Tyler. Pero tienes que admitir que hiciste muchas elecciones cuestionables en este asunto.
—Me enfrentaré a ello —dije.
—Sé que estás enfadado. Herido y enfadado. No quiero que salgas de aquí y hagas algo que empeore las cosas. Pero quiero que reflexiones sobre cuál es tu postura en este proyecto. Dónde están tus lealtades.
—Sé dónde están —dije.
Intenté contactar con Molly desde mi coche pero seguía sin responder al teléfono. Fui hasta su apartamento. Era un día cálido. El bajo edificio de estuco donde vivía estaba envuelto en una neblina de aspersores de césped. El olor fungoso a mantillo húmedo se infiltró en el coche.
Giraba el coche hacia el aparcamiento de visitantes cuando vi a Moll apilando cajas en la parte de atrás de un remolque de mudanzas enganchado al parachoques de su Ford. Paré el coche frente a ella. Me vio y dijo algo que no pude oír bien pero que sonaba mucho como «¡Oh, mierda!». Pero se mantuvo en su sitio cuando salí del coche.
—No puedes aparcar aquí—dijo—. Bloqueas la salida.
—¿Te vas a algún lado?
Molly dejó una caja de cartón etiquetada como platos sobre el suelo corrugado del remolque.
—¿A ti qué te parece?
Llevaba pantalones de vestir color canela, una camisa vaquera y un pañuelo para ceñirse el pelo. Me acerqué y ella retrocedió tres pasos, claramente asustada.
—No voy a hacerte daño —dije.
—¿Y qué quieres?
—Saber quién te contrató.
—No sé de qué me estás hablando.
—¿Trataste directamente con E.D, o usó un intermediario?
—Mierda —dijo ella, midiendo la distancia entre ella y la puerta del coche—. Deja que me vaya, Tyler. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué sentido tiene todo esto?
—¿Acudiste a él y le hiciste una oferta o te llamó él primero? ¿Y cuándo empezó todo, Moll? ¿Me follaste para sacarme información o me vendiste en algún momento de nuestra primera cita?
—Vete al infierno.
—¿Cuánto te pagó? Me gustaría saber cuánto valgo.
—Vete al infierno. ¿Qué importancia tiene, de todas formas? No es...
—No me digas que no es por el dinero. Quiero decir ¿es que hay principios involucrados en esto?
—El dinero es el principio. —Se limpió el polvo de las manos sobre los pantalones, un poco menos asustada, algo más desafiante.
—¿Qué es lo que quieres comprar, Moll?
—¿Que qué quiero comprar? Lo único importante que cualquiera puede comprar. Una muerte mejor. Una muerte más limpia y mejor. Uno de estos días el sol saldrá y no dejará de salir hasta que todo el puto cielo esté en llamas. Y lo siento, pero quiero vivir en algún sitio agradable hasta que eso suceda. Algún lugar tan cómodo como pueda permitírmelo. Y cuando llegue ese último amanecer, quiero unas cuantas drogas realmente caras para ayudarme a cruzar al otro lado. Quiero irme a dormir antes de que empiecen los gritos. La verdad, Tyler. Eso es todo lo que quiero, eso es lo único que quiero en el mundo de verdad, y gracias, gracias por hacerlo posible. —Tenía la cara contraída con ferocidad, pero una lágrima se le escapó y le resbaló por la mejilla—. Por favor, mueve tu coche.
—¿Una casa bonita y un frasco de pastillas? ¿Ése es tu precio? —dije.
—No hay nadie que cuide de mí excepto yo misma.
—Eso suena patético, pero creía que podríamos cuidar el uno del otro.
—Eso significaría confiar en ti. Y no quiero ofenderte, pero... mírate. Deslizándote por la vida como si estuvieras esperando una respuesta o a un salvador, o simplemente permanentemente a la espera.
—Intento ser sensato, Moll.
—Oh, no lo dudo. Si la sensatez fuera un cuchillo estaría desangrándome. Pobre y sensato Tyler. Pero eso también lo descubrí. Toda esa dulce santurronería que llevas puesta como si fuera un traje. ¿Es venganza, no? Es tu venganza contra el mundo por decepcionarte. El mundo no te dio lo que querías, y por tanto tú no das nada sino simpatía y aspirinas.
—Molly...
—Y no te atrevas a decirme que me amas, porque sé que no es verdad. No sabes diferenciar entre estar enamorado y comportarte como si lo estuvieras. Que me eligieras fue bonito, pero podría haber sido cualquier otra, y créeme, Tyler, hubiera sido igual de decepcionante, de una forma u otra.
Me di la vuelta y me encaminé a mi coche, un poco inestable, menos conmocionado por la traición que por lo definitivo de ésta, intimidades narradas como unas inversiones de alto riesgo en una crisis del mercado de valores. Entonces me volví.
—¿Y qué hay de ti, Moll? Sé que te pagaron por la información, pero ¿fue por eso por lo que me follaste en un principio?
—Te follé —dijo—, porque me sentía sola.
—¿ Y ahora también ?
—Nunca dejé de sentirme sola —dijo.
Arranqué el coche y me fui.
El tictac de caros relojes
Las elecciones se acercaban rápidamente. Jason tenía la intención de usarlas de tapadera.
—Arréglame —había dicho. Y, según insistía, había una forma de hacerlo. Era poco ortodoxa. No estaba aprobada por la FDA. Pero era una terapia con una larga historia bien documentada. Y me dejó claro que pretendía usarla, con mi cooperación o sin ella.
Y debido a que Molly le había despojado de todo lo que le era importante (y me había dejado a mí entre los restos), accedí a ayudarle. (Pensando, irónicamente, en aquello que E. D. me había dicho hacía tantos años: «Espero que cuides de él. Espero que uses tu buen juicio». ¿Era eso lo que hacía?)
En los días previos a las elecciones de noviembre, Wun Ngo Wen nos informó sobre el procedimiento a seguir y sus riesgos asociados.
Conferenciar con Wun no era fácil. El problema no era tanto la red de seguridad que le rodeaba, aunque era bastante difícil de sortear, sino la multitud de analistas y especialistas que se alimentaban de sus archivos como abejorros del néctar. Eran académicos respetables, autorizados por Homeland Security, que habían jurado guardar el secreto, al menos pro tem, hipnotizados por los vastos bancos de datos de sabiduría marciana que Wun había traído a la Tierra consigo. La información digital era equivalente a quinientos volúmenes sobre astronomía, biología, matemáticas, física, medicina, historia y tecnología a más de mil páginas por volumen, gran parte de lo cual superaba considerablemente los conocimientos terrestres. Si los contenidos completos de la Biblioteca de Alejandría hubieran sido recuperados mediante una máquina del tiempo no hubieran producido tal furor académico.
Esa gente trabajaba bajo presión para terminar su tarea antes del anuncio oficial de la presencia de Wun. El gobierno federal quería al menos un índice aproximado de los archivos (gran parte de los cuales estaban en un inglés aproximado, pero algunas partes estaban en notación científica marciana) antes de que los gobiernos extranjeros empezaran a exigir sus derechos de acceso. El Departamento de Estado planeaba producir y distribuir copias saneadas de las cuales habrían sido expurgadas determinadas tecnologías potencialmente valiosas o peligrosas o que serían «presentadas de forma resumida» mientras los originales seguirían siendo alto secreto.
Por tanto, tribus enteras de académicos batallaban por tener y guardar celosamente su acceso a Wun, que podía interpretar o explicar lagunas en los textos marcianos. En varias ocasiones fui expulsado de las habitaciones de Wun por hombres y mujeres frenéticamente educados del «grupo de física de alta energía» o «el grupo de biología molecular» que exigían su cuarto de hora negociado. Wun de vez en cuando me presentaba a esa gente pero ninguno de ellos se alegraba demasiado de verme, y a la líder del equipo de ciencias médicas casi le da una taquicardia del susto cuando Wun anunció que me había elegido como su médico personal.
Jase tranquilizó a los académicos insinuando que yo era parte del «proceso de socialización» mediante el cual Wun pulía sus modales terráqueos fuera del contexto de la política o la ciencia, y yo le prometí a la líder del equipo médico que no proporcionaría tratamiento médico a Wun sin su implicación directa. Se extendió el rumor entre los investigadores de que yo era un civil oportunista que había conseguido introducirse en el círculo interno de Wun y que mi ganancia sería un jugoso contrato para un libro después de que se hiciera pública la existencia de Wun. El rumor surgió espontáneamente pero no hicimos nada por desmentirlo; servía a otros propósitos.
El acceso a los fármacos era más fácil de lo que hubiera esperado. Wun llegó a la Tierra con una farmacopea entera de drogas marcianas, ninguna de las cuales tenía contrapartidas terrestres y que podría necesitar, según afirmaba, para tratarse a sí mismo llegado el día. Los suministros le habían sido confiscados de su nave pero le fueron devueltos una vez confirmado su estatus de embajador. (Sin duda, el gobierno había tomado muestras; pero Wun dudaba que un análisis simple revelara el propósito de ninguno de esos materiales altamente sofisticados.) Wun simplemente le proporcionó un par de viales de la sustancia pura a Jason, que se los llevó lejos de Perihelio en una nube oscura de privilegios ejecutivos.
Wun me informó sobre la dosis, administración, contraindicaciones y problemas potenciales. Me sentí abatido ante la enorme lista de riesgos potenciales. Incluso en Marte, según dijo Wun, la tasa de mortalidad era de un nada trivial 0,1 por ciento, y en el caso de Jason se complicaba por su EMA.
Pero sin tratamiento, el pronóstico de Jason era aún peor. Y él seguiría adelante con esto lo aprobara yo o no... en cierto sentido, ahora el médico de cabecera era Wun Ngo Wen, no yo. Mi papel sería simplemente supervisar el procedimiento y tratar cualquier efecto secundario inesperado. Lo que tranquilizaba mi conciencia, aunque el argumento sería difícil de defender en un tribunal: puede que Wun «recetara» la droga, pero no sería su mano la que la introduciría en el cuerpo de Jason.
Sería la mía.
Wun Ngo Wen ni siquiera estaría con nosotros. Jase había reservado unas vacaciones de tres semanas hacia finales de noviembre y principios de diciembre, y para entonces Wun se habría convertido en una celebridad global, un nombre que (aunque inusual) todo el mundo reconocería. Wun estaría ocupado dirigiéndose a las Naciones Unidas y aceptando la hospitalidad de la colección algo ensangrentada de monarcas, mulás, presidentes y primeros ministros de este planeta, mientras Jason sudaba y vomitaba de camino a una salud mejor.
Necesitábamos un lugar al que ir. Un lugar donde pudiera ponerse enfermo sin despertar suspicacias, un lugar al que yo pudiera ir a atenderle sin atraer la atención no requerida, pero lo suficientemente civilizado para que pudiera llamar a una ambulancia si las cosas salían mal. Un sitio cómodo. Tranquilo.
—Conozco el lugar perfecto —dijo Jason.
—¿Y dónde está?
—La Gran Casa —dijo.
Me reí, hasta que me di cuenta de que lo decía en serio.
Diane no volvió a llamarme hasta pasada una semana de la visita de Lomax a Perihelio, una semana después de que Molly se marchara a reclamar la recompensa que E. D. Lawton o sus detectives de alquiler le hubieran prometido.
Sábado por la tarde. Estaba solo en casa. Un día soleado, pero tenía las persianas bajadas. Durante toda la semana, había estado haciendo equilibrios entre mis horas de consulta con los pacientes de la clínica de Perihelio y las tutorías a escondidas con Wun y Jase y ahora contemplaba la desolación de este fin de semana vacío. Estar ocupado era bueno, razoné, porque cuando estabas ocupado te sumergías por completo en los problemas rutinarios pero comprensibles que ahogan el dolor y abotargan el remordimiento. Eso era sano. Eso era un proceso para hacer frente a la pena. O al menos una táctica dilatoria. Útil, pero, lamentablemente, temporal. Porque tarde o temprano el ruido se desvanece, las muchedumbres se dispersan y vuelves a casa, a la bombilla fundida, a la habitación vacía, a la cama sin hacer.
Lo pasaba bastante mal. Ni siquiera estaba seguro de cómo sentirme... o más bien, cuál de los diversos e incompatibles modos de dolor debería aceptar primero. «Estás mejor sin ella», me había dicho Jase un par de veces, y eso era tan cierto como banal: mejor sin ella, pero sería mejor todavía si pudiera entenderla, si pudiera decidir si Molly me había usado o me había castigado por usarla a ella, si mi amor frío y quizá ligeramente falso equivalía a su igualmente frío y rentable repudió.
Entonces sonó el teléfono, lo que resultó embarazoso porque estaba ocupado quitando las sábanas de mi cama, haciéndolas pelotas para un viaje a la lavandería, montones de detergentes y agua hirviente para eliminar todo rastro del aura de Molly. Uno no desea que le interrumpan en una tarea así. Te hace sentir avergonzado. Pero siempre he sido un esclavo de las llamadas telefónicas. Lo cogí.
—¿Tyler? —dijo Diane—. ¿Eres tú? ¿Estás solo?
Admití que estaba solo.
—Bien, me alegro de poder pillarte en casa. Quería decirte que vamos a cambiar el número de teléfono. No aparecerá en la guía. Pero en caso de que necesites ponerte en contacto conmigo...
Recitó su número privado que garabateé en una servilleta que tenía a mano.
—¿Por qué no queréis estar en la guía de teléfonos? —Ella y Simon sólo tenían una línea terrestre, pero supuse que se trataba de alguna penitencia de devoción, como vestir lana o comer sólo cereal integral.
—Por un lado hemos estado recibiendo esas extrañas llamadas de E. D. Un par de veces llamó tarde por la noche y empezó a meterse con Simon. Parecía un poco borracho, francamente. E. D. odia a Simon desde el principio, pero después de que nos mudáramos a Phoenix no volvimos a oír de él. Hasta ahora. El silencio era doloroso. Pero esto es peor.
El número de teléfono de Diane debió de ser otra de las cosas que Molly saqueó de mi ordenador para dárselo a E. D. No podía explicárselo a Diane sin romper el juramento de seguridad, por la misma razón que no podía mencionar a Wun Ngo Wen o los replicadores comedores de hielo. Pero le conté que Jason se había visto metido en una pelea con su padre por el control de Perihelio y que Jason había salido victorioso, y que quizá eso fuera lo que molestaba a E. D.
—Puede ser —dijo Diane—. Así, tan poco después del divorcio.
—¿Qué divorcio? ¿Estás hablando de E. D. y Carol?
—¿Jason no te lo ha contado? E. D. lleva viviendo en una casa de alquiler en Georgetown desde mayo. Las negociaciones siguen en marcha, pero parece que Carol se queda con la Gran Casa y unas pensiones de manutención y E. D. con todo lo demás. El divorcio fue idea suya, no de ella. Lo que puede que sea comprensible. Carol ha estado a un pelo de un coma etílico desde hace décadas. No era gran cosa como madre y tampoco debió ser gran cosa como esposa para E. D.
—¿Me estás diciendo que lo apruebas?
—Para nada. No he cambiado de opinión sobre él. Era un padre terrible e indiferente... al menos conmigo. No me gustaba y a él no le importaba nada que no me gustara. Pero tampoco le tenía esa reverencia que Jason sí tenía por él. Jason lo veía como un monumental rey de la industria, como una colosal figura influyente...
—¿Y no lo es?
—Ha triunfado y tiene algo de presencia, pero estas cosas son relativas, Ty. Hay diez mil E. D. Lawtons en este país. E. D. no hubiera llegado a ninguna parte si su padre y su abuelo no hubieran financiado sus primeros negocios... que estoy segura que en realidad esperaban que resultaran ser valores en pérdidas para desgravar impuestos, nada más. E. D. era bueno en lo que hacía, y cuando el Spin le presentó una oportunidad, la aprovechó, y eso atrajo la atención de personas verdaderamente poderosas. Pero seguía siendo básicamente un nuevo rico en lo que a los chicos grandes se refería. Jamás tuvo ese trasfondo de Yale-y-Harvard-y-Sociedades-Secretas-a-lo-Skull-and-Bones. Nada de bailes de sociedad para mí. Éramos los chicos pobres del barrio. Quiero decir, era un buen barrio, pero está el dinero viejo y está el dinero nuevo, y desde luego éramos dinero nuevo.
—Supongo que las cosas parecían diferentes —dije—, desde el otro lado del jardín. ¿Qué tal está Carol?
—La medicina de Carol sigue saliendo de la misma botella de siempre. ¿Y tú qué tal? ¿Cómo van las cosas entre tú y Molly?
—Molly se ha ido —dije.
—Ido como en «ha ido a la tienda», o...
—Marchado. Rompimos. No tengo ningún eufemismo mono para ello.
—Lo siento, Tyler.
—Gracias. Pero ha sido para bien. Es lo que dice todo el mundo.
—Simon y yo estamos bien —dijo aunque no le había preguntado—. Lo de la iglesia es duro para él.
—¿Más política de la iglesia?
—El Tabernáculo del Jordán está metido en algún problema legal. No conozco los detalles. No estamos directamente implicados, pero Simon lo está pasando mal. ¿Estás seguro de que estás bien? Pareces un poco ronco.
—Sobreviviré —dije.
La mañana anterior a las elecciones llené un par de maletas (mudas limpias, unos cuantos libros de bolsillo, mi maletín médico), fui en coche hasta la casa de Jason y lo recogí para el viaje a Virginia. Jase seguía siendo aficionado a los coches de calidad, pero teníamos que viajar sin llamar la atención. Mi Honda, por tanto, no su Porsche. Las interestatales no eran seguras para los Porsches en esos días.
El mandato de Garlan habían sido buenos tiempos para cualquiera con unos ingresos superiores al medio millón de dólares. Y malos tiempos para todos los demás. Eso era obvio ante el estado de la carretera, un ondulante retablo de almacenes de minoristas encajados entre centros comerciales abandonados y tapiados, aparcamientos donde los okupas vivían en coches sin neumáticos, pueblos de autopista que subsistían de los ingresos de un Stuckey's18 y una trampa de radar. Carteles de advertencia puestos por la policía anunciaban NO DETENERSE DESPUÉS DE ANOCHECER Y LLAMADA VERIFICADA AL 911 REQUERIDA para respuesta rápida. La piratería de autopista había reducido el volumen del tráfico de vehículos pequeños a la mitad. Pasamos gran parte del viaje encajados entre monstruos de dieciocho ruedas, algunos de ellos en un estado lamentable de mantenimiento y camiones de verde camuflaje de transporte de tropas que se dirigían a varias bases militares.
Pero no pensamos en nada de eso. Y no hablamos de las elecciones, que en todo caso eran algo ya cantado, Lomax recibiría más votos que cualquiera de los otros dos candidatos principales y los tres candidatos menores. No hablamos de los replicadores comedores de hielo o de Wun Ngo Wen. Y desde luego no hablamos de E. D. Lawton. En vez de eso, hablamos de los viejos tiempos y de buenos libros, y gran parte del tiempo no hablamos en absoluto. Yo había cargado la memoria del coche con el tipo de jazz a contracorriente y anguloso que sabía que le gustaba a Jason: Charlie Parker, Thelonius Monk, Sonny Rollins... gente que mucho tiempo atrás habían medido la distancia entre las calles y las estrellas.
Paramos frente a la Gran Casa al anochecer.
La casa estaba brillantemente iluminada, las grandes ventanas resplandecían con un amarillo de mantequilla bajo un cielo del color de tinta iridiscente. El tiempo de las elecciones era frío ese año. Carol Lawton descendió del porche para recibir al coche, su cuerpo menudo envuelto en bufandas de cachemira y un suéter de punto. Estaba casi sobria, a juzgar por su paso firme aunque ligeramente demasiado meditado.
Jason se desplegó lenta, cuidadosamente del asiento del pasajero.
Jase estaba en remisión, o tan cerca de la remisión como podía estarlo en esos días. Con un poco de esfuerzo, podía pasar por normal. Lo que me sorprendió fue que dejara de esforzarse tan pronto como llegó a la Gran Casa. Se tambaleó apresuradamente hacia la entrada de la sala del comedor. No había criados presentes... Carol había dispuesto que tuviéramos la casa para nosotros solos durante un par de semanas, pero el cocinero había dejado una bandeja de carnes frías y vegetales por si llegábamos con hambre. Jason se derrumbó en una silla.
Carol y yo nos reunimos con él. Carol había envejecido visiblemente desde la muerte de mi madre. Su pelo era tan fino ahora que mostraba los contornos de su cráneo, rosado y simiesco, y cuando la cogí del brazo tuve la sensación de estar tocando una ramita seca cubierta de seda. Tenía las mejillas hundidas. Sus ojos tenían la frágil y nerviosa celeridad de un bebedor que se obligaba a estar sobrio, al menos temporalmente. Cuando le dije que me alegraba de volver a verla, me sonrió con pesar:
—Gracias, Tyler. Sé perfectamente que tengo un aspecto terrible. Parezco Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. No estoy lista para mi secuencia final, muchísimas gracias de nada. —No tenía ni idea de lo que me estaba hablando—. Pero resisto. ¿Cómo está Jason?
—Igual que siempre —dije.
—Gracias por mentir. Pero lo sé, bueno, no puedo afirmar que lo sepa todo. Pero sé que está enfermo. Al menos eso me contó. Y sé que espera que lo trates. Algún tratamiento poco ortodoxo pero efectivo. —Apartó su brazo y me miró a los ojos—. ¿Es efectiva, verdad, esa medicación que pretendes darle?
Me quedé demasiado sorprendido para decir otra cosa que no fuera:
—Sí.
—Porque me ha hecho prometerle que no haría preguntas, y supongo que está bien. Jason confía en ti. Por tanto, yo confío en ti. Aunque cuando te miro no pueda evitar ver al chaval que vive en la casa al otro lado del jardín. Pero también veo a un niño cuando miro a Jason. Niños desaparecidos... no logro recordar dónde los perdí.
Esa noche dormí en el dormitorio de invitados de la Gran Casa, una habitación que sólo había vislumbrado desde el pasillo en todos los años que viví en la propiedad.
Conseguí dormir durante parte de la noche, de todas formas. Otra parte la pasé despierto y tumbado en la cama, intentando evaluar el riesgo legal que había aceptado al venir aquí. No sabía exactamente qué leyes o protocolos había violado Jason al pasar de contrabando preparados farmacológicos marcianos fuera del complejo de Perihelio, pero ya me había convertido en cómplice de ese acto.
A la mañana siguiente Jason se preguntaba dónde deberíamos guardar los varios viales de líquido claro que Wun le había pasado; suficientes para tratar de cuatro a cinco personas. («En caso de que se nos pierda una maleta», había explicado al principio del viaje. «Redundancia»).
—¿Esperas un registro?
Me imaginé a varios funcionarios federales en trajes de riesgo biológico subiendo los escalones de la Gran Casa.
—Por supuesto que no. Pero nunca es mala idea minimizar los riesgos. —Me miró con más atención, aunque sus ojos seguían disparándose a la izquierda cada pocos segundos, otro síntoma de su enfermedad—. ¿Te sientes un poco aprensivo?
Dije que podíamos esconder las muestras de repuesto en la casa de madera situada al otro lado del jardín, a menos que necesiten refrigeración.
—Según Wun son químicamente estables en casi cualquier condición por debajo de un ataque termonuclear. Pero una orden de registro incluiría toda la propiedad.
—No sé nada de órdenes de registro. Lo que sé es dónde están los escondrijos.
—Enséñamelos —dijo Jason.
Así que atravesamos el jardín, Jason andando, un poco inestable, detrás de mí. Era temprano por la tarde, día de elecciones, pero en el espacio alfombrado de césped entre las dos casas podría haber sido un día cualquiera de otoño, de cualquier año. En algún lugar de la pequeña arboleda un pájaro anunció su presencia, una única nota que comenzaba osadamente pero que se desvaneció como si hubiera reconsiderado la idea. Entonces llegamos a la casa de mi madre, hice girar la llave y abrimos la puerta hacia una quietud más profunda.
Habían limpiado y quitado el polvo periódicamente, pero la casa llevaba básicamente cerrada desde la muerte de mi madre. No había vuelto para ordenar sus cosas, no teníamos más familia y Carol había preferido mantener el edificio como estaba antes que cambiarlo. Pero no era intemporal. Ni mucho menos. El tiempo se había asentado allí. La habitación delantera olía a cerrado, a las esencias que destila la tapicería cuando nadie la perturba, papel amarillento, tejidos polvorientos. En invierno, según me contó Carol en otro momento, mantenían la casa lo suficientemente caldeada para evitar que las tuberías se congelaran; en verano corrían las cortinas contra el calor. Hoy hacía fresco, tanto dentro como fuera.
Jason atravesó el umbral temblando. Durante toda la mañana había andado trastabillando, que era el motivo por el que me había dejado llevar los fármacos (aparte de la cantidad que había apartado para su tratamiento), un cuarto de kilo aproximadamente de cristal y bioquímica, en un bolso de viaje de cuero forrado de gomaespuma.
—Esta es la primera vez que vengo aquí —dijo con timidez—, desde antes de que muriera. ¿Suena estúpido si digo que la echo de menos?
—No, no suena estúpido.
—Fue la primera persona que vi que era amable conmigo. Toda amabilidad en la Gran Casa entraba por la puerta de atrás con Belinda Dupree.
Le guié a través de la cocina hasta la pequeña puerta que conducía al sótano. La Pequeña Casa de la propiedad Lawton había sido construida para que tuviera el aspecto de una casa de campo de nueva Inglaterra, o la idea que alguien tenía de cómo era una casa de campo, incluyendo el sótano de piso de cemento basto de techo tan bajo que Jason tuvo que encorvarse para seguirme. El espacio era lo suficientemente grande para contener una caldera, un calentador de agua, una lavadora y una secadora. El aire era incluso más frío ahí abajo y tenía un olor húmedo y mineral.
Me agaché en el recoveco de detrás de la caldera, uno de esos polvorientos callejones sin salida que incluso los limpiadores profesionales suelen ignorar. Le expliqué a Jason que había un tablero de la pared que se había resquebrajado y que con un poco de maña se podía tirar de él para revelar el hueco sin aislamiento entre las vigas de pino y las paredes de los cimientos.
—Interesante —dijo Jason desde su posición a un metro detrás de mí y en ángulo con la caldera—. ¿Qué es lo que guardabas ahí? ¿Ejemplares viejos de Playboy?
Cuando tenía diez años había guardado determinados juguetes allí, no porque temiera que nadie me los robara, sino porque era divertido saber que estaban escondidos y que sólo yo podía encontrarlos. Más tarde guardaría cosas menos inocentes: varios intentos breves de llevar un diario, cartas a Diane nunca enviadas o siquiera terminadas, y sí, aunque no lo admitiría ante Jason, porno relativamente inocuo impreso de internet. Todos esos secretos habían desaparecido hacía tiempo.
—Deberíamos habernos traído una linterna —dijo Jase. La única bombilla del techo proyectaba una luz insignificante sobre el rincón lleno de telarañas.
—Solía haber una en la mesa de al lado de la caja de fusibles. —Y seguía habiendo una. Me retiré del hueco lo suficiente para tomar la linterna de manos de Jason. Emitió el resplandor acuoso y pálido de unas pilas moribundas, pero funcionó el tiempo necesario para encontrar el trozo de pared suelto y deslizar la bolsa al espacio que había detrás; luego puse el tablero en su sitio y puse polvo blanco de yeso sobre los contornos visibles.
Pero antes de que pudiera salir se me cayó la linterna y rodó adentrándose aún más en las sombras arácnidas de detrás de la caldera. Hice una mueca y alargué el brazo tanteando en su busca, siguiendo la luz parpadeante. Toqué el mango de la linterna. Y toqué otra cosa. Algo hueco pero sustancial. Una caja.
La acerqué tirando con los dedos.
—¿Ya has acabado ahí, Tyler?
—Un segundo —dije.
Apunté la linterna a la caja. Era una caja de zapatos con un polvoriento logo de New Balance impreso y un nombre diferente escrito en gruesos trazos de tinta negra: RECUERDOS (CARRERA).
Era la caja que había desaparecido del estante de mi madre, la que no había podido encontrar después del funeral.
—¿Algún problema? —preguntó Jason.
—No —dije.
Ya investigaría luego. Volví a empujar la caja de vuelta adonde la había encontrado y me arrastré fuera del polvoriento espacio. Me levanté y me restregué las manos.
—Creo que ya hemos acabado aquí.
—Recuerda esto por mí —dijo Jason—. En caso de que se me olvide.
Esa noche vimos los resultados de las elecciones en el enorme equipo de televisión, aunque ya algo anticuado, de los Lawton. Carol había perdido sus lentes de contacto y se sentó cerca de la pantalla, parpadeando ante ella. Había pasado la mayor parte de su vida adulta ignorando la política, «ése fue siempre el departamento de E. D.», y tuvimos que explicarle quiénes eran algunos de los participantes más importantes. Pero parecía disfrutar de la ocasión. Jason hacía bromas suaves y Carol respondía riéndose, y cuando se reía, veía en su cara algo de Diane.
Carol se cansaba rápidamente y ya se había retirado a su habitación para cuando empezaron a dar los resultados por estado. Ninguna sorpresa. Al final Lomax consiguió todo el Noroeste y la mayor parte del Medio Oeste y el Oeste. En el Sur le fue peor, pero incluso ahí el voto disidente estaba repartido entre demócratas de la vieja escuela y conservadores cristianos.
Empezamos a recoger las tazas de café para cuando el último candidato de la oposición daba su lúgubre y cortés discurso de derrota admitida.
—Así que han ganado los buenos —dije.
—Creo que de ésos no se presentaba ninguno —dijo Jason, sonriendo.
—Creía que Lomax era bueno para nosotros.
—Puede. Pero no cometas el error de creer que a Lomax le importan Perihelio o el programa replicador, excepto como forma conveniente de reducir el gasto espacial y hacerlo parecer como un gran salto adelante. El dinero federal que quede libre lo destinará al presupuesto militar. Por eso E. D. no consiguió reunir ninguna oposición real contra Lomax entre sus viejos amigotes de la industria aeroespacial. Lomax no dejará que Boeing o Lockheed-Martin pasen hambre. Sólo quiere que se dediquen a otras cosas.
—A defensa —añadí. El período de calma en los conflictos globales que había seguido a la confusión inicial tras el Spin hacía mucho que había pasado. Quizá reequipar al ejército no fuera mala idea.
—Si crees lo que dice Lomax.
—¿Tú no?
—Me temo que no puedo permitírmelo.
Con esa nota me retiré a la cama.
Por la mañana le administré la primera inyección a Jason. Jason se estiró en el sofá de los Lawton de la sala de estar, de cara a la ventana. Llevaba una camisa de algodón y parecía informalmente patricio, frágil pero en calma. Si estaba asustado no lo demostraba. Se arremangó el brazo derecho para descubrir el hueco del codo.
Cogí una jeringuilla de mi maletín, le puse una aguja estéril y la llené con uno de los viales de líquido claro que habíamos separado del resto. Wun había ensayado esto conmigo. Los protocolos de la Cuarta Edad. De ser en Marte habría una tranquila ceremonia y un entorno tranquilizador. Aquí tendríamos que apañárnoslas con la luz de noviembre y el tictac de caros relojes.
Le froté la piel con un algodón antes de la inyección.
—No tienes que mirar —dije.
—Pero quiero hacerlo —dijo él—. Muéstrame cómo se hace.
Siempre le gustó saber cómo funcionaban las cosas.
La inyección no produjo efectos inmediatos, pero hacia mediodía del día siguiente Jason tenía un grado de fiebre.
Subjetivamente, dijo, no era peor que un resfriado leve, y hacia media tarde me rogaba que cogiera mi termómetro y mi tensiómetro y... bueno que me los llevara a otra parte, en esencia.
Así que me levanté el cuello de la chaqueta contra la lluvia (una lluvia gris y tontamente persistente que había comenzado durante la noche y persistía hasta la tarde) y crucé el jardín una vez más hasta la casa de mi madre, donde rescaté recuerdos (carrera) del sótano y lo llevé a la sala de estar.
Una luz atenuada por la lluvia entraba por las ventanas. Encendí una lámpara.
Mi madre había muerto a la edad de cincuenta y siete años. Durante dieciocho años había compartido esta casa con ella. Eso fue poco más de un tercio de su vida. De los dos tercios restantes sólo había visto lo que ella quiso mostrarme. Había hablado de Bingham, su pueblo natal, de vez en cuando. Sabía, por ejemplo, que había vivido con su padre (un agente inmobiliario) y su madrastra (que trabajaba en una guardería) en una casa en lo alto de una calle empinada y poblada de árboles; que de niña había tenido una amiga llamada Monica Lee; que había un puente cubierto, un río llamado el Pequeño Wyecliffe y una iglesia presbiteriana a la que había dejado de asistir cuando tuvo dieciséis años y a la que no volvió a ver hasta el día del funeral de su padre. Pero jamás había mencionado Berkeley o qué había esperado lograr con su título o por qué se había casado con mi padre.
Una o dos veces había bajado las cajas para mostrarme sus contenidos, para que comprendiera que ella había vivido en esos años imposibles antes de que yo existiera. Ésas eran sus pruebas, las Pruebas A, B y C, tres cajas de RECUERDOS y miscelánea. En algún lado dentro de esas cajas habría fragmentos doblados de historia real y verificable: las amarronadas portadas de periódicos anunciando ataques terroristas, guerras libradas, presidentes elegidos o desacreditados. Aquí también estaban las baratijas que de niño me había gustado tener en las manos. Una deslustrada moneda de cincuenta centavos emitida el año en que nació mi padre (1951); cuatro conchas canelas y rosadas de la playa de Cobscook Bay.
Recuerdos (carrera) era la caja que menos me gustaba de niño. Contenía una chapa de la campaña de algún candidato a presidente que evidentemente no tuvo éxito, que me gustaba por sus colores brillantes, pero el resto de la caja estaba ocupado por su diploma, unas cuantas páginas arrancadas del anuario de graduación, y un fajo de pequeños sobres que jamás había querido (ni me había permitido) tocar.
Abrí uno de los sobres y escudriñé suficientemente los contenidos para saber que era: a) una carta de amor y b) en una letra que no se parecía nada a la escritura ordenada de mi padre en las misivas de la caja RECUERDOS: MARCUS.
Así que mi madre tuvo un novio en la universidad. Esas eran noticias que podrían haber incomodado a Marcus Dupree (después de todo, mi madre se casó con él una semana después de la graduación) pero que no sorprenderían a casi nadie más. Desde luego no era razón para ocultar la caja en el sótano, no cuando llevaba años a plena vista.
Pero ¿había sido mi madre quien la había ocultado? No sabía quién pudo haber estado en la casa entre el momento de su ataque y cuando llegué yo un día después. Fue Carol la que la encontró derrumbada sobre el sofá, y probablemente alguien del personal de la Gran Casa la ayudó a limpiar más tarde, y debió de haber gente de los servicios médicos para prepararla para el traslado. Pero ninguno de ellos tendría ninguna razón remotamente plausible para llevar recuerdos (carrera) al sótano y esconderlo en el oscuro hueco entre la caldera y la pared.
Y quizá no tenía importancia. No se había cometido ningún crimen, después de todo. Pudo ser el poltergeist local. Probablemente jamás lo averiguaría, y no tenía sentido darle vueltas al asunto. Todo en esa habitación, cada objeto de la casa, incluyendo esas cajas, sería recuperado, vendido o descartado tarde o temprano, lo había estado demorando, Carol lo había estado demorando, pero hacía tiempo que debió haberse hecho.
Pero hasta entonces...
Hasta entonces, puse recuerdos (carrera) en el estante de arriba del mueble de mi madre entre recuerdos (marcus) y miscelánea. Y completé la habitación vacía.
La cuestión médica más preocupante que había salido a la luz en las conversaciones con Wun Ngo Wen sobre el tratamiento de Jason había sido la interacción con otras drogas. No podía interrumpir la medicación convencional de Jason sin ocasionarle un relapso desastroso. Pero también me preocupaba combinar su régimen diario con el reestructurador bioquímico de Wun.
Wun me prometió que no habría problemas. El tratamiento de longevidad no era una «droga» en el sentido convencional. Lo que le inyectaría en las venas a Jason sería más bien un programa de ordenador biológico. Los fármacos convencionales interactuaban con las proteínas y las superficies celulares. La poción de Wun interactuaba con el ADN en sí.
Pero seguía teniendo que entrar en una célula para hacer su trabajo, y seguía teniendo que sortear la química de la sangre de Jason y su sistema inmunológico de camino a su destino, ¿no? Wun había dicho enfáticamente que nada de eso tenía importancia. El cóctel de longevidad era lo suficientemente flexible para operar en cualquier tipo de condición fisiológica aparte de la muerte.
Pero el gen de la EMA nunca había migrado al planeta rojo y los fármacos que tomaba Jason eran desconocidos allí. Y aunque Wun seguía insistiendo en que mis preocupaciones estaban injustificadas, me percataba de que rara vez sonreía cuando decía eso. Así que respaldamos las apuestas. Llevaba una semana reduciendo la medicación de Jason antes de la primera inyección. No la retiré, sólo la recorté.
La estrategia pareció funcionar. Para cuando llegamos a la Gran Casa, Jason sólo mostraba síntomas menores con una carga farmacológica menor, y empezamos su tratamiento con optimismo.
Tres días después tenía ataques de fiebre alta que no podía bajar. Y un día después ya estaba semiinconsciente gran parte del tiempo. Otro día más y su piel enrojeció y empezó a ampollársele. Esa noche empezó a gritar.
Continuó gritando pese a la morfina que le administré.
No era un grito a todo pulmón sino un gemido que periódicamente subía a un volumen mayor, la clase de sonido que esperarías de un perro enfermo, no de un ser humano. Era completamente involuntario. Cuando estaba lúcido no emitía ese sonido ni recordaba haberlo hecho, aunque le dejaba la laringe inflamada y dolorida.
Carol aguantó con valentía. Había partes de la casa donde los gritos de Jason eran casi inaudibles, las habitaciones del fondo, la cocina, y pasaba la mayor parte del tiempo allí, leyendo o escuchando la radio local. Pero la tensión a la que estaba sometida era obvia y volvió a retomar la bebida.
Quizá no debería decir «retomó». No había dejado de beber. Lo que había hecho era reducir la bebida al mínimo que le permitía funcionar, un equilibro entre los terrores muy reales de la abstinencia súbita y la tentación de la embriaguez total. Espero que no suene despectivo. Carol caminaba por una senda difícil. Había aguantado tanto gracias al amor que tenía a su hijo, por latente que estuviera ese amor durante tantos años. El sonido de su dolor era lo que la desquiciaba.
Hacia la segunda semana del proceso Jase tenía que estar con fluidos intravenosos y yo tenía que vigilar atentamente su presión arterial en aumento. Había tenido un día relativamente bueno pese a su horrorosa apariencia, costras allí donde directamente la piel no estaba desprendida, ojos casi hundidos del todo en la carne hinchada que los rodeaba. Estaba lo suficientemente lúcido para preguntar si Wun Ngo Wen había hecho ya su primera aparición en televisión. (Todavía no. Estaba programada para la semana siguiente.) Hacia la noche había vuelto a caer en la inconsciencia, y los gemidos, que llevaban ausentes un par de días, volvieron a empezar, a todo pulmón y dolorosos de oír.
Dolorosos para Carol que apareció a la puerta del dormitorio con lágrimas en los ojos y una expresión de furia, feroz y vidriosa.
—¡Tyler —dijo—, tiene que acabar con esto!
—Hago lo que puedo. No responde a los opiáceos. Será mejor hablar de esto por la mañana.
—¿Es que no puedes oírle?
—Por supuesto que le oigo.
—¿Y para ti no significa nada? ¿Es que no significa nada ese sonido para ti? ¡Dios mío! —dijo—. Le habría ido mejor en México con cualquier curandero charlatán. ¿Tienes alguna idea de lo que realmente le has inyectado? ¡Puto charlatán! Dios mío.
Desafortunadamente, sus preguntas eran un eco de las que me hacía a mí mismo. No, no sabía qué le había inyectado, no de manera rigurosa y científica. Había creído en las promesas del hombre de Marte, pero esa defensa no podía usarla con Carol. El proceso en sí era más difícil, más agónico, de lo que me había permitido esperar. Quizá no estaba funcionando bien. Quizá no estaba funcionando para nada.
Jason emitió un lúgubre aullido que terminó con un suspiro. Carol se llevó las manos a los oídos.
—¡Está sufriendo, charlatán de mierda! ¡Mírale!
—Carol...
—¡No me hables, carnicero! ¡Voy a llamar a una ambulancia! ¡Voy a llamar a la policía!
Atravesé la habitación y la agarré de los hombros. Parecía frágil pero peligrosamente viva bajo mis manos, un animal acorralado.
—Carol, escúchame.
—¿Por qué? ¿Por qué debería escucharte?
—Porque tu hijo puso su vida en mis manos. Escucha, Carol, escucha. Voy a necesitar a alguien que me ayude. Llevo demasiados días sin dormir. Dentro de poco necesitaré a alguien que se siente a velarlo, alguien que tenga experiencia médica y que pueda tomar decisiones justificadas.
—Deberías haberte traído una enfermera.
Debería, pero no fue posible, y además no era relevante en ese momento.
—No tengo enfermera. Necesito que lo hagas tú.
Eso tardó un instante en hacer efecto. Entonces jadeó de sorpresa y retrocedió.
—¡Yo!
—Todavía tienes tu título de médico. Que yo sepa.
—Pero no he ejercido desde... ¿desde hace décadas? Décadas...
—No te pido que hagas cirugía cardíaca. Sólo quiero que vigiles su presión sanguínea y su temperatura, ¿puedes hacerlo?
Su furia se disipó. Se sentía halagada. Estaba asustada. Se lo pensó. Entonces me dedicó una mirada acerada.
—¿Por qué debería ayudarte? ¿Por qué debería convertirme en cómplice de esto, de esta tortura?
Todavía estaba intentando componer una respuesta cuando una voz a mis espaldas dijo:
—Oh, por favor.
La voz de Jason. Una de las características de la droga marciana era la lucidez que aparecía y desaparecía aleatoriamente. Aparentemente acababa de hacer una aparición. Me volví.
Hizo una mueca e intentó, sin mucho éxito, incorporarse. Pero tenía los ojos despejados.
Se dirigió a su madre:
—La verdad —dijo—, ¿no te parece un poco inapropiado? Por favor, haz lo que te pida Tyler. Sabe lo que hace y yo también.
Carol se le quedó mirando.
—Pero yo no. No puedo. Quiero decir, no...
Entonces se volvió y salió de la habitación tambaleándose ligeramente, con una mano apoyada contra la pared.
Me senté con Jase. Por la mañana Carol volvió al dormitorio con aspecto escarmentado pero sobria y se ofreció a relevarme. Jason estaba tranquilo y en realidad no necesitaba que lo atendieran, pero dejé que se ocupara de él y me fui a recuperar algo de sueño.
Dormí doce horas. Cuando volví al dormitorio, Carol seguía allí, sosteniendo la mano de su hijo inconsciente, acariciándole la frente con una ternura que jamás había visto antes en ella.
La fase de recuperación comenzó a la semana y media en el transcurso del tratamiento de Jason. No hubo una transición súbita, ningún momento mágico. Pero sus períodos de lucidez empezaron a alargarse y su presión sanguínea se estabilizó dentro de los límites normales.
La noche del discurso de Wun a las Naciones Unidas cogí el televisor portátil que había encontrado en las habitaciones del personal de servicio y lo subí al dormitorio de Jason. Carol se unió a nosotros justo antes de la emisión.
Creo que Carol no creía que Wun Ngo Wen fuese de verdad.
Su presencia en la Tierra había sido anunciada oficialmente el miércoles pasado. Su imagen llevaba días siendo portada de los periódicos, más las imágenes grabadas en directo de Wun paseando por la Casa Blanca bajo el brazo paternal del presidente en funciones. La Casa Blanca había dejado claro que Wun estaba aquí para ayudar, pero que no era ningún tipo de solución instantánea al problema del Spin ni tenía conocimientos nuevos sobre los Hipotéticos. La reacción pública fue cauta.
Esa noche se subió al podio del estrado del Consejo de Seguridad, que había sido ajustado para su altura.
—Vaya, pero si es una cosita diminuta.
—Muestra algo de respeto. Representa una única cultura continuada que ha durado más que cualquiera de las nuestras.
—Más bien parece que represente al gremio de chupa-chups.
Su dignidad quedó restaurada en los primeros planos. A la cámara le gustaban sus ojos y su sonrisa elusiva. Y cuando habló al micrófono habló con suavidad, lo que rebajó el tono agudo de su voz a un nivel más terrestre.
Wu sabía (o había sido preparado para entender) lo improbable que ese acontecimiento le parecería al terrícola medio. («Ciertamente —como ha dicho el secretario general en su presentación— vivimos en una época de milagros»). Así que nos agradeció a todos nuestra hospitalidad en su mejor acento del Atlántico medio y luego habló con añoranza de su hogar y del porqué había venido aquí. Describió Marte como un lugar extranjero pero completamente humano, el tipo de lugar que a uno le gustaría visitar, donde la gente era amistosa y el paisaje interesante, aunque los inviernos, admitió, a menudo eran duros.
—Suena a Canadá —dijo Carol.
Y luego al meollo del asunto. Todos querían saber sobre los Hipotéticos. Desafortunadamente la gente de Wun sabía poco más que nosotros: los Hipotéticos habían encapsulado Marte mientras él estaba de camino a la Tierra, y los marcianos estaban tan indefensos como nosotros lo habíamos estado.
No podía adivinar los motivos de los Hipotéticos. Esa cuestión se había debatido durante siglos, pero ni siquiera los mayores pensadores marcianos la habían resuelto. Era interesante, dijo Wun, que tanto la Tierra como Marte hubieran sido sellados cuando estaban al borde de catástrofes globales.
—Nuestra población, como la vuestra, se está aproximando al límite de lo sostenible. En la Tierra la industria y la agricultura dependen del petróleo, cuyas reservas descienden rápidamente. En Marte no tenemos petróleo, pero dependemos de otro elemento escaso, el nitrógeno elemental: impulsa nuestro ciclo agrícola e impone un límite absoluto sobre el número de vidas que el planeta puede sostener. Lo hemos sobrellevado algo mejor de lo que lo ha hecho la Tierra, pero sólo porque tuvimos que reconocer el problema desde el mismísimo principio de nuestra civilización. Ambos planetas se encontraban, y se encuentran, frente a la posibilidad de un colapso económico y agrícola y una mortandad humana catastrófica. Ambos planetas fueron encapsulados antes de que se llegara a ese punto.
»Quizá los Hipotéticos entienden esa verdad sobre nosotros y fue eso lo que influenció sus acciones. Pero no lo sabemos con certeza. Ni tampoco sabemos qué esperan de nosotros, o cuándo, si es que ocurre, cesará el Spin. No podemos saberlo, hasta que no recopilemos más información directa sobre los Hipotéticos.
»Afortunadamente —dijo Wun, y la cámara se acercó más a él—, hay una manera de reunir esa información. He venido aquí con una propuesta, que he discutido tanto con el presidente Garland como con el presidente electo Lomax así como con otros jefes de Estado. —Y prosiguió dando una descripción básica del plan de los replicadores—. Con suerte eso nos dirá si los Hipotéticos han actuado en otros mundos, cómo reaccionaron esos mundos, y cuál puede ser el destino final de la Tierra.
Pero cuando empezó a hablar de la Nube de Oort y de «tecnología de retroalimentación catalítica» vi que a Carol se le empezaban a vidriar los ojos.
—Esto no puede estar ocurriendo —dijo después de que Wun dejara el podio ante un aplauso confuso y los expertos presentadores de las cadenas de televisión empezaran a masticar y regurgitar su discurso—. ¿Es cierto algo de todo eso, Jason?
—La mayor parte —dijo Jason con calma—. No puedo asegurar lo del tiempo en Marte.
—¿Estamos realmente al borde del desastre?
—Llevamos al borde del desastre desde que las estrellas se apagaron.
—Quiero decir lo del petróleo y todo eso. ¿Si el Spin no hubiera ocurrido estaríamos muñéndonos de hambre?
—La gente ya se muere de hambre. Se mueren de hambre porque no podemos sostener a siete mil millones de personas con una prosperidad de estilo norteamericano sin arramblar con todos los recursos del planeta de una sentada. Sí, es cierto, si el Spin no nos mata, tarde o temprano nos enfrentaremos a una mortandad a escala global.
—¿Y eso tiene algo que ver con el Spin en sí?
—Quizá, pero ni yo ni el marciano de la tele lo sabemos con seguridad.
—Te estás riendo de mí.
—No.
—Sí que te ríes. Pero está bien. Sé que soy ignorante. Hace años que no abro un periódico. Siempre corría el riesgo de ver la cara de tu padre, para empezar. Y la única televisión que veo son los telefilmes de la tarde. En los telefilmes de la tarde no hay marcianos. Supongo que soy Rip van Winkle. Que he dormido demasiado tiempo. Y no me gusta el mundo en el que he despertado. Las partes de ese mundo que no son aterradoras son... —gesticuló hacia la tele—... son ridículas.
—Todos somos Rip van Winkle —dijo Jason con cariño—. Todos estamos a la espera de despertar.
El ánimo de Carol mejoró a la par que mejoraba la salud de Jason y empezó a mostrar un interés más animado en su pronóstico. La informé sobre la EMA de Jason, una enfermedad que no se diagnosticaba formalmente en los tiempos en que Carol se graduó en la facultad de medicina, y como forma de esquivar preguntas sobre el tratamiento en sí, un trato no expresado explícitamente que parecía entender y aceptar. Lo importante era que la piel estragada de Jason se curaba y las muestras de sangre que envié a un laboratorio en Washington para su análisis mostraban una reducción drástica de las placas proteicas neuronales.
Seguía renuente a hablar del Spin, sin embargo, y se mostraba descontenta cuando Jase y yo hablábamos de ello en su presencia. Volví a pensar en el poema de Housman que Diane me había enseñado hacía tantos años: El tierno infante no es consciente ¡De que se lo ha comido el oso!.
Carol había sufrido el ataque de varios osos diferente, algunos tan grandes como el Spin y otros tan pequeños como una molécula de etanol. Creo que hubiera envidiado al tierno infante.
Diane me llamó (a mi teléfono personal, no al de la casa de Carol) pocas noches después de la aparición de Wun. Me había retirado a mi cuarto y Carol velaba a Jason. La lluvia había caído de manera inconstante durante todo noviembre, y en ese momento llovía otra vez; la ventana del dormitorio era un espejo fluido de luz amarillenta.
—Estás en la Gran Casa —dijo Diane.
—¿Has hablado con Carol?
—La llamo una vez al mes. Soy una hija obediente. Algunas veces incluso está lo suficientemente sobria para hablar. ¿Qué le pasa a Jason?
—Es una larga historia —dije—. Se está poniendo bien. No es nada de lo que preocuparse.
—Odio cuando la gente dice eso.
—Lo sé. Pero es cierto. Había un problema, pero lo hemos arreglado.
—Y eso es todo lo que puedes decirme.
—Todo por ahora. ¿Cómo van las cosas para ti y Simon? La última vez que hablamos mencionaste problemas legales.
—No muy bien —dijo—. Nos mudamos.
—¿Adónde?
—Fuera de Phoenix, en todo caso. Lejos de la ciudad. El Tabernáculo del Jordán ha sido cerrado temporalmente... creía que lo sabrías.
—No —dije, ¿y por qué debería saber algo de los problemas financieros de una pequeña iglesia de la tribulación del suroeste? Y pasamos a discutir otros asuntos, y Diane prometió ponerme al día una vez que ella y Simon tuvieran una nueva dirección. Claro, ¿por qué no? ¡Qué demonios!
Pero oí hablar del Tabernáculo del Jordán a la noche siguiente.
Carol insistió en ver el último telediario, cosa nada habitual en ella. Jason estaba cansado pero despierto y dispuesto, así que los tres nos quedamos sentados durante cuarenta minutos de ruidos de sables en el ámbito internacional y juicios de celebridades. Algunas cosas eran interesantes: había una noticia sobre Wun Ngo Wen, que estaba en Bélgica reuniéndose con funcionarios de la UE, y buenas noticias desde Uzbekistán, donde el contingente de marines al fin había sido relevado. Entonces pusieron un reportaje sobre el SDCV y la industria láctea israelí. Miramos las dramáticas imágenes del ganado sacrificado siendo apilado a golpe de excavadora en fosas comunes y cubierto de cal. Cinco años antes, la industria cárnica japonesa había sufrido una devastación similar. Un brote de SDCV bovino o ungulado había estallado y había sido suprimido en una docena de países desde Brasil a Etiopía. El equivalente humano era tratable con antibióticos modernos pero seguía siendo un problema acuciante en las economías del tercer mundo.
Pero los granjeros israelíes aplicaban protocolos estrictos para sepsis y análisis, así que el brote era inesperado. Peor aún, el caso índice, la primera infección, había sido rastreado a un envío no autorizado de óvulos fertilizados procedente de Estados Unidos.
El envío fue rastreado hasta una ONG tribulacionista llamada Palabra para el Mundo, cuyo cuartel general estaba en un parque industrial a las afueras de Cincinnati, Ohio. ¿Por qué la PpM contrabandeaba óvulos de ganado a Israel? Resultó que no era por razones especialmente humanitarias. Los investigadores siguieron a los patrocinadores de la PpM a través de una docena de sociedades de cartera hasta un consorcio de iglesias tribulacionistas y dispensacionalistas y grupos políticos marginales, tanto grandes como pequeños. Un punto compartido de doctrina bíblica común para todos esos grupos era una interpretación de un pasaje de Números (capítulo diecinueve) y deducido de otros textos en Mateo y Tomás; en resumen: que el nacimiento en Israel de una becerra de color rojo puro señalaría el segundo advenimiento de Jesús y el comienzo de su reinado en la Tierra.
Era una vieja idea. Los extremistas judíos creían que el sacrificio de una becerra roja en el monte del Templo marcaría la llegada del Mesías. Había habido varios ataques de «becerra roja» en los años previos, uno de los cuales había dañado la mezquita de Al-Aqsa y casi provoca una guerra regional. El gobierno israelí hacía lo que podía para aplastar el movimiento pero sólo había conseguido conducirlo a la clandestinidad.
Según las noticias había varias granjas de ganado vacuno patrocinadas por la PpM por todo el Medio Oeste americano calladamente dedicadas a la empresa de precipitar el Armagedón. Habían intentado producir una becerra pura de color rojo sangre, presumiblemente superior a las numerosas y decepcionantes becerras que habían sido presentadas como candidatas durante los últimos cuarenta años.
Esas granjas habían evitado sistemáticamente inspecciones federales y protocolos de alimentación, hasta el punto de ocultar un brote de SDCV bovino que había cruzado la frontera desde Nogales. Los óvulos infectados producían ganado para cría con multitud de genes para pelo rojizo, pero cuando los terneros nacían (en una granja relacionada con la PpM en el Negev) la mayoría moría de insuficiencia respiratoria a temprana edad. Los cuerpos fueron enterrados rápidamente, pero ya era demasiado tarde. La infección se había propagado al ganado adulto y a un cierto número de operarios humanos.
Era una vergüenza para el gobierno estadounidense. La FDA ya había anunciado una revisión de su política y Homeland Security estaba congelando las cuentas bancarias de PpM y arrestando a los recaudadores de las iglesias tribulacionistas. En las noticias había varias imágenes de agentes federales que sacaban cajas de documentos del interior de edificios anónimo y que aplicaban candados a las puertas de oscuras iglesias.
El locutor recitó unos cuantos ejemplos de esas iglesias.
Una de ellas era el Tabernáculo del Jordán.
4 x 109 d. C.
A las afueras de Padang nos transfirieron de la ambulancia de Nijon a un coche privado con un conductor minang, que nos dejó (a mí, Ibu Ina y En) en la explanada de un complejo de transporte de mercancías en la autopista de la costa. Cinco enormes almacenes de techo de chapa metálica se agazapaban sobre una llanura de grava negra entre pilas cónicas de hormigón bajo lonas y un corroído vagón cisterna que se oxidaba en una vía lateral. La oficina principal era un edifico bajo de madera con un cartel que decía transportes bayur en inglés.
Transportes Bayur, según dijo Ina, era una de las empresas de su ex marido, y fue Jala el que nos recibió en la recepción. Era un hombre recio de mejillas redondas vestido con un traje de hombre de negocios color amarillo canario. Parecía una jarra de cerveza de cerámica, de esas con la forma de un hombrecillo rechoncho sentado, vestido para los trópicos. El e Ina se abrazaron a la manera de los divorciados en buenos términos, y luego Jala me estrechó la mano y se inclinó para estrechar la de En. Me presentó a su recepcionista como un «importador de aceite de palma de Suffolk», por si la interrogaban los Nuevos Reformasi. Entonces nos escoltó a su BMW de siete años de antigüedad y nos condujo hacia Teluk Bayur, Jana e Ina delante, En y yo en el asiento de atrás.
Teluk Bayur, el gran puerto de aguas profundas al sur de la ciudad de Padang, era la fuente de todo el dinero de Jala. Hacía treinta años, nos dijo, Teluk Bayur era una somnolienta cuenca de barro arenoso con modestos servicios portuarios y un predecible tráfico de carbón, aceite de palma sin refinar y fertilizantes. Hoy en día, gracias al boom económico de la restauración nagari y la explosión de población de la era del Arco, Teluk Bayur era un complejo portuario completamente modernizado con muelles y atraques de calidad mundial y tantas comodidades modernas que incluso Jala perdió interés en hacernos el recuento de todos los remolcadores, grúas, almacenes y barcazas.
—Jala está orgulloso de Teluk Bayur —dijo Ina—. No hay apenas ningún funcionario de alto cargo al que no haya sobornado.
—A nadie por encima del Superintendente General —le corrigió Jala.
—Eres demasiado modesto.
—¿Es que hay algo malo en ganar dinero? ¿Tengo demasiado éxito? ¿Es un crimen llegar a algo en la vida?
Ina inclinó la cabeza y dijo:
—Por supuesto, se trata de preguntas retóricas.
Pregunté si abordaríamos directamente un barco en Teluk Bayur.
—No directamente —dijo Jala—. Os llevo a un lugar seguro en los muelles. Tan simple como subir a un barco y ponerse cómodo.
—¿No hay barco?
—Desde luego que hay barco. El Capetown Maru, un bonito carguero no muy grande. Está cargando café y especias justo ahora. Cuando las bodegas estén llenas, las deudas saldadas y los permisos sellados, entonces subirá a bordo el cargamento humano. Discretamente, espero.
—¿Qué pasa con Diane? ¿Está Diane en Teluk Bayur?
—Pronto —dijo Ina, dedicándole a Jala una mirada cargada de significado.
—Sí, muy pronto.
Puede que Teluk Bayur una vez fuera un somnoliento puerto comercial, pero como cualquier puerto moderno, se había convertido en una ciudad en sí mismo, una ciudad no para las personas, sino para las mercancías. El puerto en sí estaba rodeado y vallado, pero los negocios secundarios habían crecido a su alrededor como los burdeles alrededor de una base militar: fletadores y transportistas secundarios, colectivos como caravanas gitanas a bordo de tráileres de dieciocho ruedas reconstruidos, depósitos de combustible con fugas. Atravesamos todo eso sin detenernos. Jala quería dejarnos instalados antes de que se pusiera el sol.
La bahía de Bayur en sí era una herradura de agua marina recubierta de aceite. Muelles y espigones la lamían como lenguas de hormigón. La costa estaba abarrotada con el ordenado caos del comercio a gran escala, la primera y segunda línea de muelles de descarga y espacios para apilar mercancías, las grúas como mantis religiosas gigantes atracándose con los contenedores atados que extraían de las bodegas de los barcos. Nos detuvimos ante un control de entrada a lo largo de una valla de acero y Jala le pasó algo al guarda de seguridad a través de la ventanilla del coche: un permiso, un soborno o ambas cosas. El guarda asintió y le hizo seña de que pasara el coche, Jala se despidió amistosamente con un gesto de la mano y llevó el coche al interior, siguiendo una línea de tanques de combustible para aviones y aceite de palma sin refinar con lo que parecía una velocidad temeraria.
—He dispuesto las cosas para que os quedéis aquí a pasar la noche. Tengo un despacho en uno de los almacenes del muelle E. No hay nada allí excepto hormigón, nadie que os moleste. Por la mañana traeré a Diane Lawton.
—¿Y entonces nos marcharemos?
—Paciencia. No sois los únicos haciendo rantau... sólo los más conspicuos. Puede que haya complicaciones.
—¿Como cuáles?
—Pues obviamente, los Nuevos Reformasi. La policía hace un barrido de los muelles de vez en cuando buscando ilegales y gente que quiere cruzar el Arco. Normalmente encuentran a unos pocos. O a más de unos pocos, dependiendo de quién se haya vendido. En estos momentos hay mucha presión desde Yakarta, así que ¿quién sabe? También se habla de acciones sindicales. El sindicato de estibadores es extremadamente militante. Saldremos antes de que empiece ningún conflicto, con suerte. Así que esta noche tendrás que dormir en el suelo y a oscuras, me temo, y yo me llevaré a Ina y En junto a los demás aldeanos por ahora.
—No —dijo Ina con firmeza—. Me quedaré con Tyler.
Jala hizo una pausa. Entonces la miró y le dijo algo en minang.
—No tiene gracia —dijo ella—. Y no es verdad.
—Entonces ¿qué pasa? ¿No confías en mí para que lo mantenga a salvo?
—¿Qué he ganado yo confiando en ti?
Jala sonrió. Sus dientes eran de color marrón tabaco.
—Aventura.
—Sí, de eso mucho.
Así que terminamos en el extremo norte de un complejo de almacenes fuera de los muelles, Ibu Ina y yo, en una lóbrega habitación rectangular que había sido el despacho de un inspector, dijo Ina, hasta que el edificio quedó cerrado temporalmente pendiente de las reparaciones a su poroso techo.
Una de las paredes era una ventana de vidrio reforzado. Miré al cavernoso espacio de almacenaje empalidecido por el polvo acumulado. Las columnas metálicas de sustentación se alzaban del suelo encharcado y embarrado como costillas oxidadas.
La única luz procedía de las lámparas de seguridad emplazadas a intervalos espaciados a lo largo de las paredes. Los insectos voladores habían penetrado en el interior del edificio por los huecos y volaban en enjambres alrededor de las luces protegidas con rejillas o morían y formaban montículos bajo éstas. Ina logró hacer funcionar una lámpara del escritorio. En un rincón había una pila de viejas cajas de cartón vacías, y desplegué las más secas y las apilé para hacer dos colchonetas improvisadas. No había mantas. Pero era una noche cálida. Estábamos cerca de la estación de los monzones.
—¿Cree que podrá dormir? —preguntó Ina,
—No es el Hilton, pero es lo mejor que puedo hacer.
—Oh, no, eso no. El ruido, quiero decir. ¿Cree que podrá dormir con el ruido?
Teluk Bayur no cerraba por las noches. La carga y descarga proseguía las veinticuatro horas del día. No lo veíamos, pero lo oíamos, el sonido de motores pesados y metal bajo tensión y el periódico estruendo de contenedores de muchas toneladas en tránsito.
—He dormido en sitios peores —dije.
—Lo dudo —dijo Ina—. Pero es muy amable por su parte.
Ninguno de los dos consiguió dormir durante horas. En vez de eso nos sentábamos cerca de la luz de la lámpara de escritorio y hablábamos esporádicamente. Ina me preguntó sobre Jason.
Le dejé que leyera algunos de los largos pasajes que había escrito durante mi enfermedad. La transición de Jason a la Cuarta Edad, dijo Ina, parecía mucho menos difícil que la mía. No, dije, simplemente había olvidado incluir los detalles escatológicos.
—¿Y qué pasó con su memoria? ¿No hubo pérdidas? ¿No le preocupaba?
—No hablaba mucho de ello. Estoy seguro de que le preocupaba. —De hecho había salido de sus recurrentes ataques de fiebre exigiéndome que documentara su vida. «Escríbela por mí—me había dicho—, escríbela en caso de que se me olvide.»
—Pero no tuvo grafomanía.
—No. La grafomanía aparece cuando el cerebro empieza a recablear sus propias facultades verbales. Es sólo uno de los síntomas posibles. Los sonidos que emitía posiblemente fueran una manifestación de ello.
—Eso lo aprendió de Wun Ngo Wen.
Sí, o de sus archivos médicos, los cuales había estudiado posteriormente.
Ina seguía fascinada con Wun Ngo Wen.
—Esa advertencia a la Naciones Unidas sobre la sobrepoblación y la escasez de recursos, ¿habló de eso con Wun alguna vez? Quiero decir, antes de...
—Lo sé. Sí, un poco.
—¿Qué le contó?
Eso fue durante una de nuestras conversaciones sobre el propósito último de los Hipotéticos. Wun me había dibujado un diagrama, que reproduje para Ina sobre el polvoriento suelo de parqué: una línea horizontal y otra vertical que definían una gráfica. La línea vertical era la población y la horizontal el tiempo. Una línea dentada cruzaba el espacio más o menos horizontalmente.
—Población en el tiempo —dijo Ina—. Hasta ahí entiendo. Pero ¿qué estamos midiendo exactamente?
—Cualquier población animal en cualquier ecosistema relativamente estable. Pueden ser zorros en Alaska o monos aulladores en Belice. La población fluctúa según factores externos, como un invierno frío o un aumento de los depredadores, pero permanece estable al menos a corto plazo.
Pero entonces, había dicho Wun, ¿que ocurre si contemplamos a largo plazo una especie inteligente que usa herramientas? Dibujé la misma gráfica que antes sólo que esta vez la línea se curvaba rápidamente hacia la vertical.
—Lo que está ocurriendo aquí —dije—. Es que la población, bueno, podemos decir simplemente «la gente» están aprendiendo a compartir sus habilidades. No sólo aprenden a tallar un trozo de sílex, sino a enseñar a los demás a tallar el pedernal y dividirse el trabajo de forma eficiente. La colaboración produce más comida. La población crece. Más gente colabora con más eficiencia y generan nuevas habilidades. Agricultura. Ganadería. Lectura y escritura, lo que significa que las habilidades pueden ser transmitidas de manera más eficiente entre la población viva e incluso transmitirse desde generaciones que murieron hace mucho.
—Así que la curva cada vez es más empinada —dijo Ina—. Hasta que nos encontramos ahogándonos en nosotros mismos.
—Ah, pero no es así. Hay otras fuerzas que trabajan para inclinar la curva a la derecha. Aumentar la prosperidad y los conocimientos tecnológicos trabaja a nuestro favor. La gente segura y bien alimentada tiende a limitar su propia reproducción. La tecnología y las culturas flexibles les proporcionan los medios. Al final, dijo Wun, la curva tiende a estabilizarse de nuevo haciéndose plana.
Ibu Ina parecía confusa.
—¿Así que en realidad no hay problema? Nada de hambrunas ni de sobrepoblación.
—Desafortunadamente, la curva de población de la Tierra está muy lejos de la horizontal. Y vamos a enfrentarnos a condiciones limitantes.
—¿Condiciones limitantes?
Otro diagrama más. Éste mostraba una curva parecida a una letra «S» en cursiva, plana en lo alto. Sobre ésta marqué dos líneas paralelas horizontales; una bien por encima de la curva y marcada «A» y la otra cruzándose con la curva en su parte superior, marcada «B».
—¿Qué son esas líneas? —preguntó Ina.
—Ambos son la sostenibilidad planetaria. La cantidad de Tierra cultivable, combustible y materias primas para sostener la tecnología, aire y agua limpios. El diagrama muestra la diferencia entre una especie diferente con éxito y una que fracasa. Una especie que llega a su apogeo por debajo del límite tiene potencial para supervivencia a largo plazo. Una especie con éxito puede hacer todas esas cosas futuristas con las que soñamos: expandirse por el sistema solar e incluso la galaxia, manipular el tiempo y el espacio.
—Qué grandioso —dijo Ina.
—No te burles. La alternativa es peor. Una especie que llega a los límites de sostenibilidad antes de estabilizar su población probablemente esté condenada. Hambrunas en masa, fracaso tecnológico y un planeta tan agotado por su primer florecimiento de civilización que carece de los medios para reconstruirla.
—Ya veo —se estremeció—. ¿Y cuáles somos? ¿El Caso A o el Caso B? ¿Le dijo Wun cuál?
—Todo lo que me dijo con seguridad es que ambos planetas, Tierra y Marte, empezaban a llegar a sus límites. Y que los Hipotéticos intervinieron antes de que eso ocurriera.
—¿Pero por qué intervinieron? ¿Qué esperan de nosotros?
Era una pregunta para la cual la gente de Wun no tenía respuesta. Ni yo tampoco.
No, eso no era del todo cierto. Jason Lawton había encontrado una especie de respuesta.
Pero no estaba preparado todavía para hablar de eso.
Ina bostezó, y yo deshice los garabatos sobre el suelo polvoriento. Apagó la luz del escritorio. Las dispersas luces de mantenimiento emitían un resplandor exhausto. Desde el exterior del almacén nos llegaba un sonido como el de una campana enorme y ahogada cada cinco segundos o así.
—Tictac —dijo Ina, poniéndose cómoda sobre el colchón de cartón húmedo—. Recuerdo cuando los relojes hacían tictac, Tyler. ¿Y usted? ¿Los relojes de antes?
—Había uno de ésos en la cocina de mi madre.
—Hay muchas clases de tiempo. El tiempo por el que medimos nuestras vidas. Meses y años. O el gran tiempo, el tiempo que alza montañas y crea estrellas. O todas las cosas que suceden entre un latido de corazón y el siguiente. Es difícil vivir en todos esos tipos de tiempo. Es fácil olvidarse de que uno vive en todos ellos.
El estrépito metronómico prosiguió.
—Hablas como una Cuarta —dije.
A la tenue luz pude ver su sonrisa cansada.
—Creo que una sola vida es suficiente para mí.
Por la mañana nos levantamos al sonido de una puerta plegable que alguien deslizaba hasta sus topes, un estallido de luz, Jala que nos llamaba.
Bajé las escaleras corriendo. Jala había recorrido ya la mitad del almacén y Diane le seguía, caminando lentamente.
Me acerqué y dije su nombre.
Diane intentó sonreír, pero tenía los dientes apretados y el rostro antinaturalmente pálido. Para entonces ya había visto que sostenía un trozo de tela hecho una bola contra su cuerpo, por encima de su cadera, y que tanto la tela como la blusa de algodón estaban manchadas de un rojo vivido con la sangre que manaba.
Euforia desesperada
Ocho meses después del discurso de Wun Ngo Wen ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, los tanques de cultivo hiperfrío de Perihelio empezaron a producir cantidades útiles de replicadores marcianos y en Cañaveral y Vandenberg flotas de Delta Sietes se preparaban para liberarlos en órbita. Fue por ese entonces cuando Wun desarrolló el impulso de ver el Gran Cañón. Lo que avivó su interés fue un ejemplar de hacía un año de Arizona Highiways que uno de los empollones de biología se había dejado en sus alojamientos.
Me lo enseñó un par de días después.
—Mira esto —me dijo, casi temblando de excitación, desplegando las páginas de un artículo fotográfico sobre la restauración del Bright Ángel Trail19. El río Colorado cortaba la arenisca precámbrica creando estanques verdes. Un turista de Dubái a lomos de una mula—. ¿Has oído hablar de esto, Tyler?
—¿Que si he oído hablar del Gran Cañón? Sí. Casi todo el mundo ha oído hablar de él.
—Es asombroso. Muy hermoso.
—Espectacular, según dicen. Pero ¿Marte no es famoso precisamente por sus cañones?
Sonrió.
—Estás hablando de las Tierras Hundidas. Tu gente lo llamó Valles Marineris cuando lo descubrieron desde órbita hace sesenta años... o cien mil. Partes de esa zona se parecen a esas fotografías de Arizona. Pero nunca he estado allí. Y supongo que nunca estaré. Creo que en su lugar me gustaría ver el Gran Cañón.
—Pues ve entonces. Éste es un país libre.
Wun parpadeó ante la expresión, puede que fuera la primera vez que la oía, y asintió.
—Muy bien, iré. Hablaré con Jason para acordar el transporte. ¿Te gustaría venir?
—¿Cómo, a Arizona?
—¡Sí! ¡Tyler! ¡A Arizona y al Gran Cañón! —Puede que fuera un Cuarto, pero en esos momentos parecía un niño de diez años—. ¿Vendrás conmigo?
—Tengo que pensarlo.
Seguía pensándomelo cuando recibí una llamada de E. D. Lawton.
Desde la elección de Preston Lomax, E. D. Lawton se había vuelto políticamente invisible. Seguía teniendo sus contactos en la industria: podía dar una fiesta y esperar que apareciera gente muy poderosa, pero ya no tenía el nivel de influencia gubernamental del que había disfrutado durante la presidencia de Garland. De hecho, había rumores sobre su supuesto declive mental, que estaba recluido en su residencia de Georgetown y se dedicaba a hacer molestas llamadas telefónicas a sus antiguos aliados políticos. Puede que ése fuera el caso, pero ni Jase ni Diane habían oído nada de él recientemente; y cuando descolgué el teléfono en casa me quedé asombrado al oír su voz.
—Me gustaría hablar contigo —dijo.
Lo que era interesante, viniendo del hombre que había concebido y financiado los actos de espionaje sexual de Molly Seagram. Mi primer impulso, y probablemente el más sensato, fue colgar. Pero como gesto no parecía apropiado.
—Es sobre Jason —añadió.
—Pues hable con Jason.
—No puedo, Tyler. No me escucha.
—¿Y eso le sorprende?
Suspiró.
—Vale, entiendo, estás de su parte, eso está claro. Pero no intento hacerle daño. Ahora mismo estoy en Florida, a veinte minutos por la autopista. Ven al hotel, te invito a una copa y luego puedes decirme que me vaya a tomar por culo a la cara. Por favor, Tyler. A las ocho en punto en el bar de la recepción, el hotel Hilton en la noventa y cinco. Quizá le salves la vida a alguien.
Colgó antes de que pudiera responder.
Llamé a Jason y le conté lo que había ocurrido.
—Guau —dijo, y luego—: Si los rumores son ciertos, E. D. es aún menos agradable como compañía de lo que solía ser. Ten cuidado.
—No tenía planeado acudir a la cita.
—Desde luego que no tienes por qué. Pero... quizá deberías ir.
—Ya he tenido bastante de las intrigas de E. D., gracias.
—Simplemente creo que sería bueno que supiéramos qué le pasa por la cabeza.
—¿Estás diciendo que quieres que vaya a verlo?
—Sólo si te sientes cómodo con la idea.
—¿Cómodo?
—Tú decides, por supuesto.
Así que me metí en mi coche y conduje obedientemente por la autopista, pasando junto a los preparativos para celebrar el Día de la Independencia (el cuatro de julio era al día siguiente) y puestos de vendedores callejeros (sin permisos, preparados para salir pitando en sus baqueteadas furgonetas a la mínima), ensayando en mi mente todos los discursos de vete-al-carajo que alguna vez me había imaginado diciéndole a la cara a E. D. Lawton. Para cuando llegué al Hilton el sol estaba ocultándose detrás de los tejados y el reloj de la recepción marcaba las 8.35.
E. D. estaba en un reservado en el bar, bebiendo con determinación. Parecía sorprendido de verme. Entonces se levantó, me agarró del brazo y me condujo al banco forrado de vinilo frente a él.
—¿Una copa?
—No estaré aquí tanto tiempo.
—Tómate una copa, Tyler. Mejorará tu actitud.
—¿Ha mejorado la suya? Sólo dígame qué es lo que quiere, E. D.
—Sé que alguien está enfadado cuando pronuncia mi nombre como un insulto. ¿Qué es lo que te cabrea tanto? ¿Lo de tu novia y ese doctor? ¿Cómo se llamaba? ¿Malmstein? Mira, Tyler, quiero que sepas que eso no fue cosa mía. Ni siquiera lo aprobé. Tenía gente demasiado entusiasta trabajando para mí. Y hacían cosas en mi nombre que yo no sabía. Para que lo sepas.
—Es una pobre excusa para comportarse como un mierda.
—Supongo que sí. Culpable como el demonio. Me disculpo. ¿Podemos pasar a otra cosa?
Debí marcharme en ese momento. Supongo que la razón por la que me quedé era el aura de ansiedad desesperada que emanaba de él. E. D. todavía era capaz de esa desconsiderada condescendencia que era su marca personal y que tan querido lo había hecho entre su propia familia. Pero ya no tenía la misma seguridad en sí mismo. En el silencio entre estallidos verbales sus manos se movían inquietas. Se acariciaba la barbilla, doblaba y desdoblaba una servilleta, se alisaba el pelo. Este silencio en particular se expandió hasta que llegó a la mitad de su segunda bebida. Que probablemente no era la segunda. La camarera le había atendido con rauda familiaridad.
—Tienes algo de influencia con Jason —dijo al fin.
—Si quiere hablar con Jason, ¿por qué no lo hace directamente?
—Porque no puedo. Por razones obvias.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere que le diga?
E. D. se me quedó mirando fijamente. Luego volvió la vista a su bebida.
—Quiero que le digas que desenchufe el proyecto de los replicadores. Literalmente. Que desconecte la refrigeración. Que lo mate.
Ahora me tocaba a mí poner expresión incrédula.
—Ya sabe lo improbable que es eso.
—No soy estúpido, Tyler.
—Entonces ¿por qué...?
—Es mi hijo.
—¿Y ahora se da cuenta?
—¿Hemos tenido una desavenencia política y de repente ya no es mi hijo? ¿Crees que soy tan superficial que no sé distinguir? ¿Que como no estoy de acuerdo con él entonces ya no lo quiero?
—Todo lo que sé es lo que he visto.
—No has visto nada. —Empezó a decir algo más, pero lo reconsideró—. Jason es un peón de Wun Ngo Wen —dijo—. Quiero que despierte y se dé cuenta de lo que está ocurriendo.
—Usted lo crió para que fuera un peón. Su peón. Simplemente no le gusta ver a otro con ese tipo de influencia sobre él.
—Gilipolleces. Puras gilipolleces. Quiero decir, no, vale, ya que estamos de confesiones, quizá sea verdad, no lo sé, quizá necesitemos algo de terapia familiar, pero ése no es el asunto en realidad. El asunto es que toda persona con poder de este país está enamorada de Wun Ngo Wen y su puto proyecto de replicadores. Por la razón obvia de que es barato y parece plausible ante los votantes. ¿Ya quién le importa si no funciona porque ninguna otra cosa funcionaría, y si nada funciona entonces el fin se acerca y los problemas de todo el mundo parecerán diferentes cuando amanezca el sol rojo? ¿No es así? Lo disfrazan, lo llaman una apuesta o una jugada/pero sólo es un truco de ilusionista con el propósito de distraer a las masas analfabetas.
—Un análisis interesante —dije—, pero...
—¿Estaría hablando contigo si creyera que se trata de un análisis interesante? Haz las preguntas apropiadas, si quieres discutir conmigo.
—Como ¿cuáles?
—Como ¿quién es exactamente Wun Ngo Wen? ¿A quién representa, y qué quiere en realidad? Porque a pesar de lo que digan en la televisión no es Mahatma Ghandi disfrazado de enanito del Mago de Oz. Está aquí porque quiere algo de nosotros. Desde el primer día.
—Lanzar los replicadores.
—Obviamente.
—¿Y eso es un crimen?
—Una pregunta mejor sería: ¿por qué los marcianos no los lanzan ellos mismos?
—Porque no se arrogan el derecho a hablar por todo el sistema solar. Porque un trabajo como ése no se puede emprender unilateralmente.
Hizo una mueca de exasperación.
—Eso son cosas que se dicen para manipular al otro, Tyler. Hablar de unilateralidad y diplomacia es como decir «te amo»... sirve para poder echar un polvo. A menos, por supuesto, que los marcianos sean realmente espíritus angélicos que han descendido de los cielos para librarnos del mal. Cosa que en mi opinión no crees.
Wun lo había negado tantas veces que no podía objetar.
—Quiero decir, mira su tecnología. Esos tipos llevan haciendo biotecnología de alto nivel desde hace mil años. Si querían poblar la galaxia con nanobots ya lo podrían haber hecho hace mucho tiempo. ¿Y por qué no lo han hecho? Descartando la explicación que implica que son muchísimo mejores personas que nosotros, ¿por qué? Obviamente porque tienen miedo a las represalias.
—¿Represalias de los Hipotéticos? No saben nada acerca de los Hipotéticos que nosotros no sepamos.
—O eso dicen. Y eso no significa que no tengan miedo de ellos. En cuanto a nosotros... somos los gilipollas que lanzamos un ataque nuclear contra los artefactos polares no hace demasiado tiempo. Pues sí, la responsabilidad sería nuestra, ¿por qué no? Jesús, Tyler, míralo. Es la clásica encerrona. No podría ser más artera.
—O quizá sea un paranoico.
—¿Lo soy? ¿Quién define paranoia a estas alturas del Spin? Todos estamos paranoicos. Lo único que sabemos es que hay enormes fuerzas malevolentes que controlan nuestras vidas, lo que es bastante parecido a la definición de paranoia.
—Sólo soy un doctor de medicina general —dije—. Pero hay gente muy inteligente que me dice que...
—Estás hablando de Jason, por supuesto. Jason te ha dicho que todo saldrá bien.
—No sólo Jason. Toda la administración Lomax. La mayoría del Congreso.
—Pero todos esos dependen de los consejos de los empollones de ciencias. Y los empollones están hipnotizados por todo esto al igual que Jason. ¿Quieres saber qué es lo que motiva a tu amigo Jason? El miedo. En la situación en que estamos, si él muere en la ignorancia, significa que toda la raza humana muere en la ignorancia. Y eso hace que se cague de miedo, la idea de que toda una especie inteligente puede ser borrada del universo sin entender jamás ni el cómo ni el porqué. Quizá en vez de diagnosticarme paranoia deberías pensar en los delirios de grandeza de Jason. Ha hecho suya la misión de entender el Spin antes de morir. Aparece Wun y le muestra una herramienta que puede utilizar para ese fin y por supuesto que se lo traga: es como darle una caja de cerillas a un pirómano.
—¿De verdad quiere que le cuente todo esto?
—No, yo... —E. D. parecía de repente más taciturno, o quizá fuera el alcohol en su sangre el que hablaba—: Pensé que como a ti te escucha...
—Sabe que no serviría de mucho lo que le dijera.
Cerró los ojos.
—Puede ser. No lo sé. Pero tengo que intentarlo. ¿Lo ves? Por mi conciencia. —Me asombró el que confesara que tenía una—. Déjame ser franco contigo. Me siento como si estuviera contemplando un accidente de ferrocarril a cámara lenta. Las ruedas se han salido de la vía y el conductor no se ha percatado. ¿Y qué puedo hacer? ¿Es demasiado tarde para tirar de la alarma? ¿Demasiado tarde para gritar «¡cuidado!»? Probablemente. Pero es mi hijo, Tyler. El maquinista es mi hijo.
—No corre más peligro que el resto de nosotros.
—Creo que en eso te equivocas. Incluso aunque esto tenga éxito, todo lo que conseguiríamos sería información abstracta. Para Jason eso está muy bien. Pero no es suficiente para el resto del mundo. No conoces a Preston Lomax. Yo sí. Lomax estaría más que dispuesto a adjudicarle un fracaso a Jason y colgarlo por ello. Un montón de gente en el gobierno quiere cerrar Perihelio o que sea entregado a los militares. Y ésos son los mejores escenarios. En el peor, los Hipotéticos se enfadan y desconectan el Spin.
—¿Le preocupa que Lomax cierre Perihelio?
—Yo construí Perihelio. Sí, me preocupa. Pero no estoy aquí por eso.
—Puedo contarle a Jason lo que me ha dicho, pero ¿cree que le hará cambiar de opinión?
—Eh... —Ahora E. D. se dedicó a inspeccionar la superficie de la mesa. Sus ojos se volvieron un poco desenfocados y acuosos—. No. Obviamente no. Pero si quiere hablar... quiero que sepa que puede hacerlo. Si quiere hablar. No cargaré contra él. De verdad. Si quiere hablar.
Era como si hubiera abierto una puerta y su soledad se derramara a borbotones por ella.
Jason suponía que E. D. había venido a Florida como parte de algún plan maquiavélico. Puede que el viejo E. D. lo hubiera hecho. Pero el nuevo E. D. me sorprendió como un hombre envejecido, lleno de remordimientos e impotente para cambiar lo que sucedía a su alrededor, que encontraba sus estrategias en el fondo de una copa y que había venido a la ciudad espoleado por su conciencia culpable.
—¿Ha intentado hablar con Diane? —dije en un tono más amable.
—¿Diane? —Hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Diane ha cambiado su número de teléfono. Ya no puedo ponerme en contacto con ella por ahí. De todas formas, está comprometida con esa puñetera secta apocalíptica suya.
—No es una secta, E. D. Es sólo una pequeña iglesia con unas cuantas ideas bastante extrañas. Simon está más comprometido que ella.
—Está paralizada por el Spin. Como el resto de tu puñetera generación. Se lanzó de cabeza a todas esas gilipolleces religiosas cuando apenas acababa de dejar la pubertad. Eso lo recuerdo. Estaba tan deprimida por el Spin. Y de repente empezó a citar a Aquino a la hora de cenar. Quise hablar con Carol acerca de eso. Pero no sirvió para nada, como siempre pasaba con Carol. ¿Así que sabes lo que hice? Organicé un debate. Entre ella y Jason. Se habían pasado los últimos seis meses discutiendo sobre Dios. Así que lo formalicé, como un club de debate universitario, ya sabes, pero el truco estaba en que cada uno tendría que defender la postura opuesta a la que apoyaban: Jason argüiría a favor de la existencia de Dios, y Diane tendría que tomar la antítesis de su punto de vista.
Ninguno de los dos me había mencionado jamás eso. Pero podía imaginarme con qué disgusto habían emprendido la tarea educativa que les había impuesto E. D.
—Quería que se diera cuenta de lo crédula que era. Lo hizo lo mejor que pudo. Creo que quería impresionarme. Repitió básicamente lo que Jason le había estado diciendo durante todo ese tiempo. Pero Jason... —Su orgullo era evidente. Sus ojos brillaban y algo de color había vuelto a su rostro—. Jason estuvo absolutamente brillante. Jason le devolvió cada argumento que ella había usado y más todavía. Y no se limitaba a repetir sus ideas como un loro. Había leído teología, había leído exégesis bíblica. Y sonrió durante todo el debate, como diciendo: mira, me sé estos argumentos de arriba abajo, los conozco tan íntimamente como tú, puedo recitarlos en sueños, y sigo creyendo que son ridículos. Fue absolutamente despiadado. Y hacia el final, Diane lloraba. Se había contenido hasta ese momento, pero al final las lágrimas le caían por la cara.
Me quedé mirándole fijamente.
Se dio cuenta de mi expresión e hizo una mueca.
—Idos al infierno tú y tu superioridad moral. Intentaba enseñarle una lección. Quería que fuera realista, y no uno de esos que se miran el ombligo conmocionados por el Spin. Toda vuestra puta generación...
—¿No le preocupa si está viva o no?
—Por supuesto que sí.
—Nadie ha oído nada de ella últimamente. Y no sólo usted, E. D. Está fuera del alcance de todos. Pensé que podría intentar rastrear su paradero. ¿Cree que es buena idea?
Pero la camarera había llegado con otra bebida y E. D. perdía rápidamente interés en el tema, en mí y en el mundo que le rodeaba.
—Sí, me gustaría saber si está bien. —Se quitó las gafas y se las limpió con una servilleta—. Sí, hazlo, Tyler.
Y así fue como decidí acompañar a Wun Ngo Wen al estado de Arizona.
Viajar con Wun Ngo Wen era como viajar con una estrella del pop o un jefe de Estado: mucha seguridad y poca espontaneidad, un asunto organizado y eficiente. Una sucesión bien cronometrada de pasillos de aeropuertos, vuelos privados y convoyes de autopista que al final nos depositaron al comienzo de la senda de Bright Angel, tres semanas antes de la fecha prevista de los lanzamientos de los replicadores, en un día de julio ardiente como fuegos artificiales y claro como el agua de un arroyo de montaña.
Wun se detuvo allí donde la barandilla de seguridad seguía el borde del cañón. El servicio del parque había cerrado la senda y el centro de visitantes, y tres de sus mejores y más fotogénicos guardas forestales estaban listos para conducir a Wun (y a un contingente de tipos de agencias de seguridad nacional con pistoleras bajo sus chaquetas de excursionista) a una expedición hacia el fondo del cañón, donde acamparían para pasar la noche.
A Wun le habían prometido privacidad una vez que comenzara la caminata, pero en esos momentos era un auténtico circo. Furgones de los medios de comunicación abarrotaban el área de aparcamiento y los paparazzi se estiraban por encima del cordón de seguridad como peregrinos suplicantes; un helicóptero sobrevolaba el borde del cañón grabando todo en vídeo. Pese a todo, Wun estaba contento. Sonreía. Inhalaba a grandes tragos el aire con aroma a pino. El calor era abrumador, especialmente, según hubiera creído, para un marciano, pero no mostraba señales de incomodidad pese al sudor que le relucía sobre la piel arrugada. Llevaba una camisa ligera de color caqui, pantalones a juego y un par de botas de caminata de talla de niño que hacía un par de semanas que iba poniéndose para acostumbrarse a ellas. Dio un largo trago a una cantimplora de aluminio, y entonces me la ofreció.
—Hermano de agua —dijo.
Me reí.
—Quédatela. La necesitarás.
—Tyler, ojalá pudieras hacer la bajada conmigo. Todo esto es... —dijo algo en su lenguaje—. Demasiado cocido para un solo caldero. Demasiada belleza para un solo ser humano.
—Siempre puedes compartirla con los hombres-G.
Le dedicó una mirada torva a la gente de seguridad.
—Desgraciadamente, no puedo. Miran pero no ven.
—¿Eso también es una expresión marciana?
—Bien podría serlo —dijo.
Wun dio su conferencia de prensa y el gobernador de Arizona, que acababa de llegar, dijo unas cuantas palabras amables mientras yo tomaba prestado uno de los vehículos de la comitiva de Perihelio y me dirigía a Phoenix.
Nadie interfirió, nadie me siguió; la prensa no estaba interesada. Puede que fuera el médico personal de Wun Ngo Wen, puede que unos cuantos periodistas me hubiesen reconocido, pero en ausencia de Wun yo no era digno de mención. Ni remotamente. Era una buena sensación. Encendí el aire acondicionado del coche hasta que el interior tuvo la frescura de un otoño canadiense. Quizá se trataba de lo que los medios de comunicación habían empezado a denominar «euforia desesperada», la sensación de estamos-condenados-pero-todo-puede-ocurrir que había empezado a manifestarse por todo el mundo desde que Wun apareció en público. El fin del mundo y marcianos: teniendo en cuenta eso, entonces ¿qué era lo imposible? ¿Qué era simplemente improbable? ¿Y dónde dejaba eso los argumentos tradicionales a favor del portarse bien, ser paciente, virtuoso y no meter bulla?
E. D. había acusado a mi generación de estar paralizada por el Spin, y quizá tenía razón. Llevábamos treinta y pico años siendo los ciervos ante las luces del coche. Ninguno de nosotros había conseguido librarse de esa sensación de vulnerabilidad esencial, esa profunda consciencia personal de que el mundo estaba suspendido sobre nuestras cabezas. Corrompía todo placer y hacía que incluso nuestros mejores y más valientes gestos parecieran apocados intentos.
Pero incluso la parálisis acaba erosionándose. Más allá de la ansiedad yace la temeridad. Más allá de la inmovilidad, la acción.
No necesariamente una acción sabia o bien encaminada, pese a todo. Pasé tres conjuntos de autopistas con signos de advertencia sobre la posibilidad de piratería de carretera. El locutor de la radio local recitaba una lista de carreteras cerradas por «motivos policiales» con tanta indiferencia como si hablara de trabajo de mantenimiento.
Pero llegué sin incidentes al aparcamiento en la parte de atrás del Tabernáculo del Jordán.
El pastor actual del Tabernáculo del Jordán era un hombre joven con el pelo cortado al cero, llamado Bob Kobel, que había aceptado por teléfono encontrarse conmigo. Vino hasta el coche mientras lo estaba cerrando y me escoltó hasta la rectoría para tomar café y donuts y tener una charla seria. Parecía un atleta de instituto con algo de panza, pero todavía poseído por el antiguo espíritu de equipo.
—He pensado en lo que me dijo —me contó—. Comprendo por qué quiere contactar con Diane Lawton. ¿Entiende por qué es un asunto problemático para esta iglesia?
—No, la verdad es que no del todo.
—Gracias por su sinceridad. Déjeme explicárselo, entonces. Me convertí en pastor de esta congregación después de la crisis de la becerra roja, pero era miembro desde hacía muchos años antes. Conozco a la gente a la que busca... Diane y Simon. Una vez los llamé mis amigos.
—¿Y ya no?
—Me gustaría poder decir que seguimos siendo amigos. Pero eso tendrá que preguntárselo usted mismo, señor Dupree. El Tabernáculo del Jordán ha tenido una historia conflictiva para ser una congregación relativamente pequeña. Quizá se deba a que empezamos como una iglesia mestiza, un puñado de dispensacionalistas a la vieja usanza que se reunieron con unos cuantos hippys desilusionados del Nuevo Reino. Lo que teníamos en común era la feroz creencia en la inminencia del fin de los tiempos y un deseo sincero de comunidad cristiana. No era una alianza fácil, como puede imaginar. Habíamos pasado por unas cuantas controversias. Cismas. Gente que se alejaba hacia los márgenes del cristianismo, disputas doctrinarias que, francamente, eran casi incomprensibles para el resto de la congregación. Pero lo que ocurrió con Simon y Diane es que se alinearon con un grupo de postribulacionistas acérrimos que querían reclamar el Tabernáculo del Jordán para sí mismos. Eso dio lugar a unos cuantos enfrentamientos políticos muy difíciles, lo que el mundo secular podría denominar incluso como una lucha por el poder.
—¿ Y que perdieron ?
—Oh, no. Tuvieron un control firme. Al menos por un tiempo. Radicalizaron el Tabernáculo del Jordán de una forma que a muchos de nosotros nos hacía sentir incómodos. Dan Condón era uno de ellos y fue él el que nos implicó en esa red de chalados que intentaban traer el segundo advenimiento con una vaca roja. Cosa que me sigue pareciendo grotescamente presuntuosa. Como si el Señor de los Ejércitos tuviera que esperar a un programa de cría de ganado antes de reunir a los fieles.
El pastor Kobel dio un sorbo a su café.
—No conozco sus creencias a fondo —dije yo.
—Por teléfono me dijo que Diane lleva tiempo sin ponerse en contacto con su familia.
—Sí.
—Puede que sea por decisión propia. Solía ver a su padre en la televisión. Parece un hombre intimidatorio.
—No estoy aquí para secuestrarla. Sólo quiero asegurarme de que está bien.
Otro sorbo de café. Otra mirada pensativa.
—Me gustaría decirle que está bien. Y probablemente lo esté. Pero después de los escándalos, el grupo entero se marchó a los montes. Y algunos de ellos siguen teniendo invitaciones pendientes para hablar con los investigadores federales. Así que no se aconsejan las visitas.
—Pero ¿no son imposibles?
—No son imposibles si le conocen. No estoy seguro de que reúna las cualificaciones, doctor Dupree. Puedo decirle cómo llegar, pero dudo que le dejen entrar.
—¿Ni aunque usted responda por mí?
El pastor Kobel parpadeó. Parecía que se lo estaba pensando.
Entonces sonrió. Cogió un trozo de papel del escritorio que tenía detrás y escribió unas cuantas líneas de instrucciones para llegar.
—Ésa es una buena idea, doctor Dupree. Dígales que le envía el pastor Bob. Pero tenga cuidado de todos modos.
El pastor Kobel me había dado las instrucciones para llegar al rancho de Dan Condón, que resultó ser una casa de dos pisos en un valle lleno de rastrojos a muchas horas de distancia del pueblo. No era gran cosa como rancho, al menos a mis ojos inexpertos. Había un establo grande, en mal estado comparado con la casa, y unas cuantas reses que pastaban en unas cuantas parcelas de grama.
Tan pronto como frené, un hombre de gran tamaño vestido con un mono de trabajo bajó pesadamente las escaleras del porche, casi noventa kilos todo él, con una barba espesa y expresión de poca alegría. Bajé la ventanilla del coche.
—Propiedad privada, jefe —dijo.
—Estoy aquí para ver a Simon y Diane.
Se me quedó mirando sin decir nada.
—No me esperan. Pero saben quién soy.
—¿Le han invitado? Porque en estos momentos no nos hacen mucha gracia los visitantes.
—El pastor Kobel dijo que no les importaría que viniera.
—Eso dijo, ¿eh?
—Me dijo que les dijera que soy esencialmente inofensivo.
—El pastor, Bob, ¿eh? ¿Tiene alguna identificación?
Le entregué mi documento nacional de identidad, que encerró en su manaza y llevó al interior de la casa.
Esperé. Bajé las ventanillas y dejé que un viento seco susurrara en el interior del coche. El sol ya estaba bajo y hacía que las sombras de las columnas del porche parecieran relojes de sol, y esas sombras se alargaron un poco más antes de que volviera el hombre y me devolviera mi carné y me dijera:
—Simon y Diane le verán. Y lamento el trato de antes. Mi nombre es Sorley. —Salí del coche y le estreché la mano. Me la apretó con ferocidad—. Aaron Sorley. Hermano Aaron para la mayoría de la gente.
Me escoltó a través de la puerta al interior de la casa. En el interior de la casa hacía un calor estival, pero estaba animada. Un niño con una camiseta de algodón pasó corriendo a la altura de nuestras rodillas, riéndose. Atravesamos una cocina en la que dos mujeres parecían colaborar en la preparación de una comida para mucha gente: ollas enormes al fuego y montañas de coles en la tabla de cocina.
—Simon y Diane comparten el dormitorio del fondo, en el piso de arriba, la última puerta a la derecha... puede subir.
Pero no necesitaba un guía. Simon me esperaba en lo alto de las escaleras.
El antiguo heredero de las escobillas parecía un poco demacrado. Lo que no era sorprendente, dado que no lo había vuelta a ver desde el ataque chino o los artefactos polares de hacía veinte años. Él podía estar pensando lo mismo acerca de mí. Su sonrisa seguía siendo notable, enorme y generosa, una sonrisa que Hollywood podría haber explotado si Simon hubiera amado más al dinero que a Dios. No se conformó con un apretón de manos. Me abrazó.
—¡Bienvenido! —dijo—. ¡Tyler! ¡Tyler Dupree! Me disculpo si el hermano Aaron ha sido un poco brusco contigo. No tenemos muchos visitantes, pero descubrirás que nuestra hospitalidad es generosa, al menos una vez que has atravesado la puerta. Te hubiéramos invitado antes si hubiéramos sabido que había posibilidades de que hicieras el viaje hasta aquí.
—Una oportuna coincidencia —dije—. Estoy en Arizona porque...
—Oh, lo sé. Oímos las noticias de vez en cuando. Has venido con el hombre arrugado. Eres su médico.
Me condujo por el pasillo hasta una puerta pintada de color crema, su puerta, la de Simon y Diane; y la abrió.
La habitación estaba amueblada de forma cómoda aunque ligeramente anacrónica: una gran cama en una esquina con un edredón sobre un colchón hinchado, cortinas de tela a cuadros para la ventana, una alfombrilla de algodón trenzado sobre el suelo de planchas de madera. Y una silla junto a la ventana. Y Diane sentada en la silla.
—Me alegro de verte —dijo—. Gracias por dedicarnos tu tiempo. Espero que no te hayamos apartado de tu trabajo.
—No más de lo que yo mismo quería apartarme. ¿Cómo estás?
Simon cruzó la habitación y se puso a su lado. Puso la mano sobre el hombro de Diane y ahí la dejó.
—Los dos estamos bien —dijo ella—. Puede que no seamos prósperos, pero salimos adelante. Supongo que es lo que se puede esperar en estos tiempos. Lamento que no hayamos estado en contacto, Tyler. Después de los problemas que tuvo el Tabernáculo del Jordán es más difícil confiar en el mundo exterior. Supongo que habrás oído algo al respecto.
—Un desastre gigantesco —intervino Simon—. Homeland Security se llevó el ordenador y la fotocopiadora de la rectoría, se lo llevaron y no nos lo devolvieron. Por supuesto no teníamos nada que ver con esas tonterías de la becerra roja. Lo único que hicimos fue repartir unos folletos entre la congregación. Para que ellos decidieran, ya sabes, si era el tipo de cosa en la que querían involucrarse. Eso fue lo que nos hizo acabar siendo entrevistados por el gobierno federal, imagínatelo. Aparentemente eso es un crimen en la América de Preston Lomax.
—Nadie fue arrestado, espero.
—Nadie cercano a nosotros —dijo Simon.
—Pero puso nervioso a todo el mundo —dijo Diane—. Empiezas a pensar en las cosas que usabas sin pensar. Llamadas de teléfono. Cartas.
—Supongo que tienes que ser cuidadoso —dije.
—Muy cuidadoso —dijo Simon.
Diane llevaba un simple traje recto de algodón, atado a la cintura, y un pañuelo a cuadros rojos y blancos en la cabeza que parecía un hiyab para estar en casa. Nada de maquillaje, pero tampoco lo necesitaba. Vestir a Diane con ropas sin elegancia era tan fútil como intentar esconder una linterna bajo un sombrero de paja.
Me di cuenta de lo hambriento que había estado de ver su imagen. Qué insensatamente hambriento. Me avergoncé del placer que sentía en su presencia. Durante dos décadas habíamos sido poco más que conocidos. Dos personas que una vez se conocieron bien. No tenía derecho a sentir esa aceleración de mi pulso, la sensación de velocidad ingrávida que me provocaba ella simplemente al estar sentada en aquella silla de madera y apartando la mirada, sonrojándose ligeramente cuando nuestros ojos se encontraron.
Era irreal e injusto... injusto para alguien, puede que para mí, probablemente para ella. No debía haber ido a ese lugar.
—¿Y cómo estás tul Sigues trabajando con Jason, según creo. Espero que esté bien.
—Está perfectamente. Te envía su amor.
Ella sonrió.
—Lo dudo. Eso no parece propio de Jason.
—Ha cambiado.
—¿De verdad?
—Se ha hablado mucho de Jason —dijo Simon, todavía agarrado a su hombro, su mano callosa y oscura sobre la blancura del algodón—. Sobre Jason y ese hombre arrugado, el supuesto marciano.
—De supuesto nada —dije—. Nació y se crió allí.
Simon parpadeó.
—Si tú lo dices entonces debe ser verdad. Pero como he dicho, se ha hablado mucho. La gente sabe que el Anticristo camina entre nosotros, y eso es una certeza, y que puede que sea un hombre famoso, esperando a su oportunidad, planeando su guerra fútil. Así que las figuras públicas reciben un montón de escrutinio por aquí. No estoy diciendo que Wun Ngo Wen sea el Anticristo, pero no estaría solo si hiciera esa afirmación. ¿Estás cerca de él?
—Hablo con él de vez en cuando. No creo que sea lo suficientemente ambicioso para ser el Anticristo. —Aunque E. D. Lawton no hubiera estado de acuerdo con esa afirmación.
—Ése es el tipo de cosas que nos hace andar con cautela —dijo Simon—. Por eso ha sido un problema para Diane el permanecer en contacto con su familia.
—¿Porque Wun Ngo Wen puede ser el Anticristo?
—Porque no queremos atraer la atención de gente poderosa, ahora que estamos tan cerca del fin de los tiempos.
No supe qué decir a eso.
—Tyler ha hecho un largo viaje en coche —dijo Diane—. Probablemente esté sediento.
La sonrisa de Simon volvió a reaparecer.
—¿Te gustaría beber algo antes de cenar? Tenemos montones de refrescos. ¿Te gusta el Mountain Dew?
—Sí, perfecto.
Salió de la habitación. Diane esperó hasta que oímos sus pisadas en las escaleras. Entonces inclinó la cabeza a un lado y me miró de forma más directa.
—Has recorrido mucha distancia.
—No había otra manera de ponerme en contacto.
—Pero no tenías que hacerlo. Estoy sana y soy feliz. Puedes contárselo a Jase. Y a Carol, incluso. Y a E. D., si le importa. No necesitaba una visita de control.
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿sólo te has pasado a saludar?
—La verdad es que sí, algo así.
—No nos hemos metido en una secta. No me coaccionan.
—Ni tampoco he dicho eso, Diane.
—Pero lo has pensado, ¿verdad?
—Me alegro de que estés bien.
Giró la cabeza y la luz del sol poniente se reflejó en sus ojos.
—Lo siento, sólo estoy un poco sorprendida. Verte así de repente. Y me alegro de que a ti también te vaya bien en el este. Porque te va bien, ¿no?
Sentí un impulso temerario.
—No —dije—. Estoy paralizado. O al menos eso es lo que piensa tu padre. Dice que toda nuestra generación está paralizada por el Spin. Todos seguimos en el mismo momento en que desaparecieron las estrellas. Nunca hemos hecho las paces con eso.
—¿Y crees que es verdad?
—Más de lo que nos gustaría admitir a cualquiera de nosotros. —Estaba diciendo cosas que no tenía planeadas. Pero Simon volvería en cualquier instante con su lata de Mountain Dew y su sonrisa adamantina y la oportunidad se perdería, probablemente para siempre—. Te miro —dije—, y sigo viendo a la chica sentada en el césped fuera de la Gran Casa. Así que, sí, puede que E. D. tenga razón. Veinticinco años robados. Han pasado muy rápidos.
Diane lo aceptó en silencio. Una brisa cálida agitó las cortinas y la habitación se volvió más oscura. Entonces dijo:
—Cierra la puerta.
—¿Eso no parecería raro?
—Cierra la puerta, Tyler. No quiero que me oigan.
Así que cerré la puerta, ella se levantó, vino hasta mí y me cogió de las manos. Sus manos eran frescas.
—Estamos demasiado cerca del fin del mundo para mentirnos el uno al otro. Lamento haber dejado de llamarte, pero hay cuatro familias compartiendo esta casa y un solo teléfono, así que es muy evidente quién está hablando con quién.
—Simon no lo permitiría.
—Por el contrario, Simon lo habría aceptado. Simon acepta la mayoría de mis hábitos e idiosincrasias. Pero no quiero mentirle. No quiero llevar esa carga. Pero admito que echo de menos esas llamadas, Tyler. Esas llamadas eran salvavidas. Cuando no tenía dinero, cuando la iglesia se dividía, cuando me encontraba sola por ninguna razón aceptable... el sonido de tu voz era como una transfusión.
—Entonces, ¿por qué dejar de hacerlas?
—Porque eran un acto de deslealtad. Entonces. Y ahora. —Sacudió la cabeza como si intentara comunicar una idea difícil de expresar pero importante—. Sé lo que quieres decir con lo del Spin. Yo también pienso en ello. A veces finjo que hay un mundo en el que el Spin no ocurrió y en el que nuestras vidas fueron diferentes. Nuestras vidas, la tuya y la mía. —Inhaló temblorosamente y se sonrojó intensamente—. Y si no podía vivir en ese mundo, pensé que al menos podía visitarlo cada dos semanas, llamarte y ser viejos amigos que hablan de otras cosas aparte del fin del mundo.
—¿Y eso te parece desleal?
—Es desleal. Me entregué a Simon. Simon es mi marido a los ojos de Dios y de la ley. Aunque no fuera una elección sabia, sigue siendo mi elección, y puede que no sea el tipo de cristiana que debería ser, pero entiendo conceptos como el deber y la perseverancia, y el permanecer junto a alguien aunque...
—¿Aunque qué, Diane?
—Aunque duela. No creo que ninguno de los dos necesite examinar con más detenimiento las vidas que podríamos haber tenido.
—No he venido aquí para hacerte infeliz.
—No, pero estás teniendo ese efecto.
—Entonces no me quedaré.
—Te quedarás para la cena, es lo educado. —Puso las manos a los lados y se quedó mirando al suelo—. Déjame decirte algo mientras aún tenemos algo de intimidad. Si te sirve de consuelo, no comparto todas las convicciones de Simon. No puedo decir con sinceridad que creo que el mundo terminará y que los creyentes ascenderán a los cielos. Que Dios me perdone, pero no me parece plausible. Pero sí que creo que el mundo se acabará. Se está acabando. Lleva acabándose durante todas nuestras vidas. Y...
—Diane —dije.
—No, déjame terminar. Creo que el mundo se acabará. Creo en lo que Jason me contó hace tantos años, que un día el sol saldrá hinchado e infernal y que a las pocas horas o días nuestro tiempo sobre la Tierra se habrá terminado. No quiero estar sola en ese día...
—Nadie quiere estar solo en ese día. —Excepto quizá Molly Seagram, pensé. Molly oyendo On the Beach con su frasco de píldoras para el suicidio. Molly y todos los demás como ella.
—Y no estaré sola. Estaré con Simon. Lo que te estoy confesando, Tyler... lo que quiero que se me perdone... es que cuando imagino ese día no es forzosamente a Simon a quien veo a mi lado.
La puerta se abrió de golpe. Simon. Con las manos vacías.
—Resulta que la cena ya está lista —dijo—. Junto con una gran jarra de té helado para los viajeros sedientos. Ven y cena con nosotros. Hay de sobra para todos.
—Gracias —dije—. Me encantará.
Los ocho adultos que compartían la casa eran los Sorley, Dan Condon y su esposa, los McIsaacs y Simon y Diane. Los Sorleys tenían tres niños y los McIsaacs cinco, así que éramos diecisiete personas alrededor de una gran mesa de caballetes en la habitación junto a la cocina. El resultado era un estrépito agradable que duró hasta que el «tío Dan» anunció la bendición de la comida, momento en el que todas las manos se entrelazaron y todas las cabezas se inclinaron.
Dan Condón era el macho alfa del grupo. Era alto y casi sepulcral, de barba negra, feo de una manera casi lincolnesca, y al bendecir la mesa nos recordó que alimentar a un extraño era un acto virtuoso, aunque susodicho extraño hubiera llegado sin invitación, amén.
Por la forma en que fluyó la conversación deduje que el hermano Aaron Sorley era el segundo al mando y probablemente el encargado de imponer el orden en caso de disputas. Tanto Teddy McIsaac como Simon trataban con deferencia a Sorley pero miraban a Condón para el veredicto definitivo. ¿La sopa estaba demasiado salada? «Lo justo», decía Condón. ¿Tiempo cálido en los últimos días? «Nada raro por estos pagos», declaró Condón.
Las mujeres rara vez hablaban y la mayor parte del tiempo mantenían los ojos fijos en sus platos. La esposa de Condón era una mujer pequeña y rechoncha de expresión mustia. La de Sorley era casi tan grande como él y sonreía ostensiblemente cuando alguien le dedicaba un cumplido a la comida. La esposa de Mclsaac apenas parecía tener dieciocho años comparados con los taciturnos cuarenta y tantos de él. Ninguna de las mujeres me habló directamente, ni me fueron presentadas por su nombre. Diane era un diamante entre esas circonitas, algo que saltaba a la vista, y quizá eso explicaba su comportamiento cauto.
Todas las familias eran refugiados del Tabernáculo del Jordán. No eran los feligreses más radicales, según explicó el tío Dan, a diferencia de aquellos dispensacionalistas de ojos enloquecidos que habían huido a Saskatchewan el año pasado, pero tampoco eran tibios en su fe, como el pastor Bob Kobel y su rebaño de conformistas. Las familias se habían mudado al rancho (de Condón) para separarse unos cuantos kilómetros de las tentaciones de la ciudad y esperar la llamada final inmersos en paz monástica. Hasta ese momento, según dijo, el plan había tenido éxito.
El resto de la charla trató de un camión cuya batería estaba mal, un trabajo de reparación del techo, y una inminente crisis de tanque séptico. Me sentí tan aliviado cuando terminó la comida como los niños que había en la mesa; Condón le dirigió una mirada feroz a una de las niñas de los Sorley que había suspirado demasiado audiblemente.
Una vez que se retiraron los platos (trabajo de mujeres en el rancho de Condón), Simon anunció que tenía que marcharme.
—¿Estará seguro en la carretera, doctor Dupree? Hay asaltos casi todas las noches en estos tiempos.
—Mantendré las ventanillas subidas y el pie en el acelerador.
—Probablemente sea lo más sabio.
—Si no te importa, Tyler —dijo Simon—, iré contigo en el coche hasta la cerca. Me gusta el paseo de regreso, en las noches cálidas como ésta, incluso teniendo que llevar linterna.
Dije que sí.
Entonces todo el mundo se puso en fila para una despedida cordial. Los niños se retorcieron hasta que les estreché la mano y pudieron irse. Cuando le llegó el turno a Diane, asintió pero bajo la mirada, y cuando le ofrecí mi mano la tomó sin mirarme.
Simon recorrió conmigo cuatrocientos metros subiendo por una ladera desde el rancho, inquieto como un hombre con algo que decir pero manteniendo la boca cerrada. No le dije nada. El aire nocturno era fragante y relativamente fresco. Detuve el coche donde me indicó, en la cima de una colina junto a una cerca rota y un arbusto de ocotillo.
—Gracias por el transporte —me dijo.
—¿Hay algo que querías decirme? —pregunté.
Se aclaró la garganta.
—Sabes —dijo al fin, con una voz que apenas si era más alta que el viento—, amo a Diane tanto como amo a Dios. Admito que parece blasfemo. Me lo ha parecido desde hace mucho tiempo. Pero creo que Dios la puso en la Tierra para que fuera mi esposa, que ése es su propósito de existir. Así que últimamente pienso en que son dos caras de la misma moneda. Amarla es mi forma de amar a Dios. ¿Crees que es posible, Tyler Dupree?
No esperó a mi respuesta, sino que cerró la puerta y encendió su linterna, y lo observé en el espejo retrovisor mientras descendía la ladera hacia la oscuridad y el chirrido de los grillos.
No me tropecé con bandidos o piratas esa noche.
La ausencia de estrellas o de la luna había convertido la noche en un lugar mucho más oscuro y peligroso desde los primeros años del Spin. Los criminales habían creado sofisticadas estrategias para las emboscadas rurales. Conducir de noche aumentaba drásticamente las probabilidades de que me robaran o asesinaran.
El tráfico fue escaso durante el viaje de regreso a Phoenix, en su mayoría camioneros haciendo transporte interestatal de mercancías a bordo de enormes traileres bien defendidos. La mayor parte del tiempo estuve solo en la carretera, tallando una cuña brillante en la noche y escuchando el rechinar de los neumáticos y el viento. Si hay un sonido más solitario que ése, no sé cuál es. Supongo que por eso ponen radios en los coches.
Pero no hubo ladrones ni asesinos en la carretera.
No esa noche.
Así que me quedé a pasar la noche en un hotel a las afueras de Flagstaff y alcancé a Wun Ngo Wen y su comitiva de seguridad en la sala VIP de espera del aeropuerto a la mañana siguiente.
Wun estuvo de ánimo hablador durante el vuelo de vuelta a Orlando. Había estado estudiando la geología del desierto del suroeste y estaba particularmente complacido por una roca que había comprado en una barraca de recuerdos de camino a Phoenix, obligando a todo el desfile a detenerse y esperar mientras rebuscaba en el interior de un cubo de fósiles. Me enseñó su trofeo, una concavidad espiral caliza en un guijarro recogido en la senda Bright Ángel de dos centímetros y medio de lado. La huella de un trilobite, dijo, muerto hacía diez millones de años, recuperado de los eriales rocosos y arenosos que sobrevolábamos, y que una vez fueron el lecho de un antiquísimo mar.
Nunca antes había visto un fósil. No había fósiles en Marte, dijo. No había fósiles en ningún lado del sistema solar excepto aquí, en la antigua Tierra.
Cuando llegamos a Orlando nos metieron en el asiento de atrás de otro coche en otro convoy, éste con destino al complejo de Perihelio.
Salimos al ocaso tras un barrido del perímetro que nos retuvo durante una hora o así. Una vez que llegamos a la autopista, Wun se disculpó por bostezar:
—No estoy acostumbrado a tanto ejercicio físico.
—Te he visto en la cinta de correr de Perihelio. Estás en buena forma.
—Una cinta no es un cañón.
—No, supongo que no.
—Estoy dolorido pero no lo lamento. Fue una expedición maravillosa. Espero que tú también pasaras tu tiempo de forma igualmente feliz.
Le dije que había localizado a Diane y que estaba bien.
—Eso está bien. Lamento no haber podido conocerla. Si se parece en algo a su hermano, debe de ser una persona notable.
—Lo es.
—¿Pero la visita no fue lo que esperabas?
—Quizá esperaba algo equivocado. —Quizá llevaba demasiado tiempo esperando lo equivocado.
—Bueno —dijo Wun, bostezando, ojos semicerrados—, la cuestión... como siempre, la cuestión es cómo mirar al sol sin quedar ciego.
Quise preguntarle qué quería decir con eso, pero su cabeza había caído sobre la tapicería del asiento y parecía más amable dejarle dormir.
Había cinco coches en nuestro convoy, más un transporte de tropas con un pequeño destacamento de soldados en caso de que hubiera problemas.
El transporte de tropas era un vehículo cuadrado del tamaño aproximado de los furgones blindados que se usaban para enviar dinero a y desde los bancos regionales y que fácilmente podía confundirse con uno.
De hecho, un convoy de la Compañía Brink's de seguridad estaba a diez minutos por delante de nosotros hasta que salió de la autopista en dirección a Palm Beach. Los oteadores de las bandas, emplazados en la carretera después de todas las intersecciones principales y conectados por teléfono, nos confundieron con el envío de la Compañía Brink's y nos convertimos en el objetivo de una banda de asaltantes de autopista que nos esperaban más adelante.
Los asaltantes eran criminales sofisticados que ya habían dispuesto minas de superficie en un tramo de carretera que bordeaba una reserva natural pantanosa. También llevaban armas automáticas y un par de lanzacohetes, y el convoy de la Compañía Brink's no hubiera sido rival para ellos: cinco minutos después del primer impacto los asaltantes ya estarían bien internados en el interior del pantano repartiéndose los despojos. Pero sus oteadores cometieron un error crítico. Atacar un envío de un banco es una cosa; atacar cinco vehículos de alta seguridad y un transporte lleno de personal militar altamente entrenado es algo completamente diferente.
Estaba mirando por la ventanilla de cristales tintados, contemplando el agua verdosa y los cipreses calvos que pasaban a nuestro lado cuando las luces de la autopista se apagaron.
Un pirata había cortado los cables eléctricos enterrados. De repente la oscuridad fue verdaderamente oscura, un muro sólido más allá de la ventanilla, nada me devolvía la mirada excepto mi propio reflejo sorprendido.
—Wun... —dije.
Pero seguía durmiendo, su cara arrugada inexpresiva como una huella digital.
Entonces el coche que iba en cabeza hizo estallar la mina.
La onda de choque sacudió nuestro vehículo reforzado como un puño de acero. Los vehículos del convoy estaban espaciados prudentemente, pero estábamos lo suficientemente cerca para ver al coche de cabeza alzarse en una bola de llamas y volver a caer ardiendo sobre el asfalto, con los neumáticos reventados.
Nuestro conductor dio un viraje y, probablemente en contra de todo lo que le habían enseñado, disminuyó la velocidad. La carretera estaba bloqueada más adelante. Y entonces hubo una segunda explosión en la cola del convoy, otra mina, proyectando trozos de asfalto contra el terreno húmedo y encajonándonos con despiadada eficiencia.
Wun ya estaba despierto, sorprendido y aterrorizado. Tenía los ojos grandes como lunas y casi tan brillantes.
Se oyó el repiqueteo de armas de fuego a poca distancia. Me agaché y tiré de Wun para tumbarlo a mi lado, ambos enroscados alrededor de nuestros cinturones de seguridad y manipulando frenéticamente las hebillas. El conductor detuvo el coche, sacó un arma de algún lugar bajo el salpicadero y abrió la puerta.
Al mismo tiempo una docena de hombres salieron del transporte y empezaron a disparar contra la oscuridad, intentando establecer un perímetro. Los agentes de seguridad de paisano de otros vehículos empezaron a converger en nuestro coche, intentado proteger a Wun, pero los disparos los inmovilizaron antes de llegar a nosotros.
La rápida respuesta debió poner nerviosos a los piratas de carretera. Abrieron fuego con armas pesadas. Uno de ellos disparó lo que más tarde supe que era un lanzacohetes. Todo lo que supe entonces es que me había quedado repentinamente sordo, que el coche rotaba sobre un eje complejo y que el aire estaba lleno de humo y vidrios.
Entonces, misteriosamente, me encontré con la mitad del cuerpo asomando por la puerta trasera, con la cara aplastada contra el suelo y el sabor de la sangre en la boca; Wun estaba cerca, a un metro delante de mí, tumbado de costado. Una de sus botas, las botas de talla infantil que había comprado para el Cañón, ardía.
Grité su nombre. Se removió débilmente. Las balas empezaron a golpear la ruina del coche a nuestras espaldas, abriendo cráteres en el acero. Tenía la pierna izquierda insensible. Me arrastré más cerca de Wun y usé un trozo de tapicería desgarrado para envolver el zapato ardiente. Wun gimió y alzó la cabeza.
Los nuestros devolvieron el fuego, las balas trazadoras creaban franjas luminosas hacia el pantano que bordeaba la carretera por ambos lados.
Wun arqueó la espalda y se puso de rodillas. No parecía saber dónde estaba. Sangraba por la nariz. Tenía la frente despellejada.
—No te levantes —grazné.
Pero siguió intentando ponerse en pie, la bota quemada estaba hecha jirones y apestaba.
—Por amor de Dios —dije. Alargué la mano pero él se escabulló—. Por amor de Dios, ¡no te levantes!
Pero al final lo consiguió, se estabilizó y se incorporó, temblando, silueteado contra el amasijo de metal ardiente. Bajó la vista y me reconoció.
—Tyler —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
Y entonces las balas lo alcanzaron.
Había muchísima gente que odiaba a Wun Ngo Wen. Desconfiaban de sus motivaciones, como E. D. Lawton, o lo odiaban por razones más complejas y menos defendibles: porque creían que era un enemigo de Dios; porque resultaba que su piel era negra; porque era una prueba de la teoría de la evolución; porque era la prueba física del Spin y las inquietantes verdades sobre la edad del universo exterior.
Muchas de esas personas habían susurrado cosas sobre matarlo. Docenas de amenazas interceptadas estaban registradas en los archivos de Homeland Security.
Pero no lo mató una conspiración. Lo que lo mató fue una combinación de avaricia, confusión y temeridad engendrada por el Spin.
Fue una muerte embarazosamente terrestre.
El cuerpo de Wun fue incinerado (tras una autopsia y extracción de muestras a gran escala) y se le dio un funeral de Estado con todos los honores. Su servicio funerario se celebró en la catedral nacional de Washington y asistieron dignatarios de todo el planeta. El presidente Lomax dio un largo panegírico.
Se habló de enviar sus cenizas a órbita, pero al final no se hizo nada. Según dijo Jason, la urna se guardó en el sótano de la Institución Smithsoniana a la espera de su destino final.
Probablemente sigue allí.
A casa antes de que oscureciera
Así que pasé unos pocos días en un hospital del área de Miami, recuperándome de heridas leves, describiendo los acontecimientos a los investigadores federales, e intentando hacerme a la idea de que Wun había muerto. Fue durante este período cuando decidí dejar Perihelio y abrir una consulta privada propia.
Pero también decidí no anunciar mis intenciones hasta después del lanzamiento de los replicadores. No quería perturbar a Jason en un momento crítico.
En comparación con el esfuerzo de terraformación de los años anteriores, el lanzamiento de los replicadores fue anticlimático. Sus resultados serían, si es que los había, más grandiosos y más sutiles; pero su eficiencia, apenas un puñado de cohetes sin ninguna sincronización milimétrica requerida, no era ningún espectáculo dramático.
El presidente Lomax llevaba el asunto como una empresa puramente norteamericana. En un gesto que había enfurecido a la UE, a los rusos, a los chinos y a los hindúes, Lomax se había negado a compartir la tecnología de replicadores más allá de los círculos de obligado conocimiento en la NASA y Perihelio, y había borrado todas las páginas relevantes en la edición pública de los archivos marcianos. Los «microbios artificiales» (en la jerga de Lomax) eran una tecnología de «alto riesgo». Podían ser «militarizados». (Eso era cierto, como el propio Wun había admitido.) Los Estados Unidos, por tanto, se veían obligados a asumir el «control preventivo» para prevenir «la proliferación nanotecnológica y una nueva y mortífera carrera armamentística».
La Unión Europea había puesto el grito en el cielo y la ONU estaba reuniendo un comité de investigación, pero en un mundo en el que las guerras a pequeña escala asolaban cuatro continentes, los argumentos de Lomax tenían un peso considerable. (Aunque, como Wun hubiera replicado, los marcianos habían vivido con éxito con la misma tecnología durante cientos de años... y los marcianos no eran ni más ni menos humanos que sus antepasados terrestres.)
Por todas esas razones, los lanzamientos a finales de verano atrajeron a un público mínimo y una presencia de los medios casi improvisada. Wun Ngo Wen estaba muerto, después de todo, y los servicios de noticias se habían extenuado cubriendo su muerte. Ahora, los cuatro cohetes pesados Delta dispuestos en sus rampas marítimas parecían poco más que un pie de página a su servicio funerario, o peor, una reposición: los lanzadores de semillas reconfigurados para una edad de menores expectativas.
Pero aunque fuera un espectáculo menor, seguía siendo un espectáculo. Lomax acudió en avión a la ocasión y E. D. Lawton había aceptado una invitación de cortesía, y para ese entonces estaba dispuesto a jurar que se comportaría bien en público. Y así, la mañana del día señalado, fui con Jason a una de las gradas para VIP en la costa este de Cape Cod.
Mirábamos al mar. Las viejas plataformas, todavía funcionales pero un poco oxidadas por el agua salada, habían sido construidas para lanzar los transportes pesados de la era de la siembra. Los nuevos Deltas quedaban empequeñecidos en ellas. No es que pudiéramos ver muchos detalles en la distancia, sólo cuatro columnas blancas en los límites del neblinoso océano, más los apoyos móviles de las otras plataformas que no se usarían, los pontones articulados, los transportes y otros vehículos, anclados a una distancia de seguridad. Era una despejada y cálida mañana de verano. El viento era racheado, no lo suficientemente fuerte para abortar el lanzamiento pero sí para hacer restallar secamente la bandera y alborotar el pelo impecable del presidente Lomax mientras subía al estrado para dirigirse a los dignatarios y la prensa allí reunidos.
Dio un discurso afortunadamente breve. Citó el legado de Wun Ngo Wen y su fe en que la red de replicadores que estaba a punto de ser plantada en los helados confines del sistema solar pronto nos iluminaría sobre la naturaleza y el propósito del Spin. Dijo unas cuantas cosas osadas sobre la humanidad dejando su marca en el cosmos. («Querrá decir en la galaxia —susurró Jason—, no el cosmos. Y... ¿dejar nuestra marca? ¿Como un perro que se mea en una boca de incendio?») Entonces Lomax citó unos versos de un poeta ruso del siglo diecinueve llamado F. I. Tiutchev, que no podía haberse ni imaginado el Spin pero que escribía como si lo hubiera visto:
El mundo exterior se ha desvanecido como una visión y el hombre, huérfano desarraigado, tiene que enfrentarse indefenso, desnudo y solo a la negrura del espacio inconmensurable. Toda luz y toda vida parecen un sueño lejano, mientras en la substancia de la noche, desenmarañada y ajena, ahora percibe algo fatídico a su diestra.
Entonces Lomax abandonó el escenario, y tras el prosaico asunto de una cuenta atrás, el primero de los cohetes se alzó sobre su columna de fuego con la intención de desenmarañar el cosmos detrás del cielo. Algo fatídico. Nuestro por derecho.
Mientras todos los presentes alzaban la vista, Jason cerró los ojos y entrelazó las manos sobre su regazo.
A continuación nos dirigimos a una sala de recepciones con el resto de los invitados, nos quedaba una rueda de prensa pendiente. (Jason tenía programados veinte minutos de entrevista con una cadena de televisión por cable. Yo tenía diez. Era «el médico que intentó salvar la vida de Wun Ngo Wen», aunque todo lo que había hecho era apagar su bota ardiendo y arrastrar su cuerpo fuera de la línea de fuego cuando cayó. Una comprobación rápida de vías respiratorias, respiración y circulación dejó claro que no podía ayudarle y que lo mejor que podía hacer era mantener la cabeza gacha hasta que llegara la ayuda.
Que era lo que le contaba a los periodistas, hasta que aprendieron a dejar de preguntarlo.
El presidente Lomax atravesó la sala estrechando manos antes de desvanecerse de nuevo, escoltado por su personal. Entonces E. D. nos acorraló a Jason y a mí en la mesa del bufete.
—Supongo que has conseguido lo que querías —dijo. El comentario iba dirigido a Jason pero lo dijo mirándome a mí—. Ahora ya no se puede deshacer.
—En ese caso —dijo Jason—, a lo mejor no merece la pena discutir por eso.
Wun y yo habíamos acordado mantener a Jason bajo observación en los meses posteriores a su tratamiento. Se había sometido a una batería de tests neurológicos que incluían otra serie de resonancias magnéticas a escondidas. Ninguna de las pruebas había revelado deficiencia alguna, y los únicos cambios fisiológicos obvios eran los relacionados con su recuperación de la EMA. Completamente sano, en otras palabras. Más sano de lo que nunca imaginé que se pudiera estar.
Pero parecía sutilmente diferente. Le había preguntado a Wun si a todos los Cuartos les sobrevenían cambios psicológicos. «En cierto sentido», me había respondido, «sí». Se esperaba que los Cuartos marcianos se comportaran de forma diferente tras su tratamiento, pero había una cierta sutileza en la expresión «se esperaba»... sí, dijo Wun, «se esperaba» (es decir, se consideraba probable) que un Cuarto cambiara, pero también se «esperaba de él», (se le requería que lo hiciera) por parte de la comunidad de sus iguales.
¿Cómo había cambiado Jason? Se movía de manera diferente, para empezar. Jason había ocultado su EMA con mucho ingenio, pero ahora había una nueva libertad perceptible en su forma de andar y en sus gestos. Era el Hombre de Hojalata, después de una buena dosis de lubricante. Seguía enfurruñándose de vez en cuando, pero sus cambios de humor eran menos violentos. Decía menos tacos; es decir, era menos probable que se viera sumido en uno de esos momentos bajos emocionales en los que el único expletivo válido era «joder». Bromeaba más que antes.
Todas esas cosas sonaban bien. Y lo eran, pero también eran superficiales. Había otros cambios más perturbadores. Se había retirado de la administración diaria de Perihelio hasta tal punto que el personal le daba un informe una vez a la semana y durante el resto le ignoraba. Había empezado a leer los tratados de astrofísica marciana a partir de las traducciones primarias, circunvalando los protocolos de seguridad si no violándolos por completo. El único acontecimiento que consiguió penetrar su recién encontrada calma fue la muerte de Wun, y eso lo había dejado muy afectado y angustiado de forma que no lo entendía del todo.
—Eres consciente —dijo E. D—, de que lo que acabamos de ver es el fin de Perihelio.
Y en cierto sentido muy real así era. Aparte de interpretar la información que recibiéramos de los replicadores, Perihelio como agencia espacial civil estaba acabada. La reducción ya había empezado, y con fuerza. La mitad del personal de apoyo había sido despedido. La gente técnica se marchaba más lentamente, atraída por las universidades o las grandes empresas de contratas.
—Pues que así sea —dijo Jason, haciendo gala de lo que era o bien la ecuanimidad innata de un Cuarto o una hostilidad largo tiempo suprimida hacia su padre—. Hemos hecho el trabajo que teníamos que hacer.
—¿Y te quedas ahí tan pancho y me das tu veredicto así? ¿A mí?
—Creo que es cierto.
—¿Y no importa que me haya pasado la vida construyendo lo que acabas de destruir?
—¿Importar? —Jason reflexionó, como si E. D. le hubiera hecho una pregunta de verdad—. Al final de todo, no, no creo que importe.
—Jesús, ¿qué te ha ocurrido? Si cometes un error de esta magnitud...
—No creo que sea un error.
—... deberías asumir la responsabilidad por ello.
—Creo que ya lo he hecho.
—Porque si fracasa, serás al que culpen.
—Lo entiendo.
—Al que quemarán.
—Si llega el caso.
—No puedo protegerte —dijo E. D. —Nunca has podido —dijo Jason.
Volví a Perihelio con él. En aquellos días Jase conducía un coche alemán de células de energía; un coche poco común, ya que la mayoría de nosotros seguía conduciendo coches de motor de gasolina diseñados por gente que creía que no había un futuro por el que preocuparse. Los trabajadores de la ciudad pasaban zumbando al lado nuestro en los carriles de alta velocidad, apresurándose para poder llegar a casa antes de que oscureciera.
Le dije que quería dejar Perihelio y establecerme con una consulta propia.
Jase se quedó en silencio durante unos instantes, vigilando la carretera, el aire caliente rielaba sobre el asfalto como si el calor hubiera derretido la definición del mundo. Y entonces dijo:
—Pero no tienes por qué, Tyler. Perihelio debería durar unos cuantos años más por su cuenta, y tengo influencia suficiente para mantenerte en nómina. Puedo contratarte a título privado, si es necesario.
—Ése es el meollo de la cuestión, Jase. No es necesario. Siempre me sentí un poco infraempleado en Perihelio.
—¿Quieres decir que te aburres?
—Sería agradable sentirme útil, para variar.
—¿No te sientes útil? Si no fuera por ti, estaría en una silla de ruedas.
—No fui yo. Fue Wun. Todo lo que hice fue inyectarte el tratamiento.
—De eso nada. Me cuidaste durante mi agonía. Y eso es algo que aprecio. Además... necesito alguien con quien hablar, alguien que no esté intentando comprarme o venderme a mis espaldas.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación de verdad?
—Sólo porque haya capeado una crisis médica no significa que no vaya a haber otra.
—Eres un Cuarto, Jase. No tendrás necesidad de ver a un médico hasta dentro de otros cincuenta años.
—Y las únicas personas que saben eso de mí son Carol y tú. Lo que es otra razón por la que no quiero que te vayas. —Titubeó—. ¿Por qué no te sometes tú al tratamiento? Date otros cincuenta años, como mínimo.
Supongo que podía. Pero cincuenta años más nos enterrarían profundamente en la heliosfera del sol en expansión. Sería un gesto fútil.
Preferiría ser útil ahora mismo.
—¿Estás completamente decidido a marcharte?
—E. D. me hubiera dicho quédate. E. D. hubiera dicho que tu trabajo es cuidar de Jason.
E. D. hubiera dicho muchas cosas.
—Completamente, sí.
Jason aferró el volante y se quedó contemplando la carretera como si viera allí algo infinitamente triste.
—Bueno —dijo—. Entonces todo lo que puedo hacer es desearte suerte.
El día que me fui de Perihelio el personal auxiliar me convocó a una de las salas de juntas que ahora veían poco uso para una fiesta de despedida, donde me dieron el tipo de regalos apropiados a una empresa en desaparición: un cactus en miniatura en una maceta de terracota, una taza de café con mi nombre, un alfiler de corbata de peltre con la forma de un caduceo.
Jason apareció en mi puerta esa noche con un regalo más problemático.
Era una caja de cartón atada con cordel. Contenía, cuando la abrí, cerca de medio kilo de documentos impresos en letra pequeña y seis discos ópticos sin etiquetar.
—¿Jase?
—Información médica —dijo—. Puedes considerarlo un libro de texto.
—¿Qué tipo de información médica?
Sonrió.
—De los archivos.
—¿De los archivos marcianos?
—Sí, técnicamente sí. Pero Lomax convertiría en secreto de Estado el número de teléfono 911 si creyera que se podría salir con la suya. Aquí hay información que podría arruinar a Pfizer y Eli Lilly. Pero a mí no me parece un asunto de seguridad nacional preocupante. ¿Y a ti?
—No, pero...
—Ni tampoco creo que Wun hubiera querido que se mantuviera en secreto. Así que he estado repartiendo trocitos de los archivos en silencio, de aquí y allá, entre la gente en la que confío. No tienes que hacer nada con ello. Puedes mirarlo, ignorarlo, archivarlo... lo que quieras.
—Genial. Gracias, Jase. Un regalo por el que me podrían arrestar.
Su sonrisa se ensanchó.
—Sé que harás lo correcto.
—Sea lo que sea eso.
—Ya lo sabrás. Tengo fe en ti, Tyler. Desde el tratamiento...
—¿Qué?
—Parece que veo las cosas con más claridad —dijo.
No me lo explicó, y al final metí la caja en mi maleta como una especie de suvenir. Estuve tentado de escribir recuerdos en ella.
La tecnología de replicadores era lenta incluso comparada con la terraformación de un planeta muerto. Pasaron dos años antes de que tuviéramos algo parecido a una respuesta por parte de las cargas que habíamos esparcido entre los planetesimales en los confines del sistema solar.
Los replicadores estaban muy ocupados ahí fuera, sin embargo, apenas afectados por la gravedad del sol, haciendo aquello para lo que estaban diseñados: reproducirse milímetro a milímetro y siglo a siglo, siguiendo instrucciones escritas en su equivalente superconductor del ADN. Con tiempo y un suministro adecuado de hielo y elementos carbonosos acabarían por llamar a casa. Pero los primeros satélites detectores que se pusieron en órbita más allá de la membrana del Spin regresaron a la Tierra sin haber registrado ninguna señal.
Durante esos dos años me las arreglé para conseguir un socio (Herbert Hakkim, un afable médico de origen bengalí que había terminado su período de interno el mismo año en que Wun visitó el Gran Cañón), y conseguimos el traspaso de una consulta de San Diego de un médico de medicina general que se jubilaba. Hakkim era franco y amistoso con sus pacientes pero no tenía una verdadera vida social y parecía que lo prefería así: rara vez nos reuníamos fuera del horario de trabajo, y creo que la pregunta más personal que me hizo nunca fue que por qué llevaba dos teléfonos móviles encima.
(Uno, por las razones normales y corrientes; el otro, porque el número que tenía asignado era el último que le había dado a Diane. No sonó nunca. Ni tampoco yo intenté volver a contactar con ella. Pero si desactivaba el número, ella no tendría forma de volver a ponerse en contacto conmigo, y eso me parecía... bueno, me parecía que estaba mal.)
Me gustaba mi trabajo, y en general me gustaban mis pacientes. Vi más heridas de arma de fuego de las que jamás hubiera esperado, pero ésos eran los años duros del Spin; la curva nacional de homicidios y suicidios había empezado a dispararse hacia la vertical. Eran años en los que parecía que todo el que tuviera menos de treinta años vestía de uniforme: de las fuerzas armadas, de la Guardia Nacional, de Homeland Security, de fuerzas privadas de seguridad, e incluso de los scouts y guías domésticos para los productos intimidados de una tasa de natalidad decreciente. Años en los que Hollywood empezó a producir como rosquillas películas ultraviolentas o ultrarreligiosas en las que, sin embargo, el Spin nunca era mencionado explícitamente; el Spin, como el sexo y las palabras para describirlo, habían sido desterradas del «discurso de los medios de entretenimiento» por el Concejo Cultural de Lomax y la Comisión Federal de Comunicaciones.
Ésos también fueron los años en los que la administración impuso una nueva batería de leyes destinadas a purgar los archivos marcianos. Los archivos de Wun, según el presidente y sus aliados en el congreso, contenían conocimientos intrínsecamente peligrosos que tenían que ser editados y asegurados. Exponerlos al público hubiera sido como «publicar los planos de una bomba atómica de bolsillo en internet». Incluso el material antropológico fue censurado: en la versión publicada, un Cuarto era definido como un «anciano venerable». Ninguna mención de la longevidad médicamente obtenida.
Pero ¿quién necesitaba o quería longevidad? El fin del mundo estaba más cerca cada día.
Las fluctuaciones eran la prueba, si es que alguien necesitaba pruebas.
Hacía medio año que habían llegado los primeros resultados positivos del proyecto de replicadores, cuando comenzaron las fluctuaciones.
Oí la mayor parte de las novedades sobre los replicadores de boca de Jase unos días antes de que se hicieran públicas en los medios. En sí, no eran nada espectacular. Un satélite de la NASA/Perihelio había captado una débil señal procedente de un cuerpo bien conocido en la Nube de Oort mucho más allá de la órbita de Plutón: un pitido periódico sin codificar que era el sonido de una colonia de replicadores a punto de completar su ciclo (llegando a la madurez, se podía decir).
Algo que parece trivial hasta que no se consideran las implicaciones.
Las células durmientes de una tecnología completamente nueva creada por el hombre se habían posado en un trozo de hielo sucio en el espacio profundo. Esas células habían empezado entonces una forma agónicamente lenta de metabolismo, que absorbía el escasísimo calor procedente del lejano sol, lo usaba para separar unas cuantas moléculas de agua y carbono, y se duplicaban usando los materiales así producidos.
Durante el transcurso de muchísimos años, la colonia creció hasta el tamaño, como mucho, de un cojinete. Un astronauta que hubiera hecho el viaje imposiblemente largo hasta allí y que supiera precisamente dónde mirar la hubiera visto como una ampolla negra sobre el regolito rocoso/helado del planetesimal. Pero la colonia era más eficiente que su antecesor unicelular. Empezó a crecer a un ritmo más rápido y a generar más calor. El diferencial de temperatura entre la colonia y su entorno era de sólo una fracción de grado Kelvin (exceptuando cuando los estallidos reproductivos inyectaban energía latente en el entorno local), pero persistía.
Pasaron muchos milenios (o meses terrestres). Las subrutinas en el sustrato genético de los replicadores se activaron por los gradientes de temperatura locales, modificando el crecimiento de la colonia. Las células empezaron a diferenciarse. Como un embrión humano, la colonia no producía simplemente más células, sino células especializadas, los equivalentes a corazón y pulmones, brazos y piernas. Unos zarcillos se introdujeron en el material poco compacto del planetesimal, minando en busca de moléculas carbonosas.
Al final, chorros microscópicos pero cuidadosamente calculados de vapor empezaron a retardar la rotación del objeto anfitrión (pacientemente, durante siglos), hasta que la cara de la colonia quedó orientada perpetuamente hacia el sol. Ahora comenzó la diferenciación en serio. La colonia extrudió secciones de carbono/carbono y carbono/silicio; hizo crecer filamentos monomoleculares para enlazar esas secciones, subiendo un peldaño en la escalera de la complejidad; esas secciones generaron puntos sensibles a la luz, ojos, y la capacidad para generar y procesar microrráfagas de ruido de radiofrecuencia.
Según pasaron los siglos, la colonia sofisticó y refino esas capacidades hasta que se anunció con un simple trino periódico, el equivalente al sonido que pudiera hacer un gorrión recién nacido. Que fue lo que detectó nuestro satélite.
Los medios de comunicación dieron la historia durante un par de días (con imágenes de archivos de Wun Ngo Wen, su funeral y el lanzamiento) y luego se olvidaron del asunto. Después de todo, ésa sólo era la primera etapa de aquello para lo que fueron diseñados los replicadores.
Simplemente eso. Poco inspirador. A menos que pensaras en ello durante más de treinta segundos.
Era una tecnología con, literalmente, vida propia. Un genio había salido de la botella para bien o para mal.
La fluctuación ocurrió un par de meses después.
La fluctuación fue la primera señal de un cambio o una perturbación en la membrana del Spin... la primera a menos que se tenga en cuenta el acontecimiento que sucedió al ataque chino con misiles a los artefactos polares. Ambos sucesos fueron visibles desde todos los puntos del globo. Pero aparte de ese parecido básico, no se parecieron casi nada.
Tras el ataque con misiles la membrana del Spin pareció temblar y recuperarse, generando imágenes estroboscópicas del cielo en evolución, múltiples lunas y estrellas en giro.
La fluctuación fue diferente.
Lo contemplé desde la terraza de mi apartamento en un barrio residencial. Algunos de los vecinos habían estado en el exterior cuando comenzó la fluctuación. Ahora todo el mundo había salido a las terrazas. Nos apoyamos en los pretiles como estorninos, charlando.
El cielo brillaba.
No con estrellas, sino con hebras infinitesimalmente finas de fuego dorado, crepitando como relámpagos fríos de horizonte a horizonte. Las hebras se movían y mutaban erráticamente; algunas parpadeaban o desaparecían por completo; de vez en cuando otras cobraban vida con un estallido flamígero. Era hipnótico al tiempo que aterrador.
El acontecimiento fue global, no local. En el hemisferio diurno del planeta el fenómeno sólo era ligeramente visible, atenuado por la luz solar u oculto tras las nubes. En Norteamérica, Sudamérica y Europa Occidental el espectáculo del cielo nocturno causó estallidos esporádicos de pánico. Después de todo, llevábamos esperando el fin del mundo desde hacía más años de los que queríamos contar. Parecía una obertura, como mínimo, para el final.
Hubo cientos de suicidios e intentos de suicidio esa noche, más docenas de asesinatos o muertes a manos de personas que querían librar a otras de padecimientos, sólo en la ciudad donde vivía. En todo el mundo la cifra fue incalculablemente mayor. Aparentemente, había muchísima gente como Molly Seagram, que optaron por esquivar el machaconamente predicho final del mundo con océanos hirvientes mediante un par de pastillas letales de esto o lo otro. Y también unas cuantas pastillas más para familiares y amigos. Muchos de ellos eligieron esa salida final tan pronto como se iluminó el cielo. Una salida prematura, según resultó ser.
El espectáculo duró ocho horas. Hacia la mañana siguiente me encontraba en el hospital local, echando una mano en urgencias. Hacia el mediodía había visto siete casos diferentes de intoxicación por monóxido de carbono, gente que se había encerrado intencionadamente en el garaje con el motor del coche en marcha. La mayoría estaban muertos mucho antes de que se les declarara como tales, y los supervivientes tampoco estaban mucho mejor. Personas que de otra manera estarían sanas, que podía haberme cruzado en la frutería, pasarían el resto de sus vidas conectadas a aparatos de respiración asistida, con daños cerebrales irreparables, víctimas de una escapada fallida. No era agradable. Pero las heridas de bala en la cabeza eran peores. No podía tratarlas sin pensar en Wun Ngo Wen tirado sobre aquella carretera de Florida, manándole la sangre a borbotones de lo que quedaba de su cráneo.
Ocho horas. Luego el cielo volvió a quedar en blanco, el sol brillando como la puntilla de un chiste malo.
Volvió a ocurrir un año y medio después.
—Pareces un hombre que hubiera perdido su fe —me dijo una vez Hakkim.
—O que nunca tuvo una.
—No quiero decir fe en Dios. De ese cargo pareces genuinamente inocente. Fe en otra cosa. No sé el qué.
Lo que parecía críptico. Pero lo entendí con más claridad a la siguiente ocasión que hablé con Jason.
Me llamó a casa. (A mi móvil normal, no al huérfano que llevaba como un amuleto sin suerte.) Dije «Hola» y el dijo: «Deberías ver eso en la tele».
—¿Ver el qué?
—Pon uno de los canales de noticias. ¿Estás solo?
La respuesta era sí. Por elección propia. Ninguna Molly Seagram para complicarme el fin de los tiempos. El mando de la tele estaba sobre la mesita de café donde lo había dejado. Donde siempre lo dejaba.
El canal de noticias mostraba un gráfico multicolor acompañado de una monótona voz de narrador. Quité el sonido.
—¿Qué es lo que estoy viendo, Jase?
—Una conferencia del JPL. La información recuperada del último satélite receptor.
Datos de los replicadores, en otras palabras.
—¿Y?
—Tenemos trabajo —dijo. Prácticamente podía oír su sonrisa.
El satélite había detectado múltiples señales de radio emitidas en haz estrecho desde los límites del sistema solar. Lo que significaba que más de una colonia había llegado a la madurez. Y la información era compleja, dijo Jason, no simple. Según envejecían las colonias de replicadores, su crecimiento se detenía pero sus funciones se hacían más refinadas y deliberadas. Ya no se contentaban con simplemente orientarse hacia el sol para tener energía gratis, analizaban la luz de las estrellas, calculando órbitas planetarias en redes neuronales hechas de silicio y fibra de carbono, comparándolas con plantillas grabadas en su código genético. No menos de una docena de colonias completamente adultas habían enviado de vuelta precisamente el tipo de información que estaban diseñadas para recopilar, cuatro flujos de datos declarando:
1. Éste era un sistema planetario con una estrella con una masa solar de 1,0;
2. El sistema poseía ocho grandes cuerpos planetarios (Plutón estaba por debajo del mínimo de masa detectable);
3. Dos de esos planetas eran vacíos ópticos, rodeados por membranas de Spin; y
4. Las colonias de replicadores emisoras habían entrado en modo reproductivo, desprendiéndose de células-semilla y lanzándolas con chorros de vapores cometarios hacia las estrellas vecinas.
El mismo mensaje, dijo Jase, había sido emitido hacia otras colonias locales, menos maduras, que responderían desactivando funciones redundantes y dirigiendo su energía hacia comportamientos puramente reproductivos.
En otras palabras, habíamos tenido éxito en infectar el sistema solar exterior con los sistemas cuasibiológicos de Wun.
Que ahora estaban esporulando.
—Esto no nos dice nada acerca del Spin —dije.
—Por supuesto que no. Todavía no. Pero este pequeño goteo de información será un torrente antes de no mucho tiempo. En su momento podremos trazar un mapa de Spins de las estrellas cercanas, puede que de toda la galaxia. A partir de ahí seremos capaces de deducir de dónde vienen los Hipotéticos, dónde han creado sus Spins y qué es lo que le ocurre en definitiva a los mundos con Spin cuando sus estrellas se expanden y se queman.
—Pero eso no arregla nada, ¿no?
Suspiró como si le hubiera decepcionado haciendo una pregunta estúpida.
—Probablemente no. Pero ¿no es mejor saber que especular? Puede que descubramos que estamos condenados, o puede que descubramos que tenemos más tiempo del que esperábamos. Recuerda, Tyler, también estamos trabajando en otros frentes. Estamos rebuscando en los archivos de física teórica de Wun. Si modelas la membrana del Spin como un agujero de gusano que envuelve a un objeto que acelera a velocidades cercanas a la de la luz...
—Pero no estamos acelerando. No vamos a ninguna parte. —Excepto de cabeza hacia el futuro.
—No, pero si haces los cálculos da resultados que encajan con nuestras observaciones del Spin. Lo que puede darnos una pista sobre las fuerzas que manipulan los Hipotéticos.
—¿Con qué fin, Jase?
—Es demasiado pronto para decirlo. Pero no creo que el conocimiento sea algo inútil.
—¿Aunque nos muramos?
—Todos morimos.
—Como especie, quiero decir.
—Eso está por ver. Sea lo que sea el Spin, tiene que ser algo más que una especie de complicada eutanasia global. Los Hipotéticos deben actuar con un propósito.
Puede que sí. Pero ésa, según me percaté, era la fe que había perdido. La fe en la gran salvación.
Hay todo tipo de colores y sabores de gran salvación. En el último minuto desarrollaríamos una solución tecnológica y nos salvaríamos nosotros mismos. O: los Hipotéticos serían seres benévolos que convertirían nuestro planeta en un reino de paz. O: Dios nos rescataría a todos, o al menos a los verdaderos creyentes que hay entre nosotros. O esto. O lo otro. O aquello.
La gran salvación. Era una mentira edulcorada. Un salvavidas de papel, aunque nos matáramos por aferramos a él. No era el Spin lo que había mutilado a mi generación. Era el atractivo y el precio a pagar por la gran salvación.
La fluctuación volvió al siguiente invierno, persistió durante cuarenta y cuatro horas, y luego volvió a desaparecer. Muchos de nosotros empezamos a verlo como una especie de fenómeno meteorológico celestial: impredecible, pero en general inofensivo.
Los pesimistas señalaron que los intervalos entre episodios se hacían cada vez más cortos, y que la duración de los episodios aumentaba más y más.
En abril hubo una fluctuación que duró tres días e interfirió con las transmisiones de señales aerostáticas. Esto provocó otra (aunque más pequeña) oleada de suicidios: personas presas del pánico no tanto por lo que veían en el cielo como por el fallo de sus teléfonos y televisores.
Había dejado de prestar atención a las noticias, pero determinados sucesos eran imposibles de ignorar: los reveses militares en el norte de África y en Europa del Este, el golpe de Estado a manos de una secta en Zimbabue, los suicidios en masa en Corea del Norte. Los representantes del Islam apocalíptico que ganaban las elecciones en Argelia y Egipto. Una secta filipina que veneraba el recuerdo de Wun Ngo Wen, a quien concebían como un santo bucólico y una especie de Gandhi agrario, lograron convocar una huelga general con éxito y paralizar Manila.
Y recibí unas cuantas llamadas más de Jason. Me envió por paquete postal un teléfono con una especie de encriptación incorporada, que según dijo nos darían una buena protección frente a los «cazadores de palabras clave», fuera lo que fuese lo que quería decir.
—Suena un pelín paranoico —dije.
—Esta paranoia es útil, creo yo.
Quizá, si hubiésemos querido discutir asuntos de seguridad nacional. Cosa que no hicimos, al menos al principio. En vez de eso Jason me preguntó por mi trabajo, mi vida, la música que escuchaba. Entendí que intentaba crear el tipo de conversación que podríamos haber tenido hacía veinte o treinta años... antes de Perihelio, si no antes del Spin mismo. Carol seguía contando sus días con ayuda de los relojes y las botellas. Nada había cambiado. Carol había insistido en ello. El personal de la casa lo mantenía todo limpio, todo en orden. La Gran Casa era una cápsula del tiempo, dijo Jason, como si la hubieran sellado herméticamente la noche del Spin. Era un poco inquietante.
Le pregunté si Diane les llamaba alguna vez.
—Diane dejó de hablar con Carol mucho antes de que muriera Wun. No, no he oído ni una palabra de ella.
Entonces le pregunté por el proyecto de replicadores. En los periódicos no se había mencionado nada últimamente.
—No te molestes en buscar. El JPL está reteniendo los resultados.
Oí la infelicidad en su voz.
—¿Tan malo es?
—No son malas noticias del todo. Al menos no lo eran hasta ahora. Los replicadores hicieron todo lo que Wun habría esperado que hicieran. Cosas asombrosas, Tyler. Absolutamente asombrosas, y lo digo en serio. Ojalá pudiera mostrarte los mapas que hemos creado. Enormes mapas interactivos mediante software. Casi doscientas mil estrellas, en un anillo de espacio de cientos de años luz de diámetro. Sabemos más sobre la evolución estelar y planetaria que lo que jamás hubieran podido imaginar los astrónomos de la generación de E. D.
—Pero ¿no hay nada sobre el Spin?
—No he dicho eso.
—Y entonces, ¿qué habéis descubierto?
—Por ejemplo, que no estamos solos. En ese volumen de espacio hemos encontrado tres planetas rodeados por un vacío óptico y de tamaño similar al de la tierra, en órbitas habitables según estándares terrestres, o que lo eran en el pasado. El más cercano órbita alrededor de Ursa Majoris 47. El más lejano...
—No necesito los detalles.
—Si miramos a la edad de las estrellas involucradas y hacemos unas cuantas suposiciones plausibles, los Hipotéticos parecen emanar desde algún lugar en dirección al núcleo galáctico. Y hay otros indicadores, también. Los replicadores encontraron un par de enanas blancas; estrellas quemadas, básicamente, que se parecían al sol hace unos cuantos miles de millones de años; con planetas rocosos en órbitas que no deberían haber sobrevivido a la expansión solar.
—¿Supervivientes del Spin?
—Puede ser.
—¿Y son planetas con vida, Jase?
—No tenemos forma de saberlo. Pero no tienen membranas de Spin que los protejan, y su entorno estelar actual es absolutamente hostil para nuestros estándares.
—Y eso ¿qué significa?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Pensábamos que seríamos capaces de hacer comparaciones más significativas según se expandiera la red de replicadores. Lo que hemos creado con los replicadores es en realidad una red neural a una escala inimaginablemente enorme. Hablan entre sí de la misma manera que las neuronas hablan entre sí, exceptuando que lo hacen a través de siglos y años luz. Una red de comunicaciones más grande que cualquier otra cosa que la humanidad haya construido. Recopilando información, editándola, enviándola...
—Entonces, ¿qué ha salido mal?
Parecía como si le doliera decirlo:
—Puede que sea la edad. Todo envejece, incluso los códigos genéticos altamente protegidos. Puede que estén evolucionando más allá de nuestras instrucciones. O...
—Sí, vale, pero ¿qué ha ocurrido, Jase?
—La información que recibimos disminuye. Nos llegan datos fragmentarios y contradictorios procedentes de los replicadores que están más alejados de la Tierra. Eso puede deberse a muchísimas cosas. Si se están muriendo, puede que sea el efecto de algún defecto emergente en el diseño de su código. Pero algunos de los nodos de retransmisión que llevan mucho tiempo establecidos también empiezan a apagarse.
—¿Algo los está eliminando?
—Ésa es una conclusión demasiado apresurada. Aquí tienes otra idea. Cuando lanzamos esas cosas hacia la Nube de Oort creamos una ecología interestelar simple: hielo, polvo y vida artificial. Pero ¿qué pasaría si no fuéramos los primeros? ¿Y si la ecología interestelar no es simple?
—¿ Quieres decir que puede que haya otros tipos de replicadores ahí fuera?
—Pudiera tratarse de eso. Si es así, estarían compitiendo con los nuestros por los recursos disponibles. Quizá se usen los unos a los otros como recursos. Creíamos que enviábamos nuestros artefactos a un vacío estéril. Pero puede que ahí fuera haya una especie competidora.
—Jason... ¿crees que algo se los está comiendo?
—Es posible —dijo él.
La fluctuación volvió en junio y duró casi cuarenta y ocho horas antes de disiparse.
En agosto, cincuenta y seis horas de fluctuación y más problemas intermitentes con las telecomunicaciones.
Cuando volvió a empezar en septiembre nadie se sorprendió. Pasé la mayor parte de la primera noche con las persianas bajadas y viendo una película que había descargado la semana pasada. Una película vieja, de antes del Spin. La vi no por el argumento, sino por los rostros, por los rostros de la gente tal como eran en otros tiempos, gente que no habían pasado toda su vida con miedo al futuro. Gente que de vez en cuando hablaba de la luna o de las estrellas sin ironía ni nostalgia.
Entonces sonó el teléfono.
No mi teléfono personal, y no el móvil encriptado que me había enviado Jason. Reconocí el timbre de tres tonos al instante aunque no lo había oído durante años. Era audible pero débil... débil porque había dejado el móvil en el bolsillo de una chaqueta colgada en el armario del pasillo.
Sonó dos veces más antes de que lo sacara torpemente y dije:
—¿Hola?
Esperaba un número equivocado. Quería oír la voz de Diane. Lo quería y lo temía.
Pero era la voz de un hombre al otro lado de la línea. Simon, reconocí con desmayo.
—¿Tyler? —dijo—. ¿Tyler Dupree? ¿Eres tú?
Había recibido las suficientes llamadas de emergencia para reconocer la ansiedad en su voz.
—Soy yo, Simon. ¿Qué pasa?
—No debería estar hablando contigo. Pero no sé a quién más llamar. No conozco a ninguno de los médicos locales. Y está tan enferma. ¡Tan enferma, Tyler! No parece mejorar nada. Creo que necesita...
Y entonces la fluctuación cortó la comunicación y la línea se llenó de ruido.
4 x 109 d. C.
Detrás de Diane venía En y dos docenas de sus primos y un número similar de desconocidos, todos con destino al nuevo mundo. Jala los hizo pasar al interior. Luego deslizó la puerta de acero corrugado del almacén. La luz se atenuó. Diane me pasó el brazo por el hombro y la ayudé a caminar hasta un espacio relativamente limpio bajo una de las grandes lámparas de mercurio halogenado. Ibu Ina desenrolló un saco de yute para que Diane se tumbara.
—El ruido —dijo Ina.
Diane cerró los ojos tan pronto como estuvo horizontal, despierta, pero obviamente agotada. Le desabotoné la blusa y empecé a despegarla, con suavidad, de la herida.
—Mi maletín médico... —dije.
—Sí, por supuesto. —Ina llamó a En y lo envió al piso superior del almacén para que bajara las dos sacas, la mía y la suya—. El ruido...
Diane hizo una mueca de dolor cuando empecé a retirar el tejido empapado de la sangre semicoagulada de la herida, pero no quería medicarla hasta que no hubiera visto la extensión de la herida.
—¿Qué ruido?
—Exactamente —dijo ella—. Los muelles deberían ser ruidosos a estas horas de la mañana. Pero hay silencio. No hay ruido.
Alcé la cabeza. Tenía razón. Ningún ruido, excepto la cháchara nerviosa de los aldeanos minang y un tamborileo distante que era el sonido de la lluvia sobre el elevado tejado de metal.
Pero no era momento de preocuparse por eso. —Ve y pregúntale a Jala —dije—. Averigua qué es lo que ocurre.
—Es superficial —dijo Diane. Inspiró profundamente. Tenía los ojos fuertemente cerrados por el dolor—. Al menos creo que es superficial.
—Parece una herida de bala.
—Sí, los Reformasi encontraron el piso franco de Jala en Padang. Afortunadamente ya nos estábamos marchando. ¡Ag!
Tenía razón. La herida en sí era superficial, aunque requeriría sutura. La bala había atravesado el tejido graso justo por encima de la pelvis. Pero el impacto la había dejado muy magullada allí donde la piel no se había roto y me temía que se extendiera hacia muy adentro, que la contusión hubiera desgarrado algo en su interior. Pero no había sangre en su orina, según dijo ella, y su presión y su pulso estaban a niveles razonables dadas las circunstancias.
—Quiero darte algo para el dolor, pero tenemos que coser esto.
—Cóselo si tienes que hacerlo, pero no quiero calmantes. Tenemos que salir de aquí.
—No te gustaría que te suturase sin anestésicos.
—Algo local, entonces.
—Esto no es un hospital. No tengo nada local.
—Entonces cóselo y ya está, Tyler. Puedo aguantar el dolor.
Sí, ¿pero lo aguantaría yo? Me miré las manos. Limpias, había agua corriente en el lavabo del almacén e Ina me había ayudado a ponerme unos guantes de látex antes de atender a Diane. Limpio y entrenado. Pero las manos me temblaban.
Nunca había tenido reparos respecto a mi trabajo. Ni siquiera cuando era un estudiante de medicina, ni siquiera cuando hacía disecciones. Siempre había sido capaz de desconectar el circuito de empatía que nos hacía sentir el dolor de otra persona como si fuera el nuestro. Fingir que la arteria desgarrada que reclamaba mi atención era algo que no tenía relación con un ser humano vivo. Fingir, y durante los minutos necesarios, creer en ello realmente.
Pero ahora me temblaban las manos, y la idea de atravesar con una aguja los bordes de esa herida sangrante y carnosa me parecía brutal, cruel, inaceptable.
Diane me puso la mano en la muñeca para que dejara de temblar.
—Es una de las cosas de ser un Cuarto —dijo ella.
—¿El qué?
—Te sientes como si la bala te hubiera atravesado a ti en vez de a mí, ¿verdad?
Asentí, anonadado.
—Le pasa a los Cuartos. Creo que se supone que es para hacernos mejores personas. Pero sigues siendo un doctor. Tendrás que trabajar pese a eso.
—Si no puedo —dije—, dejaré que lo haga Ina.
Pero pude. De alguna manera, pude.
Ina volvió de su charla con Jala.
—Hoy iba a haber acciones sindicales —dijo ella—. La policía y los Reformasi están en las entradas y pretenden tomar el control del puerto. Se prevé conflicto. —Miró a Diane—. ¿Cómo estás, querida?
—En buenas manos —susurró Diane. Tenía la voz enronquecida.
Ina inspeccionó mi trabajo.
—Competente —dictaminó.
—Gracias —dije.
—Bajo las presentes circunstancias. Pero escúchame, escúchame. Tenemos que irnos urgentemente. Ahora lo único que hay entre nosotros y la cárcel es una huelga laboral. Tenemos que subir a bordo del Capetown Maru inmediatamente.
—¿La policía nos está buscando?
—Creo que no, no específicamente. Jakarta ha entrado en alguna especie de tratado con los americanos para suprimir el tráfico de emigrantes en general. Los muelles serán registrados aquí y en otros sitios, de forma muy visible y pública, para impresionar a la gente del consulado estadounidense. Por supuesto, no durará mucho. Hay demasiado dinero que cambia de manos para eliminar de verdad el tráfico. Pero como efecto puramente cosmético, no hay nada como policías de uniforme sacando a gente a rastras de las bodegas de los buques de carga.
—Fueron a la casa de Jala —dijo Diane.
—Sí, son conscientes de que tú y el doctor Dupree estáis aquí; idealmente, les gustaría teneros bajo custodia, pero no es ésa la razón por la que la policía está formando frente a las puertas. Los barcos siguen saliendo del puerto, pero eso no durará mucho. El movimiento sindical es poderoso en Teluk Bayur. Pretenden plantar cara y pelear.
Jala gritó desde la entrada palabras que no entendí.
—Ahora sí que nos tenemos que marchar —dijo Ina.
—Ayúdame a hacer una camilla para Diane.
Diane intentó sentarse.
—Puedo caminar.
—No —dijo Ina—. En este caso creo que Tyler tiene razón. Intenta no moverte.
Usamos más tramos de yute trenzado para construir una especie de hamaca para Diane. Cogí un extremo e Ina llamó a uno de los minang más robustos para que cogiera el otro.
—¡Deprisa! —gritó Jala, haciéndonos señas en medio de la lluvia.
Estación de monzones. ¿Aquello era un monzón? La mañana parecía un atardecer. Nubes como repentinos fardos de lana atravesaban las aguas grises de Teluk Bayur, recortando partes de las torres y radares de los petroleros de doble casco. El aire era bochornoso y parecía rancio. La lluvia nos caló mientras cargábamos a Diane en el coche que esperaba. Jala había dispuesto un pequeño convoy para su grupo de emigrantes: tres coches y un par de camionetas de carga con neumáticos de caucho duro.
El Capetown Maru estaba atracado al final de un espigón de cemento a cuatrocientos metros de distancia. A lo largo de los muelles en dirección opuesta, detrás de hileras de almacenes, zonas de descarga de materiales industriales y rechonchos tanques de combustibles pintados de blanco y rojo, se congregaba una densa multitud de trabajadores portuarios cerca de las entradas al puerto. Bajo el tamborileo de la lluvia pude oír a alguien gritando cosas por un megáfono. Y luego un sonido que podría o no ser el de disparos.
—Meteos dentro —dijo Jala, urgiéndome a sentarme en el asiento de atrás del coche donde Diane se retorcía por su herida como si estuviera rezando—. Deprisa, deprisa. —Se sentó al volante del coche.
Eché un último vistazo a la multitud oscurecida por la lluvia. Algo del tamaño de un balón de fútbol se alzó muy por encima de la multitud, trazando espirales de humo en su vuelo. Una granada de gas lacrimógeno.
El coche se puso en marcha con un acelerón.
—Eso no es sólo la policía —dijo Jala mientras conducía por el espigón—. La policía no sería tan idiota. Esos son Nuevos Reformasi. Matones callejeros reclutados en las barriadas de Jakarta y vestidos con uniformes del gobierno.
Uniformes y armas. Y más gas lacrimógeno, nubes enteras que se fundían con la neblina de la lluvia. La muchedumbre empezó a disolverse por su perímetro.
Se oyó un boom distante y una bola de fuego se elevó unos metros en el cielo.
Jala lo vio en el retrovisor.
—¡Dios santo! ¡Pero qué idiotas! Alguien le ha disparado a un barril de gasolina. Los muelles...
Las sirenas aullaron sobre las aguas mientras seguíamos el espigón. Ahora la multitud era presa de verdadero pánico. Por primera vez fui capaz de ver una línea de policías cargando a través del portón de entrada al puerto. La vanguardia llevaba armas pesadas y máscaras negras antigás.
Un camión de bomberos salió de un cobertizo para vehículos y bramó hacia la entrada.
Subimos una serie de rampas y nos detuvimos donde el espigón estaba al mismo nivel que la cubierta principal del Capetown Maru. El Capetown Maru era un viejo carguero de bandera de conveniencia pintado de blanco y naranja óxido. Una corta pasarela de acero estaba emplazada entre la cubierta y el espigón, y los primeros minang ya estaban escabullándose por ella.
Jala saltó fuera del coche. Para cuando hube conseguido poner a Diane de pie sobre el muelle, apoyándose en mí y descartando la camilla de yute, Jala ya se hallaba en medio de una acalorada discusión en inglés con el hombre que estaba en un extremo de la pasarela: si no era el capitán o el piloto del barco, entonces era una figura de similar autoridad, un hombre rechoncho con un turbante sij y mandíbula sombríamente tensa.
—Lo acordamos hace meses —decía Jala.
—... pero con este tiempo...
—... con cualquier tiempo...
—... pero sin permiso de la autoridad portuaria...
—... sí, pero no hay ninguna autoridad portuaria... ¡mira!
El gesto de Jala era puramente retórico. Pero señalaba con su mano en dirección a los tanques de combustible y gas cerca de la entrada principal cuando uno de los tanques estalló.
No llegué a verlo. La onda expansiva me tiró al suelo de cemento y sentí el calor de la explosión en la nuca. El sonido fue ensordecedor pero llegó un instante después como un añadido de último momento. Rodé hasta quedar de espaldas tan pronto como puede moverme, los oídos me zumbaban. Los tanques de combustible para aviones, pensé. O cualquier otra cosa que almacenaran allí. Benceno. Queroseno. Gasolina o incluso aceite de palma sin refinar. El fuego debió de extenderse, o la incompetente policía abrió fuego en una dirección poco recomendable. Giré la cabeza para buscar a Diane y la encontré a mi lado, más perpleja que asustada. Pensé: no oigo la lluvia. Pero había sonido, perfectamente audible y mucho más temible: el ting de los escombros que caían a tierra. Esquirlas de metal, algunas de ellas ardiendo. Ting, cuando golpeaban contra el espigón o la cubierta de acero del Capetown Maru.
—Agachad las cabezas —gritaba Jala, su voz como procedente de debajo del agua, sumergida—: ¡Agachad las cabezas, todo el mundo, agachadlas!
Intenté cubrir el cuerpo de Diane con el mío. El metal ardiente caía a nuestro alrededor como granizo o se estrellaba con un chapoteo contra las aguas oscuras durante interminables segundos. Y entonces simplemente se detuvo. No caía nada excepto la lluvia, suave como el susurro de unos platillos resonantes.
Nos levantamos. Jala ya estaba empujando cuerpos por la pasarela, dirigiendo miradas temerosas a la llamas.
—¡Puede que no sea la única! ¡Subid a bordo, todos, vamos, vamos! —Hizo pasar a los aldeanos entre la tripulación del Capetown Maru que estaba ocupada extinguiendo fuegos sobre la cubierta y soltando amarras.
El viento sopló el humo hacia nosotros, ocultando la violencia en el puerto. Ayudé a Diane a subir a bordo. Se encogió de dolor a cada paso, y los vendajes de su herida empezaban a mancharse de sangre. Fuimos los últimos en subir la pasarela. Un par de marineros empezaron a retirar la estructura de aluminio en cuanto pasamos, las manos sobre los cabrestantes pero los ojos dirigiéndose hacia la columna de fuego en tierra.
Los motores del Capetown Maru trepidaron bajo la cubierta. Jala me vio y acudió a coger a Diane por el otro brazo. Diane se percató de su presencia y dijo:
—¿Estamos a salvo?
—No hasta que salgamos del puerto.
Por todas partes sobre las aguas verdigrises sonaban sirenas y silbatos. Todo barco que podía moverse se dirigía al océano abierto. Jala volvió a mirar al espigón y se tensó...
—Vuestro equipaje —dijo.
Lo habían puesto en una de las camionetas de carga. Dos baqueteadas maletas rígidas llenas de papeles, fármacos y archivos digitales. Y allí seguían, abandonadas.
—Volved a poner esa pasarela —les ordenó Jala a los marineros.
Se lo quedaron mirando, inseguros acerca de qué autoridad tenía. El primer oficial se había marchado hacia el puente. Jala sacó pecho y dijo algo contundente en un idioma que no reconocí. Los marineros se encogieron y volvieron a tender la pasarela hacia el espigón.
El sonido de las máquinas del barco pareció adquirir una nota más grave.
Bajé la pasarela corriendo, el aluminio corrugado resonaba bajo mis pies. Agarré las maletas. Miré atrás por última vez. Desde la zona que conectaba con tierra del espigón venía corriendo un destacamento de una docena de Nuevos Reformasi hacia el Capetown Maru.
—¡Zarpad! —gritaba Jala como si fuera el dueño del barco—. ¡Zarpad, ahora mismo, pero ya!
La pasarela empezó a retirarse. Tiré el equipaje a la cubierta y trepé por ella a cuatro patas.
Llegué a la cubierta antes de que el barco comenzara a moverse.
Entonces explotó otro tanque de combustible y la onda expansiva derribó a todo el mundo.
Cercado por sueños
Las batallas nocturnas entre los piratas de carretera y la Patrulla de Autopista de California hacían difícil el viajar en los buenos tiempos. La fluctuación lo hacía aún peor. Durante un episodio de fluctuación se desaconsejaba oficialmente todo viaje innecesario, pero eso no detenía a la gente de intentar llegar hasta sus amigos o familiares, o en otros casos simplemente se subían a sus coches y conducían hasta que se les acababa el tiempo o la gasolina. Llené rápidamente un par de maletas con todo lo que no quería dejar atrás, incluyendo los archivos que me había dado Simon.
Esa noche la autopista de Alvarado estaba congestionada por el tráfico y la 1-8 no era mucho más fluida. Tenía mucho tiempo para reflexionar sobre la estupidez que estaba cometiendo.
Corriendo al rescate de la esposa de otro hombre, una mujer que en otro tiempo me importó más de lo que me convenía. Cuando cerraba los ojos e intentaba visualizar a Diane Lawton ya no conseguía una imagen coherente, sólo un montaje borroso de momentos y gestos. Diane peinándose el pelo hacia atrás con la mano y apoyada sobre el pelaje de San Agustín, su perro. Diane pasándole a escondidas a su hermano un navegador para Internet en el cobertizo de las herramientas donde yacía el cortacésped desmontado sobre el suelo. Diane leyendo poesía victoriana a la sombra de los sauces, sonriendo por algo en el texto que yo no había comprendido: El verano madura a todas horas o El tierno infante no es consciente...
Diane, cuyas más ínfimas miradas y gestos siempre habían dejado implícito que me amaba, al menos tentativamente, pero que siempre se había visto restringida por fuerzas que yo no comprendía: su padre, Jason, el Spin. Fue el Spin, pensé, lo que nos había unido y separado, encerrándonos en habitaciones contiguas pero incomunicadas.
Había pasado El Centro cuando la radio informó de actividad policial «significativa» al oeste de Yuma y se montó un enorme atasco hasta cinco kilómetros desde la frontera del estado. Decidí no arriesgarme al largo retraso del atasco y giré en un desvío que en el mapa parecía prometedor, atravesando el desierto vacío hacia el norte, con la intención de incorporarme a la 1-10 en el punto donde cruzaba la frontera del estado cerca de Blythe.
La carretera estaba menos transitada pero seguía teniendo bastante tráfico. La fluctuación hacía que el mundo pareciera invertido, más brillante en lo alto que en el suelo. De vez en cuando una gruesa veta de luz se retorcía de un horizonte a otro como si se hubiera abierto una grieta en la membrana del Spin, permitiendo ver fragmentos ardientes del universo acelerado.
Pensé en el teléfono que tenía en el bolsillo, el de Diane, el número al que había llamado Simon. No podía devolver la llamada: no tenía ningún número de Diane y el del rancho, si es que seguían en el rancho, no aparecía en el listín. Sólo quería que volviera a sonar. Lo anhelaba y lo temía.
El tráfico volvió a empeorar cuando la carretera se acercó a la autopista estatal cerca de Palo Verde. Ya era más de medianoche e iba a cincuenta kilómetros por hora, como mucho. Pensé en dormir. Necesitaba dormir. Decidí que sería mejor dormir, pasar la noche y dejar que el tráfico se aliviara. Pero no quería dormir en el coche. Los únicos coches parados que había visto habían sido abandonados y saqueados, los maleteros abiertos por completo como bocas congeladas en una expresión de sorpresa.
Al sur de un pueblo llamado Ripley divisé un cartel que decía habitaciones desvaído por el sol y desportillado por la arena, brevemente visible a los faros del coche, y una carretera de dos carriles apenas asfaltada que salía de la autopista. Cinco minutos después llegaba a un conjunto vallado de edificios que era o había sido un motel, una tira de habitaciones de dos pisos de altura en forma de herradura alrededor de una piscina que parecía vacía a la luz del cielo parpadeante. Salí del coche y apreté el timbre de la verja de entrada.
La verja se abría por control remoto, del tipo que podías activar desde un panel de control a una distancia segura, y estaba equipada con una cámara de seguridad en lo alto de un poste alto. La cámara giró para observarme mientras un altavoz montado a la altura de las ventanillas de un coche emitía un crujido electrónico al cobrar vida. Procedente de algún lugar, la recepción del hotel o un bunker, pude oír unos cuantos compases de música. No música programada, sino algo que sonaba de fondo. Entonces se oyó una voz. Brusca, metálica y hostil.
—Esta noche no aceptamos huéspedes.
Tras unos momentos alargué la mano y volví a tocar el timbre. La voz regresó:
—¿Qué parte de lo anterior no has entendido?
—Puedo pagar en metálico, si eso sirve de algo. No me quejaré del precio.
—No hay trato. Lo siento, colega.
—Vale, espera... mira, puedo dormir en el coche, pero ¿no podría aparcar dentro para tener algo de protección? ¿Quizá en algún lugar donde no se me vea desde la carretera?
Una pausa larga. Escuché una trompeta que perseguía a una percusión. La canción era insistentemente familiar.
—Lo siento. Esta noche no. Por favor, despeje la entrada.
Más silencio. Pasaron más minutos. Un grillo aserró la noche en el pequeño oasis de palmera y grava frente al hotel. Volví a apretar le timbre.
El propietario acudió rápidamente.
—Tengo que decirle que estamos armados y ligeramente cabreados. Sería mejor que cogiera el coche y volviera a la carretera.
—Harlem Air Shaft —dije.
—¿Perdón?
—La canción que está oyendo. Es Ellington, ¿no? «Harlem Air Shaft». Suena a su banda de los cincuenta.
Otra larga pausa, aunque el altavoz seguía encendido. Estaba casi completamente seguro de que estaba en lo cierto, aunque no había oído esa canción de Duke Ellington desde hacía años.
La música se calló, su delgado hilo se cortó en medio de un compás.
—¿Hay alguien más en el coche con usted?
Bajé la ventanilla del coche y encendí la luz. La cámara barrió el interior y luego se volvió a fijar en mí.
—Muy bien —dijo—. Vale. Dígame quién toca la trompeta en esa pista y le abriré la verja.
¿Trompeta? Cuando pensaba en la banda de Duke Ellington a mediados de los cincuenta pensaba en Paul Gonsalvez, pero Gonsalvez tocaba el saxo. Tuvo un puñado de trompetistas. ¿Cat Anderson? ¿Willie Cook? Hacía demasiado tiempo.
—Ray Nance —dije.
—Nones. Clark Terry. Pero supongo que puede entrar de todas formas.
El dueño vino a recibirme cuando aparqué frente a la recepción. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, quizá, Con vaqueros y una holgada camisa a cuadros escoceses. Me examinó cuidadosamente.
—No se ofenda —dijo—, pero la primera vez que ocurrió esto... —Hizo un gesto en dirección al cielo, la fluctuación volvía su piel de un color amarillento y convertía las paredes de estuco en un ocre enfermizo—. Bueno, cuando cerraron la frontera en Blythe tuve gente peleándose por conseguir habitaciones. Literalmente peleando, quiero decir. Un par de tipos me sacaron armas, ahí mismo donde está usted. Cualquier dinero que sacara aquella noche tuve que emplearlo, y más del doble, en mantenimiento. Gente bebiendo en las habitaciones, vomitando, destrozándolo todo. Fue incluso peor en la autopista diez. El encargado de noche de la Days Inn cerca de Ehrenberg murió apuñalado. Fue entonces cuando instalé la verja de seguridad, justo después de eso. Ahora, tan pronto como empieza la fluctuación apago el cartel de habitaciones libres y cierro todo hasta que pasa.
—Y escucha a Duke —dije.
Sonrió. Pasamos al interior para registrarme en el motel.
—Duke —dijo—. O Pops, o Diz. Miles si estoy de humor. —El genuino tuteo del fan con los muertos, dirigiéndose a ellos por su nombre de pila—. Nada posterior a 1965. —La recepción era una sala lóbregamente iluminada, con una alfombra indistinguible de otros cientos de miles y decorada con antiguos motivos del oeste; pero al cruzar una puerta hacia el sanctasanctórum del propietario, parecía como si viviera allí, me llegó más música. El dueño inspeccionó la tarjeta de crédito que le ofrecí.
—Doctor Dupree —dijo, tendiéndome la mano—. Me llamo Alien Fulton. ¿Se dirige a Arizona?
Le dije que me había salido de la interestatal cerca de la frontera.
—No estoy seguro de que le vaya a ir mejor en la diez. En noches como ésta es como si todo el mundo en Los Angeles quisiera mudarse al este. Como si la fluctuación fuera alguna especie de terremoto o tsunami.
—Volveré a la carretera dentro de no mucho.
Me entregó una llave.
—Duerma un poco. Siempre es un buen consejo.
—¿La tarjeta le sirve? Si lo quiere en metálico...
—La tarjeta me vale tanto como el metálico siempre que el mundo no se acabe. Y si se acaba, supongo que entonces no tendré tiempo de arrepentirme.
Se rio. Intenté sonreír.
Diez minutos después yacía completamente vestido sobre una cama dura en una habitación que olía a un popurrí de antiséptico aromatizado y aire acondicionado demasiado húmedo, preguntándome si debería haberme quedado en la carretera. Puse el móvil en la mesilla de noche, cerré los ojos y dormí sin aprensión.
Y me desperté menos de una hora después, alerta sin saber por qué.
Me senté en la cama y examiné la habitación, cartografiando formas grises y oscuridades con la memoria. Mi atención al fin se centró en el pálido rectángulo de la ventana, la cortina amarilla que había latido con luz cuando entré en la habitación.
La fluctuación había acabado.
Lo que hubiera hecho más fácil el dormir, esa suave oscuridad, pero sabía, a la manera en que uno sabe tales cosas, que dormir ya era imposible. Lo había metido en el corral durante un breve período de tiempo, pero el sueño había saltado la cerca y no servía de nada fingir lo contrario.
Hice café en la pequeña cafetera de cortesía de la habitación y me tomé una taza. Media hora después volvía a comprobar mi reloj. Quince minutos para las dos. Lo más profundo de la noche. La zona de la objetividad perdida. Bien podía ducharme y volver a la carretera.
Me vestí y recorrí la pista de cemento hacia la recepción del hotel, esperando dejar la llave en un buzón; pero Fulton, el dueño, seguía despierto, en su habitación se veía una luz de televisión. Asomó la cabeza cuando me oyó tocar a la puerta.
Parecía raro. Un poco borracho, puede que un poco fumado. Se me quedó parpadeando hasta que me reconoció.
—Doctor Dupree —dijo.
—Lamento molestarle de nuevo. Tengo que volver a la carretera. Gracias por su hospitalidad.
—No tiene que explicármelo —dijo—. Le deseo buena suerte. Espero que llegue a algún lugar antes del amanecer.
—Eso espero yo también.
—En cuanto a mí, me quedaré viéndolo en la tele.
—¿Oh?
De repente no estaba seguro de qué me estaba hablando.
—Con el sonido quitado. No quiero despertar a Jody. ¿He mencionado a Jody? Mi hija. Tiene diez años. Su madre vive en La Jolla con un restaurador de muebles. Jody pasa los veranos conmigo. Aquí fuera, en el desierto. Vaya destino, ¿eh?
—Sí, bueno...
—Pero no quiero despertarla. —Parecía repentinamente sombrío—. ¿Eso estaría mal? ¿Dejar que duerma mientras sucede? ¿O tanto como sea capaz de dormir? O quizá debería despertarla. Ahora que lo pienso, nunca las ha visto. Tiene diez años. Nunca las ha visto y supongo que ésta será su última oportunidad.
—Lo siento, no estoy seguro de entender...
—Son diferentes, eso sí. No son como las recordaba. No es que fuera ningún experto... pero en los viejos tiempos, si pasabas las noches suficientes ahí fuera, terminabas por familiarizarte con ellas.
—¿Familiarizarte con qué?
Pestañeó, sorprendido.
—Con las estrellas —dijo.
Salimos al exterior y nos quedamos al lado de la piscina vacía, contemplando el cielo.
La piscina llevaba mucho tiempo sin llenarse. El polvo y la arena creaban dunas en el fondo, y alguien había rellenado las paredes con grafitis púrpuras. El viento hacía sonar un cartel metálico (no hay salvavidas de guardia) contra las cadenas de la verja. Un viento cálido soplaba del este.
Las estrellas.
—¿Ve? —dijo—. Diferentes. No veo ninguna de las antiguas constelaciones. Todo parece... disperso.
Unos cuantos miles de millones de años tendrían ese efecto. Todo envejece; todo tiende a la máxima entropía, al desorden, a la aleatoriedad. La galaxia en la que vivíamos había sido víctima de una violencia invisible a gran escala durante los últimos tres mil millones de años, había arremolinado sus contenidos junto con otra galaxia satélite menor (la M41 en los antiguos catálogos) hasta que las estrellas quedaron esparcidas de forma desorganizada. Era como contemplar la violenta y grosera mano del tiempo.
—¿Se encuentra bien, doctor Dupree? Quizá debería sentarse.
Estaba demasiado conmocionado para estar de pie, sí. Me senté sobre el cemento con recubrimiento gomoso con los pies colgando sobre la parte menos profunda de la piscina, con la vista todavía fija en el cielo. Jamás había visto algo tan hermoso o aterrorizador.
—Sólo faltan un par de horas antes del amanecer —dijo Fulton con tristeza.
Eso era. Más al este, en algún lugar sobre el Atlántico, el sol ya debía de haber traspasado el horizonte. Quise preguntarle sobre eso, pero me interrumpió una vocecita procedente de las sombras cerca de la puerta de la recepción.
—¿Papá? Te he oído hablando.
Ésa debía ser Jody, la hija. Avanzó dubitativamente un paso más. Llevaba un pijama blanco y un par de zapatillas de deporte desatadas para protegerse los pies. Tenía un rostro ancho, corriente pero agradable y ojos somnolientos.
—Ven aquí, cariño —dijo Fulton—. Súbete a mis hombros y mira al cielo.
Trepó a lo alto de su padre, perpleja. Fulton se levantó, con las manos en los tobillos de ella, alzándola un poco más hacia la oscuridad reluciente.
—Mira —dijo Fulton, sonriendo pese a las lágrimas que empezaban a correrle por la cara—. Mira eso, Jody. ¡Mira lo lejos que puedes ver esta noche! Esta noche puedes ver hasta el final de prácticamente todo.
Pasé por la habitación trasera para ver las noticias de la tele. Fulton dijo que la mayoría de las estaciones de cable seguían transmitiendo.
La fluctuación había terminado hacía una hora. Simplemente se había desvanecido, junto con la membrana del Spin. El Spin había terminado de la misma forma en que había empezado, tranquilamente y sin un solo ruido aparte de un crujido de estática ininteligible procedente del lado diurno del planeta.
El sol.
Tres mil millones de años y pico más viejo que cuando el Spin lo había sellado, dejándolo fuera. Intenté recordar lo que Jase me había dicho acerca de las condiciones actuales del sol. Letales, sin duda alguna; estábamos fuera de la zona habitable, eso era algo sabido por todo el mundo. La imagen de los océanos hirviendo había sido debatida en la prensa; pero ¿habíamos llegado a ese punto ya? ¿Todos muertos al mediodía o teníamos hasta finales de semana?
¿Tenía alguna importancia?
Encendí el pequeño panel de vídeo de mi habitación del motel y encontré una transmisión en directo desde Nueva York. El pánico general todavía no se había adueñado de la gente. Había demasiada gente durmiendo todavía o se habían quedado en sus casas en vez de ir a trabajar cuando despertaron y vieron las estrellas, llegando a la conclusión obvia. El equipo de esta agencia de noticias en particular, como en un sueño febril de heroísmo periodístico, había puesto una cámara en lo alto de un edificio apuntando al este desde Todt Hill o Staten Island. La luz era tenue, el cielo de levante se empezaba a iluminar pero seguía vacío. Un par de presentadores que apenas si eran capaces de mantener la compostura empezaron a leerse el uno al otro los boletines que entraban por fax.
No había habido ninguna comunicación inteligible con Europa desde el fin de la fluctuación, decían. Eso podía deberse a interferencias electrostáticas, la luz solar sin filtrar interfiriendo las señales aerostáticas. Era demasiado pronto para sacar conclusiones extremas.
—Y como siempre —dijo uno de los presentadores—, aunque no tenemos ninguna reacción oficial todavía, el mejor consejo es mantener la calma y seguir escuchando las noticias hasta que hayamos dilucidado la situación. No creo que sea inapropiado pedirle a la gente que permanezcan en sus casas si es posible.
—Especialmente hoy —concedió su compañero—, será cuando la gente querrá quedarse en casa para estar con sus familias.
Me senté al borde de la cama y esperé hasta que salió el sol.
La cámara emplazada en lo alto lo percibió primero como una capa de nubes carmesíes por encima del grasiento horizonte atlántico. Luego el borde de un creciente hirviente, los filtros de la cámara se activaban para atenuar el resplandor.
La escala de todo era difícil de comprender, pero el sol salió (no rojo, sino de un naranja rojizo, a menos que ese color fuera un efecto producido por la cámara) y se alzó más y más y más en el cielo hasta que quedó suspendido sobre el océano, sobre Queens, sobre Manhattan, demasiado grande para ser un cuerpo celestial plausible, más bien como un enorme globo hinchado de luz ambarina.
Esperé a más comentarios, pero la imagen quedó en silencio hasta que dio paso a un estudio en el Medio Oeste, los cuarteles generales de reserva del canal, y a otro reportero, mal vestido para ser un presentador de verdad, que recitó más medidas de precaución inútiles y sin citar fuentes. Apagué el panel.
Y me llevé mi maletín de doctor al coche.
Fulton y Jody salieron de la oficina para despedirse. De repente eran como viejos amigos, que lamentaban verme marchar. Jody ahora parecía asustada.
—Jody ha estado hablando con su madre —dijo Fulton—. No creo que su mamá haya oído lo de las estrellas.
Intenté no imaginarme esa llamada a primera hora de la mañana, Jody llamando desde el desierto para anunciar lo que su madre habría entendido al instante como el fin del mundo. La mamá de Jody diciendo su último adiós a su hija mientras se esforzaba por no asustarla, resguardándola de la verdad aniquiladora.
Ahora Jody se apoyó contra las costillas de su padre y Fulton le puso el brazo por encima, nada excepto ternura entre ambos.
—¿Tienes que irte? —preguntó Jody.
Dije que así era.
—Porque puedes quedarte si quieres. Lo dijo mi padre.
—El señor Dupree es médico —dijo Fulton con suavidad—. Probablemente tenga que hacer una visita a domicilio.
—Cierto —dije—. Tengo que hacer una visita a domicilio.
Algo casi milagroso ocurrió en los carriles de autopista en dirección este esa mañana. Mucha gente se comportó mal durante lo que creían que eran sus últimas horas. Era como si las fluctuaciones hubieran sido simplemente un ensayo general para este final definitivo. Todos habíamos oído las predicciones, bosques en llamas, calor abrasador, los océanos convertidos en vapor. La única pregunta era cuánto llevaría: un día, una semana, un mes.
Así que rompimos ventanas y tomamos lo que nos apetecía, cualquier baratija que la vida nos hubiera negado; los hombres intentaban violar a las mujeres, y algunos descubrían que la pérdida de inhibiciones funcionaba también en su contra: los acontecimientos dotaban a la supuesta víctima con inesperados poderes para arrancar ojos y aplastar testículos; se ajustaban viejas cuentas a disparos y la gente abría fuego a capricho. Los suicidas fueron legión. (Pensé en Molly: si no había muerto en la primera fluctuación, ahora sí que estaría muerta con toda seguridad, puede que incluso muriera complacida con la lógica de su plan puesta en práctica y reivindicada por los hechos, lo que hizo que quisiera llorar por ella por primera vez en mi vida.)
Pero también había islas de civilización y acciones de heroica amabilidad. La Interestatal 10 en la frontera con Arizona fue una de ellas.
Durante la fluctuación había un destacamento de la Guardia Nacional estacionado en el puente que cruzaba el río Colorado. Los soldados desaparecieron poco después del fin de la fluctuación, ya fuera por órdenes recibidas o porque desertaron para irse a casa. Sin ellos el puente podría haberse convertido en un cuello de botella impenetrable.
Pero no fue así. El tráfico fluía a buen ritmo en ambas direcciones. Una docena de civiles, voluntarios designados por ellos mismos con linternas de gran potencia y señales luminosas sacadas de los maleteros de sus coches, se ocupaban de la tarea de dirigir el tráfico. E incluso los ansiosos terminales, la gente que quería o tenía que viajar un gran trecho antes del amanecer, para llegar a nuevo México, Texas o incluso a Louisiana si sus motores no se fundían antes, parecían entender que era necesario, que ningún intento por colarse tendría éxito y que el único recurso era la paciencia. No sé cuánto duró ese ánimo ni qué confluencia de buena voluntad y circunstancias lo crearon. Quizá fue la buena voluntad humana o quizá fuera el tiempo: pese a la destrucción que venía rugiendo hacia nosotros desde el este la noche era perversamente agradable. Estrellas dispersas en un cielo claro y fresco; una brisa constante que se llevaba el olor de los tubos de escape y se colaba por la ventanilla del coche suave como el toque de una madre.
Pensé en presentarme como voluntario en alguno de los hospitales locales, en Palo Verde, en Blythe, que una vez había visitado para una consulta o quizá La Paz Regional, en Parker. Pero ¿para qué serviría? Lo que se avecinaba no tenía cura. Sólo quedaba paliar el sufrimiento, la morfina, la heroína. El camino de Molly, suponiendo que los armarios de fármacos no hubieran sido saqueados todavía.
Y lo que Fulton le había dicho a Jody era completamente cierto en el fondo: tenía que hacer una visita a domicilio.
Una misión. Quijotesca en estos momentos, desde luego. Fuera lo que fuese lo que le pasara a Diane, tampoco podría arreglarlo. ¿Por qué terminar el viaje? Era algo que hacer mientras sucedía el fin del mundo, las manos ocupadas no tiemblan, las mentes ocupadas no son presa del pánico; pero eso no explicaba la urgencia, la necesidad visceral de verla que me había sacado a la carretera durante la fluctuación y que parecía, si era posible, más fuerte que antes.
Tras pasar Blythe, tras pasar el dédalo de tiendas a oscuras y las peleas a puñetazos alrededor de las gasolineras asediadas, la carretera se amplió y el cielo se oscureció, pese al destello de las estrellas. Pensaba en esas cosas cuando sonó el móvil.
Casi me salí de la carretera, rebuscando en mi bolsillo, y frené mientras un utilitario pasó con un chillido a mi lado.
—Tyler —dijo Simon.
Pero antes de que siguiera le interrumpí:
—Dame un número al que llamarte antes de que me cuelgues o se interrumpa la comunicación. Para poder llamarte.
—Se supone que no puedo hacerlo. Es que...
—¿Me llamas desde teléfono privado o desde el de la casa?
—Desde una especie de número privado, un móvil, que sólo usamos localmente. Ahora lo tengo yo, pero Aaron se lo lleva algunas veces para...
—No llamaré a menos que tenga que hacerlo.
—Bueno. Supongo que ya no importa. —Me dio el número—. ¿Has visto el cielo, Tyler? Supongo que sí, ya que estás despierto. Es la última noche del mundo, ¿no?
Y pensé: «¿y por qué me lo preguntas tú?». Simon llevaba viviendo en los últimos días desde hacía décadas. Tendría que saberlo a estas alturas.
—Háblame de Diane —le dije.
—Quiero disculparme por esa llamada. Por lo que está ocurriendo, ya sabes. — ¿Cómo está? —Eso es lo que te estoy diciendo. Que no importa ya.
—¿Está muerta?
Una larga pausa. Volvió a hablar sonando un poco dolido.
—No. No, no está muerta. Ése no es el problema.
—¿Está levitando en medio del aire, esperando a la Ascensión?
—No tienes por qué insultar mi fe —dijo Simon. (Y yo no pude resistir la tentación de interpretar su frase: mi fe, había dicho, no nuestra fe).
—Porque si no es así, puede que todavía necesite atención médica. ¿Sigue enferma, Simon?
—Sí. Pero...
—Enferma ¿cómo? ¿Cuáles son sus síntomas?
—El amanecer será dentro de una hora, Tyler. Y ya entiendes lo que eso implica.
—No estoy seguro de lo que implica nada. Y estoy de camino por la carretera, llegaré al rancho antes del amanecer.
—Oh, no, eso no está bien... no, yo...
—¿Por qué no? Si es el fin del mundo, ¿por qué no debería estar ahí?
—No lo entiendes. Lo que está ocurriendo no es exactamente el fin del mundo. Es el nacimiento de un nuevo mundo.
—¿Cómo de enferma está, exactamente? ¿Puedo hablar con ella?
La voz de Simon se volvió temblorosa. Un hombre al límite. Todos estábamos al límite.
—Apenas puede susurrar. No tiene aliento. Está débil. Ha perdido mucho peso.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—No lo sé. Quiero decir que empezó gradualmente...
—¿Cuándo fue obvio que estaba enferma?
—Hace semanas. O quizá... mirando atrás... bueno, puede que meses.
—¿Ha recibido algún tipo de atención médica? —Pausa—. ¿Simon?
—No.
—¿Por qué no?
—No parecía necesario.
—¿No parecía necesario?
—El pastor Dan no lo permitiría.
Y pensé: «¿y no le dijiste al pastor Dan que se fuera a tomar por culo?».
—Espero que haya cambiado de opinión.
—No...
—Porque si no, necesitaré tu ayuda para llegar a ella.
—No lo hagas, Tyler. No le hará ningún bien a nadie.
Ya estaba buscando la salida, que sólo recordaba tenuemente, pero que tenía señalada en el mapa. Salida de la autopista hacia algún erial reseco como huesos al sol, una carretera sin nombre en el desierto.
—¿Ha preguntado por mí? —dije.
Silencio.
—¿Simon? ¿Ha preguntado por mí?
—Sí.
—Entonces dile que estaré allí tan pronto como pueda.
—No, Tyler... Tyler, en el rancho están sucediendo cosas perturbadoras. No puedes simplemente presentarte en la entrada del rancho.
¿Cosas perturbadoras?
—Creía que nacía un nuevo mundo.
—Y nace ensangrentado —dijo Simon.
La mañana y la tarde
Llegué a lo alto de la pequeña colina desde la que se veía el rancho Condón y aparqué donde no se me viera desde la casa. Cuando apagué los faros fui capaz de ver el brillo que precede al amanecer en el cielo del este, las nuevas estrellas quedaban deslucidas por una luminosidad ominosa en aumento.
Fue entonces cuando comencé a temblar.
No podía controlarlo. Abrí la puerta y caí del coche, conseguí levantarme por pura fuerza de voluntad. Le tierra emergía de la oscuridad como un continente perdido, pardas colinas, pastos abandonados convertidos de nuevo en desierto, la larga cuesta poco pronunciada hacia la granja. Los ocotillos y los mezquites temblaban al viento. Yo también temblaba. Era miedo: no el punzante temor intelectual con el que todos habíamos vivido desde el principio del Spin sino un pánico visceral, miedo como una enfermedad muscular y de las entrañas. Fin de la estancia en el corredor de la muerte. Día de graduación. Horcas y cadalsos aproximándose desde el este.
Me pregunté si Diane estaría asustada. Me pregunté si podría consolarla. Si quedaba algún consuelo en mí.
Una ráfaga de viento, soplando arena y polvo sobre la reseca carretera de la colina. Quizá el viento fuera el primer heraldo del sol hinchado, un viento procedente del lado ardiente del mundo.
Me agazapé donde esperaba que no me vieran y, temblando todavía, me las arreglé para marcar el número de Simon en el teclado del teléfono.
Lo cogió después de que sonara un par de veces. Apreté el aparato contra mi oreja para bloquear el sonido del viento.
—No deberías estar haciendo esto —dijo.
—¿Estoy interrumpiendo el Éxtasis?
—No puedo hablar.
—¿Dónde está, Simon? ¿En qué parte de la casa?
—¿Dónde estás tú?
—Justo en lo alto de la colina. —El cielo era más brillante, más luminoso a cada segundo que pasaba, un moratón púrpura sobre el horizonte occidental. Podía ver la casa con claridad. No había cambiado mucho en los pocos años que habían pasado desde mi visita. El establo parecía bastante bien cuidado, como si lo hubieran repintado y reparado.
Pero había algo más perturbador, una zanja había sido excavada paralela al establo y recubierta con tierra.
Una tubería recién instalada, quizá. O un tanque séptico. O una fosa común.
—Voy a ir a verla —dije.
—Eso simplemente no es posible.
—Supongo que estará en la casa. Uno de los dormitorios superiores. ¿Correcto?
—Aunque la veas...
—Dile que voy a ir, Simon.
Abajo, vi una figura que se movía entre la casa y el establo. No era Simon. No era Aaron Sorley, a menos que el hermano Aaron hubiera perdido cuarenta y cinco kilos. Probablemente el pastor Dean Condon. Llevaba un cubo de agua en cada mano. Parecía tener prisa. Algo ocurría en el establo.
—Estás arriesgando la vida al estar aquí —dijo Simon.
Me reí. No pude evitarlo. Y luego pregunté:
—¿Estás en el establo o en la casa? Condón está en el establo, ¿no? ¿Y Sorley y Mclsaac? ¿Cómo puedo esquivarlos?
Sentí una presión como una mano cálida sobre la nuca y me giré.
La presión era luz solar. El borde del sol había cruzado el horizonte. Mi coche, la cerca, las rocas, los ocotillos, todo proyectaba largas sombras violáceas.
—¿Tyler? Tyler, no hay manera de esquivarlos. Tienes que...
Pero la voz de Simon quedó ahogada en un estallido de estática. La luz directa del sol debió de alcanzar al aeróstato que retransmitía la llamada, interfiriendo la señal. Le di a la tecla de rellamada instintivamente, pero el teléfono estaba inutilizado.
Me quedé allí agazapado hasta que el sol se alzó tres cuartos, mirándolo y apartando la mirada alternativamente, aterro rizado e hipnotizado al mismo tiempo. El disco era enorme y de un color naranja rojizo. Las manchas solares se arrastraban sobre su superficie como llagas supurantes. De vez en cuando, ráfagas de polvo se alzaban del desierto y lo oscurecían.
Entonces me levanté. Ya muerto, quizá. Quizá ya había recibido una dosis de radiación letal sin saberlo. El calor era soportable, al menos hasta entonces, pero puede que estuvieran ocurriendo cosas espantosas a nivel celular, rayos X que atravesaban el aire como balas invisibles. Así que me levanté y empecé a descender por el camino de tierra apisonada hacia la granja a plena vista, desarmado. Desarmado e imperturbado al menos hasta que llegué al porche de madera, hasta que el hermano Sorley, ciento treinta kilos de hermano Sorley, atravesó la mosquitera de la puerta y me golpeó con la culata de su rifle en la sien.
Sorley no me mató, posiblemente porque no quería llegar al juicio final ese día con sangre en las manos. En vez de eso me tiró dentro de una habitación vacía en el piso de arriba y cerró con llave.
Pasaron un par de horas antes de que pudiera sentarme sin que me provocara oleadas de náuseas.
Cuando el vértigo disminuyó fui hasta la ventana y alcé la persiana de papel amarillo. Desde este ángulo, el sol quedaba detrás de la casa, el terreno y el establo quedaban bañados en un feroz resplandor anaranjado. El aire era brutalmente caliente, pero al menos nada ardía. Un gato de granja, haciendo caso omiso de la conflagración en el cielo, lamió agua estancada de una acequia a la sombra. Supuse que el gato viviría hasta el atardecer. Y puede que yo también.
Intenté subir la ventana, no es que pudiera saltar desde allí arriba, pero la ventana no estaba simplemente cerrada: el marco había sido cortado, los contrapesos inmovilizados y todo había quedado trabado por la pintura aplicada hacía años.
No había mobiliario alguno aparte de la cama, ninguna herramienta excepto el teléfono inservible en mi bolsillo.
La única puerta era una losa de madera sólida y dudé que tuviera las fuerzas suficientes para romperla. Puede que Diane estuviera sólo a unos metros, que una sola pared nos separara. Pero no tenía manera de saberlo ni forma de averiguarlo.
Incluso intentar pensar de forma coherente en cualquiera de esas cosas me provocaba un dolor profundo y nauseabundo allí donde la culata del rifle me había ensangrentado la cabeza, Tenía que volver a sentarme.
Hacia media tarde el viento se había detenido. Cuando volví tambaleándome a la ventana podía ver el borde del disco solar sobre la ventana y el establo, tan enorme que parecía que estuviera cayendo perpetuamente, casi tan cerca que se podía tocar.
La temperatura en la habitación iba subiendo a ritmo constante desde la mañana. No tenía forma de medirla, pero suponía que al menos treinta y siete grados centígrados y subiendo. Caliente, pero no lo suficiente para matar, al menos no inmediatamente. Deseé que Jason estuviera allí para explicármelo, para explicarme la termodinámica de la extinción global. Quizá hubiera podido dibujarme un diagrama, señalar el punto en que las líneas convergían en la letalidad.
Una neblina de calor se alzaba de la tierra agostada.
Dan Condón fue del establo a la casa y viceversa un par de veces más. Era fácil de reconocer en la cruda nitidez del día anaranjado, había algo decimonónico en él, su barba cuadrada y fea cara marcada: Lincoln en vaqueros, largas piernas y un propósito. Ni siquiera alzó la vista cuando golpeé el cristal.
Entonces di golpecitos a las paredes, pensando que Diane podría responderme. Pero no hubo respuesta.
Entonces volví a sentirme mareado, y caí sobre la cama, el aire de la habitación cerrada era abrasador, mi sudor empapaba las sábanas.
Dormí, o caí inconsciente.
Desperté creyendo que la habitación estaba en llamas, pero sólo era la combinación del calor atrapado en su interior y una puesta de sol imposiblemente colorida.
Volví a la ventana.
El sol había atravesado el horizonte occidental y se hundía de forma visible. Nubes tenues y altas se arqueaban sobre el cielo oscurecido, restos de humedad saqueados de una tierra ya de por sí reseca. Vi que alguien había bajado mi coche de la colina y lo había aparcado justo a la izquierda del establo. Y se había llevado las llaves, sin duda. No es que le quedara gasolina suficiente para que sirviera de mucho.
Pero había sobrevivido al día. Pensé: hemos sobrevivido al día. Los dos. Diane y yo. Y sin duda también millones de personas más. Así que ésta era la versión lenta del Apocalipsis. Nos mataría cocinándonos, aumentando la temperatura un grado a cada pasada. O a falta de eso, destruyendo los ecosistemas globales.
El sol hinchado desapareció finalmente. El aire pareció enfriarse diez grados al instante.
Unas pocas estrellas esparcidas se asomaron entre las nubes algodonosas.
No había comido, y tenía muchísima sed. Quizá el plan de Condón era dejarme aquí para que muriera de deshidratación... o quizá se había olvidado de mí. Ni siquiera podía imaginarme cómo contemplaría el pastor Dan los acontecimientos en su mente, si se sentía reivindicado, aterrorizado, o alguna combinación de ambas cosas.
La habitación se oscureció. No había luz en el techo ni lámparas, pero oí un traqueteo ahogado que debía de ser un generador eléctrico a gasolina, y la luz se desparramó por las ventanas del primer piso y el establo.
Por mi parte, yo no poseía nada de tecnología exceptuando el móvil. Lo saqué del bolsillo y lo encendí, sin nada en mente, sólo para ver la fosforescencia de la pantalla.
Y entonces se me ocurrió otra cosa.
—¿Simon?
Silencio.
—Simon, ¿eres tú? ¿Puedes oírme?
Silencio. Luego una voz diminuta y digitalizada:
—Casi me matas del susto. Creía que esta cosa estaba rota.
—Sólo durante el día.
El ruido solar destruía las transmisiones de los aeróstatos de gran altitud. Pero ahora la tierra nos escudaba del sol. Quizá los aeróstatos habían sufrido algunos daños, la señal parecía de banda baja y llena de estática, pero la retransmisión era lo suficientemente buena para hablar con Simon.
—Lamento lo que ha ocurrido —dijo—, pero ya te lo advertí.
—¿Dónde estás? ¿En el establo o en la casa?
Pausa.
—La casa.
—Llevo mirando todo el día y no he visto a la esposa de Condón ni a la mujer ni a los niños de Sorley. O a MacIsaac o su familia. ¿Qué les ocurrió?
—Se marcharon.
—¿ Estás seguro de eso ?
—¿Que si estoy seguro? Por supuesto que estoy seguro. Diane no fue la única que se puso enferma. Sólo la última. La niña pequeña de los Mclsaac fue la primera en enfermar. Luego su hijo, luego el mismo Teddy. Cuando parecía que sus hijos estaban... bueno, ya sabes, realmente enfermos de verdad, enfermos y sin mejorar, bueno, entonces fue cuando los puso en su camión y se marchó. La esposa del pastor Dan se fue con ellos.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace un par de meses. La mujer de Aaron se llevó a sus niños poco después. Abandonaron su fe. Además, les preocupaba que pudieran contagiarse de algo.
—¿Los viste marchar? ¿Estás seguro de eso?
—Sí, ¿por qué no iba estarlo?
—La fosa cerca del establo parece como si tuviera algo enterrado en ella.
—¡Oh, eso! Bueno, tienes razón, hay algo enterrado ahí.
—¿Perdón?
—Un hombre llamado Boswell Geller. Tenía un gran rancho en la Sierra Bonita. Amigo del Tabernáculo del Jordán antes del escándalo. Amigo del pastor Dan. Criaba becerras rojas, pero el Departamento de Agricultura empezó una investigación a finales del año pasado. ¡Justo cuando empezaba a tener éxito! Boswell y el pastor Dan querían criar juntos todas las variaciones de ganado rojo del mundo, porque eso representaría la conversión de los gentiles. El pastor Dan dice que de eso es de lo que trata en realidad Números diecinueve: una becerra de color rojo puro nacida al fin de los tiempos, de razas de todos los continentes, de todo lugar donde se predica el Evangelio. El sacrificio es tanto simbólico como literal. En el sacrificio bíblico las cenizas de la becerra tienen el poder de limpiar a las personas profanadas. Pero en el fin del mundo el sol consume por completo a la becerra y sus cenizas se esparcen a los cuatro vientos, purificando toda la Tierra. Eso es lo que está ocurriendo ahora. Hebreos, nueve: «Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?». Así que por supuesto...
—¿Y teníais ese ganado aquí?
—Sólo unos pocos. Quince animales de cría que trajimos a escondidas antes de que el Departamento de Agricultura se quedara con ellos.
—¿Fue entonces cuando la gente empezó a enfermar?
—No sólo las personas. El ganado también. Excavamos esa zanja al lado del establo para enterrarlos, a todos menos tres del rebaño original.
—¿Debilidad, paso inseguro, pérdida de peso antes de la muerte?
—Sí, eso mismo... ¿cómo lo sabes?
—Ésos son los síntomas del SDCV. Las vacas eran portadoras. Eso es lo que le pasa a Diane.
Hubo un largo silencio a continuación. Y luego Simon dijo:
—No puedo seguir hablando de esto contigo.
—Estoy en el piso de arriba, en el dormitorio del fondo...
—Sé dónde estás.
—Pues ven y ábreme la puerta.
—No puedo.
—¿Por qué? ¿Te está vigilando alguien?
—Simplemente no puedo liberarte. Ni siquiera debería estar hablando contigo. Estoy ocupado, Tyler. Le estoy haciendo la cena a Diane.
—¿Todavía tiene fuerzas para comer?
—Algo... si la ayudo.
—Déjame salir. Nadie tiene por qué saberlo.
—No puedo.
—Necesita un médico.
—No podría sacarte aunque quisiera. El hermano Aaron lleva las llaves consigo.
Pensé en ello.
—Entonces —dije—, cuando le lleves la cena a Diane, deja el teléfono con ella... tu móvil. Dijiste que quería hablar conmigo, ¿no es cierto?
—Se pasa la mitad del tiempo diciendo cosas que no dice en serio.
—¿Y crees que ésa era una de ellas?
—Ya no puedo seguir hablando.
—Tú déjale el móvil, Simon. ¿Simon?
Línea muerta.
Fui a la ventana, observé y esperé.
Vi al pastor Dan llevar los dos cubos vacíos del establo a la casa y volver al establo con los cubos llenos de agua que desprendía vapor. Unos pocos minutos después Aaron Sorley cruzó el espacio entre la casa y el establo para reunirse con él.
Lo que sólo dejaba a Simon y Diane en la casa. Quizá le estuviera dando la cena, alimentándola.
Sentía el impulso de usar el teléfono pero había decido esperar, dejar que las cosas se tranquilizaran algo más, que el calor se disipara en la noche.
Observé el establo. Una luz brillante se desparramaba por entre los tablones como si alguien hubiera instalado iluminación industrial. Condón llevaba todo el día saliendo y entrando. Ocurría algo en el establo. Simon no me había dicho el qué.
La pequeña mancha luminosa de mi reloj contó una hora.
Entonces oí, débilmente, un sonido que podría ser una puerta que se cerraba, pasos en las escaleras; y un momento después vi a Simon dirigirse al establo.
No miró hacia arriba.
Ni volvió a salir del establo una vez que entró. Se quedó dentro con Sorley y Condón, y si aún tenía el móvil, sería una estupidez por su parte haberle dejado puesto un sonido de llamada audible, llamarlo en esos momentos lo pondría en peligro. No es que me preocupara especialmente por el bienestar de Simon.
Pero si le había dejado el móvil a Diane, ahora era el momento de llamar.
Marqué el número.
—Sí —dijo ella. Fue Diane quién respondió, y luego, cambiando la entonación, una pregunta—: ¿Sí?
Parecía que no tenía aliento y su voz era débil. Esas dos sílabas bastaban para un diagnóstico.
Diane —dije—, soy yo, Tyler.
Intentando controlar mi propio pulso enfurecido, como si se hubiera abierto una esclusa en mi pecho.
—Tyler —dijo—. Ty... Simon dijo que llamarías.
Tenía que esforzarme para entender las palabras. No había fuerza en ellas; las decía con la garganta y la lengua, sin intervención de la caja torácica. Lo que encajaba con la etiología del SDCV. La enfermedad afecta primero a los pulmones, luego al corazón, en un ataque coordinado de eficiencia casi militar. El tejido pulmonar cicatrizado y flemoso dejaba pasar menos oxígeno a la sangre: el corazón, falto de oxígeno, bombeaba la sangre de manera menos eficiente; la bacteria del SDCV se aprovechaba de ambas debilidades, hundiéndose más profundamente en el cuerpo a cada inspiración trabajosa.
—No estoy lejos —dije—. Estoy muy cerca, Diane.
—Cerca. ¿Puedo verte?
Quise abrir un agujero en la pared a golpes.
—Pronto. Te lo prometo. Tenemos que sacarte de ahí. Tenemos que conseguirte ayuda. Curarte.
Escuché el sonido de más inhalaciones agónicas y me pegunté si había perdido su atención. Y entonces dijo:
—Creía que ya habías visto el sol...
—No es el fin del mundo. Todavía no, al menos.
—¿No lo es?
—No.
—Simon —dijo ella.
—¿Qué pasa con él?
—Estará tan decepcionado.
—Tienes SDCV, Diane. Casi seguro que eso era lo que tenía la familia Mclsaac. Fueron inteligentes al querer conseguir ayuda. Es una enfermedad curable. —No añadí: hasta cierto punto o siempre y cuando no haya entrado en la fase terminal—. Pero tenemos que sacarte de aquí.
—Te he echado de menos.
—Yo a ti también. ¿Entiendes lo que te he dicho?
—Sí.
—¿Estás preparada para marcharte?
—Si llega el momento...
—El momento está muy cerca. Descansa hasta entonces. Pero puede que tengamos que darnos prisa. ¿Lo entiendes, Diane?
—Simon —dijo débilmente—. Decepcionado.
—Tú descansa, y yo...
Pero no tuve tiempo de terminar.
Una llave resonó en la cerradura. Cerré el móvil de golpe y me lo metí en el bolsillo. La puerta se abrió y Aaron Sorley apareció en el umbral, rifle en mano, jadeando como si hubiera subido corriendo las escaleras. La débil luz del pasillo lo silueteaba.
Retrocedí hasta que di contra la pared con los hombros.
—Tu carné de conducir dice que eres médico —dijo—. ¿Es eso cierto?
Asentí.
—Entonces ven conmigo —dijo.
Sorley me hizo bajar las escaleras y salir por la puerta de atrás hacia el establo.
La luna, manchada de ámbar por la luz del sol giboso, se había alzado por el este. El aire nocturno era casi embriagadoramente fresco. Tomé aire profundamente varias veces. El alivio duró hasta que Sorley abrió de golpe la puerta del establo de golpe y un hedor animal salió del interior... un olor a matadero, mezcla de sangre y excremento.
—Entra —dijo Sorley, y me empujó con su mano libre.
La luz provenía de una gran lámpara de mercurio halogenado suspendida de su propio cable sobre un pesebre abierto. Un generador de gasolina traqueteaba en algún espacio cerrado al fondo, un sonido como el de alguien apretando el acelerador de una motocicleta a los lejos.
Dan Condón estaba al fondo del corral, introduciendo sus manos en un cubo de agua hirviente. Me miró cuando entré. Frunció el ceño, su rostro era una geografía severa bajo el único punto de luz cegadora, pero parecía menos intimidante de lo que recordaba. De hecho, parecía menguado, demacrado, puede que incluso enfermo, quizá en las primeras etapas de su propio caso de SDCV.
—Cierra esa puerta —dijo.
Aaron la cerró de golpe. Simon estaba a un par de pasos de Condón, dirigiéndome rápidas miradas nerviosas.
—Venga aquí—dijo Condón—. Necesitamos su ayuda con esto. Probablemente sus conocimientos médicos.
En el corral, sobre un lecho de paja sucia, una novilla flacucha estaba intentando parir un becerro.
La novilla estaba recostada, su huesudo cuarto trasero se proyectaba fuera del establo. Le habían atado la cola al cuello con una cuerda para mantenerla sujeta y que no interfiriera. El saco amniótico le henchía la vulva, y la paja a su alrededor estaba apelmazada por mucosidades ensangrentadas.
—No soy veterinario —dije.
—Ya lo sé —dijo Condón. Había una histeria suprimida en sus ojos, la mirada de un hombre que celebraba una fiesta cuando los invitados se empezaron a comportar como bestias, los vecinos a quejarse y las botellas de bebidas a salir volando por las ventanas como obuses de mortero—. Pero necesitamos otra mano.
Todo lo que sabía sobre ganado y alumbramientos vacunos era lo que le había oído contar a Molly Seagram sobre la vida en la granja de sus padres. Ninguna de las historias era particularmente agradable. Al menos Condón se había pertrechado con lo que me parecían los suministros básicos: agua caliente, desinfectante, cadenas obstétricas, una gran botella de vaselina líquida ya ensangrentada por huellas de manos.
—Es parte Angeln —dijo Condon—, parte Rojo Danés, parte Rojo Balarus, y ése es sólo su linaje más reciente. Pero la hibridación tiene el riesgo de distocia. Eso es lo que solía decirnos el hermano Geller. La palabra distocia significa parto difícil. Los enrazados a veces tienen problemas para dar a luz. Lleva pariendo desde hace horas. Tenemos que extraer el feto.
Condón dijo todo eso en tono monótono y distante, como un hombre explicando un tema a una clase de idiotas. No parecía importarle quién era yo o cómo había llegado allí, sólo le importaba que estaba disponible, otra mano para ayudar.
—Necesito agua —dije.
—Hay un cubo para lavarse.
—No la quiero para lavarme. No he bebido nada desde la noche pasada.
Condón se quedó en silencio como si procesara la información.
—Simon. Ocúpate de eso.
Simon parecía el chico de los recados del dúo. Agachó la cabeza y dijo:
—Te traeré algo de beber, Tyler, por supuesto.
Seguía evitando mirarme a los ojos mientras Sorley abría la puerta del establo para dejarlo salir.
Condón se volvió hacia el corral donde yacía respirando con dificultad la agotada vaquilla. Moscas ocupadas le decoraban los flancos. Un par de ellas aterrizaron sobre los hombros de Condón sin que se diera cuenta. Condón se roció las manos con vaselina líquida y se puso en cuclillas para expandir el canal de parto, el rostro deformado en una combinación de concentración y asco. Pero apenas había empezado cuando el ternero se convulsionó en medio de otra oleada de sangre y fluidos, su cabeza apenas si asomó pese a las terribles contracciones de la madre. El ternero era demasiado grande. Molly me había contado algo sobre los terneros demasiado grandes al nacer... no tan malo como un parto con el ternero de culo o atorado al pasar por la pelvis, pero desagradable de atender.
Tampoco ayudaba que la novilla estuviera evidentemente enferma, babeando mucosidad verde y esforzándose por respirar incluso cuando cesaban las contracciones. Me pregunté si debía decirle algo al respecto a Condón. Su ternera divina también estaba obviamente infectada.
Pero el pastor Condón no lo sabía o le importaba lo más mínimo. Condón era lo único que quedaba del ala dispensacionalista del Tabernáculo del Jordán, toda una iglesia en sí mismo, reducido a dos parroquianos, Sorley y Simon, y sólo podía intentar imaginar lo musculosa que debía de ser su fe para haberle sostenido durante todo el camino hasta el fin del mundo.
—La ternera es roja, la ternera es roja... Aaron, mira la ternera —dijo Condón en el mismo tono de histeria reprimida.
Aaron Sorley, que estaba apostado en la puerta con su rifle, se acercó al corral a mirar. La ternera era roja de verdad. Recubierta de sangre. Y también laxa.
—¿Respira? —preguntó Sorley.
—Lo hará —dijo Condón. Estaba abstraído, parecía estar saboreando ese momento, sobre el que creía sinceramente que el mundo pasaría a la eternidad—. Pasadle las cadenas por las cuartillas, ahora mismo.
Sorley me dirigió una mirada que era toda una advertencia: no digas ni una puta palabra; e hicimos lo que se nos había dicho, trabajamos hasta que estuvimos ensangrentados hasta los codos. El acto de parir un ternero demasiado grande es al mismo tiempo brutal y ridículo, el grotesco matrimonio de la biología y la fuerza bruta. Hacen falta al menos dos hombres razonablemente fuertes para asistir en un parto de ese tipo. Las cadenas obstétricas eran para tirar. Los tirones tenían que sincronizarse con las contracciones de la vaca, o de lo contrario evisceraríamos al animal.
Pero esta novilla estaba a punto de morir de debilidad, y su ternera, con la cabeza oscilando sin vida, era obviamente un mortinato.
Miré a Sorley, Sorley me miró. Ninguno de los dos habló.
—Lo primero es sacarla. Luego la reviviremos.
Hubo un movimiento de aire fresco procedente de la puerta del establo. Era Simon, con una botella de agua, que se había quedado mirándonos y luego a la ternerilla muerta a medio parir; su rostro se había vuelto asombrosamente pálido.
—Tengo tu agua —consiguió decir.
La novilla terminó otra contracción débil e improductiva. Dejé caer la cadena. Condón dijo.
—Tómese su agua. Luego continuaremos.
—Tengo que limpiarme. Al menos lavarme las manos.
—Hay cubos de agua caliente y limpia al lado de los fardos de heno. Pero que sea rápido. —Tenía los ojos cerrados, apretados en la batalla que su sentido común debía estar librando contra su fe.
Me lavé y desinfecté las manos. Sorley me observaba de cerca. Sus manos estaban sobre la cadena obstétrica, pero su rifle estaba apoyado contra un listón del corral a poca distancia.
Cuando Simon me pasó la botella, me incliné hacia su hombro y le dije:
—No puedo ayudar a Diane a menos que salga de aquí. ¿Lo entiendes? Y no puedo hacer eso sin tu ayuda. Necesitamos un vehículo que funcione y con el depósito lleno, y a Diane dentro, preferiblemente antes de que Condón descubra que la ternera está muerta.
Simon jadeó.
—¿Está muerta de verdad? —Demasiado alto, pero ni Condón ni Sorley parecieron oírlo.
—La ternera no respira —dije—. La novilla apenas está viva.
—Pero ¿la ternera es roja? ¿Roja del todo? ¿Sin manchas negras o blancas? ¿De un rojo puro?
—Aunque fuera tan roja como un puñetero camión de bomberos, Simon, no le serviría de nada a Diane.
Me miró como si le acabara de decir que habían atropellado a su perrito. Me pregunté cuándo había cambiado su rebosante confianza en sí mismo por esa inexpresiva sorpresa permanente, si había ocurrido repentinamente o si la alegría se le había secado en su interior poquito a poquito, como los granos que caen en un reloj de arena.
—Habla con ella —dije—, si tienes que hacerlo. Pregúntale adonde está dispuesta a marcharse.
Si todavía seguía lo suficientemente consciente para responderle. Si recordaba que había hablado con ella.
—La amo más que a la vida misma —dijo Simon.
—¡Le necesitamos aquí! —gritó Condón.
Vacié media botella mientras Simon me miraba, las lágrimas se le acumulaban en los ojos. El agua era pura, limpia y deliciosa.
Entonces volví con Sorley a las cadenas obstétricas, tirando al unísono sincronizados con los espasmos de la novilla moribunda.
Al final conseguimos extraer la ternerilla alrededor de medianoche, y yació sobre la paja hecha una maraña, las patas delanteras trabadas bajo el cuerpo, ojos sin vida inyectados en sangre.
Condón se quedó contemplando el pequeño cuerpo un rato. Y entonces me dijo:
—¿Hay algo que pueda hacer por ella?
—No puedo resucitar a los muertos, si es eso lo que quiere decir.
Sorley me dedicó una mirada de advertencia: no le tortures, ya es bastante duro para él.
Me escabullí hacia la puerta del granero. Simon había desaparecido hacía una hora, mientras todavía estábamos luchando con una riada de sangre hemorrágica que había empapado la paja ya mojada de antemano, nuestras ropas, nuestros brazos y manos. A través del resquicio que dejaba la puerta pude ver movimiento alrededor del coche, de mi coche, y un vislumbre de tela a cuadros que podría ser la camisa de Simon.
Estaba haciendo algo ahí fuera. Tenía la esperanza de saber el qué.
Sorley apartó la vista de la ternerilla muerta para mirar al pastor Dan Condón y de vuelta a la ternera acariciándose la barba, ignorando la sangre que dejaba en ella.
—Quizá si la quemamos... —dijo.
Condón le dirigió una mirara fulminante y desesperanzada.
—A lo mejor... dijo Sorley.
Entonces Simon abrió de golpe las puertas del establo y dejó entrar una ráfaga de aire fresco. Nos volvimos para mirarle. La luna sobre su hombro era gibosa y alienígena.
—Está en el coche —dijo—. Todo está listo para irnos.
—Me hablaba a mí, pero miraba a Sorley y Condón, casi como si los desafiara a responder.
El pastor Dan se encogió de hombros como si esos asuntos mundanos ya no fueran pertinentes.
Miré al hermano Aaron. El hermano Aaron alargaba el brazo hacia su rifle.
—No puedo impedirte que lo uses —dije—. Pero voy a salir por esta puerta.
Se paró en medio de su movimiento y frunció el ceño. Parecía como si intentara encajar la secuencia de acontecimientos que lo habían llevado hasta ese momento, cada uno conduciendo inexorablemente al siguiente, una secuencia lógica como los peldaños de una escalera, y sin embargo, sin embargo...
Dejó caer el brazo a su costado. Se volvió hacia el pastor Dan.
—Pensaba que si la quemábamos de todas formas, entonces estaría bien.
Atravesé la puerta del establo y me reuní con Simon, sin mirar atrás. Sorley podía cambiar de opinión, agarrar su escopeta y apuntar. Ya no era capaz de preocuparme por eso.
—A lo mejor si la quemamos antes de mañana —le oí decir—. Antes de que el sol vuelva a salir.
—Tú conduces —dijo Simon cuando llegamos al coche—. El depósito está lleno y hay gasolina extra en bidones en el maletero. Y algo de comida y agua embotellada. Tú conduces y yo me sentaré atrás para sujetarla.
Arranqué el coche y subí lentamente la colina, atravesé la cerca rota y dejé atrás los ocotillos iluminados por la luna hacia la autopista.
Spin
A pocos kilómetros por la carretera y a una distancia prudencial de la granja Condón, aparqué a un lado y le dije a Simon que saliera del coche.
—¿Cómo? —dijo—. ¿Aquí?
—Tengo que examinar a Diane. Necesito que saques la linterna del maletero y que me la sostengas. ¿Vale?
Asintió, con los ojos abiertos como platos.
Diane no había dicho una sola palabra desde que salimos del rancho. Simplemente yacía acostada en el asiento de atrás con la cabeza en el regazo de Simon, respirando con dificultad. Su respiración era el sonido más audible en el coche.
Mientras Simon se quedaba a su lado, linterna en mano, me quité mis ropas empapadas de sangre y me lavé tan a conciencia como pude: una botella de agua mineral con un poco de gasolina para eliminar la suciedad y otra segunda botella para enjuagar. Entonces me puse unos Levi's limpios, una camiseta de manga larga que saqué de mi equipaje y un par de guantes de látex de mi maletín médico. Me bebí una tercera botella de agua de un tirón. Entonces hice que Simon apuntara el haz de luz de la linterna sobre Diane mientras la examinaba.
Estaba más o menos consciente pero demasiado ida para producir una simple frase coherente. Estaba más delgada de lo que jamás la había visto, casi como una anoréxica, y peligrosamente febril. Su presión y su pulso eran elevados, y cuando ausculté su pecho sus pulmones sonaban como un niño que chupara un batido por una pajita demasiado estrecha.
Conseguí que tragara algo de agua y una aspirina. Luego rompí el precinto de una hipodérmica.
—Eso ¿qué es? —preguntó Simon.
—Un antibiótico general. —Le pellizqué el brazo y tras algunas dificultades localicé una vena—. Tú también necesitarás uno. —Y yo. La sangre de la novilla indudablemente estaba cargada de bacterias vivas del SDCV.
—¿Eso la curará?
—No, Simon, me temo que no. Hace un mes puede que lo hiciera. Ahora ya no. Necesita atención médica.
—Tú eres un doctor.
—Puede que yo sea un doctor, pero no soy un hospital.
—Entonces quizá podamos llevarla a Phoenix.
Lo pensé. Todo lo que había aprendido durante las fluctuaciones sugería que los hospitales urbanos no darían abasto en el mejor de los casos, o que serían ruinas humeantes en el peor. Pero a lo mejor no.
Saqué mi teléfono y fui descendiendo por la lista de contactos hasta llegar a un número casi olvidado.
—¿A quién llamas? —dijo Simon.
—A alguien que conocía.
Su nombre era Colin Hinz, y habíamos sido compañeros de habitación en Stony Brook. Lo último que sabía de él era que trabajaba en la administración del Saint Joseph en Phoenix. Merecía la pena intentarlo, ahora mismo, antes de que el sol volviera a salir y se cargara las telecomunicaciones durante otro día.
Seleccioné su número personal. El teléfono sonó largo rato, pero al final lo cogió y dijo:
—Más vale que sea algo serio.
Me identifiqué y le dije que estaba a una hora de la ciudad con una persona necesitada de tratamiento médico urgente, alguien querido.
Colin suspiró.
—No sé qué decirte, Tyler. Saint Joe funciona, y he oído que la clínica Mayo en Scottsdale está abierta, pero en ambos sitios hay falta de personal. Hay informes contradictorios de los otros hospitales. Pero no conseguirás atención urgente en ningún lado, y desde luego no aquí. Tenemos gente apilada hasta por fuera de las puertas: heridas de bala, intentos de suicidio. Accidentes de coche, ataques al corazón, lo que quieras. Y polis en las puertas para evitar que asalten la sala de urgencias. ¿En qué estado se encuentra tu paciente?
Le dije que Diane estaba en una etapa avanzada de SDCV y que probablemente necesitaría ventilación mecánica dentro de poco.
—¿ Dónde coño ha pillado el SDCV? No, no me lo digas, no tiene importancia. Sinceramente, te ayudaría, pero nuestras enfermeras llevan toda la noche evaluando los casos que nos llegan desde el mismísimo aparcamiento del hospital y no puedo prometerte que le den prioridad alguna a tu paciente, ni aunque interceda personalmente. De hecho es casi seguro que no la verá un médico hasta dentro de otras veinticuatro horas. Si vivimos tanto.
—Soy médico, ¿recuerdas? Todo lo que necesito es algo de equipo para mantenerla. Suero intravenoso, tubos, oxígeno...
—No quisiera parecer insensible, pero aquí la sangre nos llega a las rodillas... deberías preguntarte si merece la pena mantener con vida un caso terminal de SDCV, teniendo en cuenta lo que está ocurriendo. Si tienes lo que necesitas para mantenerla confortable...
—No quiero mantenerla confortable. Quiero salvarle la vida.
—Vale... pero lo que me has descrito es una situación terminal a menos que lo haya entendido mal. —De fondo podía oír otras voces que requerían su atención, un murmullo generalizado de miseria humana.
—Necesito llevarla a algún lado —dije—, y necesito llevarla con vida. Necesito los suministros más de lo que necesito una cama.
—No nos sobra nada. Dime si hay otra cosa que pueda hacer por ti. De lo contrario, lo siento, tengo trabajo que hacer.
Pensé frenéticamente. Luego dije:
—Vale, pero los suministros... un sitio donde pueda coger suero, eso es todo lo que pido.
—Bueno...
—Bueno ¿qué?
—Bueno... no debería contarte esto, pero Saint Joe tiene un acuerdo con la ciudad bajo el plan de emergencia civil. Hay un distribuidor médico llamado Novaprod al norte de la ciudad. —Me dio la dirección e instrucciones simples para llegar—. Las autoridades pusieron a una unidad de la Guardia Nacional allí para protegerlo. Esa es nuestra fuente primaria de medicamentos y material.
—¿Me dejarán entrar?
—Si les llamo y les dijo que vas de mi parte, y si tienes algo que te identifique...
—Hazlo por mí, Colin. Por favor.
—Lo haré si puedo conseguir línea. Los teléfonos no funcionan bien.
—Si hay algo que pueda hacer por ti a cambio...
—Puede que lo haya. Solías trabajar para la industria aeroespacial, ¿no?
—No recientemente, pero sí.
—¿Puedes decirme cuánto tiempo más va a durar esto? —Medio susurró la pregunta, y de repente pude oír el cansancio en su voz, el miedo inadmisible—. Quiero decir, para bien o para mal.
Me disculpé y le dije que simplemente no lo sabía... y que dudaba que nadie en Perihelio supiera más que yo.
Suspiró.
—Vale —dijo—. Sólo que es cabreante, la idea de que hayamos pasado todo esto para arder en un par de días y jamás sepamos por qué.
—Ojalá pudiera darte una respuesta.
Alguien al otro lado de la línea empezó a gritar su nombre.
—Ojalá se pudieran hacer un montón de cosas —dijo—. Tengo que irme, Tyler.
Le di las gracias de nuevo y colgué.
Quedaban un par de horas para el amanecer.
Simon estaba a unos metros del coche, contemplando las estrellas y fingiendo que no escuchaba. Le hice una seña para que volviera y dije:
—Tenemos que seguir.
Asintió mansamente.
—¿Has conseguido ayuda para Diane?
—Algo así.
Aceptó la respuesta sin pedir detalles. Pero antes de volver a meterse en el coche, me tiró de la manga y dijo:
—Eso... ¿Qué crees que es eso, Tyler?
Señalaba al horizonte occidental, donde una suave curva plateada se alzaba atravesando cinco grados del cielo nocturno. Parecía como si alguien hubiera rayado una enorme letra C sobre la oscuridad con un cuchillo...
—Puede que una estela de condensación —dije—. Un avión a reacción de los militares.
—¿De noche? No, de noche no.
—Pues entonces no sé lo que es, Simon. Vamos, vuelve al coche... no tenemos tiempo que perder.
Hicimos mejor tiempo del que esperaba. Llegamos al almacén de suministros médicos, una unidad numerada en un espantoso polígono industrial, con algo de tiempo antes del amanecer. Presenté mi carné de identidad al nervioso guarda nacional apostado a la entrada: me puso en manos de otro guarda nacional y a un empleado civil que me guió entre pasillos de estanterías. Encontré lo que necesitaba y un tercer guarda nacional me ayudó a llevarlo al coche, aunque se apartó rápidamente al ver a Diane jadeando en el asiento de atrás.
—Buena suerte —dijo. La voz le temblaba un poco.
Me tomé tiempo para preparar el goteo intravenoso, sujeté de forma improvisada la bolsa al colgador de chaquetas del coche, y le enseñé a Simon cómo controlar el flujo y asegurarse de que Diane no se arrancaba la sonda en sueños. (No despertó ni siquiera cuando le introduje la aguja en el brazo.)
Simon esperó hasta que estuvimos de vuelta en la carretera antes de preguntar:
—¿Se está muriendo?
—No si puedo evitarlo —dije, agarrando el volante con más fuerza.
—¿Adonde la llevamos?
—A casa.
—¿Cómo? ¿Atravesando todo el país? ¿A la casa de Carol y E.D.?
—Eso mismo.
—¿ Por qué allí?
—Porque allí puedo ayudarla.
—Ése es un viaje largo, quiero decir, tal y como están las cosas.
—Sí. Será un viaje largo.
Eché un vistazo al asiento de atrás. Simon le acariciaba la frente a Diane, con gentileza. El cabello de Diane le caía lacio y lo tenía apelmazado por el sudor. Simon tenía las manos pálidas allí donde se había limpiado la sangre.
—No merezco estar con ella —dijo—. Sé que es culpa mía. Podía haberme marchado del rancho cuando lo hizo Teddy. Podría haber conseguido ayuda.
Sí, pensé, creo que sí. Que hubieras podido hacer algo.
—Pero creía en lo que estábamos haciendo. Probablemente no lo comprendas. Pero no se trataba sólo de la becerra roja, Tyler. Estaba seguro de que seríamos ascendidos en formas imperecederas. Que al final seríamos recompensados.
—Recompensados ¿por qué?
—Por nuestra fe. Nuestra perseverancia. Porque desde la primera vez que mis ojos vieron a Diane tuve la poderosa sensación de que seríamos parte de algo espectacular, aunque no lo entendiera del todo. Que algún día nos presentaríamos ante el trono de Dios... nada menos. «Que no pasará esta generación hasta que todo esto se cumpla20». Nuestra generación, aunque cogiéramos un desvío equivocado al principio de todo. Lo admito, ocurrieron cosas en aquellas congregaciones del Nuevo Reino que ahora me parecen vergonzosas. Embriaguez, lujuria, falsedad. Le dimos la espalda a todo eso, lo que fue para bien; pero era como si el mundo fuera más pequeño cuando no estábamos entre personas que intentaran crear el quiliasmo, por imperfecto que fuera. Como si hubiéramos perdido a nuestras familias. Y pensé, bueno, si miramos la senda más simple y pura, entonces eso nos llevará en la dirección correcta. «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas21».
—El Tabernáculo del Jordán —dije.
—Es fácil ver profecías cumplidas en el Spin. Señales en el sol, en la luna y las estrellas22, como dice Lucas. Pues bueno, aquí estamos. Y las potencias de los cielos ya se conmovieron23. Pero no es... no es como...
Pareció perder el hilo de sus ideas.
—¿Qué tal respira Diane? —pregunté. Pero en realidad no necesitaba preguntar. Podía oír cada inhalación que hacía, laboriosa pero regular. Sólo quería distraer a Simon.
—No parece que esté sufriendo —dijo Simon. Y luego añadió—: Por favor, Tyler. Para y déjame salir.
Viajábamos hacia el este. Había, sorprendentemente, poco tráfico en la interestatal. Colin Hinz me había advertido de retenciones en alrededor del aeropuerto Sky Harbor, pero las habíamos superado tomando un desvío. Aquí fuera sólo nos encontrábamos con unos cuantos coches particulares, aunque había muchos coches abandonados en el arcén.
—Ésa no es una buena idea —dije.
Miré en el retrovisor y vi a Simon enjuagándose las lágrimas con un puño. En ese momento parecía tan asustado y vulnerable como un niño de diez años en un funeral.
—Sólo hay dos cosas importantes en mi vida —dijo—. Dios y Diane. Y a los dos los traicioné. Esperé demasiado. Eres amable al negarlo, pero se está muriendo.
—No necesariamente.
—No quiero estar junto a ella sabiendo que podía haberlo evitado. Prefiero morir en el desierto. Lo digo en serio, Tyler. Quiero bajar del coche.
El cielo volvía a iluminarse de nuevo, un feo resplandor violáceo más parecido a un fluorescente que funcionara mal que a algo salutífero o natural.
—Me importa un carajo —dije.
Simon me dedicó una mirada asombrada.
—¿Cómo?
—Que me importa un carajo cómo te sientas. La razón por la que deberías quedarte con Diane es que tenemos un viaje difícil por delante y no puedo ocuparme de ella y conducir al mismo tiempo. Y tendré que dormir tarde o temprano. Si te pones al volante de vez en cuando entonces no tendremos que pararnos más que para coger gasolina y comida. —Si podíamos encontrar algo de ambas cosas—. Si te marchas, me llevará el doble de tiempo.
—¿ Y eso importa ?
—Puede que no se esté muriendo, Simon, pero sí, está exactamente tan enferma como te imaginas, y morirá si no consigue ayuda. Y la única ayuda que conozco está a un par de miles de kilómetros de aquí.
—El cielo y la tierra pasarán. Vamos a morir todos.
—No puedo hablar por el cielo y la tierra. Me niego a dejarla morir si tengo elección.
—Te envidio —dijo Simon quedamente.
—¿El qué? ¿Qué hay en mí digno de envidia?
—Tu fe —dijo.
Un cierto tipo de optimismo seguía siendo posible, pero sólo por la noche. A la luz del día se marchitaba.
Conduje hacia la Hiroshima del sol naciente. Había dejado de preocuparme por que la luz me matara, aunque probablemente no me hacía ningún bien. Que cualquiera de nosotros hubiera sobrevivido al primer día era un misterio, un milagro, podría haber dicho Simon. Animaba a una especie de pragmatismo desanimado: saqué unas gafas de sol de la guantera e intenté mantener mis ojos fijos en la carretera en vez de en el hemisferio de fuego anaranjado que levitaba sobre el horizonte.
El día se hizo más caliente. También el interior del coche, pero el aire acondicionado trabajaba al límite. (Lo tenía al máximo en un intento por mantener controlada la temperatura de Diane.) En algún momento entre Albuquerque y Tucumcari una oleada de fatiga se adueñó de mí. Mis párpados se cerraban y casi empotré el coche contra una señal de distancia. Después de eso, paré a un lado y apagué el motor. Le dije a Simon que llenara el depósito con uno de los bidones y que se preparara para ponerse al volante. Asintió con renuencia.
Recorríamos más distancia de lo que había esperado. El tráfico era ligero hasta el punto de que a veces no había ninguno, quizá porque la gente tenía miedo de salir a la carretera. Mientras Simon llenaba el depósito, le pregunté:
—¿Qué pusiste de comer?
—Sólo lo que pude coger en la cocina. Tenía prisa. Míralo tú mismo.
Encontré una caja de cartón entre los bidones abollados, los suministros médicos empaquetados y las botellas sueltas de agua mineral en el maletero. Contenía tres cajas de cereales de desayuno, dos latas de carne molida y una botella de Diet Pepsi.
—Jesús, Simon.
Hizo una mueca y tuve que recordarme que para él había cometido blasfemia.
—Fue todo lo que pude encontrar.
Y ni tazones ni cucharas. Pero tenía hambre y sentía la privación de sueño. Le dije a Simon que deberíamos dejar que se enfriara el motor, y mientras tanto nos sentamos a la sombra del coche, con las ventanas abiertas y una brisa que arrastraba arena procedente del desierto, el sol suspendido en el cielo como el mediodía sobre la superficie de Mercurio. Usamos los fondos recortados de las botellas de agua vacías como tazones improvisados y comimos cereales mezclados con agua recalentada. Tenía el aspecto y el sabor del mucílago.
Puse a Simon al corriente de la siguiente etapa de nuestro viaje, le recordé que pusiera el aire acondicionado una vez que estuviéramos en marcha y le dije que me despertara si parecía que había problemas en la carretera.
Luego atendí a Diane. El goteo y los antibióticos parecían haberle dado algo de fuerzas, pero sólo un poco. Abrió los ojos y dijo:
—Tyler.
Después la ayudé a beber un poco de agua. Aceptó un par de cucharadas de cereales pero luego apartó la cabeza. Tenía las mejillas hundidas, los ojos sin vida y fijos.
—Aguanta —dije—. Sólo un poco más, Diane. —Le ajusté el goteo. La ayudé a sentarse, con las piernas abiertas por fuera del coche, mientras soltaba un chorrito de orina pardusca. Luego la limpié y le cambié los pantis sucios por unos calzoncillos limpios de algodón de mi maleta.
Cuando volvió a estar recostada metí una sábana en el hueco estrecho entre los asientos delanteros y el trasero para crear un espacio donde tenderme sin desplazarla. Simon sólo había cabeceado brevemente durante el primer tramo del viaje y debía de estar tan agotado como yo... pero a él no le habían dado con la culata de un rifle. Allí donde el hermano Aaron me había atizado estaba hinchado y dolía mucho cuando ponía los dedos cerca.
Simon observó todo a un par de metros de distancia, con expresión hosca o posiblemente celosa. Cuando lo llamé vaciló y miró anhelantemente la planicie salada del desierto, el corazón de la más profunda nada.
Entonces trotó de vuelta al coche, abatido, y se puso al volante.
Me comprimí en el nicho detrás del asiento delantero. Diane parecía inconsciente, pero antes de quedarme dormido sentí que ponía su mano sobre la mía.
Cuando desperté volvía a ser de noche, y Simon había parado el coche para que cambiáramos de sitio.
Salí del coche y me estiré. La cabeza me seguía latiendo, tenía la columna como si el peso de los años me la hubiera encorvado definitivamente, pero estaba más despejado que Simon, que se arrastró a la parte de atrás y se quedó dormido al instante.
No sabía dónde estábamos aparte de que estábamos en la 1-40 en dirección este y que la tierra era menos árida aquí, los campos irrigados se extendían a ambos lados de la carretera bajo una luna carmesí. Me aseguré de que Diane estuviera cómoda y que respirara sin problema, y dejé las puertas del coche abiertas durante un par de minutos para airear el hedor, un olor a habitación de enfermo con indicios de sangre y gasolina. Entonces me senté al asiento del conductor.
Las estrellas sobre la carretera eran perturbadoramente escasas e imposibles de reconocer. Me pregunté qué le estaría ocurriendo a Marte. ¿Seguiría bajo una membrana de Spin o habría sido liberado como la Tierra? Pero no sabía adónde mirar en el cielo y dudaba que lo reconociera aunque lo viera. Lo que sí que vi, no podía evitarlo, fue la enigmática línea plateada que Simon había señalado en Arizona, la que había confundido con la estela de un avión. Esa noche era incluso más prominente. Se había movido desde el horizonte occidental hasta casi el cénit, y la suave curva se había convertido en un óvalo, una letra «O» aplastada.
El cielo que contemplaba era tres mil millones de años más viejo que el que había visto desde el jardín de la Gran Casa. Supuse que albergaría todo tipo de misterios.
Una vez que estuvimos en marcha intenté poner la radio del coche, que la noche pasada había estado muda. No llegaba nada digital, pero al final conseguí localizar una emisora local de FM, el tipo de estación de radio de pueblecito que normalmente se dedicaba a la música country y a Cristo, pero esa noche todo era charla. Aprendí muchas cosas antes de que la señal desapareciera, convertida en ruido de estática.
Aprendí, para empezar, que habíamos hecho bien en evitar las grandes ciudades. Los grandes núcleos urbanos eran zonas catastróficas: no por los saqueos y la violencia (que sorprendentemente habían sido pocos) sino debido al colapso catastrófico de las infraestructuras. El amanecer del sol rojo se había parecido tanto a la largamente predicha muerte de la Tierra que la mayor parte de la gente se había quedado en casa para morir con sus familias, dejando los centros urbanos con una policía y servicios de bomberos mínimos y hospitales casi sin personal. La minoría de personas que intentaron la muerte por arma de fuego o que se administraron sobredosis con extravagantes cantidades de alcohol, cocaína, oxicodona o anfetaminas, fueron la causa involuntaria de la mayoría de los problemas inmediatos: dejaron hornos de gas encendidos, se desplomaron mientras conducían, o dejaron caer cigarrillos encendidos al morir. Cuando la alfombra empezó a humear o las cortinas estallaron en llamas, nadie llamó al 911, y en muchos casos no hubiera habido nadie para contestar a esas llamadas. Los incendios de domicilios pronto se convirtieron en incendios de barrios enteros.
Cuatro enormes penachos de humo se alzaban de Oklahoma City, dijo el locutor, y según informes telefónicos, la mayor parte del sur de Chicago ya había sido reducida a ascuas. Todas las ciudades importantes del país, de todas de las que se sabía algo, informaban al menos de uno o dos incendios a gran escala, descontrolados.
Pero la situación estaba mejorando, no deteriorándose. Hoy había empezado a parecer posible que la especie humana podía sobrevivir al menos unos cuantos días más, y como resultado más personal de respuesta a emergencias y de servicios esenciales habían vuelto a sus puestos. (La parte negativa era que la gente había empezado a preocuparse por cuánto tiempo les durarían las provisiones: los saqueos a tiendas de alimentación empezaban a ser un problema.) A cualquier persona que no fuera un proveedor de servicios esenciales se la conminaba a mantenerse alejado de las carreteras; el mensaje había sido dado antes del amanecer por el sistema de comunicaciones para emergencias nacionales y a través de toda estación de radio y televisión que siguiera en funcionamiento, y se repetía esa noche. Lo que explicaba por qué escaseaba el tráfico por la interestatal. Había visto unas pocas patrullas policiales y militares pero ninguna de ellas nos había detenido, posiblemente debido a la matrícula de mi coche. California y otros estados empezaron a repartir pegatinas de los SMU (Servicios Médicos de Urgencia) para que los médicos las pusieran en las matrículas de sus coches tras el primer episodio de fluctuación.
La presencia policial era esporádica. El contingente militar continuaba más o menos intacto pese a algunas deserciones, pero la Reserva y la Guardia Nacional estaban muy mermadas y no podían suplir a las autoridades locales. La electricidad también era esporádica, la mayor parte de las estaciones generadoras carecían de personal suficiente y apenas podían funcionar, y los apagones se propagaban en cascada por la red eléctrica. Había rumores de que las plantas nucleares de San Onofre en California y Pickering en Canadá estaban a punto de sufrir una fusión, aunque no había confirmación de eso último.
El locutor prosiguió leyendo una lista de almacenes de comida locales designados por las autoridades, hospitales que seguían abiertos (con tiempos estimados de espera antes de que se pudiera atender al paciente) y consejos de primeros auxilios para el hogar. También leyó un comunicado del Servicio Meteorológico previniendo contra la exposición prolongada al sol. La luz solar no parecía ser inmediatamente mortal, pero los niveles excesivos de radiación ultravioleta podían causar «problemas a largo plazo», según dijeron, expresión que me hizo mucha gracia, pese a lo lamentable de todo el asunto.
Pillé unas cuantas transmisiones más desperdigadas antes del amanecer, pero el sol naciente las ahogó en su ruido.
El día apareció nublado. Por tanto, no tenía que conducir bajo el resplandor solar; pero incluso ese amanecer mudo era perturbadoramente extraño. Toda la mitad oriental del cielo se convirtió en una hirviente sopa de luz, tan hipnótica a su manera como las ascuas de una hoguera moribunda. De vez en cuando las nubes se abrían y dedos de luz ambarina tanteaban la tierra. Pero hacia el mediodía las nubes eran más densas y a la hora empezó a llover, una lluvia caliente, sin vida que recubría la autopista y reflejaba los enfermizos colores del cielo.
Había vaciado el último bidón de gasolina en el depósito esa mañana, y en algún lugar entre Cairo y Lexington la aguja del indicador de gasolina empezó a descender alarmantemente. Desperté a Simon y le expliqué el problema y le dije que pararíamos en la siguiente gasolinera... y en cada una en el camino después de ésa hasta que encontráramos una que nos vendiera gasolina.
La siguiente gasolinera resultó ser un negocio al estilo antiguo de cuatro surtidores y una tienda de una franquicia de tentempiés para conductores. La tienda estaba a oscuras y los surtidores probablemente no funcionaran, pero me detuve de todas formas, salí del coche y descolgué la manguera del surtidor.
Un hombre con una gorra de los Bengals en la cabeza y una escopeta acunada en los brazos apareció de detrás de una esquina del edifico y dijo.
—No sirve de nada.
Volví a colocar la manguera en su sitio, lentamente.
—¿No hay electricidad?
—Correcto.
—¿Y no hay potencia auxiliar?
Se encogió de hombros y se acercó más. Simon empezó a salir del coche pero le hice señas para que se quedara. El hombre de la gorra de los Bengals (unos treinta años de edad y unos quince kilos de más) miró la bola de suero colocada en el asiento de atrás. Luego examinó la matrícula del coche, entrecerrando los ojos. Era una matrícula de California, lo que probablemente no me congraciaría con él, pero la pegatina del SMU era claramente visible.
—¿Es un doctor?
—Tyler Dupree —dije—. Doctor en medicina.
—Discúlpeme si no le doy la mano. ¿Es su mujer la del coche?
Dije que sí, porque era más simple que dar explicaciones. Simon me fulminó con la mirada, pero no me contradijo.
—¿Tiene alguna identificación que demuestre que es un médico? Porque, sin querer ofenderle, ha habido unos cuantos robos de coches en los últimos días.
Saqué mi cartera y la tiré a sus pies. La recogió y miró el tarjetero. Entonces sacó unas gafas del bolsillo de su camisa y volvió a examinarla. Finalmente me la devolvió y me ofreció la mano.
—Siento el recibimiento, doctor Dupree. Soy Chuck Bernelli. Si es gasolina lo que necesita, encenderé los surtidores. Si necesita algo más que eso, sólo me llevará un minuto abrir la tienda.
—Necesito la gasolina. Unas cuantas provisiones también estaría bien, pero no llevo encima mucho dinero.
—A la porra con el dinero. Estamos cerrados para los criminales y los borrachos, y esos no escasean en la carretera ahora mismo, pero estamos abiertos a todas horas para los militares y la patrulla de carreteras. Y para los médicos. Al menos mientras quede gasolina en los surtidores. Espero que su mujer no esté demasiado mal.
—No si puedo llegar a donde quiero.
—¿A Lexington V.A.? ¿Al Samaritan?
—Un poco más lejos. Necesita cuidados especiales.
Volvió a mirar al coche. Simon había bajado las ventanillas para dejar que entrara algo de aire fresco. La lluvia convertía el polvo del vehículo en barro que resbalaba a asfalto oleaginoso.
Bernelli vislumbró a Diane mientras ésta se giraba y empezaba a toser dormida. Frunció el ceño.
—Pondré los surtidores en marcha, entonces —dijo—. Querrán seguir su camino.
Antes de irnos nos empaquetó unas cuantas frutas y verduras, unas pocas latas de sopa y una bolsita de galletitas saladas junto con un abrelatas en su envoltorio de plástico. Pero no quiso acercarse al coche.
La tos estremecedora e intermitente es uno de los síntomas comunes del SDCV. La bacteria es casi astuta en la forma que preserva a sus víctimas, prefiriendo no ahogarlas en una neumonía catastrófica, aunque ésa sea la forma en que finalmente mata a su anfitrión, o eso o con un fallo cardíaco masivo. Había cogido una bombona de oxígeno, con su válvula y su máscara, del distribuidor a las afueras de Flagstaff, y cuando la tos de Diane empezó a dificultarle la respiración (estaba al borde del pánico, ahogándose en sus propias mucosidades, ojos en blanco) le despejé las vías respiratorias lo mejor que pude y mantuve la máscara sobre su boca y nariz mientras Simon conducía.
Al final se calmó, su color mejoró y fue capaz de volver a dormir. Me quedé sentado con ella mientras descansaba, con su cabeza febril acurrucada contra mi hombro. La lluvia se había convertido en un aguacero incesante, restándonos velocidad. Grandes estelas de agua saltaban detrás del coche cada vez que cogíamos un bache en la carretera. Hacia el anochecer la luz se convirtió en carbones ardientes en occidente.
No había ningún sonido excepto el golpeteo de la lluvia sobre el techo del coche y me contenté con permanecer así hasta que Simon se aclaró la garganta y me dijo:
—¿Eres ateo, Tyler?
—¿Perdón?
—No quiero ser grosero, pero me preguntaba lo siguiente: ¿Te consideras a ti mismo un ateo?
No estaba seguro de cómo responder a eso. Simon había sido de gran ayuda, inestimable, de hecho, para poder llegar tan lejos. Pero también era alguien que se había visto atraído intelectualmente por una panda de dispensacionalistas lunáticos marginales que lo único que le discutían al fin del mundo era que no se ajustaba a sus expectativas. No quería ofenderlo porque todavía lo necesitaba... Diane todavía lo necesitaba.
Así que dije:
—¿Importa cómo me considere?
—Curiosidad, solamente.
—Bueno... no lo sé. Supongo que ésa es mi respuesta. No afirmo que sé si Dios existe o no, o porque le dio cuerda al universo y lo puso en marcha de la forma que lo hizo, si es que lo hizo. Lo siento, Simon, pero eso es lo mejor que sé hacerlo en el frente teológico.
Se quedó en silencio durante otros pocos kilómetros.
—Quizá fuera eso lo que Diane quería decir.
—¿Sobre qué?
—Cuando hablábamos de ello. Cosa que no hemos hecho últimamente, ahora que lo pienso. No estábamos de acuerdo sobre el pastor Dan y el Tabernáculo del Jordán incluso antes del cisma. Mi opinión es que era demasiado cínica. Y ella decía que yo me dejaba impresionar fácilmente. Quizá. El pastor Dan tenía el don de mirar en las Escrituras y encontrar conocimiento en cada página... un conocimiento sólido como una casa, vigas y columnas de conocimiento. Es un don de verdad. Yo no puedo hacerlo. Por mucho que lo intente, hasta el día de hoy, no puedo abrir la Biblia y encontrarle sentido al instante.
—Quizá no se supone que tengas que hacerlo.
—Pero quería hacerlo. Quería ser como el pastor Dan. Listo y, ya sabes, siempre sobre terreno sólido. Diane decía que era un trato con el diablo, que Dan Condón había cambiado la humildad por la certidumbre. Quizá fuera eso lo que me faltaba a mí. Quizá era eso lo que veía en ti, la razón por la que se aferró a ti durante todos esos años... tu humildad.
—Simon, yo no...
—No es nada de lo que tengas que disculparte o intentar consolarme. Sé que te llamaba cuando creía que estaba dormido o cuando estaba fuera de la casa. Sé que tuve suerte de tenerla conmigo durante tanto tiempo. —Giró la cabeza para mirarme—. ¿Me harás un favor? Me gustaría que le dijeras que siento no haber cuidado mejor de ella cuando enfermó.
—Puedes decírselo tú mismo.
Asintió pensativamente y el coche se adentró más profundamente en la lluvia. Le dije que mirara si podía encontrar alguna información útil en la radio, ahora que había anochecido. Pretendía quedarme despierto y escuchar; pero me volvía a latir la cabeza y empezaba a ver doble, y al cabo de un rato parecía más fácil simplemente cerrar los ojos y dormir.
Dormí profunda y largamente, y pasaron kilómetros bajo las ruedas del coche.
Cuando desperté era otra mañana lluviosa. Estábamos aparcados en un área de descanso (al oeste de Manassas, según supe después) y una mujer con un paraguas negro desgarrado daba golpecitos en la ventanilla.
Parpadeé y abrí la puerta y ella retrocedió un paso.
—El tío aquel me pidió que le dijera que no lo esperen.
—¿Perdón?
—Dijo que adiós y que no le esperaran.
Simon no estaba en el asiento de delante. Ni era visible entre los cubos de basura, mesas de picnic goteantes y letrinas endebles en el entorno inmediato. Unos cuantos coches más estaban aparcados allí, la mayoría parados con el motor en marcha mientras sus dueños visitaban los cagaderos. Vi árboles, terrenos de parque, una vista desde lo alto de algún pueblecito industrial empapado por la lluvia bajo un cielo feroz.
—¿Un tipo rubio y flacucho? ¿Camiseta sucia?
—Ése es. Ése es el tío. Dijo que no quería que durmiera demasiado. Entonces se marchó.
—¿A pie?
—Sí. Hacia abajo, hacia el río. No por la carretera. —Miró a Diane, que respiraba laboriosamente—. ¿Están bien ustedes dos?
—No. Pero ya no tenemos que ir muy lejos. Gracias por preguntar. ¿Dijo algo más?
—Sí. Dijo que Dios los bendiga y que él ya encontraría su camino desde aquí.
Atendí las necesidades de Diane. Eché un último vistazo al aparcamiento bajo la lluvia. Luego volví a la carretera.
Tuve que detener el coche varias veces para ajustarle el goteo a Diane o darle unas cuantas inhalaciones de oxígeno. Ya no abría los ojos; no estaba simplemente dormida, estaba inconsciente. No quería pensar en lo que eso significaba.
Avanzábamos lentamente y la lluvia caía sin tregua, había evidencias por todas partes del caos de los últimos días. Pasé junto a docenas de coches estrellados o quemados, algunos todavía humeantes. Ciertas rutas estaban cerradas al tráfico civil, reservadas para los vehículos militares o de los servicios de emergencia. Tuve que dar media vuelta para evitar bloqueos de carreteras un par de veces. El calor del día hacía que el aire húmedo fuera casi intolerable en el bochorno, y aunque sopló un viento feroz por la tarde, no trajo ningún alivio.
Pero al menos Simon nos había abandonado cerca de nuestro destino, y conseguí llegar a la Gran Casa mientras aún había luz en el cielo.
El viento había empeorado, era casi un vendaval, y la carretera particular de los Lawton estaba cubierta de ramas arrancadas de los pinos cercanos. La casa en sí estaba a oscuras, o eso parecía en el crepúsculo ambarino.
Dejé a Diane en el coche al pie de los escalones de la entrada y aporreé la puerta. Y esperé. Y volví a aporrearla. Al final la puerta se abrió una rendija y Carol Lawton miró desde detrás de ella.
Apenas podía distinguir sus rasgos a través de ese resquicio, un ojo azul pálido, una cuña de mejilla arrugada. Pero ella me reconoció a mí:
—¡Tyler Dupree! —dijo—. ¿Estás solo?
La puerta se abrió más.
—No —dije—. Diane está conmigo. Y voy a necesitar ayuda para traerla dentro.
Carol salió al gran porche y entrecerró los ojos para examinar el coche. Cuando vio a Diane, su pequeño cuerpo se tensó rígidamente.
—Dios santo —susurró—. ¿Es que mis dos hijos han vuelto a casa para morir?
El abismo en llamas
El viento azotó la Gran Casa durante toda la noche, un viento caliente y salino extraído a la fuerza del Atlántico por tres días de luz solar antinatural. Era consciente de ello incluso mientras estaba dormido: era lo que me rodeaba en los momentos en que casi me despertaba y la inquietante banda sonora de una docena de sueños inquietos seguía llamando a las ventanas después de amanecer, cuando me vestí y fui a buscar a Carol Lawton.
La casa llevaba días sin electricidad. El pasillo del piso de arriba estaba tenuemente iluminado por el resplandor lluvioso de una ventana al final del corredor. La escalera de roble descendía al recibidor, donde dos ventanales panorámicos dejaban entrar una luz del color de rosas pálidas. Encontré a Carol en la sala de estar, ajustando un antiguo reloj de repisa de chimenea.
—¿Cómo está Diane? —pregunté.
Carol me miró fugazmente.
—Sin cambios. —Y volvió su atención al reloj al que daba cuerda con una llave de latón—. Estaba con ella hace un momento. No la estoy descuidando, Tyler.
—Ni lo he pensado. ¿Qué tal está Jason?
—Le ayudé a vestirse. Está mejor durante el día. No sé por qué. Las noches son difíciles para él. La pasada noche fue... difícil.
—Iré a verlos a los dos. —Sin preocuparme por preguntar si el FEMA24 o la Casa Blanca habían dado alguna nueva directiva. No tendría sentido, el universo de Carol se acababa en las fronteras de la propiedad—. Deberías dormir algo.
—Tengo sesenta y ocho años. Ya no duermo tanto como solía. Pero tienes razón. Estoy cansada... necesito tumbarme. Tan pronto como termine con esto. Este reloj se retrasa si no se le atiende. Tu madre solía ajustarlo todos los días, ¿lo sabías? Y después de que muriera tu madre, Marie le daba cuerda cuando limpiaba. Pero Marie dejó de venir hace seis meses. Durante seis meses el reloj se quedó parado en las cuatro y cuarto. Como dice el viejo chiste, daba la hora exacta dos veces al día.
—Deberíamos hablar de Jason —la noche pasada estaba demasiado agotado para hacer otra cosa que no fuera descubrir lo básico: Jason había llegado sin previo aviso una semana antes del fin del Spin y había enfermado la noche que las estrellas reaparecieron. Sus síntomas eran parálisis parcial intermitente y pérdida de visión, además de fiebre. Carol había intentado pedir ayuda médica, pero las circunstancias lo habían hecho imposible, así que cuidaba de él ella misma aunque no había sido capaz de diagnosticar el problema ni darle nada más que cuidados paliativos.
Tenía miedo de que se estuviera muriendo. Su preocupación no se extendía al resto del mundo, sin embargo. Jason le había dicho que no se preocupara. «Las cosas volverán a la normalidad dentro de poco», había dicho.
Y ella le había creído. El sol rojo no albergaba terrores para Carol. Las noches eran malas, sin embargo, decía. Las noches parecían una pesadilla.
Primero fui a ver a Diane.
Carol la había puesto en el dormitorio de arriba, su habitación de cuando era joven, ahora reconvertida en un cuarto de invitados genérico. La encontré físicamente estable y respirando sin ayuda, pero en eso no había nada esperanzados Era parte de la etiología de la enfermedad. La marea avanzaba y la marea retrocedía, pero cada ciclo se llevaba algo más de su resistencia y sus fuerzas.
Le besé la frente caliente y seca y le dije que descansara. No dio señales de que me hubiera oído.
Entonces fui a ver a Jason. Había una pregunta que tenía que hacer.
Según Carol, Jase había vuelto a la Gran Casa por algún conflicto en Perihelio. Carol no recordaba la explicación que le dio, pero tenía algo que ver con el padre de Jason («E. D. está volviendo a portarse mal», dijo ella) y también algo que ver con «ese hombrecillo pequeño y arrugado. El que se murió. El marciano».
El marciano que había proporcionado la droga de longevidad que había convertido a Jason en un Cuarto. La droga que debería haberle protegido de lo que fuera que ahora lo estaba matando.
Estaba despierto cuando toqué en su puerta y entré en la habitación, la misma habitación que había ocupado hacía treinta años, cuando éramos niños en el ordenado mundo de los niños y las estrellas estaban en sus posiciones correctas. Había un rectángulo sutilmente más brillante en la pared donde antaño un póster del sistema solar había cubierto la pared. Ahí estaba la alfombra, limpiada en seco y teñida químicamente, donde una vez tiró migas y derramó Coca-Colas en días lluviosos como éste.
Y ahí estaba Jason.
—Eso suena a Tyler —dijo.
Yacía en la cama, vestido (insistía en vestirse cada mañana, según había dicho Carol) con unos pantalones caqui limpios y una camisa azul de algodón. Tenía la espalda apoyada contra las almohadas y parecía completamente consciente.
—No hay mucha luz aquí dentro, Jase —dije.
—Abre las persianas si quieres.
Lo hice, pero sólo sirvió para que entrara más luz ambarina y hostil.
—¿Te importa si te examino?
—Por supuesto que no.
No me miraba. Miraba, si el ángulo de su cabeza quería decir algo, a un espacio de pared vacío.
—Carol dice que estás teniendo problemas con tu visión.
—Carol está experimentando lo que la mayoría de la gente de tu profesión llaman negación, De hecho, estoy ciego. No he sido capaz de ver nada desde ayer por la mañana.
Me senté en la cama a su lado. Cuando volvió la cabeza hacia mí el movimiento fue suave pero agónicamente lento. Saqué una linterna de bolsillo y la encendí sobre su ojo derecho para ver la contracción de su pupila.
No se contrajo.
Hizo algo peor.
Destelló. La pupila de su ojo relució como si le hubieran inyectado diminutos diamantes.
Jason debió sentir mi estremecimiento.
—¿Tan malo es? —preguntó.
No podía hablar.
—No puedo usar un espejo. Por favor, Ty necesito que me cuentes lo que ves —dijo en tono más grave.
—Eso... no sé lo que es, Jason. No es nada que pueda diagnosticar.
—Tú sólo descríbelo, por favor.
Intenté obligarme a hablar con objetividad clínica.
—Parece como si hubiera crecido algún tipo de cristales en tu ojo. La esclerótica parece normal y el iris no parece afectado, pero la pupila parece completamente opacada por cristales de algo parecido a la mica. Jamás había oído hablar de algo así. Habría dicho que era imposible. No puedo tratarlo.
Me aparté de la cama, encontré una silla y me senté. Durante un rato no hubo más sonido que el tictac del reloj de la mesilla, otra de las prístinas antigüedades de Carol.
Entonces Jason inspiró profundamente y forzó lo que supongo que él creía que era una sonrisa tranquilizadora.
—Gracias. Tienes razón. No es un estado que puedas tratar. Pero voy a necesitar tu ayuda durante... bueno, durante los próximos días. Carol lo intenta, pero está más allá de sus habilidades.
—Y de las mías también.
Otra ráfaga de lluvia batió contra la ventana.
—La ayuda que voy a necesitar no es del todo médica.
—Si tienes una explicación para esto...
—Una parcial, como mucho.
—Entonces, por favor, explícamelo, Jase, porque la verdad es que estoy un poco asustado.
Inclinó la cabeza a un lado, escuchando algo que yo no había oído o que no podía oír, hasta que empecé a preguntarme si se había olvidado de mí. Y entonces habló:
—La versión corta es que algo que está más allá de mi control se ha adueñado de mi sistema nervioso. El estado de mis ojos es sólo una manifestación externa de eso.
—¿Una enfermedad?
—No, pero ése es el efecto que tiene.
—¿Ese estado es contagioso?
—Al contrario. Creo que es única. Una enfermedad que sólo yo puedo desarrollar... en este planeta, al menos.
—Entonces tiene algo que ver con el tratamiento de longevidad.
—En cierta manera, así es. Pero yo...
—No, Jase. Necesito una respuesta a eso antes de que me digas nada más. ¿Es tu estado actual, sea lo que sea, un resultado de las drogas que te administré?
—No es un resultado directo, no... no tienes la culpa bajo ningún concepto, si es eso lo que quieres decir.
—Ahora mismo me importa un carajo de quién sea la culpa. Diane está enferma. ¿No te contó nada Carol?
—Carol dijo algo sobre la gripe...
—Carol mintió. Es SDCV terminal. He recorrido más de tres mil kilómetros en coche a través de lo que parece el fin del mundo porque se está muriendo, Jase, y sólo se me ocurre una cura, y acabas de arrojar dudas sobre ella.
Volvió a ladear la cabeza otra vez, quizá de forma involuntaria, como si intentara hacer caso omiso de alguna distracción invisible.
—Hay aspectos de la vida marciana que Wun no te comentó —dijo antes de que pudiera decirle algo más—. E. D. lo sospechaba, y hasta cierto punto sus sospechas estaban bien fundadas. Marte lleva usando biotecnología sofisticada desde hace siglos. Hace siglos, la Cuarta Edad era exactamente lo que Wun te contó que era: un tratamiento de longevidad y una institución social. Pero desde ese entonces ha evolucionado. Para la generación de Wun era más bien una plataforma, un sistema operativo biológico capaz de ejecutar aplicaciones cuyo software era mucho más sofisticado. No hay simplemente una cuarta edad, hay una edad 4.1, una 4.2... si entiendes lo que quiero decir.
—Lo que te di...
—Lo que me diste era el tratamiento tradicional. El paquete básico de la cuarta.
—¿Pero?
—Pero... lo he actualizado desde entonces.
—¿Esa actualización era también algo que Wun trajo de Marte?
—Sí. El propósito...
—Al carajo el propósito. ¿Estás completamente seguro de que no estás sufriendo los efectos del tratamiento original?
—Tan seguro como puedo estarlo.
Me levanté.
Jason me oyó dirigiéndome a la puerta.
—Puedo explicarlo —dijo—. Y sigo necesitando tu ayuda. Cuídala, Ty Espero que sobreviva. Pero ten en cuenta... que mi tiempo también es limitado.
El maletín de fármacos marcianos seguía donde lo había dejado, detrás del tablón roto de la pared en el sótano de la casa de mi madre, y cuando lo recuperé volví a cruzar el jardín con él a través de las ráfagas de lluvia ambarina hacia la Gran Casa.
Carol estaba en la habitación de Diane administrándole sorbos de oxígeno con mascarilla.
—Hay que racionar el oxígeno —dije—, a menos que puedas hacer aparecer de la nada otra bombona.
—Tenía los labios un poco azulados.
—Déjame ver.
Carol se apartó de su hija. Cerré la válvula y puse la mascarilla a un lado. Hay que tener cuidado con el oxígeno. Es indispensable en los pacientes con problemas respiratorios, pero también puede crear problemas. Demasiado oxígeno puede romper los alvéolos de los pulmones. Temía que según empeorara el estado de Diane necesitaría dosis cada vez mayores para mantener sus niveles de oxígeno en sangre, el tipo de terapia que normalmente se hacía mediante ventilación mecánica. Y no teníamos una de esas máquinas.
Ni tampoco teníamos ningún medio clínico para monitorear sus gases en sangre, pero los labios parecían relativamente normales cuando aparté la mascarilla. Su respiración era rápida y superficial, sin embargo, y aunque abrió los ojos una vez, siguió letárgica y sin responder a estímulos.
Carol me observó con suspicacia mientras abría el maletín polvoriento y extraía una de las ampollas marcianas y una hipodérmica.
—¿Qué es eso?
—Probablemente lo único que pueda salvarle la vida.
—¿De verdad? ¿Estás seguro de eso, Tyler?
Asentí.
—No —dijo ella—. Lo que quiero decir es, ¿estás realmente seguro? Porque eso fue lo que le diste a Jason, ¿no? Cuando tenía EMA.
No servía para nada negarlo.
—Sí —dije.
—Puede que no haya practicado la medicina durante treinta años, pero no soy ignorante. Hice un poco de investigación sobre la EMA después de la última vez que estuviste aquí. Me leí los resúmenes de los artículos de las revistas especializadas. Y lo interesante es que no hay ninguna cura. No hay ningún fármaco mágico. Y si la hubiera desde luego no resultaría ser también efectiva al mismo tiempo contra el SDCV. Así que supongo, Tyler, que estás a punto de administrarle un agente farmacológico que probablemente esté relacionado con ese hombrecillo arrugado que murió en Florida.
—No discutiré contigo, Carol. Obviamente ya has sacado tus conclusiones.
—Y yo no quiero discutir contigo; lo que quiero es que me tranquilices. Que me digas que esa droga no le hará a Diane lo que parece que le está haciendo a Jason.
—No lo hará —dije, pero Carol sabía que no le estaba contando todo, esa cláusula inexpresada de «hasta donde llegan mis conocimientos en la materia».
Estudió mi rostro.
—Todavía te preocupas por ella.
—Sí.
—Nunca deja de asombrarme —dijo Carol—. La tenacidad del amor.
Puse la aguja en la vena de Diane.
Hacia mediodía no hacía simplemente calor en la casa, sino que la humedad era tal que esperaba ver el moho colgando de los techos. Me senté junto a Diane para asegurarme de que no había efectos indeseados inmediatos como resultado de la inyección. En determinado momento hubo unos golpes leves en la puerta principal de la casa. «Ladrones —pensé—, saqueadores», pero cuando llegué al recibidor Carol había respondido y le daba las gracias a un hombre grueso, que asintió y se dio la vuelta para marcharse.
—Ése era Emil Hardy —dijo Carol mientras volvía a cerrar la puerta—. ¿Te acuerdas de los Hardy? Tenían la pequeña casa estilo colonial en Bantam Hill Road. Emil ha impreso un periódico.
—¿Un periódico?
Me mostró dos hojas grapadas de folios tamaño carta.
—Emil tiene un generador eléctrico en su garaje. Oye la radio por la noche y toma notas, luego imprime un resumen y lo reparte por las casas de los vecinos. Este es el segundo número. Es un buen hombre y bienintencionado, pero no veo razón para leer estas cosas.
—¿Puedo verlo?
—Si quieres.
Me lo llevé arriba.
Emil era un reportero aficionado con todas las de la ley. Las historias trataban principalmente de crisis en la capital y en Virginia, una lista oficial de zonas a las que no ir bajo ningún concepto y evacuaciones relacionadas con incendios, intentos de restaurar los servicios locales. Pasé esas por alto. Pero hubo un par de artículos al final que me llamaron la atención.
El primero era un informe que decía que la radiación solar medida recientemente en la superficie había aumentado pero que no era ni de cerca tan intensa como se había predicho. «Los científicos del gobierno —decía—, están perplejos pero muestran un cauto optimismo sobre las probabilidades de supervivencia a largo plazo». No se mencionaba ninguna fuente, así que podía ser la invención de algún comentarista o un intento de evitar pánicos futuros, pero encajaba con mi experiencia personal hasta la fecha: la nueva luz solar era extraña pero no inmediatamente mortal.
Ni una palabra acerca de cómo podría afectar a las cosechas, al tiempo o a la ecología en general. Ni el calor pestilente ni la lluvia torrencial parecían particularmente normales.
Debajo de eso había otro artículo con el siguiente titular:
AVISTADAS LUCES EN EL CIELO POR TODO EL MUNDO.
Se trataba de las mismas líneas en forma de C o de O que Simon me había señalado en Arizona. Se habían visto tan al norte como Anchorage y tan al sur como Ciudad de México. Los informes de Europa y Asia eran fragmentarios y se ocupaban principalmente de la crisis inmediata, pero unas cuantas historias similares se habían filtrado. («Nota —decía el periódico de Emil Hardy—: los canales de noticias por cable siguen funcionando de manera intermitente pero se han visto imágenes de la India que muestran fenómenos similares a escala mayor». Ni idea de lo que quería decir con eso).
Diane despertó durante unos instantes mientras estaba con ella.
—Tyler —dijo.
Le cogí de la mano. La tenía seca y caliente de forma antinatural.
—Lo siento —dijo ella.
—No tienes nada de lo que disculparte.
—Siento que me veas así.
—Estás mejorando. Llevará un tiempo, pero te pondrás bien.
Su voz era suave como el sonido de una hoja que cae. Miró a su alrededor y reconoció la habitación.
—¡Estoy aquí!
—Aquí estás.
—Di mi nombre otra vez.
—Diane —dije—. Diane. Diane.
Diane estaba gravemente enferma, pero era Jason el que se moría. Eso fue lo que me dijo, con otras palabras, cuando fui a verle.
Hoy no había comido, según me había informado Carol. Jason había tomado agua helada con pajita pero se negaba a tomar otros líquidos. Apenas podía mover el cuerpo. Cuando le pedí que levantara el brazo lo hizo, pero con tal esfuerzo exquisito y lánguida velocidad que volví y lo agarré para que lo bajara de nuevo.
—Si la noche de hoy se parece algo a la de ayer, estaré delirando hasta el amanecer. Mañana, ¿quién sabe? Quiero hablar mientras puedo.
—¿Hay alguna razón por la que tu estado se deteriora por las noches?
—Una muy simple, creo. Ya llegaremos a eso. Primero quiero que hagas algo por mí. Mi maleta estaba en el armario. ¿Sigue ahí?
—Ahí sigue.
—Ábrela. Puse dentro una grabadora de audio. Encuéntrala.
Encontré un rectángulo de plata bruñida del tamaño de un mazo de cartas, cerca de una pila de sobres de cartas con direcciones que no reconocí.
—¿Es esto? —dije, y luego me maldije: por supuesto que no podía verlo.
—Si la etiqueta dice Sony, entonces sí. Debería haber un paquete de tarjetas de memoria debajo.
—Sí, ya lo tengo.
—Y ahora tendremos una charla. Hasta que oscurezca, y puede que hasta un poco después. Cambia la memoria cuando tengas que hacerlo, o las baterías si se queda sin potencia. Hazlo por mí, ¿vale?
—Siempre que Diane no necesite atención urgente. ¿Cuándo quieres empezar?
Giró la cabeza. Sus pupilas espolvoreadas de diamantes relucieron a la extraña luz.
—Ahora mismo no sería demasiado pronto —dijo.
Ars moriendi
Los marcianos, dijo Jason, no eran el pueblo sencillo, pacífico y bucólico que Wun nos había hecho (o dejado) creer.
Era cierto que no eran especialmente belicosos; las Cinco Repúblicas habían dirimido sus diferencias políticas hacía casi mil años; y eran «bucólicos» en el sentido de que dedicaban la mayoría de sus recursos a la agricultura. Pero no eran «sencillos» bajo ningún concepto. Eran, como había señalado Jase, maestros en el arte de la biología sintética. Su civilización se fundamentaba en eso. Les habíamos construido un planeta habitable con herramientas biotecnológicas, y no había habido una sola generación marciana que no comprendiera la función y usos potenciales del ADN.
Si su tecnología a gran escala a veces parecía burda, la nave espacial de Wun, por ejemplo, era debido a las limitaciones radicales de recursos naturales que se les imponía. Marte era un mundo sin petróleo ni carbón, que mantenía una frágil ecología al borde del desastre por la falta de agua y nitrógeno. Una base industrial omnipresente y a gran escala como la de la Tierra jamás podría darse en el planeta de Wun. En Marte, la mayor parte del esfuerzo humano estaba encaminado a producir alimento suficiente para una población estrictamente controlada. La biotecnología servía admirablemente para ese propósito. Las industrias contaminantes no.
—¿Wun te contó eso? —pregunté, mientras la lluvia seguía cayendo de forma continua y la tarde se retiraba hacia la noche.
—Confió en mí, sí, aunque la mayor parte de lo que me dijo estaba implícito en los archivos.
Una luz color óxido procedente de las ventanas se reflejó en los ojos ciegos y alterados de Jason.
—Pero podía haber mentido.
—No creo que mintiera jamás. Lo único que pasaba es que era un poco tacaño con la verdad.
Los replicadores microscópicos que Wun había traído a la Tierra eran biología sintética de vanguardia. Eran capaces de hacer todo lo que Wun había dicho. De hecho, eran más sofisticados de lo que Wun había estado dispuesto a admitir.
Entre las funciones no reconocidas de los replicadores estaba un subcanal oculto para comunicarse entre ellos y con su punto de origen. Wun no había dicho si se trataba de radio de banda estrecha o algo tecnológicamente más exótico... Jase sospechaba que se trataba de eso último. En cualquier caso, requería un receptor más avanzado que cualquier cosa que se podía construir en la Tierra. Requería, según Wun, un receptor biológico. Un sistema nervioso humano modificado.
—¿Y te presentaste voluntario para eso?
—Lo hubiera hecho si alguien me lo hubiera pedido. Pero la única razón por la que Wun se confió a mí es que temía por su vida desde el mismo día en que llegó a la Tierra. No albergaba ninguna ilusión sobre la venalidad humana o los intereses políticos. Necesitaba a alguien a quien confiarle la custodia de su farmacopea si le ocurría algo a él. Alguien que entendiera su propósito. Jamás me propuso que me convirtiera en el receptor. La modificación sólo funciona en un Cuarto. ¿Recuerdas lo que te dije? El tratamiento de longevidad es una plataforma. Ejecuta otras aplicaciones. Ésta es una de ellas.
—¿Te hiciste esto a propósito?
—Me inyecté la sustancia tras su muerte. No fue traumático y no tuvo ningún efecto inmediato. Recuerda, Tyler, no había forma de que las comunicaciones de los replicadores penetraran la membrana del Spin cuando estaba activo. Lo que hice fue darme una habilidad latente.
—¿Para qué, entonces?
—Porque no quería morir en estado de ignorancia. Todos suponíamos que si el Spin terminaba, moriríamos a los pocos días u horas. La única ventaja de la modificación de Wun era que durante esos días u horas, lo que sobreviviera, estaría en contacto íntimo con una base de datos casi tan grande como la galaxia misma. Sabría, tanto como puede saberlo alguien de la Tierra, quiénes eran los Hipotéticos y por qué nos habían hecho esto.
Y pensé: «¿Y ahora lo sabes?» Pero quizá así era. Quizá eso era lo que quería comunicar antes de que perdiera la facultad de hablar, la razón por la que quería que grabara esto.
—¿Sabía Wun que harías algo así?
—No, y dudo que lo hubiera aprobado... aunque él mismo corría la misma aplicación.
—¿De verdad? A él no se le notaba.
—No tenía por qué. Recuerda: lo que me está ocurriendo, a mi cuerpo, a mi cerebro, no es la aplicación. —Volvió sus ojos ciegos hacia mí—. Es un fallo del sistema.
Los replicadores habían sido lanzados desde la Tierra y habían medrado en el sistema solar exterior, lejos del sol. (¿Se habían percatado de eso los Hipotéticos y habían declarado culpable a la Tierra de lo que en el fondo era una intervención marciana? ¿Era eso, como E. D. había dejado caer, lo que los astutos marcianos habían pretendido desde el principio? Jason no dijo nada al respecto, y supuse que no lo sabía.)
A su tiempo, los replicadores se expandieron hasta la estrella más cercana y más allá... y al final mucho más allá. Las colonias de replicadores eran invisibles a distancias astronómicas, pero si las cartografiabas en una cuadrícula de nuestro vecindario estelar, verías una nube en constante expansión, una explosión glacialmente lenta de vida artificial.
Los replicadores no eran inmortales. Como entidades individuales vivían, se reproducían y al final morían. Lo que quedaba en su lugar era la red que habían construido; un arrecife de coral de nodos interconectados en el que la información nueva era acumulada y redirigida hacia el punto de origen de la red.
—La última vez que hablamos —le recordé a Jase—, dijiste que había un problema. Dijiste que la población de replicadores se estaba muriendo.
—Se toparon con algo que nadie había previsto.
—¿Y con qué fue, Jase?
Se quedó en silencio unos momentos, como ordenando sus pensamientos.
—Suponíamos —dijo—, que cuando lanzamos los replicadores estábamos introduciendo algo nuevo en el universo, una forma de vida artificial completamente nueva. La suposición era ingenua. Nosotros, los seres humanos, terrestres o marcianos, no fuimos la primera especie inteligente que evolucionó en la galaxia. Ni de lejos. De hecho no hay nada particularmente inusual en nosotros. Virtualmente todo lo que hemos hecho en nuestra breve historia ya se ha hecho antes, en otro lado y por algún otro.
—¿Me estás diciendo que los replicadores se tropezaron con otros replicadores?
—Una ecología de replicadores. Las estrellas son una jungla, Tyler. Más rebosantes de vida de lo que jamás habíamos imaginado.
Intenté visualizar el proceso tal y como lo describía Jason.
Muy lejos de la Tierra incomunicada por el Spin, muy lejos del sistema solar, tan lejos en el espacio que el sol es sólo una estrella más en un cielo superpoblado, una semilla de replicador se posa en un fragmento de hielo sucio y empieza a reproducirse. Inicia el mismo ciclo de crecimiento, especialización, observación, comunicación y reproducción que ha tenido lugar incontables veces anteriormente durante las lentas migraciones de sus ancestros. Quizá llega a la madurez; puede que incluso empiece a enviar microrráfagas de datos; pero esta vez, el ciclo es interrumpido.
Algo ha sentido la presencia del replicador. Y ese algo está hambriento.
El predador (según explicó Jase) es otro tipo de sistema semiorgánico de bucles de retroalimentación catalítica, otra colonia de mecanismos celulares autorreplicantes, es tanto máquina como biología. Y el predador está conectado a su propia red, que es mucho más grande y vasta que la que los replicadores terrestres han tenido tiempo de construir durante su éxodo desde la Tierra. El predador está mucho más evolucionado que su presa: sus subrutinas de búsqueda de nutrientes y utilización de recursos se han afinado durante miles de millones de años. La colonia de replicadores terrestres, ciega e incapaz de huir, es devorada al instante.
Pero «devorada» tiene un significado especial en este contexto. El predador quiere algo más que simplemente moléculas carbonosas complejas de las cuales se compone la forma madura del predador, por útiles que puedan ser. Para el predador es mucho más interesante el propósito del replicador, las funciones y estrategias escritas en sus plantillas reproductivas. Adopta aquellas que considera potencialmente valiosas; luego se reorganiza y explota a la colonia de replicadores para sus propósitos. La colonia no muere, pero es absorbida, devorada antológicamente, sometida junto con sus hermanas a una jerarquía galáctica mucho más grande, más compleja y enormemente más antigua.
No es el primero ni el último artefacto que fue absorbido de esa manera.
—Las redes de replicadores —dijo Jason—, son una de las cosas que las civilizaciones tienden a producir. Dadas las dificultades inherentes en los viajes sublumínicos como método de exploración de la galaxia, la mayoría de las culturas tecnológicas al final se contentan con una red en expansión de máquinas Von Neumann (que es lo que son nuestros replicadores) que no tienen coste de mantenimiento y que generan una corriente de información que se expande exponencialmente con el tiempo.
—Vale —dije—. Eso lo entiendo. Los replicadores marcianos no son únicos. Se tropezaron con lo que llamas una ecología...
—Una ecología Von Neumann, por el matemático del siglo veinte John von Neumann, que fue el primero en sugerir la existencia de máquinas autorreplicantes.
—Una ecología Von Neumann, y fueron absorbidas por ella. Pero eso no nos dice nada acerca de los Hipotéticos o el Spin.
Jason frunció los labios en ademán de impaciencia.
—No, Tyler. No lo entiendes. Los Hipotéticos son la ecología Von Neumann. Son la misma cosa.
Llegados a ese punto tuve que echarme atrás y reconsiderar quién estaba exactamente en la habitación conmigo.
Se parecía a Jase. Pero todo lo que decía ponía en duda eso.
—¿Te estás comunicando con esa... entidad? ¿Ahora, quiero decir, mientras hablamos?
—No sé si lo llamarías comunicación. La comunicación funciona en ambos sentidos. Esto no, no de la forma que quieres decir. Y la comunicación de verdad no sería tan abrumadora. Y esto lo es. Especialmente de noche. La entrada de información queda moderada durante las horas diurnas, posiblemente porque la radiación solar interfiere con la señal.
—Y por la noche ¿la señal es más fuerte?
—Quizá la palabra «señal» lleve a equivocaciones. Una señal es lo que los replicadores originales fueron diseñados para transmitir. Lo que recibo viene en la misma onda portadora, y transporta información, pero es activa, no pasiva. Está intentando hacerme lo que le hace a cualquier otro nodo en la red. De hecho, Ty, está intentando hacerse con el control de mi sistema nervioso y reprogramarlo.
Así que había una tercera entidad conmigo en la habitación. Yo, Jase... y los Hipotéticos, que se lo estaban comiendo vivo.
—¿Pueden hacer eso? ¿Reprogramar tu sistema nervioso?
—No con éxito, no. Para ellos tengo el aspecto de un nodo más en la red de replicadores. La biotecnología que me inyecté es sensible a sus manipulaciones, pero no de la forma que ellos prevén. Como no me perciben como una entidad biológica, todo lo que pueden hacer es matarme.
—¿Hay alguna manera de apantallar la señal o interferiría?
—No que yo sepa. Si los marcianos tenían esa técnica, se olvidaron de incluirla en la información de sus archivos.
La ventana de la habitación de Jason daba al oeste. El resplandor rosáceo que penetraba en la habitación era el sol poniente, oscurecido por las nubes.
—Pero están contigo. Te hablan.
—Ellos. Ello. Necesitamos un pronombre mejor. Toda la ecología Von Neumann es una única entidad. Piensa sus lentos pensamientos y hace sus propios planes. Pero muchas de sus billones de partes también son individuos autónomos, que a menudo compiten entre ellos, actuando más rápidamente que la red en conjunto y muchísimo más inteligentes que cualquier ser humano aislado. La membrana del Spin, por ejemplo...
—¿La membrana del Spin es un individuo?
—En todos los sentidos relevantes, sí. Su objetivo definitivo se deriva de la red, pero evalúa acontecimientos y hace elecciones autónomamente. Es más complejo de lo que jamás soñamos. Suponíamos que la membrana estaba bien encendida o bien apagada, como el interruptor de una bombilla, como el código binario. No es cierto. Tiene múltiples estados. Múltiples propósitos. Múltiples grados de permeabilidad, por ejemplo. Hemos sabido desde hace años que puede dejar pasar una nave espacial y repeler un asteroide. Pero tiene facultades mucho más sutiles que eso. Por eso no nos hemos visto inundados de radiación solar en los últimos días. La membrana sigue dándonos un cierto grado de protección.
—No conozco las cifras de muertos, Jase, pero debe de haber miles de personas sólo en esta ciudad que han perdido familiares desde que el Spin se detuvo. Yo sería reacio a decirles que están «protegidos».
—Pero lo están. En general si no en particular. La membrana de Spin no es Dios, no puede ver el gorrión que cae. Sin embargo, sí que puede impedir que el gorrión se ase en luz ultravioleta letal.
—¿Con qué fin?
Ante eso frunció el ceño.
—No lo entiendo bien —empezó a decir—, o quizá lo que pasa es que no puedo traducirlo...
Llamaron a la puerta. Carol entró con un fardo de ropa de cama en los brazos. Apagué la grabadora y la puse a un lado. La expresión de Carol era lúgubre.
—¿Sábanas limpias? —pregunté.
—Sujeciones —dijo ella secamente. Las sábanas estaban cortadas en tiras—. Para cuando empiecen las convulsiones.
Carol hizo un gesto con la cabeza hacia las ventanas, hacia las sombras del día que se alargaban.
—Gracias —dijo Jason con amabilidad—. Tyler, si necesitas un descanso, ahora sería un buen momento. Pero no tardes demasiado.
Fui a ver a Diane, que se encontraba en un momento de descanso entre crisis, durmiendo. Pensé en la droga marciana que le había administrado (un paquete «Cuarto básico», como lo había llamado Jason), moléculas semiinteligentes a punto de batallar contra la abrumadora carga de bacterias del SDCV de su cuerpo, batallones microscópicos que se preparaban para repararla y reconstruirla, a menos que su cuerpo estuviera demasiado debilitado para aguantar el esfuerzo de la transformación.
La besé en la frente y le dije palabras de consuelo que probablemente no podía oír. Luego salí de su dormitorio y bajé al piso inferior, y salí al jardín de la Gran Casa, robando un momento para mí solo.
La lluvia había dejado de caer al fin de forma abrupta y por completo, y el aire era más fresco de lo que había sido en todo el día. El cielo era de un azul profundo en su cénit. Unas cuantas nubes de tormenta harapientas encapotaban al sol monstruoso allí donde tocaba el horizonte occidental. Los arcoíris se alzaban de cada hoja de hierba como diminutas perlas ambarinas.
Jason había admitido que se estaba muriendo. Ahora empecé a admitirlo yo.
Como médico, había visto más muerte de la que ve la mayoría de la gente. Sabía cómo moría la gente. Sabía que la conocida historia de cómo se enfrenta alguien a la muerte (negación, ira, aceptación) era en el mejor de los casos una burda generalización. Esas emociones podían evolucionar en segundos o no evolucionar para nada; la muerte podía triunfar sobre ellas en cualquier instante. Para muchas personas, enfrentarse a la muerte no era nunca un problema; sus muertes llegaban de improviso y sin anunciarse: la rotura de una aorta o una mala elección en un cruce de mucho tráfico.
Pero Jase sabía que se moría. Y me asombraba que pareciera aceptarlo con esa calma ultraterrena, hasta que me di cuenta de que su muerte también era el cumplimiento de sus ambiciones. Estaba a punto de entender aquello que llevaba toda su vida luchando por comprender: el significado del Spin y el lugar de la humanidad en él... su lugar, ya que él había sido un instrumento clave para el lanzamiento de los replicadores.
Era como si hubiera levantado la mano y tocado las estrellas.
Y ellas le habían tocado a su vez. Las estrellas lo estaban matando. Pero moriría en estado de gracia.
—Tenemos que apresurarnos. Ya casi es de noche, ¿no?
Carol se había marchado a encender velas por toda la casa.
—Casi —dije.
—Y la lluvia ha parado. O al menos no puedo oírla.
—La temperatura también está bajando. ¿Quieres que abra las ventanas?
—Por favor. ¿Y has encendido la grabadora?
—Está funcionando. —Levanté la hoja de la ventana unos centímetros y el aire fresco se infiltró en la habitación.
—Estábamos hablando de los Hipotéticos...
—Sí. —Silencio—. ¿Jase? ¿Sigues conmigo?
—Oigo el viento. Oigo tu voz. Oigo...
—¿Jason?
—Lo siento... no te preocupes por mí, Ty. Ahora me distraigo con facilidad... ¡Ah!
Sus brazos y piernas se tensaron violentamente contra las sujeciones que Carol había atado cruzando la cama. Su cabeza se alzó sobre la almohada. Parecía que sufría un ataque epiléptico, aunque fue breve: se había terminado antes de que pudiera acercarme a la cama. Jason jadeó y tomó aire profundamente.
—Lo siento, lo siento...
—No te disculpes.
—No puedo controlarlo, lo siento.
—Sé que no puedes. No tiene importancia, Jase.
—No les culpes por lo que me está ocurriendo.
—¿Culpar a quién? ¿A los Hipotéticos?
Intentó sonreír, aunque era evidente que sufría.
—Tendremos que buscarles un nuevo nombre, ¿no? Ya no son tan hipotéticos como solían ser. Pero no les culpes. No saben lo que me está ocurriendo. Estoy por debajo de su umbral de abstracción.
—No entiendo lo que quieres decir.
Habló rápidamente y con ansiedad, como si la charla fuera una afortunada distracción del sufrimiento físico. U otro síntoma de eso mismo.
—Tú y yo, Tyler, somos comunidades de células vivas, ¿no es así? Y si dañaras un número suficiente de mis células, moriría, me habrías asesinado. Pero si nos damos la mano y pierdo unas cuantas células epiteliales en el proceso ninguno de los dos se daría cuenta de la pérdida. Es invisible. Vivimos en un determinado nivel de abstracción; interactuamos como cuerpos, no como colonias celulares. Lo mismo sucede con los Hipotéticos. Habitan en un universo mayor que el nuestro.
—¿Y eso les da derecho a matar a la gente?
—Estoy hablando de su percepción, no de su moralidad. La muerte de cualquier ser humano individual, mi muerte, podría ser significativa para ellos, si la vieran en el contexto adecuado. Pero no pueden.
—Han hecho esto antes, sin embargo, han creado otros mundos con Spin... ¿no fue eso una de las cosas que descubrieron los replicadores antes de que los Hipotéticos se desconectaran?
—Otros mundos con Spin. Sí. Muchísimos. La red de los Hipotéticos ha crecido hasta abarcar la mayor parte de la zona habitable de la galaxia, y eso es lo que hacen cuando encuentran un planeta que alberga alguna especie inteligente y que usa herramientas con un cierto grado de madurez... lo envuelven en una membrana de Spin.
Me vino a la mente la imagen de arañas envolviendo a sus víctimas en seda.
—¿Por qué, Jase?
La puerta se abrió. Carol había vuelto, trayendo una vela en un plato de porcelana. Puso el plato en la mesilla y encendió la vela con una cerilla. La llama bailoteó, amenazada por la brisa que entraba por la ventana.
—Para preservarla —dijo Jason.
—Para preservarla ¿de qué?
—De su propia senilidad y su muerte final. Las culturas tecnológicas mueren como todo lo demás. Florecen hasta que agotan sus recursos; luego mueren.
A menos que, simplemente, no se murieran. A menos que continúen floreciendo, expandiéndose por sus sistemas solares, trasplantándose a las estrellas...
Pero Jason había previsto mi objeción.
—Incluso el viaje espacial a escala local es lento e ineficiente para seres con una esperanza de vida humana. Quizá hubiéramos podido ser la excepción a la regla. Pero los Hipotéticos llevan por ahí desde hace muchísimo tiempo. Antes de diseñar la membrana del Spin vieron cómo incontables mundos habitados se ahogaban en sus propias heces.
Inhaló y pareció atragantarse. Carol se volvió hacia él. Su máscara de competencia se le cayó, y durante el momento que Jason tardó en recuperarse quedó claro que estaba puramente aterrorizada, que no era una doctora sino una mujer con un hijo moribundo.
Jase, afortunadamente quizá, no podía verlo. Tragó saliva y empezó a respirar normalmente de nuevo.
—Pero ¿por qué el Spin, Jase? Nos empuja hacia el futuro, pero no cambia nada.
—Al contrario —dijo—. Lo cambia todo.
La paradoja de la última noche de Jason fue que su discurso se volvió más extraño e intermitente según parecían ampliarse exponencialmente sus conocimientos adquiridos. Creo que en esas pocas horas aprendió muchísimo más de lo que fue capaz de compartir, y lo que sí compartió fue increíble... una explicación de un poder asombroso y provocativo en cuanto a sus implicaciones para el destino de la humanidad.
Dejando a un lado el trauma, la lucha agónica para encontrar las palabras adecuadas, lo que dijo fue...
Bueno, comenzó con un «Intenta verlo desde su punto vista».
Su punto de vista: el de los Hipotéticos.
Los Hipotéticos, ya los consideráramos un solo organismo o muchos, habían evolucionado a partir de los primeros organismos Von Neumann que habitaron en nuestra galaxia. El origen de esas máquinas autorreplicantes primigenias era oscuro. Sus descendientes no tenían recuerdos directos de ello, no más de lo que tú o yo podemos «recordar» la evolución humana. Puede que fueran el producto de una temprana cultura biotecnológica de la cual no queda ningún rastro; o puede que emigraran desde otra galaxia más antigua. En cualquier caso, los Hipotéticos de hoy pertenecían a un linaje casi inimaginablemente antiguo.
Habían visto incontables veces la aparición y muerte de especies inteligentes en planetas como el nuestro. Al transportar pasivamente material orgánico de una estrella a otra puede que incluso ayudaran a sembrar los procesos de la evolución orgánica. Y habían observado cómo las culturas biológicas generaban burdas redes de máquinas Von Neumann como subproducto de su complejidad cada vez mayor (pero insostenible a largo plazo)... no una vez, sino muchas. Para los Hipotéticos todos parecíamos salas de maternidad de replicadores: extraños, fecundos, frágiles.
Desde su punto de vista esta gestación interminable y renqueante de redes simples de máquinas Von Neumann, seguida por el rápido colapso ecológico de los planetas de origen, era un misterio y una tragedia.
Un misterio porque los fenómenos fugaces a escala puramente biológica les eran difíciles de comprender o siquiera percibir.
Una tragedia, porque habían empezado a considerar esas culturas progenituras como redes biológicas fallidas, similares a ellos mismos: creciendo hacia la verdadera complejidad pero destruidas prematuramente por ecosistemas planetarios finitos.
Para los Hipotéticos, por tanto, el Spin era un medio para preservarnos, a nosotros y otras docenas de civilizaciones similares que habían emergido en otros mundos antes y después que nosotros, en nuestra edad de oro tecnológica. Pero no éramos piezas de museo, congeladas en el tiempo para mostrar al público. Los Hipotéticos estaban redefiniendo nuestro destino. Nos habían suspendido en un tiempo lento mientras ensamblaban las partes de un grandioso experimento, un experimento que se había estado formulando durante millones de años y que ahora estaba acercándose a su meta definitiva: construir entornos biológicos enormemente expandidos en los que esas culturas que de otra manera estarían condenadas pudieran expandirse y en las cuales al fin pudieran encontrarse y entremezclarse.
Al principio no comprendí el sentido de todo eso: ¿Entornos biológicos ampliados? ¿Mayores que la propia Tierra?
Ahora estábamos en la plena oscuridad de la noche. Las palabras de Jason quedaban interrumpidas por movimientos convulsivos y sonidos involuntarios, que he dejado fuera de este relato. Periódicamente comprobaba los latidos de su corazón, que se debilitaban por momentos.
—Los Hipotéticos —dijo— pueden manipular el tiempo y el espacio. La prueba de eso nos rodea por todos lados. Pero crear una membrana temporal no es la menor ni la mayor de sus habilidades. Pueden conectar, literalmente, nuestro planeta mediante bucles espaciales a otros planetas parecidos.... Nuevos planteas, algunos diseñados y creados artificialmente, a los cuales podríamos viajar instantánea y fácilmente... viajar por medio de enlaces, puentes, estructuras, estructuras ensambladas por los Hipotéticos, ensambladas a partir, si es que es posible de verdad, de la materia de estrellas muertas, estrellas de neutrones... estructuras que han arrastrado literalmente por el espacio, pacientemente, pacientemente, durante el transcurso de millones de años...
Carol se sentó a un lado en la cama y yo me senté al otro lado. Le sujeté por los hombros cuando su cuerpo se convulsionó y Carol le acarició la frente durante los intervalos en los que no podía hablar. Sus ojos chispeaban a la luz de la vela y contemplaba fijamente la nada.
—La membrana del Spin sigue en su sitio todavía, trabajando, pensando, pero la función temporal ya ha terminado, ha sido completada... eso eran las fluctuaciones, el subproducto del proceso de desintonización, y ahora la membrana se ha hecho permeable de forma que algo puede penetrar en la atmósfera atravesándola, algo grande...
Posteriormente el significado de sus palabras fue obvio. En aquel momento me sentí asustado y sospechaba que había empezado a caer en la demencia, una especie de sobrecarga metafórica gobernada por la palabra «red».
Por supuesto, me equivocaba por completo.
Ars moriendi ars vivendi est: el arte de morir es el arte de vivir. Lo había leído en algún momento de mis años de interinidad y lo recordé mientras estaba allí a su lado. Jason murió como había vivido, en la búsqueda heroica de la comprensión. Su regalo al mundo serían los frutos de esa comprensión, no acaparados por unos pocos sino libremente distribuidos.
Pero el otro recuerdo que me vino a la mente, mientras el sistema nervioso de Jason era transformado y corroído por los Hipotéticos de una forma que no podían saber que era letal para él, fue el de aquella tarde hacía tanto tiempo, cuando se había montado en mi pesada bici de segunda mano para bajar desde lo alto de Bantam Hill Road. Recordé la pericia, casi de bailarín de ballet, con la que había controlado esa máquina en desintegración, hasta que no quedó nada excepto la velocidad y la balística, el inevitable colapso del orden en el caos.
Su cuerpo, y era un Cuartogenario, era una máquina finamente ajustada. No moriría fácilmente. En algún momento antes de la medianoche Jason perdió el habla, y entonces fue cuando comenzó a parecer asustado y no del todo humano. Carol le cogió de la mano y le dijo que estaba a salvo, que estaba en casa. No sé si ese consuelo llegó hasta él en las extrañas y enrevesadas cámaras en las que su mente había entrado. Espero que sí.
No mucho después de eso puso los ojos en blanco y sus músculos se relajaron. Su cuerpo continuó luchando, respirando de forma convulsiva, casi hasta la mañana.
Entonces lo dejé con Carol, que le acarició la cabeza con ternura infinita y le susurró como si aún pudiera oírla, y no me di cuenta de que cuando el sol se alzó no era una cosa hinchada y rojiza, sino tan brillante y perfecto como era antes del Spin.
4 x 109 d. C./Todos aterrizamos en algún lado
Me quedé en la cubierta del Capetown Maru mientras dejaba su amarradero y se hacía a mar abierto.
No menos de una docena de barcos contenedores intentaban abandonar Teluk Bayur mientras los fuegos de los tanques de combustible aún seguían ardiendo, compitiendo por salir los primeros. La mayoría eran pequeñas embarcaciones mercantes de dudoso origen, probablemente con rumbo a Puerto Magallanes a pesar de lo que dijeran sus manifiestos, navíos cuyos dueños y capitanes tenían mucho que perder en el escrutinio que seguiría a una investigación.
Me quedé con Jala y los dos nos aferramos a las barandillas, contemplando cómo un carguero costero moteado por el óxido salía de un banco de humo pasando de forma alarmantemente cerca de la popa del Capetown. Ambos barcos hicieron sonar alarmas y en la cubierta del Capetown la tripulación miró nerviosamente hacia popa. Pero el carguero se desvió, pasando a nuestro lado casi rozándonos.
Y entonces estábamos fuera de la protección del puerto, en alta mar con gran marejada, y bajé a reunirme con Ina, Diane y los demás emigrantes en la sala de la tripulación. En estaba sentado a una mesa de caballete con Ibu Ina y sus padres, lo cuatro parecían indispuestos. En deferencia a su herida, a Diane le habían dado la única silla tapizada en la habitación, pero la herida había dejado de sangrar y había conseguido ponerse ropa seca.
Jala entró en la sala una hora después. Gritó pidiendo atención y luego dio un discurso, que Ina tradujo para mí:
—Dejando a un lado sus pomposas alabanzas a su propia persona, Jala dice que fue al puente a hablar con el capitán. Todos los fuegos en cubierta están controlados y estamos de camino sanos y salvos, según dice él, claro. El capitán se disculpa por el estado de la mar. Según el pronóstico, debería mejorar a finales de la noche o mañana a primera hora. Durante las próximas horas, sin embargo...
Momento en el que En, que estaba sentado al lado de Ina, se volvió y vomitó en su regazo, terminando la frase por ella.
Dos noches después subí a la cubierta con Diane para contemplar las estrellas.
La cubierta principal estaba más tranquila por las noches que en cualquier otro momento del día. Habíamos encontrado un espacio seguro entre los contenedores al descubierto de la cubierta y la superestructura de popa, donde podíamos hablar sin que nos oyeran. El mar estaba en calma, el aire era agradablemente cálido, y las estrellas se concentraban sobre los postes y radares del Capetown como si se hubieran enmarañado en las jarcias.
—¿Sigues escribiendo tus memorias? —Diane había visto el surtido de tarjetas de memoria que llevaba en mi equipaje, aparte del contrabando farmacológico y digital que habíamos traído de Montreal. También había varios cuadernillos de papel, páginas sueltas y notas garabateadas.
—Ya no tanto —dije—. No parece tan urgente. Ya no tengo la necesidad de escribir todo...
—O el miedo de olvidar.
—O eso.
—¿Y te sientes diferente? —preguntó sonriendo.
Yo era un Cuartogenario nuevo, y Diane no. Para entonces su herida ya se había cerrado, sin dejar nada excepto una tira de carne hendida que seguía la curvatura de su cadera. La capacidad de su cuerpo para curarse me parecía imposible. Aunque, supuestamente, yo también la tuviera ahora.
Su pregunta era un poco maliciosa. Le había preguntado a Diane muchas veces en el pasado si se sentía diferente como Cuartogenaria. La verdadera pregunta era, por supuesto, si me parecía diferente a mí.
No había una buena respuesta a esa pregunta. Obviamente, era una persona diferente tras su casi morir y resucitar en la Gran Casa, ¿y quién no lo sería? Había perdido un marido y una fe, y había despertado a un mundo que dejaría rascándose la cabeza de perplejidad al propio Buda.
—La transición es sólo una puerta —dijo ella—. Una puerta a una habitación. Una habitación en la que nunca has estado, aunque puede que la hayas vislumbrado de vez en cuando. Ahora es la habitación en la que vives; es tuya, te pertenece. Tiene ciertas características que no puedes cambiar... no puedes hacerla más grande o más pequeña. Pero la forma en que la amuebles es asunto tuyo.
—Más parece un proverbio que una respuesta —dije.
—Lo siento. Es lo mejor que sé hacerlo. —Volvió la cabeza hacia las estrellas—. Mira, Tyler, se puede ver el Arco.
Lo llamamos «arco» porque somos una especie miope. El Arco es en realidad un anillo, un círculo de mil seiscientos kilómetros de diámetro pero sólo la mitad se alza por encima del nivel del mar. El resto está bajo el agua o enterrado en la corteza de la tierra, quizá (según han especulado algunos) explotando el magma suboceánico como fuente de energía. Pero desde nuestro punto de vista de hormigas era en realidad un arco, cuya cima se extendía muy por encima de la atmósfera.
Incluso la mitad expuesta sólo era visible en las fotografías tomadas desde el espacio, y esas fotografías normalmente eran manipuladas para centrarse en los detalles. Si se pudiera tener una sección transversal del material del anillo (de hecho, el cable que se convierte en un aro) sería un rectángulo de cuatrocientos metros de alto y un kilómetro y medio de ancho. Inmenso, pero una diminuta fracción del espacio que rodeaba y no siempre fácil de ver desde lejos.
La ruta del Capetown Maru nos había llevado al sur del anillo, siguiendo un rumbo paralelo a su radio hasta pasar casi directamente bajo su ápice. El sol seguía brillando sobre esa cima, que ya no era una «U» doblada o una «J», sino un suave ceño fruncido (un ceño de Cheshire, dijo Diane) en lo alto del cielo septentrional. Las estrellas rotaban pasando por encima como plancton fosforescente apartado por la proa de un barco.
Diane apoyó la cabeza contra mi hombro.
—Ojalá Jason pudiera verlo.
—Creo que sí lo vio. Sólo que no desde este ángulo.
Había tres problemas inmediatos en la Gran Casa tras la muerte de Jason.
El más urgente era Diane, cuyo estado físico había permanecido sin cambios durante días después de la inyección de droga marciana. Estaba casi comatosa y sufría ataques de fiebre de modo intermitente, el pulso se le veía latir en la garganta como el aleteo del ala de un insecto. Los suministros médicos escaseaban y tenía que forzarla a que tomara el ocasional sorbo de agua. La única mejoría real fue en el sonido de su respiración, que lentamente se fue volviendo más relajada y menos flemática; sus pulmones, al menos, se estaban reparando.
El segundo problema era desagradable, pero era uno que compartíamos con demasiadas familias de todo el país: un miembro de la familia había muerto y había que enterrarlo.
Una oleada de muertes (accidentes, suicidios, homicidios) había barrido el mundo en los últimos días. Ninguna nación de la Tierra estaba preparada para enfrentarse a algo así, excepto de la forma más cruda, y los Estados Unidos no era una excepción. La radio local había comenzado a anunciar sitios de recogida para entierros en masa; se habían requisado camiones refrigerados de las plantas de procesado de carne; había un número al que llamar ahora que el servicio telefónico había sido restaurado... pero Carol no quería saber nada de eso. Cuando mencioné el tema se retrajo a una postura de feroz dignidad y dijo.
—No lo permitiré, Tyler. No permitiré que Jason sea tirado a un hoyo como un mendigo medieval.
—Carol, no podemos...
—Calla —dijo—. Aún tengo algunos contactos de los viejos tiempos. Déjame hacer un par de llamadas.
Una vez había sido una especialista respetada y debió tener una extensa red de contactos antes del Spin; pero tras treinta años de reclusión alcohólica, ¿a quién podría llamar? Pese a todo, se pasó una mañana al teléfono, rastreando números cambiados, volviendo a presentarse a personas que no se acordaban de ella, explicando, convenciendo, rogando. Todo eso me sonaba a inútil. Pero seis horas después oí un coche fúnebre que entraba por la carretera de la casa y dos hombres obviamente agotados, pero profesionales e infatigablemente amables, vinieron y pusieron el cuerpo de Jason en una camilla con ruedas y lo sacaron de la Gran Casa por última vez.
Carol pasó el resto del día en el piso de arriba, cogiendo a Diane de la mano y cantándole canciones que probablemente no podía oír. Esa noche se tomó su primera copa desde la mañana del sol rojo. Una «dosis de mantenimiento», en sus propias palabras.
El tercer problema era E. D. Lawton.
Había que contarle a E. D. que su hijo había muerto, y Carol se armó de valor para llevar a cabo también ese deber. Confesó que no había hablado con E. D. excepto mediante abogados desde hacía un par de años y que siempre la había asustado, al menos cuando estaba sobria: era un hombre grande, agresivo, intimidante; Carol era una mujer frágil, elusiva, esquiva. Pero su pesar había alterado sutilmente la ecuación.
Le llevó horas, pero al final fue capaz de ponerse en contacto con él. Estaba en Washington, a un par de horas en coche; y le contó lo de Jason. Fue deliberadamente vaga acerca de la causa de su muerte. Le dijo que Jason había venido a casa con lo que parecía neumonía y que su estado se había vuelto crítico poco después de que desapareciera la electricidad y el mundo se volviera un caos... sin teléfono, sin servicio de ambulancia, y en definitiva, sin esperanza.
Le pregunté cómo se había tomado E. D. las noticias.
Se encogió de hombros.
—Al principio no dijo nada. El silencio es la forma que E. D. tiene de expresar el dolor. Su hijo ha muerto, Tyler. Puede que eso no le sorprendiera, teniendo en cuenta lo que había pasado en los últimos días. Pero le dolió. Creo que le duele de una manera que no puede expresar.
—¿Le dijiste que Diane estaba aquí?
—Pensé que sería más sensato no hacerlo. —Me miró—. Tampoco le dije que estás aquí. Sé que Jason y E. D. estaban a malas. Jason vino a casa para escapar de algo que estaba ocurriendo en Perihelio, algo que le asustaba. Y supongo que está conectado de alguna manera con la droga marciana. No, Tyler, no me lo expliques... no me interesa y probablemente no lo entendería. Pero pensé que sería mejor que E. D. no apareciera por aquí intimidando a todo el mundo, para dirigirlo todo.
—¿No preguntó por ella?
—No, no sobre Diane. Una cosa sí fue rara. Me pidió que me asegurara de que Jason... bueno, de que el cuerpo de Jason sea preservado. Me hizo un montón de preguntas sobre eso. Le dije que ya había dispuesto las cosas, que habría un funeral, y que se lo diría. Pero no quiso dejarlo así. Quiere una autopsia. Pero me volví terca. —Me miró con frialdad—: ¿Para qué querría una autopsia, Tyler?
—No lo sé —dije.
Pero me dispuse a averiguarlo. Fui a la habitación de Jason, donde su cama vacía había sido despojada de sábanas. Abrí la ventana, me senté en la silla cerca del armario y examiné lo que Jason había dejado atrás.
Jason me pidió que grabara sus iluminaciones finales sobre la naturaleza de los Hipotéticos y su manipulación de la Tierra. También me había pedido que incluyera una copia de esa grabación en cada uno de la docena o así de sobres acolchados, con sellos y direcciones para enviar directamente al correo en caso de que se restaurara el servicio postal. Claramente, Jase no esperaba producir ese monólogo cuando llegó a la Gran Casa pocos días antes del fin del Spin. Otra crisis le había venido pisando los talones. Su testamento en el lecho de muerte era un añadido.
Hojeé los sobres. Estaban dirigidos, con la escritura de Jason, a nombres que no reconocí. No, eso no era cierto; reconocí el nombre en uno de los sobres.
Era el mío.
Querido Tyler,
Sé que en el pasado te he hecho cargar con mis problemas de forma desconsiderada. Me temo que voy a hacerlo de nuevo, y esta vez los riesgos son considerablemente mayores. Déjame explicarlo. Y lo lamento si parece repentino, pero tengo prisa, por razones que quedarán claras más adelante.
Los recientes episodios, a los que los medios de comunicación llaman «la fluctuación», han disparado alarmas en la administración Lomax. Y otros acontecimientos menos publicitados también. Citaré un solo ejemplo: desde la muerte de Wun Ngo Wen, las muestras de sus tejidos han sido sometidas a estudios en el Centro de Enfermedades Animales de Plum Island, la misma instalación donde fue sometido a cuarentena a su llegada a la Tierra. La biotecnología marciana es sutil, pero la ciencia forense moderna es tenaz. Recientemente ha quedado claro que la fisiología de Wun, en particular su sistema nervioso, había sido alterada de forma incluso más radical que el procedimiento de «Cuarta Edad» descrito someramente en sus archivos. Por ésta y otras razones, Lomax y su gente han empezado a creer que hay gato encerrado. Invitaron a E. D. a dejar su retiro y están dando renovado crédito a sus sospechas sobre los motivos de Wun. E. D. recibió esta invitación como una oportunidad para volver a reclamar Perihelio (y su reputación), y no ha perdido tiempo en aprovecharse de la paranoia reinante en la Casa Blanca.
¿Qué acciones han emprendido las autoridades? Lomax (o sus consejeros) ha planeado una incursión en las instalaciones que quedan de Perihelio para apoderarse de lo que hubiéramos retenido de las posesiones y documentos de Wun, así como de nuestros propios archivos y notas de trabajo.
E. D. todavía no ha hecho la conexión entre mi recuperación de la EMA y los fármacos de Wun; o si lo ha hecho, se lo ha callado. O eso prefiero creer. Porque si caigo en manos de los servicios de seguridad, lo primero que harán será un análisis exhaustivo de sangre, tras lo que rápidamente me convertiré en un experimento científico cautivo, probablemente en la misma celda en la que estuvo Wun en Plum Island. Y no creo que E. D. quiera que eso ocurra en realidad. Por muy resentido que esté conmigo por «robarle Perihelio» o colaborar con Wun Ngo Wen, sigue siendo mi padre.
Pero no te preocupes. Aunque E. D. haya vuelto a congraciarse con la Casa Blanca de Lomax, tengo recursos propios. Los he estado cultivando. En general no se trata de gente poderosa, aunque algunos son poderosos a su manera, sino personas decentes y brillantes que han optado por una visión a largo plazo del destino de la humanidad, y gracias a ellos fui advertido con antelación de la incursión en Perihelio. He escapado. Ahora soy un fugitivo. Tú, Tyler, estás bajo la sospecha de complicidad, aunque puede resultar igualmente peligroso.
Lo siento. Sé que tengo parte de responsabilidad por ponerte en esa posición. Algún día me disculparé ante ti cara a cara. Por ahora, todo lo que puedo ofrecerte son consejos.
Los archivos digitales que puse en tus manos cuando te marchaste de Perihelio son, por supuesto, material altamente clasificado procedente de los archivos de Wun Ngo Wen. Por lo que sé, puede que los hayas quemado o tirado al fondo del Pacífico. No importa. Los años que he pasado diseñando vehículos espaciales me han enseñado las virtudes de la redundancia. He enviado paquetes con la sabiduría de contrabando de Wun a docenas de personas en este país y en todo el mundo. Todavía no lo han colgado en internet, nadie es tan temerario, pero está ahí fuera. No hay duda de que se trata de un acto profundamente antipatriótico y, desde luego, criminal. Si soy capturado, seré acusado de traición. Mientras tanto, aprovecho mi tiempo al máximo.
Pero no creo que un conocimiento de esta clase (que incluye protocolos para modificaciones humanas que pueden curar enfermedades graves, entre otras cosas, como sé muy bien) deba ser ocultado para que una nación obtenga ventajas sobre las demás, aunque su publicación presente otros problemas.
Lomax y su Congreso domesticado están en claro desacuerdo. Así que estoy dispersando los últimos fragmentos de los archivos y luego me esfumaré. Me esconderé. Puede que tú quieras hacer lo mismo. De hecho, puede que tengas que hacerlo. Todo el que estuviera en el viejo Perihelio, todo el que estuviera relacionado conmigo, caerá bajo el escrutinio federal tarde o temprano.
O, por el contrario, puede que quieras pasarte por la oficina más cercana del FBI y entregar los contenidos de este sobre. Si eso es lo que consideras que es mejor, sigue los dictados de tu conciencia. No te culparé de nada, pero no te garantizo el resultado. Mi experiencia con la administración Lomax sugiere que la verdad, en realidad, no te hará libre.
En cualquier caso, lamento colocarte en una posición tan difícil. No es justo. Es pedir demasiado a un amigo, y siempre me he sentido orgulloso de llamarte mi amigo.
Quizá E. D. tuviera razón respecto a una cosa. Nuestra generación ha luchado durante treinta años por recuperar lo que el Spin nos robó aquella noche de octubre. Pero no podemos. No hay nada a lo que aferrarse en este universo en rápida evolución, ni nada que ganar al intentarlo. Si algo he aprendido de ser un «Cuartogenario» es eso. Somos tan efímeros como gotas de agua. Todos caemos, y todos aterrizamos en algún lado.
Cae libremente, Tyler. Usa los documentos adjuntos si los necesitas. Fueron caros pero son de absoluta confianza. (¡Es bueno tener amigos en las alturas!)
Los «documentos adjuntos» eran, en esencia, un conjunto de identidades falsas: pasaportes, carnés de identidad de Homeland Security, permisos de conducir, certificados de nacimiento, números de la Seguridad Social e incluso diplomas de medicina, todos ellos con mi descripción pero ninguno con mi nombre de verdad.
Diane siguió recuperándose. Su pulso se fortaleció y sus pulmones se limpiaron, aunque seguía febril. La droga marciana hacía su trabajo, reconstruyéndola de dentro a fuera, editando y reparando su ADN de manera sutil.
Según mejoraba su salud, empezó a hacer preguntas cautas: sobre el sol, sobre el pastor Dan, sobre el viaje desde Arizona hasta la Gran Casa. Debido a su fiebre intermitente, las respuestas que le daba no siempre quedaban registradas. Me preguntó más de una vez qué le había ocurrido a Simon. Si estaba lúcida le contaba cosas sobre la becerra roja y el regreso de las estrellas; si estaba atontada le decía simplemente que Simon estaba «en otro lado» y que yo me ocuparía de ella un poco más. Ninguna de esas respuestas, las verdaderas o las medias verdades, parecían satisfacerla.
Algunos días se quedaba inmóvil, apoyada sobre la almohada mirando a la ventana, contemplando la lenta deriva de la luz del sol sobre las sábanas. Otros días estaba febrilmente inquieta. Una tarde pidió que le diera papel y bolígrafo... pero cuando se lo di todo que escribió fue una única frase, ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?, repetida una y otra vez hasta que los dedos se le acalambraron.
—Le conté lo de Jason —admitió Carol cuando le enseñé el papel.
—¿Estás segura de que eso fue sensato?
—Tenía que saberlo tarde o temprano. Ya hará las paces con ello, Tyler. No te preocupes. Diane se pondrá bien. Diane siempre fue la más fuerte.
El día del funeral de Jason preparé los sobres que me había dejado, añadiendo una copia de la grabación de sus últimas horas, les puse los sellos y los deposité en un buzón de correos escogido al azar de camino a la capilla local que Carol había reservado para el servicio. El paquete tendría que esperar unos cuantos días hasta que lo recogieran, el servicio postal todavía estaba siendo restaurado, pero me imaginé que estarían más seguros allí que en la Gran Casa.
La «capilla» era una funeraria aconfesional en una calle principal de un barrio residencial, calle por la que ahora pasaba bastante tráfico, ahora que se habían levantado las restricciones de viaje. Jase siempre había tenido ese desprecio de los racionalistas por los funerales elaborados, pero el sentido de la dignidad de Carol exigía una ceremonia, aunque fuera endeble y pro forma. Había logrado reunir a un grupo de gente, la mayoría viejos vecinos que recordaban a Jason de niño y que habían visto su carrera en fragmentos de imágenes de la tele y en artículos del periódico. Era su estatus de celebridad en decadencia lo que llenó los bancos.
Dije un breve panegírico. (Diane lo hubiera hecho mejor, pero estaba demasiado enferma para asistir.) Jase, dije, había dedicado su vida a la búsqueda del conocimiento, no con arrogancia, sino con humildad: comprendía que el conocimiento no se creaba, sino que se descubría; nadie podía adueñarse de él, sólo compartirlo, pasándolo de mano en mano, de generación en generación. Jason se había convertido en parte de esa cadena de conocimiento y todavía seguía siéndolo. Se había entretejido a sí mismo en la red del conocimiento.
E. D. entró en la capilla cuando yo todavía seguía en el pulpito.
Había atravesado medio pasillo entre los bancos cuando me reconoció. Se me quedó mirando fijamente durante un largo minuto antes de sentarse en un banco vacío.
Estaba más demacrado que la última vez que lo había visto, y se había afeitado la cabeza casi por completo. Pero seguía teniendo el porte de un hombre poderoso. Llevaba un traje hecho a medida de corte recto como un navajazo. Se cruzó de brazos e inspeccionó la sala imperiosamente, anotando quién estaba presente. Su mirada se demoró en Carol.
Cuando terminó el servicio, Carol se levantó y aceptó resueltamente las condolencias de sus vecinos mientras salían. Había llorado copiosamente en los últimos días, pero sus ojos estaban absolutamente secos en esos momentos, parecía tener una indiferencia casi patológica a su entorno. E. D. se acercó a ella después de que se hubiera marchado el último invitado. Carol se tensó, como un gato que presiente la presencia de un depredador mayor.
—Carol —dijo E. D. —. Tyler. —Me dedicó una mirada agria.
—Nuestro hijo está muerto —dijo Carol—. Jason se ha ido.
—Por eso estoy aquí.
—Espero que estés aquí para rendirle un último adiós...
—Por supuesto que sí.
—... y no por alguna otra razón. Porque vino a casa para escapar de ti. Supongo que lo sabes.
—Sé más al respecto de lo que te imaginas. Jason estaba confuso...
—A Jason le pasaban muchas cosas, pero estar confuso no era una de ellas. Estaba con él cuando murió.
—¿Ah, sí? Eso es interesante, porque a diferencia de ti, yo estaba con él cuando estaba vivo.
Carol inhaló bruscamente y giró la cabeza como si la hubiesen abofeteado.
—Vamos, Carol —dijo E. D. —. Yo fui quien educó a Jason y lo sabes. Puede que no te guste el tipo de vida que le di, pero eso fue lo que hice: darle una vida y los medios para vivirla.
—Yo lo parí.
—Eso fue una función fisiológica, no un acto moral. Todo lo que Jason tuvo me lo debía a mí. Todo lo que aprendió, se lo enseñé yo.
—Para bien o para mal...
—Y ahora me condenas simplemente porque me preocupan determinados asuntos de importancia que....
—¿Qué asuntos de importancia?
—Obviamente, estoy hablando de la autopsia.
—Sí. Lo mencionaste por teléfono. Pero es algo indigno y además es claramente imposible.
—Esperaba que te tomaras mis preocupaciones en serio. Está claro que no es así. Pero no necesito tu permiso. Hay hombres en el exterior de este edificio esperando para reclamar el cuerpo, y pueden presentar órdenes judiciales bajo el Acta de Medidas de Emergencia.
Carol se apartó un paso de él.
—¿Tanto poder tienes?
—Ni tú ni yo tenemos elección en este asunto. Ocurrirá nos guste o no. Y en realidad se trata sólo de una formalidad. No se le hará daño a nadie. Así que, por amor de Dios, conservemos algo de dignidad y respeto mutuo. Déjame quedarme con el cuerpo de mi hijo.
—No puedo hacerlo.
—Carol...
—No puedo darte su cuerpo.
—No me estás escuchando. No tienes elección.
—No, lo lamento, pero el que no escucha eres tú. Escucha, E. D. No puedo darte su cuerpo.
E. D. abrió la boca y luego la cerró. Sus ojos se abrieron de par en par.
—Carol —dijo—. ¿Qué has hecho?
—No hay cuerpo. Ya no. —Los labios de Carol se curvaron en una sonrisa astuta y amarga—. Pero supongo que puedes quedarte con las cenizas. Si insistes.
Llevé a Carol en coche de vuelta a la Gran Casa, donde su vecino Emil Hardy (que había abandonado su efímero periódico local cuando volvió la electricidad) había estado velando a Diane.
—Hablamos de los viejos tiempos en el barrio —dijo Hardy cuando se iba—. Solía contemplar a los chavales en sus bicicletas. De eso hace mucho tiempo. Lo que le pasa en la piel...
—No es contagioso —dijo Carol—. No te preocupes.
—Es poco corriente, sin embargo.
—Sí. Poco corriente sí que lo es. Gracias, Emil.
—A Ashley y a mí nos encantaría que vinieras a cenar en alguna ocasión.
—Suena encantador. Dale las gracias a Ashley de mi parte. —Cerró la puerta y se volvió hacia mí—. Necesito una copa. Pero lo primero es lo primero. E. D. sabe que estás aquí. Así que tendrás que marcharte, y tendrás que llevarte a Diane contigo. ¿Puedes hacerlo? ¿Llevártela a algún lado? ¿A algún lado donde E. D. no la encuentre?
—Por supuesto que puedo. Pero ¿qué pasará contigo?
—No estoy en peligro. E. D. puede que envíe gente a registrar la casa en busca de cualquier tesoro que crea que Jason le robó. Pero no encontrará nada... siempre que no dejes absolutamente nada atrás, Tyler. Y no puede quitarme la casa. E. D. y yo firmamos nuestro armisticio hace mucho tiempo. Nuestras escaramuzas son triviales. Pero a ti sí que puede hacerte daño, y puede hacerle daño a Diane aunque no lo pretenda.
—No dejaré que eso ocurra.
—Entonces recoge tus cosas. Puede que no tengas mucho tiempo.
El día antes de que el Capetown Maru tuviera previsto cruzar el Arco subí a la cubierta para contemplar el amanecer. El Arco era casi invisible, sus columnas descendentes ocultas por el horizonte al este y al oeste, pero en la media hora antes del amanecer su ápice era una línea en el cielo casi directamente encima nuestro, afilada como una navaja y brillando suavemente.
Se había atenuado detrás de la bruma de un cirro al llegar la mañana, pero todos sabíamos que estaba allí.
La perspectiva del tránsito ponía nervioso a todo el mundo, no sólo a los pasajeros, sino también a la veterana tripulación. Atendían sus asuntos como de costumbre, cumpliendo con sus tareas en la nave, reparando maquinaria, descascarillando y repintando la superestructura, pero había un brío en el ritmo de su trabajo que no había estado presente el día anterior. Jala subió a la cubierta arrastrando una silla de plástico y se sentó junto a mí, protegido del viento por los contenedores pero con una estrecha vista del mar.
—Éste es mi último viaje al otro lado —dijo Jala. Estaba vestido para el calor de la mañana con una holgada camisa amarilla y vaqueros. Se había desabotonado la camisa para dejar su pecho al descubierto al sol. Cogió una lata de cerveza de la nevera portátil que había al lado y la abrió. Todas esas acciones mostraban a un seglar, un hombre de negocios que desdeñaba por igual la sharia musulmana y el adat de los minang—. Esta vez —dijo—, no habrá vuelta atrás.
Había quemado sus puentes, literalmente, si tenía algo que ver con organizar los disturbios de Teluk Bayur. (Las explosiones fueron una tapadera sospechosamente conveniente para nuestra escapada, aunque la conflagración casi nos pilló en medio.) Durante años Jala había dirigido un negocio de tráfico de emigrantes muchísimo más lucrativo que su empresa legal de importación/exportación. La gente daba más dinero que el aceite de palma, decía. Pero la competencia de la India y el Vietnam era durísima y el clima político se había agriado; mejor retirarse a Puerto Magallanes ahora que pasar el resto de su vida en una prisión de los Nuevos Reformasi.
—¿Has hecho el cruce anteriormente?
—Dos veces.
—¿Fue difícil?
Se encogió de hombros con indiferencia.
—No te creas todo lo que oyes.
Hacia mediodía todos los pasajeros estaban en cubierta. Además de los aldeanos minangkabau había un surtido de gente procedente de Aceh25 y emigrantes malayos y tailandeses, quizá un centenar en total. Demasiada gente para los camarotes disponibles, pero tres contenedores de aluminio en la bodega habían sido reconvertidos en camarotes, cuidadosamente ventilados.
Éste no era el lúgubre y a menudo mortal negocio de tráfico de personas que solía llevar refugiados a Europa y Norteamérica. La mayor parte de la gente que cruzaba el Arco cada día formaba parte del exceso con el que no podían copar los endebles programas de reasentamiento de la ONU, a menudo con dinero para gastar. Éramos tratados con respeto por la tripulación, gran parte de la cual había pasado tiempo en Puerto Magallanes y que entendían su atracción y las trampas que conllevaba.
Uno de los tripulantes había delimitado una parte de la cubierta principal como campo de fútbol, marcado con redes, donde jugaba un grupo de niños. De vez en cuando el balón pasaba volando por encima de las redes, a menudo para ir a parar al regazo de Jala, para su disgusto. Ese día Jala estaba irritable.
Le pregunté cuándo cruzaría el barco.
—Según el capitán, a menos que haya un cambio de velocidad, dentro de doce horas o así.
—Nuestro último día sobre la Tierra —dije.
—No hagas chistes con eso.
—Lo decía literalmente.
—Y mantén la voz baja. Los marineros son supersticiosos.
—¿Qué harás en Puerto Magallanes?
Jala enarcó las cejas.
—¿Que qué haré? Follarme a mujeres hermosas. Y posiblemente a unas cuantas feas también. ¿Qué si no?
El balón de fútbol sobrevoló las redes otra vez. Esta vez Jala lo atrapó y lo aseguró contra su vientre.
—¡Joder! ¡Ya os lo advertí! ¡Se acabó el partido!
Una docena de niños se apresaron contra las redes, gritando protestas, pero fue En el que reunió el valor para salir y enfrentarse a Jala directamente. En sudaba, su caja torácica se expandía y contraía como un fuelle. Su equipo ganaba por cinco goles de ventaja.
—Devuélvamelo, por favor —dijo.
—¿Quieres que te lo devuelva?—Jala se levantó, aferrando el balón, imperiosa y misteriosamente enojado—. ¿Lo quieres? Ve a buscarlo. —Le dio una patada al balón que lo envió por encima de la baranda de la cubierta hacia la inmensidad verdiazul del océano índico.
En parecía asombrado, luego enfurecido. Dijo algo en minang en voz baja.
Jala enrojeció. Y luego abofeteó al chico con la mano abierta, de forma que las pesadas gafas de En salieron despedidas por la cubierta.
—Discúlpate —exigió Jala.
En cayó sobre una rodilla, los ojos entrecerrados. Respiró sollozando un par de veces. Al final se levantó, dio unos cuantos pasos y recogió sus gafas. Se las colocó con manos temblorosas y volvió con lo que me pareció una dignidad asombrosa. Se detuvo directamente frente a Jala.
—No —dijo En débilmente—. Discúlpese usted.
Jala jadeó de asombro y soltó un taco. En se encogió. Jala volvió a levantar la mano.
Le agarré la muñeca en el aire.
Jala se me quedó mirando, sobresaltado.
—¡Qué es esto! ¡Suéltame!
Intentó liberar su mano. No le dejé.
—No vuelvas a pegarle —le dije.
—¡Haré lo que me dé la gana!
—Muy bien —dije—. Pero no vuelvas a pegarle.
—Tú... ¡después de todo lo que he hecho por ti...!
Y entonces me miró con más detenimiento.
No sé qué vio exactamente en mi rostro. Ni sé qué sentía yo exactamente en ese momento. Fuera lo que fuese, pareció dejarlo perplejo. Su puño cerrado se abrió y pareció marchitarse.
—Puto chalado americano —murmuró—. Me voy al comedor. —Y a los tripulantes y niños que se habían congregado a nuestro alrededor—: ¡Donde pueda tener paz y respeto!
Y se marchó a toda prisa.
En seguía mirándome, boquiabierto.
—Lamento lo que ha ocurrido —dije.
Asintió.
—No puedo recuperar tu balón —dije.
Se tocó la mejilla allí donde Jala lo había abofeteado.
—No importa —dijo quedamente.
Más tarde, durante la cena en el comedor de la tripulación, a pocas horas del cruce, le conté a Diane el incidente.
—No pensaba en lo que hacía. Simplemente me parecía... obvio. Casi una acción refleja. ¿Es algo de los Cuartogenarios?
—Puede ser. El impulso de proteger a una víctima, especialmente a un niño, y hacerlo al instante, sin pensar. Yo misma lo he sentido. Supongo que es algo que los marcianos escribieron en su reconstrucción neural... suponiendo que de verdad sean capaces de manipular emociones tan sutiles como ésa. Ojalá Wun Ngo Wen estuviera aquí para explicárnoslo. O Jason. ¿Te parecía forzado?
—No.
—¿O fuera de lugar, inapropiado?
—No... creo que era exactamente lo que debía hacer.
—Pero ¿no lo hubieras hecho antes de someterte al tratamiento?
—Puede que sí. O hubiese querido. Pero probablemente me hubiera quedado indeciso hasta que fuera demasiado tarde.
—Así que en realidad no estás descontento con lo que pasó.
No. Sólo sorprendido. Era tanto cosa mía como de la biotecnología marciana, a juzgar por lo que decía Diane, y suponía que era cierto... pero me haría falta tiempo para acostumbrarme. Como en cualquier otra transición (de la niñez a la adolescencia, de la adolescencia a la edad adulta) había imperativos con los que tratar, nuevas oportunidades y trampas, nuevas dudas.
Por primera vez en muchos años me volví a sentir como si fuera un desconocido para mí mismo.
Casi había terminado de empaquetar cuando Carol bajó, un poco borracha y desgarbada, trayendo una caja de zapatos en sus brazos. La caja estaba etiquetada como recuerdos (carrera).
—Deberías llevarte esto —dijo—. Era de tu madre.
—Si es importante para ti, Carol, quédatelo.
—Gracias, pero ya he cogido lo que quería de dentro.
Levanté la tapa y eché un vistazo a los contenidos.
—Las cartas. —Las cartas anónimas dirigidas a Belinda Sutton, el nombre de soltera de mi madre.
—Sí. Así que las has visto. ¿Las has leído?
—No, la verdad es que no. Sólo lo suficiente para saber que eran cartas de amor.
—Oh, Dios. Suena cursi. Preferiría que pensaras en ellas como homenajes. Son bastante castas, la verdad, si las lees atentamente. Sin firmar. Tu madre las recibía cuando ambas estábamos en la universidad. Por entonces ya salía con tu padre, y no se las iba a enseñar a él... él le escribía sus propias cartas. Así que me las enseñó a mí.
—¿Nunca descubrió quién se las escribía?
—No. Nunca.
—Debió de sentir curiosidad.
—Por supuesto. Pero ya estaba prometida con Marcus para ese entonces. Empezó a salir con Marcus Dupree cuando Marcus y E. D. estaban levantando su primera empresa, diseñando y manufacturando globos de gran altitud en los tiempos en los que los aeróstatos eran una «tecnología pionera»: un poco loca, un poco idealista. Belinda llamaba a Marcus y E. D. los «hermanos Zeppelin». Así que supongo que nosotras éramos las hermanas Zeppelin, Belinda y yo. Porque fue entonces cuando empecé a flirtear con E. D. En cierto sentido, Tyler, todo mi matrimonio no fue más que un intento de mantener mi amistad con tu madre.
—Las cartas...
—Es interesante, ¿verdad?, que las haya guardado durante tantos años. Al final le pregunté por qué. ¿Por qué simplemente no las tiraba a la basura? Y me dijo: «Porque son sinceras». Era su forma de rendir honores a quien fuera que se las escribió. La última llegó una semana antes de su boda. No hubo ninguna después de eso. Y un año después yo me casé con E. D. Incluso cuando éramos dos parejas de novios éramos inseparables, ¿te lo contó alguna vez? Nos íbamos de vacaciones juntos, íbamos juntos al cine. Belinda vino al hospital cuando nacieron los gemelos y yo la estaba esperando en la puerta cuando ella te trajo a ti a casa. Pero todo eso se acabó con el accidente de Marcus. Tu padre era un hombre maravilloso, Tyler, campechano, muy divertido... la única persona que podía hacer reír a E. D. Temerario sin remedio, sin embargo. Belinda quedó absolutamente arruinada cuando murió. Y no sólo emocionalmente. Marcus había acabado con la mayor parte de sus ahorros y Belinda se gastó lo que quedaba para pagar la hipoteca de su casa en Pasadena. Así que cuando E. D. se vino al este e hicimos una oferta por este sitio, nos pareció perfectamente natural invitarla a usar la casa de invitados.
—A cambio de que os llevara la Gran Casa —dije.
—Eso fue idea de E. D. Yo sólo quería tener a Belinda cerca. Mi matrimonio no había resultado tan bien como el suyo. Al contrario, más bien. Para ese entonces, Belinda era la única amiga que me quedaba. Casi una confidente. —Carol sonrió—. Casi.
—¿Es por eso por lo que quieres quedarte con las cartas? ¿Porque son parte de tu historia como su amiga?
Me sonrió como si fuera un niño retrasado.
—No, Tyler. Ya te lo he dicho. Son mías. —Su sonrisa menguó—. No pongas esa cara de pánfilo. Tu madre era tan completamente heterosexual como cualquier otra mujer que haya conocido. Simplemente tuve la mala suerte de enamorarme de ella. Y enamorarme de ella de una manera tan abyecta que haría cualquier cosa... incluso casarme con un hombre que ya desde un principio me parecía un poco desagradable para mantenerla cerca de mí. Y durante todo ese tiempo, durante todos esos años de silencio, jamás le dije lo que sentía. Jamás excepto en esas cartas. Me agradaba que las guardara, aunque parecían un poco peligrosas, como algo explosivo o radiactivo, escondidas a plena vista, una prueba de mi estupidez. Cuando murió tu madre, y quiero decir el mismo día en que murió tu madre, me entró un poco de pánico; intenté esconder la caja; pensé en destruir las cartas, pero no pude, no podía reunir el valor para hacerlo; y después de que E. D. se divorciara de mí, ya no quedaba a nadie a quien engañar. Porque, ya ves, son mías. Siempre han sido mías.
No supe qué decir. Carol vio mi expresión y meneó la cabeza con tristeza. Me puso sus frágiles manos sobre los hombros.
—No te enfades. El mundo está lleno de sorpresas. Todos nacemos siendo unos desconocidos para los demás, y rara vez nos presentan formalmente.
Así que pasé cuatro semanas en la habitación de un motel en Vermont cuidando de Diane mientras se recuperaba.
Su recuperación física, debería decir. El trauma emocional que había sufrido en el rancho Condón la había dejado exhausta y retraída. Diane había cerrado los ojos a un mundo que parecía acabarse y los había abierto en otro que carecía de puntos cardinales. No estaba a mi alcance el repararlo para ella.
Así que procedí con cautela. Le expliqué lo que necesitaba que le explicaran. No le exigí nada y le dejé claro que no esperaba ninguna recompensa.
Su interés por el mundo cambiado despertó gradualmente. Me preguntó por el sol, restaurado a su aspecto más benevolente, y le conté lo que Jason me había contado a su vez: la membrana del Spin seguía en su sitio aunque la envoltura temporal hubiera terminado; protegía a la Tierra como siempre había hecho, filtrando la radiación letal para producir un simulacro de luz solar aceptable para el ecosistema planetario.
—¿Y por qué la apagaron durante siete días?
—La atenuaron, no la apagaron. Y lo hicieron para que algo pudiera atravesar la membrana.
—Esa cosa del océano índico.
—Sí.
Me pidió que le pusiera la grabación de las últimas horas de Jason y lloró mientras la escuchaba. Me preguntó por sus cenizas. ¿Se las había llevado E. D. o las tenía Carol? (Ninguna de las dos cosas. Carol me había puesto la urna en las manos y me había dicho que hiciera con ella lo que creyera apropiado. «La espantosa verdad, Tyler, es que tú lo conocías mejor que yo. Para mí Jason era impenetrable. Hijo de su padre. Pero tú eras su amigo».)
Contemplamos cómo el mundo se redescubría a sí mismo. Los enterramientos de masas terminaron al fin; los afligidos y asustados supervivientes empezaron a comprender que el planeta volvía a tener un futuro, por extraño que fuera. Para nuestra generación fue una inversión que nos dejaba estupefactos. El manto de la extinción había caído de nuestros hombros: y ahora ¿qué haríamos sin él? ¿Qué haríamos, ahora que ya no estábamos condenados sino que volvíamos a ser simplemente mortales?
Vimos imágenes de vídeo del océano índico, de la monstruosa estructura que se había empotrado en la piel del planeta, el mar que seguía hirviendo allí donde entraba en contacto con las enormes columnas. La gente empezó a llamarlo el Arco o la Arcada no sólo por su forma, sino porque los barcos que se hacían a la mar regresaban a sus puertos con historias de balizas de navegación perdidas, meteorología peculiar, brújulas que oscilaban, y una costa salvaje allí donde no debería haber ningún continente. Se enviaron varios barcos al poco tiempo. El testamento de Jason contenía pistas sobe la explicación, pero poquísimas personas tenían la ventaja de haberlo escuchado: yo, Diane y la docena de personas que lo habían recibido por correo.
Diane empezó a hacer ejercicio diariamente, haciendo footing en un tramo de tierra detrás del hotel mientras el tiempo se enfriaba, regresando con el aroma de hojas caídas y humo de leña en el pelo. Su apetito mejoró, y también mejoró el menú en la cafetería. La distribución de alimentos se había restaurado; la economía doméstica volvía a ponerse en marcha pesadamente.
Descubrimos que también Marte había dejado de tener su Spin. Hubo señales de radio que atravesaron el espacio entre ambos planeta; el presidente Lomax, en uno de sus discursos patrioteros, había mencionado incluso la posibilidad de continuar con el programa espacial tripulado, un primer paso para establecer relaciones continuadas con lo que llamaba (con sospechosa prolijidad) «nuestro planeta hermano».
Hablamos del pasado. Hablamos del futuro.
Lo que no hicimos fue caer en los brazos del otro.
Nos conocíamos demasiado bien, o no lo suficientemente bien. Teníamos un pasado pero no un futuro. Y Diane estaba devastada por la ansiedad que le producía la desaparición de Simon a las afueras de Manassas.
—Casi te dejó para que murieras —le recordé a Diane.
—No intencionadamente. No es cruel. Y lo sabes.
—Entonces es peligrosamente ingenuo.
Diane cerró los ojos pensativamente. Y entonces dijo:
—Hay una frase que al pastor Bob Kobel le gustaba usar en el Tabernáculo del Jordán. «Su corazón clamó a Dios.» Si describe a alguien, es a Simon. Pero tienes que examinar la frase. «Su corazón clamó»... creo que eso nos describe a todos nosotros, es universal. Tú, Simon, yo, Jason. Incluso a Carol. Incluso a E. D. Cuando la gente empieza a entender lo vasto que es el universo y lo corta que es la vida humana, sus corazones claman. A veces es un grito de alegría: creo que así fue para Jason; creo que eso fue lo que no entendí acerca de él. Tenía el don del asombro. Pero para la mayoría de nosotros es un grito de terror. El terror a la extinción, el terror a la falta de sentido del mundo. Nuestros corazones claman. Quizá a Dios, o quizá simplemente para romper el silencio. —Se apartó el pelo de la frente con la mano y vi que su brazo, que llegó a estar peligrosamente descarnado, volvía a estar carnoso y fuerte—. Creo que ése fue el grito que se alzó del corazón de Simon, fue el sonido más humano del mundo. Pero no, no es un buen juez del carácter de los demás; y sí, es ingenuo; que es la razón por la que cambió de estilo de fe una y otra vez y tan rápidamente, el Nuevo Reino, el Tabernáculo del Jordán, el rancho de Condón... lo que sea, siempre que no fuera demasiado complicado y apelara al deseo humano de dar significado al mundo.
—¿Aunque te matara?
—No he dicho que sea sabio. Lo que estoy diciendo es que no es malvado.
Más tarde aprendería a reconocer ese tipo de discurso: estaba hablando como una Cuartogenaria. Con objetividad pero implicada al mismo tiempo. Con íntimo desapego. No me disgustó, pero hacía que se me erizara el pelo de la nuca de vez en cuando.
No mucho después de que la declarara completamente sana y restablecida, Diane me dijo que quería marcharse. Le pregunté adonde quería ir.
Tenía que encontrar a Simon. Tenía que resolver las cosas, de una manera u otra. Después de todo, todavía seguían casados. A ella le importaba si estaba vivo o muerto.
Le recordé que no tenía dinero ni un lugar propio donde quedarse. Dijo que ya se las arreglaría. Así que le di una de las tarjetas de crédito que Jason me había proporcionado, junto con la advertencia de que no podía garantizarle que sirviera; no tenía ni idea de quién aportaba los fondos, cuál era el límite de crédito o si alguien podía seguir el rastro hasta ella.
Me preguntó cómo podía ponerse en contacto conmigo.
—Simplemente llámame —le dije. Tenía mi número, el número que yo había pagado y conservado durante todos esos años, para un teléfono que había llevado conmigo aunque casi nunca sonaba.
Entonces la llevé en coche a la terminal de autobuses local, donde se desvaneció en medio de una muchedumbre de turistas desplazados que se habían quedado atrapados lejos de casa cuando llegó el fin del Spin.
El teléfono sonó seis meses después, cuando los periódicos seguían sacando titulares del estilo «el nuevo mundo» y los canales de cable habían empezado a emitir imágenes de una costa salvaje «a la que se llegaba atravesando el Arco».
Para ese entonces cientos de embarcaciones grandes y pequeñas habían cruzado el Arco. Algunas eran grandes expediciones científicas, respaldadas por la ONU e instituciones geofísicas, con escoltas navales norteamericanas y presencia de periodistas. Otras eran fletes privados. Algunas eran pesqueros, que volvían a puerto con las redes llenas de capturas que podrían pasar por bacalao bajo poca luz. Por supuesto, estaba estrictamente prohibido, pero el «bacalao del Arco» ya se había infiltrado en todos los mercados asiáticos importantes cuando se impuso la prohibición. Resultó ser comestible y nutritivo. Lo que era, como había dicho Jase, una pista: cuando el pescado fue sometido a análisis de ADN su genoma sugería un remoto antepasado terrestre. El nuevo mundo no sólo era habitable, sino que parecía haber sido aprovisionado para la humanidad.
—Encontré a Simon —dijo Diane.
—¿Y?
—Vive en un campamento de caravanas en las afueras de Wilmington. Recibe algo de dinero haciendo chapuzas, reparando bicicletas, tostadoras, ese tipo de cosas. También vive del subsidio estatal y asiste a una pequeña iglesia Pentecostal.
—¿Se alegró de verte?
—No paró de disculparse por lo que sucedió en el rancho Condón. Dijo que quería compensarme. Me preguntó si había algo que podía hacer para hacerme la vida más fácil.
Aferré el teléfono con más fuerza.
—¿Y qué le dijiste?
—Que quería el divorcio. Estuvo de acuerdo. Y me dijo otra cosa. Me dijo que había cambiado, que había algo diferente en mí. Que no sabía decir qué era. Pero no creo que le gustara.
Un toque de azufre, quizá.
—¿Tyler? —dijo Diane— ¿Tanto he cambiado?
—Todo cambia —dije.
Su siguiente llamada importante fue un año después. Yo estaba en Montreal, gracias en parte a la identidad falsa proporcionada por Jason, esperando que mi estatus de emigrante fuera reconocido oficialmente y pasando consulta en un ambulatorio de Outremont.
Desde mi última conversación con Diane, se había descubierto la dinámica básica del Arco. Los hechos eran confusos para cualquiera que concibiera la Arcada como una máquina estática o una simple «puerta», pero si se contemplaba de la forma en que Jason lo había hecho, como una entidad consciente y compleja, capaz de percibir y manipular los acontecimientos dentro de su dominio, las cosas tenían más sentido.
Dos mundos habían sido conectados mediante el Arco, pero sólo para los navíos tripulados que cruzaban por el sur.
Hay que tener en cuenta lo que eso implica. Para una brisa, para una corriente oceánica o un ave migratoria, el Arco no era más que un par de columnas fijas entre el océano índico y el golfo de Bengala. Se movían sin impedimentos alrededor y a través del espacio bajo el Arco, así como lo hacía cualquier barco que navegara del norte hacia el sur.
Pero cruza el ecuador en barco noventa grados al este de Greenwinch y te encontrarás mirando hacia atrás al Arco desde un mar ignoto bajo un cielo extraño, a incontables años luz de la Tierra.
En la ciudad de Madras un ambicioso servicio de cruceros, aunque no muy legal, había impreso una serie de pósteres publicitarios en que decían ¡viaje fácil a planeta amistoso! La Interpol cerró el negocio (La ONU seguía intentando regular los desplazamientos en esos días) pero los pósteres habían descrito más o menos bien la cosa. ¿Cómo es posible? Pregúntaselo a los Hipotéticos.
El divorcio de Diane había finalizado, pero ella no tenía ni trabajo ni perspectivas a corto plazo.
—Pensé que si podía reunirme contigo... —parecía indecisa, y en absoluto como una Cuarta, o como imaginaba que debía parecer una Cuarta—. Si a ti te viene bien. Sinceramente, necesito un poco de ayuda. Encontrar un lugar para vivir y, ya sabes, asentarme.
Así que le conseguí un trabajo en el ambulatorio y ella presentó los papeles a inmigración. Se reunió conmigo en Montreal ese otoño.
Fue un cortejo problemático, lento, al estilo antiguo (o semimarciano, a lo mejor), durante el cual Diane y yo nos descubrimos mutuamente de formas completamente nuevas. Ya no estábamos encorsetados por el Spin ni éramos niños buscando solaz ciegamente. Nos enamoramos, finalmente, como adultos.
Ésos fueron los años en los que la población global llegó a los ocho mil millones. La mayor parte de ese crecimiento se canalizó hacia las megaurbes en expansión: Shanghai, Jakarta, Manila, la China costera, Lagos, Kinshasa, Nairobi, Maputo, Caracas, La Paz, Tegucigalpa... todos los eriales iluminados por fuegos y envueltos en contaminación del mundo. Hubiera hecho falta una docena de Arcos para mermar ese crecimiento de población, pero la superpoblación emuló a una oleada continua de emigrantes, refugiados y «pioneros», muchos de los cuales apiñados en los compartimentos de carga de buques ilegales y más que unos pocos desembarcaron en las orillas de Puerto Magallanes ya muertos o moribundos.
Puerto Magallanes fue el primer asentamiento bautizado propiamente con un nombre en el nuevo mundo. Para entonces gran parte de ese mundo había sido cartografiado burdamente, principalmente desde el aire. Puerto Magallanes estaba en el extremo oriental de un continente que algunos llamaban «Equatoria». Había una segunda masa de tierra de mayor tamaño aún («Borea») que empezaba en el polo norte y se extendía hasta la zona templada del planeta. Los mares del sur abundaban en islas y archipiélagos.
El clima era benigno, el aire limpio, la gravedad era del 95,5 por ciento de la terrestre. Ambos continentes eran enormes despensas a la espera de la llegada de la agricultura. Los mares y los ríos rebosaban de peces. Las leyendas que circulaban en los arrabales de Duala y Kabul era que uno podía comer lo que recogiera de las ramas de los árboles gigantes de Equatoria y luego dormir al abrigo de sus raíces protectoras.
No se podía. Puerto Magallanes era un enclave de la ONU patrullado por soldados. Las ciudadelas de chabolas que habían aparecido a su alrededor carecían de gobierno y eran inseguras. Pero había aldeas de pescadores salpicando toda la costa durante cientos de kilómetros; había hoteles turísticos en construcción alrededor de las lagunas de Bahía Desembarco y la Cala Australiana, y la perspectiva de tierra gratis y fértil había empujado a los colonos tierra adentro a lo largo de los valles fluviales del río Blanco y el Nuevo Irrawaddi.
Pero la noticia más sorprendente procedente del nuevo mundo fue el descubrimiento del segundo Arco. Estaba emplazado a medio mundo de distancia del primero, cerca de los confines sureños de la masa de tierra boreal, y más allá de este Arco había otro nuevo mundo. Este otro, según los informes, parecía un poco menos atractivo; o quizá, simplemente, en esos momentos tenía lugar la estación lluviosa.
—Debe de haber más gente como yo —dijo Diane, a los cinco años de la era post-Spin—. Me gustaría conocerlos.
Le había dado mi copia de los archivos marcianos, una primera traducción dividida en varias tarjetas de memoria, y los había examinado con la misma intensidad que antaño había leído poesía victoriana o panfletos del Nuevo Reino.
Si la obra de Jason había tenido éxito, entonces, sí, había otros Cuartos sobre la Tierra. Pero hacer pública su presencia hubiera sido un billete de primera clase a una penitenciaría federal. La administración Lomax le había puesto el cerrojo de la seguridad nacional a todas las cosas marcianas, y se les había concedido grandes poderes a los agentes de las agencias de seguridad nacionales durante las crisis económicas que ocurrieron tras el fin del Spin.
—¿Alguna vez piensas en ello? —me preguntó, un poco tímidamente.
Convertirme yo mismo en un Cuarto, eso era lo que quería decir Diane. Inyectarme en el brazo una dosis medida del líquido transparente de una de las ampollas que guardaba en una caja fuerte de acero en la pared del armario de nuestro dormitorio. Por supuesto que había pensado en ello. Nos haría más parecidos.
Pero ¿lo deseaba? Era consciente del espacio invisible, de la brecha entre su Cuarta Edad y mi humanidad sin modificar, pero no tenía miedo de eso. Algunas noches, cuando miraba al interior de sus ojos solemnes, incluso atesoraba esa diferencia. Era el cañón el que definía el puente, y el puente que habíamos construido era bueno y fuerte.
Me acarició la mano, sus dedos suaves sobre mi piel texturada, un sutil recordatorio de que el tiempo jamás se detenía, que un día necesitaría el tratamiento aunque no lo deseara especialmente.
—Todavía no —dije.
—¿Cuándo?
—Cuando esté listo.
Al presidente Lomax le sucedió el presidente Hughes y a Hughes el presidente Chaykin, pero todos eran veteranos de la misma era política del Spin. Consideraban que la biotecnología marciana era la nueva bomba atómica, al menos potencialmente, y por ahora era toda suya, una amenaza con copyright. El primer comunicado diplomático del presidente Lomax al gobierno de las Cinco Repúblicas había sido una petición para que censuraran cualquier información biotecnológica en las emisiones marcianas sin codificar dirigidas a la Tierra. Había justificado la petición con argumentos plausibles sobre el efecto que tal tecnología podría tener en un mundo políticamente dividido y a menudo violento (de hecho, había citado la muerte de Wun Ngo Wen como ejemplo) y hasta ahora los marcianos le habían seguido el juego.
Pero incluso ese contacto con los marcianos había sembrado algunas discordias. Las economías igualitarias de las Cinco Repúblicas habían convertido a Wun Ngo Wen en una especie de mascota póstuma de los nuevos movimientos sindicales del mundo. (Era crispante ver el rostro de Wun en las pancartas que llevaban los obreros textiles de las zonas industriales de Asia o los trabajadores de las maquiladoras de electrónica barata en Centroamérica... pero dudo que a Wun le hubiese disgustado.)
Diane cruzó la frontera para asistir al funeral de E. D. casi once años exactos después de aquel día en que la rescaté del rancho Condón.
Nos habíamos enterado de su muerte por las noticias. El obituario mencionó de pasada que su ex mujer Carol lo había precedido por seis meses, otra noticia triste que nos dejó anonadados. Carol había dejado de responder a nuestras llamadas hacía casi una década. Demasiado peligroso, decía. Le bastaba con saber que estábamos a salvo. Y la verdad es que no teníamos nada que decirnos.
(Diane visitó la tumba de su madre mientras estaba en Washington D. C. Lo que más le entristecía, dijo, era que la vida de Carol hubiera sido tan incompleta: un verbo sin objeto directo, una carta anónima, malentendida por la ausencia de firma. «Lo que echo de menos no es tanto a ella como a lo que podía haber sido».)
En el servicio fúnebre de E. D. Diane tuvo cuidado de no identificarse. Demasiados de los amigotes de E. D. en el gobierno estaban presentes, incluyendo al fiscal general y al vicepresidente. Pero lo que atrajo su atención fue una mujer anónima en la muchedumbre que también le dedicaba miradas de soslayo a Diane. «Sabía que era una Cuarta —dijo Diane—. No puedo explicar exactamente cómo lo supe. Su forma de moverse, esa expresión atemporal; era como si hubiera una transmisión entre ambas.» Y cuando terminó la ceremonia, Diane abordó a la mujer y le preguntó cómo había conocido a E. D.
—No lo conocí —dijo la mujer—, no en realidad. Hice algún trabajo de investigación en Perihelio hace algún tiempo, en los días de Jason Lawton. Me llamo Sylvia Tucker.
El nombre me sonó cuando Diane me lo mencionó. Sylvia Tucker era una de las antropólogas que habían trabajado con Wun Ngo Wen en el complejo de Florida. Era más amistosa que el resto de los académicos contratados y era posible que Jase hubiera confiado en ella.
—Intercambiamos direcciones de correo electrónico —dijo Diane—. Ninguna de las dos mencionó la palabra «Cuartogenaria». Pero ambas lo sabíamos. Estoy segura.
No hubo ninguna correspondencia subsiguiente, pero de vez en cuando Diane recibía recortes digitales de prensa de la dirección de Sylvia Tucker, relacionados con lo siguiente:
Un químico industrial en Denver arrestado por orden judicial y arrestado indefinidamente.
Una clínica geriátrica en Ciudad de México cerrada por orden federal.
Un profesor de sociología de la Universidad de California muerto en un incendio, «sospechas de incendio provocado».
Y así seguían.
Me había cuidado de no hacer una lista de ninguno de los nombres y direcciones de los paquetes postreros de Jason, ni de memorizarlos. Pero algunos de los nombres en los artículos parecían familiares.
—Nos está diciendo que nos están dando caza —dijo Diane—. El gobierno está persiguiendo a los Cuartos.
Pasamos un mes debatiendo lo que haríamos en caso de atraer ese tipo de atención. Dado el aparato de vigilancia global que Lomax y sus herederos habían montado, ¿adónde podíamos huir?
Pero sólo había una respuesta posible. Sólo había un lugar donde el aparato no funcionaba y la vigilancia estaba ciega. Así que trazamos nuestros planes; esos pasaportes, esa cuenta bancada, esa ruta a través de Europa hasta el sur de Asia... y los pusimos a un lado hasta que los necesitáramos.
Entonces Diane recibió un último mensaje de Sylvia Tucker, una sola palabra.
«Márchate», decía.
Y nos marchamos.
En el último vuelo del viaje, cuando llegábamos a Sumatra por aire, Diane dijo:
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
Había tomado mi decisión hacía días, durante una escala forzosa en Ámsterdam, cuando todavía me preocupaba de que pudieran habernos seguido, que nuestros pasaportes estuvieran controlados, que nos confiscaran nuestro suministro de drogas marcianas.
—Sí —dije—. Ahora. Antes de cruzar al otro lado.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como jamás estaré.
No, no estaba seguro. Pero estaba dispuesto. Dispuesto, finalmente, a perderme, dispuesto a abrazar la posibilidad.
Así que alquilamos una habitación en el tercer piso de un hotel de estilo colonial en Padang, donde pasaríamos desapercibidos durante un tiempo. Todo el mundo cae, y todos aterrizamos en algún lado.
Al norte de ninguna parte
Media hora antes de cruzar el Arco, una hora después de anochecer, nos tropezamos con En en el comedor. Uno de los tripulantes le había dado una hoja de papel de embalar y unas cuantas ceras de colores desgastadas para mantenerlo ocupado.
Pareció aliviado de vernos. Estaba preocupado por el cruce, nos dijo. Se subió las gafas por la nariz con el dedo, haciendo una mueca de dolor cuando su pulgar rozó el moratón que Jala le había dejado en la mejilla, y me preguntó cómo sería.
—No lo sé —dije—. Nunca he cruzado.
—¿Lo sabremos cuando ocurra?
—Según la tripulación, el cielo se vuelve un poco raro. Y justo cuando estamos a mitad de camino entre el viejo mundo y el nuevo, la aguja de la brújula rota por completo, de norte a sur. Y en el puente se hace sonar la sirena del barco. Así que lo sabrás.
—Recorremos muchísimo —dijo En—. En poco tiempo.
Eso era innegablemente cierto. El Arco, nuestro «lado» del Arco, había sido arrastrado físicamente por el espacio interestelar, presumiblemente a algo menos de la velocidad de la luz, antes de dejarlo caer desde órbita. Pero los Hipotéticos tuvieron todos los eones de tiempo del Spin para traerlo. En teoría podían haber recorrido cualquier distancia menor de tres mil millones de años luz. E incluso cualquier fracción de esa cifra sería una distancia asombrosa y apenas comprensible.
—Hace que uno se pregunte —dijo Diane—, por qué se han tomado tantas molestias.
—Según Jason...
—Lo sé. Los Hipotéticos quieren salvarnos de la extinción, de forma que podamos crear algo más complejo que nosotros mismos. Pero eso mismo es lo que deberíamos preguntarnos. ¿Por qué lo quieren? ¿Qué esperan de nosotros?
En ignoró nuestros filosofeos.
—Y después de cruzar...
—Después de eso —le dije—, queda un día de viaje hasta Puerto Magallanes.
Sonrió ante la perspectiva.
Intercambié una mirada con Diane. Se había presentado ella misma a En hacía dos días y ya eran amigos. Diane le había estado leyendo historias de un libro para niños en inglés que había en la biblioteca del barco. (Incluso le había citado a Housman: El tierno infante no es consciente... «Ésa no me gusta», había dicho En.
Nos mostró sus dibujos, imágenes de animales de Equatoria que debía de haber visto en la tele, bestias de largos cuellos, de ojos pensativos y pelaje atigrado.
—Son muy bonitos —dijo Diane.
En asintió solemnemente. Lo dejamos atareado y nos dirigimos a la cubierta.
El cielo nocturno estaba despejado y la cumbre del Arco quedaba directamente sobre nuestras cabezas. No mostraba ninguna curvatura. Desde este ángulo era una pura línea euclidiana, un número elemental (1) o una letra (I)
Nos quedamos junto a la baranda tan cerca como pudimos de la proa de la nave. El viento nos tironeaba de las ropas y el pelo. Las banderas del barco restallaban con fuerza y el mar inquieto devolvía imágenes fragmentadas de las luces del barco.
—¿Lo tienes? —preguntó Diane.
Quería decir la pequeña ampolla que contenía una muestra de las cenizas de Jason. Habíamos planeado esta ceremonia, si es que se podía llamar así, mucho antes de marcharnos de Montreal. A Jason nunca le habían gustado las conmemoraciones, pero creo que hubiera aprobado ésta.
—Aquí está. —Saqué el tubo de cerámica del bolsillo de mi chaleco y lo sostuve en mi mano izquierda.
—Lo echo de menos —dijo Diane—. Lo echo de menos constantemente. —Se apoyó contra mi hombro y le pasé mi brazo por encima—. Ojalá lo hubiera vuelto a ver cuando era un Cuarto. Pero supongo que no cambió mucho...
—No, no cambió mucho.
—En ciertos aspectos, Jase siempre fue un Cuarto.
Según nos acercábamos al momento del cruce las estrellas parecieron oscurecerse, como si una presencia vaporosa hubiera cubierto el barco. Diane puso su mano sobre la mía.
El viento cambió de dirección súbitamente y la temperatura cayó uno o dos grados.
—A veces, cuando pienso en los Hipotéticos, tengo miedo...
—¿De qué?
—De que seamos su becerra roja. O lo que Jason esperaba que fueran sus marcianos. Que esperan que los salvemos de algo. De algo a lo que ellos le tienen miedo.
Puede ser. Pero entonces, pensé, haremos lo que siempre hace la vida... desafiar las expectativas.
Sentí un estremecimiento que le recorría el cuerpo. Sobre nosotros, la línea del Arco se volvió más débil. Una bruma se adueñó del mar. Excepto que no era una bruma en el sentido normal de la palabra. Ni siquiera era meteorología.
El último vislumbre del Arco desapareció y lo mismo le pasó al horizonte. En el puente del Capetown Maru, la brújula debía de haber empezado su rotación; el capitán hizo sonar la sirena, un ruido brutalmente estrepitoso, el bramido del espacio violentado. Alcé la vista. Las estrellas se arremolinaban juntas de forma mareante.
—Ahora —gritó Diane en medio del ruido.
Me incliné sobre la baranda de acero, con su mano en la mía, y abrimos la tapa de la ampolla. Las cenizas trazaron espirales en el aire, como nieve ante las luces del barco. Se desvanecieron antes de estrellarse contra las turbulentas aguas negras; esparcidas, quise creer, en el vacío que atravesábamos invisiblemente, el lugar sin océanos entre las estrellas cosido entre dos mundos.
Diane se apoyó sobre mi pecho y el sonido de la sirena reverberó por nuestros cuerpos como un latido hasta que cesó.
Entonces levantó la cabeza.
—El cielo —dijo.
Las estrellas eran nuevas y desconocidas.
Por la mañana todos subimos a cubierta, todos nosotros: En, sus padres, Ibu Ina, los demás pasajeros, incluso Jala y unos cuantos tripulantes fuera de servicio, para oler el aire y sentir el calor del nuevo mundo.
Podía haber sido la tierra, a juzgar por el color del cielo, el calor y la luz. El cabo de Puerto Magallanes había aparecido como una línea abrupta sobre el horizonte, un promontorio rocoso y unas cuantas líneas de humo pálido que se elevaban verticalmente y luego se desintegraban hacía el oeste al encontrar una corriente alta.
Ibu Ina se puso junto a nosotros en la baranda. En iba pegado a ella.
—Parece familiar —dijo Ina—. Pero da una sensación completamente diferente.
Matas de plantas en espiral flotaban en nuestra estela, arrastradas desde Equatoria por mareas o tormentas, enormes hojas con ocho dedos que flotaban lacias sobre la superficie del agua. El Arco quedaba a nuestras espaldas, y ya no era una puerta, sino una puerta de regreso, un tipo completamente distinto de puerta.
—Es como si hubiera terminado una historia y hubiera empezado otra.
En no estaba de acuerdo.
—No —dijo solemnemente, inclinándose contra el viento como si pudiera hacer que el futuro se adelantara—. La historia no empieza hasta que no lleguemos a tierra.
Agradecimientos
He inventado un par de enfermedades con propósitos dramáticos para esta novela. El SDCV es una epizootia del ganado sin contrapartida en el mundo real. La EMA también es completamente imaginaria, pero sus síntomas imitan los de la esclerosis múltiple. Aunque la EM no tiene cura por ahora, hay un cierto número de terapias prometedoras que ya han sido introducidas o están en el horizonte. Sin embargo, las novelas de ciencia ficción no deberían ser confundidas con publicaciones especializadas de medicina. Para los lectores que tengan interés en la EM, una de las mejores fuentes disponibles en la red es www.nationalmssociety.org.
El futuro que he extrapolado para Sumatra y el pueblo minangkabau también es en gran parte de mi propia invención, pero la cultura matrilineal de los minangkabau y su coexistencia con el Islam moderno ha atraído la atención de los antropólogos; ver el estudio de Peggy Reeves Sanday, Women at the Center: Life in a Modern Matriarchy [Mujeres en el centro: La vida en un matriarcado moderno]
Los lectores interesados en las corrientes de pensamiento científico sobre la evolución y el futuro del sistema solar puede que deseen echarle un vistazo a The Life and Death of Vianet Earth [Vida y muerte de la tierra] de Peter D. Ward y Donald Brownlee, o a Our Cosmic Origins [Nuestros orígenes cósmicos], de Armand Delsemme para ver información que no haya sido refractada por la lente de la ciencia ficción.
Y una vez más, de entre toda la gente que ayudó a que escribir este libro fuera posible (y también les doy las gracias a todos ellos), el premio al Mejor Jugador de la Liga recae en mi esposa, Sharry.
Fin
1 «Reforma», en indonesio. «Reformasi» es como se conoce al período político posterior a 1998 en Indonesia, tras la caída de Suharto y su «Nuevo Orden». (N. del T.)
2 Juego de palabras intraducible basado en la polisemia de «cell» en inglés: celda y también célula. (N. del T.)
3 Alan Dershowitz (1938-) Abogado, profesor de derecho penal, figura política controvertida y escritor, conocido por su actuación en casos penales particularmente relevantes (O. J. Simpson, von Bülow, el juicio por obscenidad contra uno de los actores de Garganta Profunda) y sus opiniones sobre el Estado de Israel. (N. del T.)
4 Cuerno ceremonial usado como instrumento musical en varias ceremonias judías. (N. del T.)
5 En la escatología de determinados movimientos cristianos significa «milenio», «milenarismo», del griego «quilio», que significa «millar», período en el cual Cristo reinará sobre la tierra durante mil años, basándose en una interpretación del pasaje 20.1 del Apocalipsis, (N. del T.)
6 Public Broadcasting Service. Cadena pública norteamericana con un cierto énfasis en contenidos educativos. (N. del T.)
7 Lodoicea maldivica o «coco de mar». Palmera cuyo fruto, uno de los más pesados del mundo, se encontraba a veces flotando en el mar, e incluso arrastrado por las corrientes hasta las Maldivas. (N. del T.)
8Aeropuerto internacional Seattle-Tacoma. (N. del T.)
9 Famoso barco de competición (y de pesca) canadiense, botado en 1921 y hundido en 1946, que se convirtió en símbolo nacional y local. (N. del T.)
10 Jet Populsion Lab, el famoso «laboratorio de propulsión a chorro» sito en Pasadena. (N. del T.)
11 Nombre adoptado por muchas iglesias evangélicas protestantes en Estados Unidos debido al énfasis en el estudio de las Sagradas Escrituras. El nombre deriva de la ciudad de Berea citada en Hechos, 17:11 donde tras las enseñanzas de Pablo y Sí las, los habitantes «eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así». El preterismo es una corriente que afirma que algunas o todas las profecías sobre el fin de los tiempos en la Biblia se refieren en realidad a sucesos acaecidos en el siglo I d. C. (De ahí el uso de «preter», «pasado» en latín). (N. del T.)
12 Figuras de la escatología islámica, aproximadamente equivalentes a la de un redentor que llegará al fin de los tiempos (Mehdi, «el guiado») y un anticristo (Dajjal, «el Impostor»). Yajuj y Majuj son la versión coránica de Gog y Magog, figuras bíblicas hostiles al pueblo de Dios con multitud de representaciones diferentes según la fuente (líderes, tribus, naciones, gigantes, demonios...). (N. del T.)
13Food and Drug Administration, agencia gubernamental norteamericana que vela por el cumplimiento de las normativas sanitarias en alimentación, medicamentos, cosméticos, etc. (N. del T.)
14 Conflicto entre minangkabau tradicionalistas (seguidores del adat, las costumbre tradicionales nominalmente islámicas) y reformistas islámicos (los padri, que pretendían la imposición de un sistema legal coránico) en Sumatra Occidental entre 1821 y 1837, con la intervención de los holandeses a favor de los tradicionalistas. (N. del T.)
15 Instrumento tradicional de los minangkabau similar a una flauta. (N. del T.)
16 Los «kretek» son cigarrillos y cigarros con mezcla de tabaco y clavo. Originalmente creados como medicinales en el siglo XIX, actualmente son el tipo de cigarrillo más popular en Indonesia. (N. del T.)
17 «Bristlecone pine» en el original, una subespecie de pinos americanos de extrema longevidad y lento crecimiento entre los que se cuentan ejemplares como «Matusalén», que supuestamente es uno de los organismos vivientes más viejos del planeta. (N. del T.)
18 Cadena de tiendas de carretera en los Estados Unidos. (N. del T.)
19 Sendero que recorre el lado sur del Gran Cañón. (N. del T.)
20 Lucas, 21:32. (N. del T.)
21 Lucas, 21:19. (N. del T.)
22 «En aquel entonces se verán señales extrañas en el sol, en la luna y en las estrellas». Lucas, 21:25. (N. del T.)
23 Esta cita se encuentra en varios evangelistas con ciertas variaciones: Mateo, 24:19; Marcos, 13:25; Lucas, 21:26. (N. del T.)
24«Federal Emergency Management Agency», Agencia Federal de Respuesta a Emergencias. (N. del T.)
25 Territorio especial de Indonesia al norte de la isla de Sumatra; fue el punto más cercano al epicentro del seísmo de 2004. (N. del T.)