Publicado en
agosto 15, 2010
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Titulo original: Siegfried, Een zwarte idylle
1ª edición: marzo 2003
© 2001, Harry Mulisch, Amsterdam
© de la traducción: Isabel-Clara Lorda Vida¡, 2003
Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Tusquets Editores, S.A. -
Cesare Cantó, 8 - 08023 Barcelona
www.tusquets-editores.es
ISBN: 84-8310-234-X
Depósito legal: B. 7.002-2003
Fotocomposición: Foinsa -
Passatge Gaiolá, 13-15 - 08013 Barcelona
Impresión: MM Gráfic, S.L.
Encuadernación: Reinbook, S.L.
Impreso en España
Warum bolt mich der Teufel nicht?
Bei ihm ist es bestimmt schoner als hie
[¿Por qué no se me llevará el diablo?
Seguro que con él estaría mejor que aquí.]
Eva Braun, Diario, 2-III-1935
1
En el preciso instante en que el tren de aterrizaje tocó el suelo de hormigón, Rudolf Herter despertó bruscamente de un profundo y plácido sueño. El aparato frenó en medio de un rugido de motores y abandonó la pista de aterrizaje después de trazar una suave curva. Flughafen Wien 1.
Herter se incorporó con un gruñido. Tras descalzarse, se dio un masaje en los dedos del pie izquierdo, el rostro contraído en un gesto de dolor.
-¿.Qué te pasa? -preguntó la mujer sentada a su lado. Era alta, mucho más joven que él y llevaba el cabello recogido.
-Me ha dado un calambre en el dedo índice del pie.
-¿En dónde?
-En el dedo índice del pie. -Herter se echó a reír mirando a los ojos, grandes y verdes, de su acompañante-. ¿No te parece extraño que tengamos un nombre para todas las partes del cuerpo, aleta de la nariz, pabellón de la oreja, codo, palma de la mano..., pero no para los dedos del pie situados entre el pequeño y el gordo? Los hemos relegado al olvido. -Herter volvió a reír y añadió-: Ahora mismo los bautizo como los dedos índice, corazón y anular del pie. Aquí me tienes, el sucesor de Adán, aquel que puso nombre a todos los seres. -Herter miró a la mujer y añadió-: A propósito, el nombre de Maria está muy vinculado al de Eva.
-Lo tuyo no tiene arreglo. No cambiarás nunca -respondió Maria.
-Deformación profesional.
-¿Qué tal el viaje, señor Herter? -preguntó el miembro de la tripulación que se acercó a traerles los abrigos.
-Sólo un problema: me he bebido un cuarto de botella de Elzasser de más mientras sobrevolábamos Frankfurt. Terrible. Últimamente cada copa de vino me cuesta diez minutos extra de sueño.
Herter y Maria viajaban en clase business, de modo que fueron los primeros en abandonar el avión. Herter miró a los ojos grandes y cordiales de la tripulación que esperaba en fila en la puerta de salida para despedir a los pasajeros. El comandante apareció en el vano de la puerta de la cabina de mando.
-Adiós, señor Herter, le deseo una feliz estancia en Viena -se despidió el comandante con una generosa sonrisa-, y gracias por su maravilloso libro.
-No he hecho sino cumplir con mi deber -contestó Herter con una sonrisa.
Llegados a la sala de recogida de equipajes, Maria liberó un carrito de la fila, mientras Herter se apoyaba contra una columna con el abrigo doblado en el brazo. El cabello espeso, que enmarcaba su rostro afilado, le brotaba de la cabeza como llamas, si bien blancas como la espuma del rompiente. Vestía un traje de mezclilla con chaleco, cuya misión parecía ser la de mantenerle ensamblado el cuerpo, un cuerpo largo, estrecho, frágil y casi transparente. Tras superar dos operaciones de cáncer y un derrame cerebral, se sentía físicamente como la sombra de la sombra de lo que fue, pero sólo físicamente. Miró a Maria con sus ojos azules, fríos. Como un perro de caza junto a una guarida de zorros, su amiga no desviaba la mirada de la cortinilla de goma por la que pasaban ora una bolsa de piel de becerro de Hermés, ora un mísero paquete atado con cuerda. Ella también era alta y delgada, pero treinta años más joven que él y treinta veces más fuerte. Maria cogió las maletas de la cinta transportadora con un enérgico movimiento del brazo y las depositó en el carrito con idéntica maniobra.
Tras atravesar la puerta automática que daba acceso al vestíbulo de llegadas, vieron frente a ellos una larga hilera de carteles que la gente sostenía en alto: Hilton Shuttle, Doctor Oberkofler, IBM, Frau Marianne Gruber, Filatelia 1999...
-A nosotros no nos espera nadie -se lamentó Herter-. Me arrinconan y se hartan de reír de mí, como siempre.
Se sentía algo mareado.
-¡Señor Herter! -Le abordó una mujer menuda, al parecer embarazada, que le tendió la mano con una sonrisa-. Le he reconocido, por supuesto. Todo el mundo sabe quién es usted. Thérèse Röell, de la embajada de los Países Bajos. Soy su cicerone, por así decir.
Herter se inclinó con una sonrisa y le besó la mano. Un cicerone a punto de dar a luz. Eso era lo que más le gustaba de los holandeses: el buen humor. En todos los innumerables congresos literarios y literario-políticos a los que había asistido a lo largo de su vida -igual de inútiles todos, por cierto-, la delegación holandesa destacaba por ser la más divertida. Mientras que los alemanes y los franceses se reunían por la noche con caras serias para fijar sus estrategias del día siguiente, los holandeses siempre estaban de guasa. Incluso en el Consejo de Ministros abundaban los ataques de risa tonta, según le confesó en cierta ocasión un ministro.
El coche de la embajada les esperaba a la salida. El conductor, un hombre con un excéntrico bigote gris en punta, mantenía las portezuelas abiertas. Hacía mucho más frío que en Amsterdam. En el asiento de atrás, Herter comentó el programa de actividades con el cicerone. Maria, a la que había presentado como su amiga, iba sentada al lado del conductor con la cabeza algo vuelta hacia atrás para poder seguir la conversación, no sólo por curiosidad, sino también porque sabía que a él le costaba oír lo que se decía dentro del coche, dado que su audífono aumentaba el nivel de sonido del motor. De vez en cuando, Herter hacía a Maria una seña con la mirada y entonces ella repetía, más o menos disimuladamente, las palabras de la señora Röell. Para ahorrarle esfuerzos, sus anfitriones habían realizado una rigurosa selección de actividades. Para ese día no tenía más que una breve entrevista televisiva para un programa de actualidad sobre temas relacionados con el arte, que se emitiría esa misma noche. Disponía de tiempo suficiente para deshacer el equipaje y asearse un poco. A la mañana siguiente concedería entrevistas a tres importantes periódicos y semanarios, luego le esperaba una comida en la embajada y, a última hora de la tarde, la conferencia. El jueves dispondría de todo el día para él. Thérèse Röell le entregó la documentación y un par de periódicos con algunas consideraciones sobre su obra y él se los pasó a su vez a Maria. Herter levantó las cejas para indicarle a su amiga que siguiera ella con la conversación.
El centro de la ciudad le recibió con el imponente abrazo de la monumental Ringstrasse. No visitaba Viena con frecuencia, y sin embargo, cada vez que pisaba su suelo, le resultaba más familiar que ninguna otra ciudad. La familia de Herter era de origen austriaco. Al parecer, pensó Herter, el ser humano portaba también en los genes las ciudades y regiones en las que nunca había estado. Las calles estaban abarrotadas de gente, el sol de noviembre perfilaba los contornos del mundo con nitidez, avivando sus colores; las últimas hojas de otoño, condenadas a caerse de los árboles con la próxima tormenta, se contaban con los dedos de la mano. Cuando pasaron por delante de un campo de césped de un verde intenso y cubierto de hojas doradas, Herter las señaló con el dedo y dijo:
-Así es como me siento últimamente.
Junto a la majestuosa ópera, el coche dobló a la derecha por la Kärtnerstrasse y se detuvo ante el hotel Sacher. La señora Röell se excusó por no poder asistir a la comida y la conferencia del día siguiente, y prometió recogerles el jueves por la noche para acompañarles al aeropuerto.
En la recepción del bullicioso vestíbulo del hotel, Herter fue recibido con una cálida bienvenida, como si llevaran años esperándolo. Herter se dejó mimar. Considerando que, desde hacía ya unas décadas, la imagen que tenía de sí mismo no coincidía ni mucho menos con la que los demás tenían de él, pensó que todo parecía destinado a un muchacho de dieciocho años, que, desconocido y pobre como las ratas, intentara escribir una historia justo después de la segunda guerra mundial. Aunque, a lo mejor -pensó Herter divertido, mientras seguía al mozo que cargaba con el equipaje por los pasillos enmoquetados de rojo oscuro, con las paredes tachonadas de retratos decimonónicos en pesados marcos dorados-, a lo mejor, en el fondo de su corazón, era menos modesto y se trataba de todo lo contrario: tal vez él no había cambiado nunca, en el sentido de que siempre había sido para sí mismo el que en el presente era para los demás, incluso de niño, en su habitación del desván con las ventanas empañadas de escarcha.
Sobre la mesa del salón de la espaciosa suite -una habitación esquinera cuyas arañas de cristal y románticas escenas pictóricas evocaban el tocador de la emperatriz Isabel- había un jarrón con flores, una fuente grande de fruta con dos platitos, cubiertos, servilletas y una botella de vino espumoso dentro de una cubitera de plata. Junto a dos pastelitos Sacher de chocolate había una tarjeta del director con unas palabras de bienvenida escritas de su propia mano. Después de que el mozo les explicara el funcionamiento de todos los interruptores de la habitación, Herter se puso a deshacer las maletas para borrar las huellas del viaje y emprender la siguiente etapa. Entretanto, Maria, sentada en el borde de la cama, llamó a Olga, la mujer de Herter, para avisarla de que habían llegado bien. Olga era la madre de las dos hijas, ya mayores, de Herter, y esos días ella se hacía cargo en Amsterdam de Marnix, el hijo de siete años de Maria y Herter. Mientras Maria llenaba la bañera y se quitaba la ropa, Herter se acercó a la ventana.
El otro lado de la calle lo ocupaba por entero el frontispicio lateral de la imponente Staatsoper de estilo renacentista; en la plaza junto al hotel, al lado de la estatua ecuestre, una hilera de carruajes de alquiler esperaba a los turistas, los caballos con una manta sobre el lomo, los cocheros enfundados en largos abrigos con capas y tocados con sombreros de copa, tanto hombres como mujeres. Algo más allá estaba la Galería Albertina, detrás de la cual se divisaban, bajo la tenue luz otoñal, las torres y cúpulas de los palacios imperiales del Hofburg. Herter recordó la primera vez que visitó Viena, hacía ya cuarenta y seis años. Él era entonces un joven de veintiséis años; rebosaba salud y el año anterior había publicado su primera novela, El espantapájaros, ya laureada cuando no era más que un manuscrito. Cuando a sus cincuenta años fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura, el ministro calificó a Herter como «un ganador nato del premio nacional», y así fue como se sintió. El destino le depararía otros muchos honores de este tipo, cosa que nadie sabía aún en 1952, excepto él mismo. Un amigo periodista, que tenía que realizar un reportaje para una revista, le pidió que le acompañara en el viaje. En un Volkswagen se fueron a Viena por carreteras nacionales -las autopistas no abundaban por aquel entonces- pasando por Colonia, Stuttgart y Ulm. Eran los años inmediatos al fin de la segunda guerra mundial. Las ciudades estaban aún en ruinas, y su amigo y él tuvieron que pernoctar en refugios subterráneos provisionalmente acondicionados como hoteles. La ciudad de Viena también estaba en ruinas. Dos eran los recuerdos de aquel viaje que quedaron grabados para siempre en la memoria de Herter. El primero, haberse despertado la primera mañana en Viena en un mísero hotel en la Wiedner Hauptstrasse, no muy lejos de donde se encontraba en esos momentos. Su habitación tenía vistas a un patio y, al abrir la ventana, le sorprendió una sensación hasta entonces desconocida para él: un olor dulzón, indefinible, que le resultaba muy familiar a pesar de percibirlo por primera vez. ¿Acaso se heredaba también el recuerdo de los olores? La temperatura coincidía exactamente con la de su piel, ni un grado más frío o caliente. Sintió que su cuerpo se fusionaba con el mundo y que, de algún modo, se estaba reuniendo con su padre, con el que por aquel entonces ya no podía comunicarse. El segundo recuerdo lo constituía un encuentro que tuvo lugar un par de días después. Viena estaba aún ocupada por las cuatro potencias aliadas. En la fachada del Neue Burg, en el Hofburg, donde en 1938 Hitler había sido aclamado por la multitud, pendía una gigantesca estrella soviética roja con la hoz y el martillo. Herter no recordaba muy bien cómo, pero fue a parar a la zona rusa, donde entabló conversación con un soldado del Ejército Rojo. Era éste un par de años más joven que él y una cabeza más bajo, llevaba una gorra de soldado ladeada sobre el cabello castaño claro, botas de cuero, uniforme con charreteras y un cinturón ciñéndole la amplia camisa campesina que le colgaba por encima de los pantalones. En realidad no puede decirse que mantuvieran una «conversación», pues era imposible entenderse. De lo único que Herter consiguió enterarse es de que se llamaba Juri, que era originario de la Unión Soviética más profunda y que había acudido a esas tierras con el ánimo de impedir que la semilla de Hitler germinara de nuevo. Durante un par de horas caminaron hombro con hombro por Viena observando a los austriacos, sin decir más que:
-Germaanski niks Kultur. 2
¿Dónde estaría Juri en la actualidad? Si aún vivía, debería de rondar los setenta años. Herter suspiró profundamente. Haría bien en anotar todos esos recuerdos. Había llegado el momento de escribir sus memorias, aunque, bien pensado, para qué: en realidad, sus memorias impregnaban toda su obra, y ésta reflejaba las experiencias de su vida tanto como de su imaginación, pues vida e imaginación eran inseparables. Llamaron a la puerta de la habitación; un mozo les entregó un gran ramo de flores de parte del embajador.
Herter volvió a mirar la plaza de abajo. Los cocheros cuidaban de sus caballos y, tras un pretil, el archiduque de bronce a lomos de su caballo de bronce también paseaba su mirada por la ciudad. En una zona abierta de la plaza, un monumento moderno enorme se erigía en el lugar donde cientos de vieneses perdieron la vida durante un bombardeo. También esto se lo debían los vieneses a su hijo perdido, a cuyos encantos se habían rendido, encandilados, unos años antes en la Heldenplatz.
2
La entrevistadora, Sabine, llamó a Herter por teléfono para decirle que le esperaba abajo. En compañía de Maria, Herter tomó el ascensor y llegó al suntuoso vestíbulo revestido en madera de caoba. Los sofás y las butacas, situados entre enormes espejos y jarrones con espléndidos ramos de flores, estaban todos ocupados. Herter reconoció a Sabine por la edición alemana de su última novela que ella sostenía bajo el brazo, como una contraseña. Sus pantalones vaqueros y su camisa blanca de hombre (abotonada de izquierda a derecha) también la distinguían de la clientela burguesa que frecuentaba el hotel. Antes de dirigirse a ella, Herter le dio a Maria un beso en la frente. Era la primera vez que su amiga visitaba Viena, de modo que le apetecía darse una vuelta por la ciudad.
-Hasta luego. Mejor cenamos aquí esta noche.
-¿Quieres que te compre algo?
-Tengo de todo.
Tras presentarse a la joven periodista rubia, Herter le preguntó cuánto tiempo iba a durar la entrevista. Unos cinco minutos, no más. En los ojos azules de la joven reconoció esa expresión de encandilamiento que tan bien conocía y que todavía en el presente le azoraba. Era una mirada extraña, ambigua: como si le estuviera viendo como persona a la vez que como objeto, como obra de arte. ¿Para qué le servía a Herter esta admiración que a la vez imponía distancia? Durante toda su vida había hecho sencillamente lo que le placía, pues, de lo contrario, se habría muerto de aburrimiento, y, curiosamente, gracias a esta actitud se había transformado gradualmente en una obra de arte. En realidad, ¿cuál era su mérito? La mayoría de la gente, evidentemente, no sabía escribir buenos libros, incapacidad esta que a Herter le resultaba tan difícil de comprender como su propio talento. Escribir buenos libros le salía a él de manera natural. Para entender esa incomprensión de los demás, se imaginaba a un pintor o a un compositor: ¿qué hacían ellos para componer una sinfonía o pintar un cuadro? Bach y Rembrandt, a su vez, tampoco comprenderían su incomprensión. Sencillamente, había que poner manos a la obra. Que tales actos condujeran posteriormente a grandiosos templos musicales, edificios de ópera, célebres hombres distraídos -como directores de orquesta y músicos-, museos, teatros, bibliotecas, estatuas, libros complicados, nombres de calles y una mirada como la de los ojos de Sabine, era verdaderamente un milagro.
En una sala contigua -las paredes cubiertas de fotografías con autógrafos de personajes famosos y clientes olvidados, probablemente ya muertos- todo estaba listo para la grabación. Herter estrechó la mano del operador, del técnico de sonido y del técnico de iluminación, que le devolvieron el saludo con una ligera reverencia, costumbre ya del todo desterrada en Holanda. Herter se sentó en un sillón de felpa roja y cruzó las piernas. Las luces y focos estaban dirigidos a él, y un micrófono situado al extremo de un brazo articulado le pendía sobre la cabeza como el capullo pelusón de un insecto gigantesco. Sabine estaba sentada en una silla recta junto a la cámara.
-Un, dos, tres, cuatro -dijo ella.
El técnico de sonido pulsó un botón y miró a Herter.
-Todo lo perecedero es sólo alegoría -dijo Herter-. Aquí lo inaccesible se convierte en hecho; aquí se consuma lo inefable...
Sabine alzó la mirada de sus notas y, con una sonrisa, continuó:
-Lo eterno femenino nos encumbra.
El técnico de sonido, ignorando que Herter y Sabine acababan de recitar los versos finales del Fausto de Goethe, sólo estaba pendiente del volumen y movió la cabeza afirmativamente:
-Rodando.
-Rodando.
Herter había estado delante de una cámara cientos de veces, prácticamente desde que existía la televisión, y sin embargo aún seguía provocándole cierta ansiedad. No era una cuestión de miedo escénico -pues sabía que no haría mal papel-, no; lo que le producía extrañeza era la situación en sí: miraba a los ojos azules de Sabine, al lado de ella el tercer ojo omnividente de cristal, pálido como un pez muerto, cuyo cometido era hacer que la conversación de esa noche se desarrollara ante cientos de miles de ojos que en ese momento estaban todavía puestos en otra cosa.
-Recién llegado de Amsterdam, le damos la bienvenida a Viena, señor Rudolf Herter. Mañana por la noche leerá usted unos fragmentos de su gran obra La invención del amor, que aquí en Austria, como en tantas otras partes, ha sido recibida con enorme entusiasmo por los lectores. Se trata de una versión moderna de la leyenda medieval de Tristán e Isolda, una emotiva novela que pese a sus casi mil páginas a mucha gente le ha sabido a poco. ¿Podría ofrecerles a los telespectadores un breve resumen del argumento?
-No, no puedo, y le explicaré por qué.
Decenas de veces le habían formulado esa misma pregunta, y, versado como estaba en el oficio, sabía exactamente qué iba a responder: que el argumento no era lo más importante de una obra. Y, para demostrarlo, aduciría el ejemplo habitual: uno podía decidir escribir una obra dramática sobre un joven que, después de que su tío asesinara a su padre para luego casarse con su madre, se había propuesto vengar la muerte de su padre. Tal secuencia de hechos podría constituir la trama de un melodrama impresentable, pero, de llamarse el autor Shakespeare, el resultado es Hamlet. Lo esencial en el arte no era el qué, sino el cómo; en el arte la forma adquiría la categoría de contenido. Su libro era, en efecto, una variación sobre el tema de Tristán e Isolda, pero también habría podido derivar en una artificiosa novela gótica.
-Lo cual no es el caso -intervino Sabine-. Al contrario. Estamos ante el apasionante relato de dos personas cuyo destino no es encontrarse, pero que, debido a un malentendido fatal (que no pienso revelar), se enamoran locamente la una de la otra. Se engañarán, la vida las separará una y otra vez, pero siempre acabarán reencontrándose, hasta que al final, como consecuencia de otra serie de engaños y mentiras, acaban muriendo por amor.
-Vaya -contestó Herter con una sonrisa-. Al final ha sido usted quien ha resumido el argumento.
El alemán de Herter recordaba al que se hablaba antes de la primera guerra mundial. A pesar de sonar un poco anticuado, apenas tenía acento.
-Claro, lleva usted razón, el argumento en sí no significa gran cosa. Lo que interesa es la fantasía creadora que lo alimenta. ¿Lo he expresado bien?
-Puede usted decir lo que le plazca. La fantasía creadora... A decir verdad, el término «fantasía» no me acaba de convencer. Me sugiere una imagen de actividad, por ejemplo, un esquiador acuático surcando las aguas tras una ruidosa lancha motora, cuando debiera evocar todo lo contrario: un surfista que se desliza sobre el rompiente impulsado por las olas.
-¿Cómo debo llamarlo entonces? ¿Imaginación?
-Dejémoslo en fantasía.
-Me gustaría ahondar en esta idea. ¿Posee la fantasía creativa la naturaleza de los sueños?
-Sí, pero no exclusivamente. También posee la del entendimiento. No vaya usted a creer que, con esta afirmación, sigo los pasos de su honorable compatriota Sigmund Freud. Para él, los sueños, las fantasías, los mitos, las novelas y todo lo relacionado con la imaginación son objetos hacia los que se dirige el entendimiento. En cambio, yo opino que constituyen el entendimiento en sí.
-Me temo que no acabo de comprenderlo.
-Yo tampoco, pero hago lo que puedo. Lo que quiero decir es que la fantasía artística, sea de la naturaleza que sea, más que un concepto para ser comprendido, es un medio con el que se es capaz de comprender. Es decir, un instrumento. Lo que pretendo es darle la vuelta al asunto. Invertir los términos suele aportar nuevas ideas. Permítame que le ponga un ejemplo...
-Sí, claro.
Herter prosiguió con los ojos entornados:
-Imagínese un decorado realista, como los que hoy en día aún se ven a veces en la ópera. Por ejemplo: el mar, un pueblo de pescadores, las dunas. Estos elementos se reconstruyen en el teatro con toda clase de objetos reales, como arena, redes de pescadores, cubos oxidados. ¿Y qué ve el público? El decorado produce una impresión de realidad, sí, y sin embargo, bajo la luz artificial y el silencio del teatro, todos esos objetos reales se tornan irreales, adquieren una categoría artística. ¿Me sigue?
-La verdad...
-Bien. Lo intentaré de otra manera. -Herter reflexionó un momento; intuía que estaba a punto de realizar un hallazgo-. Piense usted en una persona real a la que le resulte difícil entenderla o a la que no entienda en absoluto.
-Rudolf Herter -respondió Sabine con una clara sonrisa en el rostro.
-La tarea le tocaría entonces a otro -replicó Herter, también con una sonrisa-, a usted, por ejemplo. No, no me refiero a un hombre cuyas palabras no entienda, sino a uno cuya personalidad y conducta le resulten incomprensibles. O una mujer, claro está. Imagínese que conozco a una mujer que me resulta un misterio...
-¿Conoce usted a una mujer así? -le interrumpió Sabine.
-Sí -dijo Herter pensando en la madre de sus hijas. En su cabeza empezó a tomar forma una idea, como una tormenta a punto de estallar-. Si no ando del todo equivocado en mi concepto de la fantasía, para poder comprender mejor a esa mujer habría que colocarla en una situación extrema, absolutamente ficticia, y a partir de ahí observar su comportamiento. A modo de experimento mental, o mejor dicho, imaginario.
-Pues me alegro de no ser yo esa mujer -dijo Sabine con un tono de inquietud en la voz-. No sé... eso de experimentar con personas... me suena un poco a cuento de terror.
Herter alzó los brazos. Al parecer, su entrevistadora le estaba viendo en esos momentos como una especie de doctor Mengele literario, pero se cuidó muy bien de no pronunciar ese nombre.
-¡Lleva usted razón! Someter a un ser querido a un experimento de estas características entraña algunos riesgos. Tal vez deba aplicarse únicamente a una persona muerta que te resulte incomprensible, alguien a quien detestes.
-¿Conoce usted también a una persona así?
-Hitler -replicó Herter sin pensárselo dos veces-. Hitler, naturalmente. Bueno, en realidad, no lo conozco. A propósito, otro compatriota suyo.
-Sí, y no nos hace mucha gracia que nos lo recuerden -añadió Sabine.
-Y, sin embargo, Hitler perdurará en la memoria de la gente durante siglos. Se le han dedicado cientos de miles de estudios de todos los géneros: políticos, históricos, económicos, psicológicos, psiquiátricos, sociológicos, teológicos, ocultistas y yo qué sé qué más. Ha sido interpretado y analizado desde todas las perspectivas imaginables; es el hombre que más tinta ha hecho correr. Con los libros que tratan de él se podría formar una hilera de aquí hasta la catedral de San Esteban, y sin embargo, de poco ha servido. No he leído todo lo que se ha escrito sobre él, pues una vida humana no bastaría para ello, pero, de haber existido alguien que hubiera propuesto una explicación satisfactoria de su personalidad, yo me habría enterado. Hitler continúa siendo un enigma sin resolver; y hoy más que nunca. Los innumerables intentos de interpretación de su personalidad no han hecho sino acentuar su invisibilidad, algo que a él, por cierto, le habría complacido en extremo. Para mí que anda muriéndose de risa en el infierno. Es hora de que esto cambie. Quizá podamos atraparlo con la red de la ficción.
-Se refiere usted a la novela histórica.
-No, no, la novela histórica es un respetable género que parte de unos hechos históricos a los que infunde vida de una manera más o menos plausible. Su compatriota Stefan Zweig era un maestro en este arte. A veces esas historias adoptan formas sensacionalistas, como sucede en todos esos libros y películas que reconstruyen la muerte del presidente Kennedy, si bien éstos persiguen la comprensión de un determinado hecho, no de una persona. Rolf Hochhuth, otro severo moralista, parte de la realidad social (como puede observarse en El vicario, una pieza teatral en donde se acusa al Papa de haber callado durante el Holocausto) para luego impregnarla de su fantasía. Pero yo estoy pensando más bien en un proceso contrario: partir de la realidad imaginaria (de un hecho inventado, altamente improbable, absolutamente ficticio pero no por ello imposible) para llegar a la realidad social. Creo que éste es el camino del verdadero arte: no de abajo arriba, sino de arriba abajo.
-¿No se ha aplicado ya este método al caso de Hitler?
-Sin duda. Pero yo no lo he hecho.
-Pues bien, estamos ansiosos por conocer su historia. Sabrá salirse del atolladero, de eso no nos cabe la menor duda.
-Siempre que los dioses me sean propicios.
-¿Cree usted en Dios?
-También Dios es una historia. Yo soy politeísta, un pagano, no creo en una única historia, sino en muchas. Y no solamente en la hebrea, también en la egipcia y en la griega. Si me permite el atrevimiento, yo tampoco me he quedado con una sola historia.
-¿Está usted preparando una nueva obra?
-Siempre lo estoy.
-¿Por dónde va?
-Aproximadamente por la décima parte, diría yo. Aunque eso no se puede precisar de antemano, y es preferible que así sea. De haber sabido que La invención del amor me iba a ocupar casi mil páginas, no habría ni empezado.
-¿Nos podría revelar algo de su nueva novela?
-Sí, pero no lo voy a hacer.
-Señor Herter, le deseo mucho éxito mañana, y le agradezco que nos haya permitido echar un vistazo entre bastidores.
-Al contrario, soy yo quien debiera estar agradecido. Me ha dado usted una idea.
3
-Estás muy callado esta noche -dijo Maria mientras subían en el ascensor después de haber disfrutado de la cena, el café y la tarta Sacher-. ¿Te sucede algo?
-Sí, me sucede algo.
Herter miró a Maria con expresión sombría. Ella comprendió que su inquietud tenía que ver con el trabajo, de modo que no insistió. Se habían bebido una botella de vino cada uno, es decir, demasiado. Aunque un exceso de vino en Viena no era lo mismo que un exceso de vino en Amsterdam. Herter continuaba buscando en su laboratorio literario un marco experimental ficticio en el que situar a Hitler para poder penetrar en su estructura, y le preocupaba no saber cómo enfocar el asunto. Sacó de su bolsillo un lápiz y colocó la tarjeta del director del hotel sobre el regazo. Debajo del logotipo del hotel impreso en la tarjeta -una S con una coronita circundada por una rama de laurel-, Herter escribió en letras mayúsculas:
HITLER
Se quedó abstraído mirando la palabra aunque sin leerla. Veía las seis letras como si fueran un dibujo, un icono. Al cabo de un minuto escribió debajo:
HELRIT
RELHIT
Miró su reloj, se encaminó al salón, encendió el televisor y buscó el canal.
-Dentro de cinco minutos, cuando me oigas en la tele, entenderás lo que me sucede.
Sentados en el sofá el uno al lado del otro, Herter y Maria se pusieron a mirar el final de un reportaje sobre una exposición de Durero: acuarelas de alas de pájaro con maravillosos colores. Herter fijó toda su atención en las imágenes; siempre que estaba inmerso en un proceso creativo, todo lo que veía o vivía era susceptible de convertirse en material literario. De repente se acordó de la pluma gris de paloma con la que de joven, en clase de dibujo, solía quitar del papel los restos de goma de borrar. ¿Habría usado Durero sus alas para este mismo fin? Alas, desplegar las alas, salir volando, libertad, Dédalo, Ícaro... y sin embargo, alas cortadas, arrancadas... No, la relación entre Durero y Hitler ya la había trazado Thomas Mann en su Doktor Faustus, de modo que por ahí no debía tirar.
Los créditos, la música: un fragmento de una sonata para piano de Schubert. Un segundo después, Herter estaba viéndose a sí mismo. Curiosamente, su persona en la pantalla no le miraba a él, sino a alguien a su lado, al lugar donde estaba sentada Maria.
-Recién llegado de Amsterdam, le damos la bienvenida a Viena, señor Rudolf Herter...
Herter estiró las piernas, colocó las manos con los dedos entrelazados bajo la nuca y se dispuso a escuchar su propio discurso acerca del qué y el cómo en el arte. Debería haber añadido que en la música, el arte por excelencia, no existe el qué, únicamente el cómo. Al oírse comentar en el programa que la fantasía no poseía la naturaleza de un esquiador acuático sino la de un surfista, le vino a la memoria una antigua idea que siempre había querido situar en algún lado, pero a la que aún no había sabido dar cabida. La idea de que después de la guerra, debido al desarrollo tecnológico, el silencio de la playa había sido reemplazado por un ruido permanente de lanchas motoras y radios portátiles, pero que, con el avance de la tecnología, había vuelto a imponerse el silencio anterior a la guerra. Nuevos materiales habían posibilitado el windsurf, condenando a la desaparición al esquí acuático, y los walkman habían ido sustituyendo a las radios.
En ese preciso momento le estaban viendo en miles de casas austriacas. Su voz resonaba en todas las salas de estar, mientras que él estaba allí sentado en el sofá sin decir palabra. Un fenómeno normal que ya no sorprendía a nadie, aunque, bien mirado, era un verdadero milagro. Desde la infancia había mantenido intacta la capacidad de asombro. Es más, cuando pensaba en sí mismo, se veía como un niño y no como un hombre de más de setenta años.
-Imagínese que conozco a una mujer que me resulta un misterio...
-¿Conoce usted a una mujer así?
-Sí.
-Me refiero a Olga -le dijo Herter a Maria.
-¿En serio? -respondió Maria con una sonrisita irónica.
La fantasía como herramienta del entendimiento. La idea se la debía a Sabine.
-Hitler. Hitler, naturalmente.
Una vez concluida la entrevista, Herter quitó el volumen del televisor y preguntó a Maria:
-¿Comprendes a lo que me refiero?
-Sí, pero sólo porque te conozco.
-Pues celebremos la suerte de habernos conocido con otra botella de vino.
La botella de vino espumoso flotaba absurdamente en agua, de modo que Herter llamó al servicio de habitaciones para que trajeran otra cubitera.
-Sin embargo, hay algo que no comprendo -prosiguió Maria-. ¿Por qué Hitler? Dices que quieres instalarlo en una situación ficticia extrema, pero ¿cómo puedes inventarte tú una situación extrema que el propio Hitler no haya ya inventado y llevado a cabo? Si lo que buscas es un personaje al que no comprendes, te convendría elegir a uno más moderado. ¿No crees que puedes encontrar a alguien así?
-Eso quisiera Hitler. Así se saldría con la suya una vez más. No, sólo me interesa él, precisamente por ser el personaje más extremo de la historia universal. -Herter encendió una pipa y presionó ligeramente la brasa con el dedo índice-. Aunque, en realidad, tienes razón, has dado con el problema. Y eso es precisamente lo que me preocupa. Hasta ahora no he logrado avanzar más allá de una escena. Sabemos que Hitler no visitó jamás un campo de concentración, y menos un campo de exterminio. Ese tipo de actividades las delegaba en Himmler, el jefe de las SS y de la policía. Imaginémonos que Hitler decidió un día acercarse a Auschwitz para ver con sus propios ojos el gaseamiento diario de miles de hombres, mujeres y niños en cumplimiento de sus órdenes. ¿Cómo habría reaccionado ante esa imagen? Pero, en tal caso, necesitaría cambiarle el carácter, porque él nunca hizo algo semejante, y aun así me resultaría imposible comprenderle.
-¿Era demasiado cobarde para eso?
-Cobarde..., cobarde... La cosa no es tan sencilla. En la primera guerra mundial, siendo ordenanza, fue condecorado con la Cruz de Hierro de primera clase por su valor en combate, algo poco usual para un cabo. Nunca se quitó la insignia. Se la impuso un oficial judío, por cierto. Parece ser que destacó por su valor, pero, que yo sepa, nunca hizo ningún comentario al respecto. Sospecho que a Hitler le gustaba que la sangre corriera sin cesar y sentirse el autor de todas esas decenas de miles de muertes diarias en los campos de concentración, en los frentes, en los territorios ocupados y en la propia Alemania. Ahora bien, él no quería presenciarlo. Tampoco llegó a visitar nunca una ciudad alemana bombardeada, tarea que encomendaba a su siniestro paladín, Goebbels. Cuando cruzaba en tren una ciudad en ruinas, ordenaba correr las cortinas. Creo que quería ser el ojo del ciclón. Los huracanes lo destruyen todo a su alrededor, pero en el interior del ojo hace un tiempo excelente y el cielo es azul. Símbolo de ello fue su residencia de verano, el Berghof. Fue ahí donde tramó todas sus atrocidades, y sin embargo, nada de ello penetró en aquel paraje idílico.
-Pero ¿por qué quería que la gente muriera en masa a su alrededor?
-Tal vez creía conjurar así su propia muerte. Mientras fuera capaz de matar, estaba vivo. Tal vez fuera su propia muerte lo único que le inspiraba verdadero temor. Tal vez confiaba en alcanzar la inmortalidad mediante aquellos ingentes sacrificios humanos. Y, en cierto sentido, así ha sido.
-¿No significa eso que ya has alcanzado tu objetivo? Todo lo que me estás contando lo has comprendido mediante tu fantasía, ¿o no?
Herter depositó su pipa en el cenicero y movió la cabeza afirmativamente.
-Algo de eso hay. La comprensión de un fenómeno a partir del absurdo. Bien, déjame pensar. He dado un paso, lo que significa que la idea es fecunda. Pero, además, quisiera encontrar algo que no se oponga a la naturaleza de Hitler, algo que hubiera podido ocurrir de verdad pero que no ocurrió, al menos que sepamos.
-Lo conseguirás.
-Si alguien lo ha de conseguir, seré yo -asintió Herter mirando a su amiga con una sonrisa-. Puede que sea ésta la razón de mi vida.
Maria arqueó las cejas.
-¿Significa eso que tú también estás al servicio de Hitler?
A Herter se le ensombreció el rostro; cruzó los brazos y fijó la mirada, sin ver nada, en las imágenes sin sonido de la pantalla del televisor. Ese comentario era justamente el que hubiera deseado no oír. También Sabine se había percatado del carácter mórbido de su experimento. Pero Herter sentía que había llegado demasiado lejos como para librarse de él. «De perdidos, al río», pensó; siempre estaba a tiempo de echarse a nadar.
Una joven, con un delantal tan blanco como la inocencia austriaca, entró en la habitación portando el hielo. Introdujo los cubitos tintineantes en la cubitera, descorchó la botella, y, a continuación, se dirigió al dormitorio donde preparó la cama para la noche. En presencia de la chica, Herter y Maria guardaron silencio, como si estuvieran tratando asuntos altamente secretos que nadie podía oír, ni siquiera una persona que no entendía su idioma.
-En realidad -dijo Maria cuando el picaporte de cobre se alzó suavemente-, todo lo que tienes se lo debes a tu fantasía, es decir, a algo que no existe en el mundo real.
-Excepto Olga y tú. Aunque... quién sabe, puede que vosotras también seáis producto de mi fantasía. Mis hijos son los únicos que no lo son.
-Anda ya -dijo María-. Qué dices. Ellos también lo son.
-Sí, claro -repuso Herter echándose a reír mientras le daba unas vueltas a la botella en la cubitera-. Basta de tonterías. Yo también lo soy.
-¿Y de dónde te viene la fantasía? En ti es algo muy normal, pero la mayoría de la gente carece completamente de imaginación.
Herter se encogió de hombros.
-Una tara genética. Como todo el mundo, yo soy, antes que nada, un fenómeno natural. En mi caso, también puede haber influido el hecho de ser hijo único. Solía pasar mucho tiempo solo. Mis padres eran inmigrantes con pocas relaciones y menos con holandeses. La vida en mi casa era muy diferente a la de las familias holandesas. A mis amigos les decían en su casa: «Acábate el plato». En cambio, a mí mi madre me había enseñado que era conveniente dejar algún resto de comida en el plato -una patata, por ejemplo- porque, de lo contrario, uno podía parecer hambriento y eso no quedaba nada fino. Como me sentía diferente a los demás, fui creando mi propio mundo. Hijo de padres divorciados, eso posiblemente influyó también. Una combinación de muchos factores. En cualquier caso, nunca he sufrido por ello. En realidad, no me importaba ser distinto a los demás. Eran los demás los que querían ser como yo, y lo mismo sucedió más adelante.
Maria se percató del tono de contrariedad en su voz. Mientras escuchaba a Herter, había estado mirando la televisión con el volumen apagado. En esos momentos tomó en sus manos el mando a distancia y subió el volumen. Algo irritado porque su amiga había interrumpido la conversación de esta manera, Herter también se puso a mirar el reportaje sobre la naturaleza. Unos buitres atacaban un rebaño de búfalos bajo un amenazador cielo africano. La voz del comentarista explicaba que los buitres iban a la caza de un ternero, al que primero separaban de la madre. El ternero buscaba a su madre con una expresión de pánico en los ojos y, un instante después, era atacado y despedazado. Al ver esto, Herter dijo con la cara crispada:
-¿Es necesario, Maria?
Como ella tardó en reaccionar, Herter le quitó el mando a distancia que tenía en el regazo y apagó el televisor.
Maria se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.
-¿Qué significa esto?
-No quiero verlo.
-Pues yo sí. No montes el numerito; la naturaleza es así. Dame el mando.
Herter se lo guardó en el bolsillo.
-No tengo por qué ver este tipo de espectáculos para saber que la naturaleza es un completo fracaso. -Herter señaló con el dedo la pantalla gris-. Lo que tendría que haber hecho el realizador es depositar su cámara en el suelo y salvar al ternero. Pero no: ¡oh, sí! Qué bonito, qué bonito, qué bonito... debió de pensar el hombre.
-Me voy a la cama -dijo Maria poniéndose de pie-. No tengo ganas de discutir.
Herter cerró los ojos y suspiró. Ni siquiera Maria acababa de comprender quién era él. En realidad eso no le molestaba, más bien lo vivía como una confirmación. Por suerte, Maria no encendió el televisor del dormitorio. Como había dejado la puerta abierta, Herter pudo ver que se desnudaba intentando evitar su mirada, aunque supiera que la estaba mirando. De regreso del cuarto de baño, Maria se acostó tapándose con el enorme edredón que la tornó invisible para él y se puso a leer un libro que había traído de Amsterdam sobre los problemas de los niños superdotados.
Herter dejó el mando a distancia sobre la mesa, sirvió dos copas de vino y se sentó en el borde de la cama. Mientras brindaban, se miraron unos instantes en silencio, la mano libre de Herter reposando sobre la cadera de Maria. Maria depositó su copa sobre la mesilla de noche, colocó su mano sobre la de Herter y dijo:
-Olvidé contarte una cosa. Marnix me preguntó ayer de repente quién era Hitler. El niño había oído campanas sobre el asunto. Le di unas cuantas explicaciones y entonces él me dijo:
4
Entre lamentos y quejas de que no había elegido el oficio de escritor para crear obras inmortales, sino para poder dormir por las mañanas todo lo que le pidiera el cuerpo, Herter se levantó al día siguiente a las ocho de la mañana. Faltaba una hora para su primera entrevista; la botella de espumoso estaba bocabajo en la cubitera flanqueada por otra media botella del minibar. La velada se había prolongado hasta tarde, no habían apagado la luz antes de las cinco de la madrugada. Herter maldijo al cicerone preñado que le había concertado todas esas citas a primera hora, pero, tras la ducha y el desayuno servido en la habitación, se sintió algo mejor. Cuando el primer periodista llamó a la puerta, Maria salió para ir al Museo de Historia del Arte.
Tanto el periodista de las nueve, como el de las diez y el de las once -cada cual con su respectivo fotógrafo- le habían visto la noche anterior por televisión. Sus primeras preguntas se referían a La invención del amor, que al parecer habían leído de verdad. Herter procuraba no responder siempre lo mismo. Aunque fuera inevitable caer en la repetición, no debía suceder en el mismo lugar ni en el mismo momento. Mientras hubiera suficiente distancia en el espacio y en el tiempo, no había problema, porque nadie se lo leía todo. Sólo él sabía que tal o cual cosa ya la había afirmado espontáneamente en Amsterdam, París o Londres. Tras preguntarle por su novela, los tres periodistas se mostraron interesados por la idea que Herter había dejado caer en la entrevista televisiva, la de colocar a Hitler en una situación ficticia para intentar comprender su naturaleza. Eso no le hizo mucha gracia a Herter, porque sabía que muchos de sus colegas tendían a actuar como ladrones y rateros, dispuestos a robarle el material al menor descuido. Así que, para desanimarlos, relativizó la idea con el argumento que le había señalado Maria: la imposibilidad de inventar una situación más extrema que la que el propio Hitler había materializado.
A las once y media Herter puso fin a la última entrevista. Estaba harto, tenía ganas de salir. En la acera delante del hotel respiró a fondo el aire frío. Hacía viento. Con el cuello del abrigo levantado y el cabello ondeando al viento enfiló la lujosa calle comercial en dirección a la catedral de San Esteban. Ni siquiera en ese momento lograba quitarse a Hitler de la cabeza. Cien años atrás, siendo todavía un pelagatos de ropas raídas con el alma desgarrada por ideas feroces, Hitler caminó por esa misma calle en dirección a la ópera con el propósito de hacer cola para adquirir una localidad sin asiento en la platea para El ocaso de los dioses. Tal vez se hubiera cruzado por la calle con un elegante oficial de su edad -el sable decorativo de puño labrado a un costado del cuerpo, el monóculo encastrado en un ojo, en el bolsillo los Aforismos sobre el arte de saber vivir de Schopenhauer- que se dirigía a una cita galante en el Sacher: el padre de Herter. Tal vez Hitler clavara en él, por un instante, sus fanáticos ojos. Llegado a la catedral, Herter dobló a la izquierda y desembocó en el Graben. Esta calle, muy ancha y con aspecto de plaza, era dominada por la Columna de la Peste, de decenas de metros de altura, levantada en el siglo XVII para agradecer a Dios la liberación de la peste, lo cual significaba, pensó Herter, que la epidemia había sido obra del diablo. Herter se detuvo y recorrió con la mirada la construcción barroca que serpenteaba hacia el cielo como un ciprés de bronce. Evidentemente, no era Dios quien había logrado acabar definitivamente con la peste, sino Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina: éste era el que se merecía un monumento del tamaño de la basílica romana de San Pedro. Herter reanudó el paseo y le vino a la memoria La peste de Camus, novela en la que la enfermedad representaba la Muerte Negra del nacionalsocialismo. La epidemia de peste del siglo XVII segó la vida de treinta mil vieneses, pero la peste hitleriana de seis años de duración y sus consecuencias había matado a doscientos mil. ¿Por qué no apareció en aquella ocasión un Fleming capaz de desarrollar un antibiótico contra esa enfermedad contagiosa? ¿Y dónde estaba el monumento conmemorativo a los médicos aliados de 1945?
-Germanski niks Kultur -masculló Herter.
Herter regresó al hotel por varias callejas angostas. Algunas personas con las que se cruzaba le reconocían por su reciente aparición en la televisión. El automóvil de la embajada les recogería en diez minutos para llevarles a la comida ofrecida por el embajador. Mientras telefoneaba en recepción a Maria para avisarla de que la esperaba abajo, vio salir del ascensor a un célebre director de orquesta, Constant Ernst, que en Holanda apenas actuaba ya, y al que sólo conocía de vista. El músico se sentó en una butaca, colocó un periódico sobre sus rodillas y empezó a liar un cigarrillo de una manera típicamente holandesa, sin mirar lo que hacía. Un instante después se saludaron cortésmente con una inclinación de cabeza.
El conductor del bigote apareció en el vestíbulo al mismo tiempo que Maria y les buscó con la mirada. La situación se aclaró cuando Ernst hizo también un gesto y se puso de pie. Herter y Ernst, sonriendo, salieron al encuentro el uno del otro y se tendieron la mano.
-Creo que no es necesario que nos presentemos -dijo Ernst.
-Somos los dos últimos holandeses que todavía no se conocían personalmente.
Ernst tenía una sonrisa franca y un brillo de curiosidad en los ojos tras sus gafas metálicas. Era diez años más joven que Herter, delgado de constitución, y vestía con cuidado desaliño. A pesar del bigote y el cabello gris enmarañado que le caía sobre la frente, su aspecto era juvenil. En el coche, sentado junto al conductor, Ernst comentó que estaba ensayando Tristán e Isolda con la Filarmónica de Viena.
-Mejor imposible -dijo Herter y le dirigió una mirada a Maria moviendo ligeramente la cabeza-. Esta noche doy una conferencia.
Ernst no hizo ninguna referencia a La invención del amor y Herter no le preguntó si había leído su libro, pues eso no se lo preguntaba nunca a nadie, ni dejaba que Maria lo hiciera.
La residencia de la embajada se hallaba en una zona señorial, junto al Belvedere, lindando con el jardín botánico. El embajador y su esposa, los Schimmelpenninck, los recibieron de pie, como un solemne retrato viviente, en el salón lujosamente amueblado: él, un caballero entrado en carnes, enfundado en un traje azul marino de finas rayas blancas; ella, una señora vestida con sencillez que lucía el tipo de sonrisa que se transmite de madres a hijas a lo largo de generaciones. A los pies del matrimonio yacía un perro bonachón, sin forma alguna, que había infringido todas las leyes de la raza. La señora del embajador dijo que La invención del amor era una de las novelas más bonitas que jamás había leído. El elogio sonaba sincero.
-Pero debemos confesarle algo terrible, señor Herter -añadió la señora, señalando al perro-. Kees ha enterrado su libro. Aquí, en el jardín.
Herter se agachó y acarició la cabeza de Kees.
-Eres un judío ortodoxo, ya lo había advertido.
-¿Cómo dice?
-Los judíos devotos nunca tiran los viejos libros religiosos, tampoco los venden; los entierran. Ellos saben cómo.
Ernst se disculpó por no haber tenido aún ocasión de leer La invención del amor debido a su ajetreada vida, y Schimmelpenninck acudió en su ayuda diciendo que habían conseguido entradas para su estreno de la semana siguiente. ¡Wagner! Herter, con un brillo de ironía en los ojos, le preguntó a Ernst si no había iniciado su carrera de director con la moderna Escuela de Viena, con Schönberg, Webern y Alban Berg. Ernst se echó a reír y contestó que sí, que seguía dirigiéndolos, pero que tal vez la modernidad arrancaba de Wagner.
-No bebas demasiado -susurró Maria cuando Herter tomó una copa de vino blanco de la bandeja que le tendía una camarera asiática.
-La bebida alarga la vida.
Schimmelpenninck, que había visto a Herter la noche anterior por la televisión, se sentía intrigado por su comentario sobre Hitler.
-¿Qué dijo? -inquirió Ernst.
-El señor Herter tiene la intención de enfrentarse con Adolf Hitler -respondió Schimmelpenninck sin pestañear-. Va a armarse una buena, que tiemble el Führer.
En cuanto el embajador empezó a dar explicaciones, su esposa y Maria aprovecharon la ocasión para ir a admirar a los maestros de la pintura del siglo XVII, cedidos por el Rijksmuseum. «Las mujeres de hoy en día no se interesan por Hitler», pensó Herter; cuán diferente fue en otros tiempos.
Cuando el embajador acabó de hablar, Herter intervino diciendo que lo que convertía a Hitler en la figura dominante del siglo XX era precisamente su naturaleza enigmática. Stalin y Mao compartían con Hitler la condición de genocidas, pero no eran en absoluto enigmáticos, y por ello habían inspirado muchísimos menos libros. La historia universal estaba plagada de personajes de esa calaña; existían en el presente y seguirían existiendo siempre, pero, como Hitler, no había habido nadie. Hitler no tenía parangón, fue la criatura más enigmática de todos los tiempos. Por esta razón, el fascismo de Mussolini o Franco resultaba relativamente insignificante comparado con el nacionalsocialismo. Sería una satisfacción poder despedirse del siglo XX con una última palabra sobre el dictador, como una especie de Endlösung der Hitlerfrage.3
-A propósito -añadió Herter mirando a Ernst-, no se lo tome como algo personal, pero puede que un director de orquesta sea el ejemplo más puro de un dictador.
-Diga tranquilamente de un tirano -contestó Ernst risueño mientras liaba un cigarrillo-. Si el director no ejerce de tirano, sobreviene el caos.
-La palabra «director» -prosiguió Herter- es prácticamente sinónima de führer. El director dirige la orquesta, exige obediencia total y se caracteriza por darle la espalda al público. Es el último en subir al escenario, enseña la cara un instante, recibe el aplauso, le da la espalda al público y luego procede a impartir su retahíla de órdenes. Al término de la representación, vuelve a enseñar un momento la cara, se deja ovacionar y es el primero en retirarse.
-Todo esto me resulta vagamente familiar -dijo Ernst pasando la lengua por el papel de fumar.
-Sólo que Hitler nunca llegó a dar la cara. Fue un director de orquesta que le daba la espalda al público mientras subía al escenario y que no se daba la vuelta ni siquiera al término del concierto. Lo que yo quisiera es situar a Hitler frente a un espejo ficticio, o algo parecido, para que podamos verle la cara. Aunque todavía no sé cómo hacerlo.
-¿No teme a veces que sus ideas se queden en agua de borrajas?
-Sí, con frecuencia no conducen a nada, pero eso es algo que no me preocupa. Si no es una idea, será otra.
-Demuestra usted una gran confianza en sí mismo. Resulta envidiable.
-Si se carece de esta virtud, no se llega muy lejos en el arte.
Ernst comentó que el espejo ficticio al que se había referido Herter le traía a la memoria una de las experiencias más curiosas de su vida sucedida quince años atrás, durante un ensayo de una sinfonía de Mozart en la sala Felsenreitschule de Salzburgo. Los músicos no estaban aquel día muy inspirados y él debía intervenir continuamente para hacerles repetir ciertos pasajes. Pero, de repente, empezaron a tocar maravillosamente bien, todos al unísono, tanto que no daba crédito a lo que oía, como si no fuera él quien los estuviera dirigiendo a ellos, sino ellos a él. Entonces percibió en los ojos de los músicos que algo sucedía a sus espaldas. Se dio la vuelta y ¿qué vio? Ahí estaba el mismísimo Herbert von Karajan, de pie en el umbral de la sala vacía, escuchando el ensayo.
-Una historia como ésta -dijo Herter moviendo la cabeza- me arregla el resto del día.
-¿Y quién está en su umbral, señor Herter? -preguntó Schimmelpenninck ladeando la cabeza.
Herter le miró sorprendido. ¡Una buena pregunta! ¿A quién debía mencionar? ¿A Goethe? ¿A Dostoievski? Tuvo la sensación de que había un tercer hombre.
-No sé qué decirle ahora mismo. Si yo fuera un epígono, la respuesta sería fácil.
-Tengo la impresión -intervino Ernst- de que es usted el que está en el umbral de algunos escritores.
-Así les libero de mucho trabajo.
Los tres hombres habían estado conversando de pie y se encaminaron al comedor. A Herter le tocó sentarse al lado derecho de la señora Schimmelpenninck, Maria a la derecha del embajador. La cubertería de plata lucía el escudo nacional de los Países Bajos.
-Qué casualidad -observó la señora Schimmelpenninck mientras la servían-. El señor Herter escribe una novela sobre el tema de Tristán e Isolda, el señor Ernst dirige Tristán e Isolda, y ambos están sentados a nuestra mesa.
-No es ninguna casualidad, querida -puntualizó Schimmelpenninck-. Todo lo contrario. El señor Herter ha vuelto a salirse con la suya.
-Je maintiendrai -exclamó Herter señalando el lema del escudo en el plato.
El embajador alzó su copa.
-Esto merece un brindis.
Después de que Ernst hiciera un comentario elogioso de la casa, Schimmelpenninck explicó que en ella había vivido Richard Strauss, lo cual no era naturalmente una casualidad. Herter miró a su alrededor, como tratando de descubrir el espíritu del compositor. En ese mismo lugar estuvieron sentados Strauss y Hugo Hofmannsthal comentando el libreto que éste escribió para La mujer sin sombra. El propio Herter también había escrito libretos de ópera, conocía ese tipo de conversaciones; eran como las de un matrimonio, con el compositor en el papel de la mujer.
-Strauss es también impensable sin Wagner -observó Ernst.
Herter le preguntó, con una mirada inquisitiva:
-Cuál es el secreto de Wagner?
-Su cromatismo -replicó el director de orquesta sin dudarlo ni un segundo. De repente se sentía en su elemento-. En cierto sentido, la obra de Wagner preludia la dodecafonía de Schönberg. Su infinita melodía nunca se resuelve en la tónica, como en todos los compositores anteriores, sino que la pasan rozando, y eso es lo que confiere a su música ese carácter embriagador: el intenso deseo imposible de aplacar, el aplazamiento constante de la satisfacción.
-Una especie de coitus interruptus musical, entiendo -dijo Schimmelpenninck.
-Contrólate, Rutger -dijo su mujer.
-No tengo la menor intención de controlarme.
-Su marido tiene toda la razón, señora. La solución final armónica no se produce en Tristán hasta el final, con la muerte liberadora, cuando una bandera negra ondea en el escenario. En realidad, sólo existen tres óperas en el mundo. La primera, el Orfeo de Monteverdi; la segunda, el Don Giovanni de Mozart. Wagner fue un individuo abyecto, un antisemita de primer orden, sí, pero con su Tristán compuso la tercera.
-La solución final armónica... -repitió Herter despacio mirando la carne roja que tenía en el plato. No iba a poder comer ni una cuarta parte de esa carne, porque le extrajeron el estómago en una operación un tiempo atrás. Alzó la mirada-. Harmonische Endlösung,4 podría decirse también. El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música.
5
-Es el título de un libro que Nietzsche escribió de joven en homenaje a Wagner -dijo Herter de regreso a la habitación del hotel, mientras se quitaba la chaqueta-. Nietzsche se refería a otra cosa, pero yo lo interpreto ahora a mi manera. -Se aflojó la corbata y, con la voz entrecortada, añadió-: La verdad, no sé en qué lío me estoy metiendo. Puede que todo esto no tenga ni pies ni cabeza.
-Estás un poco pálido.
-Es como si cargara yo solo con todo el peso del siglo XX. Creo que voy a echarme una siesta. Quizá me aporte alguna nueva idea.
-Llama antes a Marnix, por favor -le pidió Maria mientras le colgaba la chaqueta-. Es miércoles, está en casa ahora. Ayer me preguntó por ti.
Sentado en el borde de la cama, Herter llamó al número de teléfono de Olga, su mujer. Nada más oír su voz, supo que Olga tenía el día bueno. Su voz sonaba como una clara mañana de primavera, aunque habría podido ser una brumosa tarde de noviembre. La pareja actual de su mujer, un cardiólogo, tampoco comprendía nada de ella. Un día hasta le dijo a Herter que la Universidad de Amsterdam haría bien en crear un cátedra de Olgalogía. Mientras se quitaba los zapatos, Herter le contó a Olga cómo iban las cosas por Viena, lo que ella escuchó con paciencia pero sin excesivo interés. A continuación se puso al teléfono su hijo, el cual fue inmediatamente al grano:
-Papá, cuando me muera quiero que me incineren.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué no quieres que te entierren?
-Porque quiero que introduzcan mi ceniza en el reloj de arena que tienes en tu cuarto de trabajo. Así se puede ser útil a lo largo de los siglos.
Herter enmudeció, perplejo.
-¿Papá?
-Sí, estoy aquí. En tal caso sería un reloj de ceniza.
-¡Sí! -respondió Marnix echándose a reír.
-Pero aún te falta mucho para morir. Tú vivirás ciento diez años, conocerás el siglo XXII. Seguro que los médicos sabrán entonces cómo prolongar la vida.
-¡Esos médicos aún no han nacido siquiera!
-Así es. Les toca esperar un poco.
La conversación se alargó unos minutos más, pero Herter ya estaba con la cabeza en otra parte. Después de colgar el teléfono, le contó a Maria el comentario de Marnix sobre la ceniza.
-A quién habrá salido el muchacho... -respondió ella mirándole con el rabillo del ojo.
-Dice un proverbio chino: las personas mayores hablan de ideas; las de mediana edad, de sucesos; los jóvenes, de personas. Es evidente a qué categoría pertenece Marnix.
-Esperemos que eso no le complique la vida.
Herter se quedó mirando la alfombra con gesto pensativo.
-En la literatura también intervienen estas tres categorías, aunque la de las ideas suele escasear.
Herter se tumbó en la cama, desconectó su audífono y clavó la mirada en el techo. Repitió despacio las palabras de Marnix:
-Así se puede ser útil a lo largo de los siglos...
-¿Qué dices?
-Repito lo que me ha dicho Marnix. Así se puede ser útil a lo largo de los siglos. Anota la frase, por favor. Puede que algún día me sirva para algo.
Mientras Maria hacia lo que le acababa de pedir, Herter cerró los ojos. Pudiera ser que Marnix alcanzara el siglo XXII, pero un día él también moriría, y los vivos medirían eternamente el tiempo con su ceniza. El reloj de ceniza erguido en símbolo del infinito matemático. Eterno, infinito... todo eso iba para largo, en realidad el mundo entero iba para largo, tanto en el tiempo como en el espacio. Dentro de cien años el mundo sería irreconocible, probablemente aún más que el mundo de hoy para la gente de cien años atrás. ¿Y cómo será dentro de mil años? ¿Y dentro de diez mil? ¿Y de cien mil? Resulta casi imposible imaginar que pueda llegar alguna vez ese momento, y sin embargo llegará. Dale otra vuelta al reloj de ceniza. ¿Un millón de años? ¿Cien millones? Sigue contando. La paciencia de los números es infinita. Dentro de cuatro o cinco mil millones de años puede que llegue el día en que el Sol se expanda hasta adquirir las proporciones de un gigante rojo que engulla la Tierra para luego reducirse lentamente a carbonilla. Después de esto, no habrá más días, pero dará igual, pues para entonces el ser humano habrá colonizado las regiones más profundas del universo o, cuando menos, habrá asentado ahí todo lo creado por él. Quién pudiera ahora, aproximadamente a la mitad de la vida del sistema solar, avistar por un momento, con la clarividencia del presente, los abismos del pasado y del futuro. Pero ¿cómo alcanzar ese momento?
Herter abrió los ojos un segundo, como para cerciorarse de que seguía en el mismo sitio: en el presente, en Viena, en el Sacher. Maria, sentada en una butaquita junto a la ventana, se limaba las uñas; la imagen se fijó en la retina de Herter como una foto. Maria limándose las uñas; tiempo de exposición: 1 segundo.
Herter pensó en Constant Ernst, que había consagrado su vida a la música. En otros tiempos, la música había significado para Herter más que la literatura, pero eso se acabó el día en que tuvo que sacrificar parte de su oído en el altar de la revolución. En 1967 visitó Cuba con un grupo de artistas e intelectuales europeos, acontecimiento este sobre el que proyectaba escribir un libro. Con motivo de la conmemoración del fracasado golpe revolucionario de Castro del 26 de julio de 1953, el día 25 todo el grupo fue trasladado en avión a Santiago, al este del país, en la calurosa provincia de Oriente. Al amanecer, le despertó un ensordecer estampido de cañones. Por un momento creyó que había comenzado la invasión estadounidense, pero resultaron ser unas salvas de saludo, veintiséis para ser precisos, disparadas por una batería antiaérea apostada junto al edificio en que se alojaban. Los oídos le zumbaron durante horas, y, tres días después, la noche en que cumplía cuarenta años, descubrió para su asombro que había adquirido poderes mágicos sobre la naturaleza. En cuanto se echaba sobre el costado derecho, oía el imparable concierto de miríadas de grillos en la noche tropical, que se callaban en el acto al darse la vuelta. Veinte años después, cuando también su oído izquierdo sufrió daños a causa de la explosión de unos fuegos artificiales durante una gélida Nochevieja, su capacidad auditiva quedó definitivamente mermada. Desde entonces, escuchar música dejó de ser un placer, tanto como lo había dejado de ser la comida.
-Así se puede ser útil a lo largo de los siglos... -repitió Herter en voz baja con los ojos aún cerrados.
En Cuba estuvo para restablecerse de la enfermedad de Eichmann, a cuyo juicio en Jerusalén había asistido cinco años atrás, suceso este sobre el que sí escribió un libro. Durante semanas, día tras día, escuchó las terroríficas historias de los judíos supervivientes de los campos de exterminio, mientras que el jefe de escenografía de la tragedia parecía enloquecer en su jaula de cristal. El superior de Eichmann, Himmler, jefe de las SS, hacia ya años que se había suicidado, al igual que hizo en su día el autor de ese genocidio cromático, maestro inspirado en el arte de las matanzas, con quien Herter se acababa de topar de nuevo, ojalá que por última vez. Lo absurdo para Herter era que no sólo no disfrutaba realmente de Tristán e Isolda o de El ocaso de los dioses, sino tampoco ya del Arte de la fuga... Hitler..., desde su cuna hasta su inexistente tumba no hizo sino acrecentar la felicidad de los demás. En un principio, al nacer, sólo hizo felices a sus padres; más adelante colmó de felicidad a todo el pueblo alemán, y luego, al austriaco; y, a su muerte, la humanidad entera no cupo en sí de felicidad. «Debería anotar esta idea o mandar que alguien la apuntara», se dijo Herter, «porque podría olvidarla», pero la pereza ya se había apoderado de él. Tras calcular un poco, descubrió que Hitler llevaba muerto casi los mismos años que los que él tenía de vida... Una vez desaparecido el sistema nazi, Alemania y Austria se constituyeron en Estados razonablemente administrados, mientras que en Rusia la desaparición del sistema soviético llegó a provocar una anarquía de tintes surrealistas. A dos pasos, en los Balcanes, las matanzas volvían a estar a la orden del día, si bien realizadas a la antigua usanza preindustrial, con unos métodos que hasta el propio Hitler habría despreciado; con todo, esas matanzas convencionales caerían en el olvido en pocos años. ¿Qué quedaba más lejos? ¿Las sangrientas matanzas en Yugoslavia o la exterminación en masa de seres humanos en Auschwitz? Desde Viena se llegaba a los Balcanes en tres cuartos de hora, pero los cincuenta y cinco años de distancia entre el presente y la segunda guerra mundial eran ya imposibles de salvar. A pesar de todo, Herter sentía esa guerra muy cerca todavía, a la vuelta de la esquina del tiempo... Empezaba a pertenecer a la última generación de personas que conservaban nítidos recuerdos de la guerra, insignificantes si se comparaban con aquellos que vivieron experiencias traumáticas, pero aun así impregnados de esos invisibles gases venenosos que, desde la erupción volcánica del nacionalsocialismo, flotaban por todos los rincones de Europa. Una noche, justo después del toque de queda, se ve a sí mismo regresando a casa por una calle oscura, caminando de puntillas, arrimándose contra las casas para pasar inadvertido: el alumbrado público está apagado, las luces en el interior de las casas también. No se oye ni una mosca en la ciudad. Entonces, bajo la luz de las estrellas, en un cruce, ve a lo lejos a dos guardias con sus cascos y sus carabinas -holandeses al servicio de los alemanes- charlando y caminando a paso lento de un lado a otro. Se esconde en un portal y se queda inmóvil, asustado, respirando con la boca abierta sin apenas hacer ruido, su corazón latiendo con fuerza... Eso fue la guerra para él. Así es como uno regresaba a casa de noche. Una faceta microscópica de lo que aquella misma noche estaba teniendo lugar en otros lugares: en los campos de concentración, en los sótanos de la Gestapo, en las ciudades bombardeadas, en los frentes, en el mar, en el aire; y, sin embargo, ese miedo, por insignificante que fuera, y la oscuridad y el silencio de aquel momento también formaban parte de la gigantesca corriente de lava de destrucción expulsada por el cráter de Hitler que anegó todo el continente, una experiencia imposible de explicar a las nuevas generaciones... Hitler. Esa criatura fracasó absolutamente en todo, primero como artista en Viena, luego como político en Berlín; quiso acabar con el bolchevismo, pero consiguió atraerlo hasta el corazón de Alemania; quiso exterminar a los judíos, pero sentó las bases del Estado de Israel. Lo que sí logró fue arrastrar a la muerte a veinticinco millones de personas; tal vez fuera eso su verdadera ambición. De haber dispuesto de un medio para hacer volar la tierra por los aires, sin duda lo habría empleado. La muerte fue la tónica de su ser. ¿Se ocultaba en ese mortal algún ápice de amor por la vida? ¿Acaso llegó a sentir algo por su perro favorito? ¿O por Eva Braun, con quien, al fin y al cabo, contrajo matrimonio justo antes de morir? ¿Qué clase de equipo de laboratorio podía montar Herter para someter a su personaje a alta presión y obligarle así a mostrar la cara?... Un espejo, le había dicho a Ernst. Una máquina provista de un espejo... La respiración de Herter se hace más lenta. Está sentado al lado de Olga en la orilla de un gran río; ella le enseña unas fotos, pero a él le deslumbra la fuerte luz del sol reflejada en el agua... De repente, un hombre y un muchacho le secuestran violentamente... Cuando ve la habitación en que van a encerrarle, Herter grita: «¡Sí, aquí quiero vivir!»... Su reacción confunde a los secuestradores, pero éstos ya no pueden dar marcha atrás. Ahora los prisioneros son ellos...
6
-¿Te has preparado un poco la conferencia? -preguntó Maria en el ascensor.
-Claro que sí. ¿No viste que dormía?
-¿Has traído el libro?
-Tendrán algún ejemplar ahí.
A las seis había quedado citado en la cafetería del Sacher, para una conversación preliminar, con la señora Klinger -presidenta del ateneo literario austriaco organizador del acto- y un crítico, un joven muy serio, que dijo llamarse «Marte». El joven llevaba el pelo corto, un zarcillo en el lóbulo de la oreja izquierda y una especie de zurrón repleto de papeles colgado del hombro. Herter vio entre los papeles un ejemplar de La invención del amor y se lo pidió prestado para la conferencia. En realidad, no hubo mucho de qué hablar, el procedimiento era el habitual: una vez realizadas las presentaciones, Herter hablaría un poco de su novela, leería algunos fragmentos durante tres cuartos de hora, y luego, con Marte como moderador, contestaría a las preguntas del público. Herter pidió a Marte que hiciera el favor de repetirle cada una de las preguntas, por el problema de su sordera. Marte le preguntó si prefería permanecer de pie o sentado durante la conferencia. Mejor sentado. ¿Qué querrá usted beber? Agua, sin vaso, por favor. Habrá un puesto con libros, ¿está usted dispuesto a firmar? Por supuesto que sí. La literatura era la razón de su vida, precisó Herter. Al término de la conferencia se ofrecería un vin d’honneur con aperitivo.
Media hora después apareció un hombre de unos cuarenta años y aspecto juvenil. Por el cabello rojo y la piel blanca parecía irlandés; sin embargo se presentó con un ligero acento vienés como director del Sacher. Dijo sentirse honrado de estrechar la mano del Herr Doktor Herter, y se ofreció a llevarlos en coche a la Nationalbibliothek en la Josefsplatz, pues, aunque la biblioteca estuviera a diez minutos andando del hotel, hacía mal tiempo y él también quería asistir a la conferencia.
Frente a la puerta esperaba el Rolls-Royce del hotel Sacher, del mismo color que la famosa tarta Sacher. Como Herter no tenía ganas de hablar, se sentó al lado del chofer. Conforme se hacía mayor, la gente le trataba cada vez con más amabilidad, salvo unos pocos compatriotas suyos que le odiaban a muerte; pero, consciente de que en el fondo nadie le conocía de verdad, donde más a gusto se sentía era en su cuarto de trabajo, a solas, sin citas, sin teléfono, con el día entero, inmaculado, por delante. Ya de niño sentía como una carga que le apartaba de sus verdaderos intereses la obligación de acudir a diario a la escuela. Sus malas notas indujeron a sus maestros a pensar que era un muchacho vago y cortito, que no llegaría jamás a nada. Por fortuna, los maestros tuvieron la ocasión de constatar durante unos cuantos años que el chico era de todo menos vago y de preguntarse quién era el cortito, si él o ellos mismos. De todos aquellos excelentes alumnos que solían ponerle como ejemplo no se supo nunca nada más.
La Nationalbibliothek formaba parte del Hofburg, el enorme conjunto de palacios reales y edificios del gobierno, centro que durante siglos había sido todo un imperio mundial, actualmente reducido al estado de enano hidrocéfalo. Herter fue recibido a la entrada de la biblioteca, bajo el paraguas que el chofer sostenía sobre su cabeza, por el director, Herr Doktor Lichtwitz, quien le acompañó por las escaleras de mármol a la Prunksaal; la colosal sala barroca, el lugar más oficial de Austria. Ahí volvió a encontrarse con Schimmelpenninck. Las rayas blancas de su traje azul marino habían desaparecido misteriosamente. Había ya unas doscientas personas en la sala coronada por la cúpula de suntuosas pinturas. Hubo que esperar un rato a que todo el mundo encontrara sitio para sentarse, pues aún entraban sillas en la sala por las puertas laterales y todavía faltaba por colocar una mesa junto a la cátedra.
Herter fue recibido con un aplauso y, como siempre, se sintió incómodo al mirar a aquellos cientos de rostros dirigidos hacia él, porque no podía fijarse en cada persona individualmente, a pesar de saber que cada una de ellas había empleado al menos un par de horas de su vida en leer sus libros. Mientras caminaba hacia la silla reservada para él en el centro de la primera fila, se le ocurrió pensar que lo que le distinguía de Hitler era tal vez que éste se sentía en su elemento ante el anonimato de las masas: el elemento de su propia individualidad, la única que contaba frente a la de cientos, miles, millones de personas que estaba dispuesto a aniquilar. Herter se dio cuenta de que su cabeza se había puesto a trabajar de nuevo, en lugar de centrarse en aquello por lo que había sido invitado. Le entraron ganas de abandonar la sala e irse al hotel a anotar sus ideas.
Las palabras de salutación corrieron a cargo de Schimmelpenninck, quien ensalzó a Herter como embajador cultural de los Países Bajos. A continuación habló Lichtwitz, quien le comparó con Hugo Grocio5.
Herter alzó la mirada, sorprendido. A lo largo de su vida le habían comparado con Homero, Dante, Milton y Goethe, pero... Hugo Grocio, eso era nuevo. Para restarle solemnidad a la comparación, respondió con un breve saludo de estilo militararistocrático, la mano ligeramente flexionada, tal como aparecía retratado su padre en las fotos de la primera guerra mundial. Sabía que era un gesto arriesgado, porque en cierto sentido restaba fuerza a la veneración que la gente de la sala necesitaba sentir por él; pero, por otro lado era muy consciente de que, si se tomaba en serio esas alabanzas y empezaba a verse a sí mismo como un segundo Homero, Dante, Milton, Goethe o Hugo Grocio, estaría perdido. Sólo había un personaje con el que debía identificarse, si quería mantenerse en su sano juicio: aquel muchacho tras las ventanas empañadas de escarcha. En cambio, Hitler el absolutista renegaba de su juventud y se identificaba con Alejandro Magno, Julio César, Carlomagno, Federico el Grande o Napoleón.
La señora Klinger dijo también sentirse orgullosa de Herter. Enumeró algunas de las condecoraciones y premios con que había sido honrado, mencionó su condición de ciudadano de honor de su ciudad natal, su calidad de miembro de la Academia Scientiarum et Artum Europaea austriaca y anunció que había sido traducido a treinta lenguas, incluido el chino. Después de realizar un breve comentario sobre algunos de sus libros más famosos, la señora Klinger recordó al público que la familia del escritor era originaria de Viena.
-El gran autor neerlandés Rudolf Herter es también un poco nuestro -concluyó la señora-. Le cedo la palabra.
No se lo podría haber puesto más difícil.
Al levantarse, se tambaleó un poco. Recuperó enseguida el equilibrio, pero el mal ya estaba hecho; todo el mundo se habría percatado de que había estado a punto de caerse, aunque sólo fuera por el rápido gesto de Maria de extender la mano. El crítico literario le tendió su novela. Herter se sentó a la mesa entre las columnas y las esculturas de mármol de tamaño natural, y observó durante unos segundos el panorama que se desplegaba ante su vista. En el plano horizontal, cientos de rostros; detrás de éstos, a veinte metros de altura y separados por una galería, los miles de valiosísimos manuscritos de la biblioteca de los Habsburgo. A lo largo de su vida había vivido muchos momentos culminantes, pero ninguno tan brillante como ése: lo que daría por que su padre pudiera verle.
En cuanto comenzó a hablar, su cansancio y ensimismamiento desaparecieron en el acto. Expuso algunos detalles sobre el largo proceso de gestación de La invención del amor y sobre el papel que en la novela desempeñaba la leyenda de Tristán, la cual había entretejido con ciertas experiencias personales. No podía revelar cuáles eran estas experiencias, como era lógico, pues de lo contrario habría escrito su novela en vano. En su literatura convivían siempre esos dos mundos, igual de reales: el mundo de sus experiencias personales y el mundo de los mitos. Lo que él pretendía era que entre ambos mundos se produjera, de una manera orgánica, algo parecido a una reacción química que diera lugar a un nuevo compuesto; sólo así, aplicando esta fórmula, le salía el tipo de libro que quería escribir. Su cuarto de trabajo lo consideraba como la tierra de nadie entre esos dos mundos. Al advertir que algunas personas de entre el público tomaban notas, quiso disuadirles de hacerlo con el argumento de que si tomaban apuntes por temor a olvidarse de sus palabras, éstas no habrían valido la pena; pero no dijo nada para evitar que la gente se burlara de esos pobres que tan afanosamente apuntaban sus ideas. De todos modos, al cabo de un instante, no pudo evitar arrancar una carcajada general cuando, al abrir La invención del amor, declaró que él no había escrito ni una sola palabra del capítulo que se disponía a leer, dado que se trataba de una traducción.
Hacía ya un par de años que la novela había desaparecido de su cabeza, como una enfermedad vencida. Desde entonces Herter había publicado varios libros más, y pese a ello seguía encontrándose una y otra vez con palabras o expresiones que no reflejaban lo que decía en neerlandés. Su memoria respecto a los acontecimientos de su vida empezaba a ser pésima. Se veía constantemente en la necesidad de recurrir a Maria para que le recordara tal o cual cosa; y sin embargo, cuando leía un pasaje de algún libro que había escrito cincuenta años atrás, se percataba inmediatamente de los errores, como, por ejemplo, la colocación de un punto donde debía ir un punto y coma. ¡Ahí debía ir un punto, imposible que no lo hubiera puesto! O un signo de admiración. Cuando luego repasaba el texto, siempre se demostraba que llevaba razón. Si una terrible catástrofe natural borrara todos los ejemplares de sus libros de la faz de la tierra, él sería capaz de reconstruirlos de la «a» a la «z» en un plazo limitado de tiempo. Claro que, de disponer de un plazo ilimitado, cualquiera podría llegar a escribir sus libros, como todos los demás libros, incluso los nunca escritos.
Para mantener el contacto con el público, Herter alzaba de vez en cuando los ojos del texto. Debía obligarse a ello, pues le impresionaba el saberse centro de atención de todas esas miradas llenas de devoción. Todos estaban pendientes de sus palabras, concentrados en la escena de la novela que les estaba leyendo. Cada una de esas personas dominaba un arte que él no dominaba: el arte de escuchar. Ya de niño, durante la guerra, le resultaba imposible concentrarse en las palabras de los maestros, pues toda su atención se centraba en observar sus gestos, la piel de sus manos, cómo iban peinados, la forma de anudarse la corbata o cualquier cosa que sucediera en la clase: el comportamiento de sus compañeros, la mosca en la ventana de arriba, el movimiento de las hojas de los árboles, las nubes que pasaban... ¡Rudi, presta atención! Pero el problema no era la falta de atención, sino el exceso de la misma. Así que luego tenía que estudiar en casa todo aquello que sus compañeros habían aprendido en clase. No es que ello le supusiera un gran esfuerzo, pues si de algo no padecía era de ceguera verbal, sólo que en casa prefería leer los libros que le interesaban de verdad. Esta afición por la lectura le obligaba a hacer novillos durante semanas, de modo que siempre acababan expulsándole del colegio por unos días, lo que, por cierto, no constituía un gran problema para él, habida cuenta de que en la escuela no hacía más que perder el tiempo. Solía calificar a esa anomalía suya como «sordera verba». Este síndrome, idéntico a su talento, claro está, se hallaba también en el fondo de su incapacidad para seguir en televisión el hilo de un debate, una obra de teatro o una simple película de suspense. Cuando el coche de policía cruzaba a toda velocidad las empinadas calles de San Francisco entre el ulular de sirenas, la atención de Herter no se centraba en la historia, que nunca entendía por muy emocionante que fuera, sino en una mujer cualquiera que caminaba casualmente por la acera sin ser consciente de que, algún día, sería vista al otro lado del mundo en una trepidante escena cinematográfica. ¿Quién era esa mujer? ¿Adónde se dirigía en aquel momento? ¿Vivía todavía? Herter sólo era capaz de prestarle atención a una persona si ésta no se dirigía a un público general, sino a él personalmente.
Tras los aplausos, Marte se sentó a su lado e, iniciando la ronda de preguntas, quiso saber por qué el sueño descrito en el pasaje que acababa de leer estaba narrado en presente, en contraste con el resto de la novela, que estaba en pasado. Era una buena pregunta, de modo que Herter empezó a sentir respeto por el joven crítico con el zarcillo en la oreja. Le contestó que siempre había situado sus sueños en el presente, dado que éstos, al igual que los mitos, carecían de carácter histórico. No se decía: «Tristán amaba a Isolda»; sino «Tristán ama a Isolda».
-A propósito -añadió Herter pasándose ambas manos por el cabello-, no me atrevería a asegurarlo, hay otros que lo saben mejor que yo, pero creo que nunca he escrito una novela que no contenga un sueño. Una novela o una historia no es otra cosa que un sueño conscientemente elaborado. Una novela sin sueño entra en contradicción tanto con el ser humano cuya existencia se desarrolla entre la vigilia y el sueño, como con la propia naturaleza del género novelístico.
Las preguntas del público, que Marte le repetía, no eran diferentes a las que solían formularle en las numerosas ciudades estadounidenses y europeas por las que había pasado. Si alguna vez no daba con la respuesta correcta, salía del apuro contestando algo que nada tenía que ver con la pregunta, y el interlocutor se quedaba siempre tan contento.
-Thomas Mann -le respondió a un caballero distinguido que se había puesto en pie para preguntarle por su padre literario.
-¿Y sus abuelos literarios?
-Goethe y Dostoievski -replicó sin vacilar, pensando inmediatamente en sus cuatro bisabuelos literarios por los que sin duda le preguntarían a continuación.
-¿Y su hijo literario?
Herter se echó a reír.
-Me ha pillado. No tengo ni idea.
El director de la biblioteca aprovechó el momento de distensión y risas para agradecerle su presencia, y a continuación Herter se dirigió con Maria a la mesa donde se apilaban sus libros traducidos.
-¿Ha ido bien? -le preguntó a Maria.
-¿Ha ido mal alguna vez?
-No hace falta que te quedes aquí conmigo -dijo Herter al sentarse y abrir su pluma-; si quieres, vete a hacerle compañía a la señora de Schimmelpenninck.
Delante de la mesa se había formado ya una cola de gente. Herter se percató de las miradas curiosas que le dirigían a Maria, especialmente las mujeres. ¿Por qué ella? ¿Qué clase de mujer sería? ¿No era treinta años más joven que él? ¿En qué aspectos le conocería ella a él? ¿Cómo sería él en la cama?
Al fin tenía Herter la ocasión de mirar a la gente a los ojos, si bien algunos esquivaban su mirada. A cada nueva mirada olvidaba la anterior, pero sabía que esas personas sí recordarían la suya. Casi todo el mundo le tendía el libro abierto en la primera página, en la anteportadilla, donde corresponde poner el nombre; sin embargo, él pasaba la página y firmaba en la misma portadilla. Cuando alguien le pedía que escribiera el nombre de la persona a quien iba destinado el libro, él consentía. Pero había individuos que le entregaban un papelito con frases como: «Para Ilse, a la que amaré siempre». Entonces le resultaba a veces algo difícil explicar que, en caso de conocer a Ilse, sin duda la amaría para siempre, pero que, lamentablemente, ése no era el caso. Los había que se enfadaban. Por otra parte, estaban los que depositaban una bolsa en la mesa, sacaban de ella diez libros y le pedían que los firmara, con dedicatoria, lugar y fecha. Entonces él señalaba con el dedo la cola de gente y contestaba que no podía hacer aquel feo a los demás. Al cabo de media hora llegaba inevitablemente el momento en el que su mano ya no sabía cómo escribir su nombre, del que sólo era capaz de reproducir una temblorosa imitación, como un torpe falsificador.
Cuando Maria le alcanzó otra copa de vino blanco, el final de la cola ya era visible. Pero en el momento en que Herter se disponía a ponerse de pie después de cerrar su pluma, se aproximaron a él dos ancianos de baja estatura, un hombre y una mujer, de cuya presencia ya se había percatado un rato antes. Al parecer habían esperado a presentarse los últimos. El hombre hizo una respetuosa reverencia y le preguntó en un neerlandés torpe, con un fuerte acento alemán:
-Señor Herter, ¿podríamos hablar un momento con usted?
7
-Por supuesto -contestó Herter, también en neerlandés. En realidad no le apetecía atender a más gente, pero no quería decepcionar a la pareja de ancianos-. Y hábleme usted tranquilamente en alemán -añadió en este idioma.
-Gracias, señor Herter.
Los ancianos miraron a su alrededor con aire desvalido.
-Cojan una silla, por favor.
Herter dirigió una mirada al librero, que estaba recogiendo los libros del puesto junto con sus ayudantes, y éste comprendió su gesto de inmediato. Los ancianos, de aspecto humilde aunque pulcro, debían de rondar más los noventa que los ochenta años. Llevaban consigo sus abrigos, que no habrían querido depositar en el guardarropa. El hombre vestía completamente de beige: la camisa, la corbata, el traje combinando con los zapatos gris claro. Al parecer, alguien le habría convencido de que a su edad ese color le favorecía. El cuello de la camisa le iba grande, como si el anciano hubiera encogido un par de tallas desde su adquisición. El anciano era calvo, aunque al mismo tiempo no lo era: el cabello blanco le cubría, como un vaho transparente, el pálido cráneo lleno de manchas rosadas. Todo lo que a él le faltaba en carnes, le sobraba a su mujer, como si ella le hubiera absorbido casi por entero. El rostro ancho de la anciana, enmarcado por rizos grises, tenía un aire eslavo acentuado por unas gafas doradas de montura excesivamente grande; el color sonrosado de sus mejillas le confería un aspecto natural.
Tras tomar asiento, los ancianos se presentaron como Ullrich y Julia Falk. La mano de ella estaba caliente; la de él, fría y seca como el papel.
-Éste es un momento muy delicado para nosotros, señor Herter -dijo Falk-. Nos ha costado mucho decidirnos a venir a hablar con usted. Además, es la primera vez que asistimos a una conferencia de este tipo...
Herter advirtió que el hombre no sabía cómo plantear el asunto que le preocupaba, así que salió en su ayuda:
-En cualquier caso, me alegro de que hayan venido.
Falk dirigió una rápida mirada a su mujer, que le contestó con un movimiento afirmativo de la cabeza.
-Ayer noche le vimos por la televisión, señor Herter. Por pura casualidad, porque no acostumbramos a ver ese tipo de programas. No están hechos para personas como nosotros. De repente le oímos mencionar el nombre de Hitler. Como todo fue muy rápido, quisiéramos saber si le entendimos bien.
-Seguro que sí.
-Usted dijo que, con el paso del tiempo, Hitler le resultaba cada vez más incomprensible. Y luego comentó usted algo sobre la fantasía. Que quería atrapar a Hitler mediante la fantasía.
-En una red -añadió Julia.
-Exactamente.
Falk miró a Herter. Sus ojos azules se aguzaron.
-Quizá podamos ayudarle.
Herter, estupefacto, le devolvió la mirada. No sabía qué contestarle.
-¿Ayudarme a mí con la fantasía?
-No, su fantasía no necesita nuestra ayuda. Queremos ayudarle con la realidad. Para que pueda entender mejor quién fue el personaje que le ocupa.
Súbitamente las relaciones se habían invertido. Herter había dejado de ser el célebre escritor sentado en la ostentosa sala frente a un matrimonio sencillo e inseguro. En esos momentos el inseguro era él.
-Señor Falk, francamente, ha conseguido usted despertar mi curiosidad. -Herter miró a su alrededor. En la sala vacía unos hombres recogían las sillas; los libros sobrantes del puesto estaban ya guardados en cajas de cartón y, algo más allá, le esperaban Maria, Lichtwitz y los Schimmelpenninck-. Aquí yo soy el invitado, tengo compromisos. ¿No podríamos quedar mañana en algún sitio?
-¿Dónde se aloja usted? -preguntó Falk vacilando un poco-. Podríamos acudir a su hotel.
-Ni hablar, bastante esfuerzo han hecho ustedes con venir aquí. Yo iré a su casa.
Falk dirigió una mirada interrogante a su mujer. Al ver que ella asentía encogiéndose de hombros, aceptó la propuesta de Herter. Vivían en una residencia de ancianos, llamada Eben Haëzer. Herter anotó la dirección y el número del apartamento, se puso en pie y les estrechó la mano. Se citaron a las diez y media de la mañana siguiente para tomar un café.
-¿Qué querían de ti esos dos viejos? -preguntó María a Herter, cuando éste se reunió con ella y los otros.
-Saben algo -dijo Herter después de contarle a María lo sucedido-. Esos dos saben algo que nadie sabe.
El vin d’honneur se ofrecía en una sala lateral donde se habían congregado unos treinta o cuarenta invitados del mundillo de la literatura vienesa que, al parecer, no se habían perdido su conferencia. Herter deseaba retirarse a un rincón de la sala para tomarse un vino y comer un poco, pero no había manera de librarse de todos esos escritores, poetas, críticos, editores, redactores y otros funcionarios que le iban presentando sin cesar. En realidad, no quería conocer a más gente nueva, le bastaba con la que ya conocía; además, se olvidaba de los nombres y cargos de las personas nada más oírlos pronunciar, porque toda su atención se centraba en observar y examinar a la gente. Alguna vez le había sucedido que se había presentado tres o cuatro veces a la misma persona, que sin duda debía de pensar de él que ya estaba del todo senil. Pero lo peor era que, en el fondo, no le interesaba saber quién era quién ni a qué se dedicaba. Tanto en La invención del amor como en otras novelas, Herter había creado unos personajes capaces de suscitar emociones a numerosos lectores; en cambio, para él -a excepción de las veinte o treinta personas más allegadas- la gente no contaba sino en la medida en que pudiera incorporarla a su universo imaginario. Aunque, a lo mejor, ese rasgo bastante inhumano y casi autista de su personalidad era una condición indispensable para la creación de sus personajes. Probablemente, en la base de todo arte existía cierta falta de compasión que más valía ocultar a los aficionados al arte de los buenos sentimientos.
-Estás con la cabeza en otra parte -dijo Maria después de que la gente le dejara al fin un rato en paz.
-Tienes razón. Me gustaría irme de aquí.
-Bien, pero lo tienes mal. Este acto lo han organizado para ti unas personas muy amables. Tendrás que sacrificarte un ratito más.
Herter asintió con la cabeza.
-Menos mal que soy dócil de carácter y no pienso nunca en mí mismo.
Una señora, menuda y rolliza, se acercó a Herter, tomó las manos de él entre las suyas y las estrechó con fuerza mirándole con un brillo en los ojos.
-Señor Herter, gracias, gracias por su maravilloso libro. La invención del amor es la novela más bonita que jamás he leído. Fui retardando la lectura de las últimas páginas, porque no deseaba que se acabara nunca. Por mí habría podido tener mil páginas más. Nada más terminar el libro, volví a empezar. Por eso me ha gustado mucho que en su presentación advirtiera usted de la necesidad de llegar al final del libro para entender el principio.
Sin esperar la respuesta de Herter, la señora, sonrojada, dio media vuelta y se marchó como si estuviera huyendo.
-Dios, hay que ver lo que le hago a la gente -dijo Herter.
Media hora después apareció el director del Sacher que se ofreció a llevarlos al hotel cuando desearan. Para Herter eso era la señal de que podía marcharse sin quedar mal. Agradeció el ofrecimiento del director, pero lo rechazó, porque prefería volver a pie para que le diera un poco el aire.
-¿Está usted seguro? El tiempo está muy tormentoso.
-Si, gracias, no se preocupe.
Las despedidas le llevaron aproximadamente otra media hora. Lichtwitz les acompañó a la salida e insistió a Herter en que no se olvidara de llamarle la próxima vez que visitara Viena.
En la plaza, Herter y Maria fueron azotados por unas extrañas ráfagas de viento, que parecían venir de todas las direcciones. El cielo estaba negro como la parte posterior de un espejo. De vez en cuando, Herter sentía en la cara una gota de lluvia perdida. Mientras le pedía disculpas a Maria por volver a dejarla sola a la mañana siguiente por culpa de Hitler, el viento fue arreciando y, de pronto, les llegó de frente por la Augustinerstrasse un embate tan brutal que apenas pudieron mantenerse en pie. En ese mismo instante oyeron un terrible estrépito: postigos abiertos por el viento que golpeaban contra las paredes, cristales que se rompían, macetas y bicicletas que caían al suelo... Unos segundos después, les cegó por un momento una enorme nube de polvo y escombros. Herter y Maria se frotaron los ojos, de espaldas a la tormenta, sin moverse. Empezó a relampaguear, inmediatamente después resonaron por la ciudad unos truenos ensordecedores, y, a continuación, descargó un aguacero tan intenso que tuvieron la sensación de estar vestidos bajo la ducha.
-¡Ni te inmutes! -gritó Herter, avanzando de lado contra el viento-. ¡Haz como si no lo notaras! ¡Demuéstrales quién manda aquí!
8
A la mañana siguiente aún tenían los ojos irritados por el polvo. Maria pensaba ir a visitar la exposición de Durero en la Galería Albertina, de modo que se citaron a la hora de comer.
-Si se te hace tarde, no sufras -dijo Herter-. El avión no sale hasta las ocho y media.
Hacía un día apacible de otoño. De camino a la parada de taxis, con un ejemplar de La invención del amor bajo el brazo, Herter se detuvo en un quiosco a comprar un ramo de flores para la señora Falk. Se acordó de su conferencia de la noche anterior, que pertenecía ya al pasado, como si no hubiera tenido lugar nunca. Durante su vida había pronunciado centenares y centenares de conferencias de ese tipo, al principio para los cursos superiores de las escuelas de educación secundaria, adonde se desplazaba en trenes y autobuses; después, para círculos artísticos y universidades, adonde acudía en su propio coche; y, al final, exclusivamente para círculos selectos del país y del extranjero, que le agasajaban con aviones, limusinas y hoteles de cinco estrellas. Pero siempre, en todos los casos, al día siguiente todo pertenecía al pasado, como si no hubiera sucedido nunca. El tiempo era una boca sin cuerpo, una boca que lo devoraba y trituraba todo, sin dejar rastro.
Al abrir la portezuela del taxi, oyó música de piano.
-Satie -dijo Herter cuando el taxi se puso en marcha-. Gymnopédie. -El toque era fuerte y el tempo demasiado rápido-. ¿Es la radio o una cinta?-preguntó.
-Una cinta.
-¿Quién toca?
El taxista, un chico de unos veinte años entrado en carnes, le lanzó una mirada por el retrovisor.
-Mi padre.
-Vaya. No está nada mal.
-Falleció hace tres meses -añadió el taxista, esta vez sin mirarle.
Herter suspiró. ¿Cómo no sentir amor por el género humano? Allí mismo, un taxista vienés anónimo escuchaba la música de piano de su padre muerto, que seguramente habría grabado él mismo.
-Ahora toco yo -dijo el taxista.
Se hizo un breve silencio, y luego la música continuó casi igual.
Los árboles estaban pelados y los que el viento derribara habían sido reducidos por obra de sierras circulares en pilas de madera que poco tenían que ver ya con un árbol. «¿Cómo interpretar todo aquello?», se preguntó Herter. Por un lado, ese taxista que conmovía el alma, y, por el otro, la plebe más sanguinaria. ¿Cómo conciliar un extremo con otro? Todas las vacas se parecían entre sí, todos los tigres también. Entonces, ¿qué pasaba con los seres humanos? Mientras escuchaba la música, tocada con excesivo pedal, Herter iba cruzando barrios pobres por los que nunca había pasado. La residencia de ancianos Eben Haëzer -un edificio grande de principios de siglo, de seis plantas y paredes ennegrecidas- se hallaba a las afueras de la ciudad, en una desoladora calle detrás de la estación. En el vestíbulo pavimentado con baldosas había sentados unos ancianos en batín y zapatillas, el bastón a un lado, en unos bancos de madera. Herter se personó en recepción, donde le explicaron que, debido a unas obras de rehabilitación, debía tomar el ascensor hasta la cuarta planta, doblar luego a la izquierda, al fondo del pasillo tomar de nuevo el ascensor al tercer piso y una vez allí doblar el pasillo a la derecha. Mientras caminaba por la alfombra raída del largo pasillo de la cuarta planta, por donde avanzaba penosamente una viejecita muy anciana que se sujetaba al pasamanos instalado a lo largo de la pared, Herter se preguntó cómo era posible que la vida le hubiera llevado a ese lugar, allí, en un barrio periférico de Viena, compartiendo techo con una anciana centenaria.
Falk
Abrió la puerta Ullrich Falk, su figura menuda envuelta en una chaqueta de lana demasiado ancha, beige otra vez.
-Bienvenido, señor Herter. Es un honor.
El apartamento entero no era ni la mitad de grande que el cuarto de trabajo de Herter en Amsterdam. Olía a humedad y a cerrado, las ventanas llevarían meses o años sin abrir; lo único agradable era el olor a café recién hecho. En la minúscula cocina, donde al parecer también comían, Julia vertió un chorrito de agua caliente del hervidor sobre el filtro de una cafetera marrón, modelo que Herter no veía desde su juventud. Julia, sonrojada, tomó en sus manos el ramo de flores. Por su reacción dedujo que hacía tiempo que no recibía un regalo de ese tipo. Herter miró de soslayo el dormitorio de los ancianos, cuya puerta estaba entreabierta: el cuarto era apenas mayor que la cama. En el salón había espacio justo para un sofá, una pequeña butaca y un par de aparadores llenos de fruslerías. En un rincón, un televisor arcaico, en el que los ancianos habían visto a Herter dos días antes. Sobre el aparato, una foto de un niño rubio, de unos cuatro o cinco años; a su lado, una mujer joven riéndose, seguramente su madre. Tal vez fuera el nieto o bisnieto de los Falk. Herter se sentó en el sofá de color verdoso, los brazos desgastados cubiertos con unos paños no menos raídos. Encima del sofá colgaba una reproducción de la Boda campesina de Brueghel.
-A decir verdad, señor Herter -dijo Falk con La invención del amor sobre el regazo-, no pensábamos que fuera usted a venir. Usted, un escritor tan famoso...
-¡Bah, bobadas! -le interrumpió Herter-. Yo no conozco a ese escritor famoso.
Disculpándose por no tener un jarrón, Julia introdujo las flores en un cubito de plástico rojo que colocó sobre la mesita de café. Tras servir el café flojo y la tarta de manzana, la mujer se sentó a su lado en el sofá y encendió un cigarrillo. La cerilla usada volvió a guardarla en la cajita. Herter advirtió que los ancianos se sentían incómodos, de modo que, conteniendo su impaciencia, les preguntó si habían vivido siempre en Viena. Ullrich y Julia se dirigieron una rápida mirada.
-Casi siempre -dijo Falk.
Herter intuyó que no debía insistir en ese asunto.
-¿Puedo preguntarles la edad?
-Yo nací en 1910, mi mujer en el 14.
-De modo que han conocido el siglo casi entero.
-Muy bonito no ha sido.
-Pero si interesante. Al menos para quien pueda contarlo. Digamos que ha sido un siglo inolvidable.
Herter preguntó a Falk por sus orígenes familiares y éste le contó que su padre había sido mozo en la famosa pastelería Demel de la calle Kohlmarkt. Apenas lo conoció, pues perdió la vida durante la primera guerra mundial en la batalla del Somme, después de lo cual su madre tuvo que ganarse la vida como criada de las familias adineradas de la Ringstrasse. Falk no tenía más estudios que los primarios. Consiguió un empleo en Correos como cartero y durante el servicio realizó un curso de hostelería de grado medio, empeñado como estaba en llegar más lejos que su padre. Cuando a los veinte años obtuvo el título, su madre ya había fallecido.
-De modo que se hizo usted camarero.
-También.
-¿Qué más se hizo?
Falk le miró por el rabillo del ojo.
-Nazi.
Herter soltó una carcajada. Unas migas de tarta de manzana le cayeron de la boca.
-Pues vaya escuela de hostelería más curiosa.
No, no fue en la escuela. Falk cambió un par de veces de trabajo, y en 1933 -el año en que Hitler subió al poder en Alemania- consiguió un empleo en un café donde solía reunirse gente de la extrema derecha del partido nazi, entonces recién prohibido, tal como sucedía en otros numerosos lugares de Austria, bajo la dirección de la central del NSDAP6 en Munich. Camuflados como club de skat, aquellos individuos fraguaban sus planes revolucionarios en una salita apartada, cargada de humo de puros, con los naipes sobre la mesa. Por aquel entonces, incluso el doctor Arthur Seyss-Inquart, el abogado que llegaría a canciller de Austria y que solicitaría oficialmente a Hitler la anexión de su país, estaba afiliado al partido.
-Y que dos años después, como premio a sus servicios, fue nombrado comisario del Reich en los Países Bajos ocupados -añadió Herter-, aunque por aquel entonces ya debió de haber desaparecido de su vista. Por lo que hizo en nuestro país, sobre todo con los judíos, fue condenado a la horca en Nuremberg.
-Lo sé -respondió Falk-. Al final de la guerra, durante los últimos seis meses, trabajamos en su casa, en La Haya, en el servicio doméstico.
Herter miró perplejo a Ullrich y conteniendo las ganas de seguir interrogándolo, dijo:
-Bien, veo que usted conoce a todos esos caballeros. Como Rauter por ejemplo, el jefe superior de las SS y de la policía en los Países Bajos, también un compatriota de usted. Mirándolo bien, fue Austria la que ocupó nuestro país. Todo Wiener Blut, sangre vienesa, con perdón. A veces pienso que la llamada anexión de Austria por Alemania fue más bien la anexión de Alemania por Austria. En 1892, todos aquellos austriacos eran lindos niños de pecho, Seyss, Rauter, mi propio padre incluso, que tampoco tuvo un comportamiento muy correcto durante la guerra. Se lo digo para que me entienda. -Y quiso añadir: «... para que usted no se sienta culpable». Pero no dijo nada, porque todavía no sabia si Falk se sentía culpable de algo.
Falk se quedó un momento callado e intercambió una mirada con Julia, que apagó su cigarrillo en el cenicero. En aquella época la política no le interesaba en lo más mínimo, dijo Ullrich. Su trabajo consistía en poner sobre la mesa cerveza, vino y salchichas. Pero eso cambió cuando conoció a Julia.
-Sí, claro, échame la culpa a mi -intervino Julia por primera vez fingiendo indignación, pero le traicionó la mirada. Señaló a Ullrich con un gesto de la cabeza-. Mírele, tal como le ve aquí resulta difícil creerlo, pero en aquellos tiempos Ullrich era un magnífico ejemplar germano, robusto, de cabello rubio dorado y grandes ojos azules, diez centímetros más alto que ahora y derecho como una vela. Fue un flechazo.
Julia era hija de un dirigente fascista de la época que trabajaba de contable en la empresa municipal de transportes. Una noche ella salió a buscar a su padre, se encontró con Falk, y, lo que son las cosas, llevaban ya sesenta y seis años juntos. Ullrich visitaba a menudo a Julia en su casa. El padre de ésta le daba a leer Mi lucha y así, en poco tiempo, le ganó para la causa del nacionalsocialismo.
-Hoy en día todo se ve desde la perspectiva de Auschwitz -se disculpó Falk-, pero eso entonces no existía. Yo lo veía desde la perspectiva de la Austria de Dollfuss, ese país miserable en que mi madre tuvo que matarse a trabajar.
Herter asintió con la cabeza sin abrir la boca. Como un buen narrador, Falk sabía estructurar su historia partiendo de los orígenes de aquello que pretendía desarrollar. Seguramente lo llevaba preparado.
Falk se casó con Julia y, a partir de entonces, ya no asistió únicamente como camarero a las reuniones clandestinas que tenían como objeto acabar con Austria. Al año siguiente, en julio del 34, participó a mano armada en una arriesgada intentona golpista en la Cancillería, donde fue asesinado Dollfuss. Fue un día de errores y malentendidos por ambos lados. En el caos total que siguió al golpe, Falk logró escapar y eludir la justicia.
Pasados otros dos años, en 1936, su carrera dio un salto inesperado. Un día de primavera, durante una subversiva noche de naipes, se presentó en el café uno de los ayudantes de Hitler. Éste comentó que en el Berghof, la residencia de Hitler, había una plaza vacante para un puesto de confianza de camarero y mayordomo, cuya mujer podría trabajar en el servicio doméstico. Todas las miradas se volvieron de inmediato a Falk. Después de que la Gestapo investigara en Munich sus antecedentes y los de su mujer -en colaboración con la policía austriaca, por supuesto- y que el Registro Civil confirmara que ambos tenían sangre aria, Ullrich y Julia se subieron en verano al tren con destino a Berchtesgaden.
-Menuda aventura -intervino Herter-. ¿No estaban ustedes muertos de miedo?
-Miedo..., miedo... -repitió Falk-. En ese momento no había muchas razones para sentir miedo. La verdadera pesadilla aún tenía que empezar. También para nosotros. En aquella época yo me sentía sobre todo aliviado de poder salir de Austria, porque todavía existía la posibilidad de que se descubriera mi participación en la intentona golpista. Me habría podido caer una pena de quince años de cárcel como mínimo. Dollfuss había sido canonizado. También me habrían podido condenar a la horca.
-Fue como aterrizar en un sueño -dijo Julia-. No sé si usted ha estado allí alguna vez, pero... Hoy en día, todo el mundo sale de vacaciones al extranjero dos o tres veces al año, pero nosotros no habíamos salido nunca de Viena y, de pronto, nos vimos en aquel maravilloso paisaje alpino. Cuando los días eran claros, se veía Salzburgo a lo lejos.
-Hitler amaba aquella zona de Alemania, porque en realidad es Austria -dijo Falk-. Desde principios de los años veinte ya frecuentaba aquel lugar para relajarse y pensar. Si se mira el mapa, se ve que esa franja de tierra penetra en Austria como..., como...
«... Un pene», quiso añadir Herter, pero en lugar de eso dijo:
-Al parecer fue su lugar favorito. Hitler se identificaba más con aquel agreste paisaje romántico que con el agobiante tráfico moderno de Munich o Berlín. Todo el mundo tiene su lugar favorito, diría yo. ¿Cuál es el suyo, señora?
Al percatarse Falk de que su mujer no acababa de entender a qué se refería Herter, contestó en lugar de ella:
-Nosotros hemos visto poco mundo, señor Falk. Somos gentes sencillas. Y para usted, ¿cuál es su lugar favorito?
Herter alzó la mirada al techo y se quedó mirando una mancha de humedad de color marrón en forma de erizo.
-Posiblemente Egipto, ese pedacito de desierto tan especial donde se alzan las pirámides y la esfinge.
Krause, el asistente esa vez con uniforme negro de las SS, fue a recogerlos a la estación en coche y los condujo al Obersalzberg pasando diversas barreras y puestos de guardia. La villa, diseñada por el propio Hitler, aún no se veía; detrás de ésta, invisible desde la carretera, había un inmenso conjunto de cuarteles, búnkeres, pistas de tiro, cancillerías, aparcamientos, un hotel para invitados importantes, barracones para los trabajadores, residencias oficiales, e incluso un parvulario. Las obras de construcción de edificios y carreteras no cesaban día y noche. A los Falk los instalaron en un pequeño apartamento en el edificio donde residía el servicio doméstico. En el despacho del mayordomo real -el SS-Obergruppenführer Brückner, un matón imponente que ya había participado en 1923 en la fracasada intentona golpista de Hitler en Munich- les obligaron a jurar que mantendrían en secreto todo lo que oyeran o vieran en el Berghof; tampoco les permitían llevar un diario. Romper el juramento implicaba, en el mejor de los casos, la deportación a un campo de concentración.
«Ahora, sesenta años después, Falk está a punto de romper el juramento», se dijo Herter. El anciano le leyó los pensamientos:
-Ignoro si los juramentos son válidos más allá de la muerte. Aquella gente ya no existe, y, además, hoy se sabe mucho de lo que pasó en aquellos tiempos. Aunque no todo. -Falk buscaba palabras-. No sabemos si lo que vamos a proponerle a usted es posible. Queremos traspasarle el juramento. Al menos para el poco tiempo que nos queda, luego puede hacer con él lo que quiera. No queremos llevárnoslo a la tumba.
-Bien, lo acepto.
Y Herter juró con los dedos en alto, consciente de que acababa de adentrarse en terreno satánico: el juramento le unía a Falk tanto como había unido a éste con Hitler.
9
-¿Cuándo vio a Hitler por primera vez? -preguntó Herter a Falk mientras le ofrecía de nuevo fuego a Julia.
-Una semana después, porque estaba en Berlín, en la Cancillería. A la señorita Braun sí que la conocimos al día siguiente.
-La señora de la casa.
-Eso aún no lo sabíamos entonces -dijo Julia-. No lo sabía prácticamente nadie, sólo un restringido círculo de gente. La señorita Braun se hacía pasar por una de las secretarias del jefe, pero todos se referían a ella como la «jefa». Unos días después, la primera vez que llevé a la señorita el desayuno y el diario, comprendí cuál era realmente la situación. Las secretarias vivían todas en la finca...
-Para satisfacción de los oficiales de las SS -intervino Falk.
-Y de Bormann, no te olvides -añadió Julia con una expresión de desprecio-. El dormitorio de la señorita estaba en el mismo Berghof, en la primera planta, separado del de Hitler por un cuarto de baño común.
La señorita Braun fue una criatura solitaria y desgraciada, a la que mantuvieron oculta por razones políticas, porque el jefe quería dar la imagen de que pertenecía a todas las mujeres alemanas. Eva Braun era una mujer guapa de veinticuatro años -rubia teñida, sociable y deportista-, dos años mayor que Julia, con la que enseguida hizo buenas migas. Solía pasar largas temporadas sola. A veces, durante semanas enteras, no hacia sino leer novelas, escuchar discos y escribir su diario. Como tenía poca gente con la que hablar, no tardó en intimar con Julia. En ausencia del jefe, las dos se encerraban en la habitación de la señorita Braun a fumar a escondidas unos cigarrillos egipcios de la marca Estambul. De haberse enterado Hitler de que la señorita Eva fumaba, habría roto con ella de inmediato. De modo que abrían las ventanas de par en par, incluso en pleno invierno, para evitar que algún guardaespaldas de las SS oliera el humo e informara de ello a Brückner, quien probablemente se lo comunicaría a Bormann, el cual se ocuparía, con toda seguridad, de que llegara a oídos del jefe. El Reichsleiter Bormann era el poderoso secretario semianónimo de Hitler, encargado de llevar su agenda y sus finanzas. La señorita Braun le odiaba. Según ella, ese criado huesudo -de cuyo brazo la obligaban a ir a diario desde la gran sala al comedor- ejercía una excesiva influencia sobre su Adi. Bormann, por su parte, tampoco sentía gran simpatía por la señorita Braun, dado que ella trataba siempre de sustraerse a su control. Pero Bormann sabia cómo hacerse imprescindible. El jefe se quejó una vez de que durante el periódico desfile de admiradores y, sobre todo, de admiradoras, le había molestado el sol; al día siguiente se alzaba ahí mismo un frondoso árbol. En otra ocasión, Hitler comentó que una granja que veía a lo lejos afeaba el paisaje y le quitaba vista; al día siguiente la granja había desaparecido.
«Sí», pensó Herter, «eso era el poder absoluto.» Hitler ni siquiera necesitaba dar órdenes a Bormann para que éstas se cumplieran. El poder que ese hombre ejerció sobre las personas sólo era comparable al que uno ejerce sobre su propio cuerpo. Cuando uno quiere coger un vaso de la mesa, no ordena a la mano que ejecute la acción: la mano sencillamente responde. En comparación con Hitler, todos los seres humanos eran unas criaturas tullidas.
La señorita Braun conoció a Hitler a los diecisiete años -antes de la toma de poder-, cuando trabajaba en Munich en la tienda de Heinrich Hoffmann, el fotógrafo personal de Hitler. La señorita Braun le contó una vez a Julia que lo que más le gustaba era revelar fotos en el cuarto oscuro. Influida, al parecer, por su trabajo en el archivo fotográfico, la señorita Braun adoptó una extraña costumbre: la organización estricta de su extenso vestuario, con minuciosas descripciones, dibujos y muestras de tela cosidas. Además, solía cambiarse de ropa unas cuatro o cinco veces al día, aunque no hubiera razón para ello. Le gustaba tomar el sol, placer este que el jefe, que detestaba la piel bronceada, le había prohibido también. Hitler, intervino Falk, detestaba el sol. En verano, cuando se sentaba en la terraza, siempre llevaba la cabeza cubierta con su gorra de uniforme o un sombrero. El Berghof estaba situado en el flanco norte de unos Alpes colosales, de modo que por la tarde hacía un frío intenso en la zona sombreada de la montaña, y eso a él le encantaba. Sus habitaciones en la nueva Cancillería de Berlín también daban al norte. Tampoco soportaba la luz eléctrica fuerte. En su despacho no había más que una lámpara de mesa. No se dejaba fotografiar con flash.
«El enemigo de la luz», pensó Herter; ¿seria éste un título adecuado para su novela? O mejor directamente: El príncipe de las tinieblas. No, eso era demasiado evidente.
La señorita Braun le contó a Julia en confianza que durante aquella época en Munich el fanático tribuno popular tuvo una relación con su sobrina, que se suicidó al enterarse de que su amante se había liado con Eva. Hubo otras cuatro o cinco amantes de Hitler que intentaron suicidarse, pero su sobrina fue la única que alcanzó su objetivo. Falk supo por Rudolf Hess -el lugarteniente de Hitler por aquel entonces- que también Hitler estuvo a punto de quitarse la vida cuando se enteró de la tragedia y que Hess tuvo que arrebatarle la pistola de la mano. En el Berghof corrió la voz de que la chica murió estando embarazada. Comoquiera que fuera, a partir de entonces Hitler se hizo vegetariano. «Una reacción propia de un necrófilo», pensó Herter. Julia recibió la orden de depositar a diario flores frescas en la sala de recepción junto al retrato de la sobrina del jefe. La señorita Braun, por su parte, también protagonizó un intento de suicidio disparándose torpemente una bala en el cuello, porque llevaba meses sintiéndose abandonada por el jefe debido a su atareada vida. El incidente creó un vínculo definitivo entre Hitler y Eva Braun. Un año antes de instalarse en el Berghof, la señorita Braun volvió a intentarlo en Munich por segunda vez y por las mismas razones. Después de esto, Hitler se la llevó a vivir a su casa en Obersalzberg.
-De modo que Hitler era capaz de amar -dijo Herter moviendo la cabeza-. Y, sin embargo, su vida privada estaba impregnada de muerte.
-No sé si se trataba de amor -contestó Falk impertérrito.
-¿No albergaría en algún rincón de su alma una pizca de bondad?
-No.
-Sentía un gran afecto por su perro.
-Al final probó en él los efectos del veneno antes de dárselo a la señorita Braun.
-La señorita Braun sí que fue capaz de amar -dijo Julia-. Cuando Hitler no estaba en el Berghof y tenía que comer sola, me pedía siempre que le pusiera la foto de él al lado del plato.
Herter miró a la señora Falk en silencio, imaginando la escena. Aquella solitaria mujer sentada a la mesa ante el retrato de su amado, que en aquella época ya era culpable de la muerte de centenares de personas; poco después, de miles; y, al final, de millones.
-La señorita Braun comía poco y muy irregularmente -dijo Falk-. Además, después de la comida solía tomarse un purgante. Le aterrorizaba engordar.
-Lo que significa que padecía de anorexia, un cuadro clínico que en aquella época se desconocía, según creo. ¿Y Hitler, qué? ¿Cuál fue la primera impresión que le produjo a usted el Führer?
Falk no se inmutó ante el tono irónico con el que Herter había pronunciado la palabra «Führer». Los ojos de Falk descendieron hacia la ventana con vistas a un triste patio interior. Algo había ahí que sólo él era capaz de ver. Después de unos primeros días tranquilos, continuó el anciano, en los que le pusieron al corriente de cómo funcionaban las cosas en el Berghof, empezó un periodo de nervios y agitación. Una tarde se detuvo frente a la escalinata una columna de Mercedes descapotables. De pronto, dijo Falk intentando explicar lo inexplicable, sintió un frío terrible, como si todo se congelara. Por una ventana de la cocina vio cómo Hitler se apeaba del coche lanzando una mirada al impresionante panorama alpino que le envolvía, mientras se bajaba ligeramente el cinto de un tirón. La visera de su gorra de uniforme era mayor que la de los demás y le tapaba más los ojos. Ahí estaba el Führer en persona, ahí mismo. Era más pequeño de lo que Falk se había imaginado. Su manera de moverse, ágil aunque rígida, le confería un aire de estatua de bronce viviente, con lo que producía a su alrededor un extraño vacío, un vacío que de algún modo se intensificaba ahí donde estaba físicamente, como si en realidad no estuviera. Las estatuas de bronce son huecas y están vacías por dentro; en cambio, el vacío de Hitler ejercía un efecto de succión, como el ojo de un remolino. Una sensación indescriptible.
-Puro teatro -dijo Julia encogiéndose de hombros-. En público, Hitler siempre hacía teatro. Sobre todo cuando vestía uniforme.
-Cabria decir entonces que Hitler interpretaba a Hitler -propuso Herter-, como un actor interpreta a un sanguinario rey de Shakespeare, pero con muertes auténticas. Y cuando, entre acto y acto, se retira a los camerinos, se transforma en un hombre como los demás que enciende un cigarrillo.
Julia se echó a reír.
-¡Hitler y un cigarrillo!
-No sé -dijo Falk-. Quizá tenga usted razón. Pero hay mucho más. Llevo toda mi vida pensando en Hitler, y siempre hay algo en él para lo que no hallo explicación, ni siquiera hoy, más de medio siglo después. Dentro de dos años, Hitler llevará muerto los mismos años que vivió. -Falk, al parecer, también se había tomado la molestia de hacer el cálculo. Movió la cabeza-. A mí me resulta cada día más incomprensible.
Aquel día, en la comitiva de Hitler, Falk no reconoció más que la figura achaparrada de Bormann. Blondi, el pastor alemán de Hitler, se lanzó eufórico escalinata abajo. Aullando de alegría apoyó sus patas delanteras en el cinturón de Hitler y éste tomó la cabeza del animal entre sus manos enguantadas y le rozó un instante con los labios. En lo alto de la escalinata esperaba la señorita Braun con un ligero vestido de verano sin mangas...
-Yo sabía -intervino Julia- que, para la ocasión, la señorita llevaba dos pañuelos en el sujetador.
Detrás de la señorita Braun, a un par de metros, esperaba un grupo de oficiales del SS-Leibstandarte Adolf Hitler, todos vestidos de negro, con cinturones blancos y el brazo derecho rígidamente extendido, las manos enguantadas de blanco. Hitler se quitó la gorra haciéndose visible su frente llamativamente blanca, y besó la mano de su amiga con gesto galante. A los demás los saludó alzando ligeramente la palma de la mano derecha, como si sostuviera una bandeja, y luego entró en la casa enfilando la galería con su perro Blondi, su amante y los dos foxterrier escoceses de ésta, Stasi y Negus. Julia sabía que Eva Braun quería un teckel, pero Hitler opinaba que los teckel eran unos perros caprichosos y desobedientes, rasgos que él detestaba.
-Nadie lo comprenderá jamás -dijo Falk con los ojos bajos y moviendo despacio la cabeza-. Era algo muy angustioso. Cada uno de sus movimientos era de un dominio y precisión perfectos, como los de un acróbata, un trapecista. Hitler era un ser humano como cualquiera, sí; y sin embargo no lo era. Había algo inhumano en él, que le convertía más bien en una obra de arte o un... -Falk movió la cabeza-. No sabría cómo explicarlo. Algo terrorífico.
-Se explica usted muy bien. En cuanto a mí, sólo con ver a Hitler un segundo en una película o en una foto, aunque esté de espaldas, lo tengo claro. La psicología no sirve para interpretar su personalidad. Antes bien la teología, que emplea una expresión que podría definir al personaje: mysterium tremendum ac fascinans.
-Sí, algo así era -dijo Falk alzando la vista sorprendido.
-No es una explicación, por supuesto, no resuelve el misterio, pero puede que revele algo acerca de la naturaleza del mismo. Y lo que revela es que, en realidad, Hitler no era nadie. Una imagen hueca, como dice usted. La fascinación que ejerció -y que sigue ejerciendo hoy en día- y el poder, que el pueblo alemán le concedió, no los consiguió a pesar de su condición de criatura sin vida, sino gracias a ella. -Herter suspiró-. Aunque, ¡ojo!, hay que evitar divinizarlo, aunque sea en sentido negativo.
«Y sin embargo», pensó Herter, «de no existir Dios, como parece indicar la historia universal, la divinización de Hitler podría ser el quid de la cuestión. En tal caso él se presentaría como la divinización de lo inexistente.»
Los pensamientos de Herter tropezaban los unos con los otros como una manada de lobos atacando una presa invisible. Hubiera querido anotar unas cuantas ideas, pero temía interrumpir el relato de Falk. Julia dijo algo, pero Herter no prestó atención a sus palabras. Toda idea inspiradora es fugaz, un relámpago en el cielo amenazador; lo que requiere tiempo es su fragorosa exposición. Herter se dijo que ese mismo día debería buscar un rato para determinar lo que ya sabía y lo que le faltaba por saber.
De ser cierto todo lo que se le acababa de ocurrir, se podría extraer una consecuencia paradójica. Suponiendo que Hitler era la personificación, adorada a la par que maldecida, de la nada -a quien nada impedía hacer cualquier cosa-, resultaba imposible reflejar su verdadera cara en un espejo literario, como Herter había señalado a Constant Ernst el día anterior, por la simple razón de que no tenía cara. Antes se le podría comparar con el conde Drácula, el vampiro que se alimenta de sangre humana, el «muerto viviente» cuya imagen no se refleja. En tal caso, la diferencia entre Hitler y otros déspotas -tipo Nerón, Napoleón o Stalin- no sería gradual sino esencial. Éstos eran sin duda personajes demoníacos, pero hasta los demonios tienen algo positivo, mientras que el ser de Hitler consistía en la ausencia del ser. Así pues, paradójicamente, la falta de una «verdadera cara» configuraba su verdadera naturaleza. ¿Significaba esto que él, Herter, sólo conseguiría su propósito si no lograba escribir su reveladora fantasmagoría? En tal caso, Hitler lograría escapar de nuevo, como en tantas otras ocasiones. Pero no, esta vez no tendría la ocasión de hacerlo.
Herter se asustó de sí mismo. ¿En qué regiones se estaba adentrando? ¿No se estaría pasando de la raya? La cosa empezaba a ponerse peligrosa, pero ya no podía echarse atrás. Sentía que debía lanzarse, ahora o nunca, y que sucediera lo que tuviera que suceder. De haber alguien en la tierra preparado para esa experiencia, era él. «Puede que ésta sea la razón de mi vida», le había dicho a Maria el día antes, como si él también fuera un emisario de la otredad total. Ahora bien, para mayor seguridad, parecía aconsejable introducir, a modo de aislante, un narrador entre sí mismo y su explosiva historia: un hombre joven de unos treinta y tres años, para quien la segunda guerra mundial estuviera más lejos de lo que estaba la primera para él, un hombre que no se arredrara ante la divinización de Hitler, aunque acabara por ser víctima de la misma. Este personaje sería su hijo literario, a quien pondría el nombre de Otto: el precipitado resultante de la reacción química entre su propio nombre, Rudolf Herter, y Rudolf Otto, el nombre del teólogo que había acuñado la expresión mysterium tremendum ac fascinans. Pasara lo que pasara, Herter estaba decidido a no detenerse ante nada. A finales del siglo XX se hacía necesario capturar a Hitler, de una vez para siempre, en esa divinidad nihilista; después, Herter no volvería a mentarlo nunca más.
10
-Está pálido -dijo Julia-. ¿Se encuentra bien?
Herter alzó la vista.
-No del todo, la verdad. Achaques de la edad.
-¿Achaques de la edad? Pero si es usted todavía un muchacho.
Herter tomó entre sus manos la mano arrugada de Julia y la besó al modo tradicional austriaco.
-Bien -se dirigió ahora a Falk-, así que Hitler entró en la casa. ¿Y luego qué?
Tres cuartos de hora después sonó el teléfono en la cocina, al parecer una llamada de la señorita Braun. De modo que, en compañía del ayudante Krause, Falk subió al piso de arriba, el corazón latiéndole con fuerza, enfundado en su pantalón negro y su chaleco blanco con la charretera de oro, en la solapa el símbolo de las SS sobre un fondo negro a cuadros, sosteniendo en sus manos enguantadas de blanco una bandeja con té y pastas. El Hitler que encontró en su despacho -una habitación de techo bajo revestida de madera y con una estufa alicatada de gran altura- se le antojó muy distinto al que se imaginaba. Ahí estaba el jefe, repantigado en una butaca floreada; un hombre agotado, indolente, vestido de civil con un traje gris de doble abotonado, los calcetines caídos, el cabello aún mojado del baño, apenas la sombra de ese acróbata demoníaco que parecía poco antes a su llegada a la casa; un ser que, en definitiva, apenas tenía que ver con la imagen de tribuno popular proclive al arrebato de histeria que el mundo tenía de él. El jefe se estaba limpiando los dientes con un palillo.
-Por lo visto, Hitler era una infausta Trinidad o algo así -observó Herter.
La señorita Braun estaba sentada en el sofá con las piernas levantadas bajo el retrato de la madre de Hitler, fallecida hacía ya tiempo, con la que éste guardaba un fuerte parecido: la misma mirada de Medusa, la misma boca pequeña. Hitler no debía de estar tan agotado como parecía, pues se percató al instante de que Falk era nuevo. Mientras Krause, tras entrechocar los tacones de sus botas, presentaba a Falk con unos cuantos comentarios, Hitler le miró fijamente con sus ojos azul oscuro un poco saltones, una mirada que, puntualizó Falk, no olvidaría jamás.
-Tengo la impresión -dijo Herter- de que con su famosa mirada Hitler imponía muy deliberadamente la sumisión total. Usted constituía un peligro potencial para él, usted estaba en posición de poder envenenarle; pero él logró paralizarle con aquella mirada que usted jamás olvidará, como hacen las serpientes con los conejos.
Mientras apuntaba esta idea, Herter se acordó de cómo había descrito Thomas Mann la mirada de Hitler: «mirada de basilisco». El basilisco -un animal fabuloso alado, con la cabeza de gallo coronada por una cresta y el cuerpo de serpiente acabado en garra- lo abrasa todo con la mirada y hasta es capaz de desintegrar las piedras. La única manera de acabar con él es ponerle delante de un espejo para que su mirada destructora se dirija sobre sí mismo, lo que, evidentemente, tiene el carácter de un suicidio impuesto. Y sin embargo, también los basiliscos tienen algo positivo, algo que al menos puede reflejarse en un espejo, mientras que Hitler encarna la más pura negatividad. Todo aquel que le miraba a los ojos experimentaba el horror vacui.
-Ojalá lo hubiera hecho -dijo Falk.
-¿El qué?
-Envenenarle. Llegué tarde. Cuando me sobraban razones para hacerlo, ya no fue posible.
Herter asintió con la cabeza en silencio. Era evidente que Falk estaba a punto de confesar algo muy importante para él y Herter no quería atosigarle a preguntas. El anciano estaba liberándose de un peso con el que él y su Julia llevaban cargando hacía ya más de medio siglo, y ello requería su tiempo. Herter intentó no mirar su reloj para no dar muestras de impaciencia, pues por muy disimulado que fuera este gesto, nunca pasaba inadvertido. Para salir del apuro, lo mejor era mirar el reloj de otra persona, pero ni Falk ni Julia llevaban uno. Calculó que debían de ser casi las doce.
Siempre que el jefe dejaba la Wilhelmstrasse para escaparse del bullicioso Berlín e instalarse en su casa de campo, ésta se transformaba en el cuartel general del Führer e inmediatamente se presentaban en Obersalzberg otros dirigentes destacados con sus familias. Entre ellos, claro está, Martin Bormann, que residía en un inmenso chalet en el centro de la finca y que nunca perdía de vista a su señor: había hecho construir su casa de tal manera que desde el balcón podía controlar con unos prismáticos a la gente que entraba y salía de la residencia de Hitler. El mariscal Göring era también propietario de una casa en los alrededores, al igual que Albert Speer, el arquitecto personal de Hitler.
-Así tenía al alcance de la mano el sueño juvenil que acarició durante su etapa vienesa -puntualizó Herter.
-¿El sueño juvenil?
-Sí, el de llegar a ser arquitecto.
-Arquitecto... -repitió Julia en un tono despectivo-. Empresario de derribos, más bien. Por su culpa toda Alemania acabó reducida a escombros y cenizas, y no sólo Alemania.
La vida en la montaña, continuó Falk, era extrañamente monótona, sobre todo cuando estaba en casa el jefe. Le gustaba levantarse tarde, como el bohemio que siempre fue, de modo que no se le podía despertar antes de las once. Más adelante, durante la guerra, ese capricho suyo de dormir hasta tarde por las mañanas costó la vida a miles de sus soldados. Si algún día llegaba a las ocho de la mañana la noticia de que se había producido un avance en el frente oriental, lo que requería una decisión rápida sobre si retirar las tropas o proceder al ataque, nadie, ni siquiera Keitel, el mariscal de campo, osaba despertar a Hitler. ¡El Führer dormía! Generales desesperados en Rusia, pero el Führer dormía, y no se le podía despertar.
«Sí, sí, sí», pensó Herter. ¿Con qué debió de soñar Hitler? Lo que daría por saberlo.
-¿Alguna vez le contó Hitler algún sueño, señor Falk?
Falk soltó una breve carcajada.
-¿Acaso cree usted que ese hombre le hacía confidencias a alguien? No, estaba tan encerrado en sí mismo como..., como... Sólo una vez, que yo sepa, durante la guerra, en el invierno del 42, si no recuerdo mal, el jefe tuvo una pesadilla. Me despertaron sus gritos, cogí el revólver y en pijama me apresuré a su dormitorio.
-¿Disponía usted de un revólver?
Falk le miró.
-En Obersalzberg había muchas armas, señor Herter. Hitler estaba solo, la señorita Braun había ido a pasar unos días a casa de su familia en Munich. Delante de la puerta de su dormitorio me encontré a dos guardaespaldas de las SS con las metralletas a punto, sin atreverse a entrar en la habitación, aun sabiendo que podían estar asesinando al jefe. Al día siguiente, los dos hombres fueron enviados inmediatamente al frente oriental. Abrí la puerta violentamente y me encontré al jefe fuera de sí en medio de la habitación con su camisa de dormir. Empapado de sudor, con los labios azules y el cabello enmarañado, se me quedó mirando con la cara desencajada de pánico. Nunca olvidaré lo que me dijo: «Él..., él..., él... ha estado aquí».
¿Él? Herter frunció el ceño. ¿A quién debió de temer ese hombre a quien todo el mundo temía? ¿Quién era ese «él»? ¿Su padre? ¿Wagner? ¿El demonio?
-Pero ¿cómo pudo oír sus gritos? ¿No me acaba de decir que usted y su mujer vivían en un pabellón para el personal de servicio en la finca?
Falk intercambió una mirada con Julia.
-Por aquella época ya no.
El ascético dormitorio de Hitler no tenía ninguna puerta que diera al pasillo, sino que se comunicaba con su despacho. Cada mañana, a las once, Falk le llevaba al despacho los diarios matutinos y algunos telegramas que dejaba sobre una silla, y le despertaba diciendo: «¡Buenos días, mi Führer! ¡Es la hora!». La mayoría de las veces el jefe se presentaba en zapatillas enfundado en una larga camisa de dormir, pero un día ordenó a Falk que entrara en su dormitorio. Éste encontró al Führer sentado en el borde de la cama, y a su lado, en el suelo, a la señorita Braun envuelta en un salto de cama de seda azul; en su regazo sostenía el pie de su amado y le cortaba las uñas. A Falk le llamó la atención la extrema blancura del pie.
-Todo el cuerpo lo tenía igual de blanco -añadió Julia-. Una vez, antes de la guerra, lo vi desnudo. Debió de ser en el 38...
-No -la interrumpió Falk-, en el 37.
Julia dirigió una mirada a su marido. De pronto pareció captar lo que éste le estaba dando a entender.
-Sí, claro. En el 37.
-El jefe -continuó Julia- solía acostarse tardísimo, a veces a las seis o siete de la mañana, rodeado de su camarilla de siempre: Bormann, Speer, su médico personal, sus secretarias, su fotógrafo, su chofer, su masajista, su joven cocinera vegetariana, un par de ordenanzas y otros colaboradores. Nunca le acompañaban la elite de su partido, sus Fuerzas Armadas o su Gobierno.
-También en esto conservó su carácter bohemio -asintió Herter con la cabeza-. Menudo personaje.
A Julia solían permitirle sentarse a la mesa con los demás. Mientras Ullrich se ocupaba de servir las bebidas y cosas para picar, ellos veían una película en la gran sala con los inmensos gobelinos, el gigantesco busto de Wagner esculpido por Arno Breker y la ventana más grande del mundo, todo lo cual colmaba a Hitler de orgullo. En más de una ocasión vieron una película que el propio Goebbels había prohibido. También ponían discos, Wagner por supuesto, y operetas como La viuda alegre de Franz Lehár. Después de la música, el jefe solía entregarse a uno de sus infinitos monólogos que se extendían desde el pasado más remoto hasta el futuro más lejano, provocando una terrible somnolencia en sus invitados, pues no era la primera vez que lo oían. Después, el Führer se paseaba durante horas de un lado a otro de su despacho. En verano se sentaba en el balcón hasta el amanecer para pensar en sus asuntos envuelto por el silencio de las montañas y las estrellas.
-O para no tener que dormir -dijo Herter- por temor a que volviera a presentársele ese «él». A saber en qué pensaría ahí en su balcón, no quiero ni imaginármelo.
-Así es -dijo Falk-. Menos mal que después de la guerra los norteamericanos hicieron volar por los aires y arrasaron por completo ese castillo encantado o lo que quedó de él tras el bombardeo.
La señorita Braun, en cambio, se retiraba normalmente hacia la una a su habitación, adonde Julia acostumbraba a llevarle una taza de chocolate. Esa noche Julia llamó a la puerta, pero, como Blondi ladraba en el despacho de Hitler para llamar la atención de su amo, no oyó si la señorita Braun le dio permiso para entrar como era su costumbre. De modo que abrió la puerta y se los encontró a los dos cariñosamente abrazados en medio de la habitación, ella con su salto de cama abierto -esta vez negro-, él como Dios le trajo al mundo. Su cuerpo blanco y carnoso no había visto jamás el sol, parecía como muerto; sólo sus mejillas y cuello tenían algo de color, un color que se detenía en seco, dando así la impresión de que su cabeza pertenecía a otro cuerpo. Julia aún recordaba que la puerta del cuarto de baño estaba abierta y que de su interior salía una nube de vapor y el sonido de agua corriente. No alcanzó a ver lo que estaban haciendo; él estaba de espaldas, en un evidente estado de excitación. Le oyó gemir: «Patscherl...».
-¿Patscherl? ¿Osito? -repitió Herter.
-Sí, uno de los apodos cariñosos que Hitler le daba a su amada en alemán austriaco -dijo Julia-. Tenía otros, como Feferl, por ejemplo, que es el diminutivo de Eva.
-Y Tsjapperl, pajarito -añadió Falk sin pestañear-. Y Schnacksi, tesorito.
La señorita Braun, espantada, miró a Julia por encima del hombro con los ojos abiertos de par en par, e inmediatamente ésta cerró la puerta con disimulo tras de sí. A Dios gracias, el Führer no se percató de nada.
-Ese episodio habría podido acabar fatal -dijo Falk-. Si Julia los hubiera encontrado en una postura un poco diferente, noventa grados más hacia un lado u otro, nos habría costado la vida en menos de diez minutos.
Falk se humedeció los ojos con un pañuelo, gesto que tenía más que ver con la edad que con la emoción. Llamaron a la puerta del apartamento de los Falk. Sin esperar respuesta, irrumpió en la habitación un hombre menudo con barba, envuelto en un guardapolvo oscuro. Tras echar un vistazo a su alrededor, el hombre preguntó con una sonrisa, que a Herter no acabó de agradar:
-¿Tienen visita?
-Ya ve usted -contestó Falk sin mirarle.
El hombre esperó alguna explicación más, pero, al no producirse, cogió la bolsa de basura de un armario de la cocina y se marchó sin decir palabra.
Se hizo un silencio, que Herter no rompió a propósito. Para la mayoría de los mortales, Hitler ya no era más que un personaje cinematográfico propio de una película de acción o de una comedia. Pero para Julia y Ullrich Falk, cargados como estaban de recuerdos de aquel tiempo perdido, todo sucedió ayer. Ellos habían vivido aquellos acontecimientos muy de cerca, de modo que habrían podido seguir hablando infinitamente de Hitler, aunque sólo fuera para aplazar lo que en realidad querían decir. Cuando el silencio empezó a hacerse incómodo, sucedió lo que Herter estaba deseando que sucediera. Los ancianos intercambiaron una mirada. Falk se puso en pie, fue a echar un vistazo al pasillo para comprobar que no hubiera nadie escuchando, volvió a sentarse y dijo:
-Un día de mayo del año 38, poco después de la anexión, había invitados a comer en la casa. Estábamos poniendo la mesa con la señora Mittlstrasser, la mujer del conserje. Esa tarea requería ser realizada con mucho cuidado y extrema precisión, porque a veces al jefe le daba por inclinarse para controlar con un ojo si las copas se hallaban bien alineadas.
-Su ojo arquitectónico -asintió Herter con un movimiento de cabeza-. De esta misma manera miraba a sus tropas formadas o las maquetas de Germania que le presentaba Speer.
-De repente irrumpió Linge en el comedor para comunicarnos que el Führer quería hablar con nosotros.
-¿Linge? -inquirió Herter.
-Sí, el sucesor de Krause.
-Nos llevamos un susto de muerte -dijo Julia-. Siempre nos llamaba personalmente cuando quería algo de nosotros, nunca por vía oficial.
En el despacho del piso de arriba, donde el Führer había sometido a países enteros con sus habituales gritos y amenazas, los Falk se encontraron a un grupito de gente sentada en los sillones y el amplio sofá: el jefe y la señorita Braun, Bormann, el camarero mayor Brückner y el conserje, éste también oficial de las SS. Julia y Ullrich permanecieron de pie, intimidados; el ambiente en la habitación era tenso. Brückner mandó a Linge a buscar dos sillas de la biblioteca, algo que, si bien resultaba tranquilizador, tornaba la situación aún más incomprensible. Pues ¿qué hacían ahí ellos, dos humildes sirvientes veinteañeros, entre esos señores importantes? Después de que los Falk se sentaran en unas sillas rectas de estilo rústico, Brückner hizo a Linge una seña con la mirada para que saliera inmediatamente de la habitación.
Con su elegante mano reposando sobre el cuello de Blondi -sentado junto al sillón con las orejas aguzadas, como una orgullosa criatura de un mundo más inocente-, Hitler se dirigió a los Falk para decirles que ése era el día más importante de sus vidas, dado que había tomado la decisión de encomendarles una tarea de trascendencia universal. Se quedó unos instantes callado mientras miraba a la jefa, que estaba sentada en el sofá con la cara pálida, entre los oficiales Brückner y Mittlstrasser.
-Señor Falk, señora -prosiguió Hitler en tono formal-, voy a revelarles un secreto de Estado: la señorita Braun espera un hijo.
11
-¡No! -exclamó Herter-. ¡No es verdad!
¿Sería posible? Herter, perplejo, trató de asimilar la noticia. ¿Sería cierto que, más de sesenta años atrás, esos dos ancianos que tenía frente a sí oyeran semejantes palabras de aquella boca bajo el bigote que le hiciera inconfundible? El hecho no era tal vez de trascendencia universal, pero provocaría sin duda una conmoción internacional. ¡Hitler, un hijo! Eso sí que era lo último que Herter podía haberse imaginado, pero así funcionaba la realidad: siempre un paso por delante de la imaginación. Herter ya no deseaba otra cosa que enterarse lo más rápidamente posible de la continuación de la historia. ¿Dónde estaría ese niño? ¿Vivía aún? Pero su instinto le aconsejó dejar que los ancianos fijaran su propio ritmo. Los Falk eran muy mayores, a esa edad todo fluía más lentamente, también la narración de una historia.
-Nos llevamos la misma sorpresa que usted -dijo Julia-. No entendíamos nada. Lo sorprendente no era el hecho de que el jefe hubiera dejado embarazada a la seño rita Braun. Son cosas que suceden hasta en las mejores familias, especialmente en éstas, me imagino. Además, yo ya me había percatado de que en las últimas semanas la señorita Braun había tenido antojos de arenque y pepinillos. Pero ¿qué teníamos que ver Ullrich y yo con todo eso? ¿Qué tarea nos quería encomendar el jefe?
Bormann les aclaró a continuación de qué se trataba. El problema estaba en que todas las mujeres alemanas deseaban tener un hijo del Führer. De entrada, a sus hijos les ponían el nombre de Adolf. Si el Führer contrajera matrimonio con la señorita Braun y resultara además ser el padre de su hijo supuestamente sietemesino, las mujeres alemanas se sentirían engañadas, lo cual era poco recomendable por razones políticas, pues, al fin y al cabo, el jefe había alcanzado el poder sobre todo gracias a ellas. Brückner, tras soltar una carcajada, dijo que el Reichsleiter sabía emplear siempre argumentos contundentes. La señorita Braun se mostró irritada; el jefe, en cambio, también soltó una risita poniendo por unos instantes los ojos en blanco, como si éstos miraran hacia dentro, a la oscuridad de su mente.
-¿Y en qué consistía la tarea? -preguntó Herter, aún no repuesto del asombro.
-Aparentar que el niño era nuestro -contestó Falk.
Herter suspiró. Ya podía olvidarse de su propia historia incluyendo a su hijo literario Otto. Pero le daba igual. Lo único que quería en esos momentos era escuchar la historia de los Falk.
Aquella noche el jefe no volvió a mencionar el asunto. Apático, como si la cosa no fuera con él, engullía un pastelito tras otro dando muestras de total indiferencia, mientras miraba por la ventana el imponente macizo de roca agreste del Untersberg, gris como ceniza de cigarrillo por encima del límite forestal y salpicado de nieve. En el interior de la montaña, según una leyenda del sur de Alemania, dormía el emperador Federico I Barbarroja. Éste abriría un día los ojos y, en un ajuste final de cuentas con el anticristo judío, fundaría en ese lugar el imperio milenario: en la llanura de Salzburgo la sangre llegaría a los tobillos. Probablemente, Hitler ya tenía decidido por aquel entonces el nombre militar de la invasión de la Unión Soviética que llevaría a cabo tres años después: Operación Barbarroja.
El plan desarrollado por Hitler y sus colaboradores fue ejecutado paso a paso durante los siguientes meses y años. En primer lugar, Ullrich y Julia tuvieron que mudarse al Berghof esa misma semana. Dos habitaciones de invitados situadas en el mismo pasillo al que daban las habitaciones del jefe y la jefa -hasta entonces reservadas a invitados personales o a la familia de la jefa- fueron desalojadas y acondicionadas para ellos. Como excusa aducirían que el Führer y la señorita Braun querían tener más cerca a sus sirvientes personales. A Falk le concedieron la exención del servicio militar para el resto del tiempo que durara la guerra. Además, ordenaron a los Falk que comunicaran por carta a sus familiares el estado de buena esperanza de Julia. Las cartas las debían entregar a Bormann, que controlaría también el resto de su correo. Por otra parte, Bormann les advirtió que no se les pasara por la cabeza tener hijos propios, porque sería considerado como un acto de insubordinación. Lo natural habría sido que la señorita Braun hubiera sido atendida por el doctor Morell -el médico personal de Hitler, en su día un doctor muy popular de la avenida Kurfürstendamm, especialista en enfermedades venéreas de la alta sociedad-, pero eso habría levantado sospechas. Los demás miembros del personal tenían asignado el médico de la guarnición de las SS, pero éste estaba demasiado relacionado con gente poderosa. Por estas razones, se decidió recurrir al doctor Krüger, el médico de cabecera de Berchtesgaden -un hombre ya mayor, de aspecto distinguido, que lucía pajarita y un cuidado bigote blanco-. Así pues, el doctor Krüger recibió como paciente a una tal señora Falk. Bormann le tomó personalmente juramento y le intimidó con veladas amenazas. La señorita Braun estaba satisfecha con el procedimiento seguido, pues se veía atendida por un médico con uniforme; además, según ella, Morell olía fatal. Luego fue el propio tiempo el que precipitó los acontecimientos. Pasados unos cuatro meses, en julio, cuando el vientre de la señorita Braun ya no podía disimularse ni con ropa ancha, se inició la segunda fase del plan. Una tarde que el jefe estaba en Berlín, se presentó un coche con un chofer desconocido que cargó las maletas vacías de la señorita en el maletero, mientras ésta se despedía de las secretarias y de Julia para realizar un largo viaje artístico por Italia. Las secretarias no se creyeron la historia. Sospechaban que la relación entre ella y el Führer había terminado, aunque no se atrevieran a decirlo. Fluyeron lágrimas durante la despedida, pero la señorita Braun mantuvo la entereza. Fue presentada como señorita Wolf al conductor -un hombre de la Gestapo, naturalmente, entrenado para no hacer preguntas-; éste condujo el coche hasta Linz, donde se detuvieron a comer en un restaurante situado en el sótano del ayuntamiento, y luego, a altas horas de la noche, regresaron al Berghof, sin que fueran detenidos en ninguno de los innumerables puestos de guardia. Julia se enteró de todo este episodio por la propia señorita Braun.
Herter procuraba no mostrar indicios de arrobo mientras escuchaba. Desde niño no había vuelto a sentir semejante fascinación por una historia. En realidad no se trataba de una historia, si por ello se entendía la narración de unos sucesos imaginarios; no, lo que le estaban contando los Falk había sucedido «de verdad», como suelen decir los críos. Resultaba inimaginable que esas dos personas tan mayores, allí en Eben Haëzer, se hubieran inventado semejante historia.
La señorita Braun recibió la orden de no abandonar las dependencias del Führer hasta dar a luz, en noviembre. No le estaba permitido acercarse a las ventanas, su habitación debía estar a oscuras por la noche y sólo tenían acceso a ella los que estaban en el secreto. A partir de ese momento, Julia tuvo que hacer el papel de mujer embarazada. Cada mañana se ponía delante del espejo junto a la señorita Braun e introducía debajo de su ropa toda clase de trapos, toallas y, más adelante, cojines, para imitar fielmente el desarrollo del vástago del Führer. Las dos mujeres se divertían de lo lindo con esta comedia, y la señorita Braun le preguntaba siempre a Julia por la reacción de la gente ante su estado de buena esperanza. El mismísimo Hitler, siempre y cuando estuviera en presencia de otros, también solía interesarse por el estado de salud de Julia.
-Y yo, claro está, tenía que andarme con mucho cuidado de no dejar embarazada a mi mujer para que los planes no se fueran al garete, porque si no Bormann nos habría liquidado y eso era por aquel entonces más complicado que ahora. Evitar el embarazo, quiero decir, no liquidar a alguien.
-Lo sé -suspiró Herter-. Sé lo que es pasar por eso. ¿Y a qué dedicó la señorita Braun su tiempo durante aquellos meses?
Como convenía que la señorita Braun tuviera algo que contar en noviembre a su regreso del supuesto viaje a Italia, y no bastaba con afirmar que había tomado café en la Piazza de San Marco de Florencia o visitado los Uffizi en Roma, el futuro padre le proporcionó unas guías Baedeker, unos libros de arte y las obras fundamentales de Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia y El cicerone. La señorita se enfrascaba a diario en el estudio de esos libros, y, cuando el jefe no estaba, se sentaba detrás de su inmenso escritorio de roble con Blondi a sus pies. Durante aquellos meses, sin embargo, el jefe estuvo bastante tiempo en casa para prestar su apoyo a la señorita. Ésta fue la razón por la que, durante los preparativos para la invasión de Checoslovaquia, Hitler quiso que Chamberlain le visitara en el Berghof, en vez de en Berlín. El Viaje a Italia de Goethe lo guardaba la señorita al lado de la cama. Se pasaba el día en salto de cama. Julia le lavaba la ropa interior en la bañera. Con la excusa de que Julia, debido a su embarazo, tenía mucho más apetito y prefería comer tranquilamente en su habitación, Falk le subía una porción triple de comida al dormitorio. El mayordomo Mittlstrasser convirtió una de las habitaciones de los Falk en cuarto infantil donde colocó una cuna alemana antigua y una cómoda bávara con marquetería.
-Al final -añadió Julia tras encender otro cigarrillo- casi me creí que estaba a punto de parir. En las últimas semanas de embarazo, como se suponía que me cansaba más, me recomendaron una vida más tranquila -según aconsejó el doctor Krüger a la supuesta señora Falk-. Aún recuerdo que a veces no podía evitar sentirme un poco ofendida cuando el doctor acudía a visitarla a ella y no a mí.
Siempre que el médico llegaba a la casa en su DKW, como de papel maché, con su gorgoteante motor de dos tiempos, traía consigo un aire de civilización. Ese día, la tarde del 9 de noviembre, comenzaron los dolores de parto. En la casa había reinado un ambiente tenso durante todo el día por algún problema político, como era habitual. En la gran sala de abajo -donde se hallaban reunidos algunos funcionarios, todos ellos con uniforme-, Hitler no paraba de hacer llamadas telefónicas, algunas a Berlín, a Göring y Himmler; eso lo sabía Falk porque el Führer los llamaba por el apellido y les trataba de usted. Al parecer, el único al que alguna vez tuteó fue a Röhm, el dirigente de las SS, pero a ése lo había mandado ejecutar unos años antes. Bormann, claro está, estaba también presente. Entretanto trasladaron a la señorita Braun a los aposentos de los Falk para dar a luz, pues los gritos de madre e hijo tenían que salir del sitio adecuado. Una ambulancia de las SS se apostó cerca del Berghof para trasladar a la señora Falk a un hospital de Salzburgo en caso de producirse alguna complicación. Julia se desembarazó de los trapos y cojines, y asistió al doctor Krüger en el parto que tuvo lugar hacia medianoche.
-¿Y? -preguntó Herter.
-Un niño -respondió Julia, lanzando una mirada a la fotografía que había sobre el televisor. Los ojos se le arrasaron en lágrimas.
Herter dirigió a Falk una mirada interrogante y éste asintió con la cabeza.
-Fue durante la guerra. La foto la hizo la señorita Braun.
-¿Me permite?
Herter se puso en pie y examinó la fotografía de cerca. El niño llevaba una camisa blanca, unos pantalones cortos blancos y unos calcetines largos, también blancos. Estaba en la terraza mordiendo un bocadillo, las piernas separadas, aparentemente muy seguro de sí mismo. Su penetrante mirada recordaba, en efecto, a la de su padre. ¿Su padre? ¿Era ese niño verdaderamente el hijo de Hitler? La idea se le seguía antojando a Herter completamente absurda, pero ¿por qué?
-El bocadillo era de azúcar -intervino Julia-. Se lo preparé yo misma. Ésa que está al lado del niño soy yo.
Ahora que Herter lo sabía, le resultaba fácil reconocerla. En la Julia anciana se atisbaba todavía, como una figura situada detrás de un vidrio esmerilado, esa chica delgada de veintitantos años; en cambio, nada en la chica de la foto hacía sospechar la imagen de mujer vieja y oronda que tenía en la actualidad. Herter se dio la vuelta.
-¿Cómo se llamaba?
-Sigfrido -contestó Falk con un suspiro de alivio por poder librarse al fin de ese secreto con el que llevaba cargando toda la vida.
-Claro -dijo Herter, alzando un instante la mano y sentándose de nuevo-. Sigfrido. Me lo podría haber imaginado. Sigfrido, el gran héroe germano que no conocía el miedo. Wagner también le puso ese nombre a su hijo. El camarero mayor Brückner, continuó Falk, fue quien mantuvo a Hitler al corriente del parto en el piso de abajo. Cuando el Führer, pálido, entró en la habitación de su amante con Bormann pisándole los talones y vio a su Patscherl en la cama con el niño al pecho, no dio la impresión de ser muy consciente de su paternidad. Sus pensamientos estaban en otra parte, en el primer pogromo, para más señas, ordenado por él mismo para aquella noche. Al día siguiente, los Falk se enteraron de que por toda Alemania y Austria se incendiaron sinagogas y se rompieron escaparates de comercios judíos. Más adelante, ese episodio acaecido el 9 de noviembre de 1938 se denominaría «la noche de los cristales rotos». Otros hechos importantes sucedieron también un 9 de noviembre: la destitución del emperador alemán en 1918, el fracaso del golpe de Estado de Hitler en Munich en 1923 y la caída del muro de Berlín en 1989.
-Cabe concluir -observó Herter- que las acciones de Hitler y sus consecuencias acabaron definitivamente sesenta y seis años después del golpe. El número de la bestia, por poco. Justo a los cien años de su nacimiento.
«Todo lo relacionado con Hitler encaja siempre de una manera siniestra», pensó Herter.
El jefe no tardó en cambiar de actitud, como si de repente ya no se acordara de su pogromo. La señorita Braun estaba encantada de que la criatura no fuera niña. Después de que Hitler le besara muy formalmente la mano, Julia depositó con cuidado el bebé en los brazos de su padre. Éste, sin saber muy bien cómo sostenerlo, lo apretó torpemente contra la Cruz de Hierro de su pecho y, mirando a su alrededor como extasiado, dijo en tono solemne:
-Ein Kind ward hier geboren.7
El mayordomo Mittlstrasser susurró con respeto que la cita procedía de una ópera de Wagner. Bormann fue el único entre los presentes que no se mostró muy ilusionado con el nacimiento del niño; lo miraba como queriéndole pedir el Ausweis.8
A continuación comenzó otro periodo azaroso. Ullrich acudió con Mittlstrasser al Registro Civil en Berchtesgaden para inscribir al niño: Sigfrido Falk, en lugar de Sigfrido Braun. Al día siguiente, la señora Falk, en cama, recibió la visita de las secretarias y otros miembros del personal. Su habitación acabó como una floristería. Los padres de Julia y la madre de Ullrich también recibieron permiso para visitar el Berghof. Para Julia, el momento más difícil de toda aquella comedia fue cuando su madre tomó a su presunto nieto en brazos llorando de felicidad. Por el contrario, su padre, que vestía el uniforme de las SS, se mostró más fascinado por el sanctasanctórum en el que se encontraba que por su nieto.
Una semana después, el doctor Krüger dio permiso a la presunta señora Falk -y con ello, a Julia- de reanudar el trabajo sin cansarse en exceso. Por esas mismas fechas, la señorita Braun, que daba el pecho a su hijo a escondidas, regresaba de su lejano viaje, débil y cansada. El regreso se produjo, como decía ella, a altas horas de la noche, y en cierto sentido era verdad. Como le había aumentado el volumen de los pechos, Julia tenía que vendárselos después de cada toma con un pañuelo de seda. Además, para disimular, vestía anchos jerséis de lana con la excusa de que, acostumbrada a Sicilia donde recientemente había subido al Vesubio, le parecía que hacía mucho frío en el Berghof El día de la comida de bienvenida, explicó Falk, Speer repitió asombrado: «¿El Vesubio? ¿En Sicilia? Querrá usted decir el Etna». «Ah, sí, claro, el Etna», contestó la señorita Braun sonrojada. El Vesubio... el Etna... siempre los confundía. Y, entre bocado y bocado de su falso bistec de verduras, el jefe intervino diciendo que esos dos volcanes eran, en cierto sentido, la representación visual de un único volcán primario, como él mismo y Napoleón.
12
Alguien volvió a llamar a la puerta, pero esta vez esperó a que Julia diera permiso para entrar. Se presentó en la habitación una mujer de unos cuarenta años, entrada en carnes.
Falk hizo las presentaciones:
-El señor Herter. La señora Brandtstätter. La señora Brandtstätter es nuestra directora.
Herter se puso en pie y le tendió la mano. Ella le miró sorprendida durante unos instantes, como si Herter fuese la última persona que hubiera esperado encontrar en ese lugar.
-¿No le vi a usted el otro día por la televisión?
Herter comprendió que la directora esperaba una explicación. ¿Qué hacía un famoso escritor extranjero, que incluso salía en la tele, en las afueras de Viena con esos pobres viejos en la residencia de ancianos que ella dirigía? Era evidente que la señora Brandtstätter estaba recelosa; debía de saber a quiénes tenía en casa -aunque ignorara lo que Herter ya sabía- y deseaba protegerlos.
-Sí, sí, me vio por la televisión, lo mismo que el señor y la señora Falk. Aquí estamos, desempolvando viejos recuerdos. El señor y la señora Falk han asistido a mi conferencia para comprobar si seguía siendo el mismo de antes, aquel joven escritor a quien conocieron casualmente cuarenta años atrás.
-¿Y bien? -inquirió la directora, mirando a uno y otro.
-Yo no cambio nunca -respondió Herter con una media sonrisa.
La directora dijo que no quería interrumpirles, y se despidió sin aclarar el motivo de su visita.
-Si la señora Brandtstätter les pregunta cómo nos conocimos -dijo Herter después de que la directora se hubiera marchado-, invéntense lo que quieran. No sé en qué circunstancias se encontraban ustedes hace cuarenta años.
-Por aquel entonces nada mal -respondió Falk-. Hubo épocas mucho peores. Después de la guerra estuvimos dos años recluidos en un campo de internamiento norteamericano.
Julia se puso en pie, apagó el cigarrillo y preguntó:
-¿Le apetece un sándwich? Me sabe mal que le estemos reteniendo tanto rato.
Herter miró su reloj: la una menos cuarto. Debería llamar a Maria, pero no le pareció prudente romper el tono confidencial que se había creado en el ambiente.
-Sí, gracias. Francamente, sería un poco extraño que quisiera marcharme justo cuando acabo de enterarme de que Hitler tuvo un hijo. ¿Son ustedes conscientes de que lo que me acaban de contar es una noticia de lo más sensacional? Si esta historia se la hubieran ofrecido a Der Spiegel o a cualquier otra revista de este tipo, habrían cobrado millones. No estarían ustedes viviendo aquí en este apartamento de Eben Haëzer sino en un chalet del tamaño del Berghof, y dispondrían de su propio servicio doméstico.
La mirada de Falk se tornó repentinamente fría.
-Lo mismo vale para usted. Recuerde que acaba de hacer un juramento.
Herter inclinó la cabeza para demostrar que se sentía abochornado, lo cual no era del todo fingido. Falk le había puesto en su sitio. Además, ¿quién iba a creerle? Y, una vez muertos los Falk, sin testigos, aún menos. Elogiarían su capacidad de imaginación, eso si, tal vez volviera a ganar un premio literario, pero nadie se creería la historia.
-Y, además -continuó Falk-, aún no ha oído usted ni la mitad.
En la pequeña cocina, Julia sujetaba contra el pecho con el brazo izquierdo una enorme hogaza de pan integral redondo que empezó a cortar en finas rebanadas con un cuchillo largo, de una manera que a Herter causó escalofríos. En ningún lugar del mundo se cortaba así el pan. Le ofrecieron también una cerveza, y, al darle un bocado a la rebanada de pan untada con grasa de ganso, rábano rusticano y abundante sal, Herter volvió a experimentar esa sensación de retorno a los orígenes que sólo le acometía en Austria. El pan le supo mejor que una exquisita comida en un restaurante de tres estrellas en Riquewihr.
-¿Y luego qué? -inquirió Herter planteando la pregunta central que suscitan todos los cuentos.
Entonces comenzó la etapa más feliz de sus vidas. Les vigilaban más que antes, eso sí, y ya no podían visitar a sus familias en Viena. Cada seis meses, los abuelos engañados tenían permiso para visitar el Berghof una tarde, y, en cada visita, el padre de Julia sufría una decepción por no poder ver al Führer. En realidad, Julia y Ullrich eran prisioneros, pero no se sentían mal porque gozaban del consuelo de su pequeño Siggi, que no era suyo. Durante los primeros tres años el jefe pasó más tiempo en el Berghof que en Berlín. Durante este periodo, en el que conquistó diez países, solía recibir en el Berghof a reyes y presidentes contra los que lanzaba amenazas e improperios de todo tipo que se oían hasta en la cocina. Después de arremeter contra sus invitados, el Führer se calmaba e inesperadamente amable les invitaba a comer, y ellos, temblando de miedo, regresaban luego a sus coches pasando por delante de la guardia de honor de las SS que les presentaba armas, conscientes de que su país estaba perdido. Para desconsuelo de la señorita Braun, su amante no mostró al principio gran interés por su hijo. El Führer todopoderoso que quería conquistar el mundo no era al parecer capaz de asumir su condición de padre: se lo impedía el hecho de haber sido él mismo el niño mimado de su madre. Además, el bebé le debió de parecer en aquella época demasiado pequeño y demasiado parecido a otras criaturas.
En cierta ocasión, Hitler le dijo a Falk que el niño probablemente no llegaría a nada, porque los grandes hombres suelen engendrar hijos insignificantes y, a modo de ejemplo, citó a August, el hijo de Goethe. Aunque en su caso, recalcó el jefe, la responsabilidad de la insignificancia de su hijo recaería sobre Falk. Hitler le confesó que, de hecho, Sigfrido debía su vida a las súplicas de la señorita Braun, a la que tenía que dejar a menudo sola debido a su ajetreada vida al servicio del pueblo alemán. El jefe advirtió a Falk que no le dijera nada de eso a la señorita Braun. Pero Julia, que sí se enteró del comentario de Hitler, se llevó un disgusto tan grande como el que se habría llevado la propia señorita Braun. Y es que, con el paso del tiempo, Julia había ido sintiendo al niño cada vez más suyo, alentada por el hecho de que todos -incluso los siete iniciados- lo trataban en público como hijo suyo. Cuando el niño empezó a asistir al parvulario con la señora Podlech -la escuela la montó Bormann en el mismo Berghof para sus propios hijos, los de Speer y los de algún otro mandamás, como la hija de Göring- Julia se sintió seguramente más orgullosa que la verdadera madre de la criatura. La señorita Braun por su parte también debió de sentirse celosa en más de una ocasión, aunque nunca lo manifestó. Cuando Siggi se hacía daño o se disgustaba por algo, no acudía a ella para desahogarse de sus penas, sino a Julia; si el niño sufría una pesadilla por la noche, se metía en la cama de Julia, nunca en la de su verdadera madre.
¡Ah! Aquellos maravillosos días de invierno del 41 y el 42 con aquella deslumbrante nieve de varios metros de altura y aquellos transparentes colmillos de los carámbanos delante de las ventanas y aquellas agradables nocheviejas -el doctor Goebbels asistió por cierto a una de ellas- en que se entretenían con el juego de «fundir plomo». ¿Se conocía en Holanda esa tradición?
-No -respondió Herter-. Pero en mi casa sí.
El juego consistía en buscar en el sótano un pedazo de tubo de plomo que se ponía a calentar en una vieja sartén. Herter aún recordaba, como si lo estuviera viendo, la tela gris que se formaba sobre el plomo fundido y cómo su padre le tendía la cuchara de estaño con la que había que coger un poco del plomo para luego verterlo en una fuente con agua. Así, con un chirrido agudo, se formaba una figura que se sacaba del agua y que luego los presentes debían interpretar, pues su forma predecía el futuro.
Falk se inclinó hacia un lado y revolvió un cajón, del cual sacó un objeto largo y brillante, no mayor que un dedo meñique, que entregó a Herter.
-Ésta es la figura que le salió a Hitler. La conservé. ¿Qué le parece? A él no le gustó nada.
Herter examinó, fascinado, la extraña figura. Sabía que obedecía a las leyes del azar, pues su forma dependía del nivel de altura de la cuchara sobre el agua y de la velocidad con que se vertía el plomo en la misma, y sabía también que podría haber pertenecido a cualquiera. Y sin embargo, también sabía que era de Hitler y de nadie más. Fue Hitler quien fabricó ese objeto, aunque en realidad tampoco fue él. La figura le recordaba un poco a un basilisco -al que se había referido Thomas Mann-, aunque probablemente no habría pensado eso de haber sabido que la figura perteneció a Gandhi. Por alguna razón, el trozo de metal le recordaba la blanquísima frente de Hitler. Cuando se disponía a devolver la figura á Falk sin haber hecho ningún comentario, éste le dijo:
-Se la regalo.
Herter asintió con la cabeza y, en silencio, se guardó la figura en el bolsillo de la camisa. Algo le impidió darle las gracias a Falk.
Y luego aquellas largas tardes de verano en la gran terraza encima del garaje o en la piscina del chalet de Göring... Por aquella época viajaban de vez en cuando a Munich para que la señorita Braun visitara a su familia o a Italia para que viera a una amiga, y ésta siempre pedía que la acompañara Julia. Y ella, con la excusa de no poder dejar solo a su hijo, se lo llevaba consigo. En el asiento delantero se sentaban el chofer y un hombre de la Gestapo, y en el asiento de atrás la señorita Braun, Julia y el niño, que se entretenían con juegos durante el viaje. Siggi ya era en aquellos días un muchachito hiperactivo, incapaz de callarse o de estar quieto un solo instante. Hablaba sin parar con todo el mundo, incluso con Blondi y los perritos de la señorita Braun; además, cada vez que hacía cualquier cosa, lo tenía que proclamar a los cuatro vientos, al tiempo que se arrojaba de espaldas a una butaca, golpeaba los cojines con los puños, daba volteretas, hacía el pino o se arrastraba por el suelo como un monstruito, llamando a voz en grito a su mamá, a su tía Effi o a su tío Wolf para que admiraran sus proezas.
El tío Wolf, tío Lobo, repitió Herter para sí. ¿De dónde le venía a Hitler esa fascinación por los lobos? ¿Sería únicamente por su condición de fieras? En los años veinte Hitler adoptó el nombre de guerra Wolf; más adelante, sus cuarteles generales en Prusia del Este, Rusia y el norte de Francia se llamaron «Wolfsschanze», guarida del lobo; «Wehrwolf», hombre lobo; y «Wolfsschlucht», desfiladero del lobo. Su perra Blondi se parecía a un lobo, y le puso el nombre de Wölfi a uno de los cachorrillos que la perra tuvo al final de la guerra y que Hitler quiso criar personalmente. Homo homini lupus: el hombre es un lobo para el hombre. ¿Acaso fue ésa la idea que le inspiró?
En el verano del 41 se puso en marcha la Operación Barbarroja. Por aquel entonces, dijo Falk, él ya no se enteraba de lo que sucedía a su alrededor. Se inició en la política como activista, revólver en mano, pero desde que la gran política se desarrollaba ante sus ojos mientras servía café y pastas, no lograba entender lo que pasaba y acabó por perder todo interés. Falk no fue consciente hasta después de la guerra de todo lo que tramó el jefe en aquella época. Así, por ejemplo, empezó a comprender lo que Hitler debió de hablar con Himmler -fuera del alcance del oído de la comitiva- durante sus largos paseos al cenador, ambos con bastones de montaña y gafas de sol. Ni siquiera Fegelein estuvo jamás presente en esos paseos.
-¿Fegelein? -repitió Herter-. ¿Quién era Fegelein?
-El SS-Gruppenfübrer Hermann Fegelein -contestó Falk-. Un oficial joven y encantador, el representante personal de Himmler ante el Führer. Lo llamaban el «ojo de Himmler». Por insistencia de Hitler se casó con Gretl, la hermana de la señorita Braun. Así, convirtiendo a su amante en cuñada del general Fegelein, el jefe pretendía aumentar el prestigio de la señorita Braun en su círculo de colaboradores. Hitler organizó una gran fiesta con motivo de la boda, pero Fegelein nunca mostró gran entusiasmo por Gretl.
-Fegelein no dejó de corretear tras las faldas -intervino Julia con una cara que expresaba la existencia de gradaciones de maldad-. Terribles escenas las que se organizaban una y otra vez.
En el frente oriental, continuó Falk, ya habían perdido la vida decenas de miles de personas y, en el verano del 42, empezaron a cruzar Europa los primeros trenes con destino a los campos de exterminio. Falk movió la cabeza como si aún le costara creérselo.
-Todo se desarrolló conforme a los planes originales de Hitler. El gran objetivo de su vida, la destrucción total de la comunidad judía, se aproximaba día a día, sin que nadie de nosotros lo sospechara. Tampoco la señorita Braun.
-Visto desde ahora -dijo Julia- tenemos la impresión de que Hitler vivía en aquella época como en un estado de embriaguez. Estaba firmemente convencido de que seria considerado para la eternidad el salvador del género humano y la máxima figura de la historia universal. Gracias a eso cambió la relación con su hijo.
En compañía de los iniciados, empezó a prestarle más atención al niño, según pudo comprobar todo el mundo. Un día Falk lo vio en su despacho con Siggi en sus brazos explicándole algo al niño mientras señalaba con el dedo hacia fuera, al Untersberg. Otro día lo vio con Siggi en el regazo dibujándole una imagen de la ciudad de Viena, lo que sabía hacer muy bien, pues poseía talento y una memoria fotográfica. En tales ocasiones, el Führer solía llevar sus gafas de leer, de cuya existencia no podía enterarse la nación alemana. En otra ocasión -poco después del devastador bombardeo sobre Hamburgo en julio del 43- Falk descubrió a Hitler de rodillas en el suelo jugando con un Schuco que le había regalado a su hijo. Los Schuco eran unos coches de juguete de aquella época a los que había que dar cuerda y que se dirigían con un hilo que les salía del techo. Para no levantar sospechas, Hitler tenía que hacerle a su hijo regalos muy sencillos. Y una vez, en la terraza, Julia oyó que el jefe le decía a Bormann en presencia de la señorita Braun:
-Puede que funde una dinastía. En tal caso adoptaré a Sigfrido, como hizo Julio César con el que después fuera el emperador Augusto.
Hitler pronunció estas palabras entre risas, pero tal vez fue algo más que una broma. De él se podía esperar cualquier cosa.
13
Hitler pasaba periodos cada vez más largos en su cuartel general de Prusia del Este, a veces semanas o meses. Desde la batalla de Stalingrado se había producido en el frente ruso un inquietante avance de los salvajes judíos bolcheviques, y en el norte de África tampoco marchaba la cosa como el jefe habría deseado, de modo que, mal que le pesara, se vio obligado a prescindir de Jerusalén, el objetivo judío de su expedición. Entretanto, las ciudades alemanas habían quedado también reducidas a escombros, una tras otra, bajo los feroces bombardeos anglonorteamericanos en que perdieron la vida cientos de miles de personas. Sin embargo, entre el personal del Berghof nadie quería ver lo que pasaba, ni siquiera después de la invasión de junio del 44: mientras el Führer mantuviera su fe en la victoria final, su honorabilidad en su círculo de colaboradores era incuestionable. El arma secreta que, según Goebbels, estaban desarrollando, modificaría de forma radical y en poco tiempo las posiciones de la guerra. En realidad, ésa era el arma que se estaba forjando en Estados Unidos al igual que Nothung, la espada wagneriana bajo la dirección de científicos judíos expulsados de Alemania. Entretanto, comprendió Herter, había empezado a esconderse bajo tierra el complejo dirigido por Bormann. Desde hacía un año, cientos de trabajadores forzados construían día y noche un kilométrico laberinto subterráneo de corredores y búnkeres que comunicaban entre sí todos los edificios. Todo estaba previsto: desde las estancias revestidas de valiosa madera y tapices artesanales del jefe y la jefa hasta una perrera para Blondi, además de cocinas, despensas, cuartos de juego para los niños, oficinas, archivos, un cuartel general, salas de télex, una central de la Gestapo y nidos de ametralladoras dispuestos en todos los puntos estratégicos de la red coronados en la superficie por cúpulas acorazadas y cañones de tiro rápido.
La señorita Braun también se negó a ver la realidad de la guerra que en Obersalzberg no se manifestaba sino con amortiguadas detonaciones subterráneas. Alguna que otra vez sonó una alarma aérea, hecho que se comunicaba al jefe de inmediato, porque a los dos minutos llamaba siempre por teléfono para insistirle a la señorita Braun que acudiera al refugio antiaéreo. La señorita se ponía triste cuando su Adi no estaba en casa, aunque por aquel entonces gozaba del consuelo de su hijo, con lo que ya no necesitaba colocar el retrato de su amante junto al plato. Así y todo, a ella tampoco se le debía de escapar que la tensión en el Berghof disminuía al instante en cuanto la columna de Mercedes negros con su escolta de motos daba la vuelta a la esquina llevándose a todos y todo: Bormann, Morell, Schaub -el sucesor de Brückner-, Heinz Linge, las secretarias, la cocinera, Blondi y veinte enormes maletas con el equipaje del jefe. Entonces se encendían cigarrillos y, de vez en cuando, se oía alguna risa, incluso en los cuarteles de la tropa de las SS; en algún lugar hasta se oía un disco americano de jazz en un gramófono portátil, música negra calificada de degenerada, como el agua de un río desbordado que empieza a filtrarse por el dique. En tales ocasiones las demás autoridades abandonaban también la montaña, que se tornaba súbitamente insignificante. Julia aún recordaba que la señora Speer le dijo en cierta ocasión, mientras se despedía de la señorita Braun, que Siggi se parecía cada vez más a ella, a Julia. La señorita Braun se rió un poco a la vez que hacía un mohín.
-A mediados de julio del 44 -continuó Falk-, cuando Siggi tenía casi seis años, el jefe volvió a marcharse a su Wolfsschanze. La despedida de la señorita Braun y Siggi se prolongó más de la cuenta, como si el jefe tuviera el presentimiento de que no volvería a ver el Berghof. Por aquel entonces era ya un hombre viejo y jorobado. -Falk se incorporó ligeramente y miró a Herter. Vaciló un momento y continuó-: A la semana siguiente tuvo lugar el atentado perpetrado por el conde Stauffenberg. La señorita Braun estaba desesperada por no poder estar junto a su amado en esos momentos difíciles. Su único contacto con el jefe era a través del teléfono, porque él no quería que se alejara de Siggi. Lo que sí hizo el jefe fue enviarle su uniforme desgarrado y ensangrentado. Y luego, a los dos meses, el desastre nos alcanzó también a nosotros.
Herter vio que Falk había tomado una decisión de repente, como quien no osa arrojarse desde su casa en llamas al colchón salvavidas y sin embargo lo hace. A su lado, oyó un sollozo contenido de Julia pero se obligó a no mirarla.
-Lo siento, señor Herter, pero lo que voy a contarle ahora le resultará del todo incomprensible, y no sólo a usted, para nosotros también lo sigue siendo. El jefe llevaba un par de días sin telefonear, y cada vez que la señorita Braun trataba de localizarlo, le decían que el Führer estaba demasiado ocupado para ponerse al aparato. Estaba preocupada, pero ¿qué podía hacer? La tarde del viernes del 22 de septiembre, un claro día otoñal, nunca lo olvidaré, Bormann se presentó delante de la escalinata en un coche cerrado seguido por una pequeña comitiva en un segundo coche. Aquello ya me pareció extraño; en verano los señores solían llevar la capota del coche abierta. Me pregunté qué podría estar sucediendo para que Bormann hubiera perdido de vista al Führer durante unos días. Yo había dejado los uniformes y trajes del jefe en el balcón para que se airearan y en aquel momento estaba lustrando sus botas y zapatos, sin saber, naturalmente, que Hitler no volvería a llevar nunca más nada de todo aquello. El jefe poseía un extenso vestuario, también en Berlín y en sus cuarteles generales. Era muy meticuloso con su ropa, toda hecha a medida. Él mismo diseñaba sus uniformes, chaquetas y gorras, tanto como sus edificios, banderas, estandartes y sus manifestaciones de masas. Bastaba un pequeño pliegue en la ropa que no fuera de su agrado para que hiciera llamar al señor Hugo, su sastre.
Falk continuaba dándole largas al asunto, temeroso de las revelaciones que quería hacer. Herter asintió con la cabeza.
-Sí, Hitler era un perfeccionista.
-Ullrich vino a informarnos enseguida -dijo Julia-. Yo estaba en la biblioteca con la señora Köppe, también en el piso de arriba, sacudiendo el polvo de los libros frente a la ventana abierta. La señorita Braun leía en voz alta el cuento de Struwelpeter,9 mientras que Siggi no paraba de hacer el pino y de arrojarse de espaldas al sofá. La biblioteca era el único espacio del Berghof un poco acogedor. De vez en cuando, desde la montaña, nos llegaba el ruido de las explosiones de dinamita.
Falk se fijó un instante en la sonrisa que se había dibujado en el rostro de Herter, una sonrisa que, como era lógico, no comprendía. Y es que Herter estaba imaginándose los libros que aquellas mujeres debieron de golpear unos contra otros delante de la ventana: Schopenhauer contra Gobineau, Nietzsche contra Karl May, Houston Stewart Chamberlain contra Wagner...
-Nos miramos asustados -continuó Falk. En sus ojos parecía haberse instalado de nuevo aquel miedo de hacía más de cincuenta años-. Al cabo de un rato, probablemente después de hablar con Mittlstrasser, Bormann subió al piso de arriba. No sé... pero por los golpes de sus botas contra los peldaños de la escalera intuí que algo no andaba bien. Sonaban un poco más fuertes de lo normal, como si tuviera que infundirse ánimos a sí mismo. Stasi y Negus también presintieron peligro y se pusieron a ladrar.
-Dios mío -dijo la señora Köppe-. ¿Qué significa esto?
»Al entrar, Bormann se cuadró con un taconazo, realizó el saludo alemán y exclamó en un tono formal: "¡Heil Hitler!". Ese saludo no era habitual en el Berghof y nosotros, a modo de respuesta, mascullamos algo por el estilo. Siggi miró a Bormann con los ojos abiertos de par en par. Éste no se quitó la gorra y fijó los ojos en la señora Köppe, que entendió la seña y abandonó la sala. A continuación, Bormann se dirigió a la señorita Braun y le comunicó que Hitler había manifestado su deseo de tenerla cerca durante esos días difíciles.
-Se nos quitó un peso de encima -añadió Julia-. A la señorita Braun se le iluminó la cara. Preguntó cuándo debía marchar. «Ahora mismo», replicó Bormann; fuera esperaba el automóvil para llevarla al aeropuerto de Salzburgo, donde le aguardaba un avión. «¿Y Siggi?», le oí preguntar. «Siggi vendrá conmigo, ¿verdad? Al igual que Ullrich y Julia.» Bormann le respondió que no, que el Führer había decidido que el niño se quedaba en el Berghof con sus padres adoptivos. El Wolfsschanze no era el lugar más adecuado para un niño; además, podría correr peligro por su proximidad con el frente.
-La señorita Braun estaba indecisa, como es natural -dijo Falk-. Pero sabía que las decisiones de Hitler eran irrevocables. Bormann seguía allí de pie, sin moverse. Mandó a la señorita a hacer las maletas en el acto; y a mí me hizo saber secamente que nos veríamos al cabo de un rato. Luego dio media vuelta y salió de la sala marcando el paso.
Las maletas, que en cierta ocasión abandonaron el Berghof vacías, se llenaron entonces de cosas. Julia fue la que más trabajó preparándolo todo. La señorita Braun, continuó explicando Julia, se quedó un buen rato sentada en el borde de la cama rodeando con su brazo a Siggi, que jugaba con un pequeño compás. Con los ojos arrasados en lágrimas prometió al niño que iría a visitarle muy a menudo. La criatura no entendía por qué su tía Effi estaba tan triste si iba a encontrarse con el tío Wolf, que estaba haciendo la guerra. Siggi dijo una vez que él, de mayor, también quería hacer la guerra, provocando una sonora carcajada del jefe.
La señorita Braun telefoneó a su familia en Munich, pues, una vez instalada en el Wolfsschanze, estaría ilocalizable para sus parientes. Al poco rato, todos se reunieron en el vestíbulo. Ahí estaba también la señora Bormann y sus hijos, a quienes él dejaba siempre en Obersalzberg, para poder estar tranquilo y divertirse a sus anchas con las chicas del cuartel general. La despedida se desarrolló con formalidad. La señorita Braun estrechó la mano de Julia y Ullrich, dio a Siggi un beso en la frente y besó también a los terriers. Mientras todos le decían adiós con la mano desde la escalinata, la señorita se subió al segundo coche, donde la esperaba el chofer acompañado de un hombre de la Gestapo.
-Al cabo de una hora -dijo Falk- se presentó un ayudante de Bormann para avisarme de que el Reichsleiter me esperaba en su chalet.
-No sé por qué -intervino Julia-, pero por una razón u otra, intuí que se estaba cociendo algo más. Me fui con Siggi a su habitación, que tenía el suelo cubierto de soldaditos en pleno asalto. Aún recuerdo que el niño se quejaba de que sólo disponía de soldaditos alemanes; los quería también rusos, para así poder ganar la batalla, pero éstos no se vendían. Así, sin enemigo, no se podía ni perder la guerra, se lamentaba la criatura.
Herter pensó en Marnix. Su hijo también solía hacer comentarios de ese estilo aunque no jugara con soldaditos inmóviles, sino con juegos de ordenador en que se atacaban enemigos visibles. Él mismo, Herter, once años mayor que Sigfrido Falk -alias Braun, alias Hitler-, sí que había jugado antes de la guerra con soldaditos, también con uniforme alemán, pero nunca había echado de menos un ejército enemigo. Al parecer, lo que a él le interesaba de niño no era la representación de la batalla, sino la configuración de aquellos imponentes tableaux vivants en que él no hacía de general, sino de director. Quizás el propio Hitler, ese histrión que se consideraba a sí mismo el mayor estratega de todos los tiempos, jugó también teatralmente con sus soldaditos, si bien los suyos eran de carne y hueso.
El chalet de Bormann, algo más pequeño que el Berghof, pero mayor que la casa de Göring, estaba a cinco minutos andando. Falk fue subiendo por una pendiente bañada por el sol; los jardineros cortaban el césped, los pájaros trinaban en los árboles... un entorno idílico, de no ser por el ruido amortiguado de martillos neumáticos procedentes del fondo de la tierra que se oía por todas partes. Falk no se sentía muy tranquilo, pero ¿cuál era el problema? Nadie había hecho nada malo. Cuando un colega suyo le abrió la puerta, oyó en el interior de la casa risas y voces de los hijos de Bormann. El Reichsleiter le recibió de pie en su despacho, en jarras, y con las piernas separadas.
-Falk -dijo-, seré breve. Prepárese usted para lo peor.
Falk interrumpió un instante su relato. Pareció hacerse más pequeño de lo que era. Inclinó la cabeza, se frotó la cara con las manos y, con un nudo en la garganta, continuó:
-Bormann dijo: «Por orden del Führer, debe usted matar a Sigfrido».
14
Herter se quedó boquiabierto. ¿Dónde estaba? ¡No podía ser verdad! Oyó a Julia sollozar cubriéndose con su pañuelo. Entonces, ¿era cierto? ¡Increíble! ¿Y por qué, por qué ordenó Hitler semejante barbaridad? Cuando vio que Falk miraba a Julia, Herter se puso en pie y con un ademán les propuso cambiar de sitio. Una vez en el sofá, Falk colocó su mano sobre la de Julia. Herter, sentado en la pequeña butaca de enfrente, pudo sentir el calor de su gesto.
-No doy crédito a lo que oigo -dijo Herter-. ¿Bormann le ordenó a usted matar a Sigfrido? ¿A Siggi, el hijo querido de Hitler? Dios mío, pero ¿por qué?
-Nunca he llegado a saberlo -contestó Falk-. Al recibir la orden, sentí que me transformaba en una columna de hielo. Cuando recuperé el habla, le hice naturalmente la misma pregunta que usted me acaba de plantear, y Bormann me espetó: «¡Las órdenes no se explican, Falk, se dan! El Führer no tiene que responder ante nadie, y menos ante usted». Comprendí que no tenía sentido pedir más explicaciones. El jefe había tomado su incomprensible decisión, y la orden debía ser ejecutada. Sepa usted que por aquel entonces una orden del Führer tenía, literalmente, la fuerza de la ley. Aún me atreví a preguntarle a Bormann qué consecuencias acarrearía una negativa mía.
-¿Y qué dijo? -inquirió Herter ante el súbito silencio de Falk.
-Pues que Sigfrido moriría de todas maneras, porque estaba condenado a muerte. Sin remedio. El Führer nunca se volvía atrás de una decisión. Y, además, a Julia y a mí nos enviarían a un campo de concentración, ya me podía imaginar lo que era eso. Si amaba a mi mujer, me dijo, más me valía no negarme.
-¿Y la señorita Braun? ¿Sabía algo la señorita Braun?
-No lo sé, señor Herter. No sé más de lo que le estoy contando.
-No tengo palabras -repuso Herter-. Dios mío, ¿qué clase de individuos eran ésos? En realidad, se les podría describir con los mismos términos que ellos aplicaban a los judíos: seres malignos que aspiraban a dominar el mundo. Menuda escoria. En fin, eso ya lo sabíamos.
-Sí, es fácil hablar así ahora, pero entonces yo no sabía nada. No fue hasta aquel momento, después de tantos años, que comprendí por primera vez con qué clase de gente estaba tratando. Me quedé de piedra. En mi ingenuidad, yo había identificado a aquellos personajes con la imagen que me transmitían. Hitler se ponía como un basilisco en sus actuaciones políticas, pero, fuera del ámbito profesional, se comportaba con exquisita cortesía, lo mismo que un boxeador profesional no se lía tampoco en casa a puñetazos con sus familiares. Göring me guiñó una vez el ojo amablemente, y recuerdo que, durante una comida, el terrible Heydrich cogió una rosa de un jarrón y se la entregó a Julia en un gesto de galantería. ¿Te acuerdas tú de eso, Julia?
Julia asintió con la cabeza sin mirarle.
-Yo me desentendía de lo que hacía esa gente. Sospechaba, eso sí, que estaban sucediendo cosas terribles, porque a veces te llegaba algún rumor, pero hacía oídos sordos a todo lo que oía. Julia y yo tampoco hablábamos de estos asuntos entre nosotros. El único de la casa que, por su aire siniestro, imponía realmente era Bormann, porque no se relajaba jamás, aunque de hecho no fue el peor criminal del grupo.
-Lo suficiente como para chantajearle a usted con la muerte de su mujer.
-Por supuesto, Bormann era la prolongación de Hitler.
-Como todos los demás.
-Así es. El Führer logró convertir a prácticamente todo el pueblo alemán a su imagen y semejanza, y eso era lo que proyectaba hacer con toda la humanidad. Sus acólitos le obedecían en todo, aun sin recibir órdenes. Esos individuos acababan con la vida de la gente, porque previamente Hitler había acabado con ellos humanamente.
-Lo ha expresado muy bien, señor Falk. ¿Y qué paso luego?
-Tenía que parecer un accidente. Bormann me dijo que no se abriría ninguna investigación, pues qué razón iba a tener yo para asesinar a mi propio hijo. Que me las apañara como pudiera. No debía suceder antes de una semana -porque así nadie relacionaría el asunto con su presencia-, y no más tarde de dos semanas. Luego profirió «Heil Hitler» y me despidió.
A Herter se le desencajó el rostro.
-La verdad, lo que me está usted contando me revuelve el estómago. Madre mía, ¿qué les pasaría por la cabeza a esos tipos? ¿Se lo contó a su mujer?
Julia había vuelto a dar una calada a su cigarrillo. A cada palabra que pronunciaba salía de su boca un humo azul claro, como un animal mitológico.
-Ullrich no me lo contó hasta el final de la guerra, después de que en La Haya oyéramos por la radio el anuncio de la muerte de Hitler.
-El día después de casarse con Eva Braun -intervino Herter-. Dios mío, ¿cómo interpretar todo esto? Por alguna razón, Hitler quería acabar con Sigfrido. Quién sabe, a lo mejor porque se había enterado de que no era el padre, aunque al final se casó con la madre, que tal vez le engañó pero a la que sin embargo perdonó la vida. No hay quien lo entienda. Seguro que hay gato encerrado.
Falk alzó un segundo ambas manos y luego las dejó caer sin fuerza sobre sus muslos.
-Misterios, misterios. Pensar no sirve para hallar una explicación. Nunca sabremos lo que sucedió de verdad. Ya no vive nadie para contarlo.
-¿Y ustedes dos? ¿No corrían peligro? ¿Acaso no sabían ustedes demasiado?
-A mí eso no me preocupaba -contestó Falk-. De haber querido acabar con nosotros, no habrían ideado un plan tan complicado: sencillamente, nos habrían asesinado a los tres, lo cual habría sido pan comido para los señores de la casa, y más teniendo en cuenta el aislamiento hermético del Berghof. No, al parecer confiaban en nosotros, y nos perdonaron la vida por haber cuidado bien de Siggi.
-Dios mío, ¿cómo pudo usted superar aquellos días?
Falk suspiró y movió la cabeza.
-Cuando pienso en ello, se me pone la mente en blanco. Después de la guerra, sufrí una conmoción cerebral en un accidente de coche. Me afectó a la memoria, ni del accidente me acuerdo.
Ahí estaban los dos, Julia y Ullrich, viejos y menudos, sentados en un sofá raído bajo la comilona de Brueghel de cuatrocientos años de antigüedad, como dos imágenes hiperrealistas de un artista estadounidense.
-Yo estaba deseando hablar con Julia, naturalmente -continuó Ullrich-, pero ¿qué sentido tenía? ¿Por qué angustiarla con algo tan tremendo que de todos modos era imposible de evitar? No podía hacer otra cosa que optar por un muerto o tres. La única escapatoria era la huida, preferiblemente los tres juntos, algo completamente imposible, como puede usted imaginar: nadie podía entrar en el territorio del Führer en Obersalzberg, pero tampoco salir. Había puestos de guardia por todas partes. Además, Bormann, como es lógico, había ordenado extremar la vigilancia. Estuve pensando en recurrir al doctor Krüger, porque me constaba que era un buen hombre. Imaginé que podría sacarnos del territorio en su DKW, pero eso habría requerido llamarle por teléfono y éste estaba intervenido. Además, habría comprometido también su vida. Nada, no había salida, era una situación desesperada. Me pasé la semana dándole mil vueltas al asunto para llegar a la conclusión de que no tenía elección. No había más remedio que ejecutar la orden, sobre todo por Julia. Así que decidí obrar de tal manera que ella también lo creyera un accidente.
De nuevo se hizo un silencio. Herter intentó imaginarse cómo se sentiría si le obligaran a asesinar a su pequeño Marnix con la amenaza de que, si no ejecutaba la orden, morirían tanto Maria como él. La sola idea le ponía enfermo. ¿Cómo reaccionaría ante una situación así? Probablemente, Maria y él habrían optado por morir los tres. ¿Cómo sino seguir viviendo después de semejante acción por muy impuesta que fuera? De todos modos, su caso era diferente al de los Falk, pues Marnix sí que era su verdadero hijo.
-¿Quiere usted saber lo que pasó? -preguntó Falk.
No, no quería saberlo, pero Falk sí quería contarlo. Herter dirigió a Julia un gesto de cabeza apenas visible, y ella se puso en pie y se retiró al dormitorio. Después de que Julia cerrara la puerta tras de sí, Falk cerró los ojos y no volvió a abrirlos durante todo su relato. Herter escuchaba la apagada voz de Falk como si él también estuviera instalado en la oscuridad detrás de los párpados del anciano donde el drama se desplegaba de nuevo, y le dio la sensación de que la residencia Eben Haëzer se hundía y que, llevado por las palabras de Falk, se encontraba físicamente en aquel maldito lugar destruido hacía más de medio siglo, y que lo veía todo, lo oía todo...
Un minuto antes de que suene el despertador, Falk abre los ojos. Enseguida empieza a sudar. Ha llegado el día. Durante las dos últimas semanas se lo ha imaginado innumerables veces, pero ahora que ha llegado el momento todo resulta muy diferente. Apaga el despertador y mira la cabeza de Julia, la cual duerme plácidamente. Confuso, temblando con todo el cuerpo, Ullrich se levanta de la cama y descorre las cortinas. Un día otoñal, frío y gris. La proximidad del invierno ha tomado invisibles los picos de los Alpes. El mundo ha cambiado de rostro. Falk se siente como un enfermo desahuciado que ha decidido que ése será su último día de vida. Luego, secretamente, se presentará el médico con su jeringuilla. El médico amigo dispuesto a asumir el riesgo está todavía durmiendo o leyendo el diario con su taza de café en la mano. Ofensiva rusa en el territorio Memel. La gente muere en masa por Europa. La muerte se ha vuelto algo insignificante. Führerbefehl hat Gesetzeskraft.10 Irrevocable ley, más dura que el granito de los Alpes. Dentro de un par de horas debe ser cumplida.
Julia, bostezando, se vuelve de espaldas y coloca las manos debajo de la cabeza.
-¿Te sucede algo, Ullrich?
-He dormido mal.
-¿Se ha despertado ya Siggi?
-Me parece que he oído algo. Le prometí llevarle hoy al campo de tiro. Lleva semanas dándome la lata con que quiere ir allí.
Julia aparta las mantas con un suspiro y sale de la cama.
-¿De dónde os vendrá a los hombres esa estúpida pasión por la violencia? Si Siggi fuera niña, seguro que no habría querido hacer una cosa así.
-Me temo que eso requiere una larguísima explicación.
Siggi ya se ha vestido. Está sentado en el suelo, con sus pantalones cortos tiroleses de piel de ciervo y sus botones de asta. Con un imán rojo traza lentos círculos alrededor de su compás.
-¡Mira, papá! La aguja se ha vuelto loca. ¿Sabes por qué pasa esto? Pues porque el imán tiene forma de herradura. La aguja quiere desengancharse y ser feliz, porque las herraduras dan suerte, pero no puede, porque está sujeta, como un perro a su collar.
Marnix. Marnix lo habría dicho igual.
¡Qué niño! Falk siente correr plomo fundido por sus venas. En sus treinta y tres años de vida nunca se le había ocurrido a él algo así. ¿En qué mundo vivimos? ¡Cómo va a poder acabar con esa pequeña vida! ¿No debería sacar ahora mismo la pistola y pegarse un tiro? Pero ¿qué pasaría entonces con Julia? De repente se acuerda de la primera vez que disparó contra una persona, nueve años atrás, en la Cancillería de Viena, durante la fracasada intentona golpista. En medio del caos y el mido de disparos, gritos, explosiones de granadas de mano y roturas de cristales, descubrió en una habitación vacía en el extremo de la casa a Dollfuss tendido bocabajo sobre la alfombra, gimiendo e implorando la presencia de un sacerdote. Falk lo reconoció de inmediato, el canciller federal abultaba poco más que Siggi. La sangre le brotaba de una gran herida debajo de la oreja izquierda. En aquel momento, Falk también sintió un arrebato de violencia, y, antes de que fuera consciente de su acto, descerrajó un tiro al herido. Unos días después, Otto Planetta se confesó autor del primer disparo que probablemente ya fue mortal; en menos de una semana fue sentenciado y ahorcado. El segundo disparo, realizado con un arma de otro calibre, permaneció siempre como un misterio. Por vergüenza, Falk nunca le había contado ese episodio a nadie, tampoco a Julia -ni cuando los golpistas, después de la anexión, fueron ensalzados como héroes ni tampoco después de la guerra-. Intentó convencerse a sí mismo de que fue un tiro de gracia, pero, al no conseguirlo, enterró el recuerdo del desgraciado suceso en lo más profundo de su mente y nunca más volvió a pensar en ello.
Falk coge la pistola y se dirige a la cocina, donde Siggi revuelve en su papilla de avena un trocito de mantequilla y media tableta de chocolate con leche, tal como le ha enseñado su padre. Comida de condenado. ¿Qué sentido tiene la última comida? No le dará tiempo ni a digerirla. ¡Tiempo! Julia ha vuelto a encender su primer Ukraina y canta en voz baja:
Es geht alles vorüber,
Es geht alles vorbei...11
El tiempo es más duro que el granito que rodea la casa, resulta imposible rayarlo. Saber que su mujer ignora que está viendo al niño por última vez le parte el corazón más aún que la idea de lo que está a punto de cometer. Se pone en pie de pronto.
-Tenemos que irnos.
-Ponte la bufanda, Siggi, no vayas a enfriarte. Y, por el amor de Dios, tened cuidado.
Al salir ve por todas partes relucientes agujas de hielo, que parecen pender inmóviles en el aire frío.
-Mira, papá, a la madre de Nuestro Señor se le ha caído de las manos el acerico.
Falk toma al niño de la mano. Un sollozo le estremece el pecho. Mientras suben por el prado alpino, el niño no cesa de hacer locas cabriolas, como si quisiera echarse a volar. Un hombre de las SS que patrulla entre los abetos, con un pastor alemán atado y una carabina sobre los hombros, los detiene al saludo de «Heil Hitler». Después de que Falk le ha mostrado el pase que le ha facilitado Mittlstrasser, Siggi pregunta:
-Papá, ¿de dónde viene el agua?
-No lo sé.
-¿Lo sabrá el tío Wolf?
-Seguro que sí. El tío Wolf lo sabe siempre todo.
-Pero no sabe que la tía Effi fuma en su ausencia.
-Tal vez sí.
Se oyen voces de mando, pero Siggi no parece percatarse de ello. De nuevo en camino, el niño observa el suelo con gesto meditabundo y, al poco, pregunta:
-Pero, si uno lo sabe todo, ¿cómo puede saber que realmente es «todo»?
-Eso tampoco lo sé, Siggi.
-Yo también sé mucho, pero ¿cómo puedo saber hasta dónde llega todo lo que sé?
Falk no contesta. ¡Qué tortura! El mundo no debería existir, el mundo es una terrible equivocación, un aborto absurdo, tan falto de sentido que nada, absolutamente nada importa. A la larga, todo se olvida y acaba por desaparecer, como si no hubiera existido nunca. Y ésta es la idea que de repente insufla a Falk la suficiente fuerza para acometer su acto depravado. Respira hondo y suelta la mano de Siggi.
Cuarteles, cantinas, garajes y edificios de administración rodean el inmenso campo de entrenamiento. Flanqueadas por una bandera con la cruz gamada y la bandera negra de las SS, las tropas en formación de las SS se mueven como un solo hombre con la misma disciplina que el cuerpo del jefe cuando actúa en público. Falk y Siggi cruzan el gimnasio y bajan una escalera hacia los campos de tiro subterráneos, mientras Falk piensa: «¿Qué importa que haya visto por última vez la luz del día?». Una puerta de acero, cuyo objetivo principal es impedir que el jefe sea interrumpido durante sus trascendentes meditaciones, se cierra detrás de ellos.
-Éste no es lugar para niños -advierte el Obersturmführer de turno moviendo la cabeza en medio del fragor y traqueteo de las armas después de haber leído el documento de Mittlstrasser-. En fin, hoy en día toda Alemania está hundida en el caos.
Sí, claro, Mittlstrasser debe de estar implicado en el complot, o tal vez no; a Falk le da igual. Siggi, encantado con el ruido que producen las armas en el interior del espacio de hormigón, grita algo que Falk no logra entender. En la pista de tiro más larga, de unos cien metros, dos tropas en uniforme de batalla disparan ráfagas de metralleta bajo una fuerte luz eléctrica, mientras que unos instructores con prismáticos controlan sus resultados. La segunda pista, donde se dispara con fusiles, es más corta; la tercera, más corta todavía, está fuera de uso. Un Unterscharführer que pasa junto a ellos mira a Siggi y grita:
-¿Ya han llamado a filas a esta quinta?
Falk saca su pistola 7.65 cargada y le muestra a Siggi la recámara con las balas. Luego separa las piernas, sostiene el arma con las dos manos y dispara un tiro que alcanza el vientre de la figura esquemática situada al fondo de la pista. Siggi grita:
-¿Me dejas? Yo también, yo también...
El mundo no existe. Nada es verdad. Nada existe. Falk se agacha y enseña al niño cómo sostener la pistola. En broma dirige el cañón del arma hacia la frente de Siggi y le apunta desde muy cerca. En el instante en que el niño se echa a reír, Falk aprieta el gatillo.
Salpicado de sangre, Falk se queda mirando el punto en que un segundo atrás se dibujaba la risa de Siggi. Nadie ha visto ni ha oído nada. Cierra los ojos de la criatura y deja caer la pistola lentamente, hasta que el cañón roza el cuerpo inmóvil, mientras piensa: «Yo no lo he matado. Hitler lo ha matado. Yo no, Hitler. Yo. Hitler».
15
Herter se inclinó hacia adelante, los codos sobre las rodillas, las manos delante de los ojos. Al prolongarse el silencio, alzó la vista como si despertara de un sueño. Ahora era la habitación la que parecía haberse tornado irreal. En el patio ladraba un perro. Falk también había abierto los ojos; le temblaban las manos. Herter advirtió que el anciano se sentía exhausto pero que a la vez se había quitado un peso de encima. Su terrible historia no hacía sino acentuar el carácter incomprensible de lo sucedido, lo cual constituía al mismo tiempo la prueba de que no era inventada, porque de lo contrario Falk habría hecho encajar todas las piezas del relato. Herter dirigió involuntariamente una mirada al dedo índice de la mano derecha del anciano, el dedo con el que apretó el gatillo cincuenta y cinco años atrás, y tuvo que obligarse a no mirar la foto sobre el televisor. Sesenta y un años tendría en la actualidad Sigfrido Falk, y todavía ignoraría su identidad; cada cierto tiempo visitaría a sus padres en Eben Haëzer con su mujer e hijos.
Falk se puso en pie, entornó la puerta del dormitorio y volvió a sentarse. Tal vez había hablado tan bajo para que Julia no oyera lo que en realidad ya sabía. Al cabo de un instante apareció ella preguntando:
-¿Le apetece a usted una copa de vino?
Si, vino, lo necesitaba de verdad. Ojalá pudiera emborracharse para librarse de la imagen de ese castillo encantado, como Falk lo había llamado -a cuyo lado el castillo de Drácula parecía una bucólica casa de campo-, pero sabía que no lo olvidaría, como tampoco lo había hecho el matrimonio Falk. En la realidad, el lugar en que sucedieron los hechos era actualmente imposible de encontrar, pues al parecer estaba completamente cubierto de árboles y matorrales a través de los que solía abrirse camino cierto tipo de turistas; pero eso era sólo en la realidad, no allí donde realmente importaba.
Se tomaron en silencio el vino barato de supermercado, demasiado dulce, del que no conviene beber más de una copa. Herter sabía que en esos momentos le tocaba hablar a él, pero ¿qué podía decir? Movió la cabeza.
-Es la historia más impresionante que he oído en mi vida. Sólo puedo repetirle lo que ya te he dicho, señor Falk: no tengo palabras.
-No tiene por qué decir nada. Le agradezco que haya querido escucharme. Nos ha ayudado mucho.
-Sí -confirmó Julia mirando en el interior de su copa.
Ya podía ponerse en pie y despedirse, se dijo Herter, pero resultaría una descortesía.
-Y después, ¿qué pasó?
-Al día siguiente, Bormann nos envió un telegrama de pésame de parte de Hitler.
Herter suspiró y permaneció un instante en silencio.
-¿Dónde fue enterrado Siggi?
-En el cementerio de Berchtesgaden, tres días después. Éramos pocos, los padres de Julia, mi madre, Mittlstrasser, la señora Köppe y algunas personas del servicio doméstico. La comedia se prolongó en el cementerio, con nosotros en el papel de padres afligidos.
Julia alzó la vista.
-Éramos los padres afligidos.
-Sí, Julia, claro que lo éramos. Y lo seguimos siendo.
Herter los miró a ambos. Percibió que ese asunto constituía un punto de fricción entre los dos.
-¿Visitó usted alguna vez su tumba? -le preguntó a Julia.
-No. Iban a colocar una lápida con su nombre, pero a nosotros nos trasladaron a otro lugar.
-A La Haya.
-Sí, a la semana siguiente. Según Mittlstrasser, un cambio de aires nos ayudaría a olvidar el trágico accidente.
-¿Sabía Seyss-Inquart algo del asunto?
-No lo sé -respondió Falk-. Creo que no. En cuanto nos vio, nos dio el pésame. ¿Qué razón iban a tener para contárselo?
-Ninguna -asintió Herter con la cabeza-. Para Hitler, Seyss-Inquart no fue tampoco más que un papanatas, por mucho que éste le hubiera entregado Austria.
El teléfono en su bolsillo empezó a vibrar. Herter se excusó y se lo llevó al oído.
-¿Sí?
-Soy yo. ¿Dónde te has metido?
-Estoy en la guerra.
-No olvides nuestro vuelo.
-Voy ahora mismo. -Herter cortó la comunicación y al fin se sintió libre de mirar su reloj: las tres y media-. Era mi amiga, teme que perdamos el avión.
-¿Regresa usted hoy mismo a Amsterdam?
-Sí.
-Estuve una vez en Amsterdam -dijo Falk incorporándose-, durante el llamado invierno del hambre. Aún estaba todo en pie, pero era una ciudad consumida, herida de muerte. Recuerdo los canales llenos de basura flotando de una margen a otra.
Antes de incorporarse él también, Herter cogió el ejemplar de La invención del amor y, con su pluma, escribió en la portadilla:
Para Ullrich Falk,
que en los tiempos del mal
hizo una increíble ofrenda al amor.
Y para Julia.
Rudolf Herter
Viena, noviembre de 1999.
Sopló un poco y cerró el libro para que los ancianos no leyeran la dedicatoria hasta después de su partida.
-¿Tiene una tarjeta de visita? -preguntó Falk.
-A tanto no llego -repuso Herter-, pero le apuntaré mis señas. -Anotó su dirección y número de teléfono en una hoja de su cuaderno de notas que luego arrancó-. Escríbame o llámeme cuando quiera, a cobro revertido, por supuesto.
Falk leyó el papel y, enderezando un poco la espalda, dijo:
-Entregaré esta hoja a la señora Brandtstätter con el encargo de que se ponga en contacto con usted cuando muera el último de nosotros. Después será usted libre para obrar como quiera.
Herter movió la cabeza negativamente.
-A usted le falta todavía mucho para morirse, no me cabe la menor duda. Está usted a punto de entrar en el nuevo siglo.
-Con éste nos basta y nos sobra -dijo Julia con la cara seria.
Se despidieron. Herter besó la mano de Julia y agradeció a Falk la confianza que había depositado en él.
-Al contrario -contestó Falk-. Los agradecidos somos nosotros. Si no hubiera querido escucharnos, no habría quedado absolutamente nada de Siggi, como si no hubiera existido.
16
Cuando llegó a la habitación del hotel, Maria estaba haciendo las maletas. Herter cerró la puerta tras de sí y dijo:
-Lo he comprendido.
Maria, inclinada sobre la maleta que estaba encima de la cama, se incorporó y preguntó:
-¿A quién has comprendido?
-A él.
-Rudi, pareces trastornado. ¿Qué ha sucedido?
-Demasiado. Estoy abatido. La imaginación no es nada. Exit Otto.
-¿Otto? ¿Quién es Otto?
-Déjalo estar, Otto ya no existe. El enemigo de la luz no tiene nada que hacer. La imaginación no puede competir con la realidad, la realidad anula a la imaginación y se troncha de risa.
-¿Has bebido?
-Un brebaje horrible, pero ahora quiero una copa de néctar para brindar por la lechuza de Minerva que alza el vuelo en la oscuridad.
-Pero ¿qué estás diciendo? -preguntó Maria agachándose ante el minibar.
-Que la conciencia es el melancólico postre de la creatividad, un pobre consuelo para los fracasados.
-Menos mal que te conozco, porque si no pensaría que estás desvariando. Tienes mal aspecto.
-Me siento fatal.
-Échate un rato.
Herter apartó la maleta y se tumbó en la cama.
-¿Has averiguado algo en casa de los viejos?
-Esos viejos, como tú los llamas, fueron los sirvientes personales de Hitler y Eva Braun, y me han contado una historia que podría causar una conmoción mundial, una historia increíble, espeluznante y a la vez del todo incomprensible, pero les he jurado con los dos dedos en alto que no se la contaré a nadie mientras ellos vivan.
-¿Ni siquiera a mí?
-El problema es que tú eres alguien.
-Pero ¿y si mañana te atropella un tranvía?
-Entonces nadie se enterará nunca. Cuando llegue a casa escribiré toda la historia y la entregaré a un notario. Pásame el dictáfono, por favor; está ahí junto a mis gotas para los ojos. Existe un ser que no es nadie, y necesito poner en orden mis pensamientos sobre ese nadie.
-Mejor sería que durmieras un cuartito de hora.
-No, podría escapárseme la idea.
Maria encendió el aparato y se lo pasó. Herter reflexionó un momento, se lo arrimó a la boca y, a velocidad de dictado, dijo:
-El general Jodl, jefe del Estado Mayor de Hitler -por cierto, también fue ahorcado-, que convivió a diario durante horas con el dictador, afirmó en cierta ocasión que el Führer fue siempre para él un libro sellado con siete sellos. Hoy yo he roto esos sellos. El libro ha resultado ser una maqueta, sólo contiene páginas en blanco. Hitler fue el abismo personificado. La última palabra que puede decirse de él es nada. Los numerosos estudios consagrados a su persona se quedan cortos, porque versan sobre «algo» cuando en realidad se trata de la «nada». No es que Hitler no permitiera que nadie estableciera con él una relación de confianza -como afirman todos aquellos que le conocieron-, no, lo que sucedía es que no existía nada con que establecer dicha relación. O quizá debería plantearlo al revés. Se podría ver de la siguiente manera: el vacío que era Hitler absorbía a otras personas, que a consecuencia de ello eran aniquiladas. Eso ayudaría a explicar los actos inhumanos que cometieron sus acólitos moralmente deshumanizados. A propósito, todo este asunto me recuerda los agujeros negros. Un agujero negro es un objeto astronómico monstruoso, una deformación patológica del espacio y del tiempo, originado a partir de la catastrófica desintegración de una estrella negra, unas fauces que se tragan todo lo que se les acerca: materia, radiación, todo; nada escapa del agujero negro, hasta la misma luz queda presa en su campo gravitatorio, ninguna información puede llegar al resto del mundo; el agujero arde, sí, pero de ese calor amorfo no se saca nada en limpio. En el centro del agujero se encuentra lo que se denomina una singularidad: una entidad paradójica de una densidad infinita y temperatura infinitamente alta, con un radio de cero. ¡Hitler como singularidad en forma humana rodeado por el agujero negro de sus huestes! Para mí que esta idea no se le ha ocurrido nunca a nadie. Bien. Lo que yo no voy a hacer ahora es interpretar desde la psicología a esa nada devastadora -como siempre se ha intentado en vano-, sino desde la filosofía, pues el problema que plantea es, ante todo, lógico: se trata de una sucesión de predicados sin sujeto. Ello convierte a Hitler en el exacto opuesto del Dios descrito por la teología negativa del Pseudo-Dionisio Areopagita del siglo V. Éste presenta a Dios como un sujeto sin predicados, pues considera a Dios demasiado grande como para que se pueda decir algo de él. Así pues, en el marco de la teología negativa cabría identificar a Hitler con el Diablo, aunque no se plantee de esta manera en la teología positiva oficial de san Agustín y santo Tomás. En fin, más vale que lo deje estar.
Herter tomó un trago del Chablis que Maria había dejado junto a él y continuó hablando en el aparato:
-Atención, la digresión se vuelve cada vez más instructiva. Siguiendo los pasos de Hegel, aunque situándose en una posición contraria, Kierkegaard afirmó que la nada engendra angustia. A Nerón lo describió como un individuo que constituía un misterio para sí mismo, y cuyo ser era el terror: por esta razón, Nerón quería ser un misterio para todo el mundo y se complacía en el terror que causaba a los demás. Más adelante, Heidegger invirtió el planteamiento de Kierkegaard al sostener que la angustia descubre a la nada y que «en el ser de la existencia se produce la destrucción de la nada». Eso provocó, cómo no, la risa escarnecedora de los positivistas lógicos, sobre todo de los de aquí, del Círculo de Viena con Carnap en cabeza, y sin embargo, ¿no resulta esa concepción negativista bastante útil para la interpretación de Hitler? Es decir, ¿acaso no podría verse a Hitler como la personificación de esa angustiosa y devastadora nada, el exterminador total, no sólo de sus enemigos, sino también de sus amigos, no sólo de los judíos, los gitanos, los polacos, los rusos, los disminuidos psíquicos y todos los demás, sino también de los alemanes, de su mujer, de su perro y, por último, de sí mismo? Carnap habría recurrido en este caso a su ciencia favorita: las matemáticas. En ellas, el número paradójico cero se presenta preferiblemente como un número natural, que mediante la multiplicación destruye cualquier otro número. En las matemáticas, el cero anula; el cero es el Hitler entre los húmeros. ¿No será esto al mismo tiempo una explicación de las simpatías metafísicas de Heidegger hacia el cero entre los hombres, a quien, en un arrebato de ilusión óptica, concibió como la personificación del ente infinito? Al fin y al cabo, el filósofo del ser, admirador de «la roca primitiva, del granito, de la férrea voluntad», ¿no guardaba en su armario, junto a su gorro de dormir, un uniforme de las SS? Y más adelante, en esa misma tradición, tenemos a Sartre, aunque en él se impone de nuevo lo kierkegaardiano cuando define al antisemita como un hombre que ansía ser una roca inmóvil y dura, una corriente en ebullición, un rayo devastador, todo, excepto un ser humano. Y, como telón de fondo de todo esto, se entrevé la figura extática del Maestro Eckhart, cuyo fanatismo místico adquiere en esta perspectiva rasgos diabólicos, sí, él con su «noche oscura del alma» y su disolución en la nada... lo que más adelante, en el agujero negro de los días del congreso del partido nazi en Nuremberg, será grotescamente escenificado al anochecer, entre columnas de luz que se pierden en el cielo estrellado, con Hitler como singularidad paradójica en medio de miles de uniformados, el único con la cabeza al descubierto... -Herter se estremeció-. Me estremezco, sí, y es precisamente esa sensación la que me indica que no voy desencaminado: me encamino a lo terrorífico, a lo atroz, al mysterium tremendum ac fascinans.
-¿Al qué? -preguntó Maria con la cabeza ladeada.
-Oye, ¿acaso me estás escuchando a escondidas?
-No tengo más remedio, pero no te preocupes. Seguro que a ti se te abren mundos cuando dices todas esas cosas, pero yo no me entero ni de la mitad. ¿Quieres que me vaya?
-No, claro que no. Al contrario, es bueno que alguien me escuche.
-Creí que era un secreto.
-El secreto no voy a revelarlo, sólo voy a intentar aproximarme al misterio que fue Hitler.
El mysterium tremendum ac fascinans, aclaró Herter, era un término acuñado por Rudolf Otto hacía más de ochenta años en su libro Lo santo. Herter se había releído ese libro hacía unas semanas, alentado, al parecer, por un presentimiento. El día anterior había mencionado precisamente El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música, obra juvenil de Nietzsche. «La noble simplicidad y sosegada grandeza» de la visión apolínea, estática y armoniosa que Winckelmann ofrece de la cultura griega la completa Nietzsche en este libro con su opuesto dionisiaco, inspirado en lo extático, lo irracional y lo terrorífico. En esta misma línea, Rudolf Otto logra definir el núcleo de toda religión: la espeluznante «otredad total», lo absolutamente extraño, la negación de todo lo que existe y pueda ser imaginado, la nada mística, el estupor, el «quedarse anonadado» que atrae a la vez que repele. Nada tiene que ver este discurso con el que invoca al «Dios misericordioso» de los cristianos, el cual se presentaba como un descendiente vencido de los auténticos y primitivos dioses y diosas. Un dios que, por cierto, no se arredró ante el sacrificio de su propio hijo, acción que sin embargo prohibió en su día a Abraham. No, de todo ese mundo lúgubre no había más que una epifanía: Hitler.
-Hago lo que puedo para seguirte -intervino Maria.
-Con el tiempo -continuó Herter- muchos investigadores se han roto la cabeza en vano preguntándose en qué momento Adolf se transformó en Hitler. Al principio fue un inocente bebé, luego un niño monísimo, después un muchacho adolescente, a continuación un joven aplicado; pero ¿cuándo, dónde y por qué se convirtió en la monstruosidad más absoluta? Nadie ha hallado todavía una respuesta satisfactoria a esta pregunta. ¿Por qué? Tal vez porque todos esos psicólogos que se han ocupado del tema no eran filósofos y menos aún teólogos. Y porque, a su vez, los teólogos monoteístas eludían el asunto Hitler quedándose atrapados en la teodicea: ¿cómo ha podido ese único Dios permitir un Auschwitz?
Sí, de repente Herter lo veía claro. Ninguno de esos teólogos se atrevía a llegar al extremo que llegó Hitler. También ellos habían quedado paralizados por el miedo hacia la otredad total. También ellos habían quedado anonadados por Hitler; algunos hasta consideraban inmoral cualquier intento de comprensión del dictador. Pero a partir de ese momento Hitler se las iba a ver con él, con Herter.
-Rudi -le interrumpió Maria con cautela-, creo que no te conviene seguir por este camino. ¿No temes quedarte tú también anonadado?
Herter negó con la cabeza.
-No hay marcha atrás, es demasiado tarde. He comprendido por qué Hitler es incomprensible y por qué lo seguirá siendo para toda la eternidad: porque es la incomprensibilidad en persona, mejor dicho, en antipersona. Una estrella vieja se transforma, por unas determinadas causas, en una singularidad envuelta por un agujero negro, pero la transformación de Hitler en terror infernal no se produjo en un momento determinado de su vida por unas causas determinadas, como podrían ser, por ejemplo, las acciones violentas de su aborrecible padre, o el terrible cáncer que segó la vida de su madre bajo tratamiento de un médico judío, o el ataque con gases asfixiantes durante la primera guerra mundial que lo dejó temporalmente ciego. Otras personas han vivido pesadillas peores y no se han convertido en monstruos semejantes. Lo que sucede, sencillamente, es que estas personas nunca tuvieron la condición que caracterizó a Hitler antes de vivir sus experiencias, fueran éstas las que fueran, y que no es otra que la ausencia de condición humana. Lo que le devoró el alma no fue una determinada experiencia; no, Hitler fue el horror desde su mismo nacimiento. Nerón se convirtió en Dios, pero eso sólo fue una apoteosis concedida por otras personas a Nerón: hechos todos ellos positivos. Hitler, sin embargo, fue desde el principio la manifestación de la otredad total: la encarnación de la anuladora nada, la singularidad personificada, que sólo puede manifestarse como máscara. Lo que significa que Hitler no fue un actor, un histrión, como se le ha considerado a menudo, sino una máscara que no cubre ningún rostro: una máscara viviente. Una armadura ambulante vacía por dentro.
Herter pensó en Julia, quien, a diferencia de su marido, sí que había visto en Hitler a un actor.
-Así que tú le consideras un ser único -dijo Maria arqueando escépticamente las cejas.
Herter suspiró.
-Sí, me temo que sí.
-Eso pensaba Hitler de sí mismo. Con lo que se demuestra que llevaba razón.
-Sí, ha llegado la hora de afrontarlo. Pero con una salvedad: ese «sí mismo» no existe. Y ésa es la razón por la que, en el fondo, no se le puede considerar «culpable», porque eso supone atribuirle un honor demasiado grande y soslayar su inanidad. Pero entiendo a lo que te refieres. Su naturaleza paradójicamente inhumana le confiere un aire sagrado insufrible, aunque sea en negativo. Esta idea sólo es aceptable si puede demostrarse de alguna manera. Pero ¿.cómo demostrar la «nada»? ¿Cómo «demostrar» algo sobrenatural?
Herter se incorporó súbitamente y se quedó mirando al infinito con los ojos abiertos de par en par. Horrorizado aunque satisfecho -pues así es la contradictoria naturaleza del pensamiento-, se le acababa de ocurrir algo que parecía no estar muy lejos de una demostración.
-Espera un momento... ¡Caramba! Maria, me parece que acabo de hacer un descubrimiento -dijo dirigiéndose al dictáfono como si éste se llamara Maria-. Es una locura total, pero, tal vez... Estoy excitado, debo calmarme, tranquilidad, tranquilidad, paso a paso, me estoy aventurando en una zona peligrosa. Escucha. Hace mil años, Anselmo de Canterbury aportó una aplastante prueba de la existencia de Dios, expresada más o menos en los siguientes términos: Dios es perfecto, luego existe, pues de lo contrario no sería perfecto. Más tarde, Kant llamó a esto «la prueba ontológica de la existencia de Dios», aunque naturalmente no es así, pues el paso del pensamiento a la existencia real sólo se realiza en apariencia. On significa en griego «lo existente». En realidad, vendría a ser una «prueba lógica de la existencia de Dios». Pero ahora se me acaba de ocurrir lo contrario, un verdadero hallazgo, la auténtica prueba ontológica de que Hitler fue la manifestación de lo no existente, de la anuladora nada.
Maria le lanzó una mirada irónica.
-Muchas palabras trilladas para tan poca cosa.
-¿Cómo expresar lo inefable?
-¿No advirtió Wittgenstein que no se debía hablar de eso?
-Entonces es imposible avanzar. Otro vienés, por cierto. Los vieneses no lograrán cerrarme la boca; mi padre fue el último que tuvo el poder para ello, aunque poco le duró.
-Tengo la impresión de que aún no lo has digerido.
Herter movió la cabeza en un gesto de impaciencia.
-Dios mío, Maria, mantén la psicología fuera de esto. Nadie se desprende nunca de lo vivido. Bien, allá voy, necesito tomar carrerilla.
El drama del siglo XX, continuó Herter en tono aleccionador, hundía sus raíces en Platón, con su implantación de un mundo de las ideas detrás de lo visible. Esta teoría conducía directamente a la incognoscible cosa en sí kantiana. Después de Kant, la teoría se desarrollaba en dos direcciones opuestas, una optimista y otra pesimista. La optimista se manifestaba en la vía racionalista dialéctica de Hegel que, a través de Marx, desembocaba en Stalin, o tal vez fuera más justo decir en Gorbachov. Tal como Herter ya había señalado, de Hegel arrancaba también la tradición de la nada, con Kierkegaard, Heidegger y Sartre como rama lateral de la filosofía existencial; ese asunto, se dijo Herter, debería estudiarlo más adelante con más detenimiento. El padre de la corriente irracional pesimista era Schopenhauer. En éste, la eterna cosa en sí evolucionó hacia una oscura y dinámica «voluntad» que gobernaba el mundo entero, alcanzando incluso la órbita de los planetas, y que en el individuo adoptaba la forma de su cuerpo.
Herter miró a Maria:
-Como puedes ver, nos estamos acercando.
-La verdad...
-Espera, déjame continuar antes de que pierda el hilo. Cuando lo hayas pasado al ordenador, te lo acabaré de explicar. Sírveme más vino, por favor, que nos estamos acercando al fondo de la cuestión: la música.
Herter continuó:
Después de Platón -para quien, siguiendo a Pitágoras, el mundo había sido creado según las leyes de la armonía musical-, fue Schopenhauer quien le rindió un homenaje más grande a la música. Éste concebía la música nada menos que como la representación de la voluntad universal. Aquel que lograra expresar en palabras lo que es la música, sería a la vez capaz de describir el universo, es decir, practicaría la verdadera filosofa. Dos pasos más, dijo Herter, y llegaría a donde quería llegar. Primer paso: Richard Wagner. El gran músico, compositor de espléndidas óperas, fue durante toda su vida, además de un seguidor de Schopenhauer, una nueva especie de antisemita. No sólo consideró que había que frenar y combatir a los judíos por el exceso de poder e influencia que ejercían en todos los terrenos de la sociedad -como sostenían los antisemitas tradicionales de toda la vida, con los consiguientes pogromos ocasionales aquí y allá-, sino que fue el primero en negar a los judíos el derecho a la vida y proponer su eliminación de la faz de la tierra. Con Wagner nació el antisemitismo metafísico exterminador. Los judíos no podrían librarse de su maldición ni siquiera mediante el bautismo, algo que cristianos y musulmanes todavía les permitían. El compositor intentó que su fiel admirador, el rey Luis II de Baviera -llamado el rey loco-, le siguiera el cruel juego, pero no lo consiguió, pues éste consideraba su rabioso antisemitismo una grosería, de modo que tan loco no estaba.
El dictáfono se paró con un clic.
17
-A las ocho y media sale nuestro avión -dijo Maria dándole la vuelta a la minúscula cinta.
-Tiempo de sobra.
-Recuerda que tienes que hacerte la maleta.
-Ningún problema -repuso Herter impaciente-. En el peor de los casos, perdemos el avión.
-¿Sabes que irán a recogernos Olga y Marnix? El niño está encantado de poder acostarse tarde esta noche.
-Siempre estamos a tiempo de llamarles para que no vengan. -Herter volvió a encender el aparato, se llevó un dedo a los labios y continuó-: Bien. Segundo paso: Nietzsche. Ahora la cosa se pone difícil. De joven, Nietzsche fue también un seguidor de Schopenhauer, además de admirador de Wagner y amigo de su familia. Dedicó a ambos apasionados textos, pero, conforme fue desarrollando sus propias ideas, se distanció de ellos. Al principio de su carrera, la voluntad abstracta de Schopenhauer contribuyó a forjar la idea de la fuerza dionisiaca desarrollada en su obra El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música, que en 1871, con veintisiete años, dedicó a Wagner. Todo esto lo sé porque ya leía a Nietzsche a los diecinueve años, justo después de la guerra; creo que, a la sazón, me identificaba un poco con él. Al final del breve periodo en que Nietzsche estuvo en su cabal juicio, diecisiete años después, apareció en su La voluntad de poder una mayor concreción de la voluntad musical de Schopenhauer. Cito a continuación a ambos filósofos -dijo Herter con la voz súbitamente apagada y más profunda.
-¿Qué dices? -preguntó Maria ladeando un poco la cabeza.
-Déjalo. Es algo que pienso añadir más adelante.
En cierta ocasión Herter realizó un asombroso descubrimiento. En el pasaje en que Schopenhauer reflexiona sobre la hipotética traducción de la música a la filosofía verdadera, dice literalmente: «... Si fuera posible ofrecer una explicación conceptual extremadamente precisa y completa de la música -es decir, una completa reproducción de aquello que la música expresa-, ésta sería al mismo tiempo una representación y explicación del universo, o cuando menos correrían paralelas, es decir, sería la verdadera filosofía».
Unas décadas después, la compleja melodía de esta frase reaparece en Nietzsche: «... Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera como la ampliación y ramificación de una única forma básica de voluntad -a saber, de la voluntad de poder-, como dice mi tesis; suponiendo que fuera posible reducir todas las funciones orgánicas a esa voluntad de poder, y que se encontrase en ella también la solución del problema de la procreación y de la nutrición -es un único problema-, entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente como voluntad de poder». Por lo que Herter sabía, nadie se había fijado nunca en la equivalencia cromática de estos textos cruciales. ¿Le habría llamado la atención al propio Nietzsche? ¿Acaso se trataba de un homenaje indirecto a Schopenhauer? Antes debía de tratarse de una reminiscencia inconsciente de su lectura de Schopenhauer. El «subconsciente»... el último brote, en Freud, de ese oscuro árbol genealógico.
-¿No te has hartado ya de mi clase magistral? -preguntó Herter.
-Sí así fuera, te daría igual.
-Así es. Cuando se le ocurrió la idea de la voluntad de poder -continuó Herter- Nietzsche ya había propuesto en su Así habló Zaratustra otras ideas chocantes, como su concepto del superhombre, el dominio de los fuertes sobre los débiles, la supresión de la piedad y el aserto de la muerte de Dios. Sí, hay que tener valor. Pero el desgraciado Fritz sufrió por su valor. En realidad lo que quería es que alguien demostrara que estaba equivocado.
Maria le miró fijamente y le preguntó:
-¿Qué veo? ¿Tienes lágrimas en los ojos?
Herter apartó el dictáfono y se frotó los ojos.
-Sí.
-Dios mío, pero ¿por qué? Que las ideas de Nietzsche inspiraron a Hitler no es nada nuevo, siempre lo he sabido.
-Pues te equivocas, y no eres la única. Nietzsche fue la primera víctima de Hitler.
-Para mí que Hitler no había nacido cuando vivía Nietzsche.
-Así es. Y con eso acabas de tocar el punto que me interesa. Escucha -dijo Herter cogiendo de nuevo el dictáfono-, voy a intentar explicártelo, y también a mí mismo. Ni yo me creo todavía lo que estoy pensando. Nietzsche falleció a finales de agosto de 1900: el año que viene hará justo un siglo. Por aquel entonces hacía ya años que el filósofo estaba completamente enajenado, era más un vegetal que un ser humano. Estuvo primero al cuidado de su madre y luego de su hermana. ¿Cómo se manifestó en su obra su primer brote de locura? Atención, voy a examinar detenidamente las fechas. No es que me acuerde de todo con precisión, pero sí a grandes rasgos. En casa lo investigaré todo más a fondo; sólo pensarlo me llena de ilusión. ¿Hay algo más fascinante que investigar siguiendo el rastro de una idea propia? Nunca he sabido investigar sin que me alentara una idea propia, ni siquiera de niño. Bien. Cuando Nietzsche escribió su Zaratustra, en la primera mitad de la década de los ochenta, aún estaba en su sano juicio. Durante los dos años siguientes continuó publicando varios libros importantes, textos en cuyo contenido no se evidencia ningún problema mental. En este periodo escribió también más de mil aforismos con el propósito de que constituyeran un complemento filosófico de su Zaratustra, pero hasta ahí ya no llegó. En el verano del año 1888, cuando probablemente ya había finalizado el trabajo preparatorio, algo empezó a ir mal; de repente se produjo un cambio, como si el sol se nublara por unos instantes. Tras su muerte, todo el material cayó en manos de su hermana -bastante fraudulenta-, que lo clasificó y publicó con el título de La voluntad de poder, forma bajo la cual ejerció una incalculable influencia. El discurso de Nietzsche adquiere un tono más propio de un profeta que de un filósofo; se califica a si mismo como «espíritu de pájaro agorero». Llega a sostener que está exponiendo la historia de los dos siglos venideros. Ahora mismo estamos a la mitad, y lo cierto es que en el primer cuarto se han cumplido todos sus presagios. Ahora bien, los acontecimientos se han desarrollado más rápidamente de lo que él previó. O quizás haya que pensar que el siglo XXI sigue todavía bajo el signo de Hitler. La edición manipulada de su hermana, Elisabeth Förster-Nietzsche, empieza con la famosa frase: «El nihilismo llama a la puerta; ¿de dónde viene ese inquietante huésped?». ¿No resulta curioso? El nihilismo aparece personificado aquí como huésped. Esto se ha interpretado siempre como un recurso estilístico, pero yo ahora lo veo de otra manera. El término nihilismo procede de nihil, «nada», de modo que, en realidad, lo que Nietzsche está diciendo, sencilla y llanamente, es: «Hitler llama a la puerta».
-Sabes lo que yo creo, Rudi... -dijo María-, que te estás haciendo daño a ti mismo.
-Seguro que eso se lo dijeron a Nietzsche más de una vez.
-Y, como no escuchaba, acabó fatal.
-Exactamente. Y ahora voy a explicarte cómo fue Hitler el que intervino en el trágico final del filósofo. Estamos en el verano de 1888. De repente el sol se nubla, Nietzsche deja a un lado sus notas para La voluntad de poder y en los meses siguientes escribe a un ritmo frenético varios ensayos en los que su perturbación mental se hace cada vez más evidente. A Wagner, el supremo antisemita, le lee la cartilla con frases como «A los antisemitas, sencillamente, los fusilaría a todos», y en su libro biográfico Ecce Homo llega a decir que todos los grandes de la literatura universal juntos no hubieran sido capaces de escribir ni una sola palabra de su Zaratustra. Se proclama sucesor del Dios muerto y pretende augurar una nueva era. Su discurso se torna cada vez más megalómano, firma sus cartas con los nombres de «Dioniso», «El Crucificado», «El Anticristo», y en sus últimas notas de enero de 1889 se declara dispuesto a gobernar el mundo. Luego la noche se instala de forma definitiva en su mente. En Turín, al pasar por delante de una parada de coches de caballos, como la de aquí enfrente, el filósofo ve a un cochero maltratando a latigazos a su viejo caballo. Corre hacia el caballo -sí, él, que tanto despreciaba la piedad- y se abraza al animal con un sollozo...
Herter no podía seguir hablando; sintió que los ojos se le volvían a arrasar en lágrimas. Maria se puso en pie, le echó un vistazo a los coches de caballos de la plaza y se sentó a su lado en la cama. En silencio, puso una mano sobre su brazo. Herter carraspeó y dijo:
-El director de la clínica psiquiátrica en la que fue ingresado se llamaba doctor Wille12.
-Qué casualidad.
-Sí, es una casualidad. Y no es la única, aún hay más. Según este doctor y todos los médicos posteriores que le trataron, el paciente padecía una parálisis progresiva postsifilítica.
-¿Y bien? -inquirió Maria.
Herter miró a su amiga. La mano con que sujetaba el dictáfono le temblaba un poco.
-¿Sabes cuándo nació Hitler?
-Pues no.
-El 20 de abril de 1889. -Herter se incorporó-. ¿Comprendes lo que esto significa? -Y, cuando Maria arqueó las cejas a modo de interrogación, continuó-: Significa que fue engendrado en julio de 1888, justo en el momento en que Nietzsche empezó a padecer trastornos mentales. Y nueve meses después, cuando Hitler nació, Friedrich Nietzsche había dejado de existir. El cerebro que había generado todos aquellos pensamientos fue destruido durante los meses en que fue creciendo su personificación en el feto; no, mejor dicho, su despersonificación. Ésta es mi prueba ontológica de la nada.
La boca de Maria se abrió un poco.
-Rudi, no estarás tan loco que...
-Sí, sí que estoy tan loco. La destrucción mental de Nietzsche no se llamaba parálisis progresiva, sino Adolf Hitler.
Maria se lo quedó mirando pasmada.
-Tú también estás perdiendo el juicio. ¡No ves que todo eso es pura casualidad!
-¿Ah, sí? ¿Y cuándo deja la casualidad de ser casualidad? Si uno lanza un dado y le sale cien veces seguidas un seis, ¿seguirá siendo casualidad? En sentido estricto sí, porque ningún lanzamiento tiene que ver con el anterior, y, sin embargo, no le ha sucedido nunca a nadie. Puedes poner la mano en el fuego a que algo le pasa al dado. Calcúlalo tú misma. Por un lado tenemos a Nietzsche manifestándose proféticamente sobre todas esas cuestiones que he señalado; por el otro, a Hitler, que las lleva a cabo. Un par de días antes de su colapso definitivo -estando Hitler en su sexto mes de desarrollo fetal-, Nietzsche escribió literalmente que sabía lo que le deparaba el futuro. Presagió que su nombre llegaría a relacionarse con el recuerdo de algo monstruoso, de una crisis nunca antes vivida sobre la tierra, del conflicto de conciencia más hondo jamás experimentado, de una decisión alzada contra todo lo que hasta entonces se creía y se reivindicaba, contra todo lo sagrado. Nadie pudo entender a la sazón a lo que se refería, pero ahora sí que lo sabemos. Fue Hitler el que tomó aquella «monstruosa decisión» anunciada, que constituía su mayor obsesión: la Endlösung der Judenfrage13, el exterminio físico de los judíos, cumpliendo así con la amenaza que Wagner fue el primero en lanzar y con la que se había ganado el desprecio de Nietzsche. Además, según cuenta un amigo de juventud de Hitler, el futuro genocida se leyó de cabo a rabo los escritos antisemitas de Wagner. También leyó de joven a Nietzsche, pero el irrefrenable charlatán no quiso hablar de eso con su amigo, lo cual resulta bastante significativo. Es evidente por qué: apreciaba demasiado al filósofo. Por lo demás, Hitler no estaba muy interesado ni en la filosofía ni en la literatura; sus pasiones eran la arquitectura y los espectáculos musicales, sobre todo los de Wagner, y de estos últimos lo que más le llamaba la atención era la escenografía y la dirección escénica. Fue un fanático de Wagner, tanto como Nietzsche, aunque de otra manera. Al igual que el filósofo, Hitler también había decidido gobernar el mundo, también acariciaba la idea de inaugurar una nueva era, etcétera, etcétera; los paralelismos son numerosos. Hitler hizo plenamente realidad la megalomanía y las angustias de Nietzsche, de eso no cabe la menor duda. Más adelante, el Führer vivió incluso una especie de experiencia mística con motivo de una visita que le hizo a la hermana de Nietzsche en Weimar. Según contó él mismo, el hermano fallecido se le apareció en la sala de estar. ¿Será entonces casualidad la exacta coincidencia entre la gestación de Hitler y la muerte de Nietzsche? ¿Será también casualidad que alcanzaran exactamente la misma edad, cincuenta y seis años? ¿Y será casualidad que la demencia de Nietzsche durara el mismo tiempo que el poder de Hitler, es decir, doce años?
Maria alzó las manos en un gesto de desesperación.
-Pero ¿cómo? ¿Cómo quieres que me crea todo esto? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué tiene que ver un feto en el vientre de una mujer austriaca con el estado mental de un hombre en Italia? ¿No ves que eso es una locura total?
-Lo es, sí, lo es -repuso Herter asintiendo con la cabeza-. Y sin embargo es así. ¿No lo estás viendo ante ti? Es un milagro grotesco. Hitler no fue nunca una criatura inocente, ya era un asesino siendo un feto y, en cierto sentido, siempre siguió siendo ese asesino nonato.
Maria contestó, casi gritando:
-Pero ¿cómo, Rudi? ¡Dios mío! ¿Cómo han podido manipularse los dados de esta manera? ¿Te has vuelto loco o qué? ¿Qué ha pasado esta tarde en casa de los ancianos? ¡Vuelve a la realidad, por favor!
-No hago otra cosa, no hago otra cosa. Pero no para convertir el asunto en algo corriente como es la casualidad, y luego encogerme de hombros y desentenderme del caso; no, sino para poder avanzar, porque no estamos hablando de algo corriente, ¡maldita sea! ¿Sabes de qué estamos hablando? Estamos hablando de lo peor de lo peor. Y lo único que se me ocurre es que Hitler es algo así como un metafenómeno natural, comparable con el impacto en el cretáceo del meteorito que acabó con la vida de los dinosaurios. Pero, con una diferencia, y es que Hitler no fue una criatura extraterrestre, sino una criatura extraexistencial: la nada.
Maria trató de conservar la serenidad.
-Bien, intento seguirte. Pero continúo sin comprenderlo. En algún lugar, en un pueblo austriaco... ¿Dónde nació Hitler?
-En Braunau.
-En Braunau, Hitler padre se monta encima de su mujer y se corre con un gemido de placer.
-Si -repuso Herter-, imagínate la escena. Todo empezó con el placer.
-Y en ese mismo momento, a cientos de kilómetros de allí, en Turín, algo empieza a fallar en el cerebro de Nietzsche.
-Sí, la noche que cayó sobre la mente de Nietzsche fue la oscuridad del útero en que se estaba gestando el feto de Hitler.
-Pero eso no lo pudo causar aquel óvulo fecundado en Braunau. A menos que creas en los efectos de una misteriosa radiación o algo así.
-Claro que no. Hay una tercera cuestión que es la que causó tanto una cosa como la otra.
-¿Y qué es?
Herter cerró un instante los ojos.
-Nada. En eso reside precisamente el milagro. Tras la muerte de Dios, llamó la nada a la puerta, y Hitler fue su único hijo. En cierto sentido, él no existió nunca. Fue, por así decir, la encarnación de la Hitler-Lüge, la mentira de Hitler. El Anticristo absoluto y lógico.
-Menos mal que no te oye nadie. Para mí que no existe nadie en este mundo capaz de seguir tus razonamientos.
-Pues eso podría ser la prueba de que no ando desencaminado. Hay que atreverse a pensar en Hitler con la misma impiedad con la que él obró en vida. Eso me lo ha enseñado Nietzsche: éste precedió al dictador de la misma manera en que yo le he sucedido. -Herter soltó una breve y extraña carcajada, que asustó un poco a Maria-. Juntos le hemos echado el gancho. El círculo se ha cerrado.
-¿Y por qué eligió esa nada tuya a aquella familia en Braunau en aquel preciso momento?
Herter volvió la cara y suspiró.
-¿Por qué, al principio de nuestra era, eligió el ser supremo a aquella familia en Nazaret en aquel preciso momento? También Hitler fue fundador de una religión antes que político, pues se autoproclamó emisario de la providencia y los alemanes creían en él; sus ritos de masas nocturnos aderezados con antorchas y banderas poseían un marcado carácter religioso, según confirman todos los testigos. El Diablo sabrá. Tal vez no fuera Alois quien dejara encinta a Klara Hitler, sino el espíritu del mal.
-Por lo que se ve, Hitler ha conseguido que tú también abraces su fe.
-Sí. La fe en la nada. Y Nietzsche es su profeta. Y, aun arriesgándome a que me tomes definitivamente por loco, te diré algo más. Nietzsche no sólo representó con la destrucción de su mente la gestación física de Hitler, no sólo anunció en sus escritos la posterior ideología del dictador, sino que, además, anticipó su final con todo lujo de detalles. En una de sus últimas notas, que lleva por titulo última consideración, el filósofo dice literalmente: «Que me entreguen a mí a ese joven criminal; no dudaré en acabar con él. Yo mismo le prenderé fuego a su maldito espíritu con una antorcha». Nietzsche se refería al emperador alemán. Éste falleció en paz en 1941, en Doorn, pero cuatro años después, en Berlín, la amenaza de Nietzsche se cumplió físicamente en la figura del sucesor del emperador. Éste se disparó un tiro en la sien derecha en el búnker debajo de la Cancillería, Eva Braun tomó veneno y luego los cuerpos de ambos fueron transportados arriba, al jardín, el de ella portado por Bormann. Arriba se había desatado un infierno de bombardeos y disparos de artillería, explosiones de lanzagranadas, traqueteo de metralletas, humo, malos olores, gritos de los heridos. Los rusos estaban ya a la vuelta de la esquina, y la ciudad ardía en llamas como el Walhalla en El ocaso de los dioses. Los cuerpos fueron depositados en un embudo de granada junto a la salida y rápidamente fueron rociados con gasolina. Como nadie se atrevía a penetrar en el anillo de fuego, un ayudante arrojó sobre los cuerpos un trapo en llamas. Un agente de policía que vio la escena de lejos declaró más adelante que las llamas parecían salir de los mismos cuerpos. ¡Ni que decir tiene! Ahí estaba la antorcha de Nietzsche.
Herter dejó caer de repente la mano, fláccida, a su lado, sin apagar el dictáfono.
-Se me cierran los ojos.
-No me extraña -contestó Maria, que miró su reloj y se puso en pie-. Duerme un poco, dispones de un rato. El coche de la embajada llegará dentro de una hora; yo voy abajo a tomarme un café con leche y chocolate para reponerme un poco. Si me necesitas, llámame. -Le dio un beso sobre los ojos cerrados y salió de la habitación.
Herter se sentía con ganas de dormir cien años. Sigfrido. Pensó en la S adornada, el logo del hotel que aparecía en todas partes: en la moqueta de los pasillos, en los posavasos de papel, en las cajas de cerillas, en el pie de las lámparas, en los sobrecitos de azúcar, en los cuadernos junto a los teléfonos, en los bolígrafos, la vajilla, los ceniceros, los albornoces, las zapatillas... Sigfrido... Sigfrido... Sigfrido...
¿Hasta qué punto fue Hitler un ser humano? Su cuerpo era el de un ser humano, aunque... bien pensado, aquel cuerpo siempre tuvo algo raro. Con la descripción que realizó del judío como un ser cuya pretensión es dominar el mundo para destruir a la humanidad, Hitler había realizado un perfecto autorretrato. A Herter le vino a la memoria una frase de Mi lucha que nunca había olvidado: «Si los judíos, mediante sus convicciones marxistas, triunfan sobre los pueblos del mundo, su corona será la danza macabra de la humanidad, y este planeta, al igual que hace millones de años, volverá a recorrer el espacio sin seres humanos». ¡Sin seres humanos! En otras palabras, los judíos que quedaban en este planeta no eran seres humanos, como tampoco lo fue él. Sólo que la danza macabra de Hitler resultaba un grado más terrorífica, pues en ningún lado escribe que los triunfantes infrahumanos liderados por su mítico Führer, EL JUDÍO, acabarían por exterminarse a sí mismos, tal como hizo él. Y que eligiera precisamente a los judíos como foco de su propia voluntad nihilista de destrucción total contra todo lo existente, sin excluirse ni tan siquiera a sí mismo, se debía naturalmente a que los judíos representaban la realización de su gran ideal, «la pureza de la raza», que supieron conservar durante miles de años.
Herter volvió a pensar en los Falk. Sin duda era verdad lo que le habían contado, pero ¿cómo fue posible? ¿Cómo pudo Eva, después de que Hitler ordenara la muerte de su hijo, casarse con él y acompañarle en la muerte? ¿Qué necesidad tuvieron de casarse? ¿Qué hubo detrás de todo eso y qué debió de suceder después? Falk tenía razón: pensando no se hallaba ninguna explicación.
De repente se acordó de la pregunta que le había planteado Maria: que por qué la Nada eligió Braunau14 como lugar de nacimiento de Hitler. El color pardo retornaba una y otra vez: la sede central de partido en Munich se llamaba la Braune Haus, la Casa Parda; las tropas de las SA se conocían por el nombre de «camisas pardas», y, para colmo, Eva se apellidaba Braun. Como la familia de ella se alojaba a menudo en Obersalzberg, Göring llamaba al Berghof la «Braunhaus». El marrón no figura en el espectro solar, es un color híbrido que surge de mezclar en la paleta todos los colores espectrales, y, al pensar en esto, Herter se acordó de algo que lo aclaraba todo. En la clínica del doctor Wille, en el mismo mes en que nació Hitler, el médico de guardia hizo las siguientes anotaciones a propósito de Nietzsche: «Suele mancharse con sus propios excrementos. [...] Envuelve sus excrementos en papel y los guarda en un cajón. [...] Se ha embadurnado la pierna con sus propios excrementos. [...] Se come sus propios excrementos».
De repente, Herter siente que algo terrible le atenaza el cuello y tira de él hacia el interior del sueño, a través del sueño, más allá del sueño...
18
16-IV-1945
Llegué aquí anoche tras un terrible viaje, y, por lo que parece, sólo para aburrirme como una ostra. No hay nada que leer por aquí, así que, para pasar el rato, me he hecho traer papel y he decidido ponerme a escribir estas notas. Alemania entera está hecha añicos. Munich, Nuremberg, Dresde... bellas ciudades reducidas a carbonillas ardientes, como las que salen de la estufa. ¿Qué sentido tiene todo esto? Mandé pintar el Mercedes de color de camuflaje, pero, así y todo, el chofer y yo tuvimos que arrojarnos a una cuneta de improviso, porque un caza inglés apareció descargando su metralla sobre nosotros. No tuve ni tiempo de coger a los perritos. Berlín está para echarse a llorar. Por todas partes ruinas, fuego y hedor, ventanas cerradas a cal y canto, largas colas de gente frente a los comercios, hileras aún más largas de cadáveres en las aceras, aquí y allá un desertor colgado de una farola, ancianas transportadas en cochecitos de niño, gente trepando por las ruinas aún humeantes en busca de algún familiar o alguna pertenencia. ¡Esa maravillosa ciudad! Parece más una catástrofe natural que obra de humanos, aunque quizá viene a ser lo mismo. Esto no se arregla ni en cien años. Por entre el caos de coches de bomberos, ambulancias y gente desesperada, nos abrimos paso hacia la Cancillería, también gravemente dañada.
En el jardín, frente a la oscura entrada del búnker, me recogió mi cuñado Fegelein y me condujo al piso inferior por una infinita escalera de caracol de hierro forjado, yo diría que a más de cincuenta escalones de profundidad. Hace un par de días, la noticia de la muerte de Roosevelt alentó en la gente refugiada en la ciudadela la esperanza en un desenlace feliz: pero yo intuí que mi llegada al búnker significaba para ellos el principio del definitivo fin, pues había venido para morir junto al Führer. Y no sólo eso. Antes de que todo acabe, quiero enterarme como sea de lo que le ha sucedido a Siggi y por qué.
Adi estaba contento de verme, pero me ordenó que regresara inmediatamente a la montaña. Cuando me negué a ello, tuve la impresión de que se emocionó; se me quedó mirando sin decir nada. En la comisura de los labios tenía un poco de chocolate que le quité con mi pañuelo.
17-IV-1945
Hoy tampoco he tenido ocasión de hablar con él a solas. Los últimos meses ha vuelto a echarse años encima: tiene el pelo completamente blanco, la cara pálida y los ojos apagados, anda encorvado, el brazo izquierdo le tiembla y renquea de una pierna. Cuesta creer que es el mismo hombre de hace un par de años; lógico, tantas preocupaciones no las aguanta nadie. Últimamente hasta le descubro lamparones en la corbata y en el uniforme, algo que antes habría sido inconcebible en él. Se pasa el día entero debatiendo con sus generales en la habitación de al lado, excepto cuando el doctor Morell le atiborra de inyecciones y pastillas. Mi llegada ha coincidido con la gran ofensiva rusa, como si lo hubiera presentido. Todo indica que se han detenido los bombardeos. Dice Goebbels que los ingleses y los norteamericanos acaban de dejar el asunto en manos de los rusos para que éstos completen la tarea. Ingleses y norteamericanos se han alejado ahora hacia el sur, en dirección a Obersalzberg; hablan de la «fortaleza alpina», donde, por lo que parece, creen que se encuentra un ejército enorme de decenas de miles de fanáticos nacionalsocialistas, lo cual es una estupidez, porque ahí no hay más que un batallón de guardia. Entretanto, los ivanes vienen a por nosotros con cientos de miles de hombres, como una corriente de lava que brotara del Vesubio. Luego no quedará de Berlín mucho más de lo que quedó de Pompeya.
He mandado que me bajaran de mis aposentos en la Cancillería los objetos aún útiles y con ellos he intentado, en la medida de mis posibilidades, crear un ambiente acogedor, también para Stasi y Negus, en los tres angostos cuartitos que me han concedido aquí abajo. Ardua tarea con tanto hormigón y sin luz del día; en fin, qué más da, no creo que esta situación pueda durar mucho más. Me siento muy feliz de poder estar cerca de mi pobre Adi. Todos sus colaboradores -Göring, Himmler, Ribbentrop, excepto Goebbels- tratan de convencerle de que abandone Berlín mientras pueda, para proseguir la batalla en el Obersalzberg o, si fuera necesario, emprender la huida hacia Oriente Próximo. Pero no lo conocen. Por él puede irse todo el mundo, él personalmente no piensa moverse de aquí. Adi es el único que se mantiene firme y el único que piensa en el lugar que ha de ocupar en la Historia.
Por la tarde asistí con Speer al último concierto de la Filarmónica de Berlín. Me puse mi precioso abrigo de zorro plateado, seguramente por última vez. A lo lejos, en el frente del Este, se oía el fragor de la batalla aproximándose cada vez más. En el coche, Speer me comentó que había reemplazado Egmont, la obertura de Beethoven, por el final de El ocaso de los dioses wagneriano, con el Walhalla en llamas, donde los dioses encuentran la muerte. También me contó que había hecho desaparecerlos datos personales de los músicos de las oficinas de reclutamiento del Volkssturm, el ejército de reserva. Goebbels era de la opinión de que había que acabar con ellos, pues la posteridad no tenía derecho a, gozar de una orquesta tan brillante. ¿Y si se entera el Führer?, le pregunté. Speer, sin mirarme, me contestó que en tal caso le recordaría al jefe que él también usó en su día la misma treta para librar a sus amigos artistas del servicio militar. Seguro que Adi no sabría qué responder a eso; Speer es el único que no teme al jefe. Al parecer, Adi ha dado recientemente la llamada «orden de Nerón» de la tierra quemada, que impone la destrucción de todo lo necesario para la supervivencia del pueblo alemán -industrias, puertos, ferrocarriles, provisiones de víveres, registros de la población, todo, incluso lo más imprescindible para mantenerse con vida-, pues el pueblo alemán ha perdido el derecho a la vida por haberse mostrado inferior a los pueblos del Este. Luego me enteré por las secretarias de que Speer ha viajado por toda Alemania para dar contraórdenes, y que, además, ha puesto a Hitler al corriente de lo que estaba haciendo. Con una mínima parte de este sabotaje, cualquier otro habría sido fusilado de inmediato, pero Speer no ha sido ni despedido. Es un verdadero milagro. Este hombre es un héroe, y, sin lugar a dudas, el más decente de entre toda esa camarilla que le amarga la vida al jefe. No sé, tengo la impresión de que esos dos, Speer y Hitler, se aman de una manera u otra. Esto explica tal vez el vínculo que me une a mí con Speer; formamos una especie de Trinidad. Aunque a veces tengo la sensación de que Adi le quiere más a él que a mí. Estuve considerando si contarle a Speer que yo también había estado implicada recientemente en un asunto de fraude administrativo, pero ello habría requerido hablar de Siggi, y no me atrevía.
Con los abrigos puestos, sin más iluminación que la luz de las lamparitas sobre los atriles de los músicos, escuchamos la música en la sala Beethoven llena hasta los topes, conscientes de que nuestro fin se acercaba por minutos. Me dio la impresión de que a Speer le divertía la macabra situación; la sonrisa desdeñosa de su cara no se le borró en todo el concierto. Al salir a la calle nos encontramos con varios muchachos de las juventudes Hitlerianas repartiendo píldoras gratuitas de cianuro de potasio.
En la cama he estado pensando un buen rato en Siggi.
18-IV-1945
La situación es tensa aquí abajo, entran y salen generales cada vez más desesperados que han perdido a sus ejércitos y que sin embargo se animan enseguida en cuanto el Führer les promete nuevas tropas, que por supuesto ya no existen. Él, en cambio, ya no quiere más que hablar de comida, de sus achaques y de la maldad de este mundo en que todos le traicionan, salvo Blondi y yo. No tengo ni idea de lo que está sucediendo, y, a decir verdad, poco me importa; lo que sí sé es que me aburro aún más aquí abajo que en el sanatorio. De modo que, para pasar el rato, voy a anotar a continuación todo lo que me ha sucedido en estos últimos meses y todo lo que sé. Nadie leerá nunca este diario, porque pienso deshacerme de él en cuanto llegue el momento. No quiero ni imaginar que cayera en manos de los rusos.
Aquel día de septiembre en el Berghof, cuando me despedí de Siggi, no me llevaron, tal como me habían anunciado, a Salzburgo para desde allí coger un avión hacia el Wolfsschanze y reunirme con el Führer; no, tomamos la dirección diametralmente opuesta. Le pregunté al hombre de la Gestapo, sentado al lado del conductor, adónde me llevaban y, al no recibir respuesta, comprendí que algo iba mal. Me dejaron en Bad Tölz, en un sanatorio situado detrás de unas altas vallas. Comprendí que debía mantener la calma y no ponerme a chillar histéricamente que era la amante de Hitler y la madre de su hijo si no quería que me tomaran verdaderamente por loca. Me dejaron quedarme con los perritos; no tardé en darme cuenta de que sabían que no era una paciente cualquiera. Traté de ponerme en contacto con Adi, pero me prohibieron usar el teléfono.
El funcionario de la Gestapo se quedó en el psiquiátrico para vigilarme. Por lo visto, había recibido órdenes de no cruzar una palabra conmigo. Como yo me encontraba bajo arresto domiciliario, el hombre se ocupaba de sacar a pasear a Stasi y a Negus un par de veces al día. El personal de la clínica era muy amable, la comida correcta, pero yo seguía sin recibir ninguna explicación de nadie. Sabía que Siggi estaba bien protegido con Ullrich y Julia, y, sin embargo, no me sentía del todo tranquila. Durante todo el mes que duró mi encierro en aquel lugar, me sentí como sumida en un sueño. Me dedicaba a hojear antiguas revistas de moda o a escuchar la radio que no cesaba de emitir malas noticias. A los pocos días renuncié a averiguar lo que había hecho mal; la única explicación que se me ocurrió era que, por alguna razón, me había tocado pagar el precio por haberme adentrado en las oscuras regiones del poder absoluto.
Recibí entonces una llamada telefónica en el despacho del director, que me dejó sola. Bormann al aparato; al cabo de un segundo, la voz del jefe:
-¡Tschapperl! ¡Todo esto no ha sido más que un malentendido! Te recogen esta misma tarde para llevarte al Berghof. Pero, prepárate para una noticia terrible. Un accidente. Siggi ha perdido la vida.
Fue como si, nada más salir el sol, hubiera caído la noche. Creo que perdí el conocimiento durante un par de segundos. Cuando me dispuse a decir algo, él se me adelantó:
-No me hagas preguntas. A mí también me ha dolido, pero últimamente son tantas las cosas terribles con las que hay que enfrentarse, y las que nos esperan... El mundo es un valle de lágrimas. Y, ¡ojo!, cuando llegues al Berghof, recuerda no comportarte como una madre que ha perdido a su hijo.
Un valle de lágrimas, sí... Pero yo era incapaz de llorar. En el Berghof me explicaron lo del accidente en la pista de tiro, historia que no me creí en lo más mínimo. Era evidente que había algo más, porque, de lo contrario, no se entendía por qué me habían recluido en el psiquiátrico. Y, además, ¿cómo iba a hacer el buenazo de Ullrich Falk una cosa así? ¿Acaso le pagaron para cometer el crimen? ¿Y Julia lo aceptó? ¡Eso era inconcebible! A los Falk no podía preguntarles nada, porque los habían trasladado a otro lugar, y Mittlstrasser, el mayordomo, no sabía adónde. Esa misma tarde le pedí que me enseñara la tumba de Siggi. Una vez en el cementerio de Berchtesgaden, el hombre se quedó perplejo. Señalando la tierra, masculló: «Era aquí, señorita Braun, exactamente aquí, estoy seguro. Estaba previsto colocar una lápida». ¿Fingía Mittlstrasser? ¿Hubo allí alguna vez una tumba? ¿Y si Siggi aún vivía en compañía de Ullrich y Julia? No, Mittlstrasser parecía sinceramente sorprendido. Fuimos a hablar con el administrador del cementerio. En su fichero tampoco figuraba ningún Sigfrido Falk. Guardé silencio. Supuse que lo habrían exhumado e incinerado. Sigfrido no debió haber existido nunca.
19-IV-1945
Dudo mucho de que algún día pueda hablar con Adi sobre la tragedia de nuestro Siggi. ¿Cuánto nos queda de vida? ¿Una semana? ¿Dos semanas? Quizá por eso mismo no tiene sentido hablar, y además es posible que él no quiera, y sin embargo: ¡mientras vivamos, no estamos muertos!
Cuando el sargento Tornow, el cuidador de los perros de Hitler, salió esta mañana temprano con Blondi y su propio teckel, Schlumpi, a dar un paseo por el parque Tiergarten -mejor dicho, por lo que queda de él: una árida llanura de tocones chamuscados-, se me ocurrió acompañarle con Stasi y Negus, contraviniendo las órdenes de Adi, que no quiere que salga al exterior. Pero él estaba aún durmiendo y en el peor de los casos se enteraría más tarde por Rattenhuber, el responsable de su seguridad personal. Blondi se resistió inicialmente, pues no quería abandonar a sus cachorrillos. Debido al humo, el polvo y el mal olor que emanaba la agonizante ciudad, salir del aire enrarecido del búnker apenas resultó un alivio; me impresionó el viento y el azul de la luz exterior después de vivir tantos días bajo tierra con esa luz eléctrica mortecina y estática. El hotel Adlon, junto a la Puerta de Brandenburgo, era pasto de las llamas, pero yo me sentí aliviada porque al menos podía encender un cigarrillo. No sentí temor a ser reconocida, porque nadie me conoce en Alemania; algún día eso no será así. El fragor de las armas en el frente se oía cada vez más cerca, sonaba como una tormenta que se aproxima; no, más bien como el rugido de un animal prehistórico que nos perseguía destrozándolo todo a su paso. La excursión no duró mucho, empezaron a caer granadas y tuvimos que regresar corriendo con los perros.
Así que me encuentro de nuevo a quince metros de profundidad, y debo reconocer que ahora me siento más a gusto aquí que fuera. Voy a retomar mi relato donde lo dejé ayer.
Aquel mismo día, por la noche, telefoneé a mis padres y, a pesar de la alarma aérea, ordené que me llevaran a Munich. Allí, al fin, me enteré de más cosas. Mis padres, ante la imposibilidad de poder establecer contacto con el Wolfsschanze, habían estado angustiadísimos al no saber nada de mí durante semanas. Unos días después de mi llegada a Bad Tölz, se presentó un oficial de la Gestapo y se llevó a mi madre a la sede central. Ahí le comunicaron que en el Rasse und Siedlungshauptamt15 de las SS habían descubierto que ella, Franziska Kronburger, tuvo una abuela judía y que, por consiguiente, no era al cien por cien de raza aria. Este dato fue extraído de los archivos del Registro Civil en su lugar de nacimiento, Geiselhöring, un pueblo en Oberpfalz.
Mis padres se quedaron perplejos, y yo sin poder decirles nada, aunque me temía lo peor: la existencia de un complot con el objetivo de desacreditarme a mí y, con ello, a Siggi. Así que, por lo visto, ni yo ni Siggi éramos de raza aria pura. Qué iba yo a contarles a mis padres, si encima creían que Siggi era el hijo de los Falk y que había perdido la vida en un trágico accidente. ¡De modo que ahora resultaba que el hijo del Führer tenía sangre judía! ¡Se acababa de desatar el infierno! Le conozco bien, sé que debió de ponerse como un basilisco cuando recibió la noticia.
(Parece obra del diablo: hace un rato la luz se apagó de improviso. Pensé que era el final, la oscuridad era tan absoluta como la que existe en el interior de un útero; me quedé inmóvil con la pluma en la boca escuchando los ruidos en los pasillos y en las estancias de Adi de aquí al lado; justo cuando apareció Linge con una linterna y un paquete de velas, volvió la luz.)
¡Adolf Hitler, padre de un niño contaminado con sangre judía! Era lo peor que le podía haber sucedido. Debió de actuar de inmediato. Así que mi hermana Gretl y su marido Fegelein también corrían ahora el riesgo de caer en desgracia. El hijo que esperaba la pobre Gretl -estaba embarazada de tres meses- tampoco sería de raza aria pura. Pero ¿era verdad toda esta historia? Mamá procedía de una familia campesina estrictamente católica y yo hice el parvulario en un colegio de monjas; nunca supimos de la existencia de judíos en la familia. Papá, desesperado, trató de ponerse en contacto con el jefe, pero no lo consiguió, naturalmente. Por fortuna, se acordó de que al casarse había mandado hacer copias oficiales de sus documentos personales y de los de mamá, por si algún día los necesitara para una solicitud de empleo o algo por el estilo. Se los encontró en el desván dentro de una vieja caja de zapatos, con lo que se demostró que habían tratado de engañarle con documentos falsos.
Sólo la Gestapo podía estar detrás de eso. ¿De quién debió de partir la orden? ¿Quién pudo tener algo que temer de esa criatura? Pero lo que menos entiendo y más dolor me causa es la idea de que Adi ha ordenado la ejecución del hijo que tanto amaba. Dios, ¿qué explicación tiene eso? Le amo, sí, pero no le comprendo. ¿Se comprenderá él a sí mismo? ¿Acaso reflexiona alguna vez sobre sí mismo?
20-IV-1945
Cumpleaños de Adi: cincuenta y seis años. Pero aparenta setenta. Por fin he podido hablar un momento a solas con él.
Se levantó a las once, y enseguida se presentaron todos a felicitarle: Bormann, Göring, Goebbels, Himmler, Ribbentrop, Speer, Keitel, Jodl, toda la camarilla. Acudieron aquí por túneles que comunican entre sí los búnkeres situados bajo sus ministerios y cuarteles, construcciones estas que no han resultado un lujo superfluo, pues los norteamericanos volvieron a presentarse con una flota de miles de fortalezas volantes que han descargado durante horas sus bombas sobre la pobre ciudad. A pesar de estar refugiados en el piso inferior bajo dos metros de tierra y cinco metros de hormigón, los crujidos y estampidos sobre nuestra cabeza no cesaron ni un segundo, el búnker tembló y se desprendieron trozos de yeso de las paredes. Según Goebbels, este ataque pretendía ser un regalo de cumpleaños, seguido más tarde por otro regalo de los bombarderos ingleses y la metralla de los rusos, que han logrado alcanzar el centro con su artillería. Debo reconocer que me invade cierto orgullo al pensar en todo lo que se requiere para someter al jefe: esos ejércitos de millones de personas, esas gigantescas flotas aéreas y tantísimas víctimas. ¡Un novio así no lo tiene cualquiera! Sin embargo, a Adolf todo ese despliegue le parece lo más natural del mundo.
Al término de la recepción, el jefe salió al jardín desafiando el peligro, donde le esperaban, formados, algunos muchachos de las juventudes Hitlerianas, a quienes impuso la Cruz de Hierro. Quise entonces abordar a Himmler para preguntarle si sabía algo de una gestión realizada por la Gestapo en el archivo de Geiselhöring, pero no me atreví. Los gerifaltes dedicaron el resto del día, como siempre, a reunirse, y, por la noche, todos salieron de estampía hacia lugares más seguros. Mañana, probablemente, se habrá completado el asedio de la ciudad. Todos esos cobardes están muertos de miedo ahora que están en juego sus propias vidas, eso lo he visto clarísimo. Hicieron un último intento de convencer al jefe de que huyera a Beieren para dirigir la guerra desde allí, pero él está empeñado en morir en Berlín.
Speer también desapareció de pronto sin despedirse; es el único que me duele no volver a ver. De los íntimos sólo se han quedado Goebbels y, por desgracia, Bormann.
Por la noche tomamos champán en la pequeña sala de estar de Hitler con las cuatro señoras de las oficinas y la señorita Marzialy, la cocinera. El jefe bebió té. En compañía de mujeres, suele mostrarse más relajado. Se puso a hablar, sin dejar de comer galletas, de su lucha política en los años veinte, algo a lo que nos tiene ya muy acostumbrados, pero esta vez los ojos se le humedecieron un par de veces al acordarse de la traición e infidelidad de sus generales culpables del desastre. Mientras se lamentaba de que todo se le venía encima, vi que se controlaba el pulso con el pulgar. «¿Y tú?», le dijo a Blondi que estaba amamantando a sus cinco cachorrillos, «¿tú también quieres traicionarme?» Al cabo de un rato, se quejó otra vez de dolor de estómago, una dolencia crónica que Morell le trata a diario con unos medicamentos, que para mí que son los causantes del mal. Traudl y Christa le colocaron al jefe una silla para que descansara las piernas y, aprovechando la ocasión, le dieron las buenas noches. Entonces nos quedamos a solas.
Nos miramos. Adi tenía miguitas de galleta en el bigote y le olía el aliento. En otros tiempos, yo habría hecho en ese momento aquello que sabía que él necesitaba de mí; me percaté de que él sabía lo que yo estaba pensando, porque él lo ve siempre todo, pero no dijimos nada al respecto.
-Nuestro pequeño Siggi ha muerto, Adi -le dije-. ¿Por qué?
Bajo el retrato de su madre y frente al cuadro de Federico el Grande, Hitler me miró con unos ojos como si tuviera que acordarse de quién era Siggi, como si tuviera que buscarlo entre todas esas innumerables personas que había mandado fusilar desde entonces. Se puso a acariciar tiernamente a Wölfi, su cachorro favorito, y con manos temblorosas se lo subió al regazo.
-Porque me enteré de que no era de pura raza aria.
-Eso era mentira.
-En aquel momento lo ignoraba.
-¡Pero se trataba de Siggi!
Hitler me seguía mirando, su rostro pálido cada vez más enrojecido y, de repente, dando un puñetazo sobre el respaldo de la butaca, me gritó:
-Pero ¿qué te has creído? ¡Eso les habría venido de perilla a los judíos! ¡Mi hijo un judío bastardo, un regalo del cielo! ¡Habría deshonrado mi propia raza! Se habrían hartado de reír. Esas cosas llegaron a decirlas también de mí y de Heydrich, pero la mayoría de los que hablan así hace ya tiempo que no ríen.
-¡Pero si era tu hijo!
-Precisamente por eso. La mezcla con sangre judía habría echado a perder mis proteínas.
-Pero ¿por qué no pudo seguir siendo sencillamente Sigfrido Falk? Nadie se habría enterado jamás.
-Algún día se descubriría. Alguien se iría de la lengua. Falk, por ejemplo. Y, si hubiera acabado con él y Julia, habría hablado la persona con la que ellos hablaron. A la larga, todo se sabe. Dentro de poco se sabrán cosas que sorprenderán al mundo.
Me impresionó el súbito brillo de sus ojos y me tranquilizó la idea de que yo al menos me libraría de saber lo que iba a pasar.
-Y, de haber sido verdad lo de Siggi, ¿qué me habría sucedido a mí?
Ante su silencio, me atreví a insinuarle:
-¿Es posible que la Gestapo...?
-¡Cállate! -me interrumpió-. Mi fiel Heinrich no sería capaz de hacer algo así.
-Entonces, ¿quién falsificó las actas? ¿Y por qué?
-No lo sé. Pero tal vez lo averigüe en estos pocos días que nos quedan.
Luego me pidió que me fuera. Estaba cansado. Me sugirió que fuera a tomarme más copas de champán con las secretarias.
21-IV-1945
El traqueteo de los disparos de artillería es constante. La soberbia Cancillería se derrumba sobre nuestras cabezas, pero incluso a ese ruido se acostumbra uno. Lo peor es que ya no puedo lavarme la ropa. Huelo que apesto. Todos los que están aquí dentro huelen que apestan. Adi también.
22-IV-1945
Morell se ha ido, gracias a Dios. A propuesta del Führer, sus habitaciones han sido ocupadas por Goebbels y su familia. El pequeño paticojo está encantado de poder formar parte, al fin, del círculo más íntimo de Hitler. La familia Goebbels quiere morir a su lado. Mejor dicho, lo quieren Goebbels y Magda, a sus seis niños no les han pedido la opinión. Esta tarde he jugado con ellos y les he leído unas páginas de Max und Moritz16. Helga, Holde, Hilde, Heide, Hedda, Helmut... en todos los nombres de esas criaturas suena el nombre de Hitler. Magda ha tomado la firme decisión de envenenar a sus hijos, porque, según dice, una vida sin el Führer no vale la pena de ser vivida.
Adi se pasó todo el día manteniendo desesperadas conversaciones con Keitel, Jodl y otros generales, al tiempo que hablaba por teléfono a voz en grito con Dönitz y Himmler y yo qué sé quién más. Por la noche hablé un momento con él mientras clasificaba con una lente de aumento sus papeles y documentos para prenderles fuego en el jardín. Entre los continuos tronidos y estampidos le pregunté qué le parecía el propósito de Magda de asesinar a sus propios hijos. Se sujetó al borde de la mesa temblando, me miró unos instantes fijamente y me contestó:
-Magda es libre para decidir lo que quiera, yo no me opondré. Y tú debieras estar contenta de que Siggi ya no esté vivo. De lo contrario te habría tocado hacer lo mismo con él. ¿0 habrías preferido que Stalin lo expusiera en el zoológico de Moscú?
23-IV-1945
El final está próximo, puede llegar cualquier día, a cualquier hora, pero me da igual mientras pueda estar cerca de mi amor. Hoy apenas he hablado con él. He escrito una carta de despedida a Gretl, que está a punto de dar a luz. Le he asegurado firmemente -sin ninguna justificación- que volverá a ver a Fegelein.
Speer se presentó de nuevo en la ciudadela. A media noche tomamos una botella de champán en mi habitación. Le sabía muy mal haberse marchado sin despedirse el día del cumpleaños de Adi. Me definió a Hitler como un «imán». Llegó hasta aquí arriesgando la vida: tras cruzar el fuego enemigo en un pequeño avión, aterrizó en el Siegesallee junto a la Puerta de Brandenburgo. Speer no conoce el miedo; en eso es evidentemente superior a Adi. Me contó que por la tarde había llegado un telegrama de Göring en que éste proponía asumir el poder en cuanto Hitler estuviera incapacitado para obrar en Berlín. Bormann persuadió al Führer de que se trataba de una intentona golpista, de modo que Adolf procedió inmediatamente a separar a Göring de todas sus funciones, además de decretar contra él una orden de detención. Pero, en realidad, me dijo Speer, se trataba de una maniobra de Bormann para situar fuera de juego a su antiguo rival en la sucesión de Hitler. Entonces, al parecer, Adi se puso a gritar con lágrimas en los ojos que hasta su antiguo camarada Göring le había traicionado y que aquello era el fin. No encuentro palabras para expresar la pena que me da.
Speer ha vuelto a marcharse esta noche. Espero que lo consiga.
24-IV-1945
Hoy se presentó Adi en mi habitación y me dijo a bocajarro:
-Imagínate que hubiera sido verdad pero que no lo hubiéramos sabido; que hubiéramos ganado la guerra y que Siggi hubiera sido mi sucesor. Habría sido el golpe definitivo de los judíos. Los judíos habrían alcanzado su gran objetivo universal: dominar el mundo y acabar con la civilización humana.
-Judío, judío... -repetí-. Siggi no habría sido más que una dieciseisava parte de judío.
-¡Dieciseisava! -exclamó despectivo-. ¡Dieciseisava! ¡Bobalicona! A ver si lees alguna vez un libro en lugar de tanta revista de moda. Así sabrías que en cada generación se forma un judío completo.
-Pero ni tan siquiera es verdad que fuera una dieciseisava parte de judío. Siggi era de pura raza aria. -Y haciendo acopio de valor, le solté-: Alguien te ha engañado, Adi.
Al darse la vuelta, se tambaleó un poco y tuvo que sujetarse. Sin dirigirme la palabra, salió de la habitación arrastrándose. Pero yo me quedé contenta: temía que sus preocupaciones le hubieran hecho olvidar el asunto. Cómo pude yo pensar eso; él no olvida nunca nada.
Magda ha de guardar cama. Ha empezado a tener problemas de corazón ante la perspectiva de que tiene que envenenar a sus hijos. Sí, menos mal que mi Siggi ya no vive.
25-IV-1945
Recuerdo los enormes mapas desplegados sobre la mesa delante de la gran ventana en el Berghof: Rusia, Europa Occidental, los Balcanes, el norte de África. Ahora no hay más que un plano de Berlín sobre la mesa para los mapas. Los rusos están ya a un kilómetro de nosotros, en el Tiergarten; se acercan hacia aquí por todas las calles y túneles del metro. Dentro de un par de días ya no necesitarán más que un plano de nuestro búnker.
Este mediodía, a la hora de comer, he coincidido de nuevo un ratito con él a solas, pero no he osado sacar a relucir de nuevo el asunto de la ejecución de Siggi. Además, para qué. Mientras el jefe se tomaba su ligera papilla de avena, se presentó Linge con la noticia de que una armada de cientos de bombarderos pesados acababa de arrojar sus bombas sobre Obersalzberg y que todo había sido destruido, incluido el Berghof. Me asusté: otra parte de mi vida acababa de desaparecer para siempre. Pero Adolf no pareció inmutarse.
-Muy bien -dijo moviendo la cabeza entre cucharada y cucharada-. Si no me habría tenido que ocupar yo del asunto.
26-IV-1945
Problemas con mi cuñado. Anoche nos reunimos Hitler, Goebbels, Magda y yo, mientras los niños dormían y los dos hombres hablaban de cuándo habían empezado a torcerse las cosas. Yo intentaba animarlos con los recuerdos de las fiestas que celebrábamos en el Berghof, pero no hubo manera: la muerte ensombrecía la habitación como una cortina negra. De repente, un ordenanza me comunicó que tenía una llamada telefónica. Imaginé que serían mis padres pero era Fegelein. Le pregunté dónde estaba, pero no quiso contestarme. Me aconsejó que abandonara inmediatamente al Führer y que huyera con él de Berlín, pues en un par de horas sería demasiado tarde. Me dijo que él se largaba, que era absurdo morir por una causa perdida y me insistió en que siguiera sus pasos. Horrorizada, le pedí que regresara inmediatamente a la ciudadela, porque el Führer no perdonaba a los desertores. Fegelein cortó la comunicación sin despedirse. A Adi no le dije nada de esta conversación, pero, como el teléfono estaba intervenido, se enteró igualmente. Ordenó la inmediata caza y captura de Fegelein.
¿Por qué me llamó mi cuñado sabiendo que los teléfonos están intervenidos? ¿Acaso tenía la intención de aprovecharse del Führer-Ausweis, de mi pase especial? Pobre Gretl. Dios quiera que todo esto acabe bien.
27-IV-1945
Llevo ya más de una semana sin salir, sé que no volveré a ver el sol nunca más, pero estoy resignada. He vivido treinta y tres años, y he satisfecho casi todos mis deseos. ¿Qué sentido tiene llegar al año 2000 como una anciana de ochenta y ocho años en un mundo bárbaro y cruel dominado por los bolcheviques? Dios me libre, antes prefiero morir al lado de mi amor. En estos días que transcurren entre la vida y la muerte, me acuerdo a menudo de nuestros primeros encuentros, cuando yo aún no sabía quién era Adi. Diecisiete años tenía yo entonces, acababa de entrar al servicio de Hoffmann, a quien a veces ayudaba en el cuarto oscuro. Me encantaba aquella misteriosa luz roja del cuarto, me hacía sentir como en otro planeta. Aún veo cómo aparecía el rostro de Adi en la cubeta surgiendo de la brillante nada, como por arte de magia. Tal vez fue entonces cuando me embrujó por primera vez con aquellos ojos suyos.
Hermann Fegelein ha sido detenido esta tarde. Lo han apresado cuando estaba a punto de salir de su piso de la Bleibtreustrasse, vestido de civil, con una cartera llena de dinero y objetos de valor, y en compañía de su amante -la esposa de un diplomático húngaro en prisión- con la que se disponía a huir a Suiza. La señora logró fugarse. ¡Oh! ¡Cómo detesto a ese traidor por partida doble! Creo que Adi quería mandar ejecutarlo esta misma tarde, pero, apelando al embarazo de Gretl, he conseguido que desistiera de su propósito. Fegelein ha sido destituido y encarcelado.
Esta tarde, Bormann me preguntó con recelo qué es lo que estaba escribiendo. El bruto ese siempre quiere enterarse de todo. Cartas de despedida a mis hermanas y a mis amigas, le contesté. En cuanto termino de escribir una hoja, la escondo en la rejilla de ventilación.
29-IV-1945
¡Soy la señora Hitler! Éste es el día más maravilloso de mi vida: ¡Eva Hitler! ¡Eva Hitler! ¡La señora Eva Hitler-Braun, esposa del Führer! Primera dama de Alemania. ¡Soy la mujer más feliz del mundo! Hoy también es el último día de mi vida. Pero ¿habrá algo más maravilloso que morir el día más maravilloso de tu vida?
Ha llegado el momento. Anoche, a las diez, oí a Adi bramar como un animal salvaje; nunca le había oído gritar así, pero no me atreví a acercarme a sus habitaciones. Una hora después, Goebbels me contó que acababan de comunicarle al Führer una noticia interceptada de una agencia de prensa inglesa en la que se revelaba que Himmler, por medio del conde sueco Bernadotte, había iniciado negociaciones de paz en el oeste. ¡Himmler! El único candidato incondicional que le quedaba, después de Göring, para su sucesión, acababa también de traicionarle. Eso era lo peor que le podía haber sucedido, comentó Goebbels, y además significaba el fin definitivo de todos nosotros.
Era ya domingo, no tenía ni idea de lo que estaba pasando en la ciudadela, nadie dormía -la mayoría de nosotros no volverá a dormir jamás- y, de pronto, a la una de la madrugada, apareció Adi en mi habitación, apenas reconocible, con el pelo revuelto, sin afeitar, la cara llena de manchas rojas. Temblando con todo el cuerpo, se echó en mi cama restregándose la cara con las manos. Tras serenarse un poco me contó lo que yo ya sabía y que había ordenado detener y fusilar a Himmler. Sin pronunciar palabra me senté a su lado en el suelo y tomé su mano, hermosa y fría, en la mía. Adi me miró y, con los ojos humedecidos, me dijo:
-Tschapperl, ahora lo veo todo claro. Hace quince años, antes de la toma de poder, abrí una investigación para asegurarme de que tú y tu familia erais arios puros. Comprenderás que no podía correr ningún riesgo en este sentido. Por alguna razón, encargué la investigación a Bormann y no a Himmler. Éste ya poseía expedientes sobre todo tipo de asuntos y personas, también sobre ti, e incluso sobre mí, sospecho. Hoy pienso que mi intuición, que nunca me ha fallado, me advirtió entonces por primera vez de que Himmler no era del todo fiable. La investigación no dio ningún resultado y con eso quedó el asunto zanjado para mí. Pero no para Himmler. Como éste se había sentido desplazado, y con razón, estuvo esperando desde entonces la oportunidad de vengarse. -Y, de pronto, Adi me preguntó-: ¿Te acuerdas de aquel día en que estábamos reunidos en la terraza del Berghof, tú, Bormann y yo, y que comenté que algún día fundaría una dinastía, como Julio César?
-Vagamente.
-Yo lo recuerdo como si fuera ayer. Julia acababa de servirnos café y pastel, y yo hice ese comentario a propósito en presencia de ella para que fuera haciéndose a la idea de que algún día tendría que separarse de Siggi. Yo acariciaba entonces la idea de casarme contigo en cuanto hubiéramos ganado la guerra. Me imaginaba la boda más maravillosa de todos los tiempos, aquí en Germania, con fiestas que se prolongarían durante semanas por todo el Imperio Universal de la Gran Alemania. Al cumplir los veintiún años, en 1959, Sigfrido Hitler me sucedería en el cargo de Führer, como si fuera mi Augusto. Tú y yo nos retiraríamos a Linz, donde yo, ya septuagenario, me dedicaría nada más que al arte y a supervisar, junto con Speer, la construcción de mi mausoleo a orillas del Danubio, de proporciones varias veces superiores al de Napoleón en el Dôme des Invalides.
El impacto directo de una bomba hizo temblar el búnker en la blanda tierra. Adi se estremeció y miró angustiado cómo en un rincón de la habitación el yeso desprendido se deslizaba pared abajo.
-Todo esto ya no llegará a suceder -le dije.
-Por traición, incompetencia y falta de entusiasmo -me contestó moviendo la cabeza-. Yo tendría que haberme callado la boca, porque no hay que hablar nunca de no ser estrictamente necesario, pero hablé, y Bormann se lo contó a su amigo Fegelein, medio borracho, claro. Él tampoco tendría que haber hablado pero lo hizo, y Fegelein se lo contó a Himmler, su oficial del servicio de transmisiones. Himmler hacía ya tiempo que sabía de la existencia de nuestro hijo, naturalmente, pues de lo contrario no habría sido un buen policía. Y entonces -continuó Adi-, el año pasado, en verano, cuando todo empezó a ir mal y aquellos cerdos traidores atentaron contra mí, tu cuñado se presentó ante Himmler diciéndole que quería librarse de tu hermana. Divorciarse era imposible, por supuesto, porque su matrimonio se celebró por deseo mío, es más, yo fui testigo. Pero el traidor de mi Reichsführer no tardó en hallar una solución. Mandó falsificar los papeles en Geiselhöring, y así mató tres pájaros de un tiro. Fegelein se salió con la suya, aunque en el fondo lo que quería era acabar con Siggi porque éste bloqueaba sus aspiraciones a la sucesión. Y además, de paso, saldaba la cuenta pendiente con Bormann.
Dios, ¿qué impulsa a esos hombres a actuar de esta manera? No supe qué decir, así que le pregunté:
-¿Y cómo sabes todo esto?
-Por Fegelein. Cuando me enteré de la traición de Himmler sospeché inmediatamente que había huido a Suiza para negociar en secreto con los aliados, de modo que le sometí a un severo interrogatorio.
-¿Y qué le sucederá ahora?
Adolf me miró con unos ojos como cuchillos, o hachas, no sé.
-Ya ha sucedido.
Bajé los ojos y pensé en el hijo de Gretl, que ya no llegaría a conocer a su padre.
Adi continuó:
-A Bormann le armé un escándalo por su chapuza en 1930. Le envié a Obersalzberg a ordenar a Falk que eliminara a Siggi. Creo que él ya sospechaba por aquel entonces que había algo que no cuadraba, pero no se atrevió a decírmelo, ni siquiera después de que tu padre demostrara que los documentos eran falsos. O tal vez no quiso decir nada, ilusionado como estaba en ser mi sucesor. Comoquiera que sea, no pienso preguntarle nada de todo esto, porque ya qué importa. Me quedaré sin sucesor, he sido un estúpido al imaginar que el nacionalsocialismo iba a sobrevivirme. Mil años, pensaba yo. Todo el mundo me ha subestimado, y yo a mí mismo el primero. El nacionalsocialismo nació conmigo y morirá conmigo. Que Dönitz se ocupe de recoger la mierda, a mí ya me da igual. En lugar de pensar en mi sucesor he decidido hacer otra cosa, Tschapperl. Para compensarte por lo que has sufrido, voy a casarme contigo ahora mismo.
¿Lo entendí bien? ¿Adolf Hitler quería casarse conmigo? ¡No podía ser verdad! ¡Llevaba toda la vida esperando esas palabras! Mi corazón dio un vuelco de felicidad, me incorporé de un salto y le abracé llorando de alegría. Mientras le besaba, llamaron a la puerta y me puse de pie, asustada, como siempre había hecho en semejante situación los últimos años, aunque en realidad ya no tenía por qué: ¡en breve el mundo entero me conocería! Linge acudió a comunicar que el general Ritter von Greim estaba a la espera de instrucciones, ante lo cual mi novio se incorporó con dificultad ayudado por nosotros. Mientras le peinaba rápidamente, dijo:
-Todo el mundo se preguntará durante siglos por qué hago esto, pero sólo tú lo sabes.
Fui a cambiarme inmediatamente. Me hacía ilusión casarme de blanco, pero no disponía de nada parecido en mi vestuario; en lugar de ello, me puse el vestido de seda negra con las rosas rosadas -el preferido de Adi- y las joyas más bonitas que él me había regalado: la pulsera de oro con turmalinas, el reloj con brillantes, el collar con el topacio y la horquilla de brillantes. Lo llevo todavía todo puesto y sé que no me lo quitaré nunca más.
Entretanto, Goebbels salió en busca de un funcionario autorizado para casarnos.
-Se llama Wagner -me dijo Goebbels con los ojos brillantes, cuando a las dos de la madrugada me encaminaba de su brazo hacia la sala de los mapas-. ¿Qué me dice usted de eso? ¡Wagner, sí, aquí en este ocaso de los dioses! El Führer sigue ejerciendo un poder mágico sobre la realidad.
Él y Bormann, éste con cara de pocos amigos, fueron nuestros testigos. Entre los demás asistentes había un par de generales, Magda -que no dejaba de lanzarme miradas celosas-, las señoras de las oficinas y Constanze Marzialy, que en breve nos preparará la última comida: espaguetis con salsa de tomate. Wagner vestía el uniforme del Volkssturm, y, en el momento en que confirmé mi ascendencia aria, comprendí la ilusión que le hacía a Adi oírme pronunciar la palabra «sí». Aunque más feliz fui yo, seguro, al oír su «sí» a la pregunta de si me aceptaba como esposa, esas dos letras, ese breve sonido, que representaban para mí el cielo en la tierra. Al firmar, después de él, el acta sobre la mesa para los mapas allí donde apuntaba el tembloroso dedo índice de Wagner, vi una gran cruz trazada con lápiz rojo sobre el plano de Berlín.
Éstas son las últimas palabras que escribo. En la Wilhelmstrasse ya se están produciendo batallas callejeras, en cualquier momento pueden presentarse los rusos en el búnker. Mi marido ha hecho testamento y, por si fuera poco, ha tenido la desgracia de enterarse del fin de Mussolini: asesinado a tiros por unos partisanos y luego, junto con su amante Clara Petacci, colgado por los pies de un surtidor de gasolina. «Como san Pedro», comentó Goebbels con ese humor cínico del que tiene la patente. Para evitar un final así, mi marido ha mandado buscar gasolina para que prendan fuego a nuestros cuerpos.
Los niños de Magda corretean por el pasillo armando un gran follón. Nadie les riñe, porque su suerte también está echada. Pienso en Siggi y trato de olvidar que debo mi felicidad a su muerte.
Hace media hora mi marido ha dado a Tornow la orden de envenenar a Blondi. No se fiaba de las cápsulas de cianuro de potasio que le había entregado Himmler para mí. La perra ha muerto en el acto; en silencio, sin mostrar emoción alguna, Adi dirigió una última mirada a su animal favorito y se dio la vuelta. Hace diez minutos se presentó Tornow en mi habitación con Schlumpi bajo el brazo, que empezó a menear la cola en cuanto me vio. Con los ojos arrasados en lágrimas me contó que había tenido que transportar el cadáver de Blondi al jardín, donde, cumpliendo órdenes de mi marido, había matado a tiros a los cinco cachorros, entre ellos el pequeño Wölfi, mientras buscaban los pezones de su madre muerta. No entendí para qué había venido Tornow a contarme eso, pero entonces vi que miraba a Stasi y Negus, que estaban sentados en la cama el uno al lado del otro.
-¡No! ¡No es verdad! -grité-. ¡Que se los queden los rusos! ¿Por qué no?
Me quedé paralizada mirando su teckel, una monada de animalito de color chocolate y nariz marrón.
Tornow se echó a llorar y, sin decir palabra, desapareció con los tres perritos. Gracias a Dios que no puedo oír los disparos desde aquí. Cuando Tornow vuelva, le pediré que se lleve este manuscrito al jardín y le prenda fuego. Él es el único aquí en quien puedo confiar.
No puedo más, ya no entiendo nada. Amo a mi marido, pero ¿qué es lo que le impulsa a obrar de esta manera? ¡Nueve perros! ¿Por qué? Debe de estar a punto de llamar educadamente a mi puerta para llevarme a nuestra noche de bodas entre las llamas.
19
Cuando Maria regresó a la habitación, se detuvo en el umbral, paralizada. Enseguida se percató de que algo iba mal. Herter seguía en la misma posición en que le había dejado, con los ojos cerrados, y sin embargo resultaba irreconocible, como si hubiera sido reemplazado por su copia del museo de figuras de cera de Amsterdam.
-¡Rudi! -gritó Maria.
Sin cerrar la puerta tras de sí, Maria corrió hacia la cama y sacudió a Herter por los hombros. Como no reaccionó, Maria acercó el oído a su boca. Silencio. Con dedos temblorosos le aflojó la corbata, intentó desabrocharle la camisa, separó de un tirón los dos delanteros y arrimó el oído a su pecho. Silencio profundo por todo el cuerpo. Intentó, como mejor pudo, hacerle el boca a boca y luego un masaje cardiaco, pero sin resultado. Desesperada, el corazón latiéndole con fuerza, se incorporó y volvió a mirar el rostro de Herter, que había adquirido un viso de irrealidad.
-¡No me lo creo! -exclamó. Cogió el teléfono y llamó a recepción-. ¡Envíe inmediatamente un médico, por favor! ¡Inmediatamente!
Maria, llorando, abrazó el cuerpo inerte que parecía no querer saber ya nada de ella. Se negaba en rotundo a creer que estuviera muerto.
El médico, un hombre menudo de cabello negro rizado, se personó en la habitación al cabo de unos minutos. Sin decir nada, sólo atento al cuerpo inmóvil, se sentó en el borde de la cama y tomó la mano izquierda de Herter en la suya para tomarle el pulso. De la mano de Herter cayó un objeto brillante que fue a parar al suelo. El médico lo recogió y, tras echarle un vistazo, se lo entregó a Maria. Ella miró perpleja el trocito de metal, plomo tal vez, con su extraña forma, que no había visto nunca antes. ¿Qué objeto misterioso era ése? ¿De dónde venía? ¿Por qué lo sujetaba Rudi en la mano?
El reconocimiento con el estetoscopio tampoco dejó entrever ningún signo esperanzador en el rostro del médico. Separó los párpados de Herter con cuidado y examinó sus pupilas con una linterna. Luego suspiró y, mirando a Maria, dijo:
-Lo lamento, señora. El señor ha fallecido.
-Pero ¿cómo puede suceder eso así tan repentinamente? -preguntó Maria como si la respuesta a esta pregunta pudiera solucionar algo-. ¡Si hace media hora aún vivía!
El médico se puso en pie.
-Una parada cardiaca súbita. Puede suceder a su edad. Tal vez provocada por una emoción demasiado fuerte.
-Pero ¡si justamente iba a echarse una siesta!
El médico hizo un gesto como para indicar que él tampoco entendía lo que había pasado y, tras unas palabras de condolencia, se marchó. Entretanto había entrado en la habitación el director del Sacher. Consternado, tomó las manos de Maria entre las suyas, y, con palabras entrecortadas, le dijo:
-Señora..., una mente tan privilegiada..., una pérdida para el mundo. La ayudaremos con lo que haga falta, por supuesto.
Maria asintió con la cabeza.
-Quisiera quedarme un momento a solas con él.
-Naturalmente, naturalmente -contestó el director y salió de la habitación cerrando la puerta suavemente tras de sí.
Maria sintió que lo irreparable empezaba a penetrar lentamente en su conciencia. Ya vería lo que iba a suceder con ella, lo que debía hacer de momento era telefonear inmediatamente a Olga. ¡Pobre Marnix! ¿Cómo darle la noticia?
En Amsterdam no cogieron el teléfono, saltó el contestador automático.
-Soy Maria -dijo después del pitido-. Querida Olga, ha sucedido una terrible desgracia. Prepárate para lo peor. Rudi acaba de fallecer mientras dormía... -Maria se sintió como paralizada, pero se forzó a seguir-. Llama enseguida al Sacher, tienes el número. Espero que paséis por casa antes de ir al aeropuerto, si no ya intentaré localizaros allí. Tal vez convenga que sea yo quien le dé la noticia a Marnix... -Se le quebró la voz-. No puedo seguir hablando... -dijo con la voz ronca y colgó el teléfono.
Con el trocito de metal reluciente en la mano y la cara empapada en lágrimas, Maria miró a Herter y susurró:
-¿Adónde te has ido?
Su mirada se fijó en el dictáfono que Herter sostenía en la mano derecha. A Maria se le agrandaron los ojos, se puso en pie e intentó quitárselo de la mano, pero sus de dos lo mantenían agarrado. Se los separó con cuidado y notó que su cuerpo ya se había enfriado un poco.
La cinta se había quedado parada al final. Maria se sentó en la silla junto a la ventana y la rebobinó, deteniéndola de vez en cuando para escuchar. De repente oyó:
«... Los cuerpos fueron depositados cerca de la salida y rápidamente rociados con gasolina. Como nadie se atrevía a penetrar en el anillo de fuego, su ayudante Linge arrojó sobre los cuerpos un trapo en llamas. Un agente de policía que vio la escena de lejos declaró más adelante que las llamas parecían salir de los mismos cuerpos. ¡Ni que decir tiene! ¡Ahí estaba la antorcha de Nietzsche!... Se me cierran los ojos...». Y luego su propia voz: «No me extraña. Duerme un poco, dispones de un rato. El coche de la embajada llegará dentro de una hora; yo voy abajo a tomarme un café con leche y chocolate para reponerme un poco. Si me necesitas, llámame».
A continuación, el chirrido de la puerta de la habitación que se cerraba, y luego, silencio. Maria siguió escuchando atentamente la cinta durante unos minutos, pero no oyó nada más. Sólo el tráfico de la calle. Cuando sonó el teléfono, apagó el aparato.
-¿Olga?
-No, señora, el conductor de la embajada. Les espero en el vestíbulo para llevarles a usted y al señor Herter al aeropuerto. La señora Röell les pide disculpas por no poder acompañarles, ha dado hoy a luz una niña.
-Oiga, conductor, ha ocurrido una desgracia, el señor Herter ha fallecido. Por favor, dígale al embajador que se ponga en contacto conmigo lo antes posible.
Ante el silencio del conductor, al parecer demasiado impresionado como para contestar, Maria colgó el aparato.
Volvió a encender el dictáfono y continuó escuchando el silencio grabado en la cinta, sin dejar de mirar el rostro de Herter. Repiqueteo de unos cascos de caballo en la calle. Unos minutos después, un ruido que no supo identificar y a continuación, muy baja y muy lejana, la voz de Herter. Maria tuvo que rebobinar la cinta tres veces para poder entender lo que decía:
-Él..., él..., él... ha estado aquí.
Y luego, nada más.
FIN
1 Aeropuerto de Viena. (N. de la T)
2 «Los germanos cultura nada.» (N. de la T)
3 «Solución final al caso Hitler» (N. de la T)
4 «Solución final armónica.» (N. de la T)
5 Hugo de Groot, célebre escritor y jurista holandés del siglo xvi. (N. de la T.)
6 Siglas del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores. (N. de la T)
7 «Aquí ha nacido un niño.» (N. de la T)
8 Documento de identidad. (N. de la T)
9 Escrito por Heinrich Hoffmann, es un clásico decimonónico de la literatura infantil alemana. (N. de la T)
10 «Las órdenes del Führer tienen la fuerza de la ley.» (N. de la T)
11 «Todo acaba, todo pasa...» (N. de la T)
12 Wille significa «voluntad» en alemán. (N. de la T)
13 «La solución final a la cuestión judía.» (N. de la T)
14 Braun, en alemán, significa «marrón». (N. de la T)
15 Sede central para asuntos de raza y promoción social. (N. de la T)
16 Conocida historieta alemana del siglo XIX, que tiene como protagonistas a dos pilluelos. (N de la T)