Publicado en
agosto 29, 2010
Torrek
El planeador siguió la ladera del monte Kettleback, efectuó un giro ascendente desde el valle de Brann y se lanzó hacia un cielo azul plateado, con nubes crepusculares. Por encima del frío y blanco murmullo del río Skara, se extendía una masa brumosa de aire helado, que volvió a absorber la nave.
Por un instante, las manos de Viíyan se movieron frenéticas sobre los controles. Después de cruzar el río, la máquina se elevó una vez más, hasta que sobrevoló el límite forestal.
—Ya estamos cerca, hermano de juramento —dijo—. Será mejor que te prepares.
Torrek asintió, abandonó su asiento y se arrastró por la estrecha extensión del fuselaje. Sintió que el ligero tejido —una tela encerada, tensada sobre un marco de cañas huecas—se estremecía a su contacto y resonaba con el estrépito de los vientos entrecruzados.
Al llegar a la pequeña escotilla, se asomó al cristal empotrado y contempló la agreste aridez, listada de campos nevados. Revisó sus bártulos: la cuerda arrollada y atada a un travesaño, los tres cuchillos enfundados en la cintura, la redecilla que sujetaba su pelo rubio para que no le cubriera los ojos. Por lo demás, sólo usaba un taparrabos. Para aquella misión, no se atrevía a llevar más peso del indispensable.
Torrek era un joven ágil y fornido, de facciones duras en las que se marcaban los huesos, lo cual le singularizaba entre la elegante gente de Dumethdin. El nombre mismo que le habían asignado, Torrek, no sólo significaba «extranjero», sino que apuntaba a cierto de grado de monstruosidad, pues él era el único entre los habitantes de debajo de los Anillos que no podía siquiera conjeturar su linaje. No obstante, llevaba tatuados en el rostro los emblemas de su clan y su secta.
—¡Allí está el nido!
La frente de Vilyan se cubrió de sudor, perlando el símbolo azul allí grabado, la señal de la secta del Oso Marino, en cuyo seno se había convertido en hermano de juramento de Torrek.
Vilyan tiró apenas de las palancas, y el planeador vibró. Se encontraban a mucha altura y, hasta ese momento, se habían deslizado a lo largo de la oscura y adusta cima denominada el Sombrero de Hombre de la Skara. Sobre un ventoso peñasco, que dominaba novecientos metros de fríos cielos, se elevaba un enorme y desordenado montón de ramas, que el deterioro de los siglos había convertido en una maciza fortaleza. Hasta donde recordaba la tradición, las krakas siempre habían anidado allí.
En Diupa, algunos de los ancianos consideraban una impiedad matar a la kraka, que llevaba allí tanto tiempo, lo mismo que sus madres y sus abuelas, causando estragos en los valles. Si la kraka desaparecía de Sombrero de Hombre, si se desvanecía su acechante amenaza sobre el fiordo Penga, se produciría un vacío en el cielo.
Pero aquellos cuyo ganado e hijos pequeños habían sido arrebatados hasta esas inexpugnables alturas no pensaban lo mismo.
El oscuro y temerario rostro de Vilyan se animó con una repentina mueca:
—¡ Allí viene, hermano de juramento!
—Bien —gruñó Torrek.
—Que Ellevil y la señora Luna te protejan...
—Mantén la estabilidad —le interrumpió Torrek con aspereza.
Quien no le conociera, tal vez se hubiera ofendido ante su brusquedad —justificada en ese momento, puesto que la muerte subía con el viento a su encuentro—, pero en Diupa creían comprender lo que significaba ser un «trasplantado». ¿Cómo esperar alegría, ni suavidad, ni siquiera demasiada cortesía de alguien cuya vida ha sido tan horriblemente desarraigada? Pensaban que su cerebro continuaba surcado por las cicatrices de la memoria desconectada cinco años atrás.
Por lo tanto, Vilyan se limitó a afirmar con la cabeza. No obstante, cuando Torrek dejó el planeador, volvió a orientarlo hacia la población pesquera —imposible permanecer flotando en ese torbellino de vientos opuestos— y le cantó la Canción del Largo Adiós, dedicada a quienes parten para la guerra y no es probable que regresen. Torrek abrió la portezuela, arrojó la cuerda y se deslizó por ella. Llevaba uno de los puñales entre los dientes.
Durante unos minutos interminables, se balanceó como un badajo, a más de un kilómetro por encima del fiordo. Llegó a sus oídos el sonido del viento, un descomunal y cavernoso rugido que atravesaba el azul atardecer. Su fuerza le hacía balancearse al extremo de la cuerda.
Le alcanzó el desafío de la kraka. Ésta se sacudió, mientras se erguía ciega de ira. En aquella época del año tenía crías en el nido, y esa cosa de alas rígidas se atrevía a sobrevolarlo. Estuvo a punto de lanzarse directamente contra el planeador y aplastarlo, como antaño había hecho su madre. En ese instante, sin embargo, descubrió a Torrek, tal como éste había previsto, colgado como un cebo de anzuelo. Viró y se abalanzó sobre él.
El hombre experimentó una última tensión de sus nervios y sus músculos. Sus ojos parecieron adquirir una claridad definitiva y sus oídos aguzarse ante el estrépito de las Cascadas Humeantes, donde la Skara hundía sus despeñaderos. Había llegado el momento de demorarse hasta que la impetuosa kraka se inmovilizara en el aire, y él pudiera contar las franjas de su leonado pellejo después de cada aleteo gigantesco. Aun así, Torrek no temió. En apenas cinco años de vida recordada, hay muy poco tiempo para aprender a sentir eso que se llama miedo.
Y de pronto, la kraka atacó.
Era un poco más pequeña que él, descontando la extensión de casi diez metros de sus correosas alas y la larga cola en forma de timón. Pero sus cuatro patas terminaban en garras, capaces de partir a un hombre por la mitad de un solo golpe, y su hocico ocultaba unos dientes cortantes como sables. Muy pocas personas colgadas de una cuerda con una sola mano habrían resistido la tentación de dejarse caer y tratar de huir.
En el último instante, Torrek se alzó y se ovilló como una pelota. Cuando el rayo alado golpeó bajo sus pies, se soltó. Cerró las piernas alrededor del magro vientre de la kraka, le aferró el cuello con el brazo izquierdo y, con la mano derecha, le clavó un puñal en la garganta.
La kraka gritó.
Durante unos segundos, se sacudió, se encabritó y retorció en el aire, con la intención de quitárselo de encima. El cuchillo de Torrek cayó en un meteórico centelleo. Lo había soltado al comprender que necesitaba ambos brazos y hasta el último resto de sus fuerzas para mantenerse en su lugar. El peso resultó excesivo para la kraka. Comenzaron el descenso hacia las áridas cuestas. El batir de las alas amortiguó en parte la caída, que se transformó en un prolongado planeo... Entretanto, Torrek había echado mano a otros de sus cuchillos y la apuñalaba metódicamente en sus órganos vitales.
No sintió la menor piedad por la más espléndida de las bestias. Había demasiados huesos pequeños en el Sombrero de Hombre de la montaña Skara. Pero reconoció su valentía.
En un respiro, Torrek divisó desde tan increíbles alturas, los nebulosos bosques y las verdes profundidades del valle de Brann, más allá de las Cascadas Humeantes y los estrechos campos que los hombres habían arado entre los acantilados y el fiordo de Diupa.
También distinguió, al otro lado del fiordo Penga de Holstok y el delta del río Blanco, las fértiles tierras bajas, listas para la cosecha. Localizó el angosto extremo de la bahía y siguió con la mirada sus serpenteos hacia el norte, entre las rocas, en dirección a la embocadura. Allí donde el Remanso espumaba con la marea ascendente, se encontraban las islas guardianas, llamadas de los Hombres Alegres. Torrek creyó ver incluso los severos muros de Ness, el fuerte sobre Gran Ulli, que montaba guardia para evitar que los piratas de Illeneth, con sus cascos de bestias, volvieran a arrasar Dumethdin.
La kraka se debilitaba, salpicando con su sangre el aire azulado del atardecer. Al batir las alas con menos frenesí, se aceleró la caída. Torrek apretó los dientes al pensar que se vengaría de él pintando con su carne los cercanos despeñaderos del Skara.
Luego, en una tambaleante convulsión, la kraka se bamboleó hacia el este, donde los vapores más cálidos de los campos arados le ofrecían una última ayuda: el fiordo, sobre el que se dejó caer.
Torrek se zambulló un segundo antes de que la kraka se hundiera. El joven chocó contra las aguas con tal ímpetu, que se sumergió cada vez más en las verdosas profundidades, hasta que los tímpanos dejaron oír su protesta. Una lanza de coral le desgarró el flanco. Cuando logró volver a la superficie, sus pulmones parecían a punto de estallar. Transcurrió largo rato hasta que cesó su jadeo.
La kraka flotaba a poca distancia, sustentada por sus enormes alas..., muerta. No muy lejos brillaban las primeras luces de Diupa.
—Muy bien, viejita —resolló Torrek—, fue muy amable de tu parte. Ahora espera aquí y no permitas que los olíenbors te devoren y te limpien los huesos. ¡Quiero tu pellejo listado!
Se dirigió a zancadas a la población, al principio resintiéndose del cansancio, aunque recuperó las fuerzas con una prontitud que sabía anormal. A veces, por la noche, a solas con su alma truncada, Torrek se preguntaba si era un ser humano... o qué.
Asomaban canoas en el embarcadero. Los habitantes del lugar habían previsto su llegada. Las esbeltas estructuras con portarremos exteriores surcaban las rumorosas olas, mientras un centenar de canaletes golpeaba las aguas al unísono. Los farolillos de papel coloreado colgaban como ojos avizores de los palos de proa.
—¡Ojoiajá!
Una caracola marina de gran tamaño lanzó su ronco sonido después del grito, y el latido de los gongos adquirió un ritmo uniforme.
—¡Ojoiajá! Creíamos que no volveríamos a verte, pero el mar te devuelve, oh amado. El mar te devuelve vivo. ¡Ojoiajá!
—¡ Aquí estoy! —gritó Torrek, dejándose de ceremonias.
La embarcación más cercana viró. En tanto unas manos musculosas le izaban a bordo, las caracolas, los gongos y las voces loaron su triunfo.
Cuando la flota regresó arrastrando a la kraka y exhibiendo a Torrek en el estrado del capitán, todo el pueblo de Diupa le aguardaba reunido en el muelle:
Enmascarados y con mantos de plumas, agitando sus matracas y sus armas —ballestas, hachas, zapapicos, alabardas, cerbatanas—, los jóvenes de la secta del Oso Marino expresaron con la danza el orgullo que él les había inspirado. Los ancianos de su clan adoptivo esperaban bajo brillantes faroles, solemnes en sus túnicas bordadas de escarlata y azul. Entre las espaciosas casas de hule pintado, largas y bajas, con paneles de madera tallada y tejados de ripia en punta, los niños y las doncellas arrojaban flores a su paso.
Hasta los más humildes granjeros, artesanos y pescadores, sin más galas que un taparrabos de líber y una toca de plumas, levantaron sus tridentes y le rindieron honores cuando cruzó ante ellos.
En lo alto de las montañas, se abrieron las tenues nubes crepusculares. El sol estaba bajo, aunque faltaban horas para que cayera la oscuridad sobre las cálidas latitudes del Mundo Llamado Maanerek. El cielo lucía un infinito azul claro, y dos de las lunas ascendían, casi llenas. Al sur se elevaba, enorme, el arco iris de los Anillos, el puente sagrado.
Era corriente que las nubes del largo y templado día —cuarenta horas duraba el recorrido del sol sobre las Islas— se dispersaran a medida que el atardecer daba paso a la fría noche. Pero Torrek, en cuya piel cosquilleaba aún el beso helado del fiordo, imaginó que el todo bondadoso Rymfar le brindaba su bienvenida, corriendo el telón del cielo en el preciso momento en que él desembarcaba al encuentro de su gente.
Su gente. Por primera vez sintió que algo se ablandaba en su interior. Esos ágiles seres morenos y de pómulos altos le habían aceptado como uno de los suyos al descubrirle mudo e inerme en los campos. Le habían enseñado con la misma paciencia y bondad que mostraban con sus hijos y le habían perdonado los errores inevitables en quien no se había criado entre ellos desde su nacimiento.
Como compensación, él les había acompañado, navegando en sus canoas, pescando, cazando y arando los campos con ellos, luchando en las líneas de combate cuando los bandidos de Illeneth forzaron el Remanso y entraron en Dumethdin.
Y el pueblo le había ascendido de categoría, según sus aptitudes crecientes, y ahora ostentaba el título de piloto.
No obstante, no había dejado de ser el niño abandonado. No les había retribuido por su vida entre ellos..., hasta ese día.
—Bebe —le invitó el mayor Yensa, al tiempo que le tendía la antigua copa de plata del Concejo.
Torrek hincó una rodilla y bebió el sutil vino especiado.
—Que tu nombre quede escrito en el pergamino de los arponeros —declamó el escriba Glamm— y que la próxima vez que la Flota salga en busca de serpientes marinas, empuñes una potente lanza y seas recompensado con lo que corresponde a tu trabajo.
Torrek inclinó la cabeza:
—No soy digno, reverendo tío.
En realidad, sabía muy bien que merecía esa elevada distinción. Esperaba alcanzarla si salía con vida de aquella misión. Ahora...
Se irguió y dirigió una mirada hacia las mujeres jóvenes, que permanecían respetuosas junto a la hilera de faroles.
Sonna le miró a su vez y bajó la vista. Un lento rubor cubrió sus mejillas. Inclinó la cabeza hasta que la larga cabellera oscura adornada con guirnaldas ocultó su rostro a la mirada del joven.
—Reverendo tío —dijo Torrek, inclinándose ante el hombre canoso del clan Korath, que le observaba con picardía—, ¿tiene un arponero rango suficiente para hablar como un amigo con los hijos de un capitán?
—Así es—confirmó Baelg.
—¿Me concedes entonces el permiso de ir a las montañas con tu hija Sonna?
—Si ella lo desea, ésa es mi voluntad. —Baelg sonrió y se tironeó la corta barba—. Y creo que ella estará conforme. Pero antes debes descansar.
—Descansaré en las montañas, reverendo tío.
—¡No hay duda de que eres un hombre resistente! —exclamó Baelg, en tanto que los muchachos le observaban, admirados de su fortaleza—. Adelante. Si al volver deseáis contraer matrimonio, daré mi aprobación.
Sin pronunciar otra palabra, Torrek se inclinó ante los ancianos, ante el escriba, ante los concejales de Diupa y el virrey de Dumethdin. Sonna le siguió, ajustándose al ritmo de sus grandes zancadas. Pocos minutos después, habían traspuesto los límites de la población y llegado a un camino que serpenteaba montaña arriba, a través de los campos.
—Si me lo hubieses pedido, me hubiera quedado para el festín, Sonna —dijo Torrek torpemente—. Quizá me mostré demasiado impaciente.
—No para mí —replicó ella con gran dulzura—. Hace mucho que aguardaba esta noche.
El camino se convirtió en una estrecha senda, que ascendía entre frescas frondas de susurrantes hojas. Palpitaba en el aire un húmedo olor a verde y un bullicioso sonido de cascadas. Había allí muchas cuevas donde una pareja joven podía tenderse sobre lechos de capullos, comer frutas silvestres y romper las duras cáscaras de frutos secos, como la nuez de la skalli, a lo largo de la prolongada noche clara del Mundo Llamado Maanerek.
Cuando la senda —un saliente que descendía a través de un intenso crepúsculo púrpura— les condujo fuera de los límites de la foresta, Torrek y Sonna vieron que la luna interior se elevaba en dirección al cielo. También eran visibles cuatro de las lunas exteriores, entre unas pocas estrellas y las vibrantes bandas de los Anillos, tendiendo puentes de luces sobre el fiordo Penga y más allá del océano.
A lo lejos, inaudible desde donde se encontraban, se abrió una cortina transparente de blanca espuma alrededor de los Hombres Alegres cuando rugió a través del Remanso, una de las olas de la marea que custodiaba a Dumethdin y desafiaba a sus visitantes.
Sonna suspiró y se asió a un brazo de Torrek.
—Espera un poco —le dijo suavemente—. Este paisaje nunca me pareció tan hermoso.
Una curiosa emoción se agitó con furia en el interior de Torrek. Se puso rígido y paladeó su amargura, hasta que comprendió de qué se trataba: celos y resentimiento contra los que habían recorrido aquel sendero con ella.
Un sentimiento feo y desagradable, se dijo desconcertado..., considerar como de mi propiedad a una mujer, una muchacha soltera que todavía no se ha comprometido con ningún hombre. Indignarse porque ella actuaba como una criatura humana libre, lo mismo que se irritaba cuando alguien se servía de sus herramientas personales para despiezar una presa.
Se arrancó de las entrañas la insensata sensación y la escupió, pero quedaba en él un regusto, una duda de sí mismo.
¿Quién soy?
—Hay pena en ti, Torrek —murmuró Sonna.
—No es nada —respondió.
¿Por qué soy?
—No..., la siento en ti. De pronto, tu brazo me pareció de madera. —Los dedos de Sonna acariciaron sus músculos y juguetearon con el vello dorado, otra marca de su diferencia con los hombres lampiños y morenos de Dumethdin—. No está bien que sientas pena.
—Escojamos una cueva —dijo él, con una voz rechinante como el casco de un barco contra un arrecife rocoso.
—No, Torrek. —Sonna observó el rostro iluminado por la luna, con sus oscuros ojos oblicuos—. No pasaré allí una noche de ira y pesar... No a tu lado.
Un súbito mareo asaltó a Torrek. A pesar de las palabras de Baelg, había sido excesivo esperar que algún día Sonna...
—Que algún día se casara con un hombre anónimo —musitó sin darse cuenta.
Sonna desplegó una sonrisa triunfal, pero pasó por alto la cuestión principal para decir:
—Anónimo, no. Has sido plenamente adoptado, Torrek. Lo sabes muy bien, y después de tu hazaña de hoy...
—No basta —respondió desesperado—. Siempre seré el desarraigado, el extranjero que encontraron hace cinco años en los campos arados, sin voz, sin familia, sin memoria. Por lo que sé, hasta podría ser hijo de los gnomos de la montaña...
—O hijo de Rymfar —sugirió Sonna—, o de los revoloteadores negros de que hablan las tribus montañesas. ¿Y qué? Tú eres tú mismo y sólo tú mismo.
Torrek se impresionó. Le parecía inaudita la idea de un humano existente como criatura singular y autosuficiente, sin formar parte de ningún clan, secta o nación, considerándolo innecesario. ¡Sonna obraba como una hechicera del bosque al atreverse a expresarlo!
De pronto, como si se hubiese descorrido un cerrojo, Torrek comprendió lo acertado de la idea. No perdió la melancolía —siempre ambicionaría unos lazos de sangre que le habían sido negados—, pero dejó de representarse su singularidad como una monstruosidad. Era diferente, sí, incluso mutilado en cierto sentido, pero no anormal.
Por un instante, se preguntó por qué habían penetrado tan profundamente en él las breves palabras que Sonna había dicho tan a la ligera. Como si hubiera tocado y despertado un recuerdo de...
—¡Basta! —exclamó riendo—. La noche no es tan larga paras que la desperdiciemos así.
—Tienes razón.
Sonna bajó la vista con recato y apoyó una mano en la de él. Se oyó un zumbido en los cielos. Torrek se desconcertó. Luego, a medida que aumentaba el ruido y cuando oyó el gemido del aire al henderse, se le pusieron los pelos de punta.
Tenía por única arma un puñal, que en un segundo pasó a su mano. Empujó a Sonna contra el muro del acantilado y se situó delante de ella, con la vista fija en lo alto. La luz de la luna le deslumbró.
La forma negra cruzó los Anillos y soltó un cable invisible, uno de cuyos extremos le capturó con tanta rapidez que no le dio tiempo siquiera a pensar en correr hacia el bosque. Todavía no había calculado el tamaño del objeto, pero cuando éste se posó junio al saliente, comprobó que su longitud duplicaba la de una lancha.
Se posó y le sujetó.
No existe otra palabra para describirlo. Estaba sujeto, apretado contra el acantilado por una fuerza elástica que no alcanzaba a ver. Cuando rugió, apoyó todo su peso y empujó con las fuerzas que poseía contra la red, ésta le rechazó contra Sonna con una violencia que arrancó un quejido a la muchacha.
—Torrek —susurró Sonna, mientras le rodeaba la cintura con un brazo, cegada por la implacable e irreal luz de luna—, Torrek, ¿sabes...?
No, no lo sabía. No recordaba esa forma de pez delgada, opaca y negra..., que tampoco le parecía salida de una pesadilla ni el fantasma vengativo de la kraka. Por alguna razón, se sentía capaz de aceptarla, como se sentía capaz de aceptar la existencia de una nueva y mortal especie de animales. —No es un planeador—afirmó con los dientes apretados—. No tiene alas. Se trata de metal fraguado..., o fundido.
—Los re voló te adores —anunció Sonna con voz enronquecida.
De pie, inmerso en el atroz terremoto de su propio corazón, Torrek pensó en lo dicho por Sonna. Los revoloteadores era un cuento, un rumor, un comentario reciente entre los bárbaros de tierra adentro. Se había visto tal cosa, había ocurrido tal otra, extraños objetos volantes, hombres estrafalariamente vestidos...
Se abrió una puerta circular en el costado de... ¿De la nave? Más allá, había otra similar, que se abrió a su vez. Asomó una plataforma metálica en forma de lengua, que se apoyó en el saliente.
Torrek no veía el interior, pero emanaba de él una luz diabólicamente brillante, deslumbrándole hasta tal punto que los seres que avanzaban por la plataforma se convirtieron para él en meras sombras.
Cuando llegaron a su lado, los distinguió con mayor nitidez, hombres robustos, de facciones y color similares a los suyos, envueltos desde las botas hasta el cuello en sobrias combinaciones de una sola pieza y cubiertos con imponentes cascos redondos.
Sonna gimió a sus espaldas.
Los hombres hablaron entre sí, en un idioma que Torrek no conocía, una lengua tajante e inarmónica. No se transparentaba ninguna emoción en los tonos. Cumplían una tarea de rutina.
A través de una nube de ira, Torrek comprendió que llegaban a algún tipo de decisión, en apariencia más con respecto a Sonna que a él. Pusieron manos a la obra. Lanzaron cuerdas flexibles a la malla de fuerza oculta, lazos corredizos que se cerraron sobre él y le ciñeron, hasta dejarle atado como una oveja dispuesta para el sacrificio.
Uno de los hombres hizo una señal con el brazo. Torrek cayó sobre la roca al extinguirse la fuerza. Sonna saltó más allá de él, escupiendo su furia. Un hombre sonrió, la esquivó y le sujetó un brazo contra la espalda. Sonna cayó de rodillas, gritando. En un abrir y cerrar de ojos, quedó bien atada.
—¿Qué hacen? —chilló, alarmada—. Torrek, cariño, ¿qué quieren de nosotros?
—No lo sé.
Torrek superaba poco a poco su propia e impotente cólera. La derrotó como a un contrincante en una lucha. En lugar de la ira, se instaló en él un frío estado de alerta.
—Querido mío... —sollozó Sonna.
El llanto de la joven estremeció el corazón de Torrek. Le dirigió unas palabras de consuelo. En su interior, soñaba con puñales para enfrentarse a aquellos sonrientes y charlatanes bandidos, tan horriblemente vestidos. Pensó en colgar sus cabezas en el ahumadero de Diupa.
Sonna se retorció e intentó morder a sus raptores cuando la levantaron y la introdujeron en el interior de la nave. Lo único que ganó con ello fue una imprevista bofetada. Torrek conservó la calma, observando la amenazadora estructura de metal por donde le llevaban.
Sujeto a un asiento, divisó el cielo y los despeñaderos a través de una especie de... No, ni ventanilla ni telescopio... ¿Un repetidor de imágenes? Se concentró en eso e ignoró la rareza de todos los objetos que le rodeaban. Incluso cuando la nave se elevó silenciosamente y los picos más altos quedaron fuera de la vista, incluso cuando el valor de Sonna se quebró en un agudo grito, Torrek siguió contemplando el panorama.
Pero cuando asomaron miríadas de estrellas, cuando el gran cuenco del mundo se transformó en un escudo anillado que destellaba en la oscuridad, y Sonna cerró los ojos con fuerza para no mirar..., Torrek experimentó una misteriosa sensación de regreso al hogar.
Casi supo que allí les aguardaba la enorme nave madre, para absorber en sus entrañas la pequeña embarcación que los transportaba.
¿Se debía sólo a las especulaciones de los filósofos de Diupa o recordaba a ciencia cierta que el Mundo llamado Maanerek era uno entre otros muchos?
Se estremeció ante el fantasmal pensamiento, ante el leve y alarmante indicio —¿recuerdo?— de lo crueles y extraños que podían ser esos mundos.
Torrek se agitó en la estrechez de la celda en que les habían encerrado. Una de sus manos buscó de manera automática el puñal. Al recordar que ya no lo tenía, apretó los dientes en un gesto feroz, como si mordiera una garganta. Sonna le apretó el brazo.
—No—le dijo.
Torrek recuperó la humanidad como quien despierta de un sueño. El instinto carnívoro se desvaneció al
—¿No qué? —inquirió distraído.
—No tiene sentido luchar con ellos —explicó Sonna— esperemos a saber algo más.
Él asintió, rígido, como si temiera que le crujieran los huesos del cuello. Luego la abrazó y miró a los hombres que acababan de abrir la puerta.
El más joven empuñaba un arma. Al menos, Torrek supuso que se trataba de un arma, una pequeñísima ametralladora, que cabía en un puño. Esa persona, ese gnomo o lo que fuese, parecía más saludable que sus compañeros. Su tez presentaba un curtido normal, no la mortal palidez de los demás, y se movía con gran aplomo muscular. Era casi tan robusto como Torrek, con el mismo pelo rubio cortado al rape, aunque tenía la nariz aguileña y los labios finos.
Habló. Aunque con acento extranjero, lo hizo en una versión de la lengua naesevl, el lenguaje mercantil corriente en las Islas. Torrek no la conocía a fondo, pese a que, una nación tan rica como Dumethdin atraía a muchos comerciantes, pero se parecía mucho a la que se hablaba en el fiordo Penga y no tuvo dificultades en comprenderla.
—Te aconsejo que no me ataques. Esta pistola..., esta arma dispara un... Te dejaría dormido en el acto, y despertar del sueño que produce resulta muy doloroso.
Torrek escupió en el suelo.
—¿Me comprendes o no?
—Sí — respondió Torrek—, le comprendo.
Eligió el pronombre con intención insultante, pero el extranjero no pareció darse cuenta.
—Bien. Me llamo Coan Smit. El hombre que está a mi lado es el sabio Frain Horlam.
Horlam era menudo y viejo, de fino pelo gris y parpadeantes y lacrimosos ojos. AI igual que Coan Smit, vestía un sencillo mono verde, aunque sin insignias.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Smit.
—Soy Torrek, un arponero de Diupa, adoptado por el clan Búa y hermano de juramento, con todos los derechos, de la secta del Oso Marino, leal al rey de Dumethdin.
Otro insulto. Cualquiera que supiera el naesevi tenía que hallarse lo bastante familiarizado con la simbología de las Islas para deducir las lealtades de Torrek a partir de sus tatuajes. Tampoco esta vez Coan Smit acusó la ofensa.
Sonrió levemente y dijo algo a Frain Horlam, que asintió con singular entusiasmo. A continuación, Smit se volvió hacia sus prisioneros y prosiguió en tono considerado:
—Gracias. Quiero que sepas, Torrek, que somos tus amigos. En realidad, somos tu gente. Estás a punto de recuperar tu legítima herencia.
Como si le llegara desde una inmensa distancia, Torrek oyó el jadeo contenido de Sonna. No se sobresaltó, sin embargo. La sensación había comenzado a crecer en él desde que la nave estelar atravesó la oscuridad para atraparle. En parte, dicha sensación se debía a la semejanza entre su propio aspecto y el de aquellas personas, pero en lo más profundo de sí mismo, más allá de las palabras, lo sabía sencillamente.
Una sensación fría y corrosiva.
—¿Qué más tiene que decirnos? —preguntó con sequedad.
—Si nos acompañas, te llevaremos a un lugar donde te lo explicarán mejor.
—Lo haré, siempre que esta mujer venga conmigo.
—No, será mejor que ella se quede. Plantearía demasiados problemas. Aun sin ella, será bastante difícil aclarártelo todo.
—Acéptalo, querido mío.
La voz de Sonna semejaba abatida. Había sufrido demasiado en muy poco tiempo.
Torrek observó que los rígidos e inhumanos modales, unos modales férreos, de Coan Smit se relajaban al posar sus ojos en la muchacha. Sintió la tentación de aplicar al individuo una llave de lucha libre en la rodilla, a fin de partirle la espina dorsal.
Consiguió sofocar su furia. La gélida cautela que la reemplazó se diferenciaba tanto del calor humano propio de la gente de Dumethdin, se asimilaba tanto a la de esa raza de brujos, que se hundió en el asiento para rumiar su tristeza.
—Vamos —dijo al fin.
Mientras seguía a Horlam por un pasillo desierto y brillantemente iluminado, con Smit armado a sus espaldas, se volvió y echó una última ojeada a Sonna, una figura pequeña ante la puerta enrejada, sola en su jaula.
No le llevaron a una estancia desde la que pudiera contemplar las arrogantes estrellas y el frío escudo anillado de su hogar. La caminata concluyó en las entrañas de la nave, en una enorme cámara, un destellante, parpadeante, tembloroso y zumbador yermo de complicados aparatos.
—Siéntate, Torrek —le invitó Smit.
El hombre de Diupa retrocedió al ver el asiento, una horrible mezcla de cables, instrumentos y grilletes.
—En el suelo..., no ahí—respondió.
—Te sentarás en esa silla. —Smit levantó el arma—. Y permitirás que te aten a ella. Depende de ti hacerlo por tu propia voluntad o forzarme a emplear el arma.
Torrek gruñó. Smit se mantenía demasiado lejos, demasiado preparado para recibir su ataque. En consecuencia, se rindió. Mientras Horlam cerraba las bandas de acero que le sujetaban a la silla por las muñecas, la cintura y los tobillos, movió los labios, invocando las nueve maldiciones sobre Coan Smit.
Horlam bajó una red de cables y una serie de cosas menos comprensibles sobre la cabeza de Torrek, y comenzó a ajustados de diversas formas. Smit se sentó en una silla, enfundó el arma y cruzó las piernas.
—Bien, adaptar los circuitos requerirá cierto tiempo..., de modo que puedo irte informando de lo que quieras. —Sonrió con ironía—. No es fácil saber por dónde empezar. Algunas naciones entienden que el mundo es una bola redonda que gira alrededor del sol y que las estrellas son otros soles. Ignoro si en tu país...
—He oído esas historias —refunfuñó Torrek.
Hasta ese momento, las especulaciones de los sabios de Diupa no le habían parecido muy plausibles. Ahora supo, más allá de toda razón y sin necesidad de la realidad de esa nave como prueba, que Smit decía la verdad. ¿Pero por qué lo sabía con tanta certeza?
—Muy bien, prosigamos —continuó Smit—. Hay una gran distancia de sol a sol, muy superior a la que los hombres pueden concebir, y hay más soles de los que se han contado. No obstante, los hombres aprendieron a cruzar esas distancias en naves como ésta, superando las barreras del espacio, el tiempo, el calor, el frío, la ingravidez y el cambio de atmósfera. Extendiéndose a partir de un mundo, hace muchísimo tiempo, esparcieron su simiente en miles de otros. Más tarde, el Imperio se hundió y los hombres olvidaron. En los planetas como el tuyo, muy alejados de los antiguos centros de civilización y muy poco poblados en el momento del desastre..., en esos mundos apenas queda memoria del Imperio y su caída.
Un escalofrío recorrió a Torrek de pies a cabeza, no sólo por lo extraño de la historia, sino por la sensación de que se la habían contado antes, en algún sueño olvidado.
—Existen leyendas referentes a los que existieron antes de Rymfar—dijo en voz baja.
—Por supuesto —asintió Smit—. No todo conocimiento se perdió. En algunos mundos sobrevivió una especie de civilización. Pero sólo se recuperaron lentamente y a costa de incontables dolores. El Imperio aún no ha sido reconstruido y hay muchas naciones en planetas separados. La mayor parte de la galaxia sigue siendo una inmensidad inexplorada... Bueno, me estoy desviando de la cuestión. Esta nave de reconocimiento pertenece a cierta nación, la tuya, que se encuentra a gran distancia de aquí. Hemos recorrido esta zona del espacio durante una serie de años, trazando mapas, estudiando... Preparando el terreno, en cierto sentido. Hace cinco años descubrimos este planeta y probamos un nuevo procedimiento. Tú eres Korul Wanen, un oficial de esta nave —le reveló—. Anulamos tu memoria, tus recuerdos de toda la vida. Fuiste abandonado para que te recogiesen los habitantes de la Isla. Ahora hemos decidido recuperarte.
Se volvió y dirigió una imperiosa señal a uno de los hombres de túnica gris, que se acercó sumiso a las llaves y los diales de la gran máquina. Smit dio una orden sin mirar a Torrek, que sudaba copiosamente, y se volvió, sonriente.
—No te gusta nada, ¿verdad, Korul Wanen?
—¡Miente! —tronó Torrek—. ¿Cómo me habrían encontrado si...?
—Una buena pregunta. Pero que no invalida mis afirmaciones. Antes de dejarte, se implantó en uno de tus huesos una pequeña unidad de señales, una unidad irradiante, que extrae energía de tu propio cuerpo, a fin de localizarte incluso a muchos kilómetros de distancia.
—¡Pero eso fue una solemne estupidez! —rugió Torrek—. ¿Y si hubiera muerto? Los habitantes del lugar donde me dejaron podrían haber sido caníbales y devorarme. ¿Qué habríais ganado entonces?
—Nada —reconoció Smit—. Pero tampoco habríamos perdido gran cosa..., salvo una unidad reemplazable de la dotación.
Chispeaba cierta avidez en los claros ojos de Smit. Torrek se dio cuenta de que no había pronunciado esas palabras por necesidad, sino porque deseaba ver retorcerse a su prisionero.
Se endureció, aunque no le resultó fácil mantener la calma con el corazón tan agitado y la boca tan seca. En una remota y atónita parte de su cerebro, pensó: «¡Tengo miedo! ¡Esto que siento es miedo!».
El personaje de la túnica gris volvió con un cilindro negro del tamaño de un antebrazo y se lo entregó a Smit, que lo manipuló como un objeto delicado. Sonrió a Torrek:
—Aquí está el fantasma de Korul Wanen.
Torrek apretó los labios. No preguntaría nada. —Regresarás a tu propio cuerpo —explicó Smit—. Claro que antes hay que borrar a Torrek...
La perspectiva le arrancó un aullido a éste.
—¡No!
—Sí—le contradijo Smit, entusiasmado.
Coan Smit le pasó el cilindro a Horlam, que lo ajustó a la máquina, al lado de otro semejante.
—Entrégate por última vez a tus recuerdos, Torrek, si te apetece. Pronto sólo serán un borrón en un tubo.
Torrek se debatió en vano, hasta que creyó que los músculos iban a reventar. «Ojalá revienten —imploró angustiado—. Me gustaría disfrutar de una muerte limpia...»
Cuando el vértigo y la oscuridad se abatieron sobre él, la máquina resonó en su cabeza. Le dio la impresión de que le seccionaba el cerebro. Vio que Smit se acercaba para observarle de cerca. Su mirada de placer fue el último detalle del que tuvo conciencia Torrek el arponero.
Korul Wanen
Levantó el cilindro.
—¡Cinco años! —murmuró.
—Caben en él varios siglos de experiencia, muchacho —dijo el doctor Frain Horlam—. Si se usan moléculas individuales para almacenar información...
Al otro lado del escritorio, Wanen apartó la vista del cilindro y miró al viejo psicólogo. No sabía cómo actuar. Por un lado, el anciano era un civil que no figuraba en el Cuadro y, como tal, merecía escaso respeto por parte de un teniente del servicio Astro. Por otro lado, Horlam dirigía la empresa científica más importante de la expedición y, en un viaje exploratorio, semejante tarea sólo se subordina a la recolección de datos militares. Por lo tanto, respondió con prudente cortesía:
—Nunca me explicaron esa teoría. Si te limitas a charlar conmigo sin referirte a ningún tema prohibido, te agradeceré tu amabilidad al instruirme.
Horlam levantó la canosa cabeza.
—Lo haré a grandes rasgos. —Se reclinó en el asiento y encendió un cigarro—: ¿Fumas?
—¡No! —Wanen se serenó enseguida—. Sabes que pertenezco a la Academia y, en consecuencia, estoy condicionado contra el vicio.
—¿Porqué? Horlam planteó la pregunta con tanta indiferencia, entre dos bocanadas de humo, que Wanen respondió sin pensarlo.
—Con el propósito de servir a la Hegemonía y al Cuadro, que la guía de manera más eficaz... —Se interrumpió—. ¡Me estás acosando a preguntas deliberadamente!
—Si tú lo dices...
—Estas cuestiones no son cosa de broma. No me obligues a denunciarte.
—Esta nave se encuentra a una distancia sideral de nuestro punto de origen —respondió Horlam sin darle demasiada importancia— Hace siete años que emprendimos el viaje. Allí nadie conoce nuestra situación actual... Nosotros mismos no sabíamos adonde nos dirigíamos cuando partimos. Las estrellas han cambiado tanto de posición que los datos del viejo astro imperial no sirven de nada. Y el espacio es tan inmenso, hay tantas estrellas... Si no volvemos, probablemente transcurrirán cientos de años antes de que otra nave de la Hegemonía vuelva a pasar por aquí para explorar estos parajes.
Creció el desasosegado desconcierto de Wanen. Sin duda, se trataba de la persistente rareza de su experiencia. Al despertar en la camilla de la enfermería, quiso presentarse de inmediato a servicio, pero le obligaron a descansar un rato y después le enviaron al despacho de Horlam. Una charla informal, dijeron, sería suficiente para sondear su yo recuperado y resolver si se hallaba en condiciones de incorporarse. Ahora bien, aquello resultaba demasiado informal.
—¿Por qué dices esas cosas? —inquirió Wanen en voz muy baja y controlada—. Son tópicos, claro, pero tu tono... En cierto modo, linda con el desviacionismo.
—Por lo cual merezco cualquier sanción de la escala de correcciones, desde una reprimenda hasta la muerte, pasando por la lobotomía o la eliminación de mi memoria, ¿no? —Sonrió sin quitarse el cigarro de la boca—. No importa, muchacho. Debes saber que no viene a bordo ningún miembro de la policía secreta al que denunciarme. Te expongo todo esto porque hay ciertas cosas que debo decirte y quiero amortiguar el impacto. Éste es tu primer viaje por el espacio profundo, ¿verdad?
—Sí.
—Y tu experiencia no duró más que dos años. Después se blanqueó tu mente y fuiste depositado en el planeta. El resto de nosotros hemos recorrido esta parte de la galaxia durante cinco años más. En tales condiciones, las cosas cambian. Forzosamente se produce cierta adaptación..., una relajación de la disciplina, un debilitamiento del idealismo. Tú mismo lo verás. No te sobresaltes. El Cuadro conoce muy bien el fenómeno y lo permite.
De repente Wanen comprendió que a eso se debía el que los hombres que salían al espacio profundo jamás retornasen a los mundos de origen de la Hegemonía. Después de cumplido tu primer viaje realmente prolongado, jamás se te permitía acercarte a menos de un año luz de las Estrellas Interiores, y las grandes bases navales se convertían en tu hogar. Te lo advertían por adelantado, afirmando que se tomaba en medida por cuestiones de cuarentena. Aceptabas el sacrificio como una mínima ofrenda al Cuadro.
Ahora Korul se dio cuenta de que la enfermedad que tal vez portaba en sí y contra la cual había que proteger a los habitantes de las Estrellas Interiores no era física en modo alguno.
—Muy bien —sonrió aliviado—, entendido.
—Me alegro. Tu comprensión lo facilita todo —comentó Horlam satisfecho.
Wanen dejó el cilindro sobre la mesa.
—Estábamos hablando de esto, ¿no?
—Sí. Te explicaba la idea fundamental. —Horlam respiró a fondo y se dispuso a pronunciar su discurso—. Se entiende que las pautas de la memoria, incluyendo las pautas de los hábitos inconscientes, son redes sinápticas «estriadas» a través del sistema nervioso..., si me permites hablar con cierta imprecisión. En un momento determinado, la personalidad se halla en función de la herencia básica, de la constitución física, en la que influyen la salud y la dieta, por ejemplo, y del total acumulado en las redes sinápticas. Dada su constitución física, dichas redes pueden explorarse y, claro está, todo lo que puede explorarse es susceptible de ser registrado. En el interior de este cilindro, se encierra una proteína compleja, cuyas moléculas se distorsionan selectivamente para que registren los datos explorados. Pero ahí está el detalle. Todo lo que puede explorarse es también susceptible de ser selectivamente heterodinizado, cancelado, borrado..., llámalo como quieras. El proceso convierte el cuerpo adulto en una masa sin memoria y sin mentalidad, aunque aprende con sorprendente rapidez. En menos de un año, se transforma en una nueva personalidad, que funciona sin problemas. Si se exploran y cancelan a su vez los nuevos recuerdos, como los que tú adquiriste en los últimos cinco años, los anteriores pueden «reimplantarse» por así decirlo, en el sistema nervioso. Así retornó a la vida el teniente Korul Wanen.
El joven frunció el ceño.
—Sé todo eso —protestó—. Me lo explicaste tú mismo cuando me encomendaron esta misión..., aunque quizá lo has olvidado. A fin de cuentas, para ti ocurrió hace cinco años. Ahora me interesan detalles más técnicos, por ejemplo, el tipo de señal empleada.
—No tengo gran cosa que decirte —respondió Horlam con pesar.
—¿Se trata de un secreto? En ese caso, lamento haberlo preguntado.
—Un secreto, no... En primer lugar, ocurre que tendrías que aprender tres nuevas ciencias para estar en condiciones de captar mi explicación. En segundo lugar, recurrimos a una antigua técnica imperial, perdida por completo durante las Edades Bárbaras. Hace alrededor de treinta años, en Balgur IV, una nave de reconocimiento encontró una máquina averiada y una serie de manuales, sepultados en las ruinas de una ciudad. La unidad de investigación a la que pertenezco reconstruyó lenta > laboriosamente el psicalizador, como lo llamamos, y aprendió unas cuantas cosas al respecto. Pero aún andamos a tientas.
—Este registro... —Wanen señaló el cilindro colocado sobre el escritorio, que parecía un burdo ídolo—. Supongo que tienes la intención de estudiarlo...
—Sí, aunque como fenómeno electrónico, no como un conjunto de recuerdos en sí. Esto último sólo sería factible si se reimplantara en un cerebro viviente. Y según sospecho, no serviría más que el tuyo. Ahora bien, gracias a nuestro aparatos, procederemos a una minuciosa comparación de este registro con el que poseemos de ti en tanto que Wanen, mediante análisis estadísticos y otros procedimientos. Estoy especialmente interesado en descubrir qué pautas precisas del registro corresponden a los elementos adquiridos de la personalidad. Como bien sabes, el tuyo constituyó un experimento nuevo. Nunca antes el mismo cuerpo recibió dos culturas diferentes por completo. Ahora nos hallamos en condiciones de reconocer los factores significativos. Concédenos a mis computadoras y a mí unos años para analizar todos los datos y empezaré a saber algo sobre el cerebro humano. Sí, has prestado un verdadero servicio a la ciencia.
—Espero que también se lo haya prestado a la Hegemonía —declaró Wanen.
—En efecto. Piensa en sus posibilidades con respecto al desviacionismo. Por el momento, el psicalizador borra la totalidad de la memoria de una unidad no leal. El proceso de reeducación a partir de cero resulta lento y costoso. La lobotomía y la degradación al rango civil interior suponen desperdiciar un buen potencial humano. Si supiéramos cómo hacerlo, las tendencias desviadas se corregirían con mucha mayor limpieza, sin sacrificar la capacidad y la experiencia del desviado. De hecho, tal vez se llegase a un condicionamiento tan profundo que nadie sería físicamente capaz de albergar pensamientos no leales.
La perspectiva parecía tan espléndida que Wanen se puso en pie de un salto barbotando:
—¡Gracias! ¡Muchas gracias por permitirme servir!
Horlam dejó caer la ceniza del cigarro y asintió con un gesto lento.
—Estás muy bien —concluyó en tono seco—. Preséntate a tus superiores.
Coan Smit había cambiado en cinco años. Ya no era el joven cadete orgulloso y duro como el acero que había abandonado para siempre las Estrellas Interiores, con el propósito de servirlas más plenamente.
Mientras montaban guardia junto a la plataforma de lanzamiento de embarcaciones número cinco, como habían hecho tantas veces con anterioridad, Wanen se fue dando cuenta poco a poco, en el curso de las horas, de los cambios operados en él. Smit seguía siendo hábil, resuelto, ingenioso. Tenía el rostro más oscuro, pero esto significaba un honroso distintivo otorgado por el sol y el viento del planeta anillado. El propio Wanen aparecía bronceado aún más a fondo, con la añadidura de un bárbaro tatuaje.
Pero Smit había dejado de ser un miembro puro de la Academia. Las rayas de su uniforme sobrepasaban apenas la anchura del filo de un cuchillo, y el brillo de sus botas no cegaba. Permanecía erguido en la posición correcta, aunque sin tensar de verdad los músculos. Caminaba al ritmo reglamentario, sí..: ¿No había acaso en su andar un leve pavoneo?
Cuando les relevaron, Smit bostezó de una manera poco digna de Astro.
—Me alegro de volver a verte, teniente —dijo.
—Gracias, teniente —replicó Wanen en tono formal.
—Vamos a tomar un café, quiero hablar contigo.
Sus duros tacones resonaron contra el metal mientras descendían por el corredor en dirección a la sala de oficiales jóvenes. Wanen se descubrió observando a ¡os reclutas con los que se cruzaban. Éstos se habían vuelto más descuidados aún que los oficiales, aunque el hecho no le escandalizaba tanto. Cuando les saludaron al ver sus insignias, Wanen captó las huellas del servilismo.
Muchos castigos debían de haberse impuesto a bordo de la Exploradora durante los últimos cinco años: celda de sudación, pulsación nerviosa y otros peores. Eso no tendría que haber sido necesario... ¿O sí?
Suspiró confundido. Desde que naces te educan para servir... Recitó mentalmente la reconfortante jerarquía: La unidad llamada yo, sirve a la unidad llamada nave, que a su vez sirve a la Flota, brazo de la todopoderosa Hegemonía y del Cuadro que nos guía a todos hacia el nuevo Imperio. No existen otras lealtades.
Te criaban y te educaban con un único propósito, como a todas las unidades inferiores al nivel del Cuadro. Tu propósito específico consistía en servir a la Flota Exterior. Eso estaba bien y era bueno. No obstante, se trataba de una educación restringida, que no te preparaba para el repentino impacto de la extranjería.
Por dos años, mientras la Exploradora recorría centenares de parsecs —unidades astronómicas de distancia correspondiente a 3,26 años luz, que equivalen a 30,84 billones de kilómetros—, no trazados en los mapas, él había vislumbrado algo de la alteridad que constituye el espacio profundo... aunque sólo un poco. Después, eliminaron cinco años de su vida. Y allí estaba otra vez, en una nave que durante media década había filtrado a través de su blindaje la fría inmensidad de la alteridad y...
Penetraron en la pequeña sala de oficiales, donde no había nadie más que ellos. Smit marcó el disco correspondiente al café y, cuando éste llegó, se sentó con la taza entre las manos, como si tuviera frío.
—Por supuesto, te vi hace muchas horas —dijo por último—, si bien no lo recuerdas. Todavía eras Torrek.
—¿Torrek?
Wanen enarcó las cejas en un gesto inquisitivo.
—Me dijiste que así te llamabas. Te aseguro que te portaste como un verdadero salvaje. —Smit rió entre dientes—. Y me pareciste muy fácil de atormentar. ¿Eh, cuidado!
Wanen retrocedió justo a tiempo. Sus manos se habían adelantado como torcidas garras. Las miró asombrado y observó que habían adoptado la forma adecuada para acogotar a un hombre.
—¿Qué te pasa? —resolló Smit.
—No lo sé. —Wanen volvió a sentarse pesadamente, con la vista clavada en el vacío—. De pronto, sentí una especie de un trastorno y deseé matarte.
—¡Vaya!
Smit se recuperó con la rapidez de Ja persona que posee unos nervios disciplinados. Se distanció un poco, pero su rostro se serenó. Después de un instante, dijo en tono reflexivo:
—Alguna perturbación subyacente... Sí, supongo que será eso. Un efecto residual de la transformación que has sufrido —Se encogió de hombros—. Bien, ¿por qué no? Al fin y al cabo, te han sometido a un nuevo tipo de experimento. Más vale que veas de nuevo a Horlam, aunque no creo que ocurra nada grave.
—Sí.
Wanen se levantó.
—¡Ahora no, idiota! Descansa. Tómate el café. Quiero hablar de unas cuantas cosas contigo. Es muy importante para la totalidad de nuestra misión.
Las palabras de Smit devolvieron a Wanen a su asiento.
—Te escucho.
Sí su corazón seguía agitado, supo dominarlo.
—Espero que los médicos te borren ese horrible tatuaje de la cara —se quejó Smit—. Resulta bastante molesto.
—No más que las cicatrices de un combate —replicó Wanen malhumorado.
—Mucho más. Representa algo distinto..., algo de lo que ninguno de nosotros quiere acordarse —Smit contempló su taza de café con el ceño fruncido, antes de continuar—: Como recordarás, sólo encontramos dos planetas habitados, lugares desagradables ambos y poco interesantes. Después llegamos aquí, a Anillo. La dotación le ha dado ese sobrenombre, Anillo. Le pareció que tenía la suficiente importancia y que resultaba tan apasionante como para merecer un nombre especial. Recordarás también que, según nuestros reconocimientos preliminares pusieron de relieve, se trataba de un planeta extraordinariamente fértil, con una población humana que había perdido toda huella de la civilización imperial..., pero que, por otro lado, había creado una rica variedad de culturas. La sociedad más desarrollada desde el punto de vista tecnológico ocupa en las Islas, el gran archipiélago subtropical. Se hallan a un paso de la imprenta y de los explosivos químicos, y no sería difícil que allí se produjera una revolución científico-industrial. Entre esas gentes te dejamos,
—Sí —convino Wanen—. Recuerdo haberlo visto desde el aire. Me dijeron que ése era el lugar... —Continuó desgranando sus reminiscencias, casi como sí otra mente hablara por él en voz alta—. Había un fiordo profundo, y poblaciones a su alrededor, y montañas con largos valles, como dedos verdes que se metían en el agua y... No, no estoy seguro. —Se frotó los ojos—. ¿Vi nubes flotando bajo un pico elevado? Hay algo acerca de ese pico, algo así como una idea de victoria... No, no recuerdo, no alcanzo a recordar.
Tuvo conciencia de que Smit lo miraba de una manera extraña. Sin embargo, no logró desprenderse de un sentimiento de exaltación.
—Continúa —dijo con naturalidad—. Me estabas poniendo al día.
—Sí, eso es. Bien, nos apartamos de Anillo y, durante casi cinco años más, hemos estado rondando esta parte del brazo espiral.
—¿Qué encontrasteis?
—Planetas. Algunos habitados por seres inteligentes. Nada comparable con Anillo. Por lo tanto, regresamos hace alrededor de seis meses. Algunos otros y yo bajamos para un reconocimiento étnico en la región de las Islas. Supongo que estarás más o menos enterado de las técnicas. Raptas a un nativo, empleas acelerina e hipnosis para obtener el lenguaje y la información cultural básica en un plazo muy breve, luego te deshaces de él y te presentas a sus compañeros. Afirmas ser un extranjero, que vienes de otra parte del planeta. El sistema funciona muy bien con las sociedades enteradas de que hay otras naciones «más allá del horizonte», pero que ignoran su aspecto exacto.
—¿Y qué hace un hombre de Embarcaciones en una exploración étnica?
—Tú también perteneces a Embarcaciones, teniente.
—No es lo mismo. Se necesitaban determinadas condiciones físicas para el experimento, con el propósito de dar al hombre amnésico alguna posibilidad de supervivencia, pese a su entrenamiento inadecuado. Pero tú...
Una expresión poco afable se pintó en el rostro de Smit.
—Escaseaban los especialistas étnicos y por aquí no se necesitan las embarcaciones de guerra. Me vi obligado a participar, lo mismo que otros.
—¿Se produjeron bajas alguna vez?
—Sí.
—¿A manos de los primitivos? —preguntó Wanen incrédulo—. Creí que ni siquiera imaginaban que había observadores entre ellos. Además, no los considerarían necesariamente como enemigos..., por no hablar de la dificultad de matar a nuestros hombres con simples lanzas...
—Pues todas esas cosas sucedieron —aseguró Smit con gran pesar—. La pérdida de la calidad, de la competencia, la adaptabilidad, la eficacia, incluso la lealtad... La decadencia de toda la dotación ha llegado a un punto increíble. En el caso de los especialistas étnicos, fue un verdadero desastre. ¿Sabes, teniente? La mitad de las bajas en los equipos de reconocimiento se debieron a que tuvimos que disparar contra nuestras propios hombres por desviacionismo radical.
Las palabras de Smit causaron en Wanen el efecto de un mazazo en la cabeza.
—No—musitó.
Smit mostró los dientes. No sonrió ni gruñó.
—Sí. He experimentado las mismas tendencias. ¿Qué esperabas después de siete años de paredes de metal y celibato?
—Pero contamos con el Antisex. Celebramos reuniones de lealtad...
—Meras supresiones de los síntomas. La frustración sigue bullendo por dentro, hasta que se libera en pura destrucción y negativismo. Ni siquiera el condicionamiento de toda una vida sobrevive a ese tipo de presiones.
—Pero ésta no puede ser la primera vez...
—Claro que no. Siempre ocurre en los viajes prolongados. Cuando surgieron los primeros problemas, el capitán nos explicó el fenómeno a los oficiales.
Wanen se reclinó en el asiento y suspiró aliviado.
—Entonces tiene que figurar un procedimiento en los Manuales Secretos.
—En efecto —confirmó Smit—. Cuando las bajas debidas a tales causas exceden un cierto porcentaje, la nave debe buscar un planeta atrasado y ocupar un área pequeña. Allí, las agresividades desarrolladas se ventilan libremente contra los hombres y los niños del lugar. Y se prescinde del Antisex al disponer de las mujeres.
Wanen sintió una curiosa reticencia en su interior. No lo comprendía. Incluso mirando las cosas desde un punto de vista altruista, esas medidas también beneficiaban a los bárbaros, puesto que el procedimiento era esencial para la expansión de la Hegemonía, que acabaría por abarcar a toda la humanidad de la galaxia. Sin embargo, apenas logró balbucir:
—¿De modo que escogieron Anillo?
—No. La liberación de tensión a la que me refiero tuvo lugar hace unos meses, en el último planeta en que nos detuvimos.
El segundo de inexplicable alivio que experimentó Wanen fue sustituido por una nueva tensión anímica.
—¿Entonces, por qué seguimos aquí?
—Problemas. Se nos plantea un dilema.
Smit apartó la taza vacía, se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro, una actitud no muy propia de un miembro de la Academia, al que se había enseñado a no mostrar jamás su incertidumbre ante el mundo.
—Verás, los manuales secretos recomiendan también que la nave retorne de inmediato a la base una vez conseguida la liberación. De lo contrario... Piensa en el insignificante recluta común y corriente, en la unidad sin rostro entre cientos de otras unidades intercambiables. Durante unas semanas, se ha transformado en un conquistador, ha matado, azotado, desollado, incendiado, violado. Ha bebido todas las noches hasta embrutecerse. No es fácil retornar a la disciplina de la nave y al Antisex. De hecho, si no se le asigna en el acto un entorno normal, sólo el Cuadro sabe el desviacionismo que engendraría.
—Bien. Pero ahora que ya he sido recuperado, ¿por qué no nos vamos? —quiso saber Wanen.
—Tenemos que ocupar Anillo —replicó Smit con voz trémula—. No con el... No con el propósito que mencioné, sino por razones militares.
—¿Qué dices? Creí que se trataba de un simple viaje de reconocimiento.
—Así es. O era. Ahora, escúchame bien. La mayoría de los planetas no nos sirven, por desdicha. Resultan tan hostiles a la vida humana que, cuando el Imperio se desmembró y quedaron destruidos todos los artilugios artificiales, la civilización se lanzó con torpe premura a una máxima entropía. En la mayoría de los planetas el hombre se extinguió, por las buenas. Y cuando se logró una adaptación derivó por regla general en el salvajismo. En Anillo, en la totalidad de este mundo, los hombres se sienten realmente bien. Incluso han prosperado. Hay ya millones de ellos, incluyendo algunas razas complejas, en extremo capaces... Significará una conquista tan valiosa como la de un planeta unificado con plena cultura industrial. Recuerda, teniente, que nos acechan enemigos mortales. La República, la Liga Libertaria, la Hermandad Real, los grandes condes de Morían..., docenas de otras civilizaciones diseminadas por el espacio, cada una con sus propias ideas sobre lo que debe ser el Nuevo Imperio. No podemos correr el riesgo de que una de sus naves exploradoras tropiece por casualidad con Anillo. A tanta distancia de toda base naval, cualquier guarnición que se establezca en él tomará posesión del lugar.
—¡Calma! —trató de serenarle Wanen—. ¿Qué probabilidad existe de que encuentren Anillo? La galaxia comprende cien mil millones de estrellas. ¿Cómo van a dar precisamente con ésta?
—Porque siempre se exploran primero las estrellas tipo G-2. —repuso Smit— y no abundan demasiado en este brazo espiral. Sabemos que las naves de la Liga también trazan mapas. La probabilidad es pequeña, lo sé, pero no nos atrevemos a correr ese riesgo. Tenemos que instalar allí una guarnición, lo dicen los manuales. Luego volveremos a la base, presentaremos un informe de nuestro descubrimiento y solicitaremos el envío de fuerzas, un contingente que ocupe la totalidad del planeta, lo fortifique de manera conveniente, civilice a los habitantes, etcétera...
—Pero nos llevará casi dos años regresar a nuestro punto de partida, un año poco más o menos para organizar el contingente, otros dos años para el viaje de vuelta...
—¡Cinco años! ¿Cómo confiar en una guarnición durante cinco años?
Horlam comenzó a desconectar los electrodos de la cabeza y el cuerpo de Wanen. Apretó los labios, frunció el ceño y se sumió en sus pensamientos.
—¿Bien? —se impacientó Wanen.
Sólo después de medio minuto de silencio, se dio cuenta que había sido muy poco digno de Astro manifestar emociones delante de un civil no perteneciente al Cuadro.
«¿Qué me ocurre?», se preguntó.
—Todo en regla —respondió Horlam enseguida—. Según todas las técnicas encefalografías y neurográficas conocidas, no guardas recuerdos perdurables de tu estancia en Anillo.
—¿Estás seguro? —insistió Wanen—. Ha de haber algo que explique..., que explique... Escucha. —Se obligó a pronunciar las palabras, una por una—. Mientras venía a tu despacho, me asomé para contemplar el planeta. Nunca en mi vida he visto nada tan hermoso. Sentí por él un amor como sólo debo sentir por el Cuadro. Tuve que huir de allí antes de que se me llenaran los ojos de lágrimas. —Experimentó un agudo dolor en las manos. Las separó. Se había hundido las uñas en las palmas—. Algo de esa experiencia me ha cambiado. Soy un desviacionista.
—Oye —le calmó Horlam con gran paciencia—, mi especialidad, no la tuya, consiste en estudiar la memoria. Se traía de una alteración permanente del protoplasma a consecuencia de un estímulo. Todas las pautas de la memoria se concentran en e! cerebro, a excepción de algunos hábitos que se reducen a pautas sinápticas de los nervios propiamente dichos. Muy bien, acabo de proceder a una comparación del registro que tenemos del Wanen anterior, o sea, tu cilindro, con el registro de tu sistema nervioso actual. Un proceso absolutamente objetivo, un trazado electrónico de flujo, resistencias, etcétera, que da por resultado un mapa electrónico de la totalidad de ese sistema nervioso. —Terminó de desconectar al joven, se sentó en un extremo de su banco de trabajo y encendió un cigarro—. La diferencia entre ambos diseños, amigo mío, es insignificante..., unos cuantos trazos adicionales causados por tus experiencias desde que se reimplantó tu personalidad normal. Has estado contándote a ti mismo una antigua historia de fantasmas, con vestigios de tus memorias de Torrek en lugar del espectro habitual. Olvídalo. Te aseguro que esas huellas no existen.
Wanen sintió una especie de opresión.
—En ese caso, ¿qué me provoca estos ataques?
—No estoy seguro. —Horlam se encogió de hombros—. Ya te he dicho que la psicálisis se encuentra todavía en pañales, como una ciencia a medias, que titubea en la oscuridad. Al menos he demostrado que tu problema no atañe a algo esencial en tu personalidad. Como diagnóstico provisional, diré que padeces un trastorno glandular leve. Has pasado cinco años en un planeta extranjero, comiendo lo que allí se produce, alimentos sanos y nutritivos, desde fuego, pero sin duda existen sutiles diferencias bioquímicas..., restos hormonales, compuestos vitamínicos, etcétera. Tu cuerpo se adaptó. Ahora presenta algunas dificultades para readaptarse a las raciones de la nave. El leve desequilibrio químico se manifiesta en forma de oleadas irracionales de emoción.
Wanen asintió. Empezaba a relajarse. La neurosis química se daba con cierta frecuencia en el servicio y se curaba con facilidad.
—Si de verdad no me estoy desviando hacia la no lealtad...
—Al menos no tanto como para concederle importancia —dijo Horlam arrastrando las palabras—. Estos desarreglos digestivo-glandulares se expresan a veces de modo extraño. Por ejemplo en el deseo de matar al teniente Smit o en el hecho de sentir por Anillo lo que sólo debe sentirse por el Cuadro. Y... Veamos, ¿has soñado anoche o anteanoche?
Wanen se estremeció:
—Pesadillas. Vi cómo mataban a mis compañeros de dotación. De una manera atroz. —Una evidente expresión de resentimiento contra ellos..., contra la totalidad de la cultura de Hegemonía.
Horlam hablaba en tono indiferente. Cuando Wanen se levantó de un salto, el psicólogo se echó a reír.
—Tranquilo, hijo. No pongo en duda tu lealtad, y nadie te condenará. Siempre ocurren cosas semejantes. No significa nada. —Dio una chupada a su cigarro—. Al fin y al cabo, el hombre evolucionó como una criatura de los bosques, al aire libre y... la intimidad. Un animal acostumbrado a vivir en familia, digamos. Nuestra civilización prohibe todo eso. Nos encierra bajo techado, nos asigna máquinas, escoge a nuestros compañeros, a quienes rara vez vemos, y se lleva a nuestros hijos para educarlos en casas cuna. Claro está, nuestro instinto se rebela. La unidad apta no debe negar sus instintos bestiales. Aceptará el hecho y aplicará todas sus fuerzas a superarlos.
La voz pausada y serena tranquilizó a Wanen. Incluso le invadió cierta alegría.
—Comprendo —respondió—. Muchas gracias. ¿Qué tratamiento me aplicarás?
—Ninguno, a menos que tus síntomas empeoren. Espero que mejoren por su propia cuenta. Ahora, retírate. El Ejecutivo quiere que te presentes ante él para asignarte una misión especial.
Mientras se dirigía a la puerta, Wanen sintió que su corazón latía de un modo curioso. La austeridad de la nave, los desiertos pasillos, los pulcros y minúsculos cubículos, el eterno resplandor blanco y fluorescente, no permitían que la mente se concentrara en nada, por lo cual ésta se sumía en fantasías malsanas. Wanen repasó las instrucciones... Cualquier cosa con tal de escapar al caos y la agobiante sensación de rebelión que yacía enroscada en su cerebro. El problema consistía en que las instrucciones eran demasiado indefinidas. En Astro te estimulaban a pensar por tu cuenta hasta cierto punto. Ni siquiera un recluta valía de nada en una nave espacial si se exterminaban por métodos eléctricos las facultades críticas de su cerebro, como se procedía, ya en la infancia, con las clases civiles inferiores. Pero aquello significaba demasiada libertad para un simple teniente de Embarcaciones. ¿Qué haría?
—Con respecto a la joven que recogieron contigo, debo decirte que es la primera de una serie de prisioneros que intentamos aprehender, con el propósito de obtener una información más detallada acerca del país. Pero ha resultado demasiado salvaje, incluso peligrosa, para sernos útil. Sólo se ha logrado enseñarle el idioma cuádrico mediante la psicálisis, después de someterla a la acción de la acelerina. La información que poseemos sobre su gente indica que cualquier otro que capturemos nos servirá mejor que ella. No obstante, y dado que te acompañaba, se mostrará más dispuesta a cooperar si la dejamos a solas contigo. Convéncela de que debe ayudarnos. Nuestras fuerzas de lucha a nivel de superficie no son tan numerosas ni están tan bien equipadas como para ocupar una isla contra la decidida oposición de las naciones del archipiélago... Especialmente teniendo en cuenta que prevemos un incremento del desviacionismo en la guarnición, que tal vez culmine en un motín abierto si nos enfrentamos a un enemigo fuerte, a favor del cual pueden desertar los amotinados. Por lo tanto, puesto que hemos de ocupar al menos una isla, tendremos que exterminar a todos los nativos del archipiélago. La información que ella nos proporcione nos será de gran utilidad para cumplir con eficacia dicha operación.
—¿No intentaron la coerción los hombres de Inteligencia, señor?
—¿Sobre la mujer? Por supuesto. Se la sometió a pulsación nerviosa hasta que se desmayó, por lo que no nos sirvió de nada. Las así llamadas drogas de la verdad desorganizan demasiado la mente, y nosotros precisamos una información sistemática. Podríamos intentar la mutilación, o la amenaza de mutilación, sin embargo, dudo que funcione. Su cultura parece adjudicar un gran valor a la intransigencia. O la persuades tú, teniente, o la descartamos de una vez y nos apoderamos de otros prisioneros.
—Está bien, señor, pero permíteme preguntarte una cosa. ¿Por qué atacar las Islas? Tiene que haber zonas más atrasadas, incluso regiones desiertas, que ocuparíamos sin grandes problemas.
—Sin duda. Ahora bien, ocurre que las Islas son la única parte de Anillo estudiada con todo detalle. Los especialistas étnicos, cosa natural, se interesaron sobre todo por la cultura más avanzada del planeta. No contamos con suficientes étnicos o cartográficos para estudiar otras regiones con la celeridad necesaria.
—Comprendo. Gracias, señor.
—¡Servicio al Cuadro! Puedes retirarte.
—¡Servicio al Cuadro!
Wanen se detuvo al llegar a la puerta. Se dio cuenta de que experimentaba una espeluznante sensación de frío. Temía lo que le esperaba. Lanzó una maldición entre dientes y apoyó la palma de la mano en la cerradura. La puerta se abrió para dejarle pasar y se cerró automáticamente a sus espaldas.
Ella saltó de la litera y permaneció un instante inmóvil, como congelada. Sin embargo —la idea pasó por la mente de él como un relámpago—, las líneas de su cuerpo parecían la agilidad personificada. No guardaba memoria de haber visto nunca una criatura tan natural y encantadora como la que ocupaba la acerada desnudez de la pequeña celda.
(Sí, la había visto..., siendo Torrek. Pero Torrek le había sido arrancado, como se separa una piel de la carne correspondiente.)
Ella se echó a llorar y corrió a refugiarse en sus brazos.
Mientras la abrazaba, Wanen revivió la sensación experimentada al ver Anillo cruzando entre las estrellas. Sólo que esta vez fue algo más profundo, como un cuchillo que hurgase en su interior y una brisa estival que alborotase su pelo, un pregón de victoria y un largo crepúsculo azul en el que los dos caminaban a solas. Sintió el deseo de llevarla a la litera y casi...
Sólo casi.
En un abrir y cerrar de ojos, recordó que el visor se hallaba conectado, lo que le devolvió el sentido del deber, aunque oprimiéndole todo el peso de un mundo.
Ella susurró palabras cariñosas en un idioma que él no conocía. Por último, Wanen le puso una mano bajo la barbilla, le levantó la cara (¿dónde había aprendido ese gesto?) y dijo con arrulladora ternura:
—Habla en cuádrico, por favor. Yo he olvidado.
—¡Ah...!
Se separó un poco. Los brazos de él no la soltaron, ni siquiera al descubrir el terror en su mirada.
—Serénate —pidió—. Ocurre que he olvidado todo lo que sucedió en... en las Islas. Como ves, he vuelto con mi gente.
—¡Tu gente!
El idioma apenas aprendido sonaba duro en sus labios.
—Sí.
La soltó y clavó la vista en el suelo, sintiéndose oscuramente avergonzado. Ella no huyó de él, quizá porque no tenía adonde ir.
—Lamento cualquier inconveniente que hayas sufrido, pero era necesario —continuó Wanen—. Estamos aquí por el bien de toda la humanidad.
—Es... Es posible —susurró ella algo aliviada—. ¿De verdad lo has olvidado todo, Torrek? ¿Te han cortado la mente lo mismo que te han cortado el pelo? —Ni siquiera sé tu nombre.
—Soy Sonna, la hija de Baelg. —El rubor cubrió poco a poco sus mejillas—. íbamos juntos hacia las montañas...
En lo más profundo de su ser, Wanen recordó que todavía no había recibido las tabletas Antisex. Sin embargo, no lograba definir las sensaciones que despertaba en él aquella muchacha. Ella significaba algo más que un medio para aliviar su tensión, incluso algo más que una coprocreadora de unidades leales. Indudablemente, sus problemas calaban más hondo de lo que Horlam pretendía...
—¿No recuerdas cómo mataste a la kraka? —inquirió Sonna, perpleja. Apretó los puños—. ¡Es injusto que te hayan quitado también eso!
—No importa —respondió él—. A fin de cuentas, supone mucho más lo que he recuperado. A cambio, recuerdo mi... Bueno, recuerdo la primera vez que me adoctrinaron y... No, mi primera pesca, digamos. ¡Que más da! No lo comprenderías,
—¿Cómo te llamas ahora? —quiso saber ella.
—Korul Wanen.
—Siempre pensaré en ti como Torrek, —Sonna se sentó en la litera y sonrió con tristeza—. Ven a mi lado, al menos, y habíame de tu gente.
Wanen trató de complacerla. Fue sobre todo una lección de astronomía, acompañada por una síntesis histórica desde la caída del Imperio, y un discurso sobre el Nuevo Imperio del futuro. Habló en tono seco y sin inspiración, con la mirada fija en el vacío.
—Sí —reconoció Sonna por último—. Me parece maravillosa la idea de que todos los hombres vuelvan a hermanarse. Creo que una alianza con vosotros beneficiará mucho a Dumethdin.
—¿Una alianza? —Wanen titubeó—. No... No nos proponemos eso.
—¿No? ¿Qué os proponéis entonces?
Entrenado en exclusiva para guiar naves espaciales y para operar en combate una de las pequeñas embarcaciones que guardaban una importante formación, Wanen no supo disimular. Se lo contó. Sonna se supo rígida.
—Naturalmente, buscamos el bien de todos—concluyó él.
Ella se levantó.
—¡Fuera!
—¿Qué dices? Te estaba explicando...
—Soy incapaz de matarte. ¡Pero sal de aquí antes de que me ensucie las manos intentándolo!
—Oye... Por tu propio interés... Todos los seres humanos deben lealtad al Cuadro...
Entonces ella hizo algo que demostró a Wanen cuan ajeno le resultaba el país natal de la muchacha y lo extraño que él mismo había sido. Sonna se sentó, cruzó las piernas y dejó de prestarle atención. Lo borró de su universo personal de percepciones. Paulatinamente, Wanen acabó por comprender el significado de su gesto. Después, se preguntó cómo pudo percibirlo. Nunca había oído hablar de algo semejante, excepto en su anulada encarnación de Torrek.
Pero tan pronto como lo entendió, giró sobre sus talones y huyó de ella, temblando de miedo.
—Te has comportado como un idiota —le reprendió Coan Smit.
Se hallaban solos en la sala de oficiales, después de haber cumplido una vez más su turno de guardia.
—¿Cómo iba a saberlo? —protestó Wanen en tono de súplica, mirando su taza de café sin verla—. No entiendo nada de diplomacia. ¡En nombre del Cuadro, no soy un especialista étnico! El mismísimo Ejecutivo me dijo que no tenía nada que reprocharme.
—Pues yo sí. No hay que confundir un miembro de la Academia con un estúpido civil. No sólo se nos permite la versatilidad, sino que se espera de nosotros. Has defraudado a la Academia, Wanen.
—¡Calla! —La emoción contenida en Wanen estalló en un rugido—. ¡Calla si no quieres que te retuerza el pescuezo!
—¡Teniente! —Smit se irguió de un salto—. ¡Te comportas como un desviacionista!
—Permíteme recordarte que mi graduación iguala a la tuya —dijo Wanen entre dientes—. Presentaré una queja contra tu lenguaje.
—Y yo presentaré una denuncia por sospecha de desviacionismo —replicó Smit—. Horlam es otro idiota. Debió someterte a pruebas más exhaustivas. Que tus problemas no se deban a vestigios persistentes de la memoria no demuestra que no los tengas.
—También me examinaron desde el punto de vista fisiológico y bioquímico —protestó Wanen—. Los desequilibrios que padezco los causan ciertos microelementos. ¿Cuándo te examinaron a ti por última vez? De todos modos, métete en tus propios asuntos.
—«Los asuntos de uno conciernen a todos.»
Wanen había oído el tema con bastante frecuencia. Él mismo lo había citado de vez en cuando, en un pasado que ahora le parecía remoto. De pronto, la consigna ¡e sonó a charanga. Se inclinó sobre la taza de café, echando chispas por los ojos. —Estamos muy lejos de nuestro suelo —dijo Smit, con mayor suavidad—. Si no retornamos, quizá transcurran siglos antes de que otra nave de Hegemonía vuelva a pasar por aquí. Entretanto, acaso un explorador enemigo descubra Anillo. Puede ocurrir cualquier cosa. Más vale librarnos de ti por puras sospechas que arriesgar la totalidad de la operación.
—Sí —respondió Wanen de modo automático—. Has dado con la solución obvia.
—Escucha, no creo que sea realmente necesario.
Para manifestar su compañerismo, dio la vuelta a la mesa y apoyó una mano fraternal en el hombro de Wanen.
—A decir verdad —continuó—, tu problema me parece bastante trivial. Unas cuantas inyecciones de hormonas, algún condicionamiento y quedarás como nuevo. O bien... Espera. Ahora que lo pienso, has pasado siete años sin aliviar la tensión.
—Estaba en Anillo —musitó Wanen—. Era un hombre de... ¿Cómo dijo ella? Un hombre de Dumethdin. No necesitábamos esas cosas.
—Sin duda. Pero ahora lo has olvidado. ¡Hum!
Smit hizo una pausa. Wanen levantó la vista, vio que se frotaba el mentón y comprendió, con irracional resentimiento, que su compañero trataba de mostrarse servicial.
—Se me ocurre una idea —prosiguió Smit—. Siempre que la aprueben, claro, pero no existe ninguna razón para que la rechacen. Si precisas un alivio para tu tensión, eso te lo proporcionaré.
—¿A qué te refieres?
—A la muchacha que capturamos. Dado que no quiere cooperar y que no vale la pena intentar un reacondicionamiento total, tengo entendido que le harán una lobotomía y se la entregarán durante unos días a los reclutas. Ahora bien, si te permitieran presenciar la operación quirúrgica y te la entregaran para poseerla primero y después arrojarla por la cámara de aire cuando deje de interesarte, te sentirás tan bien como después de seis meses de licencia.
Wanen permaneció inmóvil. Al marcharse Smit, se quedó en la misma posición, inclinado sobre la mesa. Los latidos de su corazón se habían espaciado tanto que ya ni los sentía ni los oía. Por un instante, se preguntó con vaga indiferencia si no estaría muerto.
Hasta que comprendió que se había vuelto loco.
La guardia de Embarcaciones cambiaba cada cuatro horas, y los mismos hombres la cumplían cada cuatro turnos. Entre una y otra guardia, los hombres comían, dormían, estudiaban o participaban en demostraciones de lealtad, No obstante, también contaban con algún tiempo libre, al menos los oficiales. Los jóvenes jugaban a la pelota en el gimnasio, a las cartas en la sala de oficiales, o bien, se sentaban a charlar.
De todos modos, nadie vería nada sospechoso al encontrar a un teniente libre de servicio en cualquier parte de la nave.
Wanen contaba con eso. Sentía una singular paz interior. Sabía que estaba loco. En vista de las exhaustivas pruebas de Horlam y de sus resultados, siempre negativos, no había otra explicación posible. Evidentemente, el esfuerzo y la tensión del cambio de personalidad habían desquiciado su mente. Estaba loco. Esperaba que le mataran en cualquier momento del desarrollo de su propósito y no le importaba demasiado. Sin embargo, no corrió riesgos innecesarios.
Falsificó la firma del comandante de su escuadra en un formulario de órdenes especiales y lo entregó al teniente Rosnin cuando el concienzudo joven inició su guardia de Embarcaciones.
—¿Cargamento completo en la diecisiete, incluyendo misiles de fusión? —Rosnin enarcó las cejas—. ¿Qué ocurre?
—Una operación secreta —respondió Wanen con energía—. ¿No ves que se trata de un formulario especial?
Rosnin podría haberse preguntado por qué razón habían confiado órdenes secretas a un oficial tan joven y por qué éste le comunicaba las directivas de manera tan imprecisa, pero, hombre poco curioso, no le gustaba fastidiar a sus superiores con preguntas.
Wanen había tenido en cuenta estas características de Rosnin antes de decidir a quién entregaría el formulario.
—La orden será cumplida. ¡Servicio al Cuadro!
—¡Servicio al Cuadro!
Wanen se volvió y se dirigió a la sala de distribución, donde recogió una Mark IV, con una carga extra de balas explosivas. La rutina normal de la nave le hubiera obligado a dar cuenta de ello seis horas más tarde, cuando un superior revisara los pedidos del día. Pero Wanen no tenía la menor intención de quedarse tanto tiempo.
Ahora debía darse prisa, ya que se hallaba en retraso para ía cita. Sus posibilidades de éxito se basaban en que, jamás en toda la historia de la Hegemonía, una unidad convenientemente condicionada se había desviado hasta el punto de la traición sin manifestar antes síntomas claros y evidentes. De él mismo se pensaba que sufría los efectos de una gran tensión, nada más. No obstante, un paso demasiado apresurado llamaría la atención.
¿Qué importaba? ¡A la entropía con todo! Korul Wanen no ya era más que un muerto con licencia.
Llegó a la enfermería y pasó junto al guardia armado. La maldita nave rebosaba de guardias, pensó con irritación. Guardias, burocracia, cualquier cosa con tal de evitar que un hombre pensara.
Bien...
Frain Horlam, con su bata de cirujano, esperaba en la sala de operaciones. Sus ayudantes, dos fornidos meditécnicos, le acompañaban. El anciano miró con frialdad a Wanen:
—Por primera vez veo a alguien que llega tarde cuando se trata de aliviar su tensión.
—Estaba ocupado—respondió Wanen—. Adelante.
—Horlam conectó los esterilizadores. Uno de los ayudantes abandonó la sala. Volvió con Sonna, atada a una camilla de ruedas. Tenía los ojos desorbitados por un terror incontenible, pero escupió cuando descubrió a Wanen.
—¿Han conectado el visor? —inquirió Wanen.
—Que yo sepa, no —respondió Horlam en tono agrio—. En este momento, cada uno se ocupa de lo suyo. Sólo tú necesitas emociones.
—Me limité a formular una pregunta.
—Mientras esterilizamos el ambiente ya que no queremos que enferme, quizá disfrutes explicándole lo que la espera —dijo Horlam.
No miró a Wanen. Se lavó las manos repetidas veces, con exagerada minuciosidad.
—Naturalmente, le afeitaremos el pelo de la cabeza antes de abrir el cráneo, lo que por sí solo provocará una interesante reacción. La mayoría de las mujeres primitivas se sienten muy orgullosas de su cabellera...
—¡Basta! —le cortó Wanen.
—Sólo pretendía esbozar los placeres que te esperan —aclaró Horlam con voz ronca—. Practicaremos la operación con anestesia local, a fin de que permanezca consciente durante la mayor parte del proceso. Una vez que consigamos su docilidad, tendrás que esperar unos días a que cicatrice...
Se interrumpió.
—Adelante, teniente —le apremió uno de los meditécnicos con sus brillantes ojos fijos en Sonna—. Explíquele lo que dijo el doctor.
—Sería conveniente que cada uno de vosotros se situase a un costado —sugirió Wanen—. Así, muy bien.
Sonna no le quitaba los ojos de encima. «Me imagino lo que piensas», se dijo Wanen para sus adentros. Sin duda deseaba desmayarse, deseaba morir, pero había demasiada vida en ella. Seguro que Torrek había deseado algo semejante al final del proceso, cuando lo vaciaron y lo encerraron en un cilindro negro.
Wanen se colocó detrás de los meditécnicos y apoyó una mano en el hombro de cada uno:
—Supongo que vosotros dos también os procuráis alivio, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¡Magnífico!
Levantó las manos y les dio una palmadita en la cabeza. Luego, los músculos que habían aplastado a la kraka hicieron entrechocar sus cráneos.
Cayeron como piedras. Wanen les asestó un diestro puntapié detrás de las orejas para rematarlos. Después dedicó toda su atención a Horlam. Sacó el arma de debajo del mono y apuntó al anciano.
—No te muevas. Tómalo con calma si no quieres que te mate.
Horlam perdió el color.
—¿Qué pretendes? —jadeó.
—Voy a fugarme. Sí, soy un desviado. Y también desleal, obstruccionista y homicida. Mi mayor deseo consiste en matar a mis queridos compañeros uno por uno. Te ruego que no me obligues a empezar contigo. Ahora, despacio..., muy despacio... Mantén las manos y los pies bien a la vista. Ven aquí y suelta a la muchacha.
Por un instante, pensó que Sonna se había desmayado de verdad. Sin embargo, cuando Horlam la desató, vio que se levantaba como impulsada por un resorte.
—Torrek—susurró—. Torrek, elskling.
—Te llevaré a casa, Sonna.
El delgado rostro de Horlam mostraba una expresión extraña. El sobresalto había pasado y parecía sobre todo curioso.
—¿Piensas salir bien librado de esto?
—No —admitió Wanen.
—Hasta ahora, este tipo de cosas suponían una imposibilidad clínica. Según todas las pruebas objetivas, funcionabas dentro de los límites de la normalidad...
—Cierra el pico. Dame una bata de cirugía y una mascarilla para la muchacha. Ayúdala a ponérselas... Muy bien. Ahora, Horlam, sal por esa puerta.
El burdo disfraz no engañó al centinela, pero retrasó un segundo su comprensión..., tiempo suficiente para que Wanen lo liquidara cuando intentaba mover el fusil.
A partir de ese momento corrieron.
En dos ocasiones, Wanen tuvo que matar a los hombres que se cruzaron en su camino. Cuando llegaron a la embarcación diecisiete, toda la nave se había transformado en un gran clamor de sirenas, gritos y carreras.
Sus balas explosivas acabaron con el guardia que vigilaba el robot de lanzamiento. Wanen se disponía a poner en marcha la embarcación, cuando vio surgir a Coan Smit por un pasillo lateral. El primer disparo no dio en el blanco. Smit se tiró al suelo, le asió de los tobillos e hizo saltar el arma de sus manos.
—¡Sal por esa puerta, Sonna! —ordenó Wanen.
Las manos de Smit buscaron sus puntos vulnerables, de acuerdo con la técnica académica de lucha cuerpo a cuerpo. Wanen lo bloqueó siguiendo el mismo procedimiento automático. Pero luego sus manos y sus piernas realizaron movimientos desconocidos para cualquier ser civilizado. Un golpe detrás de la rodilla partió la columna vertebral de su contrincante.
Una descarga de balas recorrió el pasillo. Wanen se levantó, corrió el cerrojo de la plataforma de lanzamiento y siguió a Sonna.
Los motores de la embarcación, siempre listos para el combate, rugieron cuando empujó la palanca principal. Ocupó el asiento del piloto y empuñó los controles. Sonna, acurrucada a su lado, dolorida a causa de los calambres y llena de hematomas, lanzó un grito que sonó casi familiar a los oídos de Wanen.
La embarcación diecisiete se desprendió de la nave madre, despidiendo polvo de estrellas por sus flancos.
—Nos perseguirán...
—No, no lo harán —rechazó Wanen—. También pensé en eso.
Pulsó una palanca. Los misiles de fusión salieron despedidos de sus tubos.
—¡Cúbrete los ojos! —gritó, mientras aceleraba brutalmente.
Cuando se extinguió la explosión insonora, sólo quedó una nube de gas incandescente, que destelló un instante, alcanzando una brillantez insoportable, antes de expandirse y enfriarse. Se la tragó la oscuridad.
Wanen apuntó la embarcación en dirección al maravilloso planeta anillado.
Y de pronto rompió a llorar.
Sonna extendió un brazo, alarmada. Horlam interrumpió su gesto.
—No... —le dijo suavemente—. Déjale expresarse. Es algo que le ha sido negado durante toda su vida.
Sonna retrocedió. A través del baldaquín transparente, el radiante planeta enredaba su variopinta luminosidad en los cabellos de la muchacha.
—¿Por qué estás aquí, anciano? —suspiró—. Pudiste quedarte atrás cuando huimos. Ignorabas que él pensaba destruir la nave.
—Quizá lo adiviné —respondió Horlam—. Digamos que yo mismo he sido un tanto desviacionista durante muchos años, y cuando se presentó la ocasión... Mi trabajo consistía en detectar todo rasgo humano que emergiera en los hombres y extirparlo. Ahora bien, hay un dicho muy antiguo que expresa bien la situación: ¿quién vigilará a la vigilantes?
Los dedos de Sonna acariciaron con ternura la cabeza rubia del joven piloto.
—¿Ha vuelto Torrek?
—No en el sentido que esperas —explicó Horlam—. Los recuerdos de Torrek..., las acciones realizadas, las palabras pronunciadas, las cosas vistas... Me temo que todo eso se ha perdido para siempre con la nave. Sin embargo, existe otro tipo de memoria, aunque nuestras teorías no las tomen en consideración... Claro que la ciencia de Hegemonía resulta casi tan limitada y mecánica como la vida en Hegemonía. Al fin y al cabo, no es posible separar el cerebro y los nervios del resto del cuerpo, los músculos, las venas, las vísceras, la piel, la sangre, los pulmones y los huesos. El organismo viviente forma un todo. En apariencia al menos, en las Islas lleváis una vida biológicamente saludable. Satisface los instintos más profundos del hombre, cosa que no ocurre con la nuestra. En consecuencia, cinco años de esa vida produjeron en nuestro muchacho una impresión más profunda que veintitantos de lemas y ejercicios. Cuando le recuperamos, el psicalizador borró todos sus recuerdos, cierto. Llegué a creer que había extirpado sus hábitos. Pero no afectó a los verdaderos..., las reacciones profundas, quizás a nivel celular, que denominamos pautas emocionales. Wanen olvidó que había sido un isleño, no lo que va implícito en esa condición: dignidad, libertad, bondad..., signifique lo que signifique todo eso. Su cuerpo lo recordaba. —Horlam sonrió—. No negaré que tuve una leve sospecha —concluyó—, pero yo mismo estaba ya lo bastante contagiado de desviacionismo como para no denunciarle. Sentía curiosidad por ver qué ocurriría. Ahora lo sé y no lo lamento.
Sonna se inclinó y frotó su mejilla contra la de Wanen. Él levantó la cabeza y se secó los ojos patéticamente, como un niño.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó la muchacha.
—Retornar a tu país..., a nuestro país —respondió Wanen—. Advertirles. Nos queda mucho tiempo para prepararnos, para crear nuestra propia ciencia, construir nuestras propias naves y encontrar nuestros propios aliados entre las estrellas... Mis conocimientos y los de Horlam nos resultarán muy útiles en la primera etapa, pero serán necesarias muchas generaciones para concluir la tarea. Un buen trabajo para un hombre.
—Torrek, mi pobre Torrek... Lo has olvidado todo.
—Recordé lo más importante, ¿verdad? —Se volvió y la miró a los ojos—. El resto volveré a aprenderlo. Tú te encargarás de enseñármelo.
FIN
Título original: Memory © 1957.
Aparecido en Galaxy Jul io1957.
Publicado en Lo Mejor de Poul Anderson. Martínez Roca. 1982.
Traducción: Horacio González Trejo.