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agosto 08, 2010
Parte 1CAPÍTULO TREINTA Y UNO
15 de diciembre
DABA LA IMPRESIÓN DE que la tormenta no estaba de paso, sino que había venido a quedarse encima de la base; eso hizo que la orden de confinamiento de Murphy permaneciera en vigor, para gran frustración de Michael. Nadie debía abandonar la estación bajo ningún concepto.
-Los cuerpos van a seguir congelados, estén donde estén -aseguró el jefe O´Connor-, y los perros, bueno, sabrán buscarse la vida y sobrevivir a la tormenta.
Michael debió aceptar su palabra a ese respecto.
La noticia de la muerte de Danzing había caído como un jarro de agua fría entre los habitantes de la estación y el comedor estuvo a rebosar durante el responso fúnebre en honor del musher. Plegaron la mesa de ping pong y la sacaron al pasillo para hacer sitio donde poner unas sillas de despacho, se ésas con ruedas, junto a los sofás; pero aun así fue imposible reunir asientos para todos. El resto de los reclutas y los probetas se sentaron en la moqueta que alfombraba el suelo de una pared a otra y se abrazaban con los brazos las rodillas recogidas. Murphy permaneció de pie delante de la pantalla de plasma del televisor, vistiendo una corbata negra sobre la camisa vaquera en señal de duelo.
-Muchos de vosotros conocíais a Erik mucho mejor que yo, lo sé. Por eso quiero dejaros tiempo para que todos podáis decir algo. -Michael casi había olvidado el nombre de pila de Danzing. Un apodo o un apellido solía bastar en ese aire colegial de la estación-. Pero nunca he conocido a nadie tan echado para delante y animoso, bueno, tal vez si exceptuamos a Lawson.
Hubo algunas risitas y el aludido, que estaba recostado contra la pared junto a Michael, Charlotte y Darryl, sonrió con timidez.
-Y en cuanto a esos perros, muchachos, él los adoraba como si fueran sus hijos. -Agachó la cabeza y la sacudió con tristeza-. No sé qué se torció ni lo que le pasó a Kodiak, si fue un tumor cerebral, unas fiebres, no lo sé, pero tengo la absoluta seguridad de que Danzing, digo Erik, lo entendería incluso ahora. Esos perros le querían tanto como él a ellos. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza-. Por esa razón vamos a encontrar al resto del tiro. Os lo prometo. Vamos a localizarlos por él.
-¿Cuándo...? -gritó uno de los reclutas.
-Tan pronto como sea seguro -replicó O´Connor-, y en cuanto sepamos que no están infectados como Kodiak.
A Michael no se le había pasado por la cabeza la amenaza del contagio. ¿Y qué ocurría si los demás huskies habían contraído el mismo mal que el líder? ¿Y si todos se habían convertido en asesinos?
Murphy se miró el dorso de la mano para leer la chuleta del discurso.
-Ignoro cuánto sabéis sobre la vida de Danzing en el mundo real, pero para que quede constancia, me gustaría decir que estaba casado con una gran mujer, María, forense del condado... -La ironía inmediata del asunto le obligó a detenerse durante unos instantes-. Ella vive en Florida.
«En Miami Beach», recordó Michael.
-Ya he hablado con ella en un par de ocasiones y le he contado cuanto debe saber. Me pidió que bendijera en su nombre a cuantos estáis aquí abajo, en especial a Franklin, a Calloway y al tío Barney, por su maña en los pucheros al prepararle esos desayunos de sémola de maíz... Y a todos en general por vuestra amistad. Me dijo que jamás le había visto más feliz que cuando vino aquí abajo, a ponerse detrás de un trineo a tropecientos bajo cero. -Volvió a lanzar una mirada nerviosa a sus notas-. Ah, sí, y también me encomendó darle especialmente las gracias a la doctora Charlotte Barnes por lo duro que luchó para salvar a su marido...
Todos se volvieron hacia Charlotte, que apoyaba el mentón encima de los brazos entrecruzados sobre el pecho. Ella asintió de forma apenas perceptible.
-... y a Michael Wilde.
Aquello pilló fuera de juego al destinatario.
-Al parecer, Erik hablaba mucho sobre ti y lo famoso que ibas a hacerle.
-Haré cuanto esté en mi mano -contestó Michael lo bastante alto para que todos pudieran oírle.
-Le explicó a María que les estabas haciendo fotos a él y a los perros, a los últimos perros que van a verse por aquí, no necesito recordárselo a nadie, para publicarlas en esa revista tuya, Eco-World.
La cabecera era Eco-Travel, pero Michael no estaba dispuesto a corregirle.
-Así será -contestó Michael, apropiándose de la prerrogativa del editor. De hecho, tenía en mente intentar convencer a Gillespie de que pusiera una fotografía de Danzing y sus perros en la portada. Era lo menos que podía hacer por él.
Michael sólo era capaz de mantener la cabeza gacha y sumirse en sus propios pensamientos mientras Murphy desgranaba algunos detalles más sobre la vida de Erik Danzing, pues, al parecer, había tenido un millón de trabajos diferentes, desde apicultor y empleado en una perrera hasta conductor de vehículos en una funeraria; «allí fue donde conoció a María», explicó el jefe O´Connor.
Michael tenía intención de conseguir la dirección postal de María antes de abandonar la base antártica. El collar de dientes seguía en su poder y deseaba enviárselo en cuanto estuviera de vuelta en el mundo civilizado. Tal vez incluso con alguna de las fotografías que le había hecho a su esposo, en todo el esplendor de su gloria, mientras guiaba el trineo en plena tormenta.
Y también tomó conciencia de que debía telefonear cuanto antes a la casa de los Nelson, en Tacoma. Deseaba tener noticias de cómo había tenido lugar el traslado y si había el menor indicio de recuperación por parte de Kristin ahora que estaba en su antigua casa. Él sabía a la perfección cuál iba a ser la respuesta, y también que sería Karen quien se la diera, pero aun así, tenía la sensación de que era su deber comprobarlo, y entonces se preguntó cuánto tiempo más iba a prolongarse todo aquello. Hasta donde él sabía de comas y estados vegetativos, Kristin podía seguir así de forma indefinida.
El tío Barney se sonó los mocos ruidosamente con un pañuelo rojo a escasa distancia de él cuando Murphy se puso a contar la historia de una colosal comida que Danzing se había metido entre pecho y espalda.
A continuación, Calloway se puso de pie para detallar una larga y divertida anécdota sobre la vez en que había intentado meter al difunto en un traje estándar de submarinismo. Betty y Tina hablaron de la gran ayuda que les había prestado mientras intentaban descargar unas muestras de hielo en medio de una tormenta furibunda.
Michael escuchó la ventisca que arreciaba y aullaba alrededor de las angostas ventanas y los ondulados muros de metal del módulo donde se hallaban. Podía amainar en una hora o prolongarse durante una semana. Algo sí había aprendido del Polo Sur: carecía de sentido apostar.
Murphy llevó la batuta al rezar un padrenuestro con voz entrecortada después de que hubieron hablado todos los presentes. Tras unos breves momentos de silencio, Franklin se sentó frente al piano de la esquina e interpretó una enardecida versión de Old time rock´n roll, el viejo éxito de Bob Seger, y uno de los temas favoritos de Danzing. Franklin logró darle a la pieza una interpretación llena de vitalidad y fueron muchos los que corearon el estribillo:
-Today´s music ain´t got the same soul. I like that old time rock ´n´ roll. Don´t try to take me to a disco...[15]
Cuando terminaron la canción, el tío Barney anunció que se marchaba a preparar una buena comida de sémola de maíz con carne en honor a Danzing. Lo serviría todo en el comedor.
Estaban saliendo cuando Murphy les hizo señales a Michael y a Lawson para que se acercaran:
-Eh, vosotros, ¿alguien ha visto a Ackerley por alguna parte?
Era muy fácil no percatarse de la presencia del Gnomo en una habitación incluso aunque estuviera presente, pues siempre se comportaba con gran sigilo y retraimiento, pero Michael debió admitir que no recordaba haberle visto.
-Probablemente les estará hablando a sus plantas y habrá perdido la noción del tiempo -replicó Lawson.
O´Connor asintió, dejando claro que pensaba lo mismo, pero dijo:
-¿Os importaría ir a echar un vistazo y comprobar si está bien? Acabo de intentar hablar con él por el interfono, pero no lo coge.
A Michael le apetecía mucho reunirse con Charlotte y Darryl en el comedor, pues se le había ido el santo al cielo en lo tocante a las comidas tras pasarse el día entero en su cuarto tomando notas para el reportaje. Sin embargo, difícilmente podía negarse.
-No os preocupéis -apuntó Murphy-, os guardaremos algo de cena. -Se volvió hacia Lawson-. Por cierto, ¿cómo está tu pierna? ¿Aguantas bien de pie?
Michael recordó entonces las palabras de Charlotte: a Lawson se le había caído el equipo de esquí sobre el tobillo.
-Está bien, no da muchos problemas. Además, lo que no se usa, se atrofia.
Bill Lawson siempre tenía ese punto de más, ese toque de entrenador gritando consignas en la banda mientras se juega el partido clave de la temporada.
-Quizá prefieras usar bastones de esquí -terció Murphy-. Las rachas de viento alcanzan los ciento treinta kilómetros por hora.
Lawson se mostró de acuerdo, por lo que ambos se vistieron y tomaron unos bastones de la consigna de la oficina, y mientras todo el grupo se dirigía hacia el iluminado comedor, ellos dos se dirigieron en otra dirección, hacia la inhóspita y oscura explanada donde el viento levantaba pequeños ciclones de nieve y hielo y los zarandeaba de un lado para otro como si fueran simple hojarasca. Algunos golpes de aire fueron tan fuertes que Michael acabó estampado contra una pared o valla semienterrada, no logró identificarla, y se vio en la necesidad de esperar a que remitiera un poco la intensidad del vendaval para erguirse y continuar adelante, pero el huracán no cesaba nunca.
Había ocasiones en la Antártida en donde sólo deseabas quietud, paz, una tregua temporal por parte de los elementos, una oportunidad de que todo estuviera en calma para poder respirar hondo y alzar la vista hasta el cielo. El firmamento antártico podía ser realmente hermoso, parecía imposible concebir algo más perfecto siendo como era de un añil prístino, como un cuenco cocido a fuego lento hasta obtener ese esmalte de intenso color azul. Otras veces, como en el momento presente, el brillo de ese cuenco se había difuminado hasta convertirse en un fulgor mortecino tan vasto que resultaba imposible apreciar dónde se hallaban los límites entre aquel continente infinito y el vacío cielo, dónde estaba la frontera entre arriba y abajo.
Los bastones habían sido una gran idea. El periodista llegó a pensar que él no hubiera podido mantenerse en pie si no hubiera sido por ellos y que Lawson, con un tobillo dañado, no habría dejado de dar un traspié tras otro. De hecho, Wilde había tenido la precaución de caminar varios metros por detrás de su compañero, no fuera a caerse hacia atrás, echarse a rodar y le arrollara.
Si un remolino derribaba a alguien mientras andaba sobre una superficie helada, el desdichado no dejaba de rodar como una pelota hasta chocar contra algún obstáculo que al fin le frenaba. Una mañana había visto a un probeta llamado Penske, un meteorólogo, pasar dando vueltas por delante del módulo de administración hasta golpearse con el palo de la bandera, al cual se había agarrado como si le fuera la vida en ello.
De vez en cuando se frotaba los cristales de las gafas con los guantes para retirar los copos de nieve, y por un momento se le ocurrió la humorada de hacer una pequeña fortuna comercializando en el Polo Sur gafas protectoras con un pequeño limpiaparabrisas incorporado.
Tuvo ganas de llamar a Lawson para interesarse por su pierna en más de una ocasión, quería saber si estaba bien o prefería regresar, pero sabía que el viento iba a llevarse sus palabras nada más pronunciarlas y la temperatura era lo bastante baja como para que se le helaran y se partieran los dientes si mantenían la boca abierta demasiado rato.
Pasaron por delante del laboratorio de glaciología, donde Michael echó un vistazo por si veía a Ollie, pero el págalo ya había aprendido a permanecer dentro del cajón de embalaje durante noches como aquélla. También distinguió a su paso el de biología marina y el de climatología hasta que Wilde vio por fin cómo Lawson torcía hacia la izquierda y se encaminaba en dirección a una especie de gran remolque achaparrado al que la herrumbre había tiznado de rojo; descansaba sobre unos bloques de hormigón ligero fijados al permafrost y una luz brillante refulgía a través de los estrechos ventanales.
Lawson se detuvo a frotarse el tobillo dolorido debajo del tosco enrejado de madera que enmarcaba la rampa de subida e hizo señas a Michael de que se acercara. La puerta era una abollada placa metálica llena de rozaduras y cubierta por las desteñidas calcomanías de Phish, un grupo de rock.
Wilde llamó varias veces con el puño y, tras haber avisado de su presencia, empujó la puerta y se coló dentro.
Los cristales de las gafas se le empañaron de inmediato y debió subírselas sobre la frente a fin de poder ver; luego, se echó hacia atrás la capucha, apartó unas gruesas cortinas de plástico y las traspasó, encontrándose con un mar de estanterías y armarios de unos dos metros de altura, casi todos abarrotados de muestras de musgo y líquenes de la zona. En cada balda o en cada mueble era posible ver unos pocos rótulos blancos escritos con trazos delgados e inseguros. Unos tubos fluorescentes parpadeaban en el techo y en algún lugar de aquella impenetrable maraña de estantes sonaban unos bafles de baja calidad, reproduciendo el sonido metálico de guitarras en una interminable sesión de música improvisada.
Detectó algo más al aguzar el oído: un sonido acuoso, similar a un resuello ahogado. Cuando su acompañante traspasó la entrada, el periodista actuó de forma instintiva y le hizo una señal para que guardara silencio. Lawson pareció quedarse confuso, pero Michael le indicó mediante señas que no se moviera de su posición, junto a la puerta. Luego, y sin soltar los bastones de esquiar, comenzó a abrirse paso por el dédalo de armarios. «¿Cómo va a estar aquí otro de los perros?», se preguntó. «¿Y si es más de uno? ¿Debo dar media vuelta y avisar al jefe O´Connor para que envíe refuerzos?». También sopesó la posibilidad de que Ackerley estuviera metido en algún lío y necesitase ayuda de forma inmediata.
El volumen de la música iba en aumento conforme se acercaba, pero además seguía ese extraño sonido tan similar al que se oye cuando alguien bebe a lengüetazos, o mejor aún, sorbe la sopa o los cereales con mucha leche. ¿Y si era eso? ¿Y si Ackerley se estaba comiendo unos Corn Flakes mientras se pegaba un bailoteo?
Michael se hallaba entre dos armarios imponentes. Uno estaba etiquetado como «Morrena glaciar, cuadrante SO», y en el rótulo del otro podía leerse: «Especímenes de Stromviken». Escuchó desde esa posición. Alguien masticaba, y desde luego no eran cereales. Por el sonido, parecía un estofado. Pero ¿por qué comerse una porquería recalentada en el laboratorio cuando el tío Barney servía una cena estupenda en honor al difunto?
Echó un vistazo a través de los estantes y alcanzó a ver una gran mesa de laboratorio no muy diferente a la de Darryl: un par de fregaderos, un microscopio y varias botellas de productos químicos. Sin embargo, no había nadie sentado en el taburete.
Volvió a mirar, y entonces descubrió volcadas un par de macetas; es más, una de ellas se había hecho añicos al estrellarse contra el suelo. Un iPod descansaba encima de un anaquel, acunado entre sus minúsculos altavoces. Michael salió de entre los armarios y se acercó a la mesa del laboratorio. Los sonidos de masticar y sorber procedían de algún otro sitio, y a menos altura, cerca del suelo. Vio las puntas de las botas de goma con los cierres abiertos nada más doblar la esquina. Aferró los bastones con más fuerza.
El ruido de succión se transformó en otro de desgarro, como cuando se despedaza la carne. Siguió avanzando hasta dar toda la vuelta a la mesa. Lo primero de todo vio unos hombros enormes cubiertos por una camisa de franela a punto de reventar. Un hombrón permanecía inclinado sobre un cuerpo. Estaba muy atareado. Michael habría pensado que se trataba de Danzing en ese primer momento de no haber estado bien seguro de...
... que éste había muerto.
Alzó uno de los bastones puntiagudos.
-Eh, tú, deja ya eso... -gritó, pues no tenía mejor forma describir ese comportamiento.
Aunque no tardó en averiguar qué mantenía tan atareado a ese sujeto.
El hombre acuclillado volvió la cabeza con sobresalto. La barba estaba tan ensangrentada que parecía que se la habían pintado de rojo con una brocha. También tenía los ojos inyectados en sangre y parpadeaba sin cesar.
Michael retrocedió a causa de la sorpresa mientras el hombre soltaba un gruñido y se abalanzaba sobre él de un salto. Uno de los bastones salió volando e impactó contra un armario.
-¿Qué pasa ahí? -chilló Lawson, y empezó a abrirse paso por el laberinto de estantes, dándose golpes contra ellos.
El hombre sujetó a Wilde por el cuello casi como si quisiera algo. «Pero ¿qué quiere? ¿Ayuda?», dijo Michael para sus adentros. Entonces, soltó por la boca una vaharada de olor a sangre y a putrefacción. Y lo peor de todo era que el agresor que rasgaba la tela de la camisa de Michael era Danzing: muerto, helado, con la garganta destrozada por los colmillos de Kodiak.
El periodista retrocedió a trompicones hasta impactar contra otro montón de baldas. Él y su agresor cayeron al suelo en medio de una lluvia de tierra y semillas. Michael le cruzó la cara con el mango del bastón, deseando tener a mano algo más contundente con lo que poner fin a un forcejeo que acabó con el rostro de Danzing sobre el suyo, lo cual le permitió ver sus dientes manchados de sangre y unos ojos negros llenos de rabia y también de un pesar infinito, aunque eso Michael lo aquilató más tarde, cuando tuvo tiempo para darle vueltas a toda la escena.
De pronto, otro bastón de esquiar pasó zumbando junto a la mejilla de Michael tras abrirle un agujero en el hombro a Danzing. Éste se revolvió hacia atrás y nada más ver a Lawson se precipitó contra él, pero resbaló al pisar las semillas diseminadas por el piso. Michael aprovechó la ocasión para rodar sobre sí mismo e incorporarse a duras penas. Entretanto, Danzing tiró al suelo a Lawson de un empellón para quitárselo de encima. Éste quedó despatarrado sobre el suelo, desde donde se defendió como gato panza arriba, agitando los bastones como un poseso.
En lugar de reanudar el ataque, el musher se alejó a trompicones y se puso a mover los brazos como un simio mientras derribaba cuantas baldas se encontró en su camino en medio de una nube de tierra, semillas y arenilla. A su paso dejó un reguero de colgadores y estantes tirados.
Michael trepó por encima de los restos y se abrió camino hasta llegar a las cortinas de plástico y luego traspasó la puerta, desde donde sólo fue capaz de atisbar un manchón de sangre en la rampa y una figura oscura que cruzaba a tientas por delante de la celosía de madera y se perdía en la vorágine de la tormenta.
15 de diciembre, 22:30 horas
-¿Qué puñetas me estáis diciendo? -les espetó el jefe O´Connor a Michael y Lawson cuando le arrinconaron en la cocina. El tío Barney estaba terminando de freír la cena no muy lejos de allí, y podía oírlos-. ¡Danzing está muerto, por el amor de Dios!
-No lo está -repitió Michael en voz baja y sin perder la templanza-. Eso es lo que intento decirte.
-¿Tú también le viste? -inquirió Murphy a Lawson en busca de que le confirmase lo imposible.
-Sí, yo también.
Lawson lanzó una mirada a Michael, urgiéndole a continuar. Aquél añadió:
-Y ha matado a Ackerley. -Murphy se quedó pálido como la cal y por un momento dio la impresión de que iba a tragarse la lengua-. Encontramos a Ackerley en su laboratorio. Ya estaba muerto para entonces. Danzing se estaba ensañando con el cuerpo. De hecho, ahora mismo está en algún lugar de ahí fuera.
Murphy apoyó la espalda contra un frigorífico, incapaz de procesar cuanto le estaban contando, y Michael no podía culparle por ello. Tampoco él lo creería fácilmente de no haberlo visto con sus propios ojos, de no haber sido él quien hubiera sufrido el ataque del musher.
-Así pues, no está en la bolsa de cadáveres -observó Murphy, pensando en voz alta- ni en el almacén de muestras donde le dejamos.
-No, no está ahí -respondió Lawson.
-Y Ackerley está muerto -repitió el jefe O´Connor, como si todavía intentase digerir la terrible noticia.
-Muy cierto -le confirmó Michael-. Tal vez deberíamos ir a por Danzing antes de que se aleje demasiado.
-Pero si se ha vuelto loco como una cabra y se queda ahí fuera, se quedará tieso como un pajarito, ¿no? -apuntó Murphy, como si se aferrara al último rayo de esperanza.
Michael no supo qué contestar a eso. El razonamiento parecía perfectamente lógico. Un demente sin llevar siquiera un sombrero de protección debía morir expuesto a semejantes temperaturas, o por caerse en alguna grieta. El problema era que ya nada tenía sentido. Él había estado presente en la enfermería mientras expiraba y había visto a Charlotte escribir la hora de la defunción. Quienquiera que anduviera en la tempestad no tenía por qué ser Danzing necesariamente, aun cuando él no sabía qué nombre darle.
-¿Qué hicisteis con el cuerpo de Ackerley? -inquirió Murphy mientras hacía todo lo posible por recobrar la serenidad.
-Lo dejamos donde lo encontramos -contestó el periodista-. Charlotte debería examinarlo lo antes posible, y entonces, quizá deberíamos guardarlo en algún sitio.
-Si me permiten, caballeros -se excusó el tío Barney mientras pasaba entre el tercero y abría el frigorífico para coger mantequilla.
Se marchó enseguida a una posición desde la cual no podía escucharlos, y ellos retomaron la conversación.
-Sí, pero no en el mismo lugar que el último -repuso el jefe O´Connor con un hilo de voz-. A éste vamos a meterlo en la vieja cámara frigorífica de carne, la de ahí fuera. Si la doctora le echa un vistazo y resulta que también se equivoca, no me apetece que éste se ponga a correr por ahí como el otro. -Él mismo fue consciente de sus palabras y se refrenó, y luego dijo-: Ya sabéis a qué me refiero. Erik era un tipo genial y Ackerley también era un buen compañero, pero todo este maldito asunto es un auténtico espanto, es horroroso... -Murphy dejó de hablar porque le falló la voz. No era capaz de procesar todo cuanto se le venía encima.
Wilde no creía que Charlotte se hubiera equivocado al certificar la muerte del musher. Eso resultaba imposible de aceptar. Danzing había muerto, y no sabía cómo había revivido, aunque él no estaba preparado para mantener esa discusión en aquel momento. Ni ellos. Lawson se inclinó para atender su tobillo lesionado, pues parecía resentirse tras la escaramuza habida en el laboratorio de botánica y de pronto, el pelo de Murphy parecía tener más canas que nunca.
-Ya puestos, podemos buscar al mismo tiempo a la Bella Durmiente y al Príncipe Azul -apuntó Michael, deseoso de conseguir el permiso del jefe O´Connor.
-Y no te olvides de los perros del trineo -añadió Lawson-. Vamos a tener una auténtica pesadilla de papeleo como la NSF llegue a enterarse de que hemos perdido los perros que había prohijado el pobre Danzing, el último equipo que nos habían permitido tener...
-Danzing solía ejercitarlos haciéndoles correr hasta Stromviken -empezó Wilde-, y el tiempo ha mejorado, para variar. La tormenta empieza a amainar.
-No por mucho tiempo -repuso Murphy-. El último informe habla de otro frente. Mañana mismo lo tendremos aquí a primera hora de la tarde.
-Razón de más para ponerse manos a la obra -insistió Michael. Lawson asintió.
-¿Y qué hay de ti tobillo? -preguntó Murphy O´Connor-. Tiene pinta de que no deberías forzarlo.
-No tengo problema para ir en motonieve, y si al final los encontramos, los perros o los cuerpos, al menos sé traer el trineo de vuelta a la base.
-De acuerdo -cedió el jefe O´Connor, como si hubiera decidido no discutir más sobre ese tema-, pero no esta noche. Esperaremos a que se estabilice el tiempo y mañana a primera hora, si la climatología lo permite, os preparo un viaje hasta la estación ballenera. -Echó mano al walkie-talkie que llevaba sujeto a la cintura y agregó-: Voy a decirle a Franklin que aparque junto a la bandera dos motonieves con el depósito lleno y listas para partir a las nueve.
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
15 de diciembre
SINCLAIR SE HABÍA MARCHADO hacía horas, y aunque la posibilidad de que sufriera un percance que le impidiera regresar junto a ella era uno de los mayores temores de su compañera, Eleanor también tenía el talante con el cual iba a volver. Estaba de un humor de perros en el momento de su partida. Esa tormenta sin fin le había desquiciado y el confinamiento obligado en aquella iglesia helada le había irritado mucho.
-¡Maldito sea este lugar infernal! -había aullado. Sus palabras reverberaron en la capilla abandonada y chocaron contra las gastadas vigas del tejado-. ¡Malditas sean estas piedras y malditos sean estos maderos!
Había agarrado un candelabro del altar y lo había arrojado al suelo, donde había rodado con gran estrépito. Los talones de sus botas resonaban cuando golpeteaban contra el piso de la nave. Había arrancado una puerta rota y la había lanzado hacia el camposanto para luego proferir sus imprecaciones contra el cielo plomizo, obteniendo por toda respuesta el coro de lúgubres aullidos de los huskies, aovillados entre lápidas y losas.
Eleanor le temía en especial cuando perdía los papeles y elegía a todo lo sagrado como blanco de sus bravatas. La joven estaba convencida de que Sinclair había recibido una respuesta en Lisboa y ella no tenía el menor deseo de oír de nuevo el veredicto.
-¿No deberíamos meter los perros en la iglesia, Sinclair? -se aventuró a sugerir, apoyándose en la jamba de la rectoría-. Están desprotegidos. Morirán ahí fuera...
El interpelado movió la cabeza como si el cuello fuera un resorte, permitiéndole a la joven apreciar en los ojos de su compañero ese brillo enloquecido y febril que había visto por vez primera en Scutari.
-Me encargaré de que entren en calor -gruñó.
Se puso el sobretodo y salió dando grandes zancadas para perderse en la tormenta. No se molestó en cerrar la puerta al salir. Parecía inmune a los elementos hostiles. Una nube de hielo y nieve se arremolinó en torno a la iglesia. Ella escuchó ladrar a los canes mientras Sinclair los enganchaba al trineo.
Eleanor se arrebujó en ese abrigo suyo, el de la tela milagrosa, y se acercó a cerrar la puerta. Había contemplado cómo azuzaba con insultos a los perros desde la parte posterior del trineo, que avanzó colina abajo hasta desaparecer de su vista. Entonces, ella apoyó su peso contra la tosca madera y empujó hasta cerrar la puerta que él se había dejado abierta.
El esfuerzo la debilitó tanto que se dejó caer sobre la última bancada. Temía estar a punto de desmayarse, razón por la cual apoyó la cabeza en el respaldo del asiento de delante y se tomó un respiro. La madera estaba fría y no era lisa del todo. Eso le alertó y estudió la superficie. Había unos signos grabados a arañazos en el respaldo. ¿Sería un nombre? Las letras estaban desdibujadas por el tiempo y en todo caso, fuera lo que fuese, no estaba escrito en inglés. Todo cuanto podía distinguir era algunos números cuyo orden parecía sugerir una fecha: 25.12.1937. El día de Navidad de 1937. Un simple vistazo le bastó para recordar y empezó a devanarse los sesos. Ella y Sinclair se habían embarcado a bordo del Coventry para realizar ese viaje aciago en 1856. Y si esa inscripción, los números del banco, era una fecha, la habían grabado ochenta y un años después de que los marineros la hubieran arrojado al océano.
Ocho décadas era tiempo suficiente para que hubieran muerto todas las personas que la conocían y a quienes ella conocía.
Ese lugar estaba abandonado desde hacía muchos años, tal vez incluso décadas, y ella siguió calculando: ¿cuánto tiempo podía haber transcurrido? ¿Cuánto tiempo había dormido en el seño del iceberg, en el fondo del océano? ¿Habían pasado siglos? ¿Qué mundo era ése en el que ahora, para su desgracia, había revivido?
Se despojó de un guante y acarició los trazos de la fecha con las yemas de los dedos, como si pudiera sentir la verdad que rezumaban los mismos. Al principio le incomodaba hasta el mismo sentido del tacto, y aún no se había habituado a sentir el menor contacto físico, pues tras haber pasado tanto tiempo en su prisión helada, le resultaba extraña incluso su propia piel. Por supuesto, siempre estaba la cuestión del decoro. En su fuero interno, ella no daba valor alguno a esa unión furtiva y abortada en la iglesia portuguesa.
Y ahora, en este frío y terrible lugar donde había ido a parar, no quedaba nada capaz de reverdecer las ascuas de ese fuego o nutrir un solo pensamiento de calidez.
Pero Eleanor sabía en el fondo de su corazón que había otro obstáculo en el camino, algo que siempre había estado allí como perenne recordatorio: el omnipresente reproche de lo sucedido, y aunque era precisamente eso lo que la unía a Sinclair, probablemente para toda la eternidad, eso era lo que los separaba. Cada uno veía una necesidad más urgente y un deseo imperativo en la palidez extrema y en la mirada desesperada del otro. Era revelador que sus labios parecieran yermos, sus dedos fueran carámbanos y sus corazones permanecieran guardados, como espadas en sus vainas.
Poco había cambiado desde Crimea en ese aspecto. Todo cuanto ella conocía desde entonces eran privaciones.
Escaseaba todo lo necesario en un hospital: vendas, mantas, medicinas y cojines de uso clínico para apoyar el resto de las extremidades después de una amputación. Eso fue lo primero que descubrieron las enfermeras de Nightingale nada más llegar al hospital de campaña en Scutari, un nombre derivado de su primera denominación: Selimiye Kilasi, el cuartel de Selimiye, pues había pertenecido al ejército turco. La enfermera Ames jamás había vivido no concebido una miseria como la que se encontró allí y algunas de las compañeras manifestaron su asombro por el modo en que el ejército británico trataba a sus heridos, y eso que ellas procedían de mundos más duros, pues habían trabajado en asilos de beneficencia y en prisiones. Combatientes lisiados en el campo de batalla no recibían ningún tipo de asistencia ni se les proporcionaba medicina de ningún tipo, y allí se quedaban, incapaces de moverse por su cuenta ni de alimentarse. Los soldados enfermos de disentería, los que sufrían una diarrea incontrolable o las víctimas de la misteriosa fiebre hemorrágica de Crimea -que había diezmado las filas de un modo atroz- yacían tirados en pasillos atestados o en duros camastros empapados de sangre, implorando en vano un vaso de agua. Las cloacas de debajo del hospital emitían un hedor insoportable, pero era tal el frío que se le colaba por las ventanas rotas que los hombres habían optado por tapar los agujeros con paja, lo cual intensificaba la pestilencia en las salas. Varias de las enfermeras, las más delicadas, se contagiaron enseguida y se convirtieron desde el principio en una carga en vez de una ayuda.
El primer encargo de las enfermeras entre las cuales se contaban Eleanor y Moira fue el de zurcir sábanas y lavar la ropa de las camas. Se indignaron. No habían acudido a Crimea con tal fin, ellas habían venido para atender a los heridos y asistir a los cirujanos en las operaciones y al staff médico en general, pero había un clima de hostilidad y recelo muy grande por parte de los doctores, y éstos se negaron a admitirlas en muchas salas o no aceptaban su colaboración cuando conseguían el acceso a las mismas.
-Esos tipos del alto mando se piensan que vamos a robarles los gemelos -comentó Moira con disgusto al no poder entrar en una habitación llena de heridos-. Estoy escuchando a esos desgraciados vertidos con harapos suplicar por un poco de agua o una gota de morfina y allí estoy yo, a menos de diez pasos. ¿Y qué hago? Remendar un agujero del calcetín.
La falta de combatividad y de agresividad por parte de la superintendente Nightingale dejó perpleja a la enfermera Ames en un primer momento, pero no tardó en comprobar la sagacidad de ésta. El ejército británico tenía unos usos centenarios y parecían escritos en piedra por lo inamovible de los mismos. La superintendente era consciente del desafío que representaba su presencia y lo limitó al máximo, evitando la confrontación hasta el límite de lo posible, y así, poco a poco, sin alarmar a nadie, fue extendiendo las responsabilidades y las tareas de su equipo. En cuanto los altos mandos vieron la utilidad de tener ropa y vendajes limpios, apreciaron lo ventajoso de tener preparados té caliente, cereales, caldo de pollo o de ternera y jalea que las enfermeras preparaban en una improvisada cocina. Y las enfermeras de batas sin forma y gorras estúpidas no tardaron en ser bendecidas por los soldados, hombres mutilados y agonizantes que muchas veces morían lejos del hogar, tirados sobre mantas raídas.
Pero fue Florence Nightingale en persona quien se ganó el corazón y la admiración de todos. Entraba sin mostrar miedo alguno en las salas atestadas por víctimas de la fiebre, a las cuales no acudían ni los mismos médicos militares. La postura de los galenos era la siguiente: los infelices de las salas de apestados sobrevivirían o sucumbirían a la enfermedad por sus propias fuerzas, razón por la cual no tenía sentido alguno que también ellos se expusieran a un posible contagio. Desde tiempos inmemoriales, los oficiales habían recibido las mejores atenciones y todos los medios disponibles mientras que los soldados rasos de cualquier cuerpo y todos los de infantería sufrían las más horribles agonías sin recibir apenas atención médica, pero Florence Nightingale atendía a los heridos por igual, ya fueran aristócratas o simples reclutas. Se granjeó pocos amigos entre los oficiales al quebrantar un protocolo tan antiguo, y aquéllos la vieron como una traidora a los de su propia clase, pero obtuvo a cambio la devoción imperecedera de las tropas y de la propia Eleanor.
Durante su cuarta noche en Scutari, la superintendente acudió en busca de la joven Ames para pedirle que le acompañara en su ronda mientras ésta rellenaba una jarra de agua de un manantial que chorreaba unos hilillos amarillentos de líquido turbio y apenas potable. La dama lucía un largo vestido gris y llevaba el pelo recogido con un pañuelo blanco. Sostenía una lámpara por el asa curva situada en la chata base de latón.
-Y trae esa jarra de agua, por favor.
La señorita Nightingale le dirigía la palabra en contadas ocasiones, por lo cual ella se apresuró a llenar la jarra hasta el borde, se puso debajo del brazo un rollo largo de vendas y la siguió dócilmente. La joven estaba exhausta después de otro día extenuante, pero no pensaba renunciar a esa oportunidad a pesar de haberse pasado horas y horas de pie. El hospital de campaña era enorme y un recorrido por todas las habitaciones como el que la superintendente realizaba cada noche debía de suponer una distancia superior a los cinco kilómetros. Los camilleros y los doctores más hostiles a su presencia se apartaban dondequiera que llegaran Nightingale y su asistente, y en cambio, las dos mujeres eran recibidas con murmullos de agradecimiento y señales de respeto por parte de los soldados enfermos.
Un muchacho de no más de diecisiete años sollozaba tendido en una yacija, lamentando la pérdida de ambas piernas por debajo de la rodilla. LA señorita Nightingale se detuvo para consolarle y se despidió de él con un beso en la frente. Luego, ofreció un vaso de agua a otro soldado que había perdido un ojo y un brazo durante el combate; el hombre lo sostuvo con la temblorosa mano izquierda, y por un momento, Eleanor debió preguntarse si ese tembleque era debido a la debilidad o al hecho de que una dama de buena cuna atendiera a alguien como él.
Las mayoría de las habitaciones estaban a oscuras, sin otra luz que la de la luna llena filtrándose por las ventanas rotas y los postigos caídos, razón por la cual la enfermera Ames debía vigilar donde ponía el pie a fin de no pisar a un enfermo dormido ni a un muerto. La superintendente era una mujer liviana y de porte erguido, dotada de una capacidad singular para moverse con pie firme entre aquel dédalo de catres y pacientes. El tenue resplandor de su lámpara caía como una bendición sobre aquellos rostros sucios, ensangrentados y amoratados. En más de una ocasión, la joven vio cómo un soldado se apoyaba sobre un muñón a fin de inclinarse y besar el aire después de que hubiera pasado Nightingale. ‹Dios mío, están besando su sombra›, se maravilló.
La señorita Florence se detuvo varias veces para servir un trago de agua fresca a un enfermo sediento o sustituir un vendaje indecente por uno nuevo, pero en la mayoría de las ocasiones apenas podía ofrecer más que una sonrisa o una palabra de consuelo al pasar, dada la vastedad del hospital y las necesidades, que eran un pozo sin fondo. A Eleanor le quedó claro que esa ronda nocturna era una especie de pacto sellado entre la señorita Nightindale y los soldados, y la muchacha se sintió una privilegiada por poder presenciar el rito, aunque al mismo tiempo siempre tenía el corazón en un puño a causa del miedo.
Buscaba con la mirada al teniente Sinclair Copley en todas las habitaciones donde entraba y en cada cama junto a la que pasaban. Se moría de ganas de verle y al mismo tiempo temía en qué estado le encontraría si alguna vez le llevaban hasta el hospital. Revisaba las listas de ingreso todas las mañanas, a pesar de saber que estaban incompletas y confeccionadas de cualquier manera, y eso en el mejor de los casos, y además, el teniente podía haber ingresado inconsciente, mudo a causa de un golpe o delirando de fiebre. Eleanor había hecho todas las pesquisas posibles hasta enterarse de que lord Lucan y el conde de Cardigan habían destinado al regimiento de lanceros al sitio de Sebastopol, pero ahí acababa su información, pues las noticias del frente llegaban a cuentagotas y eran tan poco fiables como las listas de ingresos del hospital.
Estaban a punto de completar la ronda y cruzaban la última de las habitaciones cuando Eleanor creyó oír su nombre. La muchacha se detuvo y Nightingale alzó la lámpara con diligencia para que la luz iluminase más espacio. Alzaron la cabeza una docena de soldados que descansaban sobre el armazón de una cama. Todos las miraron, pero ninguno de ellos despegó los labios.
Eleanor escuchó de nuevo esa llamada y entrevió en el rincón más lejano de la sala una figura cubierta por una sábana gastada por el uso. El hombre estaba debajo de una ventana sin cristales y tenía el rostro vuelto hacia ellas.
-¿Es usted, señorita Ames?
La interpelada no reconoció a la persona que le hablaba, pues una capa de mugre le cubría el rostro, pero identificó la voz enseguida.
-¿Teniente Le Maitre? -contestó al tiempo que se acercaba.
La figura soltó una risilla entre dientes hasta que se echó a toser.
-Con Frenchie basta.
-¿Es un conocido suyo? -inquirió la señorita Nightingale, que había seguido a Eleanor hasta la cama del herido.
-Sí, señorita. Es miembro del 17º regimiento de lanceros.
-En tal caso, voy a dejar que le visite usted -contestó ella con voz dulce-. De todos modos, prácticamente ya hemos terminado por esta noche. -La superintendente tomó del alféizar un cabo de vela, lo encendió con la lámpara y se la entregó a Eleanor-. Buenas noches, teniente.
-Buenas noches, señorita Nightingale. Y que Dios la bendiga.
Florence agachó la cabeza con humildad y se dio media vuelta para luego echar a andar con sus largas faldas haciendo frufrú mientras culebreaba entre heridos, camas y catres.
Eleanor colocó el candil al borde de la ventana y se arrodilló junto al camastro. Frenchie siempre había ido muy acicalado y bien vestido, pero ahora vestía una camisa blanca hecha jirones con pinta de ser un nido de piojos. El pelo largo y sucio le caía a mechones sobre una frente brillante a causa de la fiebre. Tampoco iba afeitado y su piel húmeda emanaba una palidez verdosa incluso a la luz tenue de la vela.
Eleanor había visto a cientos de hombres de tal guisa y aquello tenía muy mala pinta. Se apresuró a tomar una venda limpia y humedecerla en el agua restante para usarla como paño para enjugarle el sudor de la frente. Le hubiera gustado mucho haber traído una camisa limpia para poder quitarle aquella tela infestada de piojos. La sábana le colgaba de forma hueca por debajo de la cintura.
-¿Padeces de fiebres o te han herido?
El enfermo reclinó la cabeza sobre el catre y retiró la sábana para dejarle ver sus piernas. La derecha estaba ensangrentada y llena de cicatrices, pero la izquierda tenía peor aspecto: a la altura de la espinilla asomaba un hueso amarillento por debajo de la piel, surcada de estrías cárdenas.
-¿Te alcanzaron? -inquirió ella con horror, y se avergonzó de pensar inmediatamente en Sinclair. Había luchado junto a Frenchie en la misma batalla.
-Me dispararon y mi caballo se precipitó barranco abajo -le explicó-. Rodamos por la pendiente y él acabó encima de mis piernas.
La muchacha humedeció la tela otra vez y después formuló la pregunta que realmente le interesaba, la única que deseaba hacer.
-Sinclair no estaba allí. Le vi por última vez mientras cabalgaba con Rutherford y el resto del regimiento en dirección a un lugar llamado Balaclava. -Frenchie volvió a cubrirse las piernas con la sábana; después, se pasó la lengua por los labios-. Tengo la cantimplora debajo de la cama.
Ella asintió y se puso a tantear. Un bicho de muchas patitas le correteó por encima de la mano mientras rebuscaba por los alrededores, pero al final la encontró y le desenroscó el tapón para que pudiera beber lo que a juzgar por el olor era ginebra. Ella sostuvo la boquilla junto a los labios y él bebió un largo trago, y luego otro. Después cerró los ojos.
-Debería haber imaginado que tú serías una de las enfermeras -murmuró.
-¿Qué quieres que haga por ti? Me temo que ahora no llevo casi nada encima.
-Ya lo has hecho... -contestó.
-Mañana regresaré durante mi guardia y te traeré una camisa y una sábana limpias y una buena navaja.
Él alzó la mano unos centímetros para hacerla callar.
-Lo que de veras me gustaría es poder escribir a mi familia.
Era una petición de lo más frecuente.
-Traeré papel y pluma -le aseguró Eleanor.
-Que sea lo más pronto posible -repuso él, y la muchacha supo la razón de tanta prisa.
-Ahora descansa, Frenchie -dijo ella, y se levantó tras estrecharle el hombro con una mano-. Mañana por la mañana nos vemos.
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
16 de diciembre, 10:00 horas
MICHAEL Y LAWSON IBAN como bólidos sobre el hielo, pero todavía no habían visto señal alguna de Danzing ni de los perros perdidos. Avanzaban a toda máquina y Wilde era consciente de que debían ir más despacio, ya que en cualquier momento podían tropezarse con alguna grieta de reciente formación, pero la velocidad era su medicina predilecta. Él se lanzaba a la acción, a la acción física, cuando una dificultad amenazaba con superarle. Era capaz de rehuir los pensamientos que le atormentaban mientras estuviera en acción y mantuviera la mente ocupada en tomar en décimas de segundo una decisión sobre una escalada o bajar en kayak unos rápidos o nadar con esnórquel por un cañón coral. Era lo bastante listo para saber que no podía dejar atrás los problemas, y eso que aun así lo había intentado muchas veces, pero un indulto temporal solía bastar para darle un respiro.
Ahora mismo, por ejemplo, intentó anclarse al presente y concentrarse en el morro de la motonieve mientras avanzaba por el yermo paisaje hasta que vio el lánguido vuelo de un gran albatros blanco cuando se aproximó a la costa. De hecho, el ave le acompañó durante un tiempo con un subibaja de círculos perezosos gracias a los cuales pudo mantener el ritmo velocísimo de las máquinas.
Lawson se había abierto en abanico y estaba realizando una aproximación directa a la factoría ballenera mientras que Michael se ceñía más el contorno de la costa y avanzaba cerca de la playa, jalonada de huesos blanqueados y edificios destartalados pertenecientes al antiguo enclave noruego.
Los dos pilotos convergieron para reunirse en la explanada donde había estado el patio de faenado. El silencio fue abrumador cuando apagaron los motores. Necesitaron unos segundos para acostumbrarse a él; luego, Michael fue capaz de escuchar el viento levantando nubes de nieve y el lejano grito del albatros. Miró al cielo, donde vio al ave sobrevolar el sitio con sus enormes alas desplegadas. No daba muestras de posarse.
Lawson deslizó las gafas hacia arriba y le observó.
-Si los chuchos están ahí, nos habrán oído llegar...
-Cierto -convino el reportero-, pero también nosotros deberíamos haberlos oído a ellos. De todos modos, nos queda algo de tiempo antes de la próxima tormenta... ¿Por qué no echas un vistazo por aquí mientras yo subo hasta la colina?
El animoso joven asintió y se llevó un par de bastones para conservar el equilibrio.
-Me reuniré contigo en una hora -anunció.
Michael le vio alejarse con paso renqueante y miró el reloj antes de subirse otra vez a la motonieve y acelerar el motor sin meter ninguna marcha mientras estudiaba el camino; luego, pasó como una exhalación por el sombrío callejón que discurría entre las salas de calderas hasta llegar a la cumbre de la colina, coronada por un campanario inclinado.
Echó pie a tierra cuando llegó a mitad de la ladera y dejó allí la motonieve para no tener que andar sorteando las tumbas y las lápidas del camposanto contiguo a la iglesia. Ascendió a pie el resto del trayecto y se plantó delante de las escaleras de piedra; luego, las subió también.
Abrió a empujones la pesada puerta de madera y entró en la humilde nave de bancos gastados y suelo de piedra. Al fondo había una mesa de caballete haciendo las veces de altar y en la pared de detrás, una cruz de tosca talla. Había salido de las estación científica con tantas prisas que se había dejado allí buena parte de su equipo, pero sin embargo, aún podía sacar unas cuantas fotografías con al siempre fiable Canon. Además, el permiso de estancia en la base expiraba dentro de un par de semanas, por lo cual planeó regresar una vez más y hacer las cosas bien, especialmente debido a que la iglesia había sido construida hacía más de un siglo y el lugar conservaba todavía un extraño aire expectante Aún no sabía cómo, pero deseaba captar esa sensación de que los extenuados balleneros iban a entrar en cualquier momento para ocupar los asientos y un sacerdote estaba a punto de recitar las Sagradas Esrcituras a la luz de una lámpara de aceite.
Michael descubrió un devocinario de cubiertas gastadas debajo de un banco y cuando intentó cogerlo, descubrió que se había quedado allí congelado. Sacó una fotografía y luego se preguntó si no le estarían entrando veleidades artísticas.
Metió la cámara debajo de la parka, se puso otra vez los guantes y anduvo en dirección al altar, pero en ese momento le pareció oír unos arañazos y se detuvo. ¿Aún podían quedar ratas allí? Volvió a escucharse el ruido. Un viejo tomo encuadernado en cuero descansada sobre la mesa de caballete, pero el tiempo había borrado el título. El sonido se hizo más claro cuando dio otro paso. Procedía de detrás del altar, donde vio una puerta con una tranca negra echada. Quizá fuera allí donde una vez vivió el sacerdote o tal vez hubiera un espacio reservado para guardar los objetos de valor relacionados con el culto: cálices, candelabros, biblias, etc.
Dio una vuelta para rodear la mesa del altar y se quedó de piedra al oír un sonido. Se acercó más, y volvió a escucharlo. Era una voz de mujer.
-¡Abre la puerta, por favor! ¿Por qué regresaste para encerrarme mientras dormía? No puedo soportarlo. ¡Abre la puerta, Sinclair!
¿Sinclair? Michael se desprendió de un guante para manipular con más facilidad la manivela del pasador. Escuchó al otro lado de la puerta jadeos de la mujer, que parecía a punto de echarse a llorar.
-No soporto estar sola, no me dejes aquí.
Descorrió el herrumbroso cerrojo y tiró con fuerza para abrir la chirriante puerta.
Se quedó anonadado al ver a una mujer, una mujer joven para ser más exactos, abrigada con una parka naranja que le venía muy grande. La muchacha puso cara de espanto y retrocedió a trompicones. La melena castaña le caía en cascada sobre el rostro, donde brillaban unos grandes ojos verdes, cuya mirada penetrante podía advertirse incluso en esa estancia mal iluminada. Ella retrocedió hasta interponer entre ellos una estufa de hierro que emitía un fulgor apagado y una mesa de madera sobre la cual descansaba una botella de vino. En una esquina se apilaban devocionarios y trozos de madera.
Los dos se miraron el uno al otro, incapaces de articular palabra. Michael no cesaba de darle vueltas a la cabeza. Conocía a esa mujer. ¡Claro que la conocía! Había visto por vez primera esos ojos verdes en el fondo del mar, y también allí, debajo de esa lápida de hielo, había observado ese cierre de marfil que ahora pendía de su cuello. Era la Bella Durmiente.
Pero no estaba dormida ni muerta.
Estaba viva y los jadeos interrumpían su respiración entrecortada.
Él se quedó en estado de shock. La mujer se hallaba allí, enfrente de él, a escasos metros de distancia, pero no podía dar crédito a sus ojos: percibía en movimiento a la misma mujer que había estado atrapada en un iceberg. Se le fue la cabeza en mil direcciones para buscar una explicación plausible y razonable, pero al cabo de unos momentos siguió con las manos vacías. ¿Qué explicación podía haber para semejante misterio? ¿Suspensión animada? ¿Y si había sufrido una alucinación de la que había despertado en algún momento? No se le ocurría nada que justificase la presencia tan próxima de la aterrada y debilitada joven.
Alzó la mano sin guante en un ademán tranquilizador, pero él mismo percibió el temblor de sus dedos.
-No voy a hacerte daño.
Ella no pareció muy convencida, y siguió con la espalda pegada a la pared, junto a la ventana.
Michael se puso otra vez el guante para proteger la mano, ya entumecida por el frío, pero lo hizo con movimientos suaves y sin quitarle la vista de encima de la joven. ¿Qué más podía decirle?
-Me llamo Michael... Michael Wilde.
Fue algo extraño, pero el sonido de su propia voz le inspiró confianza.
Sin embargo todo dio a entender que a ella no le ocurría lo mismo, pues no le contestó y recorrió la habitación con los ojos en busca de una posible escapatoria.
-Vengo de Point Adélie. -Aquello no debía de significar nada para ella, de modo que agregó-: La base científica. -‹¿Tendría algún sentido esa aclaración?›, se preguntó-. El lugar donde estabas antes de venir... aquí.
Él sabía que ella hablaba inglés, y con acento británico nada menos, pero no estaba seguro de la impresión que causaban sus explicaciones ni si las comprendía siquiera.
-¿Puedes...? ¿Puedes decirme tu nombre?
Ella se humedeció los labios y se echó hacia atrás un mechón de pelo con un gesto nervioso.
-Eleanor -dijo con voz suave y desasosegada-. Eelanor Ames.
Eleanor Ames. Pronunció el nombre varias veces, como si así pudiera anclarlo a la realidad.
-¿Y eres de... Inglaterra?
-Sí.
-Yo soy norteamericano -dijo, llevándose una mano al pecho.
Aquello se estaba convirtiendo en un esperpento tan absurdo que le entraron ganas de reír. Se sentía como si estuviera leyendo una de esas malas historias de ciencia ficción. Lo siguiente era que él sacara una pistolita de rayos o que ella le exigiera ser llevada ante el líder de Michael. Durante unos instantes se preguntó si no estaba a punto de chiflarse del todo.
-Bueno, encantado de conocerla, Eleanor Ames -dijo él, a punto de echarse a reír de nuevo ante lo absurdo de semejante situación.
Y habría sido de lo más embarazosa si ella no la hubiera suavizado en una muestra de tacto al hacer una pequeña reverencia.
El periodista recorrió la habitación con la mirada. El armazón de la cama sólo estaba cubierto con una vieja manta sucia debajo de la cual había un par de botellas, las halladas en el fondo del mar dentro del cofre.
-¿Dónde está su amigo? -La muchacha no respondió de inmediato y él la miró a los ojos, donde adivinó que estaba sopesando qué respuesta iba a darle-. Le llamó Sinclair, ¿no es así?
-Se ha ido... me ha abandonado.
Michael no le creyó ni por asomo. Ella le estaba encubriendo, fuera cual fuese la razón. Quienquiera que fuera, y con independencia de lo que resultara ser, la expresión y la voz de la muchacha delataban unas emociones manifiestamente humanas. No había nada misterioso en ellas. Y en lo tocante al paradero desconocido de su compañero, Sinclair, ése era el menor de los interrogantes que flotaban en el aire. ¿Cómo había acabado presa en un glaciar? ¿Y cuándo había sucedido eso? ¿Cómo se habían escapado del bloque de hielo en el laboratorio? ¿Y cómo es que la había encontrado allí, en Stromviken?
Tal vez hubiera una forma amable y suave de interrogarla acerca de todo eso, pero él estaba bien seguro de no conocerla. Entonces vio una bolsa con comida para perros apoyada sobre la pared y decidió empezar con una pregunta sencilla y fácil.
-Entonces, ¿es el tal Sinclair quien se ha llevado los perros?
Se produjo otro nuevo silencio mientras ella sopesaba la respuesta y llegaba a la conclusión de que no ganaba nada con nuevas mentiras. Abatió los hombros y dijo:
-Sí.
Hubo un nuevo impasse bastante incómodo. Él vio el círculo carmesí de los ojos y los labios agrietados que ella se humedecía, y los ojos se le fueron a la botella situada encima de la mesa, sabedor de cuál era su cometido.
Pero ¿sabía ella que él lo sabía?
Cuando volvió a mirarla, supo la respuesta a su pregunta: sí. Ella bajó los ojos como si se avergonzara y le subió un rubor hético a las mejillas.
-No puedes quedarte en este lugar. Se avecina una tormenta -le anunció-. Pronto la tendremos aquí.
Wilde percibió en ella confusión y perplejidad. ¿Cuál era la naturaleza de su relación con Sinclair? Después de todo, aquel tipo la había dejado encerrada entre cuatro paredes y se había ido a sólo Dios sabía dónde. ¿Era su amante? ¿Su marido? ¿Acaso era él la única persona que ella conocía en el mundo de los vivos, o tal vez nadie salvo Sinclair podía conocerla a ella? Michael no tenía muy claro a qué carta atenerse, sólo sabía que no podía dejarla abandonada en esa iglesia congelada. Debía hallar una forma de hacerla salir de forma inmediata.
-Siempre podemos regresar a por Sinclair más tarde -sugirió Michael-. No le abandonaremos, pero ¿por qué no vienes con nosotros?
Ella abrió aún más los ojos y echó una ojeada a la puerta abierta en dirección a la iglesia vacía. Él interpretó el mensaje inequívoco de esa mirada: ‹¿Quién más iba a venir a importunarla?›
-He venido con un amigo -le explicó-. Podemos llevarte a la base.
-No puedo ir.
Michael se hacía una idea de lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha, o al menos en parte.
-Pero allí podremos atenderte.
-No, no voy a ir -se negó la joven, aunque le falló la voz y le cambió hasta la expresión de la cara.
Parecía como si la última protesta le hubiera privado de las pocas fuerzas que le quedaban. Se alejó de la ventana y se sentó al borde de la cama, apoyándose con ambas manos, como si las necesitase para sujetarse. Una racha de viento más fuerte hizo temblar las contraventanas y avivó el fuego de la caldera, que brilló con más intensidad.
-Te doy mi palabra de que nadie va a hacerte daño -le aseguró Michael.
-Tu intención no es ésa -admitió-, pero al final me lo harás.
Él no estuvo muy seguro de entender lo que ella pretendía decir, pero a lo lejos ya oía el zumbido del motor de la motonieve de Lawson mientras subía la ladera de la montaña. Eleanor alzó la cabeza, alarmada. ‹¿Qué se imaginará que es ese ruido? ¿Influirá en su decisión?›, se preguntó el periodista.
¿De qué mundo y de qué época procedía esa mujer?
-Debemos irnos -la instó Wilde.
Eleanor se sentó al borde de la cama con el propósito manifiesto de poner en orden las ideas y se quedó inmóvil como una estatua, tan quieta como había estado en el hielo.
Tan inmóvil como Kristin en la cama del hospital.
La motonieve se acercó más y el ronroneo del motor entró en la iglesia vacía. Luego, el vehículo se detuvo a la entrada.
Eleanor Ames taladró al desconocido con la mirada, como si intentara resolver un problema muy complejo, exactamente como le ocurría a él. Michael sólo podía suponer el tipo de preguntas que se estaba haciendo, todos los factores que ella podía ponderar: las vidas, y no sólo la suya, que ella intentaba salvar o proteger.
-Hola, ¿hay alguien ahí? -llamó Lawson, cuyas botas resonaron sobre el suelo de piedra.
La mujer jugueteó con la raída manta. Michael la miró y optó por no decir nada, temeroso de pronunciar las palabras equivocadas.
-Eh, Michael, estás por aquí, lo sé -gritó Lawson mientras se acercaba dando zancadas hacia el altar-. Debemos ponernos en marcha enseguida.
La expresión de Eleanor se llenó de angustia y de fatiga. Wilde únicamente había visto algo similar en el rostro de un hombre en las Cascadas tras haberse pasado toda la noche luchando contra el fuego que amenazaba su casa sin la ayuda de nadie. Y sin conseguirlo.
Ella tosió, pero estaba demasiado fatigada como para taparse la boca con la mano.
-¿Puede decirme algo? -inquirió la mujer con la voz llena de derrota y resignación.
-Por supuesto, pregunte lo que quiera.
Lawson se hallaba lo bastante cerca como para que Wilde pudiera oír la succión de las botas justo en el umbral.
-¿En qué año estamos?
CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
16 de diciembre, 11:30 horas
APENAS HABÍA UNA LIGERA brisa cuando Copley abandonó la iglesia, pero enseguida se desató un fuerte viento. Condujo el deslizador entre los maltrechos edificios de la antigua factoría ballenera hasta llegar a la altura de la herrería, donde, amontonados contra la pared, descansaban docenas de arpones tan largos como la lanza que él había usado en combate; entonces, se dirigió hacia el noroeste, donde se veía un montículo de hielo que le impedía divisar todo cuanto se extendía más allá. No sabía con qué se encontraría detrás, pero ¿acaso les quedaba otra alternativa? Sólo parecía haber una: entregarse ambos a los hombres de los que habían logrado escapar por los pelos. Sinclair no confiaba en nadie y jamás volvería a hacerlo.
De hecho, y era triste decirlo, ni siquiera se fiaba de su amada y la había encerrado en la rectoría antes de marcharse definitivamente. Había regresado poco después de salir y la había encontrado tumbada en el catre, desmayada. Así que se fue sin hacer ruido, atrancando la puerta. Ella podía cometer cualquier tontería en su actual estado de debilidad. Sinclair temía que al despertarse sucumbiera a cualquier impulso e intentara suicidarse, aun cuando no estaba seguro de cómo iba a arreglárselas para conseguirlo, pues hasta donde él sabía, su maldición, por la cual pagaban un precio tan terrible, los protegía de enfermedades capaces de matar a cualquiera: cólera, disentería, la misteriosa fiebre de Crimea... e incluso de un centenar de años en el fondo del océano. No obstante, albergaba la sospecha de que el diabólico mecanismo que alimentaba la vida eterna de él y Eleanor no podría sobrevivir a la destrucción física de sus cuerpos.
Bajó los ojos y buscó con la mirada la parte posterior de la bota que el perro guía había destrozado con sus colmillos. La herida de la pantorrilla había dejado de sangrar e incluso se había curado, pero de modo imposible de definir sabía que aquello no era carne viva. Era un parche, un remiendo, un apaño, algo que permitía seguir caminando, hablando y respirando a un esqueleto. Al parecer, le estaba permitido romperse, pero no consumirse.
Justo lo contrario a la divisa de la brigada, caviló con amargura. No había muerte ni gloria, sólo una especie de parada obligada que le recordaba los días de ocio forzado que la brigada de caballería ligera se había visto obligada a soportar en Crimea.
Durante semanas, se habían limitado a observar desde sus monturas los movimientos de la infantería; habían permanecido en posición, siempre a la espera de un momento decisivo que no parecía llegar jamás. Bajo la dirección de los lores Lucan y Cardigan, dos hombres que se despreciaban mutuamente a pesar de ser cuñados, el 17º regimiento de lanceros había ido dando tumbos de un destino a otro, siempre a buen recaudo no fuera a pasarles algo. Sinclair y muchos compañeros habían empezado a sentirse objeto de burla por parte del resto de la tropa. Los lanceros eran esos creídos ataviados con penachos y pellizas, galones dorados y unos impecables pantalones de montar de color cereza, ésos que andaban comiendo huevos duros y galletitas mientras sus compatriotas hacían el trabajo sucio de asaltar todos los reductos.
El sargento Hatch, recién recobrado de su brote de malaria, rompió su pipa de pura contrariedad y arrojó los trozos al suelo cuando en un momento crítico de la batalla el alto mando dejó que escapara la caballería rusa en un completo caos sin intentar aniquilarla ni perseguirla siquiera.
-¿A qué esperan? ¿A que nos manden una invitación formal escrita con letras de oro? -refunfuñó el suboficial mientras refrenaba a su fogoso corcel. Lanzó una mirada envenenada a los cerros próximos, donde estaba lord Raglan, primer comandante en jefe del ejército británico. Gracias a su catalejo el sargento podía ver al envejecido manco rodeado de sus ayudantes-. Otra ocasión como ésta no se nos va a presentar.
Parecía impaciente hasta el capitán Rutherford, cuya flema era tan célebre como sus patillas de boca de hacha. Tras darle un buen tiento a su petaca, donde mezclaba ron y agua, se ladeó sobre la silla de montar y le confió a Sinclair:
-Hoy va a ser otro de esos días eternos.
Sinclair tomó el frasco y dio un largo trago. La guerra había sido un enorme e incesante aburrimiento desde que desembarcó el regimiento. El movido viaje por un mar encrespado se había saldado con la muerte de un buen número de caballos; después habían venido las interminables jornadas de marcha por los estrechos desfiladeros y las llanuras desiertas, por donde habían ido dejando un reguero de cadáveres sin enterrar para que se convirtieran en comida para los buitres, las alimañas y unas extrañas criaturas escurridizas a las cuales sólo era posible ver de noche. Iban y venían en sus merodeos hasta donde los soldados apostaban los puestos de guardia. Sinclair le había preguntado a uno de los exploradores turcos sobre la naturaleza de las mismas. El hombre escupió sobre el hombro izquierdo para combatir el mal agüero y luego le contestó en un murmullo:
-Kara-kondjiolos.
-¿Y eso qué significa?
-Chupasangres -replicó el guía con desagrado-. Muerden a los muertos.
-¿Como los chacales?
-Peor -repuso el hombre, e hizo un alto para pensar el término adecuado-, como los... malditos.
El teniente Copley había notado que cada vez que era localizada una de esas siluetas, los reclutas católicos se santiguaban de forma ostensible y todos los demás, con independencia de cuál fuera su religión, se acercaban más a las hogueras del campamento. Las criaturas nunca pasaban de ser unas figuras encorvadas que siempre permanecían al amparo de las sombras o se desplazaban casi a rastras.
Supo eso mientras viajaba por unas tierras muy distintas a las campiñas de su Inglaterra natal, y aunque no había visto un paisaje tan conmovedor desde hacía mucho tiempo, nada le hacía olvidar los pendones, las banderitas, los orfeones y los pañuelos al viento que despedían al ejército, ni siquiera la villa de Balaclava que antaño había sido un idílico puerto deportivo y ahora resultaba irreconocible. Antes de la llegada de las tropas británicas el pueblo había sido el lugar predilecto de esparcimiento de los habitantes de Sebastopol. Sus casas solariegas habían sido famosas por los tejados de tejas verdes y los cuidados jardines. Al decir de todos, cada casita y cada poste estaban engalanados con rosas, clemátides, madreselvas y vides de moscatel cuyos granos eran de un color verde claro y bastaba alargar la mano para tomarlos. Las orquídeas alfombraban las laderas de las colinas y las aguas prístinas de la bahía centelleaban como el cristal.
Eso cambió en cuanto atracó en su puerto el Agamemnon, el barco de guerra más poderoso de la armada británica, y el ejército convirtió el pueblo en su teatro de operaciones. Sólo en ese muelle desembarcaron veinticinco mil militares. Una plaga uniformada atestó las casas, marchó sobre los jardines hasta reducirlos a una masa fangosa y pisoteó las vides. La llegada de tantos soldados mareados o enfermos de cólera convirtió el pequeño y coqueto puerto sin salida al mar en una gigantesca y maloliente letrina de basura y heces.
Lord Cardigan no tenía un pelo de tonto: permaneció a varias millas de distancia, disfrutando de las comodidades de su barco privado, el Dryad, a bordo del cual saboreaba las comidas preparadas por su cocinero francés. Una riada de ordenanzas y ayudantes de campo iba y venía hasta agotar a sus caballos para llevar sus despachos. Las tropas no tardaron en apodarle «el Regatita», y usaban ese mote cuando ningún oficial podía escucharles.
-¿Se sabe algo de Frenchie? -preguntó Rutherford.
Sinclair meneó la cabeza. En el frente no se recibía el correo ni tenían noticias del hospital de campaña desde hacía semanas. Él había visto cómo había quedado la pierna de su amigo tras la tremenda caída y sabía que jamás volvería a ser el mismo de siempre, y eso si vivía para contarlo.
De hecho, ¿sobreviviría alguno de ellos?
Hacía un día precioso, claro y despejado. Áyax piafaba, deseoso de entrar en acción. Sinclair le acarició ese largo cuello castaño suyo y le tironeó con suavidad la larga crin.
-Pronto, muchacho, pronto... -le aseguró, mientras para sus adentros se resignaba a permanecer más y más horas escuchando los ecos de alguna escaramuza lejana o el retumbo distante de los cañones rusos.
Su papel en esa campaña se parecía mucho a la situación de quien se había quedado sin entrada para el teatro y permanecía en el exterior, escuchando el tumulto y las voces del interior, pero incapaz de franquear la puerta. Se preguntaba qué estaría haciendo Eleanor en esos momentos y si se encontraría bien, y si había llegado a Londres alguna de sus cartas.
El capitán Rutherford hizo un gesto con el mentón para guiar la atención de Sinclair hacia la derecha. Un ayudante de campo acababa de abandonar la posición del comandante y bajaba al galope por una ladera casi cortada a pico y donde apenas se veía rastro de un camino. El caballo estuvo a punto de perder pie en muchas ocasiones, pero el jinete siempre fue capaz de recobrar el control en el último segundo y continuar con aquel descenso suicida.
-Sólo conozco a un jinete capaz de montar así -observó el sargento Hatch.
-¿Quién podrá ser? -se preguntó Rutherford.
-El capitán Nolan, por supuesto -intervino Sinclair.
El mismo oficial cuyas técnicas de equitación hacían furor en toda Europa.
El jinete prosiguió, dejando a sus espaldas una nube de piedrecillas, polvo y gravilla, hasta llegar a terreno llano, donde espoleó a su montura para ir todavía más deprisa.
Lord Lucan salió al trote para encontrarse con el ayudante de campo de lord Raglan y refrenó a su montura a no más de diez metros de Sinclair, en un punto donde lindaban las cerradas formaciones de la caballería ligera y pesada que estaban bajo su mando. El penacho blanco del casco siguió balanceándose.
Nolan subió el último repecho al galope. Su caballo chorreaba sudor por los ijares. El capitán sacó un despacho del portapliegos de su arzón y lo depositó con brusquedad en la mano de lord Lucan. Sinclair era muy consciente de la baja consideración que el capitán Nolan gozaba a los ojos de lord Lucan y la mayor parte de sus oficiales, pero aun así le sorprendió al ademán perentorio con que entregó el mensaje. Lucan era famoso por sus malas pulgas, y cualquier desliz en su presencia podía acabar con un arresto por insubordinación.
Lucan enrojeció de ira, desplegó el mensaje, lo leyó y alzó los ojos, fulminado con la mirada a Nolan, cuya montura seguía removiéndose, inquieta, y le dirigió algunas palabras desafiantes. Sinclair se perdió bastantes frases, pero oyó algo así como:
-¿Atacar...? ¿Atacar qué cañones, señor? ¿Qué cañones?
Copley y Rutherford intercambiaron una mirada. ¿Otra vez iba a impedir lord Lucan, más conocido como «Don Mirón», que sus tropas participaran en la batalla?
El capitán Nolan repitió algo con urgencia mientras señalaba al documento con tanta energía que se le mecían los rizos negros desparramados sobre el rostro. Después, alargó un brazo en dirección a las baterías rusas emplazadas en un valle al norte de Balaclava, en el extremo opuesto a su actual posición.
-¡He ahí vuestro enemigo, señor! ¡He ahí vuestros cañones! -clamó el ayudante de campo con tal fuerza que hasta Sinclair lo escuchó con toda claridad.
El teniente Copley esperaba presenciar un estallido de rabia por parte de lord Lucan ante esa nueva impertinencia y que diera la orden de arrestar al ayudante de campo allí mismo, pero en lugar de eso, se limitó a encogerse de hombros, dar media vuelta y marcharse al trote para consultar con su archienemigo, lord Cardigan. Dijera lo que dijera ese comunicado, parecía lo bastante importante como para que optara por no ignorarlo ni adoptara una decisión por su cuenta y riesgo.
Tras unos minutos de intensa deliberación, lord Cardigan saludó no una, sino dos veces, y se aproximó a galope tendido hasta llegar a la posición ocupada por los lanceros. Ordenó a la brigada formar en dos líneas. La primera estaba compuesta por el 17º regimiento de lanceros, el 13º de dragones ligeros y el 11º de húsares. En la segunda marchaban casi todos los miembros del 8º regimiento de húsares y el 4º de dragones ligeros. Entretanto, la caballería pesada permanecía en la retaguardia y no se dio orden de adoptar formación de combate a la artillería montada, que en circunstancias normales debería haberlos seguido. Sinclair dedujo una posible explicación: una parte del valle estaba arado, y en consecuencia era muy difícil cruzarlo.
Si le hubieran pedido que calculara la distancia, Sinclair habría dicho que los cañones estaban a kilómetro y medio escaso. La caballería debía cruzar una llanura muy plana que no ofrecía ningún tipo de cobertura, y las fuerzas rusas controlaban los dos flancos y el frente.
Sinclair distinguió una docena de cañones y varios batallones de infantería al norte, en la cima de la colina de Fedyukhin, y al sur era peor: en la colina de la Calzada había unos treinta cañones y una batería de campaña conquistada por el enemigo al apoderarse de un baluarte el día anterior. Sin embargo, el mayor peligro de todos se hallaba al fondo del valle. Si la caballería ligera debía atacar ese punto, no sólo iban a tener que recorrer todo el camino bajo una lluvia de obuses, sino que además deberían cabalgar directamente hacia la boca de una docena de cañones, respaldados por varias filas nutridas de la caballería enemiga.
Sinclair tuvo por primera vez en su vida la premonición de que iba a morir. Esa convicción no le sobrevino con un estremecimiento ni estuvo acompañada por un deseo loco de salir huyendo, fue una certeza fría y desnuda. Se había considerado prácticamente invulnerable hasta ese momento, no había dudado de ello jamás, por mucho que otros hubieran perecido en el camino por efecto del cólera o las fiebres, o abatidos por los francotiradores de las colinas. Se había sentido inmune, pero esa ilusión se terminó cuando vio el calibre de los cañones fijados en el valle norte de Balaclava.
Sinclair se hallaba en primera línea, flanqueado por Rutherford a la izquierda y el joven Owens a la derecha. El sargento Hatch cabalgaba en la segunda fila.
-Cinco libras a que llego el primero a la batería enemiga -le apostó Sinclair a Rutherford.
-Vale, hecho -aceptó el capitán-, pero, Sinclair, ¿tú tienes cinco libras?
Copley rompió a reír. El asustado Owens se las arregló para esbozar una débil sonrisa al oírles cerrar el trato; ahora, mantenía el mentón siempre bajo y el rostro se le había descarnado. Estaba blanco como la cal y le temblaba ostensiblemente la mano de la lanza.
Sinclair y todos los jinetes de alrededor enmudecieron cuando sonó una corneta. Lord Cardigan se adelantó unos metros hasta situarse completamente solo delante de toda la compañía, desenfundó su sable y lo alzó.
-La brigada va a avanzar. Caminen... Marchen... Al trote...
El sonido de la corneta se apagó y sólo se escuchó el avance de la caballería, lanza en alto. Un silencio extraño se había apoderado de todo el valle, y Sinclair lo percibió. No oía las descargas de los rifles en las alturas ni cañonazos ni el susurro de la brisa sobre la hierba corta. Todo cuanto podía escucharse eran los crujidos de las sillas de cuero y el tintineo de las espuelas. Era como si el mundo entero hubiera contenido la respiración a la espera de ver cómo de desarrollaba semejante espectáculo.
Sinclair dejó sueltas las riendas, sabedor de que no tardaría en tener que cerrar los puños y tirar de ellas con fuerza, urgiendo a Áyax para que se lanzara a una vorágine de fuego. El corcel alzó la cabeza y resopló al aire fresco, satisfecho de trotar al fin sobre un suelo compacto y nivelado.
El joven teniente hizo lo posible por mantener la vista al frente y no apartar los ojos de la esbelta figura del conde de Cardigan, que avanzaba erguido sobre la silla de montar. No le colgaba de los hombros una pelliza, tal y como tenía por costumbre, sino un sobretodo. Cardigan no volvió la vista atrás ni una sola vez, pues como era de todos sabido, eso hubiera sido interpretado como duda, y otra cosa no, pero el lord era un hombre muy seguro de sí mismo. Con independencia de lo que Sinclair y los demás pensaran de él en general, y por mucho que se mofaran de sus ropas lujosas y su insistencia en lo tocante al protocolo, ese día era una figura de lo más motivadora.
Fue entonces cuando el teniente vio al fondo del valle una nube de humo tan redonda y delicada como la roseta de la achicoria amarga, y luego otra, y otra, y otra más. La detonación de la andanada le llegó al cabo de dos segundos, y enseguida levantó géiseres de hierba y tierra. Los disparos se habían quedado cortos, mas él sabía que los artilleros rusos simplemente estaban calibrando el alcance. De pronto, y para sorpresa de Sinclair, el capitán Nolan rompió la formación y picó espuelas para dirigirse directamente tras los pasos de lord Cardigan cuando la primera línea apenas había avanzado cincuenta metros. El modo de cabalgar de Nolan era una flagrante falta de respeto a todas las usanzas militares: blandía la espada, se removía sobre el asiento y se dirigía a Cardigan a grito pelado, pero nadie escuchó sus palabras, ahogadas por el tronar de los cañones.
Copley llegó a pensar que el capitán había enloquecido, pero antes de que el conde pudiera siquiera reaccionar ante semejante numerito un obús ruso estalló en el suelo y un fragmento del mismo alcanzó a Nolan en el pecho, causándole un desgarrón tan brutal que Sinclair pudo ver cómo le latía el corazón entre las costillas. Entonces escuchó un alarido como no había oído otro igual en toda su vida y el caballo de Nolan retrocedió desbocado, llevando consigo el cuerpo ensangrentado todavía erguido sobre la silla y con el brazo inexplicablemente extendido, como si todavía intentase dirigir la carga. El aullido continuó hasta que el corcel se topó con el 4º de dragones ligeros, momento en que al fin el cuerpo de desplomó sobre el suelo.
-¡Dios mío! -musitó Rutherford-. ¿Qué pretendía ese hombre?
Sinclair no tenía la menor idea, pero ver morir al jinete más capaz de toda la caballería británica a las primeras de cambio no presagiaba nada bueno.
La brigada trotó un poco más deprisa, aunque no mucho. El conde no se dio la vuelta para cerciorarse de cuál había sido el destino del capitán Nolan y siguió guiando a sus tropas en formación cerrada y con paso acompasado. Actuaba exactamente como si estuvieran en un desfile más que lanzando una carga hacia una verdadera catarata de fuego que causaba bajas sin cesar.
-¡Más juntos! -gritó el sargento Hatch en la segunda fila, ordenando a los jinetes que se movieran para cubrir los huecos dejados por los hombres y las monturas derribadas-. ¡Juntaos, hacia el centro!
Áyax bajó el hocico castaño cuando se avivó el ritmo y condujo adelante a Sinclair. La espada y la escarcela le golpeteaban en los costados, la inclinación del yelmo le escudaba los ojos de los rayos del sol, el asta permanecía firme en su mano, a pesar de que se moría de ganas de recibir la orden de bajarla y sujetarla debajo del brazo. Imploró vivir lo suficiente para poder llegar a usarla.
La brigada debió soportar el fuego cruzado de fusilería y de artillería cuando llegó a la mitad del valle, pues los rusos los acribillaban desde lo alto de las colinas de Fedyukhin y de la Calzada. Las balas de mosquetes y los proyectiles y la metralla de los cañones pasaban silbando sin tregua entre las filas, hundiéndose en los costados de los caballos y derribando limpiamente a los jinetes. Los soldados no pudieron refrenar por más tiempo a los aterrados corceles, o tal vez ellos mismos no eran capaces de controlarse, pero lo cierto fue que las filas perdieron la formación inicial conforme avanzaban hacia el fondo del valle, desesperados por escapar con vida de aquella granizada de balazos. A Sinclair le resonó en los oídos una mezcolanza de plegarias y gritos de alivio, de alaridos de agonía y relinchos de caballos heridos.
-¡Adelante el 17º de lanceros! -aulló el sargento Hatch mientras su caballo se emparejaba con el de Sinclair por la derecha-. ¡No dejéis que los del 13º lleguen antes que nosotros!
«¿Dónde están Owens y su montura?», se preguntó el teniente. No los había visto caer.
Sonó un toque de corneta y Sinclair al fin pudo bajar la lanza; luego, clavó las espuelas en los costados de Áyax. Cubría el campo de batalla una nube de humo, polvo y despojos tan densa que sólo podía distinguir el emplazamiento de artillería situado delante de él. Veía las llamaradas de los disparos y oía los estragos causados por las balas de cañón; una sola de ellas derribaba a docenas de soldados como si fueran bolos. El estruendo era ensordecedor, tan duro e intenso que le zumbaban los oídos. Los ojos le escocían a causa del humo y el polvo. El corazón le latía desbocado.
Las andanadas habían despedazado a los jinetes que le habían precedido y ahora él se encontraba con sus restos dispersos sobre el terreno, o con sus monturas que intentaban incorporarse sobre patas amputadas por los proyectiles o que se habían partido en la caída.
Áyax saltó por encima del portaestandarte, atrapado debajo de su montura descabezada, y seguro de sí mismo galopó con bravura hacia el corazón de la vorágine, pasando como una flecha sobre el terreno mientras su amo se esforzaba por mantener la lanza recta y firme. Ahora sólo les quedaban cincuenta metros para alcanzar a su objetivo; Copley ya distinguía los uniformes grises y las gorras de los artilleros rusos mientras cargaban otra bala en las piezas. El teniente volaba directo a la boca de un cañón cuando empujaron el proyectil hasta el fondo. Iban a abrir fuego de un momento a otro, y no le daría tiempo de apartarse de la trayectoria del proyectil, pues galopaba encajonado entre dos monturas: por un lado le cerraba el paso el sargento Hatch, y por el otro, el corcel del capitán Rutherford seguía corriendo a su vera con la silla y los estribos vacíos, ya que no había ni rastro del jinete. Sinclair no tenía más alternativa que cargar contra el cañón y llegar antes de que lo disparasen.
Escuchó unos gritos en ruso y vio cómo un enemigo acercaba una chispeante tea a la mecha de la pieza. Apretó los dientes, agachó la cabeza, dirigió la lanza hacia el hombre que sostenía la antorcha y cargó contra la pieza.
Áyax saltó justo cuando el cañón abrió fuego.
Lo último que recordaba era haber volado a ciegas y haber atravesado una compota hirviente de humo, sangre, vísceras y pólvora..., y luego, nada.
CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
16 de diciembre, 11:45 horas
EL INFIERNO ABRIÓ SUS puertas de par en par justo cuando Charlotte pensaba que las cosas no podían torcerse más, pues, aunque el tiempo era terrible y había varios pacientes con fiebre, eso era cierto, no había grandes urgencias médicas pendientes de tratar.
Primero, uno de los perros de Danzing enloquecía y mataba a su cuidador, y ahora venía el jefe O´Connor a contarle la sandez ésa de que las mutilaciones sufridas por el cuerpo tirado en el suelo del laboratorio de botánica eran obra del musher.
-Eso es imposible -replicó ella por undécima vez-. Yo misma verifiqué la muerte de Erik. Le puse los puntos del cuello con mis propias manos y le apliqué las palas del desfibrilador no una ni dos, sino tres veces. Y la línea del cardiógrafo era plana. -Se arrodilló y puso los dedos en el cuello helado de Ackerley-. Y vi cómo cerrabais la bolsa donde lo habíais metido.
-Vale, pues ha logrado salir de algún modo -insistió Murphy-. No puedo decirte nada más. Wilde y Lawson lo juran y perjuran.
De no haber conocido bien a Murphy, la doctora se habría preguntado si no estaba borracho o incluso si no se había metido algo más potente. Además, conocía bien a Michael y Lawson, y sabía que no iban a gastarle una broma con algo tan espantoso, teniendo algo horrible entre manos como tenía. Quien fuera había desgarrado de un modo atroz la garganta y los hombros de Ackerley. La sangre había manado a borbotones, empapando la camisa y los pantalones. Resultaba curioso que las gafas hubieran salido relativamente indemnes del ataque, salvo por los trozos de vísceras pegados a los cristales. Fuera o no un hombre la bestia que había cometido semejante atrocidad, aquello superaba con mucho cualquier cosa con la que hubiera debido enfrentarse una noche de guardia en las urgencias de Chicago.
-Querrías hacer un examen más detenido del cadáver, lo sé -dijo Murphy mientras se removía nervioso detrás de la doctora-, pero mira, en vista de lo que ha ocurrido con Danzing, no voy a arriesgarme ni una pizquita.
Charlotte ya había notado el bulto delator de una pistolera debajo de la chaqueta.
-¿Y eso qué significa exactamente, Murphy?
-Te lo enseñaré.
Como ella tuvo ocasión de descubrir, eso implicaba que entre los dos iban a sujetar el cadáver encima de un trineo e ir luego arrastrándolo con la mayor discreción posible, o sea, yendo poco menos que a hurtadillas por la parte trasera de los edificios situados en las afueras de la base, y así hasta que llegaron a un cobertizo apenas frecuentado y usado como congelador para la carne. Era un antro cavernoso y bastante mal aprovechado, pues estaba lleno de latas de cerveza y de Coca-Cola, y algunas otras cosas de picar.
El jefe O´Connor, que había ido todo el trayecto en la retaguardia, apartó con un movimiento del antebrazo las latas y demás trastos depositados sobre un gran cajón de embalaje de más de un metro de altura. A pocos centímetros por encima del mismo discurría una gruesa tubería metálica de color rojo, aunque la pintura se estaba descascarillando.
-Metámosle ahí dentro -indicó él.
Murphy sujetó al difunto por los hombros y Charlotte por los pies, y bajaron el cuerpo con la mayor suavidad y respeto posibles.
Al incorporarse, Charlotte leyó el rótulo en letras negras del cajón de embalaje: «Condimentos variados Heinz».
-¿Y por qué meterle aquí es mejor que llevarle a la enfermería y hacerle una autopsia como Dios manda? -quiso saber ella.
-Aquí puede quedarse tranquilo, al menos por un tiempo, y está más seguro -replicó Murphy.
-¿Tranquilo...? ¿Seguro? ¿Seguro de qué...?
La doctora ignoraba qué giro exacto había tomado el asunto de Danzing, pero en cualquier caso, ¿qué se pensaba Murphy? ¿Qué ese cadáver mutilado iba a resucitar? El jefe O´Connor no le respondió a la pregunta, pero a ella no le gustó ni un pelo el brillo de sus ojos ni el par de esposas tintineantes que acababa de sacar del bolsillo trasero del pantalón. ¿Un par de esposas? ¿Qué iba a hacer? ¿Esposar al muerto?
-¿Me disculpas un segundo? Enseguida salgo.
Charlotte salió al exterior y le esperó en la rampa, donde el viento soplaba de firme. Era cierto eso de que se les echaba encima otra tormenta.
¿Qué diablos estaba ocurriendo allí? ¿Cómo era posible que hubieran muerto dos personas en tan poco tiempo? Se sentía muy mal por pensar de forma tan egoísta, pero no podía evitar hacerse una pregunta: ¿iba eso a suponer una mancha en su expediente como médico residente de Point Adélie?
-Todo bajo control -dijo Murphy mientras aparecía detrás de ella; luego, se detuvo a asegurar la puerta con un candado y cadenas-. Huelga decir que he informado al tío Barney de que el acceso a esta unidad exterior queda prohibido hasta nueva orden.
La doctora se prometió no usar ningún condimento a partir de ese momento, sólo para estar segura.
-Y está de más decirte que de todo esto ni mu a nadie, al menos hasta que sepamos un poco por dónde nos da el aire... sobre todo en lo referente a Danzing.
16 de diciembre, 14:00 horas
Eleanor era consciente sólo a medias de cuanto sucedía. Recordaba haber cruzado la puerta de la iglesia con ayuda, bueno, casi la habían sacado en volandas, y la habían subido encima de una máquina enorme, sentada sobre algo con aspecto similar a una silla de montar.
Le habían aconsejado que para no caerse rodeara con los brazos la cintura de un hombre, ese que dijo llamarse Michael Wilde, un apellido que le hizo preguntarse si no sería irlandés; pero tomarse esas confianzas era ir demasiado lejos, y se había opuesto con las pocas energías que le quedaban.
Entonces, el otro hombre la había sujetado con una cuerda de una fibra muy fina pero resistente, y luego le había apretado bien la capucha sobre la cabeza. La máquina había salido disparada sobre la nieve como un pura sangre; además, el viento y el polvo de hielo levantado le azotaban con tanta virulencia que no le quedó otro remedio que agachar la cabeza y apoyarse sobre la espalda del tal Wilde y al final, aunque sólo fuera para no caerse, debió abrazar la cintura del hombre y sujetarse con fuerza.
A pesar de que el ruido habría sido ensordecedor de no haber sido por la capucha y de que iban dando tumbos sobre un desierto blanco, se sintió extrañamente arrullada. Se había sentido débil durante todo el día y había luchado por resistirse a la tentación de beber el contenido de las botellas negras que Sinclair había dejado en la rectoría, pero ahora de le escapaban las últimas fuerzas y se iba dejando ir, aunque la sensación no era desagradable. El traqueteo de esa máquina le recordaba el zumbido del vapor a bordo del cual habían viajado hasta Crimea bajo el ojo vigilante de la superintendente, claro. ¡Menudo escándalo le montaría si la viera aferrarse así a un hombre! Ella sabía perfectamente que la señorita Nightingale desaprobaba cualquier muestra de confraternización con los soldados o cualquier incumplimiento de las convenciones sociales. El escándalo debía evitarse a toda costa, y por muy dulce que se mostrase con los heridos, Nightingale solía dispensar a sus colaboradoras un trato seco e inflexible.
Ésa fue la razón, por ejemplo, de que la mañana después de haber encontrado a Frenchie entre los heridos del hospital, Eleanor tuviera que levantarse una hora antes para marcharse de las habitaciones de las enfermeras con todo el sigilo posible. El cielo no había clareado y aún reinaba la oscuridad, por lo cual estuvo a punto de tropezar y caerse un par de veces mientras se dirigía a la torre y subía a la habitación donde estaba el teniente de lanceros. Además de una camisa limpia llevaba doblada en el bolsillo una cuartilla de papel y un lápiz.
Muchos enfermos aún dormían, pero eran bastantes quienes se retorcían de dolor o se removían en sus lechos. La miraron con ojos febriles y labios agrietados. Dos o tres de ellos extendieron los brazos cuando ella pasó a toda prisa. La enfermera Ames tuvo que hacer oídos sordos a sus súplicas para llevar a cabo su misión, pues en menos de una hora debía regresar a su puesto.
Cuando se aproximaba a la habitación de Le Maitre se encontró con uno de los carros de cirugía ya preparado para sus siniestros quehaceres del día. Lo empujaban dos camilleros. El de las orejas grandes y un remolino en el pelo metió tripa y se irguió cuanto pudo antes de decir:
-Buenos días, señorita. Pues sí que se ha levantado pronto.
-¿Se toma una taza de té con nosotros? -dijo su compañero, un tipo fornido con el rostro picado por la viruela. Levantó del carro una tetera abollada-. Todavía está caliente.
Eleanor declinó la invitación y cruzó la habitación a toda prisa hacia la esquina opuesta, donde halló al lancero con los ojos bien abiertos y contemplando al amanecer a través de la ventana rota.
Ella se acuclilló junto a la cama de Le Maitre y dijo:
-He vuelto. -Él pareció darse cuenta de su presencia sólo en parte-. Y he traído lo que me pediste -anunció, mientras le enseñaba el papel y el lápiz. Él se humedeció los labios cuarteados y asintió en señal de reconocimiento. Eleanor sacó la camisa limpia y añadió-: Y también te he traído esto. Nos libraremos de esa camisa vieja en cuanto encuentre algo de agua para asearte un poco.
El herido la miró como si apenas entendiera el idioma en que ella le hablaba y Eleanor comprendió que una noche de fiebre se había cobrado su peaje.
-Frenchie -continuó ella con un hilo de voz-, me avergüenza admitir que ni siquiera me sé tu nombre de pila.
El soldado sonrió por vez primera.
-Muy pocos lo saben.
Ella se alegró mucho de descubrir que quedaba una chispa de vida en él.
-Es Alphonse. -Soltó una tos seca y luego añadió-: Ahora ya sabes por qué: es poco inglés.
La señorita Ames buscó acomodo en una esquina de la cama, teniendo buen cuidado de no rozar siquiera las piernas dañadas del herido. Extendió el papel sobre su regazo.
-¿Vas a escribir a tu familia?
Él asintió y le dictó una dirección en el condado de West Sussex. La enfermera Ames la tomó y aguardó su dictado.
-Chers Père et Mère, Je vous é cris depuis l´hôpital en Turquie. Je dois vous dire que j´ai eu un accident, une chute de cheval, qui m´a blessé plutôt gravement. -Eleanor mantuvo el lápiz en el aire. No se le había pasado por la imaginación que la familia de Le Maitre hablara en francés-. Ay, cuánto lo siento. No sé escribir en francés -se disculpó. Frenchie había cerrado los ojos para concentrarse mejor-. ¿Puedes dictármela en inglés?
Eleanor escuchó un traqueteo de ruedas a la entrada de la habitación y varias voces se enzarzaron en una discusión. El hospital empezaba a despertar.
-Por supuesto -contestó con voz frágil-. Qué tontería por mi parte. Es sólo que nosotros en casa lo hablamos... -Enmudeció, respiró hondo y empezó de nuevo-. Queridos padre y madre. Os envió estas líneas desde el hospital de Turquía. Una amiga mía las escribe por mí. -El traqueteo de ruedas se hizo más audible-. Me he herido al caer del caballo...
Ella garabateó las palabras deprisa y alzó los ojos a tiempo de ver al sanitario orejudo empujando hacia su rincón el carro de instrumental quirúrgico con la misma pachorra que si fuera un carrito de flores. El forzudo llevaba una mampara blanca debajo del brazo. No había lugar a dudas sobre sus intenciones.
-Ay, ¿no pueden esperar sólo un poquito más? -les pidió Eleanor, poniéndose en pie.
-Son órdenes del doctor -repuso el primero mientras su compañero fijaba la base de un biombo en el suelo y procedía a extenderlo para ocultar la cama.
Las amputaciones se habían hecho a la vista de todos hasta la llegada de Florence Nightingale. Ésta había insistido en el uso de esas pantallas para conceder cierta intimidad al enfermo y evitar al resto de los pacientes la visión de un espectáculo horrendo, máxime cuando a lo mejor podía tocarles a ellos después.
-El teniente acaba de empezar a dictarme una carta para su familia. ¿No pueden atender a algún otro enfermo primero?
-Eleanor -la llamó Frenchie, tirándole de la manga-. ¡Eleanor! -Ella se volvió hacia él, y vio que Le Maitre había sacado una pitillera plateada de debajo del colchón-. ¡Toma esto!
Era la misma que había visto correr de mano en mano en el Longchamps Club, después de las carreras de Ascot. Lucía el adusto emblema del regimiento, una calavera, y también su lema: «O Gloria».
-Hágaselo llegar a mi familia, por favor.
-Pero podrá dársela usted mismo más adelante -replicó ella cuando él se la apretó con fuerza sobre la palma de la mano.
-Tenemos un trabajo que hacer, señorita -dijo el camillero forzudo.
Ella dejó caer la pitillera en el bolsillo de la bata justo cuando un cirujano de cabellos canos se acercó al catre dando grandes zancadas.
-¿Qué problema hay aquí? -preguntó con voz atronadora mientras fulminaba con la mirada a Eleanor-. No tenemos todo el día. -Levantó la sábana de un tirón, examinó la pierna destrozada de Le Maitre durante unos breves instantes y dijo-: Taylor, el tajo.
El enfermero de las orejas grandes tomó una tabla de madera manchada de sangre reseca y la metió debajo de la pierna que iban a amputar. Frenchie aulló de dolor.
-Átele los brazos, Smith. Y en cuanto a usted -le dijo el cirujano a la enfermera-, no recuerdo haber dado permiso a las protégées de la señorita Nightingale para entrar en las habitaciones de mi responsabilidad.
-Pero, doctor, yo sólo...
-Se dirigirá a mí como reverendo doctor Gaines, si es que esa ocasión llega alguna vez.
¿Era médico y sacerdote al mismo tiempo? Eleanor había aprendido a temer a los doctores católicos más que al resto en el poco tiempo que llevaba en el hospital militar. El cloroformo en pequeñas dosis era admitido como una forma indiscutible de mitigar el dolor durante las amputaciones, salvo por los galenos religiosos: éstos se oponían a su uso al considerar la novedad de la anestesia como un invento moderno sin más fin que paliar el sufrimiento noble y purificador que había establecido el Todopoderoso.
La enfermera Eleanor se volvió para mirar a Le Maitre, rojo y congestionado a causa del dolor ahora que le habían puesto en alto la pierna. Le habían atado los brazos con cuerdas sujetas al armazón de hierro de la cama. Taylor sostenía un vaso de whisky delante de él, pero los labios de Frenchie temblaban demasiado como para poderlo beber, y el líquido le chorreaba por el mentón.
-Dadle el protector bucal -ordenó el cirujano mientras se ataba a la espalda las tiras de su bata. Taylor tomó un gastado trozo de cuero y se lo puso a Frenchie entre los dientes.
-Procura morder esto con fuerza, no sea que te arranques la lengua de un bocao -le aconsejó el camillero, y le palmeó el hombro de forma amistosa; dejó ambas manos sobre los hombros y se puso detrás de él, en la cabecera de la cama, para sujetarle.
-Vale, Smith, agárrele la otra pata -ordenó el doctor mientras ponía una mano donde sobresalía la rodilla partida.
Smith descargó todo su peso sobre la mano apoyada en el muslo de la pierna derecha mientras le estiraban la izquierda sobre el tajo con la misma despreocupación que si fuera la piel de un cuello de pavo. Eleanor permanecía a los pies de la cama incapaz de articular palabra de puro horror. El reverendo doctor Gaines tomó de la carreta una sierra de amputar con mango de madera. Miró a Eleanor y le dijo:
-Quédese si quiere, así puede limpiarlo todo después.
Pero la enfermera Ames ya había decidido no moverse de allí. Frenchie la miraba fijamente como si su vida pendiera de un hilo, y la muchacha se sentía incapaz de abandonarle en semejante trance.
El cirujano ajustó la pierna con brusquedad hasta asegurarse de tener fijo en el centro del tao una zona situada escasos centímetros por encima de la rodilla, y una vez logrado su propósito la sujetó con una de esas manazas suyas y situó la hoja dentada del serrucho sobre la piel verdosa y amoratada.
Eleanor tuvo la desconcertante ocurrencia de que la sierra era el arco de un violín hasta que el doctor respiró hondo y empezó a moverla arriba y abajo.
Enseguida brotó un surtidor de sangre y Le Maitre chilló, contorsionándose con tal fuerza que el protector bucal salió despedido. El cuerpo del paciente se combó, pero el doctor hizo presión hacia abajo y echó hacia atrás la sierra antes de que el primer grito se hubiera apagado. El hueso se partió con un gran chasquido. Frenchie intentó volver a gritar, pero el dolor era tan intenso que no profirió sonido alguno. La pierna ya estaba prácticamente separada, salvo algún trozo de hueso y algunos jirones de músculos, pero el cirujano serraba ahora con gran rapidez, produciendo un ruido entre sibilante y viscoso, y pronto la pierna resbaló hacia su bata llena de salpicaduras de sangre para luego caer y quedar inmóvil a los pies del reverendo doctor Gaines. Éste no le prestó la menor atención, dejó el serrucho sobre la cama y rebuscó en la carretilla hasta encontrar un torniquete con el que atajar la hemorragia del muñón, que sangraba a borbotones.
Frenchie se desmayó antes de que el cirujano le arrancase las rebabas de piel con los dedos.
Luego, sacó de un bolsillo del delantal una aguja con el hilo ya preparado y procedió a suturar la herida con unas puntadas muy desmañadas. Al terminar, vertió sobre el muñón que había cosido de cualquier modo un chorro generoso de alcohol etílico y le dijo a Eleanor:
-Veo que aún no se ha caído redonda.
Las piernas le temblaban, pero sí, la enfermera seguía de pie, aunque sólo fuera por privarle del placer de verle desvanecerse.
-Ahora, vamos a dejarle a sus cuidados -concedió el cirujano mientras se secaba las manos sobre el frontal de la bata-. Ah, líbrese de esto -ordenó, tocando la parte amputada con la punta del zapato.
Acto seguido, se dio media vuelta y se marchó de la habitación. Todo había sucedido en menos de diez minutos.
Taylor y Smith se demoraron para recoger los utensilios y plegar el biombo. Se llevaron un dedo a la ceja en señal de despedida y se alejaron.
-Al siguiente hay que amputarle una mano -anunció Taylor.
-Pues eso va a ir por la vía rápida -replicó Smith.
La sangre empapaba la cama y hacía que el suelo circundante fuera muy resbaladizo, pero Eleanor tenía una tarea perentoria: deshacerse de la extremidad. La sábana estaba prácticamente fuera del colchón, así que la usó para envolver la pierna; luego, lo tiró todo a un cubo de la basura y se marchó en busca de un balde de agua y una mopa. Volvió con ellos y se puso a fregar el suelo. Entretanto, el sol subía en el horizonte y por la ventana se filtraba la luz blanquecina de la alborada. El día prometía ser magnífico.
Al terminar se acordó de la camisa que le había traído al paciente. Se moría de ganas por quitarle esa camisa llena de piojos y ponerle la limpia, aunque por nada del mundo deseaba despabilar a Le Maitre. Sin embargo, tampoco debía despertarse lleno de mugre, así que se sentó al borde de la cama y le levantó los hombros con la mayor suavidad posible. La cabeza se balanceó sin fuerza. El teniente tenía la piel fría y los labios habían adquirido un suave color azul.
-¿Señora...? Si me disculpa... -dijo el soldado de la cama contigua. Eleanor alzó los ojos, aún sin soltar a Frenchie-. Creo que el pobre ha muerto.
Ella volvió a tenderle sobre el colchón y puso los dedos sobre el corazón del oficial. No latía. Después, llevó la mano al pecho. No se oía nada.
Eleanor se echó hacia atrás y apoyó la espalda contra la pared. Detrás de ella, un pájaro se posó sobre el alféizar de la ventana y se puso a trinar con alegría. El reloj de la torre dio la hora y ella supo que la señorita Nightingale pronto empezaría a buscarla.
CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
16 de diciembre, 17:00 horas
MICHAEL ERA CONSCIENTE DE que si la puerta de Charlotte estaba cerrada a esa hora, probablemente era porque la pobre mujer intentaba dar una cabezada, que en verdad le hacía mucha falta, pero, por desgracia, no tenía más alternativa que despertarla.
Llamó con los nudillos, y al no recibir respuesta inmediata volvió a golpear la puerta más fuerte.
-¡Echa el freno! -dijo ella, y Michael oyó cómo sus zapatillas se arrastraban hasta la puerta. Charlotte abrió. Llevaba puesto el jersey de reno y unas mallas holgadas de color púrpura de la Universidad del Noroeste. Al ver que se trataba de Michael, dijo-: Tengo que avisarte. Acabo de tomarme un Xanax.
A juzgar por su mirada somnolienta, Michael la creyó.
-Necesitamos que veas a alguien.
-¿A quién?
¿Cómo podía explicárselo de forma que ella no pensara que se trataba de una broma pesada?
-¿Te acuerdas de esa mujer? ¿La que estaba congelada en el hielo?
-Sí -contestó Charlotte, ahogando un bostezo-. ¿Habéis vuelto a encontrarla?
-Así es -confirmó Michael-. Bueno, la cuestión es que la hemos traído de vuelta.
-¿A la base?
-A la vida.
La doctora se quedó allí, rascándose la mejilla con el dorso de las uñas, con aire distraído.
-Repite lo que has dicho.
-Está viva. La Bella Durmiente ha despertado, y está viva.
Por la expresión de su semblante, Michael sospechó que a Charlotte le parecía un chiste, y además de los malos.
-¿Y me has despertado para eso? -preguntó-. Porque he tenido un día muy duro, y además...
-Te estoy diciendo la verdad. Es real. -Michael la miró directamente a la cara para que pudiera ver no sólo que era sincero, sino que además no sufría del Gran Ojo, y que aquello estaba sucediendo de verdad.
-No sé qué pretendes -dijo Charlotte, cediendo un poco en su resistencia-, pero ya que has conseguido que me levante de la cama, ¿dónde está ese fenómeno?
-En la puerta de al lado. En la enfermería.
Ella salió de su habitación tambaleándose de un lado a otro, todavía algo aturdida, y Michael se apartó de su camino. Lawson, que paseaba en la zona de espera igual que un padre impaciente en la maternidad, no dijo nada cuando la doctora entró en la sala de consulta con Wilde pegado a sus talones.
Eleanor estaba tumbada en la mesa como un cadáver en un féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Sobre una silla había una parka naranja. Llevaba un vestido largo y pasado de moda, de color azul oscuro y con un broche blanco en el pecho. Tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormida. Su boca se veía entreabierta y respiraba débilmente a través de ella.
Michael pudo ver que Barnes también había despertado. Pero de golpe.
‹No perdamos la cabeza›, fue lo primero que pensó Charlotte.
¿Quién era aquella joven? Desde luego, se parecía muchísimo a la mujer que había podido entrever a través del hielo.
-Se desvaneció hace una hora -le explicó Michael-, cuando tratamos de sacarla de la vieja iglesia y de la estación ballenera.
¿La estación ballenera? ¿Aquel lugar decrépito y abandonado? ¿Una chica que no debía tener más de diecinueve o veinte años tendida en la enfermería con aquellas ropas anticuadas? Nada parecía tener lógica. Charlotte se juró a sí misma pensárselo dos veces antes de volver a tomas Xanax. Después cogió la muñeca de la mujer y le buscó el pulso. Era estable, pero débil, aunque sus dedos parecían barritas de pescado congeladas.
-Por cierto, se llama Eleanor Ames.
Charlotte la miró a la cara. Era bonita, y le recordó a los retratos del siglo XIX que había visto colgados en el Instituto de Arte de Chicago. Sus rasgos eran elegantes y delicados, y tenía las cejas finas y arqueadas, pero la impresión general era extrañamente etérea e inmaterial, como si en verdad estuviera contemplando un retrato o una maravillosa estatua de cera. Había en ella algo que no parecía del todo real.
‹Concéntrate -pensó Charlotte-. Tú solo concéntrate en tu trabajo. No te dejes distraer por elementos que aún no tienen sentido para ti›, caviló. Era una lección que había aprendido una y otra vez en urgencias.
-Eleanor -dijo, inclinándose sobre ella-, ¿puedes oírme? -Los párpados pestañearon-. Soy la doctora Barnes. Charlotte Barnes. -Se volvió para mirar a Michael-. ¿Habla inglés?
Michael asintió enérgicamente.
-Es inglesa.
Charlotte se tomó un instante para asimilar aquello.
-¿Puedes abrir los ojos y mirarme?
La interpelada se giró ligeramente sobre el cabecero y abrió los ojos. Contempló a Charlotte con expresión perpleja, y su vista saltó del reno rampante de su suéter a sus anchos rasgos faciales.
-Eso está bien -dijo Charlotte para animarla-. Muy bien. -Le dio unas palmaditas en el dorso de la mano. ‹Pero si no es la mujer del hielo, si no es la Bella Durmiente, ¿qué otra persona puede ser? ¿Y cómo ha conseguido llegar aquí, al Polo Sur?›, caviló. Charlotte trató de espantar aquellos pensamientos. ‹Concentración›, se exigió-. Vamos a subir tu temperatura corporal, y enseguida verás cómo te sientes mucho mejor.
Charlotte usó el estetoscopio para auscultar el corazón y los pulmones. El vestido de la mujer, confeccionado al estilo victoriano, desprendía un olor gélido y salobre. ‹Es como si hubiera estado bajo el agua›, dijo para sus adentros. Charlotte pidió a Michael que fuera al comedor y que trajera ‹algo rico y caliente, tal vez un tazón de chocolate›, mientras ella terminaba un examen superficial. Procedió con cautela para no hacer nada que pudiera conmocionar a una paciente con una sensibilidad de otros tiempos. Sin importar quién era no de dónde venía, era evidente que vivía en otro siglo, aunque fuese tan sólo en el interior de su mente. Barnes había visto una vez a un paciente que creía ser el Papa, y siempre había tenido la delicadeza de dirigirse a él como Su Santidad. Como era de esperar, Eleanor parecía estupefacta ante el tensiómetro, y la pequeña linterna con la que le examinó las pupilas también provocó su asombro. Durante todo el tiempo observó a Charlotte, cada vez más consciente y despierta, aunque algo aturdida por la perplejidad que sentía ante todo aquello. Charlotte se preguntó qué pensaría ella, una mujer negra, grandullona, vestida con un suéter de estampado llamativo y unas mallas púrpuras, y con una trenza de cabello canoso recogida sobre la cabeza en un descuidado moño.
-¿Es usted... enfermera? -susurró por fin.
‹Bueno, podía haber sido peor›, se consoló la doctora.
-No, soy médico.
La joven tenía acento inglés.
-Yo también soy enfermera -contestó, levantando una mano pálida hacia su propio pecho.
-¿De veras? -dijo Charlotte, contenta de oírla hablar, mientras preparaba una jeringuilla para extraerle una muestra de sangre.
-Sí, con la señorita Nightingale.
-¡Caramba! -exclamó. Tardó un rato en asimilar lo que acababa de oír. Eleanor había pronunciado aquellas palabras con la esperanza de que causaran cierta impresión en Charlotte. Y, sin duda, lo consiguieron. Mientras levantaba la aguja para verla a la luz, Charlotte hizo una pausa y dijo-: Un momento. ¿Se refiere usted a Florence Nightingale?
-Sí -contestó Eleanor, satisfecha, al parecer, de que el nombre todavía fuese conocido-. En el hospital de la calle Harley..., y después en Crimea.
¿Florence Nightingale? ¿La dama de la lámpara? ¿De qué época era? La historia nunca había sido la asignatura favorita de Charlotte. ¿Cuándo había vivido, hacía doscientos años más o menos?
‹Concéntrate›, volvió a recordarse Charlotte. ‹Concéntrate›. No debía hacer nada que alarmara a la paciente o que, en un caso como aquél, pusiera patas arriba un sistema de creencias crucial para su estabilidad mental.
-En ese caso, señorita Ames, ha recorrido usted un largo camino para llegar a un lugar como éste. -Charlotte le recogió una manga del vestido; el tejido era áspero, estaba tieso y tenía el tacto de un disfraz de teatro-. Incluso hoy día, no es fácil llegar aquí. -Frotó con alcohol una zona del brazo-. Ahora quiero que esté muy quieta. Sentirá un pequeño pinchazo, pero será cuestión de unos segundos.
Eleanor bajó la mirada hacia la aguja y observó cómo le sacaba la sangre, como si nunca antes hubiera visto aquel procedimiento. ¿Y si era verdad que nunca lo había visto?, se preguntó Charlotte. ¿Podría haberlo visto en su época? Sólo por curiosidad, Charlotte se dijo que en cuanto terminara el examen buscaría información sobre Florence Nightingale. ‹Por razones puramente académicas›, añadió para sí.
Justo cuando retiraba la aguja, entró Michael con una bandeja en la que no sólo traía una taza de chocolate, sino también una magdalena rellena de arándanos y unos huevos revueltos cubiertos con un film de plástico. Mientras Michael buscaba un lugar donde dejar la bandeja, Charlotte abrió el minifrigorífico donde guardaban los medicamentos perecederos y las bolsas de plasma rojo, y depositó allí la muestra de sangre. Al hacerlo, se dio cuenta de que Eleanor seguía todos sus movimientos. Para ser alguien que aseguraba tener cientos de años, parecía más viva a cada minuto que pasaba.
Pero ¿cómo podía llevar varios siglos congelada dentro de un iceberg? A Charlotte le costaba aceptarlo. Sin embargo cualquier otra explicación sobre quién era Eleanor o cómo había llegado a Point Adélie, uno de los lugares más remotos e inaccesibles sobre la faz de la Tierra, parecía aún más difícil de creer.
-¿Tienes hambre -inquirió Michael, que por fin había encontrado sitio donde poner la comida en un mueble con ruedas para instrumental médico. Lo empujó hasta la mesa de examen y preguntó-: ¿Puedes sentarte?
Con la ayuda de Charlotte, consiguió pasar un brazo por los frágiles hombros de Eleanor e incorporarla hasta que se quedó sentada y con la espalda apoyada en unos almohadones. La joven miró la comida con una especie de desinterés educado, como si fuese algo que ya había visto antes pero que no era capaz de situar en su memoria.
-Prueba el chocolate -le animó Michael-. Está caliente.
Cuando Eleanor se llevó la taza a sus labios exangües, Michael le dijo a Charlotte:
-Murphy está fuera. Quiere hablar contigo.
-Estupendo, porque a mí también me gustaría hablar con él.
Charlotte cogió la carpeta en la que había anotado los resultados del examen y dejó a la misteriosa Eleanor Ames con Michael. Para ser sincera, se alegró de salir de allí. Desde que entró en la enfermería no había dejado de sentir escalofríos, y su impresión era que no se trataba tan sólo de una reacción al tacto de la piel fría y húmeda de la paciente ni de sus ropas congeladas. Era como si, a pesar de toda su preparación y su experiencia, se hubiera topado por fin con algo que la sobrepasaba por completo.
En la enfermería reinaba el silencio, sólo roto por el silbido del viento al otro lado de la ventana. Eleanor dejó el tazón -en los labios se le quedó un poco de espuma blanca- y, con la mirada baja, le dijo a Michael:
-Siento haberte hecho daño en la iglesia.
Él sonrió.
-Me he dado golpes peores.
Cuando él y el otro hombre -¿Lawson?- intentaron sacarla del pequeño cuarto trasero, Eleanor se había negado a irse, e incluso recordaba haber aporreado el pecho y los brazos de Michael con una serie de puñetazos que no habrían hecho daño ni a una mosca. Un segundo después, tras malgastar en el ataque sus últimas fuerzas, se había desplomado sollozando. Mientras ella protestaba, incapaz ya de oponer resistencia, Michael y Lawson se la habían llevado fuera y la habían colocado sobre el asiento de la máquina de Michael. Después se habían puesto en marcha hacia el campamento mientras la tormenta empezaba a arreciar.
-Sé que sólo intentabas ayudarme.
-Y aún sigo intentándolo.
Ella asintió de modo casi imperceptible y levantó los ojos para mirarle a la cara. ¿Cómo podía él saber o tan siquiera imaginar por todo lo que había pasado? Eleanor cogió un trocito de la magdalena y después miró en derredor.
-¿Dónde estoy?
-En la enfermería. Pertenece a la estación científica americana de la que te hablé.
-Sí, sí... -musitó ella, comiéndose por fin el minúsculo trozo de magdalena-. Pero entonces, ¿esto pertenece a América?
-En realidad no. Este lugar, Point Adélie, forma parte del Polo Sur.
El Polo Sur. Debería haberlo imaginado. Al parecer, el Coventry se había desviado tanto de su rumbo que había acabado llegando al Polo, el lugar más inexplorado de la tierra. Eleanor se preguntó si el barco había resistido aquella travesía, y si alguno de los hombres que viajaban a bordo había sobrevivido para contar su relato. En caso de que así fuese, ¿habrían tenido la osadía de contarlo todo? ¿Se habrían atrevido, por ejemplo, a explicar a sus amigos en la taberna cómo habían encadenado al heroico soldado y a la enfermera inválida para después arrojarlos al océano?
-Los huevos llevan queso fundido -dijo Michael-. Al tío Barney, nuestro cocinero, le gusta prepararlos así.
Estaba intentando ser amable. Y lo había sido. Pero había muchas cosas que nunca podría saber y que ella jamás se atrevería a contarle a nadie. ¿Cómo podían creer incluso lo poco que les había explicado hasta ahora? Si ella misma no lo hubiera vivido en sus carnes, habría creído que era demasiado fantástico para ser cierto.
Eleanor cogió el tenedor y probó los huevos. Estaban ricos, tenían un toque salado y seguían calientes. Mientras, el tal Michael Wilde la veía comer con gesto de aprobación. Era alto, tenía la cara sin afeitar y su cabello negro parecía tan despeinado e indómito como el de su hermano pequeño cuando venía de volar la cometa en las colinas.
Su hermano pequeño, que ya debía de llevar más de cien años en la tumba.
Todos se habían ido. Era como si en su cabeza repicara sin cesar un toque de difuntos. No soportaba pensar en ello, así que tomó otro bocado de huevos revueltos.
Aunque estaba deseando hacerle mil preguntas, Michael no quería interrumpir su almuerzo. ¿Quién sabía cuánto tiempo habría pasado desde que tomó su última comida? ¿Años? ¿Décadas? ¿Más? Todo en ella, desde su ropa a sus ademanes, la señalaba como una persona de otra época.
Pero ¿cómo era capaz de empezar siquiera a aceptar en su mente un concepto como aquél?
Al final, fue Eleanor quien rompió el silencio al preguntarle:
-¿Y qué hace la gente aquí, en este campamento?
-Estudiar la flora, la fauna y los cambios climáticos. -¿Calentamiento global? Michael prefirió dejarlo correr. Algo le decía que Eleanor ya había recibido suficientes noticias malas en su vida-. En cuanto a mí, soy fotógrafo. -¿Esa palabra significaría algo para ella?-. Hago daguerrotipos, o algo parecido, y escribo para una revista, en Tacoma. Es una ciudad del noroeste de Estados Unidos, cerca de Seattle. La gente de Seattle suele hacer chistes con los de Tacoma.
Él mismo tenía la impresión de que estaba balbuceando cosas sin sentido. Pero mientras hablaba, ella seguía comiendo, y eso hacía feliz a Michael. No es que la joven atacase el plato con ganas, sino que más bien reproducía los movimientos como si comer fuese una habilidad que estuviera intentando recordar.
-¿Y la negra? ¿De verdad es médico? -preguntó, con tono de incredulidad.
‹Muy bien›, pensó Michael. Procediera de la época y del lugar que procediera, la joven iba a tener que someterse a una buena sesión de aprendizaje.
-Sí. La doctora Barnes. Charlotte Barnes. Es una doctora muy respetada.
-La señorita Nightingale cree que las mujeres no deben ser médicos.
-¿Quién es esa señorita Nightingale?
-Florence Nightingale, ¿quién iba a ser? -Lo dijo como si estuviera enseñándole su tarjeta de visita, la referencia que de algún modo la legitimaba.
Michael estuvo a punto de reírse. A cada momento todo se le antojaba extraño. Se preguntó si Eleanor le enseñaría aquella especie de carta de recomendación a Charlotte.
-Ella defiende con mucho ardor nuestro trabajo como enfermeras, pero también cree, igual que yo, que cada sexo debe desempeñar roles distintos.
Una larga sesión de aprendizaje.
Michael dejó que siguiera con su comida. Mientras tanto hablaron, aunque con muchas vacilaciones, de otros temas, como el tiempo, la tormenta que iba en aumento o el trabajo que hacían en la estación polar. De vez en cuando, Michael debía sacudirse en su fuero interno para recordar que estaba hablando con una mujer que aseguraba, y hasta el momento disponían de pocas pruebas para contradecirla, haber nacido en algún momento del siglo XIX. Una persona que debía haberse ahogado, pues ¿de qué otra manera podía haber acabado congelada en un glaciar submarino? A Michael le habría gustado preguntarle sin tapujos por todo aquello, pero se acababan de conocer y las palabras no le salían con facilidad, aunque fuese un periodista entrenado para hacer preguntas difíciles.
Además, tenía miedo a la reacción de Eleanor. ¿Podía provocar en ella una especie de colapso mental?
La joven dio un sorbo al chocolate.
-Hemos pensado que de momento puedes quedarte aquí, en la enfermería -anunció Michael-. Tendrás tu intimidad, y la doctora Barnes está en la puerta de al lado, por si la necesitas.
-Es muy considerado por vuestra parte -respondió ella. Se limpió los labios con la servilleta de papel y después examinó con curiosidad el adorno floral que recorría el borde.
-Podemos intentar incluso conseguirte algo más de ropa -comentó Michael-, aunque no puedo asegurarte que te quede bien. -Eleanor era menuda y delgada, y cualquier prenda que le pidiera prestada a Betty, Tina o Charlotte iba a parecer una tienda de campaña.
-Lo que llevo valdrá -respondió ella-. Aunque me gustaría poder lavarme la ropa... y -añadió, ruborizándose- bañarme, si es posible.
Eran precisamente tales consideraciones las que habían convencido a Michael, Murphy y Lawson de que lo mejor era alojar a Eleanor en la enfermería, aislada de los demás. No sólo por su propia salud y seguridad, sino porque estaba condenada a ser objeto de intensos exámenes si el resto de reclutas y probetas se enteraban de su presencia. Eleanor se convertiría en la Miley Cirus de la Antártida. Y Michael sabía que su vida de ahora en adelante iba a ser muy distinta de la de cualquier otra persona. En cuanto un avión de suministro la llevara de nuevo de regreso al mundo exterior, al Dateline NBC y al People Magazine y a sus entrevistas con Larry King y Barbara Walters, la pobre no iba a saber ni de dónde le llovían los golpes. Lo único que podía hacer Michael era tratar de protegerla todo el tiempo que estuviera en su mano.
Incluso cuando rescató a Kristin de la montaña, él se había convertido en una noticia local. Con eso era suficiente. No quería ver cómo ninguna otra persona se convertía en foco de los medios de comunicación.
Eleanor terminó el chocolate y dobló meticulosamente la servilleta de papel, con la intención evidente de guardarla. Charlotte regresó en ese momento con un par de pijamas de hospital nuevos y una bata de felpa. Al entrar miró a Michael, como para darle a entender que Murphy le había explicado también el plan y que a partir de ahora podían contar con ella.
-Muy bien. Entonces, os veré mañana a las dos -dijo Michael, recogiendo la bandeja. Eleanor pareció algo alarmada al verle marchar. A Michael no le sorprendió, ya que se había convertido en su primer amigo en este mundo. Le sonrió y añadió-: Mañana te traeré más magdalenas recién hechas. Te lo prometo.
Por el gesto desolado de Eleanor, pensó que aquello debía de ser un exiguo consuelo.
CAPÍTULO TREINTA Y SIETE
26 de octubre de 1854, pasada la medianoche
SINCLAIR NUNCA LLEGÓ A saber cuánto tiempo estuvo tendido en el campo de batalla. Tampoco estaba seguro de qué era lo que le había despertado. Tan sólo sabía que había salido la luna llena y que el firmamento estaba cuajado de estrellas. Soplaba un viento gélido que hacía flamear los pendones desgarrados y arrastraba con él los gemidos de los corceles y los soldados que aún no querían, o no podían, morir.
Él era uno de ellos.
Todavía tenía la lanza en la mano, y cuando logró levantar la cabeza unos centímetros del suelo logró ver que el astil se había partido en dos, aunque al parecer no sin antes ensartar al artillero ruso. Se vio obligado a bajarla de nuevo para recuperar el aliento; a pesar de la brisa, el aire apestaba a humo y putrefacción. Tenía la guerrera y los pantalones tiesos de sangre seca, pero sospechaba que no se trataba de la suya.
Cuando consiguió levantar otra vez la cabeza, vio a su caballo Áyax, que yacía muerto a unos pasos. La mancha blanca de su hocico estaba cubierta de sangre y de polvo y, por algún motivo, Sinclair pensó que era imprescindible limpiársela. El corcel le había servido bien y él le tenía mucho cariño. No era justo que lo dejara allí en condiciones tan indignas.
Pero no se levantó, porque no podía. Se quedó tendido, escuchando los sonidos de la noche y preguntándose qué había sucedido. Cómo había terminado todo. Si se ponía a gritar en voz alta, ¿acudiría a ayudarle algún amigo, o más bien un enemigo para rematarle? Le ardían los ojos y tenía la garganta seca. Se palpó el cinturón con la esperanza de hallar en él una cantimplora. Después rebuscó en el suelo, entre el polvo que le rodeaba, y encontró una espuela junto con la bota a la que estaba cosida. Se giró sobre el costado y vio que era un cadáver. Usando la pierna como anclaje, logró incorporar el torso. Le dolían los huesos y apenas podía moverse, pero buscó dentro de la guerrera -una guerrera británica- y encontró un frasco. Consiguió abrirlo y dio un largo trago. Era ginebra.
La bebida favorita del sargento Hatch.
Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se inclinó para estudiar el rostro del cadáver, pero toda la cara había desaparecido, arrancada por el estallido del cañón. Le palpó el cuello y encontró una cadena, y aunque la luz de la luna no brillaba lo bastante para leerla, supo que la medalla que colgaba de ella conmemoraba la campaña del Punjab. Soltó la medalla, terminó de vaciar el frasco y volvió a tumbarse.
Se preguntó cuántos miembros de la brigada habrían sobrevivido a la carga.
Se estaba levantando una niebla helada que poco a poco fue cubriendo el suelo. A lo lejos oía de vez en cuando el seco disparo de una pistola. Tal vez eran sólo los veterinarios, que acababan con los sufrimientos de los caballos mutilados. O soldados heridos que hacían lo mismo para terminar con sus propios dolores. Un temblor incontrolable recorrió el cuerpo de Sinclair; sin embargo, pese a lo frío que estaba el suelo, notaba la piel caliente y pegajosa por debajo del uniforme.
Antes de que pudiera oír cómo se aproximaba la criatura, notó una tenue vibración en el suelo y se obligó a sí mismo a tenderse y permanecer inmóvil. Era lo único que podía hacer para evitar el temblor de sus miembros, pero, fuese lo que fuese, aquella cosa siguió acercándose a él de forma furtiva, moviéndose al amparo de la niebla. El teniente Copley tuvo la impresión de que avanzaba a cuatro patas, con la cabeza cerca del suelo... ¿olisqueando? ¿Qué era eso? ¿Un perro salvaje? ¿Un lobo? Tomó un poco de aire y contuvo la respiración. ¿No sería una de aquellas criaturas invisibles que al caer la noche acechaban junto a las hogueras? Los turcos tenían un nombre para ellos: Kara-kondjiolos. Chupadores de sangre.
La criatura se había detenido junto al cadáver de Áyax, pero lo único que pudo distinguir Sinclair sin levantar la cabeza fueron dos omóplatos afilados que se inclinaban sobre la carne ya en descomposición. Sinclair tenía el sable a su lado, dentro de la vaina, pero era consciente de que no conseguiría desenfundarlo desde el suelo, y mucho menos empuñarlo en condiciones. Tanteó la cartuchera. Estaba vacía: la pistola debía de haber salido despedida por los aires cuando cayó. En su lugar, buscó en el cadáver de Hatch, palpó el cuero de su correaje y después lo exploró con los dedos hasta encontrar la cartuchera del sargento. Por suerte, la pistola todavía seguía allí. Sinclair la desenfundó con el mayor sigilo posible.
El engendro emitió un sonido bajo e ininteligible, algo a medio camino entre el graznido de un buitre y un grito humano.
Sinclair amartilló la pistola y la criatura se detuvo. Él vislumbró un cráneo liso con ojos brillantes y oscuros que se levantaba de entre la niebla.
Aquel ser desconocido reptó con cuidado sobre el caballo muerto y se detuvo para examinar los rasgos desaparecidos del sargento Hatch.
Después se acercó a él, y Sinclair sintió una mano, o más bien una garra, algo que en cualquier caso tenía uñas muy aguzadas y que le tocaba la pierna. Se quedó quieto, fingiendo estar muerto, mientras notaba cómo una boca lamía con avidez la sangre que le cubría las ropas. Sabía que tan sólo dispondría de un disparo, y tenía que asegurarse de que fuese certero. La bestia siguió el reguero de sangre hasta su pecho y Sinclair pudo oler su aliento a pescado muerto y ver sus orejas puntiagudas. Una lengua áspera recorrió el tejido de su uniforme, e incluso eso pudo soportarlo, pero cuando de repente los dientes le mordieron la carne para extraer su sangre y aquella boca húmeda empezó a chuparle la herida, no pudo evitar un respingo.
La criatura levantó la cabeza, y por primera vez Sinclair pudo ver su rostro, aunque después de aquello nunca supo describirlo de forma exacta. Su primer pensamiento fue que era humano -los ojos inteligentes, la boca arqueada, la frente redondeada-, pero el cráneo tenía una forma extrañamente alargada y la piel coriácea cubría una máscara siniestra y contraída en una grotesca sonrisa.
Con mano temblorosa, el teniente apuntó con la pistola y disparó.
La criatura profirió un chillido y se llevó la mano a la oreja arrancada por el balazo. Después le miró con indignación, pero aun así retrocedió. Copley luchó por incorporarse. La bestia seguía retirándose, moviéndose en cuclillas, muy despacio, pero él habría jurado que llevaba sobre los hombros una pelliza de piel, como un soldado de caballería.
¿Qué demonios era aquel ser?
Sinclair rodó sobre un costado y trató de gritar, pero sus voces apenas se oían. Alrededor del merodeador se formó un remolino de niebla, y un instante después tan sólo quedó una bolsa de vacío en la noche. Sinclair aferró con fuerza la empuñadura de la pistola y disparó otra vez a la criatura.
Después oyó pasos cautelosos que se acercaban desde otra dirección.
-¿Quién ha disparado? -preguntó una voz con un marcado acento cockney.
Una linterna se balanceaba cerca del suelo.
-¿Eres inglés?
Entonces, la luz amarilla de la linterna cayó sobre su cara y Sinclair consiguió murmurar a través de sus labios despellejados y llenos de sangre:
-Teniente Copley. Del 17º de lanceros.
16 de diciembre, 18:00 horas
Sinclair pensó que si había sobrevivido a todo aquello, a la alocada carga de la brigada ligera y a una noche entera tirado en el campo de batalla, ¿qué no sería capaz de resistir? Sobre todo, teniendo a Eelanor a su lado.
Mientras conducía el trineo, confiaba por completo en el infalible sentido de la orientación de los perros para encontrar el camino de vuelta a la estación ballenera. Lo único que podía hacer era agacharse sobre los patines, con el rostro enterrado en la capucha y las manos enguantadas aferradas a las barras. Por dos veces los animales dieron un amplio rodeo para esquivar grietas recién abiertas que probablemente Sinclair no habría visto, pero que los perros parecían detectar. Pensaba recompensarlos con una generosa ración de grasa y carne de la foca muerta que llevaba en el trineo.
Se había alejado hacia el norte lo máximo que le dictaba la prudencia, buscando señales de presencia humana, pero empezaba a temer que se encontraban realmente en los confines de la tierra. Recordaba que, mucho tiempo atrás, el Coventry había navegado hacia el sur arrastrado por vientos hostiles, acompañado tan sólo por los solitarios albatros que volaban en círculos sobre las vergas de la nave. Por la impresión que le daban hasta el momento los alrededores, Eleanor y él se encontraban en un lugar tan remoto, congelado y yermo que sólo podía tratarse del mismísimo Polo, el destino más terrible de todos.
Pero la foca podía ayudarles. Había visto cómo Eleanor se debilitaba, y sabía que el contenido de las botellas era viejo, estaba rancio y había perdido buena parte de sus propiedades. De hecho, teniendo en cuenta de dónde procedía, a Sinclair le sorprendía que aún les hiciera algún efecto. En sus viajes por Europa no había tenido más remedio que extraer sangre de los muertos que encontraba en los campos de batalla y en los depósitos de cadáveres. Ahora, había partido en busca de carne y sangre frescas, aunque fueran animales, y las había encontrado entre los esqueletos blanqueados y las rocas azotadas por el viento de la costa. A las focas les gustaba tomar el sol allí, por fría que fuese su luz, tumbadas entre los millones de huesos rotos como bañistas en la playa de Brighton. Había evitado a los especímenes más grandes, que sin duda eran los machos, uno de los cuales se había acercado torpemente a él mientras trompeteaba su reclamo. En su lugar, había elegido a un ejemplar de piel parda y lustrosa y largos bigotes negros que debía de ser una hembra. La foca se había alejado de las demás para tumbarse bajo el enorme arco de un espinazo de ballena, y cuando Sinclair se acercó a ella no dio muestras de miedo. De hecho, apenas reaccionó cuando él desenvainó la espada, limitándose a mirarle impasible. Sinclair se puso encima de ella, plantando una bota a cada lado de su cuerpo. La foca le miró con ojos saltones y húmedos, mientras él intentaba adivinar dónde se encontraba el corazón. Quería que la herida fuese lo más pequeña y precisa posible, para que la sangre se quedara dentro del cadáver en vez de derramarse por el suelo. Apoyó la punta en el lugar elegido, y sólo entonces la foca miró el arma con cierta curiosidad. Después, Sinclair apoyó todo su peso en la espada y apretó hacia abajo. La hoja entró con suavidad, y el animal se agitó y se combó mientras el acero la atravesaba hasta clavarse en el permafrost del suelo. En lugar de retirar la espada, Sinclair la dejó allí para detener la hemorragia. Instantes después, la foca dejó retorcerse y se quedó inerte.
Mientras las demás focas le miraban sin alarmarse ni tan siquiera preocuparse por el destino que acababa de sufrir su congénere, Sinclair limpió la espada en la nieve y arrastró a su presa hasta el trineo. Gracias a ella tendrían provisiones para algunos días. Pero las perspectivas a largo plazo para él y Elanor seguían siendo tan lúgubres como antes.
Sinclair no era marino, pero como alguien que después de Balaclava se había pasado más de dos años huyendo, había aprendido a interpretar las señales del tiempo tan bien como cualquiera. Por eso se dio cuenta de que la temperatura, que era inhumana para empezar, estaba descendiendo todavía más, mientras en el horizonte el cielo se veía cada vez más oscuro y amenazador. En circunstancias normales, Sinclair gozaba de un buen sentido de la orientación, y más de una vez había recomendado a los demás oficiales de caballería la dirección que debían seguir, pero en este lugar maldito resultaba casi imposible saber dónde estaba. No había noche ni estrellas. Tampoco día, o al menos lo que todo el mundo consideraba como tal. ¿Cómo podía uno medir el movimiento de un sol que nunca se ponía o rastrear sombras que apenas cambiaban? En cuanto a puntos de referencia, a veces conseguía distinguir, aunque tierra adentro y demasiado lejos para alcanzarla, una hilera negra de montañas que serpenteaba por la vasta llanura como una cicatriz oscura en una mejilla blanca y suave. Eso era todo.
En cuanto se puso en marcha de nuevo, el tiempo cambió aún más rápido. El viento zarandeaba el trineo y los perros tenían que tirar con todas sus fuerzas para enderezar la trayectoria. Por suerte, Sinclair llevaba encima de la guerrera de su uniforme el abrigo rojo nuevo con cruces blancas en la espalda y en las mangas que había encontrado en el cobertizo, y además iba acurrucado tras el deslizador, que le protegía del viento. Le dolían las rodillas de estar en cuclillas, pero si se incorporaba corría el riesgo de que el viento lo tirara del trineo. Por otra parte, le preocupaba Eleanor. ¿En qué condiciones la encontraría? No le había hecho ninguna gracia encerrarla con llave en la sacristía, pero tenía miedo de lo que pudiera hacer. No sabía muy bien si Eleanor se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales o estaba temporalmente enajenada.
Por experiencia, sabía que la fiebre iba y venía como los ataques de malaria que sufría el sargento Hatch, pero también era consciente de que aquella sed terrible nunca cedía. Siempre seguía allí, a veces escondida como un manantial subterráneo y a veces brotando a la luz para exigir que la saciaran. Sinclair se preguntó cómo Eleanor, que en las mejores condiciones era delgada como un junco, y además muy joven, conseguía resistir aquel impulso inexorable. El mal que los afligía a ambos era a la vez una bendición que los protegía de muchas otras flaquezas humanas y una maldición que los retenía para siempre en las garras de su oscuro poder. Libertador y carcelero al mismo tiempo. Había veces en que dudaba de que ella tuviera la voluntad o incluso el deseo de seguir adelante en tales circunstancias, pero Copley estaba seguro de que la fuerza de su propio empeño era suficiente para los dos. Quisiera o no, ella necesitaba lo que él le llevaba; por encima de todo, le necesitaba a él. Gritó a los perros para animarlos, pero el viento pareció recoger sus palabras y arrastrarlas de vuelta contra sus dientes, que castañeteaban de frío.
CAPÍTULO TREINTA Y OCHO
16 de diciembre, 18:45 horas
CUANDO MICHAEL SALIÓ DE la enfermería no podía dejar de darle vueltas a todo aquello. Era demasiado increíble, demasiado asombroso, demasiado imposible para asimilarlo. ¿De veras había estado hablando con una persona que llevaba congelada en hielo más de cien años antes de que él tan siquiera hubiese nacido?
Se dijo que debía calmarse y serenarse, tomarse las cosas con lógica. Proceder paso a paso. Y precisamente esos primeros pasos, agarrado con fuerza a las sogas que servían de guía entre los módulos, lo llevaron más allá del laboratorio de glaciología. Sabía que Danzing se encontraba allí fuera, en alguna parte, pero ¿por qué no asegurarse de que no estaba escondido en la guarida donde habían depositado su cuerpo? Seguramente Murphy ya lo había comprobado, pero el periodista necesitaba verificarlo con sus propios ojos. Al menos aquello sería algo que podría confirmar más allá de cualquier duda, y si había algo que necesitaba en aquel momento era certeza. O algo. Lo que fuese.
Ahora que la realidad amenazaba con soltar amarras y escapar, Michael estaba más decidido que nunca a encadenarla bien al muelle.
Para su alivio, ni Betty ni Tina se hallaban a la vista. Con cautela, bajó los escalones helados que llevaban hasta la cámara donde habían depositado el cuerpo del musher. Las bolsas de plástico que lo envolvían estaban desgarradas y yacían hechas jirones sobre la mesa congelada. Michael no pudo evitar que la escena le recordara una versión macabra de la resurrección: Jesucristo se levantaba de la tumba y dejaba tras de sí tan sólo el sudario.
Cuando volvió a subir las escaleras siguió encontrando malas noticias. Al pararse junto al cajón de plasma para ver si estaba Ollie, se encontró la caja vacía. Las virutas de madera que había en la parte posterior conservaban su forma de nido, pero aparte de un par de plumas grises no encontró otra señal del pájaro. Sacó un poco de sémola tostada que había cogido cuando fue a buscar comida para Eleanor, y los tiró en la caja por si el ave regresaba. No era más que un págalo, considerado poco más que la plebe de la Antártida, pero Michael le iba a echar de menos.
Después, con la cabeza gacha, desanduvo el camino y dejó atrás la sala de recreo, de donde salían voces estridentes y música de piano. En circunstancias normales habría entrado para unirse a la fiesta, pero no en este momento.
Ahora lo único que quería era tiempo para reflexionar a solas y dejar que sus pensamientos se asentaran.
Por suerte, el biólogo no estaba en la habitación. Michael corrió las cortinas para tapar el panel de la ventana y encendió la lámpara del escritorio, que tenía una bombilla incandescente, un objeto poco común «rescatado» de una diminuta zona de descanso al final del habitáculo. Después se sacó los zapatos, se quitó los calcetines sudados y metió los dedos de los pies entre las largas hebras de la alfombra. Trabajo. Sólo necesitaba concentrarse un rato en su trabajo; lo había estado descuidando. Cogió la botella de whisky escocés del estante del armario y se sirvió tres dedos. Con el portátil en la mesa, empezó a descargar las decenas de fotografías que había tomado desde su llegada a Point Adélie. Había imágenes de las focas de Weddell que habían dado a luz a sus crías sobre témpanos de hielo durante sus primeros días en aquel lugar, y otras en las que aparecían las aves, petreles de nieve y carroñeros varios que frecuentaban la base. Los dedos de Michael dudaron un segundo sobre el teclado mientras volvía a preguntarse qué habría sido de Ollie.
Había fotos de la caseta de inmersión y un par de instantáneas de Darryl dentro de ella; con su traje de buceador completo y sus cabellos pelirrojos húmedos y brillantes parecía un duende de Santa Claus. En una de las fotos enarbolaba sobre el hombro un lanzaarpones como si fuera una jabalina. Había unas cuantas imágenes de Danzing y los perros, algunas en las que había posado y otras que Michael le había sacado sobre la marcha mientras entrenaba a la traílla. Y había una en la que Kodiak lamía los cristales de hielo de la barba del musher. Tras elegir las mejores fotos, las movió a una carpeta aparte. Después descargó otro lote de imágenes y se descubrió a sí mismo mirando el rostro de la Bella Durmiente.
O de Eleanor Ames, por lo que sabía ahora.
La mujer tenía los ojos abiertos y miraba a través de una gruesa capa de hielo. Michael amplió la foto, y al hacerlo los ojos verdes de Eleanor destacaron todavía más en la imagen. Era como si le estuvieran contemplando directamente a él, y Michael se sintió como si le devolviera la mirada a ella. Como si estuviera asomándose a un abismo temporal, a la sima que separaba la vida y la muerte. Bebió otro sorbo de whisky. ¿De verdad era eso lo que debería estar haciendo?
El viento subió un punto más y azotó los costados del módulo. Las cortinas se agitaron, y pensó que tenía que cerrar mejor la ventana.
Michael se retrepó en el asiento mientras observaba la foto y se preguntaba qué estaría haciendo ahora Eleanor. ¿Seguiría durmiendo? ¿O se habría despertado, aterrorizada ante aquel nuevo cautiverio?
En ese momento, por debajo del ulular del viento creyó oír algo que parecía un grito humano. Se levantó del asiento, separó las cortinas, se puso la mano a modo de visera sobre los ojos y se asomó al exterior, pero no consiguió distinguir nada en medio del remolino de nieve. Algo que agradeció. Si hubiese sido Danzing, ¿qué habría podido hacer?
Le dio otra vuelta a la manivela que cerraba la ventana.
Entonces le pareció escuchar de nuevo aquel grito, y esta vez habría jurado que se trataba de un lamento bajo y profundo que pronunciaba palabras indescifrables; pero aunque apagó la lámpara, volvió a cubrirse los ojos y se asomó de nuevo, no consiguió vislumbrar nada.
«Guau», pensó, corriendo de nuevo las cortinas. «Este whisky debe de tener más grados de lo que creía».
Se dejó caer de nuevo sobre la silla y, tras echar otro vistazo a la foto de Eleanor, abrió más imágenes que había tomado en la estación ballenera abandonada. El casco oxidado del Albatros yacía en la playa, había montones de huesos blanquecinos esparcidos entre las rocas y lápidas inclinadas en ángulos absurdos en el cementerio.
Las cortinas volvieron a moverse, pero él se dio cuenta de que esta vez no era por culpa de la ventana. Alguien debía de haber abierto la puerta al final del vestíbulo, y eso siempre enviaba por toda la sala una corriente de aire que llegaba hasta el cuarto de baño común y la sauna. Debía de ser Darryl, y Michael ya estaba preparando lo que iba a contarle -o lo que iba a callarse- con respecto al descubrimiento de Eleanor, cuando oyó el sonido de unas pisadas húmedas y pesadas en el vestíbulo. Cerró la carpeta del ordenador en el mismo instante en que los pasos se detenían fuera de la habitación. Esperó a oír cómo la llave de Darryl entraba en la cerradura -los dormitorios cerrados con llave eran la regla, obedeciendo a Murphy-, pero en vez de eso simplemente vio cómo se movía el pomo. Sólo giró un poco, hasta que topó con la resistencia del cerrojo.
Michael entrevió una sombra por debajo de la puerta y oyó a alguien jadear. Sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca, se levantó muy despacio y caminó descalzo y de puntillas hasta la puerta. Después agarró el picaporte, que había vuelto a moverse, lo sujetó con fuerza y pegó la oreja a la puerta. Era de contrachapado fino; deseó como nunca en su vida que fuera de roble macizo. Un hilillo de agua gélida se coló por debajo de la puerta y le mojó los pies.
Al otro lado volvieron a tentar el pomo, pero éste siguió sin ceder. Michael intentaba no respirar.
Oyó cómo alguien exhalaba profundamente y, después, el crujido de unas ropas cubiertas de escarcha. Michael apretó la oreja contra la puerta y también apoyó en ella el hombro.
-Devuélvemelo... -murmuró la voz.
A Michael se le heló la sangre en las venas. Esperó, dispuesto a bloquear de nuevo la puerta, cuando escuchó risas en el otro extremo del módulo, donde estaban los baños, y el restallido de un toallazo.
-¡Madura! -exclamó alguien.
De pronto el picaporte dejó de moverse y la sombra que había bajo la puerta desapareció. Sonó un chapoteo apresurado, de unas botas mojadas pisando sobre la alfombra seca. Segundos después, Michael oyó un portazo en el extremo más alejado del módulo y la puerta del dormitorio empezó a abrirse. Michael, que seguí aferrando el pomo, oyó maldecir a Darryl:
-Esta mierda de llave...
Michael soltó el pomo, que terminó de girar por fin. El pelirrojo entró, vestido con albornoz y zapatillas y con una toalla enrollada al cuello. Al ver a Michael detrás de la puerta se sorprendió.
-¿Qué pasa? ¿Ahora trabajas de portero?
Michael rodeó al biólogo y se asomó al pasillo.
-¿Has visto a alguien?
-¿Cómo? -dijo Darryl, secándose la cabeza con vigor-. Ah, sí, creo que alguien acaba de salir. -Dejó su llave sobre el tocador-. ¿Por qué? -Michael empujó la puerta y echó la cerradura. El gélido reguero de agua sobre la alfombra ya había empezado a secarse.
Al ver el portátil abierto, Darryl preguntó:
-¿Estabas trabajando?
-Sí -respondió Michael mientras apagaba el ordenador-. Eso estaba haciendo.
-¿Has encontrado algo interesante en Stromviken?
-No, nada nuevo -replicó el reportero, volviéndose para ocultar cualquier gesto que pudiera delatarlo.
-Creo que voy a tomar un trago de eso -observó el biólogo al ver la copa de licor escocés.
Mientras Michael le servía whisky en un vaso, Darryl tiró la toalla sobre la cómoda. La toalla cayó al suelo, y al hacerlo tiró un cepillo y unos cuantos objetos más.
-Lo siento. El tiro de tres nunca ha sido mi fuerte.
Darryl se agachó y recogió algunas cosas de la alfombra, pero después se quedó pensativo mientras sopesaba el último objeto en su mano.
Cuando Michael le tendió la copa, Darryl le entregó a cambio lo que acababa de recoger: un collar de dientes de morsa que se desenroscó en la mano de Michael como una serpiente.
-Podrías enviárselo por correo a su viuda cuando vuelvas al mundo exterior -sugirió el biólogo-. Seguro que le gustaría tenerlo.
16 de diciembre, 20:20 horas
Una vez que Michael salió de la enfermería -algo que Eleanor lamentó-, la doctora la llevó hasta el cuarto de baño, le enseñó cómo funcionaba la ducha de agua caliente y le dejó todo lo que necesitaba. Había, por ejemplo, un cilindro alargado y suave al tacto que soltaba una pasta para frotarse los dientes cuyo sabor le recordaba a la lima, y también un cepillo con cerdas muy finas y transparentes. Eleanor se preguntó de qué animal las habrían sacado.
-Si necesitas algo más, estoy en la puerta de al lado -dijo la doctora.
Y entonces Eleanor se quedó sola; sola en un cuarto de aseo que no se parecía a nada que hubiera visto antes, con ropa limpia para ponerse por primera vez en más de ciento cincuenta años y sin tener la menor idea de qué iba a ser de ella a continuación. O qué iba a ser de Sinclair, allá donde estuviese. ¿Seguiría de exploración? ¿Tal vez cazando? ¿Acaso una tormenta lo había sorprendido demasiado lejos de la iglesia y se había perdido en un paraje desconocido?
¿Y si había regresado, sólo para encontrar que habían descorrido el cerrojo de la puerta y que la habitación se hallaba vacía? En tal caso, Sinclair se daría cuenta de que alguien había perturbado su descanso. Eleanor sintió una punzada en su interior, la misma que habría experimentado si la situación de ambos hubiera sido la contraria..., si ella hubiese tenido razones para creer que le habían arrebatado a Sinclair y se lo habían llevado Dios sabe dónde. Desde el día en que él regresó del campo de batalla y Eleanor vio su nombre en la lista de los recién ingresados, ambos estaban unidos de una forma que ella nunca podría explicarle a nadie.
Pues nadie lo entendería.
Lo había encontrado en una de las salas destinadas a pacientes con fiebres altas. Unas sucias cortinas de muselina colgaban de barras combadas por el peso, y como muy pocos de los médicos o incluso de los camilleros se atrevían a arriesgarse a que los contagiaran, no había nadie a quien preguntar dónde habían puesto a Copley. Ignorando los patéticos gritos de los que pedían agua o auxilio, de los hombres que morían de sed o atrapados en terribles delirios febriles, Eleanor había recorrido la sala de la enfermería, mirando a todas partes..., hasta que descubrió una cabeza pelirroja sobre una almohada de paja en el suelo.
-¡Sinclair! -había exclamado Eleanor, corriendo a su lado.
Él levantó la mirada, pero no dijo nada. Después sonrió. Era una sonrisa adormilada y, gracias a ella, la enfermera Ames supo que Sinclair no creía que Eleanor estuviera realmente allí. Era la expresión de un hombre que disfrutaba conscientemente de una visión aun sabiendo que se trataba de un ensueño.
-Sinclair, soy yo -dijo Eleanor, arrodillándose junto a su jergón y agarrando su mano flácida-. Estoy aquí. De verdad.
La sonrisa se borró, como si aquel contacto erosionara el frágil sueño de Sinclair en lugar de reforzarlo.
Ella apretó su mejilla contra el dorso de la mano de Sinclair.
-Estoy aquí y tú sigues vivo. Eso es lo único que importa.
Él retiró la mano, molesto por esa nueva intromisión.
A Eleanor se le llenaron los ojos de lágrimas, pero buscó en el dispensario hasta que encontró un cántaro de agua estancada -la única disponible-, y volvió para mojarle la cara y la frente. Tenía costras de sangre seca en el bigote, y también se las limpió.
Detrás de ella había un soldado tendido en el suelo, a juzgar por los andrajos de su uniforme, un escocés de las Tierras Altas, que le tiró de la falda para suplicarle un poco de agua. Eleanor se volvió y derramó unas gotas sobre sus labios agrietados. Era un hombre ya algo mayor, de treinta y tantos años, con los dientes rotos y la piel blanca como tiza. Eleanor pensó que no le quedaban muchas horas de vida.
-Gracias, señorita -murmuró-. Se lo advierto, no se acerque a él. -Se refería a Sinclair-. Es mala gente. -De pronto apartó su pálido rostro, presa de un ataque de tos.
Está delirando, pensó Eleanor antes de devolver su atención a Sinclair. Pero fue como si, en aquellos breves segundos, su mente se hubiera despejado un poco. Ahora la miraba de forma consciente.
-Dios mío -musitó-. Eres tú.
La rompió a llorar y se agachó para abrazarle. Podía sentir la piel y los huesos de Sinclair a través del fino camisón que le habían puesto, y se preguntó cuánto tardaría en conseguir unas gachas calientes de la cocina. O en encontrarle una cama como Dios manda.
Sinclair estaba débil y cansado, pero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras seguidas de cada vez, y Eleanor se esforzaba por completar sus frases. No quería terminar de agotarle -y además sabía que tenía otros deberes que cumplir-, pero su sola presencia parecía devolverle las fuerzas, y además temía dejarle solo aunque fuesen unas horas nada más. Cuando, por fin, no le quedó más remedio que hacerlo, le prometió volver en cuanto tuviera oportunidad, y Sinclair la siguió con la mirada hasta que la enfermera Ames desapareció tras las cortinas de muselina que ondeaban como mortajas.
Mientras se miraba en la superficie lisa y sin manchas del espejo del cuarto de baño, Eleanor recordó perfectamente la expresión del rostro de Sinclair y lo vio con tanta claridad cómo se veía ahora a sí misma. Giró las manecillas de la ducha tal como la doctora le había enseñado y, tras dejar el resto de su ropa en una cesta de mimbre, se metió con cautela bajo el chorro caliente. El agua brotaba de un artefacto circular y parecía vibrar conforme caía sobre ella. Había una pastilla de jabón -entre todos los colores, ¿tenía que ser verde?- en una especie de hornacina entre las losas de la pared. Al igual que la pasta con que se había cepillado los dientes dejaba sabor a cítrico, el jabón tenía la fragancia de un bosque de coníferas. ¿Acaso en aquel nuevo y peculiar mundo todo poseía sabores y aromas extraños? Eleanor dejó que el cálido torrente de cayera sobre los brazos, y después sobre los hombros. Como no sabía cuánto duraría aquella milagrosa cascada, puso el rostro bajo el surtidor. Todo era tan raro y tan inesperado que se sentía como si hubiera vuelto a desembarcar en Crimea.
El agua caía como un millar de diminutas gotas de lluvia que repiqueteaban sobre sus párpados y le resbalaban por el cuello y los pechos. Poco a poco se inclinó hacia delante, hasta que el agua de corrió sobre la coronilla y le soltó los largos cabellos castaños a ambos lados de la cara. Era una de las sensaciones más deliciosas que había experimentado en toda su vida, y se quedó allí mucho rato, apoyada con las palmas abiertas en los azulejos blancos, como hojas de té en remojo -se dijo a sí misma- mientras el agua formaba un pequeño charco bajo sus pies. Por primera vez en décadas sintió calor en la piel y pensó que tal vez, si se quedaba así el tiempo suficiente y siempre que el agua no se agotara, aquel calor lograría penetrar hasta su corazón y mitigar el incesante dolor que llevaba sufriendo tanto tiempo.
CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE
17 de diciembre, medianoche
LA CAMPANA DE LA torre repicaba cuando Sinclair volvió por fin a la iglesia, pero sólo era el viento que movía el badajo. Sin embargo, su sonido les había ayudado a él y a los perros a orientarse en medio de la tormenta. Entró tambaleándose, con la foca muerta encima de los hombros, mientras los canes, liberados del arnés, ladraban y corrían junto a sus pies. Enseguida se dio cuenta de que la puerta de la sacristía estaba entreabierta. Dejó caer la foca sobre el altar, se acercó a la puerta y se asomó al interior.
El fuego de la chimenea estaba apagado y su compañera había desaparecido.
Se quedó allí, jadeante y con un brazo a cada lado del hueco de la puerta. Era posible, aunque improbable, que ella hubiese encontrado alguna forma de abrir el cerrojo y escapar, pero ¿cómo?
¿Y por qué?
-¡Eleanor!
Gritó su nombre una y otra vez, provocando como respuesta un coro de ladridos entre los perros que recorrían las naves de la iglesia. Sinclair subió las escaleras del campanario corriendo y trató de escrutar entre aquel ciclón de nieve y hielo, pero apenas alcanzaba a vislumbrar los almacenes y cobertizos de abajo. Aunque se aventurase a pie en la ventisca, la tormenta era tan intensa que no conseguiría orientarse ni moverse en una dirección sin desviarse. Si Eleanor se había internado en la tempestad, Sinclair no lograría encontrarla de nuevo... ni hallar su propio camino de regreso.
Sabía que lo único que podía hacer era esperar, aguardar el momento oportuno hasta que amainase el temporal. Aunque odiaba reconocerlo, no resultaba inconcebible que Eleanor hubiese cometido una imprudencia imperdonable, que hubiera elegido, por propia voluntad, no continuar. Sinclair era consciente de la desesperación de Eleanor, una desesperación que él mismo compartía; pero en su fuero interno no podía aceptar que ella hubiera hecho algo así. Registró su humilde morada buscando un signo revelador de despedida, un mensaje de cualquier tipo, tal vez con letras arrancadas del cantoral. Pero no encontró nada, y sabía que ella, por muy grande que fuese su dolor, no le habría abandonado de ese modo. No, ella no se iría así, sin decir ni una palabra. Sinclair la conocía demasiado bien para creer algo así.
Lo cual sólo dejaba la otra alternativa: que alguien se la hubiese llevado.
Contra su voluntad.
Se preguntó si, durante su ausencia, los hombres del campamento habrían aprovechado para venir y llevarse a Eleanor, las huellas que hubiesen podido dejar en la nieve ya se habrían borrado, y con los perros empapados y sueltos dentro de la iglesia resultaría imposible encontrar pisadas de posibles intrusos, pero ¿quién más podía haber sido? ¿Y a qué otro lugar podrían habérsela llevado, salvo a su campamento?
Por último, la cuestión a la que derivaban todos sus pensamientos: ¿cuál era la mejor forma de rescatarla?
Los obstáculos eran inmensos, sobre todo porque no conseguía ver cómo iba a terminar el juego. Aunque encontrara a Eleanor y la liberara, ¿adónde podrían huir los dos en este continente rodeado de hielo? Sinclair se sentía como si contemplara un estrecho desfiladero que lo llevaba a una perdición segura, igual que le había ocurrido aquella fresca mañana de octubre en Balaclava. Pero de algún modo, se recordó a sí mismo, había sobrevivido a aquel apocalipsis, y a cosas aún peores. Por muy negra que fuera la página, siempre se las había arreglado para pasarla y entrar en un nuevo capítulo de su vida.
Además, disponía de ciertas ventajas, pensó torvamente. Tenía una copa de sangre fresca de foca reposando como un cáliz junto a su codo, al lado de un libro de poesía que había viajado con él de Inglaterra a Crimea, y ahora a este espantoso puesto de avanzada. Abrió el poemario al azar. Su mirada cayó sobre el papel amarillento y tieso como pergamino, y leyó...
Solo, solo, siempre solo, en este inmenso y vasto océano. Jamás hubo un santo que se apiadara de mi alma atormentada.
¡Tantos hombres! ¡Tan lozanos! Todos ellos yacen muertos. Mientras mil criaturas viscosas siguen con su vida, como yo.
Aunque para la mayoría de los hombres aquellas palabras no eran más que un bálsamo ligero, para él suponían un gran consuelo. Tan sólo el poeta parecía adivinar la espantosa verdad de su situación. Mientras los perros aullaban, Sinclair cortó otra porción de grasa de la foca muerta que yacía en la mesa y la arrojó a la nave inferior. Los canes se abalanzaron sobre la pitanza, arañando con sus garras el suelo de piedra, y los ecos de sus ladridos resonaron entre las vigas del techo.
Desde su alto taburete, tras el altar profanado, Sinclair inspeccionó su reino vacío. Podía imaginarse las caras de los balleneros que antaño ocuparon los bancos, sus rostros sucios de grasa y hollín, sus ropas mugrientas con manchas de sangre seca. Elevarían sus miradas a aquel mismo altar, con el sombrero en la mano, para escuchar al sacerdote que ensalzaba las virtudes de la vida ultraterrena y los abundantes tesoros que les aguardaban en el Cielo para compensar los tormentos que sufrían a diario. Se sentarían allí, en aquella iglesia desolada -incluso el crucifijo era tosco y feo- en medio del desierto helado, entre montones de entrañas y huesos aún calientes, para oír relatos que les hablaban de nubes blancas, de un sol dorado, de una felicidad sin límites y de la vida eterna. De un mundo que no era un matadero maloliente como el que habitaban. ¡Ah!, pensó Sinclair, ¡cómo los habían embaucado!
Del mismo modo que a él lo habían engatusado con historias de gloria y valor. Cuando yacía en su jergón del hospital de campaña, consumido por un ansia inexplicable y cada vez más intensa, se había visto impulsado a cometer un acto del que llevaba largo tiempo arrepintiéndose, pero que ya no podía remediar. La sed de sangre que le había despertado aquella criatura impía en Balaclava era demasiado poderosa para resistirse a ella, y Sinclair la había saciado con un escocés indefenso que estaba demasiado débil para resistirse.
Los turcos habrían contado a Sinclair entre los malditos. Y él no habría podido discutírselo.
Sin embargo, a la noche siguiente, cuando Eleanor acudió a su lado, Sinclair se encontraba mucho más fuerte. Revivido. Sentía que podía volver a respirar de verdad y que lo veía todo mucho más diáfano. Incluso sus facultades parecían restablecidas.
¿Cómo se sentía uno al figurar entre los condenados?
Pero en el semblante de Eleanor había detectado algo inquietante. Pensó que debían de ser los primeros síntomas de la misteriosa fiebre de Crimea, que él conocía muy bien, pues los había notado innumerables veces en otras personas. Sus temores se confirmaron cuando ella se tambaleó y derramó la sopa, y los camilleros tuvieron que escoltarla fuera de la enfermería. A la noche siguiente, cuando fue Moira y no Eleanor quien vino a atenderle, Sinclair supo que había ocurrido lo peor.
-¿Dónde está Eleanor? -había preguntado, apoyando un codo en el suelo para incorporarse. Incluso aquel leve movimiento era doloroso. Sinclair sospechaba que se había fracturado una o dos costillas al caer del caballo, pero no había nada que hacer para recomponer una costilla rota, y cualquier cosa que pudieran intentar los cirujanos lo mataría con toda seguridad.
-Eleanor está descansando -dijo Moira, rehuyéndole la mirada mientras dejaba junto a él un cuenco de sopa, aún caliente, y una jarra de agua salobre.
-Quiero saber la verdad -repuso él, agarrándola de la manga.
-La señorita Nightingale quiere que Eleanor reponga fuerzas.
-Está enferma, ¿verdad?
Sinclair pudo ver la expresión esquiva de sus ojos mientras secaba una cuchara en el bolsillo de su delantal y la metía en el cuenco de sopa.
-¿Es la fiebre? ¿En qué fase se encuentra?
Moira se tragó un sollozo y apartó la mirada.
-Cómase la sopa ahora que está caliente.
-Al diablo la sopa. ¿En qué fase se encuentra? -El corazón le dio un vuelco en el pecho al imaginarse lo peor-. Dime que aún sigue viva.
Moira asintió, enjugándose las lágrimas con un triste remedo de pañuelo.
-¿Dónde está? Tengo que ir a verla.
Moira meneó la cabeza y dijo:
-Es imposible. Está en las habitaciones de las enfermeras, y no se le puede mover.
-Entonces tendré que ir yo.
-Ella no quiere que nadie la vea en ese estado. Y no hay nada que pueda hacer para ayudarla.
-Eso tendré que juzgarlo yo.
Sinclair apartó a un lado la manta andrajosa y se puso en pie a duras penas. El mundo daba vueltas a su alrededor: las paredes mugrientas, las cortinas llenas de moscas, los cuerpos maltrechos que yacían en el suelo en filas desordenadas. Moira le agarró por la cintura para evitar que se cayera.
-¡No puede ir allí! -protestó-. ¡No puede!
Pero Sinclair sabía que sí podía, y que Moira le ayudaría a hacerlo. Palpando entre la paja que había amontonado a modo de almohada encontró la guerrera de su uniforme, arrugada y llena de manchas. Con la ayuda a regañadientes de Moira, terminó de vestirse y se dirigió a la puerta, bamboleándose a ambos lados. Se encontró ante dos pasillos interminables, ambos oscuros y atestados, pero que llevaban en direcciones opuestas.
-¿Por dónde?
Moira le sujetó con firmeza del brazo y le guió hacia la izquierda. Pasaron junto a varias salas llenas de enfermos y moribundos; la mayoría estaba en silencio y otros murmuraban quedamente para sí. A los que sufrían una agonía o un delirio demasiado intensos como para mantenerlos callados les suministraban una piadosa dosis de opio, con la esperanza de que ya no despertaran. De cuando en cuando pasaban junto a camilleros o a oficiales médicos que los miraban con curiosidad, pero el hospital era tan grande y el personal que trabajaba en él se veía tan abrumado por sus tareas y sus responsabilidades que nadie tenía tiempo para preocuparse de preguntarles adónde iban.
El hospital, que en su origen había funcionado como cuartel, estaba construido como un inmenso cuadrado, con un patio central en el que podían congregarse miles de soldados, y tenía torres en cada una de las cuatro esquinas. Los alojamientos de las enfermeras se encontraban en el torreón noroeste, y Sinclair tuvo que apoyarse con fuerza en el hombro y el brazo rollizo de Moira mientras ambos subían por la angosta escalera de caracol. Cuando llegaron al primer rellano, vieron el resplandor de una linterna que bajaba hacia ellos, y Moira escondió rápidamente a Sinclair en un estrecho hueco. Cuando la luz se acercó más, Moira dio un paso adelante y dijo:
-Buenas noches, señora.
Desde las sombras, Sinclair vio que Moira había saludado a la mismísima señorita Nightingale, que bajaba lámpara en mano con un pañuelo negro anudado a modo de lazo sobre su cofia blanca.
-Buenas noches, señorita Mulcahy -respondió. El blanco del cuello, el delantal y los puños resplandecían a la luz de la linterna-. Supongo que vuelve para estar al lado de su amiga.
-Así es, señora.
-¿Cómo se encuentra? ¿Le ha bajado la fiebre?
-No que yo sepa, señora.
-Siento mucho oírlo. Iré a verla cuando termine mi ronda de visitas.
-Gracias, señora. Sé que ella lo apreciaría mucho.
Cuando Nightingale movió la linterna, Sinclair contuvo la respiración entre las sombras.
-Creo recordar que las dos se alistaron juntas para esta misión, ¿me equivoco?
-Así es, señora.
-Y también volverán juntas de ella -aseguró Nightingale-. Sin embargo, procure que los lazos de la amistad, por estrechos que sean, no la distraigan de nuestro propósito en este lugar. Como sabe, todas nosotras nos hallamos permanentemente bajo la lupa ajena.
-Sí, señora. Tiene razón.
-Buenas noches, señorita Mulcahy.
Con un frufrú de seda negra, la señorita Nightingale siguió bajando peldaños. Cuando la luz de su linterna se desvaneció, Sinclair salió de entre las sombras. Sin decir nada, Moira le hizo una señal para continuar. En el siguiente rellano, Sinclair oyó a varias enfermeras que intercambiaban con voz cansada las noticias del día -una estaba describiendo a un pomposo oficial que le había exigido que dejara de vendar la herida de un soldado de infantería para servirle a él una taza de té-, mientras otras fregaban cacharros. Moira se llevó un dedo a los labios para mandarle silencio y le condujo por otro tramo de la escalera, hasta lo más alto de la torre, donde encontraron una minúscula habitación con una ventana alta que asomaba a las oscuras aguas del Bósforo.
Arremangándose las faldas para no pisarlas, Moira se acercó a la cama y susurró:
-Mira a quién te he traído, Ellie.
Antes de que Eleanor pudiera siquiera girar la cabeza sobre la almohada, Sinclair se había arrodillado junto a su lecho para cogerle la mano. La tenía flácida y caliente, húmeda al tacto.
La señorita Ames tenía la mirada desenfocada, y parecía extrañamente molesta por la interrupción. Sinclair dudó de que hubiera reparado tan siquiera en su presencia.
-Si el instrumento está desafinado -dijo-, no deberían tocarlo.
Moira miró a Copley, como para confirmar que Eleanor desvariaba a ratos.
-Y vuelve a poner la partitura en el banco. Así es como se pierde.
Estaba de vuelta en Inglaterra, tal vez en el hogar familiar, o probablemente en casa del párroco, donde en tiempos iba a practicar piano, según le había contado a Sinclair. Éste apretó los labios contra el dorso de la mano de Eleanor, pero ella la apartó y la sacudió sobre la manta como para espantar moscas. En el hospital había moscas por todas partes, pero Sinclair reparó en que aquí, en lo alto de la torre y de cara al mar, no se veía ninguna.
Se preguntó cómo podría librarse de Moira. Para lo que quería hacer -para lo que tenía que hacer si quería salvarle la vida a Eleanor- necesitaba estar a solas, sin que nadie lo viera. Moira estaba escurriendo sobre un cubo de agua un paño que después usó para secar la cara de Eleanor.
-Moira, ¿crees que podrías conseguir un poco de oporto?
-No va a ser fácil -respondió ella-, pero lo intentaré.
Moira, que no era tonta, le tendió el paño y después se retiró con discreción.
Él estudió el rostro de la enfermera a la luz de la luna. Su piel mostraba un brillo febril, y sus ojos verdes resplandecían con la felicidad del desvarío. No era consciente de su propio sufrimiento; a todos los efectos, ni siquiera estaba allí. Su espíritu había abandonado su cuerpo y viajaba por las tierras de Yorkshire, y Sinclair temía que el suyo tardaría poco en seguirlo. Había visto a cientos de soldados gritar y desgañitarse, murmurar y reír de forma parecida un segundo antes de volver la cabeza hacia la pared y morir en el mismo suspiro.
-¿Puedes tocarme algo al piano? -preguntó.
La joven suspiró y sonrió.
-¿Qué te gustaría oír?
El joven le apartó la manta de los hombros suavemente. El calor de la fiebre subía desde debajo de la lana.
-Elige tú.
-Me gustan las baladas tradicionales. Puedo tocar Barbara Allen, si quieres.
-Me encantaría oírla -dijo Sinclair, tirando del camisón para desnudar su hombro. La muchacha se estremeció al sentir la brisa que entraba por la ventana abierta. Él inclinó su cabeza sobre ella.
Los dedos de Eleanor se movieron como si acariciara un teclado, y bajo su respiración jadeante tarareó los primeros compases de la canción.
Aunque seguía teniendo la piel caliente al tacto, se le había empezado a poner la carne de gallina. Sinclair le puso la mano sobre el pecho para protegerla del relente de la noche. Incluso así, por debajo del olor de la lana y el alcanfor, el aroma de Eleanor era tan dulce para él como un prado en una mañana de verano. Y cuando sus labios le rozaron la piel, le supo a leche recién ordeñada en el cubo.
La muchacha cantaba en voz baja:
-Oh, madre, madre, hazme la cama...
Sinclair se temía que lo que iba a hacer ya no tendría vuelta atrás.
-Que quede suave y bien lisa...
Pero ¿qué otra opción le quedaba?
-Hoy mi amor ha muerto por mí...
Al amanecer, la joven se habría ido. Él la rodeó con sus brazos. Tenía un nudo en la garganta.
-Yo moriré por él mañana...
Ella se estremeció como si la hubiera picado una abeja cuando él la mordió, cuando cerró la boca sobre su piel y la saliva corrupta de Sinclair se mezcló con la sangre de la muchacha. Dejó de cantar de golpe y su cuerpo se puso rígido.
Momentos después, cuando él volvió a levantar la cabeza, con los labios mojados tras su tétrico abrazo, los miembros de Eleanor se relajaron. Ella le miró con aire somnoliento y dijo:
-Pero es una canción muy triste. -Secándose las lágrimas de la cara con los dedos, añadió-: ¿Quieres que toque algo alegre?
PARTE IV
EL VIAJE DE REGRESO
Alcé los ojos al cielo y recé y mientras devanaba una oración un malvado murmullo me llegó que mi corazón en polvo convirtió.
Cerré los ojos y así los mantuve pese a que sus globos pulsaban y latían, ya que el cielo y el mar, el mar y el cielo, pesaban sobre mi mirada cansada al seguirme los muertos tan de cerca.
La balada del viejo marinero,
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)
CAPÍTULO CUARENTA
18 de diciembre, 9:00 horas
MICHAEL SE PUSO A patear el suelo delante de la enfermería para sacudirse la nieve de las botas. El ruido hizo salir a Charlotte. Al verle, se llevó un dedo a los labios, le cogió del brazo y le guió de nuevo hacia la entrada exterior.
-Ahora, no -susurró.
-¿Cómo se encuentra?
La doctora tironeó de los guantes hacia delante y hacia atrás mientras se los ponía.
-Lo está pasando bastante mal a pesar de no tener una fiebre muy alta. Le he administrado un sedante y le he puesto un gotero de glucosa. Mejor será que la dejemos descansar.
El periodista se sintió más disgustado de lo que esperaba. Desde el momento en que trajeron a Eleanor del campamento ballenero le había hechizado su rostro, el sonido de su voz y el deseo de descubrir el resto de su historia.
-Y Murphy se ha pasado para recordarme que no hagamos mención de su presencia aquí.
-Ah, vale, a mí también me ha enviado la nota -repuso Michael.
-Venga, vamos -terció ella, echándose la capucha sobre la cabeza-. Creo que lo que necesito ahora es un tazón del café superfuerte del tío Barney.
Apoyándose el uno en el otro para sostenerse bajo el viento racheado, avanzaron centímetro a centímetro rampa abajo hacia la zona común. Habían puesto por la noche un árbol de Navidad de mentirijillas con una serie de adornos de espumillón un tanto estropeados, y éste se alzaba algo mustio en una de las esquinas de la habitación.
Darryl ya se había apropiado de una mesa en la parte de atrás, donde hundía el tenedor en un plato lleno hasta arriba de tofu frito mezclado con verduras. La presencia del biólogo ya se había notado: el tío Barney había encargado más tofu por radio para que lo incluyeran en el pedido que debía llegar con el siguiente vuelo. Charlotte se deslizó en la banqueta más cercana a él, mientras que Wilde se sentó con su bandeja frente a ellos. La doctora, con sus trenzas sujetas en lo alto de la cabeza, lucía un aspecto parecido al de una piña.
Lo primero que hizo fue echar un montón de azúcar en el tazón de café y beberse un buen sorbo.
-¿Qué, intentando ponerte en pie? -le preguntó Darryl-. Espero que no te importe que te lo diga, pero con esa pinta que tienes... deberías meterte en la cama.
-Gracias por tus amables palabras -replicó ella, poniendo el tazón sobre la mesa-. ¿Cómo es que tu mujer no te ha pegado ya un tiro?
Hirsch se encogió de hombros.
-Nuestro matrimonio se basa en la sinceridad -respondió él, y Michael se echó a reír.
-Lo más extraño de todo es que cuando estaba en Chicago dormía como un lirón, a pesar de las alarmas de los coches que saltaban en mitad de la noche y los vecinos de fiesta hasta las cuatro de la madrugada. Aquí, en este sitio tan tranquilo como una tumba y sin coches a menos de unos cuantos miles de kilómetros a la redonda, me despierto de pronto de madrugada.
-Pero... ¿Cierras bien las cortinas de la cama? -inquirió Darryl.
-Ni se me ocurriría -replicó ella, mojando una tostada en un huevo poco hecho-. Se parecería demasiado a un ataúd.
-¿Has probado a correr las cortinas de opacidad de la ventana?
Ella hizo una pausa, masticando con lentitud.
-Ah, sí, claro, me levanté y trasteé un poco con ellas anoche.
-La idea es cerrarlas antes de acostarse -le recriminó Darryl.
-Lo hice, pero juraría que... -Barnes se detuvo bruscamente y después continuó-. Habría jurado que escuché algo afuera, en la tormenta.
Michael aguardó. Una nota en la voz de la mujer le advirtió lo que se avecinaba.
-¿Que oíste qué...? -preguntó el biólogo.
-Una voz... Gritos.
-Quizá era una banshee -explicó Hirsch, removiendo su plato con el tenedor.
-¿Oíste lo que gritaba? -inquirió Michael en el tono más despreocupado que logró improvisar.
-Me pareció entender, pese al rugido del viento, algo asó como ‹Devuélvemelo›. -Sacudió la cabeza y luego retornó a los huevos y la tostada-. Empiezo a echar de menos las alarmas de los coches.
El periodista logró tragarse el bocado a duras penas, pero decidió guardarse la noticia para sí mismo todavía.
-Esto me recuerda otra cosita... -comentó la doctora mientras rebuscaba en el bolsillo de su abrigo hasta sacar una muestra de sangre en un vial de plástico-. Necesito un análisis de sangre completo de esto.
A Darryl no pareció emocionarle mucho la perspectiva.
-¿Y a qué se debe que recaiga tanto honor en mi persona?
-Porque eres tú el que tiene todo ese equipo tan magnífico en tu laboratorio.
-¿De quién es eso? -preguntó.
-De uno de los reclutas -comentó ella, con brusquedad-, y te lo encargo a ti porque no hay más candidatos capaces de hacer un análisis de sangre.
-Vale -dijo él, golpeándose ligeramente en la boca con la servilleta-, y ya que estamos, también yo tengo algunas novedades.
Michael no estaba seguro de si hablaba en serio.
-Estáis sentados, amigos, al lado de alguien grande de verdad. En la última tanda de cebos he atrapado un ejemplar de una especie desconocida hasta ahora.
Tanto Michael como Charlotte le dedicaron toda su atención a partir de ese momento.
-¿Es eso verdad? -preguntó Michael.
Darryl asintió, sonriente.
-Aunque se relaciona estrechamente con el Cryothenia amphitreta, que permaneció sin descubrir hasta el 2006, no se conoce este pez en concreto.
-¿Cómo puedes estar tan seguro? -inquirió Charlotte.
-He consultado una fuente incuestionable, un pequeño tomo titulado Peces del océano Antártico, y ahí no figura. La morfología de su cabeza no se parece a nada que haya visto antes. Tiene una protuberancia que se bifurca sobre los ojos y una cresta púrpura.
-Eso es estupendo -exclamó Michael-. ¿Cómo le vas a llamar?
-De momento he pensado en llamarle Cryothenia, que como ya sabéis significa ‘procedente del frío’, hirschii.
-Vaya, don Modesto -comentó Charlotte entre risas.
-¿Cómo que don Modesto? -replicó Darryl-. Los científicos llevan toda la vida poniéndoles sus nombres a las cosas, y seguro que le va a sentar como una patada en el culo a un tal doctor Edgar Montgomery, allá en Woods Hole.
-Pues entonces genial -le felicitó Michael.
-Lo que quiero hacer ahora -continuó Darryl-, y de forma inmediata, es ir a por unos cuantos ejemplares más. Debe de haber toda una colonia en las cercanías. Necesito diseccionar el que me he traído, y sería estupendo contar con unos cuantos más para conservarlos intactos.
-A lo mejor tienes suerte -sugirió Michael.
-Murphy nos ha ordenado a todos permanecer en la base hasta que amaine la tormenta, pero espero obtener permiso para llegar por lo menos hasta la caseta de inmersión, donde quiero poner algunas redes y trampas más. Seréis bienvenidos los dos. Les podréis contar a vuestros nietos que estuvisteis presentes allí donde se fraguó la Historia.
Charlotte mojó un poco más de pan en el huevo y añadió:
-Pues la verdad es que me encantaría helarme el culo pescando por ahí, pero creo que en vez de eso me voy a echar una estupenda siestecita, y bien larga.
Pero Michael, que aprovechaba como fuera cualquier oportunidad que surgiera de salir de la base, especialmente ahora que Eleanor estaba fuera de su alcance, repuso:
-Estoy listo, ¿cuándo quieres que vayamos?
Una hora más tarde cruzaron la llanura helada en una motonieve. Michael ejercía de piloto y Darryl iba detrás. El periodista había conducido ese tipo de vehículos durante años y la experiencia solía resultarle de lo más estimulante, pero hacerlo en la Antártida tenía un factor añadido. El aire era tan frío que quemaba y cada centímetro de piel expuesta ardía como si le hubieran prendido fuego, y luego, al cabo de unos segundos, se quedaba totalmente insensible. Por ello mantuvo la cabeza abatida, pegada al manillar, cubierta por el pasamontañas, con los ojos tapados con gafas protectoras y una capucha de piel bien ajustada alrededor.
El paseo hacia la cabina de inmersión, alzada sobre unas patas de hormigón, se les hizo tremendamente corto. Michael dejó que el vehículo se deslizara lentamente hasta alcanzar el pie de la rampa, que moría en la puerta. En el mismo momento en que apagó el motor, el rugido del viento lo inundó todo y les envolvió por completo, hasta el punto de casi derribar a Darryl. El periodista le agarró por el hombro para estabilizarle y después le ayudó a trasladar el equipo al interior. Cerrar la puerta fue una lucha tremenda, ya que el viento racheado amenazaba con arrancarla de las bisagras.
-Jesús -exclamó Michael, y se dejó caer sobre el banco de madera, apartándose la capucha con los mitones.
La temperatura de la caseta no era más agradable que la del exterior a causa del agujero practicado en el suelo, por donde se colaba el frío, pero al menos estaban protegidos del viento. Hirsch encendió los pesados calefactores y durante un par de minutos se limitaron a quedarse allí sentados sin intentar siquiera decir una palabra.
Poco a poco se notó el efecto de los calefactores y la diferencia de temperatura propició la formación de una fina bruma que pendía como un sudario sobre el agujero de inmersión.
-Hay un montón de hielo obstruyendo el agujero -observó Michael-. Vamos a tener que romperlo o no podremos bajar nada.
-¿Y por qué crees que te he traído? -respondió el biólogo, mientras intentaba atar sus trampas y redes a las largas cuerdas sin quitarse los gruesos guantes.
-Debería habérmelo imaginado -comentó el periodista.
Echó un vistazo al equipo y a los instrumentos colgados en las paredes y luego examinó las herramientas esparcidas por el suelo: sierras para el hielo, cables de acero, arpones. El instrumento más apropiado parecía ser una aguzada pica, aunque era imposible usarla sin quitarse las manoplas, lo cual hizo a desgana. A pesar de todo, tenía otros guantes debajo, pero al menos eran más delgados y le permitían cerrar los dedos en torno a la empuñadura.
Una fina película de hielo recién formado cubría el agua, que se hallaba a poco más de medio metro. El trabajo de hacer practicable el agujero consistía en hundir la punta de la pica hasta quebrar el hielo, y luego tirar del instrumento para tomar impulso y dar otro golpe.
El esfuerzo agotador acabó por recordarle a Michael sus años de niñez, cuando debía limpiar con una pala la entrada de la casa después de cada nevada. Su padre siempre le aconsejaba salir y hacerlo cuanto antes, pues, tal y como le decía, ‹no te resultará más fácil cuando la nieve haya tenido tiempo de helarse›. Recordaba bien aquel dolor peculiar que le subía por los brazos cuando hundía la pala en lo que parecía nieve suelta y luego resultaba ser hielo bien duro. El estremecimiento le recorría toda la columna vertebral y hacía que le dolieran hasta los dientes. Estaba reviviendo esa sensación una y otra vez y el hombro que se había dislocado en las Cascadas comenzó a quejarse con amargura.
Al fin, consiguió reducir el hielo del fondo hasta convertirlo en una papilla medio derretida, aunque sabía que comenzaría a fraguar de nuevo con rapidez.
-¿Estás preparado? -le preguntó a Darryl, sintiendo cómo le corría el reguero de sudor por la espalda hasta llegarle a la cintura.
-Ya está... casi -respondió Darryl, probando la abrazadera de una trampa con forma de reloj de arena.
La cuerda tenía redes y cepos atados cada cierta distancia, lo cual le confería un aspecto similar al de la pulsera de un gigante. Hirsch, para sujetarla, la había enlazado y enrollado en torno a los enormes calentadores tipo rodapié de la cabaña. Darryl se arrastró de rodillas hacia el agujero y se inclinó justo en el borde para lanzar dentro del agua el extremo lastrado del cable.
-¿Puedes hacer más hueco? -pidió.
Michael usó la pica para retirar ese puré de cubitos a un lado. Hirsch dejó caer la cuerda dentro del agujero y el lastre sujeto al otro extremo lo arrastró hacia dentro. El torno al que iba atada zumbó conforme iba soltando más cable, arrastrando los distintos artefactos del biólogo hacia las profundidades del océano polar.
Michael utilizó la pica para apartar los grumos de hielo hasta que el instrumento saltó de su mano de forma repentina e inexplicable, y cayó dando tumbos por el agujero de hielo como un tronco que se precipita por un barranco.
-¿Qué demonios ha pasado?
Darryl se echó a reír y alzó la mirada antes de advertirle:
-Murphy te la va a cobrar.
Michael le acompañó en sus risas hasta ver a Darryl salir lanzado de cabeza hacia el agujero. ‹Se habrá enganchado al cable›, pensó en un primero momento para evitar que éste siguiera corriendo, pero el cable simplemente rozó con fuerza debajo de su bota de goma hasta que olió a quemado y continuó desenrollándose.
Y de todas formas, no había sido culpa del cable.
Una manaza de color azul cobalto había aferrado con fuerza a Darryl por el cuello de la parka y alguien intentaba abrirse camino por debajo de la tarima de la caseta. La situación del biólogo no era fácil, pues tenía medio cuerpo fuera y la cabeza y un brazo ya sumergidos en el agua; sin embargo, agitaba el otro como un poseso para repeler a su atacante.
Michael le cogió por las botas y dio un fuerte tirón con el propósito de subirle.
Entonces, alguien se movió por el espacio existente entre la tarima y el hielo del suelo, y enseguida asomó por el agujero una cabeza grande, con la barba congelada y unos globos oculares blancos y enloquecidos.
Era Danzing.
El musher soltó a Darryl en cuanto clavó los ojos en Wilde, como un león distraído ante el descubrimiento de una presa más apetecible, e intentó subir para meterse en la caseta. Darryl estaba empapado y pedía ayuda a gritos.
Sin embargo, Michael podía ofrecerle bien poca. Danzing, cubierto por una capa plateada de nieve congelada, había sacado ya ambos brazos de debajo de la tarima y se elevaba por la abertura como Poseidón surgiendo de las profundidades del mar.
-De... vuel... vemelo -gruñó a través de lo que quedaba de su garganta destrozada.
Wilde le lanzó otra patada, pero Danzing era muy rápido y se anticipó, agarrándole por la bota. Por suerte, ésta estaba húmeda y se le escurrió entre los dedos.
El biólogo había conseguido salir del todo del agujero y ahora estaba agazapado debajo de un banco, donde intentaba secarse el agua del pelo en pleno ataque de pánico. Daba la impresión de ignorar todavía qué le había golpeado ni qué estaba pasando.
Pero Michael sabía perfectamente a quién se enfrentaba. Danzing chorreaba agua helada por los empapados pantalones negros y la camisa de franela, pues debía de haberse mojado mientras intentaba subir por el agujero; seguía de rodillas, mas ya intentaba ponerse en pie. El periodista recorrió las paredes con la mirada hasta que descubrió uno de esos lanzaarpones usados para defenderse de los leopardos marinos. No lo dudó y se subió de un brinco al banco de madera para poder retirarlo de la pared.
Danzing ya se había incorporado y avanzaba hacia él, mas tropezó con el cable, trastabilló y estuvo a punto de caer, lo cual le concedió a Michael el tiempo preciso para preparar el arma y apuntar a la monstruosa criatura que se le echaba encima entre jadeos.
Apenas había distancia entre ellos cuando apretó el gatillo y la punta del arpón en forma de tridente explotó en el interior del pecho del atacante. La fuerza del impacto envió hacia atrás al agresor, pero, a trancas y barrancas, logró detenerse en el mismo borde del agujero y, tras unos segundos de duda, mantuvo el equilibrio; luego, llevó la mano al arpón, todavía clavado en su pecho, y lo aferró con fuerza mientras lo miraba boquiabierto y sorprendido. Michael no perdió el tiempo y con una patada le hizo caer de espaldas por el embudo helado.
Se oyó un fuerte ruido de salpicadura, un gorgoteo, el sonido del hielo resquebrajándose y luego... sólo silencio, roto por el zumbido de los calefactores.
Darryl se quejaba a grito pelado mientras intentaba sacudirse el agua congelada del pelo. Michael aún no podía acudir en su socorro. Cargó el arma y se asomó al borde del agujero con el lanzaarpones dispuesto.
No había nada que ver, excepto el tenso cable de acero reforzado que sostenía las trampas de Darryl y una temblorosa tracería de hielo azulado que comenzaba a cerrarse de nuevo sobre la tumba marina de Danzing.
CAPÍTULO CUARENTA Y UNO
18 de diciembre, 1:00 horas
SINCLAIR PERMANECIÓ ANTE LAS puertas abiertas de la iglesia y se quedó mirando al exterior, hacia la cegadora blancura de una ventisca tan densa que apenas veía el pie de las escaleras. Ni los perros podrían andar por ahí en esas condiciones.
Empujó las puertas con el hombro hasta que las cerró de nuevo y se volvió para contemplar sus dominios: una capilla lóbrega donde los perros del trineo yacían espatarrados sobre el suelo de piedra o acurrucados en apretadas pelotas entre los viejos bancos, un lugar cuyas paredes azotaba el viento implacable, susurrando a través de las grietas de la madera y los marcos de las ventanas. En realidad, sólo era una jaula enorme, eso y sólo eso... y él, nada más que otra bestia aprisionada en su interior.
Sus pensamientos vagaron hasta detenerse en un día, una tarde de domingo en la que había llevado a Eleanor al zoológico de Londres con la esperanza de distraerla, pero las cosas no habían salido todo lo bien que él hubiera deseado. Ella parecía cada vez más alicaída conforme pasaban ante sus ojos un animal tras otro encerrados en sus jaulas, y comenzó a considerar a aquellas criaturas cautivas desde su punto de vista. Muchos estaban solos, confinados en espacios pequeños sin ningún elemento proveniente de la naturaleza, ni arbustos, árboles, rocas, arena o aunque sólo fuera barro helado, que pudieran hacerles sentir más cómodos y en un ambiente familiar para ellos. Eleanor se había aferrado a su brazo y vagaban por el sinuoso sendero, pasando al lado de una fila tras otra de gruesos barrotes de hierro hasta que llegaron al animal más popular de los exhibidos.
El tigre de Bengala.
Envuelto en su elegante piel tapizada de rayas negras, anaranjadas y blancas, caminaba nerviosamente de un lado para otro en un espacio tan pequeño que apenas le permitía darse la vuelta. A sólo unos escasos metros de distancia se congregaba una muchedumbre de espectadores y varios niños le hacían muecas cuando la bestia dirigía una torva mirada en su dirección. Uno de ellos lanzó una bellota entre los barrotes que rebotó sobre el morro del felino. Éste rugió, y ellos se echaron a reír y se palmearon las espaldas unos a otros, llenos de regocijo.
-¡Dejadlo ya, parad de una vez! -les recriminó Eleanor, adelantándose para sujetar la mano de uno de los chicos que iba a lanzar otra bellota. El muchacho se volvió, sorprendido, y sus desaliñados compañeros la rodearon hasta que Sinclair dio un paso adelante a su vez.
-Largaos de aquí -les advirtió en voz baja pero severa-, u os arrojaré dentro de la jaula.
El chico vaciló entre impresionar a sus colegas o salvar el pellejo, y cuando Sinclair adelantó la mano para agarrarle de la manga escogió la segunda opción y salió disparado hasta ponerse fuera de su alcance. Pero una vez que se sintió a una distancia segura, se detuvo para tirarle una bellota y gritarle unas cuantas palabras llenas de desafío.
Sinclair se volvió hacia Eleanor, que había clavado una mirada inmóvil en el tigre. Éste había interrumpido sus vueltas interminables y le devolvía la mirada. No se atrevió a decir una palabra, ya que era como si ella y el tigre hubieran entrado en una silenciosa comunión. Ambos se sostuvieron la mirada el uno al otro durante al menos un minuto, y escuchó decir a un espectador anciano con grandes bigotes blancos y retorcidos hacia arriba:
-Miren, la señora ha sido hipnotizada.
Sin embargo, cuando ella colocó su brazo bajo el de Copley para continuar el paseo le caía una lágrima de los ojos.
Michael se sentía como si hubiera interpretado muchas veces variaciones de esa escena: intentar convencer a Murphy de que lo imposible era posible y que había ocurrido lo impensable. Primero fue que había encontrado a una mujer congelada en el hielo; luego, que Danzing había sido asesinado por uno de sus propios perros; y ahora, que después de haber asesinado a Ackerley, había regresado una vez más para atacar a Darryl en la caseta de inmersión. La única ventaja era que Murphy se había acostumbrado de tal manera a estas extrañas charlas que había dejado de cuestionarse la veracidad de las palabras de Michael o su cordura. En ese momento estaba sentado detrás de la mesa de su despacho, peinándose el espeso cabello canoso con los dedos, más blanco cada día que pasaba. Como observó Michael, hacía preguntas en un tono de voz resignado, casi mecánico.
-¿Estás seguro de que te lo has cargado esta vez con el arpón? -le preguntó al periodista.
-Sí -repuso éste-. Creo que al fin se ha ido para siempre.
Sin embargo, ¿estaba tan seguro como parecía sonar?
-De cualquier manera -replicó Murphy-, voy a ordenar que nadie vaya a la caseta de inmersión por ahora... Sólo será hasta que estemos seguros. Cerciórate de que el señor Hirsch entiende el mensaje alto y claro.
Se oyó una ráfaga de estática procedente de la radio que había detrás de su asiento.
-Velocidad del viento, ciento veinte, nor-noroeste -informó una voz lejana-. Las temperaturas alcanzarán de cinco a quince grados bajo cero, y está previsto que suban hasta los... -Hubo una nueva interferencia y después la voz regresó, continuando-... centro de altas presiones moviéndose en dirección suroeste desde la península chilena hacia el mar de Ross.
-Parece que tendremos mañana un respiro -comentó el jefe, haciendo girar la silla y apagando el cacharro-, al menos por parte de este jodido tiempo. -Luego se volvió para enfrentarse a Michael de nuevo con un impreso en la mano-. El informe de la doctora Barnes -comentó poniéndose las gafas para leer en voz alta- dice: ‹La paciente, la señora Eleanor Ames, que se declara ciudadana inglesa de unos veinte años de edad -se detuvo, echando una ojeada a Michael por encima del borde de las gafas-, se encuentra en situación estable, con todas las constantes vitales estabilizadas en este momento. Muestra todavía signos de hipotensión y arritmias recurrentes, junto con una anemia extrema, que le será tratada definitivamente una vez finalicen los análisis de sangre›.
Abatió el papel.
-¿Tienes idea de cuándo los terminará Hirsch?
-No.
-Que no se te note mucho, pero dale un empujoncito a ver si los remata de una puñetera vez.
-¿Y no sería más eficaz si lo hicieras tú?
-No quiero levantar más sospechas de las que ya circulan por ahí -repuso Murphy-. Todo lo que él sabe es que debe analizar otra muestra de sangre, así que mejor lo dejamos como está. Y por si no lo has notado, el pelirrojo no se lleva nada bien con las figuras de autoridad.
Se recostó otra vez en el sillón, aún enarbolando el papel.
-De modo que éste es el primer documento oficial, fechado y todo, mira tú, que recoge la existencia de la Bella Durmiente.
-Eleanor Ames -le corrigió Michael.
-Ah, vale, llevas razón, la verdad es que es bastante real ya. -Guardó la hoja dentro de una carpeta de plástico azul con gestos deliberados-. Y en consecuencia, todo lo que suceda de aquí en adelante tendrá que quedar debidamente registrado -comentó-, o por otra parte podemos optar por no generar ningún documento, al menos de momento, y sin que circule ninguna información. En otras palabras, la elección es ésta: o no dejar registros escritos o soltar la boca. ¿Entiendes lo que quiero decir?
El reportero asintió.
-Lo último que necesitamos, lo último en este puto mundo, es tener más gente encima de la que ya se nos va a echar, desde la NSF a cualquier otra agencia a la que se le ocurra declararse competente en este asunto. Me he pasado dos años hasta poder cualificarme para obtener una pensión completa. No me gustaría tenerlos por aquí cumplimentando formularios y haciendo declaraciones. -Hizo un gesto en dirección a una tambaleante pila de papeles y formularios de aspecto oficial en una bandeja de oficina-. ¿Ves esto? Toda esta mierda no es más que jodida rutina. Imagínate qué ocurriría si se hiciera público lo que te he leído.
Michael se lo imaginaba la mar de bien. De hecho, ya se estaba preguntando qué era lo que le iba a decir, y qué no, a su editor, Gillespie, durante su próxima conversación.
-Estando las cosas como están, éste es el motivo de que te pida que te guardes para ti mismo todo lo que puedas. Y ya que estamos en ello, hazme un favor más.
-Haré cuanto esté en mi mano.
-Me gustaría que fueras el contacto, o como quieras llamarle, con la señorita Ames. Échale una mano a Charlotte y mantenme informado de lo que ocurra, qué tal va la paciente, qué hace, qué crees tú que debemos hacer. No me parece necesario decirte que no pienso que haya ocurrido jamás nada parecido a esto, en ningún otro momento y lugar, y no tengo ningún interés particular en difundir por ahí que está aquí a cualquiera que no lo sepa ya. Me gustaría llevar esto con calma, discreción y precaución.
-Pero ¿tu plan consiste en dejarla confinada en la enfermería? -inquirió Michael-. Porque te aseguro que se le va a ir la olla ahí dentro. Al menos a mí me ocurriría seguro.
-Ya veremos, lo que hagamos dependerá de cómo vayan las cosas, y no antes de haber obtenido más información de Darryl y Charlotte.
-¿Y qué hay de su compañero, el hombre al que ella llama Sinclair? -le urgió el reportero-. Si las predicciones mejoran, ¿podríamos regresar a Stromviken para buscarle?
-Mañana mismo, si el tiempo no lo impide. Entonces a lo mejor podemos organizar una partida de búsqueda. -Lo cierto es que sonó como si no tuviera el más mínimo interés en ello; Wilde sospechaba que guardaba la esperanza de que ese Sinclair, que desde su punto de vista no era más que otro marrón de cuidado, desapareciera sin más-. A lo que me refiero es a que vayamos a cosa por vez -continuó Murphy-. Si asumimos que ella es quien dice que es, y dice que es...
-Me he roto la cabeza para buscarle otra explicación a todo esto -le interrumpió el reportero-. Créeme, lo he intentado de veras.
-Bueno, vale, sigue intentándolo -replicó el jefe O’Connor-, pero si lo asumimos así, y continuando la línea del argumento, pensamos que tienes razón, ¿qué pasaría si ella se contagia de algo procedente de alguien de por aquí, algo para lo que no esté inmunizada?
Michael no había pensado en aquello y se le escapó una exclamación ahogada.
-¿Te das cuenta? -insistió Murphy, alzando las manos-. Éste es el tipo de cosas que hemos de considerar. Quiero decir, no soy médico, pero diablos, si lo fuera, sabría qué hacer respecto a Ackerley.
Michael también había estado preguntándose sobre este asunto. No se había hecho ningún anuncio de su muerte, y era sólo cuestión de tiempo el que alguien se diera cuenta de que nadie había visto al escurridizo Gnomo durante bastante tiempo.
-¿Y qué es lo que has hecho con el cuerpo? -le preguntó Michael.
-Está almacenado en frío -repuso Murphy-. Se lo he comunicado a su madre, ya que vive con ella, allí en Wilmington, pero la verdad, estaba tan empanada que no he conseguido hacérselo entender. No he realizado ningún informe oficial, porque es lo segundo que pasa, y teniendo en cuenta que ocurrió tan de seguido a lo de Danzing, ya me puedo dar por contento si no aparece una maldita delegación del FBI a investigar. -Una repentina racha de viento sacudió todo el módulo hasta los bloques de cemento sobre los que se apoyaba-. Por eso le pedí a Lawson que fuera allí y limpiara el laboratorio de botánica, y que intentara proteger aquello en lo que estuviera trabajando.
Parecía una decisión buena, e incluso loable, pero Michael se preguntaba si habría alguien en la base capaz de mantener todas las plantas vivas, especialmente aquellas orquídeas con sus largos y delicados tallos. Todo en la Antártida parecía conspirar contra la supervivencia, contra la vida, y conforme se acercaba el momento de su marcha, sólo podía pensar en aquello, en la única persona que el frío eterno había protegido realmente, acogiéndola en su seno.
-Y no olvides lo que te he dicho sobre esa mujer, la tal Ames -le gritó Murphy-. Trátala con guante blanco en todo momento.
Michael se dejó caer por la enfermería por si ella estaba despierta y consciente. No quería parecer un pretendiente inoportuno, pero al mismo tiempo deseaba desesperadamente conocer su historia. Llevaba a cuestas, en su mochila, sus cuadernos y bolígrafos de reportero y una grabadora del tamaño de una palm. Dudó sobre si llevarse o no su cámara, pero le pareció que era un poco indiscreto y le daba miedo incomodarla. Así que decidió que las fotos podían esperar.
Sin embargo, se dio cuenta de que no había escogido la mejor ocasión. Tocó en la puerta cerrada, a pesar de que la enfermería generalmente estaba abierta de par en par, y escuchó a Charlotte apresurarse en el interior.
-¿Sí? -preguntó-. ¿Quién está ahí?
El reportero se identificó y la puerta se entreabrió el espacio suficiente para dejarle entrar. Charlotte, con su ropa de hospital de color verde, tenía un aspecto tenso, y a Eleanor no se le veía por ninguna parte, allí en la zona destinada a los enfermos.
-¿Está despierta?
La doctora suspiró y luego asintió.
-¿Va todo bien?
Ella inclinó la cabeza hacia un lado y dijo en voz baja:
-Tenemos lo que tú llamarías algunas dificultades técnicas.
-¿Y de qué tipo...?
-Psicológicas, emocionales... Problemas de adaptación.
Se oyó un sollozo procedente de la zona de enfermos.
-Es decir, no creo que sea exactamente un shock -aclaró la doctora-, dadas las circunstancias, pero le he administrado otro sedante suave, a ver si le ayuda.
-¿Crees que sería positivo que entre y hable con ella antes de que le haga efecto? -susurró Michael.
Charlotte se encogió de hombros.
-Quién sabe... Quizá le sirva para distraerse un poco. -Pero cuando él se dirigía hacia donde se encontraba la enferma, le advirtió-: Eso siempre que no le digas nada que la altere.
Michael se preguntó cómo era posible decirle algo a Eleanor Ames sin mencionar nada que pudiera molestarla.
Cuando entró en la zona, se la encontró de pie con un suave y esponjoso albornoz blanco, mirando hacia fuera por el estrecho panel de la ventana. La mayoría del cristal estaba cubierto de nieve y sólo dejaba pasar un pálido simulacro de luz diurna. Volvió rápidamente la cabeza cuando él accedió a la habitación, temerosa, asustadiza y claramente algo avergonzada por haber sido sorprendida con aquel atuendo doméstico. Tiró de las solapas del albornoz para cerrarlas bien y después retornó a su contemplación de la ventana.
-No hay mucho que ver hoy -comentó Michael.
-Él está ahí fuera.
El reportero no tuvo que preguntar a quién se refería.
-Está allí fuera, completamente solo.
Una abundante bandeja de comida yacía intacta en la mesilla de noche.
-Y ni siquiera sabe que le he dejado en contra de mi voluntad.
Eleanor comenzó a andar de un lado para otro con un par de zapatillas blancas y los ojos llorosos clavados en la ventana. Había experimentado una transformación extraña; la primera vez que Michael la había visto, en el iceberg y luego en la iglesia, le había parecido tan ajena a este mundo, tan fuera de lugar y de época. Nunca había puesto en duda que estaba hablando con alguien de quien le separaba un gran abismo de tiempo y experiencia, sin lugar a dudas.
Pero ahora, con el cuello del albornoz blanco ceñido alrededor del rostro, el cabello recién lavado colgándole libremente por la espalda, y arrastrando las zapatillas por el suelo de linóleo, tenía el mismo aspecto exacto de cualquier otra joven que acabara de salir de una cabina de tratamiento de spa pijo.
-Ha sobrevivido a muchas cosas -afirmó Michael, escogiendo las palabras cuidadosamente-. Estoy seguro de que podrá sobrevivir también a esta tormenta.
-Eso era antes.
-¿Antes de qué?
-De que yo le abandonara. -Tenía un puñado de pañuelos de papel húmedos hechos una pelota en la mano y los usó para secarse las lágrimas.
-No tuvo elección -añadió Michael-. ¿Cuánto tiempo hubiera podido resistir allí, comiendo alimento para perros y quemando viejos breviarios para mantener el calor?
¿Había hablado con demasiada precipitación? Estaba intentando consolarla, pero sus ojos verdes habían relampagueado en una muda advertencia.
-Hemos pasado por cosas peores juntos. Cosas peores de las que usted jamás haya conocido y que jamás pueda imaginar. -Le dio la espalda y sus frágiles hombros se agitaron debajo del albornoz.
Michael dejó la mochila en el suelo y se sentó en la silla de plástico que había en una esquina de la habitación. Algo en su interior le decía que la actitud más comprensiva sería simplemente marcharse y regresar cuando ella se hubiera tranquilizado, pero, por otro lado, a lo mejor era lo que deseaba pensar, algo le decía que a pesar de su pena y su confusión, ella no quería que él se fuera en realidad... que extraería algo de consuelo del hecho de que él se quedar allí. En el entorno artificial en el cual la habían metido, él podría ser una especie de nota familiar.
-La doctora me ha dicho que no puedo salir de aquí -comentó Eleanor, en un tono de voz más tranquilo.
-Desde luego no con esta tormenta -afirmó él en tono ligero.
-De esta habitación -precisó la joven.
Desde el principio el reportero había entendido lo que ella quería decir.
-Es sólo de momento -le aseguró-. No queremos exponerla a nada, como gérmenes, bacterias o cosas así, contra lo que usted no tenga defensas naturales.
Eleanor dejó escapar una risa amarga.
-He cuidado de soldados con malaria, disentería, cólera y fiebre de Crimea, la cual contraje, por cierto. -Inspiró profundamente-. Y como puede ver las he sobrevivido todas. -Entonces se volvió hacia él y dijo con algo más de alegría-: Pero la señorita Nightingale, desde luego, ha estado impulsando grandes reformas en este sentido. Hemos empezado a airear las salas del hospital, incluso por la noche, para disipar los miasmas que se forman. Y yo personalmente creo también que introduciendo mejoras en la higiene y la nutrición se pueden salvar una gran cantidad de vidas. Es sólo cuestión de convencer a las autoridades pertinentes.
Era el discurso más largo que le había oído pronunciar y ella también debió de quedar sorprendida de su propia locualidad, porque se detuvo de repente y un ligero rubor le inundó las mejillas. A Michael le quedó claro que era fácil adivinar lo seriamente que se había tomado sus deberes como enfermera.
-Pero ¿qué estoy diciendo? -masculló ella entre dientes-. La señorita Nightingale hace mucho que murió. Y sin duda, todo esto que acabo de decir debe de haber sonado estúpido. El mundo ha seguido su camino y aquí estoy yo contándole cosas que usted debe saber ya, porque se debe de haber comprobado hace muchos años si son verdad o están completamente equivocadas. Lo siento, me he olvidado.
-Florence Nightingale llevaba razón -comentó Michael-, y usted también. -Hizo una pausa-. Y no estará confinada en esta habitación durante mucho tiempo. Veré qué podemos hacer.
Ella ya había estado expuesta a él y a los gérmenes que pudiera acarrear consigo, así que, pensó Michael, ¿qué problema habría en otros posibles contactos? Y en cuanto a encontrarse con otras personas dentro de la base, tanto probetas como reclutas, bueno, seguro que había montones de formas de andar de un lado para otro sin generar muchas interacciones. Point Adélie no era precisamente la estación Grand Central.
Eleanor se sentó en el borde de la cama, frente a Michael. El sedante debía de estar haciéndole efecto porque había dejado de llorar y ya no se retorcía las manos.
-Contraje la fiebre después de la batalla. -El reportero se moría por sacar la grabadora, pero no quería hacer nada que pudiera confundirla o molestarla en ese estado de ánimo tan voluble. Le dejó seguir-: Sinclair, el teniente Sinclair Copley, del 17º de lanceros, resultó herido en la carga de la caballería. Cogí la enfermedad mientras le cuidaba.
Tenía la mirada como ausente, y Michael se dio cuenta de que incluso el tranquilizante más suave debía de tener mucho efecto en alguien que jamás los había tomado.
-Pero la verdad es que tuvo suerte. Murieron casi todos sus compañeros, incluso su querido amigo el capitán Rutherford. -Suspiró y bajó la mirada- Según lo que me dijeron, la caballería ligera resultó completamente destruida.
Michael casi se cayó de la silla. ¿La caballería ligera? ¿Estaba hablando de la famosa carga de la caballería ligera, aquella que inmortalizara el poema de Alfred Tennyson? ¿Hablaba de una experiencia de primera mano?
¿Estaba sugiriendo entonces que su compañero congelado, ese teniente Copley, era un superviviente de la carga? Fuera lo que fuese, una fantasía coherente o un registro histórico de inimaginable autenticidad, debía tomar nota.
Deslizó una mano dentro de su mochila, y con destreza sacó la grabadora.
-Si no le importa -la informó-, voy a usar este instrumento para registrar nuestra conversación.
Y apretó el botón.
Durante un buen rato, ella observó con gesto pensativo a su interlocutor y a la pequeña y brillante luz roja indicadora de que estaba en marcha, pero parecía como si no le importara en realidad. Él no estaba seguro de que ella hubiera entendido lo que le estaba diciendo, o lo que la máquina hacía en realidad. Tenía la sensación de que había tantas cosas que le resultaban novedosas, desde las doctoras negras hasta las luces eléctricas, que escogía sólo algunas cosas, una por vez para captarlas y procesarlas.
-Les ordenaron atacar las posiciones de los cañones rusos -continuó ella- y fue entonces cuando les aniquilaron. Había piezas de artillería en las colinas, a cada lado del valle, así que las probabilidades en contra eran sobrecogedoras. Estuve trabajando noche y día, igual que mi amiga Moira y las demás enfermeras, pero no podíamos con todo. Había demasiadas batallas, demasiados hombres heridos o agonizantes. No pudimos hacer más.
Él pudo observar en sus ojos cómo ella había retrocedido hasta ese momento y volvía a revivirlo.
-Estoy seguro de que usted hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudar.
Le devolvió una mirada compungida.
-Hice cuanto pude y más -aseguró, con rotundidad. Sus ojos se nublaron al recordar aquellos sucesos que aún tenían el poder de obsesionarla-. Todas nosotras nos vimos obligadas a hacer cosas para las que no nos habían preparado.
Y el reportero comprobó entonces que aquella marea de la memoria la arrastraba consigo de regreso a su época.
A la noche siguiente de encontrar a Sinclair, lo recordaba muy bien, se había apropiado en secreto de varias cosas, entre ellas un vial de morfina. Valía más que el oro, y por ello la señorita Nightingale mantenía un ojo atento a las reservas de la misma. Escogió el momento en que ésta había dado ya la última vuelta y se suponía que Eleanor tenía que estar en las habitaciones de las enfermeras, profundamente dormida, para deslizarse por las tortuosas escaleras con una lámpara turca en la mano y rehacer el camino hacia las salas de los afectados por la fiebre. Varios soldados la confundieron con la señorita Nightingale y susurraron bendiciones a su paso.
-¿Eso sucedió después de qué batalla? -la interrumpió Michael amablemente, aunque la voz la despertó bruscamente de su ensoñación.
-Balaclava.
-¿En qué año ocurrió?
-A finales de octubre de 1854. Y los barracones del hospital estaban tan atestados que los hombres yacían sobre la paja, hombro con hombro.
El highlander, recordó, aquel que una vez le había advertido en su delirio de que Sinclair era un hombre malo, estaba justo a su lado. Si también lo veía sufrir mucho, había decidido compartir con él el contenido del vial, pero dedujo que era completamente innecesario en cuanto llegó a la sala. Dos camilleros con el rostro cubierto con pañuelos estaban inclinados sobre el cuerpo del escocés para cerrar los dos lados de su mugrienta manta de lana sobre él, pero no antes de que Eleanor captara un atisbo del rostro. Estaba tan blanco como una valla recién pintada de cal y la piel tenía el aspecto de una pieza de fruta seca de la que se había extraído todo el zumo y la pulpa.
-Buenas tardes, señorita -le dijo uno de ellos-. Soy yo, Taylor. -La joven reconoció al tipo orejudo del día de la amputación fatal de Frenchie-. Y Smith también está aquí -le informó, señalando al tipo fornido que cosía a toda prisa los dos lados de la manta. Ella sabía que aquel envoltorio asqueroso serviría como sudario y ataúd del muerto y que arrojarían su cuerpo en una fosa común abierta en las colinas cercanas.
Alzaron el cuerpo del suelo a la de tres y Taylor se echó a reír por debajo de su pañuelo.
-Este tipo es más ligero que una pluma.
Se deslizaron fuera de la sala, balanceando el cuerpo envuelto en la manta entre ellos y Eleanor pudo arrodillarse en el espacio que había dejado para atender a Sinclair, que, para su alivio, mostraba una mejoría evidente e inesperada.
Michael volvió a interrumpirla.
-Usted y las otras enfermeras bajo el mando de la señorita Nightingale... ¿Cuántas eran en total?
-No muchas... Un par de docenas en los mejores momentos -respondió ella, con aspecto cansado-. Muchas cayeron enfermas y murieron, pero tanto Moira como yo resistimos. Yo había encontrado una camisa limpia y una navaja para Sinclair. Usé la navaja para cortarle el pelo, ya que lo tenía infestado de piojos, y después le ayudé a afeitarse.
-Debió de estarle muy agradecido.
-Llevaba en el bolsillo el vial de morfina.
-¿Se lo dio usted también?
Apareció en su rostro una mirada vacilante.
-No. No lo hice. Tenía tan buen aspecto que pensé en guardarlo... por miedo a que tuviera una recaída y lo necesitara entonces. -Alzó los ojos hasta Michael-. Era muy difícil de obtener.
-Ahora pasa igual -le explicó el reportero-. Eso es lo único que no ha cambiado. Sin embargo, él se recuperó, así que debió usted de sentirse muy contenta... y también orgullosa.
-¿Orgullosa? ¿Orgullosa de qué?
Eleanor jamás habría usado esa palabra. Nunca había vuelto a sentir orgullo en su vida después de saber cuáles eran sus espantosas necesidades, y menos todavía después de ayudarle a satisfacerlas.
Y cuando se vio obligada a compartir esas mismas necesidades, no había sentido nada más que un sentimiento de vergüenza abrumador y permanente.
-¿Qué hicieron cuando él se recuperó y terminó la guerra? ¿Regresaron ambos a Inglaterra?
-No -replicó ella, dejándose llevar por sus pensamientos durante unos momentos-. Jamás retornamos a casa.
-¿Y eso por qué?
¿Cómo iban a volver después de haberse convertido en aquello? Porque ella enfermó nada más empezar la mejoría de Sinclair. La visita a la sala de afectados por la fiebre había tenido sus consecuencias y a la mañana siguiente, Eleanor notó los primeros síntomas: un mareo ligero y una viscosa humedad extendiéndose por su piel. Hizo cuanto pudo por disimularlo, ya que sabía que no tendría posibilidades de ver a su amado una vez la relevaran de sus obligaciones. Sin embargo, cuando acudió a su lado para llevarle un cuenco de sopa de cebada, tropezó con sus propios pies, derramando la sopa y cayéndose casi encima de él. Copley la sujetó en sus brazos y llamó pidiendo ayuda.
Un camillero con pañuelo llegó hasta allí arrastrando los pies, con la colilla de un cigarro tras la oreja, pero avivó el paso cuando vio que era Eleanor la que necesitaba ayuda y no un soldado agonizante cualquiera.
Sinclair se sentía muy acongojado y ella intentó, incluso en la situación en la que estaba, asegurarle que se encontraba bien. La escoltaron de vuelta a las habitaciones de las enfermeras en la torre, donde antes de acostarla Moira le puso inmediatamente un vaso de oporto en los labios. Era un misterio cómo se las apañaba para encontrar este tipo de cosas. Eleanor recordaba poco de lo sucedido durante la semana siguiente... aparte de ver el rostro preocupado de Moira encima del suyo, una y otra vez... y el de Sinclair en el transcurso de esa noche inolvidable.
Fue consciente del bajo sonido siseante de la máquina sólo cuando dejó de hablar. Incluso no se había dado cuenta de haber estado hablando.
-¿Por qué no regresaron nunca a Inglaterra? -insistió Michael de nuevo.
-Allí no habríamos sido bienvenidos -aclaró ella finalmente, apoyándose en las manos-. No la menos... teniendo en cuenta lo que éramos. Nos habíamos convertido en... ¿cómo les llaman ustedes? -Empezaba a mostrarse soñolienta, confusa; fuera lo que fuese lo que le hubiera dado la doctora estaba consiguiendo su objetivo de forma indudable-. ¿Cómo les llaman a quienes han sido expulsados de su propio país?
-¿Exiliados? -sugirió él.
-Sí -murmuró ella-, creo que ésa es la palabra. Exiliado.
Se oyó un ligero click y la joven bajó la mirada para ver cómo se desvanecía la luz roja de la pequeña cajita siseante del reportero.
-Ah, vaya, su faro se ha apagado.
-Bueno, lo volveremos a encender en otro momento -repuso el reportero, alzándole los pies del suelo con suavidad para depositarlos en la cama-. Y ahora, creo que debería dormir un rato.
-Pero tengo unas rondas de visitas que hacer... -dijo ella, mientras luchaba sin éxito para sujetarse la cabeza antes de que cayera de nuevo sobre la almohada. Sentía una creciente sensación de urgencia. ¿Por qué yacía ella allí cuando debía estar visitando las salas? ¿Por qué andaba allí parloteando mientras los soldados morían?
Alguien le quitó las zapatillas.
-No estoy cumpliendo ni mucho menos con mis obligaciones...
Una vez que cerró los ojos, Michael le echó una manta por encima. Se había quedado profundamente dormida otra vez. Guardó la grabadora y el cuaderno, después bajó la persiana y apagó la luz.
Y luego, simplemente se quedó allí como un centinela, observándola bajo aquella tenue luz que penetraba en la habitación. Ya había estado de vigilancia otras veces como ahora, reflexionó. La mata apenas se movía mientras ella respiraba y tenía la cabeza vuelta contra la almohada. ¿Dónde estaría ella ahora? ¿Y qué extraña concatenación de sucesos la había llevado hasta su terrible fallecimiento, envuelta en cadenas y confiada al mar? Ésa era una pregunta que no sabría nunca cómo ni cuándo hacer, pero lo que sí sabía era que le quedaba muy poco tiempo. El permiso del NSF finalizaba en un par de semanas. Y aun así, ¿quién sabía qué reacción experimentaría al revivir un drama como ése? Los mechones sedosos de su pelo le cruzaban la mejilla y aunque sintió el momentáneo impulso de apartarlos, sabía que no debía tocarla. Ella se encontraba en algún lugar muy lejano... Era una exiliada de una época y un lugar que ya no volverían a existir jamás.
CAPÍTULO CUARENTA Y DOS
19 de diciembre, 2:30 horas
TODO HABÍA IDO A pedir de boca hasta que el análisis de sangre encargado por Charlotte le distrajo, refunfuñó Darryl.
Había trabajado muy duro en las muestras de sangre y tejidos del Cryothenia hirschii, el descubrimiento que se iba a convertir en la base de su prestigio científico, y los resultados preliminares habían sido espectaculares: la sangre del pez no estaba libre por completo de hemoglobina, sino que también era misteriosamente baja en aquellas glicoproteínas anticongelantes objeto de su estudio. En otras palabras, esa especie podía prosperar en las aguas gélidas del océano Antártico, pero siempre que fuera extremadamente cuidadosa. Tenía menos protección contra la congelación que todas las demás especies examinadas hasta la fecha, y un mero roce con hielo real se propagaba por todo su cuerpo como un relámpago y la congelaba al instante y donde se encontrara. Quizá por eso había descubierto el primer ejemplar, e incluso aquellos otros dos que ahora nadaban en el tanque del acuario, muy cercanas a la costa, y vagando cerca de la corriente cálida que fluía de una de las cañerías de desagüe del campamento. O quizá podría haber sido que simplemente les gustaban los rayos de luz diurna, por tenues que fueran, que se filtraban a las profundidades a través de los agujeros de la caseta de inmersión. Fuera cual fuese la razón, él estaba agradecido de haberlos encontrado.
Estaba registrando todos los nuevos datos, que hacían su hallazgo cada vez más original y valioso, cuando recordó el favor que le había prometido a Charlotte. Sacó la muestra del frigorífico y notó que en la etiqueta no había ningún nombre sino sólo dos iniciales: «E.A.». Repasó mentalmente con rapidez los nombres de los probetas, pero ningunos de ellos correspondía con aquellas dos letras. Así que debía de proceder de uno de los reclutas; tenía relación con unos cuantos y un par más que sólo conocía por sus apodos: Moose y T-Bone. Por otro lado, Charlotte no le había dado instrucciones acerca de qué era lo que debía buscar, lo cual resultaba bastante molesto. ¿Es que no se daba cuenta de que él tenía también mucho trabajo?
Afortunadamente, el laboratorio de biología marina poseía todo aquello que un hematólogo pudiera necesitar, desde el último modelo de centrifugadora hasta un autoanalizador que realizaba ensayos monoclonales, estudios fluorométricos y lecturas ópticas avanzadas de plaquetas, y todo en una sola tacada. Pasó toda la batería de test, desde el de la alanina aminotransferasa hasta los triglicéridos, además de todo aquello que pudiera encontrarse entre medias, y mientras esperaba para llevarle los datos a Charlotte, leyó de pasada los datos impresos, lo cual le dejó helado. No tenían sentido y en algunos casos podría haber estado mirando los resultados de uno de sus ejemplares marinos. Mientras que un milímetro cúbico normal de sangre humana contiene una media de cinco millones de glóbulos rojos y siete mil de glóbulos blancos, en esta muestra ambos mostraban resultados casi inversos. Si la analítica era correcta, el paciente de Charlotte hacía que el pez recién descubierto por él pareciera en comparación un animal vital y de sangre bien roja.
Esto le convenció de que el resultado no podía ser correcto o de que había intercambiado las muestras sin querer. «Caramba», pensó, «lo mismo estoy pillando el Gran Ojo y ni siquiera me he dado cuenta». Tendría que pedirle a Michael que comprobara hasta qué punto se encontraba aún en la realidad, pero antes, y únicamente para comprobar que el equipo funcionaba correctamente, introdujo una muestra de su propia sangre y los resultados fueron correctos. De hecho, tenía el colesterol más bajo de lo normal, lo cual le alegró mucho. Con los restos de la muestra de «E.A.» realizó un nuevo análisis... y obtuvo los mismos resultados.
Si eso era sangre humana, sólo los niveles de toxicidad habrían matado al paciente en menos de lo que dura un latido de corazón.
Quizá, reflexionó, lo mejor sería salir del laboratorio un rato y aclararse un poco la mente. Desde la pasada visita a la caseta de inmersión, donde Danzing casi había conseguido ahogarle, había estado encerrado en su cuarto o en el laboratorio. El cuero cabelludo y las orejas le dolían todavía a consecuencia de la ligera congelación, así que como medida de precaución había estado tomando un anticoagulante y una tanda de antibióticos. En el Polo Sur, el no prestar atención a las pequeñas cosas, una mancha azul en un dedo del pie, una sensación de quemazón en las puntas de los dedos, podía costarte una extremidad o... incluso la vida. Y tampoco era que aquel mal tiempo incansable hiciera las actividades al exterior más fáciles... Se preguntó, mientras guardaba los resultados del laboratorio en los bolsillos de su parka, cómo el personal de Point Adélie que «sobrehibernaba», como le llamaban, se las apañaba para resistir. Seis meses de mal tiempo ya era suficientemente malo, pero seis meses de mal tiempo sin sol siquiera era del todo inconcebible.
Fuera, el viento soplaba con tanta fuerza que al intentar inclinarse para resistirlo no lo conseguía y permanecía erguido. Agachó la cabeza y empujó hacia delante, sujetándose a las cuerdas guía que habían puesto a lo largo de las explanadas que se extendían entre los laboratorios y los módulos comunes. A su izquierda, las luces del laboratorio de botánica de Ackerley brillaban con fuerza. Se le ocurrió de pronto que hacía tiempo que no le había visto y pensó que sería buena idea pasarse por allí para saludar. Y quizá a lo mejor mangarle una o dos fresas.
Cuando llegó a la celosía de madera ubicada delante de la puerta, tuvo que aferrarse con fuerza al azotarle una racha de viento particularmente violenta; luego, se impulsó rampa arriba hacia el laboratorio. Ackerley había instalado una doble cortina de grueso plástico para entorpecer la corriente de aire procedente de la puerta y cuando Darryl las apartó se internó en el calor la luz brillante y la humedad familiares del laboratorio. «Debería venir aquí más a menudo», pensó, «es como unas vacaciones en un mar tropical».
-Hola, Ackerley -saludó mientras sacudía los pies en la esterilla de goma-. ¡Necesito una guarnición de ensalada!
Pero la voz que le respondió no era la de Ackerley, sino la de Lawson, y procedía de algún lugar detrás de las mamparas metálicas. Darryl se sacó la parka con un encogimiento de hombros y también el gorro, los guantes y las gafas, dejándolas en un desvencijado perchero tallado en el hueso de una ballena, y se fue en busca de Lawson.
Lo encontró sobre una peldañera ocupándose de un racimo de rojas fresas maduras que colgaban de una tracería de tubos empañados de vaho. Alrededor de su cabeza lucía racimos de relucientes frutas húmedas y, sobre las mesas, contenedores transparentes en los cuales había toda una auténtica jungla de otras plantas, como tomates, rábanos, cogollos, rosas y, lo más maravilloso de todo, orquídeas. Lucían una docena de colores distintos, desde el blanco, pasando por el fucsia, hasta el amarillo dorado. Se alzaban sobre unos extraños tallos inclinados que parecían las patas de una grulla.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó Darryl-. ¿No es éste el trabajo de Ackerley?
-He venido a echar una mano -respondió Lawson, sin comprometerse.
-Esto es como Hawai -comentó Darryl, alzando el rostro hacia las luces cálidas y brillantes montadas en el techo por encima de los tubos-. No me extraña que Ackerley odie salir de aquí. -Le echó el ojo a una fresa particularmente suculenta y dijo-: ¿Crees que le importará si pruebo una?
Lawson le miró desde lo alto de la escalerilla y contestó:
-No. Cógela.
Hirsch alzó el brazo y tomó la más baja de las fresas colgantes y después se la introdujo en la boca. El tío Barney se las apañaba para cocinar una gran cantidad de comida rica, pero no había nada comparable al sabor de una fresa recién cogida del tallo.
-A propósito, ¿dónde está él?
Lawson se encogió de hombros.
-Pregúntale a Murphy.
Esto le resultó extraño. ¿Por qué tenía que preguntarle al jefe O´Connor? También era raro que hubiera alguien allí en ausencia de Ackerley. Se parecía mucho a él, no quería que nadie extraño anduviera por su laboratorio sin estar presente.
Pero ahora que lo pensaba, tampoco el sitio tenía aspecto normal. Por lo general, estaba limpio y ordenado; sin embargo, al volver la vista a un lado y mirar por un tosco pasillo, vio un par de armarios volcados sobre un suelo manchado de tierra y lleno de muestras de líquenes y musgos. Además, descubrió una escoba y un recogedor apoyados sobre un estante, y también una bolsa negra de basura que parecía llena de desechos. «¿Qué pasa aquí? ¿Han nombrado a Lawson nuevo jardinero ayudante?», se preguntó para sus adentros.
El biólogo intentó un par más de trucos para entablar conversación, pero terminó dándose cuenta de que Lawson quería que se marchara. Normalmente, el chico era bastante sociable, e incluso en algunas ocasiones casi podía llamársele gregario, pero desde luego no en ese momento. Quizá no estaba contento con su nuevo trabajo y sólo quería terminarlo lo antes posible.
Darryl le dio las gracias por la fresa y se puso encima de nuevo todo el equipo. Algunas veces le daba la sensación de que se pasaba la mitad del tiempo en el Polo quitándose y poniéndose las mismas capas de ropa.
Cuando abandonó el laboratorio de botánica, avanzó con gran esfuerzo hacia el patio de la bandera, aferrándose con fuerza a las cuerdas guía. La nieve era tan espesa en el aire que era difícil ver nada a unos cuantos metros adelante, pero cuando se acercó al módulo de administración, vio a Murphy y a Michael con los rostros abatidos, abriéndose camino por la explanada hacia alguno de los módulos destinados a almacén. Les habría llamado, pero sabía que su voz sería arrastrada por el viento, así que se limitó a seguirles. Se dirigieron hacia uno de los cobertizos destartalados donde abrieron el candado de las puertas de acero corrugado y se metieron dentro.
Esto picó la curiosidad de Hirsch. Jamás se le debe presentar un misterio a un científico sin esperar que intente resolverlo.
El biólogo se desplazó sigilosamente dentro del cobertizo y después de quitarse las gafas cubiertas de nieve echó una mirada alrededor. Era una especie de antesala, llena de cajones de cocina y suministros para la base. Había un par de puertas de acero algo más allá que también estaban abiertas... y daban a lo que Darryl supuso había servido alguna vez como almacén y despensa para la carne.
Se adentró un paso y se detuvo abruptamente cuando vio que Murphy se volvía hacia él y le encañonaba con un arma. El reportero también estaba armado con un lanzaarpones.
-Madre del cielo, ¿qué mierda estás haciendo aquí? -inquirió el jefe con un susurro lleno de ansiedad.
Darryl estaba demasiado aturdido a la vista del armamento exhibido para ser capaz de contestar.
Michael abatió el lanzaarpones y dijo:
-Vale, lo hecho, hecho está. Simplemente quédate ahí detrás, y bien quietecito.
-¿Por qué?
-Lo sabrás dentro de un minuto.
Murphy lideró la marcha con cautela y se desplazaron por un pasillo de unos tres metros de altura flanqueado por pilas de cajas y cajones hasta que le dieron la vuelta a una esquina y Darryl vio un cajón de madera alargado marcado con la etiqueta «Condimentos variados Heinz», encima del cual, y de forma inexplicable, una esposa ensangrentada colgaba de un tubo.
-Mierda -masculló Murphy-, mierda, mierda, mierda.
«Pero ¿qué demonios buscan?», se preguntó Darryl. «¿Qué esperan encontrar?». Durante un momento, se preguntó si no habría regresado Danzing. ¿Cómo era que el arpón que le había atravesado el pecho no le había enviado derecho al fondo del mar?
-Ackerley -dijo Murphy, elevando la voz ligeramente-. ¿Estás aquí?
¿Ackerley? ¿Estaban buscando a Ackerley? ¿Aquí o por todas partes? Y si era así, ¿a qué le tenían tanto miedo? Ese hombre era tan inofensivo como una de sus coles.
Se oyó un sonido parecido a un rasgueo, como el de un bolígrafo sobre el papel, y todos avanzaron silenciosamente hacia el siguiente pasillo. Éste también estaba vacío, pero el rasgueo aumentó de intensidad. Murphy, enarbolando el arma por delante, se dirigió hacia el siguiente corredor y allí fue donde vieron a Ackerley o a algo que se le parecía mucho. Tenía un aspecto más demacrado de lo habitual, con la cola de caballo suelta y colgando de la nuca como una ardilla muerta. Llevaba una bolsa de basura de plástico hecha jirones envolviéndole los hombros y estaba sentado en un cajón de Coca-Cola rodeado por montones de envases vacíos de soda y papeles, albaranes arrancados de las cajas, donde estaba escribiendo. En ese momento, garrapateaba en la parte de atrás de uno de ellos, reclinado en una tabla sujetapapeles apoyada en el regazo, y trabajaba con la concentración de un físico intentando desarrollar una ecuación especialmente compleja.
-Ackerley -insistió Murphy.
-No, ahora no -replicó el botánico sin mirar siquiera por encima de sus pequeñas gafas redondas.
El jefe y Michael intercambiaron una mirada entre ellos como diciendo: «Pero ¿esto de qué va?». Entretanto, Darryl simplemente se le quedaba mirando, aterrado. ¿Qué era lo que le había pasado a Ackerley? La garganta, que se le veía parcialmente bajo la bolsa de plástico, parecía destrozada, y la muñeca de la mano izquierda, la que sujetaba la tabla casi sin fuerzas, tenía aspecto de estar rota y magullada. La piel estaba moteada con goterones de sangre seca.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó el reportero en un tono de voz deliberadamente inocente.
-Tomando notas.
-¿De qué?
Ackerley continuó escribiendo.
-¿Sobre qué estás escribiendo? -insistió Murphy.
-Sobre el proceso de la muerte.
-Pues a mí no me pareces muerto -intervino Darryl, aunque no le pareció del todo verdad tampoco.
El botánico terminó de redactar una frase, y después alzó lentamente los ojos. Los tenía bordeados de rojo, e incluso el blanco de la pupila estaba teñido de un ligero tono rosado.
-Oh, ya lo creo que sí -comentó-, sólo que aún no del todo.
Su voz tenía un sonido bajo, como de borboteo. Le dio un sorbo a uno de los envases abiertos y después simplemente lo dejó caer de la mano.
El jefe abatió el cañón del arma, permitiendo que apuntara hacia el suelo, y Ackerley hizo un gesto en su dirección.
-Yo no haría eso si fuera tú.
Murphy lo elevó rápidamente y el botánico dejó que el último papel cayera flotando hacia el suelo para reunirse con los demás.
-Los he numerado, para que podáis leerlos en orden.
-¿Leer qué? -inquirió Michael.
-Lo que ocurre -aclaró Ackerley- después.
Se hizo un silencio y luego el botánico se arrancó la bolsa de plástico de la garganta; la piel estaba tan destrozada que a Darryl le sorprendió que pudiera hablar con ella en ese estado, ya que se podía ver como se movían las cuerdas vocales.
El botánico cabeceó en dirección al arma del jefe O´Connor y dijo:
-Ahora, será mejor que uses eso.
-¿De qué estás hablando? -replicó Murphy-. No te voy a disparar. Queremos saber algo.
-No pasa nada -intervino el reportero-. Hablaremos con la doctora Barnes. Debe de haber alguna manera de que podamos ayudarte.
-Úsalo -insistió el botánico con una horrible voz rasposa-, y justo después, sólo por seguridad, quema mis restos. -Se alzó lentamente sobre sus pies, y dio un paso vacilante en su dirección-. De otro modo, podéis terminar como yo. -Los tres dieron un paso hacia atrás-. Aparentemente se contagia con bastante facilidad.
-¿El qué? -preguntó Darryl, chocando contra una estantería llena de cacharros y sartenes que tintinearon dentro de sus cajas.
-La infección. Va por la sangre o por la saliva. Es como el VIH y parece estar presente, al menos hasta cierto punto, en todos los fluidos corporales. -Se tambaleó al acercarse y, sin perder de vista el arma, murmuró-: Hazlo u os mataré a todos. No sé si tengo elección sobre este tema.
Le vieron parpadear muy despacio detrás de las gafitas. El pie chocó con uno de los envases vacíos que había a su alrededor y éste dio un giro perezoso sobre el hormigón.
Michael intentó azuzarle hacia atrás con la punta del arpón, pero Ackerley lo apartó a un lado.
-Usa la pistola, y hazlo bien.
Continuó acercándose a ellos y cada vez había menos espacio para seguir retirándose. Darryl dio un paso hacia atrás y pasó al corredor que contenía el equipo de cocina, pero a esa distancia escasa percibió la mirada demencial, aunque llena de voluntad, de los ojos de Ackerley. Realmente creía lo que estaba diciendo.
-¡Dispara! -gritó el botánico, mientras una burbuja de sangre brotaba de su garganta abierta-. ¡Dispárame!
Y con los brazos extendidos, arremetió contra el brazo de Murphy.
El tiro restalló con fuerza, y su eco permaneció varios segundos en los fríos confines del almacén. La cabeza del botánico salió hacia atrás y las gafas volaron en dirección contraria, cayendo sobre el suelo de cemento.
Pero mantuvo los ojos abiertos a pesar del balazo y dibujó con los labios una vez más la palabra «dispara», hasta que al fin se quedó inmóvil y la última burbuja de sangre explotó cerca de su garganta.
A Murphy le temblaba el brazo y se dobló de costado.
Hirsch hizo ademán de arrodillarse junto al cadáver, pero el reportero le advirtió:
-Apártate.
Darryl se quedó quieto.
-Eso es -repuso Murphy, con voz temblorosa-, deja espacio a su alrededor.
-Creo que deberíamos esperar un rato -añadió Michael con cierta solemnidad.
Así que permanecieron sentados sobre los cajones de madera, con las cabezas abatidas y los ojos clavados en el cuerpo, apiñados a su alrededor en un círculo irregular. Darryl no sabría decir cuánto esperaron, no estaba seguro, pero fue Michael el que en un momento dado se arrodilló para buscarle el pulso y escuchar algún posible latido del corazón. Sacudió la cabeza para indicar que no había ninguno.
-Pero aun así, no voy a volver a correr ningún riesgo -indicó Murphy, y Darryl sabía que era mejor dejarlo así. El jefe haría lo que él quisiera y era aconsejable no inmiscuirse mucho en el asunto.
CAPÍTULO CUARENTA Y TRES
20 de diciembre, 23:00 horas
MICHAEL SE HABÍA PREPARADO durante meses para recibir esa llamada, pero aun así fue un duro golpe cuando sucedió.
-Ha sido una bendición -decía Karen, al menos por tercera vez-. Ambos conocíamos a Krissy y a ella no le habría gustado seguir de esta manera.
La vigilia se había acabado. Buscó una silla en la abarrotada zona de comunicaciones y tomó asiento, doblado por la mitad, como si le doliera tras recibir un puñetazo en el estómago, porque así era como se sentía. El último ocupante del asiento había dejado un crucigrama casi completado en la mesa de teléfono vía satélite.
-¿Cuándo ocurrió exactamente?
-En torno a la medianoche, el jueves. He esperado un poco para llamar porque, como ya te puedes imaginar, hemos andado todos por aquí como locos.
Intentó hacer regresar su mente al jueves por la noche, pero incluso estando tan cerca en el tiempo era difícil saber con certeza qué había estado haciendo. Todo fluía tan deprisa en la Antártida que ya tenía mérito ser capaz de recordar el día de la semana, así que mucho más, sin duda, cualquier cosa de días anteriores. ¿Dónde estaba él? ¿Qué había estado haciendo justo en ese momento? A pesar de ser tan práctico y realista, sentía que le gustaría haberlo sabido, que hubiera querido tener algún tipo de extraña conexión psíquica con Kristin que le hubiera advertido de su marcha. Y saber que se había ido por su propio bien.
-Claro, ahora mi madre le echa la culpa a mi padre a sus espaldas. Cree que si hubiéramos dejado a Krissy en el hospital, todavía estaría viva, si se le puede llamar vida a eso.
-Yo jamás lo habría llamado así.
Karen suspiró.
-Tampoco Krissy.
-¿Cuándo es el funeral?
-Mañana. La ceremonia va a ser algo muy breve. Y, bueno, me he tomado la libertad de encargar algunos girasoles en tu nombre.
Era una buena elección. Los girasoles, con sus rostros erguidos, amarillos y llenos de luz, eran los favoritos de Kristin. «Éstas no son unas florecillas remilgadas», le había dicho una vez cuando atravesaron un campo plantado de ellos en Idaho. «¿Sabes?, dicen: "Eh, mírame, qué grande soy, qué amarillo, ¡aquí me tienes!"».
-Gracias -dijo Michael-. Te lo debo.
-Sólo fueron 9,95 dólares en total. Creo que podemos olvidarlo.
-Ya sabes que me refiero a todo... incluida esta llamada.
-Sí, bueno, cuando regreses a Tacoma puedes invitarme a un Blue Plate Special¹ en la cafetería griega que quieras.
-En el Olympic.
Se hizo una pausa, y la línea se llenó con los leves chasquidos de la estática.
-Así que -insistía Karen-, ¿cuándo regresas?
-El permiso de la NSF dura hasta final de mes.
-¿Y entonces, qué? ¿Te darán la patada en el Polo Sur?
-Me retendrán aquí hasta que llegue el siguiente avión con suministros.
-¿Has conseguido lo que fuiste a buscar, alguna buena historia? Si Michael hubiera estado de ánimo para echarse a reír, lo habría hecho. No sabía ni cómo empezar a explicarle todo cuanto había ocurrido.
-Eh, sí, vale -contestó-, sólo puedo decirte que no creo que me quede corto de material.
Cuando colgaron, él, simplemente, se quedó allí sentado, mirando sin ver el crucigrama sin terminar. La mirada se le detuvo en una pista que decía: «Fotógrafa algo pervertida». Cinco letras. Cogió el lápiz azul que alguien se había dejado por allí y lo rellenó. «Arbus». Después, siguió allí sentado, dándole vueltas al lápiz en la mano, perdido en sus pensamientos, y dejando que las novedades le calaran bien.
-Oye, ¿has terminado con el teléfono? -le preguntó uno de los reclutas, inclinándose sobre el lateral de la puerta.
-Sí, claro -repuso Michael, dejando de nuevo el lápiz en la mesa-, ya he acabado.
Retornó a su habitación pero Darryl ya se había acostado y no había forma humana de que Michael consiguiera conciliar el sueño, no sin un par de píldoras para dormir. Estaba intentando dejarlas, de todos modos, como preparación para su regreso al mundo real. Así que guardó el portátil y un puñado de papeles y, colgándose la mochila de los hombros, se enfrentó a lo que quedaba de tormenta para dirigirse a la sala de descanso y establecerse allí. Murphy había dicho que el informe meteorológico anunciaba una ligera mejoría al día siguiente, lo que les permitiría volver a Stromviken a la búsqueda del esquivo teniente Copley.
Como le había oído hablar a Eleanor mucho de él, el periodista tenía una curiosidad especial por conocerle.
Cogió una taza de café de la máquina y apagó la televisión en la cual se veía un vídeo de Notting Hill, por lo que dedujo que Betty y Tina debían de haber sido las últimas en estar allí. Pero por lo demás, el lugar estaba maravillosamente vacío. El reloj de la pared indicaba que era justo un poco más de la medianoche. Michael encendió el reproductor de CD y una ráfaga de notas de Beethoven -incluso él era capaz de reconocer la obertura de la Quinta Sinfonía-, inundó el espacio. Era una compilación de música y no cabía duda de que pertenecía a uno de los probetas. Bajó el volumen y se dejó caer al lado de una mesa de juego, donde colocó su trabajo.
«No pienses en Kristin», se dijo para sus adentros cuando se dio cuenta de que había estado allí sentado, dándole vueltas al tema, durante al menos un movimiento completo de la sinfonía. «Piensa el alguna otra cosa». Posó los ojos en el trabajo que se había traído, y en especial en las páginas sueltas que Ackerley había estado garrapateando en la vieja despensa de la carne, y estuvo casi a punto de echarse a reír. Estaba claro que en el Polo Sur las distracciones agradables lucían por su ausencia.
La caligrafía del Gnomo consistía en una serie de garabatos finos e inseguros muy similar a la de las etiquetas que el botánico había pegado cuidadosamente sobre cada uno de los cajones de muestras de musgos y líquenes guardados en el laboratorio, pero esas páginas eran especialmente difíciles de leer, manchadas como estaban de sangre y escritas en el revés de facturas y hojas de inventario.
La primera página y la segunda, cuidadosamente numeradas, como él había prometido, en la esquina superior derecha, volvían a narrar el ataque, cómo se había vuelto para ver a Danzing avanzar pesadamente por el pasillo que daba a la encimera del laboratorio.
Recuerdo que me tiró al suelo, destruyendo de paso una orquídea meticulosamente cultivada (género Cymbidium) al arrastrarla en mi caída, y me atacó con gran violencia y sin ningún tipo de provocación. El asalto, aunque aparentemente fortuito y sin sentido, al final se reveló como totalmente deliberado y con un propósito.
Michael se echó para atrás en el asiento, sorprendido. Tenía que quitarse el sombrero ante este hombre que, después de haber sido salvajemente atacado y herido, y haber vuelto de entre los muertos, como había hecho, se las había apañado para no perder la compostura científica y su estilo de prosa. Las notas, escritas en la despensa de la carne en condiciones de extrema dureza, podían leerse como un artículo a punto de ser remitido a una revista académica para ser examinado por sus pares.
Por salvajes e inconexos que pudieran parecer sus esfuerzos, el señor Danzing se atuvo siempre al propósito de atravesar la piel y acceder al suministro de sangre.
¿El señor Danzing?
No quedó claro en el momento del suceso cuáles eran sus razones ni qué componentes específicos de la sangre andaba buscando. De hecho, sigo desconociéndolas. Sin embargo, me recordó en grado sumo las necesidades hematófagas de la Nepenthes ventricosa.
La sangre fría del científico le dejó sin aliento.
La defunción, tal y como entendemos ese concepto a priori, no tuvo lugar hasta que pasó al menos un minuto de los hechos. Desconozco el tiempo transcurrido entre ese momento y lo que de aquí en adelante referiré como la Reanimación, aunque, tal y como he podido comprobar, la descomposición material no ha sido excesiva. (Deben consultarse los gráficos de descomposición y morbilidad). La rápida refrigeración de mis restos parece haber ayudado de forma considerable.
Las siguientes líneas estaban completamente manchadas y Michael tuvo que ponerse a buscar la página siguiente según la numeración. Estaban todas extendidas en el tablero de la mesa que tenía delante, como las piezas de un rompecabezas. Halló la continuación en los márgenes de una orden de compra.
La reanimación fue gradual, muy semejante al despertar de un estado profundo de sueño, posiblemente en estado hipnogógico. La línea entre el sueño y la vigilia la crucé de forma imperceptible, aunque fue seguida de forma inmediata por una sensación de pánico y desorientación. Estaba en una oscuridad total, confinado de alguna manera, y el miedo a un enterramiento prematuro fue, sin duda, la idea más relevante que ocupó mi mente. Siendo franco, grité y me debatí contra lo que me constreñía, y me sentí muy aliviado cuando descubrí que estaba envuelto sólo en bolsas de plástico, que eran permeables y fáciles de romper.
«Dios mío», pensó Michael. La ordalía de Ackerley parecía extraída de un libro de Edgar Allan Poe, y el hecho de que él hubiera tenido parte en el asunto le hizo sentir una aguda punzada de culpabilidad.
Pero mi mano izquierda estaba incomprensiblemente sujeta a un tubo por una esposa. Esto me llevó a suponer que alguien, ¿quizá el señor O´Connor?, tenía razones para creer que: a) una tercera parte podría tener algún interés en hacerse con mi cuerpo (¿con qué propósito?); o b) era de esperar que sucediera algo parecido la Reanimación. Me llevó varias horas, e incluso la abrasión de bastantes trozos de piel, así como, creo, la dislocación de tres dedos, el poder liberarme.
Tras la obtención de la libertad, debo consignar que me asaltó una sed intensa y en cierto modo sobrecogedora. Todos los intentos de saciarla con las distintas bebidas disponibles en la despensa fueron inútiles. Vino acompañada además por molestias visuales.
Soy un científico o, más exactamente, lo era, y estoy totalmente convencido de que mi presente y antinatural estado pronto tendrá un final; y creo que es de mi incumbencia, mientras me sea posible, describir lo mejor que mis capacidades me permitan las sensaciones que experimenté.
Michael debió buscar de nuevo la página siguiente. La encontró debajo de su tazón de café. Ésta estaba escrita en la parte de atrás de un folleto de anuncio de cerveza Samuel Adams.
Los objetos situados dentro de mi campo visual parecían borrosos. Únicamente puedo compararlo con la iluminación procedente de un tablero de débiles luces fluorescentes, ligeramente tenue.
Ahora bien, el pestañear pareció mejorar la imagen, aunque después volvía a emborronarse otra vez y eso me obligaba a realizar un bizqueo casi continuo. Por ese motivo, pestañeo continuamente, incluso en este momento, para poder continuar escribiendo. Es posible que esta molestia ocular sea un signo del reflujo de la Reanimación.
Nota: Por favor, envíen mi amor y mis efectos personales a mi madre, la señora Grace Ackerley, al 505 de French Street en Wilmington, DE.
Michael hizo una pausa en ese momento. «Jesús». Entonces, cogió de nuevo el tazón de café y siguió leyendo.
También estoy experimentando unas ciertas dificultades respiratorias. Es como si sufriera escasez de oxígeno, lo cual hace que sienta un ligero mareo, aunque mis pulmones y mis vías respiratorias no parecen obstruidas de ninguna manera.
Michael fue consciente de ser observado antes incluso de ver realmente a alguien. Al mirar por encima del borde del tazón de café descubrió en la amplia entrada arqueada una esbelta figura deslizante envuelta en un abrigo naranja.
Supo que era Eleanor incluso a pesar de llevar echada la capucha y de que la cubría por completo el abrigo que llevaba casi a rastras por el suelo. Posó la taza sobre la mesa y le preguntó:
-¿Por qué no está en la cama?
La pregunta real era: «¿Cómo es que está fuera de la enfermería? Se supone que está en cuarentena de verdad y, desde luego, fuera de vista de todos».
-No podía dormir.
-La doctora Barnes podría darle algo que la ayudara.
-Ya he dormido bastante. -Pero él vio cómo la capucha giraba cuando ella paseó la mirada, perpleja, alrededor de la habitación. Se detuvo en el piano y su banqueta vacía, y después volvió a moverse por toda la sala de descanso-. He oído música.
-Sí -dijo él-. Una pieza de Beethoven, seguro que lo conoce.
-Conozco algunas de las composiciones de Herr Beethoven, sí. Pero...
-Es un CD -comentó él, haciendo un gesto hacia el reproductor que había en una estantería-. Hace música.
Se levantó de la silla y se dirigió al aparato; primero lo detuvo y luego lo puso en marcha de nuevo; sonaron las notas del comienzo de la sonata Claro de Luna.
Eleanor, desconcertada, avanzó por la habitación y echó la capucha hacia atrás, descubriendo la cabeza. Se dirigió directamente hacia la máquina y permaneció de pie delante de ella a unos cuantos pasos, como si tuviera miedo de acercarse un poco más. Michael, para sorprenderla, pulsó la tecla de avance rápido y saltó hacia el Concierto para el Emperador, con lo que los fastuosos sonidos de la orquesta aparecieron de nuevo y a ella se le desorbitaron los ojos aún más asombrada, si eso era posible. Entonces, se volvió hacia él y le miró... con una sonrisa en los labios. Era la primera vez que veía en su rostro una sonrisa como esa, de puro asombro. Sus ojos relucieron y casi se echó a reír.
-¿Cómo puede hacer eso? ¡Suena como si estuviéramos en Covent Garden!
Michael no tenía muchas ganas de ofrecerle una conferencia sobre la historia de los instrumentos electrónicos de audio, ni aunque hubiera sabido cómo hacerlo, pero sin duda estaba cautivado por su evidente disfrute.
-Es complicado -repuso-, pero fácil de usar y puedo enseñarte cómo.
-Me gustaría mucho.
También a él, pensó. El aroma de la máquina de café era fuerte y le preguntó si quería uno.
-Sí, gracias -respondió ella-. Ya he tomado antes café turco, en Varna y Scutari.
-Sí, bueno, éste es el que llamamos Folgers. Procede de la misma familia.
El reportero mantuvo un ojo fijo en la puerta mientras llenaba el tazón. No era frecuente que nadie se dejara caer por allí a esa hora, pero no sabía cómo explicar la presencia de ella si alguien lo hacía. En Point Adélie no aparecían caras nuevas de la noche a la mañana procedentes de la nada.
-¿Azúcar? -inquirió.
-Si hay, sí.
Él sacudió un paquete de azúcar, lo abrió y lo echó en el café. Ella observó con interés hasta el menor de sus gestos, y él debió recordarse de nuevo a sí mismo que hasta la cosa más simple de su mundo, en el momento en que se encontraban, era extraño, raro y algunas veces incluso alarmante para alguien que no hubiera nacido en él.
-Le ofrecería leche, pero parece que se ha acabado.
-Ya me imagino que debe ser muy difícil conseguir leche en un sitio tan remoto como éste. Seguramente será difícil tener vacas aquí...
-No, no tenemos -comentó Michael-. Tiene razón en eso. -Le alargó el tazón y le preguntó si quería sentarse.
-No, aún no, gracias.
Con la taza en las manos, caminó lentamente alrededor del perímetro de la sala de descanso, registrándolo todo, desde la mesa de ping pong, donde se detuvo para hacer saltar una bola un par de veces, hasta la pantalla de televisión de plasma, la cual estudió sin preguntar qué demonios era aquello; gracias a Dios, no estaba encendida. No había manera de que Michael pudiera explicarle todo en ese momento.
Había pósteres enmarcados en la pared, seguramente suministrados por alguna agencia gubernamental, en los cuales se conmemoraba algún triunfo nacional. Uno era el del equipo nacional de hockey de Estados Unidos de 1980; otro, de Chuck Yeager de pie, con el casco bajo el brazo al lado de su avión experimental X-1, y la última, ante la cual se detuvo Eleanor, mostraba a Neil Armstrong en traje espacial plantando la bandera americana en el suelo de la Luna. «Por favor, no -rogó Michael-; jamás se creería eso».
-¿Está en el desierto, por la noche? -inquirió ella.
-Algo así. Seguro.
-Su ropa se parece a como visten ustedes aquí.
Depositó la taza en la parte superior de la televisión para poder quitarse el abrigo y lo dejó en un maltrecho sofá de polipiel. Vestía de nuevo sus ropas originales, recién lavadas, y le pareció a Michael una figura de un cuadro de época. El vestido era de color azul oscuro, con los puños y el cuello de blanco y las mangas abullonadas; sobre el pecho llevaba un broche de marfil blanco. Sus zapatos eran de cuero negro, abotonado hasta muy por encima del tobillo; se había apartado el pelo de la cara y lo llevaba recogido detrás con una peineta de ámbar que él no había visto antes.
Ella le echó una ojeada a la mesa donde él había estado sentado y preguntó:
-¿He interrumpido su trabajo?
-No, no se preocupe.
Las páginas de Ackerley eran lo último que él quería que ella viera y rápidamente las recogió en una pila ordenada, con el anuncio de la cerveza Sam Adams en la parte superior.
-Le veo nervioso -comentó ella.
-¿Usted cree?
-Está todo el rato mirando la puerta. ¿Tanto le asusta que me descubran?
«No se le escapa ni una», pensó él.
-No es por mí -repuso él-. Es por usted.
-La gente siempre hace cosas por mí -comentó ella, meditabunda-. Y es bastante extraño, porque soy la que sufre al fin y al cabo.
Se dirigió hacia el piano y pasó los dedos con ligereza por las teclas.
-Puede tocarlo si quiere.
-No mientras actúe la orquesta... -aclaró ella, señalando la música ambiental con un gesto de la mano. Su voz era dulce y con aquel acento inglés le sonaba a Michael como alguien salido de la serie de televisión Masterpiece Theater.
Apagó el reproductor de CD y ella e le quedó mirando como si fuera un mago y lo hubiera conseguido con un simple gesto de la mano. Luego, sacó la banqueta de debajo del piano.
-Considérese mi invitada -le indicó él, y habría jurado que, aunque se echó para atrás, estaba deseando hacerlo-. De perdidos, al río. -Usó esta expresión porque pensó que sería la única que ella podría reconocer.
Eleanor sonrió y pestañeó. Lentamente, como una vieja cámara cuyo obturador se abriera y cerrara. El reportero se quedó inmóvil. ¿Es que en ese momento las cosas de repente habían adquirido el aspecto borroso del que Ackerley había hablado? ¿Estaba «refrescando la imagen» en ese instante?
De forma impulsiva, se recogió las faldas y se deslizó en la banqueta del piano. Sus dedos, pálidos y esbeltos, se estiraron sobre las teclas pero sin tocarlas. Michael echó de nuevo una ojeada hacia la puerta, hasta que escuchó las primeras notas de una vieja canción tradicional, Barbara Allen, que recordó haber oído antes en una versión en blanco y negro de Canción de Navidad, de Dickens. Bajó la mirada hacia Eleanor, cuya cabeza se inclinaba sobre el teclado aunque había cerrado los ojos. Se equivocó un par de veces de notas, se detuvo, y comenzó de nuevo donde se había quedado. Parecía... extasiada, como si después de mucho tiempo, finalmente se encontrara en algún lugar soñado.
Él permaneció en pie a su espalda, con un ojo puesto en la puerta, hasta que finalmente dejó de hacer de centinela y simplemente escuchó la música. Tocaba bien, a pesar de las notas ocasionales que había fallado. Era un estilo rico, muy expresivo, y podía imaginarse muy bien cuánto tiempo y cuán profundo lo había llevado dentro.
Una vez que terminó la pieza, se quedó muy quieta, con los ojos cerrados. Y cuando los abrió de nuevo, «qué verdes y vivos son», pensó Michael.
-Me temo que me falta un poco de práctica -se disculpó.
-Tiene una buena excusa.
Eleanor asintió y sonrió pensativamente.
-¿Usted también toca? -inquirió.
-Sólo Chopsticks.
-¿Qué es eso?
-Es una pieza muy difícil, reservada sólo para pianistas de concierto.
-¿De verdad? Me gustaría escucharla -dijo ella, levantándose.
-No se mueva -indicó él-. No me llevará más de un momento.
Se sentó a su lado en la banqueta y mientras ella se retiraba a toda prisa, él puso los dedos índices sobre el teclado y tocó la melodía. En aquella estrecha cercanía pudo oler el aroma a jabón Irish Spring, y cuando terminó y la miró para ver si le había gustado, se dio cuenta de que había cometido un grandísimo error. Tenía las mejillas teñidas de un violento rubor casi como fuego y la mirada baja. Los hombros de ambos habían entrado en contacto y su pie le tocaba la bota, de modo que ella parecía horrorizada por aquel súbito contacto físico, pero no había querido ofenderle alejándose de él de un salto, sino que simplemente se había quedado allí sentada, esperando a que pasara el mal rato.
-Lo siento -dijo el reportero, levantándose-. No quería ofenderla. Se me había olvidado... -«¿Olvidar qué? ¿Qué hacía ciento cincuenta años lo que él había hecho se habría considerado pasarse mucho de la raya?»-. Es que, simplemente, hoy día esto no se considera...
-No, no me ha ofendido -replicó ella, con voz tensa-. Era una... pieza muy interesante. -Se alisó la falda-. Gracias por tocarla para mí.
-¡Aquí estás! -La voz provenía de la puerta y el reportero vio cómo Charlotte, con el abrigo revoloteando sobre los pantalones de chándal y las botas de goma, suspiraba de puro alivio-. Iba a comprobar cómo estabas y cuando vi que te habías ido, imaginé toda clase de desastres.
-Me encuentro bastante bien -repuso Eleanor.
-Yo no sé si iría tan lejos -replicó Charlotte-, pero lo que sí es cierto es que la señorita va para arriba. Ya lo veo.
-Es consciente, espero, de que no puede tenerme confinada para siempre.
Charlotte mostraba el aspecto de quien no quiere abundar mucho en el tema.
-No me la has robado, ¿no, Michael? -le preguntó al hombre.
El reportero alzó las manos en ademán de inocencia y Eleanor salió en su defensa.
-No, no fue él. -Y luego añadió, como para sí misma-: Me he visto privada de muchas cosas, incluida la libertad, durante tanto tiempo, que sólo me queda ya una cosa.
Michael y Charlotte esperaron a que finalizara.
-Tengo muy claro lo que quiero.
Y él había tenido un agradable ejemplo de ello.
CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO
21 de diciembre, 15:15 horas
-VAMPIROS.
La palabra flotó en el aire de la atestada oficina de Murphy como si fuera una pieza de fruta podrida y nadie quisiera ser el primero en probarla. Darryl la había pronunciado, pero Michael, Charlotte y Lawson se limitaron a permanecer allí, atónitos, esperando que picara otro, y al final le tocó romper el impasse al jefe O’Connor.
-Vampiros -repitió-. ¿Es eso lo que dices que tenemos entre manos?
-Es una manera de hablar -continuó Darryl-. Tomé algunas muestras de Ackerley, las analicé y mostraron las mismas extrañas características que encontré en las de Danzing. -Volviéndose hacia Charlotte, añadió-: Y por cierto, son las mismas propiedades que había en la muestra que me diste para que la analizara. Una que está etiquetada como ‹E.A.›.
-Eleanor Ames -aclaró la doctora, y cuando Murphy le dedicó una mirada en plan de ‹se suponía que eso iba a ser un secreto›, ella le replicó-: Mientras sigamos trabajando a oscuras, no vamos a ir a ninguna parte. ¿Es que no podemos ponernos todos al día?
Michael estuvo de acuerdo en aquello.
-Eleanor Ames es el nombre de la mujer atrapada en el iceberg -le explicó a Darryl.
-¿La Bella Durmiente?
-La encontramos de nuevo en Stromviken.
-¿Y cómo había llegado hasta allí?
-En el trineo tirado por los perros.
-Sí, vale, pero ¿quién se la llevó allí? ¿Y por qué?
-Fue por su propio pie. Con Sinclair, el hombre que estaba congelado con ella.
-No me coges el punto. ¿Quién conducía el trineo?
-Los dos están vivos -le informó Michael-. Fueron por su propio pie. Eso es lo que estoy intentando decirte.
El biólogo se echó a reír e incluso se dio un golpecito en la rodilla.
-Ah, ya, claro, claro. Creí que estábamos teniendo una reunión seria.
-Lo es -confirmó el periodista y cuando Darryl echó una ojeada a su alrededor, desde Lawson a Charlotte pasando por Murphy y vio que nadie se estaba riendo, la sonrisa también abandonó su rostro.
-Por Hala y el gran Pama¹ -comentó con aire grave.
-Por Hala y el gran Pama me parece de lo más adecuado -le secundó Murphy.
-Y ella está en cuarentena en el ala de enfermeros desde entonces -añadió Michael. No veía motivo para mencionar su pequeña excursión a la sala de descanso.
Darryl miró a su alrededor una vez más, sólo para asegurarse de que no le estaban tomando el pelo, pero las expresiones sobrias de esos rostros le dejaron muy claro que no era el caso. Su siguiente reacción fue de indignación.
-¿Y no me lo habéis dicho? Todos lo sabíais y nadie pensó que había que decírmelo a mí también, ¿no? Especialmente teniendo en cuenta que yo era el tipo que debía hacer todo el trabajo duro en el laboratorio.
-Fue una orden mía -le cortó Murphy-. No quería que corriera por ahí. Este sitio se ha parecido demasiado a un circo de feria en los últimos tiempos.
Hirsch siguió echando chispas, pero después de escupir unas cuantas palabras más de protesta, y de que ellos se las apañaran para pedirle perdón y calmarle, continuó con su exposición.
-Bueno, su sangre, incluida la de vuestra señorita Ames, con la que me gustaría encontrarme alguna vez, ya que finalmente me habéis introducido en el círculo de informados, no es como la sangre humana que he visto hasta ahora.
-¿En qué sentido? -preguntó Charlotte. A Michael esto le sonaba como si ella estuviese reteniendo algún tipi de información. ¿Cómo iban a resolver alguna vez este rompecabezas si todos guardaban piezas distintas y en secreto?
-No es sólo la escasez de glóbulos rojos -aclaró Darryl-, sino el hecho de que son consumidos de forma activa. Es como si esta sangre procediera de criaturas de sangre fría que estuvieran intentando convertirse en otras de sangre caliente, como si los reptiles o cualquiera de esos peces que he extraído del fondo del mar estuvieran tratando de imitar a los mamíferos a base de ingerir hemoglobina, pero fallando en el intento una y otra vez, y teniendo, por tanto, que volver a rellenar el depósito.
-Y el combustible sólo pueden conseguirlo de otros seres humanos, ¿a que sí? -sugirió Michael.
-De eso no estoy seguro. La barrera entre las especies debería funcionar así, pero esta enfermedad es tan extraña que en realidad no puedo confirmarlo. Probablemente alguien que la sufriera no haría distinciones de ningún tipo. La anemia que ocasionaría sería tan grande que intentarían resolverla con cualquier cosa para chutársela.
-Pero ¿cómo se las pueden apañar después de todo para hacer que el oxígeno circule por la corriente sanguínea sin glóbulos rojos? -inquirió la doctora, sentada en el borde de su silla plegable-. Sus órganos tendrían que dejar de funcionar y los músculos y otros tejidos comenzarían a pudrirse. ¿No perderían fuerzas de ese modo?
-Eso se acerca a lo que Ackerley describía en las notas que escribió en la despensa de la carne -la interrumpió el reportero.
Ése fue el turno de Charlotte para sentirse desconcertada.
-¿Qué notas? -preguntó ella, pero Michael le hizo un gesto para indicarle que le informaría de todo más tarde. Todavía quedaban por allí demasiados secretos sin salir a la luz.
-Decía que tenía la sensación de que le faltaba el oxígeno -continuó Michael-, como si sus pulmones no pudieran llenarse, no importa lo profundamente que inspira. También decía que tenía que pestañear mucho, para aclararse la visión.
-Sí, eso tiene sentido -asintió Darryl-. El mecanismo ocular también se vería afectado. Pero tengo que decir algo a favor de este tipo de sangre: se recupera maravillosamente, de una forma sorprendente. Tiene más fagocitos por mililitro que...
-En cristiano, que lo entendamos todos, por favor -le interrumpió Murphy y Lawson asintió a su vez, de acuerdo con él.
-Son células que consumen partículas extrañas u hostiles -les explicó Darryl-. Como un escuadrón de limpieza. Así que si juntamos este rasgo como su capacidad para extraer lo que necesiten de cualquier fuente exterior, se obtiene un sistema autorregenerativo muy eficiente. Hablando desde un punto de vista teórico, mientras su riego se vea periódicamente alimentado con nueva sangre...
-Su portador podrá vivir para siempre -concluyó Charlotte.
Darryl simplemente se encogió de hombros en señal de aceptación, y Michael sintió como si una mano fría se le hubiera deslizado bajo la camisa para acariciarle el pecho. Hablaban de aquellos ‹portadores› como si fueran sujetos anónimos de algún experimento médico, pero, de hecho, estaban hablando de Erik Danzing y Neil Ackerley y, la más importante de todos, Eleanor Ames. Estaban hablando de la mujer que había descubierto en el hielo y devuelto a la vida, una mujer con la cual había tocado el piano y de la que había registrado una entrevista en la grabadora, como si fuera alguna criatura procedente de una película de miedo.
El silencio se extendió de nuevo por la habitación, como si la revelación y sus ramificaciones les hicieran conscientes de lo que realmente estaban haciendo allí. Michael sintió además una extraña punzada de autoafirmación. Si hasta ese momento alguien guardaba alguna duda acerca de la validez de la historia de Eleanor, si es que aún quedaba alguna cuestión pendiente sobre cómo podría haber sobrevivido todos esos años, congelada bajo el mar...
Pero esto sacaba a la luz una nueva cuestión sin resolver: ¿no se podía hacer nada para poner remedio a la enfermedad? El reportero sabía que eso era lo que en ese momento estaba en la mente de todos.
Finalmente, Murphy interrumpió aquellas reflexiones cuando preguntó, tras inclinarse sobre la mesa, con los dedos tabaleando sobre el tablero:
-¿Pasaría algo si no le suministramos nada y le da el mono? ¿Qué pasaría si la confinamos, medicada y tranquilizada, hasta que se le pase el síndrome de abstinencia? Total, chicos, tenéis por ahí más drogas de las que sois capaces de emplear.
Darryl frunció los labios e inclinó la cabeza hacia un lado en un ademán escéptico.
-Si me perdonas la comparación, sería como denegarle la insulina a un diabético. La necesidad no desaparecerá, sino que el paciente entrará en estado de shock, luego en coma y morirá.
-¿Y cómo se supone que la vamos a mantener en condiciones? -inquirió Lawson, poniendo en voz la pregunta en la que todos estaban reflexionando-. ¿Comenzamos una campaña de extracciones?
-Pues te lo digo desde ya: a los reclutas no les va a hacer gracia alguna -repuso Murphy, y bufó.
-Si tenemos en cuenta las reservas actuales de sangre, las transfusiones terminarán constituyendo un problema a considerar en cuestión de cierto tiempo -sugirió Darryl, que miró alrededor, a los rostros que le rodeaban- Hasta que no consigamos una cura, asumiendo que pudiera existir, no veo cómo podemos evitar hacer algo así.
-Creo que puedo sugerir una solución -intervino Charlotte, y Michael supuso que eso precisamente era lo que ella había estado guardándose para sí-. Ha desaparecido una bolsa de plasma. Tal vez la haya colocado en cualquier sitio, aunque no me imagino cómo ha podido ocurrir eso. Pero ahora, bueno, creo que tengo alguna idea de lo que le puede haber sucedido.
Wilde apenas podía dar crédito a lo que estaba oyendo, aunque en su interior pensó que probablemente sería cierto.
-Pues mira qué bien -repuso el jefe, exasperado-. Cojonudo, pero cojonudo de verdad.
Michael sabía lo que pasaba por la mente de O’Connor: los interminables informes que debería escribir y la investigación interna que tendría que llevar a cabo con la finalidad de poder transmitir todo eso a sus superiores. Y en realidad, ¿cómo iba a hacerlo? Lo despacharían hacia Bellevue en un abrir y cerrar de ojos.
-Y que no se nos olvide que queda otro por ahí fuera -añadió Murphy-. Y aún está suelto.
‹El joven teniente›, pensó el reportero. ‹Sinclair Copley›.
-Pues la situación está bien peligrosa en el exterior -comentó Lawson-. A menos que haya regresado a la estación ballenera, probablemente habrá terminado en el fondo de alguna grieta a estas alturas.
-Que Dios te oiga -replicó Murphy.
Pero Michael no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad, ni pensaba que eso pudiera estar bien. Teniendo en cuenta todo lo que aquel hombre había sobrevivido, ¿quién podría decir con certeza que había sucumbido a la tormenta o al medio ambiente extremo del Polo? Miró por la ventana, donde observó el tono claro del cielo y los remolinos de nieve, y comentó:
-Va a haber una mejoría en el tiempo. Podemos aprovecharla para ir en su búsqueda. Si hay algo que sepamos de ese tipo, es que tiene una poderosa voluntad de supervivencia.
-Y hay algo más también -aseveró Charlotte-. Tenemos lo que más le importa en el mundo. Alguien que él querría recuperar... a costa de lo que fuera.
La mano fría que se había deslizado por el torso del repostero antes volvió a hacerlo de nuevo y, para su sorpresa, le apretó el pecho como si fuera un torno.
-Charlotte lleva razón -finalizó Darryl-. Si hubiera que buscar un cebo, sin duda, tenemos el mejor.
CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO
21 de diciembre, 23:00 horas
ELEANOR SE SENTÍA COMO un preso encerrado otra vez en su celda. La doctora Barnes le había dejado un vaso de agua y otra de esas pastillas azules, pero ella no quería tomársela ni dormir más ni ocultarse en la enfermería por más tiempo, sobre todo porque la tentación de la caja blanca de metal era demasiado grande. Se devanó los sesos intentando recordar su nombre. ¿Cómo la habían llamado? ¿Nevera? ¿Era así?
Con independencia del nombre, ella había visto el contenido de la misma: unas bolsas de aspecto similar al haggis escocés, sólo que no eran asaduras de cordero u oveja con cebolla, harina y hierbas embutidas dentro de una bolsa hecha con el estómago del animal, no: sólo estaban llenas de sangre.
Y sintió otra vez el apetito con tal intensidad que hasta las paredes perdieron su color y a menudo debía cerrar los ojos y esperar un poco para abrirlos de nuevo a fin de que todo volviera a la normalidad. También se le alteró la respiración, que fue más agitada y superficial. La doctora Barnes había percibido ese cambio, o al menos eso pensaba ella, pero Eleanor no podía explicarle la causa, y menos aún el remedio.
Y ahí estaba ella, sola una vez más, tal y como rezaban los versos del poemario de Sinclair, ése que solía recitar él: ‹Solo, solo, siempre solo, en este inmenso y vasto océano›. ‹¿Dónde estará Sinclair ahora? ¿En la iglesia, resguardado y a salvo, o perdido en la nieve, buscándome?›, se preguntó.
Paseó por la sala de arriba abajo, dando vueltas por la estancia como el tigre enjaulado que había visto una vez en el zoológico de Londres. Había percibido la soledad y el confinamiento del pobre felino incluso en aquel entonces. Hizo un esfuerzo enorme por mantener apartados de esa nevera los ojos y también los pensamientos, lo cual le condujo por derroteros oscuros, pero ¿cómo no iba a serlo? Le habían arrebatado por completo su vida anterior: su familia, sus amigos y hasta su propio país, y su existencia en el momento presente se reducía a una enfermería en el Polo Sur, y a una necesidad voraz que ni siquiera le dejaba pensar.
Se había repuesto después de esa fatídica noche en que Sinclair acudió a ella y dejó de tener fiebre al día siguiente. Moira estaba exultante a su lado u la señorita Nightingale en persona puso una silla junto a su cama y le trajo un cuenco con cereales y té.
-Tu ausencia se ha notado en las salas del hospital. Los soldados se alegrarán de volverte a ver -le aseguró Florence Nightingale.
-Y yo de verles a ellos.
-Y a uno de ellos en particular, ¿verdad? -puntualizó la superintendente. La muchacha se sonrojó-. ¿No es ése el hombre que se las arregló para colarse en nuestro hospital de Londres para que se le suturase una herida?
-Sí, señorita, es él.
Ella asintió y no habló hasta que Eleanor hubo terminado de comer casi todo el cuenco de cereales.
-¿Existe una relación entre vosotros desde entonces?
-Sí -admitió la joven.
-Mi mayor temor cuando recluto enfermeras es que puedan tomar afecto a algún soldado confiado a su cuidado. Eso afectaría mucho a la calidad de la asistencia y, lo que es más importante, podría en tela de juicio toda nuestra misión. Tenemos muchos detractores tanto aquí como en casa, ¿los sabes, no? Claro que lo sabes...
-Sí.
-¿Sabes cuánta gente con estrechez de miras cree que nuestras enfermeras no son más que unas oportunistas o algo peor?
Nightingale le ofreció otra cucharada de cereales. Eleanor no había recobrado aún el apetito, pero no se atrevió a rechazarla.
-Por eso debo pedirte que no hagas nada, absolutamente nada, y nunca lo repetiré lo suficiente, nada que suponga un descrédito para nuestro trabajo en este hospital.
Eleanor dijo que sí con un leve asentimiento de cabeza.
-Bien, entonces creo que nos entendemos -concluyó la superintendente, que se levantó y dejó el cuenco sobre el asiento de madera-. Confío en que tu juicio haga honor a tu palabra. -Y dicho esto se marchó hacia la puerta, donde Moira había permanecido a la espera de que terminaran de conversar, y añadió-: Ha habido otro derramamiento de sangre en la carretera de Woronzoff. Mañana a primera hora voy a necesitaros a las dos listas para el servicio.
Entonces se marchó de verdad y Eleanor dejó caer la cabeza sobre la almohada, y quedó en reposo hasta la llegada de la noche, y con ella apareció Sinclair.
Él estudió el semblante de la joven a la luz de la vela como si estuviera buscando pistas de algo, pero lo que veía parecía hacerle muy feliz.
-Estás mejor -concluyó él tras llevarle la mano a la frente-. Ha desaparecido la fiebre.
-Sí -contestó ella, y apoyó la mejilla sobre la palma abierta del teniente.
-Mañana podremos irnos de este lugar maldito.
-¿Irnos? -Eleanor no entendió a qué se refería. Sinclair estaba en el ejército y ella debía volver al trabajo al día siguiente.
-No podemos quedarnos aquí como si tal cosa, ¿verdad? Ya no.
Ella se quedó perpleja. ¿Por qué no? ¿Qué había cambiado, salvo el hecho de que los dos se habían recuperado?
-Me las compondré para hacerme con dos caballos -prosiguió él-, aunque quizá podamos apañarnos con uno.
-Pero, Sinclair, ¿qué estás diciendo? -inquirió ella, preocupada ante la posibilidad de que le hubiera vuelto la fiebre y el pobre delirase otra vez-. ¿Adónde vamos a ir?
-Adonde queramos. Todo este puñetero país es un campo de batalla. Vayamos donde vayamos, no habrá problema en encontrar lo que necesitamos.
-¿Y qué necesitamos?
Entonces fue cuando él le buscó los ojos con su mirada y la observó fijamente y tomó el rostro entre sus manos antes de empezar a hablar, arrodillado junto a la cama.
Y le contó toda la historia entre cuchicheos, una narración tan terrible que ella no creyó ni una sola palabra. La historia de Sinclair versaba sobre las criaturas que acechaban en las noches de Crimea para alimentarse de los muertos.
-No podría describir a esa cosa aunque la veo en sueños todas las noches -admitió.
Siguió hablando de una maldición o de una bendición que desafiaba a la mismísima muerte, de una necesidad insaciable, y en lo que ella se había convertido: una esclava, al igual que él.
Ella no pudo creerlo, y no lo hizo.
Pero sentía una herida encima del pecho y tenía una cicatriz delatora. En palabras de Sinclair eso era la prueba.
Él la besó, arrepentido, pero a ella los ojos le escocieron y se le llenaron de lágrimas. Volvió el rostro hacia la pared y abrió la boca en busca de aire. La habitación tenía una gran ventana abierta por la que entraba la brisa del océano, pero de pronto sintió como si hubieran cerrado la estancia y el ambiente se convirtió en algo opresivo y agobiante.
Sinclair la tomó de la mano, pero ella la retiró también. ¿Qué le había hecho? ¿Qué les había hecho a los dos? Si mentía, eso era que estaba loco. Si decía la verdad, ambos estaban malditos y debían afrontar un destino peor que la muerte. Eleanor era anglicana y se había criado en el seno de la Iglesia de Inglaterra sin ser especialmente devota, eso se lo dejaba a su madre y a sus hermanas, pero la situación expuesta era un sacrilegio de tal magnitud a sus ojos que ella apenas podía soportarla ni llevar la clase de vida que iba a ser necesario llevar a partir de ese momento.
-No tenía otra forma de salvarte -dijo Sinclair-. Perdóname, Eleanor, di que me perdonas.
Pero no le resultó posible en ese momento, pues sólo era capaz de respirar el aire húmedo del Bósforo y considerar todo cuanto podía hacer...
Se le planteaba un dilema sin una salida fácil, incluso ahora, mientras iba y venía por la enfermería, ya que debía hacer un esfuerzo enorme por mantener la mente lejos de la caja blanca de metal situada enfrente de ella. Bastaba extender la mano, abrirla y tomar lo que necesitaba. Lo tenía justo ahí, tentándola.
Se obligó a desviar la mirada y acudió junto a la ventana.
El perenne sol austral emitía un brillo apagado que le hacía recordar el cielo avistado durante la aciaga travesía a bordo del Coventry, pero ella sabía que no iba a haber una noche propiamente dicha. Todo cuanto allí había era una pieza sin costura que iba deshilachándose y ella sabía que a los ojos de Dios se había llevado más días de los que le habían tocado en suerte.
Michael. Michael Wilde. Sus reflexiones eran menos sombrías cuando pensaba en él. Había sido muy amable con ella, y había parecido tan avergonzado cuando se había tomado la libertad de sentarse junto a ella frente al piano. Aunque él se había comportado de un modo inoportuno, Eleanor se daba cuenta de que estaba en un mundo nuevo, donde las costumbres habían cambiado, y le quedaba mucho por aprender. Unas cajitas negras interpretaban sinfonías enteras, las luces iban y venían dándole a un botón y las mujeres podían ejercer la medicina aunque fueran negras.
Entonces recordó lo sorprendida que se había quedado su madre ante la idea de su viaje a Londres, ella sola y sin un acompañante, para hacerse enfermera. Tal vez todo aquello que antes era chocante ahora se había convertido en rutinario. Tal vez el terrible peaje pagado en la guerra de Crimea había removido la conciencia de la humanidad y había puesto final a ese tipo de matanzas sin sentido. Quizá el mundo se había convertido en un lugar donde imperaba más la inteligencia, donde las cosas cotidianas eran mucho mejores y las naciones solucionaban sus diferencias elevando el tono de voz, pero sin apelar a las armas.
Se permitió disfrutar de un rayo de esperanza, una sensación a la que estaba muy poco acostumbrada.
Estar sentada al piano había sido una sensación tan estupenda, tan normal. Había disfrutado mucho acariciando las teclas con los dedos. Era como si hubiera recuperado todas las clases de piano impartidas por la mujer del reverendo, tocando en el salón con las ventanas abiertas de par en par mientras en cocker de la familia perseguía a algún conejo en el amplio prado circundante. La señora Musgrove hacía un pedido fijo a una tienda de música en Sheffield, y ésta le enviaba una selección de partituras populares dos veces al año. De ese modo Eleanor llegó a conocer y enamorarse de tantas y tantas baladas y canciones antiguas como The Banks of the River Tweed y Barbara Allen.
Michael también parecía haber disfrutado con la canción. Su rostro era el de un hombre sensible, aunque algo le acechaba. Él tenía su propia tragedia, una que había dejado algún tipo de secuela, y quizá fuera ese el motivo de que hubiera elegido acudir a un lugar tan solitario. Nadie habría elegido por propia voluntad un destino como aquél, sino que en cierto modo el lugar le había escogido. Se preguntó qué le habría ocurrido o de qué recuerdos podía estar huyendo. Ella no recordaba haberle visto un anillo de casado y no había mencionado a ninguna esposa en el tiempo que habían pasado juntos. No sabría decir por qué, pero le pegaba ser soltero.
Ay, cuánto echaba de menos la luz del sol, pero una luz de verdad, no una imitación, esa luz del sol cálida y dorada como el sirope que le bañara todo el cuerpo. Había vivido en las sombras toda una eternidad, huyendo con Sinclair de un pueblo en otro, sin demorarse demasiado en ningún lugar para que nadie descubriera su secreto. Habían viajado desde Scutari hasta cruzar los Cárpatos para llegar a la soleada Italia, donde ella asomaba la cabeza por la ventana del carruaje para disfrutar todo lo posible del sol mediterráneo. Solía sugerir a Sinclair que se detuvieran un tiempo en alguno de aquellos parajes, pero en cuanto él percibía en los lugareños un interés mayor del normal en la joven pareja inglesa, él insistía en ponerse de nuevo en camino. Copley vivía con el temor constante de que hubieran descubierto su deserción y repetía a menudo que esperaba que su padre sólo oyera hablar de su desaparición en el campo de batalla de Balaclava.
En cuanto a ella, no sabía qué temía más, si no ver nunca más a su familia o verla y que ellos adivinaran que había cambiado de un modo inenarrable.
En Marsella, Sinclair localizó a un viejo amigo de la familia mientras daban un paseo por los muelles y la arrastró hasta la tienda de un artesano para evitar ser detectado. Cuando el comerciante le preguntó qué deseaba, el antiguo teniente le contestó en un perfecto francés, al menos hasta donde ella era capaz de apreciarlo, que estaba interesado en... lo primero que vio: un broche de marfil con borde de oro que el hombre tenía en la mesa de trabajo.
El hombre lo alzó a fin de que se viera bien a la luz de la ventana. Eleanor quedó maravillada al ver la perfección con que estaba hecho ese camafeo con un tema clásico: Venus saliendo de entre las olas.
-¿Podríamos haber elegido un tema mejor que la diosa del amor?
-Es una maravilla -respondió ella en voz baja-, pero ¿no deberíamos guardar el dinero que nos queda?
-Combien d’argent?[16] -preguntó Sinclair, y abonó la factura sin rechistar.
Ella nunca llegó a saber el origen de sus fondos, pero lo cierto es que siempre disponían del dinero necesario para viajar al siguiente destino. Sospechaba que Sinclair se hacía pasar por quien no era ante los viajeros ingleses con quienes se encontraban y les pedía sumas a cuenta, y luego aumentaba esa cifra apostando las cantidades prestadas en las mesas de juego.
Al llegar a Lisboa, alquilaron una habitación en lo alto de un pequeño hotel con vistas a la fachada almenada de Santa María la Mayor. El redoble de campanas parecía un reproche constante y Sinclair, tal vez intuyendo por dónde iban los pensamientos de su compañera, le preguntó:
-¿Y si nos casamos ahí?
Eleanor no supo qué responder. Se sentía maldita de tantas formas que le sobrecogía la perspectiva de entrar en una iglesia y hacer unos votos sagrados, por mucho que le hubiera gustado estar debidamente casada, pero el criterio de su compañero se impuso.
-Vayamos a echar un vistazo por lo menos. De todos modos, la iglesia es preciosa.
-Pero nunca conseguiremos la ayuda de un cura... No con todas las mentiras que deberíamos contarle.
-¿Y quién ha hablado de un cura? -se mofó Sinclair-. De todos modos, ellos hablan portugués. Si quieres, podemos ponernos delante del altar y formular nuestros propios votos. Dios va a poder oírlos perfectamente sin necesidad de ningún intermediario papista, suponiendo, claro está, que exista un Dios que los oiga.
Profirió un sonido despectivo que dejaba claro sus muchas dudas al respecto.
Así pues, ella vistió sus mejores galas, Sinclair se puso su uniforme y juntos del brazo cruzaron la plaza de camino hacia la catedral. Hacían buena pareja y ella podía ver en los ojos de los transeúntes la buena impresión que causaban.
La Sé de Lisboa se había construido durante el siglo XII, aunque los terremotos de 1344 y 1755 habían causado daños de consideración, haciendo necesario llevar a cabo importantes trabajos de reparación y reconstrucción. Los dos robustos campanarios gemelos de estilo románico se alzaban como una fortaleza blanca a cada lado del gran arco de la entrada, encima de la cual descansaba una gran rosetón por cuyas vidrieras de colores se filtraba a la luz del sol, confiriendo un rubor áureo a los enormes pilares del interior.
Había varias capillas privadas en el interior de la catedral; el acceso estaba cerrado al público con verjas de hierro, pero era posible contemplar en todas las tumbas unas figuras de mármol donde los guerreros lucían una cota de mallas.
En una de ellas, Eleanor vio la figura de un noble reclinado; vestía armadura de cuerpo entero y aferraba la espalda con fuerza; estaba protegido por un perro. En otra, una dama vestida de forma clásica leía el Libro de las Horas.
La catedral era enorme y prevalecía el silencio a pesar de la presencia de un considerable número de fieles en los bancos y de muchos visitantes en los laterales. Eleanor únicamente oía el resonar de sus pasos. En un extremo del transepto, no lejos del presbiterio, un grupo de damas y caballeros bien ataviados abordaron a un anciano sacerdote de hábito negro y cinturón blanco. Ella reaccionó de forma instintiva y tomó la dirección contraria. Sinclair notó el tirón en el brazo y esbozó una sonrisa.
-¿Temes que detecte nuestro olor?
-No bromees con eso.
-¿Crees que va a darnos caza? -Ella no le respondió nada en esa ocasión-. No es necesario seguir con esto si quieres. Sólo lo hago por ti.
-Pues es un sentimiento de lo menos apropiado -replicó ella, distanciándose un poco y preguntándose qué le había llevado hasta ese lugar.
Sinclair la siguió y le tiró de la manga.
-Disculpa. No quería decir eso, y tú lo sabes.
La joven se percató de que varias personas los estaban observando. Estaban montando una escena, y eso era lo último que le apetecía. Se escondió detrás de la columna más próxima al altar y se cubrió el rostro con un pañuelo.
-Te desposaría en cualquier parte -dijo en voz baja e insistente-, debes saberlo. En la abadía de Westminster o en medio del bosque sin más testigos que los pájaros en los árboles.
Eleanor lo sabía, pero eso no bastaba. Sinclair había perdido la fe en todo y encima había sacudido profundamente los cimientos de sus propias creencias. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Qué esperaba ella conseguir de esa visita? Había sido un terrible error, y la joven lo había sabido desde que traspusieron el umbral de la catedral.
-Vamos, no nos quedemos en el rincón -dijo él con avidez mientras deslizaba una mano sobre la parte interior del codo y tiraba de Eleanor. Ella intentó resistirse, pero él la arrastró lejos de las sombras y la joven le dejó salirse con la suya para no causar conmoción alguna-. No tenemos nada que esconder -aseguró él.
Copley la condujo primero al pasillo central y luego hasta el ornamentado altar mayor. El rosetón de cristales coloreados de rojo, verde y amarillo refulgía como el calidoscopio que Eleanor había visto en una óptica londinense, y era tan hermoso que apenas podía apartar la mirada.
Él le tomó ambas manos entre las suyas y dijo:
-Yo, Sinclair Archibald Copley, te tomo a ti, Eleanor... -Se detuvo-. ¿No es raro? No sé si tienes un segundo nombre... ¿Lo tienes? ¿Cuál es...?
-Jane.
-Te tomo a ti, Eleanor Jane Ames, como mi legítima esposa, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Ella tuvo la certeza de estar llamando demasiado la atención, razón por la cual intentó bajar las manos, pero Sinclair se lo impidió.
-Espero haber recordado correctamente toda la fórmula. Si he olvidado algo, dímelo, por favor.
-No puedo, Sinclair -imploró ella.
-¿No puedes o no quieres? -inquirió él con un creciente tono de crispación en la voz.
Eleanor estaba segura de que el sacerdote ya se había fijado en ellos. Lucía una barba blanca y tenía unos penetrantes ojos negros bajo esas cejas tan pobladas.
-Creo que deberíamos marcharnos ya.
-No hasta que hayamos preguntado a los feligreses aquí presentes...
-Pero, ¿a qué feligreses te refieres...?
El otro Sinclair, ése al que tanto temía, estaba a punto de aparecer.
-No nos iremos hasta que hayamos preguntado a los feligreses si alguno de los presentes conoce algún obstáculo para nuestra unión.
-Eso se hace antes de pronunciar los votos -le recordó ella-. No ridiculicemos esto todavía más... -Debían irse, lo supo cuando vio por el rabillo del ojo cómo el sacerdote se zafaba del grupo de aristócratas portugueses-. Ya hemos llamado bastante la atención, y esto no es seguro -cuchicheó ella-. Tú mejor que nadie deberías saberlo.
Sinclair fijó en ella una mirada embotada, como si se preguntase lo lejos que iba a llegar. La muchacha había aprendido a identificar esa mirada, la tenía cada vez que estaba a punto de pasar del gozo a la ira, de la amabilidad a la crueldad, y todo en cuestión de un segundo.
Le impidió hablar un ruido sordo procedente del suelo de piedra y del muro de detrás del altar, una pared levantada hacía siglos, donde estaba fijado el pesado crucifijo, que se agitó y empezó a balancearse. El sacerdote, que se acercaba hacia ellos dando grandes zancadas, se detuvo en seco y alzó la mirada, aterrado, cuando vio las grietas en el revoque. Toda la gente cercana a ellos dos se puso a chillar mientras se lanzaba al suelo y empezaba a rezar.
Eleanor y Sinclair retrocedieron a tiempo, pues enseguida la cruz se desprendió de los ladrillos del muro y se cayó en medio de una nube de polvo blanco. Sinclair la condujo detrás de una columna y se escondieron allí, temiendo que el temblor de tierra arrasara la catedral entera. Los cristales de la vidriera se astillaron como el hielo de un estanque y luego cayeron al suelo como una lluvia de esquirlas. Eleanor se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo, y Sinclair hizo lo mismo con la manga del uniforme.
La muchacha atisbó al religioso entre la polvareda. El clérigo se santiguó y avanzó hacia ellos.
-Sinclair, el sacerdote viene hacia nosotros -le avisó ella entre toses.
-Por aquí -dijo él, guiando a la joven hacia una de las capillas laterales, donde ya había un par de hombres, elegantemente vestidos de frac, aterrados, pero con un ademán amenazador.
Sinclair debió cambiar de dirección, pero el sacerdote ya los había alcanzado para entonces. Aferró el galón dorado del uniforme y empezó a proferir palabras airadas que ninguno de los dos comprendió, aunque a juzgar por sus gestos parecía indicar que todo aquel caos era consecuencia de un terrible sacrilegio cometido por Sinclair.
‹¿Lo fue?›, se preguntó Eleanor.
El antiguo teniente se quitó de encima al religioso y, cuando lo hubo conseguido, le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago. El anciano cayó de rodillas y luego, jadeando en busca de aire, se desplomó sobre el polvo del suelo.
Sinclair tomó a Eleanor de la mano y corrió por la nave hasta encontrar una puerta lateral próxima a la capilla del caballero vestido con armadura.
Durante unos instantes quedaron cegados por la deslumbrante luz del sol. Luego vieron cómo la gente abandonaba a la carrera sus tiendas y sus casas. Los perros ladraban sin cesar y los cerdos chillaban por las calles. Bajaron corriendo un tramo de sinuosos escalones y buscaron escondite en un callejón de adoquines, por donde tuvieron que sortear las tejas rojas que caían desde los tejados y se estrellaban en el suelo. Al cabo de unos minutos, lograron perderse en el caos de un mercado aterrado por el seísmo.
No había sido precisamente el día de boda con el que soñaba de joven cuando se tumbaba a holgazanear en los prados de Yorkshire.
‹¿Y ahora, qué?›.
Ahora estaba delante de esa achaparrada caja blanca, la nevera, con la respiración agitada y viendo cómo las paredes de la enfermería habían perdido todo su color. Extendió una mano en busca de sujeción, pero le temblaban las rodillas y al final se dejó caer y apoyó la cabeza sobre la fría superficie de la puerta. Lo que ella necesitaba estaba dentro, bien lo sabía, y los dedos se cerraron en torno a la manivela sin que se diera cuenta ni lo pretendiera siquiera.
Abrió la caja y tomó una de las bolsas; la sangre rebulló bajo sus dedos. Llevaba pegada una etiqueta: ‹0 negativo›. Eleanor se preguntó sobre su posible significado durante unos instantes, sólo eso. Luego, rasgó la bolsa con los dientes y allí mismo, en el suelo, con la suave bata blanca extendida alrededor, bebió el contenido de la bolsa como un recién nacido apura la tetina del biberón.
CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS
22 de diciembre, 10:00 horas
SINCLAIR NO ESTABA SEGURO de qué era lo que le había despertado. Al entreabrir los párpados se descubrió despatarrado sobre un banco alto y con la cabeza reclinada sobre el altar. En una mano sostenía el poemario de Coleridge y en la otra un cáliz prácticamente vacío. En el aire serpenteaba al fino hilo de humo de una vela chisporroteante.
Un perro sentado en el pasillo central sobre los cuartos traseros soltó un aullido de hambre.
Había estado soñando con Eleanor, ¿acaso le quedaba otra cosa?, pero no había sido un sueño feliz. Es más, difícilmente podía considerársele un sueño propiamente dicho, sino más bien un visionado de la última discusión que habían tenido antes de que él se hubiera marchado. Se había encaramado a lo alto del campanario para realizar un reconocimiento de los alrededores y había visto que la costa discurría hacia el noroeste, lo cual abría la esperanza de una posible ruta de escape.
-Quizá no estemos tan aislados después de todo -aventuró al bajar.
-Sinclair, estamos más abandonados de lo que hayan podido estar jamás dos personas -replicó ella en voz baja y con calma.
-Nada de eso -repuso él antes de hacer trizas otro devocionario y lanzarlo al fuego-. Tenemos tanto derecho a disfrutar del mundo como los demás.
-Pero nosotros no somos como los demás. Ignoro qué somos ni qué planes tenía para nosotros el Señor, pero esto... esto no puede ser Su plan.
-Bueno, pues entonces es mi plan, y por ahora deberá valer -le espetó él-. Ya he visto el plan de Dios, y déjame que te diga algo: no sé si el Diablo podría haberlo mejorado. El mundo es un matadero, y yo he jugado mi papel para que sea así. Si algo he sacado en claro de todo esto, es que debemos labrarnos nuestro propio destino. -Rasgó otro libro de himnos y agregó con la mirada puesta en el fuego-: Si queremos sobrevivir, vamos a tener que luchar por cada bocanada de aire, por cada bocado de comida, por cada gota de bebida. -Buscó con la mirada la botella más cercana y concluyó-: Dios ayuda a quien se ayuda.
Tras mirar al perro que seguía dando la murga con sus aullidos, siguió sin ver signo alguno del Todopoderoso por las inmediaciones, a menos que interpretara como tal el silencio reinante en el exterior... ¡Un momento! ¡La tormenta había cesado! El aullido del viento se había reducido a un susurro. Tal vez era el cese de los embates de la tempestad lo que le había despertado para darle la oportunidad de ir al fin en busca de Eleanor.
Dios ayuda a quien se ayuda, y él iba a ayudarse a sí mismo si lograba reunir fuerzas para enganchar a los perros y preparar el trineo. Se tomaría la justicia por su mano. Alzó la copa y apuró las últimas gotas.
A nadie le sorprendió que Wilde fuera el primero en presentarse junto al palo de la bandera, el punto de encuentro de la expedición de búsqueda. Permaneció de pie junto a la motonieve, dando patadas al suelo para evitar que se le congelaran los pies. Alguien había colocado una tela de espumillón alrededor del asta y ahora se había pegado al metal. Michael dudaba que alguien fuera capaz de quitarlo de ahí, de modo que iba a ser Navidad para siempre en Point Adélie.
Alzó la mirada al cielo de un azul espléndido y cegador a pesar de las gafas de sol; tenía el mismo color que los huevos de Pascua que él pintaba de crío. Un ave de apagado plumaje gris pasó por delante de su campo de visión; dio media vuelta y bajó en picado hacia su cabeza. El periodista se agachó deprisa, pero le escuchó gritar de nuevo cuando giraba para efectuar otra pasada. Alzó la mano enguantada al recordar que los pájaros siempre elegían como objetivo el punto más alto de su blanco, pero el pájaro efectuó un nuevo vuelo rasante, y entonces Michael cayó en la cuenta de que no había nido alguno por los alrededores, al menos ninguno a la vista, ni tampoco carroña que el ave pudiera reclamar como propia. Enseguida se ajustó los cristales de las gafas para ver mejor a la gorjeante ave. ¿No sería Ollie por un casual?
Se escuchó un aleteo alrededor de la punta del asta, donde la Vieja Gloria ondeaba sin apenas hacer ruido al ritmo de la fría brisa, que se detuvo en lo alto del módulo de administración. Rebuscó en los bolsillos, donde encontró una barra de granola. Bueno, él sabía que los pájaros no eran especialmente tiquismiquis: comían de todo. Bajo la atenta mirada del ave abrió el envoltorio con cierta dificultad al llevar las manos enguantadas con aquellas enormes manoplas. Al terminar, sostuvo en alto la barrita para permitir que el págalo lo examinara a gusto y luego lo lanzó a unos metros de su posición. Eran aves carroñeras, por lo cual no iba a dejar pasar la ocasión; y así fue: en cuestión de un segundo, el pájaro se lanzó desde el tejado y se precipitó sobre la comida con el pico ya entreabierto. De un par de picotazos rompió la barra en varios trozos y empezó a zampárselos. Michael estudió al págalo con la esperanza de apreciar algún detalle que le permitiera saber si era o no Ollie. El ave se tragó el último trozo y el humano se acuclilló para observarle mejor.
-¿Eres tú, Ollie? -preguntó.
El ave lo miró con unos negros ojos redondos y brillantes como cuentas, pero no huyó. Michael se quitó un guante pese a ser consciente de que no era lo más inteligente ni lo más sensato cuando se estaba cerca de un págalo omnívoro. El pájaro se acercó dando saltos hasta subirse gentilmente a la palma de la mano y esperar ahí subido.
-¿Quién me lo iba a decir?
Le habría resultado difícil explicar la razón por la cual se le hizo un nudo en la garganta. Tal vez era la emoción de ver que el pequeño de la nidada había sobrevivido a la tormenta después de todo, o a que era una de las pocas cosas que había sido capaz de tocar para mejorar su destino. En su mente saltó la imagen de Kristin en la cama del hospital y luego en el funeral al que no había podido asistir. Imaginó un ramo de grandes girasoles amarillos alrededor de un ataúd. El ave le correteó por encima de la mano, y él deseó llevar algo más en los bolsillos para poder dárselo. Cuando se bajó, Wilde se incorporó y se disculpó:
-No hay más.
Y le mostró las manos vacías.
El págalo anduvo pavoneándose sobre el terreno circundante y al final abandonó la espera de nueva comida y salió disparado hacia el cielo como un cohete. Su benefactor le vio sobrevolar la zona para luego desaparecer en dirección a la caseta de buceo. Varios pájaros se reunieron con él en el cielo, y Michael se consideró un estúpido al sentirse como un padre, feliz de que su hijo fuera aceptado en el recreo por los demás compañeros de clase.
Entonces oyó un rugido procedente de la explanada de detrás del módulo de administración y enseguida aparecieron Murphy, Lawson y Franklin montados cada uno en una motonieve. A Michael le recordaron a una de esas partidas al mando de un sheriff, en especial cuando se percató de que iban armados: Murphy llevaba un arma en la pistolera y el cañón del rifle de Franklin asomaba por el compartimento de carga.
-Pensé que era una partida de rescate, no un equipo SWAT[17] -comentó el periodista.
El jefe O´Connor le dedicó una mirada de significado inequívoco: «Madura», pero contestó con más suavidad.
-¿No has estado nunca en los Boy Scout? Uno siempre debe estar preparado. -Tomó un fusil lanzaarpones de su reserva y se lo entregó. Michael notó que Lawson también llevaba uno-. Nos dividiremos en dos grupos cuando lleguemos a Stromviken -anunció Murphy en voz alta para hacerse oír por encima de los motores al ralentí-. Franklin y yo peinaremos el lado de la costa. Bill y tú revisaréis la factoría. Y vigilad vuestros movimientos -dijo antes de bajar el visor del casco-, el año pasado ya perdí a un probeta en una zanja y, la verdad, no me apetece sufrir otra baja más.
Bajó el visor y salió disparado como un loco en medio de un ruido atronador.
Franklin se acomodó sobre su propio vehículo, una motonieve de la marca Arctic Cat, y dijo:
-Mejor será ir en fila de a uno. Así estaréis seguros de que el suelo es firme.
Se puso en marcha y Lawson le siguió. Las motonieves eran máquinas potentes de doscientos cincuenta kilos de peso y un manillar similar a las bicicletas de montaña.
Michael se ajustó bien la capucha al casco y verificó el enorme faro y el antiniebla. Se acomodó en el asiento y le dio al acelerador, haciendo rugir al motor de cuatro tiempos. Las puntas de los esquís se levantaron cuando el tractor oruga se hundió en la nieve y él salió disparado tras la estela de Lawson. Pilotaba una Arctic Cat, una máquina que guardaba poca relación con la que tuvo de crío, una de las primeras Ski-doo de dos tiempos. Podía sentir debajo del cuerpo todos los caballos de potencia de aquel aparato, por no mencionar la resistente suspensión. Él estaba acostumbrado a sentir todos los baches e irregularidades del hielo, pero sobre aquel vehículo era como sobrevolar un paisaje nevado en una alfombra voladora.
Y por mucho que viera mantener la formación en fila india a Murphy, Franklin y Lawson, ése era el peligro: en cualquier momento podía formarse una fisura en el hielo y tragarse entero a cualquiera de ellos. Lawson le había puesto al corriente de la situación con todo lujo de detalles en la Escuela de la nieve, al poco de llegar a la estación científica, y aunque en su posición estaba de más conocer las diferencias entre grietas marginales, radiales, longitudinales, transversales y rimayas, sí valía la pena recordar que las últimas nieves podían haber formado una capa que impidiera detectarlas a simple vista, y no era difícil que se hubiera formado una suerte de puente en la parte de arriba, uno capaz de soportar el paso del primer hombre, pero no el del segundo, momento en que se abría un cañón de heladas paredes azules y cien metros de altura, al fondo de los cuales había un lecho de agua salada congelada donde la temperatura rondaba los cuarenta grados bajo cero. Eran pocos quienes habían caído dentro de una fisura y habían vivido para contarlo, y en todo caso, no de una pieza, pues siempre había que amputar algo.
Michael intentó seguir el trazado de los esquís, lo cual no siempre resultaba posible, pues a veces no eran visibles y otras no dejaban de ser un destello más apagado en alguna zona donde la nieve de la superficie -suavizada por el incesante soplo del viento- estaba más removida.
Se agachó detrás del parabrisas para evitar el frío cortante del aire, aunque el casco aerodinámico también ayudaba lo suyo, pues le cubría las mejillas y el mentón, y tenía un cubrenucas para amortiguar el rugido del motor, además de un sistema de doble respiración para expulsar el aliento hacia fuera y mantener limpio el campo de visión. Le recordaba mucho al traje de buceo de profundidad que llevaba cuando liberó a Eleanor del glaciar.
En la mente de sus compañeros Eleanor había pasado de ser la Bella Durmiente a la condición de novia del conde Drácula. ¿Cuánto tiempo podía conservarse el secreto de su presencia en Point Adélie? ¿Cuánto tardaría en ser un problema público o incluso algo peor? El permiso de la NSF finalizaba el 31 de diciembre, dentro de nueve días, fecha para la cual estaba prevista la llegada de un avión con provisiones, y él tenía muy claro que debía subir en él. ¿Qué sería de ella entonces? ¿A quién debería contarle la historia? Y sobre todo, ¿en quién podía confiar? Michael depositaba una gran confianza en Charlotte, pero ella era la doctora Barnes, la médico de toda la base, y no se le podía pedir que hiciera de niñera. Bueno, también estaba Darryl, pero no era exactamente la clase de tipo en quien se podía confiar algo así: poca atención iba a prestarte si no eras un pez para diseccionar y al que efectuarle estudios hematológicos.
¿Y qué ocurriría si Sinclair Copley jamás aparecía? Lawson había logrado que sonara poco probable, pero cuanto más lo pensaba, más sola y aislada veía a Eleanor, en una prisión no mucho mayor que el bloque de hielo.
A menos que...
El vehículo chocó con una elevación rocosa que surgía del suelo y voló por los aires para caer con un ruido sordo y coleó mientras seguía su avance.
«Concéntrate», dijo para sus adentros, «o vas a romperte el cuello y habrás perdido todas las posibilidades». Sacudió la cabeza para soltar los grumos de nieve adheridos al visor del casco y aferró el manillar con más fuerza, pero sus pensamientos no cambiaron de dirección, y siguieron centrados en el día no tan lejano en que tuviera que abandonar la base... y a Eleanor.
Pero ¿y si conseguía llevarla con él? Se maravillaba de que no hubiera considerado todavía esa posibilidad. ¿Y si lograba hacerla subir también a ese avión? La idea era un despropósito de tal calibre que apenas si daba crédito a que perdiera el tiempo considerándola siquiera, pero todo serían ventajas para el jefe O´Connor si se llevara a cabo y él podía usar todo el peso de su considerable influencia sobre los miembros de la estación científica que estaban al tanto de la situación, podía comprar su silencio, pues en manos de Murphy estaba el hacer que sus vidas fueran fáciles o difíciles, según quisiera él.
Aun así, ¿cómo podía llevar a cabo ese plan? ¿Cómo podía hacer Eleanor todo el trayecto de regreso a Estados Unidos, sobre todo tratándose de alguien como ella? Eleanor Ames jamás había visto un avión ni un automóvil, y ya puestos, ni un reproductor de CD. Tampoco tenía ciudadanía alguna, a menos que estuviera por ahí cerca la reina Victoria para confirmarla, claro, y desde luego carecía de pasaporte.
Además de todas las dificultades manifiestas propias de semejante viaje en sí, luego estaba la otra cuestión: ¿cómo podía él cuidar de alguien con su insólita condición? «¿A qué distancia está el banco de sangre más próximo en Tacoma?», se preguntó.
A un kilómetro de su posición, Michael vio el manojo arracimado de chimeneas, almacenes, cobertizos y allí, en lo alto de la colina, el campanario de la iglesia. Se alegró de llegar a tiempo para ver cómo Murphy y Franklin continuaban a la derecha, tal y como estaba planeado, en dirección a la playa sembrada de huesos blanqueados y presidida por el Albatros. ¿Qué podían hacer con Sinclair si le hallaban vivo en la factoría noruega? ¿Lo encerraban también en la enfermería? Existían muchas posibilidades de que estuviera atrincherado en la iglesia, en la sala situada tras el altar, y Michael quería ser el primero en encontrarlo para aplacar sus temores e intentar razonar con él. Si estaba vivo, iba a mostrarse receloso, suspicaz e incluso hostil. Y tenía todos los motivos del mundo, vistas las cosas desde su perspectiva.
Por ese motivo debía estar a solas con él cuando lo encontraran, si es que lo hacían, claro está.
Alcanzó a Lawson en el patio de despiece. Éste se había detenido allí porque los raíles de las vagonetas podían destrozar las motonieves por debajo. Michael apagó el motor en cuanto llegó a su lado. El silencio era sepulcral. Alzó el visor y recibió una bofetada de frío en la cara.
-¿Y ahora qué? -preguntó Lawson.
Michael quería librarse de él a toda costa, así que le contestó:
-¿Por qué no empiezas por echar un vistazo por esos patios de ahí y por los alrededores? Yo subiré a la iglesia e iré peinando el terreno mientras voy bajando.
Lawson colgó el casco sobre el manillar, echó mano al fusil lanzaarpones y asintió en ademán de haberle entendido antes de marcharse.
El periodista guardó su casco y se encaminó a la iglesia. Observó las lápidas ladeadas mientras subía la ladera y enseguida las hojas cerradas de la entrada. Un indicio interesante, sobre todo cuando debía haber una batiente abierta y un buen montón de nieve delante. «Tal vez haya alguien en casa», pensó.
Tenía casi encima el sol del solsticio mientras subía los escalones, razón por la cual su cuerpo apenas proyectaba sombra sobre los tablones de madera y era tan poca que prácticamente la pisaba con los pies.
Tras abrir la chirriante puerta de un empellón, entró en la iglesia, donde fue recibido por los perros del trineo, que corrieron hacia él enseguida. Apoyó una rodilla en el suelo y dejó que le lamieran los guantes y el rostro mientras giraban a su alrededor. Sin embargo, Michael recorría la estancia con la mirada. Junto a la puerta había una pila de alimentos y pertrechos, como si alguien tuviera planeado salir en breve.
Vio una vela y una botella de vino negra sobre el altar.
No sabía si pegar gritos para anunciar su presencia o si arrastrarse en silencio para pillar desprevenida a su presa.
Pero entonces se formuló una pregunta clave: ¿estaba ahí para rescatar a Sinclair o para capturarlo?
Avanzó por el pasillo central con sigilo y dio un rodeo para evitar el altar mayor a fin de acercarse a la habitación de detrás, cuya puerta estaba entornada. La empujó hasta abrirla del todo y miró en el interior. Alguien había dormido en la cama, pero el fuego de la estufa se había apagado, dejando un olor a cenizas frías y lana húmeda. El golpeteo de los postigos le atrajo hasta el ventanuco y desde él pudo atisbar cómo una figura se escabullía entre las lápidas del cementerio, eligiendo un trayecto por la parte posterior de la iglesia.
Y no era ninguno de los integrantes del grupo de búsqueda.
El fugitivo llevaba la cabeza descubierta, lo cual permitía ver su melena de color rubio castaño, igual que el bigote, y vestía una parka roja con una cruz blanca en la espalda. Michael la identificó enseguida como una de las que Danzing solía tener colgadas en la percha del cobertizo de los perros.
De modo que ése era Sinclair, el amado de Eleanor. Después de todo, seguía vivo.
Michael notó una punzada extraña, pero desapareció casi antes de que la hubiera percibido.
Salió de la habitación a la carrera. Las pisadas hicieron mucho ruido y estuvo a punto de resbalar sobre el suelo de piedra. Los perros saltaron con sus juegos, interponiéndose en su camino.
-¡Ahora no! -gritó, apartando sus cabezas peludas.
Cuando él llegó a la puerta de la entrada, Sinclair había bajado la ladera, a veces corriendo, a veces dejándose caer y deslizándose con los brazos abiertos. Debajo de la parka entrevió el destello de un galón dorado sobre una casaca y la vaina de un sable tintineando a un lado. Entonces, el fugitivo desapareció por un callejón estrecho que discurría entre dos grandes edificios destartalados. Michael intentó bajar deprisa la helada pendiente, pero sin soltar el arma, y eso le exigía ir con más cuidado, y además, durante el descenso se iba devanando los sesos sobre el posible destino del tal Copley.
Tal vez había oído el ruido de las motonieves o quizá le habían pillado con la guardia baja. El equipo acumulado junto a la puerta sugería que estaba planeando una misión propia, pero si hubiera querido esconderse, ¿por qué no lo había hecho, y punto? En esos patios y almacenes de ahí abajo debía haber algo que él quería.
Y a Michael sólo se le ocurría una cosa que pudiera querer: armas.
Al llegar al pie de la colina, atisbó una mancha roja pasando como una exhalación entre dos galpones y Michael le siguió. Por suerte, no se veía a Lawson por ninguna parte y los motores de los vehículos de Murphy y su compañero se oían lejos, junto a la costa. Bien. Lo último que Michael quería era una interferencia. Si podía echarle el guante a Sinclair, sería todo para él, al menos durante un tiempo.
Se acordó en ese momento de los estantes llenos de herrumbrosos arpones en lo que debió de ser una herrería, pero ¿dónde estaba la tienda? Wilde se detuvo un segundo para recobrar el aliento y orientarse, pues había visto ese local durante su visita anterior. Se sintió capaz de localizarla otra vez, ya que se acordaba de la posición, estaba más adelante y a su derecha, y tenía un distintivo inconfundible: junto a la puerta había una enorme ancla comida por la herrumbre.
Avanzó hacia allí con el fusil lanzaarpones bien sujeto y apuntando hacia el suelo, pues temía que aquel maldito trasto se le disparase si llegaba a tropezar y caerse.
Pasó delante de un edificio vacío tras otro y se fue parando ante cada uno para echar un vistazo al interior, donde vio cadenas colgantes, poleas congeladas, enormes mesas de trabajo llenas de melladuras, sierras de arco para metales y calderos de muchos diámetros y poca altura descansando sobre sus regordetas patas metálicas.
Los establecimientos parecían estar dispuestos al azar y de cualquier manera, pero poco a poco entendió que su posición respondía a un plan concreto. Todavía era posible ver el entrecruce de los raíles de las vagonetas. Todo estaba organizado como una primitiva cadena de montaje, o de desmontaje para ser más precisos. Los locales estaban ubicados en función de lo que fueran a obtener en el despiece de la ballena, empezando por la piel y terminando en los cartílagos.
Los huesos y los dientes de cetáceo, así como los ojos congelados -del tamaño de una pelota medicinal-, se acumulaban por doquier en grandes pilas apoyadas sobre las paredes.
Llegó a una intersección. Había veredas o callejones en todas las direcciones, lo cual le obligó a recordar su primera entrada en el pueblo fantasma, cuando había venido desde el suroeste, lo cual significaba que probablemente había cruzado un gran patio azotado por el viento para luego torcer a la derecha. Siguió dicho patio y para su gran alivio acabó por ver el ancla reclinada junto a una entrada baja y en penumbra.
Aminoró el paso conforme se aproximaba, pues en el interior de la herrería no se oía ruido alguno ni había el menor indicio de vida. Tal vez su pálpito era erróneo.
Agachó la cabeza para poder meterse dentro, donde recorrió la estancia con la vista hasta descubrir al fondo otra puerta, bloqueada en parte por media docena de barriles anillados con flejes metálicos. Escudriñaba por si había algo detrás de esa abertura cuando algo pasó volando junto a su mejilla y se hundió en la pared a un palmo. El arpón se quedó clavado en la madera y el astil vibrante continuó zumbando junto a su oído.
-No dé un paso más -ordenó una voz procedente de la oscuridad de la desordenada tienda. Michael siguió sin poder ver a su adversario cuando éste añadió-: Y suelte el arma.
Michael dejó caer el fusil lanzaarpones, que resonó al golpear sobre el suelo de ladrillo. El fuste de la enorme chimenea se alzaba en el centro de la habitación -debía de haber sido la forja-. Era de ladrillo rojo y no estaba empotrada en la pared. Una figura salió de detrás de la chimenea. El fugitivo se había quitado la parka y ahora lucía sólo la casaca escarlata de la caballería. Mantenía el sable envainado a un costado, pero tenía otro arpón preparado en la mano.
-¿Quién es usted?
-Michael, Michael Wilde.
-¿Qué hace aquí?
-He venido a buscarle.
Se hizo un silencio incómodo, roto sólo por el quejido del viento, que había encontrado el camino para bajar por la chimenea y helar la forja. En el ambiente flotaba un ligero olor a carbón.
-Usted debe de ser el teniente Copley -aventuró Wilde.
El comentario sorprendió al inglés, pero se recobró enseguida.
-Si sabe eso, entonces Eleanor ha de estar con ustedes.
-Sí, está a salvo con nosotros -le aseguró Michael-. Nos estamos haciendo cargo de ella.
Una chispa de odio llameó en los ojos del desconocido y Michael lamentó de inmediato haberlo expresado de esa forma. Seguramente, Sinclair pensaba que nadie salvo él podía realizar esa tarea.
-Está en la base, en Point Adélie -prosiguió Michael.
-¿Así es como se llama el sitio?
Sinclair tenía el aspecto y el acento de un verdadero aristócrata inglés, como algunos que Michael había visto en las películas, pero el destello de sus ojos dejaba entrever una locura impredecible, lo cual tampoco debía sorprenderle en exceso, aunque ahora lo único que Michael deseaba era adivinar el modo de lograr que dejara de apuntarle con el arpón.
-No hemos venido para hacerle daño -dijo Michael-. Todo lo contrario. De hecho, podemos ayudarle.
El periodista se preguntó si debía seguir hablando o si convenía más permanecer callado.
-¿De cuántos miembros consta vuestro grupo?
La respiración entrecortada del británico levantaba vaharadas de vapor. Michael pudo apreciar por vez primera que todo aquel esfuerzo le estaba pasando factura. El hombre seguía con actitud desafiante, pero le costaba mantenerse en pie.
-Cuatro hombres. Sólo hemos venido cuatro.
La punta del arpón osciló y los párpados se le cerraron lentamente, aunque Sinclair los abrió de pronto, alarmado.
¿Estaba a punto de desmayarse o simplemente «refrescaba la imagen», como hubiera dicho Ackerley? Michael se obligó a recordar que no tenía por qué estar enfrentándose necesariamente a un enemigo peligroso.
-Trabajamos aquí, en el Polo Sur -le informó Michael por iniciativa propia-. Somos norteamericanos.
La punta del arma bajó un poco más y Michael habría jurado haber visto el atisbo de una sonrisa en los labios del teniente.
-Hace mucho tiempo fantaseé con ir a América -repuso Sinclair entre toses-. Parecía el sitio perfecto: no conocía a nadie y nadie me conocía a mí.
Michael detectó un movimiento por el rabillo del ojo en la puerta trasera. Sinclair debió seguir la dirección de esa mirada, ya que se giró con el arpón en alto antes de darle tiempo a hacer nada, salvo gritar:
-¡Alto!
Entretanto, Franklin se las había arreglado para franquear la puerta obstaculizada por los toneles y estaba allí, fusil en mano.
Sinclair vaciló sólo una fracción de segundo, pero arrojó el arpón cuando vio subir la boca del lanzaarpones. Al mismo tiempo un arma de fuego resonó de forma atronadora y salieron volando trozos de ladrillo en todas las direcciones. El periodista notó una sensación muy similar al picotazo de un avispón cuando uno se le clavó en la mejilla; además, se le metió en el ojo una minúscula esquirla. Michael ladeó la cabeza para sacarse la mota del ojo y cuando volvió a mirar con los ojos entrecerrados, el arpón, clavado en el tonel, vibraba de forma ostensible y Franklin seguía con el arma dispuesta, pero apuntaba hacia abajo, hacia Sinclair, que se había desplomado sobre el yunque. Los brazos le colgaban flácidos a los costados y le temblaban los dedos.
Murphy acababa de irrumpir en la habitación con la pistola en alto.
-Pero ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho? -clamó Michael.
-¡Me lanzó un arpón! -se defendió Franklin, pero parecía alterado-. De todos modos, no le di a él, le di a la chimenea.
Michael se arrodilló junto a Sinclair y vio un hilo de sangre entre los cabellos del británico que se estaba apelmazando en la parte posterior de la cabeza.
-Entonces, ¿qué es eso?
-Una bala de rebote -replicó O´Connor-. Estaba usando balas de goma y ha debido de rebotarle.
Murphy se acuclilló al otro lado del yunque y entre los dos depositaron con suavidad el cuerpo en el suelo; luego, le dieron la vuelta hasta dejarlo descansando sobre la espalda. El herido tenía los ojos en blanco y los labios se le habían vuelto azules. ¿Cómo afectaría eso a Eleanor? Michael no lograba pensar en otra cosa.
-Llevémosle de vuelta al campamento -dijo Michael-. Vamos a necesitar que Charlotte le eche un vistazo cuanto antes.
Murphy asintió y se puso en pie.
-Pero antes vamos a atarle...
-Pero se está grogui -terció Michael.
-Por ahora -replicó Murphy-. Y si se recupera, ¿qué, eh? -Luego se volvió a Franklin y le dijo-: Vamos a ponerlo en la parte trasera de mi motonieve. Y lo mantenemos en cuarentena nada más llegar a la base. Manda una bengala a Lawson para que sepa dónde estamos, listos para marcharnos.
Mientras Franklin salía al exterior para lanzar la bengala, Michael se puso a recordar la cuarentena de Ackerley, ahí metido en un cajón de embalaje en un almacén de comida, y en lo bien que había acabado todo.
-Ya conoces el procedimiento -avisó el jefe O´Connor a Michael-. Nadie necesita saber dónde está hasta nueva orden. ¿Lo pillas?
-A la primera.
-Y eso va sobre todo por la Bella Durmiente.
Michael estaba más que predispuesto a guardar el secreto. Total, ¿qué importaba uno más? Estaba cogiéndole el truco a eso de callar confidencias, pero no dejaba de preguntarse cuánto tiempo podían seguir así las cosas. Incluso aunque el resto del campamento no llegara a enterarse de la presencia de Sinclair, Eleanor era harina de otro costal. Hasta donde él sabía, existía una conexión psíquica entre Sinclair y Eleanor.
El vínculo era muy fuerte; tanto, que no debería extrañarse si ella ya estaba al corriente de que habían encontrado a Sinclair y que éste había resultado herido cuando estaba preparándose para ir a buscarla.
CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE
22 de diciembre, 19:30 horas
EL PEZ SE DEBATÍA con tanta tozudez mientras Hirsch lo llevaba al tanque del acuario que estuvo a punto de escapársele de entre las manos.
-Espera, espera, impaciente -murmuró.
Al cabo de unos instantes lo echó a la sección del tanque reservada para su anterior espécimen de Cryothenia hirschii. El pez traslúcido nadó un poco y asomó la boca antes de parar y asentarse tranquilamente en el fondo del tanque, donde se quedó quieto, virtualmente inmóvil, como habían hecho sus congéneres. Aunque el nototenia perteneciera a una especie desconocida hasta el momento, cosa de la cual él estaba convencido, una cosa parecía clara: la observación de éste no iba a ser lo más emocionante del mundo para un profano en la materia. No había mucho que mirar. Ahora bien, a él, el bicho le iba a granjear una reputación en el ámbito de la comunidad científica, que era donde importaba.
Marginando el tema de la morfología general, simplemente la sangre daría pie a un millar de pruebas de laboratorio. Las glicoproteínas anticongelantes de la misma eran ligeramente distintas a las de cualquier otro pez antártico estudiado hasta la fecha y algún día podrían ser utilizadas para otros fines: anticongelante de las alas de los aviones, o aislante de las sondas de profundidad, o sólo Dios sabía qué más...
Sin embargo, ahora estaba enfrascado en un experimento aún más singular. En cuanto Charlotte Barnes había mencionado la desaparición de una bolsa de plasma, nadie lo había dudado ni un instante: la había cogido Eleanor Ames. Si la muchacha abandonaba la protección de Point Adélie para establecerse en el mundo real, primero debía superar esa terrible adicción. Darryl no era ningún necio: no había forma de satisfacer ni de mantener en secreto una necesidad insaciable como ésa y se hacía perfecta idea del precio que ella debería pagar: convertirse en el ojo de un huracán mediático.
Había tomado muestras adicionales de la sangre de Eleanor para realizar de inmediato análisis, pruebas y chequeos, pues tenía un pálpito tan descabellado como el problema planteado. La sangre de Ames tenía el mismo que la de Ackerley: el índice fagocítico se salía del mapa literalmente, pero en vez de eliminar las bacterias, esos fagocitos no engullían sólo bacterias, sustancias extrañas y el detritus celular del flujo sanguíneo, devoraban también los glóbulos rojos; primero los propios, y luego cualesquiera otros que pudieran ingerir por otras fuentes.
Ahora bien, ¿qué ocurriría si él era capaz de encontrar una forma de mantener estable el nivel del tóxico, el elemento que ayudaba a los infectados a permanecer con vida en las condiciones más adversas, al tiempo que introducía un elemento capaz de eludir la necesidad de recibir eritrocitos externos? En suma, ¿y si Eleanor era capaz de tomar prestados por un par de truquitos la hemoglobina libre presente en la sangre del pez del acuario?
El biólogo tenía pensado efectuar una docena larga de diferentes combinaciones sanguíneas; luego, las guardaría en probetas cuidadosamente marcadas y las conservaría a temperatura estable en el frigorífico. Su intención era comprobar la evolución cada cierto tiempo, y estaba a punto de repetir las pruebas cuando alguien aporreó la puerta del laboratorio.
Hirsch la abrió y Michael entró pisando fuerte. Sus botas húmedas hicieron un ruido como de succión cuando pisó la estera de goma.
-¿Te apetece un refresco?
-Muy gracioso -replicó Michael, sacudiéndose la capucha para quitarse la nieve acumulada en ella.
-No estaba de guasa. -Darryl se acercó al minifrigorífico, sacó un botellín de extractos vegetales, lo descorchó y lo depositó sobre la mesa de trabajo-. ¿Dónde has estado?
-En Stromviken.
Sólo había una razón para ir allí, y el biólogo la sabía.
-¿Lo encontrasteis?
Michael vaciló, pues Darryl quería saber demasiado.
-¿Estaba vivo?
El recién llegado eludió la respuesta y se concentró en bajar la cremallera de la parka y doblarla encima de un asiento cercano.
-Olvídate de las órdenes de Murphy -le instó el pelirrojo-. Al final, va a tener que decírmelo de todos modos, ya lo sabes. ¿Quién más de por aquí sabe hacer un análisis de sangre?
-Lo hayamos vivo, pero no vino por las buenas -contestó Michael-. Resultó herido y ahora Charlotte se ha hecho cargo de él.
-Pero ¿está herido de mucha gravedad?
-Charlotte piensa que es una contusión leve y un rasguño en la cabeza.
-Así pues, ¿está en la enfermería? -concluyó el biólogo, listo para salir a la carrera y tomar nuevas muestras de sangre.
-No, en el almacén de la carne.
-¿Otra vez estamos con ésas...?
-Murphy no quiere poner en riesgo a nadie de la base.
Aunque a regañadientes, Hirsch acabó por conceder la razón al jefe O´Connor. Después de todo, había visto a Ackerley en acción y nadie sabía qué podía ocurrir si reunían a Eleanor con esa otra alma en pena, que presumiblemente padecía la misma enfermedad que ella. Podía desembocar en una alianza de mil demonios.
-Bueno, ¿y qué tal va? -preguntó Michael, con un tono demasiado a la ligera para ser natural.
-¿Qué tal va el qué?
-La cura. ¿Has encontrado algo que ayude a Eleanor?
-Si vienes a preguntarme si me las he apañado para resolver uno de los mayores y más desconcertantes enigmas hematológicos en el espacio de, oh, vaya, unos pocos días, la respuesta es no. A Pasteur le llevó su tiempo, ¿vale?
-Disculpa -replicó Michael.
Darryl se arrepintió de haberse mostrado tan cortante.
-Pero estoy haciendo progresos y tengo algunas ideas.
-Eso está genial -repuso Michael, visiblemente animado-. Tengo fe en ti. ¿Sabes?, creo que me voy a tomar una soda.
-Sírvete tú mismo.
Michael se acercó a la nevera, tomó un frasco y permaneció dando sorbos junto al tanque donde estaba el Cryothenia hirschii.
-Tengo fe, sobre todo porque se me ha ocurrido una idea descabellada -confesó al fin sin volverse a mirar a Darryl.
-Estoy abierto a sugerencias -replicó el biólogo mientras tapaba otro vial y lo rotulaba-, aunque no tenía ni idea de que éste fuera tu campo.
-Y no lo es. Mi idea era que Eleanor pudiera subir conmigo al avión de suministros.
-¿Qué...?
-Si tú encuentras una cura o al menos una forma de estabilizar su condición -respondió Michael, volviéndose-, yo podría tutelar su regreso a la civilización.
-Su lugar no está en un avión -contestó Darryl-. Lo suyo es permanecer en cuarentena, eso o el CDC.[18] La chica tiene en la sangre una enfermedad con... serios efectos secundarios, digámoslo así. -Al pelirrojo le bastó mirar de refilón a Michael para ver lo poquito que le había gustado la frase- Esta mujer es de acceso prohibido. Eso lo sabes, ¿no?
-Por Dios, claro que sí -contestó el periodista; la simple sugerencia le había ofendido.
-Y ahora tenemos un segundo paciente con idéntico problema, por si lo has olvidado. Dime, ¿también planeas llevártelo contigo?
-Si tenemos una solución, sí -contestó Michael, aunque con mucho menos entusiasmo. Le dio un buen trago a la botella de soda-. En tal caso, sí lo llevaría.
-Es una locura -le censuró Darryl-. El avión tiene prevista su llegada dentro de nueve días. ¿La verdad? Creo que en él sólo vas a volver tú. Michael pareció abatido, pero resignado a lo inevitable, como si supiera que había probado suerte con un globo sonda lleno de agujeros.
-Lo que podrías hacer es hablar con Charlotte para que me dejara sacarle sangre a... ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tipo...?
-Sinclair Copley.
-Pues eso, al señor Copley, y lo antes posible. Y ahora, en vez de distraerme con ideas estúpidas, deberías irte al sobre y echar un sueñecito. Tal vez mañana te despiertes con alguna ocurrencia más decente.
-Gracias. Seguro que algo invento.
-No veo el momento de oírlo -repuso Darryl, que ya había vuelto a su trabajo.
Michael debía hacer otro alto en el camino antes de irse a dormir. Joe Gillespie le había dejado tres llamadas cada vez más urgentes, y él lo había estado evitando. Había pospuesto esa conversación por un buen montón de razones. ¿Qué iba a decirle...? ¿Cómo iba a contarle que los cuerpos encontrados en un iceberg se habían descongelado al fin y se habían dado a la fuga? ¿Que ahora estaban vivos, y de hecho, encerrados bajo llave? Oh, sí, eso era fácil de vender en comparación con lo de Danzing y luego lo de Ackerley... ¿Cómo podía revelarle que los muertos habían revivido, chiflados, eso sí, por culpa de alguna enfermedad desconocida que los había transformado en protagonistas de una versión antártica de La noche de los muertos vivientes?
No dejaba de darle vueltas hasta dónde podía contarle sin que su editor pensara que se le habían aflojado todos los tornillos de la cabeza. Y entonces, ¿cuál sería la reacción de Gillespie? ¿Lo notificaría a la central de la NSF para que lo evacuaran de forma inmediata, tal y como estaba estipulado, o intentaría contar con el jefe de la estación? Y claro, ése no era otro que Murphy O’Connor, cuya última frase sobre el tema había sido:
-Lo que aquí sucede, aquí se queda.
Michael telefoneó a casa del editor por el teléfono vía satélite con la esperanza de que le saliera el contestador automático, pero Gillespie descolgó apenas hubo sonado el primer timbrazo.
-Espero no haberte despertado -dijo Michael, haciéndose oír por encima del débil eco de la estática.
-¿Michael...? -contestó Gillespie prácticamente a voz en grito-. ¡Por Dios, mira que eres difícil de localizar!
-Sí, bueno, las cosas han estado patas arriba por aquí abajo.
-Espera un segundo, déjame apagar el equipo de música...
Michael bajó la mirada hasta el bloc de notas situado sobre la encimera. Alguien había garrapateado a Santa Claus encime de un trineo y lo cierto es que lo había hecho bastante bien. Eso le hizo recordar las navidades del año anterior. Kristin le había regalado una pequeña tienda de campaña y él a ella una guitarra acústica que jamás iba a tener tiempo de aprender a tocar.
-Bueno, cuéntame, ¿por dónde va la historia? -preguntó Gillespie, otra vez al otro lado de la línea-. Quiero que el departamento de diseño se ponga con la portada y la maquetación lo antes posible, y en cuanto tengas algo escrito, y no me importa lo poco pulido que esté ese borrador, quiero leerlo. -Hablaba tan deprisa que las sílabas se montaban unas sobre otras-. ¿Cuáles son las últimas novedades que tenemos sobre los cuerpos atrapados en el hielo? ¿Se han descongelado? ¿Has descubierto algo sobre su identidad?
«¿Y qué contesto a eso?», dijo el interpelado para sus adentros. «¿Le digo que no sólo sé quiénes eran, sino también sus nombres, y que lo sé porque me lo han dicho ellos mismos?».
-Estoy especialmente interesado en la chica -admitió Gillespie-. ¿Qué aspecto tiene? ¿Está totalmente deteriorada o es posible utilizar alguna foto chula a toda página sin asustar a los lectores más jóvenes?
Michael estaba sumido en un mar de dudas. Le apetecía empezar a soltar un montón de mentiras, pero no estaba dispuesto a revelar la verdad. La idea de describirle a Eleanor, de servírsela en bandeja como tema de una instantánea oportunista...
-Espero que esté lo bastante conservada como para poder exponerla en algún sitio -continuó Gillespie, escupiendo las palabras tan deprisa como una ametralladora disparaba las balas-. La NSF va querer exhibirla por ahí, de eso estoy seguro, y no me sorprendería que montasen alguna que otra exposición en el Smithsonian.
A Michael le dio un vuelco el corazón. Cuánto lamentaba la prisa con que había informado a Gillespie del hallazgo. Cuánto le gustaría volver atrás en el tiempo y cambiar eso, empezar otra vez. Sí, eso era, podía echar marcha atrás, y cayó en la cuenta de que podía empezar ya.
-¿Sabes...? He sido demasiado rápido con el gatillo...
-Demasiado rápido con el gatillo -repitió Gillespie, y por una vez habló despacio-. ¿Qué significa eso?
¿Que qué significaba eso? Podía imaginarse la confusión del editor, cada vez mayor.
-Bueno, los cuerpos no resultaron ser lo que yo pensaba...
-¿Qué diablos me estás contando? O son cadáveres o no lo son... No me hagas esto, Michael... ¿Qué intentas decirme exactamente?
Wilde sacudió el auricular mientras él hablaba para imitar las interferencias de la estática y al cabo de unos segundos intervino de nuevo:
-Perdona, esto se ha cortado unos segundos... ¿Puedes repetirme lo último, Joe?
-Te preguntaba si la historia es real o no. Porque si me estás tomando el pelo, te lo advierto: no me está haciendo ninguna gracia.
Wilde alargó el brazo del auricular cuanto pudo para lograr la mayor autenticidad posible y replicó:
-No te estoy gastando una broma. Supongo que me engañé yo solo. Tenía toda la pinta de ser una mujer, se parecía muchísimo, pero bueno, al final no lo ha sido.
-¿Y qué era entonces...? ¿Una muñeca hinchable?
-El típico mascarón con forma de mujer situado debajo del bauprés... Es realmente soberbio. -Por el momento, Michael estaba asombrado de su propia inventiva-. Es muy viejo y bastante hermoso, pero al fin no había ninguna mujer. Ni tampoco un hombre. Lo de detrás sólo era más madera oculta en el hielo, aunque hermosamente pintada. Debió de formar parte de un barco naufragado. -Podía embellecerlo más, pero no le convenía, no fuera a ser que Gillespie se emocionara y le pidiera más fotografías del bauprés, y no sabía cómo iba a ingeniárselas para apañar un montaje-. No sé cómo decirte lo avergonzado que estoy, Joe.
-¿Avergonzado? -Michael le oyó débilmente-. Estás avergonzado... ¿Eso es todo? Estaba planeando convertirte en la estrella de Eco-Travel Magazine. Iba a gastar pasta de verdad y contratar una agencia de publicidad para que todos los medios de comunicación difundieran tu careto.
Con cada palabra pronunciada había calcinado literalmente sus posibilidades de ser noticia, ganar premios, cobrar fama y tal vez hacerse rico, Michael lo sabía perfectamente. Todo se desvanecía en el aire.
-Pero tengo más material de primera: una factoría ballenera abandonada, el último tiro de trineos de la Antártida, una tormenta estremecedora en el cabo de Hornos. Hay toneladas de material.
-Genial, Michael, es genial. Ya hablaremos tú y yo después del día 1, en cuanto hayas vuelto. Entonces podrás enseñarme lo que tienes de verdad.
-Dalo por hecho -contestó Michael, que evaluaba en silencio el daño causado a su carrera. Había tomado uno de esos momentos cumbre y le había prendido fuego.
-¿Te sientes bien?
-Claro.
-¿Y cómo va lo de Kristin? ¿Ha habido algún cambio?
Cazó al vuelo por dónde iba Gillespie. El editor sospechaba que la duración excesiva de la tragedia empezaba a hacerle mella y comenzaba a desquiciarle. Odiaba tener que explotar semejante situación, pero la aprovechó sin vacilar.
-Kristin ha muerto.
-Oh, mierda. Deberías haberlo dicho antes.
-Ya ves, entre eso y las extrañas condiciones de vida que hay aquí abajo, pues la verdad: estoy hecho polvo.
Se aseguró de confiar a su tono de voz una nota que ratificase que era así.
-Escucha, lamento de veras lo de Kristin.
-Gracias.
-Pero al menos sus padecimientos se han acabado, y los tuyos, también.
-Supongo.
-Bueno, vale, ahora tómatelo con calma y no fuerces las cosas. Ya hablaremos dentro de un par de días o así...
-Claro.
-Ah, otra cosita... Mientras, ¿por qué no vas al médico de la base para que te haga un chequeo? Asegúrate de que el doctor...
-Doctora, es una mujer.
-Bueno, que la doctora te eche un vistazo.
-Lo haré.
Michael agitó el teléfono por el aire y luego lo frotó contra la manga para crear un poco más de estática y ahorrarse de ese modo la necesidad de escuchar cualquier manida muestra de condolencia por parte de Gillespie. Murmuró una despedida en el auricular y cortó la comunicación.
Luego, permaneció sentado, con los antebrazos apoyados en las rodillas y las manos colgando en el aire. No estaba seguro, pero tenía la impresión de haber cometido la mayor estupidez de su vida. Él siempre se había guiado por el instinto, ya fuera a la hora de elegir una ruta para escalar la pared de una montaña, el curso de unos rápidos o qué cueva debía explorar, y en ese preciso momento había reaccionado del mismo modo: por instinto, y no estaba muy seguro de conocer la razón.
Únicamente sabía que una parte muy honda de su ser se negaba a entregar a Eleanor, la idea se le antojaba insoportable.
«Te has jodido tú solito y a conciencia», dijo para sus adentros.
Se arrastró hasta el comedor, donde se apoderó de un sándwich y un par de cervezas de la marca Sam Adams, cuya etiqueta, tan similar a un membrete, sólo le sirvió para acordarse de los albaranes y facturas sobre cuyos reversos Ackerley había escrito sus últimas notas.
El tío Barney había preparado unas bandejas con pasteles navideños: hombrecitos de pan de jengibre con un baño de azúcar rosáceo. Wilde tomó un par. Resultaba fácil pensar que el espíritu de la navidad reinara en un paisaje nevado como el Polo Sur, pero brillaba por su ausencia. Todos habían cantado las canciones preferidas de Danzing durante la ceremonia fúnebre, cierto, pero no había oído mucha música desde entonces. Una especie de mortaja pendía sobre Point Adélie y sus moradores.
Pensó en hacer una visita a la enfermería durante el camino de vuelta a su dormitorio, pero al final pasó de largo. No tenía corazón para enfrentarse a Eleanor en ese preciso momento y, menos aún, mentirle en lo tocante a Sinclair, tal y como se le había ordenado. Tenía serios problemas de conciencia, en especial después de haber desbaratado las cosas con Gillespie. Necesitaba estar a solas con sus pensamientos.
Y eso empezaba a convertirse en una constante demasiado habitual.
Aquello había comenzado como un interrogante fugaz hecho sin concederle mucha importancia, pero se había convertido en algo a lo que su mente volvía una y otra vez. ¿Qué iba a ser de Eleanor? Ella no podía quedarse en Point Adélie para siempre, eso era evidente, pero ¿cómo y bajo qué circunstancias podría marcharse? ¿Había trazado Murphy algún plan por su cuenta? Hasta donde él era capaz de prever, la señorita Ames iba a necesitar un amigo, no, más que eso, una persona conocida en quien ella confiara y también comprendió que se había asignado él solito ese papel sin pararse a pensarlo.
Observó su rostro cansado en el espejo del baño comunitario y resolvió afeitarse. ¿Por qué no hacerlo antes de acostarse? Total, en el Polo Sur todo se hacía al revés.
Pero no lo debía considerar la situación de la joven, también estaba la cuestión de Sinclair. El deseo de ambos era permanecer juntos, y ¿de qué servía entonces ese rol? Eso le convertía en una especie de carabina con el cometido de guiar a los dos amantes en un sorprendente nuevo mundo.
La cuchilla de le enredó en los pelos de la barba, más largos y resistentes de lo habitual, y acabó cortándose. Le aparecieron unas gotas de sangre en la mejilla y en el mentón.
Y si era sincero consigo mismo, ¿qué otro escenario esperaba? Removiendo en su interior, era consciente de que había sentimientos que no resistían un mínimo escrutinio. Él era un reportero gráfico al que le habían encomendado un trabajo, y eso era todo, por el amor de Dios. Debía concentrarse en eso. El resto sólo era un zumbido molesto en su cabeza.
Pasó una mano por el espejo para limpiar el vapor de un área y se observó. Tenía la mirada limpia, pero un tanto abotargada. «¿No estaré a punto de ser víctima del Gran Ojo?», se preguntó mientras se percataba de que también necesitaba un buen corte de pelo. El pelo negro era espeso, ingobernable y largo, y le cubría ya las orejas.
Un par de usuarios de la sauna estaban dale que te pego sin parar de hablar. Debían de ser Lawson y Franklin a juzgar por sus voces. Se echó un poco de agua fría sobre los cortes antes de darse una ducha rápida y regresar a su habitación.
Una vez allí se puso una camiseta nueva y un par de pantalones cortos antes de cerrar bien las cortinas. Jamás hubiera creído que llegaría a odiar la luz del sol, pero ahora... Se subió a la litera e intentó alisar un poco las sábanas. Había notado cómo Hirsch arreglaba la cama todos los días, pero él no veía motivo para hacer en Point Adélie algo que jamás hacía en su propia casa. Tiró de las sábanas para que la manta no le rozase las piernas y cerró todas las cortinas. Se tendió en el estrecho catre, apoyó la cabeza sobre la almohada de gomaespuma y permaneció con los ojos abiertos en medio de la semipenumbra.
Todavía tenía el pelo húmedo por la parte de detrás, de modo que levantó la cabeza de la almohada para frotárselo un poco y acelerar el secado. Cerró los ojos y respiró despacio a fin de relajarse, y lo hizo así otra vez, y otra, y otra, pero su mente aún era un hervidero de ideas en ebullición.
Le vino a la cabeza la imagen de Copley en el catre del almacén de carne después de que Charlotte le hubiera puesto seis puntos en la brecha de la cabeza. Habían cambiado de posición el cajón de los condimentos a fin de hacer sitio y habían enchufado varios calentadores ambientales. El jefe O´Connor había establecido turnos de vigilancia de ocho horas y había asignado el comedido a Lawson y Franklin. Michael se había ofrecido voluntario para montar guardia, pero Murphy había rehusado.
-Técnicamente hablando eres un civil. Dejemos que las cosas sigan así.
El colchón se combaba en el centro, por lo cual colocó el cuerpo un poco más cerca de la pared. Daba igual la opinión de Murphy: alguien debía contarle a Eleanor lo de Sinclair. Su reacción era una incógnita y tal vez no fuera una pregunta menor. Ella iba a sentirse aliviada, por supuesto. ¿Y encantada? Sí, tal vez. ¿Iba a reaccionar de forma apasionada? ¿Insistiría en estar con él de forma inmediata?
Michael no sabía si confundía un deseo suyo con una percepción más profunda, pero albergaba la sospecha de que una parte de Eleanor temía a Sinclair. A juzgar por la historia oída de sus labios, un cuento de fantasía sin parangón, Copley la había arrastrado a una odisea salvaje y llena de peligros, una odisea cuyos capítulos seguían escribiéndose.
Por mucho que ella pudiera haberle amado, ¿seguía estando tan entregada a él como al principio del viaje?
Recordó el camafeo de la joven: Venus salía de entre la espuma del mar. Era de lo más apropiado, sin duda. Eleanor también se había alzado del océano, y era muy hermosa. Sintió una punzada de culpabilidad enseguida, se sintió desleal por tener ese pensamiento cuando apenas acababan de dar sepultura a Kristin.
Pero era eso, y no podía ni negarlo ni frenarlo.
El rostro de Eleanor le acechaba en sueños. Los ojos de color verde esmeralda rodeados por esas largas pestañas, el sedoso pelo castaño, incluso esa palidez extrema. Parecía venir de otro mundo, porque en realidad era así, y él temía por cómo efectuara la entrada en este nuevo universo. Quería protegerla, guiarla, salvarla.
La litera estaba tan silenciosa y a oscuras como un sepulcro.
Recordó la primera visión de Eleanor, atrapada en su tumba de hielo.
Y luego cuando la encontró en la iglesia abandonada, donde estaba sola y desconcertada, pero no se achantó a causa del miedo. La llama de la entereza no se había apagado en ella a pesar de todo cuanto había tenido que soportar.
¿Qué pieza tocaba en el salón de entretenimiento? Ah, sí, Barbara Allen, una antigua y melancólica balada. Las notas lastimeras empezaron a sonar en su cabeza.
Se movieron las cortinas situadas junto al pie de la cama.
Rememoró el rubor de sus mejillas y el frufrú de su vestido de mangas abullonadas cuando él se había sentado junto a ella en la banqueta del piano. Las puntas de los zapatos negros tocando los pedales.
El colchón se curvó un poco más, como si soportase otra carga.
Él se recreo en la voz de la mujer: suave, refinada, con aquel acento británico.
Y entonces, como salida del negro pozo de la noche, la oyó:
-Michael...
¿Eran figuraciones suyas...? Fuera, en el exterior, aullaba el viento. Entonces sintió un cálido aliento sobre la mejilla y una mano le rozó el pecho tan delicadamente como un pajarillo al posarse en una rama.
-No lo soporto más.
Él no movió ni un solo músculo.
-No aguanto tanta soledad.
Ella yacía encima de la manta, pero aun así, Michael podía percibir las curvas del cuerpo de Eleanor presionando contra él. ¿Cómo diablos había logrado...?
-Pronuncia mi nombre, Michael.
Él se humedeció los labios y dijo:
-Eleanor.
-Otra vez.
Michael lo repitió y escuchó un sollozo. El sonido estuvo a punto de romperle el corazón.
Se volvió hacia ella y alzó la mano, buscando su cara en la oscuridad. Le rozó el rostro bañado en sollozos. La piel era fría al tacto, las lágrimas, calientes, y él se las besó.
Ella se apretó un poco más y él pudo sentir la respiración agitada y entrecortada de Eleanor sobre su cuello.
-Querías que viniera, ¿verdad?
-Sí -admitió él-, sí quería...
Entonces se encontraron los labios de ambos; los de ella eran suaves y carnosos, pero estaban helados. El deseo de entibiarlos se apoderó de Michael, que la besó con más fuerza mientras la estrechaba contra él, reduciendo la distancia entre ellos.
Él la empujó y avanzó a tientas en busca de su cuerpo. Eleanor era delgada como un árbol joven, y sólo vestía una especie de braguitas, suaves como una sábana y tan manejables como ésta.
Dios, qué sensación tan grata para el tacto recorrer su cuerpo. Acarició el costado desnudo de la mujer una y otra vez. Ella se estremeció. Seguía estando helada, pero su piel era suave al tacto. Recorrió con los dedos la colina de la pelvis -la cumbre de su cintura-, la llanura de su vientre y los suaves promontorios de sus pechos. La piel de Eleanor temblaba bajo sus yemas y los pezones se endurecieron como botones.
-Michael... -dijo con un suspiro mientras recorría su garganta con los labios.
-Eleanor...
Él notó el pinchazo de los dientes en su cuello.
-Perdóname -susurró ella.
Antes de que él tuviera ocasión de preguntar la razón ella le clavó los dientes en la yugular, donde notó una sensación de humedad deslazándose cuello abajo. ¿Era su sangre? Wilde intentó gritar y le extrañó el sonido estrangulado y sofocado que emitió. Entonces se puso a dar patadas a diestro y siniestro para liberarse de la ropa de cama.
Le puso las manos encima y empezó a empujar.
Oyó un chirrido estridente de las cortinas al descorrerse...
... y percibió un fogonazo de luz en la cara.
Él le dio otro empujón para echarla de la litera...
-¡Michael! -bramó una voz-. ¡Despierta, por el amor de Dios! ¡Michael, despierta!
Él siguió empujando con las manos, pero otras se le habían agarrado bien.
-¡Soy yo, Darryl!
Se asomó fuera de la litera.
Las luces estaban encendidas y el pelirrojo le sujetaba las manos con fuerza.
-Estabas teniendo una pesadilla. -El pulso le martilleaba las sienes, pero al menos dejó de mover las manos-. La madre de todas las pesadillas, diría yo -añadió el biólogo mientras Michael empezaba a calmarse y a respirar con más sosiego.
Miró hacia abajo. Las sábanas y las mantas estaban enrolladas alrededor de sus piernas y la almohada había ido a parar al suelo. Se llevó la mano a un lado del cuello. Al retirarla, los dedos estaban pringosos, sí, pero no era sangre, sino sudor.
-Menuda potra has tenido de que haya vuelto -le advirtió el biólogo, echándose hacia atrás-. Podría haberte dado un infarto.
-Un mal sueño, supongo que sólo era una pesadilla -repuso Michael con voz ronca.
-No hablo en broma -replicó Darryl, soltando un prolongado suspiro; se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla de noche-. ¿De qué rayos iba el sueño?
-No me acuerdo -mintió Wilde, que recordaba cada detalle.
-¿Ya lo has olvidado?
El interpelado dejó caer la cabeza sobre la almohada y miró con aire ausente el techo.
-Sí.
-A propósito, me pareció oírte mencionar en nombre de Eleanor.
-Ajá.
-Pero no lo juraría. -Darryl tomó una toalla de detrás de la puerta y dijo-: Vuelvo en cinco minutos. No me importa cómo lo hagas, pero no te duermas.
Michael permaneció allí tendido, otra vez solo, a la espera de recuperar el ritmo normal de la respiración y de que se le pasaran las últimas secuelas del pánico.
Entretanto, en su mente, recreaba la larga melena de Eleanor cayendo sobre sus pechos níveos y sus rojos labios húmedos abiertos, pues aún querían más...
CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO
23 de diciembre, 22:30 horas
-TENGO SED -DIJO SINCLAIR en voz alta.
Franklin se levantó del cajón donde estaba sentado, tomó un vaso de papel con una pajita dentro y se lo tendió para que bebiera.
El cautivo esposado sorbió el líquido con verdadera ansia. Tenía la garganta reseca, pero no era agua lo que deseaba, bien lo sabía él.
Copley estaba sentado al borde del catre en un almacén, rodeado por ingenios mecánicos del tamaño de una caja de betún capaces de emitir ondas de calor esporádicamente incluso a pesar de que él no era capaz de detectar el carbón o gas que alimentase ese fuego.
En verdad se trataba de una era de prodigios.
Tenía un dolor persistente en la coronilla, allí donde el fragmento de la bala le había hecho un rasguño en el cuero cabelludo, pero por lo demás estaba de una pieza. En torno al tobillo izquierdo llevaba unos grilletes improvisados consistentes en una cadena enganchada a la tubería de la pared y fijada con un candado.
Había una gran mancha rojiza en un lateral de la estancia atestada de cajas. Sólo podía ser sangre. ¿Solían interrogar allí a los prisioneros o hacían algo aún peor?
Trató de entablar conversación con el guardia, pero aparte de sonsacarle su nombre, Franklin, sus intentos habían resultado estériles. Llevaba puestas en los oídos unas cosas conectadas a unos cordelitos y resguardaba la cabeza detrás de una revista con una chica medio desnuda en la portada. Sinclair tenía la impresión de que Franklin temía a su prisionero, lo cual era de lo más lógico, ya puestos, y también que le habían ordenado no dirigirle la palabra, pero iba a ser un gran placer saldar la cuenta por lo del chichón de la cabeza si se le presentaba la ocasión.
El tiempo transcurrió despacio.
Desde su posición veía sus ropas, pulcramente apiladas en un cajón propiedad de un tal Dr. Pepper,[19] fuera quien fuese el fulano, ya que le habían privado de su atuendo a favor de un pijama de franela ridículo y un montón de mantas.
Se moría de ganas por levantarse, apoderarse de sus ropas e ir en busca de Eleanor. Ella se hallaba en algún lugar de ese campamento, y él tenía la intención de encontrarla.
Pero ¿y qué harían después? Era correr hacia un callejón sin salida. ¿Cuáles eran sus posibilidades, allí, abandonados en el confín de la tierra? ¿Adónde iban a huir? ¿Y por cuánto tiempo lograrían seguir libres?
Recordó haber visto barcos en la factoría ballenera. Uno de ellos, el albatros, era muy grande, y jamás podría botarlo y dirigirlo por sí solo, pero también los había más pequeños, como los botes de madera destinados a la caza de ballenas; tal vez estuvieran en condiciones de navegar después de haber efectuado unas cuantas reparaciones, pero claro, Sinclair no era marinero y estaban rodeados por el más peligroso de los océanos. Su única oportunidad consistía en hacerse a la mar cuando hiciera buen tiempo y confiar en que los encontrara y los rescatara algún barco con el que se cruzaran.
Daba la impresión de existir algún comercio, por lo que si él y Eleanor conseguían hacerse con ropas modernas y urdir alguna explicación plausible, podrían conseguir abordar otro barco y ser llevados de nuevo a la civilización, donde se perderían entre la gente que no los conocía ni llegaría a saber jamás su terrible secreto.
Sinclair confiaba en que su astucia natural les permitiría salir adelante una vez llegados a ese punto. La necesidad había hecho de él un virtuoso de la improvisación.
El metal chirrió al rozar sobre el hielo cuando se abrió la puerta exterior y un golpe de aire frío se coló en el interior, refrescando el calor sofocante generado por los pequeños calefactores. El preso reconoció al recién llegado en cuanto hubo terminado de quitarse los abrigos, los guantes y las gafas. Sinclair conocía a ese hombre, Michael Wilde, tras su encuentro de la herrería. Le había parecido un tipo bastante razonable, pero él seguía resuelto a no confiar en nadie.
Traía en la mano un libro encuadernado con tapas de cuero negro ribeteadas de dorado.
-Se me ocurrió que le gustaría recuperarlo -dijo Michael.
Pero Franklin saltó como un resorte para interceptarlo.
-El jefe ha dicho que no le demos nada. No sabes qué puede y qué no puede usar.
-Sólo es un libro de poesía -le explicó Wilde, dejando que lo examinara.
Franklin frunció el ceño.
-Parece muy antiguo -observó, pasando las páginas.
-Lo más probable es que sea una primera edición -admitió Michael, que lanzó una mirada a Sinclair mientras se lo entregaba.
-Es obra de un hombre llamado Samuel Taylor Coleridge -dijo Sinclair, aceptando el tomo con torpeza, al tener las muñecas engrilletadas-, y hasta donde sé, el libro jamás ha hecho daño a nadie.
Michael admitía la necesidad de todas esas precauciones, pero al mismo tiempo le avergonzaban.
-Eso me ha parecido -repuso Michael, y recitó los versos de la primera estrofa que recordaba haber estudiado en el colegio-: El Kublay Kahn en Xanadú / un altivo palacio para su deleite mandó alzar / por donde el río sagrado Alfa / cavernas inalcanzables para el hombre cruzaba / camino de un mar donde no hay sol. -Luego, dijo-: Me temo que eso es cuanto recuerdo de la poesía.
Eso no dejó menos perplejo a Sinclair.
-¿Se conoce esta obra? ¿Incluso en esta época?
-Ya lo creo -replicó Michael, encantado de poder responderle-. Los poetas románticos como Wordsworth, Coleridge y Keats se enseñan tanto en el colegio como en la universidad, pero me temo que aún no sé qué significa el título de este libro... ¿Hojas sibilinas?
El prisionero acarició la cubierta del volumen como si se tratara de la cabeza de un perro de pelaje lustroso.
-Las sibilas griegas eran videntes... escribían sus profecías en el reverso de las hojas de los árboles.
Michael asintió, vivamente impresionado porque Sinclair tuviera tal respecto y aprecio a ese libro. Lo había incluido en el equipaje guardado junto a la puerta de la iglesia.
-Incluye La balada del viejo marinero, por lo que pude ver. Aún es un poema célebre.
Copley bajó la mirada y fijó los ojos en el tomo, para luego, sin abrirlo, declamar:
-Como quien recorre con miedo y espanto un camino solitario y vuelve la vista atrás una vez, sólo una, y sigue adelante pues...
Franklin le miró manifiestamente perplejo.
-... sabe que le va pisando los talones un demonio terrible.
Reinó un silencio sepulcral en el cobertizo cuando el cautivo acabó el último verso. Michael sintió que se le había helado hasta el tuétano. ‹¿Es así como percibe Sinclair su fuga, como un viaje solitario donde los perros le hostigan a cada paso que da?›, se preguntó. El aspecto obsesionado de su semblante, el vacío de su mirada, los labios agrietados, el pelo apelmazado y pegado a la cabeza como si hubiera ahogado... Todo ratificaba que era así.
Franklin pareció temer una posible continuación del recital, ya que le preguntó a Michael:
-¿Te importa si me tomo un respiro?
-Adelante, ve.
Arrojó la revista sobre el cajón de embalaje y se marchó.
Sinclair apartó el libro en cuanto él se fue y recostó la espalda sobre la pared. Wilde retiró la manoseada copia de Maxim de donde la había dejado Franklin y se sentó.
-No tendrá por un casual algo para fumar, ¿verdad? -preguntó Sinclair con el tono despreocupado con que un caballero en el pleno sentido del término le pide a otro mientras holgazanea en su club.
-No, me temo que no.
-El guardián tampoco. ¿Me veo privado de tabaco por alguna razón especial o es que ya no fuman los hombres?
El periodista no fue capaz de contener una sonrisa.
-Lo más probable es que Murphy le ordenara no darte nada como un pitillo o un puro. Quizá se te ocurriera prenderle fuego a este lugar.
-¿Conmigo dentro?
-No sería nada inteligente, eso he de concedérselo -repuso Michael-. Por lo demás, los hombres siguen fumando, pero mucho menos que antes. Resulta que provoca cáncer.
Sinclair le dedicó una mirada de incredulidad absoluta, como si hubiera sugerido que la luna estaba hecha de queso verde.
-Bueno, entonces, ¿beben por lo menos?
-Sin duda, y más aquí.
Sinclair aguardó a la expectativa mientras Michael decidía qué hacer. Violaba las órdenes expresas del jefe O’Connor si le daba una bebida y los más probable es que Charlotte también respaldara la tesis de que era una mala idea. Qué rayos, ya sabía que era desaconsejable, pero el hombre parecía tan sereno y tan racional, y sería la mejor forma de hacerle hablar para ganarse su confianza y sonsacarle acerca de su viaje, largo y lleno de incidentes. Aún no lograba imaginarse cómo Sinclair y Eleanor habían acabado en el fondo del mar cargados de cadenas.
-En el club siempre había preparada una licorera con el más fino oporto para los invitados.
-Ahora no hay de eso, se lo aseguro. La cerveza es más corriente.
Sinclair se encogió de hombros de forma amigable.
-No rehusaría una cerveza.
El periodista miró a su alrededor. La mayoría de las cajas contenían comida enlatada y vajilla, pero por alguna parte debían de estar los cajones de cerveza.
-No te vayas a ninguna parte, que ahora mismo vuelvo -bromeó Wilde.
Se puso en pie y se fue al siguiente pasillo, donde Ackerley había dejado una mancha de sangre sobre el suelo de hormigón. Intentó no pensar en ello mientras daba vueltas por allí cerca.
Al final, encontró un cajón de Sam Adams y rompió los precintos para sacar dos botellas. Usó su navaja suiza para abrirlas. Entonces regresó y entregó una a Sinclair. Entrechocó su cerveza su cerveza con la del preso y regresó a su asiento.
Copley echó la cabeza hacia atrás y dio un largo trago a la cerveza antes de estudiar la etiqueta, donde posaba un tipo de peluca.
-¿Sabe...? Una vez se lió un escándalo por una botella como ésta.
-¿Un escándalo?
-Resultó no ser cerveza, sino una botella negra de Mosela de tamaño similar a ésta que alguien había dejado en la mesa durante un banquete.
-¿Y a santo de qué vino el problema?
-Lord Cardigan era un hombre puntilloso en esos temas y en su mesa sólo podía servirse champán.
-¿Y cuándo fue eso?
-En 1840, si la memoria no me falla. Durante una comida del regimiento.
Mientras Sinclair le relataba la anécdota, Michael se descubrió pensando que esa conversación era cada vez más surrealista.
-... y eso fue todo. Deberá entender que es una historia de dominio público, pero no la viví en primera persona. Estaba en Eton esos años.
El periodista se obligó a tomar en cuenta que Ames y Copley habían vivido en una era y un mundo desaparecido hacía mucho. Esa anécdota era historia para él y un cotilleo del día para Sinclair.
El preso tomó un nuevo trago de cerveza con los ojos cerrados y luego entreabrió los párpados muy despacio.
¿Estaba ajustando la visión?
-Es una cerveza de poco cuerpo.
-¿Ah, sí? Bueno, supongo que en el ejército tomarían algo más fuerte.
Sinclair estudió fijamente a Michael, evaluándole, y no despegó los labios. Vació la botella y la puso sobre el suelo, junto al tobillo encadenado.
-De todos modos, gracias.
-No hay de qué.
Michael se estrujó las meninges sobre cómo reconducir la conversación hacia donde a él le interesaba, pero entonces Copley dio un golpe de timón y preguntó:
-¿Qué habéis hecho con Eleanor?
Ése no era precisamente el tema adonde él quería ir a parar, pero le respondió que se encontraba bien y descansando, una respuesta de lo más inocua.
-No le he preguntado eso. -El tono del teniente había cambiado-. ¿Dónde está? ¿Puedo verla? -Michael miró sin querer la cadena que le mantenía sujeto a la tubería de la pared-. ¿Por qué no nos permiten vernos?
-Porque así es como el jefe de operaciones quiere que sean las cosas.
Sinclair bufó, burlón.
-Parece un soldado de leva, reducido al simple cumplimiento de órdenes. -Respiró hondo y espiró con fuerza-. Y yo he visto adónde conduce eso.
-Veré qué puedo hacer -repuso Michael.
-Sólo somos marido y mujer, dos personas que han recorrido juntas un largo trayecto -continuó Copley, probando otra táctica, y de nuevo con tono conciliador-: ¿Qué daño puede haber en que nos veamos?
¿Marido y mujer? Michael no sabía eso y estaba seguro de que si Eleanor le hubiera hablado de su esposo, lo recordaría. Sinclair bizqueó otra vez y Michael se percató de que al prisionero parecía faltarle el aliento.
-¿Le sorprende que ella sea mi esposa o es que ella no lo ha mencionado?
-No recuerdo que haya salido el tema.
-¿Qué no haya salido...? -Tosió, y sacudió la cabeza con incredulidad-. ¿No ha salido o no quería saberlo?
-¿De qué me habla?
-No soy tonto, así que no me haga pasar por tal.
-No pretendo...
-Soy un oficial al servicio de Su Majestad, en el 17º de lanceros -dijo con un tono acelerado en la voz, ahora más firme. Alzó las manos engrilletadas e hizo sonar las cadenas que le sujetaban a la pared antes de añadir-: Y no tardaría en arrepentirse de intentar jugar conmigo si no estuviera en desventaja.
Wilde se puso en pie, sorprendido ante el súbito cambio de tono. ¿Era efecto de la cerveza? ¿Ejercía el alcohol un efecto imprevisible a causa de su condición o esos cambios bruscos de humor eran parte de su forma de ser? Michael retrocedió un par de pasos a pesar de las cadenas.
-¿Va a llamar al centinela? -se burló el preso.
-Quien debería examinarle es la doctora -precisó el periodista.
-¿Qué...? ¿Otra vez la negra?
-La doctora Barnes.
-Los barriles de cerveza se acabarían enseguida si las taberneras tirasen la bebida con la misma generosidad con que me ha sangrado esa zorra.
¿Qué sucedía allí? ¿Qué había ido mal? Copley había pasado de la calma al paroxismo en un pispás y los ojos inyectados en sangre le brillaban enloquecidos.
Franklin entró con sus andares de pato y el bigote cubierto por el hielo.
-¿Todavía siguen leyendo poesía?
Entonces, reparó en que Wilde estaba de pie y el aspecto de su cara reflejaba que algo se le había ido de las manos.
-¿Va todo bien? -preguntó a Michael, y cuando éste no le respondió de inmediato, inquirió-: ¿Qué quiere que haga?
-Deberías ir en busca de Charlotte. Y tal vez convendría que trajeras también a Murphy y a Lawson.
Franklin miró con prevención a Sinclair y salió disparado al exterior.
Michael no había perdido de vista en ningún momento a Copley. Éste, sentado al borde del catre, le devolvía la mirada con los ojos enrojecidos.
Y de pronto, recobrando la misma voz mesurada con que había recitado los primeros versos, el inglés declamó:
-La maldición de un huérfano arrastraría a un espíritu desde lo alto a las honduras del infierno, pero, oh, la maldición de los ojos de un muerto es aún más terrible. -La mirada de sus ojos era instinto homicida puro-. ¿Conoce esos versos?
-No.
-Pues ahora ya los conoce -replicó Sinclair mientras golpeteaba con los nudillos la tapa del viejo libro, y riendo entre dientes de forma ominosa, añadió-: Luego, no diga que no está advertido.
CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE
24 de diciembre, 8:15 horas
ELEANOR NO TARDÓ EN saber que habían descubierto su secreto a pesar de todos sus esfuerzos por ocultar la bolsa vacía. Nadie le censuró nada, pero retiraron todas las demás de la enfermería y la doctora Barnes la miraba con precaución.
La necesidad de sangre avergonzaba a Eleanor, si debía ser sincera, la mortificaba, pero también la asustaba. ¿Qué iba a hacer la próxima vez que esa sed devoradora se apoderase de ella? En realidad, lo sabía. A veces, era capaz de pasar sin beber varios días, incluso una semana, pero el ansia era mayor cuanto más esperaba y más fuerte era la fuerza que la empujaba a saciar su necesidad.
¿Cómo podía confesar semejante deseo? ¿En quién podía confiar?
Miró por la ventana de su cuartito al patio de la bandera, donde permanecía de pie un hombre embozado con capucha y un abrigo voluminoso. Tenía la mirada fija en ese cielo de color peltre y sostenía algo en la mano enguantada, algo con aspecto de ser tiras de beicon.
A pesar de lo difícil que resultaba identificar a nadie debajo de tanta ropa, gorros y botas, el instinto le dijo que era Michael.
Sin dejar de mirar al cielo, le oyó silbar con fuerza para hacerse oír por encima del viento ululante. Un ave apareció al cabo de pocos segundos, tan pocos que le llevaron a pensar que tal vez estaba apostado en el tejado de la enfermería, y pasó muy cerca de la cabeza del hombre, que se agachó entre risas. Era un pájaro de plumaje gris y pico ganchudo. Esas carcajadas... Era el sonido más extraño y agradable que había oído en mucho tiempo. Le entraron ganas de salir corriendo al exterior, entre la nieve y el hielo, para reunirse con él y reírse por el revoloteo del pájaro merodeador y levantar el rostro para sentir en los párpados los rayos del sol, aunque fueran los de ese sol austral.
Miró de nuevo al exterior. Michael se irguió otra vez e hizo oscilar las tiras en alto antes de lanzarlas al aire. El ave dio media vuelta, bajó en picado y cazó con el pico una y se alejó. El resto cayó al suelo, pero el hombre se limitó a esperar el regreso del págalo, y sabiamente, al parecer, ya que éste se zambulló en la nieve próxima de forma muy poco elegante y tomó otra de las tiras. Otro pájaro marrón se posó en el suelo con el propósito de investigar, pero el primero corrió hacia él, chillándole, y Michael le arrojó una bola de nieve para espantarlo. ‹Ah, el pájaro oscuro es su favorito›, dedujo Eleanor, ‹su mascota›.
Se agachó y tendió una mano enguantada al págalo, que se acercó sin dudarlo y se subió a la misma, donde debía de llevar más tiras de beicon, aunque desde allí no podía distinguirlas. Y así permanecieron los dos, como si fueran viejos amigos. El viento sacudía las plumas del ave y dibujaba estrías en la ropa de Michael, pero ninguno se movió.
De pronto, Eleanor se sintió tan sobrepasada que no pudo seguir observando la escena. Sentía que toda su vida era una prisión y se dejó caer sobre el borde de la cama como si fuera una condenada.
El corazón se le llenó de pánico cuando alguien llamó a su puerta. ¿Era la doctora Barnes, que venía para enfrentarse con ella por su crimen? Eleanor no respondió, pero cuando el golpeteo de nudillos se repitió, dijo:
-Adelante.
La puerta se entreabrió y Michael asomó la cabeza por la abertura.
-¿Me da la venia la dama para hacerle una visita?
-Permiso concedido, caballero. -Se sintió como si le hubieran dado un indulto-. Pero me temo que no puedo ofrecerte mucho, salvo una silla.
-Pues la acepto -contestó él, girando la silla y sentándose a horcajadas.
Aquel sobretodo tan grueso le colgaba a ambos lados y, dadas las dimensiones minúsculas de la habitación, él estaba a muy poca distancia, tan cerca que, de hecho, ella percibía el vigorizante aire frío procedente del abrigo y las botas. Ay, cuánto deseaba ser libre.
Michael necesitó unos segundos para descorrer la cremallera de la parka y poner en orden las ideas. Se sentía un tanto incómodo hablando con alguien en circunstancias tan extrañas como ésas, pero la desazón era mayor a la luz de aquel terrible sueño erótico del otro día protagonizado por ella. La pesadilla le había parecido demasiado real, tanto que incluso ahora le resultaba difícil mirarla a los ojos.
Lo minúsculo de la estancia los obligaba a estar muy cerca uno del otro, y él temía que esa cercanía aumentase la timidez de Eleanor.
El visitante vio palpitar la vena de la garganta por encima del cuello. La muchacha mantenía la vista fija en las manos, que mantenía apoyadas en el vientre. Aprovechó la ocasión para examinarle los dedos en busca de una alianza de matrimonio, pero no vio ninguna.
-Te he visto fuera con el pájaro -dijo ella.
-Se llama Ollie, le he puesto ese nombre en honor de otro huérfano: Oliver Twist.
-¿Conoces la obra del señor Dickens? -preguntó con asombro.
-A decir verdad, jamás la he leído -admitió Michael-, pero he visto la película.
Ella volvió a quedarse perpleja y perdida mientras él pensaba: ‹Claro, no sabe qué es una película›.
-Mi padre era bastante radical en sus ideas -continuó ella-. Me dejaba asistir a la escuela tan a menudo como era posible e incluso frecuentar la casa del párroco, donde había una biblioteca.
‹Sus ojos son verdes y centelleantes como las hojas de las píceas después de la lluvia›, valoró Michael.
-El párroco y su esposa debían de tener unos doscientos libros -alardeó ella.
‹¿Qué pensaría si viera una librería de la cadena Barnes amp; Noble?›, se preguntó él.
-Quise reunirme contigo ahí fuera -comentó ella con una nota de tristeza en la voz.
-¿Dónde?
-En el patio, cuando estabas dando de comer a Ollie.
Estuvo a punto de preguntar por qué no lo había hecho, pero cayó en la cuenta de que ella era virtualmente una prisionera. Su nerviosismo y su palidez lo evidenciaban. Michael echó un vistazo al cuarto, pero sólo había un libro y algunas revistas.
-Tal vez esta noche a última hora podamos colarnos un rato en el salón de entretenimiento para otro recital de piano.
-Eso me gustaría -contestó ella con menos entusiasmo del esperado.
-¿Y qué otra cosa te gustaría hacer? Por un lado, voy a hacer una ronda a ver si te encuentro alguna lectura decente.
Ella vaciló unos segundos, pero luego se inclinó hacia delante y preguntó:
-¿Puedo decir lo que quiero de verdad? ¿Algo por lo que daría cualquier cosa?
Michael permaneció a la espera con recelo. Temía que guardara relación con Sinclair Copley. ¿Cuánto tiempo sería capaz de guardar el secreto?
-Me gustaría dar un paseo por el exterior, me da igual el frío, y levantar el rostro para que lo caliente el sol. Sólo tuve ocasión de disfrutarlo durante la visita a la factoría ballenera. Lo que más deseo es verlo de nuevo, sentir su calor.
-Sol, lo que se dice sol, sí tenemos -concedió Michael-, pero no es que caliente mucho, francamente.
Michael permaneció inmóvil en su asiento mientras sopesaba las palabras de la joven y le daba más y más vueltas a la descabellada idea que acababa de ocurrírsele. Las consecuencias serían muy malas para él si le pillaban y el jefe O’Connor le arrancaría la piel a tiras, pero se estremeció sólo de pensarlo hasta el punto de no ser capaz de resistirse. Se preguntó qué pensaría Eleanor de llevarla a cabo.
-Supongamos que puedo concederte tu deseo -repuso él con cautela-, ¿estarías dispuesta a seguir mis instrucciones al pie de la letra?
Eleanor apreció perpleja.
-¿Puedes sacarme a hurtadillas de aquí?
-Esa parte es fácil.
-¿Y hacer que el sol caliente incluso en un lugar como éste?
Michael asintió.
-¿Sabes qué...? Sí puedo.
Se había estado preguntando qué clase de regalo navideño podía hacerle al día siguiente; bueno, pues ahora lo sabía.
-¿Eso...? -inquirió la doctora Barnes, mirando el tanque del acuario, donde varios especímenes flotaban en el agua-. Ahí sólo tienes peces muertos.
-No, no, no, esos no -contestó el biólogo-. Esos son los fallos. Échale un vistazo al Cryothenia hirschii y a los demás peces de hielo, los comodones que están tan panchos en el fondo del tanque.
Cuando la doctora estiró el cuello hacia delante pudo ver unos peces plancos, casi traslúcidos, de unos noventa centímetros, cuyas agallas se movían lentamente en el agua salada.
-Vale, ya los veo -informó ella, poco impresionada-. ¿Y qué?
-Esos peces podrían ser la salvación de Eleanor Ames.
Charlotte se mostró interesada al oír eso.
-He mezclado muestras de sangre de los nototénidos con la de Eleanor. Alguno de ellos lleva sangre mezclada -anunció con una sonrisa-, y como puedes ver están bien.
-Pero Eleanor no es un pez -le recordó la doctora.
-Estoy al corriente de eso, pero lo que vale para uno quizá valga para todos... -dijo, y señaló mediante señas la mesa del laboratorio, encima de la cual descansaba un microscopio con una lámina portaobjetos ya preparada.
El monitor ofrecía una imagen notablemente amplificada de plaquetas y células sanguíneas. Era la clase de cosas que retrotraían la mente de Charlotte a los tiempos de universitario en la facultad de Medicina.
-Estás viendo una gota de plasma con una concentración alta de hemoglobina -anunció mientras se ponía unos guantes de látex-. De hecho, es mi sangre.
-Observa qué ocurre ahora.
Darryl se inclinó sobre el microscopio y retiró la bandeja portaobjetos. El monitor se quedó en blanco. El biólogo depositó una gota minúscula en la misma lámina con una jeringuilla, la mezcló y volvió a ponerla en el microscopio.
-Normalmente, la afinaría como Dios manda, pero no tenemos tiempo.
Ajustó la visión y el monitor recuperó la imagen. Todo parecía exactamente igual, salvo la existencia de más glóbulos blancos o leucocitos, las células encargadas de defender a un organismo de enfermedades e infecciones, y algunos fagocitos. Los glóbulos blancos eran más grandes y asimétricos, y se movían activamente en busca de bacterias y agentes infecciosos, como se suponía que era su cometido.
-De acuerdo, ahora todo está más revuelto -observó ella-. ¿Qué has añadido?
-Una gota de la sangre de Eleanor. Observa qué sucede.
No ocurrió nada relevante durante unos segundos, y de pronto se desató un pandemónium. Los leucocitos se quedaron sin objetivos a los que destruir y empezaron a rodear y atacar a los glóbulos rojos, portadores de oxígeno gracias a la hemoglobina. Los acosaron hasta engullirlos y no dejar ni uno. Fue una escabechina de primer orden.
Ningún ser vivo de sangre caliente era capaz de sobrevivir con lo que quedaba después de la batalla.
La doctora Barnes miró a Hirsch, aún sin salir de su asombro.
-Lo sé, pero observa esto.
El pelirrojo repitió el proceso: retiró la lámina, usó otra jeringuilla para poner sobre la lámina original otra gota obtenida de uno de los muchos viales de cristal colocados sobre la mesa de trabajo. La tapa del vial llevaba una etiqueta que rezaba ‹AFGP-5›.[20]
La imagen de la pantalla se había reducido a una ondulante masa de glóbulos blancos moviéndose enloquecida en busca de nuevas presas, pero ahora cambió poco a poco, como el oleaje del mar cuando ha amainado la tormenta. Había otro elemento nuevo cuyas partículas se movían como barcos navegando en aguas que ahora permanecían en calma.
No eran objeto de ataque alguno.
-Los nuevos invitados son las glicoproteínas -dijo Darryl son esperar las preguntas de Charlotte- obtenidas de los especímenes de Cryothenia. Las glicoproteínas anticongelantes son proteínas naturales que detectan cualquier cristal de hielo existente en la sangre y le impiden desarrollarse. Circulan por la sangre de los peces nototénidos tan libremente como el oxígeno. Es una argucia evolutiva muy limpia y tal vez salve la vida de Eleanor.
-¿Cómo?
-Podría llevar una vida relativamente normal si tolerase su ingesta periódica, y la chica parece capaz de soportar hasta la estricnina, a juzgar por la sangre.
-¿Dónde, Darryl? ¿En el fondo del mar?
-No -respondió Hirsch con paciencia-, aquí o en cualquier parte. Necesitaría la hemoglobina de los glóbulos rojos tan poco como esos peces, pero habría un par de efectos secundarios -añadió, encogiéndose de hombros ante lo inevitable-. Por un lado, eso la convertiría en una criatura de sangre fría, sólo capaz de calentarse de forma externa, como lo hace una serpiente o un lagarto, tendiéndose al sol.
Charlotte se estremeció sólo de pensarlo.
-La segunda supone una amenaza más inmediata.
-¿Es peor?
-Juzga por ti misma.
Darryl tomó otra lámina limpia y la frotó con fuerza sobre el dorso de la mano de Charlotte antes de ponerla bajo el microscopio. El monitor mostró las células vivas y muertas. Entonces, él puso una gota de AFGP-5, y no pasó nada. Era la imagen de una coexistencia pacífica.
-¿Eso es un buen indicio? -preguntó ella, buscando el rostro de Hirsch con la mirada e intentando leer la respuesta en su semblante.
-No apartes los ojos de la caja tonta -le contestó él mientras tomaba un cubito de hielo entre los dedos enguantados, manteniendo el meñique delicadamente extendido, y tocó con un extremo de aquél la superficie de la lámina.
En el monitor, la esquinita del cubo de hielo parecía un iceberg monumental que enseguida ocupó la mitad del campo visual. Hirsch lo retiró con cuidado, pero el daño ya estaba hecho. Aparecieron miles y miles de grietas sobre la superficie del portaobjetos, como si un soplo de aire gélido hubiera helado las aguas de un estanque. El congelamiento alcanzaba a una célula, la helaba y pasaba a la siguiente, y así en todas las direcciones, y al final, cesó toda actividad. En cuestión de unos segundos quedó inmóvil todo cuanto había estado circulando. Las células estaban heladas. Muertas.
-Tienes todas las papeletas en contra cuando el hielo entra en contacto con el tejido.
-Pensé que las glicoproteínas anticongelantes lo evitaban.
-No. Impiden la propagación de cristales de hielo por el flujo de la sangre, pero eso no vale para las células de la piel. Ésa es la razón de que los peces anticongelantes permanezcan en el fondo, bien lejos de la capa de hielo.
-Eso no debería suponer ningún problema para Eleanor -observó Charlotte.
-Ya, pero ¿puede estar absolutamente segura de que jamás va a tocar nada helado bajo ninguna forma? No podría beber nunca una bebida fría ni tampoco rozar un cubito de hielo con los labios. ¿Puede estar segura de andar por la acera sin caerse y tocar un trozo de hielo? ¿Y cómo sabe que no se le va a ir el santo al cielo mientras abre el congelador para retirar un precocinado de verduras?
-¿Qué sucedería si lo hiciera?
-Se congelaría tanto que saltaría hecha en más pedazos que el cristal de un vaso al romperse.
CAPÍTULO CINCUENTA
25 de diciembre, 13:15 horas
MICHAEL HABÍA ABRIGADO A Eleanor debajo de tanta ropa que no la hubiera reconocido ni su madre. La joven sólo era un abultado amasijo de prendas moviéndose con torpeza sobre la explanada helada. Michael miraba vigilante en todas direcciones, pero no había nadie por los alrededores. Ésa era una de las cosas que tenía salir de paseo en la Antártida: resultaba muy poco probable encontrarse con muchos transeúntes, incluso el día de Navidad.
La obligó a avanzar deprisa cuando pasaron por delante del almacén de carne e hizo otro tanto cuando estuvieron cerca del laboratorio de glaciología, donde estaban Betty y Tina, a quienes escuchó trabajar con las sierras en el almacén de muestras. Eleanor le miró con curiosidad, pero él sacudió la cabeza y tiró de ella para alejarla de allí.
En la perrera, un par de perros s pusieron de pie y movieron el rabo, movidos por la esperanza de que alguien los sacara a correr un poco, pero por suerte ninguno ladró.
Las luces del laboratorio de biología marina estaban encendidas, lo cual era un buen síntoma. Michael confiaba en el trabajo duro de Hirsch para ultimar alguna solución válida para el problema de Eleanor y Sinclair.
El periodista vio su destino en lontananza, a cierta distancia del más alejado de los módulos de la estación, y guió allí a su acompañante. Pasaron junto a la celosía de madera y subieron la rampa. Eleanor estaba tiritando a pesar de vestir tantas prendas.
Michael abrió la puerta, apartó las cortinas de plástico y la condujo hasta el laboratorio de botánica propiamente dicho. Enseguida se vieron envueltos por un aire cálido y húmedo. Ella gritó a causa de la sorpresa.
Wilde la condujo todavía más adentro y la ayudó a descorrer la cremallera y a despojarse de la ropa de abrigo, el gorro y los guantes. Las guedejas le cayeron sobre los hombros y una inesperada pincelada de color le iluminó las mejillas. Los ojos verdes relucían.
-Aquí estudian toda clase de plantas, tanto las variedades locales como las foráneas -le informó él mientras se desprendía de su propia ropa de abrigo-. La Antártida es todavía el medio ambiente más limpio del planeta y el mejor para el trabajo de laboratorio. -Se apartó el húmedo pelo adherido a la frente-. Pero tal vez no dure mucho al ritmo que van las cosas.
La joven no le oía: se había puesto a deambular por el lugar, atraída por la fragancia de los maduros fresones colgados de los tubos de plástico del techo, que jugaban un papel esencial en el sistema hidropónico. Las verdes hojas filosas de bordes dentados estaban salpicadas de flores blancas y brotes amarillos, y la luz artificial arrancaba destellos a las bayas humedecidas por efecto de los pulverizadores de agua.
El montaje del laboratorio había corrido por cuenta del propio Ackerley, y por eso era una mezcla entre equipos de alta tecnología y artilugios chapuceros, tubos de aluminio y mangueras de goma, baldes de plástico y lámparas de descarga de alta intensidad. Éstas se hallaban puestas al mínimo, pero Michael aprovechó el momento en que Eleanor cerraba los ojos y hundía el rostro entre las parras en flor para ponerlas a la máxima potencia.
Un chorro de luz bañó al instante todo el invernadero. La impresión de luminosidad aumentaba gracias a una hilera de reflectores caseros hechos con perchas y papel de estaño.
Los fresones refulgieron como zafiros, los pétalos blancos centellearon y las gotas de agua se condensaban y caían sobre las hojas verdes como una fina lluvia de diamantes.
Eleanor echó a reír y abrió unos ojos como platos; luego, para protegérselos puso la mano a modo de visera. Michael no la había visto tan feliz desde que le enseñó el milagro de oír a Beethoven en el equipo de música.
-¿No te lo dije?
Ella asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.
-Sí, señor, sí, pero aún no comprendo cómo es posible.
Eleanor examinó las lámparas luminosas y los reflectores plateados antes de proteger otra vez los ojos.
-Prueba una fresa -sugirió Michael-. El cocinero las usa para hacer tarta de fresas.
-¿De verdad puedo? ¿No está prohibido?
Él alargó una mano, arrancó una de un tirón y se la acercó a los labios. La joven vaciló y aumentó el sonrojo de los mofletes antes de ladear la cabeza y morder una por la mitad.
Mientras la saboreaba, la intensa luz jugueteó con sus cabellos e hizo destellar el borde dorado del broche.
-Termínala -le invitó él, sosteniendo todavía la mitad restante.
Ella se detuvo para recobrar el aliento, con los labios empapados por el jugo de la fruta, y le observó. Los ojos de ambos se encontraron. Michael apenas fue capaz de sostenerle la mirada, pues su corazón se hallaba sobrepasado por una vorágine de sentimientos contradictorios: ternura, inseguridad, deseo.
Mas Eleanor no tuvo problema alguno en seguir mirándole mientras se inclinaba y tomaba el resto de la fruta entre los dientes. Éstos rozaron las puntas de los dedos de Michael antes de retirarse. Tragó el fruto y dejó en los labios la verde corona de la fresa. Wilde se quedó paralizado.
-Gracias, Michael -dijo ella. Era la primera vez que se dirigía a él por su nombre... Bueno, en la realidad, el sueño no contaba-. Ha sido un verdadero lujo.
-Es un regalo de Navidad.
-¿Sí...? ¿Hoy es Navidad? -preguntó, sorprendida.
Él asintió mientras apretaba los dientes para soportar el dolor de los hombros, fruto de tanto reprimir sus deseos de abrazarla. No se atrevía. Ése no era el motivo por el que la había traído al laboratorio. Aquello no formaba parte del plan de vuelo ni tenía futuro.
Pero en tal caso, ¿por qué debía reprimirse tanto?
-En Navidad, hubiéramos decorado la casa con muérdago, hiedra y almáciga -comentó ella con gesto pensativo-. Mi madre hubiera hecho un pudín flambeado con brandy y lo hubiera servido con una ramita de acebo en lo alto. Cuando mi padre acercaba la cerilla al brandy, la luz alegraba toda la habitación, era como si hubiera una fogata.
Eleanor se dio la vuelta al cabo de unos segundos y se alejó del brillo de las lámparas.
-Hace demasiado calor si te quedas bajo la luz -se justificó.
Anduvo en dirección a uno de los pasillos. Él apreció cómo las mangas abullonadas y el blanco cuello alto del vestido realzaban su delgadez mientras la joven acariciaba las hileras de tomatales, las lechugas, las cebollas y los rábanos, todos crecidos sobre tableros y en cuencos transparentes llenos de un líquido claro.
-No hay tierra -observó la joven, mirando a uno y otro lado-. ¿Cómo pueden crecer las plantas?
-Se llama hidroponía o cultivo sin suelo -contestó él, siguiéndola hasta el pasillo-. Las plantas reciben todos los minerales y nutrientes necesarios para su desarrollo a través de una solución nutritiva disuelta en el agua. Añádase aire y luz, y ya lo tienes.
-Es milagroso y me gusta mucho más que el invernadero de la Gran Exposición de Londres. Mi padre nos llevó a mí y a mi hermana Abigail.
-¿Cuándo fue eso?
-En 1851 -respondió ella con un tono de voz que dejaba entrever que daba un dato comúnmente conocido-, en el Palacio de Cristal de Hyde Park.
Acusaba el impacto de la sorpresa cada vez que ella soltaba algo semejante. No podía evitarlo.
Había otro juego de luces en la parte posterior para iluminar un minúsculo jardín de rosas, lirios y las orquídeas de Ackerley.
-¡Qué preciosidad! -exclamó Eleanor mientras avanzaba por el estrecho pasillo flanqueado por brillantes rosas rojas y orquídeas multicolores de tallos largos y sinuosos.
Crecían en una solución mineral y no en el suelo, pero aun así, allí estaba presente ese aroma húmedo y cálido tan característico de la jungla. Eleanor se soltó el botón del cuello, sólo uno, y respiró profundamente.
-No podía ni imaginarme la existencia de un lugar como éste en un país tan remoto y frío -dijo mientras devoraba la catarata de colores y olores-. ¿Quién cuida de todas estas plantas? ¿Tú...?
-Oh, no -repuso él-. Habrían muerto todas en menos de una semana si yo estuviera a cargo de esto.
Pero precisamente a ella era la última persona a quien podía explicarle el destino de Ackerley. ¿Qué diría si se lo contaba? ¿Confesaría entonces su innegable pero secreta necesidad?
Michael estaba seguro de una cosa: no quería oír esas palabras de sus labios.
-Todos estamos al pie del cañón, pero la mayor parte del trabajo está automatizado y es cosa de los temporizadores y los ordenadores -replicó, intentando darle algo similar a una respuesta.
-Michael -empezó al fin, pero dejó inconclusa la idea incluso antes de empezar a exponerla.
-¿Sí?
Tras unos instantes de cavilación, Eleanor entró en materia y se lanzó a fondo.
-Me da la sensación de que hay algo que no me estás contando, no puedo evitarlo.
Tenía toda la razón del mundo, admitió él, pero no le había revelado tantas cosas que no sabía por dónde empezar.
-¿Guarda alguna relación con el teniente Copley?
El interpelado vaciló. No deseaba mentirle, pero le habían prohibido decirle la verdad.
-Le hemos estado buscando.
-Vendrá a por mí, y tú lo sabes. Si no lo ha hecho, pronto lo hará.
-No esperaría menos de tu marido.
Ella le lanzó una mirada intensa, como si se confirmaran sus sospechas, o al menos algunas de ellas.
-¿Por qué dices eso?
-Perdón, pero di por supuesto que vosotros dos estabais...
-A los ojos de Sinclair, tal vez, pero a los ojos de Dios no estamos casados. Eso jamás sucedió por razones que no vienen al caso.
Debería estar complacido por el tono perentorio empleado y no hurgar más en el tema, pero dado que había salido el tema, el periodista sintió que no podía dejar pasar la ocasión.
-Pero ¿no querrías reunirte con él...? Si sigue vivo, por supuesto.
La joven estudió con atención una orquídea amarilla y frotó la cérea superficie con los dedos.
Tanta vacilación estaba sorprendiendo mucho a Michael.
-Sinclair ha sido y será siempre el gran amor de mi vida. -Eleanor acarició los dorados pétalos amarillos-. No obstante, nos hemos visto obligados a llevar juntos una vida que... No es posible... No debería serlo. -Michael sabía a qué se refería, por supuesto, pero guardó silencio. Ella continuó-: Me temo que con el paso de los años se ha enamorado de otra... cosa. Algo le fascina y le atrae con mucha más fuerza de la que yo jamás seré capaz de ejercer.
Los pulverizadores de riego se conectaron de pronto, enviando un fino surtidor de agua por encima de sus cabezas. Eleanor no se movió.
-¿El qué?
-La muerte -replicó ella.
Los aspersores dejaron de soltar las nubes de agua pulverizada y ella se volvió a un lado, como si se avergonzara de lo que acababa de admitir.
-Se ha empapado tanto en ella que ha aprendido a vivir en su compañía. La muerte lo mantiene junto a sí todo el tiempo, como su fuera un perro fiel. No siempre fue así -se apresuró a añadir Eleanor, como si se arrepintiera de aquel rapto de sinceridad y lo considerase una deslealtad-. No lo era cuando nos conocimos en Londres. Era un hombre atento y amable, y siempre estaba buscando formas de divertirme.
Esa última frase le hizo sonreír.
-¿Por qué sonríes?
-Acabo de acordarme de un día en Ascot... Nos invitó a cenar en su club de Londres... Ay, el pobre. Creo que se escapaba de sus acreedores por un pelo.
-¿No me dijiste en una ocasión que procede de una familia aristocrática?
-Su padre era conde y él también lo hubiera sido un día, pero ya había apelado a la fortuna familiar para que le sacara del lío demasiadas veces.
Tengo entendido que su progenitor estaba profundamente decepcionado con él.
El agua pulverizada empezó a tejer un fino velo sobre los cabellos de Eleanor.
-Las posibilidades de Sinclair cambiaron del todo en Crimea. Esa guerra cambió a todos cuantos fueron allí y los supervivientes quedaron dañados para siempre. Era imposible que no fuera de otro modo. La joven se limpió el agua del pelo.
-No es posible bañarse en sangre todas las noches y empezar sin mácula a la mañana siguiente.
Michael no pudo evitar pensar en todas las contiendas que habían estallado desde entonces, y en todos los soldados involucrados en las mismas, todos habían intentado en vano dejar atrás los horrores de la guerra. Algunas cosas jamás cambiaban.
-¿Cuánto tiempo crees que voy a permanecer en este lugar? -preguntó ella, sin mirarle.
Michael le respondió con una pregunta para no tener que contestar a ésa:
-¿Adónde querrías ir?
-Oh, muy sencillo. Quiero volver a casa, a Yorkshire. Soy consciente de que ya no estará allí ningún miembro de mi familia y de que habrán cambiado muchas cosas, pero aun así, no habrá desaparecido todo, ¿verdad? Allí seguirán las montañas, los árboles y los arroyos. Habrán cerrado las antiguas tiendas, pero otras nuevas habrán ocupado su lugar. Seguirán allí la plaza del pueblo, la iglesia, la estación del tren y su confitería y el olor a bollos recién hechos y a mantequilla...
A medida que ella iba enumerando cosas, Michael pensaba si quedaría algo de todo eso, si no habrían cerrado la estación hacía décadas y si no habrían nivelado las colinas para construir un complejo de apartamentos.
-Es sólo que... No quiero morir en un lugar como éste, no deseo morir en el hielo.
La muchacha agachó la cabeza y se estremeció sólo de pensarlo. Él alargó una mano y la atrajo hacia él con suavidad.
-Eso no va a suceder. Te lo prometo.
Las lágrimas anegaban los ojos de Eleanor, que alzó la vista y miró a Michael, desesperada por creerle.
-Pero ¿cómo puedes asegurarme algo así?
-Puedo y lo haré. Te prometo que no me marcharé de aquí sin ti.
-¿Te vas...? -preguntó con una nota de alarma en la voz-. ¿Adónde te marchas?
-Vuelvo a casa, a Estados Unidos.
-¿Cuándo?
Él adivinó cuál era el verdadero temor de la joven. No le aterraba únicamente la posibilidad de perecer en la Antártida, sino sucumbir a su necesidad de sangre antes de ver su viejo hogar. «Es posible -pensó Wilde- que incluso ahora esté luchando con todas sus fuerzas para reprimir un ansia casi irresistible».
-Pronto -admitió él-, pronto.
La atrajo hacia él y la estrechó entre sus brazos. Gotas de agua condensada se balanceaban en el pelo de Eleanor, que se acercó a Michael de buena gana y apretó la mejilla contra su pecho.
-No lo entiendes -repuso ella con voz suave-. No harías esa promesa tan a la ligera si lo entendieras.
Pero Michael sabía que sí, que sí la haría.
Estaba recordando en esos instantes otra promesa realizada en la cordillera de las Cascadas, y tenía intención de cumplirla a toda costa, como aquella otra.
-Voy a llevarte a casa -le prometió.
CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO
26 de diciembre, 9:30 horas
COPLEY HABÍA EVALUADO CON detenimiento a sus dos carceleros antes de decidir contra cuál de ellos iba a tener más posibilidades.
Franklin era el más lerdo de ambos con diferencia, pero también el más precavido. Se comportaba como un soldado en un ejército de verdad: acataba las órdenes a rajatabla y no era de los que se las pensaban. Le habían mandado apartarse del preso y así lo hacía. De hecho, se negaba incluso a entablar conversación con él y mantenía la atención concentrada en una de esas revistas escandalosas durante todo el tiempo que durase su turno de guardia.
Por otra parte, sin embargo, el segundo centinela era más inteligente y sociable, y también más curioso. El cautivo apreció enseguida que este otro tipo estaba fascinado por la presencia de un visitante inesperado de otra época y aunque debía de haber recibido las mismas órdenes que Franklin, Lawson no parecía tener inconveniente en saltárselas. Se acomodaba, estiraba las piernas y apoyaba la espalda sobre un cajón para disfrutar de una buena charla. Sinclair observó que las botas de Lawson eran más resistentes, pues estaban provistas de suelas gruesas y cordones fuertes, e infinitamente mejores que sus propias botas de montar, una de las cuales se había desgarrado tras haber montado en el trineo.
Lawson había acudido a su turno con un gran libro lleno de imágenes coloreadas. Copley no podía ver qué era, pero sabía que lo averiguaría en su momento. Lawson era incapaz de permanecer callado durante mucho tiempo.
El británico aguardó en silencio durante varios minutos, al cabo de los cuales su vigilante al fin rompió a hablar.
-¿Todo guay? -Sinclair le dedicó una benigna mirada de incomprensión- Oh, disculpe, eso quiere decir ´¿cómo está hoy?´. ¿Necesita que llame a la doctora o algo así?
¿La doctora? La presencia de esa mujer era lo último que pediría en este momento.
-No, no, en absoluto. -Sinclair le dedicó una elaborada sonrisa de abatimiento-. Es esta forzada inactividad, nada más. Nuestro buen Franklin habla poco, no es una compañía muy entretenida.
¿Por qué no halagar un poco a ese idiota?
-Es un tipo estupendo. Sólo cumple órdenes.
-Si hay otro camino más seguro a la perdición que ése, me gustaría mucho conocerlo.
Sinclair rió entre dientes, sabedor de que un pronunciamiento tan rotundo sólo iba a servir para espolear más la curiosidad del centinela. Notó como tamborileaba los dedos sobre la cubierta del grueso volumen.
El cautivo preguntó por Eleanor y su bienestar como una cuestión de pura rutina, pues nadie iba a decirle nada relevante a ese respecto, y él lo sabía. Recibió la típica respuesta llena de vaguedades. Incluso Lawson mantenía el pico cerrado en ese tema, pero ¿la mantenían apartada sólo de él? ¿Estaba bien de verdad? ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo podía satisfacer esa peculiar necesidad que ninguno de los dos podía confesar a nadie? Ni siquiera él mismo sabía cuánto tiempo podía aguantar, y eso que contaba con el beneficio de haberse bebido la sangre de la foca.
Lawson le dio la vuelta a la conversación y acabó arrimando el ascua a su sardina, como Sinclair sabía que iba a hacer. La fascinación de ese hombre por los viajes del teniente se había hecho evidente durante sus últimos turnos juntos, y el propósito de ese grueso libro ahora le resultaba claro. Era un atlas de cuyas páginas sobresalían unos trocitos de papel coloreado. Lawson sostenía el libro en el regazo y lo abría por las páginas marcadas.
-He intentado trazar el itinerario de su viaje desde Balaclava hasta Lisboa -anunció, hablando como el típico niño empollón en un examen oral-. Creo haber conseguido localizar casi todos los puntos.
El tipo parecía un cartógrafo nato.
Copley esperó.
-Pero me he perdido un poco en torno a Génova. Cuando Eleanor y usted abandonaron la ciudad, ¿navegaron por el mar de Liguria rumbo a Marsella o siguieron la ruta por tierra?
Sinclair se sabía al dedillo el itinerario del viaje a pesar del tiempo transcurrido, pero fingió cierta confusión, como si le costara recordarlo.
De hecho, habían viajado en calesa y se habían detenido en un casino de San Remo, no muy lejos de Génova, donde había ganado una gran suma de dinero en unas partidas a la telesina, una variante local del póquer. Uno de los jugadores le había acusado de hacer trampas y él le había exigido una satisfacción por esa afrenta a su honor. El perdedor supuso que la satisfacción consistía en el duelo, pero en realidad hubo de esperar un poco más. Sinclair le atravesó limpiamente con su sable de caballería y se dio un festín. Luego, cuando hubo terminado con él, se lavó la sangre de la cara en un aromático limonar antes de regresar junto a Eleanor, que le esperaba donde se hospedaban.
-No estoy seguro de recordar el nombre de la villa -dijo Copley como si estuviera haciendo un gran esfuerzo-, pero estaba en Italia. Tal vez se llamara San Remo. ¿Puede encontrarlo ahí en ese mapa?
Vio a su interlocutor pegar la cabeza al papel e intentar trazar la ruta con el dedo. Lo estudió. Llevaba en la cabeza uno de esos estúpidos pañuelos propios de los marineros rasos. Era cuestión de tiempo que Sinclair lograra engatusarle para que se acercara y le mostrara el mapa en cuestión.
Luego, se libraría de las cadenas y reclamaría a la esposa arrebatada.
-Mañana -repitió Murphy, inclinándose sobre el respaldo de la silla de su despacho-. El avión de avituallamiento aterrizará mañana a las ocho. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza una vez más mientras sostenía en la otra el rotulador rojo con el cual había dibujado un círculo en torno al día siguiente en la pizarra blanca situada en la pared de detrás de su mesa-. Y tú vas a volver en ese avión -le espetó a Wilde.
-Pero ¿de qué me hablas? -protestó Michael-. Mi pase de la NSF no expira hasta final de mes.
-Se nos echa encima otro sistema de bajas presiones y para cuando haya pasado el frente las fisuras de los glaciares van a estar aún peor que ahora. El avión no podría aterrizar.
-Pues ya tomaré el próximo.
-¿Dónde te crees que estás, chaval? -soltó Murphy-. No hay próximo avión hasta por lo menos el mes de febrero.
Michael no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Cómo iba a ser posible que se marchara al día siguiente? Le había hecho una promesa a Eleanor y no estaba dispuesto a romperla. Se volvió hacia Darryl, pero éste se limitó a devolverle una mirada de comprensión.
-¿Qué planes tienes para Eleanor y Sinclair? -preguntó Michael de sopetón-. Yo fui el primero en encontrarlos.
-Qué más quisiera yo que no los hubieras hallado. Maldita sea, qué ganas tengo de librarme de ellos.
-Soy la persona en quien más confían.
-¿De verdad? ¿No llamaste pidiendo refuerzos la última vez que visitaste a Sinclair? ¿Qué sucedió con esa confianza? ¿Se rompió o qué?
El periodista aún se lamentaba de ese error de cálculo, y cuando Darryl se lanzó a explicar algún prometedor trabajo de hematología realizado en el laboratorio, Michael se devanaba los sesos. ¿Había llegado la hora de exponer su idea? ¿Acaso iba a tener otra oportunidad?
-Ambos deberían volver conmigo -soltó, interrumpiendo el discurso del biólogo.
Darryl se calló de inmediato y se volvió hacia él mientras el jefe O´Connor sacudía la cabeza con exasperación.
-¿Y cómo sugieres que apañemos eso? -inquirió Murphy-. ¿Qué te piensas que tenemos aquí, la estación de Paducah a nuestra disposición? Un avión no aterriza y recoge tres pasajeros cuando en el listado de embarque figura sólo uno.
-Eso ya lo sé, pero ten un poco de paciencia conmigo. -Wilde estaba terminando de encajar las piezas del puzle mientras permanecía ahí sentado-. La esposa de Danzing está al corriente de la muerte de su esposo, pero desconoce la fecha de repatriación del cadáver, ¿no es cierto?
-Cierto, pero aún no he sacado tiempo para llamarla y contar que su esposo revivió, se convirtió en un zombi y acabó flotando por algún lugar debajo de la capa de hielo. Se hace cuesta arriba telefonearla, ¿no te parece?
-¿Y qué hay de Ackerley? -presionó Michael-. ¿Sabe su madre la fecha prevista para el regreso del cuerpo a casa?
-No estoy seguro de que sepa algo -dijo Murphy, cada vez más intrigado-. Como os dije, la noticia la ha dejado atolondrada.
-Dejadme pensar -pidió Wilde, agachando la cabeza y concentrándose con todas sus fuerzas-, dejadme pensar. -Resultaba descabellado, pero ahora todas las piezas parecían encajar y tenía la corazonada de que incluso podía funcionar-. La esposa de Danzing...
-María Ramírez -le recordó el jefe O´Connor.
-Trabaja como forense del condado en Miami Beach.
-Sí, allí fue donde conoció a Danzing. En aquel entonces conducía un coche fúnebre. De hecho, él me dijo una vez...
-Dile a María que yo voy a acompañar los cuerpos de su esposo y de Ackerley a Miami Beach.
-Pero no es el caso -repuso Darryl, perplejo-. Danzing no volverá a levantarse, excepto quizá en mis pesadillas.
-Y la verdad -siguió Michael, sin hacerle caso al biólogo-, tampoco es que ella tenga mucho interés en tener allí el cadáver. ¿No fue la propia María quien dijo que nunca le había visto tan feliz como cuando bajaba hasta aquí, donde quería ser enterrado si se cumplían sus deseos?
-Ya, pero le informé de que la ley prohíbe los entierros en la Antártida -contestó Murphy.
-¿Y qué hay de Ackerley? Vas a dejar sus restos aquí, ¿no es cierto? -insistió Michael-. ¿O planeas enviar a casa un cuerpo con un tiro en la cabeza? -Michael supo que tenía a O´Connor en su poder cuando le vio retorcerse en su silla-. Una bala de tu pistola, ¿no?
Darryl esbozó un gesto burlón al oír aquello y comentó:
-Anda, mira, por fin vamos a enterarnos de qué hiciste con los restos de Ackerley... Pidió ser incinerado, me consta, pero eso es una manifiesta contravención de los protocolos de la Antártida, ¿o no?
-Correcto, esto es lo que vamos a hacer -zanjó el jefe O´Connor, mirando a Hirsch fijamente a los ojos, sosteniéndole la mirada-. Oficialmente, Ackerley se cayó dentro de una grieta del glaciar mientras realizaba un trabajo de campo.
Michael suspiró de alivio al oír aquello.
-Eso es perfecto.
-No te sigo, chaval -admitió Murphy.
-¿No lo ves? Podemos meter en ese avión dos bolsas de cadáveres, pero los nombres escritos en las etiquetas no tienen por qué coincidir con sus verdaderos ocupantes.
Michael veía que al jefe O´Connor se le habían bajado las persianas y andaba espeso de mente. Se llevaría el gato al agua si seguía presionando de forma convincente.
-Tal vez Eleanor y Sinclair no sean capaces de abandonar la estación como pasajeros de ese avión, pero podrían hacerlo perfectamente como carga. Te bastaría con usar unos papeles parecidos a los que has usado para meterme en ese vuelo. Volvemos a Santiago, y de allí, a Florida.
En la habitación reinó un silencio sepulcral, roto tan sólo por el tictac del reloj hasta que Darryl intervino:
-Hay nueve horas de vuelo desde Santiago a Miami. Morirán en el viaje.
-¿Y eso por qué? -dijo Michael-. Han padecido cosas peores. Prueba a tirarte un siglo en suspensión animada. Comparado con eso, va a parecerles una bicoca.
-Ahora es diferente -replicó Murphy-. Están vivitos y coleando y, además, tienen cierto problemilla del que no hablas porque no te conviene.
-De eso estaba hablando antes de que me interrumpieran con tan poca educación -terció Darryl.
Michael se reclinó sobre el respaldo del asiento, feliz y contento de que alguien le diera el relevo, pero no tardó en comprender que el pelirrojo no se conformaba con un first down, él no perseguía las yardas del primer intento, él pretendía llegar a la zona de anotación.
Tras describir con orgullo los logros realizados en el laboratorio con el Cryotenia hirschii, dio a entender con bastante claridad que había encontrado una cura, o al menos algo muy similar hasta que se perfeccionara, para la enfermedad de Eleanor y Sinclair.
Si Michael le había entendido bien, Hirsch se declaraba capaz de extraer las glicoproteínas anticongelantes de los peces e inyectarlas en el sistema circulatorio humano. Una vez hecho esto, la sangre era capaz de llevar oxígeno y nutrientes sin necesidad de recibir continuas aportaciones adicionales de hemoglobina. Parecía irracional. Sonaba a locura. Tenía pinta de ser imposible. Pero era el primer hilo al que podía agarrarse, por muy frágil que fuera, y a él le valía.
-Me parece un disparate de tomo y lomo, pero no soy el científico en esta reunión. ¿Cómo sabes si funcionará?
-No lo sé -replicó Darryl-. El pez ha tolerado la sangre recombinada, pero Eleanor y Sinclair son otra cuestión.
«Y nos hemos quedado sin tiempo para hacer pruebas», caviló Michael.
-Pero me gustaría que todos recordarais -repitió el biólogo otra vez con tono solemne- que los dos van a verse en el mismo aprieto que mi pez. Pueden darse por muertos si alguna vez el hielo llegase a entrar en contacto con sus tejidos.
Los tres hombres debatieron y analizaron todos los elementos del plan durante la siguiente media hora a fin de que éste tuviera visos de éxito. El propio Murphy reconoció que no había consignado todo lo acaecido en la documentación de la base.
-No encontré la forma adecuada de explicar eso de que dos muertos habían vuelto a la vida.
El jefe O´Connor estaba muy preocupado por lo que el periodista hubiera podido contar a su editor. Pero Michael le aseguró que ya había deshecho el entuerto, y concluyó diciendo:
-Aunque eso implique que probablemente no vuelvan a darme otro encargo decente en la vida.
Una llamada desde la estación polar McMurdo, centro logístico para la mitad del continente, les obligó a poner fin a la reunión. Murphy los echó de su oficina con un ademán de la mano y ellos salieron mientras él empezaba a recitar las lecturas de presión barométrica registrada en Point Adélie en las últimas veinticuatro horas.
Hirsch y Wilde se demoraron en el recibidor de la entrada para tomarse un respiro y analizar cuanto acababan de hablar. Michael andaba al borde del ataque de nervios, y se sentía como si las venas fueran cables de alta tensión por los que circulara la electricidad.
-Bueno, ¿cuándo podrías hacer la prueba de esa transfusión?
-Sólo necesito otro par de horas en el laboratorio. Tendré el suero preparado para entonces.
-Pero estamos rodeados de hielo -le recordó Michael, temeroso.
-Con el cual ellos nunca deben entrar en contacto. Deberían salir de la enfermería y del almacén de carne ya metidos dentro de las bolsas. ¿Cuál es la alternativa? ¿Acaso planeas supervisar tú el procedimiento en Miami? -Michael sabía que eso nunca funcionaría. Hirsch continuó-: Si van a tener una mala reacción, más vale saberlo ahora, antes de cerrar las bolsas y subirlos al avión.
-¿Con quién probamos primero? ¿Con Eleanor?
-Eso fijo. Por lo que sé del tal Sinclair, quizá necesite un poquito más de persuasión.
Darryl estaba a punto de darse la vuelta para marcharse cuando Michael le agarró por el codo.
-¿Crees que funcionará? ¿Piensas que Eleanor se curará?
El biólogo vaciló y se lo pensó.
-Si todo sale bien -contestó, sopesando cada palabra-, tengo la esperanza de que Eleanor y Sinclair sean capaces de llevar una vida completamente normal. -Hirsch sostuvo la mirada de Michael igual que antes Murphy había aguantado la suya-. Siempre y cuando consideres normal la vida de una serpiente que sólo puede calentarse tendida al sol. Lo más probable es que con alguna inyección más de refuerzo Eleanor no vuelva a experimentar la necesidad que siente ahora, pero el contagio durará hasta el fin de sus días.
Esas palabras pesaron como losas en el corazón de Michael.
-Pero otro tanto le ocurrirá a Sinclair y ninguno representará un peligro para el otro ni para los demás -añadió el pelirrojo, como si eso mejorase las cosas.
Michael asintió en silencio, fingiendo que él también veía la simetría y la ecuanimidad de la situación, pero eso no hacía que las piedras fueran menos pesadas.
CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS
26 de diciembre, 11:20 horas
-VIAJÁBAMOS SIEMPRE BAJO NOMBRES falsos y los cambiábamos con cierta regularidad -dijo Sinclair-. Se convirtió en una especie de juego, si se le puede llamar así, elegir cómo nos llamaríamos en San Remo o en Marsella o dondequiera que fuéramos a ir.
Lawson estaba petrificado y Sinclair eligió algunos avatares de los episodios más dramáticos de su viaje y los exageró; así, le habló de las incursiones a medianoche a través de gargantas montañosas, cómo habían logrado huir por los pelos cuando las autoridades locales empezaban a recelar y las grandes apuestas en los casinos como forma de sufragar sus viajes.
Al mismo tiempo, tuvo la picardía de no sacar a colación los aspectos más vergonzosos y los episodios más terribles, generalmente relacionados con la búsqueda de sangre fresca. No, no había necesidad alguna de entrar en esos detalles escabrosos, y además, el tiempo no dejaba de correr.
El turno de guardia cambiaría en un par de horas y volvería a entrar de servicio el desconfiado Franklin. Si Sinclair iba a efectuar ese movimiento y quería disponer de un buen margen de tiempo hasta que alguien descubriera su fuga, debía actuar ahora.
-Desde Marsella continuamos viajando hacia el oeste. Eleanor cayó enferma en Sevilla, y se me ocurrió que tal vez el aire del mar la reviviría, así que viajamos hasta un pueblecito de la bahía de Cádiz. Ahora no lo recuerdo con exactitud, pero lo identificaré si vuelvo a oír el nombre...
Lawson consultó el atlas y aventuró:
-¿No sería Ayamonte?
-No, no es ése. Me suena que era más largo y estaba subiendo desde la costa hacia Lisboa.
-¿Isla Cristina?
-Tampoco -contestó Sinclair, que ladeó la cabeza y simuló concentrarse en un intento de recordar-, pero creo que si lo viera allí...
El guardia se levantó del cajón de embalaje en cuanto tuvo el atlas abierto por la página correcta y se acercó hacia el prisionero. Éste se preparó para actuar.
Lawson depositó el atlas en el regazo de Sinclair, quien reaccionó deprisa y, antes de que tuviera tiempo de retirarse, preguntó con la mayor de las inocencias:
-¿Dónde estamos exactamente en este mapa?
-Justo aquí -respondió Lawson, señalando la línea amarilla que había trazado en la página.
Y mientras él fijaba los ojos en el mapa, Sinclair alzó la botella de cerveza que había ocultado y la estrelló limpiamente en la coronilla del incauto.
Lawson cayó de rodillas, pero si el prisionero inglés esperaba haberlo dejado grogui con el botellazo, se llevó un gran chasco. Aquel maldito pañuelo anudado a la cabeza había amortiguado el golpe, así que le asestó otro. La botella se hizo añicos, dejando un rastro de sangre, pero Lawson seguía consciente e intentaba escabullirse a gatas.
Sinclair debió reaccionar deprisa, pues estaba encadenado a la tubería de la pared y eso apenas le permitía alejarse unos metros de su posición. Enlazó la cabeza del herido con los grilletes de las manos y tiró de él hacia atrás, arrastrándole hasta el catre. Por suerte, el golpe había dejado tan aturdido a Lawson que éste apenas pudo ofrecer resistencia. El inglés le enrolló bien los grilletes a la altura de la tráquea y tiró con fuerza. Lawson se llevó las manos al cuello en un intento de quitarse la asfixiante presa de la cadena, pero Copley tiró más y más hacia atrás, hasta que las manos de su víctima colgaron sin fuerzas a los costados y dejó de patalear con los pies, calzados con esas botas que tanta admiración suscitaban en Sinclair.
A pesar de eso, el cautivo le retuvo durante unos segundos más como medida de precaución, y después le soltó, dejando que la cabeza de Lawson se desplomara hacia delante.
Sucedió una cosa curiosa: el atlas permaneció abierto sobre su regazo todo el tiempo que duró el forcejeo. Sinclair lo apartó mientras dejaba que el carcelero se desplomara sobre el suelo y luego se arrodilló junto a él y pegó el oído al pecho para verificar que seguía vivo. El corazón aún le latía.
Había estado antes en esa situación y por un momento, como una marea de sangre, le abrumó la urgencia de aprovechar la ocasión para alimentarse, pero no era el momento ni tenía el deseo de matar a ese hombre.
Puso los labios sobre los de Lawson y sopló tal y como había visto hacer a los marineros con los soldados que se habían caído al agua durante el chapucero desembarco que tuvo lugar en bahía Calamidad. Luego, le presionó el abdomen hasta que le vio recuperar la cadencia normal de respiración.
Antes de que pudiera recuperar el sentido, Sinclair le registró los bolsillos hasta encontrar las llaves de las esposas, aunque abrirlas resultó un trabajo delicado, en especial porque tenía el pulso muy acelerado ante la posibilidad de recuperar la libertad, tener unas botas nuevas y... encontrar a Eleanor.
26 de diciembre, 11:30 horas
-¿Intentas disuadirme? -le preguntó Eleanor a Michael, mirándole fijamente a los ojos.
-No, por supuesto que no -negó Michael al tiempo que acercaba la silla un poco más a la cama donde ella estaba sentada y le aferraba las manos con más fuerza-. Temo por ti, pues esto entraña un riesgo, un riesgo grave.
La preocupación del joven la conmovía profundamente, pero apenas había habido nada arriesgado ni un peligro mortal desde hacía mucho tiempo. Alzó una mano y le acarició una mejilla.
-La elección es mía y mío es el riesgo, y lo acepto. No quiero seguir viviendo en las sombras si voy a seguir adelante. Quiero una existencia de la que no deba avergonzarme. ¿Lo entiendes, verdad?
Pudo ver que Michael sí lo comprendía, pero en cierto modo sentía más aprehensión que ella misma. Eleanor no le temía a la muerte después de todo por lo que había pasado durante el largo intervalo de su vida. Además, hacía tiempo que se habían ido todas las personas que conocía, su familia y sus amigos, así que ¿podía ser su vida aún más solitaria?
Y en cuanto a Sinclair, incluso si al fin se reunían, ¿qué iba a ser de ellos? Todo cuanto podían hacer, y de eso estaba convencida en lo más hondo de su ser, era compartir una soledad absoluta lejos del resto de la humanidad.
-Entonces, ¿voy en busca de Darryl y Charlotte? -preguntó Michael.
Ella asintió con la cabeza.
Él se marchó y Eleanor se quedó rumiando un torbellino de emociones. Sin querer, a pesar de sí misma, debía admitir que habían renacido en ella ciertas esperanzas y una expectativa de redención y, aunque a regañadientes, sabía que eso obedecía en parte al modo en la que miraba Michael Wilde.
Y a cómo reaccionaba ella, a cómo le devolvía esas miradas.
La puerta de la enfermería se abrió otra vez al cabo de varios minutos y esta vez Michael acudió acompañado por dos personas más. Darryl, cuyo pelo era de un rojo brillante más intenso que la cresta de un gallo, traía consigo una bolsa llena de fluido, y Charlotte también venía con una bandeja llena de objetos: rollos de algodón, agujas, alcohol y ese vendaje que se adhería tan bien a la piel.
Eleanor había visto varias veces la bandeja y se conocía el procedimiento al dedillo.
La doctora se sentó en la silla que Michael había dejado vacante y depositó la bandeja sobre la cama. Eleanor se subió una manga abullonada y observó cómo Charlotte le ajustaba el torniquete de goma.
-¿Te ha advertido Michael de los peligros de tocar el hielo? -inquirió Darryl mientras Charlotte pinchaba en la bolsa una jeringuilla inusualmente larga e iba llenándola.
-Varias veces.
-Genial. Estupendo -repuso el biólogo, un tanto nervioso-. Tal vez notes cierto sofoco al principio a causa de la súbita sobrecarga de glicoproteína, pues vamos a ponerte una solución concentrada bastante fuerte, pero ese efecto debería pasar bastante deprisa.
Charlotte miró de reojo a Darryl y limpió un área del antebrazo con algodón humedecido en alcohol.
-Estoy preparada para cualquier cosa y tengo una fe ciega en mi médico -contestó ella.
Y era totalmente cierto. Una vez pasada la sorpresa inicial había llegado a tener una gran opinión de la doctora Barnes, pues poseía al mismo tiempo una naturaleza amistosa y tranquilizadora. Eso era algo que también había visto en Florence Nightingale: una habilidad para conectar con cada paciente y transmitirle calma y comprensión. Ninguna mujer negra hubiera podido ser médico en sus días: la barrera del color lo habría impedido de no haber existido el impedimento del sexo, pero en este mundo moderno al que Eleanor estaba a punto de unirse, muchas cosas antes inconcebibles eran ahora manifiestamente posibles.
Apenas notó el pinchazo de la aguja, pero el efecto del fluido al entrar en el flujo de su sangre fue inmediato. Lejos de sentir cierto acaloro, experimentó una extraña sensación refrescante, como si debajo de su piel fluyera un arroyo de montaña. Charlotte levantó los ojos del brazo y la miró, todavía sin soltar la jeringuilla.
-¿te encuentras bien? -preguntó.
-Sí, eso creo -contestó ella, pero ¿lo estaba? ¿Qué sucedería cuando el escalofrío que ahora se extendía por su brazo llegara al corazón?
-¿Qué sientes? -preguntó Darryl. Michael, mudo de espanto, se limitó a arrodillarse a los pies de la cama y estudiar su rostro.
-No se parece a nada que haya experimentado antes -replicó Eleanor-. Tal vez se parezca un poco a darse un baño de agua fría.
Unas gotas de sudor frío le perlaban la frente cuando Charlotte retiró la aguja y se apresuró a presionar el lugar donde le había pinchado.
-Lo mejor sería que permanecieras aquí tendida -opinó la doctora mientras dejaba caer la jeringa en la bandeja; luego, ayudó a Eleanor a apoyar la cabeza sobre la almohada.
Eso le vino bien a la muchacha, pues las paredes de la estancia empezaban a darle vueltas. Cerró los ojos, lo cual sólo empeoró la sensación de vértigo. Al abrirlos de nuevo, vio a Michael justo encima de ella. Concentró la mirada en el rostro del joven. Éste le había cogido la mano y ella fue capaz de notar cómo el sudor nervioso que le humedecía la mano a él se entremezclaba con su propio sudor helado.
Charlotte y Darryl permanecían de pie junto a él, y también parecían ansiosos. Eleanor se sintió conmovida al comprender que había sido capaz de encontrar tres amigos en aquellos parajes inhóspitos tan extraños. Eso le reforzó la moral y dio alas a sus ganas de vivir.
Tal vez la soledad en que había vivido desde que se había fugado con Sinclair de aquel hospital militar en Turquía no tuviera por qué ser algo permanente después de todo. Tal vez existiera una alternativa.
La gelidez interior se extendió por los brazos y los pechos. El hormigueo de la piel era una sensación muy parecida al modo en que abrían los pétalos de una flor nocturna.
Michael trajo una manta y la arropó en cuanto ella sufrió otra tiritona. Eleanor no pudo evitarlo: la escena le recordó mucho al viaje a bordo del Coventry, la travesía de aciago recuerdo que había terminado en el Polo Sur, y la noche en que Sinclair le había puesto encima todas las mantas y abrigos que logró encontrar... antes de que les atacara la tripulación del barco.
Luego, la sacaron del lecho y la cargaron de cadenas en la bamboleante cubierta.
Alguien le puso sobre los ojos una compresa caliente y, mientras yacía allí, se preguntó cómo sería su vida después de superar ese experimento totalmente nuevo, si es que vivía para contarlo, claro.
Michael arrastró a Darryl hacia la puerta y le preguntó con un hilo de voz:
-¿Qué le pasa? ¿Podemos hacer algo más por ella?
-A estas alturas de la película, dudo que podamos hacer algo más por ella -le contestó el biólogo-. La inyección va a tardar un tiempo en hacerle efecto. Transcurrirá media hora, tal vez una hora, antes de que la solución se extienda por su sistema circulatorio y haga su papel. Lo sabremos mejor dentro de un rato.
Charlotte se acercó al lecho y le tomó el pulso.
-Va un poquito acelerado, pero aguanta bien -anunció.
Acto seguido, sacó el tensiómetro, ciñó el brazalete en torno al brazo de Eleanor y lo infló mediante una pequeña bomba de aire. Los números del indicador electrónico se detuvieron en 18,5 y 12. Hasta Michael sabía que era una tensión altísima.
-Vamos a tener que bajarle esa tensión si no lo hace por su cuenta en breve -comentó mientras ponía el estetoscopio sobre el pecho de Eleanor y verificaba el ritmo cardiaco-. ¿Cómo te sientes?
-Mareada.
Charlotte asintió y frunció los labios.
-Tú sólo intenta relajarte -le contestó mientras retiraba el tensiómetro, y agregó-: Descansa.
-Sí, doctora Barnes -respondió ella; la voz le falló al final.
-Llámame Charlotte, cielo, creo que ya nos conocemos como para tutearnos. -Deslizó un pulsador debajo de la mano de la muchacha-. Estaré en la puerta contigua. Apriétalo si me necesitas.
Charlotte retiró la bandeja de la cama y obligó a los dos hombres a salir de la habitación. Michael miró hacia atrás por última vez. Eleanor yacía con una compresa sobre los ojos y la larga melena extendida; de hecho, tocaba el borde dorado del camafeo de marfil.
-Vamos, fuera, estoy segura de que va a encontrarse bien.
Pero Michael detectó una nota de inseguridad en su voz.
-Tal vez debería quedarme a velarla -sugirió.
-Tienes que hacer las maletas, así que ponte a ello.
CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES
26 de diciembre, 12:45 horas
A MICHAEL LE RESULTÓ fácil hacer las maletas: se limitó a sacar las ropas del cajón de la cómoda y meterlas de cualquier manera en el petate, donde las apretó de la forma más compacta posible. El equipo fotográfico le llevó más tiempo. Era necesario proteger las lentes, los filtros y las correas en sus estuches correspondientes. Había aprendido tras varias amargas experiencias que si no los guardaba en su sitio, no los tendría a mano cuando se presentara la oportunidad de hacer la foto perfecta. Escribir es algo deliberado, pero la fotografía tenía mucho más que ver con la casualidad.
Únicamente dejó fuera un trípode y su fiel y vieja cámara Canon S80. No quería abandonar la base sin hacerle las últimas fotos a Ollie, al que pensaba darle cualquier cosa que pudiera coger del bufé de la festividad. Y para llevar la contraria, el tiempo estaba perfectamente en calma, soleado y brillante. Michael sabía que esa calma antecedía a la tormenta en ciernes de la tarde siguiente.
Mientras limpiaba la parte superior de la cajonera, recogió el collar de dientes de morsa y se lo puso. No planeaba quitárselo hasta que pudiera dárselo a la viuda de Erik en persona.
En Miami.
Adonde él llegaría, con mucha suerte, en un par de días.
Se descubrió a sí mismo, inmóvil, al lado de la litera, contemplando simplemente la enormidad de las tareas pendientes. Había que ver todo lo que era necesario poner en movimiento: inocular la droga a Sinclair, y luego convencer a ambos de que la única manera de sacarlos de la Antártida era sellados en bolsas y transportados por avión -¡en una máquina voladora!- a lo largo de miles de kilómetros en cuestión de horas. ¿Y adónde? A un país donde ninguno de los dos jamás había puesto el pie, en un siglo que apenas conocían.
Había tantas partes del plan que encontraría imposibles de creer que ni siquiera sabía por dónde empezar. ¿Y cuántas partes había también que él encontraba difíciles de asumir? ¿Es que realmente iba a hacer de carabina de ellos dos en el mundo moderno? Si lo pensaba, le caía encima una especie de parálisis mental. ‹Un viaje de mil kilómetros comienza con un primer paso›, se recordó a sí mismo. Al verse abocado a batallar con tantos imponderables, resolvió preocuparse por las cosas pequeñas una por una.
Cuando se abrió la puerta y entro Hirsch, estaba metiendo el estuche de la cámara dentro del petate hinchado.
-¿Se sabe algo de Eleanor? -preguntó Darryl, desplomándose sobre la silla del escritorio.
-Nada desde que nos marchamos.
Darryl se estaba comiendo un gigantesco pastel de nata.
-Deberías pasarte por la sala común, han quedado montones de pasteles de Navidad y el ponche aún está caliente.
-Ah, sí, quizá lo haga, antes de que nos dirijamos hacia la despensa de carne.
Darryl asintió, chupándose la crema de las puntas de los dedos.
-¿Le has contado a Eleanor el resto de tu plan?
El interpelado negó con la cabeza.
-Todavía estoy buscando una manera apropiada de mencionar la bolsa donde los vamos a meter.
-Pues si eso te parece complicado, a ver cómo les vas a contar lo del avión.
-Ahí te voy a estar esperando.
-Charlotte tiene un estupendo almacén de tranquilizantes en su armario de medicinas. Estoy seguro de que se las apañará para endilgarles una buena dosis.
Michael estaba del todo de acuerdo con eso. Su única esperanza era que la beligerancia de Sinclair se evaporara cuando comprendiera que era el único modo de que él y Eleanor pudieran ser rescatados de la difícil situación inmediata en la que se hallaban.
¿Y confiaría él en Michael lo suficiente para seguir adelante?
Darryl se quitó las botas de dos patadas, se levantó y se arrastró dentro de la cama inferior de su litera.
-Comer me da sueño -comentó, estirando las piernas-. Anda, despiértame cuando quieras que vayamos a ver al Príncipe Azul.
-Lo haré.
Darryl estiró las piernas.
-A propósito -añadió-, ya sabes que lo que estás haciendo es una locura, ¿no?
Michael asintió mientras tiraba de la cremallera para cerrar el petate.
-Me alegra oírlo. Porque si no fuera así, empezaría a preocuparme por ti.
Eleanor se despertó sobresaltada con la imagen del rostro lleno de reproche de la señorita Nightingale justo delante de ella. Nunca había conseguido superar la sensación de culpa por haber traicionado a aquella gran dama, y a la profesión también, al fugarse con Sinclair y a menudo soñaba con poder enmendar aquello.
Sentía los miembros fríos e insensibles, incluso debajo de la manta y se frotó vigorosamente los brazos para conseguir que circulara la sangre. Se incorporó y se concedió unos minutos para orientarse; después, apartó la manta y se sentó en el borde de la cama. Estuvo a punto de ponerse en pie, pero se lo pensó mejor, ya que el sonido podía hacer que la doctora Barnes apareciera corriendo desde la otra habitación y ella no quería compañía, y mucho menos atención médica.
¿Es que ya se había curado? Porque si era así, ¿se sentiría como en ese momento, ligeramente aturdida y algo helada, para el resto de su vida? ¿Era ése el precio a pagar?
Se envolvió la manta en torno a los hombros como si fuese in chal y se dirigió hacia la ventana para apartar las cortinas oscuras. En el exterior reinaba una tranquilidad sobrenatural y se le ocurrió que parecía la calma previa a la tormenta. La nieve del suelo relucía bajo los agudos y fríos rayos del sol. Tuvo que dar un paso hacia atrás y protegerse los ojos de aquel fulgor.
Y entonces hubo algo que cruzó por delante de su campo de visión, una especie de relámpago rojo, y volvió a avanzar para acercarse a la ventana de nuevo.
Apareció otra vez, cruzando subrepticiamente y con rapidez la explanada nevada, probando por un sitio u otro. Eleanor acercó más el rostro a la ventana para verle bien y la figura se detuvo, alzó una mano para protegerse los ojos y le devolvió la mirada.
Era Sinclair, y el abrigo rojo con la cruz blanca se inflaba sobre su uniforme de caballería.
Antes de que ella pudiera levantar una mano para hacerle una señal, él echó a correr por la nieve, tropezando y cayendo varias veces, hasta que escuchó cómo se abría de golpe la puerta del edificio en el vestíbulo. La mujer se apresuró hacia la entrada de la enfermería de puntillas y cuando se encontraron, ella le puso un dedo sobre los labios y le hizo gestos para que la siguiera al interior.
Una vez dentro, cerró la puerta de acceso al vestíbulo y apenas se había dado la vuelta cuando él la estrechó entre sus brazos.
-¡Sabía que te encontraría! -le susurró. Registró rápidamente la habitación con la mirada, deteniéndose en los armarios llenos de medicamentos y preguntó:
-¿Éste es el hospital de campaña?
-Sí -respondió ella.
-¿Y aquí es donde te tienen? ¿Te encuentras bien?
-Sí, sí -repuso Eleanor, intentando desembarazarse con amabilidad de su abrazo demasiado estrecho-. Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?
Él se desentendió de la pregunta como si tal cosa.
-Debemos irnos -la informó.
-¿Adónde, Sinclair? ¿Dónde vamos a ir? -Le sujetó las manos y clavó los ojos en los suyos, inyectados en sangre y medio enloquecidos-. Esta gente puede ayudarnos -le dijo, en tono implorante-. Ya lo han hecho conmigo, y también pueden ayudarte a ti.
-¿Ayudarte? ¿Cómo?
-Tienen una medicina -replicó ella-, una medicina que puede ayudarnos a... cambiar.
Su respiración era acelerada e irregular. Eleanor sabía que estaba soportando la tensión de aquella terrible sed. Recorrió con vehemencia la habitación con los ojos y después los posó en el frigorífico, donde había encontrado la bolsa de sangre. Seguramente allí estaría la otra bolsa, la que contenía la medicina mezclada.
-Espera -le dijo ella, dirigiéndose hacia el frigorífico y lo abrió. Había una bolsa idéntica a aquella que Charlotte había usado para llenar la jeringa, quizá podría ser hasta la misma, sobre el estante metálico. Llevaba una etiqueta en la que se leía AFGP-5. Rezó para que fuese la correcta.
-Vámonos -insistió Sinclair-. Sea lo que sea, no tenemos tiempo.
Pero Eleanor le ignoró. Si podía salvarle, lo haría, y había visto cómo procedían con la aguja las veces necesarias para sentirse segura de poder hacerlo ella misma.
-Quítate el abrigo... ¡rápido!
-¿Qué estás diciendo? ¿Has perdido la cabeza?
-Haz lo que te digo. No voy a dar un paso a menos que lo hagas.
Él se arrancó el abrigo exasperado.
Eleanor sacó la bolsa y encontró una aguja nueva en el armario.
-¡Súbete la manga! -le ordenó, mientras llenaba la jeringa.
-Eleanor, por favor, no hay esperanza ni ayuda para nosotros. Somos lo que somos.
-Calla ya -susurró la mujer-. La doctora podría oírte.
Limpió la piel con el alcohol, y le dio unos golpecitos para descubrir dónde se encontraba la vena, y luego presionó el émbolo de la jeringa como había visto hacer a Charlotte para extraer el aire.
-Quédate muy quieto -le explicó ella, insertando la aguja y después presionando el émbolo. Podía adivinar lo que debería de estar sintiendo, el helor extendiéndose por su corriente sanguínea y la liega desorientación. Cuando retiró la aguja, él pareció indemne al principio, lo cual la asustó. ¿Había usado la medicina equivocada o se la había administrado incorrectamente?
-No sé qué clase de brujería ha sido la que has puesto en práctica, pero, ¿podemos irnos ya? -insistió él, bajándose la manga y poniéndose de nuevo el abrigo por encima de la chaqueta de su uniforme. Le colgaban unas tiras de trenza dorada como borlas-. ¿Dónde está tu abrigo?
Se apresuró a entrar en la habitación contigua, donde encontró el abrigo y los guantes de la joven, y después regresó y comenzó a envolverla en ellos.
-Tengo un plan -le informó-: vamos a botar un barco de los de la factoría ballenera. Si nos rescatan en el mar...
Entonces se estremeció, desde la coronilla hasta las suelas de las botas, unas botas diferentes, por cierto, y trastabilló hacia atrás hasta el borde de la cama.
Era la medicina correcta. Eleanor suspiró aliviada. Ahora él estaría incapacitado el tiempo suficiente para que ella pudiera explicárselo todo. Se arrodilló a un lado de la cama y los faldones de su largo abrigo se extendieron por el suelo mientras ella estrechaba las manos de Sinclair entre las suyas.
-Sinclair, debes escucharme. Tienes que comprenderlo.
Él la miró con los ojos desorbitados.
-Pasa un poco de tiempo hasta que la medicina hace efecto del todo, pero cuando lo haga, no volverás a sentir la necesidad que sientes ahora. -Incluso en los peores momentos, durmiendo en sótanos o acicateando los caballos por pasos de montaña bajo un diluvio, siempre se habían referido a su enfermedad en los términos más indirectos-. Sin embargo, la doctora me ha dicho...
Él intentó intervenir y se aclaró la garganta.
-La doctora... -Pero ya no pudo continuar.
-La doctora y los otros también me han dicho que no debemos tocar el hielo. ¿Me entiendes? ¡No debemos tocar el hielo! Si lo hacemos, moriremos.
Él se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca de repente. Luego se echó a reír, con amargura.
-Te endilgan un cuento de hadas y te lo crees.
-Oh, Sinclair, claro que sí. Claro que me lo creo.
-Pero aquí no hay más que hielo. ¿Es que había alguna forma mejor de conseguir que fueras una prisionera voluntaria?
Eleanor inclinó la cabeza, desesperada.
-No somos sus prisioneros y ellos no son nuestros captores. Esto no es la guerra.
Cuando alzó la mirada, vio que para Sinclair sí que lo era, y que siempre sería la guerra. Incluso aunque la necesidad física se aplacara, la enfermedad había hundido sus raíces tan profundamente dentro de su alma que no habría forma de extraerla de ningún modo, nunca. Incluso entonces, con el sudor perlándole la frente y la piel húmeda al tacto, se irguió tambaleante y obedientemente, como si hubiera sonado una corneta, se puso el abrigo y los guantes. Ella esperó, rezando para que la medicina le hiciera efecto del todo, pero él parecía estar usando toda su fuerza de voluntad para combatir sus repercusiones.
-¡Sinclair!, ¿has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho? No podemos salir de aquí sin protección.
-Entonces, por el amor de Dios, ¡abróchate ya! -replicó él, agarrando la manga de su abrigo. Eleanor apenas tuvo tiempo de coger el broche de la mesilla de noche antes de que él la arrastrara hacia la salida de la sala de enfermos-. Hace un día estupendo ahí fuera.
Avanzó pesadamente por el pasillo y abrió la puerta de un golpe hacia la rampa exterior. La luz del sol relumbró sobre la nieve y el hielo, y Eleanor sacó las gafas del bolsillo del abrigo y se las puso instintivamente.
-Los perros ya están uncidos al arnés -comentó, satisfecho-. Es de lo primero de lo que me he asegurado.
¿Lo había hecho? ¿Cuánto tiempo llevaba rondando el campamento?
Bajó la rampa con mucha dificultad con Eleanor a la zaga cuando repentinamente se detuvo y exclamó:
-De todos los estúpidos y malditos estorbos...
Eleanor se había echado la capucha sobre el rostro y la había ajustado cuidadosamente cuando al mirar por debajo de ella percibió a Michael de pie a unos cuantos metros, con la boca abierta, la mandíbula casi desencajada y con un aparato de metal negro con tres patas bajo el brazo. Parecía intentar encontrarle sentido a lo que estaba viendo.
-Si yo fuera tú -dijo Sinclair-, me daría la vuelta ahora mismo y echaría a correr.
Los ojos del periodista se dirigieron directamente a los de Eleanor, a la búsqueda de alguna respuesta.
El teniente apartó uno de los faldones del abrigo mostrando el sable que colgaba de su costado, pero cuando intentó avanzar de nuevo, Michael le bloqueó el camino con rapidez.
-¡Buen Dios, tengo prisa! -explotó Sinclair, como si estuviera echándole una bronca a un chico de los establos algo retrasado. Soltó el brazo de Eleanor para sacar la espada de la vaina.
-Y ahora apártate de mi camino -repuso, blandiendo el sable bajo el resplandor del sol polar-, o te derribaré justo ahí donde estás.
-Michael -intervino la mujer-, ¡haz lo que te dice!
-Eleanor, ¡no debes salir fuera! ¡Tienes que volver adentro!
El intercambio de frases irritó a Sinclair, cuya mirada pasó de uno a otro con ojos relampagueantes, pero ardía con una fría furia cuando la fijó en Michael.
-Quizá es que he estado ciego -comentó mientras avanzaba hacia el periodista, apuntándole con la punta del acero.
Para el espanto de Eleanor, el reportero no se retiró, sino que alzó el artilugio metálico -con sus tres patas, como el caballete de un artista- y lo enarboló como si fuera un arma.
Era una locura, pensó ella, una completa locura.
-Tú puedes marcharte -le dijo el reportero, manteniendo su puesto-. No voy a intentar detenerte, pero Eleanor se queda.
-Así que de esto va la historia -se burló Sinclair-. Eres más estúpido de lo que pensaba.
-Quizá tengas razón -repuso Michael, dando un paso hacia delante-, pero así están las cosas.
El teniente hizo una pausa, como si estuviera reflexionando, y, de repente, arremetió contra Michael, con la espada silbando en el aire. La hoja chocó contra las patas del trípode, y le arrancaron unas chispas azules que revolotearon en el aire. Michael retrocedió, pero siguió luchando para frenarle.
Sinclair avanzó, acosándole con la punta de la espada, haciéndola girar en pequeños círculos. Eleanor se dio cuenta en ese momento de que su teniente tenía una herida en la nuca, donde alguien le había cortado el pelo para curarle la herida.
Michael fintó con el trípode, empujando a Sinclair con él, pero éste le respondió rechazándolo hacia un lado y continuó avanzando hacia él.
-No tengo tiempo -comentó-, así que tendrá que ser rápido.
Lanzó un par de tajos y al tercer golpe arrancó el trípode de las manos del reportero, que cayó con un ruido metálico contra el suelo duro. Michael se arrastró por el suelo buscándolo, ya que no tenía otra arma a mano, mientras el teniente alzaba el reluciente sable por encima de su hombro izquierdo para descargar el golpe fatal.
En ese momento se oyó un grito escalofriante y Charlotte, envuelta en una bata de seda verde y con las trenzas bailoteando alrededor de la cabeza, se lanzó por la rampa hacia abajo y le empujó.
El teniente trastabilló hacia delante, a punto de perder el sable, pero luego se giró, descargando el golpe en su nuevo atacante. La doctora recibió el impacto en la pierna y cayó, mientras su sangre se derramaba sobre la nieve.
Éste fue el turno de gritar de Eleanor, pero antes de que pudiera acudir en ayuda de Charlotte, Copley la cogió de nuevo por la manga del abrigo.
-¿Podrás soportar la separación? -le recriminó, lleno de furia, y la arrastró hacia el barracón de los perros.
Ella lo acompañó por su propia voluntad, aunque sólo fuera para darles a Michael y a Charlotte tiempo suficiente para escapar.
CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO
26 de diciembre, 3:00 horas
MICHAEL SE ARRODILLÓ JUNTO a Charlotte e intentó evaluar la magnitud de la herida.
-No tiene mala pinta -aseguró la doctora, sentándose y haciendo un gesto de dolor-. Sólo ha afectado a la carne.
-Te ayudaré a volver a la enfermería.
-Puedo llegar por mis propios medios -replicó ella-. ¡Ve a por Eleanor!
Pero le cedieron las rodillas cuando intentó ponerse en pie y Wilde tuvo que pasarle un brazo por la cintura para ayudarla a subir la rampa y entrar en la enfermería. Cuando pudo sentarla en una silla, y mientras seguía sus instrucciones para traerle el antiséptico, los antibióticos y las vendas, escuchó el tintineo de los arneses del trineo pasando justo por delante.
Al asomarse por la ventana, vio a Sinclair con su chaqueta roja y dorada de pie sobre los patines. Llevaba un pasamontañas y unas gafas; aparentemente había aprendido pronto cómo sobrevivir al tiempo en la Antártida. Eleanor estaba arrebujada en el compartimento de carga de brillante color naranja, con la cabeza abatida y la capucha ajustada, cuando el trineo pasó por allí con un fuerte ruido de siseo.
-Dime que ése era Santa Claus camino de su casa -bromeó Charlotte, empapando u algodón en antiséptico.
-Se dirigirá hacia la vieja estación ballenera -repuso Michael-. No hay otro sitio adonde puedan ir, especialmente ahora que se avecina una tormenta.
-Vete rápido -le insistió Charlotte de nuevo-, pero pídele primero un arma a Murphy. -Se encogió al aplicarse la torunda a la pierna-. Y llévate refuerzos.
El periodista le dio un confortador golpecito en el hombro y le dijo:
-¿No te ha dicho nadie que no se debe empujar a un hombre con una espada en la mano?
-Está visto que nunca has trabajado en el turno de noche de urgencias.
Michael regresó corriendo por el vestíbulo, pero en vez de alertar a nadie más se dirigió directamente hacia el cobertizo que hacía de garaje. Reunir una partida llevaría tiempo y un arma sólo serviría para que terminara herido quien no debía. Además, sabía que podía alcanzarlos usando la motonieve. La única cuestión era si podría cogerlos antes de que Eleanor se viera fatalmente expuesta al hielo.
La primera motonieve que encontró fue una Artic Cat de color negro y amarillo, y se montó en ella de un salto, comprobó el indicador de combustible y arrancó el motor. El vehículo salió disparado del cobertizo, saltando salvajemente sobre la nieve resbaladiza, tanto que Michael estuvo a punto de salir despedido. Tuvo que frenar un poco, al menos hasta que estuviera fuera de la base, pero cuando dobló la esquina del módulo de administración casi se echó encima de Franklin. Éste se apartó de un salto y se libró de ser atropellado por muy poco.
-¡Ve a la despensa de la carne! -le gritó Michael por encima del rugido del motor-. ¡Comprueba cómo está Lawson!
Michael odiaba pensar en lo que podría haber sucedido allí, pero estando Sinclair libre, desde luego, no podía ser bueno.
Una vez que rebasó la explanada principal, el reportero aferró con fuerza el manillar y aceleró la máquina, aunque con una mano debía mantener ajustada la capucha para que no se le fuera hacia atrás. Muy lejos, adelante, percibió el uniforme rojo del teniente y el naranja reluciente del trineo, mientras los perros aceleraban a través del hielo y la nieve. «Por favor», rogó, «que la piel de Eleanor esté bien cubierta».
Wilde vio que el teniente había colocado los perros en parejas en vez de en forma de abanico con traíllas más largas, y él sabía que hacer eso era particularmente peligroso en las condiciones actuales. Estando los perros tan cerca unos de otros, era fácil que al cruzar algún frágil puente de hielo, el peso de todo el trineo lo hiciera ceder, cayendo primero los perros y luego el mismo vehículo, que se vería arrastrado hasta las profundidades sin fondo de la grieta.
Sin embargo, a él mismo le podía pasar algo parecido. Por eso, intentó permanecer en el trazado que marcaba el trineo, aunque no resultaba fácil. El resplandor plateado del terreno era molesto y penetrante, y la avalancha de hielo y nieve que arrojaban los patines delanteros de la Artic Cat volaban hacia atrás, de modo que se adherían al parabrisas y a los cristales de sus gafas.
Conforme se acortaba la distancia entre ambos, el reportero comenzó a preguntarse qué iba a hacer cuando los alcanzara. Se devanó la cabeza, preguntándose qué podría haber en el compartimento para emergencias de la motonieve. ¿Un botiquín? ¿Algunas cuerdas de nailon? ¿Un GPS? ¿Una luz de emergencias?
Y entonces recordó cuál sería el artículo esencial que habría con seguridad: una pistola de bengalas.
Un teniente de lanceros no conocería la diferencia entre ésa y una pistola real.
El trineo giraba literalmente hacia la costa, y el reportero vio cómo Sinclair volvía la cabeza, consciente ahora de que le perseguían. El sol incidió sobre sus gafas y las charreteras doradas, así como en los faldones escarlatas de su chaqueta, que se agitaron al viento como la cola de una zorra. El pasamontañas negro le daba un aspecto menos parecido a un soldado que al de un ladrón en plena huida.
El deslizador estaba dando la vuelta en ese momento alrededor de un nunatak o pico montañoso negro como el carbón y el peligro se hizo entonces aún mayor, especialmente si Sinclair no lo descubría. Solían formarse bastantes grietas en torno a la base de aquellos salientes rocosos e incrementaban en número y profundidad conforme el glaciar se aproximaba al mar. El teniente continuaba dirigiéndose hacia la costa, sin duda, porque le facilitaba la orientación. En la Antártida era difícil juzgar las distancias, así como las direcciones, ya que apenas había puntos de referencia útiles, y el paisaje mantenía el mismo aspecto a veces incluso durante cientos de kilómetros. El sol, que en esa fecha estaba justo encima de sus cabezas, tampoco servía de mucho. Las sombras se quedaban pegadas a los talones de la gente como perros obedientes.
Michael estaba dividido entre el deseo de adelantar enseguida al trineo para forzar un enfrentamiento sobre un hielo inestable y la conveniencia de esperar hasta que hubieran alcanzado el suelo sólido de Stromviken, mas ése era el terreno del teniente y quién sabía las ventajas que podría extraer de él una vez que llegaran allí.
El inglés se vio obligado a disminuir la velocidad del trineo. Wilde aguzó la vista y descubrió los bloques recortados de un campo de seracs alzándose del terreno, como si un tenedor gigante hubiera estado revolviendo el suelo con sus púas. Los perros buscaban un camino alrededor del obstáculo, y Sinclair se inclinaba sobre el asidero, urgiéndoles a continuar.
Michael limpió el hielo y la nieve de sus gafas y agachó la cabeza detrás del parabrisas. Unas tenues nubes blancas se extendían como muselina por todo el cielo, tapando la luz del sol y haciendo caer la temperatura unos cuantos grados más, hasta detenerse a treinta grados bajo cero. La motonieve se acercaba rápidamente al trineo, tanto, que podía ver el sable del teniente golpeándole en el costado y la cabeza de Eleanor, bien envuelta en la capucha, que sobresalía ligeramente de la cesta del deslizador.
El teniente se volvió de nuevo cuando escuchó el rugido de la Artic Cat y gritó algo que Michael no logró escuchar, aunque dudó que fuera una oferta de rendición. Si algo sabía con certeza de Sinclair era que la voluntad de aquel hombre resultaba indomable.
Pero entonces, sin aviso alguno, vio cómo la nieve comenzaba a hundirse bajo el trineo. Se oyó un aullido salvaje y aterrorizado proveniente de los perros y Michael observó con horror cómo desaparecía el puente de nieve y los primeros animales se perdían de vista. Conforme se abría el abismo, las parejas de perros que les seguían se pusieron a ladrar enloquecidos, pero cayeron igual, porque estaban unidos al mismo tiro. El trineo, también, comenzó a mecerse como una canoa en los rápidos, con los patines chirriando en el hielo, y al final se inclinó de lado hacia la grieta.
El reportero aceleró hasta un serac cercano y frenó con brusquedad, patinando hasta detenerse. Cuando saltó de la motonieve y se quitó las gafas, vio como el trineo oscilaba al borde de la grieta, mientras Sinclair hundía los pies en el freno y mantenía el equilibrio a duras penas. Michael sabía que la fisura se extendería en cualquier dirección a partir de allí, incluso bajo sus propios pies, pero no tenía un bastón de esquí con el que evaluar el estado de la nieve. Todo lo que podía hacer era acercarse de forma indirecta y esperar que todo saliera bien. Abrió el compartimento de carga de la motonieve y cogió la cuerda y el equipo, pero antes de que pudiera avanzar unos metros, la parte trasera del trineo se alzó en el aire como la popa de un barco al hundirse, con el teniente aún aferrado a los manillares, y después de un segundo o dos de vacilación, se deslizó fuera de su vista.
-¡Eleanor! -gritó el reportero, desentendiéndose de todo tipo de precauciones e intentó acercarse, tropezando a través de la nieve y el hielo, escurriéndose y deslizándose la mayor parte del camino. Cuando se acercó al borde de la grieta, se puso a cuatro patas y se arrastró hasta el borde, aterrizando ante lo que podría encontrarse.
La grieta era un agujero de hielo de un intenso color azul, pero el deslizador había caído apenas a unos tres metros o tres metros y medio, antes de atascarse entre las estrechas paredes. Los perros colgaban por debajo, como adornos terribles. Los que aún quedaban vivos se retorcían en sus collares y arneses, y su peso y los movimientos amenazaban con hacer caer también al trineo.
-¡Corte las correas, Copley! -gritó Michael-. ¡Y las traíllas!
El teniente tenía un aspecto inseguro desde el punto donde colgaba en la parte trasera del trineo, pero aun así desenfundó la espada y comenzó a cortar las cuerdas enredadas que se encontraban más allá de su alcance.
Eleanor seguía acurrucada en la cestilla, con el rostro totalmente cubierto por la capucha.
Al principio sólo fue uno, luego varios, pero casi todos los cuerpos de los perros cayeron chocando contra las paredes de hielo y al final aterrizaron con golpes húmedos en el fondo invisible de la grieta. Un eco de aullidos agonizantes subió desde las profundidades del cañón azul, pero también terminaron por apagarse.
El reportero se ató la cuerda de forma apresurada bajo los brazos, hizo una lazada y la deslizó hacia el abismo.
-Eleanor -dijo, tumbado boca abajo y con sólo la cabeza y los hombros estirados hacia la grieta-, quiero que te pases esta cuerda por debajo de los hombros y después la ates a tu alrededor.
El lazo colgó como un dogal sobre su cabeza, pero fue capaz de asomarse por la capucha, alzar las manos enguantadas y cogerla.
-Una vez que lo hayas hecho -le instruyó Wilde-, quiero que salgas de la cestilla con tanto cuidado como puedas.
Sinclair cortó otra de las cuerdas y otros dos perros colgados se precipitaron hacia las profundidades de color púrpura. Aun así la parte delantera del trineo, inclinada en un ángulo ligeramente más bajo que la parte trasera, se deslizó medio metro o un metro más.
-La he atado -anunció Eleanor, con la voz amortiguada por la capucha.
-Bien. Ahora, aguanta.
No había nada que le sirviera para anclarse, una roca, la motonieve, algo a lo que pudiera atar en torno la cuerda; lo único que tenía era su cuerpo. Se sentó algo más atrás, hincó los talones de las botas en la nieve y después tiró, a pesar de las quejas de su hombro herido.
-Usa los pies, si puedes, para agarrarte a la pared y ayudarte a subir.
Ella se liberó de la cestilla y su cuerpo quedó instantáneamente colgando del borde de la grieta. La escuchó gemir y después vio cómo clavaba las puntas de sus botas negras en la pared helada. Él volvió a recoger más cuerda alrededor de su brazo y tiró más fuerte. Sentía la tensión del tendón mientras en su mente martilleaba un único pensamiento: «Ahora, no, no te rompas ahora».
Eleanor había subido ya un metro o tal vez algo más, pero las suelas resbalaron sobre la pared helada, perdió pie y se quedó colgada en el aire.
-¡Michael! -gritó, colgando sobre el trineo y el abismo que se abría a sus pies.
Wilde hundió los talones más profundamente, pero no conseguía hacer suficiente tracción; él mismo se iba deslizando hacia la fisura, con los brazos temblando de forma incontrolable. Justo cuando pensó que no iba a poder sostenerla ni un segundo más, vio cómo Sinclair se estiraba por encima de los manillares y con las manos enfundadas en gruesos guantes, las puso bajo las botas de ella y la impulsó hacia arriba. Aunque el rostro del teniente estaba oscurecido por el pasamontañas negro y las gafas, Michael podía imaginarse perfectamente su miedo y su angustia. Pero Eleanor se elevó lo suficiente para que Michael pudiera agarrar la cuerda que la rodeaba y arrastrarla fuera de la grieta.
La joven se agachó sobre la nieve, intentando recuperar el aliento, y bajo la capucha estrechamente ajustada sólo se veían sus ojos verdes, dilatados por el terror.
-¡Ponte en pie! -le dijo el reportero-. ¡El hielo! -Tenía nieve en el abrigo y sobre los mitones, y también en las botas. Con el dorso de la mano, él le quitó toda cuanto pudo, y después la puso rápidamente en pie.
-La cuerda -le instó-. Necesito la cuerda.
Pero estaba tan apretada a su alrededor que no podía soltarla. Michael volvió a asomarse por el borde y vio que el trineo se había deslizado un poco más y estaba inclinado en un ángulo aún más precario. Por ello, extendió su brazo bueno tan lejos como pudo.
-Póngase en pie en la parte superior del trineo -le dijo al teniente- y trate de agarrarse a mi mano.
Sinclair apenas podía moverse sin que el trineo volviera a deslizarse de nuevo, con los patines resbalando por el hielo. Se quitó las gafas y el pasamontañas y después de soltarse cuidadosamente el cinturón de la espada, lo apartó y lo dejó caer.
-¡Rápido! -insistió Michael-. ¡Antes de que se caiga más!
El teniente se soltó con cautela del patín trasero hasta llegar a la carcasa naranja del trineo. Con los brazos extendidos como los de un acróbata, se fue acercando centímetro a centímetro, con las botas arañando la resbaladiza superficie de la cestilla. Al final se incorporó y unió su mano enguantada a la de Michael. Sus ojos se encontraron.
-¡Vamos! -le urgió el reportero, pero el peso de Sinclair en la parte delantera del trineo era excesiva y con un crujido escalofriante comenzó a caerse.
-¡No se suelte! -le suplicó el reportero, aunque él mismo se estaba viendo arrastrado hacia el borde. El aliento le atravesaba la garganta en carne viva, como si fuera un soplete, y la nieve y el hielo que tenía bajo el brazo comenzaron a desprenderse.
Un fino polvo blanco revoloteó hacia la grieta.
-¡Le tengo! -le insistió Michael, pero mientras miraba el rostro del joven teniente cayeron sobre su mostacho y sus mejillas unas cuantas esquirlas de hielo y una expresión confusa invadió su rostro.
Copley intentó hablar, pero los labios se le recubrieron de una fina escarcha, robándoles todo el color. La lengua se le quedó rígida como un palo de madera y un brillo cristalino se extendió por sus mandíbulas, corriéndole por el cuello hacia abajo con tanta rapidez y dureza que el cuerpo se le puso rígido y los dedos perdieron fuerza.
El trineo hizo un ruido chirriante y se deslizó un metro más.
-¡Sinclair! -gritó Wilde, pero la única cosa que aún quedaba viva en él eran sus ojos y al momento también ellos se volvieron vidriosos afectados por la extensión del hielo.
El cuerpo del teniente inglés quedó allí colgado sólo un instante más antes de que el trineo se liberara repentinamente y se hundiera, con la parte delantera hacia delante, en dirección hacia el fondo de la grieta azul. Se oyeron grandes chasquidos y claqueteos y, finalmente, un gran golpe demoledor, como si una lámpara de cristal explotara en mil piezas tintineantes. Los ecos se multiplicaron por las paredes irregulares, pero el abismo era demasiado profundo para que Michael pudiera ver ningún signo del teniente, o del desastre.
Cuando finalizó la última reverberación, Michael le llamó varias veces. Pero no se oía otro sonido que el susurro del viento deslizándose por el cañón helado.
Alzó el brazo, insensible y dolorido, fuera del agujero y se dejó caer de espaldas. Sentía los pulmones como si le ardieran. Eleanor estaba allí donde la había dejado, de espaldas al viento y con los brazos apretados a su alrededor. Tenía la cabeza abatida, y la capucha firmemente ajustada al rostro, sin que se viera nada de piel expuesta a los elementos.
-¿Se ha ido? -preguntó con una voz apenas audible desde debajo de la capucha.
-Sí -repuso él-. Se ha ido.
La capucha hizo un asentimiento.
-Y no debería llorar siquiera...
Michael se puso en pie.
-... porque mis lágrimas se convertirían en hielo -finalizó.
Él acudió a su lado y le pasó un brazo por la cintura. Parecía repentinamente tan débil que pensó que se caería en la nieve, o que incluso se tiraría por su propia voluntad.
Mientras él la guiaba lentamente alrededor del borde de la grieta, ahora y para siempre una tumba desconocida, ella se detuvo y dijo algo tan bajo que no la entendió. Él no le preguntó qué había dicho, y no le pareció oportuno insistir en ello y tampoco vio lo que ella presionó contra sus labios antes de dejarlo caer al abismo azul, pero mientras caía revoloteando, en un relumbrar de oro y marfil, él comprendió qué era.
Con el sol polar sin vida pendiente sobre sus cabezas, retomaron su camino a través del campo de formas irregulares de los destrozados seracs.
CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO
29 de diciembre, 2:45 horas
MICHAEL APURÓ EL ÚLTIMO trago de whisky y miró por la ventana cuando se apagaron las luces de la cabina y el piloto anunció que se prepararan para el aterrizaje.
Incluso a esa hora, Miami parecía arder bajo una red de largos y relampagueantes rayos de luz que sólo se detenían ante las playas negras del océano.
La azafata recogió la taza de plástico y la botella vacía. El chico que había estado durmiendo en el asiento del otro lado del pasillo se despertó y apartó el portátil en el que no había trabajado durante horas. Le había dicho a Michael que era un «especialista en recursos», fuera lo que fuere, de alguna compañía americana que montaba una red de telecomunicaciones en Chile.
Wilde no había dormido ni una siesta durante días. Incluso en ese momento, no podía dejar de pensar en lo que yacía en la zona de carga del avión.
El chico del pasillo comentó:
-¿Cuánto nos hemos retrasado? ¿Sólo cuatro horas?
Michael asintió. Cada hora extra, cada retraso, eran cruciales para él. Al menos, el paso de las aduanas en mitad de la noche fue más rápido de lo habitual, hasta que Michael mencionó que viajaba con restos humanos y necesitaba saber dónde debía acudir para reclamarlos.
-Le acompaño en el sentimiento, señor -le dijo el agente de aduanas-. Haga una parada cuando salga y comuníqueselo al agente de transportes internacionales. Ellos podrán ayudarle.
En la oficina de transportes, un chaval con un uniforme azul que no parecía tener edad de estar levantado tan tarde, lentamente repasó los informes de la NSF que le había proporcionado Murphy y los documentos médicos redactados por Charlotte, mientras Michael luchaba por no mostrar su impaciencia. Sabía que debía mantener la sangre fría y no hacer nada que atrajera una atención innecesaria. El chaval llamó a un empleado de categoría superior; la etiqueta plastificada que colgaba del grueso cuello del tipo lo identificaba como Kurt Curtis. Una vez verificó los papeles él mismo y volvió a comprobar el documento de identidad y el pasaporte del reportero, comentó:
-Le acompaño en el sentimiento, señor.
Wilde se preguntó cuantas veces más tendría que volver a escuchar eso. Curtis levantó el teléfono, pulsó el botón y después masculló unas cuantas palabras dándole la espalda al reportero. Gruñó «vale» tres veces, y después se volvió a decirle:
-Si me sigue, le llevaré a la terminal de transportes internacionales. -Señalando el petate de Michael, añadió-: No olvide llevarse eso.
En el exterior, la noche de Miami le envolvió como una toalla caliente y mojada. «Acostúmbrate», se dijo para sus adentros. Eleanor jamás podría vivir en Tacoma, donde la nieve y el aguanieve eran habituales. Curtis se situó en el asiento del conductor del cochecito, mientras Michael colocaba el petate en la parte trasera y se sentaba a su lado. Debía de haber llovido en las últimas dos horas, porque el asfalto estaba mojado y había charcos por aquí y por allá de varios centímetros de profundidad. Un jet rodaba en esos momentos por la pista de aterrizaje arrojando un tornado de aire viciado mucho más caliente aún, y el rugido del motor era ensordecedor. Curtis no pareció darse cuenta, pero aceleró el coche pasando por una serie de terminales hacia un enorme hangar abierto donde había aparcada una furgoneta con el letrero «Juzgado de instrucción del condado Miami/ Dade». Una mujer pequeña con pantalones negros y una blusa blanca estaba apoyada contra la puerta, fumando un cigarrillo. Alzó la mirada cuando Michael cogió su petate y salió del cochecito. Curtis dio un volantazo y se marchó.
-¿Es usted Michael Wilde? -preguntó ella, dejando caer la colilla sobre el hormigón-. Soy María Ramírez, la mujer de Erik Danzing.
El reportero le tendió la mano y, afectado, le dijo que sentía su pérdida.
Ella se le quedó mirando atentamente con aquellos ojos oscuros y comentó:
-Un largo viaje, ¿eh?
Él sospechaba que tendría muy mal aspecto y ella se lo había confirmado.
-Sí, así es.
No podía evitar mirar alrededor, ¿dónde estaba la bolsa con el cuerpo? ¿Lo habían despachado ya o estaba aún en tránsito en algún otro lugar?
-Si está buscando la bolsa, ya está en la furgoneta.
-¿Sí? -casi se le salió el corazón del pecho, y su reacción no escapó al escrutinio de la mujer.
-Bueno -dijo ella, aplastando el cigarrillo aún humeante bajo el zapato-, antes de que llame a la policía, al FBI, al INS o a quien sea, ¿no querría usted contarme algo antes?
Se había estado preparando para ese momento durante días, preguntándose cómo le iba a contar la historia, pero ahora que ya la tenía delante, lo único que quería hacer era abrir las puertas de la furgoneta y rescatar a Eleanor.
-Lo primero de todo -dijo ella-, no sé quién viene en esa bolsa; aunque no la he abierto, sé que no es Erik. Él mide por lo menos treinta centímetros más y pesa cuarenta y cinco kilos más que quien sea que esté ahí.
-Lleva razón -le aclaró él-. No es Erik.
María pareció sorprendida por aquella capitulación tan inmediata.
-Entonces, ¿dónde está él?
Michael abatió la cabeza y dijo:
-Va a tener que conformarse con lo que yo le diga, porque lo que le voy a contar está estrictamente prohibido por la NSF. -Y entonces comenzó a relatar la historia, recordándole a María que ella había dicho que Danzing, Erik, nunca había sido más feliz que cuando estaba en el Polo y que le gustaría que lo enterraran allí. Michael le confesó que así había sido-. Pero como eso habría sido una barbaridad, pensamos que era mejor no decirle a usted nada hasta que yo pudiera comunicárselo personalmente, en privado. -En ese momento, rebuscó bajo el cuello de la camisa y se sacó el collar de dientes de morsa por la cabeza. Cuando María lo vio, los ojos se le llenaron de lágrimas-. Sé que a él le habría gustado que usted lo tuviera -concluyó él-. Siempre lo llevaba puesto.
La mujer apretó el collar en la mano, dio media vuelta y se alejó varios metros con la cabeza gacha; lloraba, a juzgar por el estremecimiento de los hombros.
Michael esperó, sintiendo cómo se le pegaba la camisa a la piel y el pelo se le adhería a la nuca. Era todo lo que podía hacer para no irrumpir dentro de la furgoneta porque había gente por allí cerca, mecánicos y un par de repartidores de equipaje, y sabía que tenía que contenerse sólo un poco más.
María se recobró y sacó un sujetapapeles de la furgoneta. El collar colgaba de su cuello cuando se volvió.
-Vale, entonces, gracias. Erik tuvo lo que quería. Le debo una. -Entregándole los papeles, le dijo-: Firme en todos los lugares donde he puesto una cruz -Había al menos una docena y cuando terminó, arrancó un par de papeles copia y se los dio-. Ahora es oficial. Erik ha regresado.
-Gracias.
-Pero todavía no me ha dicho quién viene en la bolsa.
El reportero comprendió que ésa iba a ser realmente la parte más difícil del cuento. ¿Quién le iba a creer?
-Una amiga mía -dijo-. Se llama Eleanor.
-Querrá decir que se llamaba Eleanor.
-No; está viva.
María se detuvo y lo miró evaluándolo, como si intentara decidir si debería reconsiderar creerse lo que le había contado.
-No es posible que esté en esa bolsa, no. No puede haber hecho todo el viaje desde el Polo Sur en la zona de carga.
-Así es -repuso el reportero, cogiendo a María de la mano y casi arrastrándola hacia la parte trasera de la furgoneta-. Por favor, déjeme entrar para sacarla de ahí.
Uno de los mozos de equipaje se le quedó mirando con curiosidad.
-Madre de Dios -exclamó María-, ¿está usted loco? Pero ¿qué demonios les pasa allí a ustedes?
Sin embargo, ella no le detuvo cuando él abrió las puertas traseras, se metió dentro y las cerró de nuevo.
Habían puesto la bolsa en una estantería metálica, sujeta por dos tiras de lona. Michael las desató con rapidez, susurrando todo el tiempo: «Estoy aquí, estoy aquí»; pero no salió ningún sonido de la bolsa.
Aferró la cabezuela de la cremallera en la parte superior, aquella que él había estropeado a propósito para que no pudiera cerrarse del todo, la abrió de un tirón y separó los bordes a uno y otro lado.
La mujer estaba tan inmóvil como si estuviera muerta, con los brazos a ambos costados.
-Eleanor -la llamó, tocándole el rostro con las yemas de los dedos-. Eleanor, por favor, despierta.
Él acercó la cabeza lo suficiente para sentir su aliento en la mejilla. Era frío, no cálido, y también tenía la piel helada.
-Eleanor -insistió, y esta vez le pareció que había visto cómo se le estremecían los párpados-. Eleanor, despierta. Soy yo, Michael.
Su rostro adquirió una expresión disgustada, como si le molestase que la despertaran.
-Por favor... -habló él de nuevo, poniendo una mano sobre las de ella-. Por favor. -Incapaz de resistir un minuto más, se inclinó para besarla. Pero entonces, recordando la advertencia de Darryl, puso los labios sobre sus párpados, primero uno y luego el otro. No era así como habría deseado despertar a su Bella Durmiente... pero era suficiente.
Ella abrió los ojos y fijó la vista en el techo de la furgoneta, y después se giró para mirarle a él. Durante un segundo, temió que no le reconociera.
-Tenía tanto miedo -dijo ella-, tanto miedo de que al abrir los ojos me encontrara de vuelta en el hielo...
-Nunca más -sentenció él.
Ella levantó la mano de él y se la llevó a la mejilla.
María Ramírez le hizo jurar por lo más sagrado que nunca le contaría a nadie cómo había entrado esa mujer de forma ilegal en Estados Unidos, y Michael le hizo jurar a su vez que ella jamás divulgaría el verdadero destino de los restos de su marido. Entonces, conduciendo a través de la noche bochornosa, ella les dejó en un pequeño hotel que conocía en Collins Avenue, a un bloque de la South Beach.
-Cuando necesitamos un experto forense de fuera de la ciudad -explicó ella-, le traemos aquí. Y hasta ahora nadie se ha quejado.
Michael subió a Eleanor a la habitación, apagó todas las luces y comenzó a llenarle la bañera. En el momento en que se cerró la puerta, creyó oír un sollozo sofocado desde el otro lado. Estaba dividido entre tocar e intentar consolarla o simplemente dejar que las emociones siguieran su curso. ¿Cómo podría nadie soportar lo que ella había soportado, tanto en los días como en los siglos que le habían precedido, sin venirse abajo en ningún momento? ¿Y qué le podía decir él que le fuera de la más mínima ayuda?
En vez de ello, bajó las escaleras y convenció a la anciana de recepción para que le abriera la boutique y así le compró ropa veraniega, la más recatada que logró encontrar, un vestido amarillo de gasa de manga corta y unas sandalias. La mujer, que había mirado a Eleanor como si viniera de una fiesta de Halloween, comprendió e incluso añadió un par de artículos más a la pila.
-No va a poder ponerse los bombachos debajo de un vestido como éste -le comentó, lacónicamente.
Cuando regresó a la habitación, dio unos golpecitos a la puerta del baño, la abrió unos centímetros e introdujo la bolsa de la ropa limpia. Una nube de vapor brotó del interior.
-He pensado que deberías vestirte de forma apropiada para el clima de aquí -le dijo, antes de cerrar la puerta de nuevo-. Si tienes hambre, puedo salir y traer algo de comida.
-No -contestó una voz que sonó casi sepulcral-. Ahora no.
Se dirigió hacia la ventana y abrió las cortinas con adornos florales. Se veían todavía unas cuantas luces en los edificios cercanos. Pasó un camión de la limpieza. ¿Cómo iba a poder contarle todo lo que necesitaba saber? No era sólo al hielo a lo que tenía que temer... sino también al contacto humano. Al contacto humano muy íntimo.
¿Cómo iba a contarle que aunque su sed ya no existiera, la enfermedad sí? ¿Que podía ser una amenaza para cualquiera a quien deseara abrazar?
Y ya que estábamos, ¿podría decirse eso a sí mismo?
Cuando el zumbido del coche de la limpieza se alejó en la distancia, regresó a la puerta del baño y se pasó allí la siguiente media hora intentando aliviar su sensibilidad herida. Eleanor estaba tan disgustada por lo corto y lo liviano de su vestido que no salió de allí hasta que él no le juró repetidas veces que ahora esa era la última moda y que todo el mundo iba vestido de la misma manera.
-La mayor parte del tiempo, incluso llevan menos ropa -afirmó, preguntándose qué pensaría de la primera patinadora en biquini que se encontrara. Cuando finalmente consintió, salió del cuarto de baño furiosamente ruborizada y le dejó sin aliento.
Incluso a esa hora tan temprana, Ocean Drive estaba colapsado por el tráfico y Eleanor se asustó de los autobuses que pasaban como si fueran dragones escupiendo fuego. Se le colgó del brazo como si fuera un salvavidas, ante los coches, el clamor y las luces del tráfico. Pero fuera cual fuese la calidez que hubiera absorbido en el baño, desaparecía con toda rapidez; tenía la mano helada, como notó él.
En Point Adélie, ella le había confesado que lo que más deseaba en el mundo era sentir el calor del sol sobre el rostro y él estaba deseando poder mostrarle la salida del sol sobre el océano. Acababan de pararse en un cruce de la calle, donde se les emparejó un vendedor callejero que empujaba un carrito de helados italianos, casi el único peatón que vieron a esa hora y que les lanzó una mirada esperanzada.
Michael reaccionó como si el hombre llevara dinamita, a juzgar por el modo en que apartó a Eleanor del carro. El vendedor se le quedó mirando como si se hubiera vuelto loco, pero Michael se sabía las reglas y era consciente también de que nunca iba a poder bajar la guardia. Siempre tendría que estar alerta, y cuando viniera el momento en que pudiera contarle a ella el resto del secreto, igualmente tendría que mantener la discreción ante los demás. Pero, ¿por qué molestarla, en ese extraño momento en que ella iba a volver a experimentar la felicidad, con algo que él podía cargar a solas?
Cuando cruzaron la calle y después las dunas cubiertas de maleza, el cielo parecía variar del intenso color púrpura como la tinta a un resplandor rosado. Michael la llevó hasta las altísimas palmeras, a disfrutar de la brisa del mar, y después hacia las olas. Mientras al sol subía por el horizonte, se sentaron en la arena blanca y simplemente contemplaron el paisaje. Observaron cómo ascendía el sol, convirtiendo el océano en un espejo plateado, barnizando las nubes con un matiz rubí. Los ojos verdes de Eleanor relumbraron a la luz de la mañana y cuando un águila pescadora barrió la superficie del agua, la siguió con la mirada. Fue entonces cuando él descubrió su sonrisa atribulada.
-¿Qué te pasa? -inquirió.
-Estaba pensando en algo -repuso ella, con su largo pelo castaño, aún húmedo por el baño, cayéndole sobre los hombros-, en una cancioncilla de una revista de variedades de otra época.
-¿Qué decía? -Él percibió cómo sus dedos se deslizaban dentro de su mano. Expuestos al sol de la mañana, habían adquirido algo más de calor. El águila se precipitó sobre las olas.
-Y algún día iremos a la orilla del mar -recitó ella con voz cantarina-, donde hay cocoteros tan altos como San Pablo y la arena es tan blanca como la tiza de Dover.
Su mirada se deslizó por el brillante horizonte, la amplia playa blanca, Michael percibió algo parecido a la alegría bailoteando en sus ojos.
-Y así es -continuó ella, aún sosteniendo su mano-, aquí estamos.
FIN
[1] Fundación Nacional de la Ciencia, agencia del Gobierno norteamericano. [Todas las notas son de los traductores].
[2] Menú de menos platos y a precio reducido que los restaurantes estadounidenses y canadienses sirven antes de la hora habitual.
[3] Corriente de pensamiento considerada como pseudociencia por la comunidad científica, según la cual el origen o evolución del universo, la vida y el hombre, son el resultado de acciones racionales emprendidas de forma deliberada por uno o más agentes inteligentes.
[4] En castellano en el original.
[5] Marca de desinfectante empleado para eliminar olores.
[6] Cada uno a su gusto, en fracés.
[7] National Association for Stock Car Auto Racing: Asociación Nacional de Carreras de Automóviles de Serie.
[8] Meal Ready to Eat: alimento listo para el consumo.
[9] Legendario (y monstruoso) protagonista de las leyendas piratas que se apoderaba de cuantos marinos caían al mar.
[10] En la jerga antártica, todo vehículo pequeño de tracción usado en caminos poco practicables.
[11] Nightingale significa ‘ruiseñor’ en inglés. El autor juega con el nombre del caballo y el apellido de Florence Nightingale, escritora, estadística y pionera de la enfermería.
[12] Acrónimo de Trilaminate Extra Tenacity.
[13] «Gobierna, Britania. Britania, gobierna las olas. Los británicos nunca serán esclavos». Son los versos más conocidos del himno Rule Britannia. Thomas Augustine Arne compuso la música para un poema de James Thomson.
[14] Procedimiento de primeros auxilios usado para desobstruir el conducto respiratorio cuando queda bloqueado por un trozo de alimento.
[15] La música actual no tiene el mismo sentimiento. A mí me gusta ese rock ´n´ roll de los viejos tiempos. No intentes llevarme a una discoteca.
[16] ¿Cuánto cuesta?, en francés.
[17] Acrónimo de Special Weapons and Tactics (armas y tácticas especiales) usado para designar a un equipo de asalto pesado.
[18] Center for Disease Control and Prevention (Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades), agencia federal norteamericana encargada de proteger la salud y la seguridad de la población civil.
[19] Famosa marca de refrescos.
[20] Anti-Freeze Glycoprotein (glicoproteína anticongelante).