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agosto 29, 2010
Lady Grayle estaba nerviosa. Desde que había subido a bordo del Fayoum, se quejaba de todo. No le gustaba su camarote. Podía soportar el sol de la mañana, pero no el de la tarde. Su sobrina, Pamela Grayle, le cedió amablemente su propio camarote, situado al otro lado. Lady Grayle lo aceptó de mala gana.
Reprendió a su enfermera, Mrs. Mac Naughton, por no haberle traído el chal que quería y por haber empaquetado la almohada pequeña en lugar de dejarla fuera. Y había reprendido a su esposo, sir George, por haberse equivocado de collar. Lo que ella quería era lapislázuli y no coralina. ¡George era un tonto!
Sir George le dijo, apurado:
—Lo siento, querida, lo siento. Voy a cambiarlo. Hay tiempo de sobra.
No reprendió a Basil West, el secretario particular de su esposo, porque nadie amonestaba a Basil, cuya sonrisa le desarmaba a uno antes de empezar.
Pero lo peor cayó sobre el intérprete árabe, un personaje imponente y ricamente vestido al que nada inmutaba. Cuando lady Grayle descubrió a un extraño en uno de los sillones de mimbre y se dio cuenta de que era un compañero de viaje, los cálices de su ira se vertieron como si fuesen agua.
—En las oficinas me dijeron con toda claridad que nosotros seríamos los únicos pasajeros! ¡Que era el final de la temporada y no vendría nadie más!
—Es cierto, señora —dijo Mohamet—. Solamente usted y la compañía. Un caballero, nada más.
—Pero a mí me dijeron que seríamos únicamente nosotros.
—Muy cierto, señora.
—¡No es cierto! ¡Es una mentira! ¿Qué hace este hombre aquí?
—Vino más tarde, señora. Después de haber tomado ustedes los billetes. No decidió venir hasta esta mañana.
—¡Esto es una perfecta estafa!
—Muy cierto, señora, pero éste es un caballero muy tranquilo, muy fino y muy tranquilo.
—¡Usted es un tonto! No entiendo nada. Miss Mac Naughton, ¿dónde está? Oh, está aquí. Le he dicho y repetido que esté cerca de mí. Puedo desmayarme. Ayúdeme a ir al camarote y déme una aspirina, y no deje que Mohamet se me acerque. Dice continuamente: «Muy cierto, señora», y acabaría por hacerme chillar.
Miss Mac Naughton le ofreció el brazo sin decir una palabra. Era una mujer alta, de treinta y cinco años, una belleza morena, de maneras tranquilas. Instaló a lady Grayle en su camarote, la recostó en almohadones, le administró una aspirina y escuchó su débil lista de quejas.
Lady Grayle tenía cuarenta y ocho años. Desde los dieciséis había padecido la dolencia de tener demasiado dinero. Se había casado con aquel baronet empobrecido, sir George Grayle, hacía diez años.
Era una mujer grande, no mal parecida en cuanto a sus rasgos, pero tenía un rostro inquieto y arrugado, y el abuso de los cosméticos había venido a acentuar los estragos del tiempo y del carácter. Su cabello había sido sucesivamente rubio platino y rojo anaranjado, y en consecuencia, parecía viejo. Vestía con exagerada riqueza y llevaba demasiadas joyas.
Terminó con estas palabras, que la silenciosa Mac Naughton recibió con la misma impasibilidad:
—¡Dígale a sir George que debe echar a ese hombre fuera del barco! Yo debo estar tranquila después de todo lo que he tenido que soportar últimamente —y cerró los ojos.
—Sí, lady Grayle —dijo miss Mac Naughton, y salió del camarote.
El ofensivo pasajero llegado en el último momento continuaba en su sillón de mimbre. De espaldas a Luxor, estaba observando, a través del Nilo, las distintas montañas que aparecían doradas sobre una línea verde oscuro. Miss Mac Naughton le dirigió una viva mirada de apreciación en el momento de pasar por delante de él.
Encontró a sir George en el salón. Tenía en la mano una sarta de cuentas que observaba detenidamente con aire de duda.
—Dígame, miss Mac Naughton, ¿cree usted que éstas servirán?
Miss Mac Naughton miró un momento el lapislázuli.
—Muy bonito, de verdad —dijo.
—¿Usted cree que lady Grayle quedará contenta?
—Oh, no. Yo no diría tanto, sir George. Ya lo ve, nada la deja contenta. Ésta es la pura verdad. A propósito, me ha dado un mensaje para usted. Quiere que usted se deshaga ahora de este último pasajero.
Sir George se quedó pasmado.
—¿Cómo puedo hacer eso? ¿Qué le podría decir al hombre?
—No puede, por supuesto —y la voz de Elsie Mac Naughton era animada y bondadosa—. Dígale a ella que no hay nada que hacer —añadió con tono alentador—. Esto le servirá.
—¿Lo cree usted así? —dijo él con un rostro cómicamente patético.
La voz de Elsie Mac Naughton se hizo aún más afectuosa al decir.
—En realidad, sir George, no debería usted tomarse estas cosas tan en serio. Es sólo cosa de su salud, ya lo sabe. No se lo tome en serio.
—¿Cree usted que su estado es realmente grave, enfermera?
Por el rostro de ella pasó una sombra. Su voz tenía un acento algo extraño al contestar:
—Sí. A mí... a mí no me gusta su estado. Pero le ruego que no se preocupe, sir George. No debe, no debe realmente preocuparse —y con una sonrisa amistosa se alejó de allí.
Pamela entró lánguida y fresca con su vestido blanco.
—¡Hola, Nunks! —le dijo a su tío.
—¡Hola, Pam, querida!
—¿Qué tienes aquí? ¡Oh, qué bonito!
—Me alegro de que te guste. ¿Te parece que tu tía pensará igual?
—Mi tía es incapaz de encontrar nada a su gusto. No puedo imaginar cómo te casaste con esa mujer, tío Nunks.
George calló mientras reaparecía en su memoria un confuso panorama de carreras deportivas desgraciadas, acreedores apremiantes y una mujer guapa, aunque dominadora.
—¡Mi pobre querido tío! —dijo Pamela—. Me figuro que tuviste que hacerlo. Pero está dándonos a los dos una vida bastante infernal, ¿no es verdad?
—Desde que se puso enferma... —empezó a decir George.
Pamela le interrumpió.
—¡No está enferma! No lo está de verdad. Siempre consigue hacer lo que quiere. Cuando tú estabas en Assuán, ella estaba siempre tan alegre como... como un grillo. Apuesto a que miss Mac Naughton sabe que está engañándonos.
—No sé lo que haríamos sin miss Mac Naughton —dijo sir George con un suspiro.
—Es una mujer atractiva —admitió Pamela—. Claro que no estoy embobada con ella como tú, Nunks. ¡Oh, tú sí lo estás! No me contradigas. Crees que es admirable. Nunca sé qué es lo que piensa. De todos modos, sabe manejar muy bien a la vieja gata. Nos es muy útil.
—Escucha, Pam, no debes hablar de tu tía de ese modo. No digas eso, es muy buena contigo.
—Sí, paga todas nuestras facturas, ¿verdad? Pero nos da una vida infernal.
Sir George pasó a otro tema menos penoso.
—¿Qué vamos a hacer con ese individuo que ha venido a viajar con nosotros? Tu tía quiere el barco para ella sola.
—Pero no puede tenerlo —dijo Pamela fríamente—. Este hombre es perfectamente presentable. Se llama Parker Pyne. Creo que es un empleado del estado salido del Ministerio de Información, si existe tal cosa. Lo gracioso es que me parece haber oído este nombre en alguna parte. ¡Basil! —el secretario acababa de entrar.
—¿Dónde he visto el nombre de Parker Pyne?
—Primera página de The Times, columna de los que están en apuros —contestó el joven prestamente—: «¿Es usted feliz? Si no lo es, consulte a mister Parker Pyne.»
—¡Estupendo! ¡Qué divertido! Vamos a contarle todas nuestras penas desde aquí hasta El Cairo.
—Yo no tengo ninguna —dijo Basil sencillamente—. Vamos a deslizarnos por el dorado Nilo y ver los templos —y después de una viva mirada a sir George, que había cogido un diario, añadió—, juntos.
La última palabra había sido tan sólo murmurada, pero Pamela la recogió y sus miradas se cruzaron.
—Tienes razón, Basil —dijo ligeramente—. Vivir es bonito.
Sir George se levantó y salió. Y el rostro de Pamela se ensombreció.
—¿Qué te pasa, querida?
—Mi detestable tía política.
—No te apenes —dijo Basil rápidamente—. ¿Qué importa lo que se le meta en la cabeza? No la contradigas. Ya lo ves —acabó riendo—-, éste es un buen modo de disimular las cosas.
Entró en la sala la benévola figura de mister Parker Pyne. Venía seguida de la figura pintoresca de Mohamet, preparado para pronunciar su discurso en tono convincente.
—Señoras, caballeros, ahora empezamos. Dentro de pocos momentos pasaremos por delante de los templos de Karnak, a la derecha. Les contaré ahora la historia del muchachito que fue a comprar un cordero asado para su padre...
Mister Parker Pyne se enjugó la frente. Acababa de regresar de una visita al templo de Dendera. Se daba cuenta de que montar en borrico no era un ejercicio adecuado para su corpulencia. Estaba ocupado en cambiarse de camisa, cuando llamó su atención una nota colocada derecha sobre su tocador. Decía así:
«Muy señor mío:
Le agradeceré que desista de visitar el templo de Abydos y permanezca en el barco, pues deseo consultarle.
Suya atentamente,
ARIADNE GRAYLE»
Una sonrisa contrajo el blando rostro de mister Parker Pyne. Tomando una hoja de papel, destornilló su estilográfica y escribió:
«Mi distinguida lady Grayle:
Siento no poder complacerla, pero estoy actualmente de vacaciones y no me encargo de ningún asunto profesional.»
Y firmando con su nombre, envió la carta con un camarero. Acababa de vestirse cuando le trajeron otra nota.
«Mi querido mister Parker Pyne:
Me hago cargo del hecho de que se encuentra de vacaciones, pero estoy dispuesta a abonarle cien libras como honorarios por la consulta.
Atentamente suya,
ARIADNE GRAYLE»
Mister Parker Pyne levantó las cejas y golpeó sus dientes con la pluma estilográfica con expresión pensativa. Deseaba ver Abydos, pero cien libras son cien libras. Y Egipto estaba saliéndole mucho más condenadamente caro de lo que había imaginado. Así pues, escribió:
«Distinguida lady Grayle:
No visitaré el templo de Abydos.
Respetuosamente suyo,
PARKER PYNE»
La negativa de mister Parker Pyne a dejar el barco fue una gran fuente de dolor para Mohamet.
—Templo precioso. Todos mis señores desean verlo. Tome su coche. Tome su asiento. Y le llevan los marineros.
Mister Parker Pyne rechazó todas estas tentadoras ofertas.
Los otros se alejaron. Mister Parker Pyne esperó en la cubierta. En un momento dado, se abrió la puerta del camarote de lady Grayle, que lentamente se acercó en persona.
—Una tarde muy calurosa —observó graciosamente—. Veo que se ha quedado usted, mister Pyne. Ha obrado con buen juicio. ¿Tomamos un poco de té en la sala?
Mister Parker Pyne se levantó prestamente y la siguió. No podía negarse que sentía curiosidad.
Parecía como sí lady Grayle tuviese alguna dificultad en entrar en materia. Iba revoloteando de un tema a otro. Por último, habló con una voz alterada:
—¡Mister Pyne, lo que voy a decirle es estrictamente confidencial! Usted lo entiende así, ¿no es verdad?
—Naturalmente.
Ella guardó silencio e inspiró profundamente. Mister Parker Pyne esperó.
—Quiero saber si mi marido está o no envenenándome.
Mister Parker Pyne se lo esperaba todo, menos esto.
Y manifestó su asombro claramente.
—Ésta es una acusación muy grave, lady Grayle.
—Bien, yo no soy una tonta ni he nacido ayer. Hace algún tiempo que tengo mis sospechas. Siempre que George se va, yo me encuentro mejor. La comida me sienta bien y me encuentro como si fuese otra mujer. Debe de haber alguna razón para esto.
—Lo que me dice es muy grave, lady Grayle. Debe recordar que yo no soy un detective. Soy, si quiere usted decirlo así, un especialista del corazón...
—¡Oiga! —exclamó ella interrumpiéndole—, ¿y cree usted que todo esto no me inquieta? No es un policía lo que busco (sé guardarme yo sola, gracias). Lo que busco es la certidumbre. Tengo que saberlo. No soy una mala mujer, mister Pyne. Trato bien a los que me tratan bien. Un compromiso es un compromiso. Yo he cumplido las obligaciones que contraje. He pagado las deudas de mi marido y no le he escatimado el dinero en ningún momento.
Mister Parker Pyne sintió una momentánea punzada de compasión por sir George.
—Y en cuanto a la muchacha, ha tenido ropa y reuniones y esto y lo otro y lo de más allá. Una vulgar gratitud es todo lo que pido.
—La gratitud no es una cosa que pueda presentarse cuando se la piden a uno, lady Grayle.
—¡Tonterías! —replicó ella, y continuó—. Bueno, ahí lo tiene. ¡Averigüe la verdad! Cuando la sepa...
—Cuando la sepa, ¿qué pasará, lady Grayle?
—Eso es cosa mía —y su boca se cerró de golpe.
Mister Parker Pyne vaciló un momento y luego dijo:
—Usted me excusará, lady Grayle, pero tengo la impresión de que no es completamente franca conmigo.
—Eso es absurdo. Le he dicho claramente lo que deseo que descubra.
—Sí, pero no me ha dicho por qué razón lo desea.
Sus miradas se encontraron. Ella fue quien la bajó primero.
—Yo diría que esta razón es evidente —dijo.
—No, tengo dudas sobre este punto.
—¿Qué punto es éste?
—¿Qué es lo que desea?, ¿que sus sospechas resulten o no resulten fundadas?
—¡Verdaderamente, mister Pyne...! —Y la dama se puso en pie temblando de indignación.
Mister Parker Pyne afirmó suavemente con la cabeza.
—Sí, sí —dijo—. Pero de este modo no contesta a mi pregunta, ya comprende.
—¡Oh! —Y pareció que le faltaban las palabras. Rápidamente, salió de la habitación.
Una vez solo, mister Parker Pyne se quedó muy pensativo. Y tan absorto se hallaba en sus meditaciones, que se sobresaltó al advertir que otra persona se había sentado frente a él. Era miss Mac Naughton.
—Me parece que han regresado ustedes muy pronto —dijo él.
—Los otros no han regresado. Yo he dicho que tenía dolor de cabeza y he vuelto sola. —Y preguntó después de vacilar un momento—. ¿Dónde está lady Grayle?
—Supongo que echada en su camarote.
—¡Oh, entonces todo va bien! No quiero que sepa que he vuelto.
—Entonces, ¿no ha vuelto a causa de ella?
—No. He vuelto para verlo a usted.
Mister Parker Pyne se quedó sorprendido. A primera vista, hubiera dicho que miss Mac Naughton era eminentemente capaz de resolver sus propias dificultades sin necesidad de pedir consejos a nadie. Al parecer, estaba equivocado.
—Lo he observado desde que subió usted a bordo —dijo ella—. Creo que es usted una persona de mucha experiencia y buen criterio. Y tengo gran necesidad de ser aconsejada.
—Y, no obstante, perdóneme, miss Mac Naughton, no pertenece usted al tipo de mujeres que generalmente buscan consejos. Hubiera dicho que era una persona que se complacía en fiarse de su propio juicio.
—Normalmente, sí. Pero me encuentro en una situación muy especial —y vaciló un momento—. No tengo la costumbre de hablar de mí misma, pero en esta ocasión creo que es necesario. Mister Pyne, cuando salí de Inglaterra con ella, lady Grayle era un caso manifiestamente normal. Hablando más claro: no le pasaba nada. Quizás esto no sea completamente cierto, pues el exceso de ocio y de dinero producen un estado patológico. Si hubiese tenido unos cuantos suelos que fregar diariamente y cinco o seis chiquillos que cuidar, lady Grayle hubiera sido una mujer perfectamente sana y mucho más feliz.
Mister Parker Pyne asintió.
—Como enfermera de hospital, he visto muchos de estos casos nerviosos. Lady Grayle disfrutaba su mal estado de salud. A mí me correspondía no quitar importancia a sus sufrimientos, usar todo el tacto posible... y disfrutar por mi parte el viaje tanto como pudiera.
—Es una conducta muy inteligente —dijo mister Parker Pyne.
—Pero, mister Pyne, las cosas no están como estaban. El sufrimiento de que ahora se queja lady Grayle es real y no imaginario.
—¿Qué quiere usted decir?
—He llegado a sospechar que están envenenando a lady Grayle.
—¿Desde cuándo tiene usted esta sospecha?
—Desde hace tres semanas.
—¿Sospecha... de alguna persona en particular?
Ella bajó los ojos. Por primera vez, le faltó a su voz el tono sincero.
—No.
—Confiéseme, miss Mac Naughton, que sospecha de una persona en particular y que esta persona es sir George Grayle.
—¡Oh, no, no! ¡No puedo creer esto de él! Es tan patético, tan infantil... No podría ser un envenenador a sangre fría —y había un deje de angustia en su voz.
—Y sin embargo, usted ha advertido que, siempre que sir George está ausente, su esposa se encuentra mejor y que los períodos de enfermedad corresponden con los de su regreso.
Ella no contestó.
—¿De qué veneno sospecha usted? ¿Arsénico?
—Algo de esa clase: arsénico o antimonio.
—¿Y qué medidas ha tomado?
—He hecho cuanto he podido para inspeccionar lo que lady Grayle come o bebe.
Mister Parker Pyne hizo un gesto afirmativo.
—¿Cree usted que la misma lady Grayle tiene alguna sospecha? —preguntó con tono natural.
—Oh, no. Estoy segura de que no la tiene.
—Se equivoca en esto. Lady Grayle tiene sospechas.
Miss Mac Naughton dio muestras de un gran asombro.
—Lady Grayle es más capaz de guardar un secreto de lo que usted se imagina —dijo mister Parker Pyne—. Es una mujer que sabe muy bien cómo dirigirse a sí misma.
—Esto me sorprende muchísimo —dijo miss Mac Naughton lentamente.
—Me gustaría hacerle otra pregunta, miss Mac Naughton. ¿Cree que lady Grayle siente simpatía por usted?
—Nunca he pensado en ello.
Y aquí fueron interrumpidos. Entró Mohamet con el rostro radiante y la ropa flotando tras él.
—Lady oír que usted ha vuelto. La llama. Dice ¿por qué no ha ido con ella?
Elsie Mac Naughton se levantó apresuradamente, y lo mismo hizo mister Parker Pyne.
—¿Le iría bien una consulta por la mañana temprano? —preguntó.
—Sí, ésa sería la mejor hora. Lady Grayle se despierta tarde. Entretanto, tendré mucho cuidado, vigilaré todo lo posible.
—Pienso que lady Grayle lo tendrá también.
Miss Mac Naughton desapareció.
Mister Parker Pyne no vio a lady Grayle hasta un momento antes de la comida. Estaba sentada, fumando un cigarrillo y quemando lo que parecía ser una carta. No dio señales de advertir su presencia, de lo que él dedujo que estaba aún ofendida.
Después de comer, jugó una partida de bridge con sir George, Pamela y Basil. Todos parecían estar distraídos y el juego terminó temprano.
Algunas horas más tarde, mister Parker Pyne fue despertado. Lo despertó Mohamet.
—Vieja señora muy enferma. Enfermera muy asustada. Intento traer médico.
Mister Parker Pyne se vistió rápidamente. Llegó a la puerta del camarote de lady Grayle al mismo tiempo que Basil West. Sir George y Pamela estaban dentro. Elsie Mac Naughton trabajaba desesperadamente para auxiliar a su paciente. Al llegar mister Parker Pyne, la pobre mujer sufrió una convulsión final. Su cuerpo arqueado se retorció y se puso rígido. Luego cayó sobre sus almohadas.
Mister Parker Pyne sacó de allí a Pamela con dulzura.
—¡Qué horrible! —dijo la muchacha medio sollozando—. ¡Qué horrible! ¿Está... está...?
—¿Muerta? Sí, me temo que todo ha terminado.
Y la puso bajo el cuidado de Basil. Sir George salió del camarote como atontado.
—Nunca creí que estuviese realmente enferma —iba murmurando—. Nunca lo pensé ni por un momento.
Mister Parker Pyne pasó por su lado y entró en el camarote.
Elsie Mac Naughton tenía el rostro blanco y alargado.
—¿Han enviado a buscar un médico? —preguntó.
—Sí —Él le preguntó a su vez—: ¿Estricnina?
—Sí. Estas convulsiones son inconfundibles. ¡Oh, no puedo creerlo! —Y cayó sobre una silla, llorando.
Luego a él pareció ocurrírsele una idea. Dejo el camarote con rapidez y se fue a la sala. En un cenicero había un trozo de papel no quemado. Podían distinguirse sólo unas pocas palabras legibles:
—Vaya, esto es interesante —dijo mister Parker Pyne.
Mister Parker Pyne se hallaba en el despacho de un importante funcionario de El Cairo.
—De modo que ésta es la prueba —dijo con aire pensativo.
—Sí, muy completa. El hombre debe de ser un tonto de remate.
—Yo no diría que sir George sea un hombre de cerebro.
—De todos modos —dijo el otro recapitulando—, lady Grayle muere con señales inconfundibles de envenenamiento por estricnina. Se encuentra un paquete de estricnina en el camarote de sir George y ahora otro paquete en el bolsillo de su smoking.
—Muy completo —dijo mister Parker Pyne—. Y a propósito: ¿de dónde venía la estricnina?
—Hay una ligera duda sobre este punto. La enfermera tenía un poco para el caso de que lady Grayle tuviese molestias en el corazón, pero ella misma se ha contradicho una o dos veces. Primero dijo que su provisión estaba intacta, y ahora dice que no lo está.
—Muy inverosímil en ella esta inseguridad —fue el comentario de mister Parker Pyne.
—En mi opinión, los dos estaban de acuerdo. Tienen debilidad el uno por el otro.
—Es posible, pero si miss Mac Naughton hubiese preparado un asesinato, lo hubiera hecho mucho mejor. Es una joven muy apta.
—Bueno, ahí lo tiene usted. En mi opinión, sir George está metido en ello. No tiene la menor probabilidad de escabullirse.
—Bien, bien —dijo mister Parker Pyne—. Tengo que ver qué es lo que puedo hacer.
Y se fue a buscar a la bonita sobrina.
Pamela estaba blanca de indignación.
—¡Nunca jamás he hecho tal cosa! ¡Jamás... jamás... jamás!
—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —preguntó mister Parker Pyne plácidamente.
Pamela se acercó más a él.
—¿Sabe usted lo que creo? Que lo hizo ella misma. Últimamente se había vuelto muy rara. Acostumbraba a imaginar cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas extrañas. Basil, por ejemplo. Estaba siempre insinuando que Basil se había enamorado de ella. Y Basil y yo somos... somos...
—Bien lo veo —dijo seguidamente mister Parker Pyne sonriendo.
—Y todo eso de Basil es pura imaginación. Pienso que quería mal al pobrecito Nunks, y que inventó esa historia y se la contó a usted y luego puso la estricnina en el camarote y en su bolsillo y se envenenó. Hay gente que ha hecho cosas así. ¿No es verdad?
—Las han hecho —admitió mister Parker Pyne—. Pero no creo que lady Grayle lo haya hecho. Si me permite que lo diga, ella no era una persona de ese tipo.
—Pero las desilusiones...
—Sí. Me gustaría preguntarle a mister West acerca de esto.
Encontró al joven en su habitación. Basil contestó a sus preguntas con bastante animación.
—No quisiera parecer vanidoso, pero se había encaprichado de mí. Ésta es la razón de que no me atreviese a comunicar mis relaciones con Pamela. Hubiera obligado a sir George a despedirme.
—¿Cree que la idea de miss Grayle tiene probabilidades de ser cierta?
—Me parece que es posible —contestó el joven con tono dubitativo.
—Pero no es bastante buena —dijo mister Parker Pyne con calma—. No, debemos encontrar algo mejor. —Y, durante uno o dos minutos, se perdió en sus meditaciones—. Sería mejor una confesión —dijo animadamente, y añadió, sacando su pluma estilográfica y una hoja de papel—: ¿Quiere hacer el favor de escribirla en un momento?
Basil West le dirigió una mirada de estupor.
—¿Yo? ¿Qué quiere usted decir?
—Mi querido joven —el tono de mister Parker Pyne era casi paternal— lo sé todo. Cómo le hizo usted la corte a la buena señora. Cómo ella sintió escrúpulos. Cómo se enamoró de usted la sobrinita bonita y pobre. Cómo dispuso su plan. Envenenamiento lento. Esto podía pasar por una muerte natural por gastroenteritis y, en cualquier caso, sería atribuida a sir George ya que tenía usted buen cuidado de que los reiterados ataques coincidiesen con su presencia.
»Luego descubrió que la dama tenía sus sospechas y que había hablado conmigo del asunto. ¡Acción rápida! Sustrajo usted algo de estricnina de la provisión de miss Mac Naughton. Dejó una cantidad en el camarote de sir George y un poco más en su bolsillo, y puso una dosis suficiente en un sello que envió a la dama acompañado de una nota que decía que era un «sello de los ensueños».
»Era una idea romántica. Ella lo tomaría tan pronto como la enfermera la hubiera dejado sola y nadie sabría nada del asunto. Pero cometió usted una equivocación, mi joven caballero. Es inútil pedirle a una mujer que queme cartas. Nunca lo hacen. Y yo tengo toda esa bonita correspondencia, incluso la nota relativa al sello.
Basil West se había puesto verde. Toda su agradable expresión había desaparecido. Y ahora tenía la de una rata enjaulada.
—¡Maldito sea! —exclamó con un gruñido—. Es decir, que lo sabe todo. ¡Condenado entrometido, fisgón Parker!
Mister Parker Pyne se libró de una agresión gracias a la aparición del testigo que, previsoramente, había traído para que escuchase detrás de la puerta semicerrada.
Mister Parker Pyne estaba de nuevo discutiendo el caso con su amigo, el importante funcionario.
—¡Y yo no tenía ni una brizna de prueba! Sólo un fragmento de papel casi indescifrable que contenía las palabras: ¡Queme esto! Deduje, pues, toda la historia e hice la prueba con él. Dio resultado. Había tropezado con la verdad. Fue efecto de las cartas. Lady Grayle había quemado hasta el último pedazo de papel que él le había escrito, pero él no lo sabía.
»Era realmente una mujer excepcional. Yo estaba perplejo cuando acudió a mí. Lo que deseaba era que yo le dijese que su esposo estaba envenenándola. En este caso, ella se proponía escaparse con el joven West. Pero quería actuar con nobleza. Curioso carácter.
—Esa pobre jovencita va a sufrir —dijo el otro.
—Soportará el disgusto —contestó mister Parker Pyne duramente—. Es joven. Tengo la esperanza de que sir George disfrute un poco antes de que sea demasiado tarde. Y Elsie Mac Naughton será muy buena con él.
Y su expresión era radiante. Luego, suspiró diciendo:
—Pienso ir de incógnito a Grecia. Verdaderamente ¡necesito unas vacaciones!
FIN