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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
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  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    MINUTO PARA EL CRIMEN (Nicholas Blake)

    Publicado en agosto 22, 2010
    Título original: Minute for Murder
    Traducción: Estela Canto

    Noticia
    Nicholas Blake es el poeta Cecil Day Lewis (1904-1972). Des­ciende, por línea materna, de Oliver Goldsmith. Se educó en Oxford. Bajo su verdadero nombre ha publicado las siguientes obras: Poesía: Transitional Poem, From Feathers to Iron, The Magnetic Mountain, Overtures to Death, Poems in Wartime; teatro: Noah and the Wa­ters; novela: Child of Misfortune; crítica: A Hope for Poetry, Poetry for You. En colaboración con L. A. G. Strong ha compilado A New Anthology of Modern Verse. Ha traducido también, en verso inglés, las Geórgicas de Virgilio. Según Francis Scarfe, Transitional Poem inicia el movimiento llamado de la "Liberación de la Poesía", Trátase de una de las más tardías ma­nifestaciones del futurismo.
    Bajo el seudónimo de "Nicholas Blake" ha publicado las novelas policiales: The Beast Must Die (La bestia debe morir), There's Trou­ble Brewing (Los toneles de la muerte), A Question of Proof (Cues­tión de pruebas), Thou Shell of Death (¡Oh envoltura de la muerte!), The Case of the Abominable Snowman (El abominable hombre de nie­ve), Matice in Wonderland, The Smiler with the Knife, Head of a Traveller (La cabeza del viajero),
    John Strachey afirma: "Cuando condesciende a Nicholas Blake escribe aún mejor que cuando 'se da por entero a la literatura', como Day Lewis". Según Howard Haycraft, "es de los pocos escritores que concilian la excelencia literaria con el arte de urdir misterios perfec­tos. Trátase de un maestro del género policial".
    J. L. B. Y A. B. C.
    Los lectores se tranquilizarán al saber que el departamento de go­bierno en el que tiene lugar la acción de este libro no existió ni pudo existir. Y aseguro a mis antiguos colegas, a quienes dedico este libro, que en tanto todos los personajes desagradables, incompetentes, malvados u homicidas que aparecen aquí son producto de mi imagina­ción, todos los personajes encantadores, eficientes y nobles han sido extraídos directamente de la vida misma.
    N.B.

    CAPÍTULO I
    Se abre un nuevo renglón
    LA ENCARGADA de la limpieza, que estaba arrodillada, se irguió, recogió el balde, el cepillo, el escobillón y se dirigió hacia la puerta. Allí, como de costumbre, se volvió, sonrió y dijo:
    -Bueno, señor Strangeways, pórtese bien -como lo hacía siempre antes de llamar a la oficina del director.
    La señora Smith se sentía muy superior desde dos años atrás cuando un actor popular dio una charla radial sobre ella, diciendo que era una fregona de rodillas gotosas y corazón de leona, que limpiaba las oficinas gubernamentales mientras las bombas silbaban a su alre­dedor y que representaba a todas las indomables fregonas de Gran Bretaña, que cumplían sus tareas con el alma destrozada y una pican­te broma arrabalera en los labios. Desde entonces, la señora Smith consideró el elogio como un tributo personal, y trató a los caballeros representantes del gobierno con natural camaradería cuando se tra­taba de altos empleados, y con cierto desdén cuando eran de inferior categoría.
    Nigel Strangeways, como de costumbre, sopló el polvo acumula­do sobre su escritorio y arrojó por la ventana las colillas de cigarri­llos del día anterior. Eran las nueve de la mañana. Le gustaba empezar temprano el trabajo, antes de que el teléfono o sus colegas pudieran interrumpirle. Hasta las diez el Ministerio de Moral permanecía silen­cioso, exceptuando los golpes de las señoras Smith, y los furtivos deslizamientos de algunos jóvenes empleados concienzudos, todavía no afectados por el amodorramiento moral que se había apoderado de todos a partir del día de la victoria. Nigel sacó un montón de fotogra­fías cuyas leyendas habían sido redactadas por Brian Ingle.
    RÁPIDOS E INEXORABLES COMO FLECHAS DISPARADAS POR LA MANO DE NÉMESIS -LEYÓ-ESTOS AVIONES "SPITFIRES" VIGILAN LAS CONCENTRACIONES DE TRÁNSITO ALEMANAS EN LA ZONA AÉREA DE GELSENKIRCHEN.
    Cambió "vigilar" por "atacar". Escribió al margen: "Las flechas no se disparan con la mano". Examinó la fotografía correspondiente al comentario y escribió: "No son Spitfires sino Typhoons". ¡Pobre Brian, pensó, siempre terriblemente impreciso, siempre incurable­mente romántico, siempre perdido entre palabras inapropiadas o me­táforas confundidas!... Pero, ¿cómo prescindir de él? ¡Pobre Brian, lle­vando a las tareas informativas, después de cinco años, el mismo en­tusiasmo abundante e indiscriminado que antes de la guerra lo convir­tiera en audaz y nuevo periodista del Sunday Clarion! Jimmy estuvo muy bien al darle este trabajo. Y Jimmy era hábil en la elección de empleados. Por ello era un director de primera categoría.
    -No -había dicho firmemente al comienzo-, no quiero propagan­distas en mi División. Quiero gente que crea lo que dice. No podemos vender distraídamente esta guerra al público.
    Y tenía razón. Cuando Brian Ingle informaba al público que una escuadrilla de Spitfires, o de Typhoons era un montón de flechas lan­zadas por la mano de Némesis, la gente creía en sus palabras y la res­puesta apropiada se repetía: una guerra justa. Nigel tomó su goma y borró: "Las flechas no se disparan con la mano".
    Se abrió la puerta. Entró un mensajero con los brazos cargados de carpetas y de cartas. Miró desesperadamente alrededor y luego, con paso de sonámbulo, se dirigió al escritorio de Nigel; colocó parte de su carga en la canasta para correspondencia y afirmó, fatigosa­mente, que era un hermoso día para esa época del año. Como de cos­tumbre, Nigel pasó los papeles de la canasta a su carpeta. Admitió que era una hermosa mañana y miró por la abertura del opaco mate­rial que el Departamento de Trabajo había puesto en el marco de la ventana cuando una bomba hizo saltar el vidrio.
    -Todavía no hemos visto ni la mitad -afirmó sombríamente el mensajero.
    -¿La mitad de qué?
    -Recuerde lo que le digo, señor. Cuando venga la paz, la paz ver­dadera, como diríamos, habrá un quios en este país, un verdadero quios.
    Nigel tradujo rápidamente "caos".
    -¿Por qué supone eso? -preguntó.
    -Salta a la vista. Millones de jóvenes han aprendido a matar... con bastante arte. Piense en los comandos y demás, atacando, destri­pando con un fusil como... Bueno, al regreso, ¿qué encontrarán?
    -Un quios -dijo Nigel involuntariamente-. Es decir...
    -Usted lo ha dicho. Encontrarán que la señora se les ha fugado con algún tipo; o un par de agregados en la familia; o un fulano senta­do cómodamente en la oficina que era suya... ¿Qué haría usted en es­te caso? Está claro. Se disparan unos balazos. La violencia engendra la violencia, como dice el condenado Aldous Huxley. Millones de hom­bres. Después de mi guerra -prosiguió el mensajero, señalando las cintas de una medalla de los años 1914-18, que llevaba sobre su uni­forme azul marino-, fue diferente. Estábamos hartos de matar. Te­níamos bastante con la matanza hecha, queríamos una vida tranquila. Estábamos abrumados. Usted creerá que es duro de mi parte el de­cirlo, señor, pero en esta guerra no se ha matado bastante. ¡Diablo, no! Escuche mi opinión.
    Después de diez minutos de análisis social, el mensajero se in­clinó perezosamente ante Nigel y salió dejando caer al trasponer la puerta un gran sobre con la inscripción en tinta roja: "Muy secreto", dos carpetas y un sobre rosado, a nombre del señor James Lake, del que emanaba un perfume muy poco oficial. Llamando al descuidado mensajero, Nigel volvió a colocar el gran sobre y las carpetas entre sus brazos. Pero decidió entregar él mismo la carta: esto le daría pretexto para charlar con "Nuestra Rubia".
    Nuestra Rubia, como se apodaba a la secretaria privada del di­rector, Nita Prince, en toda la extensión de la División de Propaganda Visual, representaba a esta propaganda visual en toda su fuerza y mareante realidad. Reunía en su persona, como decía el especialista Merrion Squires, la cruda atracción de los cartelones, el misterio del isotipo, el deslumbrante brillo de los retratos de un estudio fotográ­fico y la dorada mediocridad de las frases de Brian Ingle. Siguiendo la tradición de la División de Propaganda Visual, Nita escondía una elevada eficiencia bajo una estudiada vaguedad, falta de formalidad y aparente descuido. Cuando Nigel entró, ella revisaba desesperada­mente una canasta repleta de documentos, mientras su rubio cabello le caía sobre la cara.
    -¡Hola, Nita!
    Ella se irguió junto al escritorio: era una criatura alta, de sua­ves miembros. Ofreció a la vista de Nigel la belleza total de sus reto­ques matutinos.
    -¡Oh, es usted! -dijo ella-. Mire esta canasta. A veces me pre­gunto cómo podemos seguir adelante.
    -Seguimos adelante porque el pueblo inglés, después de haber desenvainado la espada, no volverá a envainarla hasta que, hombro a hombro con nuestros valientes aliados, hayamos arrancado la última cabeza de hidra del agresor totalitario.
    -Si quiere usted conocer mi opinión le diré que no envainamos la espada porque es mucho más difícil envainar que desenvainar... fíjese cuán difícil es hacerlo en el teatro. ¿Qué lleva usted allí?
    Nigel mostró el perfumado sobre rosado. -Otra carta amorosa para el jefe. El viejo Kirby la dejó caer en mi oficina.
    El deslumbrante rostro de Nita Prince no reveló ninguna emo­ción, ni siquiera esa leve expresión satisfecha que revela a una mujer confiada en su fuerza contra todas las competidoras. Iba a tomar la carta, cuando sonó el teléfono que tenía sobre su escritorio.
    -¡Hola! División de Propaganda Visual. Sí. No, el director está en una conferencia. Lo siento. Soy la secretaria. ¿En qué puedo serle útil?.. ¡Ah!, ¿el señor Snaith? Buenos días.
    Nita Prince giró los ojos hacia Nigel en una mirada de largo su­frimiento y, alejando el receptor de su oreja, buscó un cigarrillo en su cartera. Nigel le dio fuego. En el teléfono una voz rezongaba y mur­muraba.
    -Bueno -dijo Nita, cuando ésta calló un momento-, nos apresura­remos todo lo posible con su pedido. Podremos entregárselo dentro de una semana.
    Un rumor de tormenta respondió desde el receptor telefónico.
    -Sí, nos damos cuenta de su urgencia. Lamento que haya debido esperar tanto -respondió Nita, con voz de miel derretida-, pero hemos tenido dificultades con unas fotografías; el censor no las ha entregado aún... ¿Cómo?.. No, el censor naval. Su censor, señor Snaith -Nita sacó la lengua al invisible señor Snaith, momentáneamente si­lencioso. Pero los truenos se renovaron. -¡Oh, eso es otra cosa! Real­mente debía hablar de ello con el jefe de la Unidad Editorial. Nigel se dirigió a la puerta.
    -¿Que él es un charlatán incompetente? ¡Por favor, señor Snaith! Quizá usted desee hablar con él... se halla ahora en la ofici­na... ¿No?.. Bueno, lamento mucho, pero el director se encuentra muy ocupado hoy. Veamos... -sin prestar atención a su libro de anotacio­nes, Nita enumeró todas las ocupaciones del director-. Hoy no es po­sible... y mañana... Oh, ¿usted no puede mañana? Bueno, quizá sea me­jor no hacer nada. Puede usted tener confianza en el cumplimiento de nuestros compromisos estipulados... Sí, marcha muy bien. Los mayo­ristas han ordenado ya 700.000 ejemplares, y lo estamos traduciendo a seis, no, a ocho idiomas extranjeros... Sí, lo mantendremos bien in­formado. Adiós, señor Snaith.
    -Es usted una máquina humana de calcular -dijo Nigel. Y añadió, sintiendo que la frase no era muy halagadora-: No comprendo cómo puede usted recordar todas esas estadísticas de memoria.
    -No olvido nada. He nacido así.
    -¿Para qué molesta Snaith?
    -Quiere el nuevo trabajo de las series del Pacífico. ¡Viejo idiota! Deberían retirar a esos oficiales de Relaciones Públicas. Y Snaith es el peor de todos. Por el teléfono parece un moscardón zumbando y, cuando viene aquí, produce dolor de estómago.
    -Si yo fuera un marino destacado en el Pacífico -dijo Nigel so­ñadoramente- no querría un folleto lleno de fotografías de chozas de bambú, de cacharros con historias melanesias y de indicaciones de cómo tratar bien a los nativos. No: pretendería más bien un folleto con grandes retratos de muchachas despampanantes como usted.
    -Entonces es mejor que discuta sus nuevas ideas con Jimmy ­dijo Nita, sonriendo suavemente-, y desearía que se fuera. ¿No tiene ningún trabajo que hacer? Deme antes esa carta.
    Nigel arrojó la carta sobre el escritorio. Al llegar a la puerta se volvió. Nita miraba la carta sin tocarla con expresión helada, como si una venenosa araña tropical hubiera aparecido súbitamente sobre su escritorio. Evidentemente evitaba tocarla. Sus dedos se mantenían
    rígidamente crispados sobre su falda.
    -No la morderá -dijo Nigel desde la puerta.
    Nita Prince se sobresaltó.
    -¡Demonios, Nigel! Entre y salga correctamente. No puedo so­portar que la gente se detenga en las puertas... Perdón. Estoy muy fastidiada esta mañana... ¡Ese asqueroso Snaith!
    Eso no, pensó Nigel: ha estado usted tratando con Snaithes du­rante seis años sin alterarse en lo más mínimo. Está nerviosa por la carta. Y usted no ha abierto la carta. Y, como no la ha abierto, lo que la altera es la letra del sobre. Alguien que no debía escribir ha escri­to a Jimmy. ¿Tal vez alguien del pasado? Bueno, no pensemos más en ello. No es asunto mío.
    Pero la inveterada curiosidad de Nigel sobre la vida del prójimo no lo dejó en paz. Era la primera vez que veía a la deslumbrante y conquistadora Nita terriblemente conmovida. Ni siquiera durante el verano del año anterior, cuando las bombas silbaban tan frecuente­mente como un tren suburbano en el Ministerio de Moral, y el piso más alto del edificio se sacudía por las explosiones, había dejado Nita de permanecer en su escritorio, contando los minutos, tranquilizando a la gente inquieta que telefoneaba, y envuelta en su aura de invulne­rabilidad.
    -Una bomba inteligente -había dicho Merrion Squires- lo pensa­rá dos veces antes de dar una cita a Nuestra Rubia.
    Pero Squires, según era él mismo el primero en reconocerlo, no creía en las rubias.
    De regreso a su oficina, mientras miraba mecánicamente un proyecto de folleto titulado Historia de guerra por nuestros amigos de cuatro patas -que había sido enviado al Ministerio por un entusias­ta amigo de los animales, con la súplica de que el folleto fuera publi­cado a expensas del gobierno, con todos los comentarios ("Tengo en mi poder unas deliciosas instantáneas de mi perrito 'Mopkins' que ha estado en servicio activo durante todos los ataques aéreos, ladrando siempre para prevenirme, cuando las sirenas se callaban")-, Nigel pen­só cuán poco conocía sobre la vida de sus colegas. Desde 1940 hasta unos meses atrás todos habían trabajado desesperadamente de diez a catorce horas diarias. Todos trabajaban, con excepción de Edgar Billson, uno de los empleados civiles permanentes, que conocía sus de­rechos y partía, con su galera, todas las tardes a las cinco. Pero, tra­bajando de aquella manera año tras año, aunque los compañeros de trabajo sean tan familiares como la esfera de nuestro reloj, sabemos tan poco sobre sus vidas privadas como sobre el interior del reloj, cuando éste marcha perfectamente. Se sabía, por ejemplo, que Me­rrion Squires desconfiaba de las rubias; que Brian Ingle tenía el co­razón débil; que Edgar Billson vivía en Pinner; que Jimmy Lake estaba casado con una muchacha simpática y tranquila que le hizo sentar ca­beza. Pero ahora que lo peor había pasado, aquellas pequeñas infor­maciones no bastaban a la curiosidad de Nigel.
    Por ejemplo, ¿era Nita Prince amante de Jimmy? La División, en general, creía que lo era. Pero Nigel había estado demasiado ocupado para averiguar y demasiado cansado para que esto le importara real­mente. ¿Tenía acaso Brian Ingle, que la trataba como si ella fuera el Santo Grial, idea de cómo era Nita verdaderamente? ¿Acaso lo sabía Nigel? ¿Y por qué Harker Fortescue, que normalmente era un hombre de reacciones directas y de palabra ruda, no lograba disciplinar a Me­rrion Squires, quien, frecuentemente, lo trataba con falta de respeto frente a los empleados menores? ¿Y era Edgar Billson tan pomposo en su casa como en el Ministerio?
    "Comenzaré un nuevo archivo, se dijo Nigel; un archivo secreto: el archivo de la División. En los pocos meses que me restan al servicio del gobierno, veré cuanto puedo averiguar sobre mis colegas. Y anota­ré todo en mi archivo secreto. Y el día que me vaya lo quemaré. Esto me pondrá al día. Porque puede llegar la hora en que nuevamente me encuentre enredado en el crimen. ¡Que Dios no lo permita!" .
    Entró a verlo, en ese inspirado momento, Brian Ingle. Era un hombre pequeño, gordezuelo, más bien rubio, que daba siempre la im­presión de trotar en la vida. Trotando se acercó al escritorio de Ni-gel, y lo único que le faltó fue menear la cola.
    -¡Ah, sí! Sus comentarios -dijo Nigel. Los ojos pardos de Ingle brillaron en una especie de entusiasmo-. He sugerido uno o dos cam­bios. ¿No son Typhoons esos aviones? Además...
    -Claro, claro -interrumpió Brian Ingle sin aliento-. ¿Pero le gus­tan? En conjunto, ¿cree que están dentro de la línea requerida? ¿No le parece que son un poco... retóricos?
    -No, están muy bien... con los cambios que he sugerido -dijo Ni-gel con firmeza.
    Sabía por experiencia que Brian Ingle se enamoraba de sus pro­pias palabras. De todas sus palabras. Por siempre jamás. Era capaz de volver a ponerlas en la última prueba. Entre él y Nigel se había esta­blecido una especie de juego: Nigel había inventado un complicado procedimiento para controlar las pruebas finales, en gran parte con el fin de impedir las maniobras de Ingle.
    -Lo que me sorprende es su entusiasmo. Ingle se inclinó sobre el escritorio de Nigel. -¿Entusiasmo?
    -Sí. La guerra con Alemania ha terminado, pero usted escribe los comentarios con el sagrado fuego de 1940.
    -¿Se burla usted de mí?
    -No. Pero quiero decir que, hoy por hoy, nadie puede interesarse en los temas del día de la invasión. Son temas muertos. El público está harto de relatos, fotografías, exhibiciones y películas sobre la gue­rra. Nosotros seguimos produciendo sólo porque los Servicios Depar­tamentales no pueden vencer su afán de publicidad... un afán que no­sotros, lo reconozco, hemos sido los primeros en provocar. O tal vez, no pueden dejar de gastar unas buenas toneladas de papel a la anti­gua manera y... ¿qué estaba diciendo?
    -No le conviene que Jimmy lo oiga hablar así -dijo Brian riendo-, pero, sinceramente, si desea saber por qué continúo poniendo todas mis energías en un trabajo que ya es solamente un montón de papel, le diré que... eso del papel es una metáfora apropiada... Bueno, me di­vierte escribir. Me divierte escribir cualquier cosa.
    Ingle había pronunciado esta revelación después de una larga y silenciosa pausa de incubación o examen, que contrastaba curiosa­mente con sus maneras habituales, rápidas y bruscas. El corazón de Nigel se conmovió ante el hombrecito. Decidió ser ultrajantemente indiscreto.
    -Acaso después de haber movido cielo y tierra para ser admiti­do en el ejército, y después de haber sido rechazado en cada examen médico, creyó usted que lo mejor que podía hacer era matarse aquí con el trabajo.
    Brian quedó pacificado un momento, con la turbación caracterís­tica de los ingleses al escuchar tales intimidades. Después estalló in­esperadamente:
    -¡Oh, tonterías! Y eso se aplica a cada uno de nosotros. El hecho es que poseo toda la energía de un escritor, menos el talento creador: curiosidad, exuberancia, iniciativa... todo lo necesario. Pero no puedo inventar. Por eso me convertí en crí... en periodista. Por eso escribo ahora brillantes informes: las fotografías proporcionan la inventiva, las ideas. Y yo tejo los comentarios.
    Hubiera correspondido a Nigel sentirse ahora turbado, si esa reacción fuera en él posible. Pero su costumbre de contemplar el comportamiento de los hombres con absoluto desprendimiento, sin colorearlo jamás con sus propias emociones y prejuicios, impidió esto.
    -Usted debería casarse -prosiguió.
    Hubo otro de los interminables y cargados silencios de Ingle. Pareció estudiar la sugerencia desde todos los ángulos, mientras una mirada abstraída inundaba sus ojos pardos. Quizás estaba nuevamen­te turbado.
    -"Recuerda a tu Creador en los días de la juventud" -respondió finalmente-. Tal vez tiene usted razón. El inconveniente es que mis aspiraciones son muy elevadas en ese sentido. Lo contrario de mi pe­riodismo, como dirían los intelectuales -añadió, torciendo la boca.
    Parecía a punto de revelar más intimidades cuando la puerta se abrió de golpe, como si una bomba hubiera estallado en el corredor, y Pamela Finlay, la ayudante de Nigel, se precipitó en la oficina.
    -¡Buenos días a todos! Lamento haberme retrasado, Strange­ways. Estuve en el consultorio del dentista. ¡Uf... qué sofocación!
    Pasó corriendo junto a Nigel, mientras los papeles volaron de encima de los escritorios, de modo que la estrecha oficina pareció el corredor de un tren expreso y abrió de golpe las dos hojas de la ven­tana. Allí aspiró vigorosamente el aire y realizó unos rápidos ejerci­cios respiratorios. Brian Ingle trotaba en el despacho, recogiendo pa­peles.
    -Realmente creo que debería comprar una de esas cañas puntia­gudas que usan los limpiadores de parques -dijo Nigel suavemente-. Quisiera ser cuidador de parques.
    -Aquí están sus hojas de Vallombrosa, señorita Viento del Oeste -dijo Brian, con cierta reserva.
    -¿Vallom...? ¡Oh, otra vez los intelectuales! Es una cita de She­lley, ¿verdad? ¡Bueno, a trabajar!
    La señorita Finlay se sacó el tapado de manera frenética, como si se tratara de la túnica de Neso, se dejó caer junto a su escritorio y miró los papeles que había sobre él.
    -Brian y yo discutíamos sobre el matrimonio -dijo Nigel-, a nuestra manera intelectual.
    -El golpe ha fallado -dijo la señorita Finlay con decisión.
    -¿Ha fallado?
    -Fallado... es decir, si se refiere usted a las esperanzas de In­gle. Nita no lo quiere. Y me atrevo a decirle, Ingle, que si usted supie­ra lo que le conviene, debería agradecer al cielo que ella no lo quiera. No comprendo cómo los hombres...
    Pero Brian Ingle, profundamente ruborizado, recogió sus infor­mes y sus fotografías que estaban sobre el escritorio de Nigel y salió de la oficina.
    -La falta de tacto de las mujeres hiela mi sangre -dijo Nigel.
    -¡Oh, tonterías! ¿Por qué los hombres no se atreven a mirar los hechos de frente?
    Pamela Finlay tomó el teléfono interno y se preparó a sostener una de sus celebradas conversaciones.
    -Tres cinco nueve tres... Todos saben que Nuestra Rubia... ¡Hola! ¿Tres cinco nueve tres? ¿Bloggs? Habla la secretaria del señor Strangeways. ¿Dónde están esas pruebas? La serie del Lejano Orien­te, número cuatro... ella es un molusco humano, pero no está adherida a Ingle... Las prometió usted ayer... Pese a lo mucho que él se interesa en ella... ¡Vamos, Bloggs! ¿Ha comenzado ya la lectura de pruebas?.. Él necesita una mujer de tipo maternal... ¡Oh! ¿Casi han terminado? He oído eso antes... no es de tipo cortesana. Después de todo, Nuestra Rubia es fiel a su manera... Ya sé que usted está ocupado; también lo estamos nosotros. El punto muerto para las imprentas es el día 15. El señor Strangeways necesita esas pruebas sin falta a mediodía. Si es necesario iré yo a buscarlas personalmente.
    Evidentemente bastó con la amenaza. La señorita Finlay dejó caer el receptor mientras de éste salía todavía un murmullo confuso y continuó con la otra parte de su conversación.
    -Fiel a su manera. Lo que significa un hombre por vez. Y sola­mente eso. Cuando él trabajaba aquí se suponía que Nita estaba com­prometida con Charles Kennington. Pero en cuanto él se fue, ella co­menzó con Jimmy. Reconozco que ha durado mucho tiempo. Tal vez Jimmy le gusta. Pero eso no impide que lance a todos los varones mi­radas provocativas y enigmáticas. Y todos caen en la trampa. ¡Pobre Ingle! Bueno, no es culpa de ella. Hay que reconocer eso.
    -Bueno, bueno, bueno -comentó Nigel.
    -Vamos, diga algo.
    -¿Qué voy a decir?
    -Diga que siento envidia. Y naturalmente que la siento. Cualquier mujer normal tendría envidia. Todas las oficinas repletas de solteros aceptables... y todos rodeando a Nita. Es una pésima distribución de comodidades elementales.
    Una estruendos a carcajada de la señorita Finlay hizo crujir las paredes, ya bastante maltratadas por las bombas V. El acostumbrado golpecito amenazador resonó desde la oficina del director.
    -¿Incluso Fortescue? -preguntó Nigel.
    -Así es, y el viejo Harker lo toma muy en serio.
    -Estaba pensando... cuán poco nos conocemos. Naturalmente, siempre ha habido chismes. Pero no significan mucho: no hay en ellos malicia ni verdadera curiosidad. Hemos trabajado demasiado inten­samente para tener sentimientos personales. De todos modos, los hemos reprimido, para que esta División fuera eficiente y para ayudar a ganar la guerra. Y a causa de los ataques aéreos, hemos llegado a tener tolerancia para con los ataques de los colegas. Pero, ahora que todo se ha calmado, ¿no cree usted que esos reprimidos sentimientos personales surgirán a la superficie? ¿No han comenzado ya a surgir últimamente?
    -¿Quiere usted decir que la División se está inquietando?
    -Algunos de nosotros, ¿no le parece?
    -Déjeme pensar.
    Habitualmente la señorita Finlay unía la acción a la palabra. Frunció el entrecejo, ocultó su gran rostro de fresco cutis entre las manos y dejó pasar los dedos por su rizado pelo.
    -Estoy tratando de recordar... fue el jueves último. Yo estaba de turno, a la hora de almorzar, en la Divisional. Bueno, estaba te­jiendo junto al teléfono cuando el director suplente metió las narices por la puerta y dijo que yo podía irme: él permanecería en su oficina a la hora del almuerzo y contestaría los llamados. Me pareció raro: el viejo Harker no suele descender hasta los puestos subalternos. Yo regresé aquí y caminé un ratito. Luego, cuando me dirigía a la cantina, oí una discusión en la oficina del director suplente. Harker y... nunca podrá usted suponer quién era el otro. Veamos si lo adivina.
    -El general Eisenhower.
    Pamela Finlay dejó que estallara una de sus carcajadas.
    -¡No sea tonto! Era ese individuo Billson.
    -¿Harker reprendiendo a Billson? No es raro. Todos hacemos lo mismo. Debemos recordar su lugar a los empleados inferiores.
    -No. Lo curioso es que parecía ser Billson quien reprendía a Harker. Y ya sabe usted que Billson es muy correcto. Tiene siempre una actitud deferente ante los empleados superiores. Y no parecía en modo alguno deferente. Naturalmente, a través de esta pared no pu­de oír bien lo que decían. Pero el tono de las voces parecía presagiar un crimen. La voz de Billson especialmente. Casi me salieron ampollas en la oreja por la fuerza con que la apreté contra la pared. Oí decir a Billson: "Es la última oportunidad que le doy". Y, poco después, Harker respondió muy fríamente: "Usted está en un aprieto, Billson". Y aña­dió algo como: "Por mí puede irse con los perros". Tuve la impresión de que Billson amenazaba al director suplente, y de que éste le res­pondía duro y fuerte.
    -¡Qué divertido! ¿Algo más?
    -El nombre "Prince". Creo que lo pronunciaron con frecuencia.
    -¡Oh, Dios! Nita, ¿otra vez?
    -Sí. Eso fue todo. Pero cuando me dirigía a la cantina, Billson sa­lió de la oficina del director suplente y pasó junto a mí con una ex­presión como nunca he visto en su cara.
    -¿Cómo era esa expresión?
    -Absolutamente furiosa. No, furiosa no es la palabra exacta.
    Pamela Finlay revolvió sus cabellos, como si buscara allí le mot juste.
    -Una expresión desesperada, de náufrago -dijo al fin, triunfan­te-. ¿Qué opina usted de todo esto?
    -Muy sencillo, Billson ha descubierto que el director suplente tiene relaciones con Nita. Intenta hacer un chantaje y éste, hábil­mente, ha hecho comprender a Billson que está en situación difícil, porque a él le consta que Billson tiene con Nita una familia de ocho hijos ilegítimos.
    El cuarto se estremeció con las carcajadas de la señorita Finlay. Volvió a oírse un golpe dado con cierta violencia desde la habitación contigua. Sonó el teléfono.
    -Es para usted -dijo la señorita Finlay.
    La voz de la secretaria de Harker Fortescue dijo:
    -El director suplente saluda atentamente y suplica al señor Strangeways que compre un silenciador y que lo aplique a su secreta­ria. Igualmente desea verlo después del café. Ha terminado el mensa­je.
    Poco después se oyó el ruido de las ruedas de una mesita en el extremo del corredor, mientras una voz gritaba desmayadamente:
    -¡Café, café!
    La señorita Finlay tomó dos tazas y se precipitó fuera.
    Nigel bebió el brebaje conocido como café en el Ministerio de Moral. No había mejorado con los años: era siempre un líquido de co­lor indefinido, que podía haber sido hecho con un compuesto de habas, repasadores y madera. La señorita Finlay, que sentía por Nigel un afecto maternal, tenía la costumbre de poner en la taza de él dos o tres terrones de azúcar de su propiedad privada. Pero los terrones
    apenas suavizaban el sabor amargo.
    -Yo pensaba -dijo Nigel soñadoramente- en algo más elevado.
    La señorita Finlay frunció el entrecejo en agonizante concen­tración, como un niño que trata de realizar mentalmente una suma di­fícil.
    -Sí, todavía más alto -prosiguió Nigel-. Jimmy mismo está mos­trando huellas de cansancio y de preocupación, ¿no le parece?
    -Naturalmente, eso es muy común después de seis años. Pero me parece que es algo más que el cansancio de la guerra.
    Nigel quedó en silencio. Pensaba. Jimmy tenía una energía sor­prendente: hizo marchar a todos en los peores momentos. Pone la má­quina en marcha y da el lubricante... su tacto es increíble... jamás da un paso en falso con sus empleados... ¡Y somos un grupo tan heterogé­neo y torpe! Tengo la impresión que últimamente le está fallando el pulso... posiblemente no lo pierda, pero debe hacer un esfuerzo para mantenerlo. A veces está distraído. Tiene que forzarse para atender los asuntos urgentes. No parece tan rápido y confiado cuando hay que tomar decisiones. Se muestra también irritable, y esto es lo más cu­rioso en un hombre que siempre ha tenido tan buen carácter. Tal vez sea sólo la reacción después del esfuerzo. La guerra ha terminado ca­si; si tenemos suerte todos nos desbandaremos dentro de seis meses. Entonces él podrá volver a su antiguo empleo y tranquilizarse. Es un buen tipo. Realmente le tengo afecto.
    Cinco minutos después Nigel fue a la oficina contigua a ver al director suplente. Como de costumbre, Harker Fortescue telefonea­ba. Tendió un cigarrillo a Nigel, quien se dejó caer en el amplio sillón de cuero destinado a las visitas distinguidas y esperó pacientemente. Estudió entretanto, con más atención que otras veces, teniendo en cuenta la curiosa historia de la señorita Finlay, la cabeza calva, la ca­ra demacrada, los fríos ojos de pescado de su superior. La fachada era familiar, no le decía nada nuevo. Hacía tiempo había comprendido que era una fachada. Bajo los modales cuidadosamente cultivados del director suplente, de su brusquedad, de su voz impersonal, concen­trada en este momento en molestar a alguno del otro lado de la línea había, indudablemente, aunque muchos empleados lo dudaran, un ser humano.
    Nigel había descubierto a este ser humano en los años malos, cuando él y Fortescue trabajaban juntos, noche a noche, en una ten­tativa para mantener al día el creciente trabajo que encargaban a la División los otros ministerios.
    Más tarde o más temprano, frecuentemente después de media­noche, concurrían, tambaleantes de cansancio, a la cantina, donde Ni-gel consumía una bandeja repleta de pasta de jamón, pickles, pan, bizcochos y merengue, mientras Fortescue bebía un vaso de leche. Fue durante las comidas de medianoche cuando Fortescue reveló su pasión secreta. Durante años y años, con el celo y la maniática persis­tencia de un niño que junta autógrafos, había coleccionado, no autó­grafos, ni estampillas ni porcelanas ni muebles ni tapas de cajas de fósforos ni polillas raras. Había coleccionado lo que él llamaba "mis retratos sucios". Y no se trataba de fotografías pornográficas en el sentido más lato de la palabra. Eran instantáneas de personajes im­portantes, famosos o notorios, tomadas en momentos malos o descui­dados... en su mayor parte, antes del advenimiento de aquel nivelador universal: las instantáneas. En busca de tesoros Fortescue había re­corrido todo el mundo: había asistido a remates y recorrido viejos tenduchos en busca de álbumes de fotografías. Poseía una antigua que mostraba a Tolstoi rechazando bruscamente un ramo de flores ofre­cido por su sonriente mujer; otra de la detención de Landru; una de Dama Melba, tomada de espaldas, en el momento en que ésta ocultaba la pelota de croquet de su contrincante en un matorral; la de un arzo­bispo, famoso por sus sermones sobre el ascetismo, en el momento de llevarse a la boca un gran bocado de caviar. Afirmaba -y Nigel no es­taba pronto a discutirlo- que lo mejor de su colección era una instan­tánea, tomada por un ayudante de campo con nervios de acero, que mostraba a Hitler mordiendo una alfombra.
    Todas las vacaciones que a Harker Fortescue le concedía la agencia fotográfica en la que trabajaba en tiempos de paz, las dedi­caba a su excéntrica afición. Era una afición, pensó Nigel, maravillo­samente representativa de la infantilidad, el retorcido humor sardó­nico y la fantasía que se ocultaban bajo la fachada del director su­plente.
    -Sí, comprendo eso -decía Harker Fortescue-. Pero no es ése el asunto. Si quiere usted presentar un retrato completo de la cons­trucción de tanques es necesario: (a) que no trate usted de explicar los errores cometidos en 1939-40, y (b) que dé todo su valor a la con­tribución del soldado. Esto es básico -"básico" es una de las grandes palabras de la personalidad directiva de Fortescue-. ...¿Qué?.. Sólo puedo decir que hemos realizado este trabajo durante seis años y que lo conocemos bien.
    La dureza en la voz del director suplente fue más pronunciada, sus fríos ojos fijos brillaban hipnóticamente como buscando al perso­naje invisible del otro lado del teléfono.
    -Naturalmente, señor Walters, si usted desea otro tipo de producción, si usted quiere propaganda para su ministro, puede usted ir directamente a la oficina de imprenta. Creo que ellos se encargan de ese tipo de cosas. Nosotros no tocamos aquí eso, debemos cuidar nuestra reputación. El público se ha acostumbrado a oírnos decir la verdad, dentro de límites precisos, es cierto; y puedo asegurarle que nuestra costumbre de decir la verdad paga elevados dividendos.
    El director suplente movió su silla de este a oeste; esto era se­ñal de que la crisis estaba pasando. Nigel pensó, no por primera vez, que en estas conversaciones telefónicas Harker parecía un perro ove­jero, rodeando, empujando, conduciendo a un obtuso ganado lanar hacia donde quería llevarlo y, ocasionalmente, mordiendo una pezuña errante. Era, en verdad, el perfecto segundo de Jimmy, con su nota­ble manera de atrapar todos los detalles y su fría obstinación. Jimmy proporcionaba la originalidad del trato, el amplio margen político, la cortesía. Harker la lógica, el trabajo y la rudeza.
    Gentilmente Harker Fortescue colgó el receptor. Se volvió a Nigel acariciándose la cabeza calva.
    -Eso lo sitúa. Es mejor que usted continúe con el asunto. Prepa­re una Hoja de Recepción para el trabajo. Enviarán una sinopsis el lu­nes próximo. Confíe a Billson un examen preliminar del material foto­gráfico. Y procure que la Unidad de Trabajo Artístico sea puntual es­ta vez... se están demorando con frecuencia. Tendrá que tratar con Walters de ahora en adelante, pero yo ya lo he preparado para usted.
    Fortescue continuó impartiendo instrucciones que Nigel, aparentemente dormido sobre un sofá, grababa en su memoria. Hacía tiempo que Fortescue había abandonado sus esfuerzos para que Nigel tomara notas y, frecuentemente, se divertía sutilmente rogándole, tras una ardua conferencia, un prolijo y aburrido informe hecho por alguno del comité, informe que Nigel repetía con la poco halagadora precisión de un dictáfono.
    -Ahora veamos el Mapa de Proyecto -dijo el director suplente. El mapa era un documento formidable que ocupaba casi la mitad de la pared, y parecía el cuadro térmico de un hospital de quinientas ca­mas, visto por uno de los pacientes in extremis.
    -¿Debemos hacerlo? -murmuró Nigel.
    -Nunca he podido hacerle comprender -expresó Fortescue- que alguien debe tener todos los hilos, pues de otro modo nos quedaría­mos embotellados. Ésa es su obligación como jefe de la Unidad Edito­rial. Yo no pienso hacer el trabajo suyo.
    -Ya que habla de embotellamiento -agregó Nigel suavemente-, debo informarle que ese lamentable objeto que tiene colgado en la pared, aunque sea útil para prevenirlo a usted contra el delirium tre­mens, es bastante impreciso.
    Se dirigió al mapa y apoyando el dedo sobre una línea de tinta roja, dijo:
    -Este proyecto recibió aprobación ministerial el 17... usted sólo lo llevó a nivel de control. ¿Un descuido, eh, Fortescue?
    La boca del director suplente se torció divertida.
    -Alcánceme la tinta roja, muchacha -ordenó a su secretaria-. Y una lapicera y una regla.
    Pero antes de que pudiera trazar la línea roja, se abrió la puerta y entró Jimmy Lake. Lanzó una carta sobre el escritorio de Fortescue y se acercó a la ventana con las manos en los bolsillos volviéndoles la espalda.
    -¿Debo leer esto?
    -¡Ajá! -afirmó el director, sin volverse. Fortescue leyó la carta con su habitual minuciosidad. Finalmente exclamó:
    -¡Alalá! ¡Qué historia! ¡Stultz! ¡Alalá! ¿Recuerda usted a Charles Kennington, Nigel? Ésta es una carta suya.
    -Pero él ha muerto.
    -No está muerto -dijo Jimmy Lake, siempre mirando por la ven­tana-. Que Nigel lea la carta.
    Ésta estaba escrita en un papel rosa, perfumado; su caligrafía ­grande, florida, adornada-era la misma del sobre también rosa, que había sobresaltado a Nita Prince por la mañana temprano. Nigel co­menzó a reír.
    "Querido Jimmy:
    "¡Qué papel imposible! Los alemanes, verdaderamente, tienen un maravilloso mal gusto. Naturalmente el papel es robado. Quiero decir que he robado el papel a los alemanes. Adoro la palabra "robar" ¿Y tú?.. ¡Es tan directa, viril y satisfactoria! Bueno, he estado cierto tiempo en la Gran Alemania. Una gente tan poco sólida... cuando no gritan, braman. Y ahora braman como locos. He hecho uno de mis via­jes en traje femenino, cuyo punto culminante, después de algunas aventuras vulgares dentro y en los alrededores de Hamburgo, fue la captura de Stultz. Sí, lo toqué en el hombro con mi mano de lirio. No era un tipo simpático. No coincidía con mi idea del hermoso tipo rubio nórdico. En realidad, desde el principio, estuve contra él. Me han di­cho que había hecho algunas cosas desagradables en los campos de concentración; pero pasemos de largo, porque no soporto los relatos de atrocidades. Como digo, golpeé al poco atractivo Stultz en el hom­bro, y debo haberlo golpeado un poco fuerte, porque inmediatamente destapó su frasquito de "Camino al Infierno"... y lo escupió... sí, lite­ralmente lo escupió, tan grande fue su sorpresa. Y esto fue miseri­cordioso para tu pequeño Charles, pues no puedo soportar el espectá­culo de alguien muriendo envenenado a mis pies, aunque dicen que el cianuro es rápido, uno de los mejores venenos. Lamento fastidiarte con detalles sórdidos e inquietantes, pues estoy seguro que tu vida está ya llena de ellos. Tomo la pluma para decirte que regresaré a ca­sa lo antes posible. Daré ésta a un sargento devastadoramente en­cantador que sale con permiso, y contrabandeará la carta y la echará al correo en Inglaterra. El pequeño Charles seguirá también rápida­mente. Espero estar de vuelta el 20. Telefonéame entonces al Clarid­ge. Deseo ansiosamente oír tus novedades. Cariños a Alicia. Y a Nita, si todavía está contigo. Y a todos los muchachos y muchachas.
    "Cariñosamente,
    BERTHA BODENHEIM
    (alias CHARLES KENNINGTON)"
    -¿Y ha regresado? -preguntó Nigel, después de descifrar la no­table carta.
    -Sí, acabo de telefonearle -dijo el director, siempre mirando por la ventana-. Vendrá aquí mañana por la mañana.
    -Debemos hacerle una fiestita de bienvenida -propuso Harker Fortescue-. ¿Fue todo fraguado cuando se anunció que había "desapa­recido, posiblemente muerto"?
    -Quizá -murmuró Jimmy, volviéndose al fin. Su divertida expre­sión se transformó en sonrisa-. ¡Qué carta! ¡Dios mío, qué carta!
    Empezó a reír a carcajadas, sacudiéndose levemente, según era su costumbre. Se dejó caer en el sillón de cuero, mientras las lágri­mas provocadas por la risa caían por sus mejillas.


    CAPÍTULO II

    Comienza la acción
    -¡TA, TA, señor Strangeways, pórtese bien! -dijo la señora Smith, saliendo con su balde y su estropajo.
    Nigel abrió la ventana y vació su cenicero sobre la cornisa que circundaba el edificio a la altura del sexto piso. Abajo, en el parque, los fatigados y descoloridos plátanos eran sacudidos por un viento que parecía haber soplado todo el verano, arrastrando el polvo de los escombros de las casas bombardeadas hasta los ojos de los londinen­ses, exasperando sus nervios, que estaban ya excitados por los peli­gros de la guerra y sus incomodidades. Sobre esa cornisa, el verano anterior, Merrion Squires había establecido un mirador. Cuando co­menzaron los ataques aéreos se creó un sistema especial de alarma en el Ministerio. Un prolongado toque de bocina anunciaba cuando un grupo de atacantes se aproximaba a esa zona de Londres. Si alguno de los aviones se dirigía hacia el Ministerio, se escuchaba una serie de breves llamadas. Al oír esta señal, los empleados que ocupaban los pisos más altos -especialmente en el extremo sur del edificio- salían por la escalera de emergencia del extremo norte y descendían tres o cuatro pisos. La aplicación de este sistema con las breves llamadas de alarma sonando a intervalos irregulares durante el día y todo el per­sonal en la escalera una o dos veces cada hora, provocaban una grave alteración en el trabajo. Por eso los más arriesgados decidieron per­manecer en las oficinas, a menos que el rugido de una bomba estuvie­ra demasiado cerca para ser ignorado.
    Allí Merrion Squires se había establecido como espectador independiente.
    -Quiero ver lo que los canallas hacen -dijo.
    Cuando sonaba una alarma general, él salía por la ventana y se instalaba en la cornisa, armado de sus prismáticos y de un silbato de policía. Desde ese estratégico lugar podía examinar el cielo; si creía que una bombase aproximaba, para pasar sobre el Ministerio o caer en él, hacía sonar su silbato. La División descubrió que era un hábil pronosticador, y su llamado, poco a poco, reemplazó a las sirenas de alarma como señal para correr hacia la escalera. Así se ahorró mucho tiempo y todos estuvieron contentos, sin exceptuar a Merrion Squi­res. Todos, menos la División de Establecimientos. Esta División, que se ocupaba de problemas de personal y de mantenimiento, vio con ma­los ojos las actividades de Squires. Ellos pagaban observadores ofi­ciales, para que dieran alarmas oficiales. Señalaron también que, por otra parte, Merrion Squires recibía salario como empleado civil, con el grado de especialista, en la Unidad de Trabajos de Arte en la Divi­sión de Propaganda Visual. Le informaron igualmente que, si continua­ba desempeñando esa tarea extra, se verían obligados a deducir de su salario la cantidad equivalente al período (o períodos) que diariamente ocupaba fuera de su labor específica y en su oficiosa tarea de vigi­lancia.
    Instantáneamente, Merrion contestó con un vivaz contraataque. En un magistral y minucioso informe a la División de Establecimientos, computaba el total de horas ganado semanalmente para el trabajo por su sistema personal de alarma, añadiendo -con algo de audacia- el to­tal de horas de trabajo perdido en la primera semana de ataques con el sistema de alarma oficial, y sugería un aumento de salario para él.
    La División de Establecimientos, sorprendida ante este reclamo heterodoxo, nunca logró volver a la ofensiva. Un año después, seguían contándose los minutos entre los antagonistas, aunque tiempo atrás se había llegado a un absoluto punto muerto, sin que ninguna de las partes hubiera descubierto una fórmula que resolviera el asunto.
    Mirando hacia el parque, Nigel pudo ver la marca de la bomba que había terminado con las actividades de Merrion. A unos 150 me­tros veías e un grupo de árboles destrozados y marchitos. Allí había estallado una de las últimas bombas que cayeron sobre Londres. To­dos oyeron el distante rugido, que se aproximaba; todos oyeron el sil­bato de Merrion, sonando más urgentemente que nunca; corrieron hacia la escalera y se precipitaron en ella confusamente.
    Después hubo un estremecedor silencio. La bomba descendía. Luego un alado estremecimiento, como si Satanás cayera del cielo. En seguida un estallido paralizador y otro instante de silencio, seguidos por el crujido de los vidrios rotos.
    Cuando regresaron al sexto piso encontraron a Merrion Squires en su oficina, tendido en el suelo, sin sentido y cubierto de sangre. La puerta de su oficina había sido arrancada de los goznes y arrastrada al corredor; la pared estaba cubierta de astillas de vidrio; el suelo parecía un montón de desperdicios en tanto Merrion aún tenía firme­mente sujeto en la mano su famoso silbato.
    Al recobrarse, sus primeras palabras estremecidas fueron:
    -Ya se enterará de esto la División de Establecimientos.
    Se supo que estaba todavía sentado en la cornisa cuando cayó la bomba, y su estallido lo arrastró hacia el interior de la oficina.
    -¿Por qué demonios no se refugió, pedazo de tonto? -preguntó Jimmy Lake.
    -¿En qué refugio? -preguntó Merrion, con su indolente acento irlandés.
    Después confesó a Nigel que había estado demasiado asustado para moverse.
    -Allí estaba yo, como un querubín sentado en lo alto. Y la gran bomba asesina avanzaba directamente hacia mí. Primero pensé espe­rar uno o dos segundos, para ver si tomaba otra dirección. Luego intuí que era demasiado tarde para volver a la oficina... y, de todos modos, era inútil. Estaba hipnotizado. Y –añadió- si Ingle vuelve a enviarme otro comentario sobre nuestros valientes luchadores del frente in­terno mirando a la muerte cara a cala, lo mataré. Es verdad, Nigel, mataré al pequeño traficante de comentarios. Mis nervios ya no lo so­portarán.
    Nigel cerró la ventana y regresó a su escritorio, meditando so­bre las absurdas contingencias de la guerra. Una bomba arrancaba el lado de una casa y dejaba una serie de lavabos pendiendo sobre el borde de un abismo. Arrancaba la fachada de un ser humano, y se po­dían ver los interiores psicológicos, sólo un momento; la pared volvía a levantarse y el interior se limpiaba. Se limpiaba, pero la estructura estaba torcida, tal vez peligrosa e invisiblemente debilitada. Y, a ve­ces, quizá se fortalecía. Si se soportaba, el descubrimiento de la pro­pia fuerza era un aliento. Esto, según se aprende en las tribus primi­tivas, es lo que da sentido a los dolores.
    De Merrion Squires el pensamiento de Nigel pasó a otro héroe, aún más increíble: Charles Kennington. Era grato pensar cuántos como él habían surgido en la guerra. Por ejemplo los muchachos sensibles, de larga cabellera, que habían votado en Oxford afirmando que bajo ningún principio morirían por el rey y por la patria, y que unos años más tarde fueron a la guerra con los profesionales de la Real Fuerza Aérea, y ayudaron a ganar la batalla de Gran Bretaña con la misma habilidad y descuido con que antes hacían discursos. Los pacifistas a conciencia, que se negaban a matar y que realizaron prodigios de valor durante los ataques, como miembros de los escuadrones de rescate y de las brigadas de bomberos. Los inteligentes estudiantes, que un día desaparecieron de su universidad y al siguiente se supo que habían descendido en paracaídas en el territorio ocupado, organizando la re­sistencia, dinamitando puentes y enfrentando una patrulla de fusila­miento en un sórdido patio. Los anónimos hombres de ciencia, que se acercaron a las bombas sin estallar y fríamente las desarmaron, como si realizaran un experimento en un laboratorio, y que generalmente no murieron hechos trizas. Todos los excéntricos, los aficionados, la gente que no creía en la guerra y que se enfureció de veras cuando la guerra irrumpió en sus vidas, que fueron sumamente peligrosos para cualquier cosa que se pusiera en su camino, ya fuera un alemán o un trozo de alfombra roja. La gente que resultó tanto más desconcer­tante para el enemigo porque no eran rudos exteriormente, y porque sus mentes escapaban siempre a los límites puestos por los estudian­tes teutónicos al carácter inglés. Era un toque de fantasía lo que da­ba encanto a ese carácter, y también las reacciones inesperadas, tan desconcertantes para la lógica, pensó Nigel.
    Charles Kennington era un auténtico representante de este tipo humano. De aspecto encantador, aunque algo afeminado, era fotógra­fo social antes de la guerra. Su clientela, que él provocaba e insultaba en forma que a todos parecía extremadamente elegante, no podía creer que, cuando Charles desaparecía durante una quincena, era para asistir a un campamento del Ejército Territorial.
    En septiembre de 1939 no se le vio por más tiempo, regresando entre sus amigos después de Dunquerque, con el brazo en cabestrillo y una cruz militar en la chaqueta. En realidad sus heridas fueron mu­cho más graves y su comportamiento fue más valeroso aún de lo que hacían suponer sus condecoraciones. Jimmy Lake, que era cuñado su­yo, se dirigió a la Oficina de Guerra y consiguió que lo nombraran en el Ministerio de Moral, como censor militar. Fue allí donde Nigel lo encontró por primera vez, pues Kennington se ocupaba de la censura del material fotográfico y, por lo tanto, estaba en contacto constante con la División de Nigel. En verdad Charles Kennington había contri­buido en gran parte a dar a la División su carácter alegre, descuidado, heterodoxo, pensó Nigel. Desde el principio Charles fue un problema para los empleados permanentes del Ministerio, por su costumbre de fechar los informes según el calendario de la Iglesia de Inglaterra. Edgar Billson, que era empleado superior en la Biblioteca Fotográfica, y que dirigía los asuntos financieros, fue quien más molesto se sintió por esta costumbre. Cuando recibió un informe fechado "Tercer día antes de la fiesta de Santa Petronilla, virgen y mártir", se dirigió personalmente a protestar, para encontrar sólo una sorpresiva res­puesta de Charles Kennington:
    -Pero querido amigo, ¿no es usted cristiano?
    Un año, después Kennington tuvo autorización médica y retornó al servicio activo. Jimmy Lake tenía de vez en cuando noticias suyas, hasta el día en que se dio aquella lacónica información: "Desaparecido. Posiblemente muerto", durante la batalla del Rin. Y ahora se presen­taba con la novedad de haber capturado a Stultz, el tercer jefe nazi, que los aliados buscaban desde hacía dos meses. Todo era muy satis­factorio, dentro de la tradición inglesa, pensó Nigel; muy satisfacto­rio para todos, con excepción de Nita Prince quien, evidentemente, no estaba muy contenta de recibir el mensaje de un muerto.
    Se abrió la puerta.
    -¿Qué pasa? -preguntó Merrion Squires-. ¿Meditando otra vez?
    -Sí, meditaba -contestó Nigel, retirando los pies de la silla co­ntra la que se apoyaban y ofreciéndola a su visitante.
    "Estaba meditando sobre Charles Kennington y sobre usted.
    -Muy amable. ¿Pero cuál es la conexión? Nunca lo conocí. Se fue antes de mi llegada.
    -Excentricidad. Rareza. La fantasía en el carácter inglés.
    -Si sugiere usted que soy un inglés o un raro... -estalló furioso Merrion Squires, apoyando su larga cara de payaso en el respaldo de la silla donde se había montado, como un niño que juega a andar a ca­ballo.
    -¡Oh, no! Usted es sencillamente un inglés del este, con tempe­ramento artístico.
    Este doble insulto no encontró la respuesta esperada en Squi­res.
    -Hablando de temperamentos, ¿qué pasa con Nuestra Rubia?
    -¿Qué sabe usted?
    -¿Ha visto antes excitada a esa muchacha? Seguramente no. Porque no es de tipo excitable. Permanece serena, como una gran or­quídea carnívora, con la boca abierta, y todos vuelan dentro.
    -No me impresionan sus conocimientos de botánica.
    -¡Al diablo con la botánica! -estalló Merrion-. Yo conozco a las mujeres. Bueno, ayer a la tarde fui a ver a Jimmy y, cuando llegué a la puerta, la oí decir: "Es muy tarde para retroceder ahora. No puedes hacerlo. Todos lo saben o lo adivinan. Es inútil fingir que no estás enamorado de mí". En ese momento entré. Nuestro director y Nues­tra Rubia estaban muy próximos el uno al otro. Debo reconocer que Jimmy parecía bastante tranquilo. Miraba por la ventana, con las ma­nos en los bolsillos. "¿Qué desea, Merrion?", preguntó como de cos­tumbre. Pero Nita -hubo una nota de placer en la voz de Squires-, Ni­ta estaba frenética. Positivamente ruborizada, y temblorosa, como una mujer de verdad. Jimmy y yo nos pusimos a trabajar. Y Nita em­pezó a escribir a máquina. Créase o no, debió romper dos notas que había comenzado a escribir. ¿Cuándo la ha visto cometer una equivo­cación? Jamás. Entonces...
    -Creo que está un poco preocupada por el regreso de Charles Kennington -dijo Nigel lentamente-. Dicen que estaba comprometida con él.
    Merrion Squires hizo un dramático ademán con las manos.
    -¡Ya está! Yo ignoraba eso. Tiene miedo que Kennington descu­bra sus relaciones con Jimmy. Por eso decía que era inútil que él fin­giera no estar enamorado de ella: Kennington se enterará tarde o temprano, porque es un secreto a voces. ¡Bueno, vaya asunto!
    -¿Puedo saber por qué está tan diabólicamente satisfecho? -Merrion Squires lanzó a Nigel una de sus rápidas miradas, semisatá­nica, casi furtiva.
    -¡Oh, me gusta ver maltratar a las orquídeas! No se trata de na­da personal. Abstracto amor a la justicia. Y eso explica algo más ­prosiguió-. Cuando terminamos nuestro trabajo, Jimmy me mostró la carta de Kennington y me dijo que lo esperaba esta mañana y que me presentara en su oficina a la hora del café si quería conocerlo. Apa­rentemente estará allí la mitad de la División, para ver la llegada del héroe conquistador. Es raro que Jimmy no haya contratado una banda de música: iría bien con los establecimientos. Bueno, Nuestra Rubia le dirigió una mirada y afirmó que a Kennington le fastidiaría que hicie­ran mucho ruido por su llegada, y propuso que ella se tomase medio día libre. Y Jimmy -ya sabe usted cuán suave y paciente es su voz cuando encuentra oposición-, Jimmy dijo que no podía darle la mañana libre, pues tenía a mediodía una conferencia que ella debía taquigra­fiar y le preguntó si de todos modos no deseaba ver el Número Uno.
    -¿Qué es eso?
    -Posiblemente ese individuo Kennington trae una muestra del veneno que sacó al nazi. Para mitigar nuestra hambrienta curiosidad. Y Nita teme que Kennington la vea junto a Jimmy aunque sea en medio de gente. Teme que sus rostros los delaten.
    -¡Qué terrible imaginación tiene usted! -dijo Nigel-. Nunca he oído tal fárrago de adivinanzas. ¿Por qué estaría inquieta Nita? Se suponía que Kennington había muerto. Ella estaba en su perfecto de­recho para...
    -Es usted desesperante. El hecho es que Nita está inquieta. Más, que inquieta, frenética. Y si tiene usted una teoría mejor...
    Cualquier teoría que Nigel hubiera podido producir fue inte­rrumpida por un golpe en la puerta. Ambos gruñeron. Edgar Billson era la única persona de la División que siempre llamaba antes de entrar.
    Como siempre, éste atravesó la oficina en medio de un poco amable silencio, con las puntas de sus botas elásticas hacia arriba y los ojos fijos en el suelo, como si no notara la presencia de Nigel has­ta llegar frente a su escritorio. Hecha la aproximación de rigor, le­vantó la vista.
    -Buenos días, Strangeways.
    -Buenos días.
    -Tengo una queja que hacer. ¿Pero está usted ocupado?
    Los aguachentos ojos de Billson dirigieron una mirada a Merrion Squires, después se volvió.
    -Lamento oír eso. ¿Quiere tomar asiento?
    Luego, mientras su visitante observaba todo con displicencia, ignorando obstinadamente la silla en la que Merrion Squires permane­cía montado, Nigel añadió:
    -Tome la silla de la señorita Finlay.
    -¿Ha salido hoy su secretaria?
    -No, todavía no ha llegado.
    -Algunas secciones se están volviendo muy perezosas -dijo Bill­son, colocando la silla de la señorita Finlay a regular distancia del es­critorio de Nigel y sentándose en ella.
    -Así me han dicho -contestó Nigel suavemente-. ¿Tiene usted muchas dificultades en su sección?
    -Al contrario. El nivel de asistencia en la Biblioteca Fotográfica es ejemplar.
    -Me alegra saberlo.
    -Vi que la señorita Finlay se retiraba ayer a las 4.52.
    -¿Es que va usted a quejarse oficialmente de mi secretaria?
    -No... es decir, por ahora no.
    Edgar Billson tendió sus puños almidonados y miró intranquilo a Merrion Squires, que a su vez lo observaba fijamente por encima del respaldo de su silla, con la pensativa mirada de un caballo que asoma sobre la media puerta del pesebre.
    -Se trata de esas Formas Rosadas. No puedo trabajar en ellas si la Unidad de Producción continúa llenándolas de manera tan descui­dada.
    -¿No sería mejor discutir eso con el director suplente? Las Formas Rosadas fueron invención suya.
    -El señor Fortescue me rogó que discutiera el asunto con usted.
    -¿Entonces qué pasa?
    Edgar Billson colocó un montón de hojas sobre el escritorio de Nigel. Tosió y agregó:
    -El propósito de las Formas Rosadas...
    -Es atraer las miradas masculinas. Selección Natural... -estalló Squire con irresponsabilidad.
    -Cállese, Merrion -dijo Nigel.
    -El propósito de las Formas Rosadas –continuó Billson más sua­vemente- es facilitar y coordinar la ordenación de fotostatos y de impresiones rudas en la Unidad de Producción durante los estadios preliminares de... de la producción.
    -Sí, ya lo sé -dijo Nigel. Una de las características más fatigan­tes de Billson eran sus discursos sobre elementos de trabajo que ya todos conocían.
    -Si examina usted estos ejemplos, comprobará que no se ha se­guido el procedimiento habitual. Faltan las fechas, las anotaciones son a veces ilegibles; no siempre se estipula la calidad de la impresión re­querida.
    -Veo que falta una fecha. Sólo una -respondió Nigel, mirando rápidamente las hojas.
    -Además, los pedidos de impresiones rudas y de fotostatos me parecen excesivos para lo que razonablemente se requiere. ¿Por qué, por ejemplo, ha pedido su unidad seis copias del impreso Q. W. 5339? Tres hubieran bastado.
    -Es para apurar el trabajo en una de nuestras ocupaciones más urgentes. Usted recuerda, sin duda, que la serie Q. W. es un archivo de fotografías. Queremos utilizar una de ellas. Para hacer esto es necesario someter el archivo a tres censores de seguridad: el naval, el militar y el aéreo. Tres copias separadas apresuran las cosas. Las tres restantes eran para nuestro uso aquí, en la oficina.
    Durante esta mesurada respuesta Edgar Billson se había rubo­rizado cada vez más. Estalló, con inusitada violencia:
    -Lo malo es que ustedes, los empleados temporarios, no tienen idea de las tradiciones del servicio civil. La velocidad no es todo en nuestro trabajo, Strangeways.
    -Me sorprende usted -interrumpió Merrion Squires.
    -Está también la amplia cuestión de la economía pública. Yo res­pondo ante el tesoro de todos los gastos seccionales bajo voto inter­no. No quiero gastar los fondos públicos de manera irresponsable con el pretexto de acelerar el trabajo de la División.
    -Es mejor que se queje usted al director, si desea discutir la política que él sigue en la División -dijo Nigel tranquilamente.
    -No entiendo. ¿A qué se refiere usted?
    -Me refiero a las órdenes generales, dadas por el director en la reunión de mayo 1940; estas órdenes fueron transmitidas a todos los jefes seccionales, en el sentido de que ninguna forma de obstruccio­nismo oficial debía interferir en el continuo y rápido trabajo de la Di­visiones.
    -¿Sugiere usted que...?
    -Sugiero que mi unidad necesita seis copias de Q. W. 5339. Y mientras necesitemos seis copias, seguiremos reclamándolas. Además estoy cansado de que usted me indique mis obligaciones oficiales. Y, si vuelve usted a emplear la palabra "irresponsable" al referirse a mi trabajo, pediré al director que tome medidas disciplinarias contra us­ted -Nigel hizo una pausa-. Si deja usted esas hojas aquí, las exami­naré luego.
    Edgar Billson le lanzó una mirada maligna; luego se levantó y se dirigió hacia la puerta. Pero la dignidad de su partida fue arruinada por la intempestiva entrada de Pamela Finlay, quien lo empujó varios metros dentro de la habitación.
    -Debo reconocer que lo soportó usted bastante bien -dijo Me­rrion, cuando Billson se retiró finalmente-. No sabía que ese conejo tuviera tan buenos dientes. ¿Lo sabía usted? Cualquiera pensaría que los archivos Q. eran su colección de fotografías pornográficas... ¡Pa­rece interesarse tanto en ellos...!
    Veinte minutos después el director llamó a Nigel que lo encontró sentado en el borde del escritorio, con sus largas piernas bambolean­tes, mientras gran parte del suelo, frente a él, estaba cubierto por fotografías arregladas en grupos. Jimmy Lake saludó con la mano a Nigel y volvió a concentrarse en las fotografías. Éstas eran dobles, para una de las series del Pacífico. De vez en cuando el director se refería a una de las páginas de Merrion Squires, bajaba de su escri­torio, cambiaba las posiciones relativas de algunas y sustituía otras por fotografías que había en un grupo, junto a la ventana. Luego volvía a su posición contemplativa. Parece, pensó Nigel, un lento solitario ju­gado con impresos de 10 por 12 pulgadas en lugar de barajas. Comuni­có su impresión al director.
    -Sí -repuso Jimmy Lake-. Este juego es muy bueno para tranqui­lizar los nervios.
    Hubo otro largo silencio. Nigel estaba acostumbrado a esos si­lencios, aunque esa mañana el director parecía más distraído que de costumbre. Finalmente habló Jimmy.
    -No, no sirve. Está muerto -dijo, señalando a uno de los grupos-. Ése de ahí. Dígame qué le encuentra de malo.
    Era como si Menuhin pidiera que se explicara un error en un concierto de violín ejecutado por Szigeti, porque la brillantez técnica en los despliegues de Merrion Squires sólo era superada por el ex­traordinario sentido del director para la presentación visual de series y la exposición de ideas. Sin embargo, Nigel tomó parte en el asunto.
    -Ésta es la fotografía clave -dijo, señalando una-. Se le debería dar más valor. Haga una exposición de tres cuartos de ella y coloque las otras en línea vertical en la página a la derecha.
    El director sonrió suavemente.
    -¡Oh! -dijo-. ¿Por qué demonios no está aquí Merrion?
    -Ya lo he llamado una vez -explicó Nita Prince. -Entonces vuelva a llamarlo
    Nigel vio un pañuelo arrugado sobre el escritorio de Nuestra Rubia y ojeras bajo sus ojos. Su voz, cuando pidió el número, parecía algo alterada, como si estuviera enormemente cansada.
    -Quiero hablar con Merrion Squires –repitió Jimmy paciente­mente-. Ha llamado a Brian Ingle.
    -Perdón -dijo Nita, y volvió a llamar. Curioso, pensó Nigel. Fuera cual fuera su vida privada, la muchacha siempre fue eficaz en la ofi­cina. Y la mirada que había lanzado a Jimmy era también curiosa... ¿Tal vez una mirada de reproche? ¿De decisión? ¿De enojo? ¿De du­da? Nigel no se sentía capaz de definirla. Era, de todos modos, una mirada muy distinta a la habitual, donde se leía confianza, una discre­ta seguridad, un feliz secreto compartido... No; esta mirada era más desnuda, más vulnerable.
    Cuando Merrion llegó, ellos volvieron a concentrarse en las fo­tografías. Le señalaron el despliegue equivocado, en el suelo.
    -Sí, es muy pobre -asintió-. Estaba esperando los impresos Q. Entre ellos hay una fotografía mucho mejor.
    El director elevó sus cejas como interrogando a Nigel.
    -He tenido algunas dificultades con Billson por esas fotos -dijo éste, y explicó la situación de la manera menos comprometedora que le fue posible: no deseaba dañar a Billson.
    -Llama a Billson, muchacha -dijo el director-. Dile que debemos tener los impresos de la serie Q. W. en veinticuatro horas, que yo lo ordeno.
    -Siempre se demora con esas series Q. –dijo Merrion-. Algún día las entregará.
    -Olvide a Billson un momento y concéntrese en su trabajo, hijo mío. Estos despliegues suyos -Jimmy los tomó con disgusto- son de segundo orden.
    "Segundo orden" era el término crítico más duro empleado por el director y lo utilizaba muy rara vez. Nigel se sorprendió al oír la agresividad que súbitamente apareció en su tranquila voz. Evidente­mente Merrion también se sorprendió.
    -Tal vez ya no soy de utilidad en la División -replicó, burlándose sólo a medias.
    -Ya se le dirá cuando no sea usted útil... Pierda usted cuidado ­dijo Jimmy, mirando a Merrion de frente.
    Otro extraño despliegue de las garras que oculta bajo guante de terciopelo, pensó Nigel.
    -Debe llevárselas... ésta y ésta, y hacerlas de nuevo. Ya le pedí antes que las cambiara y vuelvo a repetírselo.
    -Ya le dije que sus sugerencias para los cambios no eran acerta­das -el temperamento irlandés de Merrion sufría ante las críticas, y Jimmy, generalmente, lo trataba con más cortesía-. No puedo adaptar mi técnica a caprichos de aficionados.
    "Aficionados" era quizá un concepto más duro que "segundo or­den".
    -Creo que haría usted mejor en medir sus palabras -dijo Jimmy con su tono más tranquilo y humano-. Usted es uno entre muchos ex­pertos que trabajan aquí. Pero no lo sabe todo. No es usted más inte­ligente que los demás. Y recientemente, ha causado usted más moles­tias que todos los otros juntos. El director suplente me ha dicho...
    -¡Oh!, ¿debemos discutir esto ahora? -exclamó Nita, con voz temblorosa-. Estoy segura que Merrion...
    -No necesito su simpatía, florecilla -dijo Merrion furioso.
    Nigel esperó un estallido del director. Pero Jimmy Lake se vol­vió hacia la ventana, como desentendiéndose del asunto y dejando a los otros dos pelearse entre sí. El resultado de su gesto, deliberado o no, fue suavizar los ánimos. Tras un instante, tratando de sonreír, expresó Nita:
    -Jimmy se esfuerza en ser duro de corazón. Pero no lo consigue. ¿Verdad, Jimmy?
    Nigel recordó más tarde el tono con que ella dijo estas pala­bras. Un tono en el cual había algo curiosamente alarmante e imposi­ble de aclarar. De todos modos, Nigel no pudo interpretarlo en ese momento porque la puerta se abrió de golpe y un hombrecito pequeño y vivaz, en uniforme de oficial, se detuvo a la entrada, con las manos dramáticamente unidas sobre el corazón, mirando a todos con expre­sión de sorpresa teatral.
    -¡Ángeles míos! -exclamó la aparición con voz alta y ligera-. ¡Jimmy, más distinguido que nunca! ¡Y Nigel! ¡Y otro hermoso caballe­ro! ¡Y Nita! ¡Ah, muchacha magnífica!
    Se deslizó hacia ella como una hada de pantomima sobre un alambre y la besó efusivamente. Detrás de él entró tímidamente en la habitación una mujer pequeña, tranquila. Jimmy Lake, que miraba con expresión divertida la escena junto al escritorio de Nita, no notó la presencia de la recién llegada hasta que ésta lo tocó en el hombro. Entonces se volvió.
    -¡Querida muchacha! ¿Qué haces aquí?
    Su voz denota consternación, pensó Nigel. Y no era para sor­prenderse: Alice Lake jamás fue invitada a ir a la oficina... por lo me­nos estando allí Nita Prince.
    -Charles me ha traído -dijo ella. Su voz tenía el mismo timbre ligero y alto que la de Charles Kennington... una voz de muñeca. Nigel había olvidado completamente que los Kennington eran mellizos. Vién­dolos juntos por primera vez, mientras Jimmy presentaba a Charles a Merrion Squires, pudo contemplar con comodidad su parecido: el tono de la voz, la cara triangular, la ancha frente y el mentón puntiagudo, los pequeños huesos delicados. Pero Charles parecía haberse apode­rado de toda la vitalidad; su hermana estaba como apagada junto a él, era como su sombra, sonriendo amablemente, pero silenciosa y abs­traída.
    -Sí, yo la traje -balbuceó Charles-. Alice y yo somos insepara­bles. ¿Verdad, querida? No pensamos volver a separamos nunca, nunca más.
    Sonrió a su hermana desde su sitio, junto al escritorio de Nita, con el brazo descuidadamente apoyado sobre los hombros de la mu­chacha.
    Nigel pensó que había cierta atmósfera de tensión o de turba­ción en el momentáneo silencio que siguió. El director, con las manos en los bolsillos, volviéndoles la espalda, estaba de pie junto a la ven­tana. Si le incomodaba la presencia de su esposa no hacía nada para facilitar la situación, con su habitual ligereza para enfrentar situa­ciones difíciles. Todos los demás comenzaron a hablar al mismo tiem­po.
    -Me alegro de verla nuevamente -dijo Merrion Squires a la se­ñora Lake-. Su última novela me pareció excelente.
    -Quedas muy distinto con el uniforme -dijo Nita, volviendo sus brillantes ojos hacia Charles Kennington.
    -Ahora, queridos míos -comenzó a decir éste-, quiero oír todas las novedades. ¿Cuánto tiempo hace?.. Parece que hubieran transcu­rrido años desde que los he visto a ustedes. Me siento completamente apartado del mundo de los negocios, del mundo donde los hombres son cifras, y las mujeres son... mujeres -besó rápidamente a Nita en la frente-. Dame informes -suplicó.
    Nita respondió:
    -¡Oh, sencillamente hemos pasado el tiempo mientras tú te hací­as matar y resucitabas y te divertías robando en Alemania!
    -No me mataron, querida -dijo Charles severamente-. Lo demás está bien, si se exceptúa la resurrección. Te doy mi palabra: nunca me mataron.
    -¡Qué cantidad de cintas tienes! -dijo Nita, tocando la pechera del uniforme-. Sólo tenías una cuando te vi la última vez. ¿Te has por­tado muy valientemente, querido?
    -He sido muy intrépido, amor. He enfrentado más formas en triplicado que cualquier soldado en el ejército británico.
    -Usted y Merrion deben hacerse amigos –dijo Jimmy Lake se­camente-. Él es otro héroe.
    -¡Un héroe! -exclamó Charles Kennington tendiendo las manos a Squires-. Debe usted contarme sus hazañas
    -Nos salvó a todos de una bomba -dijo Jimmy.
    Charles Kennington se estremeció suavemente. -No me hablen de bombas. No puedo detestarlas más de lo que las detesto. Espe­cialmente las bombas angloamericanas. Me las arrojaban encima cuando estaba en Alemania.
    -Unas prácticas de bombardeo muy imprecisas -dijo Jimmy.
    -Bueno, no. No exactamente. ¿Saben ustedes? Generalmente yo estaba en la delantera de las tropas.
    -¿Eras espía? ¡Charles! ¿Es por eso que se te dio por muerto? ­preguntó Nita.
    Ella alborotaba el ambiente. Nigel no la había visto nunca tan ruborizada y excitada. Su mata de rubios cabellos caía sobre la mano de Charles Kennington cuando le hablaba. Pero había algo deliberado en la manera de dirigirse a él. Era, pensó Nigel, como si en realidad se dirigiera a otra persona... tal vez a Jimmy Lake. Después reflexionó: no, ésta era solamente la hábil representación de una mujer inteli­gente que quiere parecer toda dulzura ante su antiguo novio y que es­tá, al mismo tiempo, consciente de su nuevo amante... en una especie de conspiración con éste, tal vez para retardar el momento en el que Charles Kennington sufriera la verdad.
    Nita Prince se ruborizaba, se deshacía como una nueva Danae en un aguacero de oro; realmente ahora representaba una comedia. Has­ta Merrion Squires la miraba, mientras conversaba con la señora Lake en un rincón. Sólo ésta parecía fuera de escena, con los ojos bajos y las manos dulcemente unidas sobre el regazo.
    -¡Mi querido colega el archidiácono! -exclamó Charles, cuando entró Harker Fortescue seguido por Brian Ingle-. ¿Qué tal marchan los ofertorios? ¿Ha cosechado buenos frutos? ¡Brian, encantado de verlo! Bueno, todo es como antes. ¡Un momento! -levantó su sacerdo­tal dedo en el aire-. Falta un miembro de la congregación. ¿Dónde es­tá el reverendo Billson? ¿No ha sido arrebatado de nuestro medio, verdad?
    -No puedes desear verlo, Charles -dijo Nita riendo.
    -Amor mío: todos somos iguales ante los ojos de Dios. Por favor, manden a buscar a nuestro compañero; debe estar entre las viñas.
    Nita tomó el teléfono.
    -Debemos felicitarlo, Charles -dijo el director suplente. Una la­bor de primer orden. Naturalmente nos enteramos por los periódicos, aunque no mencionaban su nombre. "Joven oficial inglés captura al na­zi número tres." Absolutamente de primer orden.
    -Recordaré sus palabras, querido archidiácono.
    -Espero que nos contará usted todo -dijo Brian Ingle-. ¿Estaba usted... quiero decir, trabajaba usted solo en Alemania? Debe ser atroz para los nervios realizar una tarea de esa especie -añadió, pen­sativamente-. Admiro a la gente que...
    -Tan malo para los nervios como permanecer aquí sentados mientras caen las bombas V -dijo Charles, con sonrisa cautivadora y dulce, abandonando su afectación por un momento. Nigel advirtió la misma sonrisa, como un reflejo, sobre la cara de Alice Lake. Brian In­gle se ruborizó e inconscientemente irguió los hombros.
    -¡Oh, tonterías, Charles! -dijo alegremente. -Seguramente les contaré todo. No es que sea demasiado estimulante -prosiguió Char­les, volviendo a su antigua manera-. Realismo social en su forma más cruda, queridos míos. ¡Hola! ¡Aquí está Edgar! ¡Y no ha envejecido un día!
    Charles era la única persona en el Ministerio de Moral que lla­maba al señor Billson por su nombre de pila.
    Edgar Billson atravesó la habitación saltando con agilidad de pa­loma entre las fotografías que permanecían sobre el piso. Al llegar junto a Charles levantó los ojos por primera vez, tosió, extendió su larga mano blanca y dijo:
    -Me alegro de volver a verlo, mayor. Permítame que lo felicite por su arriesgado golpe. Hum. Está muy bien que se haga una reunión para usted -añadió, con tono levemente censorial, como si acabara de ocurrírsele la idea de que el Tesoro podía no sancionar los gastos de entretenimiento social de la División.
    -Sí, delicioso, ¿verdad? ¡Si tuviera mi cámara fotográfica! ¡Qué grupo encantadoramente informal harían todos! Tal vez podría aco­modarlos... Veamos... sí, como uno de esos grupos de picnics intelec­tuales victorianos. Saben ustedes... contra un fondo de montañas. Al­tos pensamientos entre picos. Los caballeros se reclinaban en toda su longitud sobre el césped, mirando hacia el progreso; las damas se so­focaban llevando volúmenes de versos y canastas con el almuerzo. Y... -golpeó las manos deleitado al oír el grito de "Café" en el extremo del corredor-. Aquí llega el picnic! ¡Hermoso, nutritivo café!
    Nita salió, llevando las tazas en una bandeja. Merrion Squires, que había permanecido silencioso (quiere el papel principal o ninguno, pensó Nigel), exclamó por fin:
    -Bueno, ¿dónde está esa criminal muestra de veneno que se nos ha prometido?
    -En seguida. Lo había olvidado. Me encanta que ustedes compar­tan mi perversa pasión por el sensacionalismo -dijo el mayor Kenning­ton, hurgando en los grandes bolsillos de su casaca, de donde sacó una bola de piolín, una caja de manicura, una biblia, una bolsita de confitu­ra, algunas balas de revólver y una caja de fósforos.
    "¡Aquí está!
    Abrió la caja de fósforos y tomó de allí un pequeño objeto cilín­drico, del largo de la uña de su dedo pulgar, como un pequeño encen­dedor en escala minúscula. Lo presentó alegremente entre el pulgar y el índice.
    -La idea era guardarlo entre las muelas de atrás, para cuando llegara una emergencia. Entonces, si uno de los esbirros de las pluto­democracias echaba la mano encima... bueno, bastaba un movimiento con la lengua, tragar, y las puertas del más allá se abrían para los na­zis.
    El grupito de la habitación se había disgregado y vuelto a reunir alrededor de Charles Kennington.
    -¿Quieres decir que no es soluble? –preguntó Jimmy Lake.
    -No. Es diferente al que usamos nosotros. Ten cuidado de cómo lo manejas. El tubito es atrozmente frágil. y el contenido... ¡Bueno!
    Charles giró los ojos.
    -¿Qué es? ¿Cianuro de potasio? -preguntó Harker Fortescue.
    -Ácido cianhídrico puro.
    -¡Alalá! -dijo Harker.
    En ese momento entró Nita con su bandeja con tazas y el grupo volvió a disgregarse; Jimmy y Brian Ingle se precipitaron a ayudarla. Los otros hicieron pasar el pequeño tubito de mano en mano.
    -Vengan a tomar el café -dijo Nita. La bandeja estaba ahora so­bre el escritorio del director.
    -¡Cuidado con mis fotografías! -dijo Jimmy-. Perdón, debimos haberlas retirado del suelo. Nita, quieres...
    -¡Oh, no! -dijo Kennington-. Me deleitan las fotografías. ¡Qué cantidad! ¿Para qué son?
    Jimmy Lake le explicó:
    -Merrion y yo acabamos de discutir sobre estos dos grupos ­añadió, sonriendo amablemente a su subordinado. Merrion lo agrade­ció, discretamente.
    Todos estaban ahora en el fondo de la habitación, donde se en­contraba el gran escritorio de Jimmy. Algunos sostenían en la mano las tazas de café; otros las pusieron sobre el escritorio.
    -Esperen un momento. Deben ver los diseños que ha hecho Me­rrion para la carátula. Uno de ellos es de primera calidad.
    El director parecía ahora interesado en congratularse con Me­rrion Squires. Abrió un cajón y extrajo los diseños. Después se dirigió hacia la biblioteca, a la izquierda de la mesa de Nita, mientras su ma­no tocaba ligeramente el codo de la muchacha.
    -Ayúdame a mostrarlos.
    Después de colocar los diseños en alto, contra los libros, el di­rector volvió a tomar el brazo de Nita y se apartó con ella, para que los demás pudieran ver bien.
    -¿Cuál prefieres, Charles? Harker y yo no podemos ponemos de acuerdo.
    El director tenía la costumbre, cuando habían sido preparados varios diseños para carátulas, de consultar la opinión de sus emplea­dos sobre éstos. Por otra parte, sus subordinados sabían que él ya había elegido y que ellos debían estar preparados a justificar su pro­pia elección con juicio crítico, si deseaban que el director cambiara de idea. Todos los examinaron un momento en silencio, moviéndose de un lado a otro para verlos bien. Finalmente Charles Kennington dijo:
    -Prefiero ése. El individuo con cara de asesino, asomando entre la Santa Rita.
    Jimmy Lake miró hacia donde estaba el director suplente, sil­bando suavemente entre dientes. Evidentemente Charles había elegi­do bien.
    -No -dijo el director suplente-, ese diseño es demasiado litera­rio.
    Hizo una pausa, buscando una palabra aún más ofensiva. .
    -Demasiado refinado. Ponedlo junto a una carátula de Cleggs y no llamará la atención.
    -Harker cree que las carátulas deben parecerse a anuncios de pasta dentífrica -dijo Merrion Squires, nada contento con la referen­cia a su principal rival en dibujo.
    -Creo que debemos impresionar al público en la primera mirada o estamos perdidos -declaró tercamente el director suplente.
    Sonó el teléfono sobre el escritorio de Nita. Ella se acercó a Jimmy para retirar su taza de café de encima del escritorio antes de contestar el llamado.
    -¡Maldito teléfono! -exclamó-. ¿Cuál es mi taza?
    -Ésta, ¿verdad? -dijo Brian Ingle, señalando una de las dos próximas a la mano de ella.
    -No. Ésa es la del señor Lake. Ésta es la mía. Tomó la taza, fue junto a su mesa y contestó el llamado. Jimmy la siguió, llevando su propia taza. Sentado en el borde del escritorio de Nita, mientras ba­lanceaba sus largas piernas, indicó con su mano libre el diseño elegido por el director suplente.
    -Mire ese diseño, Harker. Tómelo con tranquilidad, descanse un instante y mírelo. Es lamentable la manera como usted prefiere lo más patente. Este diseño ha muerto al nacer; es un cadáver, un abor­to. Durante seis años he tratado de educar su sentido visual y tiene usted el valor de decirme que éste... que esta fealdad en colores cru­dos... es un diseño de carátula. ¡No, no!
    Jimmy tomó un trago de café.
    La boca del director suplente se torció.
    -Para usted sólo existe un principio para los diseños de carátu­las que debemos dar a nuestro público. Yo creo que los diseños deben ser patentes, deben ser crudos. Ése -señaló con los dedos el diseño escogido por el director y se preparó a recibir un ataque es un buen diseño, lo reconozco; un buen diseño para la cubierta de un viejo vo­lumen de belles lettres de Bloomsbury.[1]
    Alice Lake rió entre dientes.
    -¿Un individuo con cara de asesino asomando entre la Santa Ri­ta? ¡Pobre Bloomsbury!
    -Lo malo de usted, Harker... -comenzó a decir Jimmy Lake; pero no siguió más adelante. Súbitamente Nita Prince lo interrumpió con un acceso de tos.
    -Tose, querida -dijo él, adelantándose y palmeándola en los hombros.
    Pero Nita Prince no tosió más. La tos se transformó inmediata­mente en una dolorosa sofocación. Su hermosa cara se contrajo; los ojos miraron desesperadamente. Las manos de Nita apretaron y ara­ñaron su garganta, y luego se agitaron débilmente en el aire. Antes de que ninguno se moviera, ella había caído atravesada sobre su escrito­rio. Un tintero se dio vuelta, giró lentamente desde el escritorio has­ta el suelo y la tinta manchó, al derramarse, el brillante cabello rubio.


    CAPÍTULO III
    [1] Bloomsbury, barrio intelectual de Londres (N. del T.)

    Pasa al señor Strangeways

    TRATANDO más tarde de recordar la escena con tranquilidad, Nigel Strangeways la encontró curiosamente difícil de reconstruir. Era co­mo si una bomba hubiera estallado en medio de la mañana, destrozán­dola en fragmentos extraños, que no se correspondían entre sí. Allí estaba el débil grito de muñeca de Alice Lake: -¡Oh, Jimmy!
    Allí estaba el director, mirando a Nita consternado, y murmu­rando una y otra vez:
    -Nita, ¿qué pasa? ¿Qué pasa, Nita?
    Allí estaba Edgar Billson, quitándose los anteojos y frotándolos contra la manga, y volviéndoselos a colocar, como si no pudiera creer lo que veía a través de ellos. Allí estaba Merrion Squires, temblando sin control. Allí estaba Harker Fortescue, rígido como una estatua en medio del cuarto. Allí estaba Brian Ingle, que fue el primero en mo­verse, corriendo por la habitación y abriendo la ventana de junto al escritorio de Nita, mientras gritaba:
    -¡Denle aire!
    Después lo recordaba de pie junto al cuerpo de Nita, como si todavía pudiera protegerla contra lo que había ocurrido. Allí estaba Charles Kennington en cuyo rostro, antes de que lo cubriera con las manos, Nigel vislumbró una expresión extraordinaria... una mirada ­casi podría jurarlo- de ciega y loca sorpresa.
    Nigel recorría la habitación a grandes pasos. Por el momento só­lo hubo tres cosas que hacer. Las hizo, mientras los demás lo miraban, como ovejas. Tanteó el corazón de Nita, abrió sus párpados. Estaba muerta. Olfateó entonces sus labios y la taza de café: sí, había sido envenenada con cianuro; suavemente volvió a depositar la deslum­brante cabeza sobre el escritorio. Llamó a Scotland Yard y pidió hablar con el superintendente Blount.
    -¿Blount? Gracias a Dios está usted ahí. Habla Strangeways. En el Ministerio de Moral. ¿Puede usted venir inmediatamente? Tenemos una muerte por envenenamiento, con cianuro. ¿Qué pasa? ¡Al diablo con su etiqueta! Espere un momento...
    Súbitamente Nigel recordó que debía hacerse una cuarta cosa. Dejando el receptor sobre el escritorio, se inclinó y olfateó las manos y los dedos de Nita.
    -¿Está usted ahí?.. Sí, seguramente es un asesinato... ¿Lo hará usted? Bueno. ¿Y quiere recoger a un médico en el camino? Será más rápido que llamar a uno por teléfono. Oficina F del Ministerio... Sí, me encargué de eso. Hasta luego.
    Un murmullo absurdamente teatral se elevó cuando él usó la pa­labra "asesinato", como si se encontrara entre una multitud de extras cinematográficos cuando se registra un sonido apropiado.
    -¿Qué diablos quiere usted decir, Nigel? -preguntó Harker For­tescue con voz histérica.
    Y Jimmy Lake, triste y vagamente, dijo: -Nigel, seguramente usted está equivocado.
    Brian Ingle, que estaba de pie, un poco alejado, hizo una deses­perada corrida hacia el cadáver, sollozando, como si estuviera en los últimos metros de una carrera; gentilmente, Nigel debió apartarlo.
    -Lo siento -dijo-. Pero nadie puede tocarla ahora. Y ninguno de­be salir de la habitación hasta que llegue la policía.
    Se volvió hacia el director.
    -Disculpe que proceda así, pero tengo experiencia en estos asuntos. El superintendente Blount es un viejo amigo mío. ¿Nos sen­tamos?
    -¿Qué le hace a usted pensar que se trata de un asesinato? ­preguntó el mayor Kennington. Parecía un ser diferente; su voz era como un latigazo; su frágil cuerpo se estremecía y sus ojos chispea­ban de inteligencia. Nigel vio, en una vislumbre, al hombre que había capturado a Otto Stultz.
    -La taza de café huele a cianuro. Pero sus dedos no. Si Nita hubiera tomado el veneno poniendo directamente ese trofeo de usted en su boca, la taza no tendría olor. Si ella hubiera vaciado el tubito dentro del café, sus dedos, seguramente, tendrían olor. Pero los de­dos no huelen. Por consiguiente...
    El mayor Kennington pareció a punto de hablar, de protestar en alguna forma. Después se encogió también de hombros.
    -¿Quién tuvo últimamente el veneno? -preguntó finalmente diri­giéndose al grupo, apretujado junto al escritorio del director.
    -Esto es intolerable -dijo Edgar Billson-. No acepto la autoridad del señor Strangeways.
    -Entonces aceptará usted la mía -dijo el director, con paciente firmeza-. Y permanecerá usted en esta habitación. No es necesario responder a las preguntas, antes de la llegada de la policía, si no quie­re usted hacerlo.
    Harker Fortescue expresó entonces:
    -Es posible que ella haya puesto el tubito en su boca y tomado un sorbo de café para tragarlo, Nigel. Y un poco del veneno puede haber pasado a la taza en esa forma.
    -Es una posibilidad muy débil-replicó Nigel-. Por eso he dicho a Blount que se trataba, casi con certeza, de un crimen.
    -¿Por qué hablamos todos de esta manera? -musitó la alta voce­cita de Alice Lake-. Hace un momento esa pobre muchacha vivía y ahora ha muerto.
    Jimmy marchó hacia su esposa, con una expresión intensa y conmovedora en el rostro, y le tomó la mano.
    En ese momento pidió Charles Kennington: -Nigel, hágame el fa­vor de guardar esa taza de café. Vea si puede sacar algo con una cu­chara. Ya sabe usted qué quiero decir.
    Nigel revolvió la taza, que estaba llena en su cuarta parte. Des­pués se dirigió a Kennington, meneando lentamente la cabeza. El di­rector, que se movía otra vez inquietamente por el cuarto, con las manos en los bolsillos, llegó hasta la ventana abierta.
    -¡No! -exclamó Nigel bruscamente-. Lo siento, Jimmy, pero creo que nadie debe acercarse ahora a la ventana.
    -¿Teme que el asesino desaparezca por ahí? -indagó burlona-mente Merrion Squires-. Creo que es lo mejor que podía hacer.
    En el turbado silencio Nigel respondió:
    -No se trata de eso. Se trata del veneno de Stultz. Se estaban acostumbrando a denominarlo "veneno de Stultz" y no "veneno de Charles"; lo primero era más cortés.
    -El tubo no es soluble, ¿saben ustedes?.. Y no se encuentra en la taza de Nita. Por eso, si alguien volcó el contenido del tubito en la ta­za, tiene todavía el tubito en su poder, o lo ha dejado caer en algún rincón del cuarto. Si todavía lo conserva, tratará de arrojarlo por la ventana cuando nadie mire. Naturalmente, todos seremos registra­dos.
    -Esto es indignante -murmuró furioso Edgar Billson. .
    El teléfono sonó junto al brazo flojo y extendido de Nita. -¡Dios mío, Dios mío! -exclamó Jimmy Lake-. Esto es demasiado. Nigel, ¿quiere usted...?
    Nigel fue hacia la puerta y habló a una de las mecanógrafas en la antesala.
    -Por favor, reciban todos los llamados para el director. Ha ocu­rrido un accidente en esta oficina. Tranquilícese, señorita Grangely. Reciba todas las llamadas. Diga que el director está ocupado. No deje que nadie entre en esta habitación. Ni siquiera los mensajeros. Cuan­do llegue el superintendente Blount, hágalo pasar. A nadie más. ¿En­tiende? ¡Ah, sí, cancele la conferencia del director a mediodía con la Oficina del Exterior! Telefonee al señor Gillespie y diga que el direc­tor se ha viste forzado a cancelarla. Después a mi secretaria y a las secretarias del director suplente, del señor Ingle, y a la del señor Billson, y dígales que estamos ocupados. Ordéneles que continúen trabajando.
    -Gracias, Nigel -expresó Jimmy Lake suavemente.
    Fue luego Harker Fortescue quien habló para decir:
    -Oiga: si ese maldito veneno debía estar en los dedos de ella, debe estar por consiguiente en los dedos de quien...
    -Tiene razón -exclamó Charles Kennington-. Nigel, usted...
    -De acuerdo -afirmó el director-. Supongo que nadie se opondrá.
    -Si pretende usted que el señor Strangeways olfatee los dedos de todo el mundo, protesto. Es un procedimiento teatral -alegó Edgar Billson.
    -En modo alguno -dijo Merrion Squires-. Nos distraerá a todos de nuestra desdicha. A todos menos a uno, claro está.
    Tendió las manos a Nigel.
    La pequeña escena que siguió fue extrañamente curiosa. La alta figura de sueltos miembros de Nigel Strangeways se inclinó sobre una y otra mano, como en una ceremonia de corte. Hasta Edgar Billson cedió, aunque de mala gana. Finalmente Nigel extendió sus propios dedos, primeramente ante el director, y después ante Charles Ken­nington.
    -Bueno -preguntó Merrion con impaciencia-. ¿Quién es el culpa­ble?
    -Los dedos de ninguno de nosotros huelen a cianuro -dijo Nigel.
    Hubo un gran movimiento de alivio.
    -¿Puedo regresar a mi trabajo, por lo tanto? –se atrevió a decir Billson.
    -Temo que no. En primer término, ese veneno se vaporiza fácil­mente...
    -Yo podía haberle dicho eso -interrumpió Billson.
    -… y ha pasado algún tiempo desde. .. Bueno -suspiró Nigel-, ya veremos. Supongo que podríamos tratar de averiguar qué ha pasado con el tubito de Stultz.
    Dijo las últimas palabras en forma deliberadamente descuidada. Quería dar la impresión de que se había tranquilizado. Si la gente no estaba en guardia podían surgir interesantes discrepancias entre lo que decían ahora y lo que dirían más tarde a la policía, cuando volvie­ran a estar sobre aviso... por lo menos así sucedería con uno de ellos.
    -Preparen sus historias, muchachos -dijo Merrion Squires.
    Billson miró a Nigel.
    -No estoy de acuerdo con este procedimiento. El asunto debe demorarse hasta que una investigación autorizada de la policía... hum... tenga lugar.
    -Vamos, Billson -le pidió el director, volviendo a su manera habi­tual, un poco insistente, un poco autoritaria-. No sea usted molesto. De todos modos tenemos que pasar el tiempo.
    Todos estaban ahora sentados en uno de los extremos de la habitación. Algunos contra la pared y otros agrupados alrededor del escritorio del director. Alice Lake ocupaba la silla de Jimmy, y él se sentaba de lado en el escritorio, tomándole otra vez la mano. Era co­mo si todos buscaran juntarse para protegerse del cadáver de Nita, extendido sobre su mesa en el otro extremo del cuarto, con un brazo apuntando hacia ellos, en rígida postura acusatoria. Entre ellos y ella, en el suelo, yacía el mar divisor de las fotografías, los grupos desor­denados por los pies que acababan de hollarlas.
    -No creo que debamos hacer esto -dijo Alice Lake-. Cuando Nita regresó con la bandeja de café...
    -Sí. Recuerdo que su marido y yo corrimos a ayudarla -expuso pesadamente Brian Ingle.
    La señora Lake prosiguió:
    -Bueno, en ese momento yo tenía eso. Usted puso la bandeja aquí -colocó los dedos sobre el borde izquierdo del escritorio y... dé­jeme pensar... ¿qué hice con el tubito?.. Sí, lo tenía en la mano dere­cha y lo puse detrás de mí, sobre el escritorio; yo estaba de pie a su frente, en el rincón de la derecha. Lo puse detrás de mí para tomar mi taza de café. Sí, eso es. Y entonces mi marido tomó los dibujos de carátula del señor Squires y atravesó la habitación para colocarlos sobre la biblioteca.
    -¿Vio usted allí el tubito del veneno cuando sacó los diseños del cajón? -preguntó Nigel al director-. ¿Era el cajón alto de la derecha, verdad?
    -Sí, en realidad lo vi allí. Estaba junto al almanaque de mi escri­torio
    -¿No lo tocó usted entonces o lo movió?
    -No.
    -Muy bien -dijo Nigel-. ¿Vio usted el tubo después de eso, seño­ra Lake?
    -Sí. Cuando Charles señaló uno de los dibujos y dijo: "El asesino asomando entre la Santa Rita"... creo que fue una asociación de ideas... pero, de todos modos, miré alrededor y vi el recipiente allí, detrás de mí. -¿Alguien lo vio sobre el escritorio después de eso? Hubo un silencio. -¿Alguien lo vio sobre el escritorio en algún momento? -Yo lo vi -afirmó Brian Ingle-. Quiero decir: vi que la señora Lake lo ponía allí. Fue después que Ni...
    Nita nos llamó para decirnos que tomáramos el café.
    -¿Alguien más?
    Otro silencio.
    -Parece que ya sabemos todo sobre el tubito. Veamos: la taza de Nita estaba aquí -indicó el borde derecho del escritorio, cerca del almanaque del director-. Cuando el teléfono sonó ella tomó la taza y la llevó hasta su mesa. Desde ese punto enfrentaba a todo el mundo, y no parece posible...
    -No olvide que todos estábamos interesados en los diseños ­musitó Harker Fortescue.
    -Eso es verdad. Pero nadie se acercó al escritorio de ella excep­to Jimmy...
    Alice Lake interrumpió rápidamente:
    -Seguramente alguno habría visto si mi marido hubiera volcado en ese momento el contenido del tubito en la taza.
    -Exactamente -apoyó Nigel-. En este caso parece ser que ella misma lo hubiera volcado. Por consiguiente...
    -No -exclamó Brian Ingle, sin entender lo que Nigel quería de­cir-. Ella no lo hizo. Yo... bueno, yo la miraba desde allí. Yo lo habría visto... además, ella no lo hubiera hecho... no era persona de...
    Su voz se quebró. Nigel dijo suavemente:
    -Pero la gente se suicida. La gente de quien menos se espera esa determinación.
    -Pero generalmente no lo hacen en una habitación llena de testi­gos -replicó Charles Kennington-. Nigel, ¿dice usted que la taza esta­ba llena solamente hasta su cuarta parte?
    -Sí. Como usted ve, esto es muy significativo. Significa que el veneno no pudo haber sido puesto hasta que ella no bebió la mitad... por lo menos un veneno tan rápido como éste. Y esto hace que el pe­ríodo de operaciones del asesino haya sido aún más estrecho.
    Nigel estaba ahora en el centro de la habitación, manteniendo a todos bajo la mirada de sus pálidos ojos azules, que parecían tan abs­traídos pero que perdían tan pocas cosas. Prosiguió:
    -Volvamos a las tazas. La de Nita estaba sobre el escritorio del director, y Jimmy debe haber estado muy cerca de ella. Cuando sonó el teléfono, Nita preguntó: "¿Cuál es la mía?". Y usted, Brian, dijo: "Ésta, ¿verdad?" Y Nita respondió: "No. Ésta es la del señor Lake".
    -¿Quiere usted decir que alguien se equivocó al envenenar la ta­za? -preguntó Merrion Squires, mirando de soslayo, a Alice Lake y a Brian.
    -Sólo quiero aclarar la posición de las tazas -replicó Nigel-. ¿Cuándo volvió usted a tomar su taza? -indagó a Jimmy.
    -Sólo cuando fui a sentarme sobre el escritorio de Nita.
    -¿Cuánto tiempo transcurrió desde que dejó la taza hasta que volvió a tomarla?
    -Un par de minutos. Menos. Diría casi que sólo un minuto -repuso el director.
    -Y tenemos pruebas -recordó burlonamente Merrion Squires, mientras su larga cara de payaso hacía muecas a todos desde el res­paldo de la silla en la cual estaba montado- de que sólo media hora an­tes del crimen el director había tenido una amarga disputa con Me­rrion Squires. Como dos y dos son cuatro, con su conocido genio para la aritmética mental, el astuto Strangeways...
    -Querido mío -estalló Charles Kennington, con un fondo rechi­nante en la voz-, querido mío, en las presentes circunstancias, po­dríamos evitar las formas más vulgares del ingenio.
    Nigel observó que las delicadas manos de Charles estaban tem­blando, y que sus nudillos estaban blancos. La muerte de Nita lo había afectado más profundamente de lo que quería mostrar... esto era se­guro.
    La cabeza de Merrion Squires se había erguido bruscamente, como si hubiera recibido una bofetada en el rostro; estaba a punto de responder enfurecido, cuando se oyeron pasos en el corredor.
    -Es la policía -dijo Nigel, dirigiéndose a la puerta.
    Poco después un médico se inclinaba sobre el cuerpo de Nita, y un policía uniformado se sentaba firmemente junto al escritorio de ella, mientras Nigel sostenía una grave conversación con el superin­tendente Blount, en la antesala. Pocos minutos después introdujo a Blount y a su ayudante, un sargento detective, en la oficina del direc­tor, e hizo las presentaciones. La gran habitación pareció aún más pe­queña. Jimmy Lake debió haber sentido también esto, pues preguntó si podían recogerse las fotografías que estaban sobre el piso, y que molestaban a todos para caminar.
    -Es preferible dejar las cosas como están un ratito, señor -dijo Blount, con aquella voz tranquilizadora que había hecho equivocar a tantos criminales con respecto a él. Se volvió un momento para cam­biar unas rápidas frases entre dientes con el médico quien, después de esto, tomó su valija y partió.
    -¡Ah, ah! ¡Pobre muchacha! -Haciendo ruidos conmiseratorios Blount se volvió otra vez a ellos; parecía un personaje de Dickens con su cabeza calva, sus brillantes anteojos y su sonrisa benevolente-. El señor Strangeways me ha dicho, señores, que ninguno de ustedes se opone a ser registrado.
    Discretamente el director miró a sus compañeros, como un anfi­trión que busca los ojos de sus invitados.
    -De acuerdo -dijo.
    -Bueno, esto es espléndido. ¿Empezamos inmediatamente? El sargento Messer aquí presente se encargará de ello y vendrá una mu­jer de Scotland Yard para registrarla a usted, señora -se inclinó ante la señora Lake-. Ahora veamos: sé que todos ustedes son personas ocupadas, pero temo que deberán ustedes permanecer reunidos en este cuarto hasta que... ¿Tiene usted algún biombo a mano, señor?
    -Sí, hay uno grande en mi oficina. ¿Puedo ir a recogerlo? ­preguntó el director suplente marchando hacia la puerta. El superin­tendente Blount tendió su gorda mano.
    -No se moleste, señor -contestó-. Uno de mis hombres, que está afuera, lo traerá si usted indica dónde está.
    -Mi oficina queda directamente enfrente de ésta, después de la antesala.
    Blount fue a la puerta y dio instrucciones. Poco después el biombo fue colocado en un rincón de la oficina del director, y el sar­gento detective comenzó a trabajar. A pedido suyo, Jimmy Lake fue el primero en ser registrado. Cuando surgió de detrás del biombo, pa­recía pálido, pensó Nigel. El sargento detective Messer apareció también y meneó casi imperceptiblemente la cabeza a Blount.
    -Parece usted un poco apabullado, señor -dijo Blount con simpa­tía-. Seguramente ha sido un gran golpe para usted... Esta pobrecita muchacha... Es horrible...
    El director asintió, sin hablar; sacó un pañuelo de seda y se secó el rostro. Luego murmuró:
    -Bueno, superintendente, supongo que usted querrá interroga­mos. ¿Juntos o separados? Y espero, querido amigo, que me devolverá usted esta oficina cuanto antes: tengo mucho trabajo que hacer.
    El superintendente Blount asintió y dijo: -Muy penoso. Muy pe­noso. Hombre ocupado. Jefe de departamento. Trabajo de importan­cia nacional. Ah, ah, ah. Sin embargo debo examinar esta habitación muy cuidadosamente. ¿Qué sugiere usted, señor?
    Finalmente se resolvió que Jimmy Lake proseguiría su trabajo en la oficina del director suplente hasta que la suya fuera examinada, y que Blount interrogaría a los presentes uno a uno, después de haber sido registrados, en la oficina de un empleado que actualmente esta­ba ausente.
    Aquella noche, a las once, Nigel Strangeways y Blount se en­frentaron junto a una botella de whisky. Estaban en una salita dormi­torio del club de Nigel, donde éste vivía desde que su mujer, Georgia, había sido muerta mientras conducía una ambulancia en un ataque aé­reo en abril de 1940.
    -No, realmente no puedo -decía Nigel-. Esa gente es amiga mía después de todo; no es un caso como los otros. Además, en cierto mo­do, los conozco muy bien. ¡He trabajado con ellos durante cinco años, demonios! Y ya no puedo verlos objetivamente.
    -Bueno, a su salud, Strangeways -el superintendente miró medi­tativamente su vaso.
    "Si no estuviera tan desorientado no le preguntaría a usted ­dijo después de una pausa.
    -Y yo estoy absolutamente entontecido. Ya no tengo ideas, ten­go sólo movimientos reflejos.
    -¡Ajá! ¿Jugamos entonces una partida de piquet?
    -Encantado.
    Nigel tomó las cartas y cortaron para la primera mano. Mientras repartía, Blount expresó:
    -Naturalmente, el mayor Kennington debería ser procesado por negligencia criminal. No debió haber traído ese tubo con veneno; y después, pasarlo de mano en mano y perderlo de vista... fue realmente escandaloso.
    -Él no podía suponer que hubiera un presunto envenenador entre sus antiguos amigos y conocidos, esperando la oportunidad para... to­mo las cinco -dijo Nigel, descartándose-. ¡Malditas bazas!
    -Eso sugeriría que fue él quien...
    -Mi querido superintendente: usted sabe tan bien como yo que eso no sugiere nada. Usted está tratando de confundirme. Muy bien: prefiero discutir el crimen antes que este fastidioso juego.
    Nigel lanzó las cartas sobre la mesa y volvió a llenar el vaso de Blount.
    -Bueno, bien, ¿dónde encontró usted el tubo?
    -No lo hemos encontrado. No lo tenía ninguno de sus amigos. Tampoco esperaba yo que lo tuvieran. Pero esta tarde hemos regis­trado completamente el cuarto... Y no hubo ni rastros del tubo de ve­neno. ¿Qué opina ahora?
    -Debe estar allí.
    -Créame, Strangeways, no está. No acostumbramos perder las cosas, y ésa es una habitación desnuda, desolada. No: su hombre debe haberlo arrojado por la ventana en seguida de usarlo. Naturalmente, buscamos abajo, en la calle, pero...
    -No puede haber hecho eso: las ventanas permanecieron cerra­das hasta después de la muerte de la muchacha. Entonces Brian Ingle abrió una... ¡Dios mío!
    -¡Ajá! -dijo Blount.
    -Tonterías. Brian adoraba a Nita. Él nunca...
    -Eso suponiendo que fuera Nita la persona a quien el asesino quería envenenar. Pero había varias tazas juntas sobre el escritorio...
    -Vea, Blount: si vamos a discutir este desagradable asunto, será mejor hacerlo ordenadamente. Dígame usted primero qué resultado dieron sus interrogatorios.
    -Eso es mejor.
    El superintendente bebió un poco de whisky y se lamió los labios apreciativamente. Pensó, con cierta complacencia, que sabía cómo ma­nejar a Strangeways. Sacó de su bolsillo, que parecía una bolsa, un manojo de papeles (copias a máquina de los interrogatorio s de los distintos testigos) y, mirándolos ocasionalmente para refrescarse la memoria, hizo a Nigel un resumen de los testimonios. Entrando y al­macenándose en la mente de Nigel, el conjunto de estos testimonios fue como sigue:
    Primero: el tubito del veneno. Según Charles Kennington, Jimmy Lake había sugerido que lo llevara al Ministerio para mostrarlo a sus antiguos amigos. Según Jimmy Lake, Charles había sugerido llevarlo. Pero Jimmy estuvo de acuerdo en que, cuando él llamó ayer a Charles al Claridge, lo había invitado a venir al Ministerio y que, posiblemente, fue él quien puso en la cabeza de Charles la idea de llevar el veneno. "Cuando le telefoneé -decía el testimonio de Jimmy-lo felicité por haber capturado a Stultz y, naturalmente, durante la conversación, dije algo de que me gustaría ver su "Camino al otro mundo"... así lla­maba él al tubito en una carta que me escribió recientemente. Enton­ces le pedí que viniera esta mañana, y que nos contara la historia... y, bueno, dije: "Trae todos tus trofeos contigo". Interrogado nueva­mente, Kennington repitió que su cuñado le había pedido que trajera el recipiente. Dijo: "Trae tu trofeo contigo". Por lo menos, eso es lo que entendí.
    Segundo: la reunión. De los presentes en la oficina del director, todos menos Alice Lake y Edgar Billson, habían sido invitados por Jimmy el día anterior, y se les había dicho que Kennington traería el tubo del veneno para mostrarlo. Dijeron que se sabía esto en toda la División. Billson, sin embargo, negaba haber oído nada sobre la reu­nión hasta que la señorita Prince le había telefoneado, poco antes de las once de la mañana, pidiéndole que fuera a la oficina del director. La señora Lake dijo que su hermano la había llamado por teléfono el día anterior, inmediatamente después de su llegada a Londres. No, no había sido una terrible sorpresa. Seguramente había sido una sorpre­sa feliz; pero ella nunca había creído que Charles estuviera muerto. Él le dijo que probablemente no podría ir a verla hasta el día siguiente, pues tenía que verse con algunos antiguos amigos. Su marido le había hablado de la reunión de la oficina, aunque no la había invitado. De to­das maneras, ella no concurría allí con frecuencia y prefería estar a solas con Charles la primera vez que volviera a verlo. Pero Charles, cuando fue a su casa a las diez de la mañana, insistió en que ella fuera al Ministerio con él. Ni Charles ni Jimmy le habían dicho que el prime­ro llevaría el veneno. El testimonio de la señora Lake fue corroborado por su marido y por su hermano.
    Tercero: las tazas de café. El testimonio de todos los testigos, aunque ampliaba lo que habían dicho a Nigel inmediatamente después del suceso, no parecía contradecirlo en ningún punto. El superinten­dente Blount relató minuciosamente la historia de las tazas. La seño­rita Finlay había estado inmediatamente detrás de la señorita Prince entre la gente que esperaba la mesa rodante con el café y aseguraba que la señorita Prince había entrado directamente en la antesala con la bandeja. Una de las mecanógrafas que estaba allí aseguraba haber­la visto entrar en la oficina del director. Además de la evidente impo­sibilidad de ello, testigos oculares aseguraban que la señorita Prince no podía haber echado veneno en una de las tazas en el camino desde la mesa rodante hasta la oficina. Brian Ingle había afirmado, además, que ella no había utilizado "el veneno de Stultz" para envenenar su café. Él apenas le había quitado los ojos de encima en todo el tiempo que permanecieron en la oficina del director: "Yo la quería mucho. Y ella parecía tan rara... diferente en todo caso... muy excitada y her­mosa pero, de algún modo, yo presentí que era desdichada... no, segu­ramente no se sentía sólo desdichada, sino al borde de algo, algo que estaba detrás de todo".
    Cuarto: la reunión. Blount había trabajado sobre este punto con gran tenacidad, controlando y volviendo a controlar los movimientos de cada uno de los presentes en la oficina del director, desde el ins­tante en que Nita regresó con la bandeja, en relación a las tazas de café del director y de la señorita Prince. El hecho era que, a menos que la señora Lake, su marido y Brian Ingle estuvieran mintiendo, el tubito del veneno no podía haber sido utilizado hasta que la bandeja fue colocada sobre el escritorio del director, cuando la rubia mucha­cha les dijo que se aproximaran a tomar su café. A partir de ese mo­mento, el testimonio de Alice decía que ella había colocado el tubito sobre el escritorio, detrás de ella, y Jimmy afirmaba que él lo había visto allí cuando sacó los diseños del cajón. A menos que ambos estu­vieran mintiendo, el tubo no podía haber sido usado antes de ese mo­mento. Si ambos mentían, el análisis del grupo hecho por Blount de­mostraba que cada miembro de la reunión estuvo, en uno u otro mo­mento, lo bastante cerca del escritorio como para haber envenenado la taza de Nita o la del director, mientras ellos colocaban los diseños sobre la estantería. ¿Pero por qué habrían de mentir Alice y Jimmy, cuando la mentira sólo disculparía a los demás? Finalmente Alice había repetido su afirmación de que ella había visto el tubito sobre el escritorio, cuando su hermano dijo la frase "el individuo con cara de asesino mirando entre la Santa Rita". Si esto era verdad, el director quedaba libre de sospecha porque, desde ese momento hasta que sonó el teléfono, él estuvo en medio de la habitación, y Nita llevó la taza de café hasta su escritorio. Esto también libraba a Charles Kenning­ton quien, según el testimonio de Harker Fortescue, había marchado entonces hacia la izquierda del escritorio. No libraba completamente a ningún otro, pues todos habían estado cambiando de posición, cerca del escritorio, para ver los diseños de las carátulas y cualquiera podía haber envenenado la taza de Jimmy o la de Nita, mientras los demás estaban de pie junto al escritorio. Por otra parte, el período entre la frase de Charles y el llamado del teléfono de la señorita Prince era muy breve, menos de medio minuto, suponía Blount. Y nuevamente: ¿por qué habría de mentir Alice Lake, cuando la mentira sólo llamaba la atención sobre su proximidad a las dos tazas, y acortaba el período en el cual el veneno pudo ser echado en la taza?
    Quinto: el móvil. En la primera serie de interrogatorios Blount se había contentado con la pregunta de práctica: ¿conocía alguien al­guna razón por la que la muchacha muerta pudiera haber sido asesi­nada o se hubiera suicidado? Las respuestas fueron vagas o entera­mente negativas. Brian Ingle había repetido su afirmación de que Ni­ta parecía al borde de algo. Merrion Squires decía que ella había es­tado "agitada" esa mañana y la noche anterior. El director, recono­ciendo francamente que Nita había sido su querida, afirmó que la misma se inquietó mucho con la llegada de la carta de Charles Ken­nington, preocupada ante la posible reacción de su ex novio; Nita cre­ía que debían decir la verdad inmediatamente a Charles, pero él la había convencido de no hacerlo... Después de todo, había dicho Jim­my, hacía cuatro años que Charles había partido en servicio activo; Nita no lo había visto en todo ese tiempo y, últimamente, tuvo toda la razón del mundo para suponer que él había muerto. Charles no podía exigir nada ahora y quizá él también había perdido interés en ella. El mayor Kennington reconoció que él y Nita estaban "casi comprometi­dos" cuando él trabajaba en el Ministerio, pero aseguraba que la co­rrespondencia entre ambos había disminuido mucho poco antes de su "muerte", anunciada en la lista de bajas; él, seguramente, no había esperado que ella le "echara los brazos al cuello" a su regreso. ¿Sabía Charles que Nita había entregado su cariño a otra persona? "No, no con certeza. Pero no suponía que una magnífica muchacha como Nita iba a pasar mucho tiempo sin tener quien la consolara."
    Alice Lake dijo que ella no ignoraba, desde hacía algún tiempo, las relaciones entre Nita y su marido. Jimmy se lo había confesado. Ella aceptó la situación; mientras él fuera feliz, ella podía soportarlo.
    -Ahí tiene usted -dijo Blount, golpeándose repetidas veces su cabeza calva... señal de que estaba perplejo-. Tenemos un asesinato que, concebiblemente, puede haber sido un suicidio. No tenemos ni un ápice de motivo que justifique el crimen o el suicidio. Tenemos una muchacha envenenada a la vista de ocho personas, incluido usted mismo. Tenemos un tubo de veneno que se diluye en el aire... No, hemos recorrido la calle debajo de la ventana, hemos buscado cada pulgada en cincuenta metros a la redonda, y el tubo no estaba allí. Era un objeto minúsculo y puede haber sido arrastrado por la llanta de algún automóvil. He hecho llamados por la radio, para el caso de que algún peatón lo haya recogido, pero no soy optimista. Y, como si todo esto no fuera bastante, ignoramos si el asesino mató a quien deseaba matar: por equivocación puede haber envenenado la taza de esa pobre muchacha en lugar de la taza del señor Lake. Y lo peor de todo es la espontánea naturaleza de este crimen. .
    -¿Crimen espontáneo?
    -Nadie pudo haber sabido, hasta el día anterior, que iba a haber veneno en la oficina del director. -Ninguno, con excepción de Charles Kennington. -Concedido. Y nadie podía suponer que Charles Kennington iba a entregar a nadie el veneno. Parecería que el crimen hubiera sido impremeditado. "Al diablo -dice alguien-, ahí está ese veneno sobre la mesa. ¡Bueno, ya que se presenta así, bien puedo echarlo en una de las tazas de café!"
    -Sí, parece un trabajo del momento -asintió Nigel. -Lo malo es que no sabemos de dónde proviene el veneno. La manera habitual de dar con la huella de un envenenador es saber quién le suministró el veneno... ya sabe usted: el sospechoso A es reconocido por el botica­rio que vendió la poción. Pero este crimen suyo...
    Blount se interrumpió, tendiendo con disgusto las manos al aire.
    -Es otro punto en favor de la teoría del suicidio, naturalmente. Quiero decir: una persona predispuesta al suicidio encuentra las co­sas simplificadas si se le presenta un veneno a mano. Un presunto asesino no espera que la casualidad le presente los medios de come­ter el crimen.
    -¿Sugiere usted que se trata de un suicidio o que el mayor Ken­nington ha cometido el crimen? -preguntó Blount, lanzando una atre­vida mirada a Nigel a través de sus anteojos de aro de acero.
    Nigel miraba distraídamente un Bonnard colgado en la pared opuesta.
    -Quisiera saber dónde y cuándo se encontró Kennington ayer con Nita -dijo.
    El superintendente se revolvió en su silla.
    -¿Qué demonios quiere usted decir? Él no ha dicho nada sobre...
    -Ése es el asunto. ¿Por qué no lo ha dicho? Cuando él entró esta mañana en la oficina del director, saludó a todos muy cordialmente, como a amigos que no se ve hace tiempo. Luego Nita le dijo: "Pareces muy diferente en uniforme". Pero, cuando él trabajaba en el Ministe­rio en los años 1940 y 1941, siempre vestía uniforme. Si Nita no lo hubiera visto desde entonces, si no lo hubiera visto recientemente en ropa civil, ¿cómo podría haber dicho esto? Kennington trató de disi­mularlo rápidamente. Comenzó nuevamente a charlar diciendo: "Hace años que no veo a ninguno de ustedes", y Nita comprendió y expresó inmediatamente, que él sólo llevaba una condecoración cuando lo vio la última vez. Sugiero, Blount, que convendría que estudiara usted cui­dadosamente los movimientos de Nita y de Charles en el día de ayer. Creo que se encontraron en alguna parte y que él vestía ropa civil.
    -¡Ah, rufián!-exclamó Blount frotándose las manos con deleite-. ¡Aquí está el hombre que no quería tener nada que ver con el caso! In­vestigación rutinaria, ¿no? Investigación rutinaria. Naturalmente, es­tudiamos los movimientos de la muchacha. Y su historia. Hemos esta­do anoche en su departamento. Uno o dos descubrimientos interesan­tes.
    Hizo una sugestiva pausa, pero Nigel no tragó el anzuelo.
    -¿Y ahora que se ha revelado usted, qué más tiene que decirme?
    -Nigel narró la conversación entre el director y Nita, que Me­rrion Squires había escuchado el día anterior y la disputa entre Har­ker Fortescue y Edgar Billson, contada por la señorita Finlay. Todavía poblaban su mente pequeños signos y presentimientos, pero aún no estaba pronto a mostrárselos a Blount.
    -¡Ah, bueno, la señorita Prince parece haber sido... un punto de discordia! -dijo el superintendente. Se sirvió otro vaso de whisky, lo tendió a la luz y bebió-. Una bebida vigorizante. Muy vigorizante... ¿Y qué opinaba usted de ella? -exclamó bruscamente.
    -Desearía que no utilizara contra mí sus trampas de tercera ca­tegoría -protestó Nigel-. Mis nervios no lo toleran. Yo no me ocupaba mucho de mis colegas. ¿Quién lo hace? ¿Qué opina usted, por ejem­plo, del sargento detective Messer?
    -Es un buen hombre. Enérgico. Ambicioso. Un poco pedante. In­teligente. Y demasiado pronto a sacar conclusiones... Es joven, ¿sabe usted?.., y cuando se es joven e inteligente los detalles rutinarios im­pacientan; se ven las conclusiones lógicas a la distancia y se está pronto a saltar algunos peldaños para llegar a ellas.
    -¿Quiere usted decir que no es de entera confianza?
    Blount lo miró, realmente sorprendido.
    -Mi querido amigo, Messer es un hombre preparado. Nuestros

    hombres son siempre de confianza. He dicho que era impaciente en los detalles. Pero no estaría una hora conmigo si los pasara por alto.
    -Bueno, digamos que es un ser humano enseñado a proceder co­mo una máquina y dejémoslo así. Ahora, éste es mi asunto: nosotros, en la División de Propaganda Visual, somos todos seres humanos, más bien inteligentes y poco comunes en su mayoría, y nos han enseñado o nos hemos enseñado nosotros mismos, una rutina altamente mecánica y altamente técnica. El principio de nuestra propaganda es la humani­dad; pero, para cumplir con los pedidos, tenemos que mecanizarla... que trabajar al detalle, trabajar de manera inhumana para entregar propaganda humana en grandes cantidades. -¿Una fábrica de emo­ciones en masa? -sugirió Blount.
    -Si así le parece. Y los operarios se ocupan de producir emocio­nes naturales con métodos artificiales. Tanto peor para ellos. Puede usted comprender el efecto de una actitud así en las vidas privadas. Los arrastra a la irrealidad y, por lo tanto, a la irresponsabilidad en las ordinarias relaciones humanas.
    -¿Piensa usted en Nita Prince?
    -No. En realidad pienso en el director. -Nigel se detuvo un ins­tante-. Merrion Squires describió a Nita como una orquídea carnívo­ra. A Merrion también le agradan las frases llamativas. Nita... Nita era mucho más complicada que eso. Pero, en cierto modo, Merrion no se equivocaba. Creo que su apariencia era muy engañosa. "Una hermo­sa rubia." Si yo digo esto, ¿en qué piensa usted?.. En una criatura tranquila, decorativa, un poco tonta. En una modelo de dientes des­lumbrantes, piernas de una milla de largo y una figura que se trans­forma en sólo una cosa: en una fantasía primitiva, suave, dorada, bri­llante. Y Nita era todo esto. En la superficie. Y algo más también. Al­go en sus ojos, en su voz, decía: "Realmente soy muy distinta. ¿Soy hielo o fuego? ¿No querría usted saberlo? Venga a averiguarlo".
    -¿Y qué encontró usted?
    -Yo no acepté la invitación. No sé quiénes la aceptaron, excepto Kennington y el director. Brian Ingle creía que ella era una diosa; Me­rrion Squires suponía que era una simple ramera. Variedad infinita. Me atrevo a suponer que ellos tejían sus fantasías sobre aquella su­perficie blanca y suave. Y supongamos... supongamos, Blount, que de­bajo de esa superficie, ella no era fuego ni hielo, sino una mujer ordi­naria, vulnerable, tonta y atrevida, realista ante sus propios senti­mientos y engañadora para los sentimientos de los demás; tal vez de­seosa de tener un hogar e hijos, una vida tranquila, modesta, con el marido regresando de la oficina a las cinco en punto y quince días de veraneo en Skegness. Supongamos que ella detestara ser una especie de deslumbrante Odeón humano, un Palacio del Placer, un Templo del Misterio...
    -Creo que sería mejor que se viera usted conmigo mañana a la mañana en el departamento de ella, si el señor Lake le da permiso ­dijo Blount.
    -Suponga que eso era lo que Nita quería que alguien descubriera -prosiguió Nigel-. ¿No tendría usted un motivo interesante para...?
    Se interrumpió un momento.
    -Esto me recuerda... Una pequeña equivocación de palabras. Tal vez no significa nada. Ya le he dicho que Charles Kennington usó una frase para uno de los diseños de Squires: "El individuo con cara de asesino asomando entre la Santa Rita". Pocos minutos después la se­ñora Lake repitió la frase exactamente. Hubo una broma... el director suplente dijo que el diseño podía servir para un volumen de belles let­tres de Bloomsbury. Bueno, después del hecho, traté de averiguar el paradero del tubo del veneno. Y la señora Lake dijo que ella lo había visto sobre el escritorio cuando Charles dijo: "el asesino asomado en­tre la Santa Rita". Sólo omitió una palabra. Puede haber sido pura ca­sualidad. Por otra parte, ese testimonio libraba a su marido: si el tubo estaba todavía sobre el escritorio en ese momento, Jimmy no puede haber envenenado a Nita Prince. Pero, si Alice Lake vio que él lo hacía, o si sospechaba que Jimmy podía haberlo hecho, si deseaba protegerlo, ésa es la mentira que inventaría una mujer inteligente. Y la equivocación que le hizo decir solamente "asesino" revelaría lo que estaba en su mente.
    -¡Ah, bueno! Esto es demasiado fantástico para mí -dijo Blount, levantándose para irse-. Es terriblemente tarde. Debo irme. Una con­versación muy interesante, Strangeways. Le estoy agradecido. Y si va usted mañana, a las diez a la calle Dickens número 19...
    En la puerta Blount se volvió otra vez:
    -Y no olvide usted que el marido de ella no era la única persona que quedaba libre con el testimonio de la señora Lake.


    CAPÍTULO IV

    Referencia: señorita N. Prince
    -ASÍ QUE éste -dijo Nigel mirando inquisitivamente a su alre­dedor- es el nido de amor.
    Eran las diez y media del día siguiente. Nigel había concurrido al Ministerio más temprano que de costumbre y, trabajando rápidamen­te, terminó varias tareas postergadas el día anterior. Después fue a ver al director, a quien encontró en su oficina charlando con el oficial de investigaciones del Ministerio, señor Adcock... un ex policía letár­gico, gordo y alegre que, aparte de misteriosos destrozos de sobre­todos, el invierno anterior, no había tenido entre manos nada más im­portante que los acostumbrados objetos perdidos y otras molestias menores desde que trabajaba en el Ministerio.
    -¿Qué pasa, Nigel? -preguntó Jimmy Lake amablemente. Parecía fatigado y preocupado. Nigel le habló del pedido del superintendente Blount.
    -Naturalmente -dijo Jimmy-. Tome el día libre. Suponga que es­tá cumpliendo un deber profesional. Y, si es posible, quisiera que me prestara su oficina y su secretaria: esta oficina no me es muy agra­dable ahora.
    Cambiaron todavía algunas palabras. El director dijo que Edgar Billson estaba fastidiado porque tenía que salir con permiso a fin de semana y la policía había pedido que ninguno de los presentes en la oficina de Jimmy el día anterior saliera de Londres. El trabajo de la División iba a ser seriamente dañado por la investigación policial, pese a que el superintendente Blount parecía una persona llena de tacto y muy razonable. Y además de todo estaba la pequeña e idiota molestia de que faltaran archivos secretos. Pero Jimmy no quería molestarlo con esto ahora: el señor Adcock se encargaría de resolver esto.
    Nigel se detuvo en el camino para informar a la señorita Finlay que el director iba a ocupar su oficina.
    -Debe usted solicitar que todos sus llamados telefónicos sean pasados a mi aparato. ¿Quiere usted cuidarlo un poco? Está muy afectado.
    Pamela Finlay estaba relativamente tranquila esa mañana. En verdad todo el piso daba la sensación de una atmósfera inquieta y muda, como si alguien estuviera gravemente enfermo: las voces hablaban bajo, los pies marchaban discretamente y el súbito ruido de una máquina de escribir resonaba como una discusión en el cuarto de un enfermo.
    -Algunas mecanógrafas están asustadas -dijo la señorita Finlay, con un esfuerzo para moderar su habitual tono impetuoso.
    -¿Temen ser la próxima víctima? Dígales que no sean idiotas.
    -Lo haré -contestó la señorita Finlay alzando la voz-. Será un placer. Chismes, chismes, chismes todo el tiempo entre esas mucha­chas. ¿Es verdad, Strangeways, que está usted en combinación con la policía? Se dice que...
    -El superintendente es un viejo amigo mío. A propósito: ¿qué es eso de un archivo que falta? ¿Ha oído usted algo?
    -No. ¡Oh, espere un momento! ¿Se trata del archivo que el di­rector reclamaba a gritos ayer de tarde? ¿PHQ 14/150? ¿No lo han encontrado todavía? Apuesto a que el director suplente se le ha sen­tado encima.
    Nigel recordaba ahora vagamente. Merrion Squires se había presentado a eso de las cinco, pidiendo un archivo que el Registro afirmaba había sido entre gado al director, y que el director afirma­ba no haber recibido. Nigel no prestó atención en aquel momento, li­mitándose a decir a la señorita Finlay que verificara si el archivo no estaba en su oficina. Recordaba sin embargo la expresión de sorpresa de ella cuando Merrion Squires dijo: "Las secretarias van y vienen, pero los archivos permanecen para siempre".
    -El irlandés -dijo entonces- no tiene nuestras ideas sobre la santidad de la vida humana.
    Los ojos de la señorita Finlay se agrandaron.
    -Entonces fue Merrion Squires. ¿Lo ha arrestado ya la policía?
    -¡Demonios, no! Reflexionaba solamente sobre el carácter irlan­dés... No, no debe usted sacar conclusiones tan rápidas o me meterá usted en un proceso por difamación.
    -Lo siento -dijo la señorita Finlay sin dar ninguna muestra visi­ble de arrepentimiento-. Olvídelo. Pero no creo que Squires lo hubiera hecho si... Reconocerá usted que no había mucho afecto entre él y la señorita Prince, Strangeways.
    -Mi querida muchacha: no hay mucho afecto entre yo y el señor Billson, pero no nos asesinamos por eso.
    Pamela Finlay abrió la boca para lanzar una de sus habituales es­truendosas carcajadas; después se llevó la mano a la boca y miró con reproche a Nigel, como si él fuera culpable de su indiscreción. Nigel cambió de tema y le dio algunas indicaciones sobre el trabajo del día. Poco después tomó un ómnibus que lo condujo a Bloomsbury, barrio en el que se encuentra la calle Dickens.
    -Así que éste es el nido de amor -dijo el superintendente Blount-. Bueno, ¿qué le decía?
    -¿Ha estado usted aquí antes, quizá?
    -Jamás.
    -Por lo tanto, saber de antemano cómo era este departamento es una hábil presunción suya.
    El departamento de Nita estaba en el piso más alto de la calle Dickens número 19. Nigel se había fijado que en la planta baja estaba el estudio de un abogado y en el primero y segundo piso las oficinas de una pequeña firma editorial. Había también un sótano, donde posi­blemente vivía el portero, pues un perro había ladrado furiosamente desde abajo cuando subió las escaleras. Muy conveniente, pensó, mi­rando la discreta chapa de bronce del editor, en el descanso del pri­mer piso; este individuo y el abogado salen a las cinco o seis de la tarde; a partir de ese momento, la casa queda vacía: nadie podía ver quién visitaba a Nita, a menos que el portero estuviera espiando. Muy conveniente para Nita. Pero, quizá, muy inconveniente para Blount.
    El superintendente lo hizo pasar.
    -Sí, puede usted tocar todo. El encargado de las impresiones digitales ha recorrido ya los cuartos -fueron sus primeras palabras-. Ésta es la sala. El dormitorio y el cuarto de baño están allí. La cocina queda detrás de aquella puerta. Una casita muy hogareña.
    Blount lo había dicho. No podía imaginarse nada más distante de la idea que tiene un productor cinematográfico de un nido de amor. N
    o había allí seductores divanes ni brillantes copas de cocktail ni un ropero repleto de vaporosos saltos de cama ni fotografías firmadas ni rutilante multiplicidad de espejos. No había el menor incentivo sen­sual. Ni siquiera el rastro de un exótico perfume en el aire. Si las habitaciones estaban algo recargadas, este recargo era de la más agresiva respetabilidad. Sobre la cama de hierro de cuatro patas ya­cía un modesto camisón de satín blanco, cuidadosamente doblado. Es­ta nota de severidad se repetía en la cómoda, que carecía del acos­tumbrado marco.
    En vasos de marfil y cristal de colores,
    abiertos, yacían sus extraños y sintéticos perfumes,
    ungüentos, polvos o líquidos...
    Nigel se encontró murmurando para sí estos versos mientras miraba los cepillos de mango de madera, el sencillo peine, la simple caja de pañuelos que olía... especialmente a agua de colonia. Encontró los cosméticos de Nita amontonados en el fondo del cajón. Y, en su subconsciente, se empezó a formar una nueva imagen de Nita... una imagen sobré ella y Jimmy que, finalmente, le hizo cambiar su resolu­ción de la noche anterior de no inmiscuirse más en el asunto.
    Recorrió luego la salita, llevando distraídamente un conejo de lana que había encontrado en la silla junto a la cama de Nita.
    -Encuentro todo esto muy patético -dijo a Blount, que revolvía los cajones de un escritorio. Depositó el conejo sobre la chimenea, junto a una pipa que había allí... seguramente propiedad de Jimmy La­ke-. Sólo necesita... ¡Diablo, aquí está! -recogió agujas de zurcir e hilo, y una media de hombre de sobre un sillón forrado con cretona.
    -Una muchacha de tipo doméstico, ¿no le parece? -dijo Blount-. Pero vea esto ahora.
    Mostró a Nigel un montón de recortes de periódicos. El primero mostraba a la muchacha muerta en traje de baño y sonriendo fotogé­nicamente, rodeada por un grupo de ninfas en atrevidas posturas. Debajo se leía: "Nita Prince, de dieciocho años, ganadora del concurso de belleza del Daily Clarion, con otras competidoras". La fecha del diario era agosto 1936.
    -Apuesto a que encontró estos recortes metidos en el fondo del cajón -dijo Nigel.
    -Así es. ¿Qué está usted pensando?
    -¿En qué cajón?
    Blount señaló.
    -Era el único que estaba cerrado. Ya ve usted por qué.
    Nigel sacó el cajón del escritorio y lo colocó en el suelo. Revolvió su contenido. Montones de cartas atadas con cintas de brillantes co­lores. Un gran sobre del cual Nigel sacó algunas fotografías. Éstas mostraban también a Nita Prince, pero esta vez no llevaba traje de baño. Detrás de ellas se leía: "Fortescue. fotografías".
    -¿Seguramente ha visto usted esto? –preguntó Nigel.
    -Sí. Ella fue modelo de los llamados estudios de arte. El señor Fortescue me lo dijo.
    -¡Hum! Es el cuerpo de una joven bien alimentada -dijo Nigel-. ¡Qué pobres frases usa la policía! ¿Encontró algo en las cartas?
    -Me temo que la pobre muchacha fuera... haya vivido demasiado agitadamente en su primera juventud -dijo cortésmente Blount.
    -¿Quiere usted decir que no ha encontrado cartas recientes?
    -Bueno, había algunas notas del señor Lake. Pero nada del mayor Kennington. Me parece que eso es raro, teniendo en cuenta que ella guardaba tantas cosas. Y encontrará una cinta parecida a las otras en el canasto de papeles. -Blount miró significativamente a Nigel-. Una cinta, pero sin cartas que la acompañaran.
    -Comprendo su punto de vista. ¿Pero no le parece raro que una persona recoja su manojo de cartas y deje la cinta que las ataba?
    -La gente hace tonterías. Por eso los policías estúpidos pueden descubrirlos.
    Nigel comenzó nuevamente a recorrer la habitación a zancadas. Se detuvo frente a una naturaleza muerta de Matthew Smith, en la pared opuesta a la chimenea. Sus ojos observaron las fundas de cre­tona, las cortinas de subido tono castaño, la victrola y los álbumes de discos al lado... cuartetos de Beethoven y Mozart, sinfonías de Sibe­lius, variaciones. Posiblemente Jimmy había mejorado el gusto de Ni­ta. Nigel se dirigió a la estantería de libros. Efectivamente: relegadas al fondo estaban las novelitas, las revistas de cine y las novelas poli­ciales de los días malos de Nita Prince. Arriba había algunos libros serios, en ediciones "Everyman": una fila de poetas ingleses, con los poetas victorianos favoritos de Jimmy Lake en gran cantidad; luego algunas novelas de E. M. Forster, de D. H. Lawrence y de Henry Green.
    Nigel recogió un libro de tapas verdes, que yacía sobre la mesa junto al sillón: "Poemas por A. H. Clough, miembro del Colegio Oriel, Oxford". En la primera página: "A N., con el amor de J., julio 28, 1945". Nigel miró las páginas entre las cuales se hallaba la marca. Un pasaje estaba marcado con lápiz... con una línea al lado y un signo de exclamación.
    ¡Terrible palabra deber! No debías,
    Eustasia, no debías.
    No debías haberla usado. ¡Oh, cielos,
    la detesto!
    ¡Oh, cancelo, rechazo, niego y repudio
    completamente
    toda deuda de esta clase; niego todo reclamo,
    y deshonor!
    ¡Sí, la escritura de mi propio corazón, la firma
    de mi alma! ¡Ah, no!
    ¡Estaré libre en esto! Tú no podrás, nadie podrá
    someterme.
    No, amiga mía, si querías saberlo, esto estaba
    sobre todas las cosas.
    Eso que me hechizaba, ¡ah, sí!, hasta que ella
    me consideró nada.
    No, podía tomarlo como quería; acércate;
    aprieta los lazos como imagino;
    Átame y comprométeme profundamente... y ¡ah!
    en la mañana siguiente,
    todo será como antes, como pérdidas en los juegos
    que se juegan por nada.
    Sí, cuando vine, lo que significaba miedos en mi
    alma,
    con una semirrepresentación,
    que se quebraba en el primer paso, en el doloroso
    papel de evasión,
    cuando para sofocarlo fui a comprometerme, no
    a buscar,
    compromisos,
    ¡allí, con sus tranquilos ojos ella me encontró y
    no supo nada...
    permaneció allí, sin esperar, inconsciente. No habló
    de obligaciones,
    no reconoció deudas... ¡ah!, no. Te creo,
    por excelentes razones.

    -Oiga esto, Blount -dijo Nigel, y leyó el pasaje en voz alta. Cuando terminó, el superintendente meneó su cabeza calva. -Caramba, caramba. No me gusta. Es un egoísta. Un mal caso de
    negativismo. No se retira. Quiere comer y guardar el pastel. ¡Caram­
    ba! -Sin embargo, es sincero sobre su persona. -Los egoístas suelen serlo. Pueden permitírselo.
    Quiero decir que se admiran tanto por su sinceridad, que no ven el desagradable cuadro de sí mismos que esta sinceridad revela. Pero esto no nos lleva muy lejos.
    -No estoy tan seguro de ello. Éste es un libro que Jimmy Lake dio a Nita hace sólo unos días. El o ella han marcado este pasaje y... ¡Hola!, ¿qué es esto?
    Nigel sostenía el libro muy cerca de su cara. Se acercó a la ven­tana, hizo señas a Blount y le indicó una débil marca de lápiz, que no había visto antes, en. el margen, sobre las últimas líneas del poema:
    A
    -Esta "A" mayúscula -dijo Nigel- podría significar "Alice". La complaciente Alice Lake, que no exige a Jimmy cumplir con sus debe­res conyugales. Lea otra vez el pasaje, Blount, y vea cuán bien "ella" se adapta a la señora Lake... la mujer poco exigente, que no ata a su marido en ninguna forma; que, cuando él se presentó "en el doloroso papel de evasión", lo recibió tranquilamente, sin comprender su tur­bación y no se refirió para nada a la deuda que él tenía con ella. Ca­sualmente ese "él" tampoco hace un mal retrato de Jimmy. Creo que Jimmy es bastante difícil en asuntos sentimentales.
    -Me está usted diciendo -masculló Blount lentamente-, que un hombre no asesina a su querida cuando tiene una mujer complaciente.
    -Exactamente. Pero supongamos que este signo de exclamación en el margen tenga un sentido irónico. Supongamos que Alice Lake es muy celosa, que ha hecho una escena y que se ha portado muy dife­rentemente a la mujer del poema. Bueno, es posible que un hombre asesine a una mujer celosa si ella se interpone en su camino, pero...
    -¿...pero sólo asesina a su querida cuando ésta lo ha traicionado con otro hombre, o cuando lo ha hartado con sus pedidos?
    -¿Acaso este apacible rincón hogareño indica que Nita fuera ve­leidosa? No: decididamente quería ser una especie de mujer de su ca­sa para Jimmy.
    Sonó el teléfono y Blount fue a atenderlo. Tras una breve con­versación el superintendente colgó el receptor.
    -Han hecho la autopsia -dijo-. El tubito no estaba en el cuerpo. Eso parece descartar la posibilidad de suicidio. Había sólo una ligera posibilidad de que ella hubiera tragado el tubito después de morderlo aunque, en esa forma, habría sido difícil explicar las huellas de vene­no en la taza.
    -¿Dónde demonios fue a parar el tubito entonces? -Bueno, el señor Ingle lo tiró por la ventana o...
    -¿O una de sus búsquedas fracasó?
    -No creo que eso sea posible -dijo Blount, con cierta vacilación-. Reconozco que, desde mi punto de vista, el registro de los allí presen­tes fue pura formalidad. Después de todo, lo último que un asesino habría hecho, luego de volcar el contenido del tubo en la taza, sería conservar el tubo consigo. Lo mejor era dejarlo caer en algún rincón de la gran habitación y tuvo tiempo de sobra para ello, después que usted les dijo que habría un registro personal. Pero aún no creo que mi gente haya cometido un error.
    -Me parece que se ha metido usted en un lío. Significado: alguno de los presentes en el cuarto tenía el tubito. Oportunidad: alguno de los presentes en el cuarto lo tenía, a menos que la señora Lake diga la verdad cuando afirma que vio el tubo sobre el escritorio un minuto antes de que la muchacha muriera. Por lo tanto, sólo nos queda el mó­vil.
    -Un caso clavado de aguja sin hilo -dijo Blount secamente-. Por eso debe usted ocuparse de este asunto. Está usted en una situación mucho mejor que la de la policía para conocer el móvil.
    Nigel, de pie junto a la chimenea, lanzó una mirada al conejo de lana.
    -No estoy seguro de no cambiar de idea -dijo al fin-. No me agrada todo esto... este patético hogar destruido. ¿Cuáles fueron los movimientos de Kennington el día antes de la crisis? ¿Y los de Nita? ­preguntó bruscamente.
    -Kennington puede probar sus movimientos desde el instante en que llegó a Londres hasta las 10.30 de esa noche. Salió del Ministerio de Guerra a las 10.20. Un coche lo llevó desde ese lugar hasta el Cla­ridge y, una vez allí, se dirigió directamente a su cuarto. Todo esto ha sido comprobado. No puede haber visto antes a la señorita Prince. Afirma que se acostó. De todos modos, los porteros nocturnos ratifi­can que no lo vieron salir nuevamente. Ocupémonos ahora de la seño­rita Prince. Nita dejó el Ministerio a las 6.30. Regresó inmediatamen­te aquí. Alrededor de las 6.40 bajó y dijo a la señora Humble -ése es el nombre de la portera- que esperaba más tarde una visita y que no se molestara al oír el timbre, pues ella misma abriría la puerta. Poco después de las ocho la señora Humble oyó que alguien entraba. Creyó que se trataba del señor Lake. Él reconoció haber estado en la calle Dickens, con intención de pasar allí la noche; pero Nita Prince parecía inquieta y no muy contenta de verle; por eso Jimmy se retiró a eso de las nueve y regresó al Ministerio. Trabajó hasta muy tarde y se quedó allí a dormir. La señora Humble suponía que Jimmy era el visitante al que se había referido la señorita Prince. Por eso, cuando sonó el tim­bre de la calle, un poco después de las once, ella subió para abrir la puerta. Oyó entonces que la señorita Prince bajaba corriendo las es­caleras; por eso la señora Humble sólo asomó la cabeza por la puerta de comunicación entre el sótano y el vestíbulo. Vio que la señorita Prince abría la puerta de entrada y hacía pasar a una mujer.
    -¡Una mujer! -exclamó Nigel.
    -¡Ajá! No pudo ver claramente a la mujer... la luz del vestíbulo era confusa; pero cree que podría reconocerla. Bueno, la señora Hum­ble fue a acostarse. La despertaron los ladridos de su perro: el perro ladra siempre que alguien entra o sale. Oyó cerrarse la puerta de en­trada. Miró su reloj despertador. Era la una menos diez. Y el perro sólo ladró cuatro veces esa noche: para la llegada y la salida del señor Lake; y para la llegada y la salida de la segunda visitante mencionada. Por lo tanto, la señorita Prince no tuvo otros visitantes.
    Nigel reflexionó un momento. La segunda visita: seguramente las amigas de Nita no la visitaban tan tarde. ¿Y por qué quiso ella li­brarse de Jimmy Lake antes de la llegada de la segunda visita... a me­nos que tuviera que decir a su amiga algo que Jimmy Lake no debía oír? Nita fue asesinada al día siguiente. Como respondiendo al inme­diato pensamiento de Nigel, Blount dijo:
    -La señora Humble dijo que la visita... la mujer esa, era de pe­queña estatura... o, mejor dicho, era más pequeña que la señorita Prince.
    -¿Ha interrogado usted a Alice Lake sobre este asunto?
    -La estoy esperando ahora -Blount consultó su reloj pulsera-. Llegará dentro de cinco minutos. Le telefoneé esta mañana temprano, después de hablar con la señora Humble.
    -¿No se opuso a venir aquí?
    -En modo alguno. La señora Humble la acompañará. Si la recono­ce, me hará una seña de asentimiento. Si no está segura meneará la cabeza.
    -¡Ah! Muy importante. Por lo que parece. Nigel se volvió a mirar la estantería. No: la educación de Nita Prince no incluía las novelas de Alice Kennington; tal vez eran demasiado satíricas para su gusto; tal vez eran también demasiado satíricas para Jimmy. Si Alice era como las novelas que escribía con su nombre de soltera, era fácil compren­der por qué Jimmy se había enamorado de la humana Nita, de Nita, la muchacha hogareña y chapada a la antigua.
    -¿Tomó usted todas las impresiones digitales?
    -Lo hice ayer por la tarde -repuso Blount-. Ninguno se opuso. Excepto Billson quien, en principio, se opone a todo. Pero también se presentó. Y el empleado que se ocupa de las impresiones digitales re­gistró anoche estos cuartos. A mediodía sabremos los resultados. Na­turalmente -añadió con una mueca-, las damas suelen llevar guantes cuando van de visita.
    -¿No encontró vasos u otras cosas?
    -La señora Humble lavó todo ayer de mañana.
    Dice que sólo vio las cosas en la bandeja del desayuno de Nita. Si alguno de los visitantes tomó un trago, es evidente que la señorita Prince en persona lavó el vaso. Pero no había mucha bebida. Sólo en­contré una botella de gin y un poco de jugo de lima en el armario de la cocina. Eso es todo.
    Pocos minutos después sonó el timbre y se oyeron pasos subien­do las escaleras. Se abrió la puerta de la salita. Alice Lake apareció en el umbral, mirándolos tímidamente. Detrás de ella había una mujer zaparrastrosa, sonriendo de oreja a oreja y asintiendo con la cabeza en dirección al superintendente. La cara de Blount permanecía impa­sible; pero sus cejas se unieron en un momentáneo gesto de impacien­cia cuando el mayor Kennington entró en la habitación siguiendo a su hermana.
    -Espero no estar de trop, queridos míos -dijo alegremente Charles-. Alice cree necesario mi apoyo moral.
    -Así es -dijo Blount-, está bien. Lamento haberla arrastrado hasta aquí, señora Lake, pero así era más sencillo. ¿Quiere usted to­mar asiento? Nigel conocía ya la manera del superintendente Blount para tranquili­zar a los testigos. Sus modales eran corteses y considerados; poseía una alegría dickensiana y daba la impresión de una leve torpeza. Había visto a gente inteligente caer en la trampa... los había visto tranquili­zarse, mientras la conciencia de su superioridad intelectual aparecía en sus caras o en sus palabras: "Ah, no es tan formidable después de todo. Creo que podré manejarlo muy bien". Y Nigel había visto a esa gente penosamente desilusionada. Alice Lake es una mujer inteligen­te, pensó, mirándola tranquilamente desde la ventana, mientras Blount tendía su trampa para atraer la confianza de ella. Es también una actriz consumada... suponiendo que haya estado hace dos noches en este cuarto... Alice miraba a su alrededor con expresión de sor­presa y débil turbación, como si pensara: "Aquí es donde vivían ella y Jimmy". Y era una mujer atractiva, en su manera tranquila y mesura­da. Nigel observó su nítido y pequeño perfil: el pelo se levantaba por atrás en una moda neoeduardiana; las facciones eran delicadas, la na­riz larga, fina, ligeramente respingada, la boca irónica, las orejitas muy pálidas; llevaba chaqueta y falda negras, y una blusa de seda blanca vaporosa; sus pies eran pequeños y sus manos lucían guantes blancos. Parecía fresca y elegante comparada con la mayoría de las mujeres londinenses después de seis años de guerra.
    -Sí, no cabe duda que la pobre muchacha fue asesinada -dijo Blount con su manera más torpe-. Es muy triste. Espero que usted comprenda, señora Lake, cuán importante es su testimonio.
    Alice Lake levantó sus agudas cejas y no contestó nada.
    -Me interesa su afirmación de que el tubo del veneno estaba sobre la mesa cuando usted dijo haberlo visto... un minuto antes de que la señorita Prince llevara la taza hasta su escritorio. ¿Está usted segura de que estaba allí?
    -¡Oh, sí! Completamente segura.
    -¿No había posibilidad de que ya hubiera sido usado y vuelto a colocar allí? ¿Pudo usted verlo completamente o sólo en parte? ¿Es­taba junto al almanaque de su marido, verdad?
    -Sí, pude verlo completamente. Naturalmente no podía saber si era distinto en caso de ser utilizado.
    -¡Oh, habrías notado la diferencia perfectamente! -interrumpió Charles Kennington-. Estos tubos son objetos muy frágiles, quebradi­zos: se hubiera roto completamente a través.
    -Así es -dijo Blount-. Comprende usted que su testimonio libra de sospechas a su marido, ¿verdad?
    -Me alegro de saber esto -replicó fríamente la señora Lake-. Y, además, es verdad. Puedo asegurarle que no estoy mintiendo para proteger a nadie. No tengo carácter para hacer eso.
    -Mi hermana es una muchacha locamente victoriana -afirmó Charles-. Realmente cree que la virtud debe prevalecer siempre. Es una mujer responsable.
    -Cállate, Charles -le pidió Alice con impaciencia.
    Blount prosiguió:
    -Naturalmente, su testimonio no la libra a usted de sospechas. Estaba usted próxima al tubo del veneno y a la taza de la señorita Prince.
    -También comprendo esto -dijo Alice. Nigel anotó para ella (no estaba seguro si como marca buena o mala) el hecho de que Alice no señalara cuán raro era que un asesino diera voluntariamente una in­formación tan peligrosa.
    Blount se rascó la punta de la nariz.
    -¿No sentiría usted de todos modos un fuerte deseo de prote­ger a su marido?
    -¡Claro que sí! Quiero mucho a Jimmy. El hecho de que le dejara vivir su propia vida...
    Charles Kennington suspiró, giró los ojos y levantó las manos teatralmente. Evidentemente la política de laisser faire de Alice era motivo de desacuerdo entre los dos.
    -Sí, Charles, vivir su propia vida. Eso no significa que Jimmy me sea indiferente. ¿No ve usted que no hay motivo para que él envene­nara a esa muchacha? Por lo tanto no tendría objeto que intentara protegerlo.
    -Así es -dijo Blount, con una señal de aprobación-. ¿Le había da­do su marido alguna indicación reciente de que sus relaciones con la señorita Prince no marchaban bien... o de que ella lo engañaba con otro? ¿Había tal vez otro hombre?
    -Oh, realmente no. Hace unos dos meses me tanteó sobre el di­vorcio. De una manera vaga -Alice Lake sonrió débilmente-. Supongo que ella insistía. Lo comprendo muy bien. Su vida no puede haber sido muy satisfactoria, todo esto... -con su mano enguantada hizo un leve ademán que abarcaba el piso más alto de la calle Dickens N° 19.
    -Esto es muy interesante. ¿Y qué dijo usted?
    -Le dije a Jimmy que hiciera lo que debía hacer. Le dije que pa­ra mí sería terrible -su voz alta y fría continuó-, pero él debía resol­verse. Yo no podía resolver nada por él. Si le interesa le diré que Jimmy vino hacia aquí corriendo y le dijo a ella que no podía forzarme al divorcio, porque me rompería el corazón. Blount parpadeó un poco.
    -Esto es muy sincero de su parte, señora Lake.
    ¿Y la señorita Prince no quería aceptar la situación? ¿Y por eso quiso verla a usted? ¿Para discutir privadamente el asunto?
    -¿Discutir privadamente el asunto?
    -Sí. La otra noche, cuando usted vino aquí. Los verdes ojos de la señora Lake se abrieron atónitos.
    -Debe tratarse de un error. Jamás he estado antes aquí.
    El mayor Kennington se levantó del brazo del sillón, donde esta­ba sentado, y se apoyó contra la chimenea. Dirigió a Alice y a Blount una mirada rápida y divertida, como si éstos discutieran un tema abs­tracto.
    -Vamos, señora Lake -dijo Blount-. Tengo un testigo que vio a la señorita Prince abriéndole la puerta de entrada poco después de las once, hace dos noches.
    -Pero eso es absurdo -dijo ella agudamente-.
    Yo estaba acostada, en casa.
    -¿Puede usted probar eso, señora Lake?
    -No lo creo. Veamos: bueno, mi marido me llamó a las 10.30 para decirme que trabajaría hasta tarde en el Ministerio y que se quedaría a dormir allí. Pero creo que no puedo probarlo. Estaba sola en la casa.
    -¿Quién le ha dicho eso? -preguntó el hermano, en la embarazo­sa pausa que siguió.
    -La señora Humble, portera de esta casa.
    -¿No podríamos hablar con ella? A veces se confunden las iden­tidades.
    -Naturalmente -Blount llamó al sótano por el teléfono interno. Poco después apareció la señora Humble, sonriente, sin aliento y des­arreglada.
    -Me parece que aún tengo buenos ojos -dijo la señora Humble agresivamente-. La misma estatura. La misma carita. Es una dama, pensé. Es ella, es ella, lo juro.
    -¿Se fijó usted cómo estaba vestida? –preguntó Charles Ken­nington.
    -Un tapado negro tres cuartos, muy elegante. Blusa blanca. Guantes blancos.
    -¿Cómo era el sombrero? -preguntó Alice.
    -¡Al diablo con usted, señora! ¡Como si usted no lo supiera! Un sombrero de paja negra, echado hacia atrás, que dejaba ver la cara.
    No había más que decir. Blount dijo a la mujer que podía reti­rarse. Pero cuando la puerta se cerró tras ella, la señora Lake dijo tranquilamente:
    -Temo que se trate de una equivocación, superintendente. Yo nunca uso sombrero. No poseo ninguno. Todos pueden decírselo.
    El superintendente reaccionó muy bien. Riendo y masajeándose su calva cabeza, dijo:
    -Muy bien, muy bien. Esto demuestra que no se puede ser dema­siado cuidadoso. Es muy hábil de su parte, señora Lake, esa historia del sombrero. Magnífico, magnífico. El toque final, como quien diría ­rió, con apreciación chabacana de sus propios chistes-. Parece que tu­viera usted una doble, señora Lake.
    Nigel habló por primera vez desde la llegada de los visitantes.
    -Charles -dijo-, cuando nos encontramos en la oficina de Lake ayer de mañana, Nita le dijo a usted: "Pareces diferente en unifor­me". Esto implicaba que ella lo había visto a usted recientemente, sin uniforme. Usted decía, en su carta a Jimmy que, para atrapar a Stultz, se había disfrazado de mujer. Tiene usted la misma estatura que su hermana y se le parece muchísimo. No me diga que ella tiene aún otro doble.
    Durante esta démarche Charles Kennington había ocultado el rostro entre las manos. Ahora miraba a todos de nuevo, sacudido por la risa.
    -¡Oh Dios! -rió-. ¡Qué exposición! ¡Mi "carita"! Demasiado humi­llante. ¡"Un mayor del ejército británico se disfraza de mujer"... sabía que esto llegaría a traerme algún día inconvenientes con la policía!
    -¿Qué significa todo esto? Tranquilízate, Charles -dijo su her­mana bruscamente.
    -Homo sum -replicó Charles-. Quiero decir, naturalmente, "yo soy". Sí, confesaré. Mea maxima culpa.
    Ésta era la historia: Nita le había telefoneado a la hora de al­morzar el día que él llegó a Londres. Parecía muy inquieta y dijo que deseaba verlo a solas. Él le dijo que debía estar en el Ministerio de Guerra hasta muy tarde. Por eso convinieron en que él iría a su casa tarde en la noche, cuando terminara su trabajo.
    -Pero, ¿por qué disfrazarse para visitarla? -preguntó Nigel.
    Parece que a Nita la asustaba que pudieran reconocerlo al ir a su casa. Había dicho que la encargada era una chismosa terrible: diría a todo el mundo que Nita recibía hombres a medianoche.
    -Le dije que era una tontería. Pero la pobre muchacha estaba tan alarmada que... bueno, súbitamente se me ocurrió que tenía con­migo mis ropas de mujer y que podía usarlas. Eso la tranquilizaría. Hasta podría divertirla. Por eso regresé al Claridge al terminar la conferencia, me cambié de ropa, tomé un taxi y vine aquí.
    -¿Y lo consiguió? -preguntó Nigel. -¿Conseguí qué?
    -Alegrarla.
    -Francamente no. Mi trabajo en Alemania, ¿sabe usted?, me obligaba a representar bien mi papel femenino: de otro modo el dis­fraz hubiera sido sin objeto. Por eso, al disfrazarme de nuevo, auto­máticamente, me encontré representando. Y esto no agradó mucho a Nita... Quiero decir que ella deseaba que yo volviera a ser yo mismo cuando entramos aquí, en sus habitaciones; pero yo seguía transfor­mado en Bertha Bodenheim, y la broma no le cayó bien. No es el tipo de broma que gusta a una mujer muy femenina.
    -¿Para qué deseaba verlo? -preguntó Blount, algo fríamente.
    -Oh, puede usted suponerlo -la alta voz de Charles se parecía increíblemente a la de su hermana al protestar-. ¿No lo comprende? Estábamos comprometidos. Después Nita inició relaciones con Jim­my... tenía razón en hacerlo y estaba bien que lo hiciera... pero temía que yo la reclamara. Nita quería ser la primera en informarme de lo que había ocurrido, pues no deseaba que la verdad me llegara indirec­tamente al día siguiente. Y, naturalmente, quería ponerme de su par­te... es curioso cómo las mujeres ingenuas cuando...
    -¿De su lado? ¿Quiere usted decir contra su hermana? ­preguntó Nigel.
    -Naturalmente, querido mío. Nita sabía que yo adoraba a Alice. Quería que se le perdonara (1) haberme abandonado, (2) haberse apoderado del marido de Alice. ¡Oh, sí! Hablamos de todo.
    -¿Y la perdonó usted?
    -Creo que la tranquilicé, pobrecita -dijo Charles, lanzando a Ni-gel una mirada rápida y velada-. No es que me gustara ver destrozar la vida de Alice, pero...
    -No estaba destrozada -interrumpió la señora Lake.
    -Bueno, ya sabes lo que quiero decir: quebrada interiormente, querida, ya que te empeñas en ser pedante y orgullosa. Pero, por lo que ella me dijo, juzgué que la situación estaba razonablemente con­trolada, que el triángulo era más o menos un cuadrado. Evidentemente se sentía atraída por Jimmy. Estaba cambiada completamente... quedé sorprendido. -¿Puede usted extenderse sobre eso?
    -Parecía tan hogareña, querido mío, tan domesticada. Muy dife­rente a lo que era el año que yo trabajé en el Ministerio. Nita se ex­presaba, ¿cómo podría explicarlo?.. bueno, como una tranquila y res­petable mujer casada. Un contraste muy extraño. Hablando francamente, la encontré aburrida.
    mente, la encontré aburrida.
    -¿Mencionó ella el divorcio? Quiero decir, ¿contempló la posibi­lidad de que el señor y la señora Lake se divorciaran? -preguntó Blount.
    -No.
    -¿No había en su conversación nada que pudiera ayudarnos? Piense cuidadosamente, mayor Kennington... ¿nada sugería que hubie­ra un hombre o una mujer que tuvieran motivos para acabar con ella?
    -No. Debo confesar que "ese hombre o esa mujer" me parecen muy alarmantes. ¿Quiere usted decir que mi hermana y mi cuñado son obviamente sospechosos?
    -No, mayor Kennington. Ya que usted habla de eso le diré que los sospechosos son su hermana y usted -dijo Blount tranquilamente-. Ustedes dos tenían más motivos que nadie para tener celos.
    Ni un pelo del elegante peinado de Alice Lake pareció inmutarse oyendo esto. Se limitó a mirar a su hermano, con una mueca irónica en los labios. Charles Kennington se miró las uñas un momento, después dijo:
    -Hay más motivos que los celos, superintendente, para los cri­mes passionnels.
    -¿Por ejemplo?
    -¡Ah, no! ¡En modo alguno! -replicó Charles, volviendo a su tono frívolo-. El principal sospechoso no va a comprometerse más sugirien­do los feos motivos que podrían tener los demás.
    Alice lo miraba con expresión intrigada. Como Charles no habló más, ella se volvió a Blount.
    -Pero existe la posibilidad de que se haya envenenado la taza por equivocación. Quiero decir: que se intentara realmente envenenar a mi marido.
    -Así es: existe esa posibilidad.
    -Oh, comprendo -dijo ella después de una pausa, haciendo una mueca-. ¡Yo también tendría motivos para matarlo a él! ¿Celos otra vez? ¿La mujer traicionada? Charles, hiciste una tontería en poner la tentación en mi camino.
    -¿Qué? ¡Ah, sí, el veneno de Stultz! ¿Pero cómo iba a suponer que...? Ah, bueno, es una lección. Mi querida hermanita extraviada: te acompañaré al cadalso con mis consuelos espirituales. Yo...
    -No creo que debamos prolongar esta conversación -interrumpió Blount seriamente-. Ustedes dos deben comprender que el crimen es una cosa seria. Ya conoce usted mi opinión, mayor, acerca de su acti­tud al llevar ese veneno a la oficina del señor Lake y, aparentemente, olvidarse del peligro que eso representaba.
    -Ya sé. Fue una distracción. No puedo lamentarlo más. Pero to­das esas fotografías me distrajeron. Las fotografías me atraen tanto que...
    -Al mismo tiempo -continuó Blount-, usted y su hermana deben comprender que todos los que estaban en la oficina son sospechosos. La policía no se contenta con los motivos obvios. Soy franco con usted porque usted mismo ha hablado de los "obviamente sospechosos".
    -Sus sentimientos lo honran, superintendente -dijo el incorregi­ble Charles-. Me parece que, en circunstancias más felices, usted y yo nos entenderíamos admirablemente. Bueno, querida mía, creo que po­demos dejar a los sabuesos entregados a sus averiguaciones.
    -Naturalmente, tendremos que comprobar sus dos afirmaciones.
    -¿Afirmaciones? ¡Oh! ¿Quiere usted estar seguro de que fui yo y no Alice quien estuvo aquí la otra noche? Bueno, la carencia de som­brero de Alice puede probarse muy fácilmente. Y es posible que el portero del Claridge recuerde a una atractiva muchacha que se desli­zó escaleras arriba a eso de la 1.30... tuve que caminar de regreso con mis zapatitos de taco alto. Pero es posible también que él no me haya visto. Espere un instante. ¡Qué tontería! ¿Encontraron ustedes un trozo de cinta en el canasto de papeles?
    -Así es.
    -Esto ahorra muchas molestias. Nita me devolvió algunos anti­guos billets-doux que yo le había escrito. Estaban atados con la cinta. Me pidió que los llevara conmigo y los destruyera. Así lo hice. Eso prueba que estuve aquí.
    -¿Por qué tomó las cartas y dejó la cinta? -preguntó Nigel.
    Las facciones de Charles Kennington denotaron el más dramáti­co desagrado.
    -¡Querido mío! ¿Cómo puede usted preguntarlo? ¿No ha visto acaso la cinta? ¡Solferino! ¡No podía irme con un trozo de cinta solfe­rina! ¡Me haría mal a la piel!
    -¡Ah! -dijo Blount cuando la pareja se fue-, es bastante dura esa señora Lake. Clientes tranquilos ambos. Muy tranquilos. ¡Ah!
    -Pienso que Charles dijo la verdad
    -Sería mejor para él. Su historia puede probar se fácilmente como falsa si...
    -No me refiero a su venida aquí. Estoy seguro de que vino. Me refiero a su afirmación de que su hermana dice siempre la verdad... de que ella cree que la verdad debe prevalecer. Creo que debo culti­var su amistad.
    -¿Alguna otra intuición? -preguntó Blount sarcásticamente.
    -Una o dos frases de Charles.
    -¿Quiere usted decir cuando le preguntó si había perdonado a Nita y él contestó: "Creo que la tranquilicé"?
    -Eso es muy agudo de su parte, Blount. Sí. Parece siniestro si se piensa a sangre fría, ¿no le parece? Pero creo principalmente en... Bueno, primeramente en una curiosa palabra que usó al referirse al tubo del veneno; y segundo, en su poco habitual silencio en uno de los temas de conversación.


    CAPÍTULO V
    Director: urgente
    ESA NOCHE, ya muy tarde, Nigel Strangeways regresó al Ministerio. Había pasado una tarde sin provecho, primero en el departamento de Nita Prince, leyendo angustiosamente las cartas que ella había guar­dado, y que sólo probaban sus indiscreciones juveniles. Después con Blount, tratando de obtener informes de las amigas de Nita. Aparecía claro que, desde sus relaciones con Jimmy Lake, ella había olvidado sus antiguas amistades y se había convertido en una muchacha hoga­reña. La única mujer en quien Nita había confiado últimamente -la se­ñorita Sproule, una joven especialista de otra División-, dijo que Nita estaba preocupada por lo que iba a ser de ella después de la guerra. El Ministerio se cerraría; sus oportunidades para estar con Jimmy iban a disminuir. Esto no aportaba nada nuevo. El director había reco­nocido esto en una entrevista con Blount el día anterior. Era evidente que una delicadeza natural le había impedido hablar de la sugestión de divorcio. Pero dijo que él y Nita estaban preocupados por el futu­ro. Esto debía ser frecuente en relaciones semejantes, pensó Nigel... la guerra había impedido que la gente pensara en el futuro, o que pre­viera las consecuencias de sus acciones privadas. Seguramente mu­chos amantes estaban preocupados por el temor de no poder conti­nuar sus relaciones después del fin de las hostilidades, y se asusta­ban casi del advenimiento de la paz. La señorita Sproule les había di­cho, sin embargo, que Nita no estaba dispuesta a abandonar a Jimmy. "Si él debe elegir entre una de nosotras -había dicho Nita-, yo me encargaré de ser la elegida".
    Nigel entró en el gran vestíbulo del Ministerio. En atención al empleado de la recepción, cuyo deber era registrar a todos los que entraban, Nigel hizo un ademán hacia el bolsillo interior delantero de su chaqueta, pero el empleado leía una revista y ni siquiera miró. Nigel atravesó el vacío y resonante corredor hacia los ascensores. Casi in­mediatamente llegó al piso de arriba. Entró en su oficina: no había ningún mensaje para él. Se encaminó a la oficina del director suplente y, como de costumbre, encontró a Harker Fortescue trabajando.
    -Deje eso -dijo Nigel-. Vamos a la cantina.
    La cara del director suplente parecía cadavérica a la luz de la lámpara de pantalla verde del escritorio; Harker estaba demacrado de cansancio.
    -Está bien -exclamó-. ¡Demonios, qué día! Veamos si Jimmy quie­re venir también.
    El director, que se encontraba en su oficina, declinó la invita­ción. Dijo que la investigación policial había molestado su trabajo toda la mañana; el Control había insistido, pero todos los esfuerzos de su personal no lograron dar con el archivo secreto desaparecido; alguien iba a pasada muy mal; por lo tanto ellos podían ir solos a celebrar su festín de medianoche.
    -Lo toma muy a pecho -dijo Harker Fortescue, cuando descendí­an en el ascensor.
    -Es natural. Después de todo, Nita...
    -¡Oh, no me refiero a eso! Aunque indudablemente lamenta mu­cho su pérdida. El pobre nos ha molestado toda la tarde con ese ar­chivo.
    -Creo que es una manera de distraerse de lo que pasó ayer.
    -De distraemos a todos. Y es lo mejor -asintió Harker con tor­peza-. Le aseguro, Nigel, que éste es un asunto feo. Según usted ­salieron del ascensor y marcharon hacia la cantina en el piso bajo- habrá mucho barro antes de que la policía descubra la verdad.
    -Así es, en verdad.
    -¿Trabaja usted con la policía?
    -Sí y no. Trabajo con ellos, pero no necesariamente para ellos.
    -¡Ah! Supongo que usted entiende lo que quiere decir. Yo no en­tiendo nada. De todos modos esto parece una pesadilla. Creía conocer a todos en la División... sabía que ninguno de nosotros podía hacer una cosa semejante. Y ahora que ha ocurrido pasamos la mitad del tiempo repitiéndonos que no podía ocurrir, pellizcándonos y descubriendo que estamos finalmente despiertos. La otra mitad del tiempo la pasamos evitando las miradas de los colegas. ¿Es que un hombre parece distin­to después de haber cometido un asesinato? Debería cambiar, pero...
    -No se preocupe, Harker -dijo Nigel bondadosamente-. Está us­ted muy cansado. Lo que necesita es un buen plato de pasta de jamón y pickles.
    El director suplente se estremeció vivamente y pidió su acos­tumbrado vaso de leche. Fueron hacia una mesa situada en un rincón de la cantina; ésta, muy grande, estaba vacía con excepción de un grupo de muchachas telefonistas, de unos mensajeros que bostezaban sobre sus juegos de dominó, y de uno o dos representantes de la prensa que esperaban el próximo informe oficial. El aparato de aire acondicionado zumbaba; la desnuda lamparilla eléctrica brillaba sobre las teteras, el mostrador, las sillas y mesas de acero cromado.
    -Es curioso que llamen cantina a este lugar -murmuró Harker-. Parece más bien el comedor de tercera clase de un barco que se diri­ge al infierno.
    -Está usted lleno de fantasías esta noche.
    -Es una manera de pasar el tiempo, amigo mío, mientras usted inicia la investigación.
    -Comprendo. Bueno, podría usted comenzar a decirme cuál fue el motivo de su disputa con Billson.
    -¿A qué disputa se refiere? -La cara del director suplente, bajo las luces, parecía sin expresión: un crudo mapa trazado sobre tosco papel.
    -Hace dos semanas. A la hora de almorzar. Discutieron sobre Nita Prince. La señorita Finlay les oyó a través de la pared. -Nigel metió otro trozo de pan con manteca en su boca. Repitió las palabras que su secretaria había oído. "La última oportunidad"... -¿Qué última oportunidad le daba él a usted? ¿Y por qué estaba él en un "aprieto"?
    La boca de Harker Fortescue se torció en una mueca burlona.
    -Esa señorita Finlay es muy entrometida. ¿Por qué no la enseña mejor? Siempre saca conclusiones equivocadas. .
    -¿Quiere usted decir que en realidad sostenía una conversación amistosa con Billson?
    -No he dicho eso. Solamente he dicho que no hablábamos de la señorita Prince.
    -Pero Pamela Finlay le oyó decir a usted...
    -Oyó una palabra que, con su habitual distracción, interpretó como "Prince". La palabra era "impresos". Me quejaba de las demoras de la División de Billson para entregar fotografías impresas a la Sec­ción de Producción de Unidades.
    El director suplente miraba a Nigel curiosamente, como quien cree haber dicho una broma especialmente sutil y desea ver si hace efecto. Nigel bajó la vista.
    -Pero, si era usted quien se quejaba, ¿por qué le dijo él que le daba la última oportunidad?
    -Mi querido amigo, usted conoce a Billson. Es muy hábil. Y es además un empleado civil permanente. En principio discute todo. No quiere aceptar responsabilidades. Cuando comencé a quejarme, él, a su vez, presentó una larga queja contra las Formas Rosadas. Dijo que el sistema no servía. Afirmó que debía rehacer el procedimiento... me daba la última oportunidad de hacerlo... o pediría transferencia a otro departamento. Estaba muy enojado. También lo estaba yo, debo reco­nocerlo. Billson siempre me saca de quicio.
    -¿Entonces le dijo usted que podía "irse con los perros" en lo que a usted concernía? Son palabras muy fuertes, Harker.
    El director suplente sonrió amablemente a Nigel.
    -Realmente creo que despediré a la señorita Finlay. Se equivoca en todo. Le dije sólo que debía irse a otra parte. El Departamento de Aduanas en el Ministerio de Transportes de Guerra tiene una vacante para un entendido en finanzas, y allí es donde él amenazaba pedir transferencia. Desearía que lo hiciera. ¡Aunque Dios debería apiadar­se del pobre Ministerio de Transportes de Guerra!
    -Comprendo. Así se explica todo -dijo Nigel suspirando gentil­mente-. ¿Conocía usted bien a Nita antes de la guerra, cuando ella trabajaba para su agencia?
    -No la conocía. Sólo fue modelo nuestra ocasionalmente. Nunca ha sido mi costumbre tener nada que ver con las modelos. Aunque de­bo reconocer que ella era muy inquietante en esa época.
    -¿Comprende usted, seguramente, que la policía investigará cui­dadosamente todas las amistades de Nita? ¿Y que investigarán tam­bién su pasado?
    -¡Oh, sí! ¿"Investigaciones rutinarias"? Lo sé. Mi pasado es puro como una sábana blanca... en ese sentido. ¿Algo más?
    -¿Por qué supone usted que alguien quería matar a Nita?
    Los fríos ojos de Harker Fortescue escudriñaron a Nigel, sin pestañar. Después de un momento dijo:
    -Hablando puramente en abstracto, existen tres motivos para matar a una mujer bonita -levantó tres dedos y los dejó caer lenta­mente uno a uno-. Uno: celos. Dos: saciedad. Tres: en el caso de cier­to tipo de mujer, porque intenta hacer chantaje.
    -¿Supone usted que Nita pertenecía a ese tipo de mujer?
    -Era una pecadora arrepentida. Arrepentida, téngalo en cuenta. ¿Estamos de acuerdo en eso? Por lo tanto, no era un chantaje por di­nero; pero una mujer puede hacer chantaje con otras cosas.
    -Prosiga -dijo Nigel, mientras sus pálidos ojos azules miraban somnolientamente el pelo metálico de una telefonista que charlaba con sus compañeras en una mesa distante... sin duda discutiendo tam­bién el escándalo del Ministerio.
    -Con seguridad -dijo Harker Fortescue-. Una pecadora arrepen­tida llegará a los extremos para defender su arrepentimiento... quie­ro decir, recurrirá a cualquier extremo de chantaje emocional. Se aferrará a la respetabilidad tan firmemente como una mujer respe­table se aferra a soñar con lo que ellas llaman "amor romántico".
    -¿Todo esto, seguramente "en abstracto"?
    El director suplente asintió.
    -Muy interesante -suspiró nuevamente Nigel-. y ahora, mientras le traigo otro vaso de leche, podría usted pensar... puramente en abs­tracto... en darme una versión un poco menos extraña de su disputa con Edgar Billson.
    Nigel Strangeways se levantó y marchó hacia el mostrador, de­jando a Fortescue tragando saliva detrás de él. Sonó el teléfono de la cantina. Una de las camareras del mostrador lo atendió.
    -¡Señor Fortescue! ¡Señor Fortescue! -llamó con voz cantante.
    El director suplente marchó hacia el mostrador. Las irreveren­tes voces de la cantina, que habían bajado un momento, volvieron a elevarse. Un instante después Harker llamaba por señas a Nigel.
    -¡Jimmy, Jimmy! ¿Está usted ahí? -le oyó gritar Nigel.
    -¿Qué pasa?
    -Parece enfermo. ¡Demonios, nos han cortado la comunicación! -Harker sacudió rabiosamente la horquilla del teléfono.
    -¡No importa eso! ¡Rápido! Subamos.
    Nigel Strangeways se abrió paso entre las mesas, con Fortescue pisándole los talones. Algunas caras se volvieron estúpidamente a mi­rarlos, como las ovejas cuando pasa un tren. Sus pies apurados reso­naron en el largo corredor del piso bajo. Nigel puso el dedo en el bo­tón del ascensor y lo mantuvo allí.
    -¿Qué dijo? -preguntó, mientras las luces indicadoras se encen­dían y apagaban... seis, cinco, cuatro...
    -Dijo solamente: "¿Harker, es usted? Venga". Y su voz se apagó. Sonaba muy curiosamente.
    La puerta del ascensor se abrió. Ambos se precipitaron en él. Nigel tocó el botón del piso más alto. El ascensor debió haber subido sin detenerse pero, en la planta baja, se paró otra vez: la puerta se abrió y permaneció abierta unos treinta segundos; después, automáti­camente, volvió a cerrarse. Lo mismo sucedió en el primer piso. Har­ker comenzó a lanzar maldiciones. Pero Nigel lo empujó fuera del as­censor, diciendo, de prisa:
    -Corra al escritorio de recepción. Que nadie salga del edificio. Nadie. Me comunicaré con usted. En seguida.
    Nigel permaneció en el ascensor. Éste había llegado hasta el só­tano sin detenerse; ahora parecía que iba a detenerse en cada piso. Sí. Segundo piso: una parada, una pausa, la puerta se abre, otra pau­sa... ¡Maldición! Esto significa que alguien dejó apretados los botones correspondientes a cada piso antes de que nosotros entráramos en el ascensor. Alguien quiere demoramos. Lo mejor es salir y subir por las escaleras. Pero tal vez alguien desea que se haga esto. Es mejor no hacerlo, hijo mío. ¿Por qué no marcha directamente este condenado ascensor?
    En la próxima parada Nigel sacó la cabeza y miró hacia arriba. El piso más alto estaba en la oscuridad. Nigel apagó la luz eléctrica del ascensor. Al llegar no deseaba ser un blanco perfecto, con la luz en­cendida. Soy tan atroz como la señorita Finlay, pensó; inmediatamen­te saco conclusiones; es infantil. Posiblemente Jimmy tiene un ataque de indigestión o se cortó un dedo o encontró el archivo desaparecido. Bueno, llegamos al sexto piso: una parada, una pausa, se abre la puer­ta...
    Se deslizó rápidamente por la puerta abierta. Oscuridad. ¡Mal­ditos oscurecimientos, seguramente los japoneses...! Sus dedos tan­tearon la pared; encontró los botones eléctricos, los apretó todos. El corredor. Muy familiar. Muy vacío. Todas las puertas cerradas. Es mejor caminar por aquí tranquilamente. A mi izquierda está la puerta de la oficina de Brian, la puerta de Merrion, mi puerta; a la derecha las dos puertas de la Biblioteca Fotográfica. Todo en orden. Ahora, la antesala. Abierta. A la derecha, la puerta de Jimmy, cerrada: una luz aparece por debajo.
    Nigel movió el pestillo y entró. Por un instante, como sus mira­das se dirigieron naturalmente hacia el escritorio de Jimmy, Nigel creyó que la habitación estaba vacía. Sólo un momento. Sus ojos se movieron hacia la izquierda. Y allí, en el escritorio donde había muer­to Nita Prince, estaba Jimmy Lake. El aliento de Nigel casi se detuvo porque el director parecía estar rezando. Estaba arrodillado junto al escritorio, con la cabeza oculta entre los brazos extendidos: era co­mo si estuviera rezando al espectro de Nita, que una vez se había sentado allí; era como si Jimmy estuviera rogándole que volviera. En­tonces Nigel percibió el objeto que salía de su espalda. Y la situación fue otra vez normal, ya que el crimen parecía normal en esta habita­ción.
    Nigel Strangeways atravesó la habitación en tres zancadas y se detuvo un momento mirando el mango del cuchillo que sobresalía de la espalda de Jimmy; después tomó al director y lo puso boca abajo en el suelo. Arrodillándose metió la mano entre la camisa de Jimmy. El corazón latía todavía. Nigel tomó el receptor del teléfono, que yacía fuera de su horquilla, junto al brazo extendido de Jimmy. Se comuni­có con la oficina de entrada y pidió hablar con el señor Fortescue.
    -¿Harker? Habla Nigel. Oiga: debe apresurarse. Jimmy ha sido apuñalado. Todavía respira: el cuchillo lo hirió un poco alto. Llame a primeros auxilios y dígales que manden alguien en seguida; que traigan un médico, en seguida. Luego llame al control y dígale a Lewis que suba. ¿Detiene usted a todo el mundo en la entrada?.. Bueno, nadie debe salir por ahí, nadie, lo repito, ni siquiera el ministro. Vea al en­cargado de los mensajes esta noche... él deberá reunir a todos sus hombres, hacerlos salir por la entrada de la calle de Menning, y apos­tarlos alrededor del edificio, tantos hombres como sea posible de ca­da lado y, si ven a alguien salir por una ventana del piso bajo, deben detenerlo. La puerta lateral volverá a cerrarse, naturalmente. Quiero también que un hombre compruebe si las demás puertas están cerra­das. Si encuentra alguna puerta abierta deberá informarme en segui­da. ¿Me comprende? Bueno. Recuerde: primero el médico y suba us­ted con él cuando llegue.
    Nigel cortó la comunicación; tomó luego el teléfono externo y marcó el número del domicilio particular del superintendente Blount. El superintendente estaba a punto de acostarse. Nigel le relató lo su­cedido y le informó sobre las medidas tomadas. Blount dijo que iría inmediatamente, llevando consigo un par de policías.
    Marchando hacia la puerta, Nigel apagó la luz. La lámpara sobre el escritorio del director se apagó, lo mismo que la bujía central en el techo. El cuarto quedó en oscuridad completa. Nigel encendió otra vez la luz y se acercó al escritorio. No había huellas de lucha. Todo estaba en perfecto orden... el secante, el almanaque, la bandeja con las lapiceras, el tintero y una bandeja con papeles cuidadosamente arreglados, aparecían sobre la ancha superficie. Probó los cajones: estaban todos cerrados. Irguiéndose se dirigió al escritorio de Nita, mientras miraba la alfombra. Entre el escritorio de Nita y la puerta había unas manchas de sangre fresca sobre la alfombra; mirando muy cerca, con los ojos casi a nivel del suelo, aparecían débiles marcas so­bre la alfombra, como si algo pesado hubiera sido arrastrado hasta la puerta. Cubrió estas manchas con papel de diario.
    En ese momento llegó la enfermera del puesto de primeros auxi­lios. Era una mujer tranquila y comprensiva que inmediatamente inspi­ró confianza a Nigel.
    -El señor Lake ha sido apuñalado. ¿Ha llamado usted a un médi­co?
    -Sí. Estará aquí en cinco minutos.
    -Bien hecho. Échele un vistazo, por favor. Todavía está vivo. ¿Podemos hacer algo por él antes de la llegada del médico?
    La enfermera tomó el pulso del herido, hizo una señal a Nigel y colocó al hombre inconsciente en posición más cómoda.
    -Es posible que haya una hemorragia interna -dijo-pero el cu­chillo no ha tocado el corazón. Se curará si el pulmón no ha sido afec­tado. ¿Cómo...?
    -No pregunte por ahora. ¡Oh, aquí llega el señor Lewis! .
    Se abrió la puerta y entró el encargado del control. Era un hom­bre pequeño, atento, de cabello rojo.
    -¿Dios mío, qué es esto? ¿Es el señor Lake? -preguntó.
    -El señor Lake ha sido atacado. Es posible que su atacante se encuentre aún en el edificio. El señor Fortescue se encarga de dete­ner a todo el mundo. ¿Tiene algunos serenos trabajando esta noche?
    -Lo siento, señor Strangeways. Somos únicamente tres. Desde que terminó la guerra con Alemania hemos limitado...
    -Basta con tres. Usted conoce este edificio como la palma de su mano. Quiero que lo registre de arriba abajo. Comience en este piso y marche hacia abajo. Pronto llegarán unos policías para ayudarlo. Haga una lista de todas las personas que encuentre. Si alguien parece sos­pechoso, arréstelo inmediatamente. Después yo pediré disculpas si es necesario. Y busque muy bien en cualquier sitio donde pueda escon­derse un hombre o una mujer. ¿Conoce usted de vista al señor Ingle, al señor Squires y al señor Billson de esta División?
    -Así es.
    -¿Y al mayor Kennington, que trabajaba en la Censura Militar?
    -También.
    -Si encuentra a alguno de ellos, tráigalos en seguida aquí. No se preocupe por los modales: yo lo protegeré. ¿Entendió todo?
    -Así es. Si me permite, utilizaré este teléfono para llamar a mis muchachos. Otra vez tenemos barullo.
    El señor Lewis acababa de dejar la habitación con sus serenos, para comenzar la inspección, cuando entró el director suplente con el médico.
    -Sí -dijo el último después de un rápido examen-. Un feo asunto. Pero, con buena suerte, se curará. Primero extraeré este cuchillo. Enfermera, ¿tiene usted algodón y vendas a mano? Bueno.
    -Use mi pañuelo, por favor. Alrededor del mango -dijo Nigel.
    El médico le lanzó una rápida mirada y después tomó el pañuelo. Él y la enfermera se arrodillaron junto al cuerpo. Harker Fortescue volvió la cabeza. El facultativo dio un fuerte tirón al cuchillo. Al hacer esto, mientras la enfermera aplicaba algodón, Jimmy Lake murmuró algo.
    -¿Qué ha dicho? -preguntó Nigel con cierta emoción.
    El médico respondió:
    -No lo sé con certeza. Parecía decir: "Alice. No me dejará ir, querida". ¿Oyó usted; enfermera?
    -Creí oír eso mismo, señor.
    -Esto me recuerda algo -murmuró Nigel-. Debo telefonear a su mujer. Por favor, enfermera, dígame toda palabra que él pronuncie. Puede ser de vital importancia.
    Nigel encontró el número del teléfono particular de Jimmy en el libro de direcciones. Alice Lake contestó al llamado. Estaba acostada, pero sacaría el coche e iría inmediatamente. ¡Oh, Dios, pensó Nigel, debí hacer esto antes! ¿Cuánto tiempo hace que Jimmy telefoneó a la cantina?.. Diez o quince minutos. Llamando aparte a Fortescue, le pi­dió que telefoneara al mayor Kennington, a Merrion Squires, a Brian Ingle y a Edgar Billson a sus respectivos domicilios. Los tres últimos vivían demasiado lejos del Ministerio para tener tiempo de llegar en caso...
    -Se está recobrando -dijo el médico, que había aplicado unos remedios-. No, por favor, todo el mundo atrás.
    Nigel vio moverse la pálida cara del director; sus ojos se abrie­ron un poco, volvieron a cerrarse, después se abrieron nuevamente y miraron a todos con infinita sorpresa.
    -Las luces se apagaron -musitó débilmente-. ¡Hola, Nigel!
    -No hable -le pidió el médico y volviéndose a Nigel añadió-: aún no podrá ser interrogado.
    -Está bien -dijo Nigel-, una cosa está muy clara: él no vio a su atacante.
    -¿Cómo sabe usted eso, señor? -preguntó el médico, levantándo­se de junto a su paciente y colocando un largo cuchillo, con el mango envuelto en el pañuelo de Nigel, sobre el escritorio. Nigel no contes­tó. Miraba consternado el cuchillo; retiró el pañuelo. Sí, era uno de los cuchillos agudos, de hoja fina, de dieciocho pulgadas de largo, que se usaban en el Estudio de Arte para cortar papel de dibujo... el me­jor sustituto del estilete que podría encontrar un asesino moderno.
    -Y ahora, señor-exclamó el facultativo dirigiéndose a Harker Fortescue-, si ha terminado usted con el teléfono, le rogaría que me permitiera llamar una ambulancia. Es necesario llevar a este caballero al hospital.
    -No -dijo Jimmy, que yacía con el suelo con los ojos cerrados-, no quiero ir al hospital. Llévenme a casa. Llamen a Alice.
    -Pero mi querido señor...
    -Ella está en camino, Jimmy -interrumpió Nigel. Llamó al médico aparte y le dijo unas cuantas palabras rápidas.
    -No, no puedo tomar la responsabilidad. Necesita cuidados es­peciales.
    Nigel se encogió de hombros. Jimmy habló nuevamente y su voz sorprendió a Nigel, pues había recobrado su tono firme, normal, can­sado, paciente, inexorable.
    -No iré al hospital. No se discuta más eso. Alice, mi mujer, es enfermera. Es muy competente. Lo lamento, doctor, pero...
    El médico le lanzó una mirada interrogante y luego se volvió al teléfono, para llamar una ambulancia. -¿Qué novedades hay, Harker? -preguntó Nigel. -Todos están en casa, excepto Merrion.
    -Quisiera saber si contestaron personalmente.
    -Brian y Charles Kennington sí. La esposa de Billson contestó por él, y dijo que su marido había estado en casa toda la noche.
    Nigel frunció el entrecejo. Comenzó a silbar entre dientes una canción monótona. Se oyeron pasos firmes en el corredor: el superin­tendente Blount, dos policías uniformados y un hombre en ropa civil entraron en la habitación.
    -¡Caramba, caramba! -exclamó-. ¿Cómo está, doctor?
    -Curará siempre que...
    Jimmy, débil pero firmemente, interrumpió:
    -Superintendente: diga a este excelente doctor que no iré al hospital.
    -¡Bueno, caramba! -volvió a exclamar el superintendente rascán­dose la cabeza calva-. ¿Un punto muerto, eh? ¿Un punto muerto?
    -¿No convendría esperar la llegada de la señora Lake antes de decidir? -dijo Nigel. Llevó a Blount aparte y le habló. Un minuto des­pués los dos hombres uniformados partían para ayudar en el registro del edificio, mientras Harker Fortescue regresaba a la entrada, con orden de telefonear inmediatamente si alguno de los mensajeros que rodeaban el Ministerio había apresado a alguien; también debía in­formar si el empleado de la entrada había visto a algún miembro de la División de Propaganda Visual llegando esa noche temprano al Minis­terio.
    -Y ahora doctor -expresó Blount-, debo hacer una pregunta a su paciente.
    Desechando el ademán negativo del médico, se inclinó junto a Jimmy.
    -Sólo una pregunta, señor Lake: ¿vio usted a su atacante?
    -No. Ya le he dicho que se apagaron las luces.
    -¿Sospecha usted de alguien?
    La cabeza del director se sacudió pesadamente y después cayó a un lado.
    -Se ha desmayado -protestó el doctor-. Insisto en que nadie más...
    -Es todo lo que deseaba preguntar -dijo Blount y, volviéndose a Nigel, añadió-: Tenía usted razón, pero no comprendo cómo...
    -Ya le explicaré. ¡Hola! ¿Qué es esto?
    El pelirrojo señor Lewis había regresado excitadísimo. Traía un gran mameluco blanco que Nigel reconoció inmediatamente como la ropa que usaban los empleados en la Unidad de Trabajos de Arte. El señor Lewis se lo entregó, arrollado.
    -Lo he encontrado en el quinto piso, metido en el agua en uno de los lavabos. Pensé que podría interesarle. Mire la manga derecha, se­ñor Strangeways.
    Nigel desenvolvió el mameluco. En el puño, seco, se veía una mancha roja que Blount comprobó, al tocarla, que todavía estaba húmeda. El resto de la manga estaba seco. Blount volvió el interior del cuello, puso el dedo en la etiqueta y torció la boca. Por encima del hombro del superintendente, Nigel leyó en la etiqueta, claramente marcado el nombre: "M. Squires".
    Blount dio instrucciones para continuar la búsqueda con Merrion Squires como sujeto principal. Cinco minutos después llegó la señora Lake. El director, que había recobrado nuevamente el sentido, le lan­zó una mirada conmovedora cuando ella entró... una mirada, pensó Ni-gel, como la que lanzaría un niño pequeño a su madre, si se hubiera lastimado en un juego que ella le había prohibido: una mezcla de dolor, desafió y duda. Alice pareció tomar todo con bastante tranquilidad: no hubo exclamaciones, ni llantos, ni preguntas. Su marido insistió una vez más en ser llevado a su casa y no al hospital.
    -Está bien, Jimmy -dijo ella, con su vocecita alta e indiferente-. Se hará así si lo deseas. Y si el doctor está de acuerdo.
    Con la presencia de la señora Lake, el médico pareció más acce­sible. Consintió después de cambiar unas palabras con ella en permitir que el herido fuera a su casa, a condición de enviar una enfermera profesional a la mañana siguiente para que ayudara a la señora Lake. Apenas llegada la ambulancia, Jimmy fue colocado en una camilla y sa­cado de la habitación, seguido de Alice y el médico.
    Blount y Nigel quedaron solos, pues el policía vestido de civil había sido enviado al alojamiento de Merrion Squires para vigilar la casa, en caso de que éste hubiera abandonado ya el edificio.
    Nigel hizo a Blount un completo relato de todo lo sucedido, es decir, de los hechos conocidos. Cuando terminó, Blount le preguntó cómo supo que Jimmy no había visto en ningún momento a su atacante.
    -Primero, lo supe por los botones del ascensor.
    Segundo, porque Jimmy no estaba muerto.
    -Téngame usted consideración. Es más de medianoche, hace mu­cho frío y mi cerebro no funciona demasiado bien.
    -Escuche entonces: el hecho de que los botones estuvieran to­dos apretados después que el ascensor bajó hasta el sótano, sugiere que el criminal deseaba demorarnos para poder escapar.
    -Sí, eso lo comprendo -dijo Blount secamente. -No podía inten­tar demorarnos a menos que supiera que estábamos en camino. Des­pués de todo no se hubiera atrevido a atacar a Jimmy si no hubiera sabido que el piso estaba vacío de gente, como suele estarlo a estas horas de la noche. ¿Y cómo podía saber que alguien subía del piso bajo si no hubiera oído a Jimmy telefonear a la cantina del sótano?
    -Hasta ahí todo está claro.
    -Bueno: supongamos que el criminal, después de haber apuñalado a Jimmy, lo oyó telefonear. El criminal no podía encontrarse ya en es­ta habitación, pues si no, se lo hubiera impedido. Pero, cuando lo oyó telefonear y comprendió que no lo había matado, ¿por qué no regresó y terminó con él? El único motivo posible es que temió ser reconocido. Sabía que nosotros estábamos en camino. No tenía la seguridad de que, al ser atacado por segunda vez, Jimmy no sobreviviera un minuto, el minuto que nosotros necesitábamos para llegar aquí y que Jimmy nos dijera su nombre. Además, naturalmente, él dejó el cuchillo en el cuerpo. Pero, si Jimmy lo hubiera reconocido cuando lo apuñaló, en­tonces hubiera sido imperativo que, a cualquier riesgo, regresara y lo matara antes de nuestra llegada. No regresó a terminar con Jimmy. Por lo tanto, Jimmy no lo había reconocido.
    -¡Ah! Sí, es muy ingenioso. ¿Cómo reconstruye usted las cosas por lo tanto?
    -El criminal abrió la puerta, metió la mano por la abertura y apagó la luz; todo esto sucedió en un instante. A propósito: uno de es­tos botones controla la lámpara del escritorio de Jimmy. La habita­ción puede quedar completamente a oscuras: lo he probado. ¿Usted recuerda que dijo, hace un momento: "la luz se apagó"?.. Naturalmen­te, Jimmy se dirigía a los botones de la luz, pensando que se trataba de una broma de Harker o de algún otro. El criminal se deslizó en la habitación. Se colocó detrás de él, tanteó y lo apuñaló. Después salió. Hay manchas de sangre sobre la alfombra, a pocos pasos de la puerta. Allí es donde cayó Jimmy. Hay también huellas de haber arrastrado algo, o a alguien. Allí, debajo de los periódicos. Jimmy no había perdi­do el sentido. Se arrastró hasta los botones de la luz, los oprimió y volvió a arrastrarse hasta el teléfono más próximo, sobre el escrito­rio de Nita. Sugiero que el criminal vio la luz por debajo de la puerta
    o que oyó los movimientos de Jimmy. Era demasiado tarde para hacer nada sin ser reconocido. Corrió por el pasadizo, apretó todos los bo­tones del ascensor, apagó las luces del corredor... si ya no lo había hecho al entrar, se precipitó por las escaleras y ocultó su mameluco en el lavabo, entonces... -Nigel hizo un ruido con los dedos.
    -Entonces, posiblemente, descendió el resto de las escaleras y trató de salir del edificio.
    -No tenía tiempo de atravesar la oficina de entrada antes de la llegada de Harker.
    -Hay muchas ventanas en el piso bajo. He reparado en que sus mensajeros no se mueven demasiado pronto. No, no creo que encon­tremos esta noche al señor Merrion Squires.
    -¿Al señor Merrion Squires? No, no creo que lo encontremos.
    Algo, en el tono de Nigel, hizo que Blount lo mirara intensamen­te.
    -Me he fijado en que usted sigue hablando del "criminal". Muy correcto. No suele usted ser siempre tan correcto.
    -Bueno, yo le pregunto.
    -Oh, ya sé qué va a decir usted -murmuró Blount-, generalmente un asesino no utiliza un cuchillo que puede ser fácilmente reconocido como propiedad suya; y si lo hace, no lo deja en el cuerpo de la víctima, para que lo encontremos. Tampoco lleva un mameluco donde su nombre aparece claramente escrito, ni lo usa en una habitación oscura, donde ese mameluco blanco puede verse. Tam­poco pone después el mameluco en un lavabo en el piso de más abajo, cuidando que el puño con la sangre de su víctima sobresalga del agua. Todo esto es muy deplorable. ¡Ah, sí! Pero entonces, ¿dónde está Me­rrion Squires? ¿Por qué no se encuentra en su cama, acostado en su blanco lecho?
    -Blount -dijo Nigel-, hay veces en las que tengo buena opinión de usted.
    -No soy tan tonto como parezco -concedió Blount-. Por lo menos, así lo espero. Bueno, pronto sabremos... Simpson va a telefonearme desde el alojamiento de Squires. Entretanto, echaré un vistazo a esta habitación.
    Acurrucado en el sillón que Blount había dejado, con los ojos semicerrados, Nigel observó el trabajo del superintendente, que se movía sólida y conscientemente de uno a otro extremo del cuarto, le­vantando los periódicos puestos sobre la alfombra, midiendo, hacien­do marcas con tiza, tomando notas, deteniéndose, como para estudiar el enigma, mientras murmuraba y se reía consigo mismo. Después de un cuarto de hora de estas maniobras, la habitación misma empezó a
    parecer castigada, fatigada y culpable.
    -Tendría usted que dedicarse al cine, Blount.
    -¿Qué?
    -Y todo el mundo debería estar obligado a ver sus películas. Co­mo medida de profilaxis. Una cantidad enorme de gente quedaría va­cunada contra el crimen si pudieran ver una investigación policial, una verdadera investigación, desde el principio hasta el fin.
    -¿Unos episodios que se llamaran por ejemplo: "El crimen no da recompensa"?
    -No. Esto sería demasiado dramático, demasiado comercial. La eficacia del film estaría en la lenta, minuciosa y fatigante investiga­ción, el espectáculo de un robusto caballero de aspecto paternal, con galera, que revisa hasta un guijarro en una playa; eso descorazonaría a cualquier individuo de malas intenciones que estuviera planeando una felonía.
    -El criminal profesional no tiene tanta imaginación. En conjunto es un individuo estúpido. Una mentalidad de una sola pieza.
    -Pero ahora no se trata de profesionales. Nunca sabrá usted nada sobre el asunto de la División de Establecimientos, si no estudia las cosas en conjunto. ¿Se le ha ocurrido, Blount, que este ataque a Jimmy, comparado con el último...? .
    Sonó el teléfono. Blount tomó el receptor.
    -Sí, habla Blount. ¿Que no está en su casa? ¿Que salió a las 10.25?... Está bien, Simpson. Espere ahí mis noticias.
    Se volvió a Nigel.
    -¿Qué piensa de esto?
    -Adivine. ¡Diablos, hace frío en este sillón! Debe ser el viento del alba. Es como estar en el pico de una montaña esperando que nos rescaten. ¡Oh, Dios mío!
    Blount se mostró realmente sorprendido. Nigel se había puesto de pie y se volvía hacia la ventana situada detrás del sillón. Silencio­samente se dirigió hacia ella, abrió una ranura y miró algo.
    -Blount, esta ventana no está cerrada. Por aquí entraba la co­rriente de aire.
    -Ciérrela entonces -dijo Blount ya irritado.
    -No. Temo que esta noche haya alguien sentado en el pico de una montaña.
    Nigel corrió completamente la cortina, abrió la ventana de par en par, sacó por ella la cabeza y gritó en la oscuridad:
    -¡Merrion, Merrion! Idiota, ¿no haría mejor en entrar?
    -¿Está él ahí? ¿Puede verlo?
    -No. Pero Merrion acostumbraba sentarse en la cornisa, fuera de esta ventana, cuando llegaban las bombas. Blount, ¿quiere correr las cortinas y encender las luces en todas las habitaciones de este lado? Si Squires se encuentra allí, yo iré a buscarlo.
    -Ese es trabajo mío, Strangeways.
    -Por favor. Yo conozco a Merrion. Tal vez sea necesario mane­jarlo con cuidado.
    -Está bien. Vigile entonces.
    Nigel trepaba ya a la ventana. La cornisa tenía unos dos pies de ancho, pero la oscuridad que la rodeaba la hacía parecer de dos pul­gadas. En el momento que los ojos de Nigel comenzaban a acostum­brarse a la oscuridad -permitiéndole distinguir las luces del tránsito a lo lejos, abajo, en el rincón de la izquierda-, surgió luz en la oficina de Harker Fortescue, formando un hueco resplandeciente que hizo más negra aún la oscuridad que lo rodeaba. Después se encendió la luz de su propia oficina, y luego la de las oficinas de Merrion y de Brian Ingle. La cornisa, iluminada ahora, parecía desierta. Surgieron uno o dos gritos furiosos desde la calle: la gente estaba ya tan acostum­brada a los oscurecimientos que, aunque éstos no eran ya necesarios, todavía protestaban automáticamente al ver luz. Nigel se sintió presa de furiosa ira contra los paseantes.
    -Idiotas -murmuró, y luego, sostenido por su rabia, comenzó a caminar rápidamente sobre la cornisa.
    Si Merrion se encontraba allí, debía estar en el extremo del edificio, donde acababa la cornisa. La luz que surgía de las habitacio­nes deslumbraba a Nigel, entorpeciendo su mirada. La dificultad era casi la misma que cuando estaba todo oscuro. Atravesó los distintos huecos de luz, esperando que Merrion, en caso de estar allí, no se hubiera vuelto loco; y esperando también que estuviera loco, para que sus conjeturas fueran ciertas.
    Una ráfaga de viento sacudió las copas de los árboles en la plaza vecina y pareció castigar la pared del Ministerio, golpeando malvada-mente a Nigel. Pasaba ahora frente a la ventana de Brian Ingle. Allí estaba el final de la cornisa y ninguna figura se encontraba acurruca­da allí: sólo se veía el negro abismo.
    Entonces Nigel percibió, con una mezcla de miedo, alivio, e irri­tación, los blancos nudillos de una mano en el borde de la cornisa. Fue deliberadamente hasta el borde, se arrodilló y miró.
    Vio vuelto hacia él el rostro de Merrion Squires, más semejante que nunca al de un payaso, pálido como si estuviera enharinado. Esta­ba suspendido como sobre un abismo. Abajo, veíanse las luces del tránsito verdes o rojas.
    -Así que está usted ahí -dijo Nigel, como por decir algo.
    -Si intenta tocarme me dejaré caer.
    La acumulada ira de Nigel estalló.
    -Está bien, déjese caer. Rómpase la crisma, no es asunto mío.
    Si hubiera meditado para encontrar una frase apropiada duran­te una hora, no habría podido encontrar una mejor. La mirada salvaje desapareció de los enloquecidos ojos de Merrion. Una especie de re­sentimiento apareció en su lugar.
    -Linda manera de hablar a un viejo amigo -musitó sin aliento.
    -Si no sube usted pronto -exigió Nigel fríamente-, ya no podrá hacerlo.
    -¿A quién le importa que me mate? A usted no.
    -Jimmy ha sido apuñalado y...
    -Sí. Ya lo sé. Con mi cuchillo. ¿Es mejor que dé el salto mortal, verdad?
    -Sería mejor que subiera y me dijera lo que sabe sobre este asunto.
    Los ojos giraron en la blanca cara de payaso: parecían los de un loco.
    -Yo no sé nada, yo...
    -Ésta es la conversación más ridícula que he tenido en mi vida.
    Estoy tomando frío y deseo irme a acostar. Jimmy no está muerto y no morirá. Usted morirá en cambio si permanece ahí más tiempo. Si se suelta tardará quince segundos en llegar a la calle. Permanecerá cons­ciente todo el tiempo, y le parecerá mucho, mucho más de quince se­gundos. Y al caer, es posible que no muera inmediatamente. Hay gente que ha caído de mayores alturas y ha sobrevivido varios días en atroz agonía. ¿Por qué sufrir todo eso cuando ni yo ni la policía estamos se­guros de que sea usted quien ha atacado a Jimmy?
    Merrion Squires, con la cara llena de gotas de sudor, miró a Ni-gel. Finalmente dijo:
    -¿Me jura usted que eso es verdad?
    -Sí.
    -Está bien. Ayúdeme a subir.
    Nigel se tendió sobre la cornisa y cogió las muñecas de Merrion. Los pies de éste comenzaron a arañar la lisa superficie de la pared. Su respiración llegó entre sollozos:
    -¡No puedo! No tengo fuerza. Yo...
    -Haga fuerza, por favor. No sea niño...
    Estas palabras parecieron animar a Merrion. Insultó furiosa­mente a Nigel, hizo un nuevo esfuerzo y surgió del pozo de oscuridad a la iluminada cornisa. Allí perdió ánimo otra vez y volvió a sollozar.
    -¿Está usted pronto ahora? -preguntó Nigel rápidamente-. Te­nemos que regresar a la ventana de Jimmy. Las demás están cerradas por dentro.
    Merrion Squires lo interrumpió curiosamente. -Nigel, usted acaba de hacerme una pregunta...
    -Bueno, ¿está usted pronto? No hay prisa. Tómese tiempo...
    -No me refiero a eso. Usted dijo: "¿Por qué sufrir todo eso?"
    Su cuerpo tembló convulsivamente.
    -Le diré. Porque no lo sé. Porque no sé si yo he apuñalado o no a Jimmy Lake.


    CAPÍTULO VI


    Señor Squires: su opinión, por favor

    -NO IGNORO que las cosas no se presentan bien para mí después de aquella discusión que tuve con el director sobre mis diseños para las carátulas del Pacífico -dijo Merrion Squires.
    -No creo que tuviera usted inevitablemente que matar al jefe porque éste lo reprendió.
    Merrion Squires lanzó a Nigel una de sus miradas, semiprovoca­tivas, casi defensivas.
    -Ah, pero no olvide usted el carácter irlandés. Es un carácter vengativo. Nunca olvida una injuria.
    -Bueno, si tiene usted que confesar algo, espere la llegada del superintendente. Estará aquí inmediatamente.
    Nigel Strangeways se levantó de la mesa sobre la que estaba el desayuno y comenzó a recorrer a grandes pasos la habitación de Me­rrion. Eran las 8.45 de la mañana siguiente a la noche de la agresión a Jimmy Lake. Cuando salieron de la cornisa, Merrion no estaba en es­tado de ser interrogado. Con el consentimiento de Blount, Nigel lo había acompañado de regreso a su alojamiento en un coche de la poli­cía, y había permanecido allí toda la noche. El policía en ropa civil que el superintendente insistió en poner de guardia, fue relevado por otro en cuanto empezaron a desayunar. La búsqueda en el edificio del Mi­nisterio no dio como resultado más que una ventana sin cerrar en la planta baja... que podía o no significar algo. Seguramente la policía es­taba investigando.
    -Debo reconocer que es muy difícil imaginarlo a usted como de­tective -dijo Merrion-. No estoy seguro de no preferirlo en su papel normal... el de serio y justo Jehová de la Unidad Editorial. ¿No en­cuentra usted un poco molesto andar averiguando las vidas de sus vie­jos camaradas?
    -Yo lo prefiero. Y me divierten las averiguaciones. Creo que he nacido curioso. Colecciono fragilidades humanas como Harker colec­ciona... Esto es muy bonito, un trabajo realmente encantador.
    Nigel reparó en un dibujo a lápiz de Merrion, con un aire de ale­gre sorpresa, destinado a ocultar que ya había visto el dibujo esa ma­
    ñana, cuando Merrion dormía mientras él registraba la salita.
    -¿Ha posado para usted la señora Lake? -preguntó.
    -¿Es éste el tipo de fragilidades humanas que usted colecciona? -indagó a su vez Merrion, con voz aguda.
    -¿Por qué está usted tan evasivo? No hay nada malo en hacer el dibujo de la cabeza y de los hombros de una mujer hermosa.
    Después de una pausa, Merrion dijo, de mala gana:
    -Sí, ella posó para mí. No puedo dibujar de memoria.
    -¿La conoce usted bien?
    -Le he hecho un poco la corte, si es eso lo que usted, quiere sa­ber.
    -Eso no me interesa en lo más mínimo, pero ya que se refiere usted a eso...
    -¿En qué otra forma quiere que me interesara una mujer bonita?
    ¿Con qué resultado?
    La elusiva mirada de Merrion Squires pasó de Nigel al retrato que éste sostenía. Parecía meditar si debía ofenderse o no. Después hizo una mueca de exasperación.
    -Nada notable. No la "conseguí", como diría usted. Unos besos. Ella es como un estanque profundo y frío.
    -Un caso de profundidad que encuentra otra profundidad. ¿Quiere usted decir que ella está todavía enamorada de Jimmy?
    -Dudo que ame a nadie más que a sí misma -Merrion hablaba se­riamente ahora-. No, Jimmy era el lánguido y ansioso amante de las dos.
    -Sí, parece que la pobre Nita...
    -¡Nada de pobre Nita! Es en Alice en quien él ha puesto su capi­tal emocional, hijo mío. No se equivoque.
    -Entonces tuvo una extraña manera de demostrarlo -arguyó Ni-gel, verdaderamente sorprendido.
    -Oh, no sea tan ingenuo. Nita era para él un sustituto... un susti­tuto para el calor femenino, la admiración y la ternura que no encon­traba en su casa. Fue muy hábil de parte de ella comprender que era eso lo que Jimmy necesitaba. Pero, naturalmente, no era eso lo que Jimmy deseaba... no en lo más profundo de sí mismo. Y empezaba a
    comprenderlo.
    -¿Él lo deseaba, y no lo deseaba a la vez?
    -Sí, mi inocente amigo. Jimmy no es capaz de sostener una rela­ción honda y emocional. Es el tipo de hombre que, a último momento, detesta verse comprometido. Yo lo sé. Yo también soy así. Y Alice nunca le exigió nada; Alice le dejaba aire para respirar. Por eso afir­mo que Jimmy puso en ella su capital emocional. Empezó relaciones con Nita porque siempre hay dualismo en esas naturalezas. Con una parte suya desea entregarse a alguien... quiere desafiar a su otra mi­tad, que exige. mantener la integridad y no comprometerse. La prime­ra parte de la naturaleza de Jimmy buscó a Nita, que representaba la responsabilidad emocional. Pero su otra parte era siempre más fuerte y lo hacía retroceder. En verdad es raro que Nita durara tanto tiem­po... representa un gran homenaje a esa muchacha, si se piensa en ello.
    -¿Fue Nita quien le dijo todo esto? -preguntó Nigel después de una pausa meditativa.
    -¡Dios mío, no! Me alegra no haber estado jamás en términos tan amistosos con la difunta.
    -¿Se alegra? Usted siempre fue muy duro con ella, ¿verdad?
    -Veía el destino de Jimmy y me decía: "Por la gracia de Dios no está en su lugar el señor Squires".
    -¿Y cómo sabe usted todo esto? ¿Por simple razonamiento?
    -Oh, no -dijo Merrion-, Alice me lo dijo. Me dio la clave, como quien dice -su voz hizo una sorprendente imitación del tono alto y frío de la señora Lake-: "Sé que se arrepentirá. No le agradan las mujeres insistentes. Ella se convertirá en un infierno para él antes de poco tiempo, Merrion".
    Un pensamiento cruzó la mente de Nigel: si la señora Lake y Merrion eran cómplices, ésta podía ser una sutil manera de alejar de ambos las sospechas... es decir, si ellos eran cómplices con respecto a Nita. Por otra parte, ¿si el veneno estaba destinado a Jimmy Lake, por qué reconocía Merrion su amistad con Alice? Pero lo cierto es que si se había hecho un atentado contra Jimmy tan poco tiempo después del envenenamiento, eso probaba que el veneno le estaba también destinado.
    Nigel no tuvo tiempo de seguir su pensamiento porque fue anun­ciado el superintendente Blount. Blount tenía modales oficiales e im­personales esa mañana. Comunicó a Merrion su carácter oficial y le rogó que relatara todos sus pasos en la noche, anterior. Lanzando una rabiosa mirada al sargento, que se había sentado para tomar notas del interrogatorio, Squires comenzó.
    Dijo que el día anterior, poco después de almorzar, había encon­trado sobre su escritorio una nota de Nigel pidiéndole que fuera al Ministerio a las once de la noche para discutir un asunto importante; se le rogaba también que esperara en su oficina la llegada de Nigel. Así lo hizo. Debía de haber llegado pocos minutos después que Nigel y el director suplente bajaron a la cantina. No, al entrar no había visto a otros miembros de la División. Unos diez o quince minutos después... Merrion no estaba muy seguro del tiempo transcurrido... oyó que unos pasos atravesaban junto a su puerta y se dirigían a la escalera. Un po­co después vio, por la banderola de la puerta, que se habían apagado las luces del corredor. Dejó su oficina para averiguar qué ocurría, y le llamó la atención un extraño ruido en la oficina del director. Entró y vio a Jimmy tal como lo había encontrado Nigel, arrodillado junto al escritorio de Nita y con el cuerpo extendido encima. Sobresaliendo de la espalda de Jimmy, Merrion vio su cuchillo, o un cuchillo que se parecía mucho al suyo. Supuso que Jimmy estaba muerto. Se acercó al cuerpo para estar seguro de ello, cuando oyó el ruido del ascensor, que se abría su puerta y que unos pasos avanzaban por el corredor. Se encontró atrapado en la oficina, con un cadáver que tenía clavado su cuchillo. No le quedaba más que saltar por la ventana, cerrarla por fuera y aguardar los acontecimientos en la cornisa.
    -Naturalmente, perdí la cabeza -terminó diciendo-. Si hubiera conservado el juicio habría arrancado el cuchillo y lo habría llevado conmigo.
    -Ha sido una suerte para usted que no lo haya hecho -dijo Nigel; esta frase le valió una furiosa mirada de Blount.
    -Supongo que usted no escribió esa nota al señor Squires ­preguntó el superintendente a Nigel y éste meneó la cabeza-. ¿Qué hizo usted con la nota?
    -La estrujé y la metí en el bolsillo. Aquí está -dijo Merrion Squi­res.
    -¡Ah, escrita a máquina. Veo que tiene sus iniciales, señor Strangeways.
    -Eso es fácil-dijo Nigel, mirando el papel sobre el hombro de Blount-. En el Servicio Civil usamos nuestras iniciales para todo, hasta para firmar el libro de asistencias. Nada es más fácil que falsificar unas iniciales que se ven diariamente en toda clase de papeles.
    Blount hizo repetir su historia a Merrion Squires, haciendo unas preguntas aparentemente inocentes, que hubieran estallado como di­namita en caso de ser fraguada la historia. Pero no logró conmover a Squires. Pese a sus miradas evasivas, que frecuentemente hacían du­dar de la veracidad de Merrion, él parecía estar ahora diciendo la verdad.
    -¿Se sabía generalmente en la División que el señor Lake acos­tumbraba trabajar tarde de noche?
    -No podría decirlo. Yo lo ignoraba. Naturalmente, él lo hacía con frecuencia -repuso Squires.
    -¿Y el director suplente? ¿Comprende usted lo que deseo saber, señor Squires? Tanto si su afirmación es correcta, como si no lo es, tengo que saber cómo el criminal podía tener la certeza de encontrar al señor Lake en su oficina y conocer al mismo tiempo que no habría otra persona en los alrededores.
    -Puedo ayudarlo en eso. No siendo el criminal, como no lo soy -continuó Merrion Squires.
    -Harker, el director suplente, es de costumbres muy regulares. Siempre baja a la cantina alrededor de las once, cuando ha trabajado hasta muy tarde -interrumpió Nigel-. Y probablemente el criminal se había asegurado, de una u otra manera, que Jimmy iba a estar en la oficina. Quizás tenía una cita con él.
    -Si es así, pronto sabremos de quién se trata. Esta tarde iré a ver al señor Lake. El médico dice que ya puede ser interrogado.
    Blount lanzó a Squires una mirada fija.
    -Usted no me intimidará en esa forma -dijo Merrion, ruborizán­dose-. Si apuñalé a Jimmy fue completamente sin pensarlo, se lo ase­guro. Nada estaba más lejos de mi mente cuando llegué al Ministerio anoche.
    Tendió la mano para impedir la pregunta que Blount estaba a punto de formular.
    -Y si se me permite una modesta contribución al humano cono­cimiento, diré que, obviamente, X debió esperar en la Biblioteca Fo­tográfica... cuya puerta enfrenta la antesala de la oficina del direc­tor..., debió aguardar en la oscuridad, con la puerta ligeramente abierta, hasta que vio a Harker salir para su orgía diaria en la cantina; entonces se deslizó en la habitación de Jimmy.
    -Así es, señor Squires. ¿Notó usted la falta de su mameluco blanco cuando llegó anoche a su oficina?
    -No. No me fijé que había desaparecido. Me sentía un poco so­ñador.
    -¿Tan soñador que no recuerda si atacó o no al señor Lake? -Blount lanzó todo su peso e ímpetu detrás de la pregunta, como un jugador de fútbol frente al arco enemigo.
    Merrion Squires permaneció silencioso. Sus ojos recorrieron in­quietos el techo de su habitación, los libros apiñados en los estantes, la guitarra en el rincón, los diseños y acuarelas que decoraban las pa­redes, el piso lleno de revistas, de zapatos y de materiales de pintu­ra, como si buscara consejo o apoyo.
    -Vamos, señor Squires -exigió Blount perentoriamente-, usted dijo anoche al señor Strangeways (debería decir esta mañana) que usted ignoraba si había apuñalado o no al señor Lake. Acaba usted de repetir algo en el mismo sentido. Seguramente está claro para usted que...
    -Está bien, está bien, no proteste. Sí, supongo que es mejor que sepa usted lo peor. ¿Conoce usted por casualidad la palabra "esquizo­frenia", superintendente?
    -La oímos con frecuencia en los tribunales -replicó Blount fría­mente-. Siempre está en labios del abogado defensor.
    -¿Recuerda usted la epidemia de "destrozos" del invierno pasa­do en el Ministerio, Nigel?
    -Sí.
    -Bueno, me ven ustedes convertido en Jack el destripador de los tapados.
    Aquella historia había causado breve sensación en el Ministerio. Varias mujeres encargadas de las noticias, en la División de Propa­ganda Visual encontraron sus tapados en las perchas tajeados de arriba abajo. Este fantástico y malicioso daño fue aún más impopular en un tiempo en que escaseaban los cupones de racionamiento de ro­pa. Se extendió un feo espíritu de sospecha, que llegaba casi al borde del pánico y que casi lo sobrepasó ante el inapropiado comentario de la señorita Finlay: "Un día de éstos habrá alguien dentro del tapado acuchillado". El daño terminó tan brusca y misteriosamente como había empezado; el tapado de la señorita Prince fue el último en ser atacado. No se pudo dar con el criminal. Quince días después hubo un curioso epílogo: cada una de las víctimas encontró sobre su escritorio un sobre conteniendo dinero y cupones para comprar un nuevo tapado.
    Merrion Squires, enfermo de disgusto contra sí mismo, con las manos temblando sobre el respaldo de la silla que ocupaba en su habi­tual postura de horcajadas, revelaba ahora que él había sido el culpa­ble. Pero Merrion no se enteró de haber sido culpable, hasta que otro empleado lo encontró operando, con el cuchillo en la mano.
    -Fue como si hubiera sido sonámbulo, y alguien me hubiera des­pertado. Quiero decir que no tenía idea de lo que estaba haciendo con el cuchillo en la mano. Lo último que recuerdo es haber estado en mi escritorio, trabajando en unos diseños. Pero allí estaba el cuchillo en mi mano, y también el tapado mutilado. Fue un despertar muy des­agradable, puedo asegurarles.
    Merrion añadió que posiblemente la bomba que lo había volteado de la cornisa debía haber creado algo equivalente a un defecto geoló­gico en su inconsciente. Sin embargo, el hecho de haber sido descu­bierto parecía haber restablecido el equilibrio. Por lo menos así espe­raba, ya que no hubo nuevos tapados destrozados... hasta la última noche, cuando reapareció la pesadilla.
    -Puede usted imaginarse lo que siento. Me encontré en la misma habitación. Mirando el mismo cuchillo. Pero esta vez había una perso­na dentro de la chaqueta. Y me sentí somnoliento cuando estaba en mi oficina, esperando que llegara Nigel. ¡Oh Dios, aún no lo sé! ¿Acaso reaparece en mí el señor Hyde?
    Merrion Squires escondió la cabeza entre las manos. El superin­tendente preguntó, con voz más bondadosa que la usada hasta enton­ces:
    -¿Y quién lo descubrió aquella vez? ¿Acaso la señorita Prince?
    -Oh, no. Fue Billson.
    Blount y Nigel cambiaron miradas interrogadoras.
    -¿Billson? Pero yo suponía que es el tipo de hombre que comenta en seguida una cosa así -dijo Blount.
    -También lo creía yo. Pero nuestro Edgar resultó ser un oportu­nista. O muy humano, si prefiere llamarlo así.
    Según Merrion, Billson le prometió que el asunto no seguiría adelante si él devolvía los tapados destrozados. Ofreció dar cupones, si Merrion no tenía bastantes. Billson llevó su bondad al extremo de proponer a Merrion que, si éste le daba el dinero en billetes de una libra, lo pondría en un sobre junto con los cupones sobre el escritorio de las damnificadas, para que todas tuvieran exactamente el precio de costo de un nuevo tapado.
    -¡Dios mío! --exclamó Nigel-. Esto echa nueva luz sobre Billson.
    -Sí, realmente. Me pareció muy esclarecedor. Pero debo decir que, para un entendido en finanzas, su sencilla división del dinero fue un poco errónea.
    -¿Cómo?
    -Me pidió doscientas libras. Cada una de las muchachas encon­tró veinticinco libras en su sobre. Veinticinco libras bastaban para comprar un tapado nuevo. Pero ciento veinticinco libras me parece una comisión demasiado elevada.
    -¡Pero eso fue un verdadero chantaje! -estalló Blount.
    -Claro que lo fue. ¿Pero qué podía yo hacer? Aun cuando yo hubiera estado de acuerdo en dar a conocer la historia de los tapa­dos, no podía acusar a Billson de chantaje. Fue muy hábil de su parte. En verdad creo que soy bastante ingenuo en cierto sentido, pero cuando me pidió las doscientas libras realmente creí que iba a dividir­las entre las tres muchachas... darles más de doble del valor de cada tapado como compensación.
    -Pero... pero el señor Billson es un empleado civil permanente ­dijo Blount.
    -¿Y por lo tanto debe ser incorruptible? Ya lo sé. No puedo es­perar que usted crea mi historia. Y no tengo manera de probarla.
    -¿Ha intentado Billson sacarle a usted dinero desde entonces?
    -En realidad así es. La última semana. Pero no lo consiguió. Súbi­tamente se me ocurrió que, del mismo modo que yo no podía probar que él me hacía chantaje, tampoco él podría probar que era yo el au­tor del destrozo de tapados. De todos modos sería mi palabra contra la suya.
    -¿Podemos volver un momento a los tapados? -preguntó Nigel-. ¿Tiene usted idea de por qué destrozó esos tapados y no otros?
    Las manos de Merrion Squires volvieron a temblar y sus ojos recorrieron inquietamente el cuarto.
    -Usted recuerda que todas las damnificadas eran muchachas bonitas -dijo al fin, formando penosamente las palabras-. ¡Ah, oh, al diablo con ello! Confesémoslo: poco antes había tenido una disputa con Nita: ella me rechazó, como quien dice. Y las otras... -se encogió de hombros significativamente-. ¿Comprende usted -las palabras se pre­cipitaron confusamente ahora-, comprende usted por qué estaba en tal atolladero anoche? Hace un par de días, como usted sabe, Nigel, tuve una discusión con Jimmy...
    Diez minutos después Nigel y Blount marchaban en un automóvil hacia Pinner, donde se encontraba la casa de Edgar Billson. Durante la entrevista con Squires se había formado una idea en la mente de Ni-gel, y deseaba comprobarla.
    -¿Qué opina usted de todo esto? -preguntó.
    -Veamos. Muy turbio. Puede ser verdad. Naturalmente, no po­demos probarlo. Es poco posible que Billson quiera confesar -los ojos de Blount brillaron detrás de los anteojos de aro de acero-. Pero su­pongamos que no sea cierto. Supongamos que no fue Billson sino Nita Prince quien descubrió a Squires en el momento de destrozar su ta­pado. Supongamos que era ella quien lo tenía en su poder... que era Ni­ta quien tal vez le hacía el chantaje. Entonces tendríamos un posible motivo para asesinar a la señorita Prince. Y no sería extraño que Squires haya descubierto después que ella había revelado su secreto al director. Por lo tanto, el señor Lake tenía que desaparecer tam­bién. Si esto fuera verdad, toda la historia de Squires sería un inge­nioso plan para distraer nuestra atención del área de peligro... de su motivo oculto para envenenar a la muchacha.
    -Esto parece bastante acertado. Y debo reconocer que, antes de su llegada él estuvo diciendo cosas que hacían recaer las sospe­chas de la muerte de Nita en otra persona.
    Nigel hizo a Blount un resumen de la conversación.
    -Pero -prosiguió- si Merrion es el asesino, ¿por qué, por qué, por qué ha confesado haber tenido una disputa con Nita antes del inci­dente del último tapado? El resto de su confesión tendía a aislar el ataque a Jimmy... ya fuera él culpable o no lo fuera. Pero en cuanto Merrion ha confesado por propia voluntad que su disputa con Nita... (que ella hubiera rechazado sus avances) puede haber sido un motivo inconsciente para destrozar su tapado... entonces se mete directa­mente en lo que llamaremos el área peligrosa: entonces une el ataque a Jimmy con el asesinato de Nita.
    -Creo que es un poco escurridizo el señor Squires. No me gustan sus ojos. Nunca mira de frente.
    -Bueno, podemos decir una cosa en su favor: los envenenadores siempre usan la misma arma.
    -Pero este caso es diferente. No había más que un tubo de ve­neno. Proporcionado gratis y libremente por ese atolondrado de Ken­nington. Estaba a mano. Como estaba a mano anoche el cuchillo de Squires. y puede usted decir que Squires estuvo bastante hábil al hablamos de esquizofrenia. Y se podría argumentar que, habiendo si­do verdadera víctima de la esquizofrenia cuando destrozó los tapa­dos, podía emplear el mismo método con el señor Lake, en la seguri­dad de que, en caso de ser descubierto, la defensa estaba ya esta­blecida.
    -¿Por qué no empleó entonces el mismo método con Nita? A pro­pósito, hablando de tubos de veneno -murmuró Nigel-, he visto que tiene usted un nuevo sargento.
    Blount pareció muy contrariado.
    -Sí. El sargento Messer volverá a usar uniforme.
    No me agradan los descuidos.
    -¿No registró bien?
    -No revisó cuidadosamente algunos de los posibles escondites... escondites personales -repuso Blount gentilmente.
    -Pero diablos, estábamos todos en el cuarto. Ninguno estaba desvestido. ¿Cómo podía nadie esconder en esa forma un objeto?
    -Así razonó Messer. Pero no era asunto suyo razonar. De cual­quier modo no es necesario desnudarse para meterse algo en la boca.
    -Seguramente nadie iba a ser tan loco como para meterse el tu­bo del veneno en la boca. Podían haber quedado algunas gotas de ve­neno. De todos modos los vapores...
    -Eso es muy cierto. De todos modos, Messer no desempeñó bien su cometido.
    -¿Y qué tal hizo el registro la mujer?
    -Se portó bien.
    -¡Ah! Pero no logro comprender cómo el asesino se ocupó de hacer desaparecer el tubo del veneno, habiendo tanto peligro de ser descubierto, cuando necesitaba solamente dejarlo caer en el suelo o...
    -Tal vez tuvo miedo de haber dejado impresiones digitales.
    -¿En un objeto tan pequeño?
    -Se ha probado la identidad de un criminal por un mero frag­mento de impresión digital, gracias a la fotografía al microscopio. Pe­ro tal vez nuestros sospechosos ignoren esto... después de todo, no son sino simples aficionados.
    -Todos menos uno, Blount -dijo Nigel lentamente-. Creo que Charles Kennington no ignora nada de... escondrijos. Y subterfugios. Y de echar tierra a los ojos. Debemos recordar que capturó a Stultz.
    -Es inútil que nos demos la cabeza contra la pared. Cuando lle­guemos a casa de Billson propongo que...
    El superintendente detalló su plan.
    La señora Billson barría el suelo de la sala cuando sonó el tim­bre. Observó por la mirilla de la puerta, retirando la cortina de muse­lina. Un señor gordo, de lentes, con galera y traje azul; un caballero alto, sin sombrero, de cabello rojizo. No podían ser corredores... los corredores no andan nunca en pareja. Rápidamente se quitó su delan­tal floreado, lo metió detrás del sofá, se alisó los revueltos cabellos grises y se dirigió a la puerta. Debía enfrentarlos. Si no lo hacía aho­ra debería hacerlo más tarde. Se preguntó distraídamente si había que convidar con algo a los cobradores o deudores que iban a una ca­sa.
    -Buenos días, señores. Si vienen ustedes por la cuenta de Shoolbridge, les aseguro que el señor Billson les enviará un cheque lo antes posible.
    -Supongo, señora, que está usted equivocada. Soy oficial de po­licía y quisiera hablar unas palabras con usted. ¿Podemos entrar? -Blount tendió su tarjeta oficial.
    La señora Billson apenas la miró. "¡Oh, Dios mío, pensó, he hablado con precipitación y Edgar se pondrá furioso! ¿Para qué he hablado?"
    -Naturalmente. Pasen, por favor. Disculpen el desorden. Hoy en día no es posible conseguir una mucama -dijo, con acento tan refinado que hizo crispar a Nigel.
    -Se trata de un asunto grave, señora... gracias, permaneceré de pie... pero espero que usted logrará aclararlo satisfactoriamente.
    -Puedo asegurarles que...
    Blount tendió una mano que pareció inmensa como la condenación eterna a la alarmada mujer.
    -Permítame: la última noche prendimos a un ratero. Encontra­mos en su poder, entre otras cosas, una cartera que suponemos per­tenece a su marido. El hombre reconoció que acababa de robarla y...
    -¡Dios mío, Edgar no me dijo nada...!
    -Ahora, ha llegado a mi conocimiento que anoche, muy tarde, un oficial del Ministerio de Moral llamó a esta casa, y se le dijo que su marido había permanecido toda la noche sin salir de aquí. Usted com­prende, señora, que esto pone a la policía en una situación difícil. De­searíamos devolver la cartera al señor Billson. Por otra parte, ¿cómo puede la cartera haber sido robada si él permaneció aquí toda la no­che?
    -¡Ah, puedo explicar eso! Edgar... el señor Billson, quiero decir, no desea que la gente del Ministerio sepa que él va a...
    -Alguna escapada ocasional a las carreras de perros, ¿eh? -Blount sonreía como un tiburón satisfecho--. Muy comprensible. Na­turalmente, hay que ser cuidadoso cuando se está en el Servicio Civil. Por lo tanto él le pidió que dijera que había estado toda la noche en casa si alguien llamaba. ¿Había él regresado ya cuando telefoneó el señor Fortescue?
    -No, regresó una media hora después. En el camino se detuvo en casa de unos amigos.
    -Bien, bien. Me alegro de haber aclarado eso. No es conveniente perder carteras estos días, ¿eh? A propósito, ¿en qué estadio esta­ba?
    -Dijo que iba a Harringay.
    -Espero que le haya ido bien.
    -No pudo decírmelo. Yo estaba acostada cuando regresó. Tene­mos... este... cuartos separados. Y esta mañana fue al trabajo sin to­car el desayuno; apenas pude cambiar una palabra con él.
    -Espero, por usted, que no nos equivoquemos acerca de Billson ­dijo Nigel, mientras el coche de la policía marchaba hacia el centro de Londres-. De lo contrario él protestará horriblemente por la en­trevista que hemos tenido con su mujer.
    -Déjelo hacer. ¿Se fijó usted, Strangeways, que la mujer nos tomó al principio por oficiales de la justicia? Todo está de acuerdo.
    -Sí. y todo esto parece fortalecer la historia de Merrion. Si Billson ha jugado más de la cuenta y se ha endeudado, esto explicaría por qué tomó las 125 libras de Merrion, en lugar de delatarlo a las au­toridades. Indudablemente algún amigo un poco turbio le consiguió los cupones extras en el mercado negro. Anima mi espíritu la idea de que el correcto Billson vive una doble vida.
    Blount parecía preocupado.
    -Pero esto no explicaría su tentativa de asesinar al señor Lake.
    -¿Cree usted que él es culpable?
    -No tengo mentalidad estrecha. Todavía necesitamos más hechos. Pero puedo asegurarle esto: si el señor Squires dice la ver­dad, el hombre con más posibilidades de atacar al señor Lake es el hombre que sabía que Squires estaba detrás del asunto de los tapa­dos y que, por lo tanto, podría utilizar el mameluco y el cuchillo de Squires para inculparlo. Pero, ¿por qué trataría Billson de matar al señor Lake? Supongamos que Lake hubiera averiguado sus deudas y su afición a las carreras de perros... esto no es bastante para matar a un hombre, ni siquiera para un empleado del Servicio Civil. Y de todos modos eso no lo libraría de sus acreedores.
    -Blount, tengo una idea. Hace un tiempo que me da vueltas en la cabeza. Escuche.
    Mientras Nigel exponía su teoría, la cara del superintendente se fue iluminando tan intensamente como un amanecer cinematográfico en tecncolor. En un momento hasta llegó a quitarse la galera para gol­pear su cabeza calva; esta vez el gesto significó excitación y no per­plejidad.
    -¡Ah, bueno, bueno! Es muy interesante, muy sugestivo. Espere­mos que el señor Lake se encuentre en estado de corroborarlo. Su­pongamos que lo haga...
    Comenzaron a trazar planes. El conocimiento interno que tenía Nigel del Ministerio demostró ser muy útil. Se convino en no interro­gar sobre los acontecimientos de la noche última, fuera del interro­gatorio rutinario de Blount sobre los movimientos de cada uno de los sospechosos, con el firme propósito de que confirmaran las coartadas que los llamados telefónicos de Fortescue les habían proporcionado. Era difícil el problema de acallar las sospechas de Billson. Se decidió que Blount tomaría la ofensiva contra la coartada de la noche última, porque la mujer de Billson seguramente informaría a su marido tele­fónicamente sobre la visita de la policía. Billson, entonces, quizá re­trocedería hasta su segunda línea de defensa... diría que había estado en un estadio. Tras la comprobación de práctica, Blount parecería aceptar esta coartada. Si Billson conservaba algunas dudas, éstas desaparecerían por lo que iba a ocurrir más tarde.
    Al llegar al Ministerio, Nigel se dirigió directamente a la oficina del director suplente. Vio a un policía sólidamente sentado a la puerta de la oficina de Harker Fortescue, provocando las risas y las miradas de las mecanógrafas de la antesala. Nigel pidió a éste que despachara a su secretaria por cinco o diez minutos: quería hablar unas palabras a solas. Cuando la secretaria se fue, Nigel se echó hacia atrás en el sillón y comenzó:
    -Harker, necesitamos su colaboración. Debe usted pedir una reunión de emergencia esta tarde. No parecerá extraño, estando Jimmy fuera de combate, debiendo organizarse el trabajo y demás.
    -Para no hablar del jefe de la Sección Editorial, que anda con policías cuando... -Está con las manos en la masa, para prevenir dificultades. Ya lo sé. En el curso de la reunión usted deberá decir dos cosas. Primero: que se hará una detención en cualquier momento por tentativa de asesina­to al director; añadirá que el superintendente le ha dicho que, inme­diatamente de esto, la policía abandonará el edificio y que, por lo tan­to, podrán continuar el trabajo.
    -¿Es esto verdad?
    -En cierto modo. La segunda cosa y usted deberá autorizarla, es hacer mañana por la mañana un examen de los archivos fotográficos
    Q.
    Los fríos ojos de pescado de Harker Fortescue brillaron con al­go que parecía animación. Se acarició la barbilla. Abrió un cajón, sacó un paquete de cigarrillos, ofreció uno a Nigel y encendió el suyo. O más bien trató de encenderlo; pero el encendedor no funcionó y al fi­nal Nigel tuvo que darle un fósforo.
    -¿Para qué todo esto? -preguntó-. ¿Alguna de sus sutiles manio­bras?
    -Sí y no. Pero, lo antes posible, debemos revisar los archivos Q.
    -¡Pero demonios, no ahora! La División cuenta con poca gente. Y
    si esta tarde encarcela usted a uno de nosotros por... -Usted deberá únicamente anunciar la revisación. En seguida. Es posible que baste con un examen superficial.
    El director suplente miró a Nigel pensativamente.
    -Oh, ¿se trata de eso? Bueno, les deseo buena suerte. ¿Conoce usted el archivo secreto PHQ que preocupaba a Jimmy? Todavía no han dado con él. Y contiene la lista completa, la única lista completa, de las fotografías sin revelar QW. No podrán controlar nada sin ese archivo.
    -Sí. Ya lo sé. Usted deberá decir que el archivo ha sido encon­trado.
    Viendo que Harker parecía aún con pocos deseos de colaborar, Nigel añadió:
    -Veremos a Jimmy esta mañana temprano. Si es necesario le pediré que le ordene a usted controlar los archivos Q mañana por la mañana.
    -Mi querido Nigel, no es necesario saltar sobre mí en esta for­ma. Naturalmente, lo anunciaré. Sin embargo me alegraría recibir una notita de Jimmy. ¿Debo entender, por lo tanto, que él está mejoran­do?
    -Sí.
    Jimmy Lake yacía en la cama, con el hombro completamente vendado, el rostro aún tan pálido como las vendas, pero evidentemen­te en posesión de todas sus facultades cuando Blount y Nigel llegaron a su casa. La enfermera dijo que podían conversar con él un cuarto de hora y dejó la habitación dirigiendo una rápida mirada a su reloj. Ali­ce Lake estaba sentada junto a la cama. Blount pidió al director que le contara lo sucedido la noche anterior. Jimmy aseguró que no tenía cita con nadie en esa ocasión. Cuando la puerta se abrió él no había mirado inmediatamente (esto Nigel lo pudo imaginar fácilmente: cuando Jimmy estaba concentrado en su trabajo, podía cualquiera en­trar en la habitación, sentarse y encender un cigarrillo, antes de que él levantara la vista). Inmediatamente, dijo Jimmy, se apagaron las luces. Permaneció inmóvil unos instantes, creyendo que se trataba de Harker regresando de la cantina. Dijo algo como: "Encienda las luces, tonto". Nada ocurrió. Entonces él se levantó y fue hacia el botón eléctrico. Sí, supuso que había alguien en el cuarto, pero todavía cre­yó que se trataba de Harker. Cuando estuvo cerca de la puerta, sintió que una mano se posaba en su hombro por detrás. Entonces llegó el golpe, que lo tendió en el suelo. Vagamente sintió que alguien salía de la habitación, cerrando la puerta detrás de sí. No gritó por miedo a que volviera su asaltante, pero se arrastró hasta la puerta, encendió la luz y, antes de desmayarse, tuvo tiempo de llamar a Harker por teléfono.
    Todo esto parecía estar de acuerdo con la reconstrucción de Nigel. Pero las siguientes preguntas de Blount revelaron que Jimmy no podía dar ningún detalle sobre la identidad de su asaltante. Y des­pués estaba la idea terrible, el hecho inesperado de que no había da­do cita a nadie esa noche. ¿Cómo pudo saber el atacante que él iba a estar allí? Esto podía contestarse fácilmente. Ambos, Brian Ingle y Edgar Billson, le habían telefoneado por la tarde, pidiendo verlo por unos trabajos que querían someter a su aprobación. Les había dicho que todavía no se había ocupado de ellos pero que esperaba estudiar­los esa noche y que, posiblemente, estarían prontos a la mañana.
    Nigel estudió la cara del director mientras éste hablaba. Jimmy Lake parecía inocente, indefenso, irresponsable, como todo enfermo. La hermosa cabeza cuadrada; la voz débil y mesurada; el gesto habi­tual de pasar la lengua por el interior de los labios, como si esto pu­diera ayudado a hablar: nada de eso había cambiado. Sin embargo, Nigel creyó percibir ansiedad en el fondo. Oscuramente sintió que Jimmy Lake trataba de encontrar las implicaciones posibles en las pa­labras del superintendente, mientras que, al mismo tiempo, las con­testaba directamente. De vez en cuando los ojos de Jimmy se volvían hacia su esposa: entonces aparecía en ellos una ansiedad diferente. Era como si estuviera en sueños, tanteando el camino para llegar has­ta ella y sin poder alcanzada, pensó Nigel. Por su parte, Alice Lake parecía fría y tranquila como siempre. El estado de su marido, tan frágil y conmovedor, no modificaba su aire de lejanía. Se sentaba jun­to a la cama de Jimmy más como enfermera que como esposa. Cuando éste le tendió la mano derecha afectuosamente, Nigel casi creyó que Alice iba a tomarle el pulso.
    Blount preguntaba ahora sobre el archivo desaparecido. Nigel había explicado al superintendente el procedimiento general en los archivos PHQ. Durante la guerra invadían el Ministerio fotografías de todos los teatros de operaciones, internos y externos. Cada fotogra­fía era entregada al censor correspondiente, naval, militar o aéreo y, si era necesario, a los tres censores a la vez. Todas las fotografías que habían pasado por la censura eran archivadas y ordenadas bajo título en la Biblioteca Fotográfica, desde donde podían pasar a la prensa o eran usadas para la producción del Ministerio. Cada fotogra­fía detenida por los censores era colocada aparte, con el negativo, en una sección especial de la biblioteca. Estas fotografías detenidas, o "envasadas", como decían ellos, pertenecían a los archivos PHQ. Cada uno de éstos contenía una lista de las fotografías numeradas, nom­bradas y designadas en los números del Departamento Q, donde los negativos y los impresos se ponían aparte, junto con una breve nota sobre el asunto, fecha de recepción, fecha de censura, etcétera, y cualquier correspondencia interna sobre ellas. Tales fotografías habían sido censuradas por motivos de seguridad: era posible que al­guna informara sobre la posición de una bomba sin estallar en Lon­dres, del daño causado por un bombardeo, del número de un barco o de una División, o mostrara el funcionamiento de algún aparato secre­to, como el radar.
    Sucedía a veces que las fotografías archivadas eran más dramá­ticas, o de mejor calidad que las entregadas para propósitos publici­tarios. Y también podía suceder que la razón original que exigió que fueran archivadas, ya no fuera válida. Por eso, la Unidad Editorial de Nigel tenía la costumbre, cuando buscaba material fotográfico para una nueva producción, de examinar los archivos Q, en busca de foto­grafías notables. Si encontraba una muy buena, volvía a enviarla a la censura. Un año atrás, recorriendo los archivos Q, Nigel hizo una no­ta para una muy sensacional: Q5339, tomada en el Pacífico. Cuando recientemente había vuelto a trabajar en una nueva producción en las series del Pacífico, la había recordado y había hecho pasar una orden para seis impresiones en bruto, con la esperanza de que los censores permitieran usarla ahora. Esa fotografía había provocado su disputa con Billson en la mañana de la muerte de Nita Prince.
    Nigel comprendía penosamente que, si el Archivo Secreto co­rrespondiente a cualquier grupo de fotografías "envasadas" faltaba, sería extremadamente difícil, ya que no imposible, controlar los origi­nales. Verdad era que cada grupo de impresos estaba numerado en serie. Pero, con mucha frecuencia, una de las fotografías impresas demostraba ser peligrosamente reveladora hasta para estar encerra­da en los archivos secretos del Departamento Q, y el censor pedía entonces que fuera destruida, junto con el negativo. Por lo tanto, fal­tando el importante archivo Q, sería muy difícil probar que una foto­grafía dada no había sido destruida; y si Nigel no hubiera tomado no­ta de la Q5339, nada indicaría que ésa y su negativo existieron un año atrás y que, por lo tanto, no había sido destruida por pedido oficial.
    Se supo que Nigel no fue el único en preocuparse por este asun­to. El día de la muerte de Nita Prince, el archivo PHQ14/150 había sido enviado al director desde el Registro, pero el archivo nunca llegó a poder de Jimmy. Él lo había solicitado esa mañana, pues quería dis­cutir con Merrion Squires algunos cambios en el diagrama para las operaciones del Pacífico, y suponía que la lista de fotografías "enva­sadas" en el archivo podía darle algunas ideas sobre el nuevo material. El oficial de investigaciones del Ministerio había seguido el rastro del archivo hasta la bandeja de papeles en la antesala de la oficina del director. Un mensajero lo había colocado allí... Lo recordaba por el sello rojo del sobre, poco antes de las once, cuando los empleados más importantes de la División estaban reunidos en la oficina del di­rector para recibir a Charles Kennington. A partir de entonces, el ar­chivo había desaparecido. Era poco probable que hubiera sido retira­do después que todos estuvieron reunidos, porque una mecanógrafa había permanecido en la antesala toda la mañana, y ella aseguraba firmemente que hubiera visto si alguien se hubiera acercado a la ban­deja. Pero, poco después de las once, la mecanógrafa había dejado la antesala por un período de cinco minutos.
    Jimmy Lake había estado demasiado preocupado el resto del día para sacar conclusiones. A la mañana siguiente, sin embargo, recordó que Charles Kennington había pedido a Nita que invitara a Edgar Bill­son a la reunión. Esto había ocurrido poco después de las once, cuando los demás ya se habían reunido en la oficina de Jimmy. Teóricamente era posible que Billson hubiera tomado el archivo de la bandeja y lo hubiera ocultado en su oficina sin ser visto antes de ir a la reunión. Por sugestión de Jimmy, el oficial de investigaciones había hecho cui­dadosas averiguaciones en la División, con intención de probar esa teoría el día anterior... es decir, el día en que el director fue atacado. Jimmy recordaba, al igual que Nigel, cómo, menos de una hora antes de la muerte de Nita, había pedido a ella que llamara a Billson, dicién­dole que debía entregar en las próximas veinticuatro horas las foto­grafías Q.W., pedidas por la Unidad Editorial, sobre las cuales Billson se mostraba tan extrañamente evasivo. ¿Todo esto formaría parte de la misma trama?, se preguntaba el director. ¿Acaso Billson había per­dido los negativos en cuestión? ¿O estaban estropeados? ¿Cómo podía explicarse de otra manera la dificultad que ponía en entregar las fo­tografías o la desaparición del archivo PHQ... suponiendo que fuera realmente él quien lo hizo desaparecer?
    Jimmy estuvo de acuerdo en que todos los archivos Q debían ser examinados a la mañana siguiente, y garabateó una nota al direc­tor suplente dándole instrucciones al respecto. Firmó con sus inicia­les.
    -Ahora, señor Lake -dijo Blount-, su enfermera nos echará de aquí en cualquier momento. Pero debo hacerle todavía una pregunta. Usted habla de esas fotografías como si estuvieran perdidas o estro­peadas. ¿No ve usted ninguna. otra posibilidad?
    Jimmy frunció el entrecejo. Una expresión de angustia invadió su rostro.
    -No creo que ningún miembro de mi División...
    -Es muy doloroso para usted, señor. No crea que no lo compren­do. Pero esas fotografías, o sus negativos, pueden ser de inestimable valor para una potencia enemiga. Y... supongamos que el veneno que tomó la señorita Prince estaba destinado para usted, como lo estaba indudablemente la puñalada... ¿Ve usted ahora el motivo?.. Un hombre puede llegar a cualquier extremo para protegerse contra una acusa­ción de alta traición, señor Lake.


    CAPÍTULO VII

    Del señor Billson al director suplente
    LA REUNIÓN solicitada estaba en su punto culminante. Sentado al escritorio, el director suplente deslizó el dedo hasta el próximo ren­glón en la planilla de producción.
    -Este trabajo parece irrealizable -dijo-. Fui al Estudio el 20 del mes pasado, y todavía no ha sido aprobado el diagrama. Es escandalo­so. ¿Qué ha pasado, Merrion?
    -Al director no le agradaron dos de mis diagramas -respondió Merrion Squires, sentado muy erguido en su silla a horcajadas y con­templando a Harker pensativamente por encima del respaldo-. Por eso me devolvió el trabajo, y he procurado encontrar otras fotografías.
    -Es absolutamente escandaloso. Se trata de un trabajo habi­tual... no ofrece dificultades técnicas. El Almirantazgo está clamando por él. Y me habla usted de nuevas fotografías. ¿Qué pasa con los tí­tulos?
    -Oh, están hechos -tartamudeó Brian Ingle ansiosamente-. Y Nigel los ha pasado ya. Quiero decir, ha pasado todos menos dos.
    -¿Y las finanzas?
    -Eso está arreglado -afirmó el señor Oddie, que era el oficial responsable de los gastos de impresión.
    -Bueno, parece que sólo hay un inconveniente. En la Unidad de Trabajo de Arte. Veamos: se ha fijado la entrega para el 31 de agos­to. Y estamos... ¡Dios mío, tenemos que apresurarnos! El Control ha dado prioridad a este trabajo, y debe ser entregado conforme se prometió. Esto es básico. Nigel, usted deberá apresurar el trabajo en cada estadio -se dirigió a la figura aparentemente inconsciente en el profundo sillón de cuero, con la señorita Finlay tomando ansiosamente notas a su lado.
    -Nos hemos visto detenidos en la Biblioteca Fotográfica. Hace cuestión de una semana ordené nuevas fotografías para Merrion. Una de ellas, en los archivos Q, no ha sido entregada aún. Sospecho que las empleadas de Billson la han perdido.
    -Debo protestar ante esto -dijo Billson fríamente, mientras en su pastosa cara aparecía una expresión no desconocida para sus cole­gas-. He discutido con el señor Strangeways sobre la necesidad de suministrar seis copias de la fotografía en cuestión. Es por principio. El señor Strangeways no parece haber comprendido, después de cinco años de experiencia en los procedimientos del Servicio Civil, la nece­sidad de hacer economías. Yo soy responsable ante el Tesoro por...
    -Sí, ya sabemos todo eso -interrumpió Harker Fortescue-. Tam­bién sé que se trata de un trabajo apurado y el presupuesto no per­derá el equilibrio si se hacen unas pocas copias más de fotografías. ¿Para qué las quería usted, Nigel?
    -Para someterlas simultáneamente a los tres censores.
    -Está bien. Billson: que se las entreguen con toda rapidez.
    -El mayor está actuando -murmuró Merrion Squires, en voz bas­tante alta.
    Edgar Billson lanzó una curiosa mirada al director suplente.
    -¿Son ésas sus instrucciones definitivas? ¿Seis copias de la Q5339 -en el fondo de su voz había algo que Nigel no logró interpre­tar
    -Sí -murmuró Harker Fortescue-. Y a propósito de los archivos
    Q: serán controlados mañana por la mañana, Billson.
    -Ah, temo que eso no sea posible. Varios empleados míos están con permiso y yo no puedo perder tiempo en controles rutinarios -la blanca cara de Billson parecía tan obstinada como una masa de harina que rehúsa elevarse.
    -Lo siento -dijo Harker-. He recibido una nota del director dan­do firmes instrucciones. ¿Quiere verla?
    Tendió el papel a Billson, quien se sacó los anteojos y los limpió antes de leer.
    -No puedo aceptar esto -dijo al fin-. Dirigiré al director un pe­dido de demora, con el pretexto de... carencia de facilidades buro­cráticas.
    -¡Oh, Dios, hemos terminado! -murmuró otra vez teatralmente Merrion.
    -Lo lamento. Tenemos que hacerlo -insistió el director suplente con frialdad-. Por lo tanto terminemos de una vez. A propósito, el ar­chivo PHQ, que faltaba, ha aparecido. Y no se trata de un control ru­tinario, Billson. Entiendo que estará presente un representante del Ministerio.
    Nigel abrió mucho los ojos. No esperaba que Harker tendiera allí el anzuelo, pero viendo la consternación en la cara de Billson, se alegró de ello. Un murmullo de interés y de sorpresa comenzó a oírse en la habitación, pero el rumor fue pronto silenciado por las palabras de Harker:
    -Bueno, esto es todo, en lo que se refiere a la planilla de pro­ducción. Ahora veremos la planilla de comisiones pendientes. ¿Dónde está mi página, muchacha? -preguntó a su secretaria, que estaba sen­tada en el extremo de la mesa. Mientras ella sacaba la página de una carpeta, Harker prosiguió:
    -Comisiones pendientes. Sí, temo que en ausencia del director (ustedes se alegrarán de saber que él está fuera de peligro, aunque no podrá regresar aquí en una o dos semanas), tendremos que volver a distribuir el trabajo. Y hay otra cosa. La policía me ha informado que, de un momento a otro, hará una detención por la tentativa de asesi­nato a Jimmy. Esperemos -dijo Harker sombríamente- que no se tra­te de ninguno de nosotros. Si así lo hacen, contaremos todavía con menos gente. Por otra parte, el superintendente ha prometido retirar a sus hombres del edificio en cuanto se haya efectuado la misma. Por lo tanto, aquellos de nosotros destinados a quedar aquí podremos continuar tranquilamente con nuestro trabajo.
    Hubo un significativo silencio en la habitación. Finalmente Brian Ingle interrogó:
    -¿Esto quiere decir que... que el asesinato de Nita se aclarará al mismo tiempo? Quiero decir: ¿se trata en ambos casos de la misma persona?
    -No podría decirlo. No disfruto hasta tal punto de la confianza de la policía. Ahora veamos el número 368 en la planilla -apuntó Har­ker, en el tono de quien anuncia el número de un himno en la iglesia.
    -Guíanos, Padre Celestial, guíanos -murmuró Merrion Squires.
    La reunión comenzó a discutir trabajos comisionados por otros departamentos, que no estaban aún en estado de producción. Se ocu­paban de esto cuando, unos diez minutos después, entró el superin­tendente Blount, seguido por un sargento uniformado. Avanzó formi­dablemente hasta el escritorio de Harker, se inclinó y murmuró algu­nas palabras a su oído. Todos vieron que Harker hacía una señal afir­mativa con la cabeza. Blount se volvió a los demás.
    -Le ruego que me siga, señor Squires -dijo.
    Vigilando a Edgar Billson a hurtadillas, Nigel vio que el cuerpo de éste perdía tensión, mientras su frente se llenaba de gotas de su­dor. Nadie habló. Podían haber sido convidados en la fiesta en que Perseo arrojó la cabeza de la Gorgona. Merrion Squires lanzó una mi­rada de infinito reproche a Nigel; luego, sin decir una palabra, marchó hacia la puerta, entre Blount y el sargento.
    El director suplente miró interrogativamente a Nigel.
    -Sí -contestó Nigel-, temo que así sea.
    -Señores y señoras, creo que es mejor dar por terminada esta reunión -expresó Harker.
    Al salir, Nigel miró a su alrededor. El director suplente tenía la cabeza oculta entre las manos...
    Cinco horas más tarde, a las diez de la noche, Blount y Nigel es­taban sentados en la oficina de este último, en el Ministerio. Estaban sentados en la oscuridad y hablaban entre murmullos. Blount se había quitado el disfraz que usara para entrar al Ministerio sin ser recono­cido por nadie que pudiera estar en acecho. La puerta estaba ligera­mente abierta, de manera que podían oír cualquier rumor de pasos que atravesaran el corredor en dirección a la Biblioteca Fotográfica.
    Sonó el teléfono. Blount tomó el receptor, escuchó un momento y dijo:
    -Está bien.
    -Es mi hombre -anunció a Nigel-. Billson ha salido de su casa en un auto.
    -Esperemos que no se ausente a Dublín o a alguna otra parte.
    -No tema. Tengo allí una patrulla móvil. Ahora estarán siguién­dolo. Si intenta escaparse, lo atraparemos. Si viene aquí, lo atrapare­mos también. Está en un atolladero.
    -Eso mismo le dijo Harker no hace mucho. Es curioso cómo se toman las cosas metafóricamente hoy en día. Cuando la señorita Fin­lay oyó que Harker le decía que, por él, podía irse con los perros, nun­ca pensé en el sentido literal de la frase. Además Harker debía cono­cer la pasión de Billson por el juego.
    -Ah, todo comenzó así indudablemente. Billson se endeudó se­riamente y uno de sus amigos carreristas era un pillo... estaba en con­tacto con agentes enemigos, y Billson comenzó a vender copias de las fotografías secretas de usted. Sospecho que, accidentalmente, él destruyó el negativo de la que usted buscaba mientras hacía una co­pia. Posiblemente de otras también: no es tan tonto como para entre­gar los negativos a los alemanes, cuando sabe que pueden reclamárse­los aquí en cualquier momento. Bueno, ya averiguaremos todo por él.
    -Si no se ha alarmado.
    -No creo eso. Nuestra pequeña representación de esta tarde estaba destinada a tranquilizarlo.
    -¿Y nuestra visita a su casa esta mañana? -Oh, ya he hablado con él más temprano sobre eso. Tal como lo esperaba, él ha dicho lo mismo que su mujer. Dijo que anoche había estado en el estadio, y que quería ocultar eso en el Ministerio. Me dio los nombres de uno o dos testigos. Indudablemente fue temprano al estadio, y después se reti­ró. Pretendí creerle. Dije que, naturalmente, tendría que verificar su historia. Me disculpé por la historia que había contado a su mujer so­bre la cartera... ah, el individuo tuvo la audacia de decirme que tenía intenciones de pedir una investigación oficial sobre mis métodos. Tie­ne carácter debajo de esa cara de cartón.
    -Bueno, me pregunto de qué le servirá ese carácter esta noche. Si viene.
    -Tratará de arreglar esos archivos Q, para que el delegado del Ministerio no encuentre nada.
    El teléfono sonó otra vez. Era la patrulla móvil que seguía a Bill­son, para decir que éste se había detenido en casa de un tal Solly Hawks. Solly, explicó Blount a Nigel, era un sujeto sospechoso, bien conocido de la policía, que había sido dirigente de una banda carreris­ta; había cumplido una condena por dañar gravemente a un taquillero, y se le suponía ahora mezclado en actividades del mercado negro.
    -¡Qué amistades excesivamente bajas tiene nuestro Edgar! -dijo Nigel. Casi en seguida añadió-: Hay una cosa que me intriga, Blount. Ese archivo secreto.
    Los archivos secretos siempre circulan bajo cubierta, quiero decir, en un sobre con sello rojo. ¿Cómo demonios podía saber Billson que el sobre en la bandeja del escritorio de Jimmy contenía el archi­vo que él quería hacer desaparecer?
    -Sí, ya pensé en eso esta tarde, cuando conversaba con el oficial de investigaciones. En verdad me dijo que nadie había reclamado el archivo ese día, lo que es un poco extraño.
    -Así es -dijo Nigel-. La única manera en que Billson pudo haber sabido que el archivo era enviado al director, era llamando al Registro para preguntar.
    -¡Oh, bueno, indudablemente todo se aclarará! -dijo Blount.
    Ambos continuaron conversando en voz baja en la oscuridad. Ni-gel sintió que sus nervios se apretaban. El momento se acerca. ¿Daría resultado la trampa tendida? De todos modos, si Billson caía en ella, no escaparía como la noche anterior: las salidas del Ministerio esta­ban todas vigiladas esta vez... Blount se había encargado de ello.
    De pronto, en un abrir y cerrar de ojos, se apagaron las luces del corredor. Alguien había subido las escaleras en siniestro silencio. Blount estaba junto a la puerta abierta. Nigel pudo oír un débil rumor de pasos afuera, junto a la puerta. Y entonces sucedió la primera cosa inesperada de aquella noche tan sorprendente.
    Se abrió una puerta en el extremo del corredor y oyeron que alguien se movía, no en la Biblioteca Fotográfica, sino en la oficina del director suplente. Siguió un ruido como de un cajón que se abre.
    -¿Ha visto usted quién era? -preguntó Nigel en el oído de Blount.
    -No.
    Un momento después oyeron que los pasos se movían en la ante­sala y nuevamente en el corredor. El ruido de una llave que giraba y otra puerta que se abría. Sí, el hombre había entrado ahora en la Bi­blioteca Fotográfica por la puerta que enfrentaba a la antesala. Se­gún su plan preconcebido, Blount y Nigel salieron. Otra puerta condu­cía a la Biblioteca Fotográfica por la puerta que se encontraba al final del corredor; Blount tenía la llave y había tomado la precaución de aceitar la cerradura la noche anterior. Nigel marchó hacia la puerta por la que el intruso había penetrado en la Biblioteca y apoyó contra ella la oreja. Tal como lo había esperado oyó cerrarse una puerta in­terna. El misterioso personaje había penetrado en el anexo de la Bi­blioteca, donde se guardaban las fotografías Q. Nigel recorrió el co­rredor muy lentamente, paso a paso; tanteó buscando a Blount; le to­có el codo. Muy, muy lentamente, Blount introdujo la llave en la ce­rradura, la dio vuelta y silenciosamente, pulgada a pulgada, abrió la puerta.
    Se habían quitado los zapatos. Marcharon hacia la Biblioteca Fotográfica, tanteando el camino apoyándose en la estantería más próxima, en medio de una profunda oscuridad. Esas bibliotecas de acero, cuya estantería movible contenía grupos de fotografías enso­bradas, estaban colocadas transversalmente alrededor de la larga habitación, y estaban separadas por divisiones. Desde el final de la estantería donde se apoyaban Blount y Nigel veían la división final, y la puerta del Anexo Q quedaba directamente frente a ellos, en la dis­tancia. Pudieron ver una línea de luz debajo de esa puerta.
    Hicieron allí una pausa. Y entonces ocurrió la segunda cosa inesperada: es decir, no sucedió nada. La pared que separaba el anexo de la Biblioteca era tan débil que, forzosamente, ellos debían oír cualquier movimiento que se hiciera en el anexo. Sin embargo el ruido anticipado de cajones que se abrían y de pasos recorriendo la habita­ción no tuvo lugar. Parecía que el intruso estuviera allí sentado, sin hacer nada; o quizás leyera un libro moralizante o pasara un momento de trance, pensó Nigel, irritado.
    Blount le tocó el brazo. Comenzaron a deslizarse hacia el anexo, uno a cada lado de la pared divisoria, tanteando el camino cautelosa­mente entre las aberturas del final de las estanterías, para, el caso de que hubiera quedado allí alguien oculto. Después de lo que pareció a Nigel un espacio de eternidad, se encontraron en la mitad de la lar­ga habitación. Aquello parecía un lento "ballet": en cualquier momento podría abrirse la puerta del anexo y una antorcha podría iluminar la Biblioteca; si esto sucedía, ellos deberían esconderse detrás de una de las estanterías.
    Pero nada sucedió. La persona que perseguían podía estar muer­ta, dado el completo silencio que allí reinaba. Ambos comenzaron otra vez a moverse lentamente, sólo para esconderse casi inmediatamente detrás de las estanterías, porque el zumbido del ascensor llegó hasta ellos en el silencio del edificio y después el ruido de las puertas del ascensor abriéndose, y pasos que marchaban por el corredor normal­mente, y más tarde se oyó golpear una puerta: la de la oficina de Jimmy o la de la de Harker.
    Esta nueva visita, tan poco furtiva, era desconcertante. Parecía burlarse de ellos, convertir sus procedimientos en una farsa melo­dramática, pensó Nigel. Pero ahora, como si esos inesperados pasos hubieran roto un hechizo, se apagó la luz del anexo, se abrió la puerta y unos pies marcharon en la oscuridad hacia la puerta de la Biblioteca, que se abrió con suavidad. Nigel maldijo a la estantería de acero, que obstruía su visión porque, de otro modo, hubiera podido ver de quién se trataba a la luz del corredor. Después de unos treinta segundos la puerta de la Biblioteca se cerró otra vez suavemente, posteriormente la puerta del anexo y, por debajo de ella, volvió a aparecer la línea de luz. Billson, pensó Nigel, había salido a echar un vistazo para ver quién entraba en la antesala de la oficina del director. Era un individuo cau­teloso Billson. No, no lo era tanto ahora. Finalmente, desde el anexo, llegó el ruido largamente esperado del movimiento de las estanterías de metal y también un rumor semejante a un crujido. Los negativos, pensó Nigel, marchando ahora más rápidamente bajo la protección de aquel ruido, hacia la puerta del anexo, mientras Blount marchaba también a su mismo paso del otro lado del tabique divisorio.
    Habían llegado a la última fila de estanterías entre ellos y el anexo, y Blount estaba a punto de ganar la distancia que lo separaba de la puerta, cuando un nuevo ruido llegó hasta ellos, una especie de zumbido, sorprendente y maligno en cierto modo, y la luz que salía por la puerta se intensificó de tal modo que la línea pareció una vara de acero puesta al fuego vivo. En el instante siguiente hubo violentos zumbidos y rumores y, en el mismo momento, se abrió la puerta del anexo y apareció una figura, recortada contra aquel infierno.
    -Edgar Billson, yo...
    Blount se colocó a tiempo detrás de una estantería de acero. La figura, de pie ahora contra la puerta de la Biblioteca, había sacado un revólver y disparó un tiro. La bala, con el sonido de un alambre de acero que se quebrara bajo una alta tensión, atravesó diagonalmente la habitación y se estrelló contra una estantería, detrás de Nigel. La puerta de la Biblioteca se cerró de golpe
    -¡Apague ese fuego! Yo voy tras de él -gritó Blount, corriendo hacia la puerta, encendiendo las luces y desapareciendo en el corre­dor. Nigel pudo oír el sonido de un silbato de policía, y pasos que co­rrían por la escalera de emergencia a la derecha, donde tantas veces habían corrido los empleados al oír la cercanía de una bomba.
    Corrió hacia la habitación del director suplente y en la puerta tropezó con Harker Fortescue.
    -¿Qué demonios pasa? ¿Quién ha tirado?
    -¡Hay fuego en el anexo, Harker! Traiga esos baldes para incen­dio que hayal final del corredor. Tengo que telefonear. Estoy con us­ted en seguida. Nigel se precipitó hacia el teléfono de Harker.
    -¡Hola! ¿Control? Rápido... ¿Lewis? Habla Strangeways. Fuego en el sexto piso. Malo. Envíe algunos mensajeros aquí para ayudar con los baldes... Somos dos solamente. Envíe la brigada de bomberos, y traiga esa bomba movible que hay en el patio del fondo, apúrese... No se preocupe, ya verá el fuego. Muy bien. Rápido entonces.
    Regresó corriendo, a la Biblioteca Fotográfica. Harker Fortes­cue estaba a punto de echar un balde de agua al fuego. Al hacer esto el blanco centro de magnesio pareció estallar enviando llamas en to­das direcciones.
    -¡Dios mío! -exclamó Harker, retrocediendo hasta la puerta-. Aquí hay un incendiario, lo juro. El agua no basta. Traigamos los bal­des de arena.
    Corrieron hasta el final del corredor y se apoderaron de los baldes. Pero el calor que surgía de las pilas de negativos ardiendo les impidió echar la arena en el centro del incendio; las llamas corrían ahora por todas partes, trepando a los muebles y a las cortinas para oscurecimientos, animadas por una ráfaga de viento entre la puerta y la ventana abierta.
    -Es inútil -dijo Nigel, sofocado y arrastrando hacia atrás a Har­ker-. Lewis enviará algunos muchachos para ayudarnos con los baldes. Quédese aquí y diríjalos. Impida, si es posible, que el fuego pase a la Biblioteca. Es lo único .que podemos hacer hasta que lleguen los bom­beros.
    Nigel sabía que podía confiar en Harker, pues éste había sido de las brigadas de salvamento durante los primeros ataques aéreos. Atravesó corriendo el pasaje y llegó al ascensor al mismo tiempo que descendían las brigadas de Lewis, marchando al trote tranquilo, que parecía el paso más ligero que podía emplear un mensajero del Minis­terio. Nigel tomó el ascensor y descendió a la planta baja.
    En el vestíbulo, junto al escritorio de la entrada, se había reuni­do una pequeña muchedumbre de empleados, hablando excitadamente y poniéndose en el camino de la brigada encargada por Lewis de reco­ger la bomba; trataban desesperadamente de llegar al patio del fon­do, donde se encontraba la bomba. Un policía reconoció a Nigel y se abrió paso hasta él, en medio de la multitud, mientras gritaba:
    -¡Háganse a un lado, por favor! ¡A un lado! ¡Dejen pasar!
    -¿Ha visto usted al superintendente?
    -No, señor. Pero oímos su silbato. Todos nuestros hombres es­tán alerta. Hemos cubierto todas las salidas y el coche de la policía ilumina con sus reflectores el frente del edificio.
    -Está bien. No deje salir a nadie.
    Nigel corrió hacia el escritorio de la entrada, clamando silencio.
    -¿Hay aquí serenos bomberos? ¿Del Ministerio? Seis o siete hombres dieron un paso adelante.
    -Síganme.
    Nigel los guió rápidamente por las escaleras hasta el sótano, a lo largo de los corredores semejantes a catacumbas, hasta que llegaron al pie de la escalera de emergencia. Se encontraban en la parte tras­era del edificio.
    -Dos de ustedes se detendrán aquí. Atrapen a cualquiera que desee entrar o salir. Si se trata del señor Billson... ¿lo conocen? Vigi­len. Está armado. Vengan los demás.
    El silbato de Blount resonaba nuevamente. Nigel corrió en di­rección al sonido. Encontró a Blount sin aliento, desarreglado, pero intacto, a la entrada de los dormitorios del sótano, a unos cincuenta metros de distancia.
    -Lo he arrinconado aquí. Siguió este camino. Lo atraparemos ahora.
    Esos dormitorios, donde muchos de los empleados del Ministerio habían dormido durante los ataques aéreos, eran una serie de cuartos divididos por frágiles paredes y formaban una especie de laberinto subterráneo. Junto a ellas estaban aún los lechos de madera, y algu­nos pocos estaban ocupados por aquellos que no se acostumbraban a la idea de que hubiera terminado la guerra con Alemania... o por aque­llos cuyas casas estaban en ruinas y que, por lo tanto, no tenían donde dormir. Aquí y allá un rostro miraba entre las mantas, murmurando juramentos contra los que turbaban su reposo nocturno, mientras el grupo de Nigel, al que se había añadido una pareja de policías que lle­garon al oír el silbato de Blount, recorría metódicamente el laberinto; dos hombres habían quedado a la entrada para detener a Billson si éste intentaba escapar.
    Era fácil comprender cómo Blount había perdido aquí a su hom­bre. Las paredes provisorias convertían a las habitaciones del sótano en algo tan intrincado como las vueltas de una llave. Un hombre podía ocultarse aquí hasta el día del juicio final, si era seguido por otro. Pe­ro no podía ocultarse de todo un grupo que marchaba cautelosa e in­exorablemente hacia adelante, examinando cada lecho para estar se­guros de que nadie se ocultaba entre las mantas; encendiendo las lu­ces de cada compartimiento, de modo que, al resplandor de las bujías eléctricas, las paredes blancas semejaban más que nunca al laberinto de una catacumba.
    Ahora era sólo cuestión de tiempo. Y también estaba la necesi­dad de evitar que, al salir de detrás de una de las paredes, una bala no hiriera a alguien. Quizá el revólver de Billson tenía aún cinco balas, pensó Nigel inquieto. Pero el grupo llegó al último compartimiento, y Blount espió cautelosamente por el borde de la última pared. Y el compartimiento estaba vacío.
    -¡Demonios, es imposible! Debe estar aquí. Esto es un punto muerto.
    -No, señor -dijo uno de los serenos-, hay una salida de emergen­cia en la pared detrás de la cama.
    Blount se precipitó hacia el lecho, que, puesto de lado, revelaba una plancha de metal, parecida a la puerta de un horno, en la pared blanqueada. Blount tomó el picaporte, tiró y después empujó: la puer­ta se abrió en la oscuridad
    -¿Qué hay afuera?
    -El patio del fondo -dijo el sereno.
    Blount atravesó el agujero en la pared. Nigel lo siguió y, un mo­mento después, miraba una escena notable. En el centro del patio se encontraba la bomba transportable del Ministerio: Lewis, en el borde, dirigía un chorro de agua contra una ventana del sexto piso; era como si las llamas trataran de salir por ella y como si el continuo chorro de agua las rechazara. Al mismo tiempo podía oírse un ruido en la calle, hacia el extremo del patio; un policía abrió la puerta en la verja de diez pies de altura que separaba el patio de la calle. La puerta se abrió de par en par para recibir a los camiones de los bomberos. Viendo esto, Nigel comprendió que Billson debía haber contado con ello si había decidido salir por la puerta de emergencia. El aire estaba lleno de gritos y rumores, del tamborileo de la máquina de la bomba transportable, de silbatos de sirena. Los ojos de los hombres de Le­wis, y los de los bomberos que llegaban, estaban fijos en el fuego de arriba. Luego, con el súbito resplandor de los reflectores de los ca­miones que surgían de la calle, Nigel vio una figura que se deslizaba contra la reja hacia la puerta abierta. Blount la vio al mismo tiempo, gritó y corrió hacia la puerta para cerrarla. Pero Blount estaba a una distancia de cien metros, y Billson sólo a veinte; además Blount, pese a sus gritos, no había conseguido llamar la atención de los policías que estaban junto a la puerta.
    Nigel arrebató a Lewis el manubrio de la máquina, se apoyó en él con todo su peso cuando la fuerza del agua amenazó arrancárselo y lanzó el chorro hacia abajo, en un perfecto arco. Billson estaba ahora a unos diez metros de la puerta abierta y su silueta se destacaba co­ntra la luz de los reflectores de los camiones de los bomberos. El chorro pareció tantear buscándolo, vacilar y luego saltar contra él. Billson fue lanzado contra la verja por la fuerza del agua, y quedó allí, con los brazos tendidos, retenido por una lanza de agua.
    Diez minutos después estaban sentados en una sala de confe­rencias, en la planta baja del Ministerio. El pálido rostro de Edgar Billson emergía entre un montón de frazadas: había perdido la pelea por el chorro de agua que impregnó su ropa; sus ojos, que siempre pa­recían húmedos, parecían nadar ahora, en una ola de fatiga y piedad por sí mismo. Nigel había pedido a Blount que el director suplente es­tuviera presente en el interrogatorio de Billson, pretendiendo que un empleado superior del Ministerio debía vigilar la desaparición de los archivos fotográficos Q.
    Blount había acusado a su prisionero de incendiario, tratándolo con rudeza oficial. Edgar Billson... el viejo Billson tan conocido como campeón del obstruccionismo, como argumentador, como profesional para destruir todos los procedimientos, era apenas reconocible en la estremecida criatura que tenían ante ellos. No reclamó su derecho a recibir consejos legales. Evidentemente estaba decidido a confesar totalmente. Y anunció esta determinación lanzando una maligna mira­da a Harker Fortescue; esta mirada confirmó la teoría que se estaba formando en la mente de Nigel.
    Hacía cerca de un año, dijo Billson, él había sufrido una serie de pérdidas en el juego y se había endeudado seriamente. Poco tiempo después llegó a ponerse en contacto con una persona, quien sugirió que, de tiempo en tiempo, él podría "prestarle" los negativos de cual­quier fotografía interesante en los archivos Q.
    Por el préstamo de cada negativo se pagaban pequeñas sumas al contado, y los negativos serían devueltos al día siguiente.
    -¿El nombre y dirección de esa persona? -preguntó Blount.
    -Se lo diré más tarde -dijo Billson, con voz estrangulada. Conti­nuó narrando que, al principio, no había sospechado nada malo, porque los negativos requeridos tenían censura policial y no censura de segu­ridad.
    -¿Quiere usted decir, por ejemplo, la fotografía de un jefe aliado con los pantalones bajos, tomado por un fotógrafo oficial? ¿Ese tipo de fotografías? -preguntó Nigel.
    -Precisamente. Pero, después de algún tiempo, la persona a que me refiero, solicitó otro tipo de fotografías... radar y aviación, por ejemplo. Yo protesté vigorosamente. Dije que si esas fotografías caí­an en poder de agentes enemigos, podrían revelar informaciones de vital importancia. Ustedes comprenderán, caballeros, cuando sepan de quién se trata, por qué no podía yo sospechar que él fuera un agente enemigo.
    -Oh, terminemos con estos circunloquios -dijo Nigel con impa­ciencia-. Es obvio que la persona en cuestión es nuestro estimado di­rector suplente.
    El sargento que tomaba notas del interrogatorio de Billson rom­pió la punta del lápiz y juró casi furioso. Blount se sacudió en su silla, como si una bomba hubiera estallado debajo. Billson mostró los dien­tes en una mueca de rata y asintió. Harker Fortescue, con el rostro todavía manchado de su lucha contra el fuego, miró fríamente a Bill­son diciendo:
    -No sea usted idiota. Superintendente, yo debo explicar...
    -Nos ocuparemos de usted más tarde -argumentó Blount enérgicamente-. Y le prevengo que cualquier cosa que diga será anotada y utilizada en su proceso. Ahora, Billson, ¿está usted dispuesto a jurar que la persona a quien usted proporcionó los negativos de las fotografías Q es Harker Fortescue?
    -Sí. Con mucho placer.
    -No importa el placer. Siga con su historia.
    Cuando Fortescue pidió una segunda selección de los negativos con censura de seguridad, prosiguió diciendo Billson, él comenzó a sentir las más violentas sospechas. Pero Billson se encontraba ahora atrapado. Habiendo entregado ya un conjunto de fotografías, podía ser acusado de complicidad en una ofensa muy grave. Además, todavía estaba seriamente endeudado, y sus acreedores lo apuraban... en una palabra: sucumbió a la tentación. Se puede imaginar su consternación cuando, al día siguiente, Fortescue le dijo que se habían estropeado cuatro de esos negativos: una bomba V.2. había caído en la vecindad de la casa de Fortescue y la explosión había roto una botella de ácido sobre los negativos en el cuarto oscuro. Aseguraba que, desde enton­ces, Fortescue no había solicitado nuevos negativos: Billson suponía que se había asustado. Las transacciones entre ambos se habían inte­rrumpido y jamás volvieron a mencionarse entre ellos las fotografías secretas.
    -Hasta que usted intentó hacerme un chantaje con ellas -dijo el director suplente.
    -Protesto contra esa palabra -replicó Billson.
    -Ahora, finalmente, sabemos sobre qué discutían usted y él en su oficina, a la hora del almuerzo, hace tres semanas -aclaró Nigel.
    -Mi situación financiera se había vuelto... difícil nuevamente. Decidí pedir un préstamo al director suplente.
    -"Pedir un préstamo", está bien -dijo Fortescue-. Me amenazó usted con revelar todo y yo dije que si iba preso, usted me acompaña­ría. Usted estaba en un atolladero, querido Billson, y no lo ignoraba. Aunque no se hubiera llegado a un proceso por alta traición, y se habría llegado a ello, su conducta, seguramente le hubiese costado la expulsión del Servicio Civil. Yo no era empleado permanente, ¿por qué habría de preocuparme?
    -¡Usted! -Billson lanzó un grito más apropiado para una pista de carreras que para el salón de conferencias-. Usted me arrastró a es­to. ¿Por qué no tomó usted mismo los negativos? Hubiera sido muy sencillo hacerlo. Usted tiene la llave del anexo Q.
    Nigel se inclinó hacia adelante con ansiedad. Muchas cosas de­pendían de la respuesta a esta histérica pregunta.
    -Hay muchas razones posibles -dijo Harker Fortescue, con los ojos tranquilamente fijos en Billson-. Tal vez temía que usted me descubriera apoderándome de los negativos. Tal vez deseaba probar la inteligencia de uno de mis subordinados. Tal vez me estaba burlan­do de usted.
    Billson juró otra vez, fuertemente. Blount, que astutamente había dejado a ambos frente a frente, intervino ahora.
    -Todo esto es muy instructivo. Pero creo que debe usted seguir con su relato, Billson. ¿Cuándo planeó usted por primera vez librarse del señor Lake? ¿Fue Fortescue también cómplice en eso?
    Desde el fondo del edificio podía oírse el grito ocasional de al­gún bombero y el rumor de las máquinas. El fuego había sido dominado cuando llegaron a la sala de conferencias y pronto sería extinguido.
    La crisis llegó, dijo Billson, cuando Strangeways pidió varias co­pias fotográficas, entre las cuales estaba la fotografía secreta cuyo negativo era uno de los cuatro destruidos por Fortescue en el cuarto oscuro. Billson se había demorado todo lo posible, pero cuando el di­rector envió una orden perentoria, diciendo que las fotografías debí­an entregarse en las veinticuatro horas siguientes, se encontró en si­tuación muy peligrosa. Tal vez hubiera podido explicar la desaparición de un negativo... podía haber sido enviado por error a otra parte o haberse perdido. Pero la búsqueda de uno revelaría inevitablemente que faltaban otros tres. Indudablemente habría una inspección y Bill­son admitió que se encontraba presa del terror ante la idea de que se llegaran a saber los propósitos traidores con los que se habían utili­zado esos negativos.
    Su primera idea fue destruir el archivo PHQ, sin el cual iba a ser sumamente difícil el control de dichos negativos. Pero encontró que este archivo ya había desaparecido.
    -¿Qué es eso? -exclamó Blount-. ¿Quiere usted decir que no fue usted quien se apoderó del archivo?
    Billson negó tenazmente y Blount no pudo hacerlo retractar. Ni-gel estaba seguro de que Billson decía la verdad: habiendo confesado tanto era inconcebible que mintiera en la cuestión del archivo. Y era después del asesinato de Nita Prince que el director había empezado a insistir y protestar por la falta del archivo. Nigel no tuvo tiempo de seguir adelante con su pensamiento porque Billson acusaba ahora a Fortescue de haber hecho desaparecer el archivo.
    -Naturalmente él lo ha hecho. Él perdía tanto como yo si se des­cubría el asunto.
    En la tarde de la muerte de la señorita Prince, prosiguió dicien­do Billson, comenzó a temer que el director estuviera sobre la pista de los negativos desaparecidos. Jimmy Lake había hecho grandes pro­testas en toda la División reclamando el archivo; y que hiciera esto pocas horas después del asesinato de su secretaria, en un momento en que un hecho tan terrible debía lógicamente hacerle olvidar todo lo demás, parecía confirmar que tenía las más graves sospechas en el asunto de las fotografías Q. El director, dentro de lo que Billson sa­bía, era la única persona en toda la División que podía tener una idea de la verdad. Su secretaria confidencial estaba muerta; el director suplente -la única persona con quien podía consultar este asunto- se­guramente no iba a revelar nada. Si el director era silenciado no pro­seguirían las investigaciones sobre las fotografías Q... no proseguirí­an adelante, de todos modos, si se podía culpar a otro de su muerte.
    Por consiguiente, Billson trazó planes para echar la culpa a Me­rrion Squires. El descubrimiento que hiciera tiempo atrás, de Squires tajeando el tapado de la señorita Prince, le dio la idea. Escribió a má­quina una nota a Merrion, y la firmó con las iniciales de Nigel, para asegurarse de que Merrion acudiera esa noche al Ministerio; se apo­deró del cuchillo y del mameluco blanco de Merrion; el director ya le había dicho que iba a trabajar hasta tarde, y se sabía generalmente en la División que, cuando el director suplente trabajaba hasta tarde, bajaba a la cantina a eso de las once. Billson dijo que primeramente tuvo intenciones de usar el mameluco cuando atacó al director. Pero luego temió que, hasta en la profunda oscuridad, el mameluco pudiera ser visto. Por lo tanto lo dejó junto a la puerta. Cuando comprendió que el cuchillo no había matado al director, pues oyó moverse a Jimmy Lake y vio una línea de luz apareciendo por debajo de la puerta, no se atrevió a entrar nuevamente. Escuchando desde la puerta, oyó que Jimmy telefoneaba. Cogió entonces el mameluco, corrió hacia el as­censor, apretó todos los botones para detener a los que subían, co­rrió hacia el lavabo, en el piso más abajo, se hizo un tajo en la pierna y dejó caer la sangre sobre el mameluco, que escondió entonces en donde suponía iba a ser prontamente encontrado. Sabía que su sangre era del mismo grupo que la del director, pues ambos eran voluntarios entre los dadores de sangre del Ministerio. Finalmente descendió por las escaleras hasta la planta baja, entró en una de las habitaciones del frente del edificio, y saltó por una ventana a la calle. Cuando se alejaba, vio a los mensajeros formando cordón: había escapado a tiempo.
    Al llegar a este punto de su confesión, Billson debió ser interro­gado insistentemente por Blount. Pero en general había confesado li­bremente. Y Nigel, supuso que esto era porque, como Jimmy Lake es­taba ya fuera de peligro, Billson no temía que se le acusara por asesi­nato, mientras que en el asunto de las fotografías iba a solicitar cle­mencia al rey, y, por lo tanto, recibiría una sentencia menor. Proba­blemente iba a conseguir esto, porque, sin su testimonio, no se podía acusar a Fortescue de traición. Pero si Billson confesaba el ataque a Jimmy porque no tuvo éxito, seguramente era inocente del asesinato de la señorita Prince, si el veneno que ella bebió estaba destinado pa­ra Jimmy. Lo último que Billson haría, si fuera autor del envenena­miento del café, sería confesar un segundo ataque contra el director.
    Blount interrogaba ahora a Billson sobre los acontecimientos del día. Las instrucciones del director de controlar los archivos Q no lo tomaron de sorpresa. Esto era inevitable, ya que Jimmy vivía. Pero la pretendida detención de Merrion Squires por el atentado a Jimmy y la retirada de la policía del edificio lo habían convencido de que, por el momento, no se sospechaba de él con respecto a la desaparición de las fotografías. Además el director suplente había dicho que el archi­vo PHQ había sido hallado, y que el control de las fotografías sería cosa difícil. Decidió destruir los archivos Q... no quería que fueran a parar a manos del inspector. ¿Un incendio accidental? La idea del in­cendio le hizo trazar todo un plan. Sabía que Harker Fortescue guar­daba en su armario una bomba de práctica incendiaria... un recuerdo de sus días de maniobras. Deseaba vengarse de Fortescue: decidió que si su vida debía arruinarse Fortescue caería con él.
    Telefoneó a Solly Hawks para probar una coartada nocturna y también para pedir prestado un revólver, en caso que Fortescue qui­siera intervenir. Previamente se aseguró, como frecuentemente lo hacía, de que Fortescue iba a dormir en el Ministerio. Fue a la oficina de éste, tomó la bomba incendiaria y también se apoderó de una pe­queña linterna del tamaño de una pluma fuente, de uno de los cajones de Fortescue, con intenciones de dejarla caer en la Biblioteca Foto­gráfica, como prueba contra el director suplente. Después se dirigió al anexo y esperó. Esto explicaba el período de inactividad que había sorprendido a Nigel. Era esencial para los planes de Billson que el fuego no estallara antes de la llegada de Fortescue a su oficina: de otro modo él podría probar una coartada. Billson esperó hasta oír pa­sos en el vestíbulo, fue hasta la antesala para asegurarse de que For­tescue estaba allí, después regresó y arrojó la bomba sobre los nega­tivos Q. De un golpe pensaba destruir las pruebas de traición en co­ntra suyo y echar la culpa del incendio al director suplente. Si la in­vestigación de las fotografías Q seguía adelante, sólo se contaría ya con la palabra de Fortescue contra la suya. Y Fortescue sería acusado de haber prendido fuego a los negativos, mientras que Billson tendría una coartada para esa noche proporcionada por algún acomodaticio amigo de Solly Hawks.
    -Después de todo yo obedecía sus instrucciones -terminó di­ciendo Billson-. Él me había dicho que destruyera las pruebas.
    -¿De qué demonios habla ahora? Esto parece cada vez más una locura -dijo Fortescue, tranquilamente.
    -Usted lo sabe demasiado bien -dijo Billson lanzándole miradas chispeantes-. Después de la reunión, cuando usted declaró que iba a hacerse una investigación en los archivos Q, usted siguió con las co­misiones pendientes. Repitió la frase y añadió que la policía se retira­ría hoy del edificio. Y añadió aún que los que quedáramos podríamos continuar el trabajo en paz. Supongo que usted negará que ésa fue la sutil manera suya de decirme que debía destruir inmediatamente los archivos Q.
    -Seguramente no lo niego. Nunca he oído tantas tonterías en mi vida.
    -De todos modos -dijo Blount-, me parece que usted deberá ex­plicar muchas cosas. Usted está en libertad; naturalmente, para con­testar o no las preguntas sin consejo legal.
    El director suplente miró fijamente a Blount, a Nigel, a la malig­na cara de Edgar Billson, uno tras otro. Cuando habló, su voz tenía el tono altanero, autoritario con que acostumbraba a dirigirse a sus su­bordinados en las ocasiones oficiales.
    -Estaría en mi derecho si negara todo. Es la palabra de Billson contra la mía. Y no se puede dar mucho crédito a la palabra de un asesino reconocido... O posible asesino. Fuera de esto, no existe un ápice de prueba contra mí. Ni la encontrarán ustedes. Ustedes y el inspector se enloquecerán tratando de descubrir contactos míos con el enemigo, cualquier evidencia de que yo he dado informaciones se­cretas. Nunca las encontrarán. Porque no lo he hecho. Sin embargo, no es mi intención negar todas las declaraciones de Billson. Lo que de­searía saber -los ojos de Harker chispearon un momento- es cómo Strangeways supo que yo era el misterioso señor X que Billson men­cionaba.
    Recostado en su silla, Nigel parecía estudiar un mapa en la pa­red opuesta, que ilustraba la campaña de "Coma más Papas". Sin qui­tar de allí la vista, dijo:
    -Probablemente es tan sólo una frase la que afirma que todo co­leccionista es un criminal en potencia. Indudablemente muchos de ellos son verdaderos criminales. No lo sé. Blount: ¿por qué no pide al director suplente que le diga algo sobre su colección de "fotografías sucias"?
    Si el superintendente de policía hubiera sido capaz de sorpren­derse, se habría sorprendido ahora. Harker se golpeó la cabeza calva, todavía ennegrecida por el hollín y sus finos labios se torcieron.
    -Strangeways es un empleado sumamente útil -afirmó-. Es suer­te que tenga tan buena memoria. No es la primera vez que me aprove­cho de ella. Entonces narró su versión de la historia de Billson.
    Después de explicar al superintendente la naturaleza de su co­lección de "fotografías sucias" -esa galería de los grandes en momen­tos de descuido y en desconsideradas posturas, que había descrito a Nigel una noche en la cantina-, prosiguió diciendo cómo se le había ocurrido adornar su galería con selecciones de las fotogramas censu­radas Q. Él estaba demasiado ocupado para revisarlas en busca de material conveniente. Por eso se le ocurrió utilizar para ello a Billson. En el principio fue una simple idea fantástica. Pero la imagen del co­rrecto y rígido Billson revolviendo el archivo en busca de fotografías de los grandes en sus peores momentos... como quien dice, en paños menores, esta idea había divertido tanto a Harker, que se había diri­gido a Billson "realmente para ver cómo reaccionaba". Ante su sor­presa, Billson consintió, solicitando que se le pagara una determinada suma por cada copia; el mismo Billson haría las copias, porque no se atrevía a confiar a nadie los negativos. Harker no dijo a Billson para qué quería las fotografías. Después de alguna discusión el trato se hizo.
    Pensando luego sobre ello, las sospechas de Harker se desper­taron ante el rápido consentimiento de Billson, lo mismo que por su pedido de dinero. Realizó algunas averiguaciones discretas y se ente­ró de que Billson frecuentaba los estadios de carreras de perros. En realidad, lo que sus empleados hicieran con su tiempo libre no era asunto del director suplente, siempre que no se tratara de algo ilegal. Pero se le ocurrió que un oficial del Ministerio, cuya conducta sugería que estaba endeudado, y que era responsable de las fotografías se­cretas, podía ser fuente de inquietud. Por lo tanto decidió probar la integridad de Billson pidiéndole que le facilitara algunas fotografías con censura de seguridad que mostraran ciertos aparatos. Al princi­pio Billson rehusó, mostrando gran dignidad ofendida. Pero bien pron­to cedió, estipulando solamente que él no haría las copias, sino que prestaría los negativos a Harker, y que el préstamo debía represen­tar una fuerte suma de dinero.
    En este punto, dijo Harker, se dio cuenta de que Billson sospe­chaba desde el principio que él era un agente enemigo. Consintió en­tonces en aceptar las condiciones de Billson. Se le prestaron dos gru­pos de negativos. Cuando se destruyeron accidentalmente algunas fo­tografías del segundo grupo, comprendió que las cosas habían ido de­masiado lejos. Lo que comenzara como una broma y se convirtiera en una prueba de la integridad de Billson, podía ahora, si los hechos lle­gaban a saberse, poner a Harker en situación difícil.
    -Las nieblas de la manía coleccionista se disiparon por un mo­mento, y comprendí cuán extraño parecería todo a un observador de fuera -fueron las palabras que dijo a Blount.
    Inmediatamente interrumpió las negociaciones. No había pagado y no tenía intenciones de pagar a Billson las fuertes sumas de dinero que éste demandaba por los dos grupos de fotografías. Y la negativa fue el origen de la disputa entre ellos, disputa que oyó la señorita Finlay. Por otra parte, sabiendo que sería difícil y embarazoso expli­car su propia participación en el asunto y sintiendo que -pese a ser una persona irreprochable- sería "un poco bajo" delatar a Billson, no había expuesto los hechos al director.
    -¡Ah! -interrumpió Blount-, ése es un punto crucial. Usted no re­veló los hechos a nadie más.
    -A nadie. Le dije a Billson -el día después que la señorita Finlay oyó nuestra discusión- la verdad; le dije para qué le había pedido las fotografías y añadí que debía cuidarse en el futuro. El imbécil no cre­yó una palabra...
    -¡Mentira! ¿Quién creería una historia semejante?
    -¿Ven ustedes? Todavía no lo cree. Se le ha metido en su estú­pida cabeza que yo soy una Mata Hari del sexo masculino y nada lo convencerá ahora.
    -Entiendo que no tiene usted ningún medio de probar su historia -dijo Blount.
    -Ninguno. Únicamente puedo mostrarle las fotografías en mi co­lección privada. Pero, indudablemente, usted puede pensar que eso es para cubrir las apariencias y que he pasado otras copias ocultamente a nuestro desagradable enemigo.
    El superintendente le lanzó una formidable mirada.
    -Hace usted mal en tratar el asunto con ligereza, señor Fortes­cue. Es posible que diga usted la verdad. Y es posible que no la diga. Puede usted estar seguro de que, si ha habido algún contacto entre usted y los agentes enemigos, eso saldrá ahora a la luz. Habrá una in­vestigación minuciosa de todos sus movimientos antes y durante la guerra. Pero en el caso de que usted probara ser inocente en este asunto, todavía sería usted responsable indirecto de una tentativa de asesinato, de la destrucción por incendio de la propiedad real... y tal vez de la muerte de la señorita Prince.
    -¡Yo no lo hice! -gritó Billson súbitamente-. ¡No hice eso! ¡No tengo nada que ver con ese asunto! Lo juro.
    Fríamente Harker Fortescue esperó que pasara el estallido. Después dijo:
    -No puedo aceptar responsabilidad de ninguna acción cometida por esta rata después que le expliqué los hechos, diciéndole cuál había sido mi intención original al pedirle las fotografías. Lamento muchísimo lo que ha pasado. Pero no siento ninguna simpatía por Bill­son. Un hombre que trata de inculpar a Merrion Squires, como él con­fiesa haberlo hecho... bueno, se merece lo que le sucede. Me enferma pensarlo. En cuanto a mí... ¿me cree usted, Nigel?
    -Creo que todo está de acuerdo. Sí -repuso Nigel sin comprome­terse-. Por otro lado, Harker, usted debe comprender cómo la gente verá las cosas. Podrán alegar que su colección de "fotografías sucias" ha sido, desde el principio, una pantalla para sus traidoras activida­des. Sería una buena pantalla, ¿sabe usted? Y se preguntarán qué hacía usted antes de la guerra, cuando recorrió toda Europa, incluso Alemania, para enriquecer su colección. Ignorando su sentido del humor, dudarán que una afición semejante justifique tanta pérdida de tiempo y de dinero. No, Harker, me temo que el comisionado pondrá un gran signo de interrogación junto a su historia.


    CAPÍTULO VIII
    (1) Señor Strangeways: para ver

    (2) Señor Ingle: para discutir
    POR LO tanto, según parece, estamos otra vez en el principio, pensó Nigel.
    Era la tarde siguiente a la de la detención y confesión de Edgar Billson: una tarde de sábado. La mayoría de los empleados del Minis­terio habían dejado el edificio a la una, para aprovechar lo mejor po­sible el breve fin de semana del tiempo de guerra. Cuando Nigel esta­ba a punto de salir, Brian Ingle entró en su oficina y, tras algunos ru­bores y tartamudeos, preguntó si Nigel podía hacerle un favor. Brian quería un recuerdo de Nita Prince... un libro que él le había dado una vez. Él la había querido mucho, y no poseía nada de ella para poder recordarla. Parecía un acto de piedad simpática, a la antigua. En con­secuencia, Nigel había telefoneado a Blount, preguntándole si tenía inconveniente en encontrar a Brian en el departamento de Nita esa tarde, para darle el libro. Blount dijo que estaba de acuerdo. Añadió que las averiguaciones de la policía en el banco de Nita revelaban que ella poseía sólo un pequeño depósito de 350 libras; que, dentro de lo que sabían, Nita había muerto sin dejar testamento, y que su pariente más próximo era una hermana casada que vivía en Nueva Zelanda. Por lo tanto el dinero no podía ser causa del asesinato.
    Nigel había dado cita a Brian Ingle para encontrarlo en el departamento a las tres de la tarde. Él, después de comprar unos sandwiches en una taberna vecina, había ido directamente a la calle Dickens, donde la zaparrastrosa portera lo hizo pasar. Como lo había visto en compañía de Blount, suponía que Nigel era de la policía, y él tuvo alguna dificultad en librarse de contestar a la ansiosa pregunta:
    -¿Quién mató a la pobre muchacha?
    Finalmente ya en las habitaciones -en las cuales, como el viejo espectro de un castillo, se sentía la presencia de Nita-, Nigel comió sus sándwiches y cayó en inquietas lucubraciones.
    Todo parecía indicar que estaban otra vez en el comienzo. Pero, naturalmente, ahora Billson parecía la persona más capaz de haber envenenado envenenado la taza de café. Aunque mucho podía decirse contra esta suposición. Primero: todos los testimonios demostraban que Jimmy no comenzó a ocuparse seriamente de los archivos PHQ hasta después del envenenamiento. Seguramente Billson no habría envenenado la ta­za de Nita, creyendo que era la de Jimmy, si no hubiera estado segu­ro de que Jimmy estaba sobre la pista. La primera señal de la reac­ción de Jimmy fue su pedido del archivo. Pero Billson no sabía que faltaba el archivo, no había intentado obtenerlo para sus propósitos y, por lo tanto, no podía saber que Jimmy estaba en la pista; por eso no pudo haber pensado en envenenarlo, hasta después que el envene­namiento tuvo lugar. Esto no es perfectamente lógico, hijo mío. Ya sé que no lo es. Sigamos entonces la hipótesis de que Billson fue presa de pánico, antes del envenenamiento, temiendo que Jimmy descubrie­ra su secreto y que, por lo tanto, planeó matarlo. Pero comprende, hijo mío, que todo se derrumba ante la palabra "planear". Billson no fue invitado a la reunión en la oficina de Jimmy. Él no hubiera ido allí nunca si a Charles Kennington, un minuto antes de tomar el café, no se le hubiera ocurrido invitarlo. Sólo unos minutos antes de ocurrir el crimen, Billson había visto por primera vez el instrumento que sirvió para cometerlo. ¿Y cómo podía planear un crimen con un tubo de ve­neno que jamás había visto? Además, si era a Jimmy a quien se inten­taba asesinar, seguramente Billson no hubiera sido tan tonto como para permitir que las tazas se confundieran. Está bien, muchacho, re­conozco todo esto. Pero supongamos que Billson supiera que debía li­brarse rápidamente de Jimmy, supongamos que, en esas circunstan­cias, se encontrara en una habitación con su víctima y viera allí un tu­bo de veneno. ¿No habría actuado entonces rápidamente? Es posible. Sí, pero esto no estaría de acuerdo con su carácter. Examinemos los otros crímenes de Billson: el segundo ataque a Jimmy, el incendio de los archivos Q en el anexo, las calculadas intentonas de culpar a Me­rrion y a Harker, las coartadas preparadas... todo parecía frío, calcu­lado, seco y preciso, es decir, lo opuesto al envenenamiento. Además, ¿qué hizo con el tubo del veneno después de utilizarlo?
    Pero suponiendo que el veneno estuviera dirigido a Jimmy, ¿quién más tenía motivos para desear su muerte? Harker. Pero sola­mente si (a) él es en realidad un traidor y si mentía anoche, cosa que no creo; y (b) si sabía que Jimmy tenía sospechas sobre los archivos secretos. Pero cuando telefoneé a Jimmy esta mañana, él dijo defini­tivamente que no sospechó que pasara nada raro con las fotografías Q hasta la desaparición del archivo PHQ. Lo pidió la mañana de la muerte de Nita, simplemente para mirar la lista de las fotografías archivadas que pudieran ser útiles para la propaganda del Pacífico, si podía retirarse la censura. No imaginó ni por un momento que hubiera algo más detrás de la negativa de Billson a entregar las copias Q que él había ordenado que la acostumbrada testarudez de aquél. No sos­pechó nada hasta que la desaparición del archivo le puso algunas ideas en la cabeza. Entonces no discutió sus sospechas con el director su­plente. Y si, por una extraña clarividencia, Harker pudo ver el futuro estado mental de Jimmy, y por lo tanto intentar envenenarlo para evitar que se cristalizaran las sospechas que Jimmy aún no sentía, ¿qué hizo Harker con el tubo del veneno después de haberlo usado?
    ¿Entonces Merrion Squires? El único motivo posible para que Merrion deseara librarse de Jimmy es que estuviera más enamorado de lo que admitía estarlo de la mujer de Jimmy. Blount averiguaría esto, si había algo que averiguar. Pero, en cualquier caso, esto no era lógico, porque Alice era libre para pedir el divorcio de su marido... él la había tanteado a ese respecto. Y lo mismo podía aplicarse a la mis­ma señora Lake, en caso de sospechar que ella hubiera querido enve­nenar a su marido para casarse con Merrion.
    ¿Charles Kennington? ¿Un gesto quijotesco? ¿Asesinar a Jimmy porque éste había sido infiel a la hermana de Charles? Absurda ¿Por­que Jimmy le había robado la novia? No tan absurdo, pero bastante absurdo.
    ¿Brian Ingle? Porque amaba a Nita y, desaparecido Jimmy, tal vez ella lo eligiera. No. Era demasiado frágil como argumento.
    Quedaba la otra hipótesis: que no hubo accidente con las copas y que Nita era la víctima elegida.
    Edgar Billson. No había motivo aparente. Harker Fortescue: descartado. Blount no había podido descubrir ninguna asociación en­tre Harker y Nita como no fuera que ella trabajó para la agencia de Harker algún tiempo antes de la guerra.
    ¿Merrion Squires? No simpatizaba con Nita. Nos dijo que ella había rechazado sus avances. Pero Merrion corteja a cualquier mu­jer... ésto es una cosa automática en él. Y si todas las que lo han re­chazado hubieran de ser asesinadas, Londres estaría lleno de mujeres muertas. No se había descubierto un vínculo real entre él y Nita. No hay que contar con él por el momento.
    ¿Brian Ingle? Estaba enamorado de Nita. Con pocas esperanzas. Un buen tipo. Era inconcebible que conociendo a Nita por varios años y no ignorando probablemente las relaciones de ella con Jimmy, hubiera decidido súbitamente envenenarla.
    ¿Charles Kennington? En realidad éste era el más sospechoso. Sólo tenemos su palabra de que pensara entregar su novia a Jimmy sin una protesta. Él llevó el veneno. Su experiencia y preparación en el Servicio Secreto hacen que sea la persona más capaz de haberse li­brado después del frasquito de veneno. ¿Qué dijo el tonto del mensa­jero la mañana anterior?... "Millones de jóvenes han aprendido a ma­tar. Y con mucho arte." Realmente fue bastante artístico. Al menos podría serlo: un crimen cuidadosamente planeado, que se quiere hacer pasar por un crimen ocasional. Es obvio que Kennington tiene muy desarrollado el instinto dramático. ¡Si estas paredes pudieran repetir lo que él dijo a Nita aquella noche! Ella le confesó sus relaciones con Jimmy... por esto le pidió que viniera a verla. ¿Se limitó él a darles su bendición, como nos ha dicho a nosotros? ¿O se enfureció? ¿O pre­tendió aceptarlo tranquilamente y salió de allí con instintos asesinos en el corazón? Nita estaba aún nerviosa a la mañana siguiente... el pa­ñuelo arrugado, el aire distraído. Pero un obstáculo gigantesco se in­terpone: Charles Kennington no parece ser, por ninguna señal o sínto­ma, un hombre celoso. Basta mirarlo. Basta pensar un momento en él. ¿Es posible imaginarlo como Otelo?
    Lo mismo puede decirse de su hermana. Ambos son criaturas altamente civilizadas. ¿Por qué, después de aceptar durante años a la querida de su marido, Alice Lake iba a decidir asesinarla? Si ella fue­ra una mujer neurótica o terriblemente apasionada, si estuviera per­didamente enamorada de Jimmy, aun en ese caso... bueno, debía ocu­rrir antes algo que hiciera estallar su acumulado resentimiento. Pero seguramente Alice Lake no es mujer de ese tipo. Pensemos en ella sentada junto al lecho de Jimmy, tomándole la mano como si fuera una enfermera tomándole el pulso. Pensemos. De todos modos debo conocerla mejor antes de estar seguro. Y debo conocer mejor a Char­les.
    ¿Y Jimmy Lake? El único motivo posible que él podría tener, ya que su mujer sabía sus relaciones con Nita y no se oponía a ellas, era que quisiera librarse de Nita y no pudiera hacerlo de otra manera. No hay que desdeñar ese motivo, hijo mío. En determinadas circunstan­cias puede ser muy poderoso. ¿En qué condiciones? Primero: que Nita tuviera un carácter insinuante, tenaz, terco. Y tenemos clara eviden­cia de que ella era así. Segundo: que Jimmy estuviera cansado de ella. N o hay de esto prueba alguna; una o dos oscuras sugerencias, que pueden interpretarse de manera muy distinta. Tercero: que no hubie­ra otra manera de librarse del anzuelo. Parece absurdo: ¿por qué no iba sencillamente a dejarla? ¿O pagarle? Pero, psicológicamente, la idea del asesinato no es tan absurda: un carácter débil, moralmente frágil, es incapaz de librarse si no lo hace violentamente. ¿Pero tiene Jimmy debilidad de carácter? ¿Cómo es Jimmy realmente? En verdad no lo sabes. Averígualo entonces. Y averigua, de paso, si él sería capaz -después de haber envenenado a la muchacha- de golpearle la espalda públicamente, mientras le dice que escupa el veneno. Parece increíble, parece macabro que nadie... y además, ¿cómo se libró del frasquito del veneno?
    El problema volvía, una y otra vez, a aquella pregunta insoluble, que se aplicaba por igual a todos los sospechosos, exceptuando a Brian Ingle. Brian podía haber tirado el frasquito a la calle cuando abrió la ventana. Y el frasquito podía haber sido llevado por la suela de un zapato o por la cubierta de un automóvil. Pero Brian parecía la persona que precisamente carecía de motivos para querer matar a Nita o a Jimmy. La experiencia de Charles Kennington lo colocaba en seguida en la lista de sospechosos. ¿Pero cómo era posible, hasta para la persona que capturó a Stultz, hacer desaparecer el frasquito de la habitación? Blount había tratado muy severamente al sargento Mes-ser. Pero en realidad, según sabía Nigel, el sargento sólo cometió una equivocación en un punto del registro. Había examinado cuidadosa­mente las ropas de los sospechosos detrás del biombo; había buscado en los posible escondrijos secretos del cuerpo, aunque ninguno de ellos tuvo ocasión de ocultar el frasquito en esa forma. El único punto en el que podía haberse descuidado era en examinar las bocas. Había mirado dentro, pero no había pasado el dedo contra los dientes. Teó­ricamente el frasquito pudo estar oculto detrás de los molares... en el lugar donde, según Charles Kennington les informara más temprano esa misma mañana, los nazis guardaban sus tubitos en caso de peligro inminente.
    Pero había dos terribles objeciones para esta posibilidad. Pri­mero: sólo un loco podía intentar esconder el tubito de esa manera, cuando no ignoraba que la policía iba a hacer una búsqueda minuciosa y cuando bastaba con dejar caer el frasco en cualquier rincón del cuar­to, después de meterlo en el bolsillo, oculto en el pañuelo, para quedar libre de sospecha. Segundo: si alguno hubiera sido lo bastante loco como para ocultar el tubito en esa forma, seguramente se hubiera traicionado, porque el tubo fue roto para echar el veneno en la taza de Nita, y seguramente quedaban bastantes trazas de veneno en la cápsula como para provocar, por lo menos, un ataque de sofocación al ser colocado en la boca. En realidad fue la certeza de esto lo que obligó al cuidadoso sargento Messer a examinar ligeramente las bocas de los sospechosos.
    Nigel, encendiendo otro cigarrillo, se preparó a estudiar una vez más este problema. Se presentaban dos preguntas enigmáticas. ¿Có­mo se ocultó el frasquito a la policía y cómo se lo sacó de la habita­ción? ¿Por qué fue necesario para el asesino que el frasquito desapa­reciera de la habitación? Varias veces había dado vueltas en su mente a la primera pregunta, sin llegar a ninguna conclusión. Tal vez si pu­diera encontrar la respuesta... N o, si pudiera imaginar una posible respuesta a la segunda pregunta, ésta echaría alguna luz sobre la pri­mera.
    Veamos, ¿por qué hace desaparecer un asesino el arma del lugar del crimen? Porque podría ser identificada, y acusarlo. Pero, en este caso, todos hemos visto el arma: estaba a la vista unos momentos an­tes del crimen. Por lo tanto, el criminal no tenía necesidad de hacerla desaparecer. Pero el asesino la hizo desaparecer. Es un círculo vicio­so, sin quiebra, sin modo alguno de quebrarlo... ¡Oh, sagrados antepa­sados míos hasta la centésima generación! ¡Ya lo sé! ¡Ya sé cómo rom­per el círculo!
    Nigel saltó del sillón y comenzó a recorrer la habitación excita­damente, con la mente llena de la imagen que una frase casual hizo surgir en ella. Una imagen clara, nítida: absurdamente simple y que, sin embargo, trastornaba toda su concepción del caso. Implicaba algo perfectamente lógico, era la única respuesta ajustada a la segunda pregunta; y con creciente excitación comprendió que también contes­taba a la primera. Pero no daba, debió reconocerlo de mala gana, clave alguna sobre la identidad del asesino. Aunque esto podía esperar. To­mó el teléfono y llamó al superintendente Blount, en Scotland Yard.
    -¿Blount? Habla Strangeways. Se me ha metido en la cabeza una idea extraordinaria... Sí, se trata del envenenamiento de Nita Prince. Creo que sé cómo y por qué el asesino hizo desaparecer el frasquito del veneno... No, todavía no sé quién es... No, diablos, todavía no tengo ninguna prueba... fue un puro ejercicio mental. No sea grosero, Blount. Conseguir pruebas es trabajo de los malditos policías, entre los que usted se incluye. Podría sugerirle, para comenzar, que averiguara cuá­les de los sospechosos podían obtener veneno... sí, ya sé que estaba al alcance de todos, no soy débil mental; me refiero a otra fuente de cianuro... ¿Qué?.. Sí, en principio no importa que se enteren de que usted lo está buscando. Esto trastornará completamente al señor X, sea quien sea, y es posible que le haga hacer alguna tontería... No, no, pura comedia. Es esencial averiguar si alguno de ellos podía obtener el veneno en otra parte. El asunto es... -pero Nigel no tuvo tiempo de desarrollar su historia, porque sonó el timbre; entró poco después Brian Ingle y Nigel debió cortar la comunicación.
    Brian se sentó en el sillón que Nigel había dejado. Sus ojos recorrieron la habitación, parpadeando, como si la luz, o lo que veía, los lastimara.
    -¿Ha estado antes aquí? -preguntó casualmente Nigel.
    -Oh, no. No. Hubiera sido imposible, ¿verdad? Quiero decir, sin­tiendo lo que yo sentía por Nita.
    Después de una pausa Nigel dijo:
    -Desearía que me hablara de ella.
    -Sí, deseaba hacerlo. Pero usted ha estado muy ocupado. Y... quiero decir, Nigel... ¿sospecha la policía de alguien en particular? ¿De Billson? He visto que Merrion volvió a trabajar esta mañana; por lo tanto, no se trata de él.
    -Curioso. Es usted la primera persona que me interroga sobre ello. El dominio de sí mismo de nuestros colegas es notable.
    -No creo que se dominen -estalló el hombrecito-, es puro cinis­mo. ¿Qué les importa? Una muerte más. Y hemos tenido tantas muer­tes en estos últimos años que nuestras reacciones ante la muerte se han atrofiado. Ya no nos interesa.
    -¿Incluso a Jimmy?
    Brian Ingle cayó en uno de sus acostumbrados silencios. Nigel sabía que no debía quebrarlo o tratar de apresurarlo. Era como ob­servar a un ratón arrastrando una montaña.
    -No lo sé -dijo Brian finalmente-. Jimmy estaba enamorado de ella, naturalmente. Pero... quisiera saberlo.
    -Pero... -interrumpió Nigel.
    Después de otro pesado silencio. Brian dijo:
    -Nita era muy desdichada últimamente.
    -¿Le hizo a usted alguna confidencia?
    Los ojos de Brian Ingle recorrieron la habitación, algo más ávi­damente.
    -Jimmy era bondadoso con ella. Sí, debo reconocerlo -hizo otra larga pausa-. Sabe usted, Nigel, me era imposible hablar con ese su­perintendente. Ya sé que es un hombre muy decente. Pero todo pare­cía tan brutal. Ella ha muerto. ¿Qué importa quién la mató? Y... bueno:
    Arrancarnos el corazón
    Y dejar de lado el amor
    Que no queremos usar otra vez
    Hasta la Eternidad.
    "Yo he tenido que arrancarme muchas cosas. Y toda la investi­gación policial (preguntas, preguntas, más preguntas) era como ser interrumpido por abogados, y llamados telefónicos, y cartas de pésa­me cuando... -su voz se quebró un instante- cuando tratamos de con­solarnos.
    -Sí, ya sé. Pero tal vez podemos decir una cosa; es posible que la mejor parte de la vida de Nita hubiera terminado ya.
    -Yo podría haberla hecho feliz -dijo Brian, con afectada senci­llez-. Usted no ignora -añadió con una sonrisa forzada- que yo puedo aceptar cualquier grado de domesticidad.
    -¿Y Jimmy no podía aceptarla?
    Brian Ingle cayó otra vez en abstracción. Cuando habló, como le ocurría frecuentemente, pareció referirse a otra cosa.
    -A veces ella me visitaba en mi casa... yo siempre me negué a venir aquí... es tal vez la única cosa que le he negado. Nita sabía que podía confiar en mí para escucharla y para consolarla. Me hablaba de su vida con Jimmy.
    -Eso era cruel de parte de ella, ¿verdad?
    -¡Oh, sí! Supongo que sí. Se es cruel cuando se está enamorado. Se es cruel para todos los demás, quiero decir, cuando se está tan enamorado como lo estaba Nita de Jimmy. El enamorado pasa por alto los sentimientos de los demás. Y le aseguro que si Jimmy la hubiera dejado ella habría muerto de pena.
    -Tuvo bastantes amantes antes que Jimmy -dijo Nigel, con deli­berada rudeza. Brian Ingle no se inmutó.
    -Precisamente -dijo, siguiendo algún enigmático pensamiento su­yo-. Ya sabe usted que todos la abandonaron, tarde o temprano. Nin­guno le ofreció casarse con ella.
    -¿Por qué?
    -Porque era demasiado hermosa. Su belleza hacía que los hom­bres se equivocaran con ella, Nigel. Creían que se trataba de la per­fecta... de la perfecta cortesana. Y pronto descubrían que se trataba de una especie de trampa: creían entrar en el templo de Afrodita Pandemos y se encontraban en un hogarcito cómodo, doméstico, con estufas y tejidos alrededor. Con esto -hizo un ademán señalando el cuarto.
    -Sin embargo, esto parece haber agradado a Jimmy.
    -Nita también lo creyó al principio. Durante algún tiempo; Su­pongo que también lo creyó él. Jimmy y su mujer son personas sofis­ticadas. Son lo que se llama "modernos", de costumbres fáciles. Nita era muy distinta. La pasión de ella por las cosas domésticas fue, al comienzo, una especie de juego divertido y nuevo para Jimmy. Pero luego comenzó a comprender que ella no bromeaba y que con toda se­riedad...
    -¿No había posibilidad de... "facilidades"?
    -¿Puede usted reprochárselo? Sé que es fácil decir que una mu­jer le echa las garras a un hombre y que lo sofoca... ah, esa palabra "sofocar" me recuerda novelas femeninas de cierto tipo, que yo acos­tumbraba leer. Pero la gente que habla así nunca ve el otro lado de la moneda, el lado de la mujer. Precisamente porque Nita había llevado una vida turbulenta, porque todos esos hombres la quisieron solamen­te para querida y no para esposa, era por lo que estimaba tanto la se­guridad. Naturalmente, toda mujer busca la seguridad: es biológico. Pero Nita la ambicionaba terriblemente. Yo me burlaba de ella. Ama­blemente, claro está. Pero ella, pobrecita, no tenía sentido del humor. ¿Y por qué habría de tenerlo en ese asunto? Oh, sí, parecía tan co­rrecta, invulnerable y llena de éxito., ¿verdad? Y debajo de esto había pánico y caos. N o creía en sí misma, sospechaba que en ella había algo muy malo, porque nadie quería casarse con ella y darle se­guridad.
    -¿Y lo hizo Jimmy? Quiero decir, ¿le dio él seguridad?
    -Le dio todo lo superfluo de la seguridad, sí -replicó Brian, lan­zando otra larga mirada alrededor de la habitación-. Y, por un tiempo, también le proporcionó un sentimiento de seguridad... ya sabe usted cómo pueden engañarse las mujeres tomando la sombra por la reali­dad, cuando la realidad no está presente... ya sabe usted cómo cons­truyen edificios emocionales con ladrillos de paja. Y como Jimmy le había dado con tanta fuerza el sentimiento de seguridad... -Brian se interrumpió bruscamente.
    -… ¿Su desilusión cuando Nita se enteró de que Jimmy sólo es­taba jugando fue aún más penosa? -sugirió Nigel.
    Brian Ingle pareció examinar esto desde todos los ángulos, como una dueña de casa al efectuar compras frente a un mostrador, antes de contestar.
    -Me pregunto si eso es exacto. He dicho que hubo un tiempo en que su falso hogar con Nita casi amenazó su hogar verdadero, con su mujer, ya sabe usted. Él supo que debía escoger entre las dos, que el equilibrio no podía seguirse manteniendo. A partir de entonces Jimmy estuvo entre dos fuegos... y Nita empezó a ser desdichada.
    Nigel encontraba todo esto terriblemente interesante. Los co­mentarios de Brian eran mucho más sólidos que las deslumbrantes y superficiales conclusiones de Merrion Squires sobre ambas personas.
    -¿Cree usted que Jimmy quería dejarla?
    -Inconscientemente sí. Pero recuerde que Nita debía tener para él un gran atractivo sexual. Quiero decir que Jimmy es un hombre débil, sin propósitos definidos, con algo de personaje de Dickens. Y esperaba que algo cortara el nudo que él carecía de fuerza para cor­tar.
    -¿Se refiere usted, en este caso, al fin de la guerra?
    -Indudablemente. Jimmy se hubiera visto obligado a definirse. Me atrevo a suponer que él ignoraba qué nudo iba a cortar.
    -¿El nudo de Nita o el nudo de Alice?
    -Exactamente
    -¿Y Nita conocía el conflicto que había en el corazón de Jimmy?
    -Sabía que Jimmy había llegado al límite. Y trató, por todos los medios, de hacer que se decidiera por ella.
    -¿De ahí el pedido de divorcio?
    -Así es. Y otras cosas. Después de todo la pobre muchacha de­fendía su vida.
    -¿Otras cosas?
    -No lo sé... nunca lo he experimentado... pero puedo imaginar cómo una mujer puede ser infernal para un hombre que está decidida a retener; cuando cada mirada, cada ademán o cada silencio son un reproche o un llamado; cuando se usan todas las trampas. Creo, tam­bién, que Nita tenía muchos recursos.
    -Pero, si efectivamente ella le volvía las cosas tan difíciles ¿por qué él no la dejó sencillamente?
    -Mi querido Nigel, la vida no es tan sencilla como parece. Jimmy la tenía metida en la sangre. La amaba. ¡Oh, sí, realmente la quería! No se podía librar de ella abandonándola sencillamente... Es un hom­bre demasiado inteligente para suponerlo.
    -¿No podía librarse de ella, de su problema, de su conflicto, hasta que ella estuviera muerta? -preguntó Nigel intencionadamente.
    Brian Ingle se echó hacia atrás en la silla, con las manos hacia adelante como para protegerse de la pregunta.
    -No -exclamó-. No, no. Por favor. Esto es atroz. Parece como si yo quisiera acusarlo de... Realmente no lo creo.
    -¿Pero tal vez se le ha ocurrido esa sospecha?
    Siguió el más largo de los silencios de Brian. Parecía preso de un ataque epiléptico, quedó mudo e insensible. Finalmente habló, como si lo hiciera para sí mismo:
    -Nita estaba asustada.
    Otra pausa.
    -¿Asustada? ¿Recientemente?
    -La mañana en que murió... en que fue asesinada.
    -¿Cómo ha sido eso? -preguntó Nigel delicadamente, como si acunara a un niño.
    -No se lo dije al superintendente -dijo Brian lentamente-. Cuan­do me interrogó no tuve deseos de hacerlo, no me importaba quién la hubiera matado, no me parecía importante. Indudablemente estuve mal. De todos modos, la mañana de su muerte, Nita vino temprano a mi oficina en el Ministerio. Me di cuenta de que estaba preocupada... hablaba incoherentemente, tratando de decirme algo. "Oh, Brian, ¿qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?" Repetía esto constantemente. Salvajemente. Ya sabe usted que cuando ese tipo de mujer se alarma se transforma en un animal. Es aterrorizante. La angustia mental se comunica al cuerpo; se ve su cuerpo, su rostro, como un animal en una trampa, luchando, saltando, retorciéndose un momento y, en el si­guiente, absolutamente inerte, petrificado, en una especie de coma, como presintiendo la muerte.
    Brian Ingle se interrumpió bruscamente, embargado por el dolor del recuerdo.
    -¿Qué dijo ella? -preguntó Nigel.
    -Estoy tratando de recordarlo. Es muy difícil.
    Estaba, en realidad.. . parecía presa de un delirio. Sus palabras casi carecían de sentido. Repetía: "Es mi última oportunidad. El ha di­cho que es mi última oportunidad." "¿La última oportunidad para qué?", pregunté. "Para dejarlo". "¿Para dejar a Jimmy, quieres de­cir?" Asintió. "Pero no lo haré, no lo haré, no lo haré". Y estalló en te­rribles sollozos. Traté de tranquilizarla. Se calmó un poco. Y le pre­gunté entonces, no sé por qué, cuándo había él dicho eso. "Anoche. Vino a casa. Brian, estoy asustada. No sé qué hacer." No pude hablar más con ella porque entró Jimmy... supongo que oyó la voz de ella des­de afuera... y dijo que la necesitaba inmediatamente para que escri­biera algunas cartas.
    -¿Recuerda si ella dijo algo más? Cualquier cosa. Aunque parez­ca una locura.
    -No... Espere un momento... Sí, dijo algo muy extraño... parecía un delirio. Murmuró: "Me asustó tanto verlo. Sé que él es así. Fue horrible, Brian. Pero tú no entenderías". Y, después de un momento, prosiguió: "Quisiera poder confiar en él. No puedo confiar en nadie ahora". Por lo tanto traté de decirle que siempre podía confiar en mí, e intenté consolarla. Y ella dijo: "Ya lo sé, Brian. Pero tú eres dife­rente". Oh, sí. Yo siempre era diferente. El perrito fiel que se saca de paseo cuando no hay nadie más con quien pasear...
    Brian se interrumpió, avergonzado de aquella muestra de amar­gura.
    -Y ese "él" de quien ella hablaba, ese "él" que le daba su última oportunidad, en quien ella hubiera deseado confiar, ¿quién cree usted que era?
    -Eso es obvio -los ojos de Brian se abrieron azorados-. ¿De quién podía hablar sino de Jimmy?
    -¿Pero por qué iba a sorprenderla tanto Jimmy cuando lo vio?
    -No lo sé. Supongo que no lo esperaba o algo por el estilo. ¿Quién más iba a concurrir a casa de ella de noche, quién más, quiero decir, tendría poder para alarmada?
    -¿Quién en verdad? -preguntó Nigel, mirando sus pies y la suave alfombra persa sobre la que descansaban. Ese "él" mencionado por la pobre y enloquecida Nita, debía ser Jimmy; necesitaba ser Jimmy. Pero ella podía haber hablado de dos "él" diferentes. Todo es posible.
    Nuevas preguntas no extrajeron más leche de aquella vaca.
    Brian Ingle comenzó a mirar a su alrededor, con aire ausente e impa­
    ciente.
    -¿Quiere recoger ahora su libro?
    Saltando de su asiento Brian se precipitó hacia la estantería, y la recorrió con la mirada.
    -¡Oh, aquí está! -miró un momento la inscripción de la cubierta y después se metió el libro en el bolsillo.
    "¡Hola -dijo-, no sabía que nadie leyera a Clough hoy en día! ­tomó los poemas de Clough, que yacían en la mesa junto a la silla de Nigel, y abrió el libro donde estaba marcado-. Éste es un pasaje inte­resante -dijo inmediatamente-. Hubiera sido un buen novelista, ¿ver­dad? "Como pérdidas en los juegos que se juegan por nada". Es curio­so que haya usado esa palabra.
    -¿Qué palabra?
    -Juegos. La misma idea de todos modos: "jugar a la domestici­dad".
    -Oh sí, sí. Seguramente.
    -Parece, Nigel, que Clough hubiera conocido a Jimmy personal­mente. Extraordinario. Esta descripción parece un retrato de él en tamaño natural. O de la idea que Nita tenía de él.
    -Pero debe haber sido otro parecido en ese pasaje lo que llamó la atención de ella. ¿Cómo es? "Allí, con sus tranquilos ojos, ella me encontró y no supo nada... Permaneció esperando, inconsciente. No habló de obligaciones." Ésta es Alice Lake. Podría asegurarlo.
    -Ah. Sí, así debe ser. ¿Pero qué le hace suponer que ése es el pasaje que interesaba a Nita?
    -Mire al margen. Nita escribió allí una A mayúscula. La A de Ali­ce.
    -Esto es una bomba. Sí, así parece. ¡Es tan débil! No lo vi al principio. Pero no es ella quien ha trazado esta A. No es su letra. Nita siempre hacía las A como caracteres impresos. Esta A tiene otro tra­zo. Mire.
    Nigel saltó y casi le arrebató el libro.
    -Sí, por Dios, tiene usted razón. No comprendo cómo no me di cuenta. Yo he visto muchísimas veces la A de Nita. Usaba su nombre completo, Anita, cuando firmaba, ¿verdad? Esto es muy curioso. Y la
    última persona que puede haber marcado el libro es el propio Jimmy.
    -Pero su A mayúscula es también muy distinta a ésta.
    -Sí. Bueno, quizá esto no significa nada. Tengo que irme ahora. ¿No desea llevarse nada más?
    Brian Ingle dijo que no. Sus ojos recorrieron tristemente la habitación un momento. Después se dio vuelta y salió. En cuando la puerta se cerró tras de él, Nigel fue hasta la estantería y comenzó a mirar cuidadosamente las primeras páginas de los libros. Al fin dio con lo que buscaba: un libro dedicado por Nita a Jimmy. Lo llevó hasta la ventana y comparó cuidadosamente las letras con la A trazada en el margen de una página del libro de Clough.
    Se le ocurrió de pronto que, si se trazaba una J y se le añadía un trazo A, se produciría una A exactamente como la que estaba tra­zada en el margen. Siempre que fuera una J perfecta. Y ahora, en la primera página del libro, aparecía: "A Jimmy con todo mi amor, Nita." Y la J de Jimmy parecía idéntica en forma al lado izquierdo de la le­tra A escrita en el margen. La deducción natural era que Nita había escrito allí primeramente una J, porque el pasaje le había recordado a Jimmy; posiblemente era también ella quien había trazado el signo de interrogación al lado. Después, alguien transformó la J en una A. ¿Quién? ¿Y por qué? Nigel no estaba seguro todavía. De todos modos, podía tratarse de un simple pasatiempo. Posiblemente los estudiosos de Scotland Yard podrían averiguar si la A era, efectivamente, una letra compuesta, trazada por dos manos diferentes. Sería provechoso estar seguro de esto. Nigel salió del departamento llevando los dos libros bajo el brazo y se encaminó hacia Scotland Yard.
    Unas horas después, mientras cenaba en el club, un criado lo llamó al teléfono. Era un llamado de Blount.
    -Ese libro que usted me dejó... Los expertos afirman que la A está compuesta. La parte de la J está más marcada que el resto, de todos modos. Y el trazo se afirma hacia el final, que es la manera normal de escribir la J... comenzando por arriba. Y terminando en la curva. Para escribir una A mayúscula generalmente se comienza en la curva y se sube luego, y después se traza hacia abajo el lado derecho de la letra y...
    -Está bien. Ya sabía eso. ¿Qué hay de la segunda posible fuente de suministro de veneno? ¿Ha tenido tiempo de ocuparse de eso?
    -Sí. Por lo menos cuatro de los sospechosos podían obtener cianuro.
    -¡Demonio! Esto es demasiado. Demasiado, Blount.
    -Billson lo utilizaba para sus fotografías. El señor Lake y el se­ñor Fortescue poseen, o por lo menos poseyeron alguna vez, cápsulas de veneno. La señora Lake podía apoderarse de las cápsulas del señor Lake. Billson firmó el pedido del veneno en forma ordinaria; debemos controlar ahora la cantidad que recibió en la farmacia con la cantidad que le queda aún. El señor Lake y el señor Fortescue dicen que obtu­vieron el suyo privadamente en el otoño de 1940, cuando se temía la invasión; ambos sospechaban encontrarse en la lista negra nazi y, por lo tanto, querían estar preparados.
    -¿Pero ellos dicen que no disponen ahora de las cápsulas?
    -El señor Fortescue dice que en el día de la Victoria... él hizo desaparecer el veneno que poseía... en una pequeña ceremonia privada. El señor Lake (he ido a verlo) tenía su cápsula cuidadosamente guar­dada. O por lo menos así creía. Pero cuando abrimos el cajón con la llave que me entregó, la cápsula no estaba allí. La señora Lake asegura que ella ignoraba la existencia de esta cápsula y que no podía, por lo tanto, explicar su desaparición. Esto es todo. Y es mejor que me diga usted qué está pensando.
    -Un momento. ¿Todos han dado la información libremente?
    -Sí... sí. Creo que la señora Lake se sorprendió un poco; ella es­taba con su marido cuando yo lo interrogué. Pero no hubo ninguna in­tención de mentir o de negar.
    -¿Sabían Lake y Fortescue que cada uno de ellos poseía cápsulas de cianuro?
    -Sí.
    -¿No podía tener Fortescue otra fuente de suministro? ¿No usaba él también cianuro de potasio para sus fotografías?
    -Dijo que no. Lo comprobaremos, claro está.
    -¿Comprende usted, Blount, que el reconocimiento del asunto de la cápsula es un punto a su favor en lo que respecta a las fotografías Q? No es posible que necesitara veneno si era agente de los nazis.
    -De acuerdo, para el caso que los alemanes ocuparan Inglaterra. Pero lo necesitaba si el contraespionaje británico lo descubría.
    -En ese caso, ¿para qué destruir la cápsula el día de la Victoria? Todavía podía necesitarla.
    -Sólo tenemos su palabra de que la haya destruido.
    -Seguramente. Pero estaba en su interés presentarla si todavía la tenía. De todos modos, mi opinión momentánea es que la posesión y la destrucción de la cápsula es un punto en favor de Harker en el caso de las fotografías Q, y un punto en contra en el asesinato de Nita Prince.
    En el teléfono la voz rezongó un poco.
    -Pero mi querido amigo: ¿sugiere usted que el tubo del veneno del mayor Kennington no fue el arma que se empleó para este crimen? Esto es absolutamente...
    -Oh, hablando de Kennington, ¿seguramente él contaba con al­gún medio rápido de suicidio durante su espionaje en Alemania?
    -Sí -dijo Blount sombríamente-. Un pato podría nadar en la can­tidad de cianuro que está surgiendo ahora en este caso. Él dice que tenía una cápsula, pero afirma que la entregó en el Cuartel General a su regreso de Alemania. Naturalmente, estoy comprobando si eso es verdad. La Oficina de Guerra me ha enviado una señal.
    -Entiendo que esas tres cápsulas, la de Lake, la de Fortescue y la de Kennington eran de naturaleza soluble.
    -Así es.
    -¿Y qué hay de Squires y de Ingle? ¿No disponían ellos de algún poquito de veneno conservado en alguna parte?
    -Según sus afirmaciones no es así -dijo Blount gravemente.
    -Tanto peor. Indudablemente usted tendrá que recorrer todas las farmacias. No olvide ninguna. Bueno, Blount, quisiera pedirle un favor.
    -¿De qué se trata? -preguntó Blount desconfiadamente. .
    -Trate de descubrir más veneno.
    La voz del teléfono llegaba de manera enloquecida, y Nigel reti­ró el receptor de su oído durante unos segundos. Cuando Blount des­cargó su pecho, Nigel dijo:
    -Creo que sería una buena idea conseguir un permiso de allana­miento y comenzar a registrar los objetos de propiedad de todos los sospechosos en busca de un tubo de veneno... un tubo tan parecido al que Kennington quitó a Stultz como para confundirse con él.
    Hubo un terrible silencio en el teléfono. Nigel sintió que Blount luchaba para dominar sus emociones. Al fin, con voz difícilmente con­trolada, el superintendente preguntó:
    -¿Dónde sugiere usted que debo comenzar... este juego de es­condite?
    -Oh, comience con los Lake. O con Charles Kennington.
    -¿Sabía usted que Kennington se ha mudado a casa de los Lake?
    -¿De veras? Bueno, bueno, bueno. Lo invitaré a almorzar mañana, para que usted pueda trabajar en paz.
    -Ahora, en este asunto del permiso de allanamiento, quizá usted tuviera la bondad de decirme con qué pretexto debo solicitarlo -dijo Blount con pesado sarcasmo.
    -Se me enfría la comida. Lo lamento. Se trata de... Y Nigel ex­plicó al superintendente la idea que se había presentado a su mente esa tarde, en el departamento de Nita Prince... la respuesta a la pre­gunta de por qué había sido necesario para el asesino hacer desapa­recer "la cosa de Stultz" de la habitación después del crimen y cómo había logrado hacerlo.
    Cuando Nigel terminó, Blount estuvo de acuerdo en solicitar el permiso de allanamiento.


    CAPÍTULO IX
    Referencia: la señora Lake
    A LAS once de la mañana siguiente, un domingo, Nigel Strangeways se encaminaba en un ómnibus hacia la casa de los Lake, en Regent
    Park. La noche anterior había invitado a almorzar al mayor Kenning­ton. Pero antes de hablar con él, quería hacer algunas preguntas a Jimmy y a Alice Lake. Había cosas que, aunque no preguntara por ellas, esperaba descubrir. Nigel creía conocer ahora la identidad, el móvil y el método del asesino de Nita Prince. Pero carecía de pruebas y no sabía cómo obtenerlas, a menos que el asesino cometiera un traspié. Las averiguaciones de Blount sobre otra fuente de suministro de veneno podían provocar este traspié, o podían no provocarlo. Todo dependía, realmente, de los nervios del asesino... ¿Y acaso esta per­sona, que había permanecido tan hábilmente en silencio, que no había hecho tentativas de disimulo o de despistar y que, por lo tanto, había eliminado toda ocasión de traicionarse, podría ser arrastrada a la ac­ción por las averiguaciones de Blount, que indicaban que la policía es­taba peligrosamente cerca de descubrir el modo en que se cometió el crimen?
    Recorriendo la desierta calle de Baker en lo alto del ómnibus, Nigel pensaba intensamente. De ahora en adelante cada una de sus palabras debería dirigirse a un fin, obligar al asesino, como una nutria acorralada, a dejar la seguridad del silencio, de la inacción, de la tranquilidad y a salir al aire libre. Sabía que tenía que vérselas con una mentalidad de gran inteligencia y sutileza. En realidad ésta era la principal dificultad que encontrara la policía desde el principio de la investigación... En lo que se refería a la muerte de Nita Prince, no hubo mentiras generales, sino una relativa ausencia de cosmografía, de exhibicionismo, de histeria, de falsas confesiones, de cargos y contracargos en los cuales, normalmente, puede apoyarse una investi­gación. Y esto era porque todos los sospechosos, con excepción de Edgar Billson, eran personas muy inteligentes; además, habían traba­jado juntos durante varios años formando un grupo pequeño y exito­so, cuyo esprit de corps, aunque ellos no lo reconocieran, los había afectado a todos individualmente, creando cierta resistencia hacia cualquier influencia de afuera que tendiera a criticar o a amenazar el grupo en su conjunto.
    ¿Qué había de verdad en la afirmación de que el director era responsable de este esprit de corps? Sin disputa Jimmy era la men­talidad creadora de la División. Su capacidad para el estilo de propa­ganda visual de su incumbencia era notable; había creado, casi podía asegurarse, un nuevo género en ese ramo y las producciones de la Di­visión llevaban todas el sello de su personalidad. Su encanto y su tac­to eran, además, indispensables, no sólo para mantener bien aceitadas las ruedas de la organización, suavizando las dificultades que surgían a veces entre sus empleados temperamentales, sino para "vender sus conceptos de propaganda a otros departamentos gubernamentales. No era difícil comprender su éxito, antes de la guerra, como miembro del Comité Nacional de Relaciones Públicas en la Industria, esa orga­nización de nombre pomposo, establecida en la mitad del treinta y tantos, para la exportación de productos británicos al extranjero. Pero en lo que a esprit de corps se refiere, considerado como espíritu de lucha, Nigel se inclinaba a creer que la División debía más a Harker Fortescue que al director. Era la capacidad de dirección de Harker lo que los ayudó a pasar los ataques aéreos y las largas horas de traba­jo; era el cuidadoso examen que hacía Harker de cada detalle del trabajo lo que los hizo estar siempre al día; eran la firmeza y la tena­cidad de él las que dieron curso a las ideas creadoras de Jimmy, pese a la resistencia manifestada al principio por los departamentos gu­bernamentales, cada uno de los cuales poseía un cuerpo propio de Re­laciones Públicas, y cuyos empleados desconfiaban o envidiaban el prestigio creciente del Ministerio de Moral.
    Tales eran los pensamientos de Nigel cuando, descendiendo del ómnibus, caminó bajo el sol de julio por la calle en forma de media lu­na en cuyo final se encontraba la casa de los Lake. La pintura estaba descolorida y cayéndose, la magnífica hilera de casas estaba dividida en dos por una bomba. Pero la grandeza no había abandonado aquel lugar.
    Nigel llamó en el número 35. Alice Lake en persona abrió la puerta. No pareció demasiado sorprendida de la visita, aunque indu­dablemente no la esperaba.
    -Hola -dijo, con su fría voz-. ¿Quiere usted ver a Jimmy? Está levantado. Se ha levantado ayer, aunque no creo que le haga bien des­pués de... -su voz se apagó, como si hubiera perdido interés en el asunto.
    -En realidad deseo verlos a ustedes dos.
    -¡Oh!, yo estaba escribiendo. Es muy incómodo que la mucama no venga los domingos. Me gusta trabajar todas las mañanas cuando es­toy escribiendo un libro. De otro modo pierdo contacto con mis per­sonajes. ¿Se trata de algo importante?
    -Sí. Creo que sí. Aunque no me atrevería a decir que es más im­portante que una de sus novelas.
    -Espero que no utilice la palabra "importante" en el sentido de la propaganda. Detesto pensar que yo pudiera ser una "novelista im­portante". Significa una cantidad atroz de realismo social, de dureza, de aburrimiento.
    Abrió la puerta del estudio de Jimmy.
    -Aquí está el señor Strangeways. Desea hablar con nosotros ­dijo.
    Jimmy se levantó de su silla. Su brazo izquierdo estaba en ca­bestrillo. Sin aparente esfuerzo creó un clima de cordial bienvenida, casi de solicitud para Nigel, en contraste con los modales descuida­dos de su esposa. Poseía ese toque mágico que proviene de la buena educación heredada y del éxito adquirido; había algo hipnótico en él.. tranquilizador y estimulante a la vez.
    -Es desagradable lo que ocurre con Harker -dijo-. El superin­tendente acaba de decírmelo. Naturalmente es idiota pensar que el pobre Harker trabajara con el enemigo. Pero es fácil comprender que le será difícil continuar en su puesto mientras sospechan de él. ¿Qué podemos hacer? El ministro está también algo enfadado.
    "Realmente lo ignoro. Yo sería de opinión de imponerme y soste­ner a Harker en su puesto. Después de todo será por poco tiempo. E indudablemente él estará bajo vigilancia.
    "Sí. En realidad no puedo prescindir de él. La División lo necesi­ta. Las cosas están ya bastante desorganizadas y el médico no me permitirá regresar por lo menos en una semana. Me siento ya bastan­te bien, pero ahora veo que una puñalada hace más daño de lo que pa­rece.
    Nigel tuvo la impresión de que Jimmy buscaba un poco de como­didad hogareña y de cuidados; Pero no lograba obtener esto. Alice Lake, sentada en el lado opuesto de la chimenea, con las manos cruza­das sobre la falda, apenas parecía prestarles atención. Su mirada es­taba abstraída; pensaba quizá en los personajes que había dejado arriba, en su escritorio. Hubo un momento de silencio que rompió Ni-gel diciendo simplemente:
    -Es también desagradable que ustedes tuvieran una cápsula de cianuro.
    -¡Oh, mi píldora! Sí -el director rió amablemente-. Aunque debo reconocer que no entiendo qué busca la policía. ¿Creen acaso que el veneno no provenía del frasquito que trajo Charles? No puedo com­prenderlo. ¿O se trata sencillamente de un procedimiento rutinario?
    -Blount tiene una teoría que parece interesarle mucho. ¿Tenían ustedes la cápsula... en la casa, quiero decir?
    La pregunta de Nigel produjo un curioso cambio de atmósfera. Algo apologético apareció en la respuesta afirmativa de Jimmy. Alice permaneció quieta, volviendo su delicada cabecita.
    -Pero querida mía -Jimmy se dirigía ahora directamente a ella, con una ligera nota de exasperación en la voz-, tú no estabas en la lis­ta negra nazi. Alice se ha molestado porque no conseguí también una píldora para ella -explicó a Nigel.
    -No creo que el señor Strangeways pueda interesarse en estas querellas domésticas -dijo Alice, con voz ligeramente helada.
    Tenía ingenio, pero carecía de humor, pensó Nigel: era verdade­ramente satírica,
    -¿Ignoraba usted la existencia de esa cápsula? -preguntó Nigel.
    -Sólo lo supe ayer por la tarde.
    -¿Sabía alguien más que Jimmy poseía una cápsula?
    -Harker. Quiero decir que arreglamos conjuntamente nuestro pacto de suicidio -dijo Jimmy sonriendo amablemente-. No comprendo cómo pudo enterarse alguien más. Yo guardaba la píldora en un cajón cerrado, en mi habitación. Estaba en una cajita que llevaba escrita la palabra "Veneno". En caso de que alguien...
    -¿Y la llave del cajón?
    -¡Oh, está en mi llavero! Y llevo siempre el llavero en el bolsillo.
    Excepto de noche, cuando lo coloco sobre la cómoda.
    -¿Cuándo miró usted por última vez en el cajón... en la cajita de píldoras, quiero decir, para comprobar si la cápsula estaba allí?
    -Hace mucho. Creo que hace exactamente un año. -¿Le dijo Har­ker que él había destruido la suya? -No... sí, naturalmente. En el día de la Victoria. El director se sacudió en una de sus risas silenciosas, recordando, indudablemente, la ceremonia realizada por Harker.
    -Lamento insistir con estas aburridoras preguntas. Indudable­mente el superintendente las hizo ayer. Pero, ¿tendría usted la bon­dad de decirme, señora Lake, si cuando su hermano vino a buscarla para ir al Ministerio, se quedó aquí mucho tiempo? Quiero decir, ¿permanecieron aquí mucho tiempo antes de salir?
    -Lo que usted realmente quiere saber -replicó Alice Lake, mi­rándolo fijamente con sus claros y fríos ojos- es si mi hermano fue solo a la habitación de mi marido, ¿verdad?
    -¿Es así?
    -No. Permaneció aquí sólo cinco o diez minutos, y después estuvo conmigo todo el tiempo, hasta que salimos.
    -¿Le dijo a usted algo respecto a la señorita Prince esa mañana? ¿Algo referente a haberla visitado la noche anterior? ¿O habló de la ruptura de su compromiso?
    -Estas preguntas no son muy agradables -dijo la señora Lake.
    -No las conteste si no desea hacerlo. No tengo ningún cargo ofi­cial en este asunto. Y comprendo que las preguntas son algo imperti­nentes. Pero deseo averiguar quién mató a la muchacha.
    -Oh, ¿por qué? -Alice Lake lo interrogó directamente, mientras sus delicadas facciones permanecían impasibles. La pregunta podía ser de simple curiosidad intelectual, dada la poca emoción que mos­traba.
    -Querida mía -interrumpió Jimmy-, no seas tan sofisticada.
    Su mujer pareció no oído, pues continuó mirando a Nigel fija­mente, como si esperara una respuesta racional a su pregunta, pero apenas esperando tenerla.
    -Porque -dijo Nigel- si la teoría de Blount es correcta, alguien a quien quiero y respeto es culpable de un crimen atroz. Preferiría que Blount estuviera equivocado.
    Por un momento Alice Lake pareció algo desconcertada.
    -¿No son todos los crímenes atroces? -preguntó apresurada­mente-. No, supongo que no. Lo que llaman crimen pasional... puede te­ner excusa. Pobre muchacha, debe haber sufrido mucho con todas es­tas cosas.
    -¿Qué cosas?
    -Las de Charles. Y las de Jimmy.
    El director, que se movía incómodo en su silla, la increpó:
    -Alice, si prosigues con esas raras consideraciones sobre el caso terminarás por acusarme a mí de un crime passionnel.
    -Bueno Jimmy, casi sería un alivio saber que tú eres culpable. De todos modos es sorprendente. ¡Has tomado con tanta tranquilidad la muerte de esa pobre muchacha!
    -Demonios, ¿quieres que esté continuamente en un ataque de histeria? Eso es lo que menos te gustaría.
    -No, pero... -Alice se mordió los labios-. Todo esto debe ser muy incómodo e interesante para el señor Strangeways. Naturalmente sé que tú no lo hiciste, Jimmy -la cara del marido se iluminó, patética­mente, pero volvió inmediatamente a apagarse cuando ella prosiguió-, porque yo vi el frasquito del veneno sobre tu escritorio y no podías haberlo usado después, ya que la señorita Prince retiró su taza antes de que tú regresaras junto al escritorio.
    -Habría sido agradable -murmuró Jimmy-, si hubieras creído en mi inocencia sin necesidad de que ésta fuera demostrada por la poli­cía.
    Nigel fue consciente, con mayor intensidad que nunca, de un creciente abismo entre la pareja... un abismo a través del cual el ma­rido hacía ademanes conciliatorios y tiernos llamados, sólo para en­contrar que la esposa en el lado opuesto no les prestaba atención o los analizaba fríamente. En aquel momento Nigel sintió verdadera pe­na por Jimmy Lake y explicó:
    -Temo que no sea todo tan sencillo, señora Lake. Si la teoría de Blount es exacta, Nita Prince no fue envenenada con el contenido del frasquito de su hermano. Por eso todos vuelven a ser sospechosos.
    -Dios mío -dijo Jimmy, con alguna consternación-, ya sospechaba que todo ese asunto de la cápsula del veneno no era únicamente inves­tigación rutinaria. ¿Por qué? Es una locura. ¿Para qué habría alguien de traer veneno cuando el veneno estaba allí, al alcance de la mano?
    -No puedo imaginarlo -dijo Nigel, mientras pensaba cuán frecuentemente una mentira engendra otra mentira-. Pero Blount es un hombre inteligente y tenaz, y si él...
    -Creo -dijo Alice, mientras sus manos cruzadas se apretaban más y más sobre su falda-, creo, Jimmy, si tú no te opones, que debe­ré charlar a solas con el señor Strangeways. ¿Quiere subir a mi cuar­to? -preguntó, levantándose bruscamente de la silla.
    Volviéndose desde la puerta Nigel percibió una curiosa expre­sión en el rostro del director. ¿Acaso de enojo? ¿De desilusión? ¿De miedo? ¿O de creciente amargura? Quizá un poco de todo.
    -Lamento que mi habitación esté en lo alto de la casa -dijo Alice Lake, comenzando a subir las escaleras.
    -¡Qué casa encantadora! Aunque debe ser difícil de calentar en invierno.
    -¡Oh, tenemos una buena caldera para la calefacción central!
    -¿Pero no es difícil conseguir combustible ahora?
    -Jimmy la llena por las noches. Cuando tenemos combustible, na­turalmente. Tomamos una ración de tres baños calientes por semana. Es molesto carecer de gas.
    Después de subir varios pisos -las habitaciones del tercero y del cuarto permanecerían cerradas, mientras durara la guerra, según explicó la señora Lake-llegaron al torreón de Alice: un cuarto de tra­bajo formado por dos o tres habitaciones de servicio cuyas paredes se habían derribado. Aquí, desde lo alto de la casa, había una magnífi­ca vista de Regent Park. Esta vista parecía la única concesión hecha al sentido estético, porque la habitación estaba desnuda, daba casi im­presión de desolación al visitante: una gran mesa de cocina cubierta por notas y papeles, hacia donde se volvieron automáticamente las mi­radas de Alice Lake; una estufa eléctrica; una gastada silla de paja y varias de madera; unos pocos estantes en las paredes que estaban a su vez pintadas de color crema y a las cuales no adornaba ningún cua­dro.
    -Ciertamente éste es un cuarto de trabajo -dijo Nigel.
    -¿Le parece demasiado severo? Así debe ser: aleja a la gente... a mi marido. En realidad necesitaría un alambrado de púas en el rella­no de la escalera. No sabe usted cómo, si uno es escritor (especial­mente escritora), la gente cree que puede disponer de todo nuestro tiempo. Hay que pelear con uñas y dientes para defenderlo. No me refiero a usted, naturalmente. Siéntese, por favor. Hay cigarrillos sobre la chimenea.
    Alice Lake se sentó en una silla dura junto a la mesa de cocina. Sus miradas recorrieron una vez más los papeles. Después los apartó suavemente, como si fueran una tentación.
    -Dígame señor Strangeways... ¿Es de mi marido de quien sospe­cha la policía?
    -Verdaderamente no sé en estos momentos quién es el principal sospechoso. Sinceramente.
    Alice cruzó las manos sobre la falda y lo miró de frente.
    -Preguntaba usted por mi hermano. No quiero hablar de él de­lante de Jimmy. La mañana en que vino a buscarme... dijo algo sobre Nita Prince.
    -¿Qué dijo?
    -Bueno, no tuvimos mucho tiempo para hablar: sólo permaneció aquí diez minutos y después tomamos un taxi para ir al Ministerio. Pe­ro en realidad me preguntó si yo pensaba pedir el divorcio. Yo no pen­saba hacerlo, como usted no ignora.
    -¿Había discutido él la situación con Nita?
    -Sí, la noche anterior. Él se lo dijo a usted.
    -Quiero decir: ¿le dijo Charles en esa oportunidad que había discutido con Nita la noche anterior?
    -Oh, comprendo. Sí, me dijo que la había visto después de re­gresar a Inglaterra, aunque no me contó las circunstancias.
    -¿Las circunstancias?
    -Esa tontería de disfrazarse.
    -¿Tiene usted la impresión de que Nita quería utilizarlo como intermediario para el divorcio?
    Alice Lake pareció considerar esto como una proposición abs­tracta o como una posible situación para una de sus novelas.
    -No. No exactamente -replicó después de una pausa-. Creo que él procuró averiguar mis intenciones al respecto por... por interés propio.
    -¿Estaba todavía interesado en Nita por lo tanto?
    -Supongo que podría interpretarse así. Sí, naturalmente estaba interesado. Pero estoy segura de que no pensaba obligarla a mantener el compromiso.
    -¿Cree usted que si Jimmy la hubiera dejado y hubiera vuelto a usted, Charles se habría casado con ella?
    -Ésas son simples suposiciones -dijo ella, casi reprobatoriamen­te, con su voz alta y ligera-. Es difícil imaginar a Charles como un hombre casadero... es difícil para mí imaginarlo. Pero probablemente estoy demasiado cerca de él para verlo con claridad.
    Nigel atacó por otro ángulo.
    -¿Cree usted que Charles haría todo lo posible para defender el matrimonio de usted?
    -Si creía que valía la pena defenderlo, sí... En ese caso supongo que lo hubiera hecho.
    -¿Le dijo a usted aquella mañana que la noche anterior había da­do a Nita una última oportunidad para dejar a Jimmy? ¿O sugirió que lo había hecho?
    Una expresión de miedo y de perplejidad atravesó el rostro de Alice; era la primera vez, durante la charla, que ella demostraba algu­na emoción.
    -No -dijo-, realmente no. Hay una atroz suposición en eso. ­Prosiguió con más calma: -Después de todo, al ver a Nita, sólo oyó el punto de vista de ella. Todavía no nos había visto a Jimmy ni a mí. N o tenía base para juzgar nuestro matrimonio... para saber si valía la pe­na "defenderlo".
    -¿No le había escrito usted sobre el asunto?
    -No, hacía tiempo que no le escribía. Usted recordará que se suponía que Charles había muerto.
    -¿Conoce usted bien a Merrion Squires?
    El repentino cambio de frente no pareció desconcertar a Alice Lake. Realmente, pensó Nigel, parecía aliviada. Alice dijo que había salido algunas veces con Merrion durante el primer año de infidelidad de su marido, y que Merrion le había hecho algunos retratos.
    -Supongo que yo tenía una vaga y tonta idea de "pagar a Jimmy en su misma moneda" -su voz colocó la frase entre satíricas comillas-, pero, naturalmente, no hice nada. No soy mujer de ese tipo. Tal vez Jimmy nunca se habría apartado de mí si lo fuera -añadió, con un deli­cado encogimiento de hombros.
    -Temo que mis preguntas se vuelvan cada vez más impertinentes -dijo Nigel, sonriéndole-, pero mucho depende de eso... Usted utilizó una frase sobre si su matrimonio valía la pena de ser defendido... Le ruego que me perdone, ¿pero realmente cree eso? ¿Lo cree ahora?
    Alice Lake dejó de mirarlo y dirigió su rostro hacia la ventana, hacia los canteros de flores, hacia el lago sobre el que la ventana se abría. Hubo un largo silencio. Nigel creyó que ella entendía perfecta­mente las implicaciones de su pregunta, así como los tiempos emplea­dos.
    -¿Quiere usted decir -preguntó finalmente-, quiere usted decir, que Nita Prince murió en vano? No, ésa es una manera vulgar, odiosa de decirlo. Bueno, realmente no puedo asegurarlo. Pasará tiempo antes de que yo y Jimmy volvamos a entendernos.
    -¿Actualmente son ustedes desdichados juntos?
    La boca de Alice Lake comenzó a temblar. Abrió su cartera y tomó un pañuelo.
    -Lo siento -dijo Nigel-, pero es muy obvio. Realmente no quiero herirla, pero...
    -¿Qué tiene que ver esto con el crimen, con la muerte de la muchacha? -estalló al fin, llena de resentimiento.
    -Yo creo -dijo Nigel, escogiendo las palabras con infinito cuida­do-, yo creo que usted sospecha que su... que alguien que usted ama ha matado a Nita Prince. Y esta sospecha hace imposible para usted volver a ser como antes con Jimmy. ¿Tengo razón?
    Teniendo el pañuelo sobre la boca Alice fue hasta la puerta y la abrió. Con voz sofocada dijo:
    -Es mejor que me vaya ahora.
    Nigel Strangeways descendió las escaleras, en vuelto en sus pensamientos. No salió de la casa, sino que se dirigió nuevamente al estudio de Jimmy.
    -Temo haber inquietado a su esposa -dijo, sin preámbulos
    El director lo miró intensamente, pero no hizo comentarios. Es­taba aún sentado en la silla donde lo habían dejado.
    -Tuve que hacerle algunas preguntas íntimas.
    -Alice detesta la intimidad -musitó el director, hablando casi consigo mismo.
    -Le he hecho preguntas acerca de usted.
    -¿Acerca de mí?
    -Acerca de usted y de ella. Y de usted y de Nita.
    -No creo que ella sepa mucho sobre Nita y sobre mí. Hay... hay cosas que la naturaleza de ella no le permite saber o comprender ­afirmó Jimmy con voz cargada.
    -Por esto quiero hacérselas a usted -Nigel miró a Jimmy con sus pálidos ojos azules-. ¿Sabía su mujer que quería usted librarse de Ni­ta?
    La pregunta pareció caer interminable en el cuarto silencioso, como una piedra que cae en un manantial. Finalmente Jimmy rompió el silencio.
    -No lo creo. Después de todo tampoco lo sabía muy bien yo mis­mo.
    -¿Hasta que estuvo libre?
    -Nigel, podría enfadarme con razón por estas preguntas. Pero supongo que su intención es buena. ¿Hasta que estuve libre? No... bueno, siempre algo en mí ha querido volver a Alice. Digámoslo así.
    -¿Pensaba usted tal vez que el regreso de Charles Kennington resolvería su problema? ¿Esperaba que él le hiciera cumplir su com­promiso?
    -Sí. Debo decir que está idea ocupó mi mente.
    -Por lo tanto le dijo usted a Nita que ésta era su última oportu­nidad.
    -¿Última oportunidad? -repitió Jimmy estúpidamente.
    -Su última oportunidad de dejarlo a usted, de regularizar su vi­da, de casarse, de tener la seguridad que siempre había buscado, si volvía con Charles.
    Jimmy Lake pasó su lengua por el interior de los labios, en su ademán habitual, meditativo.
    -Realmente intenté averiguar sus intenciones, saber qué pensa­ba hacer, ahora que Charles había regresado. Pero no hablé de una última oportunidad. Eso parece una amenaza.
    -¿Está usted seguro de que usted... cómo podría decirlo... de que usted no insistió en que volviera con Charles?
    -Quisiera que usted dijera directamente lo que piensa. ¿No nos conocemos acaso bastante?
    -Quiero decir exactamente lo que he dicho.
    El director se encogió de hombros con impaciencia. -No la ame­nacé en modo alguno. Supongo que usted habla de la noche antes de su muerte. Ni entonces ni en ninguna otra ocasión -pareció compren­der la importancia de la frase e hizo una mueca a Nigel-. Y, si la hubiera amenazado, comprenderá que no lo diría ni siquiera a usted.
    -No puedo alentarlo a que me diga nada comprometedor -replicó Nigel, estudiando atentamente la pálida y aristocrática cara de Jim­my-, en este momento yo soy la Gestapo, y no puedo remediarlo. Lo malo es que la nueva teoría de Blount acerca de cómo se cometió el crimen, destroza todas nuestras suposiciones previas. Debo decirle que las cosas se complicarán terriblemente para todos los que tengan otra muestra de cianuro, especialmente si no pueden presentarla.
    -Naturalmente esto se refiere a mí. Y a Alice. Y a Charles. Y al pobre Harker... él no puede demostrar que se deshizo de su píl­dora.
    -Pero Harker no tenía motivos para matar a Nita. -¿Así que todo queda entre nosotros tres? Una reunión de familia.
    -Así parece. Y cada uno de ustedes tenía un motivo poderoso para matar a Nita.
    El director acomodó su hombro herido.
    -Vamos, Nigel. Seguramente no sospecha usted de Alice: ella aceptó la situación durante cinco años.
    -Ella la aceptó porque estaba segura de que usted volvería fi­nalmente a ella. Pero supongamos que últimamente haya ocurrido algo que le hizo temer que eso no podría realizarse. Supongamos que Alice creyera que Nita iba a ganar la partida después de todo.
    -Mi querido amigo, eso es una tontería. Alice... bueno, nos ha visto usted juntos. Habrá visto que el hijo pródigo no ha sido recibido con el cordero más gordo.
    -Después de hablar con su esposa he comprendido que ella está tan inquieta como usted sobre esto. Es posible que aún esté muy ena­morada de usted.
    -¿Realmente cree eso? -preguntó Jimmy, inclinándose hacia Ni-gel, con una mirada ansiosa e infantil, que parecía quitarle veinte años de encima. Después su expresión fue otra vez tensa-. ¡Oh, comprendo! ¿Sugiere usted que me ama lo bastante como para haber matado a Nita para recobrarme?
    -Ésa es una consideración que la policía tendrá en cuenta -siguió Nigel suavemente-. Pero además está Charles. Y una tercera posibili­dad.
    El director lanzó una mirada interrogadora a Nigel. -Que el cri­men fue hecho en complicidad entre dos de ustedes tres. ¿Y qué hay con Charles ahora? Usted lo ha visto bastante últimamente. ¿Le pa­rece muy preocupado por la muerte de Nita?
    -Éste es un nuevo aspecto de su personalidad -dijo Jimmy-, un aspecto muy terrible. Y no estoy dispuesto a proporcionarle podridos chismes sobre mi familia. Por lo tanto, terminemos con esto -Jimmy sonreía amablemente, pero su voz tenía la tonalidad de una puerta que se golpea.
    -Bueno, entonces no lo molestaré más. Sólo una pregunta... ese libro de Clough que usted dio a Nita... ¿por qué marcó ella un pasaje de Amours de voyage?
    -¿De veras? ¿Qué pasaje?
    Nigel recitó las primeras líneas.
    -Oh, sí. Seguramente. ¿Se refiere usted a la A mayúscula en el margen?
    Nigel asintió. El director pareció confundido, casi turbado y agregó:
    -Es una de esas tonterías que se hacen... que hicimos juntos. Ni­ta dijo que el personaje se me parecía, y escribió una J en el margen. Yo le dije que la mujer descrita se parecía a Alice y transformé la J en una A. Pobre Nita... no pareció muy contenta: no podía soportar la existencia de Alice, ni siquiera como una inicial en un libro.
    -Pero pese a todo no borró la letra.
    -Todo esto son trivialidades -dijo Jimmy-. Tal vez ha encontrado usted allí una clave.
    -Usted lo ha dicho -replicó Nigel-. Existe la posibilidad de que usted haya alterado la J porque no deseaba que la policía conociera su verdadero carácter.
    -¡Dios mío! ¡Qué sutileza equivocada!
    -Bueno, debo irme ahora. Muchas gracias. ¿Está por aquí Char­les? Debe almorzar conmigo.
    -No, ha salido a pasear por el parque.
    En un asiento del piso alto del ómnibus, al regresar, Nigel esta­ba contento del descanso que esto le proporcionaba. Las entrevistas habían sido agotadoras y necesitaba refrescar su mente antes de la tercera, que probablemente era la más importante y la más difícil. Tenía que reconocer que había avanzado muy poco. Tanto Alice como Jimmy daban la impresión de un casi pedante mantenimiento de la verdad, tal como la entendían. Especialmente Alice. Seguramente hubo un fondo de inquietud, pero no mayor que el que puede esperar­se en una pareja que todavía no estaba cómoda entre sí, cada uno pensando que el otro era responsable de la muerte de Nita Prince. Si uno de ellos era culpable, Nigel debía saludar la formidable habilidad demostrada por él mismo, presentando las cosas tan natural y tran­quilamente, pero eludiendo inteligentemente descubrirse. Sin embar­go, Nigel creía que mientras uno de ellos había dicho la verdad, el otro sólo pretendió dar impresión de sinceridad.
    Hacía diez minutos que Nigel estaba en el club cuando llegó el mayor Kennington, luciendo su uniforme y de muy buen ánimo.
    -Supuse que usted querría verme con todos los galones, querido mío -fue su primera frase, dicha con mucho empressement, delante de todos los colegas de Nigel que esperaban bebidas en el mostrador.
    -¿Jerez? ¿Gin? ¿Qué desea tomar? -preguntó Nigel apresuradamente.
    -Un Dubonnet, si lo hay. Traigo todos los galones -continuó Charles- porque seguramente deberé enfrentar una corte marcial. Debí traer también la espada, pero ignoro dónde la puse. ¿Dónde he podido dejarla? Es muy lamentable. Recuerdo perfectamente que la blandía cuando dirigí a mis hombres en aquella carga atravesando el Rin. ¿Después? No, es inútil. Mi mente permanece vacía. Bueno, a su salud.
    Charles Kennington tomó un sorbo de Dubonnet, indiferente a los murmullos de los demás.
    -¿Y cómo marcha el crimen? -preguntó-. ¿Alguna revelación es­pecial? ¿Quién marcha a la horca?
    -Alice, Jimmy y usted parecen estar muy cerca de ella ­contestó Nigel amablemente-. Pero no hablemos hasta después de al­morzar.
    -Lo que usted quiera, pero no Alice. No lo tolero. Mi hermana está más allá de las sospechas. ¿Y cómo anda todo en el viejo Minis­terio? Cosas muy chocantes ocurrieron la otra noche, según tengo en­tendido. El reverendo Billson fue atrapado en flagrante delicta, y había conmovedores incendiarios en el lugar. El archidiácono Fortes­cue hizo algunas porquerías con su cámara. Yo perdí toda la diversión. En mis días el Ministerio era algo muy distinto.
    Un caballero de aspecto severo murmuró con voz bastante avi­nagrada a su compañero:
    -Muy desagradable. Un oficial falso, claro está. No comprendo dónde ha conseguido todas esas medallas. Me parece muy extraño.
    -Las he comprado, querido señor -dijo Charles alegremente-. En el mercado Caledonio. Le aseguro que tienen allí una colección muy buena, si desea adquirir alguna. Y a precios muy razonables. Puedo re­comendarle la pequeña con la cinta roja y blanca... ¡Es tan divertida!, ¿verdad? Parece un pensamiento.
    El caballero avinagrado miró y tosió, procurando hablar.
    -Creo que es mejor ir a almorzar -pidió Charles a Nigel- antes de que le mot juste surja en la mente de nuestro amigo.
    Nigel tuvo la suerte de conseguir una mesa separada para su convidado y para él, lejos de sus colegas del club. Durante el almuerzo hablaron de cosas ordinarias, y sólo cuando estuvieron en la habita­ción de Nigel comenzó la "corte marcial", como decía Charles. Nigel dijo que la nueva teoría de Blount invalidaba el testimonio de la seño­ra Lake de haber visto el frasquito sobre el escritorio de Jimmy, in­tacto, un minuto antes del crimen; al mismo tiempo afirmó también que las sospechas se cernían sobre Jimmy, Alice y el mismo Charles.
    -¿Quiere usted decir que el frasquito no fue utilizado para el crimen?
    Nigel asintió.
    -Nunca creí que lo fuera.
    -Oh, ¿por qué? -preguntó Nigel, sorprendido. -Por una razón: si yo lo hubiera utilizado habría tenido cuidado de dejarlo caer en el suelo cuando ninguno miraba y entonces hubiera sido encontrado.
    -Comprendo -asintió Nigel, que estaba bajo la impresión de que Charles decía la verdad, pero no toda la verdad-. Bueno, supongamos que usted hubiera envenenado a Nita con otro tubito de ésos... ¿para qué habría hecho desaparecer de la habitación el frasquito de Stultz? ¿Para qué correr el enorme riesgo de que lo descubrieran en usted al querer sacarlo de allí? El mayor Kennington contestó rápida­mente.
    -Para que la policía estuviera pensando siempre en ese frasqui­to. Para tener la seguridad de que no iban a buscar otra fuente de veneno.
    -Exactamente. Por eso, cuando la policía descubrió otra fuente de veneno (la cápsula de cianuro de Jimmy, de la que podían disponer ustedes tres y nadie más) y cuando descubrieron que faltaba esa cáp­sula...
    -Entonces las cosas se presentaron feas para la Sociedad de Lake & Kennington -dijo Charles riendo alegremente.
    -¿Pero no le parece a usted raro que si Jimmy utilizó esa píldo­ra, no tenga preparada una historia para explicar su desaparición?
    -Veo que su método socrático me arrinconará dentro de un mo­mento. Pero, mi querido Sócrates, debo reconocer que realmente eso me parece muy extraño.
    -Usted mismo no ha ido a la casa de los Lake hasta la mañana del crimen. Y sólo permaneció allí diez minutos. Y además del testimonio de su hermana de que usted permaneció junto a ella todo el tiempo, no parece posible que usted pudiera sacar la cápsula de un cajón ce­rrado sin dejar señales de romperlo.
    -No era posible por una razón más valedera aún -replicó Charles, algo impertinentemente-. Yo ignoraba que la cápsula estuviera allí.
    -¿Quiere usted decir que ahora es la primera vez que oye hablar de la píldora?
    Charles Kennington amenazó con el dedo a Nigel.
    -Vamos, vamos. No podrá atrapar usted a un veterano envene­nador como yo tan fácilmente. Yo sabía desde hace años que Jimmy había comprado una píldora. Sólo supe un par de días después del cri­men que todavía la conservaba... que todavía creía conservarla y dón­de la guardaba.
    -¿Se lo dijo Jimmy?
    -No. En realidad me lo dijo Alice. Me lo dijo descuidadamente, en passant.
    -Ella no me dijo que se lo había dicho a usted. Pero el asunto es éste: usted ignoraba dónde se encontraba la píldora hasta después del crimen. Jimmy no ha intentado explicar la desaparición, como se­guramente lo habría hecho si él la hubiera utilizado. Sólo nos queda Alice.
    Las manos de Charles Kennington se cruzaron sobre su pecho en su habitual gesto dramático, después se tendieron a Nigel. Pero el poseur había desaparecido ahora.
    -Vea Nigel, las bromas son las bromas, pero...
    -Y el superintendente me ha dicho que su hermana se inquietó cuando la interrogó sobre la cápsula. No me parece que todo esto sea una broma. Naturalmente, la policía puede considerar una tercera po­sibilidad... que usted y ella fueran cómplices. Esto explicaría muchas cosas.
    -Debo confesar que ésta es la conversación más terrible que he tenido en mi vida.
    -Lo malo es que ninguno de ustedes tres dice nunca una mentira innecesaria.
    Los ojos de Charles Kennington se velaron un momento bajo sus largas pestañas de doncella.
    -Alice jamás dice una mentira -replicó-. Es una verdadera aris­tócrata; adora la verdad.
    -¿Dijo ella entonces la verdad cuando aseguró que usted y ella habían-discutido el asunto del divorcio la mañana en que usted fue a visitarla?
    -La verdad más exacta.
    -¿Y que usted había discutido sobre eso con Nita la noche ante­rior?
    El mayor Kennington no contestó. Nigel insistió:
    -Cuando usted y su hermana fueron al departamento de Nita al día siguiente al del crimen, usted afirmó categóricamente que no había discutido con la muchacha la cuestión del divorcio. Eso me sor­prendió: parecía usted tan hablador sobre todo lo demás... y apenas pronunció unos monosílabos sobre ese asunto.
    -¡Qué memoria tiene usted! Es muy inquietante.
    -Sí, y recuerdo que usted también dijo: "Creo que la tranquilicé, pobrecita". Sin embargo a la mañana siguiente, la mañana del asesina­to, la pobrecita estaba en un estado terrible: había llorado; dijo a Brian Ingle que estaba asustada y afirmó que se le había dado una "última oportunidad" para dejar a Jimmy.
    -Al diablo -dijo Charles-, las cosas se complican, ¿verdad?
    -La policía -respondió Nigel, mirando distraídamente su cigarri­llo- podría, con todo esto, acusar a usted y a Alice de complicidad. Supongamos que usted se puso en comunicación con Alice en cuanto regresó a Inglaterra... que ésta le contó las relaciones de Jimmy y Nita. Usted visitó a Nita esa misma noche: le dijo que debía dejar a Jimmy o que... La chica rehusó. Usted regresó al Claridge y telefoneó a Alice, que estaba sola en la casa. Le avisó que Nita rehusaba dejar a Jimmy. Juntos hicieron un plan. Quizá usted pidió solamente a Alice que se apoderara de la cápsula del veneno de Jimmy y que la tuviera pronta para dársela a usted al día siguiente. Usted adora a su herma­na; haría cualquier cosa para aumentar su felicidad o para recuperarle la perdida. Y, naturalmente, si por casualidad la policía descubría el método del asesinato, usted contaba con una línea personal de defen­sa en que apoyarse... la píldora que falta es la de Jimmy y eso hace que las sospechas recaigan inevitablemente sobre él.
    -¡Diablos! -exclamó Charles Kennington-; ¡realmente parece que estoy muy complicado! Ahora, si tuviera mi espada, caería sobre ella a la manera romana.
    -Espero que no sea necesario -dijo Nigel-, si usted me dice realmente qué sucedió entre usted y Nita esa noche. Es posible que no quiera hacerlo por dos motivos: para protegerse o para proteger a alguien que quiere. Y...
    -Muy buenas razones, ambas. No puede usted esperar que le ayude a apretar el nudo con mis delicados dedos. Vea, Nigel... ­Charles se había levantado y recorría la habitación a grandes pasos-. Este Dubonnet es bastante bueno. Desearía... no, no puedo todavía. ¿Ha leído usted alguna novela de Alice?
    -No, temo que no.
    -Es una lástima. Eso le permitiría conocerla realmente. ¿Cómo podría decirlo? ¿Puede usted imaginar a Jane Austin envenenando a alguien?
    -No -contestó Nigel, sonriendo.
    -¿Comprende? La idea le hace sonreír. Las muchachas Bronte, en cambio, envenenarían su taza después de echarle una mirada... por lo menos Emily o Charlotte. ¿Por qué? Porque eran apasionadas, re­primidas, trastornadas, muchachas que daban todo o nada. Todo por el amor. Pero Alice no entendería el sentimiento de todo por el amor. Es terriblemente civilizada. Y es poco sexual. Naturalmente, ama a Jimmy. Pero sus sentimientos se distribuyen por igual entre él y su trabajo. Siempre ha sido así. Es una artista genuina: lo lleva en la sangre. Supongamos que perdiera a Jimmy... siempre le quedaría su otro amor, que está tan metido en su sangre como Jimmy. Su vida no estaría vacía si Jimmy la dejara. Si lee alguno de sus libros verá cuán objetiva es, cuán desapasionada. Los excesos del amor, el frenesí sa­tánico o divino no llegan a tocarla, como no tocaban a Jane Austin, no porque se oponga a ellos o porque ignore su existencia, sino porque no entran en su experiencia personal. Y es una artista demasiado minu­ciosa y concienzuda, demasiado estrecha, si se quiere, para imaginar­los. Y otra cosa: su equilibrio es muy grande. Sabe que si lo perdiera, esto podría significar el final de su vida como artista. Siempre ha evitado, instintivamente, la violencia y el exceso, y mezclarse dema­siado en los sentimientos de otra gente. Hay en ella un desdén natu­ral... ¿cómo podría describirlo?.. bueno, ella cultiva su propio jardín. Saca de la vida una corriente bastante fuerte como para fertilizarlo sin inundarlo; una especie de arroyo de adorno, con puentes en minia­tura y pequeñas cascadas artificiales y mansos peces en el fondo... todo muy decorativo y poco fatigante. Es una mujer profundamente egoísta, centrada en sí misma. Su defensa contra la gente y contra los sentimientos que pretenden invadir su hortus conclusus es burlar­se de ellos, distraerse con ellos. Podía arrancar de su pecho el odio que Nita debía inspirarle construyendo una pequeña imagen de ella y clavándola, con agujas al rojo vivo, en un libro. Nunca habría asesinado a Nita. Le divertiría mucho más asesinarla en su fantasía. Y eso es lo que estaba haciendo, Nigel. Me mostró algo de su nueva novela el otro día y... bueno, hace pedazos a la pobre Nita, la desnuda... me recordó a cierta mujer colaboracionista después que los maquis se apoderaron de ella; es imposible imaginar nada menos sexual que el espectáculo de una mujer rapada, desnuda, caminando en una rue nationale, en la distancia, con sus zapatos de taco alto. Créame o no, Alice está pre­ocupada ahora porque la muerte de Nita hace que su novela pierda ímpetu.
    Nigel escuchó esto muy atentamente, espiando la vivaz cara triangular de Charles Kennington, quien, dejando de lado su habitual descuido, realizaba una especie de discurso de defensa. Uno se sentía a la vez atraído y rechazado por él; atraído por la forma en que de­fendía lealmente a su hermana y rechazado por la manera en que lo hacía.
    -¿Y qué ocurre con usted? -preguntó Nigel-. ¿Protesta usted también por la muerte de Nita, como afirma que lo hace su hermana?
    El mayor Kennington pareció algo resentido.
    -¿Protestar? Ésa es una fea palabra. Comprendo que usted tome el partido de Nita.
    -Sí, supongo que así es. Prefiero la gente que muerde a la gente que mastica; la gente que no tiene reservas en el amor. Pero no se trata de esto. Sólo pregunto: ¿el retrato que usted hace de Alice, se aplica también a su hermano gemelo?
    La cara de Charles mostró su mueca fea e inteligente: casi se le pudo ver colocándose otra vez la máscara.
    -¡Oh, yo no soy artista como Alice! No hay sublimación para mí. No es que no haya hecho parecer tontos a algunos de mis modelos en mis días de fotógrafo. En gran escala soy un individuo vengativo, un torrente de represiones. Un carácter muy poco agradable. Por otra parte, a veces muerdo más de lo que mastico... después de todo me comprometí con Nita.
    -¿Todavía no quiere decirme lo que hablaron usted y ella aquella noche?
    -Discutimos la situación. No puedo decirle nada más. Todavía no. No puedo confiar en nadie, ni siquiera en usted.
    -¿No puede esperar que nadie interprete correctamente su tes­timonio?
    -Es usted un viejo astuto. Sí. Y estoy ahora en situación un poco complicada. Las serpientes no me dejan ver el pasto.
    Llamaron a la puerta. Un mucamo del club entró y presentó a Nigel una nota en una bandeja. Éste reconoció la letra del superin­tendente, rasgó el sobre y leyó:
    "Objeto A, encontrado entre los objetos de pertenencia del mayor Kennington. Objeto B, restos posibles hallados en cenicero, llevados para análisis.
    Telefonéeme en seguida.
    D. BLOUNT (Superintendente)."
    -Y hablando de serpientes -dijo Charles-, parece que usted hubiera descubierto un áspid en su pecho.
    -No es eso lo que he encontrado. El superintendente ha regis­trado la casa de los Lake. Ha encontrado un tubo de veneno idéntico al que usted arrebató a Stultz.
    Los ojos del mayor Kennington brillaron. Su voz pareció fría y muy peligrosa.
    -¿Así que usted me ha invitado aquí para sacarme de casa mien­tras la policía buscaba...?
    -Sí -asintió Nigel-, el frasquito se encontró entre los objetos de su pertenencia.
    Charles Kennington se levantó de la silla y fue hacia la puerta con la rapidez de un gato. Nigel no intentó detenerlo. En la puerta Charles se detuvo un momento.
    -Ahora lo ha hecho usted -exclamó-, ahora lo ha hecho.
    Y salió.


    CAPÍTULO X

    Mayor Kennington: muy reservado
    UN PAR de horas más tarde Nigel recordaba las últimas palabras de Charles. Charles hablaba con más verdad de lo que suponía al decir: "Ahora lo ha hecho usted". Nigel sentía la exasperación de un hombre que ha completado un juego de ingenio al que falta una sola pieza y, de pronto, al encontrarla, descubre que la pieza no corresponde.
    Inmediatamente después de la partida de Charles se puso en comunicación con Blount, quien le informó que el frasquito había sido encontrado en una valija cerrada de Charles y que la cerradura no mostraba señales de haber sido violentada. Blount estaba todavía en casa de los Lake, esperando el regreso y la explicación del mayor Kennington. No había dicho nada a los otros miembros de la casa so­bre el hallazgo y había convenido en guardar secreto por el momento. Lo que él y Nigel denominaban el objeto B, era el archivo PHQ, que había desaparecido el día del asesinato. Algunos restos fueron des­cubiertos en un balde de ceniza y eran ahora analizados en Scotland Yard. Alice había limpiado la estufa dos días antes, desde que la heri­da de Jimmy le impidió realizar esta tarea, pero el basurero no había llevado aún el balde de ceniza.
    Una hora después Blount volvió a telefonear. Dijo que el mayor Kennington había reconocido el frasquito como el de Stultz, pero que no había aclarado por qué se encontraba en su valija. Reconocía ade­más que la llave de la valija jamás había salido de su poder. Insistió, firmemente, en que nadie podía haber colocado allí el frasquito. Aun­que Blount lo amenazó con acusarlo de obstruir la investigación poli­cial y le explicó que la posesión del frasquito lo colocaba en una situa­ción muy difícil, Kennington permaneció imperturbable. Por el momen­to, Blount no podía hacer nada más. Porque había llegado una noticia del Cuartel General del mayor Kennington en Alemania, diciendo que él había entregado la cápsula de cianuro que le fuera dada para su pe­ligroso trabajo contra los nazis antes de dejar el país; al mismo tiem­po el testimonio de Alice hacía imposible que Charles hubiera sacado la cápsula de Jimmy del cajón, antes del asesinato.
    Dejando de lado el móvil del crimen, Blount se encontraba ante dos preguntas para las que, por el momento, carecía enteramente de respuesta. Si Kennington había envenenado a la muchacha, ¿de dónde provenía el veneno? Si no lo había hecho, ¿qué hacía el frasquito del veneno de Stultz en su valija, y por qué rehusaba dar explicaciones al respecto? Porque la teoría de Nigel acerca del método del crimen, teoría provisionalmente aceptada por Blount, sostenía que el asesino había sacado "la cosa de Stultz" de la oficina del Ministerio una vez que Nita había muerto.
    Después del segundo llamado de Blount, Nigel estuvo escribien­do en algunos trozos de papel. Era como si el juego de ingenio hubiera fracasado en el último momento y él se preparara a separar las piezas y a comenzar otra vez por el principio. Arregló sus papelitos sobre el piso, en cuatro grupos, A, B, C y D, se puso boca abajo en el suelo y empezó a estudiarlos; de vez en cuando colocaba uno en otra columna y estudiaba el efecto. Veamos cuáles eran estos grupos:
    A1: La angustia de Nita al ver una carta con letra de Charles el día antes del asesinato. La insistencia de ésta (testimonio de C.K.) de que la visita que Charles le hizo esa noche debía permanecer secreta.
    A2: Las palabras de la muchacha con Jimmy en la tarde previa al asesinato (testimonio M.S.): "Es demasiado tarde para retroceder ahora. No puedes hacerlo. Todos lo saben o lo adivinan. Es inútil pre­tender que no estás enamorado de mí". Nita no deseaba estar en la reunión que daba J. a la mañana siguiente en honor de C.K. (testimonio de M.S.) J. dijo que ella debía asistir. Angustia general de Nita ante el regreso de C.
    A3: Ambos, C. y J., visitan a Nita la noche antes del asesinato.
    A4: Intranquilidad de Nita a la mañana siguiente "La última oportunidad" (testimonio de B.I.) ¿Quién se la dio? ¿La última opor­tunidad para hacer qué?
    A5: Las palabras de Nita a la mañana siguiente: "Jimmy intenta ser duro de corazón. Pero no lo consigue" (testimonio: yo mismo y M. S.).
    A6: ¿Nita coqueteó con C. cuando éste llegó a la oficina de J.? Coquetería dirigida a Jimmy. ¿Por qué?
    A7: Aparente determinación de Nita de no dejar a Jimmy (testimonio: la señorita Sproulle, Brian y otros).
    A8: Análisis de Brian del temperamento de Nita y de su estado de ánimo. Extremadamente convincente.
    A9: Palabras de Nita a B.I. "Me sorprendí tanto al verle. Sabía que era así. Fue horrible, Brian. Pero tu no entenderías." "Él", proba­blemente Charles Kennington. ¿Fue este "él" quien le dio la "última oportunidad" para dejar a Jimmy?
    B1: Falta de control general de Jimmy, irritabilidad, etc., duran­te las últimas semanas. Su comportamiento con Nita el día antes del asesinato; su negativa a darle la mañana libre el día siguiente.
    B2: El estallido de Jimmy contra Merrion la mañana del crimen.
    B3: La consternación de Jimmy (?) cuando C. llevó a Alice a la reunión.
    B4: El comportamiento de Jimmy después de haber sido regis­trado por el sargento Messer.
    B5: Ligera discrepancia de testimonio entre J. y C. acerca de quién tuvo la idea de que C. llevara "la cosa de Stultz" a la reunión.
    B6: La preocupación de Jimmy por el archivo PHQ la tarde des­pués del crimen.
    B7: Conducta de Jimmy acerca del divorcio (testimonio Alice K. "Dijo que vendría aquí en seguida y le diría que no podía obligarme al divorcio, porque me destrozaría el corazón". Buen comentario psicoló­gico).
    B8: Frase de Jimmy al recobrar el conocimiento después de haber sido apuñalado: "Alice. No quiere dejarme ir, querida". Su deci­sión de no ser llevado al hospital.
    B9: Frase de Merrion sobre Jimmy: "Es en Alice en quien ha puesto su capital emocional". Análisis de Merrion de las relaciones Jimmy-Nita-Alice; probablemente exacto en lo referente a J. (ver tambiénA8).
    B10: La inicial A en los poemas de Clough y la explicación de Jimmy al respecto.
    B11: Información voluntaria de Jimmy sobre su propia cápsula de veneno.
    B12: Alice a Jimmy: "Has tomado con tanta tranquilidad la muerte de la pobre muchacha", etc. Jimmy a Alice: "Había ciertas co­sas que la naturaleza de ella no podía comprender o imaginar".
    C1: Testimonio de Alice sobre la "cosa de Stultz", afirmando que estaba sobre el escritorio un momento antes del crimen.
    C2: Alice... invitada de último momento a la reunión en la oficina de J. (naturalmente es posible que ella tuviera intenciones de ir sin ser invitada). Ver también B3.
    C3: El registro de Alice por la empleada de policía fue perfecto. Ella no podía tener entonces el frasquito del veneno. Pero...
    C4: Ver B10: la remota posibilidad de que la inicial J fuera transformada en A por Nita o por Jimmy, como irónico comentario al carácter de Alice, ya que ella era en realidad extremadamente celo­sa.
    Pero C5: Análisis de C. sobre el carácter de A. esta mañana. Aunque no es desinteresado (desea protegerla), parece verdadero.
    C6: Ver B8 y B12.
    C7: Alice y Merrion. Algo turbio.
    C8: Alice evidentemente resentida porque Jimmy no había ad­quirido una píldora de cianuro para ella en el caso de una ocupación nazi.
    C9: La situación completa entre Alice y J. ahora. Verdadero pe­sar de A. de que ella y J. no se entiendan. Mi sensación de un abismo entre ellos.
    C10: Testimonio de A. sobre la cápsula de J. Su inquietud cuan­do Blount la interrogó por primera vez sobre esto.
    C11: Alice sospecha o pretende sospechar que su marido ha en­venenado a Nita ¿Cuál de las dos cosas?
    D1: Charles Kennington llevando la "cosa de Stultz" a la reunión. Criminal o criminalmente descuidado. Su curiosa frase en el departa­mento de Nita: "Cómo podía sospechar que publicarlo nos iba a llevar a..." Su expresión de sorpresa cuando Nita cayó muerta (¿o no he en­tendido esa expresión?).
    D2: Ver B5: C. y J. los únicos que podían saber el día anterior que habría veneno en la fiesta que J. daba a C.
    D3: Entrevista de Charles con Nita la noche anterior; su negati­va de dar más detalles al respecto o de explicamos por qué origina­riamente nos dijo que no había discutido la cuestión del divorcio J.-A. con Nita. "Creo que la tranquilicé, pobrecita". -muy curioso y él no ha... ver A4.
    D4: "Hay otras causas, superintendente, además de los celos, para los crimes passionnels." ¿Hablaba C. en el vacío cuando dijo es­to? Frases de Harker a mí en la cantina antes del ataque a Jimmy.
    D5: Charles recuperó sus cartas dirigidas a Nita pero dejó la cinta que las ataba, porque el color solferino "me hace daño". Quizá.
    D6: Instinto dramático de Charles. Pero no fue él quien colocó las fotografías en el suelo y puso sobre la estantería los diseños para carátula de Merrion.
    D7: Ver A9. Nita también dijo a Brian: "Desearía confiar en él. No puedo confiar en nadie ahora".
    D8: Frase de Alice: "Creí que él (C.) quería averiguar mis inten­ciones sobre el divorcio en interés propio". Su afirmación de que C. haría cualquier cosa para defender su matrimonio si creía que valía la pena defenderlo. Su gran inquietud cuando le pregunté si C. le había dicho que acababa de dar a Nita una última oportunidad para dejar a
    J.
    D9: Pero, a menos que A. esté mintiendo, Charles no se pudo apoderar de la cápsula de veneno de J. antes del asesinato (¿o lo hizo después?). Pero la "cosa de Stultz" ha sido encontrada en el equipaje de C.
    D10: Extraordinaria falta de franqueza y evasividad de Charles en la conversación de esta tarde. Su afirmación insistente de que Ali­ce dice siempre la verdad. Su frase al partir: "Ahora usted lo ha hecho". Curioso, ¿por qué "usted"?
    Nigel jugaba todavía con estas piezas y las colocaba en distintos lugares, encontrando que siempre había una pieza que no correspondía al juego, cuando sonó el teléfono. Era Jimmy Lake, invitándolo a co­mer. Sí, Charles estaría .presente, pero faltaría Alice... Alice se to­maba libre la noche, según dijo Jimmy.
    El primer sentimiento de Nigel fue de verdadera inquietud. Sin­tió algo desagradable en la boca del estómago. No era que no espera­ra la invitación de Jimmy: después de todas las averiguaciones hechas hoy era sorprendente que el criminal, de una u otra manera, no se vie­ra forzado a descubrirse. Pero Nigel no podía ver con placer el último acto de lo que le parecía una tragedia lamentable e inútil. y tampoco podía saber, faltando aquella última pieza, cómo iba a desarrollarse la tragedia.
    Mientras bebía su jerez, un par de horas más tarde, en el estu­dio de Jimmy, Nigel percibió dos cosas: primero que Charles Kenning­ton era presa de gran tensión nerviosa y segundo que había atmósfe­ra tensa entre él y su cuñado... una atmósfera antagónica apenas me­nos perceptible por estar ahogada por una cortesía convencional. El mayor Kennington bebía mucho. Nigel notó, durante el almuerzo, que tenía mucho apetito: devoraba la comida y tragaba vino sin avergon­zarse. Con la botella de whisky a su lado, vació en menos de diez mi­nutos tres vasos. Casi podía suponerse que se preparaba para una prueba o para alguna empresa peligrosa; y no podía suponerse que el hombre que había capturado a Stultz se inquietara fácilmente. Nigel no había vuelto a ver juntos a Jimmy y a Charles desde la fatal reu­nión en la oficina del director. No sabía si habían discutido el crimen entre sí. Pero no podía menos de notar que cada uno de ellos se dirigía solamente a Nigel, que evitaban mirarse, como si hubieran disputado recientemente y todavía no hubieran hecho las paces. Era imposible que Jimmy Lake fuera descortés... llevaba la buena educación en los huesos, con una especie de gracia innata y natural; pero se percibía el esfuerzo que realizaba en su aire distraído, en la forzada atención que prestaba a las frases de Nigel. En cuanto a Charles Kennington, sólo podía decirse que era descarado. Faltaban el brío y el encanto habitual de su conversación, que disculpaban sus importunidades; pa­recía, mientras relataba a Nigel las actividades de Jimmy en su em­pleo de Relaciones Públicas antes de la guerra, salvajemente satírico y ultrajante: no podía haber estado más ferozmente ofensivo si hubiera retado a Jimmy a alguna violencia física.
    -No comprendo cómo Alice no ha metido todavía a Jimmy en una novela -terminó--. Es absurdamente un carácter de los que pueden atraerla... el gran decorador de vidrieras... podría arreglar vidrieras para toda Inglaterra. Tipo de revista barata.
    -Eso hice -dijo Jimmy fría y suavemente-. Ése era mi trabajo.
    -Y ahora, durante la guerra, ha presentado su espejo deforman-te a la moralidad de la nación... o sea cual sea el espejo que hace pa­recer derecho lo que está torcido... diciendo a todos cuán maravillo­samente se han portado, cuán valientes han sido, cuán industriosos, cuán democráticos, cuán...
    -Bueno, creo que en general se han portado maravillosamente. Hasta Charles no ha estado mal.
    -Una buena medalla de conducta otorgada por ti. Es demasiado deshonroso.
    -Vamos adentro a comer algo -dijo Jimmy firmemente.
    Sobre el aparador del exquisito y blanco comedor había un pollo frío, budín, ensalada y una bandeja con bebidas.
    -¿Quieres cortarlo? -dijo Jimmy señalando el pollo a Charles-. Yo no puedo hacerlo aún. Mi hombro me molesta. Y Nigel lo cortará después para mí. Es ésta una agradable sensación de inutilidad. Se vuelve a ser niño.
    Cuando se hubieron servido y comenzaron a comer, Charles Ken­nington expresó:
    -Bueno, Nigel, ambos deseamos saber las últimas novedades del crimen. Por eso lo hemos invitado, supongo que se habrá dado cuenta de ello. Vamos, querido mío, no se haga usted rogar, termine con nuestra ansiedad. ¿O tiene oculto debajo de la mesa a ese terrible superintendente suyo, esperando recoger las migajas que dejemos caer? Si es así me quedaré finalmente en paz.
    -¿Realmente quiere usted saberlas? -preguntó Nigel, mirándolo intensamente.
    -Realmente. Naturalmente, no conozco la opinión de nuestro huésped.
    -Creo que puedo contestar por mi cuenta, Charles. Nigel nos di­rá lo que crea conveniente decimos.
    -Entonces -dijo Nigel-, es mejor que les explique mi teoría del crimen.
    -Ah, se trata ahora de su teoría -arguyó el director, sonriendo suavemente-. ¿Es acaso distinta a la teoría desarrollada por el super­intendente?
    -Es la misma: la mía. Lamento haberlos decepcionado. Era nece­sario al comienzo.
    -Realmente es un monstruo de duplicidad este inocente emplea­do civil de ojos azules, Jimmy. Debías haberlo despedido hace tiempo. Todavía será tu ruina.
    -¡Oh, silencio, Charles! Palabras, palabras, palabras todo el día. Deja hablar a Nigel.
    -Fue de esta manera -comenzó diciendo Nigel, y describió cómo, en la tarde que fue al departamento de Nita, luchó contra dos pre­guntas sin respuesta... ¿cómo se escondió el frasquito a la policía y cómo fue sacado fuera de la habitación y por qué el asesino tuvo ne­cesidad de sacarlo de la habitación?
    -Creí posible encontrar una respuesta satisfactoria a la segunda pregunta. Argumenté de esta manera: ¿para qué hace desaparecer un criminal el arma de la escena del crimen? Porque si se descubriera podría comprometerlo. Pero, en este caso, todos habíamos visto el arma unos minutos antes, por lo tanto parecía inútil retirarla corrien­do tanto riesgo al hacerlo. Y el asesino la retiró de todos modos. Re­cuerdo que pensé que era un círculo vicioso, irrompible. Y súbitamen­te la palabra "irrompible" hizo surgir una imagen ante mis ojos... La imagen del frasquito del crimen intacto, sin estar roto.
    Charles y Jimmy se habían inclinado hacia adelante y seguían sus palabras con concentrada atención, olvidando, por el momento, la comida.
    -Supuse que la "cosa de Stultz" no fue utilizada para el crimen, excepto como una especie de subterfugio. Inmediatamente tuve la respuesta de por qué el culpable debía hacer desaparecer el frasqui­to. Tenía que hacerla desaparecer sencillamente porque no había sido utilizado. Ésta era la única respuesta lógica. Era necesario que lo hiciera desaparecer para hacernos creer que el tubito fue el arma empleada para el crimen. Porque si se encontraba entero, inmediata­mente la policía trataría de averiguar qué otras posibles fuentes de suministro de veneno podían estar al alcance de los sospechosos.
    -Muy brillante en verdad -dijo Charles, que parecía nuevamente circunspecto y tranquilo.
    -Y esta respuesta me dio también la respuesta a la primera pregunta... cómo el asesino ocultó el frasquito. Si la "cosa de Stultz" se hubiera empleado para envenenar el café de Nita, el tubo debía estar roto. Descubrí que el sargento que efectuó el registro había sido algo descuidado: no buscó como debía en la boca de los sospechosos. Naturalmente, el único lugar donde podía ocultarse el tubito era detrás de los molares. Si el frasquito estaba roto debían quedar en él algunas gotas de veneno o por lo menos, emanaciones de cianuro, que podían provocar, en el mejor de los casos, un severo ahogo. Evidentemente el asesino no podía arriesgarse a esto. Y nadie se sofocó. Si el frasquito estaba intacto, no se corría ese riesgo. Por lo tanto, el tubo no estaba roto. Indudablemente existía el peligro de no estaba roto. Indudablemente existía el peligro de que el frasquito fuera descubierto en la boca del asesino. Pero con certeza él tenía preparada una explicación para esta eventualidad. Podía decir que, distraídamente, había vuelto a colocar el tubo en su bolsillo
    -¿Vuelto a colocar el tubo en el bolsillo? -preguntó agudamente el mayor Kennington.
    -Bueno, si usted quiere, que había vuelto a colocar el tubo en su bolsillo antes de la muerte de Nita. Y que cuando se inició la revisa­ción, él perdió la cabeza y se metió el tubito en su boca. Cualquier in­vención. Además, si el tubo era descubierto, no se le podría acusar inmediatamente, porque el veneno estaba aún allí. Indudablemente la policía buscaría cuidadosamente otras fuentes de posible obtención de cianuro. Pero el asesino estaba preparado a arriesgar esto y creía que no podría descubrirse otra fuente de suministro de veneno para él.
    -¡Oh, Dios -exclamó Jimmy-, mi píldora de veneno! Pero no había dificultad en averiguar esto. Supongo que la policía visitó hoy esta ca­sa en busca de la "la cosa de Stultz", ¿verdad?
    -Sí -dijo Nigel, mientras miraba los dedos de Charles Kenning­ton apretándose en el borde de la mesa.
    -Pero seguramente el asesino... lo primero que debía hacer era librarse del frasquito. De todos modos debía hacerla en cuanto tuvie­ra la seguridad de que no había engañado a la policía con su pequeña estratagema.
    -Usted supone eso... pero es posible que hubiera decidido guar­dar el tubito... para su uso personal si las cosas no marchaban bien.
    -O para emplearlo en otra persona -interrumpió el mayor Ken­nington.
    -O como usted dice, para emplearlo en otra persona.
    -Bueno, posiblemente no lo han encontrado aquí -dijo Jimmy- y, por lo tanto, es mejor que dejemos de comer y de beber por el mo­mento.
    Charles Kennington interrumpió rápidamente.
    -Hasta ahora se trata de simples teorías. Queremos saber a quién acusa la policía. Siempre en el supuesto -añadió, haciendo una mueca desde el otro lado de la mesa- que debamos continuar con la farsa policial de que es la policía misma y no nuestro Nigel quien diri­ge el caso.
    Se sirvió más pollo y ensalada. Los tres comieron en silencio du­rante unos momentos. Después Nigel agregó:
    -Está bien, les diré exactamente lo que pensamos. Les ruego que me hagan saber si encuentran algún error en la reconstrucción de es­te crimen. Tres personas tenían un motivo poderoso para desear la desaparición de Nita Prince... las tres personas que viven actualmente en esta casa. Dos de ellas, la señora Lake y Jimmy, podía apoderarse de la píldora de cianuro. Charles conocía la existencia de la píldora, pero, aparentemente, no se podía apoderar de ella con facilidad. ¿De acuerdo? Muy bien. El crimen ocurre inmediatamente después del re­greso de Charles a Inglaterra. Esto nos parece extraordinariamente significativo. Usted, Jimmy, ha tenido oportunidad de matar a Nita hace semanas o hace años, si deseaba hacerlo. ¿Por qué arriesgarse entonces a cometer un crimen sensacional y peligroso delante de sie­te personas? ¿Parece esto razonable? No, déjeme terminar -dijo Ni-gel al ver que el mayor Kennington quería protestar-: la segunda prueba favorable a la inocencia de Jimmy es que se utilizara la "cosa de Stultz" como subterfugio. Era esencial para el asesino que el fras­quito desapareciera antes de cometido el crimen. Pero, en esos mo­mentos, el tubito pasaba de mano en mano. ¿Cómo podía confiar Jim­my en apoderarse del tubo sin llamar la atención? Por otra parte, era Charles quien lo había traído, el tubo le pertenecía; natural que él lo tomara de manos de quien lo tuviera en el momento crítico, y que di­jera después que lo había colocado sobre el escritorio o en alguna otra parte. Pero esto no fue necesario. Porque en realidad, ¿quién lo tenía en el momento crítico?
    -Nigel, esto es... -comenzó Jimmy Lake con voz quebrada.
    -Alice lo tenía. Ella fue la última persona que cogió el tubo esa mañana. Su testimonio de que estaba sobre el escritorio de Jimmy un minuto antes del crimen libraba a Jimmy de la sospecha de que él lo hubiera utilizado. Y también libraba a Charles. Esto es muy importan­te. Y es de importancia vital cuando se sabe que la señora Lake podía disponer de la cápsula de cianuro con la que realmente se cometió el crimen; ella pareció muy turbada cuando descubrimos esto. Sabemos que hay gran cariño entre Charles y su hermana. Era natural que la primera visita de él al regresar a Inglaterra fuera para ella, y que ella le dijera que su matrimonio estaba amenazado. Y ella misma tes­timonió que Charles le había telefoneado inmediatamente después de su regreso a Londres. Alice no ignoraba que solamente una acción drástica podía salvar su matrimonio. Usted, Charles, ha procurado por todos los medios convencerme de que su hermana no es una mujer ce­losa, de que sería incapaz de ir tan lejos para conservar a su marido. Pero cuando Jimmy fue atacado por Billson, murmuró algo que el mé­dico y la enfermera oyeron; Jimmy estaba semiconsciente y dijo: "Alice. Ella no me dejará ir, querida." ¿Sugiere esto que Alice es más posesiva de lo que parece? Y, después de todo, más o menos, ella rehusó divorciarse de Jimmy. Ella y Charles estuvieron de acuerdo en que éste vería a Nita y le haría un último pedido; y si Nita rehusaba, ellos actuarían drásticamente. Charles es capaz de hacer cualquier cosa por su hermana... ya sabemos esto. Visitó a la muchacha. Le dio la "última oportunidad" para que dejara a Jimmy. Ella rehusó, aunque se asustó terriblemente... El "pedido" de Charles encerraba una clara amenaza para ella. A la mañana siguiente el hermano vino aquí a bus­car a Alice. Le dijo que Nita no cedía. Decidieron entonces llevar a cabo su plan. Alice se había apoderado de la cápsula de cianuro de Jimmy. Fueron juntos al Ministerio. Uno de los dos encontró la opor­tunidad de dejar caer la cápsula en el café de Nita. Tranquilamente Alice retiró la "cosa de Stultz" de sobre el escritorio en el último momento, mientras estábamos distraídos por las carátulas de Me­rrion. Durante la confusión general después de la muerte de Nita le dio el tubo a Charles. Esto es también muy importante. Se necesitaba una extraordinaria presencia de ánimo para ocultar el frasquito del veneno, en la forma que se ocultó, durante el registro de la policía. Una extremada presencia de ánimo y la familiaridad con esos tubos de veneno que podía dar absoluta tranquilidad. El único de los sospe­chosos que poseía esa familiaridad y esa presencia de ánimo era Char­les. Y él pudo hacerlo. Hasta que la policía encontró esta tarde el tu­bito en su valija cerrada. Y todo esto parece terminar la reconstruc­ción, ¿verdad, Charles?
    -¿Quiere usted repetir eso? -pidió Jimmy, mirando a Nigel con mal disimulada sorpresa. Nigel repitió y prosiguió después:
    -Temo que esto sea muy doloroso para usted, Jimmy. Pero... bueno, no pude dejar de notar esta mañana cuando estuve aquí el comportamiento de su mujer para con usted... el muro invisible entre ustedes que usted trataba de escalar, y ante el cual ella se estrella­ba... como si un terrible peso en la conciencia le impidiera trepar.
    La mano derecha de Jimmy Lake cubría su rostro. -Nigel ­musitó con voz quebrada-, ¿es verdad todo esto? No puedo, no quiero creerlo. No puedo creer esto de Alice -levantó la vista y miró los ojos de Charles Kennington-. Charles, ¿es esto verdad? Por el amor de Dios dime que es mentira.
    El mayor Kennington lo miraba, con una expresión indefinible en la cara. Hubo un momento de silencio en la habitación: la cálida y ame­nazante quietud de las nubes antes del primer estallido de la tormen­ta. Después Charles dijo, muy tranquilamente.
    -Tú debes saber si es verdad, Jimmy. Tú debes saberlo ­después su expresión se transformó en un instante. Fue otra vez la criatura alerta, inteligente y peligrosa que Nigel había entrevisto una vez... después de la muerte de Nita; el hombre que había vivido sema­nas enteras en suelo enemigo y había perseguido a Stultz con persis­tente habilidad, tan terrible como cualquiera de las acciones de aquel execrable nazi. Continuó diciendo el mayor:
    "Ahora que Alice va a ser detenida como cómplice del acto o como asesina, tal vez tú hagas algo. Tal vez tú hagas algo.
    -¿Yo? ¿Qué puedo hacer, mi querido Charles? Yo haría cualquier cosa...
    -No tienes que hacer nada. Sólo debes confesar.
    Eso es todo.
    Jimmy Lake se irguió en su asiento, mirando fijamente a su cu­ñado. El aire entre ellos pareció crujir preñado de mensajes sin pala­bras.
    -¿Yo confesar? ¿Has perdido el juicio?
    -¿Pretendes mentir y salvar el pellejo a costa de Alice? Bueno, haz lo que quieras -Charles Kennington dejó de mirarlo, despreciati­vamente-. Veamos, Nigel, esa reconstrucción de usted. Se quiebra en­teramente en un punto. Usted dice que en la mañana de la muerte de Nita, yo vine aquí y que Alice tenía la píldora de su marido "pronta" para entregármela. ¿Es así? -Así es.
    -¿Y que éste era el resultado de una conversación que sostuvi­mos ella y yo el día anterior? ¿Parte de un plan que preparamos en­tonces?
    Nigel asintió.
    -¿Y cómo se apoderó ella de la cápsula? ¿Y cuándo? El cajón es­taba cerrado. La policía sabe que sólo había una llave... ¡oh, si he in­terrogado a Blount al respecto! Y esa llave estaba en el llavero de Jimmy. Y Jimmy lleva siempre el llavero en el bolsillo, excepto por la noche, cuando se desviste. Y aquella noche Jimmy durmió en el Minis­terio. Esto deshace su reconstrucción. Ahora, si quieren ustedes prestarme atención, oirán la mía.
    El mayor Kennington levantó el dedo índice y después lo dejó caer lentamente, como una pistola de duelo que hubiera apuntado a Jimmy.
    -Ese decorador de vidrieras ha matado a la pobre Nita. He per­manecido callado hasta ahora porque, como usted sabe, adoro a Alice y haría cualquier cosa por ella... He evitado decir todo lo que sé acer­ca de Jimmy para que ella ignorara que él era un asesino y para evi­tarle el juicio por asesinato y lo demás. Pero me niego a proteger a Jimmy cuando hay peligro de que Alice sea detenida.
    Jimmy lo miraba tranquila y contemplativamente, con un esbozo de sonrisa en la comisura de los labios.
    -Bueno, oigamos tu explicación. Supongo que debe darse al con­denado oportunidad de defenderse -dijo y levantándose de junto a la mesa, fue hasta el aparador y se sirvió comida-. ¿Alguno de ustedes quiere más? Este budín es una de las especialidades de Alice. Nigel, debería probarlo. ¿Hola, qué es esto? -la voz de Jimmy acabó en un murmullo-. Alguien llama a la puerta.
    Nigel fue silenciosamente hasta la puerta y la abrió de golpe. Un soberbio gato entró, lentamente, tomándose tiempo, deslizándose pausadamente con los estudiados movimientos de un maniquí, Jimmy rió.
    -Oh, es el pobre Mermelada. Supuse que era, por lo menos, el superintendente.
    Nigel se sorprendió nuevamente de la extraordinaria capacidad de Jimmy para hacer disminuir la tensión, para desenglobar una esce­na separándose de ella: un campeón para romper hechizos. Nigel fue y se sirvió budín, sintiéndose ligeramente ridículo, como si fuera res­ponsable de todas las acusaciones y contraacusaciones -y realmente lo era, como si todas ellas fueran simples conjeturas que no llegaban a la verdad-, pero tenía la certeza de que no era así. Le pareció que Charles Kennington estaba menos impresionado. Había rehusado el budín. Permaneció pacientemente sentado junto a la mesa y cuando los otros dos regresaron, retornó la escena donde se había roto.
    -Si están ustedes prontos -prosiguió- continuaré. No discutire­mos demasiado el motivo de Jimmy. Nigel tiene una idea bastante cla­ra al respecto. También la tengo yo. También la tiene Jimmy, pese a su extraordinaria capacidad para engañarse a sí mismo. Mató a Nita porque esa era la única forma en que podía librarse de ella. Estoy le­jos de hablar irrespetuosamente de los muertos, pero si un bulldog salta a la garganta, la única manera de librarnos de él es matándolo.
    -¿Pimienta? -murmuró Jimmy entre bocados de budín.
    -Emocionalmente, Nita era un bulldog. Estaba decidida a no de­jar a Jimmy... Dios sabe por qué... y ningún método ordinario la aleja­ría de él. Jimmy había intentado todo... todas las variaciones del caso.
    -¿Qué te hace suponer eso? -preguntó Jimmy amablemente.
    -Ella me lo dijo. La noche en que fui a verla. Me contó todo. Jimmy acababa de hacer su última tentativa, una o dos horas antes de que yo la viera. Trató de persuadirla de que volviera conmigo. ¡Oh, sí, positivamente defendió la decencia! Ella debía hacer lo que era de­cente y echarse en los brazos del guerrero que regresaba. Se habló de la santidad del anillo matrimonial. Es lástima que Jimmy no haya pensado eso unos años antes. No me detendré sobre el llamado que él hizo a los mejores sentimientos de Nita... mi garganta me traiciona con facilidad. Esto explica, por otra parte, la pregunta de Nigel de por qué Jimmy tardó tanto tiempo en decidirse a asesinarla. Natu­ralmente una de las razones es el disgusto de cualquier hombre nor­mal a mancharse las manos con la sangre del prójimo, cuando además este prójimo lo ama y confía en él... concedo esto a Jimmy. Pero tam­bién porque no estaba seguro de mi muerte, porque esperaba que, a mi regreso, yo lo librara de Nita. Yo regresé. Pero Nita no cedía. Aquella noche hizo una escena terrible, lo reconozco. La última de muchas otras. Llevó a Jimmy al borde del abismo. Él perdió el control y repitió: "Es tu última oportunidad. Te doy la última oportunidad". Nita comprendió, naturalmente, que mi regreso la ponía en peligro. Comprendía que Jimmy se precipitaría sobre cualquier excusa para terminar con ella... sobre cualquier excusa que tranquilizara su con­ciencia. Por eso insistió tanto en que mi visita fuera secreta: pensaba que Jimmy tendría un pretexto para dejarla si sabía que un hombre la había visitado tarde por la noche.
    Charles Kennington se interrumpió un momento, tomó un trago de whisky y encendió un cigarrillo. Nigel estaba sorprendido y fasci­nado: este duelo a sangre fría, entre dos antagonistas tan diferentes y sin embargo de fuerzas tan parejas, uno de ellos lanzando acusacio­nes como saetas envenenadas y el otro manteniendo un frío silencio imperturbable, tomando quizás tiempo para el contraataque... ¿Cómo iba a terminar? Nigel había lanzado a rodar la pelota. Se sentía como un hombre que, habiendo arrojado un guijarro, ve que se precipita ahora una montaña en el abismo.
    -La cobardía moral es muy interesante -resumió Charles-. Aquí está un hombre que carecía de decisión para romper una situación en la que estaba profundamente comprometido. Entonces su naturaleza se irguió e hizo las cosas por él. Muy macabro realmente. Estaba en la situación de un hombre que tiene un pie en tierra firme y el otro me­tido en un pantano, y pensó que debía volver a tierra firme. La Biblia recomienda que nos cortemos el pie si nos ofende y...
    -¿Quieres dejar de lado la religión y la psicología morbosa y ex­plicar cómo supones que cometí el crimen? -preguntó Jimmy Lake, con voz ligera.
    -Seguramente. Sugiero que durante varias semanas llevaste esa píldora de cianuro contigo, esperando que se presentara una crisis propicia para poder usarla. Ésta se presentó a mi regreso. Le diste a Nita la última oportunidad para que te dejara. Ella rehusó. A partir de ese momento estuvo condenada. Arreglaste muy bien el decorado en tu oficina, siempre he dicho que eres un buen vidrierista. Las fo­tografías en el suelo, las carátulas sobre la estantería... todo estaba allí preparado para distraer nuestra atención en el momento que pu­sieras la cápsula en la taza de Nita y en el momento que metiste en el bolsillo la "cosa de Stultz". Te turbaste considerablemente cuando yo llevé a Alice conmigo... sí, espero que Nigel haya percibido tu cons­ternación. Porque siempre has tenido un sentimiento de culpa hacia Alice, y no querías que ella estuviera allí presente, y temías además que ella viera todas tus estratagemas... Alice te conoce demasiado. Bueno, de todos modos, me pediste que llevara la "cosa de Stultz" pa­ra enseñarla a los muchachos. Estabas decidido a que la "cosa de Stultz" apareciera como arma del crimen, porque sabías que, de otro modo, se descubriría que tú tenías otra fuente de suministro de ve­neno. Allí es donde, por una extraña ironía, Alice paralizó tus planes. Recordará, Nigel, que la taza de Nita estaba a medio llenar cuando ella murió, lo que significaba que Nita había bebido algo de café antes que se pusiera la píldora en la taza. Nita bebió ese café antes de co­locar la taza sobre el escritorio de Jimmy. Entonces él fue hasta su escritorio, sacó las carátulas de un cajón y, presentándolas un mo­mento entre nosotros y la taza de Nita, dejó caer allí la píldora. Tenía intenciones de recoger en el mismo momento el frasquito y meterlo en su bolsillo, pero algo impidió que lo hiciera... tal vez Alice miró al­rededor o pasó algo por el estilo. En ese momento Jimmy estuvo en gran peligro. En cualquier momento Nita podía beber su café, ya en­venenado, y el frasquito intacto sería encontrado sobre el escritorio. Al mismo tiempo comprendió qué, si alguien veía el frasquito después que él se hubo retirado para poner las carátulas en la estantería, y si se demostraba que él no había estado al alcance de la taza de Nita después que el frasquito fuera visto, ello probaría que él no había en­venenado la taza... con la "cosa de Stultz", naturalmente. Lo que tenía que hacer era impedir que Nita bebiera el resto del café antes de que él tuviera tiempo de hacer desaparecer el frasquito. Por eso la tomó firmemente del brazo y la llevó hasta la estantería, mientras admirábamos las carátulas. Fue un gesto grosero con Alice allí pre­sente e, incidentalmente, la primera señal de interés que demostraba a Nita desde que comenzó la fiesta. Cuando sonó el teléfono ella re­cogió la taza en lugar de contestar al llamado. Jimmy la siguió inme­diatamente, tomó su propia taza y en el mismo momento... mientras todos mirábamos vagamente a Nita, como se hace cuando alguien em­pieza a hablar por teléfono, él tomó el frasquito y lo metió en su bol­sillo.
    Charles Kennington hizo una nueva pausa para llenar su vaso. Después prosiguió:
    -Así lo hizo desaparecer. Después se sentó sobre el escritorio de Nita, a la vista de todo el mundo, para que todos viéramos que no echaba nada en la taza. Nos demuestra su calaña golpeando a la pobre muchacha en la espalda cuando estaba sofocada por el veneno, y di­ciéndole que tosiera... ésa es una obra maestra de repugnante impro­visación. Y más tarde Alice testimonió que había visto el frasquito in­tacto sobre el escritorio de Jimmy y lo libró así de toda sospecha. Lo único que debía hacer ahora era librarse del frasquito. Pero usted, Nigel, lo previno cuando él marchó hacia la ventana... supongo que que­ría arrojarlo fuera en ese momento. Por eso debió adoptar el plan B y metérselo entre las muelas durante la búsqueda policial. ¿Recuerda usted qué pálido y estremecido estaba cuando surgió de detrás del biombo?.. No me sorprende... ¿Y como sacó su pañuelo de seda y se secó la cara?.. Indudablemente en ese momento escupió el frasquito dentro del pañuelo. Eso es algo gracioso -una rápida expresión diver­tida atravesó el rostro de Charles-. Sin embargo es posible que Jim­my haya querido hacer pasar todo el asunto por un suicidio. En ese caso hubiera roto el contenido del frasquito dentro de la taza de Ni­ta después que ella murió, aprovechando un momento de distracción nuestra y hubiera dejado caer el frasquito en el suelo, cerca de don­de estaba ella. Pero, si ésa fue su intención, los acontecimientos le impidieron llevarla a cabo. Como la taza de Nita estaba por la mitad, ella no podía haberla envenenado hasta un momento antes de tomar el último trago de café. Y por lo tanto, sólo podía haberla envenenado después que llegó hasta su escritorio y tomó el teléfono. Pero Brian Ingle dijo que la había observado todo el tiempo que ella permaneció junto al escritorio, y que Nita no había envenenado la taza. Eso des­cartaba el suicidio -Charles Kennington suspiró-. Lamento ser tan lar­go, y fastidioso, y poner todos los puntos sobre las íes; pero he pen­sado mucho en el asunto a mi confusa manera, y creo que las cosas sucedieron así. Los hechos no admiten otra interpretación.
    -Es una lástima -interrumpió inmediatamente Jimmy Lake- que, conociendo tan bien los hechos, no recuerdes uno muy importante.
    -¿Cuál? .
    -Que la "cosa de Stultz" se encontró en tu valija cerrada. ¿O tu teoría es... ¿cómo decirlo?.. que yo la "planté" allí?
    -No, no sugiero que lo hicieras. En seguida volveremos a eso: después que hayas dicho lo que tienes que decir. Sigue. Me interesa saber cómo este Houdini moral saldrá del enredo en que está.
    Las posiciones estaban ahora invertidas. En las miradas de Charles había algo preocupado y calculador: parecía medir a su anta­gonista y tratar de descubrir la posible dirección del primer golpe de Jimmy. El director, que había atendido con cierto desprecio humorís­tico el ataque de Charles, ganaba ahora fuerzas e indignación. Su cara fina y pálida mostraba todavía disgusto por estos procedimientos, pe­ro había también retratada la resolución de llevarlos hasta el amargo final. Sonrió tristemente a Nigel.
    -He estado todo el tiempo atado de manos -comenzó-: yo no ig­noraba que la verdad acerca de Nita y Charles podía matar a Alice. Ella adora a Charles; siempre ha estado más unida con él que conmigo. Supongo que es natural que Charles intente salvar el pellejo acusán­dome a mí: en su lugar yo habría hecho lo mismo...
    -¡Esto es extraordinario! -interrumpió Charles con la voz llena de desprecio-. Ésta es una flor de hipocresía. Continúa.
    -Su error, Nigel, es suponer que Alice tiene algo que ver con es­to. Su teoría de que ella y Charles planearon el asunto juntos porque Alice no veía otro modo de recobrarme... es terriblemente débil. En verdad, ¿no le hubiera pedido antes a Charles que tuviera una entre­vista conmigo y que tratara de convencerme? No, por una razón: us­ted ignora el verdadero motivo personal de Charles. Sería extraño que usted lo supiera... él ha echado demasiada tierra en sus ojos. Charles mató a Nita por la sencilla razón de que ella le fue infiel. Lo sé. En un minuto le diré cómo lo sé.
    -Apenas podemos esperar -murmuró Charles Kennington.
    -Yo no he estudiado el método de Charles Kennington con tanta precisión como él sus falsedades en contra de mí. Pero un mentiroso siempre es extremadamente débil y un asesino siempre protesta de­masiado cuando trata de culpar a otro.
    -Oigamos, oigamos -exclamó Charles.
    -Ya cambiarás esa actitud de colegial- replicó Jimmy secamen­te-. Por lo que veo fue perfectamente posible que Charles envenenara el café de Nita en la forma que dice lo hice yo. ¿No podía acaso poner el veneno en la taza cuando ésta estaba sobre mi escritorio? ¿No hubo ocasión de hacerlo? Nigel asintió silenciosamente.
    -¿Pero cómo se apoderó del frasquito... de la "cosa de Stultz"? Ahí está la treta. Sé que el testimonio de Alice lo libra de sospechas. Bueno, francamente ignoro la respuesta. Es posible que Alice haya mentido diciendo que el tubito estaba sobre el escritorio un minuto antes de la muerte de Nita. Una mentira para proteger a Charles: hasta es posible que lo haya visto meterse el tubo en el bolsillo. Pero no lo creo. Alice no puede menos que decir siempre la verdad. Yo... Dios mío, qué tonto soy -la cara del director se iluminó inteligente­mente-. Estoy suponiendo que el tubo fue sacado de sobre mi escrito­rio antes de la muerte de Nita. Todos suponemos esto porque creía­mos que era el contenido de ese tubito el que había envenenado el ca­fé de Nita. Pero no lo era. Entonces... sí, indudablemente Charles me­tió el frasco en su bolsillo en medio de la confusión, cuando... cuando Nita estaba muriendo; o poco después. ¿No es eso posible?
    Nuevamente, Nigel asintió en silencio.
    -Ésa es una idea muy ingeniosa, Jimmy. No podría estar más im­presionado de lo que estoy -dijo Charles-. Pero siempre queda el hecho de que no podía sacar la cápsula del veneno del cajón de tu es­
    critorio. Estás otra vez acorralado.
    -Supongo que dispondrías de otra fuente de veneno.
    -Oh, tenía una pequeña tableta letal para uso propio, en Alema­nia. Pero la entregué al Cuartel General antes de salir de allí. ¿No lo hice acaso, Nigel?
    Nigel Strangeways asintió. Por el momento sólo podía vigilar, asentir de vez en cuando y dejar que las cosas maduraran. Tarde o temprano uno de los dos cometería un error.
    -Bueno, me atrevo a suponer que Charles disponía de otros me­dios de obtener cianuro. Tal vez tuviera otros trofeos de caza, para así decirlo. No es asunto mío realizar la investigación que correspon­de a la policía. Sólo puedo decir que Charles estaba muy interesado en traer la "cosa de Stultz" a la reunión y en mostrarla... como un ins­tructor del ejército que mostrara una bomba a un grupo de civiles... descuidado, para decir lo mejor. Y otra cosa. Reconozco que parece difícil que Charles haya usado mi píldora para el envenenamiento. Pero podía apoderarse fácilmente de la píldora después del asesinato, cuando vino a vivir aquí con nosotros; la habría sacado para acusarme a mí. Es muy interesante que la píldora haya desaparecido cuando la policía cambió de idea acerca de la forma en que se cometió el cri­men, cuando decidieron buscar otro veneno además del que contenía el frasquito de Stultz.
    -¿Tiene alguna prueba para sostener esa afirmación? -dijo Ni-gel.
    -Charles siempre supo que yo poseía una píldora de veneno. El otro día me preguntó si siempre la guardaba y dónde estaba.
    -Ésa es una infame mentira y tú lo sabes -la voz de Charles Kennington casi se quebró. Su carita triangular se había achicado y resecado, como la cara de un muerto.
    -Oh, usted realizó sus investigaciones con mucho tacto pero...
    -¿Alguien oyó esa conversación? ¿Su mujer? -preguntó Nigel.
    -No, Charles y yo estábamos solos.
    Nigel volvió a acomodarse en su silla.
    -Es otra vez su palabra contra la palabra de él.
    -Mucho me lo temo. Y mi palabra contra la de él en lo que con-cierne a sus amenazas a Nita.
    -¿Sus amenazas a Nita?
    -Sí, ahora debe saberse. Me atrevo a suponer que usted ha no­tado cierto apasionamiento en las palabras de Charles recientemente, cuando hablaba de su compromiso con Nita. Es posible que Charles pretenda... lo ha pretendido desde su regreso... que sus sentimientos hacia Nita se habían evaporado, que realmente no estaba ya interesa­do en ella. Hasta retiró del departamento de Nita las cartas que le había escrito... si, Alice me lo dijo... hubiera sido muy comprometido que la policía las leyera, supongo; podía darles que pensar. No puede usted imaginarse cuánta pasión viril arde dentro de ese... de ese en­gañador aspecto de Charles.
    -Esto es muy halagador -dijo Charles-. No lo perdería por nada del mundo.
    -Nita, pobrecita, estaba muy asustada esa mañana. Charles se había comportado muy rudamente cuando la visitó la noche anterior. ¡Oh, sí! Le dio una última oportunidad de cumplir con su compromiso; pero lo hacía por sí mismo, no por Alice. Le dijo: "Si no dejas inmedia­tamente a mi fascinante cuñado, si no anuncias mañana por la mañana que tú y yo vamos a casarnos en seguida, haré que él no pueda tenerte nunca más". Éstas fueron exactamente sus palabras.
    -¿Se las repitió ella misma?
    -No, yo las oí.
    Charles Kennington murmuró con voz azorada:
    -¿Que me oíste? ¿Qué demonios quieres decir?
    -Después que dejé a Nita esa noche... bueno, tuvimos una escena terrible... por eso regresé a casa de ella; sentí que las cosas no podían quedar así. Fui al Ministerio e intenté trabajar. Pero no pude hacerlo. Entonces la llamé por teléfono, le dije que estaba arrepentido y que iría a verla inmediatamente. Ella pareció aterrada ante esta idea. No pude entender el porqué. Pero tuve sospechas. Empecé a preguntarme si... bueno, si me había engañado todo el tiempo. De todos modos le dije que no iría, pero decidí ir. Estoy algo avergonzado de todo esto. Naturalmente, Charles tiene razón en cierto sentido: probablemente yo hubiera aprovechado la oportunidad de romper con Nita; creo que pensaba esto cuando regresé al departamento... esperando encon­trarla con un hombre. Esperando y temiendo. Entré utilizando mi pro­pia llave, subí sigilosamente las escaleras, me deslicé en el vestíbulo y oí voces en la salita. Era la voz de Charles. En el primer momento no entendí nada. Escuché un poco. Oí lo que acabo de repetir. Y otras cosas además. Él estaba pronto a olvidar la infidelidad si...
    Jimmy se interrumpió y cerró los ojos, como si intentara evitar una imagen evocada. Su cara estaba contraída y llena de angustia. Cuando volvió a hablar su voz era casi un murmullo.
    -Ala mañana siguiente... ¡oh, Dios! Nunca la olvidaré. Nita estaba en un estado terrible. No se atrevió a decirme que Charles la había visitado. Supongo que creyó que no podía confiar en mí... no podía con­fiar en que yo no utilizara el regreso de Charles como pretexto para dar por terminadas nuestras relaciones. "Relaciones"... que palabra... bueno, si ella me hubiera dicho que Charles insistía en casarse con ella y que amenazaba hacer no sé qué si ella no accedía... ¡qué magnífi­ca escapada para mí! No podía ya esperar protección de mí: no sabía a quién dirigirse. Pero, si yo hubiera tenido la más remota idea de que las amenazas de Charles eran verdaderas... -los blancos nudillos de Jimmy se apretaron contra su frente-. Yo debí saberlo, no debí per­mitir jamás que... pero parecía imposible que Charles intentara algo con todos nosotros reunidos en la habitación, después de haber mos­trado el tubito del veneno.
    Se levantó bruscamente y empezó a recorrer el cuarto. Los otros dos estaban en silencio. Nigel pensaba intensamente. Charles Kennington, acurrucado en su silla, parecía concentrado en sí mismo; era una figura casi tan pequeña como su reflejo en el espejo convexo en el fondo del cuarto. Jimmy se detuvo junto al aparador para ser­virse licor.
    -Perdón -dijo-. ¿Quiere usted, Nigel? Es licor de durazno.
    Regresó a la mesa y colocó sobre ella dos copas, cuyos pies sos­tenía entre los dedos. Nigel tomó una. Jimmy puso la otra junto a Charles Kennington. Hubo un sentimiento de profunda turbación en el cuarto... el tipo de turbación que puede producirse si el miembro del club es acusado, delante de sus colegas, de hacer trampas en el jue­go.
    -No podía hablar antes de esto -Jimmy se dirigió a Charles co­mo si hubiera entre ellos un acuerdo tácito para ignorar la presencia de Nigel-. Pero no puedes esperar que permanezca sin hacer nada. ¿Verdad? -había una nota casi de ruego en su voz-. Lo siento, Charles, pero tú me obligaste a ello.
    La cara del mayor Kennington parecía pequeña y enfermiza. No dijo nada.
    -Nigel, supongo que es inútil pedirle que olvide todo lo que oiga aquí esta noche -dijo Jimmy. Nigel meneó la cabeza. Todavía espera­ba. Su instinto le decía que no todo había terminado aún.
    -Cuidaré de Alice. Te lo prometo. Ella estará bien -Jimmy se di­rigía otra vez a Charles-. ¿Por qué no dices algo?
    De la figura del mayor Kennington, acurrucada, como envuelta en la derrota, surgieron al fin palabras.
    -Yo quería mucho, mucho a Nita.
    Las palabras surgieron lentamente; la entonación era alta y cla­ra, parecía casi una imitación de la voz de Alice Lake.
    -Sólo queda una cosa por hacer, Charles –Jimmy Lake habló con una especie de velada urgencia.
    -Sí -repitió Charles-, sólo queda una cosa por hacer.
    Sus dedos tantearon, como los de un autómata, en busca de la copa de licor.
    -Creo... ¡Demonios con este brazo! Nigel, ¿quiere aflojar un poco el nudo del cabestrillo? Me lastima el hombro... ahí... yo no puedo al­canzarlo fácilmente.
    Nigel se levantó y se inclinó sobre el brazo izquierdo de Jimmy, forcejeando con el nudo. Después volvió a sentarse. Los dedos de Charles rodeaban todavía el pie de la copa. Se irguió un poco, mirando el licor color damasco. Volvió a mirar a Jimmy febrilmente, con ojos ardientes.
    -Bueno, a la salud del espectro de Nita -dijo-. Que descanse en paz.
    Hubo una extraña pausa.
    -Vamos, Jimmy -insistió-, tú también debes brindar en honor de ella.
    -En honor de Nita -murmuró Jimmy Lake, con la voz ahogada y apenas perceptible.
    Los dos hombres bebieron. Jimmy, como de costumbre, lenta­mente. Charles apuró uno de sus grandes tragos.
    En el momento siguiente el mayor se puso de pie, con los ojos llameantes y llevándose la mano a la garganta.
    -¡Dios! Me abrasa -su voz llegó entre cortada y difícilmente. Ni-gel se puso también de pie, pero mientras daba vuelta alrededor de la mesa para dirigirse hacia Charles, sintió que la mano derecha de Jimmy Lake oprimía con extraordinaria fuerza su muñeca.
    -No, Nigel. Así es mejor. Por amor de Dios, déjelo...
    Charles Kennington se tambaleó. Luchó buscando aliento, con la cara congestionada y los ojos fijados salvajemente en el vacío. Des­pués cayó de costado sobre la silla, retorciéndose como un gusano; cayó luego de la silla al suelo, donde permaneció de espaldas, estre­meciéndose un poco, hasta quedar finalmente quieto.
    La mano de Jimmy, que oprimía aún la muñeca de Nigel, se aflojó ahora. Se estremeció violentamente y suspiró... parecía exhausto.
    -¿No comprende, Nigel?.. No podía dejar que usted... tenía que darle ocasión para... Hubiera sido terrible para Alice la detención, el proceso, la horca, todo -hablaba agitadamente, como rogando-. Tenía la esperanza de que Charles llevara consigo mi píldora de veneno. La­mento haber empleado la treta del brazo. Tenía que darle ocasión de poner la píldora en el licor, sin que usted lo viera.
    Nigel lo miró fijamente. No hizo ningún comentario, y se limitó a preguntar si podía utilizar el teléfono para llamar al médico y a la po­licía.
    -En aquel rincón -afirmó Jimmy y levantándose de junto a la me­sa, indicó el camino. El teléfono estaba oculto detrás de uno de los paneles blancos. Jimmy apartó el panel y sacó el teléfono.
    -¿Cuál es el número de su médico? –preguntó Nigel.
    Jimmy Lake le dio el número. Nigel había comenzado a discar el número cuando una voz dijo a sus espaldas:
    -No moleste al médico, querido mío. Llame solamente a la policía. Es lo único que hace falta.
    Nigel se volvió bruscamente. El mayor Kennington estaba de pie detrás de la mesa, en el mismo lugar donde había caído y muerto.
    Un sonido espantoso, como el gemido de un hombre en una pesa­dilla, escapó de los labios de Jimmy Lake. El sonido se interrumpió, tan bruscamente como había comenzado, y Jimmy se precipitó hacia la puerta. Pero la mano de Nigel se tendió y lo tomó del hombro, del hombro herido, de manera que Jimmy se vio obligado a volverse y a retroceder tambaleante hacia la mesa.
    Charles se colocó junto a la puerta.
    -Nigel -dijo-, haga el favor de registrarlo. Si no está en uno de sus bolsillos supongo que la encontrará en el suelo. Pero apuesto que está en el bolsillo derecho del pantalón o del saco.
    -¿La "cosa de Stultz"? -preguntó Nigel.
    -Sí. Es una manera de decir.
    -Está bien, está bien, está bien -murmuró el director, con voz infinitamente fatigada. Estaba apoyado en el borde de la mesa. Su mano se dirigió al bolsillo de la derecha. Nigel saltó sobre él. Era el momento de no correr ya riesgos. Cogió la muñeca del director antes de que la mano hubiera salido del bolsillo.
    -Está bien -repitió Jimmy-. No se alarme. Es solamente esto.
    Suavemente levantó la mano, la abrió y, sobre la palma, estaba un frasquito de veneno, diminuto, roto.
    La cabeza de Jimmy se movía estúpidamente de un lado a otro.
    -No comprendo -murmuró mirando a Charles-, no comprendo.
    -Es una broma. El frasquito sólo contenía agua. Perfectamente comprobado. Yo seguramente no hubiera bebido el licor que me ser­viste de no tener la seguridad de que el veneno era pura agua. Los es­pejos sirven para algo, Jimmy. Oh sí, vi que derramabas el contenido del frasquito en la copa de licor, cuando nos distrajimos con Merme­lada. Te estaba vigilando. En aquel espejo. Claro está que te vigilaba.
    -¡Ah! -murmuró Nigel para sí mismo: por fin encajaba la última pieza del acertijo.
    -Está bien -murmuró Jimmy Lake-, está bien, está bien.
    Después del gran duelo de ingenios, después de tener en su ma­no la victoria y la seguridad y después de haberlas perdido tan atrozmente, no quedaba ya impulso combativo en él. Tanteó en busca de su silla y se sentó. Con la cabeza apoyada en la mano derecha dijo entonces:
    -Todo está bien. No me importa. Casi lo prefiero así. Maté a la mujer que no quería matar, a la mujer que no quería matar. Desde en­tonces lo he comprendido cada vez más. Oh, Nita, yo...
    Comenzó a llorar, terrible y desesperadamente. Evitando las mi­radas de Charles Kennington, Nigel fue hacia el teléfono.


    CAPÍTULO XI

    Descartado
    -¿LA MUJER que no quería matar? -preguntó Blount-. ¿Acaso enve­nenó por equivocación el café de Nita, en lugar del café de su mujer?
    -Oh, no. Nita era la víctima elegida. Pero Jimmy Lake compren­dió demasiado tarde, después de matar a Nita para volver a Alice, que era a Nita y no a Alice a quien realmente amaba. Ésa es su trage­dia. Pese a todo le tengo lástima. Estaba dividido entre dos pasiones. E indudablemente el temperamento de Nita no le ahorró ningún dis­gusto: ella le dio a la vez el cielo y el infierno.
    -De todos modos la mató de manera abominable. Si hubiera sido en un arrebato...
    -Oh sí, ya lo sé. Sin embargo prefiero esa manera a la terrible sangre fría con la que, finalmente, lo atrapó el mayor Kennington. Jimmy tiene calor humano. No le importa precipitarse en un abismo. Charles y Alice son, en comparación, espíritus mezquinos.
    -¡Ah sí! Son una pareja de reptiles. Pero dudo que hubiéramos atrapado a nuestro hombre, con la reconstrucción que usted hizo de los hechos, si Kennington no lo hubiera hecho salir de su agujero.
    Ambos estaban sentados en la habitación de Nigel, la noche si­guiente a la detención de Jimmy. El vaso de whisky al lado de Nigel estaba intacto. Sabía, desde tiempo atrás, que la detención de Jimmy era la única conclusión posible para los terribles y confusos aconteci­mientos de la semana anterior; pero, ahora que había sucedido, se sentía muy deprimido. No se debe compadecer a un hombre que ha ejecutado un crimen atroz. Pero...
    -Me atrevo a suponer que tiene usted razón, Blount. Aún enton­ces Jimmy podía defenderse. Yo fracasé completamente en mi inten­tona de hacerle delatarse, pese a la acusación que lancé contra Char­les y Alice durante la comida. Supongo que él vio los puntos débiles. Entonces Charles lo atacó. Las acusaciones de Charles fueron perfec­tas en toda la línea: fueron demasiado para Jimmy. Se sintió herido y, por eso, decidió acusar a su vez a Charles y hacer que todo pareciera un suicidio, lo que también explicaría la desaparición de su cápsula de veneno. Fue una maravillosa improvisación. Y se hubiera salido con la suya si la "cosa de Stultz" hubiera sido, realmente la "cosa de Stultz". A propósito, ¿cuál es la explicación de Charles al respecto?
    -Muy sencilla. Cuando perseguía a Stultz, Charles llevaba consi­go uno o dos falsos tubos de veneno, idénticos a los de los nazis, pero llenos de agua. La idea era tener esos tubos a mano para el caso de que una de las muchachas amigas de Stultz lo traicionara: haría susti­tuir en ese caso el frasquito verdadero por uno falso, para que Stultz no pudiera suicidarse al ser arrestado. Finalmente Charles llegó a Stultz por medio de una muchacha y ella hizo la sustitución. Debimos comprender que aquel trozo de la carta que escribió a Jimmy era una broma.
    -Sí, no es fácil apoderarse de un tubito llevado entre las muelas golpeando a un tipo en la espalda.
    -Así, Kennington recibió de la muchacha el verdadero frasquito de veneno y lo trajo, con el falso que le quedaba, como trofeo. Fue el falso tubo el que presentó en la reunión del Ministerio y el verdadero el que encontramos en su valija.
    -De algún modo habría adivinado eso. Ambos creímos que era extraordinario que fuera tan descuidado con un tubo de veneno. Y después la expresión de su cara cuando murió Nita... debí pensar más en ello... era una expresión de verdadera sorpresa. Una muchacha mo­ría envenenada y el frasquito desaparecía, pero el frasquito sólo con­tenía agua. No es raro que estuviera sorprendido.
    -Es lástima que no nos lo haya dicho en seguida.
    -Creo que en el momento, Charles no estaba seguro de que no fuera Alice quien había envenenado la taza de Nita. Sabía que Jimmy poseía una cápsula de cianuro y pronto descubrió que Alice podía haberse apoderado de la cápsula. Por eso decidió descubrir las cosas por su cuenta: no confiaba en que llegáramos a las conclusiones exac­tas respecto de la cápsula.
    -En eso se portó estúpidamente -dijo Blount-. Después que no­sotros... después que usted explicó su teoría sobre la "cosa de Stultz", sólo Jimmy Lake podía ser culpable. El tenía el motivo más poderoso, los medios y la oportunidad. Fue él quien preparó la esce­na... las fotografías y las carátulas en el cuarto. Y su negativa a ir al hospital cuando fue atacado por Billson. Eso lo delató. ¿Por qué demo­nios se opuso a ir al hospital si no era por miedo a decir allí la verdad, en medio de un delirio o en sueños? En casa sólo tendría a Alice a su lado... o así lo esperaba.
    -Probablemente ella hubiera corrido a darle la información a us­ted, con su sinceridad habitual.
    -Vamos, señor Strangeways, es usted un poco duro con la señora Lake.
    -No me agradan esas muchachas frescas como pepinos. Tranqui­las. Usted, Blount, no hubiera podido jamás acusar a Jimmy con las pruebas de que disponía. Eran demasiado débiles. Briznas de paja mostrando la dirección en que soplaba el viento... y el defensor las hubiera hecho volar por la ventana con un soplido. Todas ellas. La A mayúscula, por ejemplo.
    -¿En el libro de Clough?
    -Sí. Jimmy sospechó la trampa que yo le tendía. La evitó, como muchas otras, diciendo casi la verdad. Reconoció que Nita había tra­zado la J. El dijo que ella bromeaba y que, en presencia de ella, él convirtió la J en A, bromeando a su vez. Esto hizo que todo pareciera muy inocente. Pero si en realidad se hubiera tratado de una broma, él habría trazado una letra mucho más firme, una especie de A exage­rada, ¿no le parece? Y la letra era tan débil que casi no la percibí al principio. Lo que sugería que la explicación de Jimmy era falsa. Lo que significaba que él alteró originariamente la letra para evitar averi­guaciones posibles sobre su carácter, sus acciones y, por lo tanto, sus motivos. ¡Pero el acusador no podía hacer mucho con esa paja!
    -Tiene usted razón. Y esas palabras que él dijo después de ser atacado: "Alice. Ella no me deja ir, querida". Se pueden interpretar de dos maneras. O bien imaginaba que se dirigía a Alice y se refería a Nita, o bien era lo contrario. El asunto del archivo PHQ fue muy cu­rioso -prosiguió diciendo Blount después de una pausa meditativa-. El lo quemó en la estufa de su casa. Es curioso porque ésa es la única tentativa, hasta el final, que Jimmy hizo para desviarnos del camino.
    -Siempre me pareció curioso que revolviera el Ministerio de arriba abajo en busca de ese archivo, el mismo día en que Nita fue asesinada... si era inocente, claro está. Sin embargo creo que dijo la verdad al afirmar que ignoraba las relaciones Fortescue-Billson. Mi idea es que necesitaba distraerse del crimen, y el asunto del archivo estaba a mano.
    -No se equivoca usted mucho. Esta mañana lo interrogué al res­pecto. Aparentemente lo que sucedió fue esto: mientras revisábamos su oficina Jimmy trabajó en la oficina de Fortescue. Al dirigirse allí recogió la bandeja de correspondencia y la llevó consigo. Encima es­taba un archivo en el que decidió trabajar toda la tarde. Lo puso in­mediatamente en su valija de mano, pero en la confusión de su mente, no reparó que metía también el sobre con el archivo PHQ que fue lle­vado también en la valija. Lo descubrió al llegar a su casa. Entretanto, esa misma tarde, revolvió cielo y tierra en busca del archivo y de las copias que Billson demoraba tanto en entregar. Para no pensar en lo que había hecho. Dice que, al regresar a casa, tuvo un momento de pánico. Jamás intentó echar la culpa a ningún otro. Pero al encontrar el archivo secreto en su valija, pensó destruirlo... para levantar un po­co de polvo y confundir aún más el asunto.
    -Parece tan sencillo y natural que creo que es verdad. Pero ése parece el único momento de pánico que tuvo.
    -Hasta que yo empecé a averiguar sobre otras posibles fuentes de veneno.
    -Sí -dijo Nigel-. ¿Por qué cree usted que no negó la posesión de la cápsula?
    -Muy sencillo. Primero: Harker Fortescue sabía que el director debía poseer una cápsula. Segundo: la señora Lake estaba en la habi­tación cuando yo pregunté a su marido y su agitación sugirió que ella había utilizado la cápsula o...
    -¿O que sospechaba que su marido la hubiera usado?
    -Bueno, si ella hubiera creído que la cápsula había sido destrui­da, o que se habían librado de ella en alguna forma antes del asesina­to, no hubiera estado tan inquieta durante los interrogatorios. Ade­más Jimmy Lake no se atrevió a pretender destruirla. Y seguramente no tenía medio de probarlo... sólo podíamos contar con su palabra.
    -¿Cómo no intentó ocultar la verdad? Ésa fue su política des­pués del crimen. Es un hombre muy hábil y un cobarde moral. Su inte­ligencia le decía que los criminales se delatan muchas veces por sus mentiras. Particularmente los asesinos se descubren por mentiras in­necesarias. Y la cobardía moral que le impidió separarse de Nita, también le hizo imposible mentirnos. Se entregó prácticamente: pa­recía muerto, como un animal asustado: no quería comprometerse. Sí, todo estaba de acuerdo. Y, naturalmente, hubo una inactividad fatal respecto a la píldora de veneno. Ésta no estaba en el cajón, lo que significaba una de dos cosas... que él o Alice era el asesino.
    -Indudablemente fue esa maldita cápsula la que lo hizo salir al aire libre.
    -Sí. Y los celos reprimidos que sentía por Charles. El sentimien­to era mutuo, naturalmente.
    -¿Celos?
    -Así lo creo. Los dos tenían una curiosa relación con Alice. En una palabra: su hermano gemelo es el gran amor de la vida de Alice. Creo que esa relación íntima es lo que explica finalmente el fracaso de su matrimonio. Si anoche hubiera visto usted juntos a Jimmy y a Charles, me daría la razón. La comida se transformó en una exhibición de antipatía mutua. Los celos, tanto tiempo reprimidos, se desborda­ron. Sólo por celos Charles atacó tan malignamente a Jimmy y no creo que Jimmy hubiera elegido a Charles como escape para su instinto de conservación si los celos no lo hubieran dirigido.
    -Todavía no me ha dicho qué sucedió exactamente durante la comida.
    -Creo que la misma Nita se dio cuenta instintivamente de estos celos -prosiguió Nigel-. La manera en que trató a Charles, en presen­cia de Jimmy, aquella mañana en el Ministerio. Y antes, cuando dijo: "Jimmy intenta ser duro de corazón. Pero no puede". Quería conven­cerse de que lo ocurrido entre ella y Jimmy la noche anterior real­mente no significaba nada, que Jimmy jamás iba a endurecer su cora­zón contra ella, para forzarla a volver con Charles. Estoy seguro de que esperaba que sus coqueteos con Charles despertarían los celos de Jimmy y le harían comprender que saldría perdiendo si la abandonaba. Era su última tentativa.
    -¿Y la comida? -preguntó Blount nuevamente-. Usted vacila en hablar de la comida -sus ojos brillaron fríamente- ¿Usted se desvió un poco, no? ¿Se le escapó de entre las manos, verdad?
    -Tiene mucha razón. Me salí de mis casillas y... pero es mejor empezar por el principio. Estuve por la mañana en casa de ellos, según usted sabe, y Charles almorzó conmigo. Mi plan era sembrar la semilla de la discordia. Yo estaba ya seguro de que Jimmy era nuestro hom­bre; de que Charles sabía o adivinaba mucho más de lo que nos decía, y de que Alice sospechaba que el criminal era su marido. Pero Charles y Jimmy, por motivos diferentes, estaban decididos a no revelar na­da. Tuve que zarandearlos. A Alice le hice creer que usted sospecha­ba especialmente de Charles. Claramente comprendí que estaba pre­ocupada por su marido, más que por Charles; ella se puso absoluta­mente a la defensiva en cuanto a él... y no fue solamente porque la muerte de Nita no hubiera servido para acercarlos; más bien la sos­pecha de que Jimmy había matado a Nita ampliaba el abismo entre ellos. Le sugerí esto y su reacción disipó toda duda de que ella hubie­ra podido matar a Nita. Inmediatamente después vi a Jimmy. En el momento no advertí ningún cambio. Pero quedó intranquilo. Por él y por Alice. Dije claramente que había cargos contra Jimmy, contra Alice y Charles como cómplices. Dejé que las cosas maduraran en la mente de Jimmy. En esta forma se vería obligado a hacer algo, para defenderse o para defender a Alice... esto es lo que yo esperaba. No le importaba que Charles fuera a la horca en su lugar; pero con Alice la cosa era distinta. Después tocó el turno a Charles. La primera con­clusión a la que llegué en mi entrevista con él es que dudaba sobre la forma en que se cometió el envenenamiento; al mismo tiempo ocultaba alguna cosa.
    -Ocultaba que el frasquito que llevó al Ministerio era inofensivo.
    -Exactamente. Quiero decir: comprendo eso ahora. En el mo­mento, pese a una amplia sugerencia de su parte, yo no lo entendí: di­jo que jamás creyó que se había utilizado el frasquito para el crimen. Y cuando le pregunté por qué creía eso, me dijo: "Bueno, por una cosa: si lo hubieran usado no se habrían preocupado de sacarlo de la habi­tación". Después de un momento ataqué a Alice. Charles hizo entonces una larga y admirable descripción del carácter de su hermana, para demostrarme que ella no era capaz de asesinar, que no podía haber matado a Nita, ni por cuenta propia ni en complicidad con Charles. Pe­ro no quiso ir más lejos. No lo quiso entonces. Sin embargo, la semilla estaba sembrada. Charles supo que debía actuar rápida y decisiva­mente si Jimmy, de quien había sospechado desde el principio, iba a ser atrapado. Tenga en cuenta que yo todavía no rechazaba comple­tamente la idea de que Charles fuera culpable. Y entonces usted me comunicó que había encontrado la "cosa de Stultz" en la valija de Charles. Deshice completamente mi reconstrucción de los hechos, que se basaba en que el asesino hubiera retirado el frasquito después del crimen, destruyéndolo o escondiéndolo posteriormente. La reacción de Charles ante el descubrimiento fue, en verdad, muy curiosa. Dijo: "Ahora usted lo ha hecho" y salió de mi habitación. Esto me convenció de que Charles no era el asesino: un culpable jamás habría actuado de esa manera. Pero, desafortunadamente, esto parecía también justifi­car a Jimmy. No inmediatamente, claro está: yo supuse que él había puesto la "cosa de Stultz" en la valija de Charles. Creí que finalmente se había visto forzado a actuar. Pero usted telefoneó entonces y dijo que Charles reconocía haber tenido en el bolsillo la llave de la valija todo el tiempo y afirmó que era imposible que ningún otro hubiera ocultado allí el frasquito.
    -Así que cuando él dijo: "Ahora usted lo ha hecho"... -Creo que significaba que el fin había llegado para Jimmy y, en cierto modo, pa­ra Alice. Creo que Charles había permanecido mudo hasta ese momen­to con respecto a los frasquitos porque le desagradaba la idea de que Jimmy fuera detenido y adivinaba que, si nosotros sabíamos lo que pasaba con los frasquitos, tendríamos la pieza que nos faltaba para hacer detener a Jimmy. A Charles le importaba la tranquilidad mental de su hermana... no quería ayudarnos a colgar al marido de Alice. Pero ahora debía actuar en defensa propia. Y en este momento surgió el otro lado de su personalidad... surgió el mayor Kennington que había perseguido a Stultz. Creo que de pronto comprendió que detestaba a Jimmy... al hombre que le había arrebatado a su hermana, abandonán­dola después por otra mujer y complicándola con un crimen odioso. Iba a atrapar a Jimmy ahora. Revelar la verdad sobre los frasquitos no aclararía el caso: Jimmy podría librarse quizás de la acusación. Y además Charles deseaba una venganza personal.
    -¿Entonces le invitaron a cenar?
    -Entonces me invitaron a cenar. En cuanto llegué advertí humo y fuego en el aire. Charles bebía pesadamente... indudablemente para ponerse a tono con la gran escena. La antipatía entre ambos... bueno, el aire podía haberse cortado con un cuchillo. Indudablemente Char­les había provocado a Jimmy, haciendo alusiones a esto y a aquello an­tes de mi llegada. Poniéndolo deliberadamente nervioso. En realidad había tomado una página de mi libro; pero, naturalmente, él lo hizo mucho más efectivamente, porque odiaba y despreciaba a Jimmy y se divertía apretándole los tomillos, mientras que a mí no me divertía lo más mínimo hacerlo. Jimmy estuvo frío y circunspecto. Sabía que algo iba a ocurrir... pero no sabía qué. Bueno, empezamos a comer. Decidí hacer iniciar el juego, por eso les dije cómo había llegado a mi conclu­sión acerca del método del asesinato y después, basándome en ello, acusé a Alice y a Charles.
    Esto los sacó de sus casillas, tal como yo había supuesto. Char­les inmediatamente acusó a Jimmy. Puedo asegurarle que todo fue una escena perversa. E hizo un resumen con toda la interpretación de los hechos conocidos por Charles.
    -Un momento -interrumpió Blount-. ¿Sabía Jimmy Lake en ese momento que se había encontrado un frasquito de veneno en la valija de Charles?
    -Sí, lo dije en el momento culminante de mi acusación contra Charles y Alice. Jimmy no pudo ocultar su sorpresa. ¡Otro frasquito! Porque él tenía en el bolsillo el frasquito que Charles llevó al Ministe­rio. Bueno, Charles dijo a Jimmy que le valía más confesar. Y, natu­ralmente, Jimmy se negó a hacerlo. Entonces Charles prosiguió. Pri­mero explicó, claramente, mi acusación contra Alice y contra él. Des­pués acusó en la cara a Jimmy de haber asesinado a Nita. Dijo que no había dicho "todo lo que sabía sobre Jimmy", para proteger a Alice. Esto decidió a Jimmy. No sabía qué ocultaba aún Charles, pero supo­nía que era mortalmente peligroso para él. Entonces puso su plan en acción.
    -¿Su plan? ¿Para matar a Charles Kennington?
    -Sí. Creo que todo sucedió en un instante. Pero dudo que hubiera podido actuar aunque con ello explicaba la desaparición de la píldora, si Charles no lo hubiera forzado a ello. De todos modos, fue hasta el aparador y se sirvió más bebida. Esto era perfectamente natural... su representación fue perfecta anoche, Blount. Consiguió engañarme. Pero no engañó a Charles. Charles lo espiaba por el espejo: no confia­ba lo más mínimo en Jimmy. Jimmy pretendió que oía algo en la puer­ta. Fui a abrirla. Era solamente el gato. Aparentemente el gato siem­pre araña la puerta durante las comidas, si ya no se le ha permitido entrar en el comedor. Naturalmente, yo ignoraba esto. Pero Charles lo sabía. Mientras yo abría la puerta Jimmy derramó el contenido del tubito de veneno en una de las copas de color. Charles le vio hacer es­to en el espejo, pero no dijo nada. Sabía que el frasquito era el fras­quito falso que él había llevado al Ministerio. Después Jimmy volvió a sentarse y Charles continuó el ataque. El veneno, según imaginaba Jimmy, estaba ahora preparado sobre el aparador, invisible en una copa de cristal de color, para ser o no utilizado, según lo que dijera Charles. Bueno, Charles lanzó una infernal acusación contra Jimmy. La encontrará detallada en el informe de anoche, que he escrito para us­ted. Entre otras cosas Nita le dijo la noche anterior al asesinato que Jimmy le había pedido en todas formas que lo dejara y que finalizó acusándola y diciéndole que le daba la última oportunidad. Describió muy ofensivamente el carácter de Jimmy, y relató detalladamente la forma en que ocurrió el asesinato. Incidentalmente señaló que la in­tención premeditada de Jimmy fue hacer aparecer la muerte de Nita como un suicidio.
    -Sí -dijo Blount-, él ha reconocido eso en su confesión.
    -Bueno, cuando Charles terminó, Jimmy señaló que la aparición de la "cosa de Stultz" en la valija de Charles invalidaba todas las re­cientes acusaciones de éste. Después se preparó a actuar. Fue una representación magistral. Dijo que no se había atrevido a decir la verdad porque no quería destrozar el corazón de Alice, si su hermano era condenado por asesinato. Pero ahora, más dolorido que furioso, iba a hablar.
    -¿Una representación magistral? ¡Una condenada hipocresía, querrá usted decir! -gruñó Blount.
    -Sí. Ya sé. Pero no puedo prescindir de mi antiguo afecto y ad­miración por Jimmy. ¡Y luchó tan denodadamente! Yo sabía que era culpable, y sin embargo debí esforzarme para convencerme de que él no era inocente y que fue Charles quien... De todos modos, el punto central de la acusación de Jimmy era que él había regresado más tar­de al departamento de Nita, que había escuchado a la puerta y que oyó a Charles amenazándola si no dejaba a Jimmy y volvía con él. Pre­sentó un buen retrato de Charles como enloquecido por los celos.
    -Pero él no puede...
    -No, naturalmente que no regresó al departamento. Era una mentira deslumbradora y convincente.
    -¡El perro! -murmuró Blount.
    -Exactamente. El perro siempre ladra al oír entrar a alguien y la portera asegura que su perro sólo tuvo cuatro ataques de ladridos esa noche: cuando la verdadera llegada y partida de Jimmy y cuando el arribo y la salida de Charles. Jimmy cometió allí un error. Ahora sé positivamente que mentía.
    -¿Pero cómo explicaba que Charles tuviera en su poder la "cosa de Stultz"?
    -Muy ingeniosamente. Estaba de acuerdo en que Charles no pudo ponerse el frasquito en el bolsillo antes de la muerte de Nita... los testimonios probaban esto. Jimmy sugirió que Charles se metió el tu­bito en el bolsillo aprovechando la confusión que siguió a la muerte de Nita. Naturalmente todo esto era muy arriesgado y más arriesgada aún la respuesta de dónde provenía el cianuro con el que el café fue efectivamente envenenado. No podía sugerir que Charles había saca­do la píldora de su propio cajón porque los testimonios probaban que éste no podía haberse apoderado de esa píldora sin la complicidad de Alice, antes del asesinato. Y de todos modos necesitaba que la píldora todavía existiera, por así decirlo, porque Charles debía "suicidarse" con ella. Por eso sugirió vagamente que el mayor debía tener otro me­dio de conseguir veneno y lo acusó de haberse apoderado de su píldo­ra de veneno, después del crimen, para que las sospechas recayeran sobre él. Hasta afirmó que Charles le había preguntado dónde guar­daba la píldora. Otra mentira, supongo. Kennington protestó que era mentira, de todos modos. Pero Jimmy podía arriesgarse a que algunas partes de su acusación fueran débiles y vagas, porque (a) esto le daba mayor verosimilitud, y (b) el "suicidio" de Charles iba a vindicarlo. Por la misma razón Jimmy podía reconocer ahora que él hubiera aprove­chado la oportunidad para romper con Nita si Charles insistía en que ella cumpliera el compromiso. Esto fue brillantemente calculado. Pero el director había comprendido siempre cuán peligroso era ocultar el motivo suyo para querer matar a Nita.
    Nigel hizo una pausa. Automáticamente tendió su mano hacia el vaso de whisky, pero volvió a depositarlo, intacto.
    -Bueno, Jimmy se preparó a matar. Charles, naturalmente, cono­cía sus intenciones y procedió de acuerdo. Pretendió estar sobrecogi­do por la acusación de Jimmy. Este tenía ahora que vencerlo antes de que Charles se recobrara porque evidentemente no podía esperar que su cuñado permaneciera indefinidamente bajo lo que ambos sabían era una falsa acusación. Por lo tanto Jimmy fue hasta el aparador, distraídamente se sirvió licor de durazno, se disculpó y me ofreció licor a mí. Puso el otro vaso (en el que previamente había derramado el contenido del tubo) al lado de Charles. Realizó todo esto muy abiertamente. Yo podría jurar después que él no había hecho ninguna trampa con el vaso de Charles.
    -Licor de durazno, ¿eh?
    -Sí, tiene un olor muy parecido al del cianuro.
    Tenía todo planeado. Inmediatamente, Jimmy dijo a Charles: "Sólo queda una cosa por hacer". Charles pareció sorprendido y repi­tió pesadamente la frase. Él representaba también, con toda su habi­lidad.
    -No entiendo cómo Lake no sospechó eso -dijo Blount-. ¿No sin­tió acaso que era muy extraño que Kennington se prestara tan mansa y limpiamente a sus planes?
    -Eso supone usted. Pero yo creo que Jimmy estaba demasiado preocupado en darme la ilusión de un suicidio para prestar demasiada atención a lo que hacía su presunta víctima. Pensó que la actitud de Charles era originada por la sorpresa que le producía su ataque y también por el hecho de estar borracho.. . Charles había bebido du­rante toda la noche. De todos modos, después de preparar el camino para el "suicidio" de su cuñado, Jimmy distrajo nuevamente mi aten­ción: me pidió que le ajustara el cabestrillo y se las arregló de manera que yo volviera la espalda a Charles en ese momento. En esa forma yo debía suponer que Charles había echado la píldora de cianuro en su copa.
    -¿Y usted cayó en la trampa?
    -Sí y no. Estaba convencido de que Jimmy preparaba algo. Evidentemente preparaba el escenario del suicidio. Pero debo reconocer que no suponía que todo iba a ocurrir inmediatamente, delante de mis ojos.
    -De esa manera fue asesinada la señorita Prince: delante de testigos.
    -Sí, ya lo sé -dijo Nigel-; no tengo excusa, debo reconocer que Jimmy me tenía hipnotizado. Inmediatamente sucedió algo macabro. Charles levantó la copa y pidió permiso a Jimmy para beber a la salud del espectro de Nita. Charles se divertía muchísimo con su represen­tación. A Jimmy no le agradó nada aquello. Bueno, Charles tomó un trago... es un hombre muy voraz; lo había notado antes, imagínese que bebe el licor como si fuera cerveza. Después hizo una repugnante y precisa imitación de un hombre que ha tomado un trago de cianuro. Yo me quedé helado. Según le dije, no esperaba algo tan rápido. Y Jimmy me agarró firmemente para impedir que corriera a ayudar a Charles. Creo que pasó un minuto muy malo, temiendo que Charles lo acusara de haber envenenado el licor. Y dijo: "Es mejor así", para reforzar en mí la impresión de que Charles había preferido terminar de esa mane­ra. Y cuando Charles estuvo "muerto", Jimmy confesó que lo del bra­zo era una estratagema para dar una oportunidad a Charles, "espe­rando que todavía llevara consigo la píldora de veneno". Yo me dirigí entonces al teléfono y pedí a Jimmy el número de su médico... ambos estábamos de espaldas a la mesa... cuando oímos la voz del hombre, que acababa de morir envenenado con cianuro anunciando tranquila­mente que sólo se necesitaba a la policía. Esto hizo estallar los ner­vios de Jimmy, tal como lo deseaba Charles. Lo registramos y encon­tramos el famoso frasquito en su bolsillo, roto. Era una prueba abru­madora. ¡Pobre Jimmy!
    -Yo no gasto mi piedad en él -dijo Blount.
    -Ya sé que tiene usted razón. Pero no puedo evitar compadecer­lo cuando pienso en su tragedia... la manera en que Némesis le devol­vió el golpe por medio de la única mujer...
    -¡Ah, la única mujer! Es a Nita Prince a quien debería compade­cer.
    -Oh, la compadezco. Nunca me hubiera metido en este sucio asunto si no hubiera sentido mucho afecto por ella. Pero no me refie­ro a Nita. Jimmy hizo todo por Alice: y fue Alice quien, inconsciente­mente, sirvió de instrumento a las Furias. Fue ella quien deshizo la idea primitiva de Jimmy de que la muerte de Nita pareciera un suici­dio, impidiendo que él metiera en su bolsillo el tubito con veneno en el momento en que pensaba hacerlo. Fue Alice quien, apareciendo ines­peradamente en la reunión aquella mañana, dio forma a todos los acontecimientos futuros. Porque su presencia allí, con los motivos que tenía para odiar a Nita, la colocaban bajo sospecha; y si ella no hubie­ra estado en peligro, dudo mucho de que Charles se hubiera preocu­pado de que la culpa cayera sobre 'Jimmy. Fue por Alice por quien Jimmy cometió el crimen: sólo para descubrir que la muerte de Nita ampliaba el abismo entre ambos, en lugar de disminuirlo. Jimmy había construido gradualmente una fantástica figura de Alice en los años en los que ella estuvo más o menos alejada de él a causa de Nita... una figura que parecía ofrecerle lo único que Nita no podía darle: tranqui­lidad de espíritu. Pero cuando estuvo libre y volvió a Alice, pudo verla como realmente es... una criatura centrada en sí misma, controlada, sin pasión; seguramente una compañera agradable y divertida. Pero fundamentalmente una mujer sin amor y sin ternura. Y Jimmy había descubierto en Nita lo que era una mujer realmente enamorada. Nita había sido demasiado para él, ya lo sé... demasiado cariñosa, demasia­do insistente, demasiado posesiva. Pero cuando ella murió, Jimmy comprendió que el amor de ella, con todas sus escenas y sus tormen­tos, era lo que él realmente necesitaba. Lo destruyó y la destruyó a ella porque su carácter no era bastante fuerte para sostenerlo. Pero era eso lo que quería. El mero recuerdo del amor de Nita hizo que Alice fuera un espectro para él.
    -Ah -dijo Blount-, un caso típico de Némesis.

    FIN

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