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agosto 08, 2010
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Un thriller sobrecogedor que comienza en la guerra de crimea y culmina en medio de la belleza letal de la Antártida, donde duerme una verdad: la necesidad nos convierte en monstruos.
En 1856 un barco se pierde en los confines del mundo, en las estribaciones de la Antártida: a bordo, una pareja con una extraña enfermedad que aterroriza a la tripulación.
En nuestros días, Michael Wilde, un fotógrafo de naturaleza, atormentado por el accidente que hizo que su prometida quedara en coma irreversible, acepta participar en una misión científica al Polo Sur.
En el transcurso de una inmersión Michael descubre a una mujer atrapada en el hielo de un iceberg, tal vez acompañada por otra persona. Todos están de acuerdo en subir a la superficie el sorprendente descubrimiento… sin recordar que algunos pasados nunca mueren, y que las maldiciones eligen momentos insospechadamente oportunos para volver a la vida, y despiertan con la misma sed de sangre, una sed insaciable desde la batalla de Balaclava.
A BORDO DEL COVENTRY, CORBETA DE SU MAJESTAD, EN EL OCÉANO ATLÁNTICO.
LATITUD: 65 GRADOS Y 28 MINUTOS SUR. LONGITUD: 120 GRADOS Y 13 MINUTOS OESTE.
28 de diciembre de 1856
SINCLAIR SE INCLINÓ SOBRE la litera de madera donde yacía Eleanor. Ésta seguía castañeteando los dientes a pesar de que él la había abrigado con su gabán y luego sepultado debajo de todas las mantas y sábanas que había logrado encontrar. La respiración de la joven levantaba vaharadas en la humedad del aire gélido. A la vacilante luz de la lámpara de aceite podía ver el movimiento de los ojos por debajo de los párpados. El rostro de la mujer era blanco y frío como el hielo que había rodeado el barco durante las últimas semanas.
El hombre le acarició la frente con su mano entumecida, y le apartó de los ojos un mechón de la larga melena de color castaño oscuro. Al tacto, la piel de la muchacha era tan yerma e implacable como la hoja de una espada, pero aún percibía la parsimoniosa circulación sanguínea debajo de la epidermis. No sabía demasiado bien cómo, pero iba a tener que velar por sus necesidades, y pronto, porque ya no había forma de hacerlo allí. Debía salir del camarote y bajar a la bodega.
-Descansa -le instó con dulzura-. Estaré de vuelta antes de que hayas podido notar mi ausencia.
Ella suspiró en señal de protesta y apenas movió los labios.
-Intenta dormir.
Le ajustó la gorra de lana alrededor de la cabeza, la besó en la mejilla y se levantó todo cuanto permitía el techo bajo del opresivo camarote. Sostuvo en alto la lámpara -el cristal estaba tiznado y apenas quedaba aceite de ballena en el fondo- y escuchó delante del umbral durante unos instantes antes de abrir la puerta hacia el oscuro pasillo exterior. Fue capaz de percibir los murmullos de los tripulantes en algún lugar de la bodega. No necesitaba distinguir las palabras para saber qué decían. Había estado oyendo las maldiciones y percibido la hostilidad de sus miradas desde que un viento implacable, primero, y las tormentas, después, habían desviado la nave de su singladura original, cada vez más cerca del Polo Sur. Los marineros eran gente supersticiosa incluso en los tiempos de bonanza y él era consciente de que habían llegado a ver a los pasajeros -Eleanor y él mismo- como el origen de todos los males actuales de la corbeta, pero ¿acaso podían ellos hacer algo para evitarlo? No le gustaba dejar sola a Eleanor ni siquiera unos minutos.
El militar había quitado las espuelas de las botas hacía tiempo, pero resultó imposible evitar el crujido de la madera mientras avanzaba por el corredor. Sinclair hizo todo lo posible por pisar sólo cuando era especialmente fuerte el golpeteo de trozos de hielo contra el casco de la nave o el viento nocturno agitaba las velas con intensidad; pero en cuanto rebasó la cocina, la luz de su lámpara iluminó a Burton y Farrow, reunidos junto a una botella de ron. La corbeta cabeceó hacia estribor, lo cual obligó a Sinclair a estirar un brazo para apoyarse en la pared.
-¿Adónde va? -gruñó Burton. Llevaba un anillo de oro en una oreja y las motas de humedad congeladas en su barba gris refulgían como diamantes.
-A la bodega.
-¿Qué busca?
-No es de su incumbencia.
-Podríamos hacer lo que fuera -masculló Farrow en voz baja mientras el navío se enderezaba con un gemido ensordecedor.
Sinclair se encaminó hacia la escalera que conducía a la despensa de debajo. Una capa de escarcha cubría los peldaños y el aceite de la lámpara se agitaba haciendo un ruido de salpicadura cuando ésta oscilaba de un lado para otro, proyectando fantasiosas sombras parpadeantes sobre los barriles de tocino en salazón, bacalao seco y bizcocho de mar, casi todos a punto de abarcarse, y los toneles de ron chileno que había roto la tripulación. El equipaje del oficial de lanceros se hallaba un poco más lejos, dentro de un gran arcón asegurado con candados y pesadas cadenas. Parecía intacto a primera vista.
Pero cuando se inclinó y el débil resplandor de la lámpara se extendió sobre el baúl pudo apreciar marcas de arañazos y hendiduras, como si alguien hubiera intentado abrir los candados con una ganzúa o incluso levantar la tapa haciendo palanca. No le sorprendió. De hecho, sólo era capaz de imaginar una razón por la cual la dotación del barco no les había desvalijado: los marineros no sólo le odiaban, también le temían. Era consciente de lo que veían cuando miraban a un veterano lancero condecorado de la guerra de Crimea: debían enfrentarse a un consumado experto en el manejo de la pistola, la lanza y el sable. Aflojó el cuello de la casaca militar y extrajo del bolsillo de la camisa las llaves del cofre.
Miró hacia atrás para cerciorarse de que estaba solo y nadie le observaba. Dejó correr la cadena humedecida antes de abrir el candado y luego alzó la tapa del baúl en cuyo interior, debajo de ropas de equitación, uniformes y varios libros -había ejemplares de las obras de Coleridge, Chatterton y George Gordon, lord Byron-, halló lo que había venido a buscar: dos docenas de botellas cuidadosamente envueltas y empaquetadas con la etiqueta ‹Madeira. Casa del Sol. San Cristóbal›. Limpió una con los pantalones de montar y la sujetó bajo el brazo mientras volvía a cerrar el arcón.
Subir los escalones haciendo juegos malabares con la botella y la lámpara fue un empeño delicado, y empeoró cuando el militar vio a Burton acechando en lo alto.
-¿Ha encontrado lo que buscaba, teniente? -Sinclair no le contestó-. ¿Necesita ayuda? -continuó Burton, extendiendo una mano enguantada.
-No es necesario.
Pero el marino ya había visto la botella.
-Alcohol, ¿eh? Nos vendría bien una copita para entrar en calor.
-Ya está usted bastante caliente.
Sinclair se alejó de la escalera y pasó rozando primero a Burton y luego a Farrow, que se daba palmadas en los miembros para estimular la circulación, antes de agacharse y entrar en la cocina, donde sostuvo el envase de vidrio cerca de la estufa, ardientes aún los rescoldos del carbón, a fin de deshelar el contenido. Después, regresó al camarote, rezando para no encontrar a Eleanor en peor estado.
Pero resultó que no estaba sola. Una luz parpadeante se filtraba por debajo de la puerta, y al abrirla descubrió al médico del barco, el doctor Ludlow, inclinado sobre la enferma. El galeno era un tipo de lo más repulsivo: encorvado, abotargado y con unos modales que pasaban bruscamente de la amabilidad a la arrogancia. Sinclair no habría confiado en aquel sujeto ni para que le cortara el pelo, una de las muchas tareas de un médico naval, y desconfiaba de él en lo tocante a Eleanor, por quien había mostrado un interés indecoroso casi desde que subieron a bordo. En ese momento le sostenía la muñeca lánguida y sacudía la cabeza.
-El pulso está realmente bajo, teniente, bajo de verdad. Temo por la vida de la pobre muchacha.
-Yo no -afirmó Sinclair, hablando más a la paciente que al médico.
Liberó la mano de Eleanor de los dedos sudados del doctor y volvió a taparla con las mantas. Ella ni se agitó.
-Me temo que se han helado hasta mis sanguijuelas.
Al menos eso era una buena noticia. Lo último que la enferma necesita era otra sangría, como bien sabía Sinclair.
-Una lástima -repuso el oficial, plenamente consciente del gran deleite que obtenía el médico al ponerlas en el pecho y las piernas de la joven-. Si tiene la bondad de dejarnos solos... Puedo arreglármelas bastante bien por mis propios medios.
Ludlow hizo una leve venia y dijo:
-Vengo de parte del capitán Addison. Desea hablar con usted en cubierta.
-Acudiré en cuanto sea posible.
-Lo siento, teniente, pero se ha mostrado muy insistente.
-Cuanto antes se vaya usted, antes podré hablar con el capitán.
Ludlow se detuvo, como para verificar si le estaba echando o no, y abandonó el camarote. En cuanto salió el doctor, el militar apuntaló la puerta con un taburete y desenfundó la daga, oculta bajo la carcasa, para abrir la botella.
-Espera, espérame -le dijo a Eleanor, aunque dudaba si ella era capaz de oírle.
Le levantó la cabeza de la improvisada almohada, una loneta rellena de trapos, y le llevó la botella a los labios.
-Bebe -la instó, pero ella siguió sin responderle. Ladeó la botella hasta verter el líquido en sus labios, que se volvieron rosas, recuperando cierta semblanza de vida-. Bebe.
Sinclair percibió su respiración en el dorso de la mano. Inclinó aún más la botella hasta que un hilillo sonrosado le corrió por la barbilla y se acumuló en torno a un broche de marfil que llevaba colgado al cuello. La mujer sacó la punta de la lengua, como si buscara alguna gota suelta, y Sinclair sonrió.
-Sí, eso es -la animó-. Toma más, más.
Y así lo hizo ella, que abrió los ojos al cabo de un par de minutos y alzó la mirada hacia el teniente con expresión confusa, donde se entremezclaban el arrepentimiento extremo con una sed aún mayor. Él sostuvo la botella con firmeza hasta que ella hubo absorbido todo. La mirada de Eleanor fue menos borrosa y se normalizó su respiración. Él colocó su cabeza sobre la almohada cuando tuvo la impresión de que había tomado bastante; lo vomitaría todo si bebía más.
Colocó el corcho en su sitio y ocultó la botella debajo del montón de sábanas.
-Debo ver al capitán. No me entretendré mucho.
-No -imploró ella con un hilo de voz-. Quédate.
Él le estrechó la mano. ¿Eran imaginaciones suyas o estaba ya más tibia al tacto?
-Háblame -le pidió.
-Y eso voy a hacer, hablaré sobre... sobre los cocoteros altos como la catedral de San Pablo... -Ella esbozó un atisbo de sonrisa-. Y sobre la arena blanca como la tiza de Dover...
La referencia a los blancos acantilados de Dover era uno de los latiguillos privados de ambos, lo arrastraban como una cancioncilla popular, y se lo decían en murmullos el uno al otro de continuo en momentos menos duros que aquel trance.
Él retiró el taburete de la puerta y apagó la lámpara a fin de conservar el aceite restante antes de salir del camarote. Un solitario haz de luz penetraba en el pasillo desde la cubierta superior, pero le bastó para abrirse camino hasta los escalones.
Hacía frío bajo cubierta, pero era mucho más intenso en el exterior, donde el viento soplaba como un fuelle: succionaba el aire de los pulmones y los llenaba con una ráfaga de aire gélido. El capitán Addison permanecía al timón, abrigado por varias capas de ropas, la última de las cuales era una lona de vela desgarrada. A los ojos del oficial de caballería sólo era un corsario que le había extorsionado hasta obtener tres veces el precio del pasaje suyo y de Eleanor. El hombre percibía la desesperación y no tenía escrúpulo alguno a la hora de explotarla.
-Ah, teniente Copley -anunció-. Confiaba en que pudiera hacerme compañía.
Algo más se escondía debajo de esa petición, Sinclair lo supo en cuanto miró a su alrededor: las olas del mar, encrespado y salpicado por grandes bloques de hielo, y el cielo nocturno que en esas latitudes tan meridionales irradiaba una inalterable relumbre similar al destello del estaño; dos marineros montaban guardia, uno en cada extremo de la cubierta, en previsión de la aparición de algún iceberg infranqueable o con espolones; otro tripulante, el vigía, permanecía encaramado en lo alto del mástil, en el nido del cuervo. El avance del barco era moroso e inseguro, y dependía del capricho de los vientos que azotaban las pocas velas que aún seguían desplegadas. La nave barloventaba entre el flamear del velamen, cuyos chasquidos sonaban como descargas de fusilería.
-¿Qué tal va su esposa?
Copley se acercó, deslizando las botas sobre la resbaladiza superficie de la cubierta.
-El buen doctor -continuó Addison- me ha dicho que no mejora.
El capitán había atado por debajo de la mandíbula una cinta deshilachada de color carmesí con la cual sujetaba el tricornio a la cabeza.
Sinclair sabía que si había algo en lo que él y Addison estaban de acuerdo era en la falta de credibilidad del médico de la nave. De hecho, todos los ocupantes del barco entraban en la categoría de gente poco digna de fiar, pero era la única nave en la que ellos podían embarcarse de forma inmediata y sin responder a ninguna pregunta.
-Está algo mejor, ahora descansa -contestó.
Addison asintió con gesto caviloso, como si le preocupara, y se ensimismó en la contemplación del encapotado cielo sin estrellas.
-Los vientos siguen soplando en nuestra contra. Acabaremos en el Polo si no cambiamos pronto de rumbo. En la vida había visto un vendaval semejante.
Copley leyó entre líneas el verdadero significado de la frase: la tripulación atribuía ese tiempo adverso a la presencia a bordo de los misteriosos pasajeros. Para empezar, se consideraba que traía mala suerte la presencia de una mujer en un barco, y el hecho de que Eleanor tuviera un aspecto tan desmejorado, además de su palidez espectral, sólo servía para empeorar las cosas. Al principio, Sinclair había intentado entrar a formar parte de la vida cotidiana de la tripulación con objeto de convertirse en asiduo, en un pasajero amigable, pero no hubo modo material de llevar a cabo ese propósito, así de simple, se lo impedían las necesidades de Eleanor y las condiciones impuestas por su propia enfermedad, aquella oculta dolencia. Incluso los dos tripulantes de cubierta, Jones y Jeffries si no andaba equivocado con los nombres, le miraban con malicia no disimulada desde debajo de sus capuchas de lana y a través de los andrajos de protección de la cara.
-Cuénteme otra vez qué clase de negocios tenía usted en Lisboa, teniente.
Ellos habían reservado los pasajes en Portugal.
-Son asuntos diplomáticos de naturaleza muy sensible; no puedo desvelarlos ni siquiera ahora -repuso Sinclair.
El viento volvió a soplar con energías renovadas y agitó los jirones de la vela con que se envolvía el capitán, azotándole en las piernas mientras sostenía la rueda del timón con ambas manos. Miró a Sinclair, bañado por la extraña luminosidad de aquel cielo nocturno. Parecía un daguerrotipo desprovisto de color, reducido a sombras y tonalidades de gris.
-¿Fue allí donde su esposa cayó enferma?
La plaga había asolado la ciudad hacía apenas unos años, el teniente lo sabía.
-La afección de mi mujer no es contagiosa, puedo garantizárselo. Es un desorden interno que atenderemos en cuanto lleguemos a Christchurch.
Sinclair percibió cómo uno de los marineros, Jones, lanzaba a Jeffries una mirada de interpretación inequívoca: ‹Si es que alguna vez llegamos a Christchurch›. Ese interrogante también acechaba al teniente Copley. ¿Habían llegado tan lejos, y con semejante premura, sólo para morir en los mares helados?
Un repentino golpe de viento arrastró las siguientes palabras de Addison e hinchó las velas, haciendo chirriar los mástiles, pero trajo consigo una visión de lo más extraña: un ave gigantesca planeando en el cielo, un albatros. Sinclair jamás había visto uno, aunque supuso que debía de ser uno de esos pájaros gracias a los versos del delicioso poema de Coleridge. El ave de vientre blanco y largo pico rosáceo se mantuvo suspendido sobre sus cabezas con las alas de puntas negras extendidas y una envergadura alar de unos tres metros, según el cálculo del teniente. El albatros mantuvo un porte de imperturbable serenidad a pesar de lo tumultuoso del firmamento, descendió y voló alrededor de los mástiles, dando bordadas en las invisibles corrientes de aire sin grandes movimientos, más allá de una leve agitación de las patas.
-Un gony -observó Jones, usando el término acuñado por la marinería para referirse al albatros errante o viajero.
Jeffries asintió de forma apreciativa. El albatros era símbolo de buena suerte y sólo traía desgracias para quienes intentaban hacerle daño.
Una gran ola levantó la nave: el casco crujió al contacto con trozos de hielo desgajados de los icebergs y Sinclair tuvo que agarrarse a un cabo con las dos manos a fin de no caerse. El pájaro descendió en picado y pasó por delante de la proa de la corbeta para luego remontar el vuelo hasta un tembloroso penol, donde se encaramó, cerrando las garras en torno a la resbaladiza madera y plegando las alas. La visión extasió a Sinclair, que se preguntó cómo podía sobrevivir volando bajo un cielo tan desolado durante millas y más millas de olas y témpanos de hielo a la deriva.
-¡Señor! ¡Capitán, capitán Addison!
Sinclair volvió la cabeza a tiempo de ver a Burton subir a cubierta por la escalera. Su barba helada estaba tan rígida como un tablón. Farrow venía tras él, acunando algo debajo de su pelliza negra de piel de foca.
Burton entreabrió bien las piernas para mantener el equilibrio y se dirigió hacia el timón sin lanzar una mirada en dirección al teniente de caballería.
-Debo informaros de algo muy preocupante, señor -anunció a voz en grito.
El oficial de caballería se vio obligado a alargar el cuello para poder ver, pues, tanto Burton como Farrow se habían colocado de un modo que parecían desear taparle la visibilidad. Observó un destello... ¿Sería un vaso? Luego escuchó farfullar a los hombres por lo bajinis unos con otros. Addison alzó una mano, como si deseara imponer la calma, y luego miró hacia abajo, como si examinara el trofeo que le habían llevado. Sinclair logró verlo en ese momento, y con desaliento descubrió que se trataba de una botella de vino etiquetada como Madeira.
El capitán pareció perplejo y luego indignado, como si él no fuera un hombre a quien pudiera engañársele.
-Véalo usted mismo, capitán -le urgió Burton, pero Addison parecía todavía receloso. Farrow se llevó un guante a la boca y lo mordió para tirar de él y sacárselo; después, usó los dedos para retirar el tapón de corcho y sostuvo la botella bajo la nariz del capitán. Arrojó la manopla al suelo e insistió-: Huélalo, patrón, o mejor aún, humedézcase los labios con eso. Addison acercó de mala gana la cabeza al botellín y retrocedió como si hubiera percibido un hedor insoportable. En ese momento el doctor Ludlow subió las escaleras e hizo acto de presencia en cubierta a tiempo de asentir en silencio cuando el capitán, con una expresión de horror en el semblante, miró a Sinclair.
-¿Es eso cierto? -inquirió mientras aceptaba la botella oscura de la mano de Farrow.
-Es verdad que sostiene en la mano la medicina de mi esposa, robada de nuestro camarote, sin duda -contestó Sinclair.
-¿Medicina...? -espetó Burton.
-Eso es una maldita botella de sangre -soltó Farrow.
-¿No os dije que ellos eran el problema? -les gritó Burton a Jones y Jeffries, que no comprendían nada, pero parecían predispuestos a participar activamente en cualquier posible tumulto-. Pregúnteles a esos dos qué le pasó a Brome durante la guardia... ¿Cómo es posible que cayera por la borda un marinero tan mañoso que había cruzado dos veces el cabo de Hornos?
De pronto, todo el mundo se puso a dar gritos y otra media docena de tripulantes salieron presurosos de la bodega. Cuatro de ellos acarreaban el arcón que Sinclair acababa de asegurar. Lo dejaron caer sobre la cubierta helada por los bordes. Dentro del cofre se escuchó el tintineo de las espuelas al golpetear contra el vidrio de las botellas. Los marinos le sujetaron los brazos antes de que el teniente pudiera echar mano a la espada, y le anudaron un cabo alrededor de las muñecas antes de hacer unos buenos nudos y dejarle bien sujeto contra el mástil principal, que se le clavaba en los hombros. Seguía protestando a voz en grito cuando vio a Burton y a Farrow bajar corriendo al interior del barco.
-¡No! ¡Dejadla en paz! -gritó el teniente.
Pero no había nada que él pudiera hacer, ni siquiera era capaz de moverse. El capitán Addison ordenó a uno de los marinos que se hiciera cargo del timón y luego cruzó la cubierta dando grandes zancadas para mirar fijamente a los ojos de Sinclair.
-No soy dado a creer en maldiciones, teniente -murmuró en voz baja, como si le estuviera confiando un secreto-, pero ésta... -continuó, agitando la botella-. Ésta es la gota que colma el vaso de mi paciencia.
Los marineros que le aferraban por los brazos le sujetaron con más fuerza.
-Los hombres os responsabilizan de la muerte de Bromley y yo mismo ya no albergo dudas -Sopesó la botella negra en su mano y susurró-: Me las tendré que ver con un motín a bordo si no lo hago.
-¿Si no hace qué...?
Addison no le contestó y en vez de eso miró hacia la boca de la escotilla, donde Burton y Farrow forcejeaban para subir hasta cubierta a Eleanor, envuelta en una manta usada a modo de eslinga por los dos hombres. La mujer tenía los ojos abiertos y extendió un brazo hacia Sinclair. Se le había caído la improvisada gorra de lana y sobre el rostro le colgaban guedejas sueltas, restos de lo que antaño fuera una sedosa y abundante melena castaña.
Farrow hizo girar en el aire una herrumbrosa cadena y el capitán se alejó sin asentir ni intentar detenerle. Volvió junto al timón y lanzó por la borda la botella sin molestarse siquiera en mirar la trayectoria de ésta.
-¿Qué ocurre, Sinclair? -gritó la aterrada Eleanor. El tumulto casi sofocaba su voz.
Todo estaba muy claro para el militar, que forcejeó para desembarazarse del cabo y alejarse del mástil, pero las botas de montar resbalaban sobre las planchas heladas de cubierta y Jeffries le asestó un tremendo puñetazo en la boca del estómago. El teniente se dobló en dos e hizo lo posible por recobrar el aliento. Sólo vio botas, cabos y cadenas mientras le arrastraban hacia la enferma, que ahora estaba incorporada, aunque se tenía en pie a duras penas, sostenida por Burton. Llevaron a Sinclair por la fuerza hasta poner a los cautivos espalda contra espalda. Cuánto deseó el tener la ocasión de abrazarla una vez más, pero todo lo que pudo hacer fue susurrarle:
-No temas. Estaremos juntos.
-¿Dónde? ¿Qué estás diciendo...?
Ella no solo se había asustado por efecto de las palabras, también estaba delirando.
Farrow cacareó como una gallina en plan burlón al tiempo que daba vueltas alrededor de los presos y dejaba correr la cadena sobre las manos enguantadas hasta envolverles las rodillas, las cinturas y los hombros, y también los cuellos. La piel de ambos se desprendía como el yeso de un revoque en cuanto los fríos eslabones les rozaban la piel. Sinclair podía percibir la respiración agitada y el pánico creciente de la joven a pesar de estar de espaldas a ella.
-¿Por qué, Sinclair? -preguntó con voz entrecortada.
Jones y Jeffries abandonaron sus puestos de guardia y los arrastraron hasta la regala como si fueran leños con los que se alimenta el fuego del hogar. Sinclair reaccionó por instinto y clavó las botas entre los tablones, pero alguien le soltó a puntapiés y perdió el equilibrio, por lo que durante unos segundos se encontró mirando de frente las olas que batían el casco. Aunque pareciera mentira, estaba contento de que la mirada de su esposa tuviera que estar fija en el cielo, en el albatros que suponía aún encaramado al penol.
-¿No deberíamos decir algunas palabras...? -se aventuró a decir el doctor Ludlow con una nota de miedo en la voz-. Todo parece tan... salvaje.
-Eso es cosa mía -gritó Burton mientras se inclinaba para fulminar a Sinclair con la mirada-. Que el Todopoderoso se apiade de vuestras almas -un nutrido grupo de marineros los agarraron y levantaron del suelo-. ¡Y sálvese quien pueda!
Resonaron algunas carcajadas y los gritos de terror de Eleanor antes de que los lanzaran de cabeza por la borda y ambos cayeran más y más hacia las olas. El teniente tuvo la impresión de que transcurría más tiempo del normal antes de que él y su acompañante atravesaran la fina capa de hielo. Los gritos de Eleanor se cortaron en seco y todo quedó en silencio mientras la cadena tiraba de ellos hacia el fondo y los dos se hundían rápidamente dando vueltas en círculos bajo el agua helada. Él contuvo la respiración durante varios segundos, pero incluso aun cuando hubiera sido capaz de aguantar un poco más, expelió el oxígeno de sus pulmones y se entregó a la muerte y a la suerte que les aguardara en el fondo del mar, fuera cual fuese.
PARTE I
EL VIAJE
Y entonces nos azotaron las ráfagas de la tormenta con su dura tiranía, nos golpearon con sus alas alzadas, persiguiéndonos hacia el sur.
Con el mástil inclinado y la proa sumergida, nos acosan los aullidos y vendavales, pero casi pisando la sombra de su enemigo, adelanta la cabeza inclinada, el barco avanza rápido, las ráfagas rugen violentas, y hacia el sur volamos.
La balada del viejo marinero,
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)
CAPÍTULO UNO
En nuestro días, 19 de noviembre, mediodía
EL TIMBRE DE LA puerta no dejaba de sonar y Michael no quería levantarse a pesar de que lo estaba oyendo, pues en ese momento tenía un sueño de lo más agradable: Kristin y él subían una pista de montaña en el jeep. Ella apoyaba los pies descalzos en el salpicadero y se reía con la cabeza echada hacia atrás mientras la música aullaba en la radio. Por la ventanilla entraba la brisa y le alborotaba los cabellos rubios.
La serie de timbrazos cortos no cesó. Fuera quien fuese no tenía intención de marcharse.
Michael alzó la cabeza de la almohada, entreabrió los párpados y miró alrededor. ¿Por qué tenía una bolsa vacía de Doritos al lado de la cara? Luego, echó una ojeada a los números iluminados del reloj: 11:59. Se frotó los ojos y los abrió de nuevo, pestañeando a la luz del mediodía.
La visita tocó el timbre otra vez.
Tiró las mantas hacia atrás y puso los pies en el suelo.
-Vale, vale, córtate un poco, anda -masculló entre dientes.
Cogió un albornoz de la percha colgada detrás de la puerta y salió del dormitorio arrastrando los pies. A través de la mirilla de la puerta principal logró distinguir una forma difusa, la de alguien de pie en el descansillo con la capucha de la parka echada, así que se acercó más para mirar.
-Yo también te estoy viendo, Michael. Abre la puerta de una vez, que hace un frío de perros aquí fuera.
Era Joe Gillespie, su editor de la revista Eco-Travel.
Abrió el cerrojo y la puerta. Mientras el visitante se apresuraba a entrar, la lluvia fría le salpicó las piernas desnudas.
-Recuérdame que la próxima vez consiga un trabajo en el Miami Herald -comentó Gillespie mientras pateaba el suelo con energía.
Michael recogió de la entrada una copia empapada del Tacoma News Tribune, y después echó una ojeada a los lejanos picos envueltos en niebla de la cordillera de las Cascadas. Las vistas habían sido el motivo por el cual había comprado la casa, pero ahora sólo eran un recuerdo espantoso. Sacudió el periódico y cerró la puerta.
Gillespie estaba de pie en la raída alfombra de ganchillo, la que Kristin había tejido, con la parka chorreando agua. Se echó hacia atrás el capuchón y el poco pelo que le quedaba se le agitó alrededor de la cabeza.
-¿Es que no vas a volver a mirar tus mails? -le preguntó Gillespie-. ¿Ni tampoco el contestador?
-No, si puedo evitarlo.
A Gillespie se le escapó un suspiro de pura frustración y miró alrededor, al salón desordenado.
-¡Jesús, Michael! ¿Tienes acciones en Domino’s? Pues deberías.
El aludido notó el par de cajas de pizza y las latas de cerveza vacías dispersas por la mesita de café y en la chimenea de piedra.
-Vístete -ordenó Gillespie-, nos vamos a almorzar.
Michael, aún casi dormido, se limitó a quedarse allí de pie con el periódico mojado en la mano.
-Vamos, pago yo.
-Dame cinco minutos -replicó él, y le dio el periódico mientras se ponía en marcha.
-Que sean diez -contestó Gillespie en voz alta a sus espaldas-, pero aféitate y dúchate.
Michael le tomó la palabra. En el cuarto de baño encendió el calefactor y le dio al agua caliente. La casa siempre estaba fría y tenía corrientes de aire, y aunque se juraba a menudo que algún día intentaría aislarla mejor y hacer un poco de mantenimiento elemental, ese día nunca llegaba. El agua tardó un minuto o dos en calentarse. El armarito de las medicinas situado sobre el lavabo estaba abierto y había media docena de botes de color naranja en las estanterías con prescripciones médicas. Tomó uno del estante inferior, el último antidepresivo que le había recetado el terapeuta, y se tragó un comprimido con un poco de agua por fin tibia.
Después, pese a lo poco que le interesaba la perspectiva, cerró la puerta y se miró al espejo. Esa mañana su revuelto pelo negro estaba incluso más despeinado de lo habitual, rizado en un lado de la cabeza y aplastado en el otro. Tenía los ojos oscuros ribeteados de rojo y nublados. No se había afeitado en un par de días y hubiera jurado -¿era eso posible?- que aunque apenas pasaba de los treinta, le habían salido un par de canas en la barbilla. ‹El tiempo pasa deprisa con su carro alado›, maldijo para sus adentros. Introdujo una cuchilla nueva en la maquinilla y dio un par de rápidas pasadas por la barba crecida.
Después de ducharse con agua tibia, se puso unos vaqueros, una camisa del mismo tejido y las botas más limpias y secas que encontró delante de la puerta.
Gillespie se había repantigado en el viejo sillón de cuero, donde separaba cuidadosamente las hojas de la revista.
-Me he tomado la libertad de subir las persianas para que entrara algo de luz. Deberías hacerlo de vez en cuando.
Subieron al coche de Gillespie, un Toyota Prius nuevo, por supuesto, y se dirigieron al restaurante al que solían ir siempre. A pesar de no ser un lugar muy recomendable por su decoración, a Michael le gustaban los reservados de vinilo, el suelo de linóleo y el expositor de pasteles con chillonas luces blancas del Olympic. Era el extremo opuesto a un restaurante de franquicia o, Dios no lo quisiera, a un Starbucks, y tenía la virtud añadida de servir desayunos a cualquier hora del día. Michael pidió el Lumberjack especial y Gillespie eligió la ensalada griega con acompañamiento de requesón y una infusión de hierbas.
-Oye, tú -dijo Michael-. ¿No te estás pasando un poco?
El editor sonrió mientras vertía la mitad de un sobrecito de Equal en la infusión.
-¿Y qué demonios te importa? Va en la cuenta de gastos.
-En ese caso, tomaré postre.
-Buena idea -afirmó Gillespie-. Te doy permiso para que te pidas una rodaja de merengue de limón.
Era una broma recurrente entre ellos, pues el pastel de merengue de limón que descansaba en el estante superior del expositor no se había movido de ahí en los cinco años que llevaban frecuentando el establecimiento y, desde luego, no había sido reemplazado jamás.
Mientras comían, Michael no pudo dejar de notar que Gillespie había colocado un sobre de la compañía de paquetería FedEx en el asiento cercano a su muslo. De vez en cuando alargaba la mano y lo tocaba, sólo para asegurarse de que seguía allí. Debía de ser algo importante, dedujo Michael, y ya que no lo había dejado en el coche bajo llave, debía de tener algo que ver con él de algún modo.
Conversaron sobre la revista: habían contratado a un nuevo editor de fotografía, habían subido las ventas de publicidad, se había ido aquella recepcionista tan guapa, y también charlaron de béisbol, de los Seattle Mariners, pues algunas veces iban juntos al estadio Safeco. De lo que no hablaron fue de Kristin. Michael se dio cuenta de que Gillespie quería evitar el tema a toda costa. Y tampoco hubo mención alguna acerca del sobre hasta que, finalmente, abordó la cuestión mientras limpiaba los restos de la yema de huevo con el bollo inglés.
-Está bien, ya he mordido el anzuelo -admitió Michael haciendo un gesto con la corteza del bollo-. El suspense me está matando.
Durante un segundo, el editor simuló no saber de qué le estaba hablando.
-¿Es la maqueta de mi artículo sobre Yellowstone?
Gillespie bajó la mirada hacia el sobre, frunciendo los labios, como si estuviera intentando tomar una decisión.
-No, tu artículo de Yellowstone salió el mes pasado. Tengo la sensación de que ni siquiera lees ya la revista.
Michael se sintió pillado en falta, en concreto porque era verdad. Los últimos meses apenas había leído el correo, comprobado su cuenta AOL o devuelto las llamadas. Todos entendían la razón, pero poco a poco iban perdiendo la paciencia.
-Hay algo que creo que deberías ver -dijo Gillespie, deslizando el sobre por la mesa.
Michael se limpió los dedos en la servilleta; después, lo abrió y sacó los papeles del interior. Algunos eran fotos en blanco y negro, parecían imágenes de satélite, y el resto, una resma de folios con el membrete del National Science Foundation (NSF)[1] y el logotipo en la parte superior de las páginas, muchas de las cuales estaban marcadas con el nombre Point Adélie.
-¿Qué es Point Adélie?
-Es un centro de investigación, y bastante pequeño, por cierto. Estudian de todo, desde el cambio climático hasta la biosfera local.
-¿Dónde está? -inquirió Michael, alargando la mano para coger su taza de café.
-En el Polo Sur. O al menos tan cerca de él como se puede estar. Los pingüinos Adelaida migran allí.
Michael mantuvo suspendida en el aire la taza de café y, a su pesar, se le aceleró el pulso.
-Me ha llevado meses poner esto en marcha -continuó Gillespie- y conseguir los permisos correspondientes. No te imaginas la cantidad de papeleo burocrático y de trámites que he tenido que hacer para poder mandar a alguien a la base que hay ahí. La CIA parece un sitio amistoso si la comparas con la NSF, pero acabo de conseguir un permiso para enviar un reportero a Point Adélie durante un mes. Estoy planeando sacar un reportaje de unas ocho a diez páginas desplegables, con fotos a todo color y unas tres mil o cuatro mil palabras de texto; en fin, la enchilada completa.
Michael sorbió su café con el único fin de ganar tiempo y pensar.
-Te ahorraré la necesidad de preguntar -comentó Gillespie-. Pagaremos la tarifa habitual por palabra, pero te aumentaré algo por las fotos. Además, cubriremos tus gastos, dentro de lo razonable, claro.
Él aún no sabía qué contestar. Había demasiadas cosas bullendo en su cabeza. No había vuelto a trabajar, ni siquiera había pensado en ello, desde el desastre de las Cascadas y no estaba seguro de si deseaba retomar su vida anterior. Sin embargo, otra parte de sí mismo se sentía vagamente insultada. ¿El proyecto llevaba meses en marcha y Gillespie no se lo había mencionado hasta ahora?
-¿Para cuándo la necesitas? -preguntó, sólo para ganar algo más de tiempo.
Gillespie se retrepó en el asiento mostrando una ligerísima satisfacción, como un pescador que siente un tirón en el hilo.
-Bueno, ahí está el quid de la cuestión. Necesitamos que te marches el viernes.
-¿Este viernes?
-Sí. No es tan fácil llegar hasta allí. Tendrás que volar hasta Santiago de Chile y de ahí a Puerto Williams, donde cogerás un barco de la guardia costera que te llevará hasta donde lo permitan los hielos y desde allí te transportarán en helicóptero a la base. Es una oportunidad muy concreta y el tiempo puede estropearla en cualquier momento. Ahora, allí es verano, así que habrá días en que el termómetro alcance algunos grados sobre cero.
Michael finalmente se decidió a preguntar.
-¿Por qué no me los has dicho antes?
-Sabía que aún no estabas interesado en trabajar.
-Entonces, ¿quién era?
-¿Quién era qué?
-Venga ya, Joe. Si llevas meses organizando esto, seguro que has pensado en otra persona capaz de hacerlo.
-Crabtree. Iba a encargárselo a él.
Otra vez Crabtree, el tipo que siempre le iba respirando al cuello a Michael, intentando quitarle los encargos.
-¿Y por qué no va él?
Gillespie se encogió de hombros.
-Una endodoncia.
-¿Qué?
-Que se tiene que hacer una endodoncia y salvo que tengas un certificado sanitario totalmente limpio, no dejan ir allí a nadie. Y por encima de todo, como allí no hay ningún dentista al que se pueda llamar, necesitas llevar un certificado del tuyo que diga que está todo en perfecto estado de revista.
Michael no daba crédito a sus oídos. ¿Crabtree había perdido el trabajo por un problema en las encías?
-Así que, por favor -rogó Gillespie, inclinándose hacia delante-, dime que no tienes ninguna caries y que todos tus empastes están en buen estado.
Él movió la lengua por el interior de la boca.
-Por lo que yo sé, sí.
-Bien. Así que eso nos deja frente a la cuestión principal. ¿Qué piensas, Michael? ¿Estás preparado para ponerte de nuevo la armadura?
Ésa era sin duda la pregunta del millón de dólares. Si se lo hubieran preguntado la noche anterior, la respuesta habría sido ‹no, y no vuelvas a llamar›, pero había algo que le llamaba la atención, algo que no podía negar... un destello de aquella antigua emoción. Toda su vida había sido el primero en enfrentarse a cualquier desafío, ya se tratase de escalar un acantilado escarpado o de hacer puenting o incluso de explorar el fondo de un arrecife coralino. Y aunque había estado reprimiéndola durante meses, esa misma emoción intentaba aflorar a la superficie. Fijó la mirada en la foto de satélite que coronaba la pila; desde arriba, la base tenía el aspecto de un puñado de vagones de carga dispersos en una llanura helada al lado de una playa desierta y rocosa. Era todo lo sombría que podía ser una imagen, pero le atraía más que si fuera la costa brasileña.
Gillespie le observaba con atención, a la espera. Una racha de viento glacial estampó unas cuantas gotas en la ventana de la cafetería.
Algo empezó a agitarse en la mente de Michael. Descansó los dedos sobre la foto granulosa. Siempre podría negarse, simplemente volvería a su casa y... ¿Y qué? ¿Se tomaría otra cerveza? ¿Seguiría atormentándose un poco más? ¿Echaría a perder una parcela más de su vida, sólo para intentar compensar lo que le había pasado a Kristin? Y eso que ni siquiera era capaz de decir qué era lo que compensaba o no.
O bien podía aceptar. Observó detenidamente la siguiente foto, tomada al nivel del suelo: mostraba una cabaña alzada sobre unos bloques de hormigón a unos cuantos palmos del hielo. Había una media docena de focas alrededor tumbadas como si estuvieran tomando el sol.
-¿Tenemos tiempo para tomar postre? -preguntó Michael, y Gillespie, tras golpear la mesa con la palma de la mano en ademán de triunfo, hizo un gesto a la camarera.
-¡Merengue de limón para los dos! -exclamó.
CAPÍTULO DOS
20 a 23 de Noviembre
MICHAEL NO RECORDABA CON claridad nada de lo acaecido durante los días siguientes mientras intentaba preparar el viaje a la Antártida. Tenía a mano la mayor parte del equipo necesario para climas fríos de otras expediciones anteriores a Siberia y Alaska, pero no era fácil arreglar todo lo demás. Su primera tarea fue visitar al dentista, donde Wilde temió, durante unos cuantos minutos, que todo quedara allí.
-Bueno, ya sabe que tiene esa muela del juicio en el lado superior derecho -comentó el doctor Edwards-. En serio le puede dar un montón de problemas.
-Pero de momento no he notado nada.
-Aun así, si yo fuera usted...
-No me la puedo sacar ahora. No tengo tiempo suficiente para que se me cure.
-Bien, pero no me diga luego que no le avisé -remachó el doctor Edwards.
-No lo haré, se lo prometo. Sólo necesito que me firme este certificado dando su visto bueno al NSF.
El médico se empujó las trifocales hacia el puente de la nariz y estudió el formulario mientras el paciente se quedaba tumbado en el sillón.
-Llevo veinte años en la profesión y, ¿sabe usted?, jamás había visto uno como éste.
-Yo tampoco. -Michael esperó que le hiciera algún gesto.
-A la Antártida, ¿eh? -El dentista continuó estudiando el papel.
-Sí.
-Le envidio. Ya me gustaría tener tiempo para hacer una excursión como ésa.
Por el modo en que lo dijo parecía una escapadita rápida a Acapulco. Michael pensó en el desafortunado Crabtree y su empaste inminente.
El médico echó una última ojeada a la radiografía que le acababa de hacer, aún sobre el visor de placas.
-No veo ningún problema, aparte de esa maldita muela del juicio...
Finalmente sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho y garrapateó su firma en la línea de puntos. Michael ya se había levantado del sillón antes de que el higienista tuviera tiempo suficiente de quitarse la bata.
El siguiente fue el internista, donde tuvo que realizar un montón de pruebas y rellenar otra montaña de papeles. Había tenido ya una buena ración de percances físicos a lo largo de los años, que iban desde un hombro dislocado y algunos tendones desgarrados hasta la rotura de varios huesos, pero teniendo en cuenta el trabajo al que se dedicaba, que a menudo conllevaba ir a lugares donde ningún humano había puesto un pie antes, había escapado relativamente indemne. Así que el internista no encontró nada nuevo que fuera motivo de preocupación. Sólo tenía una pregunta, le informó, antes de firmar los papeles del permiso.
-¿Qué tal lo lleva desde el punto de vista psicológico? ¿Acude a la consulta de su terapeuta de referencia?
Michael se temía esto antes o después.
-Ahora me encuentro perfectamente -replicó-. Me recetó Lexapro y me está sentando fenomenal. -En realidad, no tenía ni idea de si le estaba haciendo algún efecto, sólo quería evitar cualquier cosa que pudiera empañar un certificado de salud bien limpio-. Lo mejor para mí -añadió, con la expresión más animada que pudo mostrar- es salir de la ciudad y volver al trabajo.
El internista lo aceptó.
-Estoy de acuerdo -comentó, garabateando su nombre en la línea inferior del formulario-. Ya me gustaría a mí hacer lo mismo.
Michael nunca hubiera sospechado la cantidad de gente que parecía abrigar sueños referentes a la Antártida.
Pero quedaba todavía otra visita pendiente y seguramente sería la más difícil con diferencia.
Desde que almorzó con Gillespie sabía que tarde o temprano llegaría ese momento y con el fin de posponerlo, primero se había lanzado a ultimar todos los detalles de la expedición con verdadera precipitación, y luego había hecho cuanto se le había ocurrido para retrasarlo. Dio de baja el correo y las suscripciones a las revistas, y también le pidió a un vecino que echara una hojeada a su casa y pusiera en funcionamiento las cañerías de vez en cuando para evitar que se congelaran. Pasó varias horas en el almacén de suministros fotográficos de Tacoma Camera, comprando todo tipo de pilas, lentes, trípodes y tarjetas de memoria que pudiera llegar a necesitar. Ya tenía suficiente de todo esto, sin duda, pero en una expedición de este tipo, y en un lugar donde no había forma de reemplazar un fotómetro defectuoso o abastecerse de lo que pudiera agotarse, quería estar seguro de disponer de todo cuanto pudiera ser necesario.
De alguna manera, agradeció todas esas distracciones, ya que por una vez dejó de estar inmerso en su interminable espiral de culpa y remordimiento. Podía concentrarse en otra cosa distinta, en algo futuro, y que era casi inminente.
Pero en el fondo de su mente, aquella última tarea seguía presente y no podía postergarla más. Le esperaba en el Hospital Regional de Tacoma.
En la sala de los enfermos en coma.
Donde sabía que nadie le daría la bienvenida.
Por otro lado, se armó de valor ante cualquier posible enfrentamiento. Los padres de Kristin solían estar siempre allí, o al menos uno de los dos. Pensó que si iba a la hora de la cena podría evitar toparse con ellos. Cuando entró en la sala y se registró, la enfermera le dijo:
-Cuánto me alegro de verle de nuevo, señor Wilde. Estoy segura de que Kristin se alegrará de que haya venido.
Mientras caminaba por el pasillo, se preguntó qué podría significar eso.
Kristin no había salido del coma desde hacía meses y jamás iba a salir de ese estado vegetativo según le habían informado los doctores, a pesar de que él no era un familiar y técnicamente no deberían haberle dicho nada. El traumatismo había sido muy fuerte, el tratamiento se había demorado demasiado y el daño sufrido por el cerebro era devastador. A todos los efectos, Kristin ya no estaba viva.
Sólo quedaba de ella lo que se apreciaba a la vista: una forma inmóvil, tan delgada que apenas abultaba debajo de la manta azul claro, recostada entre una maraña de tubos y monitores parpadeantes que emitían pitidos. Wilde se quedó al otro lado del cristal, mirando a través de las láminas de la persiana veneciana. Si hubiera querido, habría podido convencerse incluso de que ella estaba bien. El cabello rubio, lavado por su madre con regularidad, se desparramaba por la almohada, y el rostro tenía un aspecto sereno, con los ojos cerrados. Pero la piel alrededor de la boca y de la nariz, que antes había estado atezada por el sol, se veía ahora pálida y llena de manchas, tantos eran los instrumentos y tubos que le habían quitado y vuelto a poner.
Para su alivio, no había ninguna señal de parientes. Michael bajó la cremallera de su parka y entró, deteniéndose súbitamente al escuchar una voz.
-Hola, forastero.
Durante un segundo aterrador fue como si Kristin le hubiera hablado de nuevo, pero cuando se volvió, sólo vio a su hermana Karen, acurrucada en una silla en una esquina.
-No quería asustarte -se excusó ella.
La joven sostenía un tomo pesado sobre el regazo, probablemente uno de sus libros de leyes; le recordaba a su hermana mayor, como para su pesar ocurría siempre. Se parecían como dos gotas de agua con aquellos mismos penetrantes ojos azules, los mismos dientes blancos parejos y el alborotado cabello rubio. Incluso su voz sonaba semejante. Todo lo que Karen decía sonaba a sus oídos con el mismo tono irónico de Kristin.
-Hola, Karen.
Nunca sabía qué decirle; en realidad, nunca lo había sabido. Mientras que Kristin había sido la hermana bulliciosa, siempre saliendo y entrando de la casa, Karen era la estudiante diligente y tranquila, encorvada sin descanso sobre la mesa de la sala de estar con un montón de libros de derecho y papeles desparramados alrededor. Michael solía intercambiar con ella algunas palabras cuando iba a recoger a Kristin, pero siempre se sentía como si la estuviera interrumpiendo en alguna actividad importante.
-Bueno, ¿cómo va? -Una pregunta estúpida, como bien sabía, pero fue lo único que se ocurrió.
Karen sonrió con la sonrisa de Kristin, con la comisura derecha ligeramente elevada.
-Igual -contestó con resignación y aceptación-. Mis padres quieren que siempre haya uno de nosotros a su lado, así que les dije que me quedaría aquí mientras se tomaban el Early Bird Special[2] en Applebee.
Michael asintió y se quedó mirando la mano de Kristin, que yacía sobre la manta. Tenía los dedos más delgados y más frágiles de como los recordaba y llevaba sujeto al dedo índice un pequeño dedal negro, debía de ser algún dispositivo de control.
-No le ha dado ningún ataque en lo que llevamos de semana, -comentó Karen. -No sé si eso es una buena señal o no.
«¿Qué señal podría considerarse buena?», pensó Michael. Él sabía que Kristin, la real, la viva, la Kristin que quería escalar con él todos los picos y explorar todos los bosques, jamás regresaría. Por tanto, ¿qué era lo que esperaban? ¿Algún indicio de que finalmente comenzara a fallar todo? ¿Algún signo de que ni siquiera las máquinas conseguirían que saliera adelante, aunque se quedara en el limbo para siempre?
-¿Te importa si me siento en la cama? -inquirió.
-Considérate mi invitado.
Michael se sentó cuidadosamente en el borde del lecho y puso su mano sobre la de Kristin, que transmitía la sensación de contener en su interior los frágiles huesos de un pajarillo.
-¿Es uno de tus libros de leyes? -preguntó Michael, asintiendo en dirección al pesado libro que la chica aún tenía en el regazo.
-Legislación y reformas del Congreso sobre agravios. -Cerró el libro con un enérgico golpe.- Creo que harán pronto una película.
-¿Con Tom Cruise de prota?
-Pensaba más bien en Wilford Brimley.
Un auxiliar entró en estampida, sacó la bolsa de plástico de la papelera y la tiró dentro de un cubo con ruedas que había dejado fuera. Cuando se marchó, Karen dijo:
-Me alegro de verte de nuevo. ¿En qué has andado metido?
-Poca cosa. -No podía decir la verdad, como él sabía muy bien. Karen estaba al tanto (¿y quién no?) de que había estado a la deriva desde el accidente-. He querido acercarme -añadió- antes de marcharme de la ciudad el viernes.
-Oh. ¿Y adónde vas?
-A la Antártida. -Aún le costaba ponerlo en palabras.
-Guau. Es un encargo, supongo.
-Para Eco-Travel. Acaban de conseguir la autorización para que me vaya. Estaré durante un mes en una pequeña base cerca del Polo Sur.
Karen depositó el libro en el suelo a un lado de su silla.
-Kristin te hubiera envidiado tanto...
Michael no pudo evitar mirar de nuevo a Kristin, pero, claro, el rostro de la durmiente no evidenció expresión alguna ni mostró indicio alguno de actividad. Fuera el momento que fuese en el que entrara en la habitación, se sentía dividido... No sabía si hablar como si Kristin estuviera presente de alguna manera, como si pudiera escucharle y ser consciente de lo que ocurría a su alrededor, aunque él supiera que eso no era posible, o quizá comportarse como si ella no estuviera aquí. La primera opción le parecía un engaño y la segunda, una crueldad.
-Ya sabes, Krissy tenía unos cuantos libros sobre la Antártida -le dijo Karen-. Todavía están en las estanterías de su cuarto. Cosas como la expedición de Ernest Shackleton. Si los quieres, estoy segura de que a ella le habría gustado que los tuvieras tú.
Así que ahora se estaban repartiendo sus pertenencias, con ella aún allí. O no. Michael se preguntó dónde estaría ella en realidad. ¿Era posible que quedara algún vestigio de consciencia flotando en el vacío cósmico de la que ellos no tuvieran noticia?
-Gracias. Me lo pensaré.
-No lo menciones delante de mi familia. Siguen creyendo que algún día Kristin regresará a casa y todo volverá a ser como antes.
Él asintió. Ellos compartían un entendimiento tácito de la situación, a pesar de que no hablaban jamás del tema. Ambos conocían el diagnóstico médico y lo habían aceptado. Karen incluso había visto el escáner del cerebro de su hermana, donde se veía, en un tono apropiadamente negro, el enorme sector que ya se había atrofiado. Se lo había descrito a Michael como «un pueblo grande con sólo dos o tres lucecitas reluciendo tras las ventanas». E incluso las que quedaban se iban apagando. Tarde o temprano la oscuridad se las tragaría también.
Wilde escuchó la voz retumbante del padre acercándose por el pasillo. Era el vendedor de coches con más éxito de Tacoma y trataba a todo el mundo como un cliente potencial, de modo que venía saludando a las enfermeras del mostrador de recepción. Michael se puso en pie, intercambiando una mirada con Karen; ambos sabían lo que iba a ocurrir y no veían el modo de evitarlo.
Cuando el señor Nelson cruzó la puerta y vio a Michael al lado de la cama se detuvo en seco y su esposa chocó contra su espalda. Karen también se levantó, preparada por si debía salir en defensa de Michael.
-Creía haberte dicho que no quería verte más por aquí -masculló el padre de Kristin.
-Michael sólo ha venido a despedirse -terció Karen, moviéndose para interponerse entre ellos.
La señora Nelson pasó al lado de su esposo con una bolsa de comida de Applebee en una mano. Michael nunca estaba completamente seguro de cuál era su postura. El padre de Kristin, como él tenía meridianamente claro, le culpaba del accidente; no le gustaba Michael, pero lo cierto es que jamás había soportado a ningún hombre que le robara el afecto de su hija. Sin embargo, en lo tocante a la señora Nelson, ésta apenas podía proferir tres palabras antes de que su marido comenzara a hablar a la vez, de modo que era muy difícil saber lo que realmente opinaba sobre cualquier materia.
Michael sabía que Karen era su única aliada.
-Ha llegado hace apenas unos minutos -decía la joven en esos momentos-, y a Kristin le habría gustado que viniera.
-Nadie sabe lo que Krissy quiere...
Wilde notó que el padre había llevado de nuevo la conversación al tiempo presente.
-... pero yo sí sé lo que quiero -continuó el señor Nelson-. Y lo que quiere su madre. Queremos que descanse y se recupere, y que no piense en lo ocurrido. Estos pensamientos sólo sirven para que empeore.
-Lamento que te sientas así -se aventuró a decir Wilde-, pero no he venido para molestarte. Acabo de despedirme de Kristin y me voy ya.
Michael se volvió para echarle una última mirada a la chica, quieta y silenciosa como una estatua; entonces rozó el hombro fornido del padre, que no quiso apartarse ni un centímetro de su camino. Durante un momento fugaz creyó percibir una mirada de afecto en la acobardada señora Nelson.
Estaba en la mitad de camino del pasillo cuando escuchó unos pasos rápidos que se le acercaban por la espalda. Era Karen. ¿Por qué tenía que recordarle tanto a su hermana? La muchacha le cogió la manga mientras hablaba:
-Ya sé que Kristin no está aquí, y que tú también lo sabes, pero mis padres aún creen...
-Lo tengo claro.
-Pero si quieres echar una ojeada a esos libros...
-Gracias, lo pensaré -repuso, sabiendo que no lo haría. Y sabiendo también que no era de los libros de lo que ella estaba hablando.
El auxiliar pasó haciendo un ruido sordo con el carro de la basura.
-De todas formas, no lo sé, pero creo que una parte de Krissy todavía anda por aquí -le dijo Karen-. Sé que se alegra de que hayas venido.
Él vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
-Sé que realmente la amabas y yo también la quería de verdad -comentó, y añadió entre balbuceos-: salvo quizá aquel momento en que me quitó los patines y les rompió la cuchilla. -Se echó a reír y le soltó la manga-. Y todo lo que sé es que ella querría que te dijera que tengas cuidado en el viaje.
Wilde sonrió.
-Lo haré.
-No, de verdad -replicó ella con más urgencia en la voz-. Lo digo en serio. Ten cuidado.
Él le pasó un brazo por los hombros para consolarla.
-Juro solemnemente que mantendré en todo momento los mitones puestos y las orejas calientes.
Ella le apartó con dulzura.
-Si no lo haces, Krissy se enfadará a muerte contigo... y yo también.
-Eso no me gustaría nada -replicó Michael.
-No, no te gustaría nada.
-¡Karen! -gritó el señor Nelson, sacando la cabeza por la puerta de la habitación-. Tu madre quiere hablar contigo.
La interpelada se mordió el labio.
-¡Karen, ya!
Michael le acarició el hombro, se volvió y se dirigió hacia el puesto de enfermeras.
Esta vez nadie le dijo una palabra cuando él pasó por delante.
CAPÍTULO TRES
1889
VERDE, UN INTENSO RESPLANDOR verde esmeralda.
Ella soñaba con...
... el verde de la hierba de los pastos de Yorkshire.
El verde de las hojas en Regent´s Park un día soleado.
El paño verde de las mesas de billar en el club de Pall Mall. A las mujeres les estaba prohibido subir las escaleras, pero Sinclair había encontrado un modo de colarla a hurtadillas, a pesar del portero, y hacerla subir por las escaleras del servicio.
Las verdes aguas del Bósforo...
Por eso ella estaba contenta mientras pudiera seguir inmersa en el verdor. Le recordaba la fragancia de los campos mientras se hacía mujer; la hierba húmeda, cuando se cernía bajo la brisa estival, mientras las vacas se recortaban en blanco y negro contra ella; las ondulantes colinas verdes a la luz del crepúsculo, con el sol relumbrando como el reloj de bolsillo de su padre...
Podía sentir la textura de las hojas, suaves, planas y céreas, mientras atravesaba el parque de la ciudad en su descanso a mediodía en el hospital. Era sólo media hora, pero en aquel momento podía inhalar una bocanada de aire fresco, aire que no oliera a sangre, éter o morfina. A veces metía hojas y flores de olor delicado en los bolsillos del uniforme antes de regresar a las salas del hospital.
El verde del mar...
Nunca había navegado antes de embarcarse rumbo a Turquía. Ella siempre había imaginado que sería azul, o incluso gris, o al menos siempre había tenido ese aspecto en todas las imágenes que había visto; pero al asomarse desde la cubierta hacia la estela de aguas revueltas, le había sorprendido su matiz verdoso como la pátina mate de las estatuas del Royal Museum, donde Sinclair la había llevado muy poco antes de que partiera su regimiento...
Pero entonces el ensueño terminó, pues antes o después todos acababan, y una mano fría se cerró en torno a su corazón. Tuvo que luchar de nuevo para encerrarse en el verde y envolverse en la red de su imaginación para caldear la mano gélida que se había deslizado entre sus ropas hasta helar el mismo tuétano de sus huesos. Esto había sucedido miles de veces y temía que volviera a sucederle otras mil más, antes de que pudiera despertarse... antes de que lograra liberarse de ese extraño sueño en el que estaba atrapada.
CAPÍTULO CUATRO
24 de noviembre, 10:25 horas
MICHAEL DESCUBRIÓ AL PEQUEÑO pelirrojo mientras bajaba del avión en el aeropuerto de Santiago y comprendió que era un científico nada más verle. Había algo en ellos que los delataba, aunque era difícil precisar qué exactamente, pues no se trataba de algo evidente, como el olor del formaldehido o un transportador de ángulos sobresaliendo del bolsillo. No; era más un asunto relacionado con el rostro. Michael había estado siempre rodeado de investigadores mientras fotografiaba y escribía sobre el mundo natural; como observadores eran sujetos muy atentos y al mismo tiempo capaces de permanecer neutrales; podían formar parte de un grupo y mantenerse a cierta distancia de éste, y por mucho que intentaran pertenecer a alguno de ellos, en realidad jamás se integraban del todo. Sucedía como en un enorme banco de peces luna que había fotografiado bajo el agua en las Bahamas. La mayoría de los peces, en busca de seguridad, intentaban moverse hacia el centro del cardumen, pero algunos, por la razón que fuera, se quedaban en los bordes y jamás lo conseguían.
Y no cabía duda de que eran los más asequibles para los depredadores.
Durante la escala que tuvo que hacer antes de coger el avión a hélice que le llevaría a Puerto Williams, Michael arrastró su petate hasta la atestada cafetería del aeropuerto. El pelirrojo estaba sentado a solas en una mesa de esquina, con la cabeza inclinada sobre el portátil. Michael se acercó lo suficiente para apreciar que estaba estudiando un complejo mapa ilustrado con números, flechas y líneas entrecruzadas. Le dio la sensación de que era un mapa topográfico. Sólo permaneció un segundo o dos delante del tipo hasta que se acercó a la silla que tenía enfrente. Su rostro era pequeño y estrecho, y las cejas, también pelirrojas aunque más claras. El hombre le evaluó con la mirada y dijo después:
-Seguramente esto no le resultaría de interés.
-Le sorprendería -repuso Michael mientras se le acercaba-. No pretendía molestarle. Sólo estoy esperando mi enlace a Puerto Williams.
Esperó a ver si la insinuación surtía efecto, y así fue.
-Yo también -coincidió él.
-¿Le importa si me siento? -dijo Michael, señalando la silla vacía junto a la mesa, la última silla vacía a la vista.
Dejó caer el petate en el suelo con un pie metido dentro de una de las asas, un hábito que había adquirido a lo largo de un montón de viajes de madrugada en el extranjero, y luego extendió la mano y se presentó.
-Michael Wilde.
-Darryl Hirsch.
-A Puerto Williams, ¿eh? ¿Es ése su lugar de destino?
Hirsch pulsó unas cuantas veces el teclado y después cerró el portátil. Miró a Michael con cierta inseguridad, como si no supiera qué idea hacerse de él.
-Usted no es un agente de un servicio de inteligencia del gobierno o algo parecido, ¿no? Porque si lo es, lo está haciendo de pena.
Michael se echó a reír.
-¿Qué le ha hecho pensar eso?
-Que soy científico y vivimos en una época de idiotas. Por lo que yo sé, me da la sensación de que está comprobando si no se me va a ocurrir probar que la Tierra se está calentando, aunque no hay duda de que así es. Los casquetes polares se están fundiendo, los osos polares están desapareciendo y el Diseño Inteligente[3] está perfectamente diseñado por idiotas. Adelante, ya lo he dicho, puede arrestarme.
-Relájese. Si no le importa que se lo diga, suena usted algo paranoico.
-Sólo porque uno sea paranoico -observó Darryl- no quiere decir que no le sigan a uno.
-Eso es muy cierto -replicó Wilde-, pero me gusta pensar que soy un buen chico. Trabajo para la revista Eco-Travel haciendo tanto artículos como fotos. Viajo a la Antártida para cubrir un reportaje sobre la vida en una base de investigación.
-¿Cuál de ellas? Hay lo menos doce países que han instalado bases ahí, sólo para justificar su derecho sobre el territorio.
-Point Adélie. Está todo lo cerca que se puede estar del Polo.
-Oh -exclamó Hirsch, procesando las noticias-. Yo también. Hum. -Sonó como si aún no hubiera abandonado su teoría conspirativa-. Es una gran coincidencia. -Luego tabaleó con los dedos sobre la tapa del portátil-. Así que es usted periodista.
Michael detectó ese destello interesado que había visto en tantas ocasiones, un millón de veces. Cuando la gente descubría que era reportero, en primer lugar venía una ligera sorpresa, seguida de la aceptación y al final, apenas un nanosegundo después, la comprensión progresiva del hecho de que podría hacerlos famosos, o al menos que podría escribir sobre ellos. Veía cómo se iban encendiendo las distintas lucecitas en sus cabezas.
-Eso es estupendo -dijo Hirsch-. Qué coincidencia. -Con estudiada despreocupación abrió de nuevo el portátil y comenzó a teclear-. Deje que le enseñe algo. -Le dio la vuelta a la pantalla para que Michael también pudiera verla y volvió a aparecer el mismo elaborado mapa-. Éste es el suelo oceánico de la plataforma continental, bajo el hielo que rodea Point Adélie. Puede ver aquí hasta dónde se extiende y aquí -continuó mientras señalaba con un dedo con la uña mordida en un lugar de la pantalla- dónde se sumerge de pronto, en lo que llamamos el talud abisal. En esta expedición estoy planeando descender unos doscientos metros. Por cierto, soy biólogo marino, del Instituto Oceanográfico de Woods Hole. Estoy particularmente interesado en los blénidos, los bacalaos antárticos, así como en los moluscos, viruelas y granaderos. Sabe a los que me refiero, ¿no?
Michael dijo que sí, aunque para sus adentros se vio obligado a reconocer que sus conocimientos eran algo esquemáticos, por decirlo de algún modo.
-... y cómo funcionan sus metabolismos en este medio ambiente tan increíblemente hostil. Ahora que lo pienso, una parte de mi trabajo le puede ofrecer algunas fotos de lo más interesantes. Estas criaturas están adaptadas de un modo fantástico a sus nichos ecológicos, y para mí al menos son excepcionalmente hermosas, aunque a algunos, supongo, les provoque rechazo, pero eso se debe sólo a que parecen muy extraños a primera vista...
No había forma de frenarle. No parecía necesitar siquiera tomas aliento. Michael se quedó mirando la carta de cafés expreso colocada junto al ordenador y se preguntó cuántos de ésos se habría metido en el cuerpo su nuevo compañero de viaje.
-... y muchos de esos animales, no importa lo pequeños o simples que sean, portan una cantidad considerable de parásitos desde las glándulas anales hasta los conductos oculares. -Lo decía como si estuviera describiendo una selección de maravillosos itinerarios de un parque de atracciones-. Y estoy seguro de que usted debe saber que la mejor apuesta de un parásito con vistas a asegurar su supervivencia es cerciorarse de que el anfitrión que están devorando sea a su vez engullido por otro.
El reportero se preguntó atónito si ésa era la clase de conversación que solía entablar el joven pelirrojo.
-Por ejemplo, ¿sabe que la larva del acanthocephalan vuelve loco adrede a su hospedador anfípodo?
-No -admitió Michael-. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
-Porque de ese modo el huésped abandona su escondrijo, generalmente bajo una roca, y gira de modo salvaje por aguas abiertas hasta que se lo come un pez.
-No me diga.
-No se preocupe, le enseñaré un montón de ésos cuando lleguemos allí -repuso Darryl a modo de consuelo-. Es de lo más emocionante.
Michael comprobó que se estaba preparando para emprender otro panegírico sobre las glorias que les aguardaban para ser descubiertas en el suelo oceánico cuando un pequeño altavoz anunció, primero en español y luego en inglés, que los pasajeros con destino Puerto Williams podían embarcar.
Hirsch mantuvo esa misma cháchara todo el tiempo que tardaron en cruzar el frío asfalto barrido por el viento subir los pocos escalones que daban acceso al avión. Ni siquiera tuvo que agachar la cabeza al entrar; en cabio Michael tuvo que doblarse bien doblado para evitar golpearse en la cabeza. El avión sólo tenía diez asientos, cinco a cada lado, e iban muy apretados, pues todos llevaban gruesos abrigos y parkas, botas, guantes y gorros. El resto de los pasajeros parloteaban en español y portugués. Darryl se sentó justo enfrente de Michael, pero una vez que el avión comenzó a rodar por la pista de aterrizaje azotada por el viento, con las hélices ronroneando y los motores rugiendo, se agostaron todos los intentos de mantener una conversación. Debían chillarse a pleno pulmón para hacerse entender a través del estrecho pasillo.
Michael se abrochó el cinturón y miró por la ventanilla redonda. El fuerte viento zarandeó el avión y dificultó la maniobra de despegue, pero una vez terminada, se alejó de tierra rápidamente, remontó una sierra de precipicios recortados y viró hacia el sur a lo largo de la costa del Pacífico. Pasaron un par de minutos antes de que el estómago de Michael volviera a asentarse. Más abajo, vio mecerse las olas coronadas de blanco, picadas por los vientos incesantes. Se dirigían, como bien sabía hacia la zona más ventosa, además de la más seca, fría y desierta, de la Tierra. Era la primera hora de la tarde, pero la luz duraría aún bastante, porque estaban en pleno verano austral, donde nunca se ponía el sol. Aparecía por el horizonte norte como la rodaja de una moneda mate, bañándolo todo con su luminiscencia apagada, interrumpida por episodios de relumbrante brillo o penumbra debido a las nubes de tormenta. A lo largo de las semanas y meses siguientes, el astro rey viajaría lentamente a través del cielo, alcanzando su cenit en el solsticio del 21 de diciembre, antes de comenzar su nuevo viaje a finales de marzo. La luna se comportaría del mismo modo que el sol.
Aunque el reportero deseaba permanecer despierto para poder recordar todos los momentos del viaje, cada vez se le hacía más difícil conseguirlo. Llevaba ya viajando de esa guisa lo que le parecían días, desde Tacoma a Los Ángeles, de Los Ángeles a Santiago y ahora de Santiago a Puerto Williams, la ciudad más meridional del mundo. Bajó la persiana de plástico de la ventanilla y cerró los ojos. En el avión hacía mucho calor y llevaba los pies asfixiados dentro de las botas de montañero, pero estaba demasiado cansado para incorporarse e intentar deshacer los nudos. Buscó la mejor posición posible en aquel incómodo sillón, ya que sentía clavadas en la espalda las rodillas del tipo que iba sentado detrás de él a través del respaldo de fina tela; pero aun así se quedó dormido. El zumbido constante de los motores, la intimidad de la cabina, la luz que jamás cambiaba...
Comenzó a soñar, como solía ocurrirle, con Kristin en algún momento en que habían sido felices juntos, cuando hacían kayak en Oregón, o paracaidismo en Yucatán; pero cuanto más profundo se hacía el sueño, más oscuro y turbulento se volvía. Muy a menudo se encontró en un extraño estado, dormido y a la vez siendo consciente del hecho, intentando poner en orden sus pensamientos y dirigirlos hacia otra dirección, pero sin que eso fuera posible. Antes de poder evitarlo estaba de nuevo en aquella cornisa despejada en las Cascadas, acurrucado para combatir el frío, con Kristin acunada en sus brazos. Le dolían de tan fuerte que la sujetaba, y presionaba los pies contra la pared rocosa con tanto vigor que perdió cualquier amago de sensación por debajo de los tobillos. Le hablaba en todo momento, contándole cómo su padre perdería los estribos y que su hermana la acusaría de hacerse la reina del drama; pero el asistente de vuelo le zarandeó para pedirle que se incorporara para aterrizar y abrió los ojos, se dio cuenta de que lo que aferraba era su mochila y que sus largas piernas estaban enredadas en las guías metálicas del asiento de delante.
Darryl estaba despierto y sonriente; había que ver lo que unos cuantos cafés podían hacer por un hombre.
-¡Mire por su ventana! -le gritó por encima del ruido de los motores-. ¡Está por su lado!
El interpelado se sentó, rascándose la pelusa de la barbilla, y alzó la persiana. Una vez más le sorprendió esa luz fantasmagórica que le hacía querer cerrar los ojos o mirar en otra dirección; pero mucho más lejos, allí abajo, se veía el mismo final del continente sudamericano, con la forma de un zapato de punta estrecha, adentrándose hacia la nada donde se fundían el Atlántico y el Pacífico. Y justo en la punta del zapato vio una diminuta mancha borrosa.
-¡Puerto Williams! -gritó Darryl, exultante-. ¿Lo ve?
Wilde tuvo que sonreír. Aquel tipo empezaba a gustarle de alguna manera, o bien pensó que podría llegar a acostumbrarse a él. Alzó los pulgares en su dirección.
El piloto les dio algunas instrucciones en español, que Michael supuso que se referían a la posición correcta de los asientos, y el aparato se inclinó en un ángulo agudo antes de dirigirse hacia una larga línea de montañas puntiagudas. Cuando se colocaron en paralelo a éstas, presumiblemente protegidos por ellas de los vientos del este, perdió repentinamente altitud y los oídos de Michael se destaponaron con el sonido de un corcho cuando se extrae de una botella; luego, el piloto apagó los motores. Durante un momento pareció que el avión se encontraba en caída libre, antes de que Michael oyera el estruendo del tren de aterrizaje desplegándose y percibiera cómo el morro del aparato se alzaba ligeramente. El rugido del motor decreció de forma considerable y la aeronave pareció deslizarse, como un ave marina, sobre el pavimento de grava, donde tocó con un golpe sordo y después rodó libre de obstáculos hacia dos hangares herrumbrosos, una destartalada terminal y la torre de control que Michael hubiera jurado que estaba inclinada lo menos diez grados.
Varios pasajeros aplaudieron y el piloto se asomó para decirles:
-Muchas gracias, señoras y señores, y bienvenidos al fin de la Tierra.[4]
Para esto Michael no necesitaba traductor. Bienvenidos al fin de la Tierra.
CAPÍTULO CINCO
24 de noviembre, 4.15 horas
EL CAPITÁN BEJAMIN PURCELL, oficial al mando del rompehielos Constellation, se estaba impacientando. Desde su cabina había escuchado la llegada del avión a bordo del cual venían sus dos últimos pasajeros, pero de eso ya hacía más de una hora. ¿Dónde demonios se habían metido? ¿Cuánto tiempo les iba a llevar ir desde la pista de aterrizaje hasta el puerto? Puerto Williams, que en último recuento de población había arrojado un total de 2.512 habitantes, no ofrecía precisamente muchas atracciones para el turismo. Una vez que te habías detenido a ofrecer un homenaje a la proa de la escampavía Yelcho, usada para rescatar a la expedición a punto de morir de hambre de Ernest Shackleton de la isla Elefante en 1916, no había mucho más que pudiera captar el interés, y de lo contrario Purcell lo habría sabido seguro, pues había llevado este barco entre los puertos más meridionales de Argentina y Chile durante casi los últimos diez años y no había visto más cooperación ni amistad entre ambos países que cuando comenzó. En estos momentos no existía una conexión fiable por barco entre Puerto Williams, ubicado en la costa norte de la isla Ambarino, y Ushuaia, en la parte argentina del canal.
Subió al puente, donde el alférez Gallo hacía la guardia mientras estaban en el muelle. Justo desde la cubierta superior de la torreta de control, que se alzaba unos catorce metros sobre el puente y se usaba como puesto de vigilancia para avistar icebergs, se disfrutaba de la mejor vista posible del puerto y de cuanto sucedía en la ciudad, que se extendía a lo largo de la parte superior de la colina. A unos escasos cientos de metros, en el muelle Guardián Brito, el malecón principal, había atracado un crucero noruego desde cuya sala de fiestas se oía estridentemente uno de los viejos éxitos de Abba (¿Era Dancing Queen?).
-¡Dámelos! -le dijo al alférez, gesticulando en dirección a los binoculares que estaban depositados al lado del timón.
Los dirigió hacia la parte superior de la colina, hacia el centro comercial, donde apenas había nada salvo unas cuantas tiendas de artesanía, un almacén y una oficina de correos, en busca de alguien con aspecto de reportero o de biólogo marino, pero únicamente observó a turistas ancianos fotografiándose unos a otros delante de las elevadas agujas de granito conocidas como los Dientes de Navarino, visibles a cierta distancia. No cabía duda de que si alguien se tomaba la molestia de viajar a uno de los puntos más remotos del planeta, probablemente querría una prueba incontrovertible del hecho para cuando se regresara a casa.
-¿Se ha instalado ya la doctora? -le preguntó Purcell al alférez Gallo.
-Muy bien, señor. Sin problemas.
-¿Dónde la ha alojado?
-La suboficial Klauber se ha presentado voluntaria para ceder su camarote a la doctora Barnes, señor.
Había sido una solución afortunada, pensó Purcell. No era fácil hacerse con camarotes. La doctora, uno de los tres pasajeros de la NSF que tenía que transportar a Point Adélie, era una afroamericana de considerable volumen (un relleno bastante apropiado, pensó, para la Antártida) y gran presencia. Había llegado la víspera, y cuando se dieron la mano sintió crujir sus dedos bajo aquel formidable apretón. Se las apañaría bien allí, no era un lugar para debiluchos.
Purcell hizo otro barrido de la ciudad y esta vez, finalmente, vio dos hombres mirando hacia el puerto y uno de ellos, un pequeño pelirrojo, preguntándole algo a un pescador chileno. Éste asintió y después señaló con el brazo que sostenía un cubo de cebo hacia el Constellation. El otro tipo era alto, con el pelo negro revuelto y un petate lleno hasta arriba. También llevaba una mochila de nailon azul que dejaba adivinar la forma de un maletín para un ordenador portátil.
Cuando los dos hombres tomaron la dirección del puerto, Purcell vio que el más pequeño había alquilado los servicios de un adolescente local para que empujara una carretilla con su equipaje.
-Aquí están -masculló Purcell-. Menuda patada en el culo les voy a dar. -El alférez saludó con dos cortos pitidos del silbato del barco.
-Largad amarras -ordenó el capitán-, y prepárense para zarpar.
Mientras Michael arrastraba la bolsa por el embarcadero de metal y cemento, vio descender la pasarela a un tripulante vestido con las características ropas blancas de los marinos. El navío era más grande de lo esperado, debía de alcanzar lo menos ciento treinta metros de eslora, con algo que parecía un helicóptero protegido debajo de una lona en la cubierta de popa. Los laterales del barco estaban pintados de rojo, excepto una gran franja diagonal blanca que cruzaba la proa. En la popa había unos gigantescos tornillos en forma helicoidal. Michael se imaginó que rompería primero el hielo con el casco y luego lo trocearía con los helicoides. El barco, visto de cerca, era como una enorme cubitera flotante.
-¿Doctor Hirsch? -gritó el marinero-. ¿Señor Wilde?
-Yo -replicó Darryl en castellano y Michael alzó la barbilla en ademán de reconocimiento.
-Soy el contramaestre Kazinski. Bienvenidos a bordo del Constellation.
Kazinski sacó las bolsas de la carretilla y, mientras Hirsch le daba unos cuantos billetes al porteador adolescente, giró sobre sí mismo y subió la pasarela con brusquedad.
-El oficial al mando -comentó por encima del hombro- es el capitán Purcell. Ha solicitado su presencia esta noche en la cena, en el comedor de los oficiales a las siete. Por favor, vístanse con corrección.
Michael se preguntó qué querría decir con eso. Se le había olvidado meter un esmoquin, en caso de haber tenido uno, claro.
Ya en la cubierta, Wilde paseó la mirada alrededor. El puente se alzaba al menos cinco metros por encima de su cabeza; le sorprendió por su inusual altura y amplitud, al recorrer casi por completo la anchura del barco y estar colocado allí arriba como si fuera una especie de nido de cuervo, montado en lo que parecía el cañón de una chimenea. Desde lo alto debía de haber una vista mejor que buena. Intentaría tomar algunas fotos con gran angular durante el viaje hacia Point Adélie.
-Compartirán un camarote de popa -les informó Kazinski-. Síganme y se lo mostraré.
Mientras se dirigían hacia una estrecha escalera, varios marineros se apresuraron a adelantarlos, y Wilde escuchó los pasos de otros claqueteando por los escalones que subían por encima de sus cabezas. Escuchó algunas observaciones en jerga sobre líneas de amarre, cambios de tanques de fuel y un comentario socarrón sobre algo del sónar sin sentido para él, que provocó la hilaridad de la marinería. El navío estaba claramente preparado para salir de forma inmediata.
-¿Cuántos hombres hay a bordo? -inquirió Michael.
-La tripulación la forman ciento dos personas, entre hombres y mujeres, señor.
Michael había comprendido correctamente. Todavía no había visto ninguna mujer, pero aparentemente sí las había. Como para probarlo, una mujer alta y delgada en uniforme, con un sujetapapeles bajo el brazo, irrumpió procedente de una escotilla; Kazinski se cuadró inmediatamente y saludó.
Ella correspondió el saludo y después extendió el brazo hacia Hirsch.
-Usted debe de ser el doctor Hirsch. Soy la teniente Kathleen Healey, la oficial de operaciones a bordo. -Tenía un aire seco, firme y eficiente, e incluso el corto cabello castaño que asomaba por debajo de su gorra parecía cortado en aras de la máxima eficacia-. ¿Y usted es el periodista? -Se dirigió a Michael-. Lo siento, leí su nombre en el informe matinal, pero lo he olvidado.
Wilde se presentó y repuso:
-Encantado de estar a bordo.
-Sí, les estábamos esperando.
El reportero comenzó a tener la impresión de que tanto él como Hirsch habían estado entorpeciendo el trabajo.
-Son ustedes los últimos del contingente de la NSF -comentó Healey.
-¿Hay otros? -preguntó Hirsch.
-Sólo una más, la doctora Charlotte Barnes. Llegó hace dos días.
Arriba se oyó otro largo y atronador silbido y tres marineros pasaron casi volando. La cubierta retumbó con el sonido del motor de estribor al encenderse.
-Si me disculpan...
Michael asintió y cuando comenzó a andar la pudo escuchar gritando órdenes a derecha e izquierda.
-Por aquí -les mostró Kazinski, desapareciendo por otra escotilla.
Michael esperó a que Hirsch pasara y luego lo hizo él. El pasillo era tan estrecho que resultaba difícil maniobrar con aquel petate tan grande que contenía su equipo fotográfico concienzudamente empaquetado para protegerlo contra roturas. Las cámaras y los accesorios estaban metidos en sus estuches metálicos en el centro, y luego envueltos en toda la ropa que llevaba, y, claro, como resultado, la bolsa pesaba lo suyo.
-El Constellation -iba relatando Kazinski- figura entre los rompehielos más grandes de la flota de la guardia costera. Pesa en torno a las trece mil toneladas y funciona con media docena de motores diesel y tres turbinas de gas. Llevamos, además, en torno a cuatro millones de litros de fuel. A toda máquina desarrolla setenta y cinco mil caballos y alcanza en aguas abiertas los diecisiete nudos. En alta mar tiene un ángulo de balanceo de hasta diecinueve grados.
Michael pensó qué se sentiría en ese caso. Sabía lo que era pasar mal tiempo a raíz de su estancia en Nueva Escocia y había sufrido una borrasca de aúpa en las Bahamas, pero jamás había estado a bordo de un rompehielos en una tormenta en el Antártico.
-¿Puede llegar a ocurrir? -preguntó Hirsch-. Que se incline hasta los diecinueve grados, quiero decir. -Sonó como si estuviera ansioso de que sucediera.
-Nunca se puede decir -replicó Kazinski, alargando el paso por encima del umbral de otra escotilla y luego advirtiéndoles-. Cuidado con dar un mal paso por aquí. El mar en verano no es tan malo como en invierno, pero aún así esto es el cabo de Hornos. Puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. Tengan cuidado de nuevo.
Los llevó a lo largo de otro pequeño tramo de escaleras metálicas y los ojos de buey desaparecieron súbitamente; Michael se imaginó que debían de haber descendido justo por debajo del nivel de flotación ya que incluso el aire se había vuelto más pesado, frío y húmedo. Los tubos fluorescentes del techo titilaron y conforme seguían su camino hacia la popa, las vibraciones en el suelo se incrementaron, lo mismo que el ruido.
-Bueno, ya hemos llegado -anunció el contramaestre, agachando la cabeza para entrar por la puerta de un camarote-Hogar, dulce hogar.
Cuando el periodista entró, apenas quedó espacio para que los tres pudieran estar de pie. Había dos estrechas literas pegadas a las paredes opuestas, cubiertas con unas mantas de lana a rayas dobladas con pulcritud militar. De la pared entre ambas pendía una bandeja de metal en estos momentos plegada. Sólo había una luz sobre sus cabezas que relucía alegremente dentro de un globo de cristal esmerilado y una puerta de contrachapado que daba al cuarto de baño. Michael olió a moho.
-¿Éste es el camarote de lujo? -bromeó Michael, y Kazinski se echó a reír.
-Sí, señor. Está reservado sólo para los dignatarios.
-Nos lo quedamos.
-Buena decisión. Son nuestras últimas literas a bordo, señor.
A Darryl, afortunadamente, no pareció importarle. Tan pronto como Kazinski se marchó, abrió la cremallera de uno de sus bolsos y comenzó a colocar unas cuantas cosas en la litera de la derecha.
-Veamos -le dijo a Michael, deteniéndose un segundo-. ¿Quiere ésta?
Wilde sacudió la cabeza.
-Es toda tuya -repuso, tuteándole. Luego, se descolgó la mochila del hombro y la puso sobre la cama-, pero si nos dejan chocolatinas esta noche sobre las almohadas, quiero la mía.
Mientras en biólogo desempaquetaba sus cosas, Michael sacó una de sus cámaras digitales, una Canon S80 estupenda para los complicadísimos disparos con el gran angular, y subió a cubierta. El Constellation había abandonado el muelle y avanzaba lentamente hacia el sudeste por el canal Beagle, así llamado en homenaje al HMS Beagle, el mismo barco que había llevado a Darwin por esas aguas en 1834. La temperatura del aire no era extrema, quizá unos dos o tres grados sobre cero, ya que el barco navegaba por un canal relativamente protegido. El viento era suave.
Pudo hacer unas cuantas fotos sin preocuparse de los guantes y sin que se le quedaran ateridos los dedos. Probablemente no usaría ninguna de esas instantáneas para ilustrar el artículo, pero siempre le gustaba disponer de imágenes que registraran cada fase importante de una expedición. Solía usarlas como recordatorio cuando llegaba el momento de escribir y nunca se terminaba de sorprender de que algo que recordaba de una forma determinada, con frecuencia ofrecía un aspecto bastante diferente al mirar las fotos. Había aprendido que la mente le jugaba a uno gran cantidad de trucos.
El puerto se atisbaba cada vez más lejos y la línea costera se veía emborronada por una capa de pálido color verde de musgos y líquenes. Los indios patagones habían poblado en tiempos aquel país azotado por los vientos, y en 1520 Fernando Magallanes, a la búsqueda de un paso protegido en la ruta del oeste, la había apodado Tierra del Fuego cuando había visto sus hogueras ardiendo en las playas y colinas desiertas. No quedaba nada ardiente, ni siquiera cálido ya por allí y, desde luego, tampoco ningún signo de los antiguos patagones. Habían sido diezmados por las enfermedades y por la usurpación de su hogar por los exploradores europeos. El único signo de vida que Michael pudo ver en la costa fue el de las bandadas de petreles blancos que se lanzaban desde los bordes de los acantilados erosionados, donde habían colocado los nidos y alimentaban a las crías. Cuando los dedos se le pusieron demasiado fríos para manejar la cámara, la metió dentro de su parka, cerró el bolsillo con una cremallera y simplemente se inclinó sobre la barandilla.
El agua allí abajo era un intenso color azul oscuro, y se abría a ambos lados de los costados del barco con un constante movimiento ondulante. Wilde había leído sobre la Antártida todo lo posible desde que había recibido el encargo de Gillespie y sabía que esas aguas libres de hielos no durarían mucho. Conforme abandonaran el canal y entraran en el mar de Hoces y el cabo de Hornos, el océano se transformaría en el más bravío del planeta. Incluso en ese momento, en pleno verano austral, los icebergs se convertían en una amenaza continua. De hecho, él esperaba su aparición en cualquier momento. Fotografiar icebergs y glaciares, intentando reflejar los delicados matices que van del blanco cegador a un intenso color lavanda, era un reto técnico y artístico de primera categoría, y a él le gustaban los desafíos.
Llevaba allí un buen rato antes de darse cuenta de que había otro pasajero en la barandilla, una mujer negra con el pelo trenzado, arropada con un largo abrigo de plumón verde. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Debía de estar a unos seis metros e intentaba manejar su cámara con torpeza. Desde su posición, Michael pensó que era una Nikon 35 milímetros. La dirigía hacia el agua, donde habían emergido un par de leones marinos con sus esbeltas cabezas negras reluciendo como bolas de bolera, y Michael le gritó:
-No es tan fácil desde un barco en movimiento, ¿a que no?
Ella le miró. Tenía una cara ancha con altos pómulos y cejas arqueadas.
-Nunca es fácil -repuso-; ni siquiera sé por qué lo intento.
La mujer aferraba la barandilla para mantener el equilibrio, pues el navío se mecía al compás de las olas a pesar de que el mar estaba relativamente en calma. Michael se dirigió hacia ella.
-Usted debe de ser el fotógrafo que andábamos esperando -aventuró.
-Sí. -Empezaba a sentirse como el alumno problemático de la clase-. Y usted debe de ser la doctora que llegó antes de tiempo.
-Ah, sí, claro, cuando uno viene del Medio Oeste se hacen las conexiones cuando se puede.
Se presentaron el uno al otro y Michael le echó una ojeada a su cámara.
-Está utilizando película -comentó.
-He tenido esta cámara durante diez años y la habré usado un par de veces. ¿Qué tiene de malo la película?
-La verdad es que está bien, pero le puede dar algunos problemas cuando empeore el tiempo polar. La película se rompe con bastante facilidad en temperaturas extremas.
Ella se quedó mirando a la cámara que tenía en la mano como si la hubiera traicionado.
-Sólo me la he traído porque mi madre y mi hermana insistieron en que debía llevar fotos de vuelta. -Entonces se le iluminó la expresión-. Quizá me pueda usted dejar algunas de las suyas. Ellas no se darán cuenta.
-Sírvase usted misma.
Los leones marinos balaron y después volvieron a sumergir sus cabezas bajo las olas.
-¿Trabaja usted para la National Science Foundation? -preguntó Michael.
-Ahora sí -repuso ella-. Me gradué en medicina gracias a un préstamo blando para estudiantes y aún debo un pastón, espero liquidarlo con el dinero de la NSF. -Michael calculó por su aspecto que debería de llevar fuera de la facultad de medicina más de cinco o seis años-. Además, el hospital en el que trabajaba en Chicago está siendo investigado actualmente por seis agencias distintas. Me pareció un buen momento para marcharse.
-¿A la Antártida? -Michael estaba anotando unas cuantas cosas mentalmente, pensando que sería un estupendo personaje para el artículo de Eco-Travel.
-¿Sabe usted cuánto le pagan a alguien lo bastante loco para firmar por un contrato de seis meses? -Una racha de viento se alzó súbitamente, haciendo revolotear sus trenzas sobre los hombros, algunas de ellas teñidas de un cierto tono rubio-. Le puedo decir algo: seguro que más que en urgencias. De hecho, me enteré de este concierto gracias a un amigo que estuvo aquí hace un año.
-¿Y vivió para contar la historia?
-Me dijo que le había cambiado la vida.
-¿Y eso es lo que usted pretende? -le preguntó-, ¿qué le cambie la vida?
Ella se echó un poco hacia atrás y se hizo un silencio.
-No, qué va, la verdad es que estoy bastante contenta con mi vida -comentó, aunque le miró con una cierta cautela-. Parece usted bastante curioso.
-Lo siento -repuso él-, es un mal hábito. Va con el trabajo.
-¿De fotógrafo?
-Me temo que también soy periodista.
-Ah, vale, al menos ya sé con quién me la juego, pero vayamos algo más despacio. Vamos a tener un montón de tiempo antes de ponernos al tanto, o eso creo.
-Lleva razón -replicó el, pensando para sus adentros que su técnica como interrogador debía de haberse oxidado un poco-. ¿Por qué no volvemos al asunto de las fotos y empezamos de nuevo?
Él rápidamente le dio unos cuantos consejos sobre fotografiar el mar, especialmente en las peculiares condiciones de luminosidad que se daban tan al sur, y después regresó a su camarote. ‹Tómate tu tiempo›, se recordó a sí mismo, ‹deja que tus personajes se abran por sí mismos›. En la puerta del camarote recordó que le habían dicho que se vistiera de forma apropiada para la cena, y pensó en buscar su camisa de franela menos arrugada y dejarla un buen rato debajo del colchón.
CAPÍTULO SEIS
20 de junio de 1854, 18:00 horas
AQUÉLLA HABRÍA SIDO OTRA noche más para Sinclair Archibald Copley, teniente del 17° regimiento de lanceros, de no ser por el desenlace tan inesperado de la misma.
Comenzó en el cuartela eso de las seis de la tarde con varias manos al écarté. En el transcurso de las mismas, el joven perdió a las cartas un total de veinte libras. Otra nueva petición de fondos no le iba a hacer mucha gracia a su progenitor, el cuarto conde de Hawton, quien había jurado no ayudarle más después de haberle comprado el grado de oficial en el ejército. No obstante, y a pesar de dicha promesa, había abonado de tapadillo la considerable deuda pendiente con el sastre de Sinclair y luego unas deudas impagadas al propietario oriental de uno de los establecimientos de peor reputación en el suburbio londinense de Bluegate Fields, donde el joven se había permitido lo que su padre había definido como «conducta depravada». Era poco probable que le negara una pequeña ayuda más a un hijo a quien de forma inminente iban a destinar a Crimea para luchar contra los ejércitos del zar.
-¿Qué os apetecería cenar en mi club? -sugirió Rutherford mientras recogía sus ganancias-. Como invitados míos, por supuesto.
-Es lo menos que puedes hacer -repuso Le Maitre, el otro perdedor de la tarde, a quien todos conocían como Frenchie por el indudable eco francés de su apellido-. Al fin y al cabo, vas a pagar con mi dinero.
-Vamos, vamos -terció Rutherford al tiempo que se acariciaba unas extravagantes patillas de boca de hacha-, no nos pelemos por esto. ¿Y tú qué dices, Sinclair?
El interpelado tampoco tenía demasiado interés en acudir al Atheneum, pues también adeudaba dinero a varios miembros del club.
-Yo preferiría ir a The Turtle.
-Pues a The Turtle en ese caso -convino Rutherford, levantándose de la silla con dificultad, pues todos ellos tenían por costumbre empinar el codo sin cesar mientras jugaban-, y después, ¿qué os parece si le hacemos una visita de última hora a madame Eugenie?
El capitán Rutherford les guiñó un ojo a Le Maitre y Sinclair mientras guardaba las libras en el bolsillo de su pelliza escarlata. Estaba de buen humor, y tenía bueno motivos para ello.
Los tres oficiales de caballería anduvieron un tanto escorados por el alcohol en dirección a Oxford Street. Varios civiles se apartaron de su camino nada más verlos. El tercero chapoteó por las endonadas vías públicas de Londres hasta llegar a la esquina de Harley Street, donde la señorita Florence Nightingale había fundado recientemente un hospital para mujeres menesterosas. Sinclair se detuvo a contemplar a una preciosa joven de gorro blanco que se asomaba para cerrar las ventanas de la tercera planta. Ella también le vio; no era difícil, pues las charreteras y los botones dorados brillaban en la oscuridad. El teniente le sonrió. Ella se metió dentro y cerró las contraventanas, pero no sin antes haberle devuelto la sonrisa, o eso pensó él.
-¡Venga, vamos, me muero de hambre! -gritó Rutherford desde el final de la calle.
Sinclair apretó el paso para dar alcance a sus compañeros, y juntos recorrieron el camino hasta llegar a The Turtle. A la entrada de la taberna había una esfera luminosa cuyo brillo incidía sobre el letrero de madera situado encima de la entrada; en éste se presentaba a una tortuga de color verde brillante de una forma inverosímil: el reptil se erguía sobre las patas traseras. Sinclair escuchó desde fuera el griterío de las conversaciones y el entrechocar de copas y la cubertería.
La puerta se abrió de golpe cuando un tipo obeso con sombrero de copa salió a toda prisa. Rutherford alargó la mano para mantener abierta la hoja y permitir la entrada de Le Maitre y Sinclair.
En el enorme hogar de piedra crepitaba un fuego. Grandes mesas de caballete ocupaban una estancia de techos bajos por la que se movían esquivando comensales varios camareros vestidos con delantales llenos de manchurrones, llevando en las bandejas pollos asados y grandes trozos de rosbif. Los parroquianos golpeaban la mesa con las jarras vacías para pedir que se las rellenaran, pero Sinclair no tenía hambre ni sed.
-Dame cinco libras, Rutherford.
-¿Para qué...? Ya te he dicho que invito yo.
-Te las devolveré.
La práctica totalidad de las tabernas tenían un foso con arena en la parte posterior, pero el de aquella tasca era especialmente concurrido y Sinclair concluyó que con un poco de suerte podría recuperar en las peleas lo que había perdido a las cartas.
-Eres incorregible -replicó Rutherford mientras le entregaba el dinero con gesto amable.
-Voy contigo -saltó Le Maitre.
Rutherford se quedó perplejo.
-¿Vais a dejarme cenar solo?
-No por mucho tiempo -contestó Sinclair mientras tomaba del brazo a Le Maitre y tiraba de él hacia el fondo de la taberna-. Volveremos enseguida con nuestros beneficios.
El asqueroso callejón de detrás de la tasca estaba repleto de huesos y tripas, y más allá del mismo se alzaba un viejo establo reconvertido donde se celebraban las peleas de perros. El interior era sofocante y fétido. En los candelabros había lámparas de gas cuya luz iluminaba al gentío arremolinado en torno al foso, un cuadrado de cuatro metros y medio por cada lado y menos de metro y medio de fondo.
En el centro del mismo se hallaba el encargado o jefe del pozo, un tipo sin camisa sobre cuya espalda desnuda podía verse tatuada la Union Jack. En ese momento anunciaba el siguiente combate. La arena del pozo estaba salpicada de sangre, baba y restos de pelambreras arrancadas a mordiscos.
-A un lado está Duque, de pelaje negro y marrón -gritó-, y al otro, Blanquito. Y ahora, si abren paso, podrán tener la ocasión de ver a estos dos magníficos animales antes de hacer sus apuestas.
El público se apartó hasta formar dos pasillos para permitir el paso de dos hombres, cada uno de ellos llevaba un pitbull con bozal sujeto con cadenas. Los perros tiraban ferozmente de las correas mientras avanzaban hacia el borde del pozo, y todo cuanto podían hacer sus dueños era impedirles que se metieran dentro y se enzarzaran el uno contra el otro.
-Duque viene de Rosemary Lane y Blanquito, bueno, es el orgullo Ludgate Hill. Aquí tienen a dos magníficos campeones y un combate muy reñido... ¡Hagan sus apuestas, por favor, hagan sus apuestas!
El jefe del pozo salió del hoyo de una zancada e hizo rodar un tonel hasta el borde.
-¿Has visto pelear a alguno de los dos? -le preguntó Frenchie al oído para hacerse entender en medio de la batahola de gritos.
-Sí, una vez aposté por Blanquito y gané -replicó Sinclair, y alzó la mano cuando pasó el encargado de hacer las apuestas-. ¡Cinco por Blanquito!
-¡Que sean diez! -agregó Frenchie.
El corredor de apuestas tomó nota de la jugada, pero no les pidió el dinero por adelantado al ser evidente por el atuendo que se trataba de unos caballeros, sino que se volvió hacia un viejo borrachín que le tironeaba de la manga.
-Última oportunidad, caballeros -anunció el jefe, dando un puñetazo en la tapa del tonel cerrado-. ¡Hagan juego!
Se desató un aluvión de gritos y todos alzaron las manos cuando los amos de los perros les quitaron las cinchas de los bozales y los canes ladraron con furia, chorreando espuma por la boca.
Entonces, sonó una campana y el jefe del pozo gritó:
-¡No más apuestas!
Todos los asistentes se volvieron hacia el barril. El hombretón retiró la tapa y lo volcó de una patada.
Un tropel de ratas negras, marrones y grises salió dando tumbos y el palpitante surtidor de animalejos cayó al pozo, donde los roedores se incorporaron rápidamente y corrieron en todas las direcciones: unos se mordisquearon entre sí mientras otros rebuscaban entre los tablones de madera del agujero. De hecho, algunas consiguieron salir del foso, pero los desternillados apostadores las devolvían al hueco a puntapiés.
Los perros se sumieron en un estado de frenesí nada más ver a los roedores y saltaron al pozo enseñando los dientes y con las garras preparadas en cuanto sus amos los soltaron. El can blanco fue el primero en cobrarse una pieza, partiendo limpiamente en dos a una rata gorda de un solo mordisco.
Sinclair cerró un puño en señal de triunfo y Frenchie voceó:
-¡Bien hecho, Blanquito!
Duque, el perro negro y marrón, igualó el marcador enseguida, zarandeando a un ratón como un guiñapo hasta dejarlo hecho un trapo. Los roedores corretearon hacia los laterales del pozo, subiéndose unos sobre otros en su ansia de escapar del peligro. Blanquito atacó a uno situado en lo alto del montón y lo lanzó al aire; la rata cayó sobre el lomo y el perro la destripó con un zarpazo que provocó una salva de vítores entre sus hinchas.
La escena continuó de esta guisa hasta cumplirse casi los cinco minutos, dejando sangre, huesos y trozos de rata por todas partes. Sinclair siempre se quedaba detrás por ese motivo: no deseaba mancharse el uniforme.
Blanquito había perdido el ánimo homicida en algún momento, optando por comerse a la presa, lo cual era propio de un mal entrenador, sospechó Sinclair. Un perro debía tener hambre antes de empezar el combate a fin de mantener viva su sed de sangre, pero no tanto como para detenerse y zamparse a la pieza.
-¡Levántate, Blanquito! -gritó Frenchie, al igual que muchos otros.
Sin embargo, el perro permaneció a gatas, comiéndose a los roedores muertos de alrededor. Entretanto, Duque no se detuvo con la carnicería.
Sinclair vio evaporarse su dinero incluso antes de que sonase la campana y el jefe gritase:
-¡Tiempo, caballeros!
Los dueños de los pitbull saltaron al pozo a fin de alejar a ambos perros de las ratas aún vivas y poner distancia entre los dos canes.
El mandamás del pozo se volvió hacia su compañero el juez, un golfillo cubierto de roña que hizo sonar una campana de latón antes de anunciar:
-Efectuado el recuento, el ganador es... el Duque, caballeros, el Duque de Rosemary Lane se ha impuesto en este combate. El número de víctimas abatidas asciende a... la docena del fraile.
Se levantó un clamor entre los apostantes del Duque y entonces empezó el intercambio de recibos y monedas. El corredor de apuestas se personó antes Sinclair y éste le entregó el billete de cinco libras de muy mala gana. Frenchie hizo lo mismo.
-Qué poca gracia le va a hacer a Rutherford -anunció Le Maitre.
Frenchie estaba en lo cierto, y Sinclair lo sabía, pero ya había apartado esa pérdida de su mente. Siempre era mejor no detenerse mucho tiempo en los reveses del infortunio; de hecho, sus pensamientos volaban ya en otra dirección mucho más placentera, y mientras se unía al gentío que regresaba a la tasca ya estaba fantaseando con la atractiva joven de blanco gorrito recién planchado a la que había visto cerrando las ventanas del hospital.
CAPÍTULO SIETE
30 de noviembre
DURANTE DÍAS, EL CIELO había estado lleno de bandadas de pájaros que aleteaban detrás del Constellation conforme se dirigía hacia el sur, hacia el Círculo Polar Antártico, y Michael había instalado su monópode, un Manfrotto con disparador adaptado para hacer ajustes rápidos y automáticos, en el puente voladizo a fin de tomar el mayor número posible de fotos. Por la noche, en su camarote había estado leyendo sobre ellos, de modo que sabía qué era lo que estaba viendo.
Seguía siendo difícil captarlos en vuelo, pero a esas alturas del viaje al menos ya era capaz de distinguirlos entre sí.
Casi todos los pájaros estaban provistos de orificios nasales en forma de tubo, con picos que contenían glándulas excretoras de sal, de modo que eso no le ayudaba mucho; ni tampoco sus diseños de color, que eran casi siempre blanco y negro. Lo único que facilitaba el trabajo era que las diferentes especies mostraban patrones de vuelo únicos y reveladores métodos de alimentación.
Así, por ejemplo, los petreles se zambullían en picado, eran pequeños y regordetes y volaban sobre el mar moviendo las alas con rapidez, salteando su vuelo con cortos planeos. A menudo recorrían la cresta de una ola, antes de sumergirse para capturar un poco de krill.
Los petreles damero bailoteaban con sus patas palmeadas sobre la mismísima superficie del agua.
Os petreles plateados, grises como el cañón de un arma, se sostenían en el viento y después doblaban las patas y se dejaban caer, con la cabeza retrasada hacia el mar, como un miedoso saltando desde lo alto de un gran acantilado.
Los petreles paloma antárticos surfeaban sobre el oleaje, donde hundían sus anchos picos laminados como palas, y de esa forma filtraban el plancton del agua. Sus primos, los petreles paloma de pico estrecho, volaban con una mayor languidez, inclinándose para pescar con agilidad alguna presa ocasional desde unos cuantos centímetros por encima del mar.
Los petreles blancos, los más difíciles de ver porque no contrastaban contra la espuma y el agua pulverizada del turbulento océano, rebotaban como bolas de billar, dirigiéndose de un lado para otro y de ese modo, sus pequeñas alas puntiagudas rozaban ligeramente el agua helada para evaluar la forma y el rumbo del oleaje.
Pero el rey de todos ellos era el albatros errante, la mayor de las aves marinas; planeaba en las alturas como un gobernante vigilando majestuoso su reino. Uno se posó en la lona del helicóptero en la cubierta inferior justo cuando Michael rebuscaba en su bolsa impermeable de suministros una nueva tarjeta de memoria y varios más se entretenían cerca del barco, volando a su altura. El fotoperiodista no había visto ninguna criatura viajar con tal belleza y economía de movimientos. Con una envergadura de unos tres metros, los pájaros de color blanco ceniza, apenas parecían ejercer ningún tipo de esfuerzo en absoluto. Michael había estudiado que sus alas eran un milagro de diseño aerodinámico, que percibían cada pequeño y sutil cambio en el viento e instantáneamente ajustaban su juego completo de músculos para cambiar el ángulo y modificar cada pluma individual. Sus mismos huesos no pesaban casi nada, ya que en parte eran huecos. Aparte de los cortos periodos en que el albatros debía anidar o buscar compañía en alguna isla antártica, en general vivía toda su vida en el aire, extrayendo la fuerza de sus adaptables alas y usándolo gracias a algún prodigioso instinto navegador para dar vueltas a todo el globo una y otra vez.
No era de extrañarse entonces que los marineros siempre los hubieran reverenciado ni que los considerasen como una señal de buen agüero, tal y como explicó el capitán Purcell esa noche durante la cena; luego, añadió:
-Esos pájaros tienen un sistema de navegación global en sus cabezas mejor que todo lo que llevamos en la cabina del timonel.
-Unos cuantos me han hecho compañía hoy -comentó Michael-, mientras estaba en la cubierta voladiza.
Purcell asintió mientras alargaba la mano hacia la botella de espumosa sidra.
-Pueden ajustar su ángulo y su velocidad de vuelo a la rapidez del barco que estén siguiendo.
Rellenó de sidra el vaso de la doctora Barnes. Como Michael había constatado en su primera noche a bordo, cuando había pedido una cerveza con tanta inocencia, no se servía alcohol en los barcos de la Armada de Estados Unidos ni en los de la guardia costera.
-Un amigo mío, un ornitólogo de Tulane -aportó Hirsch-, anilló con un sistema electrónico a un albatros en el océano Índico y le siguió vía satélite durante un mes. Viajó unos quince kilómetros, deteniéndose en una única ocasión. Parece ser que el ave es capaz de ver a centenares de metros de alturas los bancos bioluminiscentes de calamares. Cuando éstos ascienden a la superficie para alimentarse las aves descienden para hacer lo propio.
Charlotte hizo una pausa para coger uno de los cuencos y servirse de la bandeja de plástico; luego, comentó:
-Esto de aquí son calamares, ¿no? -Todo el mundo se echó a reír-. Quiero decir que no me haría ninguna gracia dejar sin comer a algún albatros hambriento.
-No, ésta es una de las especialidades del cocinero, tiras de calabacín fritas.
La doctora se sirvió y después se la pasó a la oficial de operaciones, la teniente Kathleen Healey, a quien todos llamaban «Ops» para abreviar.
-Servimos un buen surtido de hortalizas y fruta fresca al zarpar -observó el capitán Purcell-, y montones de enlatados y congelados en el largo camino de regreso.
El barco viró con brusquedad, como si diera un paso hacia el lado, y luego volvió a virar. Michael puso una mano sobre la cinta de goma que rodeaba todo el borde de la mesa y la otra en el vaso de sidra, los pasajeros todavía no se habían habituado a los continuos balanceos del rompehielos.
-El barco tiene una forma parecida a la de un balón de fútbol -comentó Kathleen, que parecía completamente indiferente a la turbulencia-; de hecho, no está diseñado para navegar por aguas tranquilas, ni siquiera tiene quilla. Más bien se diseñó para moverse suavemente a través de los icebergs y el hielo, y ése es un buen motivo para que estén ustedes contentos de ir a bordo.
-Hemos tenido muchísima suerte -añadió el capitán-, tenemos altas presiones sobre nosotros, lo que implica mar tranquila y buena visibilidad, con lo cual avanzaremos a buen ritmo hasta Point Adélie.
Michael detectó la duda en su voz al igual que los demás.
-¿Pero...? -inquirió Charlotte mientras sostenía una tira de calabacín en la punta de su tenedor.
-Bueno, da la sensación de que se está disolviendo -añadió él-. En el cabo, el tiempo cambia de manera muy rápida.
-Gradualmente nos estamos acercando a lo que se conoce como la Convergencia Antártica -informó la teniente Healey-, que es donde las aguas frías procedentes de las fosas polares entran en contacto con el agua más cálida procedente de los océanos Índico, Atlántico y Pacífico. Navegaremos por mares mucho más impredecibles y con un clima menos benigno.
-¿Al de hoy le llamaría usted benigno? -Preguntó Charlotte, antes de morder el calabacín de su tenedor-. Se me han congelado tanto las trenzas que se han quedado tiesas -comentó con una risotada, pero todo el mundo sabía que no era una broma.
-Lo de hoy le parecerá una ola de calor antes de que lleguemos a nuestro destino -comentó el capitán mientras cogía el bol de la pasta primavera-. ¿Alguien quiere repetir?
Darryl no había probado el aperitivo, cóctel de gambas, por lo que alargó la mano de forma inmediata. A pesar de su tamaño, habían comprobado que era un tragón: podía zamparse a todos los comensales de esa mesa tranquilamente.
-Sólo estoy intentando prepararles para lo que se avecina -continuó el capitán.
Y su aviso se hizo realidad mucho antes de lo que cabía esperar. La intensidad del viento había ido a más y era cada vez mayor el tamaño de los témpanos que se encontraban en su camino; las dimensiones de algunos superaban ya las de un vagón de tren. Cuando no era posible rebasar alguno, el barco hacía aquello para lo que estaba preparado: se abría camino a través del hielo. Una vez terminada la cena, con el sol aún colgado inmóvil sobre el horizonte, el periodista se dirigió hacia la proa para observar el enfrentamiento encarnizado que se entablaba entre el orgullo del rompehielos de la guardia costera y los icebergs que pasaban.
Darryl Hirsch ya estaba allí, envuelto en un pasamontañas de lana roja que le cubría por completo la cabeza y el rostro y del cual sólo asomaban sus gafas.
-Has de ver esto -dijo cuando se le unió Michael en la barandilla-. Desde luego es casi hipnótico.
Justo delante tenían una masa tabular de hielo del tamaño de un campo de fútbol, y Michael sintió que el Constellation tomaba impulso antes de embestir directamente al centro del iceberg cubierto de nieve. El hielo al principio no cedió ni un centímetro y Michael se preguntó cuál sería su grosor. Los motores rugían y gruñían y el casco redondeado del navío, justo por ese motivo, se alzó sobre la superficie del glaciar y dejó que sus trece mil toneladas de peso presionaran hacia abajo. Primero se abrió una fisura mellada en el hielo y luego otra, que tomaron direcciones opuestas. El rompehielos empujó hacia delante, sin ceder un instante, hasta que de repente con un gran ruido de crujidos y chasquidos el hielo quebró. Se levantaron enormes astillas a ambos lados de la proa, elevándose casi hasta la altura de la cubierta donde se encontraban Darryl y Michael. Instintivamente, se apartaron de la barandilla, pero pronto tuvieron que aferrarse a ella para no salir despedidos dando tumbos en dirección a la popa.
Cuando las astillas cesaron, miraron hacia abajo para ver cómo los trozos se alejaban a ambos lados del barco antes de ser absorbidos debajo del casco, de camino hacia los tres gigantescos helicoides traseros de casi cinco metros de diámetro que se encontraban en el otro extremo; allí eran triturados y troceados hasta adquirir un tamaño manejable, antes de alejarse de la estela del barco.
Pero lo que más sorprendió a Wilde fue la sección inferior de la montaña de hielo. Lo que parecía blanco y prístino en la parte superior no tenía el mismo aspecto cuando se rompía y quedaba expuesto. La zona sumergida era bastante desagradable de ver: su color pálido y amarillento recordaba el aspecto de la nieve allí donde se había meado un perro.
-Las algas causan esa decoloración de la parte inferior -comentó el biólogo, intuyendo el rumbo de sus pensamientos. Debió alzar la voz para que Michael pudiera oírle sobre los crujidos provocados por el troceo del hielo y los vientos cada vez más fuertes-. Esos icebergs no son de hielo sólido, tienen canales de agua salada en los que hay algas, diatomeas y bacterias.
-¿Y viven debajo del hielo? -gritó Michael.
-No... viven en él -respondió Hirsch a voz en grito, y parecía vagamente orgulloso de ellos por su inventiva.
El barco se abalanzó de nuevo hacia delante y después se hundió ligeramente. Incluso bajo aquella extraña luz, Michael apreció que Darryl empezaba a ponerse blanco como el papel.
Después de aquello, el biólogo se excusó apresuradamente para dirigirse abajo, y Michael se hartó de intentar mantenerse en pie y se dirigió hacia la sala de oficiales, la cual mostraba una gran actividad por la noche, con juegos de cartas y algún DVD que otro vociferando desde la televisión. Las opciones iban desde Bruce Lee y Jackie Chan, pasando por la lucha profesional hasta algún largometraje protagonizado por The Rock, pero no había nadie en estos momentos, por lo que supuso que la tripulación debía de estar dedicada a sus distintas tareas. Agachó la cabeza para dirigirse hacia el gimnasio, una habitación atestada dedicada al ejercicio alojada en la proa, separada del océano helado sólo por los mamparos. Kazinski estaba en la cinta andadora con unos pantalones cortos y una ajustada camiseta con el lema «Bésame, soy guardacostas».
-¿Cómo puedes aguantar ahí sin caerte? -preguntó Wilde, cuando el barco dio otro tumbo.
-¡Es lo mejor! -aseguró Kazinski, agarrándose a la barandilla y manteniendo un ritmo brutal-. ¡Es como montar un potro salvaje!
Había un pequeño monitor sobre sus cabezas que mostraba una imagen en tiempo real desde la proa. Michael pudo ver una imagen granulosa en blanco y negro del mar revuelto, donde cabeceaban los bloques de hielo, a pesar de las gotas de agua y espuma que manchaban la lente exterior.
-Se está poniendo la cosa fea ahí fuera -comentó Michael.
Kazinski echó una ojeada al monitor sin perder el paso.
-Se va a poner bastante peor cuando estalle la tormenta, téngalo por seguro.
Michael se alegraba de que Darryl no estuviera ahí para escuchar aquello. Atravesar por el estrecho más mortal del planeta sin sufrir ninguna tormenta le habría parecido como haber ido a París y no haber visto la Torre Eiffel.
Extendió las manos para sujetarse a ambas paredes del corredor y fue trastabillando hasta llegar a su propio camarote y abrir luego la puerta. El biólogo no se hallaba en su litera, pero la puerta de acceso al cuarto de baño estaba cerrada y pudo escucharle dentro, echando fuera todo lo que había comido.
Wilde se dejó caer en su litera y se tumbó. «Abróchense los cinturones. Ésta va a ser una noche movidita», dijo para sus adentros. Kristin citaba a menudo la vieja frase de Bette Davis en el largometraje Eva al desnudo, la mencionaba cada puesta de sol cuando se encontraban en problemas en algún lugar peligroso. Lo que habría dado por tenerla en ese momento a su lado y escuchar la cita de sus labios una vez más.
La puerta de contrachapado se abrió de golpe y Hirsch, doblado por la mitad, tropezó y se dejó caer despatarrado sobre su cama. Cuando se dio cuenta de que su compañero de cuarto estaba allí, masculló entre dientes:
-No creo que quieras entrar ahí. No he atinado.
A Michael le habría sorprendido que lo hubiera hecho.
-Crees que volverá a ocurrirte esta noche, ¿no? -le preguntó al verle vestido sólo con unos calzoncillos largos.
Darryl le dedicó una sonrisa lánguida.
-En su momento me pareció una buena idea.
-¿Estarás bien?
El barco dio otro bandazo, tan violento que tuvo que agarrarse al armazón de la cama que estaba anclada al suelo.
Hirsch adquirió un tono más intenso de verde y cerró los ojos.
Michael se inclinó contra la pared interior, todavía agarrado al marco. Sí, sin duda iba a ser una noche muy dura y se preguntó cuánto duraría una tormenta de éstas. ¿Días? ¿Podría encresparse más? Y ya puestos en lo peor, ¿cuánto podría empeorar?
Cogió una de sus guías Audubon, pero el barco se mecía y cabeceaba tanto que no se podía leer. Intentar enfocar la vista bastaba para marearle. Colocó el libro debajo del colchón. Allí en los camarotes de popa del barco, el ruido de los motores y los propulsores era más alto que nunca. Darryl yacía tan inmóvil como una momia, pero aún enfurruñado y resoplando.
-¿Qué has tomado? ¿Escopolamina?
Hirsch gruñó un sí.
-¿Algo más?
-Una banda de acupresión. Se suponía que iba a ayudarme.
Michael jamás había oído hablar de ello, pero tampoco parecía que Darryl estuviera a punto de recomendarlo a nadie, desde luego.
-¿Quieres que vaya a ver si Charlotte tiene algo más fuerte? -le preguntó a Darryl.
-No salgas ahí fuera -susurró el biólogo-. Morirás.
-Sólo voy a ir hasta el fondo del corredor. Volveré pronto.
Esperó a un momento de calma momentánea y después se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. El largo pasillo se inclinaba primero hacia un lado y luego hacia el otro y parecía una especie de caseta de feria. Las luces fluorescentes titilaban y zumbaban. El camarote de Charlotte estaba aproximadamente a mitad del barco, quizá a unos treinta metros de distancia, pero tuvo que ir muy despacio y con los pies muy separados para conservar el equilibrio.
Brillaba un hilo de luz debajo de su puerta, lo cual significaba que aún estaba despierta, así que llamó.
-Soy Michael -gritó-. Creo que Darryl necesita ayuda.
La doctora abrió la puerta con una bata enguantada con adornos chinos, unos dragones verdes y dorados escupiendo fuego, y zapatillas de lana. Se había anudado el pelo trenzado en un recogido en lo alto de la cabeza.
-No me lo digas -comentó, alcanzando ya su maletín negro-, se ha mareado.
Al llegar, encontraron a Darryl acurrucado en forma de una pelota. Era tan pequeño, medía poco más de metro sesenta, huesudo como un palo, que parecía un niño con dolor de barriga esperando a su mamá.
La mujerona se sentó en un lado de la cama y le preguntó qué se había tomado. Él le enseñó también la banda acupresora, a lo que ella repuso:
-No tengo nada en contra de las creencias de nadie.
Rebuscó en su maletín y sacó una jeringa y una botella.
-¿Has oído hablar de la fenitoína sódica?
-Es lo mismo que el Dilantin.
-Oh, ya veo que conoces bien tus medicinas. ¿Lo has tomado alguna vez?
-Una vez, antes de una inmersión.
-Espero que no nos toque zambullirnos pronto. -Preparó la jeringa-. ¿Alguna reacción anómala?
Hirsch comenzó a sacudir la cabeza para decir que no, pero se pensó mejor lo de sacudir nada de forma innecesaria.
-No -masculló entre dientes.
-¿Para qué sirve eso? -inquirió Michael mientras ella enrollaba una de las mangas del científico.
-Disminuye la actividad nerviosa del intestino. Es un medicamento para ataques y, hablando técnicamente, no está bien visto usarlo para el mareo. -Agitó un bote con alcohol-. Pero a los submarinistas les gusta. -Dispuso la jeringa, aunque tuvo que esperar de nuevo a que el barco se recuperara de lo que parecía una serie de puñetazos-. Quédate muy quietecito -le dijo a Darryl, y después clavó la aguja en la piel pecosa de la parte superior del brazo.
-Dale unos diez minutos y empezarás a sentir los efectos.
Deslizó la aguja usada dentro de un sobre de plástico naranja y la botella al fondo de su bolso. Por primera vez miró alrededor y pareció inspeccionar el camarote.
-Vaya, hombre, parece que me han dado la mejor habitación a bordo. No me lo creí cuando Ops me lo dijo, pero ahora sí. -Arrugó la nariz cuando le vino una vaharada de hedor procedente del cuarto de baño-. Chicos, ¿no habéis oído hablar del Lysol?[5] Michael se echó a reír e incluso Darryl sonrió ligeramente. Pero cuando ella se fue, el reportero comenzó a ponerse la parka, las botas y los guantes. El ambiente del camarote resultaba hediondo y sofocante, y la acción en el exterior era demasiado tentadora para resistirse a ella. El biólogo volvió la cabeza hacia un lado y fijó en él una mirada torva.
-¿Adónde crees que vas? -graznó.
-A hacer mi trabajo -replicó Michael, deslizando una pequeña cámara digital dentro de un bolsillo de la parka; la batería se acabaría rápidamente expuesta al frío-. ¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?
Darryl contestó que no.
-Sólo llama a mi esposa y a los niños y diles que les quiero a todos, a ella y a los chicos.
Michael jamás le había preguntado por su familia.
-¿Cuántos tienes?
-Ni idea -repuso Darryl, despidiéndole-. No me acuerdo.
Quizá la medicina había comenzado a actuar antes de lo esperado.
Michael dejó la luz del camarote encendida y caminó cuidadosamente por el corredor, hasta salir por la escotilla, y justo cuando iba a continuar hacia el puente, donde pensó que podría obtener unas cuantas fotos asomándose por una puerta o un ojo de buey, a través de una puerta corredera vio una imagen aparentemente perfecta de un mar y un cielo grises, un panorama donde no se podía distinguir el horizonte y el mundo se reducía a un escenario de auténtica e indiscutida desolación.
Pudo visualizar la foto terminada en su mente.
Tras echar hacia atrás la capucha, rebuscó la cámara con los guantes puestos y se la colgó del cuello. Necesitó ambas manos para empujar la manilla de la puerta, pero el viento se coló dentro cuando había conseguido abrirla apenas unos cuantos centímetros y le atrapó con el mismo efecto que si le agarrase del cuello. Se dio cuenta de que probablemente ésa era una idea bastante mala, pero algunas veces había obtenido sus mejores fotos gracias a sus peores ideas. Empujó con más fuerza y después se deslizó por el hueco. Apenas había pasado cuando la puerta se cerró a sus espaldas.
Estaba en la cubierta, justo debajo del puente, con el agua helada corriéndole a raudales por los pies y el viento azotándole con tal saña que le secó las lágrimas de los ojos y le quemó la frente. Se agarró con un brazo al montante metálico y se quitó un guante con los dientes, pero el barco cabeceaba tanto que era imposible disparar una foto. Cada vez que lo intentaba, se le metía dentro del plano alguna parte de la nave, cosa que no deseaba en absoluto. No quería nada que pudiera identificarse, nada concreto que se inmiscuyera en ella. Buscaba una imagen pura, casi abstracta, de la naturaleza todopoderosa e indiferente.
Esperó a que el navío se enderezara para volverse a tumbar y se lanzó hacia el siguiente apoyo, un armazón de acero que albergaba los aparejos del bote salvavidas. Desde allí, por encima de la barandilla, no había nada de qué preocuparse, excepto por la posibilidad de congelarse. El agua marina pulverizada le barría la cara y empapaba la cámara cuando justo en ese momento el barco se escoró unos cuarenta y cinco grados, de modo que lo único que pudo captar fue el cielo turbulento. Retrocedió un par de pasos y alzó la cámara, apostado a la espera de que el barco corrigiera la inclinación. Tenía los dedos casi congelados y se dio cuenta de que no podía abrir la boca para inspirar aire sin que el viento le dejara sin respiración. Intentó disparar una vez, pero aún no tenía ángulo bastante, y cuando iba a hacer otro, un megáfono comenzó a aullar directamente por encima de su cabeza.
-¡Señor Wilde! ¡Abandone la cubierta inmediatamente! ¡Ahora!
Incluso bajo el ruido del viento distinguió la voz de la oficial de operaciones, la teniente Healey.
-¡Ahora mismo! ¡E informen al capitán!
La puerta corredera se abrió antes de que Michael se volviera. Protegido por una chaqueta impermeable sobre sus pantalones de faena, Kazinski se le acercó con un salvavidas amarillo.
-¡Agárrese a él! -le gritó Healey y Michael devolvió la cámara al interior de su parka, luego se aferró al montante y asió el salvavidas con la mano enguantada, ya que la otra la tenía casi totalmente entumecida.
Una vez que Michael se sujetó, Kazinski lo cobró como si fuera un pez y cerró la puerta de un golpe, pasando después el pestillo. Luego se quedó apoyada allí, limpiándose el agua helada y sacudiendo la cabeza consternada.
-Con todos mis respetos, señor, esto que ha hecho es algo de tontos.
El reportero sabía por qué lo había hecho.
-El capitán está en el puente. Si yo fuera usted, me prepararía para recibir una buena bronca.
En ese momento, el periodista sólo quería que los dedos le volvieran a la vida. Frotó la mano una y otra vez contra la pernera de su pantalón, pero la tela estaba tan mojada que no le ayudó nada. Se abrió la cremallera de la parka y metió la mano debajo de la axila.
Kazinski le hizo un gesto en dirección a las escaleras que llevaban al puente, como si le mostrara el camino a galeras, y Michael pensó que a lo mejor era exactamente eso.
Subió despacio. El capitán Purcell hizo girar su silla en cuanto Wilde entró en el puente brillantemente iluminado y le increpó:
-¿Se puede saber qué demonios creía usted que estaba haciendo allí fuera? ¿Es que se le ha ido la puta cabeza?
Michael se encogió de hombros y se terminó de bajar la cremallera del abrigo, dejándoselo abierto.
-Puede que no fuera buena idea del todo -explicó, aun cuando sabía que sonaba bastante endeble-, pero pensé que podía conseguir unas cuantas fotos estupendas para la revista.
Los otros dos oficiales sentados delante de unas consolas de navegación disimularon su diversión lo mejor posible.
-Estoy acostumbrado a las hazañas bastante descabelladas que se les ocurren a los científicos que debo llevar de un lado para otro -se le encaró Purcell-, pero me imagino que son tan listos que se les puede permitir que hagan alguna que otra estupidez. Pero de usted, no me imagino nada en absoluto. No es un científico y tan seguro como que hay Dios, que no es marino.
El alférez Gallo, que estaba delante de una rueda plateada montada en una consola aislada, informó:
-El barómetro está cayendo de nuevo, señor.
-¿A cuánto? -ladró Purcell en respuesta, haciendo girar de nuevo su silla y ajustándose los auriculares que se le habían torcido mientras le echaba la bronca a Michael.
-Nueve con ochenta y cinco, señor.
-Jesús, lo vamos a tener encima esta noche.
Los ojos del capitán examinaron los monitores y diales relucientes, el sónar, el radar, el GPS y el calón; todos mostraban un flujo constante y multicolor de datos.
Una salpicadura de granizo se estrelló contra las ventanas cuadradas del lado oeste y el barco cedió como si lo hubiera abofeteado una mano gigantesca. Michael se agarró con fuerza a una de las tiras de cuero que colgaban del techo. Había oído historias de marineros que habían salido por los aires de una punta a la otra del puente y se habían roto brazos y piernas en el proceso. Se preguntó si su flagelación pública había terminado o si se suponía que debía esperar aún.
A pesar del rugido del mar en el exterior, el golpeteo como latigazos de la lluvia y el aullido del viento que parecía venir de todos lados a la vez, la atmósfera del puente rápidamente recuperó la tranquilidad de un centro de operaciones. Los blancos paneles de luz achatados del techo arrojaban una fría luz uniforme sobre las paredes azules de la habitación, y los oficiales hablaban unos con otros en un tono de voz bajo, pausado, con los ojos fijos en los datos que ofrecían los instrumentos.
-Sala de máquinas, avante toda -ordenó Purcell, y el teniente Ramsey, con el que Michael se había encontrado un par de veces, cogió un regulador con una pequeña manilla roja. Mientras ejecutaba la orden, repitió las palabras del capitán.
Poco después, Ramsey asintió discretamente en dirección a Wilde, que aún permanecía en pie como un chico al que alguien ha llevado a la oficina del director, y le dijo a Purcell con brusquedad:
-Si no necesita aquí más al señor Wilde, señor, quizá debería reunirse con Ops en la torreta de mando. Es imposible caerse desde allí y seguramente le gustará ver como se dirige el barco.
Purcell resopló disgustado y sin volverse respondió:
-Avísele: va a tener que hacerse a nado todo el camino hasta Chile si se cae al mar. Lo lleva claro si se piensa que esta nave va a dar media vuelta por él.
Michael no lo dudó y lo tomó como una autorización para ascender por las escaleras en espiral que le señaló Ramsey y, rápidamente, comenzó a subir.
-¿Te gustaría tener un poco de compañía, Kathleen? -le escuchó decir a Ramsey a través de sus auriculares, pero no se detuvo a comprobar si iba a ser bien recibido o no. Siguió hacia arriba hasta que estuvo fuera del puente, y se encontró de pie en una plataforma en un túnel casi totalmente negro, del que partía una escalerilla de hierro hacia arriba.
El rompehielos retembló y él se estrelló contra las paredes redondeadas, golpeándose los hombros. Se sintió como si estuviera dentro de la chimenea de El mago de Oz, cuando le cogió un tornado y le hizo dar tantas vueltas. Allí arriba, al menos a unos siete u ocho metros de altura, percibió un resplandor azul, muy parecido al que deja un televisor al apagarse, y pudo escuchar los pitidos y zumbidos de la maquinaria.
Puso la bota en el primer peldaño de la escalerilla y comenzó a subir muy despacio. Salía despedido de espaldas contra la escalerilla, cuyos peldaños se le clavaban en la espalda cada vez que se alzaba la proa, para luego verse arrojado hacia delante cuando se enderezaba el barco. Estuvo a punto de partirse los dientes de delante en una ocasión, y se le pasó por la cabeza la posibilidad de que le quitaran el permiso dental si eso llegaba a ocurrir.
Los peldaños estaban fríos y húmedos y tenía que sujetarse con fuerza en uno antes de poner el pie en el siguiente. Cuando logró alcanzar los últimos vio un par de zapatos negros de suela de goma y después unos pantalones azules. Se arrastró el resto del camino y cuando el barco pareció nivelarse durante un par de segundos, se pudo poner en pie.
La oficial de operaciones sujetaba con firmeza una versión más pequeña de la rueda que había más abajo, con su severa expresión iluminada por el monitor del GPS y un par más de instrumentos que Michael no pudo identificar. Tenía los ojos fijos justo delante suya y la mandíbula apretada. Pegado a su corto cabello marrón llevaba unos auriculares. La misma torreta de mando, el equivalente actual de un nido de cuervo, apenas dejaba espacio para ambos y Michael procuró no echarle el aliento al cuello.
-Salir a la cubierta ha sido muy mala idea -le dijo, recordándole a Michael que había sido ella la que le había pillado-. Estamos registrando vientos de unos ciento sesenta kilómetros por hora.
-Ya lo he cogido -comentó él-. El capitán creo que también lo ha mencionado. -Entonces, esperando cambiar de tema, continuó-: ¿Así que aquí pasa usted el tiempo, sentada en el asiento del conductor?
Había por todos lados ventanas reforzadas, equipadas con pantallas de vidrio giratorias, impulsadas por la fuerza centrífuga para evacuar agua como los limpiaparabrisas, y ofrecían una visión sin obstáculos de trescientos sesenta grados del rugiente océano que les rodeaba. Detrás de él, en la cubierta de popa, se había soltado uno de los extremos de la lona que cubría el helicóptero y aleteaba como el ala enorme de un murciélago, de oscuro color verde.
Ojalá hubiera podido conseguir una foto decente...
-Cuando la visibilidad es tan limitada como en el día de hoy, con una alta marejada como ésta, el control del barco pasa a la torreta de control.
Michael comprendió por qué. Mirase donde mirase, la imagen mostraba un movimiento convulso, con el mar gris revuelto y agitado a kilómetros de vista, lleno de grandes bloques de hielo afilados dando vueltas, sumergiéndose y chocando unos contra otros. Las olas más altas que había visto en su vida impactaban contra la proa del barco, estrellándose contra la cubierta de proa y lanzando espuma congelada al aire. El agua pulverizada llegaba hasta las ventanas de su aguilera.
Y todo ello, tanto el bullente oleaje enloquecido y el cielo turbio como las manchitas negras de los pájaros, arrastradas como hojas por el viento aullante, estaba bañado por la luz antinatural del sol austral, un orbe de tono cobrizo mate fijado empecinadamente en el horizonte de septentrión. Era como si toda aquella imagen tumultuosa estuviera iluminada desde abajo por una linterna gigante que quemaba sus últimas gotas de carburante.
-Bienvenido a los Aulladores Cincuenta -añadió la oficial de operaciones en un tono de voz algo más agradable-. Una vez que se traspasan los cincuenta grados de latitud sur, es cuando uno se encuentra con el mal tiempo de verdad.
La proa del cúter se alzó con tanta ligereza como si la hubieran empujado desde abajo hasta que estuvo apuntando hacia arriba casi hasta las deshilachadas nubes de tormenta que se apresuraban por el cielo meridional. Kathleen se aferraba al timón con los pies bien aposentados y separados, y Michael intentó afirmarse contra el pasamano de la barandilla.
Unos momentos más tarde, subieron a la cresta de una ola y sintió un hormigueo bajo los pies. Cuando pasó, el barco se tambaleó y después cayó como una piedra, resbalando por el costado de aquella pronunciada colina. A través de la parte frontal de la torre de control, Wilde pudo mirar hacia aquel gigantesco seno, una grieta oscura del tamaño de un desfiladero, sin que hubiera nada allí salvo un fondo acuático que parecía retirarse cuando el barco se precipitaba a él de cabeza.
-A la orden, mi capitán -contestó Kathleen a los auriculares y giró el timón hacia la derecha. Michael sintió el sabor en la boca de la pasta que había comido para cenar-. Profundidad, mil quinientos metros -le confirmó al capitán en la sala inferior.
El barco se sumergió más y más bajo; después, se detuvo; y luego viró, mientras el agua se alzaba en escarpadas murallas a todo su alrededor, antes de volverse hacia estribor. Incluso entonces, Michael pudo escuchar a los motores acelerar y rugir, y a los propulsores girar, algunas veces al aire, mientras el barco intentaba abrirse su propio camino a través del campo de minas sembrado de hielo que se lo había tragado.
-Si usted es un hombre piadoso y aficionado a rezar -comentó la oficial de operaciones, lanzando su primera mirada directa a Michael-, hágalo ahora. -Y en ese momento giró el timón otra vez hacia la derecha-. Estamos pasando sobre los restos de no menos de ochocientos barcos y diez mil marineros.
El navío embistió contra un iceberg que se había alzado de pronto delante de ellos imponente como un tritón.
-Mierda, debería haber visto eso -masculló Kathleen entre dientes y un momento más tarde dijo por los auriculares: «Sí, señor», y girando el timón, añadió-: Ya lo veo, señor. Eso haré.
-Espero no estar distrayéndola -intervino Michael sobre el ruido del aguanieve y el viento que les azotaba-, y si le sirve de consuelo, tampoco yo lo he visto acercarse.
-No es su trabajo -aclaró ella-, sino el mío.
El periodista se quedó callado para dejarla concentrarse y se puso a cavilar sobre la tumba que yacía debajo de él y en el naufragio de cientos de barcos -goletas y balandros, bergantines y fragatas, barcos pesqueros y balleneros- aplastados por el hielo, quebrados por las olas, destrozados hasta convertirse en pedazos por el viento abrasador. Y pensó también en los miles de hombres que habían caído en aquellas hambrientas fauces vacías e inmensas, hombres cuya última imagen habría sido la de los mástiles de sus barcos quebrándose como ramitas o la de una losa de hielo reluciente sobre sus cabezas aplastándolos, ¿hasta dónde había dicho ella, mil quinientos metros?, hacia el fondo de un mar tan profundo que ninguna luz lo había penetrado jamás.
¿Qué era lo que yacía justo debajo de ellos, a tantas brazas bajo el casco, helado en el suelo oceánico para toda la eternidad?
El navío se escoró de un lado a otro. La oficial giró de nuevo el timón hacia la derecha.
-Todo a estribor, señor -comunicó ella al capitán.
Michael también vio cómo tomaba fuerza la ola que se dirigía hacia ellos como una pared que extendiese sus alas a ambos lados, portando témpanos del tamaño de casas y bloqueando incluso la luz mortecina del sol fijo.
-¡Sujétese fuerte! -ladró Kathleen, y Michael se aplastó contra la pared con las piernas tensas y los pies separados. Nunca había visto nada tan grande moverse con tanta fuerza y velocidad, empujando todo, al mundo entero, parecía, delante de sí.
Ops intentó hacer virar el barco de modo que evadiera el grueso de la ola, pero le faltaba tiempo para poder eludir los treinta metros de altura de semejante ola.
Un objeto algo blanco, no, negro, fuera de control y preso por la formidable garra de la tormenta, aceleró hacia ellos todavía a mayor velocidad mientras se acercaba al navío, una aullante masa de furiosa agua gris, alzándose y creciendo a cada segundo. Un instante más tarde, la ventana estalló con el sonido del impacto de una escopeta y se dispersaron astillas de hielo por todo el compartimento como agujas voladoras.
Kathleen gritó y cayó lejos del timón, chocando contra Michael que intentó sujetarla cuando empezó a deslizarse hacia el suelo. El agua congelada les acribilló el rostro y él se la sacudió para ver, aún vivo y graznando, la cabeza ensangrentada de un albatros blanca como la nieve que yacía sobre el timón. Su cuerpo había atravesado la ventana rota con las alas plegadas moviéndose inútilmente a cada lado. La ola aún se alzaba sobre el barco y el pájaro movía el pico roto, aplastado como la nariz de un boxeador. Michael se encontró mirando sus fijos ojos negros mientras Kathleen se arrastraba por el suelo y se apagaba la luz azul de los monitores de la consola inundada en medio de un gran chisporroteo.
El barco gruñó cuando pasó la ola, cabeceó hacia un lado y después hacia el otro, y finalmente se enderezó.
El albatros abrió el pico destrozado una vez más, emitiendo apenas un ruido ronco y luego, mientras Michael intentaba recuperar la respiración y Kathleen gemía de dolor a sus pies, la luz de los ojos del pájaro se apagó como cuando se sopla una vela.
CAPÍTULO OCHO
20 de junio de 1854, 23:00 horas
EL SALÓN DE AFRODITA, conocido por la clientela habitual como la casa de madame Eugenie, se hallaba en la transitada avenida del Strand, pero en la parte posterior de la misma. Unas linternas siempre encendidas colgaban de las puertas de la cochera. El salón permanecía abierto para hacer negocios mientras estuvieran prendidas.
Siclair jamás las había visto apagadas.
Fue el primero en bajar del cabriolé, seguido por Le Laitre y luego por Rutherford, que había pagado al cochero. Gracias a Dios, el capitán era un hombre adinerado y de naturaleza generosa cuando estaba borracho, como ocurriría en el momento de abandonar los servicios del prostíbulo. A veces era imposible persuadir a madame Eugenie para que cargase el importe en su cuenta, pero ella aplicaba un tipo de interés rayano en la usura y nadie deseaba ser llevado a los tribunales por una abultada deuda con el Salón de Afrodita.
En cuanto hubieron subido el tramo de escaleras les abrió la puerta y les dejó pasar John-O, un jamaicano imponente con dos dientes frontales de oro. Los conocía a todos, claro, pero en parte le pagaban por no demostrarlo jamás.
-Buenas noches -saludó Rutherford con voz poco clara, como si visitara a una conocida-. ¿Está madame en casa?
John-O hizo con la cabeza una señal en dirección al recibidor, oculto en parte por una colgadura roja de terciopelo. Sinclair podía escuchar el soniquete del pianoforte y a una joven cantando la popular The Beautiful Bankas of the Tweed. Avanzó hacia la luz y el júbilo del burdel con sus compañeros a la zaga. Madame Eugenie alzó los ojos desde el diván donde permanecía sentada entre dos de sus muchachas cuando Frenchie apartó el cortinaje.
-Bienvenus, mes amis -saludó, levantándose rápidamente. La mujer de piel rugosa como la superficie del cuero parecía un pájaro viejo envuelto en lustrosas plumas nuevas. Lucía un intrincado vestido gris entretejido con oro y estrás. Se acercó a los visitantes con las manos extendidas, exhibiendo un anillo chillón en cada dedo-. Cuánto me alegra su visita.
Sinclair se dejó caer en una otomana llena de cojines mientras Le Maitre reía a carcajadas, pues estaba tan ebrio que le costaba mantener el equilibrio tanto como a sus compañeros. La estancia era espaciosa, antaño había sido la sala de exposiciones de una sociedad bibliográfica, pero la dama se lanzó en picado sobre la propiedad cuando hubo pocos bibliófilos para sufragar los gastos de la casa y se apoderó de ella en un pispás. Ahora, las estanterías estaban llenas de baratijas: bustos de cupidos y flores de seda en floreros de fina porcelana. Una enorme y vieja réplica al óleo de Leda seducida por Zeus colgaba encima de la chimenea.
Los despachos y estudios de la planta superior se habían convertido en alcobas destinadas a un uso más íntimo y privado.
Alrededor de media docena de femmes galantes circulaban por el recibidor vestidas con ropas tintineantes y muy elaboradas, y otros tantos clientes permanecían repantigados en sillas o sofás. Un criado se le acercó para preguntarle si deseaba tomar algo.
-Un vaso de ginebra, sí, y sírvales otro a mis amigos.
-Que sea whisky para mí -le atajó Rutherford, y le lanzó una mirada elocuente cuyo significado venía a ser: Si voy a pagarlo todo yo, tomaré lo que me apetezca.
Sinclair era consciente de que se metía en problemas y deudas cada vez mayores, pero a veces, cavilaba, la salida estaba al fondo del pozo, y siempre quedaban caminos para continuar cuesta abajo.
Se percató de que Frenchie ya se había enredado con la ramera de vaporosa falda amarilla y pelo negro como el carbón.
-¿Es usted, Sinclair? -preguntó una voz. El interpelado identificó la voz, se trataba de Dalton-James Fitzroy. El tipo era tonto de remate, y las tierras de su familia colindaban con las suyas-. ¿Qué hace aquí, mi buen Sinclair?
El aludido se volvió sobre la otomana y vio a Fitzroy, cuyo ancho trasero descansaba en el banco del medio junto a la joven cantante y cuando ella se dio la vuelta, Sinclair encontró su rostro vulgar y pudo calcularle la edad, doce o trece años como mucho, a pesar de una silueta larguirucha.
-Tenía entendido que el acoso de sus acreedores le había obligado a huir de la ciudad -observó Fitzroy, cuyo rostro mofletudo relucía a causa del sudor.
Sinclair Copley apeló a toda su fuerza de voluntad para no morder el anzuelo de la provocación y se limitó a replicar:
-Buenas noches.
Pero Fitzroy se había emperrado y no iba a rendirse fácilmente.
-¿Y cómo va a pagar al boticario si pilla una gonorrea esta noche?
La intervención de la madame le ahorró el mal trago de la respuesta al salir en defensa de su establecimiento y revolotear entre ellos, diciendo:
-Mis señoritas de compañía son limpias como la plata, messieurs. El doctor Evans las examina régulièrement todos los meses y nuestros invitados -apostilló al tiempo que abarcaba toda la estancia con un ademán de la mano- son la flor y nata de la sociedad. Sólo nos frecuentan los más distinguidos caballeros, como puede comprobar usted mismo. -Movía en el aire uno de sus dedos ensortijados, y aunque hablaba con tono zalamero, lo hacía con toda la intención del mundo-. Debería darle vergüenza comportarse de forma tan grosera delante de unas damiselas tan complacientes, señor.
Fitzroy se tomó la llamada de atención con flema, se agachó hacia el teclado del piano haciendo una reverencia a modo de disculpa.
-Tal vez sea mejor que enfunde el sable y abandone el campo -contestó, lo cual parecía encajarle como anillo al dedo, pensó Sinclair, viniendo de un cobarde redomado como Fitzroy, un fanfarrón de tomo y lomo, un valiente hasta que el ejército hacía un llamamiento a filas.
El obeso Dalton-James forzó todas las costuras de su chaleco cuando se puso de pie. Tomó la mano de la chica y anduvo con paso vacilante hacia la escalera principal.
-John-O -llamó la madame-, ten la bondad de mostrad a nuestro huésped la Suite des Dieux.
La muchacha miró hacia atrás con miedo, y de entre todos se fijó en Copley, quien pudo advertir debajo del colorete y el maquillaje su extrema juventud y su inexperiencia. No pudo morderse la lengua y lanzó una pulla.
-¿Por qué no se lleva a una mujer? -embromó a Fitzroy.
Dos caballeros del salón rompieron a reír.
-Chacun à son goût,[6] Sinclair. Usted mejor que nadie debería saberlo.
Madame Eugenie se acercó a Sinclair y chasqueó la lengua en cuanto Fitzroy abandonó la sala con su reticente trofeo.
-¿Por qué está hoy tan irritable? No es su forma de ser, milord -Copley no era un lord, no, todavía no, pero conocía el gusto de la mujer por halagar de ese modo a los clientes-. Eso no está bien, y el señor Fitzroy ha pagado bien por este privilegio.
-¿Qué privilegio...?
La mujer retrocedió, como si le sorprendiera la estupidez de su invitado.
-Nadie a desflorado aún a esa muchacha.
¿Una virgen? El oficial sabía que era el engaño más viejo de ese negocio incluso en su estado de embriaguez. Las vírgenes cotizaban a precio más alto no sólo porque era más seguro yacer con ellas, sino porque tenían reputación de ser capaces de curar varias infecciones amatorias con un uso muy activo. Todo eso era un disparate, por descontado, y en condiciones normales, de no ser por esa mirada acongojada de la muchacha, si era de verdad y no obra de una actriz consumada digna de pisar las tablas de Convent Garden, Sinclair se habría olvidado del incidente en un abrir y cerrar de ojos, pues, al fin y al cabo, ¿Qué le importaba a él? Ninguna ley prohibía la prostitución y doce años era la edad del consentimiento. Todos los días desgraciaban a muchachas de tan tierna edad y Fitzroy no había tenido reparo alguno en gastar veinticinco o treinta libras por tener ese privilegio.
-Venga, ese bastardo gordinflón va a ser tu vecino en el futuro. No comiences ahora una gresca -le tranquilizó Rutherford.
La madame guiñó un ojo a otra de las mujeres, una cuya melena rojiza caía en cascada sobre los cremosos hombros desnudos. Ésta tuvo la astucia de levantar de la otomana a Sinclair y llevarle hasta un sofá de dos plazas, encima del cual colgaba el cuadro de una ninfa que huía de un sátiro. El criado apareció con la ginebra.
Frenchie había ocupado el lugar de la muchacha en el pianoforte y ahora estaba tocando una lúgubre pieza de Mozart tan bien como su considerable borrachera se lo permitía.
La pelirroja dijo llamarse Marybeth e intentó liar a Sinclair en una conversación, preguntándole primero por su regimiento y luego por un posible destino para después demostrar una profunda preocupación por su seguridad, un sentimiento algo prematuro desde la perspectiva del joven, quien no lograba sacarse de la cabeza a la muchacha de silueta juguetona y ojos temerosos mientras la arrastraban escaleras arriba detrás de John-O y sus dientes de oro.
Sinclair había tenido una hermana que murió de tuberculosis a una edad muy similar.
-Para ya con ese latazo y toca algo parecido a una canción -le gritó uno de los clientes a Le Maitre-. Si hubiera querido ir al liceo, habría acudido con mi mujer.
Una salva de aplausos y carcajadas acogió el comentario. Frenchie accedió a la petición del público y se lanzó a interpretar My Heart’s in the Highlands con bastante torpeza. En cuanto terminó la pieza, empezó a tocar otra partitura muy popular en el Strand, momento en que Sinclair oyó un grito procedente de los pisos superiores.
Todos lo ignoraron escrupulosamente, aunque Frenchie dejó de tocar durante un segundo y Marybeth le hizo daño a Sinclair al abotonarle el cuello de la camisa. Un hombre entrado en años continuó subiendo las escaleras en compañía de una morena con aspecto de matrona. Copley aguzó el oído cuando terminó la canción y escuchó un sollozo amortiguado y el ruido de un objeto al caer sobre el suelo, y eso a pesar de que la Suite des Dieux estaba dos pisos por encima.
-Acaban de llenar la table d’hôte -se apresuró a decir madame Eugenie, dando una palmada-. Caballeros, por favor, disfruten el pato con salsa de cerezas y ostras servidas en su concha.
Varios clientes se levantaron, Rutherford entre ellos, para dirigirse hacia el bufé de la habitación contigua, mas Sinclair se quedó libre y se encaminó a las escaleras. La suerte se puso de su parte, pues John-O estaba dando la bienvenida a un terceto de clientes borrachos y debía hacerse cargo de los sombreros y las capas. De ese modo, el joven teniente fue capaz de pasar desapercibido mientras subía los escalones.
La suite en cuestión se hallaba en el segundo piso, justo encima de la puerta de la cochera. Sinclair la había ocupado en un par de ocasiones y sabía que esa puerta, como todas las demás en el Salón de Afrodita, no estaba cerrada a pesar de estar ocupada. Madame Eugenie había descubierto hacía mucho tiempo que las exigencias del negocio requerían que John-O o ella pudieran acceder a cualquier aposento de forma inmediata, aunque actuaban siempre con prudencia.
Se detuvo en la alfombra del corredor cuando llegó a la puerta y en silencio apoyó la oreja sobre la madera. Como bien sabía, la pieza constaba de dos habitacioncitas: una antecámara con muebles de arce y un dormitorio provisto de una cama de cuatro columnas con baldaquín. Escuchó el reverberar de la voz de Fitzroy en el cuarto y después un sollozo apenas audible de la chica.
-Vas a hacerlo -tronó Fitzroy.
La muchacha lloriqueó de nuevo, llamándole ‹señor› una y otra vez. Desde fuera daba la impresión de que ella se movía despacio y con precaución por el dormitorio. Un vaso o una botella se hicieron añicos al estrellarse contra el suelo.
-No pienso pagar por esto -aseguró Fitzroy.
Sinclair escuchó el silbido de un látigo al cortar el aire; luego, un grito.
Abrió de golpe la puerta y cruzó la antecámara a la carrera para entrar en el dormitorio. El hombre estaba desnudo de cintura para arriba, pero todavía llevaba puestos los pantalones blancos; uno de los tirantes le colgaba suelto y sostenía el otro en la mano.
-¿Sinclair? Que me zurzan...
La chica cubría su desnudez con una sábana ensangrentada. Tenía el rostro lleno de churretes, pues el mar de lágrimas había movido todo el maquillaje y los coloretes.
-Entrar aquí de esa manera... ¡Menuda desfachatez! -exclamó Fitzroy mientras se dirigía a por sus ropas, depositadas en un largo banco de madera-. ¿Dónde está John-O?
-Vístete y vete de aquí.
-Quien va a marcharse eres tú -aseguró Fitzroy, cuya barriga le colgaba como un saco de patatas.
El tripudo echó mano a un bolsillo y extrajo de él una Derriger plateada de dos cañones, el arma típica de un fullero como él. Sinclair Copley no debía sorprenderse. La chica vio su oportunidad y pasó corriendo entre ambos y salió pitando de la estancia.
La visión de la pistola no disminuyó la determinación de Sinclair, más aún, la reafirmó.
-Gordinflón cobardica. Si me apuntas con eso, empieza a pensar en apretar el gatillo -le desafió, avanzando un paso con gesto amenazador.
El truhán retrocedió hasta las ventanas.
-Lo haré, dispararé -gritó él.
-Dame eso -gruñó Copley al tiempo que daba otro paso y extendía una mano.
Fitzroy cerró los ojos antes de disparar. El soldado escuchó un sonoro estallido. Se produjo un desgarro en la manga del uniforme y notó cómo le corría brazo abajo la humedad de la sangre.
Los cristales de una copa crujieron bajo sus botas cuando se lanzó a por Fitzroy, que agitó el arma con intención de apuntarle, pero Sinclair ya estaba lo bastante cerca para agarrarla y quitársela de un tirón. El gordo se revolvió en busca de un lugar para escapar, pero ¿adónde podía ir?
El oficial escuchó los pesados pasos del jamaicano en las escaleras. Fitzroy también debía de haberlas oído, pues gritó:
-¡Aquí dentro, John-O!
Después, miró con aire triunfal a Sinclair y éste, ciego de rabia, se giró a por él y le aferró por las asentaderas de los pantalones y lo sostuvo en vilo mientras daba tres pasos en dirección a las ventanas cerradas para, acto seguido, arrojarle contra los cristales. Fitzroy salió despedido entre gritos de terror al exterior, aterrizando en medio de una lluvia de esquirlas de cristal a pocos metros, encima de los ladrillos de la puerta cochera. Los caballos enganchados al carruaje situado debajo relincharon a causa del susto.
El jamaicano se quedó atónito en la entrada del dormitorio cuando Sinclair se dio la vuelta y vio el trozo de tela ensangrentada colgando de la manga del brazo izquierdo.
-Haga el favor de decirle a madame que me envíe la factura del cristalero -dijo.
Y rozó al hombretón cuando abandonó la suite.
Rutherford y Le Maitre le esperaban en compañía de varios clientes más al pie de las escaleras.
-¡Cielo santo! ¿Te han disparado? -inquirió Rutherford mientras Sinclair bajaba por las escaleras.
-¿Quién ha sido? -insistió Frenchie-. ¿El sinvergüenza de Fitzroy?
-Llevadme a ese hospital por el que pasamos antes, el de Harley Street.
Sus dos amigos intercambiaron una mirada de perplejidad.
-Pero si es para mujeres indigentes... -repuso Rutherford.
-Cualquier puerto es bueno durante la tormenta -replicó Sinclair.
‹Y tal vez esta noche aún sea posible recuperar algo›, pensó para sus adentros.
CAPÍTULO NUEVE
1 de diciembre, 11:45 horas
LA TORMENTA BRAMÓ DURANTE horas y únicamente remitió al mediodía siguiente. Habían abandonado la cabina dañada del piloto, dejándola sellada para el resto del viaje.
Barnes había ayudado al médico de a bordo a retirar las esquirlas de hielo y los fragmentos de cristal del rostro de la teniente Kathleen Healey, pero no se había solucionado la comprometida situación de los ojos y Charlotte era de la opinión de que debían llevarla cuanto antes de vuelta a la civilización, donde convenía que la atendiera un oftalmólogo de primera.
-Podría perder para siempre la vista de un ojo o tal vez de ambos -le informó al capitán en su camarote.
Purcell no le contestó, pero clavó la mirada en los zapatos mientras se devanaba los sesos. Alzó la vista al cabo de unos segundos y dijo:
-Haga el equipaje.
-¿Volvemos...?
-Tenía previsto acercarlos más a Point Adélie antes de utilizar el helicóptero, pero creo que podremos conseguirlo desde aquí.
A Charlotte no le gustó ni un ápice cómo sonaba ese ‹creo›.
-Vamos a tener que prescindir de algunas provisiones y existencias... Nada esencial, por supuesto. Podremos embarcarles a usted y a los señores Hirsch y Wilde, con sus equipos, y despegar desde aquí. Los tanques del helicóptero deberían tener suficiente capacidad para dejarlos allí y regresar hasta el barco aunque nos dirijamos ya al norte. ¡Teniente Ramsey! -llamó a voz en grito cuando el oficial cruzó el pasillo por delante de la puerta.
-¿Señor?
-Prepare el helicóptero. ¿Qué pilotos llevamos a bordo?
-Los alféreces de navío Díaz y Jarvis.
-Ordéneles llenar los depósitos del helicóptero. Que se preparen para llevar a tres pasajeros a Point Adélie lo más pronto posible.
-¿Desde aquí, señor? ¿No va a ser...?
Pero el capitán le atajó de plano y le dio nuevas órdenes antes de despedirle y centrar su atención otra vez en Charlotte, a quien preguntó si también iba a pedirles que se apresuraran.
-¿Cuándo debería decírselo?
Purcell echó un vistazo a su reloj antes de contestarle:
-Saldrán a las trece horas.
Charlotte debió hacer un rápido cálculo mental. Si se marchaban a la una de la tarde, les quedaban cincuenta y cinco minutos.
Sabía dónde encontrar a Darryl, pues seguía en su catre, con el rostro menos verde que la noche anterior, pero de un color menos natural de lo acostumbrado. El biólogo cerró los ojos cuando ella le puso al corriente de la situación en un evidente intento de hacer acopio de fuerzas para ponerse de pie, y lo logró.
-¿Estarás bien? -inquirió ella al ver sus movimientos de sonámbulo mientras se acercaba a por sus bártulos.
-Ajá. Vamos, ve a por Michael -respondió él.
-¿Sabes dónde está?
-¿Dónde va a ser? En cubierta.
Charlotte debía atender a sus propios asuntos y no disponía de tiempo para realizar una búsqueda en condiciones, por lo cual subió enseguida a la cubierta principal y miró a proa sin ver nada y luego a popa, donde varios marineros forcejeaban para retirar la lona acolchada de color verde oscuro que protegía al helicóptero. El viento seguía siendo fuerte y la lona oscilaba alrededor del aparato como una capa enorme. El reportero estaba tomando fotos de aquella tarea.
-Se supone que debemos montar en ese helicóptero en menos de una hora, ¿lo sabías? -preguntó ella.
-Sí, me ha informado la tripulación -contestó él, todavía arrodillado a fin de obtener la instantánea deseada-. No llegué a sacar mis cosas del petate, así que estaré listo en tres minutos.
-Lo tuyo es el Trivial, te sabes todas las respuestas -replicó ella-. Bueno, tengo cosas que hacer. Asegúrate de encontrar a Hirsch cuando bajes a por tus cosas. El chico no parece estar en condiciones de mantenerse en pie.
Michael tomó un par de fotografías más mientras Charlotte se dirigía abajo y luego recogió el equipo. Había adquirido el equilibrio de los marineros y era capaz de andar sin problemas a pesar del cabeceo de la nave, pero no le apenaba la partida, pues se consideraba a sí mismo persona non grata desde su garbeo de la noche anterior, y eso por no mencionar la desastrosa visita a la cabina, y se había esmerado en no dejarse ver por los oficiales de mayor graduación. Incluso el contramaestre Kazinski le había mirado como un imán de mala suerte. Cuando ocurrió el accidente, él había hecho por la teniente Healey cuanto se le había ocurrido: la había ayudado a bajar por la escalera como un bombero, lo cual le exigió quedarse fuera y por debajo de ella, y luego volvió a subir para intentar retirar de allí el cuerpo del ave muerta y sellar de algún modo la ventana de la torreta, pero no pudo hacer demasiado: el cuerpo del albatros estaba demasiado clavado en los cristales de la ventana y el filo de la pantalla le había abierto el pecho como un escalpelo, lo cual le indujo a dejarlo tal y como estaba, pues de ese modo al menos había algo que impedía que las ondulantes olas inundaran la torreta otra vez.
No, no iba a lamentar ni un ápice marcharse del barco y llegar a Point Adélie, donde podría empezar en serio su trabajo.
En otros tiempos, el reportero había estado bastante familiarizado con los helicópteros y en cuanto retiraron la lona, pudo ver que el del barco era uno de la clase Dolphin, un aparato consistente de dos motores y un rotor, destinado habitualmente a misiones como interceptar envíos de droga, patrullar sobre los hielos y realizar operaciones de búsqueda y rescate. Estaba pintado de un rojo idéntico al del buque a bordo del que navegaban, una medida de seguridad donde un punto de color podía marcar la diferencia entre el descubrimiento y la supervivencia, o quedar perdido para siempre. Varios tripulantes empezaron a cargar de combustible los depósitos y a preparar el aparato para el despegue mientras otros introducían algunas cajas. Le recordaron el equipo de boxes de una carrera NASCAR,[7] cada uno de ellos atendía su trabajo con la confianza nacida de la práctica sin hablar casi con nadie. Recogió el trípode y el resto del equipo antes de bajar a su camarote.
Darryl se hallaba tendido en la litera, mordisqueando un barra proteica.
-¿Por qué no vas al comedor y tomas algo caliente? -le sugirió Wilde mientras guardaba la maquinilla de afeitar en una bolsa-. Están preparando hamburguesas.
-No puedo -replicó Darryl.
-¿no te ves con fuerzas? Bueno, puedo traerte una.
-No puedo porque no como carne. -Michael dejó de empaquetar-. ¿No te habías dado cuenta? -preguntó Darryl.
El periodista pensó en ello y le sorprendió no haber caído en la cuenta con anterioridad. Hirsch había comido frutas, verduras, mucho pan, queso, galletitas, sopa de maíz, tarta de cereza y soufflé de espinacas, pero jamás le había visto probar hamburguesas, chuletas de cerdo ni pollo frito.
-¿Y desde cuándo...?
-Desde la universidad, en cuanto me especialicé en biología.
-¿Y qué te llevó a tomar esa decisión?
-Todo -contestó Darryl mientras desenrollaba un poco más la envoltura de la barrita-. Me faltó estómago para interferir en el proceso de la vida en cuanto comencé a estudiarla en serio con todas sus incontables permutaciones y manifestaciones y la vi en su totalidad, y lo que había en común, sin importar que la criatura fuera grande o pequeña.
Michael creyó haberle entendido.
-¿Te refieres al deseo de vida?
Darryl asintió.
-Todas las especies, desde la ballena azul hasta la mosca de la fruta, luchan con todas sus fuerzas para preservar su existencia, y cuanto más las estudiaba, incluso aunque fueran diátomos unicelulares, más hermosas me parecían. La vida es un milagro, un puto milagro, con independencia de la forma que adopte, y nunca he vuelto a sentirme con el derecho a arrebatarle la vida a ninguna innecesariamente.
El periodista podía compartir ese punto de vista mientras no se viera en la obligación de renunciar a las costillas ni al solomillo, pero seguía sin comprender una cosa.
-¿Por qué no lo has mencionado antes ni en el comedor ni en la sala de oficiales? Te habrían preparado platos para vegetariano o algo por el estilo.
Darryl le miró durante un buen rato.
-¿Sabes qué suelen decir los militares y los marineros sobre los vegetarianos? -Wilde jamás se había planteado la cuestión, y Darryl lo notó-. Sería mejor decirles que soy pedófilo.
Michael no pudo contener la risa.
-¿Y qué vas a decir en Point Adélie? ¿Seguirás intentando mantener el secreto?
El científico se encogió de hombros mientras terminaba la barrita proteica y formaba una bola con el envoltorio.
-Lidiaré con ese problema cuando no quede otro remedio. -Se levantó de la litera y empezó a ponerse un suéter-. En cuanto a los demás científicos, no van a notarlo ni van a preocuparse. -Sacó la cabeza por el agujero de la prenda-. Dale a un glaciólogo un buen trozo de hielo para investigar y le harás el hombre más feliz del planeta. A los científicos les preocupa poco lo que hagas mientras no les estorbes en sus experimentos.
Michael tuvo que mostrarse de acuerdo. Había hecho reportajes a dos tipos de esa clase, un primatólogo en Brasil y un herpetólogo en el suroeste de Estados Unidos. Ambos vivían totalmente abstraídos en sus mundos raros y minúsculos. Debía de haber un buen puñado de ellos en Point Adélie.
Cuando el biólogo terminó de empaquetar sus cosas, ambos arrastraron sus equipajes hasta la cubierta de popa, donde el reportero pudo comprobar que los pilotos ya estaban dentro del aparato y llevaban a cabo una comprobación rutinaria del instrumental de a bordo. El contramaestre Kazinski apareció con el equipaje de la doctora Barnes a cuestas. Ésta caminaba justo detrás, vestida con un abrigo verde de tres cuartos y con las coletas del pelo recogidas con un gran nudo.
El capitán se acercó a ellos poco antes de que subieran al helicóptero. Pareció dirigirse a todos, salvo a Michael.
-En nombre de la guardia costera de Estados Unidos me gustaría desearles lo mejor para el resto de su singladura hasta Point Adélie. Nos alegra haberles sido de ayuda, acudan a nosotros siempre que nos necesiten.
Charlotte y Darryl le dieron las gracias con profusión al tiempo que le estrecharon la mano; al final, el capitán miró directamente a Michael.
-Intente no meterse en líos un día sí y otro también, señor Wilde.
-Espero que la teniente Healey se encuentre bien. ¿Sería tan amable de tenerme al tanto de su mejoría?
-Lo haré -contestó el capitán con un tono que dejaba bien a las claras que no iba a hacerlo.
Aparecieron un par de marineros, recogieron sus equipajes y empezaron a colocarlo en el compartimento de carga.
Purcell desvió la vista hacia el oeste, y luego añadió:
-Mejor será que se pongan en marcha. Vamos a tener más mal tiempo.
Luego, se despidió de los pilotos con la mano y se dio la vuelta para encaminarse de vuelta al puente.
Michael agachó la cabeza y siguió a Charlotte y a Darryl por una puerta lateral; se dejó caer en un asiento al otro lado, junto a una gran ventana cuadrada, donde disfrutaba de una gran panorámica, pues esos helicópteros estaban diseñados para ofrecer la máxima visibilidad. Hacía calor en la cabina, así que se despojó del abrigo y los guantes y se abrochó el cinturón del asiento en el preciso instante en que los pilotos encendieron el rotor y todo el aparato empezó a vibrar en medio de un zumbido. Se puso los cascos para atenuar el sonido. Estaban provistos de un intercomunicador. Un tripulante dio una palmada en un costado del aparato y cerró la puerta de golpe. Había un breve pasillo entre el compartimento de pasajeros y la cabina a través del cual podía ver a los pilotos, Díaz y Jarvis, tal y como le habían dicho los marineros encargados de retirar la lona, mientras encendían los contactos situados encima de sus cabezas y revisaban diales y pantallas de ordenador. Parecía una versión en miniatura del puente del barco.
El helicóptero se balanceó sobre la plataforma como una adolescente con zapatos de aguja, pero luego cobró una repentina estabilidad y fuerza antes de alzarse en el aire y poner rumbo hacia la popa. Después, mientras el barco se movía debajo de ellos, el aparato se orientó hacia el suroeste y se alejó tras ejecutar un brusco viraje. El periodista echó un vistazo. Lo último que vio fue la ventana estropeada de la torreta. Habían retirado el cuerpo del pájaro y habían sellado el hueco gracias a una improvisada cubierta de madera con tiras de aluminio entrecruzadas y tubos de ventilación.
Debajo de él se extendía el mar de Weddell, así llamado en honor al marinero escocés dedicado a la caza de focas James Weddell, el primero en explorar aquellas aguas a partir de 1820. La superficie estaba salpicada de bloques de hielo a la deriva e inmensos icebergs, inmóviles en apariencia. Desde lo alto, Michael podía ver las grietas aserradas de los témpanos. Cuando la luz era la adecuada y un rayo de sol incidía desde el ángulo apropiado, el hielo de dentro refulgía como un rutilante letrero de neón azul, y cuando la luz se desvanecía, ofrecía la apariencia de los tubos cuando se acababa de apagar el interruptor, y las grietas volvían a ser una cicatriz atemorizante, una sutura negra o un semblante extremadamente lívido.
Se produjo un chisporroteo en los audífonos antes de que el alférez Díaz se presentara e informara de que el tiempo estimado del trayecto sería de una hora.
-Esperamos un vuelo sin turbulencias -anunció-, pero ya saben cómo son estas cosas por estas latitudes.
Michael no pudo evitar una mirada de refilón hacia su compañero: Hirsch había tenido ya suficientes turbulencias para toda la vida, pero había apagado los cascos y dormía como un bendito con la boca abierta y la cabeza ladeada hacia el amplio hombro de Charlotte, que mostraba grandes ojeras y miraba hacia el mar con expresión reflexiva.
Wilde adivinó en parte qué podía estar pensando. Resultaba difícil no darle vueltas a ciertas cosas cuando se sobrevolaba la yerma y desnuda vastedad del Antártico, cosas como la insignificancia de la propia existencia y la posibilidad de que el menor yerro desencadenase una serie de hechos cuyo saldo fuera el desastre o la muerte. La Antártida seguía siendo el territorio más inexplorado por el hombre a pesar de que los exploradores, los balleneros y los cazadores de focas habían surcado aquellas aguas durante siglos. Le había salvado lo inhóspito de sus condiciones de vida. La industria hizo un alto en el camino cuando fue demasiado elevado el coste de matar a los pocos cetáceos supervivientes para obtener aceite o barbas de ballena. La brutal depredación había diezmado la población de focas hasta que también había cesado de forma gradual, eso sí, después de haber sacrificado con desenfreno a cientos de miles de ellas. La carnicería había sido brutal y desmedida dondequiera que los hombres habían puesto el pie, y tan rápida, que la posibilidad de que los matarifes se enriquecieran desapareció en el plazo de cien años.
Habían matado a la gallina de los huevos de oro una vez y otra, y otra más.
Pero a la postre, la gélida firmeza del Polo Sur había terminado por derrotar a los supuestos invasores y se había impuesto a todos, salvo a los intrusos menos agresivos. Había bases y estaciones de investigación científica como Point Adélie dispersas por las orillas del océano Antártico, pero apenas eran guijarros diseminados por las arenas de una vasta playa, minúsculas manchas negras en un mundo de mares azules y picos cristalinos. Sin embargo, como Michael había tenido ocasión de aprender durante sus almuerzos en el comedor de oficiales, la mayoría de esas estaciones no estaban allí tanto para la búsqueda del conocimiento como para reforzar una hipotética reclamación territorial sobre la tierra y los ilimitados recursos minerales que pudiera haber en el subsuelo.
-La Antártida es el único continente sin naciones y para mantener ese estado de cosas se firmó el Tratado Antártico, suscrito en 1959 -había señalado la teniente Healey una noche en el transcurso de la cena-. El tratado declaraba zona internacional a la Antártida, es decir, a los territorios situados al sur de los sesenta grados de latitud sur. Es una zona libre de armas nucleares. Lo firmaron cuarenta países.
-Pero eso no ha detenido a los okupas -había terciado Darryl mientras llenaba hasta los bordes el plato con patatas gratinadas-. Y si viene uno, acuden todos.
La teniente había sonreído con pesar al oír aquello.
-Tiene razón. Muchos países han establecido estaciones de investigación científica, por llamarlas de algún modo, incluso algunos tan poco probables como China o Perú. Es su manera de afirmar sus derechos a la participación en cualquier debate sobre el futuro de la Antártida o sobre cualquier posible explotación futura de los recursos mineros.
-En otras palabras, se ponen en línea de salida, como nosotros -apostilló el biólogo-, para echar a correr en cuanto suene el pistoletazo inicial. -Se metió en la boca otra cucharada de patatas y antes de tragarlas, añadió-: Y eso va a ocurrir.
Michael no dudaba de que tuviera razón, aunque se le hacía duro imaginar semejante catástrofe mientras a través de la ventana contemplaba el gélido paisaje de debajo, iluminado por un sol acuclillado detrás del horizonte con aspecto de ser una gruesa bola de bronce. El hielo sin fin y el océano parecían tan insensibles como eternos.
Distinguió al oeste los primeros indicios del frente tormentoso que había intuido el capitán. Unas menudas nubes grises llenaban el cielo y comenzaban a dirigirse hacia ellos como jirones de un sudario rasgado por dedos invisibles. También el mar empezaba a encresparse: las olas suaves aumentaron de altura y sus crestas se colmaron de espuma. Un viento cada vez más fuerte empujaba a las bandadas de pájaros.
Hirsch empezó a despabilarse y se retrepó en el asiento. Daba la impresión de haber superado el mareo: estaba pálido, como todo buen pelirrojo, pero ya no tenía la piel verdosa. Dirigió una sonrisa a Michael y le hizo una señal con los pulgares hacia arriba. Charlotte estudiaba un mapa plegado sobre su regazo.
Wilde podía ver a Díaz y Jarvis en la cabina, donde conversaban mientras supervisaban los monitores y los paneles de control. El aparato ganó altitud al cabo de unos segundos y también velocidad, si su apreciación no era errónea. A sus pies, era imposible distinguir otra cosa que no fuera una interminable planicie de banquisa, la capa de hielo flotante que se formaba en las regiones oceánicas polares. El helicóptero pareció sobrevolar la nada durante los siguientes veinte minutos, pero se dirigía a su destino lo más rápido posible. ‹La tormenta debe avanzar más deprisa de lo que esperaban›, dedujo el reportero.
Reclinó la cabeza y cerró los ojos. Él también se hallaba cansado. No había sido fácil conciliar el sueño a bordo del rompehielos a causa del runrún constante de los motores, el rechinar de los talones de proa cuando pulverizaban los bandejones, trozos de hielo del tamaño de un autobús, por no mencionar los camarotes oscuros y húmedos; de hecho, las ropas aún olían a moho. Era imposible dormir un par de horas sin ser despertado por alguna brusca sacudida o, peor todavía, verse lanzado fuera de la litera y acabar en el suelo. No le importaba cómo fueran los cuartos en Point Adélie. Únicamente aspiraba a dormir en una cama estable sin que el más letal de los océanos del mundo golpetease a pocos metros de él, muriéndose de ganas por entrar.
Se preguntó si habría algún cambio en la situación de Kristin. Se le hacía extraño hallarse tan desconectado de la realidad, estar tan lejos, en el sentido pleno del término, de las preocupaciones de su vida cotidiana. Se había tomado una suerte de año sabático con respecto a sus amigos, su familia y su trabajo, eso era cierto. La desolación le había dejado vacío por dentro y había permitido que el contestador se hiciera cargo de las llamadas y que AOL conservara los mensajes electrónicos, pero sabía que se enteraría enseguida si ocurría algo grave. El mundo, o al menos la hermana pequeña de Kristin, se las arreglaría de una u otra forma para abrir una brecha en sus murallas y hacérselo saber, aunque la comunicación habitual era difícil allí donde se dirigía y su capacidad de reacción a cualquier posible suceso era prácticamente nula. Difícilmente podía acudir a la cabecera de una cama ni, peor aún, a un cementerio desde el rincón más inaccesible del planeta, a miles de kilómetros de distancia.
Había algo terrible en todo eso. Si era sincero consigo mismo, suponía todo un alivio. Se sentía liberado de una gran carga desde que se embarcó en aquel viaje. Tenía la impresión de haber recibido un permiso después de haber vivido con la obligación de estar siempre de guardia. Durante meses se había sentido esclavo del reloj, incapaz de avanzar un paso sin volver la vista atrás por si había algo que decir, incluso aunque la existencia de barreras físicas le impidiera decirlo, pues la familia de Kristin le había dejado fuera de juego.
El viento zarandeó el helicóptero. Michael entreabrió un ojo sin mover la cabeza. En el exterior, la escena se había transformado totalmente: las nubecillas grises se habían convertido en un ejército espectral de nubarrones ocupando posiciones en el cielo y una capa de niebla se arremolinaba sobre el mismo océano, ahora situado muy lejos, hasta cubrirlo casi por completo. Las líneas divisorias entre cielo y mar, hielo y aire, se estaban oscureciendo cada vez más. Como bien sabía Michael, ése era uno de los grandes riesgos en la Antártida: todo el universo quedaría reducido en cuestión de minutos a una blanquecina sopa de fotones en al cual las embarcaciones encallarían, los exploradores caerían en grietas imposibles de advertir y los pilotos, incapaces de orientarse, estrellarían los aviones contra la masa de hielo o los harían colisionar en los picos de los glaciares.
-Podría decirse, supongo, que tenemos viento desfavorable -anunció el alférez Díaz por los audífonos del casco. Michael se enderezó en el asiento y miró a sus compañeros de viaje: Darryl estiraba el cuello para mirar por la ventanilla de Charlotte, que dobló el mapa antes de guardarlo-. Pero casi hemos llegado a Point Adélie. Estamos siguiendo la línea de la costa desde el noroeste. Si la bruma se levanta, podrán ver una vieja factoría noruega de balleneros o tal vez incluso la colonia de grajos de Adélie. -Apagó el intercomunicador, pero volvió a encenderlo al cabo de unos segundos-. El alférez Jarvis me ruega que les avise de que el tiempo de aterrizaje va a ser mínimo, por lo cual les pido que sean tan amables de bajar del helicóptero en cuanto les avisemos de que salir es seguro. No se demoren a la espera de sus bolsas y equipo. El personal de tierra los recogerá por ustedes.
Entonces interrumpió la comunicación y no volvió a reanudarla.
El periodista se anudó bien los cordones de las botas y reunió el abrigo, el sombrero y los guantes cerca de él, incluso a pesar de que no iba a ser capaz de ponérselos hasta haberse soltado el arnés de seguridad del asiento. El aparato perdió altitud poco a poco en medio de la bruma. No lo veía, pero era capaz de percibirlo. De vez en cuando resultaba visible algún área de la costa rocosa, y en un par de ocasiones vislumbraron el borrón negro de una nutrida colonia de pingüinos arracimados en una llanura nevada. Entonces, atisbó los restos abandonados de unos edificios de madera coloreada por el hollín y la herrumbre, y de entre la niebla asomaba lo que parecía ser la aguja de una iglesia, aunque resultaba difícil decirlo a ciencia cierta, pues el helicóptero sobrevoló el área a gran velocidad, subiendo y bajando por culpa de las corrientes de aire y sufriendo sacudidas de un lado para otro. Al cabo de unos pocos minutos, cuando el aparato descendió y giró, apareció la loma. El rotor runruneó más fuerte que nunca. Michael se inclinó sobre la ventana para mirar hacia abajo. Las hojas de la hélice hacían jirones del velo de niebla y a través del mismo logró ver a un hombre vestido con una parka naranja con capucha. Les hacía señales con las manos mientras se deslizaba sobre el hielo. Le rodeaban unas manchas grises y marrones en movimiento: unas avanzaban a brincos entre la nieve y el hielo y otras desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, como si se evaporasen de pronto. El helicóptero se cernió sobre el suelo, pero un golpe de viento le zarandeó en el aire. En la cabina, Jarvis y Díaz se agachaban sobre los mandos. Éste último hablaba de forma atropellada por el micrófono.
En el suelo, el hombre desapareció del campo de visión de Michael para luego volver a cruzar por el mismo, todavía haciendo señales con los brazos en alto. El aparato se balanceó otra vez y empezó a descender lentamente después de que un cuerno sonara por dos veces. El contacto con los patines de aterrizaje con el hielo produjo un chasquido muy similar al de una de esas cubiteras pasadas de moda cuando se apretaba para liberar los cubitos. Debajo se oían los gritos del hombre de naranja, que pasó resbalando delante de la ventana. Wilde entrevió debajo de las gafas de esquí un rostro barbudo y gastado por la intemperie. Entonces, escuchó el gradual suspiro de los rotores principal y de cola al aminorar el giro. Los pilotos cambiaron de posición las llaves con movimientos rápidos y soltaron los cinturones.
Michael los imitó.
Díaz se giró y anunció a voz en grito:
-¡Fin de trayecto!
Jarvis ya había saltado a tierra y estaba tirando de la puerta del compartimento de pasajeros. Ésta se abrió de sopetón y un soplo de aire antártico se coló en tromba dentro de la cabina. Charlotte seguí a forcejeando para liberarse del arnés del asiento y Darryl hacía lo posible por ayudarla.
-Todos abajo a la voz de ya -gritó Jarvis, tendiendo una mano a Charlotte, que al fin había logrado zafarse y daba los primeros pasos sobre el hielo con cautela. Darryl avanzó a tropezones detrás de ella. Michael los sonrió.
Los pilotos y el tipo de la parka naranja comentaron a gritos algo sobre las focas de Weddell y sus cachorros. Michael seguí ensordecido a causa del rugido del helicóptero y se perdía más palabras de las que escuchaba antes de poderlas comprender.
Se alejó del aparato mientras otros hombres enfundados en parkas y protegidos con gafas de esquí corrían hacia la estructura de la cola, donde Jarvis ya había abierto el compartimento de carga. Observaba cómo deslizaban fuera varios palés de vituallas cuando estuvo a punto de perder pie y debió fijar la vista en donde pisaba. ¿Dónde estaba? No había signo alguno de una estación de investigación científica y de pronto descubrió que la capa de hielo tenía boquetes de más sobre el hielo, algo rojo, pastoso y húmedo. El tipo de la parka naranja volvió a vociferar, pero en esta ocasión Michael logró escuchar buena parte de sus palabras.
-¡Atentos, miren por dónde pisan! ¡Las focas de Weddell están alumbrando aquí a las crías! -Charlotte y Darryl se cogieron del brazo y permanecieron inmóviles-. ¡Han abierto agujeros con los dientes en la placa de hielo! -les gritó el hombre, señalando varios puntos en derredor-. ¡Han hecho respiraderos en el hielo!
Michael vio una cría a pocos metros de distancia. Su figura apenas era distinguible contra el manto helado. Y luego descubrió a otra. Eran blancas, pero estaban embadurnadas de sangre. Ambas tenían abiertos sus ojos negros. Una de las madres yacía detrás de ellas, y así tendida, parecía un gran tubo gris.
Después, cuando observó con más detalle, descubrió a una foca adulta, de mayor tamaño y pelaje más oscuro, que metió la cabeza en un agujero con forma de cono y de algún modo se las arregló para deslizarse por el mismo.
-¡No se detengan! -gritó el hombre del abrigo anaranjado-. ¡Salgan del hielo!
Alguien de la estación, un tipo cuyo mostacho helado se asemejaba a un picaporte, guiaba a Charlotte y Darryl hacia delante. Michael avanzó trabajosamente en la misma dirección, pero a veces la bruma dificultaba ver dónde ponía el pie, y el hielo, resbaladizo en el mejor de los casos, era aún menos transitable, pues estaba humedecido por la sangre y los restos del alumbramiento de las crías. Wilde soltó un suspiro de alivio cuando al fin pisó la gravilla y el liquen. Un soplo de viento disipó la niebla de una zona y eso le permitió ver a no más de cincuenta metros un manojo de estructuras prefabricadas de color gris turbio situadas en una loma baja. Las habían levantado a pocos centímetros del permafrost, acurrucadas unas junto a otras hasta formar el patio del colegio más feo del mundo. El asta de la bandera cubierta de hielo se alzaba en el centro del mismo con la Vieja Gloria² flameando al soplo del viento helado.
El hombre de la parka naranja caminó tras él hasta darle alcance y dijo:
-Le llamamos el jardín de la Antártida. -Michael dio patadas en el suelo para sacudirse el frío con sus frías botas manchadas de sangre-. Ahora bien, debo advertirle: no siempre tiene tan buen aspecto.
PARTE II
POINT ADÉLIE
Desde popa sopló un viento del sur propicio y el albatros nos siguió. A la llamada del marinero acudía a diario, ya fuera por comida o por solaz.
Se posó en los mástiles y en los obenques sin importar la calima o las nubes, durante nueve atardeceres.
Y esas noches, rieló la luz nívea de la luna tras atravesar el blanco humo de la bruma.
Dios te guarde, viejo marinero, de los demonios que te atormentan.
¿Por qué tienes esa mirada?
Al albatros maté con mi ballesta.
La balada del viejo marinero,
SAMUEL TAYLOR COLERADGE (1798)
CAPÍTULO DIEZ
2 a 5 de diciembre
FUE DIFÍCIL NORMALIZAR LOS primeros días en Point Adélie, y no sólo por la gran cantidad de trabajo pendiente, sino porque los recién llegados no percibían el transcurso del tiempo. El sol brillaba en todo momento y sus rayos se filtraban por las rendijas de las persianas. Sólo había un modo de saber la hora: no perder de vista el reloj; también podían preguntar a alguien cuando se sentían confusos si eran las 11:30 de la mañana o de la noche, a lo cual le seguía otra pregunta: ¿qué día de la semana era? No resultaba tan sencillo como levantarse y revisar la fecha en el periódico o la guía de programación de la tele durante la noche. No servían de nada los indicadores normales por los cuales los civilizados regían y organizaban su vida: la entrada en el gimnasio, la clase de yoga, la hora de salir de casa al trabajo, o de regresar. Ni siquiera había diferencia entre un día normal y un festivo de fin de semana, dada la alta improbabilidad de tener una cita, ir al cine, dormir en una casa ajena o tener que llevar a los hijos a los entrenamientos de fútbol. Todo eso era irrelevante. Estaban en un sitio y vivían en un momento donde carecían de importancia todos los aspectos de la existencia cotidiana. En la Antártida, todo flotaba a la deriva y era preciso aprender a imponer un propio ritmo a las cosas, el que fuera, pero debía ser uno propio. De lo contrario, era fácil enloquecer.
-Nosotros le llamamos el Gran Ojo -le informaron a Michael en el transcurso de la primera comida en el comedor. El Gran Ojo. El aire colegial típico de un patio de recreo escolar se había extendido al modo de referirse a las cosas.
El hombre de la parka respondía al nombre de Murphy O´Connor y resultó ser el jefe de operaciones de la base. Comió con los recién llegados para tener la oportunidad de ponerles al tanto de las reglas y hábitos de la estación, entre otras cosas.
-Pierdes la noción del tiempo si te quemas las pestañas por trabajar demasiado, y antes de darte cuenta has empezado a bailar el Gran Ojo.
Metió para dentro los carillos y puso ojos saltones con el fin de parecerse a un tipo demacrado y chiflado.
Charlotte sonrió y Darryl se echó a reír mientras se llenaba el plato de judías estofadas.
-Pillar eso no tiene pinta de ser nada divertido.
El biólogo hundió otra vez la cuchara de servir en las judías.
-Con lo pequeño que eres, seguro que puedes cavar un agujero y esconderte dentro.
Michael se preguntó si ese comentario no ofendería a Hirsch, pero Murphy había hablado en todo momento de forma clara y campechana y se había desenvuelto con tanta liberalidad que al biólogo no pareció importarle lo más mínimo.
-Bueno -continuó Murphy-, haced lo posible por seguir un horario mientras estéis por aquí. Confeccionadlo a vuestro gusto, pero intentad respetarlo. La cocina está siempre abierta, de modo que siempre podéis prepararos un bocadillo, pero no tenemos una sala de psicología por si se os va la olla, a menos que la doctora Barnes planee abrir una -agregó, mirándola de refilón.
-No, si puedo evitarlo.
Entonces, él procedió a facilitarles una serie de consejos prácticos sobre Point Adélie, incluyendo el más importante de todos:
-Jamás salgáis solos de la base -dijo, y miró fijamente a cada uno de ellos para enfatizar la importancia de ese punto con esos ojos castaños que había protegido antes con las gafas de estilo aviador, cuyos bordes le llegaban casi a la barba y le cubrían las mejillas y el mentón-. Hará cosa de un año estuvo aquí un geólogo de Kansas, un tipo con una idea fija: salir y tomar varias muestras rápidas. Se marchó solo sin decir adónde iba y tardamos tres días en encontrarle.
-¿Qué le había pasado? -quiso saber el periodista.
-Se cayó a una zanja y murió congelado. -O´Connor sacudió la cabeza con tristeza y tomó un sorbo de café de un tazón decorado con la imagen de pingüino-. A veces, es imposible ver las grietas por culpa de la porquería. -Señaló a su espalda, en dirección a su oficina-. La pizarra negra de la entrada está pensada para ese fin: escribid quiénes vais, adónde os dirigís y cuándo tenéis planeado regresar si salís de la base.
Michael se había fijado ya en ella. La última entrada mencionaba algo de una exploración sobre el terreno en Valle Seco I.
-Y a la vuelta me escribís en la pizarra que habéis regresado sanos y salvos. No me hace ni pizca de gracia tener que echarle un vistazo a vuestras camas a ver si estáis arropaditos, ¿vale? -hizo una pausa y pensó en algo que le hizo sonreír-. Os sorprendería la de cosas que es posible encontrar.
El periodista no podía imaginar nada subidito de tono después de echar un vistazo al comedor, donde ahora apenas había gente. En un par de mesas asignadas al personal de servicio se sentaban unos jovencillos de uniforme azul, y en otras dos se concentraban casi todos los científicos. Identificarlos resultaba tan fácil como reconocer a Darryl en el aeropuerto de Santiago. Era un grupo dado a las excentricidades. Uno llevaba una larga cola de caballo y unas gafas SeaSpecs con montura de alambre, y esas dos robustas mujeres de rubios cabellos y hombros amplios tenían aspecto de salir de alguna antigua leyenda noruega. Murphy debió de seguir la dirección de su mirada, ya que comentó:
-A los científicos les llamamos probetas.
Michael cazó al vuelo la razón del mote. Probetas, como los instrumentos de laboratorio.
-No les importa. Ellos nos llaman reclutas.
-¿Y no os importa? -inquirió Charlotte.
-Segurísimo -replicó Murphy, simulando estar enfadado-, pero aquí nos cuesta tomárnoslo a mal. -Luego, ya con tono más serio, agregó-: En la base dependemos unos de otros, y todos lo sabemos. Los científicos no serían capaces de dar una a derechas sin los reclutas; éstos llevan el lugar, mantienen en funcionamiento los generadores diesel y las luces, y quitan y ponen los U-barrel, los bidones de orina que veréis pintados en negro o amarillo... Por cierto, la orina, como todos los demás residuos humanos, deben guardarse en contenedores para sacarlos de la Antártida. Y sin los probetas... -O´Connor hizo una pausa, no muy seguro de cómo terminar el pensamiento-, bueno, sin ellos, los demás no estaríamos aquí, donde Cristo perdió las zapatillas.
-Si quiere saberlo, a mí me parece un buen arreglo -observó Darryl.
-Así habla un probeta de verdad -replicó el jefe de la base-. Ahora, instalaos en vuestros cuartos para pasar la noche. Mañana os espera un día muy largo en la Escuela de nieve.
Charlotte, Darryl y Michael intercambiaron miradas sorprendidas.
-Y no olvidéis traer vuestras manoplas.
O´Connor se marchó para sentarse en la mesa de los reclutas, varios de los cuales se habían girado para tener una mejor visión de los recién llegados, mientras ellos tres se quedaron desconcertados, como chicos nuevos en la cafetería del instituto. Los probetas estaban absortos en sus propias conversaciones o comían sin apartar la mirada de los platos de judías con salchichas y pan de maíz. Uno de ellos había desplegado delante de él un buen fajo de papeles impresos.
-¿A que es raro? -inquirió Michael, señalando a los científicos-. Ahora estamos en un mundo donde ellos son lo guay.
Darryl se echó a reír y dijo:
-Llevo esperando esto toda la vida -repuso, y se levantó-. Si me disculpáis, me parece haber oído la palabra «isóptero» por ahí.
Ante la mirada de Charlotte y Michael, el pelirrojo cruzó el suelo de linóleo sin manifestar muestra alguna de miedo y se sentó junto a una de esas mesas de estilo similar a las usadas en cualquier picnic campestre, donde una de las mujeres rubias con la camisa de franela por fuera de los pantalones opinaba sobre algo. La conversación se detuvo durante unos instantes y Michael empezó a preguntarse si no debería acudir en rescate del pelirrojo, pero entonces éste comentó varias cosas que él no descifró y vio cómo tenía lugar la ceremonia del apretón de manos después de que Darryl hubiera presentado en voz alta sus credenciales. El biólogo fue admitido inmediatamente en el club. Era como si hubiera pasado algún secreto rito iniciático. Michael y Charlotte le concedieron un cuarto de hora para que entablara lazos de amistad con sus nuevos amigos, luego se levantaron para colocar en su sitio las bandejas usadas. Michael atrajo la atención de Hirsch. Éste se apresuró a terminar una entretenida anécdota sobre un nematodo, que provocó grandes risas, y se reunió con ellos.
-Es un buen grupo -comentó Darryl mientras los tres se abotonaban la ropa para realizar el corto trecho hasta sus dormitorios.
-Parece que has triunfado -contestó Michael.
-Era una audiencia nueva -replicó Darryl con un encogimiento de hombros-, me bastaba con soltarles lo mejor de mi repertorio.
Tras salir del módulo de los comedores -donde se hallaba también la oficina del jefe O´Connor- debían recorrer a la intemperie los quince metros de una pasarela de madera. Los módulos de la base se asemejaban a los vagones de un tren: estaban dispuestos en forma de cuadrado y unidos entre sí por cuerdas de nailon a ambos lados de las pasarelas que los intercomunicaban. Michael sabía que las cuerdas estaban allí como ayuda para mantener el equilibrio. Además, en caso de que la luminosidad de la nieve cegara a alguien, como le había pasado a él, proporcionaba la única forma de hallar el camino a la salvación, pues aunque el refugio se hallase a un par de pasos por delante, podía no saberlo. Muchos hombres habían muerto en esos climas polares helados a escasos metros de sus tiendas por no haber podido verlas.
En el siguiente módulo, donde se hallaba emplazada la enfermería, Charlotte tenía asignado un cuarto individual, algo poco habitual, aunque tampoco era merecedor de tal nombre, pues era un cubículo de dos metros y medio de ancho por tres de largo con aspecto de haber estado ocupado hasta que aterrizó el helicóptero por el anterior médico residente, un fan de la navegación, el surf y Jessica Alba a juzgar por los pósteres de la pared. Ahora, estaba de vuelta al mundo en el rompehielos de la guardia costera. Los bártulos de Charlotte se quedaron en la litera.
-Mira, si hasta la tienes decorada y todo -observó Michael, asomando la cabeza.
-Jamás se me ocurrió traerme mis propios pósteres.
-Ya lo sabes para el próximo turno -le pinchó Darryl.
-No estaré aquí para entonces -replicó ella.
Michael y Darryl se alojaban en el módulo situado al otro lado, reservado a los probetas y otro personal provisional. Ambos se vieron obligados a compartir un espacio no muy superior al del cuarto de su compañera. Había un ventanuco, en realidad era más una rejilla de ventilación, y una litera de doble altura; cada una estaba aislada por unas endebles cortinas opacas. Cubría el suelo del habitáculo una moqueta granate y amarilla, similar a las alfombras del salón de banquetes de los hoteles: capaz de resistir el efecto de un detergente industrial muy fuerte. Había una puerta de rejilla imposible de mantener cerrada y detrás de la misma se hallaba situado el único armario de la estancia, donde encontraron una recompensa inesperada.
-Ahí va, dale una miradita a esto.
Darryl le echó un vistazo.
-Alguno de los inquilinos anteriores nos ha dejado unos regalitos...
-Eso, o la NSF se ha asegurado de que nos equipemos como Dios manda. -Darryl tiró de la manga de un anorak naranja, uno de los que colgaban de la percha-. Y yo sin dejar de preguntarme por qué insistían tanto en saber mis medidas...
Además de los dos abrigos con capuchas forradas con piel de coyote, había dos chaquetones acolchados, camisetas de lana y pantalones de chándal con bolsillos suficientes para llevar encima una tienda de hardware. Michael rebuscó en la balda superior, donde encontró ropa interior de polipropileno, diseñada para repeler el sudor y mantener seco el cuerpo, manoplas de piel lo bastante grandes como para llevar puestos debajo los mitones, guantes de cuero, varios calcetines de lana y botines de neopreno y, por último, pasamontañas de lana para proteger la cabeza, el cuello y la mayor parte del rostro. Lo bajó todo y se lo entregó a Hirsch, quien tras examinarlas prendas exclamó:
-¡Como si fuera Navidad!
-Y aún no hemos terminado.
En el suelo había un buen surtido de pares de botas perfectamente alineados y colocados por el número. Había unas bunny boots, como llamaban en el ejército a esas botas de goma con colchón de aire en la suela, suaves mukluks al más puro estilo esquimal, de hormas amplias y caña ancha, y altas botas negras de bombero, ideales para trabajar en el agua y el barro.
-Han pensado en todo, ¿verdad?
-Sí -convino el periodista mientras examinaba el alijo-.empiezo a preguntarme dónde estarán aparcadas nuestras motonieves.
El cuarto de baño común se encontraba en el rincón más alejado del módulo y por suerte estaba desocupado cuando Michael se dio una ducha de agua caliente -«No más de tres minutos», rezaba el cartel- y regresó al salón, cubierto por la misma moqueta que el dormitorio. Algún hotel de la cadena Holiday Inn debía de haber cerrado y los de la base habían comprado rollos de alfombra en la liquidación posterior.
Cerró la puerta en cuanto llegó a su dormitorio. Del otro lado de la cortina llegaban los suaves ronquidos de Darryl, tendido en la litera inferior. Las nuevas ropas de ambos ocupaban el suelo. Michael ajustó el estor negro para cubrir la abertura que hacía las veces de ventana, apagó la luz y se subió a su cama, donde reposó la cabeza sobre la alfombra de relleno de espuma de la cabecera. Un sesgado rayo del frío sol se colaba todavía en la habitación. Ajustó las cortinas y ya estaba medio grogui para cuando volvió a reclinar la cabeza sobre la almohada. Ocho horas después se despertó en la misma posición que se había dormido y por vez primera en ocho meses no fue capaz de recordar ni una sola de sus pesadillas. Se sintió profundamente aliviado.
La Escuela de la nieve era obligatoria para todos los novatos de la base. Estaba supervisada por un joven desgarbado llamado Bill Lawson. Se cubría la cabeza con un pañuelo de algodón al estilo de los bucaneros. Michael llegó a la conclusión de que el tipo había visto demasiadas veces Piratas del Caribe. Era un civil a sueldo de la Marina cuya manera de dar clase era todo un seminario de autoestima. Cuando Michael fue el primero en demostrar que era capaz de encender una fogata frotando dos piedras, dijo:
-Chachi, continúa por ese camino, Michael.
Luego, cuando Hirsch levantó una tienda de campaña en menos de diez minutos, Lawson se despachó con un «Dabuten, Darryl».
Hubo más de un «dabuten» cuando vio que éste era capaz de desmantelar y guardar el equipo sobre la cesta del trineo en menos tiempo aún.
Charlotte parecía cada vez más malhumorada, pues no ganaba ninguna de las pruebas de supervivencia. Estaba acostumbrada a ser la alumna estrella, eso resultaba obvio, y tampoco acogió de buen grado las lecciones sobre hipotermia y congelación, pues eran temas que ya dominaba ampliamente. Mientras Lawson hablaba, ella miraba fuera, a las planicies heladas que rodeaban la base por tres puntos cardinales y el dentado contorno de los picos de las Montañas Transantárticas. La cadena montañosa era de un color marrón turbio allí donde los vientos implacables se habían llevado la nieve. Pareció más desdichada todavía cuando Lawson anunció que iban a pasar la noche a la intemperie.
-¿Dentro de una tienda...? No es que mi habitación sea gran cosa, la verdad, pero al menos, gracias a Dios, tengo una cama.
Lawson fingió tomárselo de buen humor, o tal vez, caviló Michael, el tipo era impermeable a cualquier brote de pesimismo.
-No, no. Nada de tiendas. Cada uno va a construir su propio iglú.
Wilde llegó a pensar por un segundo que Lawson iba a ponerse a dar palmas de alegría.
-Bueno, si es así como se hacen las cosas en el Polo Sur... -empezó a decir Darryl.
-Polo -le rectificó de inmediato Lawson-, Polo a secas.
Ninguno de los tres alumnos terminó de comprenderle.
-Aquí abajo nadie dice el Polo Sur, ni siquiera el Polo -les explicó-. Esa expresión os significa como turistas, como novatos. Por ejemplo, decid: «Vamos al Polo la semana próxima», y así pareceréis auténticos veteranos.
Mientras todos intentaban vocalizar la nueva locución, Lawson extrajo de su mochila cuatro dentadas sierras de nieve y procedió a entregárselas antes de hacer una demostración del modo en que se sacaban del suelo los bloques de hielo y nieve. Lo hacía como si estuviera cortando un pastel de boda. Luego, continuó con una demostración sobre el mejor modo de apilar los bloques uno sobre otro, aunque ligeramente en voladizo, a fin de conseguir algo similar a un tosco domo. Cuando terminó y se detuvo a admirar su pequeño Taj Mahal, Lawson sudaba copiosamente a pesar de que estaban bajo cero.
-¿No se ha olvidado de algo? -preguntó Charlotte.
-La puerta, ¿no? -repuso Lawson con una sonrisa, dejando entrever unos dientes de tono perlado-. Sólo me estaba tomando un respiro.
Entonces se puso a escarbar en el suelo, como si fuera un castor, con la ayuda de una sierra, una pala y a menudo con las manos enguantadas. Conforme excavaba, echaba hacia atrás esquirlas de hielo, grumos de nieve y algún que otro guijarro a tal velocidad que parecía un astillador de madera. Bill Lawson construyó un túnel estrecho y poco profundo ante la mirada atónita de Michael. El pasaje discurría por debajo de la nieve y luego subía hasta desembocar dentro del iglú. Dejó a un lado la pala, se tendió de vientre y se metió en el túnel, donde su cuerpo desapareció por completo, botas incluidas, al cabo de un segundo. Wilde se acuclilló junto a la abertura del túnel y gritó:
-¿Va todo bien ahí dentro? ¿Cómo está...?
-Más a gusto que un gorrino en un charco.
A juzgar por la cara de Charlotte, daba la impresión de sentirse como si fuera ella la que estuviera en el charco.
En cuanto salió a la superficie, el profesor los convenció con zalemas para que empezasen a preparar su propio iglú cada uno. Insistía en que hicieran todos los pasos del trabajo manual sin ayuda de nadie, aunque guiaba cada uno de sus movimientos.
-Tenéis que saber cómo hacerlo y creo que sois capaces de lograrlo -insistía observando por encima de ellos cómo cortaban los bloques de nieve-. Tal vez esto pueda suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
La proximidad de la muerte se estaba convirtiendo en una referencia de lo más habitual en Point Adélie, caviló Michael.
Esa noche, en vez de recuperar fuerzas con una buena cena en el comedor, se acurrucaron tras el muro de hielo construido con los materiales sobrantes y dando gracias a Dios por las ropas de abrigo que el NSF había dejado en sus armarios. Cenaron unas raciones facilitadas por el jovial Lawson. No llevaban la delatora etiqueta MRE,[8] pero Michael albergaba la sospecha de que eran obra de los mismos «restaurantes de postín» que avituallaban al ejército norteamericano. Miró el plato: podía apreciar con la vista que era filete de vaca con patatas, pero si cerraba los ojos ya no estaba tan seguro de ser capaz de identificarlo por el sabor. El instructor les pasó una bolsa en cuanto dieron buena cuenta de aquella cena fría y rápida a fin de que envolvieran y metieran en ella todos los restos.
-No podemos dejar ningún resto aquí afuera. Los hombres debemos llevarnos todo lo que traemos.
La base estaba colina abajo, a cosa de un kilómetro, junto a la orilla del mar de Weddell. Apenas era visible, y eso que sus luces blancas seguían encendidas a pesar de la permanente luz solar. Charlotte las estaba mirando como si fueran las luces de París. Cuando el viento soplaba en su dirección podía escuchar débilmente los aullidos de los perros de tiro en las perreras.
-¿Seguro que no podemos pasar allí la noche? Quiero decir, ahora ya sabemos construir un iglú -insistió ella-. ¿Debemos dormir dentro?
Lawson asintió con la cabeza.
-Eso me temo. Yo sólo cumplo órdenes de arriba. Desde que el probeta ese, disculpe, me refería al geólogo de Kansas, se extravió ahí fuera y la palmó, Murphy exige que todos los novatos pasen un día completo entrenándose en la Escuela de la nieve.
Darryl se puso de pie y se frotó los brazos para entrar en calor.
-Vale, ¿dónde duerme cada uno? Uno de los dormitorios tendrá que ser mixto.
-Tienes razón -repuso el instructor, que conservaba la flema con independencia de la naturaleza de la queja formulada, por muy obvia que fuera-. Hice la primera algo más grande. ¿Por qué no la compartes conmigo, Michael?
Cada uno de ellos tomó del trineo un saco de dormir con relleno sintético y se dieron las buenas noches. Mientras esperaba a que Lawson, linterna en mano, se abriera paso por el túnel, el reportero reparó en Charlotte, que, envuelta en su gran parka verde, esperaba a que Darryl se introdujera en el interior del otro iglú.
-Al menos ahí dentro no se va a marear -bromeó Michael.
La mujer se limitó a asentir con los ojos fijos en el hueco abierto en la nieve mientras sostenía el saco de dormir enrollado. Michael tuvo una corazonada y se encaró con ella:
-Ni se te ocurra volver andando tú sola al campamento. No es seguro.
Charlotte lo miró de soslayo, pero él supo que le había leído el pensamiento, o por lo menos que la doctora había tenido la tentación.
-Venga, todos dentro -les instó Lawson con voz apagada.
-Hasta mañana -se despidió Michael antes de lanzar el saco de dormir, doblarse por la mitad y meterse a rastras por el corredor.
El túnel no era largo, pero sí estrecho. El instructor medía en torno al metro ochenta de altura, como el reportero, pero era de constitución bastante delgada, y en ese momento Michael deseó que Lawson hubiera tenido algo más de previsión y hubiera hecho la zapa algo más espaciosa. Se estuvo dando golpes en la cabeza durante todo el trayecto, y para poder avanzar se vio obligado a hundir las puntas de las botas y sostenerse sobre los codos mientras hacía fuerza para impulsarse hacia delante. No padecía de claustrofobia, pero habría sido un momento espantoso para sufrir un brote ahora que tenía todo el cuerpo enterrado en la nieve, los copos le empapaban los labios y el saco de dormir le obstaculizaba toda la luz que pudiera emitir la linterna de Lawson. Cuando al final asomó la cabeza al otro lado fue como emerger a un mundo nuevo. El instructor apartó el saco y tiró de él para ayudarle a salir.
-Lo mejor de todo es que aquí no es necesaria la nevera -observó Lawson.
Michael entró a rastras y debió quedarse de rodillas al tener el techo a escasos centímetros de la cabeza. Había suficiente distancia entre las paredes del iglú, que ya estaban cubiertas de vapor, dado que se había condensado el aliento de sus respiraciones, como para extender del todo el saco de dormir siempre que dejara los pies al borde de la entrada. Lawson había cubierto la mayor parte del suelo con esteras aislantes.
Lo que realmente le sorprendió fue la luz del interior. La linterna apuntaba hacia arriba y enviaba destellos luminosos en todas las direcciones, hasta el punto de que las paredes parecían refulgir con un fulgor blanquiazul y unos pocos copos desprendidos desde lo alto revolotearon perezosos en el aire, ostentosos como diamantes. Michael se sintió dentro de una bola de nieve.
-Tal vez el techo escurra un poco durante la noche, sobre todo en la zona de los respiraderos -avisó Lawson mientras se estiraba dentro de su saco de dormir-. No es preocupante, pero te sugiero subir hasta arriba la solapa del saco. -Se tendió de espaldas y se echó la tela impermeable sobre la cabeza-. Así -concluyó.
Su respiración levantó un poco la tela.
Michael desenrolló su saco y se tendió en él, no sin antes lograr darse tres o cuatro coscorrones contra el techo. Se quitó las botas, pero se dejó puestos los calcetines de lana y los escarpines de neopreno. Después imitó a Lawson e hizo un bulto con la parka y la colocó a modo de almohada, pero la parte más dura de la misma se aplastó hasta formar un rebujo apretado con las telas del saco y las otras ropas que no se había quitado. En el espacio cerrado del domo de hielo tuvo ocasión de apreciar su olor, y no era precisamente agradable. Se apretó un poco hasta conseguir poner los pies al fondo del saco. Lawson había pegado el suyo a la pared, pero aun así dejaba a Michael el espacio justo para extender las piernas sin tocar al compañero de iglú. Reclinó la cabeza sobre el abrigo enrollado y fijó la mirada en el curvo techo, preguntándose si no se derrumbaría en cualquier momento, pero en vez de eso se desprendió una sola gota que hizo plaf al estrellarse sobre su mentón, cubierto con una barba incipiente, pues durante los días anteriores se había afeitado cada vez menos en previsión de apuros como aquel, cuando venía bien cualquier protección, incluso la de los pelos del bigote. Se limpió el gotón con el dorso de la mano enguantada y se revolvió hasta poder echarse la solapa del saco de dormir sobre el rostro.
-¿Apagas la luz? -murmuró Lawson.
-Vale -replicó el reportero.
Sacó el brazo y buscó a tientas la linterna situada entre ambos. La apagó en cuanto la encontró. En un instante se desvaneció el deslumbrante fulgor de la nieve, sustituido por una negrura y una quietud tan profundas que a Michael, por mucho que intentó evitarlo, le recordaron las del sepulcro.
CAPÍTULO ONCE
21 de junio de 1854, 1:15 horas
HACÍA MENOS DE UN año que Eleanor Ames había empezado a trabajar en el Establishment for Gentlewomen during Illness destinado a atender a damas enfermas en el número 2 de Harley Street, pero el hecho de ser elegida como enfermera de noche reflejaba la confianza depositada en ella por Florence Nightingale. Le enorgullecía y complacía tener esa responsabilidad, aunque ello implicara permanecer despierta hasta el alba, y la verdad sea dicha, Eleanor disfrutaba de la relativa calma imperante durante las horas de oscuridad. Salvo la administración ocasional de algún medicamento y el cambio de alguna cataplasma sucia, sus deberes tenían una naturaleza más espiritual. Algunas pacientes angustiadas o de naturaleza impaciente en los momentos buenos empeoraban al ponerse el sol. Daba la impresión de que sus demonios personales se les metían en el cuerpo al anochecer y la tarea de Eleanor era mantenerlos a raya.
A esas alturas de la noche ya había ido a ver a la señorita Baillet, una institutriz del barrio de Belgravia, postrada en cama tras un ataque de apoplejía, y a la señorita Swann, una sombrerera aquejada de una fiebre totalmente inexplicable. Había pasado el resto de la noche ordenando el dispensario y haciendo la ronda por las diferentes estancias a fin de cerciorarse de que todo estaba bien. La superintendente Nightingale había insistido en que era imprescindible limpiar y ordenar el hospital todos los días. Repetía además la importancia de ventilar las habitaciones, dejando entrar el aire limpio, o todo lo limpio que era posible en Londres, sobre todo de noche. Se había mostrado igualmente firme en la necesidad de cambiar a diario los vendajes aplicados a cada herida y servir alimentos nutritivos en todas las comidas. Muchos círculos habían acogido con escepticismo o indiferencia las ideas de Florence Nightingale. Incluso los médicos encargados de atender a las pacientes parecían considerarlas irrelevantes e inofensivas. Sin embargo, Eleanor había llegado a abrazar los ideales de la superintendente y se enorgullecía de figurar entre las muchachas -a sus diecinueve años era la más joven de todas- aceptada en el programa de formación de enfermeras.
Cerró con llave el dispensario, sobre todo para tener a buen recaudo el láudano, pues muchas pacientes lo pedían como remedio para el insomnio, y se miró en el espejo durante un rato. Se había puesto horquillas para mantener sujeta la oscura melena debajo del gorro blanco de enfermera, pero ésta empezaba a desmandarse y tuvo que aplastar el pelo para ponerlo otra vez en su sitio. Si la superintendente abandonaba sus habitaciones en la última planta y veía a la enfermera de guardia despeinada, no le iba a hacer mucha gracia.
Prestaba una atención solícita a los pacientes, cierto, pero pertenecía a esa clase de personas de las que preferirías no recibir una reprimenda.
Eleanor bajó la lámpara de aceite y salió al hall. Estaba a punto de subir las escaleras para poner en orden el solárium -la señorita Nightingale creía fervientemente en el poder sanador de la luz del sol- cuando algo atrajo su atención hacia la puerta principal. A través de los cristales de la misma entrevió cómo tres hombres bajaban de un carruaje detenido justo delante de los escalones de la entrada, y cuando miró con atención, descubrió, no sin sorpresa, que el terceto estaba subiendo la escalinata. ¿Acaso no sabían que las visitas sólo estaban permitidas durante ciertas horas de la tarde?
Al parecer, no. Avanzó hacia la puerta para evitar que llamasen, pues no deseaba que el ruido despertara a los enfermos, pero antes de lograrlo escuchó el tintineo de las campanas de la entrada y un instante después alguien martilleó con el puño la parte de madera. Atisbó a un hombre con patillas de boca de hacha cerca del cristal mirando al interior, mientras oía gritar a una voz:
-¡Auxilio...! ¿Puede prestarnos ayuda?
Descorrió los cerrojos y abrió la puerta justo cuando el extraño había alzado el puño e iba a golpear de nuevo. El peticionario era un hombre de rostro rubicundo; de pronto pareció avergonzado, y dijo:
-Disculpe la intromisión, por favor, señorita, pero nuestro compañero necesita atenciones médicas.
El camarada en cuestión vestía también el uniforme de la caballería. Se llevaba una mano al hombro mientras otro amigo le sostenía por el codo para ayudarle a mantener el equilibrio.
-Éste es un hospital sólo para mujeres, y me temo que... -repuso Eleanor.
-Somos conscientes de ello -le atajó el hombre de mofletes colorados-, pero se trata de una emergencia y no sabemos dónde más acudir.
Le resultó familiar el semblante del soldado rubio que sangraba por la herida. Vaya, era el que se la había comido con los ojos cuando se había asomado a la calle para echar los cerrojos de las ventanas aquella misma tarde.
-No hay ningún médico en el hospital, ni lo habrá hasta mañana por la mañana.
El hombretón miró hacia atrás, en dirección a sus compañeros, que le esperaban varios escalones más abajo, como si no estuviera seguro de qué querían que hiciera a continuación.
-Soy el teniente Sinclair Copley -se presentó el oficial lastimado-. Me han herido cuando salí en defensa de una mujer...
Eleanor permaneció dubitativa en el primer escalón. ¿Qué desearía la superintendente que hiciera ella? No se atrevía a despertarla, pues, al fin y al cabo, ¿no era ella, Eleanor, la enfermera de guardia? Tuvo la impresión de que eso también implicaba ofrecer asistencia a un herido.
-Para abreviar el cuento: me han disparado y necesito que alguien me cure la herida -dijo el teniente. La tenue luz de las farolas le iluminó el rostro cuando hubo subido los escalones. Había una chispa implorante en el brillo de sus ojos-. ¿No podría al menos examinar el brazo y ver si tiene a mano algún remedio hasta que pueda acudir a un cirujano por la mañana? Como puede ver -continuó mientras retiraba la mano y dejaba ver la manga ensangrentada de la casaca- es preciso hacer algo para restañar la hemorragia.
Ella permaneció en el umbral, indecisa, hasta que el tipo grandullón pareció descorazonarse y dijo:
-Vámonos, Sinclair, Frenchie. Conozco un boticario en High Street que me debe un favor.
Dicho esto, le dio la espalda a la enfermera y bajó las escaleras pisando fuerte, pero el oficial rubio no se movió. Eleanor tuvo el convencimiento de que él había acudido hasta allí para ser atendido por ella, y le salieron los colores sólo de pensarlo.
Se apartó a un lado y dejó abierta la gran puerta detrás de ella.
-Sean tan amables de no hacer ruido. Los demás pacientes están durmiendo.
Cerró con llave cuando hubieron entrado y los condujo por el gran hall. La habitación estaba helada, pues había dejado todas las ventanas abiertas para que se ventilase. Los llevó hasta las salas del recibidor, una suerte de mezcla entre una sala de estar y una consulta. Estaba provisto de butacas, lámparas con borlas y un despacho en la primera habitación. En la alcoba del fondo había una camilla de exploración rellena con crines de caballo y forrada de cuero, una pantalla de lino blanco y un buró cerrado donde había instrumental médico y una pequeña reserva de medicamentos.
-Por cierto, yo soy el capitán Rutherford -se presentó el militar rubicundo- y este otro caballero es el teniente Le Maitre, pero todos suelen llamarle Frenchie. Los tres servimos en el 17º de lanceros.
-Encantada de conocerles -replicó ella, a quien le quedó claro por los uniformes y el modo de hablar que los tres eran de alta cuna y caballeros de posibles-, pero debo rogarles de nuevo que hablen bajo.
El oficial de mayor graduación asintió y se llevó un dedo a los labios en señal de confirmación antes de retirarse y tomar asiento en uno de los butacones. Encendió la lámpara de la mesa y ajustó la mecha para luego sacar un paquete de cigarrillos y ofrecerle uno a Le Maitre. Raspó una cerilla Lucifer contra la suela de su bota para prenderla y encendió un par de Cheroutes, esos puros cortados en ambos extremos. Los dos hombres permanecieron sentados, fumando con satisfacción.
-Llévelo ahí dentro -susurró Rutherford, señalando la alcoba del fondo con un ademán de la mano-. No deseamos verle morir aquí. Los rusos quieren pegarle un tiro primero.
Frenchie soltó una carcajada, pero se llevó la mano a la boca para sofocar el ruido.
-No les haga caso -terció Sinclair con voz suave-. Se dejaron los modales en el cuartel.
Avanzó hacia la camilla y comenzó a quitarse la casaca del uniforme, pero crispó el rostro al intentarlo, pues la sangre había pegado la tela a la piel. Eleanor no había tenido tiempo de sopesar plenamente lo que estaba haciendo. Había roto al menos tres reglas, pero la visión del oficial intentando separar la tela de la herida la sacó de su ensimismamiento de inmediato.
-Quieto, déjeme hacerlo a mí -dijo.
Se apresuró a abrir el buró, de donde extrajo un par de tijeras de sastre con las que cortó la manga hasta practicar una abertura lo bastante amplia como para poder retirar la tela de la piel. Luego, con suavidad, le quitó la estropeada casaca.
La joven sanitaria no supo muy bien qué hacer con ella.
El teniente rió al apreciar la momentánea confusión de la enfermera, tomó de su mano la prenda y la lanzó sobre el cuelgacapas situado detrás de Eleanor. Ella ni se acordaba de que estaba ahí. Entretanto, se sentó al borde de la camilla.
La arrugada camisa blanca de lino también estaba ensangrentada y rasgada, pero ella no tenía intención de que él se la quitara y en vez de eso se sirvió de las tijeras para abrir la manga desde debajo del hombro hasta la muñeca. Pudo apreciar la calidad de la tela y le afectaba mucho tener que cortarla, pero lo que la perturbaba de verdad era la mirada fija del soldado. Ella intentaba concentrar toda su atención en la herida ahora desvelada, pero mientras tanto, notaba cómo él estudiaba sus ojos verdes y los mechones de pelo que se le escapaban otra vez por debajo de la gorra blanca. La enfermera se había ruborizado, era consciente de ello, y nada podía hacer al respecto, por mucho que le hubiera gustado controlar la sangre que se le acumulaba en las mejillas.
Eleanor estuvo en condiciones de ver el rasponazo tras retirar la manga. La bala había rasgado la piel, pero no parecía haber tocado el hueso y muy poco el músculo. Le resultaba difícil saberlo, pues rara vez veía heridas de esa naturaleza en el hospital, y las pocas ocasiones que eso sucedía, como el caso de una anciana que por accidente se había ensartado con un atizador, el cirujano no solía permitir que una enfermera le ayudase de forma significativa.
-¿Qué opina? -le preguntó el teniente-. ¿Viviré para luchar otro día?
La joven no estaba acostumbrada a ese tono juguetón del militar, y mucho menos viniendo de un hombre a quien tenía tan cerca, y cuyo brazo desnudo, el que ella había descubierto, de hecho, estaba cubierto de sangre.
Se volvió a toda prisa hacia el buró, de donde sacó un rollo de algodón limpio y un botellín de germicida, fenol, para aplicarlos a la herida. La sangre se había coagulado en gran parte y al frotar empezó a descascarillarse la costra. Depositó los trozos ensangrentados de algodón en un cuenco de esmalte situado encima del mueble. El raspón de la bala se reveló a los ojos de la sanitaria conforme iba limpiando, y entonces pudo ver que la piel estaba lo bastante abierta como para tener que practicarle una sutura.
-Sí, sobrevivirá -contestó al fin-, pero espero que no sea para volver a luchar. -La enfermera tomó una tela limpia-. De todos modos, va a necesitar un cirujano adecuado.
-¿Por qué? -El teniente fijó la vista en el brazo-. No le veo yo mala pinta.
-Es necesario cerrar la herida, y para eso hay que darle unos puntos. Cuanto antes, mejor.
Él esbozó una sonrisa y ella le rehuyó la mirada, aun a sabiendas de que el teniente ladeaba la cabeza para mirarle el verde de las pupilas.
-¿Es demasiado pronto esta noche?
-No hay un médico a estas horas, como ya le he dicho.
-Me refería a que si usted, señorita...
-Ames, enfermera Eleanor Ames.
-¿No puede encargarse usted, enfermera Eleanor Ames?
Ella se quedó perpleja. Nadie había sugerido jamás algo semejante. ¿Cómo iba a suturar la herida de bala de un soldado ninguna mujer, ni siquiera aunque fuera una enfermera, sin otro recurso que sus propios medios? Las mejillas se le pusieron tan coloradas como el uniforme.
Copley se echó a reír.
-Es mi brazo y la considero capacitada para hacerlo. ¿Por qué piensa de otro modo?
Ella alzó los ojos para observar el rostro del militar, donde halló una deslumbrante sonrisa, el alborotado pelo rubio y un bigotillo típico de los que solían exhibir los jóvenes decididos a parecer de más edad.
-Sólo soy una enfermera, y todavía no he terminado el periodo de aprendizaje.
-¿No ha visto suturar heridas?
-Muchas veces, pero esto es...
-¿Podría hacerlo peor que el cirujano del regimiento, cuya especialidad es sacar muelas? Al menos, y a diferencia de nuestro buen doctor, el señor Phillips, usted no está bebida. -Le tocó la mano y dijo con tono de complicidad-: Porque no está ebria, ¿verdad?
Ella se vio obligada a sonreír a pesar de todo.
-Estoy perfectamente sobria.
-Entonces, perfecto. No queremos que la herida se encone durante toda la noche, ¿a qué no? -Se remangó los restos de la manga hasta el hombro y preguntó-: ¿Qué...? ¿Empezamos?
Eleanor se dividía entre la certeza de estar vulnerando sus responsabilidades y el creciente deseo -cada vez mayor- de hacer algo para lo cual se sentía perfectamente capacitada en lo más hondo de su corazón. Los cirujanos le pedían que se retirase de forma rutinaria, pero a pesar de ello la joven se las había arreglado para ver su trabajo, a menudo sólo por encima, y sabía que era capaz de hacerlo igual de bien, pero ¿qué diría la señorita Nightingale si salía a la luz tan flagrante vulneración del protocolo médico?
Como si le hubiera leído la mente, el teniente le aseguró:
-Nadie se enterará.
-La palabra de un lancero vale tanto como un juramento -añadió a voz en grito Rutherford desde su silla.
De inmediato, Frenchie le hizo gestos para que hablara en voz baja.
Sinclair quedó a la expectativa, con el brazo desnudo y una media sonrisa en los labios. Ésta creció cuando Eleanor vertió agua en la palangana, tomó una pastilla de jabón desinfectante y se frotó las manos. Supo que había ganado.
Rutherford se levantó del sillón y sacó una petaca plateada de debajo de su pelliza para luego tendérsela a Sinclair.
-Tenemos cloroformo y éter -anunció ella cuando vio el gesto, aunque en realidad albergaba serias dudas a la hora de administrarlos, pues nunca lo había hecho y temía las consecuencias de un error a la hora de practicarlo.
-Puaj -saltó Rutherford-. No hay nada como el brandy para estas cosas. Basta y sobra. He visto cómo dejaba groguis a hombres a los que les habían amputado una pierna.
Sinclair tomó la petaca y la alzó en señal de cortesía a su benefactor, antes de darle un buen tiento.
-Más -le instó Rutherford.
Sinclair acató la orden.
-Ea, ya está -dictaminó el capitán mientras palmeaba el hombro del teniente; luego, se volvió hacia la muchacha y le dijo-: El paciente es todo tuyo.
Ella aumentó la luz de las lámparas de gas sujetas a la pared y sacó de los cajones del buró dos utensilios que iba a necesitar: hebras de catgut, un resistente hilo de sutura obtenido de los intestinos de vacas u ovejas, y aguja de coser; después, le pidió al paciente que se tendiera sobre la camilla a fin de dejarle ver mejor la herida. Las manos le temblaban mientras enhebraba el catgut. El herido alargó la mano y la puso sobre las de la muchacha.
-Con firmeza -dijo con aplomo.
Ella tragó saliva y asintió por dos veces antes de proseguir con intencionada lentitud. Se inclinó hacia delante para examinar el corte a fin de estudiar el plan de acción: comenzaría al final de la herida, donde la piel estaba más separada; cogería los dos trozos de piel con la punta de la aguja y tiraría hacia arriba como si fuera un dobladillo. Según sus estimaciones, la brecha iba a requerir entre ocho y diez puntos, aunque sabía que al teniente iba a dolerle, por lo cual hizo propósito de trabajar lo más deprisa posible.
-¿Está preparado? -preguntó.
El aludido acomodó el brazo sano debajo de la cabeza y se quedó descansando como si estuviera tumbado a la orilla del río en junio.
-Bastante.
La señorita Ames llevó la aguja hasta la piel y vaciló varios segundos antes de atreverse a realizar la incisión. Notó como se flexionaban los músculos del paciente y se le tensaba el brazo, pero Sinclair no despegó los labios. Ella intuyó que había hecho propósito de no manifestar dolor alguno delante de sus compañeros, o tal vez, sospechó Eleanor, delante de ella. La enfermera acercó un borde de la herida al otro, y lo atravesó también; luego, como si espolvorease un pellizco de sal con los dedos, unió ambos mientras llevaba la aguja en dirección contraria. La joven había visto cómo muchos pacientes desviaban la mirada en medio del proceso, como si se concentrasen en una visión idílica y lejana, pero Sinclair, sin embargo, mantenía la vista fija en ella del mismo modo que antes.
Practicó una incisión, y otra, y otra más, y poco a poco cerró la herida hasta dejarla reducida a poco más que una cicatriz irregular que subía unos pocos centímetros por el brazo. Debía cortar la hebra al terminar, pero en vez de romperla con los dientes, tal y como habría hecho con el hilo de coser, usó las tijeras para dejar suelta la menor longitud posible de hebra. Al final, alzó los ojos y miró el rostro del teniente, cuya frente estaba bañada en sudor y cuyos labios retenían a duras penas la sonrisa, pero no había soltado ni un respingo.
-Eso debería aguantar -aseguró la joven mientras se volvía para desechar el hilo sobrante de la sutura. Cubrió suavemente la herida con ácido carbólico y tomó una gasa limpia del buró para vendarle el brazo con firmeza-. Ya puede incorporarse si quiere.
Él respiró hondo y se levantó sin apoyarse en el brazo derecho. Se balanceó de un lado para otro durante unos instantes a causa del brandy, los efectos de la cirugía, o ambas cosas. Rutherford y Frenchie soltaron los cigarros de inmediato y acudieron para sujetarle.
Y así fue como los encontró Florence Nightingale.
La superintendente parecía un pilar de rectitud con ese largo miriñaque suyo, con la raya del pelo negro trazada exactamente en el medio de la cabeza y los brazos cruzados casi a la altura de la cintura. Mantuvo las cejas enarcadas mientras sus ojos negros iban de los soldados, cuyo estado de ebriedad no admitía duda alguna, a la joven enfermera, que tenía la gorra ladeada y las manos empapadas en agua y ácido carbólico, y vuelta a empezar. La situación le resultaba tan extraña como si acabara de toparse con un elefante en el salón, y no lograra encontrarle sentido a la escena.
-Enfermera Ames -dijo por último-, espero una explicación.
Rutherford alzó una mano y se adelantó para presentarse como capitán del 17º de lanceros antes de que los labios resecos de la joven pudieran articular palabra.
-Mi amigo aquí presente -continuó, señalando a Sinclair con un gesto- resultó herido mientras defendía el honor de una dama.
-Por ahí anda la cosa -le apoyó Frenchie.
-Solicitamos asistencia médica inmediata y la enfermera Ames la ha prestado con gran profesionalidad.
-Eso me corresponde decidirlo a mí -replicó la superintendente con frialdad-. En cuanto a ustedes, caballeros, ¿acaso ignoraban que ésta es una institución dedicada al cuidado exclusivo de damas?
El capitán de lanceros miró a Frenchie y luego a Sinclair, como si no estuviera muy seguro de qué debía responder a esa pregunta.
-No, no lo ignorábamos -contestó Sinclair, arreglándoselas para bajar de la camilla-, pero no había tiempo para buscar una alternativa mejor: mi regimiento marcha hacia el este por la mañana.
Rutherford y Frenchie parecieron exultantes ante la hábil improvisación.
Incluso la señorita Nightingale pareció algo más sosegada. Cruzó la estancia y examinó de cerca la herida recién suturada.
-¿Y está usted satisfecho con el resultado de este procedimiento tan... poco ortodoxo? -le preguntó a Sinclair.
-Sí.
Ella se irguió y todavía sin mirar a Eleanor dijo:
-También yo. -Entonces, se volvió hacia la muchacha y le explicó-: Los puntos parecen estar hechos con pericia. -Eleanor respiró hondo por vez primera en varios minutos-. Pero el asunto no termina aquí. La reputación y el buen nombre de este hospital están bajo constante escrutinio. Voy a querer un completo informe por escrito a las ocho en punto de la mañana enfermera.
Eleanor agachó la cabeza en señal de asentimiento.
-En cuanto a ustedes, caballeros, si han recibido ya la asistencia solicitada, voy a tener que pedirles que se vayan.
Rutherford y Frenchie se apresuraron a recoger los chicotes y luego, con Sinclair colgando entre ambos, se dirigieron hacia el hall. La superintendente Nightingale mantuvo la puerta abierta a fin de dejarlos salir con mayor rapidez mientras Eleanor se quedaba rezagada, pero el grupo se detuvo al llegar al pie de las escaleras, momento en que ella alzó el largo miriñaque para poder subir.
-Vaya con cuidado, joven, y vuelva sano.
La señorita Ames tenía una visibilidad muy limitada, por lo cual sólo pudo ver cómo la luz de las farolas hacía refulgir el pelo rubio del teniente y la casaca roja que le habían echado sobre los hombros. Él le estaba sonriendo a Eleanor la perspectiva de su inminente partida hacia el frente provocó en la joven una punzada de preocupación, un sentimiento inesperado e incluso sorprendente debido a su intensidad.
CAPÍTULO DOCE
6 de diciembre, 15:00 horas
CUALQUIERA EN SU SANO juicio se habría desesperado nada más echar un vistazo al laboratorio de biología marina de Point Adélie, y sin embargo Darryl Hirsch estaba fuera de sí a causa del gozo. El suelo era un enlosado de hormigón, las paredes prefabricadas tenían un triple aislamiento de plástico, el techo era bajo y dominaba el lugar un olor salobre y mohoso, una especie de mezcla de hedores a pescado rancio y a productos químicos.
Pero él campaba a sus anchas y no tenía a nadie mirándole por encima del hombro mientras realizaba cualesquiera pruebas o experimentos que eligiera llevar a cabo. Por una vez, no iba a tener al doctor Edgar Montgomery, ese bocazas taimado y pagado de sí mismo, buscándole los fallos a su investigación y encontrándolos, como ya había hecho en más de una ocasión, impidiéndole la obtención de más recursos económicos. Aquel laboratorio lleno de tanques burbujeantes y conductos de aire siseantes era el propio feudo privado de Hirsch.
En cuanto llegase el equipo necesario, la NSF habría equipado el laboratorio con todo cuanto él necesitaba, desde microscopios, placas de Petri para los cultivos de bacterias, tubos de ensayo, respirómetros y centrifugadoras de plasma. Llamaban acuario a una enorme pecera redonda situada en el centro de la habitación. Tenía una abertura por arriba, ciento veinte centímetros de hondura y una anchura suficiente para meter un bote de remos. Parecía un pastel cortado en tres trozos o compartimentos, pero la división era crítica, dada la desafortunada tendencia de la mayoría de los especímenes de las especies acuáticas a comerse unos a otros. En ese momento contenía un enorme bacalao antártico. Alguien había escrito a mano un cartel: ‹Soy salao cual bacalao. Acaríciame›. El chiste era malo, y además, el científico sabía que era una broma peligrosa, pues en un momento dado el Dissostichus mawsoni, que no era un verdadero bacalao pese a llamarse así, podía convertirse en un pez peligroso, salir del agua de un brinco y llevarse de un bocado cualquier cosa, desde una cámara a una mano humana. Quitó el letrero y lo tiró a la papelera.
Había dos grandes mesas de disección apoyadas sobre dos paredes y encima, varias estanterías llenas de peceras más pequeñas iluminadas con unas pálidas luces púrpuras. En ellas remoloneaban extrañas criaturas -erizos marinos, anémonas, arañas de mar, poliquetos escamosos- o se pegaban al cristal, como era el caso de la estrella de mar.
Darryl dedicó la mayor parte de la primera semana a inventariarlo todo, ordenar el laboratorio, revisar los archivos y organizar un plan de trabajo. Su mayor deseo era zambullirse cuanto antes a fin de capturar sus propias especies, en su mayoría especímenes de los notables dracos o peces de hielo de la familia Channichthyidae, y llevarlos con vida a la superficie, que solía ser la parte más difícil del proceso, pues las criaturas acostumbradas a vivir en mar profunda estaban sometidas a unas condiciones glaciales y eran extremadamente sensibles a cambios de presión, temperatura y luminosidad. Hirsch ya había puesto en antecedentes a Murphy O’Connor acerca de sus necesidades y éste le había asegurado estar en condiciones de proporcionarle el equipo necesario para levantar y mover la cabaña de buceo siempre y cuando él cumplimentase por anticipado todo el papeleo exigido por la NSF. Tal vez O’Connor fuera un tipo de trato difícil y un tiquismiquis en lo tocante a las normas y a los reglamentos, pero Darryl tenía la impresión de que era alguien con quien se podía trabajar.
El biólogo había encontrado en una mesa próxima a la puerta una colección de CD de lo más ecléctico y un equipo de audio Bose tan bueno como cualquiera que hubiera comprado en casa. No sabía a quién darle las gracias, ¿a la NSF?, ¿a algún biólogo marino destinado allí antes?, pero fuera como fuese, le estaba muy agradecido. Puso un CD con el Concierto en Mi mayor de Bach -hacía mucho que había llegado a la conclusión de que éste y Mozart eran los compositores más adecuados para concentrarse-, y por eso no escuchó cómo alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Apartó los ojos de la muestra que estaba preparando en cuanto percibió el soplo de aire helado. El periodista se echó hacia atrás la capucha con forro de piel y abrió la cremallera del anorak, dejando a la vista la cámara que llevaba del cuello.
-¿Qué vas a fotografiar?
-Lawson y yo fuimos a la antigua factoría noruega de balleneros. Se me ocurrió que podría tomar unas cuantas fotos para dar ambiente.
-¿Y lo conseguiste? -inquirió Darryl mientras depositaba un trozo de alga sobre un papel muy fino para luego ponerlo debajo de las lentes del microscopio.
-En realidad, no. Había demasiado ‹ambiente› esta mañana. La niebla velaba casi toda la luz y resultaba imposible captar nada.
-Avísame la próxima vez que pienses salir por ahí. Me gustaría ir.
Wilde se echó a reír.
-Sí, ya, claro. -Michael señaló las peceras y los botes con especímenes-. Ésta es tu idea del paraíso. Jamás podré sacarte de aquí.
Hirsch alzó los hombros, como si fuera a darle la razón, pero luego añadió:
-Eso no es del todo cierto. Mañana a primera hora voy a salir si el tiempo lo permite, lo cual es una condición básica en la Antártida.
Michael se subió a un taburete del laboratorio y se limpió de la manga unos copos de nieve.
-¿De veras? ¿Y adónde vas?
-A rebuscar en el armario de Davy Jones[9] -repuso el científico, haciendo un floreo para dar dramatismo a la respuesta.
-¿Vas a bucear?
-Eso pretendo. No veo por aquí ningún sumergible, ¿y tú?
-¿Y qué vas a buscar?
Era una pregunta estupenda para la cual no había una respuesta fácil. Había llegado hasta aquellas tierras olvidadas por Dios por ese motivo.
-Hay quince especies de peces antárticos capaces de sobrevivir en condiciones donde ninguna otra es capaz -contestó, eludiendo de forma deliberada el binomio de latinajos del sistema de Linneo-. Pueden vivir a oscuras en aguas heladas durante cuatro meses. No tienen escañas ni hemoglobina.
-Dicho con otras palabras, su sangre es...
-... incolora, exactamente. Son de un blanco traslúcido incluso las branquias, y más aún, disponen de una especie de anticongelante natural, una glicoproteína o glucoproteína, una biomolécula compuesta de carbohidratos que impide la formación de cristales en el sistema circulatorio de esos peces.
-¿Y vas a conseguir ejemplares de esos peces?
Resultaba evidente por el tono de voz de Michael que consideraba el asunto un tanto estrafalario, siendo suaves, pero Darryl estaba acostumbrado a semejante reacción.
-Atraparlos no es muy difícil, la verdad. Cuando nadan se mueven despacio, y se pasan la mayor parte del tiempo en el fondo del mar a la espera de algún pez más pequeño que nade muy lentamente o de algún desventurado krill antártico, un pequeño crustáceo similar al camarón.
-¿Cómo reaccionarían si yo merodeara por esas aguas?
-¿Quieres acompañarme? -inquirió el biólogo. El rostro del periodista dejaba claro que hablaba en serio-. ¿Sabes bucear?
-Tengo certificados de buceo en tres continentes -contestó Michael.
-Deberé verificarlo con Murphy y asegurarme de que está todo en orden.
-No te molestes -repuso el reportero, saltando del taburete-. Yo me haré cargo.
Wilde salió de la estancia antes de subirse siquiera la cremallera del anorak. Hirsch se preguntó si había hecho bien en invitarlo o si había cometido un despropósito. ¿Tenía Michael la menor idea de dónde se estaba metiendo?
Michael lo sabía perfectamente. Se sobreponía de inmediato cada vez que se le presentaba un nuevo reto o el menor atisbo de vacilación, a veces lo confundía con el instinto de preservación, pues era un adicto a la adrenalina y sabía que en aquellos momentos no había mejor antídoto contra la depresión, que de forma sutil siempre estaba allí presente. Si dejaba sueltos los pensamientos, por muy peregrinos que estos llegaran a ser, siempre acababa en el mismo destino: la cordillera de las Cascadas y Kristin. Sólo era capaz de hallar un poco de paz auténtica cuando se entregaba a algún desafío extremo o se las arreglaba para engañar a sus pensamientos y llevarlos en otra dirección.
La noche anterior se había descubierto cayendo a un abismo sin fondo y había hecho acopio de coraje para llamar al móvil de la hermana menor de Kristin. Aunque se hallaba en un mundo apartado, la base disponía de una potente conexión por vía satélite, cortesía del ejército de Estados Unidos, y era bastante buena, dejando a un lado algún que otro siseo de la estática y una demora significativa.
-¿Telefoneas desde el Polo Sur? -preguntó Karen, asombrada.
-No exactamente, pero estoy bastante cerca.
-¿Y hace un frío pelón?
-Sólo cuando sopla el viento, o sea, casi siempre.
Sobrevino un silencio, mientras las palabras recorrían el largo viaje hasta ella. Entretanto, ambos se preguntaron qué decir a continuación. Michael rompió el silencio y le preguntó:
-¿Dónde estás ahora?
Karen se echó a reír. Maldición. Su risa se parecía demasiado a la de Kristin.
-No te lo vas a creer, pero estoy en una pista de hielo.
Michael la visualizó en el acto.
-¿Estás en el Skate amp; Bake?
Era un café situado en los aledaños a la pista de hielo. La conexión se perdió y cuando volvió Karen estaba terminando:
-... chocolate caliente y una caña de crema.
La imaginó vestida con un grueso jersey de ochos y sentada en una mesa de bancos corridos.
-¿Estás sola o te pillo con una cita interesante?
-¡Qué más quisiera yo! Me he traído un libro sobre el juez William Hubbs Rehnquist. Ésa es mi cita interesante.
No le sorprendió ni un ápice. Karen era una joven rubia tan guapa y brillante como Kristin, pero siempre había tenido un punto de persona solitaria, e incluso aunque había muchos hombres que le pedían una cita, y algunas veces la conseguían, nunca salía con ninguno por mucho tiempo. Los libros parecían ser la muralla tras la cual salvaguardaba su intimidad, una forma de capear cualquier posible enredo emocional.
Conversaron un rato sobre sus clases y sobre si había tenido o no tiempo de asistir al servicio de asesoramiento jurídico, antes de que ella llevara la conversación al relato de aventuras durante el viaje de Michael hasta Point Adélie. Él le describió detalles sobre el trayecto a bordo del Constellation y de cómo había conocido a Darryl Hirsch y a la doctora Barnes. Cuando le describió el choque del albatros contra la pantalla de la torreta, ella exclamó:
-Ay, no, ¡pobre bicho!
Michael rió de mala gana. Kristin habría reaccionado exactamente del mismo modo: alarmándose más por el ave que por las personas involucradas en el accidente.
-¿Y no te preocupa mi integridad? -inquirió, simulando cierta exasperación.
-Oh, sí, eso también, por supuesto. ¿Estás bien?
-Sobreviví, pero la teniente resultó herida, y tuvieron que evacuarla de vuelta a la civilización.
-Uf, qué mal rollo. -Se produjo una pausa, o tal vez fue una simple demora a causa de la lejanía-. Me preocupas de verdad, Michael. No te metas en nada demasiado peligroso.
-Jamás lo hago -contestó, y se arrepintió al instante, ya que eso los conducía al único tema de conversación que habían estado evitando, y a la única ocasión donde había dejado que sucediera algo estúpido y peligroso.
Karen debía de sentir algo parecido también, porque dijo:
-No hay muchas novedades respecto a Krissy, me temo...
Él ya se lo esperaba.
-Mis padres están muy esperanzados con la nueva estimulación y el programa de revitalización. Hacen sonar trozos de madera cerca de sus oídos y le encienden linternas cerca de los ojos. Encienden y apagan, encienden y apagan, y así. Lo peor de todo es cuando le ponen una gota de salsa de tabasco en la lengua. Ella odiaba el tabasco, lo sé de buena tinta. Lo hacen para ver si la traga o la escupe.
-¿Y lo hace?
-No, y aunque los médicos y las enfermeras los animan para que sigan intentándolo, cero que lo hacen sólo para que tengan la sensación de estar haciendo algo.
A pesar de los miles de kilómetros de distancia, Michael fue capaz de apreciar la enorme carga de pesar y resignación que había en la voz de la joven. Karen no era una sentimental simplona ni una beata, pues aunque los señores Nelson eran luteranos y asistían a los oficios religiosos con regularidad, sus hijas habían abandonado esa fe hacía mucho tiempo. Kristin había desafiado a sus padres abiertamente y todos los domingos por la mañana salía a navegar con el kayak o a practicar el alpinismo en algún sitio. Por el contrario, Karen siempre había actuado con tacto y mano izquierda hasta que ellos dejaron de pedirle que asistiera y ella abandonó las excusas. El mismo abismo se había generado con el espinoso asunto de Kristin. Sus padres seguían en sus trece a pesar de los resultados de todas las pruebas mientras que Karen examinaba con suspicacia los TAC, discutía los últimos hallazgos de los médicos sin pelos en la lengua y sacaba sus propias conclusiones.
Michael conocía bien sus deducciones.
Después de haber terminado de hablar con ella descubrió que era incapaz de seguir sentado ni de quedarse metido entre cuatro paredes, un problema bastante común en él. Se puso el pesado equipo y se ajustó las gafas antes de salir solo al exterior. O’Connor se había mostrado taxativo sobre lo de salir acompañado: jamás podía abandonarse el recinto sin un compañero ni haber consignado el itinerario en la pizarra, pero él tenía previsto mantenerse cerca de la base, y no quería compañía, eso desde luego.
La bandera americana flameaba con fuerza, pues soplaba un fuerte viento racheado, y los chasquidos de la tela sonaban como si fueran disparos. Michael paseó alrededor del campamento, que se desplegaba adquiriendo una tosca forma rectangular. Vio los módulos principales, los de la administración, los comedores, los dormitorios y la enfermería, y luego las estructuras no incluidas en ellos, situadas ya colina arriba: los laboratorios de biología marina, glaciología, geología y botánica, y los cobertizos para los vehículos, pues la base contaba con su propio parque: motos de nieve, botes, niveladoras, todoterrenos llamados sprytes[10]que parecían jeeps con cadenas, y sólo Dios sabía qué más, todos ellos guardados en cabañas con tejados de aluminio y doble puerta cerrada con cerrojos no demasiado seguros, pues al fin y al cabo, ¿quién iba a robar algún vehículo? ¿Adónde iba a ir? Una docena de huskies siberianos de ojos azules como el hielo y pelajes grises permanecía en una cabaña retirada, donde habían esparcido paja fresca encima del suelo de tierra apelmazada. A veces, durante la noche, sus aullidos se confundían con el ulular del constante viento y se escuchaban fuera de los dormitorios como si fueran el lamento de espíritus penitentes.
En la jerga antártica, todo vehículo pequeño de tracción usado en caminos poco practicables.
Michael apenas distinguió las notas del piano acústico cuando pasó junto a las estrechas ventanas del salón de entretenimiento. Echó un vistazo al interior y cio cómo uno de los reclutas, creyó recordar su nombre, Franklin, se marcaba un ragtime de cabo a rabo mientras Tina, la corpulenta glacióloga, apretaba la pelota de ping pong con la regularidad de un metrónomo. Se había enterado de que ambos eran ‹tostaditos›, es decir, estaban irritables y se les olvidaban las cosas tras haber pasado en la estación la mayor parte del largo y oscuro invierno austral, cuando el sol jamás brillaba, apenas llegaban provisiones frescas y el mundo exterior bien podía haber estado en otro planeta. La verdad era que se merecían una medalla como la que había visto en la solapa de Murphy: una insignia de honor para poner en la solapa de las que le valían a uno reputación entre los de la base, y la respetaban por igual probetas y reclutas.
El viento le dio de lleno en el rostro en cuanto dobló la esquina del salón, y lo hizo con tanta fuerza que se las vio y se las deseó para no caerse y conservar el equilibrio. Eligió con cuidado su camino hacia la costa helada y bajó con cuidado por el pedregal de guijarros sueltos mientras el frío del vendaval se le metía por entre la ropa. Nunca estaba claro dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el mar helado, pero eso en realidad importaba poco, pues el suelo rocoso era durísimo y resultaba difícil horadarlo o trabajar en él. A lo lejos logró atisbar una colonia de pingüinos mientras bajaba dando brinquitos sobre la ladera de una colina helada para luego deslizarse sobre el vientre y sumergirse en el agua. Alargó la mano enguantada y buscó a tientas el cordel de la capucha para sujetarla lo máximo posible y al fin logró cubrir toda la cara, salvo el espacio ocupado por las gafas de esquiar. El astro rey era frío y plateado como un carámbano mientras pendía en el cielo ligeramente más alto que la semana anterior, progresando de forma lenta pero inexorable hacia el horizonte meridional, y hacia el olvido. Había seis grados bajo cero la última vez que lo verificó, pero la sensación térmica era mucho más intensa a causa de ese viento gélido.
Alzó una mano de forma instintiva cuando un borrón blanquinegro le pasó rozando la cara. Volvió a pasar al cabo de un segundo. Era un págalo ártico, una de las aves más vengativas de la Antártida. Comprendió que debía de estar demasiado cerca del nido. Mantuvo el brazo por encima de la capucha, sabedor de que el pájaro siempre atacaba a la cabeza, la zona más elevada de cualquier intruso. Miró en derredor cuando el págalo pasó zumbando junto a su mano enguantada, pues no tenía deseo alguno de pisar a las posibles crías. A pocos metros de su posición se alzaba un altozano que ofrecía algo de protección frente a la ira del viento. La compañera del págalo atendía a dos polluelos en ese lugar. Debía de haber llegado del mar hacía muy poco, pues sostenía en el pico un krill todavía vivo que movía sus numerosas patas. El humano se alejó varios pasos y papá pájaro, aparentemente satisfecho por la retirada del intruso, regresó al nido.
Los dos polluelos se desgañitaban al piar por la comida, pero uno era mayor que el otro, y batía las alas con fuerza y picoteaba al pequeño en cuanto éste gorjeaba. El pajarillo se veía apartado del nido cada vez que esto sucedía, pero los padres parecían completamente imperturbables. La madre entreabría el pico curvo y soltaba el crustáceo ante la mirada desesperada del pequeño; entretanto, su hermano lo atrapaba en el aire y se lo tragaba entero.
‹Venga ya, reparte a pachas›, quiso decir el hombre, pero era consciente de que esas reglas no se aplicaban allí. Si la cría pequeña no era capaz de buscarse la vida, sabía que los padres le dejarían morir de hambre. Lisa y llanamente, se estaba aplicando la supervivencia de los más dotados.
La criatura hizo un último intento de regresar al nido, pero el grandullón volvió a picotearle y darle aletazos hasta que le hizo retroceder con la cabeza gacha y las alas pegadas al cuerpo. Papá y mamá permanecieron impasibles, mirando en otra dirección.
Michael aprovechó su oportunidad: avanzó un paso y antes de que se escabullera el avecilla, a la que todavía no le habían terminado de salir las plumas, la tomó entre sus manos enguantadas, de donde sólo sobresalieron los negros botones de sus ojos y su cabecita blanca. Papá págalo emitió un chillido, pero él sabía que no se trataba de una reacción ante el rapto, sino ante la excesiva proximidad al nido y el heredero visible.
-Piérdete -dijo el hombre mientras sostenía al polluelo contra su pecho.
El viento le azotó la espalda cuando se dio media vuelta y lo llevó en volandas ladera abajo hasta el calor del salón de entretenimiento. ‹¿Cómo habría llamado Kristin al pajarillo abandonado?›, se preguntó.
CAPÍTULO TRECE
6 de julio, 16: 30
ASCOT SÓLO HABÍA SIDO una palabra para Eleanor, el nombre de un lugar que jamás conseguiría ver, no con ese salario suyo tan pequeño y menos aún sin compañía.
Y sin embargo, allí estaba ella, inclinándose cerca de la barandilla de madera mientras los caballos eran conducidos desde el paddock a los puestos de salida. Jamás había contemplado ejemplares tan soberbios de deslumbrantes pelajes, coloridos sudaderos por debajo de las sillas y los paños blancos envueltos alrededor del extremo inferior de las patas. Miles de personas: unos agitaban calendarios de carreras y despotricaban a voz en grito sobre damas, caballeros, jockeys y los caminos embarrados. Los hombres bebían de unas petacas y fumaban cigarros; las mujeres, o algunas al menos, las que a juicio de Eleanor tenían un aspecto más dudoso, caminaban pavoneándose de sus vestidos y haciendo girar las sombrillas rosas o amarillas. Todos reían, parloteaban de forma atropellada y se daban palmadas en la espalda. El resumen, era la escena más alegre y bulliciosa de la que había formado parte en su vida.
Notó la mirada de Sinclair fija en ella unos segundos antes de que él preguntara:
-¿Lo está pasando bien?
La señorita Ames se sonrojó al pensar con qué facilidad debía adivinar sus pensamientos.
-Oh, sí -respondió ella.
El oficial pareció bastante satisfecho de sí mismo. Vestía para la ocasión ropas de civil: una levita de color azul oscuro y una limpia y almidonada camisa blanca rematada con un pañuelo de seda negra cuidadosamente anudado. El pelo rubio le llegaba justo hasta el cuello.
-¿No le apetece un ponche de ron o una limonada fría?
-No, no -se apresuró a rehusar ella, pensando en el gasto adicional, pues Sinclair ya le había invitado a recorrer el trazado de la carrera en un carruaje privado y tres entradas, ya que Eleanor, en atención al decoro, no había querido viajar a solas con el joven teniente y él había tenido a bien invitar a pasar la tarde con ellos a la también enfermera Moira Mulcahy, su compañera de habitación en la pensión. Moira era una joven irlandesa entrada en carnes, sociable, a veces un tanto bruta, y de amplia sonrisa. Aceptó enseguida la invitación a Ascot.
Y cazó al vuelo la oferta de tomar algo con la misma prontitud.
-Oh, señor, a mí me encantaría tomar una limonada -pidió Moira sin apenas apartar la mirada de la tribuna situada detrás de ellos, donde se había reunido un gentío para presenciar la carrera más esperada de la tarde: la de la Copa de Oro.
-Caray con el sol, cómo está... -Moira hizo una pausa para buscar un sustituto elegante de ‹pegando›-. Hace un sol de justicia. -Esbozó una ancha sonrisa, satisfecha de su elección mientras Sinclair se excusaba para ir a por el refresco. Entonces codeó a Eleanor y le dijo-: Lo tienes en el bote.
La aludida fingió no entenderla, como si fuera otro de los refranes tan propios de Moira, pero el sentido era más que evidente.
-¿Te has dado cuenta de cómo te mira? -se burló la irlandesa-. O dicho de otra manera, que no mira a ninguna otra. ¡Y menuda planta! ¿Estás segura de que no es un lord?
Eleanor no estaba segura de nada. El teniente seguía siendo un hombre misterioso en más de un sentido. Al día siguiente de haberle suturado la herida le había enviado una caja de mazapanes con frambuesas y una nota: ‹A la enfermera Eleanor Ames, mi dulce ángel de la guarda›. La superintendente Nightingale había interceptado el paquete en la puerta y cuando se lo entregó, lo hizo con un inconfundible gesto de desaprobación.
-Las conductas alocadas traen estas consecuencias -sentenció antes de volver al jardín, donde cultivaba sus propias verduras y frutas frescas.
La joven enfermera mostró ciertos reparos ante el cuerpo del delito, pero Moira ni siquiera se detuvo a mirar dos veces al paquete, del que retiró enseguida la cinta lavanda para metérsela en el bolsillo.
-Es demasiado buena como para desperdiciarla y a ti no te importa, ¿a que no?
Y luego se puso a dar saltitos a la espera de que la destinataria del regalo lo abriera y en cuanto lo hizo, la irlandesa metió la mano mientras Eleanor contemplaba maravillada la belleza y el dulce aroma afrutado de los mazapanes. Sostuvo en las manos como si fuera un cuadro valioso la tapa de la caja con una flor de lis estampada en oro y la leyenda Confections Douce de Mme. Daupin, Belgravia. Nadie le había enviado dulces con anterioridad.
El teniente Sinclair le hizo llegar una nota a través de un mensajero. En ella le preguntaba cuándo dispondría de tiempo para que él pudiera hacerle una visita, pero Eleanor le explicó que no disponía de tiempo libre, a excepción del sábado por la tarde y por la noche, ya que reanudaba sus tareas normales en el hospital el domingo a las seis y media de la mañana, a lo cual él replicó que en tal caso solicitaba su compañía la tarde del sábado siguiente, anunciando que no aceptaría una negativa por respuesta. Moira, que había asomado la cabeza por encima de su hombro para leer la contestación, le dijo que no debía negarse de ningún modo.
-Mira, mira, Ellie -dijo Moira cuando sonó una corneta y los corceles de carrera se reunieron y ocuparon su lugar detrás de una larga y gruesa cuerda, cuyos extremos estaban amarrados a los palos situados en los laterales de la pista ovalada.
-¿Va a empezar la última carrera?
-Así es -le confirmó Sinclair, reapareciendo de entre la gente con dos vasos en las manos. Entregó uno a Moira y otro a Eleanor-. Me he tomado la libertad de apostar en vuestro nombre.
El teniente le entregó un resguardo con unos dígitos garabateados en un lado y un nombre en el otro: ‹Canción de ruiseñor›. La señorita Ames no lo comprendió del todo.
-Es el nombre del caballo -le aclaró Sinclair mientras Moira se acercaba para leerlo-. Parece una coincidencia afortunada,[11] ¿no cree?
-¿Cuánto hemos apostado? -inquirió Moira con regocijo a pesar de que esa alegría contrariaba a Eleanor.
-Diez libras... a que gana -contestó.
Las dos muchachas se quedaron espantadas ante la simple idea de apostar diez libras a nada. Ellas ganaban quince chelines a la semana y una comida al día en el comedor del hospital. La posibilidad de perder diez libras en cuestión de minutos en algo como una carrera de caballos les pareció a ambas algo fuera de toda lógica, pero Eleanor supo que para su familia -integrada por los cinco hijos de un lechero de escasos posibles y una madre muy sufrida- habría sido algo peor que una estupidez: lo habrían considerado pecado.
-¿Y cuánto nos llevamos si gana esa yegua?
-Tal y como andan las apuestas, treinta guineas.
Moira estuvo a punto de derramar la limonada.
Un hombre corpulento engalanado con un frac de día cruzó la línea de salida a grandes zancadas para luego subir a la tablazón del juez de meta cubierta con unas telas de terciopelo rojo y dorado. La Union Jack flameó en lo alto de un astil elevado situado detrás de él.
-Damas y caballeros -anunció con tono estentóreo a través de una bocina-, es un honor para nosotros darles la bienvenida a la primera Copa de Oro de Su Majestad.
Eleanor y Moira se quedaron momentáneamente perplejas ante la salva de vítores y aplausos que acogió a aquellas palabras. Sinclair se inclinó hacia ellas y les explicó:
-Antes esta carrera se llamaba la Bandeja del Emperador en honor al zar Nicolás de Rusia. -Ellas lo entendieron de inmediato-. Este año se ha cambiado el nombre de la carrera, dada la situación en Crimea.
El clamor se apagó cuando se oyó otro toque de corneta. La fanfarria de notas llegó hasta las gradas más altas de la tribuna y los caballos se removían inquietos, como si estuvieran ansiosos por estirar las patas y echar a correr de una vez por todas. Los jinetes sujetaban la fusta debajo del hombro y se sostenían de pie sobre los estribos para no sobrecargar el lomo y se sostenían de pie sobre los estribos para no sobrecargar el lomo de las monturas con su peso hasta el último momento. La brisa vespertina hacía tremolar las mangas de seda de sus camisas. El hombre corpulento de la tablazón sacó una pistola de la faja del frac y la alzó mientras dos mozos de cuadra desanudaban los extremos de la cuerda y la dejaban caer de cualquier manera sobre la hierba. Cada jockey luchaba por controlar a su corcel y evitar que cruzase la línea de tiza trazada sobre el suelo.
-Jinetes... ¡Preparados! -voceó el juez de salida-. A la de tres. Uno... dos...
Disparó el arma en vez de decir ‹tres›. Entre tropezones y empellones por abrirse paso, las monturas salieron disparadas hacia la pista, ahora expedita. Durante unos instantes, mientras caballos y jinetes porfiaban por obtener una buena posición, se produjeron algunos rifirrafes; luego, echaron a galopar.
-¿Cuál es la nuestra? -preguntó Moira a voz en grito sin dejar de pegar saltos cerca de la barandilla-. ¿Cuál es Canción de ruiseñor?
Sinclair le indicó una potra de color canela que en ese momento corría en el medio del pelotón.
-La del pelaje alazán.
-Pues no está ganando -gritó Moira con una desesperación que provocó una sonrisa en el joven oficial.
-No han recorrido ni el primer estadio -le informó Sinclair-, y la carrera consta de ocho. Hay tiempo de sobra para la remontada.
Eleanor dio un sorbo a la limonada. Confiaba en ofrecer una imagen recatada, pero en el fondo estaba tan entusiasmada como Moira. Ella no había apostado nada en su vida, ni siquiera aunque fuera con dinero ajeno, y hasta ese momento no tenía ni idea de las sensaciones que eso podía provocar. La cabeza le daba vueltas ante la sola idea de que hubiera en juego treinta guineas, que pensaba devolver a Sinclair, su legítimo dueño, en caso de que ganara la potra.
Intuyó de nuevo que el teniente había adivinado su entusiasmo. La muchacha notó cómo vibraba el suelo bajo el atronador golpeteo de los cascos. Desde las gradas le llegaba un torrente de gritos de júbilo y ánimo, así como instrucciones a voz en grito que ningún jockey llegaría a oír:
-¡Pégate a la barandilla!
-¡Usa la maldita fusta!
-¿A qué estás esperando, caballito?
-El circuito de Ascot es muy exigente -le confió Sinclair a Eleanor.
-¿Ah, sí? -A la muchacha le parecía una pista ovalada amplia y propicia, con un centro de abundante hierba verde-. ¿Y cómo es eso?
-La tierra del suelo está apelmazada y eso exige mucho al caballo, más que el derbi de Epsom Downs, en Surrey, o la carrera de Newmarket, en Suffolk.
Eleanor no había oído hablar de esas carreras, pero a diferencia de éstas, Ascot tenía el sello real. Al cruzar las imponentes verjas negras de la entrada había visto en lo alto la divisa real en relieve dorado. Se había sentido como si hubiera penetrado en el mismísimo palacio de Buckingham. Había muchos puestos ambulantes dentro del recinto, donde se vendía de todo, desde vasos de rico hordiate a manzanas de caramelo, y donde había gente de toda clase y condición, desde caballeros elegantemente ataviados que iban del brazo de sus señoras, acompañándolas, hasta rapaces desaliñados en sus puestos de tahúres con sus compinches haciendo de cebo, y alguna ocasión habría jurado que los había visto robar carteras a los transeúntes y mercancía en los tenderetes. Llevando a una de cada brazo, Sinclair las había guiado a través del gentío sin vacilación alguna hasta llegar a aquel lugar concreto, el mejor sitio desde el cual ver la carrera, según les había garantizado.
La joven enfermera tenía la impresión de que era verdad. Entonces doblaron la primera curva los corceles: todos juntos formaban un lienzo de pinceladas blancas, grises y negras al cual aportaban color las sedas y atavíos del los jinetes. Eleanor debió tomar el programa de las carreras comprado por Sinclair y abanicarse con fuerza para aliviar el calor provocado por aquel sol de justicia y espantar a las insistentes moscas. El oficial permanecía cerca, muy cerca, más de lo que solía estar ningún hombre, aunque esa cercanía parecía en parte consecuencia directa de los empujones de la multitud. Moira estaba recostada en la valla y tenía medio cuerpo fuera, apoyando sus brazos rollizos en el otro lado mientras animaba a gritos a Canción de ruiseñor.
-¡Tira p’alante, mueve el culo!
Eleanor pilló a Sinclair mirándola, y ambos compartieron una sonrisa privada. Moira se volvió, avergonzada.
-Discúlpeme, señor. Me he dejado llevar.
-Está bien, no se inquiete. No va a ser la primera vez que la emoción le puede a alguien en el hipódromo.
La señorita Ames había oído cosas bastante peores; el trabajo en el hospital, incluso en uno dedicado exclusivamente a mujeres pudientes, le había endurecido el corazón ante los gemidos más espantosos y las mayores blasfemias. Había visto consumidas por la ira y la violencia a personas perfectamente correctas y respetables en el curso normal de sus vidas. Había aprendido que la angustia física, y a veces la perturbación mental, podían agriar el carácter de una persona hasta resultar prácticamente irreconocible: una tranquila costurera había aullado y peleado hasta el punto que fue necesario el uso de vendas para atarle las manos a los postes de la cama; una institutriz empleada en una de las mejores casas de la ciudad le había arrancado los botones del uniforme y le había tirado un orinal lleno; después de que le hubieran extraído un tumor, una modista le había clavado sus afiladas uñas hasta arañarle en los brazos y le había hecho objeto de algunas perlas que Eleanor pensaba que sólo podían usar los marineros. La muchacha había aprendido que el sufrimiento provocaba una transformación. A veces elevaba el espíritu, también había visto algunos casos de esos, pero lo habitual era que sacase lo peor de las indefensas víctimas, que pasaban pisoteando cuanto se pusiera en su camino.
La señorita Nightingale le había enseñado esa lección con hechos y palabras.
-No es ella misma, eso es todo -decía la superintendente cada vez que tenía lugar alguno de aquellos altercados.
-¡Mira, mira, Ellie! -chilló Moira-. ¡Va a ganar, la yegua va a ganar!
La interpelada clavó la vista en la carrera y, sí, pudo ver cómo tomaba la delantera del pelotón una parpadeante marcha bermeja, minúscula como la llama de una vela. Sólo un par de corceles, uno blanco y otro negro, corrían por delante de ella. Incluso Sinclair parecía entusiasmado con el sesgo tomado por los acontecimientos.
-¡Bravo! -gritó-. ¡Vamos, potrilla, vamos!
El joven estrechó el codo de Eleanor y ella notó una descarga no ya por el brazo, sino por todo el cuerpo. Apenas era capaz de concentrarse en la carrera, pues Sinclair dejó la mano donde estaba aunque sus ojos permanecían fijos en los caballos, que rodeaban el poste más lejano en aquel momento.
-La yegua blanca empieza a flaquear -anunció Moira, llena de júbilo.
-Y el caballo negro parece reventado -comentó Sinclair al tiempo que golpeaba la barandilla con el programa de carreras enrollado-. Venga, potrilla, venga, que tú puedes.
En ese momento, el arrebato de entusiasmo y el fino mostacho, casi transparente ahora que le daba de lleno el sol, conferían al joven un encanto casi juvenil. Eleanor no había dejado de advertir la atención suscitada por el teniente entre otras mujeres. Muchas damas habían girado los parasoles con el propósito de atraer la atención de Sinclair mientras atravesaba el atestado prado hasta llegar a aquel lugar, y una joven que iba del brazo de un caballero entrado en años había dejado caer el pañuelo; el teniente lo había recogido y se lo había devuelto con una media sonrisa sin dejar de avanzar. Poco a poco, la señorita Ames había cobrado conciencia de su propio atuendo, y le entraron deseos de haber tenido otro vestido más colorido y elegante, pero llevaba puesto su único traje bueno, de un tono verde boscoso con ribetes de tafetán y una manga de pernil abombada a la altura del hombro, ya pasada de moda, que se abotonaba hasta el cuello, aunque un día caluroso, especialmente uno como aquél, habría deseado no tener cubiertos los hombros y el cuello.
Moira se desabrochó el cuello de su vestido, una prenda de color amelocotonado a juego con el rojo de su pelo y su tez sonrosada, y colocó el vaso helado de la limonada en la base del cuello. Aún así, parecía al borde del desvanecimiento a causa de la creciente agitación.
Los caballos estaban llegando al lado más cercano de la pista ovalada y la yegua blanca daba síntomas de flaqueza: se retrasaba un poco más cada segundo que pasaba a pesar de que el jinete la fustigaba sin misericordia. El fogoso potro negro, por el contrario, mantenía constante su galope a cuatro tiempos, el propio de un caballo de carreras, con la esperanza de llegar a la meta sin necesidad de hacer un esfuerzo mayor. Sin embargo, Canción de ruiseñor no estaba agotada, antes bien el contrario, se esforzaba al máximo para ganar metros. Eleanor vio los músculos y los nervios de las patas cuando la potra estaba en pleno esfuerzo, subiendo y bajando la cabeza al ritmo del jockey, que permanecía inusualmente lejos de la cruz del caballo mientras le espoleaba. Las crines del cuello bailaban en el aire junto a su rostro.
-Por Dios, ¡lo va a conseguir! -gritó Sinclair.
-Es ella, ¿a que sí? -chilló Moira exultante-. Va a ganar.
Sin embargo, el corcel negro aún no se había rendido. El caballo vio por el rabillo del ojo cómo su rival le igualaba el paso y reaccionó como solía suceder en las carreras cuando una montura percibía que le ganaban: hizo acopio de sus últimas fuerzas y se lanzó hacia delante. Estaban en la octava y última parte de la milla y se hallaban virtualmente empatados, morro con morro, pero Canción de ruiseñor había reservado energías en previsión de un momento crítico como aquel, y apeló a esa energía, saliendo disparada como si le empujara una repentina racha de viento. La seda roja de los costados flameaba como lenguas de fuego cuando la yegua bañada en sudor cruzó la línea de meta como una exhalación y en lo alto de la tablazón el juez movió de un lado para otro una bandera dorada.
La multitud prorrumpió en un griterío donde se mezclaban los lamentos de desencanto de quienes habían apostado a caballos perdedores y algunos alaridos de júbilo y sorpresa. Eleanor llegó a la conclusión de que la yegua no figuraba entre los favoritos a la victoria, lo cual, hasta donde ella sabía, explicaba que su apuesta estuviera tan bien pagada. Estudió la cifra consignada en el papel mientras Moira daba saltitos. Sinclair tomó el resguardo de sus manos.
-¿Me dais licencia para ir a recoger vuestras ganancias?
Eleanor asintió y Moira se limitó a sonreír.
Los apostantes perdedores rompieron en dos los boletos de las apuestas y los lanzaron al aire desde el graderío como si fueran confeti. Los papelitos revolotearon por encima de sus cabezas. Las dos jóvenes siguieron examinando la escena. Tres jinetes echaron pie a tierra y llevaron de las riendas a sus exhaustos corceles hasta un círculo próximo al altillo ocupado por el juez. Cada uno de ellos se desprendió de su colorida chaqueta y los mozos de cuadras las ataron con holgura a la cuerda del asta para luego alzarlas a la vista de todos: la amarilla debajo de la púrpura, situada en el medio, y en lo alto, dejando ver a la multitud quién había ganado, el color rojiblanco de Canción de ruiseñor. Parecía una sensación estúpida, y Eleanor lo sabía, pero no pudo reprimir un cierto orgullo al ver aquello. Entretanto, Moira no cabía en sí de gozo ante la perspectiva de aquellas nuevas ganancias.
-No le voy a contar a mi padre ni media palabra de todo eso o se viene desde el pueblo y me saca de aquí a palos.
La señorita Ames sabía que al menos su progenitor no haría nada parecido.
-Yo le diré a mi madre que he tenido un golpe de suerte y le enviaré un poco de dinero para hacerle la vida más llevadera. Dios sabe cuánto se lo merece.
Eleanor seguía resuelta a devolver su parte a Sinclair. Después de todo, ella no habría podido apostar más allá de la moneda de seis peniques que guardaba en su minúsculo y gastado bolso de terciopelo. El joven oficial regresó con un puñado de monedas y billetes, puso una parte en el bolso de Moira y luego esperó a que Eleanor abriera el suyo, pero ésta se negó.
-Pero es tuyo, vuestro caballo ganó y las apuestas eran muy propicias.
-No. Tú elegiste el caballo y tú pusiste el dinero.
Ames atisbó por el rabillo del ojo el gesto de su compañera de cuarto y supo que Moira no quería participar en un gesto tan noble. Lamentaba hacerle pasar un rato incómodo a su amiga. Sinclair vaciló, todavía con el dinero en la mano, y luego dijo:
-¿Os sentiríais un poco mejor si os dijera que yo también he amasado un dinerito?
Eleanor vaciló. Él metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un fajo de billetes. Los agitó con alegría delante de ella.
-Vosotras dos sois mis amuletos de la suerte -dijo, incluyendo galantemente a Moira en el cumplido.
Eleanor se vio obligada a reír, y también Moira, y ya no tuvo motivo para oponerse, de modo que abrió el bolso y dejó que Sinclair deslizara sus ganancias en él. Jamás había tenido tanto dinero junto y estaba muy contenta de contar con la compañía del teniente para evitar un posible atraco.
Mientras cruzaban las altas verjas de la entrada, unos oscuros nubarrones asomaron por el oeste y empezaron a ensombrecer el deslumbrante sol. Acababan de salir cuando Eleanor oyó gritar a alguien:
-¡Sinclair! ¿Qué, has ganado hoy?
Al darse la vuelta, vio a los dos hombres que habían llevado a Sinclair al hospital esa noche, sólo que ahora no lucían uniformes, sino elegantes atuendos de civil.
-¡Por Júpiter que sí! -contestó el interpelado.
-Bueno, pues en tal caso -repuso el grandullón, el capitán Rutherford, mientras extendía la mano abierta-, no te importará ir saldando deudas, ¿a que no?
-¿Estás seguro? ¿No preferirías considerar ese capital como una inversión y dejarla donde está a la espera de futuras ganancias...?
-Más vale pájaro en mano que ciento volando -replicó Rutherford con una sonrisa.
El teniente acudió con presteza, sacó del bolsillo una parte de los billetes y los depositó en la palma abierta.
-Discúlpeme, señorita -continuó Sinclair, y echó un paso atrás a fin de poderse presentar a la acompañante de Le Maitre, la señorita Dolly Wilson, cuyo rostro estaba oscurecido por un sombrero de ala ancha engalanado con flores de colores malva y burdeos. Ella asintió en dirección a Sinclair, que preguntó a continuación-: ¿Volvéis todos a la ciudad? Me disponía a alquilar un carruaje, aunque tal vez podamos hacer juntos el viaje.
-¡Qué idea tan buena! -replicó Rutherford-, pero a nosotros ya nos espera uno en Regent’s Circle. ¿Queréis venir? Hay espacio para todos.
Eleanor miró a Moira. Se hallaba temerosa y encantada al mismo tiempo. El día había dado tantos giros inesperados que comenzaba a sentirse como una amazona que galopase a campo traviesa a lomos de un caballo desbocado.
-Entonces, vamos por ahí -confirmó Rutherford, indicando la dirección con un gesto-. La oportunidad sólo llama a tu puerta...
-... una vez -apuntó Moira, que siempre se apresuraba a completar cualquier refrán.
El capitán dedicó una mirada apreciativa a la joven irlandesa, una mirada que se detuvo sobre todo en el canalillo de sus pechos cremosos, visible gracias a que se había desabotonado el corpiño. A Eleanor no le pasó desapercibida esa atención.
-De modo que está aquí, señorita Mulcahy -dijo mientras le ofrecía el brazo-. ¿Me permite acompañarla?
Moira se quedó desconcertada durante un momento cuando un hombre tan alto y con un gris frac de día tan elegante le ofreció el brazo, pero Eleanor le dio un discreto codazo y ella deslizó su mano sobre el brazo extendido. Después de eso se fueron todos.
El coche alquilado era una berlina con un emblema en la puerta, un león rampante sobre un campo de cruces, de la que tiraban dos robustos caballos de raza Shire de pelaje marrón rojizo. Eleanor no había estado segura del mundo que pisaba hasta ese momento, pero un coche con emblema familiar y la desenvoltura con que todos ellos manejaban el dinero, aunque empezaba a sospechar que el teniente era un notable manirroto, dejaban zanjado el asunto. Tanto ella como Moira se adentraban en un territorio que las sobrepasaba de largo.
El interior de la berlina estaba tapizado con tafilete de fina superficie granulada y escondidas debajo de los asientos había mantas de viaje con el mismo emblema familiar. Los reposapiés eran de caoba y en la pared frontal, situada justo detrás del pescante, había una ventanilla similar a una trampilla provista de un tirador de borla, y aunque el capitán les había asegurado que cabían de sobra, no era así, y menos si se tenía en cuenta que Rutherford era un hombre grandote y Moira poseía una figura generosa. Y el sombrero de la señorita Wilson también requería su espacio. Sinclair se ofreció cortésmente para sentarse entre Eleanor y Moira con el fin de que ambas pudieran mirar por las ventanas abiertas y disfrutar de las vistas.
Cruzaron la campiña aledaña al límite meridional del gran parque de Windsor en la cual se había construido el hipódromo en 1711, en un claro natural próximo al pueblo de Ascot, entonces llamado East Cote. Vacas y ovejas estaban diseminadas por los verdes campos mientras los granjeros y sus familias se afanaban en sus quehaceres, aunque solían detenerse a mirar el impresionante carruaje de Rutherford, que traqueteaba al pasar. Un muchacho con un pesado cubo en cada mano se quedó inmóvil y con la mirada fija en la berlina. Eleanor se hizo cargo de su sorpresa, pues ella misma se había sentido igual de niña cuando veía pasar ese tipo de vehículos, y no había duda de que se preguntaba cómo sería estar dentro de uno de ellos, ser un rico hacendado o un hombre de origen aristocrático y cultivado, alguien que había vivido y viajado. Sintió una cierta confusión cuando su mirada se encontró con la del estupefacto muchacho. Al principio, Eleanor sintió el deseo de explicarle que ella no formaba parte de aquellos afortunados, que sólo era la hija de un granjero, predestinada a vivir una vida muy similar a la de él, pero entonces ocurrió algo curioso. Ladeó ligeramente la cabeza, como imaginaba que haría una aristócrata, y en su pecho sintió un estremecimiento de placer, de orgullo, y también de decepción. Albergó un sentimiento similar a cuando era pequeña y los días de fiesta se ponía un disfraz de princesa, sólo que ahora los lugareños se habían equivocado al aceptar por verdadera una impostura.
-Ganar siempre me abre el apetito -declaró Sinclair-. ¿Qué diríais si os propongo una cena bufé en mi club?
Le Maitre, o Frenchie, Eleanor recordó entonces su nombre, metió baza:
-¿Y no sería más apropiado acudir al mío dadas las circunstancias? Estoy acordándome del señor Fitzroy... -añadió al tiempo que enarcaba una ceja significativa en dirección a Sinclair, que reaccionó con un gesto de desdén.
-Puaj, nada debemos temer de ese petimetre -repuso Sinclair incluso a pesar de que Fitzroy le había exigido una satisfacción después de que le arrojase por la ventana del prostíbulo-. ¿Qué le diríais a unos fiambres y quesos regados por abundante oporto, mucho mejor que el que pueden servirnos en el club de Frenchie?
Eleanor no supo qué contestar. Los acontecimientos volvían a ir tan deprisa como un caballo de carreras, y ella apenas era capaz de sujetar las riendas.
Rutherford dio por válida la idea al no haber objeción alguna y llamó con los nudillos en la trampilla de detrás hasta que se abrió y el cochero, reclinado hacia un lado, asomó la cabeza.
-Vamos al Longchamps Club, en la calle Pall Mall...
El cochero asintió y cerró la ventana. Las ruedas del carruaje traquetearon con estrépito cuando atravesaron un puente de madera.
La señorita Ames se apoyó sobre el lujoso respaldo de la berlina con el hombro pegado al del teniente Copley y se preguntó cómo terminaría aquel sueño maravilloso.
CAPÍTULO CATORCE
7 de diciembre, 8:00 horas
LO PRIMERO QUE MICHAEL hacía todas las mañanas después de vestirse, incluso antes de tomarse un café, era vigilar a la cría de págalo, a la que había llamado Ollie en atención a otro huérfano desafortunado: Oliver Twist.
No había sido fácil determinar qué hacer con él (o con ella, pues no había forma de determinar el sexo a una edad tan temprana), pero los págalos adultos eran pájaros taimados y mostraban la desagradable tendencia a cebarse con los débiles. Había visto a un par de ellos esforzarse en distraer a una madre pingüino el tiempo justo para que un tercero se lanzase sobre la cría, la arrastrase y la desmembrase entre gritos. Le harían lo mismo a Ollie se el pájaro no crecía un poco y echaba alas pronto.
Tras una ronda de consultas con varios miembros de la base, en la que incluyó a Darryl, Charlotte y las dos glaciólogas, Betty y Tina, se decidió que lo más conveniente para Ollie era crecer en un ambiente protegido, pero en algún lugar fuera de la estación.
-Jamás será capaz de alimentarse por sí mismo si le crías aquí dentro -había sentenciado Betty.
Tina había asentido de forma enérgica. Michael las miró a ambas. Las dos rubias con coletas del pelo recogidas en un moño le parecían un par de valkirias.
-Podría tener lo mejor de los dos mundos si le llevas al almacén de muestras, detrás de nuestro laboratorio -había sugerido Tina.
El almacén de muestras era un tosco recinto ubicado tras el módulo de glaciología donde guardaban los núcleos o muestras cilíndricas de hielo pendientes de cortar. Los almacenaban en hileras de anaqueles metálicos como si fueran leños.
-Acabo de sacar todo el plasma helado de un cajón de embalaje -anunció Charlotte-. Podríamos usarlo para proporcionar una pizquita de protección al polluelo.
La conversación tenía una pinta rara, parecían los alumnos de una clase de gramática dedicados a realizar un proyecto de biología.
Charlotte recuperó el cajón y lo colocaron en un rincón del recinto. Después, Darryl fue hasta la puerta contigua y trajo unas pocas tiras de arenque de las usadas para alimentar a su colección de animales en cautividad. La cría no empezó a comer de forma inmediata incluso a pesar de tener mucho apetito.
Parecía estar esperando la llegada de un ave adulta que descendiera de alguna parte y se lo llevara. Ya estaba programado para morir, por decirlo de algún modo.
-Creo que estamos demasiado cerca -dictaminó el biólogo.
Charlotte coincidió con él, y tras estremecerse de frío, sugirió:
-Deberíamos dejarle la comida cerca del cajón y entrar dentro.
Todos ellos volvieron a sus dormitorios y se sumieron en ese sueño intranquilo tan característico de quienes carecían de un día y una noche que les regulara las pautas del sueño. Michael salió a verificar cómo estaba su protegido a primera hora de la mañana.
Las tiras de arenque habían desaparecido, pero ¿se las había comido Ollie? Encontró un poco de pelusa blanca cuando examinó el suelo helado de los alrededores y se arrodilló para echar un vistazo detrás del cajón del embalaje. Charlotte había dejado en su interior unas pocas virutas de madera utilizadas como relleno en el embalaje del plasma, pero la nieve y el hielo ya las habían cubierto. Estaba a punto de dejarlo correr todo cuando obtuvo el atisbo de algo negro y brillante muy similar a un guijarro colocado en la esquina más lejana. Era el minúsculo ojo imperturbable del ave. Michael estudió el terreno con más cuidado y logró distinguir el mullido cuerpo gris y blanco del págalo. El pájaro parecía una bola de nieve sucia ahora que se había hecho un ovillo.
-Buenos días, Ollie.
El ave lo miró sin dar señal alguna de reconocimiento ni de miedo.
-¿Te gusta el arenque?
Michael no se sorprendió al no obtener reacción alguna del polluelo y se sacó del bolsillo dos trozos de beicon que se las había arreglado para birlar mientras pasaba por la cocina de camino al almacén de muestras.
-No es kosher; confío en que no te dé por ponerte difícil.
El hombre vio cómo los ojos de Ollie se movían en dirección a la comida. Entonces, se levantó y regresó a la cafetería para ir a desayunar. Era el día de la inmersión y era consciente de la importancia que tenía tomar energías antes de llevar a cabo lo que tanto reclutas como probetas llamaban «chapuzón polar».
Cuando Michael se sentó, Darryl ya había devorado la mitad de su copioso desayuno: crepes de arándano regadas con sirope de arce y un montón de salchichas vegetales. Lawson estaba sentado al otro lado de la mesa, pero a diferencia de lo Hirsch podría haber temido, su condición de vegetariano no socavó su posición a ojos de los reclutas. De hecho, no le importó a nadie. Michael tuvo ocasión de aprender enseguida que las excentricidades eran moneda corriente en la Antártida, y además se aceptaban con despreocupación. La gente acudía al Polo para ir a su bola, por decirlo de algún modo, y él debía recordárselo continuamente. En el mundo real, aquellas gentes solían ser tipos solitarios, bichos raros y chiflados. La diferencia era que allí abajo eso no le importaba a nadie. Todo el mundo tenía sus peculiaridades y, con semejante vara de medir, ser vegetariano apenas si se notaba.
-El primer año acudes aquí por la experiencia -afirmó Lawson, hablando para el personal gubernamental. Michael aceptó ese razonamiento-. El segundo sigues por dinero, y el tercero -prosiguió con una sonrisa- lo haces porque ya no encajas en ningún otro lugar.
Hubo alguna risa incómoda, excepto uno de los reclutas, Franklin, el tipo del piano, que se giró para encararse a los demás.
-Cinco años, colegas, llevo aquí cinco añitos, uno tras otro. ¿Y en qué estado me ha dejado?
-Más allá de cualquier posible curación -replicó Lawson.
Todos se echaron a reír, Franklin incluido. El desaire era la lengua franca de la vida en la estación científica.
Michael regresó a su habitación en busca de su equipo fotográfico después de haber cargado las pilas con un buen desayuno, aunque bebió menos café que de costumbre, pues Lawson le había prevenido:
-No va a apetecerte nada ir a mear una vez que te hayas puesto el traje de buzo.
Guardó la Olympus Camedia D-220L en una carcasa estanca Ikelite de policarbonato transparente en cuanto comprobó que tenía batería y flash. Luego, musitó una silenciosa oración al dios de las pifias técnicas. Uno de los peores sitios para que fallase el equipo era el océano Ártico a mucha profundidad.
El buceo era una superproducción de lo más compleja, como casi todo en la Antártida. O´Connor había enviado el día anterior un taladro enorme en lo alto de un equipo a fin de que practicaran dos grandes agujeros en el hielo. El primero estaba destinado a ser cubierto por un rudimentario cobertizo de inmersión, era lo que los buceadores solían usar para entrar y salir del agua, mientras que el segundo, situado a unos cincuenta metros de distancia, respondía a una medida de precaución, en previsión de un posible corrimiento del hielo, o por si las agresivas focas Weddell dejaban inoperante el primero, pues tenían tendencia a volverse muy territoriales en lo tocante a los respiraderos en la capa de hielo.
Murphy se comportó como una madre clueca e insistió en la obligatoriedad de hacerse un chequeo médico por parte de todo aquel que bucease, por lo cual Michael debió hacer una visita a la doctora Barnes y sentarse en su camilla a fin de que le examinase las vías respiratorias y los oídos, y le tomase la tensión. Después de haber llegado a intimar con ella como un simple amigo, resultaba de lo más extraño tener que someterse a sus conocimientos profesionales. Sólo esperaba que no le hiciera la prueba de los testículos en busca de una posible hernia inguinal y le diera un ataque de tos.
Pero no la hizo, y tampoco pareció incómoda al desempeñar un papel diferente al habitual. Tuvo ocasión de comprobar que Charlotte era perfectamente capaz de adoptar el rostro desapasionado del médico y llevar a cabo todos sus deberes con un desempeño muy profesional, lo cual no le impidió, después de haber terminado el reconocimiento y haberle declarado apto para la inmersión, preguntarle:
-¿Estás seguro de querer hacer esto?
-Completamente.
La doctora retiró el estetoscopio y lo deslizó al interior de un cajón.
-¿No te produce claustrofobia la perspectiva de bucear debajo del hielo con una máscara en la cara y todo ese equipo encima...?
Hubo una nota delatora en su tono de voz y Michael intuyó que Charlotte hablaba de sí misma, no sobre él.
-Pues no, ¿y a ti?
Ella ladeó la cabeza sin mirarle a los ojos y Michael pensó en la noche de la Escuela de la nieve, cuando debieron dormir en los domos construidos a mano.
-¿Cómo te las arreglaste para pasar la prueba del iglú?
-¿No te lo ha dicho Darryl?
-¿Decirme...? ¿El qué...?
-¡Caramba! El pelirrojo sabe guardar un secreto -repuso ella, agradecida-. Jamás me metí dentro.
Él se quedó boquiabierto.
-Por favor, dime que no regresaste al campamento por tu cuenta y riesgo. -La idea de un comportamiento tan temerario le había dejado helado.
-No. Dormí dentro del saco y debajo de dieciocho mantas. Únicamente metí los pies en el túnel o de lo contrario me temo que Darryl se habría asfixiado en el iglú.
Michael la admiró todavía más cuando supo de su fobia y de cómo había soportado lo indecible para que no se supiera.
Y ese sentimiento se extendió a Darryl, que le había guardado el secreto.
-Llevaré encima el walkie-talkie todo el día por si necesitas algo ahí fuera -dijo Charlotte.
Él no esperaba menos.
-Id con cuidado Darryl y tú. Vigilad lo que hacéis. Y no dejes que él te lleve demasiado rato por ahí abajo.
-Se lo diré de tu parte.
Luego, volvió a apilar en el exterior todo el equipo de buceo y abandonó la enfermería para dirigirse al punto de inmersión. Para llegar allí debió montarse en un spryte. Éste tenía una apariencia a medio camino entre un arrastrador de troncos y un Hummer de General Motors y arrastraba un deslizador Nansen, de diseño muy similar al tradicional trineo noruego de esquís, que iba cargado con el equipo adicional de buceo. Michael iba sentado junto a Darryl. Éste parecía un niño en un viaje de excursión a Disneylandia.
La caravana avanzó muy despacio sobre el hielo y pasaron diez minutos antes de que el periodista atisbara el cobertizo de inmersión, construido en medio de la nada. Una bandera blanquinegra flameaba al viento. La cabaña en sí debía de tener un color rosáceo, similar al del pálido cielo estival, pero no podía apreciarse, pues un par de miembros del personal de la base apilaban la nieve reciente alrededor de la misma para mantenerla a resguardo del viento. De hecho, el suelo descansaba sobre bloques de oba de treinta centímetros o sobre el mismo hielo.
Darryl asomó la cabeza por un lateral del spryte conforme se aproximaban y no dejaba de tamborilear con los dedos en las rodillas, presa del nerviosismo. Debían desvestirse y ponerse los trajes de neopreno dentro de la cabaña de inmersión, pues iban a cocerse vivos en cuanto se hubieran embutido dentro de los mismos a menos que pudieran sumergirse enseguida en el agua, que mantenía la temperatura estable alrededor de un grado bajo cero con independencia de la profundidad.
A juzgar por ese mostacho helado con forma de picaporte que asomaba desde la capucha forrada con piel, daba la impresión de ser Franklin quien les hacía señales con los brazos para que se detuvieran.
-Hace un día estupendo para bucear -saludó, mientras abría de un tirón la insegura puerta del spryte.
El biólogo bajó de un salto y se deslizó por la nieve con Michael pegado a sus talones mientras Franklin empezaba a descargar el equipo colocado en el trineo. Se dirigieron hacia el cobertizo de inmersión, cuyo interior parecía un horno después de haber caminado por el exterior. Había unos calefactores apoyados sobre unos soportes metálicos y grandes repisas acondicionadas para poner el equipo; las cuatro paredes estaban llenas de perchas.
Lo más destacable de todo era el agujero circular de casi dos metros de diámetro situado en el centro del cobertizo, como si de un jacuzzi se tratara. Habían puesto sobre el mismo una rejilla a fin de evitar cualquier accidente o una entrada prematura, pero Michael no pudo controlar la tentación de fijar la mirada en las expectantes aguas de intenso color azul, donde se balanceaban refulgentes bandejas de hielo.
-Hola, troncos -les saludó Calloway, un tipo seco con un pronunciado acento australiano-. Voy a ser vuestro monitor de submarinismo en el día de hoy. -Lawson y los otros le habían soplado a Michael que Calloway no era australiano de verdad, sino que se había hecho pasar por tal de joven para ligar con más facilidad, hacía muchos años, y en el camino no se había logrado desprender del deje-. Ea, poneos en paños menores y manos a la obra, que hay mucho tajo pendiente.
Eso era un eufemismo de órdago. Wilde había buceado muchas veces con anterioridad y estaba familiarizado con el prolongado proceso de equiparse, pero aquello sobrepasaba con mucho todas sus experiencia previas. Bajo la experta supervisión de Calloway, él y Darryl se enfundaron una primera prenda gruesa de polipropileno sobre la cual colocaron un mono de tejido aislante de Polartec Thermal Pro. Los dos amigos se habían puesto los calcetines determinados en el Programa Antártico de Estados Unidos, así como unos escarpines de nailon. Llegados a ese punto, el biólogo guardaba un parecido más que sospechoso con un elfo pelirrojo.
Acto seguido, Calloway les hizo entrega de un traje seco de color púrpura para que se lo pusieran por encima de toda aquella ropa interior.
-¿A que hace una pizquita de calor? -preguntó Calloway, agitando la solapa abierta de su camisa.
-A lo mejor nos enteramos si lo repite -convino Michael con retranca.
-¿A que hace una pizquita de calor? -repitió Calloway dócilmente.
Michael se había visto obligado a acostumbrarse a las humoradas inmaduras habituales de Point Adélie, muy frecuentes según su experiencia cuando los hombres se reunían en campamentos remotos.
Lo siguiente fue meterse dentro del traje seco propiamente dicho. Calloway lo sostenía en alto con orgullo, como un modisto en plena exhibición de su último diseño.
-Lo más mejor de la tecnología: TLS,[12] tíos, trilaminado, y de tipo cordura. Tiene tres capas: la exterior de nailon protege del roce, la interior o impermeable, y la situada en medio. Se necesita mucho lastre para descender con un seco de neopreno, pero a medida que bajas, la lámina de neopreno se comprime y pierde flotabilidad. Con los trajes trilaminados, ésta se mantiene estable durante toda la inmersión al no comprimirse el tejido. Es más ligero que un seco de neopreno comprimido.
Michael se puso a forcejear con el traje de marras y le costaba concebir la existencia de algo más ligero que aquella cosa; empezaba a sentirse como el hombre Michelín del anuncio, y eso fue antes de que se pusieran manos a la obra con el que seguramente era el paso más restrictivo de todos: la protección de la cabeza y el rostro.
El falso australiano hurgó en el talego que Franklin le había traído hasta extraer dos capuchas de buceo negras de la marca Henderson: les cubrían todo el rostro, salvo un espacio alrededor de los ojos y de los labios. Una fina tira de neopreno corría por encima de la abertura de la boca. Michael se sintió un ladrón cuando se puso el pasamontañas, y encima de todo eso tuvo que ponerse una capucha de látex. Calloway tuvo que ayudarles para que lograran meter la cabeza y bajar la capucha hasta el comienzo del traje seco anaranjado, donde se adhirió como una ventosa y le convirtió definitivamente en una longaniza embuchada de color naranja.
-¿No puedes apagar eso? -le pidió Darryl, señalando con el brazo el calentador más cercano-. Voy a morirme.
-Sin problemas, colega. Debí hacerlo antes. -Apagó ambos radiadores-. Estaréis fuera de aquí en cuestión de unos minutejos -añadió a fin de infundirles ánimo a ambos.
Luego les ayudó a enfundarse unos guantes de alpinismo y después, unos guantes secos de caucho. A continuación se pusieron unos pesados arneses, pues un submarinista siempre subiría hacia arriba sin la ayuda de un lastre adecuado. Finalmente, fijó el arnés de los trajes los tanques de acero ScubaPro de dieciocho litros, sin olvidar los reguladores para ajustar la presión del aire de la botella y que el buceador lo respirase por la boquilla. Michael apenas era capaz de moverse.
-¿Algún último deseo antes de poneros las máscaras faciales? -preguntó Calloway.
-Date prisa -urgió Hirsch con voz entrecortada.
-Recordad, nada de tomároslo con pachorra ahí abajo... Tenéis una hora, nada más.
Se refería tanto a la reserva de aire como la capacidad del cuerpo humano para soportar unas temperaturas tan extremas incluso buceando con un equipo tan completo.
-¿Habéis bajado ya las trampas y las redes? -preguntó Darryl mientras forcejeaba en su intento de ponerse las aletas de caucho sobre los escarpines.
-Yo mismo las coloqué ahí abajo hará cosa de dos horas. Están atadas a los cabos del agujero de seguridad. Que se os dé bien la pesca.
-Antes de que nos olvidemos, voy a necesitar eso de ahí -observó Michael, e hizo un gesto hacia la cámara submarina que había olvidado encima del revoltijo de sus ropas.
-Aquí la tienes -dijo Calloway, entregándosela-. Si ves alguna sirena, sácale una foto para mí.
Dicho eso, ajustaron las máscaras faciales de la forma más cómoda posible y verificaron el funcionamiento del regulador. Luego, Hirsch dio una palmada en la espalda de Calloway. Mientras Michael deslizaba los pies dentro de las aletas y sujetaba la linterna al cinturón, Darryl levantó la rejilla de seguridad que cubría el agujero de inmersión y cuando su compañero se dio la vuelta, él ya se había sumergido. Calloway palmeó a Michael en la espalda y levantó el pulgar en señal de aprobación. El reportero metió los pies en el agua y se dejó caer para deslizarse y bajar por el agujero.
La capa de hielo tenía un espesor de dos metros y medio y la perforación practicada guardaba una gran semejanza con un embudo: era mayor en la parte superior que en el fondo. Michael notó cómo rompía con los pies una placa de hielo que ya se había formado desde el paso de su compañero. Siguió hundiéndose, envuelto por una nube de burbujas y esquirlas de hielo centelleante. Tardó unos segundos más en llegar a aguas lo bastante claras como para gozar de visibilidad.
Se mantuvo suspendido a unos cuantos metros por debajo del agujero de inmersión, flotando en un mundo que parecía carecer tanto de límites como de dimensiones. Sin embargo, veía con gran claridad, pues no había plancton en las aguas, sobre todo en esa época del año, y eran las menos contaminadas del planeta. La luz del sol apenas lograba atravesar la capa de hielo, lo cual hacía destacar sobremanera el agujero de emergencia: lanzaba un chorro de luz tan potente hacia abajo que parecía un faro, y de su borde salían tres largas cuerdas señalizadas con banderines de plástico que se perdían en las veladas profundidades.
Michael estaba gratamente sorprendido. Arriba se movía con suma torpeza y se estaba cociendo de calor, pero ahora, a pesar de que se había abrazado a fin de combatir el frío al sentir el primer contacto con el agua, se deslizaba con comodidad y la temperatura resultaba soportable, pues el líquido elemento no sólo le facilitaba los movimientos, sino que también enfriaba las capas exteriores. Notó un gran alivio allí abajo. No le extrañaba que el pelirrojo se hubiera sumergido tan deprisa. Ahora bien, sospechaba que al cabo de un rato notaría frío y estaría congelado al terminar los sesenta minutos.
Miró al fondo y vio a su compañero mientras movía las aletas para impulsarse hacia el bentos. Resultaba obvio que Hirsch no estaba dispuesto a malgastar ni un segundo de la hora disponible. Las aguas estaban tranquilas y se hallaban prácticamente libres del efecto de corrientes y mareas que, en otros mares, alejaban al buceador del punto de inmersión sin que éste apenas lo advirtiera. Miró en derredor. Un vasto y silencioso reino azul donde todo cuanto podía escucharse era el borboteo delator del regulador.
El lecho marino descendía lentamente desde la posición del agujero de inmersión hacia la zona bentónica y el submarinista empezó a seguir ese descenso gradual, los glaciares habían desgastado el fondo, dejando a su paso enormes estrías y grandes rocas sueltas y alisadas por la erosión que debían haber sido arrastradas durante kilómetros hasta llegar allí; presentaban unas vetas similares a las del mármol. Conforme se acercaba al fondo, empezó a ver una miríada de formas de vida pululando por un paisaje desierto sólo en apariencia. Las espirales y los culebreos grabados en el fango delataban la presencia de moluscos, crustáceos, erizos de mar, ofiuras, unos equinodermos emparentados muy de cerca con las estrellas de mar, y lapas adheridas como níveas serpentinas a las algas que cubrían las rocas. Entretanto, las estrellas de mar, amontonadas unas sobre otras, exploraban el lodo en busca de almejas, y una araña de mar del tamaño de la mano abierta de Michael se ponía de pie sobre dos de sus ocho patas, consciente de la proximidad del hombre. Éste permaneció suspendido en lo alto y le hizo varias fotos. La criatura parecía no tener cuerpo, sólo una cabeza con dos pares de ojos y un cuello del color de la herrumbre; el abdomen era tan reducido que se confundía entre los largos apéndices locomotores, pero Michael era consciente de la peligrosidad de su probóscide tubular, con la cual removía el sedimento en busca de esponjas y otros animales marinos de cuerpo blando a los que les ensartara y les chupaba los jugos con un beso prolongado y letal. Cuando el submarinista pasó junto a ella, la araña de mar se onduló a la estela de las aletas y giró sobre sí misma en un movimiento lento, pero cuando él se volvió, pudo ver cómo había reaccionado con indignación y se deslizaba sobre sus patas puntiagudas, dispuesta a atravesar al infortunado que pasara por allí.
Darryl se hallaba debajo; sostenía una red con una mano mientras apoyaba la otra en una piedra del tamaño de una pelota de baloncesto. Cuando se acercó a él, Hirsch ladeó la cabeza e hizo un ademán indicativo de que quería que le diera la vuelta a la roca. Michael dejó que la cámara oscilase en torno a su cuello mientras usaba ambas manos para desplazar la roca primero en una dirección y luego en la contraria, y así hasta apartarla, quedando a la vista un enjambre de anfípodos minúsculos, de tamaño no superior a una uña. Movían las antenas mientras correteaban para escabullirse, pero la mayoría acabó en la red de Darryl. Éste actuó con habilidad y los introdujo a la bolsa transparente con cierre hermético para luego levantar los pulgares en dirección a Michael, bueno, levantarlos todo lo posible cuando se llevaba aquellos guantes; después hizo un gesto de despedida con la mano. El periodista tuvo un pálpito: Darryl no deseaba compañía a su alrededor mientras recogía muestras y efectuaba observaciones.
Michael tampoco deseaba entorpecerle y debía hacer su propio trabajo y sus propios descubrimientos. Merodeó sobre un grupo de criaturas con aspecto de gusanos, cada uno de un metro de largo, mientras pululaban encima de una carroña casi consumida, y tomó algunas fotografías con la intención de que Hirsch las identificara más tarde. La luz era más débil conforme se alejaba de la superficie y poco a poco empezó a cubrir el lecho marino una capa helada llena de crestas; parecía una inmensa cuartilla de papel arrugada. De pronto, una silueta oscura apareció ante sus ojos desde un lado. Agudizó los ojos a través de la máscara y distinguió unos grandes bigotes y unos enormes ojos nacarados que le devolvían la mirada.
Era una foca de Weddell, el único mamífero capaz de nadar en aguas tan profundas, junto a la ballena minke. El buceador sabía que no le haría daño. La foca contrajo la membrana limitante externa y desplegó los pelos del bigote como si fuera un abanico cuando él alzó la cámara. «Listo para un primer plano», pensó mientras tomaba una serie de instantáneas.
La foca ladeó una aleta, pasó junto a él sin dejar de mirar hacia atrás y remoloneó, como si esperase que el recién llegado intentara darle alcance antes de seguir nadando. Michael le calculó una longitud próxima a los dos metros.
«Vale, voy a jugar», dijo para sus adentros. Esas imágenes serían estupendas y le darían un toque divertido al artículo. Se impulsó sobre las aletas y fue en pos del mamífero, un ejemplar joven, si no se equivocaba, a juzgar por el pelaje lustroso y sin cicatrices y los dientes de un blanco impoluto, que se dirigió hacia las profundidades. El tanque del oxígeno siseó y burbujeó mientras seguía al fócido primero alrededor de un témpano de hielo cariado del tamaño de un yate de motor y después sobre un afloramiento rocoso cubierto por una maraña de algas rojas y marrones.
El mar se abrió a sus pies y Michael tuvo la sensación de que podía ir demasiado lejos si no se andaba con cuidado. Una grieta de hielo de la superficie proporcionaba algo más de luz y gracias a eso fue capaz de advertir algo fuera de lugar cuando fijó la vista en el inclinado lecho marino. Los contornos rectangulares eran demasiado precisos incluso a pesar de estar recubierto por el hielo. Parecía algún tipo de baúl. La foca se demoró sobre el mismo, girando en círculos. Daba la impresión de que todo el tiempo le había estado conduciendo hasta allí.
«¡Dios de mi vida! ¿Qué es eso? ¿Un tesoro oculto?», pensó para sus adentros. «No es posible, aquí, no. No en el Polo Sur».
Movió las piernas con fuerza para impulsar las aletas y redujo la distancia enseguida mientras empezaba a notar cómo el frío se abría paso hacia su cuerpo a pesar de toda la ropa que llevaba puesta. Se detuvo encima y movió los brazos de forma morosa en el agua helada. No cabía la menor duda: había un arcón sin tapa debajo de todo el hielo, de las pegajosas lapas antárticas, de los erizos de mar y varias estrellas de mar que festoneaban los laterales del cofre; una de ellas, blanca como el marfil, se había extendido sobre la parte superior como una esquelética mano guardiana. Reaccionó por instinto y echó mano a la cámara para tomar media docena de fotografías.
La foca ejecutó un rápido arabesco encima de la posición del buceador.
Wilde descendió más y más, hasta ser capaz de mirar en el interior del arcón, donde yacían amontonados muchos trozos de hielo refulgente, como monedas de cristal, pero logró atisbar algo más oscuro, un objeto reluciente de color ciruela.
Miró de izquierda a derecha, examinando el suelo circundante. A un lado el lecho descendía hacia una negrura sin fondo, y al otro vio, a escasos cientos de metros, una pared de hielo cortada a pico desde lo alto hasta una profundidad que él jamás sería capaz de llegar. Entre su posición actual y el imponente glaciar distinguió otro objeto de color ciruela cubierto de hielo, pero sobre la superficie del lecho marino. Tomó la linterna del arnés y apuntó el rayo luminoso en esa dirección.
Era una botella de vino. Tenía que serlo.
El buceador descendió un poco más y apartó el sedimento acumulado sobre el gollete del envase con los tres dedos del guante. La silueta globular de un erizo de mar descansaba en la base; creyendo que cerca había algo comestible, abría y cerraba la boca sin cesar, bueno, en realidad todo él era una boca. Michael se sirvió de la punta de la linterna para apartarlo. La costra de hielo cubría la botella de arriba abajo, pero en la cara yaciente sobre el suelo había vestigios de lo que en otro tiempo debió de haber sido una etiqueta, hoy ilegible. Intentó retirar la botella, pero no iba a salir con tanta facilidad. Debía usar las dos manos para conseguirlo. Antes de volver a intentarlo, colocó con sumo cuidado la linterna entre dos trozos de hielo que brotaban del suelo. Sin pretenderlo, perturbó a un gusano escamoso o polinoido cuyo aspecto recordaba mucho a una banda rota de corcho de varios centímetros de longitud; se escabulló en busca de una zona más tranquila. Tuvo que mover con cuidado el frasco para sacarlo del fango y el hielo, pues lo último que deseaba era romper algo que debía de haber sobrevivido decenas de años, pero al final tuvo suerte: la extrajo y la giró entre las manos, admirándola. Se sentía como si hubiera ganado en un juego de tira y afloja con el suelo marino.
De pronto, localizó otro botellín a doce metros de distancia, al pie mismo del glaciar sumergido.
¡Tal vez había encontrado un tesoro oculto! Le pasaron por la cabeza toda clase de ideas descabelladas, ¡cómo no!, pero en cualquier caso, aquello era una noticia de prensa sensacional. Cuando volviera a Tacoma y Gillespie le echara un vistazo al material... Un reportero gráfico del Eco-Travel Magasine había descubierto en el mar Antártico un cofre hundido a cientos de pies de profundidad. A partir de ahí, Wilde tenía el éxito asegurado.
Fijó la bolsa en la malla de su arnés antes de impulsarse hacia la pared de hielo. La foca pareció retirarse del lugar y merodeó por los alrededores, mirándole mientras nadaba al revés.
El agua estaba más helada cuanto más se aproximaba al iceberg, y el descenso de temperatura fue tan brusco que le recordó mucho a la sensación térmica provocada por los vientos catabáticos en su bajada desde lo alto de los glaciares hasta las llanuras polares. Tiritó dentro del traje y echó un vistazo al reloj colocado en la parte interior de la muñeca. Iba a tener que subir a la superficie pronto, muy pronto, y regresar más adelante.
El segundo envase de vidrio se hallaba atrapado debajo de una roca y decidió dejarlo donde estaba, pues el regulador se puso a sisear y él se percató de que no había estado respirando con normalidad, ya que la excitación se había apoderado de él y no había prestado atención. El empinado muro blanco del imponente glacial guardaba un gran paralelismo con el escenario de aquel día trágico en la cordillera de las Cascadas: se elevaba por encima de él como la pared escarpada de un precipicio y descendía hasta perderse en un abismo insondable. La pared de hielo presentaba acanaladuras y grietas, como el semblante de un boxeador que había subido demasiadas veces al cuadrilátero. El submarinista recorrió el gélido muro con los dedos, y a pesar del guante pudo percibir a través del tacto el rudimentario pero antiguo poder de esa montaña, capaz de aplastar de forma lenta e inexorable cuanto se pusiera en su camino.
Entonces dejó de respirar del todo.
Detrás de sus dedos vio... un semblante.
Se alejó con un brusco movimiento de aletas, sorprendido y confuso, envuelto por un anillo de burbujas cada vez más pequeñas.
Movió brazos y piernas para permanecer en aquella posición, haciendo caso omiso a la foca, que había regresado junto a él para jugar.
Era imposible. No podía haber visto lo que acababa de contemplar. Miró a su alrededor en busca de Darryl, pero todo cuanto era capaz de atisbar era una mota naranja a lo lejos; parecía ocupado en izar una trampa por una de las cuerdas del agujero de seguridad.
El corazón le latía desbocado cuando se volvió hacia el glaciar. O se controlaba o iba a terminar por cometer alguna estupidez que le sentenciara a morir ahogado antes de contar a nadie su hallazgo. Iluminó el hielo veteado con la linterna...
...pero veía muy poco desde allí.
Al final, cuando venció su reticencia y se acercó un poco más, descubrió otra cosa más sobresaliendo de la rugosa superficie helada. Al acercarse todavía más distinguió con toda claridad un rostro helado aureolado por unos cabellos de color caoba y una cadena en torno al cuello. ¿Una cadena de hierro...? Apreció un manchurrón azul y negro debajo del hielo, allí donde debían de estar las ropas, y era bastante posible que hubiera otra figura acurrucada detrás de la que estaba a la vista, pero eso resultaba bastante difícil de apreciar o discernir en aquellas aguas heladas y poco iluminadas.
Acarició el hielo de un modo casi reverencial con el guante y acercó la máscara facial a la pared del iceberg.
Enfocó el haz de la linterna al interior del hielo, donde contempló las facciones de una joven, aprisionada en su lecho de escarcha como la Bella Durmiente. Estaba ahí, con la mirada fija, pero no reposaba.
Nada de eso.
La mujer abría con desmesura aquellos ojazos suyos tan verdes que su luminiscencia le sorprendió, sobre todo debido al lugar donde se encontraba; también tenía abierta la boca, como si estuviera dando un último grito. La visión le hizo estremecer de los pies a la cabeza, pero en ese momento un ruido procedente del tanque de oxígeno le dio un serio aviso de los peligros de una mayor demora. Se dejó llevar hacia la superficie, apenas capaz de aceptar el descubrimiento hasta que estuvo lo bastante lejos como para que el hielo se hiciera opaco otra vez y un manto de oscuridad ocultase de nuevo su terrible secreto.
CAPÍTULO QUINCE
Noche del 6 de julio de 1854
DESPUÉS DE QUE LA traqueteante berlina hubiera cruzado Trafalgar Square y se adentrara en la elegante zona situada en los aledaños de Pall Mall, donde se habían afincado los clubes frecuentados por la flor y nata de los caballeros ingleses, Sinclair indicó al cochero que se detuviera en la esquina de St. James´s Street, casi enfrente de la entrada principal de Longchamps, pues allí se localizaba la discreta entrada lateral, la única por la que se admitía la entrada a las mujeres.
El cochero bajó del pescante con presteza, se apresuró a extender la escalerita plegable y ayudó a bajar a las damas bajo la luz parpadeante de las lámparas de gas, que iluminaban la creciente oscuridad. Pall Mall gozaba del lujo de una iluminación nocturna desde 1807.
Un criado de librea permanecía a la espera en el vestíbulo con suelos y paredes de mármol. Se llamaba Bentley, si el teniente Copley no recordaba mal. Una sombra de vacilación le cruzó por el semblante nada más ver a Sinclair.
-Buenas noches, Bentley -gorjeó Sinclair, usando sus modales más afables-. ¡Qué día más glorioso! Hemos apostado a ganador a Ascot.
-Me congratula saberlo, señor -repuso el criado mientras miraba de soslayo al resto del grupo.
-Lo que ahora necesitamos es un refrigerio.
-Sin duda, señor -replicó Bentley, sin ofrecerle nada más.
Algo iba mal, y Sinclair lo cazó al vuelo. Sospechaba que sus deudas habían llegado al punto donde el consejo directivo del club había puesto su nombre en la lista de morosos y le habían suspendido sus privilegios de socio.
Las damas estaban demasiado ocupadas deleitándose por el modo en que la luz del crepúsculo iluminaba las pinturas del ventanal del mirador, por lo que permanecían felizmente ajenas al problema, lo cual no podía decirse de Rutherford y Frenchie. Ellos debían de haberse olido la tostada y Rutherford parecía ya dispuestos a escoltarlos a todos de vuelta a su carruaje y llevarlos al Athenaeum, el club del que era miembro.
-¿Podemos hablar un momento, Bentley? -pidió el teniente mientras llevaba aparte al criado, a quien nada más llegar adonde nadie podía escucharles le preguntó-: Me han puesto en la lista negra, ¿a que sí?
El criado asintió.
-No pasa de ser un simple error contable -repuso el teniente mientras movía la cabeza con pesar-. Lo solucionaré mañana a primera hora.
-Sí, señor, pero hasta entonces he recibido instrucciones...
El teniente Copley alzó una mano y acalló a Bentley de inmediato, luego, se llevó la mano al bolsillo y extrajo un puñado de billetes, eligió unos cuantos y se los entregó.
-Tenga, para mi cuenta... Entrégueselos al señor Witherspoon mañana. ¿Hará eso por mí?
-Sí, señor, por supuesto -respondió el criado sin contar el dinero y ni siquiera mirarlo.
-Buen chico. Ahora, mis compañeros y yo necesitamos una cena fría y unas botellas de champán aún más frías. ¿Podría hacer que nos lo sirvieran en la sala de invitados?
No era la mejor estancia del vetusto y enorme caserón del club, pero sí el único lugar donde estaba autorizada la presencia de mujeres. Bentley respondió que podría arreglarlo y Sinclair regresó junto a sus invitados.
-Por aquí -anunció mientras señalaba a las damas un pequeño corredor que daba acceso a lo que de hecho era un anexo. El club se había visto obligado a ello ante el creciente número de socios.
La habitación estaba desatendida cuando entraron, pero enseguida apareció un criado para descorrer los grandes cortinajes rojos de terciopelo y encender los apliques. En una de las esquinas descansaba un gran hogar de piedra coronado por una cabeza de alce disecada, y delante de la chimenea había una buena colección de sillones de cuero, sofás, y mesas de roble.
Las damas se sentaron en un corrillo debajo del gran candelabro y descansaron los pies sobre una gastada alfombra oriental.
-¿Pedimos que enciendan la chimenea? -inquirió Sinclair, pero todos los invitados rechazaron la sugerencia.
-¡Por amor de Dios, no! ¿Acaso no te ha bastado con la calorina que ha hecho todo el día? -saltó Rutherford mientras se sentaba en la silla más próxima a Moira, quien no dejaba de abanicarse los hombros y el cuello con el programa de carreras de Ascot-. Estoy rezando para que llueva de una vez.
El cielo había amenazado con una tormenta durante todo el camino de vuelta desde el hipódromo, pero aún no había caído ni una gota y el propio Sinclair agradecía el frescor de la estancia después de la sofoquina del largo viaje en carruaje.
Dos criados entraron a toda prisa y en un abrir y cerrar de ojos prepararon una mesa redonda para seis comensales con manteles de damasco azafranados, cristalería y un centelleante candelabro de plata. Cuando todo estuvo listo, Bentley asintió con la cabeza en dirección al teniente Copley, sentado entre Eleanor, a su derecha, y Moira, a su izquierda. Completaban el círculo Frenchie y Dolly: ésta lucía una cascada de tirabuzones ahora que se había quitado el sombrero; la hermosa joven no tendría más de veintidós o veintitrés años, pero llevaba una espesa capa de maquillaje a fin de ocultar lo que parecían ser marcas de viruela.
Sinclair alzó su vaso estriado en cuanto estuvo servido el champán.
-Por Canción de ruiseñor, noble yegua y generosa benefactora.
-¿Por qué sólo compartes conmigo los presentimientos ruinosos? -preguntó Frenchie, haciendo referencia a la pelea de perros, mientras le guiñaba un ojo.
Sinclair rompió a reír.
-Tal vez me haya cambiado la suerte. -repuso, volviéndose ligeramente hacia la señorita Ames.
-En tal caso, por la suerte -brindó el capitán, aburrido de tanta cháchara, y vació su vaso de un trago.
Eleanor sólo había probado el champán una vez antes de aquella ocasión, cuando el alcalde del pueblo había celebrado su elección con los granjeros y comerciantes, pero ella estaba segura de que debía beberse despacio. Inclinó el vaso y se humedeció los labios. Estuvo a punto de estornudar por culpa de la burbujeante espuma fría, de hecho le sorprendió que estuvieran fríos tanto el vaso como el dulce licor, que probó con la punta de la lengua. Bebió un sorbito de champán y observó a través del cristal cómo subían las burbujas. La imagen le recordó los hervores que en ocasiones veía a través de la capa de hielo que cubría el río. Había algo hipnótico en ese borboteo y cuando apartó la mirada de las burbujas, descubrió lo mucho que a Sinclair le divertía su concentración.
-El champán es para beberlo, no para mirarlo -bromeó.
-Eso, eso -voceó Rutherford mientras rellenaba su vaso y el de Moira.
El capitán se inclinó mucho para escanciar y ella se vio obligada a pegar la espalda al respaldo para hacerle espacio, concediéndole una mejor vista de sus encantos.
La realidad había decepcionado a Eleanor: ella se había preguntado a menudo qué habría en el interior de unos clubes tan impresionantes y había imaginado un ambiente mucho más suntuoso, con capas de pintura dorada en los adornos, finos muebles franceses y sillas tapizadas con sedas y satén. Y aunque la estancia era espaciosa y de altos techos con vigas, tenía más aspecto de pabellón de caza que de palacio.
Los criados sirvieron una serie de platos fríos -lengua de ternera, carne de añojo servida con gelatina de menta y galantina de pato al jengibre- bajo la estricta supervisión de Bentley. Los oficiales regalaron los oídos de sus acompañantes femeninas con la narración de las proezas de la brigada. Los tres militares formaban parte del 17º regimiento de lanceros del Duque de Cambridge, formado en 1759, y desde entonces, como declaró el capitán sin dejar de enarbolar un trozo de pato trinchado en el tenedor, «nunca ha estado lejos del fuego de los cañones».
-Y más tiempo metido en los fregados que fuera de ellos -agregó Le Maitre.
-Y así volverá a ser en breve -declaró Sinclair.
La señorita Ames sintió una punzada inesperada de inquietud. La situación en Oriente no dejaba de empeorar. Rusia había declarado la guerra al Imperio Otomano del Sultán Abd-ul-Mejid so pretexto de un conflicto religioso en la ciudad de Jerusalén. Las naves de Nicolás I destruyeron a la flota turca a orillas del mar Negro, en la localidad de Sinop. Como el capitán Rutherford explicó a las damas, «se temía que el oso ruso se pusiera a nadar en el mar Mediterráneo si no se le frenaba en tierra firme». Era preciso atajar de raíz semejante desafío al dominio británico de los mares, universalmente aceptado.
Eleanor apenas se enteró de esa explicación, pues tenía un conocimiento mínimo de lo tocante al extranjero incluso a niveles de geografía, dado que su educación se había limitados a unos pocos años de asistencia a clase de una academia local para señoritas, donde se hacía más énfasis en asuntos relativos a la etiqueta y al porte que en temas intelectuales, pero aun así, era perfectamente capaz de captar la avidez y el entusiasmo con que sus acompañantes masculinos acogían la perspectiva de una batalla. Su bravura le maravillaba. Frenchie había sacado del bolsillo una pitillera de plata con el emblema grabado del 17º de lanceros, una calavera, símbolo de la muerte, encima de dos tibias entrecruzadas con dos palabras inscritas: «O Gloria». La pasaron de una mano a otra y cuando llegó a Eleanor, ella retrocedió por instinto, y luego la cogió para entregársela apresuradamente a Sinclair.
Entonces sirvieron una bandeja de quesos y luego otra de dulces, junto con la que debía ser la tercera o la cuarta botella de champán. Eleanor apenas recodaba haber oído descorcharlas en el transcurso de la cena, pero cuando Sinclair se ofreció a llenarle el vaso de nuevo, ella lo cubrió con la mano.
-No gracias. Creo que ya se me ha subido un poco a la cabeza.
-¿No le gustaría tomar un poco el aire?
-Sí, probablemente, eso sería de lo más aconsejable.
Pero cuando se disculparon y salieron al pórtico de la entrada, descubrieron que al fin había empezado a gotear. El pavimento húmedo refulgía a la luz de las lámparas de gas. Mientras la joven contemplaba la lluvia, dos caballeros de sombreros altos y capas negras descendieron de un hermoso carruaje para luego subir la lujosa escalinata de un club situado en la otra acera de la calle.
-Estas casa son preciosas -observó ella mientras echaba hacia atrás la cabeza para ver la fachada de Longchamps. Había grandes columnas redondeadas hechas con piedra caliza de color crema y un bajorrelieve exquisitamente tallado de una deidad griega, o tal vez un emperador, encima de la imponente puerta de doble hoja.
-Tienes razón, supongo -convino Sinclair con fingida indiferencia-; estoy tan acostumbrado que ya apenas lo noto.
-Pero los demás sí.
Él encendió un cigarrillo y observó el aguacero, mientras en la calle sonaba el chacoloteo de un fatigado caballo gris que tiraba de un carromato lleno de barriles de cerveza cuyas ruedas traqueteaban sobre los empapados adoquines.
-¿Le gustaría ver algo más? -inquirió en un arranque de inspiración.
Eleanor vaciló, no muy segura de la naturaleza de esa propuesta.
-No he traído paraguas, pero si...
-No; me refiero a otras dependencias del club.
Eso no estaba permitido, y ella lo sabía.
-En el hall principal hay un tapiz tejido al modo de lo Gobelinos realmente maravilloso, y el salón de billar es el mejor de Pall Mall. -El teniente esbozó una sonrisa maliciosa y se acercó hacia ella al verla vacilar-. Entiendo tus reticencias. Sí, el acceso a las damas está más que prohibido, pero por eso es tan divertido.
¿Seguía en el mundo real? Ella tenía la sensación de haber cruzado al otro lado del espejo, como Alicia, y haber pasado allí todo el día, moviéndose en un reino cuyas normas no terminaba de comprender, y esa propuesta era otra muestra más.
-Vamos -dijo él, tomándola de la mano con un gesto infantil de invitarla a jugar a otra cosa-. Conozco un camino.
Habían entrado de nuevo en el club y habían vuelto al pasillo del salón de invitados antes de que ella se diera cuenta. Subieron a hurtadillas por unas escaleras traseras. Eleanor sospechó que estaban reservadas para uso exclusivo de la servidumbre. Una vez arriba, el teniente Copley entreabrió una puerta con todo el sigilo del mundo y se llevó el dedo a los labios en petición de silencio cuando pasaron cerca de allí dos hombres con lazos blancos en el cuello y una copita de brandy en la mano.
-¿Ni siquiera si te lo ordena el almirantazgo...? -preguntó uno.
-Sobre todo si es cosa del almirantazgo.
Ambos se echaron a reír.
Sinclair abrió un poco más la puerta en cuanto se hubieron marchado los dos caballeros y acompañó a Eleanor mientras se colaban dentro. Ella se quedó mirando un extremo de la estrecha entreplanta, dominada por un vasto hall de entrada en donde se alternaban planchas de mármol blancas y negras. Una escalera doble conducía al piso superior, un tramo por cada lado, y en lo alto de la misma colgaba un gran tapiz antiguo donde se representaba la caza de un venado. Los años habían apagado la vivacidad de la escena, pero en su tiempo debieron de ser púrpuras y dorados muy brillantes. Una orla de oro bordeaba el contorno de la representación.
-Es belga -susurró Sinclair-, y muy antiguo.
El oficial la guió hacia delante sin soltarle la mano. Eleanor seguía sin saber cómo reaccionar ante esa conducta, pues nadie le había cogido de la mano tanto tiempo ni de forma tan posesiva.
Él le permitió ver el salón de cartas, donde varios hombres estaban tan concentrados en el juego que ninguno alzó la mirada hacia la puerta; una suntuosa librería de tres metros y medio con baldas de madera satinada repletos de libros forrados en piel; una sala de trofeos con varias bandejas de plata, algunas copas y una auténtica colección de cabezas disecadas de animales salvajes cuyos ojos vidriosos mantenían la vista fija en la eternidad. En tres o cuatro ocasiones se vieron obligados a esconderse en alcobas y cerrar la puerta detrás para no ser vistos por algún socio del club o algún criado al pasar.
-Ese bufón barrigudo se llama Fitzroy -dijo él con un hilo de voz-. Una vez le di una paliza, pero me temo que voy a tener que darle otra.
El aludido sofocó el sonido de un eructo con el dorso de la mano y siguió adelante. Sinclair la sacó de su escondrijo otra vez.
-Sólo una estancia más... Por aquí.
Llegaron al tercer piso, donde ella escuchó un intermitente golpeteo seco que no logró identificar mientras su guía la llevaba por una estrecha escalera alfombrada en dirección a una entrada cubierta por un cortinaje de terciopelo. Copley se llevó un dedo a los labios y al fin le soltó la mano para separar unos centímetros los dos pliegues de la cortina.
Salieron a un pequeño balcón con una barandilla negra de hierro forjado muy elegante, debajo de la cual había una docena de mesas de billar que se extendían entre el revestimiento de madera de las paredes como una gran pradera. Uno de los jugadores acarició con el taco una bola blanca antes de hacerla rodar suavemente sobre el tapete hasta chocar con una roja y quedarse quieta muy pegada a la banda.
-Bien jugado -alabó su oponente.
-Ay, si la vida fuera una mesa de billar... -replicó el primero, haciendo una pausa para frotar un poco la punta del taco.
-Pero es que sí lo es, ¿o no se lo ha dicho nadie?
-Ese día debía estar de permiso.
-Como la mayoría -replicó el primero con una carcajada.
«¿Es así como hablan los hombres? ¿Así se comportan cuando están en privado?», se preguntó Eleanor. Estaba fascinada y avergonzada a partes iguales, pues se suponía que no debía estar allí, ni tampoco debía escuchar nada de eso. No se atrevía a hablar por miedo a atraer la atención de los jugadores, pero miró a Sinclair, quien a su vez también la observó. Y allí, en el reducido cofín del balcón y oculta detrás de la cortina entreabierta, notó toda la intensidad de su mirada. Ella bajó los ojos mientras se preguntaba por qué se había dado el gusto de tomar una segunda copa de champán. Aún notaba la cabeza más ligera de la cuenta. Sinclair puso en dedo en el mentón y lo alzó, y ella se lo permitió. Él se inclinó hacia ella, cuya atención se centraba en el bigotito, y entonces, aunque estaba segura de no haberle dado ninguna señal de aliento, los labios del oficial rozaron los suyos, y ella no se resistió, sino que cerró los ojos, aun sin saber el motivo, y durante unos segundos el tiempo pareció detenerse; de hecho, todo pareció suspenderse, y ella sólo se echó hacia atrás cuando uno de los jugadores profirió un gritó de júbilo.
-¡Así se juega, Reynolds!
Eleanor sentía un hormigueo en los labios y el rostro se le encendió cuando miró de nuevo al joven teniente.
CAPÍTULO DIECISÉIS
8 de diciembre, 10:00 horas
-NO ES POSIBLE, NO es posible -repetía Murphy mientras cruzaba el pasillo dando grandes zancadas y entraba en su atestada oficina del módulo de la administración.
Michael le pisaba los talones, seguido de cerca por Darryl, que le apoyaba.
-No sólo es posible, es que lo vi con mis propios ojos. ¡Estaba delante de mis narices! -insistió el periodista una vez más.
O’Connor se dio la vuelta y con un tono comprensivo que intentaba transmitir preocupación le preguntó:
-Es tu primer chapuzón en aguas polares, ¿a que sí?
-¿Y eso qué tiene que ver?
-A lo mejor la experiencia te ha superado. Le ha pasado a mucha gente, no sólo a ti. La temperatura del agua, la capa de hielo en la superficie, un montón de bichos desconocidos... y como tú mismo dijiste, ese encuentro tan cercano con una foca de Weddell.
-¿Me estás diciendo a la cara que he confundido una foca con una mujer enterrada en el hielo?
El jefe O’Connor no contestó de inmediato para permitir que las aguas volvieran a su cauce.
-No. -Efectuó otra pausa-. Pero quizá se te fue el santo al cielo con la hora o bajaron los niveles de oxígeno. Has oído hablar del arrebato de las profundidades, estoy seguro, esa narcosis aparece cuando se bucea a muchos metros... Quizá te haya dado un principio de anestesia de esa... Hubo un tipo que juraba haber visto un submarino y al final resultó ser una válvula de alivio de presión muy grandota. Y en cuanto a ti -prosiguió, volviéndose hacia Hirsch-, deberías haber estado más al loro de él. Erais compañeros de inmersión, y eso implica mantener cierta proximidad y echaros un vistazo el uno al otro.
-Tú ganas -aceptó el biólogo con aspecto avergonzado-, pero el dato cierto sigue ahí: ha subido una botella de vino. Está derritiéndose en mi laboratorio. ¿No irás a negar la existencia de la botella?
-Existe una gran diferencia entre sacar del hielo una botella y ver metida dentro de un glaciar a una mujer, y encima cargada de cadenas.
-Y quizá no esté sola.
Michael odiaba tener que añadirlo, pero no tenía otro remedio.
-¿Qué...? -estalló Murphy.
-Tal vez haya otra persona ahí helada junto a ella.
Darryl no había oído esa parte, y le vio vacilar.
-Y ahí acaba la cosa, ¿o va a estar saliendo gente de allí como si fuera un autobús? A lo mejor también hay un bus congelado dentro del glaciar...
Hubo una tregua temporal mientras Murphy sacaba un antiácido y se lo llevaba a la boca.
-¿Tomaste fotos de la foca?
-Sí -contestó Michael, sabiendo adónde quería ir a parar.
-Entonces, ¿por qué no fotografiaste a la princesa de los hielos?
-Tenía demasiado miedo.
Las palabras le quemaron como brasas en los labios. Se hacía de cruces por que no hubiera hecho la foto clave de su carrera; aquello le mortificaba incluso mientras salía a la superficie en la cabaña de inmersión. La sorpresa y la acuciante necesidad de emerger habían sido muy fuertes, y ahora se sentía decepcionado de forma inconsolable consigo mismo por muy loables que fueran los motivos, tanto que no se le pasaría hasta que regresara ahí abajo.
-¿Por qué no lo solucionamos del modo más fácil? Déjame regresar a la escena del crimen -sugirió Michael.
-No es tan sencillo.
-¿Por qué no? -inquirió mientras Darryl se metía en la conversación añadiendo:
-Yo también iré.
Murphy miró a uno y luego al otro.
-Vosotros os creéis que estamos en medio de la nada sin ningún jefe que nos supervise, pero estáis muy equivocaditos. Debo redactar un informe y enviarlo a la NSF o a la Marina o a la guardia costera o a la NASA. ¿Veis eso? -prosiguió, señalando a una impresionante montaña de papeles e informes apilados sobre desbordadas bandejas de rejilla-. Va a llevarme una semana rellenar y archivar toda esa mierda, y debemos justificar cada dólar gastado. ¿Sabes cuánto ha costado taladrar dos agujeros en el hielo, montar la cabaña de inmersión y preparar todo el equipo?
-Estoy seguro de que un riñón -replicó Michael-, precisamente por eso hemos de hacerlo enseguida, ahora que todo está en su sitio. Puedo bajar mañana mismo e incluso podemos encontrar el modo de sacar el cuerpo del hielo con algo de ayuda de Calloway y el equipo adecuado. Jesús, éste podría ser un hallazgo sensacional.
-¿No querrás decir más bien que es un reportaje sensacional para esa revista tuya? -replicó Murphy.
Michael fue lo bastante listo como para no decir nada, y Darryl hizo otro tanto.
La botella de vino descansaba dentro de un pequeño tanque de agua marina tibia sobre la encimera del laboratorio de biología marina. La etiqueta salió a la luz cuando desapareció la capa de hielo, pero la tinta se había difuminado tanto que la marca no pasaba de ser un borrón. Hirsch echaba un vistazo de vez en cuando con la esperanza de ver algún espécimen vivo mientras Michael paseaba de un lado para otro, devanándose los sesos para averiguar qué otro argumento podría utilizar para convencer a Murphy.
-Dale un respiro -le aconsejó Darryl-. Es un burócrata, pero no tiene un pelo de tonto. Acabará convenciéndose, si no lo ha hecho ya.
-¿Y si no es así?
-Que sí, que lo hará, confía en mí. -Hirsch volvió a sentarse en el taburete y miró al periodista-. Voy a decir que debo bajar otra vez a recoger más muestras. No puede negarse a la petición de un probeta, y llegados a ese punto, ¿qué más le da autorizarte a ti también?
Michael lo estuvo sopesando, pero temía que ese ardid tardara demasiado teniendo en cuenta su impaciencia.
-¿Y si se ha ido entretanto...?
-¿Ido...? -repitió Darryl sin dar crédito a sus oídos.
-Me explico... ¿Y si no logro encontrarla otra vez?
-Un pedazo de glaciar como ése no se va así como así, muy deprisa -replicó el científico-, y recuerdo perfectamente tu posición. Puedo ubicarla sin problemas entre los agujeros de inmersión y de seguridad.
El reportero pensaba lo mismo en su fuero interno. Algo le decía que iba a ser capaz de encontrarla de nuevo sin importar las dificultades.
Regresó junto a la mesa y estudió la botella del tanque.
-¿Cuándo crees que podremos descorcharla?
-¿Qué...? ¿Te apetece tomar un trago?
Michael se echó a reír.
-No tengo esa clase de sed. En tu opinión, ¿qué contiene ese frasco?
-Pienso que es vino.
-Ya, pero ¿jerez u oporto? ¿Y de qué procedencia? ¿Francia, Italia, España? ¿Y de qué época? ¿Del siglo XX o del XIX?
El científico se lo pensó antes de responder:
-Si logramos subir el arcón, nos será de gran ayuda para datarla. -Hizo una pausa-. Y la chica también podría sernos útil.
A pesar de la amistad existente entre ambos, o tal vez por ella, Michael se vio obligado a hacer la pregunta.
-Tú me crees, ¿verdad?
El interpelado asintió.
-Soy ese tipo que ha estudiado esponjas de mil años, peces que no se congelan en aguas heladas y parásitos que hacen enloquecer a sus anfitriones a propósito. Si no te creo yo, ¿quién va a hacerlo?
Michael aceptó todas las muestras de apoyo de Darryl, y también las de Charlotte, quien le aseguró que le redactaría un certificado de salud mental si hacía falta, pero pese a todo, la noche se le hizo muy larga.
Cenó alubias negras con arroz y pollo hasta saciarse. Daba la impresión de que nunca ingería suficientes calorías como para desterrar el frío que el océano polar le había metido en los huesos. Después intentó distraerse en la sala de juegos, donde franklin estuvo aporreando las teclas con una canción pop del grupo Captain amp; Tennille hasta que Betty y Tina se cansaron de su partido de ping pong de todas las noches y se pusieron a ver Love Actually en la pantalla grande de televisión a pesar de las quejas de un par de administrativos de la base que estaban echando una partida de gim rummy en un rincón.
Él salió al exterior y se fue al almacén de muestras para ver cómo le iban las cosas al pequeño Ollie. Una masa de nubarrones cubría el cielo, tenuemente iluminado, y el cielo soplaba con especial saña.
Se vio obligado a alejarse un tanto del cajón hasta encontrar a la cría de págalo. Charlotte tenía razón, lo sabía, en eso de que si llevaba dentro al polluelo, jamás volvería a adaptarse a su entorno natural, pero se le hacía muy duro dejarle allí fuera ahora que la temperatura alcanzaba casi los diez grados bajo cero. Sacó del bolsillo la servilleta donde le había guardado de tapadillo unos restos de pollo y una gran bola de arroz. Los depositó en el cajón, sobre las virutas de madera.
-Te veo mañana -se despidió del avecita, que no le perdía de vista.
Y se fue a su habitación.
Su compañero ya se había dormido cuando él llegó y había echado las cortinas de la litera de abajo. Buscó una caja de Lunesta y en cuanto se tomó el somnífero se dispuso a acostarse. Le costaba muchísimo conciliar el sueño en circunstancias normales, y la presente situación era cualquier cosa menos corriente. No quería convertirse en uno de esos tipos que deambulaban por la base haciendo eses como un zombi bajo los efectos del Gran Ojo. Apagó la luz y se encaramó a la litera superior, donde se metió en calzoncillos y con una camiseta de manga larga. Echó un vistazo al reloj fluorescente y vio que apenas eran las diez antes de correr las cortinas de su lecho e intentar relajarse lo suficiente como para que el somnífero le hiciera efecto.
Pero no le resultó tan fácil. Mientras yacía en la oscuridad con las cortinas haciendo las veces de una tapa de ataúd, sólo era capaz de pensar en la inmersión y la joven del hielo. Su rostro le acosaba. Dio un par de vueltas en la cama y pegó más de un golpazo a la almohada para acomodarla y estar más a gusto. Darryl roncaba suavemente en la litera de abajo. Cerró los ojos e intentó concentrarse en el ritmo de su propia respiración para permitir la relajación de sus músculos. Procuró pensar en otra cosa, en algo más feliz, y al final, por supuesto, acabó pensando en Kristin, en Kristin antes del accidente. Se acordó de la vez que ganaron el primer premio en aquel concurso sólo para parejas consistente en comer chiles con carne, o cuando un policía los pilló haciéndolo en un coche aparcado y los amenazó con multarles, o de cuando volcaron el kayak tres veces en otros tantos minutos mientras bajaban por el cauce del río Willamette, en el noroeste de Oregón. A veces parecía como si siempre hubieran andado por la vida en busca de desafíos o de meterse en algún lío, juntos, siempre juntos, porque ellos habían sido amigos además de amantes, y por eso perderla había abierto un vacío tan enorme y doloroso en su corazón.
Los desencadenantes de la catástrofe eran tan ínfimos y se habían producido en tal progresión que no dejaba de pensar que el desenlace habría sido otro muy diferente sólo con haber cambiado un detalle o haber hecho algo de forma diferente. Habrían planeado la expedición mejor si no hubieran dado por hecho que la escalada al monte Washington era coser y cantar. No habrían necesitado ponerse manos a la obra tan deprisa de haber establecido un horario en vez de haber llegado más tarde de lo esperado al comienzo del camino. No habrían tomado una ruta tan traicionera para subir la pared de la montaña si hubieran estudiado los gráficos de todas las rutas posibles, y encima cuando estaba a punto de hacerse de noche. Y nada de eso habría pasado sólo con que él hubiera logrado refrenarla en la caída, aunque fuera un poquito.
Pero él odiaba atarla en corto y ella no le habría dejado si lo hubiera intentado alguna vez.
Se habían puesto ropa ligera para practicar el alpinismo y habían llevado el equipo mínimo, lo justo para pasar una noche en la montaña. Kristin creía haber localizado un lugar perfecto para pernoctar, un saliente plano que sobresalía como una mesa de casino a unos cincuenta metros por encima de sus cabezas. Él se ofreció a colocar las fijaciones, y de ese modo ella ocuparía la posición de segundo escalador, asegurando la cuerda, pero ella adujo que sería más seguro que él actuara como secundo escalador de la cordada.
Michael adivinó de inmediato la mentira. Kristin era de las que siempre quería llegar primero y plantar la bandera para que otros aspirasen, como mucho, a llegar donde ella los había precedido.
Se ataron el uno al otro. Michael ya había fijado un par de anclajes empotrables, o nueces y levas, en una grieta de contornos dentados que zigzagueaba junto al camino de subida hasta el saliente. El libro de ruta del alpinista mencionaba esa grieta, pero su ojo clínico le reveló que era menos directa de lo allí indicado y además, para su consternación, la roca parecía a punto de desmenuzarse: había soltado gleba y polvillo volcánico nada más dar un par de martillazos con la maza de escalada. La pared se desmigajaba demasiado deprisa y con excesiva facilidad, y así se lo avisó a Kristin, quien ya se movía como una araña risco arriba; ella hizo oídos sordos y pasó olímpicamente de la advertencia. Ése era uno de los hechos que a él le habría gustado ser capaz de cambiar.
Nunca habían gozado de una vista tan buena a pesar de que el día llegaba a su fin. Se habían puesto a subir nada más llegar, pero sólo les había dado tiempo de cruzar el anillo de árboles formado por el pinar y ascender fatigosamente las laderas de pumita, pues la nieve acumulada había ocultado los hitos de piedra indicadores del camino y habían pasado un par de horas largas rebuscando en pos de asideros en la piedra donde poder apoyar los pies y los dedos de las manos, así como fisuras lo bastante amplias donde demorarse unos segundos y recobrar el aliento.
El aire era frío a pesar de que la temperatura seguía siendo tibia y el sol vespertino doraba los conos de las cimas vecinas del monte Jefferson y Jack Tres Dedos. Lejos, a muchos metros de altura, se hallaban el lago y el aparcamiento donde habían dejado el jeep.
Michael alzó la cabeza y puso una mano a modo de visera para escudar los ojos al oír el tableteo de unas piedras desprendidas mientras caían por la pared del risco. Vio las piernas de Kristin y los pantalones cortos elásticos mientras buscaba un asidero. Entonces, apoyó el pie en una minúscula protuberancia de lo más aparente. Las ascensiones culminadas con éxito se hacían gracias a esos pequeños golpes de suerte.
-¿Estás bien? -inquirió a voz en grito.
-Sí.
Entonces, escuchó cómo martillaba un anclaje con la maza para fijarlo a la pared.
Michael ajustó los diez metros y medio de cuerda alrededor del hombro y mordisqueó una barrita energética. Aún podía oír la voz de su madre censurándole que las chuches le quitaban el apetito.
-Aquí está la grieta, y alguien ha dejado puesta alguna hex -gritó ella. No había nada más sencillo que encontrarse con un anclaje natural o un anclaje artificial ya clavado.
-¿Te parecen seguras?
La hex, abreviatura de Hexentrix, era una nuez hexadiagonal. La vio tirar de una de ellas para verificarlo.
-Sí, aguanta bien. Debieron de dejarlas por eso.
Las alarmas saltaron una vez más. Michael siempre hacía hincapié en lo mismo: ‹No confíes en el trabajo de nadie, sobre todo cuando no le conoces›. Él las desoyó, no insistió en que Kristin las reemplazara porque también él tenía prisa por alcanzar el saliente de arriba y preparar el campamento nocturno. Prometía ser un crepúsculo de lo más romántico.
Ella puso una de sus fijaciones en la sinuosa pared y empezó a auparse otra vez. La vio tantear la roca en busca de un asidero, y entonces todo se torció.
-¡Maldita sea! -la oyó murmurar.
Unos momentos después se produjo un desprendimiento aún mayor de rocas; éstas rodaron hacia abajo y algunas golpearon a Michael en el casco mientras el polvo le emborronaba la vista. Antes de que recuperase la visión o pudiera hacer algo la cuerda se soltó y resonó un estruendo metálico, el de nueces, levas y hexes soltándose de la pared, y Kristin chilló cuando cayó volando por los aires.
Él reaccionó de inmediato y echó mano a la cuerda para contrarrestar el peligro, pero la caída de la mujer era mucho más rápida y las fijaciones que él había sujetado a la pared se soltaron de un tirón en un periquete y la cordada se cerró sobre su hombro como un torniquete antes de mandarle lejos. A pesar de estar medio ciego, logró verla bracear mientras caía de cabeza hacia el precipicio como una pelota pinchada. Sus gritos cesaron de forma abrupta.
El golpe de la cuerda lanzó a Michael hasta el borde mismo de la estrecha franja donde se hallaba y, aunque no supo cómo, lo cierto fue que se sobrepuso y consiguió evitar su propia caída a pesar de notar en el hombro un chispazo de dolor; era como si se lo arrancaran de cuajo. Permaneció tendido de bruces en el borde, pendiendo de la cuerda de salvamento. Todo cuanto podía oír era el chasquido de la cuerda al rozar con la roca que iba deshilachándola.
Jamás sería capaz de decir cuánto tiempo permaneció de esa guisa y apenas tenía unos vagos recuerdos de cómo enrolló la cuerda alrededor de una prominencia rocosa ni cómo la hizo pasar por un fijador que logró clavetear con la mano sana.
Registró su equipo hasta localizar el silbato de emergencia y lo hizo sonar lo más fuerte posible, pero únicamente logró levantar eco en los riscos de los alrededores.
Antes de pensar en izar a Kristin debía atender su hombro izquierdo. Se le había salido de su sitio y tenía que encajarlo sin ayuda de nadie. Sopesó las opciones posibles en cuanto se hubo asegurado de que la cuerda iba a resistir y no encontró otra alternativa que la pared plana situada a sus espaldas. Se alineó en paralelo con la misma antes de respirar hondo y lanzarse hasta chocar contra la roca. Vio las estrellas de puro dolor y encima el brazo siguió desencajado. Cayó de rodillas y vomitó los restos ingeridos de la barrita proteínica. Luego, cuando fue capaz de ponerse de pie otra vez, se limpió la boca con el dorso de la mano derecha, y echó otro vistazo al risco. Un área de la pared sobresalía como el vientre de una embarazada y se le ocurrió que tal vez fuera posible usar dicha protuberancia para encajar el hombro en su posición, siempre que lograra soportar el dolor.
Se aproximó con cautela a fin de calcular bien, pero sabía que no podía tomárselo con calma, pues Kristin seguía colgando al final de la cuerda, mil quinientos metros por encima del pinar, por lo cual se reclinó sobre la roca, apoyó el hombro en ella y presionó cada vez con más fuerza. Escuchó los chasquidos y crujidos de las junturas mientras se le encajaba el hombro. El dolor fue terrible, mas él sólo pensaba en Kristin, y siguió presionando, arriba, abajo, a un lado, al otro. Todas las piezas iban encajando en su lugar y todo empezaba a situarse en su sitio. Supo que la cabeza del húmero había vuelto a su posición habitual cuando escuchó un chasquido final. Jadeó con la respiración entrecortada varias veces y esperó aterrado a ver si el brazo le respondía, pero sí, le aguantó.
Tenía todo el cuerpo bañado en sudor, por lo cual sacó una botella de agua del petate y bebió unos sorbos antes de comenzar el laborioso proceso de izar a Kristin unos centímetros con cada tirón, y una vez, y otra, y otra más. La llamó varias veces con la esperanza de obtener una contestación, pero no obtuvo más respuesta que un silencia cargado de siniestros presagios. Imploró para que simplemente hubiera perdido el conocimiento por el golpe y pronto recuperase el sentido, pero tomó conciencia de la gravedad del asunto en cuanto la cabeza asomó por encima del borde y vio el casco; parecía aplastado por el martillo de un gigante. La cosa pintaba mal, muy mal.
En cuanto hubo alzado todo el cuerpo le quitó el arnés y la mochila, abiertos y destrozados a resultas de la caída. Todo su contenido, incluso el móvil, estaba en algún lugar de ahí abajo. Comprobó el pulso y el ritmo cardiaco. Acto seguido, desenrolló el saco de dormir y la tendió sobre el mismo poco antes de notar cómo su propio cuerpo empezaba a acusar semejante mazazo. Hizo un alto para buscar un botiquín de primeros auxilios y se metió para el cuerpo cuatro pastillas de Tylenol. Después, intentó comerse otra barra proteínica para recobrar fuerzas, pero tenía la boca seca y áspera como una lija, por lo cual no consiguió masticar y debió partirla en trocitos y tragarlos acompañados con sorbos de agua. Se le planteó entonces la duda sobre si dar o no de beber a Kristin, pues temía ahogarla. En vez de eso, reunió un montón de tierra y gravilla a fin de poder ponerle en alto la cabeza, y luego se dispuso a esperar.
Los últimos rayos del sol teñían de rosa pálido el lado oeste de la cordillera de las Cascadas y abajo, el Gran Lago era una lámina negra como la obsidiana.
Recordaba haber pensado en lo hermosa que era esa vista y haber creído que Kristin se repondría para disfrutarla. A ella le encantaban los atardeceres, en especial cuando se encontraba al aire libre. Solía decir que dormía mejor bajo las estrellas que en los hoteles de cuatro estrellas donde pernoctaba su familia. Esa noche lucieron muchas estrellas en el cielo.
Pero la temperatura empezó a bajar.
Michael echó mano a todas las piedras disponibles para construir un cortaviento. Luego, dobló su chaqueta de nailon y la metió debajo de la cabeza de Kristin, pero no le quitó el casco destrozado. Tenía un semblante ileso y ofrecía una imagen de paz y felicidad. No transmitía dolor alguno, y él lo agradeció muchísimo. Se acuclilló e intentó permanecer lo más caliente posible. Tuvo que sofocar sus miedos hasta la primera luz del alba, cuando pudo iniciar el descenso.
Hizo sonar el silbato una vez más por si alguien lo oía, y cuando el sonido dejó de escucharse entre los montes circundantes se agachó junto al saco de dormir y le susurró al oído:
-No te preocupes... Te llevaré a casa, lo prometo, te llevaré a casa.
CAPÍTULO DIECISIETE
9 de diciembre, 13:00
HIRSCH SE SINTIÓ EN buena medida como un astronauta a quien acababan de informarle de que no puede subirse a la nave.
-Pero me encuentro perfectamente -repitió mientras la doctora Barnes efectuaba otra anotación en la gráfica del enfermo.
-No es eso lo que indica tu cuerpo. Todavía acusas cierta hipotermia a consecuencia del chapuzón de ayer y no voy a permitirte bucear por ahí abajo, te pongas como te pongas.
El biólogo había terminado por tener razón: O’Connor había autorizado otra inmersión, aunque sólo para retirar el cofre hundido, y en cuanto a la princesa de los hielos se había limitado a decir que la subieran también si ella consentía en venir.
-Pero has dejado ir a Michael -se quejó el biólogo, jugándose el último cartucho.
-Él está perfectamente -repuso ella-, y además, si Michael se tira por un puente, ¿tú irías detrás, o qué?
La doctora echó a reír mientras garabateaba algún dato más en el expediente y Darryl supo que no tenía oportunidad alguna de que Charlotte diera su brazo a torcer.
Se abotonó la camisa y abandonó la camilla sabiendo en el fondo de su corazón que ella estaba en lo cierto: su cuerpo acusaba aún los efectos de la inmersión. Una parte muy profunda de su ser continuaba helada, sin importar cuánto té caliente bebiera ni cuántas tortitas untadas con mantequilla y sirope devorase. La noche pasada había tenido que dormir debajo de todas las mantas de su habitación y a pesar de eso se había despertado a las tres de la madrugada con un castañeteo de dientes.
-Aguafiestas -dijo al salir de la enfermería.
Se topó en el hall exterior con Michael, que regresaba de entregar su propio certificado médico en la oficina de Murphy.
-¿Vienes? -inquirió, y Darryl le dio las malas noticias. Wilde se quedó perplejo.
-¿Quieres que entre a hablar con ella e interceda por ti? -se ofreció, señalando con la cabeza a la oficina de Charlotte.
-No te serviría de nada. Esa mujer tiene el corazón de piedra, así que baja ahí abajo y haz el descubrimiento de tu vida sin mí. Yo estaré en el laboratorio, bebiéndome esa botella de vino. Seguro que se ha descongelado a estas alturas.
Michael le palmeó el hombro y se marchó del hall. El científico se puso el abrigo y el gorro, pues incluso los desplazamientos más breves entre módulos exigían ir protegido contra los elementos, y se encaminó hacia su laboratorio tras una fugaz visita a la cocina.
La botella rescatada del mar le estaba esperando delante de su asiento y le intrigaba muchísimo a pesar de tener pendientes tareas mucho más importantes. No iba a hacerse un nombre ni granjearse una reputación con aquello en la comunidad científica, pero ¿cuántas veces en la vida se tiene ocasión de estudiar un objeto histórico? Se sentía como los tipos que raspaban las costras en los platos del Titanic sólo para comprobar si figuraba el nombre del barco marcado. Y ese envase de vidrio tenía muchas posibilidades de ser bastante más antiguo que cualquier resto procedente de cualquier navío fletado por la naviera White Star Line.
Se acercó al tanque lleno de agua marina a temperatura del interior del laboratorio y la retiró con cuidado. Los restos de la etiqueta ilegible se quedaron flotando en el líquido. Cuando alzó el envase de vidrio a la luz y lo ladeó, escuchó el regurgitar del contenido. Quedaba mucho vino para brindar aquella noche por la victoria, pues para sus pruebas de rutina le bastaban unas pocas gotas, y hasta era posible que hubiera envejecido bien. Además, sería agradable saber qué clase de vino había sido, aunque eso no mereciera mucho más que una nota a pie de página en alguna revista científica.
El corcho de la botella había resistido gracias al refuerzo de la capa de hielo polar que se había formado enseguida sobre él. Cogió el sacacorchos de alas que había tomado prestado de la cocina, pero le retuvo el miedo a que al ir a sacar el tapón acabara metiéndolo más hondo en el cuello de la botella. Debía ir despacio a fin de asegurarse de que el vino estuviera lo menos contaminado posible. Primero, aseguró la botella en el torno de banco fijado a la mesa de su laboratorio. Solía usar esa abrazadera para abrir las conchas de los bivalvos más renuentes. Efectuó un rápido repaso del instrumental disponible y eligió un escalpelo esterilizado hacía muy poco en el esterilizador autoclave de vapor. La lanceta le sirvió para retirar de la boca de la botella los restos del sello rojo de cera. ¿Cuándo la habían sellado? ¿Y quién había podido sellarla? ¿Un campesino en la Francia de Luis XVI? ¿Un vinatero italiano del Risorgimento italiano? ¿Quizá un español contemporáneo de Goya?
Apartó los restos de cera y los apiló a un lado antes de insertar la punta del escalpelo entre el cuello de vidrio y el tapón con la intención de dejar éste lo más suelto posible antes de emplear el sacatapón. Tras trazar un círculo, abandonó el estilete y se detuvo para poner en el equipo de audio la marcha triunfal de Aída y entonces agitó el descorchador, lo aplicó al corcho y comenzó a hacerlo girar con cuidado para que no se desmigara. Tras un momento de resistencia la barrera entró verticalmente con tanta facilidad que el científico temió que, después de todo, fuera a desintegrarse de un momento a otro. Las alas comenzaron a alzarse conforme el tapón salía tras un sostenido movimiento de tirar hacia fuera. Resonó un ‹pop› al descorchar por completo la botella.
‹Misión cumplida›, pensó Darryl, y se inclinó hacia delante para inhalar los aromas del caldo... Y retrocedió de inmediato.
Si alguien había albergado lo más remota duda sobre la potabilidad del vino, la cuestión había quedado definitivamente resuelta. ¡Menudo hedor! Esperó unos segundos a fin de que se disipase y luego acercó la nariz de nuevo, impelido por la curiosidad, pues no era un simple mal olor, no era simplemente el olor de vino que se ha convertido en vinagre. Olía a algo más, a otra cosa que al biólogo le resultaba terriblemente familiar, fuera lo que fuese. Frunció el ceño y abrió un cajoncito del mueble para sacar y preparar una lámina portaobjetos con el fin de examinar el líquido por el microscopio.
-Muy bien, tíos -empezó Calloway con ese falso acento australiano suyo- quiero que escuchéis con atención mis instrucciones y hagáis exactamente lo que voy a deciros.
Michael estaba allí en compañía de Bill Lawson. Ambos vestían el sofocante traje de inmersión ártica. El periodista no iba a discutirle nada a Calloway. Sólo quería meterse en el agua lo más pronto posible.
-Hoy lleváis tanques dobles, pero aun así, eso os da un máximo de... digamos... noventa minutos, y lo más probable es que una miajita menos si vais a poneros a serrar en el hielo. A la menor dificultad con la sierra, os abrís y venís aquí rapidito. ¿Lo pilláis? -Michael y Lawson asintieron-. A ver, eso significa que tiráis p’arriba al menor rasguño en el traje, y si es en la piel o si os cortáis, subís aún más deprisa, no sea que la sangre atraiga a las focas leopardo que hemos visto durante el buceo de hoy, y ya sabéis el buen rollo que esos bichos agresivos van a tener con vosotros.
Michael lo sabía. Las focas de Weddell eran retozonas, pero inofensivas. No podía decirse lo mismo de sus primos, distinguibles por sus enormes cabezas reptilescas. Una Weddell se ponía a jugar con un buzo, pero una leopardo la emprendería a mordiscos con sus enormes dientes curvos.
-Si os veis en un apuro, defendeos con las sierras para hielo.
Ambos llevaban en el equipo dos sierras Nils Master. No era precisamente el instrumento de corte más preciso del mundo, pero bajo el agua nada aserraba más deprisa el hielo con ese diseño con forma de tuerca mariposa y unos afilados dientes angulados hacia dentro, como los de un tiburón.
-Michael, tú sabes adónde vas, ¿vale? Baja tú primero y marca el camino. Bill, toma la red y la cuerda de rescate, y síguele.
El interpelado cabeceó en señal de asentimiento, lo hacía sin cesar todo el tiempo mientras se acercaba centímetro a centímetro a la abertura. Se sentía atraído como un imán al agujero en el hielo por el cual el frío se colaba en la choza y se desplegaba como los pétalos de un capullo en flor. Se percató de que habían ampliado el diámetro del boquete.
-Entonces, eso es todo, tíos -concluyó Calloway al tiempo que le palmeó el hombro en señal de que había llegado la hora de irse-. Poneos la máscara y ea, a mojarse los pies.
El periodista se sentó al borde del boquete y se deslizó por el conducto de hielo hasta adentrarse en el océano. No debía ir en busca del arcón hundido. Un equipo de submarinistas ya había bajado antes y lo había recuperado, para luego transportarlo al campamento base sobre un trineo tirado por huskies y llevado por su cuidador, Danzing. Éste le había saludado con la mano al marcharse. La noticia del inusual descubrimiento de Michael había corrido como la pólvora y su caché había subido como la espuma, incluso aun cuando no encontrasen a la princesa de los hielos.
Pero iban a sacarla de ahí abajo.
Se orientó bajo la banquisa y aguardó la llegada de Bill Lawson antes de iniciar el descenso, y después se giró y se alejó de los agujeros de inmersión y de seguridad y nadó hacia la pared del glaciar. La atisbaba a lo lejos. Le daba mucha rabia no haberse traído la cámara en esta ocasión, pero O’Connor se lo había prohibido de forma tajante.
-No quiero que andes removiendo el lecho marino ahí abajo mientras tomas fotos -le había dicho-, y si tienes razón respecto a lo que viste vas a tener las manos muy ocupadas: ayudando a Bill a cortar todo ese cacho de hielo tan grande.
Con la linterna en una mano y la sierra en la otra, Michael avanzó bajo la superficie del mar como una foca: ondulando el cuerpo e impulsándose con las aletas todo cuanto éstas le permitían. Aun así, llegar al glaciar fue un trabajo duro y consumió más tiempo del esperado, pues resultaba difícil calcular las distancias dentro del mundo marino, en especial cuando la banquisa se convertía en un sudario que lo velaba todo, pese a la existencia de alguna grieta muy de vez en cuando y por donde los rayos del sol se filtraban hasta las profundidades, creando un haz dorado que iluminaba la oscuridad de la zona béntica. Por otra parte, el agua del océano era de un azul claro muy límpido, del color del cielo a primera hora de la mañana en el estío.
Para empeorar las cosas, se le había desajustado un guante, no tanto como para ser peligroso pero lo bastante como para que todo resultase un poquito más incómodo. El par de guantes no formaba parte del equipo y, como tal, siempre se colaba un poco de agua, con independencia de la fuerza con que uno se los pusiera. El revestimiento de debajo absorbía buena parte de esa humedad, pero al final la filtración terminaba por llegar hasta el cuerpo. Entretanto, ese frío entumecimiento era un recordatorio de la hostilidad del entorno circundante.
Aumentó la velocidad y se volvió para asegurarse de que le acompañaba Lawson, el prototipo de jefe de boy scout siempre sonriente. Vio refulgir su máscara en el agua, la punta aguda de la sierra y la cuerda de rescate oscilante detrás de él, sujeta al arnés. El otro extremo estaba unido a un cabestrante de doscientos caballos de potencia situado detrás de la cabaña de inmersión. La cuerda tenía un alcance de dos mil metros y era capaz de soportar un peso de varios miles de libras. Solía usarse para subir barriles de petróleo y restos hundidos.
Michael se dio la vuelta y continuó el avance hacia el glaciar. Conforme la mole de hielo se alzaba ante él percibía una nota de vacilación, e incluso de miedo, lo cual no había sucedido la primera vez, pero claro, entonces no tenía ni idea de qué encerraba el hielo y ahora no sólo lo sabía, es que pretendía robárselo, y tal vez por eso le pareció que las paredes de hielo adquirían un aspecto más defensivo, similares a los muros de una fortaleza erigida por alguna antigua deidad de los mares y el frío. Se sentía como un soldado a punto de intentar abrir brecha en esa muralla.
Un murmullo sordo emanaba de la masa gélida, un crepitar y un rechinar delatores de su avance, pues el ciclópeo iceberg no dejaba de moverse aunque no lo había notado hasta ese momento. Siempre lo había hecho, pero de forma tan lenta que apenas podía apreciarse con los ojos y rara vez podía oírse. El buceador se acercó todavía más a la pared del iceberg, sabedor de que estaba a punto de empezar la parte ardua de la misión. El gélido paredón era enorme y hallar el cuerpo no era sólo cuestión de longitud, sino también de latitud. Podía hacerse una idea aproximada de dónde estaba el cuerpo, pero ¿a qué profundidad? Iba a tener que desplazarse arriba y abajo, y recorrer una superficie tan grande requería tiempo. Alargó el brazo para señalar un área del témpano, indicando a Lawson que debía buscar allí, y luego se alejó treinta metros a fin de orientarse. Volvió la vista atrás, hacia la cuerda de emergencia, que se extendía desde el agujero de seguridad, situado lejos, muy lejos; la cuerda en sí estaba jalonada de banderines llamativos a fin de facilitar una mayor visibilidad. Intentó recordar si el día anterior había llegado siguiendo ese ángulo, pero no se acordaba de nada. El descubrimiento le había dejado tan estupefacto que había retrocedido moviendo como un loco las aletas de los pies en medio de un estallido de burbujas.
De lo que sí se acordaba a la perfección era de la calidad de la luz, y ésa era su mejor pista, decidió tras pensárselo bien. Desde un punto de vista climático, el día había amanecido muy similar al de ayer y la luz inalterada podía llevarle en la dirección adecuada si era capaz de rememorar lo brillante o apagada que estaba cuando descubrió a la mujer. El agua y la luz no eran de ese azul prístino de antes, de modo que manipuló el inflador del traje para desinflarlo y así bajar algo más de diez metros sin apartarse mucho del muro mientras iba peinando la rugosa superficie con la luz de la linterna e incluso algún que otro toque con las manos. Buscaba algo, una fisura en la roca, una formación atípica, cualquier cosa que le refrescase la memoria, pero por el momento no veía nada.
Pero sí notaba una gelidez cada vez mayor, un frío superior incluso al del agua. El aliento del iceberg le empañó las gafas y debió limpiarse con el dorso de un guante. También le hizo preguntarse cómo era posible que alguien permaneciese allí durante décadas, tal vez siglos, y quedase suspendido, inmovilizado, asimilado para siempre, como uno de los especímenes de Darryl flotando en un frasco de formaldehido. Inerte pero sin mácula del tiempo. Muerto pero presente.
El hilo de esos pensamientos le condujo otra vez hasta Kristin, que yacía completamente inmóvil en una cama del hospital de Tacoma.
Rascó el muro con la punta de la sierra y saltaron de inmediato lonchas de hielo, como la piel de una patata al mondarla. Se le colaron por el guante otro par de gotas heladas.
El submarinista descendió a una hondura mayor, donde la luz era bastante más tenue y el azul del agua se parecía más al tono recordado. Recorrió una amplia franja a nado, bajando más y más, hasta que el hielo cobró otro aspecto y localizó un punto donde no reflectaba lo mismo el haz de luz de la linterna. Michael acudió allí enseguida.
El agua se volvía más fría y oscura a medida que se acercaba, y el corazón le latía cada vez más deprisa, aunque él movía brazos y aletas con lentitud a fin de mantener la posición y así poder estudiar la fachada del iceberg. Había algo enterrado ahí, de eso no cabía duda alguna.
No lo había confesado a nadie, pero había habido momentos en que incluso él se había preguntado si no lo habría imaginado todo.
Hizo ondular el haz de la linterna para atraer la atención de Lawson, todavía a bastante distancia por encima de él. Luego, se acercó más para echar un vistazo al hielo y volvió a ver el rostro de la joven con la mirada fija en él.
Era exactamente tal y como al recordaba, y al mismo tiempo presentaba ciertas diferencias. En sus recuerdos el semblante estaba dominado por el miedo, tenía desorbitadas las pupilas y parecía a punto de soltar un grito, pero su aspecto actual parecía diferente: la serenidad presidía sus ojos y sus labios, y eso era totalmente imposible, por lo cual no iba a intentar explicarle esa parte a Murphy O’Connor. Ahora no parecía una persona agonizante, sino más bien alguien sumido en un sueño levemente perturbador, alguien que estaba a punto de despertar.
Lawson descendió en dirección a Michael trayendo la cuerda de rescate. Se quedó de piedra al ver a la dama dentro del iceberg y no se movió mientras lo asimilaba. Al fin y al cabo, Michael sabía que Bill había albergado serias dudas en su fuero interno: por un lado, deseaba creer la historia de Wilde y por otro, el buceo de profundidad gastaba jugarretas a la mente, y él lo sabía perfectamente. Sin embargo, aquello no era un engaño, y ahora podía estar seguro por completo.
Debían trabajar rápido si querían sacarla de allí, pues varios centímetros de hielo cubrían a la joven y a su posible acompañante, agazapado tras ella.
Lawson colocó la sierra sobre el hielo unos dos metros por debajo e indicó mediante señas que él iba a aserrar de forma lateral allí; luego, tomó la punta de la sierra de Michael e imitó un movimiento de corte horizontal siete centímetros por encima de la cabeza de la mujer. El plan consistía en dejar el espacio justo para sacarla, y convenía hacerlo lo más preciso posible, pues un bloque de hielo con un cuerpo dentro iba a pesar una tonelada.
Michael colocó la linterna en la presilla del cinturón y empujó, dejando que el borde dentado de la sierra hundiera sus dientes en el iceberg. Atrajo la herramienta hacia él, como si fuera el arco de un violín, abriendo una fina muesca. Volvió a empujarla, y la hendidura se hizo mayor al tiempo que salían despedidas esquirlas traslúcidas de hielo. El trabajo iba a ser largo, pero el instrumental parecía adecuado. La parte difícil consistía en mantener en posición el cuerpo y sobre todo las aletas, que debían permanecer alejadas de Bill, situado inmediatamente debajo de él.
También era de la mayor importancia no apartar los ojos de la creciente melladura para evitar que los dientes de la sierra alcanzasen el rostro incrustado en el hielo. Michael notaba cómo se le aceleraba el pulso cuando la miraba, y le llenaba de zozobra verla sujeta con esa cadena de hierro. Intentó acompasar el ritmo de la respiración y no escuchar sus propios pensamientos, sino centrarse en el siseo del regulador y en los ocasionales gemidos y chasquidos del iceberg. Se le pasó por la cabeza la descabellada idea de que las dos sierras infligían dolor a la montaña helada. Era una manifestación de la tendencia humana a reducirlo todo a sus propios cánones, y Wilde lo sabía, pero no podía evitar pensar que el glaciar notaba las heridas de las sierras y pugnaba por retener a su presa.
Pero no iba a salirse con la suya.
Michael progresaba a buen ritmo en la parte superior, y en cuanto notó que había profundizado suficiente se giró para practicar una incisión vertical. Poco a poco, los dos submarinistas fueron cortando una puerta cuadrangular alrededor de la mujer y la otra figura oculta detrás de ella. ¿Era también un ser humano u otra cosa totalmente diferente? Michael vio cómo su compañero verificaba el tiempo disponible en el cronómetro y luego alzó una mano con los cinco dedos extendidos, abriéndola y cerrándola por dos veces, a fin de indicarle que disponían de diez minutos más. Después de eso, el motor del cabestrante debería hacer el resto.
Lawson extrajo del equipo sujeto al arnés una afilada clavija de escalada y la clavó con fuerza a la parte posterior del bloque de hielo que habían tallado entre los dos. Entonces, extrajo varias más. La idea consistía simplemente en crear un plano de fractura, de modo que un tirón súbito y enérgico soltase toda la pieza. Cuando hubo fijado todas las clavijas sacó la red y la aseguró lo mejor posible con material de alpinismo, del mismo tipo usado por Michael durante las ascensiones. Todo el sillar fue sujetado con abrazaderas a la cuerda de rescate; luego, Bill fio tres secos tirones de ésta y esperó, y después repitió la señal.
Los dos buceadores retrocedieron varios metros y permanecieron a la espera de que entrara en funcionamiento el motor. El primer indicio fue la cuerda en sí, dejó de estar floja y de pronto se tensó hasta quedar recta como una flecha. Michael pudo oír el zumbido en el agua y al cabo de un par de segundos vio cómo se removía todo el bloque. Se adelantó un par de centímetros y se detuvo. Escuchó chasquidos y crujidos procedentes del iceberg y se le antojó que era como retirar un bloque de piedra de una gran pirámide. De súbito, le asaltó la imagen de que toda la pared de hielo se venía abajo delante de él. Retrocedió varios metros e infló el traje a fin de estar algo más cerca de la superficie.
El cabestrante dio otro tirón y el bloque avanzó un poco, primero de un lado y luego por el otro. Se movía de un modo similar a los torpes andares de los pingüinos sobre la nieve. El bloque se detuvo una vez más, estaba a punto de salir, pero todavía permanecía encajonado dentro del témpano. Entonces se produjo un fortísimo chirrido y se venció hacia delante antes de separarse del iceberg y colgar libremente sobre el fondo insondable.
De inmediato, Bill nadó hacia él y se aferró al mismo como una lapa -llegó a sujetarse a la red que envolvía el sillar helado para mayor seguridad- mientras el cabestrante empezaba a izar el bloque de hielo hacia el agujero de inmersión. El asombrado reportero se rezagó enseguida mientras contemplaba una extraña imagen: un trozo de hielo con el peso y la forma de una enorme nevera flotaba bajo el mar, y Lawson, sujeto al mismo, viajaba sobre él.
Michael notó cómo volvía a colarse agua por el guante, dejándole la muñeca como si se hubiera puesto alrededor un brazalete de frío acero. Escuchó un aviso, el pitido de los tanques de aire, y enarboló la sierra a modo de defensa ante un posible ataque de las focas leopardo mientras seguía el rastro de burbujas que subían desde las profundidades hacia las aguas más azules de la parte superior.
Visto desde abajo, mientras salía del vacío para adentrarse en el mundo de los vivos con su extraña carga petrificada, el sillar de hielo parecía un adorno de cristal muy similar a los que se colgaban en el árbol de navidad.
CAPÍTULO DIECIOCHO
8 de agosto de 1854
SINCLAIR COPLEY ESTABA SENTADO a horcajadas sobre su caballo, Áyax, con el uniforme de gala y el negro casco puntiagudo rematado a la manera de los lanceros polacos: con una leve inclinación delantera para proporcionar cierta protección frente al resplandor del sol. Una docena de lanceros perfectamente alineados le flanqueaba a ambos lados. Todo el campo de adiestramiento era una impecable hilera de jinetes donde todo centelleaba, desde las relucientes charreteras doradas hasta los sables con borlas. El teniente Copley sabía, como todos sus camaradas, que el boato de su aspecto -una orden directa de su comandante en jefe- les granjeaba mofas y acusaciones de ser unos petimetres, pero al mismo tiempo confiaba en que si tenían la suficiente fortuna como para tomar parte en la batalla, demostrarían que eran mucho más que eso.
Los corceles piafaban sobre el terreno irregular y se sentían incómodos ante lo que se avecinaba. El regimiento había estado toda la mañana haciendo ejercicios con las lanzas, volviendo grupas en formación cerrada y con precisión, pero ahora, tras el toque de corneta, habían prescindido de las lanzas y los lanceros estaban a punto de enzarzarse en un falso combate mano a mano con espadas de madera sin filo y despuntadas. Sinclair se enjugó un hilillo de sudor de la frente con el dorso de la mano y luego secó ésta en la crin castaña de su montura, Áyax, que había estado con él desde que era un potrillo, primero en la finca que la familia tenía en el condado de Hawton y luego en los establos del regimiento, razón por la cual existía una compenetración especial entre jinete y caballo envidiada por casi todos, pues Sinclair ejercía un control perfecto sobre Áyax y era capaz de que la cabalgadura realizase cualquier movimiento y ejecutara sus órdenes con una sola palabra o un leve movimiento de riendas, mientras que ellos se las veían y se las deseaban para que sus monturas aceptaran órdenes básicas y aprendieran ciertas maniobras.
El corneta se adelantó hasta la valla y se llevó el reluciente instrumento a los labios para dar tres toques muy seguidos: la enardecedora orden de carga. Los corceles soltaron relinchos de pánico o de reconocimiento. A la derecha del teniente Copley montaba Winslow, cuya yegua se rebrincó y levantó la cabeza y los cuartos delanteros. Jinete y montura estuvieron a punto de caer en un amasijo.
Sinclair y sus compañeros desenfundaron la espada de un solo movimiento silencioso y alzaron el brazo derecho.
-¡Arre! -le gritó a Áyax mientras hundía las tintineantes espuelas en los costados del corcel.
El animal salió disparado hacia delante como uno de los corceles de Ascot. El suelo retumbó cuando toda la línea de caballería acudió al encuentro de la hilera enemiga, en algún lugar donde estaban Le Maitre y Rutherford, aunque el caballo bayo que venía hacia él lo montaba el sargento Hatch, un magnífico jinete con todas las de la ley y un veterano de las campañas de la india. Hatch apenas si sujetaba las riendas, muestra de la confianza en su capacidad para controlar a la montura, mientras mantenía en alto el sable. «Va a pasar por mi izquierda», evaluó Sinclair. Eso significaba que el intercambio de golpes iba a tener lugar mientras giraban sobre las sillas de montar.
El teniente apretó las piernas a los costados de Áyax mientras los cascos de los caballos lanzados a galope tendido levantaban del suelo trozos de hierba y tierra apelmazada. En ese momento distinguía ya el rostro del sargento, bronceado tras muchos años de servicio en el Punjab. La sonrisa del fogueado suboficial dejaba entrever unos dientes blancos en contraste con el color negro de su poblado mostacho. Los comandantes del regimiento jamás habían visto un combate bajo fuego real, pero solían referirse a los mandos como Hatch con el término «indios». Eran los oficiales sin recursos para comprar buenos destinos y de hecho habían llegado a servir en la campaña de Gwalior, en el 43, o a luchar junto a la caballería ligera bengalí en la batalla de Punniar o en la de Ferozeshah, a finales del 45. Sin embargo, Sinclair admiraba ese pasado militar, más aún, lo envidiaba. ¡Haber tomado parte en el combate! ¡Haberse visto envuelto en una batalla y haber matado a un soldado enemigo! ¿Acaso podía haber algo mejor que eso?
Hatch se le echaba encima con la satisfacción del veterano que va a enseñarle unas cuantas cosas sobre el viril arte de la guerra a un novato con pantalones de montar color cereza y un galón dorado.
-¡Hurra! -gritó cuando los caballos estaban a punto de chocar, y blandió el sable en el aire.
El teniente Copley acudió a su encuentro y detuvo el golpe rival, pero éste era tan fuerte que le vibraron la espada y el brazo hasta el hombro. El entrechocar de las armas de madera provocó relinchos e hizo dar sacudidas a las asustadas monturas, pero el teniente logró controlar a Áyax con la presión de las piernas y un buen uso de las riendas. El corcel de Hatch enseñó los dientes, como si también él fuera a dar unas cuantas lecciones a Áyax, que se echó hacia atrás para hurtarle el cuerpo. Entretanto, el sargento se sentó sobre la silla y lanzó otro espadazo. En esta ocasión el arma recorrió toda la longitud del sable de Sinclair hasta detenerse en la guarda de la empuñadura.
Los ijares de los caballos chocaron como los costados de dos barcos mecidos por el oleaje y se separaron, pero Hatch se revolvió sobre la silla de montar y lanzó un sablazo contra Sinclair cuando éste aún se estaba dando la vuelta. Aun así, agachó la cabeza para esquivar el golpe, que alcanzó la punta del casco. La correa se le clavó en el mentón y el penacho acabó cayéndose en medio de la melé de cascos. El caballo de Hatch trotó delante de Áyax y su jinete se mofó de Sinclair dándole con la punta del arma un toquecito en el tahalí, del que pendía la vaina vacía de Sinclair.
-Baila, osito ruso, baila -dijo Hatch, fingiendo dispensarle el mismo trato que a un enemigo extranjero.
Pero Copley no estaba de humor para bromas ni para ser ridiculizado. Mientras que a su alrededor todos los soldados daban vueltas e intercambiaban sablazos, el teniente Copley rozó los flacos de Áyax y éste salió hacia delante. Sinclair veía mejor sin el penacho y cuando Hatch se apresuró a reaccionar, esperando a su adversario por la derecha, el teniente cambió el curso de la acometida con un suave tirón de las riendas antes de lanzar un fuerte tajo contra el veterano, que estuvo en un tris de no poder pararlo, y sin solución de continuidad le asestó otro espadazo, que rebotó en el filo del sable de Hatch y estuvo a punto de desnarigar a éste. El bayo del sargento relinchó de terror mientras perdía terreno y su jinete se echó hacia atrás, permaneciendo prácticamente de pie sobre los estribos a fin de ponerse fuera del alcance del siguiente sablazo, y cuando Sinclair hubo pasado, Hatch azuzó a su corcel directo contra el flanco de Áyax al tiempo que enrollaba las riendas en torno a la perilla de la silla de montar y extendiendo la mano ahora libre hacia el novato antes de que éste consiguiera sujetarse mejor o lograra hacer dar la vuelta a su montura, le aferró por el cuello de la pelliza y le arrastró hasta descabalgarle. Sinclair se deslizó sobre el costado de su caballo entre el tintineo de todo el equipo y el sonsonete de las charreteras, que se le cayeron de los hombros, y se dio un buen trompazo contra el suelo cuarteado, donde se escabulló lo más deprisa posible de las coces que se repartían por allí a diestro y siniestro. Tenía la boca llena de polvo y el resto del casco estaba de lo más abollado.
El corneta tocó la orden de poner fin al combate y los soldados se separaron; algunos se carcajeaban y otros fingían lamerse heridas imaginarias. Sinclair miró hacia su alrededor. Tres o cuatro hombres habían mordido el polvo como él. Uno sangraba por la nariz -debía de tenerla rota- y otro tenía un buen desgarrón en el pantalón, que se le había enganchado a alguna espuela. Todos parecían muy poco complacidos. Forcejeó para ponerse a cuatro patas -acababa de descubrir en sus pantalones de color cereza un agujero a la altura de la rodilla- cuando vio acercarse un par de botas negras y una nudosa manaza morena tendida.
-No puede esperar que su enemigo siempre juegue limpio en una pelea -le dijo el sargento Hatch mientras le ayudaba a levantarse del suelo. Se inclinó para recoger el casco de Sinclair, limpió ceremoniosamente lo que quedaba de él y se lo entregó-. Ahora se ha lucido como jinete. Refrenó muy bien a su caballo.
-Por lo que parece, eso no basta...
Hatch se echó a reír. Sinclair cayó en la cuenta de que ese hombre no le sacaba más de ocho o nueve años, y a pesar de eso, el rostro requemado del suboficial se llenó de surcos al carcajearse, con más arrugas que un mapa doblado.
-Nosotros, los «indios» -repuso, apropiándose con orgullo de un término considerado por todos como un insulto-, estamos tan acostumbrados a combatir contra esas sabandijas que hemos aprendido a luchar como ellas. -Hizo una pausa y la sonrisa abandonó su semblante-. Y eso es algo que usted deberá aprender también.
El joven oficial no salía de su asombro, pues a su alrededor únicamente se hablaba de la guerra en los términos más elevados, expuestos, eso sí, por los altos oficiales, procedentes de las filas de la aristocracia y con experiencia nula en el campo de batalla. Tal era así que el aviso del veterano estaba expresado en unos términos que parecían constituir casi un acto de traición. La guerra tenía la consideración de un juego cortés en el que todos los caballeros participaban siguiendo unas reglas unánimemente respetadas, cualesquiera que fuera el coste de las mismas. Pero ahora aparecía un curtido veterano y le decía que la batalla era un rifirrafe con gañanes más dispuestos a derribarle del caballo que a batirse en un duelo a espada como era debido.
Mientras conducían a sus caballos fuera del campo, el sargento Hatch le ofreció unas cuantas puntualizaciones prácticas sobre la clase de equitación impartida recientemente por el capitán Nolan del 15º de húsares:
-Si el caballo suelta coces cada vez que usted pica espuelas, eso es porque echa el peso de su cuerpo demasiado adelante. Si hace cabriolas, se está poniendo muy cerca de la grupa.
Estaban esperando en fila para cruzar por la puerta cuando llegó un jinete, el cabo Cobb. Su montura chorreaba sudor por los costados y saludaba a los lanceros agitando un legajo de papeles mientras subía hacia la valla.
-¡Han llegado órdenes de la Secretaría de Guerra! -anunció a voz en grito mientras el corcel se le encabritaba, apoyándose sobre las patas traseras.
Todos se quedaron donde estaban.
El cabo recobró el control del noble bruto y se enderezó en la silla para ser visto y oído lo mejor posible mientras anunciaba:
-Por orden de lord Raglan, comandante en jefe del ejército británico en Oriente, el 17º regimiento de lanceros del duque de Cambridge deberá zarpar rumbo a Constantinopla el 10 de agosto a bordo de los buques de Su Majestad Neptune y Henry Wilson. Una vez allí, y bajo el mando del teniente general lord Lucan, deberán ayudar en el sitio de Sebastopol.
El anuncio no terminaba ahí, y Cobb continuó con la lectura, pero los vítores y gritos de júbilo de los dragones impidieron oír algo a Sinclair. Muchos lanzaron los sombreros al aire y otros blandieron las espadas de madera, y no pocos lanzaron salvas, asustando a las cabalgaduras. Sinclair también sintió cómo se le aceleraba el pulso. ¡Al fin había llegado la orden! Iba a ir a la guerra. Se habían acabado la instrucción, el entrenamiento, y el estar haciendo el tonto en los barracones. Se iban a Crimea en ayuda de los turcos para poner freno a las incursiones del zar.
Se acordó en ese momento del chiste de un periódico matutino donde se mostraba al león británico con un gorro de policía dando unos golpecitos con una porra en el hombro del oso ruso mientras decía: «Vale, ya está bien, no voy a tolerarlo más». Se escuchó a sí mismo gritando y vio a Frenchie sentado a horcajadas en la valla, marcando el ritmo del estribillo con voz estridente:
-Rule, Britannia! Britannia, rule the waves. Britons never, never, never shall be slaves.[13]
Copley se volvió al sargento para darle una palmada en la espalda, pero se detuvo en seco al verle el semblante.
A diferencia de cuantos le rodeaban, Hatch no estaba exultante. Tampoco tenía aspecto de estar asustado ni renuente en modo alguno, pero no parecía alegrarse lo más mínimo. Una media sonrisa en los labios había sobrevivido al pandemónium circundante, pero había una expresión distante en sus ojos serios. Era casi como si pudiera ver con el ojo de la mente el destino del regimiento y tal vez incluso la suerte de cada uno de ellos. La alegría de Sinclair se moderó de forma considerable, pero aun así, dijo:
-Es un gran día, ¿verdad, sargento Hatch?
Éste asintió.
-Nunca lo olvidará -contestó con voz más solemne que jubilosa mientras le ponía la mano en el hombro.
-Britons -continuaron cantando Frenchie y su coro- never, never, never shall be slaves.
Otra mano tomó al teniente por el codo; cuando éste se volvió, vio a Rutherford. Las patillas se le habían erizado de emoción al oír las noticias y tenía el rostro acalorado de tanto gritar; sólo fue capaz de sacudir a Sinclair con alegría.
-Por Dios -barbotó al fin-, por Dios que vamos a enseñarles un par de cositas a los rusos.
Sinclair se decantó de inmediato a favor de ese estado de euforia. Se alejó del sargento Hatch y se sumergió en la locura colectiva. Era un momento para la celebración y la camaradería, y él no quería saber nada de avisos ni de presagios. El suboficial le había hecho recordar el comienzo de un poema de ese tal Coleridge, donde un viejo marinero hechiza con su ojo al invitado de una boda, pues está empeñado en contarle un cuento premonitorio, y él no quería escuchar premonición alguna, quería la promesa de la gloria, una oportunidad para demostrar su valor, y al parecer, por fin iba a tener ambas.
Pero faltaban sólo dos días para el diez de agosto y había mucho trabajo pendiente para el poco tiempo disponible. Sin duda, iban a tener que organizar, pulir y limpiar los uniformes, los arreos y las armas para que pasaran la inspección, y también tendrían que preparar a los caballos para el largo viaje en las fragatas, a menos que el ejército los enviase a bordo de los nuevos vapores para hacer el viaje en menos tiempo, y también habría que zanjar los asuntos pendientes en Londres.
Y eso implicaba pensarse muy bien cómo darle la noticia a Eleanor. Debía ir a su pensión esa misma tarde. Había prometido llevarla a Hyde Park, donde hacía tan poco tiempo se había construido el Palacio de Cristal. Había confiado en acudir dando un paseo bajo los olmos señoriales del parque, pero si no andaba muy equivocado, toda la brigada iba a quedar confinada en los barracones hasta el momento de su marcha. Por tanto, debía aprovechar el caos reinante y salir de inmediato con la esperanza de poder regresar al cuartel antes de que nadie notara su ausencia.
Condujo a Áyax hasta su compartimento en el establo, donde se aseguró de que le dieran doble ración de heno y avena.
-¿Nos cubriremos de gloria? -le preguntó mientras le acariciaba la gran mancha blanca del hocico.
El animal agachó su cabeza zaina como si asintiera. Sinclair tomó un trapo para secarle el sudor del cuello fuerte y bien musculado. Después abandonó los establos por la puerta de atrás, donde había más posibilidades de escabullirse sin ser visto.
Le habría gustado poderse cambiar de camisa o al menos haber tenido tiempo de adecentarse un poco, pero el riesgo de que le detuvieran era demasiado grande. Acudió a toda prisa al hotel Savoy, donde sabía que iba a encontrar uno o dos coches a la espera de clientes. Contrató al primero que halló y le gritó la calle de destino cuando todavía no se había sentado en el asiento. El cochero hizo chasquear el látigo y el vehículo cruzó a buen paso por las calles sucias y bulliciosas de la ciudad. El teniente se tomó un respiro por vez primera desde que se había enterado de su marcha a Crimea y ahora cavilaba sobre el mejor modo de contárselo a Eleanor, máxime cuando él mismo apenas había tenido tiempo de asimilarlo.
«Qué contento va a ponerse mi padre, el conde», pensó Sinclair. Ese destino le alejaba de las casas de juego, los teatros de variedades y demás costosos gastos en Londres, y si no le volaban la cabeza, regresaría a Inglaterra con reputación de soldado y no de gandul, pero el conde se estremecería de verdad si supiera adónde se dirigía su hijo en ese momento: a las humildes habitaciones que compartían dos enfermeras sin dinero en el último piso de una destartalada pensión. El díscolo joven lo sabía perfectamente y debía admitir que el hecho en sí le proporcionaba cierta satisfacción si era sincero consigo mismo. El conde se había pasado la vida haciendo desfilar a una feúcha dama aristocrática tras otra con la esperanza de que a su hijo le resultara atractiva alguna, pero Sinclair era uno de esos hombres que siempre obtenía lo que quería al instante, y a quien él quería era a Eleanor Ames.
Cuando el vehículo llegó a la calle donde vivía la enfermera, Sinclair indicó al cochero la pensión y le lanzó unas monedas mientras bajaba.
-El viaje de vuelta será suyo si me espera -aseguró en voz en grito.
Los escalones de la entrada estaban resquebrajados y la puerta del vestíbulo carecía de cerradura. Sinclair escuchó nada más entrar los ladridos lastimeros de un perro detrás de una puerta de lo más endeble y los berridos de un hombre al final del vestíbulo de la entrada. Las escaleras olían a humedad y a moho, y el hedor fue a más conforme ascendía, y como sólo había un pequeño ventanuco en cada piso, también iba empeorando la iluminación. Los tablones de las escaleras crujieron bajo sus botas. Un tenue rayo de luz se proyectó sobre el angosto pasillo cuando se acercó a la puerta de las habitaciones de Eleanor y Moira. Ésta había entreabierto la puerta una rendija para ver quién era, y alargó el cuello en cuanto estuvo segura de la identidad del visitante para ver si le acompañaba alguien.
-Buenas tardes -saludó con una nota manifiesta de desencanto en la voz-. Entonces, hoy ha venido usted solo, ¿verdad?
La muchacha esperaba que acudiera en compañía del capitán Rutherford. Sinclair estaba al tanto de que ambos se habían visto en varias ocasiones, aunque parecía que ella depositaba en esos encuentros más esperanzas que el militar.
-Eleanor está en el salón.
Sinclair sabía gracias a sus visitas anteriores que el salón era la reducidísima habitación con vistas a la calle, separada del resto de la pieza por una modestísima cortina tras la cual se ocultaba el dormitorio que compartían Moira y Eleanor. Ésta se hallaba junto a la ventana. ¿Había estado mirando a la calle esperando a que él llegara? Lucía el vestido amarillo claro que, tras algunas súplicas, él había conseguido que aceptara. En cada cita llevaba el mismo vestido verde y, a pesar de que le sentaba bien, él deseaba verla con una ropa más alegre y elegante. Copley lo ignoraba casi todo sobre la moda femenina, pero había apreciado que el corpiño de los nuevos vestidos era de corte más generoso, permitiendo atisbar el cuello y los hombros, y que las mangas no eran tan abombadas como para oscurecer la línea de los brazos. Una tarde que paseaban juntos por Marylebone Street vio cómo a ella se le iban los ojos detrás del cristal de una tienda y se prendaba de un vestido. Al día siguiente, él envió un mensajero para comprarlo y hacerle entrega del mismo en el hospital. La muchacha se volvió hacia el recién llegado, ruborizada pero contenta de dejar que la viera con sus mejores galas. Parecía radiante incluso a la luz de Londres, cuyo cielo estaba cubierto de hollín.
-No sé cómo lo supiste -dijo, mientras señalaba el vestido con un gesto. El ribete blanco le llegaba hasta el pecho como nieve recién caída.
-Apenas hemos tenido que ajustar unos centímetros -dijo Moira, marchándose detrás de las cortinas-. Los vestidos hechos en serie como éste se ajustan bien a su talla. -Reapareció al cabo de unos momentos con el chal sobre sus grandes hombros y una bolsa de rejilla en la mano-. Me voy al mercado -anunció-, y no volveré hasta dentro de media hora por lo menos.
Les guiñó un ojo antes de dar media vuelta y cerrar la puerta al salir.
Eleanor y Sinclair se quedaron a solas y durante unos momentos reaccionaron con torpeza. Él quería estrecharla entre sus brazos y luego desvestirla lo antes posible, pero no iba a hacerlo. A pesar de la notable diferencia de clase social existente entre ambos, Sinclair la trataba como a una de las jóvenes de noble cuna que conocía en los bailes de su casa solariega o en las cenas formales de la ciudad. Siempre le quedaba el Salón de Afrodita para satisfacer sus apetitos más básicos.
Eleanor se mantuvo donde estaba en vez de acudir a él, estudiando el rostro del teniente.
-Me temo que todavía no te he dado las gracias por el vestido -dijo al final-. Es precioso.
-Lo es cuando lo llevas puesto -convino Sinclair.
-¿Quieres salir a dar un paseo o prefieres sentarte? -preguntó la enfermera, indicando con un ademán las dos sillas de madera y duro respaldo que completaban el espacio asignado a la sala de estar.
-Me temo que no tenemos tiempo para ninguna de las dos cosas -repuso él, removiéndose inquieto-. Siendo sincero, me he saltado las órdenes para estar aquí.
La curiosidad se convirtió en preocupación cuando Eleanor oyó semejante confesión. Ella había notado que se moría de ganas de contarle algo, mas no lograba imaginar el qué. También había observado que acudía vestido de uniforme, con las botas cubiertas de polvo y la piel sonrojada por el ejercicio.
¿Habría quebrantado la normativa militar de algún modo? La señorita Ames había deducido por lo visto en el transcurso de las pocas semanas anteriores que el joven teniente no reparaba mucho en los modales, pues ¿acaso no le había llevado a ella, una mujer, al sanctasanctórum masculino del Longchamps Club? Pero no le imaginaba cometiendo ninguna infracción de gravedad. Sus temores sólo se veían aplacados por la ancha sonrisa que curvaba los labios del joven.
-¿Por qué...? ¿Qué órdenes has desobedecido? -inquirió ella, viendo claro que Sinclair no iba a poder callarse por mucho más tiempo.
Y él barboteó las noticias, las fabulosas noticias, de que habían llamado a su regimiento para entrar en acción.
Eleanor se descubrió sonriendo y sintiendo también su mismo entusiasmo, como si fuera contagioso. Las manifestaciones habían abarrotado las calles de la ciudad: unos protestaban contra la entrada del país en la guerra mientras que otros la exigían con entusiasmo. Se habían publicado en los últimos días varios reportajes sobre las atrocidades sufridas por los indefensos turcos y los periódicos estaban llenos de artículos de opinión y editoriales sobre los peligros de que la flota rusa surcase las aguas del Mediterráneo y una posible disputa sobre la prolongada supremacía británica de los mares. Grupos de reclutamiento peinaban los barrios pobres y las callejas de mala muerte en busca de cualquier hombre apto para engrosar las filas de la infantería de Su Majestad, y a veces hasta los no aptos para el servicio. Habían alistado incluso al muchacho encargado de la carbonera y el horno del hospital.
-¿Cuándo te marchas? -preguntó Eleanor.
El impacto de la respuesta la dejó abrumada. Si se marchaba dentro de dos días y ya estaba contraviniendo la orden de permanecer en el cuartel o en el campamento, eso significaba que aquél iba a ser su último encuentro, sus últimos minutos juntos antes de que él se hiciera a la mar rumbo a Crimea. En ese momento cayó en la cuenta de que tal vez nunca más volviera a verle, a pesar de cuanto ella había sentido que ocurría entre ellos en las semanas anteriores y de que tal vez se había formado un vínculo entre ellos. Y no le aterraban sólo la pavorosa perspectiva de la guerra y la posibilidad inevitable de que resultara muerto, era una certeza que le había acechado desde la noche que le dio unos puntos en el brazo herido: la conciencia de que vivían en mundos muy diferentes y de que sus caminos jamás se habrían cruzado de no ser por aquel encuentro tan fortuito. Después de su periodo de servicio en el extranjero, quizá ni siquiera volviera a Londres, tal vez regresara directamente a las fincas de la familia en el suroeste, en el condado de Wiltshire. (Él se había mostrado bastante discreto sobre sus orígenes, pero ella había reunido los comentarios sueltos de Le Maitre y el capitán Rutherford y había deducido lo suficiente para asumir que eran imponentes). E incluso aunque volviera a la capital, ¿volvería a elegir a una enfermera sin un penique en vez de a una de las grandes damas de su círculo social? ¿Tendría suficiente peso esta pequeña aventura, pues a veces, por la noche, cuando el continuo removerse en la cama de Moira la desvelaba, sólo le otorgaba esa consideración, para imponerse a todas las cuestiones del sentido práctico y el decoro?
-Te escribiré en cuanto me sea posible -aseguró Sinclair como si le leyera la mente.
Y de pronto, Eleanor tuvo una visión de sí misma sentándose en la silla junto a la ventana tiznada de hollín y sosteniendo una carta arrugada y gastada tras una larga singladura desde Oriente.
-Y yo a ti -replicó ella-. Todos los días.
Sinclair se adelantó medio paso, como Eleanor, y de pronto estuvieron el uno en los brazos del otro. La gruesa cinta del galón dorado del frontal del uniforme se hundió en el rostro de la muchacha. Él olía a tierra, a sudor y a caballo, a su adorado Áyax. En una ocasión la había llevado a los establos del regimiento y le había dejado darle de comer un terrón de azúcar. Ella se aferró a él durante varios minutos, pero ninguno de los dos pronunció palabra alguna. No lo necesitaban. Y cuando sus labios se encontraron, el beso tenía un agridulce sabor a despedida.
-Debo irme -dijo, mientras se zafaba del abrazo con suavidad.
Ella le abrió la puerta y le observó bajar las escaleras sin volver la vista atrás, levantando un gran eco de pisadas a su paso. Si la ocasión lo hubiera permitido, si él hubiera tenido algo más de tiempo, se lamentó la joven, a ella le habría gustado que él pudiera haberla visto fuera, a la luz del atardecer, luciendo el nuevo vestido amarillo.
CAPÍTULO DIECINUEVE
9 de diciembre, 17:00 horas
COMO ERA DE ESPERAR, las nuevas del asombroso descubrimiento submarino se propagaron por la base igual que un reguero de pólvora. Murphy impuso una orden ejecutiva en cuanto recibió la noticia por el walkie-talkie. Michael le oyó bramar instrucciones a Calloway de que no admitiera a nadie cerca del bloque de hielo ni de la cabaña de inmersión. También dio orden de que cuantos estuvieran al tanto de la noticia mantuvieran el pico cerrado hasta nuevo aviso.
-Esperad a que hayan llegado a la base Danzing y los chuchos -dijo antes de cortar la transmisión.
Éste y el equipo de huskies se habían colocado a cincuenta metros mientras aseguraban el témpano encima del trineo. Los perros yacían tumbados sobre la nieve y el hielo, observando los quehaceres con sumo recelo.
-Cristo bendito... -masculló el conductor mientras se acercaba dando grandes zancadas al trineo. Admiró abiertamente a la mujer atrapada en el hielo mientras rodeaba el pesado monolito helado con paso lento.
Michael adivinó qué estaba haciendo: sopesaba a toda prisa el mejor modo de acarrear semejante peso.
-Ahí tenéis la cosa más rara que me he echado a la cara en la vida, tíos -aseguró Calloway-, y mira que he visto rarezas de todos los colores.
-No me jodas, Sherlock -replicó Franklin, que le había ayudado en la inmersión.
Michael apenas lograba creerse que lo habían conseguido. Se había despojado del equipo de buzo a toda prisa para envolverse debajo de más prendas de ropa seca que antes y ahora bebía sorbos de un termo de té caliente, pero aun así le seguían dando tiritonas y él sabía que estaba sufriendo la predecible hipotermia.
Lawson preguntó a Danzing si debían llamar a un spryte o si pensaba que los perros eran capaces de acarrear algo tan pesado al campamento.
El interpelado plantó una manaza sobre el hielo y se frotó el mentón con la otra, rozando su amuleto de la buena suerte: un collar de dientes de morsa colgado alrededor del cuello.
-Una vez que echemos a andar, lo conseguiremos -aseguró, pero claro, él creía a sus perros capaces casi de cualquier cosa, y siempre andaba buscando formas de demostrar que la tecnología moderna valía poco frente a los métodos fiables y anticuados que tan buen rendimiento habían dado a Roald Amundsen y Robert Falcon Scott.
Michael estuvo frotándose la muñeca afectada por las filtraciones de agua helada mientras Danzing se encargaba de desenganchar a los perros de un trineo y de alinearlos al otro. Le dolía como una distensión de las graves. Franklin y Calloway seguían contemplando boquiabiertos a la mujer atrapada en el hielo y cuando uno de ellos se rió e hizo un chiste grosero sobre despertar a la Bella Durmiente con un beso de tornillo que no iba a olvidar, Michael tomó una lona del trineo de los perros y cubrió con ella el témpano. Franklin le miró de un modo un tanto raro por interrumpir la diversión y Danzing le dirigió una mirada de complicidad mientras el periodista aseguraba la lona impermeabilizada con unos clavos.
-¿Ha mencionado el jefe dónde quiere ponerla? -preguntó el conductor de trineos.
Su conducta recordaba algo a un director de funeral mientras preguntaba a un familiar del difunto sobre el recién fallecido.
-No ha dicho ni media palabra.
A Wilde le extrañó ser preguntado a ese respecto, pues no era un probeta, ni tan siquiera un recluta. Ocupaba una posición intermedia, una incómoda tierra de nadie, pero aun así, ya empezaba a ser reconocido como legítimo defensor de la mujer rescatada de las profundidades.
-Bueno, no deberíamos meterla bajo techo directamente -observó Danzing, pensando en voz alta-. Tal vez sufra algún deterioro si el deshielo es demasiado rápido. -Sí, Michael pudo ver la sensatez de la sugerencia. El hombretón prosiguió-: Quizá podríamos dejarla en el almacén de muestras, detrás del laboratorio de glaciología. Betty y Tina podrían usar alguna de sus herramientas para quitar el hielo sobrante.
-Seguro, parece una buena idea -contestó Michael, encantado de tener a alguien capaz de pensar con más claridad que él en esos momentos.
De pronto, se desató un gran alboroto entre los perros y Danzing se puso a pegar berridos y se marchó para sofocarlo. La manada de huskies tenía un carácter bravucón, Michael lo sabía tras haberlos visto en acción más de una vez, pero solían obedecer una orden enseguida, salvo en esta ocasión, pues varios de ellos pugnaban por soltarse de las traíllas para alejarse del sillar de hielo. Incluso el líder de la manada, Kodiak, un perrazo de ojos azules como el mármol, ladraba y gruñía. Danzing empleó un tono de voz firme y tranquilo al tiempo que hacía gestos con las manos para acallar a los canes, pero aquel conato de rebelión le sorprendía incluso a él.
-¡Kodiak, abajo! -gritó al fin mientras sacudía la traílla del animal. El perro guía siguió a cuatro patas, ladrando de forma enloquecida-. ¡Túmbate, Kodiak, vamos, abajo!
El cuidador se vio obligado a poner la mano sobre el cuello del agitado animal y hacer fuerza para obligarle a tumbarse sobre la nieve, y una vez allí debió retenerle hasta imponerle su autoridad. El resto de la manada siguió aullando, pero al final imitó el ejemplo del líder y se calló. Danzing desenredó los arneses y las correas y luego se subió en la parte posterior del deslizador.
-¡Tirad! -bramó.
Los perros avanzaron para arrastrar el trineo, pero ni éste pesaba lo de siempre ni ellos pusieron la entrega habitual. Dos o tres canes volvieron la vista atrás, como si temieran que algo se alzara y los alcanzara por la retaguardia. El cuidador tuvo que hacer chasquear las riendas y gritar las órdenes una y otra vez.
Michael se preguntó si simplemente la carga no sería excesiva para las fuerzas de los huskies.
-¡Tirad, tirad! -gritó Danzing.
Los canes saltaron hacia delante una vez más, y en esta ocasión consiguieron un leve avance de los patines. El deslizador ganó impulso cuando la docena de huskies empezaron a correr al unísono, y a partir de ese momento avanzó sin complicaciones. El témpano y su invitada cautiva en el hielo iniciaron el camino de regreso a la base. Michael sacó la motonieve de Franklin mientras Calloway cerraba la cabaña de inmersión y los dos recorrieron el camino de vuelta a la base detrás del trineo. Los perros no dejaron de ladrar.
Daba igual cuánto tiempo permaneciera allí, con la cabeza gacha y el agua caliente corriéndole sobre el pelo para luego bajar por todo el cuerpo. Una fibra muy honda de su ser todavía retenía frío suficiente para provocar otro par de tiritonas. Cerró el grifo del agua caliente sólo cuando el vapor concentrado en la ducha había alcanzado proporciones épicas y apenas era capaz de ver su mano al ponerla delante de los ojos. Se frotó enérgicamente con las toallas nuevas, de las que siempre había en abundancia, pero tuvo especial cuidado con su hombro, el que se dislocó en las Cascadas. Todavía le molestaba de vez en cuando y bucear en gélidas aguas polares no ayudaba en nada. Se sirvió de la toalla para limpiar el vaho de una franja del espejo empañado donde poder verse a la hora de peinar y desenredar su larga melena negra. Había procurado encargarse de todo antes de salir de Tacoma, pero no se le había ocurrido cortarse el pelo, por lo que llevaba más greñas de lo habitual. Alguien del personal de la estación estaría cualificado para hacer las veces de peluquero, o eso suponía él, pero no daba la impresión de que los habitantes de Point Adélie prestaran atención alguna a la imagen personal. Betty y Tina andaban por ahí con sus pisadas sargentonas, ropas hombrunas y las melenas rubias anudadas en coletas hechas a toda prisa y de cualquier manera, y en cuanto a los hombres, la mayoría parecían recién salidos de las cavernas. La práctica totalidad de ellos llevaba barba, mostacho y unas patillas espesas como no se habían visto desde la guerra de Secesión. Las coletas gozaban de una gran popularidad, en especial por parte de los probetas que se estaban quedando calvos, como Ackerley. Rara vez se le veía fuera de su laboratorio y por ese motivo el botánico se había ganado el apodo de «Gnomo».
En cuanto a Danzing, además de su collar de dientes de morsa, lucía un brazalete de huesos y un par de pantalones de piel de reno cosidos por él mismo. Michael recordaba la ingeniosa frase que le había oído decir a la única mujer que encontró en un bar mientras cubría un reportaje en Alaska.
-Las apuestas son excelentes -admitió, examinando a los parroquianos- y los apuestos, insuficientes.
Antes de acudir al comedor, y a pesar de lo bien que le iba a sentar una comida caliente, se introdujo en el locutorio por satélite y marcó el número particular de su editor. No tardó en descolgar. Se escuchó al fondo la transmisión de un partido de baloncesto, pero la emisión se cortó de raíz cuando Gillespie supo que era Michael y no un vendedor.
-¿Estás bien? ¿Todo va bien? -inquirió.
El reportero se tomó un segundo para saborear lo que estaba a punto de decirle.
-Mejor que bien. ¿Estás sentado?
-No, y tampoco tenía intención de sentarme... ¿Por...?
Entonces, Michael se lo contó con tono pausado y toda la calma posible. No deseaba que su editor pensara que se le habían aflojado los tornillos en el Polo Sur. Le puso al corriente de que habían encontrado un cuerpo congelado dentro de un glaciar, tal vez fueran dos, y más aún, los había recobrado.
Gillespie no despegó los labios en ningún momento, ni tan siquiera cuando Michael terminó de referirle la totalidad de los hechos, por lo cual se vio obligado a preguntar:
-¿Sigues ahí, Joe?
-¿No estarás de coña?
-En absoluto.
-¿Es real?
Michael oyó el pitido de un microondas.
-Totalmente. Ah, por cierto, ¿te he mencionado que fui yo quien hizo el descubrimiento?
Hubo un sonido seco. Parecía que Gillespie había dejado el auricular sobre la encimera. Michael logró distinguir unos gritos de júbilo a pesar de la estática.
-¡Dios mío, esto es fabuloso! -dijo cuando volvió a recoger el auricular-. ¿Has hecho fotos?
-Sí, y voy a hacer más...
-Michael, te lo prometo, si esto es real...
-Lo es -le aseguró él-. Vi a la chica con mis propios ojos.
-Pues entonces, con eso vamos a ganar el National Magazine Award. Podríamos triplicar nuestra base de suscriptores si sabemos manejar esto bien, y tú puede que aparezcas en la tele, tal vez incluso en 60 Minutes. Podrías firmar un contrato para un libro y tal vez venderías los derechos al cine.
La conversación se prolongó otro par de minutos, durante los cuales la recepción fallaba de forma esporádica y a cada interrupción Michael debía esperar pacientemente a recuperar la línea. Cuando esto sucedió pudo explicarle que el teléfono sólo estaba operativo durante ciertas horas del día y que alguien más deseaba usarlo. Se iba a caer redondo si no conseguía llegar al comedor, y se todos modos, el editor tenía pinta de necesitar un buen copazo.
Nada más llegar al comedor se llenó el plato de chili con carne aún humeante y pan de maíz; luego se sentó con Charlotte Barnes, que asintió con gesto de aprobación al ver el plato a rebosar y dijo:
-Convendría que luego probaras el pastel de cereza.
-Pues me parece que voy a poder -repuso él, atacando por fin la comida- Oye, no he visto a Darryl en todo el día. No estará de morros todavía porque no le has dejado bucear hoy, ¿verdad?
-No, creo que lo ha superado enseguida, pero se ha pasado las horas encerrado en el laboratorio.
El periodista tomó un gran trozo de pan y lo untó bien con chili antes de metérselo en la boca. Charlotte le advirtió:
-Quiero que tu temperatura corporal aumente, de veras que sí, pero por favor, no me obligues a tener que hacer la maniobra de Heimlich.[14] ¡Eso es realmente asqueroso!
Michael empezó a engullir más despacio y cuando hubo terminado de masticar y de tragar, dijo con tono de aparente despreocupación:
-Bueno, ¿has oído hablar de la inmersión de hoy?
No estaba seguro de si Murphy la había incluido todavía en el círculo de personas informadas y no quería soltar prenda en caso contrario.
Charlotte tomó un sorbo de café al tiempo que asentía.
-Murphy creyó que debía estar al tanto de... todo, en mi condición de jefe médico de la base.
-Me alegra que lo haya hecho -admitió Michael, aliviado-, pero dudo que puedas hacer mucho por ella.
-La tipa del témpano no le preocupaba lo más mínimo, le inquietabas tú -replicó Charlotte-. Temió que quisieras hablarme del tema y yo pensara que se te habían aflojado todos los tornillos de la sesera.
-Pero estoy cuerdo, ¿no?
Charlotte se encogió de hombros.
-Aún es pronto para decirlo, pero ¿sigues pensando que ahí dentro hay dos personas, una junto a otra?
-No sabría responderte con seguridad. Podría ser la capa de la mujer, o tal vez alguna clase de sombra u oclusión en el hielo. Hemos dejado un buen trozo de témpano en la parte posterior, sólo para estar seguros de que la sacábamos entera, así que al final vamos a enterarnos de un modo u otro cuando Betty y Tina se hayan desecho de lo que sobra.
Michael alzó la vista y vio cómo aparecía una mano detrás de su interlocutora y le saludaba de forma enérgica. Se ladeó y echó un vistazo: era Darryl abriéndose camino hacia ellos con una bandeja en la otra mano. El biólogo se dejó caer junto a Charlotte y dijo a Michael en tono conspirativo:
-Felicidades. Acabo de visitar a la Bella Durmiente en el almacén de muestras y estoy en condiciones de informarte de que ella descansa pacíficamente. -El interpelado se sintió incómodo, no sólo por la hilaridad, sino por la noción misma de que estuviera dormida. No se sacaba de la cabeza que precisamente eso era lo que pensaban los padres de Kristin, que su hija estaba dormida-. Pero ya sabes que en cuanto Betty y Tina hayan terminado su tarea de cortar el hielo el mejor sitio para preservar el espécimen es el laboratorio de biología marina -agregó con una indiferencia tan impostada que habría jurado que había cavilado mucho a ese respecto.
-¿Por qué? -inquirió Michael.
Darryl se encogió de hombros muy a la ligera otra vez. Demasiado.
-Necesita descongelarse muy despacio y lo ideal sería que sucediera en agua marina. Podría sufrir algún daño o incluso desintegrarse. Podría vaciar el tanque del acuario y retirar las particiones. Al fin y al cabo, el bacalao antártico ni siquiera es un proyecto mío. Entonces sí podríamos meter todo el bloque de hielo, o bueno, lo que quede de él en un baño frío para que fuera derritiéndose lentamente, bajo condiciones controladas en el laboratorio.
Michael miró a Charlotte en busca de una opinión experta. Después de todo, al menos era doctora, una científica, pero ella resultó estar tan perdida como él mismo.
-De todos modos, ¿por qué me preguntas a mí? -contestó Michael al final-. ¿No debería decidirlo todo Murphy O´Connor?
-Él lleva este sitio, nada más, y por lo general intenta escurrir el bulto en todos los asuntos científicos. Además, te guste o no, tú eres el Príncipe Azul en el escenario de esta obra -repuso Darryl mientras alzaba un tenedor rebosante de espaguetis-. ¿Cómo piensas hacer que vuelva? ¿Con un beso?
A Michael le resultaba difícil verse en el papel de Príncipe Azul, ni en ese ni en ningún otro escenario, pero estaba empezando a tomar consciencia de que si alguien iba a proteger los intereses de la Bella Durmiente, fueran éstos cuales fuesen, ése iba a ser él.
-Si crees que es lo mejor, también yo, supongo -replicó el periodista.
El pelirrojo pareció muy complacido consigo mismo mientras luchaba por sorber un espagueti que le colgaba del labio.
-Buena decisión -dijo mientras al fin conseguía tragárselo-, sobre todo a la vista de lo que voy a enseñaros después de la cena. -Michael y Charlotte intercambiaron una mirada-. Todavía no se lo ha dicho a nadie -agregó-, y no estoy muy seguro de que revelarlo entre en mis planes. Ya veremos.
Una vez que había generado suficiente sensación de misterio, sólo debían esperar a que el biólogo diera buena cuenta de su comida. Michael se sirvió una ración de tarta de cerezas, al igual que la doctora, quien además tomó a continuación un capuchino descafeinado.
-De aquí a seis meses van a tener que fletar un avión de carga sólo para llevar de vuelta a la civilización mi gordo culo -sentenció, al volcar todo el sobre de azúcar en la taza.
Más tarde, en el laboratorio de biología marina, Darryl fue de un lado para otro guardando cosas mientras sus amigos se quitaban los abrigos y los guantes, pues debían protegerse bien de los elementos incluso en los trayectos cortos de un módulo a otro. Bastaban treinta segundos de exposición en el exterior para que se cortara la piel.
El biólogo arrastró dos asientos más junto a la encimera donde descansaban un microscopio binocular y un monitor de vídeo.
-Debo decir algo a favor de la NFS: no escatiman en medios. Por ejemplo, el microscopio es un Olympus modelo Cx con ajuste de distancia interpupilar y tecnología de fibra óptica. El monitor de vídeo tiene más de quinientas líneas de resolución horizontal. -Contempló el material con verdadero afecto-. Ya habría querido yo un equipo como éste en casa.
Charlotte apenas lograba contener los bostezos cuando intercambió una mirada de complicidad con Michael. Darryl debió percatarse, pues de pronto sacó una botella de vino y la puso delante de ellos con un gesto de prestidigitador. El tapón de corcho sobresalía de la boca del envase.
-Quizá tenga a bien hacer los honores, doctora Barnes.
-No esperarás que vayamos a bebernos eso de ahí...
-No después de que veas lo que yo ya he visto.
Él le hizo entrega de una pipeta limpia con un floreo y le dijo:
-¿Me harías el favor de extraer unas gotas del líquido de esta botella?
Tanto Michael como Charlotte arrugaron la nariz ante el hedor procedente de la misma, pero aun así, la doctora cumplió con la petición.
-Ahora, deja caer una gota sobre el extremo de esta lámina portaobjetos.
En cuanto ella soltó una gota del viscoso fluido en la lámina, puso otra encima, dejando una mancha de fuerte color púrpura, más gruesa en un extremo y más delgada en el otro. Entonces, tomó un dosificador y dejó caer varias gotas de alcohol sobre la misma.
-Por si te lo preguntas, estamos realizando un frotis. -Levantó la vista y buscó con los ojos a Charlotte-. ¿Te acuerdas de las prácticas en la facultad de medicina?
-Pues no ha llovido ni nada desde entonces -repuso ella.
El biólogo continuó describiendo el proceso mientras secaba el frotis y lo fijaba con alcohol antes de aplicar la tinción de Giemsa.
-Muchos rasgos serían imposibles de apreciar sin la coloración -explicó.
-¿Rasgos de qué...? -inquirió la doctora con una detectable irritación en la voz-. ¿De uva merlot? ¿De cabernet sauvignon?
-Ya lo verás -contestó Hirsch.
Incluso Michael comenzó a impacientarse. Había sido un día muy largo y la muñeca aún le dolía a causa de la filtración. Todo cuanto quería era meterse en la cama debajo de las sábanas y las mantas. Necesitaba tiempo para procesar lo que había hecho y visto, y era consciente de que iba a terminar por establecer conexiones un tanto morbosas entre Kristin, tendida en un hospital, y la llamada Bella Durmiente, y no iba a poder evitarlo a pesar de saberlo. Tal vez sólo necesitaba ocho horas seguidas en la cama.
Pero el pelirrojo seguía dale que te pego sobre frotis, tinciones y una cosa más llamada bálsamo de Canadá para no se sabe qué montaje. Al final, Michael se vio obligado a interrumpir:
-Vale, Darryl, corta el rollo con tanto galimatías. ¿Está listo o no?
-En realidad, no. Deberíamos dejar pasar toda la noche si nos atuviéramos al manual.
-Por mí, vale. Volveremos mañana -replicó, e hizo ademán de levantarse.
-No, no, espera.
El biólogo colocó el portaobjetos bajo el microscopio y lo examinó él mismo para realizar un par de ajustes en el foco. Luego, retiró la cabeza del binocular e invitó a Charlotte a que le echara un vistazo. Ella se acercó con cierta prevención y agachó la cabeza. Entonces, se quedó muy quieta.
Darryl pareció muy satisfecho ante esa reacción.
La doctora movió un par de veces la rueda de ajuste del foco y finalmente se incorporó con la perplejidad escrita en el semblante.
-Si no supiera bien... -empezó, pero el biólogo le tapó la boca con la mano a fin de hacerla callar.
-Deja que Michael le eche un vistazo antes.
El periodista se colocó en el asiento central y miró a través del microscopio binocular. Vio un campo rosáceo lleno de partículas moteado por círculos flotando en suspensión. Algunos eran uniformes en forma y tamaño, aunque algo achatados en el centro, como cojines deformados cuando alguien se sienta en ellos muy a menudos; otros eran veteadas y de mayor tamaño, y deformes. Michael no era científico, pero sabía que el líquido no era lo que se suponía.
-Vale, es sangre -concluyó, y levantó la mirada de las lentes-. Has llenado de sangre la botella de vino. ¿Por qué?
-¡Atención! -exclamó el biólogo, alzando las manos-. Has pasado demasiado tiempo bajo el agua. Yo no he vertido nada en ese envase ni en el portaobjetos. Ése es el motivo de vuestra presencia aquí y de que hayáis hecho vosotros mismos el experimento, para que veáis lo mismo que vi yo. La botella de vino, como tú la llamas, está llena de sangre, y apuesto a que si aparecen otras en ese arcón, también lo estarán. -Ni Michael ni Charlotte supieron qué contestar-. Los círculos perfectos que has visto son eritrocitos, glóbulos rojos. Algunos de los más pequeños son neutrófilos o micrófagos.
-Son una especie de fagocitos, ¿verdad? -le interrumpió Charlotte-. Contienen una sustancia antibacteriana... Devoran bacterias y mueren.
-Exactamente. ¿A que ya vas acordándote de cosas de la facultad?
-Hala, no te pongas en plan sabelotodo.
-Pero la cantidad de neutrófilos es muy superior a la normal -añadió Darryl. Tiró la bomba y esperó a que alguno de los dos saltara de su asiento; como nadie se movió, continuó-: Eso sólo puede significar una cosa: esa sangre estaba contaminada antes de que la envasaran.
-¿Cómo...? ¿Y para qué...? -inquirió el periodista.
-Así, a bote de pronto, te contestaría que la obtuvieron de alguien muy enfermo o gravemente herido, que tal vez supuraba pus por las heridas, por ejemplo...
Michael comprendió de pronto la razón del olor pútrido de la botella. El «vino» era sólo una antigua etiqueta, pero el contenido era antigua sangre corrompida. Ahora bien, ¿por qué la habían embotellado y transportado en un cofre como si fuera un tesoro?
-Discúlpame, Darryl -intervino Charlotte-, pero el día ha sido muy largo. ¿Qué sugieres...? Insinúas que un barco de sólo Dios sabe qué época transportaba al Polo Sur una carga de sangre en mal estado toda bien guardadita en botellas metidas dentro de arcones, ¿es eso?
-Es muy poco probable que la nave se dirigiera de verdad a la Antártida -repuso él-. Lo más seguro es que se viera desviada de su curso y ¿Quién sabe cuánto tiempo estuvo navegando a la deriva hacia el sur? Además, el hielo se mueve, ya lo sabes.
-Pero ¿por qué? -inquirió Michael-. ¿Qué posible uso podían darle a eso, fueran donde fuesen?
El interpelado se rascó la cabeza, dejando de punta un mechón de pelo rojo.
-Ahí sí me has pillado. La sangre en mal estado no le es de utilidad a nadie, a menos que se use para alguna inoculación experimental.
-¿A bordo de un barco? -saltó Michael.
-¿Hace varios siglos? -remachó Charlotte.
Darryl alzó las manos en señal de rendición.
-No me miréis así, chicos. Tampoco yo tengo las respuestas, pero resulta difícil de creer que lo hallado en esa botella, el arcón y el cuerpo, o los cuerpos, no estén relacionados entre sí de algún modo.
-En eso sí voy a darte la razón -convino el reportero-. De lo contrario, sería la coincidencia más sorprendente de la historia marítima.
Su compañera también pareció estar de acuerdo en ese punto.
-Me da en la nariz que merecerá la pena tomar una muestra de sangre a la Bella Durmiente cuando lo permitan las circunstancias.
-¿Y qué buscas? -quiso saber Michael.
-¿Una concordancia? -replicó el biólogo, encogiéndose de hombros.
-¿Y con qué pretendes compararla? ¿Con la sangre infectada de una botella? -saltó Michael, un tanto exasperado al ver que no le entendían-. ¿Pretendes decir que ella estaba guardando su propia sangre en botellas como souvenir?
-¿O te refieres a otra cosa? -Intervino Charlotte-. ¿Sugieres que tal vez ella mantuviera una reserva de sangre disponible para algún propósito médico extraño?
-A veces, en la ciencia sabes qué buscas y dónde vas a encontrarlo -repuso Darryl, mirando alternativamente a uno y a otro en un intento de calmar las aguas-. Otras no tienes ni idea, pero encuentras una madeja y la sigues hasta ver dónde llega.
-Pues a mí me parece que la cosa va por un camino de lo más raro -respondió Michael, que se había puesto a la defensiva en todo ese asunto.
-Eso no puedo discutírtelo en este momento -admitió Darryl.
Charlotte soltó un suspiro y se dirigió a por el abrigo y los guantes.
-Yo me voy a la cama -concluyó-, y os aconsejo a los dos que hagáis lo mismo.
Pero el periodista se sintió demasiado preocupado para ponerse en marcha y se quedó donde estaba, estudiando la misteriosa botella negra.
-Duerme algo, Michael -le ordenó la doctora mientras se subía la cremallera-. Es una prescripción médica. -Luego, se volvió hacia el biólogo-. Y tú, cierra eso de una vez. -Darryl se hizo el inocente y ladeó la cabeza en dirección a la botella, que estaba cerrada-. Ya sabes a qué me refiero -precisó ella.
CAPÍTULO VEINTE
Principios de septiembre de 1854
POBRES CABALLOS. EL TENIENTE Copley estuvo a punto de enloquecer a causa del terrible peaje impuesto a los corceles.
Condujeron a la bodega de la nave de Su Majestad Henry Wilson al precioso Áyax y a otras ochenta y cinco monturas. Era un lugar reducido, oscuro y fétido, donde apenas se habían efectuado unos preparativos mínimos de acondicionamiento: no habían dispuesto compartimentos ni cabezadas de cuadra para atar a los animales, sólo unas cuerdas de sujeción, por lo que incluso con el mar en calma los nobles brutos chocaban unos con otros, se pisaban los cascos, y hasta debían forcejear entre sí para alzar la cabeza por encima de la manada, y fueron presa del pánico cuando la flota británica llegó al golfo de Vizcaya, donde se levantó un viento de gran fuerza. Sinclair y los demás oficiales de caballería en activo, pues muchos estaban postrados en sus lechos a causa de las fiebres o el mareo, descendieron bajo cubierta para aferrar las cabezas de sus cabalgaduras en un intento desesperado de calmarlos y controlarlos, pero no resultó posible.
Cada golpe de mar arrojaba contra los comederos a los aterrorizados animales; éstos relinchaban y pateaban los resquebrajados tablones del suelo humedecidos por las cascadas de agua que se colaban a través de las escotillas para luego formar riachuelos sobre los cuales chapoteaban los caballos, y cuando uno de ellos resbalaba y perdía el equilibrio, era un verdadero infierno conseguir que se levantase. Cuando Áyax trastabilló y cayó en un amasijo de patas sobre el caballo de Winslow fue necesario el concurso de varios soldados y marineros para lograr separarlos, primero, y ponerlos en pie, después.
El sagento Hatch, el ‹indio›, parecía vivir en la bodega, y Sinclair llegó a preguntarse si dormía alguna vez o subía a cubierta para respirar aire puro y limpio de la hediondez a excrementos, sangre y heno en descomposición.
Todas las noches sucumbía más de una montura, víctima de un ataque de pánico, rotura de huesos o postrado por el calor, pues apenas había ventilación bajo cubierta, y al alba las tiraban al mar sin ceremonia alguna. Durante toda la singladura hacia el Mediterráneo la flota inglesa fue dejando a su paso una hilera de cadáveres.
A pesar de su inexperiencia propia de teniente aún no puesto a prueba en la batalla, Copley se preguntaba por qué el ejército no había contratado el servicio de barcos a vapor para realizar el viaje. Un barco de vela tardaba algo más de un mes en completar el trayecto y un vapor, por lo que le había dicho Rutherford, cuyo padre había sido segundo lord del almirantazgo bajo las órdenes del duque de Wellington, tardaba entre diez y doce días. Buena parte de aquel terrible daño podría haberse evitado y las tropas habrían llegado a las costas turcas, dispuestas para la batalla y con los caballos en condiciones aceptables, antes de lo que iban a llegar ahora, y eso incluso aunque se tardase una quincena en reunir los vapores necesarios.
Pero tal idea no parecía habérseles ocurrido ni al comandante ni a la miríada de espectadores que asistieron a la marcha del ejército, aunque también él se había dejado atrapar por el ambiente jubiloso imperante en los muelles al zarpar los barcos. Junto a la brigada ligera de Sinclair marchaban a bordo de la flotilla la brigada pesada, y el regimiento 60º de fusileros y el 11º de húsares. Todos estaban convencidos de que la guerra sería tan breve que muchos ni siquiera iban a tener la oportunidad de usar la lanza, el sable o el rifle dada la mediocridad del ejército ruso, muchos de cuyos hombres habían sido reclutados a punta de pistola. Le Maitre le había asegurado al joven teniente que los fusiles de la infantería del zar eran burdas imitaciones de madera, como los sables usados por la brigada durante las prácticas de campo. Esa opinión se hallaba tan generalizada que los oficiales ingleses recibieron permiso para llevar consigo a sus esposas, y las damas se trajeron sus mejores galas. Algunas incluso se habían hecho acompañar por sus doncellas y sus caballos favoritos.
El teniente Copley recorrió con la vista el gentío apelotonado sobre las dársenas y los muelles en busca de una mota de color amarillo. Vio cómo subían a bordo toneles de vino, ramos de flores y canastos repletos de fruta de invernadero mientras cientos de personas agitaban banderines con la Union Jack y otras muchas ondeaban con frenesí gorras, sombreros y pañuelos de encaje. Entretanto, una banda militar interpretaba canciones marciales bajo un sol de justicia. El joven apenas podía reprimir la impaciencia ante la aventura que se presentaba ante él.
-Moira me avisó: era muy improbable que la superintendente Nightingale les concediera permiso -le había consolado el capitán Rutherford mientras se acodaba en la barandilla y se inclinaba para ver qué buscaba su compañero con la mirada.
Sinclair observó al capitán, cuya frente estaba bañada en sudor.
-Ya le dije a Moira que esa mujer era muy poco patriótica -concluyó, quitándose la pelliza y dejándola sobre la barandilla.
Sinclair jamás había terminado de entender el vínculo existente entre su amigo y la señorita Mulcahy. Su propia relación con Eleanor Ames era inusual en sí misma y no tenía futuro si se era realista, como le habría dicho cualquiera al joven oficial, pero la de Rutherford con la pechugona y campechana irlandesa era todavía más extraña, pues éste provenía de una prominente familia del condado de Dorset y estaba destinado a ostentar un título nobiliario. Semejante enlace horrorizaría a su linaje. Todos comprendían que los oficiales de caballería tuvieran líos de faldas en la ciudad y a menudo se mostraban indulgentes con algún que otro affaire imprudente y poco juicioso, pero también eran de la opinión de que un joven debía recuperar la cordura en algún momento, sobre todo en víspera de una gran expedición al extranjero. Suponía la ocasión perfecta, y perfecta en semejante contexto significaba cortar el vínculo. Era una de las mayores ventajas de estar en el ejército.
Sinclair había detectado en Rutherford una extraña veta sentimental a pesar de sus bravatas: ya no se encontraba a gusto en los salones a los cuales era invitado con regularidad ni en la compañía de las mujeres en general. En una ocasión le había visto moverse con torpeza hasta derribar a una joven a quien le estaban presentando, y había desarrollado un gusto creciente por permanecer en el cuartel, donde disfrutaba de la camaradería y un lenguaje subido de tono. La enfermera Moira Mulcahy tenía algo que le encandilaba, pese a sus modales de clase trabajadora. Él sospechaba que lo que le atraía de Moira era precisamente esa falta de refinamiento, unido, por supuesto, a esos pechos pródigos siempre expuestos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que tal vez haría mejor en intentar localizar una pincelada de carne cremosa entre la multitud de los muelles que el vestido amarillo que tendría al lado.
Sinclair veía a James Thomas Brudenell, lord Cardigan, montado a caballo desde su posición en cubierta. Se había puesto sus mejores galas y estaba rodeado por sus ayudantes de campo mientras daba órdenes a pleno pulmón. Lucía patillas crecidas y un poblado mostacho rojizo. Era un hombre apuesto y vanidoso que se erguía todo lo posible sobre la silla de montar. Era bien conocido por ser un hombre de prontos, profesaba una devoción casi fanática en lo tocante al protocolo y resultaba de lo más quisquilloso en los asuntos de honor. De hecho, una de sus salidas de tono en el comedor de oficiales había provocado un escándalo cuyas repercusiones todavía coleaban. La cuestión había comenzado cuando lord Cardigan se había vanagloriado de que en su mesa sólo podía servirse champán y ninguna pinta de porter, esa cerveza negra tan del gusto de los ‹indios›, los veteranos que habían prestado sus servicios en la India. Unos instantes antes los criados habían escanciado vino de Mosela y habían dejado la botella negra encima de la mesa, y un edecán del general pidió que le sirvieran Mosela poco después de que hubiera soltado su filípica lord Cardigan, a quien se le subió la sangre a la cabeza cuando vio la botella negra de vino y la confundió con una de cerveza porter, y acabó insultando a un capitán del regimiento. Todo Londres se enteró antes de que pudieran echarle tierra al asunto, lo cual convirtió al conde de Cardigan en objeto de burla. No podía asistir al teatro no pasear a sus sabuesos irlandeses por Brunswick Square sin oír la rechifla: ‹¡Botella negra!›. El incidente molestaba en especial a los hombres que estaban bajo su mando y cuando alguien lo mencionaba, la cosa solía acabar en reyerta.
Aunque el 17º regimiento de lanceros estaba nominalmente bajo el mando de lord Lucan, el obstinado cuñado de Cardigan, el teniente Copley sospechaba que ellos, los desventurados soldados, estaban atrapados en medio de una amarga rivalidad familiar.
-Eh, ¿puedo tomar esto en préstamo? -dijo Rutherford a un oficial del barco que pasaba por allí con un telescopio en la mano.
El marino se lo cedió de forma inmediata y continuó con sus quehaceres, tal vez influido por la riqueza del atuendo de Rutherford, cuyo grado en el escalafón no era capaz de determinar.
El capitán alzó el anteojo y estudió la multitud desde lo alto de High Street hasta el fondo de las rampas de carga mientras resonaba el interminable golpeteo de las botas de los soldados al marchar, los relinchos y resoplidos de los caballos, las notas erráticas de los himnos del 6º regimiento de dragones de Inniskilling interpretrados por la banda militar que las rachas de viento empujaban hacia el mar. Hubo una orden que se repitió varias veces por los muelles y docenas de marineros empezaron a reunir a los rezagados, quienes intercambiaron rápidos abrazos, recuerdos y buenos deseos con sus familias. Poco después acordonaron las rampas e izaron los botes. Los trabajadores de los muelles desanudaron las gruesas amarras y las arrojaron a un lado después de haberlas soltado.
El capitán pareció concluir su búsqueda con las manos vacías.
-Voy a tener unas palabritas con esa tal Florence Nightingale la próxima vez que la vea -masculló Rutherford, enfurruñado.
-Déjame intentarlo a mí -le pidió Sinclair mientras le quitaba el catalejo.
Lo primero de todo vio las grupas de un caballo, el de lord Cardigan para ser más exactos, pues regresaba a la ciudad. Se rumoreaba que el gran señor se reuniría con sus tropas más tarde, ya que iba a hacer el viaje disfrutando de las comodidades de un barco francés.
Sinclair tuvo la misma suerte que Rutherford. Le pareció ver por un momento a la dama amiga de Frenchie, Dolly, pero las dimensiones del sombrero dificultaban la visión del rostro y no pudo estar seguro. De hecho, había perdido de vista incluso a Frenchie. Se había separado de ellos en la melé y presumiblemente se hallaba perdido en algún lugar de la atestada cubierta del Henry Wilson. Sinclair vio a un niño de la mano de su madre, el pequeño sonreía con bravura; entretanto, y algo más lejos, otro muchacho intentaba dar caza a un gorrión herido que andaba a saltitos entre las ruedas de un carromato de intendencia.
Docenas de marineros cumplieron órdenes impartidas a gritos: subieron afanosos a las jarcias y soltaron las velas, dejando que se desplegaran en medio de un sonoro flameo. La nave crujió y profirió un gemido como el de un gigante entumecido al despertar. Ahora, una franja de agua salobre separaba el barco de los muelles. Sinclair peinó el puerto de un extremo a otro, fijando el prismático primero ante una mota amarilla que resultó ser una sombrilla y luego ante un cartel azafranado donde se publicitaba una obra en el teatro Drury Lane. -Me pregunto cuándo vamos a tener ocasión de participar en una batalla, la primera, pero una de verdad -comentó Rutherford-. Sólo espero que no sea alguna escaramuza, donde deberemos permanecer todos muy juntos y no habrá ocasión de usar la lanza como es debido.
La lanza había sido una innovación relativamente moderna tomada de los lanceros polacos que tanto se habían distinguido en Waterloo; sus uniformes se habían diseñado también a semejanza de los de aquéllos.
Sinclair murmuró unas palabras de asentimiento mientras continuaba su búsqueda por los muelles. Los vaivenes y las sacudidas del barco dificultaban la visión de un punto fijo, por lo que estaba a punto de rendirse cuando vio una calesa sin capota bajar por un callejón. Dos figuras bajaron de un salto y corrieron hacia los muelles. La primera lucía un vestido amarillo y la segunda un delantal blanco. El teniente se aferró a la barandilla con una mano y con la otra enfocó el catalejo. Eleanor se sostenía el gorro de enfermera con una mano mientras correteaba en cabeza, seguida de Moira, que avanzaba pesadamente con las faldas levantadas para marchar con más libertad.
El Henry Wilson se hallaba ahora a unas cincuenta brazas del muelle y el pabellón ondeando desde popa le oscurecía la visión, pero él podía jurar que las mujeres tenían las miradas fijas en uno de los otros transportes que acababan de zarpar. La señorita Ames detuvo a un hombre de uniforme y tras un breve intercambio de palabras tomó a Moira del brazo y la llevó hacia la zona del puerto desde la que acababa de zarpar el barco del regimiento de lanceros.
La bandera tremoló al viento entre chasquidos y Sinclair voceó a Rutherford:
-¡Ahí están, acercándose al muelle!
Su amigo estiró el cuello por encima de la barandilla del baluarte. Sinclair sujetó el catalejo entre el costado y un brazo mientras con el otro realizaba amplios movimientos de saludo.
Nuevas velas se desplegaron en cascada desde los masteleros y el velero se impulsó hacia delante de forma inmediata. La tierra fue quedando atrás, y los componentes del gentío, reducidos a simples motas.
Sinclair alzó el catalejo de nuevo y localizó la mota amarilla una última vez. Deseó que ella mirase en su dirección, pero por alguna razón Eleanor parecía tener los ojos fijos en las velas hinchadas, y creyó haber visto la mirada de sus ojos verdes fija en él justo cuando la nave cabeceó por efecto de la primera ola que había logrado eludir al rompeolas en medio de un surtidor de espuma que roció a cuantos estaban en cubierta. O al menos eso fue lo que él eligió creer.
Las semanas posteriores fueron las más miserables de la existencia del joven Copley. Él se había alistado en el ejército para cabalgar en busca de la gloria, y también, la verdad sea dicha, para poder desfilar por la capital con el elegante uniforme de los lanceros, pero no para pasar por todo aquello, no para estar atrapado en las entrañas hediondas de una nave abarrotada no para comer un día sí y otro también tocino frío y galletas de harina, de las que apenas sí quedaba un puñado de migas una vez que sacaba los gorgojos, no para pasarse una noche tras otra en una oscura y espantosa bodega, haciendo todo lo posible para mantener con vida a Áyax. Añoraba mucho su vida en la capital: las partidas de cartas y las apuestas en las peleas de perros así como las veladas en el Salón de Afrodita. (La historia de cómo había tirado por la ventana a Fitzroy se había convertido en una leyenda del regimiento). Se acordaba del fino oporto y el champán helado del Logchamps Club cada vez que el camarero del barco le servía su minúscula ración diaria de ron, y echó mucho de menos el salón climatizado del cuartel para mantener la humedad de los puros cuando el segundo de a bordo, un simple plebeyo, le reprendió por fumarse un pitillo debajo de cubierta, y eso por no hablar de la fusta de montar que le habría gustado emplear con el hombre que se había atrevido a dirigirse a él de ese modo. El ejército le había convenido hasta aquel momento a pesar de la miríada de reglas y normas, pero algo iba cambiando en su interior a cada hora pasada a bordo de aquella nave bamboleante y hedionda. Sentía en lo más hondo de su pecho un resentimiento cada vez mayor, tenía la sensación de que le habían engañado y estafado a base de bien.
Los ánimos de sus amigos andaban también por los suelos. Frenchie, que siempre estaba dispuesto a silbar una tonada o contar un chiste, yacía sobre una oscilante hamaca con el rostro más verde que el pitch central de un campo de críquet y agarrándose las tripas con las manos; y Rutherford, un sempiterno bravucón que siempre andaba haciéndose notar, hablaba ahora con menos confianza, y eso cuando despegaba los labios. Otro tanto ocurría con muchos compañeros: Winslow, Martins, Cartwright y Mills deambulaban por la nave como espectros: iban sin afeitar y con la ropa siempre empapada. El aire en cubierta era más frío, pero en las bodegas la muerte daba un recital a todas horas, y no sucumbían sólo las monturas: cada vez perecía un número mayor de soldados, víctimas de la disentería, un cólico o alguna otra afección, y era necesario arrojarlos por la borda. El trámite guardaba un gran parecido a tirar un cubo de basura en el revuelto oleaje del mar. Sinclair había tenido la oportunidad de ver de cerca cómo era la vida a bordo de un barco de la corona, y ahora tenía clara una cosa: una carrera en la Armada estaba más allá de toda lógica.
Sólo el sargento Hatch, el ‹indio› objeto de mofas por parte del alto mando y los oficiales, parecía sobrellevarlo todo sin problema alguno. Sinclair era consciente de que ese baldón social le manchaba a él también si confraternizaba con el suboficial, y de hecho, Rutherford había ido más lejos, le había prevenido de los peligros de tratar con alguien de tan baja extracción social, pero el joven teniente había descubierto que el trato con el sargento le daba cierta estabilidad. Hatch había aceptado hacía mucho tiempo cuál era su papel tanto en la vida como en el ejército. Sabía qué pensaban de él, qué se esperaba de él y cómo iba a hacerlo. El sargento jamás buscaba la compañía de Sinclair, consciente de la diferencia de rangos, pero parecía aceptarla siempre de buen grado, eso sí, a su manera, de forma reservada, en especial desde que descubrieron que ambos eran grandes admiradores del capitán Lewis Edward Nolan, cuyas teorías sobre el adiestramiento de las monturas habían empezado a ser objeto de una notable atención. Nolan conseguía con palabras amables, caricias y un par de terrones de azúcar lo que antes se obtenía con la fusta y las espuelas. Sus métodos habían sido desarrollados sobre todo en Austria, donde él había sido cadete y luego oficial en el ejército de Su Majestad por una cuestión de honor y ahora estaba destinado en el 15º regimiento de húsares, y al igual que ellos también viajaba rumbo al mar negro.
-Lo vi en persona una vez -comentó el sargento mientras daba de comer un poco de cebada a su corcel, Absulá. La flotilla se había hecho a la mar sin suficientes reservas de forraje para los caballos, como con casi todo lo demás, razón por la cual los animales debían pasar hambre además de sufrir otros tormentos-. Se acabó por ahora -le dijo al caballo cuando le lamió la mano con desesperación en busca de más alimento. Él le acarició el hocico-. No habrá más hasta mañana.
-¿Es el mejor jinete que habéis visto? -quiso saber Sinclair-. Me han dicho que nadie le llega ni a la suela del zapato.
El veterano esbozó una sonrisa.
-Resulta difícil saberlo. Estaba realizando un simple reconocimiento del terreno con los ayudantes de campo de lord Raglan. -Sinclair se sintió como un chiquillo, como le ocurría a menudo en compañía de Hatch-. No obstante, sí, se comportaba de una forma muy natural con el caballo, y apenas movía los pies ni las manos. El animal parecía saber qué quería su jinete de él.
Abdulá estiró el cuello y empujó el hombro de su jinete con cierta fuerza. Éste se alejó un poco.
-Quizá convendría subir a cubierta -sugirió. La invitación era poco frecuente-. Este pobre va a intentar comerse mis charreteras si seguimos aquí abajo.
Lo dijo en tono de broma, pero ambos sabían que no lo era.
Debieron pasar por encima de varios soldados indispuestos mientras se dirigían a cubierta, pues la enfermería estaba hasta los topes desde hacía mucho tiempo. Se abrían paso con dificultad cuando se escuchó el sonoro plaf. Habían tirado por la borda otro cadáver envuelto en una lona. Unos cuantos músicos de la banda militar habían interpretado la Marcha fúnebre de Saúl, de Händel, cuando se produjeron las primeras bajas, pero los oficiales restringieron ese hábito conforme las muertes fueron en aumento y los entierros marinos se convirtieron en algo cotidiano. Sinclair había escuchado cómo el capitán del barco admitía ante uno de los oficiales:
-La moral ya está por los suelos, y voy a enloquecer si vuelvo a oír ese maldito oratorio. El sargento y el teniente hallaron unos pocos metros libres de cubierta donde pudieron sentarse con la espalda apoyada contra el mástil. Hatch llenó la cazoleta de la pipa de un tabaco de aroma dulce al cual se había aficionado en la India. Winslow acertó a pasar dando un paseo y miró de forma extraña a Sinclair, y éste le devolvió la mirada de igual modo.
El suboficial notó el intercambio de miradas.
-No se hace usted ningún favor teniendo trato con los de mi clase, teniente -observó el sargento mientras encendía el tabaco.
-Yo converso con quien me place.
-No les gusta que se lo recuerden.
-¿El qué...?
-Que no han derramado su sangre como yo en la batalla de Chillianwallah.
Dio una calada y el extraño aroma a hierba flotó en el aire. Incluso Sinclair sabía que el sargento Hatch había tomado parte en esa contienda, uno de los peores desastres de la caballería británica. Los posteriores informes sobre el escándalo evidenciaron que una brigada de caballería ligera había avanzado contra el poderoso ejército sij hasta llegar a los pies del Hilamaya sin haber tomado la precaución de enviar exploradores por delante para reconocer el terreno. De pronto, se encontraron frente a una nutrida formación enemiga. Los escuadrones del centro de la vanguardia rehusaron avanzar o recibieron órdenes de retroceder, nunca se esclareció ese punto, y volvieron grupas, sólo para chocar con las líneas siguientes. Los sij eran famosos por no dar cuartel y se lanzaron a la carga con los kirpans en alto en cuanto vieron el caos. Dos regimientos británicos y sus homólogos bengalíes dieron media vuelta y se fugaron, sacrificando así cientos de vidas y las insignias de tres regimientos. El recuerdo de la debacle todavía escocía a pesar de los cinco años transcurridos.
-Por esa razón llevo esto debajo de la camisa -dijo Hatch, alzando una cadena de la cual colgaba una dorada chapa militar con una inscripción que rezaba ‹Campaña de Punjab, 1848-49›. Volvió a esconderlo de las miradas-. Todos cuantos sobrevivimos a ese día buscamos la oportunidad de redimirnos.
El viento llevó hasta ellos el grito proferido por el vigía desde el nido del cuervo. Varios oficiales del barco lo oyeron y lo repitieron. Sinclair y Hatch se pusieron de pie enseguida y acudieron a la barandilla de estribor. Los hombres en condiciones de andar se abrieron paso a codazos hasta disponer de un sitio en cubierta, cuando se disipó el velo de la bruma, revelando la sinuosa costa de Crimea y una flotilla de navíos británicos anclados. El Henry Wilson se deslizó hacia las tranquilas aguas después de que la tripulación recogiera las velas de los juanetes y sobrejuanetes. Sinclair escuchó a lo lejos algún toque de corneta y atisbó el destello de las armas sobre la playa. Se le aceleró el pulso al comprender que el desembarco ya había comenzado. A juzgar por lo que podía discernir viendo los acantilados, Crimea era una tierra de vastas estepas, una planicie ondulada carente de árboles y arbustos, en suma, ideal para los movimientos de caballería. Le entraron ganas de subir a Áyax y llevarle hasta esas tierras, para que pudiera pastar en ellas y correr por esas colinas de apariencia bucólica.
La embarcación echó anclas cuando estuvo más cerca de la costa. Sólo entonces se percató Sinclair de la presencia de ciertos objetos flotantes que cabeceaban al ritmo de olas. Creyó en un primer momento que era alguna manifestación de vida acuática. El rítmico subibaja de esas formas recordaba al de las boyas. ¿Qué podría ser aquello? ¿Delfines tal vez? ¿podría haber focas en esas latitudes? Dejó de preguntárselo cuando una de las siluetas fue arrastrada hasta la proa del Henry Wilson y pasó junto al barco; entonces, pudo verlo: los remolinos del agua lo zarandeaban y se golpeó varias veces contra el casco de madera, pero luego giraba sobre sí mismo y se alejaba. De pronto, comprendió que eran la cabeza y los hombros de un soldado inglés aún vestido con la casaca roja. La cabeza inerte se ladeaba de un hombro a otro y tenía descarnadas las mejillas, pero los ojos vidriosos todavía mantenían fija la mirada. Enseguida se marchó, desapareciendo tras la popa, rumbo a alta mar.
Pero había muchas otras más, flotando como horrísonas manzanas rojas en un barril.
Un marino acodado cerca de Sinclair en la barandilla se santiguó.
-Han muerto de cólera -musitó-. Es demasiado peligroso enterrar o quemar los cuerpos.
El teniente Copley se volvió hacia el sargento Hatch, que mordía con fuerza la boquilla de la pipa.
-Pe-pero... ¿y esto? -quiso saber el joven.
Hatch retiró la pipa de los labios antes de contestar:
-Lastran los cuerpos con piedras antes de tirarlos al mar... Pretenden que se queden en el fondo, pero a veces los pesos son insuficientes.
-Y los cadáveres se hinchan -concluyó el marinero con voz grave-. Algunos suben a echar una última miradita por aquí.
Sinclair buscó con los ojos la bulliciosa actividad del puerto: barcos y transportes descargaban sus mercancías y las tropas subían a bordo de botes blancos para llegar hasta la orilla, donde la brisa marina hacía ondear las banderas y las bayonetas centelleaban al sol. Luego, volvió a mirar hacia abajo, al mar, donde los restos flotantes se balanceaban siguiendo la cadencia impuesta por las olas coronadas de espuma blanca.
-¿Cómo se llama este lugar? -inquirió, seguro de que no iba a olvidarlo jamás.
El marino soltó una risilla amarga entre dientes y se llevó un dedo a la ceja en señal de respeto antes de marcharse.
-Kalamita... Bahía Calamidad, así se llama.
CAPÍTULO VEINTIUNO
11 de diciembre, 13:00 horas
A VECES, MUCHOS CREÍAN que Betty Snodgrass y Tina Gustafson eran hermanas. Ambas eran ‹mujeres de huesos grandes›, como solían decir entre ellas a modo de broma, de cabellos rubios y rostros francos. Se habían conocido en la renombrada facultad de Glaciología y Ciencias Árticas de la Universidad de Idaho, que era la primera opción, aunque no la última, para convertirse en las reinas del hielo. La Glaciología estaba considerada como la más dura, rigurosa y severa de todas las ciencias y era la especialidad en que ambas estaban interesadas sin ningún género de dudas. Ellas no querían nada flojucho, blando o femenino. Deseaban algo que requiriese aguante y agallas. No era posible pasar mucho tiempo tostándose al sol en las blancas playas de Cozumel si querían convertirse en buenas glaciólogas, y no lo pasaron.
Pero habían logrado plenamente su deseo.
En Point Adélie llevaban una vida espartana al aire libre, realizando perforaciones a fin de conseguir muestras que luego conservaban en un congelador subterráneo a una temperatura constante de siete grados bajo cero, y si necesitaban usar hielo menos apelmazado, lo depositaban en el almacén de muestras antes de analizar las muestras de isótopos y gases, gracias a las cuales era posible detectar las eventuales alteraciones producidas en la atmósfera terrestre con el discurrir de los siglos. Y con el tiempo habían llegado a convertirse en unas consumadas tallistas del hielo, de modo que les complacía pensar que eran las mejores en eso. Betty solía bromear con Tina diciéndole que si todo se torcía y no podían trabajar como glaciólogas, siemrpe podrían ganarse la vida haciendo esculturas de hielo para bodas y las ceremonias judías del bar mitzvá.
El descubrimiento de Michael exigía un trabajo que parecía estar hecho a medida de las glaciólogas. El enorme sillar de hielo arrancado del glaciar permanecía erguido en medio de los cilindros helados alineados al fondo y del cajón de madera -marcado con una etiqueta donde estaba escrita la palabra ‹plasma›- utilizado para dar cobijo a Ollie, el polluelo de págalo. Alrededor de aquella suerte de aprisco se alzaba una valla de casi dos metros de altura; estaba hecha de chapas metálicas y hacía las veces de cortavientos, sólo que aquel redil no tenía tejado ni suelo, salvo el cielo gris en lo alto y el piso de la helada tundra debajo.
Betty y Tina se habían puesto batas blancas sobre la indumentaria de trabajo por la fuerza de la costumbre -los núcleos se contaminaban con facilidad-, a pesar de ser una precaución innecesaria con esa muestra: no iban a poder efectuar una datación tras lo mucho que se había comprometido el resultado al cortarlo con las sierras e izarlo hasta la cabaña de inmersión, a lo cual debía añadirse luego el transporte en el trineo. De todos modos, la mejor evidencia de la fecha se obtendría gracias a los cuerpos atrapados dentro del témpano. Betty era capaz de ver la forma y el estilo de vestir de la mujer incluso a pesar de que todavía era preciso arrancar bastantes centímetros de hielo. El aspecto de la joven le recordaba vagamente a la serie de televisión Masterpiece Theatre, donde se representaban muchas biografías y adaptaciones de textos clásicos. Solía verlo a menudo cuando era niña. Le pareció incluso detectar el brillo apagado de un broche de marfil sobre el pecho de la dama.
Procuraba no mirarla a los ojos mientras usaba la perforadora, la sierra o el pico. No se sentía cómoda.
Tina trabajaba en la parte posterior del bloque con las mismas herramientas que ella. Como de costumbre, hablaban de cualquier otra cosa, sobre todo de los cambios recientes en la cúpula de la NSF. Tina se detuvo y anunció:
-Tenían razón.
-¿Respecto a qué? -preguntó Betty tras arrancar otra capa de hielo.
-Hay otra persona atrapada en el hielo. Ahora puedo verla.
Betty dio la vuelta por detrás y también ella pudo apreciar la presencia de otro sujeto. La cabeza del hombre estaba pegada a la espalda de la mujer y tenía el cuello sujeto con la misma cadena que sujetaba a la chica. Lucía un bigotito y parecía llevar algún tipo de uniforme. Tina y Betty se miraron, y luego ésta sugirió:
-Tal vez deberíamos echar el freno.
-Esto podría ser más grande de lo que podemos manejar aquí abajo. Tal vez sea el tipo de hallazgos que debemos enviar a los laboratorios de la NSF en Washington, D.C. o incluso a la Universidad de Idaho.
-¿Qué...? ¿Y perdernos la oportunidad de pasar a la historia...?
Wilde venía cargado con el equipo (cámaras, trípode y un par de focos), razón por la cual no tenía una mano libre para abrir el panel metálico que cumplía la función de puerta de entrada al almacén de muestras y se limitó a llamar con la punta del pie. Escuchó a las glaciólogas hablar detrás de la entrada, una de ellas acababa de decir algo sobre historia. Cuando Betty retiró la plancha, el periodista se disculpó:
-Perdonad que no os haya avisado antes de venir.
-Está bien. Nos encanta la compañía.
-La de los vivos -le corrigió Tina con tono admonitorio.
Pero Michael estaba tan concentrado en su tarea que no se percató de la indirecta. En vez de eso, depositó varios objetos en el suelo y de inmediato se encaminó hacia el cajón de la esquina. Se arrodilló y miró dentro. Ollie estaba tan acostumbrado a la presencia del periodista que se levantó nada ma´s verle y caminó balanceándose hacia él. Michael rebuscó entre sus ropas y sacó unas tiras de beicon que acaba de tomar en el comedor y le tendió una. El págalo ladeó su suave cabeza gris -cada días se parecía más a una gaviota- y estudió la tira unos instantes para luego tomarla de un rápido picotazo.
-Eh, casi te llevas mi dedo.
Michael colocó el resto de la comida en el borde de la caja y fue a incorporarse, pero se quedó a mitad del movimiento cuando vio las miradas de aprensión de Betty y Tina:
-No me pongáis esos caretos... Los págalos comen de todo.
-No es eso -repuso Betty.
Entonces, siguió la dirección de la mirada de Tina hacia el témpano.
-¡Guau, yo tenía razón!
Había un hombre enterrado en el hielo. Si ella era la Bella Durmiente, entonces, ¿quién era él? ¿El auténtico Príncipe Azul? Michael tuvo la impresión de que había sido soldado a juzgar por el galón dorado que parecía entreverse a la altura del pecho.
Y también experimentó un sentimiento de lo más extraño, un sentimiento de alivio al saber que ella no había estado sola todo ese tiempo.
-No cortéis más -les pidió-. Necesito hacer una fotografía de este estado del proceso.
Montó unos focos enseguida y los situó alrededor del monolito. Era un día extremadamente frío y gris, y la luz artificial convirtió el sillar helado en un deslumbrante faro.
-Precisamente Betty y yo estábamos hablando... -se aventuró Tina-. Pensábamos que algo tan extraordinario tal vez debería conservarse intacto.
Michael estaba demasiado abstraído en el juego de luces como para responder a esas palabras. ¿De qué forma podría obtenerse la imagen de lo que descansaba dentro del témpano? El juego de luces y sombras, por no mencionar los reflejos del hielo, podían ser la muerte de una instantánea, pero bueno, eso formaba parte del desafío a su capacidad como fotógrafo. Se subió las gafas de sol hasta el gorro de lana para hacer una lectura precisa de la luz incidente.
-¿No deberíamos ir un poco más despacio y sopesar todo esto con mayor detenimiento?
-¿Qué hay que considerar? -preguntó el reportero.
-El proceso de extracción de esos cuerpos... Tal vez sean precisos medios de envergadura inexistentes en nuestros laboratorios. Me estoy refiriendo a rayos X o a una resonancia magnética.
-Darryl está convencido de tener todo el equipo y los recursos necesarios -contestó Michael, aunque se tomó un tiempo antes de responder. ¿Y si se estaba precipitando con eso? ¿Y si se infligía un daño que impedía demostrar la autenticidad de un descubrimiento casi milagroso?
-La cuestión no es sacarlos de ahí de una pieza -agregó Tina-. Eso es muy fácil. Lo complicado es conservarlos después.
¿Y si Darryl no sabía lo que se traía entre manos? ¿Y si la Antártida no era básicamente un enorme y gran frigorífico? ¿Qué ocurriría si no podían mantener los cuerpos a temperatura lo bastante baja como para evitar el deterioro posterior a la extracción?
Fueran cuales fuesen las respuestas a esas preguntas, en ese momento debía hacer su trabajo. El hallazgo no era sólo un bombazo para Eco-Travel Magazine, sino que el National Magazine Asward se ganaba con esa clase de reportajes. Debía prestar atención y no meter la pata. Antes de dejarlo correr, Joe Gillespie, su editor, se había lamentado de que hubiera vuelto de su tragedia en la cordillera de las Cascadas sin ninguna fotografía. A veces, Michael sospechaba que lo único que le interesaba a Gillespie era la primicia.
En cuanto hubo elegido el equipo y las cámaras adecuadas Michael tomó unas fotografías del contenido del témpano: primero del hombre, cuyo semblante seguía oculto en su mayor parte, y después de la dama. Era un trabajo peliagudo captar las características del hielo sin que los reflejos y la refracción perjudicasen la instantánea, pero a él le gustaba esa clase de retos. El material de calidad siempre era el más difícil de obtener. Tomó un par de docenas de fotos a las dos glaciólogas cuando volvieron al trabajo a instancias suyas y un par a Ollie cuando hizo acto de presencia para comprobar si las láminas de hielo desprendidas eran o no comestibles.
El viento soplaba con bríos renovados y la verja de metal se estremecía con virulencia a pesar de estar firmemente sujeta al suelo, produciendo un estrépito tal que resultaba difícil hacerse oír y Michael debía hablar a gritos con Tina y Betty para indicarles que se movieran a derecha o a izquierda, buscando la luz o la sombra. No tardó en percibir la incomodidad de ambas. Supuso que las reinas del hielo eran de ese tipo de personas poco aficionadas a ser fotografiadas y no les hacía gracia alguna ser objeto de publicidad.
-Sólo una más con el taladro de mano unos centímetros más arriba -le imploró a Betty, pues la actual posición del aparato ensombrecía el semblante de la Bella Durmiente.
Ella le complació y cambió la mano de posición mientras Michael se apresuraba a recolocar un foco de luz, desplazado por una racha de viento. La iluminación caía de pleno sobre el hielo y él se acercó todavía más a fin de que la instantánea recogiera la mayor cantidad posible de detalles y matices. Nunca se había visto con tanta nitidez el rostro de la joven, ya fuera cosa de los voltios de luz adicionales o fruto del trabajo realizado por Betty a lo largo de la mañana.
La Bella Durmiente tenía la misma expresión que recordaba haber visto durante la segunda inmersión. Le maravillaba pensar que él hubiera creído que podía haber cambiado. ‹Es curioso la de jugarretas que puede gastarte la memoria›, se dijo mientras tomaba otras dos imágenes, pero no le valieron en cuanto se percató de que proyectaba su propia sombra en el plano, por lo que ladeó los hombros y se desplazó unos centímetros hacia un lado, y al encuadrar se dio cuenta de que algo había cambiado. Él tenía muy buen ojo para los detalles, sus profesores de fotografía siempre lo habían dicho, y también los editores, y estaba convencido de que se había operado un cambio en la imagen. Tal vez fuera algo efímero e insignificante, pero existía; volvió a suceder de nuevo cuando se puso en otra posición: las pupilas de la mujer se habían contraído.
Bajó la cámara digital para examinar una tras otra todas las fotografías guardadas en la memoria. Las había tomado desde delante, desde detrás, y desde todos los ángulos. El cambio era ínfimo, pero él seguía convencido de que lo había.
-¡Te encontré! -oyó decir a Darryl por encima del traqueteo metálico de la cerca metálica-. Tienes una llamada de teléfono... Es una tal Karen. Te está esperando.-El biólogo entró y observó el trabajo de Betty y Tina en el bloque de hielo-. ¡Vaya, cuánto habéis avanzado!
Michael asintió y dijo:
-Que todo se quede como está, vuelvo enseguida.
-No creo que debas dejar encendidos los focos -replicó Betty.
La glacióloga estaba en lo cierto. Michael acomodó la cámara dentro del anorak y antes de dirigirse al módulo de la administración apagó los focos. El témpano pasó de ser una columna refulgente a un sombrío monolito.
CAPÍTULO VEINTIDÓS
11 de diciembre, 15:00 horas
-LO SIENTO -SE DISCULPÓ Karen-. ¿He interrumpido algo importante?
-No, no. Siempre estoy deseando tener noticias tuyas, ya lo sabes. -En realidad, tenía el corazón en un puño cada vez que se sentaba en esa sala para contestar al teléfono por satélite-. ¿Qué ocurre?
Wilde empujó la puerta con el pie hasta dejar cerrado el locutorio; luego, se agachó hacia una silla de ordenador sin brazos laterales.
-Pensé que debía informarte de que Kristin va a abandonar el hospital por si vuelves a telefonear allí.
Le subió la moral por unos instantes. ¿Kristin volvía a casa? Era una noticia estupenda, mas el tono de Karen no era alegre, lo cual le llevó a preguntar:
-¿Y adónde va?
-A casa.
Volvió a quedarse perplejo. Eso era una buena señal, ¿o no?
-¿Los doctores creen que ha mejorado lo suficiente como para volver a casa?
-No, en realidad, no, pero papá cree que sí.
Eso le encajaba a la perfección. El señor Nelson no era de los que permitían que ningún profesional le desviase de su camino.
-Papá cree que no están haciendo lo suficiente por ella... Se refiere a la terapia física y todo el rollo ese cognoscitivo... Al final, ha decidido contratar a su propio equipo y llevarlos a casa, donde él pueda controlarlos de cerca.
-¿Quién va a estar al volante?
-A mí no me mires. Es la gran idea de papá, los demás sólo vamos en el coche.
Eso también le cuadraba con la dinámica de la familia. Sólo Kristin se había negado activamente a dejarse llevar, y aunque Michael no dudaba ni por un momento de cuánto amaba a su hija el señor Nelson, también veía que ese camino, definitivo e irrefutable, le permitía recuperar el control sobre ella por completo.
-¿Cuándo va a suceder eso?
-Mañana, pero se han pasado toda la semana efectuando los arreglos: cama de hospital, aparatos de ventilación asistida, turnos de enfermeras...
-De modo que Kristin va a volver a su antiguo dormitorio -comentó Michael, frotándose con gesto ausente el hombros izquierdo-. Tal vez eso sea bueno para ella.
-La verdad es que su habitación está en el piso de arriba. No hace falta que te lo diga, ¿verdad? -repuso ella con una risa seca-. Era demasiado complicado subirlo todo, así que hemos utilizado el cuarto de estar.
-Ah, vale. Eso tiene sentido -contestó él. La estática interrumpió de forma repentina la comunicación y Michael aprovechó para ver qué sacaba en claro de todo eso. ¿Era una buena idea o una medida desesperada? ¿Cómo podían los padres y la hermana supervisar la recuperación de Kristin por muchas enfermeras que hubiera a todas horas?
De todos modos, la recuperación de Kristin era imposible por lo que Michael había entendido de la conversación con los médicos. Sólo Dios sabía cuánto había intentado creer que iba a ponerse bien aquella fría e interminable noche en las Cascadas, y también durante el día siguiente se había obligado a ser optimista y pensar en positivo. Había deseado creer que ella iba a despertar y volver en sí, y que pronto él volvería a llevarla a practicar alpinismo en las montañas.
Al romper el alba del día siguiente al accidente se deslizó fuera del saco de dormir que había compartido con ella durante la noche y se frotó las extremidades a fin de recobrar la sensibilidad. Tenía un moratón púrpura enorme en el muslo donde se había apoyado sobre el mosquetón y el hombro aún le hacía ver las estrellas. Rompió el envoltorio de otra barrita energética y la devoró en un santiamén. Al mirar a lo alto distinguió un avión privado volando por encima de su cabeza. Era difícil ser visto, y se puso a gritar, dar saltos, silbar y mover los brazos casi por puro gusto, pero al final el aparato no ladeó las alas y ni mucho menos dio media vuelta para echar un vistazo. Desapareció por el oeste y sólo se oyeron los silbos de los pájaros y el susurro del viento.
Los chiflidos y los gritos tampoco habían hecho reaccionar a Kristin, por lo que se inclinó junto a ella, le tomó el pulso y comprobó su respiración, débil pero constante. Tenía dos alternativas: o esperaba en esa posición con la confianza de que llegarán otros montañeros, o intentaba bajarla por sus propios medios. Escrudiñó el horizonte, donde se acumulaban las nubes. No subiría nadie a la cumbre si llovía o se levantaba niebla, y la primera posibilidad parecía muy probable. No, iba a tener que valerse por sí mismo con un complejo sistema de cuerdas y poleas improvisadas y chapuceras. Podía bajarla entre diez y quince metros cada vez, luego descolgarse él, rehacer todas las cuerdas y empezar de nuevo. Acabaría encontrándose con algún excursionista si lograba descender lo suficiente, o tal vez incluso, si se acercaba lo bastante al Gran Lago y el viento soplaba a su favor, hacerse oír por los tripulantes de algún bote.
Maquinó un plan mientras reunía todo el equipo que no se había caído pendiente abajo ni se había desperdigado al abrirse la mochila. Había otra cornisa de tamaño no superior a una tabla de planchar a siete u ocho metros por debajo, y juzgó que sería capaz de bajar a Kristin hasta la misma. Debía tener un cuidado extremo con la cabeza y el cuello de la muchacha, lo sabía perfectamente, pero no se le ocurría ningún sistema para estabilizarlos al no tener nada firme con que sujetarlos. Iba a tener que jugársela.
Invirtió casi una hora entera en improvisar una estructura y sujetar en ella el cuerpo desmadejado de la herida, y otra más hasta que consiguió que ambos bajaran a la repisa inferior. Para entonces, Michael estaba empapado en sudor y cubierto de arañazos y cardenales. Se sentó en el borde del saliente y sostuvo la cantimplora en alto para beber mientras apoyaba la otra mano en la pierna de Kristin para sujetarla. Si hubiera dado señal de consciencia, si le hubiera hablado unos segundos...
Unos guijarros removidos durante su descenso se desprendieron de la pared y cayeron sobre su precario nido de águila.
Los nubarrones se acercaron todavía más.
Luego miró hacia abajo, a las copas de los pinos y las aguas del lago, y supo que ese sistema requería demasiado tiempo como para poder funcionar, pero no se atrevía a pasar una segunda noche en la montaña, de modo que decidió ir a por todas. Se desprendió de todo el equipo innecesario e hizo tiras los pantalones de alpinismo y alta montaña y la camiseta, con las cuales ató a Kristin a su espalda; sus brazos pendieron flácidos a los lados. La cabeza de la muchacha, quien todavía llevaba puesto el casco destrozado, descansó sobre el hombro de Michael mientras éste reanudaba la bajada resuelto a llegar al fondo y cruzar con ella el bosque de debajo o a matarse juntos si se caían desde las alturas.
No dejó de hablar en susurros a su amada, a la que le decía cosas como «agárrate fuerte», «acabo de encontrar un punto de apoyo», «no te preocupes, pero creo que el hombro se me está saliendo de su sitio otra vez» o «¿qué te parecería si fuéramos a la Ponderosa a tomar un buen bistec? Invitas tú». Durante el descenso, la cabeza de la joven rodaba de un lado para otro sobre sus hombros, y algunas veces él podía sentir su cálido aliento sobre la nuca, y eso le bastaba: seguía con vida y él debía salir de allí como fuera.
Los negros nubarrones habían encapotado el cielo por completo, pero todavía no había estallado la tormenta. Sólo había una suave calima en suspensión, y estaba tan acalorado por el esfuerzo que la agradecía. Sin embargo, empezaron a caer gotas sueltas.
-Hazme un favor, Señor, por caridad: que no llueva hasta que haya salido de esta maldita montaña.
Y Dios mantuvo su parte del trato. Michael bajó toda la pared hasta llegar al pie del monte Washington y halló refugio entre los pinos antes de que se abriera la caja de los truenos y el velo del cielo se rasgara para soltar un verdadero diluvio. Se detuvo por un tiempo y se arrodilló sobre la tierra húmeda, aspirando el intenso olor a pinaza, dejando que le limpiara la lluvia, cuyas gotas utilizó para quitar la mugre del rostro de la mujer y humedecerle los labios. Los parpados de Kristin se estremecieron cuando le cayeron unas gotas encima, pero no había ningún otro indicio de vida.
Intentó cogerla de nuevo, pero estaba tan exhausto que el cuerpo le temblaba de pura flojera y era incapaz de moverse. No se preocupó. Tomó en brazos a su compañera y se reclinó sobre el tronco de un árbol, donde permaneció mirando el cielo y perdió la noción del tiempo.
Era de noche cuando se estiró de nuevo, tiritando a causa de la mojadura. Había escampado y en el cielo brillaba la luna llena. Volvió a sujetar a Kristin a su espalda y a trompicones se dirigió al parquin del lago, donde había aparcado el jeep. Al salir de entre los árboles encontró a dos jóvenes vestidos con sudaderas cuyo frontal estaba dominado por el logotipo de una fraternidad de la Universidad de Washington, que descargaban una camioneta con la batea trasera descubierta. Apareció allí sucio, calado de la cabeza a los pies y ensangrentado, y mientras se acercaba ellos le miraron poco menos que como si fuera el yeti o un sasquatch, el pies grandes de la leyenda.
-Ayuda, necesitamos ayuda -murmuró.
Luego, según narraron los dos universitarios, se desplomó sin sentido.
Darryl supo que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto en cuanto vio a las dos figuras dentro del témpano. Las glaciólogas habían quitado suficiente hielo o éste había empezado a derretirse por efecto de los focos de Michael, y de hecho, cuando se acuclillaba delante del bloque ya era capaz de distinguir el pomo de la espada del soldado en su costado. La borla dorada del mismo estaba del revés.
-Habéis hecho un magnífico trabajo -repitió, dirigiéndose a Tina y Betty- pero más valdrá llevar esto a mi laboratorio para poder terminarlo.
Michael se había marchado a atender la llamada vía satélite, pero ellas actuaban como si quisieran esperar a oír su veredicto.
-Wilde vendrá dentro de unos minutos. Lo hablamos entonces.
Pero el biólogo era lo bastante listo para olerse que estaban tramando algo. Los científicos desarrollaban un gusto especial por lo extraordinario, ¿por qué iban a ser diferentes las glaciólogas?, y seguro que ellas no querían dejar pasar esa oportunidad. La mayor parte de la ciencia era trabajo rutinario en el laboratorio: experimentos interminables, ensayos a ciegas y un porcentaje de fallos alto. Era natural la reticencia de cualquier científico a soltar algo novedoso, algo salido de ninguna parte, un objeto capaz de garantizarles unas líneas en el mundo exterior.
Él debía trabajar deprisa y con determinación. Salió disparado hacia los cobertizos donde se guardaban las motonieves, los sprytes y los equipos de perforación. Allí reclutó a Franklin y a Lawson, que ya estaban al tanto del hallazgo, y los tres juntos regresaron con una plataforma rodante de las usadas normalmente para transportar los bidones de diesel. Mientras Betty se quejaba de que Darryl iba demasiado deprisa y Tina se ponía un tanto neura con el rollo de la conservación de los especímenes, sus dos reclutas volvieron a cubrir con una lona el sillar de hielo, ahora de tamaño sensiblemente menor, antes de ladearlo para subirlo a la plataforma. Doblaron la esquina con el fardo y lo empujaron rampa arriba, navegando en dirección a un puerto seguro: el laboratorio de biología marina.
-¿Y dónde la ponemos ahora? -preguntó Franklin, mirando en derredor.
Abarrotaban el lugar tubos de oxígeno siseantes, instrumental traqueteante y tanques repletos de extrañas criaturas bañadas por una luz azulada.
-Lo quiero aquí -indicó Hirsch mientras caminaba hasta el gran acuario.
Mucho antes ya había quitado los separadores, había retirado el agua sucia antes de limpiar el tanque de arriba abajo con un raspador y luego había vuelto a llenarlo con agua marina nueva. Había sacado el pez inquilino del acuario hasta un agujero practicado en el hielo donde lo había soltado. Lo sentía si todavía formaba parte del experimento de alguien, pero debería haberlo etiquetado. El biólogo pudo distinguir a través de la banquisa cómo se escabullía y también la veloz aproximación de una figura más oscura. Debía de ser una foca leopardo, sin duda, que de pronto había localizado su almuerzo. La vida en la Antártida era un negocio precario.
Franklin movió la plataforma rodante hasta el borde del tanque mientras Bill Lawson, cuyo aspecto recordaba al de un pirata a punto de apoderarse del botín con ese pañuelo suyo de marca anudado a la cabeza, se metía dentro del agua.
-Si se mete, va a desplazar más agua de la cuenta y vamos a mojarle el suelo, ¿lo sabe, verdad? -inquirió Franklin.
-Para eso hemos puesto sumideros. Adelante.
Lawson extendió los brazos desde dentro del tanque y Darryl ayudó a Franklin a ladear el sillar de hielo, y así, poco a poco, fueron pasándolo por encima del borde. Bill se echó hacia atrás en medio de una salpicadura de agua y, haciendo bueno el vaticinio de Franklin, desbordó el tanque: una ola de templada agua marina inundó el suelo y les mojó las botas.
El hielo flotó en cuanto le quitaron de encima la lona y las dos figuras yacieron espalda contra espalda enseguida, pues el témpano no tardó en estabilizarse. Las ondas del agua del estanque se disiparon y el sillar helado quedó quieto.
Su trofeo, suyo al fin.
-No me gustaría ni un pelo quedarme aquí a solas con eso -concluyó Franklin tras dedicarle una larga mirada.
El empapado Lawson parecía ser de esa misma opinión, a juzgar por la expresión del rostro mientras salía del tanque.
El biólogo no estaba preocupado en lo más mínimo. Si eran correctos sus cálculos, basados en el espesor del hielo y el gradiente de temperatura del acuario, y él no solía cometer errores en ese tipo de cosas, los cuerpos flotarían completamente libres en cuestión de unos pocos días. Los cadáveres seguirían fríos, pero intactos y bien conservados.
Cerró el laboratorio a cal y canto en cuanto se hubieron marchado Franklin y Lawson. No había mucho que él pudiera hacer dentro. Urgía más salir fuera y revisar algunas de las redes y trampas a ver si había pescado nuevos ejemplares de peces anticongelantes, pues así era como la práctica totalidad de los biólogos marinos se refería a los peces capaces de segregar anticongelante para protegerse del frío. Nunca se sabía cuándo y cómo podía necesitar nuevos ejemplares disponibles.
Apagó los fluorescentes del techo antes de salir, pero las luces del tanque y del acuario siguieron alumbrando con su luminosidad púrpura el laboratorio de acero y hormigón, salvo los rincones más lejanos y recónditos. Se puso el abrigo, los guantes y el gorro. «Jesús, después de todo, menudo fastidio está resultando esto de vestirse y desvestirse todo el día», pensó para sus adentros. Un soplo de viento helado se coló por la puerta nada más abrir la entrada. La cerró de golpe al salir y bajó pisando fuerte la rampa helada antes de alejarse camino a la orilla.
En el laboratorio, los diversos moradores de los tanques, alineados junto a las paredes de cristal y bajíos artificiales, reanudaron su silenciosa rutina de reclusión: las arañas de mar se erguían sobre sus alargadas y finas patas traseras y usaban las demás para tantear el vidrio; los gusanos cruzaban las aguas, enrollándose y desenrollándose como cintas de blanco marfil; las estrellas de mar se estiraban cuan largas eran, pegándose a las paredes vítreas de su presidio; y los dracos nacarados de enorme boca nadaban en círculos cerrados. Los racores borbotaban y los calefactores zumbaban mientras fuera del módulo aullaban los vientos.
Entretanto, de forma imperceptible, de derretía poco a poco el témpano sumergido en el acuario, donde circulaba una corriente de agua fría que iba erosionando el grosor del hielo centenario. De vez en cuando se oía algún chasquido, como si el agua del mar hubiera encontrado una fisura por donde colarse y enquistarse en el hielo, sobre cuya superficie aparecían estriaciones apenas perceptibles, similares a rayas en el cristal de un espejo.
En el acuario surgían burbujas que se reventaban al salir a la superficie. Unas tuberías negras de plástico se encargaban de la renovación del tanque: por un lado entraba agua marina y por el otro salía la misma cantidad, aunque más fría a consecuencia del deshiele del témpano. Eso permitía mantener estable la temperatura a cuatro grados bajo cero. En un par de días, la capa de hielo se volvería tan fina que podría verse con total claridad a través de la misma, tanto que dejaría pasar el tenue fulgor púrpura del laboratorio, tanto que se agrietaría y desmenuzaría.
Y entonces, aunque a regañadientes, el témpano se vería forzado a liberar a sus prisioneros.
CAPÍTULO VEINTITRÉS
13 de diciembre, 12:10 horas
LOS VIAJES EN TRINEO eran mucho más cómodos de lo que Michael había imaginado. El armazón de fibra de vidrio reforzado con polímeros era muy resistente. La sensación se parecía mucho a navegar en kayak, pero aquí viajaba a escasos centímetros del fondo, acunado en la cesta, como si fuera una hamaca. Apenas se notaba cuando los canes corrían sobre una zona de baches o daban algún tumbo. Todo quedaba amortiguado por la gran cantidad de ropa que llevaba puesta. La nieve y el hielo pasaban zumbando a ambos lados cuando Danzing se erguía en la cesta detrás de Michael y animaba a grito pelado a los huskies, los últimos canes de toda la Antártida, como le había explicado Murphy en la base.
-Los perros están abolidos -le había explicado Murphy-. Éste es el último equipo operativo, y la única forma en que nos han permitido auspiciarlo ha sido afirmando que forman parte de un estudio a largo plazo. -El administrativo puso los ojos en blanco-. No se puede hacer idea del papeleo que ha sido necesario rellenar; pero Danzing no iba a dejarlos ir. Son los últimos perros del Polo Sur y Danzing, el último musher, el último conductor a la vieja usanza.
Michael era capaz de ver incluso desde su posición poco ventajosa la perfección con que el grupo tiraba del arnés y seguía a Kodiak, el perro guía. Le sorprendían la velocidad y la fuerza empleadas. A veces, el subibaja de los perros en plena carrera parecía a sus ojos una mancha borrosa de sus pelajes grises y blancos; otras, su esfuerzo recordaba el movimiento de ascenso y descenso de los caballitos pintarrajeados de un tiovivo.
Los canes sabían perfectamente adónde se dirigían incluso sin necesidad de las indicaciones ocasionales del musher: «yi» para indicar a la izquierda y «ja» a la derecha. El trineo se dirigía a la antigua estación ballenera noruega, situada a cinco kilómetros costa abajo. Danzing realizaba ese trayecto de forma habitual para ejercitar a los perros y le había sugerido que tal vez le apeteciera acompañarle a fotografiar el reducto abandonado «mientras se derrite la Bella Durmiente». Había visitado el laboratorio de biología a primera hora de la mañana, pero no había nada que fotografiar todavía, y Darryl le había asegurado que transcurrirían uno o dos días antes de que acaeciera algún cambio sustancial.
-Más vale lento pero seguro -había dicho el biólogo sobre la velocidad requerida por el proceso.
Michael se mostró de acuerdo, pero al cabo de poco rato, mientras contemplaba cómo se deshelaba el témpano, descubrió que eso era tan poco divertido como ver crecer la hierba.
Una espesa bruma cubría todo la última vez que intentó realizar el viaje a Stromviken, y le impidió tomar fotografía alguna. Hoy, por el contrario, el día era frío, cinco grados bajo cero, pero muy claro, y la luz constante y persistente confería al aire una inhabitual cualidad cristalina: cosas lejanas parecían estar mucho más cerca y las cercanas parecían verse bajo el cristal de una lupa. La atmósfera y la luz antárticas le permitían tomar fotografías nítidas, limpias y con una exposición adecuada. Suponían un reto muy superior al habitual.
El periodista permanecía con los brazos cruzados sobre el pecho con la cámara bien protegida debajo del chaquetón.
-¿Qué le parece? ¿Le gusta? -gritó Danzing, inclinándose hacia él hasta rozar la capucha de Michael con el collar de dientes de morsa.
-¡Seguro que este trineo es capaz de ganar a un autobús!
El musher le palmeó el hombro un par de veces y luego se echó hacia atrás. Le encantaba lucirse con sus perros, y todo le parecía poco en lo tocante a ellos. Ahora bien, si el deslizador iba a aventajar a un autobús no sería en visibilidad: Michael apenas podía mirar al frente, por lo cual la primera imagen que tuvo de la vieja estación ballenera fue el casco roñoso de un vapor noruego varado sobre la costa rocosa. Junto a él estaban los restos de un muelle desmoronado hacía mucho tiempo por efecto del flujo y reflujo de la banquisa.
El arpón ballenero, un invento noruego, apuntaba a tierra más que al mar. En el pasado había disparado proyectiles punzantes de casi dos metros y en los últimos años los habían cargado con explosivos. Si el arponero era diestro, alcanzaba al cetáceo a la fuga en el dorso, entre las escápulas, y detonaba el arpón explosivo cuando se sumergía para huir, desgarrándole el corazón y los pulmones. Y eso sólo ocurría cuando el animal tenía suerte.
La batalla podía prolongarse durante horas si el artillero no andaba fino o el disparo no era letal, y durante esa pugna el cetáceo recibía más arponazos, sufría heridas y sangraba por ellas y los aventadores, los orificios de respiración. Los balleneros utilizaban un gran cabestrante para tirar del animal y arrastrarlo más y más hasta debilitarlo y al final lo acercaban al barco y lo acuchillaban a voluntad hasta matarlo. Empezaron primero por las yubartas o ballenas jorobadas; luego, fueron a por la franca austral; y por último, comenzaron a desaparecer incluso las más difícil de capturar: las rorcuales.
Esa estación ballenera en particular recibió el nombre de Stromviken y había operado de forma intermitente desde la última década del siglo XIX hasta su cierre definitivo en 1958. Al marcharse, los noruegos lo abandonaron todo: desde una locomotora a la leña. El transporte de los equipos de suministro hasta el Polo Sur había sido realmente caro, sí, pero también resultaba antieconómico llevárselos de nuevo. Ahora bien, Noruega ni siquiera había dejado de cazar ballenas y, al igual que Japón e Islandia, hacía uso de sus prerrogativas tradicionales para seguir capturando cetáceos. Cuando el hecho se mencionó de pasada una noche en el comedor, Charlotte tiró el tenedor con disgusto.
-Se acabó... Si tengo algo noruego, voy a deshacerme de ello -prometió. Darryl le había preguntado qué suponía eso exactamente, a lo cual la doctora, tras unos momentos de reflexión, le había contestado-: Voy a tener que tirar este jersey con el dibujo de un reno.
-Espera, espera, no tan deprisa -terció Michael, tirando de la etiqueta y rompiendo a reír-. ¿Lo ves? Está hecho en China.
Charlotte había suspirado con verdadero alivio.
-No veas lo que abriga.
Cuando los perros culminaron el ascenso de una pendiente helada Michael disfrutó de la primera imagen clara del campamento ballenero, que era mucho más deprimente que Point Adélie, por difícil que resultase de creer. Amplias rampas conducían desde el espigón donde atracaban los barcos de motores jadeantes con sus capturas colgando del casco, que a veces podían traer hasta veinte cetáceos, hasta una maraña de vías férreas semienterradas; la herrumbre había pintado de rojo y negro la locomotora encargada de conducir a los cetáceos desangrados hasta el lugar de faenado, un patio donde los troceaban con aguzados cuchillos y les arrancaban a tiras la enorme lengua, de cuyos músculos podían obtenerse litros y litros de aceite.
Danzing soltó un bramido y tiró de las riendas en cuanto el vehículo llegó hasta allí; luego, cuando el trineo se hubo detenido, saltó con agilidad de los deslizadores. Ahora que los patines no acuchillaban el hielo reinaba un curioso silencio; la sensación duró hasta que Wilde aguzó el oído y percibió tanto la vibración de las paredes de metal ondulado de los almacenes como la queja de las vigas de los edificios de madera y ladrillo, anteriores en el tiempo a los del metal; ambos sonidos estaban causados por el viento polar.
El conductor le tendió una mano para ayudarle a salir de la cesta del trineo cuando le vio forcejear, y Michael estuvo enseguida pisando el lodo helado de ese patio rodeado de edificios destartalados y oscuro propósito que ocupaban la cima del altozano. La factoría ballenera le recordaba a un pueblo fantasma que había fotografiado una vez en el suroeste y, bien pensado, no era de extrañar.
Sin embargo, en cierto modo, y no sabía exactamente cómo ni por qué, el establecimiento abandonado era mucho peor que aquello. Emanaba una sensación de matadero, antaño la sangre y las vísceras llegaban a los trabajadores hasta las rodillas y cubrían la tundra que ahora pisaban sus pies, y él lo sabía. Los raíles renegridos subían de forma tan empinada como los rieles de una montaña rusa, siguiendo un trayecto en línea recta, hasta alcanzar un edificio en ruinas situado a escasos cientos de metros colina arriba. Ése era el destino de las carretas mecanizadas repletas con las partes cotizadas de la ballena: la planta procesadora. El resto de los huesos y los demás despojos eran arrojados a pozos negros y a la costa, donde nubes de pájaros chillaban gozosos en medio del hedor y se lanzaban en picado sobre los restos aún humeantes.
Hacía demasiado frío para quitarse los guantes más de unos segundos, por lo cual Michael sacó con mucha torpeza el trípode y la bolsa impermeable del equipo. Entretanto, a fin de evitar que los perros arrastraran el vehículo, Danzing clavó un gancho en la nieve, o sea, echó el freno: éste consistía en un tablón de madera unido por un resorte a la cesta del trineo y un grampón o gancho metálico en el otro extremo. Como medida adicional ató el cable de frenado a una carretilla metálica de carga volcada del revés sobre la nieve a la que le faltaban dos ruedas. Kodiak se sentó sobre los cuartos traseros y fijó en él sus marmóreos ojos azules sin perderse ni un detalle de sus movimientos, permaneciendo a la espera.
-Voy a darles de comer ahora -anunció el conductor-. Ésta es su parte favorita del viaje.
Los dos ruederos o perros de rueda, es decir, los situados justo delante del trineo, hicieron cabriolas y se relamieron cuando Danzing extrajo de debajo del pasamanos un saco de arpillera.
-Paso, no tengo hambre -dijo Michael cuando le vio saca varios nudosos tasajos de carne.
-No he dicho que fuera a ofrecerle nada -replicó el musher entre risas.
Eligió un camino junto a los herrumbrosos raíles y anduvo sobre el hielo y la tierra azotada por el viento gélido en medio de un silencio sepulcral, sólo roto por gañidos de los huskies y los graznidos de los págalos, atraídos sin duda por el alboroto de los perros y el olor de los tasajos. Aquél debía de ser el lugar más desolado en que había estado jamás, concluyó Wilde.
El témpano continuó deshelándose en el tanque y empezaron a desprenderse algunos trocitos de hielo mucho antes de lo esperado, daba casi la impresión de que alguien estaba empujando desde dentro.
Un fragmento del tamaño de una pelota de baloncesto y con un contorno aserrado se desprendió al pie del sillar y flotó en el agua, dejando un hueco a través del cual podía verse la puntera de la bota del hombre. La porción desprendida vagó a la deriva hasta ser atraída por la tubería encargada de drenar el agua del tanque y mantenerlo estable, y ahí se quedó alojada, obstruyéndola con obstinación.
El otro caño siguió abasteciendo de agua al tanque, y el nivel de ésta subió poco a poco; conforme esto ocurría, el líquido se iba colando por las fisuras y grietas de la parte superior del sillar helado, por las que se diseminaba como si fueran venas y capilares de un sistema circulatorio imposible de apreciar a simple vista. Cualquiera que hubiera pegado la oreja al hielo habría escuchado un sonido estático cuando aquél se resquebrajaba y se desmenuzaba, pero habría apreciado algo más: el chirrido de unos arañazos, similar al sonido de las uñas rascando sobre el vidrio.
Michael jamás había contemplado una playa similar a la de Stromviken: su arena era un osario gigantesco cubierto de calaveras, espinas dorsales y mandíbulas entreabiertas, todas ellas descoloridas por el sol austral y baqueteadas por un viento demoledor hasta adquirir un color blanco mortecino. Había restos de las ballenas troceadas en Stromviken: otras habían sido descuartizadas en los barcos factoría: habían arrojado los restos al mar y la marea los había empujado hasta la orilla. Una manda de focas elefante tomaba el sol y sesteaba entre los huesos y las rocas sin prestar mucha atención al hombre de la parka abultada y anteojos verdes que la enfocaba con una cámara, exactamente igual que habían hecho con todos los hombres que habían acudido hasta allí en años precedentes, que se habían ido después de matarlas de forma tan indiscriminada como las ballenas.
Sin embargo, los pinnípedos con su nariz en forma de trompa y sus ojos castaños inyectados en sangre habían resultado bastante más fáciles de cazar y matar que los cetáceos, pues en tierra eran torpes y se movían con suma lentitud. A los cazadores de focas les bastaba con acudir andando y golpearles en la probóscide; cuando los animales echaban hacia atrás las aletas, sorprendidos, les atravesaban el corazón. Aquellos enormes machos podían tardar casi una hora entera en morir desangrados. Los hombres actuaban de forma metódica y tras haberlos rodeado y cazado a todos iban a por las hembras, que seguían allí en defensa de las crías, y finalmente a por éstas también, a las cuales mataban a garrotazos si no eran demasiado pequeñas como para molestarse con ellas. El desuelle era la parte más dura. Se necesitaban cuatro o cinco hombres para despellejar por completo a un macho adulto y separar de la carne la espesa capa de grasa amarillenta que les permitía vivir cómodamente en tierras polares. Una vez hervida ésta, la mayoría de las focas, cazadas hasta su práctico exterminio, producían un par de barriles de aceite.
Los fócidos no suponían amenaza alguna para él, y Wilde lo sabía, pero aun así se aproximó con precaución, pues no deseaba provocar demasiado alboroto. Su única pretensión era reflejar con un par de instantáneas un momento de holganza de esos animales, no alarmarlos, y además las criaturas hedían.
El macho dominante del grupo se distinguía al primer golpe de vista aunque fuera sólo por su enorme tamaño. Estaba mudando de piel y había restos de pelos y pelaje alfombrando el suelo circundante, pero era un tapiz horroroso, y las crías, que eructaban cerca de allí, no ofrecían un espectáculo mucho mejor. El fotógrafo subió hasta un canto rodado, una piedra a la que siglos de castigo por parte del viento marino le había dado forma de chistera, e hizo su primera fotografía a pesar de lo difícil que era mantener el equilibrada la cámara con aquellas ventoleras. Iba a tener que desplegar el trípode para hacerlo bien.
El macho bramó mientras él estaba hurgando en su bolsa y Michael tuvo ocasión de oler un aliento hediondo a pescado muerto.
-Madre del amor hermoso, lo de enjuagarse la boca no va contigo, ¿a que no, chavalote? -masculló mientras fijaba el trípode sobre una zona nivelada de la rocosa playa.
El agua del acuario comenzó a rebosar el borde y gotear sobre el suelo de hormigón, donde formó hilillos que corrieron hacia los sumideros. El laboratorio de biología marina, como todos los módulos, se sostenía sobre bloques de hormigón ligero, por lo cual el agua simplemente corrió por los conductos de metal y cayó sobre la tierra helada de debajo.
En algunas zonas concretas, el grosor del témpano no superaba al de un mazo de cartas y los cautivos del interior ya resultaban visibles, aunque fuera de una manera borrosa. La primera zona en ceder por completo fue la parte inferior del sillar, allí donde se había desprendido el trozo de hielo que había bloqueado la tubería de desagüe. La puntera de la bota de cuero sobresalía ahora brillante como la obsidiana.
El derretimiento continuó y no tardó en aparecer una considerable grieta en el área central. Los cuerpos atrapados dentro parecían ahora como el fallo de un diamante, la imperfección de un cristal gigantesco, y dio la impresión de que el propio témpano rechazaba esos cuerpos cuando la fisura fue a más y empezó a romperse y el hielo de ambas partes de la brecha se desprendió y el agua marina bañó los cuerpos de la joven y el soldado como si se tratara de un bautismo. Ambos quedaron expuestos al aire, bañados por la luz azul lavanda del laboratorio. Yacieron inmóviles uno junto al otro durante unos segundos, meciéndose en el agua.
El hielo y la sal del mar habían corroído durante siglos la cadena desconchada que hasta ese momento los había mantenido unidos por el cuello y los hombros. Se desintegró y los trozos se deslizaron hacia el fondo del tanque.
Sinclair fue el primero en respirar una bocanada de aire y agua, lo cual le provocó un ataque de tos.
Poco después, Eleanor también tosió, y un estremecimiento incontrolable le agitó el cuerpo de la cabeza a los pies.
Empezó a ceder el poco hielo restante que todavía los sujetaba. El militar buscó el fondo del tanque con la bota... y lo encontró.
Se mantuvo en pie tan inseguro como un borracho y rápidamente tomó la mano de Eleanor, quien chorreó agua cuando la sacó de entre los restos del témpano flotante. La joven tenía la mirada perdida y los ojos apagados. La melena castaña se le pegaba a la mejilla y a la frente.
«¿Dónde estamos?», se preguntó él.
Se hallaban en el interior de una especie de cuba llena con agua marina que les llegaba hasta las rodillas, y ésta estaba en un lugar para cuya definición no encontraba palabras. Allí no había nadie más, salvo unas extrañas criaturas nadando en grandes jarras de cristal, unas jarras que emitían un tenue fulgor purpúreo y un sonido siseante.
Miró a Eleanor. Ésta alzó una mano con semejante lentitud que parecía que nunca antes había hecho ese gesto. Los dedos fueron de forma instintiva a por el broche marfileño del pecho.
El teniente Copley chapoteó hacia el borde del tanque y salió del mismo para luego ayudar a la mujer a bajar al suelo. Ambos chorreaban agua.
-¿Qué es este lugar? -preguntó, temblorosa, mientras él la estrechaba entre sus brazos.
Sinclair no lo sabía. Deseaba que fuera el Cielo por el bien de Eleanor, mas por experiencia propia mucho se temía que se tratara del Infierno.
PARTE III
EL NUEVO MUNDO
Gimieron y se removieron, todos se alzaron. No movieron los ojos ni hablaron. Incluso en un sueño habría sido insólito haber visto levantarse a tanto difunto.
La balada del viejo marinero,
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)
CAPÍTULO VEINTICUATRO
13 de diciembre, 16:20 horas
MICHAEL SE HALLABA EN la proa del ballenero varado. Retiró varios dedos de hielo de un salvavidas, desvelando varias letras: un par de ellas eran ilegibles, pero las restantes le permitieron deducir el nombre de la embarcación. El Albatros había sido construido en Oslo. Albatros... Ahora ningún albatros sobrevolaba grácil y sin esfuerzo los cielos, sólo quedaban págalos, petreles y blancas palomas antárticas. Todas esas aves se habían removido tras la llegada del trineo y andaban a la búsqueda de alguna posible dádiva.
Dominaba la playa desde su atalaya de detrás del arpón ballenero. Abajo yacían las focas elefante, que habían hecho una inmejorable contribución al reportaje fotográfico, y en la cima de la colina helada, más allá de los almacenes y las salas de calderas y el patio de despiece, se alzaba la estructura más alta de la estación ballenera: una vieja iglesia de madera con algunas zonas todavía pintadas de blanco y una cruz torcida en lo más alto del campanario. Utilizó el zoom de la cámara para tomar varios planos generales, y le pareció que el edificio merecía echarle un vistazo más adelante.
El reportero ya había explorado el interior de la nave, que en algunas cosas sí demostraba los años de abandono, como las paredes oxidadas, las ventanas rotas y los escalones combados de las escaleras, pero en otras daba la impresión de haber estado ocupada hasta el día anterior: había un cuchillo y un tenedor encima de un plato de hojalata en la larga y estrecha mesa de la cocina; la cama de la litera estaba hecha con sábanas bien dobladas y una manta; los restos de una colilla congelada descansaban sobre la repisa de una ventana en la cabina del timonel. Incluso el arpón ballenero, situado en lo alto de una plataforma metálica, como si fuera una torre de ametralladora, parecía en condiciones de llevar a cabo su letal trabajo si alguien volvía a apuntar con él. Michael hizo la prueba e intentó girarlo, pero la pieza estaba congelada por completo.
-Eh, cuidado adonde apuntas ese chisme -le gritó el conductor de trineos desde la playa. Danzing se hallaba junto a las mandíbulas petrificadas de una ballena azul.
-No está cargada -contestó Wilde.
-Sí, sí, eso dicen siempre. ¿Has terminado aquí?
-Algo así, ¿por qué?
-Necesito volver a la base.
Con la barba revuelta por el viento y el collar de dientes alrededor del cuello, el conductor de trineo salió de entre las fauces del cetáceo como un dios nórdico que hubiera elegido caminar entre los mortales.
-Estoy esperando una llamada de mi mujer -agregó el musher.
¿Qué Danzing tenía una esposa? En cierto modo, le extrañaba que estuviera casado un tipo tan peculiar como él; venía a ser algo ordinario y banal.
-Pero, ¿cuándo la ves? -preguntó Michael a voz en grito mientras recogía el equipo y lo guardaba en una bolsa-. Tenía entendido que vivías aquí.
-No todo el tiempo -contestó el musher.
-¿Y dónde vive ella? -preguntó Michael, quien luego agregó-: Espera, dímelo cuando haya bajado.
-En Miami Beach -contestó Danzing cuando ambos hombres se reunieron en el osario de la playa.
Sin querer, Michael se echó a reír.
-¿Y qué tiene de malo?
-No, no es eso. Es que esperaba otro lugar.
-¿Cuál...? -quiso saber el conductor mientras echaban a andar de vuelta al trineo.
Michael apenas necesitó una milésima de segundo para contestar:
-El Valhala.
Sinclair y Eleanor pasaron los primeros minutos acostumbrándose a la tarea de volver a respirar, y después a moverse, y por último a seguir vivos, pero no tenía la menor idea de dónde podían encontrarse.
Fue ella quien descubrió la fuente de calor de la estancia: una suerte de rejilla resplandeciente situada junto al zócalo. Eleanor se acuclilló con sus ropas empapadas en un intento de descubrir dónde se hallaban las llamas u olisquear el gas o los troncos al quemarse, pero la joven apenas consiguió escuchar un tenue zumbido y no logró detectar olor alguno. Aun así, se acurrucó cerca y entre cuchicheos le pidió a Sinclair que se aproximara.
Los dos hablaban en susurros por puro instinto.
-Es un fuego -dijo ella-, podremos secarnos la ropa.
Él la ayudó a quitarse el mantón empapado y lo plegó en un taburete próximo. Luego, la muchacha se quitó los zapatos y los puso delante del calefactor.
-Por también la tuya a secar antes de que suceda algo... -Se calló. Podía acaecer algo que ella era incapaz de imaginar siquiera, y de hecho no sabía si estaban entre amigos o enemigos, en Turquía o Rusia o, ya puestos, en Tasmania. Es más, incluso ahora, apenas podía creer que siguieran vivos, pero no había tiempo para demorarse en ninguna de estas cuestiones-. Quítate la casaca y las botas -insistió la joven.
Él se desprendió de la prenda y Eleanor la extendió para luego poner las botas de jinete junto a sus zapatos. El militar desanudó la vaina del sable y la dejó junto a las ropas húmedas, aunque al alcance de la mano.
A continuación, se acurrucaron el uno junto al otro y se miraron fijamente a los ojos, y en silencio se preguntaron qué sabía, qué comprendía y, sobre todo, qué recordaba el otro.
Eleanor temía acordarse de demasiado, pues ¿cuánto, cuánto tiempo había permanecido soñando y a la deriva...? Y acordándose de todo.
Una y otra vez.
En ese momento, mientras abarcaba las piernas con los brazos y las apretaba con fuerza a la espera de que se le secaran las ropas, estaba recordando la noche en que permanecía sentada frente a un fuego diferente a ése, con Moira, en la fría habitación de su pensión londinense, hablando del anuncio de la superintendente Nightingale de viajar al frente de batalla de Crimea junto a un grupo de enfermeras voluntarias.
Sinclair se llevó la mano a la boca cuando empezó a toser. Eleanor le acarició la frente con sus dedos todavía rígidos. Fue el hábito, su segunda naturaleza, lo que le llevó a hacerlo, pues había repetido ese gesto muchas veces con los soldados agonizantes que yacían tendidos en los hospitales de campaña instalados en Scutari y Balaclava. Copley alzó los salvajes ojos bordeados de rojo.
-Esto... ¿Tú estás...? ¿Estás bien? -Eligió la palabra ‹bien› a falta de otro término mejor.
-Lo estoy -contestó la interpelada, sin saber muy bien qué otra cosa podía decir. Daba la impresión de estar viva a pesar de su desorientación y de seguir helada hasta el tuétano por muy pegada que permaneciera al calefactor. Y débil, también estaba débil, tenía el apetito normal y percibía también el otro, el innombrable.
Le cruzó por la mente la posibilidad de morir otra vez, y pronto además, y se preguntó si esta vez lo sentiría de un modo diferente.
No podía ser peor.
Sinclair recorrió la habitación con la mirada, y ella le imitó. Una criatura semejante a una araña de gran tamaño intentaba escapar trepando por el cristal de una jarra llena de agua e iluminada por un brillo púrpura. Había tableros grandes como los de una mesa de caballetes encima de los cuales descansaban unas vasijas con forma de escudillas, y delante de un taburete vieron un aparato de metal negro junto a una gran caja blanca, y delante de estos dos objetos vieron una botella de vino. Él se levantó de un brinco.
Tomó la botella, frotó la etiqueta con la manga de su camisa blanca y la examinó con atención.
-¿Es una de...? -preguntó ella.
-No estoy seguro -contestó Sinclair mientras retorció el tapón para descorcharla. La olisqueó y retrocedió.
Y ella intuyó que era una de sus botellas.
Sinclair iba descalzo, por lo cual volvió junto a Eleanor sin hacer ruido y puso la botella entre ellos dos con un ademán similar al de papá pájaro cuando acude al nidal con comida para los polluelos. Esperó a que ella tomara la botella, pero la muchacha no fue capaz. Resultaba demasiado horrible haber despertado del sueño después de tanto tiempo, no, sueño no, de la pesadilla, sólo para verse inmersa en el mismo barrizal donde se había quedado. La botella estaba ante ella como un recuerdo ominoso, un memento mori. Representaba la muerte y al mismo tiempo, siempre que ella estuviera lo bastante desesperada para aceptar, también significaba la vida. ¿Era la misma que él le llevaba a los labios a bordo del Coventry? De ser así, ¿cómo había llegado a parar a ese lugar tan extraño? ¿No les habían encadenado a ellos dos para luego arrojarlos al enfurecido océano? Y después...
Frenó en seco el hilo de sus cavilaciones, lo hizo de forma radical, como unos caballos sofrenados por un brusco tirón de riendas. No podía pensar en ello, no podía permitírselo. Había controlado férreamente su mente durante mucho tiempo y podía seguir haciéndolo. Debía guiar sus pensamientos, controlarlos, reprenderlos incluso en el caso de que llegaran a desmandarse, como si fueran niños desobedientes. Obrar de cualquier otro modo sería abrirle la puerta a la locura.
Y eso si no se había vuelto loca ya.
-Debes hacerlo -le urgió Sinclair mientras le tendía la botella.
-¿Y qué pasa si después de todo este tiempo...? -preguntó Eleanor, insegura.
-¿Qué? ¿Qué ocurre si todo ha cambiado después de todo este tiempo?
-Tal vez sea posible que...
-¿Qué qué? ¿Qué Dios vuelva a estar en los cielos, nos encontramos a salvo en nuestras casas e Inglaterra gobierne los mares?
El fuego de siempre volvía a arder de nuevo en los ojos de Sinclair. Todo el tiempo pasado en el océano, en el hielo, no había mitigado en nada su ardor ni su ira. ‹No pienses en eso ni le permitas entrar›, caviló ella al ver que no se había apagado esa llama malévola prendida en Crimea. Enfrente no estaba el teniente Copley, ése que se había hecho a la mar con su regimiento de lanceros en busca de gloria, sino el que habían hallado entre los muertos cubierto de sangre y barro, agonizante en un campo de batalla a la luz de la luna llena.
-¿Prefieres que la pruebe yo primero? -inquirió.
La luz anaranjada del calefactor le iluminaba el semblante. Sinclair reaccionó ante su silencio: alzó la botella, echó hacia atrás la cabeza y le dio un sorbo. La nuez de Adán subió y bajó varias veces mientras él tragaba; luego volvió a echarse hacia atrás. Farfulló y respiró de forma entrecortada antes de llevarse la botella a los labios, y cuando la retiró, el bigotillo castaño había adquirido el color de una magulladura.
-Toma -dijo él con una sonrisa que mostró los dientes, también manchados-, está perfecta.
-Lo que necesitamos es comida y agua -repuso ella, pero aun así, los ojos se le fueron a la botella-, comida caliente y agua fresca.
-Hablas como si fueras la Nightingale -se mofó Sinclair-. Tendremos que procurarnos esas cosas, pero sabes tan bien como yo que necesitamos más que eso.
La joven sabía en el fondo de su corazón que él se hallaba en lo cierto, o al menos antes había sido así, pero ¿no podía ser posible que se les hubiera levantado la maldición? ¿No era posible que, además de ese extraño milagro que los había liberado de su encadenamiento, se hubiera obrado otro prodigio más? ¿Seguía siendo necesaria esa horrenda sustancia que tenía ante ella?
-No sabemos dónde estamos ni qué nos aguarda ahí fuera -continuó Sinclair en voz baja. Ahora se dirigía a ella con una voz más razonable, pero Eleanor se había acostumbrado a esos bruscos cambios de humor de su compañero. Los había detectado incluso en las cartas que le había escrito-. Me parece que debemos aprovechar nuestras ventajas cuando y como se nos presenten -insistió al tiempo que señalaba a la botella con la mirada.
Eleanor cambió de postura en el suelo a fin de que se le secara otra parte del vestido. Le preocupaba cuánto tiempo iba a pasar antes de ser descubiertos.
-¿No podemos llevárnosla con nosotros, vayamos donde vayamos, y ya está?
-Sí, pero ya nos la quitaron una vez, ¿a que sí? -replicó él. La joven advirtió que él volvía a montar en cólera-. Podrían arrebatárnosla de nuevo.
Él tenía razón, por supuesto, y ella estaba a punto de ceder, pero aun así, su espíritu se resistía a admitirlo.
Sinclair aferró la botella y dio otro trago, ya fuera para reforzar su argumento o porque realmente lo necesitaba. Ella tenía la garganta reseca como una lija y notó cómo se le tensaban los músculos del cuello y se le humedecían las palmas de las manos, que acababan de secarse junto al radiador. Entonces comenzaron a latirle las sienes, como un lejano redoble de tambores.
-Lo menos que puedes hacer después de todo este tiempo es besarme -sugirió él.
El pelo rubio despeinado y greñudo refulgía al intenso resplandor de ese extraño calefactor. Tenía abierto el cuello de la camisa blanca, dejando entrever la garganta, donde había caído una gota roja de la botella. ‹Que el Señor me ayude, me muero de ganas de lamer esa sangre›, pensó mientras sin querer presionaba la parte posterior de los dientes con la lengua.
-Como diría tu amiga Moira -insistió-, ¿no vas a besarme por los viejos tiempos?
-No voy a hacerlo por eso -repuso ella-, pero lo haré... por amor.
La botella quedó entre ellos cuando se inclinaron hacia delante y sus bocas se encontraron; al principio el beso fue un roce casto, pero entonces ella saboreó la sangre pegada a los labios de Sinclair.
Éste llevó la mano hasta la parte posterior de la cabeza de Eleanor y enredó los dedos en su enmarañada melena, y la retuvo allí. Ella le dejó hacer, se dejó sostener y atrapar. Sabía lo que él pretendía y le permitió que se unieran tal y como habían estado hacía mucho tiempo. No había experimentado una sensación similar desde hacía mucho tiempo, por eso le dejó obrar a su placer, porque en verdad hacía mucho tiempo que no había sentido nada, nada en absoluto.
CAPÍTULO VEINTICINCO
13 de diciembre, 18:00 horas
DANZING CEDIÓ A LAS súplicas de Michael y le permitió conducir el deslizador durante el viaje de regreso a la estación. El musher se subió a la cesta del trineo, donde estaba aún más apretado que el reportero, tras haberle dado unas cuantas indicaciones.
-¿Listo?
-Listo -replicó Wilde mientras se colocaba bien las gafas y se ajustaba la capucha de piel en torno al rostro.
-¡Marchen!
Eso era lo que solía decir el conductor, pero con más éxito. Los perros no se movieron, tal vez desacostumbrados a su voz. De hecho, Kodiak se volvió para dirigirle una mirada inquisitiva.
-¡Con más autoridad, como si lo dijeras en serio! -le aleccionó Danzing.
Michael tuvo la sensación de que los canes le estaban poniendo a prueba, por lo cual se aclaró la garganta y gritó:
-¡Marchen! -vociferó al tiempo que halaba con fuerza del tiro principal, la soga que hacía de columna vertebral y a la cual iban unidas las correas de los arneses de cada husky.
El perro guía reaccionó enseguida en la cabecera del tiro y saltó hacia delante; los demás compañeros imitaron su ejemplo y empezaron a tirar mientras el reportero apoyaba las manos en el pasamanos para luego ponerse a empujar.
-¡Monta! -le advirtió Danzing.
Michael afianzó las botas en los patines en el preciso instante en que el trineo tomó impulso y avanzó sobre la nieve y el hielo. El musher se había tomado la molestia de orientar el deslizador, por lo cual el conductor novato no necesitó realizar giro alguno, pero aun así, la tarea era mucho más difícil de lo previsto. La superficie estaba llena de piedras, grietas y baches por muy lisa que pudiera parecer. El trineo se estremecía cada vez que pasaba sobre uno de esos obstáculos y las piernas soportaban cada sacudida. La única actitud posible era mantener el equilibrio sobre los patines.
-Más suelto el cuerpo... -le aconsejó el conductor, volviéndose para hablar hacia atrás.
‹Es más fácil decirlo que hacerlo›.
Aun así, procuró distender los hombros, flexionar algo los brazos y abrir un poco más las piernas.
-Si quieres que corran en línea recta, grita ‹tó recto› -le explicó Danzing. Michael tardó un poco en entender esas palabras a causa de la fuerza con que el viento azotaba su capucha, pero al final las descifró.
‹De acuerdo, es fácil recordar esa orden›.
-Y si quieres aminorar la marcha, tira de las riendas y grita ‹despacio›.
Michael no tenía la menor idea de a qué velocidad iban en esos momentos, pero la sensación de rapidez era increíble. Se sujetó al pasamanos y fue dando botes mientras el paisaje nevado pasaba por ambos lados a una velocidad de vértigo. La experiencia como pasajero había sido muy diferente, pues iba caliente y protegido, y estaba a pocos centímetros del suelo, pero permanecer de pie era harina de otro costal: el viento le alanceaba el semblante y le azotaba las ropas hasta hacerlas flamear con un sonido muy similar al de la bandera sobre el asta en Point Adélie. La experiencia era agotadora y vigorizante al mismo tiempo.
Los perros del tiro levantaban con las patas una nube de nieve que le entumecía los labios y le cubría las gafas como gotas de nieve. Alzó con cuidado una mano enguantada a fin de limpiar los cristales de las mismas y luego volvió a sujetarse al listón.
Cuando se acostumbró a la cadencia del equipo de huskies y al deslizamiento del trineo, que zumbaba sin cesar, empezó a relajarse y fue capaz de mirar más allá de las cabezas lanudas y las colas de los canes. Miró a lo lejos, estaban todavía demasiado distantes para poder ver la base, y en vez de eso, sólo podía contemplar un continente de hielo, nieve y permafrost interminable, mucho mayor que Australia, como bien sabía, pero tan desolado que en el interior semidesértico y árido del continente australiano le parecía superpoblado.
El trayecto del trineo apenas se apartó de la línea costera. Ésta era un hervidero de vida en comparación con el interior, pues las focas no jugueteaban tierra adentro ni tampoco volaban por allí los pájaros; de hecho, no crecía ni el más molesto liquen. A pocos kilómetros de la costa había un desierto desprovisto de vida y más hostil a la misma que en ningún otro lugar del planeta. Los hombres habían encontrado una forma de llegar al Polo Sur. Eran capaces de sobrevolarlo, cartografiarlo, medirlo e incluso de plantar allí una bandera, pero lo cierto era que nunca iban a poder reclamarlo. Nadie podía permanecer allí en realidad, y sólo los chiflados deseaban acudir a semejante destino.
El sol cobrizo austral pendía sobre el cielo vacío como un reloj de bolsillo. Michael ya había consumido la mitad del permiso autorizado por la NSF, pero el tiempo se había convertido para él en algo ininterrumpido y constante, como para casi todos los habitantes de la Antártida.
Los días fluían uno tras otro como el agua de un río y él debía mirar de continuo el reloj para verificar la hora, pues nunca era capaz de determinar si vivía por la mañana o por la tarde. Se había sentido desorientado por completo en más de una ocasión y a veces tenía que separar las cortinas de la litera y salir con paso inseguro hasta encontrarse con alguien en el hall a fin de preguntarle si era de día o de noche.
Una de esas veces se había topado con el Gnomo, el botánico raro a quien era muy difícil ver fuera de su laboratorio, o ‹la floristería›, como la llamaban los reclutas. Entre los dos habían llegado a la conclusión de que era alguna hora de la tarde cuando en realidad eran las tantas de la madrugada, cosa que habían tenido ocasión de comprobar cuando habían ido a las zonas comunes y habían encontrado vacíos los comedores. Fue entonces cuando Michael estudió con más atención al científico y advirtió en él los indicios delatores del Gran Ojo: mirada vidriosa y una expresión ausente y desconcertada.
A partir de ese momento había empezado a controlar sus ciclos de sueño con Lunesta o lorazepam, lo primero que consiguiera sacarle a la doctora Barnes por la noche.
-No recuerdo las palabras exactas, pero había un viejo proverbio que afirmaba que uno no debía preocuparse si alguien le decía que tenía mal aspecto, pero que se acostara si lo comentaba una segunda persona más -le avisó ella.
-¿Qué intentas decirme?
-Que te acuestes, y también que te lo tomes con calma.
Michael era consciente de que había forzado la máquina para fotografiarlo todo, tomar el mayor número posible de notas sobre el viaje y dominar todas las habilidades australes, como la construcción de iglúes o la conducción de trineos, hasta ese momento. Su presencia en la base era temporal: le impedía verlo y controlarlo todo antes de irse con el avión de aprovisionamiento cuya llegada estaba prevista para la Nochevieja, y él lo sabía, pero no quería encontrarse de vuelta en Tacoma preguntándose, por ejemplo, por qué no fotografió el interior de la iglesia noruega, ya había hecho planes para volver allí, o cómo había cerrado en falso la historia de la Bella Durmiente y el Príncipe Azul.
En cuanto llegaran debía echar un vistazo ahora que el témpano se estaba deshelando, a fin de hacer algunas fotos sobre la evolución del proceso. Resultaba un tanto anómalo que hubiera llegado a considerar ese proceso como una metamorfosis: el hielo venía a ser la crisálida de la cual iban a emerger los dos jóvenes amantes, pues él estaba seguro de que eso era lo que debían de haber sido. ¿Por qué, si no, los habían cargado de cadenas antes de lanzarlos al mar? Intentó imaginar un escenario, uno cualquiera, en el cual todo aquello tuviera un mínimo de sentido. ¿Los había apresado un marido celoso y luego los había arrojado al mar? ¿O era obra de una esposa engañada y despreciada? ¿Habían violado algún código de conducta, uno marino, o uno militar, el del ejército al que pertenecía el hombre con el galón dorado? ¿Qué crimen tan espantoso podían haber cometido para merecer semejante condena?
Los perros dieron un rodeo para evitar un sastrugi, una especie de dunas de nieve formadas por el viento, inusualmente alto. Eso le recordó una vez más que los canes se conocían el camino de memoria, mejor que nadie, y sabían que se encaminaban a casa, a su confortable cobertizo con suelo de paja y cuencos llenos de comida. La mayor parte del tiempo debía limitarse a sujetarse al asidero y mantener bien puestos los pies sobre los patines. Danzing no había dicho no pío durante el resto del trayecto y daba la impresión de que se había quedado dormido a juzgar por cómo apoyaba la cabeza sobre el pecho, protegida por una capucha que le ensombrecía el rostro. Michael no tenía muy claro si eso era una muestra de confianza en los perros o en él, pero albergaba la esperanza de ser capaz de realizar todo el camino de vuelta a la base sin tener que despertarle.
Atisbó una minúscula luz roja a su izquierda, bastante lejos, y volvió a verla al cabo de unos minutos. No tardó en comprender que se trataba de la señal luminosa situada en lo alto de la caseta de inmersión. Michael había presenciado cómo sacaban del fondo algunas trampas, algunas de ellas con atónitos y boqueantes peces de ojos blancos y branquias traslúcidas, y también había visto a Darryl echar en cubetas a los que habían sobrevivido al viaje. No dejaba de preguntarse después de verle realizar aquel trabajo cómo podía ser un vegetariano convencido y un activista de los derechos de los animales.
-La clave es la racionalización -le había explicado el biólogo-. Me digo a mí mismo que estudiando a unos pocos puedo salvar a todos los demás. El primer paso para conseguir que el mundo conserve sus recursos naturales es concienciar a la humanidad de que están en peligro. -Tomó un pez muerto por la cola y lo levantó para depositarlo en otro cubo lleno de hielo-. Y si trabajo lo bastante deprisa, puedo tomar una interesante muestra de sangre incluso de éste.
El trineo se dirigió hacia el interior tras pasar por delante de la caseta de inmersión y varios perros empezaron a soltar gañidos de gozosa expectación. Los patines cortaban la nieve mientras el deslizador coronaba la pendiente de una colina baja desde cuya cima Michael pudo divisar la base. Vista desde esa atalaya los módulos, los cobertizos y los almacenes guardaban un gran parecido con los bloques de plástico de Lego con los que tanto había jugado de pequeño, aun cuando los edificios eran de diseño mucho más tosco. No pasaban de ser una colección de construcciones negras y grises con enormes círculos fosforescentes pintados en las techumbres a fin de que la estación pudiera ser localizada con mayor facilidad por los aviones de avituallamiento durante el largo y oscuro invierno austral.
Si ya era difícil vivir allí con la luz continua del estío, Michael no se hacía la idea de cómo podía alguien sobrellevar todo un invierno en el Polo Sur.
Danzing se removió en la cesta y alzó la cabeza.
-¿Ya hemos llegado?
-Casi -contestó el periodista: ya podía ver el asta. El viento soplaba en una dirección determinada con tal fuerza que la bandera americana parecía una tela lisa y planchada-. Pero mira, ahora que te has despertado, aprovecho para preguntarte: ¿Qué les dices a los perros para que dejen de correr?
-Prueba con ‹so›.
-¿Cómo que pruebe...?
-No siempre funciona. Tira con fuerza de las riendas hacia atrás y pisa el freno.
El reportero bajó los ojos hacia la barra de metal con dos pedales que hacía las veces de freno y se dispuso a pisarlo en cuanto el trineo estuviera a cien metros del cobertizo de los perros, pues no se fiaba ni un pelo de que aquello fuera a detenerse de golpe.
Wilde escuchó el runrún de una motonieve procedente de la línea costera y no pudo evitar compararlo con el deslizamiento del trineo, suave y natural. Él no estaba en condiciones de satanizar a la tecnología, pues como fotógrafo su trabajo dependía de los últimos aparatitos disponibles en el mercado. Demonios, jamás habría estado allí de no existir aviones y se habría encontrado con muchas películas rotas, arañadas o dañadas por el frío de no haber existido las cámaras digitales; pero aun así, pese a todo, el motor estridente de la motonieve echaba a perder la quietud perfecta de la mañana del estío austral. Por otra parte, daba la impresión de que iba a llegar a la base justo detrás de él. Volvió la vista atrás atraído por el silbido que provocaba al pasar sobre el hielo. Parecía un gusano negro arrastrándose sobre el tablero de una mesa. Se preguntó si no la pilotaría su amigo el pelirrojo, cargado con especímenes recién pescados.
El cobertizo de los huskies se hallaba en la parte posterior de la base, lejos de los módulos de la administración y de los dormitorios, allí donde los laboratorios se topaban con los cobertizos del equipo y los generadores, los cuales habían ubicado lo más lejos posible de los dormitorios, pero pese a todo, las noches de poco viento Michael era capaz de oír el continuo ronroneo de los mismos.
-Preocúpate cuando no oigas esa bulla -le había contestado Franklin durante el desayuno una mañana en que tuvo la ocurrencia de quejarse contra ese zumbido.
Los canes tomaron el estrecho sendero que discurría por delante del almacén de muestras, del garaje donde se guardaban sprytes, motonieves y demás parque automovilístico, y del laboratorio de biología desde el cual salía un sinuoso callejón; el tiro de perros lo enfiló para dirigirse hacia su propio cobertizo.
-¡So! -aulló Michael, sin lograr una disminución apreciable de la velocidad.
Entonces, pisó con fuerza el freno y enseguida sintió cómo las puntas metálicas del mismo se hundían en el permafrost, ralentizando la velocidad del trineo, pero no lo bastante como para tener una llegada tranquila.
-¡So! -volvió a gritar al tiempo que echaba hacia atrás para reforzar con todo su peso el tirón que dio a las riendas, y no suavizó un poco la intensidad hasta que el arco delantero del patín se levantó varios centímetros, momento en que los perros empezaron a aminorar el paso.
Kodiak notó la presión de la cogotera en el cuerpo y dejó de correr para ponerse al trote. El resto del tiro le imitó de inmediato. Los patines corrieron con sigilo sobre el hielo y la nieve hasta llegar al cobertizo de los canes, una suerte de pajar iluminado por una deslumbrante luz blanca, pero que a juzgar por la reacción de los animales, debía de parecerles el Ritz.
-Buen trabajo, Nanuk -le felicitó Danzing mientras se las arreglaba para incorporarse y salir fuera del cobertizo-. ¡Cómo le pisas...!
Los ladridos de los huskies y el siseo de los patines al acuchillar el hielo hizo que Sinclair pudiera escuchar la llegada del trineo, aunque no se atrevió a abrir la puerta para ver qué había fuera, pues hasta donde él sabía, podría haber apostado un guarda justo a la entrada.
Tampoco había ventanas propiamente dichas, pero encima de la puerta descubrió un estrecho panel de cristal situado cerca del falso techo. Acercó con sigilo un taburete y se subió a él con el fin de poder echar una mirada. Los calcetines todavía empapados emitieron un sonido de chapoteo. El ladrido de los perros se escuchaba no muy lejos de allí, pero apenas logró ver nada por culpa de la nieve y el hielo incrustados en el hueco.
Sin embargo, había algo muy similar a un pomo por su lado del panel. Tenía aspecto de ser una manivela, así que alargó la mano y la giró. El fondo de la ventana se levantó ligeramente, haciendo caer un poco de nieve. La giró de nuevo y consiguió entreabrir el cristal unos centímetros a través de los cuales disponía de cierta visibilidad. El fuerte viento racheado resultaba casi disuasorio a pesar de lo estrecho de la ranura.
Entrevió un callejón de hielo apelmazado por el que pasaron como bólidos unos perros de aspecto lobuno que tiraban de un trineo con dos hombres a bordo: el conductor vestía una voluminosa prenda de abrigo con capucha y el pasajero llevaba en torno al cuello un abalorio hecho de huesos. El deslizador se detuvo dentro de una cochera, por cuyas puertas abiertas surgía una luminosidad perfectamente apreciable a pesar de que debía de ser mediodía, a juzgar por la luz exterior. Los viajeros bajaron de un salto. Sinclair no escuchó la conversación de esos dos hombres, pues tenía la atención fija en el fondo de la perrera.
Ahí estaba su arcón y, dentro, su reserva de botellas.
Los hombres echaron hacia atrás las capuchas y se quitaron una especie de gafas oscuras muy pesadas. El conductor era un joven alto, tal vez de la misma edad que Sinclair, de melena negra. El otro tipo era más entrado en años y también más fornido, llevaba barba cerrada y tenía los pómulos salientes típicos de los eslavos. Ninguno de los dos vestía nada que sugiriese un uniforme u otro indicio de prestar servicio a bandera alguna, lo cual tampoco le servía de mucho. Copley había llegado a ver soldados tan sobrecargados con la impedimenta, que cuando llegaban exhaustos al frente tenían más aspecto de vándalos que de soldados de Su Majestad.
El hombre barbado se puso a desatar los tiros individuales que unían el arnés de cada perro con el tiro principal, mientras el conductor llenaba unos cuencos con comida extraída de un saco. La escena le recordó a sus propios caballos y carruajes en sus fincas de Wiltshire. Los perros fueron sujetos a estacas situadas a varios pasos de distancia unas de otras. Todos mantenían fijos los ojos en los cuencos conforme el joven se los acercaba, y mientras los perros devoraban la comida, el tipo de más edad colgó su sobretodo en un gancho de la pared, pero resultó que debajo iba también abrigado. Sinclair vio una amplia variedad de prendas, sombreros y guantes, e incluso otro par de anteojos colgados en torno al cuello.
Cada vez tenía más claro que debía saquear ese pajar. Había ropas, comida, incluso si sólo valía para los perros, y sobre todo: su arcón.
-¿Qué ves? -preguntó Eleanor con un hilo de voz.
-Nuestro próximo objetivo.
Se bajó del taburete y empezó a ponerse las ropas otra vez.
-¿Ya se han secado? -preguntó la muchacha-. Si todavía están mojadas...
Él echó mano al sable e intentó sacarlo de la vaina. El acero se resistió durante unos instantes, pero al final salió limpiamente. Confiaba en no tener que desenfundarlo, pero más valía saber que podía hacerlo por si las cosas se torcían en un momento dado...
-¿Qué quieres que haga? -inquirió Eleanor con voz suave y también débil. Ella no había puesto a prueba sus fuerzas, Sinclair lo sabía, y ya puestos, él tampoco. Se preguntaba si la joven una a estar en condiciones de viajar, como sin duda deberían hacer, y en especial en el mismo clima hostil con que se habían topado la última vez.
-Quiero que vuelvas a vestirte -repuso él mientras tomaba el chal del taburete donde lo había puesto- y me acompañes.
Ella se puso en pie con paso vacilante y se echó sobre los hombros el chal todavía caliente a causa del contacto con el radiador; luego, deslizó los pies dentro de los zapatos y se agachó hasta encajarlos bien.
-Pero, ¿y si esperásemos aquí? ¿Quién dice que van a hacernos daño?
-Si esta gente tiene el menor atisbo de decencia no le hará nada a una enfermera -admitió él, todavía atareado en la tarea de anudarse las botas -, pero tal vez no se comporten con la misma cortesía ante una enfermera con tu peculiar afección -matizó mientras se ponía de pie y le miraba a los ojos-. ¿Cómo ibas a explicárselo?
Ni siquiera necesitaba entrar en detalles sobre los problemas adicionales a los que podía enfrentarse un oficial británico con la misma dolencia si caía en poder de las manos equivocadas. Su estancia en Oriente le había enseñado a dar por hecho una sola cosa: la crueldad sin límites con que se ensañan los hombres entre sí.
También había aprendido a no confiar en nadie. Uno debía reconocer y evaluar el terreno por sí mismo si valoraba su vida un centavo. De lo contrario, podía encontrarse en un grave aprieto, como, sin ir más lejos y por poner un ejemplo descabellado, cabalgar de frente contra los cañones de una batería rusa.
Tras haberla arropado para que estuviera lo más abrigada posible, se subió de nuevo al taburete y verificó que los dos ocupantes del trineo se habían marchado. Entonces, bajó de un salto, se encaminó hacia la puerta y la entreabrió un poco para husmear. Sólo acudió a su encuentro un golpe de viento ululante, de modo que salió al exterior.
Miró a uno y otro lado sin ver a nadie. Sólo divisaba una gran explanada ocupada a intervalos por unos sombríos edificios achaparrados que no eran de madera, sino de plomo o algún otro metal. El cielo tenía ese mismo brillo broncíneo que recordaba haber visto desde la cubierta del Coventry cuando el albatros blanco como la nieve se posó sobre el penol y contempló impasible cómo les cargaban de cadenas a él y a Eleanor antes de arrojarlos a las heladas aguas del océano.
La joven salió detrás con suma cautela, cerró los ojos y levantó el rostro para que lo bañase el sol. Él la miró: la piel de su compañera parecía tan lisa, blanca y exánime como el mármol. Su melena castaña tremoló libremente alrededor de las mejillas mientras entreabría los labios para tomar una bocanada de aire gélido como quien va a saborear un manjar exótico, pues, por una parte, no dejaba de ser lo que era: un soplo de viento, helado e inmaculado como un glaciar, que les fustigaba el rostro, pero por otra parte, aun siendo frío, tan frío y gélido que les ardían las mejillas y les hormigueaban los dedos, también era el sabor, el aroma y la sensación de estar vivos. Habían permanecido presos y sin ser perturbados en su celda de hielo durante años, tal vez durante siglos, y aquello les devolvía la dolorosa bendición de la vida incluso más que la rotura del témpano o el aire caliente del radiador. No Sinclair ni ella despegaron los labios, se limitaron a permanecer allí, en lo alto de la rampa nevada, saboreando la fisicidad del mundo, incluso aun cuando fuera uno tan hostil e inhóspito como ése.
Al otro lado, uno de los perros levantó la vista del plato que lamía y soltó un gruñido por lo bajinis. Eleanor abrió los ojos y le miró.
-Sinclair... -comenzó, pero enmudeció de pronto-. También hay un trineo. -Sus ojos recorrieron el lóbrego callejón y siguieron en dirección a las lejanas montañas-. Pero ¿adónde iremos?
-Los perros lo sabrán. Lo más probable es que estén acostumbrados a ir a algún sitio.
La tomó de la mano antes de que ella se la ofreciera e inició la bajada de la rampa, aunque sus botas de lancero no se adaptaban bien a una superficie de hielo y nieve, y resbaló en más de una ocasión. La funda del sable golpeteaba sin cesar contra el pasamano de metal y Copley miró en derredor, alarmado, pero el bramido del viento sofocaba cualquier ruido y era dudoso que alguien lo hubiera escuchado. Corretearon juntos por la calleja y entraron en el interior iluminado del cobertizo, donde sólo les separaba de los canes una cerca de poca altura.
Eleanor ya estaba exhausta y las rodillas le temblaban. Se apoyó sobre la pared mientras Sinclair se dirigía hacia el estante de la ropa, donde eligió una prenda hinchada pero suave como la seda, aunque la tela carecía de lustre, y obligó a la muchacha a ponérsela. Pesaba mucho menos de lo que cabía imaginar y era lo bastante grande para envolver dos veces a la mujer, que al moverse arrastraba por los suelos el dobladillo. Recordaba mucho a una cogulla de monje si se echaba hacia delante la capucha. Las tiritonas de la joven cesaron poco después de haberse puesto semejante abrigo.
-Ponte uno tú también -le instó ella.
El interpelado rebuscó en el montón y eligió otro más corto que el de Eleanor, decantándose por un sobretodo rojo con una cruz blanca grabada en las mangas y en la espalda. La zamarra en cuestión le colgaba suelta a la altura de los muslos, pues no encontraba la forma de cerrarla. Al advertir las tiras metálicas de ganchos de ambas partes, apretó una contra otra, convencido de que los dientes encajarían de algún modo, pero no fue así. Por fortuna, también había botones debajo de las tiras y descubrió la forma de abotonarla, haciendo presión.
Los canes estaban intranquilos ahora que habían terminado de comer. Varios permanecían sobre las cuatro patas y sin perder de vista a los intrusos. Uno de ellos rompió a ladrar cuando Sinclair se acercó al saco de la comida, sin duda pensando que iba a recibir una segunda ración, pero Copley hundió una mano en la bolsa y la sacó llena de unas bolitas redondas similares a un perdigón. Se las acercó a la nariz para olisquearlas. Su olor recordaba levemente el efluvio de los cabellos. Se llevó una a la boca y comprobó que tenía una textura arenosa, pero resultaba aceptable. Se tragó esa bolita y luego comió un puñado entero. Era crujientes, pero ni de lejos tan duras como las galletas del barco.
-Toma -dijo mientras le ofrecía un puñado a Eleanor-. El sabor no es gran cosa, pero no te creas, son mejores que las raciones del ejército.
El olor pareció descomponerle el estómago, pues ella se echó hacia atrás al tiempo que expresaba su negativa sacudiendo la cabeza. Sinclair llenó de bolitas uno de los voluminosos bolsillos del abrigo rojo. No había tiempo para discutir en ese momento. Tenía mucho trabajo por delante.
Se dirigió al arcón, guardado al fondo del refugio, y se arrodilló junto a él. Habían desaparecido las cadenas, el cierre estaba roto, y la tapa, prácticamente desprendida. En su interior encontró su empapado sobretodo de campaña, las espuelas, el casco, un par de libros que parecían milagrosamente indemnes, aunque seguían helados, y por último tres botellas intactas y todavía etiquetadas, aunque la leyenda ‹Madeira. Casa del Sol. San Cristóbal› era ya ilegible. Tomó éstas en primer lugar y las envolvió con cuidado en el sobretodo de campaña. Luego, guardó con cuidado el fardo en la cesta del deslizador. Entonces descubrió las bolsas de carga vacías que corrían desde la parte frontal del trineo hasta el montante de la parte superior, y las llenó hasta los topes con todo lo que le pasó por la cabeza, desde la silla de montar a los libros.
Al final, arrastró un saco de esas galletas redondas hasta el trineo y todos los canes se incorporaron en estado de alerta junto a sus estacas, fijadas a intervalos regulares, quizá definitivamente convencidos de que les estaban robando la comida, o tal vez esa reacción era debida a su olor personal. Sinclair había notado que desde Balaclava los animales solían ponerse nerviosos en su presencia.
El perro guía, una descomunal criatura de ojos azules como el ágata, ladró como un poseso y saltó hasta donde se lo permitía la correa sujeta a la estaca.
-¡Calla! -le exhortó Sinclair, intentado mantener un tono de autoridad sin alzar la voz para evitar ser oído. Rezó para que el ulular del viento impidiera que alguien oyera los ladridos.
Mas el can saltó hacia delante cuando dejó la bolsa del trineo, y sólo le contuvo la corta cadena que iba desde su collar a la estaca.
-¡Basta! -exclamó Sinclair.
Eleanor estaba encogida de miedo contra la pared, pero él acudió a su lado y la ayudó a meterse en la cesta del trineo.
-¿Cómo vas a ponerles el arnés? -preguntó ella; la capucha le apagaba tanto la voz que apenas resultaba audible.
-Igual que he ensillado caballos toda mi vida.
A pesar de esa respuesta, lo cierto era que él mismo se estaba formulando la misma pregunta. No había esperado aquel conato de rebelión por parte de los canes, pero necesitaba acallar semejante griterío de inmediato o todo su plan se iría al garete.
Pasó al otro lado de la separación de madera y se encaminó hacia la parte delantera del arnés, la alzó y la movió para estudiarla. Le pareció bastante similar al usado para un tiro de cuatro caballos. Los demás huskies vigilaron los movimientos de Copley con atención, pero el líder de la manada no se quedó quieto y en vez de desgañitarse a ladrar, saltó sobre el intruso y salió despedido hacia atrás, retenido por la correa atada a la estaca hundida en el suelo. El perro guía se puso en pie de inmediato, chorreando baba por las fauces, y volvió a saltar, sólo que esta vez la vara se dobló primero y salió despedida del suelo como el tapón de una botella de champán, lo cual pareció sorprender incluso al propio animal, que pasó como una bala junto a Copley y se estampó el hocico contra la valla de madera. Kodiak se revolvió para abalanzarse contra el desconocido y en su acometida arrastró por los suelos la cadena y la estaca. Sinclair logró hacerse a un lado y frenó el ataque con un brazo. La cadena se enrolló en torno a otra, que seguía clavada en el permafrost a pesar de los tirones del can a ella amarrado. Kodiak necesitó unos segundos para liberarse y Sinclair aprovechó el respiro para ponerse detrás de la cerca de madera.
Eleanor gritó el nombre de su compañero, pero éste la aleccionó para que continuara en el trineo. El jefe de la manada se estaba aproximando al intruso en una dirección, pero cambió de idea cuando le vio refugiarse detrás del cerramiento de madera y se le abalanzó por el lado opuesto. El ataque le pilló a contrapié y Copley resbaló. Kodiak hundió los colmillos en la bota del intruso, traspasando con ellos el cuero. ‹¡Cuánto me gustaría llevar puestas las espuelas!›, pensó mientras forcejeaba para arrastrarse unos pasos más con el perro enganchado en su pierna. Engarfió las manos y se aferró a los tablones del suelo con las yemas de los dedos mientras se sacaba de encima el husky a puntapiés.
Las patadas surtieron efecto y el animal le soltó, cayendo hacia atrás sobre su lomo; en cuanto eso ocurrió, Sinclair se levantó dando tumbos y subió corriendo a un altillo, donde aprovechó el respiro para recobrar el aliento. El resto del tiro ladraba por lo bajinis, de modo que escuchó el roce de las patas de Kodiak mientras subía por los escalones. El perrazo llegó a lo alto de la angosta escalerilla y asomó la enorme cabeza con ojos llameantes de ira y las fauces abiertas.
Sinclair supo que debía matarlo, de modo que cuando el can guía se le echó encima, él desenfundó el acero y acudió al encuentro de su enemigo con la punta hacia arriba. Kodiak aulló cuando se empaló contra el sable con toda la fuerza de su carga y la inercia de su propio peso, obligándole a bajar el brazo de la espada. Sinclair cayó de espaldas junto al agonizante animal en una posición comprometida: el cuello del can le inmovilizaba la muñeca. Logró echarse hacia atrás y sacar el arma ensartada, pero ésta ya había cumplido su función: el husky se retorcía sobre el suelo cubierto de paja y cada vez más manchado por la sangre que manaba a chorros por la herida.
Copley logró alejarse un poco más para ponerse a salvo de cualquier acometida final por parte de su adversario, que borboteaba de forma agónica. Sólo entonces escuchó los gritos de Eleanor, que le preguntó con ansiedad:
-¡Sinclair! ¿Estás bien?
-Sí -repuso él, intentando aparentar calma-, me encuentro bien.
Bajó la vista y miró allí donde los colmillos del husky habían rasgado el cuero. Sangraba por la herida de la pantorrilla; notó la mojadura creciente del calcetín. El bocado había sido de aúpa. Se puso en pie, dio un rodeo para evitar el cuerpo del agonizante can y bajó por las escaleras. La deslumbrante luz blanca procedente de una especie de esfera fijada al techo proyectaba sobre el suelo una sombra que iba dando bandazos.
Aquel mundo estaba lleno de maravillas, de eso estaba convencido. Una chimenea sin humo. Bolas de cristal dando luz. Abrigos de una tela como nunca había visto igual. Pero no todo era irreconocible. ‹No, el mundo no ha cambiado ni pizca en lo esencial›, caviló mientras se limpiaba la mancha escarlata de la mano.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
13 de diciembre, 19:30 horas
NADA MÁS VOLVER AL campamento, Michael corrió de vuelta a su cuarto, donde cambió parte de su equipo fotográfico y fue en busca de Hirsch. Corría por la pasarela cubierta de nieve en dirección al laboratorio de biología marina cuando de tropezó con Charlotte.
-Bienvenido -le saludó-. ¿Me acompañas a comer?
-Lo primero es antes -contestó él al tiempo que alzaba la cámara que llevaba colgada al cuello-. Han pasado horas desde que fotografié el bloque de hielo por última vez.
-Pues por otra horita más no vas a morirte -replicó ella, tomándole del brazo y arrastrándole en la dirección opuesta a la que él seguía-. Además, Darryl está en el comedor.
-¿Estás segura? -inquirió él, resistiéndose a avanzar.
-Del todo, y ya sabes qué poquito le gusta que alguien fisgue en su laboratorio sin estar él presente.
Hirsch era muy territorial, y Michael lo sabía, pero habría estado dispuesto a arriesgarse si la doctora no se hubiera colgado de su brazo con tanta insistencia y si el viaje hasta la vieja factoría ballenera no le hubiera abierto un gran apetito. Se dijo a sí mismo que comería a toda prisa y luego arrastraría a Darryl hasta el laboratorio.
La doctora Barnes le informó durante el corto trayecto hasta el comedor que acababa de atender a Lawson, que se había hecho daño en un pie cuando le había caído encima un equipo de esquiar, pero a Michael le seguía costando centrarse, pues tenía la urticante sensación de que se estaba perdiendo algo y la picazón iba a más cada vez que la cámara le rozaba el pecho.
-Ahora mismo no hay nadie en la enfermería -le dijo Charlotte mientras subían la rampa que conducía a la zona común-, y voy a decirte algo: este trato de venir a la Antártida habrá merecido la pena después de todo si consigo mantener la portería a cero durante los próximos seis meses.
Una vez dentro, se deshicieron de sus abrigos y demás indumentaria antes de llenar hasta arriba los platos de estofado de ternera, un arroz viscoso y pan hecho con levadura natural, pues en el Antártico no se estropeaban las bacterias necesarias para la fermentación de la masa madre.
A esa hora, el comedor era un hervidero de probetas y reclutas, y no faltaba ni Ackerley, alias el Gnomo, quien solía tomar una botella de leche y una caja de cereales para volverse de inmediato al laboratorio botánico; podía vérsele sentado con sus colegas en una de esas mesas plegables parecidas a las usadas cuando se va de picnic. El personal de cocina, encabezado por un tipo entrecano, un cocinero veterano en los fogones de la Marina que insistía en hacerse llamar tío Barney, se las arreglaba para conseguir que los platos parecieran recién hechos a pesar de que en Point Adélie no era posible aplicar a rajatabla un horario para las comidas, pues no habría nadie capaz de cumplirlo. Nadie en toda la base, ni siquiera Murphy O´Connor, había logrado averiguar dónde estaba el truco para semejante prodigio.
Michael se adelantó a Charlotte a la hora de localizar a Darryl, prácticamente oculto ante el montón de platos llenos a rebosar de judías con arroz. El biólogo no apartaba la nariz de unos informes de laboratorio. Wilde se abrió paso hacia él y con la doctora a su lado.
Hirsch levantó la vista mientras se secaba los labios con una servilleta de papel.
-Hacéis una pareja estupenda -les saludó; luego, golpeteó los informes con la mano-. Éste es el resultado de la analítica hecha a la muestra de sangre de la botella -dijo como si fuera lo que todos estuvieran esperando escuchar.
-¿Y te lo has traído como lectura para la cena? -preguntó de sopetón Charlotte mientras extendía la servilleta.
-Es absolutamente fascinante -insistió Darryl mientras empezaba a entrar en detalles sobre el origen de la corrupción de la sangre.
Charlotte le metió en la boca un trozo de pan sin levadura para hacerle callar y le preguntó:
-A ti no te explicó tu madre que en la mesa no se habla de ciertos temas, ¿a que no?
Michael se echó a reír, y también Darryl, una vez que se sacó el trozo de pan.
-No os hacéis ni idea, de veras, no os creeríais el número de células sanguíneas -repuso, intentando retomar el tema.
La doctora se lo impidió al decir:
-¿Por qué no nos cuentas que has hecho hoy Michael?
El biólogo dio su brazo a torcer, partió un buen trozo de pan caliente y lo untó de mantequilla mientras el periodista les contaba la visita a la factoría noruega y la experiencia de guiar el deslizador de vuelta al campamento.
-¿Danzing te ha dejado llevar el trineo...?
Michael asintió mientras hacía un esfuerzo por tragar un bocado de estofado especialmente correoso.
-De hecho, creí haberte visto mientras volvías de la caseta de inmersión en una motonieve.
Darryl admitió haber estado allí.
-Pero esta vez no ha picado nada que mereciera la pena. Volveré a probar suerte mañana.
Comieron en silencio durante unos minutos, tomándose su tiempo, pues en el Polo Sur cada comida, cada interrupción en el quehacer cotidiano, era una especie de comunión, una forma de indicarle la hora al cuerpo. A menudo era necesario detenerse y pensar si uno se había sentado a la mesa para desayunar o comer, aunque el tío Barney intentaba facilitar la tarea al servir los platos fuertes: montañas de salchichas para el desayuno y cantidades ingentes de espaguetis y chili con carne para el almuerzo. Betty y Tina habían sugerido el uso de las velas durante las cenas, pero los reclutas habían reaccionado de forma desaforada contra esa propuesta y habían dejado la pizarra de comunicados de Murphy llena de mensajes escritos con un lenguaje de lo más subido de tono.
Michael había intentado mostrarse paciente, pero antes de que Darryl hubiera terminado el pastel de melocotón, empezó a decir:
-¿Tienes pensado volver al laboratorio esta noche? -el interpelado asintió con la cabeza mientras daba caza a una esquiva rodaja de melocotón en almíbar. Consumido por la impaciencia, Wilde agregó-: Lo decía porque, si no te importa, siempre podía ir yo primero y...
Darryl cazó la rodaja, se la comió y se dispuso a contestar.
-No te embales, que ya voy. -Arrugó la servilleta y la lanzó sobre el plato-. Tengo tantas ganas como tú de ver qué tal va la cosa.
-Yo también me apunto -dijo Charlotte tras dar un último sorbo a su café con leche.
Tras ponerse los abrigos, las gafas protectoras y los guantes apenas eran identificables, incluso entre sí. En el Antártico, la gente tendía a reconocer a los demás gracias a cosas muy simples como el color de la bufanda, un gorro con pompón en la punta o la forma de caminar, pues aparte de eso, todos parecían verdaderos ovillos de lana con rellenos de tela elástica.
Esa noche era inusualmente tranquila y velaba la luz del sol austral una capa de nubes tan tenue que recordaba una de esas cortinas de tela de poliéster que dejaba pasar la luz pero no el sol. Era un indicio serio del mal tiempo en ciernes.
Los tres amigos avanzaron hacia su destino haciendo crujir la nieve bajo las botas a cada paso que daban. Pudieron oír el zumbido de los taladros en el almacén de muestras cuando pasaron junto al laboratorio de glaciología, de camino hacia el cobertizo del trineo.
A lo lejos destellaban las luces del laboratorio de botánica, siempre encendidas. Parecían hacerles señales de modo que a Michael le recordaba la noche de Navidad cuando era niño, cuando sus padres le llevaban a la misa de medianoche y la expectativa flotaba en el aire. En aquel entonces, él ya sabía que un regalo le esperaba a la mañana siguiente, igual que ahora estaba convencido de que le aguardaba otro en ese laboratorio bajo y a oscuras a la vuelta de la esquina.
Darryl marchaba en la cabeza; subió al trote la rampa de acceso y esperó a sus compañeros en la entrada sin abrir la puerta, pues deseaba mantenerla abierta el menor tiempo posible. Nadie cerraba con llave los laboratorios por orden del jefe O´Connor, por lo cual en cuanto llegaron Michael y Charlotte traspasaron todos juntos el umbral sin demora.
Nada más entrar, antes incluso de haberse quitado el abrigo, Michael notó el agua desparramada por el suelo. Los vertidos y derrames eran moneda corriente en el laboratorio marino, de ahí que el piso fuera todo un bloque de hormigón y contase con sumideros de desagüe a intervalos regulares. Por todo ello, tanta humedad no era algo inusual. Sus botas de goma hicieron el típico ruido de succión cuando anduvo por el suelo encharcado hasta la encimera de la mesa de trabajo, donde estaban el monitor y el microscopio. Luego, siguió a Darryl hasta un lateral del tanque central.
El agua todavía goteaba por los bordes y hasta donde él era capaz de apreciar las tuberías de plástico seguían siendo operativas, pero en el tanque sólo había agua marina. Estaba vacío.
No había ningún trozo de hielo ni rastro alguno de los cuerpos flotando en el líquido elemento.
Quedaban trocitos de hielo, restos del témpano que flotaban sin rumbo fijo, al capricho del movimiento de las aguas. Un intenso olor salobre saturaba el aire del laboratorio, pero Michael estaba algo más que perplejo, se estaba encabronando bastante. ¿Ésa era la idea que Darryl tenía de lo que era una broma? Porque si era una broma, no tenía ni puta gracia. Debía haberle consultado, no, avisado mejor, si era necesario reubicar los cuerpos.
-Vale... ¿Qué es lo que se está cociendo aquí? -le preguntó a Hirsch-. ¿Has ordenado a alguien que los traslade a otro sitio?
Pero supo la respuesta sin necesidad de formular pregunta alguna al ver la cara de pasmo del biólogo.
-¿Dónde están...? -preguntó inocentemente la doctora mientras se quitaba la larga bufanda del cuello.
-No... lo... sé... -contestó Darryl.
-¿Qué significa eso de que no lo sabes? -insistió ella-. ¿Crees que Betty y Tina han recobrado el témpano?
-No lo sé -repitió Hirsch con un tono de voz que convenció a Charlotte de la sinceridad de aquél.
-Bueno, calma, no es como si los muertos se hubieran levantado y se hubieran marchado por su propio pie -repuso la doctora Barnes. Un pesado silencio acogió esa frase. Michael fue al otro lado del tanque y cerró las válvulas de entrada y salida. Reparó entonces en un taburete situado delante de un radiador y en otro, cerca de la puerta. ¿Qué razón podía haber tenido Darryl para mover los asientos de ese modo?, se preguntó.
-Sé con qué celo defiendes tu intimidad, Darryl, pero dime, ¿ha estado trabajando alguien más contigo aquí dentro?
-No -contestó el interpelado en voz baja. No se había apartado del borde del tanque, seguía ahí parado, incapaz de digerir semejante desastre.
-Murphy ha de saber qué pasa aquí -sugirió Charlotte con optimismo-. Seguro que ha sido él quien ha ordenado el traslado de los cuerpos.
Dicho esto, la doctora se dirigió con mucha decisión al interfono situado a un lado de la entrada. Aun así, miró con perplejidad la extraña posición del taburete cuando se lo encontró en su camino.
Wilde siguió devanándose los sesos mientras cogía una fregona y la usaba para dirigir el agua hacia los sumideros. Entretanto, Hirsch miraba fijamente el tanque, como si los cuerpos fueran a reaparecer por arte de birlibirloque. Charlotte hablaba por el teléfono, pero Michael no fue capaz de distinguir más de alguna frase suelta. «No se encuentran aquí». «¿Estás seguro?». «Hemos mirado bien, por supuesto». Eso le bastó para saber que las noticias habían dejado a Murphy O´Connor tan confuso y sorprendido como al que más.
Darryl se retiró hasta la mesa de investigación, donde se dejó caer en la silla, delante del microscopio. Tenía el gesto pensativo y la frente surcada de arrugas. Michael se alejó del radiador, sin dejar de usar la mopa, y se dio cuenta de que el suelo estaba seco. El desbordamiento del tanque no había llegado tan lejos, y el charco de agua se concentraba alrededor del taburete. Daba la impresión de que alguien hubiera puesto algo a secar allí, y ese algo hubiera goteado en esa zona. Entonces, lanzó una mirada al otro asiento fuera de sitio y dejó la fregona apoyada sobre la pared para encaminarse enseguida hacia ese taburete.
Charlotte colgó el auricular en ese mismo momento y anunció que Murphy no tenía la menor pista sobre lo sucedido.
-Va a ponerse en contacto con Lawson y Franklin. Tal vez ellos sepan qué está pasando.
Michael estudió el suelo adyacente a la puerta, y en especial debajo del asiento. No había indicio alguno de humedad, pero de pronto sintió un chorro de aire helado entre los hombros y alzó la vista. Arriba había un ventanuco rectangular que corría por encima de la línea del tejado, aunque tenía más aspecto de ser un respiradero.
Se subió al escabel y desde allí estuvo en condiciones de apreciar que la hoja de la ventana estaba entreabierta. Los copos de nieve habían empezado a cuajar por la parte interior de la abertura, pero aun así, todavía era un buen observatorio de la explanada y se distinguían perfectamente las luces del cobertizo de la perrera, donde todo parecía estar tranquilo y en calma.
-¿Has abierto tú ese respiradero, Darryl?
-¿Qué...? -el biólogo alzó la mirada y vio al periodista, subido precariamente a la banqueta-. No, es más, dudo mucho que yo llegue ahí arriba.
Michael giró la manivela hasta cerrar la ventana y se bajó. Alguien la había abierto hacía poco tiempo con el propósito de mirar por el hueco.
-¿Alguien quiere oír otra noticia? -preguntó el pelirrojo con resignación.
-¿Es buena o mala?
-La botella de vino ha desaparecido.
-¿Estaba en la mesa de trabajo? -inquirió Michael.
Darryl asintió.
-La dejé ahí mismo, junto al microscopio. -El biólogo tomó el portaobjetos-. Aún tengo la prueba de que esa maldita cosa ha existido: esto -continuó, alzando la lámina-, pero no hay ni rastro de la botella. Ni tampoco de los cuerpos, ya no.
«Eso me cuadra perfectamente», pensó Michael. «Quienquiera que se haya apoderado de los cuerpos ha arramblado también con la botella de vino». ¿Por qué? ¿Para qué? El panel corredizo del conducto de la ventilación debían de haberlo abierto para poder mirar. ¿Era obra de alguien que pretendía de verdad destruir todas las pruebas a fin de causar la sensación de que el hallazgo jamás se había producido? ¿Qué sentido podría tener eso?
¿Y si alguien había tenido la ocurrencia de querer sacarle partido monetario a todo el asunto? Eso tenía aún menos sentido para él. Era una ocurrencia demasiado estúpida para venir de algún probeta, aunque siempre podía ser obra de un par de reclutas a quienes se les había pasado por la cabeza que podían llevar los cuerpos al mundo civilizado y ganarse una fortuna exhibiéndolos, ¿era eso?
¿Y si sólo formaba parte de una broma, pesada y muy poco divertida? El jefe O´Connor iba a arrancarles la piel a los guasones si terminaba por resultar que todo eso era una simple payasada. Michael estaba seguro de ello.
El periodista comprendió que intentaba agarrarse a un clavo ardiendo. Todas esas ideas eran una sandez. Se dijo a sí mismo que debía calmarse y pensar. Debía ser algo más sencillo. Probablemente, Tina y Betty se había llevado el témpano para reanudar su trabajo, y si no era eso, se trataría de algo por el estilo. Seguro que el misterio se resolvía antes de que se fueran a la cama.
-¿No había más botellas en ese arcón que sacaron del mar? -preguntó Charlotte.
-Sí, claro que sí -contestó Darryl con ojos centelleantes-. ¿Dónde han metido el arcón, Michael?
-Danzing lo había bajado del trineo la última vez que lo vi. Lo había dejado al fondo de la perrera.
-¿Por qué no os quedáis Charlotte y tú por aquí mientras yo voy a echar un vistazo al cobertizo del trineo? Aseguraos de que no ha desaparecido nada más.
Le consumían las ganas de examinarlo todo desde que había echado un vistazo por el ventanuco.
Subió la cremallera de la parka al salir y bajó la rampa despacio, buscando con atención marcas de ruedas de una plataforma rodante, pero las únicas huellas visibles eran de suelas de botas. Quienquiera que fuera el ladrón, ¿cómo se las habían arreglado para sacar el témpano del laboratorio?
Anduvo sobre la nieve hasta llegar al cobertizo de los huskies y descubrió que al menos el arcón estaba donde lo había dejado Danzing, pero aunque seguían allí unos cuantos cachivaches, como la copa de oro con las iniciales SAC grabadas y un fajín blanco amarilleando por el tiempo, habían desaparecido todas las botellas.
-¡Eh!, ¿qué diablos pasa aquí?
Vio a Danzing con los brazos extendidos en señal de asombro al darse la vuelta.
-Imagino que ya te lo ha contado Murphy.
-¿El qué debía decirme O´Connor?
-Ah, pues la desaparición de los cuerpos y del bloque de hielo.
-Los perros... ¡Por amor de Dios, yo estoy hablando de los perros! Se avecina una tormenta de tomo y lomo y he venido para asegurarme de que están bien instalados para pasar la noche. -Miró en derredor como si los echara a faltar-. ¿Dónde demonios están?
La desaparición de las botellas le había causado semejante impacto que Michael había pasado por alto un hecho aún más sorprendente, pero ahora vio las estacas en el suelo y los cuencos de comida vacíos y boca abajo sobre la paja.
-¡También ha desaparecido el trineo! -observó Danzing-. ¿Qué coño pasa aquí?
Michael no podía creer que alguien hubiera tenido valor para meter en eso a los canes, y menos sin el permiso expreso del musher, que se negaría de plano, sin duda.
-Acabo de venir para comprobar si habían robado algo del cofre -dijo Michael, sintiendo que debía dar una explicación a su presencia en ese lugar-, como así ha sido.
-A mí me importan una mierda las botellas y ese par de chupachups helados. ¿Dónde están mis perros? -bramó Danzing mientras entraba en el cobertizo pisando fuerte-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-Acabo de entrar.
-¡Maldición!
Dio una patada a un cuenco y lo envió al otro lado del cobertizo. Después de detuvo al pie de las escaleras y se quitó un guante para tocar con los dedos una mancha de un escalón. Cuando Michael le prestó atención, el musher se había llevado las yemas de los dedos a la nariz y las estaba olisqueando.
-Es sangre -anunció al tiempo que miraba hacia el altillo; después, echó a correr escaleras arriba todo lo deprisa que las pesadas botas y la indumentaria se lo permitían.
Al poco de estar arriba, Michael le oyó gritar:
-¡Jesús, no!
Entonces, también él subió. Se encontró al hombrón arrodillado en el suelo, acunando el cuerpo ensangrentado de Kodiak entre sus brazos.
-¿Quién lo ha hecho? ¿Quién ha sido capaz de algo así? -murmuraba.
A Michael también le parecía algo inconcebible.
-Mataré a ese cabrón -aseguró Danzing, y Wilde le creyó-. Acabaré con el hijo de puta que ha hecho esto.
Michael le puso la mano en el hombro sin saber qué decir al desconsolado adiestrador, pero en ese momento el perro parpadeó y abrió los ojos.
-Un momento, mira... -intentó decir el periodista.
El husky soltó un gruñido bajo y airado, cobró vida y se echó a la yugular de su cuidador antes de que éste tuviera tiempo para reaccionar. El musher cayó de espaldas y el can no le soltó, siguió encima, rasgándole las ropas y la piel. Danzing repartió patadas a diestro y siniestro al tiempo que intentaba ponerse en pie, pero la rabia que enloquecía al perro le insuflaba al mismo tiempo una fuerza extraordinaria.
Michael vio colgando del cuello de Kodiak una cadena corta y la estaca todavía sujeta a ésta. Le echó mano al palo, pero una de las sacudidas se lo quitó de las manos. Volvió a aferrarlo y esta vez logró sujetarlo con la firmeza suficiente como para dar un tirón y alejar de la garganta de Danzing las fauces chorreantes de baba y sangre.
La criatura aún hacía chasquear las mandíbulas en su intento de morder a su amo cuando Michael le arrastró hacia las escaleras. Kodiak hundió las garras en los tablones del suelo para apoyarse. Sólo entonces centró su atención en Michael, se dio media vuelta, fijó en él sus llameantes ojos azules y saltó hacia delante.
Michael le hizo una finta de cintura como un torero y evitó limpiamente al can. El animal se precipitó escaleras abajo. Michael escuchó un golpazo, un sonido similar al de la madera cuando se astillaba y un chasquear de mandíbulas... Y después reinó el silencio.
Wilde se asomó hasta ver que la estaca se había enganchado entre dos escalones y el animal, que se había partido el cuello en la caída, se balanceaba al extremo de la cadena. La escalera de madera crujía con cada balanceo.
-Socorro -pidió Danzing desde el suelo con voz débil y borboteante.
El herido se sujetaba la garganta con la mano. Michael se quitó la bufanda y la usó para vendarla con fuerza.
-Volveré enseguida con la doctora Barnes -le aseguró.
Y salió disparado escaleras abajo, aún sin salir de su asombro. El cuerpo de Kodiak se balanceaba a uno y otro lado y al pasar junto a él Michael descubrió una herida honda en el pecho por la cual salía a chorros una sangre que se iba espesando en la paja de debajo. «¿Cómo se habrá hecho semejante corte?», se preguntó.
CAPÍTULO VEINTISIETE
13 de diciembre, 20:00 horas
SINCLAIR DESCRIBIÓ UN AMPLIO círculo alrededor de la parte posterior de la base a fin de pasar desapercibido y luego condujo el trineo sobre la nieve y el hielo, con la playa a un lado y la lejana cadena montañosa al otro. Eleanor soportaba el baqueteo en la cesta del deslizador, bien protegida por el abrigo robado en el cobertizo.
Los perros corrían con desenvoltura y parecían saber adónde iban, un destino del que Copley no tenía la menor idea, pero estaba preparado para enfrentarse contra cualquier eventualidad. En un momento dado descubrió una huella en forma de raíl en la nieve y se percató de que el tiro de canes seguía esa dirección. Permaneció sobre los patines, sosteniendo las riendas, sin importarle el soplo gélido del viento para el que el sol apenas proporcionaba alivio.
Alzó el rostro y permitió que el frío céfiro lo flagelase a placer mientras él llenaba de aire los pulmones lleno de gozo al ¡sentir!, ¡moverse!, ¡estar vivo de nuevo! No importaba qué sucediera después, lo recibiría con agrado, nada podía ser peor que el aprisionamiento casi eterno en el iceberg. El sol austral arrancaba pálidos destellos al galón dorado que lucía en el uniforme y el extraño abrigo rojo de cruces blancas le flameaba contra las piernas, pero el pulso se le había acelerado y le hormigueaban hasta los cabellos.
Alzó la mirada al oír unos chillidos de inquietud encima de su cabeza, era una bandada de pájaros marrones, negros y grises. En el fondo de su ser esperaba haber visto en lo alto a un albatros de un blanco níveo haciéndole compañía, pero no fue así. Había un sinfín de aves carroñeras, la suciedad de los plumajes y los gritos crispantes los delataban a sus oídos; seguían a los perros con la esperanza de obtener alguna comida. Había visto esa clase de pájaros con anterioridad sobrevolando en círculos en el ardiente cielo azul de Crimea.
-Han venido desde la mismísima África atraídos por el festín de carroña que el ejército británico les ha puesto en bandeja -le explicó Hatch, quien luego añadió-: Alguno de ellos ha venido aquí por mí, no me cabe duda -le aseguró. Sinclair había presenciado durante días la lenta coloración de la piel del sargento, cuya tez requemada por el sol de la India había ido cobrando un tono amarillento ictérico-. Es cosa de la malaria -le explicó el suboficial entre el castañeteo de dientes-. Se pasará.
Las cuchillas del deslizador se alzaron de pronto al pasar sobre una elevación oculta para luego volver a caer con la gracilidad de una bailarina. Copley jamás había visto un artilugio como ése. Para empezar, era incapaz de determinar con exactitud de qué estaba hecho. El cochecito donde viajaba Eleanor era resbaladizo y duro como el acero, pero mucho más ligero a juzgar por la velocidad con la que los perros eran capaces de arrastrarlo.
Los pájaros surcaban los cielos rápidos como flechas y aguantaban sin problemas el ritmo del trineo. En comparación, los buitres de Crimea resultaban mucho más displicentes, planeaban en círculos morosos e incluso se encaramaban en las ramas altas de los árboles resecos mientras veían pasar a las columnas de soldados. Aguardaban con las alas plegadas sobre el difuminado marrón de sus cuerpos y los ojos brillantes como cuentas atentos a la marcha, a la espera del siguiente soldado que, enloquecido por el sol o consumido por la sed, iba a apartarse de la formación y a derrumbarse hecho un ovillo al borde del camino. Nunca debían esperar mucho. Sinclair caminó penosamente junto a un escuálido Áyax y sólo pudo ver cómo los soldados de infantería, mientras hacían todo lo posible por mantener el ritmo, se desprendían primero de los sombreros, después de las casacas, más tarde de los mosquetes y de la munición. Quienes habían contraído el cólera se retorcían en el suelo, aferrándose las tripas con las manos, y suplicando, suplicando agua, suplicando morfina, y a veces implorando que les pegaran un tiro que pusiera fin a su agonía.
Tan pronto como los moribundos dejaban de sufrir y se quedaban inmóviles, los carroñeros desplegaban sus alas hediondas y se posaban en el suelo junto a ellos. Daban dos o tres picotazos a la víctima a modo de prueba, sólo para estar seguros, y luego se lanzaban al banquete con sus picos ganchudos y sus garras.
Hubo una ocasión en que Sinclair fue incapaz de contenerse y le descerrajó un tiro a un buitre, que saltó hecho trizas en un amasijo de carne y plumas. El sargento Hatch avanzó a medio galope, se puso a su altura se inmediato y se ladeó sobre la silla de montar para avisarle de que no volviera a hacerlo.
-Es un desperdicio de munición, y tal vez alerte al enemigo de nuestros movimientos.
Sinclair se echó a reír. ¿Cómo podía no saber el enemigo su avance? Habían empezado la marcha sesenta mil hombres, y todas esas botas levantaban una considerable polvareda en el cielo. Se habían estado arrastrando por las bastas planicies llenas de matorrales y zarzales de Crimea prácticamente desde el momento del desembarco. A mediados de septiembre habían tenido un serio encontronazo con las fuerzas zaristas a orillas del río Alma. La infantería le había echado bemoles y había escalado las laderas bajo una lluvia de cañonazos. Se apoderaron de todos los reductos y pusieron en fuga a los rusos.
Pero la caballería en general, y el regimiento de lanceros en particular, no había hecho nada. Lord Raglan, el comandante en jefe de la expedición, había dado orden de no moverse, la caballería era una chistera que no debía «salir del sombrerero». Las palabras habían circulado enseguida entre las filas. La caballería debía proteger los cañones y tal vez ayudar en el sitio de la fortaleza de Sebastopol, si es que el ejército llegaba allí alguna vez.
La campaña se había convertido para Sinclair en una sucesión de humillaciones y dilaciones, y por la noche, mientras vivaqueaban en algún claro y se convertían en pasto de los mosquitos que infestaban el país, apenas necesitaba conversar con Rutherford o Frenchie. Todos conocían la opinión de los demás y estaban demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera beberse su cupo de ron, comerse su ración de tocino crudo sin atragantarse y buscar con desesperación alguna corriente o estanque donde poder abrevar a los caballos y rellenar las cantimploras.
Los hombres que habían enfermado durante la noche eran llevados a los carromatos de transporte a primera hora de la mañana, después, eso sí, de haberse librado de los cadáveres, a los que enterraban a toda prisa en grandes fosas comunes. El hedor de la muerte acompañaba a las tropas británicas allá donde fueran y el teniente Copley llegó a pensar que jamás lograría sacárselo de encima.
-Sinclair -le llamó su compañera de aventura, que se había vuelto hacia él-. Veo algo ahí delante. -Alzó el brazo sin apenas energía y señaló en dirección noroeste-. ¿Lo ves?
Él también pudo distinguir a lo lejos el manojo de edificios renegridos y el barco varado en la playa, un vapor a juzgar por el aspecto. ¿Estaba habitado ese lugar? ¿Por quién? ¿Serían amigos o enemigos?
Dio un tirón a las riendas con el propósito de aminorar la velocidad y acercarse más despacio, aunque ganaba en confianza a medida que se acercaba al asentamiento. No salía humo por ninguna chimenea, los haces de las lámparas no se colaban por las contraventanas y no se escuchaba el golpeteo de cacerolas ni ollas. En suma, no se veía indicio alguno de vida, a pesar de que los huskies estaban muy habituados a moverse por ese lugar y trotaban por el laberinto de oscuros callejones helados con total aplomo. Condujeron el deslizador hasta un patio absolutamente desolado, momento en que el nuevo perro guía, un animal gris con una amplia franja blanca alrededor del cuello muy similar a una bufanda, se volvió hacia Sinclair a la espera de nuevas instrucciones.
Copley se bajó del trineo.
Distinguió un artilugio provisto de tenazas entre los rieles de la vía y se apresuró a acudir caminando pesadamente. Se acuclilló para examinar sus extremos, hundidos en el suelo helado y cubiertos en parte por la nieve. Una aguda punzada de dolor le subió por la pierna al hacer ese gesto, recordándole el mordisco recibido. Los colmillos de Kodiak le habían rasgado la bota de montar, dejando suelto un buen trozo de cuero.
Eleanor se removió en el vehículo y con voz tan funesta como los alrededores preguntó:
-¿Adónde hemos venido?
Sinclair miró en derredor y observó los almacenes y un cobertizo abierto donde había maquinaria abandonada; también pudo ver unos gigantescos peroles de hierro donde era posible cocer un hato entero de bueyes; y una telaraña de poleas y cadenas herrumbrosas. Podían verse por todo el patio rieles de tren que se entrecruzaban sin cesar y carretillas todavía más grandes de las que había visto en las minas de carbón de Newcastle.
Habían construido todo aquello con un fin específico, y no era vivir allí de forma tranquila ni cómoda. Sólo podía haber una razón: el dinero. En el Polo Sur únicamente había tres maneras de hacer caja: la pesca, la caza de ballenas o la matanza de focas, y a gran escala, además.
Al final de la vía herrumbrosa había un motor renegrido de locomotora cubierto por una fina capa de hielo de gran semejanza al glaseado del mazapán.
Dispersos por la llanura debía de haber unos treinta edificios de ventanas rajadas y entradas sin puertas sobre los goznes. En la parte posterior, en lo alto de la colina, Sinclair pudo distinguir un chapitel coronado por una cruz.
Y por un momento se detuvo al verla, pero luego prendió en él una chispa de desafío.
Apoyó la pierna herida sobre la palanca del freno y logró liberarla al cabo de un par de intentos.
-¡Adelante! -gritó a los canes.
Los huskies vacilaron en un primer momento, pero él gritó de nuevo y agitó las riendas hasta que ellos tiraron de sus arneses y el vehículo de deslizó hacia delante.
-¿Adónde vamos? -preguntó Eleanor.
-A la cima de la colina.
-¿Por qué? -inquirió ella con voz dubitativa.
Él sabía lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha.
-Porque está en alto y la altura siempre ofrece una posición estratégica -adujo, aunque supo que Eleanor sospechaba la existencia de otra razón.
El tiro se abrió paso hacia lo que tenía aspecto de haber sido una herrería, a juzgar por las forjas, yunques y lanzas casi tan largas como las que él había llevado a la batalla, y luego pasó delante de un comedor atestado de mesas de caballete, donde era posible advertir candelas cubiertas por el hielo todavía descansando sobre platitos de hojalata. «Quizá luego vuelva a por las velas», dijo él para sus adentros.
Los huskies tiraron con fuerza del deslizador mientras subían la ladera empinada. Mantenían gacha la cabeza y altas las paletillas. Eran criaturas fuertes y bien entrenadas, y en otras circunstancias le habría gustado tener la oportunidad de felicitar al propietario. Alguien había obrado con aquellos fabulosos canes tan magníficamente como el señor Nolan con los caballos.
Los perros ralentizaron el ritmo conforme se acercaban a la iglesia a fin de sortear la infinidad de piedras y gastadas cruces de madera señalizadoras de las tumbas del camposanto. Los enterramientos se habían hecho sin orden ni concierto y el viento pertinaz había castigado con saña las palabras cinceladas en las lápidas hasta convertirlas en un galimatías ilegible. Un ángel sin alas permanecía en lo alto de una losa y en otra mantenía el equilibrio la estatua de una mujer llorosa a la que le faltaba un brazo. Todas las lápidas estaban orientadas hacia el mar.
Sinclair volvió a pisar el freno cuando llegaron junto a la escalinata de madera que conducía al interior del templo. Se bajó de los patines y se situó junto a Eleanor para ayudarla a salir, pero ella se acurrucó dentro de la cesta y no le extendió la mano.
-Entremos. Tiene pinta de ser el mejor refugio que puede ofrecernos este campamento -observó.
Y pronto iban a necesitarlo, pues unos nubarrones negros cubrían ya el cielo y el viento soplaba aún con más fuerza. Ese tipo de tormentas se desencadenaba de la nada, era como la tempestad que se había cebado con la nave donde viajaban, arrastrándola cada vez más al sur.
Eleanor no se movió. Su rostro extremadamente pálido se había convertido en una máscara espectral.
-Sinclair, sabes por qué yo...
-Lo sé muy bien, y no quiero oír ni una palabra sobre el asunto -replicó él.
-Pero hay muchos otros sitios donde buscar cobijo. He visto un comedor a nuestra derecha mientras veníamos hacia aquí y...
-El comedor no tenía puertas y en el techo había un boquete del tamaño de la catedral de Saint Paul.
Sin querer, la palabra «catedral» recordó a ambos un poemilla que solían recitarse el uno al otro en tiempos más felices, uno que hablaba sobre unos cocoteros altos como la catedral de Saint Paul y arena blanca como la tiza de Dover. Sinclair desterró de su mente todos esos pensamientos y puso una mano en el codo de la muchacha, a la cual prácticamente sacó del trineo en volandas.
-Eso es una superstición, pura patraña.
-¿Recuerdas lo de Lisboa...?
No era algo que Copley fuera a olvidar así como así. Se habían presentado ante el altar de la catedral Santa María la Mayor para dar las gracias por lo que parecía una intercesión divina: Sinclair había logrado comprar el pasaje a bordo del Coventry, que zarpaba esa misma noche. Era un día muy feliz para ellos.
-Eso fue una casualidad. No tenía nada que ver con nosotros -replicó Sinclair-. La cuidad había sufrido muchos terremotos antes...
Él no quería darle margen para ningún tipo de fantasía. Debía trazar planes y había trabajo pendiente.
Una vez que los perros estuvieron acomodados entre las lápidas, tras las cuales protegían las cabezas, y escudando del viento los cuartos traseros con el rabo, sostuvo a Eleanor con una mano y llevó la otra a la empuñadura de la espada antes de empezar a subir los peldaños nevados del templo, en cuyo techo y en cuyo chapitel se habían posado las aves que los habían seguido, alineándose como gárgolas. La muchacha alzó la mirada y los vio en el preciso instante en que una de ellas graznó, alargó el pico y batió las alas. La joven se detuvo en seco.
-Es un maldito pájaro -repuso Sinclair con desdén mientras la arrastraba para hacerle subir el resto de los escalones.
Una puerta de doble hoja se alzaba en lo alto de la escalera. Habían cedido los goznes de uno de los batientes y éste se había desencajado y ladeado, congelándose allí mismo. Tras un esfuerzo considerable, Copley fue capaz de empujar el otro hasta abrirlo lo bastante como para poder meterse dentro. Nada más entrar se toparon con un montón de nieve acumulada durante las ventiscas. Él pasó primero y luego tomó a su compañera de la mano para ayudarla.
La estancia resonó con el eco de sus pasos sobre el suelo de piedra. Había varias hileras de bancos mirando hacia delante y encima de los mismos descansaban varios cantorales en avanzado estado de descomposición. Sinclair tomó uno y lo abrió, pero las pocas palabras aún legibles no estaban en inglés. Si debía apostar, se decantaría por alguna lengua escandinava. Lo dejó caer al suelo sin más, pero Eleanor reaccionó por instinto: lo recogió y volvió a dejarlo sobre el banco.
El techo estaba lleno de goteras y las paredes eran de madera, desgastada por las inclemencias climatológicas hasta convertirla en algo tan fino y pulido que cada línea y cada surco de los tablones se veían con la misma facilidad que una mancha de vino en un mantel de hilo blanco. El altar era una sencilla mesa de caballetes debajo de una cruz de talla tosca colgada de las vigas del techo. Eleanor entornó los ojos y se detuvo, arrebujándose en la parka que le estaba tan grande. Por el contrario, él avanzó por la nave con andares altaneros, se detuvo delante del altar, puso los brazos en cruz y habló como si se presentase ante un hacendado local que le hubiera invitado a una cacería.
-Bueno, ¡aquí estoy!
La voz de Sinclair reverberó entre los muros, pero el eco de sus palabras fue silenciado por el silbido del viento que se colaba por las angostas ventanas que hacía tiempo habían perdido sus vidrieras.
-¿Somos o no bienvenidos aquí? -gritó él de forma provocadora.
Un repentino golpe de viento desmochó la cresta de la nieve amontonada y lanzó al interior del edificio muchos copos, algunos de los cuales cubrieron los zapatos de Eleanor. Ésta se metió corriendo entre los bancos en busca de protección.
-¿Lo ves? -Sinclair se dio la vuelta con los brazos extendidos-. Ni una palabra de protesta.
Copley sabía que Eleanor le temía cuando se apoderaba de él ese estado de ánimo negro, cambiante y quisquilloso, pero ese lado oscuro había ido creciendo en él desde Crimea, y era tan ineludible e ingobernable como una sombra.
-No me imagino unos aposentos más acogedores que éstos -aseguró mientras miraba en derredor.
Entonces localizó detrás del altar una puerta de grandes bisagras negras. «¿Y si es la sacristía?», se preguntó. El golpeteo de sus botas negras contra el enlosado de piedra levantó nuevos ecos cuando anduvo alrededor del altar, cubierto de antiguos excrementos de rata, tal y como pudo apreciar al examinarlo más de cerca, hasta plantarse ante la puerta y abrirla de un empujón. Al otro lado del umbral había una habitación pequeña con una ventana cuadrada protegida por una contraventana de doble hoja. La estancia contaba con algo de mobiliario: una mesa, una silla, un catre cuya manta estaba enrollada a los pies y una estufa de hierro colado. Estaba tan deprimido que le pareció como si acabara de tropezarse con el salón del Longchamps Club. Apenas podía esperar para enseñárselo a Eleanor.
-Ven aquí -gritó-. Ya tenemos habitación para la noche. Eleanor no deseaba estar tan cerca del altar, eso era evidente, pero tampoco quería contradecir a Sinclair. Acudió hasta la entrada y se asomó. Él le pasó el brazo sobre los hombros y la estrechó con fuerza.
-Voy a traer las cosas del trineo, y veremos en qué podemos convertir esto, ¿eh?
Eleanor se encaminó hacia la ventana y la abrió en cuanto se quedó a solas. Contempló el exterior, donde un fuerte viento barría la llanura helada y levantaba polvaredas de nieve. En el lejano horizonte se recortaba el trazado de una cadena montañosa, cuyo lomo dentado se parecía mucho a alguna criatura recostada.
No vio nada que le alegrara la vista ni le levantase el ánimo o le ofreciera el menor atisbo de esperanza. En suma, no había nada que le persuadiera de que todo aquello no era más que otra visión de la condenación, eternamente iluminada por un gélido sol muerto.
El viento sopló aún más fuerte: silbó en los aleros de la iglesia e hizo vibrar hasta las mismas paredes.
CAPÍTULO VEINTIOCHO
13 de diciembre, 21:30 horas
-¡SOSTÉN LA VENDA, SOSTENLA en su sitio! -le ordenó Charlotte. Michael presionó la gasa contra el cuello de Danzing, del cual seguía saliendo sangre a borbotones, mientras ella cortaba el extremo de las suturas y dejaba caer las tijeras en la bolsa-. Y no le quites el ojo al monitor de la presión arterial.
Él observó la pantallita: la presión era baja y no había dejado de caer en ningún momento.
La doctora no paró ni un segundo desde que entró en el cobertizo del trineo. Había actuado con rapidez y aplomo, se había inclinado sobre el jadeante herido para cerrarle la mordedura de la garganta. Le había insertado un tubo de respiración y le había anestesiado nada más llegar a la enfermería; luego, le había cosido la herida y ahora le había puesto un catéter intravenoso para hacerle una transfusión de sangre.
-¿Va a salir de ésta? -preguntó Wilde, no muy seguro de querer saber la respuesta.
-No lo sé... Ha perdido demasiada sangre. Tenía cortada la yugular y la tráquea también estaba muy dañada -respondió mientras colgaba la bolsa de plasma en un soporte. Preparó la jeringuilla nada más comprobar que funcionaba-. Le he dicho a Murphy que solicite asistencia. Este pobre va a necesitar mucha más ayuda de la que podemos ofrecerle aquí.
-¿Qué le estás inyectando? ¿Una antirrábica? -quiso saber él mientras notaba en las yemas de los dedos la gasa humedecida. Al mirar, la vio coloreada de un rojo intenso.
-Le pongo una inyección antitetánica -replicó Charlotte mientras alzaba la jeringuilla a la luz y empujaba el émbolo-. No dispongo de vacunas contra la rabia, pero claro, tampoco suponía que iba a haber perros aquí abajo.
Le administró la vacuna, pero el monitor de presión arterial y el electrocardiógrafo empezaron a enloquecer antes de que la doctora ni siquiera hubiera tirado a la basura la jeringuilla usada.
-Ay, mierda, un paro cardiorrespiratorio -masculló ella mientras dejaba caer la aguja en la pileta y abría a toda prisa un armario situado en la pared de detrás.
Un pitido constante sonaba por toda la habitación de forma ominosa.
Charlotte cargó las palas del desfribilador, una escena que Michael había visto innumerables veces en las teleseries de médicos, las aplicó sobre el pecho velludo de Danzing, pues le habían cortado con tijeras la camisa de franela y estaba a plena vista la piel anaranjada a causa de la mercromina. Wilde observó cómo una de las palas lubricadas con pasta conductora cubría el espacio de la piel ocupado por un tatuaje, la cabeza de un husky, y él no pudo evitar preguntarse si no sería Kodiak.
La doctora contó hasta tres y gritó:
-¡Fuera!
Apretó las palas contra el pecho del herido y pulsó los botones para provocar una descarga que hizo saltar a Danzing: la cabeza se quedó pegada a la camilla y el cuerpo se arqueó hacia arriba.
Pero el zumbido de los monitores no se alteró lo más mínimo.
-¡Fuera! -volvió a gritar.
Michael retrocedió un paso, pues se había acercado un poco, mientras ella efectuaba una segunda descarga. El cuerpo se estremeció de nuevo, pero las líneas de las pantallas azules permanecieron planas. Le habían saltado varios de los puntos.
Las trenzas colgaron libremente a ambos lados del rostro de Charlotte, quien respiraba pesadamente. Tomó aliento y lo intentó una vez más. Un olor similar al de carne a la parrilla llenó la habitación, pero no hubo cambio alguno. El cuerpo volvió a quedarse inerte y completamente inmóvil. Danzing sangraba algo por el cuello, pero Michael no tenía nada con que limpiarle.
Charlotte se enjugó el sudor de la frente con la manga y lanzó otra mirada a los monitores antes de dejarse caer sobre el taburete de ruedas situado detrás de ella, donde se sentó con los hombros hundidos y el rostro bañado en sudor. Michael permaneció a la espera, preguntándose qué iba a hacer a continuación. La cosa no podía acabar ahí.
Él se levantó de su asiento y apoyó el talón de una mano sobre el pecho del musher.
-¿Hago fuerza...?
Ella se limitó a negar con la cabeza.
-¿No debería intentarlo al menos? -preguntó él mientras le hacía un masaje cardiaco tal y como le habían enseñado en los cursos de primeros auxilios-. ¿No convendría hacerle el boca a boca?
-Ha muerto, cielo.
-Tú dime sólo qué podría hacer.
-No hay nada que tú puedas hacer -replicó ella, levantando la mirada hacia el reloj de la pared-. A decir verdad, y si quieres saberlo, murió en el mismo momento en que ese maldito chucho le cogió por banda.
Charlotte se levantó sin volver la vista atrás y alargó la mano hacia un potapapeles. Tomó una pluma y sacudió la cadena que la sujetaba para poder consignar la hora de la defunción.
Danzing seguía con los ojos abiertos. Michael se los cerró.
La doctora fue desconectando todas las máquinas. Luego, reparó en el collar de dientes de morsa y lo recogió del suelo, donde lo había arrojado al quitarle la ropa.
-Era su amuleto... Le traía buena suerte -observó Wilde.
-No la suficiente -replicó ella, entregándoselo a Michael.
Se sentaron en silencio, uno a cada lado del cuerpo, y estuvieron así hasta que Murphy O’Connor asomó la cabeza por la puerta.
-Traigo malas noticias sobre lo del helicóptero... -empezó, y entonces se dio cuenta de lo sucedido-. Ay, la Virgen... -murmuró.
Charlotte retiró el catéter.
-Sin prisa. Pueden tomárselo con toda la calma del mundo.
Murphy se pasó los dedos por los cabellos entrecanos y clavó la mirada en el suelo.
-La tormenta va a ser mucho peor antes del alba. Debían esperar a que amainase, eso me dijeron.
El periodista aguzó el oído. Fuera, el viento aporreaba las paredes de la enfermería con verdadera saña, pero no lo había notado hasta ese momento.
-Dios todopoderoso -murmuró O’Connor. Hizo ademán de marcharse, pero antes le dijo a Charlotte-: Hiciste todo lo posible, estoy seguro. Eres una buena doctora. -Ella no reaccionó ante la lisonja-. Le diré a Franklin que se pase por aquí para echarte una mano con el cuerpo. -Entonces, Murphy miró a Michael-. ¿Por qué no me acompañas a la oficina? Tenemos que hablar.
Murphy se marchó y dejó a Wilde indeciso, pues no deseaba ausentarse y dejar a Charlotte a solas con el cuerpo, no con un cadáver, al menos no hasta que acudiera Franklin o algún otro.
-Estoy bien -le tranquilizó ella, intuyendo su dilema-. Uno se acostumbra a la muerte cuando curra en las urgencias de Chitown¹, así que vete.
Michael se metió el collar de morsa en el bolsillo mientras se ponía de pie y luego fue a la pileta, donde se lavó la sangre de las manos. Entretanto, acudió Franklin.
Luego, se fue, y cuando ya había salido de camino hacia el hall, ella gritó a sus espaldas:
-Ah, por cierto, gracias. Has sido un enfermero de primera.
El periodista encontró a Darryl en la oficina de O’Connor. El pelirrojo sostenía una taza desechable de café. Era evidente que Murphy acababa de ponerle al corriente de la muerte de Danzing. El propio jefe estaba reclinado sobre el respaldo de su silla, donde se había desplomado sin fuerzas. Michael se poyó sobre un archivador abollado y permanecieron en silencio durante más de un minuto. Nadie necesitaba decir nada.
-¿Alguna idea...? -preguntó O’Connor finalmente.
Se produjo otro largo silencio.
-Si te refieres a lo de Danzing y el perro, no -se aventuró a contestar Michael-, pero si la cosa va sobre los cuerpos desaparecidos, entonces hay una idea que tengo bastante clara.
-¿Y cuál es?
-Alguien se ha ido de la olla. Tal vez sea un caso del Gran Ojo.
-Ya he hecho mis indagaciones -repuso Murphy-, y han tenido que darme explicaciones todos, incluso el Gnomo. Y no se ha chalado ninguno, bueno, no más de lo normal. Y nadie ha abandonado la estación.
Darryl sopesó esa información antes de decir:
-De acuerdo, en tal caso, quienesquiera que sean los ladrones han ocultado los cuerpos en alguna parte. Otra cosa no, pero por cualquier sitio de por aquí hace frío suficiente para que vuelvan a ser hielo bien sólido. Han vuelto a la base echando leches después de esconderlos.
-¿Y los perros?
Darryl debía reflexionar sobre eso, pero Michael conocía a los huskies, y estaba seguro de que volverían por su cuenta a menos que alguien los retuviera.
-¿Pueden sobrevivir a una tormenta como ésta? -preguntó Darryl.
Murphy resopló.
-Esto para ellos es un día de playa. Van a tumbarse y a dormirse tan panchos. La mierda del asunto es que se han borrado las huellas.
A pesar de todo, Michael tuvo un pálpito sobre el posible destino de los canes.
-Stromviken, han ido allí. Ése es el destino de su carrera de entrenamiento.
-Podría ser -concedió Murphy tras pensárselo un rato-, pero si alguien los ha llevado hasta allí, incluso si ha tenido tiempo de darse el viajecito, y eso me parece muy poco probable, ¿cómo demonios ha vuelto a la base sin ellos?
Ningún miembro de la base es capaz de volver a pata hasta aquí con la que está cayendo, ni siquiera yo. Nadie puede ir a ninguna parte con esta tormenta.
-¿Y si hubiera utilizado una motonieve? -aventuró Michael-. Pudo ponerla detrás del trineo y remolcarla, ¿no?
El jefe O’Connor adoptó una expresión socarrona.
-Por poder ser, pues sí, pero quien fuera obligó a los pobres chuchos a tirar de la motonieve y mover el bloque de hielo.
-Había disminuido mucho de volumen -intervino el biólogo-. Estaba a punto de deshelarse.
Murphy adelantó la cabeza tras una pausa.
-Como prefieras, pero, resumiendo, quienquiera que sea se ha llevado el témpano con los cuerpos a algún sitio, sea a la factoría ballenera, a la colonia de grajos o a una gruta helada de por los alrededores, y ha vuelto a toda pastilla gracias a una motonieve, una motonieve que nadie ha echado en falta...
-Y nadie la ha oído al marcharse ni al volver -terció Michael.
-Cierto, eso también -admitió Murphy mientras volvía a pasarse los dedos por el cabello entrecano-. ¿Veis como no cuadra nada?
Michael le dio la razón. Era verdad. De hecho, era la primera vez que se había detenido a intentar unir todas las piezas del rompecabezas. No le extrañaba que Murphy ya tuviera un aspecto fatigado y muy perplejo.
Bastaba mirar el rostro de Darryl para ver cómo le consumía la rabia. Habían saqueado su laboratorio y le habían robado su más valioso espécimen.
-No ha podido hacerlo un solo ladrón, lo dudo mucho -afirmó-. Me resulta difícil creer que una sola persona haya sacado los cuerpos del tanque y haya sido capaz de sujetarlos al trineo en el breve lapso de tiempo que pasó desde que salí del laboratorio hasta que los eché en falta. -El biólogo meneó la cabeza-. Han debido de ser un mínimo de dos personas para poder moverlo todo.
-Así pues -replicó Murphy-, ¿qué dices? ¿Se te ocurre algún candidato?
Darryl tomó un sorbo de café antes de contestar:
-¿Qué tal Betty y Tina? ¿Estás seguro de que te han dicho la verdad sobre sus movimientos?
-¿Y por qué diablos iban a hacerlos las glaciólogas? -inquirió Murphy.
-No lo sé -admitió Hirsch con exasperación-, pero tal vez querían encargarse ellas mismas del trabajo. Quizá creyeron que yo se lo había quitado y ellas tenían sus propios planes.
Semejante despropósito no sólo sonaba traído por los pelos, sino que daba la impresión de que el propio Darryl sabía que esa teoría no había por donde cogerla. Alzó las manos, disgustado, y luego las reposó sobre el regazo.
-Les seguiré la pista -repuso Murphy, dejando entrever en la voz que no estaba demasiado convencido.
-Mientras tanto, quiero un cerrojo para mi laboratorio -insistió el biólogo-. Debo mirar por mi pez.
-Pero ¿de veras piensas que van a volver a llevarse también tu pez? -replicó Murphy-. No, no me lo jures... Te buscaré un candado.
CAPÍTULO VEINTINUEVE
13 de diciembre, 22:30 horas
ELEANOR INTENTÓ HACER ALGO de utilidad en la rectoría mientras Sinclair regresaba con provisiones de su paseo hasta el trineo. Desenrolló la manta de algodón, que estaba más tiesa que una tabla de lavar, y procuró barrer del suelo las cagarrutas de roedor con una vieja escoba que encontró apoyada en una esquina. Cuando abrió la caldera de la estufa encontró una rata petrificada, tumbada sobre un lecho de astillas y de paja. La tomó por la cola y la tiró por la ventana; después cerró con fuerza las contraventanas.
Encontró un paquete de fósforos lucifer encima de la mesa, junto a una vela consumida y un juego de llaves comidas por la herrumbre. Tomó una cerilla para prender lumbre y al cabo de unos instantes logró tener un pequeño fuego ardiendo en la estufa.
Creyó que eso complacería a Sinclair, pero lo cierto fue que miró las llamas con recelo después de colocar unos cuantos libros y las botellas en la estantería, y dijo:
-El humo de la chimenea nos delatará.
‹¿A los ojos de quién?›, pensó ella. ¿Acaso había alguien en kilómetros a la redonda? Se le encogió el corazón ante la perspectiva de tener que apagar la pequeña pero alegre fogata.
-Pero la tormenta lo disipará -continuó Sinclair, pensando en voz alta-. Déjalo, amor.
Él volvió a marcharse de nuevo y Eleanor se dejó caer sobre el catre, pues de pronto le pasaban factura todos los esfuerzos de las horas previas. Se sintió como si estuviera a punto de derretirse por completo y se tendió sobre la raída manta, todavía envuelta por el abrigo. Cerró los ojos cuando sintió que la habitación le daba vueltas y se aferró al catre tal y como había hecho tantos años atrás en el transcurso de aquel horrible viaje a Constantinopla a bordo del Vectis, un vapor que no había dejado de cabecear y bambolearse en la mar encrespada, donde encima se estropearon los motores al poco de abandonar el puerto de Marsella.
Moira estaba convencida de que todos iban a morir, de que el barco zozobraría en medio de la tormenta, y Eleanor había tenido que consolarla toda la noche, hasta que el tiempo cambió de pronto a la mañana siguiente y los motores volvieron a funcionar. Muchas enfermeras sufrieron mareos y cosas peores. Los marineros debieron subirlas a la cubierta de popa para que se recobraran gracias al aire fresco y el sol. Moira se arrodilló junto a la barandilla y elevó a los cielos una retahíla de padrenuestros.
La señorita Florence Nightingale pasó junto a ellas en ese momento y las saludó con una leve inclinación de cabeza. La superintendente también había sufrido la severidad del viaje y caminaba del brazo de su amiga, la señora Selina Bracebridge. Ésta era una mujer casada, a diferencia de la señorita Nightingale, la solterona más famosa de las Islas Británicas, pero las altas instancias militares habían resuelto que sería inapropiado emplear en el extranjero a mujeres solteras para la asistencia médica de heridos, razón por la cual las treinta y ocho enfermeras, con la sola excepción de la jefe del contingente, perdieron la condición de señoritas para recibir la mención honorífica de señoras, con independencia de que estuvieran o no casadas. Asimismo, también les facilitaron uniformes expresamente confeccionados por los modistas con el fin de hacerlas lo menos atractivas posible y difuminar las curvas de la silueta femenina por completo, razón por la cual los vestidos grises no tenían forma alguna y les colgaban como si fueran sacos de lana, y las gorritas blancas eran unos artilugios estúpidos que no favorecían a propósito los rasgos de ninguna de ellas.
Eleanor llegó a escuchar cómo una de las enfermeras le decía a la superintendente Nightingale que se consideraba capaz de sobrellevar todas las penurias del trabajo, pero luego añadió:
-Unas gorras son adecuadas para unos rostros y otras son para otro tipo de caras, pero si yo llego a saber que nos dan éstas, y mire que tenía ganas yo de ejercer de enfermera en Scutari, pues si lo sé, no vengo, señorita.
Las enfermeras que habían aceptado la misión formaban un grupo de lo más variopinto. Ella era muy consciente del recelo con el que iban a ser observadas cuando volvieran de aquella misión. Ciertos sectores de la prensa y la opinión británica las habían ensalzado como a heroínas por marcharse a realizar una tarea penosa pero honorable en las más atroces condiciones, pero en otros se habían cebado con ellas y las habían descrito como jóvenes impúdicas de clase trabajadora, unas buscadoras de fortuna que esperaban engatusar a oficiales heridos en su momento más vulnerable.
Catorce de las enfermeras habían sido reclutadas en hospitales públicos, como era el caso de Eleanor y Moira, pero Nightingale también había seleccionado a seis hermanas procedentes de la Training Institution for Nurses for Hospitals, Families and the Sick Poor, más conocida como Saint John’s House por tener su primera sede en la parroquia de San Juan Evangelista, fundada por el catedrático Todd con los parabienes del obispo de Londres; ocho de la Hermandad Protestante de la señorita Sellon y diez novicias de católicas; cinco del Orfanato de Norwood y otras cinco procedentes del hospital de las Hermanas de la Misericordia en Bermondsey. La incorporación de estas últimas dio que hablar. La confesión católica de muchos soldados no causaba problema alguno, pero levantaba ampollas la idea de que monjas católicas pudieran atender de cerca a hombres de otro credo, protestantes, por ejemplo. ¿Y si aprovechaban la oportunidad de oro que les ofrecía el disfraz de enfermera para hacer proselitismo en secreto a favor de la siniestra Iglesia Católica?
Cuando el Vectis se aproximó al estrecho de los Dardanelos, Eleanor observó que la superintendente se aferraba a la barandilla del barco y clavaba la mirada y su rostro adusto estaba tan pálido como de costumbre, pero había en él una expresión de arrebato. La brisa marina llevó hasta los oídos de la enfermera Ames las palabras con que la señorita Nightingale ensalzaba el paisaje a su amiga Selina.
-Éstas son las fabulosas llanuras de Troya, donde luchó Aquiles y Helena derramó sus lágrimas.
La superintendente parecía extasiada por esa visión. Eleanor sabía que Florence Nightingale procedía de una buena familia y que había sido educada en los mejores colegios, y la envidió por eso. Ella misma había emigrado a Londres en busca de mejorar su propia condición, pero el duro e interminable trabajo en el hospital de Harley Street le rentaba poco dinero y le dejaba poco tiempo para tales fines.
Sinclair había cambiado eso por poco tiempo.
¿Cómo habría reaccionado de haber sabido que ella se acercaba al escenario bélico? Copley le hubiera aconsejado que no lo hiciera, estaba segura de eso, pero le resultaba muy difícil de soportar la perspectiva de que tal vez él pudiera necesitarla mientras ella se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Cogió al vuelo la oportunidad en cuanto se corrió la noticia de que se buscaban voluntarias para Crimea, y Moira, cuyo apego hacia el capitán Rutherford era más interesado que ardiente, la imitó.
-Dios los cría y ellos se juntan -dijo con despreocupación antes de firmar su solicitud.
Refugiada en la antigua factoría ballenera, Eleanor se preguntó cuál habría sido el destino de Moira. Habría muerto hacía décadas, por supuesto.
Sinclair irrumpió otra vez en la habitación con los brazos llenos de misales y cantorales.
-Qué bien nos van a venir -dijo mientras empezaba a hacer trizas los libros para luego arrojarlos al interior de la caldera.
Eleanor no dijo nada cuando las páginas arrugadas alimentaron la fogata, cada vez mayor, a pesar de que el sacrilegio le hacía sentir todavía más incómoda.
Él cerró la caldera cuando el fuego rugía y anunció que se iba a por otras cosas. Fue hasta la puerta y arrastró dentro un saco de lona que había dejado fuera y del mismo sacó cabos de vela, platos y copas de latón, cucharas dobladas, cuchillos y una licorera agrietada.
-Mañana realizaré un reconocimiento más minucioso, pero por ahora tenemos cuanto necesitamos.
Copley había vuelto a su comportamiento militar: reconocer los alrededores, reunir provisiones, hacer planes. Eso supuso un alivio para Eleanor y esperaba que ese estado de ánimo durase mucho, pues sabía perfectamente que el lado siniestro de Sinclair podía volver siempre, y en cualquier momento.
Palmeó la bolsa de comida que había cogido del cobertizo de los perros, ahora recostada sobre una pata de la mesa.
-¿No deberíamos calentar algo para la cena? -comentó.
Lo dijo como quien pedía permiso para tomarse un suflé de chocolate.
-Comida... y bebida -agregó mientras depositaba sobre la mesa una de las botellas negras de vino.
CAPÍTULO TREINTA
14 de diciembre
LA ENFERMERÍA DE POINT Adélie no tenía una morgue propiamente dicha porque no la necesitaba: toda la Antártida era un módulo de baja temperatura. Murphy se decantó por conservar el cuerpo del musher en el lugar más frío y protegido de todos: en la bóveda existente debajo del almacén de muestras de glaciología. No era la primera vez. Habían guardado allí el cuerpo del geólogo muerto el año anterior después de rescatar el cadáver de la grieta.
La perspectiva no hizo demasiado tilín a Betty ni a Tina, pero ambas comprendían la gravedad de la situación y se mostraron predispuestas a buscarle un sitio al cuerpo de Danzing.
-Lo guardas ahí siempre y cuando el cuerpo esté protegido y sellado. No podemos arriesgarnos a contaminar el hielo de las muestras -contestó Betty.
-Además, tampoco me apetece tener los ojos muertos de ese desdichado pegados en mi cogote, la verdad -añadió Tina-. Ya da bastante grima tenerlo ahí abajo.
El jefe O´Connor tuvo que estar de acuerdo con eso y se ofreció voluntario para ayudar a Franklin con la preparación de los restos mortales, pues en su fuero interno tenía el convencimiento de que al menos le debía eso a Danzing. Primero metieron el cuerpo en una bolsa de cadáveres transparente, cerraron la cremallera y luego introdujeron el bulto dentro de un saco de lona verde oliva.
Michael y Franklin usaron una camilla de ruedas para recorrer el trayecto lleno de baches que iba desde la enfermería hasta el laboratorio de glaciología. La fuerza del viento derribó dos veces la camilla y Michael se vio obligado a depositar el cadáver en su sitio, y pudo notar cómo empezaba a ponerse rígido, ya fuera a causa del rígor mortis o de la temperatura. En cualquier caso, la sensación de estar levantando una estatua humana le puso el vello de punta.
Los escalones de descenso al subterráneo habían sido hechos con pico y pala en el permafrost. Michael y Franklin tomaron el cuerpo por los pies y por los hombros a fin de llevar en vilo al difunto, una forma más viable que intentar bajarlo en la camilla. Una luz blanca se encendió cuando el dúo pasó delante de un detector de movimiento, bañándolos con un brillo apagado. En un rincón de la bodega había tallada en la tierra algo muy similar a una mesa de autopsias. Franklin la señaló con una indicación de mentón y balancearon el cuerpo entre los dos hasta depositarlo en dicho lugar con un golpe seco.
En el extremo opuesto de la bóveda, una muestra cilíndrica de hielo descansaba asegurada por un torno encima de una mesa de laboratorio. El periodista vio colgados del estante de la pared varios taladros, barrenas y sierras. Tuvo la sensación de que aquel sitio era el más frío y aterrador de todo el continente helado. Bastaba una piedra de molino delante de la entrada para poder llamarlo cripta.
-Vámonos de aquí echando leches -dijo Franklin.
Michael creyó haberle visto santiguarse de tapadillo.
Betty los esperaba en lo alto de las escaleras, abrazándose el cuerpo con los brazos para combatir la gelidez del viento.
-Espero que no vaya a estar ahí mucho tiempo -le dijo a Franklin.
-Éste sale de aquí en cuanto pueda acercarse el próximo avión -contestó el aludido mientras salía pisando fuerte de camino al recibidor.
Michael se demoró, pues tenía una buena loncha de rosbif en el bolsillo para el polluelo de págalo.
-Menudo alegrón se va a llevar Ollie -observó Betty, sonriente.
Michael apartó la nieve que había vuelto a apilarse sobre el cajón de plasma antes de arrodillarse y mirar dentro. Ahí estaba el huérfano, más grande que nunca. El pico gris asomaba fuera del nido hecho con las finas virutas de madera. El ave se removió y se puso de pie al ver a su benefactor. Éste extendió el rosbif y el polluelo, tras mirarlo un segundo, se lanzó adelante, se lo quitó de un picotazo y se lo tragó de golpe.
-Debería traerte un rábano picante un día de estos -comentó Michael. El págalo alzó los ojos hacia él, tal vez a la espera de más comida-. Alguna vez volarás y te irás, ¿no?
-¿Cómo? ¿Y perderse lo bueno? -bromeó la glacióloga mientras él se incorporaba de nuevo-. Afróntalo, está amaestrado y probablemente no sobreviviría ni un día en el mundo salvaje. Ahí fuera no van a darle rosbif.
-¿Y qué será del bicho cuando me vaya? No es algo que pueda llevarme a Tacoma precisamente.
-No te preocupes. Tina ya ha rellenado los papeles de la adopción. Ollie estará bien.
Eso le concedió cierta tranquilidad de espíritu. Hacía mucho tiempo que no había tenido ocasión de rectificar nada, y mucho menos de salvar algo. Por eso, aunque fuera algo tan nimio e insignificante como el destino de un polluelo, estaba muy agradecido por ese inesperado respiro. Tenía la esperanza de que tal vez pudiera redimirse de la tragedia de las Cascadas poco a poco.
Se topó con los equipos de búsqueda organizados por Murphy mientras caminaba con dificultad en la nieve. Uno de ellos estaba compuesto por Calloway, el maestro de buceo, y otro recluta a quien no lograba identificar porque llevaba un sombrero de ala ancha calado hasta las orejas.
-Buenas tardes, tronco -le llamó el falso australiano a grito pelado mientras agitaba la tormenta. Michael alzó una mano enguantada en señal de reconocimiento. Calloway añadió-: Avísame si ves por ahí a los perros perdidos, ¿vale?
-Acudiré a ti primero si los veo.
Michael pasó cerca del laboratorio de biología marina y vio encendidas las luces. Era capaz de escuchar la música clásica incluso a pesar del ulular del viento. Se desvió de su camino e intentó abrir la puerta, pero apenas logró entreabrirla. Pudo ver un cable atado a la manivela por la parte de dentro.
-¿Quién va? -oyó gritar a Hirsch.
-Soy yo, Michael -respondió él, también a gritos.
-Un momento.
Darryl se aproximó a la puerta, retiró el cable de la manivela y le dejó entrar.
-Menudo sistemita de seguridad te has montado... Alta tecnología -observó Michael, burlón, mientras pisaba con fuerza para sacudirse la nieve de las botas.
-Tendrá que valer hasta que Murphy me consiga un pasador de verdad.
-Pero un pestillo sólo va a servirte de algo mientras tú estés dentro. ¿Qué harás cuando te ausentes?
-Voy a poner un cartel.
-¿Y qué dice?
-Que hay varios especímenes anfibios sueltos por aquí y que son venenosos.
El periodista se echó a reír.
-¿De veras piensas que va a funcionar?
-No, lo cierto es que no -admitió mientras volvía a su asiento delante de la mesa-, pero por otra parte, creo que los ladrones se han llevado lo que realmente querían.
Darryl tenía delante de él, encima de la mesa, un pez de unos treinta centímetros abierto en canal y sujeto con alfileres por los extremos a fin de que no se le cerrara. El espécimen era transparente en su práctica totalidad. Las agallas eran blancas y su sangre, si es que la tenía, parecía tener el mismo color que el agua. Sólo había una nota discordante: el dorado del ojo muerto, fijo en el infinito. Michael recordó las clases de Biología en el instituto al ver aquello.
El biólogo ya había alineado a la siguiente víctima, otro pez que permanecía casi inmóvil al fondo de un tanque frío en cuyos bordes se estaba solidificando una capa de escarcha. Le separaba de la actual pieza diseccionada una hilera de frascos de cristal del tamaño de unos chupitos. Todos los frasquitos estaban llenos de una solución, salvo tres de ellos, que contenían también unos órganos pequeños extraídos y preservados para su estudio posterior.
-¿Es necesario que el pobre vea el descuartizamiento?
-Por eso he puesto la hilera de frascos: para taparle la visibilidad.
-Parece una perca -observó el periodista al estudiar el pez diseccionado.
-Tienes un ojo clínico -le felicitó Darryl-. Los blénidos antárticos o notothenioidei son un suborden de peces dentro del orden de los perciformes.
-¿Cómo dices...?
-Hace cincuenta y cinco millones de años la temperatura del océano Antártico disminuyó sin cesar -empezó Darryl, claramente feliz de poder abordar ese tipo de temas-, y pasó de los veinte grados centígrados a la temperatura actual, en torno a los dos grados bajo cero. El bioma marino se vio cada vez más aislado. El agua se enfrió mucho y la migración era más difícil, de modo que los peces de aguas poco profundas se vieron en la tesitura de adaptarse o morir. La mayoría de las especies se extinguió.
-¿Y estos tipos no?
-Estos chavales se endurecieron -repuso Darryl con manifiesta satisfacción y cariño-. Los nototénidos se mantuvieron en el fondo del mar, donde el aumento de presión baja el punto de congelación, y se tomaron su tiempo para aclimatarse y desarrollar un metabolismo de bajo consumo, dando la mejor solución individual al problema del oxígeno: aprendieron a almacenarlo y a conservarlo más tiempo en sus tejidos.
-¿No en la sangre? -preguntó Michael, recordando lo que Darryl le había contado sobre el tema antes de su primera inmersión-. Entonces, ¿no tienen hemoglobina?
-Así que prestabas atención -observó el biólogo-. Estoy impresionado. Bueno, sigo... la sangre es transparente al no tener glóbulos rojos, pero sí tiene anticongelante natural, una glicoproteína hecha de hidratos de carbono y aminoácidos. Esa glicoproteína rebaja el punto de congelación del agua entre doscientas y trescientas veces...
A Michael le costaba seguir el hilo de la explicación.
-Entonces, ¿tienen un anticongelante natural, como el que usamos para los coches?
-No del todo -repuso Darryl mientras extraía el corazón del pez con suma delicadeza y lo sostenía con unas pinzas hasta dejarlo caer en uno de los frascos. El periodista percibió un olorcillo a formaldehido-. Las moléculas del anticoagulante del pez no se comportan como las del etilenglicol que le echas al radiador del coche. Éstas evitan que el pez se congele incluso en aguas muy frías, siempre que tenga cuidado de...
Alguien aporreó con fuerza la puerta. Cuando Michael se volvió, vio cómo se estiraba el cable de sujeción de la manivela.
-¿Y qué diablos pasa ahora? -se quejó Darryl.
-Lo más probable es que sea Calloway... Estaban registrando la estación de arriba abajo.
Darryl se levantó a regañadientes de su asiento.
-¿A santo de qué vienen aquí? ¿Para rebuscar en la escena del crimen?
-No buscan los cuerpos -le avisó Michael-. El jefe O´Connor desea llevar esto con la mayor discreción posible.
El biólogo se detuvo en seco y se volvió hacia Wilde.
-¿Creen que tengo aquí dentro a los perros?
Meneó la cabeza mientras deshacía el nudo.
-Eh, tronco, ¿a qué le tienes miedo? -preguntó el falso australiano en cuanto se abrió paso con el recluta del sombrero de ala ancha calado hasta las cejas. Los recién llegados se sacudieron la nieve de los abrigos y las botas nada más entrar en el laboratorio.
-A nada, pero me gusta que la gente llame antes de entrar.
-Sí, hombre, lo haré -aseguró Calloway, dándole una palmada en el hombro- la próxima vez.
Echó un vistazo a la mesa del laboratorio y a la víctima diseccionada.
-¿Es un draco...? -aventuró Calloway-. No veas qué filetitos más ricos puedes hacer con los más grandes. -Se dejó caer por la mesa de trabajo y examinó el contenido de los frascos-. Me da en la nariz que de esas cosas de ahí voy a pasar.
Michael reconoció al recluta del sombrero: era Osmond, trabajaba en la cocina, pues era uno de los pinches del tío Barney. El tipo se puso a husmear en los armarios y debajo de las mesas del laboratorio. «¿Qué demonios se pensará este chaval que puede encontrar ahí?», se preguntó el periodista.
-Pero este pescadito de aquí, el coleguita aún está fresco -comentó Calloway con el falso deje tan propio del interior de Australia. Fijó la vista en el pez del tanque fresco-. A juzgar por esos morritos huesudos tiene pinta de ser un pez hielo de Charcot Land.
-No vas descaminado -repuso Darryl, bastante más calmado. Él siempre apreciaba a las personas que acreditaban conocimientos de la vida marina- Acabamos de pescarlo con las últimas trampas.
Michael dio un rodeo a la mesa para echarle un vistazo más de cerca. Vio un pez de cuerpo elongado, cabeza cubierta de escamas plateadas y labio chato y proyectado hacia delante como el pico de un pato. Darryl también acudió, tal vez para señalar alguno de los rasgos más singulares del ejemplar, pero se tropezó con Osmond. Éste ya había completado el tosco registro del lugar y había decidido unirse al grupo.
-¡Ahí va, si puedes ver a través de él...! -observó Osmond, arrastrando las palabras. Michael lo tenía por un tipo de muy poquitas luces-. Es igualito que Casper, el simpático fantasma de dibujos animados.
Todos a su alrededor sonrieron cuando Osmond inclinó la cabeza sobre el recipiente para ver más de cerca al pez. Entonces, de pronto, el biólogo miró el ala de su sombrero y gritó:
-¡No, atrás!
Darryl intentó darle una manotada al sombrero, pero ya era tarde: un montoncito de nieve y hielo se desparramó como una cascada de diamantes desde el ala hasta el tanque. El pez se removió, sorprendido por el movimiento: posiblemente interpretó la agitación del agua como la posibilidad de conseguir comida, razón por la cual alzó la cabeza hacia la superficie. La lluvia de cristales de hielo cayeron a pocos centímetros, y algunos rozaron la nariz y las agallas del draco o pez de hielo.
-¡Maldita sea...! -bramó el biólogo.
Michael entendió el motivo de esa reacción al cabo de un segundo: el tembloroso pez dejó de moverse y se quedó rígido.
Apareció una fina celosía compuesta por una miríada de hexágonos de hielo y se produjo una reacción en cadena: el entramado se extendió de la cola a la cabeza del pez. Se quedó petrificado como una tabla de planchar y más muerto que Carracuca. Flotaba lentamente en el agua con el dorso traslúcido orientado hacia el fondo y la mirada fija en la nada.
Wilde no salía de su asombro.
-¿No dijiste que estos peces llevaban anticongelante en la sangre?
-Y así es -replicó Darryl con voz lastimera-, y eso es lo que los mantiene vivos en aguas tan frías, pero sólo en las profundidades. El hielo flota, ¿recuerdas?, y jamás baja hasta el bentos, donde viven ellos. Si estos peces llegan a entrar en contacto con el hielo, los cristales de hielo actúan como un agente diseminador y sobrepasan sus defensas.
-Jo, tío, lo siento un montón -se disculpó Osmond, sosteniendo el sombrero con ambas manos-. Jamás pensé que pudiera suceder algo así.
Miró a su alrededor, estudiando el rostro de los demás para ver si estaba metido en un aprieto.
-Está bien, tronco -dijo Calloway-. Si el pescadito no es lo bastante bueno para los probetas, todavía sigue siendo fetén para meterlo en la olla y hacer una buena bouillabaise.
-No, éste no -negó el biólogo-. Puedo descongelarlo y tomar una muestra de la sangre.
-¿La sangre...? -inquirió Calloway, dubitativo-. ¿Y qué sacas de ahí?
-Esa sangre, amigo mío, contiene secretos que algún día el mundo se alegrará de poder usar.
El falso australiano tironeó al recluta de la manga, como si dijera: «Dejemos a esta panda de chiflados con sus locos experimentos». Los dos se escabulleron hacia la puerta.
-Seguro que tiene razón, doctor -convino antes de lanzarse al exterior, donde los atrapó una ráfaga del ululante viento y su correspondiente remolino de nieve.
Darryl se ayudó de unas tenacillas para coger al draco por la cola y sacarlo del agua para depositarlo con cuidado sobre la mesa. Estaba tan duro que se balanceaba un poco sobre la mesa.
-Ahora entiendo por qué no pones una alfombra de bienvenida a la puerta del laboratorio -dijo Michael.
-Y por eso mismo quiero un pestillo -replicó Hirsch.
Tomó el escalpelo y se sumergió en su trabajo de tal modo que era como si su amigo no estuviera allí.
Al cabo de un par de minutos, Michael se puso el equipo y salió para encontrarse con la tormenta en ciernes.
Parte 2